Publicado en
agosto 29, 2010
Jen Green y Sarah Lefanu
(antologistas)
Título original: Dispatches from the frontiers of the female mind.
Traducción: Montserrat Conill.
Portada: Antoni Garcés.
© 1985; Jen Green y Sarah Lefanu. The Women’s Press Ltd., 1985
© 1986. Ultramar Editores. Best-Sellers nº 262
ISBN: 84-7386-401-8
Depósito legal: NA-547-1986
Edición digital de Elfowar y Umbriel. Septiembre de 2003.
Títulos originales de los relatos:
* Gran Operación en Altair Tres (Big Operation on Altair Three) de Josephine Saxton
* Las hilanderas del bosque (Spinning the Green) de Margaret Elphinstone
* Tópicos del espacio exterior (The Cliches from Outer Space [revisado de The Witch and the Chamelion, 1 de abril de 1975]) de Womens Studies International Forum v7 nº 2 1984) de Joanna Russ)
* La intersección (The Intersection) de Gwyneth Jones
* Turno largo (Long Shift) de Beverley Ireland
* El amor se altera (Love Alters) de Tanith Lee
* Cíclopes (Cyclops) de Lannah Battley
* Instrucciones para desalojar este edificio en caso de incendio (Instructions for Exiting This Building in Case of Fire; Interzone nº 12 1985) de Pamela A. Zoline
* Un sol en el desván (A Sun in the Attic) de Mary Gentle
* Atlántida 2045: No hay amor entre planetas (Atlantis 2045: no love between planets) de Frances Gapper
* En un naufragio (From a Sinking Ship) de Lisa Tuttle
* El despertar (The Awakening) de Pearlie McNeill
* Palabras (Words) de Naomi Mitchison
* Reliquias (Relics) de Zoe Fairbairns
* Mab (Mab) de Penny Casdagli
* Carne de probada moralidad (Morality Meat) de Raccoona Sheldon
* Manzanas de invierno (Apples in Winter) de Sue Thomason
Contraportada
Ciencia Ficción escrita por mujeres sobre problemas específicamente femeninos, presentando provocativas imágenes feministas del futuro que ofrecen una alternativa a la visión de la ciencia y de la tecnología, desafiando el dominio masculino que tradicionalmente impera en este género.
Zoe Fairbairns, Mary Gentle, Gwyneth Jones, Tanith Lee, Naomi Mitchison, Joanna Russ, Josephine Saxton, Racoona Sheldon, Lisa Tuttle, Pamela Zoline.
Prodigios, portentos, mitos y microchips de autoras clásicas de ciencia ficción y un deslumbrante cortejo de nuevas escritoras. Desde extensos y remotos planetas hasta la proximidad de nuestros barrios y ciudades, desde futuros lejanos hasta la inmediatez del presente cotidiano, estos relatos exploran las miriadas de variantes que presenta la existencia femenina: mujeres sometidas a afrentas y ataques, mujeres que detentan el dominio y el control, mujeres solas, mujeres agrupadas, Con historias situadas en sociedades apenas reconocibles, o en circunstancias por desgracia bien conocidas, esta colección nos llega de allende las fronteras para ofrecernos una visión de lo que puede existir más allá.
Incluye los siguientes relatos:
"Gran Operación en Altair Tres", Josephine Saxton
"Las hilanderas del bosque", Margaret Elphinstone
"Tópicos del espacio exterior", Joanna Russ
"La intersección", Gwyneth Jones
"Turno largo", Beverly Ireland
"El amor se altera", Tanith Lee
"Cíclopes", Lannah Batley
"Instrucciones para desalojar este edificio en caso de incendio", Pamela Zoline
"Un sol en el desván", Mary Gentle
"Atlántida 2045: No hay amor entre planetas", Frances Gapper
"En un naufragio", Lisa Tuttle
"El despertar", Pearlie McNeill
"Palabras", Naomi Mitchinson
"Reliquias", Zoe Fairbairns
"Mab", Penny Casdagli
"Carne de probada moralidad", Racoona Sheldon
"Manzanas de invierno", Sue Thomason
Introducción
En los últimos veinte años se ha producido un verdadero florecimiento de mujeres que cultivan el género de la ciencia ficción, entre las cuales los nombres de Úrsula LeGuin, Anne McCaffrey y Joanna Russ sean tal vez los más conocidos. A pesar de este hecho, la ciencia ficción conserva todavía la honda impronta de la aprobación masculina; se trata, en efecto, de libros escritos por hombres, destinados a ser leídos por hombres, o muchachos, circunstancia escasamente sorprendente si se tiene en cuenta que su público ha sido siempre principalmente masculino y que los temas más comúnmente tratados por la ciencia ficción son la tecnología, el ensanchamiento de las fronteras espaciales y el combate en sus muy diversas formas. Ello no quiere decir que las mujeres no lean ciencia ficción ni que, aspecto a nuestro entender mucho más importante, no les interese la tecnología o el combate (¡nada más lejos de la realidad!), sino más bien que la gente cree que a las mujeres no les interesan estas cosas. Por desgracia, aunque numerosos escritores se hayan mostrado radicales e imaginativos en términos tecnológicos y sociales, la ciencia ficción como tal ha mantenido una actitud esencialmente conservadora con respecto a la mujer y a las relaciones entre ambos sexos, hasta tal punto que incluso el mundo interior de las ensoñaciones íntimas explorado por los autores de la "nueva ola" de los sesenta analiza ámbitos y sueños masculinos. Los cambios que se advierten en la representación de las mujeres en la ciencia ficción han hecho poco más que reflejar
los avances jurídicos y sociales logrados en nuestra sociedad por las mujeres en los últimos quince o veinte años, avances que afectan, por ejemplo, a la posición de la mujer en el mundo del trabajo o a las reivindicaciones femeninas en favor de una mayor autonomía en cuestiones de elección sexual. Ciertas obras de ciencia ficción ignoran incluso dichos avances y a sus autores parece que les baste con introducir a bulto valores patriarcales en el más ajeno de los paisajes, creando así una constante diacrónica e intercultural a partir de actitudes que son históricamente específicas de nuestro tiempo.
Tradicionalmente, las mujeres aparecen representadas mediante una serie de imágenes estereotipadas, tales como la de la perenne esposa y madre que reina en un hogar confortable y dotado de todos los adelantos técnicos, la de la jovencita insulsa y con la cabeza llena de pájaros, y, cuando se nos permite adoptar un papel más activo, la de la malévola y autoritaria encarnación de un férreo matriarcado. Desde los albores de la ciencia ficción los hombres han escrito sobre las posibilidades que el futuro les ofrecía a ellos; rarísima vez. la visión de un mundo feliz hace partícipes de sus libertades a las mujeres. Joanna Russ ha subrayado en un artículo (Vértex, febrero de 1974) el extraordinario fracaso de la imaginación que permite que un mundo proyectado hacia el futuro posea como mitad de su población a una masa de amas de casa de clase media. En su trabajo, titulado Imágenes femeninas en la ciencia ficción, afirma. "En la ciencia ficción aparecen un sinfín de imágenes femeninas. Apenas si aparece en ella ninguna mujer".
Aunque con el paso de los años las imágenes femeninas en la ciencia ficción hayan cambiado, más dudoso es ya determinar si dichos cambios constituyen algo más que simples modificaciones superficiales. ¿Reflejan en realidad dichas imágenes las mismas inquietudes y fantasías de las mujeres que expresaban los escritores de ciencia ficción del pasado? El ama de casa de clase media de los años cincuenta quedó eliminada en los años sesenta, cuando el sexo hizo su aparición en la ciencia ficción; hasta ese momento la actividad sexual no había tenido lugar en las páginas de este género. La revolución sexual hizo que en la ciencia ficción surgiesen mujeres solteras, independientes y sexualmente activas, en efecto, pero siempre formando parte del horizonte en expansión de los hombres; es decir, las mujeres aparecían para demostrar las posibilidades recién adquiridas de los personajes masculinos. Sea cual sea su papel sexual, los personajes femeninos siempre han resultado muy convenientes comí receptores (la mujer es el oído atento, bien en la cocina, bien en el dormitorio) de cualquier información científica que e autor desee transmitir al lector.
Casi siempre han actuado esencialmente como contraste y realce de sus oponentes masculinos, apareciendo como ene migas, apéndices, víctimas u oscuros objetos del deseo, nunca como ellas mismas, siempre como el otro. No es precise poseer una cabeza puntiaguda, dos antenas y la piel verde para ser tratado de anómala por el común de la población de clase media blanca masculina, y en especial por los santones consagrados de la ciencia ficción; basta con no ser, por ejem pío, blanco, o bien ser homosexual, viejo, obrero o mujer Para citar palabras textuales de Úrsula LeGuin:
El problema que aquí se discute es la cuestión de el otro, el ser que es distinto de uno mismo. Ese ser puede diferir de uno mismo en el sexo, en sus ingresos anuales, en su modo de hablar, vestirse y actuar, en el color de su piel o en e número de piernas y cabezas que posea. En otras palabras, existe el extraño sexual, así como el extraño social, e extraño cultural y, finalmente, el extraño racial..." (La ciencia ficción americana y el otro, Science Fiction Studies, n.° 7, vol. 2, noviembre, 1975).
Y, sin embargo, como demuestra Pamela Sargent en su detallada introducción a la antología Women of Wonder (Penguin, 1978), existe una larga tradición de mujeres que escriben ciencia ficción, empezando por Mary Shelley y su Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), obra que explora las pavorosas implicaciones del conocimiento científico. Poco aliento encontraron las mujeres del pasado para cultivar el género de la ciencia ficción; las que se atrevieron a hacerlo se ocultaron bajo seudónimos masculinos (como Francis Stevens, que escribió a principios de siglo) o bien bajo sobrenombres ambiguos que no traicionaban su sexo (como C. L. Moore y Leight Brackett), a fin de vencer !os prejuicios opuestos por editores y lectores. Muchas mujeres que cultivan este género, ya sea con su verdadero nombre ya con otro ficticio, han seguido la tradición de la ciencia ficción, centrando sus relatos en torno a protagonistas masculinos antes que. femeninos, con lo cual no han hecho sino perpetuar el estado periférico concedido a las mujeres dentro de este género. Para algunas, como Joanna Russ, el proceso de centrar sus novelas en tome, a una protagonista femenina ha constituido una transición laboriosa y difícil
Mucho antes de convertirme en feminista de forma explícita, había dejado de escribir historias de amor en las que las mujeres llevaban las de perder e historias de aventuras protagonizadas por hombres que siempre salían victoriosos, para escribir novelas de aventuras protagonizadas por una mujer en las cuales vencía la mujer. Fue, sin duda, una de las tareas más arduas que he acometido en mi vida...
(Carta inédita)
Partiendo de tales supuestos, ¿por qué, pues, ejerce la ciencia ficción ese gran atractivo sobre tantas mujeres que se deciden a escribir? Es indudable que, como género, ¡a ciencia ficción constituye el ámbito ideal para verter las visiones especulativas del futuro, así como para analizar y explorar toda una serie de posibilidades políticas y personales; proporciona además la oportunidad de imaginar a la mujer fuera de una cultura patriarcal, pudiéndose así determinar y cuestionarlos componentes de ésta. La ciencia ficción nos permite, ver más allá de los restringidos papeles preceptuados para las mujeres, concediéndonos ¡a oportunidad, como ha dicho Suzy McKee Charnas, de describir tanto nuestros sueños como nuestras pesadillas (Khatru, números 3 y 4, noviembre de 1975).
Por otra parte, la ciencia ficción también nos permite estudiar la situación actual de la mujer, utilizando las metáforas propias de ese género para mejor enfocarla e iluminarla; es decir, podemos estar escribiendo sobre el futuro, pero lo cierto es que estamos escribiendo en el presente. ¿Acaso no podemos, por ejemplo, escribir sobre las mujeres en su papel de amas de casa, porque "ama de casa" constituye actualmente una imagen estereotipada de la mujer, cuando la mayoría de mujeres, bien por estar casadas, ser madres solteras cuidar de unos pudres ancianos, realizan tareas domésticas Negar esa faceta de la existencia femenina es tan deformante como presentarnos única y exclusivamente como amas de casa. El maravilloso relato de Pamela Zoline Calor y muerte del universo (New Women of Wonder, Vintage, 1978) tiene por protagonista a Sarah Boyle, ama de casa; la entropía de universo penetra en su hogar y el caos resquebraja y final mente destroza el orden ficticio de su existencia. Ser ama de casa es un asunto muy serio. Existe una abismal diferencia entre lo que las mujeres son capaces de hacer y lo que le sociedad les indica que deben hacer, pero ambos extremos se hallan abundante e íntimamente relacionados. Una de la principales tareas de la política feminista es estudiar dicha interrelación y la tarea de una escritora feminista ha de se reflejarla en toda su complejidad.
El potencial de esta problemática ha sido perfectamente comprendido por escritoras tales como Joanna Russ, Vonda Mclntyre, Marge Piercy, Úrsula LeGuin, Suzette Haden Elgin James Tiptree, Jr. (Racoona Sheldon), Chelsea Quinn Yarbro, Naomi Mitchison, Sally Miller Gearhart y Suzy McKee Charnas
Consideramos la antología que ahora presentamos como continuadora de esta tradición, puesto que amplía imaginad nuevamente las posibilidades de las mujeres, desafiando de es modo las normas y preceptos tradicionales del género que h dado en llamarse ciencia ficción. Aquí, las mujeres aparecer retratadas como seres activos y capaces que protagonizan e relato que les sirve de marco, y los relatos reflejan la impar tanda de una nueva perspectiva, enraizada en una aguda conciencia feminista, que cuestiona la naturaleza aparente mente inmutable de la dinámica entre hombres y mujeres dentro de la ciencia ficción.
Esta colección pretende ser algo más que una simple galería de deslumbrantes aventureras, intrépidas amazonas, brillantes empresarias, espoleadas todas ellas por el sexo como cualquier héroe lascivo. No se trata tampoco de une colección de mujeres portentosas, con perdón de Pamela Sargent cuyas tres antologías prepararon e¡ camino para ésta, aunque bien sabe Dios que buena falla nos hacen unas cuantas mujeres portentosas para poder seguir soñando. Aunque los relatos aquí recogidos Incluyan elementos fantásticos, todos ellos están basados en la experiencia, cotidiana de mujeres contemporáneas y reflejan los dilemas a los que se enfrentan las mujeres sometidas a una cultura patriarcal. Turno largo, por ejemplo, situado en una comunidad urbana habitada por mujeres, nos presenta a una protagonista corriente que tiene que enfrentarse a los problemas y tensiones que le crea su trabajo.
El feminismo, que nos ha enseñado lo que las mujeres son capaces de hacer, proporcionándonos una base desde la cual proyectar nuestras visiones del futuro, también nos muestra la gran distancia que todavía nos queda por recorrer. Por ello, algunos de los relatos presentan visiones de un futuro en el que el sexismo resulta inexistente, tratando el feminismo, por citar palabras de Mary Gentle, "como dando por sentada la existencia de unos supuestos feministas y avanzando a partir de esa base". Otros intentan explorar el presente analizando, por así decirlo, las tácticas y la mecánica del movimiento de liberación.
Dentro de este grupo adquiere especial relevancia el tema de la mujer y el trabajo, y los relatos seleccionados presentan una variada serie de positivas imágenes de mujeres en su dimensión de trabajadoras. Muchas de nuestras escritoras señalan la capital importancia que tiene para la mujer desarrollarse con plenitud e independencia en el mundo del trabajo: otras, en cambio, ponen de relieve que la necesidad de ganarse la vida puede tornar a la mujer vulnerable a la explotación sexual.
Los temas del nacimiento y la reproducción ocupan lugar preferente dentro de esta antología. Los muchos años durante los cuales la ciencia ficción no ha presentado a las mujeres más que como máquinas reproductoras y alimentadoras de plena dedicación han hecho que numerosas escritoras evitaran retratar en sus narraciones a las mujeres en su condición de madres, prefiriendo presentarlas como aventureras y amazonas, dedicadas a realizar cualquier actividad menos las de dar a luz o criar hijos. El advenimiento en los años sesenta del sexo en el panorama de la ciencia ficción presenció la aparición del relato centrado en torno a "medios exóticos de queda embarazada", repleto de oscuros, más perceptibles, elementos sádicos, satirizado aquí por Joanna Russ en Tópicos de espacio exterior. Esa clase de relatos poco alentaron a las feministas a tratar el tema de la reproducción.
El feminismo nos permite actualmente reivindicar la importancia de tener hijos y parirlos bajo nuestras propia: condiciones, autorizándonos a recuperar este tan vituperada tema, exponiendo sin ambages su radical significado y profundizando en su verdadero potencial. La mayoría de /o: relatos presentan la reproducción como un importante fenómeno de orden político que conforma y condiciona la relación entre mujeres y hombres, afectando de este modo a la estructura global de la sociedad. Para la mujer que ve emerger de si propio cuerpo al fruto de sus entrañas, los vínculos de conexión y dominio de su hijo son inmediatos e irrefutables mientras, que para el hombre esos lazos pasan por un reconocimiento realizado a través de la institución del matrimonio La mayor parte de los relatos recogidos en esta antología analizan este vínculo fundamental entre biología y cultura entre lo innato y lo adquirido. Algunos estudian las posible: implicaciones de la ingeniería genética y otros descubrimientos recientes, tales como los bebés-probeta, que representan la tentativa masculina de adueñarse del proceso reproductivo, obteniendo de este modo poder sobre el futuro. Por otra parte, en El amor se altera, Tanith Lee nos muestra une sociedad en la que ¡a reproducción se halla separada de le biología femenino-masculina y en la cual dos personas de mismo sexo pueden engendrar un hijo; en este relato, detalle por demás interesante, no existe competencia alguna ni afán de predominio entre hombres y mujeres.
Mab, de Penny Casdagli, transforma el mito de la partenogénesis en un poderoso símbolo de autonomía; en este relato la autora derriba los mitos masculinos de la creatividad de varón, en los cuales, al revés de la realidad biológica, es el varón quien da origen a la hembra (Adán a Eva, Zeus a Palas Atenea), los pone en entredicho calificándolos de "monstruosa usurpación del rito materno" y analiza en profundidad k exaltación de la maternidad que de ello resulta. En general toda la antología presenta la poderosa fuerza de la creación del mito, estudiando la dualidad opresora y liberadora que lo caracteriza.
Papel importante juega la tecnología en muchas de las visiones que aquí se recogen. Algunos relatos ofrecen un enfoque cauteloso, advirtiendo de los peligros que conlleva la búsqueda de lo desconocido. Otros subrayan la importancia de aceptar la responsabilidad de los cambios producidos por los avances tecnológicos. Si las mujeres tienden a considerar los avances tecnológicos bajo un enfoque negativo, no es porque sean antitecnológicas per se sino porque el feminismo ofrece una peculiar y aguda crítica de la ciencia y la tecnología. Igualmente trascendente resulta investigar el enorme potencial de la tecnología para que las mujeres puedan formarse una idea precisa de su verdadera naturaleza, a fin de adueñarse de ella y utilizarla como instrumento de cambios positivos. Nos parece importante que, en lugar de refugiarnos en los tradicionales y conservadores géneros de la magia y la fantasía, las mujeres contemplemos la posibilidad de la ciencia ficción y la integración de la tecnología en nuestras visiones del futuro.
En numerosos relatos planea la sombra de la amenaza de la devastación de nuestro planeta a consecuencia de una guerra nuclear. Zoe Fairbarns, en Reliquias, entreteje una historia centrada en la existencia en Greenham Common, burlándose de los hombres que sobreviven; en su relato el nacimiento constituye un acto de desafío, una nueva dirección. En Instrucciones para desalojar este edificio en caso de incendio, Pamela Zoline presenta a las mujeres aliadas en una especie de maternidad universal que las enfrenta a las fuerzas potencialmente destructivas del nacionalismo.
Otro tema común a numerosos relatos es el del Estado represivo, en el cual, con demasiada frecuencia, las mujeres suelen encontrarse en el escalón más bajo de la jerarquía social. Muchos de los relatos ofrecen una hermosa visión moral, y no porque las mujeres sean por naturaleza éticamente más refinadas que los hombres, sino porque nuestra tradicional condición de explotadas nos permite comprender mejor las consecuencias de unas leyes confeccionadas más para nosotras que por nosotras. Los relatos que aquí hemos seleccionado varían desde la desolación hasta la trascendencia, pasando por la esperanza. En conjunto se aprecia en ellos un cierto optimismo, una inconmovible convicción en la fuerza y eficacia de las mujeres, tanto aisladas como colectivamente, para combatir, burlar, subvertir o por lo menos hacer que se tambaleen las represivas instituciones que, por desgracia, todavía parecen habitar nuestros sueños acerca del futuro.
JEN CREEN Y SARAH LEFANU
Gran operación en Altair Tres
Josephine Saxton
Josephine Saxton nació en Alitas en 1935. A los quince años abandonó sus estudios escolares e ingresó en la Escuela de Bellas Artes. Ha estado casada dos veces y tiene cuatro hijos y dos nietos. "Desde pequeñita quería ser una famosa escritora, pintora o bailarina, y sigo trabajando para conseguirlo. Felizmente divorciada, estoy estudiando acupuntura china tradicional para licenciarme en esa materia, y además escribo novelas, cuentos y artículos frívolos."Entre sus obras destacan The Hieros Gamos of Sam and An Smith, Vector for Seven, Group Feast, The Travails of Jane Saint y numerosos cuentos. Su última novela, Queen of the States, va a aparecer próximamente editada por The Women’s Press.
De Gran operación en Altair Tres dice. "La idea de este relato nació de un anuncio americano de un coche que hacía referencia a una circuncisión practicada en su asiento trasero. Eso me recordó las esculturas de tamaño natural (he olvidado el nombre del famoso artista que las realizó) que representaban escenas sexuales en el asiento trasero de un Ford de los años cincuenta, y de ahí tomé la idea".
Estoy buscando trabajo para iniciar una nueva profesión, pero a mi edad no es cosa fácil. Gozo de perfecta salud y me siento tan llena de energía como siempre, por supuesto, pero como las mujeres de Altair empezamos finalmente a comprender, ni esta época ni este lugar resultan fáciles para nosotras; los mejores empleos se los llevan los hombres. Allá en la Tierra hace siglos que impera una absoluta igualdad de oportunidades y yo di por sentado que en Altair la situación era similar. Me llevó cierto tiempo comprender la realidad, pero cuando hablé de ello con mi amiga, que se dedica a la historia social, me explicó el porqué, aclarándome bastante las razones.
—Lo que está ocurriendo aquí en el siglo XXVI es lo que sucedió en la Tierra durante la Revolución Industrial. Una situación de conflicto de la que no hay salida. Abunda la mano de obra femenina barata, pero el único papel que se nos autoriza a jugar lleva el sello de la maternidad. Es lo que se llama el síndrome del patriarcado. Más niños para trabajar en las minas y demás... ya sabes.
Imagino que sí, que tenía que saberlo por la escuela, pero la historia no era mi punto fuerte y todo eso era, bueno, nada más que historia. Yo me dedico a la publicidad; mi especialidad son los anuncios tridimensionales a base de técnicas holográficas. Parte de mi trabajo consiste en encontrar a las "estrellas" adecuadas y persuadirlas para que realicen las proezas de los anuncios; yo fui quien descubrí al tipo que hacía el anuncio de los tranquilizantes, aquél en que aparece rodeado de lagartos venenosos y se limita a contemplarlos desdeñoso, ronroneando con una sonrisa. (Conserve la calma en las situaciones más apuradas; uno de los lagartos a punto estuvo de darle un mordisco, pero él ni se inmutó; todo lo que hizo fue echarse a reír. Debo señalar que corría peligro de muerte, pero, en realidad, eso es lo que hace que los anuncios tridimensionales vendan tanto; a la gente le emociona saber que en lo que ven no hay truco alguno, que todo es real; con las técnicas holográficas no se pueden hacer trampas.) Yo me encargo de organizar la cuestión de los seguros, las reservas del hospital, y todo lo relativo al guión. Soy una especie de secretaria de dirección, en un trabajo interesante, pero desde hace un tiempo he empezado a sentir escrúpulos morales. Cosa que no puedo permitirme.
Procedo de una familia de colonizadores, y los colonizadores, por definición, carecen de escrúpulos morales, porque, como todo el mundo sabe, la moral no entra para nada en eso de instalarse en un lugar desconocido, saquear todas sus riquezas y luego trasladarse a otro sitio. A cualquiera que empiece a poner en duda el sistema se le interna junto a esos chiflados que se creen los amos del universo y que se empeñan en proclamar que existe una raza de pérfidos inmortales que ejercen una enorme influencia sobre la humanidad y que dirigen el cotarro en beneficio propio. Mi amiga, la experta en historia social, dice que siempre han existido cabezas de turco que cargan con todas las culpas para desfogar las inquietudes profundas del pueblo; antes eran los gnomos de Zurich, banqueros internacionales, masones (sean lo que sean esos señores). No, yo no me creo esas historias, pero empiezo a pensar que quizá Altair no sea ya el lugar más adecuado para mí. De todos modos, ¿a qué otro sitio podría ir? En todas partes ocurre lo mismo; todo lo bueno se lo llevan los hombres y las mujeres jóvenes. La verdad es que todo parece una demencia general; se nos educa para que nos mantengamos fuertes y saludables, para que vivamos más años, y luego qué pasa: "Apártate, abuela; ya no haces falta".
Creo que la causa de que toda esta incertidumbre se apoderase de mí fue el anuncio de Alison Kesla para el coche Airborn que realizamos el año pasado. No es que yo participase especialmente en su confección, pero se encargó de hacerlo nuestra agencia y, claro, algo tuve que ver. He trabajado en anuncios de productos que sabía que eran auténticas basuras, de las que estaba convencida que no servían para nada y cuyo precio era desorbitado para la calidad que prometían, pero éste... bueno, tal vez lo que ocurre es que tenga que dedicarme a otra cosa.
Francamente, mi trabajo me gusta mucho, lo hago bien y en Altair hay mucho que vender; queda todavía un largo trecho para agotar sus recursos, y con los millones de planetas intactos que tenemos a nuestro alcance, ¿a quién le importa una explosión y un poquito de humo? Por lo visto en la Tierra se hizo necesaria la ecología antes de que se produjera la diáspora hacia las estrellas, pero aquí disponemos de toda la energía que deseamos; el desarrollo y la prosperidad son infinitos. Me inquieta un poco consignar por escrito estos leves escrúpulos morales; no me harían ningún bien si en la empresa llegasen a enterarse; ya se sabe que los escrúpulos morales y la economía son incompatibles. De todos modos, ¿qué razón podría yo tener para desear regresar al caos de la democracia? Todo funciona divinamente, dirigido por un poderoso gobierno central, a nadie le falta nada... ¿son realmente así las cosas?
Todo el mundo conoce a Alison Kesla, por supuesto. Es la chica que hacía el anuncio de los helados, una mujer guapísima, pecosa, de cabello rojizo dorado, ojos verdes y escultural cuerpo de marfil. Pero las morenas se pusieron de moda, a la gente empezaba a aburrirle el tipo de Alison y ella empezaba a mostrarse intranquila, como yo ahora. Quizá comenzase a tener dudas, a preguntarse: "¿Y luego qué?"
La cuestión es que nos encargaron realizar el anuncio del coche. A pesar de su nombre, el Airborn no es un vehículo aerodeslizante; aquí, con la cantidad de polvo que hay, este tipo de transporte resulta totalmente inadecuado; es un modelo deportivo, velocísimo, de gran estabilidad y excelente suspensión, parecido al modelo familiar pero con la parte trasera más amplia, para poder realizar cómodas excursiones de exploración durante los fines de semana. Como que aquí, entre los terremotos, ligeros pero constantes, los cambios de temperatura, el polvo y el problema de los cactus que alcanzan su desarrollo en dos horas —problema para el que todavía no se ha hallado solución— es imposible construir carreteras o mantenerlas en buen estado, bueno, la estabilidad de un coche es uno de los puntos fuertes para su venta. El vehículo que garantice que no vuelca y que avanza con suavidad sobre iodo terreno es el que quiere la gente, y en esto el Airborn presenta los últimos adelantos.
Imagino que habrá usted adquirido uno. Ahora los tiene todo el mundo. Fue un anuncio tridimensional de gran éxito que hizo que se vendieran a millares. A mi juicio se trata de un coche bien pensado, con su sistema de aspirador exterior incorporado al de aire acondicionado, que succiona el polvo y o comprime convirtiéndolo en bolitas que son expulsadas por la parte posterior. La primera vez que vi uno, no pude contenerme y me puse a reír a carcajadas, porque parecía una especie de armadillo blindado que hubiese comido demasiados garbanzos, acompañado de efectos sonoros. Dicho sistema puede eliminarse para circular por la ciudad, ya que no hay por qué bombardear a los transeúntes con proyectiles autofabricados, pero a campo traviesa es insuperable; ningún otro vehículo es capaz de proporcionar tan buena visión a elevada velocidad. Y la razón de que la suspensión sea tan perfecta es que los amortiguadores están construidos imitando exactamente el sistema de las vértebras humanas, es decir a base de unas bolsas fibrosas de sustancia coloidal, capaces de expandirse y comprimirse, y los discos no se rompen bajo ningún tipo de presión, porque, al igual que los discos humanos, en el momento de producirse el rebote, ocupa su lugar un segundo disco perfectamente comprimido que absorbe el choque mientras el volumen se iguala. Resultado: ni el más leve temblor en el compartimiento interno, que es independiente y se halla suspendido por separado en el interior de la carrocería. La sustancia coloidal que contienen dichos discos responde a una fórmula secreta. Hubo quien dijo que se trataba de sustancias procedentes de vértebras humanas, pero, por supuesto, no era más que una broma morbosa, de pésimo gusto. La sensación es la misma que hallarse cómodamente sentado en un salón, pero viajando a ochocientos kilómetros por hora sin notar el más ligero temblor. Caro, carísimo. Destinatarios iniciales de tal maravilla, las clases profesionales y un potencial mercado femenino, con dinero, desde luego. ¿Habría algún enfoque publicitario capaz de unir ambos mercados? No podía tratarse de un enfoque sexual, porque ello molestaría a los maridos. La parte trasera, claro está, se halla equipada con un asiento convertible en cama, para una posible aventura con algún pasajero recogido en auto-stop. Hasta en pleno desierto altariano perduran las fantasías de este tipo. Así pues, la directriz era no emplear imágenes sexuales, pero tenían que aparecer mujeres. Los cuerpos femeninos son capaces de vender cualquier cosa a todo el mundo, pero necesitábamos dar con algo un poco diferente, original, para captar a científicos, artistas, médicos, etc. Fue la mención de los médicos lo que hizo surgir la idea, pero antes de ello alguien propuso la sobada imagen de una copa de vino tinto colocada en el asiento delantero; el conductor, en medio de un terremoto, frena bruscamente a cinco metros del borde de un precipicio y no se derrama ni una sola gota. El bobo que propuso esta idea recibió algunas miradas despectivas porque la penalización máxima por conducir en estado de embriaguez ¡es una lobotomía! Además, la tapicería del coche era de gamuza blanca, piel de no que bicho parecido a una cabra traído de los más remotos confines de la galaxia, y al preparar la escena, bastaba con derramar una gota para que el coche quedase estropeado. Risas.
Supongo que fue la visión de unas manchas rojas sobre la tapicería blanca, junto con la mención de los médicos, lo que originó la idea final en el subconsciente de alguno de los presentes, y uno de ellos dijo:
Podríamos realizar una operación quirúrgica en el asiento trasero; algo delicado que requiera extrema precisión.
—¡Sí, una lobotomía, y a ti! — le espetó el jefe. No obstante, un segundo después, su expresión había cambiado. Se veía que había dado con algo interesante.
Como sin duda sabrán ustedes, la histerectomía es la última moda en lo que a anticonceptivos se refiere; toda mujer que haya sido sometida a dicha intervención ve aumentar considerablemente sus posibilidades de conseguir empleo, pues esos pocos días mensuales más de máximo rendimiento impresionan favorablemente a todo patrón, sobre todo si es varón. Muy lucrativo para los cirujanos. Entusiasmados con la originalidad del proyecto, nos pusimos en contacto con varias clínicas y la búsqueda del cirujano y la modelo comenzó. Contratamos a Marlin Drafe, famoso tanto en el campo de la cirugía estética como en el de la ginecología; era uno de los que proclamaban: "¡Si la diferencia es biológica, señoras, no se preocupen; eso tiene arreglo!"
Al principio albergué ciertas dudas con respecto a Alison Kesla, pero en el departamento artístico me convencieron indicando que nada mejor que su piel marfileña sobre la tapicería blanca y otras cosas por el estilo que suelen decir los de ese departamento; por otra parte supuse que a Alison debía alegrarle la valiosa oportunidad que este anuncio significaba para su carrera. La nueva chica de los helados era una negra fabulosa que dejaba que las bolas del cucurucho se derritieran un poco goteándole por el cuerpo. Al parecer, las ventas han aumentado enormemente.
El anuncio es precioso y los del departamento artístico hicieron un buen trabajo. El maquillaje de Alison poseía un suave tono dorado, su melena rojiza era perfecta, su expresión, al ingerir los sedantes previos a la operación, soñadora, sus ojos verdes, serenos y lejanos, y el plano de sus largas y torneadas piernas al entrar en el coche y recostarse sobre las sábanas de satén blanco, ajustadas sobre tina funda de plástico, — se pusieron muy serios con lo de la tapicería—, y luego la manera como se dejaba vencer por el sueño mientras el conductor aceleraba, pasando de O a 800 en una distancia doce mayor que la longitud del coche, resultaron realmente magníficos. Llevábamos casi una semana ensayando varias veces al día el movimiento de la cámara para que las tornas resultasen perfectas a esa velocidad; los rayos tenían que dar plenamente en el blanco y permanecer inmóviles durante toda la secuencia; no podía producirse la menor interrupción, o de lo contrario el público hubiese dicho que utilizábamos planos rodados en el estudio. Pero nuestros técnicos son extraordinarios, verdaderamente extraordinarios.
Drafe, al principio, protestó por tener que operar arrodillado, pero el dinero resuelve estos problemas y, considerando lo relativamente reducido del espacio, con el oxígeno y la bandeja del instrumental (lo colocaron en una bandeja imantada para apaciguar los temores del cirujano, que no tenía fe alguna en la estabilidad del coche y temía no acertar e¡ instrumento necesario con la interferencia de los que rodaban), realizó un trabajo perfecto, sin asistencia de ninguna clase. En el anuncio se aprecia todo: el maravilloso resplandor violeta de las montañas entrevisto por las ventanillas de! coche, las manchas rojas, la primera incisión, que fue a propósito extremadamente lenta (a sugerencia, nuevamente, del departamento artístico), y cuando la operación ha terminado, el cirujano con gesto lento se quita los guantes y da una suave palmada al cuerpo de Alison. Y luego ella se despierta con una dulce sonrisa y murmura: "¿Cuándo empezamos?" Creo que solamente ese detalle persuade a muchas mujeres a someterse a la intervención y a comprar el coche; en algunos casos, estoy segura de que se deciden a ambas cosas.
Jamás llegaré a saber cómo logró Alison esbozar aquella soñolienta sonrisa. Después del anuncio, cuando se restablecía en el hospital, se derrumbó por completo. Lo que no se veía en el anuncio era que estaba embarazada. Deseaba intensamente aquel hijo. El padre era uno de los directivos de la empresa. Si rechazaba aquel trabajo, no volvería a trabajar nunca más, le dijeron.
Alison trabaja mucho; el anuncio volvió a colocarla en la cumbre. Parece contenta, tiene buen aspecto. Pero quería un hijo y yo también lo quiero. Este tiempo que dedico a pensar no va a hacer ningún bien a mi carrera. De todos modos, me gustaría alejarme del mundo de la publicidad; en el fondo y en secreto, opino que las cosas se llevan demasiado lejos. Pero ¿de qué otro modo puedo ganarme la vida aquí, en Altair Tres o en cualquier otro sitio? Necesito pensar. Necesito pensar mucho.
Las hilanderas del bosque
Margaret Elphinstone
Margaret Elphinstone vive en Escocia con sus dos hijas, dedicada casi exclusivamente a escribir y a la jardinería. Sus relatos y poemas han aparecido publicados en Writing Women y Scotia Review. Es autora, en colaboración, de un libro de jardinería próximo a editarse, The Holistic Gardener (Turnstone Press, 1986), y recientemente ha terminado su primera novela, Crying for the Moon.
Del relato que aquí publicamos dice: "Concebidas hilanderas del bosque durante un viaje en autobús entre Dumfries y Londres. Es el resultado de seis horas de reflexión acerca del feminismo, del movimiento en favor de la paz, de mis viajes a Greenhamy de la campiña inglesa. Desde hace mucho tiempo me interesa el proceso de transmisión de los cuentos de hadas tradicionales, porque mis hijas, como tantos otros niños, insistían una y otra vez en que les leyera las mismas historias, proceso del que aún no me he recuperado. Me apasionan la fantasía y la ciencia ficción, géneros de extremada fuerza que debieran cultivar las feministas, puesto que hasta ahora, con escasas y notables excepciones, se han visto dominados por actitudes patriarcales".
Érase una vez un rico mercader que tenía tres hijas, llamadas Elsie, Lacie y Tilly. Vivían de los beneficios que rendía una mina de melaza. Elsie y Lacie no se hallaban claramente diferenciadas: para todo el mundo eran simplemente las hermanas mayores, y de este hecho podéis extraer vuestras propias conclusiones. Tilly era tan cariñosa como buena, tan buena como bonita y tan bonita como cariñosa. Y si eso no os dice lo que deseáis saber, tragaos vuestra subversiva curiosidad y seguid leyendo.
Hacía tiempo que el mercader se mostraba preocupado porque la cotización de la melaza descendía vertiginosamente, como consecuencia de una feroz y cruel campaña del gobierno que obligaba a añadir, en letras no menores de un milímetro de altura, "La melaza produce caries dental" en todos los envases y carteles que anunciasen el producto. Además, la cuestión de los residuos, que se apilaban en montículos, se había convertido en un espinoso problema fustigado por la prensa ecologista. Así pues, el mercader ensilló un día su caballo y, tras llamar a sus hijas para despedirse de ellas con un beso, se puse en camino, emprendiendo un largo viaje, hacia una convención internacional en la que quedarían establecidas y aseguradas las futuras bases de la industria de la melaza.
Antes, empero, de espolear a su montura, se volvió hacia sus hijas y les dijo:
—Hijas mías, ¿qué regalito deseáis que os traiga a mi regreso?
—Brillantes —respondió Elsie con ojos refulgentes de ilusión—. Brillantes, oro, pinas tropicales, melocotones, naranjas y jerez, y dos entradas para un partido de críquet.
—Café —contestó Lacie con una dulce sonrisa—. Café, chocolate, tabaco, soja, almendras, nueces, avellanas, un solomillo de ternera y un terreno en el bosque.
—Y tú, Tilly, querida mía —dijo el mercader con mucho afecto —, ¿qué quieres?
Y Tilly, por motivos secretos y privados que no tardarán en revelarse, respondió:
—Una rosa roja, papá, es lo que quiero.
La convención obtuvo unos resultados moderadamente satisfactorios. El neo mercader no se sentía plenamente satisfecho, pues albergaba la sospecha de que sus asociados del otro lado del mar Occidental le estaban engañando, y, por otra parte, no le agradaba el acordado proyecto de exportar armas de contrabando, ocultas en el fondo de los barriles de melaza. Así pues, emprendió con lentitud el camino de regreso, empuñando sin vigor las riendas de su montura, dejándola que avanzara por los peligrosos senderos del bosque, absorto en gráficos que relampagueaban por las verdes frondas de su mente y en una secuencia de dígitos luminosos de forma cuadrada que emitían continuos pitidos, acaparando por entero el hilo de sus pensamientos.
E! caballo, por su parte, andaba preocupado con otras ideas (detalle, éste, digno de tener en cuenta, porque en el mundo los cambios no se realizan por casualidad).
Cuando al cabo de un largo trecho de avanzar de esta guisa el mercader levantó la mirada, hallóse en una zona del bosque en la que nunca había estado, un lugar agreste y peligroso, de espesa vegetación, donde los árboles crecían tan próximos que los troncos muertos se mantenían en pie sostenidos por la pujanza de los árboles más jóvenes. De las ramas más altas pendía una densa maraña de enredaderas de especie desconocida, mientras que el silencio de la maleza veíase turbado por curiosos susurros y extrañas llamadas, cuyo eco resonaba por doquier. El mercader se percató de la selvatiquez del paraje, y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Se había extraviado.
—Nos hemos perdido —le comunicó al caballo, el cual, naturalmente, no le contradijo.
En aquel instante, una flecha se clavó en el arzón de la silla de montar del mercader.
Sí, una flecha.
El mercader oyó un leve chasquido, y la vio, temblando todavía, a pocos centímetros de su mano. Con ojos desorbitados, levantó despacio los brazos, confiando que tal gesto fuese el correcto en tan insólitas circunstancias. La flecha medía casi un metro de longitud y estaba adornada con una pluma verde. El caballo avanzó un paso y comenzó a pacer, mordisqueando los tallos largos, jugosos y dulces de la yerba.
—¿Hay alguien ahí? —gritó tembloroso el mercader al notar que nada turbaba el opresivo silencio del bosque.
Tan pronto como hubo pronunciado estas palabras, aparecieron dos figuras meciéndose con suavidad en el follaje que a modo de túnel cubría el camino. Con los arcos tensos y a punto de disparar, saltaron al camino colocándose delante y detrás del mercader, de tal modo que éste quedó atrapado en el sendero, sin posibilidad de escapatoria. Eran dos mujeres e iban enteramente vestidas de verde.
—No llevo ningún dinero —balbuceó el mercader—, y aun cuando lo llevara, sería contrario a mis principios participar en tan subversiva actividad como en la redistribución de la riqueza. Siempre he pagado puntualmente mis impuestos y si no me creéis, os confiaré el número de mi cartilla de la seguridad social para que consultéis la terminal del ordenador de la policía y comprobéis que soy un ciudadano respetable; así podréis averiguar cuanto deseéis saber de mí, enterándoos además de muchas cosas que seríais muy bobas de creer. Os ruego que no me hagáis objeto de amenazas ni violencia. Poseo un pequeño refugio antiatómico que me ha costado mucho dinero y sería una verdadera lástima que no se aprovechara. ¿Me dejaréis marchar si os ofrezco enviaros un cargamento de melaza?
Las dos figuras ignoraron por completo estas palabras. La que estaba delante de! mercader bajó el arco que sostenía y se acercó a tan corta distancia del caballo que el animal le acarició el rostro con el belfo.
—Hemos venido a invitarte a cenar —dijo dirigiéndose al mercader.
Entre ella y su compañera le vendaron los ojos y le condujeron a su campamento, guiándole a través de intrincados vericuetos. La cena fue excelente, aunque el mercader hubiese podido dar cuenta de manjares más sustanciosos que unas simples frutas frescas y hierbas silvestres del bosque. Calculó que habría como mínimo unas cuarenta mujeres vestidas de verde. No había rastro alguno de varones y, sin embargo, ellas ignoraban por completo la presencia del mercader. Los niños se habían unido al abundante festín y correteaban con entera libertad por el claro del bosque, regresando para servirse algún manjar de los numerosos píalos que los contenían para desaparecer nuevamente con risas entre los árboles, de manera que las sombras resonaban con alegres y agudas carcajadas. Sobre la cabeza del mercader, la techumbre de frondas y follaje parecía bailar centelleando a la luz de las fogatas. Entre las hojas vislumbró los fríos e inmóviles puntos de las estrellas que le contemplaban con absoluta indiferencia. Su caballo había desaparecido.
Sólo las dos mujeres que le habían capturado le prestaban alguna atención. Se ocupaban de él, le traían comida y bebida y en algún momento hasta condescendieron a conversar brevemente con él. No le hicieron ninguna pregunta ni profirieron amenaza alguna, pero eso mismo inquietaba al desventurado mercader. Finalmente, haciendo acopio de valor, logró expresar el temor que en secreto albergaba.
—¿Queréis que pague la cuenta?
—No hay cuenta alguna para pagar.
Pocos minutos más tarde, realizaba una segunda tentativa, fingiendo iniciar una anodina conversación.
—¿Me equivoco al pensar que vuestra organización se dedica a la recirculación de capital?
—No existe organización alguna.
Por lo visto, ignoraban las sutilezas de lo velado, insistiendo en ofrecer respuestas directas.
—Es de presumir que tal vez queráis dinero.
—No queremos dinero.
Incrédulo ante lo que acababa de escuchar, el mercader hizo un esfuerzo por tratar de comprender y preguntó:
—Entonces, ¿qué queréis?
—Nada que no puedas darnos.
¿Constituirían aquellas palabras una sombría amenaza? Con voz temblorosa de aprensión consiguió articular:
—Pues no me torturéis. Si me dejáis en libertad, os daré cuanto pidáis.
—No te alarmes; no hay motivo alguno de temor. Lo que queremos de ti, jamás mujer lo obtuvo de hombre alguno por la fuerza.
Y con estas palabras lo dejaron, y terribles pensamientos comenzaron a angustiar su ánimo.
A los pocos momentos, comenzó a sentir que un extraño sopor lo invadía. Le parecía que las voces de las mujeres y el entrelazado del ramaje se fundían formando extrañas imágenes.
Los niños se habían callado, o tal vez se hubiesen marchado, y las mujeres se habían sentado, formando un amplio círculo. El murmullo de sus voces aumentaba y decrecía y las manos revoloteaban atareadas. A la luz de la fogata vio que estaban hilando, hilando hebras de hilo verde, torciendo el hilo que engordaba los husos verdes. Observó la destreza de los dedos que torcían las hebras y luego las tejían, fabricando un recio tejido verde, y vio que el círculo de hilanderas se convertía en un círculo de tejedoras. Hilaban y tejían y los ojos del mercader se tornaban cada vez más soñolientos, sentía la cabeza pesada y a pesar de sus esfuerzos no pudo seguir contemplando corno tejían. Sólo el murmullo de la voz de las mujeres penetró en sus sueños, entretejiendo palabras que iban y venían de un punto a otro del círculo:
¿Quién queda ya
que sepa hilar el verde
para que la tierra reverdezca?
Le invadía un sueño lánguido, el aire parecía dulcemente perfumado de aroma de tomillo. Soñó que se encontraba en un mullido bancal salpicado de prímulas y violetas, cubierto por un dosel de rosas silvestres que brillaban pálidas a la luz de la luna y a cuyos tallos se abrazaba el profuso verdor de la eglantina. Se sumió en un profundo sueño.
Le despertó la fría claridad del alba, y los jirones de sus sensuales y bucólicas ensoñaciones huyeron ante el avivarse de su conciencia. Con hondos sentimientos de pesar, se incorporó y se frotó los ojos. Se hallaba en el lugar donde las arqueras le habían tendido la emboscada y junto a él se encontraba su fardo, intacto, con su capa, la silla y la brida. Del caballo no se veía rastro alguno. Entumecido, se puso en pie notando un leve dolor en los genitales, mas no pudo descubrir en su cuerpo golpe ni herida alguna. La verdad es que se sentía curiosamente liviano, como sí una extraña sensación de ligereza, más acentuada de lo normal, hubiese distendido todo su cuerpo. Y, sin embargo, su situación no podía ser más apurada. Se había perdido, se hallaba lejos de su casa y se había quedado sin caballo.
Con un suspiro, se inclinó a recoger sus alforjas; eran deprimentemente pesadas; los regalos de Elsie y de Lacie no tenían nada de ligeros. Aquello le hizo pensar con cariño en su hija menor y en aquel instante un espeso matorral de brezo le llamó la atención; aparecía salpicado de una profusión de rosas silvestres, rosas rojas. Agobiado bajo el peso de su fardo, el mercader alargó penosamente un brazo, agarró una rama y, haciendo caso omiso de las espinas que le desgarraban los dedos, desgajó una rama cuajada de flores.
En aquel momento oyó a sus espaldas gritos de furor y ruidos de pisadas. Al darse media vuelta divisó a las dos mujeres, con los arcos nuevamente apuntando contra él.
—Os pido disculpas —balbuceó, temblando las rosas en la vara que agarraba con fuerza.
—¿Cómo te atreves?— su ira era terrorífica—. ¿Cómo te atreves, después de lo bien que te hemos tratado y después de haberte dejado en libertad? ¿Cómo te atreves a coger las rosas? ¿Acaso has de destruir todo lo vivo que encuentras a tu paso, todo cuanto crece en libertad? ¿Cómo te atreves a hacer aquí tal cosa?
—Os pido disculpas —repitió—. No era mi intención hacer daño alguno. Las rosas eran para mi hija Tilly. Me pidió que de regalo le trajera una rosa. La verdad, la idea no fue mía en absoluto.
—Estamos muy enfadadas —replicó la mujer—. No tienes derecho a coger las rosas.
—Por favor, no me matéis. — El mercader cayó de rodillas con la cabeza inclinada, lo cual le impidió advertir la mirada que intercambiaron las mujeres—. No quería más que cumplir el deseo de mi hija. Mi intención no era encolerizaros. Aquí, en el fardo, llevo todo lo que me han pedido mis otras hijas. Tilly sólo me pidió una rosa. ¿Qué puedo hacer para salvar la vida?
—Ahora sólo puedes hacer una cosa — contestó la mujer con desdén en la voz —. Manda a tu hija aquí en lugar tuyo. Si logras persuadirla de que venga y la traes antes de que transcurran trece ciclos de la luna, no te perseguiremos y te permitiremos vivir como quieras y para siempre en tu hogar. Pero si tu hija no viene, ten la certeza de que te mandaremos a buscar, y entonces no habrá escapatoria alguna. ¡Ya conoces nuestras advertencias!
Las mujeres no dijeron nada más y cuando el mercader osó levantar la mirada, habían desaparecido. Pálido y tembloroso, se echó el fardo al hombro y se dispuso a buscar el camino de regreso.
Tilly fue la primera en advertir la llegada de su padre. Estaba arrancando las yerbas del jardín, mientras sus hermanas se encontraban dentro de la casa, leyendo novelas de amor y chupando pastillas de regaliz. Dejando caer la azada, Tilly les gritó:
—¡Papá ha vuelto a casa, y viene sin caballo!
—¿Sin caballo? ¡Qué horror! ¿Traerá nuestros regalos? — exclamaron Elsie y Lacie apresurándose a salir.
Pronto las hermanas rodeaban al exhausto mercader rogándole que les contara lo sucedido, cómo había perdido a su caballo y qué desventuras le habían sobrevenido.
El mercader revivió mentalmente su historia. No sonaba particularmente heroica, sobre todo porque seguía notando una ligera insensibilidad en los testículos que indicaba que algo terriblemente embarazoso le había ocurrido. Con un leve carraspeo se puso a pensar a toda prisa y empezó a contarles su relato:
—¡Ay de mí, hijas queridas, ay de mí! —comenzó diciendo—. Vencido por la fatiga, había emprendido el camino de regreso, pensando sólo en vosotras, queridas mías, cuando tuve la desgracia de perderme en medio del bosque. Por más que el miedo y el cansancio se apoderaron de mí, seguí avanzando, sabiendo que en eso consistía mi única esperanza de volver a consolar a mis amadas hijas. Y entonces, de repente... —aquí hizo una pausa, buscando ansioso en torno suyo alguna fuente de inspiración—. De repente oí a mis espaldas un rugido sobrenatural. La tierra temblaba, los pájaros, despavoridos, emprendieron el vuelo con clamoroso terror, las mismísimas flores del borde del camino se marchitaron inclinando desmayadas sus corolas. Y entonces apareció ante mí una Bestia monstruosa, una visión más horrenda que cualquiera que hubiese contemplado en la más espantosa pesadilla, un animal repulsivo de indescriptible fealdad. Con un terrible rugido me agarró... —vio que sus hijas contemplaban con curiosidad su intacta persona, ataviada con su acostumbrada pulcritud y aseo —, pero sus garras eran asombrosamente suaves. Me llevó a su palacio, situado en lo más espeso del bosque y una vez allí desapareció de mi vista.
—Qué extraño —comentó Tilly pensativa.
—¡Qué horrible, papá! —exclamaron Elsie y Lacie al unísono— ¡Qué valor y qué nobleza has demostrado! ¡Nadie se hubiera atrevido a ir donde tú has estado! ¿Y qué pasó después?
El mercader comenzó a notar alguna que otra incoherencia en su relato y, tras lanzar a Tilly una precavida mirada, cambió un poco el tono de voz y prosiguió diciendo:
—El palacio del bosque era extraño y muy hermoso. Unas manos invisibles me alimentaron con exquisitos manjares y ambrosías, guías invisibles me condujeron a un lujoso dormitorio. No tenía más que desear cualquier cosa material y al instante aparecía ante mis ojos: frutas exóticas, vinos y lico res, ropas limpias, un televisor en color provisto de seis canales y unos productos químicos misteriosamente perfumados para introducir en el agua de una enorme bañera. Hasta el asiento del retrete estaba forrado de piel blanca.
—¡Santo cielo!
—A la mañana siguiente me encontré solo. En una bandeja, pulcramente dispuesto, aparecía el desayuno, de modo que sólo tuve que enchufar la cafetera eléctrica e introducir la rebanada de pan en el tostador. Comí hasta saciar mi apetito y dejé una nota de agradecimiento junto al teléfono engarzado de esmeraldas. Encontré la salida a través de unos maravillosos jardines, entre macizos repletos de las flores más bellas que jamás haya contemplado. Al llegar a la verja, me llamó la atención un rosal cuajado de rosas rojas. Inmediatamente pensé en ti, Tilly querida. Alargué el brazo y tronché una rama.
El mercader se detuvo, con dramática pausa.
—¿Qué le ocurrió al caballo? —preguntó Tilly.
—¿Cómo puedes ser tan desconsiderada? —exclamaron sus hermanas silenciándola con reproches—. ¡Viendo lo que nuestro pobre padre ha sufrido, y tú preguntándole por el caballo! Continúa, papá querido, continúa —le instaron, con los ojos expectantemente fijos en el fardo.
—Inmediatamente volví a oír aquel terrible rugido. De nuevo tembló la tierra y la Bestia apareció ante mí, más repugnante que nunca a la luz del día. Confieso que al ver de nuevo aquella horrenda mole me acobardé. Dominándome con su descomunal tamaño, amenazándome con sus enormes garras y gruñendo con incontenida furia, comenzó a chillar:
"¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! Porque te he tratado bien y tú a cambio has osado robar mis rosas. ¡Con la vida pagarás esta terrible afrenta! ¡Ahora mismo voy a arrancar uno a uno todos los miembros de tu cuerpo!"
"Te suplico que me perdones" —respondí yo haciendo acopio de valor—. "Tengo tres hijas que aguardan mi regreso, y si me devoras, ¿qué será de ellas? ¡Morirán de hambre, acabarán vagabundeando por los bajos fondos, o lugares por el estilo, y nadie habrá que las socorra en su desgracia!"
—¿Y escuchó tu súplica?
—¡Ay de mí, querida Tilly! ¿Cómo podré decirte lo que ocurrió a continuación? —exclamó el mercader enjugándose una lágrima—. Me dijo que me dejaría en libertad con una condición: que antes de que se cumpliesen trece ciclos de la luna llena te llevase a ti para que ocupases mi lugar. —No pudo impedir lanzar una segunda mirada a Tilly, al tiempo que añadía—: Dijo que vivirías en su palacio, rodeada de todo lujo y comodidades, y que te concedería cuanto deseases. Pero habrás de ir allí y someterte a su voluntad.
—Opino que así ha de ser —comentó Elsie—. Después de todo, fue a ella a quien se le antojó la rosa.
—No me parece una vida tan horrible —dijo por su parte Lacie—. Siempre te queda el recurso de darle un beso. A lo mejor se convierte en un príncipe encantador.
—Preferiría verlo convertido en una rana —replicó Tilly—. Papá, ¿mató al caballo?
—¡Hijita mía, qué valerosa eres! —exclamó el mercader estrechándola con un cariñoso abrazo —. ¡Estaba seguro de que no me fallarías! ¡Vamos, vamos, seamos felices mientras podamos! ¿Qué habéis preparado para cenar?
Un año después.
Tilly aguardaba paciente junto al rosal. Su padre se había separado de ella con una cariñosa pero apresurada despedida, y ella había optado por sentarse en el suelo, levemente desconcertada al no advertir rastro alguno de palacio ni jardines, pero sin sentir ningún temor. En el bosque cantaban los pájaros y un par de libélulas revoloteaban en el aire acariciadas por un tibio rayo de sol. Era un lugar poblado de altos árboles, con numerosos senderos que desaparecían entre la maraña de matorrales, un lugar cálido y habitado pero indudablemente selvático. Tenía la impresión de no hallarse lejos de otras personas, aunque no se veían huellas de hombre alguno. ¿De quién sería, pues, la presencia que percibía?
Pensó entonces en la Bestia y frunció el ceño. Extraño ofrecimiento el de una vida de lujos teñido de amenazas de violencia. Una Bestia que la deseaba, que le concedería cuanto anhelase, pero a cuya voluntad debía someterse. Una Bestia cuya cólera había provocado por desear simplemente un regalo inocente y puro, una Bestia que afirmaba que hasta las flores del bosque le pertenecían y que, con sólo ordenarlo, lograba que ella pasase a su poder; de no haber oído de labios de su propio padre la descripción de su naturaleza, una criatura de tales características le hubiese resultado inconcebible. Pero Tilly se alzó de hombros y siguió esperando.
No recordaba haberse quedado dormida, mas al abrir los ojos hallóse rodeada de varias mujeres vestidas de verde que llevaban arcos a la espalda. Se las quedó mirando fijamente y ellas, en silencio, le devolvieron la mirada.
—Soy Tilly —dijo al fin —. Soy el rescate de mi padre.
Inclinaron la cabeza en señal de asentimiento, como si la estuviesen esperando, y por gestos le indicaron que las siguiera.
La condujeron al claro del bosque, le trajeron agua y alimentos y bajo unas frondosas ramas verdes le prepararon una cama de helechos para que reposara. Como eran silenciosas pero no invisibles, Tilly supuso que el encantamiento tenía para ella características distintas del de su padre, y se preparó a esperar la aparición de la Bestia. Pero la Bestia no se presentó, ni aquel día, ni al siguiente, ni al siguiente.
Por las noches soñaba.
Solía quedarse dormida contemplando los dibujos que formaba el entramado de ramas y follaje, y sus sueños consistían en visiones de hebras verdes que alguien hilaba y de una tela verde tejida a su alrededor por muchas manos; un círculo de hilanderas invisibles bajo las estrellas, un círculo de tejedoras con el tejido verde, tenso y vibrante entre las manos. Un murmullo de voces, el canto de las hilanderas, acompañaba sus sueños. Y del tejido que creaban las palabras captó unos cuantos versos que se repetían y se repetían, abriéndose paso hasta su conciencia, de tal modo que por la mañana los recordaba con toda claridad:
¿Quién queda ya
que sepa hilar el verde
para que la tierra reverdezca?
Se despertó pensando en un lugar, propiedad de su padre, donde el viento barría unas tierras fragosas y escarpadas hasta hacer aparecer unas rocas rojizas, un lugar en el que antaño creciera un bosque. Pensó también en la rosa roja que solicitara como regalo, causa de que se encontrase ahora donde se hallaba. Cuando se presentaron las mujeres trayéndole el desayuno, las estaba esperando.
—¿Dónde está la Bestia? —les preguntó.
Por primera vez una de las mujeres le dirigió la palabra.
—La Bestia se ha ido a su casa —le contestó, y se fue. Al día siguiente, Tilly repitió su tentativa.
—¿Dónde está la Bestia? —preguntó. Esta vez fue otra mujer la que contestó.
—La Bestia somos nosotras —le dijo, y se retiró.
No había forma de averiguar lo que deseaba, pero Tilly, sin desalentarse, probó de nuevo.
—¿Dónde está la Bestia? —preguntó el tercer día.
—La Bestia está en tu cabeza —le respondió la tercera mujer, y se alejó.
Con la cabeza entre las manos, Tilly permaneció sentada, reflexionando. ¿Por qué no le había dicho su padre la verdad? ¿Para evitarse una situación embarazosa? Si así fuese, si para él tal cosa era más importante que la suerte que pudiese correr su hija, entonces todo cuanto ella había creído y dado por sentado durante su vida entera había de ser reconsiderado. Y en su interior comenzó a surgir un inconfundible sentimiento de cólera, una cólera que crecía con la fuerza de un manantial que nace de la tierra, barriendo el polvo de las mentiras y obligaciones en las que hasta entonces había estado sumida. De un salto se puso en pie y, corriendo hacia el claro que se hallaba desierto, comenzó a gritar con todas sus fuerzas, rasgando el silencio que envolvía al bosque:
—¡La Bestia no existe! —gritaba, y las hojas, acariciadas por el sol, se agitaron conmovidas por el grito—. ¡LA BESTIA NO EXISTE!
Entonces llegaron las mujeres.
Llegaron corriendo, dejando atrás la penumbra de las frondas, y la rodearon y le hablaron con dulzura, contemplándola con miradas comprensivas. Si llegó a existir encantamiento alguno, Tilly acababa de romperlo. Y si algo era real, era lo que estaba viendo, puesto que el poder de toda pesadilla desaparece cuando no queda nadie que crea en ella.
Mientras las mujeres la conducían al campamento, oyó a lo lejos el rumor de pezuñas sin herrar y el relincho de caballos salvajes.
Pasaron las estaciones, y Tilly aprendió del bosque cuanto necesitaba y también descubrió lo que el bosque precisaba de ella. Averiguó quién era ella, pero eso no puede divulgarse fuera de los límites del bosque, al menos no todavía. Las ropas que ahora vestía eran de paño verde, porque también ella se había convertido en hilandera. E hilando aprendió a conocer a sus compañeras tanto como a sí misma.
Las rosas florecían nuevamente en las matas de brezo y Tilly volvió a pensar en su padre. Preguntó a las mujeres de qué forma podía obtener noticias de él y ellas la condujeron a un pozo de visión.
Lo primero que en él vio fue a sus dos hermanas. Habíanse éstas acercado hasta las inmediaciones del bosque y, tropezándose con los límites del otro mundo, acabaron cayendo fortuitamente en brazos de dos jóvenes, Lisandro y Demetrio. En lugar de enfrentarse cara a cara con lo desconocido, se casaron con ellos en el acto, antes casi de que ambas parejas hubiesen tenido tiempo de separarse una a otra. Vio a su padre, aliviado ante las dobles bodas. Si sus hermanas encontraron en el bosque pasiones subversivas, habían sabido aprovecharse y dominarlas, y cualquier rastro de tristeza o melancolía podía proyectarse sobre Lisandro, sobre Demetrio o sobre cualquier otro lugar donde la yerba apareciese más verde.
Por lo que respecta a su padre, regresó a casa solo y pronto
cayó enfermo, víctima de dolencias difíciles de diagnosticar. El médico anotó sin vacilar en su ficha que sufría una depresión, posiblemente una neurosis, y le recetó tranquilizantes. El mercader empezó a darse a la bebida y, como Tilly pudo ver en el pozo de visión, no tardó en andar de mal en peor.
Así pues, decidió ir a visitarle. La víspera de su partida las mujeres le advirtieron:
—No prolongues tu estancia más de un ciclo de la luna; de lo contrario cambiarás y tal vez no regreses nunca más.
Tilly escuchó con seriedad esta advertencia, pero al llegar a su casa se encontró con una vida mucho más absorbente de lo que había esperado. Su padre recuperó el ánimo y ella le ayudó a solucionar sus asuntos y puso en práctica varios proyectos, aconsejándole que se retirase de los negocios. Uno de tales proyectos consistía en realizar un crucero alrededor del mundo pasando el invierno en los mares del Sur, y otro en la construcción de una piscina en el jardín. También sus hermanas requerían de ella atención, consejos y ayuda para solventar los problemas que planteaban su relación con los hombres y la vida conyugal. Tilly sabía que tenía la obligación de escucharlas, puesto que la independencia que ella disfrutaba evidentemente les resultaba dolorosa e intolerable. Entre una cosa y otra, habían transcurrido ya casi dos meses desde su partida, cuando una noche estalló una tormenta que despojó a los árboles de las últimas hojas estivales. El silbar del viento penetró en los sueños de Tilly, que soñaba visiones de cosas moribundas y olvidadas, cuando de pronto, en plena pesadilla, vio un tejido verde desgarrado y luego un mundo en el que no existían árboles.
A la mañana siguiente lo primero que hizo fue acercarse al pozo y pronunciar un conjuro que permitiese la visión. No contempló visión alguna ni oyó ninguna súplica. Pero de las profundidades surgió una voz clara y sonora, que no le pedía nada pero que le decía:
—Hermana, la elección te corresponde a ti.
Al cabo de una hora se había despedido de su padre y hermanas. A su padre le dijo que regresaría cuando él la necesitase verdaderamente, y a sus hermanas les comunicó que si alguna vez deseaban sentirse libres, no dudasen en reunirse con ella. Y después se marchó y pronto la perdieron de vista, una mujer vestida de verde confundida entre los árboles verdes.
Tópicos del espacio exterior
Joanna Russ
Joanna Russ ha obtenido varias veces los premios Nébula y Hugo con diversos relatos y novelas. Entre éstas destacan Extra (Ordinary) People, The Female Man, The Adventures of Alyx (todas ellas publicadas por The Women’s Press, 1985), And Chaos Died, The Two of Them y On Strike Against God. Es profesora adjunta de inglés en la Universidad de Washington, Seatile. Entre sus obras de ensayo destaca How To Suppress Women’s Writing (The Womens Press, 1984), así como numerosos artículos sobre feminismo y ciencia ficción.
Tengo una amiga que ha compilado una antología de relatos feministas de ciencia ficción. La verdad es que poseo varias amigas que han hecho tal cosa, pero la amiga a la cual me estoy refiriendo es imaginaria, de modo que la llamaré Ermintrude.
Ermintrude es una mujer de mirada aguda, cerebro brillante, intolerante con la estupidez y que posee unos antebrazos sorprendentemente musculosos (los editores adquieren dichas características a base de gritar y de mesarse los cabellos con frecuencia). Tan fornidos son sus antebrazos, que Ermintrude es capaz, aun sometida a un permanente exceso de trabajo insuficientemente retribuido y padeciendo una crisis aguda de fiebres basureras (enfermedad a la que son propensos los editores tras saturarse con la lectura de las obras enviadas por el público), como digo, Ermintrude es capaz de transportar en brazos y de una sola vez cinco kilos de prosa intensamente aburrida y rebuscada. Hay que señalar que un montón de manuscritos tiende a ser una estructura considerablemente inestable, y al visitar recientemente a Ermintrude, me la encontré en posición de decúbito supino sobre la alfombra del cuarto de estar, sumergida hasta los senos frontales en una ingente cantidad de narrativa rechazada. El material, después de tambalearse, se había deslizado cayéndose por el suelo y ella, por puro desánimo, creo yo, había imitado el mismo movimiento. Fuese como fuese, lo cierto es que se hallaba de evidente malhumor, tumbada sobre el montón de manuscritos rechazados (que componían una figura bastante interesante desde un punto de vista estético), y, al verme, pronunció con una voz que me será difícil de olvidar:
—¡Si me vuelvo a encontrar con un relato más sobre métodos insólitos para quedar embarazada...!
—Vamos, vamos —repliqué —, no será para tanto. Ya sé que hay muchos hombres a quienes ni se les ocurre que las mujeres puedan tener más aventuras que las biológicas, motivo por el cual escriben tales sandeces, pero...
—Lee uno —me indicó Ermintrude.
Bien, después de haberlo leído, de ayudar a Ermintrude a ponerse de pie y de desfogar nuestra cólera propinando unos cuantos puntapiés a los manuscritos, regresé a mi casa; Ermintrude se dedicó a preparar su antología y yo creí que no volvería a oír hablar más de aquel asunto. Pero aquel montón de manuscritos rechazados debió ser el vehículo de alguna maldición, de algún espíritu malévolo o de alguna especie de virus filtrable que se adhirió a mi persona infectando mis vestidos o afectando de alguna otra manera a mi organismo. Aquel asunto no estaba en absoluto terminado. ¿Cómo lo sé?
Porque empecé a escribir sandeces.
No, no de las que escribo normalmente, sino de otra clase distinta. En realidad, yo no era el agente activo y creador del proceso de escribir aquellas cosas. Actualmente todavía no he podido descubrir quién o qué me suplantó. Empecé a tener sueños horribles y extraños en los que desaparecían los límites de la cronología y de la lógica, en los que de antiguos ejemplares de Conquistadlo absolutamente todo y El sexista de Canopus surgía una fuliginosa luminiscencia, y en los que una serie de lectores masculinos de ciencia ficción, adolescentes todos, se desvanecían gritando, formando círculos de discusión geométricamente imposibles y situados en la cuarta dimensión. Repetíase constantemente cierta invocación oscura ("ritual de vinculación masculina" es la equivalencia fonética más próxima que consigo dar de esa frase), y entre sueños oía un horrendo estrépito, un rugoso y remoto atronar de tambores, espantoso, ensordecedor y obsceno que una noche consiguió hacerme levantar, desvaneciendo así la peor (y última) de mis pesadillas para descubrir que...
¡Mi máquina de escribir estaba mecanografiando por sí sola!
Fíjense bien que no digo "escribiendo", porque la noche siguiente, tras introducir un folio en la máquina (si no para satisfacer a la desconocida inteligencia que, desplazándose desde los manuscritos rechazados de Ermintrude, había preferido instalarse, para mayor comodidad y bienestar, en el repiqueteante metabolismo de mi Sears Electric, sí al menos con el fin de amortiguar el tableteo), el artilugio se detuvo, como si la visión de las palabras por él escritas lo aterrorizase. Luego, muy despacio, escribió unas cuantas frases aisladas, del tipo "de poderosos bíceps" o "la turgencia de sus pechos". Últimamente ha aumentado su entusiasmo, y sus esfuerzos literarios comienzan a adoptar una inconfundible semejanza con los relatos convencionales a que la prosa de la ciencia ficción nos tiene acostumbrados. Con la vana esperanza de contentar a ese maldito espíritu (ya que de lo contrario no me queda otro recurso más que el exorcismo, y no pienso mecanografiar con esa máquina los quinientos doce folios de Política sexual, ¡imagínense las horas que ello supondría, por no hablar del aumento de precio del papel carbón!) he hecho cuanto está a mi alcance por conseguir que se publiquen los siguientes, llamémosles fragmentos. Tal vez ello satisfaga al espíritu que se ha apoderado de la máquina de escribir. En mi condición de profesora, al igual que Ermintrude desde su puesto de editora, he tenido que leer toda clase de redacciones y relatos, pero aseguro que jamás había leído nada, ¡nada!, tan abominable, tan destructivo, tan abismal, tan soporíferamente aburrido como es la siguiente colección de:
TÓPICOS DEL ESPACIO EXTERIOR
El cuento de los insólitos métodos para quedar embarazada
—¡Oh! ¡Ah! ¡Ah! ¡Oh! —exclamaba Sheila Sue Hateman con éxtasis incontrolable mientras la gigantesca orquídea macho, arqueada sobre ella, la cubría polinizando todos sus orificios.
¡Ella, sí, ella, ella, Sheila Sue Hateman, que siempre había sido frígida e incapaz de responder! Recordó que en las fiestas procuraba evitar a los hombres que se acercaban a ella atraídos por su boca de labios rojos, carnosos y prominentes, por su larga melena rubia, del color de la miel, por su apetitoso trasero y por sus pechos orgullosos y erguidos (eran una molestia aquellos pechos; a veces se mostraban tan orgullosos y erguidos que llegaban a golpearle la barbilla y tenía que empujárselos hacia abajo). ¡Cuánto odiaba y evitaba a los hombres! A veces había llegado a esconderse bajo un sofá. En ocasiones se quedaba horas seguidas detrás de una puerta abierta. Con frecuencia se ocultaba entre los cortinajes de una ventana, confiando pasar inadvertida, confundida con un pliegue del tejido.
Pero esto era... diferente.
Un éxtasis desconocido hacía vibrar todas las fibras de su cuerpo. ¡Con cuánta intensidad había deseado este momento! Ahora podría tener hijos. ¿Tendrían yemas y zarcillos? ¿Raíces? ¿Nacerían como un puñado de semillas? ¿O quizá como brotes de hojas? ¿Se le desprendería tal vez uno de los dedos de los pies y echaría raíces en el suelo? ¡Qué importaba eso! Fuese cual fuese el aspecto de su hijo (y en lo más profundo de su ser sabía que tendría un niño), lo querría con locura porque sería de él.
De pronto, con la fulgurante rapidez y claridad de un relámpago cayó en la cuenta de la verdad: ¡Le gustaban los hombres!
Siempre le habían gustado, pero le infundían miedo. Tenía miedo de su fuerza, de su atractivo, de su ternura, de su burlón desenfado que, al abordarla por la calle y exclamar: "¡Vaya par de melones! ¡Así se llevan, preciosa!", hacía que el corazón empezase a palpitarle desbocado.
Recordó la franca y directa mirada de Boris y la poderosa fuerza de sus fornidos brazos aquella vez que intentó arrancarle la blusa.
Recordó la cortés socarronería de Ngaio cuando le dijo: "El motivo de que te empeñes en contradecir mis deducciones intelectuales, Sheila, es que eres una puta".
Recordó la tierna y varonil sensación de protección que le inspiró José cuando le dijo: "No podemos contratarte, Sheila, porque éste es un trabajo para un hombre. Resulta demasiado difícil para una mujer".
En realidad le gustaban los hombres.
—¡Ah! ¡Oh! ¡Oh! ¡Ah! ¡Ahí — exclamaba Sheila Sue Hateman entre convulsiones.
La orquídea gigante plegó con ternura sus frondas...
(desgraciadamente, continuará)
El cuento del mucho hablar
—¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto me gusta vivir en una sociedad basada en la igualdad! —exclamó Irving, físico de profesión, contemplando con orgullo el salón del piso de la comunidad de propietarios que Adrienne, su esposa, había amueblado con su innato y exquisito buen gusto para la decoración de interiores.
Adrienne, licenciada en genética botánica, había decidido que lo que realmente quería hacer era quedarse en casa, tener ocho hijos, decorar su hogar, cuidar del jardín, dedicarse a la cocina macrobiótica, tener siempre a mano perejil en una maceta en el alféizar de la ventana de la cocina (tendría que vigilar, porque, al parecer, la humedad deterioraba un poco la madera del marco), y andar descalza. Era una mujer que se sentía muy próxima a la tierra, cosa que no tenía nada de femenino; daba la casualidad de que en su caso era así. Fue ella quien tomó esta decisión, e Irving la había respetado.
—Sí, hubiese sido espantoso vivir en la antigua sociedad, donde hombres y mujeres no gozaban de igualdad —replicó Adrienne dirigiéndose a la cocina a echar un vistazo al suflé de alfalfa que se doraba en el horno.
—Desde luego, vivir en una sociedad que ha eliminado la discriminación sexual es lo mejor de lo mejor —dijo Joyce, especialista en tecnología láser, que había solicitado veinte años de excedencia para criar a cuatro hijos porque eso era lo que sincera y honradamente anhelaba hacer—. ¡Imagínate lo horribles que debían de ser las cosas en los viejos tiempos!
Su marido, George, un alto ejecutivo de IBM que ganaba seis billones de nuevos dólares al año, la miró con cariño.
—Así es, querida —corroboró, dedicándole una tierna sonrisa—. Ahora que hombres y mujeres son iguales, las cosas funcionan muchísimo mejor. ¡Sólo de pensar cómo sería el mundo antes, me dan escalofríos!
Quería con locura y respetaba a Joyce, habiéndole construido un pequeño taller en el sótano para que en sus ratos libres pudiese practicar la tecnología punta del rayo láser.
Glorietta, la criada negra, entró anunciando...
(se castigará severamente)
El cuento de la separatisa noble
—Dime, mamaíta —dijo Jeannie Joan acurrucándose entre los brazos de su bella, fuerte, poderosa, dulce, sensata y cariñosa mamá, que medía dos metros cuarenta de estatura y era la presidenta de los Estados Unidos —, ¿por qué ya no quedan papas?
—Mira, Jeannie Joan —contestó su mamá —, hubo una época en que había muchísimos papas. Los papas eran unos seres indeseables, unos individuos perversos y viciosos que se marchaban siempre a realizar unas importantes actividades llamadas "trabajos", mientras las mamas y los niños tenían que vivir en unas pequeñas cárceles llamadas "hogares", donde se consumían por falta de ejercicio saludable, libertad intelectual y aptitudes para ganarse la vida. Los papas no eran (en general) brutales y no (siempre) pegaban a las mamas y a los niños con los bates de béisbol. Principal mente lo que hacían era aprobar muchas leyes diciendo que las mamas eran unos seres inferiores dominados por furores hormonales, que sólo pensaban en tonterías y que no servían más que para dedicarse a cuidar del "hogar" y de los niños. Así que los papas acaparaban todo lo bueno para ellos.
—¡Qué asquerosos eran los papas! —exclamó la linda y chiquitina Jeannie Joan.
—Sí, ¿verdad que sí? —replicó su mamá, apartando con sumo cuidado de su rodilla izquierda varios volúmenes entre los que destacaban Molí Flanders, El capital, el ensayo de Engels sobre el origen de la familia, el de John Stuart Mili sobre el sometimiento de la mujer y las Obras completas de George Bernard Shaw. Si Jeannie Joan leía esos libros, podía interpretarlos erróneamente. Eran aún muy niña; ya los estudiaría cuando fuera mayor.
—¿Y entonces qué pasó? —continuó preguntando Jeannie Joan, que mostraba ya todas las trazas de convertirse ella misma en una bella, fuerte, poderosa, dulce, sensata, cariñosa y perfecta mamá, de dos metros cuarenta de estatura e incapaz de estallar en un arranque de cólera ni para matar a un mosquito.
—Pues, mira, cariño, al cabo de un tiempo todas las mamas decidieron unirse y opinaron que la situación era una tontería. Y entonces aprobaron muchas leyes diciendo que todas las personas eran iguales, lo mismo daba que fuesen mamas o papas o que tuviesen el color de la piel distinto, y a partir de aquel momento la gente empezó a quererse mucho y ya no hubo guerras ni miseria ni discriminación racial ni ambición ni egoísmo.
—¡Pero los papas...! —insistió Jeannie Joan, propinando un suave golpecito a su mamá en el tobillo.
—Escúchame, Jeannie Joan —le explicó su mamá —, si las cosas se arreglaron y la vida empezó a resultar maravillosa fue porque los papas no soportaban un mundo sin guerras, miseria, discriminación racial, ambición, odio o egoísmo. En realidad, los papas no eran nada humanos, ¿sabes? De modo que en un plazo de tres semanas se suicidaron todos, uno detrás de otro; y los niños también. Fue lo que se conoce con el nombre de "acceso de furor provocado por un elevado nivel de testosterona", "inferioridad constitucional" o a veces "desaliento".
—Qué palabras tan enrevesadas — comentó Jeannie Joan, pensativa.
—En efecto —replicó su mamá, apartando cuidadosamente de su rodilla derecha varios volúmenes entre los que destacaban La mujer total, de Marabel Morgan, la bibliografía de Phillys Schlafly, la denuncia de los derechos de la mujer pronunciada por la reina Victoria y seis mil ejemplares de la revista Yogue.
Podrían caerse accidentalmente sobre la cabeza de Jeannie Joan y hacerle daño. Ya tendría tiempo de leerlos más tarde.
—Dime, mamá — prosiguió Jeannie Joan, que era una niña charlatana y curiosa —, ¿por qué...?
(se evitará, a cualquier precio)
El cuento del cambio de posición o
Siempre supe lo que querían hacerme porque yo lo
he estado haciendo durante años, sobre todo en el
cine
Cuatro jóvenes pertenecientes al Movimiento para la Liberación de la Mujer, devastadoras, crueles, corpulentas, lesbianas, sádicas y fetichistas, que odiaban a los hombres con intensidad y violencia inigualadas, bajaban a toda velocidad en motocicleta por la avenida junto a la cual se encontraba George oculto tras un arbusto. Iban las cuatro vestidas de cuero negro, calzaban botas provistas de punteras y clavos metálicos y cada una portaba metralleta y un látigo, así como un afilado cuchillo aferrado entre los dientes. Algunas se habían amputado los pechos. Se llamaban Sandra la Mugrienta, Harriet la Velluda, Vivían la Viciosa y Ruth la Despiadada. Al descubrir a George (un individuo bajito y enclenque, pelirrojo y con gafas, pero más listo que una ardilla y dotado de una voluntad de hierro), detuvieron con un chirriar de frenos sus potentes máquinas y lo arrastraron a la fuerza obligándole a salir de su escondite. Abalanzándose sobre él, comenzaron a pegarle; luego lo redujeron a pedazos y empezaron a pisotearle hasta dejarlo convertido en puro limo. No contentas con eso, se pusieron a dar saltos en el limo mientras gritaban con feroz crueldad:
—¡Las mujeres son mejores que los hombres! —vociferó Sandra la Mugrienta.
—¡Chúpame las botas! —bramó Harriet la Velluda.
—¡Bájate los calzoncillos! ¡Te voy a violar! — atronó Vivían la Viciosa con su profunda voz de bajo.
Sólo Ruth la Despiadada no dijo nada (jamás pronunciaba palabra; entre la banda se rumoreaba que no había aprendido a hablar), limitándose a masticar su cigarro y a abrir con un chasquido una navaja de palmo y medio de largo, de hoja de acero reluciente, dentada, envenenada y afilada como una cuchilla de afeitar. Con un gruñido, avanzó lentamente en dirección a George.
¡Y a estas mujeres las mantienen sus maridos!, pensó George. ¡Esos pobres hombres aterrorizados, atados a la puerta del dormitorio con diabólicas correas reforzadas de metal, a los que sólo dejan libres para que salgan a ganar dinero!
Nuestro héroe pensó que su fin llegaba, pero, de pronto, Ruth la Despiadada se puso verde, empezó a salirle humo de las orejas, su rostro cambió de expresión y, retorciéndose de dolor, cayó al suelo.
¡Eran sus días del mes!
Sandra la Mugrienta y Harriet la Velluda también se pusieron verdes, perdieron el sentido, se tambalearon, se tornaron de seis o siete colores más y, agarrándose el estómago, cayeron al suelo entre revolcones y gemidos de dolor.
Tan sólo quedaba, pues, Vivian la Viciosa. Con un apagado gruñido, también ella cambió de expresión, aunque de forma distinta; con pasos furtivos se acercó insinuante hacia George, acentuando las curvas de su cuerpo, entreabiertos los labios, los grandes ojos húmedos suplicándole entornados que le diese lo que esperaba de él.
¡Eran sus otros días del mes!
—Dime, Vivian la Viciosa —dijo el bajito, enclenque y pelirrojo George, con gafas pero de heroica resistencia y férrea voluntad —, ¿dónde tenéis el cuartel general? ¿Quién es vuestra jefa? ¿Cuáles son vuestros planes de batalla?
—Te lo diré todo —sollozó Vivian la Viciosa con dulce voz de soprano, desplomándose y abrazándose a las pantorrillas de George en los extremos de su urgente necesidad biológica—. Te adoro, te deseo, te necesito. No puedo remediarlo. — Y se lo dijo todo mientras le mordisqueaba las rodillas y, entre mordisco y mordisco, emitía suspiros de satisfacción y exclamaba—: ¡Oh, llévame contigo! ¡Te quiero y por ti he traicionado la causa!
—No pudiste evitarlo — replicó George compasivo, poniéndose de pie de un salto, robándole la motocicleta y huyendo veloz en dirección al ocaso. Debía transmitir su secreto a la Asociación de Instrumentos Humanitarios de la Monumentalidad, con sede en Sausalito. Una vez que la AIHM tuviera en su poder dicha información (y un calendario), la utilizaría para librar al mundo del yugo impuesto por el Movimiento para la Liberación de la Mujer y construir así una nueva sociedad verdaderamente libre e igualitaria, tomando en consideración no sólo a los hombres sino también a las mujeres (con especial atención, desde luego, a las particulares necesidades físicas de estas últimas).
El dolor de espalda, la sinusitis, los pies planos, la afección de menisco, las jaquecas, la fiebre del heno, la infección de vejiga y la angina de pecho que sufría George empezaron...
(se echará a la hoguera, con tenazas)
La intersección
Gwyneth Jones
Gwyneth Jones nació en Manchester, en 1952. Entre los títulos que ha publicado destacan seis novelas para niños. Su primera novela de ciencia ficción para adultos, Divine Endurance (George Alien & Unwin), se publicó en 1984. Su última novela de ciencia ficción, Escape Plans (George Alien & Unwin), va a publicarse en la primavera de 1986. La intersección, dice, "no es un extracto de Escape Plans, pero podría considerarse como un avance de dicha novela."
De su relato dice lo siguiente. "Deseaba describir una utopía lo bastante atractiva y al mismo tiempo peligrosa para que el convencimiento de ALCI, la protagonista, de que vive en el mejor de los mundos resultase, como mínimo, perturbador. Sabiendo que a los lectores inteligentes no iban a impresionarles las riquezas, por desmesuradas que fuesen, convertía la Tierra habitada por los seres humanos del espacio — del inframundo— en un ejercicio de rencorosa conservación, basándome en que si fuese yo quien gobernase, sentiría irresistibles tentaciones de mantener el crecimiento de la población rigurosamente limitado por razones higiénicas, de impedir por la fuerza cualquier tipo de contaminación y destrucción, y así sucesivamente. Y, además, jamás asistiría a ninguna fiesta".
—Voy a entrar en el Campamento Troyano —dije.
—¿Con qué cuentas?
—Con dos agujeros negros y un monopolo.
BIET estableció contacto y accionó el otro auricular.
—No podrás mantener la situación — comentó escuetamente.
—Ya lo sé, pero tengo ganas de actuar sin restricciones y dejar que sople una brisa divina.
BIET estudió el mapa con atención, y vi que aguzaba divertida sus ojos negros.
—Tienes un acuerdo con Farside, ¿verdad? —añadió.
—Eso sería mucho decir —repliqué con indiscreta sonrisa. Las conversaciones tácticas con quienes no participan en el enfrentamiento constituyen un crimen atroz en un juego bélico. Pero a mí me gusta vivir con riesgo. Además, me parecía muy remota la posibilidad de que una de mis compañeras de juego tuviera detallado acceso a mis próximas vacaciones en el inframundo. Mi monopolo giraba entre los asteroides generando energía libre (para mis operaciones) con auténtica furia. La presencia de las otras dos magnitudes estaba, pues, indicada. Actualmente ya no nos ocupamos de nimios detalles tales como combates entre tropas armadas con rayos láser. Hoy, las contiendas se deciden mediante ecuaciones de poder de absurdidad cataclísmica. Establecí, pues, contacto con María, actual titular de la región subjupiteriana, pero ella no se dignó hacer comentario alguno. Todo lo que de ella pude divisar fue su estación y un ángulo de un agradable cuarto de estar; tal vez había salido, o había desconectado la comunicación o simplemente había anulado la línea de visión para que nadie pudiera verla allí sentada, cada vez más fastidiada. Llevaba tanto tiempo (hacía ya dos años que jugábamos) representando la cara terrestre de la Luna, que yo no recordaba su verdadero nombre sin consultarlo previamente. De ahí mi precipitada excursión. Un juego que se prolonga hasta el infinito deja de divertir.
Aparté la silla empujándola y salí de la estación. Si cualquier otro jugador deseaba establecer contacto, podía hacerlo comunicando con mi mesa de trabajo en la forma acostumbrada. Sólo me sentía obligada a estar accesible para mi víctima inmediata. Qué lástima, pensé, que el inframundo no pueda aprender prácticas tan civilizadas como la de comunicar hablándole a una pantalla vacía. La intimidad personal, que no existe ni puede existir en ningún sentido, constituye la conveniencia más indispensable para alcanzar un verdadero bienestar social. SERVE lo ve todo, SERVE lo registra todo. Quienquiera que lo desee puede eliminar a cualquiera del banco de datos con sólo tomarse la molestia, y muy pocos aspectos de la vida pertenecen a la sección de acceso clasificado. Pero ello no hace sino reforzar las razones que nos inducen a vivir aislados, reuniéndonos físicamente (o a veces incluso limitándonos a expresar conformidad) sólo para hacer el amor, para compartir momentos de verdadera efusión afectiva. En el inframundo, la población indígena se pasa el día amontonada en una habitación, dedicada a una interminable orgía de parloteos e intercambios de miradas. Lo encuentro de un abrasivo insoportable.
Y no es que no me guste la realidad. Me entretienen mucho los juegos de mi estación, pero hay un límite a lo que un auricular de acceso cerebral directo puede ofrecer mientras una permanece sentada ante el tablero de mandos. De hallarme en casa, estaría en el estadio, corriendo personalmente por un escenario sustitutivo, utilizando un método de desplazamiento indirecto. En el inframundo disponen de estadios sustitutivos, pero no se nos permite utilizarlos porque (según dice MEDIC) la gravedad masiva haría que constantemente nos fracturásemos brazos y piernas; de todas formas habría que reconvertir las instalaciones. Esos indígenas, que son capaces de entender los juegos, no juegan a ninguno de los que nosotros conocemos. Por ejemplo, jamás juegan en persona. Dentro de las cantidades de juegos que practican, poseen una clase especial dedicada a la parte física. Se trata de una versión de experiencia sustitutiva que posee un extraño aunque innegable atractivo; sólo que en lugar de permanecer en casa disfrutando cómodamente del abrigo de la intimidad, tenemos que congregarnos en un "Pabellón" contiguo al estadio y permanecer allí con los auriculares puestos y con expresión vidriosa. Entre prueba y prueba charlamos, pero ¿qué puede decirse mientras se intenta todavía saborear la sensación de haber calculado mal el salto del foso en una carrera de obstáculos y al ver que en medio de la espinilla aparece un fragmento de hueso fracturado? Absurdo.
Deambulé un rato por el desnudo aposento en que consistía mi cápsula y luego me detuve en la envoltura exterior, dedicándome a contemplar el paisaje. Cedros y pinos aparecían envueltos en una neblina que se diluía en un cielo de tonalidad gris perla; a mis pies, descendía extendiéndose una profusión de oscuros y brillantes matorrales salpicados aquí y allá de unas pocas flores escarlata. El inframundo posee sus compensaciones.
Me alojaba en la Instalación del Umbral de la Zona de Control de Habitación Subcontinental, en siglas IUZCHS. Los indígenas la llaman "luzchs". Nunca han sido capaces de aprender nuestro idioma. Reconozco que es difícil: los cambios y variaciones de las normas contextuales que indican cuándo pronunciar unas siglas y cuándo suprimirlas, cuándo utilizar minúsculas para una abreviatura, un despectivo, una derivación y demás son innumerables. Para empeorar más las cosas, yo me llamo ALCI y sé que las dos últimas letras significan "circuito integrado", pero el significado original de las dos primeras se pierde en las brumas del pasado. BIET significa Búsqueda de Inteligencia Extra-Terrestre, pero, ¿quién se acuerda ya de ello? No es más que un nombre propio, como los vuestros, les explico. Y ellos me llaman "Alice", cosa que me irrita lo indecible. ¡Pobres indígenas!
Había conseguido no tener que alojarme en los "hoteles de categoría" situados en la misma Sierra. Como que IUZCHS era la sede del Alto Mando de la Misión de todo el Subcontinente, estaba siempre atestado de indígenas autorizados, y yo descubrí que años atrás había sido compañera de escuela — durante un brevísimo período— de una de los miembros de la División de Guardas Forestales. Las guardas forestales están siempre ávidas de compañía civilizada, lo cual me permitió disponer de una de las unidades de MCMAL, Módulos Contenidos del Medio Ambiente Local, puñado de instalaciones capsulares, construidas en la ladera de una montaña semicubierta por las nubes, destinadas a albergar a personal del inframundo en tránsito a su destino. Las guardas forestales llaman a dichos habitáculos "pozos", pero a mí me encantaron. Una habitación vacía, una repisa al fondo para extender mi saco de dormir, una cocina y un cuarto de baño, diminutos ambos y empotrados en la pared, y nada más, salvo la envoltura exterior repleta de árboles. Había un cobertizo que albergaba a un espécimen anónimo encargado de atender las necesidades internas de la cápsula. Hubiera podido encargarme yo misma de esas tareas, pero el protocolo local era muy riguroso al respecto y la verdad es que la presencia de aquella mujer no me molestaba en absoluto.
Por fortuna, cuando BIET y yo volvimos a encontrarnos, descubrimos que nos gustábamos mutuamente.
Salió para reunirse conmigo en la envoltura e inmediatamente tropezó con Pia.
—¡Diantre, ALCI! Hazme el favor de no desplazar tus muebles por todas partes.
BIET es ciega. La concibieron así, sin visión, para dotarla en cambio de alguna otra característica prodigiosa, en uno de esos peculiares convenios que los ejecutivos de nuestros linajes de ascendencia establecen de vez en cuando con PRENAT, simplemente para demostrar que anteponen el máximo de eficacia al sentido común. Suele llevar una prótesis, un adminículo que ella misma se inserta en un ojo y que estimula la zona apropiada del cerebro, reproduciendo así la función del nervio óptico, del que carece. Pero se la quita siempre que puede. Ningún sistema del propio sistema lograría inducirla a someterse a una generación permanente. Dice que así posee una verdadera experiencia de alienación en las yemas de los dedos, superior a la mejor sensación sustitutiva del mundo. A veces me pregunto a cuál de los dos se refiere, al mundo oscuro o al que yo llamo normal.
Pia dio un grito y se retiró a su rincón, donde disponía de un acogedor nido confeccionado a base de almohadones del inframundo. Se mostraba desconsolada.
—No llores, Pia.
—¡Yo no soy un mueble!
—Nosotras nos echamos a reír. Ella nos sacó la lengua.
—No, no es un mueble; es una niña encantadora, sensual y cariñosa, mi compañera para estas vacaciones. Pero no le gusta que se rían de ella. La contraté de alquiler, y ahora sueño con llevármela a casa. En el fondo sé que no haré tal cosa, pero va a ser muy triste devolverla.
BIET tenía trabajo y se apropió de mi estación de juegos. La vida de una guarda forestal no consiste solamente en asistir a las fiestas que se celebran en el Pabellón. El subcontinente mostraba, como de costumbre, señales de agitación. Yo, por mi parte, entré en comunicación con mis cedros.
Estando en ello, Pia salió de puntillas de su rincón, y acercándose apoyó la cabeza en mis rodillas. Acaricié el suave terciopelo negro: no llevaba la cabeza rapada, no le quedaba bien. Los indígenas consideran antinatural depilarse. Propiné un cariñoso tironcito a la chapa de identificación que le pendía de la oreja.
—Tú no eres revoltosa, ¿verdad, Pia?
—No.
—¿Por qué no podrán esos bobos especímenes quedarse tranquilos en sus centros y dejar a nuestras pobres guardas forestales en paz?
BIET emitió un suspiro. Mi estación quedó liberada del augusto abrazo interno de la Misión de SERVE en IUZCHS, y su contacto con los grandes procesos finalizó, descendiendo a niveles más modestos.
—¿Quieres venir a ver una anomalía, ALCI?
Me sentí profundamente halagada. Los trotamundos ociosos no suelen tener acceso a los asuntos de las guardas forestales.
Algunos no se plantean siquiera la posibilidad de visitar el inframundo. La diferencia de gravedad les horroriza, aunque hay que reconocer que no es lo que se dice un viaje cómodo y agradable. Circulan además horripilantes historias sobre las muchedumbres indígenas. Es el ingente número de las masas, tanto como los atropellos que podrían cometer, lo que espanta. Pero, después de todo, también se muere uno rasgándose la ropa en un desierto marciano a consecuencia de un tropezón.
—Me gustaría mucho.
Llevábamos trajes flexibles. BIET tenía obligación de vestir de uniforme y el Alto Mando de la Misión exigía que los visitantes también lo hiciesen, al menos en las instalaciones oficiales y en los alrededores. Pero, en realidad, aunque el inframundo sea el único lugar del universo (de todo el cosmos conocido) donde se pueda salir del entorno controlado y caminar sin protección alguna, en general los turistas no lo hacen. Racionalmente uno sabe que no corre ningún peligro, pero así y todo, aun sabiendo que los temores son irracionales, resulta imposible relajarse. La anomalía se hallaba localizada en las colinas de IUZCHS, a bastante distancia, un día de camino para los indígenas que tenían que recorrerla a pie Nosotras tomamos un propulsor de los de la flotilla de la Misión: para mí un verdadero lujo. La Sierra estaba rodead; por una reja aérea, pero, una vez traspasada, los visitante: civiles corrientes tenían que conformarse con alquilar anticuados vehículos, adquiridos en subastas a precios de saldo y cuyo mantenimiento se efectuaba allí mismo, artefactos que como todos los vehículos, a duras penas si lograban franquear el obstáculo que constituían los árboles.
Elegimos para estacionarnos un lugar discreto. Yo me enorgullecí de moverme casi con tanta facilidad como BIET Si se decide viajar al inframundo, vale la pena realizar previamente un cierto período de entrenamiento de peso. La diferencia con nuestra gravedad será pequeña, pero se nota. Lo peor es caerse. Los que vienen de vacaciones sin haberse preparado, acaban enteramente cubiertos de equimosis que varían desde el azul pálido al más intenso morado, y luego, como se sienten mortificados, rechazan la asistencia de MEDIC para que los monitores de la Misión no se enteren, y circulan por el interior de las instalaciones tapados desde el cuello hasta los tobillos. Las guardas forestales se desternillan de risa siempre que ven pasar a una desventurada turista fingiendo que se ha encaprichado de vestir como las indígenas.
La multitud se hallaba congregada en una franja de terreno llano situado entre dos colinas, una lengua de tierra cubierta de césped donde crecían majestuosos pinos. En el ápice, es decir, en la punta de la lengua, el terreno caía cortado a pico, formando los despeñaderos habituales del paisaje de IUZCHS: una masa de aire vacío, y en lontananza nubes y desierto. BIET y yo nos situamos en la ladera de una colina, entre los árboles, dispuestas a contemplar desde allí la escena que se desarrollaba a nuestros pies. Llevábamos los cascos puestos pero con los visores levantados y los suministros de aire desconectados. No hacía calor. La gente tiritaba y se protegía del frío con los brazos.
—Es periódico —murmuró BIET.
Las masas indígenas viven en centros de condiciones ambientales controladas, algunos de los cuales son de gran capacidad, llegando a albergar de tres a seis millones de seres. El centro de IUZCHS es comparativamente reducido: una extensión en declive limitada por las estribaciones de la Sierra, con una población de unos 48.000. Existe una misteriosa fuerza, particularmente activa en el subcontinente, que a intervalos arrastra a una parte de la población hacia un centro exterior. Una de las teorías formuladas para explicar este fenómeno postula que la población intenta así escapar a la vigilancia del UBIQ. Todos los centros están dotados de un sistema cuantificador de incidentes, que las masas temen y rechazan. Es una clase de temor un tanto peculiar porque, por descontado, estamos constantemente sometidos a la vigilancia de SERVE y con frecuencia también a la de otros sistemas que velan por nuestra protección y supervivencia. Pero, al parecer, las masas creen que por alguna razón UBIQ es diferente.
BIET me explicaba todo esto en voz baja. Hablábamos a través de la radio de que iban provistos nuestros trajes. Ella había accionado un dispositivo (vestía el uniforme de las guardas forestales, dotado de un completísimo y perfeccionado equipo tecnológico) que amplificaba los fragmentos más significativos del sonido exterior. Me hizo observar que en la muchedumbre había mayor número de mujeres que hombres, circunstancia alarmante a juicio de BIET, pues indicaba que el acontecimiento podía alcanzar visos de serio conflicto, pero a la cual concedí escasa importancia. Las propias indígenas manifiestan un evidente desprecio hacia el colectivo de sus varones. Incapaces de mantener un grado de concentración prolongado y constante, los hombres resultan inútiles para la clase de tareas que realizan las masas. Vagabundean por los pasadizos de sus centros, atacándose unos a otros y destrozando cuantas instalaciones encuentran a su alcance. Ambas observamos varios vehículos aéreos semiocultos entre los árboles a espaldas de la multitud, detalle revelador pues indicaba que se hallaban presentes varios de los autorizados de IUZCHS, es decir, miembros de esa limitada fracción de indígenas que por uno u otro motivo han conseguido descollar de entre la masa. Constituyen la clase dirigente del inframundo y la mayoría tienen acceso (de ahí el nombre) a las ventajas de que disfrutamos los demás.
—Es como contemplar un cultivo al microscopio...
La muchedumbre bullía retorciéndose como un extraño virus que monstruosamente aumentado se proyectase sobre el paisaje. La mujer causante de toda aquella agitación —la "anomalía" de BIET — se hallaba a la cabeza, destacando sobre el fondo nublado del cielo. Llevaba el pelo largo, detalle, como yo ya sabía, característico de toda anomalía indígena.
Ya ha ocurrido, pero todavía no ha llegado. Antes de que tome hoy la palabra para dirigirme a vosotros, sucederá...
Una oleada de agitación conmovió a su auditorio y una masa de glóbulos redondos y ovalados se alzaron hacia las estrellas a través de las ramas de los pinos. La alusión era clarísima. Se refería a la paradoja crónica, la que todos conocemos. En cierta ocasión se produjo una fuerte oposición contra el viaje de CONMAG. Despegar y llegar a Marte una fracción de segundo antes de lo debido ¡trastornaría el cerebro de la gente! Pero era una idea atractiva. Lástima que se perdiese todo en la desaceleración. La mayor parte de los indígenas no comprenden este concepto. Creen que el motivo de que parezcamos tan jóvenes por comparación a ellos es que viajamos mucho. Yo no soy una experta en estos temas; a lo mejor existe algún efecto secundario, pero, de ser así, sólo puede producirse a un nivel difícilmente computable, en el plano filosófico más que en el puramente físico. Lo único que puedo afirmar sin temor a equivocarme es que el envejecimiento asimétrico tardará todavía mucho tiempo en convertirse en un problema social de consecuencias graves.
Sin embargo, la nave a la que se refería la indígena no vendría de Marte. No vendría de ningún punto del grupo local, ni vendría tampoco del cúmulo de Virgo. Eso lo sabemos. Tampoco vendría de puntos más lejanos. En realidad, sabemos demasiadas cosas relativas a la probable verosimilitud de tal visita. Cuanto más investigamos, menos descubrimos. En aquel momento anhelé ser una indígena y poder elevar mi rostro al cielo con esperanza. La anomalía hablaba con apasionado ardor del mensajero de otros mundos que estaba (paradójicamente) a punto de llegar para explicarlo todo. De los seres que han de llegar de otros mundos siempre se dice lo mismo. Y la muchedumbre, consumida de vehemente anhelo, emitió un profundo suspiro.
¡Hemos de ser capaces de aceptar el desafío!
Quiere que comencemos de nuevo a construir naves espacíales para tener derecho a ingresar en la federación galáctica cuando finalmente se nos invite.
Sigue mirando al cielo. ¿No se dan cuenta de que como mínimo ESFI la localizaría inmediatamente en el momento de aproximarse, aun hallándose a remotísima distancia? Seguramente el fenómeno hasta sería registrado antes de que ese ser de pelo largo tuviese conocimiento de él... Pero, claro, como viaja a velocidad superior a la de la luz, la Estación de Seguimiento de Fenómenos Intraespaciales no podría detenerla. ¡Ingeniosa esta anomalía!
Hasta este momento FUNCIÓN nos ha dado las instrucciones con luz. Pero ahora existe algo más que luz...
—¿Qué es "FUNCIÓN"? —le pregunté a BIET—. ¿Unas siglas?
—No exactamente. Es el término empleado en el subcontinente para referirse a SERVE.
—Ah, sí. Ya recuerdo.
SERVE, efectivamente, distribuye instrucciones mediante paquetes compactos de luz. Nuestras misiones utilizan también métodos fotónicos. Mmm..., pensé, la sola idea de que existe un procedimiento más eficaz que nuestras prácticas de mando suena realmente siniestra.
BIET no manifestó la menor reacción y yo perdí el hilo de la alocución contemplando a la muchedumbre. Se les veía tan pequeños, tan ateridos de frío, congregados allí al raso, con aquellas ropas ligeras que vestían y aquellas míseras zapatillas de plástico. ¿Qué anhelo, qué apetencia les impulsaba a reunirse en este lugar, a enfrentarse a los castigos que se les impondría por abandonar el centro sin autorización, a soportar un entorno que forzosamente debía parecerles hostil, amenazador, desconocido? Sentí que me invadía una especie de admiración...
—ALCI...
BIET pronunció mi nombre en voz baja, con un claro matiz de advertencia. Estaba preguntándome el porqué, cuando de pronto me di cuenta de que la multitud se había percatado de nuestra presencia. Unos cuantos glóbulos señalaban en nuestra dirección. Esperé que la guarda forestal me indicase la conducta a seguir. Ella esbozó una leve sonrisa. Los indígenas serían aproximadamente unos dos mil. En cumplimiento de las normas, iba armada con una pistola capaz de disparar una ráfaga de proyectiles tranquilizantes que no podía recargarse en menos de veinte segundos.
—Bájate el visor y séllate el rostro.
—Así lo hicimos ambas, ignoro si para inspirar temor o para protegernos por si comenzaban a arrojarnos piedras, y en silencio nos retiramos.
—Ha sido emocionante —comenté.
Sí, durante un momento sí.
Luego alquilé un vehículo que se hallaba en aceptable buen estado, así como una tienda de apoyo y mantenimiento de la marca Olympus, y Pia y yo decidimos cruzar el muro de altitud. Erramos por las maravillosas zonas vacías que constituyen las fronteras que separan las dos secciones septentrionales, Panasia y el Subcontinente, y cuyo emplazamiento exacto tan sólo es conocido por SERVE. Al concluir el primer día me alegré de no plantar la llamada tienda de apoyo y mantenimiento en las inmediaciones del lugar sugerido por el nombre de su marca comercial, pero lo cierto es que nos permitía guarecernos del frío y de la lluvia y, además, nos mantenía alimentadas. Vimos cabras, marmotas, buitres monjes y centenares de otras aves, y en una ocasión hasta a una auténtica salvaje, una mujer vestida con extrañas ropas: en una de las orejas centelleaba la placa de identificación, de la otra pendía un trozo de mineral. Se acercó a nuestro campamento. El vehículo se hallaba estacionado en un circo de granito agrietado por el hielo, situado a un lado de un valle de altura, una pradera de hierba brillante salpicada de flores, rodeada por gigantescas moles blancas.
Yo me encontraba fuera de la tienda, con mi traje flexible, contemplando el ocaso. Al verla contuve la respiración. A pocos pasos detrás de ella caminaba cansino un hombre joven, su marido o su hijo, sin duda. Mi auxli (auxiliar local del inframundo, comodidad que la Misión de IUZCHS me había obligado a aceptar sin que yo la solicitase) se abalanzó sobre ella innecesariamente, pero con verdadero placer observé que la mujer no se arredraba y repelía el ataque. En el hombro del joven, bajo una gruesa capa de ropa grasienta y otra, idéntica, de pura mugre, aparecía una herida de punción sorprendentemente profunda. Era evidente que le traspasaba el hombro e igualmente evidente que había sido causada por un rayo láser manejado por alguien que ignoraba que dichas armas no tienen nada que ver con un lanzador de proyectiles. La herida supuraba y tenía tan mal aspecto que le di a la mujer un sobre de polvos antibióticos. Mi auxli me dijo que perdía el tiempo, porque lo más probable era que la mujer se comiese el contenido o guardase el paquete sellado para adornarse con él. Quería que nos marcháramos inmediatamente, pero la obligué a que permaneciese en el interior del vehículo, mientras yo me disponía a esperar la llegada de nueva clientela. Qué divertido, pensé, ser guarda forestal y ocuparse de inspeccionar estos parajes únicos, atendiendo a las necesidades de sus habitantes. Satisfacción garantizada, igual que la que produce ser un elfo o un ángel en los juegos de fantasía.
En el inframundo no existe ningún punto de fabricación de las modernas armas de fuego; SCROHT, la Sociedad de Control de la Red de Operaciones de Habitáculos Terrestres, no la autoriza, de modo que me indignó pensar que alguien de los nuestros vendía de contrabando armas mortíferas a esos indígenas salvajes. A punto estuve de avisar a IUZCHS, pero por fortuna caí a tiempo en la cuenta de que hacer tal cosa sería una ingenuidad. La Misión ya debía estar al corriente, y ellos mejor que nadie sabían cuándo intervenir o dejar un asunto en manos de SERVE. Así pues, en lugar de ello, establecí contacto con la oficina de información turística y me enteré, con cierto disgusto, de la altitud real de mi campamento y de la de los majestuosos picos nevados que nos rodeaban, obteniendo las cifras tanto en pies normales como en metros locales. Nosotros utilizamos un cómputo de base 12, a causa de la utilidad de sus factores y de las múltiples y fértiles relaciones que pueden establecerse con las bases de códigos informáticos, pero a los indígenas no hay quien les convenza de abandonar el uso de sus escalas decimales. Reconozco que el inframundo nunca suena tan impresionante como es en realidad; y, sin embargo, pensé, desafío a cualquiera a aventajar a aquella mujer salvaje. La había grabado, por supuesto.
En estricto cumplimiento de la más elemental cortesía hubiera tenido que regalarle una copia de la grabación, puesto que no podíamos intercambiar códigos de acceso. Me pregunté si también se la hubiese comido. Por suerte para mi pobre auxli ni siquiera se me ocurrió la idea. Hubiese sufrido un ataque de histeria.
A GB40 pies por debajo de la situación en que me hallaba, se extendían ardientes las llanuras del Subcontinente, cubiertas por una brumosa y cargada atmósfera de calor y salpicadas aquí y allá por centros indígenas y sus correspondientes plantas ADAPT, que con la utilización de métodos intensivos las alimentaban y mantenían. Lo mismo ocurría en todos los bloques. Cuando se autorizó a iniciar en este lugar la primera instalación de SCROHT, apenas si quedaba de la ecosfera más que unas pocas tierras altas marginales. Así pues, instalamos aquí nuestras misiones, en el Umbral, donde la presión del aire era la misma que la que manteníamos artificialmente en nuestra zona y donde el inframundo conservaba todavía una cierta belleza natural. Era distinto ahora que los indígenas se hallaban bajo represión. Con los amplios programas de repoblación forestal, los bosques habían vuelto a renacer y los mares regresaban lentamente a la vida. A pesar de todo, nadie se aventuraba a bajar hasta las profundidades, salvo las guardas forestales de servicio.
Mi hermoso valle quedó lentamente privado de los rayos del sol, sumiéndose en las sombras. Las nieves y el cielo pasaron del escarlata al violeta para quedar teñidas de un profundo añil, y yo, que esperé en vano la llegada de otros pacientes, me encontré pensando de nuevo en aquel extraño fenómeno que había contemplado en IUZCHS, al aire libre. Una multitud de rostros mirando al cielo, una mancha de esperanzada humanidad estremecida por el frío... Tantos y tantos amontonados en el centro de IUZCHS y, sin embargo, seguían anhelando compañía. Una cara nueva, un saludo amistoso. O incluso un saludo hostil, seamos sinceros. ¿Será que los seres humanos siempre se sienten solos?
Repentinamente me sentí agobiada por una especie de opresión. Deduje que debía haberme saturado de tanto paisaje vacío.
Cruzamos la meseta que constituye el muro de separación y nos detuvimos a descansar en uno de los complejos de ocio sellados para contemplar los juegos de los autorizados, espectáculo realmente fascinante. Cuanto más hostil es el medio ambiente exterior, más prestigiosas son las instalaciones, siempre y cuando no se tenga, bajo circunstancia alguna, contacto con ellas. Durante el rato que Pía y yo pasamos allí, todo, desde la comida hasta las piscinas, se hallaba bañado en un peculiar resplandor anaranjado. Creo que queríamos hacer ver que nos encontrábamos en Titán.
Una noche, a altas horas, me encontraba controlando mi mesa de trabajo, tarea que había ido posponiendo desde mi regreso a IUZCHS. Cualquier asunto urgente lo hubiese recibido. BIET se hallaba en mi alcoba, recostada en mi cama portátil con Pia, fumando su pipa (atrevida costumbre de las guardas forestales que no me hubiese importado imitar y que, si no había adoptado, era por no parecer excesivamente inexperta). Siempre que llego de algún sitio me decepciona el contenido de mi gaveta de entradas. Siempre contiene un montoncito de correspondencia de aspecto sumamente atractivo, pero a la que empiezan a abrirse los expedientes, no aparece nada interesante. Había decidido utilizar la pantalla en clave para poder hablar simultáneamente con BIET.
—¿Algún otro conflicto digno de mención con la fauna indígena?
—Pues, no. Por todas partes reina la calma.
—¿Y qué ocurrió con la anomalía?
—Ah, la mataron. ¡La mataron!
—Matar no es palabra que empleemos para designar la muerte accidental (que en realidad no existe), ni para un suceso debidamente procesado por los sistemas.
—La... presidenta del Subcontinente se halla actualmente aquí en visita oficial. Ordenó que arrestaran a esa mujer. Pocos días después se organizó una fiesta y nuestra pobre anomalía acabó formando parte del espectáculo en directo.
Estas palabras me impresionaron tanto que durante un par de minutos no pude articular palabra. Ningún ser humano, ningún agente humano debiera tener poder para quitar la vida a otro.
—¡Qué repugnante! ¿Y qué hiciste al respecto?
—Nada. Lo siento, ALCI. Ya sabes que nunca intervenimos en los asuntos de los indígenas domesticados a menos que resulte estrictamente imprescindible. Ordenes expresas de SCROHT.
Descubrí que había borrado la mitad de mi factura de agua y aire del último trimestre. No era mala idea, pero al final los sistemas siempre te atrapan. Empecé a reconstruirla. Qué horror. Era una ridiculez, pero me sentía personalmente herida. Había pensado mucho en aquella mujer. Y ahora la mujer ya no estaba; simplemente ya no estaba. Es curioso, pensé, lo bien que se adapta la "no interferencia" de SCROHT para proteger a una autorizada de rimbombante título que probablemente cuenta con apoyos e influencias. Pero me propuse no discutir de ello. Probablemente todos los sistemas sufren de vez en cuando fases de leve corrupción. Sin duda alguna, al final SERVE resuelve todos los problemas.
Y en tono deliberadamente despreocupado le pregunté:
—¿Y ocurrió alguna cosa? ¿Se oyeron pitidos de alarma por la noche?
BIET se echó a reír.
Reinaba un silencio total, esa curiosa quietud hueca del inframundo. Ni el menor murmullo procedente de los movimientos autónomos de las plantas, ni el menor signo audible de tráfico agolpándose en las líneas de luz, allá abajo, a nuestros pies, allá arriba, sobre nuestras cabezas.
Ojeé distraída una revista de tres años de antigüedad, abandonada en la memoria de la cápsula por algún visitante anterior.
Pia se puso de pie, echó a correr hacia la cobertura exterior y una vez allí se puso de rodillas, observando algo con atención.
—¿Qué hay, Pia?
—No lo sé. Me pareció ver...
Yo me acerqué, tocando la pared al pasar para que cayera la cortina. Desde nuestro refugio de sombras Pia y yo nos pusimos a mirar la transparencia de la noche.
—Ahí no hay nada más que oscuridad, Pia.
—Quizá sea mejor que salga yo también a dar un vistazo —comentó BIET en tono cortante.
Tras un nítido friso de ramas de cedro brillaban las estrellas, diminutas y confusas, engarzadas en un fondo de zafiro. La luna permanecía invisible, lo mismo que aquel pedacito de telaraña plateada que aparece cuatro horas después y que yo llamo mi mundo. Divisé unos cuantos cuerpos orbitales. Ninguno desconocido.
La estabilización de las masas de la tierra después de un período de oscilación constituye indudablemente un gran triunfo. Cuesta imaginar la infinita complejidad de las fuerzas de equilibrio que en ella intervienen. Tantos sistemas, tantos intereses conflictivos: tan sólo SERVE conoce el secreto de su funcionamiento. SERVE, la mente de la que emanan todos los sistemas, sea aquí, sea en mi mundo; el controlador de procesos de variación cero, el elemento que cierra el circuito. A veces decimos que los programamos nosotros, pero no es cierto; a SERVE no lo programó nadie. Se programó por sí mismo, a partir de sus propios datos acumulados... De todos modos, dejando de lado los análisis profundos, la estabilización funciona: todo el mundo come, todo el mundo posee un habitáculo, no hay contaminación, no hay guerras; sólo de vez en cuando un crimen, feo pero insignificante. Me imagino que debe ser correcto, cuando SERVE lo permite.
Un gran triunfo, sin duda, pero no el que deseábamos. Cuando abandonamos el hogar, nunca tuvimos intención de regresar. Ni siquiera para cuidar de nuestros padres ancianos. ¿Envidio realmente a BIET? Teníamos tantos planes. Hace ya mucho tiempo enviamos nuestros propulsores más perfeccionados a las estrellas locales que poseían sistemas planetarios. A ellos siguieron tripulaciones humanas en vehículos espaciales CONMAG2. En ambos casos el resultado fue un infructuoso desastre. Decidimos esperar a que las informaciones mejorasen para enviar nuestras naves multigeneracionales. Las informaciones mejoraron, pero las naves no las enviamos. No tienen ningún sitio adonde ir. A nosotros nos basta, hasta que el sol se apague, con las rocas y gases que tenemos a la vuelta de la esquina, de modo que ¿para qué íbamos a despilfarrar el dinero?
Consolaos como podáis, niños. Algún día Marte será verde.
Pero eso no constituye una respuesta aceptable. Lo peor es que estamos solos. Llevamos mil años escuchando las profundidades del espacio. Jamás hemos interceptado ni un simple suspiro. ¿Quién podía imaginar que este universo, que parecía tan grande y tan brillante, había de convertirse en una habitación cerrada y vacía? Lloremos cuanto queramos; nadie vendrá a rescatarnos.
Y, sin embargo, ¿quién sabe? Tal vez aquella indígena había captado una pulsación, un latido de las líneas del mundo. Parecía muy segura. Quizás el desconocido podría llegar esta misma noche.
Mandé a Pia a la cama, pero yo me quedé afuera mucho rato contemplando la oscuridad, intentado contar las estrellas y confiando equivocarme en el total.
Turno largo
Beverley Ireland
Beverley Ireland ha sido maestra, cantante profesional y autora de sus propias canciones. Actualmente vive en el sur de Londres y trabaja como periodista independiente. Publicó su primer relato en Spare Rib., en agosto de 1984, y algunos de sus poemas aparecen en la antología No Holds Barred, editada por The Raving Beauties (The Womens Press, 1985). En 1984 participó activamente en la campaña de ocupación del South London Womens Hospital para impedir el cierre de dicho centro hospitalario.
Turno largo, dice, "empezó siendo una serie de notas sobre el futuro de Londres, sobre sus posibilidades como lugar de trabajo y de vida para las mujeres; se lo dedico a mi hermana Alisan, en agradecimiento por su cariño y apoyo."
Bee Baxter estacionó su Elektra Cruiser en el primer hueco que encontró en el aparcamiento y desconectó el encendido, dejándolo programado para un lapso de tres horas. El azul intenso y límpido del cielo derramaba sobre el cemento de la plaza de la Cooperativa Urbana e Industrial Femenina una lejana promesa de arenas ardientes y de un mar sereno y tibio. Bee se alzó de hombros, como para desahogar con ese gesto la irritación que le causaba la perspectiva de su largo turno de trabajo.
En ese momento su grupo doméstico estaría de camino hacia la playa, pensó recordando al mismo tiempo las excitadas incursiones a la nevera y a los armarios, mientras ella rebuscaba por la casa la cartera de los expedientes y las llaves.
—Maldita sea — murmuró, haciéndole al sol una mueca de disgusto por la desilusión que suponía perderse un día al aire libre.
Tanta era su decepción que sintió una malévola satisfacción al comprobar que el distribuidor del aparcamiento, atascado de nuevo, retenía su tarjeta, precisando de la muy satirizada medida de tener que descargar un fuerte puntapié a los controles como único remedio contra la ineficacia de este reciente avance tecnológico en materia de antirrobo y antivandalismo. Propinado el golpe, emergió de la ranura su tarjeta y la pesada puerta plegable del aparcamiento descendió silenciosa hasta cerrarse.
Hace un día precioso, ¿verdad, Bee? —le dijo Syreeta, saludándola con una sonrisa desde la mesa que constituía la sección de información y seguridad del centro.
Demasiado —masculló, pasando por su lado sin detener se. Luego, lamentando haber demostrado escasa amabilidad con aquella empleada de mayor edad, se detuvo, y volviendo se hacia ella al tiempo que descansaba su abultada cartera en la antigua y hermosa mesa de madera, le preguntó—: ¿Sales pronto? ¿Vas a ir a tomar el sol?
Syreeta prorrumpió en una carcajada larga e irónica que recordaba a un ladrido.
—¡Ya quisiera! Hasta dentro de un mes tengo horario completo y, encima, en las clases nocturnas aún nos dan trabajo suplementario.
—No sé cómo te las arreglas para llegar a todo —replicó Bee repentinamente amansada.
Ella, una vez finalizado su turno, quedaría libre para dedicarse a lo que quisiera. Nada le impediría tomar el coche y encontrarse con los suyos en la playa, a tiempo aún de practicar con ellos un rato de deporte por la tarde. Tras colgarse la cartera al hombro y lanzar a Syreeta una ancha sonrisa de aliento, Bee se dirigió hacia el ascensor.
La Cooperativa Urbana Femenina adolecía de todos los inconvenientes de los locales industriales antiguos, construidos sin propósito específico. Edificada en los años ochenta por cierta corporación dominada por un grupo de presión compuesto por arquitectos, parecía consistir en una serie de rectificaciones y componendas que la invalidaban tanto para tareas de oficina como para trabajos de taller. Sus instalaciones de telecomunicación y acceso directo eran limitadas e improvisarlas había significado un elevado coste de tiempo y de dinero. Careciendo en la planta baja de espacios de trabajo apropiados, la cooperativa había dividido el vestíbulo de recepción, destinando una gran parte a guardería y a otras funciones de infraestructura. En un grupo de talleres prefabricados situados detrás de la torre principal se habían realizado obras de mayor envergadura, elevando la altura del edificio hasta la máxima de diez pisos autorizada por las normas urbanísticas. El despacho de Bee se hallaba en la última planta, agradablemente situado junto a una espaciosa terraza, y disfrutaba de una vista espectacular sobre las dársenas del puerto.
Al salir del ascensor, Bee notó aquella desagradable y seca tensión que constituía el principal inconveniente del edificio para ella y para sus compañeras de sección: las descargas electrostáticas. El Comité de Mantenimiento del Local había hecho lo posible por paliar dicha incomodidad, ordenando sustituir el antiguo suelo de contrachapado por baldosas de corcho, laminar los marcos metálicos de las ventanas con sellador antiestático, e instalar un filtro humidificador. Pero en este tipo de edificios era difícil resolver satisfactoriamente ese problema. Todas las especialistas en cinetelergia se hallaban particularmente sensibilizadas contra el mínimo índice de factor electrostático; Bee hasta se mareaba cuando la atmósfera se hallaba cargada antes de producirse una tormenta.
Sobre la puerta señalada con el rótulo de "Operaciones Cinetelérgicas" lucía una luz verde, de modo que Bee entró sin llamar. Casi en el centro del laboratorio se hallaba sentada Fanushi, ataviada con un sari verde y oro que resplandecía a la luz que entraba desde el pasillo. Aunque se hallaba sentada muy erguida, casi a un palmo de distancia del respaldo, Bee supo que el cansancio la vencía por la silueta levemente curva que redondeaba aquellos hombros morenos, del tono de la arcilla.
—Bee, estoy exhausta. ¡Qué turno agotador! Descorre las cortinas, ¿me haces el favor? —le dijo con un bostezo la diminuta figura vestida de seda.
Bee oprimió un botón del tablero de mandos y los cristales ahumados de los cuatro ventanales se aclararon hasta quedar transparentes. La estancia se llenó de la luz del exterior, dura y de un intenso azul cobalto, e instantáneamente un calor opresivo y sofocante perló de gotitas de sudor el labio superior de Bee. Compuso ésta el código que ponía en marcha el aire acondicionado y el aparato empezó a funcionar hasta alcanzar un zumbido apagado y uniforme, difundiendo de inmediato un delicioso frescor.
Con un segundo bostezo, Fanushi estiró los brazos, delgados y musculosos, hasta formar un imposible arco a sus espaldas. Bee observó que su compañera había elegido para trabajar un nuevo lugar, desplazándose ligeramente hacia el oeste de su acostumbrado punto focal, para quedar situada casi frente a la puerta.
Percatándose Fanushi de que Bee miraba la silla, comentó como restándole importancia:
—Ha sido sólo un experimento. Seguramente por eso estoy tan cansada. Creo que volveré a mi antiguo emplazamiento.
Bee esbozó una sonrisa, agradeciendo la solapada tentativa de Fanushi de cambiar su punto de enfoque. Había sido Bee quien presentara en la reunión de la Sociedad Cinetelérgica una ponencia sobre la conveniencia de adoptar una actitud más atrevida, más experimental, con respecto a la posición correcta del punto focal. En el período en que Bee llevaba a cabo estas investigaciones, Fanushi no había mostrado particular interés en ellas, por lo cual a Bee le alegró ver que su compañera había aceptado su teoría y que estaba dispuesta a darle una oportunidad.
Acercándose por detrás a la silla de Fanushi, Bee comenzó a dar masaje a la tensa zona de la nuca de su compañera. Siempre ocurría lo mismo: el esfuerzo y la tensión muscular de un turno largo parecían concentrarse en esa zona, formando un bulto fuertemente anudado que, de no distenderse a base de masaje, acababa convirtiéndose en un punzante dolor de cabeza. A medida que sus anchos y romos dedos amasaban los músculos con ritmo regular aliviando la tensión, sintió Bee que los hombros de Fanushi se relajaban, recuperando la elegancia de la línea que les era habitual.
—Fantástico... Vuelvo a sentirme humana —suspiró la muchacha levantándose despacio de la silla y aproximándose al tablero de mandos. Y con un leve guiño de los ojos, efectuado para protegerlos de la cegadora luz del exterior, introdujo en el ordenador los pormenores de su turno, actualizando así la información.
En su calidad de especialista médico-veterinaria, Fanushi había de ser escrupulosamente minuciosa en lo tocante a su horario de trabajo: todos los sujetos estudiados debían ser enfocados a la hora exacta establecida en su pliego de trabajo. Hasta el momento, ni el más hábil especialista en técnicas cinetelérgicas había logrado dar con un método verdaderamente satisfactorio para enfocar a un sujeto dinámico, y la supervisión in situ de la posición y restricción de movimientos del sujeto era ya de por sí tarea que requería extremada habilidad y práctica. Dicha tarea solían efectuarla las estudiantes, y así, antes de especializarse, Bee había pasado varios meses en una central de productos lácteos, asegurándose de que las enfermas y recalcitrantes vacas lecheras quedaban firmemente sujetas para poder ser enfocadas en el momento preciso y al milímetro.
La especialidad de Bee era la ingeniería mineral y de material de derribo. Siempre le había atraído el pesado y sólido magnetismo del metal y de la roca. A causa de la naturaleza estática de sus sujetos, su trabajo podía progresar a ritmo menos intenso que el de los médicos: ella jamás había sufrido el impacto de dislocación producido por el desenfoque accidental de un sujeto.
En cierta ocasión, una niña del Sector Sur se había soltado de las correas mientras Fanushi trabajaba sobre ella. El enfoque había sido extremadamente exacto y laborioso, puesto que se trataba de investigar ciertos genes císticos que la niña había heredado. En un descuido de la estudiante que la vigilaba, la niña se había escurrido de la cama, perdiéndose el enfoque. A Fanushi la encontraron tirada en el suelo, semiinconsciente, con los labios amoratados y entreabiertos. La fuerza del efecto de rebote, parecida a una descarga de corriente de alta tensión recibida a través del cortocircuito de un auricular, la había despedido haciéndola salir volando por el laboratorio. Transcurrieron ocho meses antes de que pudiera reintegrarse a su trabajo.
Una vez que terminó de introducir la información, Fanushi se dispuso a marcharse.
—Todo tuyo —le dijo a Bee, añadiendo con burlona desesperación— : Acuérdate de mí rodeada de mocosos y pringada de barro hasta las cejas.
Bee recordó que a Fanushi le tocaba el turno de llevar al campamento a los niños de su grupo doméstico. Era ésta una de las actividades comunes que todas las integrantes de grupos domésticos con niños se turnaban para compartir: una vez al mes, mientras duraba el buen tiempo, tres adultos y un número máximo de diez niños pasaban unos días de vida comunitaria en los campamentos. Las más intelectualizadas de las mujeres presumían de temen esa concentrada dosis de vivencia maternal directa llevada a cabo en la inevitable sobriedad de la vida a la intemperie, pero en general resultaba una experiencia agradable que al elemento de novedad unía una emocionante sensación de aventura.
—Vamos, Fanushi, no exageres; lo pasarás de miedo. Siempre dices que te encantan las tiendas de campaña —replicó Bee evocando con nostalgia la visión de una pradera inundada de sol en medio de un bosque de árboles inmensos.
—En realidad, lo que más me gusta son las fogatas — precisó Fanushi, bollándole los ojos al pensar en los centenares de hogueras que en las noches del campamento motearían con su luz las laderas de las colinas. Recogió sus cosas y, con un alegre "Hasta pronto, Bee. ¡Buena caza!", salió al pasillo entre un revoloteo de sedas verde y oro.
Bee suspiró, se descalzó arrojando las sandalias al otro extremo de la estancia y se dejó caer en su asiento situado frente al tablero de mandos. Luego introdujo los códigos precisos y el número de referencia de su hoja de trabajo. La labor que tenía entre manos era una orden de demolición que se desarrollaba según el programa previsto.
A Bee le entusiasmaban los trabajos de demolición. Enfocar con exactitud un gran edificio, aparentemente sólido, escudriñarlo hasta localizar sus puntos más débiles y luego desgastarlos, operando sobre ellos con lenta y suave insistencia, le producía una enorme sensación de triunfo. Con la dosis precisa de intuición y cálculo matemático podía derribarse casi cualquier cosa, cuándo y dónde se quisiera.
Durante su período de prestación en la cooperativa, Bee había demolido dos torres de enfriamiento, situadas a menos de quinientos metros de una zona urbanizada, sin que se rompiese un solo cristal de las ventanas de las viviendas. Revivía a menudo el placer experimentado en el momento de su derrumbamiento perfecto, casi sincronizado: como dos castillos de naipes gemelos, se desplomaron suavemente sobre sus propios cimientos, aureolados por una nube de finísimo polvo rojo.
El tablero de mandos comenzó a repiquetear, emitiendo una serie de números, y junto a ellos se encendió la señal luminosa amarilla cuyos destellos intermitentes indicaban tarea prioritaria. Bee hizo, pues, aparecer en pantalla el pliego de trabajo, el cual le informó que el Comité de Planificación de la zona había encargado un estudio geológico de un sector designado para futuro asentamiento urbano.
—Mierda —exclamó Bee en alta voz.
Este encargo le ocuparía la mayor parte del turno, dejándole escaso tiempo para el proyecto de demolición. Llevaba casi dos semanas trabajando en una torre de apartamentos, desocupada desde hacía tiempo y muy deteriorada a consecuencia de los largos años de abandono y a la falta de lógica de su concepción estructural. Absorta en el desafío que significaba derribar al edificio sobre sí mismo, calculando las líneas de menor resistencia que habían de contener la caída final encauzándola sin perjuicio de las zonas habitadas que lo rodeaban, esperaba con verdadera ilusión zambullirse de nuevo en el trabajo, penetrando en el edificio, enfocando en espiral ascendente los pilares que componían un lado de la estructura de acero revestido de hormigón y tomando muestras reducidas de todo elemento crucial de soporte. Y ahora resultaba que tendría que pasarse el turno metida bajo tierra, dedicada a la rutinaria tarea de catalogar los hallazgos descubiertos bajo la maraña del sistema de conducciones y la delgada y permeable capa de arcilla que constituía el lecho de la ciudad.
Bee conectó con el banco de datos geodésicos de la Cuenca Urbana y, mientras el ordenador seleccionaba la información solicitada, ella se dirigió a la máquina automática del fondo del laboratorio a prepararse una infusión. Tonificada por la caliente y aromática bebida, se dispuso a verificar el ángulo de enfoque. La pantalla aparecía repleta de números y cifras acompañadas por secciones de densidad 3 del Sector Sur. Conocía bien los datos solicitados, relativos a una zona que abarcaba el río y la falla que lo recorría por debajo, formando una serie de pequeñas fracturas de igual inclinación. Como que la zona se hallaba afectada por un factor de inestabilidad exiguo pero constante, el Comité de Planificación se responsabilizaba de comprobar cualquier propuesta de zona urbanizable encuadrada dentro de su sector. A lo largo de los años el repetido drenaje de la capa de arcilla había debilitado, resecándolo, el lecho de roca, de tal forma que el más ligero movimiento de la falla sudoriental podía causar, al menos en teoría, un gradual hundimiento del terreno. Bee recordaba vagamente que varios años atrás un temblor subterráneo había alcanzado el punto II en la escala de Mercalli, pero se había tratado de un seísmo aislado, mayoritariamente considerado como un caso único.
"¡Vaya día para pasarlo bajo tierra!", pensó Bee lanzando una postrera mirada al radiante sol que lucía en el exterior antes de oprimir el botón de las cortinas y desactivar el aire acondicionado.
En la penumbra y silencio del laboratorio, Bee tocó con la mano su zona de trabajo y acercó una silla. Sus profesores de cinetelergia le hubiesen reprobado realizar tal acción sin sellar antes la puerta, pues hasta las fases preliminares del enfoque deben efectuarse en un espacio aislado. Pero, como la inmensa mayoría de especialistas en esa técnica, Bee había introducido con la práctica ciertas variaciones en el procedimiento de enfoque. Tras colocar su silla en la posición correcta, activó el dispositivo sellador de la puerta que automáticamente encendía la luz roja del pasillo y trababa la manecilla. El mecanismo desconectaba asimismo todas las comunicaciones telefónicas con su extensión: ahora solamente se la avisaría en caso de incendio o similar emergencia. Con la pequeña grabadora colgada al cuello, Bee dio comienzo a los ejercicios respiratorios. Sus profundas inspiraciones le resonaban en el pecho y, al expulsar lentamente el aire de los pulmones, el sonido adquiría la circular tonalidad de un suspiro musical. Paulatinamente disminuyó la intensidad sonora, dando comienzo a la primera y acompasada etapa de la fase de relajación, y Bee dejó que su mente se deslizase hacia las técnicas de conciencia positiva en las que con tanta minuciosidad había sido adiestrada.
Escúchate a ti misma.
Empezó por evocar la excursión de su grupo doméstico a la playa, recordando el brillante destello del agua y el punzante olor salobre del estuario en su última visita a aquella zona. Se vio perezosamente tendida en la arena con Nadia, su antigua amiga, su fuerte y afectuosa compañera de tantos años, que se encontraba actualmente en una granja del desierto, cultivando arenas mucho más cálidas con el sudor de su frente y con la ayuda de nuevas tecnologías agrícolas.
Escucha tu cuerpo.
Una altísima chimenea, que vomitaba unas nubes de espuma verdosa de sofocante azufre, dominaba la casa de su abuela, ennegreciendo el jardín y obstruyendo los pulmones de la anciana. La fatigosa respiración de su abuela pocas horas antes de morir era como el rechinar de una máquina asmática que se está rompiendo por dentro.
No, así no.
Acompasa la respiración hasta alcanzar un ritmo lento y regular. Lento y regular como las rectas y profundas brazadas de un nadador que traspone la cresta de la ola. Fue Lupita, aquella alumna seria y apacible, quien la enseñó a nadar de esta manera. Fuera del agua, la torpeza de miope de la muchacha tornaba sus movimientos toscos y desgarbados, pero en el agua, con las gafas sujetas mediante cinta adhesiva, Lupita hendía la superficie con la gracia y la ligereza de un delfín. Muévete al compás de la respiración, le repetía constantemente, deja que el aire nutra tu cuerpo hasta sentir que te deslizas por una curva ininterrumpida.
Siente tu cuerpo.
Vacilantes, los dedos ungidos revolotean sobre la curva de su muslo, luego descansan, dando paso a caricias cálidas y firmes que se prolongan hasta que se adormece, mientras duerme, hasta mucho después de haber despertado, antes del alba.
A Bee no le asustaba esta oscuridad. Pese a expresarse con terminología visual, enfocar no era una función de la vista. La peculiar incorporeidad que seguía a la fase del sueño significaba que cualquier impresión de oscuridad era un espejismo anacrónico: sin ojos no podía existir ceguera.
Siéntete a ti misma.
La conciencia física de Bee había quedado limitada a una reducida zona situada en la base de la lengua, demasiado imprecisa para poder ser definida y, sin embargo, tan vivida que permitía al ser corporal de Bee grabar impresiones verbales. En cierta ocasión le había impresionado reproducir la cinta grabada y oír aquella voz, su propia voz, monótona y turbia, pero actualmente enviaba las cintas al departamento de transcripción sin preocuparle cómo sonasen.
Pero si a Bee le restaba escasa conciencia de su cuerpo, su sentido espacial se hallaba intensamente agudizado. Ella estaba en el lugar en que estaba, no donde quería estar. Con la tortura del desplazamiento que siente una paloma mensajera, anheló fusionarse con un lugar que no lograba nombrar, con el cruce de unas coordenadas que reclamaban con urgencia su llegada. El anhelo creció hasta convertirse en una especie de pánico ciego, sensación no menos terrible por haberla experimentado centenares de veces. La experiencia le urgía a desembarazarse de ella, a buscar el centro, a localizar el punto inmóvil.
Se concentró en su cuerpo distante, en el decreciente ritmo de su pulso y gradualmente la vertiginosa sensación de torbellino amainó deteniéndose. Calma absoluta. Había logrado captar el enfoque.
El caudal de energía pura en que se habían convertido el ser y las facultades de trabajo de Bee avanzaban como una gota de agua que desciende por un hilo tenso, impulsada por su propio peso, sin hallar más resistencia que la de su propio magnetismo. Alcanzando velocidad al responder a la fuerza del enfoque, Bee se sintió deslizar por las ramas de un árbol, atravesar el tórax de una hormiga obrera, reptar por tierra, piedras, aguas residuales, huesos y arcilla. La fuerza se hizo lateral y, sabiendo que se hallaba próxima, frenó la aceleración.
Tensó el músculo distante y notó que respondía, como una cometa al extremo de un larguísimo hilo.
—Muy bien. Vamos a ver qué hay por aquí.
Cruzó los pliegues y fisuras, comprobando la profundidad y estabilidad de los sedimentos marinos, estratos repletos de fósiles del eoceno, gasterópodos petrificados con aire de leve sorpresa al sentir, setenta millones de años atrás, que quedaban privados del mar. Después de seguir en el esquisto de barro horadado una grieta de medio kilómetro, llegó Bee a un desmoronamiento de las rocas compuesto por fisuras radiales, de longitud no superior a un metro de longitud.
—Fraccionamiento por fuerza cortante menor — grabó —. Local y estabilizada.
Siguió avanzando, observando minuciosamente el drenaje de la arcilla, grabando sus observaciones, valorando el alcance de los daños, saltando sobre el fondo del mar enterrado, acelerando a lo largo de una veta de bentonita. Una parte de su ser se hallaba subyugada por la antigüedad de las rocas que le oprimían, y la voz que se oía en el laboratorio sonó grave y reverente bajo el peso de todo aquel tiempo solidificado en la roca.
Continuó trabajando. Luego, girando como una flecha hacia el borde oriental de la línea de la falla, derramando una veloz y fluida letanía de observaciones en la grabadora, pasó el último de los puntos de control que señalaban el límite de su campo de enfoque. Por los planos sabía que la falla empezaba a desaparecer en ese lugar y palpó en busca del estrechamiento que constituía la señal para iniciar el proceso de conclusión del enfoque.
Veinte metros más adelante la fisura se mostraba tan ancha como antes.
—Maldita sea — exclamó Bee habiéndole a la grabadora—. Alguien ha desbaratado las coordenadas de la falla. No termina donde está marcado. Un momento; voy a examinar el extremo y así los mapas quedarán actualizados.
Girando a derecha e izquierda, recorrió el tortuoso perímetro de la falla sin lograr encontrar el final.
—¡Mierda... no! —impresionada por un espectáculo que sobrepasaba los límites de la rutina profesional, la voz de Bee perdió su monótona entonación—. No puedo creerlo. Es un espacio, y es inmenso. Sin duda alguna alguien ha confundido la proyección de esta falla. Aquí se ha producido un movimiento ignorado de incalculable magnitud.
Saltando de una a otra pared de la gigantesca grieta, centró el enfoque en la nueva fisura y empezó a tomar datos y medidas de temperatura y presión con el fin de calcular el verdadero alcance del seísmo. No advirtió la rocalla y los húmedos esquistos que caían a través de ella, perdiéndose en las profundidades de la sima de la falla.
—He recorrido 2,37 kilómetros en dirección nornoreste. Parece como si la falla girase sobre sí misma. El hueco sigue tan grande como antes; no, diría qué es mayor. Se ensancha formando otra especie de caverna que se ramifica en varios puntos. Hay una gruesa capa de sedimentos deformada por causa de las rocas. ¡Mierda! —se hizo una pausa—. ¡Noto arcilla!
El espanto surgido a raíz de este último descubrimiento anuló la distancia existente entre Bee y su garganta, y la voz estalló, estridente y colérica:
—¿Cómo es posible que se haya pasado por alto esta situación? Con la arcilla en estas condiciones, exijo prioritariamente que se detenga de inmediato toda tarea de edificación en un radio de 2 kilómetros. Espero que tengáis todos los edificios de altura bajo control...
Titubeó su voz al detenerse Bee en la pared de barro de la grieta. Comprobó de nuevo sus coordenadas y luego decidió avanzar por una de las galerías de la falla estrellada. Siguiendo el camino que le marcaban los desmoronados estratos de roca y arcilla, aceleró el avance impulsada por un inquietante pensamiento. ¡La torre! Cuando la semana anterior dejó de trabajar en ella, la torre se hallaba debilitada, pero mantenía la estabilidad, pues los pilares de los cimientos se hundían firmemente en suelo sólido. Pero eso era antes de que la imprevista actividad de la falla desbaratase la exactitud y precisión de sus cálculos. Si las ondas sísmicas de la veta de la falla se habían expandido hacia el este, podrían producirse repercusiones en los cimientos de la torre y un viento de fuerza ligeramente superior a la normal podría significar peligro. Se trataba de una posibilidad remota, dado el buen tiempo reinante, pero suficiente para ofender su minucioso rigor de profesional. Mejor sería verificarlo.
Al dirigirse hacia las coordenadas de la torre, descubrió un nuevo ángulo cavernoso de la reciente fisura.
—Aquí ha estallado —grabó mientras avanzaba—. Parece que hay un montón de escombros de cemento o algo así.
Se detuvo en seco, silenciada por lo que acababa de descubrir. A su alrededor, desmoronados sobre el lecho de roca, yacían fragmentos de antiguos pilares de hormigón. Se encontraba exactamente debajo de la torre.
Percibió el peligro aun antes de comprobarlo. Venosas grietas resquebrajaban las moles de cemento, cubriendo la mampostería de unos intrincados y siniestros diseños de inestabilidad.
—Problemas — dijo arrastrando la voz con fatiga—. Dejo la falla y subo a echar un vistazo.
Ampliar el enfoque, fuese en términos de tiempo o de espacio, era una operación que, como bien sabía Bee, entrañaba gran peligro. Pero la evaluación del riesgo siempre había sido uno de sus puntos fuertes y no tenía dudas respecto a la medida que tenía que tomar.
Mientras subía a la planta de servicios por el pozo de ventilación, Bee notó el potente tirón que indicaba que empezaba a salirse del campo de acción de su coordenada vertical. Era como hacer alpinismo cargada de plomos, y el esfuerzo que ello le supuso hizo que su distante cuerpo quedase cubierto de hilillos de sudor, que Bee registró como una sensación de sequedad y entumecimiento en la base de la lengua.
Paso a paso, detalle a detalle, verificó el estado del esqueleto de metal de la torre. En el interior de los pilares de hormigón armado de un lado del edificio había efectuado unas muescas precisas y muy profundas que afectaban a la varilla de acero de cada pilar: era la primera etapa del proceso de debilitamiento de la estabilidad de la torre. Comprobó que las limpias secciones de sus cortes habían quedado convertidas en jirones y que el metal aparecía doblado y roto. La voz que había de oírse en el laboratorio guardaba silencio: Bee necesitaba todas sus energías para subir los veintitrés pisos que se alzaban sobre ella. Entre las plantas novena y décima se detuvo a descansar en una maraña de acero retorcido, haciendo caso omiso del tirón del enfoque que la inducía a descender de nuevo.
No había duda alguna. Los daños sufridos por la torre eran graves y suponían peligro inminente. Si no se reforzaba, podía desmoronarse en cualquier momento, constituyendo una seria amenaza para los núcleos urbanizados que se extendían a ambos lados.
Podía iniciar el proceso de conclusión del enfoque y emitir una señal de alarma.
No había tiempo. La torre podía desplomarse en cualquier momento. Excesivo riesgo. Tenía que derribarla.
Buscó los puntos de mayor debilidad y cuando los hubo localizado, comenzó a trabajar febrilmente estableciendo la tolerancia entre tensión y compresión, vagamente consciente del tiempo que por su cuerpo transcurría y de la energía que de ella manaba en otro lugar, muy lejos de allí. Se dedicó después a contrarrestar las principales concentraciones de presión, apresurándose a corregir el ángulo de descenso devolviéndole la inclinación original.
Espoleaba sus esfuerzos algo más que un puro y racional sentido de peligro, a saber, la exigencia de su orgullo de profesional de proteger en momentos críticos el proyecto que tenía entre manos para llevarlo a buen fin, la necesidad de imponer serenidad y eficacia a su actuación, el deseo de triunfar sobre contingencias meramente accidentales.
Curvose el metal, cediendo levemente a consecuencia de la acción de desgaste que Bee, metódica, insistente, aplicaba a la superficie.
Escucha tu cuerpo; sus necesidades son las tuyas.
Allá abajo, a ambos lados de la torre, los habitantes de las dos urbanizaciones tomaban el sol en el damero de los jardines, preparaban la comida, se dirigían a sus lugares de trabajo o regresaban a sus casas.
Escucha tu cuerpo.
Los numerosos, los diferenciados cuerpos que pululaban allá abajo, proferían un mudo clamor que se elevaba estentóreo hasta las alturas, llegando a oídos de Bee. Todo su afán consistía en responder a ese clamor con una alternativa viable, susceptible de impedir una escena de desolación: casas arrasadas, miembros aplastados, vidas segadas; una mera nube de polvo que ensombrecía al sol durante el breve intervalo de una tarde.
Escucha.
Supo que allá, en el laboratorio, su cuerpo había resbalado del asiento. Ajustar el enfoque precisaba tan sólo de una insignificante corrección, apenas una pausa perceptible en su trabajo.
En el pasillo de la planta dedicada a Operaciones Cinetelérgicas, Leah, que había llegado para iniciar el turno siguiente, aguardaba inquieta, preguntándose el porqué de la prolongada luz roja encendida sobre la puerta de la sección.
Un repentino estremecimiento, señal inequívoca de un desequilibrio de tensión, conmovió en las profundidades la estructura de la torre. Estallaron las ventanas, reventando los marcos, mientras Bee se precipitaba al otro extremo para justificar la carga.
El estrépito de cristales rotos silenció la algarabía del damero de jardines. Todas las cabezas se volvieron hacia la torre que oscilaba aplastada por los tórridos rayos de un sol cegador.
Llegadas de todos los puntos de la cooperativa, numerosas mujeres se apelotonaban en torno a Leah, que, impaciente y nerviosa, esperaba de pie junto a la sección de seguridad.
—Hay que evacuar la guardería, inmediatamente —dijo Leah—. He de enfocar el laboratorio de técnicas cinetelérgicas para averiguar qué ocurre.
En lo alto de la torre, próxima ya al terrado, Bee percibió las vibraciones que ascendían por la estructura. Las vibraciones, y poco más. Luego se sentó. Digamos adiós, cariño, nos vamos abajo, tarareó sin darse cuenta de que la voz ya no la unía a su cuerpo. El eslabón se había roto y ella se hallaba demasiado lejos.
—Pocas esperanzas; tiene el pulso muy débil. Mejor será subir inmediatamente —dijo Leah frotándose la nuca.
Al punto, dos mujeres que portaban sendos botiquines de primeros auxilios se precipitaron hacia el ascensor.
Con gesto de fatiga Leah alzó los hombros, exhausta tras el esfuerzo de haber realizado tan súbito enfoque.
—No he logrado localizarla —murmuró Leah en voz baja, perpleja —. He comprobado su radio de enfoque y la he seguido hasta el interior, pero no he logrado centrarla.
En el ardiente terrado de la torre, Bee oyó el prolongado y blando suspiro de la resistencia al romperse y el estruendo de los huesos metálicos al fracturarse, cuando el gigante doblegaba las rodillas entre un estallido de nervios de acero y músculos de hormigón. Abajo se vino también ella, arrastrando en su caída la ciega cabeza del coloso, guiándola hacia la tumba por ella preparada y señalada tan sólo por los escombros del magnífico torso desmoronado. En el último momento, Bee se incorporó a la nube de polvo que de ellos emergía, revoloteando en el aire junto a fragmentos de tierra, de roca y de sol. Mecida por el calor de aquella tarde espléndida, tomó la melodía del clamoroso y metálico concierto surgido a sus pies, tejió con ella una plateada fuga y se desvaneció danzando a su compás.
El amor se altera
Tanith Lee
Tanith Lee nació en 1947 en un barrio del norte de Londres. Ha escrito y publicado treinta libros, entre los que destacan una serie de novelas destinadas a un público infantil y adolescente, así como veinte novelas futuristas y de ciencia ficción para adultos. Es autora, asimismo, de guiones para la televisión y de cuatro obras de teatro radiofónicas. Recientemente ha terminado una novela de tema histórico que trata aspectos de la Revolución francesa.
"Este relato, cuya idea original lleva varios años en el tintero, ha ido apareciendo intermitentemente, siempre que él mismo, y no necesariamente yo, se sentía listo para darse a conocer, circunstancia que coincidió con el momento de publicarse esta antología. Como la mayoría de las novelas que he escrito sobre temas futuristas o de ciencia ficción, gira en torno al tema de una imagen invertida. No es sólo el futuro lo que aquí se somete a juicio, sino también el presente. Al fin y al cabo, ayer, hoy era mañana. "
Llevaba dos años enteros casada con Jenny cuando me enamoré de un hombre.
Sucedió en octubre. (Las hojas amarilleaban.) Yo no sabía lo que estaba ocurriendo, y si eso suena cursi, lo siento, no puedo remediarlo. No se asemejaba a ninguna emoción que hubiese experimentado hasta entonces, o al menos a mí no me lo parecía. Al principio creí que se trataba de un sentimiento de cólera, o de cosas del otoño, pero una mañana salí del apartamento, bajé las escaleras, eché a andar por la avenida y, a la sombra de aquellos árboles topacio, lo supe, lo comprendí con toda claridad. El descubrimiento me dio ganas de vomitar; literalmente sentí náuseas. Me repugnó tanto como les debo estar repugnando yo a ustedes al relatarles este episodio, pero era la verdad. Era así y no había forma de enmascararlo.
Lo peor de todo es que no había advertido ninguna señal de aviso. Nada. Yo era completamente normal, corriente, como todo el mundo. Razonablemente ambiciosa, dotada de bastante talento, capaz de ser feliz y de sufrir. En cuanto a Jenny, bueno, la verdad es que la gente me envidiaba por tener a Jenny. Y en innumerables ocasiones, incluso después de tres años de vida en común, seguía maravillándome la suerte que había tenido de encontrarla y de que ella me quisiera.
En mi época de estudiante, todas mis relaciones de pareja habían resultado equivocaciones. Por alguna razón, que ahora me parece curiosa y cómica, era como si me sintiese virtual-mente empujada a elegir a las personas menos apropiadas, porque todo el mundo estaba seguro de que a mí tenían que gustarme las chicas delgadas, deportivas y un poco viriles, del tipo de las que aparecen en algunos anuncios de jabón, con un menudo pecho al desnudo, un arco en una mano flaca y morena y un enjuto perro de caza al lado. Y si no, las grandonas, de tipo fanfarrón, que "cuidarían" de mí. Y todo porque yo, de aspecto, soy exactamente lo contrario. Y me dejé convencer. Dios mío, hasta mis dos madres se lanzaron al ataque. Invitaban a casa a las hijas de sus amigas, bronceadas atletas de torsos magros, o a mujeres de cierta edad que ni por equivocación se ponían un vestido. Yo había tenido unas cuantas aventuras amorosas, que no acabaron todas en fracasos. Pero yo, que cuando quiero puedo ser una cerda, pasé una temporada en ese plan e hice bastante daño a mujeres que no merecían que las tratase así. Y empecé a pensar que no existía más que un modelo de escenario constantemente reproducido: una tentativa rebosante de ilusión y de esperanza, excesivas protestas de que aquello era inmejorable, después el aburrimiento y una leve sensación de pánico, y finalmente una pelea feroz y sanguinaria. Todos los asuntos terminaban de la misma manera: platos volando, insultos, portazos.
Una mañana de invierno, en el autobús que bordea el río, vi a Jenny. No era muy alta, tenía un pelo precioso, de un tono ceniza suavemente dorado, y unos ojos que brillaban repletos de la pálida luz del sol invernal. Empezamos a hablar, atrás quedó el río grisáceo y yo pensé: "Maldita sea, maldita sea, ¿por qué durará el trayecto sólo veinticinco minutos?" Pero era como si ya hubiésemos hablado muchas veces, como si nos conociéramos de años, como si hubiésemos sido vecinas y hubiéramos jugado juntas en el parque, como si entre nosotras se hubiese producido una extraña y misteriosa separación temporal, un vacío que ahora, con el reencuentro, concluía. Y pensé: "No es posible que sienta lo mismo que yo." Al llegar al muelle Central, le pregunté si había visto la película que proyectaban en pantalla triple en el Nacional. Me diría que sí, o me diría que no, que detestaba esa clase de películas, o se ruborizaría congelándome con la dulzura de sus ojos. O quizá me contestase: "Voy a ir esta noche con mi novia", y entonces yo me tiraría al río. Pero, en realidad, lo que dijo fue:
—Si lo que me preguntas es que si quiero ir a verla contigo, te diré que sí, que me gustaría mucho. Además, hoy estoy libre a la hora de comer, y si tú también lo estás, podemos comer juntas.
Al principio, cuando la gente nos veía juntas, suponía que se trataba de una simple amistad, de ese sentimiento casto y desinteresado que se siente hacia un hombre, o tal vez hacia una hermana. Mi madre mayor (hacía solamente un año y medio que Eleanor había muerto, y todavía a veces llorábamos recordándola) albergaba la disparatada creencia de que Jenny era para mí la sustituía de Eleanor, mujer de idénticas características, dulce y extremadamente femenina. Pero Jenny no sustituía a nadie, y aunque era mi amiga, no era solamente eso.
Al cabo de cinco semanas decidimos vivir juntas, cosa que causó mayor revuelo que cuando un año después anunciamos que íbamos a casarnos. Recuerdo que una chica, empleada de Computer-Visión, con la que había salido bastante, vino a verme para decirme:
—¿Sabes? Estás cometiendo un grave error.
Como si de todos los errores cometidos hasta entonces, de los que ella había sido uno de los peores, no hubiese aprendido que Jenny era, por fin, la mujer ideal, la perfecta.
Se ha cacareado tanto esa bobada de que los opuestos se atraen, que ciertas amistades llegaron a decirme que Jenny y yo no hacíamos buena pareja, porque físicamente nos parecemos mucho, no en el colorido, claro, pero las dos somos relativamente bajas, "curvilíneas" —vocablo que muchos gustan de utilizar —, en una palabra, muy femeninas de aspecto. Yo, desde que tengo uso de razón, soy de la opinión que esta división de parejas en "masculinas" y "femeninas" es una auténtica estupidez. Jenny y yo podíamos intercambiar vestidos y comprarnos una a otra prendas de ropa interior, lo cual nadie me negará que es cómodo y divertido. Descalzas, ella era dos centímetros y medio más baja que yo. Llevábamos el pelo cortado a la misma medida.
Recuerdo con toda claridad que en cierta ocasión me dijo:
—Habría que terminar de una vez con todo eso. No entiendo por qué se empeña la gente en fingir que las parejas se componen de "mujeres" y "hombres".
Pero era la norma general. El personal masculino de Computer-Visión, muchos de ellos amigos míos, se plegaban a esta pauta. Estaban los hombres varoniles y los hombres femeninos. Con respecto a los hombres, yo había aceptado más o menos esa situación, pero en relación a las mujeres era algo que me molestaba vagamente, sobre todo ahora que significaba una irritante interferencia capaz de destrozar mi vida. Después de conocer a Jenny, caí en la cuenta de que este estado de cosas referidas a mi propio sexo me resultaba cada vez más insoportable. Una mujer era una mujer, y nada más.
Antes de conocerme a mí, Jenny no había tenido ninguna amante. Era tan dulce y considerada que no quería herir a nadie, sobre todo a las chicas que no le gustaban. Solía decir que siempre me había esperado, porque algo le decía que teníamos que conocernos. A mí me encantaba que dijera eso.
Nos casamos en el verano del 85. Mi madre, Lin, quería que celebrásemos la boda por todo lo alto, y, para darle gusto, así lo hicimos. La verdad es que, una vez en el sarao, lo pasamos muy bien. Lin anhelaba, también, tener nietas, ilusión que hasta ese momento le había parecido difícilmente realizable.
—Una niñita morena para ti —me dijo, mientras el champaña corría a chorros entre los invitados y Jenny, con una rosa blanca y una lluvia de confeti plateado en el pelo, se echaba a reír— y otra rubita para Jennifer.
—¿Y por qué pararnos en dos? — repliqué —. Que sean una docena. Así tú podrás cuidar de ellas, madre mía, porque Jenny y yo estaremos fuera de casa trabajando al cabo de una semana de haber ido a recoger a las mocosas al banco infantil.
—¡Qué lenguaje tan ordinario usas! ¡No las llames así! — exclamó mi madre.
—¿Prefieres que utilice el nombre técnico, esa palabra kilométrica e imposible de pronunciar? Además, las criaturas no me gustan. Yo lo fui y me acuerdo muy bien.
Pero Jenny le dirigió una sonrisa a Lin, que la quiere con locura, y comentó:
—Tal vez dentro de un par de años. Sería muy bonito.
—Odio los hospitales —gemí yo—. Y significa perder un día de trabajo; a veces dos.
—Tonterías —replicó Lin—. Cuando Eleanor y yo te iniciamos, te aseguro que no representó más de diez minutos para cada una. Yo ni siquiera me enteré; no sentí la menor moles tía, íbamos a verte una vez por semana durante los siete meses de tu gestación. Eleanor se emocionaba tanto que lloraba cada vez. Desde que te vio, y eso que no eras más que un embrioncito enroscado, decía que eras preciosa.
Temí que Lin fuese a emocionarse y le saltasen las lágrimas, pero se dominó y lo que hizo fue soltarnos una conferencia sobre lo fácil que lo teníamos las mujeres, y todo porque los cromosomas X producen automáticamente niñas.
—¡Cielos, mamá! ¿De verdad es así? —exclamé yo para tomarle el pelo.
Lo complicado, claro está, es que los óvulos se fertilicen el uno al otro, y que con los espermatozoides ocurra lo mismo, en el caso de que una pareja masculina desee tener un hijo. Entonces hace falta contar con un cromosoma Y para que se produzca la combinación adecuada con un X. Nunca he sabido exactamente cómo funciona ese mecanismo y no tenía ningunas ganas de aprenderlo el día de mi boda. Marco, compañero mío de trabajo a quien conocía desde hacía varios años, interrumpió la conferencia de mi madre explicándonos una versión bastante grosera de sus experiencias cuando él y Alex tuvieron a su hijo.
—Chicas queridas —declaro Marco, con un rizo de su larga melena rubia remojándose en la copa de champaña—, yo no podía... no pude... y por tres veces consecutivas me mandaron a casa con el baldón de la deshonra. Pero luego, trajeron discretamente un aparato provisto de una especie de manos de goma. Yo os pregunto...
—¿De verdad te hace ilusión —le pregunté a Jenny horas más tarde, cuando ya estábamos a solas— tener hijas?
—¿No es ésa la mejor razón para casarse?
—No. La mejor razón para casarse es encadenarte a mi alma con argollas de acero.
—Tonta —replicó Jenny con ternura—. Ya verás que niñas tan bonitas iniciaremos.
Tres meses después, vino a verme un día Marco pidiéndome excusas por haber contado aquella anécdota.
—¿Qué anécdota?
—Vaya, aquella, ya sabes. La del aparato con unas manos de goma para cuando lo del niño. Alex lleva semanas insistiéndome en que debo disculparme.
—Bueno, cuando la recuerde, ya te diré si te perdono.
—Oye, ¿te he contado alguna vez —añadió Marco remo viendo su bebida cafeinada con sabor a cereza— que conocí a un tipo que quiso tener una hija?
—Eso no ocurre nunca. Me imagino que sería factible eliminando el cromosoma Y, cosa harto improbable. ¿No es ilegal? El único caso del que yo he oído hablar, y que seguramente es un bulo, es el de una fecundación femenina a la que se añadió un Y. Las dos mujeres secuestraron al chiquillo y se escapa ron llevándoselo a las montañas. Pero las dificultades resulta ron insuperables. Acabaron por maltratarle, pegarle palizas, encerrarlo en un armario, esas cosas, ya sabes, pobre chaval.
—¡Qué intensidad pones en las cosas! —comentó Marco—. Sólo estaba bromeando. Oye, quiero presentarse a una persona. Vas a trabajar con él en el asunto del contrato del Sueño Púrpura. Es un auténtico genio, compañero de universidad de Alex. ¿De acuerdo?
Pero tratándose de Marco, el contrato quedó aplazado y ya no conocí al auténtico genio hasta al cabo de doce meses. Si llamaba Druse e inmediatamente le tomé antipatía. De él mi desagradaba todo: su aspecto, su actitud, su manera de hablar. No estábamos de acuerdo en nada: ni en los proyectos ni en la promoción de ventas, ni en el envoltorio, ni en \í elección de modelos. Hasta las terminales de los ordenadores se mostraban partidistas; mi tablero de mandos producía pequeñas descargas eléctricas cada vez que Druse lo manipulaba, y cuando yo tenía que introducir alguna información en su ordenador, los circuitos Se bloqueaban. Infinidad de veces hubo que llamar al personal de reparaciones, e infinidad de veces se presentaron ellos con su cajita negra y sus jocosas reprimendas.
Druse (para colmo detestaba también su nombre. ¿Por qué había de tocarme a mí trabajar con un tipo cuyo nombre sonaba a fruta mutante servida en el desayuno?) estaba soltero. Había vivido una temporada en Springs con un hombre pero la relación se había roto. Todas sus relaciones, según Alex, acababan rotas. Druse era alto, tenía cuerpo de corredor, movimientos coordinados, y un cabello rojizo oscuro que a mí me daban ganas de arrancárselo pelo a pelo con unas pinzas al rojo vivo. Era el típico hombre masculino, y los chicos femeninos que la agencia contrataba como eventuales lo tenían sometido a un asedio constante. Druse no les hacía caso más que para propinarles algún corte, cosa que todavía me hacía odiarle más.
Me pasaba las horas de tan mal humor que empecé a tener jaquecas, molestia que no había vuelto a sufrir desde la adolescencia. La revisión médica a la que Jenny me obligó a someterme diagnosticó ansiedad producida por prolongado período de estrés; me recetaron un tratamiento de píldoras homeopáticas y me recomendaron como remedio de máxima eficacia tomarme unas vacaciones.
—El remedio mejor sería ponerle un veneno fulminante ¿ ese monstruo en la bebida cafeinada del mediodía — repliqué.
—Vamos, no exageres, seguro que no es para tanto —dije Jenny—. Es un tipo inteligente, pero se ve obligado a trabajar con otras personas y eso le pone nervioso. Por otra parte aborrece estar solo.
—No tiene por qué estarlo.
—No sabe lo que quiere.
—Esperemos que lo descubra pronto y que resulte ser tirarse desde el balcón de un vigésimo piso.
Jenny había conocido a Druse al asistir en mi compañía a un par de actos sociales organizados por Computer-Visión, y también lo había visto en cierta ocasión en que vino a buscarme a la oficina al salir del trabajo. Se pusieron a charlar en voz baja mientras yo terminaba a toda prisa una copia urgente. La verdad, no me esmeré mucho en la tarea porque me pasé el rato vigilándolo con el rabillo del ojo. Pero Jenny es Jenny y, por lo visto, consiguió calmarle. Hasta le oí reírse una vez.
Al día siguiente, se me acercó y me dijo:
—Tienes una esposa encantadora. Con eso ya sois dos. Dos chicas muy guapas.
Y se me quedó mirando, clavando en mí sus ardientes ojos castaños. Tuve que dominar mi impulso de arrojarle a la cabeza un objeto pesado y contundente.
—No se te ocurra ponerte a mosconear a mi alrededor — contesté—. Sé que tengo una mujer preciosa. Conozco de sobras el aspecto que tengo yo. Y sé que piensas que tengo menos seso que un mosquito, opinión que, amigo mío, tengo el placer de decirte que, por lo que a ti respecta, compartimos.
—Vaya por Dios —se limitó a responder. Y me miró de nuevo con su mirada habitual, desdeñosa, fría, remota y gozosa de que así fuera.
—Marco dice —agregué yo— que tendríamos que terminar este proyecto juntos, de modo que vamos a intentarlo. Tú procuras no insultarme y yo haré cuanto esté en mi mano para no asesinarte. ¿Te parece bien?
—Deja ya de cacarear — replicó él —. Me he dado perfecta cuenta de que tienes un gran cerebro. Lo que pasa es que nunca te acuerdas de emplearlo.
—Tú no sabrías distinguir lo que es un cerebro ni aunque te lo sirvieran en una bandeja.
—Tu comportamiento es pueril —dijo levantando la voz.
—¡Tú te comportas como un subnormal! —grité —. ¿Por qué estás aquí? ¡Tendrías que estar en una isla desierta, ya que tanto detestas a los seres humanos!
Pues eso te borra de la lista —replicó.
—Escúchame, Druse —le dije —, ignoro la razón, pero la verdad es que desde el instante mismo de conocernos nos detestamos. Portémonos como adultos. Vayamos a ver a Marco, a pedirle que nos destine a departamentos distintos. Si seguimos así, acabaremos por perder el contrato. Estamos trabajando muy mal.
Entonces explotó. Se puso pálido, avanzó hacia mí y yo, que creí que íbamos a enzarzarnos en una pelea, repasé mentalmente y a toda velocidad todos los ganchos y golpes que he aprendido, dispuesta a darle su merecido. (Ahora, eso me avergüenza. Con excusa o sin ella, hubiera podido matarlo. El no podía conocer la defensa que tienen esos golpes.)
—¡Si fracasa este proyecto, es porque eres una estúpida y porque tu maldito egoísmo no es capaz de soportar la menor competición! ¡Tú eres la que con tus puñetas estás poniendo trabas al proyecto!
—¡Desgraciado! —aullé—. ¡Vete a joder un poco por ahí, a ver si se te pasan los nervios y luego, por mí, te puedes ir al carajo!
Y, en pleno ataque de furia, accioné de un manotazo el interruptor de mi tablero de mandos.
En lugar de desconectarse, se produjo un cortocircuito. Y en lugar de pasarle la corriente a Druse, recibí tal descarga que salí despedida, aterrizando a dos metros y medio de donde me encontraba.
Me oí chillar, como las heroínas de las películas de antaño que ahora, a causa de su omnipresente contenido heterosexual, están casi todas prohibidas por subversivas. El chillido permaneció unos instantes suspendido en el aire, y lo oí menguar hasta apagarse y morir.
Tendida en la mullida superficie de la moqueta, recuerdo haber pensado: "Estoy tendida en la moqueta". Luego abrí los ojos. Druse estaba de rodillas a mi lado, tomándome el pulso. Volvió la vista hacia mí.
—No te muevas —me dijo.
—No creo que pudiera —contesté.
—He pulsado la señal de emergencia —añadió—. Pronto vendrá alguien. Tranquilízate; todo irá bien.
De repente, allí tendida, rompí a llorar, con las lágrimas resbalándome hacia el pelo. Reducida al desamparo y a la importancia de la infancia, comencé a sollozar, gimiendo con desconsuelo:
—Quiero que venga Jenny, quiero que venga Jenny.
Me oía a mí misma, como antes oyese mi chillido, y en un momento de lucidez mi mente me advirtió: "Te estás portando como una cretina".
Pero Druse me tenía cogida la mano y me acariciaba el pelo y me enjugaba las lágrimas, mientras me repetía con suavidad:
—No te preocupes, no te preocupes. En cuanto llegue alguien, la avisaré. Tranquilízate, todo irá bien.
Sus manos eran cálidas y dulces, fuertes, con una fuerza exenta de violencia o de aspereza. Tiene unos ojos preciosos, pensé. Me recordaron a los de Eleanor. Podía haber sido su hijo, sólo que actualmente las mujeres ya no tienen hijos, ni hermanos, ni padre; de igual modo que un muchacho ya no tiene madre, ni hermanas, ni hijas. Porque hoy en día las cosas son como siempre hubieran debido ser. Tan pronto como el nacimiento y la reproducción de la especie dejaron de depender del impacto del semen masculino en el útero femenino, el impulso de placer que entonces se llamaba "sexo" se convirtió en algo mucho más natural y fundamental: el reconocimiento de la esencia individual en el ámbito de otra persona. Dicen que este proceso tardó solamente veinte años en producirse y que sólo hicieron falta otros veinte para que la humanidad comprendiera la intrínseca verdad que lo sustentaba, la asimilase y la aceptase irreversiblemente. Y otros veinte, tal vez, para calificar al método anterior como lo calificamos ahora, es decir, de primitivo, grosero, ridículo. En realidad, mucho antes de que tuviese lugar la transformación de los mecanismos de la reproducción biológica, hubo innumerables hombres y una cifra creciente de mujeres que preferían hallar placer con parejas de su mismo sexo, y que no concebían el amor bajo forma distinta a ésa. Fueron simplemente las funciones biológicas las que retrasaron el proceso de transformación. El instinto físico natural era de índole varón-hembra, pero la verdadera atracción intelectual, la auténtica afinidad espiritual se presentaba siempre en oposición al instinto físico. Yo he leído mucho; todo eso lo dicen los libros... Pero existen todavía etnias primitivas que siguen practicando la antigua fórmula, que incluso llevan a término el proceso físico del embarazo. Y hay pervertidos que lo desean. Hombres que quieren acostarse con mujeres, y mujeres que...
Me incorporé asustada y Druse me asió con fuerza.
—¡No te muevas! —me dijo, pero seguía sujetándome y yo me apoyé contra su cuerpo, y me sentí segura y a salvo. ¡A salvo!
Me desmayé antes de que llegara el médico de Computer-Visión y, al abrir los ojos, me encontré en la clínica de la empresa, con todos los gastos pagados, por supuesto. Me obligaron a permanecer un día en observación, pero tal como él me había dicho, todo había pasado y me encontraba bien.
—¡Si me encontraba bien, Dios mío!
Luego tomé las vacaciones que me habían recomendado y descubrí que, al menos, la descarga eléctrica me había servido para curarme las jaquecas. Tenía la impresión de no haber pensado en mi vida con tanta claridad.
Jenny se las arregló para conseguir ella también permiso, y nos fuimos unos días a Edén Playa. Lo pasamos muy bien. La luz de aquellos últimos días de septiembre era casi tropical y las palmeras se cimbreaban azuladas rozando las arenas con las ramas. Comimos pinas y papayas y bailamos a la luz de unas estrellas grandes como las conchas doradas que se encontraban por la playa. Jamás la quise tanto. Me dormía todas las noches acurrucada en sus brazos, con una sensación de paz total. No hicimos el amor ni una sola vez. Y ella no profirió el menor reproche ni intentó persuadirme más allá de la más delicada sugerencia. Yo estaba cansada, era evidente. Había estado a punto de morir. Llevaba un año de tensiones y problemas. Sí, Jenny, compréndeme, perdóname.
No digáis que la unión de dos espíritus consiente impedimentos. No se altera el amor cuando halla alteración, ni cede a la opresión del Shakespeare opresor... Escribió todos estos sonetos pensando en muchachos, tantos siglos atrás. (Todos dedicados a muchachos. La otra versión es indudablemente insostenible.)
Jenny, sin alteración. Jenny, mi dulce Jenny, bajo las palmeras, con su traje de baño, sonriente, con el color del mar en los ojos, brillantes de amor inalterable.
Cuando regresamos a casa, empecé a bromear sobre la pereza que me daba tener que volver a trabajar. También hice algunas bromitas aludiendo a Druse. Y cuando me di cuenta de que me estaba excediendo con tanto chiste y que no hacía más que repetir su nombre, procuré dominarme y me callé. Ni siquiera entonces lo sabía; al menos, no era consciente de ello. Creí sentirme avergonzada. Sin duda la languidez del otoño me había afectado. Tendré que ser amable con él, ya que me cuidó y me cogió la mano.
Las hojas habían cambiado. Las hojas estaban amarillas.
Una mañana salí, bajé las escaleras, eché a andar por la avenida, legítimo trayecto para reintegrarme a mi legítimo trabajo, y mientras caminaba bajo los árboles topacio, lo comprendí, lo supe.
Mi primera reacción fue regresar a casa corriendo para esconderme. Las personas que se cruzaban conmigo por la calle, o algunas a las cuales conocía, me saludaban. Pero yo llevaba un cartel prendido a la espalda, un estigma marcado en la frente con un hierro candente: la palabra pervertida.
Al llegar al muelle Oriental, tomé el autobús del río. Había conocido a mi esposa en ese autobús hacía ya más de tres años. Recuerdo que aquel día pensé que me tiraría al río si me decía que no quería salir conmigo. Y respecto a Druse, ¿qué iba a hacer yo?
Con lenta y refinada crueldad traté de imaginarme, si es que él albergaba hacia mí los mismos sentimientos, lo que debía ser tocarle, abrazarle, besarle, hacer con él el amor, y acabé teniendo que bajar a la carrera a los aseos del autobús y allí me puse a vomitar. Vomité porque al imaginarme haciendo el amor con Druse me invadió una oleada de deseo sexual, un deseo de igual intensidad, de mayor intensidad, que cualquier ansia de lascivia que jamás hubiese sentido por Jenny.
Temblaba como una hoja cuando llegué a Computer-Visión. Ignoro de qué modo conseguí subir a mi planta, llegar a mi oficina y sentarme ante el tablero de mandos, que era nuevo y estaba por estrenar. Marco le había puesto un lazo, junto al cual aparecía una notita: "Confía en mí. Este no te jugará una mala pasada". Forzando la sonrisa que la nota pretendía obtener de mí, procedí a desatar el lazo; y estaba en ello cuando Druse entró en la habitación. Se trataba de una habitación espaciosa en la que había más personas, así como varias que entraban y salían, de modo que no había motivo para que supiera que el que acababa de entrar era Druse; pero algo me dijo que era él. Y, efectivamente, lo era. Echó a andar hacia mí. Me quedé helada, pero helada de calor. En mi interior ardía una hoguera que me estaba quemando viva. No tenía escapatoria.
—Hola —me dijo.
No le miré. Fijé los ojos en el lazo que acababa de soltar mientras me dedicaba a romperlo a trocitos.
—Druse, lo siento mucho, pero no puedo trabajar contigo.
Lo comprendo —contestó en voz muy baja—. El proyecto quedó terminado mientras estabas de vacaciones. Marco quedó encargado de comunicártelo. Así que ahora trabajamos en sectores distintos. Pero he querido venir a decirte que me alegro de que hayas vuelto. Bienvenida.
Entonces sí le miré. Y en cuanto empecé a mirarle, pensé que ya no podría apartar mis ojos de él. El sostuvo mi mirada y me la devolvió. ¿Sentiría lo mismo? Había algo en sus ojos, siempre lo había habido, algo que jamás había advertido en los ojos de un hombre.
—Tengo que hablar contigo —me oí decir a mí misma.
—Sí —replicó, añadiendo—: ¿Cuándo quieres que hablemos?
—Ahora mismo —contesté. Me temblaba la mano de tal forma que no podía siquiera seguir rompiendo la cinta —. Voy a salir. Subiré al invernadero. A esta hora del día estará vacío. ¿Quieres...?
—Allí me reuniré contigo. Dame cinco minutos para inventar una excusa.
El invernadero, que rodea el perímetro de la vigésima planta de Computer-Visión, es una galería acristalada repleta de plantas y de fuentecitas cuyos surtidores derraman sus aguas en pilas de cristal. Estaba casi vacío, exceptuando a las chicas encargadas del puesto de bebidas y la máquina automática de helados, que se preparaban para el descanso de media mañana.
No vendría. Y si tenía la intención, algo se lo impediría. Y cuando estuviese aquí, ¿qué le iba a decir yo? Y suponiendo que fuese capaz de decirle algo y que él fuese capaz de contestarme, ¿qué pasaría entonces? Nuestra sociedad no
tiene cabida para la clase de gente en que nosotros íbamos a convertirnos. (¿Sería eso lo que le obligó a alejarse de Springs? ¿El convencimiento de que potencialmente era un marginado?) No, claro que no está penado por la ley. La heterosexualidad es simplemente... ofensiva. O digna de ser tomada a risa. Hasta circulan sobre este tema unos cuantos chistes verdes. Es el sórdido e ignorante acto que realizábamos cuando todavía éramos animales esclavizados por las funciones procreativas. Gracioso. ¿Y si ahora él y yo íbamos a ser objeto de ese tipo de amor, qué? Tendríamos que dejar nuestros empleos y escaparnos a algún sitio; fingir que éramos buenos amigos, íntimos amigos. Tendríamos que salir, yo con chicas y él con hombres, para salvar las apariencias, inventarnos esposas y amantes ausentes. Y en la oscuridad, a la sombra proyectada por la losa de las conveniencias sociales, copularíamos, haríamos el amor —no, así no podíamos llamarlo —, follaríamos, haríamos eso... y era tan antinatural que, ¿me sentiría capaz de soportarlo, de permitirlo? ¿Sería capaz? Pero yo deseaba a Druse. Lo deseba a él y deseaba eso. Me importaba muy poco lo antinatural que fuese. Lo deseaba.
Y Jenny, ¿dónde estaba Jenny en toda esta pesadilla, en esta penumbra creada por las gráciles palmas de la Kentias y rasgada tan sólo por los fogonazos del deseo?
Abriéndose paso entre las ramas apareció Druse y se sentó a mi lado.
He dicho que subía al piso veintiuno a llevar la clave del proyecto Luz Felina. Eso me da unos veinte minutos. Luego tendré que subir.
—Druse —dije yo.
—Aquí estoy.
—Le miré a los ojos. Estaba muy serio. Se le veía vulnerable, y triste.
—Lo sabe. Se ha dado cuenta de todo, igual que yo. Estamos juntos en la oscuridad y no nos conocemos.
—¿Porqué? —exclamé.
—¿Por qué qué! — replicó —. Ya sé que es un asunto espinoso, pero será mejor que lo hablemos. No siento el menor reparo. Adelante.
—¿Por qué te marchaste de Springs?
—¿Por qué crees que me marché?
—Para alejarte de un hombre.
—Exactamente —corroboró Druse—. Para alejarme. Y, como puedes ver, me marcho y caigo de cabeza en algo mucho peor, ¿no es verdad?
—¿Es verdad?
No podía oír mi réplica. Yo no podía ni respirar y me faltaba aliento para hablar. Quería que me abrazase. Quería, después de todo, no tener que hablar de ello. Quería que el mundo fuese diferente.
—Mira, chiquilla —me dijo con inmensa ternura —, esto no ha sido nada fácil para ti. No digo que para mí haya sido maravilloso, pero poco importa eso ahora. He reflexionado bastante. No estaba seguro de que tú... de que te dieras cuenta. Pero te has dado cuenta. Lo sabes. De modo que en cuanto haya llevado esta maldita basura al piso veintiuno, voy a ir a ver a Marco a pedirle que me traslade. Que me busque algo fuera de la ciudad. Y así os dejaré en paz, a las dos.
Empecé a decir, intenté decir que no quería, pero no me salían las palabras. El me dijo que no con la cabeza y me sonrió. Tenía la mirada vacía, los ojos desolados. Ya no se podía seguir mirando en su interior. Las puertas de ámbar sombrío habían quedado herméticamente cerradas.
—Quiero que sepas una cosa —añadió—. Sólo la he visto dos veces. Sí, fui yo quien organizó los encuentros, pero ambos tuvieron lugar en sitios públicos. Y ella, ella no sabía nada. Bueno, creo que la segunda vez adivinó la razón. Pero no que ocurriría, que nos encontraríamos. Y por lo que veo, no te dijo nada, aunque eso, sin duda, fue para protegerte. No se trata de un subterfugio porque realmente no hubo nada. Ella te quiere. Eres la única persona a quien jamás podrá querer. Lo otro, bueno, ella no es de esa clase de personas y siempre le resultaría antinatural. Y yo lo hubiera aceptado sin reproches. Con ella jamás podría ser de esa manera. Por favor, sobre ese punto no te preocupes; no tiene por qué inquietarte.
Descubrí que volvía a respirar. Respirar era fácil. Lo difícil era vivir.
—¿Qué estás diciendo? —exclamé—. ¿Quién?
—Jenny — me contestó —, tu Jenny, que te quiere y jamás podrá querer a nadie más que a ti. A ninguna mujer, a ningún hombre. Tu Jenny, de quien yo me he enamorado. Tu Jenny, la única a quien yo... no hace falta que lo diga; ya lo sabes.
—Mi Jenny. Mi dulce Jenny. Pelo rubio ceniza, ojos brillantes de mar y de amor. Jenny, mi Jenny, que sólo me quería a mí. Y a la que él quería.
Cerré los ojos.
—Tengo que marcharme —dijo —. Lo siento. Eres una persona encantadora. Hubiéramos debido llevarnos mejor. Por favor, sé feliz, aunque sólo sea por ella.
Me quedé sola, sentada en el invernadero, hasta que se produjo el descanso de media mañana, momento en que el local comenzó a llenarse de gente, música y ruido.
Luego bajé todo el edificio, salí a la calle y me puse a andar sin rumbo fijo. Al final llegué a la puerta de un cine y entré. Proyectaban películas contemporáneas, el Romeo y Julio, cuyos desdichados amantes eran dos hombres, y el Julia y Julieta, la trágica historia de amor de dos chicas de catorce años. Pero en el vestíbulo había un cartelito, como los que se encuentran a veces en ese barrio de la ciudad, anunciando que en última sesión, exclusiva para espectadores adultos, se proyectaría una versión antigua de la misma cinta, una de las versiones protagonizada por un hombre y una mujer y filmada más de cien años atrás.
Vi las dos películas normales. Luego compré una entrada para la sesión no apta.
Los espectadores se desternillaban de risa, algunos con histéricas carcajadas producto de su propio desconcierto y confusión, otros con auténtico deleite ante la incongruencia y la ridiculez, todos auténtica, inevitablemente divertidos por el espectáculo.
Hay una escena en que él está en la cama con ella y los dos están desnudos. El empieza a besarle los pechos, extasiado de amor y de excitación, y ella responde. En ese momento, hasta las risas se extinguieron, produciéndose un silencio absoluto. ¿Sería por repulsión, por asombro, o por una especie de espanto, como en mi propio caso?
Salí del cine y lo primero que hice fue llamar a Marco, y le mentí. Luego llamé a Jenny, y le mentí. Por último llamé a mi madre y fui a verla; estuve en su dormitorio porque tenía un resfriado. Desde hace unos meses tiene novia, una chica que hasta se parece ligeramente a Eleanor y que con un gesto de delicadeza, porque siempre insiste en que no quiere ser un estorbo para mí, nos dejó a solas.
Pero no pude hablar con Lin. Además, ¿de qué iba a hablar? ¿Qué podía decir?
Hacia la medianoche volví a casa, y a Jenny.
—Hoy me ha llamado Druse —me dijo.
—Sí, ya sé —contesté—. Ya sé que no ha habido nada.
Lo he sentido enormemente por él.
Se acercó a mí y me abrazó. Y yo abracé a Jenny y la besé en el pelo. Nadie se hubiese reído de haberme visto hacer tal cosa, ni hubiese retrocedido con asco o con repugnancia. Pero mi corazón estaba helado, y helado permanece.
Cayeron las hojas, cayeron los días, llegó el invierno, y me dediqué de lleno a mi trabajo en Computer-Visión y Jenny se dedicó de lleno a su trabajo. Ahora estamos ahorrando, porque Lin cada día aumenta sus indirectas sobre el tema de las nietas. Creo que Jenny opina que eso salvará nuestro matrimonio, curándolo de la peculiar actitud que lo recubre como un manto de nieve.
Druse, según he-sabido, se marchó al norte y ahora trabaja para una filial de Computer-Visión en una ciudad a orillas del océano.
Si pudiera decírtelo, Jenny querida. Si pudiera confiarte, como Druse te confió, el secreto de la diferencia. Esta situación te hiere, crees que es culpa tuya. Piensas que ya no te quiero porque te considero una traidora, o una desvergonzada provocativa.
Jenny, te querré siempre. Pero no como antes. No puedo. Al fin y al cabo, no era a ti a quien esperaba. No. Era a él. Y él... él te esperaba a ti.
Pronto llegará la primavera. Los desnudos árboles de la avenida tejerán su sedoso follaje y el río grisáceo se tornará azul. Todo cambia constantemente, todo pasa, las estaciones, el clima, el tiempo. ¿Por qué, pues, no puede cambiar el clima del amor? ¿Por qué no?
Oh, Jenny, ¿por qué no?
Cíclopes
Lannah Battley
Lannah Battley vive en un pueblo de Northamptonshire con su marido y su hija de catorce años y trabaja en la sección de archivos médicos de un hospital psiquiátrico. Ha sido, entre otras cosas, auxiliar de laboratorio, actriz de teatro, escenógrafa, entrevistadora y bibliotecaria.
La idea central de este relato surgió, hace más de quince años, "de aquellas famosas imágenes televisadas de Neil Armstrong y Buzz Aldrin avanzando lentamente por la superficie de la Luna".
Me encontraba descansando del servicio en mi rincón favorito del bar de la Estación Espacial 40, cuando vi por primera vez a Nella Nelby. Ocupaba yo un asiento situado al extremo del gran ventanal y me hallaba disfrutando de un refresco y de la magnífica vista sobre el cosmos, cuando entró ella en el salón de viajeros.
Nella era una mujer alta, delgada, morena y muy guapa. Hubiera tenido que avanzar majestuosa hacia el bar, erguida la cabeza, altiva e indiferente a la ruidosa muchedumbre que atestaba el salón, pero, en cambio, entró furtiva, con expresión inquieta, y lanzando en derredor miradas nerviosas por encima del hombro. Pese a ello, consiguió extraer de algunos de los presentes miradas de inequívoca admiración.
Era inevitable que tan espléndida mujer, una vez servida su bebida, escogiese compartir mi mesa y a su lado me hiciese destacar por baja, rechoncha, descolorida y más fea que un pecado.
El hecho de sentarse no calmó su patente nerviosismo. Se colocó en la rodilla su bolsa de viaje y la agarró con fuerza, como si a aquel objeto fuesen a crecerle rotores y un propulsor que lo hiciesen salir volando. Comenzó a beber dando traguitos cortos y desconfiados, tratando de abarcar con la mirada a la gente que la rodeaba, yo incluida, sin cruzarse con los ojos de nadie. Yo, por mi parte, intentaba clasificarla, procurando no mirarla con excesivo descaro y aumentar así su evidente malestar.
En realidad, no se debe iniciar conversaciones con desconocidos en los bares de las estaciones espaciales, pero he de confesar que de vez en cuando lo hago.
Convencida de que tener a alguien con quien hablar aliviaría su inquietud, en un alarde de pasmosa originalidad le pregunté:
—¿Viaja usted muy lejos?
Ella sufrió un leve sobresalto y con un hilo de voz me contestó:
—Voy a la Tierra.
—Creo que es un lugar fascinante, ¿pero no resulta un poco primitivo?
—No. A mí me gusta mucho. Es precioso. ¿No ha estado usted nunca?
—No cae dentro de mi ruta —respondí.
—Lástima. Es muy bonito. Posee todavía zonas muy salvajes.
—¿Le gustan a usted los sitios salvajes?
—Sí.
—Irá usted de vacaciones, me imagino.
—No. Por trabajo. También me gusta mucho mi trabajo.
—Igual que a mí, aunque a veces resulta un poco rutinario. No podía albergar dudas acerca de mi profesión porque vestía yo mi uniforme de piloto con sus galones y charreteras. La verdad es que no tenía otra cosa que ponerme, ya que mi equipaje había sido inadvertidamente desviado, yendo a parar a Sandergate Phi.
—¿A qué se dedica usted?
—Soy especialista en idiomas y traductora —me contestó—. Trabajo para el Servicio Arqueológico Planetario.
—Entonces, visitará usted la Tierra a menudo.
—He estado ya en dos ocasiones.
—Y supongo que su especialidad son los idiomas terráqueos.
—Así es. También domino el idioma de Vectis, el paládico y el porterano.
Su preparación profesional me impresionó profundamente, y así se lo manifesté. Ella, a su vez, declaró que le admiraba que yo fuese piloto. Hay que decir que, aunque actualmente las tripulaciones femeninas probablemente superan en número a las masculinas, no hay muchas mujeres que ostenten el grado de capitán.
Fue entonces cuando se presentó y, tras decirle yo mi nombre, empezamos a tutearnos. Viendo que nada más empezar a hablar de su trabajo comenzaba a tranquilizarse, le rogué que me hablase con más detalle sobre sus actividades.
En este momento me dedico especialmente al estudio del latín y del griego, en particular el griego antiguo.
Creía que todas esas lenguas eran antiguas.
—Algunas son más antiguas que otras —replicó con una sonrisa—. En este momento se están llevando a cabo excavaciones en... en una isla del Mediterráneo, es decir, ese mar interior donde, si recuerdas tus estudios terráqueos, nacieron numerosas civilizaciones. Nuestro estudio tiene por objeto demostrar que la Tierra fue la cuna de la humanidad.
—Pensaba que no había duda alguna sobre ello.
—Es, efectivamente, una teoría muy extendida, pero casi imposible de demostrar científicamente. En Vectis, las investigaciones cronológicas basadas en la utilización de las técnicas del carbono 14, idénticas a las efectuadas en la Tierra, demuestran que hubo en ese planeta una civilización mucho más reciente que cualquiera de las culturas terráqueas. Para algunos historiadores, una comparación particular de este tipo constituye de por sí prueba irrefutable, mientras que otros la califican de pura fantasía —y con expresión dolida añadió—: Pero aquí dentro tengo la prueba que lo demuestra irrebatiblemente —al tiempo que señalaba la bolsa que des cansaba aún en sus rodillas.
—¿Ahí dentro? He creído oírte decir que era casi imposible de demostrar.
—Casi. Pero lo que llevo ahí dentro no demuestra que la Tierra fuese la cuna de la humanidad.
—Perdona, me ha parecido que decías lo contrario.
—Esta prueba demuestra irrefutablemente que no lo fue — y se le contrajo el rostro en una mueca de desesperación—. Beck, titular de la cátedra, está como una furia y dice que mis fuentes son espurias.
—Eso rima —dije yo.
—Me miró desconcertada, sin comprender.
—Furia, espurias —precisé. -Ah, sí.
—¿Y son falsas tus fuentes?
—No, en absoluto.
Acercó las manos a la bolsa y pareció vacilar, como dudando si abrirla. Luego hizo una mueca y, alzándose de hombros al tiempo que la abría, sacó de su interior una carpeta que me tendió diciendo:
—Mira, esto es una parte de la prueba. Es sólo un facsímil, por supuesto, pero te aseguro que el original es de una autenticidad irreprochable.
—¿No vas a revelar de qué fuente se trata?
—No, a una perfecta desconocida no.
—Lo comprendo — comenté mientras hojeaba rápidamente el contenido de la carpeta—. Por otra parte, no entiendo por qué me cuentas a mí, una perfecta desconocida, tantas cosas de este asunto.
Supongo que, como la reacción de Beck me ha causado tal disgusto, tengo necesidad de desahogarme.
La carpeta contenía la copia impresa de un diario de navegación de una nave espacial. Fundamentalmente era idéntico al que llevábamos en mi ruta transplanetaria o, si vamos a mirar, en cualquier otra nave, pero había en éste ciertos elementos que lo diferenciaban. El tipo de letra y de caracteres parecía corresponder a uno de los primeros modelos de impresora adaptados a sistemas informatizados y aparecían ciertos topónimos similares, aunque no exactos, a algunos que yo conocía.
—¿Es muy antiguo? —pregunté.
—El original tendrá unos tres mil años de antigüedad — contestó.
—¿Años estándar?
—Sí. No puedo fecharlo con absoluta precisión porque Beck se niega a darme las facilidades necesarias para datarlo.
—Vaya, parece que ese hombre no tiene más deseo que hacer abortar cualquier proyecto — repliqué —. Supongo que está celoso. Es el director y, claro, quiere toda la gloria para él.
—Ese hombre, como tú dices, es una mujer — dijo Nella—, y gloria no hay demasiada. He demostrado justamente lo contrario de lo que pretendíamos probar.
—No te preocupes. Al final resplandecerá la verdad —sentencié, disponiéndome a dar lectura al documento.
Examiné los datos técnicos, detalles de navegación desprovistos de significado para un piloto actual, y los turnos de tripulación. Carecían de excesivo interés, de modo que pasé rápidamente a la sección encabezada con el título de "Observaciones del capitán".
Al principio el vuelo se desarrolló sin incidentes y el capitán se permitía el lujo de ser parco en palabras. La mayoría de apartados decían: "Todos los sistemas funcionan con normalidad. Toda la tripulación, en buen estado de salud". De vez en cuando, como para mantener el interés, aparecía el acostumbrado "contacto con estaciones de emergencia, 004 horas".
Así siguieron las cosas hasta que hicieron su aparición los meteoros, momento en que las estaciones de emergencia pasaron a ocupar el primer plano.
Recibieron numerosos avisos con la suficiente antelación para evitar la colisión, pero se trataba de una masa particularmente densa y de gran volumen, a pesar de lo cual el capitán, que debía ser un individuo extraordinariamente hábil o increíblemente afortunado, consiguió que la nave avanzase en zig-zag, cubriendo así la mitad del recorrido antes de ser alcanzada. Una masa de considerables dimensiones abrió un boquete en el casco y destruyó dos de las cabinas de carga de popa. Las cabinas adyacentes se sellaron automáticamente, impidiendo la salida del oxígeno y salvándoles así la vida.
Los otros daños que sufrieron resultaron menos espectaculares pero causaron estragos. Innumerables fragmentos de menor tamaño bombardearon el casco y penetraron en zonas desprovistas de sistemas de sellado automático, sembrando la muerte y la destrucción. Me alegra poder decir que actualmente todas las escotillas están dotadas de sistemas de sellado automático.
Con la misma rapidez con que aparecieron, desaparecieron los meteoros. La nave permaneció en estado de emergencia hasta que todas las señales de alarma quedaron bajo control y se restableció la calma.
"La tripulación ha sido literalmente diezmada", escribía el capitán; "del total de los cuarenta miembros que la integraban, han muerto cuatro, cuyos cadáveres han sido lanzados al vacío durante la primera guardia. De los restantes, nueve sufren heridas de distinta consideración. Los ordenadores han sufrido cierto deterioro, pero afortunadamente los sistemas de navegación permanecen intactos. También se han producido daños en los propulsores y en la dirección, a lo cual hay que añadir la pérdida del material de emergencia y reparaciones que transportábamos en las cabinas de carga afectadas. Nuestra situación, no obstante, hubiera podido ser mucho más apurada. En nuestra presente condición podemos dirigirnos, aunque sea lentamente, al planeta más próximo, BK3, utilizando energía solar como potencia auxiliar."
El capitán y la tripulación supieron por el banco de datos informático que BK3 había sido objeto de una exploración de superficie llevada a cabo tres o cuatro generaciones atrás, hallándose entonces escasamente poblado, y perteneciendo sus habitantes a tribus primitivas de subsistencia basada en la caza y la recolección. Un grupo más avanzado de pobladores habitaba a orillas de un mar interior, habiéndose asimismo establecido en sus numerosos archipiélagos e islas. Conocían la agricultura y probablemente el comercio, puesto que existían asentamientos portuarios y rudimentarios astilleros. Sus viviendas eran permanentes y de sólida construcción y poseían hermosas estructuras construidas en piedra y destinadas, al parecer, a edificios públicos. El planeta poseía una extraordinaria riqueza y variedad de minerales escasamente explotados por la población indígena.
"¿Pero nos proporcionarán los elementos apropiados para obtener mediante un proceso de fusión la cantidad de plasticita suficiente para reparar la dirección, así como duracerit, aleación lo bastante resistente para subsanar la avería del propulsor principal?", se preguntaba el capitán.
Una vez llegada a su punto de destino, la nave entró en órbita mientras se solicitaba información suplementaria sobre la superficie del planeta; la información les obligó a un inesperado y primordial problema: la atmósfera del planeta era irrespirable, circunstancia no mencionada por el informe de la anterior expedición. El capitán había supuesto que las condiciones de la superficie eran compatibles con la fisiología humana, porque, de lo contrario, los problemas de índole práctica que ello hubiese planteado habrían merecido al menos una breve mención.
"Podrían explicar tal discrepancia los daños provocados por el meteoro en los sistemas informáticos", añadía el diario. "Si bien cabría esperar que el impacto hubiese suprimido un disco entero, y no parte de él, es posible que la colisión eliminase de los datos almacenados la información relativa a la composición atmosférica de BK3. Como segunda alternativa, la omisión podría significar que la superficie es perfectamente compatible, de lo cual se deduciría que los ordenadores proporcionan en este momento una lectura errónea. En beneficio de una mayor seguridad de la tripulación, me veo obligado a ignorar esta segunda posibilidad. El personal ha recibido instrucciones de utilizar trajes y cascos de seguridad en la superficie, en tanto los datos continúen siendo adversos."
Se envió, pues, a la superficie un vehículo de inspección pilotado por el segundo de a bordo, Polson, que iba acompañado por tres miembros de la tripulación, llamados Grant, Vectan y Kirilli.
La nave continuaba entretanto girando alrededor del planeta, y el diario de navegación no hubiese aportado más que detalles intrascendentes, desprovistos de interés, de no ser porque al final de cada día el capitán transcribía los siguientes informes recibidos del vehículo de inspección:
"Día 1.°: Hemos descendido en una zona en la que existe una gran extensión de agua que rodea una escarpada punta de terreno bordeada de promontorios y entrantes rocosos. Este mar se halla salpicado de masas de tierra montañosa que han dificultado considerablemente las operaciones de aterrizaje, si bien hemos logrado tomar tierra sin incidentes en una de las islas de mayor tamaño. Los datos relativos a la obtención de minerales aptos para la fabricación del duracerit son favorables.
Por lo que hemos observado hasta el momento, la población, escasa y dispersa, está constituida por una tribu de pastores. Hemos divisado a sus animales, cuadrúpedos de pelaje grueso y rizado y patas frágiles, que emiten unos extraños sonidos guturales.
Tenemos la absoluta certeza de no haber sido observados durante las operaciones de aterrizaje y hemos aprovechado la fragosidad del terreno y una cueva natural para reforzar nuestro camuflaje, que, sin temor a exagerar, calificaría de perfecto. Ni el más ortodoxo programador de operaciones de este tipo hallaría en él el menor detalle censurable.
Hasta el momento todo está saliendo a pedir de boca, exceptuando los datos de la atmósfera exterior, que continúan manteniéndose en índices de riesgo elevados, lo cual dificulta nuestra tarea. Hemos empezado a taladrar en el interior de la cueva, iniciando de inmediato la extracción de minerales. Abundante material adecuado para la fabricación de duracerit, pero nada todavía para la elaboración de plasticita.
Día 2.°: Hemos divisado numerosos cuadrúpedos y también hemos podido contemplar de cerca a sus propietarios. Ellos no nos han visto. Los pastores son de baja estatura e innegable aspecto humanoide. Cuesta creer que no se trata de mamíferos que respiren oxígeno, como nosotros, pero los contadores muestran todavía niveles insuficientes de oxígeno, así como un peligroso índice de radiactividad. Fuera, pues, del vehículo seguimos vistiendo trajes y cascos protectores que, a causa del calor y engorro que suponen, dificultan las tareas de extracción, tornándolas lentas y fatigosas. Aún no hemos encontrado ningún componente apto para elaborar la plasticita y, detalle más alarmante, los datos recogidos no parecen indicar que puedan hallarse en las inmediaciones de la zona. Agradeceríamos a la nave la localización más próxima de dicho material para ahorrar tiempo cuando decidamos ampliar el sector de exploración.
Día 3.°: Las tareas de taladro y extracción realizadas con trajes y cascos protectores a la elevada temperatura reinante en la superficie avanzan con notable lentitud y agotadora laboriosidad. No obstante, los trabajos progresan. Dentro de dos días contaremos con suficiente material para elaborar duracerit en cantidad sobrada para reparar el propulsor principal.
Hoy estamos rodeados de animales que pastan en las cercanías y también hemos visto a un humanoide a corta distancia; era bajo, delgado, de miembros débiles e iba vestido con una túnica corta.
Para lectura exclusiva del capitán: Código 448321967. Tomo nota de sus declaraciones confidenciales relativas a la inexistencia en este planeta de material adecuado para la fabricación de plasticita. Cuando hayamos concluido la extracción de mineral para la producción de duracerit, que tendrá lugar dentro de dos días, efectuaremos, siguiendo sus instrucciones, una exploración de altitud mínima con el fin de detectar depósitos de bajo contenido de plasticita ilocalizables a altitud orbital.
Día 4.°: La entrada de la cueva es amplia y hoy ha entrado un cuadrúpedo. Kirilli dijo en broma que iba a aplicar el contador al animal para averiguar si contenía sustancias adecuadas para la obtención de plasticita. La muchacha acercó el aparato y con asombro descubrimos que marcaba un índice bajo, pero claramente perceptible. Grant y Vectan quedaron boquiabiertos al oírme ordenar subir al animal a bordo del vehículo para someterlo a otras pruebas. Con mucho regocijo, Kirilli empezó a perseguirlo por toda la cueva. Cuando vi que pretendía escaparse, bloqueé la salida y agitando frenético los brazos le impedí la huida. Creyendo los otros que me había vuelto loco, tuve que explicarles que las investigaciones llevadas a cabo desde la nave indicaban que no existían en el planeta materiales adecuados para la fabricación de plasticita.
Introdujimos al animal en el vehículo para someterlo a análisis. El hedor que exhalaba era tan insoportable que los extractores han tenido que funcionar a la máxima potencia. Si el mal olor no disminuye, nos veremos obligados a vestir trajes y cascos protectores en el interior del vehículo. El índice de plasticita se halla localizado en un largo tendón, resistente y correoso, que forma parte de los sistemas internos del animal. Extraer la cantidad suficiente para nuestro propósito constituirá, sin duda, una ardua y laboriosa tarea, por lo hedionda y sanguinaria, razón por la que espero sus instrucciones al respecto.
Día 5.°: Los humanoides no parecen echar en falta al animal que tenemos en nuestro poder. Hacen gala de descuido e ineficacia en la forma de cuidar a sus animales. Hemos apresado a cuatro cuadrúpedos más en las inmediaciones de la cueva, y en el interior del vehículo hemos extraído las fibras que necesitamos. He decidido que a partir de mañana, protegidos con trajes y cascos, realizaremos esta labor en la cueva.
Más tarde hemos conducido a seis animales más al interior de la cueva. Aunque nuestra eficiencia progresa con la práctica, no hemos podido operar a todos ellos, por lo que hemos cegado la entrada con peñascos a fin de que no escapen los que faltan todavía por tratar.
Día 6. °: Hoy dos pastores andaban en busca del ganado. La verdad es que tenemos a varios animales más dentro de la cueva. Pese a que, hasta no aturdirlos a golpes, los cuadrúpedos armaban un grandísimo alboroto con sus roncos gritos guturales, no los han descubierto. Grant ha confeccionado una valla camuflada con la que hemos cerrado la entrada de la cueva.
Vectan ha sugerido que, en vista de lo escasos que son los pastores, y que los pocos que hay son criaturas primitivas y desprovistas de armas, no sería mala idea disponer de una serie de cercas en las inmediaciones de la cueva. Si lográsemos reunir aproximadamente un centenar de cuadrúpedos, podríamos iniciar un método más rápido y eficaz de extraer la plasticita, basado en los procedimientos rutinarios empleados hasta el momento. Como dicha operación evidenciaría nuestra presencia en la superficie, me creo obligado a solicitar autorización para poner en práctica dicho proyecto.
Día 7°: El proyecto progresa sin incidentes. Hoy hemos encerrado a unos cincuenta animales y, de haber contado con más cercas, hubiésemos podido aumentar considerablemente esa cifra. Durante un breve período hemos divisado a dos pequeños humanoides recortados en una línea de colinas sobre el horizonte.
Día 8.°: Todo funciona a pedir de boca. Hemos instalado nuevas cercas, consiguiendo llenar de animales el sector ampliado. Kirilli y yo nos hemos encargado de perseguir, atraer y finalmente introducir en el nuevo cercado a los cuadrúpedos peor dispuestos a dejarse atrapar. Debíamos tener un aspecto de lo más ridículo al cumplir con nuestra obligación. Mientras ella y yo andábamos de aquí para allá dando saltos como verdaderos dementes, Grant y Vectan trabajaban a buen ritmo. Hemos procedido a incinerar los deshechos inservibles de los animales.
Día 9.°: Vectan ha informado hoy de que, atisbando por encima de la cerca, han aparecido dos humanoides. Tan pronto como él los divisó, escaparon corriendo por el áspero terreno con la agilidad y ligereza de animales de montaña.
Mi temor es que informen de nuestras actividades y regresen en compañía de hordas de pastores, tal vez armados. He dado orden de que si los intrusos aparecen de nuevo, hay que aturdirles a golpes y detenerles para impedir tal eventualidad, pero quizá mis órdenes lleguen ya demasiado tarde. Nos hacen falta tres días más para concluir nuestra tarea.
Día 10.°: No han llegado pastores a interrumpir nuestro trabajo ni han vuelto a verse los dos humanoides que ayer nos espiaron. El trabajo progresa.
Día 11.°: Grant ha capturado en el interior mismo de la cueva a uno de los espías. La muchacha propinó al humanoide un golpe que lo aturdió inmediatamente, y luego lo ató con una cuerda a una de las cercas. Vectan está seguro de que se trata de uno de los espías que vio el noveno día.
Día 12.°: Vivimos con el temor de que acudan en tropel turbas de pastores, pero hasta el momento nada ha ocurrido. Quisiéramos comunicar con ese pequeño ser ahora que ha recobrado el conocimiento, pero es imposible. Fuera del vehículo no podemos quitarnos los cascos protectores y el miedo a la contaminación nos impide introducirlo en el vehículo. Creemos que todavía no ha alcanzado su máxima estatura, pero, aun cuando la alcance, seguirá siendo bajo comparado con nosotros. El trabajo avanza a buen ritmo y, con un poco de suerte, si no se producen interrupciones, quedará concluido mañana.
Día 13.º: El trabajo ha quedado concluido. Hemos soltado al humanoide, que desapareció corriendo por los riscos. Kirilli permaneció en la cima para asegurarse de que no regresaba a ver despegar el vehículo. Grant, Vectan y yo hemos despejado la zona haciendo lo posible por eliminar todos los rastros de nuestra temporal ocupación.
Kirilli ha regresado al vehículo; estamos a punto de despegar, esperando ilusionados el momento de encontrarnos de nuevo en la nave."
Aquí terminaba el informe.
Alcé los ojos hacia Nella, que tomaba despacio su segunda bebida.
Es una lectura apasionante —observé —, pero no veo qué demuestra.
BK3 es la Tierra, desde luego, y si una expedición visitó la Tierra en la época en que su población indígena estaba constituida por pastores primitivos, está claro que la Tierra no es la cuna de la humanidad.
Pero aquí no hay nada que pruebe que BK3 es la Tierra. Aún más, parece poco probable. No posee oxígeno y sí en cambio un elevado índice de radiactividad.
—Posee un bajo nivel de oxígeno y un elevado índice de radiactividad — corrigió Nella—. Pero sospecho que, a consecuencia del impacto recibido, el ordenador quedó deteriora do. Creo que los trajes y cascos protectores que llevaron en la superficie eran innecesarios. Considero muy interesante que en la clasificación del planeta aparezca el número 3, ¿tú no? Al fin y al cabo, la Tierra es el tercer planeta del sistema solar contando a partir del Sol.
—Pero eso no es concluyente —repliqué —. Sustancial- mente proporciona una base muy endeble. No hay dato alguno que indique el nombre de la nave, su trayecto, el destino o la fecha en que se efectuó el viaje.
—Sí aparecen nombres de lugares —contestó Nella —, aunque, como tú has dicho, la ortografía no coincide exacta mente con la actual. Encajaría con el hecho de que la nave hubiese tenido que efectuar un aterrizaje de emergencia en la Tierra, pero eso es secundario. Lo que realmente termina de demostrarlo es el manuscrito que enlaza con el informe de la nave o, mejor dicho, con el informe del vehículo de inspección. Y empezó a rebuscar en la bolsa de viaje, pero se detuvo, como si hubiese cambiado de idea.
—El original de este documento, por un imprevisible y afortunado capricho del destino, se salvó de perecer allá en la Tierra. Perderlo seria una catástrofe, porque no dispongo de otra copia. Creo honradamente que la profesora Beck me mataría con tal de recuperarlo. Estoy segura de que con esta intención me han seguido por media galaxia.
Alzó la vista, lanzó una mirada en derredor y de pronto quedó petrificada, clavando una mirada de horror en la entrada del bar.
—¡Oh, no! —murmuró con desaliento.
—¿Qué ocurre? —pregunté contemplando a la persona que acababa de entrar.
Era un hombre de descomunal tamaño. Era también el ser humano más repulsivo que hubiera visto en mi vida. Tenía una complexión piramidal y la punta de su cabeza triangular descendía ensanchándose y formando pliegues carnosos que se derramaban por el cuello de la camisa.
Es el doctor Roskopf, el ayudante de la profesora Beck — tartamudeó Mella—. Si existiera algún modo de salir de aquí sin que me viera...
—Tranquilízate. Existe —repliqué señalando con el pulgar por encima del hombro.
Escapamos por los aseos de mujeres, suspirando con profundo agradecimiento de que para ciertas cosas perdurase todavía la segregación sexual. Mi conocimiento de la distribución de la Estación Espacial facilitó la tarea de guiar a Nella a través de una intrincada maraña de escaleras de incendios, remotas salidas de emergencia, disimulados compartimentos estancos y angostas conducciones de fluido energético. No sólo era improbable que el doctor Roskopf pudiera seguirnos por aquel laberinto, sino que, de conseguirlo, su colosal volumen se lo impediría en ciertos puntos. De todos modos, al llegar a la plataforma 22, sugerí a Nella que se quedase escondida mientras yo comprobaba que no hubiera nadie en los alrededores.
Entramos en mi apartamento sin ser vistas y allí nos encerramos, echando dos vueltas a la llave. Tras una leve vacilación, Nella me tendió el documento causante de nuestro tortuoso recorrido. Llevaba por título: Relato de mi infancia.
Me pareció oírte decir que se trataba de un manuscrito. Esperaba que estuviese escrito a mano, en la antigua caligrafía.
El original lo está, pero esto es la traducción que he hecho yo del griego —contestó Nella.
Y leí lo que sigue a continuación:
"Yo, Eneas, hijo de Filipo, aproximándose el fin de mis días, deseo dejar escrito un relato verídico de ciertos sucesos acontecidos durante mi infancia, mediante los cuales hicieron los dioses que siguiera yo la misma senda que recorrió mi padre mientras que mi hermana se tornó una errante vagabunda, dando así cumplimiento a su propio destino.
También quisiera dejar constancia de que mi hermana Homa y yo, aunque separados desde la juventud, nos reunimos y nos reconciliamos poco antes de su reciente muerte.
Mi relato se inicia con los tiempos felices en que, en compañía de Homa, cuidaba de los rebaños de mi padre durante los apacibles días del verano. De ese modo desearía recordar siempre mi infancia, ignorando los feroces vientos del invierno y la fatiga, borrando el miedo y la vergüenza que después sobrevinieron.
Homa era cuatro años mayor que yo, y era ágil y de gran fortaleza física. Ello no impedía que a veces el rebaño se dispersase, pues a ella le agradaba sentarse a la sombra de un árbol y dejar correr las horas sumida en sus ensoñaciones.
—Homa — le suplicaba yo —, vayamos a buscar las ovejas descarriadas. Padre se enojará con nosotros y nos dará de azotes con el látigo si perdemos alguna.
Ve tu, si quieres —contestaba ella —. Yo iré más tarde. Bien ha de dispersarse el rebaño para encontrar pastos frescos. De lo contrario, las ovejas no hallarían qué comer y padre nos azotaría por dejarlas morir de hambre.
Pero luego caía en la cuenta de que se había entretenido demasiado y entonces comenzaba la ardua tarea de reunir el rebaño. Rebosante de energía, Homa echaba a caminar dando grandes zancadas mientras yo, vencido por la fatiga y e desánimo, procuraba seguirla arrastrando mis cortas piernecitas.
Era inevitable que las ovejas sufriesen accidentes y que nosotros recibiésemos palizas. Homa era la que más sufría. Era la hija mayor y, por lo tanto, responsable no sólo del rebaño sino también de mí. He de confesar que yo también recibí una sarta de azotes, pero sólo una vez, y no me agradó en absoluto. Homa recibía más azotes de los que merecía, pues era una rebelde y una deslenguada que provocaba las iras de nuestro padre, sin que las súplicas de nuestra madre pudiesen hacer nada por salvarla.
El verano que siguió a la muerte de nuestra madre fue muy caluroso. El menor gesto o movimiento provocaba cascadas de sudor. Como es natural, lo más sensato que podíamos hacer mientras guardábamos los rebaños era sentarnos a la sombra de un árbol, a lo cual no oponía yo reparo alguno.
A menudo llevábamos provisiones para varios días y pasábamos la noche al raso, durmiendo bajo las estrellas. En una de esas ocasiones, Homa me contó que había tenido un extraño sueño en el que aparecía un monstruo que profería un atronador rugido y provocaba unas violentas ráfagas de viento. En su sueño veía cómo el monstruo devoraba a todas nuestras ovejas.
La pesadilla impresionó a Homa, pues a la mañana siguiente, al despuntar el día, salimos a comprobar que no faltase ninguna oveja. La verdad es que pasamos varios días dedicados a esta tarea. No era cosa de cercar a los animales, pues estábamos en la época del año en que había que dejarlos sueltos para que hallasen por sí solos los pastos más jugosos, pero, a pesar de ello, Homa condujo a los más alejados a la zona donde pacía el grueso del rebaño. Yo no quería, a causa del calor, realizar tan fatigoso esfuerzo, pero tuve que plegarme a los deseos de mi hermana. Si nuestras ovejas desaparecían devoradas por un monstruo, Homa tenía asegurados los azotes para el resto de sus días.
Pocos días después, la pesadilla se convirtió en realidad. Cerca del pico más alto de la isla divisamos a un monstruo, y el miedo que sentí hizo que la sangre abandonara mis mejillas. Clavados en el lugar donde nos hallábamos, nos dispusimos a observar. No hacía ningún ruido aterrador. Era completamente silencioso, lo cual, en cierto modo, era mucho más terrorífico. Aunque lo contemplábamos a cierta distancia, vimos que era inmenso, un gigante de enorme volumen y desmesurada estatura. Tenía forma de hombre y la piel reluciente, de color gris. Sus movimientos eran lentos y torpes. Cuando volvió la cabeza en nuestra dirección, vimos que tenía un rostro horrible, desprovisto de rasgos salvo un gran ojo oscuro en el centro de la cara.
Jamás me ha latido el corazón con tal violencia como el día en que por vez primera vi a aquel ogro. Al principio sentí que las piernas se negaban a sostenerme, pero pronto me había recobrado lo bastante como para ponerme en pie de un salto con la intención de huir de aquel lugar a la carrera. Pero no había de ser así. Con sus largos dedos huesudos, Homa me agarró por un brazo y me obligó a agacharme de nuevo, ocultándome tras un reseco matorral del agostado páramo.
—Agáchate, estúpido —susurró apretándome el brazo con tal fuerza que me dejó los dedos marcados —. Que no nos vea.
De modo que continuamos agachados. Homa me ordenó que me quedase donde estaba y ella avanzó reptando como una serpiente a vigilar más de cerca a aquella terrorífica criatura. Entonces me convencí de que mi hermana era la persona más valiente del mundo. Al cabo de poco rato regresó diciendo que el gigante había desaparecido oculto tras unos peñascos. Procurando no levantar la cabeza, nos retiramos, regresando al lugar donde habíamos pasado la noche.
—Homa, vayamos a casa a contarle a padre lo que hemos visto —dije yo—. No podemos quedarnos aquí.
—Tú irás a casa a contarle a padre lo que hemos visto — murmuró—. Yo me quedaré aquí a guardar el rebaño. Dile a padre que venga a toda prisa y que traiga el arco y las flechas. De lo contrario, ese monstruo devorará a todas las ovejas, como ocurrió en el sueño.
Me alegré de volver a casa, de alejarme del ogro, aunque me apenaba dejar a Homa allá sola. También me asustaba la idea de quedarme solo.
—Ven tú también —le dije—. Tengo miedo de hacer el camino solo.
Pero ella no quiso acompañarme.
—Padre me azotará si abandono el rebaño —me contestó—. Ve tú a decirle que necesitamos ayuda.
Y, así, me puse en camino solo, sintiéndome más seguro y tranquilo a medida que me acercaba a nuestra casa. De imaginar la acogida que me aguardaba, no me hubiera sentido tan contento. Mi padre no quiso creer lo que le expliqué. Le rogué y supliqué que viniera conmigo y que tomara el arco y las flechas. Le conté el sueño de Homa y también que después nos habíamos acercado a donde estaba el monstruo y lo habíamos visto en carne y hueso.
Pero él empezó a pegarme hasta que me castañetearon los dientes.
—¿Qué tonterías son éstas? —rugía —. ¿Es acaso Homa la que te envía con este cuento porque ha perdido más ovejas que las de costumbre? Vuelve ahora mismo a los pastos y dile a Homa que si falta una sola oveja, recibirá más azotes de los que ha recibido en toda su vida.
—¡Es verdad, padre! —le aseguraba yo entre sollozos —, ¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡Un monstruo grande y altísimo!
Y abrí los brazos en toda su extensión para dar idea de su descomunal tamaño. Sujetándome por mis apenas perceptibles bíceps, en el mismo lugar donde Homa me dejara los dedos marcados, mi padre me agarró con tal fuerza que me hizo gritar de dolor.
—¿Con mentiras venimos, muchacho? Verás tú el reme dio que tengo yo para los embusteros.
Entonces fue cuando experimenté mis primeros y únicos azotes. Fue un momento decisivo en mi vida. A partir de entonces, dije siempre única y exclusivamente lo que la gente deseaba oír, y sospecho que eso es lo que ha hecho de mí el hombre próspero y poderoso que he sido en la vida. Rara vez decía lo que pensaba y pocas veces hacía lo que decía.
Pero el éxito y la prosperidad permanecían en el futuro y parecían harto improbables durante aquel penoso regreso a los pastos de la montaña que, a rastras con mi cuerpo, hube de realizar para comunicar las espantosas noticias a Homa.
—Estamos entre Escila y Caribdis —declaró al escuchar mi relato.
¿Entre qué? —repliqué yo.
Por un lado tenemos a ese horrendo monstruo —me explicó— y por otro la cólera de padre y la airada fuerza de su brazo.
Yo me estremecí.
—Sólo podemos hacer una cosa —dijo Homa clavando unos ojos muy abiertos en mi cara sucia de polvo y de lágrimas—. Hemos de matar al monstruo y llevar su cadáver a casa. Sólo así padre creerá lo que le decimos.
Me quedé horrorizado.
—¡Matarlo! ¿Cómo podemos matarlo?
—Con los cuchillos. Nos acercaremos sin ruido mientras duerma. Hasta los monstruos tienen que dormir.
Yo puse en duda esta afirmación y así lo manifesté.
Nuestros cuchillos eran pequeños y no estaban muy afilados. Los usábamos principalmente para cortar pan, queso y frutas y también, de vez en cuando, para librar a alguna oveja atrapada entre los brezos, después de lo cual los afilábamos más para cortar los zarcillos que no podíamos desgajar a mano.
Homa se puso a aguzar el cuchillo, afilando no sólo la hoja sino también la punta, hasta dejarlo más cortante que nunca.
—Esto puede matar a cualquiera — declaró —. Hasta a los cíclopes.
—¿Los qué? —inquirí.
—Los cíclopes. Así llamo yo al monstruo porque tiene un único ojo, grande y redondo.
Temblando de miedo, acompañé a mi hermana al lugar donde por vez primera avistamos al gigante, y allí volvimos a verle. Su mole descomunal iba de aquí para allá construyendo una empalizada de madera plateada y muy brillante que no era de abedul, ni de cedro, ni se parecía a ninguna madera conocida. Cuando la empalizada quedó terminada, vi que encerraba una amplia porción de terreno, así como la boca de una cueva que era la guarida del monstruo.
Fácil será imaginar nuestro horror cuando de la cueva vimos salir a un segundo gigante que empezaba a ayudar al primero.
—Dos cíclopes —susurró Homa con un hilo de voz.
La mayor parte de nuestros rebaños se encontraban pastando en los alrededores y los dos monstruos comenzaron a rodear a las ovejas obligándolas a entrar en la cerca, como si fuese época de esquilarlas. A pesar de que los monstruos se movían con torpeza y lentitud, lograron introducir en la cerca a una veintena de ovejas o tal vez más. Homa contemplaba la escena horrorizada. Yo, presa del pánico, no podía apartar la vista de lo que tenía ante mis ojos.
Luego, de entre las ovejas que habían capturado, escogieron a un par y las obligaron a penetrar en el interior de la cueva
—¿Qué estarán haciendo con nuestras ovejas? — se preguntó Homa—. Tenemos que averiguarlo.
La acción más valerosa que he realizado en mi vida fue seguir a Homa, arrastrándonos sin ser vistos hasta llegar a la empalizada y, conteniendo el aliento y agarrando con fuerza mi cuchillito, trepar por ella.
No pudimos llegar a ver el interior de la cueva y, por lo tanto, nos quedamos sin averiguar lo que hacían, pero, en cambio, vimos de cerca a los monstruos. Al principio creí que eran ciegos, porque su horripilante ojo único reflejaba la tierra y el cielo y no enfocaba nada en especial ni parecía poseer los medios para hacerlo. Este detalle explica mi descuido. Por gestos intenté indicarle a Homa que creía que no veían y al gesticular se me cayó el cuchillo de la mano. Al caer golpeó contra la empalizada con tal estrépito que el monstruo más cercano giró en redondo y avanzó dando bandazos hasta nosotros. Homa y yo bajamos de la empalizada de un brinco y echamos a correr saltando sobre peñas y zarzales con la velocidad del miedo.
Aquella noche dormí poco. Me estrujé el seso pensando cómo podríamos convencer a padre de la existencia de aquellos cíclopes sin tener que matarles. Decidí que Homa juzgaría imposible matar a los dos, de lo cual me alegré sobremanera Así no tendríamos que poner en práctica nuestro desesperado proyecto.
Pero Homa insistió en que se sentía perfectamente capaz de llevar a buen fin su plan original, el de dar muerte a ambos gigantes con rapidez y en silencio mientras durmiesen. Le hice ver a mi hermana lo descabellado de su idea: el primer monstruo, al ser atacado, gritaría y despertaría al segundo y a ella la apresarían y seguramente la matarían. Hacían falta dos personas, actuando al unísono, para que el plan tuviera éxito, pero, por más que quise, no tuve fuerzas para ofrecer voluntariamente mis servicios. Homa, en cualquier caso, dejó muy claro que no quería mi colaboración, porque seguramente tendría un descuido y dejaría caer el cuchillo como antes. Dijo, pues, que mataría al primero y que si el otro se despertaba, le clavaría en el ojo un palo puntiagudo dejándole ciego antes de que él pudiera atraparla.
El palo fue aguzado y, al caerla noche, Homa se acercó sin ruido hasta la empalizada dispuesta a penetrar en la cueva aprovechando la cobertura de las sombras. Me dijo que más tarde precisaría de mi ayuda para arrastrar hasta casa a uno de los cadáveres y mostrárselo a padre.
Y yo permanecí en la colina, solo, en la oscuridad y muerto de miedo. La llegada del amanecer hubiera debido aliviar mi ansiedad, pero sólo consiguió aumentarla, puesto que Homa no había regresado todavía de la guarida de los monstruos.
Durante todo aquel día, aquel largo y caluroso día, permanecí sin moverme, observando la entrada de la cueva sin divisar rastro alguno de mi hermana, y deduje con inconmovible convencimiento que los cíclopes la habían devorado.
Si hubiese podido imaginar siquiera el terror que sentiría aquella segunda noche pasada a solas y en la oscuridad, hubiese regresado a casa antes del anochecer. Con los ojos desmesuradamente abiertos, pasé la noche sumido en las tinieblas, imaginándome rodeado de cíclopes dispuestos a saltar sobre mí.
Al despuntar las primeras luces del alba, inicié el regreso a casa; al principio andando despacio, asegurándome de no hacer ningún ruido; luego más aprisa y con menor cuidado; y finalmente eché a correr a todo lo que daban las piernas.
Mi padre me acompañó de regreso al lugar que yo había mencionado; andaba a mi lado con expresión adusta, fruncidos los labios, sin dar crédito a mis palabras, suponiendo tan sólo que un buen número de ovejas habían desaparecido o sufrido algún daño. Sus suposiciones resultaron ciertas. Los monstruosos gigantes habían desaparecido, los apriscos por ellos construidos se habían desvanecido y de Homa no se veía rastro por ninguna parte. Yo estaba convencido de que los cíclopes la habían devorado, pero no quise decírselo a mi padre sabiendo que no iba a creerme.
Homa reapareció al cabo de un par de días. Los cíclopes la habían tenido cautiva, pero no le habían hecho ningún daño. Habían asado y consumido docenas y docenas de corderos y luego la habían conducido al otro extremo de la isla. Cuando reunió el suficiente valor para regresar a la cueva, todo rastro de los monstruos había desaparecido.
Mi padre, desdeñoso, no dio crédito alguno al relato de monstruos y gigantes de mi hermana, y yo, franqueada la decisiva e irreversible barrera, no quise corroborar su historia. Homa recibió insultos, azotes y un puntapié que la arrojó contra la chimenea, donde se golpeó la cabeza contra un caldero. Mi padre jamás volvió a dirigirle la palabra.
La pérdida del rebaño constituyó un gran revés para la fortuna de la familia, del que, sin embargo, con el tiempo nos recuperamos. Al cabo de unos meses, Homa y yo estábamos de nuevo en los pastos guardando las ovejas.
Homa no volvió a perder una sola oveja en su vida. Trabajaba sin descanso desde el alba hasta la puesta de sol. Poseía una inusitada fortaleza física. Comenzó a sentir dolores de cabeza que de vez en cuando le afectaban la vista, pero ello no influía para nada en su trabajo.
Cuando mi padre murió, me legó a mí todos sus bienes. Quisiera dejar constancia de que no fui yo quien obligó a partir de mi casa a una mujer medio ciega, forzándola a ganarse el sustento como mejor pudiera. Fue Homa la que prefirió marcharse.
Tardó más tiempo que yo en aprender la lección que tan pronto asimilara de jovencito, pero al final también ella la aprendió. Y empezó a decir a la gente lo que la gente deseaba oír. Mi hermana, como todo el mundo sabe, se convirtió en una famosa y solicitada narradora de cuentos y leyendas. Es mucho más conocida que yo, aunque yo soy en muchas millas a la redonda el hombre más rico del lugar.
Ahora lloro de gozo, alegrándome de que mi hermana haya regresado al hogar antes de morir y de que nos hayamos reconciliado. Siempre la recordaré como la joven, fuerte y ágil muchacha que era en aquellos días felices en que guardábamos las ovejas en los pastos del verano".
Nella me estaba mirando fijamente cuando, al concluir la lectura, levanté la vista.
—Ahora lo ves claro, ¿no? —inquirió.
Yo trataba todavía de ordenar mis pensamientos y encajar mentalmente ¡as piezas de aquel rompecabezas.
—Veo clarísimo el problema si este texto es verídico — contesté.
—Lo es, lo es. La profesora Beck y el doctor Roskopf no se tomarían tantas molestias si creyesen lo contrario.
—Sí. ¿Qué es exactamente lo que traman? —pregunté —. Creía que estos documentos eran copias, transcripciones.
El diario de la nave espacial es, en efecto, una copia directa, pero el otro texto es una traducción realizada por mí. No existen muchas personas que puedan traducir un texto como ése con tanta precisión. Beck y Roskopf se sentirían bastante tranquilos si pudiesen destruir eso —añadió señalando los folios mecanografiados que yo sostenía aún en la mano— y acabar conmigo.
—¿Serían capaces de llegar hasta el asesinato para ocultar la verdad? Si en este asunto hubiese dinero de por medio, lo comprendería perfectamente, pero a la mayoría de la gente le importa muy poco la historia y el pasado.
—Hay dinero de por medio, becas, subvenciones, sueldos, pero lo que principalmente está en juego es la reputación académica y la opinión de las futuras generaciones.
—Dices que vas a la Tierra, pero si realmente tienen intenciones criminales, ¿no es un poco arriesgado?
—Sí, aunque, en realidad, debo confesar que no te he dicho toda la verdad. La verdad es que estoy huyendo de la Tierra. Pienso regresar a ella, pero sólo cuando pueda difundir masivamente estos documentos acompañándolos de un comentario mío acerca del descubrimiento que suponen. Circularán entonces demasiadas copias y, por lo tanto, poco ganarían con liquidarme a mí.
—¿Y adonde piensas huir?
—No me importa el lugar, siempre y cuando ellos no lo descubran y no puedan seguirme. Ha de ser un sitio lo bastan te avanzado como para poseer instalaciones capaces de producir copias de mi estudio en cantidades masivas.
—Yo no estaba completamente convencida de que la situación fuese cuestión de vida o muerte, pero, ante la posibilidad de un eventual asesinato, preferí pecar por exceso de cautela.
—Mira, te ofrezco una plaza en mi nave —le dije—. Vamos a Sandergate Theta. Pero tendré que examinar tus documentos de identidad.
—No tendría inconveniente en mostrártelos, pero no puedo arriesgarme a que aparezca mi nombre en una lista de pasajeros, y por otra parte, la rutina normal del embarque resulta para mí demasiado peligrosa. Estoy segura de que están controlando todos los vuelos.
—Por eso precisamente tengo que examinar tus documentos de identidad. Tu nombre no aparecerá en ninguna lista, te lo aseguro, y embarcarías evitando el procedimiento normal. Serías invitada personal mía, lo cual te da derecho a compartir la intimidad de mi cabina sin ser vista por los demás pasajeros si las circunstancias así lo exigieran.
Se le iluminó el rostro con una amplia sonrisa y me tendió sus documentos para que los examinase.
—La verdad es que, aunque quisiera —dije —, no podría conseguirte pasaje porque el vuelo está completo. Los recientes descubrimientos de ricos yacimientos minerales han con vertido últimamente a Theta en un lugar muy solicitado. La gente se precipita hacia ese planeta con la esperanza de amasar una fortuna.
Exceptuando un par de hábitos ligeramente molestos, Nella resultó una compañera de viaje excelente. No perdía nunca el buen humor, siempre estaba dispuesta a colaborar y durante mis ratos libres de servicio sabía adaptar su estado de ánimo al mío. Me daba conversación cuando intuía que yo tenía ganas de charlar, y cuando yo necesitaba paz, era capaz de guardar silencio sin mostrarse opresiva. El viaje nos ofreció tiempo sobrado para yo descubrir fallos en su tesis y para que ella refutase con vehemencia mis argumentos.
La ayudé a desembarcar discretamente en Sandergate Theta, mucho después de que lo hicieran los restantes pasajeros de la nave. Nunca más he vuelto a saber de ella.
A veces me pregunto si la historia de Nella no fue más que una complicada y astuta estratagema para obtener un pasaje gratis para Theta. En aquel momento había gente dispuesta a cualquier cosa con tal de poder llegar a aquel planeta, aunque ahora la afluencia de viajeros ha disminuido bastante. Confieso que me asaltan dudas; sin embargo, falsificar aquellos documentos no debía ser cosa fácil, aparte de que parecían verdaderamente auténticos. A mí, francamente, el hecho de haber grabado en cinta todo este asunto y relatarlo aquí me tranquiliza, porque nunca se sabe, tal vez hubiera algo de verdad en todo ello. No es preciso que diga que este episodio me ha hecho meditar con frecuencia sobre los orígenes de la especie humana.
No se debe entablar conversación con desconocidos en los bares de las estaciones espaciales, pero yo en ocasiones lo hago. Cuando una ha visto cien veces todos los vídeos, ha jugado ya a todas las maquinitas y agotado todos los entretenimientos, una conversación interesante parece un regalo del cielo. Sin duda alguna resulta mucho más estimulante que pasar el rato con la vista fija en el espacio.
Instrucciones para desalojar este edificio en caso de incendio
Pamela Zoline
Pamela Zoline nació en Chicago en 1941. Su obra, que participa de dos vertientes, pictórica y literaria, goza de amplia difusión. Se define a sí misma con estas palabras. "Ni soy una escritora que pinta, ni una pintora que escribe". Actualmente divide su tiempo entre Inglaterra y Telluride, pequeña ciudad, bonita y remota de las Montañas Rocosas. Además de sus actividades habituales, trabaja actualmente con su marido, John Lifton, en la elaboración de un proyecto para la creación de una comunidad regional de signo radical, así como en el Instituto de Telluride y en The Life and Death of Harry Houdini, ópera informatizada, producida por un sistema interactivo de control de datos en tiempo real. El matrimonio tiene tres hijos. Abigail, Saskiatos y Gabriel. The Womens Press publicará durante 1986 una colección de relatos de Pamela Zoline.
"Escribí Instrucciones para desalojar este edificio en caso de incendio porque me parecía un relato evidente y necesario. En realidad, más que sentir especiales deseos de escribirlo, anhelaba que la historia que en él narro tuviese existencia verídica en el plano político, porque recuerdo haber sentido mucha fatiga y desánimo mientras trabajaba en él
"Quizás el rasgo más interesante sea la estrategia interior del relato, que, con escasa sutileza, exige del lector pasar de un recuerdo detallado al plano de la doble realidad inventada, y viceversa, efectuando de ese modo las mismas maniobras que realiza un escritor al construir una ficción; es decir, quedar prendido en la lengüeta del anzuelo."
Ante todo se ruega al lector que visualice radicalmente a un niño determinado. Con ayuda de profundas inspiraciones, de circuitos sensoriales y de las acostumbradas técnicas biopsíquicas, evoque con nitidez e intensidad la presencia de un niño o una niña verdaderos, uno al que conozca mucho y con quien, preferiblemente, posea una relación básicamente positiva.
(Si, dada la disociación de la vida moderna, no conoce usted a ningún niño, tome prestado a uno cualquiera de la literatura, de la pintura, o quizá del cine. Cierto candidato, un archivero, utilizó recientemente a Shirley Temple, y otro se fijó en la diminuta y rubia infanta Margarita, que, desde el austero boato de la corte española, mira con hastío al pintor Velázquez y prolongando la mirada la fija a media distancia.)
Consideramos de utilidad proporcionar ciertos recursos de encuadre que coadyuven a la visualización. Primeramente evoque grosso modo las dimensiones del niño: volumen, peso, estatura, longitud de los brazos abiertos. Descubrirá usted que, empleando la memoria corpórea global, logra revivir la presión recibida del niño en las ocasiones en que éste ha apoyado su cuerpo sobre el de usted. En el siguiente grupo de sensaciones destacan las correspondientes a la serie de colores y fragancias: añada el color del cabello, la tonalidad de los ojos, la pigmentación de la piel y, en particular, los matices de la boca, mejillas, palmas de las manos y plantas de los pies, y el de la piel visible bajo las uñas. Tenga la bondad de ser lo más exacto y preciso posible; adjuntamos muestrarios numerados y distintas gamas de colores. Intente luego especificar los olores relacionados con el aliento, cabello, piel y emisiones gaseosas. ¿Qué texturas asocia usted con el cabello y la epidermis del niño? Diferencie los dientes. Sabemos que la reconstrucción de sensaciones auditivas resulta especialmente difícil; la facilita evocar la imagen del niño en acción, inclinándose, volviéndose, deteniéndose para hablar —inserte aquí una expresión característica, pronunciada por labios de tal y tal forma, con la cabeza ladeada a tantos grados de la perpendicular, la frente marcada con determinadas curvas y ángulos, la nariz formando tal o cual ángulo, el gesto, la mirada, el tono de voz.
Con mayor rapidez y sin que se precise tan minuciosa exactitud, componga usted el contexto espacial y temporal que rodea al individuo: especifique el entorno, hora del día, presencia de otras personas, gama de colores, grado de humedad y presión, ruidos, olores, ambiente emocional. He aquí a su niño, claramente situado en un continuo ampliamente detallado; (me recuerda a los ejercicios de "particularización" del curso de estilística del Tertiary College de Chicago), y ahí le dejamos (mis propósitos de emplear un lenguaje genérico flaquean; al relatar esta historia veo a una niña).
Está sentada de través sobre su hermano pequeño, al que ha sometido a una sesión de cosquillas que, tras provocar un ataque de histeria, han obtenido su casi total sumisión; se entretienen peleándose en el jardín trasero de nuestra casa, levantando nubes de hojas de álamo amarillas que, cual monedas de oro de un reino de hadas, tapizan el suelo. Ella viste un mono tejano y un jersey rojo cuyos motivos, patos y conejos, celebran una anticipada reunión pascual, aunque todavía estemos en octubre. Y la sensación que causa su persona es la de una superficie densamente jaspeada, tan cuajada aparece de sus acostumbrados rasguños, desgarrones, cardenales, moraduras, manchas de pintura y otros chafarrinones, con su fino cabello castaño escapando por doquier a la doble seguridad de trenzas y pasadores. Sus solemnes y apasionadas investigaciones acerca de la naturaleza de las cosas la han dejado condecorada con testamentarias señales de contacto: piedras y gusanos en los bolsillos, briznas de hierba en el pelo, manchas azules y verdes en mofletes y barbilla. Tiene el aspecto de un ciudadano tribal, poderoso e intacto, dotado de una inteligencia extraordinariamente directa y desvergonzada. Hace calor al sol, aunque en las sombras ciruela medra ya un frío otoñal. Las cejas de la niña han sido dibujadas con un pincel chino de dos pelillos; los ojos los tiene azules. Ahora su hermano se pone a chillar exigiendo una muestra de tosca justicia, y para callarle empieza ella a recitar unos versitos nuevos, recurso recién aprendido que utiliza a grito limpio: "Mi madre y tu madre tendían la ropa / Mi madre dio a tu madre una torta en la nariz / ¿De qué color era la sangre? Cierra los ojos y piensa / ¡Verde! V-E-R-D-E se escribe verde, y tú te quedas fuera / ¡Y encima te has ganado un tortazo en la nariz!" Vence el consuelo y los dos
se ríen estrepitosamente, y las carcajadas siguen oyéndose sin parar.
Y ahora, paciente lector, sin cuestionar en este punto del relato el mecanismo del mismo, permita que la diosa Hariti intervenga como deus ex machina. Ella, que comenzó como devoradora de niños pero fue transformada por Buda en cósmica niñera, transportará en un abrir y cerrar de ojos a esa niña verídica y palpable a Moscú, al parque Gorky. Es primavera y el hielo se derrite y congela continuamente, y ¿qué hace esta niña, mi niña, mi luminosa hija, en Moscú, sentada en el banco de un parque, envuelta en gruesas prendas de abrigo extranjeras, saboreando un helado de chocolate?
Era cuando Oriente Medio se dividía, partiéndose mortalmente por la mitad, lobo furioso atrapado en un cepo, desgarrando a dentelladas su propia carne. Era cuando las hermanas siamesas de África y Sudamérica, extremidades colgantes separadas por un vasto océano, parecían seguir adheridas con análoga uniformidad de la miseria, con igual asimilación del sufrimiento, con idéntica aceleración del frenesí. Eran tantas las razones que motivaban la discordia, tan portentosas y urgentes, y sólo uno el irrefutable argumento que exigía la concordia, tan abrumador y a la vez tan absurdo, que a la mayor parte de la población del homo sapiens, erecto sobre sus patas traseras y disociado de la biología, le resultaba invisible. Por doquier ardían las pequeñas antorchas de ínfimas guerras que mantenían viva la hoguera de más amplios intereses; el teatro del globo desbordaba de interés y animación. La situación se tornaba a diario más extrema. Y entonces, cuando en los raros segundos que preceden a la medianoche el minutero del reloj del Día Final avanzaba sacudido por hiposos temblores, entonces fue cuando decidimos actuar en este local para cambiar el curso de la historia.
Angleinlet, Minnesota
Quienquiera que contemplase el vídeo de Dakota Saltz y Michael Benjamin, los recién bronceados Saltz-Benjamin, revolcándose en el salón Nostalgia de los años 60 del hotel
Sands Susie la noche de las elecciones, tenía que advertir que la atención de Dakota se centraba sólo en parte en la agitada e informe unión de sus dos cuerpos. La cámara, aunque de sabida presencia, se hallaba discretamente disimulada en una costosa instalación de iluminación que remedaba la luz de auténticas velas. El decorado estaba compuesto por guirnaldas de cascabeles y sartas de cuentas y abalorios, recuerdos de Vietnam, carteles políticos en cuatro idiomas y voluminosas cortinas de algodón estampado. Iluminada por un foco y firmemente sujeta al suelo, había una vitrina en la que podía admirarse un fragmento de roca lunar dispuesta sobre un bloque de metacrilato, y el mismo tema aparecía en una inmensa fotografía mural titulada "Sólo a un paso de distancia del hombre".
—Mi madre era una hippy —dijo Dakota resoplando; tendida sobre su marido, se mecía perezosa cuando un hilillo de humo procedente de los infatigables pebeteros de encendido automático la hizo estornudar—. Estaba convencida de que un estilo de vida creativo y basado en el progreso espiritual salvaría al planeta.
La televisión se desgañitaba voceando los terribles y esperados resultados; las figuras y los bultos de los victoriosos se proyectaban con intermitente parpadeo en los cuerpos desnudos de los amantes: malas noticias, malas noticias. Desde todos los puntos del globo, los pastores y pastoras de los medios de comunicación congregaban a su antinatural rebaño presentando a miembros de diversos gobiernos del mundo con objeto de conocer su reacción y reflexiones ante el resultado de las elecciones americanas. Mesomorfos, ectomorfos o endomorfos, calvos o hirsutos, retóricos o confiados, pomposos o humildes, religiosos o laicos, ataviados con atuendos emblemáticos, todos mostraban los dientes sonriéndose mutuamente, pronunciaban arengas patrióticas y proferían amenazas.
Con un gemido, Dakota se obligó a concentrar la atención en las actividades que tenían lugar entre su cuerpo y el de su marido. Invocando cierta disciplina tántrica, sólo a medias comprendida, con objeto de transmutar lo corpóreo en espiritual y de integrar el cuerpo individual en el gran organismo cósmico, meditó en una determinada encarnación de la terrible diosa Kali en la que ésta, copulando a horcajadas sobre el viril Siva-Cadáver, destacaba contra un fondo de cabezas cercenadas. La cruel y sanguinaria diosa es la misma que la hermosa Madre y Amante. Revolotearon las imágenes aumentando en nitidez e intensidad, los rojos labios de Michael se abrieron formando una O y las pulsaciones del orgasmo unieron durante un breve instante a los opuestos. Jadeantes, sonrientes, paladeando la dulzura del oxígeno, así les inmovilizó la noticia, como si el fogonazo de un relámpago hubiese atacado por sorpresa la penumbra de la habitación:
El hijo de un general del Estado Mayor ruso y la hija de un destacado senador norteamericano, una niña de cuatro años de edad, han sido secuestrados en las últimas doce horas, desapareciendo ambos de sus respectivos hogares. ¡EMPEZAD!
Sin saber cómo, Dakota se encontró de pie en el centro de la habitación, sosteniendo en la mano calcetines y prendas de ropa interior, empezando a hacer el equipaje, de pie todavía, las lágrimas nublándole la vista. Apareció entonces, enfocada de lado, la imagen de Michael con expresión preocupada.
—Llegó el momento, Hardy; bésame, Hardy; vana ilusión — canturreó ella—. ¡Ahí vamos!
El boletín de noticias se repite en pantalla. Los parientes de la niña secuestrada están siendo entrevistados; apenas si logran comprender las preguntas de los periodistas, tan anonadados están por el atroz suceso que acaba de sobrevenirles. Las cejas del padre se arquean y puntúan por sí solas, independientemente de las frases que pronuncia. La boca de Dakota es una cueva cálida de tanto llorar.
—Cruzar el Rubicón; no me acuerdo de cómo se dice en latín "la suerte está echada" —farfulla.
Durante unos instantes llora y solloza, apoyada en las almohadas marcadas con el anagrama del hotel, y luego recobra la calma. Tiene consigo sus instrucciones, un lunar microscópico situado en el hombro derecho. Trágate esta nota.
La reconstrucción ritual del chamán fue un ensamblaje ecléctico y corrupto. Unas cincuenta mujeres fueron transportadas en autobús desde Sant Paul y, después de atravesar
kilómetros y más kilómetros de arrabales dormidos, luego la campiña, después los bosques septentrionales y continuar todavía más allá, se detuvieron en un lugar que para ojos poco instruidos parecía tan indefinido y de tan espesa vegetación como todo el paisaje circundante. Dakota se preguntaría luego si las bebidas calientes que les ofrecieron en tazas de poliestireno no estarían drogadas. Ciertamente los colores de los nimbos que rodeaban la fogata empezaron a vibrar formando franjas brillantes de distintos colores. Se quitaron la ropa en el autobús, charlando y bromeando en la instantánea igualdad que provoca el desnudo. En el exterior hacía frío, les humeaba el aliento, pero pronto la gran fogata las calentó, al menos de medio lado. Con las siluetas recortadas ante las llamaradas de la hoguera, las organizadoras les leyeron fragmentos de textos profetices de las tribus hopi y kiowa, de la Biblia y del Corán, y también de Nostradamus y otras fuentes dudosas. Luego se las animó a correr alrededor de la hoguera saltando y rugiendo, brincando, ladrando como los perros, husmeando, mugiendo como los bueyes, bramando, llorando, balando como las ovejas, gruñendo como los cerdos, relinchando, imitando el arrullo de las palomas, el canto de los pájaros y otros sonidos. Se dice que generalmente el descenso de los espíritus se materializa de esta forma.
Y así, tras cumplir con los requisitos previos, Dakota quedaba convertida en un "agente activado". Afuera había empezado a nevar otra vez. Portando mensajes demasiado secretos para confiarlos a la tecnología, Dakota se hallaba de camino a Florida.
Nadie inventó esto, lo hicieron todas, todas a la vez, como un milagro. No hay capitana, lo somos todas, simplemente sucedió así. Eso es. Y si parece extraño, inverosímil, paradigma exagerado de lo que solía llamarse organización de la nueva época, entonces tendrás que averiguarlo por ti misma, si queda tiempo, si parece importante. Las historias que nos contamos a nosotras mismas constituyen todo lo necesario para seguir adelante. Personalmente, jamás me he considerado jugadora de grupo.
En la habitación de la crisis, en Kansas, están encendidas las luces rojas de emergencia y las sirenas suenan con frecuencia pero al azar, impidiendo mientras dura su chillido todo pensamiento y dejando suspendida en el aire durante breves instantes una leve sensación auditiva, como el fantasmal fogonazo de la bombilla del flash del inoportuno fotógrafo de la escuela. Os estoy explicando esto porque me doy cuenta de que no hago más que explicármelo a mí misma, una y otra vez, desde que efectué el inicial e irreversible compromiso, desde que empezamos.
El concepto mismo de espiar una situación familiar, e invadir ese ámbito familiar para capturar por la violencia a un niño de esa familia, y llevarse a dicho niño tan aprisa y tan lejos que cualquier futuro vínculo entre niño y familia resulte incierto, la sola idea de tal acción es abominable y repulsiva.
Y así me presento ante vosotras con las manos manchadas. Y también, en medio de tanta tragedia y tanto dolor, hablo con la autoridad que me confiere la tragedia de mi propia, de nuestra propia familia.
Fue durante los primeros meses de los ejercicios; yo había regresado de Florida, fingíamos normalidad y la ficción misma resultaba de inestimable valor. Judith, nuestra hija mediana, la segunda niña, alumna de primer grado, nuestra indómita chiquilla de ojos azules y bromas constantes, debería ya haber llegado a casa al salir de la escuela. Es la víspera de Todos los Santos y vamos a recortar las calabazas y luego saldremos a participar de los festejos, de modo que es muy extraño que precisamente hoy llegue tarde. Las figuras disfrazadas de los niños pequeños tropiezan de portal en portal, los niños mayores se están acabando de arreglar, y de las ventanas del primer piso salen gritos y llamadas.
¿Dónde estará?
Comprobamos la parada del autobús, que está a dos minutos a pie desde casa y en la misma acera de la calle. Recorremos la calle de arriba a abajo, llamamos por teléfono a casa de los amigos para ver si, quiéralo Dios, ha roto las normas y ha ido a jugar a casa de alguien sin permiso; deambulamos por la escuela vacía, por el patio desierto, por el parque de la ciudad, atestada de niños entre los que no se encuentra esa cara especial, alegre y sonrosada, esa chaqueta verde, esa veloz corredora, esa excelente escaladora. Hablamos con su maestra, con el conductor del autobús, con el director de la escuela, con la policía, con el FBI, y durante las cortas horas que tardó en oscurecer conservamos la esperanza de que funcionaba cierta lógica y que estaría en casa a la hora de cenar,¡nuestra radiante chiquilla! Pero se acentuaron las sombras y resplandecieron las nubes; jamás he temido tanto el espléndido sacrificio rosa y cadmio del ocaso, tan rápido.
Sabíamos, por supuesto, que para permanecer ocultos, y también para mantener una cierta justicia elemental, los miembros de la organización tendrían que formar parte de la horrenda lotería del gran ordenador, juntamente con todos los demás. Y ahora pienso en Judith continuamente, cada hora, y cada vez levanto la vista y la dirijo hacia un revoloteo periférico que no es ella. Mis tentativas de aficionada por desligarme, por no sufrir, han resultado inútiles, totalmente infructuosas.
¿Qué podría justificar este delito contra la persona, la familia y la ley natural? Solamente esto: la extrema y creciente probabilidad de que estamos a punto de hacerlo, de volarnos a nosotros mismos y estallar hasta el día del juicio final, de extinguir nuestra especie junto con las innumerables que viajan a nuestro lado, y hasta de aniquilar para siempre el planeta como emplazamiento y fuente de vida. Eso, unido a la horrenda y ya irreversible conclusión de que las actitudes persuasivas, por razonables, liberales, poderosas y aun progresistas que sean, ya no pueden evitar la catástrofe, ¡sencillamente porque ya no queda tiempo!
En la reunión del ultimátum celebrada en el motel solar del cuartel general de Kansas, una polaca gorda vociferaba haciéndose oír por encima del pandemónium, diciendo verdades como puños.
—Imaginaos que os encontráis en un edificio y que se declara un incendio. El local está abarrotado de gente. Hay adultos y niños. La columna de humo azul y el asfixiante olor a hidrocarburos asados no tardarán en convertir el lugar en un auténtico infierno, pero la gente no parece darse cuenta de ello. La única manera, la única manera, de dar una señal de alarma que alerte a la muchedumbre es sacar a un niño, el tuyo o el de otra, por una ventana y echarlo abajo con todas las probabilidades de que se mate. ¿Lo harías? "Sí."
Key-West, Florida
El "diorama viviente" del poblado de los indios semínola, que, según dicen, se halla situado en el emplazamiento del verdadero poblado semínola, constaba de dos hileras de estructuras que parecían gigantescas camas de dosel despojadas de sus cortinas y volantes de organdí. Las viviendas semínolas estaban abiertas por los lados y cubiertas tan sólo por una techumbre que en ciertos casos era de paja y en otros una plancha de metal galvanizado. Sobre la plataforma aparecían congregadas familias ataviadas con trajes típicos, jugando a la canasta, friendo tortas de maíz, cantando canciones de cuna a bebés recostados en hamacas atadas a los postes de las esquinas. En una palabra, familias dedicadas a la rutina de su vida doméstica para deleite de los encandilados turistas. Examinados de cerca, los indios resultaban ser una sabia mezcla de humanos y androides, combinación preferida de los modernos parques de atracciones monográficos de mayor éxito.
Perlada, rayada y manchada de sudor, Dakota caminaba entre un grupo de jordanas tapadas de pies a cabeza con túnicas y velos, y un batallón de japonesas equipadas con cámaras de filmar de todo tipo. Avanzaba cojeando, arrastrando un tobillo dolorido, contemplando esta insólita mezcla de culturas, tan artificial y decadente, fuera de las cuales no hay ninguna más. Escrutando los rostros de los nativos americanos, los primeros en realizar la tosca división entre humanos y androides, para penetrar después en las miradas opacas hasta de los indios vivientes, se preguntaba: "¿Cómo podré descubrir a mi contacto si nadie me devuelve la mirada?" Un leve estremecimiento de pánico. ¿Habría hablado en voz alta? Sus ojos eran de obsidiana. Y así, sin prestar atención al suelo que pisaba, cojeando de la pierna izquierda, el tobillo estaba hinchado y seguía inflamándose, un esguince crónico, ¡ maldita sea!, fue víctima de las características nacionales ejemplificadas por los grupos de turistas que la rodeaban. Las jordanas, intrigadas y divertidas por la singularidad de la exótica infiel, se entretenían continuamente. Se retrasaban para señalar algo o discutirlo, se detenían para abrir cestas de comida y desdoblar servilletas. Se paraban para limpiar la cara de alguna de sus inmaculadas criaturas, volvían sobre sus pasos para lanzar una segunda mirada a determinada curiosidad; charlaban, chismorreaban, se aglomeraban. Las japonesas, cargadas con los últimos modelos de material fotográfico y de filmación, avanzaban decididas, con entusiasmo y ardor. Tomaban fotografías y películas, filmaban en vídeo, grababan, empujaban. Y así, Dakota queda atrapada entre las agresivas orientales y las pausadas musulmanas, la intensidad de la luz la deslumbra, le duele el tobillo, tiene mucho calor y se angustia pensando cómo logrará enlazar con su contacto.
¡Un trompazo! Cae de bruces contra el polvo rosado del suelo, tosiendo, y un gran bulto de forma piramidal que se cierne sobre ella se transforma en una embozada musulmana. Inclinándose sobre la confusa "agente", levanta la mujer el velo de gasa que le cubre la cara y hablando directamente al oído izquierdo, de gran lóbulo, de Dakota, le dice:
—Sigue a la india que vence al dragón-reptil.
Y a continuación hace el signo que la identifica inequívocamente como miembro de los ejercicios, de la Hermandad de las Madres de la Invención, llamadas así por cierta anciana que recordaba o no recordaba los años 60. Escupiendo polvo, Dakota consigue ponerse de pie y continúa caminando. "Poco fascinador como acto de espionaje." ¿Habría manifestado en alta voz sus pensamientos?
Y allá, al final de la calle, que está formada por las dos hileras de casas, hay un ensanchamiento polvoriento, pisoteada arcilla roja salpicada de hierbajos, una primitiva estación de gasolina con un solo poste, cerrado, y un restaurante tipo cafetería de autopista que, perdida la alegre lozanía de la cadena comercial a que pertenece, exhibe muestras de deterioro en todo su perímetro. La multicultural muchedumbre se dirige en tropel o a oleadas, según su característica nacional, hacia un hoyo profundo y de fondo plano, cercado por un pretil de adobe. Dakota avanza entre la multitud y, empujada por una de las oleadas, llega a divisar en el fondo del hoyo, agazapado sobre las fisuras que resquebrajan el rojo barro reseco, al verde y burlón caimán, de largas mandíbulas y cuerpo en segmentos, que agita amenazador la cola para impresionar a la joven india que, en cuclillas, se encuentra frente a él. La joven, de aspecto resistente y vigoroso, parece curiosamente tranquila. Lleva muy corto el cabello negro azulado y su rostro, en concentración, contiene una tensión que no revela. Un indio gordo, que viste camisa hawaiana, de algodón estampado con papagayos y orquídeas, da la señal para que comience la lucha libre contra el caimán.
La mujer entra dentro del radio de ataque de la bestia y, eludiendo los latigazos de la cola y las dentelladas de las mandíbulas, pone con acrobática agilidad panza arriba al animal, maniobra hasta sentársele encima y luego, ante el pasmo de todos los presentes, empieza a frotarle el vientre con movimientos circulares efectuados en el sentido de las agujas del reloj. Y así el reptil cae en un sueño hipnótico que dura hasta que la joven semínola cesa de acariciar la epidermis pálida y reluciente de su estómago. Entonces se le abren los ojos, el cuerpo comienza a retorcerse y a dar brincos, la cola vuelve a propinar latigazos y la mujer, con un salto prodigioso, queda a salvo de sus fauces y trepa por la pared del hoyo entre los atronadores aplausos del público e incesantes zumbidos electrónicos de las cámaras fumadoras. Tan sólo al final recuerda Dakota que debe seguir a esta mujer, y, esquivando a la multitud, penetra detrás de ella en la cafetería.
Después de atraer la atención de su presa derramando un vaso de bourbon con cubitos en su falda, esto es, la falda de Láveme Ala Amarga, que, en su condición de semínola feminista radical y oponente del caimán en encuentros de lucha libre, ha hecho más política que sopas haya comido Dakota en su vida, Dakota se excusa y farfulla el santo y seña, que era "autenticidad", y nota que se sonroja hasta la raíz de los cabellos al ver que Láveme la contempla con una especie de irritada condescendencia. Luego, una vez que con las segundas bebidas se han sentado en un reservado de asientos tapizados en cuero de imitación de color rojo, Dakota comunica el mensaje a Láveme, informándola a media voz de un ejercicio que alude a Manila y Perú, con Florida como tercer punto crítico. Susurra los nombres de los niños que han "ganado" la lotería; esboza el plan de recuperación de cada niño. El perfume de Láveme la incomoda, tiene sed después del polvo, del calor y de tanto hablar en susurros. "Otro whisky, o mejor dicho, otro bourbon; eso es lo que estamos bebiendo." Y Láveme cuenta a Dakota las horripilantes historias de los submarinos atómicos que pululan al acecho por las costas de Florida, en un alarde de innecesaria autoridad. Recientemente, las últimas aplicaciones de química militar han cubierto las playas de peces fosforescentes y apestosos. Obsidiana.
A veces nos parece vislumbrar signos de que los ejercicios empiezan a surtir efecto. En las salas de juntas, en las fábricas, en los dormitorios, en los salones donde los gobiernos toman con tanta dificultad sus extraordinarias decisiones, en todas partes donde hay seres humanos que se mueven y actúan, existe ahora una enorme consideración. Con el secuestro y la "específica" reinstalación de tantos y tantos niños, aumenta día a día la sensación de que el "nosotras" y el "ellos" se mezclan, confundiéndose irrevocablemente, irreversiblemente. Esta mezcla, este sentimiento de consecuencias compartidas no es obra nuestra. El canje de inocentes señala simplemente lo que de hecho ya es una realidad, es decir, que finalmente, en esta extraordinaria coyuntura histórica, somos miembros de una única comunidad, no en sentido abstracto o retórico sino en el más inmediato y concreto nivel de supervivencia. "Hemos tocado fondo." ¿Quién ha dicho eso?
Tenemos que recordarnos a nosotras mismas que un pequeño éxito inicial no basta para conseguir lo que todas anhelamos, es decir, detener esta obra terrible. El peligro de conflagración mundial es inmenso. No debemos desfallecer. Hemos de mantener firme el propósito.
Sí, por supuesto hay víctimas. El niño que no responde adecuadamente a la cirugía, el niño anestesiado que traga vómito y se asfixia, las familias destrozadas para siempre y sin remisión, el niño que se vuelve loco. Por favor, mencione aquí su propio expediente ejemplificando los efectos subsiguientes de la guerra nuclear.
Lubec, Mazne
En el vuelo que se dirige a Lubec, Maine, la familia Saltz-Benjamin, disminuida por la ausencia de Judith, ya no ocupa los cinco asientos de la hilera central de la clase turista de las líneas aéreas. Dakota se encuentra entre su hijo Max, de cuatro años de edad, niño de temperamento exuberante y extravertido que, desde el secuestro de su hermana, está como atontado y prácticamente no pronuncia palabra, y un señor extremadamente anciano. Este nudoso y transparente caballero se ha presentado a sí mismo, con marcado acento británico, como el hombre más viejo del mundo, comprobado y reconocido, título que justifica extrayendo de su cartera varios recortes plastificados de periódicos que muestran su fotografía y que explican que, siendo prisionero político en la Unión Soviética entre 1940 y 1950, época en la que ya no era joven, realizó repetidas huelgas de hambre que provocaron en su material genético el impacto periódico requerido, como la ciencia ha demostrado con posterioridad, para prolongar con un radical aumento la esperanza de vida del ser humano. El anciano parlotea explicando su historia, refiriendo anécdotas de palomas y halcones, y los más remotos juegos de la especie. Entretiene a Dakota recitándole el menú de una cena de gala celebrada en ambientes diplomáticos de Ginebra: ostras con salsa de trufas, cisne ahumado, filete de ternera a la Wellington, ocho variedades de acompañamientos, seis clases de vinos, queso de todo el mundo, pan negro, tarta helada con cobertura de merengue, dulces y un melocotonero auténtico que, plantado en un tiesto, fue introducido en el salón del banquete para que los invitados, fallecidos todos salvo su interlocutor, pudiesen coger los frutos con sus propias manos. Dakota bosteza hasta que le crujen las mandíbulas; está agotada y, además, tendría que ser Judith quien ocupase ese asiento.
Jenny, la hija mayor, palidece y Max se agarra las orejas cuando el avión se ladea para enfilar Ape Island, esa menudencia de terreno artificial en forma de lágrima, famosa por haberse convertido en elegante centro turístico y paraíso fiscal, que les hace un guiño malicioso emergiendo de las espumeantes aguas negras del Atlántico.
Es necesario fragmentar pistas e indicaciones para confundir a nuestros perseguidores. Dakota camina, con la familia a remolque, por el Parque Monográfico de la Evolución de la Cultura, "haced ver que sois como todo el mundo", acechando una señal. Muestras, certámenes, paseos, salas de exposiciones, conjuntos histórico-artísticos, son et lumière, la madre y el padre indican a sus hijos los elementos de mayor interés; observad las murallas, los jardines, los medios de transporte, la avanzada tecnología bélica, todas las obras del arte y de la cultura que constituyen los modelos de inspiración de los logros del homo sapiens. En la Galería Rembrandt, Jenny está todavía más pálida, y, al llegar ante la verja del Recinto Lincoln, acaba vomitando, sin llamar la atención más que de un grupo de androides negros. Ya este lado se encuentra la demostración científica especial, auténticamente activada, y la información estadística. Y entran bajo una arcada con un rótulo que en cursivas adornadas con motivos vegetales de estilo modernista dice: MONOS MAQUINAS DE ESCRIBIR SHAKESPEARE. Se trata de una "exposición viviente" organizada según la premisa del "arcaico postulado humorístico" que afirma: "Reunid a un determinado número de monos con un determinado número de máquinas de escribir durante un período de tiempo suficiente y producirán las obras completas de William Shakespeare". (Ya lo veríamos.)
Sin duda alguna, los recientes acontecimientos cataclísmicos han interrumpido el funcionamiento cotidiano de las organizaciones, incluso de algunas tan alejadas del epicentro como este destilado de hipóstasis bucólicas. Pese al fascinante atractivo de la exposición, simios y macacos retozando en un cuadro encantador compuesto de naturaleza y cultura, se ven por doquier muestras de abandono y caos. Los ciudadanos contemplan a los primates manipulando toda clase de máquinas de escribir, ordenadores y tratamientos de texto. Aplaudían la función de esos primos peludos que en pintorescas viñetas reinventaban la cultura: "la conquista del fuego", "la aparición del vestido", "la invención del anzuelo", "los balbuceos de la dicción poética", y demás. Pero, como el padre comentaba con la madre, a pesar del despliegue de medios de esta muestra de darwinismo retórico, observándolo con detenimiento se advertían muchos detalles de "habérselas apañado como mejor han podido". Desde la cancelación de Malasia, las graves y prolongadas interrupciones de suministro de material y personal especializado han influido de manera notable, provocando una perceptible insuficiencia en las condiciones de vida y una patente dislocación psicológica en algunos de los animales.
Inesperadamente descubrieron a un grupo de gorilas que, ataviados con una burda imitación de indumentaria elizabethiana, se hallaban absortos en la construcción de una copia del famoso Teatro del Globo. Max y Jenny, entre una turba de chiquillos, avanzaron a empellones hasta la barrera para contemplar la acción. Se han hecho amigos de una preciosa niñita rubia que habla francés; tiene la piel de melocotón y es de menor estatura que Max, por lo que Jenny, tras no poco esfuerzo, la sube a la barrera para que pueda ver lo que ocurre. Los simios se balancean con gracia y agilidad por las obras, y muchos de sus movimientos tienen un aire de grotesca solemnidad. Dakota advierte que construyen y destruyen con idéntica celeridad, y que con frecuencia se detienen a mitad de un trabajo para recitar un par de líneas de una obra de teatro, o para citar unos pocos versos mutilados de algún soneto. Su lenguaje es burdo e imperfecto, pero es lenguaje al fin. A la sombra de un sauce divisan a Hamlet y Ofelia en animada conversación. Ofelia parece disgustada y Hamlet, para infundirle ánimo, le lanza insistentes gruñidos y luego se aleja. Entonces un robusto macho de lomo plateado atrae la atención de Dakota. Está de pie, sobre una vigueta voladiza que oscila precaria sobresaliendo del extremo superior de la pared norte. Está pronunciado con rimbombante entonación un engolado discurso: "Yaced con ella —Decimos, yaced sobre ella, cuando la defrauden — ¡ Yaced con ella! ¡Córcholis, no hay que exagerar! ¡Pañuelo! —confesiones— ¡pañuelo! — exclama en un torrente de ininteligible verborrea— ¡Diantre!, narices, orejas y labios. ¿Es posible? — ¿Confesar? — ¿Pañuelo? ¡Oh, diablos!
—Acto IV, escena I —dice una voz al lado de Dakota. Esta da un respingo y se vuelve, sobresaltada. Es el hombre más viejo del mundo, con su certificado de garantía.
—Se llama Otello, pronunciado a la italiana —explica. Dakota ve, como en cámara lenta, que el gorila Otello desciende del edificio en construcción, cruza la extensión de hierba y piedras hasta la barrera y, ya con mayor número de imágenes por segundo, ve que salta el foso, se encarama por el muro y con una ágil pirueta se sube a la barrera. Un clamor de voces grita: "¡Otello! ¡Otello!". Y en el momento en que Dakota comprende con claridad meridiana, con grotesca e inevitable lógica, que siempre ha sabido que esto iba a suceder, Otello se inclina y arrebata la niñita de los brazos de Jenny, ¡Daphne! Un chillido estridente, capaz de perforar los tímpanos, sale de dos gargantas, francesas, la del magnate de armamentos y su esposa, que claman inútilmente al borde de la multitud. "¡Daphne! ¡Otello! ¡Otello!", los dos nombres musicales ascienden enlazados por el aire mientras el soberbio Otello trepa por los amontonados elementos del teatro con la llorosa niñita en los brazos. Se sube a la cúspide y todos vemos que la niña corre gran peligro cuando el simio comienza a importunarla haciéndola saltar sobre sus rodillas, a balancearla, a dejarla colgada, en aquel ínfimo e inseguro espacio. No se puede hacer nada sin asustar al mono y aumentar más el riesgo de la niña.
-¡Otello! ¡Otello!
¿Qué son estas palabras en su boca? Dakota está llamando al mono, y éste escucha, contesta. Esta mujer, que detesta las alturas y siempre las evita, está trepando por la estructura, escalando las paredes, ha alcanzado la cima y se halla frente al gorila y la niñita, que se debate en sus brazos. "Me horroriza la altura." ¿Habría pronunciado estas palabras? "Otello ", dice con labios resecos, y el mono responde afirmativamente, haciendo un gesto solemne con la cabeza, y le entrega a la niña, que está amoratada y rígida de tanto gritar. Dakota la sujeta con fuerza entre los brazos y, pasito a pasito, extremando la cautela y dominando el nerviosismo del vértigo, inicia el descenso. Al poner el pie en el suelo, oye a la multitud emitiendo un suspiro colectivo, un profundo suspiro de alivio; ya los padres de la niña se dirigen hacia ella. Pero Dakota tantea con el pie dolorido buscando el resorte de la trampilla que hay en el otero calcinado. ¿Cómo sabía que existía esa trampilla? Y se abre, dejándolas entrar, y luego se cierra con un golpe seco, definitivamente. Centenares de puños aporrean la maciza puerta, que encaja sin costuras en la loma y que resiste el embate. Dakota prosigue el descenso en dirección a la salida. Pone una inyección a la pobre niña y la ve quedarse inconsciente. Y cuando reanuda el camino, pide disculpas a la cenicienta y desmadejada criatura que lleva en los brazos.
Cape Álava, Washington
Entregamos a Daphne al centro de Cape Álava, Washington. Allí recibiría instrucciones y sería sometida a adiestramiento y "acondicionamiento", eufemismo que significa proceso de alteración de la conciencia mediante técnicas quirúrgicas y tratamientos estupefacientes. El "acondicionamiento" se lleva a cabo en una clínica veterinaria situada en un centro comercial. Una música anestésica acompaña su tránsito por suaves y reflectantes pasillos construidos a desmesurada escala. Daphne se agarra con fuerza al collar del presuntuoso cachorro de Terranova, su señuelo. Para distraerse en la sala de espera, el cachorro se ha dedicado a aterrorizar a gatitos y cobayas, hasta que han entrado en la sala de reconocimiento donde estaban los agentes, todos con caras serias, ojerosas, tristes, que Dakota ha visto reflejadas en el espejo. Luego la niña se ha puesto a gritar de nuevo y se le agarraba con fuerza sin querer separarse de ella, y el cachorro daba saltos y ladraba, y la gente resbalaba en el suelo de linóleo azul y Max gritaba con voz herrumbrosa:
—¡Daphne! ¡Judith! ¡Daphne!
Y ahora, amable lector, evoque con los ojos de la mente al niño previamente seleccionado que ya ha visualizado. Efectúe el proceso de cosificación y distinga los rasgos característicos, tal como se indicó anteriormente. (Véanse las instrucciones.) Recuerde que, tras rellenar las casillas de las categorías descriptivas generales, suelen ser los niveles más sutiles de detalle los que evocan con mayor fuerza la presencia individual del niño.
¿Cómo es la silueta de ese niño? La línea de los hombros, el porte, el modo de andar. ¿Qué temperamento muestra el niño? Describa el apetito de la criatura, su timbre de voz, el abanico de sus estados de ánimo. Es de extrema importancia que cumpla usted este programa evocativo con la máxima precisión, ya que los resultados más recientes demuestran que el aturdimiento psíquico, del que tanto se ha hablado, disminuye al concentrar la atención en detalles vitales de índole afectiva.
¿Qué aspecto tiene el niño cuando duerme? ¿Cuál es el sonido del llanto de su niño? Y ahora, coloque al niño aquí, exactamente aquí, en este lugar del texto. COLOQUE AL NIÑO AQUÍ. Al niño que usted ha elegido lo están observando, acechando, arrebatando, secuestrando.
Mientras escribo estas cosas, del pabellón de aislamiento del piso de arriba emerge el horrible sonido del llanto y los gemidos. Y es su niño, su hijo, su pequeña Nan, o su Ted, o Mary, o su Miguelito, su Saleem, su Makmuda, su Ku, su Jonathan, su Joseph, su Mario, su Zephyr, su Chen, su Boris, su Alice, su Sam, el que está siendo "acondicionado", ajustado a la textura de otra nación y de otra cultura.
¡Por favor, dejen que Judith se lo tome como un juego, no permitan que exhiba su espléndida testarudez nuestra radiante chiquilla!
Y, por favor, permitan que el gran ordenador recuerde, para que cuando se nos autorice a buscarla, podamos encontrarla.
Varios miembros del personal se han suicidado.
Osborne County, Kansas
Buenos tiempos, malos tiempos. Y aquí estamos; el otoño en las grandes llanuras, el viento azota la hierba alta de las praderas, vibrando y llorando sobre Canadá en su camino de descenso desde el polo norte. En los terrenos del motel Best Western, que hemos requisado como cuartel general, los jardines se están organizando a modo de mecanismo formal y didáctico. Pasear por sus senderos y avenidas, contemplar sus esculturas y ruinas, sus setos recortados y sus fuentes es transitar por los poderosos argumentos lógicos, estéticos, políticos y metafísicos encarnados en los artefactos realizados por mujeres airadas, doloridas o siniestramente optimistas.
¿Fue madre Clío, la musa de la historia? ¿Sufrió alguna vez cuando las exigencias del proceso aniquilaban a sus retoños? Ahora se ha desplazado a tantos niños cambiándolos de un lugar a otro: han llevado niños israelíes a todos los países árabes, y hay niños Jordanes, sirios, iraníes, libios y demás que viven en Israel y en occidente. Y en lo que toca a las superpotencias, hay niños rusos, americanos y chinos diseminados por el mundo como granos de arroz; en Irlanda del Norte es tal la naturaleza del conflicto que niños protestantes y católicos han sido objeto de trueque y readaptación y ahora viven al otro lado de la calle, lejos de sus padres biológicos. Y así en todo el mundo; a los tiernos ciudadanos del futuro se les ha obligado a cruzar una y otra vez todas las barreras, todas las fronteras que separan naciones, razas, clases sociales, religiones. Pero en todo el mundo, parejo al sufrimiento y a la cólera, se está produciendo un resurgir de la conciencia, una especie de reconocimiento vislumbrado de la situación, de este modelo repetido hasta la saciedad, de la estrategia subyacente y de sus objetivos. ¿Sabemos los humanos, nosotros los sapientes, cuidar de nuestros vástagos con el mismo interés y sentido común que demuestran las bestias? Si un misil nuclear que apunta al "enemigo", apunta también, por definición, a mis hijos, ¿se detendrá la mano?
Paseamos por el jardín blanco, el jardín rojo, el jardín perfumado, el jardín de la física. Comemos en silencio junto a un gran laberinto de césped. Aquí, al aire libre, Max está más tranquilo. El y Jenny confeccionan una guirnalda de florecillas silvestres que me regalan para que me la ponga al cuello. Se acerca a nosotros una figura encorvada, abrigada contra las ráfagas de viento, y cuando se ha quitado varias capas de ropa reconocemos en ella al "hombre más viejo". Le invitamos a compartir el almuerzo con nosotros, y él acepta con gusto, lanzándose a explicar con la boca llena una de sus divagantes historias sobre el pasado, sobre los viejos tiempos y las aventuras de su juventud, sobre las guerras frías y las guerras calientes, y las guerras químicas, y las guerras nucleares, y las guerras bacteriológicas... Mientras él habla, nosotros terminamos de comer y decidimos dar un paseo por el laberinto. El sendero serpentea en torno a las reproducciones de la Esfinge y Camel Rock y luego lleva hasta el estanque. Max está cansado y yo lo tomo en brazos. Transportando a un niño que pesa y va callado, añorando a la hija perdida, seguimos avanzando hasta llegar a la estatua de tamaño natural de Avalokitesvara, la Bodhisattra Mahasativa de la compasión, de once cabezas, y ahí nuestro anciano compañero nos deleita con el tragicómico relato de otra complicada conferencia sobre desarme que una vez más acabó en espectáculo histriónico. Habló luego de un posterior banquete de cretinos celebrado en la embajada y terminó diciendo: "Yo estaba presente en ese banquete y bebí cerveza y vino, que se deslizó por el bigote sin que entrara una gota en la boca".
Michael se ríe, ja, ja, al escuchar el irónico y habitual final ruso de las fábulas y cuentos de hadas. Max ronca con suavidad. Y aquí estamos, en el centro del laberinto, en un nicho, una cueva pequeña de la ladera de la colina, una colina inventada de la llanura de Kansas. Y en la cueva hay una gruta, forrada de fósiles y conchas marinas, y dentro de la gruta hay un robot situado ante un panel de televisores que durante las veinticuatro horas del día ofrecen noticias del mundo entero: edificios incendiados, sucesos, etc. Asombrada, Jenny dice: "El robot está llorando".
Madres, perdonadnos.
¡Madres, aunemos esfuerzos!
Un sol en el desván
Mary Gentle
Mary Gentle vive en Bournemouth. Es la autora de A Hawk in Silver (Gollancz, 1977) y Golaen Witchbreed (Gollancz, 1983). Ha publicado varios relatos en Asimov’s Science Fiction Magazine, entre los cuales destacan The Harvest of Wolwes, seleccionado por Wollheim para figurar en Los mejores relatos de ciencia ficción de 1984, y The Crystal Sunlight, The Bright Air, que aparece en la colección Space of Her Own, recopilada por Shawna McCarthy (Robert Hale, 1984).
Del relato que aquí presentamos dice Mary Gentle: "Cuesta comprender el proceso de escribir si no es con mirada retrospectiva. Cuando evoco la gestación de Un sol en el desván, veo que nació de una mezcolanza de ideas: La oposición Roslin/Arianne; el atractivo de las llamadas energías alternativas, la energía solar, la eólica y la mareomotriz, unido a la fascinación que ejerce todavía la Revolución Industrial; y la convicción (equivocada) de que todos los postulados del siglo XVII son válidos si se realizan con la debida fidelidad al concepto que formulan. Un sol en el desván es mi relato de ciencia ficción dura: lo que me preocupa no son los adelantos tecnológicos sino la concepción científica del mundo.
Y no, en realidad no estoy de acuerdo con Arianne..."
La cronista se encuentra en una estancia de un piso alto, rodeada de vestigios del pasado, bien conservados (y convenientemente mutilados); está clasificando notas, declaraciones, relatos de testigos presenciales y memorias.
Hay una ventana a través de la cual se ve la ciudad de Tekne brillando a la luz polar del sur. No hay guardias a la puerta de la estancia. No hay necesidad.
Empleando el estilo arcaico y un tanto formal propio de los pergaminos históricos, la cronista escribe. "En el año de Nuestra Señora de mil setecientos y noventa y seis".
Ahí se detiene, deposita la pluma de gaviota sobre la mesa y mira por la ventana.
Más allá de las tranquilas aguas del puerto, las oblicuas velas de las flotas bárbaras aparecen notablemente más próximas.
La cronista reanuda su actividad.
Nárralo tal y como ocurrió, piensa. Aunque no sea con una única voz, ni aunque esta voz no sea la tuya. Relátalo mientras todavía haya tiempo para tales cosas.
El aeróstato descendía lentamente cerniéndose sobre las azoteas de los edificios del puerto. Detrás de la escollera, el mar estaba agitado, salpicado de motas blancas de espuma. Las pálidas calles de Tekne resplandecían perezosas al sol radiante del Pacífico.
—Tal vez sea una falsa alarma — protestó Roslin Mathury apoyándose en el borde de la barquilla, añadiendo a la defensiva—: Ya sabes cómo es él cuando se encierra en sus talleres.
Supongo que será por eso por lo que nos has hecho venir de la hacienda justo un mes antes de la siega.
Roslin se entretuvo arreglando los volantes de encaje que adornaban el cuello y los puños de su vestido.
—Está bien. Lo reconozco; estoy preocupada —replicó sin devolverle la mirada a Gilvaris Mathury.
Bajo un sol que arrancaba destellos a la superficie gris metalizada de su mole, el aeróstato se posó en la azotea de casa Mathury. La tripulación lanzó los cabos de amarre y los sirvientes de la casa corrieron a sujetarlos.
—¡Hubiera debido obligarle a que viniese al campo con nosotros! —exclamó Roslin.
—Nadie ha podido jamás obligar a Del a hacer algo que no quiera —replicó Gil —. Lo sé mejor que nadie. Es mi hermano.
—¡Es mi esposo! —protestó Roslin.
—Y el mío también, no lo olvides.
—Si me casé contigo, no fue para enterarme de lo evidente —contestó Roslin con igual acidez; y levemente aliviada por la familiaridad del breve altercado, agregó —: ¿Bajamos, querido esposo?
Una vez asegurada la escalerilla, desembarcaron en la azotea de la casa que los Mathury poseían en la ciudad, después de lo cual el aeróstato quedó en libertad y comenzó a ascender con lenta deliberación. Cayó su sombra sobre los pasajeros y Roslin sintió un momentáneo escalofrío. Levantó los ojos al cielo y, tras la sombra del globo, vio al oeste el gran cuarto creciente de la Luna Diurna describiendo un amplio arco en el cielo.
—Se Roslin, Se Gilvaris. —El mayordomo les saludó con una inclinación—. Nos alegramos de teneros nuevamente entre nosotros...
Roslin interrumpió a media frase al hombrecillo de cráneo afeitado, preguntándole con sequedad:
—Dime, ¿qué es eso tan grave que no pudiste comunicarnos con un mensaje?
—Se Del Mathury estuvo trabajando mientras estabais en el campo —contestó el servidor—. Hizo un descubrimiento, o al menos creyó haberlo hecho. Nos ordenó que le lleváramos la comida a los talleres, de los que nunca salía. Creo que dormía allá.
—¿Y? —inquirió Roslin impaciente.
—Tuvo algunos visitantes, a los que recibió en privado —continuó diciendo el mayordomo—, y recibió varios mensajes. Hace tres semanas le llevamos, como siempre, el almuerzo al taller. Había desaparecido, Se Roslin. Desde entonces no le hemos visto ni hemos sabido nada de él.
Brillaba el vidrio de frascos, tubos de ensayo, redomas y probetas, relucía el cobre de tubos, serpentines y ruedas dentadas, refulgían las piezas de un planetario a medio montar.
Gilvaris se dio media vuelta y comenzó a recorrer el taller-laboratorio de un extremo a otro. Bajo sus pasos crujió el entarimado. Bailaba el polvo en los rayos de sol que penetraban por la cúpula de vidrio que hacía las veces de tejado, y las sombras veloces de las aves marinas la oscurecían al cruzarla con su vuelo. A lo lejos se oían sus gritos lastimeros.
—Quizás olvidó dejar recado —sugirió Roslin.
—¿Tú crees?
El tono cáustico de la réplica la obligó a observar con detenimiento a Gilvaris. En casi todo era opuesto a su hermano menor: alto y moreno, mientras que Del era rubio; tan reservado como espontáneo y franco era Del; lento, en oposición a Del, que era genial, excéntrico, brillante.
—No; no lo creo. ¿Dónde estará? ¿Estará siquiera en Tekne? ¡Podría hallarse en cualquier lugar de Asaria!
Distraído, Gilvaris pasó la mano por la lisa superficie de unas piezas de vidrio planas de forma extraña y cogió unos pequeños aros de bronce con los que empezó a jugar pasándolos de una mano a otra.
—Iré al Puerto Viejo — dijo —. Generalmente es ahí donde adquiere sus suministros. También iré a preguntar a la universidad. No estaría de más averiguar quiénes fueron sus visitas.
Roslin hundió las manos en los hondos bolsillos del abrigo, palpando allí la tranquilizadora solidez de sus pistolas.
—Te aseguro que cuando vuelva a verle, le voy a... —dijo.
—¿Y si no se marchó por propia voluntad? Casa Mathury tiene enemigos.
Los grandes ojos oscuros de Roslin se abrieron de espanto.
—Así que tenemos que...
—No, espera, no es eso lo que quería decir. De sobras sé que casa Mathury y casa Rooke son rivales comerciales, pero...
Roslin se acercó a Gilvaris y le tomó la mano.
—Confía en mí.
—No debes ir a ver a Arianne —dijo Gilvaris acentuando la primera palabra de la frase.
—¿Ah, no?
—Careces de temperamento para ello.
—Y a ti te sobra, me figuro. Gilvaris enarcó una ceja.
—Me han dicho con frecuencia que me parezco mucho a mi tía —replicó.
Roslin apretó los labios para no pronunciar una respuesta mordaz.
—No discutamos. Tú ve al Puerto Viejo; yo haré indagaciones en otros sitios. No podemos perder tiempo. Si le ha ocurrido algo a Del porque nosotros no estábamos aquí para socorrerle, no me lo perdonaré jamás.
Un frío viento de verano barría las calles de la ciudad. Roslin bajó hacia las amplias avenidas de los nuevos barrios de Tekne, caminando bajo las frondas de los gigantescos helechos que bordeaban las aceras. El sol doraba las blancas fachadas de los edificios urbanos. La Luna Diurna avanzaba hacia el oeste; su cara blanca teñida de ocre oscuro cubría un tercio del cielo.
Se detuvo para dejar pasar a un vehículo de carga; el motor expulsaba columnas de vapor y, además del furgón de combustible de algas, llevaba enganchados una docena de remolques.
Casa Mathury tiene enemigos, pensó inexorable al acercarse a los anchos escalones del umbral de una casa de las más opulentas. Pasó bajo el arco de entrada y penetró en el patio central. Unos sirvientes la condujeron hasta el zaguán. Tal y como imaginase (aunque ello no menguó su impaciencia), la hicieron esperar un buen rato.
—Se Roslin.
Se detuvo a medio recorrer la estancia y se volvió.
—Se Arianne.
Arianne Rooke, que pertenecía a una generación anterior a la de Roslin, vestía a la antigua usanza y seguía llevando la peluca profusamente trenzada, la cara empolvada y los botines de alto tacón que los imperativos de una moda ya pasada dictaran. En su arrugado rostro centelleaban unos ojos avispados y sagaces, de mirada impenetrable.
—Es un placer, Se Roslin. Deberías visitarnos más a menudo.
No flaqueó su sonrisa mientras conducía a Roslin a una estancia angosta y de techo alto. Las paredes estaban enteramente cubiertas de anaqueles repletos de libros. Se percibía un leve olor a enmohecido: el inconfundible olor a pergaminos y viejas encuadernaciones.
—Al fin y al cabo, casa Mathury tiene con nosotros ciertos vínculos.
—¿Vínculos? Sí —contestó Roslin con cierta brusquedad al tiempo que rechazaba la copa de vino y el asiento que se le ofrecía—. Podría decirse que el motivo de mi visita es de carácter familiar.
—No comprendo.
Contempló a Arianne de arriba a abajo. Era una mujer pequeña, morena y, pese a su edad, esbelta y ágil. Roslin desconfiaba de ella. Era la dirigente de casa Rooke, también era la hermana de la madre de Gilvaris y Del.
—¿Dónde está Del? —inquirió abiertamente Roslin.
—Se Roslin, yo no...
—No me tomes por estúpida. Nuestras casas han peleado por causas... ¡pero es miembro de tu familia, lleva tu sangre en las venas! ¿Qué le has hecho?
Arianne Rook se sentó con pulcro esmero en un sillón orejero y, reposando los codos en los brazos, alzó los dedos, mientras contemplaba benigna a Roslin por encima de ellos.
—Veamos lo que deduzco de todo esto. ¿Tu marido Del Mathury ha desaparecido? No te habrás quedado también sin Gilvaris, ¿verdad? No, no estaría bien perderlos a ambos de vez.
A media voz Roslin masculló una imperdonable grosería.
—Y por alguna razón —prosiguió diciendo Arianne — imaginas que yo soy la responsable, ¿no es así? Vamos, vamos, hay motivos mucho más verosímiles; tú, como esposa, debieras comprenderlos.
Tan delicadas insinuaciones en nada mejoraron el humor de Roslin.
—¡No soy tan estúpida como crees! —exclamó.
—Eso sería difícil —corroboró Arianne.
—Debería desafiarte —replicó Roslin enfurecida, lamentando haber tenido que dejar sus pistolas a los criados.
—Querida, eres una excepcional duelista, y tengo por mi piel un apego que con la edad sólo hace que aumentar. De manera que siento decirte que me veo obligada a declinar tu reto.
Consciente de lo mucho que Arianne estaba disfrutando, Roslin pensó: "Gil hubiese manejado mucho mejor este asunto".
—Tratas de decirme que no sabes nada de lo que le ha ocurrido a Del.
—Exactamente —confirmó Arianne elevando las manos con gesto de impotencia—. ¡Ojalá lo supiera! ¡Ojalá pudiera ayudarte!
La hipocresía de las dos últimas exclamaciones colmó la paciencia de Roslin.
—Escúchame bien, Arianne. Pienso encontrar a Del. Y lo encontraré, te lo aseguro. Y si has tenido algo que ver con todo esto, te denunciaré al Consejo del Puerto y destruiré para siempre a casa Rooke, amiga mía. O tal vez —fanfarroneó para concluir—... tal vez te mataré.
—El melodrama siempre posee un gran atractivo —comentó sarcástica Arianne—. No te acompaño. Sabrás salir sola.
No podía saber que, después de su partida, Arianne Rooke sofocó una maliciosa risita. Luego, recuperando su habitual gravedad, tomó pluma y pergamino y comenzó a redactar una orden convocando una reunión inmediata y secreta del Consejo del Puerto de Tekne.
—¿Has averiguado algo? —preguntó Gilvaris.
—No. Me ha hecho perder los estribos y, claro está, no me he enterado de nada. Salvo de que no hay que perder nunca los estribos. ¿Has tenido tú más suerte?
—Hasta ahora no —contestó apoyándose en el respaldo del banco donde estaba sentado. Se encontraban de nuevo en los talleres, él y Roslin. Y añadió — : Es posible que lo hayan secuestrado, que esté prisionero en algún sitio. Ahora que estamos aquí, podríamos gestionar la obtención de fondos del rescate.
Roslin lanzó una mirada en derredor. La habitación se oscurecía en el breve crepúsculo asariano. La Luna Diurna ya se había puesto.
—Quizá... No se advierten señales de lucha por aquí, ¿no crees?
Gilvaris confirmó esta opinión haciendo un gesto de negativa con la cabeza y agregó:
—En cambio, tengo la impresión de que falta material. No puedo asegurarlo, pero tengo esta impresión.
Sabía que Gilvaris rara vez admitía su propia ignorancia.
Una de las razones que provocaban esta actitud era una vida de ímprobos esfuerzos transcurrida a la sombra de la existencia fácil de un hermano menor genial y brillante; si Del no le hubiese querido con tanta devoción, los días de Gilvaris los hubiese teñido la amargura.
Del, pensó Roslin. Sin él no estamos completos.
En mi opinión, ha hecho el equipaje y se ha marchado. Le sobra inteligencia para huir sin que los sirvientes advirtiesen su partida, si así lo ha creído conveniente.
—¿Crees que nos ha abandonado? —exclamó Roslin in crédula—. Eres peor que Arianne Rooke.
—No creo que nos haya abandonado específicamente a nosotros —respondió Gilvaris imperturbable—. Creo simplemente que se ha marchado. Esas visitas que tuvo: unos eran comerciantes, otros eran del puerto. Pero al menos uno era miembro del Consejo del Puerto. No sienten excesivas simpatías por los Mathury. Creo que Del está escondido.
—¿Por qué? —dijo Roslin meditando las palabras que Gilvaris acababa de pronunciar.
Gil se alzó de hombros.
—¿No he dicho siempre que un día hará un descubrimiento que le traerá complicaciones?
—Es sorprendente —comentó Roslin al descender ambos del vehículo en el muelle del Puerto Viejo—. Siempre he creído a Del un solitario, encerrado todo el día en sus talleres, y resulta que conoce a mucha más gente que yo.
—Ha estado en contacto con numerosos colegas de la universidad —replicó Gilvaris.
La húmeda mañana concluía con un mediodía azotado por lluvias y chubascos. Hasta el momento habían visitado a un constructor de aeróstatos, un soplador de vidrio, un herrero, un constructor de veletas, una relojera (mujer por la que Roslin sintió una inmediata antipatía, sabiendo que había sido asidua visitante de casa Rooke antes que ella frecuentara aquella casa), así como a varias impresoras de hojas informativas y al menos a cuatro libreros que importaban libros antiguos. Todos conocían personalmente a Del por motivos profesionales. Ninguno sabía dónde se encontraba.
—Andaba a la zaga de algo. Cuando se encierra y empieza a trabajar así...
Roslin sacudió la cabeza. Gilvaris la tomó del brazo mientras seguían caminando.
—Metal y vidrio. Sus encargos más recientes.
—¿Y significan? —inquirió Roslin.
Ojalá pudiera contestarle.
Pasó un remolcador del puerto resoplando, y el olor a vapor y metal caliente llegó hasta Roslin a través de la humedad del aire. Unas aguas viscosas lamían los escalones del muelle. Fuera, en las dársenas más profundas, los navíos que remontaban la costa mostraban sus cascos flexibles de lona. Los buques de vapor no se arriesgaban a abandonar los canales de Asaría para salir a sus fríos y tormentosos mares. De los océanos helados del sur arribaban los esbeltos y resistentes rompehielos.
—Si tan desesperado estaba, no hubiese zarpado en uno de nuestros buques —anticipó Gilvaris —. He hecho indagaciones. Queda una última posibilidad. Una nave bárbara.
Roslin miró hacia el punto del muelle donde estaba atracada; era de línea baja y puntiaguda y llevaba un gran aparejo de velas triangulares. Y pensó en Del: vehemente, poco práctico, obsesivo.
—¿Se hubiese ido? ¿Sin dejarnos recado, una palabra?
—Sí. Si creyera que quedándose nos ponía en peligro, se hubiese ido.
—¡Maldita sea, yo no puedo pensar así! —exclamó Roslin con un parpadeo.
—Muchos pueden.
Al cabo de un momento, Roslin metió la mano libre en el bolsillo y agarró la culata de su pistola de duelo. Y se encaminaron hacia la nave bárbara.
—No he visto a nadie —insistió el bárbaro en pasable idioma asario.
Era un individuo alto, más alto aún que Gilvaris, de piel amarillo pálido y brillante cabello rubio, que llevaba trenzado. Vestía una túnica de seda ceñida con un cinturón del que pendían un par de puñales de metal. Roslin recordó que los rumores afirmaban que los bárbaros luchaban con esos largos cuchillos, igual que los criados.
"¿No ha visto a nadie? —pensó—. Miente."
—Quisiera hablar con vuestra capitana. Anuncíale mi visita.
—Yo soy el capitán —respondió. -Ah.
Más que advertirlo, Roslin intuyó el regocijo de Gilvaris. Momentáneamente desconcertada, abarcó con la mirada la desnuda cabina en que se hallaban. Almohadones y cojines rodeaban diversas mesas bajas. La mesa ante la que se hallaba el bárbaro estaba cubierta de pergaminos y finos pinceles caligráficos. Al observar estos adminículos comentó:
—Hábil tarea. ¿Qué estáis escribiendo?
Un relato de mis viajes.
Roslin examinó el manuscrito. Cruzando la hoja de derecha a izquierda, en lugar de arriba hacia abajo, aparecía un escaso número de símbolos repetidos. En parte para ganar tiempo, y en parte por curiosidad, le preguntó:
—¿Y qué dices de nosotros?
—Digo —contestó con una sonrisa— que el continente polar meridional de nuestras leyendas no es un mito. Digo que Asaría es un país en que las mujeres son las cabezas de familia; que aquí las mujeres toman varios maridos; en mi tierra son los hombres quienes toman varias esposas. Y digo que, en todo lo demás, los fuertes oprimen a los débiles, los ricos explotan a los pobres, necios y granujas superan en número a justos y sensatos, y que los aparatos de la paz son extremadamente aptos para convertirse en máquinas de guerra. En una palabra, digo que Asaría difiere escasamente de cualquier otro continente del globo.
—¿Máquinas de guerra? —repitió Roslin.
—Reflexionad, señora; imaginad que no tiran de vuestros vehículos bestias de carga; imaginad el potente e incansable transporte que ello significaría para un cañón. Vuestras cometas planeadoras os permitirían conocer el avance del ene migo mucho antes de que él os avistara. Poseéis naves que navegan prescindiendo de la fuerza del viento y de la subida de la marea. Disponéis, asimismo, de naves aéreas. ¡Ah, señora, pensadlo bien, no existe ciudad amurallada que pudiera resistir vuestros ataques!
Con leve sarcasmo, Gilvaris Mathury replicó:
—Sí, pero ¿sabéis?, las ciudades asarias carecen de murallas.
—En efecto — contestó el bárbaro inclinando levemente la cabeza—. Vuestras ciudades no están amuralladas, pero he estudiado con interés la filosofía asaría y, en contrapartida, amuralláis las mentes de vuestros ciudadanos.
Roslin ignoró este comentario y, altanera, agregó:
—Decid también en vuestro relato, señor, que las mujeres asarias aman a sus maridos, y que los hombres aman a sus hermanos.
—Extranjero —dijo entonces Gilvaris —, ¿creéis que nosotros le haríamos daño?
—Digamos —respondió el bárbaro con cautela— que si existiera el hombre a quien aludía, y si tuviera que embarcar en esta nave, no tendríais más que aguardar a que llegase aquí. Pero digamos también que quizá no seáis los únicos de quien se oculta y, si os ven aguardando, no seréis los únicos que deis con él.
Las aves marinas que se guarnecían bajo los aleros de las casas del Puerto Viejo hendían la noche con sus chillidos. Roslin yacía despierta en el lecho. Sentirse en brazos de Gil la confortaba, pero echaba de menos el calor complementario del cuerpo de Del.
Amantes, maridos, hermanos. No era propio de su carácter, como no era tampoco costumbre asaría caer en comparaciones. Dos hombres tan diferentes: Del, con su obsesiva indiferencia para con el mundo, que fue lo primero que de él le atrajo; Gilvaris, que había hablado de matrimonio con casa Mathury (y tan sólo en aquel momento cristalizó el convencimiento de que quedarse sin uno de ambos sería insoportable).
Y así habló ella con su madre, cabeza de casa Mathury, y poca ayuda obtuvo de aquella mujer que había adquirido a sus tres maridos en momentos distintos de su vida y en regiones diversas del continente asario. Roslin, no obstante, se casó con los hermanos. Y en la sucesiva estación quedó convertida, por obra de la peste, en única superviviente y heredera de Mathury, circunstancia que sirvió para unirles con más fuerza de lo acostumbrado.
Tendida al lado de Gilvaris supo que, a pesar de lo acompasado de su respiración, tampoco él dormía. Permanecieron ambos en el lecho, despiertos y callados, hasta que salió la Luna Diurna.
—¿No nos habremos equivocado quedándonos aquí?
Sentada al borde de la cama, Roslin se anudaba las cintas de la camisa de lino. Desde la alta ventana del cuarto se veían las escaleras de la colina sur del Puerto Viejo y las barcas de pesca amarradas al muelle.
—¿Podemos confiar en un bárbaro?
—No nos queda más remedio. El se estará preguntando si puede confiar en nosotros.
La voz de Gilvaris se apagó momentáneamente mientras levantaba los brazos y se ponía el jubón. Después de ajustar el espejo hasta que el óvalo de basalto pulido le devolvió su imagen, se arregló los volantes de encaje poniéndolos en orden.
—Llevaría tiempo recibir un mensaje... ¡Silencio!
Por una vez se movió con más agilidad que Roslin. Ella apenas si había percibido el sonido de pasos subiendo la escalera cuando ya estaba él junto a la puerta, pistola en mano. Unos golpes decididos llamaron a la puerta.
—Es el mayordomo —dijo Roslin sonriendo aliviada —. El desayuno, supongo. —Y sin dejar de empuñar la pistola, Gilvaris abrió la puerta, sorprendiendo al visitante con la mano en alto, a punto de repetir la llamada.
Era Del Mathury.
—¡Deja ya de gritarme! ¡No sirve de nada! —protestó Del —. No quería que nadie diese conmigo. Si el bárbaro no hubiese dicho que era la única manera de evitar que pusieseis todo Tekne patas arriba, no habría venido.
—¡Qué quieres...! —la indignación de Roslin se apaciguó y sintió el aguijón de las lágrimas nublándole los ojos —. ¿Creías acaso que no estábamos preocupados? —preguntó—. ¡Maldita sea! ¡Sin saber nada de ti, pensamos que podrías estar muerto!
—Suponíais que no me había pasado nada, ¿verdad? —una leve turbación nubló el rostro despreocupado de Del —. Lo suponíais, ¿no? No creeríais que yo... era sólo cuestión de mantenerme escondido hasta que zarpase el barco. Tenía intención de enviaros entonces un mensaje para que os reunieseis conmigo a bordo.
Roslin suspiró, se sentó en el brazo del sillón y pasó un brazo por los hombros de Del. Con actitud protectora Gilvaris se colocó detrás de su hermano.
"Es característico de Del no darse cuenta de lo más evidente — pensó Roslin; pero se recordó a sí misma—: eso ya lo sabías cuando te casaste con él."
—Del, amor mío, ¿por qué tendríamos nosotros que partir en un barco bárbaro? Y, además, ¿para ir adonde?
—A cualquier lugar donde pueda trabajar sin que el Consejo del Puerto me ponga trabas.
—Tú has sido siempre el listo de la familia —le dijo Gil—. Dinos, ¿por qué tenemos que irnos no sólo de Tekne, no sólo de las granjas del norte sino de toda Asaría?
—No te enfades conmigo, Gil.
—No estoy enfadado.
Repentinamente Roslin los vio a ambos de niños: el hermano mayor eternamente a remolque, y eternamente protector, del menor. Y se preguntó si alguno de los dos envidiaría la relación del otro con ella, como ella envidiaría la estrecha unión entre ellos existente mucho antes de que los hermanos la conociesen.
—En diversas conversaciones que mantuve con distintas personas —explicó Del— se me dio a entender con toda claridad que mis trabajos e investigaciones no contaban con total beneplácito. No me preguntéis la razón porque la ignoro, aunque me figuro que ahora ya no importa... Gil, Ros, os he echado mucho de menos durante todo este tiempo. Venid, voy a enseñaros en qué he estado trabajando.
Del les hizo subir a la colina sur, guiándoles por entre las casas desiertas situadas al pie de las ruinas del fortín. Mucho antes de llegar al último tramo de escaleras, Roslin estaba ya empapada de sudor. Al otro lado de las cinco millas de extensión que ocupaba la ciudad de Tekne vio la colina norte, emergiendo como un puño que penetraba en el mar, y, amarradas en su cima, las cometas planeadoras y los aeróstatos. Hacia el interior, el paisaje descendía convirtiéndose en una llanura brumosa interrumpida tan sólo por las aspas de los molinos de viento y los cangilones de las norias.
—Hubiéramos debido quedarnos en el campo. Tú y tus máquinas, Gil y sus conspiraciones, no me gusta nada de todo eso —refunfuñó Roslin.
Del, acostumbrado de antiguo a esta queja, se limitó a sonreír, mientras les conducía al último piso de una mansión ruinosa que sobresalía dominando las callejuelas del barrio. Las paredes chorreaban humedad y en las escaleras había manchas de hongos azules y morados. Rompía el silencio un ruidito constante: el del yeso viejo y la piedra roída al desmoronarse. El olor a enmohecido era secular. Se extinguió el rumor del viento y con él cesaron los chillidos de las aves.
En el último piso de la casa, en un desván cubierto por un destrozado tejado en forma de cúpula, había instalado Del su taller provisional. La mayor parte del material y los enseres se hallaban metidos en cajones, listos para embarcar en el navío bárbaro, pero Roslin apenas si lo advirtió, fija la atención en la gran estructura de metal y vidrio que ocupaba casi por entero el espacio de la estancia.
—Mirad esto — dijo Del cogiendo un cilindro de latón. Roslin lo examinó, dándole vueltas en las manos, y luego se lo entregó a un Gilvaris tan desconcertado como ella.
Con mal contenida impaciencia, Del se lo arrebató y, manipulando unas ruedas dentadas que sobresalían del instrumento, dijo:
—No. Así.
Un tanto dudosa, Roslin lo imitó y se lo acercó a un ojo. Sintió en la piel la frialdad del metal. Las pestañas rozaron la lisa superficie del cristal. Notó que Del la cogía por los hombros y la obligaba a darse vuelta en dirección a la ventana. Primero vio una mancha blancuzca tan confusa que creyó que iba a marearse; luego, al ajustar la visión del catalejo, comenzó a divisar casas, calles, helechos... Lo bajó, y ante su vista apareció la ladera de la colina norte, situada a cinco millas de distancia.
Roslin volvió a examinar el tubo haciéndolo girar. Se hallaba cerrado en ambos extremos con sendas placas de vidrio, una de las cuales se deslizaba subiendo y bajando por una guía situada en el interior del tubo, y se ajustaba mediante ruedas dentadas.
Del le tomó el tubo de las manos y limpió las huellas que los dedos de Roslin dejaran en el cristal.
—Es un juguete extraordinario —comentó Gilvaris después de efectuar la misma prueba —, pero confieso que no comprendo por qué se ha armado tanto revuelo.
—El mismo principio puede aplicarse a otros instrumentos. Lo más difícil es fabricar las lentes; hay que pulirlas.
Roslin, que contemplaba el despliegue de tubos, prismas, lentes y espejos que se cernía sobre sus cabezas, comenzó a vislumbrar el sentido del aparato.
—¡Demonios! Apuesto a que con esto llegas a ver hasta las tierras bárbaras —dijo.
—Y más lejos aún... —replicó Del, interrumpiéndose al ver que Gilvaris levantaba una mano reclamando silencio—. ¿Qué es eso?
Roslin se puso a escuchar. Era el inconfundible sonido del rítmico pisar de tropas armadas. Y fue a mirar por el hueco de la escalera.
—Es Arianne Rooke —declaró.
—Era de esperar que nos siguieran —comentó Gilvaris mirando por encima del hombro de Roslin.
En el rostro de Del advirtió la primera sombra de confusión y reproche.
—Vosotros los habéis guiado hasta mí.
—Por lo visto, tienes razón.
Por el hueco de la escalera se oyó movimiento en la penumbra de la planta baja. Con deliberada lentitud, Roslin sacó la pistola del bolsillo del abrigo, la amartilló, hizo puntería y disparó.
El estampido la dejó momentáneamente ensordecida. Un gran fragmento de yeso se desprendió de la pared y cayó a trozos por la escalera. El ruido de pisadas que corrían se detuvo bruscamente. Roslin le entregó la pistola a Gilvaris para que la cargase, y, apoyando con precaución los codos en la barandilla, gritó:
—¡Sube, Arianne, pero sube sola, o de lo contrario te volaré la cabeza!
Arianne Rooke contemplaba el entramado de tubos, espejos y lentes a los que la luz del sol del mediodía arrancaba destellos y reflejos. Roslin, entretanto, observaba la cara regordeta y arrugada de la anciana, cuyos tacones resonaban en el entarimado mientras terminaba de dar la vuelta al telescopio; luego se detuvo, cruzando las manos sobre el puño de plata del bastón. Llevaba la trenzada peluca ligeramente torcida y el esfuerzo había dejado hilillos de sudor en el polvo oscuro que acentuaba las arrugas de su rostro.
—Tengo abajo a treinta hombres armados — declaró sin mirar a ninguno de los presentes y añadió—: Esto hay que destruirlo, por supuesto.
—¡Qué...!
Roslin agarró con firmeza el brazo de Del y éste se calló.
Arianne Rooke se volvió y miró a Gilvaris con manifiesto desagrado. Era patente la semejanza que había entre tía y sobrino. Roslin se preguntó si Gilvaris, a la edad de Arianne, tendría el mismo aspecto que ella, y el pensamiento le causó un intenso descontento. Y luego se preguntó si llegarían, cualquiera de los tres, a alcanzar la edad de Arianne.
—Tú —dijo Arianne—, creí que tú, al menos, poseías un mínimo de inteligencia.
Esta rivalidad entre casa Rooke y casa Mathury se está tornando un poco... —Gilvaris hizo una pausa buscando la palabra y agregó—: ...excesiva, ¿no crees?
—Si tú lo dices —asintió la anciana inclinando la cabeza.
—Mi invento no va a proporcionarte ninguna ventaja comercial — dijo Del con leve desconcierto—. ¿O es acaso que no puedes soportar que Mathury posea algo que Rooke no tiene?
Roslin dirigió la mirada a Gilvaris y le vio asentir con la cabeza.
—Arianne —le dijo Roslin—, ¿conoces a una mujer llamada Carlin Orme? Es una colega de mi marido. Posee una imprenta. Quizá la identifiques cuando te diga que edita la hoja informativa de Tekne.
Arianne Rooke frunció el ceño, pero no respondió palabra.
—Anoche estuve hablando con Carlin Orme —añadió— y con otras editoras de hojas informativas. Me pareció buena idea que nos siguiese hasta aquí alguien más aparte de Arianne Rooke. Les interesará mucho examinar el nuevo descubrimiento de mi esposo Del y enterarse de que casa Rooke se ha presentado aquí con treinta hombres armados.
—¡Querida mía! —exclamó Arianne—. ¡No me digas que ha sido idea tuya!
—Claro que no. Gil es quien tiene en el grupo las ideas sutiles. Yo hubiese elegido un recurso más directo. Y permanente.
Las últimas campanadas del mediodía se apagaron, extinguiéndose en el aire.
—Suspende las órdenes de tus hombres y yo haré lo mismo — dijo Arianne.
—No puedo despedirles así, sin más; tengo que proporcionarles algo, Se Arianne, si no puedo revelarles la traición de casa Rooke. ¿Por qué no habría de enterarse Tekne de esta perfidia?
La anciana miró en derredor, observando sucesivamente a los tres miembros de casa Mathury. Y Roslin aguardó el resultado de su jugada.
—Hemos de ganar la partida aquí, en Tekne, pensó mirando con ternura a Del. Porque esa nave bárbara es un sueño; no hay ningún sitio adonde ir.
—¡Oh, hijos de perra! —vociferó Arianne con un estallido de cólera —. No tenéis idea de... ¿Sabéis que puedo exigir del Consejo del Puerto que os silencie para siempre? Sí, y que silencie a Carlin Orme y a todas las de su ralea si es preciso. Se Roslin, no quiero llegar a tal extremo. Tus maridos eran Rooke antes de apellidarse Mathury. ¡Pero os aseguro que, si me obligas, lo haré!
—¿El Consejo del Puerto? —preguntó Gilvaris.
Como toda respuesta Arianne extrajo de su faltriquera lo que incluso ellos debían instantáneamente reconocer como el Gran Sello de Consejo del Puerto de Tekne.
"Te hemos subestimado" —pensó Roslin. Y en un alarde de arrogancia preguntó:
—¿Qué significa todo esto?
—Detén a Carlin Orme — repuso Arianne Rooke. Y, levantando el bastón hasta inclinar con la punta una de las grandes lentes del aparato, añadió—: Te lo voy a decir; mejor dicho, te lo voy a mostrar. Os lo voy a mostrar sin que ninguno de nosotros tenga que salir de esta habitación.
Arianne Rooke retrocedió, apartándose del telescopio cuyo visor había ajustado con extremo cuidado y precisión, manipulando el aparato con excesiva práctica para tranquilidad de Roslin.
—Quiero que miréis por aquí, sin alterar sobre todo la posición —y detuvo la mano de Roslin con unos dedos fríos, casi helados—. Quiero que miréis todos, uno detrás de otro, y que mientras lo hagáis me escuchéis con atención.
—Habla, pues.
Roslin, con los brazos cruzados en la espalda, se inclinó hacia el visor y olvidó por completo escuchar a Arianne Rooke.
Tardó unos segundos en acomodar la vista y enfocar con claridad. Un extremo de su campo de visión aparecía estrellado a causa del resplandor del sol, a continuación se veía el intenso azul-violeta del cielo estival de Asaría, y...
A través del telescopio contempló boquiabierta la superficie de la Luna Diurna.
Toda su vida le había sido familiar aquel mundo hermano que empequeñecía al sol en la bóveda celeste. Ahora distinguía tierras, mares, casquetes de hielo, la telaraña de ríos resecos, el árido terreno ocre, y el blanco algodón que moteaba el suelo con el minúsculo movimiento de las sombras de las nubes.
De pronto, un destello gris metalizado cruzó el campo de visión, a gran altura sobre los desiertos de la Luna Diurna, una forma alargada y puntiaguda, antinatural, que se sumió en las sombras al penetrar en la zona oscura del cuarto creciente. Roslin se quedó helada. Otra mancha similar siguió a la primera. Pronto se acostumbró a localizarlas, advirtiendo su vuelo mecánico perfecto (y pensó, sin motivo alguno, en el taller de Del y en el planetario a medio reparar).
—Pero... —dijo enderezándose y parpadeando—. Entonces es cierto, las leyendas son verídicas.
—No —replicó Arianne —, ahora no. Ahora allá no hay nada. En todos los archivos del Consejo del Puerto no existe ningún informe que atestigüe la presencia de vida. Mira bien lo que no se ve: modelos, formas, líneas, bordes. No hay canales, no hay campos, no hay ciudades.
—Pero yo he visto...
—Lo que has visto son máquinas. Esto, tú, Del Mathury, lo comprenderás en seguida.
—Hace tiempo que me lo figuraba —admitió Del sin mostrar sorpresa alguna.
—Cuéntame lo que dicen los campesinos, cuéntame lo que explican los criados —apremió Arianne a Roslin —. Dime, ¿qué dicen que hay en la Luna Diurna?
Roslin evocó noches largas y fuegos encendidos, y recordó lo grande que le parece el mundo a un niño.
—Que el mundo de la Luna Diurna es muy bonito. Que la gente vive en casas de cristal y que sus luces son inextinguibles. Que construyen torres altas hasta el cielo, y que vuelan más aprisa que cualquier aeróstato. Que sus vehículos superan la velocidad del Sol. Que todas las mujeres son más ricas que una Se del Consejo del Puerto, y todos los hombres también. Y que surcan los mares y cruzan la tierra y desconocen las enfermedades.
Y abandonando la infantil cantinela, y todavía sin acertar a comprender, dijo:
—Eso me contaron cuando yo era pequeña. Los criados y la gente del pueblo lo siguen afirmando y creen que al morir las almas van a la Luna Diurna.
—Cosa bien esperanzadora, porque pocos somos los que aquí en Asaría disfrutamos del título y privilegios de Se —comentó Gilvaris mordaz, enderezándose después de haber mirado por el telescopio—. ¿Es eso lo que quieres ocultar, Arianne, que el paraíso en que creen no existe? ¿Que la Luna Diurna es un embuste?
—La Luna Diurna no es un embuste. La Luna Diurna es verídica. Fue verídica —precisó Arianne corrigiendo sus palabras—. Y lo que veis es lo que queda. Para decirlo con claridad y sencillez: lo que quiero es impedir a toda costa que nosotros sigamos el mismo camino, ese camino que les llevó a la destrucción. Mundos enteros han sido destruidos por gentes como tú, Del Mathury.
Roslin, confusa, los miraba a uno tras otro. Gilvaris, mirando de reojo a Del, pensó: "No, no eres el primero. ¿Cuántos años de estudio lleva el Consejo del Puerto para conocer tan a fondo este problema? ¿Y cuántos años hace que lo mantiene en secreto?"
—Muchas veces he pensado en todo eso... —y el gesto de Arianne abarcó el universo, el infinito, distancias de años luz— en que tienen que existir otros mundos, otros muchos mundos aparte de nosotros y de la Luna Diurna. Millones de mundos repetidos, distintos tan sólo en pequeños detalles. Quizá no otro mundo hermano, ni otro continente pacífico meridional, ni otra Asaria, pero tal vez otro imperio bárbaro del norte o... quién sabe qué cantidad de cosas. —Y repentinamente realista agregó dirigiéndose a Del—: Si te empeñas en trabajar, trabaja entonces con el Consejo.
—¿Empeñarme en trabajar? —replicó Del echándose a reír—. Si nadie inventara o creara nada nuevo, el mundo no cambiaría.
—No me avergonzaría quedarnos tal como estamos ahora.
—Claro, a ti no —fue el cáustico comentario de Gilvaris. Roslin les interrumpió diciendo:
Hemos de pensar en algo que decir a Carlin Orme.
Se produjo una nueva discusión a la que Roslin apenas si prestó atención. Observaba a Arianne Rooke, que estaba de pie, con una mano apoyada en el bastón y la otra metida en el bolsillo del corpiño, la viva estampa del paladín de la nueva era.
—Yo me encargo de hablar con Orme —anunció Del zanjando así las discusiones—. Gil, tú envía recado a la nave bárbara.
Roslin, sin decir nada, se desplazó colocándose al lado de Arianne.
—¿Máquinas? —dijo.
En la Luna Diurna se burlan de la raza extinguida que las construyó. ¿Te gustaría que sucediera lo mismo en Asaria?
Una insólita seriedad teñía la voz de Arianne Rooke.
—¿Crees que puedes impedir inventos y descubrimientos? ¿Crees que puedes silenciar a todo Del Mathury que aún esté por nacer? —exclamó—. ¡Estás loca!
—No, no estoy loca, pero a veces tengo visiones —respondió Arianne Rooke, apoyando una mano morena en el telescopio—. Estoy plenamente convencida de que en determinado momento existe una posibilidad de elección. Tal vez ese momento sea ahora, en esta edad de la razón en que vivimos. Luego vendrá un período de apasionada sinrazón, que terminará como ya has visto... En la Luna Diurna todavía se ven las cicatrices de la guerra. No más que aspirar a eliminar las máquinas borraría el empeño de utilizarlas tan mal.
—No te comprendo —concluyó Roslin.
Del, que pasaba en ese instante junto a ellas, dijo:
—Arianne Rooke, ¿quién te ha dado derecho a actuar como Dios?
Y con la expresión más próxima al dolor que Roslin jamás hubiese advertido en la anciana, ésta contestó:
—Nadie.
En los instantes de silencio que siguieron, Roslin miró hacia la puerta del desván, que el menor de sus maridos acababa de cruzar para ir a Tiablar con los hombres de Arianne.
—¿Cuánto tiempo hace que nos espías?
—Varios años. La rivalidad entre casa Rooke y casa Mathury no ha facilitado la tarea, lo reconozco. Y por esta razón, que es probable que no creas, he tomado la extraordinaria medida de convocar en asamblea plenaria al Consejo del Puerto. Ellos confirmarán mis palabras. —Y después de una pausa perfectamente calculada añadió—: Hemos de hacer algo en favor de Del Mathury.
En favor de casa Mathury —la corrigió Roslin, segura esta vez de pisar terreno firme—. ¿Qué dirías de un escaño en el Consejo? Gil desempeñaría esas funciones a la perfección. Verás, si Del va a ponerse a trabajar con el Consejo, necesita contar en él con alguien que vele por sus intereses.
—Negocias bien — declaró Arianne Rooke sofocando una risita.
—Y tú adulas con mesura, sobornas sin límite, y te reservas la fuerza como baza final.
—Lo cual equivale a decir, querida mía, que cumplo todos los requisitos para hacer política.
A través de los cristales rotos del tejado, Roslin levantó la mirada al cielo. Un aeróstato se deslizaba silencioso cruzando los aires.
—No entiendo lo que ha ocurrido aquí — dijo sosteniendo la mirada de Arianne—. Tengo la impresión de pasar algo por alto, alguna decisión que hubiese de tomar, alguna pregunta que tuviese que hacer.
Inmóvil, vigilante, Arianne Rooke prestaba a la conversación más atención de la que un extraño consideraría justificada, y, para sus adentros, pensó: "¿Puede esta mujer que, reconozcámoslo, no es un prodigio de inteligencia, aproximarse a la curiosidad de un Del Mathury? Porque si fuese capaz...
—¿Te digo más, Se Roslin? —dijo Arianne Rooke.
Se hizo un silencio. Los rayos del sol arrancaban destellos a lentes, metales, espejos. Y en esa pausa se hizo evidente que Roslin Mathury no podía plegarse a tan irresponsable curiosidad; ni la deseaba ni la veía necesaria.
—No —contestó sonriendo—. Déjame manejar los bienes y propiedades de casa Mathury sin interferencias. Es lo único que quiero. Y ahora, ¿no te parece que tendríamos que salir de aquí a poner un poco de orden en todo este caos?
Arianne Rooke pensó: "Una vez hablé con un bárbaro... ¿Qué fue lo que dijo? Amurallar las mentes..."
La cronista se detiene.
Esa última frase, en cierto modo verdadera, no acaba de sugerir toda la verdad. Con sumo cuidado la borra.
Afuera se oye el alegre tañer de las campanas, y estandartes y pendones ondean al viento. Con un parpadeo la cronista suprime escenas acaecidas tres generaciones atrás. Contempla Tekne, poco cambiada desde entonces. Menos aeróstatos, menos vehículos a vapor (pero sigue habiendo criados que realizan las tareas más pesadas). El único cambio significativo es la presencia de bárbaros en las calles de la ciudad.
En realidad, no habría que llamarles así, ahora que se han reunido aquí las Ses y los Señores de los cuatro continentes para celebrar el centenario de la Pax Asaría. "¿Y qué mejor que un dramático relato para descubrirles el valor de la filosofía asaría?", piensa la cronista sonriendo ante su propia vanidad.
Aun cuando tales momentos decisivos de la historia sean básicamente conjeturas, suposiciones...
Con prisas por unirse a los festejos, la cronista escribe los renglones finales del relato:
Arianne Rooke, la última en salir, quedó sola y, acercándose al telescopio, movió una de las lentes de manera que incidiese en ella el rayo de sol que penetraba por los cristales rotos del tejado. Después salió despacio de la estancia. En el punto donde daba el sol sobre el entarimado del suelo del desván, comenzaron a formarse las finas volutas de una delgada columna de humo.
Atlántida 2045: No hay amor entre planetas
Frances Gapper
Francés Gapper, nacida en Stockport en 1957, trabaja en la redacción de una revista de horticultura, y entre sus publicaciones destaca una novela infantil, Jane and the Kenilwood Occurrences (Faber, 1979).
Dice de su relato. "Tardé mucho tiempo en escribirlo y suscita en mí sentimientos protectores, sobre todo la primera parte. Se lo dedico a Gilí Hague, con amor".
Era en el mes de junio del año 2045, poco tiempo después de cumplir yo dieciséis años. Me estaba hundiendo lentamente en un profundo letargo. La desaprobación de la familia me abrumaba, envolviéndome por todas partes como una niebla. Había fracasado. No tenía novio, y eso, en 2045, era cosa seria para una chica de dieciséis años, sana y de segunda clase. Era una deshonra; significaba visitantes morales fisgoneando, puntos de penalización, en fin, todas las desgracias sin excepción. En mi familia nadie había merecido jamás puntos de penalización, salvo yo, claro. Mi madre rondaba por la casa, pálida, ojerosa, como un fantasma, como una feminista de los años 90 en huelga de hambre.
En junio daban comienzo las vacaciones de responsabilidad social. Yo hubiera debido estar ahora ampliando mis actividades comunitarias, incrementando mi conciencia social, participando en proyectos cívicos... y en lugar de ello estaba metida en la bañera. Todo el santo día metida en la
bañera, pasiva, testaruda, absorbiendo cupos energéticos. ("Los baños calientes tienen un precio: PUJANZA Y VITALIDAD", decían por todas partes los anuncios. "El sibaritismo lo paga el país." Dos grifos humeantes inundando casas y edificios. Calles y barrios enteros tragados por el agujero del desagüe.) En el rellano de la escalera se oyeron voces horrorizadas, de indignación.
—¡Por el amor de Dios...! (mi padre) ¡Mira el marcador, no cesa de bajar! ¡Hazla salir de ahí dentro!
—Ya lo intento, cariño; es muy difícil... (mi madre, que de joven había obtenido un diploma en técnicas maternales; la inflexibilidad persuasiva era su especialidad, en teoría, porque en la práctica era un desastre).
Se puso a pasar el aspirador por delante de la puerta del cuarto de baño con acusadora insistencia; yo me hundí en la bañera, sumergiéndome en el agua hasta las orejas.
Fue aquel junio cuando mi hermano ganó el concurso literario de la escuela con un poema en el que fustigaba a los árboles demostrando que agotaban los recursos cívicos. En aquel momento estaban de moda los poemas ecológicos y el de mi hermano obtuvo notable repercusión. Apareció publicado en el Boletín Nacional, y al cabo de cierto tiempo, por orden del gobierno central, los árboles, todos los árboles, fueron arrancados y sustituidos por hidratantes de oxígeno.
En el aspecto económico, los puntos de contribución social de mi hermano subieron tanto que casi compensaron mis puntos de penalización. Y el ambiente familiar general se distendió un poco, circunstancia perceptible incluso a través de la puerta del cuarto de baño. Con cierta cautela salí al exterior. Entretanto mi madre se había dedicado a presentar en mi nombre una serie de solicitudes sancionarías. Se trataba de un procedimiento bastante complicado, pero a ella los impresos siempre se le habían dado muy bien, de modo que quedé inscrita como "invisible social" (abreviado, IS). Duran? te los cinco años siguientes a partir de la inscripción, hasta que volviera a revisarse el caso, mi existencia quedaba ignorada, o cuando menos decentemente descontada. Esta situación tenía su aspecto positivo: la familia obtenía puntos de horas sociales (por albergar a un indeseable) y también rebajas de calefacción. Por otra parte, los IS casi siempre se volvían locos. O morían. Qué le vamos a hacer.
Mi madre leía cada mañana las listas de deshonra, en las últimas páginas del periódico; las estudiaba con una especie de horrendo y fascinado interés durante todo el desayuno. Mi padre cogía las primeras páginas del diario. Y yo estaba sentada entre los dos, ceñuda, pellizcando bocados de sus respectivos platos.
—Te vas a atragantar —decía mi madre con frialdad, sin levantar la vista, hablándole al vacío, sin dirigirse a nadie en particular. O bien "es asqueroso", pero no lograba dar un tono de eficacia a sus palabras; carecían de fuerza y de propósito—. Un día aparecerás en una de estas listas —añadía—, oye bien lo que te digo. Tu nombre saldrá en las listas de deshonra. En la lista de las brujas, seguramente. Y acabarás ejecutada. Ya verás como sí —agregaba dirigiéndose a mi padre.
—¿Quién va a acabar ejecutada?
—Esa, la que era... ya sabes.
Y el rostro de mi padre perdía la expresión, como si no consiguiese recordar. No hacía comedia; al cabo de cierto tiempo había dejado de verme.
—Ah, sí, ella... Pero no era una bruja, ¿verdad?
—Lo hubiera sido —contestaba mi madre sombría— por menos de nada.
Con un gesto de firmeza mi padre dejó la taza de té en el plato. La conversación terminó. La brujería era tema peligroso de introducir en las comidas; estaba al borde de la grosería y la incorrección. Y él tenía un estómago muy delicado.
—Por favor, querida, ¿quieres decirme qué hora es?
El arte de escribir se ha perdido.
Perdido por decreto en el gran silencio.
Lo que hago, lo que creo con mis manos, no tiene sentido.
No tiene sentido lo que soy.
Las palabras duelen. Deforman la mente. Hay que empujar
una pared. Silencio. Hablar duele. Mejor no hablar. Han hecho algo. Lo sé seguro. Por sus caras. Indiferentes. Satisfechas. ¿Qué ha sido, qué ha ocurrido?
Una mañana llegó un letagrama. Llegó por pasaje aéreo directo, cruzando la ciudad, revoloteando en el aire, girando. A mí me encantaban los letagramas, porque tenían un vuelo delicado y gracioso. Como el de los pájaros; como me imagino que debían volar los pájaros antes de las exterminaciones higiénicas.
Los letagramas habían quedado anticuados, claro. Ya casi nadie escribía. Era demasiado peligroso; a la mínima podía infringirse la ley, decir algo equivocado. Los mensajes mentales, a través de ordenador, con censura automática incorporada, eran más seguros.
Cuando éramos pequeños, mi hermano y yo nos entreteníamos observando el vuelo de los letagramas. Luego él se cansó; decía que le aburría. Pasábamos horas enteras, días enteros parecían, observándolos. Mira, ahí va uno. ¡Ojalá fuese para nosotros! ¡Que venga, que venga hacia aquí!
Alcé la ventana, un poquito, los dos centímetros autorizados. El letagrama voló hacia mí, directo y hermoso, como un regalo especial que alguien me enviase, penetró por la abertura y cayó en el suelo.
Hubiese encontrado cualquier resquicio para introducirse en la casa, y de lo contrario hubiese esperado afuera, inmóvil ante la puerta. Yo vivía de sueños y esperanzas, de posibilidades; uno se vuelve así. Siendo invisible, podía ocurrir cualquier cosa... o nada.
Permitidme que sea mío, por favor, mi futuro.
Me quedé mirando el letagrama. La misiva me devolvió una mirada glacial. Era oficial, se veía por el sello y por los dispositivos de localización.
Mi madre lo recogió cautelosa, sujetándolo por una esquina. En aquel momento sonó el timbre de la puerta, accionado por control remoto desde las oficinas centrales de Correos, demasiado tarde, como de costumbre.
Aquí hay una ventana. Colócate ahí. Mira por ella. Ahí está el mundo, el cielo. Mira. No nos hemos llevado nada. Todo está ahí, sigue estando ahí, siempre estará. Estabas soñando. Has tenido una pesadilla.
Pero era... diferente. El cielo era de otro color...
El cielo cambia de color. Muchas veces es de este color. Estaba soñando.
Miro por la ventana. ¿El cielo era naranja? ¿Así de muerto? El cielo nunca fue... Hago un esfuerzo por recordar. Tengo agujeros en la cabeza, vacíos, dolorosos. Mi mente forma, intenta formar, otro color, otra palabra. Noto algo... en las manos. Me han quitado, creo, trozos de mí misma, trozos del mundo. Trozos del interior de mi cabeza. Lo deduzco por sus caras satisfechas. No hay peligro. No se ha ido nadie. Pero había... algo.
—Vuelve, Magda —dijo mi madre.
Y dejó caer la carta. Estaba tan impresionada que se me quedó mirando fijamente, temblorosa.
—¿Quién es, Magda? —pregunté yo curiosa.
—Es...
Justo a tiempo mi madre logró dominarse y apresuradamente se dio media vuelta.
—¿Quién es, Magda? —dijo mi padre.
—Mi..., ¿no te acuerdas? La que era mi hermana. La que vivía con nosotros. El fantasma.
—Ah. Creí que había muerto.
—No. Fue transformada. Convertida en fantasma. Regresa. Dice que ahora está bien. Lo dice aquí, en esta carta.
Hay una niña. Eso es. A ella no la soñé, seguro. En el sitio silencioso, el piso de mi hermana. Donde yo estaba callada, donde me obligaban a estar callada, sonriendo. Lugar de aprobación, frágil seguridad. Si no te movías. Si no decías nada, si no emitías el menor sonido. Pero ella... ella nació mal. Demasiada vitalidad. Como un animal, como un ser de otro mundo. Explorando, agarrando, llamando a gritos. Era demasiado peligrosa. Hubiera debido matarla.
Yo recordaba a mi tía. Era muy bella mi tía. Mi tía plateada, la bruja de la palabra. Escribía; siempre escribía, cuando no la miraba nadie, cuando no había nadie en el cuarto, excepto yo y mi hermano, que era un bebé. Se sentaba a la mesa, se inclinaba y se ponía a escribir y a escribir, con la cara plateada, radiante, ilusionada, hermosa. Pero siempre vigilaba y, al menor ruido, dejaba la pluma, doblaba el papel a toda prisa y guardaba ambas cosas bajo llave. Y luego me miraba, asustada, sonriendo. Y se llevaba un dedo a los labios. Era un juego, nuestro secreto.
Recuerdo que un día llegué a casa de la escuela y me encontré todo el piso invadido de gente. Gentes grises, policía. El fogonazo de las bombillas de flash, rayos electrónicos. Mi madre hablaba. Mi madre lloraba sacudida por los sollozos.
—¡Bruja! ¡Bruja! ¡Blasfema!
Mi tía estaba de pie, completamente inmóvil. Parecía más alta, pero como vacía, con la cara en blanco, sin expresión. La mesa estaba destrozada; había pedacitos de papel desparramados por el suelo.
—Es sólo lo que pienso —dijo mi tía. Con la cara en blanco.
—¡Blasfemias! —chilló mi madre.
—Es sólo lo que siento.
¿Estaría cambiada? Me figuraba que sí. En los hospitales la gente cambiaba. Y estaría más mayor. Pensé que quizás estaría un poquito distinta.
Estaba completamente distinta. Cuando entró, quiero decir cuando la entraron, sentí náuseas. Tenía la cabeza calva y como con pegotes, como con heridas tapadas. Las manos las tenía iguales, delgadísimas. La sentaron en una silla. Y los pies... Pensé: de ahora en adelante me portaré bien. No diré nada, nada, ni pensaré nada, nunca más.
—Magda, querida —dijo mi madre —, cuánto me alegro de verte. Soy Charla. Te acuerdas de mí, ¿verdad? Este es Dav, ¿le recuerdas?
Ella levantó la vista y me miró.
—¿Esa es Jene?
—¡No! —gritó mi madre interponiéndose entre ella y yo—. ¡Es una invisible! Recuerdas lo que significa invisible, ¿verdad que sí, querida?
—¿Eres Jene?
—Sí.
Estaba loca mi tía. Todo el mundo estaba de acuerdo. Convertida en un fantasma. A veces se ven fantasmas, pero nadie les hace mucho caso ni nadie cree lo que dicen.
Durante la primera semana no dijo nada. Se limitaba a quedarse sentada, contemplándose las manos. La segunda semana, un día de repente dijo:
—Que venga el viento.
—¿Qué? —dije yo.
—Que vengan las aguas. Rasgad sus cubiertas metálicas.
—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué quieres decir?
Me acerqué. Estábamos solas, o casi. Había un vigilante, por supuesto, zumbando suavemente en la pared, cerca de un rincón, grabando cualquier palabra que se pronunciase. Por suerte era de los sencillos, de tipo magnetofón, sin vídeo. Y no estaba programado para códigos, poesía, insensateces, o lo que fuesen esas cosas que decía mi tía. Lo más probable era que se produjese un cruce o que empezase a echar chispas. Me puse muy nerviosa.
Ella levantó los ojos, me miró y volvió a bajarlos en seguida.
—Desenvolved —añadió —. Asid las manos del enemigo para su propia destrucción.
—Creo —dije yo un tanto alarmada— que tendrías que ir con cuidado. Él vigilante es muy rudimentario, quizá no asimile...
—Sueños —prosiguió ella —. Encuentro de mundo contra mundo. No hay amor entre planetas.
El vigilante emitió dos pitidos y luego se fundió.
—¿Lo ves? —dije—. Ya te he dicho...
Mi voz se apagó. Vi que una sonrisa, veloz como una sombra, le cruzaba el rostro. Vi que aguzaba los ojos.
—Atlántida — dijo.
—¿Qué?
La puerta se abrió sin ruido. Era mi madre, que llegaba de las clases de cultura. Miró brevemente a mi tía y luego a mí, y detrás mío vio el aparato de vigilancia con la señal roja de emergencia centelleando intermitente. Sofocó un grito.
—No puedes entrar —dijo mi tía con inesperada sencillez—. Va en contra de la ley.
—¿Qué ley? —pregunté.
—La primera ley de la tercera constitución: "No se reunirán dos o más mujeres en un lugar sin que se encuentre presente un vigilante plenamente operativo o, en su defecto, un número equivalente de hombres".
Tenía razón. Mi madre retrocedió, presa del pánico. Ponía cara de horror.
—Pronto estará aquí la policía —dije yo —. De modo que el número de hombres será equivalente.
—¿Qué ocurre? —gritó mi madre—, ¿Qué está haciendo? ¡Impídeselo!
Mi tía se había puesto de pie y dirigiéndose al centro de la habitación, comenzó a manipular la terminal del ordenador principal. El rostro, concentrado, tenía una expresión de calma. Evidentemente estaba completamente cuerda. Me pregunté a quién le gritaba mi madre.
—¡Lo va a destruir todo!
—Al contrario —replicó mi tía con absoluta claridad —. Esta es nuestra última oportunidad. Si todavía te quedan ojos, úsalos. Mira aquí. Y mira por la ventana.
El ordenador estaba medio desmontado. Ella se hallaba de pie ante el aparato, completamente inmóvil, con los brazos extendidos. Entre sus dedos chasqueó algo. Entonces abrió los brazos. Y vi una cosa que aumentaba de tamaño. Una especie de cuadro.
Vi colinas, colinas bajas y tierras de pastos. Un territorio amplio y vacío que se extendía a lo largo y a lo ancho de muchos kilómetros. No había edificios, no había gente, nada, salvo colinas, pastos, cielo. Me produjo una extraña sensación en la boca del estómago, algo que estaba entre el miedo y el anhelo.
—Mira por la ventana —dijo mi tía de nuevo.
De mala gana, haciendo un gran esfuerzo, obligué a mis ojos a mirar. Había algo en el cielo, una mancha, una oscuridad que se agrandaba a toda velocidad, que venía hacia nosotros. Como una nube gigantesca, una gran ola negra que derramaba tinieblas.
—Es el fin —dijo ella—. Mirad. El mundo se termina. Si queréis vivir, infringid las leyes y venid conmigo. Si no, pereceréis. Elegid.
El otro mundo, el nuevo, crecía entre sus brazos. Colinas, hierba. El cielo de un color tan bonito, puro, radiante, vivo.
Di un paso hacia adelante; luego otro. Era difícil, más que lo que cabría imaginar. En cierto modo morir hubiera sido más natural. Pero elegí, y avancé, y penetré en el nuevo mundo. Creado, programado —que sé yo cuál será la palabra— por una mujer, con ayuda de un ordenador.
Antes de irme miré hacia atrás una sola vez, a mi madre. Pero no existía ni la más remota posibilidad de que viniera con nosotras. Y no se puede obligar a nadie a partir a la fuerza.
En un naufragio
Lisa Tuttle
Lisa Tuttle nació en 1952. En 1974 obtuvo el premio John W. Campbell, concedido anualmente al mejor autor novel. Pasó cinco años en la redacción de un periódico de Austin, Texas, antes de dedicarse total y exclusivamente a la literatura. Entre las obras que ha publicado destacan Windhaven, en colaboración con George R. R. Martin (1981), Familiar Spirit (1983), dos libros infantiles, Catwich, en colaboración con la pintora Una Woodruff (1983), y Children’s Literary Houses, en colaboración con Rosalind Ashe (1984), así como más de cuarenta relatos de ciencia ficción, anticipación, fantasía y horror. Actualmente trabaja en la composición de un Diccionario del Feminismo.
De este relato dice; "Hace casi ya diez años, desde que leí los libros de John Lilly sobre sus tentativas de comunicación con los delfines, que quería escribir un relato cuyo tema central fuesen estos cetáceos. Dos ideas me flotaban por la mente aguardando convertirse en uno o varios relatos. 1) que los delfines poseen efectivamente un lenguaje propio, son extremadamente inteligentes, y capaces asimismo de aprender a hablar una lengua humana, pero que, habiendo experimentado la peligrosa imprevisibilidad de la conducta humana, con su crueldad, su violencia y también su generosidad, tal vez teman dar a conocer esta circunstancia; 2) que para un observador no perteneciente a la especie humana, la humanidad podría no parecer la más interesante o valiosa especie de este planeta".
Josie cantaba. Cantaba una canción de lejanía, de otros mares y otras estrellas, una canción de vida y esperanza, pero también de exilio y de muerte.
Los delfines se iban, sus cuerpos centelleaban plateados en el mar. En tierra firme, viéndoles marchar, Susannah se sintió más que nunca atrapada por su cuerpo humano, lenta, pesada, anclada al suelo, muerta e inútil como una piedra. A diferencia de una piedra, podía pensar, pero sus pensamientos reproducían la salmodia monótona y uniforme de una piedra: se han ido, se han ido, se han ido.
Susannah se despertó sobresaltada con lágrimas en los ojos y el corazón oprimido de angustia. Josie y Elmer están en la piscina, pensó. No se han marchado. Por la mañana los veré. Pero la imagen de los delfines adentrándose en el mar y alejándose de ella permanecía vividamente grabada en su mente, sin que la consolase decirse que no era más que un sueño, porque cuántas veces había anticipado la verdad, al menos sobre los delfines, viéndola en sueños. En cierta ocasión, con bastante timidez, le preguntó a Stan si era una tontería por su parte imaginar que Josie y Elmer (en realidad había querido decir Josie, con quien había establecido una relación casi mágica, pero pensó que Stan consideraría poco científico anteponer un delfín a otro) trataban de comunicar con ella mientras dormía.
—No es ninguna tontería —le había contestado Stan —. Creo que entiendes a los delfines mucho más de lo que tú misma te figuras. Es posible que adviertas detalles, claves ínfimas, subliminales, que tu mente consciente no es capaz de explicar; mientras duermes, tu inconsciente las desentierra, las elabora mediante un sueño y cuando te despiertas, eres consciente de saber algo que en realidad ya sabías a un nivel psicológico más profundo.
Stan era el doctor H. Stanley Mirabeau, reconocido como la primera autoridad americana en estudios de cetáceos. Fundador y director del Centro de Comunicación Humano-Cetácea de Florida, había logrado mantenerlo en funcionamiento durante casi diez años pese a las crecientes dificultades económicas con que topaban todos los proyectos de índole no militar. Y así, pasaba lejos del centro más tiempo del que
hubiese deseado, dedicado a recaudar fondos para sus investigaciones. Había contratado a Susannah seis meses atrás, eligiéndola entre otros candidatos de calificaciones más brillantes a causa de la comprensión e identificación de la muchacha — evidente a los pocos minutos de zambullirse ella en la gran piscina de agua salada— con los dos delfines.
Para Susannah conocer a Josie y a Elmer había sido como un flechazo. Había sido como volver a casa tras largos años de exilio, como encontrar a su gente cuando ya casi abandonaba esa esperanza. Todo lo que le pedía a la vida era que se le permitiese convivir y estar siempre con ellos. Al cabo de pocos días supo que, de los dos delfines, Josie era la preferida. Elmer era indudablemente inteligente, rápido, receptivo... pero en Josie percibía Susannah una mente luminosa, una generosidad de espíritu, una calidad que trascendía los límites y las incomprensiones inevitables entre especies diversas. Tal vez eran amor los sentimientos que Josie le inspiraba. Estando con Josie, Susannah sentía que cualquier milagro era factible. Entre ella y Josie harían posible que los cetáceos y la humanidad se hablasen, harían realidad el sueño de Stan, poniendo fin a lo que el científico llamaba la larga soledad de la vida inteligente.
Y, sin embargo, era una ironía, pensaba Susannah, que su trabajo consistiese en enseñar a los delfines a articular y comprender vocablos ingleses, cuando ella con sumo gusto hubiese renunciado a todo lenguaje humano para sumergirse en su mundo submarino. Anhelaba despertar un día transformada, habiendo perdido la carga agobiante de su pesadez corporal. Como ello no era posible, realizaba su trabajo lo mejor que podía, contenta de que le permitiese pasar largas horas chapoteando con Josie y Elmer, nadando en su compañía, jugando, acariciando aquella piel abrasiva y al mismo tiempo tan sensible, recompensándoles con peces y colmándoles de elogios cada vez que articulaban una palabra nueva y procurando, por su parte, imitar con la mayor exactitud sus gritos, sus chillidos y los chasquidos que hacían con la lengua.
El segundo tema de las investigaciones que se llevaban a cabo en el centro era un estudio del lenguaje de los delfines, si es que se trataba de un lenguaje. Cordón Delafield era el joven lingüista encargado de descifrar, con ayuda de un ordenador, el código de miles de horas de grabación de sonidos emitidos por delfines.
El trabajo anterior de Cordón había sido el estudio de señales recibidas desde el espacio. ¿Eran simples ruidos o se trataba de mensajes? No había logrado descomponerlas descubriendo en ellas modelos repetidos que permitiesen suponer un significado, pero había hallado semejanzas y analogías entre ellas y las canciones de las grandes ballenas, semejanzas excesivas para ser meras coincidencias y que le habían inducido a profundizar en el estudio de los lenguajes cetáceos. Sus primeras conclusiones eran que cierta inteligencia extra-terrestre enviaba señales desde algún punto del espacio para comunicar con los seres inteligentes de la Tierra y que la primera especie elegida para establecer contacto no era la humana. Pero ¿recibían los cetáceos dichas señales? ¿Las comprendían? ¿Se trataba en ambos casos de un verdadero lenguaje, o era más bien un conjunto de signos, como el canto de las aves, destinado a marcar un territorio? A Cordón le obsesionaba descubrir la respuesta a estas preguntas. No se sentía vinculado en absoluto a los delfines que vivían en el centro ni experimentaba hacia ellos afecto alguno. No nadaba jamás con ellos, como hacían Stan y Susannah, ni tampoco jugaba ni intentaba comunicar con ellos directamente. Trabajaba exclusivamente con material de segunda y tercera mano, empleando grabaciones que procesaba con su ordenador. Y, sin embargo, era muy posible, y Susannah lo sabía, que fuese Cordón quien estableciese el primer e innegable contacto intelectual con una especie distinta a la humana.
A la muchacha este detalle le importaba poco. No ambicionaba la fama ni tenía la impresión de estar trabajando en pro de la humanidad cuando enseñaba a Elmer a pronunciar "balón", como tampoco precisaba de un código lingüístico para saber que Josie la quería. Dejando aparte el evidente hecho de compartir un mismo lenguaje con Stan y con Cordón, los dos hombres le resultaban mucho más ajenos, mucho más extraños que Josie y que Elmer.
Susannah pensó en el sueño que acababa de tener y se preguntó cuál sería su significado. ¿Qué trataban de decirle los delfines? ¿Qué sabía ella sin saberlo conscientemente?
Durante toda la semana los delfines se habían mostrado
inquietos, como si esperasen que fuese a ocurrir algo. ¿Qué esperarían? ¿Querrían realmente marcharse, sabían acaso que pronto habrían de marcharse? ¿Habría ocurrido algo que quizás ella hubiera debido saber? ¿Se habrían interrumpido las subvenciones económicas? ¿Tendría problemas Stan?
Susannah estaba temblando. Se incorporó y de la hilera de trajes de baño que pendían como banderas a los pies de su cama cogió el más seco.
Si estuviese en el centro esta semana, Stan le explicaría lo que quería decir aquel sueño. Vio en el reloj digital luminoso que eran las tres de la madrugada y pensó que no podía llamarle a esas horas al hotel donde se alojaba en Nueva York. Lo que la angustiaba no era una emergencia sino una premonición, y podía equivocarse. Quizá los delfines pudieran explicársela.
Al salir de su habitación observó con extrañeza que había luz en la sala principal. Esta insólita circunstancia agravó sus aprensiones. Entró y vio la espalda alargada y flaca de Gordon Delafield inclinada sobre la terminal del ordenador; llevaba puestos unos minúsculos auriculares que destacaban como dos lunares naranja chillón a los lados de su cráneo rapado.
—Cordón —murmuró tocándole en el hombro.
El lingüista dio un brinco, pronunció una palabrota y se la quedó mirando con ferocidad. Tenía los ojos enrojecidos, bordeados de ojeras azuladas a consecuencia de la fatiga. A Susannah le extrañó que no se quitase los auriculares y, levantando excesivamente la voz, le preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás levantando todavía?
—Estoy averiguando el final.
Pensó en los delfines alejándose y el estómago le dio un vuelco.
—¿Ha terminado todo? —dijo asustada.
—Falta muy poco.
—¿Poco? ¿Cuánto falta? ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Ha llamado Stan? ¿Qué te ha dicho?
—No he hablado con Stan.
—Pero... no pueden cerrar el centro así por las buenas. ¿Qué ha ocurrido? Habrá fondos suficientes para que podamos continuar hasta el final de año por lo menos, ¿no?
—¿Qué tiene que ver el dinero?... Oye, no estoy hablando del final del proyecto. Estoy hablando del fin con mayúscula.
Confusa, aturdida, Susannah indicó con la cabeza que no comprendía palabra.
—La guerra —declaró Cordón —. La grande. El fin del mundo. Esta vez hemos ido demasiado lejos. Mira.
Respondiendo a la invitación, Susannah se acercó y por encima del hombro de Cordón vio que los dedos corrían veloces pulsando el teclado.
—Hace un tiempo compré el programa de previsiones más perfeccionado que existe en el mercado y lo retoqué para mejorarlo aún más, para hacerlo más... cauteloso. La mayoría de estos programas dan un 90 por ciento de probabilidad de guerra nuclear cada vez que el ejército ruso cruza una frontera; cada vez que se derriba a uno de nuestros aviones-espía; cada vez que se pronuncia alguna estúpida amenaza. Si tuvieran razón, no hubiéramos sobrevivido a la crisis de Cuba. Pero este programa toma en consideración todos los restantes factores críticos y, además, sus resultados: si no respondimos a aquello con una bomba, quizá tampoco respondamos a esto. He examinado todas las estadísticas de la crisis cubana con este programa y he descubierto que, como máximo, se alcanzó un 75 por ciento de probabilidad de guerra a gran escala. Bueno, me dirás que cuesta poco hacer cálculos retrospectivos, o tal vez este programa sea excesivamente prudente. Pero la bomba que te mata nunca hace ruido, y eso es lo que me tiene tan asustado. Fíjate —añadió señalando el monitor—, la situación mundial hoy... indica un 96 por ciento de probabilidad. Y esta cifra, con este programa, es mucho más que una probabilidad. Podría perfectamente ser una certeza.
Susannah observó con atención la pequeña pantalla, pero las listas y los cuadros que en ella aparecían eran para ella elementos pasivos, meras configuraciones carentes de sentido que destacaban luminosas sobre un fondo verde mate.
—Siento ser tan obtusa —dijo—, pero un 96 por ciento de probabilidades ¿de qué?
—De guerra.
Igualmente desorientada, sacudió la cabeza sin entender.
Cordón alargó un brazo largo y huesudo y desconectó los auriculares de la radio, y en aquel momento Susannah oyó lo que él estaba escuchando: la voz mesurada y solemne de un locutor que daba noticias de heridos, bombardeos, avance de carros de combate y concentración masiva de tropas. Y luchando contra la habitual aversión que le producían las informaciones, se obligó a escuchar esforzándose por comprender. Pero carecía de los elementos necesarios para ello. Deliberadamente ignorante de la situación mundial, prefería vivir replegada en un mundo interior llevando una existencia puramente personal. No podía quebrantar en un momento la costumbre de toda una vida, por importante que fuera la cuestión. Pero como Cordón la observaba esperando su reacción, trató de contestar.
—¿No es... no se refiere... quiero decir no están hablando de Centroamérica?
—De Méjico, para ser precisos — puntualizó Cordón —. A nuestras puertas, por así decirlo.
—¿Quieres decir... que estamos en guerra con Méjico?
—¡Dios Santo! —exclamó echándose a reír—. Eres un auténtico desastre. No tienes ni idea de lo que pasa en el mundo, ¿verdad?
—¿Cambiarían las cosas si la tuviera?
—¡Claro que no! ¡Claro que no! La guerra nos alcanzará a los dos; a ti, que haces ver que no ocurre nada, y a mí, que me empeño en saber más que nadie y antes que nadie. Ni a ti te salvará la ignorancia ni a mí me salvarán los hechos. Lo que estoy intentado decirte, lo que intentaba mostrarte, para que no creas que me he vuelto loco o que me lo invento, es que estamos al borde de otra guerra mundial. Y esta vez será la guerra que ponga fin a todas las guerras. Una catástrofe nuclear. Otras veces hemos estado muy cerca, pero opino que de ésta no escapamos. Los viejos quieren la muerte, y no sólo para ellos. Quieren llevarse consigo a todo el mundo. Y esta vez van a conseguirlo.
—Pues no veo cómo van a lograrlo. La guerra no la quiere nadie.
—¿Y qué sabrás tú? Sólo porque tú y tus preciosos delfines no la queréis... Los inocentes no van a salvarse. También morirán tus preciosos delfines, y todos los pececitos del mar.
Susannah se lo quedó mirando con repugnancia, diciendo que no con la cabeza, rechazando las indeseadas imágenes que sin solicitarlo habían aparecido ante sus ojos. Hija de la era nuclear, no había podido evitar conocer la realidad, no había podido esquivar las pesadillas de ese trágico final, de esa muerte repulsiva. Aunque las palabras de Cordón fuesen crueles y burlonas, vio el dolor reflejado en la cara huesuda y sin pelo del lingüista, y supo que él aborrecía esa espantosa visión tanto como ella. Aborrecía la idea, pero se veía obligada a creer en ella. Cordón y su ordenador le estaban diciendo la verdad.
—Voy a salir —dijo Susannah—. Tengo que comprobar el estado de los delfines. Si me necesitas, estoy en la piscina — se detuvo antes de darse media vuelta y con mayor dulzura añadió—: ¿Por qué no te vas a la cama? El que sepas lo que ocurre no cambiará las cosas.
—¡Pero tengo que saberlas! —exclamó Cordón—. Es mi obsesión... como la tuya es fingir que eres un delfín y que te importa un comino lo que hacemos los humanos. Ya no sirve de nada pretender cambiar a estas alturas. Pronto estaremos todos muertos.
El se volvió hacia el tablero de mandos y Susannah salió al exterior.
Era una noche resplandeciente, con un cielo negro intenso rayado por el fulgor de la estela luminosa que miríadas de cuerpos celestes dejaban al caer. Era una visión psicodélica, esquizofrénica, torturada, como la que Van Gogh pudiera ofrecer de una noche tachonada de estrellas. Era como si todas las estrellas, tornándose fugaces, cayesen ardiendo con el repentino resplandor de un fuego claro y frío antes de extinguirse en la sombra expectante del mar. Susannah estaba pasmada. Contemplaba el firmamento sin acertar a comprender, con una emoción profunda y un extraño regocijo que no lograba explicar.
Gradualmente, a medida que las brillantes estelas desaparecían tragadas por el mar, el magnífico esplendor se fue apagando. Se hizo la oscuridad como se hace el silencio, y de nuevo las estrellas ordinarias, diminutas y distantes, reaparecieron en sus acostumbrados lugares.
Fue entonces cuando oyó Susannah el canto de los delfines. Josie y Elmer vocalizaban su excitación con una melodía misteriosa que le puso los pelos de punta y le formó un nudo de soledad en la garganta.
—¡Eh, muchachos! ¿Qué ocurre? ¿Josie? ¿Elmer? ¿Qué ha sido eso?
En respuesta, a los pies de Susannah, surgió de entre las aguas la cabeza lisa y brillante de Elmer, y el delfín habló, forzándose a emitir por las fosas nasales los ajenos sonidos que harían que ella comprendiera.
—Salir —dijo con un chasquido—. Elmer salir. Estaba Susannah contemplándole estupefacta, cuando a su lado salió la cabeza de Josie, quien, abriendo las grandes mandíbulas a imagen y semejanza de una espeluznante sonrisa humana, dijo:
—Josie salir. Dejar salir.
Susannah se frotó los brazos desnudos; se le habían puesto en carne de gallina. Los delfines hablaban a veces por iniciativa propia. Muchas veces saludaban a Susannah llamándola por su nombre y otras la halagaban con piropos y ternezas para inducirla a jugar con ellos, pero en ambos casos se trataba de respuestas adquiridas, como un perro que se sienta sobre sus cuartos traseros y levanta una pata con gesto de súplica, respuestas aprendidas que en sí no demostraban auténtica aptitud lingüística; Stan se lo había explicado con toda claridad. Pero esto... sobre esto no había duda alguna.
—¿Por qué? ¿Qué queréis decir? —balbució.
Josie dijo:
—Mar.
—¿O sería quizá "mirar"? La pronunciación había sido confusa pero de todos modos ninguna de las dos eran palabras que hubiese oído a Josie anteriormente. Ninguna de las dos eran palabras que ella les hubiese enseñado.
Frotándose aún los brazos, Susannah alzó la vista al cielo y contempló el firmamento iluminado por los distantes puntos de las estrellas. Volvía a estar normal. Aquel breve esplendor podía haber sido un sueño, podía no haber ocurrido. Pero ella sabía que había sido real y que había significado algo para los delfines, algo que ella no comprendía.
—¿Qué ha sido? ¿Podéis decírmelo?
Elmer emitió un silbido y chapoteó unos instantes antes de zambullirse y nadar como una exhalación hacia el otro extremo de la piscina donde se hallaba la reja que la separaba del mar. Allí salió a la superficie y comenzó a dar saltos en el aire.
—Josie, ¿qué es eso? ¿Qué pasa?
También el delfín hembra se mostraba inquieto y excitado, pero seguía frente a Susannah, mirándola \ haciendo gestos de asentimiento con la cabeza.
Salir —volvió a repetir Josie—. Salir.
—¿Por qué? ¿Han sido esas luces? ¿Tienen algo que ver esas luces? —la apremió Susannah describiendo un arco con la mano. En respuesta a esa pregunta, Josie saltó con un brinco completamente fuera del agua y con todo su cuerpo hizo señal de que sí.
—¿Pero qué es?
Tenía que existir algún modo de entender aunque Josie no supiera expresarlo con palabras. Y con igual celeridad con que se le ocurriera este pensamiento, Susannah se zambulló en la piscina.
El agua era para ella como una segunda piel. Tendió los brazos y Josie se acercó presurosa a recibir su abrazo. Como de costumbre, el mero contacto físico con el delfín la sosegó. Apoyó la cara en el liso y brillante costado de Josie y deseó algo más que simple consuelo físico. Anheló comprender.
Oía a Elmer llamar a su pareja. Al cabo de tantos meses de trabajar con los delfines, aunque los chasquidos de la lengua y sus silbidos siguiesen resultándole incomprensibles, percibió con inconfundible claridad la urgencia agazapada bajo esos sonidos, urgencia manifiesta en la tensión, en la mal contenida excitación de los movimientos de Josie. Esperaba, ambos delfines esperaban que ocurriese algo, algo que les asustaba un poco y que, sin embargo, aguardaban con ilusión.
Entonces cayó en la cuenta de que no era sólo Elmer quien llamaba a Josie desde la reja. Había otras voces que se fundían unánimes, otros delfines próximos que desde mar abierto llamaban a sus congéneres en cautividad.
Los delfines salvajes se habían acercado en otras ocasiones, aunque hacía varios meses que no aparecían. Durante las semanas iniciales del proyecto su presencia había sido constante; agrupados junto a la reja, llamaban a Elmer y a Josie, aguardando impacientes su respuesta. Al cabo de cierto tiempo, a los delfines salvajes debió tranquilizarles comprobar — o al menos eso era lo que Susannah deducía— que Elmer y Josie no encontraban excesivamente insoportable su cautiverio, y se habían alejado. ¿Qué significaría el que hoy hubiesen regresado? ¿Qué sabían? ¿Señalarían las luces del cielo el fin de la alianza con los humanos? ¿Tendrían esas luces algo que ver con la guerra?
A pesar de la temperatura tibia del agua, Susannah sintió un escalofrío. Con un movimiento de liberación que Susannah no trató de impedir, Josie escapó al abrazo de la muchacha. Mirando en dirección de la reja y con el coro de delfines sonándole en los oídos, Susannah se preguntó si la guerra de la que Cordón le había advertido ya habría estallado. ¿Sería posible que aquellos hermosos y brillantes fuegos celestes fuesen armas?
Salió de la piscina y echó a correr hacia el interior, encontrando a Cordón exactamente en la misma postura en que lo dejara.
—Cordón, ¿qué ha ocurrido? ¿Ha empezado la guerra?
—En los últimos quince minutos, no —contestó levantan do la vista; y con fatigada sorpresa agregó—: Creía que no te interesaba.
—Quiero... Hemos de poner en libertad a los delfines. Los labios de Cordón se entreabrieron con una amarga sonrisa.
—Eso no les salvará. ¿Qué crees tú que es esta guerra? No pueden librarse de ella, ni nosotros tampoco. Poco importa lo lejos que se adentren en el mar. Ningún lugar es seguro. Lo importante no es sólo el sitio donde caen las bombas, ¿sabes?; lo importante es lo que sucede después, los efectos que tienen lugar en el clima, en la temperatura, en la atmósfera. Pueden producirse cambios tan sustanciales que toda forma de vida marina quedaría aniquilada. Por mucho que naden, hija, tus delfines no escaparán a la muerte.
—Quieren salir —repuso Susannah con aspereza—. Me han pedido ellos que los deje salir; no ha sido idea mía. Junto a la reja hay una manada de delfines salvajes que les llaman. Están muy excitados.
—¿Excitados?
—Sí. No están asustados... —pero se interrumpió, insegura de que sus palabras fuesen ciertas, dándose cuenta de que en realidad ignoraba lo que sentían los delfines, puesto que no podía compartirlo. Y añadió—: Creo que hemos de dejarles salir porque ellos así lo quieren. Ya sabes el empeño de Stan de que no se les trate como meros objetos de estudio sino como colegas que colaboran en el experimento. Si los dejamos ahí encerrados en contra de su voluntad y mueren...
—Bueno, bueno —contestó Cordón alzándose de hombros—. Como tú digas. Si estoy equivocado... nos despedirán a los dos por irresponsabilidad y negligencia. ¿Y qué? Si tengo razón, de nada les va a servir escapar a tus preciosos delfines, pero al menos morirán entre los suyos, libres.
Y componía ya en el teclado del ordenador el código que abriría la reja, cuando ella le detuvo.
—Un momento. Espera. Quiero... dame solamente tres minutos.
El la miró fijamente, con expresión penetrante.
—No puedes irte con ellos, Susannah. Eso no es para ti.
—Déjame despedirme de ellos a mi manera. Sólo tres minutos — repitió ella rehuyendo su mirada, y sin aguardar respuesta salió de la estancia.
Cordón se había dado cuenta; pensaba, en efecto, huir con los delfines y no estaba dispuesta a darle ocasión de que la disuadiera de lo que era ya una irrevocable decisión. Sí, ya sabía, sería una cosa irracional, seguramente imposible, pero ¿por qué habrían de impedírselo estas consideraciones? De ser cierto que el fin del mundo estaba tan próximo, las razones y argumentos ordinarios carecían de valor. Preferiría ahogarse en compañía de los delfines, preferiría morir de hambre, de frío, de agotamiento, que quedarse sola en tierra firme durante el resto de sus días. Antes de morir cumpliría su deseo y sería un delfín. Moriría con ellos. Como dijera Cordón, moriría entre los suyos, libre.
Josie la oyó llegar, Susannah jamás había logrado sorprender a los delfines, y salió a su encuentro cruzando la piscina como una exhalación y gritando:
—Salir, salir, salir.
—Sí, vamos a salir. ¡Vamos a salir juntas! —repuso Susannah al tiempo que se zambullía en la piscina.
Pero esta vez Josie no la esperó y retrocedió nadando hacia la verja con una impaciencia que removía las aguas coronándolas de espuma.
—Josie, eh, Josie, le he dicho a Cordón que abriera la reja.
Dentro de un minuto estaremos fuera... pero, espérame, yo también voy.
Se dio cuenta de que estaba balbuceando y como que, aunque Josie lograra oírla entre el griterío de los otros delfines tampoco la entendería, decidió conservar las fuerzas para nadar, resuelta a llegar a la reja antes de que se abriese. No toleraría que se fueran sin ella.
Las lucecitas verdes del borde superior de la reja empezaron a emitir destellos intermitentes. Susannah pasó los brazos por el cuello de Josie, y el delfín se oprimió cariñoso contra ella y sumergiendo la cabeza en el agua propinó un suave golpe a la reja justo en el momento en que ésta se abría.
Con incontenible impaciencia o temeroso tal vez de que la reja volviese a cerrarse, Elmer se precipitó por la abertura a toda velocidad. Susannah sintió el anhelo de Josie por seguir a su pareja, pero también su afecto por ella, implícito en la ausencia de toda tentativa por librarse de su abrazo. Josie pronunció entonces el nombre de Susannah y luego el suyo. La muchacha nunca había enseñado a los delfines a despedirse.
—Está bien, está bien —dijo Susannah —, no vamos a separarnos. Voy a irme contigo.
Se apartó de Josie, nadó hacia la reja y pasando por la abertura se encontró en mar abierto. Al instante tenía a Josie a su lado, dando vueltas alrededor suyo y propinándole ligeros empujones para que regresara.
Asustada y al mismo tiempo vigorizada por sentirse en medio del océano en plena noche, Susannah se echó a reír mientras decía a gritos:
—No te preocupes, Josie; sé muy bien lo que hago. Vosotros habéis vivido un tiempo entre humanos; ahora quiero devolveros yo la gentileza.
Y continuó nadando, ignorando los esfuerzos de Josie para obligarla a volver atrás. El saberse una excelente nadadora y sentirse rodeada de delfines le infundía confianza para continuar.
Pese a la oscuridad, vislumbró numerosas cabezas alargadas, de piel lisa y brillante, emergiendo Centre las olas, y notó que los delfines pasaban por su lado y la rodeaban sin tocarla, percibiendo su presencia y tratando de comprenderla. Y supo por los silbidos y chasquidos que emitían que les extrañaba ese cuerpo humano que había decidido desplazarse con ellos. Había perdido el rastro de Elmer, confundido en la oscuridad con el resto de la manada, pero Josie se mantenía cerca, vigilándola, cuidándola. Ello la emocionó, le infundió aliento y se sintió feliz, feliz como nunca lo había sido por hallarse integrada en un grupo de seres que consideraba realmente como suyos.
De repente desaparecieron. Todos. Incluso Josie. Estaba completamente sola. Fue tal el pánico que se apoderó de ella que no podía nadar. Estaba sola, completamente sola en aquel vasto océano, oscuro, peligroso. Dominada por la angustia se hundió, tragó agua y salió a la superficie tosiendo, medio asfixiada, chapoteando frenética. Guiada por el instinto de supervivencia, se encontró de nuevo a flote moviendo rítmicamente los brazos y las piernas. Sabía que no se ahogaría, pero su sentido de la orientación, habitualmente certero, la había abandonado por completo. No obstante, al cabo de un momento, localizó las luces del centro y ello le devolvió el equilibrio interno y el sosiego. Sólo tenía que nadar alejándose de la costa y los delfines la encontrarían. No podía creer que Josie la hubiera abandonado. Su intención no había sido más que asustarla para que regresase, y es posible que tan brutal recurso hubiese dado resultado si Susannah hubiese creído que regresar valía la pena. Pero no lo creía. No tenía nada ni a nadie a quien regresar; prefería morir, pero sabía que Josie no lo permitiría.
Cuando Josie volvió, lo hizo sola. Al menos eso le pareció a Susannah, pues de haber otros cetáceos en las inmediaciones, se mantenían fuera del limitado campo sensorial de la muchacha. Notó en la actitud de Josie una aprensiva tristeza que la dejó preocupada, aunque era tal su gratitud por la presencia del delfín que borraba cualquier otra sensación. Josie dejó que Susannah se apoyase en su lomo y la muchacha se dejó llevar, descansando de la fatiga del nadar, pero Josie, en lugar de arrastrar a Susannah, avanzaba con gran lentitud, como deseando dejar abierta la posibilidad de que regresara a la playa.
Susannah estaba muy cansada. Sabía que podía continuar nadando mucho rato, pero se sentía mental y emocional-mente exhausta. En aquel estado de agotamiento, sola en la inmensidad del mar y sumida en las tinieblas de la noche, perdió la noción del tiempo y se borraron los límites entre la vigilia y la somnolencia, entre la vida y los sueños. ¿Adonde iban los delfines? ¿Podría marcharse con ellos o seguía aún soñando?
Mecida por las olas, apoyándose en Josie para mantener la cabeza a flote, Susannah oprimió la cara contra la del delfín, notando su piel, notando los movimientos de sus fosas nasales al respirar. Casi podía oír los pensamientos del delfín. Ya que no un mismo cuerpo, compartían al menos el mismo sueño. Antes, pasar la noche en el agua le hubiese parecido anormal, equivocado, pero Susannah sabía que no corría ningún riesgo; sabía que podía confiar en Josie, sabía que Josie cuidaría de ella y la protegería de todo peligro. Los cetáceos siempre se ayudaban: cuidaban de sus enfermos, les hacían compañía, prestándoles no sólo socorro físico sino apoyo moral. A veces arriesgaban hasta la vida, llegando incluso a morir antes que abandonar a un compañero.
Pero ¿dónde estaban los compañeros de Josie? Susannah sintió un estremecimiento, un escalofrío interno de temor. Imaginaba que los restantes delfines permanecían junto a Josie, de igual modo que Josie permanecía junto a ella, mas no había sido así. ¿Adonde se habrían marchado? ¿Había acaso obligado a Josie a elegir entre la vida al lado de los delfines o una muerte solitaria junto a ella? ¿Qué sabían los delfines que ella ignorase, que Josie no pudiese decirle?
Josie cantaba. Más que un canto en lengua de delfines era un canto soñador, completamente distinto y que, sin embargo, resultaba curiosamente familiar. Y al escucharlo, Susannah empezó a comprender lo que significaba. Mecida por las aguas oscuras, anclada a la vida merced al sólido cuerpo de Josie, invadida su mente por aquella melodía, quizá soñaba. Quizá Josie la hacía soñar.
En ese momento tuvo conciencia de otras presencias, de otras inteligencias, no sólo en el mar, a su alrededor, sino también lejos, muchísimo más lejos de allí. Ni las veía ni las oía y, sin embargo, sabía que estaban, las palpaba con una sensación no táctil pero claramente definida, que, según sabía, era corriente en los delfines. Esos otros seres, esos seres remotos, notaba que eran diferentes de los cetáceos que conocía, aunque las diferencias eran imaginables. Vivían en otros océanos, a la luz de otro sol y ofrecían a sus compañeros amenazados por la catástrofe y la destrucción un nuevo hogar alejado y seguro. Les enviaban un mensaje de despedida y los medios para hacer posible la huida. Estaban esperando. Ya quedaba poco tiempo.
Josie cantaba una canción de adiós despidiéndose de Elmer y de sus hermanos, deseándoles un viaje feliz y todas las aventuras en la nueva vida que iban a emprender. A ella le quedarían los recuerdos para seguir cantando, para no sentirse sola antes de que le sobreviniese la muerte inevitable. Sabía el riesgo que corría, pero había elegido no partir para cuidar de su indefensa y solitaria compañera.
Susannah quería llorar, por el amor de Josie y por su propio egoísmo. Pero las lágrimas eran una complacencia y una pérdida de tiempo. Tal vez no fuese aún demasiado tarde para darle a Josie la oportunidad de vivir.
Apartarse del cuerpo querido y conocido de Josie para regresar a nado a la costa lejana era para Susannah como obligarse a penetrar de nuevo en una pesadilla; pero lo hizo. Notó que Josie nadaba a su lado, pero no podía desperdiciar ni las fuerzas ni el aliento para obligarla a marcharse.
Josie seguía cantando. ¿Continuaría ella soñando? De ser así, tratábase de un sueño que ambas compartían. A todo su alrededor, el mar, que era de tinta, se tornó de oro fundido al emerger de las profundidades las luces, brillantes burbujas que se elevaban hacia los espacios siderales, transportando cada nave a un delfín o una ballena, conduciéndoles a sus nuevos hogares en otros mundos remotos.
Susannah ignoraba dónde y cuándo acabó el sueño y comenzó la vigilia; lo único cierto fue que al cabo de un tiempo se encontró en tierra. El canto de Josie se había tornado silencio y Susannah, contemplando el mar negro y vacío, esperó en absoluta soledad a que llegase el final.
El Despertar
Pearlie McNeill
Pearlie McNeill es una escritora australiana que actualmente vive en Inglaterra. "Empecé a tomarme mi trabajo en serio y a considerarme fundamentalmente una escritora a últimos de los años 70. A partir de ese momento me dediqué a adquirir experiencia trabajando en el campo editorial como distribuidora, librera, editora, directora de publicaciones y correctora de estilo. Mi consagración literaria la constituyó la retransmisión radiofónica de una obra de teatro que escribí sobre la experiencia de la locura de una mujer. Vivo en Londres formando una unidad familiar con mi compañera, su hija de corta edad y el menor de mis hijos, un chico de dieciséis años."
De El despertar dice.- "Llevo escribiendo o retocando este relato unos nueve años. En realidad, la primera parte ha sufrido escasos retoques, siempre ha permanecido básicamente igual, y en conjunto debo decir que el resultado final me parece satisfactorio. La segunda parte, en cambio, ha sufrido innumerables modificaciones, adoptando diversas variantes ligadas generalmente a mi estado de ánimo en el momento de escribirlas. Me he dado cuenta de que seguramente podría reescribir este cuento ad nauseam, sin sentirme nunca enteramente satisfecha de la trama y del desenlace, lo cual posiblemente refleja mi creciente pesimismo sobre el estado de la sociedad en que vivimos".
Lucy lo veía desde la ventana de la cocina. Una masa inmensa, a punto de desovar, saturada de contaminación, cuajada de costras que supuraban podredumbre. De vez en cuando sucumbía otro árbol agonizante; con un amortiguado gorgoteo, el tronco se hundía despacio, quedando visibles tan sólo los escasos restos de follaje envueltos en espesos racimos de burbujas congestionadas de espuma purulenta, grotesca imitación de los adornos de un abeto decorado para las fiestas navideñas.
Antaño había sido un río. El río Hawkesbury. ¿Qué aspecto tendría entonces? ¿Miraría alguien por esta misma ventana, contemplando las barcas de vela deslizarse esbeltas por la mansa corriente? ¿Serían azules sus aguas, habría peces? ¿Se oirían los chillidos de las aves que revoloteaban en el cielo?
Por fortuna la casa estaba situada a cierta altura, dominando la suave pendiente del valle. Era una construcción sólida, incrustada en la ladera como una dentadura postiza en unas encías viejas, cansadas. La había edificado, hacía ya años, un matrimonio de edad que conservaba recuerdos queridos de aquel río.
Lucy se consideraba muy afortunada por haber comprado la casa a tan buen precio. Había habido gastos, por supuesto; las obligadas alteraciones estructurales impuestas por las normas de descontaminación inmobiliaria resultaron bastante costosas, pero habían valido la pena.
Se apartó de la ventana y se detuvo junto al arco de entrada que daba paso al salón. El indicador de contaminación emitía potentes señales. Lucy observó las cifras del contador que indicaban los niveles de esa mañana. Diez, y subiendo. Tras colocar el contador a cero, Lucy corrió a comprobar si había dejado algún producto peligroso en la" mesa de la cocina o en las encimeras. Al no encontrar nada, cerró las dos puertas de la cocina, pasó los pestillos, los aseguró con las abrazaderas, y puso en marcha el equilibrador eotérmico colocando la aguja en posición diez.
A continuación fue a inspeccionar el cuarto de baño. Todo en su sitio: las toallas en la campana solar, los efectos personales en el armarito de aislamiento, nada por el suelo, grifos en posición de presión de vapor, ambas puertas cerradas y pestillos asegurados. Al accionar Lucy el interruptor se oyó un débil sonido palpitante, apenas perceptible; nunca había llegado a decidir si el equilibrador geotérmico del cuarto de baño zumbaba o burbujeaba.
Los dos dormitorios le ocuparon poco rato. En el momento que comprobaba el último interruptor, sonó la señal de alarma del tablero de mandos de comunicación. Con una rápida ojeada a su reloj digital y diciéndose que había terminado a tiempo por un pelo, Lucy desconectó la alarma, oprimió el pulsador que indicaba fuera de peligro e instantáneamente apareció en la pantalla el rostro barbudo de Tony, el técnico de comunicaciones.
—Buenos días, Lucy —le dijo sonriente.
—Hola, Tony —contestó Lucy con una cálida sonrisa.
Tony, el técnico en comunicaciones, manipuló varias teclas y botones de un panel que tenía a su lado. Mirando luego a Lucy y enarcando levemente las cejas le dijo:
—Creo que habrá que cambiar el trinquete del equilibrador geotérmico de tu cuarto de baño, Lucy. Todos los demás contadores de tu casa están correctos. Doy aviso al servicio de mantenimiento para que te pongan en lista para hoy. ¿En qué procedimiento de tarea estás?
—Todavía en Bellas Artes, Tony, de modo que estaré en casa todo el día.
—Perfecto. Te paso con la Red de Circuitos de Identificación. Hasta luego. Que tengas un buen día.
Antes de que Lucy tuviera tiempo de contestarle, había desaparecido. La imagen de la pantalla se difuminó durante un par de segundos y en su lugar aparecieron unas líneas onduladas que rápidamente se estrecharon dando lugar a tres nítidas líneas rectas. Lucy oprimió la tecla de "registro" de su tablero de mandos, aguardó a que apareciese en pantalla la señal luminosa amarilla y entonces se dispuso a componer la información destinada a su Red de Circuitos de Identificación.
EXPEDIENTE N LUCY/ARTISTA/MADRE SOLTERA/
UNA HIJA/HORNSBY
6904328643
DOMICILIO: WHELAN PASS/EAST CÓRNER/
VIA HORNSBY/N.S.W.
CÓDIGO: AZUL. ZONA: CUATRO
Lucy releyó el texto comprobando que no hubiese errores y luego oprimió el botón de grabación. La información desapareció de la pantalla, siendo reemplazada por otro rostro sonriente, el de Steve, director del Departamento de Recursos.
—¿Cómo estás, Lucy? —la saludó.
—Muy bien, Steve. ¿Y tú?
—Bien también, gracias. ¿Lista para las noticias? Lucy asintió con la cabeza preguntándose en el momento en que realizaba ese gesto qué ocurriría si un día contestaba que no. Seguramente Steve actuaría como siempre, haciendo ver que no la había oído.
Apareció el primer bloque de noticias. Colocó el regulador de velocidad del sintonizador en posición lenta y el texto comenzó a cubrir la pantalla subiendo lentamente desde la parte inferior del monitor. Oprimió el botón del tablero de mandos que variaba la posición de su asiento, dejándolo en "parcialmente reclinado", y se instaló cómodamente mientras empezaba a leer.
CIUDAD DE HORNSBY. BOLETÍN DE NOTICIAS LUNES, 12 ABRIL
1.
SE DESCUBREN LOS CADÁVERES DE DOS JÓVENES.
El oficial de Seguridad Ciudadana Mark ha hallado esta madrugada en la zona boscosa del norte de la ciudad los cuerpos sin vida de dos adolescentes. Se cree que las dentelladas que aparecen en los cadáveres pertenecen a un reptil de grandes proporciones, posiblemente el mortífero lagarto jorobado. Los padres de los muchachos denunciaron anoche su desaparición, al no informar ellos de su paradero después de la jornada escolar. SE SOLICITA A LOS CIUDADANOS QUE MUESTREN ESTA NOTICIA A TODOS LOS JÓVENES DE EDADES COMPRENDIDAS ENTRE DOCE Y VEINTE ANOS. STOP. STOP.
Lucy apretó los labios al terminar de leer esta información. No tenía tiempo de reflexionar sobre ella porque ya el segundo bloque aparecía en pantalla.
2.
ESTRATEGIA ANTICONTAMINACION INFORMACIÓN ESPECIAL.
El Departamento de Estrategia Asistencia! Ciudadana comunica esta mañana que el programa de adiestramiento organizado a finales del año pasado por dicho departamento ha obtenido resultados altamente positivos. De los 2.000 ciudadanos seleccionados para tomar parte en dicho programa, 1.420 podrán solicitar la admisión en el plan de regreso al lugar de residencia habitual, previa obtención del certificado de capacitación que será extendido por los organizadores del programa a finales de esta misma semana. Se estima necesario que las 580 personas restantes prolonguen el programa de adiestramiento hasta que quede suficientemente garantizada su propia seguridad. La lista de admisiones puede consultarse a través del Departamento de Recursos.
3.
SOLICITUDES DE INSCRIPCIÓN PARA EL TURNO DE REPRODUCCIÓN.
Los padres que deseen inscribir a una hija en el próximo turno de reproducción deben efectuar la solicitud antes de fin de mes, haciendo constar nombre y apellidos de la solicitante así como el número de expediente de la madre. Las solicitantes deben tener una edad comprendida entre los quince y los dieciocho años. En caso de tener dieciocho años, sólo se aceptarán las nacidas en fecha anterior al 30 de abril. Se comunica a los padres que todas las solicitantes serán sometidas a un exhaustivo examen médico con objeto de comprobar su excelente estado de salud física, mental y emocional, y además se les aconsejará iniciar un curso de adaptación especial a fin de llevar a cabo con absoluta idoneidad esta importante tarea social. Las solicitantes deberán haber realizado tres cursos completos de gimnasia superior, dos como mínimo de estudios obstétricos y ginecológicos y cuatro de puericultura. Las solicitantes deberán asimismo presentar una redacción que será calificada por el Comité de Selección. El tema de dicha redacción será el siguiente: EL GRAN HONOR QUE SIGNIFICA SER SELECCIONADA COMO REPRODUCTORA. Las solicitantes serán informadas de la decisión del Comité de Selección al término de la reunión del mes de julio que con tal fin celebrará éste.
Lucy miraba fijamente la pantalla. Bruscamente, con un gesto involuntario, notó que enderezaba con rigidez la columna vertebral y se inclinó hacia adelante para asir con ambas manos el tablero de mandos. Procuró centrar la atención en la pantalla, pero las palabras que en ella aparecían carecían de significado. Tengo que dominarme, pensó. Se obligó a reclinarse en el asiento y, para ayudarse, cerró los ojos al tiempo que efectuaba lentas y profundas inspiraciones.
4.
INFORME DE LOS CENTROS COMERCIALES DE LA CIUDAD DE HORNSBY.
Nivel de contaminación de la ciudad a las 5 de la madrugada, once, y estable. Se ruega a los ciudadanos recordar que la información previa ofrecida el viernes pasado ha tenido que ser modificada debido a las fuertes lluvias contaminantes caídas a lo largo del fin de semana. Las zonas 1,3 y son utilizables solamente durante períodos limitados. Se ruega a los ciudadanos emplear máscaras anticontaminación con reservas de oxígeno en cualquier ocasión que deban abandonar el recinto de su vivienda. En las zonas 2, y 6 queda terminantemente prohibida toda actividad exterior. Los centros comerciales de la ciudad no podrán ser utilizados hoy, pero la información relativa a los mismos para mañana es la siguiente:
Código: Rojo. Zona número 3: Centros comerciales utilizables durante todo el día, excepto en la zona norte de la ciudad, donde no han finalizado todavía las tareas de descontaminación. Código: Negro. Zonas números 1 y 4: Centros comerciales utilizables mañana por la mañana exclusivamente. Los datos para la Red de Circuitos de Identificación deberán presentarse antes de la 1.30 del mediodía. ¡NUESTRO OBJETIVO ES LA SEGURIDAD DE TODOS LOS CIUDADANOS! ¡FACILITAD NUESTRAS TAREAS PRESTÁNDONOS VUESTRA COLABORACIÓN!
Nuestro único interés es vuestro bienestar. Os deseamos un buen día, ciudadanos.
Lucy apagó el televisor, recorrió con la mirada el cuarto de estar y de una estantería próxima cogió una pequeña máscara protectora, se la colocó de forma que le cubriese la nariz y la boca y salió de la casa cerrando con pestillo la doble puerta vidriera de la entrada.
Bajó corriendo por el sendero; las gruesas botas que calzaba golpeaban rápidas el suelo con un rítmico bom, bom, bom. Al llegar junto a su taller se detuvo y se encaramó a un saliente de roca. La abrasiva solidez de la piedra arenisca le produjo una sensación de sosiego y bienestar.
Tenía que reflexionar sobre todas estas cosas. Era inútil seguir rechazando sus sentimientos. No eran sólo los pensamientos incómodos lo que la preocupaba; era el hecho mismo de haberlos permitido lo que verdaderamente la angustiaba. Hasta ese momento Lucy jamás había cuestionado las directrices ni las decisiones de la Administración; siempre se había esforzado por ser una buena ciudadana: su trabajo era conocido y respetado, contaba con numerosas amistades, tenía una vida llena y satisfactoria. Desde la muerte de Eric, su vida giraba en torno a Nancy y a su trabajo, y Lucy había demostrado ser capaz de desempeñar a la perfección las tareas de madre y de artista. Después de Eric no había habido ningún hombre en su vida y, a veces, al pensar en ello, se sentía culpable. ¿Cómo hubieran sido las cosas si Eric no hubiese muerto? ¿Hubiesen seguido siendo tan felices como lo fueron? ¿Le había proporcionado la muerte de Eric la independencia que, sin saberlo ella misma, tanto necesitaba? Esa etapa de su vida había terminado, y no lamentada nada de ella; bueno, al menos ahora ya no.
¿Qué hubiera pensado Eric de su hija? Su fotografía, en un pequeño marco dorado, seguía estando en la mesa de Nancy, aunque ella rara vez hacía ya preguntas sobre su padre.
Lucy sospechaba que a Eric todo este asunto le habría disgustado tanto como le disgustaba a ella. Si pudiera sentirse orgullosa... De hecho, se suponía que así debía sentirse, pero curiosamente sus sentimientos se negaban a coincidir con la situación. Simplemente, no quería que su hija fuese una "reproductora", punto y aparte. Lucy se tapó la boca con la mano al darse cuenta del nuevo pensamiento que había tolerado. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Cómo se atrevía a pensar tal cosa?
Cinco años atrás no tenía ni una sola preocupación. Cinco años atrás. Debió ser entonces más o menos cuando ese sujeto, el doctor Walter, había tenido la brillante idea de presentar su proyecto de turnos específicos de reproducción. El individuo lo llamaba el parto de su ingenio, y Lucy no había captado la ironía implícita en tal expresión. Hasta el momento sólo había habido cuatro grupos de "reproductoras". ¡Cuatro grupos de treinta mujeres jóvenes en cinco años! ¡Hasta le habían concedido la medalla al Mérito en la Protección de la Vida Humana! Lucy agitó lentamente la cabeza intentando hallar sentido al absurdo de la situación. ¿Cómo había permitido la Administración poner en práctica tal proyecto?
Cada reproductora debía compartir a su hijo con un cierto número de personas designadas por el Comité. Lucy sabía que en algunos casos la cifra sobrepasaba el centenar de personas. ¿Era posible imaginar a cien personas pretendiendo compartir la vida de un solo bebé? Y si los resultados del proyecto eran realmente tan satisfactorios, ¿por qué no se hablaba con mayor frecuencia de ello en los boletines de noticias? Las únicas veces que aparecía mencionado en las informaciones era cuando se convocaba el concurso abriéndose el plazo de inscripción para la presentación de solicitudes.
No es que opusiera reparo alguno a la participación extra-familiar en la existencia infantil. Sabe Dios que le hubiese venido muy bien un poco de ayuda cuando Nancy era pequeña, hasta la habría considerado como un alivio. Pero de eso a la manera en que se había organizado iba un abismo. ¿Les resultaría doloroso a las reproductoras tener que aceptar que la Administración designase a las personas con quienes debían compartir la existencia del niño? Sólo de pensar en ello Lucy se estremeció. ¿Y la frustración que debían experimentar las jóvenes que no eran seleccionadas? Eran tantas las que anhelaban ser reproductoras, que se preparaban para ello durante tanto tiempo y a costa de tanto esfuerzo...
Nancy, evidentemente, estaba empeñada en serlo. Hacía meses que no hablaba de otra cosa. Lucy sabía que no podía compartir sus dudas y temores con su hija. Al fin y al cabo, a Nancy se la había educado en la escala de valores que ahora con tanta firmeza su hija defendía, y Lucy había contribuido a enseñarle a estimar dichos valores. ¿Qué podía decirle? "Mira, hijita, he cambiado de opinión; ahora pienso distinto sobre algunas cosas... Quizá me he equivocado en lo que te he enseñado durante tantos años..." No, decididamente no era la actitud adecuada.
Lucy ansiaba poder hablar de sus angustias con alguien, pero el riesgo que ello comportaba era excesivo. Sabía perfectamente lo que ocurriría si lo hacía: algún día, de algún modo, la información se filtraría hasta su expediente y una vez que esa primera duda quedase formalmente registrada, su credibilidad, entrecomillada para el resto de sus días, sufriría un daño irreparable.
Claro que siempre le quedaba una alternativa, lícita y perfectamente viable: comunicar al Comité de Selección de reproductoras sus dudas acerca de la madurez de su hija para la maternidad, y su opinión tendría gran peso en la decisión final. Y esta actitud hasta merecería aprobación, puesto que denotaría a una ciudadana responsable, pero lo más probable es que Nancy se enterase de la intervención de su madre y la acción sólo sirviese para minar la confianza existente entre ambas. Además, en el fondo Lucy no tenía el menor deseo de hacer tal cosa.
Pero, al mismo tiempo, ¿cómo podía saber qué era lo mejor para su hija? ¿Y si Nancy se beneficiaba de la experiencia?
Lo más seguro es que su hija cumpliese con todos los requisitos necesarios para ser seleccionada como reproductora y demostrar ser capaz de desempeñar a la perfección las funciones maternales.
¿Temía en realidad por Nancy, o era por ella misma y los sentimientos que pudiese albergar de hallarse en la situación de su hija? ¿Y si Nancy no fuese seleccionada como reproductora? ¿Qué ocurriría entonces?
Quizá, solamente quizá, la capacidad de Nancy de aceptar tal frustración fuese mayor de lo que Lucy imaginaba. Había tantas cosas en este asunto que la preocupaban. No podía flaquear; tenía que ser fuerte, por Nancy; tenía que seguir adelante, como siempre había hecho. No había otra opción.
No le quedaba más remedio que esperar el desarrollo de los acontecimientos.
Además, a lo mejor Nancy cambiaba de idea.
Pero, mientras descorría los pestillos de la puerta del taller, agitó despacio la cabeza. ¿Bromeaba? ¿Quién imaginaría tal cosa?
Una vez en el interior de su taller, Lucy lanzó una mirada en derredor y leyó el indicador de contaminación. Ocho, y bajando. Se quitó la máscara protectora y dirigiéndose al centro de la habitación levantó el paño que cubría la escultura en la que estaba trabajando. Un pálido rayo de sol, atrapado entre las vigas de madera de la claraboya, proyectó un dibujo geométrico en un lado del bloque de mármol. Con dedos expertos y escrutadores recorrió la línea ascendente de la mandíbula. Había algo en esa obra que la desconcertaba, algo relacionado con la forma de los ojos. Era como si ella, la autora, siguiera todavía buscando algo que no había logrado encontrar. Pero ¿qué era? ¿Sería una determinada expresión? Y, sin embargo, cuanto más observaba el rostro de la estatua, más notaba que transmitía un mensaje involuntario, algo que ella no había pretendido comunicar. ¿Seguro que no? No, no. Eran los ojos. Retenían con fuerza al espectador... eran... como... desafiantes.
¡Eso era exactamente! Con los brazos en jarras, boquiabierta ante lo que acababa de descubrir, Lucy dio un paso atrás sin apartar la vista de la escultura. La obra entera rezumaba desafío; esa cabeza erguida, esos labios prominentes, ese mentón decidido.
¡Qué estúpida soy, pensó, lo he tenido ante los ojos todo el tiempo y he estado tan preocupada que no he sabido ver lo que yo misma intentaba expresar!
No pudo determinar si la sensación que sentía era de alivio o disgusto. Lo que era evidente es que no podía continuar su obra en esa línea. Tendría que desfigurarla o destruirla. Como que se trataba de un encargo y lo tenía sobradamente adelantado, no representaría un gran problema. Entre otras cosas, sus costes eran muy bajos; bien pocos días hacía que el director la había felicitado por lo reducido de sus gastos de material. Tendría que elegir otro tema, algo distinto de la figura humana; sería lo más prudente. Lucy miró la hora en su reloj digital. Tenía que tomar una decisión, y rápido. Era un asunto importante y lo sabía muy bien. No podía permitirse el lujo de caer en sentimentalismos; era demasiado lo que estaba en juego. Lucy avanzó hacia la escultura. Con gesto resuelto y sin mirar al rostro, la abrazó por las piernas, apuntaló los pies en el suelo y empujó.
El estallido del mármol sobre las baldosas de piedra arenisca del piso duró un segundo. Lucy se puso de rodillas y enderezó nuevamente la estatua. Después se sentó en cuclillas y observó los destrozos; el golpe había dado el resultado apetecido. Las facciones no contenían ya amenaza alguna: sólo quedaba el ojo izquierdo y una parte de la mandíbula. Alargó un brazo y cogió un cincel. Finalmente satisfecha, se puso de pie. Luego, de repente, se abrazó a su banco de trabajo y estalló en sollozos.
Era la última semana de junio. Hasta el momento, la solicitud de Nancy para el turno de selección de reproductoras no había sido rechazada, pero la cifra de aspirantes había quedado ya reducida de 1.000 a 400.
Lo primero habían sido las pruebas de aptitud física, en las que Nancy no había topado con la menor dificultad. Su talento en los ejercicios de barras había suscitado incluso los comentarios elogiosos de dos de los jueces. Lucy había presenciado la actuación de su hija con creciente angustia. El cuerpo esbelto de Nancy parecía volar saltando de barra en barra y, sin embargo, pensó Lucy con aprensión, quién sabe si esta maravillosa habilidad no va a resultar una de las principales causas de la desdicha de mi hija.
En mayo Nancy se presentó a los exámenes de obstetricia y ginecología. Las calificaciones debían publicarse en los próximos días. Entretanto, a Nancy se le había asignado un puesto de trabajo en uno de los centros de protección infantil existentes en la ciudad. Dichos centros ofrecían alojamiento temporal al personal residente, compuesto por jóvenes de ambos sexos calificados de no aptos para las funciones reproductoras, y albergaban a los niños durante el período necesario para establecer su definitiva situación familiar.
Lucy llevaba unos días observando atentamente a su hija. ¿Comenzaban a manifestarse los síntomas de la tensión a que se hallaba sometida o era que Nancy estaba simplemente fatigada? Las historias que Nancy le contaba de los niños que tenía a su cargo poco conseguían aliviar la angustia y la ansiedad que oprimían a su madre.
Eran tantos los aspectos en que podía criticarse el manejo por parte de la Administración de los asuntos de los ciudadanos; se repetía esta idea constantemente, y cada vez que pensaba en ella surgía una nueva faceta que planteaba dudas y preguntas que no hallaban respuesta. Y aunque no acababa de comprender en profundidad la experiencia por la que estaba pasando, Lucy intuía que había iniciado un camino ideológico del que no podría volverse atrás.
El hijo de Nancy nació el verano siguiente. Informada del nacimiento por un miembro del Comité de Selección de los turnos de reproducción, a Lucy se le comunicó que no era aconsejable su presencia en el pabellón de maternología hasta transcurridos cuatro días después del parto. Como le dijo el miembro del comité, la consideración primordial eran los cuidados y el bienestar de la madre y del recién nacido.
A primera hora de la mañana del quinto día, Lucy se presentó en el pabellón de maternología. La recepcionista la ayudó a desabrocharse las correas de la máscara protectora, le dio un número para que pudiese recogerla a la salida y luego oprimió un pulsador del panel de comunicaciones internas del edificio; a continuación le indicó que esperase. Lucy levantó la vista al oír pasos que se acercaban. Los tres jóvenes designados como "fecundadores" de Nancy se dirigían hacia ella con amplias y cálidas sonrisas. El más alto de los tres, Alan, le señaló hacia el fondo del pasillo y Lucy se apresuró a seguirle. Los otros dos muchachos se quedaron en la sala de espera charlando con la recepcionista.
Hubo que subir tres tramos de escaleras antes de que Alan abriese la puerta de una habitación pintada de un color subido donde estaba Nancy, en cama, sosteniendo con el brazo derecho a su hijo recién nacido.
Extendiendo el brazo libre en gesto de bienvenida, Nancy recibió a su madre con una radiante sonrisa. Algo hubo en aquella sonrisa que hizo surgir en el pecho de Lucy un repentino rayo de esperanza. Ambas bajaron instantáneamente los ojos disimulando la intensidad de sus respectivas miradas. Alan se acercó a la cama, cogió al niño de brazos de Nancy e, indicándole una silla a Lucy, lo depositó en su falda. Lucy se quedó contemplando la carita dormida de su nieto. Tenía una manita cerrada, apoyada en una mejilla, y un pelo oscuro y sedoso que le enmarcaba la frente. Estando allí sentada contemplando a la criatura, Lucy sintió nacer en su interior un decidido propósito: este niño necesitaba no sólo una existencia sino un futuro. Hasta aquel preciso momento Lucy no había admitido, ni tan siquiera a sí misma, que había estado esperando. Tal vez su plan diese resultado. Por Nancy y por el niño tenía que intentarlo.
Pero habrían de pasar otros seis meses antes de que Lucy pudiera poner en práctica el proyecto. El primer problema era Nancy. No es que en realidad su hija fuese un obstáculo; simplemente era más cuestión de cómo y cuándo encontrar un momento propicio para hablar con Nancy y revelarle lo que tenía pensado. Y Lucy tuvo que preguntarse muchas veces si era justo plantear aquel dilema ético a su hija. Lo que había creído vislumbrar en la sonrisa de Nancy, aquella mañana en el pabellón de maternología, ¿justificaba poner en peligro tres vidas?
Las obligaciones derivadas de sus funciones de reproductora absorbían casi por entero la existencia de Nancy. No sólo debía ocuparse del cuidado y bienestar de su hijo sino que, procediendo los tres fecundadores de familias numerosas, Nancy, como es natural, tenía que compartir sus responsabilidades familiares. Y el cumplimiento de tantos deberes poco tiempo le dejaba a Nancy para las largas charlas que acostumbraban a mantener ella y Lucy.
No obstante, los acontecimientos se desarrollaron de tal forma que fue la propia Nancy quien aprovechó una inesperada oportunidad para pasar cierto tiempo con su madre. Darryl sufrió un fuerte resfriado y, utilizando la salud de su hijo como excusa, Nancy pidió permiso para instalarse unos días en casa de su madre, alegando que la ayuda de Lucy en aquella circunstancia sería de incalculable valor tanto para el chiquitín como para la madre. Conociendo las cargas familiares de la reproductora y advirtiendo su patente fatiga, el Comité de los turnos de reproducción no opuso objeción alguna y le concedió la anhelada autorización.
Y así, en el curso de unos pocos días y durante las frecuentes siestas de Darryl, madre e hija descubrieron que compartían las mismas ideas y albergaban unánimes sentimientos con respecto a la Administración. De una vez por todas, Lucy desechó las pocas ilusiones que le quedaban acerca de la sociedad en que vivía y finalmente le dijo a Nancy que por rumores y comentarios se había enterado de la existencia de una pequeña comunidad que vivía aislada en un remoto valle. Ignoraba si sería fácil llegar hasta allá y si serían bien recibidas por sus integrantes, pero opinaba que valía la pena hacer aquel esfuerzo, no sólo por ellas mismas, principalmente por Darryl.
Nancy también opinó que había que correr el riesgo e hizo varias sugerencias sobre las provisiones y el equipo que convendría que llevasen. Era importante el peso y el tamaño de los fardos porque había que contar con las botellas de oxígeno de las máscaras de seguridad y, por supuesto, con Darryl.
Acordaron que la mejor época para realizar la huida sería la primavera, ya que en esos meses los índices de contaminación solían ser los más bajos del año. Ello significaba tener que esperar otros tres meses y Lucy convino con su hija que lo mejor sería no verse demasiado durante ese período para evitar levantar cualquier sospecha.
Pasaron aquellos días tratando de imaginar y solventar cualquier dificultad que pudiese surgir y decidieron que en Lucy recaería la responsabilidad de fijar la fecha de la huida. Se pondría en contacto con Nancy mediante uno de los fecundadores con pretexto de organizar una visita de su hija, quedando previamente establecido que la huida tendría lugar la noche anterior a la fecha mencionada. Nancy, a su vez, debería confirmar a su madre la visita, por lo cual, si Lucy no tenía noticias de ella, sabría que por algún motivo Nancy no podía huir, tal como habían planeado.
Era una noche fría y clara de primavera. Lucy se dirigió furtiva a su taller, descorrió los pestillos de la puerta y entró. Se desabrochó el cinturón que sujetaba las botellas de oxígeno que llevaba a la espalda y aflojó un poco la hebilla para caminar con mayor comodidad. De debajo de una mesa sacó una cesta de mimbre llena de diversos paquetes pequeños de comida. A la luz de una linterna, que después depositó en la cesta, comprobó la hora en su reloj digital. Nancy no tardaría en llegar. Salió al exterior, aguardó unos instantes a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad y luego procedió a buscar un escondite adecuado para esperarla.
Pocos minutos después oía un leve rumor de pasos que descendían despacio por el sendero.
—Por aquí —susurró Lucy.
Nancy llegó junto a su madre y le entregó unos pocos paquetes mientras cambiaba de posición a Darryl en la mochila en que lo transportaba.
—Tenemos que irnos — murmuró Lucy y echó a andar por el camino que descendía serpenteando hasta el valle.
Al principio la marcha no fue fácil porque a Nancy le costaba caminar debido a lo empinado del camino, pero a medida que éste fue allanándose lograron ya avanzar a mejor ritmo. Faltaba poco para el amanecer cuando Lucy propuso detenerse a descansar.
Se pararon junto al tronco de un eucaliptus muerto.
—¿Sospechará alguien de tu ausencia? —preguntó Lucy.
—No, no creo. A Peter le dije que me iba a casa de la madre de Alan, y a Alan le dije que iba a pasar unos días con la hermana de Darren, así que tardarán unos días en descubrir la verdad.
—Perfecto. Mejor será no hablar a menos que sea estricta mente necesario. Podría haber patrullas.
Al salir el sol ambas mujeres dormían profundamente. Darryl, agarrado al pecho de su madre, estuvo mamando y luego durmió toda la mañana.
Transcurrieron casi dos semanas antes de que las descubriera una patrulla fronteriza. Lucy recibió un disparo en el cuello al interponerse para intentar proteger a Nancy y al niño.
Ocurrió todo con tanta rapidez que Nancy no tuvo tiempo de nada. Cayó de rodillas junto a su madre, a tiempo de oírla musitar:
—Teníamos que intentarlo, Nancy —y en voz ya más baja, porque se desangraba por la herida del cuello, repitió—: Teníamos que intentarlo.
—Calla, mamá, calla.
Nancy no podía creer que su madre estuviera agonizando. Buscó en los bolsillos de su chaquetón un pañuelo con que contener la hemorragia. Por fortuna no vio al soldado alzar el fusil y apuntar. El tiro le destrozó la cabeza y cayó atravesada sobre el cuerpo de Lucy casi asfixiando a su hijo que quedó emparedado entre dos cadáveres calientes.
Darryl fue rescatado sin sufrir daño alguno y conducido al centro de protección infantil más próximo.
A la mañana siguiente la Administración narraba el suceso de la muerte de ambas mujeres de la siguiente manera:
CIUDAD DE HORNSBY. BOLETÍN DE NOTICIAS. 23 DE OCTUBRE.
Los oficiales de Seguridad Ciudadana Wayne y Mark han hallado esta madrugada los cadáveres de dos mujeres en la zona boscosa próxima al río conocido antiguamente con el nombre de Hawkesbury. Las heridas descubiertas en ambos cadáveres coinciden con las dentelladas producidas por un gran lagarto jorobado. La denuncia de otras víctimas confirma la existencia en dicha zona de al menos un ejemplar de tan mortífero reptil. SE ACONSEJA A LOS CIUDADANOS NO ABANDONAR POR NINGÚN MOTIVO EL PERÍMETRO DE SEGURIDAD AL NO PODER GARANTIZARSE LA VIGILANCIA ABSOLUTA DE DICHO SECTOR.
Una de las mujeres, Lucy, era una especialista en Bellas Artes y se cree que ella y su hija Nancy habían salido a recolectar hojas, ramas y otros elementos para emplearlos en una reproducción de la Naturaleza que iba a servir de fondo a la próxima exposición de Lucy. Nancy era una de las aspirantes seleccionadas en el turno de reproducción del pasado año, y su hijo Darryl ha sido felizmente trasladado a un centro de protección infantil.
El boletín continuó ofreciendo otras noticias.
Palabras
Naomi Mitchison
Naomi Mitchison, autora de más de setenta libros, participó activamente en tareas de planificación familiar y a en 1930, siendo una de las fundadoras del Centro de Control de la Natalidad de North Kensigton. Ha tenido siete hijos, de los que sobreviven cinco, y actualmente tiene cinco biznietos. Posee "una larga trayectoria " de participación en la política socialista y se halla estrechamente vinculada con Botswana, país en el que es miembro activo del Bakgatla. Se encuentra actualmente "un tanto distanciada de las principales corrientes feministas. Jamás he sido tratada en ningún sentido como un ser inferior por mis amistades o parientes masculinos, pero debo admitir que prefiero que sean ellos quienes reparen el coche y eluciden por mí los misterios del IVA...". Su novela de ciencia ficción Memoirs of a Spacewoman, un clásico del género, ha sido recientemente reeditada por The Womens Press (1985).
Del relato, Palabras, que hemos seleccionado para esta antología, dice: "Siempre me han atraído los temas de divulgación científica, aunque jamás hubiese sido una buena científica porque poseo una imaginación excesivamente desbocada. Los científicos necesitan una cierta dosis de imaginación, pero no en la proporción arrolladura de que precisa un escritor. Mi interés por los estudios que en el campo de la neurofisiología se han llevado a cabo recientemente en Cambridge y en California, unido al suscitado por los problemas que plantea la percepción, me indujeron a hilvanar, por así decirlo, este cuento en el borde de las páginas de Nature".
Qué bien la recuerdo. Era relativamente menuda, pero sólo se era consciente de su pequeñez si se la comparaba mentalmente con los altos ficheros del despacho, y normalmente a nadie se le ocurriría hacer tal cosa. Observé que no llevaba gafas, pero que, en cambio, tenía en la mesa una gran lupa cuadrada, siempre a mano... ¿por qué? Nunca llegué a averiguarlo. No parecía de edad definida, era simplemente ella misma y, aunque después de todo yo no era más que una visitante de Letras, me trató de inmediato con deferencia, de igual a igual. Era una habitación de lo más corriente, en parte laboratorio, en parte biblioteca, con la clase de libros y publicaciones propios de su especialidad, distintos completamente de los que hay en Letras. No había cuadros en las paredes ni ningún elemento puramente decorativo, a excepción de varias fotografías interesantes, y sobre la gran mesa de trabajo, entre una serie de papeles moderadamente ordenados, un jarrón con un ramo de rosas, todas, observé, de diferente color.
Sabía que yo deseaba escribir un artículo para nuestra revista sobre los trabajos que llevaba a cabo y, como a la mayoría de científicos que deben enfrentarse a este tipo de confrontación, se la veía tristemente segura de que yo lo iba a entender todo al revés. La verdad es que durante la entrevista < me costó bastante esfuerzo seguirla; pero al menos la escuchaba con atención y procuraba asimilar lo que decía.
Es la diferencia entre la percepción sensorial del mundo y el que podríamos llamar mundo real —dijo la doctora Toni, catedrática de la universidad, sentada en su sillón, erguida pero sin el menor asomo de tensión o rigidez.
Usted no puede recordar, por supuesto —añadió con una tenue sonrisa —, la época en que todas las películas eran en blanco y negro, pero estoy segura de que habrá visto un sinfín de documentales y escenas retrospectivas. Pues bien, dichas escenas las coloreamos en nuestra mente, en una zona limítrofe entre la visión y la percepción. Lo cierto es que con las películas antiguas el mecanismo funcionaba a la perfección; estábamos tan acostumbrados a saber que la hierba era verde y los labios rosados que no nos extrañaba en absoluto que en la imagen careciesen de color. Tengo la impresión de que ahora, habituados como estamos a las películas en color, el proceso no se realiza con tanta facilidad.
Murmuré alguna respuesta, pero ella se limitó a fruncir el ceño y prosiguió diciendo:
—Además, creamos una imagen mental estereoscópica, bidimensional. Hablan mucho de que van a convertir este método en el próximo gran adelanto técnico, pero hasta el momento no ha dado resultado.
No, pensé yo, nuestra imaginación es mucho más eficaz que esas gafas especiales para convertir el mundo cotidiano en un espectáculo auténticamente placentero.
—Pero ¿y los restantes sentidos? —pregunté—. ¿El oído?
—Más o menos —contestó con un asentimiento de cabeza—, si se quita el sonido, logramos representar el canto de los pájaros o un murmullo, pero ya no a una orquesta al completo ni a un cantante pop berreando a todo berrear; quién sabe, quizá sea mejor así. De todos modos, el canal auditivo es diferente del canal visual, es decir, anatómica mente hablando, en el cerebro. ¿Sabía usted eso?
—Por supuesto —respondí —, y queda el olfato además del oído. Aunque los especialistas dicen que pronto van a poder sintetizar una gama completa de olores.
—¡Acompañada sin duda del sabor correspondiente! —ex clamó echándose a reír—. Yo escogería el aroma del pan recién salido del horno o tal vez el de un borgoña, de buena añada, naturalmente, en el momento de descorchar la botella. Estoy segura de que si estamos dispuestos a pagar por ello, llegará a hacerse. ¡Insignificantes detalles técnicos! De todos modos, no les va a resultar tan fácil como parece —agregó sonriendo para sus adentros.
—¿Y el tacto? —inquirí.
—Constituye un peldaño inferior de la escala —contestó. Y con lentitud añadió—: El tacto es nuestra última esperanza cuando vagamos perdidos por el mundo real, si real puede llamársele. Bultos, líquidos y bruma.
Y sacudió la cabeza, como irritada por el hecho de ser humana, de hallarse atada a los sentidos. Sujeta y limitada a las gastadas palabras de la descripción.
Insinué que podría tratarse en parte de un problema de zonas, pensando en los instrumentos visibles de tantos animales que dependen para subsistir del olfato o del oído — ¡esos hocicos prominentes, esas descomunales orejas! —, que reflejarían una mayor concentración de células en las zonas correspondientes del cerebro, teoría de la que había oído hablar hacía poco tiempo.
Al principio guardó silencio y luego dijo:
—Ascendamos nuevamente por la escala, dejemos atrás la visión y su correspondiente zona cerebral. ¿Qué encontramos ahí? — yo sentí una cierta intranquilidad —. ¿No es lo que afirman todos los drogadictos? ¿Qué se traspasa el umbral de la percepción? ¡Qué pandilla! —exclamó—. Se equivocan todos de medio a medio. Incluso el propio Huxley, que abordó el tema con actitud científica, o hubiera debido hacerlo, dada la familia a que pertenecía.
Se la notaba francamente irritada.
Yo he probado la mayoría de drogas y estupefacientes y todos sin excepción producen atroces efectos secundarios que sólo consiguen empañar la claridad de la percepción que ellos mismos... bueno, que ellos mismos posibilitan.
—¿Ha experimentado usted con drogas ? ¿ Las ha probado personalmente?
Sí. Tenía que hacerlo para saber si efectivamente me descubrían algo nuevo. En realidad, la droga actúa más como barrera que como acceso, y cuando actúa como acceso, el peligro es que no se puede controlar. Es el reverso de la medalla, ¿sabe usted? Para mirar al sol hay que cerrar los ojos, y cuando el ruido resulta excesivo hay que taparse los oídos. —Calló unos instantes y luego me preguntó—: ¿De veras quiere usted entender el mecanismo de la percepción?
—Lo intentaría —creo que repliqué, manifestando mi extraordinario interés.
Entonces, tras desplegar una pantalla y proyectar en ella una serie de datos y de cifras, comenzó sus explicaciones, obligándome a seguirlas paso a paso. A estas alturas todos deberíamos ya saber que el cerebro es un enorme conjunto de sinapsis, conductos celulares por los cuales discurren los diferentes tipos de percepción estimulados por los canales sensoriales que conocemos. Y los canales que desconocemos. ¡Oh, qué manera tan burda de representar la increíble delicadeza de la vida celular, que debe suponerse partiendo de la complejidad de una serie de hipótesis, ya que, oculta por el velo de la biología misma, no nos es posible medirla ni computarla!
—¡Dios mío! —exclamó casi para sí misma—. ¡Si poseyera las palabras!
Me obligué todo el rato a seguir de cerca las explicaciones de la doctora Toni, intentando no permitirme, como hacemos los de Letras, deducir de cuanto afirmaba y demostraba generalizaciones aproximadas pero inexactas, procurando no distraer la atención. A mitad de la exposición entró John-Todos le conocíamos. Era una especie de figura paternal para todos los universitarios. Entró, como digo, acompañado por una ayudante, una chica de pelo teñido a mechas que gradualmente regresaban a su color original. Iniciaron una conversación dominada básicamente por cifras y por un aparato provisto de varios indicadores y algo que parecía un casquete de alambre fino. Lo colocó sobre una repisa que había en un rincón de la habitación y se lo enseñó a la doctora Toni. Sólo me interesé por la conversación cuando oí decir a John:
—No, doctora Toni, no debe hacerlo. No debe experimentar el proceso completo. La queremos entre nosotros. —Y luego—: Mire, pruebe este nuevo ajuste, pero no a máxima potencia.
Estaba visiblemente preocupado. Me pregunté por qué sería, pero de pasada, pues me absorbía por completo la tarea de descifrar todo aquel asunto.
En resumen venía a ser lo siguiente: entre los años 80 y 90 del siglo pasado, varios investigadores, entre los que se encontraba la propia doctora Toni, habían llegado a descubrir en qué zona del cerebro humano se hallaban localizadas las sinapsis y los innumerables agrupamientos celulares responsables de las diversas percepciones del mundo tal y como lo conocemos; es decir, la representación del universo dentro de los inimaginables confines de las células, cuya existencia en el sujeto vivo sólo podía postularse y se comunicaba por procesos todavía escasamente comprendidos. Al menos incomprensibles para mí. Pero ella quizá sí, ella quizá los comprendía. De lo que ella y John habían hablado era de cómo definir los grupos celulares, cómo estimularlos sin perjudicarlos.
Y empecé a comprender que existía la posibilidad de influir directamente sobre las neuronas y efectuar ciertos ajustes en las sinapsis que abrirían las puertas a una nueva y más verídica percepción, pues parecía claramente establecido que las células que recibían y clasificaban los estímulos externos y las que los convertían en una forma de percepción identificable no eran exactamente las mismas. ¡Qué intrincada y compleja colmena alberga el cerebro humano! De lo cual se deducía que podría producirse una nueva percepción del mundo conocido, algo radicalmente opuesto a los más sutiles matices de color, a la más delicada apreciación musical, distinto de una mera visión y de una mera impresión auditiva. Algo totalmente inesperado. Diferente.
—¿Superior? —pregunté en voz baja, tanteando, escrutando su expresión.
—Sí, inconmensurablemente superior —contestó y se quedó callada, como aguardando que ocurriera algo, algo susceptible de ser expresado con palabras. Pero con expresión grave añadió—: No hay que olvidar, sin embargo, que alterar las sinapsis mediante el uso de drogas significa ejercer sobre las células una violentísima presión de la que podrían derivarse daños irreparables. Intervienen todos los efectos secundarios, lo cual impide valorar con imparcialidad el experimento que, por lo tanto, científicamente resulta nulo, carente de valor. No obstante, hemos estudiado otros procedimientos. De hecho, hemos probado incluso algunas posibilidades.
Yo seguía sin saber qué decir, procurando, con escaso éxito me temo, entender lo que me explicaba. Pero al mismo tiempo, porque al fin y al cabo soy de Letras, mantenía un espíritu crítico, buscaba un resquicio por donde efectuar un análisis directo de su persona. Y constantemente me preguntaba qué clase de mujer escondía en realidad aquella bata blanca de laboratorio.
—¿Ha probado usted los nuevos procedimientos?
—Sí, y con resultados positivos.
—¿Y logró usted una percepción diferente? ¿Otro mundo?
—Así es. Indiscutiblemente. Sólo puedo decirle que anhelo, más de lo que soy capaz de expresar, repetir el experimento. Aunque debo reconocer que fue... digamos que agotador.
—¿Sería usted capaz de escribirlo? ¿De describirlo? Apenas si pude contener la impaciencia mientras ella buscaba la mejor forma de responderme.
—Lo siento mucho —contestó —. Podría, pero no hallo palabras suficientes. Las que existen se hallan íntimamente vinculadas a nuestras percepciones ordinarias. Han quedado solidificadas en pequeños bloques de significado carentes de ductilidad. He de convencer a alguien que domine el lenguaje en profundidad para que realice mi experimento.
—¿Yo? —sugerí con un leve sobresalto—. Yo domino el lenguaje. —E inmediatamente pensé: "Qué inconcebible arrogancia la mía. Me va a mandar a paseo".
—Pero no lo hizo.
Tal vez —musitó observándome con atención—. Mire, se produce una especie de centelleo del movimiento. ¡Si lograra expresarlo! No es posible. No es posible. Tendría que experimentarlo usted misma. Y todavía no me atrevo a poner en peligro a otra persona.
—¿Poner en peligro?
—Sí, en la situación actual se corre peligro, al menos esa es la opinión de John, que yo comparto enteramente. Es un riesgo distinto del que producen las drogas, pero, de todos modos, indudablemente existe un cierto riesgo. Sin embargo, como veo que es usted una muchacha sensata, le voy a permitir que eche un vistazo a mis notas... No, mejor lléveselas.
E introdujo dos o tres legajos, escrupulosamente numerados, me alegré de observar, en una carpeta.
Me consumía de impaciencia por examinarlos, pero ella puso una mano encima de la carpeta y agregó:
—De momento no me hacen falta. No quiero releerlos, al menos por ahora. Estúdielos y vea si es posible verter en palabras los experimentos que ese aparato me han permitido realizar. —Y lanzó una mirada acompañada de una nerviosa sonrisa al artilugio traído por John.
Yo ansiaba apoderarme ya de los papeles, pero ella se dio media vuelta y, extrayendo una segunda carpeta del fichero, me dijo:
—Mire si consigue hallar sentido a este rompecabezas. — Ya continuación agregó—: Y no vuelva hasta que lo haya conseguido.
No albergué ninguna duda de que la doctora Toni hablaba completamente en serio, pero sabía con igual certeza que yo lo conseguiría y que, por supuesto, volvería.
Bien, me instalé cómodamente y comencé la lectura de las notas. No era tarea fácil. Algunos folios habían sido pulcramente mecanografiados por una secretaria competente, pero la mayoría estaban escritos a mano, con su propia letra. He de decir que era bastante clara, pero a veces, entre las tachaduras y la urgencia, el texto se tornaba ilegible. La doctora Toni experimentaba una profunda aversión por los ordenadores y tratamientos de textos pues afirmaba que eliminaban cosas por su cuenta. Los fragmentos más confusos aparecían siempre después de haber efectuado un experimento, cuando intentaba describirlo, es decir, en tres ocasiones, como mínimo. Evidentemente lo que pretendía era expresar con exacta precisión lo que había percibido, pero por lo visto era imposible transmitirlo con palabras. Si lograse yo dar con las palabras adecuadas para revelar el sentido, para que el experimento hablase por sí solo desde el papel. ¡Tenía que lograrlo, tenía que ser capaz! Me entregué en cuerpo y alma a la tarea, en detrimento de mi propio trabajo, según se me comunicó con rigurosa firmeza. Pero yo sentía que había sido elegida para ayudarla, incidentalmente elegida, pero elegida al fin por la doctora Toni, figura que suscitaba respeto y admiración unánimes, a veces también envidia, y que jamás era mencionada con desdén. De manera que, tal como ella misma dijera, tenía que dar sentido a aquel rompecabezas.
Trabajé con mucho más ahínco que si hubiera trabajado para mí. No quería regresar sin poderle presentar un resultado decente. El texto empezaba a tener sentido y comenzaba también a ser peligroso. Sentada ante mi ordenador, estrujando el programa de tratamiento de textos, pasaba horas enteras retocando, corrigiendo, borrando palabras insípidas e imprecisas, probando alternativas, lejos aún de satisfacerme la expresión del sentido que intentaba aclarar. Todo ello sin descanso, porque quería demostrar a aquella mujer que efectivamente lo mío eran las palabras y que dominaba el lenguaje en profundidad. Quería demostrárselo a esa mujer de extraordinario coraje y preclara inteligencia que, en cambio, carecía de habilidad suficiente para transmitir la rica complejidad de su experiencia. Por ejemplo, empecé a darme cuenta de que empleaba la palabra "percepción" en un sentido demasiado amplio; había que acotarla y aumentar la precisión en cada caso; esa labor podía realizarla yo. Y no era el único ejemplo; podría citar otros muchos. Ella, capaz de formular una hipótesis, capaz de manejar con extrema destreza datos y cifras, capaz de manipular como una experta aparatos de complejo manejo, no lograba comunicar sus hallazgos, de lo cual, por el contrario, yo sí era capaz.
Había hablado con ella dos o tres veces por teléfono para explicarle el progreso de mi trabajo (detestaba el videófono; jamás lo conectaba, de modo que me quedé sin ver qué cara ponía). Un día la llamé y concerté una entrevista. Tenía las copias del texto en mi poder y me sentía ilusionada y tremendamente importante al saber que las llevaba en la cartera. Por menos de nada me hubiera puesto a bailar. Pero al enfilar el pasillo me topé con John, quien me invitó a pasar a su despacho.
—Mire —me dijo sin preámbulos —, me tiene usted que ayudar. La doctora Toni está llevando demasiado lejos sus experimentos. Demasiado lejos, ¿comprende usted? El riesgo que corre es elevado. Acabará... acabará por matarse.
Comprendí que no bromeaba.
Entonces entró la joven ayudante (con el cabello ya casi de su color natural) y cogiéndome por el brazo me dijo:
—Tal vez te pida que hagas tú el experimento. ¡No se te ocurra, por Dios, no se te ocurra!
Yo no sabía qué decir y comenté que había hablado con ella por teléfono y que la había encontrado como siempre, normal.
Eso es cuando desaparecen los efectos — replicó John—. Escúcheme, señorita... (jamás recordaba mi nombre), el cerebro es un órgano sumamente delicado; no se puede manipular constantemente así como así, es muy peligroso. ¡Por favor, haga lo posible para que ponga fin a esas pruebas! ¡Dígame usted que lo hará! Mire — añadió—, actualmente disponemos de los medios técnicos para estimular las células, pero se trata de un descubrimiento reciente, insuficientemente perfeccionado. Es posible que las células sufran un daño irreparable. Y la doctora Toni lo sabe, pero se muestra tremendamente obstinada.
—¿Ha conseguido realmente —pregunté— provocar una forma superior de percepción?
—Al parecer así es —contestó—. Pero le aseguro que pone en peligro su vida.
Por su parte la joven ayudante intervino para decir:
—Quería que yo también lo probase. Me dijo que me encantaría. Y cuando le contesté que no, creí que se volvía loca. Se puso tan furiosa que hasta me asustó.
John me había cogido del brazo.
—¡Con el excelente trabajo que siempre ha realizado! Jamás el menor error. Publicando constantemente artículos, ponencias. Después de los años que llevo colaborando con ella... —estaba visiblemente acongojado— ¡obligándome a aumentar la potencia del estimulador! Es... es como el alcohol — añadió—. ¡No desea otra cosa! Sola en su despacho, sin que yo la viera, aunque le dije... —parecía a punto de romper a llorar.
Me quedé pensativa unos instantes y luego repliqué:
Ella me dijo que con este procedimiento no se producían efectos secundarios. Que no era como las drogas.
Ya me figuraba que diría eso —contestó John con un asentimiento de cabeza—. Mire, señorita, tal vez usted no lo sepa, pero esas células son muy pequeñas, microscópicas. Sólo pueden medirse en micrones, y aun ni eso. Cuando en los años 80 y 90 se publicaron los primeros artículos sobre las sinapsis de las neuronas, no existía procedimiento alguno de llegar hasta ellas. Se encuentran situadas en la zona más profunda del cerebro y extremadamente protegidas. Luego, en los años 90 se inventaron las sondas cerebrales y estuvimos trabajando con ellas durante toda la década. Tarea delicadísima, se lo aseguro. Comprende usted que no se puede trabajar con células muertas, ¿no es cierto, señorita? —yo asentí y él prosiguió diciendo—: Empezamos por el oído, con ruido que se tornaba diáfano hasta convertirse en una melodía musical. La visión comenzaba con nubes coloreadas que adelgazaban hasta convertirse en líneas y figuras, una especie de estructura arquitectónica. Se veían perfectamente con los ojos cerrados. Pero esto nos indujo a preguntarnos si serían ésas las únicas sinapsis o existían otras para los restantes sentidos que no hubiésemos experimentado. Células que ja más habían sido estimuladas, por así decirlo. La doctora Toni opinaba que existía suficiente evidencia para apoyar esta hipótesis y profundizamos en el tema, ella y yo, y efectiva mente pareció que surgía algo. Logramos representarlo, o mejor dicho, creímos haberlo hecho. Una nueva visión de la realidad, pero no a través de la vista, no de lo que comúnmente entendemos por la vista. Yo también lo probé —concluyó agitando la cabeza.
—Pero a usted no le pasó nada, ¿verdad?
—En aquella época realizábamos el experimento con mucha cautela. Forzosamente habíamos de hacerlo así. Entre dos experimentos dábamos a las células un prolongado período de descanso para que se recuperasen. ¡Y ella ahora lo hace cada semana! ¡Y pronto será cada día!
—¿Cómo lo hace? —pregunté desconcertada.
—Yo fui quien construyó el aparato que utiliza —contestó John con lentitud —. Me esforcé para que resultase lo más cómodo posible. Forré de terciopelo la pieza que se ajusta a la cabeza; creí que le gustaría. Lo doté de indicadores y de palancas manuales. ¡Y ahora se excede, señorita, se excede y se va a matar!
No se me ocurría nada que decir, nada que preguntar. Fue la joven ayudante quien agregó:
—Ahora, a veces, ni tan siquiera anota sus experiencias.
—Es que no se pueden provocar continuamente las sinapsis... sin algo que... —John sacudió la cabeza —. Hace mucho tiempo que realizo experimentos con las sondas, tratando de descubrir conductos para no destruir lo que tratamos de descubrir. Lo he probado con perros. Lo he probado yo mismo.
—¿Y experimentó usted... un cambio de percepción? —pregunté.
—Experimenté una gran confusión. Quedé muy aturdido —contestó agitando la cabeza—. Ella insistió en que probase por segunda vez. Y así lo hice. Pero, francamente, me asusté bastante. Era como si me encontrase en un lugar distinto. En un lugar donde no se deseaba mi presencia, donde no hubiera debido estar. ¿Comprende lo que quiero decir?
—¿Pero descubrió usted un nuevo... una nueva forma de aprehender la realidad?
—En cierto modo, sí —respondió frunciendo el ceño—. Contemplaba cualquier objeto ordinario y resultaba diferente, como si lo estuviese contemplando otra persona. Pero... no encuentro palabras para expresarlo. No, no quiero repetir el
experimento, no quiero experimentar algo que no soy capaz de expresar.
Palabras, pensé. ¿Cómo se le explica lo que es la vista a un ciego? Palabras. Mi especialidad. Les dije que procuraría hablar con ella para disuadirla de seguir llevando a cabo experimentos peligrosos. Ignoraba el por qué, pero tenía la impresión de que exageraban. ¿Y si me pedía que probase yo?
En fin, me dirigí al despacho de la doctora Toni. Advertí que estaba repleto de flores, flores de colorido y textura poco frecuentes, entre las que destacaban algunas que no reconocí. Me sorprendió el detalle porque el despacho siempre había sido muy austero, un simple lugar de trabajo desprovisto de ornamentos. Le enseñé lo que había escrito preguntándole si me había aproximado a la experiencia, si mis palabras expresaban lo que realmente había ocurrido. Lo leyó mostrándose en ciertos momentos satisfecha, pero al final frunció el ceño y agitó la cabeza.
Al cabo de una pausa me miró y me dijo:
—Creo que debe usted experimentarlo por sí misma para poder describirlo. ¿Le gustaría probar? Lo tengo todo preparado.
Sí, por lo visto así era, en efecto. Parecía inofensivo, pero... Se pasó una mano por el cabello, oscuro todavía salvo en las sienes, y lo separó con los dedos dejándome ver una pequeña mancha sin pelo.
—Mi minitonsura —explicó con una sonrisa —. Fíjese cómo se ajusta. —Y se colocó en la cabeza la pieza con las almohadillas que John había forrado de terciopelo para ella—. Y si ahora oprimo este botón y acciono este interruptor...
—Sí —dije yo interrumpiéndola—, pero si me permite decirlo, doctora Toni, ¿no está usted excediéndose un poco? No tiene usted buen aspecto. ¡Por favor, quíteselo! ¡Por favor! Sí, quizá lo pruebe algún día, pero ahora no.
Cogí el aparato. Era muy ligero, una pieza de artesanía realmente extraordinaria, una especie de fantástica diadema, y lo deposité con cuidado en la mesa. Ella me observaba con una expresión que no era... bueno, que no tenía nada que ver con la doctora Toni que todos conocíamos. Pero luego sonrió y con aquella sonrisa volvió a ser la misma de siempre. Dejó caer el cabello y la pequeña mancha calva quedó cubierta.
—¿Tan extraordinario es? —pregunté.
—Sí —me contestó —, indudablemente. Pero, claro, fatiga un poco. Y John exagera. ¡Como si no supiera cuidar de mí misma! En fin, la conclusión de todo esto es que yo puedo observar el mundo cotidiano, el que usted ve, querida, y recordar lo muchísimo más atractivo que es en realidad. En mi caso el placer es mucho más intenso.
—¿Por eso tiene usted aquí esa orquídea? —ella asintió con la cabeza —. Y ese intrincado marfil. Es chino, ¿verdad?
—Sí — contestó—. Y uno empieza a preguntarse si... — pero no acabó la frase, limitándose a agitar la cabeza. Luego continuó insistiendo—: Es que resulta muy aburrido aprehender la realidad con la antigua percepción sensorial. ¿Será posible que hayamos pasado tantos años encorsetados en esa limitación? ¡Y esta perenne constatación de que carezco de palabras adecuadas! Mire, me voy a poner unos instantes mi casquete mágico y voy a tratar de describirle las prodigiosas diferencias que existen y usted va a intentar interpretar y traducir lo que yo explique. ¡Sí, sé que será capaz de hacerlo!
Y agarró el aparato. Intenté impedírselo, procuré convencerla, porque me daba la impresión que no estaba bien que una persona a la que tanto admiraba y respetaba, una persona que me había confiado la tarea de hallar las palabras adecuadas para expresar su gran descubrimiento, realizase nuevamente otro viaje hacia aquella nueva dimensión de percepción. Sofocando una risita maliciosa y con un guiño se colocó el aparato en la cabeza. Supongo que en cierto modo era consciente de cometer una tontería, de comportarse con un proceder poco científico. Y acto seguido partió.
Efectuó unas profundas inspiraciones y luego dijo:
—Ya empieza a producirse.
En un jarro alto y estrecho, cerca del sillón, había una sola flor, una orquídea. La vi contemplarla y observé que se le transformaba el rostro con tal intensidad que casi imaginé lo extraordinario, lo maravilloso que debía ser mirarla con la nueva percepción, y empecé a pensar que quizá debiera probar yo el experimento.
Y entonces, repentinamente, una oleada le invadió las mejillas, una palidez, un endurecimiento, y luego cerró los ojos, y comprendí, comprendí. Corrí a la puerta y empecé a llamar a John a gritos. Era como si hubiese estado esperando porque llegó corriendo, desconectó el aparato y lo apartó, de tal modo que la cabeza de ella cayó ligeramente hacia atrás. Pero no podía hacerse nada para cambiar lo que había ocurrido. Tenía los labios entreabiertos, sonriendo, como si tal vez al fin hubiese encontrado la palabra que lo describía todo.
Reliquias
Zoe Fairbairns
Nacida en 1948, Zoe Fairbairns ha "escrito desde entonces bastantes libros, algunos de los cuales se han publicado; entre otros, Benefits (Virago), Stand We At Last (Virago y Pan), y Here Today (Methuen). Se define como "una ardiente partidaria del feminismo, salvo cuando las feministas van demasiado lejos o no lo bastante lejos".
Quiero expresar mi agradecimiento a Carol Sarler, Elsbeth Lindner, Jen Creen, Robyn Rowland y Sarah Lefanu por la ayuda recibida para escribir este relato, así como al Instituto Politécnico de Sunderland por albergarme, entre 1983 y 1985, en calidad de escritora residente.
El director general de Publicaciones Universales, S.A., me ha invitado a comer a su oficina y ha olvidado encargar comida para mí. Cuando a la hora acordada he entrado en el despacho y le he visto terminando una bandejita de emparedados de foie-gras, me ha extrañado la cosa, aunque no he dicho nada; ahora ya lo sé: para mí no hay emparedados porque quiere poner manos a la obra sin perder un instante.
—Lo que tengo que decirte es estrictamente confidencial.
A Greg Sargent le encantan los secretos, de modo que hago un solemne gesto de asentimiento con la cabeza.
—Voy a hacerte una oferta. Si la aceptas, comunicaremos nosotros la noticia a su debido tiempo. Si la rechazas, y eres tan tonta que serías capaz, no dirás a nadie que te lo he propuesto.
—¿No es eso lo que dicen cuando le ofrecen a alguien la Gran Cruz del Imperio Británico?
—No digas estupideces. Qué sé yo lo que dicen. Se trata de esa revista tuya, Mujeres en acción.
Siempre la llama "esa revista" mía, aunque hace ya años que abandoné el colectivo que la realiza; opiné que las cosas iban demasiado lejos. Ahora las cosas van todavía más lejos, pero la sigo leyendo. Y Greg también. La revista le fascina. Se suscribió a ella desde el principio y recibe un ejemplar a título personal, independientemente del que recibe Publiunisa de cualquier publicación que pretenda sobrevivir fuera de las fronteras de su imperio editorial. Resulta un tanto deshonroso que Greg posea una de las poquísimas colecciones completas y encuadernadas que existen. La lee con extrema atención, diría que a veces con más atención que yo, hecho que no pierde ocasión de mencionar para mofarse de mí. Una vez comenté que me había gustado mucho determinada película y él replicó:
—Ah, me sorprende mucho lo que dices. Esa revista tuya afirma que tiene unos fallos notables.
Y en otra ocasión en que leía uno de los artículos de fondo, levantó la vista y me preguntó:
—¿Quieres decirme en qué se diferencia el lesbianismo político del que no lo es?
En este momento me dice:
—Está a punto de quebrar. Por tu inexpresiva expresión deduzco que ya lo sabías.
Debo vigilar mis palabras. Mujeres en acción, efectivamente, se excede, pero me encanta que así sea. No tengo la menor intención de admitir ante este poderoso e influyente varón que también yo he oído rumores, de los cuales el más alarmante es que la revista debe a Hacienda varios miles de libras esterlinas que no puede pagar.
A Greg le importa un comino que yo lo admita o que no.
A Greg le importa un comino que yo lo admita o que no.
—La vamos a comprar —declara—. Pagaremos todas las deudas y volveremos a lanzarla.
—¿Y acceden a vendértela a ti?
—Aún no se lo he preguntado.
—Ah, entonces no te hagas ilusiones. Tendrían que empeorar mucho las cosas para que el colectivo consienta en mandar la revista al establo, a hacer compañía a Ámbito femenino o El unicornio.
—Si quieres escribir algún artículo criticando a Ámbito femenino o El unicornio, hazlo —replica—. Les abriría los ojos y les vendría muy bien.
—Abrirles los ojos no era exactamente... ¿Qué quieres decir con eso de "si quieres"?
—Pretendo que dirijas la revista tú.
—Escúchame, Greg.
—No, escúchame tú. Esa revistita tiene un potencial enorme y no soy sólo yo quien piensa así. Mi director del departamento de publicidad no espera más que a que yo lance la bomba. Lo tiene todo preparado: durante los seis primeros meses, cualquiera que publique un anuncio de página entera en dos de nuestras revistas femeninas, obtendrá el mismo espacio a mitad de precio en Mujeres de hoy en acción. Te aseguro que me he estrujado los sesos para decidir el título, pero también te aseguro que la mujer de hoy comprará esta revista. Eso os va a envejecer un poco a ti y a tus amigas del colectivo: piensa que la chica que hoy termina la escuela tenía cuatro años, cuatro años, ¿me oyes?, cuando empezasteis la revista. La mujer de hoy ya no lucha contra los hombres porque sabe perfectamente que los tiene dominados.
Y aprieta el pulgar contra la superficie de la mesa para ilustrar con más fuerza sus palabras.
—Esos anuncios, Greg...
—¿Crees que la mujer de hoy en día no es capaz de echarse a reír y pasar la página si se topa con un anuncio estúpido? Pues te equivocas; se ríe, y mucho. Y de pasada da las gracias a los anunciantes por contribuir a que el precio de la revista le resulte asequible a ella y a sus hermanas en la indigencia. Le importa mucho todo lo que va dirigido hacia ella, de modo que no empieces con remilgos y con el cuento del maquillaje. ¿Crees que algunas mañanas no me gustaría usar alguna base para disimular un poco las ojeras? Tendrás los mismos artículos de fondo que hay ahora y mi confianza absoluta de que eres capaz de conservar el carácter único e inconfundible que tiene la revista. Capaz de decir las cosas claras y de mandarme a freír espárragos, si fuera necesario; y si no lo haces, te despediré. Con franqueza, a mí me importa tan poco el feminismo como a cualquier tipo, pero soy un hombre de negocios; no me dedico a sostener obras de beneficencia sino a hacer inversiones, y el hecho de que tengamos esta conversación debería demostrarte que puedes dejar de luchar porque has ganado la partida. Y deja ya de reírte.
—Greg, hazme un favor. Coge el teléfono, llama a Mujeres en acción y pide que te pongan con la directora. En seguida verás lo que piensa el colectivo de las jerarquías.
—Ya lo he hecho. No contestan —replica—. Les habrán desconectado la línea por no pagar la factura. ¿Funciona sin directora, dices? ¿Opinas que también funcionan sin teléfono?
—Mira, no quiero seguir escuchándote, me parece irresponsable. Esas mujeres antes pondrán un cartel de bienvenida saludando a los funcionarios del juzgado que aceptarán tu propuesta.
—¿Les darán también la bienvenida en sus hogares?
—¿Qué quieres decir?
—Ese supuesto colectivo tuyo no está constituido en sociedad anónima, ¿verdad? De modo que la responsabilidad es individual.
—Pues Hacienda va lista. Más sangre daría una piedra.
—¿Es cierto, sin embargo, lo que acabo de decir? Los sueldos de la revista siempre han sido magros, pero algunas de las integrantes del colectivo tienen otros empleos. Tendrán ahorros, casas, coches, que serán embargados para pagar al fisco, y aun así la revista desaparecerá.
—Greg, no soy propietaria de la revista y, por lo tanto, no puedo ni vender ni negarme a vender. Hazles a ellas tu oferta y a ver qué dicen. Cuando seas tú el dueño, si llegas a serlo, vuélveme a preguntar si quiero ser la directora.
—No — contesta —, no me has entendido. La oferta no existe a menos que tú seas la directora. Vamos, no puedes pasarte la vida limitándote a publicar colaboraciones eventuales en alguna que otra revista. Debes tener cerca de cuarenta años. Yo ya los he cumplido. Anda, sal de tu escondrijo y tráete contigo a la revista. Oye, ¿no te había invitado a comer?
Nunca había estado en el campamento de la base militar. Siempre tenía intención de visitarlo, pero mis ocupaciones me lo impedían.
Hoy es el día del festival del dragón. Dragón, según los folletos, significa ver con claridad. En qué idioma, me pregunto, pero inmediatamente lamento mi mezquino pensamiento. Si el día del festival del dragón es el día para ver con claridad, quizá vea claramente cómo tengo que actuar.
Las mujeres van a confeccionar un dragón de ocho kilómetros que será enrollado alrededor del perímetro de la base. Luego será enviado en una gira a las distintas bases que existen en todo el mundo. ¿Cómo se confecciona un dragón de ocho kilómetros?
—¡Por favor, llevad todas los trozos de dragón a la Puerta Verde y empezad a coserlos uniéndolos unos a otros!
¡Trozos de dragón! ¡Coser! Contemplo horrorizada a la mujer que empuña el megáfono. Nunca aprendí a coser pese a tener en sor Laura a una maestra sumamente experta e irascible. Recuerdo la clase de labor de los jueves por la tarde. Manoseaba con torpes puntadas un sobado muestrario mientras escuchaba de labios de sor Laura los relatos de la Biblia, que eran mucho más entretenidos. Un día levanté la vista y descubrí que yo era la única alumna que todavía trabajaba en el muestrario. ¡Todas mis restantes compañeras cosían ya un vestido! No lograba entenderlo. ¿Sería una de esas cosas que les sucedían a las demás en vacaciones y que a mí no me pasaban, como que les llegaba la regla o les agujereaban las orejas para llevar pendientes? Me pareció que lo más acertado era seguir con mi muestrario y no decir nada. Pero ahora me encuentro aquí rodeada de mujeres autoras de primorosas mantelerías, chales de punto calados, edredones acolchados y variopintos tapices, y yo no he traído nada.
Alguien me da un folleto de color verde manzana.
—¡Sea cual sea tu contribución, bienvenida! ¡Todas no podemos saltar la valla! ¡Todas no podemos abandonar nuestros hogares! ¡Tanto si llevas con nosotras dos horas como dos años, eres una de las nuestras!
Llevo con ellas veinte minutos, pero como la valla del perímetro mide ocho kilómetros, si la recorro entera, seré efectivamente una de ellas cuando regrese al punto de partida.
Bajo el despiadado sol del mediodía el suelo aparece a trozos resquebrajado y reseco como la yesca, a trozos como un barrizal, resbaladizo y peligroso. En las zonas donde el fango se hace intransitable, se ha improvisado un camino: tablones, estacas, tela metálica, alfombra. Hay que cruzarlo con cuidado, andando de una en una, asiéndose a la valla para no perder el equilibrio, y aquí y allá se reúnen grupitos de mujeres, sonriendo con amistosa timidez, esperándose unas a otras.
Sobre nosotras caen las sombras de los soldados que se encuentran en el interior de la alambrada. Mediante los radiotransmisores mantienen una exigua conversación en el desmembrado lenguaje que les es propio:
—Seis mujeres avanzando en dirección oeste. Cambio.
¡Cuánto ansió un lenguaje así, en el que todo es simple! ¿Detengo a un grupo y les digo: "Oídme, me han hecho esta oferta. ¿Qué creéis que debo contestar?". Pero Greg ha dejado bien claro que mi silencio era condición indispensable para que la oferta siguiera en pie.
—Una mujer avanzando en dirección este. Cambio.
Más allá de la alambrada y de los elementales comentarios de sus centinelas, se ve la base, llana, vacía, sin más movimiento que la reverberación del calor. A lo lejos despega un avión, que desaparece tragado por el cielo antes de que su breve rugido llegue a ser siquiera audible. En la alambrada se enredan los frondosos zarcillos de las dedaleras y, como Winnie, el personaje del cuento infantil, tarareo un versito mientras camino, y lo que tarareo es lo siguiente:
Enredada en la alambrada, Enredada en las dedaleras, Enredada en la alambrada, Enredada en las dedaleras.
Que se convierte en:
Enredada en las astillas, Enredada en los pozos de mierda, Enredada en la Puerta Verde, Enredada en la Puerta Azul.
—Parece recitar un verso. Cambio.
Enredada en el aparcamiento, Enredada en la calavera, Enredada en la higuera, Enredada en el tablero de ajedrez.
No es un tablero de ajedrez, es sor Laura que está adornando la valla. Con experta celeridad selecciona retales de colores de unos voluminosos montones que tiene sobre la falda; las cuentas blancas y negras de su rosario tintinean con igual ritmo que el de mis monótonos versitos. Ha confeccionado una espléndida reproducción de una exuberante higuera, de la que penden higos reventados, como grandes bocas verdes y negras de encías blancas y dentaduras encarnadas cuajadas de simiente. Corro hacia ella gritando:
—¿Por qué no sé coser?
—Porque yo tampoco sé.
—¿Cómo puede decir tal cosa habiendo hecho eso?
—Parecen discutir acerca de una higuera. Cambio.
—Eso —replica con sorna sor Laura— no es coser.
Y lo demuestra. Todo lo que hace es entretejer los retales en la valla, doblando las puntas hacia adentro.
—Parecen estar, mmh...
—¡Cállese! —ordena sor Laura al soldado—. Le estoy enseñando a esta niña la Biblia.
Y me permite introducir retales marrones en la tierra, alrededor de las raíces del árbol. Detesto este tipo de tarea y el tiempo transcurre con exasperante lentitud. El sol se mantiene obstinado sobre mi cabeza, indicando todavía el mediodía, pero el folleto de las mujeres decía que debía trabajar como mínimo dos horas para poder contarme entre ellas. Estoy harta de retales marrones, pero sor Laura no me permite trabajar en el árbol hasta que no haya adquirido más destreza y sea capaz de recitar al pie de la letra citas del Evangelio. Y yo solamente puedo glosar o parafrasear.
—¿No buscaba Jesús higos y no encontró ninguno? Entonces maldijo la higuera.
—Exactamente. ¡Qué desastre! Y llegándose a ella no encontró sino hojas, porque no era tiempo de higos. Lo cual no le impidió maldecirla, ¿no es cierto? Si la higuera hubiera dado higos fuera de tiempo, tampoco le hubiese gustado eso al Señor, lo cual demuestra...
Rasga el cielo el aullido de una sirena. El soldado farfulla una frase a la radio, y la radio farfulla una respuesta. La tierra tiembla. Pasan corriendo hordas de mujeres que enarbolan trozos de dragón gritando:
—¡Salen los convoyes! ¡Detenedlos! ¡Detenedlos!
Una cuadrícula de las mortíferas estelas blancas de los cazas a reacción cubre el cielo vociferante; la higuera echa ramas muertas. Las ramas son los brazos de los soldados enfundados en gruesos uniformes protectores. Llevan cizallas en las manos; empiezan a cortar y a retorcer hasta que el árbol queda suspendido por un solo bucle de alambre y desaparece la barrera que nos separaba a nosotras, las mujeres, de ellos, los soldados. El aire está rígido de alas, los retales del árbol yacen sin vida en el fango. Sor Laura baila de rabia. Los soldados vienen hacia nosotras.
—¡A los refugios! —gritan — . ¡Métanse en los refugios!
?¿Nos autorizan a entrar a nosotras en los refugios?
?Las necesitaremos para después —contestan los soldados—. ¿Por qué creen que les hemos permitido a ustedes rondar por aquí cerca?
Yo no quiero entrar en el refugio de esa gente. No pienso aceptar la muerte a que me condenan. Pero no me lo preguntan; simplemente me ofrecen una posibilidad de supervivencia. Mis pies vacilan al borde de una escalera que desciende mil escalones. Nunca me ha dado miedo la altura, pero las profundidades me horrorizan. No puede ser. No es posible que la muerte sea esto. Imaginaba que en los momentos finales sobrevenía una especie de resignación, una pacífica sensación de conclusión. Y en cambio noto dentro de mí un tumulto de fuegos artificiales provocado por el concurso de todos mis sentidos y todas mis facultades que gritan exasperados: ¡Mira lo que somos capaces de hacer! ¡No nos suprimas! ¡No queremos! ¡No queremos! El soldado me tiene agarrada por un brazo y de todas mis sensaciones la que predomina es la de la dulzura del contacto, del contacto con una carne viva y cálida por cuyo interior corre el torrente impetuoso y caliente de la sangre. Mis ojos se extasían ante las llamaradas; el retumbar de las explosiones suena cual música en mis oídos; mi cerebro todavía es capaz de pensar. ¿Cómo no caímos en la cuenta? Sabíamos que existían los refugios. Sabíamos que existían proyectos concretos para la reconstrucción del mundo después de la catástrofe. Sabíamos que se preservaría a militares y políticos, cuadros de la policía y altos funcionarios. ¿Cómo pudo escapar a nuestra atención que en dichos estamentos figurarían escasísimas mujeres en edad de tener hijos y que, en consecuencia, habrían de tomarse medidas para subsanar esa deficiencia?
A las que obligan a entrar en el refugio, ¿nos pondrán juntas? ¿Podremos idear algún plan? Llego a una habitación subterránea donde hace frío y reina una tumultuosa confusión que me impide distinguir a sus ocupantes. No se trata de uno de esos refugios de burócratas de los que hemos oído hablar, amueblados con mesas de trabajo, teléfonos y planos en las paredes. No hay nada de eso; en cambio hay provisiones para un largo asedio: hileras y más hileras de congeladores.
—Métase aquí dentro —me ordena mi captor levantando una tapa—. No tema; no será peor que quedarse dormida en la nieve. Estará muy cómoda, mucho mejor que allá arriba.
Y me introduce dentro de un congelador. En los carámbanos de hielo tiembla el destello multicolor de un pálido rayo irisado antes de que la tapa se cierre dando paso a una total oscuridad. Las orejas se me cubren de escarcha y no sabría decir si los ruidos sordos que oigo son debidos a otras tapas que se cierran, a que el bunker se desploma sobre nuestras cabezas o a que están fusilando a gente. El soldado me ha mentido; no estoy cómoda en absoluto; me estoy congelando.
—¡Lo sabía, lo sabía! ¡Tenía que quedar alguna en algún sitio!
Alguien ha levantado mi tapa. El hielo me impide ver quién es, pero es una voz de hombre y me inquieto. No me hago ilusiones respecto del propósito para el que he sido preservada. Ignoro si es el miedo unido a este pensamiento lo que derrite la escarcha que vela mis ojos, pero al fin logro distinguirle: un individuo bajo, de talante erudito, que lleva una carpeta de notas bajo el brazo y unas listas en la mano, y cuyo rostro trasluce una expresión de intensa excitación intelectual. Aparte de poseer una cabeza de tamaño descomunal, parece fisiológicamente normal, pero no logro verle todavía con absoluta claridad.
Para mi gran irritación me ofrece una tarjeta de visita. ¿Qué se supone que debo hacer con ella? Tengo todavía los brazos inmovilizados por el hielo y la letra de la impresión es tan menuda que no logro leerla. ¿Se imaginará que es normal que las mujeres vayan revestidas por una capa de hielo? El ardoroso fuego de mi cólera derrite un espacio suficiente para permitirme mover los labios y gritar:
—¡Descongéleme! ¡ Descongéleme!
—¡Dios bendito, qué estúpido soy! No sabe cuánto lo siento; es la emoción del...
Oigo que acciona un interruptor y pronto me hallo de pie ante él, goteando. Deposita la tarjeta en el borde del congelador y retrocede unos pasos. La cojo y veo que dice:
SEÑOR CONSTABLE DEPARTAMENTEO DE RELIQUIAS
—¿Nombre?
—Creo que es... era... no logro...
—¿No-Logro? —repite consultando las listas — . Quiero decir que no me acuerdo.
—No se apure. Dispongo de una colección de nombres femeninos, y algunos son preciosos, como usted, si me permite decirlo.
Y sonríe sonrojándose al pronunciar estas palabras acompañándolas de una ligera inclinación, como si hubiese ensayado ese gesto. ¡Preciosas! Me miro el cuerpo y luego me palpo la cara. Indudablemente estoy bien preservada.
—Señor Constable, ¿qué edad tengo? Su rubor se acentuó al responder:
—No es lugar ni momento... sin ni siquiera saber cómo se llama...
—¿Tiene una toalla?
Por segunda vez interpreta mal mis palabras y tras consultar su lista murmura:
—Una-Toalla. No, no aparece, pero en cambio tengo "Fregona".
—Eso nunca fue un nombre, señor Constable, sino un empleo. Me gustaría secarme.
—¡Entonces suba y salga al sol! —exclama señalando la escalera.
Se filtra por ella un poco de luz, pero yo recuerdo de pronto algo que me pone muy nerviosa.
—¿Es verdaderamente luz solar?
—Sí, claro.
—¿No se tratará del invierno nuclear?
—Al contrario —responde el señor Constable con una radiante sonrisa—. Usted primero, tenga la bondad.
Su distante cortesía intensifica mi soledad. Le pregunto si puedo examinar el interior de los otros congeladores antes de salir.
—Todo a su tiempo. Primero quiero mostrarle el lugar donde quedará instalada. ¿Qué es eso? —añade señalando mis mejillas.
—Lágrimas, señor Constable.
—He oído hablar de ellas, he oído hablar de ellas.
—Señor Constable, lo siento mucho, pero hace tanto tiempo que no he visto a nadie y han ocurrido cosas tan terribles... ¿podría usted saludarme de algún modo antes de iniciar sus investigaciones? —y le tiendo la mano esperando un apretón. Anhelo estrechar una mano humana, pero él retrocede, con una extrañeza teñida de evidente deseo de tranquilizarme.
—Comprendo su ansiedad —me dice — , pero nadie la tocará.
Caminamos los dos juntos; el aire es límpido, resplandeciente. Ando con los ojos bajos para no contemplar demasiados horrores a la vez, pero el césped que piso es una alfombra de un verde perfecto, sin la más ínfima mancha de barro o de sequedad y el único sonido que se oye es el piar de los pájaros. Así pues, me permito lanzar una mirada en derredor. No se ve rastro de armas, tropas, aviones, destrucción o peligro de ninguna clase, pero debo decir que todavía no distingo las cosas con absoluta claridad. Me conduce hacia un grupo de barracones y tiendas de campaña, limpias, aseadas, pero completamente deshabitadas.
—Aquí vivirá usted —declara.
—¿De qué manera?
—De la manera que más le guste. La labor de mi ministerio es de preservación, no de control, y confiamos en que sean capaces de recrear sus formas de vida tradicionales para que la especie humana podamos aprender a vivir como ustedes vivieron, es decir, en paz. Espero que descubra que mis investigaciones me han permitido anticipar la mayoría de sus necesidades, aunque no sin oposición por parte de los comités que fiscalizan mis tareas. "¿Dónde están esos seres para quienes solicita usted subvenciones estatales y ayuda económica con objeto de reconstruir el Campamento de la Paz, señor Constable?", me han preguntado año tras año. Pero yo he batallado, discúlpeme, perseverado debería decir, sin des fallecer, firmemente convencido de que algún día las descubriría. Permítame que le enseñe el campamento. Este es el punto en que la valla se halla más próxima de las plataformas panorámicas, de modo que tal vez sea aquí el lugar idóneo para que inicie usted las decoraciones. Déjeme anotar una lista de los materiales que va a necesitar: lana, fotografías y demás. Esa parte de la valla que queda ahí es para que la derribe. Sería una lástima derribar el trozo que haya decora do, ¿no cree? Derribe lo que derribe, quedará restaurado al cabo de veinticuatro horas, de modo que podrá derribarla de nuevo. Este es el punto de mayor facilidad de ascensión de la valla —usted primero, por favor — , y aquí es donde se puede bailar.
—¿Y los misiles están ahí abajo?
—No, por Dios. Están en la Luna, lejos, para que no haya peligro.
Los pájaros siguen cantando, pero no los veo. En este momento el señor Constable también se pone a cantar:
—Enredada en las dedaleras, enredada en la alambrada, enredada en la...
—¿Qué es eso?
—Creí que lo reconocería. ¿No es una de sus canciones?
—Hubiera podido serlo. Jamás se terminó.
—Las conservamos todas en el archivo. "El espí-ri-tu no muere, ella es como una..." — advierte el furor de mi mirada y se interrumpe—. Hago todo lo que puedo —masculla de mal humor—. Tenga la bondad de excusarme si en ocasiones cometo algún error involuntario. Y ahora... ahora que comprende ya la situación, ¿me acompaña a descongelar a sus compañeras?
Sor Laura sobrepasa en cabeza y media la estatura del señor Constable, y al sacudirse derrama sobre él una ducha de puntiagudos carámbanos.
—¡Tenga cuidado! —protesta él.
—¡Al carajo! —replica sor Laura.
—Tiene que ser educada con él —le reprendo yo con un susurro — . ¿Qué alternativa nos queda?
—Nos quedan todas las alternativas del mundo. Como iba diciendo antes de que me interrumpiesen, las higueras siempre se equivocan, de manera que poco importa cómo nos comportemos con ellas. ¿Quién es este pequeño cretino?
—No lo comprendo, no lo comprendo —farfulla el señor Constable para sus adentros—. El atavío indica a una monja, pero...
—De monja, nada. Vamos a jugar al ajedrez.
Y se quita la toca y un faldón del hábito. Se dedica a hacer cuadrados en una lámina de hielo y luego empieza a confeccionar figuras y peones. Aconsejo al señor Constable que proceda a descongelar a las demás. De una en una van saliendo de los congeladores, abrumadas por el peso y la inmovilidad de sus gélidas mortajas. Pero una vez que el señor Constable les explica lo del Departamento de Reliquias, la valla renovable, las plataformas panorámicas, y los misiles en la Luna, no se precisa ya de más acción para derretirlas. Están de pie ante él como una hilera de sopletes.
—Si cree que vamos a subir ahí arriba para que se nos exhiba como bichos de feria, va listo.
—Venid a jugar al ajedrez — grita sor Laura —. La reina es la figura más poderosa del tablero.
—Señoras, señoras, calma —ruega, trémulo, el señor Constable. Y tapándose la boca con la mano, me dice por lo bajo —: ¿Es así como debo llamarlas?
—¿Qué quiere decir con eso de llamarlas? ¡Yo también soy una de ellas!
—¡Oh, no! Usted no es como ellas. Ellas no son verdaderas mujeres de la paz. Deben ser de las que acudieron sola mente a pasar el día. Mejor que nada, sin embargo, mejor que nada. Señoras, mujeres, muchachas, hermanas, tengan la bondad de acompañarme al campamento preparado especial mente para ustedes. Garantizo personalmente su bienestar y seguridad, salvo...
—El propósito del juego —explicó sor Laura— es efectuar la jugada denominada jaque mate, es decir, atrapar al rey. No es difícil porque el rey posee escasa movilidad. Al eliminar al rey termina el juego.
—... salvo algún que otro esporádico día de visita, que se establecerá con su pleno...
—La regla era que iniciaban el juego las blancas, con patente desventaja para las negras, pero no tenemos por qué obedecer esa regla, ni ninguna otra, si vamos a mirar.
—¡Muy bien! — vocifera el señor Constable—. ¡Jueguen al ajedrez! ¡Quédense aquí abajo! ¡Poco me importa! ¡En cualquier caso, no son lo que andaba buscando! ¡Pero, se lo advierto, informaré con todo detalle al comité de su actitud! No todo el mundo está tan interesado en su preservación como yo lo... he estado.
Y sacudiendo la enorme cabeza con más tristeza que furor, sube a solas la escalera. Sor Laura está disponiendo sus figuras y las restantes mujeres se dedican a improvisar las normas de una nueva versión de ajedrez en la que sólo pueden vencer las reinas y los peones y en que el color carece de importancia. Siento fuertes tentaciones de unirme a ellas, pero temo hacerlo por las consecuencias que conllevaría para nuestra seguridad. Y salgo en busca del malhumorado señor Constable. Me propone que lo acompañe a la ciudad. Suscitaré el suficiente interés para distraer a los miembros del comité de la gran decepción que van a sufrir al enterarse de cómo son las demás.
Cerniéndose sobre las hileras de cajones de aristas vivas que constituyen la ciudad, resplandece el Relicario: esférico como un balón, y blanco como la luna, se halla sostenido sobre unas patas tan finas que casi resultan invisibles. Entramos en él por una puerta automática y se nos traslada por un pasillo. No hay necesidad de andar. Los suelos, móviles, avanzan. Partiendo del punto central, una serie de escaleras mecánicas se entrecruzan ascendiendo a diversas gradas; varios ascensores transparentes de amortiguado sonido suben y bajan transportando en su interior a cabezudas réplicas del señor Constable, que me contemplan con manifiesto estupor.
—El comité se ha reunido para conocerla —me dice.
—Antes enséñeme un poco este sitio.
—Muy bien. Pero no tenemos mucho tiempo. "Procure adaptar con lentitud la vista a la luz del interior", anuncian los carteles. "Guarde silencio. Siga la dirección de las flechas. No use cochecitos infantiles. Cuidado con los rateros."
—¿Cochecitos infantiles? —pregunto mirando burlona al señor Constable—. Entonces ¿hay niños?
—Por supuesto. Los embriones pueden desarrollarse en cualquier cavidad corporal —contesta propinándose unos suaves golpecitos en la cabeza.
Tras un tabique de vidrio una tortuga se alimenta de hojas; de vez en cuando saca una lengua rosada. Otro destello rosa me obliga a volverme hacia un acuario en cuyo interior una raya-torpedo apoya su hermoso vientre rosado contra la pared. En otro lugar, un elefante con una pata atada a una estaca avanza cojeando, describiendo interminablemente círculos y más círculos.
—Mediante una moderada restricción del radio de acción del animal — me explica el señor Constable —, le proporción a- mos una mayor libertad, porque le adiestramos mejor y a la larga su existencia es mucho más variada. Al concluir la reunión me gustaría mostrarle mis archivos. Quizá pueda ayudarme a identificar documentos y aclarar ciertas dudáis. Algunas me tienen desconcertado.
Estoy empezando a llorar.
—¿Qué le ocurre? —me pregunta con ternura.
—Me siento sola.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Cómo la puedo ayudar?
—Por favor, sáqueme de aquí.
Es de noche cuando llegamos al sector en que acaba la ciudad y comienza el descampado. Caminamos en silencio atravesando el desolado paraje cubierto de escombros, muerto, vacío de árboles, en la tibia oscuridad iluminada por los rayos lunares. La luna brilla más que en mi recuerdo, resplandece como si ardiera. Tras mi prolongada glaciación me siento caprichosa, tierna e intensamente viva. Tiendo los brazos hacia el señor Constable.
—Oh, no —comenta remilgado—. Sería un acto de con quista.
—No tiene por qué serlo.
—¡Sabía que no hubiera debido pedirle que me aclarase esos documentos!
—No éramos inalterables, señor Constable. Es preciso que lo entienda, aunque este hecho estropee sus investigaciones.
Tras unas breves zalamerías se arrebuja entre mis brazos como un gato. Enseñarle es una delicia. Nunca ha siquiera soñado que fueran posibles tales cosas. Entre las oleadas del éxtasis que compartimos tengo la impresión de que la luna estalla, pero nunca distingo con claridad cuando hago el amor.
Estaba segura de que el éxtasis era común y compartido, pero cuando, desvanecida la luna, bostezamos desnudos a la incierta luz de un amanecer en que el sol se debate entre profusas manchas de nubes, él murmura:
—No sé qué se apoderó de mí.
Evito la respuesta tópica. Una sutileza irónica no sería bien recibida. Noto que está metafísicamente turbado, como suele ocurrir la primera vez.
—Lo consideraremos como una reliquia —dice tras una larga pausa y con evidente alivio.
—¿Pero no te ha gustado? ¿No has disfrutado?
—Penetración, invasión, guerra...
—¿Quieres empezar una guerra?
—No es eso lo que siento, pero los demás no son como yo.
—No tenía intención de hacerlo con los demás, señor Constable.
—Quisiera —admite— acurrucarme en tus brazos y dormir para siempre.
—¡Adelante! Ah, escucha, he calculado en qué momento de mi ciclo menstrual acabó el mundo, ¡y creo que puedo tener un hijo!
Se queda pasmado, mirándome fijamente la cabeza. Son-riéndole con un dulce reproche, dirijo su mirada hacia zonas inferiores. Se niega a mirar. Endereza los hombros, comienza a vestirse y me arroja mis ropas sin excesiva delicadeza.
—Hemos de regresar a la ciudad —declara—. He traicionado la confianza.
—¡Fue idea mía! —exclamé.
—La confianza que ha depositado en mí el comité. Se pondrán furiosos.
Parece aterrorizado. Luego se le ocurre un remedio, se tranquiliza y hablando con gran lentitud dice:
—Voy a hacerte una proposición. Si la aceptas, informaré al comité. Si la rechazas, aunque te creo demasiado sensata, no dirás a nadie lo que te he propuesto.
—¿No es eso lo que decían cuando...? Oh, qué más da.
—Diremos que el reciente acontecimiento fue propuesto por mí como parte de un experimento de investigación y práctica. Para completar la investigación darás a luz en el Relicario. Las mujeres, ya sabes, son mi especialidad. Pero no me dedico a hacer favores, me dedico a investigar, y el hecho mismo de mantener ahora esta conversación debiera demostrarte que puedes dejar de luchar porque has ganado. ¡Y deja de reírte!
Trata de impedir que escape, pero huir del pequeño cretino es fácil. Lo que ya es más difícil es encontrar el camino de regreso al lugar donde se encuentran las mujeres. Cuarenta días y cuarenta noches sin luna han de transcurrir para llegar a lo que considero mi hogar.
Sofoco una maliciosa risita al ver el campamento desierto, la valla vacía de adornos, la plataforma del silo sin que nadie baile en ella. Deben seguir jugando al ajedrez en el refugio. No obstante, mientras desciendo las escaleras, mi optimismo se tiñe de una vaga inquietud.
Hace mucho frío. Los escalones aparecen cubiertos de trozos de improvisadas figuras de ajedrez. No se ve ni un alma. Las tapas de los congeladores están cerradas, los interruptores colocados en posición de CONGELACIÓN.
Con gran esfuerzo logro levantar las tapas, pero los interruptores quedan fuera de mi alcance. Las mujeres han sido violentamente reducidas a su anterior estado de almacenamiento en frío. Los bloques de hielo transparentan sus posturas de lucha.
Durante mucho rato la desesperación me inmoviliza. Luego se me ocurre que llegará un momento en que mi vientre expulsará agua caliente, o sangre caliente, o ambas cosas a la vez, y cualquiera de los dos elementos servirá para iniciar el proceso de deshielo.
La fría obstetricia craneana de los coleccionistas de reliquias ha pasado por alto este detalle. Habrá que esperar, por supuesto, pero no demasiado.
En realidad, apenas si hay que esperar. Para ayudar a pasar el tiempo empiezo a hablarme a mí misma, enumerando las diversas ofertas que he recibido. Mis palabras parecen suscitar hondas emociones en las profundidades de los congeladores, porque entre crujidos, estallidos y gorgoteos de agua, el hielo se resquebraja y las mujeres puestas en pie y con una estentórea y unánime carcajada de incredulidad, gritan:
—¿Qué te dijo que quería que le hicieses?
Mab
Penny Casdagli
Penny Casdagli nació en Grecia, donde asistió a cursos de danza y de arte dramático. Desde 1968 trabaja como actriz, y más recientemente también como directora y autora teatral. Cinco de sus obras han sido especialmente escritas para niños sordomudos.
"No tengo hijos, todavía; pero a veces dejo volar la fantasía soñando con dar a luz- Mab es el resultado de una de esas ensoñaciones. Concibo cualquier acto creativo como un nacimiento y cualquier forma de tutela o de cuidado como una manifestación de la maternidad. Mab es el segundo relato que escribo para adultos. Actualmente estoy trabajando en varios otros que profundizan en temas superficialmente aludidos en Mab, tales como espiritualidad y feminismo, incapacidad física y poder, y factores o circunstancias que favorecen la aparición del acontecimiento que denominamos amor."
La profesora de yoga(1) parecía que tuviese un canario muerto adherido a la mejilla. Tenía en el pómulo un bulto verdoso del tamaño de un huevo, y en el contorno del ojo unos cardenales amarillos como su yema. Dijo que había tropezado golpeándose contra una farola y todas las alumnas de la clase, incluida Iska Battenbury, se esforzaron por creerla.
—Virabhadrasana tres, postura de la guerrera —anunció Lillian, la profesora.
—¡Oh, no, Virabhadrasana tres no, por favor! —gimió la clase; también era la postura que menos agradaba a Iska.
—Inspirad. Saltad y separad los pies un metro. Brazos arriba. Pie izquierdo hacia adentro. Pie derecho hacia afuera. Apretad las caderas encogiéndolas hacia adentro. Espirad lentamente. Convertid la pierna de atrás en un rayo de luz. La visión es el primer paso.
Iska Battenbury admiró a Lillian por lo que su padre llamaría "nervio moral", es decir por enseñar ejercicios físicos con tanta energía precisamente en un momento en que debía sentir dolor, y le perdonó la imprecisa metáfora sobre la pierna trasera. Iska era extremadamente puntillosa en todo lo referente a su actividad profesional y lo que quedaba de su vida privada. Era la primera mujer que ocupaba el puesto de directora del Instituto Cathcart. Fue la impresionante influencia de sus publicaciones académicas, difundidas fuera del ámbito del instituto, acerca de las estructuras de los grupos de terapia, lo que propició que, al quedar vacante el puesto, la prestigiosa candidatura de Iska no pudiera ser rechazada. Sabía, no obstante, que el patronato del centro se había mostrado reacio a designar para un cargo de tan alta responsabilidad a un miembro del personal docente, y mujer por añadidura.
Hacía seis meses que se había matriculado en el curso de yoga y, aunque era bastante mayor que el resto de los alumnos, era tan capaz como cualquiera de realizar incluso el Virabhadrasana tres. A excepción de Leonard, un adepto a la secta de los Rastafaris que asistía al curso con bastante irregularidad, la clase estaba compuesta por mujeres. Tenían unos cuerpos ágiles y vigorosos, llevaban el pelo natural y en desorden, pendientes de plata en forma de puño y camisetas estampadas con frases que proclamaban: "No a la violencia masculina", "Las mujeres lo hacen mejor", y "La guerra es la envidia menstrual". Jóvenes todas, jóvenes e inteligentes. Durante el curso, una de ellas, Ginnie, había quedado embarazada. Iska, que no tenía hijos, la observaba aumentar de volumen, con sincero interés y profundo alivio por haber dejado atrás la época de la fertilidad. Nunca le habían gustado los niños, dejando para otros la práctica de la terapia infantil, rama de la psicología en la que tradicionalmente sobresalían las mujeres. Tal vez ello explicase las antipatías que suscitaba. Prefería destacar en el campo '"masculino" de las depresiones y colapsos nerviosos.
—Relajaos. Muy bien. Ahora hacia el otro lado —gritó Lillian.
—¿Por qué se llama postura de la guerrera? —preguntó alguien con la valiente tentativa de retrasar el momento de tener que realizarla hacia la izquierda.
—No os va a gustar la explicación —contestó Lillian mirando a toda la clase—. Se llama así porque está dedicada a Virabhadra. Cierto día el dios Shiva se enfadó, se arrancó un mechón de cabellos, lo arrojó al suelo y del lugar donde cayeron surgió Virabhadra, la guerrera.
—Podríamos apropiarnos de esta historia —replicó Ruba, una de las negras— y convertirla en símbolo de la lucha en favor de la libertad femenina.
—Yo creía que se llamaba "postura de la guerrera" porque hay que batallar tanto para ejecutarla —comentó Ginnie acariciándose el vientre y provocando carcajadas generales.
Lillian recorría la sala corrigiendo posiciones.
—Alarga el cuello —le indicó al llegar a Iska.
Esta, que estaba enredada en una maraña de brazos y piernas, apenas si sabía dónde tenía el cuello. Lillian la agarró por los cabellos de la coronilla y tiró de ellos sin contemplaciones.
—Prolóngalo hasta el cabello —le ordenó. Iska emitió un gemido.
—Que el dolor sea tu gurú —añadió Lillian alegremente y continuó su recorrido.
Finalizada la clase, hallándose en el vestuario lavándose los pies, refinamiento que las demás no compartían, Iska oyó a Ginnie y a Ruba hablando en voz baja con Lillian.
—Lillian, varias de nosotras pensamos que esto del yoga es mucho más que un simple ejercicio físico; varias han comentado que después de clase se sienten emocionalmente distintas...
—Como si la musculatura se hubiese desplazado —añadió Ruba.
—Y hemos pensado si sería posible encontrar un lugar...
—Un momento adecuado...
—Para discutirlo todas juntas, en grupo.
—Sí, entiendo muy bien lo que queréis decir —contestó Lillian—. El yoga actúa a veces como catalizador de los más dispares factores. Comparto totalmente vuestra impresión. Cuando empecé a hacer yoga, tuve que aclarar todos estos aspectos por mí misma, sin ayuda de nadie.
Clásico, pensó Iska. El individualismo aislado parangonado al valor; la típica confusión del esfuerzo con la virtud: "Sólo podéis llegar hasta mí después de emplear tanto esfuerzo como yo para alcanzar el aislamiento de que disfruto". Pago consecutivo del conocimiento en ratificación de la estructura jerárquica de poder, particularmente vigente en contextos teístas. ¿Cómo es posible que los mismos modelos se repitan una y otra vez? Porque los hombres somos todos iguales.
—Adiós —dijo Iska, y las tres mujeres interrumpieron la conversación.
—Adiós, Iska. Hasta la semana que viene.
Afuera hacía un frío que cortaba el aliento. Era mediodía y persistía la escarcha, blanqueando la hierba, dibujando en la calzada hebras de hielo, destacando ciertos detalles y poniéndolos de relieve en una gélida dimensión. Subía Iska a su coche cuando se abrió la puerta del gimnasio y salieron sus compañeras. Lillian se montó en su bicicleta e Iska bajó la ventanilla.
—¿Queréis que os lleve? Hace tanto frío.
—Gracias. Encantadas. — Ginnie y Ruba se metieron en el coche y, tras varias intentonas fallidas, el motor arrancó.
—¿Para cuándo esperas el niño?
—Para Año Nuevo. ¡Tengo unas ganas de recuperar mi silueta normal! Hoy me siento inmensa.
No debe estar casada, pensó Iska, y para averiguarlo preguntó:
—¿Asistirá el padre al parto? Ambas mujeres se echaron a reír.
—¡No hay padre! —contestó Ginnie.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Ginnie se ha sometido a una autoinseminación con esperma de un donante anónimo —explicó Ruba—. Somos tres homosexuales que vivimos juntas y el niño será de las tres. ¡Y todas asistiremos al parto!
Iska consiguió que el coche no se saliera de la calzada.
—Le estábamos diciendo a Lillian si no podríamos discutir los efectos emocionales del yoga en quienes lo practican.
—¿Has notado tú alguna consecuencia? —preguntó Ruba.
—Oh, sí, indudablemente. Sería muy interesante, pero ¿no creéis que el aspecto principal es determinar si somos una clase o bien un grupo?
—Exactamente — asintieron ambas —. Eso expresa al pie de la letra lo que sentimos. ¿Somos una clase o un grupo?
Iska las depositó donde habían solicitado, el Centro de la Mujer, y se dirigió al instituto absorta en la complejidad moral que planteaba el que la mujer acaparase literalmente el proceso de la gestación, meditando si ello afectaría a la dinámica de poder de la primera infancia y pensando si no sería una idea excelente que el Cathcart organizase cursos dedicados a esas eventualidades. Su talento residía precisamente en detectar nuevas ideas, nuevos fenómenos y adaptarse a ellos; esta capacidad suya de pensamiento flexible y, por lo tanto, susceptible de avanzar a saltos era lo que la había hecho destacar sobre sus colegas. Sus largos años de ejercicio de la psicoterapia la habían tornado prácticamente imperturbable, eliminando de su actitud cualquier tipo de enjuiciamiento moral que empañase sus observaciones analíticas, con la misma certeza que el yoga alarga los ligamentos. Todo residuo de desaprobación o censura se había disuelto en su obligatoria y tenazmente perseguida soledad. O al menos así lo esperaba. Tendría que analizar este tema en profundidad con su grupo de supervisión. Pero esas mujeres del curso de yoga planteaban problemas cotidianos y, pese a las abismales diferencias que las separaban, se sentía próxima a ellas. Se acercaba ya al Cathcart cuando se sorprendió repitiendo incoherentemente unas palabras carentes de sentido:
"Todo lo que nos falta para ser completos es que a nuestros pies crezca la hierba."
Aparcó el coche en el espacio que tenía reservado. ¿Qué significaría "Todo lo que nos falta...?" ¿De dónde se le había quedado grabado? Al abrir la portezuela del coche, recibió una bocanada de aire helado. Iska estornudó. Se sonó y vio unas manchitas de sangre en el pañuelo. Le sangraba la nariz, qué extraño. Debía ser el cambio de temperatura; en el coche había calefacción. Sangraba poco. No volvió a pensar en ello.
En la clase siguiente nadie logró realizar los ejercicios. Lillian demostraba nudo tras nudo de asana mientras sus alumnas la observaban. Cuando las tuvo descansando en posición cadáver, pronunció una conferencia sobre lo que era el yoga desde el punto de vista de "una feminista de espíritu budista", posición, pensó Iska para sus adentros, mucho más difícil que cualquiera de las que inútilmente habían intentado realizar esa mañana. Lillian dijo que el yoga era un camino de acceso a lo trascendental y una forma de controlar individualmente la propia evolución. Era más fácil creer que la semana anterior hubiese tropezado contra una farola. También les recomendó utilizar miel para curar las heridas y contusiones.
Se estaban cambiando cuando Ruba se acercó a Iska.
—Bueno. Ya está decidido.
—¿El qué?
—Somos una clase.
—Sí —contestó Iska sonriendo.
—Francamente, no me gusta —replicó Ruba atándose los cordones de los zapatos.
—¿Os llevo en coche?
—No, gracias. Hoy hemos venido en bicicleta.
Iska pasó a lavarse. Al quitarse los leotardos se quedó helada. Era imposible. Sangre, como una regla abundante. ¡Pero a los cincuenta y seis años...! ¿Qué podía explicarlo? ¿Una hemorragia, un corte, una herida, una infección?
—Nada de todo esto es aplicable a mi caso — dijo en alta voz.
Tenía que regresar al Cathcart a pronunciar una conferencia sobre la relación no causal entre la codicia y la gratitud. No le daba tiempo de pasar por su casa. Se vistió a toda prisa, sin lavarse los pies, y regresó a la sala de gimnasia.
—¿Podría prestarme alguien... podría prestarme alguien un tampón?
Estaba segura de que todas se echarían a reír, pero nadie lo hizo.
—Me encantaría, pero no uso —contestó Ginnie sonriendo y dándose unas palmaditas en el abdomen.
Lillian rebuscó en el bolso.
—Ya me lo parecía. Aquí tengo uno.
—Lo siento, es que... —dijo Iska violenta, deseosa de explicar lo excepcional de la situación.
—No te preocupes —replicó Lillian—, me lo devuelves la semana próxima.
Iska no asistió a la clase de yoga la semana siguiente, ni la siguiente, ni tampoco la siguiente. En treinta días tuvo tres períodos, regulares en tanto que aparecieron puntualmente cada diez días. No dijo nada a nadie porque era ridículo, pero los flujos de sangre no cesaban.
Finalmente, en la última semana de yoga del trimestre, acudió al médico. El dispensario atendía a un extenso distrito urbano, por lo que la continuidad de la asistencia se aseguraba mediante numerosos turnos, que hacían que en cada visita el médico fuese distinto. Ese día le tocó uno joven, rollizo, solícito y de ojos soñolientos.
—He tenido tres períodos en treinta días. Sangre vieja seguida de sangre nueva. Tuve la menopausia hace siete años.
—Bien. ¿Estado general de salud? ¿Normal? ¿Algún tipo de trastornos?
—No.
—¿Come y duerme con normalidad? Iska asintió con la cabeza.
—¿Algún dolor?
—No.
—Bien. La explicación más probable es... ¿Existe alguna posibilidad de que haya quedado embarazada?
—Tengo cincuenta y seis años, doctor.
—Ya veo, ya veo —contestó el médico apresuradamente, consultando la ficha de Iska.
—Soy demasiado mayor hasta para un caso extremo de paleoprimogénesis —añadió ella.
—¿Fecha de su última actividad sexual?
—Supongo que se refiere usted a relaciones sexuales en pareja.
—Sí, naturalmente.
—Octubre del 72 —contestó Iska sin inmutarse. El médico trató en vano de ocultar su sorpresa.
—¿Y esta falta de contacto sexual...? —dijo.
—A lo largo de los años he satisfecho mis necesidades físicas mediante la masturbación.
—Por supuesto, por supuesto. —El joven no sabía cómo disimular su creciente incomodidad.
—Es mi única posibilidad de haber quedado embarazada, a menos, claro, que en mi caso la menopausia fuese reversible. Quién sabe, igual se trata de un regalo de Navidad. Ya están próximas las fiestas.
—¿Cómo dice? Ah, sí. —El médico sofocó una risita.
—Bromas aparte, doctor, ¿qué es lo que tengo?
El médico se quitó las gafas, echó aliento en los cristales y las limpió.
—Aventuraré un diagnóstico, pero, con toda franqueza, estoy desconcertado. Podría tratarse de un caso de hematemesis.
Iska regresó directamente a casa, dejando aviso en el Cathcart de que le era imposible impartir el seminario de técnicas pedagógicas que dirigía. Los asistentes, todos maestros y profesores, detestaban verse convertidos en alumnos y se zafaban de la obligación de participar en los temas de discusión refugiándose en bizantinas consideraciones sobre su identidad de grupo. Adoptaban actitudes intencionadamente divisivas, exigiendo comunicación exclusiva con Iska, parodiando lo que ella les explicara la semana anterior y acusándola absurdamente de propiciar estructuras jerárquicas y caer en abusos de poder. Denigrantemente infantil. El conflicto se reducía simplemente a elucidar si constituían una clase o un grupo. Ambas cosas, obviamente. De pronto se acordó de la clase de yoga y con repentina añoranza anheló la compañía de las jóvenes que asistían. El cielo navideño se rasgó mostrando un retazo de azul. Y mañana... pero no habría yoga hasta el Año Nuevo. El trimestre había concluido.
Tan pronto como se halló en su piso, se descalzó y a rastras desplazó el sillón colocándolo en un rincón del cuarto de estar. Enrolló la alfombra, apartó el cordón del televisor escondiéndolo de manera que no molestase, corrió las cortinas y se desvistió. El centro de la estancia se hallaba despejado de muebles. Se situó en el centro y extendió los dedos de los pies, apretando con la cara interna de los tobillos hacia el suelo.
"Todo lo que nos falta para ser completos es que a nuestros pies crezca la hierba."
Esa frase la acechaba, sin irritarla ni desconcertarla. Sencillamente estaba presente, como formando parte de un proceso. Inhalad. Brazos abiertos. Separad los pies de un salto. Se sentía rígida, entumecida, como si el cuerpo la enjaulara y, cuando al realizar los ejercicios notó que le crujían los huesos, le pareció que de sus articulaciones se levantaban pájaros que echaban a volar en libertad. Oía la voz de Lillian, pero Iska Battenbury no existía. Era tan sólo aquella que hace yoga, aquella que ha desplazado los muebles. No existía nada más; es decir, su esencia quedaba exclusivamente definida por su actividad. Y a todo lo restante le sucedía lo mismo, formaba parte de un único proceso. No existía barrera alguna entre su ser y el entorno; era una meditación innominada. Sus brazos se estiraron hacia arriba. La intuición es la experiencia plasmada en el presente; cuando se materializa, es como si siempre hubiese existido. En razón de la costumbre que obliga a situar a la experiencia en el pasado, el discernimiento o la intuición, esto es, la capacidad de ver más allá de unos límites, nos parece una percepción intemporal, o como máximo una aprehensión del futuro. Virabhadrasana tres. Su pierna trasera salió despedida convertida en un rayo de luz. El impulso conmocionó todo su cuerpo y sus miembros formaron un jeroglífico de neón. ¡Ahora lo comprendía! Los cuerpos eran filamentos que al recibir mensajes de luz entraban en incandescencia. Cada postura de yoga era una letra de ese lenguaje evolutivo. ¡Lillian tenía razón! Se puso de pie y vio los ojos de su padre contemplándola desde el retrato que adornaba la repisa de la chimenea. Se dirigió a su mesa de trabajo y cogió tijeras y cinta adhesiva. Recortó un trozo de una página del Times del día anterior y lo pegó sobre el marco.
—¡No estoy hablando contigo! —gritó—. ¡La gente es más alta por la mañana, el sueño reduce la fuerza de la gravedad!
Agarró el retrato, lo lanzó contra la pared y oyó romperse el cristal dentro de su mortaja de papel.
Se sentó luego a la mesa y escribió:
"No quiero poner la mano en la rodilla de nadie hasta haber comprendido el lugar y consecuencias que corresponden al sexo."
Contempló horrorizada lo que había escrito con tanta firmeza, con tanta fluidez. Sostenía el bolígrafo en la mano derecha, pero ella era zurda. ¿Quién o qué había escrito eso? ¿Y con qué mano? Pensó entonces en los jeroglíficos de neón. Esa era la respuesta. El lado derecho de su cuerpo había renacido a la vida. Siniestro y diestro, equilibrio perfecto. Yoga. "Todo lo que nos falta para ser completos..."
Tenía un dolor de cabeza insoportable y se frotó los ojos. Al abrirlos vio gotas de sangre en la mesa. Las paredes aparecían manchadas de sangre, el televisor era un charco de sangre. La sangre se había abierto paso hasta la lana de la alfombra, empapando las cortinas e inundando como almíbar el almohadón del sillón. Moggy, el gato de loza negra, amuleto de la suerte colocado próximo al teléfono, sangraba. La neuralgia se estaba convirtiendo en una secuencia de agudísimos dolores de ritmo regular, con espasmos producidos a intervalos de breves minutos. A Iska le pareció oír un ruido áspero. Lanzó una mirada alrededor de la enrojecida habitación hasta que comprendió que se trataba de sus propios sollozos. Procuró fijar la vista. La visión era el primer paso y con este propósito cogió de la librería el ejemplar de Exposición de la imagen, de Hildegarde Kalkhoff. índice: sangre. Sí, ahí estaba: "Sangre: Ritos de iniciación"; buscó la página correspondiente y leyó el texto rojo y negro.
"Existen diversos ritos iniciáticos basados en la efusión de sangre. Todos ellos reflejan el hecho mítico y genético de que en la estructura de la sangre quedan almacenados como material subconsciente sueños y atavismos."
—Gracias —musitó cerrando el libro.
Sintió una fortísima punzada de dolor en la cabeza e, instintivamente, para protegerse, se la cubrió con las manos. Al hacer ese gesto notó un bulto en la coronilla. Tambaleándose se dirigió hacia su cuarto y se acostó. Por favor, basta de bultos, basta de farolas, basta de canarios muertos. Basta de sangre.
"En la oscuridad armonizarán todos los colores" (Francis Bacon).
Nótese el uso masculino del verbo en futuro. Apagó la luz e hizo lo que hacen muchos niños ante una forma de peligro o de aflicción intensas: caer en un sueño profundo.
Soñó que se hallaba en un campo verde y cuadrado, a uno de cuyos lados estaban las alumnas de la clase de yoga, y en el centro, clavado en un pequeño montículo de tierra, había un espantapájaros. Llevaba un abrigo cubierto de pedazos de papel en cada uno de los cuales aparecía pintada en distintos colores una extraña letra o un signo. Entraba en escena Lillian, quien, desgajando una rama de un arbolito que crecía al borde de una zanja y colocándosela bajo el brazo, cargaba contra el espantapájaros como un paladín montado en un corcel transparente. Iska contemplaba a Lillian tratando de arrancar una letra del abrigo del espantapájaros, cuando éste se disolvió convirtiéndose en un ser vivo, idéntico de aspecto a Leonard, el chico que de vez en cuando asistía a las clases de yoga. El hombre se apartó de Lillian plegando los brazos como si fuesen las alas de un ángel. Era del color de las bocas abiertas en la oscuridad, o del de una bandada de palomas sobrevolando una ciudad al atardecer. Era un nido de llamaradas grises, blando, trémulo, inconcreto. Mujer tras mujer, le desafiaron todas, pero ninguna logró asir aquella sombra trenzada, a aquel hombre hecho de polvo y de plumas. En el cielo, sobre una esquina del campo, aparecieron siete estrellas antes de que oscureciese. Iska decidió probar fortuna y logró arrancar una de las letras del abrigo mientras el hombre contemplaba el insólito firmamento. Una vez la hubo arrancado echó a correr con todas sus fuerzas. Con el corazón desbocado, trepó por una valla y descendió una hondonada al final de la cual había un bosquecillo. La letra era roja, una espiral roja pintada con sangre, una marca de nacimiento que reconoció instantáneamente con la lúcida lógica de los sueños. Oyó detrás de ella el crujir de una rama; algo se movía. Había algo, había alguien, un invisible compañero. Ambos vieron entre la maleza un angosto sendero oscuro y lo siguieron
hasta un claro del bosque. Iska bajó los ojos y vio que entre los dedos de los pies emergían hojas finas de hierba tierna. El suelo era líquido y, con un cambio repentino, la hierba se tornó opaca, como la piel del agua, como un cristal. Había peces de ojos verdes que nadaban en busca de comida e Iska les arrojó el papel con el signo. El compañero invisible —podía ser un perro— se zambulló, lo recuperó y lo depositó en la ribera acariciada por las aguas, esperando un mimo en recompensa. Iska sólo lo distinguió por el desplazamiento que provocaba en el suelo una figura de nítido contorno de hierba aplastada. Iska se agachó y lo tocó. Sus manos le dijeron que estaba hecho de membrana y de materia gelatinosa, y que tenía una cabeza y un cuerpecillo apenas mayor que una cola. Era un embrión invisible.
Por la mañana el dolor de la noche anterior parecía producto de un delirio, de una pesadilla, corrigió, recordando la quisquillosa actitud hacia el lenguaje de las alumnas de la clase de yoga, que insistían en el uso del género femenino. Se desperezó y se frotó los ojos. Las pestañas del ojo izquierdo las tenía todavía adheridas de sueño. Se levantó y se lavó la cara con agua tibia. Mejor. Ya podía abrirlo. Entonces observó una cosa que flotaba en el agua, una cosa casi totalmente transparente salvo por una pálida tonalidad rojiza. Ahuecando las manos la cogió, la depositó en una toalla y se dirigió con ella al cuarto de estar. El desplazamiento de los muebles la obligó a detenerse hasta recordar que fuera ella misma quien los cambiara de sitio. Colocó la toalla sobre su mesa de trabajo, buscó sus gafas de lectura y encendió la luz. Acto seguido la materia gelatinosa se coaguló y al calor de la bombilla comenzó a latir y a contraerse. Estupefacta, Iska recorrió la habitación con la mirada, preguntándose qué hacer. Empujó el sillón hasta dejarlo en su sitio y al hacerlo se vio reflejada en el espejo. Tenía la frente surcada por una señal plateada que descendía hasta el ojo izquierdo. Se acercó y se observó con más detenimiento. Era una señal pegajosa, como la huella de un caracol. ¿Sería aquella cosa...? En aquel momento recordó el bulto de la coronilla. Inclinó la cabeza y vio que el bulto había desaparecido; en su lugar había una mancha que le partía el cabello como un claro de un bosque. Se tocó la mancha. Tanto la piel como el cráneo estaban blandos y cedían a la presión del dedo como la fontanela de un recién nacido. Tendría que aplicar miel para curarla. Miel en la roca...
Lo que había en la toalla seguía latiendo, casi, pensó conteniendo el aliento, como si se incubara. Lo estuvo observando y lo vio cambiar de color; todas las tonalidades del prisma aparecieron refulgentes en la vesícula membranosa, cuya creciente actividad interna sometía a considerable presión al envoltorio externo. Oyó entonces una desordenada secuencia de sonidos, como un canto de pájaros de tumultuosa anarquía, y en aquel preciso instante una intensa fragancia de rosas mezclada con penetrante olor a limón invadió la habitación. La piel de la membrana se rasgó, rompió aguas que humedecieron la toalla y en el rayo de luz de la bombilla apareció de pie un ser humano de sexo femenino y exquisita belleza, no más alta que un dedo de un pie. Al ver a Iska levantó los brazos y se echó a reír.
Iska Battenbury anuló todos los proyectos que tenía para aquellas Navidades. Se sentía demasiado absorta en su propia experiencia de partenogénesis para participar en las celebraciones de otra natividad; se dedicó exclusivamente a cuidar de su hija, que creció cinco milímetros, y a leer. Leyó cuanto pudo encontrar sobre el tema que le interesaba: la reproducción de los conejos, el mito de Zeus, la historia de la Virgen María y su prima Isabel; leyó textos de psicología, física, biología y mitología; leyó poesía, leyó el cuento de Pulgarcito y leyó las doctrinas relativas a los homúnculos de los gnósticos. Se puso miel en la herida de la cabeza, que cicatrizaba a ojos vistas y adoptó la costumbre de tocarse con un gorro de lana. Escribió una carta al Cathcart comunicando que por asuntos de índole familiar se vería obligada a ausentarse la primera semana del trimestre, cosa inimaginable en una profesional de su temple y carácter, pero necesitaba tiempo para reflexionar porque le habían ocurrido sucesos igualmente inconcebibles. Por encima de todo, estaba embelesada con Mab. Le impuso este nombre, inspirado en Shakespeare, y con frecuencia, contemplándola jugar, musitaba para sí los inmortales versos:
Advierto que la reina Mab contigo estuvo. Es la partera de las hadas, y aparece no mayor de tamaño que una piedra de ágata en el dedo corazón de un concejal...
Fueron las Navidades más felices de su vida.
Las alumnas de la clase de yoga se extrañaron de que Iska no se quitase el gorro de lana en toda la mañana. Ignoraban que en su interior había preparado un nido para que Mab estuviese cómoda aun durante las más difíciles y enrevesadas posturas; no podía dejarla sola en casa. Ginnie estaba ausente; debía haber tenido el niño. Lillian se mostraba muy relajada, cambiada en cierto modo. Les indicó que se sentaran en el suelo en posición dandasana.
—¿Desea alguien manifestar alguna cosa? —dijo Lillian.
—Ah, durante su ausencia, pensó Iska, la clase se había democratizado convirtiéndose en un grupo; esa era la razón de que reinase tan acogedor y distendido ambiente.
—Sí, yo quisiera decir una cosa —dijo Ruba rompiendo el silencio—. Quiero decir que es sumamente agradable tener nuevamente entre nosotras a Iska.
—Creíamos que te habíamos perdido —agregó Lillian. Después de la clase Ruba y Lillian invitaron a Iska a acompañarlas al Centro de la Mujer, donde iban a encontrarse con Ginnie para comer. Fueron en el coche de Iska. La hija de Ginnie se llamaba Quincy. El parto había tenido algunas complicaciones y a Ginnie se la veía todavía agotada. A Iska le presentaron a Liza, la tercera de las mujeres que compartía la maternidad de la niña. Y cuando Iska vio a Quincy al pecho, sintió un aguijonazo de dolor al recordar lo distinta que era su hija.
—¿Has pasado unas buenas Navidades? —le preguntó una de las mujeres.
—Nada de Navidades; solsticio de invierno — corrigió otra.
—¿Cómo dices? Ah, sí —contestó Iska.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Ginnie.
—Pues, yo... yo... —balbuceó notando que se rompía por dentro—... es tan... yo...
No podía hablar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Con mucho cuidado se quitó el gorro y lo depositó sobre la mesa. Impregnaba su voz una solemne autoridad cuando finalmente dijo:
—Permitidme que os presente a mi hija Mab.
Una hora más tarde, el grupo continuaba haciendo planes. Lillian estaba tan ilusionada que, olvidando su dieta macrobiótica, atacaba sin vergüenza un plato de alubias con chorizo. Había roto con su novio, un budista que la pegaba, justo después de Navidad, el día de San Esteban, para ser exactos. Liza trabajaba en una escuela para sordomudos y confirmó las sospechas de Iska de que Mab padeciese una casi total falta de oído. Era en el fondo una ventaja, pues tan diminuto ser no hubiese podido resistir el volumen del ruido cotidiano de la ciudad, siendo incluso probable que hubiese perdido el oído en las primeras horas de su existencia.
Liza intentó comunicarse con ella mediante unos signos elementales y Mab se puso a bailar de gozo.
—Voy a enseñar a Mab a hablar por signos. Ese será mi regalo. Si tengo problemas para entenderla, por lo minúsculos que tiene los dedos, usaré una lupa; podría hacerse que Mab se colocase detrás de una lupa siempre que necesite comunicarse.
—Crece día a día —dijo Iska con una cierta inquietud.
—Estupendo —replicó Liza—. Tú también tendrás que aprender a hablar por signos, claro.
—Yo puedo ocuparme de ella mientras estés trabajando — dijo Ginnie —. Tengo que quedarme igualmente con Quincy, o sea que no es problema.
-Pero...
—¿Para qué hemos organizado turnos de ayuda si luego no los utilizamos?
—No te preocupes. Te ayudaremos todas a cuidar de ella; habrá momentos en que necesitaremos ayuda para Quincy; tu coche será entonces de gran utilidad, ¿sabes?
—A mí me gustaría enseñar yoga a Mab —dijo Lillian — . Al fin y al cabo es una hija del yoga.
—Jamás podré pagar la deuda de gratitud que he contraído con vosotras. No sé qué decir.
Ruba se inclinó y cogió a Iska de la mano.
—Ya sabrás. No te preocupes. Ya sabrás.
El año académico del Instituto Cathcart culminaba con la conferencia en memoria de Hildegard Kalkhoff. El sol de julio entraba a raudales por las ventanas del atestado salón de actos cuya primera fila de asientos ocupaban las alumnas de la clase de yoga. El asiento contiguo al de Ruba estaba vacío. En medio de un expectante silencio Iska Battenbury subió al estrado.
—Buenas tardes, señoras y señores. Bienvenidos al Instituto Cathcart, donde es para mí un gran honor pronunciar la conferencia anual en memoria de una gran mujer, una mujer de talla excepcional, que por su rigor y esfuerzo merece dignamente ser llamada nuestra madre psicológica.
Unas corteses sonrisas y unos breves aplausos acogieron las palabras de Iska. Con un ligero azoramiento entró Lillian y ocupó el asiento vacío. Se inclinó hacia Liza y le murmuró alguna cosa al oído. Iska las miró mientras Liza le comunicaba por signos:
—Sí. Embarazada. Sin ninguna duda.
A Iska se le iluminó la cara con una amplia sonrisa y con un rápido gesto preguntó: -¿Dónde?
—Te lo contaré luego —le contestó Liza por el mismo sistema.
Iska enderezó los folios.
—Mi conferencia se titula "Alumbramiento metafórico", y quiero creer que de hallarse Hildegard entre mi auditorio mostraría un benévolo interés por este tema. Se trataba de una innovadora que concibió ideas de tan extraordinaria originalidad que es posible que no vislumbremos todavía el pleno alcance de sus consecuencias. Pronunciaré mi conferencia en inglés y en lenguaje de signos a beneficio de mi hija y de cualquier otra persona sorda que se halle en la sala.
Hubo murmullos entre el personal y colaboradores de Iska, que ignoraban que la señorita Battenbury fuese madre.
—Existen hoy en día dos hechos cuyas implicaciones psíquicas y físicas conllevan una tan importante carga de significado que su misma exposición podría parecer innecesaria. Estos dos hechos ejercen una fuerza recíprocamente polarizadora semejante a la que encontramos en cualquier pareja de principios contradictorios, nacimiento y muerte, peso y levedad, agua y tierra, que constituyen el antitético paisaje que habitamos y en el que con lamentable frecuencia nos perdemos. Estos dos hechos son que todos los árboles de Hiroshima tienen exactamente la misma altura y que la concepción puede ser un acto espontáneo y creativo en el que participe un solo individuo o muchos, pero no necesariamente dos. Me explicaré.
De las manos de Iska fluía un lenguaje transparente e intranscriptible. Los dedos revoloteaban, se enlazaban, se agitaban en el aire, se tornaban amantes, transmitían el nombre de la ciudad japonesa, transformaban conceptos en imágenes, convertían la ironía en dibujos animados, permitían contemplar la esencia del sentimiento y de la emoción.
—La humanidad, y utilizo deliberadamente este término — hizo una pausa para sonreír a la primera fila—, es capaz de inflingir una muerte colectiva y planetaria. En oposición a ello, yo afirmo que si en este momento cayesen muertos todos los seres humanos de sexo masculino —e Iska golpeó con los nudillos la superficie del facistol — , la supervivencia de la humanidad no se vería afectada; no sólo continuaría existiendo biológicamente como especie, sino que las cualidades que designamos como específicamente "humanas" quedarían aseguradas; algunos dirían que hasta potencialmente realzadas. Esta afirmación no es producto de la especulación sino de la observación científica de hechos rigurosamente comprobados. Volvamos a esos árboles de Hiroshima. Tienen natural mente la misma altura porque fueron plantados en el mismo momento; por lo tanto, lo que tratamos de examinar es el conflicto entre fisión y fusión, entre destrucción y supervivencia, ese crudo debate que opone a las bombas los bancos de esperma.
Como en el lenguaje convencional de signos no existe uno que designe "bancos de esperma", Iska tuvo que representarlo con gestos. Las alumnas de la clase de yoga se echaron a reír, pero en el resto de la sala se oyeron murmullos, crujir de sillas y carraspeos que transmitían los primeros síntomas de desaprobación.
—Los programas de contracepción masiva han engendrado la noción de que en cierto modo las relaciones sexuales entre hombre y mujer son estériles. El sexo ha quedado desgajado de su función reproductora, que se ha visto reemplazada por el concepto de sexo como fuente de placer y medio indiscutible de posesión. Como compensación paralela a esta actitud unilateral, constatamos la creciente pujanza de la fe, siempre mantenida en estado latente, en la partenogénesis, concepto altamente estimulante sobre todo para las mujeres conscientes de su identidad e identificadas con su propio sexo. La unión o yoga de varias mujeres en una relación homosexual constituye para las participantes un acto profundamente creativo, engendrador, cuyo resultado es un alumbramiento metafórico, cuando no un verdadero nacimiento. Algunos psicólogos asistentes se pusieron en pie para manifestar su protesta.
Por favor, damas y caballeros, tengan un poco de paciencia. No hablaré más de lo estrictamente necesario, puesto que me propongo abreviar la discusión de mis argumentos mediante la fuerza del ejemplo. Pero, antes, permítanme repetir ciertos hechos elementales relacionados con los modos de reproducción: existe la reproducción ovípara, la reproducción vivípara, la reproducción por escisión y, algunos añadirían, la reproducción por milagro. Luego, existen los diversos métodos de generación, tan diversos como la ciencia que los ha transformado, y actualmente nos vemos obligados a revisar y ampliar nuestras definiciones de nacimiento hasta que la palabra alumbramiento acumule imagen tras imagen de totalidad, dando una nueva dimensión a la palabra "cultura".
Si una hidra, una de las formas zoológicas más elementales que existen, se divide en dos, resultan por generación espontánea dos seres diferenciados. Si a una lagartija se le corta la cola, por generación desarrollará una nueva. Los árboles frutales y las lombrices de tierra son hermafroditas. Las plantas comúnmente llamadas diente de león se reproducen por endogénesis; tal vez hasta podría hablarse de regénesis. Todos ellos constituyen ejemplos de nacimiento, entendiendo este término en su más amplio sentido, en el que le damos cuando nos referimos a él como acontecimiento que pugna por alcanzar la totalidad, por parcial que sea el resulta do. En la especie humana el proceso de reproducción es harto más complejo. La concepción heterosexual exige que la hembra sea penetrada por el macho; pero a ello debemos añadirle la inseminación artificial y la fecundación in vitro, los bebés-probeta, la clonación y los progresos de la ingeniería genética. Existe también la llamada autoinseminación, es decir, la mujer que se fecunda a sí misma con esperma de un donante anónimo; por otra parte, ejemplo de lo que he llamado "inseminación compartida" es el que una mujer, o incluso un hombre, fuera de un contexto médico introduzca esperma en el útero de otra mujer. En este momento estamos hablando de cánulas y jeringas que ejercen la función de órganos reproductores. Estas nuevas técnicas de reproducción humana plantean problemas morales, fisiológicos y jurídicos a los que debemos enfrentarnos. Si no existe el padre, ¿es posible mantener el rito de la paternidad? Hemos de mirar al fondo de los ojos de nuestros padres para podernos desprender de su influencia que, biológicamente hablando, resulta hoy altamente sospechosa.
Apenas si se oía a Iska entre el clamor que se levantó en la sala.
—Y ahora llegamos —prosiguió diciendo, levantando la voz a través del micrófono— a la forma quizá más conflictiva de re producción y alumbramiento, la partenogénesis o parto virginal, es decir, aquel que se produce sin el concurso de un agente impregnador externo, sin el concurso de un elemento masculino. Los conejos y los seres humanos son partenogenéticos. Un acto realizado entre individuos del mismo sexo que resulte en el nacimiento de un vástago será tildado de científicamente inadmisible y, sin embargo, yo lo denomino "copartenogénesis"...
Ruba y Lillian se miraron y sonrieron.
—Dispongo de un informe según el cual dos mujeres negras de Port Elizabeth, ciudad de África del Sur, después de un baño en el mar dieron a luz a un hijo del amor. Y otro...
Era virtualmente imposible oírla. Los que abandonaban la sala se detenían a la salida para abuchearla. La sala de actos se había convertido en un guirigay de protestas y silbidos.
—...que afirma que una asiática que vivía con otras mujeres en una aldea próxima a Rimtek, en la región septentrional de la India, dio a luz a una niña que nació de su muslo. Nos encontramos, al parecer, ante la aparición de una fuerza de justicia poética y mitológica que pretende revertir la monstruosa usurpación del rito de la maternidad llevada a cabo por patriarcas de tan desmesurada arrogancia como Zeus... Un tumultuoso abucheo ahogó la voz de Iska.
—...Quiero también aludir a la autopartenogénesis o alumbramiento milagroso, que constituye la raíz del cristianismo. El milagro no es un acontecimiento excepcional, aun que así lo hagan creer las instituciones religiosas, que, envolviéndolo en un aura de misterio, pretenden desposeer a los fieles del poder que de él podrían extraer. El milagro es un hecho fortuito en el cual la evolución efectúa un salto que le hace traspasar sus propios límites; es ese movimiento mediante el cual la línea sutil de la metáfora se convierte en un hecho, el terreno donde el "como si fuese" se transforma en "lo que es". No es descabellado proclamar que nos hallamos en los albores de una era matriarcal partenogenética en la cual seremos engendradoras además de nutridoras y alumbra doras de los hijos de nuestras entrañas, sean niños, sean libros, sean el fruto que sean. Y trataremos con benevolencia a los dotados de intuición. Permítanme que llegado este momento les presente a mi hija Mab, quien, como ya he dicho, es sordomuda. No hubiera nacido de no ser por la vivificante influencia de las alumnas de primer curso de yoga del Instituto Astro Cruz de Educación Complementaria, cuyo interés y afecto constituye ron factor primordial en su concepción e incubación. Voy a traducir sus signos acompañándolos de una cierta interpretación, pues Mab se comunica mediante signos que le son propios, y según la manera de yuxtaponerlos invoca distintos significados para un mismo gesto, sometiendo al lenguaje a tal presión semántica que a veces se torna tridimensional.
Colocó en el facistol el floreado sombrero que llevaba y sentó suavemente a Mab en la copa. Mab desentumeció los miembros, porque había crecido. En la sala se hizo un profundo silencio cuando Iska situó ante ella una lupa. Mab comenzó a hablar por signos.
—Mi hija dice: "Nombre Mab, sordomuda, mamá...". Mab señala hacia mí haciendo el signo de "nacimiento", que consiste en descender las manos a ambos lados del abdomen, pero efectúa ese gesto en la cabeza porque Mab es hija de mi cerebro.
Sin dar crédito a sus ojos, los asistentes corrieron a agolparse en torno al facistol, tomando a Mab por una de esas bailarinas de plástico que giran sobre una caja de música. Pero las alumnas de la clase de yoga, Lillian incluida, puestas en pie, formaron a su alrededor una barrera impenetrable.
"Vosotros altos, tocar cielo yo..."
—Mab está representando a un ser diminuto empujando algo con gran esfuerzo.
"... brizna de hierba
cuando mamá pedir, yo hablar vosotros,
temblar, encarnada, vergüenza,
yo decir, ellos no creer,
yo pequeña, sordomuda.
mamá: por favor, yo: imposible."
—Ahora hace una expresión intraducible que significa "sin valor" o "inversible."
"Ver flores en mesa,
pensar: esconder, esconder todo el día,
ver mamá buscar, mirar, buscar,
gritar Mab,
encontrar, reír, un juego,
mamá mirar, coger teléfono,
hermana..."
—Se refiere a las amigas de la primera fila. "Yo leer labios mamá:
Mab esconder, llorar, llorar,
yo salir flores, mamá no ver,
gritar, mamá no oír,
mamá ver, mamá feliz,
yo decir yo hablar conferencia,
gente grande, gente reír, yo nervios,
ellos no oír, yo pequeña,
mamá, hermanas: no preocupar, gente buena.
Yo, qué decir,
yo no saber, pensar, pensar,
querer decir verdad,
querer decir cosa importante. "
—Mab está representando una balanza con las manos. Es el signo que se refiere a "duda", "peso", "igualdad", conceptos muy similares en el lenguaje de signos.
"Significar lo mismo, vosotros grandes, yo pequeña,
vosotros viejos, yo igual, igualdad,
vosotros pobres, yo pobre..."
Las alumnas de la clase de yoga se echaron a reír y Mab les sonrió.
"...igualdad significar amor, vosotros amar, yo amar,
todos amar, todos igual,
todos unión decidir, unión, mejor, preciosa."
—A veces Mab hace el signo de "unión" o "yoga" enlazan do los dedos, que también es el signo que indica comunicación o relación; pero generalmente emplea su propio signo, que combina "mujeres" y "unidad", porque para Mab eso es lo que es el mundo. El suyo es un mundo carente de padres. Ve a los hombres, de igual forma que advierte la diferencia que existe entre ella y el mundo de los que oyen, pero no comprende, aunque se le haya explicado, por qué sirven. A los ojos de Mab los hombres carecen de relevancia y constituyen para ella una fuente inagotable de desconcierto.
"Yo querer todas mujeres juntas, libertad, nacimiento, elección, cambio, ¿estar de acuerdo?".
—Sí —exclamó una mujer en quien Iska reconoció a una de las integrantes del grupo de maestros. Le impresionó ver que tenía el rostro cubierto de lágrimas. Sólo quedaban mujeres en la sala, aunque próximos a la puerta, guardando respetuosa distancia, tres o cuatro hombres contemplaban la escena con visible interés.
—De acuerdo —dijo la mujer que estaba al lado de Iska.
—Mab es sordomuda. No te oye. —La mujer miró a Iska sin comprender.
— Este es el signo para decir "sí". Agita el puño hacia abajo.
Así lo hizo.
—¿Cuál es el signo para decir libertad? —preguntó otra desde atrás.
—Ambas manos saliendo del corazón. Libertad. Libertad. Iska les enseñó ese signo, así como los que significaban "nacimiento", "libertad" y "cambio".
—Enlazad los signos. Así. Imitad a Mab.
Y una tras otra, todas las mujeres se unieron realizando el mismo signo, algunas con torpeza, otras con elegancia, muchas sonriendo, las más como en su sueño. Mab dirigía el mudo clamor, y ellas gritaban con las manos, en silencio, en un silencio absoluto. Se oía crecer la hierba. Entonces Mab cerró su diminuto puño y lo levantó. En cualquier idioma ese es el signo del poder.
Carne de probada moralidad
Racoona Sheldon
Alice Sheldon, conocida también como James Tiptree Jr. y Racoona Sheldon, nació en 1915 y pasó su infancia explorando África e Indochina en compañía de sus padres. Durante la Segunda Guerra Mundial alcanzó el grado de mayor en las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos y fue la primera mujer que sirvió con rango de oficial en el Servicio de Espionaje Fotográfico del ejército de su país. Empezó a publicar ciencia ficción en los años 70 bajo el nombre de James Tiptree Jr., seudónimo que tomó de una marca de mermeladas descubierta en un supermercado, obteniendo en varias ocasiones los premios Hugo y Nébula con sus relatos y cuentos. En 1977 se descubrió que Tiptree, aclamado por todos como un escritor "inconfundiblemente masculino", era en realidad Alice B. Sheldon, una psicóloga experimental retirada. Ha escrito también bajo el nombre de Racoona cuando "sentía la necesidad de decir ciertas cosas imposibles de ser expresadas por una voz masculina", produciendo "varios relatos de corte abiertamente feminista", uno de los cuales, The Screwfly Solution, ganó el premio Nébula de 1977.
Dice que Carne de probada moralidad nació "de la ultrajante indignidad que considero las actuales corrientes de opinión y salvajes proyectos de ley que obligan a las mujeres a llevar a término la gestación de cualquier célula ovárica fecundada y dar a luz, a veces con riesgo de su vida, sin el menor interés y respeto por las necesidades y el destino del ser tan coercitivamente producido. Dichas iniciativas han de ser en justicia consideradas como sanciones disimuladas impuestas a las mujeres por hacer uso de su sexualidad individual, llegándose al extremo de castigarlas por haber sido violadas. Constituye también una censura del clima moral que actualmente impera en los Estados Unidos, donde la codicia de los ricos encuentra a un aliado en el gobierno y amenaza con devorarlo todo".
Hace frío. Llovizna. Anochece.
Al volante de su potente camión, un largo transporte de dieciocho ruedas, Hagen sube a toda velocidad por el doble carril de la carretera interestatal tratando de ganar tiempo. Se dirige al club Bohemia, y después de Carlisle la calzada se va a estrechar convirtiéndose en una simple cinta de asfalto que serpentea entre las montañas. Las obras de ensanchamiento de la calzada han quedado terminadas hace tan sólo pocos meses. Hagen confía que lleguen hasta Carlisle.
Ya no hay luz. Enciende los faros. A kilómetro y medio a sus espaldas aparecen un par de luces. Sigue con ese Célica Supra verde pegado al culo. Un mate destello de la calzada acapara su atención: hay manchas de hielo. Sí, y sus frenos no están en muy buen estado. Reduce un poco la velocidad.
Las luces del coche que lleva detrás se abrillantan un instante y luego se desvanecen. Le persiguen, sin duda. ¿Serán atracadores, esperando adelantarle y detenerle? Pero ya le ha ocurrido otras veces en este mismo trayecto, recuerda. Y al final, nunca le pasó nada, nada en absoluto. Probablemente forma parte del extraño ambiente que se respira en todo el club Bohemia.
Tiene un ambiente muy raro ese lugar, cavila ensimismado. Todo son hombres, la mayoría viejos. Y no son maricas, qué va. Pero no hay ni una mujer. Y los vejestorios van todos vestidos iguales, con pantalones cortos y cantidad de insignias y distintivos; parecen un grupito de boy scouts seniles. Aunque de boy scouts, nada; ese sitio apesta a dinero, y dinero en cantidad, si es que Hagen no ha perdido el olfato para juzgar estas cosas. El club posee su propio aeropuerto; una vez vio varios aviones privados. Y los coches aparcados en la entrada del chalet principal eran como para que a cualquiera se le salieran los ojos de las órbitas. Dinero en tales cantidades que no se ve más que en sitios escondidos, piensa Hagen; en islas perdidas que ni aparecen en los mapas, o aquí en las montañas, en este club cuyos terrenos sabrá Dios la extensión que tienen. La verja de entrada, sin rótulo alguno, con la caseta del vigilante y los perros de guarda, está a diez kilómetros del chalet de recepción. Viejos ricachones jugando a hacer ver que son niños, acampando en una intemperie preparada de antemano para que no le falte nada. Lastimoso.
Porque no pueden pasarse sin sus lujos, sin las comodidades de la ciudad. Los módulos de las cámaras frigoríficas del Bohemia que transporta en el remolque están llenos a rebosar de filetes, chuletas, asados; carne hasta los topes, santo Dios. Carne a ochenta dólares el kilo. Desde que las sequías y las epidemias de los cereales pusieron fin a prácticamente toda la producción de carne de los Estados Unidos, es decir, desde hace cinco años, Hagen no ha probado nada que se parezca ni remotamente a la ternera. Hamburguesas vegetales, soja en todas partes... y aquel asqueroso filetito que él y Milly compartieron el día de su aniversario... cincuenta dólares, así como suena. La epidemia exterminó también a los pollos y aves de corral, y un pescado decente es difícil de encontrar. Hagen detesta el pescado. En cambio estos carcamales medio chochos comen carne todos los días.
Hagen dedica un minuto entero a odiarles sin compasión, pero luego piensa que el jefe de compras a quien entregará el pedido es un tipo como Dios manda. Si sigue en el club, lo más probable es que permita a Hagen pasar la noche en el pabellón del personal, y con un poco de suerte, a lo mejor hasta le dan con el desayuno una loncha de tocino de verdad. Buen comienzo para la ronda de entregas que ha de efectuar en esta zona de estaciones de esquí.
En ese preciso instante nota que el camión patina. Se ha metido de narices en una mancha de hielo; mal sitio, malísimo, una curva en un puente. Le ha cogido por sorpresa. No se lo esperaba. Ha dejado de lloviznar y eso le ha hecho confiarse. Entonces se da cuenta de que la curva está mal peraltada, que se inclina hacia el exterior, en dirección a un descampado situado a mano derecha, justo a la salida del puente. ¡Cielo Santo, sólo faltaba eso! Cambia de marcha dos veces, reduciendo todo lo que puede, sin atreverse a tocar el freno.
La mole del enorme camión articulado se encuentra en medio de la curva cuando nota que los neumáticos de la cabina no obedecen a la dirección y siguen la inclinación exterior del peralte. Dios, Dios, si lograse meterse en el descampado... No es posible, sería una maniobra demasiado brusca. Intenta por todos los medios salir de la mancha de hielo, enderezando el volante, guiando al vehículo, hacia el interior de la curva. Demasiado tarde, demasiado tarde. El peso de la carga del remolque domina al vehículo, que sigue resbalando con esa pavorosa sensación de impotencia que da el hielo. Ve acercarse sin remedio el pretil de cemento armado.
Dominado por el pánico, gira el volante con excesiva brusquedad, aprieta a fondo el pedal del freno, y con un grito de angustia se encuentra en una pesadilla convertida en realidad.
Fuera de control, el remolque, que no ha sido capaz de enderezar, va a precipitarse sobre él.
Luego se produce un eterno minuto de horror: entre un estrépito de metal abollado, la cabina se tambalea, vuelca dando tumbos y queda panza arriba formando un ángulo imposible. El impacto le clava el volante en el estómago, choca de cabeza contra la superficie helada del parabrisas. A continuación la inercia del remolque lo impulsa contra la cabina, se abalanza contra ella, la sacude, la arrastra, vapuleando a Hagen con infernal estruendo...
Ya ha terminado.
Y Hagen sigue vivo.
De las entrañas de la cabina surge entonces un crujido, una crepitación. ¡Fuego! Apuntala un pierna y con todas sus fuerzas se impulsa hacia arriba, tratando de agarrarse a la portezuela de la cabina. Tiene un costado del cuerpo destrozado y el otro brazo le pende inútil, fracturado. La portezuela cede. Con un dolor que supera a todo dolor consigue arrastrarse y salir al exterior intentando ver dónde está el suelo. El remolque, al precipitarse contra la cabina, se ha despanzurrado y del módulo de la cámara frigorífica sale una percha de cosas frías y resbaladizas que le rozan la cara y el cuello aumentando su confusión. Las aparta de un manotazo intentando distinguir.
Ahora vislumbra una luz que se acerca; el coche que le seguía, piensa aturdido. Está frenando. Forzosamente han de verle. Y los crujidos del fuego aumentan sin cesar. Ha de salir, ha de salir como sea.
Al abrirse paso entre esas cosas frías, los faros del coche que se acerca las iluminan y, al verlas, a pesar de la agonía, tuerce la cabeza para volverlas a mirar. Tiene la impresión de haberse vuelto loco... Advierte entonces que terminan en unos extremos retorcidos. Colas, colas de cerdo. Cochinillos congelados es lo que hay ahí dentro. Se deja resbalar por el lado de la cabina y se da impulso para agarrarse al volante. Se da un testarazo, se serena, y, advirtiendo un espacio despejado, se deja caer al suelo. Lleva la cabeza chorreando aceite, pero se puede mover.
A través del aceite distingue al Supra verde detenido a poca distancia. Bajan de él dos hombres. Hagen avanza hacia ellos arrastrando por el suelo las heridas del costado. ¿Por qué no corren esos hombres a ayudarle? ¿No saben que el remolque está a punto de estallar en mil pedazos? ¿Ignoran acaso que ellos también corren peligro? Avanza a rastras, retorciéndose, esforzándose por gritar pidiendo ayuda. Le ayudarán; cuando comprendan el riesgo que corren, le ayudarán.
Ese mismo día, unas horas antes, en la ciudad, a muchos kilómetros de distancia, una muchacha con un recién nacido en brazos se dirige, entre la multitud que abarrota las aceras de un barrio desconocido para ella, hacia la parada del autobús L9. Tiene dieciséis años y se llama May lene; es una muchacha negra, de piel muy oscura, bajita y regordeta, que camina con fatiga. Ha sido un día agotador en la central de reclamaciones de K-Mart, aparte de un largo trayecto hasta su casa para recoger a la niña, arreglarla y traerla hasta aquí.
Como de costumbre, el autobús lleva retraso. Maylene ve dos L9 pasar sin detenerse.
Junto al bordillo hay un grupo de chozas que albergan a vagabundos y mendigos. Las autoridades no se molestan demasiado en traer a estos barrios las bombas contra incendios. A Maylene los vagabundos le inspiran compasión, pero también le dan miedo. Odia ver cómo queman sus viviendas. La última vez una vieja volvió a su choza y no pudo salir.
El viento es glacial y Maylene se retira de la parada buscando el refugio de la entrada de una farmacia. Una luz dorada procedente del anuncio de un calmante se derrama sobre ella. La luz da reflejos dorados a su sedoso cabello y envuelve en un dulce resplandor la cabecita pálida de su hija, cuyos rizos ha tenido la paciencia de juntar en un moñito que ha atado con un lazo amarillo.
El dependiente de la farmacia, que sale a dispersar a los que esperan el autobús, le lanza una mirada distraída y luego la vuelve a mirar. Algo tiene la muchacha que suscita su atención; será la luz que envuelve la línea encogida de sus hombros, serán los huecos que aparecen bajo los pómulos, producidos por el afán de alimentar a dos con un sueldo que apenas si basta para una, serán tal vez aquellos ojazos negros que parecen vislumbrar una insensata esperanza, invisible para todos los demás; no sabe lo que es, pero algo agita su memoria y recuerda que esta noche tiene que quedar terminado el adorno navideño de su escaparate.
En ese momento llega un L9. Va atestado de gente, pero el conductor se para. Maylene consigue subir, la última, como siempre. En la mano, fría, lleva el dinero justo. La niñita, aunque es pequeña, pesa. Apuntala bien ambas piernas y se apoya contra la esquina de un asiento. Tendrá que vigilar para que no se le pase la parada, se dice; nunca ha estado en estos barrios, territorio blanco. ¿Será buena idea? Maylene lo ignora y cierra los ojos un instante para elevar una muda plegaria pidiendo guía, y también buena suerte. Sin embargo, tiene la impresión de que no debe molestar a la omnipotencia de un Dios masculino con tan trivial solicitud como es la buena suerte de una muchacha como ella. Tal vez la Madre de Dios la comprenderá mejor, reflexiona, y cambia su plegaria dirigiéndosela a ella.
La mujer en cuyo asiento se apoya se levanta y desaparece entre los viajeros que abarrotan el pasillo. Una señora negra sentada junto a la ventana alarga el brazo y con gesto delicado obliga a Maylene a sentarse, antes de que el hombre que está junto a ellas pueda ocupar el asiento vacío. El asiento está caliente. Involuntariamente Maylene suspira, sonriendo con alivio ante la inesperada comodidad de que disfruta.
—¿Qué tiempo tiene? —la señora sonríe a la niña de Maylene, que abre los ojos y le responde con su cautivadora sonrisa.
—Dos meses. —Maylene confía en que la señora no siga haciendo preguntas. Como si hubiese leído su pensamiento, o quizá simplemente por cansancio, la señora se apoya en el respaldo de su asiento y finaliza su trayecto sin más que un: "Buena suerte, hija", al despedirse.
Están llegando a una zona singular de la ciudad: uno de esos sectores industriales de aspecto ordenado y aséptico, con bajos edificios de oficinas que aparecieron como por ensalmo después de que las excavadoras derribasen las antiguas viviendas de sus habitantes, en una operación que se llamó "remodelación suburbial". Maylene desdobla el papelito arrugado que lleva en la mano y mira por la ventanilla. 7005... 7100... será el próximo bloque, 7205.
Efectivamente, ahí está el rótulo; letras doradas sobre fondo blanco, como una caja de caramelos caros. El centro tiene su sede en la planta baja de uno de los pequeños edificios de oficinas a un lado del cual hay un gran aparcamiento. Está medio vacío.
En el momento en que Maylene baja del autobús y echa a andar hacia la entrada del centro se oye el chirriar de unos frenos y una voz de hombre .que vocifera maldiciones. Un enorme camión sale marcha atrás del aparcamiento y enfila distraído hacia el paseo. Maylene vuelve la cabeza y ve lo que irrita tanto al conductor: un gran tubo une el segundo piso del edificio 7205 a la pequeña fábrica contigua, con un cartel que dice: ATENCIÓN, 4,50 METROS. Será vapor o algo así, piensa Maylene distraída, absorta en lo que le aguarda.
Apretando a la niña contra su pecho para protegerla del viento, Maylene sube a toda prisa por el sendero. En la doble hoja de la gran puerta de entrada hay un letrero escrito en letras doradas que dice: "¡Entrad! ¡Entrad! ¡Sed bienvenidos! Porque bienaventurados son los que dan la vida". Y más abajo, en una esquina: ASOCIACIÓN PROTECTORA DEL DERECHO A LA VIDA - CENTRO DE ADOPCIÓN N° 7.
Maylene se detiene y abraza con tal fuerza a la niña que ésta gime. Pero llega otra mujer detrás de ella. Eso da fuerza a Maylene para empujar la puerta y mantenerla abierta para que pase la otra mujer, una blanca de cabello gris y rostro ajado que apenas si puede sostener en brazos a un niño de gran tamaño, con cara de rabieta y tocado con una gorra de béisbol. Detrás de ella Maylene ve a otras figuras que se dirigen hacia el centro. La mayoría llevan niños en brazos, pero ahí viene una pareja sin niños..., no, dos. ¿Será gente que viene a adoptar niños? Maylene suspira y entra, preguntándose si una de esas parejas se llevará a su niña.
Se encuentra en una sala caliente, bien iluminada, frente a un mostrador acolchado y tapizado de plástico detrás del cual van y vienen varias enfermeras uniformadas de blanco. Sólo tiene tiempo de advertir que las paredes están empapeladas con dibujos de animalitos vestidos —ratones, le parece— y que hay una fila de altas sillas infantiles vacías delante del mostrador, cuando junto a ella y a la otra madre aparece una enfermera.
—Se han equivocado ustedes de entrada. — La enfermera, que es blanca, como todas las personas que ve Maylene en este lugar, las insta a salir—. A menos que quieran adoptar a otro niño.
Ni Maylene ni la otra madre sonríen al escuchar este comentario. El niño de la gorra se pone a berrear.
La puerta señalada con el cartel de "Recepción infantil" está al lado de la que han utilizado para entrar. También da a una sala caliente, bien iluminada y con un mostrador acolchado y tapizado de plástico. Las paredes están empapeladas con un motivo a base de flores exóticas.
Maylene tiene delante a varias madres que hablan de sus niños con las enfermeras situadas al otro lado del mostrador. Este se halla dividido con pequeñas mamparas para poder hablar en la intimidad, como en un banco. Las enfermeras parecen amables y rebosantes de paciencia. Pero Maylene no hace más que preguntarse si a su niña le darán de comer sentada en una de esas sillas altas. Está acostumbrada a alimentarse en brazos de Maylene; entre otras cosas porque Maylene no podía permitirse el lujo de comprar una de esas sillas. ¿Se asustará su niña? ¿Tendrá frío?
Su niña... cómo le horroriza desprenderse de ella. Es lo único de exclusiva propiedad que Maylene ha tenido en toda su vida; el amor que las une es como una corriente de vida. No se atreve siquiera a pensar en los días que la esperan, sola...
Nunca sabrá quién se la dio. Uno de sus hermanos averiguó dónde vivía Maylene y una noche se presentó en su habitación con muchas botellas y al menos una docena de amigos; le parecía recordar que un par de ellos eran blancos. Su hermano la obligó a beber; agarrándola por el cuello y tapándole las narices, le hizo tragar alcohol hasta atragantarse. Después de eso recordaba poca cosa, cada vez menos, y finalmente nada... hasta que a la mañana siguiente volvió en sí, sola, desnuda, mareada, en una habitación llena de suciedad y de desorden.
Como es natural, no había tomado precauciones. No salía con amigos, no deseaba tener novio y nadie la quería. No es que fuese virgen; todavía recordaba aquella horrible tarde con su tío, teniendo ella ocho años. Y en cuanto empezó a vomitar, supo inmediatamente de qué se trataba.
En seguida descubrió que deseaba intensamente a ese hijo. Aun antes de que naciera, Maylene tenía la impresión de que ya lo conocía. El parto no fue demasiado penoso y, después, las semanas que pasaron juntas le habían proporcionado la única felicidad verdadera que Maylene conociera en toda su vida.
Pero entonces empezó a desmayarse en el trabajo y el médico de K-Mart le hizo una serie de consideraciones invocando lo prescrito por la ley. No podía correr con los gastos que significaba la niña y pretender al mismo tiempo alimentarse adecuadamente, lo cual no iría sino en perjuicio de la pequeña.
—La gente que adopta niños los cuida muy bien — le dijo el doctor—. Los desean tanto que es natural.
Y aquí está, con una sensación de muerte en el alma.
De pronto estos pensamientos se desvanecen. Una chica blanca que espera turno detrás de Maylene se adelanta furiosa hasta el mostrador, deposita con brusquedad al niño que lleva en brazos y se pone a gritar:
—¡Ya no puedo más! ¡Al diablo con todo! ¡Vosotros me obligasteis a que lo tuviera, pues ahora os quedáis con él! ¡Aquí lo tenéis! ¡Es vuestro! —y se da media vuelta y se dirige hacia la puerta.
—¡Pero... señora... señorita...! ¡Esto no puede ser! Tiene usted que firmar un documento de cesión! —una enfermera sale corriendo de detrás del mostrador tratando de interceptar a la chica.
Pero la chica es grandullona y está muy decidida.
—¿Documento de cesión? —repite burlona — . ¡Al diablo! — y sale dando un portazo.
Una enfermera de media edad llama por un interfono:
—¿Doctor Gridley? Oh, doctor Gridley, venga en seguida, por favor.
Del exterior llega con toda claridad el sonido de un motor que arranca a toda velocidad y acelera hasta desvanecerse.
Un hombre alto, de bata blanca, sale por una puerta de la pared del fondo.
—¿Otro caso de abandono? —dice.
—Así es, doctor. Llevamos un rato de bastante trajín y ha habido que hacer esperar.
—Bueno. Ponga una "X" en una etiqueta naranja y luego le efectuaré una revisión. —Y con un suspiro exclama—: ¡Qué desastre!
Entretanto, el niño abandonado sobre el mostrador no ha proferido el menor sonido. En ese momento comienza a gorjear bajito y vuelve la carita hacia Maylene, Se da cuenta de que es anormal, angustiosamente anormal. Carece de labio superior y da la impresión de tener una segunda boca, o una segunda cara incrustada en la mejilla. Y tiene un brazo y una pierna más cortos, y retorcidos, y en lugar de jersey lleva una especie de vendaje sucio, lleno de manchas. A pesar de todo gorjea feliz mientras una enfermera lo envuelve en una manta y lo coloca en una cuna. Ata una gran etiqueta naranja en la barra, y la sostiene levantada para que la enfermera de media edad la marque con la señal convenida.
—Poco va a durar la revisión del doctor —comenta la enfermera joven con afectada sonrisa.
La enfermera mayor, que parece ser la jefa, agita la cabeza censurando severamente a la joven.
Maylene observa que todas las cunas que han ido llenándose llevan atadas a la barra etiquetas de colores. Algunas aparecen señaladas con unas grandes letras: "EA", "MF", "A", "L". Varias enfermeras empiezan a llevárselas a la habitación del fondo.
La chica que está delante de Maylene se vuelve bruscamente y se marcha tropezando con ella.
Es su turno.
Avanza muy despacio hacia el mostrador, pero no logra desceñir el abrazo. Incapaz de hacer nada, se queda mirando sin pronunciar palabra a la enfermera.
Esta observa la delicada figura de Maylene con su blusa abrochada, comprende la situación y dice con ternura:
—Estoy segura de que a su niña le da el pecho.
—Sí —murmura Maylene—. ¿Qué va a...?
—No se preocupe. Disponemos de dos excelentes nodrizas. — La enfermera se vuelve hacia atrás —. Señora Jackson, ¿está usted libre?
La señora Jackson es una grande y opulenta piel roja de dulce y cálida sonrisa. Sin darse cuenta, Maylene se encuentra depositando su preciosa carga en el amplio y maternal regazo de esa mujer. La blusa de la señora Jackson se abre y la cabecita del moñito se aferra con avidez a la fuente de todo bienestar.
—Yo... yo... no tenía mucha leche...
—Pobrecilla —murmura la señora Jackson con imparcialidad.
—Dentro de unos días, cuando esté mamando, le daremos un biberón; no puede ni figurarse lo aprisa que aprenderá — le dice la enfermera jefe a Maylene — . Y ahora, señora, sólo queda por firmar este papelito. Aquí. Tenga usted mi pluma.
Cuando Maylene sale, aturdida, sola, con los brazos vacíos, varias parejas de padres suben ilusionados por el sendero. De pronto se le ocurre una idea: si consigue encontrar un rincón protegido del viento, se quedará esperando y a lo mejor ve quién se lleva a su hija. Ese lazo amarillo se distingue desde muy lejos.
Evidentemente las seis personas de media edad que suben por el sendero que conduce al centro no son futuros padres, aunque se dirijan hacia la puerta que ostenta el letrero de "Adopciones". Son, en realidad, los miembros de la junta de la Asociación Defensora del Derecho a la Vida, o mejor dicho, algunos de los escasos adeptos al Movimiento en Defensa del Derecho a la Vida cuyo interés por los hijos de otras personas persiste aun después de que sus nacimientos se hayan producido en cumplimiento de lo establecido por la ley. Se espera su visita.
Subidos los cuellos de los abrigos, entumecidos, comentando el frío que hace, entran en el iluminado vestíbulo, donde les esperan seis confortables butacas alineadas ante la pared de la izquierda. Abriéndose paso entre la pequeña muchedumbre que se agolpa en torno al mostrador, Tilley, la enfermera jefe, sale apresuradamente a darles la bienvenida. Los recién llegados advierten las altas sillas infantiles, ahora todas ocupadas, y varios capazos de plástico blanco situados sobre el mostrador, casi ocultos tras tres parejas de ilusionados futuros padres. De vez en cuando, en alguno de los capazos se ve agitarse un piececito enfundado de rosa o azul; los futuros padres sonríen embobados entre arrullos y gorjeos.
Componen la junta cuatro mujeres y dos hombres que parecen conocer bien a la enfermera Tilley. Una vez se han instalado y una enfermera joven les ha ofrecido café, chocolate caliente o té, la enfermera Tilley saca su carpeta de datos y se la entrega a la tesorera, la señora Pillbee, para que la examine. Los restantes miembros lanzan radiantes sonrisas a los bebés y a los adultos que cursan los trámites de adopción.
Ocupan las sillitas niños preciosos, de anuncio, vestidos todos con los pijamas blancos del centro y engalanados con lazos de distintos colores en sus infantiles rizos. Tres de ellos son manifiestamente blancos, uno es negro y hay una cautivadora morenita con un vistoso lazo azulín, tan pálida de piel que resulta imposible distinguir su raza.
—¡Pensar —exclama la señora Dunthorne, presidenta de la junta— que, de no ser por nuestro esfuerzo, estas pobres criaturas hubiesen sido asesinadas! ¡Asesinadas en sus entrañas por madres desnaturalizadas! —Se le corta la voz y se lleva a los ojos un pañuelito adornado de puntillas — . Enmienda a la Constitución —declara solemne—. ¡Gracias a Dios, el horrendo crimen del aborto ha quedado abolido para siempre! ¡Cuánto le debemos, señor Seymour! ¡Nadie luchó como usted contra esos desalmados!
La señora Dunthorne estornuda y se levanta para observar más de cerca a los niños. A los pocos momentos se le acerca la señora que ocupaba el asiento contiguo al del señor Seymour.
—No lo ha llevado a la tintorería —murmura la señora Dunthorne a su amiga. Se refiere al abrigo del señor Seymour, del que emana un penetrante olor a formol. Su amiga asiente, llevándose también un pañuelito a la nariz — . Su situación económica no es muy boyante que digamos. Pero no irá a pasarse el invierno sin mandarlo a limpiar. Es el ser más noble y generoso del mundo, pero de todos modos... ¡Qué ricura! ¡Chatita! —exclama la señora Dunthorne al ver acercarse a una enfermera.
La enfermera jefe Tilley también observa con curiosidad al señor Seymour. Hace tiempo que le conoce como el ardiente paladín que interrumpía las sesiones legislativas presentando frascos que contenían fetos de nueve semanas, que los mostró en primer plano a las cámaras de televisión para que se vieran bien la cara y los deditos ya formados, y que después de una dramática pausa preguntaba a los espectadores quién de ellos sería capaz de matar a sangre fría a "esta encantadora criatura".
La televisión, sin embargo, no mostró la última sesión de la comisión de Alabama, en la cual el señor Seymour manipuló sus frascos con tanta vehemencia que se le rompió uno en el bolsillo, y salió despavorido gritando por el pasillo: "¡Quítenme esta cosa de encima!".
La señora Dunthorne y otros adeptos corrieron en su ayuda, poniendo fin a un episodio que jamás volvió a mencionarse. Pero está claro que alguien, tal vez el señor George, nuevo miembro de la junta, ha de plantear con tacto la cuestión de la limpieza del abrigo.
El señor George en ese momento está bombardeando a preguntas a la enfermera jefe Tilley. Por lo visto, las cifras y los datos le interesan mucho más que a la señora Pillbee. La enfermera Tilley es toda sonrisas. Ignora hasta qué punto conoce la junta la totalidad y naturaleza de las operaciones llevadas a cabo en el centro, las operaciones que permiten que el centro pueda subsistir, de manera que procura andar con pies de plomo. Esa gente es capaz de figurarse que la escasa cifra de adopciones y las contribuciones voluntarias bastan para sufragar el costoso funcionamiento del centro.
—Exactamente —contesta — . Los ciento treinta y cuatro niños aptos para la adopción han encontrado un hogar desde la última visita efectuada por ustedes. A esa cifra hay que añadir otros seis ingresados en hospitales pediátricos. Tengo la satisfacción de decir que hasta hemos encontrado una familia para un caso leve de síndrome de Down. A la madre se le comunicó que la niña que esperaba estaba afectada por esa enfermedad; trató por todos los medios de que se le practicase un aborto y, al no conseguirlo, hizo lo posible por provocarlo, hasta el punto de que hubo que ingresarla para alimentarla mediante sueros porque se negaba sistemáticamente a comer. Pero la niña sobrevivió a todas estas vicisitudes y nos la trajeron a nosotros. El padre adoptivo es un psicólogo especialista en trastornos infantiles que opina que hay mucho campo para ayudar a los niños de Down.
Murmullos de gratitud.
—Mire, señor Seymour —declara la señora Dunthorne —, hay que dar más publicidad a la encomiable tarea que realizan nuestros centros. Les sería de gran ayuda, ¿no es cierto, señora Tilley?
La enfermera jefe asiente con leve gesto de duda en el momento en que el inquisitivo señor George le pregunta:
—Dígame, enfermera, aquí veo la cifra total de niños declarados aptos para la adopción. Pero lo que no aparece por ninguna parte es el número de niños acogidos por el centro, la cifra total que incluya a los que se declaran aptos y a los que aún están sometidos a revisión.
La enfermera Tilley esboza una dura sonrisa.
—Es fácil deducir esa cifra cualquier día o incluso hora que usted elija —responde mientras repasa sus papeles barajándolos con habilidad de experta—. Pero, con franqueza, no la hemos considerado necesaria porque, entre otras cosas, la afluencia y la estancia presentan enormes fluctuaciones. A veces entra un niño, se le examina, y sale adoptado al cabo de dos horas, mientras que quizás otro que llega un poco resfriado permanece en el centro dos semanas. Y si a algún niño se le sospecha portador de alguna enfermedad contagiosa, ello puede significar poner en cuarentena a toda una sección. Ya sabe usted lo que son algunas madres para la cuestión de las vacunas... —añade con un tono intencionado al que responden diversos suspiros, como si hubiese enarbolado una pancarta que dijese: "La educación de las madres negras es responsabilidad de toda la sociedad".
—Y durante los fines de semana los laboratorios cierran, pero la gente viene igualmente, ¿comprende? Hasta la hora del día constituye una diferencia significativa —añade, dan do sus explicaciones de manera automática y tratando de disipar la fantasmal imagen que acecha su vida: niños y más niños que nacen constantemente, inexorablemente, y que incesantemente inundan el centro número 7 y todos los de más. A veces piensa que va a morir ahogada por el exceso de niños, niños que al principio son casos individuales, trágicos, pero que acaban convirtiéndose en meras cifras. Cifras que no tienen relación con los ciento treinta y cuatro que ha citado a la junta. Números cuyo trabajo consiste en escamotear a la curiosidad del entrometido señor George.
—Las personas que ostentan cargos de responsabilidad suelen venir a última hora de la tarde, incluso por la noche. Piense usted que las oficinas de recepción y adopción están abiertas las veinticuatro horas del día. No se extrañe, pues, de que el número de niños albergados en el centro oscile. —Gran sonrisa. Confía que silenciará al señor George, pero éste tiene todavía otra pregunta que hacer.
—¿Debo entender, pues, que todos los niños que se reciben quedan instalados aquí, en el centro?
—Efectivamente. Ahí al fondo disponemos de una gran sala y últimamente hemos tenido la fortuna de obtener más espacio en el primero y segundo pisos. Contamos con un equipo pediátrico completo, así como una cocinera y dos nodrizas para los niños que precisan ser destetados. Disculpe, ¿ocurre algo, señorita Fowler?
Mientras la enfermera jefe estaba hablando, varias parejas han hecho su selección y, tras cumplir los sencillos trámites jurídicos, se han marchado. Pero queda una pareja, disgustada y nerviosa. La mujer habla a gritos, con voz estridente, al borde de la histeria.
—Pero ha de haber una, señorita. Llamamos por teléfono. La enfermera del mostrador explica el caso.
—Estaban ilusionados por adoptar a un niño rubio y de ojos azules.
—Toda nuestra familia —chilla la mujer—, absolutamente toda, tiene los ojos azules y el pelo rubio. ¡Enséñaselo, Hugo! —Un tanto avergonzado, el marido se quita el gorro de piel, mostrando una cresta de un rubio rojizo. Sus ojos, al igual que los de su mujer, son de un azul no-me-olvides.
—Ya veo que es una niña preciosa —prosigue la mujer señalando un capazo — , pero tiene los ojos castaños. Es inútil, Hugo. Vámonos de aquí.
—Por favor, esperen un momento — interviene diciendo la enfermera jefe Tilley—. Ya veo que habrá que descubrirles nuestro pequeño secreto. Pero, antes de nada, ¿puedo confiar en que mantendrán ustedes la más estricta reserva?
Desconcertada, la pareja asiente al unísono.
—Muy bien. Señorita, Fowler, ¿quiere traer, por favor, el capazo con la etiqueta azul que está separado en...? —baja la voz hasta convertirla en un murmullo. La señorita Fowler asiente y se aleja. Durante la espera, la enfermera jefe Tilley les explica—: Miren, hay tal demanda de niños rubios con ojos azules que si los mostráramos, a los otros niños, que quizá son más guapos o están incluso más sanos, ni se los mirarían. Y la gente se pelearía por quedárselos. Imagínense; horroroso. De modo que los reservamos para casos especiales, como ustedes, con una necesidad particular. Por cierto, la criatura que he mandado a buscar es una niña. ¿Les importa a ustedes?
—¡Oh, no! ¡Al contrario! ¡Justamente es lo que...! Sonriendo, la enfermera jefe Tilley se lleva un dedo a los labios y ellos callan.
Al cabo de un instante regresa la señorita Fowler con un capazo blanco. La enfermera jefe Tilley lanza una mirada a su interior y hace un gesto de asentimiento con la cabeza. El capazo queda colocado ante la pareja rubia, y la señorita Fowler aparta la mantita para enseñar al bebé. Los miembros de la junta, que contemplan abiertamente la escena, ven que la pareja contiene la respiración y estalla en un arrebato de incoherentes expresiones de gozo. La señora Dunthorne y la señora Pillbee se aproximan para ver mejor.
Sobre la mantita blanca del centro hay una criatura sonrosada como un melocotón; un lacito verde pálido adorna sus rizos de oro, y los ojos con que mira son del azul genciana más intenso que ambas damas hayan visto en su vida. La niña sonríe con cautivadora dulzura y hay en su mirada una pincelada de curiosidad que embelesa.
—Acaban de darle el biberón. Por eso está tan quietecita — dice la enfermera jefe Tilley a los extasiados futuros padres. Los ojazos azules desaparecen al cerrar la niña los párpados. Bosteza como un gatito y luego vuelve a abrirlos, contemplando los grandes rostros que se inclinan cariñosos hacia ella.
La enfermera jefe Tilley continúa sonriendo automáticamente mientras se rellenan los formularios; en el delirio de su felicidad, acentuado por la desgana de separarse de su tesoro, los futuros padres extravían plumas y bolígrafos. Los largos años de profesión han enseñado muchas cosas sobre el desarrollo infantil a la enfermera, que ha observado con suma atención a esta criatura angelical, descubriendo en ella un rastro de... llamémosle lentitud. Tal vez desaparezca con la edad. Pero en el fondo de su corazón la enfermera jefe Tilley sabe que no se equivoca. Esa embelesadora mirada azul, azul, levemente interrogativa, esa dulce sonrisa ejercerán un mágico atractivo durante la primera infancia. Y el desarrollo motriz probablemente no presentará problemas. Pero cuando la niña tenga unos diez años, la sonrisa comenzará a perder su encanto, y las pequeñas dificultades con la lectura y la aritmética dejarán de ser pequeñas. Con la pubertad, las reacciones pasarán de la exasperación a la tragedia, y luego... La visión de la enfermera jefe Tilley termina en la estática luz de una sala de una institución, donde una mujer de canosos cabellos, que antaño fueran rubios, levanta los ojos de la revista de dibujos que está contemplando con esa misma sonrisa, blanda, vacía, perpleja. Y la tez de melocotón se cubrirá de arrugas mientras se pregunta por qué las amables personas que le enseñaron a decir "papá" y "mamá" ya no vienen a verla...
La enfermera jefe Tilley se domina. Podría equivocarse. Tiene que estar equivocada. Además, la pareja había solicitado una rubita de ojos azules. Que es lo que han obtenido, ni más ni menos. Del exterior llega el silencioso sonido de un coche grande y lujoso que arranca con suavidad. La enfermera Tilley se ha informado y sabe que al menos en esa familia el dinero no será problema.
—¿Tienen muchos niños como ese escondidos ahí atrás? — pregunta una de las señoras.
—No, no. Sólo cuando aparece algún niño excepcional que pueda interesar especialmente a alguien. Oh, señor George, tenga la bondad. Ahí no está permitida la entrada.
Pero el silencioso señor George, sin decir una palabra, se ha escabullido por las puertas que conducen a la sala del fondo, y la enfermera jefe Tilley sale en su persecución. Al cabo de un instante ya lo tiene de nuevo en el vestíbulo.
—Discúlpeme. Hubiera debido explicarle que procura mos mantener la sala en condiciones lo más asépticas posibles. No es que sea una zona absolutamente esterilizada, por supuesto, pero, por ejemplo, para entrar nos cambiamos de calzado. Además, es la hora de los biberones. Si se asustara algún niño por ver una cara extraña, se nos pondría a berrear toda la sala y no habría manera de hacerles comer. Y están los médicos pasando visita. Si le interesa observar, puedo abrirle este...
Y sube una persiana enrollable que disimula una ventana de la pared del fondo que da a la sala. Aparecen larguísimas hileras de cunas perdiéndose en la distancia.
—Tengan la bondad de cubrirse los zapatos con estas fundas de papel.
Una vez el grupo se ha calzado, se apretuja contra el cristal y el señor George comenta desabrido:
—Pues ese individuo de la gorra roja y la sábana mancha da de sangre no me parece precisamente aséptico.
—Tiene usted toda la razón. Voy inmediatamente a averiguar qué ocurre. Disculpen —y abandona al grupo arracima do junto al cristal.
Ven al doctor Gridley y a los dos médicos de su equipo trabajando en una hilera de cunas que queda bastante próxima. Están tomando la temperatura a los niños. La señora Pillbee se aparta, con una mancha rosada en la nariz de tanto apretarla contra el cristal. En el centro de la sala se ve a la enfermera jefe Tilley que ha interceptado al intruso, un hombre que viste mono azul de operario y que a modo de capa se cubre con una sábana ensangrentada. Está de pie y se sujeta un antebrazo con la otra mano. El doctor Gridley se acerca a hablar con la enfermera Tilley. Gesticula señalando los pies de la extraña figura y el grupo ve que el hombre va descalzo, en calcetines. Al cabo de unos instantes, la enfermera jefe Tilley regresa sonriente junto a ellos.
—Una urgencia —explica—. Verdaderamente una cuestión de vida o muerte. Es uno de los obreros de la fábrica de al lado que se ha pillado la mano en una máquina y por poco se la corta. Sangraba terriblemente, de modo que le han hecho un torniquete y lo han traído por la puerta trasera sabiendo que aquí hay médicos. Pobre hombre, hasta ha tenido el detalle de descalzarse antes de entrar. Parece que no perderá el movimiento de los dedos porque el médico ha podido curarle en seguida. Si no llegan a traerle aquí, si le hacen esperar a una ambulancia, se muere desangrado. ¡Le aseguro, señor George, que este tipo de cosas no ocurren todos los días! ¡Menos mal, no ha sido nada! ¿Hay algo más que deseen ver?
—A ese lado hay muchos niños negros —comenta el señor George, que sigue observándolo todo — . ¿Acaso los tienen en cuarentena?
—¡No, por Dios! Pura coincidencia. Hoy han llegado muchos. Mire, fíjese, también hay algunos blancos.
Varios pares de ojos siguen la mirada del señor George hacia el lado derecho de la sala donde, cuna tras cuna, todas contienen cabecitas negras; algunas aparecen adornadas con lazos de colores. En la pared del fondo hay un entrante; parece una pequeña sala de reconocimiento médico; y las cunas están puestas en fila, como a la espera de recibir tratamiento.
Un médico que lleva en la mano una bandeja de pequeñas jeringas se encuentra al principio de la fila.
—¿Qué son esas inyecciones? —pregunta la señora Pillbee—. ¿Vacunas?
—No. Las vacunas se dan individualmente. Debe ser la inyección de la noche: vitaminas y un sedante infantil suave. Una de nuestras preocupaciones es que un niño se ponga a llorar y alborote el gallinero justo antes de ponerlos a dormir. -La enfermera jefe Tilley consulta su reloj de pulsera—. Sí, exactamente. Los están poniendo a dormir.
—¿Qué significa "FC"? —pregunta otra de las señoras. La enfermera jefe Tilley frunce el ceño.
—"FC"... "FC"... ¿Sabe usted que no lo recuerdo con exactitud? "L", por ejemplo, significa "lactante", "EA" significa "examinado para la adopción", y la etiqueta naranja significa que no se poseen datos, que la madre ha abandona do al niño en el centro y ha escapado. Pero "FC"... ha de ser algo relacionado con las vacunas.
—¿Hay muchas familias negras que desean adoptar hijos? ¿Realmente tantas como dicen? —pregunta una señora que hasta el momento no ha dicho nada.
—¡Pues, en vista de la cantidad, parece que sí! —replica riéndose la enfermera Tilley—. Claro que siempre pueden agotarse de repente. Pero desaconsejamos absolutamente — añade con seriedad — las adopciones de raza distinta. No es justo para el niño. Lo que sí hay que decir de las familias negras es que muchos padres que tienen ya dos, tres, y hasta cuatro hijos, adoptan a un niño, a veces incluso a dos. En cambio, con los blancos, son las parejas sin hijos las que adoptan. ¿Alguna pregunta más? ¿No?
Se recuperan abrigos y bufandas.
—Si lo desean, pueden ir a inspeccionar la oficina de recepción, pero, con franqueza, no se lo aconsejo. Aquí han visto ustedes el final feliz de algunas pequeñas historias, pero, la verdad, en recepción no se ve más que una sucesión de escenas deprimentes. Seguramente habrían de interesarles los discretos métodos que empleamos para tener en cuarentena a los niños recién admitidos, y debo añadir que me siento muy orgullosa del personal que desempeña ese servicio; hacen su trabajo sin sensiblería y con eficacia. Porque si se dejaran llevar por el sentimentalismo, la gente flaquearía y en el último momento abandonaría sus buenos propósitos. No crean, es un trabajo duro y que requiere práctica y un cierto temple. Por eso, como ya he dicho, me siento muy orgullosa de esas chicas. De todos modos, no hay por qué deprimirse después de ver lo bien que se resuelven aquí las cosas, ¿no les parece?
La junta no podría estar más de acuerdo con las palabras de la enfermera jefe Tilley.
En el exterior ha aumentado el viento y e( frío. Maylene no logra encontrar un lugar resguardado que le permita ver bien la puerta de salida.
En la fábrica de al lado trabaja el turno de noche. Maylene se acerca, pero dos camiones grandes le tapan la vista. Al poco rato sale uno de ellos, un gran transporte de hamburguesas Burger King, y Maylene se sitúa junto a un orificio de ventilación que expulsa aire caliente, desde donde se domina la puerta de la sección de adopciones. Maylene se halla justamente debajo del gran tubo que une al centro con la fábrica y piensa que algo de calor emitirá.
Empieza a sentir que entra en calor cuando de pronto aparece un vigilante que se dirige gritando hacia ella. No logra entender sus gritos, porque el tubo que tiene encima hace mucho ruido, un ruido más parecido a una cinta transportadora que a una conducción de vapor. De todos modos los gestos del vigilante son inconfundibles: quiere que se vaya inmediatamente de allí. Tal vez piensa que Maylene es una vagabunda. Piense lo que piense, la cuestión es que Maylene tiene que marcharse. En el fondo no le importa demasiado porque el respiradero hace mal olor, como a basura. De modo que no le queda más remedio que caminar arriba y abajo ante la puerta del centro.
Se está quedando congelada cuando oye la voz de una chica que por lo bajo le dice:
—¿Estás vigilando la puerta?
—Sí.
—No es ahí. Ven aquí. Salen por este lado.
La chica regresa agachada al aparcamiento, y Maylene la sigue hasta el cobijo que ofrece una vieja furgoneta. Desde allí se ve a la perfección la puerta lateral; tiene un rótulo iluminado sobre el dintel. En ese momento sale una pareja con un niño en un capazo de plástico. No lleva lazo.
—¿Le has puesto un lazo a tu niño?
—Sí. Rojo con un hilito dorado.
—El de mi niña es amarillo.
—Oye, ¿tú crees que se los quitan?
—No lo sé, pero no lo quiera Dios.
Tienen que apartarse un poco para dejar paso a otra pareja que sale con otro de los capazos de plástico del centro; deben estar regalando a los niños. Este tiene el pelo de color rubio pajizo. La mujer lleva el capazo y, al dar la vuelta a la furgoneta, Maylene la oye decir:
—Hace frío, cielito, pero ya verás cómo te va a gustar el frío. Te compraremos un trineo. ¡Oh, Charles, qué precioso es! ¡Es adorable! ¡Justo, justo, lo que queríamos!
El marido se detiene y mira hacia el interior del capazo.
—Sí, sí —corrobora con júbilo—. Es una preciosidad. Metámosle pronto en el coche; si no, se le van a congelar los cojoncillos.
—¡Charles, eres terrible! —exclama la mujer sofocando una risita.
De la puerta principal sale una mujer de cierta edad; es de raza blanca, y despacio, con aire abatido, se dirige hacia el aparcamiento. Al llegar junto a la furgoneta, se detiene y empieza a rebuscar las llaves en el bolso. En ese momento advierte a las dos muchachas.
—Lo... lo siento mucho —y rompe a llorar con desconsuelo, apoyando la cabeza en la ventanilla de la furgoneta. Tímidamente las dos muchachas se acercan.
—Lo siento. No os preocupéis por mí, ya se me pasará. Es... es que es un disparate, un monstruoso disparate. —Llora en silencio, con tal intensidad que los sollozos sacuden la furgoneta.
—Señora, no puede conducir en este estado —dice la compañera de Maylene, que se llama Neola —. ¿Podemos hacer algo por usted?
—No, no. —La mujer agita la cabeza con desesperación—. Un disparate. Fijaos, miradme bien. Hace cuatro años que dejé de tener la regla. Creí que habían pasado ya todas las angustias, creí que ya no había peligro, y no tomamos ninguna precaución... Y luego el médico me mandó hacer un segundo análisis y me dijo que el niño que esperaba era subnormal. Subnormal profundo, y que con unos tratamientos que cuestan más de treinta mil dólares quizá llegase a caminar. Y no tenemos treinta mil dólares; tenemos lo justo para pagar los estudios de nuestra hija. Decidí que me hicieran un aborto, pero me dijeron que ahora es ilegal. Me obligaron a tener el niño. Y el parto me ha destrozado; cuando una es vieja, el cuerpo pierde flexibilidad. —Levanta la cabeza y las mira desesperada, añadiendo en voz baja—: Era una niña. Mirándola de lado no se veía que fuese subnormal, ¿sabéis? Hasta era bonita, pobrecita, cómo hubiese sido de no ser yo tan vieja. ¡Dios mío, Dios mío...! Perdonadme, no debería desahogar mis problemas con vosotras; también tendréis los vuestros. Cuando estuve en el hospital, en la cama de al lado había una chiquilla que había sido violada por cuatro hombres, incluido su padre... Y no quisieron ayudarla. Luego me enteré de que probó no sé qué método ilegal y que había muerto. Eso sí que son problemas; yo no debería lamentarme.
Desorientada, lanza una mirada en derredor y luego se fija en las llaves que tiene en la mano.
—Disculpadme, pero tengo que llevarme este cacharro. ¿Dónde os vais a colocar? Estáis vigilando la puerta, ¿verdad?
—Sí. No se preocupe. Ya nos arreglaremos. Encontraremos algún sitio.
—Ya, eso decís, pero hace un frío que no sabe uno dónde caerse muerto. —Y al oír sus palabras se ríe con amargura.
Pero no hay ningún cobijo. Los coches aparcados en las inmediaciones son bajos y no protegen del viento, salvo un camión situado al final de una hilera.
—Iremos allí.
—Desde allí no se ve bien la puerta. Madre mía, ¿cómo lo podríamos arreglar? —la mujer observa la fila de coches aparcados en frente—. ¿No veríais mejor la puerta desde ahí?
En ese momento se sobresaltan las tres al oír la melodiosa bocina de un coche que ha llegado por detrás de ellas. Se abre la portezuela e, inclinándose hacia afuera, aparece una joven negra, de tez muy pálida, extremadamente elegante.
—¿Estáis vigilando por si salen vuestros niños? —habla con marcado deje "blanco".
—Sí. —A Maylene le intimida esta criatura espectacular.
—Yo también. ¿Queréis instalaros en mi coche? Se está caliente y la puerta se ve divinamente.
—Oh, sí. Muchas gracias.
—Bueno. Problema resuelto —dice la madre de la niña subnormal introduciéndose con dificultad en la furgoneta.
Pone el motor en marcha y se aleja mientras Maylene y su compañera se instalan con cierta timidez en los confortables asientos tapizados de terciopelo del coche más lujoso que hayan visto en su vida.
La joven de cutis pálido les dice:
—Sólo quiero advertiros una cosa. Si veo a alguna pareja salir con mi hijo, tengo intención de seguirles. Por eso tengo el coche encarado hacia la salida. Quizá tengáis que bajaros a toda prisa, pero, de todos modos, habrá tiempo. No tengáis miedo; no pienso secuestraros.
—¿Les vas a seguir? —pregunta Maylene con patente sorpresa.
—Sí. Quiero ver por mí misma quiénes son y dónde y cómo viven. No es por crearles problemas, en absoluto. Ellos nunca se enterarán... pero no quiero perder la pista de mi hijo.
—Qué buena idea. Ojalá se me hubiera ocurrido —replica acongojada Maylene—. Aunque, de todas maneras, no tengo coche.
—Mmm... —la propietaria del coche, evidentemente, está meditando la réplica de Maylene, tratando de idear un modo de resolver el problema, sin conseguirlo — . Oye, ¿y un taxi?
Maylene se echa a reír. La bella desconocida saca del bolso un billetero de cuero legítimo.
—Mira...
—Ni hablar, ni hablar. No podría —exclama Maylene—. De todos modos, te lo agradezco mucho.
De mala gana, la joven guarda el billetero en el bolso.
—¿Has traído a tu niño hoy? —pregunta.
—Sí; es una niña, y le daba el pecho, así que...
—Entonces —replica la dueña del coche con alivio — , siento decírtelo, pero hoy no saldrá. Primero los destetan.
—¿Hace mucho rato que esperas? —pregunta Neola.
—Seis horas. Es una locura, ya lo sé, pero tengo el presentimiento...
—¿Le has puesto un lazo o algo para reconocerlo?
—Sí. Un gran lazo azul.
—El mío es rojo y dorado, y el de ella amarillo —explica Neola —. Oye estábamos pensando, ¿sabes tú si se los quitan?
La joven suspira.
—Sí. Creo que sí. Este es otro problema. Tengo entendido que se los dejan puestos si enseñan a los niños en seguida, pero por la noche se los quitan. En realidad, la única posibilidad de reconocerlos es el primer día, a menos que pasen muy cerca y pueda vérseles la cara. Me figuro que mi presentimiento es más que nada la sensación de que es mi última oportunidad.
En el cálido interior del coche se hace un silencio. Salen varias parejas con capazos, pero ninguno de los niños lleva lazo.
—Santo Dios, se oye cada historia... —exclama pensativa la joven elegante.
—Sí.
—¿Las vuestras son trágicas? Disculpad que os lo pregunte, pero soy periodista y pienso escribir un artículo sobre este asunto, os lo aseguro.
—No —contesta Maylene con mucha tristeza—. No gano lo suficiente para mantener a las dos. Soy aprendiz en la compañía K-Mart, y descuentan mucho de la paga que dijeron que cobraríamos.
—A mí me pasa lo mismo —dice Neola —. Yo trabajo en unas líneas aéreas, y estoy en el departamento de reservas, aprendiendo a hacerlas por ordenador. Dicen que cuando las chicas ya han aprendido el manejo y tienen derecho a cobrar el sueldo entero, las despiden y contratan a otras aprendizas porque, como cobran menos, les sale más barato, y, además, las chicas rinden casi tanto como las otras porque se esfuerzan en hacerlo bien para conseguir el puesto fijo, ¿comprendes?
—Procedimiento honrado y compasivo —replica la dueña del coche con acidez, sacando un cuaderno y preguntándoles cifras y detalles que anota cuidadosamente. Maylene observa que, a pesar de ello, no distrae la atención de la puerta.
—¿Por qué has tenido que renunciar a tu hijo? — se atreve a preguntarle cuando la joven guarda el cuaderno.
—En realidad, no es que me haya visto obligada a renunciar a él. Pero he querido hacerlo porque odio a su condenado padre. Creía que era un verdadero amigo, ¿comprendéis? Nada de casarnos, una amistad profunda y duradera, basada en el respeto y todo eso... encima, es un personaje en el mundillo de la política. —Advierte la vacía expresión de desconcierto que muestran las caras de sus dos acompañantes—. Quiero decir que, aparentemente, alardeaba mucho de ser un acérrimo partidario de la igualdad de la mujer, de los movimientos de liberación femeninos y todo eso. Bueno, pues, pura cháchara. Una tarde, hablaba él con un amigo y por casualidad cogí el otro teléfono; en un momento me enteré de cómo pensaba en realidad. Entre otras cosas le aconsejaba: "Ten siempre a tus mujeres embarazadas. Un poco embarazadas, ya sabes". Así, con estas palabras. Me quedé de piedra. Habréis notado que dijo "mujeres", en plural. Y os aseguro que no estaba fanfarroneando. Estaba hablando en serio con un amigo, aconsejándole cómo desenvolverse en la vida. Para abreviar, me fui a mi casa y empapé un par de almohadas llorando a lágrima viva. Yo estaba en estado e intenté que me practicaran un aborto; qué os voy a contar, ya debéis saber de qué va... —y suspira—. Yo me figuraba que íbamos a educar al niño juntos, ¿comprendéis? Nada de pretender que se ocupase de la casa, por supuesto; no vivíamos juntos. Pero me imaginaba que le hacía ilusión y que... no sé, que podría contar con él. Y ahora me he enterado de que por lo visto tiene hijos por toda la ciudad, hijos que no ha visto en su vida. ¡El gran revolucionario! ¡Tenias siempre descalzas y embarazadas! —exclama riéndose con la carcajada más dura y amarga que Maylene haya oído en su vida.
—Vaya —exclaman al unísono las dos muchachas, sin entender gran cosa, salvo el dolor.
—¿Pero tú hubieras podido quedarte con tu hijo? —le pregunta Maylene.
Corrección: Su hijo, su pequeño embarazo. ¿Sabéis cómo lo hacía? Agujereaba los condones con un alfiler. Y yo convencida de que era tan amable y considerado por usarlos. Porque yo tengo una leve dolencia cardiaca y el médico me ha prohibido tomar la píldora. ¡Agujereándolos con un alfiler! Creo que una vez hasta agujereó el diafragma de una chica. No, yo no quiero un hijo concebido porque a un tío le da por agujerear un condón, gracias.
Maylene casi no acierta a comprender nada de lo que explica esta mujer.
En ese momento el coche sufre una sacudida porque su propietaria se ha incorporado de un brinco para ver mejor.
—¡Es él! ¡Es él! ¡Se llevan a mi hijo!
En la acera de enfrente, a punto de cruzar la calle, una pareja de negros de tez pálida sonríe embelesada a un capazo de plástico blanco del que sobresale una cabecita adornada con un gran lazo azul.
La muchacha, con mucha calma, está poniendo el motor en marcha.
—Chicas, lo siento mucho, pero aquí os dejo. ¡Santo Dios, están subiendo a ese Mercedes! Oídme: lo que tenéis que hacer es entrar por esa puerta lateral y, una vez dentro, observad con atención a los niños que están expuestos para la adopción. Luego os sentáis, como si estuvieseis esperando a alguien. Inventaos un nombre, decir cualquier cosa, que estáis esperando a la señora de Howard Jellicoe, o lo que se os ocurra. Les decís a las enfermeras que ella os dijo que la esperaseis aquí, ¿entendido? Así no os harán salir y podréis ver si enseñan a vuestros niños esta noche... Si no aparecen hoy, bueno, me da pena decirlo, pero creo que no los veréis más. Se me está haciendo tarde. Siempre queda el recurso de reclamarlos jurídicamente, de decir que han recibido una herencia o algo por el estilo.
Las dos chicas ya han bajado del coche. Su dueña quita el freno de mano. Desde el extremo de la fila un Mercedes gris metalizado retrocede silencioso para enfilar la salida.
—Adiós. Buena suerte. Y no tengáis miedo: entrad en seguida.
El gran automóvil gris metalizado ha cruzado ya la verja de salida. La extraña y elegante joven, de cuya generosidad han disfrutado, acelera suavemente saliendo detrás de él.
—¿Sabes una cosa? —dice Neola—. Estoy convencida de que al niño no lo odia.
Maylene asiente. Una ráfaga de viento helado les recuerda su propia situación.
—Tengo miedo —dice Maylene.
—Yo también. Pero estamos juntas y lo peor que pueden hacernos es obligarnos a salir. No estamos haciendo nada ilegal. Anda, entremos.
Suben por el sendero hasta la puerta de la sección de adopciones y entran. Los mismos ratoncitos que Maylene ha vislumbrado horas antes siguen bailoteando por las paredes. El pánico que la invade le hace olvidar todo lo referente a la señora de Howard Jellicoe. Pero la enfermera jefe Tilley, adivinando su angustia y sabiendo el frío que hace afuera, las deja quedarse y hasta echar un vistazo por la ventana de la pared del fondo que da a la sala grande.
Las largas hileras de cunas, todas iguales, las aturden y desalientan. Están a punto de darse media vuelta, cuando observan que una enfermera se agacha a recoger algo que está en el suelo, cerca de las cunas: una bolsa de plástico llena de alguna cosa.
—Se le debe haber caído a ese pobre obrero de la fábrica — la oyen decir mientras la coge—. Pero ¿qué es esto que hay aquí dentro?
Uno de los hombres con aspecto de médico se acerca a la enfermera y mira al interior de la bolsa.
—¡Colas de cerdo! —exclama con un bufido—. ¡Nada menos que colitas de cerdito! —y agitando la cabeza, se aleja indignado.
—¡Qué asco! —exclama la enfermera.
Tras una última mirada teñida de desesperación, Maylene y Neola se dan media vuelta. Está claro que esta noche no enseñarán ningún lazo amarillo ni rojo con hilos dorados.
Hagen yace tendido a los pies de los dos desconocidos que contemplan en silencio el accidente sufrido por su camión.
—¡Socorro! —con la mano que no se ha herido se agarra a la pierna de uno de ellos e intenta incorporarse. El crujido de sus propios huesos lo sobresalta. ¿Qué les pasa a estos individuos?, piensa aturdido y entre oleadas de dolor. ¿No se dan cuenta de que están en peligro? Cuando el depósito de gasolina explote...
—¡Socorro, ayúdenme! —gime—. ¡Peligro! ¡Fuego! ¡Por favor, sáquenme de aquí! ¡Ayúdenme!
El hombre cuya pierna agarra ni le ayuda ni se resiste, pero le dice a su compañero algo que Hagen no logra oír.
Entonces Hagen tiene una idea. Estos sujetos han de ser por fuerza atracadores que piensan que el botín está a punto de incendiarse.
Con un tremendo esfuerzo les dice:
—Carne. Sólo carne. No vale la pena morir por un poco de carne. —El atroz dolor que le produce pronunciar esas palabras le hace toser.
En el suelo, junto a su rostro, hay algo muy extraño. Una cola de cerdo blanca y sanguinolenta con un trozo de cordón que pende del extremo congelado por donde la han cercenado.
Una vaga comprensión de la horrenda imagen que está viendo se apodera de Hagen doblegándole el cuello con fuerza gigantesca, y vomita por la boca y las narices arrojando sobre los zapatos del desconocido.
Los zapatos retroceden... ¡Santo Dios! ¿Le van a abandonar?
—Escúchenme —dice reuniendo las pocas fuerzas que le quedan—. Les diré dónde está la caja... la caja... dinero. ¡Ayúdenme y se lo diré! ¡Pero, por el amor de Dios, sáquenme de aquí!
Al fin, el hombre que está junto a él se inclina.
—Muy bien. Te ayudaremos. Pero tienes que mirar hacia aquí. —Y chasquea los dedos detrás de la oreja de Hagen — . Intenta mirar hacia aquí.
Demasiado aturdido para extrañarse por estas palabras, vencido por el dolor y la angustia, Hagen vuelve la cabeza hacia el lugar donde ha sonado el chasquido. No ve la palanca de hierro que se balancea en el aire y pone fin a su vida.
De haber seguido con vida, Hagen hubiese reconocido inmediatamente lo que le ha ocurrido a su cabeza. Ha visto alguna vez cráneos destrozados de esa forma. Ningún médico que haya atendido a camioneros accidentados dudaría un instante de la causa que ha producido el aplastamiento que presenta el cráneo de Hagen: contusión por impacto contra la barra de seguridad de la cabina.
Apenas si se ha sumido en las profundas tinieblas de la muerte, cuando los dos desconocidos levantan el cadáver de Hagen y lo arrojan nuevamente al interior de la cabina. Les supone un cierto esfuerzo, pero lo consiguen y luego se apartan del camión corriendo como desesperados hacia el Célica Supra verde. Sangre fría la de esos individuos.
El Supra retrocede y como una exhalación cruza el puente marcha atrás, en el instante en que...
Con una explosión atronadora, el gran transporte salta por los aires y cae hecho pedazos entre un mar de llamaradas rojas y azuladas.
Pero en lugar de alejarse del lugar del siniestro, el Supra regresa y, con los faros apagados, aguarda a que las llamas disminuyan; acaban por tornarse de un amarillo naranja y despiden un hedor que se dispersa en el aire húmedo y helado de la noche. A los pocos momentos no son más que piras aisladas ardiendo alrededor de la maraña calcinada del esqueleto del camión. Por la carretera no pasa ningún coche.
Tan pronto como el fuego lo permite, el Supra se acerca a los restos del camión, y los dos desconocidos bajan de él empuñando cada uno una linterna. El hedor es insoportable. Uno de los dos comienza a rodear despacio los restos del vehículo examinando concienzudamente el suelo en busca de determinados residuos. El otro trepa a la cabina y, protegiéndose las manos con unos trapos, se asegura de que el contenido del bloc de facturas de Hagen, que especifica la naturaleza de sus próximos pedidos, haya quedado convertido en un montón de cenizas. Luego enfoca con la linterna para comprobar que cualquier documento o cualquier papel de Hagen haya quedado destruido. Ninguno de los dos hace el menor esfuerzo por localizar la caja de caudales del camión.
De pronto el hombre que está afuera emite un gruñido y levanta un trozo del módulo frigorífico en el que puede leerse todavía CLUB BOHEM... Estúpido desliz provocado por el deshielo de su contenido. Hay que eliminarlo. Podría interesar a la curiosidad de algún fisgón.
Los fisgones y curiosos desagradan enormemente al conjunto de maduros oligarcas que frecuentan el club y consideran que no es asunto de nadie ni lo que decidan hacer ni lo que les apetezca comer. Y es para impedir algún remoto pero posible contratiempo por lo que se contrata a hombres como los del Célica, cuya misión consiste en dar escolta a ciertos cargamentos de índole comprometedora y eliminar, llegado el caso, cualquier rastro que pueda eventualmente conducir hasta el club Bohemia.
Por tal motivo, ese fragmento de módulo todavía legible y algún que otro residuo van a parar a las llamas del poco fuego que queda aún por extinguirse, junto con varios restos orgánicos que han sobrevivido a la explosión y cuya forma los hace reconocibles.
Pronto quedan satisfechos de su trabajo. Regresan al Célica, borrando las huellas de sus pasos con un material aislante que llevan en el portamaletas del vehículo.
Acaba de sentarse al volante el conductor cuando a cierta distancia salen de una curva los faros de un coche. El destello intermitente que los acompaña permite identificarlo como un coche patrulla de la policía que asciende perezoso por la sinuosa carretera. Cuando el conductor descubra el mortecino resplandor del incendio, no tardará en acelerar.
Sin pérdida de tiempo el Supra reanuda su camino. Va con los faros apagados. No necesita luz, porque entre jirones de nubes la luna alumbra lo bastante como para permitirle llegar a un bosquecillo y ocultarse hasta que la policía se detenga. Entonces el conductor saldrá nuevamente a la carretera interestatal y apretará el acelerador a fondo, a todo lo que dé el potente motor de su vehículo. Hay que avisar con presteza a quienes pagan que el suministro que esperaban esta noche no llegará a su destino y que hay que volver a encargar el pedido.
El Supra arranca cuando el hombre que acompaña al conductor no ha terminado aún de cerrar la portezuela. La luz interior del coche le permite distinguir un grumo de inmundicia que inadvertidamente le ha quedado adherido al tacón del zapato.
—Un instante.
De un seco taconazo contra la carrocería se desprende el grumo: una masa de serrín húmedo pegado a un bucle amarillo, que parece tener vida. El hombre lo ilumina con la linterna para observarlo mejor. No es más que un pedazo de cinta enfangado, restos de un lazo amarillo. Nada de importancia. Maldiciéndose a sí mismo por ponerse nervioso, cierra con brusquedad la portezuela. Al cabo de un instante ya han partido.
Nada de importancia. Salvo para una muchacha bajita y regordeta que elevó una plegaria a la Madre de Dios suplicando buena suerte. Tenía razón en dirigirle a Ella su oración; su Dios oficial hace tiempo que se ha vuelto excesivamente gerontomórfico. De aquel joven Dios idealista de rostro pacífico y expresión benigna que expulsó a los mercaderes del templo, se ha convertido en una divinidad de mirada ceñuda y cuello de toro, que se interesa más por los índices de cambio de los sistemas monetarios nacionales, que tanto afectan a Su balanza de pagos, y por Sus relaciones diplomáticas y territoriales con otras deidades similares; para abreviar, se ha convertido en una versión más civilizada de Su propio Padre.
Y se ha vuelto sordo, completamente sordo, sobre todo a las finas voces de las mujeres y los niños. Hace ya más de un milenio que no ha oído el canto de un pájaro, y hace mucho, mucho tiempo que los gorriones mueren porque nadie cuida de atenderlos.
Su madre, en cambio, todavía oye tales voces y no es raro que todavía la conmuevan; pero, como les ocurre a todas las divinidades femeninas cuando son los dioses Toro quienes empuñan el cetro, apenas si le queda poder para actuar. A veces todavía puede influir en cosas pequeñas, como, por ejemplo, la suerte de Maylene. Porque, ¿quién dirá que no fue suerte que, por una serie de afortunadas coincidencias, un lazo amarillo rasgado y ensangrentado pasara del montón de desperdicios de la fábrica de embutidos, donde Maylene hubiese podido distinguirlo, a un camión incendiado a muchos kilómetros de distancia, conservando de ese modo en los grandes ojos negros de Maylene ese rayo absurdo e irreal que llamamos la luz de la esperanza?
Manzanas en invierno
Sue Thomason
Sue Thomason nació el año 1956 en Louth, localidad del condado de Lincolnshire. "El primer libro que recuerdo con claridad era un gigantesco volumen de astronomía que reposaba en el alféizar de la ventana de la biblioteca. Contenía páginas enteras de ilustraciones a todo color de pinturas basadas en 'impresiones de artistas': los anillos de Saturno, la superficie de Venus, el cinturón de asteroides... imágenes que quedaron grabadas en mi mente, determinando, sin duda, el rumbo de mi futura narrativa. Al cabo de aproximadamente un año me regalaron mis primeros prismáticos, y entonces descubrí cómo son en realidad el mundo y el espacio que reproducen los libros." Vive actualmente en Dolgellau, País de Gales, y sus principales aficiones son la ciencia ficción, el alpinismo y el excursionismo. Declara que "mi identificación con los movimientos feministas se da por descontada; tenía quince años cuando entré en contacto con ellos". Ha publicado poemas en New Poetry 8, antología patrocinada por el Arts Council/PEN, y actualmente trabaja en la composición de una novela.
Del relato que aquí presentamos dice: "Vi por primera vez Anuvin a los doce o trece años. Fue entonces cuando imaginé el paisaje, y las torres de cristal, y a Arddu, al que recuerdo con toda claridad... De Maia supe el nombre tan pronto como la vi, y fue ella quien me relató la historia. Maia me asustaba porque bajo sus atavíos de diosa era una mujer, un ser humano verídico a quien no me atrevía a ignorar. Es sin duda alguna personalidad que supera en complejidad y riqueza al retrato que de ella ofrezco. Todavía no la conozco muy a fondo.
"Normalmente no me lleva quince años escribir un relato, pero es que normalmente no escribo este relato. Siento que constituye el núcleo de algo que sigue obsesionándome. Quizá dentro de otros quince años tenga más sentido..."
Anuvin
Hay dos hombres y una mujer, piensa el hombre que sale corriendo de la Cúpula, como el dignatario del reino extranjero que entra en escena al final de la obra para enderezar el desenlace. Digamos que se llama Fortinbras. Está pensando: ahí yacen dos hombres, uno vivo, otro muerto, y entre ellos se encuentra la mujer, la causa de todo. Pero Fortinbras es ciudadano de un reino extranjero. No siente especial amor por el mundo de Anuvin, y por este motivo, pese a su experiencia como agudo observador, la imagen que él se forma está basada en una perspectiva falsa. Se equivoca.
El equipo de científicos (que salen atropelladamente detrás de él portando aún en la mano compases e instrumentos de medición, muestras minerales, fajos de notas y apuntes, una tableta de chocolate y diversas piezas de material científico) ve las cosas de modo distinto. Ellos dirían que allá, en la otra orilla del río, hay un hombre y una mujer, y otro hombre. Es evidente que uno de los dos hombres está muerto. El otro hombre, con la mujer cuyo sueño amó, cuya imagen ha intentado borrar de la mente de su compañero aplastándola de un solo golpe para arrojarla como una flor sobre la tierra desnuda, ese hombre y la mujer cruzan el río. En la otra orilla, cuando la alcancen, la franja de tierra que se extiende entre los montones de desperdicios de la Cúpula y la orilla del río viviente, cuyas aguas brillan como el cristal, aparece completamente pelada. El equipo de científicos ve a la mujer resplandeciente como una flor de mayo, destacando pálida sobre el fondo oscuro de la tierra, cayéndole las manos desde el rostro, como pétalos magullados sin ajarse. Pero incluso ellos aman tan sólo unos fragmentos, las complejas fracciones biológicas, la cristalina estructura de las Montañas Heladas. No aman a Anuvin, no aman el conjunto ni la totalidad.
Ninguno de ellos ha visto todavía a la criatura, la criatura que se oculta detrás de esta historia y que, mirando hacia atrás, contempla el punto en que la neblina provocada por el calor se cierne sobre las huertas de la Llanura Estival. Las ásperas filas de árboles aparecen despojadas de hojas, erizadas de espinas, negras como el hierro forjado. En la distorsión del aire parecen danzar entre las zanjas de irrigación que, culebreando relucientes como relámpagos, avanzan hacia el río transportando agua helada desde las cumbres de las Montañas Terminales, agua que humea y a veces burbujea al llegar a la llanura, agua que no se mezcla con la calmosa corriente del río. Aparte de los árboles y del agua, no hay nada más que la tierra pelada, óxido oscuro y ocres rojizos, sienas tostados y pardos. El cielo, plano y dorado, resplandece como el fondo de un icono. Como una nube de vapor gravita en el aire una intensa emoción, un ligero temblor en la distancia, un estremecimiento que distorsiona a los pocos labradores que, rezagados, abandonan las huertas de regreso a sus hogares, atrapados por la tormenta. A pesar del calor y las ropas protectoras que viste, Fortinbras siente escalofríos.
La mujer mira hacia atrás y, viendo a la criatura, dice:
—Vuelve con Rathyen. Mírala, por ahí va. Corre; si no, se marchará.
La criatura ve amor en los ojos de la mujer que conoce este paisaje como la palma de su mano enjoyada de agua: Madre, con los dos hombres del alcázar y muchos del Otro Lugar. Confiada, se da media vuelta y echa a correr.
La mujer baja los ojos, contempla el cadáver y luego los alza en pos de la criatura.
—Ah —suspira — , Thorn...
Gwyn
De niño, de adolescente y ya de hombre, Gwyn siempre amó los árboles. Le importaban más que cualquier otra cosa,
y cuidar de los árboles era vida, la vida de su pueblo. De todas las personas que conocía, tan sólo él contemplaba los árboles y los llamaba hermosos. Para los demás eran simplemente "los árboles", los negros endrinos. Pinchaban mucho sus ganchudas espinas, y sus frágiles flores arracimadas adornaban pálidas las ramas despojadas mientras el invierno creaba los diques que derramarían el agua. Los hombres empleaban las ramas como armas, las pocas ramas que se desprendían cada año. Eran muy apreciadas y se dejaban en herencia, pasando de padres a hijos, como dones de la Señora. Nadie hubiera osado dañar a un árbol vivo. Eso era impropio incluso de los Héroes, hombres violentos cuyas almas se inflamaban y caían como polillas atraídas por la llama de la vela de la Señora, la mujer que moraba en el árbol.
Los extranjeros de la Cúpula llamaban a los árboles "manzanos negros", porque después de la floración brotaban las hojas, escasas, pequeñas, lisas como el agua y de un verde pétreo; y después de las hojas nacían los frutos, pesados como carbones pulidos y jugosos de sueños bajo la dura superficie de la piel. Decían que el sabor de la pulpa de un solo fruto bastaba para enclaustrar para siempre a un hombre en el jardín de la infancia. Eso decían los extranjeros, puesto que el pueblo de Gwyn no comía jamás de unos frutos envueltos en los terrores de antiguas leyendas. Sabían que dentro, en el interior de la Cúpula, mediante el empleo de potentes artefactos trituraban las manzanas y luego refinaban el zumo áspero y dulzón. Los extranjeros extraían de él drogas para soñar, para olvidar y para liberarse del dolor. La ácida pulpa se arrojaba a unos grandes vertederos que había detrás de la Cúpula, donde se pudría durante varias semanas. Despedía un olor acre que hacía toser y provocaba visiones, desvanecimientos y una dolencia mortal en quienes se acercaban demasiado o permanecían con exceso en las inmediaciones. A veces, para saborear el peligro, para disfrutar de visiones del Otro Mundo, acudían allí grupos de jóvenes del alcázar. Gwyn nunca iba. Apartaba la vista de la Cúpula, de la intrusión de los extranjeros, y sólo contemplaba los árboles de la Llanura Estival.
Arddu
Arddu, el Rey Gemelo, está arrodillado en una grieta oculta de una roca, en un lugar donde ésta se ensancha creando una gruta en forma de pera, un lugar sumido siempre en las tinieblas en el que hay una fisura de la que brota un manantial. En Anuvin hay dos maneras de arrodillarse. Está la postura absorta y recogida de las mujeres, las hacedoras, que se agachan dando a luz aquí a un hijo de piedra, allí a un hijo de pan; y está la postura abierta y vacía, que se adopta para invocar y comparecer ante la Señora. Arddu comparte las dos: tiene la pierna izquierda casi recta, la rodilla apenas roza el suelo, y con la mano se apoya ligeramente en la tierra oscura a fin de mantener el equilibrio; el brazo derecho lo tiene doblado a la espalda, retorcido casi, y la mano y el antebrazo aparecen envueltos en una abultada maraña de harapos. La mano oculta agarra con dolor y con amor su odio secreto, el objeto que él mismo ha fabricado, trabajando de incógnito durante las horas muertas, esas horas de la media vida y de la apagada luz que desciende de Sul, de la creciente penumbra que precede a la aparición del Brillante Compañero que, surgiendo tras los picachos de las Montañas Heladas, la aniquila con su espada del luz.
Lo que Arddu ha fabricado es un objeto helado. Es un fragmento de las Montañas Resplandecientes. En total soledad trepó a la cumbre más alta, y a hachazos desgajó un pedazo del límite del mundo conocido, envolviéndolo en una túnica que tomó prestada de aquel que es más que su hermano. Es una daga de hielo que sólo puede descargar un único golpe mortal. Jamás ha visto los Soles cuyo resplandeciente aliento no puede derretirla, porque Arddu la ha sumergido en el Río Viviente. Está muy afilada. La derretirá, jura Arddu, el calor de la sangre de su enemigo al manar como una fuente de la herida de su corazón. Es una falsa Señora, y su filo es más puntiagudo y cortante que una espina; la nítida curva que asemeja una hoja despide un brillo grisáceo, como el de un rayo de sol al chocar contra el agua o contra una llama invernal. Arddu jamás ha visto nada tan bello. Para él la distingue su belleza. Su mano izquierda palpa la roca situada a sus espaldas en busca del agua que se derrama por ella, el agua de las tinieblas, el agua de la muerte. Invoca a la Señora y se nombra a sí mismo héroe, hombre violento. Jura devolverle lo que Gwyn ha robado, la perfección que una vez advirtiera en Maia, la perfección de la Señora que ahora él ya no ve: ha desaparecido, por lo tanto la han robado.
Maia
Ella parecía no saber que a los ojos de ambos era hermosa. A Maia, o Maya, como la llamaron cuando acudió al alcázar, le producía incertidumbre el sonido extranjero de su nombre. Salió de la Cúpula para conocerles, deteniéndose en el bajo portal que conducía a la torre expuesta a todos los vientos y construida con bloques de cristal esmerilado de color verde traslúcido: el hogar. El alcázar se erguía en las estribaciones de la cadena montañosa, a la orilla de una corriente helada, porque era invierno cuando llegó. Al igual que la Señora del invierno, no quiso tomar ni alimento ni bebida, no quiso quitarse su extraño atavío ni siquiera en el interior del alcázar, donde todos eran amigos. Y a menudo regresaba a la colina hueca, aquel lugar del Otro Mundo situado en la otra orilla del río. Al principio muchos desconfiaban de ella, pero poco a poco ganó su confianza. Era reservada, cortés, y se interesaba por todo: la fabricación de cuencos y vasijas, la elaboración del pan, las leyendas, el fuego. Eran los jóvenes quienes una y otra vez respondían a sus incesantes preguntas, pues las mujeres se hallaban atareadas y generalmente disponían de escaso tiempo para charlar con ella. Arddu era de todos quien con mayor interés la escuchaba y, al responder a las preguntas que ella hacía, comenzó a sentirse sabio. Era el Rey Gemelo, título que lo designaba futuro gobernante y le impedía cualquier actividad manual, aunque él ansiaba ser algo más que un mero compañero de la vida del alcázar. Amaba a la extranjera, a quien tenía por encarnación de la Señora, y la seguía a todas partes. Ella le dijo que podía seguirla hasta más allá de los límites del cielo, y que si lo hacía, hallaría la sabiduría. El juró que así lo haría y ella lo atrajo hacia sí, y cogidos de la mano atravesaron juntos las Aguas Vivas, y el cabello de ella flotaba junto al de él, resplandeciendo como si Sul y el Brillante Compañero hubieran unido su luz. Ataviada con el ropaje del agua, ni sufría el frío del invierno ni el calor del estío, y abandonó para siempre su extraña indumentaria, y se marchó de la Cúpula, y habitó en el alcázar de Gwyn y de Arddu, su Rey Gemelo.
Verano
No es el Edén, ni Avalen, sino la Tierra de las Manzanas. Los labradores nativos bajan de las torres de cristal de las colinas a cultivar las huertas, sudando y sin dormir, durante la tórrida y breve estación estival. Van desnudos, y la piel, revestida por el lustre sombrío del río, les brilla. Al fondo, las Montañas del Alba se derriten, sus agudos picachos se suavizan bajo un cielo ardiente, y las mujeres echan a suertes las faenas, decidiendo quién cuidará de cada hilera de árboles, de cada árbol, de cada compuerta, de cada dique. Todos corren sin cesar, gritando, hundidos hasta las rodillas en el agua tibia y humeante del deshielo. Se colocan a horcajadas sobre las zanjas y con las manos ahondan el terreno, conducen el agua, arrojan puñados de barro, y entre gritos abren aquí canales, allá los cierran, y se apartan el cabello lanzándoselo a la espalda. Se derrumba un bancal; los gritos atraen a más trabajadores que llegan corriendo, trayendo agua en el hueco de la mano, agua para cada árbol, para humedecer los troncos de pérfidas espinas. Muchos se pinchan el pulgar en una espina con el fin de que el árbol los conozca y se nutra de su sangre. Jornada tras jornada, a lo largo de unos días interminables, en los cuales satura el aire el radiante vacío que ocuparía la noche de no ser por el Brillante Compañero, rayando el cielo plano de dolorosa luz, trabajan sin descanso hasta caer rendidos en el barro; reposan un momento, al punto se levantan y, tambaleándose, reanudan las tareas. Los niños, acostumbrados a correr descalzos sobre la superficie dura del suelo helado, chillan de placer al sentir la delicia del fango entre los dedos de los pies. Las mujeres no interrumpen sus faenas para amamantar a sus hijos. Se ahogan de luz las figuras que corren, mientras el rostro sin puertas de la Cúpula se cierne hueco sobre la cosecha desde la otra orilla del Río de Cristal.
En la Cúpula
Se oía el zumbido de un ventilador. Una pantalla parloteaba en voz baja charlando consigo misma. Las luces, dotadas de encendido automático, reaccionaban a la temperatura corporal. Ella le observaba acercarse; él descendía por la curva larga y suave del corredor del perímetro exterior, avanzando en un halo móvil de luz amarilla. Ella sostenía una taza de plástico y bebía despacio, y oprimía dulcemente con los dedos el borde flexible, notando que el calor de la suave bebida estimulante le subía por el cuerpo como una columna de energía.
—No —dijo él sonriendo al llegar justo a ella.
—Voy a marcharme otra vez. —No era una réplica. Era una declaración, como si él no hubiera dicho nada.
—No puedes instalarte con ellos, no puedes quedarte para siempre. Es imposible. —La sonrisa había desaparecido.
—Al contrario. Mi trabajo consiste precisamente en eso. Ahora poseo los datos y antecedentes suficientes para vivir sin problemas en una comunidad indígena —contestó rascándose distraída la nuca—. Ojalá no llevaran el pelo largo. Tendré que llevarlo como ellos cuando esté en el exterior, sin el traje protector. Ayer aceleré el ritmo de crecimiento capilar, y no puedes figurante lo que pica.
—No irás a tratarte con esa sustancia simbiótica, o lo que diablos sea, que hay en el río, ¿verdad?
—Pues, mira, opino que si no perjudicó a los primeros pobladores ni a sus descendientes, tampoco me perjudicará a mí.
Indignado, el hombre se alejó unos pasos llevándose la luz consigo y luego se volvió.
—No comprendo tu actitud y, además, no me gusta. ¿Quieres decirme qué tiene de especial esta gente? La primera fase del proyecto de la refinería se desarrolla sin dificultades; los incidentes u obstáculos de índole cultural son mínimos. Son seres primitivos regresivos, Maia; viven en la Edad de Piedra; históricamente no han salido aún de la etapa de las hachas de sílex. El cosmos está repleto de pueblos como éste. No sienten la menor curiosidad por nosotros.
—La cultura —le espetó ella perdiendo la paciencia— no consiste exclusivamente en hachas de sílex. La cultura de esta gente, de los habitantes de los alcázares, es en conjunto una cultura equilibrada. Poseen un lenguaje fascinante, no deterioran el medio en que viven y, ¡además, no miden el progreso por el avance tecnológico de sus industrias de armamentos!
—¡Eh! —exclamó sonrojándose hasta la raíz de los cabellos. Y abriendo los brazos para impedir que ella se alejara, añadió—: Sabes de sobra que estoy de acuerdo contigo. Pero si tan maravillosamente adaptados están, ¿por qué no los dejamos en paz y así podrán seguir siendo equilibrados y armónicos?
—Tú también sabes de sobra que no los vamos a dejar en paz —replicó ella más apaciguada — . Mientras haya aquí manzanas negras, no los vamos a dejar en paz.
—¿Pones acaso reparos a la forma como he organizado las cosas?
—¿Te refieres a la refinería? No, en absoluto. Lo que me preocupa es más bien un problema general, una cuestión de actitudes. Aunque, dicho sea de paso, tendrás que encontrar un método para eliminar los desechos de pulpa que ofrezca menos riesgo. —Y sonrió—. Mira, pasa siempre lo mismo, es un problema clásico: una mitología bloqueada. Situación indudablemente hermosa pero frágil, y hemos ido a instalar nos directamente encima de un foco potencialmente conflictivo. Somos extranjeros, ¿comprendes?, poseemos motivos y poderes incomprensibles para ellos. Antes o después, y me atrevería a decir que será muy pronto, nos van a pedir que intervengamos en los alcázares para solucionar algún problema. Si conseguimos resolverlo, nos convertirán en dioses; si no, en demonios. Según las enseñanzas del Manual, la única manera de mantener la integridad y la capacidad de adaptación cultural de cualquier sociedad es estimular los cambios de actitud necesarios desde el interior de la propia comunidad, mediante la suplantación mágica de niños y la participación individual y prolongada de uno o más catalizadores. Y yo soy una catalizador a.
—¡Ahora sí que no te creo! —exclamó él riéndose —. ¡No me digas que vas a convertirnos en gnomos y hadas!
—Eso es justamente — replicó ella frunciendo el ceño — lo que no voy a hacer.
—¿Y realmente estás decidida a permanecer ahí fuera durante años, privándote de la distorsión temporal y de los demás beneficios de la civilización?
—No has entendido nada de lo que he dicho. Son civiliza dos, y pienso dedicarme a hacer lo posible para que lo sigan siendo. —Echó la taza vacía en la papelera situada junto a la máquina expendedora de bebidas y agregó—: Me iré mañana.
La Extranjera
—Precioso —comenta para sí misma al dirigirse hacia el río y contemplarlo por última vez por el visor de su casco.
Se desnuda en silencio; el impacto de la atmósfera exterior le hace rechinar los dientes. Arddu y un grupo de amigos la están esperando. Deja el traje protector en un montón arrugado, a la orilla. El la toma de la mano. Le agradece este gesto porque el agua la asusta. Bajan juntos, y el primer contacto del Río Cambiante en su piel es abrasador, como el fuego.
Cristal
En la otra orilla, a la extranjera el agua se le desprende de las manos, como si fueran escamas de cristal. Al moverse le brilla el cuerpo: destellos de pizarra, de plata, de verde claro, de azul celeste, de azul marino, de gris... tonos intensos y transparentes. Su segunda piel la deleita. Echa a correr y de pronto se para y se da la vuelta, centelleando sobre el fondo oscuro de la tierra. Toca un endrino. El tronco es áspero y frío como el hierro. Penden los frutos, pesados, como joyas. De no ser por la Cúpula, se dejarían madurar en las ramas durante años enteros. El río le ha proporcionado una libertad desconocida y una sensación de extrañeza. A espaldas de la extranjera fluye calmoso entre las orillas, como una corriente de cristal vivo.
Invierno
En el firmamento invernal de Anuvin no hay estrellas. En verano el cielo es una bóveda de metal ardiente. En invierno, el negro devora la palidez del día, el negro azulado, denso y aterciopelado de un cielo oscurecido. Entre Anuvin y las estrellas hay una capa de polvo. Es un lugar accesible sólo a ciegas desde el exterior: los pilotos de las naves han de guiarse exclusivamente por sus instrumentos.
Una noche de invierno, tras un banquete, Gwyn y Arddu, envueltos cada uno en la capa del otro, están sentados en el suelo, apoyados contra la rugosa superficie de la muralla exterior del alcázar, escuchando el misterioso y distante rumor de las naves espaciales al pasar.
—Parecen los gemidos de las almas de los muertos —dice Gwyn estremeciéndose.
Arddu, consumido por el deseo de volar, guarda silencio. Del círculo del banquete que rodea a la hoguera central, cuyo mortecino resplandor se advierte a través del muro traslúcido, sale Maia. Lleva en la mano un cuenco de piedra repleto de unos frutos pequeños, parecidos a granadas, de granos rojos como rubíes.
—Tomad. Son buenos —les dice ofreciéndoles el cuenco. Arddu toma uno.
—¿Te quedas, Maia? —le pregunta Gwyn.
—No. Vuelvo adentro. Van a cantar —contesta con una sonrisa. Y sintiendo un escalofrío agrega—: No os enfriéis.
Arddu sonríe y escupe las pepitas.
Los que son más que hermanos permanecen afuera toda la noche, hasta mucho después que se haya extinguido la hoguera, aguardando el amanecer; pues termina el frío y pronto empezará el deshielo, fundiendo los montes de hielo que han crecido en silencio durante el invierno. Los dos hombres se adormecen y la salida del sol, que les traspasa con su gloria, les coge por sorpresa. Comienzan a gritar celebrando el advenimiento de la luz y sienten que algún profundo vínculo olvidado se aviva y les sacude uniéndoles aún más. Se están moviendo las montañas, piensa Gwyn. Año tras año, los picachos de hielo sufren en silencio el eterno proceso de fundirse y helarse. Un día, este alcázar, la corriente, hasta la misma Llanura Estival, es decir, todo cuanto él conoce, quedará cubierto por el hielo. Pero en este momento, desconocido aún, el mundo ignoto que ahora yace sepultado bajo siglos de hielo, ese mundo se hará visible y vivirá...
Resplandor polar
Arddu se encuentra en la Cúpula, estudiando. La pantalla le lee en voz baja fragmentos de un antiguo texto enflaquecido por el uso:
"Resplandor polar: nombre que dan viajeros y exploradores a cierto fenómeno luminoso que aparece en el cielo, formado por la reflexión de la luz sobre una superficie de hielo. Un cielo oscuro o de color pardo indica agua. El verdadero signo del hielo es una tonalidad blanquecina, rosada o anaranjada."
Arddu piensa en su propio cielo. El alba estival, con las montañas de cristal bajo un salvaje cielo dorado veteado de rayos de un blanco feroz, imposible de mirar porque llega a doler. Y el alba invernal, con las bandas de colores del espectro destacando sobre una oscuridad que va desvaneciéndose, pasando al pardo, al rosa, al oro. El cielo naranja almizcleño del ocaso tras el alcázar, el río de hielo solidificándose y abajo, a lo lejos, la Llanura Estival, una neblina borrosa y suave de capas de gris mezclado de azul...
Levanta la vista. Las paredes de su cabina de estudio están pintadas de un verde pastel mate. Un color antinatural, que le inquieta. La voz de la pantalla le recuerda a la de Maia. La Señora quería que yo viniera aquí, piensa. Hace demasiado tiempo que estoy separado de ella. Con gesto decidido chasquea los dedos, aleja de la mente la dolorosa imagen de su tierra y reanuda el estudio de la mecánica del hielo, de las leyes establecidas durante la Era de las Máquinas en algún lugar inconcebiblemente remoto muchísimo tiempo atrás.
El invierno de los endrinos
Gwyn y Maia pasean cogidos de la mano por las huertas. Ella ha abandonado el alcázar, instalándose temporalmente en una choza de alumbramiento situada a orillas del río, a fin de que su hijo pueda ser sumergido en las aguas de la vida tan pronto como nazca. Rayan las zanjas de irrigación finos chorrillos de agua helada, cual venas que reflejan el caluroso esplendor dorado del cielo. La zanja por la que caminan se está derrumbando y Gwyn anota mentalmente los lugares que precisan de urgente reparación.
De pronto, él se pone a gritar y soltándole la mano echa a correr. Ella le sigue despacio, agobiada por el peso de su hijo. Enarbolando una rama, él se vuelve para mirarla. "¡Fíjate, fíjate", le dice a gritos; o tal vez diga: "¡Suerte, suerte!".
La rama está en flor. Sonriendo, él se la enseña y ella acaricia el encaje de una masa de pétalos que brillan nacarados como perlas. Son muy frágiles. Al más ligero contacto se rasgan como el papel húmedo, dejando las manos de Maia impregnadas de un extraño olor, un olor en absoluto dulce que recuerda al del sexo. Gwyn sostiene la rama con ternura. Le sangra una mano, y después de un largo silencio dice:
—Maia, esto es un signo. ¿Quieres... quieres elegirme como padre de tu hijo? Sé que debería ser Arddu, pero él no está aquí...
—Eso convertiría a este niño en elemento de la próxima pareja reinante...
—En un Rey Gemelo. Sí —asiente sonriendo.
—¿Y suponiendo que sea una niña?
—Aún mejor. Hace mucho tiempo que entre nosotros no detenta el poder una mujer.
El rostro de Maia se petrifica.
—¿Acaso me tienes por vuestra Señora del Árbol, Gwyn? No lo soy, ni poseo tampoco poderes mágicos. Y lo mismo puede decirse de mi hijo.
—Oh, no. —Gwyn hace una pausa, esforzándose por hallar las palabras justas — . Eso estaría mal —balbucea dando un traspiés—. Es sólo porque te admiro como... como persona...
—Gwyn — le dice ella mirándole solemne —, sé el padre de mi hijo.
Sin retorno
Arddu, piloto de aterrizaje de segunda categoría, regresa a casa de permiso. Hace mucho tiempo que partió. Pese a que sus superiores han procurado que no se sintiera distinto, confiándole una tarea de rutina que él mismo eligió, no lo han conseguido. Allá afuera, en el vacío que existe una vez traspasados los confines de su mundo, Arddu ha arrancado velos, ha derribado murallas de polvo y se ha reconstruido a sí mismo. Ha peleado, ha infringido leyes deliberadamente, ha destrozado rostros a puñetazos. Ha probado esos sueños producidos por narcóticos que desbaratan la realidad convirtiéndola en un puñado de fragmentos de cristal. La Señora estaba en lo cierto; en el vacío ha hallado la sabiduría. Y el poder. La sabiduría es observar a su pueblo desde el exterior, comprender cuál es su fuerza y cuáles sus flaquezas. Y el poder es abrasarse en el aislamiento de su mente, adonde no llega la luz; es la imagen de la Señora. Y Arddu repite su letanía.
—Ella quería que yo viniera aquí. Debe amarme. Quiero regresar junto a ella.
Le han advertido de la distorsión temporal, pero el tiempo no significa nada ni para la Señora ni para el amor que siente por ella.
Sale de la Colina Hueca, de la Cúpula. Quiere volver a ver su tierra, encontrarla sin cambio alguno, tal como la dejó. Se le eriza la piel al pensar en lo barato que es aquí el zumo de manzanas negras. Maia, ¿por qué no me hablaste de eso?, piensa. El amor de ella lo ha abrasado todo; no existe nada más. Mi Señora Maia. Al otro lado del río hay un grupito de gente esperando. Los encuentra extraños de aspecto, menudos, delgados, con el cabello largo y enmarañado. Y ahí está Maia, alta, algo mayor, vestida con una túnica pálida, del color de las flores, que le cae suelta hasta los tobillos. Mira hacia él entrecerrando los ojos. Y ahí está Gwyn, cubiertos los hombros con el manto oscuro, distintivo de la realeza. Y entre ambos hay una criatura, una criatura que les coge a ambos de la mano. No puede ser, no puede ser...
Gwyn y Maia están de pie, contemplando al extranjero que desciende de la Cúpula. Esperan a su amigo Arddu, que regresa a su tierra desde más allá del cielo. El extranjero vacila; luego se vuelve hacia ellos. Viste traje protector metalizado, y calza gruesas botas de plástico gris y lleva guantes. Se cubre la cabeza con un casco de plástico cuyo visor reflectante devuelve como un espejo vacío la claridad plateada del cielo. El tiempo pasado lejos de la fuente le ha hecho perder su piel del río. Al fin, de un manotazo se quita el casco y da un grito,
—¡Arddu! —grita Maia y echa a correr a su encuentro, tropezando con los bajos del río, chapoteando con las prisas, pero antes de abrazarle se detiene.
Gwyn la sigue con más lentitud y con el gesto tradicional saluda a Arddu llevándose el puño a la frente.
—Más que hermano, ésta es nuestra hija; tuya, que eres su señor; mía, que soy su padre. Maia le ha puesto por nombre Thorn...
La niña, que coge a Gwyn de la otra mano, retrocede ante el padre desconocido, leyendo en sus ojos: odio, traidor, mentiroso, desconocido...
La lucha
Durante mucho tiempo Arddu pensó matar a Gwyn por la espalda. Pero no sería correcto. Gwyn debía conocer a su asesino, a su contrario. Tinieblas y luz, hielo y agua, verano e invierno, Gwyn y Arddu; tales opuestos en Anuvin no se reconcilian. Ha afilado bien su daga. En la mano envuelta en harapos empuña el antiguo cuchillo de la venganza, y desciende a brincos de las alturas, corre al encuentro de Gwyn y Maia, que pasean juntos por las huertas de manzanos negros. Arddu tiene su daga, pero Gwyn tiene su rama de endrino. Ya gotea la daga lágrimas de hielo cuando Gwyn blande furioso la rama que ruge clamando sangre. Chillando: "¡No matéis, no matéis!". Maia se agacha para protegerse y defender a la niña. Ni Gwyn ni Arddu han pronunciado palabra. En el momento en que la daga se hunde, la rama descarga su azote, y ambos hombres caen al suelo. Lentamente uno de ellos se levanta y, arrastrándose hasta el río, se deja caer en el agua. Fortinbras, que ha salido corriendo de la Cúpula, terne que el hombre no vuelva a salir. Pero sale del agua, por la orilla donde se asienta la Cúpula. Avanza a sacudidas, con las piernas entumecidas, pasa junto al equipo de científicos sin verles y rodea el perímetro de la Cúpula. La cosecha está a punto de acabar; el invierno se viene encima. Tose al aspirar los vapores que emanan los vertederos donde se pudren las manzanas negras y a puñados se llena la boca de pulpa. Se desangra lentamente sobre los blandos montones de fruta. Tarda poco en desplomarse.
Anuvin
—Muy bien —vocifera Fortinbras enfurecido—. Espero que estés satisfecha. He aquí el fin de tu proyecto de cinco años; ya has desarrollado tu condenado ciclo mitológico y, como resultado, ¿qué tenemos? El caos, el caos, y antes de primavera han de dar comienzo los trabajos en la gran refine ría y en la fábrica trituradora. ¿Y ahora qué, Maia, y ahora qué?
—No digas el caos — replica ella —. Di más bien un modelo que siendo excesivamente potente se ha destruido a sí mismo. La solución clásica de libro de texto: el molde frágil se rompe en mil pedazos y queda la criatura resistente.
—Me figuro que ahora volverás y te dedicarás a... redactar tu experimento para tu tesis doctoral —dice Fortinbras pronunciando despacio estas palabras.
—Sí. Pero todavía no. La participación personal...
—Ah, claro. El catalizador debe permanecer intacto. ¿Lo estás?
—¡No te burles! Nunca has entendido lo mucho que quiero a esta gente: a Gwyn y Arddu y Rathyien y Hwalch... y a muchos otros que no conoces. Los quiero tanto que por eso he hecho esto, cosa que tampoco comprendes, ¿verdad? —y se le extravían los ojos al profetizar—: Veo cómo va a ser; aquí se construirá la segunda Cúpula y esa gran franja de terreno quedará nivelada y se abonará para aumentar el cultivo. Para cuando llegue ese momento, me habré ya desprendido de mi piel del río, como una serpiente. Habré estado lejos del agua el tiempo suficiente para que mi piel se renueve. No volveré a ver a los jóvenes nativos que escapan de los alcázares en las noches de otoño para robar la pulpa de las manzanas negras. Cada vez serán menos y las Doncellas de Hielo avanzarán despacio, y la gente se congregará para aclamar a la Reina Gemela Thorn, ¡y hallarán la fuerza y la sabiduría para resistir, para sobrevivir! Era un grito de triunfo.
En una grieta oculta de la roca, detrás del alcázar, dominando la Llanura Estival, junto a un arroyo helado, la niña Thorn, escondida de todos, llora.
FIN
Índice
Gran operación en Altair Tres
Josephine Saxton 10
Las hilanderas del bosque
Margaret Elphinstone 15
Tópicos del espacio exterior
Joanna Russ 25
La intersección
Gwyneth Jones 31
Turno largo
Beverley Ireland 41
El amor se altera
Tanith Lee 51
Cíclopes
Lannah Battley 62
Instrucciones para desalojar este edificio en caso de incendio
Pamela Zoline 78
Un sol en el desván
Mary Gentle 91
Atlántida 2045: No hay amor entre planetas
Frances Gapper 107
En un naufragio
Lisa Tuttle 113
El Despertar
Pearlie McNeill 124
Palabras
Naomi Mitchison 134
Reliquias
Zoe Fairbairns 143
Mab
Penny Casdagli 155
Carne de probada moralidad
Racoona Sheldon 170
Manzanas en invierno
Sue Thomason 191
1 Para dar precisión cronológica al resumen histórico de los acontecimientos que aquí se narran, ocurridos a finales del 82, la Junta de Autorización ha decidido emplear los términos en su significado retrospectivo, no actual. Por lo tanto, "yoga" se usa aquí en su sentido original, prepartenogénico, de ''unión", por derivación etimológica del sánscrito "yuk", uncir o acoplar, y no con el significado actual de yoga como fase preparatoria y determinante del estudio-praxis de la partenogénesis, ni en su acepción de partenogénesis práctica.