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julio 25, 2010
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SU NOMBRE ERA JOYCE DUGAN, y a las cuatro de la tarde de este día de febrero no tenía ni la más remota idea de que, en el espacio de una hora que faltaba para cerrar el negocio, iba a cometer un acto que provocaría una cadena de asesinatos.
Joyce era una chica bonita. Medía un metro sesenta de estatura y sus cincuenta y cinco kilos de peso estaban armoniosamente distribuidos. Su tez blanca era limpia y tersa como la de un niño. Su pelo rubio, suavemente ondulado, lo llevaba arreglado en forma de melena corta. En su nariz, ligeramente, respingada, y alrededor de ella, tenía unas tenues pecas. Y su boca, que parecía agradable para besar, lo era.
Sus manos delicadas eran tan ágiles como blancos ratoncillos mientras plegaban impresos en el mostrador donde se encontraba.
Llevaba un vestido de hilo de manga corta que seguía conservando blanco y como recién salido de la plancha al final de un día atareado. Era un cuadro encantador el que componía trabajando allí; desgraciadamente, no se encontraba nadie por allí para contemplarlo. Joyce se hallaba sola en la pequeña imprenta del bulevar de Santa Mónica. El señor Conn, que era quien dirigía la imprenta, se había marchado un poco temprano aquel día, apenas quince minutos antes.
En la calle, el tiempo había resuelto finalmente no llover y el sol, que durante todo el día se había estado ocultando detrás de las nubes, ahora brillaba esplendoroso al ir descendiendo hacia el océano, justo más allá de la terminación del bulevar.
Joyce miró ansiosamente a través de los vidrios, no muy limpios, de la puerta y las ventanas, a aquel sol tan resplandeciente y deseó que la hora que faltaba ya hubiese pasado. Bajó la mirada hacia la pila de impresos sin plegar y se preguntó si podría terminarlos en una hora. Era el tiempo justo, decidió, si trabajaba con rapidez. Era su esperanza, ya que odiaba tener que trabajar tiempo extra y estos volantes tenían que acabarse. El hombre para el que se habían impreso llegaría a las cinco a recogerlos y si no estaban listos aún tendría que hacerlo esperar, y quedarse ella a terminarlos después de la hora. Cada minuto después de las cinco era propiedad de ella y, por lo tanto, precioso.
No es que el señor Conn le pidiese con frecuencia que trabajara tiempo extra, y aún entonces apenas si eran unos pocos minutos más para acabar algo en lo que ella estaba trabajando o que tenía que terminarse aquel día. Las pocas veces que Joyce tuvo que trabajar verdadero tiempo extra, el señor Conn siempre le añadió algo a su paga, aunque tenía sueldo fijo, y no le descontó nada cuando en alguna ocasión faltó uno o dos días al trabajo. Y le había dado una semana de vacaciones, con disfrute de sueldo, apenas hacía un mes, aunque sólo llevaba trabajando con él ocho meses entonces y no tenía derecho a ellas, cuando Joyce tuvo oportunidad de ir a Los Padres a esquiar y patinar en el hielo con dos amigas que iban allá en su coche. Sí, el señor Conn, pensó Joyce, era un chinche en algunos aspectos, pero en otros era generoso y considerado. Antes de marcharse esta tarde, por ejemplo, le había preguntado si estaba segura de que podría terminar con aquel plegado para las cinco; si no, se hubiese quedado a echarle una mano durante un rato. Joyce esperaba no haberse mostrado demasiado optimista al asegurarle que lo podía hacer fácilmente.
Sobre todo porque era viernes y el trabajar tiempo extra los viernes parecía más desagradable que cualquier otro día de la semana, ya que se acercaban el sábado y el domingo, los dos días de descanso.
Esta era una de las razones por las cuales le gustaba este trabajo mucho más que el anterior, dependienta en un gran almacén. Los almacenes tienen que abrir los sábados; es el día de mayor movimiento para ellos. Con un impresor, esto no importa; probablemente haría menos negocio el sábado que cualquier otro día.
Otra razón por la que le gustaba este empleo era porque no tenía que estar repitiendo siempre la misma cosa; era un trabajo variado y aquello hacía que el tiempo pasara mucho más velozmente que cuando uno tiene que hacer sólo una cosa durante todo el día, como ocurre con la mayoría de los almacenes o trabajos de oficina. El señor Conn hacía todo el trabajo especializado, la impresión y el grabado, aunque no era mucho el trabajo de grabado que recibía. Y ella, Joyce, hacía casi todo lo demás. Se encargaba de la correspondencia y la contabilidad, a pesar de que no estaba verdaderamente capacitada para ejercer como taquígrafa ni como contable; pero la correspondencia era tan escasa y la contabilidad tan sencilla, que Joyce no tenía problemas con ninguna de ambas cosas. Y hacía el plegado, los paquetes y otros trabajos de todas clases.
El plegar le gustaba más, o al menos no le era tan desagradable, que otra clase de trabajo, ya que le dejaba su mente en libertad para pensar y soñar. Sus dedos lo realizaban automáticamente una vez que comenzaban, y sus pensamientos podían vagar a su antojo.
Y gracias a Dios que éstos iban tendiendo más y más a encaminarse hacia cosas agradables y no a la aflicción por Joe. A medida que iban pasando los días, Joyce se encontró a sí misma pensando cada vez menos en él y se dijo que así debía ser. El año que estuvo casada con Joe Dugan había sido el más feliz de toda su existencia y probablemente nunca volvería a serlo tanto. Pero Joe había muerto hacía dieciséis, casi diecisiete meses, y ni el propio Joe querría verla pasar el resto de su vida penando por él. Seguro que le diría: «¡Vamos, querida! ¿Un pimpollo como tú echándose a perder? ¡Y con veintitrés años! Nada de quedarse arrinconada, a vivir. Yo no soy el único varón sobre la tierra». Eso es lo que Joe le diría si estuviese aquí. Pero, claro, si él estuviese aquí...
Joyce dejó escapar un suspiro, volvió a mirar al reloj y trató de que sus dedos se movieran más ágiles todavía con el plegado.
Sí, ya era hora de que ella pensara en Joe cada vez menos, excepto como un recuerdo maravilloso, y Joe siempre sería eso, y tratara de encontrar otra persona a la que pudiese amar y con la cual ella volviese a su plenitud.
Lo había intentado. Aquella semana pasada en Los Padres había tratado, haciendo un esfuerzo, en sentirse atraída hacia el joven de pelo negro y lustroso que bailaba tan bien, pero sencillamente no pudo. Pero no era una persona como él la que ella tenía que encontrar, y en cualquier caso probablemente lo único que le había estado haciendo eran insinuaciones.
Joyce suspiró y miró nuevamente al reloj.
Mañana, sábado, iba a ser un día bien cargado de trabajo, buscando una nueva habitación y mudándose a ella, todo en el mismo día. La mudanza, en cualquier caso, la tenía que hacer a un hotel si no encontraba una habitación que le conviniera en una casa de huéspedes. Joyce deseaba ahora no haber tenido aquella discusión con la señora Prescott, su casera, aunque todo había sido por culpa de la señora Prescott, y Joyce había tratado de mostrarse razonable con ella... y le había anunciado que se marchaba. Pero después de haberle dado el aviso, la señora Prescott se había mostrado tan intratable a cuenta de ello durante toda la semana, que ahora Joyce no podía sencillamente tratar de volverse atrás y quedarse más tiempo. Tenía que encontrar una habitación mañana, o ir a un hotel, lo cual significaba tener que mudarse dos veces.
Pero una vez que se mudara, comenzaría a salir más, a ir a bailes y cosas semejantes. A sitios donde por lo menos tuviese la oportunidad de encontrarse con hombres agradables, que le pudiesen gustar. Lo único malo que tenía el trabajar en una imprenta pequeña como ésta, era que su trabajo no le permitía conocer a casi nadie. Cuando el señor Conn estaba allí, era él quien salía siempre a tratar con los clientes que entraban, y el señor Conn casi nunca faltaba a la imprenta. Joyce llegó a conocer sólo a los pocos clientes que eran muy regulares y aquellos amigos del señor Conn que se asomaban por allí de vez en cuando. Y todos ellos eran hombres muy viejos para ella, la mayoría de ellos casi le doblaban la edad. Lo cual no quiere decir que algunos de ellos no fuesen bastante simpáticos, sobre todo aquel amigo del señor Conn, Charlie Barrett, sargento del cuerpo de detectives de Santa Mónica. Siempre encontraba tiempo para hablar con Joyce y gastarle algunas bromas, pero de una manera circunspecta. De todos modos, al igual que los demás, era demasiado viejo para ella y, además, no había pasado por la imprenta recientemente. O el señor Gutzmer, que llegaría a las cinco para recoger los volantes que estaba plegando. También éste era simpático, pero...
El sonido de una campanilla avisó a Joyce que la puerta se acababa de abrir, pero antes de volverse hacia ella levantó la vista hacia el reloj otra vez. Faltaban diez minutos para las cinco. Bueno, si era el señor Gutzmer que venía por sus impresos, llegaba temprano y todavía le quedaban sus buenos diez minutos para trabajar con los volantes; tendría que esperar.
Se volvió entonces hacia la puerta y vio que no era el señor Gutzmer.
Era un joven alto, de anchas espaldas, pelirrojo y sonriente. Y ella lo conocía, pero transcurrió un segundo antes de que pudiese identificarlo. El la estaba mirando con el mismo gesto de ligero asombro que debía reflejar el rostro de Joyce. Entonces se acordó de él.
—Claude Atkins —dijo extrañada.
—¡Joyce! —También él se había acordado ahora. Se adelantó hacia el mostrador y se inclinó sobre él—. ¿Dónde has estado durante todos estos años?
—Dando vueltas —le respondió.
Todos estos años. Cinco años por lo menos; no, seis. No tenía nada de raro que no se hubiesen reconocido mutuamente en seguida. Ella tenía diecisiete años y él dieciocho cuando se conocieron en la secundaria. El se había graduado un año antes que ella y se habían separado; Joyce pensó que probablemente habría marchado a alguna parte. Y cuando se encontró con Joe Dugan se olvidó de que en un tiempo creyó estar enamorada de Claude Atkins.
—¡Caramba! Oye, te has hecho una mujer muy guapa, Joyce —le dijo.
La muchacha se rió.
—Tú también te has hecho un hombre, Claude. —Y el cambio te ha sentado muy bien, pensó. Los seis años transcurridos entre los dieciocho y... (Claude tendría veinticuatro o veinticinco ahora), te han cambiado mucho. Entonces era un muchacho y ahora era un hombre, no un hombre bien parecido exactamente, pero sí muy atractivo. ¡Y que fuese él precisamente el que entrara en la imprenta del señor Conn precisamente cuando ella había estado pensando en lo que había estado pensando!
—¡Cáspita! Me da mucho gusto volverte a ver. Oye, dime, ¿está el señor Conn aquí en la imprenta?
Joyce hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Se fue a su casa hace poco más de una hora. ¿Puedo ayudarte en algo? Claude se rió.
—Esa es una pregunta capciosa como nunca oí otra. Pero ¿no te dijo el señor Conn nada de mí, no te dejó alguna cosa para mí?
Joyce volvió a menear la cabeza.
—No, nada. ¿Es que te tenía que dejar algo?
—Claro que sí. Me iba a dar una cierta cantidad de dinero hoy. ¿Estás segura de que no regresará ya?
—Segura, Claude. Debe haberlo olvidado. Pero yo llevo toda la contabilidad y no estaba enterada... ¿Por qué era ese dinero?
—No, no tiene nada que ver con el negocio. En fin, con el negocio de imprenta, en todo caso. Cambiamos los coches anoche.
—¿Que cambiasteis los coches?
Claude se rió entre dientes.
—Sí, en una cantina. Parece una insensatez, pero no lo fue. Estábamos tomando una copa y nos pusimos a hablar de automóviles y yo dije que me gustaban los convertibles. El señor Conn manifestó que el suyo era convertible, pero que ojalá tuviese otro tipo y confesó que lo cambiaría por un sedán. Yo supuse que estaba bromeando, porque mi coche era del cuarenta y uno y creí que el suyo valdría bastante más probablemente. Pero resultó que su convertible era un cuarenta y uno también y los dos teníamos nuestros coches estacionados afuera, de manera que salimos a verlos y los probamos. El mío estaba en condiciones muchísimo mejores que el suyo, que necesitaba toldo nuevo y un montón de otras reparaciones, las ruedas entre ellas. Yo mismo lo puedo arreglar, soy mecánico, pero me va a llevar mucho tiempo, además de algún dinero, para comprar refacciones. Desde luego, mano a mano, yo no lo hubiese cambiado. Pero quedamos de acuerdo en que me pagaría noventa dólares como compensación por la diferencia.
»Firmamos los documentos allí mismo, pero no tenía esa cantidad en efectivo ni llevaba el talonario de cheques con él; así, me dijo que si venía yo hoy aquí, al caer la tarde, me daría los noventa dólares en efectivo y quedaba el trato hecho.
—Caramba, Claude, debe haberse olvidado por completo cuando se fue tan temprano. Pero creo que fue a su casa. ¿Quieres que llame por teléfono y consulte con él?
—¿Quieres hacerme el favor, querida? Contaba con disponer hoy de ese dinero..., voy a necesitar parte de él para el fin de semana.
Joyce fue al escritorio y se sentó mientras marcaba el número del teléfono del señor Conn. Se oyó cómo sonaban algunas veces al otro lado de la línea y la voz del señor Conn respondió.
Apenas comenzó a explicarle Joyce de qué se trataba, cuando él la interrumpió:
—¡Ah, qué caramba, Joyce! —le dijo—. Me olvidé. ¿Quieres hacerle un cheque por los noventa dólares redondos? Y dile que me perdone, pero que me olvidé completamente.
—Está muy bien, señor Conn.
Joyce dejó el teléfono, sacó el talonario de cheques del cajón del escritorio y comenzó a extenderlo. Atkins le llamó:
—Oye, Joyce, ¿no me lo puedes pagar en dinero? Los bancos ya están cerrados a esta hora y mañana es sábado. No sé dónde lo podría hacer efectivo antes del lunes.
La muchacha volvió ligeramente la cabeza, mirándolo por encima de su hombro.
—Claude, no sé si puedo hacerlo. El señor Conn me dijo que te extendiera un cheque... Pero espera, le voy a llamar otra vez y se lo preguntaré.
Marcó el número, pero la línea estaba ocupada. Y ya eran las cinco menos cinco; tendría que quedarse a trabajar más tarde con aquellos volantes y hacer esperar al señor Gutzmer. Ahora, tanto si el señor Conn insistía en que se le pagara con el cheque, como si le decía que abriese la caja de caudales y le pagara en efectivo, de ninguna manera terminaría a las cinco. Además, ahora que pensaba en ello, no estaba segura de si había tanto como noventa dólares en la caja. Durante el día no había tenido necesidad de andar con ella y comprobarlo... ¡Oh! Claro que había dinero suficiente en la caja de caudales; allí estaba aquel sobre que tenía billetes nuevos de diez dólares, por lo menos una docena. Se encontraba en el compartimiento donde el señor Conn guardaba sus documentos personales, pólizas de seguro y documentos semejantes; pero ayer, al abrir ella la caja de caudales, cayó el sobre fuera con otros documentos. Cuando lo volvió a colocar en su sitio se dio cuenta de lo que tenía dentro.
Por lo tanto, podía preguntar al señor Conn si no tenía inconveniente en que tomase parte de aquel dinero, en el caso de no tener suficiente con el efectivo regular. Después de todo, si le había prometido a Claude darle el dinero contante y sonante, ¿qué inconveniente podía tener? Incluso si aquel dinero que tenía en el sobre estaba apartado con algún objeto especial, el señor Conn lo podía reintegrar en cualquier momento.
Joyce volvió a tomar el teléfono y marcó nuevamente, mirando hacia atrás sobre su hombro a Claude con gesto de burlona consternación.
—La línea está ocupada aún —le informó.
—Mira, se me ocurre una idea, Joyce. Conn probablemente te dijo que me pagaras con cheque a fin de tener un comprobante de su pago, ¿comprendes? Entonces, extiéndelo. Yo lo endosaré después y tú me lo puedes hacer efectivo con mi firma ya puesta. Y así todos quedamos contentos.
La solución era tan sencilla que Joyce se extrañó de que no se le hubiese ocurrido a ella. El señor Conn seguramente no podía poner objeciones a que ella pagara el cheque de Claude. Sería el cheque del propio señor Conn; por lo tanto, debía saber que no había engaño. No sería lo mismo que hacer efectivo el cheque de cualquier otra persona.
—Muy bien —le dijo Joyce, tranquilizada ahora al ver que no tendría que estar llamando constantemente hasta que se desocupara la línea.
Se dio prisa para terminar de extender el cheque a Claude y se lo estaba dando para que firmara al dorso, cuando volvió a sonar la campanilla de la puerta y entró el señor Gutzmer.
—Hola, Joyce —le dijo—. ¿Ya está listo eso?
—Faltan plegar unos pocos todavía, señor Gutzmer. Creo que tardaré unos diez o quince minutos más.
Pero el hombre ya había visto la pila enorme que formaban los impresos plegados sobre el mostrador y la reducida de los que no lo estaban al lado, y puso los dos montones juntos levantándolos.
—No te preocupes —le dijo—. Estos que están sin plegar los puedo usar así. O si no, yo mismo puedo encargarme de unos cuantos. Buenas noches.
—Muchas gracias, señor Gutzmer. Buenas noches.
La campanilla sonó nuevamente cuando salió y Joyce se acercó a la caja de caudales, hizo girar la cerradura y abrió la puerta. Primero miró en la caja, pero no se había equivocado al suponer que no habría suficiente allí; quedaban cosa de sesenta dólares. Pero el sobre blanco se encontraba allí todavía, en el compartimiento de la parte de arriba, y Joyce dejó la caja del dinero en su lugar. Si tenía que tomar dinero del sobre era mejor que lo tomara todo del mismo sitio. Contó nueve billetes de los nuevecitos de diez, crujientes. A Joyce le pareció que quedaban en el sobre más billetes que los que había sacado; por lo tanto, debía haber en principio más de una docena, probablemente unos veinte. Volvió al mostrador y contó los nuevos billetes una vez más delante de Claude.
El cheque estaba allí encima, con el dorso a la vista y la firma. Lo recogió y echó a andar hacia la caja de caudales.
—Perdona un minuto, Joyce —le dijo Claude. La muchacha se volvió.
—¿Qué quieres, Claude?
—Tengo que salir volando. Ya se me ha hecho tarde para una cita. Pero quiero que nos volvamos a ver en otra ocasión. —El joven sonrió—. ¿Me permites que te lleve a dar un paseo en mi nuevo y flamante convertible amarillo?
—¡Cómo no; encantada, Claude!
—¿Te parece bien el domingo por la tarde?
—Perfectamente. Pero... pero no sé dónde decirte que vayas a recogerme. Estoy buscando un sitio nuevo donde ir a vivir mañana... y no sé todavía en qué sitio será.
—¡Pobrecilla muchacha sin hogar! —Acercó hacia él un cuaderno de papel que vio sobre el mostrador y escribió un número en él—. No hay problema —le dijo—. Aquí tienes el número de mi teléfono. Cuando sepas la dirección donde vas a vivir, me puedes hablar por teléfono y me dices dónde puedo recogerte. Escucha, el domingo al mediodía es muy buena hora para que me llames. Haré todo lo posible por estar allí cuando llames.
—Muy bien, Claude. Y... ¿y a qué hora...?
—¿A qué hora pasaré por ti? Ya nos pondremos de acuerdo en eso cuando me llames y me digas dónde. Al mediodía... Yo me encargaré de estar allí. Hasta entonces, querida.
La campanilla vibró una vez más cuando Claude salió apresuradamente. Joyce se dirigió hacia la caja de caudales abierta, extendió la mano para tomar la caja del dinero y en el mismo momento cambió de parecer. Sería mejor que pusiese el cheque endosado precisamente en el sobre con los otros billetes nuevos de diez dólares. Si por cualquier casualidad se le ocurría al señor Conn venir a la imprenta durante el fin de semana a recoger aquel dinero y encontraba que parte de él había desaparecido, se quedaría perplejo..., a menos que viese el cheque endosado allí con el resto de los billetes, lo cual le mostraría lo que había hecho ella con los faltantes. Por lo tanto, puso el cheque dentro del sobre.
Un minuto más tarde, mientras cerraba con llave la puerta de entrada desde la calle, vio a través del cristal el reloj que colgaba de la pared. Eran las cinco y dos minutos.
¡Cuánto había ocurrido en solamente doce minutos!
SU NOMBRE ERA DARIUS CONN. Tenía cuarenta y un años de edad, era delgado y de estatura media. Su pelo de color claro estaba perpetuamente desordenado y con frecuencia tenía manchas negras en él por su costumbre de pasar sus dedos como peine por su cabeza, aunque a veces los tenía sucios de la tinta de imprimir. Sus modales eran suaves y en ocasiones un poco vacilantes. No le gustaban ni las dificultades ni las discusiones. Llevaba gafas bifocales de armazón de concha, y padecía de asma crónica, aunque generalmente benigna.
Dirigía un taller de imprenta para trabajos pequeños, en el bulevar de Santa Mónica de la población del mismo nombre en California, la cual, aunque es una entidad política separada, forma parte del centenar de poblaciones que componen la extensa ciudad de Los Ángeles.
Darius pagaba su impuesto sobre la renta, dando los datos con sinceridad, de un beneficio neto anual de algo menos de cinco mil dólares. Era un impuesto bastante alto, ya que era viudo y no tenía personas a su cargo. Daba la impresión de ser un hombre al que la vida no le producía muchas satisfacciones, y en muchos aspectos era un hombre hecho para la vida que llevaba.
Jamás se le hubiese ocurrido a uno suponer que fuese un asesino y un delincuente. Uno lo hubiese creído un tipo insípido, trabajador, honrado. Y hasta el momento en que, hacía un año casi exactamente, mató a su esposa, cualquiera lo hubiese tomado como una persona completamente correcta. Hasta entonces se había mostrado como un hombre de escrupulosa honradez, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes.
En las cosas pequeñas seguía siendo honrado, aunque no fuese más que por la fuerza de la costumbre, si no por otra razón. Pero había asesinado a su esposa, estrangulándola con sus propias manos, sin ser castigado por ello. Después del interrogatorio preliminar, ni siquiera se había sospechado de él, era completamente inocente.
Aquello lo había cambiado.
Toda su vida, comprende usted, había trabajado como un burro para no llegar a ninguna parte. Trabajó como impresor y grabador a sueldo durante quince años y ahorró algún dinero. Con aquello comenzó su pequeño taller de imprenta, para encontrarse que tenía que trabajar más que nunca ganando menos dinero del que recibía cuando estaba a sueldo. Todo había salido al revés. Los linotipos y prensas usadas con las que puso en marcha su taller, al cabo de un año estaban completamente gastados y había que sustituirlos. Los clientes que le debían dinero quebraron y le pagaron solamente unos centavos por cada dólar. Un pequeño incendio, cubierto sólo parcialmente por la póliza de seguros, lo había puesto en situación más difícil todavía.
A través de todo aquello, y a través de un matrimonio infeliz, él se mantuvo apegado a las reglas y obedeció las leyes. Para él había sido motivo de orgullo no haber tenido ni siquiera una infracción de tránsito en ocho años. Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, era un criminal.
Después que se mitigaron los efectos del choque, cuando estuvo seguro que se encontraba completamente a salvo, aquello le hizo pensar. Le hizo mirar hacia atrás, a la vida que quedaba detrás de él, y darse cuenta de lo poco que había sacado de ella, y le hizo mirar hacia adelante, al futuro, y ver las pocas esperanzas que tenía de obtener mejores beneficios alguna vez de ella a menos que comenzara a hacer dinero. Un buen grabador puede hacer dinero. ¿Había salido bien librado del asesinato, no era cierto? Entonces, ¿por qué no podía salir bien librado falsificando? ¿Y por qué no lo iba a hacer?
No pedía demasiado a la vida. Unos ingresos decentes sin tener que ser un esclavo y estar amargado por ello. La oportunidad de viajar un poco de vez en cuando, cambiar de escenario y tener algunas vacaciones. No había podido disfrutar de un descanso que mereciese la pena de mencionar desde que comenzó con su taller. Ropas decorosas, si no caras. Un carro que no tuviese doce años de antigüedad. Y una mujer cuando la deseara.
Darius hizo los planes cuidadosamente. Fabricar las planchas e imprimir la moneda eran sólo una parte.
Tendría que seguir conservando la imprenta como fachada y pasar algún tiempo allí, pero podía contratar a un Impresor para que se hiciese cargo del grueso del trabajo quitándoselo a él de los hombros. Puede que haciendo esto y teniendo tiempo de salir y realizar algunas ventas él mismo hiciese incluso que el taller remontara la corriente y comenzara a mostrar un beneficio decoroso. Pero lo más probable es que las ganancias serían menores, puede que incluso en realidad perdiese dinero durante una temporada, por cuya razón tendría que encargarse él de la contabilidad para hacer alguna pequeña trapisonda con los libros que mostrara un beneficio razonablemente lógico en relación con la escala de vida que iba a llevar. No iba a dejar que le pillaran los dedos con un pequeño detalle de ese tipo. No lo iban a atrapar, en absoluto.
Comenzó a fabricar las planchas para imprimir un billete de diez dólares, trabajando lenta y cuidadosamente. En su hogar, por la noche, en la pequeña casita de la calle Stanford donde vivía ahora solo. Se había quedado con la casa, en lugar de venderla, precisamente con ése objeto. Allí podía estar seguro de un aislamiento perfecto. Y él necesitaba poder obrar privadamente, no sólo para hacer las planchas y tirar los billetes.
Para practicar cambios de ropa y aspecto, por ejemplo.
Iba a hacer pasar él mismo los primeros centenares de billetes que fabricara, para tener un pequeño capital operante en dinero real. Esa iba a ser la parte más arriesgada del negocio. Al principio, tendría que realizarse durante los fines de semana en diferentes lugares de Los Ángeles y sus alrededores, y cuanto más frecuentemente, cada fin de semana, cambiara de apariencia, menor sería el riesgo.
Alternaría entre el trabajo y el practicar con aquellos disfraces, la tirada inicial de los billetes de diez dólares, trescientos de ellos. Y los disfraces eran casi tan buenos como los billetes.
Tenía un par de zapatos que elevaban su estatura y otro que no tenía tacones casi. Tintura negra y de color castaño para el pelo que se lavaba con toda facilidad. Un estuche completo de maquillaje teatral, cuyo uso había estado practicando hasta que se hizo experto en él. Se ensayó también en almohadillar las hombreras de una chaqueta, para aparecer como un tipo de anchas espaldas.
Ensayó todas estas cosas, y algunas más, delante de un espejo de cuerpo entero, y en varias ocasiones se quedó sorprendido de lo que vio allí.
Pero el cambio más importante que un hombre puede realizar en su aspecto es el alterar las facciones de su rostro. En eso es en lo que Conn trabajó con más empeño y obtuvo los resultados más sorprendentes.
Llevaba dentadura postiza y eso es lo que facilitó la labor. En su infancia tuvo los dientes cariados, y para cuando llegó a los treinta años se le habían caído tantos que hizo que le extrajeran el resto, y desde entonces, ya hacía once años, llevaba placas dentales completas. Hacía algunos años que un juego de placas le produjo molestias y entonces encargó que le hiciesen uno nuevo, conservando las viejas como un juego de repuesto.
Se acordó de ellas cuando estaba planeando sus disfraces y tuvo una idea que resultó ser una inspiración. Visitó una casa distribuidora de materiales dentales y compró una cantidad del plástico que emplean los dentistas para revestir o reparar placas. Se puso a trabajar con aquel material en su juego extra de placas dentales y descubrió que podía agrandar los costados de ellas hasta que su cara perdió angulosidades y se redondeó, hasta parecer casi como una luna llena. Añadiendo un poco a las encías frontales, cambió la forma de su boca adelantando sus labios ligeramente. Y al espesar el paladar de la dentadura superior, cambió levemente el sonido de su voz, y su forma de hablar y enunciar se hicieron diferentes.
Incluso sin introducir otros cambios, Conn tenía el aspecto, y sonaba, de una manera diferente con aquellas placas dentales en su boca en lugar de las que llevaba regularmente. Añadía luego los zapatos que aumentaban su estatura, las hombreras de la chaqueta, se quitaba las gafas de armazón de concha que llevaba ordinariamente, podía ver bastante bien para la mayoría de las cosas sin ellas, y con el pelo rubio teñido de color castaño y alisado con fijapelo en lugar de enmarañado y en desorden... y vaya, se veía a sí mismo con aquella combinación ahora en el espejo de cuerpo entero y quedó satisfecho. No creía que, ni incluso su mejor amigo, lo pudiese reconocer, aun durante una prolongada conversación.
Pero no tenía objeto correr riesgos semejantes. Con este disfraz, o con cualquiera otro, no iba a ir él mirando a las gentes que conocía, y tampoco iba a hacer pasar billetes en Santa Mónica.
Consultó su reloj y vio que eran las cinco y diez. Ya era hora de ponerse en marcha. Joyce probablemente ya se había marchado de la imprenta; de todos modos, para cuando él llegara allí, ya lo habría hecho.
¡Maldito sea! ¿Cómo no se había acordado de llevarse aquellos veinte billetes con él al marcharse de la imprenta hacía una hora? Así no tendría que regresar allí para nada. En fin, sólo le costaría perder diez minutos, cosa que no tenía mayor importancia.
Se despojó rápidamente del disfraz y lo puso en el pequeño maletín que estaba abierto y listo para recibirlos después de este ensayo final de vestuario. Sustituyó las placas dentales alteradas por las que usaba normalmente, y las puso dentro del maletín envueltas en una toalla, para evitar que se rompieran. Volvió a colocarse las gafas.
Había dejado el coche delante de la casa. Salió ahora, puso el maletín en el asiento posterior y colocóse al volante. Buen negocio, pensó, había hecho con el cambio de coche con... ¿cómo se llamaba?, Atkins. Este sedán no era una maravilla de belleza, pero mecánicamente era mucho mejor que el viejo convertible amarillo suyo, además de ser infinitamente menos llamativo. Valían la pena los noventa dólares de diferencia, aun cuando dentro de unos pocos meses ya estaría probablemente cambiando éste por uno nuevo. Esa era una cosa que no iba a esperar él mucho tiempo para hacerla. Jamás había sido dueño de un coche nuevo en su vida, y ya era hora.
No un coche grande, ni de marca extranjera, nada extravagante o llamativo, sino simplemente, un coche nuevo dentro de la categoría de precios bajos. Un Chevrolet, un Ford o quizás un Studebaker Champion. Cualquiera, el que fuese más fácil de conseguir, dejando como parte del cambio el carromato que iba guiando ahora.
Lo estacionó a la vuelta de la esquina del bulevar de Santa Mónica, en la calle Once, y cerró las puertas con todo cuidado para evitar todo riesgo con el maletín que llevaba en el asiento posterior. Echó a andar y dio la vuelta a la esquina, en dirección de la imprenta.
Después del taller, su objetivo para esta noche era el concurrido distrito del bulevar Hollywood, alrededor de la calle Vine. Allí había muchas tiendas abiertas y gran movimiento comercial los viernes por la noche.
Todo el plan de campaña estaba listo. Estacionar el coche en una calle lateral, dejando todos los billetes falsificados cerrados con llave en la cajuela de los guantes, excepto uno. Ir al hotel Hollywood-Beverly y registrarse. Cambiarse de ropa y ponerse el disfraz en la habitación. Subir o bajar, uno o dos tramos de escaleras, con objeto de no tomar el ascensor en el mismo piso donde tenía su habitación. Bajar en el ascensor y atravesar el vestíbulo del hotel.
Entrar en una tabaquería concurrida y comprar un paquete de cigarrillos con el billete falso. Volver al carro, guardar el cambio en la cajuela de los guantes y tomar el segundo billete falso. Comprar otra cosa en otro establecimiento y repetir la operación.
Cada compra le llevaría un poco de tiempo con aquel sistema, pero era más seguro; así nunca tendría más de un billete comprometedor en su posesión en todo momento. Después que pasara esta noche, ya se formaría mejor idea de los billetes que podía pasar en una noche. Si resultaba que era mucho menor de los veinte que había dejado fuera (el resto de la primera tirada, con las planchas, estaba en la caja de seguridad del banco), entonces iría al centro de la ciudad de Los Ángeles mañana por la tarde. El sábado por la tarde, en la zona comercial del centro de la ciudad, le permitiría desembarazarse del resto de la primera tirada.
En cualquier caso, cuando pasara este fin de semana estaría en condiciones de juzgar mucho mejor cuántas semanas serían necesarias para quedarse libre de aquellos trescientos billetes. Por supuesto, le producirían un beneficio menor que los tres mil dólares, habida cuenta de las compras que tenía que hacer para ponerlos en circulación y de otros gastos imprevistos, pero de todos modos era un beneficio neto superior a los dos mil quinientos.
Esos serían todos los billetes que él se iba a arriesgar a pasar en persona, si podía encontrar una salida al por mayor. Siempre hay cierto riesgo en hacer circular un billete malo, ya lo sabía él, por muy bueno que parezca el billete y por mucho cuidado que uno tenga. Siempre cabe la posibilidad de que el cantinero, o el empleado de la tabaquería, haya sido contador en un banco y sea un experto, que llame a un guardia y que la policía no acepte la historia que uno lleve preparada, a pesar de que esté muy bien planeada la documentación, falsa también, que uno acompañe a la historia. Ellos pueden insistir sencillamente en retenerlo a uno hasta que hagan una verificación completa, demasiado completa, a pesar del hecho de que el billete que uno trató de pasar es el único que lleva en sus bolsillos.
Sin embargo, ése era un riesgo previsto que Conn tenía que aceptar. Pero le daría el suficiente capital operante para reducir el número de horas de trabajo que tenía que dedicar a la imprenta. Y le permitiría, lo cual no quería decir, claro está, que él fuese a esperar hasta entonces para comenzar con esto, dedicarse con toda confianza a la fabricación de verdadera importancia y valor de aquellos billetes de diez. Diez mil, quizás, con un valor nominal de cien mil dólares. Fabricar esa cantidad probablemente le llevaría seis meses.
Luego, un viaje a Chicago y, bajo una identidad supuesta, después que llegara allí, una mirada con calma y precaución, buscando alguna conexión con los bajos fondos que le diese la oportunidad de desembarazarse de todo el paquete en una sola operación.
No por el valor nominal, naturalmente; pero su amigo el teniente de la policía le había dicho, en una ocasión que surgió el tema en una conversación fortuita, que la moneda verdaderamente comprometedora se vendía como a unos treinta centavos por dólar, si estaba bien hecha. Y la suya estaba verdaderamente bien hecha, pero si le daba solamente veinticinco centavos, aquello le produciría veinticinco mil dólares.
Lo cual era más que lo que había podido sacar al taller de imprenta en cinco años. Valía la pena arriesgarse un poco.
Su llave le abrió la puerta y se fue derecho a la caja de caudales, hizo girar la manecilla de la combinación y abrió la puerta. Se metió el sobre blanco en un bolsillo interior de la chaqueta, volvió a cerrar la caja de caudales y salió, de vuelta al coche.
Después que abrió las puertas del coche y estuvo dentro, resolvió que lo mismo daba que pusiera los billetes en el cajón de los guantes del coche en lugar de llevarlos en el bolsillo. Abrió el compartimiento con la llave y sacó el sobre del bolsillo.
Parecía más liviano, pensó. Lo abrió y miró el interior. Menos billetes y un cheque. Lo sacó y lo miró. Noventa dólares, Claude Atkins, el sello de goma de Taller de Imprenta de Conn y la firma de Joyce Dugan abajo. En el reverso, el endoso de Claude Atkins.
Y once billetes falsificados de diez dólares. Su primera reacción fue de irritación solamente contra Joyce. Había extendido un cheque a Atkins, tal como él se lo dijera, pero ¿qué tenía que ver ella para hacérselo efectivo? ¿Y cómo demonios estaba enterada ella de que el dinero se encontraba allí? El lo había dejado en su compartimiento de documentos personales, donde ella no tenía que meter la nariz. Y él había depositado su confianza en Joyce sin reservas, hizo incluso que su firma fuese registrada en el banco con objeto de que pudiese firmar los cheques de rutina, sin preocuparse siquiera de tenerla con la garantía de una fianza, ya que nunca había más de unos pocos centenares de dólares en la cuenta.
Pero ella no tenía por qué hacer efectivo aquel cheque a Atkins; ahora él no disponía más que de once billetes, en lugar de...
Entonces sintió el golpe.
Por qué o cómo había ocurrido, era lo de menos. Estaba en un peligro terrible. No sólo uno, sino nueve de sus billetes falsificados se hallaban en poder de una persona que conocía su procedencia con exactitud. Que podía llevar alguno, si no todos, a su banco, que los haría circular casi seguramente, al menos unos pocos, en lugares donde esa persona era bien conocida. Con que se siguiera de regreso la pista de uno de ellos hasta él...
Sentado detrás del volante del coche, con el sobre todavía en su mano, Conn comenzó a sudar. Su mente empezó vertiginosamente a formarse una docena de maneras en las que Atkins podía gastar aquellos billetes de modo que pudiesen ser seguidos fácilmente hasta volver a él. Quizás pagase una cuenta que debía con varios de ellos. Podía comprar un traje nuevo y pagarlo con, digamos, seis billetes nuevos y flamantes de diez dólares; el empleado seguramente que recordaría eso. Podía llevar el convertible a que le pusiesen techo nuevo y pagar en efectivo. Podía (¿no le había mencionado Atkins una casa de huéspedes?) dar varios a su patrona, por un par de semanas de hospedaje. Podía (¿no tenía en el bolsillo un periódico de carreras de caballos?) entregar uno o más a un corredor de apuestas, y los corredores miran los billetes igual que lo hacen los empleados bancarios. Podía, si no realizaba alguna compra de mayor cuantía aquel fin de semana, resolverse a depositar, digamos, cincuenta dólares de aquella suma en el banco, el lunes por la mañana. O si no tenía cuenta en el banco, comprar un bono de cincuenta dólares...
Era inútil albergar esperanzas.
Posiblemente mañana, y sin ninguna duda el martes a más tardar, una pareja de hombres vendría a visitarlo a la imprenta, o a su casa, «¿Se llama usted Darius Conn? Somos del Departamento de Hacienda...»
Y esto le tenía que ocurrir a él antes de que personalmente hubiese siquiera tratado de hacer pasar uno solo de los billetes, antes de haber obtenido un centavo de provecho por once meses de trabajo cuidadoso y esmerado, once meses de meticuloso planeamiento. Un castillo de naipes. Ahora se derrumbaría.
¿A cuánto lo sentencian a uno por falsificación?
¿O debería echar a correr ahora, mientras tenía por lo menos unas horas y muy posiblemente unos breves días de gracia para escaparse en ese intervalo? Aún podía trabajar a sueldo como impresor o linotipista y ganarse así la vida, pero tendría que ser en un taller no federado, porque aunque él tenía su carta de retiro con todos los honores de la Unión Tipográfica Internacional y podía ingresar en cualquier momento, lo estarían buscando bajo el nombre con el que figuraba en aquella tarjeta. Y él no lo podía cambiar, hacer una tarjeta falsa, porque tendría que corresponder con los archivos del sindicato...
Y ¿no lo encontrarían, aunque estuviese bajo nombre supuesto y en un taller no federado? Sabiendo que era tipógrafo...
¿Y con cuánto contaba él para escaparse? Aproximadamente unos cien dólares en efectivo, como cuarenta en su bolsillo y sesenta en la caja que tenía en la imprenta. Un par de cientos más en el banco, pero ¿dónde podría hacer efectivo un cheque por esa cantidad? Quizá en unas pocas tiendas donde lo conocían pudiese cambiar cheques por pequeñas cantidades y conseguirse un poco más de dinero. ¡Maldita sea!, ¿por qué no habría habido más dinero en aquella malhadada caja? De ese modo Joyce hubiese liquidado el cheque con el efectivo de la caja.
Pero juntando todo no eran más de unos pocos cientos de dólares, contando incluso con los billetes falsos. Lo cual no era mucho para comenzar una vida nueva, sobre todo habida cuenta, como lo veía claramente ahora, que tendría que mantenerse alejado de la única profesión con la que podía ganarse bien la vida. Y aparte de su oficio, no tenía otra especialización.
Pero ¿debería escaparse?
¿O arrostraría el riesgo de esperar hasta el lunes por la mañana, cuando su banco estaría abierto nuevamente y él pudiese llevar consigo los otros doscientos ochenta billetes falsificados y las planchas?
Se secó el sudor de la frente con el pañuelo.
Súbitamente, Conn se encontró fríamente calmado y pensando con lucidez. Exactamente como le había ocurrido, después de un momento de pánico como este momento que acababa de tener, tras haber matado a su esposa.
Tenía que recuperar aquel dinero de las manos de Claude Atkins. De alguna manera.
Cualquiera que fuese el riesgo que significase hacer eso, no podía ser mayor que el de no hacer nada o que el riesgo de echarse a correr.
Tenía que conseguirlo sin matar, de ser posible, pero matando si resultaba que ése era el único camino.
Después de un asesinato había quedado en libertad una vez, ¿no?
Tenía la dirección de Atkins precisamente en el cajón de los guantes de este coche que había pertenecido a él; ambos habían firmado y cambiado los documentos de registro.
Y Atkins había recibido el dinero (consultó su reloj y vio que eran las cinco y cuarenta minutos) hacía menos de una hora; fue precisamente poco antes de la hora de cerrar cuando Joyce lo había llamado por teléfono y él contestó que extendiera el cheque a Atkins.
Probablemente no había gastado ninguno de los billetes todavía. Teniendo en cuenta que vivía en una pensión, lo más probable era que se hubiese ido para allá a arreglarse antes de ir a cenar. La cena, en una pensión, sería seguramente a las seis, y aun en el caso de que Atkins planeara salir después de cenar, esto no lo llevaría a cabo antes de las seis y media.
Si se ponía en movimiento inmediatamente tenía tiempo, a menos que Atkins viviese...
Rápidamente abrió el cajón de los guantes y sacó los papeles de registro del carro. Calle Worth, número 142, Santa Mónica. Por un momento no pudo situar mentalmente la calle, pero en seguida se acordó. Era una de las calles de trayecto corto, sólo una manzana de longitud, entre la calle Mayor y la avenida del Océano, a una manzana nada más de la playa. A diez minutos, cuando mucho, yendo en el coche.
Tiempo de sobra. Tendió la mano hacia la llave del encendido, pero la retiró casi en el mismo momento. Había que decidir algo en primer lugar.
¿Podía ir tal como estaba, con su propia identidad, sin disfraz, inventar alguna historia que le permitiera ofrecer a Atkins noventa dólares en otros billetes, auténticos, diciéndole que el dinero que le había dado la muchacha había sido... había sido, qué? ¿Qué podía haber de especial en aquellos billetes de diez dólares que fuese lo bastante importante para que él hiciera un viaje adrede con objeto de recuperarlos y ofrecer otro dinero en su lugar? ¿Qué historia podía contarle que no despertara las sospechas de Atkins?
No se le ocurría ninguna. Atkins le había causado la impresión de ser un joven despierto, de ninguna manera un estúpido. Adivinaría que había gato encerrado, contara la historia que contara. Se imaginaría que había algo que olía mal, o bien era dinero falsificado, o dinero robado con los números de la serie anotados. Probablemente le diría, tanto si los tenía como si no, que había gastado uno de los billetes, devolviéndole los otros ocho. Entonces Atkins podía, bueno, si examinaba aquel billete que decía haber gastado y que conservaba cuidadosamente, compararlo con uno auténtico y, empleando una lupa para verificar los detall es, darse cuenta del fraude. Entonces, si era lo bastante honrado, acudiría a la policía. Y si era lo bastante pícaro, quizás tratara de chantajear para llevarse su tajada también.
Lo más probable es que fuese a la policía. Entonces no quedaba otra solución que el disfraz, y la audacia. Latrocinio. ¿Saldría bien librado? No había tiempo para cavilar sobre eso ahora, ya que no tenía otro camino.
Conn echó a andar el coche, dio vuelta en U y tomó la dirección del noreste de Santa Mónica. El disfraz estaba en el maletín que llevaba en el coche, detrás de él. Podía haberse cambiado en la imprenta, pero necesitaría su pistola también, y ésta la tenía en su casa. En fin, disponía aún de tiempo.
Estacionó su coche delante de la casa precisamente. No era el momento para preocuparse de que los vecinos posiblemente se dieran cuenta de que un hombre extraño salía de su casa y se marchaba en su coche. Y en cualquier caso, a esta hora del día estarían cenando y no asomando las narices por las ventanas de la fachada.
Conn hizo un esfuerzo para caminar normalmente hasta que traspuso la puerta de entrada, después se movió con rapidez. Se quitó el traje y los zapatos que llevaba y se puso el que tenía las hombreras reforzadas y los zapatos altos. Se quitó las gafas y cambió los dientes postizos que usaba regularmente por los alterados que daban un aspecto tan diferente a su cara. No tenía tiempo para teñirse el pelo, pero conservaría el sombrero puesto. Tomó un sombrero de fieltro del armario; la única vez que Atkins lo había visto, la víspera, cuando hicieron el cambalache de los coches, Conn no llevaba sombrero.
Tomó el revólver de uno de los cajones del tocador y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Era un arma pequeña, niquelada, de calibre 32. Lo compró pocas semanas después de su casamiento. Myrtle insistió en que lo comprara cuando vio la frecuencia con que tenía que regresar al taller después de cenar y quedarse trabajando allí hasta horas avanzadas, algunas veces hasta pasada medianoche, dejándola a ella sola en casa. Conn no había querido comprar el arma; trató de persuadir a su mujer para conseguir un buen perro, pero a Myrtle no le gustaban los perros.
Jamás se había hecho un disparo con el revólver. Ni se le ocurrió pensar en él cuando mató a Myrtle.
Cuando dejó la casa eran las seis y cuarto, y no eran las seis y media cuando ya estaba en la calle Worth. Dejó el coche estacionado a media manzana de distancia, ya que hasta la noche del día anterior había pertenecido a Atkins y cualquiera de la pensión lo podía reconocer si lo estacionaba directamente delante. Pero un sedán de color azul oscuro es igual que otro, visto a medía manzana de distancia.
El viejo convertible amarillo no estaba a la vista. Confió en que aquello significara que Atkins lo había ido a dejar para que se lo cuidaran durante la noche donde él tuviera la costumbre de guardarlo, y que no tenía la intención de salir.
Conn se forzó a sí mismo a permanecer sentado dentro del coche un minuto o dos, para calmarse y dar vueltas en su cabeza al plan que se había trazado, las palabras exactas con las que abordar el tema, introducción y plan que él debía estar en situación de variar de acuerdo con las circunstancias, pero que debían tener un punto de partida. «¿El señor Atkins? Yo soy Herbert Barry, abogado. Hay un asunto que me gustaría examinar con usted, un asunto que va en interés suyo; de hecho es algo que le beneficia considerablemente. Pero hay un punto en ello que es más bien privado y personal. Quisiera saber si no podríamos... ejem... ir a su habitación un momento para examinarlo».
Curiosidad y avaricia, la sugestión de una ganancia. Eso debía ser infalible. «Cómo no, con todo gusto», diría Atkins.
Dentro de la habitación: el revolver, manos arriba, conseguir la cartera, hacer que Atkins diese media vuelta y propinarle un trastazo en la cabeza con el cañón del revólver. De ser posible, que cayese sobre la cama... Caso contrario, tratar de agarrarlo y depositarlo suavemente. Y dar un segundo golpe de muerte si quedaba la más leve sospecha de que Atkins podía haberlo reconocido a través del disfraz. Y salir de allí rápidamente, antes de que nadie lo detuviese.
Bruto, sí. Pero son los crímenes brutos y audaces los que resultan, no los preparados con delicadeza. Eso lo había aprendido él cuando mató a su esposa.
¿Y qué significa un segundo crimen cuando ya se ha cometido el primero? Era mejor, se dijo a sí mismo, correr un gran albur ahora y acabar con él, que pasar el resto de su vida, o la parte más importante de ella, en la prisión o escondiéndose.
Salió del coche, echó a andar hacia la casa y subió al soportal. Llamó al timbre.
Una mujer se acercó a la puerta y abrió. Tenía un rostro delgado y severo, pelo gris y brillante, ojos como los de un pájaro y llevaba puesto un delantal sobre su vestido descolorido.
—¿Dígame? —le preguntó.
—¿Está el señor Claude Atkins en casa?
—No. No cenó aquí esta noche.
—¡Oh! ¿No sabe usted cuándo regresará?
—Meneó la cabeza y comenzó a cerrar la puerta. Conn le dijo rápidamente:
—Usted perdone, pero es de la mayor importancia que lo localice inmediatamente. ¿No sabe usted dónde fue?
La mujer lo miró vacilante durante un momento y Conn añadió:
—Es verdaderamente muy importante. Para él. Le aseguro que a él no le parecerá mal que usted me lo diga.
—Bueno..., hoy es el cumpleaños de su novia. Está cenando con ella en su casa. Se llama Rose Harper y tiene un departamento en Pico, pero no sé la dirección.
—¿No la sabrá alguien de aquí? Me refiero a la dirección.
La mujer negó con la cabeza.
—No, pero la puede usted conseguir en el directorio de teléfonos. La muchacha tiene teléfono, porque él la está llamando a todas horas.
—¿Me permite usar su directorio?
La señora se hizo a un lado no muy gustosamente para dejarlo pasar.
—Allí lo tiene —le dijo. El teléfono, adosado a la pared, era de pago. En una mesa cercana se encontraban los directorios de las compañías Western y Central.
Conn abrió el de la Western, hojeó entre la H, encontró la columna de Harpers, fue bajando el dedo por ella... Ralph, C., Richard J., Robert B., Robert R., Rose... 1590 Pico.
Cerró el libro y regresó hacia la puerta.
—Gracias —le dijo—, muchísimas gracias. —Y lo dijo sinceramente.
Vuelta al coche. Afortunadamente, estaba estacionado en la dirección que tenía que seguir, de modo que no tendría que pasar con él por delante de la casa. Podía haber despertado la curiosidad de la mujer hasta el extremo de que lo estuviese observando y quizás reconociese el coche si pasaba por delante de ella.
De la calle Mayor a Pico y luego al este de Pico, fijándose en los números tan pronto corno cruzó la calle Lincoln. Conn estaba todavía en el número 1400 cuando vio el convertible amarillo que cambió con Atkins. Estaba estacionado de cara al sur, enfrente del cementerio Woodlawn. Pasó conduciendo lentamente, buscando, en el lado opuesto de la calle al que se encontraba estacionado el coche, el número 1590. Estaba al otro lado exactamente de una ferretería. Conn lo divisó cuando estuvo bastante cerca y al llegar delante de la tienda vio una puerta al lado, con el número 1590 encima de ella.
Pasó con el coche. A mitad de la siguiente manzana, dio una vuelta en U, y estacionó su coche a media manzana, detrás del convertible, en la misma dirección.
Permaneció sentado allí, pensando. Había encontrado a Claude Atkins. El convertible era una prueba. ¿Y ahora?
¿Ir arriba, tratar de meterse con algún pretexto e intentar matar a los dos? Demasiado arriesgado. Debía haber otros departamentos allá arriba, eso por una parte, gentes que oirían los disparos. El edificio era sólo de dos pisos, pero tenía mucho fondo y, sin duda alguna, el segundo piso tenía por lo menos cuatro departamentos allá arriba, sobre todo si eran pequeños, como para vivir una muchacha sola. O, ya que pensaba en ello, ¿cómo sabía él que la muchacha vivía sola? Podía compartir su departamento con otra muchacha, lo cual podía significar que fuesen tres los que estaban allá arriba. Demasiado arriesgado, si había un sistema mejor, un camino más seguro.
Además, no le agradaba la idea de matar a una muchacha, si no tenía que hacerlo.
Mucho mejor, mucho más seguro, si podía agarrar a Atkins solo, hacer que su acción pareciera un simple atraco.
Pero ¿y si después de cenar en casa de la muchacha salían los dos juntos? Era el cumpleaños de ella y lo más probable es que se fuesen a celebrarlo a alguna parte, sobre todo ya que era ella quien estaba abasteciendo los comestibles. Y especialmente con noventa dólares en efectivo que le estaban haciendo cosquillas en el bolsillo a Atkins.
Conn consultó su reloj. ¿Qué hora era...? ¡Madre del cielo, no eran más que las seis y cincuenta! No había pasado mucho más de una hora desde que él descubriera que Atkins tenía aquellos nueve billetes. Disponía de mucho tiempo por delante. Si iban a salir después de la cena de cumpleaños en casa de la muchacha, seguramente que no marcharían antes de las siete y media, y las ocho era más probable aún.
Tenía por lo menos media hora. Si hubiese un teléfono cerca...
Salió del coche y miró a su alrededor, en ambas direcciones. Sí, allá se veía el anuncio de una cantina, en la siguiente manzana, al oeste. Era más bien un restaurante, pero debajo del letrero había otro más pequeño en el que se leía Cocktails; por lo tanto, tenía agregado un bar. Y al mismo tiempo que llamaba por teléfono, podría tomar una copa.
Se apresuró a ir hacia allí tan rápidamente como pudo.
El bar estaba débilmente iluminado, como lo están todos los bares de Los Ángeles donde se sirven cocteles. Una mujer y dos hombres estaban sentados al otro extremo del mostrador. Aparte de ellos, y el cantinero que estaba limpiando vasos, el local se encontraba vacío. Conn no vio el teléfono, pero por supuesto que debía haberlo.
Sacó el dinero suelto que tenía en el bolsillo para asegurarse de si tenía monedas de diez centavos para la llamada telefónica. Sólo tenía centavos y medio dólar.
Cuando el cantinero se acercó hacia él, le puso el medio dólar sobre el mostrador.
—¿Me puede hacer el favor de cambiarlo por monedas de a diez? Quiero un whisky con soda, pero mientras me lo prepara deseo hacer una llamada por teléfono.
—Cómo no —le dijo el cantinero. Fue a la registradora con el medio dólar y regresó con cinco monedas de diez centavos—. ¿Whisky de marca?
—Sí. ¿Dónde está el teléfono?
El cantinero señaló con un movimiento enérgico de su dedo el pasillo que conducía al restaurante.
El teléfono estaba en una cabina adosada contra la pared del pasillo. No había otra puerta que diera a la cabina, pero no había nadie que pudiese oír, de manera que en cualquier caso no importaba. Conn se detuvo y volvió a consultar el directorio. Había aprendido la dirección de memoria, pero no había mirado al número del teléfono. Durante un momento de angustia, no se pudo acordar del nombre de la muchacha, pero en seguida lo tuvo: Rose Harper.
Encontró el número, dejó caer la moneda y marcó.
—¿Quién habla? —Era la voz de una muchacha; tenía un timbre agradable. Conn confió en que no tendría que matarla. Hizo que su propia voz sonara formal.
—¿Es Pico 4-8223, Rose Harper?
—Sí, al habla.
—Este es el departamento de reparaciones de la Compañía General Telefónica. ¿Ha estado usted usando el teléfono o lo ha tenido descolgado durante los diez últimos minutos?
—¿Por qué? No. Ni una cosa ni otra.
—¿Y no ha sonado?
—No, no ha sonado.
—Es que recibimos una queja de una persona que trató de comunicarse con usted y no pudo. Yo mismo lo he intentado por cuatro veces durante los últimos diez minutos y ésta es la primera vez que responde su teléfono. ¿Está usted segura?
—Claro que estoy segura. No me he movido de aquí.
—Los circuitos aquí están bien. Debe ser algo que funciona mal en la caja de su teléfono. ¿Nos permite que enviemos a un hombre para que lo compruebe?
—No hay inconveniente.
—¿Estará usted en casa toda la noche?
—Sí, estaré en casa.
—Muchas gracias. —Conn colgó el aparato rápidamente, antes de que la muchacha comenzara a hacerle preguntas.
Lentamente ahora, ya que no había prisa, regresó al bar y al vaso que lo estaba esperando.
No iban a salir después de cenar, y eso hacía su plan mucho más fácil y mejor. Ahora ya no se tenía que enfrentar con el riesgo de subir y tener que realizar el trabajo cuando había por lo menos dos personas en el departamento de la muchacha, ni con el riesgo de que salieran después de cenar y gastaran parte de aquel dinero, de manera que pudiera seguirse su pista hasta localizarlos.
Ahora solamente se trataba de poder encontrarse con Atkins a solas después que saliera de la casa, y seguramente no marcharía antes de las diez, quizás mucho más tarde. Podía incluso regresar y esperarlo en la pensión. Pero ¿y si iba por la parte de atrás, saliendo de algún garaje situado en la calleja, detrás de la casa? Si supiese él dónde dejaba Atkins su carro por la noche, aquél sería el lugar perfecto para esperarlo, escondido en un garaje oscuro. Pero no había manera de que lo averiguara ahora.
¿El pasillo y la escalera que conducían al departamento encima de la ferretería? Posiblemente. Tendría que verlo.
Pero primero este whisky. Uno nada más, porque su cabeza tenía que estar despejada. Lo sorbió lentamente, paladeándolo.
Improvisaría en cierto modo. Improvisación, estar listo para correr el albur cuando el albur viniera, ése era el secreto. Así era como él se había librado con el asesinato de su mujer. No lo había planeado en lo más mínimo, ocurrió súbitamente, pero después él había improvisado.
Conn se encontró pensando en Myrtle. En la mala pécora que había sido y en lo estúpido de él por no haberse dado cuenta antes de la manera en que ella lo estaba engañando. Pero a fin de cuentas, fue ella la que había resultado una estúpida. El nunca la hubiese matado si aquella noche ella se hubiese mostrado mala nada más, si no lo hubiese acicateado llevándolo a la desesperación. El no hubiese descubierto nunca, entonces, que, después de todo, era un hombre y no un ratón. Y aquel crimen fue una cosa sencilla.
Eso por lo menos le había enseñado Myrtle.
Pero primero le había dado tres años de infierno. El matarla no había sido un error. El error había sido casarse con ella.
Un error garrafal. En primer lugar, Myrtle era diez años más joven que él, que hacía cuatro años contaba treinta y siete y ella Veintisiete. Pero la diferencia en edad había sido menos importante que la diferencia en sus gustos. Myrtle siempre había querido salir de casa, que la llevara a bailar, a beber, a los espectáculos, a cualquier parte. Y Conn lo que quería era pasar las veladas tranquilamente en casa, las pocas veladas que no tenía que regresar a la imprenta a seguir trabajando hasta tarde, quedarse plácidamente a descansar del duro trabajo.
Y la falta de dinero había sido más importante todavía que la anterior diferencia entre ellos. Myrtle era una manirrota, o quería serlo. Conn había cometido una grave equivocación al no decirle, antes de que se casaran, el poco dinero que podía sacar cada semana de la imprenta para no quebrar. Ella probablemente había supuesto que la cantidad era tres o cuatro veces mayor de la realidad, y desgraciadamente nunca se lo preguntó a él. De haberlo hecho, él le hubiese dicho la verdad, y eso, sin duda alguna, hubiese puesto punto final a las relaciones de ambos en aquel mismo punto y hora, antes de que hubiesen decidido dar el paso irrevocable de casarse. Irrevocable, porque Myrtle no creía en el divorcio.
¡Cielos! Aquella primera noche en su casa, después de su breve luna de miel: él había estado ahorrando durante meses para aquello, cuando Myrtle se quejó de la pequeñez de la casa de la calle Stanford y le pidió una más grande y mejor. Y él le había tenido que explicar que, aparte una pequeña diferencia entre el valor de la casa y la cantidad por la que estaba hipotecada, tenía invertido hasta el último centavo en el negocio y que de ninguna manera podía él retirar más de sesenta u ochenta dólares cada semana, en aquellos días y en un futuro cercano. Pero que algún día...
Pero Myrtle no estaba interesada en algún día. Tenía que ser entonces. Y a partir de aquel momento se mostró alternativamente huraña o irritante con sus quejas. Sólo muy de vez en cuando se comportaba de manera agradable, con él. La mayor parte del tiempo, casi todo el tiempo, dormía sola para castigarlo por ofensas reales o imaginarias, por muy leves que fuesen, de acuerdo con la consagrada tradición de las esposas que disfrutan hiriendo a sus maridos por todos los medios posibles..
Y ya lo creo que lo hería, porque lo amargo del caso es que él seguía deseándola. Deseando su cuerpo, por lo menos. Había sido aquello, no el hecho de que él la sorprendiera en el delito de adulterio, lo que había colmado la medida. Si siquiera, además de mofarse de él, no hubiese hecho alarde de su cuerpo delante de él, aquella noche.
Fue un viernes por la noche, el primer viernes de febrero. Ya no recordaba la fecha exacta, pero sí sabía que era el primer viernes, porque había sido su noche de logia. Era la única noche en el mes que salía solo, excepto cuando regresaba de trabajar en el taller. Myrtle lo había convencido para que se uniese a una logia hacía dos años. Y se mostró muy complacida cuando vio que formaba parte de varias, aunque eso reducía el número de noches que ella tenía la oportunidad de fastidiarlo para que la llevara de paseo. El padre de Myrtle, que era ebanista, había sido un personaje dentro de las logias, y había impreso en su familia las ventajas que comportaba para un hombre de negocios el ser miembro de organizaciones fraternales. Myrtle tenía la idea de que cuantas más relaciones estableciese con los otros hombres de negocios de Santa Mónica más pedidos conseguiría, y por lo tanto, ganaría más dinero. Conn nunca vio que aquello cambiara las cosas. Sus hermanos de logia le daban el trabajo solamente cuando sus precios eran menores que los de sus competidores. Y eran los precios bajos a los que le forzaba la competencia los que impedían que él ganara más dinero, y no la falta de trabajo suficiente para tenerlo bien ocupado.
Pero aquella noche él había ido, o más bien, se puso en camino para ir. Pero no llevaba recorrido la mitad del trayecto hacia el salón de la logia, cuando decidió que se fuera al diablo. Aquella noche se sentía más deprimido que de costumbre y tuvo la impresión de que unos tragos le vendrían, mejor que la visita a la logia. Nunca había sido un gran bebedor, sobre todo desde que su matrimonio había limitado ostensiblemente sus recursos monetarios personales, pero aquella noche sintió que el beber un poco le haría, más bien que mal, Y por una vez tenía más dinero en el bolsillo del que sabía Myrtle,
¿O había sido ésta su verdadera razón? Allá en las reconditeces de su memoria guardaba el recuerdo de una cierta cantina, en la calle Segunda, en la cual, hacía algunos años, antes de que conociera a Myrtle, eligió su pareja unas pocas veces entre las mariposillas nocturnas. Probablemente el lugar había cambiado después de aquella ola de reforma y limpieza. Era muy reducida la posibilidad que tenía de encontrar una mujer libre aquella noche y que él pudiese llevársela, pero... Hacía mucho tiempo que su esposa no se había dignado concederle sus caricias. Semanas, por lo menos.
En fin, Conn había ido a la cantina. Efectivamente, había cambiado y no le ofreció nada referente a mujeres sin compromisos.
Pero tal como resultaron las cosas, le dio algo muchísimo más importante; le dio una coartada capaz de resistir las pruebas más rigurosas, para un crimen que todavía no se había cometido. Le dio a Henry Jennings.
Jennings era jefe de pagadores en el banco de Conn, y era, como deben ser todos los pagadores para conseguir y retener sus puestos, un hombre de un carácter irreprochable.
Pero incluso los hombres de carácter irreprochable se escapan de vez en cuando de sus esposas y las convenciones sociales, para salir a tomar una copa por la noche, y ésta era una de esas noches para Jennings. Ya llevaba un buen camino recorrido en ese aspecto, cuando entró Conn en la cantina, en el momento en que se sentía solo y con ansias de hablar con alguien. Como no era un bon vivant experimentado, y no conocía a nadie en la cantina medianamente concurrida, no había sabido cómo arreglárselas para entablar conversación con gentes desconocidas, así que saludó a Conn como a un hermano largo tiempo perdido, aunque el conocimiento entre ambos había sido muy superficial.
Copas habían ido y venido, pagadas por uno y otro, y un par de horas más tarde Conn se sentía animoso en lugar de decaído, y había renunciado completamente a la idea de buscar una mujer. En realidad, acababa de resolver regresar temprano a casa, a Myrtle (eran las diez en aquel momento), en la creencia de que aquella noche ella se mostraría tierna. En cualquier caso, prefería, con mucho, tener a Myrtle que a la otra hipotética mujer.
Pero le costaba trabajo despegarse de Jennings y, finalmente, para evitar discusiones, había echado mano del subterfugio de ir al baño y salir por la parte de atrás. Se fue directamente en el coche para casa conduciéndolo con un poco más de velocidad de lo que ordinariamente hacía.
Se serenó inmediatamente cuando lo primero que vio al entrar por la puerta fue la gabardina de un hombre colgada del perchero del pasillo. No era la suya y no estaba allí cuando él se había marchado a las siete.
Sintiendo una furia súbita en su alma, no contra Myrtle todavía sino contra el otro hombre, entró precipitadamente en el dormitorio. Pero Myrtle estaba sola en la cama, leyendo una revista de historias amorosas y comiendo chocolates. Conn miró rápidamente en el closet y debajo de la cama, incluso salió corriendo y fue a mirar a la cocina.
El hombre había partido. Conn regresó al dormitorio y se quedó mirando con fijeza a su mujer. Tal como tenía de enmarañado el pelo y descompuesto el maquillaje, Conn se dio cuenta de que el hombre acababa de marcharse, hacía solamente unos minutos cuando mucho. Y Myrtle estaba desnuda bajo las sábanas. Sus hombros desnudos lo demostraban.
Lo que él hubiese sido capaz de decir a Myrtle, no podía decirlo jamás, ya que no tuvo oportunidad de hablar ni una sola palabra.
Myrtle fue quien comenzó a hablar la primera, y lo desafió. Le dijo que, efectivamente, había estado allí un hombre, que a él no le importaba nada aquello, porque no era hombre, ¿y qué iba a hacer él en relación con aquel asunto?
Incluso entonces quizás no hubiese ocurrido nada grave, ni aún en aquel momento le hubiese puesto él la mano encima a Myrtle.
Pero ella cometió la torpeza de saltar fuera de la cama. Se puso en pie y se plantó allí, con los brazos en jarras, para injuriarlo.
Y a los treinta años, seguía siendo hermosa, seguía siendo lo que él ansiaba, todo lo que él ansiaba. Y otro hombre, apenas hacía unos minutos, había estado con ella, mientras que Conn sabía que Myrtle lo desdeñaría siempre, pasara lo que pasara ahora.
Y por primera vez en su vida, Conn había perdido completamente la cabeza. Dio unos pasos hacia adelante y le descargó un puñetazo que la derribó inconsciente de espaldas a través de la cama, y después sus manos se apretaron alrededor de su garganta, asfixiándola; no soltaron su presa hasta que estuvo muerta.
Entonces, súbitamente, toda su agitación se desvaneció. Estaba sereno.
Se sentó sosegadamente a resolver qué era lo que iba a hacer. Al principio, la elección era bien sencilla: o bien llamaba a la policía o se mataba él. En el cajón de las medicinas había píldoras para dormir que hubiesen realizado el trabajo con facilidad y sin dolor.
De improviso, se le ocurrió que quedaba una posibilidad, bien que débil, de que no tendría que hacer ninguna de las dos cosas. No tenía mucha confianza en que resultara, porque nunca había tenido suerte; todas las espinas del camino parecían haberse vuelto siempre contra él. Pero no tenía nada que perder con probar.
Si el pagador del banco estaba todavía en la cantina de la calle Segunda y no se daba cuenta del tiempo que Conn había estado ausente.
Era una oportunidad muy remota, pero la aceptó, porque quería vivir. La aceptó sin confiar grandemente en ella. Pero la aceptó.
Le había costado menos de cinco minutos conducir el coche desde la cantina a casa, y después del viaje las cosas se habían sucedido con tal vertiginosidad que no habían transcurrido otros diez minutos. Afortunadamente, había dejado su coche delante de la casa, en lugar de meterlo en el garaje. Era difícil meterse en el garaje desde la calleja posterior, especialmente por la noche, y siempre que había estado bebiendo con alguna liberalidad, lo dejaba delante de la casa.
Volvió a la cantina y entró por la puerta de atrás. Estaba tal como él la dejara, todavía medianamente concurrida y con Jennings aún solo en el mostrador, mirando melancólicamente ahora a su figura reflejada en el espejo azul situado al otro lado del mostrador. El vaso usado por Conn, todavía sin vaciar del todo, seguía estando allí al lado de Jennings; si el cantinero había tratado de llevárselo, seguramente que Jennings le había dicho que no lo hiciera.
Conn llegó hasta su vaso que tenía en el mostrador. Recordó lo que estaban hablando cuando se fue y reanudó la conversación en el mismo punto que la dejaran.
Jennings todavía seguía con ganas de hablar, pero los vapores del alcohol se estaban apoderando de él para que tuviese mucho sentido lo que decía. En fin, no parecía estar al borde de la oscuridad total de ideas, por lo que Conn decidió aferrarse a él mientras pareciese seguro. Pero se entretuvo largo rato con sus copas y discretamente hizo que Jennings redujese el ritmo de beber las suyas. Fingió que tenía hambre y pidió que le sirviesen unas salchichas frías, con patatas doradas de la cocina de la cantina. Hizo que Jennings también comiera.
Se las ingenió para mantener el mismo status quo hasta medianoche, y entonces, al tiempo que hacía notar con todo cuidado que era medianoche, sugirió que lo mejor que podían hacer era retirarse, pero aún fue alargando las cosas media hora más, disipando un poco más las brumas de Jennings al sugerirle que entrasen en un restaurante a la vuelta de la esquina para tomar una taza de café antes de ir a casa.
Llegó a la casa la segunda vez a las doce y cuarenta, y llamó a la policía inmediatamente.
Conn mostró una calma helada, la policía había creído que se hallaba bajo los efectos de una gran impresión, durante todo el interrogatorio que había seguido.
Su relato fue sencillo y la policía no pudo hacerlo vacilar. Había salido de su casa alrededor de las siete, y llevaba hecho parte del recorrido para ir a la logia cuando de repente cambió de parecer y condujo su coche hasta la cantina de la calle Segunda. Allí se había encontrado con Jennings, no era más tarde de las siete y media, y ambos habían permanecido juntos en la cantina hasta la medianoche. Luego pasaron como media hora en el restaurante antes de separarse. El había vuelto a casa, donde encontró muerta a su esposa, y había llamado a la policía.
No hubo nada que refutara o contradijera su relato, y sí mucho que lo confirmaba. Jennings, arrancado de su sueño después que finalmente averiguaron la dirección de su casa, a las tres de la mañana, lo confirmó. Había estado en compañía de Conn, dijo, desde antes de las ocho hasta después de medianoche, y ninguno de los dos se había dejado de ver más que durante breves minutos, cinco a lo sumo, cuando uno u otro había tenido que hacer algo que nadie podía hacer por ellos.
Y el examen médico dictaminó que la muerte de Myrtle ocurrió no antes de las nueve treinta o después de las diez treinta.
Además, había pruebas suficientes de que Myrtle Conn había agasajado, y bien agasajado, a otro hombre que no era su esposo. No solamente la gabardina, que no le quedaba bien a Conn, sino otras varias pruebas, indicaban la pasada presencia de otro hombre allí. Había dos vasos, Conn no se había fijado en ellos, en los cuales se había servido y bebido whisky. Uno tenía las huellas digitales de Myrtle, y las del otro estaban tan borrosas que no se podían identificar positivamente, pero era definitivo que no correspondían con las de Conn. Las colillas de cigarrillos encontradas en el cenicero del dormitorio eran, de una marca que no fumaban ni Conn ni su mujer.
Mucho antes de que el alba gris comenzara a clarear, la policía estaba totalmente convencida de que Conn era inocente y que el amante de Myrtle, por alguna razón desconocida, era quien la había matado.
Al día siguiente, la policía encontró el argumento decisivo. Investigando entre la vecindad, dieron con la inevitable fisgona que había visto a un hombre que llevaba gabardina entrar en la casa de Conn hacia las ocho y media. A la distancia que se encontraba su casa, al otro lado de la calle y a tres puertas de separación, no podía describir al hombre, pero estaba segura de que no era el señor Conn. Se había sentido tentada por la curiosidad, confesó, porque conocía a los Conn ligeramente, pero lo bastante para estar enterada que ésta era la noche que él iba a la logia. Por tanto, estuvo vigilando la casa a ratos, hasta que vio salir al hombre, sin la gabardina, un poco antes de las diez.
Naturalmente, después de eso dejó su puesto de observación y, por lo tanto, no vio llegar a Conn unos minutos más tarde. Nadie lo había visto.
El encargado de la cantina de la calle Segunda y aquellos clientes a los que la policía pudo localizar, no estuvieron en posición de confirmar la coartada que Jennings había dado a Conn, pero tampoco pudieron negarla. Conn había estado allí, eso era evidente, pero no pudieron afirmar, como hizo Jennings, que permaneció allí durante todo el tiempo; sin embargo, ninguno de ellos lo había visto salir ni regresar. Así de sencillo había sido.
Claro que tampoco había venido mal al caso de Conn, especialmente la primera noche, antes de que las pruebas que proclamaban su inocencia saliesen a la luz, que un amigo de él, Charlie Barrett, fuese sargento de detectives y estuviese de servicio en la delegación de Santa Mónica cuando se abrió la investigación. A Charlie no lo nombraron para que se encargara del asunto, pero la recomendación que él hizo de Conn había facilitado la situación y probablemente hizo que no se llevara a cabo el tipo de interrogatorio de tercer grado que posiblemente hubiese quebrantado a Conn durante aquellas primeras horas terribles, antes de que supiese si Jennings recordaría o no aquella media hora de ausencia suya de la cantina, y antes de que supiese si sus vecinos de la calle Stanford lo habían visto, o no, llegar a su casa y volver a salir, o habían visto su coche estacionado delante en el lapso de diez minutos que él había permanecido en el interior.
Así, la investigación se había concentrado en una tentativa de descubrir la identidad del visitante de Myrtle y presunto asesino. Conn, de la manera más sincera, no había podido ayudarlos en lo más mínimo. No tenía razón alguna para sospechar de ninguno de sus amigos; sin duda había sido alguien a quien Myrtle conoció y siguió viendo (las veces que había salido sola, siempre suponía que iba al cine) en las noches que él había estado trabajando hasta tarde o se encontraba demasiado cansado para salir con ella.
En el transcurso de una semana, cuando fue evidente que la investigación no avanzaba más en el callejón sin salida hacia el cual había sido desviada, Darius Conn dio por seguro que había salido bien librado del crimen cometido.
Sin sentir pena alguna. Myrtle se lo había estado buscando, y se lo había merecido. Pero, aunque fuese el mayor absurdo..., la echaba de menos. Ninguna mujer volvería a ser jamás para él lo que Myrtle había sido en el tiempo comprendido desde la primera vez que se conocieron y el final de su luna de miel. O incluso en los tres años de su matrimonio después de la luna de miel, en las raras veces que él había podido encender la pasión en ella.
Sí, cuando él la mató, cuando tuvo que matarla, algo dentro de él había muerto también.
Sí, aún la seguía echando de menos.
La estaba echando de menos ahora, mientras dibujaba círculos húmedos sobre el liso plástico negro de la cubierta del mostrador. Con un vaso que estaba vacío ahora.
Miró otra vez su reloj. No tenía prisa, apenas acababan de dar las siete. Pero no debía beber más.
Afuera estaba comenzando a oscurecer. El viejo convertible amarillo seguía estacionado allí; de manera que todo iba bien.
No atravesó la calle para dirigirse a su coche. En lugar de eso, echó a andar hacia la ferretería. Ahora sería el momento propicio para echar una mirada a la disposición del edificio, particularmente al zaguán.
Precisamente allí se encontraba una luz encendida ahora. A través de la cortina que cubría el vidrio en la mitad superior de la puerta, se podía ver el interior desde la calle, aunque no con claridad.
Conn abrió la puerta y entró. La anchura del zaguán era mayor que la de la puerta. Medía unos dos metros y medio de ancho. La escalera, paralela a la fachada del edificio, comenzaba a escasos metros de la puerta, un pasillo corría a lo largo de ellas, pasándolas.
A lo largo del pasillo estaban dispuestos seis buzones. Entonces eso quería decir que los departamentos eran muy pequeños, de no más de dos habitaciones cada uno, si es que había seis. Se aproximó a los buzones. El N° 1, Davis. N° 2, Franken. N° 3, Rose Harper.
Así, pues, ella vivía sola, no con una familia o compañera de habitación. Sólo dos personas se encontraban allá arriba: Atkins y la muchacha. Podía... No, era demasiado peligroso. Si la muchacha se ponía a dar gritos, o si él tenía que hacer uso del revólver, podían llegar a abrirse hasta otras cinco puertas antes de que él pudiese escapar. Alguien podía tener el valor de seguirlo hasta la calle, aunque después nadie tuviese el valor de seguirlo más lejos. Pero lo podían ver meterse en el coche y tomar el número de sus placas cuando pasara en él o incluso cuando diese la vuelta en U, si lo hacía así... O podía apoderarse también de las llaves de Atkins y escaparse en el convertible. No, los carros de la policía estarían encima de él en cosa de minutos, y no tenía la menor posibilidad de éxito en un coche tan llamativo como aquél. Y si él realizaba su huida en el automóvil de su víctima, la policía, si era inteligente, tomaría los números de las placas de todos los otros coches estacionados en las inmediaciones y cuando hiciesen investigaciones sobre el sedán azul y descubriesen que hasta la noche anterior había pertenecido a Atkins, ya tendrían la clave.
Recorrió en sentido inverso el pasillo. Había una puerta debajo de las escaleras, que debía ser la del cuarto de las escobas. Trató de hacer girar la perilla de la puerta, pero estaba cerrada con llave. Sin embargo, la forma del agujero de la cerradura indicaba que se podía abrir con una llave maestra y él tenía una de ese tipo en su llavero, la que abría la puerta posterior de su casa. Ya debería haber reemplazado hacía tiempo aquella cerradura por una Yale, pero lo había dejado porque tenía un fuerte cerrojo en la parte interior de aquella puerta. Siempre lo tenía echado, pues salía y entraba por la puerta delantera de la casa o la lateral, cuando iba o venía del garaje. En realidad, no tenía una razón válida para conservar aquella llave en el llavero, pero ahora se alegraba de que así fuese.
En efecto, abrió la puerta del cuarto de las escobas. Dentro había una frazada, una escoba, una cubeta para el trapo y unas pocas cosas más, pero todavía quedaba mucho espacio libre.
Era perfecto para emboscarse en su interior. Podía permanecer en aquel cuarto y así oiría a cualquiera que bajara las escaleras. Si eran pisadas de un hombre, podría salir a tiempo para interceptarlo al pie de las escaleras, y si no era Atkins, naturalmente, tendría que simular que salía del edificio para regresar unos minutos más tarde. Pero no habría mucho movimiento en aquellas escaleras después de anochecer.
Para probar el espacio, y ver cómo se oía, se metió en el cuarto y cerró la puerta tras sí. Silencio absoluto durante lo que le parecieron diez o quince minutos. Entonces oyó cómo se abría una puerta y en las escaleras de arriba, cerca de él, oyó pasos..., los de una mujer, el golpeteo agudo de los tacones altos. Caminó unos quince pasos antes de llegar a las escaleras. Se dio cuenta inmediatamente de la diferencia de sonido en cuanto comenzó a bajar.
Conn esperó hasta que la puerta de la calle se cerró detrás de ella y entonces salió de su encierro. Consultó su reloj y frunció la frente cuando comprobó que su espera no había llegado a cinco minutos. Tenía la impresión de haber sido mucho mayor. Si Atkins se quedaba hasta tarde, su larga espera iba a ser un suplicio.
Pero había aprendido algo importante. Había podido escuchar el ruido de pasos en el corredor de arriba de las escaleras antes de que la muchacha o la mujer llegara a éstas. Pudo haberlos contado. Si él supiese la distancia que había entre la puerta del departamento de la muchacha Harper y las escaleras, no tendría que dejar su escondite si escuchaba pasos que llegaban a las escaleras demasiado pronto, o que por el contrario tardaban mucho tiempo en alcanzarlas.
Volvió a cerrar la puerta del cuarto, pero no con llave, salió al frente de las escaleras y comenzó a subir. No tuvo que llegar al final de ellas; la puerta que estaba enfrente precisamente estaba marcada con el número tres.
Eso lo haría verdaderamente fácil. Nada más dos pasos hasta las escaleras; si eran más, no sería Atkins.
Descendió nuevamente los escalones, salió a la calle y la cruzó para llegar a su coche. No era necesario esperar en el cuarto todavía. Seguramente, como estaban pasando la noche allí, Atkins no se marcharía hasta las nueve cuando más temprano. Lo más probable es que fuesen las diez y media o las once, quizás más tarde aún, sobre todo teniendo en cuenta que mañana era sábado.
Si comenzaba su acecho a las nueve, ya tendría probablemente una larga y detestable espera en aquel cuarto, y era inútil, por otra parte, comenzarla ahora, a las siete y media. Mientras tanto, él estaría observando la puerta del edificio desde su coche, y si Atkins, por cualquier razón, se marchaba más temprano, él tendría que seguir al convertible y cambiar sus planes, improvisar otra vez.
Se aseguró de que no venía nadie por la acera y sacó el revólver de su bolsillo para examinarlo. A pesar de que ya había hecho la misma operación al sacarlo del cajón en su casa, abrió el cilindro y lo hizo girar para ver si estaba cargado del todo. Cerró el revólver con un chasquido del ajuste de la bisagra y se aseguró de que estaba en la posición correcta.
Pequeño como era el revólver, lo sintió de una pesadez satisfactoria en su mano. Dejándolo caer con fuerza haría una maza excelente. Conn esperó que podría emplearlo de esa manera y no tener que correr el riesgo de disparar con él. Y la noche anterior Atkins no llevaba sombrero, de manera que era probable que esta noche tampoco lo llevara.
Aquel pelo rojo suyo sería un objetivo estupendo. Probablemente el mejor plan sería salir del cuarto mientras Atkins iba bajando las escaleras y acomodar el paso de modo que llegara a la puerta justo detrás de él. Golpearlo por la espalda en el momento que estirara la mano para abrir la puerta. Quitarle la cartera y salir fuera rápidamente.
Se metió el revólver en el bolsillo otra vez y quedó sentado tranquilamente, vigilando la puerta. Se sentía perfectamente sereno ahora, plenamente confiado.
SU NOMBRE ERA CLAUDE ATKINS y se encontraba verdaderamente asustado, aunque estaba haciendo cuanto podía por no mostrarlo y se sentía bastante seguro de que lo estaba logrando. Por lo menos, Rose no aparentaba haberse dado cuenta de ello. Rose parecía muy confiada esta noche, con una confianza serena. A pesar de que Claude la amaba, o de sentirse bastante cierto de que la amaba, se encontró a sí mismo que estaba un poco ofendido por aquella confianza, pero su agravio no era nada comparado con su terror.
Cinco días hacía ahora que estaba espantado, desde el último domingo por la noche, cuando intempestivamente se encontró que estaba haciendo proposiciones matrimoniales a Rose Harper... y que su proposición era aceptada. Peor aún, se encontró que estaba discutiendo la fecha de la boda, y que ésta se fijaba para el segundo día de junio, a menos de cuatro meses de plazo. Se encontró haciendo planes; planes de una concreción endemoniada.
Arreglarían conseguir, o tomarse, una semana de vacaciones, la primera del mes de junio, para pasar su luna de miel en Ensenada, México. Rose había estado en California apenas hacía año y medio y nunca había llegado, viajando hacia el sur, hasta México, ni siquiera a las poblaciones fronterizas. Y en cualquier caso, las ciudades de la frontera no eran México, pero ella tenía entendido que Ensenada, a solamente cosa de doscientos kilómetros hacia el interior, era verdaderamente maravilloso, y sería solamente un día de viaje, sin matarse a conducir, en ambos sentidos, y no tan caro como resultaría ir hasta la ciudad de México. Para ir allí tendrían que hacer el viaje de ida y vuelta en avión y el volar costaba mucho dinero.
El día dos de junio, descubrieron, después de estar consultando una tarjeta calendario que Claude conservaba en su cartera, era sábado y ese sería el mejor día. Podían casarse el sábado por la mañana y estar en Ensenada al caer de la tarde o temprano por la noche; si hacían el regreso el domingo siguiente, podrían pasar una semana entera allí, un poco más de una semana, en realidad.
Y Rose seguiría trabajando al menos durante unos pocos meses más, quizás hasta un año, para darles tiempo a pagar los bonitos muebles que comprarían. Ella tenía en el banco algo más de doscientos dólares ahorrados, los cuales podrían emplear como enganche para la compra de los muebles. Rose se quedó un poco sorprendida cuando se enteró de que Claude no tenía nada ahorrado, pero ella lo dijo llevada de su impulso, Y con los dos trabajando durante algún tiempo, podían empezar bien y...
De manera que así estaban las cosas, y él ya había caído en el anzuelo. No había modo de escaparse ahora, excepto lastimando los sentimientos de Rose y eso no lo haría él ni por un millón de dólares, porque era una muchacha magnífica, y porque, ¡maldita sea!, la amaba, y si alguna vez se tenía que casar él, Rose, sin ninguna duda, sería la muchacha que él elegiría, pero...
Lo único malo es que él no quería realmente casarse. Simplemente no quería renunciar a todas las cosas que el matrimonio le obligaría a abandonar... y, además, de manera permanente. Una vez que estás dentro, una vez que tienes chiquillos, y en cierto modo él sabía, sin habérselo preguntado concretamente, que Rose quería tener pequeños, ya es demasiado tarde para cambiar de parecer y volverse atrás.
Y el matrimonio lo cambiaría todo. En este mismo momento, aunque él no gozaba de una posición destacada, tenía todo lo que realmente quería, excepto Rose. Ahora iba a tener a Rose, pero eso significaba tener que renunciar a casi todo lo demás, incluyendo, y muy especialmente, su sistema de vida. No podría seguir siendo un Juan Sin Cuidados, dejar un trabajo cuando bien le parecía, tomarse unas vacaciones por su cuenta y divertirse antes de empezar a buscar otro empleo.
Su profesión era mecánico de garaje y solía ganar una cantidad que iba de cincuenta a setenta y cinco dólares por semana, lo cual era bastante. Para él. Con aquello conseguía todo lo que quería de importancia, y no había tenido una sola preocupación seria en el mundo..., hasta el último domingo por la tarde. ¿Pero hasta dónde podría llegar para mantener a dos personas y, después, Dios sabe cuántas más?
Claude conocía buen número de hombres casados que ganaban el mismo dinero que generalmente solía ganar él. Y tenían que llevar sus comidas de casa. Tenían que ir a casa desde la cantina después de uno o dos tragos, que era todo lo que la capacidad de sus bolsillos les permitía beber..., y, además, la mujercita estaba esperando en casa y si llegaba tarde armaría la de San Quintín. Tenían que hacer planes y estar arañando el presupuesto casero todo el año antes de que pudiesen comprar un nuevo juego de bastones de golf, o una cámara, o algo semejante. Si se ponían a jugar a las cartas, tenían que levantarse cuando perdían los pocos billetes que llevaban. Y si apostaban a los caballos, tenían que ser apuestas de cincuenta centavos y que no se enteraran sus mujeres. Y los fines de semana, o cualquier otro día libre, tenían que estar segando el pasto del jardín, pintando el departamento o alguna otra música por el estilo.
Todo eso iba él a dejar entrar en su vida, y para siempre. ¿Y por qué?
Pero Claude había llegado a quererla mucho en los cuatro meses que la había conocido, a sentir una sensación creciente de algo hacia ella que él suponía que era amor. Una especie de ternura. Un sentimiento de protección hacia la muchacha, una conmoción profunda al besarla.
Pero esa era otra cosa, otra preocupación de los demonios. Incluso ahora que estaban prometidos, ella no le dejaba todavía que la tocara realmente. Esto es, no dejaba que la acariciara. Besarla, sí, ponerle el brazo alrededor, esas cosas. Pero nada más.
El creyó que estando comprometido con ella, que habiéndole pedido que se casara con él, y viendo que la fecha estaba tan definitivamente, y tan inesperadamente, cercana, hubiese cambiado.
Pero no había cambiado, y le preocupaba que así fuese. ¿Y si ella era frígida? Claude había leído algunos libros; sabía que existían mujeres frígidas.
Por supuesto que Claude apreciaba que una muchacha fuese buena, y una de las razones por las cuales a él le gustaba tanto Rose es que era una muchacha buena. Uno renunciaba a todo, a su libertad y a poder gastar dinero, se sujetaba a la vida derecha y estrecha, nada de andar de juerga, porque no se lo podía permitir uno aunque no hubiese otra razón, todo porque uno quería tener su mujer propia, y luego, si resultaba que ambos no eran, ¿cuál era la palabrita?, compatibles, se quedaba uno embarrancado como al principio. El matrimonio podía resultar un enredo de mil demonios, a menos que uno tuviese un montón de dinero. Que no era el caso de él. O a menos que uno fuese lo bastante fresco para tirarlo todo por la borda. Cosa que tampoco era él. No era ni lo bastante fresco siquiera para romper un compromiso matrimonial.
Y ahora mismo, reclinado cómodamente en un sillón bien acojinado, al contemplar cómo Rose lavaba los platos en la pequeña cocina (él le había ofrecido ayudarla, pero ella no se lo aceptó), Claude no quería romperlo.
Rose era preciosa. No simplemente linda como la mayoría de las muchachas que él conocía, sino verdaderamente preciosa. Como las estrellas del cine. Dejaría de preocuparse, pensó, y se daría cuenta de lo afortunado que era. Con una muchacha como Rose, enamorada de él...
Y Rose lo debía amar de veras, pensó; seguramente que no se iba a casar con él por dinero, ni aún porque le diese una seguridad. No le sería difícil a ella conseguir un tipo que ganara más dinero y tuviese mejores perspectivas que un mecánico grasiento. Y que, por si fuese poco, carecía de ambiciones, se confesó a sí mismo.
Idiota, quizás esto era lo mejor que le podía haber ocurrido a él. Ya tenía veinticinco años, ¿no era cierto? Ya era hora de que dejara de hacer el zascandil de un lado para otro y de cambiar de empleos y dejar de trabajar cada vez que le daba la gana. Podía conseguir trabajo en un buen garaje grande donde hubiese la oportunidad de ir ascendiendo hasta llegar a jefe de servicio o algún otro cargo semejante, conseguir ahorrar algún dinero y quizás poner en marcha un pequeño garaje propio, o formar una sociedad si encontraba un tipo correcto, levantar un negocio, hacer algo. Quizás mientras tanto, aparte, hacer algún dinero comprando coches viejos, uno o dos cada vez, arreglarlos hasta darles buen aspecto y que funcionaran bien, y luego venderlos por el doble del precio que él pagara por ellos.
Podía comenzar con el que tenía, el convertible que había sido del tipógrafo. Una lona nueva, un par de fines de semana de trabajo y podía conseguir cuatrocientos por él, puede que incluso quinientos. Era un modelo viejo, pero fundamentalmente era un buen coche. Con los noventa dólares de diferencia estaba seguro de haberse llevado la mejor parte en la transacción.
Rose se estaba quitando el delantal ahora. Se acercó y se sentó en el brazo del sillón y Claude la rodeó con el brazo.
—Oye —le dijo.
—Oyete a ti mismo, Pelirrojo. Claude, ¿cómo es que no te llamas Rojo?
—Tenía un hermano que tenía el pelo mucho más rojo que el mío. De modo que a él lo llamaban Rojo. Yo no tenía categoría.
—¿Tenías un hermano? ¿Quieres decir que...?
—Sí. Se mató en un accidente de automóvil, hace cuatro años. Era tres años mayor que yo. Yo tenía veintiún años cuando se mató; él tenía veinticuatro. Creo que el hecho de que ocurriese de aquella manera y en aquella edad, me ayudó a mí en cierto modo... Sí, me ayudó a hacerme como soy.
—¿Qué quieres decir, Claude?
—Que no me hizo muy bueno. Sin grandes ambiciones, incapaz de dedicarme con intensidad a una cosa o un trabajo, ni de ahorrar dinero y llegar a alguna parte. Lo único que sé es que tengo que cambiar ahora, si es que nos vamos a casar.
—¿Sí? ¿Es que no estás seguro, Claude?
Algo en el timbre de su voz hizo que volviese a él toda la ternura que había sentido el último domingo por la noche. La empujó suavemente pero con firmeza fuera del brazo del sillón hasta hacerla caer en su regazo.
—No quise decir eso, querida. Ya sabes que estoy chiflado por ti.
Rose apoyó la cabeza en el hombro de Claude.
—Cuéntame más de tu hermano. Lo que quisiste decir al mencionar que su muerte tuvo influencia en tu formación.
—Bueno..., es que yo lo quería mucho. Era un muchacho maravilloso, Rose. Y era ambicioso como el diablo, trabajó como un burro y ahorró su dinero. Iba a tener un negocio propio y hacerlo prosperar. No andaba de juerga, no bebía, excepto una cerveza de vez en cuando, trabajaba o estudiaba por las noches, en lugar de ir de fiesta con las muchachas..., estudiaba televisión, que es a lo que se iba a dedicar. Tuvo un taller propio cuando solamente tenía veintitrés años, dos años más joven que la edad que tengo yo ahora..., y perdió hasta la camisa, todo lo que había ahorrado. Incluso contrajo deudas antes de tener que rendirse. Tuvo que regresar a trabajar para otro y comenzar a liquidar las deudas pagando de su sueldo. Hubiese tenido que estar dos o tres años haciendo eso antes de poder pensar siquiera en comenzar otra cosa por cuenta propia.
»Y entonces se mató. No fue por culpa suya. Venía de regreso a la casa de T. V. para la que trabajaba, después de haber hecho una entrega. Fue en Olympic, una noche, temprano. Un borracho salió de una calle lateral, pasando la señal de alto del semáforo, y se estrelló contra él. No tuvo la menor posibilidad de hacer nada.
La mano de Rose se apretó sobre el brazo de Claude.
—Lo siento, Claude. Eso fue horroroso.
—Ya puedes decir que fue horroroso. Lo bueno es que el otro tipo se mató también; de otro modo, lo hubiese hecho yo. Bueno, en todo caso, desde entonces no he hecho sino pensar en todo el trabajo que hizo Rojo, en todas las cosas a las que renunció, todas las diversiones que hizo a un lado, y..., en fin, hizo que me pareciese una solemne estupidez eso de romperse el alma trabajando para llegar a alguna parte. ¿Comprendes lo que quiero decir, querida?
—Desde luego que sí, pero,
—Sí, ya sé. Tengo que cambiar ahora. Y lo haré. Esa manera de pensar está muy bien si uno está solo y soltero y va a seguir en la misma condición, pero no si uno quiere casarse...
—Claude, ¿estás seguro de que quieres casarte?
—Estoy seguro de que quiero casarme contigo. De todos modos, ya es hora de que me enderece un poco, si no quiero terminar de mala manera, suponiendo que viva mucho. Escucha, Rose, mañana voy a comprarte una sortija de compromiso. ¿Quieres ayudarme a elegirla? Yo no sabría decir el tamaño ni nada.
—¿No has dicho que no tenías ningún dinero ahorrado? No quiero que la compres a plazos. Prefiero que comiences a ahorrar.
—Querida, has de llevar alguna clase de anillo de compromiso. Si no es muy caro, lo puedo comprar al contado. O no quedar debiendo mucho por él. No te lo he dicho todavía, pero cambié mi coche por el de otro tipo, anoche.
—¿Cambiaste el coche?
—Sí. Y me dieron noventa dólares por la diferencia. El viejo sedán azul por un antiguo convertible amarillo. Le hago alguna reparación, me gasto unos veinticinco o treinta dólares en piezas nuevas y quedará tan bueno como el que tenía, además de que todavía me restará un poco de dinero, lo suficiente para comprar una sortija, o casi lo suficiente.
—Te lo digo sinceramente, Claude, prefiero no tenerla. Sobre todo, teniendo en cuenta que no van a ser más que unos meses.
—¿Ni siquiera para lucirla delante de las otras muchachas del restaurante?
—No, no voy ni a decírselo. No tengo gran aprecio por ninguna de ellas, y ya sabes que no me gusta ese trabajo. Quiero volver a la contabilidad para tener horas regulares de trabajo, las mismas que tú, especialmente después que nos casemos.
—Está bien, querida; si de verdad no la quieres...
—No. En lugar de eso comienza tus ahorros con ese dinero. Al menos con cincuenta dólares, ya que necesitarás parte de él para arreglar ese coche. Mañana mismo te vas al banco y abres una cuenta.
—El lunes. Mañana es sábado. Tienes razón, Rose. Pero escucha una cosa: a lo mejor se me ocurre hacer alguna tontería teniéndolo en el bolsillo durante el fin de semana. Más aún si tú tienes que trabajar mañana y el domingo y no puedes estar cerca de mí para controlarme.
—Claude, ¿pero es que no tienes suficiente sentido de responsabilidad...? Claude se rió.
—Dame un poco de tiempo. Acabo de hacer un pedido para conseguirla, pero quizás no me la han entregado todavía. Guárdame esos cincuenta dólares. Oye, tú tienes una cuenta en el banco. ¿Por qué no depositas ese dinero en la tuya simplemente y así no tengo yo que abrir una nueva?
—Bueno..., sí que lo puedo hacer..., pero solamente si aceptas que te dé un recibo por esa cantidad.
—Está bien. Es que creo que no tiene sentido abrir una cuenta sólo para unos pocos meses, ¿no es cierto? Sencillamente, lo pones en la tuya y cuando nos casemos empezaremos una cuenta común.
—Si tú me vas a dar algo cada semana de tu paga, estoy de acuerdo; la cuenta mía servirá para los dos. Pero yo te voy a dar un recibo cada vez a fin de que sepas cuánto es lo que vas ahorrando en caso de...
Claude se rió levemente.
—No va a haber nada de «en caso de», querida. Pero si tú quieres hacerlo así, adelante; supongo que eso es el resultado de tu educación como contable. Escucha, ¿qué pasó con esa botella de vino que traje? Estará fría...
Sonó el timbre del teléfono.
Rose se liberó del brazo de Claude y fue a responder a la llamada. Dijo «Sí», un par de veces, y después: «Está muy bien, señor Howard. Ahí estaré». Colgó el receptor.
—Es el patrón —dijo a Claude—. Dos de las muchachas del primer turno están enfermas y quiere que comience a las cinco en lugar de a las once.
—¿A las cinco? ¿Quieres decir a las cinco de la mañana?
Rose lo miró sonriendo.
—No lo digas tan horrorizado, mi amor. ¿No te das cuenta de lo que significa? Habré terminado de trabajar muy temprano de la tarde, a la una y media. ¿Y no llevas varias semanas quejándote porque nunca puedo tener libre un sábado o un domingo por la tarde, para poder irnos a dar un paseo por alguna parte? Bueno, ahí lo tienes, mañana es sábado. ¿O es que tienes hechos ya otros planes?
La cara de Claude se iluminó.
—No. ¡Caramba, eso es estupendo! ¡Ya está! Mañana por la mañana arreglaré el coche, por lo menos quedará limpio. Y pasaré a recogerte directamente al restaurante a la una y media. ¿Está bien?
La muchacha asintió con un gesto.
—Pero tendrás que marcharte muy temprano esta noche. Yo me acostaré a las nueve, para poder levantarme a las cuatro. Y quiero bañarme y... —Miró al reloj—. Ya son casi las ocho. Me parece que es mejor que no estés más de otra media hora esta noche.
Claude suspiró.
—Está bien, con tal de tenerte mañana, por la tarde y por la noche. Pero saca ya ese vino, querida. El tiempo va pasando.
Claude se puso en pie y se estiró, luego, ya que se acordaba, sacó los cinco billetes crujientes y nuevecitos de su cartera y los dejó encima de la mesa. Rose, pensó, tendría más cuidado de aquel dinero que él. Desde luego que él iba a cambiar y enderezarse, pero lo más cuerdo era alejar la tentación. La responsabilidad es algo a lo que hay que ir acostumbrándose gradualmente, no de golpe.
Rose estaba sirviendo el vino helado. Puso dos vasitos llenos sobre la mesita del café, al lado del sillón.
—Voy a hacer ese recibo y así quitarnos esto de en medio —le dijo.
—Deja que el recibo se vaya al diablo ahora, querida. Ven aquí —contestó Claude. Trató de alcanzarla, pero Rose lo esquivó y se fue a la pequeña mesita escritorio. Claude lanzó otro suspiro y volvió a sentarse.
Se oía el rasguear de la pluma. ¡Qué simpleza de Rose querer hacer aquel recibo para dárselo!
Vamos a ver, pensó Claude, comenzando con aquellos cincuenta, ¿cuánto podría dar a Rose para que lo ahorrara antes del primero de junio? A diez dólares a la semana, ¡canastos!, podía darle bastante más de eso si aceptaba parte del tiempo extra que el jefe siempre estaba tratando de darle. Si trabajaba más de la jornada normal, fácilmente podía ganar veinticinco dólares más a la semana de lo que había estado ganando... y tendría menos tiempo disponible para gastarlo estúpidamente. Supongamos que lo hiciese así y que ahorrara treinta y cinco dólares cada semana, en tres meses y medio, con los cincuenta que ya tenía para empezar, serían más de los quinientos. No estaba mal.
Y si continuaba a ese mismo ritmo después que se casaran, y Rose también trabajaba durante una temporada, bueno, no pasaría mucho tiempo sin que no pudiesen tener su casita propia y... Pero tu libertad —gritó algo en su fuero interno—, supeditado, como esos otros pobres infelices, a ver monedas de diez centavos...
Rose regresó con el recibo. Claude lo metió en su cartera, sin mirarlo, y luego la volvió a sentar sobre su regazo. Rose se inclinó hacia adelante, tomó uno de los vasitos de vino y se lo entrega a Claude, después tomó el otro para ella y lo chocó con el de Claude.
—Por nosotros, Claude —dijo.
—Por nosotros, querida —respondió él. De dos tragos apuró el vino para desembarazarse del vaso. De todos modos, a él no le gustaba mucho el vino, pero a Rose no le interesaba ni el whisky ni la cerveza, por eso se había decidido a traer el vino.
Comenzó a atraer a Rose más cerca de él, dándose cuenta de que le había hecho derramar vino del vaso que sujetaba en su mano.
—Termínalo, preciosa —le dijo—. No tenemos mucho... Oye, ¿qué pasó con ese tipo de la reparación del teléfono que dijo que iba a venir por aquí?
—Si viene después de las ocho y media, cuando tú te vayas, no tendrá más remedio que volver otra vez.
—Quizá encontraron la avería en la central. Esa llamada que te hizo tu patrón hace unos minutos se oyó muy bien.
—Seguramente es eso que tú dices —convino Rose—. Yo le dije que iba a estar en casa toda la noche, pero no creo que vayan a mandar a un hombre tarde en la noche. Probablemente ya lo han arreglado.
—Rose, preciosa...
La muchacha bebió otro sorbito de su vaso y después lo depositó sobre la mesita del café, dejando que Claude la estrechara contra él y la besara. Los brazos de Rose se enlazaron alrededor de Claude, apretándolo contra ella. Fue un beso largo, y la muchacha no lo interrumpió ni trató de abreviarlo hasta que el propio Claude separó sus labios. ¡Uffff!, dijo en tono humorístico, pero los ojos le brillaban.
—Claude, mi amor, te amo tanto... —le dijo Rose. Sus ojos estaban cerrados, su cara muy pálida y tensa.
—Caramba, querida... —Claude estaba respirando un poco agitadamente, y esta vez no es que lo estuviese fingiendo de bromas. Besó los párpados cerrados de la muchacha suavemente y luego, con su mejilla pegada a la de ella, le susurró—: ¡Oh, Rose!, ¿tenemos que esperar? —Antes de que pudiese responder, ya Claude había puesto sus labios contra los de ella.
—Rose, ¡oh, Rose! —murmuró. Este iba a ser el momento; no lo iba a hacer esperar más tiempo. La sola idea de poseerla ahora lo convirtió en un volcán.
Pero entonces oyó que Rose le murmuraba:
—Por favor, Claude, por favor, querido... —al mismo tiempo que suavemente se soltaba de su presión. Pero la mano de Rose se apretó sobre la de él, oprimiéndola con más fuerza durante un momento.
—Claude, mi amor. —La voz de Rose era un poco ahogada, un poco trémula—. No me beses durante un minuto; espera, que quiero decirte una cosa. Quizás hayas pensado, querido, que soy fría... No lo soy. Cuando me has besado... no me atreví a dejarte que me acariciaras.
—Pero ¿por qué quieres..., por qué has querido...? Rose, si nos vamos a casar…
—Pero yo no estaba segura de ello, mi amor, hasta esta noche. No quiero decir que no estaba segura de mi amor por ti..., te he amado semanas y semanas. Pero... no estaba segura de ti. Incluso después de la noche del último domingo... creí que quizás quisieras cambiar de parecer. Yo sabía que tú no querías verdaderamente casarte, que no querías sentar cabeza. Pensé que quizás desearas volverte atrás...
—¿Volverme atrás? —Claude se quedó horrorizado sólo de pensarlo. Nada había estado más lejos de su mente que aquello.
—Ya lo sé, ahora estoy segura, Claude. Ahora tengo la convicción de que estás seguro. Pero... no esta noche, mi amor. Por dos razones, una de las cuales es que tendré que acostarme temprano para levantarme a las cuatro. Pero si quieres, mañana por la noche..., cuando tendremos todo el tiempo que queramos...
¡Si quería él! La volvió a estrechar contra él, la volvió a besar. Mañana por la noche le parecía un plazo muy remoto..., pero nada en comparación con los cuatro meses que faltaban hasta junio. Y si Rose, de manera tan maravillosa, le estaba prometiendo, que para mañana por la noche...
A las ocho y media Rose sirvió un vaso para cada uno del vino frío, y diez minutos más tarde, después de un beso largo y prometedoramente apasionado, cerca de la puerta, Claude se puso en camino.
Un poco borracho, pero no a consecuencia de los dos vasitos de vino. No los sentía en absoluto. Pero dio un bandazo bajando las escaleras y se tuvo que agarrar a la barandilla para recobrar el equilibrio.
Una vez fuera, bajo la noche tranquila que comenzaba a llenarse de densas sombras, Claude permaneció inmóvil unos instantes en la acera, aspirando profundamente el aire fresco. Luego cruzó la calle para llegar hasta su coche y se colocó detrás del volante. Dio vuelta a la llave y oprimió el pedal del arranque, soltándolo después alternativamente. Respondió lentamente. Probablemente la batería estaba baja. Bueno mañana comprobaría eso, revisaría todo el maldito automóvil, desde la defensa trasera hasta la delantera.
El motor se puso en marcha finalmente, cuando ya comenzaba a preocuparse pensando que no lo lograría. Encendió las luces y sacó la mano para indicar que se iba a abrir al centro de la calzada, y entonces se preguntó dónde debía ir. ¿A casa? ¿Antes de las nueve?
No, era demasiado temprano para ir a casa, en una noche tan extraordinaria como ésta, una noche en la que se sentía profundamente feliz. Quería beber algo, celebrarlo.
¡Oh, no, nada de dedicarse a la copa toda la noche! Todo eso lo iba a cambiar él ahora y ahorrar su dinero. Nada de beber como una esponja, ni de jugar cantidades fuertes, no más apuestas a los caballos, excepto quizás una pequeña apuesta de vez en cuando, de uno o dos dólares, simplemente por el placer de elegir los caballos. Un carácter reformado, eso es lo que iba a ser él de aquí en adelante, un tipo que iba a llegar a alguna parte y a dejar de ser una calamidad y una silla de mal asiento. Ya tenía ahorrados cincuenta dólares, que estaban donde no los podría conseguir aun en el caso de que flaqueara. No quería decir eso que iba a flaquear, sobre todo ahora que sabía cuánto amaba a Rose y cuánto lo amaba ella.
La amaba con locura y no le quedaba la menor vacilación en cuanto a su deseo de casarse con ella, ni acerca de la necesidad que tenía de ella en todos los órdenes, incluyendo su ayuda para esclarecer el lío de la vida tan confusa que había estado llevando hasta ahora.
Pero eso no quería decir que no podía tomarse una copa..., incluso dos o tres, con tal de que no fuesen más que eso, para celebrarlo. Esta noche era el punto decisivo en su vida. Mucho más importante interiormente para él que la noche del último domingo, cuando formuló la proposición, incluso más importante que mañana por la noche. Porque esta noche era cuando él había descubierto que estaba realmente enamorado y que era realmente amado, y cuando él se había hecho (antes sólo había estado pensando acerca de ello) el propósito decidido de que iba a cambiar toda su manera de pensar y vivir.
Voluntariamente y sintiéndose feliz, no porque estuviese atrapado.
Seguro, iba a brindar por aquello con una copa. ¿Dónde? Eso no importaba, pero no iría a ninguno de los dos lugares donde generalmente solía ir a beber. No quería ver esta noche a ninguno de los que acostumbraban a beber con él, no fuese que trataran de convencerlo para que jugara una partida de póquer con ellos y pasara jugando casi toda la noche. Había terminado con aquel asunto. De modo que cualquier cantina que encontrara al paso según iba para casa le servía.
Partió en dirección a Pico y allí puso rumbo al oeste, volvió hacia el sur, por la calle Mayor, antes de darse cuenta de que estaba a unas pocas manzanas de casa y que no había cantinas por las cercanías, excepto las dos precisamente que había decidido evitar. Pero recordó una en Front Ocean, cerca del muelle, y siguió su camino hasta encontrar un sitio para estacionar su coche, delante precisamente de la cantina.
El movimiento dentro de la cantina era escaso, no había más que cinco clientes. Cuatro de ellos consistían en dos parejas en un compartimiento, y en el otro era un hombre vestido llamativamente y con una ostensible barriga, que se encontraba a un extremo del mostrador hablando con el cantinero de delantal blanco. Claude se fijó que entre ellos y sobre el mostrador, había un cuaderno de papel, un lápiz y nada de beber. Probablemente, pensó Claude, era algún vendedor de licores. Y se dirigió al otro extremo del mostrador y se acomodó en un taburete. El cantinero se acercó a Claude.
—Un whisky con soda —pidió Claude—. No se le vaya la mano con la soda. Bueno, y si no, sírvamelo doble de una vez. —De todos modos no iba a tomar más que uno o dos.
El cantinero asintió con un gesto y extendió la mano para tomar la botella de whisky. Allá en la cabina se oyó el tintineo de dos vasos chocando uno contra otro y la voz de un hombre gritó: «¡Eh, otra ronda igual!» «Ahora mismo», respondió el cantinero. Puso el vaso de Claude delante de él y, con los ojos, señaló a los de la cabina:
—¿Sabe lo que está pidiendo esa pandilla? Un Manhattan, uno a la antigua, un martini y un daiquirí. Cuatro personas y cuatro cocteles diferentes. Como para que descanse uno.
Claude lo miró sonriendo.
—Es una vida muy dura, amigo.
El cantinero lanzó un gruñido y comenzó a preparar lo pedido. Detrás de él, en el espejo situado detrás del mostrador, Claude vio cómo se abría la puerta y un hombre, solo, entró y se dirigió hacia el mostrador. Se deslizó en un taburete a dos de distancia de Claude.
—Una cerveza cuando tenga tiempo —pidió el recién llegado al cantinero. Eastern. Schlitz, si tiene.
—La tengo y tengo tiempo también —replicó el cantinero. Le puso el vaso y la botella sobre el mostrador y después volvió a su tarea de preparar los cuatro cocteles diferentes.
Sin ningún interés particular, excepto que le pareció hallar algo que le era vagamente familiar en su aspecto, Claude miró al sujeto que acababa de entrar y que estaba ahora vaciando el contenido de la botella en el vaso. Tenía la altura aproximada de Claude, según se pudo dar cuenta por el espejo cuando entró, espaldas bastante fuertes y una cara redonda. Sombrero de fieltro encasquetado firmemente. Traje de color gris.
No, no conocía al tipo. Sencillamente, encontró que había algo en él que le recordaba a alguien que conocía o con el que se había encontrado recientemente.
Bajó su vista a su propio vaso y tomó un sorbo. Le supo bien y le quitó el gusto de vino de la boca.
Pero al pensar en el vino volvió a pensar en Rose, aunque en realidad no había dejado de pensar en ella más que durante contados segundos la vez que lo hizo, y suspiró un poco, de manera casi audible.
¡Dios, pensó, si siquiera fuese ya mañana a esta hora! Y quizás pudiese convencer a Rose para que no fuera a trabajar el domingo... De todos modos, iba a dejar aquel trabajo asqueroso de camarera para volver a trabajar en una oficina, de manera que... así podían disfrutar de todo el fin de semana, estar juntos todo el domingo...
¡Ah, qué diablo! Tenía una cita con Joyce Williams para el domingo por la tarde y ella lo llamaría por teléfono al mediodía.
¿Por qué había cometido una estupidez semejante cuando estaba comprometido con Rose y enamorado perdidamente de ella? Impulso, simplemente. No estaba pensando en lo que hacía al decirlo. Al encontrarse con Joyce de aquella manera, después de no haberla visto durante tantos años, le había parecido la cosa más natural obrar de aquel modo. Y con Rose trabajando en el turno de la tarde hasta la noche de aquel día, la oportunidad se le antojó de perlas a Claude para llevar a Joyce a dar un paseo.
Y ahora, ¿qué iba a hacer en relación con aquello?
Desde luego no dejar plantada a Joyce, eso era seguro. Era una muchacha muy agradable y no podía hacerle eso. Resultara lo que resultara del fin de semana entre Rose y él, tendría que estar en su alojamiento de la pensión al mediodía para recibir la llamada de Joyce. Y hacerle saber de una manera suave... en fin, cualquier historia que no lastimara su orgullo.
O si Rose insistía en ir a trabajar, si él no podía convencerla de lo contrario, no había razón alguna para que él no llevara a Joyce a dar una vuelta en su coche, puestos en ese caso. Podía ser un paseo perfectamente inocente y le podría comunicar que ahora estaba prometido en matrimonio, que él había querido verla en recuerdo de los viejos tiempos, pero que ésta tendría que ser la única vez. No habría nada desleal hacia Rose al obrar así.
Bajó la mirada hacia su vaso y vio que estaba vacío. ¿Pediría otro doble? Diablo, pensó, ¿y por qué no? ¿Por qué no podía agarrar una gloriosa borrachera, si así lo quería, para celebrarlo? Esta era su última noche de soltero. Mañana por la noche su situación sería como la de un casado, y entonces llegaría el momento de dar vuelta a la página, de acabar con la bebida y los despilfarros.
Pero ¿de veras quería emborracharse? Bueno, esperaría hasta ver ese asunto cómo estaba, pero mientras tanto...
El cantinero estaba hablando otra vez con el hombre vestido llamativamente. Pero dio la casualidad de que volvió la vista hacia Claude y éste le hizo una seña. «Otro —pidió—, un doble», cuando el cantinero se aproximó a él.
Tomó un sorbo y después permaneció con la vista clavada en su vaso, preguntándose vacilante si en realidad debería emborracharse esta noche, correrse una juerga final, una auténtica última noche de soltero. Pero si iba a ser así, éste tenía que ser su último vaso aquí. No conocía a nadie en aquel lugar y no le gustaba andar bebiendo solo..., es decir, aparte de una o dos copas. Primero regresaría a casa a dejar el coche en el garaje, así no tendría que guiarlo a la vuelta; después iría a uno de los dos sitios a los que podía llegar caminando, lugares donde él conocía a otros tipos y donde encontraría alguien con quien beber.
Sí, éste sería su último vaso aquí. Y de repente se acordó de que no lo había pagado todavía, ni siquiera el primero. Sacó la cartera y extrajo un billete, uno nuevo de diez dólares, de los que le había dado Joyce cuando recibió el cheque que le mandó extender Conn para él. Lo puso sobre el mostrador. Luego tomó su vaso para terminarlo rápidamente y marcharse. En principio, a casa, y luego decidiría si quería salir o no más tarde a pie, y si realmente quería correr la juerga.
—Usted perdone.
Claude volvió la cabeza y vio que era el hombre que había entrado hacía unos minutos el que le estaba hablando desde dos taburetes más lejos. Tenía una cartera en la mano y estaba sacando un billete de ella.
—Es uno de diez el que acaba usted de poner en el mostrador, ¿no es eso? —le preguntó el hombre de la cara redonda.
—Exacto —respondió Claude.
—No tendrá usted inconveniente en que se lo cambie por un billete viejo y gastado, ¿verdad? —El desconocido sonrió—. Quería haber ido al banco antes de que cerrara para conseguir un billete de diez nuevo, pero ya no llegué a tiempo. Es para hacer un regalo..., mañana es el cumpleaños de mi sobrino. Y cuando se le regala dinero tiene que ser un billete nuevo, terso, no uno viejo.
—Con todo gusto, tómelo —le dijo Claude. El desconocido alargó el brazo y cambió los billetes. Sacó un sobre de su bolsillo y metió el billete nuevo dentro.
—Así lo conservaré limpio —le dijo—. Termine su vaso y yo lo invito a que tome otro conmigo.
—Gracias, pero precisamente me estaba preparando para marchar en cuanto terminara éste. De todos modos, muchas gracias.
—Caramba, uno más siempre se puede tomar. Yo estoy celebrando esta noche.
Claude iba a decir que él también lo estaba celebrando, pero repentinamente cambió de idea. Si decía eso tendría que pegarse a este individuo y todavía no podía decir si le agradaba. Había algo raro en este tipo, aunque no podía poner el dedo en la llaga y decir qué era exactamente.
De modo que se limitó a exclamar:
—¿De veras? —Y como le pareció que aquello sonaba bastante seco cuando le acababa de invitar a que tomara algo con él, añadió—: ¿Y qué está celebrando?
—Volver a entrar en los negocios hoy. Compré un garaje por la zona de Wilshire.
—¡Canastos! —Dijo Claude, interesado—. Buena suerte. ¿Quiere usted decir que es un garaje para reparaciones?
—Sí. Está bien situado, cerca de Douglas Park. Es un edificio bastante nuevo y con mucho espacio para ampliarlo. Ha estado ocupando a tres mecánicos con mucho trabajo, pero el dueño que lo tenía es muy descuidado. Yo haré el doble de negocio que él en unos pocos meses. El sitio será una mina de oro si puedo encontrar al hombre adecuado para el puesto de jefe de servicio. ¿De veras no quiere aceptar mi invitación para tomar algo?
—Gracias —le dijo Claude—. Creo que se la voy a aceptar. —Atrajo la atención del cantinero y le hizo una seña para que se acercara. En seguida estuvo allí.
El hombre de la cara redonda puso un billete de cinco sobre el mostrador.
—Ponga en mi cuenta su consumición —dijo al cantinero—. Y para mí traiga otra cerveza. —Volvió su atención a Claude—. Es un asco tener que celebrarlo con cerveza, pero son órdenes de los médicos, nada de bebidas fuertes en otros dos meses. Me estoy curando de unas úlceras. ¿Conoce usted Grand Rapids, Michigan?
Claude meneó la cabeza.
—Yo tuve un garaje de servicio allí, y estaba funcionando muy bien. Pero recibí una oferta muy buena por él, hace un par de meses, y lo vendí. Todo porque siempre quise vivir en California, ¿se da cuenta? Y aquella era mi oportunidad de vender allí y comprar aquí. Desde entonces, he estado buscando por aquí hasta que encontré este sitio anunciado para la venta hace apenas unos días. Hoy cerré el trato.
—¿Y no. tiene ese garaje un jefe de servicio? —le preguntó Claude—. ¿O es que se marcha ahora?
—El individuo con el que he estado haciendo la transacción se ha estado encargando de esa parte él mismo. Yo puedo manejar la parte referente a la oficina sin ninguna dificultad, pero soy un hombre de negocios y no un mecánico, y el jefe de servicio tiene que ser, o haber sido, mecánico. —Se sirvió más cerveza en su vaso con la botella—. Quizás mañana envíe un telegrama al muchacho que tenía haciendo esa labor conmigo allá en Michigan. Puede que a lo mejor quiera venir aquí..., si le hago una buena proposición.
—¿Cuál sería el sueldo de ese empleo? —le preguntó Claude.
Su compañero se volvió y lo miró.
—¿Quiere decir que le interesa a usted? ¿Es en eso en lo que trabaja usted?
—Me interesa y mucho. No, no he sido nunca jefe de servicio, pero soy un buen mecánico. Tengo siete años de experiencia y conozco casi todo, excepto el trabajo relativo a la carrocería y salpicaderas. Y conozco bastante ya acerca de hacer presupuestos por haber trabajado en talleres pequeños donde ayudé a los jefes en ese capítulo.
¡Dios santo, qué coyuntura más feliz si esto resultara! Si pudiese conseguir este empleo esta noche, entonces sí que realmente sería el punto decisivo de su vida. Seguramente que el sueldo para comenzar, no sería menos de cien dólares a la semana, y si el taller se iba a ampliar, estaría ganando mucho más que eso a no tardar mucho. Y qué estupendo sería poder darle la noticia a Rose mañana por la noche, demostrarle ya que la fe que tenía en él estaba justificada y que comenzaba a ponerse en marcha para llegar a alguna parte. Observó el rostro de su compañero con ansiedad.
—Bueno..., yo me había hecho a la idea de conseguir un hombre con alguna experiencia como jefe de servicio, pero… no sé, quizás usted pueda imponerse rápidamente; ¿Está trabajando ahora?
—Desde luego, en los talleres de Purdy, en el lote Lincoln, en Venice. Pero es un taller muy grande y no me echarán en falta si les tengo que dar aviso con poco tiempo de antelación o si no les aviso siquiera, si es preciso.
—¿Ha trabajado allí mucho tiempo?
—Sólo un par de meses. —Claude vaciló y después se lanzó de cabeza, diciendo la verdad en cuanto a su persona, a saber, que hasta entonces nunca había trabajado durante mucho tiempo seguido: seis meses era el plazo más largo, en un mismo sitio, había andado de la ceca a la meca, de un trabajo a otro, y se había tomado vacaciones cuando le había parecido.
—Puede usted llamar a cualquiera de los sitios donde he trabajado —le dijo—, aquí, o en San Diego, o en San Francisco, y todos le dirán que soy muy buen mecánico... y le pueden decir también que no estoy quieto en un sitio. Pero aquí está la cosa, acabo de contraer compromiso matrimonial y me voy a casar en la primera semana de junio. De modo que tengo que sentar cabeza y ser constante. Una oportunidad de demostrar mi capacidad como jefe de servicio es precisamente lo que necesito. Soy capaz de hacerme los sesos agua con tal de salir adelante, y de hacer que el taller marche.
—Humm. Puede que sea usted el tipo que ando buscando, sin embargo. En fin, podemos hablar más acerca de ello. En cualquier caso, usted tiene una cosa, que es el aspecto y la personalidad adecuadas para el trabajo. El jefe de servicio es el que está en contacto directo con el cliente, de manera que ha de tener una buena fachada. Hay dos de los tres mecánicos que están trabajando allí ahora, a los que quizás mereciera la pena de probarlos en ese empleo si no fuese por la razón que le acabo de explicar. Los dos son buenos mecánicos, pero uno de ellos apenas si se le entiende lo que habla, y el otro… Bueno, el otro es un tipo hosco y de mal genio; éste se enredaría a discutir con los clientes a cada rato.
—Yo me he dedicado un poco a las ventas también —le dijo Claude—. Puede que no sea tan eficiente como agente que como mecánico, pero por lo menos sé hablar a la gente. —Claude sonrió—. Lo suficiente para convencer, por lo menos a alguno de ellos, de que sus coches necesitan doble de trabajo del que ellos pensaban.
—Me parece que ya conoce usted las triquiñuelas. ¿Qué, toma otro?
—Permítame que pague yo una ronda —le dijo Claude— Mire, yo me llamo Atkins, Claude Atkins.
SU NOMBRE ERA WILLIAM PIERCE, dijo Conn a Atkins. Y añadió que el dinero de Atkins no servía; él era quien estaba de celebración y todo lo que se tomara corría por cuenta de él.
Estaba seguro de haber inventado la historia conveniente, pensaba Conn, para hacer que Atkins se interesara. Ahora, en tanto que él pudiera engañar a Atkins sin prometerle el trabajo en realidad y sin desanimarlo completamente en cuanto a sus posibilidades de conseguirlo, Atkins se pegaría a él como un hermano durante el resto de la noche.
Era una casualidad, por supuesto, buena suerte, de la mejor, que Atkins hubiese acabado de contraer compromiso matrimonial y estuviese volviendo una nueva página; eso hacía que verdaderamente quisiera conseguir el empleo. Pero incluso en circunstancias mucho más ordinarias hubiese sido un cebo atractivo. Todo el mundo está interesado en un empleo que dé más dinero del que está ganando, si cree que puede desempeñar el trabajo. Y probablemente nueve mecánicos de cada diez, consideran que ellos podrían ser buenos jefes de servicio si se les diese la oportunidad.
Además, pensó Conn, era justo que tuviese un poco de buena suerte después de la horriblemente mala de haber visto salir a Atkins de la casa de la muchacha a hora tan intempestivamente temprana. Diez o quince minutos más tarde y Conn hubiese estado listo y esperando debajo de la escalera; ya estaría todo terminado para ahora. ¿Por qué, ¡en el nombre del cielo!, había abandonado Atkins a su novia tan increíblemente temprano, sobre todo si acababan de comprometerse? ¿Una disputa? Difícilmente. Atkins parecía demasiado alegre y feliz para acabar de tener una pelea con su novia, y además, cualquier riña lo bastante grave como para hacer que saliera de la casa de ella intempestivamente, hubiese terminado probablemente con el compromiso, más aún tratándose de un compromiso reciente. Pero en fin, eso no tenía importancia ahora. Por la razón que fuese, había ocurrido. Y Conn no había tenido dificultad alguna en seguir al convertible amarillo.
Pero hubiese sido tan sencillo en el zaguán, tal como él lo había planeado...
Y qué mala suerte la suya por no haber regresado a la imprenta a recoger los sesenta y pico dólares que tenía en la caja antes de lanzarse a la aventura. El había pensado, con toda lógica, que sería imposible establecer contacto con Atkins y tratar de comprarlo y recuperar aquellos nueve billetes nuevos por otros auténticos y viejos.
Pero ya había recuperado uno de ellos, y sin despertar la menor sospecha. Seguramente que, sobre todo ahora que tenía a Atkins lleno de interés y confianza, pendiente de cada palabra y ansioso de complacer, podía inventar alguna historia que justificara sus deseos de obtener más billetes nuevos y crujientes, para hacer regalos o lo que fuese, y pedir a Atkins que mirara a ver si no tenía más billetes tan flamantes como el primero.
Pero ahora sólo le quedaban treinta y dos dólares, en lugar de los noventa y pico para rescatar el resto de los billetes. ¿Correría el riesgo de dejar a Atkins aquí, diciéndole que tenía una cita y que regresaría dentro de media hora para continuar la celebración?
No, eso daría a Atkins demasiado tiempo para pensar, para preguntarse a qué se debía que un hombre que le acababa de anunciar que estaba comenzando a festejar su vuelta a los negocios se acordaba de repente de una cita. O a lo mejor Atkins se ofrecía a llevarlo al lugar donde tenía la cita, en cuyo caso no podía llevarlo a la imprenta. No, no, había demasiadas cosas que podían echar a perder la combinación si dejaba solo a Atkins, ahora que ya había establecido contacto con él. Lo menos que podía pasar era que Atkins tendría tiempo para dar cuerpo a la sospecha, por leve que fuese, referente a lo casual del encuentro. Y si, después de eso, él trataba de recuperar, pagando a Atkins los otros ocho billetes, el joven quizás sospecharía que lo estaba engañando de alguna forma; probablemente sospecharía todo lo contrario de la verdad, que su recién conocido amigo estaba tratando de comprarle sus billetes nuevos auténticos por los viejos y falsificados.
Sí, lo único que podía hacer ahora era no despegarse de Atkins hasta que pudiese encontrarse a solas con él, y entonces, o bien dejarlo sin sentido de un golpe o atracarlo. Lo primero era lo más seguro, si podía hacerlo. Atkins no tenía aspecto de ser hombre que se dejaba asustar por un revólver o un atraco. Más bien daba la impresión de que fácilmente trataría de arrebatarle el revólver en lugar de levantar los brazos resignadamente. Sobre todo cuando llevaba consigo lo que a él le parecería un montón considerable de dinero.
¿Cuál sería el sistema más seguro? ¿Sugerir otra cantina, una más concurrida quizás, aceptar el ofrecimiento de Atkins para ir hasta allí (el sedán estaba estacionado a media cuadra de distancia y él podía aparentar que había venido a pie o en taxi), y después, en el coche...?
Quizás resultara, pero no donde se encontraba el coche, ahora. El convertible estaba estacionado en un punto muy bien alumbrado y con el techo bajado. Y a esta hora tan temprana de la noche había demasiada gente en la calle...
—...estaba tratando de pensar a quién me recuerda usted —le estaba diciendo Atkins—. Es a alguien que he visto recientemente.
—Puede que haya sido yo mismo —sugirió Conn—. He andado mirando un gran número de garajes por aquí durante el último mes..., incluso los que no estaban en venta, simplemente para darme una idea en general. No recuerdo especialmente el nombre del que usted mencionó hace un momento, pero he inspeccionado un par de cientos de ellos.
Atkins meneó la cabeza.
—No, no creo eso, señor Pierce. No es que tenga la sensación de que lo he visto a usted. Es simplemente algo de su persona, no puedo decir exactamente el qué, que me hace recordar a alguien... ¡Caramba, ya lo tengo!
—¿Quién?
—Un individuo con el que cambié mi coche ayer. Un tipógrafo que tiene su taller en el bulevar de Santa Mónica. Darius no sé qué, no recuerdo su apellido. —Atkins tenía la frente fruncida—. Es curioso, pero que me ahorquen si puedo decir por qué usted me lo recuerda; usted es mucho más fuerte y... bueno, la parte superior de su cara es igual a la de él, pero aparte de eso... En fin, no tiene importancia, ahora que ya me he acordado. Es una de esas cosas en las que uno piensa de repente y se olvidan en un momento.
No, pensó Conn, no tenía ninguna importancia, salvo que ahora tendría que matar a Atkins, no simplemente robarlo. Dejó escapar un suspiro. Bueno, en cualquier caso, matarlo era probablemente lo más seguro. Siempre quedaría la posibilidad de que Atkins, volviendo su pensamiento hacia atrás posteriormente, llegara de alguna manera a establecer la conexión.
El asesinato es un delito más limpio, más seguro.
Y más piadoso que la mayoría de los delitos, pensó Conn, si se ejecuta misericordiosamente y sin hacer sufrir a la víctima. Conn ya se había forjado una filosofía acerca de ello durante el último año; por supuesto que jamás se le había ocurrido pensar en ello anteriormente, hasta que súbitamente se encontró a sí mismo convertido en un asesino.
Desde entonces se había despertado su interés. Comenzó por comprar las revistas de hechos delictuosos para leerlas en los ratos perdidos, y luego había leído todos los libros de la Biblioteca Pública de Santa Mónica relacionados con el delito en general o el crimen en particular. Esto es, con asesinatos de verdad; las novelas de misterio o detectives no le interesaban ahora, aunque antes de su experiencia, hacía un año, las leía con avidez en el poco tiempo que tenía libre para leer. Ahora le parecían falsas y rebuscadas, completamente divorciadas de la realidad.
También había comenzado a comprar el periódico. Antes de su caso, tenía establecido enterarse de las noticias por medio de una revista semanal y, de vez en cuando, mediante algún programa de radio, y se encontró muy interesado en seguir los casos de crímenes corrientes, tanto los resueltos como los que quedaban en el misterio. Los libros relacionados con hechos punibles se concentraban, según se había dado cuenta él, en los casos de crímenes resueltos en su mayoría; por los periódicos se daba cuenta uno de cuántos crímenes quedaban sin esclarecerse jamás.
El crimen le interesaba, al igual que los criminales, y Conn leía acerca de ambos. Pero lo que más le interesaba era lo que no se escribía en relación con este tema..., el hombre que estaba detrás del crimen insoluto, el criminal que no era descubierto. El Criminal Perfecto. El Hombre que Salía Bien Librado.
Gradualmente fue creando su tipo. No en relación con su aspecto físico, eso no venía al caso. Podía tener metro y medio de estatura o dos metros, ser delgado o grueso, joven o viejo. Uno no podía ni siquiera imaginarse lo que les podía parecer a aquellos que lo conocían, aunque, por supuesto, en ningún caso imaginar que era un criminal. Podía parecer impulsivo o pesado, ingenioso o estúpido, locuaz o taciturno. No habría manera de identificarlo juzgándolo por su aspecto.
Pero El Criminal Perfecto tendría paciencia y la habilidad de fraguar sus planes previéndolo todo, como Conn planeó su falsificación. Pero proyectar no era suficiente; debía tener la capacidad de pensar con rapidez y claridad, tal como había pensado Conn cuando descubrió que había matado a su esposa. Debía tener valor y sangre fría, como Conn se lo probó a sí mismo en aquella ocasión. Debía poder pensar súbitamente y cambiar sus planes con igual velocidad, tal como Conn lo había podido hacer, que en lugar de sorprender a Atkins en el zaguán de la casa de Pico le estaba preparando una celada ahora. Debía ser capaz de improvisar rápidamente y con lógica, tal como había hecho Conn para conseguir el primero de aquellos nueve billetes del mostrador de la cantina y metérselo en el bolsillo hacía apenas unos minutos. Debía poseer una serena confianza en sí mismo, como Conn la poseía ahora. El proceso pensante del Criminal Perfecto, de hecho tenía una enorme semejanza con el proceso pensante de Darius Conn, el bien librado asesino y pronto bien librado y rico falsificador.
No sentir pánico jamás; esa era la regla principal. Conservar la frialdad, permanecer sereno y pensar.
Ahora estaba pensando intensamente, preguntándose cuál sería su próximo paso. Pasó revista en su mente, entre otras cosas, a varias cantinas que él conocía y a las que podía sugerir que se fueran, pero pensando en ellas atendiendo particularmente a cómo estarían iluminadas las zonas de estacionamiento de sus alrededores. No, a hora tan temprana de la noche todas ellas serían demasiado peligrosas. Renegó del hecho de tener que ir en un coche abierto. Y, sencillamente, no podía ser en otro coche que en el convertible; aun en el caso de que consiguiera emborrachar a Atkins como una cuba, éste seguramente reconocería el sedán que había sido propiedad suya hasta la víspera.
Y no se le ocurría ninguna cantina que no estuviese situada en una calle de iluminación adecuada y en una vecindad bastante poblada.
Pensar. Improvisar.
Necesitaba una calle tranquila en una zona residencial, que no estuviese demasiado bien iluminada. Pero la sugerencia que los llevaría allí a los dos no tenía que ser la de una cantina, aunque ése podía ser el cebo final de la idea. Sería una residencia privada, la de su hermano, puesto que ya había dicho que tenía un sobrino, en la que tendría que recoger algo, unos documentos, que iba a necesitar y que se había olvidado allí. Sugerir una cantina a unos tres kilómetros de allí. Durante el recorrido hacia allá, decir súbitamente a Atkins que, si no tenía inconveniente, se detuviesen un segundo nada más en la casa de su hermano, pues deseaba recoger algo que había dejado allí... «Está a un par de manzanas de aquí. No recuerdo la dirección exacta, pero he estado allí con bastante frecuencia. Es precisamente siguiendo esta calle arriba». Elegir el sitio más oscuro y solitario de una calle tranquila y decir a Atkins: «Esa es la casa. Ahí puede estacionar el coche. No tardo ni medio minuto.» Y con su mano derecha sacar el revólver del bolsillo, listo para descargar el golpe, en el mismo momento en que Atkins estacionara el coche y se inclinara hacia adelante para hacer girar la llave...
—¿Eh?—preguntó. Atkins se estaba dando media vuelta para dejar el asiento y acababa de decir algo que Conn no entendió.
Atkins sonrió.
—Nada, le estaba diciendo que voy un segundo al baño. Con su permiso. —Se encaminó al fondo de la cantina, dando la vuelta al mostrador.
Conn se deslizó rápidamente fuera de su taburete, recordando lo que había ocurrido hacía un año, cuando él mismo había salido por la puerta trasera de la cantina de la calle Segunda, la noche en que se escabulló de la compañía del pagador del banco para ir a su casa a ver a su esposa. No veía ninguna razón lógica para que Atkins, en las presentes circunstancias, escapara sigilosamente por una puerta trasera, pero si lo hacía él tendría que improvisar, y rápido, además.
Con el vaso de cerveza en la mano, Conn caminó hasta la sinfonola que estaba contra una pared lateral, fingiendo mirar a las filas simétricas de pequeñas tarjetas blancas que tenían los títulos de las selecciones musicales. Pero en realidad mirando con el rabillo del ojo a la espalda de Atkins que se alejaba. Efectivamente, había una puerta al fondo, pero Atkins no fue tan lejos; se metió por una puerta que decía Hombres, a un lado del corredor. Pero por si acaso se metía allí primero para salir después por la otra, Conn resolvió quedarse al lado de la sinfonola.
Sacó una moneda suelta de diez de su bolsillo y fingió, después de haberla dejado caer por la ranura, estar eligiendo los dos discos a que le daba derecho. Extendió la mano para oprimir dos botones al azar, pero en seguida la retiró. Lo mismo daba que eligiera algo que en realidad no tuviese inconveniente en oír. Al menos evitaría tener que escuchar música de vaqueros o de los campesinos del sur; odiaba ambos géneros. A Myrtle le encantaban los dos. Dios, ¡cuántas monedas había metido él en aquellas sinfonolas para que ella escuchara una música tan horrible!
Había un gran número de discos de vaqueros y campesinos. Y unos pocos de música española también; en realidad, no le disgustaban estos discos, pero le parecían todos iguales. Algunos antiguos conocidos, o bien versiones nuevas o resucitadas: Polvo de estrellas, Dinah, la muchacha de mis sueños, Eres un pícaro...
Oyó cómo se abría la puerta del baño de los hombres y, discretamente, vio salir a Atkins y dirigirse inmediatamente de vuelta hacia la cantina. Oprimió rápidamente dos botones y regresó al mostrador antes de que Atkins llegara allí.
No necesitaba haberse preocupado, según veía ahora. Atkins había dejado su dinero en el mostrador, el cambio de los diez dólares que Conn le había cambiado por el nuevo. Eran ocho dólares y algún cambio, lo que el cantinero había dejado después de cobrar los dos dobles que Atkins le había pedido antes de que Conn comenzara a invitarlo.
Vio también que el vaso de Atkins estaba vacío y lo señaló al cantinero para que se lo llenara. Atkins ya se estaba deslizando en el asiento cercano al de Conn.
—Oiga —le dijo—, permítame que yo pague una ronda aquí.
—Ni hablar —respondió Conn—. Ya le dije que era mi celebración. —Observó que su propia botella de cerveza estaba más que medio llena e hizo un gesto negativo al cantinero para que no le trajera otra.
Muchacha de mis sueños, te amo...
Este sería el quinto whisky doble de Atkins, estaba pensando Conn. Si a Atkins le daba por beber mucho, demasiado rápidamente, no querría ir a otra cantina. Quizás fuese mejor que le sugiriese marchar a otro lado tan pronto como Atkins terminara con aquél. Podía comenzar a preparar el terreno ahora.
—Esta cantina parece muy aburrida —le dijo.
—Sí —contestó Atkins distraídamente, escuchando la sinfonola.
… tus encantos
otra vez en mis brazos...
Está pensando en su novia, reflexionó Conn. Ausente y soñando. Enamorado.
De la misma manera que él estuvo enamorado una vez de Myrtle. Dios, ¿por qué se había enamorado de ella en lo más mínimo, ya no digamos lo chiflado que estuvo por aquella mujer? Había sido una mala pécora.
Sin embargo, incluso después de haber sabido que era una mala bestia, ¡cómo la había amado! ¿Por qué? ¿Por qué?
La vida no parece la misma. Por favor, vuelve otra vez.
Pero Myrtle no regresaría jamás. Y si lo hacía, regresaría odiándolo; ya lo odiaba antes de que la matara.
¡Maldita y estúpida canción popular! De repente, sintió deseos de levantarse y hacer callar la sinfonola, de clavar un puñetazo a través del cristal, parar el disco y estrellarlo en mil pedazos..
Se esforzó por calmarse. Tenía que estar atento a un negocio, tenía que cometer un asesinato.
El Criminal Perfecto siempre está sereno.
Conn estaba sereno, completamente en calma, vigilando a Atkins con el rabillo del ojo. El joven estaba soñando todavía, era inútil hablarle hasta que no terminara de tocar el disco. Amor pueril.
¡Demonio con el joven! ¿Por qué no se había quedado diez o quince minutos más con la muchacha, si estaba tan enamorado de ella? Así ya estaría terminado todo para ahora.
Terminó el disco y Conn bebió un trago de su cerveza.
—Esta cantina parece aburrida —repitió, dándose cuenta de que Atkins no lo había oído realmente la primera vez—. Conozco un sitio muy bueno, por la parte de Wilshire...
Se interrumpió al escuchar que comenzaba el segundo disco. Había algo en aquel disco... La música romántica, sin letra todavía, pero había algo en la música en sí... Trató de recordar cuál era el disco que había marcado para la segunda selección.
Entonces comenzó a oírse la voz, de un negro, profundamente romántica.
Qué contento estaré cuando te mueras, oh, pícaro...
¡Cristo bendito!, pensó Conn, ¿por qué se le había ocurrido oprimir el botón de aquella canción? Conscientemente se había olvidado por completo de la letra, pero ¿era su subconsciente el que lo había hecho?
Era fabulosamente divertida y quiso soltar la risa, pero no podía porque sería incapaz de explicar por qué se estaba riendo. Durante unos momentos tuvo una visión ridícula de sí mismo riéndose y a Atkins preguntándole el por qué, y su explicación: «Es muy divertida, porque verdaderamente estaré contento cuando te mueras. ¿Te das cuenta? Tengo que matarte esta noche.»
Trabajo le costó no soltar la carcajada.
Piensa en otra cosa, piensa en algo... Atkins lo salvó. Atkins que estaba diciendo:
—No sé, señor Pierce. Quiero decir, que no sé si ir a otra parte a beber más. Tengo que levantarme temprano mañana por la mañana, para trabajar en mi coche. He de tenerlo listo para una cosa..., quiero usarlo para algo muy importante mañana. Además… bueno, como ya se lo dije antes, ahora que estoy comprometido quiero dar vuelta a la página. De manera que...
Es inútil correr, ¡ah, pícaro!
es inútil correr, ¡ah, pícaro!
Es inútil correr...
—¡Ah, qué caramba! —Exclamó Conn—. Es temprano, no son siquiera las diez de la noche. Apenas acaba de anochecer. Escuche, ¿de veras que quiere usted ese trabajo?
—¿Que si le digo de veras? Simplemente déme una oportunidad en él, señor Pierce. Le aseguro que me rompo la cabeza por quedar bien.
—Bueno, mire, no quiero decir sí de repente en un asunto tan importante como éste. Primero vamos a conocernos un poco mejor mutuamente.
—Muy bien. ¿Quiere que pase por su garaje el lunes por la mañana y hablemos del asunto? Si nos ponemos de acuerdo, puedo comenzar a trabajar inmediatamente. ¿Cuál es la dirección de Wilshire?
Estaré contento cuando te mueras, cubierto bajo dos metros de tierra.
—No es necesario que venga, a menos que vaya a comenzar. Déjeme que lo resuelva en un minuto. ¡Caramba! No me precipite... ¿Cómo dijo que se llamaba usted?
—Claude. Claude Atkins, señor Pierce.
—Muy bien, Claude. Llámame Bill. Pero, ¡ah, qué demonio! Todavía no son las diez. No te preocupes de mañana. A lo mejor mañana, no llega nunca.
Atkins se rió.
—No estoy preocupado por eso..., Bill. Pero me preocupa otra cosa. Aquí estoy yo, bebiendo whiskys dobles, ya llevo cuatro o cinco, y desde luego, yo también tengo algo que celebrar, si me das una oportunidad con ese empleo. Pero unos cuantos más de éstos harán que me emborrache y a ti cambiar de opinión. Y resolverás que sería una calamidad de jefe de servicio para tu negocio.
—Ahí has ganado un punto, Claude, viejo —dijo Conn, sonriendo—. Pero no creas que un punto definitivo. Yo no soy una esponja bebiendo, pero sí me he emborrachado lo suficiente para no juzgar a un hombre por su manera de comportarse. —Puso la cara seria y frunció el ceño—. Por supuesto, beber en el trabajo, es harina de otro costal. Tú no acostumbras hacer eso, ¿verdad que no?
—No, ni hablar de eso.
—Magnífico. Volviendo al empleo. Está bien, tú quieres saber una cosa definitiva, yo también la haré definitivamente..., con una condición. Pero primero esto otro... ¿Te parece bien cien a la semana para empezar? Aumentará si tú funcionas bien y el taller progresa.
—Estupendo.
—Entonces quedamos en vernos el lunes por la mañana. El taller ha estado abriendo a las ocho y yo seguiré con esa costumbre durante algún tiempo. Quizás posteriormente cambie la hora. Como te dije, el individuo al que se lo compré era quien manejaba ese departamento personalmente. El estará allí el lunes y te enseñará cómo marcha todo.
—Espléndido. ¿Cuál es el nombre del taller y dónde está exactamente?
Conn volvió a sonreír:
—Ahí es donde entra mi condición. Tienes que dar una vuelta conmigo durante un rato, no te voy a entretener hasta tarde si tienes que levantarte temprano, antes de que te diga dónde está el endemoniado garaje.
Atkins echó para atrás la cabeza y soltó la risa.
—Bueno ya me agarraste con eso. Está bien, me quedaré. Sólo que voy a cambiar de dobles a sencillos.
—Perfectamente, es la manera de que estés conmigo un rato —le dijo Conn—. Vamos a tomar uno más aquí y luego nos vamos a esa otra cantina de Wilshire para tomar uno o dos. Después, nos podremos despedir.
Hizo una señal al cantinero.
No había prisa ahora que podía estar seguro de que Atkins permanecería con él y marcharía cuando él lo hiciese. Antes bien, las cosas eran al revés ahora; cuanto más tiempo estuviesen esperando antes de marchar de aquí, menos gente habría en las calles y mejores serían sus posibilidades.
—¿Has venido conduciendo esta noche? —preguntó a Claude.
—Sí.
—Estupendo. Yo no. Salí en el coche, pero descubrí que los frenos no marchaban bien. Crucé media calle, tras haber tratado de parar al ver la señal de tránsito que indicaba alto. Lo volví a meter derecho en el garaje. Mañana haré que lo revisen.
—Probablemente tiene alguna pérdida en las tuberías —dijo Atkins— y está dejando escapar el fluido. Quiero decir si tiene sistema hidráulico.
—Exacto. El pedal del freno se fue hasta el fondo. Creo que sé cuándo pasó; fue esta tarde temprano. Encontré una piedra en el camino y una de las llantas la pisó con el borde, lanzándola debajo del coche; sentí el golpazo que dio. Probablemente reventó alguna tubería o aflojó alguna conexión.
—Sí. En fin, mi coche es una ruina, pero nos llevará donde queramos —dijo Atkins, sonriendo—. Pero no juzgues la clase de mecánico que soy por su funcionamiento. Apenas lo cambié anoche por el que yo tenía y necesito ajustarlo, y hacerle algún otro trabajo, pero todavía no he tenido tiempo ni de tocarlo. Estuve trabajando hasta las cuatro y media y luego tuve que ir corriendo para casa a bañarme y arreglarme para una cita que tenía para cenar.
—¿Estás seguro de que estás lo bastante sobrio para conducir? —le preguntó Conn. De repente, se le ocurrió que quizás fuese más seguro convencer a Atkins de que metiera su coche en el garaje, con la historia de que podrían tomar después un taxi. El podía acompañarlo, naturalmente, y si Atkins lo metía en un buen garaje privado entonces lo que él tenía que hacer sería infinitamente más seguro que hacerlo en la calle.
—Estoy muy bien —le respondió Atkins—, a menos que beba una cantidad mucho mayor.
—Magnífico. Y a propósito, ¿dónde vives tú?
—A diez calles aproximadamente de distancia al norte de aquí, más allá de la calle Mayor. En una casa de pensión.
—¿Es buena casa? Yo he estado viviendo con mi hermano hasta ahora, porque todo lo que sabía hasta hoy es que quería comprar un negocio en Long Beach, en el valle o en alguna otra parte, de modo que no tenía objeto buscar un sitio donde vivir mientras no supiese dónde iba a trabajar. Pero no me puedo quedar con él eternamente.
—Sí, está bastante bien. Es decir, teniendo en cuenta el dinero que se paga. Pero de momento, no hay vacantes.
—Una pensión sería muy buena para mí, sin embargo. Odio los hoteles. Pero ¿cómo se las arreglan las casas de por aquí para suministrar espacio para garaje? ¿La pensión tuya tiene garaje o tienes que alquilarlo por cuenta propia?
—No, en mi pensión no hay garaje. Pero tampoco tengo que alquilarlo. Hay un solar vacío precisamente al otro lado de la calle y varios de la pensión dejamos los coches estacionados allí. Está pegado a un farol de alumbrado público, es bueno y está iluminado. El coche está tan seguro allí como en cualquier otra parte.
—¡Oh! —exclamó Conn. Bueno, había que descartar aquella posibilidad. Y si ahora a Atkins se le ocurría decir que no estaba lo bastante sereno para conducir, se iba a ver en un lío.
El vaso de Atkins, (éste había pedido un whisky sencillo esta vez) estaba medio vacío. Conn tomó su cerveza y comenzó a despacharla con objeto de terminarla aproximadamente al mismo tiempo que Atkins. No había razón para seguir retrasando la marcha. Lo mejor era terminar de una vez.
Se encontraba perfectamente sereno, lleno de confianza y sin temor.
Cuando Atkins volvió a levantar su vaso Conn le dijo:
—En cuanto estés listo...
—Perfecto. Ahora mismo.
Atkins terminó su whisky. Cogió el dinero que estaba sobre el mostrador y se metió el cambio en el bolsillo y los billetes dentro de la cartera. Conn trató de atisbar dentro de la cartera mientras la tuvo abierta, pero estaba en mala posición. Vio fugazmente un billete nuevo en la parte superior, pero no pudo distinguir cuántos había. Pero ¿por qué se estaba preocupando?, se preguntó. El dinero estaba allí íntegramente. Desde la imprenta, Atkins se había ido directamente a su casa a vestirse y después de cenar a casa de la muchacha. Y había cambiado uno de diez para pagar los dos whiskys que había pedido por su cuenta, lo cual quería decir que no había cambiado ninguno con anterioridad. Y aún en el caso de que lo hubiese hecho, un billete de diez falso podía dirigir las sospechas hacia donde Conn no quería que fuesen llevadas, pero eso no probaría nada.
—Lo tengo estacionado aquí delante —le dijo Atkins—. Es ese viejo carromato amarillo.
Se levantaron de sus banquetas y caminaron hacia la salida.
—Gracias, amigos —les dijo el cantinero—. Y vuelvan otro día.
—Con todo gusto —le respondió Conn.
Conn abrió la puerta del coche por el lado de la calzada, moviendo la manija familiar que había hecho girar miles de veces. Hay que recordar lo de las huellas digitales después, pensó. No es que tuviesen gran importancia unas huellas aquí o allá, ya que el coche había sido de su pertenencia hasta la víspera, pero no debían encontrarse huellas recientes sobre las anteriores. Atkins se estaba acomodando en el lado del volante. Al cerrarse, la puerta hizo aquel pequeño ruidito que había tenido siempre.
Atkins pisó el pedal de arranque y el motor comenzó a girar lentamente.
—Ábrele un poco más el carburador. —Luego añadió—: Yo tuve en una ocasión un modelo como éste, aunque aquél era un cupé. Necesitan que se les abra mucho el carburador.
Atkins tiró afuera de la palanca y el motor echó a andar.
—Tienes razón.
En la calle Mayor dio vuelta hacia el norte y al llegar a Pico puso rumbo al este. Claude todavía conducía con facilidad y bien, según observó Conn, encantado. Parecía extraño ir sentado aquí, al lado del volante, en el viejo armatoste suyo. Era donde Myrtle se sentaba siempre. Conn había comprado este carro, ya usado entonces, pero mucho más nuevo de lo que estaba ahora, cuando solía salir con Myrtle, antes de que se casaran. Ella quería un convertible, estaba loca por tener un convertible. Antes de eso, durante varios años, Conn se había arreglado sin coche. Vivía tan cerca de la imprenta, en una pensión, que en realidad no lo necesitaba. El no tener coche le permitió disponer de más capital para el negocio, y sólo Dios sabía que el negocio había necesitado que invirtiera en él hasta el último centavo de que disponía. Así y todo, había tenido que comprar el papel en cantidades tan pequeñas que le costó a precios fabulosos. Y si uno tiene que pagar precios exorbitantes por el papel, ¿cómo se puede competir con talleres que lo consiguen más barato porque lo compran en cantidad? Pero había llegado a tomar afecto al coche, salvo que no le gustaba que fuese un convertible. A Myrtle no le había gustado nunca, aunque jamás se lo había dicho antes de casarse.
Al acercarse a Lincoln, Atkins redujo la velocidad.
—¿Por qué parte de Wilshire queda esa cantina? ¿Tengo que cortar por aquí?
—Sí, da la vuelta aquí —le dijo Conn.
Y dentro de un momento, ahora, cuando diesen la vuelta, sería llegada la ocasión de que él le dijera... Conn comenzó a formularse la frase en su mente: Escucha, no tenemos que desviarnos del camino para pasar por la casa de mi hermano, hay algo allí que quiero recoger, ¿Quieres hacer el favor de parar para que me baje un segundo?
Y entonces diría a Atkins que se desviara hacia la calle Michigan y luego que diese vuelta otra vez sobre una de las calles numeradas, las laterales... Un callejón sería mejor, incluso. Pero ¿podía lógicamente él sugerirle que entrara en un callejón? ¿Decirle que era una casita de campo, quizás? Entonces se le ocurrió una idea mucho mejor.
—Oye, Claude —le dijo—. ¿Qué te parece si vamos a echar un vistazo a donde vas a ir a trabajar? No está fuera de nuestro camino.
—Magnífico. Esa es una idea estupenda. ¿Hacia dónde en Wilshire?
—Al otro lado de Douglas Park, pero maldito si me acuerdo del número de la calle. Pero te diré cómo podemos llegar hasta allí. Da la vuelta por Arizona; cortaremos a través del callejón y puedes estacionar el coche detrás; tengo la llave de la puerta trasera y entraremos por ahí. Yo también quiero examinar otra vez el garaje.
Conn observó las calles laterales a la avenida Arizona. ¿Dónde estaba Douglas Park? ¡Ah, sí, en la calle Chelsea! Nada más pasar la calle Veinticuatro. Dijo:
—Da la vuelta y entra en este callejón, Claude. Eso es.
A una manzana delante de ellos, Wilshire. De vez en cuando, pasaba un coche. Tenía que parar antes de llegar allí, pues de lo contrario Atkins vería que no había tal garage en ninguna de las dos esquinas de la calleja.
Conn vigilaba atentamente. A unos cincuenta metros, antes de que llegaran a Wilshire, vio un espacio abierto a su derecha, una zona de carga.
—Entra aquí y deja el coche —le dijo. Y al dar la vuelta, saliendo de la calzada para entrar allí, añadió—: El terreno del garaje está separado de Wilshire, al otro lado del edificio, pero como tengo la llave de la puerta trasera, este sitio nos sirve.
Ya tenía el revólver fuera del bolsillo ahora, agarrándolo con su mano derecha y la culata hacia la parte exterior, y sujetándolo con firmeza. Había dado media vuelta en su asiento. Observó mientras Atkins tiraba de la palanca del freno de mano, apagaba el motor y las luces para volverse después y abrir la puerta del lado que ocupaba él en el coche.
Conn dejó caer el revólver. Se estrelló con fuerza, con un sonido hueco. Atkins cayó hacia adelante, golpeándose la frente contra el borde de la puerta del coche en un segundo pero más débil sonido de su cabeza. Se derrumbó de costado en el asiento.
Después reinó un silencio completo. Conn podía oír el ruido de su propia respiración, un poco más acelerada que de costumbre.
Ten calma ahora, piensa. Lo primero es lo primero. Asegúrate de que Atkins está muerto. Pasó el revólver a la mano izquierda y metió la derecha por debajo de Atkins. Deslizándola por el interior de la chaqueta, anduvo forcejeando con un botón de la camisa hasta que lo soltó y metió la mano por debajo de ella. No llevaba ropa interior. No pudo sentir los latidos del corazón, aunque lo estuvo examinando lentamente para tener seguridad, la mayor seguridad. Ahora ya no había prisa.
El siguiente paso, la cartera. Atkins la llevaba en la parte derecha del bolsillo de atrás. Tuvo que mover un poco a Atkins para poder alcanzarla, pero no mucho. Aquí estaba muy oscuro para mirar dentro de ella o contar los billetes, pero eso no le preocupaba. Si Atkins había cambiado alguno de los otros billetes de diez, entre la imprenta y la casa de su novia, era demasiado tarde para hacer nada en ese aspecto ahora, y en cualquier caso la posibilidad de que siguieran su pista hasta él era muy ligera. Metió la cartera en su propio bolsillo. Era el bolsillo interior de su chaqueta, con el sobre que encerrara once de los veinte billetes y que ahora contenía doce, contando el que había cambiado por el viejo en la cantina.
¿Huellas digitales? Sí, emplearía su pañuelo para limpiar la manivela de la puerta y el borde superior de la puerta de su lado; eran las únicas superficies lisas que había tocado. Pero las limpiaría desde la parte exterior del carro para no tener que volver a tocarlas otra vez.
Pero lo haría aparecer más como un robo si revisaba los otros bolsillos de Atkins, llevándose su reloj de pulsera, dejando la portezuela del cajón de los guantes abierta para poner de manifiesto que también había rebuscado aquí. Con un poco de dificultad, volvió a poner derecho de espaldas a Atkins en el asiento y revisó los otros bolsillos, sin encontrar ninguna otra cosa que un verdadero ladrón se hubiese llevado, excepto su reloj de pulsera. Puso éste en un bolsillo del costado de su chaqueta. Y nuevamente se aseguró, con toda certeza, de que el corazón de Atkins no latía.
¿Había alguna otra cosa que tenía que hacer? Sí, poner el cuerpo en el piso del coche, retirarlo de la vista tanto como fuese posible. Cuanto más tarde se le encontrara mejor, aunque no había muchas posibilidades de que en cualquier caso lo encontraran antes de la mañana. Llevó a cabo la operación desde la parte de fuera del coche, con objeto de no tener impedimentos en el piso de éste. Después cerró la puerta y limpió las huellas digitales con su pañuelo.
Permaneció inmóvil en la oscuridad, esperando que se normalizara totalmente su respiración tras el esfuerzo de mover el cuerpo. Y pensando, también, haciéndolo con lentitud, asegurándose totalmente de que no quedaba nada por hacer, que no dejaba ninguna huella detrás de él que pudiese guiar a la policía hasta su encuentro.
Sí, la policía vendría a verlo, de eso no cabía la menor duda, y posiblemente mañana mismo. Harían una investigación visitando a todos los amigos, relaciones y gente que habían tenido tratos con Atkins. Y el cambio de registro del carro mostraría que éste había pertenecido a Conn y que la transferencia había tenido lugar apenas la víspera de la muerte de Atkins, de modo que llegarían hasta él siguiendo el procedimiento de rutina y le harían las preguntas rutinarias también. Pero para entonces no habría nada, ni aun en el caso que trajeran una orden judicial de registro y revolvieran la casa y la imprenta al mismo tiempo, nada en absoluto que lo ligara a Atkins. O que hiciese que sospecharan de él como falsificador.
Desde luego, él había cambiado su coche por el de Atkins. Le había dado noventa dólares como compensación por la diferencia. Sería mejor que les dijese esto a los policías, pues era posible que Atkins lo hubiese contado así a alguno de sus amigos, o a su novia, al explicar el cambio de coche. Pero no habría razón alguna para que ellos dudaran de su historia de que aquélla era la única vez en su vida que él había visto a Atkins. No habría razón alguna para que ellos sospecharan en él algún motivo que lo hubiese impulsado al asesinato.
Y antes de que llegaran a verlo para esa comprobación rutinaria, no habría moneda falsificada ni en su casa ni en la imprenta, ni indicación alguna de que se había hecho jamás, ni disfraces, ni revólver, ninguna huella de nada que despertara sus sospechas.
¿Coartada? No necesitaba coartada esta vez. Estaba acostado en su casa, durmiendo. Eso si se les ocurría siquiera preguntarle dónde había estado.
Respirando tranquilamente ahora, del todo sereno, recorrió caminando el resto de la calleja hasta llegar a Wilshire. Allí torció hacia el oeste.
Un taxi vacío pasó por allí y, por un segundo, estuvo dudando si lo llamaba, pero finalmente resolvió no hacerlo. Si tomaba un taxi para volver a su coche, todavía estacionado a media manzana de la cantina de Ocean Park Pier, no debía abordarlo tan cerca del lugar donde encontrarían el cuerpo por la mañana. La policía podía investigar con los conductores de los taxis acerca de las personas que habían recogido en esta vecindad alrededor de la hora del crimen. Y aun cuando él estaba disfrazado todavía y la descripción que daría un conductor no se ajustaría a la persona de Darius Conn, no tenía objeto dejar más indicios que los realmente necesarios.
Caminaría por lo menos media docena de calles antes de tomar un taxi. Podía incluso caminar todo el trayecto de regreso hasta su coche, si quería; la caminata lo llevaría media hora, quizás tres cuartos de hora, pero no había prisa. Aún así, llegaría a casa antes de medianoche.
Por cierto que sería mejor caminar. Pensaba con facilidad andando, especialmente durante la noche. Y aunque estaba seguro de que no había cometido ningún error hasta el momento, sería bueno prever las cosas y planear sus movimientos futuros cuidadosamente.
Los vecinos, por ejemplo. ¿Qué pasaría si alguno de ellos lo veía llegar a casa esta noche y si él decía a la policía que había estado en casa toda la noche? No, podía descartar esta posibilidad como cosa de poca monta. En primer lugar, la policía no tendría razones suficientes para sospechar y llevar a cabo averiguaciones con sus vecinos; en segundo, como quiera que sus vecinos eran gentes acostumbradas a retirarse temprano, todos ellos probablemente ya estaban dormidos como troncos. Y en cualquier caso, ninguno de ellos era fisgón para estar fijándose en sus idas y venidas. La señora Kobrinski, la mujer que vio entrar y salir al amante de Myrtle hacía un año, ésa sí era una fisgona, ¡y gracias a Dios que lo había sido aquella noche!, pero hacía cuatro meses que se había marchado de allí.
Sí, como no surgiera algún incidente, estaba libre de sospechas. O lo estaría antes de que la policía llegara y lo interrogase.
Incluso un incidente imprevisto... Ya había sido un incidente imprevisto por completo el que había puesto aquello; nueve billetes falsificados en las manos de Atkins, ¿no en cierto? Pero él había sabido cómo resolverlo, ¿no era verdad también? Y cuando, a consecuencia de la salida de Atkins de la casa de su novia a una hora ridículamente temprana, su primer plan había fracasado, él se las había arreglado para improvisar y fraguar otro plan tan bueno como el anterior. ¿No era así? En realidad, un plan mucho mejor, ya que en el oscuro lugar donde habían estacionado el coche, alejados de la calle, había podido proceder con calma y tener cuidado; en un zaguán iluminado hubiese tenido que obrar precipitadamente, y cabía la posibilidad, por ligera que fuese, de que alguien entrara o saliera del edificio al mismo tiempo que Atkins salía.
Conn se sentía muy bien, bastante satisfecho de sí mismo y de la manera cómo había manejado las cosas esta noche.
Lamentaba haber tenido que matar, pero realmente no le había quedado otro remedio. Y lo había hecho de forma limpia, diestra y piadosa.
En todas sus lecturas relacionadas con el crimen que había hecho durante el año último, descubrió que el único tipo de crimen que le había repelido era el asesinato en el cual se hace sufrir innecesariamente a la víctima antes de su muerte. Conn siempre había odiado el dolor, tanto para los demás como para él mismo. Volviendo hacia atrás su pensamiento después de haberla matado, se alegraba de que la muerte de Myrtle hubiese sido sin ningún dolor para ella. No había tenido tiempo para sentir dolor al recibir el limpio golpe que la dejó inconsciente, y luego ya no recobró el conocimiento en absoluto. No había sentido las manos de él estrangulándole la vida, y puesto que no se había dado cuenta de que estaba muriendo, tampoco sintió temor.
En cierto modo, había sido una muerte tan perfecta y sosegada como la de alguien que muere tranquilamente en su lecho. Sin saberlo, sin sospecharlo, sin un solo momento de miedo, dolor o tristeza. Una muerte perfecta.
Y la muerte de Atkins había sido más limpia todavía. Un momento antes estaba animoso y feliz. Un instante después estaba muerto. Sin la transición ni de un segundo siquiera de duración. ¿Cuánta gente muere de manera tan sencilla como acababa de morir Atkins?
Otro taxi vacío, pero ya había llegado casi a la avenida Lincoln ahora y decidió que sería mejor salir lejos de Wilshire antes de tomar un coche, si es que finalmente lo iba a tomar. Estaba disfrutando con el paseo.
Y disfrutando..., bueno, no disfrutando lo que había hecho; sentía más bien aprecio por Claude Atkins, pero disfrutando y sintiéndose orgulloso de la manera hábil y piadosa como lo había llevado a cabo.
Y pensando tristemente en qué cosa tan solitaria es ser un asesino, haber realizado un acto difícil y diestro y no poderlo comentar con nadie, no poder alardear de él en ninguna parte. ¿Era ésa la razón por la cual tantos criminales se asociaban en pandillas, para tener amigos de confianza que admiren sus hazañas? Conn sabía que no era ésa la razón; sin embargo, encontraba divertida la idea.
Debería sentirse totalmente desgraciado en relación con esta noche, pensó. Significaba, definitivamente, un retraso de sus planes para poner en circulación los billetes que había hecho y para hacer más. Significaba que tendría que seguir siendo pobre una temporada más larga. ¿Cuánto tiempo? No lo sabía; dependía de hasta qué punto sería estrecha la investigación, y de si aún el más ligero soplo de sospecha se dirigía hacia él. De no ser así, si la policía venía a verlo solamente una vez y luego no volvía, o hacía indagaciones acerca de él en otros sentidos, entonces, quizás un mes o dos sería suficiente. Si ellos parecían sospechar de él, por levemente que fuese, entonces podía transcurrir un período muy largo antes de que él se atreviese a hacer el menor movimiento. Pero no había razón alguna, ¡qué iba a haberla!, para que sospecharan de él. ¿Qué razón podían pensar ellos que tenía para matar a un hombre con quien solamente se encontró en una ocasión?
Conn se preguntó si su amigo de la sección de detectives, Charlie Barrett, sería comisionado para el caso. Esperaba que así fuese. No sería difícil sonsacar a Charlie a fin de estar enterado de la investigación policíaca, de averiguar a través de Charlie si la policía aceptaba el crimen como un robo ordinario o lo estaban investigando como un crimen motivado por razones de índole personal.
Y con toda seguridad que no le parecería raro a Charlie que él se interesara por el caso, después que la policía hubiese venido a verlo una vez en relación con el mismo. De la misma manera que no se lo había parecido que se mostrara interesado en los progresos que hacía la policía para encontrar al asesino de Myrtle. Y Charlie, que sabía de su interés por leer cosas relacionadas con el crimen y los criminales, lo que probablemente consideraría extraño es que no se interesara por un caso que le tocaba a él, aunque fuese muy remotamente.
Sí, tendría que visitar a Charlie otra vez, hacía varios meses ahora que no lo veía, a menos que fuese el propio Charlie quien viniese a verlo para preguntarle acerca del trato hecho con Atkins relativo a los coches. Confió en que resultaría así como pensaba; de ese modo parecería más natural, por parte suya, seguir obteniendo información a través de Charlie en lo sucesivo.
Estaba atravesando Olympic, cuando, de repente, se dio cuenta del error que había cometido. En ningún caso debió haber dejado el cuerpo y el coche juntos..., ¡el coche con su registro de identificación y el número de su licencia!
Debería haber sacado a Atkins fuera del coche, ponerlo allá en la oscuridad, al fondo, y después haber conducido el coche a cualquier otra parte, donde nadie hubiese hecho averiguaciones con él durante varios días, en alguna calle tranquila, sin limitaciones de estacionamiento. De aquella manera, como él no había dejado identificación alguna en el cuerpo en sí, puede que pasaran un día o dos antes de que la policía identificara el cadáver, y hasta que no realizaran eso no se enterarían del cambio de coches y no irían a verlo.
¡Oh, no era un error fatal, ni incluso necesariamente grave! A menos que se encontraran el cuerpo y el coche esta noche en lugar de mañana, y la investigación de la policía llegara hasta él rápidamente, antes de que estuviese preparado para ella, o a menos de que la policía estuviese esperándolo cuando llegara a su casa esta noche. Era simplemente un error de omisión, pero hay que pensar la cantidad de tiempo extra que hubiese necesitado para asegurarse de que había dejado cubiertos todos los ángulos, y que ni aún la investigación más minuciosa de la casa y el taller revelaría nada que pudiese llevar a. la sospecha de falsificación o asesinato.
Se detuvo, dudando entre regresar o seguir adelante, pero se dio cuenta de que se encontraba más cerca ahora de su propio coche y que le resultaría más rápido llegar hasta él y hacer el viaje de regreso conduciéndolo hasta llegar a una distancia cómoda para ir a pie desde allí hasta el convertible amarillo. Era más seguro también, porque al pasar conduciendo el coche por la entrada de la calleja antes de estacionarse, podía asegurarse de que no habían encontrado el cuerpo todavía. En caso de haberlo hecho, se verían luces y coches de la policía. En tal coyuntura, lo mejor sería que regresara rápidamente a casa y se pusiera a trabajar sin perder un segundo, por si fuesen a verlo antes de la mañana.
Un taxi... Pero ahora que lo necesitaba no vendría ninguno, naturalmente. Salió a la calzada y vio que se aproximaba uno, vacío. Bajó la bandera y se introdujo en él.
—A la calle Dock —le dijo—. A la vuelta de la esquina de la calle Mayor. No sé la dirección exacta.
—Muy bien, señor. ¿Se refiere usted a la cantina que hay allí?
—Exactamente —le contestó Conn. Es más seguro de esta manera, pensó, aunque tuviera que entrar en la cantina para beber un sorbo, que arriesgarse a que el conductor del taxi lo viese caminar hasta donde tenía estacionado su propio coche, dándose cuenta posiblemente de la marca y modelo y preguntándose qué gato encerrado habría allí dentro. Del viaje a la cantina no se le ocurriría pensar nada.
—Qué noche más buena para el mes de febrero, ¿verdad? —le preguntó el conductor.
—Sí. Desde luego.
De Lincoln a Pico y al oeste sobre Pico, siguiendo ahora la misma ruta que había seguido Atkins un par de horas antes, calle Mayor y Dock, y entonces vuelta.
—Muy bien, señor. Son cincuenta y cinco centavos.
Conn sacó un billete de dólar de su cartera. Quiso ahorrar tiempo diciendo al chofer que se guardara el cambio, pero resolvió que no quería que el chofer lo recordara por lo generoso de la propina o por lo mezquino de la misma.
—Quédese con otros veinticinco centavos —le dijo.
—Muchas gracias.
Conn se detuvo a la entrada de la cantina para encender un cigarrillo, volviéndose con gesto indiferente para ver si el coche se alejaba. Pero seguía estacionado allí y el chofer había encendido la luz delantera del interior del carro para apuntar el viaje hecho en su lista de recorridos. Conn entró en la cantina.
Estaba tal como él la había dejado, salvo que el agente vendedor de licores se había ido. Pero el mismo grupo de cuatro personas seguía en la misma cabina, no había nadie en el mostrador, excepto el cantinero. Una de las mujeres, en el compartimiento, estaba riéndose histéricamente y uno de los hombres estaba tratando de hacerla callar.
Conn se deslizó sobre uno de los asientos.
—Simplemente algo para despedir la noche —le dijo—. Un whisky seco, con un poco de agua al lado.
—Sí, señor. ¿Qué hizo usted con el pelirrojo?
Conn sonrió.
—Se me encogió como un pollito. En fin, yo también estoy listo para meterme en la cama.
—Eso es lo que se gana por tomar dobles. Si los bebe uno despacio también aguanta más.
Desde el fondo de la cabina una voz llamó:
—¡Eh, Jack! Otros cuatro iguales.
—¡Vaya con la gente! —dijo el cantinero, mirando a Conn—. Toda la noche están pidiendo cuatro cosas a la vez y todas diferentes. Un Manhattan, uno a la antigua, un martini y un daiquiri.
Conn sonrió y, al alejarse el cantinero, echó mano a su vaso. Pero no se lo bebió inmediatamente. Pensándolo mejor, decidió que no quería llamar la atención demostrando que tenía mucha prisa y, además, unos pocos minutos no podían tener importancia; le vendría muy bien permanecer sentado aquí unos minutos y hacer sus planes con calma.
Así no se le pasaría por alto ningún detalle.
Planearlo todo esta vez. Meterse en el coche y conducirlo hasta Wilshire y pasar la entrada de la calleja, asegurándose de que todo estaba tranquilo. Estacionarlo una o dos calles más allá y regresar a pie. ¿No sería conveniente caminar dando la vuelta a la calle y entrar en la calleja por el otro extremo? Sí, eso sería más seguro. Había muchas más posibilidades de que lo viesen entrar en la callejuela desde el extremo de Wilshire que desde el de Arizona. Arrastrar, o hacer rodar, o empujar el cuerpo fuera del convertible. Meterse dentro del coche y sacarlo en reversa hasta la callejuela. Conducirlo hacia el extremo de Wilshire porque quedaría en aquella dirección el frente del coche. No encender las luces hasta que el coche no estuviese fuera, en la callejuela y de frente a la salida, para que los focos no alumbrasen el cadáver.
Conducir el coche... ¡Oh! Media docena de calles sería más que suficiente, nada más con el objeto de ponerlo en una calle lateral sin las limitaciones de una zona de estacionamiento. Caminar de regreso hasta su propio coche y conducirlo a casa.
Tan estúpidamente sencillo. ¿Cómo no había pensado en ello antes? El coche no sería localizado hasta el lunes probablemente..., a menos...; bueno, si la policía conseguía identificar a Atkins antes de esa fecha y enviaban a sus coches de patrulla a indagar el paradero del carro de Atkins, entonces sería más pronto. Pero aun en ese caso, no lo localizarían antes de mañana por la tarde.
Piensa. Piensa con todo cuidado. ¿No descuidaba nada, nada en absoluto esta vez? Hay que efectuar con toda minuciosidad esta vez la limpieza de las huellas digitales, ya que aparecerían en el volante. Pero eso no lo hubiese pasado por alto.
Conn suspiró profundamente. ¿Se encontraba bastante sereno ahora? Extendió la mano ligeramente más abajo del borde del mostrador, para que el cantinero no se diese cuenta, porque quería ver si tenía el pulso firme. Lo tenía.
Miró nuevamente a su vaso y recordó que no había pagado todavía. Hizo un gesto involuntario para llevarse la mano al bolsillo de la chaqueta y tomar su cartera, pero se detuvo casi en el mismo instante. ¿Por qué no pagar con el dinero de la cartera de Atkins y tener así la oportunidad de asegurarse de que los otros ocho billetes faltantes estaban en ella? Las dos carteras eran del mismo tamaño aproximadamente y ambas de simple piel de color marrón; el cantinero ni se enteraría. Además, Conn sabía que, aparte de los billetes falsificados, también había dinero legítimo, el cambio del billete que Atkins había puesto sobre el mostrador.
Con ademán indiferente sacó la cartera de Atkins del bolsillo interior de su chaqueta y, con el mismo gesto descuidado, extrajo el billete de un dólar que estaba encima y lo puso sobre el mostrador. Luego, sin dar importancia, abrió más la cartera y comenzó a recontar los otros billetes. Como lo haría un hombre al finalizar la noche queriendo saber cuánto había gastado y cuánto le quedaba.
Tres billetes de un dólar, uno de cinco, otro de cinco, uno viejo y arrugado de diez... ¡Dios, no podía ser que hubiese allí ocho billetes nuevos de diez! Al principio creyó que no había más que dos, luego los volvió a contar con los dedos temblorosos y vio que eran tres. Tres, pero nada más tres.
Cinco billetes. ¡Faltaban cincuenta dólares!
—¿Le ocurre alguna cosa, señor? —le preguntó el cantinero.
—No. —Le pareció que era su propia voz la que había respondido, aunque su sonido le resultó extraño, más extraño de lo que cabía esperar de su dentadura alterada. Se dio cuenta de que aún seguía con la vista clavada en la cartera y la volvió a meter rápidamente en su bolsillo. Hizo un gesto impulsivo para tomar su vaso, pero instantáneamente comprendió que su mano temblaría violentamente si trataba de alzar el vaso ahora y descansó ambas en su regazo. Con gesto atento se quedó mirando a la nada.
—¡Caramba! ¿Se encuentra usted bien? Tiene usted una cara como si hubiese visto aparecidos.
—Me encuentro bien —respondió.
El cantinero estaba colocando los cuatro diferentes cocteles en una bandeja. Lanzó otra mirada a Conn y después dio vuelta al extremo del mostrador para dirigirse al compartimiento de las cuatro personas.
Ten calma. Piensa.
Atkins podía, debía haber pagado una factura con aquellos cincuenta dólares en algún lugar situado entre la imprenta y la casa de la muchacha. ¿O había pagado a su patrona? Era difícil que fuese tanto dinero por una semana de hospedaje, pero quizás estuviese debiendo una o dos semanas, o, mientras andaba boyante de dinero, haberle pagado una o dos semanas por adelantado.
¿O quizás había dejado la mitad del dinero en su habitación cuando estuvo allí para vestirse antes de ir con su novia?
Pero, ¡Dios santo!, en cualquiera de aquellos casos, cinco billetes falsos juntos, pagados o bien guardados todos juntos... En cualquiera de aquellos casos, trazarían la pista de regreso hacia. Atkins en el mismo instante en que los billetes estuviesen en manos de la policía. Y a través de Atkins, hacia Conn.
Una muerte inútil, un crimen sin objeto. Es decir, salvo la cámara de gases.
Sintió ganas de echarse a reír, pero se contuvo y permaneció inmóvil, completamente quieto. ¡Gracias a Dios que el cantinero había desaparecido de detrás del mostrador! Ahora podía agarrar aquel vaso sin que importara nada su mano temblorosa. Se inclinó hacia adelante al mismo tiempo que alzaba el vaso y sólo derramó un poco de licor.
Calma. Ten calma y piensa.
Puede que todavía quedara una salida. Aparte de echar a correr. Ten presente eso, se dijo a sí mismo para calmarse: Todavía puedes salir corriendo y tener posibilidad de éxito.
Piensa. Ten calma. Todo seguiría estando muy bien si hubiese manera de que se enterara dónde habían ido a parar aquellos cinco billetes y los recuperara. Era un riesgo adicional, desde luego, pero ¿qué importaban los riesgos adicionales? Sobre todo ahora que estaba hundido, y por asesinato además. No simplemente por la falsificación, que le aseguraba pasar el resto de su vida tras los barrotes, sino por el culatazo, que lo destinaba al cianuro.
¿Qué tenía que perder ahora si tratara de asaltar la habitación de Atkins? Pero ¿cómo sabía él cuál era la habitación de Atkins en aquella casa?
Y, de repente, el engranaje de su cerebro comenzó a funcionar; estaba pensando con claridad y lógica. Había una excelente posibilidad de que Atkins hubiese dejado el dinero en su habitación o bien que hubiese pagado a su patrona. Todo lo que tenía que hacer en ese caso era asaltar a la patrona... Seguramente sería ella misma y no uno de sus huéspedes, quien saldría a abrir la puerta a esta hora de la noche. Fue ella quien salió antes, ¿no era cierto? Entonces robarla, obligarla a que le dijese cuál era la habitación de Atkins...
Sería necesario improvisar, seguro. Sin conocer la disposición de la casa, el tiempo imponía su presión ahora; tendría que ir trabajando sobre la marcha.
—¿Se siente mejor ahora?
—Me encuentro perfectamente bien —dijo Conn—. De vez en cuando, siento una pequeña punzada, pero no tiene importancia. Ya me hicieron un reconocimiento por esta razón.
—¡Ah! —exclamó el cantinero—. Sí, ahora tiene mejor cara. —Tomó el dólar del mostrador, marcó en la caja registradora y devolvió a Conn una moneda de cincuenta centavos.
—Sírvame otro —le dijo Conn—. Vamos a darle mate al billete.
Pero lo bebió rápidamente y se fue.
No parecía que iban a entrar más clientes y pasaría un buen rato antes de que el grupo de la cantina volviese a pedir algo. Y él no podía pensar con claridad teniendo al cantinero delante, y probablemente deseando hablar.
Se dirigió a su coche y se sentó detrás del volante. Metió la llave del arranque, pero no la movió aún. Tenía que estudiar esto, asegurarse de que no cometía error alguno y no pasar por alto ninguna posibilidad razonable.
Lo primero y principal es que debía llevar a cabo su plan de sacar el cuerpo de Atkins fuera del coche y llevar éste donde no se encontrara con rapidez. Eso era más importante, mucho más importante, ahora que sus planes tenían que cambiarse. Le daría más tiempo y este factor era más interesante ahora de lo que había sido con anterioridad. Con el cuerpo y el coche en sitios diferentes, y no juntos, entonces él dispondría de tiempo para vigilar la casa de pensión hasta que se apagaran todas las luces y no tendría que entendérselas más que con la patrona, en cuya habitación sonaría el timbre. Con tiempo, podría planear tantos movimientos futuros como pudiese.
Pero de todos modos, podía saltar por encima del primer obstáculo antes de proseguir planeando. Cada minuto que esperara aumentaba la posibilidad, por remota que pareciese, de que fuesen hallados juntos esta noche el coche y el cuerpo, antes de que él los separara.
Alargó el brazo para accionar la llave, pero en el mismo instante la retiró. Estaba descuidando un detalle.
Al mirar la cartera, todo lo que buscó fue el dinero. Faltaban los cinco billetes, no estaban ni siquiera en el apartado destinado a las tarjetas, ya que no era lo bastante grande para haber guardado los cinco billetes doblados. Pero uno de los otros departamentos podía tener un recibo por aquellos cincuenta dólares o la parte de ellos que Atkins hubiese pagado de alguna cuenta.
Extendió el brazo y encendió la luz del techo del coche; luego sacó la cartera del bolsillo. Extrajo de ella la licencia de conducir y las pocas cosas que había debajo de la misma. Una tarjeta del Seguro Social. Otra tarjeta de identificación de una compañía de seguros.
Y un pequeño rectángulo de papel doblado. Caligrafía de mujer. Un pagaré, con fecha de este día, por la suma de cincuenta dólares netos.
Firmado: Rose Harper.
SU NOMBRE ERA ROSE HARPER y se sentía feliz y desgraciada al mismo tiempo. Feliz porque estaba profundamente enamorada, y desgraciada porque no podía dormir y ya era medianoche. Medianoche y hacía tres horas y media que se había ido a la cama y sólo le faltaban cuatro para levantarse. ¡Qué turno más horroroso el de la madrugada! ¿Por qué, ¡por todos los santos!, no había dicho al señor Howard que ya tenía hechos otros planes y que no podía ir? Y si hubiese insistido, en aquel mismo punto y hora, por teléfono, le podía haber dicho que dejaba el empleo y ya no tendría que ir más al restaurante, excepto para recoger el dinero correspondiente a su paga. Si hubiese hecho eso dispondría de todo el fin de semana íntegro para pasarlo con Claude, en lugar de... A menos que no pudiese dormir de alguna manera, iba a estar muerta de cansancio, convertida en una ruina con profundas ojeras, cuando él la viniera a recoger mañana por la tarde, y echaría a perder toda la combinación.
De todos modos, iba a dejar ese empleo, ¿no era cierto? Fue un error haberlo tomado, aun cuando le daba más dinero. Había sido ambiciosa, eso era lo que había pasado con ella. Pero hacía seis meses, fue poco antes de que conociera a Claude, y aquellos dólares extra por semana le parecieron muy importantes. Rose tenía un empleo agradable y fácil en la oficina de contabilidad y facturación de un gran almacén de Santa Mónica. Aunque no podía decir que había estado encantada con el trabajo, no había sido desagradable tampoco y las horas de trabajo habían sido regulares. Pero le pagaban solamente cuarenta dólares a la semana. Y Alyce Randall, que era su amiga en aquella época, aunque un mes después perdió el contacto con ella al marcharse Alyce a San Diego, le había dicho: «Mira, eres una simple al trabajar por ese dinero. Debes hacerte camarera. Yo estoy sacando, con las propinas, hasta sesenta dólares a la semana, y tú eres mucho más lista que yo.» Fue Alyce la que le convenció y la que le dijo cómo lo tenía que hacer; y dióle lecciones particulares durante horas enteras, en los fines de semana, con objeto de que dijera que ya tenía experiencia y se desenvolviese bien. Y, efectivamente, lo consiguió, aunque al principio se mostró un poco torpe y recibió algunos gritos del señor Howard antes de que verdaderamente se impusiera en su labor.
Y Rose estaba ganando más dinero del que recibía en la oficina de contabilidad, aunque no tanto como Alyce le había anunciado, ni tanto, tampoco, como el que algunas de las otras muchachas sacaban en el mismo turno que ella. Rose era, ahora, casi tan eficiente como cualquiera de ellas, pero de carácter demasiado tímido; no podía bromear con los clientes como lo hacían algunas de las otras muchachas, complacencias que eran las que hacían subir el monto de las propinas a una escala que el servicio ordenado no podía esperar alcanzar jamás. En fin, Rose estaba ganando más de lo que percibía en el almacén. En lugar de sesenta a la semana, conseguía un promedio de algo menos de cincuenta, pero en cualquier caso eran ocho dólares aproximadamente más de lo que ganaba con el trabajo de la oficina.
Pero no merecía la pena. Físicamente, el trabajo era más duro y la dejaba cansada la mitad del tiempo, y en cuanto a las horas, no solamente eran más, sino que no eran regulares. Como ella era una de las muchachas de más reciente ingreso, y de las menos desvergonzadas a la hora de discutir con el dueño, se encontró con que le daban siempre los turnos que las otras muchachas no querían, los de las tardes, los sábados y los domingos. Al principio, no tenía la menor importancia, hasta que comenzó a salir con Claude. El trabajaba el turno regular de día desde el lunes hasta el viernes, y la mayor parte del tiempo que Rose tenía libre Claude la pasaba trabajando, o a la inversa. Claude se quejaba mucho de este sistema y Rose no podía decir que le faltaba razón.
Sí, definitivamente, ahora que estaban prometidos, ahora que se iban a casar, dejaría el trabajo de camarera y volvería a la oficina, sin tener para nada en cuenta la diferencia de sueldos. Cualquier trabajo de oficina vendría bien con tal de que las horas fuesen regulares. Eso era mucho más importante que unos cuantos dólares de diferencia en el sueldo que ella ganara.
¿Por qué, oh por qué había permitido ella que el trabajo del restaurante echara a perder las cosas esta noche, esta noche precisamente? Esta noche cuando ella se había convencido de que Claude la amaba de verdad y quería realmente casarse con ella.
Si no hubiese dicho que sí al señor Howard, Claude estaría aquí con ella ahora, ¡en este mismo momento!
En lugar de eso, simplemente porque la costumbre y la debilidad habían hecho que ella respondiese afirmativamente al gerente del restaurante hacía unas horas, aquí estaba tratando vanamente de dormir en la noche que debiera haber sido la más importante de su vida. Noche que, por otra parte, presentaba todas las características de ser la más larga también.
Tenía que dormir, tenía que dormir algo... El reloj sonó levemente. Estaba puesto para que el despertador tocara a las cuatro, es decir, que sólo faltaban cuatro horas. Menos aún que eso, porque hacía diez minutos por lo menos que lo había mirado por última vez.
Rose tenía menos sueño, estaba más despierta que nunca. ¿Qué ocurriría si cuando tocara el despertador no hubiese podido pegar ojo aún?
Si ella no fuese tan estúpidamente cumplidora haría que sonara ahora mismo y, una vez que se hubiese quedado dormida, hacerlo todo el tiempo que pudiese. ¿Qué otra cosa podía hacerle el señor Howard sino despedirla? Pero le había prometido que estaría allí a las cinco y lo haría. ¿Significaba fuerza o debilidad, el ser incapaz de romper la promesa que uno hace? La habían educado de esa manera, enseñándole severamente que nunca se debe faltar a la palabra dada, y no podía cambiar ahora de repente. Responsable, pensó con amargura, eso es lo que soy yo, responsable. Responsable, capaz de responder.
¿Ya había pasado cuatro horas acostada sin poder dormir? ¿Ya eran las doce y media? Así era, en efecto, pero no lo quería saber.
¿Se decidiría, se preguntó, a mover la aguja del despertador quince minutos más adelante para dormir, si es que podía dormir, hasta las cuatro y cuarto? Solamente necesitaba media hora para llegar hasta el trabajo. ¿No podría estar arreglada en quince minutos? Pensó que sí podía. Ya estaba bañada, lo hizo después de haberse marchado Claude. Sí, podía hacerlo. No quedaba tiempo para tomar el café con el pan y mantequilla, pero el dormir era más importante.
La ventana dejaba filtrar la luz suficiente para poder cambiar un poco la posición de la aguja del despertador. Eran las doce y cuarto ahora, de modo que aún tenía cuatro horas por delante. Se sentó en la cama para ahuecar la almohada y luego se volvió a acostar, diciéndose con firmeza: Duerme, atontada, duerme. No pienses, dedícate a dormir.
Se preguntó qué estaría haciendo Claude. Probablemente no se había ido derecho a casa a dormir, habiéndose marchado tan temprano; pero seguramente estaría ya en casa. ¿Estaba durmiendo, si es que estaba en casa, o se hallaba acostado despierto, pensando en ella como ella estaba pensando en él, pensando en mañana?
¿Por qué, oh, por qué, cuando todavía era tiempo, un momento después de la llamada del señor Howard, no habíala persuadido Claude que volviera a llamar cambiando su respuesta afirmativa por un no, dejando el empleo en el mismo momento y, así, disponer de todo el fin de semana para ellos, a partir de aquel mismo momento?
Claude podía haberla convencido de que lo hiciese y todo hubiera resultado a las mil maravillas. ¿Por qué no lo había hecho?
No le eches la culpa a Claude, se dijo a sí misma; fue por culpa tuya solamente, por aquella mentira inocente que le dijiste de que había «otra razón» por la que sería mejor mañana. Tú sabías perfectamente bien cómo interpretaría él eso, y tú sabías que al comprenderlo de esa manera ya no insistiría en que fuese esta noche. Tú le dijiste una mentira y lo sabes. No se puede decir que fue literalmente una mentira, por supuesto, ya que había otra razón, pero ésta consistía en que tú estabas un poco atemorizada. De todos modos, fue una mentira, porque tú sabías que Claude creería que querías decir otra cosa.
Y si no hubieses dicho esa mentira, él probablemente se encontraría aquí contigo en este momento y no estarías pasando por esta tortura, tratando de dormir cuando apenas te queda un plazo de breves horas por delante y después un día de duro trabajo.
Sonó el teléfono.
Se deslizó fuera de la cama y, sin perder tiempo tratando de encontrar el botón de la luz, caminó a tientas por la habitación casi completamente a oscuras, y a punto de caer sobre una silla, pudo sujetarse casi sin darse cuenta de lo que hacía.
¡Debía ser Claude! ¿O noticias de Claude?
¿Había tomado algunas copas y decidido llamarla para ver si podía hacerla cambiar de opinión acerca de esta noche? ¿Se le había ocurrido a Claude igual que a ella que no tenía que ir a trabajar mañana, que de todas maneras iba a dejar el trabajo? ¿O había sufrido un accidente y le llamaba la policía, o alguna otra persona para informarle de lo ocurrido? ¡Dios mío, por favor, que sea Claude y no malas noticias de él! Y si era él, le diría que sí, que viniera, que viniera inmediatamente. Aún cuando su voz fuese un poco confusa por la bebida; no le importaría eso, y menos esta noche. ¡Oh, que sea eso! Ya había visto a Claude anteriormente, cuando había empinado el codo un poco más de la cuenta, y en este estado era un poco más divertido y ligeramente conmovedor, nunca reprensible.
—¿Con quién hablo? —dijo Rose jadeante—. ¿Claude?
—Usted perdone. —Era la voz de un hombre, de timbre desconocido—. ¿Estoy hablando con Pico 4-8232?
El chasco hizo que sintiera impulsos de reír histéricamente, pero mantuvo la firmeza de su voz.
—No, es el 8223; no el 8232.
—¡Oh, usted perdone! Debo haber marcado mal. Espero no haberla molestado.
—No se preocupe —contestó Rose y colgó el receptor. Permaneció sentada allí sin moverse, hasta que su corazón dejó de latir con violencia. Comprendió que debía estar furiosa, pero se sentía demasiado desilusionada y confusa para experimentar cólera. Al menos contra nadie que no fuese ella misma por haber sido tan estúpida al establecer conclusiones por adelantado.
Estuvo sentada allí en la oscuridad durante un largo minuto; después dejó escapar un suspiro y se levantó. Sabía que era inútil volver a la cama inmediatamente y, en lugar de eso, encendió la luz. Quizás un vaso de leche caliente la ayudaría a dormir; por lo menos eso es lo que suponía.
Sacó la botella de leche del refrigerador y vació parte de ella en una cacerola que puso sobre la estufa. Se quedó allí vigilándola, para que no hirviera.
Sintió un escalofrío y se dio cuenta que hacía fresco en la pieza y que estaba descalza y ligeramente vestida con el pijama. Fue hasta el armario, se puso una bata y zapatillas y cuando volvió a la cocina la leche no había hervido todavía, aunque parecía estar bastante caliente. La vació en un vaso de cristal grueso que llevó a la mesa, donde se sentó y comenzó a beber en pequeños sorbos.
Su bolso de mano estaba allí, sobre la mesa, enfrente de ella, y recordó que dentro tenía cincuenta dólares, los cinco billetes nuevos de diez que Claude le había dejado para que los depositara en la cuenta de ella del banco, para que los ahorrara por él. Los había puesto en su bolsa cuando recogió las cosas después de marcharse él.
Pero recordó que mañana, o más bien hoy, era sábado y que no podría ir al banco hasta el lunes por lo menos. No quería llevar el dinero con ella todo ese tiempo. Quizás fuese mejor que lo escondiese ahora en alguna parte, sobre todo teniendo en cuenta que como había cambiado la hora del despertador, cuándo se levantara por la mañana andaría con muchas prisas.
¿En la caja de los zapatos que tenía en el closet donde guardaba algunas otras cosas de valor y personales, cubiertas con papel de seda y un par de zapatos encima de todo? Sí, probablemente éste era el mejor escondite para el dinero también, hasta que lo pudiese llevar al banco.
Sacó la caja del closet, se sentó otra vez a la mesa y bebió otro sorbo de leche antes de abrirla. Luego sacó los zapatos, que nunca llevaba porque le hacían daño pero que sin embargo eran demasiado buenos para desprenderse de ellos. ¿No se encogerían sus pies algún día? Después quitó el papel de seda. En el fondo de la caja estaba la póliza de su seguro por dos mil dólares, póliza de dote a la que faltaban dieciséis años todavía para cumplirse; su acta de nacimiento extendida hacía veintitrés años, certificados de graduación de la escuela secundaria y la comercial, y con una liga de goma, en lugar de una cinta de seda azul a su alrededor, las cartas que le había escrito Claude el mes anterior, tres en total. Las tres las había escrito en el intervalo de diez días en que ella se fue a Sacramento, cuando su hermana estuvo en el hospital gravemente enferma. Aquella había sido una semana y media terrible hasta el último día, aproximadamente cuando supo que Elsie estaba fuera de peligro y que no se moriría, después de todo. Una semana y media mala, salvo por los tres hitos que marcaban las tres cartas que él le había escrito.
Rose ya estaba enamorada de Claude, hacía de ello dos o tres meses, aunque no se había atrevido a dejarle entrever cuánto lo amaba por temor a que él no estuviese realmente enamorado de ella. Sí, Claude decía que lo estaba, pero por otra parte no mencionaba nada de matrimonio, ni aún remotamente, excepto en sentido negativo, haciéndole saber sutilmente, de un modo u otro, lo mucho que valoraba su independencia y soltería. Debió haber sido durante aquella ausencia de ella cuando Claude había comenzado a pensar en casarse con Rose, aunque la proposición no se la hizo en realidad hasta el domingo pasado, dos semanas después de su regreso. En cualquier caso, Claude había descubierto que la echaba de menos.
Las cartas demostraban eso, y el hecho de haber sido tres en un plazo tan breve.
Pero Rose lo amaba tanto que no se había atrevido a dejar en libertad sus impulsos y creer en aquellas cartas, porque entonces, lanzada de manera realmente incontenible, estaría expuesta a sufrir horriblemente si en la batalla que se estaba librando en el interior de Claude, la batalla entre su amor por ella y su amor por la libertad y la soltería, ganaba el bando malo. Y la batalla, lo sabía ella, había sido furiosa.
Ella también había tenido una dura batalla consigo misma, pero aquí los campos trazados habían sido completamente diferentes. Había sido una lucha para evitar amarlo demasiado, hasta y a menos que Claude ganara su batalla, hasta y a menos que ella supiese que podía soltar las riendas de su pasión y amarlo en cuerpo y alma, con ambas cosas, sin reservas y sin dolores al final de su amor. ¡Gracias a ti, Dios, porque las dos batallas estén terminadas ahora!
Pero ¿por qué, por qué, por qué había dejado ella que se marchara esta noche?
Mañana parecía estar a siglos de distancia. ¿Y si le ocurría algo a él, o a ella, antes de ese momento? Rose se dijo a sí misma que no fuese tonta, que no ocurriría nada de eso. Pero, ¿y si pasaba?
La escritura de Claude en el sobre de encima; qué recta, qué fuerte, qué masculina, qué similar al propio Claude! No era bonita, sino firme y legible, con personalidad en ella. Rose nunca había dado mucha importancia a la grafología, pero puede que tuviese algo de fundamento. ¿Era ella igual que su escritura? Un pensamiento cruzó por su cerebro. Si verdaderamente había algo lógico en la grafología, entonces su escritura sería diferente desde mañana, porque ella misma sería diferente. Bueno, en realidad ya era diferente ahora.
Sacó los tres sobres, les quitó la liga que los sujetaba y tomó la primera carta para leerla amorosamente. Podía volver a leer estas cartas ahora con mayor placer que cuando las leyó por primera vez, porque ahora no tenía motivos de preocupación, ahora sabía que todo lo que había dicho Claude en ellas era sincero..., sincero ahora, aún suponiendo que en el momento en que las escribió estuviese todavía en duda o tuviese reservas.
Querida: No sabes cómo te echo de menos. Me parece que he tenido que sentirte lejos de mí para descubrir lo mucho que te amo, lo loco que estoy por ti...
Sus ojos se nublaron levemente. No debería estar leyendo estas cartas ahora, tonta. Lo que tenía que hacer era dormir, y cuanto más pensara en Claude menos posibilidades tenía de nacerlo. Pero ninguna de las cartas era larga y leyó las tres antes de volverlas a colocar en la caja de los zapatos. Metió los cincuenta dólares y el resto de los documentos en su antiguo lugar y dejó la caja otra vez en el closet.
Terminó de beber la leche y enjuagó el vaso.
La una menos cuarto. Sólo faltaban ahora tres horas y media para que el reloj despertador se soltara como una pequeña bomba. ¿Dormiría algo?
Bueno, si no podía dormir nada no podría ir a trabajar, sencillamente. Llamaría por teléfono al restaurante y les diría que se encontraba muy mal y que no iba a ir, ni en el primer turno de la madrugada ni en el de la tarde que se le había señalado originalmente; y no sería mentira, o por lo menos no una mentira absoluta, porque si iba a trabajar sin haber dormido nada, antes de terminar la jornada estaría de verdad enferma. Y se echaría a perder todo para Claude y para ella. ¿Por qué no resolvía ahora mismo que no iba a ir? ¿Por qué se mostraba tan concienzuda acerca de un empleo al que de todos modos iba a renunciar? ¿Es que habían tenido atenciones especiales para ella? En todo caso, no se había dado cuenta. Excepto en lo referente a su viaje a Sacramento el mes pasado: el señor Howard le había «guardado la plaza», pero eso se había debido a que estaba escaso de camareras y necesitaba que volviese. Y desde luego, si él le hubiese dicho que no podía ir, hubiera renunciado al empleo y marchado a ver a su hermana de todos modos. Probablemente, el señor Howard sabía esto.
Bueno, pues entonces no iría a trabajar mañana a ninguno de los dos turnos. Simplemente, llamaría a las cinco, a la hora de abrir el restaurante, para decirles que estaba enferma y que no sabía cuándo podría ir. Y el lunes iría a renunciar oficialmente y a cobrar los seis días que le correspondían hasta el viernes, y comenzaría a buscar otra vez un empleo de oficina.
Suspiró, aliviada, ahora que había tomado una decisión. Ya no tendría que levantarse temprano, salvo unos momentos para llamar por teléfono y hacerles saber que no iba a ir.
Y después, más tarde en la mañana, sería mejor que pusiese el despertador para que sonara a las diez, cuando se levantara a las cinco, y llamaría por teléfono a Claude a la pensión para decirle que viniese aquí en lugar de ir con el coche al restaurante.
Y ahora que no tenía que dormir, probablemente podría hacerlo. Y si pudiese quedarme dormida inmediatamente...
No, no iba a dejar que su sentido de responsabilidad le volviera a estropear las cosas. No iba a ir a trabajar mañana, pasara lo que pasara.
Se encaminó con paso decidido hacia el despertador y volvió a cambiar la aguja una segunda vez; lo puso a las cinco de la mañana. Era una lástima tener que interrumpir su sueño, aunque fuese brevemente, pero eso no se podía evitar. Si ella no los llamaba, serían los del restaurante quienes la llamarían para saber si iba a ir, lo cual era igualmente malo; peor incluso, porque el decírselo entonces daría lugar a discusiones.
Volvió a dejar la bata y las zapatillas en el armario y se quedó de pie, mirando a su alrededor, preguntándose si había alguna otra cosa que tenía que hacer antes de meterse otra vez en la cama.
Rose sorprendió el reflejo de su figura en pijama en el espejo del tocador, una imagen esbelta, de pelo castaño, que la contemplaba con la misma gravedad que lo hacía ella, hasta que súbitamente ambas sonrieron. Las dos estaban pensando en Claude y en mañana, las dos estaban penando por Claude y esta noche. Las dos estaban pensando: Si la llamada del teléfono no hubiese sido equivocada, si hubiese sido Claude que quería regresar... Entonces oprimió el botón de la luz y la imagen desapareció.
La habitación parecía estar más oscura de lo que había estado anteriormente y Rose miró a su alrededor, preguntándose por qué. Entonces vio que era porque se había apagado la luz exterior del zaguán; el montante de la puerta había estado abierto unos cuantos centímetros en la parte superior para tener ventilación y por aquella rendija era por donde había entrado la luz. Pero no tenía importancia; sus ojos se estaban adaptando rápidamente a la oscuridad. Podía ver el blanco rectángulo del lecho a través de la habitación y dio un paso hacia él.
Se detuvo bruscamente porque le pareció haber oído un ruido al lado de la puerta. Le pareció, pero no estaba segura. Entonces volvió a repetirse el ruido y le confirmó su primera impresión. No era una llamada clara, con los nudillos sobre la puerta, sino unos golpes suaves, como dados con la punta de los dedos. Y otra vez, pero un poco más fuertes.
Rose adelantó los dos pasos que la separaban de la puerta, sin creerlo por completo, sin atreverse a creerlo del todo. En voz muy baja, ahogadamente, preguntó:
—¿Quién es? —casi en un susurro.
La respuesta fue un susurro.
—Soy yo, Claude, querida. Abre la...
Pero Rose ya estaba abriendo la puerta.
SU NOMBRE ERA JOHN DUBINSKI, dijo Conn. Deletreó su apellido cuidadosamente para que lo anotara el empleado de la compañía almacenadora de Manhattan Beach. D-u-b-i-n-s-k-i.
—¿Cuál es su dirección? —le preguntó el empleado.
No tenía dirección de momento, le explicó Conn. Estaría viajando durante varios meses y no, no tenía dirección que pudiese darle como «permanente» mientras durara el viaje. No sabía incluso si cuando necesitara las dos maletas nuevamente, estaría lo bastante cerca para venir a recogerlas él mismo o escribiría para que se las remitieran. Se las podrían enviar y cobrarle si las necesitaba, ¿no es verdad?
—Desde luego —respondió el empleado—. Quiero decir, se puede cobrar el importe del envío, si tiene usted liquidado el importe del almacenaje. Ese tiene que pagarse por adelantado.
—Muy bien. —Conn sacó su cartera—. Voy a pagar el almacenaje de seis meses a contar desde ahora. Si para entonces no las he pedido, o no he enviado a alguien a recogerlas, les mandaré más dinero desde el lugar donde me encuentre. No necesitan tener dirección para enviarme aviso, yo tendré en cuenta la fecha. —Dejó un billete sobre el mostrador.
El empleado hizo un gesto de asentimiento y dio a Conn el cambio y un recibo.
—¡Oh, otra cosa! —dijo Conn—. Quizás permanezca por la ciudad unos días más, antes de salir. Es posible que decida meter en una de las maletas un par de cosas que considere yo que no quiero llevar conmigo. ¿No habrá ningún inconveniente, verdad?
—Ninguno, en tanto no sobrepase usted los cincuenta kilos. Ese es el mínimo y ésa es la tarifa que le estoy aplicando. Si rebasa usted ese peso, entonces la tarifa será mayor. Pero esas maletas sólo pesan treinta y cinco kilos, de modo que no es probable que añada usted lo suficiente para pasar el límite. Pero si viene por aquí, traiga el recibo.
—Muy bien. Gracias —le dijo Conn.
Una vez fuera, caminó una calle hasta Highland, donde había dejado su coche. Fue conduciendo lentamente hasta que vio un buzón y se detuvo. Ya tenía el sobre listo. Remitente, John Dubinski, Gen. Del., Manhattan Beach. Calif. Destinatario; Sr. Dean Bratten, Gen. Del., Venice, Calif, La llave de su caja de depósito del banco estaba dentro del sobre, envuelta en un trozo de papel. Añadió el recibo de la compañía almacenadora y cerró cuidadosamente el sobre. Salió del coche y lo puso en el correo.
Nuevamente en el automóvil y con rumbo a Santa Mónica otra vez, suspiró aliviado.
Ya estaba. Había hecho absolutamente todo cuanto podía hacer hasta el lunes, cuando volvería a estar abierto el banco.
El dinero falsificado y las planchas que tenía en aquella caja depósito, a nombre suyo, en su propio banco, eran, hasta este momento, las únicas cosas que podían posiblemente establecer una relación entre él y la falsificación, o el asesinato.
Todo lo demás ya estaba resuelto. Había tenido toda la noche, desde la una de la mañana en adelante, para examinar una y otra vez todas las posibilidades. Para examinar y comprobarse a sí mismo, su casa, su coche y la imprenta. No tenía nada en su poder, ni el más pequeño trozo de papel, o gota de tinta o sangre, no había habido sangre, en ninguno dé los asesinatos, que pudiera incriminarlo en ningún sentido.
Lo único que quedaba era el dinero y las planchas en el banco. ¡Qué mala suerte! Si éste hubiese sido un día laborable en lugar de sábado, también hubiera podido encargarse de este punto. Pero no lo era y, después de todo el riesgo que llevaba aparejado, resultaba muy leve. Si la policía sospechaba algo de él (¿por qué había de sospechar?), seguramente que no lo sería hasta el punto de que comenzaran inmediatamente a hacer indagaciones con el banco, a descubrir si tenía caja de depósito en él y a conseguir una orden judicial para abrirla.
Después del lunes por la mañana ya podían hacer averiguaciones y romperse los sesos. El lunes por la mañana iría a Venice en su coche a recoger aquel sobre que John Dubinski había remitido a Dean Bratten, tan pronto como abrieran la ventanilla de la lista de correos. Y de allí, al banco a recoger las planchas y el dinero y dejar en lugar de ambas cosas, otros documentos, escrituras, pólizas y lo que fuese, con tal de justificar la necesidad que tenía de la caja de seguridad. Y del banco, a Manhattan Beach, donde añadiría dinero y planchas al contenido de una de las maletas.
Tras de lo cual podía volver a poner la llave en la caja de seguridad en su llavero, con las demás llaves.
Y sólo quedaría entonces un cabo suelto: el recibo de la compañía almacenadora. Pero tenía que conservarlo, de eso no había duda. O por lo menos, no perderlo de vista. Pero era una cosa tan pequeña que seguramente, para cuando pasara el fin de semana y mientras estaba en el correo, ya se le ocurriría pensar en algún sitio de seguridad absoluta donde guardarlo, de manera que ni la búsqueda más minuciosa pudiese dar con él. O si existía alguna sospecha contra él, o la probabilidad de que se hiciera un registro, siempre podría estar remitiendo por correo a sí mismo, una vez por semana, a la lista de correos, hasta que las cosas se aclararan o que él ideara algún sitio seguro para guardarlo.
Posiblemente estaba extremando las precauciones en relación con todo el asunto. La policía no podía encontrar absolutamente ninguna conexión entre él y Atkins, salvo el hecho, perfectamente inocente, de haber cambiado sus coches. Y en cuanto a eso, podía decir toda la verdad. Y menor todavía era la conexión que podía encontrar la policía entre Conn y la muchacha Harper. El único peligro que podía correr era el de que hubiese fallado algo durante uno de los asesinatos, de que lo hubiesen agarrado con las manos en la masa. Y ese peligro ya había pasado.
Conn había estado conduciendo su coche a poca velocidad, pero cuando recordó que ya habían dado las nueve pisó un poco más fuerte el acelerador. Seguramente hacía horas que la policía había encontrado el cuerpo de Atkins, y es posible que ahora ya lo hubieran identificado y comenzado la labor de interrogar a sus amigos y relaciones, a las gentes con las que él había trabajado o tenido relaciones comerciales.
Y lo mejor para él sería estar en casa; así no tendría que mentir acerca de dónde había estado y sus actividades. Cada mentira que uno tuviese que contar era un peligro más, por pequeño que fuese.
Vamos a ver: ¿si por casualidad estuviese esperándolo un detective cuando llegara a casa, tenía preparada él una historia plausible, que no se pudiese refutar, referente a dónde había estado? Inventó una, y no lejos de casa ni demasiado cerca de ella, se detuvo en una tienda de comestibles para hacer algunas compras que la reforzaran.
Pero nadie lo estaba esperando.
Todavía quedaba café en la estufa del desayuno que se había preparado algunas horas antes, después de haber hecho las maletas y mientras esperaba que pasara el tiempo para que las compañías almacenadoras abrieran sus operaciones. Encendió el fuego para volver a calentarlo. Tendría que continuar el día de hoy a base de café y ánimo, hasta después que la policía viniese a hablar con él.
¡Santo cielo, cómo deseaba dormir! Pero si lo encontraban durmiendo cuando viniesen, no iba a andar bien la cosa. Les haría preguntarse qué era lo que había estado haciendo la noche anterior.
Y Conn no quería que se preguntaran nada.
No es que estuviese preocupado ahora en cuanto a que ellos pudiesen probar algo contra él, pero si sospechaban de él, aunque fuese en el grado más mínimo, entonces su plan grande, el de la falsificación, tendría que ser pospuesto durante largo tiempo. Y si las sospechas contra él eran verdaderamente graves, tendría que abandonarlo por completo. Simplemente, tendría que esperar hasta tener una oportunidad para retirar sus maletas del almacenaje y desprenderse de sus contenidos permanentemente. Un año de trabajo perdido. Y vuelta a estancarse en el viejo camino sin futuro y sin perspectivas.
¿Pero sería completamente igual? Aun cuando jamás se lo podría confesar a nadie, no podría blasonar de ello, él tendría siempre el conocimiento secreto de haber cometido, y haber salido bien librado, no uno, sino tres crímenes perfectos. Tres asesinatos perfectos. Les pareciera lo que quisiera a los demás, él tendría ese conocimiento, esa secreta satisfacción de su propia astucia. Y mayor satisfacción todavía, si, en cierto modo, la policía sospechara de él como ejecutor de los dos asesinatos, pero se encontrara incapaz de igualar su astucia probando lo que sospechaba.
¿Y cómo, salvo que se apoderaran de aquellas maletas, que al menos temporalmente estaban seguras, podían declararlo convicto de asesinato? Incluso si las sospechas alcanzaban la falsificación, y una vez que él se hubiese encargado de resolver lo de la caja de seguridad, no podían hacer más que sospechar, ¿cómo podían deducir de ello motivo alguno para que hubiese matado a Rose Harper? ¿Su razón para matar a Atkins? Sí, esa la podían suponer. Pero ninguna persona, ahora viva, estaría enterada de que Atkins había dejado a su novia aquellos cincuenta dólares.
Pero, sospecharan lo que sospecharan, ¿qué le podían probar?
Nadie de los que lo habían visto con Atkins estaría en condición de identificarlo positivamente, y no era mucha la gente que los había visto juntos. Desde luego, estaba la patrona de Atkins. Esta diría a la policía que un hombre que respondía a la descripción que ella les había dado estuvo preguntando por Atkins a hora muy temprana de la noche y que había consultado la dirección de Rose Harper en el directorio telefónico. Y el cantinero de la calle Dock los había visto juntos. Pero eso era todo, y no los llevaría muy lejos.
De todos modos, mientras estaba tomando café ahora, volvió a repasar los hechos y cercioróse de que no había cometido errores.
Después de haber salido de la cantina la segunda vez, lo primero que hizo fue llevar a cabo su plan de sacar el cuerpo de Atkins fuera del coche y después trasladar éste, con objeto de que, con el cadáver en un lugar y el automóvil en otro, la identificación del cuerpo no fuese inmediata y automática.
Posteriormente, disponer de Rose Harper fue cosa fácil. Había llamado, fingiendo equivocarse de número, para estar seguro de que estaba en casa; se le había ocurrido que posiblemente la muchacha trabajaba en el turno de la noche en alguna de las fábricas de aviones, o en otra parte, lo cual hubiese explicado el por qué del temprano retiro de Atkins. Además, tenía otra razón para hacer la llamada; si estaba en casa, sería mucho mejor que no estuviese profundamente dormida. Sabía que tenía que llamar a la puerta y fingir que era Atkins, pero no quería tener que llamar demasiado ruidosamente y despertar a algún vecino. Hizo la llamada desde la cantina que estaba a una manzana de su casa, en Pico, la misma desde la cual le había llamado a hora más temprana. Pero la segunda vez, en la intimidad de la cabina telefónica situada en el pasillo, se había quitado la dentadura postiza mientras hablaba. Hizo que su voz sonara diferente, ya que no quería que la muchacha estableciera relación alguna entre la llamada telefónica equivocada y la anterior, despertando sus sospechas.
Después del telefonema, había terminado de beber y luego se dirigió al edificio subiendo las escaleras. Le sorprendió ver la luz que escapaba a través del montante de la puerta de ella. Pero la noche ya estaba tan avanzada para entonces, y el edificio tan tranquilo, que estaba completamente seguro de que todo el mundo en los demás departamentos se encontraba en casa y durmiendo, de modo que ofrecía más seguridad para él esperar un poco para ver si se apagaba pronto la luz. Y mientras esperaba, él mismo apagó la luz del zaguán. No perdía nada con hacer aquello y en cambio ganaba mucho si Rose abría la puerta con su propia habitación a oscuras, como lo haría si creía que era su novio el que regresaba.
Y el hacerlo precisamente así le había facilitado la tarea. Le permitió atacarla antes de que advirtiera que no era Atkins, y ni se dio cuenta de qué fue lo que la golpeó. De todos modos, si ella hubiese encendido nuevamente la luz de su departamento antes de abrir la puerta, él ya se hallaba preparado, con el arma levantada, y estaba seguro de que hubiese podido dejarla caer con la rapidez suficiente, antes de que la muchacha dejara escapar un solo grito.
Pero era mejor tal como había ocurrido, especialmente por Rose. Había muerto, como Atkins, sin advertencia preliminar alguna. Inesperada, súbitamente, sin saber que iba a ser asesinada, evitándole la más mínima fracción de segundo de terror antes de pasar a la nada. Sí, le hacía sentirse más a gusto, mucho más a gusto, haber podido hacer eso siquiera por ellos. Sus muertes habían sido más piadosas incluso que la de Myrtle; ésta se hallaba inconsciente mientras la estranguló, pero había tenido una fracción de segundo de conocimiento de que él la iba a golpear antes de que el puñetazo se estrellara en su cara. Ni Atkins ni la muchacha habían padecido eso siquiera.
El tuvo la oportunidad de dar un paso adelante y tomar a la muchacha antes de que cayera, depositándola suavemente; no hubo ni siquiera el ruido sordo de la caída. Así pudo proceder con tiempo a buscar el dinero, lo cual fue estupendo, porque el dinero estaba bien escondido.
Hubiese sido mejor, en cierto modo, que hubiese dejado el departamento tal como lo había encontrado, para confundir a los investigadores, con el resto del dinero de la muchacha en su bolso y sin prueba alguna de haberse llevado nada. Pero la tarea de encontrar el dinero había sido muy laboriosa y difícil. Para cuando pudo dar con él, era evidente el hecho de que se había realizado un registro en la casa. Y también se lo había impedido el tener que eliminar sus huellas digitales, trabajando para ello durante los primeros quince o veinte minutos con un pañuelo enrollado en cada mano, hasta que tuvo la suerte de encontrar un par de guantes de algodón blancos, de trabajo, lo bastante grandes para que él metiese las manos en ellos. Así había ido hasta el extremo opuesto, poniendo más en relieve todavía que el departamento había sido saqueado, y llevándose el dinero del bolso de mano de Rose, las pocas joyas baratas que encontró, los documentos y las cartas de Atkins dirigidas a ella, que había hallado en la caja de los zapatos junto con la verdadera razón de su búsqueda.
No se marchó hasta que no estuvo completamente seguro de que no dejaba indicio posible detrás de él. Recordó, mientras salía por el zaguán, encender la luz y borrar las huellas del apagador,
Y luego a casa y a trabajar, a trabajar de verdad. A asegurarse que lo tenía todo, que no quedaba ni el más mínimo vestigio de todos los disfraces, que recogía todos los pedazos de papel, todo lo que había quitado a Atkins y lo que había tomado de la habitación de la muchacha, el revólver, las herramientas. Podía haber quemado algunas de estas cosas, pero puesto que no era posible quemarlo todo, era lo suficientemente listo para no incinerar nada. Esto deja cenizas, ¿y qué haces con las cenizas en una casa que se calienta solamente mediante hornillos de gas? Por mucho cuidado que uno ponga, aunque uno crea que ha hecho desaparecer todo residuo de ceniza tirándola por la taza del baño, siempre quedará alguna prueba de que se ha quemado algo. Aunque sólo sea el olor que puede permanecer durante varios días sin extinguirse totalmente.
Algunas pocas cosas se podían trasladar a la imprenta, objetos que procedían de allí originalmente, como las herramientas de grabar y la prensa de mano. Cosas cuya presencia no sería extraña en el taller, pero que no se deberían hallar jamás en su casa.
Todo lo demás se acomodó perfectamente en las dos maletas.
Fue un trabajo muy largo, pero terminó, después de comprobar una y otra vez, cuando todavía era demasiado temprano para que se arriesgara a ir a la imprenta, y mucho más temprano todavía para encontrar abierta una compañía almacenadora. Se preparó el desayuno él mismo, y después había hecho el viaje a su imprenta, a las siete y media, lo bastante temprano para que ninguna de las tiendas cercanas estuviese abierta, pero no demasiado temprano como para que llamara la atención al tener que encender la luz.
Luego, a Manhattan Beach, a media hora de camino en el coche, a esperar que abriera la compañía almacenadora.
Después, el envío por correo del recibo del almacén y la llave de su caja de seguridad del banco a una dirección de lista de correos cercana a la de Santa Mónica, pero no aquélla, donde alguno de los empleados pudiera reconocerlo.
No, no había cometido ningún error en ninguna parte. No había dejado nada por hacer.
No simplemente suerte, como podían decir algunos, por haber podido salir bien librado del asesinato de su esposa. Las cosas se habían torcido varias veces, pero siempre había podido controlarlas, improvisar. Atkins, por ejemplo, se había marchado demasiado temprano de la casa de su novia, echando a perder por unos cuantos minutos su plan original. El hecho de haber encontrado sólo tres de los ocho billetes que debían haber estado en la cartera de Atkins, lo cual había llevado aparejado que tuviese que matar a dos personas en lugar de una.
Dos crímenes en lugar de uno, dos asesinatos perfectos. Perfectos en todos sus detalles. Tres, contando el de Myrtle.
Se sirvió otra taza de café y la llevó a la sala, donde podía estar sentado con más comodidad. Se sentó en el sillón que estaba al alcance del estante donde tenía sus libros sobre crímenes verdaderos y criminales. Lanzó una mirada a los dos favoritos, leídos varias veces cada uno, CRÍMENES FAMOSOS SIN RESOLVER, por Grantham, y ASESINOS ANÓNIMOS, de Brady..., pero no tomó ninguno de los dos. De momento, se sentía feliz de estar sentado y pensando, sin experimentar la necesidad de leer las páginas anodinas. Sobre todo, cuando cruzaba por su mente un pensamiento halagador.
Quizás, aunque su nombre esperaba que nunca se convertiría en el nombre inmortal de un asesino famoso, los crímenes que había cometido la noche anterior podrían fácilmente hacerse famosos, asesinatos famosos acerca de los cuales se podría escribir una y otra vez y ser recordados a través de generaciones y aun de siglos.
¿Por qué no? ¿No tenían todos los elementos clásicos para hacerse famosos? Un muchacho joven y su novia habían sido asesinados la misma noche, no juntos, pero evidentemente por la misma arma manejada por la misma mano. Un individuo misterioso que había preguntado por el joven en su casa de huéspedes y que allí había sabido dónde se encontraba, sería sobre el que recaerían las sospechas, pero al cual no se encontraría nunca ni sería identificado. No se hallaría a nadie, a nadie en absoluto, que tuviese un motivo razonable para matar a los dos en lugares diferentes. La teoría del robo no se podía esgrimir como un verdadero motivo. ¿Sería un antiguo galanteador de la muchacha el que había matado a ella y a su afortunado rival?
Esa sería una de las cien suposiciones y posibilidades, todas muy alejadas de la realidad. Fácilmente se podía convertir en un célebre y eternamente misterioso asesinato doble, del cual se escribiría en libros, revistas y suplementos dominicales, hasta la saciedad.
Volvía a sentir sueño otra vez, pero ya no podía tomar más café, se estaba ahogando ya en ese líquido. Llevó la taza a la cocina, regresó y se volvió a sentar, estirando la mano para tomar un libro que lo ayudara a mantenerse despierto, pero la retiró de inmediato.
¿Por qué no iba a permitirse dormitar un poco? ¿Mientras lo hiciese vestido por completo y sentado en el sillón, qué importancia podía tener? El tenía el sueño ligero; incluso muerto de cansancio como estaba, el timbre de la puerta lo despertaría fácilmente.
Echó la cabeza hacia atrás, suspiró, distendió los músculos y se durmió.
Estaba en una cantina discutiendo con Henry Jennings, el pagador del banco. Jennings estaba borracho, pero él estaba sobrio. Quería marcharse, ir a casa, al lado de Myrtle, y Jennings estaba tratando de convencerlo para llevarse a dos mujeres que se encontraban sentadas en una mesa del rincón de la cantina. Decía a Jennings que amaba a Myrtle y que deseaba tener a Myrtle, no a ninguna otra mujer, pero Jennings, que parecía ser su padre sin dejar de ser Jennings, no hacía sino repetirle que Myrtle no le resolvería nada, que en cualquier caso, si iba a casa, ella no consentiría en ser de él porque no lo amaba, y que lo mejor que podía hacer era decidirse por algo que pudiese poseer. «Y no te costará nada —le decía Jennings—. Es en la logia. Todo es en la logia». Y Conn miró a su alrededor y vio que la reunión de la logia se estaba celebrando allí mismo, en la cantina, y que después de todo había ido a la asamblea. El Custodio del Tigre Real, que era la más alta dignidad de la confraternidad, se encontraba detrás del mostrador vestido de punta en blanco con los atavíos de la logia, sirviendo a los demás.
Todos estaban mirando a Conn ahora y recitando el juramento de hermandad interna de la logia, de manera que él tenía que ir ahora, hasta la mesa del rincón y establecer la amistad para sí mismo y para Jennings. No quería hacerlo, pero tenía que hacerlo. Su padre Jennings le dio unas palmaditas en el hombro y luego se inclinó sobre su oído, murmurándole el santo y seña de la logia.
Luego le dio un suave empujón enviándolo hacia el rincón y Conn se fue abriendo paso entre la multitud, deslizándose entre las mesas hasta llegar donde se encontraban las muchachas. La que estaba al otro lado de la mesa, frente a él, era una guapa trigueña; la otra que estaba vuelta de espaldas, era una rubia y tenía el pelo del mismo color que el de Myrtle. La trigueña lo miró al irse acercando. Sus ojos tenían una mirada cruel y su boca se torció. «Al diablo con ella», pensó Conn. El se dirigiría a la rubia, la que tenía el pelo como Myrtle. Se aproximó a ella por detrás y le tocó en el hombro ligeramente.
Se puso en pie de un salto y se volvió de cara a él. Era Myrtle. Le estaban gastando una broma o cosa semejante. Pero ella lo miraba con ojos de rabia, se levantó y gritó.
Lo más horrible de todo era que la gente de la cantina, toda la logia, se había vuelto hacia él y lo estaba mirando y riéndose. Riéndose tan estruendosamente qué la misma cantina se estremecía, riéndose tan escandalosamente que no podía oír lo que Myrtle le estaba diciendo.
Se volvió y corrió, corrió.
Oleadas de carcajadas lo empujaron fuera de la cantina, lanzándolo a la noche, y se encontró conduciendo su coche.
Con las risotadas resonando todavía en sus oídos, iba conduciendo hacia el sur, por el bulevar Lincoln, hacia Manhattan Beach. Había algo en Manhattan Beach que tenía que conseguir. Era algo importante, terriblemente importante. Pero la carretera estaba resbaladiza, su coche, era el convertible amarillo, no hacía sino deslizarse de un lado a otro, escapándose de milagro de chocar contra los otros coches. Y finalmente resbaló, salió de la carretera para ir a estrellarse contra un muro de piedra de poca altura que cercaba un cementerio. Por encima del muro podía ver las tumbas y las blancas lápidas. Y algo trataba de sacarlo del coche para llevarlo por encima del muro del cementerio, algo que Conn no podía ver y que no quería que llegase a Manhattan Beach y a su seguridad, algo que quería retenerlo aquí.
Estaba gritando al tiempo que forcejeaba para salir del coche, y gritaba mientras trataba de liberar sus tobillos de algo que los sujetaba; luego corrió, corrió por la carretera, adentrándose en la noche. Desde el cementerio, detrás de él, se oían risas, las mismas risas que escuchara en la cantina, las mismas voces.
Después vio la compañía almacenadora, donde él entregaba un trozo pequeño de papel blanco al empleado que estaba al otro lado, quien le estaba diciendo: «Sí, señor Dubinski; sí señor D-u-b-i-n-s-k-i.» Sí, tráigamelo en seguida, le dijo Conn. «¿Cuál es el artículo que está reclamando usted, señor Dubinski?» Y Dubinski-Conn le decía: «No sé, pero tráigamelo en seguida; tráigalo rápidamente, por favor». Y el empleado le respondía: «Muy bien, señor Dubinski. Ahora se lo traigo». Y el empleado desapareció.
Y el empleado volvió, vestido como un ministro de la iglesia protestante episcopal y llevando a Myrtle en sus brazos. A Myrtle muerta y sacando la lengua. El ministro-empleado le mostró a Myrtle y le dijo: «¿Acepta usted esta mujer como...»
El timbre estaba sonando. Arrancó a Conn de su sueño y sacudió la cabeza como para aclarar las ideas. ¡Jesús, qué sueño!
El timbre quería decir que la policía estaba aquí. Volvió a sacudir la cabeza y se puso en pie. Tenía que poner en claro sus pensamientos rápidamente.
Entonces volvió a sonar el timbre, pero ahora ya estaba lo bastante despierto para darse cuenta de que era el tintineo del teléfono y no el timbre de la puerta.
Cada cosa volvió a su lugar y Conn va estaba despierto del todo cuando se aproximó al teléfono y habló.
—Diga. Habla Darius Conn. Oyó la voz suave de un hombre.
—¿Puedo hablar con la señora Conn, por favor?
—¿Qué? —Le pareció que no había oído bien.
—La señora Myrtle Conn, por favor. ¿Está ahí?
—No. ¿Quién habla?
—La peletería Carter, señor Conn, del bulevar Wilshire. La señora Conn compró una capa aquí, hace dos años.
—¿Y qué quiere? —Sí, recordaba aquella capa perfectamente. ¡Qué batalla había desencadenado Myrtle para conseguirla! Y los largos meses que le había costado pagarla a él.
—Un gran número de clientes nuestros que tienen capas, señor Conn, están ordenando que se les hagan estolas para la primavera. Y este mes nosotros estamos haciendo una oferta especial para los que deseen que se les haga ese cambio. Si a la señora Conn le interesa...
—A la señora Conn no le interesa —le cortó Conn—. Murió hace un año.
—¡Oh! Siento mucho haberlo molestado, señor...
Conn colgó el aparato.
Volvió otra vez al sillón y se sentó. Vaya un momento más asqueroso que habían elegido para llamar por teléfono a Myrtle. Al cabo de más de un año. Conn había recibido llamadas preguntando por ella varias veces durante las primeras semanas, incluso meses, después de su muerte. Llamadas de establecimientos o de personas que, al parecer, la conocían ligeramente y no habían leído su muerte en los periódicos.
Encontró un tanto irritantes aquellas llamadas entonces, pero ninguna de ellas le había producido el choque súbito de ésta. Pero era probablemente porque hacía tanto tiempo que no había ocurrido que se había olvidado que pudiese suceder.
¿O era porque estaba soñando con Myrtle cuando le despertó el teléfono? Había estado soñando con ella, pero ahora no podía recordar en qué había consistido el sueño. Salvo que se acordaba que estaba pensando, ¡Jesús, que sueño!, cuando todavía recordaba al menos parte de él.
No tenía importancia. Los sueños no quieren decir nada. Gracias a Dios que él no era supersticioso como lo había sido Myrtle. Siempre estaba comprando horóscopos de astrología, para cerciorarse de si hoy iba a ser un día de suerte para ella o de desgracia. ¿Habría comprobado el horóscopo del último día de su vida?, se preguntó Conn. En ese caso, ¿qué le había dicho?
Pero la ruina de Myrtle no había sido su mala suerte, sino su propia maldad y error de juicio. La suerte, desde el punto de vista de ella, era lo que le había llevado a casa a él demasiado temprano. Pero Conn no le hubiese puesto la mano encima si no hubiese sido por las palabras y acciones de ella, por las cosas intolerables que le dijo. Fue una estupidez por parte de ella no adivinar que quizás lo estaba empujando más allá del límite.
La superstición y la suerte no eran más que tonterías. Desde luego, uno tiene oportunidades buenas y malas, pero lo que importaba era lo que uno hacía en relación con ellas. Había que sacar partido de las buenas y ser lo bastante inteligente para cambiar los planes que uno tuviese e improvisar cuando eran malas.
Encendió un cigarrillo y luego consultó su reloj. Le sorprendió ver que ya era casi el mediodía. Debió haberse quedado dormido un par de horas, antes de que el teléfono lo despertara.
Dudó entre si prepararse algo de comer en la cocina o ir al restaurante, y resolvió que el aire fresco y conducir el coche unos cuantos minutos por la calle le haría bien. Además, podría comprar un periódico y ver si ya había trascendido la noticia.
En ninguno de los dos matutinos que compró antes de entrar en el restaurante y que estuvo leyendo mientras comía, venía publicado nada. Eso no quería decir, por supuesto, que no se había encontrado el cuerpo de Atkins. Eso tenía que haber ocurrido hacía horas. Pero puede que no hubiese sido identificado para la hora en que estos periódicos tenían que entrar en prensa, y entonces la historia quedaba reducida a una cosa breve. Claro que no sería una noticia importante hasta que se encontrara el cuerpo de la muchacha y se estableciera una relación entre los dos asesinatos. O, lo que era más probable, no establecerían realmente una relación entre ellos. Encontrarían muerta a la muchacha Harper cuando fueran a verla como novia de Atkins, después de haber identificado a él. Aún entonces no se les ocurriría pensar nada cuando, tras llamar una o dos veces, la muchacha no respondiera a las llamadas de la puerta ni del teléfono. A menos que la echasen en falta en otra parte...
Dejó los dos periódicos en el restaurante cuando se fue.
La casa estaba tal como la dejó al salir. Anduvo dando vueltas por allí durante un rato, sin saber qué hacer. Ahora no tenía sueño y decidió que podía pasar así el resto del día hasta que fuese una hora razonable para acostarse, por la noche, sin necesidad de dormitar más.
Pero tenía los nervios demasiado tensos para poder leer. ¡Maldita sea!, ¿por qué no venían de una vez ahora y acababan para que él pudiese sosegarse? No estaba preocupado, pero se sentía tenso y un poco excitado.
Sin embargo, mató el tiempo haciendo pequeños trabajos en la casa y limpiándola un poco. El conservaba la casa mucho más limpia que Myrtle. Y la tarde se pasó de una manera u otra.
Hacía unos minutos que acababan de dar las cinco cuando, finalmente sonó el timbre de la puerta.
Se acercó hasta ella y al ver quién era la abrió de par en par. Era Charlie Barrett y venía solo.
—Hola, Charlie. Pasa, pasa. Charlie le devolvió la sonrisa.
—Hacía tiempo que no te veía, Darry. Voy a entrar, pero nada más un minuto. Vengo por un asunto oficial, un asunto de la policía.
Entraron en la sala y se sentaron. Charlie dejó su sombrero panamá sobre la mesita del café.
Conn le dijo:
—Charlie, ¿quieres decir que por fin tenéis algún indicio acerca de...?
La cabeza ligeramente calva de Charlie Barrett negó tristemente.
—Lo siento, no. No es nada de eso. Oye, Darry, ¿tú conoces a un tal Claude Atkins?
—¿Claude Atkins? Sí. Es decir, he estado con él una vez, hace un par de noches. Cambiamos los coches.
—¿Así, tan de repente? ¿Cómo fue eso?
—Creo que fue una cosa impulsiva por parte de los dos, pero lo cierto es que así sucedió. Oye... ¿No habrá dificultades con el coche, verdad? Quiero decir, ¿no me daría un coche robado o algo semejante?
—No, nada de eso. Es que este Atkins fue asesinado anoche; él y su novia, los dos. Todavía no tenemos ningún indicio; simplemente estamos interrogando a todos los que los conocían o tenían relaciones comerciales con ellos, eso es todo. Y en su habitación encontramos la tarjeta de registro de tu coche firmada con tu traspaso a él. De manera que eso es todo. Simplemente, quiero saber qué me puedes decir tú en cuanto a él o al trato que hicisteis los dos.
—Sí, hombre. Sólo que no hay mucho que contar. ¿No quieres tomar una cerveza? Tengo algunas latas en el refrigerador.
—No, es mejor que... Bueno, sí, ¿por qué no? No suelo beber durante el tiempo que estoy de servicio, pero ésta es mi última tarea antes de ir a cenar, de manera que no tiene gran importancia.
Conn se acercó al refrigerador y volvió con una lata de cerveza para cada uno de ellos. Se sentó y puso las piernas por encima del brazo del sillón.
—Fue anteanoche —le dijo—, el jueves, cuando encontré al individuo en una cantina del bulevar Lincoln, en Venice, al otro lado de la calle, mirando desde el teatro Lido. ¿Sabes dónde es?
Charlie Barrett asintió.
—¿A qué hora?
—Al anochecer, a las siete aproximadamente. Tenía la idea de ir a ver la película que estaban proyectando allí. El día antes pasé yo con el coche por el Lido y vi que anunciaban una película de Alec Guinness. Pensé que estaría aún en el programa el jueves, y me arriesgué a ir. Pero la habían cambiado por una de esas porquerías de vaqueros. Es por esa razón que me fui a la cantina. Pensé que ya que había salido de casa podía tomar algo. Por eso estoy seguro de la hora también, porque había pensado ir a la primera función. Este Atkins era la única persona que estaba en el bar y nos pusimos a hablar. Al principio creo que fue sobre el tiempo. Después fue algo referente a los coches. Dijo algo de las ganas locas que tenía de conseguir un convertible, y yo le dije que debía estar un poco loco para quererlo, que yo tenía uno y que estaba rabiando por poseer un cupé o un sedán, cualquiera de ellos, en lugar del que tenía. ¡Maldito convertible aquél, Charlie! Lo compré sólo para dar gusto a Myrtle, ya te acordarás de eso.
—Sí.
—Bueno, entonces me preguntó de qué año era mi convertible, y cuando le dije que era del cuarenta y uno, pareció interesado. Dijo que su sedán era del mismo año y que por qué no los cambiábamos; y me preguntó dónde tenía el coche. El suyo lo tenía estacionado allí mismo, afuera.
»Le dije que el mío también, y que nada nos costaba mirarlos. Así que terminamos lo que estábamos bebiendo (era lo primero que tomábamos, al menos en lo que se refiere a mí) y salimos fuera a ver nuestros coches. El primero que vimos fue el convertible. Entonces él se volvió atrás en cuanto a lo que había dicho de cambiarlos mano a mano, sobre todo después de haber oído cómo marchaba el motor; sin embargo, después que vi y probé el de su coche, no podía decir que le faltaba razón. Lo tenía en una condición estupenda y el motor zumbaba con un suave ronroneo de gato, y el mío... Bueno, necesitaba no poco trabajo para dejarlo en la condición que tenía el suyo. Y sus llantas también eran mucho mejores.
»Volvimos, pues, a la cantina y estuvimos discutiendo un rato acerca de los coches. Tomamos otro vaso. No tuvimos que regatear mucho, él quería cien dólares de diferencia y yo le ofrecí setenta y cinco, cerrando el trato en noventa. Creo que hice un buen negocio. Oye Charlie, ¿no quieres echar una mirada al nuevo coche?
—¡Cómo no! —contestó Charlie—. Yo mismo te lo iba a sugerir, aunque por otra razón. ¿No dejó ningún documento en el cajón de los guantes o alguna cosa en la cajuela o en otra parte? —Se levantó.
—No —dijo Conn—. Lo examiné todo. Pero siéntate hasta acabar la cerveza. El coche no va a echar a correr. En fin, me parece que eso es todo lo que te puedo decir.
Charlie dejó escapar un gruñido y se volvió a sentar.
—¿Es eso todo lo que hablasteis? ¿Del tiempo y los coches?
—Eso es todo lo que yo recuerdo. ¿Qué puede importar eso?
—Simplemente porque podrías decir algo que nos diese una pista, eso es todo. Por ejemplo, tenemos esa cantina al otro lado del Lido donde te encontraste con él. ¿Crees tú que la solía frecuentar o entró allí por casualidad, como tú?
Conn se quedó pensando.
—Oye, no tengo la menor idea. El no hizo ninguna mención que revelara una u otra cosa... Espera, creo que recuerdo algo. Tuvo que ir al baño una vez y preguntó al cantinero dónde estaba. Había un letrero, pero desde el lugar donde estábamos sentados no lo veíamos. De modo que no podía haber ido allí regularmente.
Charlie se rió.
—Oye, Darry, tú deberías ser detective. Bueno, en cualquier caso examinaremos el lugar y mostraremos su fotografía a los cantineros. ¿No mencionó nombres de amigos o algo semejante?
—No. Ni siquiera mencionó dónde estaba trabajando. Dijo que era mecánico, aunque ya creo que te lo he dicho. Eso surgió cuando estábamos hablando de los coches.
—¿No has oído hablar nunca de una muchacha llamada Rose Harper?
—No. ¿Era su novia, no, la que dijiste que fue asesinada con él?
—Sí, vivía por Pico. ¿Estás seguro que ésa es la única vez que viste a Atkins o que hablaste con él?
—Positivamente seguro.
Charlie suspiró.
—Bueno, pues creo que no hay nada más. ¡Ah, qué demonio! Si tú estás seguro de haber examinado la cajuela y el cajón de los guantes, no tiene objeto que yo examine otra vez el coche.
—Lo hice yo y lo hizo Atkins —dijo Conn—. Firmamos e hicimos el traspaso de nuestros documentos de registro y nos cambiamos las llaves en la misma cantina. Pero luego, cuando salimos fuera, y antes de separarnos, los dos miramos en nuestros respectivos coches para asegurarnos de que no dejábamos nada personal en ellos.
—Eso está muy bien. Bueno, creo que es mejor...
—Oye, espera un minuto... Quiero saber a qué viene todo esto. Vienes aquí, entras y me dices que ha habido un doble asesinato, uno de ellos una persona a la que conocí y con la que estuve hablando hace un par de días apenas. Despiertas mi curiosidad no contestando mis preguntas hasta que no has terminado las tuyas, ¿y ahora te vas a marchar dejándome en la luna? No, amigo. Te quedas ahí.
Conn se fue a la cocina y un minuto después volvió con otras dos latas de cerveza. Una de ellas se la alargó a Charlie Barrett.
—Y ahora, cuéntame —le dijo.
Charlie se rió.
—Me había olvidado por completo, Darry, de que eres lo que pudiéramos llamar un perito del crimen. Bueno, no tengo mucho tiempo disponible, pero tampoco nosotros, por nuestra parte, sabemos mucho, de modo que creo poderte dar un resumen. Y una cerveza más no me va a matar. Pues bien, esta mañana, a las siete cincuenta, recibimos una llamada. Habían encontrado un cadáver en una calleja de la parte posterior de Wilshire. No en la calleja exactamente, sino en una zona de estacionamiento contigua. Al principio parecía un caso ordinario de asalto y robo. La cartera había desaparecido y no se encontró ningún documento de identificación. Muerte producida por un golpe contundente en la parte posterior de la cabeza con un objeto duro y pesado... Puede haber sido una pistola o una llave inglesa. Trasladamos el cadáver.
—Yo creí que habías dicho que era un doble asesinato —le interrumpió Conn.
—Y lo fue. Pero no te precipites; ya llegaré a esa parte. Lo trajimos y conseguimos una buena foto para la identificación. Luego salieron un par de muchachos y comenzaron a hacer investigaciones entre los establecimientos de las cercanías para ver si alguien lo conocía. Por aquí no conseguimos averiguar nada. Mientras tanto, la autopsia reveló que la causa de la muerte era lo que ya sabíamos nosotros y que había ocurrido hacia la medianoche. Aparte de eso, naturalmente, comprobamos con Los Ángeles para ver si no faltaba algún pelirrojo. Así es como estaban las cosas cuando yo entré al mediodía a trabajar.
—¿Al mediodía?
—Sí, esta semana estoy trabajando en una especie de turno redondo. Comenzamos al mediodía y damos la vuelta hasta el otro. En fin, hacia las doce y media el capitán nos llama, a mí y a Pete Kuzwa, a quien conoces, Darry (estamos trabajando en pareja ahora), y nos dice que acaba de recibirse una llamada de una señora Norbell, que regentea una pensión en la calle Worth. Dicha señora dice que esta preocupada porque un huésped suyo no ha ido a casa en toda la noche y que tampoco había aparecido a la hora de comer. Y que, según la descripción que había conseguido de ella, el individuo era pelirrojo y todos los demás detalles parecían coincidir con el del individuo encontrado por la mañana. Nos dijo que fuésemos Kuzwa y yo por allí con una de las fotos para hacer la identificación y ver qué otra cosa podíamos saber de paso, si es que se trataba del individuo en cuestión.
»Allá nos fuimos. La señora Norbell se echó a llorar en cuanto le enseñamos la fotografía tomada en la sala de autopsias; Atkins llevaba dos años de huésped en su pensión y le había tomado afecto. La tranquilizamos y conseguimos los datos de él. Lo había visto por última vez la tarde anterior, alrededor de las cinco y media.
»Atkins llegó entonces de trabajar, se aseó de arriba abajo porque iba a tener una cena de cumpleaños con su novia (había hablado de esto a la señora Norbell un par de días antes) y le dijo que no lo esperara a cenar. Era el cumpleaños de su novia, no el suyo, pero la muchacha lo iba a celebrar preparándole la cena en su propia casa.
»La señora Norbell nos dijo que poco después de haberse marchado Atkins, llegó por allí un tipo de aspecto extraño (nos dio una descripción detallada del individuo) preguntando por Atkins, y parecía ser tan importante para él verlo, que le dijo dónde estaba Atkins, es decir, el nombre de la muchacha, y dejó que buscara en el directorio de teléfonos la dirección de ella.
»Nosotros, es decir Kuz y yo, buscamos también la dirección y nos fuimos como balas a hablar con la muchacha. Es un departamento situado encima de un establecimiento, en Pico. Como no recibimos respuesta cuando llamamos a la puerta, comenzamos a preguntar a los vecinos para ver si sabían dónde trabajaba. Encontramos a la portera de los departamentos, quien nos dijo que sabía que trabajaba en un restaurante, en dirección al centro de la ciudad. Llamamos por teléfono allí y descubrimos que la muchacha debía haberse presentado a trabajar en un turno temprano de la mañana, pero no había aparecido por allí. Conseguimos una llave de la portera y entramos en el departamento. Allí la encontramos. Asesinada de la misma manera que Atkins, probablemente con la misma arma, aunque había recibido el golpe encima de la cabeza, hacia la parte delantera. O bien fue golpeada de frente cuando abrió la puerta o bien conocía a su matador y lo dejó entrar, permaneciendo frente a él mientras descargaba el golpe, pero sin tener tiempo para esquivarlo ni para lanzar un grito.
Conn preguntó:
—¿Cuál de los dos fue asesinado primero?
—No estamos seguros. El doctor cree que fue Atkins, pero todavía no ha hecho las autopsias por completo. Eso revelará si cenaron juntos, y no hay ninguna razón para suponer lo contrario. En ese caso, nos podrá informar con bastante precisión acerca de cuánto tiempo después de la cena vivió cada uno de ellos.
—¿Estaba usando Atkins su coche, el convertible?
—Sí. Apareció esta tarde, estacionado a unas pocas manzanas de donde encontramos su cuerpo. Suponemos que el asesino lo condujo allí, después de haberlo manejado Atkins. El volante, y la mayor parte de las cosas que toca generalmente un chofer, estaban completamente limpias.
—¿No habéis averiguado quién era el tipo que preguntó por Atkins en la casa de pensión?
—Todavía no, pero estamos seguros de que ése es el asesino. Lo hemos localizado en las cercanías del departamento de la muchacha a hora temprana de la tarde, y una vez más ya a hora avanzada. Teníamos ya una descripción bastante buena de él por parte de la señora Norbell, y como se enteró de la dirección de la muchacha, cosa que nosotros presumimos era para ir hacia allá, hicimos uso de la descripción para investigar por la vecindad. Ninguno de los otros inquilinos del edificio lo había visto, pero a una manzana de distancia hay una cantina; localizamos al cantinero de servicio en la noche y dimos en el clavo. Estuvo allí dos veces, una vez por la tarde, temprano, probablemente inmediatamente después de dejar la casa de pensión, y la otra ya tarde; según cree el cantinero, ya era pasada medianoche, pero no puede decirlo con más exactitud. En cada una de las dos veces sólo bebió una vez y usó el teléfono.
Sin preguntarle esta vez a Barrett, Conn se fue a la cocina y trajo dos cervezas más. Charlie Barrett fingió poner el gesto hosco.
—¿Estás tratando de emborracharme para que cante todo? —le preguntó—. Bueno, está bien, pero definitivamente ésta es la última, ¿eh, Darry? Tengo que verme otra vez con Kuz y volver a trabajar inmediatamente después de cenar.
Conn le preguntó:
—¿Cómo ves tú el caso hasta ahora?
—En fin, hasta ahora no tenemos la menor suposición en cuanto a los motivos. Pero aparte de eso, el problema se plantea con bastante sencillez. El tipo que preguntó en la casa de huéspedes, vamos a llamarlo John Doe, es al individuo a quien andamos buscando. En cuanto a eso, no hay muchas dudas.
»Desde la pensión, John Doe se va derecho a la vecindad de la muchacha, pero en lugar de aparecer por allí de sopetón llama por teléfono desde la cantina más cercana y habla con Atkins, que está en el departamento de la muchacha. Creo que o bien concertó entonces una cita para subir a la casa y ver a Atkins allí, o bien quedó de acuerdo con Atkins para encontrarse en algún otro sitio posteriormente. Lo más probable es que fuera para verse más tarde. Eso concuerda mejor, ya que Atkins no fue golpeado sino hasta hora muy avanzada.
»Por lo tanto, se encuentra con Atkins y le da el porrazo, Luego regresa a Pico, llama al número de la muchacha por segunda vez y le cuenta un cuento chino que hará que la muchacha le abra la puerta si sube. Y, efectivamente, sube y la mata.
»Pero, ¿por qué? Quiero decir, él tenía algún motivo para asesinar a Atkins, pero ni siquiera conocía a la muchacha, ya que tiene que enterarse de su nombre en la pensión y mirar el número del teléfono y la dirección en el directorio de allí.
»Tenía que matar a la muchacha porque ella sabía quién era, después de la primera llamada, cuando concertó la cita con Atkins. Eso quiere decir que su negocio con Atkins debe haber sido más o menos honrado y que le dio su verdadero nombre. Luego debió pensar que Atkins podía haber dicho a la muchacha de quién era la llamada y acerca de qué asunto, y que, naturalmente, el relato de ella lo denunciaría irremisiblemente.
Charlie bebió otro trago de cerveza.
—Nosotros nos imaginamos —le dijo— que cualquiera que fuese el negocio que tenía con Atkins, no dio origen al asesinato de ninguna manera. Hay dos razones para ello. ¿Las ves?
—Veo una de ellas —dijo Conn—. Si él hubiese estado planeando matar a Atkins no hubiese necesitado involucrar a la muchacha en absoluto al llamar a Atkins por teléfono allí. Simplemente podía haber esperado fuera la salida de Atkins, seguirlo y alcanzarlo en alguna parte. De haber sabido él, cuando hizo la llamada por teléfono, que iba a matar a Atkins, se hubiese dado cuenta de que por razón de su telefonema tenía que cometer dos asesinatos en lugar de uno, doblando el riesgo suyo. Pero ¿cuál es la otra, Charlie?
—Tan simple como la que acabas de mencionar. Si hubiese estado planeando el asesinato, no se hubiera presentado en persona a la pensión dejando a la patrona en situación de proporcionarnos una buena descripción. En lugar de eso hubiera llamado por teléfono a la casa de huéspedes y tratado de obtener una cita con Atkins en cualquier parte. Y entonces nosotros no sabríamos ni una palabra de él. Pero así lo atraparemos. Encontraremos a alguien que conozca a Atkins, que conozca a una persona que se ajuste a esa descripción. Eso es todo lo que necesitaremos. A menos, por supuesto, que tengamos alguna otra cosa que cambie la decoración.
—¿Como qué, por ejemplo? —sugirió Conn,
—Como descubrir que Atkins estaba mezclado con alguna pandilla de maleantes. Pero eso no parece probable. Parece que vivía de acuerdo con sus ingresos, o quizás un poquitín fuera de ellos, ya que no hemos podido encontrar que hubiese ahorrado nada; pero de todos modos no ha estado viviendo a lo grande, ni derrochando más dinero del correspondiente a su sueldo como mecánico.
—¿Sabéis vosotros cuánto tenía él anoche?
—No podían ser más de cien dólares, incluso con los noventa que recibió de ti por el cambio de coches. ¿Fue en efectivo?
Conn hizo un gesto afirmativo.
—Aun así, no es suficiente para ser asesinado. Hoy debía haber recibido su paga, es sábado. No tenía que trabajar, era su día libre. Pero siempre iba por allí a cobrar. Y como quiera que siempre estaba pidiendo prestado hasta la víspera del día de liquidación, según nos dicen en el taller, seguro que no tendría mucho más que lo que recibió de ti, eso si lo tenía todo íntegro. No, nuestra suposición es que le quitaron la cartera simplemente para despistar y quizás para retrasar la identificación. Sin que eso quiera decir que el asesino hubiese despreciado los noventa dólares, más o menos.
—Pero eso no es suficiente para llevar al asesinato —dijo Conn—. Sobre todo si el asesino se imaginó que matar a Atkins haría necesario cometer un segundo asesinato nada más que con el objeto de cubrir el primero. ¿Robó en la casa de la muchacha?
—La casa ha sido registrada y el dinero ha desaparecido del bolso dé la muchacha. Pero no debe haber conseguido mucho allí. Probablemente no tanto como lo que le quitó a Atkins.
—¿En qué os basáis para suponer eso?
—La muchacha tenía una cuenta de ahorros; encontramos la libreta en su bolso. Doscientos cuarenta y tantos dólares. Pero el asunto es que la libreta revela que había estado ahorrando de manera regular cada semana. Diez, doce, a veces incluso hasta quince dólares. La gente que ahorra de esa manera, en cuentas de ahorro regulares, no esconde el dinero debajo de los colchones. La gente se ajusta a una norma que corresponde a su manera de ahorrar, si es que ahorran. Si resulta que Rose Harper tiene más ahorros que ésos, será en bonos de guerra, en certificados de ahorro postal o en alguna otra forma, en una caja de seguridad en el banco. Eso lo comprobaremos la semana que viene.
Dejó la lata de cerveza vacía sobre la mesa y se puso en pie.
—Bueno, Darry, tengo que correr. Pero, oye, ¿no te he preguntado si conoces tú a alguien que conociera también a Atkins? ¿Amigos mutuos, conocidos; no lo viste nunca con alguna otra persona?
—No. Con toda seguridad. Sólo lo vi esa vez que te he dicho, y entonces estaba solo. Y ninguno de los dos mencionó a nadie. Nuestro encuentro y nuestra conversación fueron puramente accidentales, como te lo dije antes.
—Muy bien. Pero en fin, de todos modos podías conocer a este sujeto sin saber que tenía conexión alguna con Atkins. Aquí tienes el retrato aproximado del aspecto de John Doe: Un metro ochenta de estatura, unos noventa kilos de peso, bien rasurado, cara redonda con quijada más bien ancha. No lleva gafas. La patrona de la pensión tiene idea de que sus ojos y pelo son oscuros, pero no está segura en cuanto al pelo porque no se quitó el sombrero. Llevaba un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata; lleva... o llevaba, un sombrero de fieltro oscuro con el ala bajada a todo su alrededor.
Conn meneó la cabeza.
—No me dice nada eso, lo siento, Charlie. Pero te deseo que tengas suerte. Atkins parecía ser un muchacho muy agradable.
SU NOMBRE ERA JOYCE WILLIAMS, manifestó Joyce, totalmente sorprendida de que se lo preguntaran. Quienquiera que fuese la persona que contestaba el teléfono de la pensión donde se hospedaba Claude Atkins, ¿preguntaba siempre quién era el que llamaba en lugar de limitarse a trasmitir el recado a la persona por quien se estaba preguntando? Las secretarias de los hombres de negocios protegen a sus jefes siguiendo ese sistema, pero Joyce no había oído en su vida que la dueña de una casa de pensión quisiera saber quién era el que llamaba cuando uno solicitaba hablar con uno de sus huéspedes. Distraídamente, estuvo a punto de decir que era Joyce Dugan, pero recordó que Claude no sabía aún que había estado casada y que, por lo tanto, el nombre de Dugan no le diría nada.
Y ahora, después de preguntar quién era la que llamaba, la mujer le estaba diciendo:
—El señor Atkins no está aquí. ¿Quiere darme su número por favor para que él la llame?
—No, muchas gracias —dijo Joyce y colgó el aparato.
Permaneció un momento en la cabina telefónica, mirando al aparato y dudando entre sentirse ofendida o furiosa. Finalmente pensó que experimentaba ambas sensaciones.
Claude había afirmado con toda seguridad que estaría allí, que no faltaría si ella lo llamaba al mediodía, y ahora resultaba que no estaba. O si había estado allí exactamente al mediodía (ahora eran las doce y diez) no había esperado, no le había dado ni siquiera diez minutos de margen, lo que era peor todavía.
¿Es que se había olvidado completamente de su cita, de que le iba a llamar? Si no se había olvidado, lo menos que podía haber hecho es dejar algún recado para ella. Joyce se daba cuenta ahora de que eso podía explicar el por qué la dueña de la casa de huéspedes le había preguntado quién llamaba; Claude podía haberle dicho: «Si no estoy de regreso para el mediodía y llama una muchacha de nombre Joyce Williams, dígale por favor...» Pero Claude no había dejado recado, pues de otro modo la patrona se lo hubiese dicho.
Salió de la cabina telefónica del restaurante donde acababa de comer temprano, salió del establecimiento y quedóse indecisa un momento en la acera, sin saber qué hacer.
¿Regresaría a su nueva habitación y reanudaría el trabajo de ir ordenando y disponiendo las cosas, aposentándose? Eso era lo que pensaba hacer después de llamar a Claude y hasta la hora que él dijera que pasaría a recogerla.
Pero ahora no tenía ganas de hacerlo. Ahora que la tarde del domingo, en la que tanta ilusión había puesto, se había, echado a perder. Y estaba echada a perder; porque ella no se iba a poner en ridículo ni iba a apresurarse a volver a llamar, y no había otra manera de que Claude se pusiese en contacto con ella.
Hasta mañana por lo menos, en cualquier caso. El sabía dónde trabajaba y podía darse una vuelta. O si estaba trabajando podía llamarla por teléfono. Y si le daba una explicación razonable, o si se mostraba arrepentido, aunque la explicación no fuese muy convincente, entonces ella lo perdonaría y podrían ponerse de acuerdo para otra cita. Pero después de haberle dicho que estaría allí para cuando llamara ella y luego no aparecer, ni haber dejado siquiera un recado, era a él, indiscutiblemente, a quien correspondía dar el siguiente paso. De ninguna manera a ella.
Pero aquello echaba a perder todo el día de hoy. Tan alegre y tan feliz que se había sentido ella hasta ahora..., Precisamente por su cita con Claude, la primera cita desde hacía mucho tiempo, pero mucho, que había esperado con verdadero afán. Y también por su buena suerte al encontrar, después de haber estado todo el día de ayer buscando arduamente, una habitación que era mucho más agradable que la que había dejado en casa de la señora Prescott, y que no le costaba más. Era más de la mitad más grande que la otra y aún aparentaba serlo más porque tenía un sofá en lugar de cama. Y el sofá era muy cómodo para dormir. Por otra parte, sería una habitación estupenda para el verano por su ventilación, con ventanas en dos lados, una de las cuales daba directamente a la salida de incendios. Estaba en el cuarto piso y en la parte posterior del edificio, bastante lejos de la calle, de modo que los ruidos del tránsito no la molestarían. Era una habitación maravillosa. Se alegraba ahora de haber tenido aquel altercado con la señora Prescott y de haberle dicho que se iba.
Pero no quería regresar a ella ahora que sabía que no estaría esperando allí que Claude pasara a recogerla.
¿Se ofrecería a sí misma el consuelo de ir al cine? ¿O llamaría por teléfono a una o varias de sus amistades para darles su nueva dirección y averiguar si tenían hechos planes para la tarde? Joyce pensó que en realidad no tenía ganas de ver a nadie hoy, ahora que no iba a ver a Claude. Ganó la batalla el cine. Es decir, si abrían tan temprano. Pensó que sí lo harían. Algunos de ellos, por lo menos, los domingos tenían función continua desde el mediodía.
Echó a andar hacia la calle Tercera, a pocas manzanas de distancia. Allí se encontraban dos salas, separadas solamente por una calle, y otra al volver la esquina de la calle Tercera y el bulevar de Santa Mónica.
A la primera que llegó, la sala Strand, encontró que estaba abierta y las dos películas parecían estar bien. Una de ellas era un film musical, con buenos actores de canto y baile, y la otra era una película de crimen e intriga; no había oído hablar nunca de ella, pero el reparto parecía bueno, de modo que no podía ser una cinta de segunda categoría.
Compró su entrada y pasó adentro. Encontró un lugar donde le gustaba sentarse, hacia la mitad del patio de butacas. La película de misterio ya se estaba proyectando, y debía hacer rato que estaba en la pantalla porque no pudo darse cuenta de la trama. De todos modos, se puso a pensar en Claude Atkins y a preguntarse qué había ocurrido, si verdaderamente se había olvidado que le había dicho que estaría en casa al mediodía o si algo realmente importante le había impedido encontrarse allí.
Tal vez le daría una oportunidad más. Lo llamaría otra vez. A lo mejor él había estado tratando de llegar a casa para el mediodía con objeto de recibir su llamada, pero no había podido evitar que lo retrasaran. Ahora eran poco más de las doce y media, y...
No. Puede que fuese un orgullo estúpido, pero ya estaba dicho. No lo volvería a llamar por segunda vez. ¡Qué sensación de ridículo sentiría si Claude aún no estuviese allí! Pero dejaría su nombre, a fin de que supiese que ella había llamado, tal como dijo que lo haría, y si eso tenía realmente alguna significación para él, ya haría algo mañana.
Poco a poco comenzó a sentirse interesada por la película. Se parecía un poco, aunque no mucho, a Perdóneme, me equivoqué de número. Se trataba de una mujer a la que alguien quería asesinar, pero en Perdóneme, me equivoqué de número, la mujer se había enterado de que alguien la quería asesinar, después de transcurrido algún tiempo, claro está, y trataba a toda costa de obtener ayuda sin conseguirlo. En ésta, la película iba alternativamente de la mujer al asesino y viceversa, el público sabía que estaba en peligro, pero ella lo ignoraba. No tenía ni la más leve sospecha del riesgo que corría. Y el peligro aumentaba a medida que la película avanzaba.
Fue una cinta de terror y se alegró cuando terminó y dio principio la comedia musical. Se sintió contenta de que cosas como aquélla no ocurriesen en la realidad, no les sucediese a personas como ella, vaya.
La cinta musical fue muy buena. Canciones bonitas, bailes maravillosos y un argumento ligero y sin importancia, pero que era divertido y en algunos momentos verdaderamente chispeante. Era el tipo de película que a Joe Dugan le hubiese gustado ver. Joe había sido un aficionado al canto y al baile bastante bueno, y siempre sabía apreciar el verdadero talento en cualquiera de los dos campos. Siempre la llevaba al cine, por lo menos dos veces por semana, y nunca se perdían una película musical. Algunas veces, cuando andaban bien de fondos, la llevó a ver una revista de verdad, cuando coincidía con alguna representación en uno de los teatros de la ciudad.
Aquel año de matrimonio con Joe había sido maravilloso. Pero tenía que olvidar, se dijo a sí misma. Habían pasado dieciséis meses y no tenía más remedio que olvidar.
Afuera del cine el brillante resplandor del sol la dejó sorprendida momentáneamente, como le ocurre a uno siempre que sale de la oscuridad del cine a la claridad del día.
No eran más que las tres y veinte. Eso era lo malo de ir al cine tan temprano, aunque fuese programa doble, que no mata toda la tarde.
Joyce lanzó un suspiro. Lo mejor que podía hacer era regresar a su habitación y terminar el trabajo que todavía le quedaba por hacer para instalarse. Podía entrar en una sal chichonería y comprar algo para prepararse la cena y para el desayuno de mañana por la mañana. La habitación tenía una cocina pequeñita que estaba muy bien. Pero el desayuno y la comida de hoy los había hecho fuera porque quiso limpiar la cocina y lavar todos los platos y utensilios de cocinar antes de usarlos, pero todavía no había podido hacerlo. Sería la siguiente faena que empezaría.
Encontró una salchichonería abierta y, después de hacer sus compras, se fue para casa. Subió los tres tramos de escaleras y siguió por el pasillo hacia la puerta de su habitación. Se detuvo al lado del teléfono automático que estaba a mitad del pasillo y miró al cuaderno que se encontraba sobre la pequeña mesita situada debajo y a un lado del aparato. Si alguien había llamado preguntando por ella mientras estuvo fuera, allí estaría el recado, en el cuaderno de papel. Pero ¿cómo podía haber llamado nadie preguntando por ella si no sabían su dirección? El cuaderno estaba en blanco. Debería llamar a la señora Prescott y darle el nuevo número de teléfono para si alguien llamaba preguntando por ella a la antigua dirección supiesen cuál era el nuevo número. Ya había dado la nueva dirección a la señora Prescott, pero no se le ocurrió tomar nota del número del teléfono y por eso no se lo había dado.
Prosiguió su camino hacia la habitación y entró, decidida resueltamente a comenzar a trabajar en cuanto se pusiese un delantal. Primero el refrigerador, para poder guardar la comida. Luego hizo una pila con los platos, los puso en el fregadero y limpió el armario. Empezó con los platos. Estaba secando el último cuando oyó el débil sonido del timbre del teléfono. Dejó el plato y el paño de secarlo y se dirigió rápidamente a la puerta. La abrió y salió al pasillo.
Pero otra muchacha, alta y pelirroja, venía en dirección opuesta y estaba más cerca.
—Yo contestaré, querida —le dijo. Joyce se detuvo, pero no se movió de allí hasta que oyó que la pelirroja decía: «Sí, habla Marilyn», Volvió entonces a su habitación. Abrió la parte inferior del armario y miró a los pucheros y cacerolas, decidiendo, después de lanzar un suspiro, que ya había hecho bastante trabajo por hoy y que ya se encargaría de ellos mañana por la tarde, salvo los que necesitara usar hasta entonces. Pero no necesitaría nada, excepto la cafetera esta noche y mañana por la mañana, ya que había comido bien al mediodía y en la salchichonería compró el pan y la cena fría, así como los bizcochos para el desayuno.
Estaba colgando el delantal cuando oyó que llamaban débilmente a la puerta. Era la alta pelirroja.
—Hola —le saludó—. Soy Marilyn Peters. Estaba preguntándome si la señora Dios te había informado acerca de nuestras reglas en cuanto al teléfono y las demás cosas.
—¿No quieres pasar? —le invitó Joyce—. Yo soy Joyce Dugan. Y si la señora Dios es la señora Burke, me dijo que cualquiera que contesta el teléfono llama a la persona que sea en el piso o bien apunta el recado en el cuaderno.
—Exacto, pero no del todo, Joyce. —Marilyn se acomodó en el sofá—. ¿Te dijo quién vive en cada una de las habitaciones para que sepas a quién tienes que llamar?
Joyce meneó la cabeza.
—Entonces, dame papel y lápiz. Hay cuatro habitaciones, además de ésta, y la de la señora Dios que está al frente; dos de ellas son dobles. Pero como no vas a aprender los seis nombres de memoria de repente, te los voy a apuntar con los números de las habitaciones. Por supuesto que algunas personas que llamen por teléfono quizás sepan el número de la habitación y te lo digan, pero otras no. —La pelirroja sonrió—. Sobre todo teniendo en cuenta que las habitaciones no están numeradas.
Joyce encontró un lápiz y un cuaderno y observó mientras Marilyn hacía un burdo dibujo del pasillo y escribía un nombre, o un par de nombres, al lado de cada puerta.
—En una semana, o cosa así, ya nos conocerás a todas —le dijo Marilyn, entregándole el cuaderno—. Pero mientras tanto, esto te puede servir de ayuda. ¡Ah, otra cosa! Una regla que hemos establecido para nuestro uso personal. No hay límite en cuanto a la duración del uso del teléfono, puedes hablar durante una hora si quieres, a menos que otra persona quiera usarlo o esté esperando una llamada aquí. Esto se aplica para todas. Si una de nosotras está pegada al teléfono como una mosca y tú quieres hacer una llamada o estás esperando que alguien te llame alrededor de esa hora, no tienes más que hacer una señal y el teléfono es tuyo. ¿Te parece bien?
—Me parece espléndido —dijo Joyce. Le gustaba Marilyn y esperaba que también le gustarían las demás muchachas. En ese caso, el lugar iba a ser muy agradable para vivir.
Marilyn, se enteró, era taquígrafa en una compañía de seguros. Dos de las otras muchachas trabajaban en el almacén Kresge, de la calle Tercera, otra era empleada en una tienda de ropas, otra camarera y una más contable. Aparte de eso, le confió Marilyn, dos de ellas estaban interesadas en el teatro de aficionados, pero todas estaban interesadas en los hombres.
Joyce se rió y empezó a contarle de su trabajo, sintiéndose arrastrada poco a poco a ir ampliando más y más detalles de su vida, de su matrimonio con Joe, de cómo se había matado en un accidente y de sus sentimientos desde entonces hasta ahora.
Marilyn hizo un gesto de comprensión.
—Joyce, tienes razón, querida, de que ya es hora de que comiences a salir y a divertirte. Desde luego, has venido a un sitio ideal para empezar por ese camino, si las otras muchachas te aprecian tanto como yo. Todas nosotras tenemos novios bailando la cuerda floja; hombres los hay a carretadas; no intentes atraerte a ninguno de los nuestros, pero piensa que ellos tienen sus amigos. Estoy segura de que dentro de algunas semanas estarás deseando tener una tarde libre de vez en cuando.
Joyce se rió, fingiendo una alegría mayor de la que sentía. Eso va por ti, Claude Atkins, pensó.
—Lo cierto —dijo Marilyn, mirando su reloj de pulsera— es que tengo una cita para cenar esta noche y mi novio debe venir a recogerme dentro de una hora. Debe de estar en su casa ahora, preparándose. ¿Quieres que lo llame para ver si tiene algún amigo que ande suelto?
—¡Oh, no, esta noche no, por favor! —le dijo Joyce. No le agradaba tener una cita repentina y a ciegas. Quería que pasara un poco de tiempo para hacerse a la idea—. Estoy medio muerta de cansancio —le explicó—. Todo el día de ayer lo pasé buscando habitación y luego mudándome. Y hoy desempacando, acomodando las cosas, limpiando..., ¿comprendes? Me voy a acostar temprano esta noche.
—Bueno, entonces será la próxima vez. Esta noche hablaré a Tommy de ti, y vamos a ver qué nos sugiere para que tengas tu compañero en nuestra próxima cita. —Se puso en pie y se estiró como un gato—. Creo que me voy a ir ya. Tengo que bañarme y vestirme y arreglarme un poco.
La habitación parecía más iluminada, menos solitaria, después que se fue Marilyn. Más iluminada a pesar de que en la calle el sol se iba poniendo y sus rayos amortiguándose. Joyce se quedó sentada allí durante unos minutos, en la agradable penumbra, disfrutando del hecho de no pensar en nada, de no hacer nada y no lamentar nada tampoco.
Con la sensación de que estaba en el umbral de la vuelta a la vida, a una vida nueva. Quizás no mejor que la otra, no habría ya nada tan maravilloso como aquel año con Joe, nunca jamás, pero algo por lo menos a lo que mirar con ilusión.
Sintió que tenía hambre y se preparó la cena a base de café y un sándwich. Pensó en llamar por teléfono a la señora Prescott para asegurarse de si alguien había preguntado por ella allí y al mismo tiempo darle el número de su nuevo teléfono. Decidió no hacerlo. Eran muy pocas las personas que llamarían preguntando por ella allí a las que le interesaba dar su nueva dirección. Sería más fácil telefonear directamente a esas pocas personas, esta noche o mañana en la tarde. Era preferible eso a oír la voz regañona de la señora Prescott y pedirle el favor. Si seguía ese plan, ya no tendría que volver a hablar a la señora Prescott nunca más, y eso iba a ser bastante pronto.
Y mira las cosas de cara, se dijo a sí misma; la verdadera razón que tienes para querer llamar allí es la esperanza de que Claude, de alguna manera desconocida, haya sabido tu número y haya estado tratando de ponerse en contacto contigo allí. Claude podía haberse enterado del número del teléfono si se le había ocurrido llamar al señor Conn y preguntarle cómo podría localizarla... Pero ahora Claude podía esperar hasta mañana para darle explicaciones y excusarse por haberla dejado plantada. Pero si no lo hacía..., estaría bien también.
Joyce se puso a tararear una canción alegremente mientras recogía las cosas después de cenar, y descubrió que tenía bastante ánimo todavía para seguir adelante con la tarea de limpiar los pucheros y cacerolas que había resuelto posponer hasta mañana por la noche. ¿Qué sabía ella lo que podía ocurrir de aquí a mañana por la noche?
Oyó que llamaban otra vez a la puerta. Era Marilyn la que volvía a aparecer. Pero esta vez Marilyn estaba muy bien vestida y empavesada como un navío de guerra. Llevaba un periódico dominical, el Examiner.
—Querida —le dijo—. Yo ya lo he leído y lo iba a tirar, pero recordé que no había visto periódico de hoy en tu habitación. ¿Tenías alguno?
Joyce tomó el diario.
—No, no lo compré esta semana. Generalmente lo suelo comprar, pero hoy me olvidé. Muchas gracias. ¿No quieres pasar?
—Gracias, pero prefiero no hacerlo. Tommy debe llegar de un momento a otro y todavía tengo algunas cosas que hacer. Hasta otro rato.
Joyce dejó el periódico sobre el sofá y continuó con los cacharros de cocina hasta que terminó y volvió a colgar el delantal. Madre, pensó, si las otras muchachas son la mitad de amables y simpáticas de lo que es Marilyn, esto será un paraíso.
Todavía no eran las ocho de la noche, pero comprendió que como hoy ya no volvería a salir, lo mejor sería tomar una ducha y ponerse el pijama antes de solazarse con el periódico.
Se dio la ducha con toda calma y tranquilidad, gozando con ella, y después, con el pijama de franela puesto y una bata encima, fue disponiendo las cosas para leer a gusto en el sofá. Movió una lámpara para que le diese mejor la luz y apiló las almohadas para recostarse en ellas cómodamente.
Primero la sección cómica. Educando a papá, Pancho y Ramona, El pato Donald y El gordo y el flaco.
Luego la sección gráfica, con sus chistes y sus artículos, Durling, siempre le había gustado a Joyce, Vea Usted Cómo, y la columna de Louella Parsons. Luego leyó la revista semanal; el cuento y dos de los artículos, y miró las fotografías. Después, como siempre que leía el periódico dominical, las noticias cinematográficas, críticas y anuncios de las películas recientes. En seguida la sección de modas y los anuncios de algunos de los grandes almacenes del centro de la ciudad; quizás el próximo fin de semana tomaría el autobús para llegarse hasta allí y elegir algún vestido nuevo para ella, pensó. Hacía mucho tiempo que no se había comprado un vestido.
Advertía que el sueño se apoderaba de ella, bostezó y sintió que no tenía ganas ya de agarrar siquiera la primera sección. Sólo echaré una mirada a los titulares, pensó, a menos que haya algo que me interese especialmente.
LA POLICÍA RELACIONA LOS DOS ASESINATOS, decía un titular a tres columnas, y debajo, a dos columnas, el subtítulo:
LA POLICÍA CREE QUE EL HOMBRE Y LA MUCHACHA FUERON ASESINADOS POR LA MISMA PERSONA.
Las informaciones relacionadas con crímenes raramente le interesaban a Joyce, que estuvo a punto de saltar por encima del relato, sin leer más, y lo hubiese hecho de no haberle llamado la atención que la noticia estaba fechada en Santa Mónica al comienzo de la columna.
Entonces siguió leyendo y, de repente, se quedó sin respiración. ¡Claude Atkins!
Asesinado el viernes por la noche... ¡Pero si eso era solamente horas después de haberlo visto ella, de haberle extendido el cheque y habérselo hecho efectivo!
Entonces, por eso era por lo que...
Leyó la información rápidamente, la continuación en la página tres y después volvió a la página primera para leerla por segunda vez, con calma. ¿Por qué? ¿Qué razón podía haber para que nadie matara a Claude Atkins? ¿Por aquellos noventa dólares? Bueno, podía haber ocurrido que hiciese ostentación de ellos en alguna cantina; había gente que robaba menos, y quizás el golpe no había sido dado con la intención de matarlo. En cuanto a la muchacha, el periódico decía que era la novia de Claude, pero seguramente estaban equivocados en eso, ya que era difícil que Claude hubiese dado una cita a Joyce si verdaderamente estaba comprometido para casarse. ¿Qué razón podía tener el asesino para ir a la casa de la muchacha y matarla también?
Era muy confuso y, a juzgar por la información, se podía ver que la policía también estaba confundida.
¿Sabía la policía que Claude había tenido aquellos noventa dólares en billetes de diez nuevecitos. No se hacía mención de ello en la noticia, ni se decía nada tampoco referente al cambio de coches con el señor Conn.
Pero debían estar enterados de eso. Por las placas del coche y por el documento de propiedad que el señor Conn había firmado traspasándolo a Claude. Seguramente que si no habían hablado todavía con el señor Conn acerca de este punto, no tardarían en hacerlo.
Pero entonces Joyce se dio cuenta de que si la policía había hablado con el señor Conn, éste no podría haberles dicho nada acerca de aquellos billetes, ya que él seguiría creyendo que era un cheque lo que se había entregado a Claude, tal como se lo había dicho a ella. No estaría enterado que había hecho efectivo el cheque de Claude pagando con los billetes que estaban en aquel sobre de la caja de caudales. De manera que si la policía recibía la información por parte del señor Conn, era totalmente equivocada.
Sacó el pie del sillón y se sentó al borde, reflexionando acerca de si debía llamar a la policía esta noche, ahora mismo, y decirles lo que sabía. Pero ¿es que era tan importante?
Bueno, quizá no tan importante como para llamarlos esta noche, ya que eran casi las diez y ella estaba en pijama. Y desde luego no quería, de ninguna manera, que la policía subiese aquí a interrogarla detalladamente, sobre todo cuando apenas era el segundo día que llevaba en la habitación. ¡Bonita impresión causaría eso! Pero si los llamaba esta noche, querrían subir aquí a interrogarla o le dirían que se presentara en la delegación, y era un buen camino hasta la calle Mayor, y tendría que vestirse, salir de casa y sabe Dios cuándo podría volver a la cama.
Oh, eso explicaba también por qué la dueña de la pensión le preguntó el nombre cuando llamó y había tratado de que dejara su número telefónico. La policía, seguramente, le debía haber dicho que anotara todas las llamadas que se recibieran para Claude, y que no diese información alguna, sino que tratara de averiguar quién lo llamaba y obtuviera toda la información posible.
¡Y ahora la policía estaría buscándola para saber por qué había llamado a Claude!
Pero, claro, el nombre que había dado era el de soltera. ¿La encontrarían por él? Bueno, quizás lo lograran, finalmente. Si seguían la pista de la vida de Claude hacia atrás, encontrarían que había salido en algunas ocasiones, durante sus estudios de secundaria, con una muchacha llamada Joyce Williams, y entonces comenzarían a investigar sus datos y direcciones en la escuela y se encontrarían que se había casado y cuál era su nombre de casada... Sí, podían hallar su paradero con aquellos datos, si realmente tenían interés.
Pero cuando les hiciera el relato de su vida, mañana, se guardaría muy bien de explicarles esas cosas. Se preguntó si el amigo del señor Conn, el sargento Barrett, estaría trabajando en el caso. El periódico sólo mencionaba o se refería al Jefe de la Policía. Esperaba que el señor Barrett estuviese comisionado; siempre sería más fácil explicarle las cosas a él que a un extraño.
Se sintió más excitada de lo que recordaba haber estado en mucho tiempo. Aquí estaba un caso de asesinato, y ella estaba metida en él. Estaba horrorizada, por supuesto, al pensar que Claude había sido asesinado, pero después de todo no había estado enamorada de él, o cosa parecida, después de aquel amor pueril de escolares, y ni siquiera lo había visto en el transcurso de seis años, hasta el viernes por la tarde. Y si la policía estaba bien informada en cuanto a que él estaba comprometido para casarse con otra muchacha. (¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí, Rose Harper!), entonces quería decir que el haber salido con él no hubiese conducido a nada serio, en ningún caso. Y al invitarla a ella, había estado engañando a la otra muchacha...
Sin embargo, fue un consuelo para su orgullo saber que no se había olvidado de su cita o que la había dejado plantada. Absurdamente, se encontró que estaba llorando. Y preguntándose también, aunque sabía que era tonto, si no llevaba la mala suerte a los hombres: Joe muerto en un accidente y ahora Claude asesinado en una callejuela.
Resueltamente preparó el sofá para dormir, colgó la bata de baño. Apagó la luz y se acostó para tratar de conciliar el sueño. Pero no lo logró. A la una de la mañana estaba completamente despierta y comprendió que, en lo que se refería al sueño, la misma cuenta le hubiese traído vestirse y marchar a la delegación de policía y contarles su historia.
Pero, por otra parte, se alegró de no haberlo hecho. Lo primero que debía hacer, en realidad, era hablar con el señor Conn, explicarle por qué había creído que él no tendría inconveniente en que ella hiciera efectivo el cheque de Claude, y decirle que esperaba que no lo hubiese molestado por haber tomado parte del dinero del sobre.
Y después, si la policía no había interrogado al señor Conn todavía, lo más probable era que el señor Conn la llevara en su coche a la delegación, donde ambos podrían declarar al mismo tiempo.
O quizás, si su amigo el sargento de detectives estaba actuando en el caso, llamaría por teléfono a Barret para que viniese por el taller.
Otro pensamiento excitante la asaltó. ¡Quién sabe si su relato y el del señor Conn permitirían a la policía dar con el asesino! Porque aquellos billetes de diez dólares eran flamantes, nuevecitos, recién salidos de las prensas, y pudiese darse el caso de que los veinte, si es que habían sido veinte, tuviesen números de serie consecutivos. Y si era así, por los que quedaban todavía en el sobre se podrían colegir los números de los nueve billetes que ella había dado a Claude. Y el asesino debía tener aquellos billetes, porque, según decía la información, la cartera de Claude había sido robada, y ella le había visto poner los billetes dentro de la cartera. Todo lo que tenía que hacer la policía era esperar que apareciesen aquellos billetes con los números de serie controlados, y entonces, siguiéndoles la pista hacia atrás, darían con el asesino.
Y nuevamente se puso a llorar silenciosamente. ¿Por Claude, por Joe, o por los dos?
Esperó que el señor Conn se presentara temprano en la mañana, y así no perderían tiempo para ir a la policía. Por un momento casi resolvió que su idea era lo bastante importante para que llamara al señor Conn esta noche. Lamentó que no se le hubiese ocurrido antes, cuando leyó la información por primera vez a las diez de la noche. Pero ahora ya era demasiado tarde; el señor Conn estaría profundamente dormido.
Joyce ansió poderse dormir ella también. Finalmente se durmió.
SU NOMBRE ERA DEAN BRATTEN, dijo Conn al hombre que estaba detrás de la ventanilla de la Oficina de Correos de Venice. Y la carta que estaba esperando debía haber sido remitida desde Manhattan Beach, probablemente el sábado. El empleado revisó la pila de cartas archivadas en el casillero B y le entregó la segunda de la parte superior. Luego siguió examinando las demás. Conn esperó hasta qué el empleado le dijo:
—Me parece que eso es todo.
Cuando salió de la oficina de correos abrió el sobre, metió la llave de la caja de seguridad del banco en su bolsillo y puso el recibo de la compañía almacenadora en su cartera. Hizo una pelota con el sobre y el trozo de papel en el cual había envuelto la llave y la arrojó al bote de la basura.
Dos cosas nuevamente en su posesión que lo ligaban al asesinato. Pero la llave del banco no significaría nada una vez que sacara el resto del dinero falsificado de la caja de seguridad. Y después que hubiese incorporado aquel dinero a las demás cosas en las maletas que tenía consignadas, y que volviera a remitirse a sí mismo el recibo de almacenamiento, ya no habría nada que lo relacionara con la falsificación o con el asesinato. Nada.
Y tampoco le quedaba nada por hacer, salvo la molestia de poca monta, digamos una vez a la semana, hasta que tuviese la seguridad de que estaba completamente a salvo y libre totalmente de sospechas, de tener que recoger el recibo de almacenaje y volvérselo a remitir otra vez a sí mismo.
A regresar a Santa Mónica, al banco; y luego, vuelta a Manhattan Beach y a la seguridad absoluta.
Condujo el coche con toda precaución, pensando en lo desastroso que sería si tuviese un accidente ahora. O peor aún, después, una vez que hubiese estado en el banco y antes de que llegara a la compañía almacenadora, con tres mil dólares en billetes falsificados encima y que encontrarían en sus bolsillos cuando llegara al hospital. Cierto que estaban en sobres sellados, pero probablemente los abrirían.
Encontró lugar para estacionar el coche a media calle del banco y puso dos monedas en el contador del estacionamiento para tener derecho a veinticuatro minutos. Con doce minutos tendría más que suficiente, pero ¿qué era una moneda más?
Caminó hasta el banco. Ya tenía la mano puesta en el pomo de la puerta cuando vio el anuncio detrás del panel de vidrio:
CERRADO
ANIVERSARIO DEL NATALICIO DE LINCOLN
12 DE FEBRERO
Lanzó un juramento. ¡Malditos banqueros! Cualquier excusa es buena para cerrar el banco. La oficina de correos había estado abierta, aunque ahora deseó que no hubiese sido así, todo lo demás estaba abierto. Pero los bancos..., ¡los malditos desgraciados bancos!
Echó a andar de regreso al coche y miró con rabia al estúpido contador del estacionamiento, con sólo un minuto de uso en lugar de los veinticuatro, y luego se burló irónicamente de sí mismo por sentirse irritado por un centavo cuando su vida entera estaba en juego.
Se metió en el coche y se puso al volante.
Era inútil ponerse a despotricar contra los bancos o Abraham Lincoln. Esto no era nada grave, sólo un retraso de veinticuatro horas para el reposo mental que sentiría, y no antes, cuando aquellos trescientos billetes de la caja de seguridad estuviesen a salvo en la compañía almacenadora con las demás cosas que podían incriminarlo. Todos sus huevos en un canasto, pero en un canasto oculto, sin peligro, donde la policía no daría jamás con él.
Sólo quedaba una cosa por decidir por parte suya antes de regresar a la imprenta. ¿Merecía la pena, nada más que por un día, que se remitiera la llave y el recibo a fin de no conservar ambas cosas en su poder entre ahora y mañana por la mañana, cuando podría hacer uso de ellas?
Por supuesto que no. ¡Cielos! Se debía estar volviendo neurasténico para preocuparse por una cosa tan pequeña, dos cosas tan pequeñas, cuando no había ni la más leve sombra de sospecha contra él.
Charlie se había mostrado completamente satisfecho con su relato. Ni siquiera le había preguntado qué estaba haciendo a la hora de los asesinatos. Para empezar, no había considerado el asunto lo bastante importante para hacerse acompañar de su socio.
De todos modos, adoptar precauciones razonables no le haría ningún daño. Volvió a meter la llave en el llavero, con las demás. No se advertía que era la de la caja de un banco, y si le preguntaban podía decir que se había olvidado de dónde era aquella llave. Tenía un número considerable de ellas en el llavero para que su respuesta pareciese razonable. En realidad, había dos llaves pequeñas que, de momento, no podía decir de dónde eran. Además, si comenzaban a hacer averiguaciones tan minuciosas, no tardarían en saber por parte de su banco que tenía una caja allí, tanto si tenía la llave con él como si no.
El recibo... Bueno, donde mejor lo podía esconder era en la imprenta. Lo pondría debajo de una galerada, en uno de los estantes, y no lo encontraría nadie a menos que no pusieran el taller boca abajo y empastelaran todos los tipos de la imprenta. O mejor aún, lo podía poner entre dos hojas de papel de una pila, en un taller atiborrado de papel de todas clases y tamaños. Tan seguro como en las cajas.
Condujo el coche por las cuatro calles que lo separaban de la imprenta y lo dejó estacionado en el sitio de costumbre, en la zona de estacionamiento que se hallaba al borde de la callejuela que había detrás de la puerta trasera del taller. Entró abriendo con su llave.
Joyce ya estaba allí. Había entrado abriendo la puerta principal, a las nueve, como lo hacía siempre si él no había llegado todavía. Levantó la cabeza al verlo entrar y suspendió el abrir los sobres de la correspondencia. Parecía excitada por alguna cosa.
—¡Oh, señor Conn! —le dijo—. ¿No leyó usted la noticia de Claude Atkins? ¿De que lo asesinaron, quiero decir?
—Sí, Joyce, desde luego. Todos los periódicos del domingo la publicaron.
—¡Oh! ¿Fue usted a la policía? ¿Les contó usted lo del coche y demás?
—Sí. Es decir, más bien fueron ellos los que vinieron a verme, antes incluso de que lo leyera en los periódicos. Se enteraron por la hoja de registro del coche, naturalmente. Ya les dije cómo fue todo. No es que tuviese que ver nada el cambio de los coches con lo que ocurrió, pero vinieron a hacer la comprobación de rutina.
—Bueno, señor Conn, creo que es mejor que yo vaya ahora mismo a ver a la policía, porque puedo decirles algo más.
Conn sintió que se le iba formando un nudo frío en el estómago.
—No creo que sea necesario, Joyce. Yo les dije todo lo que podía ser de interés para ellos en relación con esto.
—Pero hay cosas que usted no pudo haber sabido entonces y que yo sé. Mire, usted me dijo simplemente que le diese un cheque, y probablemente ahora están tratando de descubrir dónde y cuándo lo hizo efectivo Claude, o más bien si lo hizo efectivo o no, para saber cuánto dinero tenía con él y...
—Ya sé que tú se lo hiciste efectivo, porque el sábado vine al taller a recoger algún dinero para mí y encontré el cheque en aquel sobre y noventa dólares menos, de manera que me di cuenta de que tú se lo habías hecho efectivo.
—¡Oh! —Joyce pareció desilusionada—. ¿Estuvo bien que usara aquel dinero para pagarle su cheque? Claude me dijo que usted le había prometido pagarle en efectivo y... Bueno, yo traté de llamarlo otra vez por teléfono, pero la línea estuvo ocupada todo el tiempo y creí que no habría inconveniente.
—Claro que estuvo bien hecho. Pero ¿cómo sabía usted que ese dinero estaba allí? No es que tenga importancia.
Cuidado, cuidado, se dijo a sí mismo. Muéstrate natural. Revela interés, pero quítale importancia, no hagas que parezca trascendente.
Todavía seguía conservando puestos su sombrero y su chaqueta. Se los quitó y los colgó.
—...por una casualidad —le estaba diciendo Joyce—. Ya sé que estaba con sus documentos personales, y yo nunca saco nada de ese compartimiento de la caja de caudales, pero cayeron unas hojas fuera, la víspera, exactamente. Y aquel sobre cayó con la solapa abierta, por lo que no pude evitar ver que dentro había billetes de diez dólares, nuevecitos.
—¡Oh! Simplemente me pregunté cómo sabía usted que hubiese ese dinero. Pero está perfectamente bien. Me refiero a la policía. Como quiera que yo ya lo sabía, cuando vinieron a verme, ya están enterados de que tenía el dinero en efectivo.
—¿Les dijo usted que todo estaba en billetes nuevos?
Peligro, peligro. Si decía que sí cuando no lo había hecho y luego, a pesar de todo, Joyce iba a la policía a contarlo, sería atrapado en mentira y eso podía ser justamente el comienzo de todo. Una vez que apareciese un soplo de sospecha, billetes nuevos, de un grabador, Charlie le había tomado el pelo cuando hablaron acerca de lo fácil que sería hacer dinero para un grabador, las omisiones cometidas por él en su relato a Charlie, haciendo creer a éste, sin decirlo, por supuesto, que él mismo había pagado el dinero en efectivo en el momento de la venta y dejando a Joyce a un lado, el análisis demasiado apegado a los hechos para que se sintiera tranquilo que había hecho Charlie de las razones por las que Rose tenía que ser asesinada después de Claude, el que Charlie necesitara sólo un motivo que lo pusiera en el camino verdadero, y si se ponía en ese camino, sobre todo hoy, antes de que Conn pudiese sacar aquella falsificación del banco... ¡la que se armaba!
Pero si decía que no a Joyce, que no había dicho nada a la policía de que los noventa dólares estaban en billetes nuevos de diez, entonces se daría perfecta cuenta de que tenía buenas razones para ir a ver a la policía y él no podría detenerla. Estaba atrapado y tenía que mentir.
—Por supuesto —respondió.
—¡Oh! —exclamó la muchacha, que pareció sentirse nuevamente frustrada—. Pero escuche, señor Conn, ¿pensó usted en esto? Aquellos billetes eran todos nuevos y flamantes, no habían estado en circulación; no había más que verlos para decirlo. ¿Los consiguió usted todos del banco al mismo tiempo? Porque en ese caso, si el banco los acababa de recibir de la casa de la moneda, o de donde reciba el dinero, entonces todos los números de la serie serán consecutivos. Y si es así, bueno, entonces usted sabrá los números de serie, o al menos los números de la serie cercanos a los billetes que yo entregué a Claude de ese sobre. Y puesto que el hombre que mató a Claude se llevó el dinero, aunque ésa no fuese la verdadera razón del crimen, los periódicos no lo creen así, supongo que es porque la muchacha también fue asesinada, bueno, entonces quiere decir que ese hombre va a gastar parte de esos billetes y entonces la policía lo agarrará.
Joyce se volvió y miró hacia la caja de caudales todavía sin abrir.
—¿Usted no se llevaría todos los otros billetes de ese sobre, verdad, señor Conn? ¿O los gastó todos?
El nudo frío volvía, apretando.
Piensa, ten calma, piensa.
Conn la miró sonriente.
—Claro que no lo gasté todo, Joyce. Pero los números no eran consecutivos. Eso lo sé porque no todos fueron de la misma procedencia. En realidad, no hubo ni dos de ellos que vinieran del mismo sitio y al mismo tiempo. Era un pequeño..., bueno, llamémoslo un pequeño fondo de vacaciones para mí que había hecho ahorrando poco a poco, desde hacía algunos meses. Y cada vez que caía un billete nuevo de diez dólares en mis manos lo añadía al fondo..., pero nunca puse dos de una vez; simplemente no me lo podía permitir, aun cuando tuviese dos o más al recibir una suma, bien fuese por el cobro de algún cheque u otra operación. Es una pena que fuese así. Si los números hubiesen seguido realmente en orden, entonces su idea era magnífica.
No cantes victoria todavía; esto no se ha acabado aún. Pero sigues dominando la situación. No hay nada aún que no hayas cubierto, nada de lo que Joyce pudiese contar a la policía. ¡Maldita muchacha!
Joyce también le sonreía.
—¡Caramba, y yo que creí que había tenido una idea maravillosa! Con esto creí que iba a ayudar a la policía; no sabía que usted estaba al tanto de la liquidación que hice del cheque, tenía la esperanza de que los números de la serie de esos billetes... y que todo lo demás...
Conn se rió un momento, de una manera completamente natural, pensó. Quería encender un cigarrillo, pero no se atrevió porque temía que sus manos temblaran.
—Lo siento, señorita Sherlock Holmes —le dijo—, pero me temo que no ha tenido usted suerte en este caso para ayudar a la policía.
Pero tengo que despedirla. Más tarde o más temprano, Charlie vendrá por aquí, y parece que los dos se entienden bien, siempre se están gastando bromas y...
¡Cristo bendito! ¿Y si a Charlie se le ocurre asomarse hoy por aquí? Hacía un mes que no había venido por la imprenta, ¿pero y si algún detalle improvisado y pequeño se le pasaba por la mente en este asunto y lo hacía venir? ¡Hoy! Mañana, en cualquier momento antes de que se desembarazara de Joyce, ya sería bastante malo que asomara las narices, pero después de mañana el dinero por lo menos estaría fuera de la caja de seguridad del banco; mañana, una vez que él tomara el dinero del banco y de allí se fuera a Manhattan Beach, ya podía espabilarse Charlie si quería encontrar pruebas, y que sospechase lo que le diese la gana...
A menos que, aún entonces, la patrona de la pensión de Atkins, cuando la enfrentaran con Conn, dijese que le «recordaba» al John Doe de Charlie, de la misma manera que Atkins ya había advertido una semejanza entre el Conn de verdad y el Conn en aquel disfraz... O el cantinero de Pico...
Peligro. ¡Dios! ¿Cómo había podido suponer él que estaba a salvo?
Joyce suspiró. Luego dijo con tristeza:
—Yo creí que tenía algo bueno. No tuve ocasión de leer el periódico hasta ayer por la noche, ya tarde, demasiado tarde para ir a ninguna parte entonces y...
Conn le dio unas palmaditas en el hombro.
—No piense demasiado en eso. —Sacó un cigarrillo, lo encendió y vio que su pulso estaba firme—. ¿Hubo algo especial en la correspondencia? ¿O no la ha terminado de abrir?
—Sí, está toda abierta, pero apenas la leí por encima. Hay dos que probablemente querrá usted que las conteste. ¿Quiere decirme ahora lo que les he de contestar? Esta es del gerente de créditos de la casa Lafayette Paper, y ya creo que usted sabe...
—Sí, creo que sí. Más tarde le dictaré, Joyce. Pero ahora ponga los asientos en el Mayor al día. Yo tengo que formar las cajas para ese anuncio de los Almacenes Bayerly.
Se puso en pie y, con un golpecito, sacudió las cenizas de su cigarrillo sobre el cenicero. No tiró nada fuera.
Caminó hasta la linotipia y encendió la resistencia que comenzaría a fundir el metal del crisol para los tipos. Luego volvió a su mesa de trabajo y comenzó a buscar, hasta que la encontró, la copia del trabajo para la casa Bayerly.
No dejaba de pensar. ¿Cuáles son las probabilidades que hay de que Charlie venga por aquí hoy, esta semana? ¿Cuándo puedo despedir a Joyce? ¿Qué razón puedo darle? ¿Cuál es el plazo más breve que le puedo conceder?
Tiene que ser una buena razón. Tiene que ser buena.
Improvisa. El Criminal Perfecto siempre puede...
¿Fingir que me pongo enfermo, gravemente enfermo, hoy, comenzando desde ahora mismo? ¿Decir a Joyce que ya sé lo que es, que ya lo estoy viendo venir desde hace rato, que tendré que cerrar el taller una temporada, quizás indefinidamente, y que no puedo pedirle que espere, que le pagaré un par de semanas por adelantado y que, mientras tanto, lo mejor que puede hacer ella es...?
Pero entonces tendrás que cerrar de verdad la imprenta. ¿Y comer de qué, y pagar las cuentas con qué? ¿Y si Joyce, con todo el tiempo disponible que al pagarle el sueldo sin hacer nada le daría, decidiera ir de todos modos a hablar con la policía, entonces, ahí está otra mentira y más clara todavía. ¿Qué es lo que te pasa y qué doctor te lo ha dicho? Demasiado peligroso.
¿Cómo era aquél refrán simplón que su padre le dijo más de una vez? ¡Qué maraña de embustes tejemos cuando tratamos por primera vez de engañar! Algo por el estilo.
Pero su padre murió cuando él tenía dieciocho años de edad, y su madre cuando tenía veinte. ¿Y qué sabía Joyce de eso o de que había sido hijo único? Si hoy, por ejemplo, fingiera que recibía un telegrama de una hermana más joven que llegaba por la noche en busca de trabajo y... Era ridículo. Eso era mucho más fácil de refutar si Joyce iba a la policía, de todos modos.
Una mano se posó levemente en su hombro y se sobresaltó. Volvió la cabeza. Era Joyce.
—Oiga, señor Conn,
—Dígame, Joyce.
—Antes de que se ponga a trabajar en la linotipia quería pedirle esto: ¿Me permite que me tome media hora más al mediodía cuando vaya a comer? No creo que tarde más que eso. La puedo reponer quedándome a trabajar por la tarde.
—Desde luego, Joyce. ¿Pero qué tiene que hacer? —Otra vez el nudo que le retorcía las tripas. ¿Tan pronto había perdido la batalla?
—Es para ir a la delegación de policía. Tengo que hablar con ellos.
—Bueno, pero ellos ya saben todo lo que usted puede decirles. Ya le dije a usted que.
—No, no es eso, señor Conn. Es otra cosa diferente. Es algo de que tienen que enterarse. Ya aclaramos eso de mi cambio del cheque, y lo del dinero nuevo y esas otras cosas, pero hay algo más. Es que, ¿sabe usted?, yo conocía a Claude. Estuvimos estudiando en la secundaria juntos. Hacía unos seis años aproximadamente que no nos veíamos cuando vino el viernes por la tarde, pero concertó una cita conmigo. Iba a salir de paseo en su coche el domingo por la tarde, y cuando llamé por teléfono ya estaba muerto, y... tengo que decírselo a ellos porque me estarán buscando con un nombre equivocado.
¡Oh, Dios, Dios bendito! Pero ¿de qué está hablando esta muchacha?
Conn repitió como si estuviese en otro mundo:
—¿Bajo nombre equivocado?
—Exactamente. Mire, creo que le dije a usted, cuando empecé a trabajar aquí hace unos ocho meses o nueve, aunque quizás lo haya olvidado, señor Conn, que Dugan es mi nombre de casada. Mi esposo murió hace año y medio. Llevábamos casados un año solamente y lo conocí unos pocos meses antes. Y cuando Claude y yo íbamos juntos a la secundaria fue hace seis años, de manera que el nombre de Dugan seguramente no le hubiese dicho nada a Claude y a mí no se me ocurrió aclarar esto con él el viernes. ¿Ve usted?
No, Conn no veía. Simplemente la miraba.
—Y Claude quedó de acuerdo conmigo en llevarme de paseo el domingo por la tarde, pero yo me iba a cambiar de habitación el sábado y como no sabía todavía cuál iba a ser mi dirección, quedé que lo llamaría el domingo al mediodía.
—Pero... —Todavía estaba aturdido.
—¿No ve usted, señor Conn? Yo tenía que llamarlo y respondió su patrona... Claude ya estaba muerto para entonces y la policía debe haberle dicho que anotara el número y el nombre de cualquiera que llamase preguntando por él y que no diese ninguna información. Por lo tanto, ella me preguntó el nombre y yo, recordando que el de Joyce Dugan no diría nada a Claude, porque no sabía que me había casado, le di mi nombre de soltera, Joyce Williams, y no dejé el número del teléfono por la sencilla razón de que en aquel momento estaba llamando desde un teléfono público, y además..., en fin, no quise simplemente dejarle el número para que me llamara él porque yo le estaba llamando a la hora que me había indicado que estaría esperando mi llamada y creí que me estaba dejando plantada.
Era demasiado complicado; de momento no le encontraba ni pies ni cabeza.
—No lo entiendo, Joyce —le dijo—. ¿Qué tiene que ver eso para que usted vaya a la policía?
—Porque, ¿no ve usted?, es que están perdiendo el tiempo tratando de encontrar a una Joyce Williams que lo llamó el domingo. Y así encontrarán que no hay nada turbio en cuanto a mí..., quiero decir, que si hacen averiguaciones respecto al pasado verán que fue a la escuela secundaria con una Joyce Williams y que salió de paseo con ella algunas veces. Y como quiera que yo he permanecido en Santa Mónica todo este tiempo, no les será difícil enterarse de cuándo me casé y de mi nombre de casada y... fíjese en la cantidad de trabajo que les ahorro simplemente con ir allá y explicarles que yo soy la Joyce Williams que llamó por teléfono a Claude.
Y, naturalmente, les cuentas el resto, ya que estás allí. Querrán enterarse de toda la historia, dónde y cómo se concertó la cita, y saldrán a relucir los nueve billetes nuevecitos y las omisiones y evasivas de mi relato a Charlie y...
¡Jesús!
Conn suspiró.
—Naturalmente, si el caso es así, Joyce, tendrá que explicárselo. Como usted dice, de todos modos la localizarían... —Esbozó una sonrisa, o por lo menos así lo creyó él— ...y si es después de mucho trabajo, quizás incluso comiencen a sospechar de usted. De modo que hágalo, tome el tiempo que necesite para la comida.
—Gracias, señor Conn. —Joyce regresó a su mesa.
Las nueve y treinta y siete. Joyce iba a comer a las doce y media. Conn a las once y media; le gustaba comer temprano y le evitaba tener que entrar en restaurantes atestados de gente o comer en el mostrador. Poco menos de tres horas. Menos de tres horas para impedir, o al menos retrasar, lo inevitable.
Los dedos se movían automáticamente sobre las teclas de la linotipia. Los ojos leían la copia sobre el atril y enviaban mensajes a los dedos que revoloteaban sobre las teclas. Chasqueaban las palancas sobre las canales y sobre la superficie de la rueda excéntrica. Una línea vuelve al crisol a fundirse de nuevo; comenzar en el instante en que el elevador desciende. Todo automáticamente. Piensa.
Joyce irá a la policía. No la puedes detener.
Harán suposiciones. Verán el motivo. No dijiste mentiras a Charlie, pero el relato de Joyce pondrá en relieve las omisiones y las hará más importantes que si las hubieras contado originalmente. Billetes nuevos sacados de un sobre guardado aparte, con los documentos personales.
El motivo; todo lo que la policía necesitaría sería eso.
Ya está. Es el fin del camino. A menos…
Conn pensó: Pero yo no quiero matar a Joyce; me agrada Joyce; y en cualquier caso no tiene objeto, sería encadenar otro móvil a la imprenta, a mí mismo, despertaría sospechas...
Espera. ¿Lo haría?
Si Joyce muriese, nadie sabría nada jamás acerca de aquel cheque, ni podría refutar su declaración de que había pagado en efectivo a Claude la noche que hicieron el trato; nadie sabría que Atkins había ido a la imprenta a cobrar y nadie sabría nada en relación con un sobre que estaba en la caja de caudales con los billetes nuevos.
¿El talón que Joyce debe haber hecho por el cheque? Sería el último cheque extendido en el talonario, y si hacía que no extendiese más cheques esta mañana, entonces él podía quitar la grapa y poner otro talón sin arrancar el cheque, un talón en blanco, y no quedaría constancia de que dicho cheque se había extendido jamás y de que Atkins hubiese estado nunca en la imprenta.
O de que Claude había conocido a Joyce a través de la imprenta o de Conn.
Porque, naturalmente, no era así. Ambos se conocían desde muchos años antes de que él, Conn, conociese a ninguno de ellos. Y la policía estaba buscando ya a una «Joyce Williams» que había llamado a Atkins cuando ya estaba muerto, y cuando encontraran que ambas Joyce eran la misma Joyce, ¡qué bonito galimatías iba a ser ése! ¿Por qué, se preguntarían, había empleado Joyce su nombre de soltera en aquella llamada? ¿Por qué había tratado, aparentemente, de ocultar su identidad?
Sería un bonito revoltijo, una estupenda tapadera.
Los pálidos rayos del sol de febrero, atravesando el cristal de la ventana, se fueron a posar sobre sus manos, inmóviles sobre el teclado. Conn se quedó mirándolas con fijeza.
Y si no se encontrara el cuerpo de Joyce hasta... bueno, digamos hasta mañana por la tarde, entonces para esa hora la caja de seguridad del banco estaría limpia de huellas acusadoras, el recibo de la compañía almacenadora estaría otra vez en el correo hacia una dirección de lista de correos...
Y la policía buscando a un asesino perturbado mental que, por razones desconocidas, había matado a Atkins y a dos mujeres relacionadas con él..., una de las cuales había hecho una llamada misteriosa por teléfono bajo su nombre de soltera...
¡Oh, sí, en cierto sentido él se encontraría en medio de este embrollo! Por una parte, su contacto, admitido, con Atkins, y por otra, el haber empleado a Joyce durante ocho meses, o lo que fuera, pero no podrían probar relación alguna con la otra muchacha; sería absurdo suponer que tuviese motivos para matar a los tres.
El Criminal Perfecto siempre puede improvisar. Como, por ejemplo..., supongamos que él matara a Joyce en su habitación esta noche y sacara de las maletas que tenía almacenadas las cosas que se había llevado de la caja de los zapatos del closet de Rose Harper, y supongamos que dejara en la habitación de Joyce las cartas que Claude había escrito a su novia... Había tres o cuatro, una de las cuales había leído. No tenía fecha y comenzaba: «Querida». No: «Querida Rose...»
Eso y la llamada de Joyce a Atkins contribuirían a la suposición de un triángulo...
No había duda, la misma arma, el revólver usado como maza, la misma firma...
Conn estaba mirando a Joyce. ¿Cuándo se había dado vuelta él en su banqueta de la linotipia?
La figura de Joyce era exactamente como la de Myrtle. Su pelo rubio era como el de Myrtle, pero ella era mucho más joven. ¿Si hubiese conocido él a Myrtle a esta edad? ¡Cómo! Esa era la edad que tenía ella cuando la conoció por primera vez, hacía cuatro años. Veintisiete años, mientras que Joyce, ¿no tenía veinticuatro? ¿O se había concedido Myrtle a sí misma algún descuento al decir su edad, a pesar de que él era mayor que ella? Joyce parecía mucho más joven, casi una chiquilla, comparada...
Sacudió su cabeza como para desprenderse de una idea que no quería decir nada, que no llevaba a ninguna parte. El Criminal Perfecto nunca...
Joyce miró a su alrededor. ¿Por qué no oía funcionar la linotipia? Y sorprendió su mirada.
—¡Oh, señor Conn! El sábado me cambié de casa. Vivo en una nueva habitación. He puesto mi nueva dirección y el número del teléfono en el libro de las direcciones, Está en Colorado.
—¡Oh! ¿Se puede ir a pie?
—Sí, ahora sí. Y es mucho más agradable que la habitación que tenía anteriormente. —La muchacha sonrió—. Tuve unas palabras con la casera y por eso me mudé; pero ahora me alegro de haber tenido aquella discusión con ella. Este nuevo alojamiento no tiene comparación por lo bueno con el otro.
—¿Vive sola ahí? ¿O con alguna otra muchacha?
—Sola. No me gustaría de otro modo. Supongo que es que soy... Bueno, que no soy del tipo de las que les gusta vivir con otra muchacha.
Abrió un cajón y vio que sacaba el talonario de cheques. Le preguntó rápidamente:
—¿Iba a extender algún cheque, Joyce?
—Un par de ellos, por pequeñas cantidades. ¿Recuerda que el viernes me dijo que cuando tuviera tiempo enviara los cheques de las facturas de la Compañía Asplund Paper y a la del metal para tipos? No pude hacerlo el viernes porque tuve que plegar aquellos volantes y...
—Déjelo —le dijo secamente—. Quiero decir que como no lo pudo hacer el viernes, vamos a esperar unos días. No corre mucha prisa, en realidad, y quiero seguir conservando el mismo saldo en el banco hasta que cobre algunas de mis cuentas. No extienda cheques hoy.
—Muy bien, como usted quiera. Pero son cantidades pequeñas, y si marco el que extendí a Claude como cancelado, ya que lo pagamos con nuestros propios fondos, incluso lo podemos arrancar o... Pero, claro, no querrá usted arrancarlo porque siempre es una prueba de que usted pagó ese dinero y, además, la policía quizás quiera verlo.
—Ya me encargaré yo de eso. Pero no extienda más cheques, ni aun pequeños, hasta que yo le avise, Joyce. —Se quedó dudando mientras se le ocurría alguna razón lógica—. Es que puede que dentro de un par de días o tres tenga oportunidad de comprar algún tipo de otro tipógrafo que deja el negocio. Pero tendría que pagar al contado, y unos pocos dólares de diferencia en la cuenta a lo mejor me impiden conseguir algo que necesito.
—Sí, señor Conn. Ya he visto que desde el viernes a esta parte compró usted algo nuevo. Aquella maquinita que está en la esquina. ¿Qué es?
—¡Ah, es una prensa de mano, Joyce! No, ésa no la compré. Ya la tenía en casa desde antes de venir usted aquí. Pero el sábado se me ocurrió traerla, para el caso de que la necesitemos aquí.
—¡Oh! ¿Estaba haciendo algún trabajo de impresión en su casa?
La muchacha no lo estaba mirando y Conn cerró los oíos. O Joyce o yo, pensó; tiene que ser uno de los dos, ahora. Una cosita más que contará ella, una cosita más que la policía le sacará cuando la comiencen a interrogar...
Conn dijo con ligereza:
—Desde luego. He estado imprimiendo papel moneda para mí.
Joyce se rió comprensivamente.
—¿Billetes de diez dólares? ¿Era eso lo que guardaba en el sobre aparte?
¿Bueno? —se preguntó—. ¿Tan cerca está de adivinarlo? ¿O está bromeando? Sí, está bromeando, la risa fue sincera. Pero cuando la policía comience a tirarle de la lengua, ella recordaría eso. Y...
—Sí —le dijo—. ¿No parecían auténticos?
Giró en su taburete y se colocó de nuevo frente a la linotipia y puso en marcha el mecanismo rápidamente, antes de que la muchacha le respondiese. Quería acabar con aquel tema de conversación en seguida, antes... Vaya, no era tonta la muchacha. Y ya sabía ahora más que la policía, mucho más.
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Llenó el componedor y lo llevó al banco, para vaciar el tipo en la caja. Volvió a tomar el componedor y comenzó otra vez.
¿Y si Charlie apareciese ahora? No, no vendría. Por lo menos antes del mediodía. A esa hora comienza a trabajar y probablemente ahora no esté ni levantado. Además, trabajando como está en este caso, tiene la excusa, piensa en alguna pregunta que él consideraría sin importancia, de venir por aquí en cualquier momento que se le ocurra en lugar de acudir solamente en las horas de servicio.
Joyce no tiene que estar aquí esta tarde. Charlie hace un mes que no nos ha visitado, pero ahora hay muchas posibilidades de que se dé cuenta de que puede combinar sus asuntos oficiales con el placer de la visita y venga solo o con Kuzwa, en el tiempo que tenga libre. Tengo que hacer que Joyce esté fuera con cualquier pretexto, que se marche a partir del mediodía. No la puedo matar hoy, al menos hasta la noche, ya tarde, en su habitación. No puedo dejar que encuentren su cuerpo hasta mañana, ya avanzado el día, para tener tiempo de encargarme del asunto del banco y la compañía almacenadora. O si no, que se vaya al diablo la compañía almacenadora, puedo ahorrar hora y media no teniendo que hacer el viaje de ida y vuelta a Manhattan Beach. El revólver no lo pueden relacionar conmigo, de modo que lo dejo en la habitación de Joyce. Empaquetar el dinero y el recibo del almacén y remitírmelo a mí mismo a lista de correos. Puedo estar aquí, con la imprenta abierta, y listo, aún en el caso de que encuentren el cuerpo de Joyce, para las nueve y media. Si sospechan de mí, no habrá la menor prueba, nada que me acuse. Pero tengo que asegurarme de que no me siguen cada vez que regreso de la lista de correos al almacén.
Daría buen resultado. Seguro que tendría éxito.
Calma, si la nueva habitación de Joyce...
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Llevó el componedor lleno al banco y dejó el tipo sobre la plancha, después volvió a la máquina y colocó nuevamente el componedor en su sitio. Pero en lugar de sentarse encendió un cigarrillo y caminó lentamente hacia donde estaba trabajando Joyce, pasó por delante de su mesa de trabajo y se reclinó contra el mostrador que tenía a sus espaldas.
La muchacha levantó la vista de la mesa.
—Dígame, señor Conn.
—Oiga, Joyce —comenzó—. Su cambio de habitación me ha hecho recordar algo. Hace tiempo que he estado pensando en vender la casa donde estoy viviendo... Es absurdo para un hombre viudo como yo tener toda una casa para él, aunque sea pequeña. Lo que sacaría como diferencia entre el valor de la propiedad y la cantidad en que está hipotecada no sería mucho, pero siempre me daría un poco de más capital para invertirlo en el negocio. Y yo podría alquilar una habitación para mí en cualquier otra parte. Probablemente me costaría mucho menos que lo que tengo que pagar por impuestos y mantenimiento de la casa, eso sin mencionar los intereses a pagar sobre la hipoteca. Pero hace tantos años que no he estado en casas de pensión, que no sé cómo anda el negocio en ese campo. Como usted acaba de mudarse y ha tenido que andar viendo y preguntando, probablemente me podrá dar una idea de cómo están las cosas. ¿Están escasas las habitaciones ahora? Me refiero a Santa Mónica; me gustaría vivir más bien cerca de aquí.
—¡Qué va, no! No es difícil encontrar habitación. Yo tuve la suerte de encontrar una muy agradable, que verdaderamente me gusta, en un solo día que estuve buscando, el sábado. Pero si usted mira con tiempo, es seguro que no tendrá dificultad alguna. Sobre todo, porque a usted no le importará pagar más de lo que yo estoy pagando.
Conn sonrió con un gesto desaprobador.
—Lo dudo, Joyce. Yo no quisiera nada de lujos. Escuche, no es cosa que a mí me importe lo que usted está pagando, de modo que si no quiere no me lo diga, pero de saberlo me daría una idea.
—No tengo ningún inconveniente. Son diez dólares a la semana por la nueva habitación, pero eso es exactamente lo que estaba pagando en la anterior. Es una habitación con cocina.
—Creo que a mí también me gustaría una habitación con cocina —dijo Conn—. No es que yo me prepare la comida con frecuencia, pero me hago siempre el desayuno, porque no me gusta tener que salir fuera a desayunar. Bueno, diez dólares me parece barato. ¿Su patrona se encarga de la limpieza de la habitación diariamente o lo tiene que hacer usted misma?
—¡Oh, no! Lo tengo que hacer yo. Con servicio de criada, una habitación como ésta resulta un poco más cara.
—En fin, suponiendo que fuese dos veces más, creo que aún ahorraría dinero en relación con lo que me está costando ahora la casa donde vivo. ¿Tiene entrada privada o hay que pasar por la sala o la habitación de alguna otra persona?
—No, es una entrada privada, al menos creo que así la llamaría usted. Probablemente ese piso, es el cuarto, el último, fue proyectado como un departamento espacioso, pero luego lo distribuyeron en habitaciones separadas. La señora Burke —Joyce se rió como una colegiala—, las otras muchachas la llaman la señora Dios, todavía no he sabido por qué, vive en la habitación del frente y alquila las demás. Todas dan al pasillo, de modo que cada una tiene su entrada particular. Sin embargo, sólo se alquilan a muchachas.
—No estaba pensando —dijo Conn, sonriendo— en ir a ofrecer más dinero para desalojarla a usted. Simplemente trato de tener una idea general, Joyce. ¿Dice que es en Colorado? ¿Y los ruidos del tránsito la molestan?
—¡Oh, no! Ni los oigo. Mi habitación está al fondo del edificio. Y ahora, que pienso en ello, mi habitación tiene dos entradas privadas. La ventana de la parte de atrás de mi habitación da directamente a la escalera de incendios, sobre una calle estrecha.
—¿No tiene usted miedo de los ladrones?
—Joyce se rió.
—¿Y qué iban a robar? Pero eso que le he dicho de otra entrada privada, fue una broma. Ya sabe usted cómo son esas salidas para casos de incendio. Usted puede bajar por ellas, pero no subir. Comienzan en el segundo piso.
Pero Conn pensó en una calle estrecha, en las sombras de la noche, en que uno podía subir por ellas estacionando el coche debajo, subiendo encima del techo y ayudándose el resto del camino hasta alcanzar la escalera.
¿Cerraba con llave la ventana de la salida de incendios? Anduvo rebuscando en su mente una pregunta que llevara a Joyce a aclarar este punto sin despertar sus sospechas. Pero, de repente, desechó la idea al darse cuenta de que si él le hacía pensar en ello quizás la cerrara esta noche, aunque no tuviese costumbre de hacerlo.
Y si la cerraba... Bueno, la escalera de incendios siempre le permitiría localizar la habitación de Joyce desde el exterior y después, cuando subiese las escaleras hasta el pasillo, juzgaría cuál era la puerta que daba entrada. Ahora no tendría lógicamente el pretexto de decir: «Soy yo, Claude, querida...» Pero ya se le ocurriría alguna otra cosa.
—Muchas gracias, Joyce —le dijo—. Ahora ya tengo una idea mejor de lo que me costará una habitación, si decido finalmente vender la casa.
El cigarrillo ya estaba casi consumido y Conn dio media vuelta y apagó la colilla en el cenicero que tenía sobre el mostrador. Volviendo la cabeza dijo por encima del hombro a Joyce:
—Espero tener la misma suerte que usted para conseguir una habitación alejada de la calle, tranquila. Tengo el sueño muy ligero; el más leve ruido me despierta inmediatamente.
—A mí me pasa todo lo contrario —dijo Joyce—. Una vez que me pongo a dormir, me quedo corno un tronco. Cuando estoy durmiendo, por mí podrían estallar bombas, no las siento. —La muchacha sonrió—. Ya me pasó eso una vez.
—¿Una bomba? ¿Dónde?
—Bueno, no una bomba realmente, sino una explosión. Una explosión del conducto principal del gas afuera, cerca de donde estaba alojada entonces. Según me dijeron después, sacudió la casa y todo el mundo se despertó muerto de miedo, pero yo seguí durmiendo como si nada.
—¡Qué suerte tiene usted! —le dijo Conn,
—Y sin embargo, es curioso, no necesito despertador. Cualquiera creería que, teniendo el sueño tan pesado, me haría falta, pero todo lo que tengo que hacer es resolver que necesito levantarme a las siete, o a la hora que sea, y me despierto casi al minuto. Oiga, señor Conn, a propósito de ese cheque que extendí para Claude y qué él endosó, ¿quiere que lo deposite o lo saco de la caja de caudales y lo pongo sencillamente con los cheques cancelados para que tenga usted constancia de haberlo pagado? Yo creo que su endoso ya prueba que recibió el dinero, tanto si usted lo deposita como si no, y entonces puedo marcar en el talón simplemente «Nulo» y añadir los noventa dólares al saldo.
—No, no haga eso —le dijo Conn—. Deje el talón como está y simplemente depositaremos el cheque. Pero no hoy, porque no lo tenemos aquí.
Joyce lo miró interrogadoramente, pero no le preguntó nada.
Conn le explicó:
—Ya le dije antes que vine el sábado a recoger algún dinero. Y sin mirar lo que había dentro agarré ese sobre de la caja y me lo llevé. Al llegar a casa vi el cheque. Y no me acordé de traerlo esta mañana. A ver si lo traigo mañana.
—Muy bien. De todos modos, no creo que el banco esté abierto hoy. Es el aniversario del natalicio de Lincoln.
—Es cierto —dijo Conn—. Lo había olvidado. Bueno, así no voy a hacer nada. Vamos a sudar la gota gorda otra vez.
Vuelta a la linotipia.
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Ahora sería fácil. ¡Oh! Existía, ciertamente, un riesgo, por supuesto, pero era un riesgo calculado y, además, ligero. De la misma manera que había existido un riesgo calculado en los dos últimos asesinatos. El riesgo, por ejemplo, de que el golpe descargado contra la muchacha Harper, cuando se asomó a la puerta, hubiese fallado y lanzara un grito.
Mucho menor que ése era el riesgo de esta noche. El único que preveía era el de que lo viesen subiendo por la escalera de incendios, pero si esperaba hasta las dos o las tres de la mañana, cuando ella estuviese más profundamente dormida, ese riesgo sería muy leve. Con el conocimiento que tenía ahora, no sería necesario que se arriesgara a ir por el pasillo y llamar a su puerta. Tenía una especie de barreta que le serviría estupendamente como ganzúa para abrir la ventana si la dejaba cerrada.
Sí, podía considerar esta noche como planeada ya.
Ahora se podía concentrar en el problema más inmediato: cómo conservar a Joyce lejos del contacto de la policía hasta entonces. Y cómo hacerla salir del taller esta tarde, para que Charlie, o cualquier otro detective, no la encontrara aquí si se les ocurría venir.
Gradualmente, se fue formando un plan en su mente. No era demasiado complicado. Pero tampoco tan sencillo que pareciese natural.
El primer paso era que se fuese él a comer media hora antes, con objeto de poder estar de regreso aquí a las doce, y entonces desprenderse de ella. Charlie Barret no estaría aquí a las doce; ésa era la hora en que tenía que estar presente en la delegación. Pero si su primera visita era para Conn, entonces podía estar aquí hacia las doce y media, cuando Joyce solía ir generalmente a comer.
A las once se puso en pie delante de la linotipia y se estiró. Echó a andar para irse a lavar la tinta que manchaba sus manos con jabón especial, pero se detuvo y miró hacia Joyce.
—Voy a marcharme ahora, Joyce —le dijo—. Quiero visitar a un individuo acerca de un trabajo y ver si consigo que nos lo dé a nosotros. De allí, me voy derecho a comer. Estaré de vuelta a la hora de costumbre.
—Está muy bien, señor Conn. Yo acabaré con este trabajo dentro de cinco o diez minutos. ¿Qué quiere que vaya haciendo después?
—¡Hum! Hágame una lista de las cuentas por pagar y las cuentas por cobrar, tal como están ahora. Estoy pensando muy seriamente en vender esa casa para tener más capital que invertir en el negocio, pero antes quiero saber exactamente con qué cuento.
—Muy bien. ¿Y si lo termino antes de que regrese usted?
—Creo que con eso tiene para todo el tiempo —le dijo. Y con mayor motivo teniendo en cuenta que pensaba regresar más pronto de lo que ella esperaba, antes del mediodía—. Por si termina, lea las pruebas de lo que he preparado esta mañana. Todas las galeras, excepto la última, las he puesto en la prensa de pruebas.
Se volvió para lavarse las manos y tomó su chaqueta. Se dirigió a la puerta.
—Hasta luego, Joyce.
—Un momento, señor Conn. —Se detuvo y se volvió hacia Joyce.
—Su amigo, el señor Barrett, ¿está trabajando en este caso?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada; nada más estaba pensando... No quiero retrasarme mucho a la hora de comer, y a lo mejor empiezan a hacer preguntas y preguntas. Estaba pensando que quizás podría llamar por teléfono y concertar una especie de cita para ahorrar tiempo. Y si el señor Barrett está trabajando en el caso, creo que preferiría hablar con él antes que con un extraño.
Conn lanzó un suspiro de alivio. ¡Dios! ¿Si se le hubiese ocurrido pensar en esto unos minutos después que él se hubiera marchado?
Conn le dijo indulgentemente:
—Me imagino que es una buena idea, Joyce. Nada se pierde por intentarlo. —Y, efectivamente, podía hablar a Charlie mejor que a cualquier otro, y darle la ocasión de que se le acredite el descubrimiento de la misteriosa señorita Williams que hizo aquella llamada—. Me alegro que se le haya ocurrido—. Se volvió parcialmente para marcharse y en seguida le dijo—: Pero no llame por teléfono antes de las doce; es a esa hora cuando Charlie entra de servicio.
—Está bien, señor Conn.
—Mejor es que lo haga un cuarto de hora después. Ya sabe que tienen que pasar lista y todas esas cosas, y en cualquier caso no saldría de la delegación antes de las doce y media. Bueno, me voy.
Una vez fuera, caminando por el bulevar, se tuvo que meter las manos en los bolsillos por el temblor que las estremecía. ¡Cómo se había escapado por un pelo de aquel trance!
¡Pero qué fácilmente había improvisado la manera de sortear el peligro!
. Ya estaba todo bien otra vez. Sólo que tenía que asegurarse para estar de vuelta antes de las doce. No había que correr el riesgo de que ella se precipitara adelantándose algunos minutos.
Quería tomar algo para calmar sus nervios y entró en una cantina-restaurante con objeto de hacer ambas cosas, beber algo y comer un sándwich sin tener que hacer dos paradas en sitios diferentes. Comió su sándwich en el mostrador y tuvo que controlarse para no engullirlo como un muerto de hambre por la preocupación y la impaciencia que sentía por regresar, a pesar de que si volvía demasiado pronto sabía que tendría que estar matando el tiempo.
No debía estar de vuelta antes de las doce menos diez, y si eran menos cinco, tanto mejor. Tendría que fingir que había estado con el supuesto cliente y que se había encontrado con Charlie hablando con éste.
Y concediendo que el viaje de regreso le llevara diez minutos (el venir no le había llevado más de siete), aún le quedarían quince minutos por distraer cuando terminara de comer el sándwich.
Decidió que tomar otro whisky resolvía el problema y no le iba a hacer ningún daño. Pidió un highball esta vez y trató de matar el tiempo racionándoselo matemáticamente a fin de que dando sorbos a un ritmo uniforme el último trago lo bebería a las doce menos cuarto exactamente.
Cuando faltaban diecisiete minutos para las doce apuró el resto del highball, abandonó la cantina rápidamente y tuvo que controlar sus piernas para evitar que lo llevaran corriendo o casi corriendo.
—Caramba, sí que ha venido usted temprano, señor Conn —le dijo Joyce—. ¿O es que no ha ido a comer todavía?
—Sí, ya comí. Me encontré con Charlie Barrett. Ya ve: «Hablando del rey de Roma, y él que se asoma», y comí un sándwich con él cuando iba para su trabajo. No tiene que telefonearle.
Colgó su chaqueta.
—¡Oh! ¿Quiere decir que ya concertó usted una cita con él para que le hable yo?
—Sí, pero no en la delegación de policía. Yo le conté en general qué es lo que usted quiere decirle; no en detalle, eso ya se lo preguntará a usted cuando lo vea a él, y le dije que si quería que fuese usted por allí. Me dijo que, desde luego, quería hablar con usted, pero que prefería verla esta noche en su casa, si es que está libre. Tiene que hacer varias cosas importantes inmediatamente después que se presente en la delegación hoy. ¿Está usted libre esta noche, Joyce?
—Sí, claro. Quiero decir que no había hecho ningún plan. —Parecía desilusionada, probablemente había estado esperando con ansiedad la aventura de la visita a la delegación de policía... y tomarse un rato largo a la hora de comer.
—¡Magnífico! No le pude dar ni su dirección ni su teléfono, porque no lo llevaba conmigo, pero me dijo que telefonearía esta tarde aquí a cualquier hora para saberlo. Dice usted que lo anotó en el libro de direcciones, ¿no?
—O si no yo puedo llamarle y...
—No, él llamará aquí. No quiere que lo molesten a la hora de pasar lista y saldrá de la delegación en seguida que terminen con eso. Pero pasemos a otra cosa, Joyce. Tengo algo importante que quiero que haga esta tarde. Es una comisión en la calle que le llevará casi toda la tarde. Es decir, si no tiene inconveniente en hacerlo.
—Naturalmente que no. ¿De qué se trata?
—Es una comisión relacionada con el trabajo de ese hombre que he salido a ver. Nos lo da si es que puedo encontrar un papel lo bastante similar a una clase determinada. Pero le tendré que enseñar muestras mañana por la mañana para que dé su aprobación, de manera que no tenemos tiempo de esperar que nos lleguen las muestras por correo. Espere, le voy a enseñar el tipo de papel.
Entró en la habitación donde guardaba el papel y volvió con un trozo de papel satinado, verde claro, que entregó a Joyce.
—Este es el tipo de papel —le dijo—. Hace un par de años le imprimí un catálogo en esa clase de papel. Ahora quiere un suplemento, y desea el mismo papel o lo más aproximado que haya en peso, tono, tacto, brillo y todas las demás características. Pero la compañía papelera que lo hacía, desapareció del panorama. Por lo tanto, lo que quiero es que usted lleve esa muestra al mayor número de compañías posible en plaza, esta tarde. Si las enseña usted y que le den muestras de lo que tengan más aproximado. ¿Comprendido?
—Sí, señor Conn. ¿Quiere usted los precios?
—Efectivamente. Son treinta y cinco resmas de diecisiete por veintidós. Que le den las cotizaciones de esa cantidad. Para una imprenta de este tipo, se trata de un pedido de bastante consideración y vale la pena de ver varias compañías y comparar precios. De manera que si, por casualidad, encuentra usted la calidad exacta de papel en su primera o segunda visita, siga con las demás, pues puede que encuentre un precio mejor todavía en la misma clase de papel. Llévese su cuaderno y un lápiz. De hojas perforadas, para que las pueda arrancar y quedarse usted con ellas. ¿Entendido? Aquí tiene las compañías que quiero que visite.
Le dio una docena de nombres, de ellos cuatro en Los Ángeles, el resto dispersos.
—Es posible que no pueda usted recorrer todas ellas, pero visite el mayor número que le sea posible; Y procure combinar bien los autobuses. Primero tome los que la lleven al centro de la ciudad; siempre son los más seguros de tomar, en cualquier caso. ¡Ah! Y me telefonea entre las tres y las cuatro, para que me diga cómo van las cosas.
—Muy bien. ¿Entonces iré al centro en cuanto termine de comer?
Conn miró su reloj.
—¿Por qué no se va ahora? Si no tiene ganas de comer todavía, puede tomar el autobús para ir al centro primero y come cuando llegue allí. ¿Tiene dinero suficiente para los autobuses y las demás cosas?
—Creo que sí.
—Si solamente lo cree, tome diez dólares de la caja. No es necesario que me haga el recibo ahora, ya arreglaremos cuentas mañana. Ahora dése prisa. Cuanto más pronto empiece, más almacenes podrá visitar.
Tres minutos más tarde lanzó un profundo suspiro de alivio cuando sonó la campanilla de la puerta. Se acercó hacia allá, fingiendo que estaba trabajando en el mostrador, desde donde podía vigilar la parada de los autobuses y ver a Joyce esperando allí. Volvió a lanzar otro suspiro más profundo que el anterior cuando, unos minutos más tarde, la vio subir en el autobús que iba al centro de la ciudad.
Rápidamente escribió una nota: «Vuelvo dentro de una hora», la pegó en el vidrio de la puerta por la parte de dentro, cerró con llave y salió por la parte de atrás a tomar su coche.
Este momento, precisamente, era el mejor para efectuar el viaje a la compañía almacenadora y hacerse de las cosas que necesitaba de allí. Lo más sencillo sería decir que había cambiado de idea en cuanto a salir de viaje y recuperar las dos maletas intactas. Entonces, mañana por la mañana, después de haber añadido al contenido de ellas el dinero del banco, y una vez que las maletas encerraran todo lo que pudiera relacionarlo con cualquier crimen, dejarlas, contando la misma historia, en una compañía almacenadora diferente.
Y a sentirse seguro, completamente a salvo. Hasta entonces, el tener las maletas en su coche sería un riesgo adicional. El verdadero peligro era Joyce, Joyce y su ansiedad por ir a contar su historia a la policía.
Condujo su coche tan velozmente como pudo, sin comprometer su seguridad y sin correr el riesgo de que lo arrestaran por exceso de velocidad. El bulevar Lincoln, como de costumbre, estaba siendo reparado, y se soltó en denuestos por una vuelta que tuvo que dar que le hizo perder varios minutos.
Gracias a Dios que no se había remitido el recibo a sí mismo después de encontrar el banco cerrado.
Para la una y media, ya estaba de vuelta. Abrió la imprenta, dejando las maletas bajo llave en la cajuela del carro. Después lo pensó mejor y las metió en el closet que le servía de almacén. Si llegaba Charlie, a lo mejor recordaba que en una ocasión había querido mirar y examinar el coche que hasta hacía tan poco tiempo había pertenecido a Atkins. Prefería que Charlie no viese las maletas, aunque tuviese una historia preparada para explicar por qué estaban allí. Más tarde, Charlie las recordaría, y eso sería una cosa más.
Iba a ser una tarde de prueba, pensó, mientras miraba a su alrededor, dudando con qué trabajo comenzaría. Tendría que hacer el trabajo de Joyce así como el suyo. Y mañana también, ¡condenación!, y durante muchos días, hasta que encontrara una nueva muchacha que ocupara el puesto de Joyce. Además, Joyce era muy buena trabajadora; mucho tendría que padecer antes de encontrar otra tan eficiente. ¿Por qué tenía que haber conocido a Atkins y concertar una cita con él?
A las cuatro menos cuarto recibió una llamada telefónica de ella. Había visitado los cuatro almacenes en el centro de la ciudad y otros tres más. Iba a visitar el octavo, en Culver City.
—¿Está cerca de él ahora, Joyce?
—Acabo de bajar del autobús. Tengo que caminar dos calles, pero me di cuenta de que si esperaba hasta terminar mi visita allí, sería después de las cuatro cuando lo llamaría.
—Muy bien, Joyce. Vaya a ese sitio y luego lo deja ya. Si se va a casa desde ahí, llegará a la hora de costumbre o un poco más temprano. ¿Hubo suerte?
—Todos ellos me han enseñado algo que es bastante similar, y tengo dos muestras que se parecen tanto que apenas si se puede notar diferencia alguna. ¿Quiere que le diga los precios?
—No, mañana, cuando me dé las muestras. Ahora haga esa visita y ya terminó su labor por hoy. La veré a las nueve en... ¡Oh, escuche! Barrett estuvo aquí y dejó un recado para usted.
—Dígame, señor Conn.
—No la podrá ver esta noche, como tenía proyectado. Pero la pondrá a la cabeza de la lista en su orden de trabajo para mañana. Me preguntó a qué hora iba usted a comer, y cuando se lo expliqué me dijo que si no tenía usted inconveniente le agradaría venir por aquí para llevarla a comer y así tener tiempo de hablar largo y tendido.
—Eso está muy bien.
—Sí, y además tendrá usted la comida gratis. ¡Ah, una cosa más! Me dijo que le preguntara si había hablado usted con alguna otra persona, otra persona aparte de mí, acerca de Claude Atkins y su cita con él.
—No, no he hablado con nadie, señor Conn. Estuve tan ocupada durante el fin de semana con la mudanza y la limpieza que no vi a ninguno de mis amigos. Por otra parte, no fue sino hasta ayer, ya entrada la noche, cuando leí el periódico y...
—Perfecto Joyce. Me encargó que le dijera que no hable con nadie de esto. No tengo la menor idea del porqué y no me molesté en preguntárselo, pero alguna razón tendrá. En fin, yo le comunico a usted el recado. Bueno, entonces la veré mañana por la mañana.
—Adiós, señor Conn. No hablaré a nadie de eso.
Había sido una idea brillante, pensó, al tiempo que colgaba el receptor, decirle aquello a Joyce. Se sintió bastante seguro de la sinceridad de la declaración de Joyce, según se lo había dicho por la mañana, referente a que no había hablado con nadie todavía acerca de Atkins; había estado sola en su habitación, y había sido muy avanzada la noche, demasiado tarde, había dicho ella, para ir a la delegación de policía, y antes de eso no sabía nada de qué poder hablar.
Pero esta noche estaría libre y quizás visitara a alguna persona o personas amigas. No tendría la menor importancia que les dijera que tenía concertada una cita con un hombre que había sido asesinado, en todo caso la policía descubriría esa parte de la historia, pero el decir tanto como sabía podía llevar a revelar todo el asunto o una parte lo suficientemente grande como para significar peligro.
A las cinco cerró la imprenta y se fue a comer. Tenía hambre, ya que sólo había comido un sándwich al mediodía, y eso temprano.
Emprendió la vuelta a casa después de cenar bastante bien en el Tambor Roto (Nadie lo puede tocar), en Wilshire, cerca de Lincoln.
Comprendió que no tenía objeto que se fuera a casa ahora y decidió que no lo haría. El trabajo en la imprenta ya estaba muy retrasado, y una vez que desapareciera Joyce las cosas se complicarían más antes de encontrar una solución. La imprenta contaba mucho ahora, porque, con la complicación adicional de tener que matar a Joyce, pasaría mucho tiempo, pero mucho, antes de que pudiera con cierta seguridad emprender su plan de nuevo, incluso no podría ni poner en circulación algunos de los billetes que ya tenía hechos.
No había razón para que no volviese a la imprenta y trabajara hasta tarde, todo lo que pudiese sin cansarse demasiado. Hasta la medianoche o más tarde, si podía. Lo mismo daba eso que matar el tiempo en casa, esperando.
Una vez en el taller, bajó las persianas, como lo hacía siempre que trabajaba después del tiempo normal, cuando se suponía que el taller no estaba abierto, y se aseguró de que ambas puertas estaban cerradas con llave antes de ir a la mesa de Joyce por el talonario de cheques. Sería mejor que acabara con esto ahora, eliminando el talón que Joyce había extendido para Atkins. No había querido hacerlo durante la tarde, cuando Charlie podía haber aparecido, pero ahora estaba seguro. Incluso en el caso de que viniera alguien, las puertas cerradas con llave le darían tiempo a quitar el talonario de la vista.
Dedujo que la suerte lo acompañaba cuando vio que el último cheque que Joyce había escrito, el de Atkins, era el primero de un talonario nuevo. No tendría que sacar el talón con cuidado y. poner un talón en blanco con su cheque en el lugar del anterior. Quitó el talonario entero de allí y puso uno nuevo. Copió el saldo total, sin tratar de imitar la caligrafía de Joyce, ya que los dos extendían cheques.
Recogió el talonario y el talón de cheques de Atkins y los llevó al closet donde tenía las maletas, guardándolos en una de ellas.
Así, sencillamente. Ni cheque ni talón. Y para mañana, tampoco existiría Joyce para contarlo. Ninguna prueba posible contra él en ninguna parte, excepto en las dos maletas a salvo en el almacén.
Que traten de probar algo contra él, lo que sea.
Regresó a la linotipia para encender la resistencia del crisol y vio que se le había olvidado apagarla cuando se fue. Menos mal que había regresado, aunque no tenía mayor importancia, sólo que la cuenta de la electricidad hubiese subido unos cuantos dólares más.
Pero todos los dólares, por pocos que fueran, iban a contar ahora, durante una temporada.
Lanzó un suspiro y puso el texto del trabajo en el atril. Los dedos se posaron en el teclado.
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SU NOMBRE ERA MUERTE y esperaba a Darius Conn.
A solas, en la habitación a oscuras, estaba sentado al borde de la cama. A su lado y listo al alcance de su mano derecha un revólver, a su izquierda y lista también, una linterna.
Delante de él, a tres metros y medio, el tenue rectángulo gris de una ventana, tentadoramente abierta de par en par sobre la escalera de incendios. Invitación para Darius Conn.
Si escuchaba un sonido en la puerta, podía fácilmente cambiar su plan, pero confió y pensó que era la escalera de incendios lo que usaría Conn. La muchacha le había dicho, esta noche temprano, que la había mencionado a Conn.
¡Vamos, desgraciado!, pensó. ¡Vamos, vamos! Ya son más de las dos. ¿Qué estás esperando?
Un roce suave. La silueta borrosa contra el rectángulo de la ventana. Una pausa para esperar, para escuchar. Se inclina, da un paso al interior. Espera, que dé dos o tres pasos más, déjalo que se acerque más, entonces.
La linterna alanceó la oscuridad y prendió a Darius Conn, lo clavó con un pie en el aire, cambió cualquier expresión que tuviese su cara por la de súbito asombro, arrancó una exhalación. Era un Conn ridículo que había intentado disfrazarse. Sí, tal como él había sospechado por las descripciones, zapatos para elevar su estatura, hombros postizos, una cosa que alargaba su boca y hacía que su parte inferior pareciese más ancha, probablemente cera dentro de la boca. Trabajo de aficionado, burdo.
—¡Hola, Darry —le dijo reposadamente, en su tono de voz ordinario, para que Conn lo reconociese.
—¡Charlie! —Era un poco más de un susurro, pero, después de proferirlo, Conn pareció desinflado, como si el aire hubiese huido de él. Todo el aire.
—Tienes un revólver apuntando al cuerpo —le dijo Barrett—. No intentes echar mano del tuyo, si es que lo tienes. ¿Lo tienes, Darry?
—Sí. En mi bolsillo. Está bien, me has atrapado, Charlie.
—Eres un hijo de mala madre —le dijo Barrett.
La voz de Conn sonaba a cansado, y parecía cansado.
—Ya te he dicho que me has atrapado. ¿Para qué lo haces más cruel todavía?
—Eres un hijo de perra. ¿Por qué crees que te he agarrado?
—¿Y qué importa el porqué? Resbalé en algo, supongo.
—¿Conque resbalaste en algo? Mira, descastado, he estado a un paso detrás de ti todo el tiempo. Yo sabía que habías matado a Atkins y Harper, el sábado, cuando hablé contigo. Adiviné la razón. Sabía que estabas falsificando. Hace meses que lo sabía. Yo sembré la idea en tu cabeza.
Veía y se alegraba de la expresión del rostro de Conn. Aquella cara deformada, odiada.
—No comprendo —dijo Conn—. ¿Entonces, por qué no...?
—Porque estaba esperando esto. Un año he esperado, Darry. ¿Crees que quería verte en prisión por falsificador, donde no podía echarte mano?
Todavía el rostro perplejo. Magnífico. Mejor cuando viniera.
Sosegadamente le dijo:
—Darry, tú creíste que habías salido bien librado de un asesinato, hace un año. ¿No se te ocurrió nunca pensar que un hombre sabía que el hombre que estuvo con Myrtle aquella noche no la mató, y que tú lo hiciste?
Ahora venía, ésta era la expresión que él había estado esperando ver en el rostro de Conn. Y la saboreó.
—Pude haber declarado entonces, Darry, y mandarte a la cámara de gases —le dijo—. Quizás hubiese perdido mi empleo, probablemente ni eso. Pero he esperado, porque quería... esto.
—Yo seré el que saldré bien librado, Darry —continuó—. Dividí mi trabajo con Kuzwa, le dejé que custodiara a la muchacha Dugan, lo convencí que podía manejarte con más facilidad estando solo. Y puedo, Darry. Sólo que creo que no te voy a arrestar.
—Yo amaba a Myrtle —le dijo—. No era un amor pasajero. Estaba tratando de que te abandonara, y lo hubiese hecho. Tú la asesinaste. ¡Maldito seas, perro!
Conn se estaba bamboleando, parecía que se iba a caer, a vomitar.
Charlie ya no pudo esperar más.
—Eres un aborto del infierno. ¡Toma!
Oprimió el gatillo dos veces.
Con la linterna buscó el interruptor de la luz y la encendió.
Caminó hasta la cosa inerte que había sido Darius Conn y buscó un latido que ya había huido. Se envolvió la mano en un pañuelo para sacar el revólver del bolsillo de Conn y hacer que su mano muerta lo empuñara.
Echó a andar hacia la puerta que abrió al tumulto del exterior. Muchachas con batas sobre sus ropas de dormir. Alguien marcaba un número de teléfono en el pasillo. Al verlo, se hicieron hacia atrás.
—No se preocupen muchachas —les tranquilizó—. Joyce se encuentra perfectamente. No estaba en su habitación. Yo estaba allí para cazar a un ladrón. Resistió y tuve que disparar.
Caminó confiadamente por el pasillo hacia el teléfono.
—Si es al departamento de policía donde llamó usted, déjeme hablar cuando contesten.
FIN