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agosto 22, 2010
Valldemosa, noviembre de 1913
I
El barco blanco de la Compañía Isleña Marítima se hallaba anclado cerca del muelle marsellés. El sol del mediodía estaba esquivo en la fresca mañana. Acompañado de un amigo, Benjamín Itaspes fue a bordo, se posesionó de su camarote, entregó su equipaje. Como ya se iba a partir, se despidió del amigo y se puso a pasear sobre cubierta. Él era el único pasajero de primera. Por la proa, escasa gente, toda mallorquina y catalana, posiblemente del pequeño comercio, conversaban en su áspera lengua. El vapor era limpio y bien tenido; con todo, había un vago olor muy madre-patria... La cocina estaba sobre el entrepuente y se veía a un cocinero sórdido manejar perniles y pescados. A un lado suyo, en una especie de jaula, había cecinas; sobreasadas, cebollas, pimientos rojos y salchichones. De cuando en cuando salía un fogonero, todo negro, de una puerta lateral. Cogía un botijo que había al alcance de su mano, y bebía a chorro. Luego volvía a descender a su carbonera.
El vapor pitó; se puso en actividad; salió, al lado de un gran navío catalán que descargaba sobre un lanchón pesadas barras de plata, o de estaño, en las cuales se leía en grandes letras vaciadas: «Figueroa». Pasó junto a los faros. Volvió a pitar. Entró mar afuera.
Benjamín miró el panorama de la gran ciudad mediterránea, dio un último saludo a la enorme estatua de Notre-Dame de la Garde, que se alza desde su eminencia, y luego se puso a contemplar distraídamente el mar, tan amado por él. Le había recorrido tantas veces en tan diferentes latitudes, y siempre le encontraba tan nuevo y tan constante, tan ambiguo y tan sincero... Era un vasto ser animado, líquido y palpitante, todo vida y enigma. Y a veces, en sus instantes de meditación o de exaltación, le hablaba como a una divinidad, o ser inteligente, le hablaba en voz alta, o a media voz, como cuando decía, todas las noches, su Padre-nuestro. Pues Itaspes había conservado, a pesar de su espíritu inquieto y combatido, y de su vida agitada y errante, mucho de las creencias religiosas que le inculcaron en su infancia, allá en un lejano país tropical de América. El mar estaba quieto, pero Benjamín percibía el eco profundo de su corazón, su honda y eterna melodía interior, que se comunica con la que el artista lleva en el arcano de su alma.
El capitán del barco, un catalán robusto, de ojos «marinos», afeitado como un monje, o como un actor, afable, se acercó: «Es usted el único pasajero de primera...; debe ser el Sr. D. Benjamín Itaspes, el célebre músico, a quien se me recomienda en un telegrama. Estoy completamente a sus órdenes. He ordenado que se le sirva en una mesita aparte.» Nada mejor. Benjamín gustaba poco del trato de «la gente», de la «bétisse» circulante que se manifiesta por la usual y consuetudinaria conversación, del vulgo municipal y espeso, como él decía. Así como gustaba de comunicar con los espíritus sencillos, con los campesinos simples, con los marineros, y con los viejecitos y viejecitas de pocas luces, que viven de recuerdo y, cuentan curiosas cosas pasadas que ellos presenciaron.
Almorzó, pues, solo, a la hora que quiso, pues no la había señalada; comió el excelente salchichón, una especie de pescadilla, diversos guisos si no finos, sabrosos, queso de Mahón, rica fruta; bebió con placer rojo y natural vino de la tierra, vino de España, harto como estaba de las composiciones y menjurjes caros de París. Se atrevió, contra las prescripciones de su médico, a tomar una taza de café... Y aunque recordó sus dolencias y sintió punzadas y molestias de la gastritis, se encontró con un buen ánimo, con la esperanza de que pronto el aire y la tierra encantada de la isla de Mallorca, y la bondad de los amigos en cuya mansión había de hospedarse, en una región sana y deliciosa, y el ejercicio, y sobre todo la paz y la tranquilidad, y el alejamiento de su vivir agitado de Francia, habrían de devolverle la salud, el deseo de vivir y de producir, el reconfortamiento del entusiasmo y de la pasión por su arte.
Notaba, con gran contentamiento, que no sentía la necesidad de los excitantes, lo cual contribuiría, según los médicos, al completo restablecimiento de su bienestar físico y moral. Aunque se encontraba débil, después de la última crisis que le postrara por largos días, en cama, no recurría a los por toda su pasada vida habituales alcoholes. Apenas, de cuando en cuando, si las fuerzas estaban muy flacas, tomaba unos sorbos de un vino medicinal de quina, amargo y meloso a un tiempo, que si le fortalecía por instantes, le causaba ardores y alfilerazos estomacales. Tenía sus consecutivos padecimientos por donde más pecado había; porque el quinto y el tercero de los pecados capitales habían sido los que más se habían posesionado desde su primera edad de su cuerpo sensual y de su alma curiosa, inquieta e inquietante.
Ahora, cabalmente, estaba pagando antiguas cuentas. Como se dice, aquellos polvos traían estos lodos. Mas se decía: «Pero, Dios mío, si yo no hubiese buscado esos placeres que, aunque fugaces, dan por un momento el olvido de la continua tortura de ser hombre, sobre todo cuando se nace con el terrible mal del pensar, ¿qué sería de mi pobre existencia, en un perpetuo sufrimiento, sin más esperanza que la probable de una inmortalidad a la cual tan solamente la fe y la pura gracia dan derecho? ¿Si un bebedizo diabólico, o un manjar apetecible, o un cuerpo bello y pecador me anticipa "al contado" un poco de paraíso, voy a dejar pasar esa seguridad por algo de que no tengo propiamente una segura idea?» Y hablando con su corazón y de verdad, en lo íntimo de sus voliciones, se presentaba a lo infinito tal como era, lleno de ansias y de incontenibles instintos. Y así besaba o comía o absorbía sus bebedizos que le transformaban y modificaban pensamiento y sentimiento. Y como desde que tuvo uso de razón su vida había sido muy contradictoria y muy amargada por el destino, había encontrado un refugio en esos edenes momentáneos, cuya posesión traía después irremisiblemente horas de desesperanza y de abatimiento. Mas se había aprisionado en el tiempo, aunque fuese por instantes, la felicidad relativa, en una trampa de ensueño.
Al amanecer del día siguiente se veía tierra de Mallorca, la isla de Oro. Luego se dejaban a un lado los islotes cercanos, las costas pintorescas y rocallosas; los caseríos de Porto Pi y de El Terreno, el castillo histórico de Bellver, y entraba el barco blanco en la bahía de milagro de la dulce Palma, cuya catedral, en los crepúsculos, sobre la ciudad violeta, como sobre un altar, arde de sol como una llama.
Esperaba a Itaspes en el muelle un amigo, el caballero que debía hospedarle, en su señorial mansión de Valldemosa. Así que tras el abrazo de bienvenida ambos subieron al automóvil que debía conducirlos al castillo. Era el castellano de gentiles maneras y de humor excelente, ágil y fuerte aunque algo enjuto de cuerpo, de conversación culta como correspondía al letrado que era amigo de referir anécdotas, recuerdos y sucedidos, aficionado a las artes y a las letras y gustador de las obras musicales de su amigo, con quien se había relacionado algunos años antes en la misma isla. Por el camino recordaban sus pasadas excursiones con otros compañeros de intelecto y jovial espíritu, como Jaime de Flor, catalán famoso por sus pinturas y sus escritos, una especie de bohemio millonario que había realizado su vida a su capricho y se había defendido con la alegría de los amargores y durezas del bregar cotidiano; como Ángel Armas, exaltado, vibrante, alocado de belleza, nutrido de diversas filosofías, imbuido de radicalismos y anarquismos que terminaban en una grande e innata dulzura; como el poeta grave y noble, Pedro Alibar, nutrido de simientes clásicas y que iba al alma de su pueblo y de su raza sin dejar de formular la melodía de su lírica ánima individual.
Benjamín iba contento en la mañana acariciante de octubre. El sol que apareció primero nublado, abría los velos de nubes y ofrecía la bondad de su luz tibia. Volaba el auto por la carretera, entre los huertos bien cultivados y los olivares, y luego las aglomeraciones de rocas ciclópeas coronadas de verdura. De cuando en cuando había que amenguar la rapidez de la máquina, a causa de un burrito, una mula albardada, o un carro con pesada carga, un caminante que venía de los campos.
Se atravesó el dantesco trecho de los olivos centenarios, milenarios, que perpetúan, como en eternidad, sus como petrificados gestos y ademanes de metamorfosis; se dejó a un lado la colosal mole que tiene un nombre y una leyenda moriscos; se vieron por fin las vastas colinas cultivadas, a graderías, como en anfiteatro, las hondonadas y valles con sus casitas, sus sembrados, sus viñas, sus higueras, sus cactus africanos, las raquetas espinosas adornadas con los pompones encarnados de los higos chumbos. Se divisaron las casas del pueblo, se pasaron tapiales y callejuelas donde jugaban niños risueños y sucios; se detuvo por fin el vehículo frente al vetusto y tradicional edificio, cuya ancha puerta, bajo sus dos cuadradas torres, y coronada por un escudo en que se ve esculpida la imagen de San Bruno, estaba adornada de palmas. Desde fuera y por todos los escalones había regadas ramas de mirto. Estaba la mansión con alegría. Se saludaba, con la generosa y cordial hospitalidad de antaño al artista amigo que llegaba. María, la castellana, la señora de la morada, estaba sonriente, entre sus niños, semejantes a blancos y sonrosados principitos de Vandyck. Pronto Benjamín Itaspes estuvo en posesión del apartamento que debía habitar por una temporada. Se le dejó solo. Se sentó a descansar y a reflexionar.
Era la primera vez que necesitaba verdaderamente de un largo reposo, de un dilatado contacto con la naturaleza, de un alejamiento de la ciudad abrumadora, de la tarea precisa, casi mecánica, que le agriaba el entendimiento, del fingido hogar que le habían traído las consecuencias de una vida «manquée», del padecimiento moral incesante que agravaba el inveterado recurso de los excitantes, de los alcoholes de pérfida ayuda. Se encontraba a los cuarenta y tantos años fatigado, desorientado, poseído de las incurables melancolías que desde su infancia le hicieron meditabundo y silencioso, escasamente comunicativo, lleno de una fatal timidez, en una necesidad continua de afectos, de ternura, invariable solitario, eterno huérfano, Gaspar Hauser, sin alientos, sin más consuelo que el arte amado y por sí mismo doloroso, y el humo dorado de la gloria en que Dios le había envuelto para calma de su incurable desolación.
Su salud física, hasta entonces robusta, empezaba a decaer. Ni en su infancia, ni en su juventud había hecho ejercicios musculares. Su aspecto era de un hombre fornido y bien plantado, pero su debilidad era extrema. No había frecuentado gimnasios, ni hecho servicio militar, ni se había dedicado a deportes. Y sobre esto, desde su adolescencia, pasada en climas ardorosos y gastadores, había sido el enemigo de su cuerpo a causa de su ansia de goces, de su imaginación exaltada, de su sensualidad que complicó después con lecturas e iniciaciones, su innato deseo de gozar del instante, con todo y su educación religiosa. Un temperamento erótico atizado por la más exuberante de las imaginaciones, y su sensibilidad mórbida de artista, su pasión musical, que le exacerbaba y le poseía como un divino demonio interior. En sus angustias, a veces inmotivadas, se acogía a un vago misticismo, no menos enfermizo que sus exaltaciones artísticas. Su gran amor a la vida estaba en contraposición con un inmenso pavor de la muerte. Era esta para él como una fobia, como una idea fija. Cuando ese clavo de hielo metido en el cerebro le hacía pensar en lo inevitable del fin, si estaba en soledad, sentía que se le erizaba el pelo como a Job al roce de lo nocturno invisible.
Tantos años errantes, con la incertidumbre del porvenir, después de haber padecido los entreveros de una existencia de novela; en una labor continua, con alternativas de comodidad y de pobreza; con instintos y predisposiciones de archiduque y necesitado casi siempre, sin poder satisfacer sino por cortos periodos de tiempo sus necesidades de bienestar y aun de lujo, amigo de bien parecer, de bien comer, de bien beber y de bien gozar como era; cansado de una ya copiosa labor cuyo producto se había evaporado día por día; asqueado de la avaricia y mala fe de los empresarios, de los «patrones», de los explotadores de su talento, dolorido de las falsas amistades, de las adulaciones interesadas, de la ignorancia agresiva, de la rivalidad inferior y traicionera; desencantado de la gloria misma, y de la infamia disfrazada y adornada y halagadora de los grandes centros, se veía en vísperas de entrar en la vejez, temeroso de un derrumbamiento fisiológico, medio neurasténico, medio artrítico, medio gastrítico, con miedos y temores inexplicables, indiferente a la fama, amante del dinero por lo que da de independencia, deseoso de descanso y de aislamiento y, sin embargo, con una tensión hacia la vida y el placer -¡al olvido de la muerte!- como durante toda su vida. Curioso Benjamín Itaspes...
(La Nación, 4 de diciembre de 1913, p. 9.)
Valldemosa, noviembre de 1913
II
Había nacido en una ciudad de la América española, de una familia burguesa, con algún haber. Por rencillas inmediatas, consecuencia de un matrimonio forzoso, sus padres se separaron, y él fue educado por una tía materna. «Ingrata suerte -se decía. Educación de mujer... Quizá de allí vienen mis caprichos, mis debilidades, mis exasperaciones nerviosas, mis creencias en lo extraordinario, mis supersticiones... Educación de mujer, cariños, rezos, a veces latigazos... Aquella vieja casa, donde por las noches, después de pasado el crepuscular vuelo de los murciélagos, se oía el especial siseo de las lechuzas, y en donde se aseguraba que 'espantaban'... La visión imborrable de la bisabuela, una anciana paralítica que se mantenía en un sillón moviendo la cabeza... El recuerdo de los continuos sustos, al hallar en las camas de cuero, al tiempo de ir a acostarse, alacranes y ciempiés... El especial ruido de las tejas cuando había temblor de tierra... Las consejas de aparecidos oídas en la cocina a las criadas indias y mulatas... Luego, después de los primeros años, una vida de escasez... Pensar en su infancia le entristecía y hacía revivir lejanas impresiones dolorosas, horas de temor y de melancolía...
Después, el despertar de su pubertad en el colegio, los estudios mal seguidos, un tiempo de internado en un establecimiento que había sido antiguo convento de franciscanos y donde era sabido que también aparecían fantasmas, aun de día, entre las viejas piedras terrosas... Las iniciaciones de la carne, las sorpresas sexuales de las que creía en su ignorancia ser descubridor... El como un día se sintió enamorado y poseído de la música y apasionado por el misterio de la mujer... Su misticismo junto a su innato erotismo... ¡Cuán lejos aquellos comienzos! Y, ¿no había sido entonces, entre los catorce y los quince años, cuando probó por la primera vez el veneno que había de influir más tarde en el desarrollo de su mentalidad y en la formación de su carácter, y quizá en una parte de su obra? Todo había sido dependiente de las disposiciones del destino. Si él hubiera nacido rico, ¿cuántas horas trágicas, cuántos terremotos vitales y mentales evitados, cuán diferente la realización de su obra artística... «Sí -le argüía una voz interior, que estaba de acuerdo con lo que mucha gente le decía- pero no sería tu obra la actual, no serías tú el que eres, no serías tú»... ¿Sería esto verdad? Sus armonías, sus poemas musicales, estaban impregnados de esencia fatal, estaban llenos de la sangre de su corazón, del sudor de sus agonías, y había sido preciso que así fuese eso... Y «eso», ¿para qué? Para la consecución de un nombre, de la gloria, que es, en lo infinito del tiempo, no el sol de los muertos, como dijo el gran novelista, sino un templo de deleznable ceniza... No estaba puesto en razón el divino y miserable francés que escribió:
...la gloire c'est une humble absinthe éphémère
prise en catimini crainte de trahisons:
et si je ne bois pas plus c'est pur des raisons?
Cierto; una pasión de arte podía llenar toda una vida, pero no como un fin, sino como un gran complemento para la elevación del propio ser en su enigmático paso por la tierra... El arte, algo de Dios, ventana por donde algo de Él se sospecha percibir; algo que se relaciona con lo que está más allá del planeta en que nos volvemos locos... Con todo y la fe en la divinidad, una fe relativa, a menos que no se posea el talismán de los santos, el sésamo de los videntes, nuestras dudas y nuestras ansias no corresponden a la pequeñez de nuestro escenario en el universo... El planeta, buena bolsa de tierra que va rodando no se sabe qué inaudito escarabajo, por lo infinito, no se sabe adónde... ¡Ah! No haber apuntalado con los más firmes aceros de la convicción absoluta, desde los primeros años, una fe ciega, ciega por completo, en vez de esta fe en extremo miope que se acerca al misterio para ver mejor, y luego no ve nada... Y la seguridad de que tarde o temprano se pasará tras la cortina de sombra... Por eso, hay que tenerlo entendido, por eso, por esa idea persecutoria, por esa obsesión de que no podía librarse, buscaba muchas veces el escondite de los paraísos artificiales, el engaño cerebral y, como el avestruz, metía la cabeza en el agujero...
El arte, como su tendencia religiosa, era otro salvavida. Cuando hundía, o cuando hacía flotar su alma en él, sentía el efluvio de otro mundo superior. La música era semejante a un océano en cuya agua sutil y de esencia espiritual adquiría fuerzas de inmortalidad y como vibraciones de electricidades eternas. Todo el universo visible y mucho del invisible se manifestaba en sus rítmicas sonoridades, que eran como una perceptible lengua angélica cuyo sentido absoluto no podemos abarcar a causa del peso de nuestra máquina material. La vasta selva, como el aparato de la mecánica celeste, poseía una lengua armoniosa y melodiosa, que los seres demiúrgicos podían por lo menos percibir: Pitágoras y Wagner tenían razón. La Música en su inmenso concepto lo abraza todo, lo material y lo espiritual, y por eso los griegos comprendían también en ese vocablo a la excelsa Poesía, a la Creadora. Y que el arte era de trascendencia consoladora y suprema lo sabía por experiencia propia, pues jamás había recurrido a él sin salir aliviado de su baño de luces y de correspondencias mágicas. ¿Era asimismo un paraíso artificial? No, puesto que en el secreto de su poderío uno no podía disponer de él sino él de uno, él era el que poseía y se hacía manifiesto por medio del deus, sus excelencias resplandecían intensamente en nuestro mundo incógnito, anunciadoras siempre de un resultado bienhechor que nunca engañaba. Y quizá esta era la verdadera compensación para el elegido que venía al mundo con su emblemático signo y con su sagrado cilicio. Dios está en el Arte, más que en toda ciencia y conocimiento, y la santidad, o sea el holocausto del existir, no es sino el arte sumo elevado a la visión directa del Completo teológico, purificado por lo infinito del fuego de los fuegos. Es la locura del Señor. «Stultitia dei».
Así divagaba Itaspes, cuando un ruido de niños y la figura menuda y risueña de la castellana, María, artista gentil y madre infatigable, le llegaron a sacar de sus reflexiones.
-«¡Animarse!, ¡animarse! ¿No va usted a conocer la casa? ¿Quiere usted ir a dar un paseo por el jardín, por el claustro, a moverse y a comenzar a recobrar la salud? ¿Quiere usted subir a la torre, donde está la biblioteca? Aunque, dejar los libros para venir a los libros... Mi marido le espera. ¡Vaya usted; afuera el solitario!»
Entre los niños risueños, Benjamín fue a buscar a su amigo que le hospedaba, al envidiable Luis Arosa. Envidiable por su carácter tranquilo, por su manera modesta y tradicional de tener fortuna, de administrar, de vivir, alejado de los bullicios de la ciudad, de los chismes provinciales, de las políticas comineras y de cacicazgo. Envidiable por la conservación de las costumbres antiguas, de los usos familiares. Como sus abuelos, manifestaba las señales de una religiosidad practicante, cristiano viejo, católico en la sangre y en la conciencia. Rezaba con su familia el Padrenuestro y el Avemaría acostumbrados por generaciones y generaciones de Arosas, en la mesa, al principio de los yantares. Se descubría al pasar por una iglesia u oratorio, daba el agua bendita a su acompañante, al entrar y salir de un templo. Envidiable por sus hábitos moderados y patriarcales, por su razonada y medida afición por las cosas del arte, y sobre todo por vivir en la paz y felicidad de señor y terrateniente tranquilo, en medio de una descendencia numerosísima que se había fabricado con el mejor y, más loable entusiasmo.
Le encontró Benjamín en una de las torres del castillo, la que servía de biblioteca, llena de libros apiñados en estanterías, por todos los cuatro lados. Por las ventanas se veía el campo, las cercanas laderas y las lejanas montañas; y entraba el día a verter su resplandor sobre los volúmenes empolvados, algunos antiquísimos y encuadernados en sus amarillentos pergaminos. Había obras de teología, de historia, de literatura, códices y manuscritos vetustos; libros del siglo pasado, colecciones clásicas, algunas incunables; los autores latinos de Nissard, autores griegos, libros de religión, de literatura, de arte; grandes mamotretos y tomos finos, ilustraciones y años enteros de revistas; todo lo preciso para entregarse a la lectura durante luengos años, viviendo de sus rentas, conservando lo mejor posible la salud, haciendo más hijos, hasta la llegada de la intrusa, de la Separadora, como se dice en los cuentos árabes.
Para Itaspes el descubrimiento de la biblioteca era el de un verdadero tesoro. Aunque había ido a pasar una temporada de reposo, de terapia campestre, a pedir al campo, al mar y a las montañas el apuntalamiento de su organismo, la salud de los aldeanos, el calafateo de su ánimo averiado, no podía dejar a un lado su firme afición a los libros, a los libros viejos principalmente.
Tenía Luis en sus manos un apolillado cronicón forrado en cuero flavo:
-Aquí tiene usted algo que ha de interesarle: es la historia de este edificio, en el cual ha de pensar y soñar usted todo este invierno.
En el venerable tomo, cuya primera página, caligrafiada bellamente, como era de saberse, por mano monjil, en letras negras y rojas, leyó, bajo un signo crucial:
«Iesvs María - Fvndacio, y Svcces - siv estat de este real Monestir, sagrada Cartvxa - de Iesvs de Nazaret de Mallorca son glorios principi per el Serenissim Rey - don Marti de Arago any del Señor - MCCCVIIIIC - Per F. Albert Pvig Monge pro - fes de dit real Monestir.» Y bajo un blasón en que se veía a un lado la imagen de Nuestro Señor Jesucristo: «Neque qui plantat est aliquid, neque qui rigat: sed qui incrementum dat, Deus. I. Cor., 3. 7.»
Era el manuscrito el mismo que había tenido en sus manos D. Melchor Gaspar de Jovellanos, el gran Jovellanos, cuando fue, por razones políticas, deportado a la isla, y aprovechó su tiempo, al amparo de la buena amistad de los frailes de la Cartuja, en sus ocupaciones preferidas, que eran las literarias. En esa misma torre en donde se aglomeraban ahora los libros, había habitado aquel célebre estudioso, aquel amable sabio.
Fueron a dar un vistazo al extenso edificio. Sabía Benjamín la historia de su creación y cómo fue construido para que el asmático rey D. Sancho viniese a respirar un aire puro en las pintorescas y sanas alturas valldemosianas. El palacio tuvo por constructor al arquitecto Jordá, mallorquín, y se comenzó a preparar el terreno para los cimientos conforme con una disposición real fechada en 3 de julio de 1.321. Pronto estuvo la fábrica terminada, que era al par alcázar de reposo y castillo de defensa. El primer alcaide se llamó Martín Muntanes. Muere D. Sancho en Santa María de Formiguera, ocupó el trono de Mallorca D. Jaime III, quien no se ocupó mucho en el palacio de su tío. Triunfante el invasor D. Pedro IV, que agregó Mallorca a la corona de Aragón, vino a Valldemosa, y, amigo de la caza, hizo de la hermosa construcción un centro cinegético. Fallecido dramáticamente, a causa de su afición, en una selva, catalana, le sucedió su hermano D. Martín, quien cediendo a los pedidos de los religiosos de la orden de San Bruno, cedió el alcázar para que fuese convertido en monasterio.
Bajaron la escalera de caracol estrecha como la de los campanarios; recorrieron las distintas salas, las antiguas habitaciones de los cartujos, la capilla hoy convertida en teatro familiar, gran salón decorado con frescos que representan escenas de la historia del real castillo.
En el escenario se representan, en días excepcionales, por aficionados pertenecientes a la familia de Palma, comedias morales, o hay recitaciones literarias, o tocan músicos del lugar, en sus guitarras y mandolinas, aires del país, mientras parejas rústicas danzan bailes tradicionales, como las famosas boleras mallorquinas. Vieron las celdas, hoy habitaciones modernizadas, pero en las cuales se conservan los viejos y fuertes pavimentos de ladrillo, muebles de antaño, como el botiquín de los padres; la abertura en el muro por donde se recibía el pan, y una tabla especial en donde se señalaba la cantidad que cada religioso necesitaba. En una de las celdas se veían sobre un ladrillo lo que las buenas gentes del lugar juzgaban las huellas del diablo, cosa que Benjamín hubiera deseado más justificada, pues bien claro se veía que cuando el ladrillo estaba recientemente hecho y muy húmedo, había puesto sobre él la pata un inocente y poco diabólico perro...
Pasaron a la parte del convento nuevo, por el jardín, que rodea la columnata del antiguo claustro, y un patio en donde en el tazón de una fuente, una pequeña divinidad marina sopla en su caracol de bronce, entre el verdor de los mirtos y arrayanes, y el jazminero que nieva sus estrellas impregnadas de un aroma tan sensual y oriental. El trecho entre el antiguo convento y el nuevo es la parte en que estaba el cementerio. No hay ni vestigios de tumbas. Dos altos plátanos se alzan dando sombra a las casas vecinas, y un hondo pozo se ve con su brocal de reciente hechura. Según una guía, «la segunda cartuja fue bendecida por delegación del Papa Pío VI en 1784 y la nueva y actual iglesia inaugurada en agosto de 1812. Es esta de estilo grecorromano, con profusión de adornos, habiendo sido pintados los frescos algún tanto defectuosos, por el aragonés Bayen, tío del inmortal Goya, siendo los florones de los arcos y relieves del escultor italiano Cogni y los medallones con los bustos de Pío VII y del rey D. Martín, así como los demás en que van grabados los escudos de armas de los Esterilch, Pax, Zafortega, Nicolau, Oleza, Llabrés, bienhechores del convento, ejecutados por el catalán Folch».
(La Nación, 7 de diciembre de 1913, p. 11.)
Valldemosa, diciembre de 1913
III
-Esta es la celda de George Sand y de Chopin, dijo Luis de Arosa señalando a su amigo, en el largo corredor del claustro, una puerta pintada de verde. A la verdad, ello no se sabe con seguridad, pero se cree que si no es esta, la número 2, es la número 3. ¡Se ocupa tan poco la francesa de estos detalles en su libro Un hiver à Majorque!...
Benjamín conocía la aventura y había leído el libro, como todo lo que se refería a la obra y a la personalidad del músico polaco, que era una de sus adoraciones artísticas. Chopin enamorado, víctima de aquella curiosa hembra, caso teratológico por su intelectualidad y que cuando no era toda literatura era toda sexo... Una gata rijosa que comía ruiseñores... ¡Pobre Chopin, pobre Musset! Él, Itaspes, no hubiera caído en semejantes añagazas... Y, sin embargo, en sus años ingenuos y ardientes, ¿no había también sentido la enfermedad de amar y esto con mujeres que no tenían nada de Aurora Dupin?...
-Confiese usted, le dijo Luis, que también habría padecido bajo los caprichos de aquel diablo romántico...
-La mujer, amigo mío, es la peor de nuestras desventuras, por sí misma, por su naturaleza, por su misterio y su fatalidad. Muchos padres de la Iglesia han dicho sobre estas cosas ciertas y profundas. Y su daño está en el amor mismo en un paraíso de temporada, en un goce que pasa pronto y deja mucha amarga consecuencia. Y no me juzgue usted un misógino... Ya sabrá usted -añadió riendo- algún día de estos, mi novela...
Los propietarios actuales del edificio -y ya se ve que lo hacían desde el tiempo de la venida de George Sand- alquilaban aquellos espaciosos cuartos a burgueses de Palma y aun de Barcelona, que venían a pasar el invierno o el verano, pues la temperatura invernal no era muy fría, ni los estíos eran calurosos.
Anduvieron un rato en silencio. Resonaban sus pasos sobre los ladrillos, bajo el techo abovedado. No había mucho que ver. Retornaron al palacio. Cuando estuvo de nuevo en su soledad, Benjamín se sintió obsedido por la memoria de Chopin, de su amado Chopin.
El invierno pasado en Mallorca por el artista polaco y su amiga era el de 1838-39. Vinieron por la enfermedad de él, que de seguro se aumentaba, como en todo tuberculoso, por la proximidad femenina... Ya es sabido cuál era la imaginación y circunstancia principal, el temperamento de George Sand. No perdería ella su tiempo como mujer de letras, y debía escribir sus notas e impresiones para formar después su trabajo Un hiver à Majorque. Se había pertrechado con los Souvenirs d'un voyage à l'île de Majorque, de J. P. Laurens. Conocía los trabajos de Dameto y de Miguel de Vargas y probablemente la relación de Saveur y consultó libros de geografía.
En cuanto a Chopin, a quien había tocado el turno en la lista de los amantes, según las palabras de un célebre autor catalán: «no duia salut; duia el cap plé de fantassies; el cor d'amor, i un piano», en tanto que George Sand, «a mes de dur-lo an ell, portava el cor mig curat de 'l'altre'; e cervell plé de descrigicionisme, a la manera de Chateaubriand, i, el pensament d'aquell naturisme que Rousseau havia escampat, con ajuda dels homes romantics». Venía la escritora con su enfermo -esta era la costumbre desde Venecia- a hacer vida de campo libresca, como la vida pastoril que quería hacer Don Quijote, y como la que hicieron María Antonieta y compañía en el «hameau» del Triano, y la descansada vida, con sus inevitables realidades prosaicas, la desilusionó y la irritó, haciéndola escribir sus ásperas páginas contra los habitantes de la isla dorada. No es de imaginarse que haya sido de una solicitud extremada con el sublime tísico, «quelq'un de ma famille», que vivía, con su dolencia y todo, poseído de sus ensueños de arte y, de sus espíritus de melodía. Y si no se habla de ningún Pagello, es porque no lo podía haber entre los rudos payeses del pueblo... Ella estaba de bilioso humor por no encontrar en Mallorca la vida de otras partes, pero tomaba sus apuntaciones, oía el piano de Chopin y llamaba a los tomates «pommes d'amour». Además, en el antiguo convento, es fama que se vestía de hombre y salía de noche a inspirarse en el viejo cementerio de los religiosos.
Primero en Palma, en la villa de Souvent, que alquilara al señor Gómez y en donde el frío y el malsano olor de los braseros provocaba la tos y luego en Valldemosa, en la celda, Chopin debía haber sufrido mucho por el temor manifiesto de los vecinos, que veían en la tisis el más contagioso y espantable de los males. Y los «prejugés contagionistes» no eran tan solo de la medicina española, como dice George Sand, sino de todo el mundo, y no sin motivo, como lo prueban las precauciones de la más flamante higiene de nuestros adelantados días. Un amigo consolador tenía el músico en su piano y son de imaginarse las noches en que, a la luz lunar, el amor de la paz circunstante, o cuando había tempestad y viento que hacía vibrar la montaña, compañía sin nocturnos, dejaba embeberse su alma en «el vapor del arte», y sus dedos de enfermo desparramaban el hechizo del milagro sonoro.
Benjamín se transportaba a aquellas imaginadas escenas.
Unía su yo íntimo a la personalidad de aquel armonioso Orfeo víctima de su propio secreto de Dios. Y se lo representaba al lado de aquella mujer que le había embrujado, como a otros, por sus ardorosas y sabidas lujurias y su innegable talento. Era ella el camarada femenino, tanto más peligroso cuanto más intelectual y caprichoso.
Lástima, pensaba, que Chopin no hubiese dejado escritos sus recuerdos sobre esa temporada en el convento valldemosense. Era, cierto, su música el verdadero idioma para expresar sus impresiones en ese lugar apacible, dulce y grandioso al mismo tiempo. George Sand, que era una visual y una descriptora prestigiosa, confiesa en su libro: «Yo aconsejaré a las gentes a quienes la vanidad del arte devora, mirar bien tales sitios -las visiones mallorquinas- y mirarlas a menudo. Me parece que sentirían por ese arte divino que preside a la eterna creación de la cosas, cierto respeto que les falta, según imagino, por el énfasis de su forma. En cuanto a mí, nunca he sentido mejor la nada de las palabras que en esas horas de contemplación pasadas en la cartuja; me venían ímpetus religiosos; pero no se me ocurría otra fórmula de entusiasmo que ésta: Dios bueno, bendito seas por haber dado buenos ojos.»
Tan buenos los tenía Mme. Dudevant, que le sobraba tiempo para observar si las criadas mallorquinas que le servían en la celda, no sustraían «quelque cotelette ou quelque fruit confit».
La escritora se fijaba en las hermosuras del paisaje o en los caprichos y esplendideces de la luz, en los pinos de la montaña, en los sembrados y cultivos; grababa en su memoria o apuntaba en sus cuadernos los detalles de las habitaciones de la cartuja, la figura de las criadas y del sacristán, recordaba a Chactas y Atala, no olvidaba datos de estadística y lecturas a propósito; recogía la anécdota oportuna... pero de Chopin nada, o referencias incidentales. Alguna vez habla de «le son du piano y le jeu de l'artiste...», de «un malade accable», de «l'autre malade...». Lejos de mejorar, con el aire húmedo y las privaciones, empeoraba de una manera tremenda. Aunque estuviese condenado por toda la facultad de Parma, no tenía ninguna afección crónica; pero la ausencia de régimen fortificante, le había puesto, a consecuencia de un catarro, en un estado de languidez de que no podía reponerse. Se resignaba como uno sabe resignarse por sí mismo; nosotros no podíamos resignarnos por él, y conocí por la primera vez grandes molestias por pequeñas contrariedades, la cólera por un caldo picante, o escamoteado por los sirvientes, la ansiedad por un pan fresco que no llegaba nunca, o que se cambiaba en esponja al atravesar el torrente sobre los costados de una mula... O bien: «Le pianino de Pleyel, arraché aux mains des douniers après trois semaines de pourparlers et quatre cents francs de contribution, remplissait la voutre élevée et retentissante de la cellule d'un son magnifique.» Sus hijos cuidaban con asiduidad a «un ami souffrant...». «L'état de notre malade empirait toujours...»
Benjamín recorría todo el libro de George Sand, y no encontraba una manifestación de hondo afecto, de amor cierto de ella para el artista. Cuidados sí, naturalmente... «Yo experimentaba, por otra parte, vivas perplejidades. No tengo ninguna noción científica de ningún género, y me habría sido preciso ser médico, y gran médico, para cuidar la enfermedad cuya responsabilidad pesaba sobre mi corazón.
El médico que nos veía, del cual no pongo en duda ni el celo ni el talento, se engañaba como todo médico, aun de los más ilustres, puede engañarse, y como, según su propia confesión, todo sabio sincero se ha engañado a menudo. A la bronquitis se agregaba una excitación nerviosa que producía muchos de los fenómenos de una tisis laríngea. El médico, que había visto esos fenómenos, en ciertos momentos, y que no veía los síntomas contrarios, evidentes, para mí a otras horas, se había pronunciado por el régimen que conviene a los tísicos, por la sangría, por la dieta, por los lacticinios. Todas esas cosas eran absolutamente contrarias y la sangría hubiera sido mortal. El enfermo tenía de ello el instinto, que, sin saber nada de medicina, ha cuidado muchos enfermos [falta una línea] tenía el mismo presentimiento. Temblaba, sin embargo, de confiarme a ese instinto, que podía engañarme, y de luchar contra las afirmaciones de un facultativo; y, cuando veía al enfermo empeorar, pasaba por angustias que cada cual debe comprender. Una sangría le salvaría, se me aseguraba, y si no, moriría. Y, sin embargo, había una voz que me decía hasta en mi sueño: una sangría le mataría, y si la evitas, no morirá. Estoy persuadida de que esta voz era la de la Providencia, y hoy nuestro amigo, el terror de los mallorquines, está reconocido tan poco tísico como yo, doy gracias al cielo de no haberme quitado la confianza que nos salvará.» Luego cuenta que no se le sometió a la dieta, por ser contraproducente; y unos cuantos detalles sobre la leche, que se bebían los que la traían, y sobre la melancolía de las cabras... ¡Pobre Chopin! «Después le recuerdo ligero sobre un paseo con 'notre malade'. Mas pasa a otra cosa y a un flujo de descripciones incontenibles... Y nada más para el compañero, objeto de uno de sus caprichos, que, después de todo, debe haberle sido molesto con su mala salud. Y luego, no tendría mucho tiempo para él, pues en la Cartuja de Valldemosa escribió una gran parte y terminó Spiridión. Aún nota que «sin preocupaciones a menudo dolorosas habría estado muy satisfecha de su celda de monje en un sitio sublime...»
No era Benjamín un misógino: ¡todo lo contario! mas encontraba que la mujer, inculta o intelectual, es una rémora y un elemento enemigo y hostil para el hombre de pensamiento y de meditación, para el artista. Y se imaginaba las tristezas y desolaciones, o las tempestades morales por que pasara el polaco en el refugio monacal -sin más consuelo que la fuerza de su poder creador, que hacía transformarse el dolor en armonía y le lanzaba en las ondas del viento de las montañas, a juntarse a los ecos de la voz universal.
Por la noche, en el piano de María interpretó algunas de las composiciones de Chopin, poniendo toda su alma en el instrumento. Y al acostarse y comenzar su sueño, no le abandonó la idea del triste maestro cuya sombra algunas veces debía de vagar por las arcadas de los antiguos claustros. A través del tiempo y de la muerte, reconocía en él a un viejo amigo que le había abrevado, en su sed melodiosa, con el agua de plata de sus ánforas de oro... Un hermano por la pesadumbre y por el destino incambiable. Espíritu de estrella, corazón de ruiseñor.
(La Nación, 27 de diciembre de 1913, p. 9.)
París, enero de 1914
IV
-«Bon día tengui»...
Una sirvienta llegaba a avisar a Benjamín que en la iglesia daban el último toque para la misa.
-En seguida iré -contestó, y comenzó a vestirse. Sin embargo, una vez que se hubo vestido y arreglado y salido a la calle, pensó en que sería ya tarde; que llamaría la atención al entrar empezado el santo sacrificio. Las campanas habían cantado desde la madrugada en la dulzura del aparecer del sol, alegres campanas de pueblo que esparcen sus bandadas de palomas sonoras e invisibles sobre las almas sencillas.
Tenía más de veinte años de no oír misa, de no frecuentar los sacramentos; y con todo, él se sentía favorecido de Dios, únicamente por el hábito de la plegaria. Y mientras iba en el fresco aire matinal entre los plátanos de la carretera, se hizo de pronto esta pregunta: ¿Pero soy en realidad un creyente?
Se le presentó en el panorama de su memoria su niñez perfumada de leyenda religiosa, de ingenua devoción, de piadosas prácticas: la iglesia a donde iba a misa primera, al alba, cuando aún estaban encendidos los faroles de petróleo de la vieja ciudad. Oía la misa con devoción y aun había aprendido a ayudar a ella. Resonaban aún ecos perdidos en el fondo de su alma.
«Introibo ad altare Dei - Ad Deum qui laetificat juventutem meam. Judica me, Deus, et discerne causam meam... - Ad veniat regnum tuum»... Y recordaba las emociones de la confesión y de la comunión. Aún sin comprender nunca la hondura del símbolo, tenía presente la satisfacción física y espiritual de sentir diluirse en su boca el divino pan de misterio.
Y en su casa católica, los rezos, cuyos retazos venían a veces a su recuerdo, «épaves» que flotaban después de las tempestades de su vivir. Eran fragmentos de oraciones, de novenas, de responsorios, que se rezaban en las reuniones domésticas. Una traducción del «Magnificat»: «Mi alma engrande al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador...» O bien, para la confesión: «Yo, pecador, me confieso a Dios, a la bienaventurada siempre Virgen María, al bienaventurado San Miguel Arcángel, y a todos los santos... Y a vos, padre...» O bien: «Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero...» O la «Salve Regina»: «Dios te salve, Reina y madre, madre de la misericordia...» O eran las devociones a diferentes santos y seres celestes. De El Trisagio:
Todo el orbe cante
Con gran voluntad
El trisagio santo
De la Trinidad...
Algo que concluía con un retornelo:
Ángeles y serafines dicen Santo, Santo...
O versos sencillos, de novena. En alabanza de San Antonio de Padua:
...Vuestra palabra divina
Forzó a los peces del mar
Que saliesen a escuchar
Vuestro sermón y doctrina;
Y pues fue tan peregrina
Que extirpó diez mil errores,
Humilde y divino Antonio
Rogad por los pecadores.
Vos libráis a cualquier reo
De los grillos y cadenas,
Y el que no os clama se enajena
Del pecado sucio y feo.
Y pues sois divino Orfeo
De Jesús, flor de las flores,
Humilde y divino Antonio,
Rogad por los pecadores.
Y algo en loor de San Francisco de Paula, que concluía:
Francisco en Paula nacido,
Mínimo de Dios querido,
Nuevo sol de Caridad.
Luego, en la frecuentación de los jesuitas, había aprendido muchas cosas, en la frescura de su adolescencia; mas todo aquello no debía haber encontrado muy propicio terreno, pues no había prevalecido contra los ataques posteriores de la existencia. ¡Ah, otra cosa hubiera sido si él se hubiese quedado para siempre en aquellos claustros en donde los sacerdotes de la Compañía de Jesús se deslizaban como sombras, cuando eran llamados, con individuales toques de campana. Habría él quizá sido un excelente soldado de San Ignacio, pues hasta sus aficiones musicales encontraron allí estímulo. Allí el son del órgano y del armónium conmovieron sus potencias nacientes. Allí sintió penetrar y nacer al mismo tiempo de él el supremo temblor de la música, y comprendió por primera vez cómo los griegos abarcaban en ella todo, hasta la misma poesía. Allí escuchó las primeras revelaciones, desde los inocentes compases de
Oh, María,
Madre mía,
Dulce encanto
Del mortal,
hasta prodigios del canto llano, cosas de Bach, de Roland de Lassus, de Palestrina, de Vitoria. Allí había sido ungido con el óleo melodioso.
Pero en fin, el tiempo había marchitado las rosas de aquella casi olvidada primavera. Con su emigración, con sus peregrinaciones, había dejado abandonadas sus costumbres devotas. La última vez que se había confesado y comulgado, había sido para casarse, hacía más de 20 años. Había visitado en sus viajes templos, conventos y oratorios, había hablado en Roma con Su Santidad, había adorado reliquias; y todo aquello no había dejado gran huella; el artista y el turista substituían, en realidad, al creyente. Solamente en sus amarguras, desengaños y resoluciones, volvía el corazón y la mente a lo infinito, y hablaba con Dios como con un padre desconocido, sin forma, sin idea de él fija, pero que debía estar en todo el Universo, como se dice, en esencia, presencia y potencia. Él le sentía, y se dirigía a él pronunciando las palabras mentalmente. Y a pesar de las dudas que las lecturas y las meditaciones habían sembrado como mala cizaña en su alma, el Padre para él era Cristo Jesús, el hombre divino, el Dios humano de Galilea. Asimismo se acogía en las grandes angustias y apreturas de ánimo a la Virgen, a María, en quien encontraba más que los esplendores de las letanías, más que la Virgen poderosa, o el vaso digno de honor, o la Rosa Mística, o la Torre de David, o la torre de marfil, o la Casa de oro, o la Estrella de la Mañana, la Reina de los Mártires, la Salud de los Enfermos, el Consuelo de los Afligidos, la Madre admirable, o mejor, la «manía» de los solitarios, de los desamparados, de los tristes, de los combatidos de la vida.
Cuando todo esto pasaba por su mente, no dejaba de surcar ese cielo aclarado algo como un relámpago negro. Una tarde había entrado en Nuestra Señora, en sus vagabundeos por París. Había orado, de rodillas, había pedido a Jesucristo y a la Virgen el reflorecimiento de su fe. Se sentía débil. De pronto resonó el órgano; un coro de monagos lanzó su cántico angélico. El trueno musical le conmovió hasta lo más íntimo, y lloró como hacía tiempo no lloraba. El Padrenuestro y el Avemaría se sucedían en su corazón y en sus labios. Salió, luego aliviado. Pero pasó el relámpago negro. ¿No será esta contrición y este llanto un fenómeno nervioso, una manifestación enfermiza de mi estado fisiológico, un efecto de la depresión, que dejan el excesivo trabajo mental y los excitantes? E imploraba ayuda de nuevo. Porque hasta en el mismo templo y en el instante de la plegaria, llegaban a perturbarle y a hacerle sufrir ideas de negación y de pecado, visiones de un erotismo imaginario, ultranatural y hasta sacrílego. Apenas le calmaban palabras reconfortantes como las de la «Imitación»: «Mientras en el mundo vivimos no podemos estar sin tribulaciones y tentaciones. Por lo cual está escrito en Job: tentación es la vida del hombre sobre la tierra. Por eso cada uno debe tener mucho cuidado acerca de la tentación, y velar en oración porque no halle el demonio lugar de engañarle, que nunca duerme, sino busca por todos lados a quién tragarse. Ninguno hay tan santo ni tan perfecto, que no tenga algunas veces tentaciones, y no podemos vivir sin ellas. Mas son las tentaciones muchas veces utilísimas, aunque sean graves y pesadas; porque en ellas es uno humillado, purgado y enseñado. Todos los santos por muchas tribulaciones y tentaciones pasaron y aprovecharon. Y los que no las quisieron sufrir y llevar bien fueron tenidos por malos y desfallecieron. No hay religión tan santa ni lugar tan secreto donde no haya tentaciones y adversidades.» Y otras palabras más de ese libro sedante.
¡Mas quién sabe si para él vendría alguna vez la gracia! La gracia, centella invisible, y algunas veces visible, conmoción inenarrable que transforma un espíritu, que abre los ojos a un mortal ciego, que trae el cumplimiento de un destino se diría que por orden expresa de lo Infinito. La que en el trueno llega a Pablo; la que en los días nuestros y en París babilónico transforma en santo a un escritor refinado y conocedor de todas las lujurias y sensualidades como Huysmans; y convierte a otros varones de pecado en devotos y adoradores de las virtudes del catolicismo. La gracia podría venirle a él por medio del prodigio musical... ¿Mas cómo apartar el don de raciocinio y la necesidad de examen? Tantas lecturas y tantos buceos de pensamiento le habían hecho claudicante e indeciso. Pedía, no obstante, siempre la fe. Decía: «Señor, yo quiero creer en ti como el carbonero. Dame la sacra estulticia. Dame que sea como los campesinos, como los limpios de corazón, como los pobres de espíritu, dame tus bienaventuranzas. Estoy perseguido por la negrura de la incertidumbre. Sé que debo morir un día; sé que estoy, sin saber cómo, en esta inmensa esfera de tierra y que mi sangre y mis nervios y mi temperamento me dominan y me dirigen. No me siento libre; no existe la libertad. No existe para la inmensa naturaleza insensible a la manera humana ni el bien ni el mal. Todo es y será y ha sido por ti. Uno de tus nombres, Señor, es 'Fatalidad'.»
Decía: «Señor, ha tiempo que yo hubiera dejado el siglo, los combates cotidianos con la hostilidad ambiente, con la ferocidad de los prójimos; habría buscado la paz de los conventos y te habría servido como el más consagrado de tus siervos: pero tú no lo has querido, me has dejado solitario sobre la faz de la tierra, con un cerebro pagano, con un cuerpo que han atacado con sus magias todos los pecados capitales, y con una inteligencia de las cosas que me aleja cada día más de la fuente de la fe, contra mis deseos, contra mis quereres, contra la decisión de mi voluntad. El demonio existe, Señor, puesto que me coge en sus lazos, desarmado y tanteante, y lo que es triste, hasta donde alcanza mi conocimiento, con anuencia de tu todopoder y de tu infinitud.»
Decía: «Me das, Señor, facultades mentales para juzgar y apreciar los conceptos de la vida, y en todas las disposiciones que atañen a la humana persona encuentro la presencia de lo ilógico. Tengo estos ojos ansiosos de bellos espectáculos, esta boca deseosa y sedienta de gratos gustos, estas narices que buscan aspirar deleitosos perfumes, estas orejas que tienden a todos los armoniosos sonidos, este cuerpo todo que va hacia los contactos agradables, a más del sentido del sexo, que me une más que ninguno a la palpitación atrayente y creadora que perpetúa la vitalidad del universo. Y, sin embargo, has puesto delante de mí el espectro del pecado, la incomprensibilidad del dogma, y nada de la ceguera espiritual, de la supervisión con que favoreces a tus escogidos.»
Decía: «Señor, yo siento una relación especial con todos los seres de la tierra y del cielo. Yo miro mis pupilas en las pupilas de los animales y mi sangre en la sangre de ellos, y mis huesos en los huesos de ellos. Yo miro mi carne en los troncos de los árboles y en el humus negro de los campos. Nadie sabe nada, y la intuición es una piedra lanzada a lo desconocido. Señor Jesucristo, los judíos tienen razón en su razón humana; tú debiste venir, tú debías venir, tú debes venir, con todo el aspecto y la omnipotencia de un rey divino, poseedor y director de todos los fluidos y electricidades de prodigio que fuesen comprensibles a nuestro mísero entendimiento. Porque nuestra 'animula', 'blandura', 'vagula', tan sujeta a lo material que un golpe en el cerebro, un alcaloide, o un elixir embriagante la cambian y trastornan, es un instrumento poco adecuado a la idea que han tenido las humanidades de todos los siglos de la inmensidad y excelsitud de Dios.»
El día brillaba, y el oro matinal envolvía las cumbres de los montes circundantes. Las piedras semejaban en las alturas bloques de un rosa dorado. La limpidez azul del cielo parecía de fabulosa gema bruñida. Por un lado subían los senderos hacia el escalonamiento de los predios labrados que se veían en las faldas de los cerros y colinas adornados de los ramilletes verdes de los pinos y de las encinas. Cerca, por las tapias de los huertos caían, enredadas las parras en las ramas de las higueras, los racimos de uvas ambarinas y doradas junto a los higos verdes y obscuros, algunos entreabiertos, dejando ver su carne roja. Se veían las extensiones cultivadas, al lado de los olivos seculares de raros y fantásticos troncos. Un grupo de mozas apareció; algunas llevaban cestas para recoger las aceitunas que, desprendidas de los árboles, ennegrecían el suelo. Las había de rostros bellos, y todas tenían cuerpos voluptuosos, ceñidas las caderas por las faldas campesinas que dejaban ver por el ruedo extremos de refajos rojos que alegraban singularmente con su nota violenta la armonía del paisaje. Un labrador cantaba a lo lejos un canto semejante a una melopea moruna, o a esas largas y onduladas notas que lanzan los «cantaores» andaluces en las malagueñas, tientos y soleares. Indudablemente, tanto ese canto mallorquín como aquellos lánguidos clamores de Andalucía, los habían dejado los hombres de África, que un tiempo fueron conquistadores en España y en el Mediterráneo.
Al acercarse advirtió Benjamín que con el coro de mozas había unas cuantas mujeres viejas. El canto cesó y le sucedió un murmullo o rumoreo, en el cual oyó las palabras de la oración dominical en mallorquín, pero bien comprensibles. Por el camino venía un sacerdote. Se fijó el artista que en los tapiales había, de tanto en tanto, cruces de hierro. La tarde anterior, en el claroscuro crepuscular, se había encontrado con grupos de mujeres que venían de los lugares cercanos, rezando el rosario. Había en toda la isla, pero principalmente en el antiguo asiento de los Cartujos, un ambiente más que católico medieval. El recuerdo de dos beatos, el grande Raimundo Lulio y la mínima Catarina Tomás, flotaba en el ambiente, impregnaba los vetustos olivares, los viejos muros, los puntos que frecuentaron, los santuarios, oratorios, cuevas y fuentes. Una religiosidad antigua se revelaba en los habitantes de la villa de calles estrechas y empinadas, de gentes, aunque antaño amigas de las danzas, hoy poco amigas de divertirse y de alegrar el cuerpo y el alma. Y sin embargo, en los campos pedregosos, donde se alzaban amontonamientos de rocas grises y blanquizcas, y entre los olivos que hacía recordar la pagana Grecia, y en los valles en donde se abre la granada y da su miel el sexual higo, y cuelgan de las viñas las uvas que recuerdan la siesta del fauno mallarmeano, y hay flores y espigas, y verdes hojas de maíz, no sorprendería ver surgir de repente allá un egipán, aquí una ninfa o hamadriada, a son de flauta de carrizos como es consuetudinario en el mundo de las líricas y helénicas ficciones. Los mozos son fuertes y de ojos vivaces y cuerpos gallardos y las muchachas adolescentes son formadas y redondeadas donde conviene por la madre naturaleza como la prodigalidad y hermosura que placen a los saltantes sátiros y a los alegres demonios.
Inundaba de claridad los montes circunstantes el sol excitante de los dulces países. Benjamín iba de retorno al castillo cuando oyó resonar la bocina de un automóvil por el lado del camino de Soller. A poco paso junto a él, un tanto despaciosa la máquina que había lanzado su alerta. Reconoció en ella a algunos amigos de Palma y de Barcelona, que se saludaron, artistas y escritores; con ellos iban dos damas. Una de ellas, rubia, y de una gracia y elegancia que revelaban a la parisiense.
Benjamín sonrió.
(La Nación, 21 de febrero de 1914, p. 6.)
París, enero de 1914
V
Se había tomado el té en uno de los miradores de Miramar, la propiedad espléndida y pintoresca de un príncipe de Iliria, el archiduque Carlos Federico, que de lo que fue parte de la antigua alquería arábiga de Haddayán ha formado un conjunto de moradas, quioscos y terrazas que sobre los montes, a orillas de los abismos, entre rocas y verdores de vegetación, forman como una región de cuento oriental, que domina las tierras circundantes y tiene enfrente las mágicas aguas del mar Mediterráneo.
Se había tomado el té, mientras se esperaba la caída próxima de la tarde, la puesta del sol. Estaba Benjamín con los amigos que había saludado en el automóvil, Jaime de Flor, Ángel Armas, un periodista y las dos damas, una de las cuales, la rubia, que en realidad era parisiense. Era una mujer de 30 años, en toda la vitalidad y encanto de esa edad en que hay plenitud de vida, como jugo de sol en la cabeza y en las venas. Jaime de Flor se la había presentado: -Margarita Roger, artista-escultora. Una admiradora y compañera de Mme. Chandel.
Ésta vestida con gran gusto y no tenía más adornos que dos perlas rosadas en las orejas y un anillo arcaico en que brillaba una esmeralda. Desde que Benjamín la miró sintió una viva atracción hacia ella, y por los escasos momentos en que habían podido conversar quedó encantado de su discreción, de su cultura, ambas cosas, si se mira bien, raras hoy en los artistas...
-¿Señora o señorita?, había preguntado a De Flor después de la presentación. -Señora... divorciada -le había contestado su amigo.
Ángel Armas le llamó, para ir a otro mirador cercano; y mientras el mar y el cielo comenzaban una extraordinaria decoración de luces y colores, él fue quien contó a Benjamín toda la historia de Margarita -ex Mme. Taronji de Campos- en pocas palabras.
No era una parvicule de París, una «farigotte», sino que había nacido en Normandía y había llegado a la capital francesa siendo muy niña aún. Huérfana, fue educada por una tía. Con talento para las artes, se dedicó, desde su adolescencia, a la escultura, habiendo frecuentado el taller de Rodin. Se relacionó con artistas y escritores de la «orilla izquierda», y asistió algunas veces a las reuniones de Mme. Rochilde, y al cenáculo de Paul Fort. Expuso algunos trabajos y obtuvo elogios de no pocos críticos. Mas, como sucede en tales casos, su obra, si notable por algunas excelencias que se imponían, carecía de algo, un «algo» de menos que se advierte a la inmediata en la producción de los talentos femeninos. ¿Qué le falta?, se preguntaban algunos. Y los terribles repetían una frase de humorismo de Jaime de Flor. -Le falta... ¡lo que les falta a las mujeres! Frase que comentaba con innumerables ejemplos y afirmaciones, con el beneplácito de Benjamín, que consideraba como teratológico todo caso en que la mujer se intelectualiza. Recorred la historia del pensamiento humano. Safo sobresale por su rareza y por su audacia, porque confesó en versos de histérica cosas que ninguna mujer había confesado antes. Las sabihondas del Renacimiento, y las posteriores, eran simplemente viragos... Mme. Ackermann es simpática, porque confiesa a cada paso su debilidad y su idiosincrasia femenina. Escribe versos porque «oyó de repente rimas que sonaban en sus oídos», y tiene gusto en «enchâsser les jolies perles de langage». Cuando habla de su condición cerebral escribe con modestia y sencillamente, «mon petit talent», y eso que se atrevía dignamente con Pascal. Y cuando se llena de canas, dice: «No soy más que una vieja lechuza que ha lanzado sus gritos en las tinieblas... No me queda sino callarme...» ¡si todas las viejas lechuzas hicieran así! ¡Dios mío! ¿Y las simplemente artistas? Recorred los museos... Por eso a Benjamín le era grata Margarita Roger, a quien sabía simple en sus tentativas, esfuerzos y pretensiones.
Margarita gozaba de la renta de una regular fortuna que le había dejado su padre. Había conocido, en casa de unos amigos, en París, a un joven español, de la isla de Mallorca, hombre de cierto talento, de excelente carácter y bastante adinerado, que supo primero jugar al amor con ella, y luego casarse. Margarita conservaba muy buenos recuerdos de él, y, sino enamorada, se había llegado a formar la ilusión de una vida amable y tranquila con un marido que satisfacía sus menores caprichos, y que, aunque le chocaba en ciertas minucias y detalles, que revelaban una inexplicable avaricia, en quien, por otra parte, demostraba largueza y amor, era después de todo, lo que se llama un partido envidiable. La separación había venido, no por incompatibilidad de carácter, ni por heridas, ni razonamientos de amor propio, sino por la malhadada idea inarrancable del cerebro de Taronji, de ir a vivir a su ciudad natal, Palma de Mallorca, en donde su mujer había de pasar momentos de angustia, de vergüenza, de sufrimiento.
-¿Alguna aventura inesperada?, ¿algún viejo amorío resucitado? -interrogó Benjamín.
-No -respondió Ángel Armas- es que Taronji era «chueta». ¡Chueta! Esta palabra le hizo recordar la singular vida de aislamiento, el gueto moral en que viven en la capital de la isla mallorquina, de la Roqueta, los descendientes de los antiguos judíos conversos. Había leído en George Sand una cita de Grasset de Saint Sauveur que dice:
«Se ven, sin embargo, aun en el claustro de Santo Domingo pinturas que recuerdan la barbarie ejercida antaño contra los judíos. Cada uno de estos desgraciados que han sido quemados está representado en un cuadro bajo el cual están escritos su nombre, su edad y la época en que fue victimado. Se me ha asegurado que hace pocos años los descendientes de esos infortunados, que forman hoy una clase particular entre los habitantes de Palma, bajo la ridícula denominación de «chouettes», habían en vano ofrecido sumas bastante fuertes para obtener que se destruyesen esos monumentos aflictivos. No he querido creer tal hecho... No olvidaré, sin embargo, nunca, que un día, paseándome por el claustro de los dominicanos, consideraba con dolor esas tristes pinturas; un monje se me acercó y me hizo notar, entre esos cuadros, muchos señalados con huesos en cruz. "Esos son -me dijo- los retratos de aquellos cuyas cenizas han sido exhumadas y arrojadas al viento." Mi sangre se heló; salí bruscamente, el corazón apenado y el espíritu conmovido por aquella escena.»
Benjamín mismo había recorrido en otra ocasión una calle de Palma en que principalmente moran esos israelitas que, aunque desde hace algunas generaciones profesan la religión católica, son mirados como corderos sarnosos en el rebaño. Es preciso, para comparación, buscar en ciertos medios alemanes, o en Rusia, un desprecio semejante por los que llevan la sangre de la raza de Nuestro Señor Jesucristo. No hay odio ya, como entre los rusos, que llegan hasta la exterminación; pero, en fin, se les mira como a tribu maldita, como a gafos en su leprosería. El autor de L'illa de la calma los ha pintado, en las estrechas tiendas de su calle estrecha, «mirando de reojo a todos los que pasan», en sus pequeños obradores de plateros, relojeros y joyeros; grandes comedores de carne, con sus mujeres, harto fecundas y parideras, manejando el oro y la plata, de cuyo comercio viven, mirados siempre de modo oblicuo por la gente, que habla de ellos en voz baja. Sí, Benjamín recordaba haberlos visto en idénticas condiciones. Había entre ellos tipos del más puro Israel, figuras de judengasse, de ciertos barrios de Tánger, de Argel, de Gibraltar, de Amsterdam, de Londres, de Hamburgo, de Roma, de tantas partes. Eran las mismas curvas narices, de una curva especial; las bocas de gruesos labios, en su mayor parte; el rostro todo de esa configuración que tanto han explotado los caricaturistas en todos los lugares en que hay hebreos; la singularidad de la raza, que en su parte femenina suele dar soberbios ejemplares de belleza que casi siempre deforman los partos, trayendo la obesidad, por otra parte apreciada por los hombres de Oriente.
Pero, ¿por qué singularmente en Mallorca esta aversión a los israelitas, y cabalmente a los convertidos al catolicismo? Suelen esas familias, con fama de honestas y apenas tachadas de ciertos defectos comunes a la estirpe, ser asiduas a las prácticas religiosas, con mayor devoción que muchos descendientes de cristianos viejos; van a orar a las iglesias, principalmente en Santa Eulalia y han salido de tales gentes hombres de valer y de honradez, sacerdotes, letrados, poetas y artistas que han contribuido al prestigio de la intelectualidad mallorquina, porque, bien dijo el ancestral rabí Sem Tob:
Non vale el azar menos
Por nascer en el vil nío,
Nin por enxiemplos buenos
Por los decir judío.
Quizá estos sufren, decía Benjamín, por la apostasía de sus padres... ¡Pero los otros, los de Rusia, los de Alemania!... ¿No hay un secreto de expiación y de inquietud secular en esta raza misteriosa? Talento y oro no les ha escatimado la divina Providencia, y la obra enorme del agrio Drumont es un monumento en honor de la perseverancia, de la astucia y de la potencia judías. ¿Y no es otro ese extraño libro La salud de los judíos que escribiera León Bloy el explosivo? Y estos mismos chuetas de Mallorca, ¿no han ido poco a poco acaparando fortunas, entrando en tales o cuales antes vedados puestos oficiales y a la vista de los pocos nobles ricos y de los hidalgos venidos a menos, no se convierten en terratenientes, constructores de inmuebles y manejadores de negocios? Cierto. Mas la separación, la valla que existe entre ellos y el resto de los mallorquines es indestructible. Así, pudo suponer, en una obra renombrada, un novelista célebre, que un noble palmesano, como único medio de salvarse de la ruina, pensaba unirse sacrosantamente con una chueta, hermosa y llena de atractivos y que por consejo de un chueta muy filósofo y práctico no realizarse su ensueño.
Margarita, llena de ilusiones por lo que habían contado y por las lecturas sobre la Isla dorada, se imaginó al partir con su marido que iba a ser como una feliz princesa en un paraíso de encanto. No fueron, ay, pocos, desde su llegada, los desengaños...
Desdenes e indiferencias sociales le amargaron los días pasados con la familia de su marido, pues ésta no se relacionaba más que con otras familias señaladas por la marca infamante... A punto que, de abatida, desesperada, un día se fue de su hogar, tomó el vapor para Barcelona y volvió a su París. Tal era sucintamente su lamentable aventura.
Cuando retornaban a Valldemosa los concurrentes de paseo, el sol se hundía en el vasto mar iluminado por la policromía encendida y caprichosa del poniente que reflejaba sus fuegos fabulosos sobre la superficie vista en su tranquilidad a modo de una inmensa tela de seda arrugada y oleosa.
De oro parecía el agua del fondo, de un oro rosado sobre el cual se formaban en la conjunción con el cielo como archipiélagos candentes, tempes acarminadas, amatuntes de prodigio con lagos de plata en fusión, montes de plomo, riberas color de violeta y naranja. De oro parecían bañadas por la luz horizontal las cumbres de los cercanos acantilados, de oro los peñascos suspendidos al borde de los precipicios, las bocas de las cuevas y honduras en donde anidan palomas y cuervos marinos.
Benjamín se acercó a conversar con Margarita, que iba delantera. A la luz vespertina pudo contemplar de nuevo su rostro, en que había, entre repentinas ráfagas de alegría que pasaban cuando se hablaba de cosas gratas a su espíritu, a su corazón encantado de arte como un penoso enigma. Era el fracaso de su vida, de sus esperanzas, la equivocación fatal del rumbo que inrreflexiblemente siguiera, la ruptura de una unión que circunstancias por completo extraordinarias habían reducido a nada. Sus ojos, de un azul apizarrado, punteado de oro obscuro, brillaban sibilinamente y cuando sonreía se entrecerraban con dulzura.
¿De qué hablaron? De varias cosas, pero en la voz de Benjamín, había un súbito cambio, que él mismo notaba no sin sorpresa. Trataba a su nueva amiga como se trata a una niña enferma, con cierto temor de decir algo que pudiese no serle agradable. Se sentía cerca de ella como lleno de un afecto entre fraternal y apasionado... Vamos, ¿resultaría ahora, después de tanto tiempo de sequedad sentimental, con una conmoción nueva?... ¿A su edad?
Al despedirse le dijo Margarita: -Estoy en el Gran Hotel, en Palma, por poco tiempo. ¿Quiere Ud. venir a verme un día de estos? Almorzaremos juntos. ¿«Entendu»?
-«Entendu»
(La Nación, 23 de febrero de 1914, pp. 4-5.)
París, febrero de 1914
VI
Salieron del hotel con humor jovial, como al amor de una nueva juventud. El almuerzo había sido medianejo, pues no abundan los elementos culinarios en la ciudad, ni se cultiva la «bonne chère», aun en tal establecimiento que se estrenara con lujosos comienzos, decorado el comedor con floridos almendros del Catalán de los jardines, del famoso y excelente Santiago Rusiñol, y con bellas violencias de luz y fantasías de platea, en paisajes y visiones de Joaquín Mir.
Tomaron el tranvía que va por el Terreno, hasta Porto Pi, y que como todo lo de la isla, confirma el decir de George Sand: «mucha calma, c'est la sagesse majorquine».
El vehículo va con toda la tranquilidad posible. Nadie se preocupa de ello. Los caballos se detienen de cuando en cuando y los pasajeros pueden conversar con conocidos que van a pie. Se bordea el mar, se entra en el barrio de Santa Catalina, luego en el caserío del Terreno, dominado desde una altura por el castillo de Bellver, rodeado de pinares. Por allí había habitado el artista en otra época, y recordaba el espectáculo único de la bahía llena de cielo diluido, de la ciudad como inundada de oro por el maravilloso poniente, pues es el padre Sol el que vierte su áureo prestigio en la isla de encantamiento, el donador del oro de Mallorca.
La salud de Benjamín, había mejorado mucho. El alejamiento del bullicio, del ruido parisiense, la supresión de las preocupaciones, de las tensiones nerviosas que se producen en los conflictos íntimos, o en la agitación de la lucha por el dinero, en el centro ciudadano, en el despacho, en la oficina; la ausencia de los ruidos y clamores de la urbe vibrante de continuo; la paz, en cambio, de la villa pequeña en que reponía sus energías, del valle apacible; la amable y serena vecindad del mar, los alientos de la montaña, el pan rústico, la pura leche de las cabras, la alimentación ordenada, el sueño ordenado, las madrugadas, el «footing»; las ascensiones a las montañas circundantes, a las próximas colinas, que entre sus vellones de verdura muestran la carne milenaria de sus rocas, blancas como nevadas, o rojizas como impregnadas de oxidaciones de hierro; el trato con gente ponderada y señoril que se complacía en hacerle las horas gratas, ya con campesinos y labradores, con payeses al parecer huraños, pero que tienen un excelente fondo de natural filosofía y de buen humor, todo eso le había hecho recobrar fuerzas, ánimo, deseo de vida y de producción, sin necesidad de la ficticia eufonía de los excitantes, y con una visible renovación de su sangre, de sus músculos, de su casi perdido optimismo. Cierto que sus preocupaciones religiosas no le habían abandonado; pero se sentía como si por de pronto le interesasen más por ser más inmediatas sus facultades corporales, la dinámica de su materia obrante y de su inteligencia pensante, y no entraba en más teología que la de su música, la cual sentía dentro de su cráneo, dentro de sus venas, como complemento rítmico y armonioso de su esencia individual. Y aun el amor mismo quería reflorecer, como en una nueva primavera.
Subió, con su amiga, apoyada de su brazo, por una de las sendas que conducen al castillo antiguo que aún alza sus torres y muros militares, entre los que queda un concentrado vaho de Edad Media.
-¡Qué bello día! -exclamó Margarita.
-Ha tiempo que yo no pasaba uno semejante -le respondió Benjamín-. Sobre todo con un «copain» como usted.
-Eso me place... Como un «copain...». Verdad es que la amistad entre almas de arte, cuando es leal, fraternal, sincera, es un presente de los dioses. Y con usted me sucede que creo haberle conocido desde hace mucho tiempo... Y no sé por qué juzgo que hay algo paralelo en nuestras vidas. Su retraimiento, su facultad de observación, y cierta timidez que a mi entender oculta un gran fondo de ternura, me han hecho grato su conocimiento...
-¡Quién sabe -interrumpió Benjamín- si tristes experiencias más o menos semejantes nos acercan!...
La subida hacia el castillo les fatigaba un poco.
-¿Nos sentamos a descansar?
-Sentémonos.
Un suave viento que venía de la extensión marina meneaba las copas de los pinos. Se oía en las ramas como un ruido de aguajes al llegar a la arena de la orilla. Se sentaron bajo uno de esos árboles que tienen, se pensaría, un olor religioso. Y hablando, hablando, llegaron a hacerse mutuas confidencias, interrumpidas por una frase mutua: «¡Ah, si nos hubiéramos conocido antes!»
No, no podían haberse conocido antes. La vida es así... Todo está escrito, según el decir de los mahometanos... Estaba escrito lo que habían padecido, como lo que habían gozado. Estaba escrito que no se debían encontrar en París, donde habitaban ambos, sino en una solitaria y silenciosa vía de un pueblo mallorquín. Estaba escrito que en ese instante mismo en que conversaban bajo el dosel verde de los pinos sedosamente sonoros, él había de ver brotar del fondo de los ojos de ella y del fondo de su alma, recién nacidas consolaciones. Mas al mismo tiempo sentía como un dejo de melancolía, como si respirarse el alma de una rosa marchita que aún conservase su perfume. Margarita le narró su vida de manera que en nada difería de lo contado por Armas. Solo que todo lo refería si con justa tristeza con completa resignación. -¡Qué vamos a hacer! La felicidad viene como un premio de la lotería... Pero, con todo, no hay que desconsolarse. Todos hemos tenido momentos de dicha, aunque fuese ficticia, y un recuerdo hace olvidar el sinsabor pasado. Y luego, todavía, el porvenir...
Benjamín fue también franco y explícito. Le contó su novela, sus novelas sentimentales. Ah, sí, porque había tenido más de una... No es cierto que el primer amor sea el único, ni que el último parezca siempre ser el primero. Le relató mucho del primero, Margarita le escuchaba con gran curiosidad, eran cosas exóticas, de una tierra para ella extraordinaria, allá lejos, en la región de los pájaros policromos, de los soles ardientes. -¿Sabe, Margarita? Yo he sido un ferviente amoroso desde niño... Un enamorado de amor y con toda mi fuerza imaginativa y todos mis sentidos...
Veía ella los paisajes, los bosques del trópico americano, que en su mente consideraba poblados de tigres, de monos y de papagayos. Él se complacía en hacerle ver la armonía áspera y salvaje de aquellas regiones; los volcanes, los lagos, las islas, las riberas, donde se alza el plumero colosal del cocotero, los frutos de formas y colores raros, y perfumes como de flor; las ciudades primitivas semindígenas, semiespañolas.
-¿Y las mujeres, Itaspes?
-Y las mujeres, de flexibles y ondulantes cuerpos, de una voluptuosidad cálida, de una languidez y animalidad como orientales; casi todas de un color acanelado; pues las que son rubias y de azules ojos cambian con el tiempo, cual si el sol las dorara demasiado, encendiéndolas...
-Sulamitas...
-Sí, sulamitas, y que viven en una atmósfera de Cantar de los Cantares...
Así me enamoré yo por la primera vez, mi buena amiga. Y fui casto en el despertamiento, en el arto del astro... Pero después el ardor del ambiente y las palpitaciones de la naturaleza maestra se impusieron.
-Perdone, amigo mío -dijo Margarita, dejando aparecer la sonrisa y la mirada de la antigua «gamine» de la Orilla Izquierda-. El amor, por allá, debe ser verdaderamente un poco salvaje.
-Como en todas partes, el amor físico, la posesión, es salvaje... La cultura no penetra en nuestros instintos, en nuestras herencias ancestrales. Pero yo amé puramente, y son esas ilusiones las que antaño elevaron mi espíritu de artista y mis ensueños nacientes.
...Había acariciado la visión de un paraíso. Su inocencia sentimental, aumentada con su concepción artística de la vida, se encontró de pronto con la más formidable de las desilusiones. El claro de luna, la romanza, el poema de sus logros, se convertía en algo que le dejaba el espíritu frío, y un desencanto incomparable ante la realidad de las cosas les deshizo sus castillos de impalpable cristal. Ello fue el encontrar el vaso de sus deseos poluto... Ah, no quería entrar en suposiciones vergonzosas, en satisfacciones que le darían una explicación científica. La verdad le hablaba en su firme lenguaje el «obex», el obstáculo para su felicidad surgía.
Un detalle anatómico destruirá el edén soñado... La razón y la reflexión, no pueden nada ante eso. Es el hecho, el hecho el que grita. Su argumento no permite réplica alguna. Una ausencia larga lograría traer el relativo olvido. La distancia y el peso de los años trajeron mayor solidez al juicio, a ese respecto. Se arrancó la imagen amada de su interior santuario poético. O, mejor dicho, si no arrancó del todo, puso sobre ella un velo que obscurecía el despecho. Nuevas figuras alegraron el paso de su primavera. Su juventud tenía aún muchas vías por donde ir hacia el cumplimiento de su destino, coronado de rosas. La música le abría siempre las puertas de su paraíso. Y en otras tierras fue confortado por flamantes esperanzas.
Mas no contaba con el retorno. Había vuelto a su país natal y su llegada fue la de un conquistador. Su renombre en naciones extranjeras enorgullecía a la patria. Sus obras musicales se propagaban. Era profeta asimismo en su tierra al parecer. Volvió a ver las ciudades de su infancia, los espectáculos de la naturaleza en aquellas regiones tórridas. Lo miraba todo con ojos de extraño, aunque conservaba el cariño por el lugar natal, por todo lo que le traía los recuerdos de su primera edad. Con tan dilatado alejamiento había todo para él cambiado tanto, aunque el aspecto de las ciudades y pueblos fuera más o menos el mismo de antes. Le sorprendían, como si por primera vez los viese, los licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño. Le seducían las mujeres de la generación posterior, las muchachas ojerosas y de rostros sensuales. Y luego, fue el renovar, a causa de un vulgar incidente, de una celada, más bien dicho, las antiguas relaciones, los ya olvidados amoríos... Y con la complicidad de falsos amigos y el criterio obtuso de gentes de villorrio, la trampa del alcohol, la pérdida de voluntad, una escena de folletín, con todo y la aparición súbita de un sacerdote sobornado y de un juez sin conciencia, y melodrama familiar y el comienzo del desmoronamiento de dos existencias...
-«Mon pauvre ami...» -le interrumpió Margarita.
Y él continuó, continuó contándole el subsiguiente abandono de la que había sido a la vez víctima y victimaria, tal vez inconsciente, la fuga, digámoslo así, hacia muy lejanos lugares, la náusea moral, el horror de lo cometido en un momento de razón perdida. Y la palabra de la pobre antigua amante, que se daba cuenta del crimen trascendente que se había realizado, y que, en el fondo, después de todo, no tenía más culpa que su deseo pasional: -Y si yo fuera tu querida ¿me llevarías contigo?
Y su respuesta, en una última entrevista de despedida:
-¡Oh, sí; oh, sí!
Habían pasado las horas sin sentirse, y, una vez más comenzaba el derroche de oro del sol sobre Palma. Resolvieron, al volver al hotel, hacerse servir en la habitación de Margarita la comida. Así proseguirían con más libertad sus confidencias. Benjamín salió un momento y retornó con un bello ramo de flores. Margarita se había embellecido, se había puesto una artística falda ceñida que enguantaba su magnífica línea estatuaria. Por el escote del corpiño se veía, de una dulce y floreal color de marfil sonrosado, algo de su cuello y del declive de sus hombros. Y su perfume preferido, un concentrado y sutil vere-novo, se sentía, al acercarse, como la exhalación de una inaudita mujer-azucena.
Comieron alegremente. Benjamín hizo después varias cosas «sin que su voluntad tuviese parte en ello». Se sentó al piano y preludió una improvisación posiblemente sugerida por un soplo griegesco. Pidió un whisky-and-soda, que consumió a cortos sorbos. Se asomó al balcón que daba a una callejuela estrecha, en donde las luces alumbraban escasamente: y se sorprendió rezando al aire que pasaba, sus oraciones luctuarias. Luego se dirigió a Margarita, la cogió de las manos, la miró profundamente en sus esfíngicos ojos de amorosa, le dio un gran beso en los labios. Luego...
-No, no -dijo desasiéndose, con una voz de niña apesadumbrada, la artista-. No, perderemos lo conseguido... «¿No, quieres?» Quedemos así, buenos «copains», ayudándonos en nuestros sueños... No echemos a perder esta tan rara fraternidad, por algo que traerá el desengaño y el hastío... No, por Dios...
Pasados algunos momentos, Benjamín pedía su cuenta, hacía llenar de licor su frasco inglés, y se dirigía al Borne. Llamó a un cochero. Al subir al blanco y característico vehículo palmesano, dio las señas.
-A la Cartuja, en Valldemosa.
(Fin de la primera parte)
(La Nación, 13 de marzo de 1914, p. 7.)
VALLDEMOSA
Vago con los corderos y con las cabras trepo
como un pastor por estos montes de Valldemosa,
y entre olivares pingües y entre pinos de Alepo
diviso el mar azul que el sol baña de rosa.
Y en tanto que el Mediterráneo me acaricia
con su aliento yodado y su salino aroma,
creo mirar surgir una barca fenicia,
una vela de Grecia, un trirreme de Roma.
Y me saca de mi éxtasis en la dulce mañana
el oír que del campo cercano llegan unas notas
de evocadora melopea africana
que canta una payesa recogiendo aceitunas.
Pían los libres pájaros en los vecinos huertos,
se enredan las copiosas viñas a las higueras,
y muestra el sexual higo dos labios entreabiertos
junto al ámbar quemado de las uvas postreras.
Plinio llama Baleares funda bellicosa
a estas islas hermanas de las islas Pytiusas;
yo sé que coronadas de pámpanos y rosas
aquí un tiempo danzaron ante la mar las musas.
Y si a esta región dieron Catarina y Raimundo
paz que a Cristo pidieron Raimundo y Catarina,
aún se oye el eco de la flauta que dio al mundo
con la música pánica vitalidad divina.
LA CARTUJA
Este vetusto monasterio ha visto,
secos de orar y pálidos de ayuno,
con el breviario y con el Santo Cristo,
a los callados hijos de San Bruno.
A los que en su existencia solitaria,
con la locura de la cruz y al vuelo
místicamente azul de la plegaria,
fueron a Dios en busca de consuelo.
Mortificaron con las disciplinas y los cilicios
la carne mortal y opusieron, orando, las divinas
ansias celestes al furor sexual.
La soledad que amaba Jeremías,
el misterioso profesor de llanto,
y el silencio, en que encuentran harmonías
el soñador, el místico y el santo,
fueron para ellos minas de diamantes
que cavan los mineros serafines
a la luz de los cirios parpadeantes
y al son de las campanas de maitines.
Gustaron las harinas celestiales
en el maravilloso simulacro,
herido el cuerpo bajo los sayales,
el espíritu ardiente en amor sacro.
Vieron la nada amarga de este mundo,
pozos de horror y dolores extremos,
y hallaron el concepto más profundo
en el profundo De morir tenemos.
Y como a Pablo e Hilarión y Antonio,
a pesar de cilicios y oraciones,
les presentó, con su hechizo, el demonio
sus mil visiones de fornicaciones.
Y fueron castos por dolor y fe,
y fueron pobres por la santidad,
y fueron obedientes porque fue
su reina de pies blancos la humildad.
Vieron los belcebúes y satanes
que esas almas humildes y apostólicas
triunfaban de maléficos afanes
y de tantas acedias melancólicas.
Que el Mortui estis del candente Pablo
les forjaba corazas arcangélicas
y que nada podría hacer el diablo
de halagos finos a añagazas bélicas.
¡Ah!, fuera yo de esos que Dios quería,
y que Dios quiere cuando así le place,
dichosos ante el temeroso día
de losa fría y Requiescat in pace!
Poder matar el orgullo perverso
y el palpitar de la carne maligna,
todo por Dios, delante el universo,
con razón que sufre y se resigna.
Sentir la unción de la divina mano,
ver florecer de eterna luz mi anhelo,
y oír como un Pitágoras cristiano
la música teológica del cielo.
Y al fauno que hay en mí, darle la ciencia,
que al Ángel hace estremecer las alas.
Por la oración y por la penitencia
poner en fuga a las diablesas malas.
Darme otros ojos, no estos ojos vivos
que gozan en mirar, como los ojos
de los sátiros locos medio-chivos,
redondeces de nieve y labios rojos.
Darme otra boca en que queden impresos
los ardientes carbones del asceta,
y no esta boca en que vinos y besos
aumentan gulas de hombre y de poeta.
Darme otras manos de disciplinante
que me dejen el lomo ensangrentado,
y, no estas manos lúbricas de amante
que acarician las pomas del pecado.
Darme otra sangre que me deje llenas
las venas de quietud y en paz los sesos,
y no esta sangre que hace arder las venas,
vibrar los nervios y crujir los huesos.
¡Y quedar libre de maldad y engaño,
y sentir una mano que me empuja
a la cueva que acoge al ermitaño,
o al silencio y la paz de la Cartuja!
FIN