Publicado en
agosto 29, 2010
“Prefiero molestar con la verdad
que complacer con adulaciones”
JULIO ANNEO SENECA
“La hierba verde llorando
a la vera del camino
por no haber nacido flor.
Arriba la flor que mira
de envidia muere que muere
Por no haber nacido verde.
El viento sigue cantando,
ajeno a los sufrimientos,
la hierva verde llorando
y la flor bella muriendo.”
IGNACIO BERMEJO MARTINEZ
CAPITULO 1
Trato de recordar hoy, sentado en este sillón amable que bien ha venido a ser mi mejor amigo en estos últimos días, mi adolescencia.
Cierto es que, mustio como estoy, he llegado casi a creer a esos que firmemente han afirmado que yo soy el resultado de un niño que por circunstancias de la vida pasa a ser hombre sin la alegría de la adolescencia. Un bien negado a la mayoría de las personas de mi edad, un bien preciado e imprescindible sin el que yo, sí que aseguro, es imposible forjar hombres, y como no estoy dispuesto a aceptar el hecho de no ser hombre, aquí estoy, esforzándome por recordar algún resquicio que de muestras de que a pesar de todo, yo, hoy ya un viejo achacoso y enfermo, también fui adolescente un día, aunque solamente lo haga por dignificar mi muerte, que ya veo tan cercana y que casi presiento.
****
Mis primeros recuerdos, se remontan tan lejanos que yo mismo los veo como aquellas fotos de difuntos, olvidadas en los cajones de cualquier mueble antiguo. Cajones cerrados desde hace años, sellados por el polvo acumulado. Recuerdos amarillentos y difusos, casi con olor a humedad. Recuerdos en blanco y negro de una señora alta y morena, mi madre, cuyo rostro casi se me desfigura representándoseme como algo ya casi abstracto aunque con marcados matices imborrables.
Me esfuerzo por recordar, haciendo trabajar a mi cabeza fijando mi memoria en una determinada época, y poco a poco, aquel secreto de mi pasado se me va desvelando.
Poco a poco, mis recuerdos, van gota a gota surgiendo y al tiempo yo me voy sintiendo cada vez más vivo, cada vez más joven, y en la medida en la que mi pasado va tomando forma, voy comprendiendo muchos porqués. Voy entendiéndome y quizás sirva para al menos hacer que en el tiempo de mi muerte, me quiera más a mí mismo.
Tras aquel primer recuerdo estanco de mi madre, viene otro en el que me veo paseando por la calle, caminando incansable desde la alameda Moreno de Guerra hasta la Imprenta “La Voz” , y de la imprenta a la alameda, y desde la alameda de nuevo a la imprenta repetidas veces, que en eso consistían mis paseos festivos. Que en eso consistían los paseos festivos de todos los que como yo, salíamos a pasear en la mañana de los domingos.
La gente bien arreglada, saliendo de la Iglesia Mayor Parroquial tras haber escuchado la misa de las doce. Los hombres, todos, con esos trajes impecablemente planchados de colores pálidos, trajes de tela áspera y barata, que tras sentarse se inundaban de arrugas indiscretas que denunciaban su falta de calidad.
Las señoras en cambio, ¡que bellas!, vestidas pomposamente, con faldas acancanadas, corsés apretados, andando estiradas como cisnes, brillantes y suaves como la seda, pálidas como la porcelana buena, casi siempre agarradas del brazo de un uniformado militar, cuyo sobrio tono azul de la chaqueta contrastaba ferozmente con el resplandor dorado de su botonadura y su sable.
Debió de ser entonces cuando conocí a aquella hermosa joven, María Jesús creo recordar que se llamaba, tan bonita y elegante, tan de buena familia, que ya entonces, y como de antemano, entendí que ella sería inalcanzable. Que jamás podría ser para mí, que debía quedar fuera de mis aspiraciones. Y así fue.
Aquella niña, vestida siempre de forma impecable, protegiéndose del sol con su cursi sombrilla celeste ribeteada de encajes, nunca se dignó a mirarme siquiera. En cambio yo, humilde, poseedor de la libertad de poder mirar donde quisiera, soñador como era entonces, la contemplaba a lo lejos mirándola con descaro desde que la veía hasta que se cruzaba conmigo por la calle, mostrándome siempre, con su cruel indiferencia, tan dura , tan fuerte y tan insalvable, su distinto y mas alto rango social.
Los balcones de su casa, como el resto de balcones de las casas pudientes de la Isla, estaban dispuestos de forma que esas señoritas se asomaran en ellos sin arrugar sus vestidos. Los hierros repintados, definían en sus curvas esa forma acancanada de las faldas. Balcones de lujosos pasamanos barnizados, adornados con remates de pulido y brillante bronce, en los que ahora que recuerdo, jamás estuve asomado yo. Y bien que me hubiera gustado haber visto desde ellos aquel desfile de la Victoria, o el de los Reyes Magos, o algunas de las procesiones de Semana Santa, que tan bonitas eran, con sus bandas de músicas, sus penitentes coloridos, y esos pasos del Señor y de la Virgen, mecidos de esa forma tan característica, tan propia de esta tierra.
Hacía casi más de cincuenta años que terminé por olvidarme de aquella preciosa niña, claro está que ella era una de esas pocas afortunadas que en la Isla paseaban los domingos por la acera donde daba el sol. El resto, casi la inmensa mayoría, más que pasear, andaban por la otra acera, la acera de la sombra, la de los tramposos, tratando de pasar desapercibidas, ocultando en lo más profundo de su ser, el común y eterno sueño femenino y cañailla de aspirar a casarse con un militar de rango que las llevara a las famosas fiestas del Club de Campo, lugar elitista donde se relacionaban aquellos señores de alta alcurnia con aquellas damas de seda.
La otra Isla, la Isla de quienes se buscaban la vida trabajando como peones en la “Bazán” o en la Carraca, esa no salía los domingos por la Calle Real, esa Isla rancia seguía calzando alpargatas y rebuscando entre las sobras de los cuarteles algún que otro boniato hervido para robárselo a los cerdos y mitigar el hambre, que aquellos, a pesar de la apariencia, eran tiempos de hambre y de miseria, de piojos, y cuando menos, de cabezas rapadas y teñidas de morado para huir de la tiña.
Aquel sueño femenino, aquel sueño de mujeres cañaillas, las convertían en casi propiedad privada de la armada, hasta el extremo de que realmente resultaba, si no imposible, sumamente difícil echarse novia en la Isla, porque ellas no se entregaban a cualquiera, porque en esta tierra, más que en ningún sitio, las hembras hacían suyo el sueño del príncipe azul, un príncipe azul con sable y con galones que viniese de Marín, o al menos de la escuela de suboficiales.
María Jesús en cambio era distinta, ella no tenía ese sueño, a ella no le hacía falta, ella ya estaba predestinada a casarse, cuando menos, con algún Alférez novel, guapo y joven, elegido no al azar, sino por una escrupulosa selección familiar.
Recuerdo ahora, y lo hago con cariño, que debido al amor que sentía por ella, envidié a aquellos jóvenes elegantes que paseaban por la calle, sobre todo en vísperas de viaje del Juan Sebastián Elcano, barco este en que embarcarían muchachos para regresar hombres, en el que zarparían siendo cadetes, para atracar siendo oficiales. ¡Que envidia me daban!, que envidia, pero tan pequeño me sentía, tan ridículo, que como iba yo a pensar siquiera en ingresar en la armada, yo, el hijo de la Paca, como todos llamaban a mi madre.
Mi destino también estaba escrito, que yo había nacido para tornero, eso me repetía una y otra vez mi padre. Tantas veces que hasta se me grabó en la cabeza de tal forma que al final, mira por donde, acabé de tornero, aunque claro está, no sin antes de ser aprendiz y más tarde especialista, que ser tornero tampoco era una tontería, que también en los oficios había rangos y categorías.
Lo que no recuerdo realmente es cuando dejé de ser tornero para convertirme en lo que realmente terminé siendo. Posiblemente fuera cuando murió mi madre, aquella señora de rasgos difusos que no alcanzo a recordar plenamente.
No recuerdo como sucedió, pero con aquellos paseos repetitivos entre la alameda y la imprenta “La Voz”, fue surgiendo un halo de camaradería con otros jóvenes, que como yo, ni andaban con alpargatas, ni lucían uniforme.
Jóvenes que fuimos de la Isla y que en ella vivimos ajenos a aquella triste y rígida realidad de la posguerra, escapándonos a hurtadillas de la historia, gastando el tiempo entre en ir a aprender el oficio en la “Escuela de Trabajo”, que pusieron en la Plaza del Bacalao o el “Centro Obrero” y jugar al fútbol en el “Maradiaga”, jóvenes que terminamos por amoldarnos a ocupar ese extraño escalafón dentro de la rara estructura social de San Fernando, en la que aún permitiéndosenos entrar alguna que otra vez en la Mallorquina a tomarnos un café, lo que casi nunca se podía, no aspirábamos ninguno a muchas otras cosas más, que ya estaba bien jugar al fútbol con un balón de cuero, que seguía habiendo quienes lo hacían con pelotas de trapo, y ese no era nuestro caso.
¡Que pocos de nosotros destacamos en algo!. Que yo recuerde, de aquellos que fueron mis amigos, ninguno fue médico, ni arquitecto, ni militar insigne, a lo sumo y el que más, llegó a ser maestro en la “Bazán”, y a mucha honra, llegando a jubilarse de “ayudante ingeniero”, que bien que presumían ellos en las tertulias improvisadas en el circulo de Artes y de Oficios, donde todos hemos terminado nuestras vidas para leer la prensa y conversar.
Ahora me pregunto que habrá sido de aquella María Jesús de antaño. Era tan bonita, tan de buena familia, que no me la veo de ama de casa, como mi mujer, que es una santa. Ella era distinta, era una señorita de verdad, la hija de un Coronel, y esas niñas, cuidadosamente educadas bien el la Compañía, bien en las Carmelitas, no habían nacido para lavar calzoncillos, ni fregar platos.
Aquellas manos tan delicadas estaban hechas para llevar con gracia el pañuelo blanco, casi inmaculado, que las distinguían aún más si cabe de las otras mujeres más comunes y vulgares. Para bordar y tocar el piano exclusivamente, con esa gracia intrínseca, con esa elegancia propia de su clase.
Me pregunto que habrá sido de ella, y esta curiosidad que me inunda de repente parece como si me diera vida. Que tiempo hacía que no me sentía tan bien. Que bien me siento recordando.
***
Yo que recuerde, jamás fui un creyente de los buenos. Nunca fui beato porque nunca me gustó, que más bien sentía escalofríos cuando algún cura me hablaba, y no por ser comunista, que no lo era, sino porque nunca me gustó demasiado el olor a incienso.
Mis visitas por la iglesia se reducían, a cuando debía ir por fuerza, para asistir a una boda, un bautizo o un entierro, e incluso en esas ocasiones si me podía escapar lo hacía, para perderme y tomarme un rebujadito en la tienda chica. Y como yo, muchos otros, que aunque creíamos en Dios todos coincidíamos que no en los curas, y no por nada en especial, sino por pura comodidad, que resultaba muy cansino eso de tener que levantarse uno los domingos temprano para ir a misa y tragarse una homilía interminable del cura de turno, siempre sarcástico, siempre amenazante, y siempre tan seguro de si mismo, tan poseedor de la verdad absoluta, porque eso sí, los curas siempre llevaban razón, que para eso eran curas, que ser cura en la Isla también tenía su importancia.
Ahora, ya de viejo sí que voy más a menudo, que me resulta más fácil hablar con Dios cuando miro al Nazareno.
El Nazareno, ese si que es un Cristo bonito. Recuerdo cuando salía, siempre de noche. ¡Cuanta gente a las puertas de la iglesia, esperando dieran las dos, por verle la cara a Dios!. Aquellas madrugadas, toda la Isla salía a la calle, para verlo, y en la noche, bajo su manto y su cruz, ahí sí que todos éramos iguales, que nunca el Nazareno hizo distinción entre unos y otros, que todos, por igual fuimos sus hijos, los niños tristes y flacos, la viejas envueltas en batas negras y rotas, la gentes de la plaza, los guardias, los hombres de caras arrugadas y curtidas con ojos nostálgicos y puros que sembraban en las huertas, los mendigos y los ricos, los militares de graduación, los pescadores de Gallineras y la Casería, los salineros humildes de Camposoto e incluso la gente del ayuntamiento. Todos, absolutamente todos, miraban al Señor desde abajo, a la misma altura, excepto aquellos que lo hacían desde los balcones del Sal y Mar, que por regla natural no eran de aquí, que eran turistas que acudían atraídos por la fama de quien sí que era el verdadero Señor de la Isla.
Curioso resulta que no recuerde ninguna madrugada de Nazareno que hiciera mal tiempo, y si lo hacía, siempre, y bien digo siempre, el tiempo se enmendaba cuando era la hora, que hasta los cielos se abrían para dejar desnuda a la Luna cuando “el Viejo” se asomaba por aquella puerta inmensa de mi infancia.
Y tras pasar la noche de calle en calle, los churritos con café en el cuarenta y cuatro, como todo el mundo, que no había noche de Nazareno que no terminara con churros y en ese bar.
Fuera de la calle Real, todo era distinto, recuerdo que bastaba bajar por cualquiera de las perpendiculares a ella para parecer que de repente se entraba en otro pueblo. Cada calle, todas distintas, y tan parecidas todas, tenía su encanto peculiar. Algunas por su estrecha acera de piedra gris de pizarra traída de Tarifa, y otras por lo mal colocados de los pedruscos del centro, lo cierto es que saliéndose de la calle Real, costaba trabajo, y mucho, andar por la Isla, que no hubo nadie que tarde o temprano no sufriera una torcedura de tobillo, que todos, tarde o temprano, terminamos alguna que otra vez pasando por la piedra, nunca mejor dicho.
Yo vivía entonces en la calle Dolores, en una casa de fachada humilde, como mi familia y como las demás familias que vivían en aquella casa, que no tan sólo la mía vivía en allí. Una casa de fachada blanca, cuando lo estaba, que casi siempre, debido a los desconchones de la humedad, parecía que aquella pared de afuera tenía la lepra.
Cuando bajaba la calle dirección a mi casa, desde arriba, casi se podía ver en los días claros hasta Chiclana, y las piezas de las salinas, y los esteros, de los que cuando saltaba el levante, llegaban olores a mar y a sapina, olores entrañables que terminarían perdiéndose con el paso de los años por otro muy desagradable que venía procedente del Zaporito.
En el Zaporito, que terminó por ser un estercolero, recuerdo que hubo un tiempo, antes de eso, en el que nos poníamos todos los chiquillos a pescar incluso, siempre al país, con corchuela, que en la Isla siempre se pescó así, sin carrete, con cañas arrancadas de las chumberas de la huerta del Culi, allá por la Casería. Cañas que preparábamos con esmero, con esmalte y cuerda de cáñamo robado de la “Bazán”, o de la “Carraca”, que también de allí se traían algunas cosillas que cupieran en los bolsillos.
Aquellas si que eran pescas, y no las de ahora. Bastaba con tirar el anzuelo, atado a una menudilla cuerda, con poca “carná” y poca “cala”, para traerse en menos de media hora la pesquita hecha. Muchas fueron las veces que allí, en la casapuerta de mi casa, yo llené lebrillos enteros de frescas zapatillas, robalos, mojarritas y herreras, que picaban a pares, de dos en dos. Por cierto, ahora que lo pienso y me doy cuenta, también he olvidado cuando exactamente dejé de ir a pescar, ni que fue de mis cañas y mis anzuelos, aunque bien que recuerdo el porque, que no se me olvida la vez que siendo enero, me caí a la pieza y por poco no me muero entonces de una neumonía.
Mira por donde, ahora que recuerdo, me viene a la cabeza esa peculiar imagen, también ya demasiado borrosa para concretar los rasgos, de Don Celestino Rey, el médico y practicante que tanto me mortificara con aquellas inyecciones de cristal de entonces. Aquel amable hombre, siempre con olor a penicilina y a alcohol en sus manos, iba de casa en casa montado en su bicicleta, salteando las piedras de las empinadas calles, con tal soltura, que bien le hubiera venido hoy el mote de “Celestino Indurain”.
Pobre Celestino, siempre con su maleta de cuero negro, viejo y gastado por el constante uso. ¡Qué bueno que era!, y como todos, como la mayoría de los que recuerdo, también ya murió, el pobre hombre. En fin, que Dios lo tenga en su gloria.
Ahora, ya casi no me queda tiempo, pero antes de morir, no quiero dejar de recordar quien soy yo, que quiero morir en paz y conmigo mismo.
CAPITULO 2
Algunas veces reflexiono sobre lo rápido que pasa la vida. La vida pasa tan rápido que hay veces, cuando uno se pone a pensar, recordando el pasado, que parece como si se hubiera vivido montado en una locomotora loca que corre y corre y que te lleva por la vida sin dejar que repares en los pequeños detalles, en los mas sencillos, que son quizás, los más bellos.
Eso no me ocurría cuando era niño. Cuando era niño, era generalmente feliz. Jugando siempre con los otros chiquillos de más o menos mi misma edad. Cuando yo era niño, recuerdo que la vida se vivía más despacio, muchísimo más despacio. Cada día era importante, y diferente del otro. A diferencia de cuando te haces mayor, cuando eres un niño, vives intensamente cada día, exprimiéndolo hasta el último segundo.
Cuando eres niño, reparas en cosas tan insignificantes y banales como por ejemplo en que todas las mariposas de la huerta donde juegas, eran generalmente de color, bien amarillo con motas y rallas negras, bien naranja amarronado, dato éste que aunque para nada te servía, no podías evitar el reparar en él.
Observabas como siempre las chumberas daban flores amarillas, y como los almendros florecían con los primeros calores, tras las últimas aguas. Sabías esquivar las piedras del camino en la oscuridad, porque las conocías de memoria, y recordabas su ubicación al detalle. Sabías donde estaban los arañazos y los desconchones, uno a uno, del suelo de tu casa y de la fachada. El color de la tierra a parchetones, según la zona que se tratara, y sus distintos olores. El olor de la tierra al amanecer, el olor de la tierra al medio día, y el olor de la tierra cuando era de noche, cuando hacía calor, cuando llovía, e incluso cuando hacía levante. Memorizabas todas las plantas de jardín, archivándolas clasificadas por colores, olores y tamaño. El jazmín de minúsculas y blancas flores dulzonas que crecía entre las piedras de la escalera, el naranjo de penetrante olor a azahar, y la dama de noche, impregnando de sensualidad las noches, rodeada de trompetones y sedoso musgo verde.
Era como si el tiempo, generoso con la infancia, se te abriera en otra dimensión distinta, en el que no sé a que será debido, se ralentizan y se alargan las horas, los minutos, los segundos, permitiéndote, sin que te des cuenta de ello, sin que te percates de ese milagro maravilloso, el poder observar cada detalle de todo lo que te rodea.
Cuando te haces mayor, no sé porqué, no sé a que será debido, los días se suceden uno detrás del otro. La locomotora loca comienza a correr y correr, y los recuerdos están dentro de uno, así como difusos, casi como no vividos, como fotos borrosas y movidas.
El tiempo deja de ser nuestro aliado, y se olvida de nosotros.
Nosotros a su vez, nos olvidamos de la vida, de lo hermoso que es vivir, y nos dedicamos, como hormigas, a producir y producir a un ritmo vertiginoso, en el que las noches y los días se suceden uno tras otro como esos paisajes que se ven desde la ventanilla del tren. Bosques, mares, ríos, prados y montañas que pasan tan ligeros frente a nuestros ojos, que parecen estar difuminados.
Cuando te vienes a dar cuenta, te ves de repente en esta silla sentado, rondando los ochenta, un tanto cansado de vivir, curiosamente preguntándote, ¿a dónde se fue tu vida?. ¿Que ha sido de ella?.
Que rápido pasa la vida.
Cuando eres joven, piensas que este momento en el que yo me encuentro no llegará jamás. A lo mejor ni siquiera pienses en ello, víctima ya de la dinámica vertiginosa del luchar por existir, pero cuando llegas, si es que tienes la suerte de llegar, que no todos lo consiguen, que hay muchos que se quedan en el camino, te das cuenta de que en verdad, al margen de la niñez, y parte de la adolescencia, tu vida se te ha escapado sin querer de entre las manos.
Casi no queda nada con valor de ella. Cuando alcanzas mi edad, te das cuenta, de que gran parte de tu existencia, la parte mayor concretamente, la has empleado en correr y correr, con la locomotora, y ahora me pregunto: ¿correr, para qué?, ¿a dónde quería llegar?. Es obvio que al final descubres que por más que corras no llegas jamás a ninguna parte.
***
Recuerdo que me casé en esa Iglesia, que aún hoy parece la misma. Es curioso observar como el tiempo en mí ha dejado una huella imborrable, en cambio no parece haber pasado de igual forma por esa Iglesia, que incluso diría que está mas rejuvenecida.
Me casé inmerso ya en la prisa, de ahí, que el recuerdo de mi boda no me resulte nada importante. Aquello sucedió porque tenía que suceder, porque era lo natural, lo corriente. Yo incluso diría que me case porque era lo más cómodo para todos.
El día de mi boda pasó muy rápido, como todos. Yo algunas horas antes traté de perderme no me acuerdo ahora por donde para poder meditar. Presentía que algo importante estaba a punto de suceder, y deseaba pensar en ello. Pero el sol salió, realizó su recorrido cósmico diario, y casi sin haberme dado cuenta de que había amanecido y ese era mi último día de soltero, de nuevo había empezado a oscurecer, y yo, convertido en un autómata, sin voluntad, sin reflejos, si darme cuenta, me vi envuelto de repente en un extraño espectáculo del que era el centro de forma ineludible.
Todos mirando, todos riendo, todos alabando. Y yo allí. Inmerso en un traje gris muy propio para el momento.
Delante, andando hacia mi destino más inmediato, introduciéndose en él como se introduce el cuchillo de un carnicero en un jarrete de carne cruda para hacerlo filete, la novia. Mi novia, a quien había conocido en Chiclana hacía mas o menos unos cuatro años, en una de esas visitas nocturnas que se hacían a las bodegas los fines de semanas para tomar vino.
Ella vestida de blanco. Es lógico. Su cara tapada por el velo. Curioso. Y sus tetas asomando por el generoso escote, de un vestido barroco y pomposo, al que me daba hasta miedo acercarme. Al contrario de como recuerdo a mi mujer durante el resto de sus días: sencilla, pasando desapercibida siempre, con la cara bien alzada y descubierta y las tetas ocultas, correctamente tapadas, como es normal.
Quizás, las mujeres se disfrazaban, no se si de princesas o yo que sé, en el día de su boda. Recuerdo que después de casarnos, mi mujer me recriminó en varias ocasiones que yo, tras ver como se bajaba del coche, después de llegar a la puerta de la iglesia, tras habernos hecho esperar algunos minutillos a todos los presentes, no le dedique el más mínimo piropo.
Es cierto que el piropo debió de haber salido de mis labios, ya que era comprensible que ella se había envuelto en toda esa parafernalia para sorprenderme, y bien que lo consiguió. La miraba y no me parecía la misma persona que yo había conocido, esa chica sencilla, humilde y que pasaba casi desapercibida, que siempre ha sido mi mujer a lo largo de toda su vida excepto el día de su boda.
Tan pintada, tan peinada, tan perfumada, oliendo a otra cosa distinta de lo que ella era realmente.
El momento del “ Si , quiero”, fue un momento difícil. Dudé unos instantes. Aquella nueva mujer situada a mi izquierda me asustaba. No la conocía por más que la miraba. Y además, no me gustaba nada.
Como es lógico no dije que no, ¿quien podía atreverse a eso?. Dije que sí, sintiendo como si me estuviera tirando al vacío, en un inesperado gesto de valentía.
Busqué mis puntos de apoyo, es cierto, y me arriesgué a decir “sí”, ante aquella mujer desconocida que apartándose el velo de la cara trataba de besarme.
Yo, no sé si emocionado o asustado, simplemente acerqué la mejilla en un gesto cordial. Y desde entonces, casado, hasta que la muerte nos separe.
Luego, mas tarde, vinieron nuestros hijos, y entre echar horas y veladas, como he dicho, la vida se me fue yendo poco a poco sin darme demasiada cuenta.
Mi familia, la familia que yo había fundado al casarme, era pobre, pero orgullosa y honrada. Mi mujer, a lo largo de su juventud, y al margen de su vestido de novia, nunca tuvo otro traje de tela bonita ni buena.
Ella no, ella aprovechaba los sacos de tela blanca que los marineros solían dejar en el cuartel, tras licenciarse, para con mucha dedicación, paciencia y arte, confeccionarse sus propios modelos, tan elegantes como los que pudieran vender en cualquiera de las tiendas más caras.
A ella le bastaba con poca cosa para apañarnos a todos. Con algunos cuantos metros de tela marinera vieja reblanqueada a base de dejarla varios días metida en lejía, y algunas cintas de raso, color azul marino, hizo un vestidito precioso para nuestra hijita, la más pequeña de todos, que la verdad sea dicha, la niña con él era enteramente una muñeca. Vamos, que estaba para comérsela.
Mi mujer, la pobre servía para todo. Lo mismo te hacía esos vestido, que recuperaba las camisas viejas y desgastadas, dándoles la vuelta a los cuellos y las puñetas. También sabía cocinar como la mejor. De enseñarle bien ya se encargó mi suegra. Por cierto, en esa pobre señora si que hace tiempo que no pensaba. La había olvidado completamente. A decir verdad, no recuerdo ninguna de sus facciones, ni siquiera, y por más que me esfuerzo, no me acuerdo ni de cómo se llamaba.
Como iba diciendo, mi mujer, sabía cocinar perfectamente. Algunas noches, cuando regresaba del trabajo, en aquellos momentos íntimos que de vez en cuando había entre nosotros, sólo en aquellos días en los que se diera la coincidencia de que al volver yo, lo hiciera en horas en las que mis hijos ya estuvieran dormidos, que por cierto, eran raras las veces, como es lógico, ambos buscábamos cariño, arrullándonos y haciéndonos algunas otras tonterías. Pues bien, en aquellas ocasiones, al mirar a mi mujer y abrazarla, no podía evitar el sentir una profunda pena por ella, sobre todo al mirar sus jóvenes manos resquebrajadas y ennegrecidas de tanto pelar habas o alcauciles y limpiar tagarninas que ella mismas recogía en la ladera de un monte, por las canteras de la Casería.
Sentía pena de ella porque en el fondo yo sabía que también a ella se le estaban pasando los años en esa aventura estúpida de preparar pucheros, y zurcir calcetines, en la que ambos nos habíamos involucrado. ¡Era tan distinta a María Jesús!.
Quizás no fuera tan atractiva como ella, tampoco podía serlo, ya que en mi casa, aunque nunca nos faltó para comer, no es decir que hubiera para mucho más. Por supuesto, que eso del maquillaje estaba excluido de nuestro pobre presupuesto desde el principio, y nada más que decir de lo que ya antes dije respecto de los vestidos. Mi mujer no era tan atractiva como aquella niña que se llamaba María Jesús, sus manos no eran tan delicadas, ni su figura tan esbelta, y por eso me daba pena de ella, porque era tan buena, tan buena madre, tan buena esposa, que se merecía ser la más bella del mundo entero, pero sus muchas obligaciones le estropeaban la figura. Yo lo sabía, y por supuesto, que al margen del día en el que nos casamos, siempre supe que estaba al lado de una verdadera mujer. Que más quisiera María Jesús, haber sido la cuarta parte de mujer de lo que lo era la mía, siempre dispuesta, sacrificada, humilde, callada.
Maquillaje no llevaba, no disponíamos de tantos haberes como para eso, pero a ella le bastaba y le sobraba con lavarse la cara por las mañanas con el agüita fresca de la palangana, para estar resplandeciente. Sin polvos, ni perfumes, sin mentiras sobre el rostro tratando de ocultar arrugas, al natural, tal como ella era, quizás no tan atractiva, pero más bella, más pura, reflejándosele el alma noble en sus ojos verdes, ojos de ensueño que de vez en cuando, a hurtadillas, como con disimulo, me dedicaban una mirada tierna y alguna ligera sonrisa dándome vida, dándome fuerzas para seguir en la lucha.
¡Hombre!, quejarnos tampoco debíamos. Corrían malos tiempos para la mayoría, y a nosotros, gracias a Dios, nunca nos faltó algo con lo que llenar la boca. Nuestro corto presupuesto no daba para demasiados aliños, pero estirándolo bien, quitando de aquí para tapar por allí, eliminando todo tipo de gastos superfluos, y sobre todo sabiendo guardar cuando había, para cuando no, la verdad sea dicha, es que no nos iba mal del todo.
Mi mujer no empleaba los armarios para guardar ropa, entre otras cosas por que nosotros, al igual que nuestros hijos, solos teníamos dos mudas, una puesta y otra quitada, la puesta, puesta la llevábamos. La quitada lavándose o tendida en los cordelillos y los alambres de la azotea, así que dentro del armario solo guardábamos nuestros trajes de domingo.
El hueco que sobraba, que era bastante, lo rellenaba mi mujer a base de ir apilando saquitos de garbanzos y habichuelas, frascos de tomate en conserva que ella misma elaboraba, bolsas de lentejas, algún que otro cuarteroncillo de tabaco y otros alimentos no perecederos.
Debajo de la ropa, y por los cajones metidos, membrillos, perfumando todo con un aroma natural muy entrañable. Los melones guardados debajo de las camas. Los bajos de las camas de mi casa estaban repletos de melones. Melones que se iban abriendo de uno en uno, llegando el último de todos a abrirse cuando ya faltaba poco para recoger de la huerta los melones de la nueva temporada.
¡Qué previsora era mi mujer!. ¡Qué buena ama de casa!.
A pesar de vivir con austeridad, todas las noches nos acostábamos con la barriga llenita de algo caliente.
CAPITULO 3
Es curioso ver como los hombres se vanaglorian de ser siempre buenos, cuando no es cierto que lo sean.
El hombre es mezquino por naturaleza. Si no fuese así, no tendría sentido la mayoría de las cosas que componen nuestro medio y nuestras circunstancias. La propia historia, la misma existencia de Dios son buenos ejemplos de ello.
El hombre es mezquino y lo sabe. Todos lo sabemos y nos avergonzamos de ello, por eso nos mentimos a nosotros mismos tratando de ocultar esa parte mísera de nosotros, representando ante los demás el papel del protagonista que más nos interesa en cada momento.
¿Quién puede negar haber dicho o hecho algo, queriendo decir o deseando hacer otra cosa?
Por encima de todo siempre prima nuestros más intimo interés, aunque no lo reconozcamos abiertamente. Nos movilizamos solo por conseguir cosas para nosotros mismos, bien sean bienes materiales, fama, posición social u otras cosas. Por nada, nunca se mueve nadie, ni los santos. Hasta estos se mueven interesados por conquistar la gloria o el cielo. Estoy firmemente convencido de que no existe el desinterés y la bondad.
Me río, me río a carcajadas de ésos que se dan golpes en el pecho, alzando sus voces vendiéndose como seres inmaculados y puros. A mí no me engañan. No creo en esos que se confiesan buenos, ya sean políticos o curas. Más bien, los odio intensamente por su atroz hipocresía.
Cuántas entidades pías y misericordiosas se inventan como tapaderas de otras ocultas intenciones, como acallar la conciencia de los que a ella se dedican a obtener rastreros beneficios a costa de disfrazarse de corderos, cuando son lobos sedientos de sangre.
Cuántas religiones falsas, cuántos falsos dioses, cuántas mentiras ideológicas tramadas a “ cara de perro” para engañar al inocente y aprovecharse de él.
El hombre no es bueno, no señor, no lo es. ¿Y por qué no reconocerlo con claridad y abiertamente?.
Si no fuéramos tan míseros, si realmente fuéramos seres dignos y valientes, no habría inconveniente en reconocer que así es. Si de una vez por siempre reconociéramos que no somos como nos representamos en el papel de nuestras vidas, estaríamos mostrando con claridad cuanto frágil e imperfecto resultamos realmente, y en ese reconocimiento de nuestra debilidad más absoluta se hallaría sin duda el momento crítico en el que el hombre por primera vez, desde que existe, ponga por fin los pies en el suelo para tratar de llegar al lugar donde quiere.
Sin ese reconocimiento de nuestras miserias humanas nos resulta imposible avanzar hacia delante.
Los hechos hasta hoy, en la historia del hombre, se repiten una y otra vez sin parar. Tras una guerra, otra, y tras la otra, otra, y así sin fin. Tras un periodo de más o menos estabilidad, la esclavitud, o el exterminio, o el holocausto.
Incluso en los momentos de perfecta convivencia aparente, el hombre es un ser perverso para el hombre. El capitalismo posibilita los medios para que el hombre se coma al hombre, para que el hombre viva a costa de otros hombres. Están los que viven y los que subsisten. Los que viven se aprovechan de los que subsisten, y lo que subsisten odian a los que viven, en una guerra de intereses y odios contrapuestos. En un tira y afloja en los que a veces ganan los unos y otras los otros.
La sociedad es un invento extraño. Es como una especie de máquina que trabaja y se renueva sin la necesidad de consumir energía del exterior. La sociedad está ideada para que todos los que la componen se vean en la obligación de convivir entre sí, en una amalgama de infinitas posibles relaciones de íntimos intereses, donde sobreviven los más fuertes y los débiles son eliminados sin contemplación.
Hasta el amor es un engaño tal y como está planteado. El amor, el amor puro, el amor de verdad, no debería de estar vinculado al matrimonio. Es posible, y estoy convencido de ello, que existen matrimonios con amor, pero el matrimonio es una argucia legal inventada por quienes tienen poder para evitar problemas sociales, problemas de convivencia que contaminen y perjudiquen el complicado engranaje de la sociedad.
El matrimonio es afirmar erróneamente que el amor no muere. Es un instrumento que obliga a los seres humanos e incluso a veces los martiriza de por vida privándoles de su más intrínseca libertad. Es como si trataran de coartar el profundo derecho de renovarse o de cambiar, innato al ser humano, para reducirlos a ser parte del inmenso mecanismo. Somos piezas que se mueven con una energía cinética impuesta desde el exterior, en un sólo sentido. No se puede girar al contrario, no se puede no estar de acuerdo, so peligro de que te acusen de estar loco y te expulsen de la sociedad y te condenen a la desaparición en el medio y todo ello simplemente para no dar posibilidad de atentar sobre los intereses del resto.
Es como si el hombre no fuera hombre y fuera solamente un ladrillo situado en un determinado lugar sobre otros ladrillos que lo sujetan y a la vez él, sujete a otros situados en un lugar más alto. El tabique, es como la sociedad, un conjunto de ladrillos unidos unos a otros por la masa de cemento para que ninguno se mueva, para que cada cual cumpla con su papel de soportar al de arriba y sea soportada ineludiblemente por el de abajo. No te puedes escapar, estás sujeto a ese muro, por el interés oculto de que la pared resista y no se caiga.
Por eso ahora afirmo que Dios, el Dios que tan pregonado está por la Iglesia no existe, porque de existir y ser tan bueno como tratan de hacernos creer y tan poderoso, si de verdad existiese y realmente fuera nuestro padre, no permitiría ni por un solo instante que nosotros, sus hijos, fuéramos privados de la libertad que nos corresponde y nos pertenece por el mero hecho de existir.
Dios existe, pero no buscadlo en el interior de los templos, ni en los rosarios huecos y vacíos, porque ese Dios ha muerto, si es que ciertamente ha existido alguna vez.
Dios, mi Dios, se encuentra en el interior de cada hombre, en nuestra alma. Dios es la suma de todos nosotros y es nuestra esperanza, a mi Dios se le habla de tu a tu, sin intermediarios, y no tengo que rendirle cuentas una vez por semana. Él respeta mi libertad de obrar siempre, y ya me juzgará cuando deba y le corresponda o cuando él quiera, que para eso mi Dios es Dios.
Mientras que el hombre tenga capacidad de amar, mientras que el hombre sea capaz de experimentar amor puro, como el que se siente por una madre, o por los hijos, amor sin egoísmo hasta el extremo de entregar la vida si fuera necesario, sin esperar ser correspondido, podemos afirmar que Dios existe, y creer firmemente que quedan esperanzas.
No todo está perdido. El hombre es inteligente, lo único que resta es que se dé cuenta y piense para que no unos vivan y otros subsistan, sino que todos vivan con la dignidad y la libertad que nos define como hombres y nos diferencia de las bestias y de las piezas.
***
Nunca tuve conciencia de pecar. Incluso ahora que lo recuerdo, creo que actué como cualquier otro hubiera hecho en mi situación.
Cuando la situación llegó a tal extremo que resultaba sumamente complicado trabajar, sobre todo porque trabajara para quien trabajara, se ganaba muy poco dinero, yo decidí emigrar.
Me marché a Brasil, solo, y al principio me costó trabajo adaptarme a aquella nueva tierra, pero al poco de estar allí, terminé por acostumbrarme.
Yo trabajaba todos los días del año, inclusos los domingos y fiestas de guardar. Estaba solo, así que cuando no trabajaba, lo único que hacía era calentarme la cabeza con chaladuras que me mortificaban haciéndomelo pasar muy mal, así que no descansaba nunca y guardaba casi todo el dinero que ganaba, con la idea fija y constante de reunir lo suficiente para poder comprar una casita en San Fernando y regresar así a España.
Recuerdo que cierta noche, llegado el mes de febrero, me resultó realmente muy complicado negarme a salir.
Brasil se transforma en el mes de febrero con los carnavales. El país entero se paraliza.
Yo había oído hablar de las fiestas típicas de temporadas en Cádiz, pero ésas fiestas habían sido prohibidas por el régimen. No obstante que recuerde, el carnaval en Cádiz, se celebraba, disfrazándose las gentes y los que más, participando en alguna agrupación, bien fuera una chirigota, una comparsa, o un coro, pero en Brasil el carnaval era totalmente distinto.
Era curioso observar como en ésa tierra el espíritu de “Don Carnal” se apoderaba textualmente de las calles. Todo el mundo perdía el pudor, y sé desinhibían hasta el extremo de llegar incluso a hacer el amor por las aceras, sin ningún tipo de tapujos, como animales.
Aquello era otra cosa, otra cultura, algo distinto de lo que mis ojos estaban acostumbrados a ver.
No es decir que yo tuviera una educación exquisita, porque ciertamente no me habían criado en colegios de pago, pero mi moral, inculcada quizás a base de palos, hacía que yo observara todo aquel espectáculo, como algo que realmente llegaba a escandalizarme e intimidarme.
Lo peor de todo, es que una vez superado el susto inicial, no puedo decir que todo aquello no me gustara. Me gustaba, me gustaba mucho, quizás demasiado. Decir lo contrario sería mentir, así que al final, terminé por salir una y otra noche, para vivir aquel ambiente, para integrarme en él, y creo que finalmente terminé por lograrlo.
Cuando sales a las calles y te integras en medio de todo esa compleja vivencia, sientes esa especie de fuerza mágica que te inunda y te arrastra. Una fuerza que emana de las almas que celebran la libertad. El Carnaval de Río es sin duda una explosión de libertad. El hombre supera la esclavitud, y lo celebra envolviéndose en suntuosos disfraces multicolores. Esa misma fuerza, que te arrastra, hace que surjan mágicos ritmos de músicas paganas que hablan de la libertad igualmente, y resulta inevitable el bailar. Todos los que oyen la música danzan con frenesí, exhibiendo como un dios mayor a sus propios cuerpos. Se adora al cuerpo humano libre, se le tributa a la carne el culto de la libertad, y se hace con intensa sensualidad y ritmo.
Allí, dando vueltas y vueltas, entremezclándome entre los cientos de miles de brasileños que celebraban lo mismo que yo, me encontraba danzando, ajeno a mi propia realidad, hasta que fui vencido por el cansancio y casi me desmayo desplomándome por unas escaleras.
Tumbado en el último escalón me quedé, sin fuerzas para levantarme.
A la mañana siguiente, cuando los rayos de sol que se clavaban en mi cara me despertaron, al abrir los ojos me di cuenta de que entre mis brazos, dormida, estaba una mulatita preciosa que yo no conocía de nada. Ella era mucho mas joven que yo. Era casi una adolescente. Traté de despertarla para liberarme de sus abrazos, pero al hacerlo, ella me besó en los labios sin acabarse de despertar del todo.
- ¿Quién eres?
- Hola mi amor- me pareció entender en sus palabras pronunciadas con ese extraño portugués que hablan los brasileños.
- ¿Nos conocemos?
- No, creo que no, pero anoche estabas tú tan solito, y yo tenía tanto frío, que te vi aquí tumbado y me abracé a ti. ¿Te importa?
- Pues no, la verdad. ¿Te importaría levantarte?
Ella se levantó tras yo pedírselo, dejándome ver al hacerlo su bonito trasero cacerolo.
Todo su cuerpo era una perfecta conjunción de la esbeltez más exacta y las curvas más perfecta, mezcladas en una extraña armonía que daba como resultado el cuerpo de mujer más bonito que jamás yo había visto.
Tras levantarse se volvió para mirarme. Ella estaba sonriente. En su rostro destacaba de forma exagerada el color blanco de sus grandes e inmaculados dientes. Su cara era graciosa. Yo, por mi parte, hacía mucho tiempo que no estaba con ninguna mujer.
Aquella bonita cara, aquel cuerpo perfecto y cálido, y aquella sonrisa acogedora que parecía invitarme sin palabras a los placeres más celestiales, hicieron que de repente sintiera el deseo insostenible de “lamerle hasta las encías”, de abrazarla, de hacerla mía.
Me incorporé de un salto, tras el cual la tome por la cintura. Aquel cuerpo era distinto del que yo estaba acostumbrado a abrazar. Era más cálido, más ardiente, sabía más a pecado, y eso me excitaba. La besé, introduciendo mi lengua hasta el fondo de la comisura de su boca, buscando la suya. Ambas lenguas se encontraron uno a la otra y se entregaron a un frenético juego. Su aliento era fresco, sus labios eras sedosos y sensuales como los pétalos de una rosa.
No existían palabras que mediara entre nosotros, sólo besos y miradas y aún así, sin hablar, nos entendíamos perfectamente.
Abrazados y besándonos nos fuimos yendo hasta donde yo me hospedaba.
La anciana de la portería, ni siquiera reparó en que nosotros entrábamos con dirección a mi cuarto. Al menos disimuló no vernos, era una señora muy callada y que siempre iba a lo suyo.
Atravesamos el pasillo, y cuando por fin llegamos al cuarto, la tome en mis brazos, para adentrarla sobre mí como si fuera una novia. Ella me miraba sonriendo, abrazándome por el cuello. No sin trabajo conseguí extraer la llave del bolsillo de mi pantalón. Abrí la puerta en un ejercicio perfecto de equilibrismo y tras conseguirlo, la llevé directamente a mi cama. La tumbe sobre la colcha. Ella en un gesto tremendamente sexi, se acarició su melena rizada y morena apartándose el pelo de la cara, mientras yo, con la habilidad de un maestro experto, situado a sus pies, la despojaba de sus braguitas minúsculas en una caricia, al tiempo que la iba besando por todo el cuerpo.
Allí estuvimos durante todo el día, jugando al agradable y cálido juego del amor. No salimos de la habitación para nada. Nos amamos una y otra vez, hasta quedar exhaustos sobre las sábanas. Nos dormimos y abrazados pasamos la nueva noche, esta vez de manera mucho más confortable.
A la mañana siguiente, yo me desperté antes que ella. Tras ducharme bajé a la calle y compre algunos dulces y café para preparar el desayuno.
Regresé a la habitación y la desperté de sus sueños con un beso en los labios tras haberlo dispuesto todo.
Ella despertó nuevamente sonriendo. Le pedí que se incorporara un poco. Lo hizo besándome con mimo en los labios. Aquel beso era distinto a los demás, era una mera caricia de sus labios a los míos, un simple roce, pero aún así, aún casi sin tocarme conseguía que mi boca entera ardiera de deseo. Me trasmitía pasión con fuerza.
Coloqué entre sus piernas la bandeja de madera blanca pintada sobre la que le había preparado el desayuno.
Ella me lo agradeció con un gesto amable. Yo contemplaba como desayunaba, sentado a los pies de la cama, tratando de no perderme un detalle.
Arrancaba con elegancia pequeños trocitos del croassan con minúsculos y sensuales bocados. Sus labios se entreabrían al masticar dejando entrever como si se tratara de un secreto irrevelable, su lengua carnosa y roja, húmeda y apetitosa, hurgando entre los alimentos. Tras el bocado, se acercó a la boca la taza de café. De nuevo sus labios se entreabrieron con una sensualidad imposible de describir. Todo en ella era sexi, muy sexi. Yo, contemplándola, no podía evitar que debajo de mis pantalones eclosionara en una explosión de deseo infinito, una tremenda tempestad de sentimientos contradictorios e irreprimibles. Una erección como las que tenía cuando era un chaval, se ejecutaba entre mis piernas hasta el mismo extremo del dolor.
De repente, y no sé porqué, me vino a la memoria mi pobre mujer y mis hijos.
-¿Que sería de ellos?. ¿ Dónde estarían en ese mismo instante?, ¿Que estarían haciendo?. -
Estuvieran donde estuvieran, haciendo lo que hicieran, seguro que los pobres estaban confiando en mí ciegamente y yo allí, ilusionándome con una cualquiera que acababa de conocer, traicionando su confianza.
Nunca había disfrutado con mi mujer tanto como con aquella morenita.
Para mi mujer el sexo era algo obligado, algo canónico, de lo que ni se atrevía a hablar. Ella siempre se dejaba hacer, entreabriéndose de piernas pero sin llegar a quitarse del todo aquel horrible camisón de tela blanca. Ella no participaba, nunca lo hacía. Incluso esquivaba mi mirada cuando yo me situaba sobre ella y la penetraba.
Cuando eso ocurría, ella solía dalear la cabeza y escondía sus ojos, perdiendo su mirada por el hueco oscuro de las puertas entreabiertas del armario que estaba situado a la izquierda de nuestro dormitorio.
No disfrutaba nunca, más bien yo diría que todo lo contrario. Aquellas practicas a ella la molestaban, e incluso me parece que a veces le dolían, aunque es cierto que jamás protestó nunca. Era como si ella fuera un tanto frígida, como si no estuviera preparada para eso, como si eso fuera algo obligado y desagradable de lo que no se podía disfrutar por expreso mandato divino.
No obstante yo no podía evitar el sentirme un poco malvado cada vez que le hacía el amor. Tras hacerle el amor a mi mujer me sentía como si la hubiera obligado a hacer algo horrible en contra de su voluntad. La verdad es que no me sentía bien. Ella, tras yo acabar, se daba la vuelta siempre, dándome la espalda. Algunas noches se acercaba a mi cuerpo en busca de calor, aunque la mayoría ni siquiera eso. Yo sabía que ella me quería, que me amaba profundamente. Sus ojos brillaban al mirarme y en su dulce sonrisa el amor se veía, pero aquella mujer, aquella extraordinaria mujer con la que yo me había casado, estaba impedida por profundos tabúes culturales y religiosos para hacer el amor. Ella tenía infectado el cerebro con eso de la procreación, del pecado y del fuego eterno del infierno. Ella temía a Dios, asustada por tantas mentiras de su iglesia, y creo que por eso ella nunca logro del todo ser feliz. Desconozco incluso si alguna vez llegó a sentir en su propia piel la bendición de un orgasmo.
Espero que algún día estos cuervos oscuros y parásitos que se autodenominan “madres y hermanas”, y que todos conocemos como simplemente “monjas”, pidan también perdón por tanto mal hecho a las pobres mujeres de entonces, cuando aún eran niñas y estas tenían poder suficiente para asustarlas.
¿Qué clase Dios pregonan que es capaz de permitir que sus hijos sean infelices en sus vidas?. ¿Quién siendo bueno de corazón, es capaz de martirizar el alma de la pobre gente, abusando del desconocimiento y la incultura? en el nombre de la edición, la formación y la ciencia.
En fin, espero que algún día terminen pagando por todo ese daño que desde que existen han hecho con la aplicación de su falsa moral pudorosa, nacida de las mas subjetiva y manipulada interpretación de los Evangelios.
***
Allí frente a mí, desayunando estaba aquel bombón dulce y negro. Nunca jamas antes había disfrutado tanto. Ella no sólo participaba de mis juegos, sino que los enriquecía con sus propias iniciativas. Ella era distinta, distinta por completo, y yo no estaba dispuesto a desaprovechar esos momentos que la vida me había otorgado en suerte. Quería vivirlos, necesitaba vivirlos. Aquello era una oportunidad que no podía desaprovechar.
Reinicié la observación de cada uno de los gestos de aquel ángel de color y me olvidé por completo de mi mujer y los míos. Me complacía mirarla. Me sentía como mucho más hombre al saberme su hombre.
Acaricié centímetro a centímetro su piel desnuda con mi mirada, sin olvidarme de ninguno de sus poros, de donde emanaba un excitante olor a mujer que impregnaba toda la habitación.
Ella también me miraba mientras comía. Nos sonreíamos con picardía, al tiempo en el que de nuevo volví al ataque, reanudando mis caricias, esta vez, esmerándome en sus preciosas piernas que tan graciosa y sensualmente mantenía cruzadas mientras seguís sentada desayunando sobre la cama.
Ella pegó un respingo y toda su piel se puso de gallina cuando mi mano se perdió debajo de la blanca bandeja donde los restos de café que aún había en la taza se derramaban, encontrándose de lleno con el negro y húmedo destino, a donde quería llegar sin remedio.
Mis dedos se perdieron entregándose al juego maravilloso y lascivo de las caricias más placenteras, extrayendo un suave y profundo gemido, que escapado de su garganta, llegaba hasta mí arañándome todo el cuerpo.
Me acerqué con suavidad, lamiéndole el cuello, que dejaba totalmente estirado y descubierto, enteramente a mi antojo, del que colgaba su cabeza que bajaba buscando la almohada.
Se tumbó de nuevo, y sobre ella me subí yo, admirando como en sus pechos, más grandes que al principio, se elevaban por encima de un centímetro, sus rebeldes, salvajes y negros pezones puntiagudos, que engullí como si fueran fresas dulces.
¡Qué placer más grande!. Qué sensación más grata, disfrutar saboreando aquel cuerpo de locura, y saber que el cuerpo disfrutaba conmigo del juego peligroso y prohibido.
CAPITULO 4
Qué lejanos se ven todos esos recuerdos de mi juventud, si pienso en ellos mirando hacia afuera, y qué cercanos si los revivo mirando hacia adentro.
Aquella mulatita terminó por abandonarme, y gracias a Dios que lo hizo, que si no, yo hubiera terminado per perder la cabeza y en una ruina impresionante.
Aquello sí que fue un encoñamiento en toda regla. Con aquella experiencia, yo había aprendido mucho, y no sólo de sexo, sino también de otras muchas cosas. Con aquella chica, al margen de aprender de “Pe” a “Pa”, todas las posturas del Camasutra, aprendí a valorar los pequeños valores de las cosas. Por ejemplo, con ella, la naranja, que hasta entonces había sido para mí tan solamente una fruta, se convirtió en un manjar suculento. Con ella aprendí a saborear cada instante de la vida, a sacarle jugo a cada sensación. Aquella chica había nacido para ser feliz, y creo que por eso terminó por dejarme, porque se dio cuenta de lo distinto que éramos, y de que conmigo nunca podría serlo realmente, porque yo soy un triste y pobre fracasado desde el mismo instante de mi nacimiento.
Estuve buscándola a lo largo de toda la ciudad durante al menos seis meses. Ella, parecía haberse evaporado, nadie la conocía, jamás nadie la había visto. Envolvía tal misterio a mi mulatita, que llegué incluso a convencerme de que todo había sido un sueño, y de que jamas había pasado realmente.
A pesar de que me resultó sumamente complicado desengañarme, al final, conseguí aceptar la idea de que ella se había marchado y que jamás volvería.
Algunos meses más tarde, cuando ya ni me acordaba, me la tope por casualidad en un puesto ambulante, en el mercado.
De buenas a primeras, me encontré de nuevo con ella. La vi frente a mí como si se tratara de una aparición. Allí estaba ella, al otro lado del puesto, vendiendo fruta.
Me paré unos instantes, y oculto en el tumulto de personas, la observé durante unos segundos. La verdad es que era preciosa, allí detrás del puesto, despachando naranjas, limones, sandías, papayas y otras extrañas frutas que yo no conocía y no había comido nunca.
Me acerqué, situándome frente a ella, haciéndome notar, dejándome ver. Le pedía que me cortara una rodaja de sandía. Ella la cortó. La tomé en mi mano, y comencé a saborearla allí mismo. Aquella fruta estaba fresca y dulce. Yo me quedé mirándola mientras la comía. Ella, no dijo en ningún momento nada. Se mostraba como si tal cosa, como si jamás me hubiera visto antes, como si no me conociera de nada. Tampoco dije yo nada, a pesar de que me temblaba todo el cuerpo. Tras comerme la rodaja de aquella sabrosa fruta y viendo su manifiesto desinterés, me di media vuelta para marcharme.
-¡Oye muchacho! – me dijo en esa lengua suya medio castellano medio portugués. Me volví. Ella me miraba entornando sus ojos. Me sonrió, besó la punta de sus dedos y me envió aquel beso con un ligero y sensual soplido. Yo también sonreí, aceptando el beso.
- Adiós muchacho - me dijo sonriendo. Apartó su mirada de mi y siguió trabajando.
Poco a poco mi sonrisa se me fue desdibujando de la cara, mientras la observaba, y allí me fui quedando como un verdadero pasmarote. En aquel instante supe que la había perdido para siempre. En aquel instante supe que ella había sido realmente un sueño, y que jamás nunca más volvería a poseerla.
Algo se desgarró en mi interior. Algo en aquel instante pareció morir. Sentí como si de repente todo el firmamento se me cayera encima. Como si me hubiera quedado sin ganas de seguir viviendo. Como si la vida sin ella no tuviera ningún sentido.
Sentí una profunda pena, y en mi garganta un grumo espeso y dolorido, quería romper en un amargo llanto. No pude evitar entonces que una lágrima se me escapara, aunque traté de ocultarla, estirándola con el pulgar por apagar su humedad en mi rostro.
A partir de aquel momento, fueron pasando los días un poco más pesados.
La idea de quedarme para siempre en aquella ciudad, en aquel país, fue perdiendo peso. Poco a poco el deseo de volver se fue apoderando de mí, hasta el extremo de que el regresar se convirtió en una verdadera obsesión.
Yo quería volver para España, pero, ¿cómo podía hacerlo?. Estaba arruinado, me lo había mal gastado todo, lo había tirado todo, no tenía nada.
Cierto es que a mi familia nunca le falté. Mensualmente les enviaba a ellos la parte que les correspondía de mis haberes, pero de la parte que yo me quedaba, que no era poco por cierto, no había sido capaz de guardar nada. No había conservado ninguna ganancia y las deudas empezaban a asfixiarme.
Con mi mujer había hablado de que todo lo que yo les enviaba mensualmente, era lo que debían emplear para ir tirando, que no se preocuparan por nada, que cuando yo volviera, lo haría con un cofre lleno de riquezas para no volver a sufrir nunca mas penurias ni estrecheces, y ya lo ven, yo, sin tener donde caerme muerto y teniendo que volver para no morir de pena.
Al final le confesé a mi mujer que no tenía más dinero, que lo estaba pasando muy mal. Me hice el mártir, y la pobre me puso un giro con el dinero suficiente para que yo regresara junto a ellos.
Cuando me fui de Brasil, lo hice con tristeza. Me había enamorado de aquella tierra mágica que tanto me había dado sin que me diera cuenta, y que no supe o no fui capaz de coger.
Cuando estuve embarcado, sobre la cubierta del barco que me traería para acá, me juré a mí mismo que tarde o temprano volvería.
Qué pena me da reconocer que aquella promesa que me hice a mi mismo, nunca la cumplí.
Si yo pudiera, si tuviera un poco de mas vida, quizás, ahora que lo recuerdo, volvería a Brasil para quedarme, o quizás no. Realmente, ahora no sé lo que haría, pero al menos trataría de regresar, aunque sólo fuera por volver a estar allí de nuevo tan sólo unos cuantos días.
El barco que me debía de traer a España, no me dejó en Cádiz, sino en Huelva.
Cuando desembarqué en aquel muelle desconocido para mí, a pesar de no estar en mi tierra, pude notar claramente que si estaba en España. Las gentes, las calles, la luz, todo era tan distinto, que en aquel mismo momento sentí ya nostalgia.
Me adentré en la ciudad con las cuatro perras chicas que aún me quedaban tras bajar del barco y procuré buscar una pensión donde hospedarme aquella noche.
Deambulando por las calles, perdido por el centro, encontré un letrero enmarcado en madera, que sobresalía de una pared vieja y muy desconchada, donde se leía, con algún que otro problema, por lo viejo que era el cartel: “Pensión La Española”.
Decidí entrar en ella. Tenía tan mala pinta que seguro que con el poco dinero que tenía me llegaba para pasar la noche.
Me adentré atravesando un lago y oscuro pasillo. Estaba alicatado de azulejos verdes a media altura, sobre los cuales una pared encalada y abollada por la humedad, se elevaba hasta el techo tocando en su parte mas alta unas apolilladas vigas marrones, también de madera. Los azulejos también estaban abollados por la humedad, y tenían el aspecto de parecer que de un momento a otro se desplomarían al suelo.
Olía fortísimamente a tabaco y a humedad. Al final del pasillo había un portón grande y oscuro, creo recordar que de color marrón, como las vigas, sobre el que golpeé con fuerza, empleando un manubrio de bronce viejo y oxidado que colgaba de él.
Tras unos segundos me abrió la puerta una señora. Dolores descubriría mas tarde que se llamaba. Ella era la propietaria de aquel humilde local. Dolores era más o menos de estatura media, aunque aparentemente esbelta, morena, con una llamativa melena de pelo largo y grueso que brillaba bajo el efecto de la poca luz que reinaba en la estancia. Sus carnes eran prietas, y sus pechos estaban bien erguidos, de cintura exigua y caderas ondulantes, aunque lo que más me llamó la atención fueron sus ojos.
Sus ojos eran grandes, apasionados y negros, de los que se escapaba una profunda mirada que me embobaba. No era tan atractiva como la mulatita, pero era lo suficientemente hermosa como para que cualquier hombre perdiera la cabeza por ella.
- Buenas tardes. – Dije esforzando mi voz por hacerla más varonil y segura.
- Buenas tardes- Me respondió ella con una amable sonrisa.
- ¿Podría hospedarme aquí?
- Por supuesto, para eso estamos.
Pasé al interior, accediendo a la invitación de adentrarme que ella me insinuaba con un gesto.
En el interior había un enorme patio cuadrado, sobre el que se distribuían alrededor las habitaciones. Al fondo había un pequeño mostrador hacia el que se dirigió Dolores tras cerrar la puerta, golpeando con cierta elegancia el suelo de viejas y oscuras lozas verdes y blancas, con los tacones de sus zapatos negros, de los que emanaban un ligero brillo al ser iluminados por la lúgubre luz de una bombilla que colgaba en unos de los extremos. Yo la seguí, fijándome en sus femeninos andares. De ella se desprendía un envolvente perfume que al mezclarse con el profundo olor a humedad y tabaco, resultaba un tanto mareante.
- ¿Cuántos días estará Usted?
- Espero que sólo esta noche.
- ¿Tan poco tiempo?
- Bueno, yo es que soy de Cádiz. Vengo desde Brasil. Lo que ocurre es que el barco que me traía ha atracado aquí en Huelva y tengo que bajar Dios sabe como.
- ¿Cenará Usted?
- No creo que tenga para tanto. ¿Me podría Usted preparar un bocadillo?
- ¿Un bocadillo?
- Es que sólo tengo cuatro perras.
Aquella mujer empezó a reír a carcajadas tras confesarle yo mi modesta situación.
Tras formalizar y apuntarme en el libro de la pensión, ella misma me acompañó a la habitación.
La habitación estaba en el segundo piso, por lo que tuvimos que subir las escaleras que daban a un pasillo desde donde se veía el patio debajo. A la derecha, sobre una barandilla metálica pintada de color verde, colgaban decenas de macetas donde crecían saludables y aromáticos geranios, la mayoría de color rojo, aunque también los había rosas y blancos. Al lado contrario de la barandilla desde donde se veía el patio, estaban las puertas de las habitaciones. Abrió una de ellas, entregándome la llave tras hacerlo y me explicó, que en la pensión sólo había un baño común para todos los huéspedes, pero que si la urgencia en mis necesidades me surgía de noche, podía usar una escupidera metálica, esmaltada en blanco, que había debajo de la cama.
La escupidera, que ella sacó para mostrármela, parecía realmente limpia y desinfectada. Luego destapó la cama para hacerme ver que las sabanas, de color blanco inmaculado, también estaban limpias.
-¡Escúcheme, buen hombre!, a las ocho se cena en esta casa. Así que espero verlo a esa hora en la mesa. El comedor es el tercer cuarto a la derecha, según se baja la escalera. Por cierto, yo no preparo bocadillos.
Aquella mujer me estaba invitando a cenar por la cara. Muchas veces más vale caer en gracia que ser gracioso, y a ella, a juzgar por lo que me ocurrió, yo le había caído en gracia.
Dolores, por su aspecto, no debía de tener mas de veinticinco o veintiséis años de edad. Yo rondaba ya los treinta y cuatro, y aunque no podía decir que fuera un viejo, tampoco era ya un niño.
Aquella noche cené muy bien. Dolores había preparado un caldo de puchero con condimento, tan calentito y sabroso, que me dio la vida. Tras el caldo unas croquetas caseras hechas con mil amores. Se notaba que aquella señora trabajaba muy a gusto en la pensión.
Tras cenar y agradecer muy cordialmente a mi anfitriona la gentil invitación que me había hecho, ella me pidió que pasara a otra salita contigua, en la que, según me pareció, se solía celebrar tertulias amenas entre los huéspedes, después de cenar.
Dolores me presentó allí al Señor don Rodolfo Contreras, representante de zapatos. Un señor muy educado que siempre que iba a Hueva se hospedaba en “La Española”.
- Las hay mejores, es cierto- me decía aquel señor tan amable. – Pero en ninguna se come mejor que en esta. La señora Dolores cocina como los mismos ángeles, así que al menos una vez a mes, vengo por verla y saborear alguno de sus guisos.
- Es cierto, es cierto- afirmé yo. – ¿Así que está Usted casada? – Pregunté a Dolores, con una curiosidad incisiva.
- Viuda.- rectificó ella.
- ¿Tan Joven?
- Pues ya ve usted, sí señor, tan joven.
Ella me explicó que procedía de muy buena familia. Su padre era un importante agricultor, afincado en un pueblecito de la vega granadina. De Guadix, creo recordar que me dijo.
A ella la habían internado en un colegio de monjas en Granada, cuando era niña, para que se formara como una señorita propia de su clase, pero por lo visto, en los recreos conoció a un joven alto y apuesto con el que al final terminó por escaparse del colegio.
Se fue del colegio porque sus padres ya habían previsto que el marido de ella sería su primo Gregorio Linares, un joven estúpido y gordo que estaba estudiando Derecho en Madrid, y como no le apetecía nada casarse con aquel insulso personajillo, al que recordaba siempre demasiado grasiento y demasiado sudoroso, una noche cualquiera, se marchó por siempre del colegio saltando la verja, con la intención de no volver jamas.
Sus padres había acordado con las monjas que no saliera del colegio y que evitaran en lo posible los encuentros con aquel otro joven a quien no conocían de nada, pero de quien habían oído hablar, por los comentarios que les había hecho la prima de Dolores, Josefina, quien también estudiaba en aquel mismo colegio. Ella, que lo sabía, se puso en contacto con su novio, a través de cartas que les hacía llegar por medio de una “correveidile” célebre en su tiempo, que hacía las veces de “Celestina” por un duro el recado.
Acordaron escaparse, y así lo hicieron. Cuando las monjas notaron su falta en el convento, ya era demasiado tarde. Ella se había marchado irremediablemente. Las monjas alertaron a sus padres, y estos dieron parte a la Guardia Civil, pero ni siquiera los guardias pudieron dar con la pareja.
Según contó Dolores, se fue con el muchacho atravesando campos sembrados y oscuros, donde perdió la virtud, al abrigo de unos troncos de olivo cortados y apilados, donde pasaron la primera noche como amantes, antes de llegar a Sevilla.
Algunas semanas mas tarde, conseguía ponerse en contacto con una de sus primas, Juanita Linares, a quien le confesó a través del único teléfono que había en todo Guadix, que jamás regresaría, y que era muy feliz junto a aquel joven.
Llamaba a su prima para que tranquilizara a sus padres, pero éstos, al contrario de tranquilizarse, lo que hicieron fue ir en busca de la niña a Sevilla.
Cuando la encontraron ya fue demasiado tarde, porque la niña estaba embarazada de algunas semanas, así que de eso de casarla con el gordo de Gregorio Linares nada de nada.
- Mi madre no se creía que yo hubiera sido capaz de tirar por la borda todo mi futuro acostándome con quien más tarde fue mi marido- contaba ella. – Ella hubiera querido que me casara con mi primo, al margen de porque terminaría siendo abogado, porque también acabaría por heredar la fortuna de mis tíos, que no era nada despreciable. Pero ya ve Usted, a mí eso del dinero jamás me llamó la atención. A mí lo que me encandiló fueron los rizos rubios del flequillo de mi marido, su talle alto y fuerte, sus ojos castaño, su cara cuadrada, su boca fuerte y masculina. Yo me había enamorado de él y todo lo demás nada me importaba. El era el hombre de mi vida.
Viendo los padres de ella que ya nada podían hacer por casarla con el gordo, no les quedó mas remedio que casarla con aquel canijo, rubio y alto con el que se había escapado y que la había dejado preñada, al menos para disimular la deshonra ante todos los vecinos del pueblo.
La boda se celebró calladamente en Granada. A ella sólo asistieron los padres y los hermanos de él, que parecían estar todos muy contentos y los padres de ella, éstos, apesadumbrados y tristes.
Tan grande fue el disgusto que terminaron por desheredarla.
Su marido, había conseguido un empleo como escribiente en el Ayuntamiento de Huelva, a través de un tío suyo que por lo visto era concejal de algo, y aunque no ganaba para demasiados lujos, por lo menos tenían lo suficiente para ir tirando y vivir no sin estrecheces aquel sueño de amor verdadero.
- ¿Y que fue de él? – Le pregunté queriendo saber como había fallecido el pobre.
- Al pobre de mi marido lo atropello un tranvía.
- ¿Un tranvía?
- Si señor, un tranvía. No llegó ni a conocer a este bendito- señalando a un joven adolescente, canijo y rubiasco que estaba también allí sentado con nosotros, atento a la conversación sin hablar, quien debía de ser su hijo.
Con aquella animada tertulia, en la salita acogedora de la pensión “La Española”, se fue adentrando la noche lentamente. Dolores, me invitó a algunas copas de licor.
Don Rodolfo Contreras, el comerciante de zapatos, no bebía bebidas espirituosas. Él bebía solo vino tinto, y eso se le notaba al señor, al ver lo morado que tenía la cara y lo ensangrentado que tenía los ojos. Parecía que rezumaba tinto por todos los poros de su cuerpo.
Cuando eran más o menos las doce de la noche, decidí acostarme. El joven adolescente lo había hecho hacía ya largo rato, y a mí me estaba entrando ya el sueño.
Recuerdo que Don Rodolfo ni siquiera se enteró de que yo me había levantado para retirarme a mi habitación. El ya estaba dormido allí sentado, apoyando su cabeza gorda, rojiza y calva sobre sus brazos colocados en el tapete a cuadros de la mesa en forma de desparpajo, mientras roncaba como un oso.
Dolores, se levantó conmigo, y me acompañó con una vela a subir la escalera, por alumbrarme. Yo amablemente dejé que ella subiera delante de mí. Se había maquillado aquella noche, y a pesar de estar embutida en su bata de dormir, se podía ver como en su bonita cara brillaba el maquillaje que se había puesto, mostrando una mujer tremendamente femenina.
Al llegar a mi cuarto abrí la puerta, y tras entrar en la habitación traté de agradecer la gentileza de tan linda dama. Ella seguía alumbrando desde el marco de la puerta, supongo que estaba esperando a que yo encendiera la vela que me había dispuesto justo encima de la mesilla de noche.
La luz de su vela, que alumbraba no más de lo estrictamente necesario del cuarto donde me encontraba, si dejaba ver con claridad su cara. Dolores, apoyada en el marco de la puerta, me pareció de repente como mucho más mujer, como mucho más bonita, como mucho más madura. Sus ojos, delataban en su precisa y preciosa mirada una inteligencia femenina inusual. Aquella mujer sabía vivir, había aprendido a vivir a base de ir superando día a día la cruda realidad donde se desenvolvía.
Encendí por fin la vela de la mesilla de noche, y me despedí de Dolores agradeciéndole de nuevo todas sus atenciones.
- No es nada, no es nada.- me dijo ella como restándole importancia al gran favor que acababa de hacerme.
-¿Cómo que no es nada?. Ha sido mucho – Afirmé mientras me sentaba en la cama ya destapada y comenzaba a desabrocharme la camisa.
- No, no, no ha sido tanto hombre. Hoy por usted y mañana por mí.
- Por supuesto que sí, por supuesto que si en el futuro Usted necesita de mí, aquí tiene un amigo para lo que le hiciera falta.- me brindé.- No obstante le garantizo que el favor que Usted bien a tenido a hacerme esta noche, yo se lo devolveré próximamente con los intereses que justamente le corresponden.
- No se preocupe.
No sé porqué, pero presentía que aquella señora trataba de decirme algo más que yo no terminaba de comprender. Bueno, comprender sí que comprendía, lo que ocurría es que en el fondo me asustaba, me aterrorizaba mis propios pensamientos. Veía en sus ojos a una mujer muy mujer, a pesar de ser más joven que yo, pero yo, a pesar de ser mas viejo, no mucho mas, era solamente un chico de pueblo, casi sin cultura, que había emigrado a Brasil y había fracasado por haberme encoñado con una mulata y con mas miedos que un canasto lleno de gatitos.
Ella se despidió, cerrando tras de sí la puerta de la habitación. Al meterme en la cama, noté la frescura de las limpias sábanas. Aquella ropa de cama estaba decorosamente planchada, y desprendía un agradable y suave olor a perfume de lavanda.
Apagué la vela de su soplido, y pensé en Dolores mientras me quedaba dormido. Dolores debía de ser una señora de regla en todo el sentido de la expresión.
A la mañana siguiente me desperté temprano. A decir verdad, casi no había podido dormir bien en toda la noche. Tras vestirme y asearme un poco bajé al patio donde me encontré con Dolores, quien por la mañana aún estaba más reluciente.
- Buenos días. - Saludó ella.
- Buenos Días.
- Tempranito se ha levantado Usted.
- Me gusta madrugar
- Pues ya ve Usted, aquí estamos preparando el desayuno.
- Ya, ya la veo. Por cierto, quisiera saber cuanto le debo. Tengo que marcharme temprano. Ya sabe que he de viajar hasta Cádiz, y cuanto antes me marche...
- Bueno, hombre, no tenga tanta prisa. Al menos desayunará algo antes de irse.
- Un café.
- ¿Sólo un café?
- Sí, sí, sólo un café.
Serían aproximadamente las ocho de la mañana, cuando por fin pude iniciar mi viaje de regreso.
Tras salir de la pensión e ir preguntando a unos y a otros, conseguí salir de Huelva y a bajar por unos andurriales en busca de Matalascañas, pasa seguir bajando hasta toparme con el río Guadalquivir. Atravesarlo, supongo que a base de rogar favores y seguir mi descenso hasta llegar a San Fernando.
El camino de tierra, se fue volviendo seco y hostil en la medida en la que el sol iba conquistando su máxima altura en el horizonte. Según bajaba, se iba adentrando hasta perderse en dorados campos de trigo. El cielo azul claro estaba adornado de numerosos y blancos grumos de nubes.
Más o menos al medio día, el paisaje fue cambiando de triguero a verde, seco y extenso olivar, en el que chirriaban con frenesí las histéricas chicharras.
En los adormilados olivos que con dulzura mecían sus copas por el efecto de una ligera brisa, que se aliaba con uno para poder vencer así el poderoso efecto del calor del sol, buscaban la sombra bandadas de palomas.
Un poco más abajo, según continuaba recorriendo aquel camino, el campo se rompía en cuadriculas de extensos huertos con diversos tonos de distintos verdes húmedos, según la siembra. Cuadrados de acelgas, de pimientos, de tabaco, y de otras muchas hortalizas y verduras.
Sin duda alguna, aquella comarca debía de ser una de las más fértiles de Andalucía, pues desde que salí de Huelva, sembrado tras sembrado, cultivo tras cultivo, no había logrado ver ni un sólo de palmo de tierra sin trabajar.
Cuando el sol por fin había alcanzado su máxima altura, busqué algún lugar donde poder sentarme a la sombra, para hacer un alto en el camino y comer lo que Dolores gentilmente me había preparado en un hatillo.
Estando allí sentado, a la sombra de un eucalipto, vi pasar a dos labriegos, uno joven y el otro viejo, quienes regresaban a su casa tras la faena, soleta sobre el hombro, silbando uno, tarareando el otro y ambos patiabiertos y curvos como una alcayata.
- Perdonen Ustedes, Señores- les interrumpí. Ellos se pararon y se quedaron mirándome desde el borde del camino con cierta desconfianza. – Miren Ustedes, es que voy para Cádiz, y llevo todo lo que va del día andando y me preguntaba si me faltaba aún mucho para llegar a Matalascañas.
- Pues si señor, que le falta una tirada.
- ¿Sabría Usted decirme cuanto aproximadamente?.
- Pues la verdad, no señor, que no sabría. Pero Usted siga, siga andando cuesta abajo, y cuando vea que los sembrados sean de vides es que ya está llegando a Bollullos. Bollullos es un pueblo grande que no le pasará desapercibido. Allí es donde hacen el vinillo que tomamos por aquí. Pregunte Usted allí, que yo creo que pasando Bollullos, si sigue Usted bajando llega hasta el Guadalquivir, atravesando unos pinares, y queda justamente frente a Sanlúcar.
- Muchas Gracias, buen hombre.
- No hay de que.
Aquellos dos hombres siguieron su camino, perdiéndose tras una ligera polvareda que levantaban al andar, al arrastrar sus botas de cuero marrón oscuro en la tierra del camino, mientras yo acababa de devorar mi improvisado almuerzo.
Como hacía mucho calor, decidí no seguir andando. Esperaría hasta que refrescara un poco, así que con la barriga llena, y bajo la sombra que el árbol me ofrecía, me tumbé a dormir la siesta.
Me quedé completamente dormido. A decir verdad dormí a “la pata a la llana”, ya que me encontraba muy cansado porque la noche anterior me la había pasado en vela y acumulaba los malos días de mi viaje en barco desde Brasil. De todas formas, tampoco tenía gran cosa que me pudieran robar. A decir verdad, no tenía nada al margen de mi ropa sudada y mis zapatos de piel negros.
Cuando el sol había aflojado un poco, un perro me despertó con sobresalto, lamiéndome la cara. Gracias a Dios que me había dormido cerca de un cantazo, por si me hubiera hecho falta, así que cogí la piedra y se la estampé en los hocicos al perro de una certera lanzada. El galgo huyó cuesta arriba, ladrando y retorciéndose de dolor. Yo me dispuse a seguir andando en busca de las dichosas vides.
No había andado mas de siete u ochocientos metros, cuando una patulea de campurrianos salidos de no sé dónde se acercaban a mí corriendo mascullando un extraño y verborreico rosario de improperios. Parecían muy enfadados. ¡Qué coño me iba yo a imaginar que entre ellos venía el dueño del perro al que no hacía ni media hora que le había partido los hocicos! .
Cuando llegaron hasta mí, me cogieron entre todos, y sin darme tiempo a mediar palabra ni a reaccionar, me empezaron a dar porrazos por todas partes. Puñetazos, patadas, jalones de pelo, e incluso un bestia enano, me golpeaba desde lejos con una cachiporra de madera, en cuyo extremo superior, tenía como especie de pegotón macizo de algo muy duro, con lo que atizaba.
Allí me dejaron tirado y sin conocimiento, con los hocicos mas rotos que los del perro.
Me encontró una pareja de la Guardia Civil, quienes me volvieron a llevar de nuevo para Hueva, deshaciendo todo el camino hasta entonces andado y me ingresaron el Hospital de San Juan de Dios, donde me curaron de todos los cardenales y porrazos.
Aquella noche la pasé en el hospital. Cuando uno de los médicos me preguntó si tenía familia a quien avisar, no sé porqué, le dije que sí y le facilité los datos de la Señora Dolores, la de la Pensión “La Española”, temiendo quizás que me denunciaran acogiéndose a la ley de vagos y maleantes.
A Dolores la avisaron, y la señora se acercó corriendo al hospital muy asustada, pues según me confesó ella misma un poco mas tarde, pensaba que el accidente del que la habían puesto al corriente era de su hijo, así que sintió cierto alivio al comprobar la pobre, que el accidentado había sido yo.
- Pero hombre de Dios, ¿Qué le ha pasado a Usted?
- Pues ya ve Señora, que unos bestias me han pegado.
- Hay que ver como lo han dejado. Ni para el arrastre. Vamos que parece Usted el Cristo de la Humildad y Paciencia.
- Perdóneme señora que la haya molestado de nuevo, pero es que me dijeron que si no tenía familia, darían parte al Juzgado para poder atenderme pasando el correspondiente parte de atención a indigentes, y claro, hasta ahora, indigente no he llegado a ser aún. Pobre si que soy, pero pobre honrado, no indigente.
- No se preocupe Usted, hombre, y diga Usted que sí, que ha hecho muy bien.
Y allí me quedé, sin ser descubierto por Dolores, siendo atendido estupendamente hasta que me repuse del todo de las heridas. Ella incluso venía a visitarme cada tarde.
Cuando por fin me dieron de alta, regresé de nuevo a la Pensión “la Española” por agradecer los detalles y cuidados de la Señora.
Al llegar, la vi desde lejos. Estaba limpiando una ventana desde dentro, subida en una silla y su femenina silueta se desdibujaba por detrás del visillo. Ella también me vio, y se quedó mirando y sonriendo mientras contemplaba como iba cruzando la calle, acercándome con aire de perro con el rabo entre las piernas.
Se retiró de los cristales con un suspiro, y posiblemente mi apariencia de desprotegido y desafortunado hombre viajero, activó su instinto maternal. Ella bajó corriendo hasta el portal, y me recibió muy cordialmente, abriendo la puerta, y besándome en la cara como si se tratara de un familiar cercano.
- ¿Cómo se encuentra?
- Mejor, mejor.
- Anda pase Usted.
De nuevo ella me ofreció sin ningún interés aparente toda su hospitalidad. A mi no me quedaba mas remedio que aceptarla. No tenía donde ir, y era ella a la única persona que conocía en toda Huelva.
El patio de la pensión tenía un aspecto mucho más agradable de día. Del pequeño tejadillo del corredor que daba acceso a las habitaciones del piso superior, colgaban con gracia las macetas floridas, aportando a la estancia cierta luminosidad alegre. Algunas otras plantas grandes crecían con vigorosa salud por los rincones, naciendo de tinajas y tiestos típicos, dispuestos en su sitios con decoro y gusto, haciendo que el lugar tuviera cierto aire de alcázar granadino.
- Sólo falta en el centro una fuente.
- Sí señor, solo le falta eso. Veo que es Usted muy observador.
- No crea, no crea. Ha sido fácil deducirlo. Usted misma me contó la otra noche que era de un pueblecito de la vega de Granada, así que al ver esta decoración mozárabe, las plantas y esa yesería, he tenido la sensación de adentrarme en una de las habitaciones del palacio de la Alambra.
- Mucho sabe Usted de mi y muy poco yo de Usted.
- Dígame, que quiere Usted saber.
- Por ejemplo para que bajaba Usted hasta Cádiz?.
- Pues porque soy de allí.
- ¿Alguien le espera?
- Pues sí, mi mujer y mis tres hijos.
A Dolores se le transfiguró la cara cuando pronuncié aquella última frase.
- ¿Esta Usted casado?- Me preguntó sorprendida y con cierto desparpajo
- Sí señora.
Seguidamente, y viendo el interés que había despertado en ella le conté toda mi historia al completo, desde mi enamoramiento primero de la niña María Jesús, hasta mi última aventura con la mulatita, pasando por mi aburrido matrimonio.
- ¿Entonces no es Usted feliz?
- Pues la verdad... no lo sé.
- Quédese Usted aquí conmigo.
Aquella sugerencia me cogió por sorpresa. Realmente no me esperaba que aquella señora me la pudiera hacer. Ella siguió contándome que se sentía muy sola desde la muerte de su marido. Las cosas no le iban del todo mal, aunque no podía negar que le fueran del todo bien. Ella me confesó que necesitaba a un hombre, y no sólo para el buen funcionamiento del negocio familiar.
Sin ni siquiera darme cuenta como ocurrió, me encontré con ella entre mis brazos, llorando. Una lágrima le recorría su cara, precipitándose hacia el suelo, haciendo un pequeño surco húmedo.
Yo la estreché contra mi pecho y con mi mano, al tiempo que le acariciaba el pelo, le levanté la cara para besarla. Ella lo sabía, y me ofreció sus preciosos labios al tiempo que cerraba sus ojos, sumisa y sensual, como sólo saben hacerlo las mujeres de verdad.
Me tomó de la mano y me dirigió hacia la izquierda del patio, lugar donde se encontraba el rellano de la escalera que subía hacia las habitaciones. Al llegar al primero de los escalones, ella se volvió y tomando la iniciativa, volvió a besarme, pero ahora con mucha más pasión. Levantó una de sus piernas, para dejar apoyado él pié sobre el escalón inmediatamente mas alto, con lo que la raja de su falda negra, se entreabría dejando al descubierto unos impresionante y entornados muslos que se coronaban en su parte superior con una bonitas y sensuales braguitas de encajes blancos.
El blanco de aquella braguitas contrastaba con el negro de la falda que Dolores se había remangado para enseñarme medio muslo, moreno y terso, por cuya parte más alta, se presentían negreando cañones de vello.
Yo, sin apartarme del beso, introduje una de mis manos entre sus piernas, hurgando con mis dedos en busca de su calor más húmedo y profundo. Subimos la escalera como pudimos. En el interior de su alcoba nos amamos apasionadamente.
-¿Y tu hijo?, ¿No está por aquí?- le pregunté un poco intranquilo después de haber hecho el amor con ella.
- No te preocupes, mi hijo está en la escuela y hasta las dos no regresa.
Y allí nos quedamos tumbados, saboreando el plácido humo de un cigarrillo rubio compartido que ella encendió.
CAPITULO 5
Los siguientes días a partir del momento aquel en el que Dolores y yo hicimos el amor por primera vez, pasaron muy deprisa.
Ella solía levantarse siempre antes que yo, y con alegría intrínsecamente propia preparaba los desayunos de los huéspedes, ventilaba las habitaciones, les hacía las camas, cambiando las ropas sucias, las llevaba a la lavandería, limpiaba a diario con la fregona los suelos de toda la pensión tras de haberlos barrido convenientemente, y casi sin parar, hacía la compra del avituallamiento necesario para hacer el almuerzo.
Nunca se quejaba. Más bien todo lo contrario, cumplía con sus labores siempre con esa expresión alegre en la cara que tanto me gustaba. Siempre estaba tarareando canciones mientras trabajaba. Su preferida era esa tan popular que decía:
“Ese galapaguito
no tiene mare
lo parió una gitana
lo echo a la calle.
En la calle llorando
está ese chiquillo.
--agalapagui, agalapagui--
Llévatelo en tus brazos
que es muy chiquito.
Ese niño chiquito
no tiene cuna,
su padre es carpintero
y le hará una.
- agalapagui, agalapagui-
Cocodrilos bailando
van por allí.
- agalapagui, agalapagui-
Escóndete Federico
que van por ti.”
Yo no entendía bien que es lo que pintaba en medio de todo aquello. Ella me llamaba “mi hombre”, y se sentía verdaderamente satisfecha de tenerme allí, aunque yo en poco ayudaba. Realmente mas que ayudar poco, no ayudaba nada.
Al levantarme, desayunaba con el resto, sin preocuparme de nada más. Me aseaba y luego me iba a la calle vestido por el traje de chaqueta de color gris que ella me había mandado a hacer a medida, en el mejor de los sastres. Entraba en un café que estaba algunas calles mas arriba, donde ya incluso había hecho amistad con algunos de los que allí paraban. Me volvía a pedir otro café, y mientras lo tomaba leía la prensa del día. Luego si se terciaba echaba una partidita, bien de dominó, bien al mus. Pedía algunas que otras tapitas para acompañar el vinillo del medio día y luego me marchaba para “La Española”, donde Dolores habría preparado sin lugar a dudas el almuerzo.
Había algunos días en los que ella me pedía, aunque siempre por favor, que le hiciera algún que otro chapucito, como por ejemplo arreglarle las persianas rotas, o terminar de encalar la parte mas alta de la fachada. Como es lógico yo no podía negarme, y hacía con gusto todo lo que ella me pedía. Creo que no tenía derecho a quejarme, con la vida de rey que ella me proporcionaba.
No obstante hubo veces en las que me planteaba seriamente lo que estaba haciendo yo allí. Me veía a mí mismo como a un chulo, y lo más lamentable de todo es que no sólo yo me veía así, sino que había mucho que también me veían así, según decían.
Lolito me confesó que en la calle todos me llamaban “El chulo de la Dolores”. Claro está que en el fondo lo único que mostraban con ese tipo de comentarios banales era envidia que despertaba en ellos.
Los hombres me envidiaban por lo bien que vivía y por la pedazo de mujer de la que disfrutaba. Las mujeres me odiaban porque no podían resistirse a no poderme tener. Las muy zorras, solían hacerme proposiciones cuando me veían solo.
Las casadas eran las peores. No podía ir al mercado por las calles estrechas que desembocaban a sus puertas, las mujeres me perseguían y me acosaban. No sé porqué esa actitud. Supongo que en el fondo las pobres eran simplemente unas insatisfechas y se imaginarían que yo bien era un proxeneta vicioso o un “gigoló” de pago.
Cuando ya llevaba más o menos dos meses viviendo con Dolores, escribí una carta a mi mujer, en la que le explicaba que tras mi regreso de Brasil, había decidido quedarme una temporadita en Huelva, ya que al desembarcar allí, había visto que en aquella tierra había la posibilidad de hacer la fortuna que tanto anhelaba.
Aquella carta no fue contestada. El silencio de mi familia empezó preocuparme sobremanera, así que un día decidí llamar a mi mujer por teléfono.
La compañía telefónica había empezado a potenciar el uso del teléfono, propagándolo sobre todo por todas las capitales de provincia y en las empresas . Yo sabía que el tendero del barrio donde mi mujer vivía con mis hijos tenía teléfono, así que hice por enterarme del número que este tenía, y cuando alguien me lo facilitó llamé para que me hiciera el favor a avisar a mi mujer.
Una voz femenina se puso al aparato al marcar el numero de la centralita. A la que le indique que me pusiera con el número con el que pretendía hablar.
Unos segundos después el aparato daba tono y la voz de mi amigo se oía al otro lado.
- ¿Esteban?- pregunté pegando mis labios al auricular ..
- Si, dígame.
- Hola, amigo, ¿me conoces?
- Pues no. ¿Quién es Usted?
- Esteban, soy Gabriel, tu amigo.
- ¿Gabriel?, ¿Qué Gabriel?, yo no conozco a ningún Gabriel.
- Como que no hombre. Yo soy Gabriel, el marido de la Juana.
- ¡Ah!, ¡Hombre!, Gabriel, ¿cómo estas?.
- Pues mira, estoy bien, haciendo fortuna en Huelva.
- ¿Y qué quieres?
- Me gustaría que avisaras a mi mujer.
- Ahora mismo mando a que la llamen.
Mientras tanto, transcurrieron algunos minutos. Mi llamada había levantado cierta expectación en el barrio.
-¿Sí?, ¿Dígame?- por fin oí la vocesita de mi mujer. Era tal y como la recordaba. Una voz muy suave y cálida, una voz tímida.
- Juana, soy yo, el Gabriel.
- Gabriel, Gabriel, - exclamo ella al tiempo en que comenzaba a llorar.
- No llores mujer.
- Es de la emoción.
- Ya, ya, y dime, me echas de menos.
- Pues claro Gabriel, claro que te echo de menos. Te echo de menos yo y tus hijos que ni te conocen y que te daban ya por muerto.
- No te preocupes tu por eso, que cuando consiga la fortuna que quiero, volveré para siempre a vuestro lado.
- Gabriel, aquí no nos hace falta ya tanto dinero. Al morir mi padre me dejó en herencia los cuatro duros que tenía y con ellos pude comprar la casita que tanto te gustaba.
-¿Y por qué no me lo dijiste antes. ?, que aquí estoy yo mataito a trabajar para darte buena vida a ti a tus hijos, y ya ves...
- Gabriel, no te enfades. Y regresa. Regresa ya, que en el barrio ya hay quien comenta de tapadillo que tu me has abandonado.
- No te preocupes Juana, que ya regresaré dentro de poco para estar contigo y con los niños, y a esos que tanto rajan, terminaré por romperles las bocas. No sufras tu, mujer. No sufras y espera a que termine unos asuntillos que tengo entre manos. Cuantito los ultime para ya voy a marchar, no te preocupes.
Dolores era muy buena, pero no era mi mujer. Aquella conversación telefónica con Juana había hecho que yo me sintiera culpable de muchas cosas. Por primera vez en mi vida sentí remordimientos, y eso debía de ser porque bien sabía que no estaba haciendo bien. En verdad estaba mintiendo a todos. Mentía a Juana por que la engañaba con Dolores y a Dolores porque le decía que la amaba y no era del todo cierto.
Con Dolores me había pasado como con mi propia mujer. Al principio la relación con ella era pasión pura, pero poco a poco, la pasión se fue perdiendo y lo único que restaba era una especie de sentimiento fraternal. Le tenía cariño, para que negarlo, tanto a ella como a su hijo, pero me había empezado a sentir incómodo estando mantenido allí a su lado, así que a hurtadillas empece a prepara un minucioso plan de escape. Al fin y al cabo todos saben que al final la cabra siempre tira al monte.
Empecé a controlar todos sus horarios. Ella solía salir de la pensión todos los días, menos los fines de semana, a eso de las doce de la mañana, y regresaba pasado una hora u hora y media que empleaba en dejar la ropa sucia en la lavandería y recoger la limpia.
En ese intervalo de tiempo, la pensión se quedaba sola, y yo podía moverme por ella a mis anchas, sin que nadie me estorbara para la ejecución de mis planes.
Estuve observándola varios días hasta descubrir donde escondía el dinero que recaudaba diariamente. Dolores tenía en su cuarto un retrato de su difunto marido, el cual se despegaba de la pared por medio de unas bisagras, con el que tapaba una caja fuerte. Lo complicado era dar con la clave que la abría, pues llave no tenía según pude comprobar.
A ella se la veía tan feliz, que viendo que me era imposible descubrir la clave por otros medios, me atreví un día a través de dar unos cuantos rodeos a preguntárselo a ella misma sin mas rodeos.
- Dolores, me pregunto algunas cosas sobre la administración de este negocio.
- ¿Qué te preguntas tú, mi hombre?
- Por ejemplo, ¿qué haces con el dinero que sacas todas las noches de la caja?
- ¿Por qué quieres saberlo?, ¿Quizás piensas robarme...?
- ¡Mujer!, ¡Por Dios!.- Ella me miró salpijilla y sonriendo.
- Mira Gabriel, todo el dinero que saco a diario de esta caja, que es nuestro sustento, lo guardo en una caja fuerte que tengo en mi habitación.
- ¿De veras?
- Sí, ven. – Ella me adentro en su cuarto y tras separar de la pared la foto de su marido me enseñó la caja fuerte que yo ya había visto con anterioridad.
- ¿Y cómo se abre?
- Pues con una clave.
- ¿Y no me la vas a decir?
- ¿Y para que quieres saberla?
- Pues si yo soy tu hombre, si yo vivo aquí contigo, si yo he de cuidarte a ti y a los tuyos, creo que no es bueno que yo desconozca como se abre esa caja. Nunca se sabe que es lo que puede ocurrir, y en caso de extrema urgencia...
- Tienes razón. No es bueno que la conozca tan sólo yo.
- Claro que no mujer.
- Bueno, te la diré a ti solamente, porque tú eres la única persona en la que realmente tengo confianza.
- No se verá traicionada tu confianza.
- Espero que no. La clave es veintiuno, veintiséis.
Tras ella decírmela, yo saqué un papel y un lápiz de mi bolsillo que llevaba dispuesto para anotarme aquel número.
- ¿Pero qué haces loco?- Me interrumpió ella. – De este numero depende nuestra seguridad, y no debes copiarlo por ningún sitio. Haz de memorizarlo.
- Está bien mujer, no te enfades.
- Si no me enfado, hombre mío.
Aquella confesión de sus más íntimos secretos, debieron de excitarla, pues empezó a desabrocharse cada botón de su blusa en orden descendente mientras se acercaba a mí.
Yo la miraba, pensando que debía cumplir, a pesar de no apetecérseme. Ella dejó sus pechos desnudos, y tomo una de mis manos colocándolos sobre ellos para que los acariciara. Aquellos pechos, ya no me resultaban tan sensuales ni tan dulces. Incluso en aquella ocasión me sentí especialmente incómodo e intimidado. Su marido parecía mirarme desde la foto colgada, encima de la caja fuerte, como más serio que nunca. Parecía haber fruncido en gesto, apretando el minúsculo y rubio bigote que tenía al tiempo que parecía como si me mirara más fijo con su monóculo, sabedor de todas mis tretas y verdaderas intenciones.
Con la foto de aquel muerto mirándome tan serio era realmente muy complicado alcanzar la lívido. No podía concentrarme, aún a pesar de esforzarme.
- ¿Qué te pasa Gabriel?, ¿No tienes ganas?
- No es eso Dolores, es que en tu cuarto y bajo la atenta mirada de ese...
Dolores rompió a reír a carcajadas.
- Venga hombre, venga, que más miedo hay que tenerte a ti.
- ¿A mí? – Dije sonrojándome.
- Si, a ti, que estás vivo. Ese pobre poco puede hacerte ya.
Entretanto, se hospedó en la pensión una señora muy misteriosa. A mi me llamaba en demasía la atención, pues no solía hablar jamas con nadie. Ella iba a lo suyo, salía por la mañana temprano y no regresaba hasta bien entrada la noche.
Aquella señora, hacía raya en el agua de lo bonita y elegante que era. Mucho más joven que la Dolores y mucho más elegante. Llevaba siempre calzado de tacón alto, que manejaba con gracia al andar, dándole un bonito contoneo a su trasero redondo, prieto y elevado. Su cintura era avispada, de la que brotaban las dos redondeces perfectas de sus caderas. Sus faldas eran cortas, siempre por encima de sus rodillas, dejando a la vista un buen par de piernas dignas para un anuncio de medias. Nunca descuidaba su imagen, sería por ello por lo que jamás la vi sin el corsé apretado, proporcionándole un picudo y empinado aspecto a sus pechos, siempre ocultos tras bonitos jerseys de hilo, de distintos colores.
Una mañana yo me levanté temprano. Había quedado con un conocido en las afuera del barrio, con quien había hablado para que me proporcionara un seiscientos con el que me escaparía de la pensión para irme a mi tierra, tras saquear la caja fuerte cuando pudiera.
La verdad es que hacer tratos con esa gentuza no me gustaba demasiado, pero no sabía otra forma de poder hacerme a un precio asequible con un coche.
En el patio me crucé con aquella señora misteriosa, y sus ojos me miraron por primera vez.
Ella era muy bonita. Sus ojos eran azules, y su pelo corto, negro y rizado, extremadamente peinado, con las puntas hacia adentro. Me gustó tanto aquella dama, que tras saludarle cortésmente, decidí seguirla.
La fui siguiendo a través de las calles de Huelva, hasta llegar al centro. Allí, en la calle Real, se paró a hablar con un señor muy alto y trajeado que llevaba un sombrero gris que le ocultaba la cara.
Ella se agarró del brazo de aquel señor, y ambos siguieron atravesando la calle hasta llegar a la cafetería de la esquina. Entraron. A través del cristal del escaparate vi como se sentaban en unas de las mesas vacías y como comenzaban a hablar largo rato, tanto que al final me fui aburrido en busca de aquel delincuente, conocido mío para ultimar mis asuntillos respecto del coche.
Poco a poco lo iba teniendo todo muy bien preparado. Yo calculaba que Dolores debía de tener en la caja fuerte mas o menos unos veintemil duros. Lo que no había llegado a calcular, es cual sería su reacción tras comprobar un día que yo me había marchado sin decir nada, y que además me había llevado todo aquel dinero, no sólo traicionando su confianza, sino robándola hasta la última peseta. Quizás incluso llegara a denunciarme a la policía, aunque no estaba seguro de ello. Dolores era tan buena, que realmente no la veía capaz.
Aquella noche estuve atento por ver cuando regresaba la misteriosa señora.
A eso de las diez y media, llamaban a la puerta. Era ella, quien tras abrirle Dolores la puerta, atravesaba el patio sin saludar a nadie y se metía en su cuarto, subiendo muy rápido los escalones de la escalera.
Desde donde yo estaba sentado, oí sus pasos rápidos, precisos, como si andara con premura. Oí también el clipear de las llaves, el rechinar de la puerta abriéndose y el porrazo seco de esta cerrándose tras entrar la señora en la habitación.
Dolores me miraba desde el otro extremo del patio. Dolores era muy lista, y un poco celosa. Ella se había dado cuenta que me había fijado en la señora.
- Mañana le pondré un poco de aceite a las bisagras de la puerta de esa habitación.- le dije, tratando de disimular mi atención.
- Si, si, aceite, aceite. – Remeó ella como dándome a entender que me había leído los pensamientos.
A la mañana siguiente repetí la operación, y esa señora hizo lo mismo, y así sucesivamente durante al menos una semana.
Llegué a intrigarme tanto por las ocupaciones de la señora, que una mañana en vez de esperarla en la esquina donde solía, para seguirla, me adelanté a todos sus pasos habituales, y me senté junto a la mesa donde sabía que mas tarde se sentaría ella con el señor de costumbre. Dicho señor tampoco había llegado.
Pedí un café al camarero, y compré un periódico a un ambulante que los vendía por allí, no con la intención de leerlo, sino mas bien para ocultar la cara cuando la señora llegara.
Puntual llegó el señor de traje y sombrero, y de su brazo agarrada la dama misteriosa. Ambos se sentaron en la mesa de siempre y se pidieron lo de todos los días.
- Está bien cariño,- le decía ella con cierto desparpajo.- ¿qué es lo que me tienes para hoy preparado?
- Hoy tenemos a Don Juan Miranda.
- ¿Y quien es ése?
- Es el Director del Banco.
- Espero que no tenga manías como el de ayer.
- No, no creo, Don Juan es todo un caballero.
- ¿Ya le has cobrado tú, o debo de cobrarle yo?.
- A este le cobras tú.
- ¿Antes o después del trabajito?
- Improvisa mujer, y ten iniciativa propia.
Yo no sabía realmente de lo que estaban hablando, aunque podía imaginármelo.
Mientras ellos hablaban, yo seguía fingiendo leer el periódico, tomando el café, atento a todo cuanto se decía por coger honda en el asunto. El camarero de repente me interrumpió, perdiendo en ese momento el hilo de la conversación que estaba espiando.
-¿Quiere Usted alguna otra cosita?- Me preguntó el camarero.
- ¿Perdón?
- ¿Que si desea alguna otra casa?
- No, no, gracias, no quiero nada más.- lo que dije al tiempo que me ponía nervioso y me derramaba el café encima de mis pantalones.
El señor del traje y el sombrero me miró con desprecio. Ella me miró con asombro. No esperaba verme allí. Me había descubierto, aunque no dijo nada, solo me clavó sus azules ojos dedicándome una mirada cargada de perplejidad y asombro.
Me levanté de la mesa, me sacudí la mancha, redoblé el periódico hasta hacerlo como para meterlo bajo el brazo y tras saludar con cortesía, me marché de la cafetería un poco avergonzado. Como había dicho la noche anterior, me dirigí a la pensión para engrasar las bisagras de las puertas de las habitaciones. Mientras iba camino de la Española, no podía dejar de pensar en lo que acababa de oír. No podía quitarme a aquella dama de la cabeza.
Aquella noche, la señora llegó como de costumbre a las diez y media. Cuando ella entró en el patio yo procuré hacerme el disimulado, simulando no darme cuenta de su llegada, pero aquella noche ella no entró tan rápidamente como todas las anteriores. Aquella noche ella tras entrar, miró alrededor de todo el patio hasta encontrarme, y con paso decidido se dirigió hasta mi. Al notar que se acercaba la miré a los ojos. Ella estaba muy seria. Se paró justamente enfrente de mi.
- Ya lo sabe.- Me dijo con voz extremadamente baja. Yo me limité a quedarme mirándola. – Ya sabe que por mas o menos unas quinientas pesetas puedo ser suya o de quien Usted quiera.
Tras el comentario tan íntimo que me hizo, se dio media vuelta dirección a la escalera y se marcho hacia su habitación.
Dolores me preguntó al oído, acercándose tras ver que ella se alejaba.
- ¿Qué te ha dicho esa zorra?
- Pues la verdad no lo sé.
- ¿Qué no lo sabes o no lo quieres saber?
- Perdona Dolores, es que me lo ha dicho tan bajo que no me he enterado bien.
Aquella noche, no pude dormir. Me llevé toda la noche pensando en lo que aquella señora me había dicho.
Era obvio que ella era prostituta y se había dado cuenta de que yo la había descubierto. De no ser porque estaba ahorrando todo para volverme a Cádiz lo antes posible, aquella misma noche me hubiera gastado muy gustoso las quinientas pesetas que costaba aquella dama. Vamos, que por estar con ella hubiera sido capaz de pagar incluso hasta dos mil pesetas.
A la mañana siguiente, volví a levantarme temprano, antes que ninguno de las huéspedes de la pensión y salí a la calle a esperar a la señora en la esquina donde últimamente me escondía hasta que ella pasara. Cuando ella estuvo a la altura, le salí al paso.
- Buenos días. – le dije. Ella no me contestó y siguió andando en dirección a la cafetería de la esquina de la Calle Real en el centro de Huelva. – Perdone señora, pero anoche...
- Si señor, anoche le dije que yo era puta. ¿Y qué?
- Pues nada. A mi el que sea Usted puta me importa bien poco.
-¿Pues entonces por qué me sigue? ¿Qué es lo que busca?, ¿Qué es lo que quiere de mi?
- Nada, tan sólo es que Usted me pareció tan bonita y tan misteriosa que... – Ella se paró de repente y me miró realmente asombrada.
- Así que es eso solamente.- dijo ella cambiándosele el semblante a una expresión muchísimos mas amable y cálida.
- Pues sí señora. Eso es solamente.
-¿Y no le parece que es ya un poquito mayor para esos juegos de adolescentes?
La verdad es que así era. Yo ya no era ningún niño para andar jugando de esa forma. Así que un tanto avergonzado me paré en seco y dejé que aquella señora se alejara. Me quedé mirándola. Sus andares la delataban de forma clara. Su trasero, visiblemente modelado y elevado a base de apretarse sobre las carnes su faja, lo gritaba en su ondulante vaivén. Desde luego Dolores tenía la vista de un lince. A ella no se le iba ni una. Ella sabía que esta morena de pelo corto y brillante era una zorra desde el mismo instante en que la vio por primera vez. En cambio yo, de nuevo volvía a pecar de ingenuo. Bueno, de estúpido diría más bien.
Yo seguía mirando como aquella mujer se alejaba mezclándose con la multitud viandante que recorrían aquella calle de un lado para otro en su bullir cotidiano. Cuando ya me disponía a dar media vuelta y regresar a la pensión más humillado que el día anterior, vi como ella se volvía para mirarme. Al ver que seguía yo allí contemplando como se alejaba, me dedicó una preciosa y descarada sonrisa.
Aquel día me lo pasé trabajando en la pensión, ayudando a la Dolores en todos sus quehaceres, deseando que dieran las diez y media. Trataba de idear mil formas distintas para poder hablar con aquella mujer sin que Dolores se diera cuenta, pero no se me ocurría ninguna.
Mi imaginación no obstante, no paró de trabajar ni un instante, e incluso en la siesta que me pegué al medio día tras almorzar, soñé con que a media noche salía al cuarto de aseo compartido de la primera planta y me la encontraba allí, con su combinación sexi, medio desnuda, esperándome.
No podía quitarme aquella mujer de la cabeza, era evidente que me había enamorado de ella.
Algunos días más tarde, volvía a llamar a mi mujer, por medio del teléfono del tendero, para decirle que la cosa se me estaba complicando un poco y que tardaría mas tiempo del acordado en bajar. Juana, parecía un tanto más desengañada y desesperada por mi larga ausencia. Ella, con un descaro y valor desconocido hasta entonces, me echó en cara que teníamos tres hijos a los que sólo ella estaba llevando para delante. Me dijo que llevaba mucho tiempo esperándome y que presentía que su espera había sido en balde. No estaba dispuesta a seguir esperando, ni a que yo regresara, ni a recibir nada de mí.
Aquellas palabras tan duras de mi mujer, ciertamente me dejaron un poco preocupado, era muy evidente que ella estaba muy enfadada, pero ahora menos que nunca, podía regresar. Intuía que el negocio de mi vida estaba al alcance de mi mano. Lo estaba tocando con la punta de los dedos.
Aquella señora me había hecho pensar en una forma sencilla de ganar dinero rápidamente.
Por otro lado, me costaba hacerle la faena que tenía planificada a la pobre de Dolores. La verdad es que creo que jamás me hubiera atrevido a robarle. Ella no se lo merecía. De haberlo hecho, me hubiera pesado siempre sobre la conciencia, porque en el fondo, yo podía ser un pobre desdichado, un fracasado, un chulo y muchas otras cosas, pero no era mala persona. Jamás en mi vida le había hecho daño a nadie, y por supuesto que no pensaba hacérselo a Dolores. A Dolores le había empezado a querer como a mi propia mujer y me dolía incluso el pensar que había llegado a plantearme aquel robo.
Cuando el elemento que me estaba buscando el seiscientos me llamó para señalar la operación, yo le dije que todo quedaba cancelado. Aquel hombre se enfadó mucho, y llegó incluso a amenazarme. Con ese tipo de hombre no se juega y él así de claro me lo dejó dicho. Yo sabía que tarde o temprano aquel hijo de puta me haría pagar caro mi marcha atrás, sobre todo, porque por mí se había arriesgado a robar un coche que luego se tuvo que comer con “patatas fritas”.
La foto del muerto con bigote rubio que Dolores tenía colgada, ocultando la caja fuerte en su cuarto, parecía incluso que me miraba mejor desde que yo había desistido de robarle.
Dolores no era ni un pelo de tonta. Ella se había dado perfecta cuenta de que a mi me hacía tilín la señora prostituta, así que un día me abordó por derecho.
- Gabriel, sé sincero, ¿Qué te pasa?
- ¿A mí?. Nada. – Le afirmé tratando de eludir la pregunta.
- Yo sé bien que a ti te gusta esa mujer.
- ¿Qué mujer?
- No te hagas el tonto. Bien sabes a quien me refiero.
Yo agache la cabeza. No podía sostenerle la mirada. Me daba vergüenza mirarle a la cara.
- Es cierto, Dolores, es cierto. Perdóname, pero es algo que no puedo evitar.
- Ya, ya me he dado cuenta. ¿Te has dado tu cuenta de que ella es puta.?- Yo afirmé con la cabeza.- Entonces no me explico que ves en esa zorra que no tenga yo.
Respecto de la idea que aquella señora me había dado para hacer dinero fácil, era ese un buen momento para proponérsela a Dolores, ya que para llevarla a cabo necesitaba de algunas habitaciones de la pensión, pero la veía a ella tan honrada, tan señora, que la verdad sea dicha, me costaba mucho el proponérselo.
- Ya sé que es una puta. Ya sé que tú eres mejor. Eres más buena, la cabeza me dice todo eso, pero mi corazón no, mi corazón me dice todo lo contrario.- continué diciéndole.
- Entonces, ¿qué estas haciendo aquí?, ¿Por qué no te vas con ella?. No hay nada que nos ate si entre nosotros no hay ya amor.
- Yo no he dicho que entre nosotros no haya amor.
- No entiendo como puede haberlo si estas enamorado de otra persona.- Se marcho a su cuarto llorando, ocultando a mi vista sus ojos inundados de lágrimas y más tristes que nunca.
Hasta la noche, en la cena, no volví a encontrarme con Dolores aquel día. Ella no volvió a dirigirme la palabra para nada, al menos durante los tres o cuatro días siguientes.
Yo estuve pretendiéndola varias noches, pero a partir de aquel día siempre me encontraba la puerta de su dormitorio cerrada. Yo la llamaba en voz baja, sobre todo por no alentar a su hijo, pero ella no me abría la puerta.
No había pasado ni una semana, cuando aprovechando que ella estaba preparando los desayunos y estaba sola, le pregunté por nuestra situación.
- Dime Dolores. ¿Por qué me cierras tus puertas?
- ¿Por qué no llamas a las puertas de quien ya sabes?
- Venga mujer, tu sabes que jamás lo haría.
Ella pareció creerme.
- Si seguimos así, me marcharé para Cádiz. Seguir así no tiene sentido.
Aquella noche de nuevo, las puertas de habitación de Dolores me fueron abiertas de par en par. A partir de entonces me la fui trabajando poco a poco, día tras día, para poder exponerle mi plan. Yo estaba convencido de que era una buena idea, que si llevábamos a la práctica con cuidado y precaución nos beneficiaría a ambos y en muy poco tiempo nos haríamos ricos.
Yo sabía que no tendría demasiados problemas para contactar con dos o tres jovencitas dispuestas a hacer carrera a mi lado. Yo sería el encargado de buscarles los clientes que por cien durillos de nada, quisieran alcanzar la gloria en una noche. De esos cien durillos, cien pesetas serían para la propietaria del local, es decir, para Dolores, doscientas pesetas para la chica en cuestión y las otras doscientas restantes para mi, para ir reuniendo esa pequeña fortuna que siempre quise tener.
Con tal de tener tres chicas, y cada chica se hiciera a tres clientes cada noche, de lunes a viernes, Dolores ganaría novecientas pesetas diarias, y las chicas y yo mil ochocientas pesetas. Al mes ganaría treinta y seis mil pesetas, así que en tres meses que estuviera manteniendo el negocio, habría ganado los veintemil duros que necesitaba.
La cosa era fácil. El negocio estaba claro y no tenía demasiados riesgos. El problema estaba en que no encontraba ni el momento, ni la forma de planteárselo a mi futura socia.
Cuando menos lo esperaba, la oportunidad me la pintaron calva. A Dolores la invitaron a la boda de una prima en la sierra granadina, por las Alpujarras. A ella la invitación le había hecho mucha ilusión. Hacía mucho tiempo que no veía a su familia, y aquella era una buena oportunidad para hacerlo.
En el pasado habían quedado ya los viejos reproches y resquemores habidos con sus padres, que aunque no le habían dejado nada en herencia, decían que la habían perdonado.
A Dolores el perdón de sus padres la traía sin cuidado. A ella le importaba un rábano que la hubieran perdonado o no, ni tampoco era lo suficientemente interesada como para el que le preocupara en lo mas mínimo el no heredar nada.
A ella lo que la movía realmente era ver a su familia, sus padres incluidos, sin más historias, sin más pretensiones.
Así de buena era la pobre de Dolores.
Ella me propuso que la acompañara, lo que nos suponía un problema, ya que no sabíamos como íbamos a dejar la pensión que estaba por aquel entonces con algunos huéspedes. Fue entonces cuando nos acordamos que Maruja, la vecina del lado, nos había solicitado en reiteradas ocasiones un huequecito para su hijo Enrique, que por lo visto había terminado ya el bachillerato y no tenía hasta entonces trabajo.
Llamamos a Maruja y le pedimos que su hijo Enrique se hiciera cargo de la pensión mientras nosotros asistíamos a la boda de la prima de Dolores. Pensábamos que nos ausentaríamos entre ir y venir un total de tres días, no más.
A Maruja le pareció buena la idea, así, de esa forma, aparte de que el niño iba a ganarse un dinerito, le servía para foguearse y espavilarse un poco, porque aquel zagal, como he dicho, hasta entonces no había trabajado en nada. De todas formas Maruja estaría supervisándolo todo, y eso en cierta forma nos tranquilizaba aún mas, ya que Maruja, al margen de ser una mujer honrada, también era una mujer limpia y decente.
Llegado el día, nos fuimos para las Alpujarras, no sin antes de aleccionar al joven Enrique de cuales eran todas sus obligaciones. Maruja nos ayudó incluso a cargar nuestro equipaje en el tren.
Cuando llegamos al pueblo, Dolores me presentó a toda su familia. Todos estaban como ella, muy ilusionados. Ciertamente me trataron muy bien, como si yo fuese uno más, salvo sus padres, que se negaron a saludarme.
Asistimos a la boda, y tras ella al convite. El convite fue por todo lo alto. No faltó de nada, habiendo comida para dar y regalar. Habían invitado, al margen de a toda la familia tanto del novio como de la novia, a todos los conocidos del pueblo y los empleados del padre de la novia, quien al parecer, era un importante empresario del lugar, con negocios en importar y elaborar cacaos y cañas de azúcar.
Me sentí tan bien en aquel convite, celebrando aquella boda, que agarré una “cogorza de aquí te espero y no te menees”. Que yo recuerde, en mi vida estuve tan borracho como en aquella ocasión, así que sin ningún tipo de pudor, sin ninguna vergüenza, mientras bailábamos, agarraditos los dos y muy juntitos, aproveché para exponerle mi idea a Dolores.
A ella se le iba descomponiendo la cara en la medida en la que me oía, pero no dijo nada. Su silencio me inquietaba tanto, que incluso hizo que se me quitara la tajada de repente.
De buenas a primeras, de lo único que tenía ganas era de vomitar y de escapar de allí. No soportaba ver a Dolores tan distante, tan cabreada, y tan blanca. Parecía como si se le hubiera bajado la tensión. Tenía todo el aspecto de una muerta. Una muerta que drenaba mala leche por sus ojos cada vez que me miraba.
Ahora que lo recuerdo desde el tiempo y la distancia, puedo comprenderlo perfectamente. Entonces no, pero ahora sí que lo entiendo todo muy bien. Que imbécil fui entonces. Con aquella proposición ciertamente maté a Dolores para siempre. La desengañe, la desilusioné. En fin, ella se llevó una gran decepción conmigo.
El viaje de regreso a Huelva fue todo un infierno. Ella se encaró conmigo desde el mismo instante en el que se despidió de sus familiares. Me dijo que yo no tenía vergüenza, que era un hijo de puta, un degenerado y que lo único que quería era que yo me marchara cuantito llegáramos a la pensión. Que me fuera de su vida para siempre, que la dejara en paz de una vez. Que nunca más la molestase.
Maldijo el día en el que me conoció, incluso hubo unos momentos en los que pensé que me quería pegar un puñetazo.
Yo trataba de explicarle que sólo era una idea. Quería hacerle ver que si no le interesaba, no había porque ponerla en práctica, pero cuanto más hablaba yo, más se cabreaba ella, así que opté por no decir nada y callarme hasta que llegáramos a Huelva, convencido de que una vez allí, los ánimos se le calmarían y la sangre no llegaría al río, pero no fue así. Ella misma me preparó las maletas con mis cosas nada mas llegar a la pensión. Ella sola las bajó por las escaleras y las tiró a la calle echándome de allí, diciéndome que no me atreviera a volver jamas.
Aquel numerito fue famoso en Huelva. Todo el mudo lo comentó en las terrazas de todos los bares de la ciudad durante al menos un mes. Ella había conseguido que yo fuera la comidilla de toda la gente.
Recogí las maletas de la calle, y le hice tres cruces a la casa jurándome a mi mismo que jamás regresaría. En esos momentos bien que me arrepentí de no haberla robado cuando debía. De haber abierto la caja fuerte a su debido tiempo, seguro que no me hubiera visto como me veía, tirado como un trapo viejo, como una colilla, humillado, y de nuevo sin un duro en el bolsillo.
A ese del retrato, al muerto rubio con bigote, que le fueran dando, con tanto mirar y mirar, que bien cierto era lo que me decía Dolores, eso de que a los muertos no había que temerles. Ya lo decía el refrán: “ El muerto al hoyo y el vivo al bollo”, y yo con tantos remilgos y miramientos.
Ya sabía yo que todo terminaría acabándose así, mira que tuve oportunidades, pero es que soy un imbécil de mucho cuidado. Debería de haberle robado cuando bien podía, y no que ahora no tengo ni los veinte mil duros robados ni los que según mi plan iba a ganar. ¡Que razón tenía mi madre cuando me decía “Mas vale pájaro en mano que ciento volando”.
CAPITULO 6
Algunas horas mas tarde, me encontraba de nuevo montado en un tren, pero este, por fin con destino a Cádiz, aunque antes pasaría por Sevilla.
No había pagado ni el billete. Dolores me tiró las maletas con todas mis posesiones, aunque realmente yo no sabía que es lo que había metido dentro de ellas.
Me subí al tren en la estación. Traté de sentarme en uno de los asientos más cómodos, y en ellos abrí las maletas para inspeccionar su contenido, con la esperanzan de encontrar algo de dinero, al menos el poco que había podio ahorrar, a base de escatimar vueltas de monedas de las compras que me encomendaban, las propinillas que siempre me daban, y lo que honradamente me había ganado con los cuatro chapucillos que había hecho.
En el interior de la maleta Dolores había metido el traje gris que ella me había encargado hacer a medida, los dos pares de zapatos, las tres corbatas de seda, algunas camisas, toda la ropa vieja con la que llegué a la pensión, una fotografía mía, que le había regalado con dedicatoria, una pequeña cajita de madera en cuyo interior había dos pendientes de oro que igualmente le había regalado en muestra de mi afecto, algunos otros tiestos propios de uso personal y de higiene y un sobrecito blanco y cerrado.
Descubrí que lo que había en el interior del sobrecito blanco era dinero, justo a tiempo. En el momento en que lo abría, apareció el revisor solicitándome el billete del viaje. Amablemente extraje del interior del sobre un billete de quinientas, y se lo ofrecí con amabilidad. Aquel señor se cobró el importe correspondiente y me dio la vuelta.
- ¡Ufff!, - Respiré aliviado tras seguir dicho señor con sus obligaciones, marchándose del carro donde yo me encontraba. - Justo a tiempo -. pensé. Algunas gotas de sudor frío se deslizaron por mi espalda provocadas por el miedo que acababa de pasar.
Luego, ya mas tranquilo, volví a cerrar las maletas, ordenando todo en su interior lo mejor que pude. Me senté en el sillón de tiras de maderas del tren, y quede absorto en mis pensamientos, apaciguado por el efecto que me producía el suave resbalar del tren sobre la vía, y el traqueteo rítmico y constante que se producía por el golpeteo de las ruedas metálicas sobre los extremos de las seguidas terminaciones.
Realmente no sabía como sería recibido por mi mujer y mis hijos después de tanto tiempo. Creo que me había llevado un poco mas de tres años, casi sin dar señales de vida. Al principio, cuando estuve en Brasil, le enviaba mensualmente una parte de mi sueldo, pero luego, los envíos se fueron separando en el tiempo hasta que deje de enviarles nada.
Ciertamente no tenía demasiado derecho a regresar, teniendo en cuenta que lo hacía prácticamente con las manos vacías. Al menos Dolores, devolviéndome el regalo que le hiciera de los pendientes, me facilitaba el quedar bien con mi mujer. Cuantito la viera, tras besarla y abrazarla, le diría, fingiendo ilusión, que le llevaba una sorpresa, por supuesto, los dichosos pendientes. A mis hijos, ya le compraría cualquier chuchería en la estación de Sevilla. Algo tenía que llevarles. No podía presentarme de nuevo en mi casa, regresando sin traerles nada, con las manos vacías.
Tan absorto en mis pensamientos y tan relajado, casi me quedo dormido con la cabeza apoyada al cristal, contemplando el paisaje mientras pensaba en mis cosas.
No había reparado que frente a mí, se habían sentado tres chicos jóvenes y alegres. Uno de ellos llevaba una guitarra, la que tocaba con cierta gracia. Ellos iban a lo suyo, y aunque hablaban de forma escandalosa y jaranera, se reían y alborotaban, no parecían molestar a nadie.
El que parecía mayor de todos, era moreno, seco, ojos oscuros, grandes y rasgados, su piel era color aceituna brillante, tanto que parecía barnizada, nariz afilada y voz grave. Vestía un traje de chaqueta claro, aunque muy usado. Gastaba camisa de cuello duro y largo, de color negro, desabrochado los dos últimos botones, dejando su pecho canijo y ligeramente peludo totalmente al descubierto. Llevaba un escandaloso y dorado reloj de pulsera, cadenas en las muñecas y en el cuello, una sortija enorme, alfiler de corbata colocado con gracia en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y dos dientes de oro que brillaban con luz amenazadora cada vez que se reía. Su pelo era negro, largo y rizado, sonreía todo el tiempo y tocaba las palmas con mucho “aje”.
El mediano de los tres, era un poco más bajo y un poco más ancho de hombros. El pelo también lo tenía negro y largo, aunque este ligeramente ondulado. La frente estrecha y rallada, como si le costara pensar. Sus facciones eran un poco desproporcionadas, pómulos fuertes y marcados, sus labios rellenos y carnosos, dentadura irregular y barbilla gruesa y agresiva. Este iba vestido con pantalón gris a rayas, y estaba en mangas de camisa igualmente desabrochada. Era él quien iba tocando la guitarra.
El tercero de los muchachos, el que parecía más joven de todos, era el que iba cantando. Su voz era velada y recia. Cantaba flamenco con un arte profundo que le salía desde muy hondo, a juzgar por la expresión tan sentida que ponía en los quejidos, arqueando los ojos y arrugando toda la cara, como si expresara con el gesto el mayor de los dolores.
Este también era moreno, como los otros dos, vestía un poco más informal, aunque llevaba similar cantidad de oro colgándole por todas las partes de su cuerpo.
La mirada de este joven era profunda y desconfiada. Sus ojos eran oscuros y sanguíneos y en ellos se reflejaba, no se bien si el cansancio de no haber dormido en días, o el esfuerzo que hacía al cantar.
Según pude enterarme, los tres iban a Sevilla para actuar en una caseta en la feria. Ellos componían un grupo flamenco y cantando el uno, bailando el otro y tocando la guitarra el que quedaba, iban sacando para ir tirando entre actuación y actuación.
Me confesaron que con anterioridad a aquella vocación artística, ellos se dedicaban a la holgazanería y a la delincuencia, aunque cada uno por su lado. Sus familias eran gitanos ambulantes que comerciaban con pequeños tiestos caseros, visitando, con un borrico cargado hasta las orejas, todos los pueblos de la Andalucía baja.
Él mas joven, un poco mas rezagado a la hora de participar en la conversación, terminó por confesarme que su padre era afilador, e iba de pueblo en pueblo, montado en su bicicleta, afilando cuchillos.
No recordaba ninguno haber tenido jamás un domicilio fijo en ningún lugar. Y aunque el resto de sus familiares se ganaba cada cual la vida como mejor podía, cada uno de ellos fue descubriendo que dentro del grupo no podían hacer gran cosa y decidieron marcharse.
Ninguno de ellos había nacido con vocación comercial ni mercantilista. A ninguno se le apetecía ir viajando con un burro de aquí para allá vendiendo ollas y sartenes a las señoras, ni querían ser afiladores, así que, como los tiempos estaban cambiando, cada uno por su parte se dedicó, el que no, a mendigar por las capitales de provincia, o a robar carteras por las estaciones de trenes, o de gorrilla por los aparcamientos de los restaurantes más importantes, hasta que se encontraron, se hicieron amigos y decidieron juntarse en un grupo flamenco.
- Dedicarse al arte no está del todo mal.
-“Hombre, pos la verdad, no, no está del todo mal” “Aunque del Arte, no je come en ninguna parte, que decía Lorca”
Tampoco me sentía yo con moral suficiente como para recriminarles nada. Ellos al fin y al cabo, hacían algo para ganarse la vida. Yo, en cambio, hasta ese mismo momento solamente había sido un parásito y llevaba mucho tiempo viviendo del cuento.
Entre canciones y canciones llegamos hasta Sevilla, donde ellos se bajaron, no sin antes despedirse de mi y desearme buen viaje.
El señor vestido de gris y azul, con gorra de tubo y banderita en la mano que tenía aspecto de mandar mucho en la estación, informó a todos los viajeros del tren a grito pelado, que este no saldría dirección Cádiz, hasta dentro de media hora aproximadamente, invitando a quien quisiera a que saliera de los vagones, bien para estirar las piernas, paseando por el anden, bien para tomar algún refrigerio en la cafetería.
Yo aproveché ese tiempo para salir en busca de algún regalo que llevar para mis hijos.
A la niña le compré una pequeña muñeca vestida de gitana, que últimamente todos colocaban encima de los televisores, para adornarlos. Era una de esas muñecas que llamaban de “Marín”, porque así se llamaba la fábrica donde las hacían, que por cierto, estaba en Chiclana.
Al niño pequeño, un toro negro, de plástico forrado en terciopelo amelocotonado, con puntiagudos cuernos blancos de plástico y ojos pintados, en una pose de arranque hacia una envestida de ensueño.
Y por último para el mayor, por más que buscaba, no encontraba nada adecuado. Menos mal, que cuando ya me di por vencido, pesé junto al quiosco donde venían las revistas, y vi allí una bonitas navajas de Toledo. Mira por donde, aproveché para comprarle una a mi hijo.
Luego, compre unas bolsitas de caramelos y chucherías, pero sin derrochar. El señor de gorra de tubo, empezó de nuevo a gritar en uno de los extremos del anden:
-¡Todos al tren!, ¡todos al tren!.-
Volví a montarme en el mismo vagón donde estuve antes. Ahora frente a mí, en el lugar que habían dejado vacío los tres gitanillos artistas, se había sentado una preciosa chica, muy jovencita y decorosamente vestida. Era rubita, con tirabuzones. Su piel cálida y suave, muy clara, muy limpia. Vestía un precioso vestido color blanco ribeteado con encajes, entre los que se entremetían de forma muy exageradamente elegante, lazos de sedas azules y rojos entrecruzándose, formando bonitos nudos.
Los hombros los llevaba desnudos, aunque cubiertos por un precioso chal bordado con un motivo floral en hilos de colores.
A la joven la acompañaba una señora muchísimo más mayor. Esta señora era muy gruesa. Vestía de negro entera, incluso un pequeño sombrero de donde salía una redecilla negra con la que se recogía el pelo.
Tenía mirada bondadosa, y sudaba a choros. Ciertamente debía de tener mucho calor, embutida en aquel vestido tan oscuro y grueso y llevando aquellas severas medias tan prietas y tan oscuras.
Aquella señora de mirada amable, divertida e incluso un poco coqueta, se dirigió a mí, mostrándome al hablar una fila perfecta de pequeños y blancos dientes totalmente regulares. Su cara ancha, el cutis grasiento, las mejillas rosadas y sobresalientes, casi infantiles, la nariz ligeramente convexa, la curva de los labios ondulada, su barbilla nítida y detalladamente maquillada y sus ojos almendrados, negros y profundos hacían en su conjunto que aquella señora me cayera simpática. Se le notaba en la cara que debía de ser buena persona.
- Buenas tardes, caballero.
- Buenas tardes tengan las dos.
- ¿Se dirige Usted a Cádiz por un casual?
- Pues sí señora. ¿Y Ustedes?
- Nosotros no, que más quisiéramos.
- ¿Entonces?
- Nosotras vamos a Ceuta. Aquí, la señorita, hija del gran Catedrático Don Gerardo Romanones, sabio en lenguas extranjeras e historia de la patria, se ha quedado huérfana de madre, y como su padre está tan ocupado en asuntos de libros y enseñanzas, la acompaño a aquellas tierras de moros donde su tía se hará cargo de ella.
- Lo siento mucho- La joven, que me miraba muy atenta, asintió con los ojos, en un gesto con la cabeza.
- La verdad es que no sé que haré de ahora en adelante.- Siguió la señora diciéndome, poniendo cara de preocupación.- He dedicado mi vida entera a servir en casa de los Señores Romanones, y no sé si la tía de esta se hará cargo de ella y de mí o tan solamente de ella. Supongo que por lo menos me pagaran el viaje de regreso, en caso de que no quieran allí mis servicios.
- Hombre, que menos.
- No se vaya Usted a creer, que cosas más raras me han pasado.
- Ya, ya, me hago una idea.
La anciana hablaba y hablaba sin parar, y de vez en cuando me metía los dedos por ver si yo le contaba algo de mí. La verdad es que no me hubiera importado haberle contado toda mi historia, pero estaba seguro que aquella dama terminaría por escandalizarse, así que empleando evasivas, le fui saliendo al paso como mejor pude.
Cuando más o menos llegamos a la estación del Cuervo, aquella gruesa señora se levantó, y trató de coger una de sus maletas que había colocado en una bandeja colgante, sobre mi cabeza.
La cercanía con su cuerpo, que empinado trataba de alcanzar su maleta con cierto problema de equilibrio, me facilitó poderla respirar por unos segundos. Aquella señora olía a canela, a vainilla, a un olor muy dulce y entrañable que de repente hizo que me viniera el recuerdo de mi madre a la mente.
Miré hacia arriba por verla mejor, alzando mi cabeza con cierta incomodidad, pues aquella señora casi se me había echado encima. Sus brazos eran redondeados y frescos, su busto exuberante y cálido, su cintura sin forma, y su vientre caído y amorfo. A pesar de su visible obesidad, aquella señora me inspiraba buenos sentimientos, me infundía paz, tranquilidad. Me rememoraba mi infancia recordándome a mi madre.
Volvió a sentarse tras conseguir agarrar la maleta y sacarla de donde la había metido, no sin problemas, que antes de sacarla del todo, casi me abre la cabeza con ella del porrazo que me pegó al caérsele sobre mí. La abrió y extrajo de ella un recipiente de vidrio cerrado herméticamente, una pieza enorme de pan de campo y un cuchillo, con el que cortó varias rebanadas.
Del recipiente de vidrio, sacó tras abrirlo pequeñas pellas de manteca blanca, que extendía sobre el pan con visible habilidad. Untó tres de las rebanadas que había cortado, las colocó en el hueco del asiento que quedaba libre, sobre un papel de estraza extendido cuidadosamente, y encimas de éstas, puso sendos trozos de lomo de cerdo, que extrajo de entre la manteca.
-¿Gusta?- Me preguntó la señora extendiendo su brazo redondeado y ofreciéndome una de las rebanadas.
- Sí, gracias- Acepté el gentil ofrecimiento, pues el olor del que se había impregnado el habitáculo donde viajábamos, había hecho que mis jugos gástricos saltaran en mi estómago como lava de volcán que entrara en erupción. La boca entera se me inundó de saliva, de tal forma que tras coger la rodaja de pan, la mordí con ansia, dañándome incluso en las encías.
- ¿Le gusta?
- ¡Hummm!. Me encanta.
- Pues la hizo la difunta de la madre de esta, aquí presente- Señalándome a la niña.
- Pues que Dios la tenga en su Gloria. Se lo merece por buena cocinera que era.
- Que sea verdad y lo escuche. Usted me dijo que bajaba para Cádiz. ¿Tiene allí familia?.
- Sí, mi mujer y mis hijos, aunque no llegaré a Cádiz capital. Me bajaré en la estación de San Fernando.
- En la Isla de León.
- Sin, ¿ la conoce Usted?.
- Yo no, que va. El difunto de mi marido sirvió en aquella tierra. El hizo la mili en el Cuartel de Instrucción, y a menudo contaba decenas de anécdotas graciosas que allí le ocurrieron.
- Ya, ya. Es cierto que San Fernando es un pueblo militar.
- Bueno, tendrá también otra cosa al margen de cuarteles, ¿no?
- Algunas cosillas debe de tener.
Hablábamos y comíamos mientras el tren avanzaba sin reparo hacia delante, con dirección hacia mi destino inmediato e ineludible.
No sé porqué, pero cuando el paisaje por donde se adentraba la vía me resultó por fin familiar, empecé a ponerme un poco nervioso.
El corazón se me iba acelerando en la medida en la que el tren atravesaba la larga llanura que separa Jerez de Puerto Real. Cuando menos nos quisimos dar cuenta, de nuevo el tren se paraba en la estación de ese pueblo. Allí también había un señor de gorra de tubo, que repetía la misma cantinela, como había ocurrido en todas y cada una de las paradas que el tren había hecho desde que salimos de Sevilla.
- La próxima parada es la de Usted. – Me dijo la gruesa señora vestida de negro con cierta expresión de amabilidad en el rostro, como queriéndose congraciar aún más conmigo.
- Es cierto, es cierto, la próxima es la mía.- Afirmé con voz entrecortada.
El tren inició su itinerario de nuevo, saliendo nada más arrancar por el extremo sur de aquel pueblecito de trabajadores.
Tras salir de Puerto Real, y tomando una curva muy pronunciada hacia la derecha, nos adentramos en el Barrio Jarana, atravesando antes por un pequeño bosquecillo de eucaliptos que otorgaban una sombra profunda y sosegada que daba un grato frescor al camino. Tras los eucaliptos una ladera tupida de hierba verde, sobre la que destacaba suelta, alguna que otra amapola roja.
- El meadero de la reina- Dije entre dientes contemplando aquel paisaje.
- Perdón, ¿cómo dice Usted? – Me preguntó la amable señora.
- Que nos encontramos justamente en “El meadero de la reina”
- ¿ Y eso?
- Pues ya verá. Cuenta una leyenda curiosa, que la esposa del Rey que quiso arrebatar España del poder de los franceses, allá en tiempos de la invasión, iba dirección de Madrid, tras la memorable victoria en el puente Zuazo, cuando de repente sintió la imperiosa necesidad de parar toda la pomposa comitiva porque no podía aguantar más. Aquella noble señora se meaba sin remedio, así que según cuentan los viejos, improvisaron por algún lugar de este prado que ahora estamos atravesando, una especie de “toilette”, donde la insigne dama hizo sus necesidades. Desde aquel día, se le llamó a este prado con el nombre de “El meadero de la reina”.
- Qué historia más curiosa.
- Es cierto, es una historia curiosa, al tiempo que graciosa.
- Es que en Cádiz hay mucha gracia.
- No debieron pensar eso los franceses de entonces a los que les dimos caña en el puente.- Afirmé con tono burlón al tiempo que la señora comenzaba a reír escandalosamente a carcajadas.
Al mirar de nuevo por la ventana, el nerviosismo y el miedo que ya venía sintiendo se fue incrementando aún más.
Casi sin esperarlo, las ruedas del tren empezaron a hacer un ruido distinto al que hasta entonces había estado haciendo. Aquel sonido distinto se producía a atravesar el tren sobre el puente metálico que cruza el caño de Sancti Petri, el cual separa de forma natural la población de Puerto Real, de la de San Fernando.
A la derecha del tren se podía ver a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, desde el puente de hierro por el que pasábamos, la Carraca a un lado, y la Bazán al otro, ambas revestidas por una puerta impresionantemente grande en forma de triángulo romano o griego, a la que adosaba sendas anclas, igualmente impresionantes de grande y algunos viejos cañones de una olvidada artillería.
A la izquierda, el barrio cañailla de las Anclas, La barriada Bazán, donde vivían la mayoría de los obreros que trabajaban en aquella factoría.
Aquella barriada, lugar típico de clase media baja, se distribuía, como casi todas las barriadas obreras, en calles perpendiculares, que se formaban a base de haber ido construyendo bloques baratos de tres o cuatro pisos de altura.
Aquellas calles perpendiculares, unas orientadas de norte a sur, y las que cruzaban de este a oeste, eran un hervidero de gentes, que deambulaban de un lado para el otro, sin un sentido lógico según se veía desde las ventanillas del tren.
Tras la barrida de la Bazán, la estación y en la estación la parada.
- Bueno, pues llegamos por fin.- Dije mientras suspiraba profundamente por tranquilizarme, al tiempo que me levantaba de mi asiento para recoger mis dos maletas.
- Eso parece.
- Pues nada, pues lo dicho, que tengan las dos un buen viaje.
- Gracias Caballero, eso espero – Afirmó la señora- Aunque me temo que cuando cojamos el barco en el puerto de Cádiz con dirección a Ceuta, la cosa no será tan sencilla ni estará tan clara.
- ¿Y por qué no, señora?
- Pues por que aún no me he bajado del tren, y ya estoy notando este vientecito puñetero.
- Este vientecito, es levante, levantito bueno, que ha saltado contento por saludarme.
- Hasta ahora no me he enterado yo de que fuera Usted el “Señor de los Vientos”. – Todos reímos del comentario tan gracioso e imaginativo que la señora improvisó.
- Pues lo dicho. Buen viaje tengan las dos y hasta nunca.
- Hasta nunca. – Se despidieron ambas. La niña, que hasta entonces había permanecido callada, se puso de pié, y se despidió haciéndome una ligera inclinación de cabeza. Ella también sonreía.
- Adiós, adiós. – Terminé diciendo al tiempo que me bajaba por fin del tren, cargando con mis dos maletas.
Aquella parada que el tren hizo, no fue tan larga como la que hiciera en Sevilla. Al contrario, fue más bien corta, pues según comprobé, el tren sólo se había parado para que yo me bajara. Nadie más subió ni bajó de él en la estación de San Fernando.
Cuando el tren prosiguió su marcha, yo aún no había cruzado toda la estación. Lo miré por última vez, antes de enfrentarme de cara a cara con mi destino, fuera cual fuera, y vi como desde la ventanilla la señora gruesa y la niña se despedían, haciendo un agradable gesto con la mano, moviéndolas de lado a lado. Yo solté la maleta que llevaba en la derecha, y como hiciera, hacía ya mucho tiempo la Mulatita, para despedirse por siempre de mí, allí en Brasil, me besé la punta de los dedos y les envíe un beso, despidiéndome definitivamente de ellas.
El tren prosiguió su rumbo imparable, perdiéndose en el horizonte, pasando antes por debajo del puente de la “Casería de Ossio”. Yo me adentré en la ciudad, saliendo de la estación y recorriendo una plazoleta que había a mi izquierda, la cual estaba presidida por una enorme figura de piedra gris tallada que evocaba al Sagrado Corazón de Jesús.
Atravesé aquella plaza, mortificando mis ojos que entrecerrados, pretendían protegerse del polvo que levantaba el molesto levante, hasta llegar al extremo mas bajo de la calle San Rafael.
La Calle San Rafael era una de las más céntricas del pueblo. En ella, junto a la calle Rosario y Real, era donde se agolpaban todos los comercios, componiendo entre las tres, lo que se podía calificar como la arteria más importante del lugar.
Anduve por la calle dirección a la calle Rosario, subiéndola por la acera de derecha, entre otras cosas, porque en dicha acera, a la hora que era, daba la sombra.
Todo parecía haber cambiado mucho. La mayoría de las antiguas calles que se cruzaban perpendiculares, Florencio Montojo, Gravina, Mazarredo, y otras muchas, habían dejado de ser de piedra, y la había asfaltado, adquiriendo un aspecto mucho más moderno.
Hasta los escaparates parecían haber cambiado. En ellos se exponían, a diferencia de antaño, ropas modernas en unos, bicicletas en otros, libros y revistas, pero todo como muy arreglado y muy a la moda.
Disfrutando del recorrido llegué hasta la tienda de Vicente Mira, en el extremo más alto, saliendo por fin de la calle y adentrándome en Colón, para bajándola, continuar a la derecha por Rosario.
La calle Rosario sí que había cambiado en mi ausencia. La habían asfaltado con pequeñas lozas de color azul y grana. Todos los establecimientos estaban cerrados. Cosa lógica, ya que era la hora de almorzar o más bien de la siesta.
Salí de la calle Rosario dirección a mi casa, pasando por la plaza de iglesia. La Iglesia Mayor seguía igual, allí de pié, de cara al hotel Sal y Mar, mirándolo con desparpajo y arrogancia con aquellos dos grandes ventanales que en mi imaginación siempre habían venido a ser dos grandes ojos. Entre ambos edificios una rotonda, en cuyo centro habían colocado una bonita farola de cuatro luces, que servía para que los pocos vehículos que circulaban por la calle Real, pudieran cambiar de sentido sin tener que llegar hasta abajo del todo, para dar la vuelta en Capitanía.
Crucé por un paso de cebra que pintado sobre la carretera, estaba situado más o menos en frente del cine Almirante, doble a la derecha, y más o menos unos veinte metros más hacia delante, la bocacalle de San Nicolás y luego por fin Dolores.
Sobre el suelo se veía, como heridas, las huellas que había dejado la existencia ya pasada del tranvía. Ahora, la gente viajaba mucho más cómodamente, sentados en los sillones de maderas individuales del “Chulo”.
El “Chulo”, era como un tranvía, pero con pinta de autobús moderno. Tenía neumáticos de aire a presión y no ruedas metálicas, a pesar de andar enganchado a un grueso cable eléctrico que cruzaban longitudinalmente toda la calle, que chisporroteaba cuando el vehículo pasaba junto a ti.
Cuando llegué a la calle Dolores, la bajé con miedo de encontrarme con alguien conocido antes de llegar a mi casa.
Llegué hasta la misma casapuerta, y un espasmo me recorrió toda la espalda, poniéndome los pelos de punta. Entré, llame a la puerta, y unos segundos más tarde, mi mujer me abría la puerta quedándose atónita al verme.
- Hola Juana - Dije sin haber soltado aún las maletas.
- ¡Gabriel! – No sabía exactamente como reaccionar. En un momento se había puesto pálida, unos instantes después muy roja, casi morada, para acto seguido romper a llorar al tiempo que se lanzaba sobre mí y me abrazaba con fuerza. – Gabriel- Repitió mientras me abrazaba.
- ¿Cómo estás mujer? - Le pregunté besándola.
- ¡Gabriel!, ¡Gabriel!
- Anda mujer, dime ¿cómo estas?. – Ella no paraba de llorar.
En ese momento se asomó a la puerta una pequeña niña, con toda la cara manchada de churretes, de haber estado comiendo y no haberse limpiado bien. Era una niña preciosa, y con cierta desconfianza, asomada desde el medio punto que daba al salón, observaba con ojos atónitos y con miedo toda la escena.
- Hola pequeña - Le dije.
- Hola – Dijo ella tímidamente.
- Ven Juanita, ven hija, y saluda a tu padre.- sentenció mi mujer esforzándose por dejar de llorar y mostrando en su cara una sonrisa extraña que contrastaba con las lágrimas que le mojaban el rostro y que acababa de derramar.
La niña se acercó y sin decir más nada, se entregó a mis brazos, fundiéndose en un abrazo. Su pequeña cabecita, la dejó apoyada sobre mi pecho. Aquella sensación me acobardó y me llenó en aquel momento el alma de remordimientos.
- ¿Te acuerdas de mi, pequeña? ¿Te acuerdas de tu padre?- Ella afirmó con la cabeza, sin decir nada.
- ¿Y los niños?
- No están. Ellos están jugando en el muro. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí, que ésta es tu casa.- Me dijo por fin mi mujer, sonriendo, pero con una risa más bien parecía histérica que otra cosa.
Yo pasé hasta el salón y solté allí las maletas. Mi mujer entre tanto me siguió, cerrando antes la puerta de la calle a mi espalda.
En el salón nos miramos de nuevo, bajo la atenta observación de la pequeña Juanita, y allí nos fundimos por fin en un beso en condiciones.
Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo que yo quería a aquella mujer. Hasta aquel momento yo no me había dado cuenta de cuanto necesitaba de aquella familia, de mi familia.
- En fin, ¿cómo siguen las cosas por aquí?
- Pues ahora mejor que nunca – sentenció Juana.
- Tengo que contarte tantas cosas.
- No te preocupes, ya habrá tiempo. Ahora relájate y descansa, que seguro que vienes muy cansado.
- La verdad es que algo cansado sí que vengo.
Ella, me invitó a sentarme en el butacón que quedaba frente al cierro. Era el lugar más fresquito de la casa. Cogió mis maletas y colocándola sobre la mesa las abrió, pidiéndome antes permiso para hacerlo.
- Por supuesto, mujer, por supuesto.- Autoricé yo.
- ¿Tienes hambre?
- Pues no, la verdad. En el tren me encontré con una señora muy amable que iba para Ceuta con una chiquilla, y me ha convidado a almorzar un trozo de pan con lomo metido en manteca. Lo que sí tengo es una sed de camello.
Mi mujer, dejó todo lo que estaba haciendo y desapareció del salón para volver con un vaso de vino lleno hasta los bordes. Mientras tanto, yo llamé a mi hijita con un gesto cariñoso. Ella acudió presurosa y sin hablar, para sentarla en mi regazo.
- Toma este vino, que es de una botella de Jerez que me regaló mi padre antes de morir y que yo guardaba para ti, para cuando tu regresaras.
- Muchas gracias.
Ella me miraba fijamente, mientras yo me tomaba el vino casi de un trago, al tiempo que iba deshaciendo la maleta.
Algunas horas más tarde, cuando los ánimos se habían calmado, tras yo descansar y haberme aseado un poco, salimos a la calle para dar una vuelta, como solíamos antaño.
Mi mujer se agarró orgullosa de mi brazo, como queriéndome lucir ante todo el vecindario. Yo casi no reconocía ya a nadie. Ella en cambio iba saludando a diestro y siniestro.
Mi mujer la pobre, había envejecido mucho en el tiempo en que estuve ausente. No es decir que fuera una persona mayor, pero si que le había salido alguna que otra arruga en la cara, y su sien se había empezado a platear, dándole un aspecto en extremo respetable.
Los niños no habían regresado aún del muro. El muro era un lugar donde los niños solían jugar. Quedaba al final de la calle Dolores, según se baja, adentrándose entre las piezas de los esteros y las salinas abandonados, donde antaño trabajaron mis padres y mis abuelos, hasta ulcerar sus pies carcomidos por la acción de la sal.
Mi mujer, me dijo que la tardanza de los niños era normal. Ellos solían regresar más tarde de las ocho, no venían a merendar, lo que mi mujer les permitía teniendo en cuenta que era verano, que no había colegio, y así se ahorraba la merienda.
Mientras paseábamos, le fui comentando a mi mujer que no había podido hacer la fortuna que le había prometido, a pesar de haber estado trabajando y trabajando, esforzándome por hacer realidad el sueño de regresar y llenar todas las camas con billetes verdes, como si de colchas de papel se tratara.
A ella parecía no importarle demasiado. Ella estaba muy satisfecha y muy contenta solamente con el hecho de mi regreso, que era lo único que parecía importarle.
- Ahora, tendré que buscar algún trabajo aquí en San Fernando.
- No te preocupes, últimamente están entrando mucha gente en la Bazán.
- Ya, pero supongo que para entrar allí hará falta un buen enchufe.
- Yo conozco a Don Manuel Indouzain, que es Jefe de Ingenieros. Algunas veces he trabajado como costurera para su esposa. Mañana mismo iremos a hablar con él. Es un hombre muy atento y seguro que nos hace el favor.
- Cómo tu veas.
Al llegar aquella tarde devuelta a casa, me encontré por fin con mis hijos. Estaban muy crecidos, y los dos parecieron ponerse muy contentos con mi regreso.
Una vez allí, todos reunidos, repartí los regalos que llevaba para cada uno, y les hizo mucha ilusión a todos, sobre todo a mi mujer, quien tras ver los pendientes de oro que le llevaba, se emocionó lo suyo. Ella, hasta entonces, no había tenido ninguna joya de valor.
Aquella noche, fue la noche del regreso. Todos estaban muy nerviosos, y no tenían sueño. Se acostaron muy tarde.
A la fresquita, sacamos, como era costumbre, una sillas a la puerta de la calle y nos sentamos allí, haciendo amena tertulia con los vecinos. El vientecito de levante que había estado soplando con suavidad todo el día, parecía haber menguado un poco, y haberle dejado paso al poniente, con lo que se estaba en la calle muy a gusto.
Tuve que saludar a todos los conocidos, que se acercaron a mi puerta aquella noche, por ser yo la novedad de la calle.
Tras hablar un par de horas, cuando eran más o menos las dos de la mañana, nos retiramos para descansar por fin.
Mi mujer no había cambiado en sus costumbres, lo que pude comprobar al quedarnos por fin solos en la intimidad de nuestra habitación.
Ella se metió en la cama vistiendo el mismo camisón de tela marinera que le llegaba a los pies. Yo por supuesto, la agarré tras meterse en la cama, y al tiempo que la besaba, introducía mi mano, acariciándole las piernas, por debajo de aquel recio pijama.
Ella no decía nada, absolutamente nada, ni protestaba, ni todo lo contrario, simplemente se dejaba hacer.
Remangue la tela hasta su cintura, dejando al descubierto sus braguitas blancas, las cuales, entre juegos le baje. El resto de aquella noche, ya pueden imaginárselo.
Ala mañana siguiente, ella se levantó muy temprano y muy contenta. Preparó el desayuno, con café con leche, pan tostado y mantequilla, y levantó a los niños, obligándoles a que se peinaran y se lavaran la cara y las manos antes de comer.
Los niños eran muy obedientes. A pesar de haberse llevado más de tres años sin padre, mostraban una muy buena educación. Ello era mérito exclusivo de mi mujer.
Desayunamos, y tras terminar, los niños pidieron permiso para marcharse a jugar. Mi mujer los dejó marchar. Recogió los tiestos, y me pidió que nos fuéramos en busca del Señor Don Manuel Indouzain, el Jefe de Ingenieros de Bazán, a quien le pediría una colocación para mí.
La casa de aquel señor era una casa muy pudiente. Se veía su poderío en cada uno de los azulejos que muy elegantemente exornaban la casapuerta. Un cierro de forja pintado de blanco, separaba la casapuerta del patio interior. Llamamos a la campana, cargados de ilusión y de esperanza. Una señorita muy mona nos abrió la puerta, y nos atendió muy amablemente.
- ¿El señor Don Manuel Indouzain? Por favor.
- De parte de quien.
- De Juana, la costurera y de su marido Gabriel.
- Un momento por favor. Veré si puede atenderles. Pasen mientras tanto.
Pasamos al patio que estaba todo rodeado de macetas con plantas muy bien cuidadas. El patio estaba cerrado con una montera de cristales que le daban mucha claridad, aunque un toldo extendido sobre dos o tres alambres, restaba la agresividad de los rayos del sol, dejando pasar una fresquita luz de tono amarillenta, muy confortable.
- Pasen por favor, ahora mismo Don Manuel les atenderá.- Nos dijo la chica mona.
Don Manuel era un hombrecillo muy menudo. Apareció por un ala de la estancia, precedido por un agradable aroma de tabaco de pipa que impregnó todo el ambiente. Era mucho más delgado y bajito de lo que me había imaginado. Tan pequeño, que parecía un hombre enclenque, con aspecto enfermizo. De pelo poblado y grisáceo, como su barba y su bigote que se alargaba hacia los lados, acabando en dos afiladas puntas. No vestía traje completo. Llevaba un pantalón gris, a juego con un chaleco, del que colgaba muy elegantemente una minúscula cadenilla de oro, posiblemente de un reloj de bolsillo. Debajo del chaleco, una resplandeciente y almidonada camisa blanca de cuello duro, cerrada hasta arriba, con una corbata oscura.
- ¿Y Bien?, ¿Ustedes dirán?, ¿Qué puedo hacer por Ustedes?
- Pues mire Usted, Don Manuel, este es mi marido, el Gabriel, que ha regresado de América, a donde emigró par hacer fortuna, y ya lo ve, ha vuelto con una mano delante y la otras detrás, y como sabemos que en estos días la Bazán está contratando a muchos empleados, habíamos pensado que quizás, con la ayuda de Usted, mi marido...
- Así que quiere Usted trabajar en la Bazán.- Me dijo mirándome muy fijamente, apurando una larga calada de su pipa, que humeaba sin cesar.
- Pues sí señor.- dije tímidamente.
- Y que sabe Usted hacer.
- Pues mire, yo soy tornero.
- ¿Tornero?
- Sí señor, tornero. Mi madre me obligó a aprenderme el oficio en la escuela colorá, cuando era un chiquillo.
- Pues muy bien. El próximo lunes lléguese Usted a la empresa, y enseñe esta tarjeta en la entrada. Visíteme en mi despacho y ya veremos allí que es lo que se puede hacer.
- Muchas gracias Don Manuel.
- No hay de que.
- Muchas gracias.
El lunes acordado, allí estuve puntual. Tras enseñar la tarjeta que me había dado, entré en la empresa buscando el despacho de aquel minúsculo señor.
Cuando por fin di con él, entré, pregunté por él, y me indicaron que debía de subir las escaleras de mármol situadas al frente. Don Manuel estaba allí, en su despacho, sentado ante una impresionante mesa muy oscura que parecía de caoba. La puerta la tenia abierta.
- Buenos días. – Saludé desde fuera, sin entrar, tratando de llamar su atención.
- Buenos días. Pase.- Ordenó él sin levantar la cabeza de los papeles que lo ocupaban. Yo obedecí, situándome justo al frente, al otro lado de la mesa, aunque sin sentarme, a pesar de que el me lo ofreció haciéndome una señal con la mano.
- ¿Viene Usted por lo del empleo?.
- Si señor.
- Muy Bien. Me dijo que era tornero.
- Así es.
- Pues nada, márchese para el departamento de personal, que ya tienen preparado su contrato. Luego recoja en el detal su ropa y comience a trabajar en el taller de caldelería.
Yo hice todo lo que aquel señor me ordenó. Al llegar al taller de caldelería, pregunté por el encargado. Este ya me esperaba, me informó de cuales iban a ser mis obligaciones laborales y me dejó marchar, tras darme una vueltecita informativa por todo el taller.
Mi cabeza albergaba una gran duda. No podía entender como aquel señor, el Jefe de Ingenieros, me hacía este favor tan grande sin más, así por las buenas. El no me conocía de nada, y aunque mi mujer me había dicho que ella lo conocía porque había tratado a su señora, haciéndole algunos trabajos de costura, tampoco me parecía a mi que aquella justificación tuviera demasiada consistencia.
El interés de Don Manuel era extraño. Yo no estaba acostumbrado a tanta gentileza gratuita, por lo que todo aquel ofrecimiento y las atenciones de aquel señor me escamaban.
Sé que hubo comentarios al respecto entre los que más tarde serían mis compañeros, quienes argumentaban que me habían enchufado en el taller, porque Don Manuel se enchufaba al mismo tiempo a la Juana. Hasta a mí llegaron aquellos rumores, pero mirando a mi mujer, me parecieron totalmente increíbles. Seguro estaba de que tanta gentileza por parte del Jefe de Ingeniero debía de tener otra explicación, y en ningún momento dudé de la moralidad de mi mujer, entre otras cosas, porque tampoco estaba yo en disposición de exigir nada de nada.
Con el tiempo los rumores se acallaron. A Don Manuel Indouzain lo destinaron a los astilleros gallegos y yo terminé por olvidarme del tema.
Al día siguiente de haber sido admitido, me fui hacia la factoría, montado en una vieja bicicleta que me habían dejado prestada. Todos los obreros se encaminaban en tropel hacia la entrada, comprimiéndose y estorbándose los unos a los otros al llegar a la bocana del puente de hierro. Yo destacaba entre la multitud, por lo repeinado que iba y lo nuevo que llevaba el mono que estaba estrenando. El resto, uniformado con aquella vestimenta azul añil, tenían la ropa desteñidas de tanto uso y de tanto lavarlas, e iban la mayoría despeinados y sin afeitar. Aquel mismo día me enteré de que los obreros se duchaban en la empresa al salir, y por eso no venían limpios de casa, así se ahorraban el butano, el agua caliente e incluso el jabón.
CAPITULO 7
Poco a poco las aguas fueron viniendo a su cauce. Era casi increíble ver como de nuevo nos habíamos adaptados todos a mi regreso. Mis hijos, los pobres, me habían aceptado sin rechistar. De eso se había encargado su madre, quien siempre me mantuvo vivo entre ellos, quien siempre les mantuvo viva la esperanza de mi regreso.
Mi mujer, me admitió de nuevo sin ningún tipo de reproches. Nadie jamás me reprochó nada, de tal forma que en mis horas de consciencia, yo desarrollaba mi vida sin más problema, pero en mi inconsciencia, en mis sueños y en mis pesadillas, no podía evitar sentirme avergonzado de mi comportamiento y del abandono al que los había condenado durante años.
Así fueron transcurriendo los tres o cuatro meses siguientes a mi regreso. Por las mañanas yo iba al trabajo con la bicicleta que por fin pude comprar, pagándola poco a poco. Juana se levantaba cada mañana a eso de las cinco y media, para prepararme un café con leche. El café que me preparaba Juana, era un café de puchero. Ella tenía una cafetera antigua, que cargaba de agua cada vez, para ponerla a hervir en los fogones de carbón, en la cocinita que teníamos.
Cuando el agua hervía, producido por el choro de vapor que salía con cierta presión por el pitorro, sonaba un silbido agudo, “la mar de curioso”, que avisaba a Juana que tenía que echar el café dentro, tras apartarla del fuego. Ella lo hacía, lo dejaba de nuevo hasta que volvía a hervir y luego echaba en el vaso de cristal, el líquido negruzco, extremadamente caliente, que impregnaba con su aroma toda la cocina. El café llenaba todo el vaso de pequeñas gotitas de agua, al condensarse el vapor. Pequeñas gotitas que desaparecían, tras echar un par de cucharadas de azúcar y un buen chorro de leche condensada, moviéndolo todo con ritmo, dando vueltas.
El tintineo que se producía por el constante chocar entre las cucharilla y el vaso, me avisaba que el café estaba preparado. Yo esperaba unos minutos, con el vaso entre mis manos, calentándomelas, mientras le soplaba por encima, enfriándolo hasta la temperatura ideal para dar el primer buche.
El café me gustaba muy fuerte, cargado y muy caliente, pero sin que llegara a quemarme el cielo de la boca, ni la garganta. De ahí que lo soplara con precaución antes de beber.
Tras desayunar, a la casapuerta, desamarrar la bicicleta quitándole el candado y para el trabajo.
En el trabajo, había conseguido ganarme el respeto de los jefes a base de trabajar duro y no protestar nunca. También hice cierta camaradería con algunos compañeros, sobre todo con los más cercanos a mi puesto de trabajo, con quien compartía el tiempo que nos daban para el bocadillo, el vinito, y el costo.
Salíamos cada tarde de la empresa tras escuchar la sirena chirriante y estridente que dolía en los oídos y te arañaba en el alma cada vez que sonaba.
Antes de que sonara, los más espabilados ya se había incluso duchado y preparado para marcharse, robándole a la empresa algunos minutillos. Yo, siempre me aseaba después de la sirena, pues no quería de ninguna forma que jamás fuera un problema para el bueno de Don Manuel Indouzain, ese hombre que siendo tan pequeño, me había demostrado haber sido un hombre grande.
Tras asearme solía volver a casa para almorzar, y dormir la siesta, y luego, a la fresquita, salía como mi mujer a dar una vueltecita por la calle Real, acompañándola a cuantos mandados dejaba ella pendientes para hacer por la tarde.
Con ella me fui haciendo asiduo de todos los refinos y tiendas de ultramarinos que nos viniera bien, dentro de nuestro cotidiano itinerario. – Que si vamos a ir a comprar unos botones para el babi de la niña -, - Que si vamos a comprar pan, que el niño se comió todo el que quedaba -, - Que si tenemos que subir para ...-, en fin, infinidad de necesidades y ocurrencias que a Juana siempre le surgían, y cuando no, se las inventaba por salir a pasear.
Cuando llegó la feria, no es decir que estuviéramos en una muy buena posición social, pero sí al menos nos sobraban algunas pesetillas para llevar a los niños a montarlos en los cacharritos.
La feria la situaba el Ayuntamiento en el parque, junto a la piscina municipal. Aquello que llamábamos parque, no era sino un escampado enorme donde los jóvenes jugaban al fútbol todos los fines de semana, que no pasara con su particular moto “Bermejo el Guardia” rajando con mala leche los balones multando a diestro y siniestro.
Bermejo el Guardia, era un policía local, extremadamente estricto, que a base de ir multando a todo el mundo, dicen que incluso en una ocasión hasta al mismo alcalde, se fue ganando fama de tener muy mala leche entre todos los cañaillas. Aquel personajillo, bajito, de tez rojiza y pelo rizado, se ganó, él solito, una no muy agradable leyenda que perduró años, después de su muerte, contándose su historia de padres a hijos, llegando con el tiempo a ser célebre en la Isla.
Aquel terraplén estaba rodeado por unos altos y ordenados árboles que hablaban de su glorioso pasado. Tras el escampado una escaleras que daban a lo que antaño debió de ser un paseo muy bonito, con arbustos, árboles un poco más pequeños que los anteriores y flores formando como especie de unos caminos, más o menos insinuados sobre el terreno, los que ahora, se habían convertido, con el paso del tiempo, en lugares casi intransitables, poblados de hierbas y un tanto tenebrosos por emplearse como guarida de drogadictos, o escondite de parejas calenturientas que se perdían entre la descuidada maleza para darse revolcones, apartadas de la vista de todos.
Algunos años más tarde, aquel parque fue restaurado de nuevo convenientemente, rescatándose su antiguo esquema. Aunque en su interior, colocaron por voluntad municipal un moderno polideportivo.
Como decía, en aquel parque, el parque Almirante Lahule, se montaba antaño la feria de San Fernando, y allí llevaba yo a mis hijos para que disfrutaran montándose en los cacharros que daban vueltas y vueltas en la calle del infierno, formando un estruendo propio de aquel nombre.
En el lugar, del que se habían apropiado las mafias grifotillas que durante el año proveían de hachis a las fiestas domingueras que se hacían en la piscina, se colocaban las casetas, la mayoría de ellas de las hermandades, a donde se solía entrar para beberse una cervecita y comerse un pinchito tras la vuelta por los cacharros.
Las casetas se hacían a base de paneles de cartón y tablones de madera, con los cuales se preparaban bonitos decorados que participaban en un concurso. Sus montadores y propietarios, se esforzaban por adecentarlas y decorarlas lo mas dignamente posible y es justo reconocer que ciertamente lo conseguían, haciendo de aquel lugar intransitable e inhóspito durante el año, unos lugares cómodos y confortables donde con gusto se disfrutaba de las veladas feriales.
Nosotros íbamos al parque y bajábamos hasta las calles del infierno. Montábamos en los coches choques a los niños, en el tren de los escobazos, luego en el laberinto de cristales y por último en la casa de los espejos, donde entrábamos la familia al completo y nos hartábamos de reír, a costa de vernos desfigurada nuestras figuras por la convexidad y concavidad de los espejos.
Luego salíamos de nuevo al exterior de todo aquel acicate de sonidos, pitidos, y ruidos mareantes que inundaban las calles del infierno, subiendo por las escaleras, dirección al paseo donde estaban las casetas.
Solíamos entrar en la caseta de la Hermandad de la Columna, posiblemente la más antigua de las que montaban en la feria, conocida por su destacada limpieza en la cocina, a donde se podía comer con toda confianza, y al margen de ello, porque el padre de Juana, había sido en tiempo, miembro de su junta de Gobierno y a ella, entrar en aquella caseta le traía entrañables recuerdos de su familia, como también se los traía, cada vez que veía al Cristo Atado a una Columna por una cuerda dorada que le oprimían las manos. Ella solía decir, cada vez que veía a ese Cristo en Semana Santa, que como la espalda que tenía este, no había otro, que aquella espalda sangrante era lo más bonito y lo más artístico que jamas nunca hubiera hecho ningún escultor. Afirmaba siempre muy convencida, que cuando Vicente Tena estaba esculpiendo a Jesús de la Columna, se le apareció un ángel del cielo para acabarle de hacer la espalda, pero yo siempre le decía que eso eran tonterías y pamplinas, y no por que no la creyese, sino porqué en el fondo me asustaba la idea.
Pues eso, que entrábamos en la caseta de la Hermandad de la Columna, procurábamos sentarnos en una de esas típicas mesas de tijeras, tan empleadas en los festejos, y nos pedíamos la racioncita de pinchito, de pimentitos fritos de las huertas de la Casería de Ossio, un par de tortillas de patatas, y algunos montaditos. Para mí, una cervecita, para mi mujer otra, y para los niños unas mirindas de naranja con pajita.
Pasó la feria, y con ella el mes de Julio de aquel triste año. Cuando ya nos habíamos acostumbrado a la nueva realidad de mi presencia en la familia, cuando de nuevo todo volvía a parecer cotidiano, cuando pensábamos que las cosas había empezado a rodar bien, nuestra pequeña se nos puso enferma.
Primero le dieron unas extrañas fiebres de cerca de cuarenta grados. Juana trataba de bajársela metiéndola en baños de agua fresquita y con algunos remedios caseros que ella bien conocía y que siempre le habían resultado muy eficaces, pero la niña no respondía a ninguno de ello, al contrario de lo que cabría esperar, la criatura parecía empeorar por momentos.
Juana, asustada, me comentó que teníamos que llevar a la pequeña al médico, que aquellas fiebres se les escapaban a ella de las manos, y así hicimos. Llevamos a la pequeña al médico. Don Juan Bohorquez Sargatal se llamaba. Don Juan al ver a la niña, se escandalizó al principio, alterándose mucho. Aquella niña estaba enferma, realmente enferma, y era necesaria su hospitalización urgente.
Él, a parte de ser el pediatra de la Seguridad Social, era también director del hospital de Marina, y nos dijo que nos lleváramos a la niña corriendo para allá. Nos fuimos corriendo en un taxi. Cuando llegamos, Don Juan había telefoneado por lo visto, así que poco tuvimos que decir, ya que nos estaban esperando.
En la misma puerta de entrada, las monjas nos quitaron a la niña y se la llevaron para adentro con la intención de hacerle pruebas, según nos dijeron. Un poco más tarde, salió una enfermera, y autorizó a la madre para que entrara, por acompañar a la niña, que por lo visto no paraba de llorar asustada y Juana entró para no volver a salir en días.
Yo había empezado a asustarme un poco, no entendía lo que estaba pasando.
Como veía que el tiempo se me echaba encima, y nadie me daba noticias de mi hija, tuve que salir del hospital y regresar a casa para aviar a mis otros dos hijos, a quienes les informé de la situación, depositándolos al cuidado de una cuñada mía.
Mis hijos, los pobres, eran tan buenos, que nunca me pusieron pegas ni impedimento alguno.
Regresé de nuevo al hospital, y una vez allí, estuve preguntando a diestro y siniestro por mi mujer y mi hija. Nadie me decía nada.
Me senté en la salita de espera, atento por ver si veía pasar a Don Juan Bohórquez, y a eso de las diez de la noche lo vi salir. Me acerqué a él y le pregunté.
- Buenas noche Don Juan, perdone que le moleste. ¿Sabe Usted algo de mi hija?, la hospitalizaron esta mañana y desde entonces estoy yo aquí esperando a que alguien me diga algo.
- Buenas noches buen hombre.
- ¿Sabe Usted algo?.
- Sí, mire acompáñame a mi consulta y allí le explicaré.
Recorrimos gran parte de la planta baja de aquel hospital, hasta llegar a un despacho a donde él me invitó a entrar.
- Pase, pase.
- Dígame, ¿Qué le pasa a mi hija?
- Llevamos todo el día haciéndole pruebas, y lo que yo me temí al principio, lamentablemente ha sido cierto.
- ¿Lo que?, ¿Qué es lo que ocurre? ¿Respóndame, por Dios?- Increpé poniéndome un poco nervioso.
- Su pequeña está infectada de un virus muy peligroso.
- ¿Y?
- Su curación es muy complicada.
- ¿No pueden hacer nada?
- Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos. Ahora solo cabe rezar, y esperar la ayuda de Dios.
- ¿Pero qué tiene mi pequeña?.
- Meningitis. La pequeña tiene meningitis.
Yo empecé a llorar sin reparos.
- ¿Y mi mujer, dónde esta?
- Su mujer está hospitalizada con ella, acompañándola. Ella está bien. No se preocupe.
- ¿Podría verlas?
- No, no puede pasar. Lo siento. Están en una zona de infecciosos, y allí está prohibido el paso.
Aquella mala noticia, fue como un mazazo que nos dieron y que vino a destruir todo lo bueno que últimamente nos estaba ocurriendo.
Aquella tarde salí del Hospital, pero no tenía fuerzas para regresar a mi casa. No tenía ganas de ver a nadie conocido. Sentía que Dios me estaba castigando, así que por vez primera desde poco después de haber hecho la primera comunión y casarme, entre en la Iglesia y me postré a los pies del Nazareno.
- Perdóname Señor, perdóname. – Le pedí llorando. – Yo ya sé que no soy una buena persona, pero no me castigues ahora que había empezado a serlo. No te lleves a mi niña. Ella es inocente de mis pecados. Ella es muy pequeña y casi no tiene aún entendimiento. Llévame a mi. Yo he sido el malo, llévame a mi Jesús, no le hagas daño a ella, que nada malo ha hecho a nadie.
Cuando salí de la Iglesia, volví de nuevo al Hospital. Ya lo habían cerrado, y estuve buscando alguna puerta abierta por algún lado, por donde colarme.
Sólo estaba abierto, al margen de la puerta de urgencias, el pequeño mortuorio donde había una familia velando a un muerto. Entré, me senté en una de las sillas libres y allí pasé la noche, sin hablar con nadie.
Los que estaban allí, debían de estar muy afectados, aquellos pobres infelices casi ni repararon en mi presencia. Nadie me preguntó, nadie me miró, en definitiva, nadie me molestó, lo que yo agradecí sobre manera.
A la siguiente mañana, procuré estar temprano en casa de mi cuñada, a quien informé de la lamentable noticia. Mis hijos estaban allí desayunando con sus primos, ajenos a todo, revoloteando y jugando.
Tras darle la mala noticia a la hermana de mi mujer, traté de ofrecerle algo de dinero, para paliar en parte los gastos extraordinarios que aquella situación originaba en su también humilde economía, pero ella se negó a aceptarlo con firmeza.
Me despedí con visible tristeza por un lado y agradecimiento por otro de mis hijos, dándoles un beso y llamé al taller, para informar al encargado de mi situación.
Aquel señor, me dijo que no me preocupara por nada y que me tomara tantos días libres como necesitara, que ya se encargaría él de justificarme. Me aseé en casa, y luego me volví al hospital. Allí pase todo el día, y el siguiente y el siguiente.
Los días se iban sucediendo y la niña continuaba luchando entre la vida y la muerte. A mí me llegaban noticias tímidamente, en la medida en la que Don Juan Bohórquez, viéndome allí sin moverme, se apiadaba y se me acercaba para contarme como iba la cosa.
La cosa iba de mal en peor, hasta que una mañana, fui avisado lamentablemente por una enfermera de que todo había terminado. Mi hija, mi pobre niña no había logrado superar aquella enfermedad y perecía tras una semana y media de sufrimientos.
En aquel momento yo me quedé sin alma. Parte de mí murió con ella, y desde entonces nunca volví a ser el mismo.
Mi mujer estaba muchísimo peor que yo. Ella estaba totalmente derrumbada y pedía la muerte a gritos.
Recordé la súplica que había hecho al Nazareno, y sentí de repente el mayor odio que jamás haya yo sentido por nadie ni por nada. Me juré a mí mismo que nunca mas volvería a poner un pie en la Iglesia, promesa incumplida un día mas tarde, ya que de nuevo volví a entrar, con el cuerpo de mi hija sin vida, cargando con la pequeña cajita blanca sobre la que había un crucifijo metálico, para el correspondiente sepelio y posterior enterramiento.
A partir de aquellos trágicos momentos, nuestras vidas quedaron marcadas para siempre. Juana se vistió de negro completamente, guardando luto riguroso por la muerte de nuestra hija, lo que había jurado cumplir y mantener hasta el propio momento de su muerte.
El cambio de talante, el cambio de semblante que desde aquel momento se produjo en mi mujer, causó drástico efecto en mis hijos y en mí.
Poco a poco, aquella familia que hasta entonces se había mantenido siempre bien unida, incluso en los años de mi ausencia, parecía resquebrajarse y hacer aguas. Todo parecía no tener sentido. Todo parecía de repente irse al traste.
Mi mujer no reaccionaba. Se volvió una vieja huraña que solo salía de casa para ir al cementerio, ver la lápida de nuestra hija, la cual solía siempre limpiar, y exornar con ramos de flores naturales que compraba en las puertas del cementerio, y escuchar luego misa en la capilla de allí.
Yo trataba de acercarme, pero ella me rechazaba una y otra vez. No permitía mi consuelo, no lo quería para nada. En el fondo, siempre he pensado que ella me culpó a mí de la muerte de nuestra hija, aunque jamás lo confesó.
A raíz de aquello, nuestras vidas tuvieron pocas cosas que destacar. Nuestros hijos fueron creciendo. Juana fue poco a poco superando su depresión, y yo, según fue pasando el tiempo, me fui alejando de ellos, hasta el extremo de que llegó un momento en el que a pesar de vivir en la misma casa, cada cual iba por su lado llevando una particular y diferente vida, ajena al resto. Aquello era cualquier cosa menos una familia.
Me había acostumbrado al rechazo crónico de mi mujer, tanto que llegó el momento en que dejé de insistir.
Eramos un matrimonio muy particular. No nos hablábamos, aunque convivíamos en una extraña armonía, que hacía que desde el exterior se nos siguiera viendo como una familia normal y corriente. Yo diría que incluso modélica para los que no nos conocieran.
Algunos años más tarde, más o menos cinco o seis a partir de la muerte de mi hija, pudimos comprar un televisor en blanco y negro. Aquel aparato pesaba un quintal y era un verdadero tiesto, pero vino a llenar un hueco muy profundo y vacío que había en mi casa. Mi mujer y yo, nos sentábamos juntos, frente a la pantalla, viendo los programas amenos y divertidos que echaban, como el “ Un, Dos, Tres” con Quico Legard y otros donde cantaban artistas tan buenos como Manolo Escobar o Rafael, mientras esperábamos a que nuestros hijos, ya dos muchachos, regresaran a casa tras salir con sus novias cada noche.
Mi mujer y yo, seguimos durmiendo siempre juntos, en la misma cama, pero entre nosotros seguía habiendo un muro de indiferencia. Ella incluso volvió a besarme en la mejilla cada noche, pasado largo tiempo, pero ambos nos habíamos convertido en algo distinto de lo que debía de ser una pareja de amantes, un matrimonio normal.
Entre nosotros dos jamás volvió a haber sexo. Con el tiempo creo que pudimos reconquistar el cariño. El respeto jamás faltó entre nosotros, así que a base de convivir años tras años, aunque no éramos muy normales, habíamos llegado a querernos a nuestra forma.
Yo era un hombre, y a veces, era víctima de mis propios arrebatos emocionales, que incontenibles me hacían preso de mi propia pasión. Mi mujer, había dejado de ser mi mujer, así que al principio, ahogaba esos sentimientos en la intimidad de mi cuarto de baño y luego, con las visitas, cada vez más a menudo que hacía a la joven Adela, una joven prostituta baratita y prudente que por poco dinero, calmaba las ansias de amor que me inundaban de vez en cuando, sin tener miedo a posibles escándalos.
Yo creo, siempre he estado convencido de ello, que mi mujer conocía esas visitas que yo hacía a Adela, pero que le importaban un rábano. Mas bien, pensaba que había veces en la que incluso le estaba agradecida, aunque tampoco jamás dijo nada al respecto.
Al principio, las primeras visitas eran clandestinas, cargadas por el morbo de lo prohibido y lo novelero, por lo que procuraba esconderme para que nadie me viera entrando en aquella casa de perversión y lujuria, disimulando en todo, para que Juana no se enterara de nada, pero luego, superado el pudor inicial, regresaba casi periódicamente con desmesurado descaro y a la vista de todo el mundo, claro está que eran otros tiempos y ya nadie se metía en la vida de nadie, o al menos eso es lo que parecía, que en esta Isla de Dios, nunca se sabe.
Adela era pelirroja y salpijilla, y vestía siempre ropa interior muy sexi y muy cara. Era una mujer bajita, con pelo corto, trasero picudo y pechos duros como piedras. Sus muslos, siempre expuestos bajo medias de seda, también eran prietos y firmes, como sus brazos. Sus ojos eran de un extraño color oscuro. Marrón rojizo parecían y en ellos siempre encontré una agradable expresión alegre y muy amigable. Si es cierto eso que dicen, de que los ojos son el espejo del alma, Adela debía de tener un alma muy hermosa, cálida y limpia. El alma transparente y confortable, de una persona notable con buenos sentimientos.
Ella, se había convertido en una confidente, más que en mi puta particular. Ciertamente le hacía el amor y me servía para apagar esos arrebatos incontenibles de pasión que a veces me inundaban el alma, aunque eso muy de vez en cuando y con la edad, cada vez menos. La mayoría simplemente me reconfortaba con su charla y sus consejos, con su compañía y sus atenciones y otras muchas simplemente con sus silencios.
Adela no era mía del todo. Yo la poseía solamente algunas horas al mes, pero las suficientes como para llegar a hacerme muy amigo de ella. La quería de forma distinta a como quería a Juana y a pesar de ser lo que era, con el tiempo llegó incluso a ganarse hasta mi respeto.
Era muchísimo más joven que yo, aunque solamente de edad, pues de mente, estaba muchísimo mas preparada. Era una persona tremendamente abierta, muy progresista, con un alma profunda, que se dedicaba a venderse por horas porque realmente le apasionaba aquella vida.
Era tan honrada en el fondo, que si era puta, lo era por vocación, porque realmente a ella le apetecía y le gustaba esa vida.
Ella siempre me decía que yo no era viejo, que yo era un joven que estaba viviendo su decimosexta adolescencia. Afirmaba tajantemente que las mujeres sí que se hacían viejas, pero que los hombres, íbamos pasando de adolescencia en adolescencia, y llevaba cierta razón.
Era universitaria, y se pagaba los estudios, como muchas otras jóvenes, de esta forma. Según me comentó un día, estaba estudiando medicina y a mí ciertamente me daba morbo el tirarme de vez en cuando a una futura médica.
Me decía que tarde o temprano, ella acabaría por aburrirse de aquella vida, y entonces se marcharía a otra ciudad de Dios sabe que provincia, a donde empezaría una nueva vida siendo quizás entonces una señora respetable, con un título universitario, para la admiración y el respeto de todos.
- Yo me iría contigo. –Le decía entre bromas.
- Galán de pacotilla. –Me insultaba ella riéndose de mi falsa gallardía.
Su casa era un moderno pisito a las afuera de la Isla, en esas barriadas nuevas e impersonales que habían surgido por la emigración de gaditanos, producidas por el encarecimiento del terreno en la capital.
Ella misma era de Cádiz y afincada allí, iba poco a poco haciéndose con su pequeña fortuna para escapar algún día de su propia vida, por el mero hecho de experimentar en sí misma el cambio. Cambiar por cambiar, cambiar para no estancarse, cambiar para no morir.
La casa era muy normal. A simple vista, nadie diría que su propietaria se dedicaba a lo que se dedicaba.
Gracias a ella, yo fui superando aquellos malos tiempos de soledad, a los me condenó mi mujer, tras la muerte de mi hija.
Un día, de buenas a primeras, como ella tantas veces había augurado, desapareció de la noche a la mañana sin dejar rastro. Su piso lo encontré cerrado, con un cartel donde se leía “se vende” en los cristales pegado.
Había un teléfono escrito con letra escandalosa, y yo estuve tentado de llamar por saber que había sido de ella, aunque al final opté por respetar su decisión de escapar y no la molesté, dejando que se fuera para siempre de mi vida.
Jamás volví a verla. Nunca más supe de ella. Espero que sus sueños se hicieran realidad, y que consiguiera ser una señora en algún sitio lejano a este, ejerciendo como doctora respetable en una consulta donde nadie conozca su pasado, ni puedan reprocharle nada de nada.
CAPITULO 8
Ya dije que mi mujer tenía buenas manos para eso de hacer vestidos. Mi casa era frecuentada a menudo por amigas y vecinas nuestras que venían a pintar y cortar patrones de ropas para sus hijos y maridos, bajo su asesoramiento, con lo que eran normales las tertulias de mujeres cada día a partir de las cinco de la tarde.
Yo jamás me negué a ellas, aunque bien que me molestaban, porque veía a mi mujer feliz. No podía disfrutar, por culpa de ellas, de mis acostumbradas siestas, pero manteniéndome siempre al margen, podía de nuevo ver un atisbo de felicidad en el rostro de mi mujer, que desaparecía al marcharse sus amigas, para recaer en el pozo de amargura del que parecía que no podía salir, cuando se quedaba a solas conmigo.
Mi mujer llegó a aplicarse tanto en eso de explicar como se cosía, que en señal de agradecimiento empezó a recibir al principio algunos regalos a cambio de sus enseñanzas. A cambio de ellas de vez en cuando recibía algunas garrafas de aceite, piezas de matanza, harina, legumbres, y canastos de frutas de temporada. Con el tiempo, aquellos regalos del principio se transformaron en pequeños cobros que hacía mi mujer en metálico, hasta que al final, terminara por montar una pequeña escuela de confección.
Los ingresos extraordinarios que mi mujer metía en casa, nos sirvieron para que yo adelantara mi jubilación, viniéndome de trabajar cuando aún no tenía los sesenta y cinco años cumplidos, aprovechándome de los despidos concertados que la empresa había pactado con los trabajadores, por los cuales me venía con una pensión por enfermedad, que a la edad reglamentaria, pasaba a regularse y a ser una pensión normal.
Yo me vine por sordo, aunque la verdad es que de sordo no tenía nada.
Habían quien efectivamente eran sordos y lo largaban de la empresa con eso de la jubilación anticipada, pero fuimos muchos los que nos fuimos de allí, sin estar realmente sordos ni nada de nada, marchándonos unos con la esperanza de vivir la vida a partir de entonces por la cara, sin pegar golpe, cantando eso de “Viva la Pepa” y otros con el sueño ilógico de montar un bar o un pequeño negocio con el que terminaron perdiendo los milloncitos que nos dieron.
Cuando me vine de la empresa, me sentía muy joven, muy vigoroso, y con muchas ganas de vivir. Aquella situación de desempleo, al principio me agradó bastante, pero luego, cuando pasaron algunos meses, empecé a aburrirme sobremanera, de tal forma que pasaban los días y como no tenía ninguna ocupación importante, empecé a ponerme enfermo de los nervios.
Visité al médico, pero este poco pudo hacer, al margen de atiborrarme de pastillas innecesarias que terminaron por dañarme el estómago.
Me encontraba tan mal, que empecé a creerme que no servía para nada. En aquella época en la que había dejado de producir, tenía todo el tiempo del mundo, por lo que solía salir por las mañanas a pasear por las calles, haciendo así un poco de ejercicio para no amorriñarme, y en los paseos diarios veía a quienes habían sido mis compañeros, pero estos siempre acompañados de sus respectivas.
Mi mujer se había olvidado completamente de que yo era su marido. Ella jamás me desatendió. Si dijera que hubo alguna vez en la que no tuviera mi ropa debidamente planchada y limpia, o la comida preparada a su debida hora, mentiría como un bellaco. Ella siempre estuvo muy atenta de mí, pero me atendía como si se tratara de una obligación insalvable que ella tenía de por vida, obviándome realmente como persona.
Sólo tenía cabeza para su pequeña escuela. Sólo pensaba en eso y dejó de tener tiempo para volver a salir conmigo jamás a ningún sitio.
Como mis hijos ya eran mayores, y cada uno había tirado ya por su lado, empecé a pensar, que debía de quitarme de en medio. Quería escapar de aquella realidad que me rodeaba. Quería huir de aquella cárcel de soledad, de aquella jaula de marginación y olvido.
Empecé en aquel tiempo a recordar a mi amiga Dolores, la que regentaba la pensión “La Española” en Huelva. Sabía que ella me había echado de su vida porque yo metí la pata cuando era demasiado joven y alocado, pero ahora era distinto. Siempre pensé que tenía una cuenta pendiente con ella, que debía de pedirle perdón.
Me sentía tan sólo que empecé a imaginarme como me hubiera ido la vida de haberme quedado allí, con ella, así que poco a poco, se fue apoderando de mí la idea de regresar a Huelva y buscarla por verla de nuevo.
Cierto día, se lo planteé a mi esposa. Le dije que me apetecía mucho hacer un viajecito, y a ella, como de costumbre, no le pareció mal. A decir verdad le dio absolutamente igual que me fuera o me quedara, así que saqué mi billete de tren y cuando menos me quise dar cuenta, me vi de vuelta yendo para Huelva.
Llegué a la estación a eso de las diez o las once de la mañana. Todo había cambiado mucho, tanto, que no parecía el mismo lugar donde yo había estado.
Como hiciera antaño, mi adentre por las calles perdiéndome, en busca de “La Española”, y me fui orientando como mejor pude, pues nada parecía estar en su sitio.
Después de buscar y buscar, por fin di con la calle, quedándome perplejo al ver que en el lugar donde antaño estuvo “La Española”, había ahora una sucursal de la Caja de Ahorros de Granada.
Entré en la caja, y pregunté si alguien sabía algo de la antigua propietaria del local, pero nadie parecía conocerla, todos los que allí trabajaban eran jóvenes empleados que habían surgido del presente y nada sabían del pasado, entre otras cosas, porque eran tan jóvenes que casi ni tenían.
Viendo que me resultaría muy complicada la empresa de volver a encontrarme con Dolores, fue cuando empecé a sentirme realmente perdido. Salí de allí compungido, con una horrible sensación de ridículo. Me sentía minúsculo, y con esa sensación aplastante de miseria, recorrí las calles sin rumbo fijo, sin saber realmente a donde ir, apareciendo sin darme cuenta en la esquina de la calle Real, donde antaño estaba la cafetería en la que se me ocurrió la brillante idea que vino a dar al traste con todo mi porvenir.
Pensé, que tampoco estaría ya aquella cafetería, pero me equivoqué. Gratamente pude descubrir que seguía allí, abierta al publico, aunque la habían reformado y en su interior no parecía ya la misma. No obstante entré, y me pedí una copa con aperitivo.
No sabía qué hacer. Si regresaba ese mismo día sería como si me estuviera condenando al mismo al fracaso de toda mi vida para siempre. Por otro lado, si me quedaba, no tenía claro a donde ir, ni que hacer. No tenia ningún punto de referencia por donde orientarme, no sabía como buscar a Dolores, ni siquiera sabía si seguiría viviendo por allí todavía o habría regresado a su Granada natal.
Me hospedé en uno de los hoteles del centro al llegar la noche.
La leve brisa que hasta entonces había estado soplando, moviendo ligeramente las hojas de los árboles, había cesado completamente, inundando de una calma estanca el aire, que de repente se volvía como mucho más pesado y pegajoso. Había también desaparecido completamente las nubes, por lo que por encima de los edificios se asomaba la luna casi llena. Su dorada luz, se hacía mucho más intensa en el vacío oscuro de mi habitación.
Desde ella, tumbado en la cama, podía oír como la ciudad seguía viva, rugiendo a través de los agresivos tubos de escape de los vehículos que escupían progreso en forma de humo oscuro y ácido. Allí, más sólo de lo que jamás antes me había sentido, me quedé dormido, mirando por la ventana, como la luz que se perfilaba a lo lejos, se transformaba en minúsculos hilillos que se perdían por los entresijos de mis más profundo desengaño.
A la mañana siguiente, bajé de la habitación a eso de las doce de la mañana. Yo había oído hablar de esos baños hidromasajes, pero hasta entonces no había probado ninguno. Mi habitación disponía de uno de esos, así que aproveché para meterme en él y dejar que el agua y las burbujas se apoderaran de mí y me trasladaran al mundo de las más divertidas y agradables sensaciones de placer mundano.
Cuando bajé, tenía la impresión de estar más limpio que nunca, más afeitado que nunca, más peinado que nunca.
Me había puesto mi terno azul marino, con el que me senté a desayunar en una mesa del vestíbulo del hotel. Me pedí una taza de café y una ensaimada rellena de crema. Tras acabarlos me marché de allí pagando lo que debía. Al salir a la calle, una bofetada de frescor y de ruido me volvieron de nuevo a la realidad. Miré al cielo, y este sí que seguía teniendo la misma luz de entonces. Estaba limpio y completamente transparente. Todo estaba bañado por la alegre luz de un sol de primavera. Las terrazas y los balcones de las casas, estaban llenas de tiestos minados de colores. Cercano a donde me encontraba se despertaba una algarabía de niños felices, jugando quizás en el patio de un colegio en la hora del recreo. El sol, propinaba cierto calor agradable en el rostro, así que estuve unos instantes parado, con la cara levantada orientada hacia él, con los ojos cerrados y los sentidos abiertos, respirando todo aquel aire, que me impregnaron el alma como si se tratara de un bálsamo.
No tenía muy claro a donde ir ni que hacer, así que estuve deambulando hasta la hora de almorzar, recorriendo todas las calles del centro tratando de recordar. Cuando el hambre azuzó mis tripas, entré en el lugar donde mejor me pareció y pedí la carta. Comí como un marques, terminando con copa y puro.
Tras almorzar, de nuevo me entregué a pasear por entre las calles, que se habían quedado un poco mas vacías, casi desiertas. El sol apretaba, tratando de pasar esquivando las nubes que se movían muy despacio en el cielo azul celeste claro.
Por nada en el mundo me iba a imaginar lo que estaba apunto de sucederme.
Es curioso, pero debe ser algo de mala suerte. Hay quien nace, vive y muere en Huelva y nada le ocurre tan desagradable como a mí en toda su existencia. En cambio yo, dos veces que he pasado por aquella ciudad y dos veces que he salido malparado y descalabrado.
La primera fue cuando trataba de regresar a Cádiz, una vez había vuelto de Huelva, cuando me quedé dormido en el camino y me despertó aquel perro al que le di una pedrada rompiéndole los hocicos. Nunca pude olvidar la paliza que me dieron sus propietarios, y la segunda esta otra, que puedo contar gracias a un milagro.
Andaba yo tan desprevenido, que no me percaté en absoluto de que dos desalmados se me acercaban por detrás con la intención a atracarme.
Debí de haberles llamado la atención por lo elegante que vestía aquel día y además el hecho de verme salir de uno de los más lujosos restaurantes del centro de la ciudad, lo cierto es que desprevenido como andaba, me note de repente algo punzante oprimiéndome en las costillas por la parte de la espalda, al tiempo que me agarraban fuertemente por el brazo.
- ¡A ver!. Su cartera.- Me pidió el atracador con mucho nerviosismo, temblándole la voz. Yo me volví, como si aquello se tratara de una broma pesada. - ¿Qué haces, joder?- me gritó él, golpeándome en la cara, evitando el que pudiera verlo de frente.
- Tranquilo, tranquilo, no se ponga usted nervioso-
- La cartera coño. –
Yo traté de sacarme la cartera del bolsillo de detrás de mis pantalones con la mano que me habían dejado libre. El otro individuo, el que no había hablado hasta entonces me la arrebató nada más sacarla, al tiempo que el primero me clavaba con ira la navaja, atravesándome hasta romperme las entrañas. Un profundo dolor ahogaba mi voz, impidiendo que pudiera gritar pidiendo auxilio. Ellos salieron corriendo tras propinarme un fuerte empujón que me tiró al suelo, de donde no tuve fuerzas para volver a levantarme.
Allí, en medio del alboroto y la algarabía que lo sucedido había producido, me iba desangrando sin que nadie pareciera hacer nada al respecto.
****
Hay quien dice que no hay mal que por bien no venga, y debe de ser cierto. Yo estuve muy grave a consecuencia de la herida que me habían hecho en el atraco. Me llevé varias semanas debatiendo entre la vida y la muerte. Me habían atravesado el pulmón izquierdo, y se me había producido una serie de hemorragias múltiples que por lo visto inundaron de sangre los conductos respiratorios, por lo que por poco me muero ahogado.
Tras la herida y después de haberme auxiliado en primera instancia en el hospital de Huelva, me trasladaron en una UVI. móvil hasta la residencia de Cádiz. Mi mujer, la pobre, debió de temerse lo peor, pues acudió cuantito se enteró. Cuando yo la vi entrar por la habitación me asusté, de lo mal que la vi. Venía con los ojos desencajados, pálida como el nácar y tan nerviosa que no paraba de temblar.
El susto que se llevó la pobre debió de ser muy grande, tanto, que al verme, se abrazó a mí y comenzó a llorar desesperada.
Al principio aquella reacción tan cariñosa me extrañó hasta el extremo de ni creérmela siquiera, pero poco a poco me fui de nuevo acostumbrando a sus mimos y sus cariños.
Desde luego, no hay nada mejor que perder lo que uno tiene para aprender a valorarlo en su justa medida. Mi mujer debió de verse viuda, pues a raíz de aquel desgraciado incidente, pareció como si de nuevo volviera a enamorarse de mí. Tampoco diré que a la vista de mi muerte ella había aprendido a valorarme, pues soy consciente de que tampoco es que yo valga demasiado, aunque en el fondo, no he sido del todo malo en la vida, pero es que llegamos a cierta edad, en la que eso del enamoramiento y la pasión dejan de ser importantes. A nuestra edad es mucho más importante el no estar sólo, el contar con alguien con quien compartir los últimos años que nos quedan por vivir, con un amigo sincero, con alguien en quien se tenga una profunda confianza, en alguien a quien se conozca tan bien como a uno mismo. Eso debió de ser lo que mi mujer vio que perdía. Juana no perdía al amante que debía de ser su marido, sino al amigo, al cómplice, al acompañante, y se debió de ver tan sola, que inconscientemente se produjo un cambio maravilloso en su conducta a partir de entonces.
De yo haberlo sabido, les pido a los atracadores que me apuñalen antes.
Después de aquella experiencia, comprendí porqué en los matrimonios de personas mayores, cuando se muere uno de ellos, al poco se muere el otro. Siempre había estado convencido de que morían de amor, y me sorprendía que fueran capaces de llegar enamorados a la vejez, pero es obvio que estaba equivocado, aquellos ancianos no se mueren de amor, sino de soledad.
Fue más o menos a mediados del mes de Julio cuando me dieron el alta en el hospital, víspera de la onomástica de la Virgen del Carmen.
Juana, aunque no era una beata, si que era una mujer considerablemente religiosa, por lo que me pidió que fuéramos a la Iglesia del Carmen a dar gracias por mi curación definitiva. A mí toda aquella parafernalia me parecía una estupidez, pero tampoco me merecía la pena contrariarla, así que fuimos los dos a una de las misas que celebraban los frailes y ofrecimos a la Virgen un ramo de flores.
Al salir de la iglesia, paseamos un rato dirigiéndonos hacia la calle Real. Las aceras estaban rebosantes de criaturas, la mayoría jóvenes, que se dirigían joviales a la feria.
Las chiquillas, en su mayoría, iban vestidas con llamativos trajes de flamenca, el pelo recogido en un jopo apretado sobre la nuca, en el que se clavaba de forma graciosa bonitas peinetas de colores.
Los chicos, en cambio no iban vestidos de nada en especial. Los jóvenes iban con sus blusas fresquitas y sus pantalones vaqueros.
Mirando a la gente, contagiándonos de la alegría que se respiraba, nos fuimos adentrando bajo la cúpula de miles de bombillas multicolores que cubrían la calle de un extremo a otro. Los freidores de pescado, te pegaban una bofetada de aire caliente y perfumado de adobo al pasar por sus puertas. En estos días parecían hacer su agosto. Todos los bares estaban llenos. Era difícil encontrar algún sitio donde tomar algo tranquilo.
Mi mujer no había abandonado el luto por nuestra hija totalmente, aunque tampoco iba vestida de negro entero. El negro oscuro del principio hacía tiempo ya que había empezado a convertirse en un tono gris, mucho más claro. Yo me animé a invitarla.
- Juana, ¿por qué no nos vamos a la feria y nos tomamos una cervecita?.
- ¿Qué dices, hombre? - Mi propuesta pareció molestarle.
- Hombre, nosotros ya venimos de vuelta de todo, y creo que con eso no hacemos daño a nadie.
- Ya, ya, pero yo jure...
- Me acuerdo de lo que juraste, no me lo recuerdes. Bueno, ¿Y si nos sentamos en una terracita de un bar, a disfrutar del fresquito de la noche?
- No sé, no sé.
- Venga mujer.
- Bueno, pero nos recogemos tempranito.
Por fin conseguí que mi mujer cediera en algo de su auto castigo que desde que faltaba mi hija ella misma se había auto impuesto. Aquella noche no sólo no nos recogimos temprano, sino que nos lo pasamos tan bien, que al día siguiente volvimos a repetir la salida, y aunque no pisamos el recinto ferial, que por cierto, lo habían trasladado de sitio, ubicándolo en la explanada de la Magdalena, aquella feria, fue una en la que mejor nos lo pasamos.
Tras terminarse la feria de aquel año, recibimos en casa la visita de uno de nuestros hijos, del mayor, que venía con vacaciones desde Madrid, donde trabajaba.
No venía sólo, venía con su mujer y una pequeña encantadora de quince meses que era mi nieta, mi primera nieta.
Aquella visita vino a alegrarnos aún más la vida. Mi mujer se desvivía por atender a la niña, matándose por hacerles los biberones, por darles las tomas a sus horas, por cambiarle los pañales y por todo los demás cuidados que conlleva el atender convenientemente a un bebé.
Mi hijo, había madurado mucho, era un hombre de provecho y de repente, viéndolo allí enfrente de mí, cumpliendo con la vida por derecho, sentí como una especie de oleada de orgullo.
Estábamos tan contentos, que rebusqué por el trastero el viejo picú olvidado por los rincones, rescatándolo del polvo eterno que lo cubría. Nos reímos mucho a cuenta de aquel antiguo aparato, ya que tras limpiarlo, traté de encontrar por los estantes aquel viejo disco que tanto nos gustaba a Juana y a mí, aquella inolvidable canción que había escrito y compuesto musicalmente el maestro Tejera y que tan bien interpretaba Juanita Reina, la canción era en definitiva “Amigo Conductor”. Encontré el disco apilado con otros que teníamos, y cuando tratábamos de que sonara el tocadiscos, de este empezó a salir un humo apestoso, que impregno toda la casa de un desagradable olor a cable quemado, al menos durante dos días.
Luego, comentándolo con mi hijo, llegamos a la conclusión de que era lógico que aquello hubiera pasado, sobre todo si teníamos en cuenta que el picú estaba preparado para trabajar a una corriente de ciento veinticinco voltios, y que la compañía Sevillana de Electricidad, nos había cambiado a todos los consumidores a doscientos veinte hacia ya algunos años.
No obstante, la muerte repentina del picú, tampoco vino a significar una catástrofe irreparable. A la mañana siguiente, lo hubiéramos olvidado de no haber sido por el olor a quemado que seguía adentrándose por nuestras narices, como queriendo incordiar.
Nos estábamos preparando para irnos a la playa. Yo ya ni recordaba los años que hacía que no pisaba la arena y de mi mujer ni hablar.
Juana se había comprado en los puestos de la plaza, un bañador en tonos oscuros y una gorrita para el sol, con la cual, por cierto, estaba muy graciosa. A mi bañador lo rescatamos de su letargo de años, de entre los cajones. Era un “Meyba” original, como los de antaño. Bueno, realmente era un bañador original porque ciertamente era de antaño. Era una prenda de tela ligera, ideada para que se secara rápidamente tras salirse del agua, con un diseño de rayas formando pequeños cuadros, en tonos canela, como tratando de simular una especie de príncipe de Gales, aunque no del todo. Era un bañador muy corto. Me llegaba no mucho mas bajo de las ingles, cuando lo que se estaba llevando, según pude comprobar al llegar a la paya, eran bañadores de telas lisas, normalmente de un solo color, el azul marino generalmente, y que llegaban hasta las rodillas o cuanto menos hasta el medio muslo.
Tampoco me importaba demasiado las modas. A mí lo que realmente me agradaba, era ver como mi mujer se divertía y era feliz preparando con mi nuera los pimientitos asados y las tortillas de patata que nos íbamos a llevar. Yo disfruté como un jabato, compartiendo un tintito de verano con mi hijo, sentado sobre las sillas, en una mesa que se tambaleaba de enclenque en la arena, en la que habíamos puesto, a margen de todos los recipientes de plástico con la comida, una gran sandía fresquita, que esperaba la hora de ser enterrada, como hacíamos cuando ellos eran aún muy pequeños, en algún lugar secreto de la arena cercano a nuestra sombrilla, para que le diera la sombra y no se recalentara mucho y aguantara lo más fría posible hasta que nos la comiéramos.
La fritura siempre me producía unos tremendos ardores, por lo que era curioso ver como me estaba poniendo jipado de comer filetes empanados, más fríos que Rusia, croquetas, empanadas e incluso unos modernos muslitos de cangrejo, que se compraban de los congeladores y que ni eran muslitos, ni eran de cangrejos.
Allí, en familia, disfrutamos mucho, sobre todo porque se nos caía la baba con la pequeñina, que nos miraba desde su sillita, y se reía con su carita de ángel.
Mi hijo estuvo con nosotros unos quince días, los cuales fueron magníficos. Después regresaron de nuevo a Madrid, pues se les acabaron las vacaciones.
Había en aquella visita como especie de otra nueva meditación, otro nuevo descubrimiento de lo que era en sí misma la vida. En principio, cuando las parejas se casan y traen al mundo a sus hijos, éstos necesitan tanto de ambos que a veces daña la relación y la condena ineludiblemente al fracaso, en cambio, cuando los hijos se marchan y regresan con los nietos, estos sirven para unir y afianzar aún más a la vieja pareja. Eso es así, aunque no sabría explicar bien el porqué.
Mi mujer y yo, una pareja de abuelos ya, más unidos que nunca, empezamos a replantearnos el futuro como algo muy próximo, tan próximo que sentíamos como si realmente nos estuviéramos programando el presente, teniendo en cuenta que el futuro visto así, era algo que ya casi nos parecía inalcanzable, dado nuestra avanzada edad.
Hacía tiempo que habíamos dejado de preocuparnos de los problemas económicos. No diré que fuéramos ricos, pero con mi pensión y los ahorrillos que ella había conseguido hacer de los beneficios de su corte y confección antes de cerrarlo, teníamos lo suficiente para ir tirando el resto de nuestra vida.
Nos habíamos enterado, que en el “Hogar del Pensionista”, organizaban excursiones a muchos sitios, y que eran muy baratas y muy divertidas. Tras comentarlo entre nosotros, nos pareció bien a ambos y nos hicimos socios, apuntándonos a todas las excursiones que pudimos, a partir de entonces.
La primera fue en la que fuimos a Portugal.
Juana no había salido nunca de España, así que le atrajo mucho la idea. Partimos la mañana de un domingo de septiembre muy de madrugada, casi al alba. A las siete de la mañana nos encontramos con treinta parejas más, todas de similar edad, que dispuestas y preparadas esperaban la llegada el autobús, con una ilusión propia de un grupo de colegiales.
Llegó el autobús y metimos nuestros equipajes en una portezuelas metálicas, que tras abrirse, dejaban un amplio espacio en el fondo del vehículo. Luego nos fuimos montado. Una chica joven, nos fue nombrando, leyendo una lista y tras comprobar que no faltaba nadie, ordenó al conductor que partiéramos por fin.
No habíamos salido aún del puente Zuazo, cuando las mujeres mas atrevidas, cantaban a grito pelado y dando palmas las típicas canciones de los payasos de la tele “En el auto de papá”, “La Gallina Turuleta” y muchas otras.
El viajar en autobús era algo un poco incómodo, aunque luego tiene su recompensa.
Cuando ya casi no podíamos más, cuando las piernas se nos habían quedado dormidas de la incomodidad de no poderse mover en los asientos, llegamos por fin a un pueblecito extremeño donde teníamos que almorzar.
- ¡Ufff!. Menos mal que paramos.
- Menos mal Gabriel, yo ya no podía más, estaba reventando.- Me dijo Juana, haciendo un ademán con el que trataba de informarme que se hacía pis.
- Venga, nos bajamos y mientras que yo estiro un poco las piernas tú entras en el retrete.
- Vale.
Bajamos del autobús no sin antes despertar a dos o tres viejos que se habían quedado dormidos y roncaban como marsoplas. Juana entró con otras señoras en los servicios y yo caminé un poco por el comedor del restaurante antes de sentarme. El almuerzo lo tenía concertado de antemano, así que nosotros no teníamos que preocuparnos de nada.
Cuando Juana volvió del baño, yo ya estaba sentado y le había reservado una silla a mi lado para ella, la que ocupó.
Tomamos sopa, un entrecot de ternera a la castellana, y de postre helado o fruta.
- ¿Qué fruta concretamente es la que tienen? – Le pregunté al camarero simpático que había estado atendiendo nuestra mesa.
- Bueno, pues es una fruta muy típica de aquí que no conocen seguramente.
El camarero empezó a aconsejarme aquella fruta, de la que me habló infinidad de tiempo, explicándome todas sus propiedades y exquisiteces. El nombre con el que llamaban a la fruta en cuestión, no lo recuerdo ahora, era una palabra realmente extraña, complicada y que escuchaba por primera vez, así que más por curiosidad de conocer aquella fruta que por otra cosa, le pedía a aquel señor tan simpático que me sirviera.
No sólo yo esperaba con impaciencia por ver de que fruta se trataba, sino que tantas explicaciones habían levantado también la curiosidad de Juana y del resto de compañeros que almorzaban con nosotros en la mesa.
Cuando apareció el camarero, no tuvimos mas remedio que romper a reírnos a carcajada de él. Menos mal que era un hombre muy gentil y comprensivo, que si no, le hubiera molestado mucho el cachondeo que al ver la fruta se formó.
Aquel pobrecillo, era muy buena persona, se le veía en los ojos, y en el trato que nos tenía, pero debía de ser aún más inculto que yo.
La magnifica y extraordinaria fruta de la que tanto nos había hablado, era simplemente la picota.
- ¡Pero si son picotas!- Dijo Juana como desengañada.
- ¿Picotas? – Preguntó el camarero asombrado.
- Sí, hijo, picotas. Esta fruta estamos hartos de comerla en San Fernando. La venden en todos los puestos de la plaza.
- No me diga. – respondió el camarero perplejo.
- Que sí hijo, que sí, que esta fruta es muy común.
- Pues yo hubiera jurado que era típica y exclusiva de estos lares.
- Bueno pues ya sabe que no.
- Ya, ya, bueno, pues lo siento, y perdonen las molestias. Si quiere usted otro postre, se lo traeré encantado.
- Que va, hombre, que va. Las picotas están muy buenas.
Y allí, alegres y riéndonos de lo ocurrido, di buena cuenta del plato de cerezas, comiéndomelas todas.
Tras almorzar, quien quiso, se tomó un cafelito expreso en la barra del bar, para luego volver a autobús y continuar el viaje a Portugal, hasta Lisboa más concretamente.
El viaje fue un poco tormentoso. Todos estábamos muy cansados, así que tuvimos que parar de nuevo en un bar de carretera para descansar unos minutos antes de llegar.
Eran más o menos las ocho de la tarde, cuando el autobús se adentraba en un puente impresionantemente largo, que colgaba de unos gruesos cables metálicos, atravesando un río enormemente ancho.
- El tajo – Grito una voz desde detrás.
- Ahí está Lisboa. Esa ciudad que se ve debajo es Lisboa.- Dijo otra voz.
Lisboa se nos presentó de repente ante los ojos, debajo de aquel larguísimo puente, al otro lado del río.
Antes de entrar, según íbamos atravesando el puente, dejábamos debajo sorprendentes barriadas de chabolas que crecían desde donde la ciudad empezaba hasta el mismo margen del río. Era obvio que en caso de crecida de las aguas, aquellas construcciones precarias serían inundadas, como ocurre siempre, y es que al perro flaco, todo se le vuelven pulgas.
Dejamos aquellas barriadas marginales atrás, contemplando según nos íbamos adentrando en Lisboa, como ésta era presidida de forma suntuosa por un Cristo de piedra, idéntico al que había visto hacía muchos años antes, en la ciudad de Río de Janeiro, en Brasil. Aquello me emocionó muchísimo. El Cristo estaba al otro lado del río, sobre una especie de torre de piedra, arriba de la cual, había un mirador, según nos contaron más tarde, desde donde se podía otear toda la ciudad y el tráfico fluvial.
Casi había anochecido, así que poco pudimos ver de la ciudad en la medida en la que íbamos adentrándonos por las calles.
El autobús se detuvo en un semáforo, a la derecha de una gran avenida, adosada de altas y modernas construcciones. Cuando el semáforo se puso en verde, continuó el recorrido abandonando aquella avenida y adentrándose en una calle pequeña y estrecha que desembocaba en una glorieta mortecinamente iluminada por tristes farolas que escupían sin gana una tenue luz amarillenta. En el centro de la plaza, había una pequeña fuente que echaba perezosamente un pequeño chorrito de agua. Por todo alrededor había bancos de piedra con brazos metálicos. Se me antojaba pensar que aquella glorieta hubiera sido un lugar idóneo a donde ir con la novia a darse el lote, de haber estado en la Isla, en vez de en Lisboa. Por detrás, los viejos e impresionantes caserones se erguían sombríos y con cierto halo de misterio debido a la media oscuridad y el silencio reinante.
Habíamos llegado por fin. Nos encontrábamos en una especie de antesala de la plaza Rossio, muy importante no ya sólo en Lisboa, sino en toda Portugal, por su trascendencia cultural, y su significación histórica, según nos informó la chica joven que nos acompañaba y que hacía las veces de guía turístico.
Cerca de allí, a unos cuantos metros subiendo por otra avenida distinta de por donde habíamos venido, se encontraba el hotel Roma, donde nos íbamos a hospedar.
Cuando llegamos al Hotel, nos bajamos todos con alegría, deseando entrar en las habitaciones que nos habían designado, por asearnos y refrescarnos un poco. Mi mujer hablaba en el vestíbulo con otras, y mientras yo la observaba desde cierta distancia. Siempre había sido una mujer pequeña, un poco ancha, ahora de mayor incluso más. Su pelo se había vuelto todo gris, aunque llevaba un peinado de permanente hecho en una peluquería para la ocasión. Llevaba abrigo negro de lanilla, medias y zapatos del mismo color. Su cara era seca y atezada. Tenía arrugas en la comisura de los labios, en la frente y debajo de los ojos, pero conservaba el cutis firme y la mirada vigorosa. La pobre no se había fijado de que llevaba todo el vestido arrugado y pegado a las carnes por la parte de atrás, lo que traté de solucionar yo con disimulo, debido a la gran cantidad de horas que nos habíamos pegado sentado dentro del autobús.
Subimos a la habitación cuando nos facilitaron la llave. Era una habitación de lujo, con una cama mucho mas grande y dura que la nuestra. Tenía televisión con mando a distancia, aseo muy limpio, e incluso un pequeño minibar repleto de botellas en miniaturas de licores y refrescos, de los que mi mujer me prohibió taxativamente coger ninguno, por el miedo a que nos clavaran luego en la factura.
Mi mujer entró en el baño para refrescarse, mientras yo jugueteaba con el mando de la tele, tratando de encontrar algún canal que se entendiera. Cuando ella salió, entré yo. La ducha era de ensueño, aunque yo sólo me refresqué la cara con agua fresca y me peiné para bajar a cenar. La cena sería allí mismo en el hotel. Menos mal que era así, pues todos nos encontrábamos demasiado cansados para aventurarnos a salir en busca de algún sitio. De haber sido así, seguramente me hubiera acostado aquella noche sin tomar nada.
Tras cenar, nos regresamos a la habitación, donde nos quedamos dormidos hasta el día siguiente. Algunas parejas se quedaron en el bar del propio hotel, pues por lo visto más tarde habían organizado una pequeña fiesta en la que actuarían incluso algunos artistas locales, pero aquello a nosotros no nos interesó.
A la mañana siguiente, tras desayunar, de nuevo nos metieron en el autobús y nos llevaron de un lado para otro enseñándonos aquella bonita capital.
La guía de la expedición nos aconsejó que no nos arriesgáramos a pasear solos por algunas zonas muy concretas de la ciudad, ya que por lo visto, era muy peligroso debido al alto índice de delincuencia. Aquella advertencia tan su generis, a mí por lo menos me acobardó, incapacitándome para cualquier posible escapadita por mi cuenta.
Lo que más me llamó la atención de todo lo que estaba viendo, era la gran diferencia de las clases sociales en Portugal. Allí o se es muy rico, muy rico, o se es muy pobre, muy pobre. No existe la clase media. Por ello, había grandes residenciales de lujosas mansiones, y barrios enteros de chabolas. Aquel contraste me fascinó, e hizo que me sintiera muy contento de ser español, de vivir en España.
Cuando regresamos de la excursión programada de aquel primer día, nos dijeron que la cena no estaba concertada, y que o bien cenábamos en el hotel, para lo cual debíamos de avisar con antelación, lo que nosotros no habíamos hecho, o bien cenábamos en un restaurante que había muy cerca, a menos de cincuenta metros, según se subía la avenida donde se encontraba el “Roma”.
Nos fuimos por consiguiente al restaurante dichoso, que resultó ser un auto servicio. Mi mujer y yo no estábamos acostumbrados a comer en locales como aquel, así que al principio nos costó un poco. Nos estuvimos fijando un rato en lo que hacían los demás, así que cuando ya observamos lo suficiente, cogimos cada uno nuestra correspondiente bandeja y nos dispusimos a coger aquello que más nos apeteció.
Yo llené un plato con ensaladilla rusa. Tenía muy buena cara. Otro con huevos duros, empanados fritos y rellenos de bacalao, que por cierto resultaron estar exquisitos.
No recuerdo ahora que fue lo que se tomó mi mujer. Cuando terminamos de cenar, nos replanteamos el asistir o no al baile del hotel de aquella noche, y decidimos nuevamente no ir. No obstante, mi mujer me dio libertad para que yo bajara un rato, por si se me apetecía tomar una copita, pero tampoco a mí se me apetecía mucho.
Lo más curioso de todo es que cuando pagamos la cena en la caja, al cambio nos llevamos la grata sorpresa de que prácticamente nos salía regalada.
- Unas quinientas pesetas nos ha costado comer a los dos.- Le dije a mi señora.
- Gabriel, hijo, que tú debes de estar equivocado.
- Que no, mujer, que no. Que he hecho muy bien las cuentas.
- Demasiado barato me parece.
- Pues así de barato ha sido.
Efectivamente. Al llegar al hotel, una vez en nuestra habitación, hicimos las cuentas y aquella cena no nos había salido mas cara de cuatrocientas cincuenta pesetas.
Era sorprendente lo barato que se comía en Portugal. Yo lo justifiqué diciendo que era lógico teniendo en cuenta que aquel era un país mucho más pobre que España, dándome una importancia en conocimientos económicos ante mi mujer que por supuesto no me correspondía.
Al día siguiente, embarcados en otra de las excursiones programadas de las que nos habíamos apuntado, comentamos el hecho a nuestros compañeros traseros de asiento. Ellos eran una pareja simpática de amigos que ya conocíamos de vista con anterioridad al viaje.
Aquella pareja no daba crédito a lo que escuchaba, pues decía, que a ellos les había resultado mucho mas caro cenar el día anterior.
- Que no, mire Usted, que no, que le garantizo que es muy barato comer.
- Mire Usted, ayer yo fui con mi señora y menos de mil duros no me costó comer.
- Pues hoy se van a venir con nosotros y ya verán que barato.
- Bueno si Usted lo dice... – Terminó él por aceptar, aunque no obstante seguía manteniéndose un poco incrédulo respecto de lo que yo le afirmaba reiteradamente totalmente convencido.
Pues dicho y hecho. Al llegar al hotel, y tras media hora que nos dimos para ducharnos, nos encontrábamos de nuevo con nuestros amigos para ir a cenar. El se llamaba Manolo, y había tenido toda la vida una tienda de ultramarinos en la calle San Vicente, la cual habían arrendado a una parejita joven que se habían hecho cargo del negocio desde que ellos se habían jubilado. Ella era Lola.
Con Manolo y Lola, entramos en el mismo autoservicio, y como la noche anterior, cogimos nuestra bandeja y la llenamos de lo que a cada uno le apeteció.
Yo tomé algo de pescado asado, manchado de salsa verde, y volví a repetir con los huevos duros, rebosados y rellenos que tanto me habían gustado. De postre una copa de helado con nueces de tres bolas, con nata y caramelo líquido.
Cuando llegó la hora de pagar, muy confiado, me dispuse a invitar esperando que toda aquella cena de los cuatro no llegara a mas de las dos mil pesetas, pero caí en uno de los mayores ridículos que jamás había hecho en mi larga vida. La chica de la caja me pidió mas o menos unas doce mil pesetas al cambio.
- No, no, debe de haber algún error. – Le dije asustándome al tiempo que un sudor frío se me caía por la cara y me quedaba pálido de repente. La chica repasó la cuenta.
- No señor, no hay ningún error- Me dijo amablemente con torpe español pronunciado muy graciosamente. - ¿Tiene algún problema?
- No, no, que va, ningún problema. – Afirmé al tiempo en el que sacaba la cartera y me disponía a pagar un poco desconcertado sin entender muy bien lo que estaba pasando.
Menos mal que Manolo resultó ser todo un caballero y viendo mi metedura de pata, voluntariamente ayudó a sufragar a media los gastos de aquella cena.
- Ya te dije Gabriel que era imposible.- Me decía Manolo muy condescendiente aunque recriminándome.
- Pues ayer, ya te digo, nos costó menos de cuatrocientas cincuenta la cena.
- Ya, ya, pero es que fue ayer cuando se equivocaron y no hoy.
- De todas formas, tienes razón. También a mí me pareció ayer demasiado barato para ser cierto.
Al regreso al hotel, las mujeres subieron las dos, diciendo que estarían un rato juntas charlando en una de las habitaciones. Manolo y yo nos quedamos un rato tomándonos una copita y disfrutando de la preciosa vista que nos proporcionaban una gachís extranjeras que estaban la mar de buenas, sentadas en la barra del bar, luciendo sendos escotes tremendamente llamativos por lo exuberantes y bonitos que eran.
A partir de aquella noche, a pesar del incidente en el restaurante, la excursión nos resultaría muchísimo mas divertida y amena, compartiendo desde entonces todos los momentos con esa pareja de amigos que acabábamos de hacer.
Vimos algunos pueblos portugueses, como Nazare, Sintra, y mucho otros. Estuvimos en un espectáculo de fados con cena, donde nos cogimos unas diarreas espectaculares, por hartarnos de “Viño Verde” y de merluza con salsa verde
Visitamos monumentos importantes como por ejemplo el palacio donde había estado viviendo Don Juan, el padre del Rey, exiliado de España en tiempos del régimen.
La verdad es que nos lo pasamos en grande. Cuando regresamos, al igual que en la ida, el viaje fue un poco cansino.
Una vez ya de vuelta, nos pegamos dos o tres días de asueto, en los que mi mujer no tuvo que cocinar ni nada, pues salíamos por la calle para comer, regresando tras ello a casa para dormir la siesta.
Nos replanteamos hacer cambios en la casa, pues ya a la pobre le iba haciendo falta, así que levantamos la vieja solería antigua ya muy gastada y pisada y pusimos modernas plaquetas. Cambiamos el alicatado de la cocina y del cuarto de baño. También pusimos nuevas todas las tuberías de la casa, los grifos y los sanitarios, de tal forma que la casita se nos quedó muy mona con la reforma.
Mi mujer hizo con mucha ilusión las cortinas nuevas, de llamativos cuadros de colores y cambiamos el antiguo sofá de escay por uno nuevo de piel mucho más confortable.
Seguimos yendo al Hogar del Pensionista, sobre todo porque aquel lugar se había convertido en punto de encuentro con nuestros amigos, que no eran pocos, y por supuesto nos apuntamos en muchas excursiones más.
Que yo recuerde así, a bote pronto, visitamos Granada, perdiéndonos todo un día por el palacio de la Alhambra y los jardines del Generalife, también estuvimos en Córdoba, Jaén, Madrid, Barcelona y Palma de Mallorca, lugar que por cierto, no terminó de gustarnos mucho.
En Palma de Mallorca visitamos el palacio donde en la actualidad se hospeda el Rey, cuando va por allí a veranear. En el muelle, con mucha protección policial también vimos el yate magnífico con el que sale a navegar cuando está en la isla.
¿Quién iba a decirme a mí que a la vejez me iba a hartar de viajar por todas partes?.
¿Quién podía suponerse que el tiempo más feliz de mi vida, sería ese al que todos llaman de la tercera edad?
CAPITULO 9
- ¿Qué te pasa Gabriel?- Me preguntaba Juana viendo que aquella mañana me costaba levantarme.
- No lo sé hija, no me encuentro del todo bien.
- ¿Te duele algo?
- No, no es eso, es que me siento muy cansado.
- ¿Quieres que llame al médico?
- No, que va, no hace falta.
- ¿Te ayudo a levantarte?
- No, no, ve tú a lo tuyo y no te preocupes por mi, ya se me pasará.
Aquella mañana me había despertado como si me faltara la vida. Al levantarme noté como un extraño cansancio inusual en mi. No tenía ganas de nada. Aún así, me levanté de la cama, costándome más trabajo que nunca atarme los zapatos, no obstante, me vestí y me aseé lo mejor que pude por no asustar a mi mujer.
- Juana, a mi no se me apetece ir a esa excursión que tenemos programada para el próximo fin de semana. – Le dije a mi mujer mientras desayunábamos.
- A ti te pasa algo, tú estás muy raro.
- Que no, mujer, que no. Tan sólo es que no tengo ganas de excursiones.
- Pues no te preocupes hijo, no vamos y listo.
- ¿La tenemos señalada?
- El dinero es lo de menos.
- ¿Cuánto diste de señal?
- Que no importa hombre, que no importa. Además seguro que el administrador nos lo devuelve. Ya sabes que ese hombre es un hombre muy amable.
- Es verdad, es verdad. No sé porqué tengo esta manía absurda de desconfiar de todo el mundo.
Algo estaba cambiando en mi interior, yo lo notaba y me daba miedo.
Corrí la cortina y levanté la persiana de la ventana que daba al exterior desde el salón. El sol se introducía con timidez a través de los desnudos cristales. Se notaba en la luz, el cambio de hora, el alargamiento de los días.
Luego volví a sentarme en la mesa camilla de donde me había levantado, para terminar de tomarme el poco de café que aún había en la taza. Estaba ya casi frío, así que lo apuré de golpe.
Juana estaba recogiendo todos los tiestos del desayuno. Se la oía fregotear en la cocina. Yo me puse las gafas para poder leer un poco por encima el periódico mientras ella terminaba. Seguía teniendo la camisa de manga corta abierta. Mis brazos, antaño fuertes y robustos, estaban ahora flácidos y enclenques, como si la carne y la piel que cubrían el hueso, se les hubieran quedado grande.
Con un poco de ansiedad contenida, me levanté de la mesa tras apurar la taza, y busqué el espejo redondo que colgaba encima del lavabo en el cuarto de baño. Me miré analizando mi rostro, viéndome más viejo que nunca. Con la brocha mojada en agua caliente y enjabonada, me llene de espuma la cara, y me afeité estirando los pliegues de la piel, apretando contra ella con fuerza la cuchilla. Luego volví a enjuagarme y secarme con la toalla limpia que colgaba de un lado del lavabo. Impregné mis manos de colonia y me di un masaje en la cara que me escocía, poniéndose colorada como cada mañana. Aquella sensación me agradaba, me producía cierto bienestar sintiendo como si estuviera más fresco, más limpio.
Terminé de abrocharme convenientemente la camisa, y adecentarla metiéndomela por debajo del pantalón, atándome la correa de cuero marrón en su justo agujero. No tenía ganas de cepillarme los dientes, de todas formas, para los poco que me quedaban, tampoco era algo demasiado importante. Me mojé el pelo y lo peiné dejando a la derecha de mi cabeza la raya que por sí sola ya se producía.
- ¿Estás listo Gabriel?
- Sí.
- ¿Nos vamos?
- Venga.
Acompañando a mi mujer, abandonamos la casa, dejándola cerrada con tres vueltas de llave en la cerradura. Subimos la calle hasta desembocar en la Calle Real, cruzamos a la acera de enfrente buscando la caricia del sol recién estrenado ese día, y paseando tiramos dirección a la plaza de abasto.
Al llegar a la plaza del Rey, doblamos a la derecha, subiendo la cuestecilla de la cárcel, que me pareció estar más en pendiente que nunca. Al girar, un repentino remolino polvoriento de levante casi nos ciega y nos desequilibra. Juana se agarró a mi brazo, más que por protegerse ella, para evitar que yo me cayera al suelo. Hacía ya algunas semanas que ella venía observando lo torpe que yo me encontraba de las piernas y de la vista.
- Juana, yo no tengo ganas de ir hoy a la plaza. Ve tu, yo te espero aquí en el Cuarenta y Cuatro.-
El Cuarenta y Cuatro era aquel bar típico en San Fernando donde yo solía tomar el cafelito cada amanecer, tras haber estado acompañando en su procesionar al Señor del Nazareno. Un bar donde la gente que se dedicaban a las labores de la mar, solían desayunar temprano, al pasar por allí, camino de Gallineras. Estaba justamente en la esquina frente a la plaza del Rey y el Ayuntamiento, y siempre estaba lleno de gente.
- Está bien Gabriel, no tardaré mucho.
- Vale.
Juana se marchó con cierta preocupación. Se le podía ver en los ojos que no se marchaba muy tranquila. Al nada de tiempo, unos cinco o diez minutos, no más, regresaba ella de nuevo.
- ¿Ya has comprado?
- Que va, pero es que no estoy demasiado tranquila. No te veo muy bien hoy.
- No te preocupes mujer, ve a comprar que yo te espero aquí.
- Que no, que no. Me quedo más tranquila si tu te quedas esperándome en el círculo de Artes y Oficios.
- Buena idea, allí me parece que está Manolo.
- Pues eso he pensado. Así te quedas con él y al menos estás acompañado.
- Muy bien, muy bien.
Volvimos a la calle Real, ahora atravesándola en sentido inverso. Íbamos andando sin prisa, con paso cansino, parándonos en todos los escaparates, simulando yo que los miraba, cuando lo que realmente hacía era descansar en cada uno de ellos.
Cuando llegamos, entramos en la sala de aquel local social tratando de ver a Manolo, mi amigo. Como no lo vimos al entrar, Juana preguntó por él a otros que por allí estaban jugando al domino o leyendo el periódico.
Manolo estaba dentro, terminando de arreglar algunos asuntillos administrativos de la asociación. Él era el Secretario. Lo habíamos elegido democráticamente, no hacía aún ni dos meses, ya que de entre todos los viejos, él era el que mejor se encontraba y además, había sido toda la vida de Dios escribiente en la Bazán.
Juana estuvo hablando con él, explicándole que yo no me encontraba muy bien aquella mañana y que ella tenía que ir a la plaza, pidiéndole que por favor me acompañara. Yo mientras me sentaba, dejándome de caer en ese sillón, que bien ha venido a ser mi mejor amigo en estos últimos días.
- ¿Qué te pasa, hombre, te encuentras maluquillo?
- Eso es el levantito, que lo tienes metido por el cuerpo y te tiene loco.
- Eso debe de ser.
- ¿Te hace echar una partidita?
- No Manolo, hoy no, quizás mañana.
- No te preocupes, mañana la echaremos cuando te encuentres mejor.
El seguía hablando y hablando, ignorando que yo no lo escuchaba. Allí sentado, como si se tratase de una película, me fueron viniendo recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia sin venir a cuento.
Manolo seguía hablando, y yo, sin escucharle, creo que me quedé dormido, soñando con todos los recuerdos que componían la historia de mi vida y que se me agolpaban en la mente.
De repente, sentí un profundo silencio. Una paz impresionante que jamás antes había sentido. Manolo seguía allí hablando y hablando y yo no podía escucharlo. Me vi a mí mismo, dormido, sentado en aquel sillón que bien ha venido a ser mi mejor amigo en estos últimos días. Fue entonces cuando me di cuenta de que aquel pobre viejo ya no era yo.
Yo, ligero y aliviado, me elevaba, como si fuera un pañuelo blanco que se lleva el viento, por el aire, marchándome hacia la luz brillante. La luz más brillante que jamás habían visto mis ojos, acordándome no se porqué, de aquella señora gruesa y amable, que se parecía a mi madre, que hace ya mucho años, me dijo al bajarme de un tren, que yo debía de ser “EL SEÑOR DE LOS VIENTOS”.
******
Algunos minutos mas tarde, Manolo se daba cuenta de que yo ya no estaba. Asustado se acercó cogiendo mi mano para tomarme el pulso, apretando sus dedos sobre mi muñeca tratando de sentir el pulso de mis venas, ante el estupor de todos los que se alborotaban a mi alrededor, sentenciando tajantemente, tras inundársele los ojos de lágrimas, que yo había muerto.
FIN