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julio 04, 2010
© 2000 by José María Bravo Lineros. En Espada y Brujería.
"...maldita por toda la eternidad, la estirpe de Drathslarg vaga por las montañas..."
1
El jinete cruzó la herbosa vaguada al galope y se internó en una arboleda húmeda por el rocío. Su montura, un corcel gris de crines obscuras, resoplaba con fuerza por sus dilatados ollares. El hombre refrenó al caballo hasta detenerlo junto al esbelto tronco de un haya y volvió la mirada atrás, receloso.
Era de estatura media, nervudo y de rasgos algo aguileños, con el cabello negro y ensortijado. Solo el impetuoso brillo de sus ojos castaños traicionaba la impresión de veteranía producida por su rostro moreno y curtido. Bajo las rasgaduras de su sobrevesta aparecía el acero ennegrecido de una coraza llena de manchas de orín y arañazos; el resto de sus ropas de cuero basto estaban sucias y andrajosas. De su ancho cinturón pendían, en sendas vainas de piel de zapa, un esbelto puñal y una larga espada de doble filo y guarda en cruz.
Retirándose los desiguales mechones de la frente, resopló indeciso mientras perdía su vista en el cielo. Intentó orientarse según la posición del Sol, apenas una mancha de claridad dorada en el pesado manto nubes que cubría el firmamento. El jinete dedicó un reniego en voz alta al enfermizo Sol de aquellas tierras y picó espuelas, decidido a atravesar el bosque. Los afloramientos de roca pizarrosa, a los que se aferraba el liquen como un tumor maligno, menudeaban en el terreno cada vez más escarpado. Una ligera llovizna comenzó a caer; no mucho después, se oyó el fuerte retumbar de un trueno. Con otra sonora maldición, el jinete alentó a continuar a su agotada montura, internándose en la floresta.
–Ha pasado por aquí. Nos lleva dos días de ventaja, como mucho –aseveró Feiraz, un batidor duvonio, tras examinar el rastro.
–Magnífico. Bien, sigamos –musitó Evrardo, el superior de Feiraz, alto y rubio; por sus cicatrices y gestos se apreciaba enseguida su condición de soldado viejo.
Feiraz se incorporó y encabezó la marcha, seguido por Evrardo y cinco soldados más, ataviados con ropas de paño negras y jubones de cuero; llevaban espadas de hoja ancha, hachas, ballestas ligeras y aljabas de cuero repletas de saetas.
Bajaron por una trocha que serpenteaba entre abetos, pinos y cedros. La bóveda de sus copas arrojaba densas sombras, heridas por los haces de luz cobriza del atardecer.
Evrardo se dio ánimos, pues sin duda conseguirían atraparle pronto: el cadáver de su montura había aparecido cuatro días antes, aliviado de la mayor parte de la carne aprovechable. El pobre animal se habría roto una pata, hecho nada extraño, pues aquellos parajes se volvían cada vez más fragosos a medida que uno se internaba hacia el oeste.
Una quiebra del terreno les obligó a seguir por una pronunciada escarpa de roca desnuda. Feiraz les indicó que tuvieran cuidado al pisar y de un salto comenzó la ascensión por la ladera. Evrardo gruñó y fue lentamente tras el batidor; ya estaba viejo para aquellos trotes, se dijo a sí mismo. Los cinco soldados siguieron a Evrardo en silencio, vigilando donde apoyaban los pies. Las sombras del bosque se alargaron y perdieron nitidez mientras avanzaban.
El frío le hacía temblar violentamente, entrecortaba su respiración. Dio pasos torpes sin saber muy bien hacia dónde. La negrura era casi absoluta.
Casi... una luz centelleaba, allá en la lejanía. El viento alborotó sus cabellos, susurró en sus oídos un nombre de sílabas extrañas, un nombre que era y no era su nombre.
–Ven...
La voz que traía el viento era vieja, grave, joven y aguda; un murmullo, un clamor incesante.
El sendero se vislumbró en la obscuridad, un sí es no es de plata desvaída, incitándole a desvelar sus misterios.
–Ven... Ven a mí, guerrero...
Echó a correr por el sendero, tropezando, acicateado por una angustiosa premura.
Daramad Mur Asyb se despertó sudoroso y jadeante y miró a su alrededor con los ojos desorbitados y un gesto de sobresalto en el rostro. Poco después suspiró, enjugándose el sudor de la frente. Había sido solo una pesadilla.
Levantándose de la frazada que le servía de yacija, estiró los músculos y se alisó las ropas, ajustándose la cota de malla y la coraza. Recogió el resto de sus pertrechos y se puso en camino sin más demora.
La claridad del amanecer confería un aspecto de ensueño al paisaje; perezosos, los jirones de niebla ascendían hasta las peladas cumbres de las montañas, desgarrados sudarios enroscándose en los altos y vigorosos árboles. Daramad no había visto nunca bosques semejantes. En Saremia, de donde provenía, los bosques no eran lugares tan sombríos ni amenazadores.
La amenazadora visión que le había acosado en sueños y el presentimiento de que le acechaban mantenían a Daramad tenso y expectante. Estaba hambriento; el día anterior había acabado con los últimos tasajos de carne de caballo y desde entonces su único sustento habían sido raíces y bayas amargas. Daramad serenó sus pensamientos y respiró hondo. El viento traía un aroma a resina y mantillo que le recordó por un instante el olor del mar. El mar... Pocas veces se había alejado de él por más de un año; ahora estaba a seiscientas leguas de cualquier costa, perdido en aquella tierra maldita, olvidada por dioses y hombres.
Tropezó con una raíz saliente y cayó sobre una de sus rodillas. Una afilada lasca de pizarra le desgarró las calzas de cuero, abriéndole un feo corte en la pantorrilla. Retiró entre reniegos las esquirlas de piedra de la herida y reanudó la marcha. Atravesó un pequeño claro y se detuvo para orientarse. Perplejo, comprobó que había desviado su caminar hacia el norte, en contra de sus intenciones. Sabía que tras muchas leguas de camino hacia el suroeste debía llegar hasta Ymalrn, si no le engañaba la memoria. Perderse en aquellos bosques era asunto fácil, pero resultaba muy peculiar que se hubiera desviado ya varias veces hacia el norte, como quien recorre un camino familiar sin reparar en ello.
Bufó con resignación y enfiló de nuevo sus pasos hacia el Suroeste. No se dejaría vencer fácilmente.
El riachuelo transcurría calmo por entre las musgosas rocas y las ramas caídas que formaban su lecho, jubilosas sus aguas limpias y heladas. Junto al cauce, escondido tras una espesa mata de mimbrera próxima a un fresno ceniciento, Daramad aguardaba al acecho. Flexionó los músculos entumecidos y se rascó la barba negra e hirsuta que le ensombrecía el rostro, malhumorado. Había visto huellas de pezuñas en el barro seco del riachuelo y esperaba que algún animal se acercara a beber. No era muy diestro cazando, aunque se había ocultado de forma que el viento no llevara su olor a su presa.
La suerte le sonrió. Un carnero macho joven, de pelaje pardo y morro blanco, bajó hacia el curso de agua, bufando mientras alzaba orgulloso sus largos y retorcidos cuernos. Miró de un lado a otro con suspicacia, llegó hasta el agua y comenzó a beber.
Daramad sonrió, aprestó la honda que había hecho con las riendas de su montura, se irguió de su escondite mientras la zarandeaba. El animal alzó la cabeza al oír el ruido de las ramas, bufó de terror y comenzó a huir, mas no llegó muy lejos. La piedra alcanzó la parte posterior de su testuz y se hundió varios dedos en su duro pellejo, derribándole.
Triunfal, el saremio salió de su escondite. Estiró las piernas y se acercó al carnero, que aún se debatía entre espasmos. Acortó su agonía de un golpe de puñal y arrastró el cadáver junto al río mientras silbaba. Tras despellejar al carnero y eviscerarlo, se dispuso a preparar un fuego con el que ahumar la carne. Decidió lavarse antes la sangre de las manos y se inclinó ante el arroyuelo. El rojo intenso fue diluyéndose en el agua entre confusos remolinos. Llenó sus manos de agua y se refrescó mojándose la cara y la nuca. Levantó después la vista y contempló el paraje por un momento. El agotamiento y la irritación desaparecieron de su ánimo; era imposible permanecer enfurruñado mientras se presenciaba aquel espectáculo de sobrecogedora belleza. Los arces, fresnos y hayas que crecían en las faldas de las lomas brillaban engalanados por las gotas de rocío. Llameaba el rojo arce ante el intenso verdor del tejo y la nívea corteza del haya; susurrando su vieja y enigmática canción, las frondosas copas se mecían en la brisa que ascendía hacia las montañas.
La sonrisa de placidez de Daramad se borró de sus facciones y la momentánea catarsis se esfumó tal como viniera. Le acechaban.
Alzó la vista, vislumbró un destello metálico entre la maleza más allá del riachuelo. Una cuerda de ballesta vibró. Daramad se echó al suelo, rodó sobre su costado; la saeta se quebró contra una piedra, a dos palmos de su pecho.
Se puso en pie con una hábil contorsión y emprendió la huida de inmediato. No perdió tiempo en ver quiénes o cuántos le atacaban: corrió raudo hacia el bosque, aprovechando los árboles para entorpecer la puntería de sus enemigos.
Dos dardos más zumbaron a su espalda. Una tercera saeta pasó junto a su sien y se clavó en el tronco de un fresno. Había venido de una dirección perpendicular a la primera. Se agachó al abrigo de una roca y aguzó el oído. Venían hacia él por varias direcciones; esperaban acorralarle. Inspiró con fuerza y reanudó su carrera dirigiéndose hacia el origen del último disparo. Hizo justo lo contrario que lo que esperaban: cargó de frente contra uno de los grupos en los que se habían dividido, en vez de correr pendiente arriba.
A unos veinte pasos distinguió las siluetas de dos hombres que armaban ruido de mil demonios mientras se abrían paso a través de unas mimbreras. Daramad corrió agazapado de árbol en árbol, tomó una gruesa piedra del suelo y la colocó en su honda.
Gunoc y Almo, los soldados que acometían a Daramad por el oeste, le vieron de improviso salir tras un fresno balanceando la honda. Gunoc escuchó la advertencia de su compañero y se echó a un lado, pero no fue lo bastante rápido: el proyectil dio en su casco y doblegó el metal. Gunoc cayó al suelo sangrando por un oído.
Almo bramó un juramento y disparó contra Daramad. La saeta rozó el hombro del saremio, desgarró sus ropas. El duvonio sacó con premura otro dardo de su aljaba y llamó a sus compañeros a gritos. Daramad corrió hacia él, desenvainó la espada; Almo se afanó con la gafa para armar a tiempo la ballesta mientras retrocedía entre tropiezos. Cuando el saremio estaba a menos de cuatro pasos, levantó su arma y disparó. Daramad se arrojó al suelo y el proyectil no alcanzó su cabeza por muy poco. Antes de que el duvonio pudiera recuperar el aliento, se puso en pie y arremetió contra él.
Almo vislumbró su feroz mueca y detuvo su potente acometida a duras penas, tras sacar justo a tiempo su espada. No había podido afianzar los pies y se tambaleó, desequilibrado por el ímpetu del saremio. Paró otros dos temibles tajos que resonaron contra su acero y recorrieron su brazo con dolorosas sacudidas. Almo devolvió los golpes y se rehizo, enardecido por el recuerdo de la muerte de Gunoc. Daramad evitó su tajo al torso con un quiebro, asestó un fulgurante revés como contragolpe. El filo de la espada alcanzó el cuello de Almo; éste sintió cómo le cortaba la garganta, abriendo de par en par los ojos del espanto.
Daramad le derribó de un empellón y reemprendió su carrera. Aun postrado y con la vida yéndose de su cuello a chorros carmesíes, Almo se lanzó contra su asesino en un desesperado intento de detenerle y le aferró por el tobillo izquierdo. El saremio cayó de bruces, dejó caer su arma y pateó para librarse de la presa del duvonio, que aún se resistía a morir desangrado. Sacó el puñal, acuchilló la mano que le retenía y cortó tres de sus dedos. Libre, recuperó la espada y se puso en pie. Pero el postrer arrojo de Almo no fue vano: le había retrasado justo lo suficiente.
–Quieto, maldito bastardo, o te ensarto.
Daramad sintió un escalofrío en la nuca al oír aquellas palabras. Su diestra dudó sobre el puño de la espada.
Cuatro hombres salieron de la espesura desde diferentes direcciones. Daramad los identificó enseguida como soldados duvonios. Tenían las ballestas preparadas.
–Suelta el arma –dijo de nuevo la voz–. Arrójala a un lado.
El hombre que estaba a sus espaldas caminó con cautela hasta él. Daramad se tambaleó al recibir el golpe y cayó sobre sus rodillas.
Evrardo se plantó frente a Daramad tras recoger la espada y la sostuvo entre sus huesudas manos mientras le escudriñaba. El saremio sonrió al verle.
–Saludos, Evrardo. ¿Aún eres sargento? –dijo en tono de chanza, con un duvonio de marcado acento extranjero.
Evrardo lo miró perplejo durante unos instantes. De pronto pareció recordar; arqueó las cejas y extendió sus labios ajados, mostrando sus amarillentos dientes al sonreír.
–¡Demonios! ¡Vaya, vaya! ¡Así que es a ti a quién perseguíamos! Cuando nos dieron tu descripción tuve dudas, pero me dije que no, que no podía ser. Fíjate tú que me equivocaba. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos?
–Hace casi dos años.
–Dos años... –repitió Evrardo, pensativo–. Te perdí la pista cuando marchaste al norte –sin volverse, se dirigió a sus hombres con sequedad–. Atadle. Y bien fuerte: este hijo de puta se las sabe todas. Bien, te cazamos al fin. Nos ha costado lo nuestro, eso hay que reconocerlo –mientras decía esto, miró los cuerpos de Gunoc y Almo sobre la tierra empapada en sangre y meneó la cabeza.
–¿Y ahora? –preguntó Daramad.
–¡Qué pregunta, hombre! Te llevaremos hasta Larislav; de allí te conducirán a Nieln. Para cuando te ejecuten habremos disfrutado ya de nuestra recompensa. Entiéndeme, no es nada personal. Los Fernad quieren tu cabeza y pagan doscientas cimeras de oro por ella. Soy viejo y tengo ganas de retirarme con algo más que la miseria de la licencia. Además, al fin y al cabo, mataste a Girno, ¿no?
–Girno era un malnacido y un inepto. Y tú lo sabes. Poco faltó para que Larislav no cayera ante los berakneses; si Larislav hubiera caído, toda Duvonia estaría en pie de guerra ahora.
Evrardo suspiró e hizo chasquear la lengua; aquello era obvio. Dos de sus hombres acabaron de maniatar a Daramad. Con un gesto, les indicó que recogieran los pertrechos de Gulno y Almo.
–Pensando así me maravillo de que llegaras a teniente. Bien sabe toda Duvonia que el linaje de los Fernad sólo alumbra a necios y cobardes, y Girno no fue una excepción. Pero tienen oro, mucho oro, y eso me basta. Feiraz –llamó.
–¿Sargento?
–Regresamos. Encabeza el grupo. Elro y Sajel, id delante. Eluar y yo iremos detrás de él, vigilándole. Saremio, pestañea dos veces seguidas y te hundo una estocada en la espalda. No estoy dispuesto a perder ni un sólo hombre más.
–Señor –intervino Elro tras regresar con las pertenencias de Gunoc y Almo–, ¿no deberíamos ocuparnos de ellos?
Evrardo resopló.
–De acuerdo. Encargaos tú y Sajel. Daos prisa.
Elro y Sajel arrastraron los cadáveres de sus dos compañeros hasta una zona despejada de maleza y fueron amontonando rocas sueltas sobre éstos. Excavar en el terreno helado y pedregoso sin las herramientas adecuadas era una tarea impensable.
Evrardo miró con aire jocoso a Daramad, sacando un odre de su morral.
–Te ofrecería, pero apenas me queda. Además, sería un desperdicio, ¿no crees? –añadió, echándose un buen trago al coleto.
Daramad no contestó. Fruncía el ceño y fijaba la vista en un punto lejano. Evrardo dejó de beber, retrocedió un paso y siguió con los ojos aquella dirección.
Lo que vio hizo que el vino se revolviera en su estómago. Un lobo de pelaje obscuro se recortaba en lo alto de la colina, a unos sesenta pasos. Gruñía enseñando sus temibles colmillos. Tres lobos más se situaron junto al primero. Los duvonios empuñaron sus ballestas antes de que Evrardo diera la orden.
Junto a los lobos apareció un hombre de tez grisácea y pelo hirsuto. Vestía toscas pieles sin curtir y en su diestra llevaba una lanza de punta rojiza. Agazapándose junto a uno de los lobos, le acarició la testuz.
Al menos diez hombres más semejantes al primero surgieron de sus escondites entre la maleza y los árboles.
–¡Sygahz! –clamó Evrardo.
El nombre sirvió de orden de ataque: los soldados tiraron sus dardos al unísono. Tres de los salvajes cayeron atravesados, pero el resto se dispersó y corrió pendiente abajo dando roncos alaridos. Una lanza alcanzó el pecho de Evrardo y quebró su esternón. Un instante después su asesino caía, asaeteado entre los ojos.
Daramad aprovechó para huir. Ninguno de los duvonios pudo o pensó en impedírselo; estaban demasiado ocupados en salvar su propio pellejo. Justo cuando emprendía la huida, una flecha de plumas rojas le atravesó la garganta a Elro. Daramad hincó una rodilla para inclinarse de espaldas al soldado caído, le arrebató a tientas la daga que ceñía al cinto y emprendió la huida. Entretanto, Feiraz, Eluar y Sajel, que se habían parapetado cada uno tras un árbol, disparaban y armaban sus ballestas con premura. Aunque cada uno de sus disparos mataba un sygahz, sus armas eran demasiado lentas; después del tercer disparo, los salvajes se les echaron encima.
Daramad se alejó de ellos corriendo hacia el riachuelo. Varias flechas silbaron cerca. El gruñido de los lobos resonó a su espalda, acicateó sus piernas. Una roca cedió bajo su bota. Trastabilló. Intentó recuperar el equilibrio, le fue imposible con las manos atadas a la espalda. Rodó cuesta abajo en un desbocado descenso, entre el rechinar de la armadura golpeando piedras y ramas. Una gruesa roca le detuvo. Se incorporó, aturdido. Con cada jadeo un agudo dolor le acuchillaba el pecho y los costados. La sangre fluía cálida de los cortes y arañazos.
Daramad escuchó gruñir a los lobos. Cuatro de ellos aparecieron a menos de diez pasos, brillantes sus ambarinos ojos, rojas sus lenguas entre sus quijadas. Frenético, dejó caer la daga que aún sostenía entre sus dedos, tironeó de sus ligaduras, aflojadas durante su alocada caída. Consiguió librarse de ellas, recogió la daga del suelo y se dispuso a defenderse; ya no podía rehuirlos.
Un lobo se lanzó sobre él. Daramad alzó por instinto su brazo izquierdo a la altura de la garganta y empuñó con la punta hacia arriba la daga de estrecha y aguda hoja. La bestia encogió sus poderosos cuartos traseros para tomar impulso, arrojándose hacia su garganta de un poderoso salto. El saremio contempló durante un fugaz parpadeo sus fascinadores ojos inyectados en sangre, capaces de paralizar de miedo a su presa. Las fauces del lobo se cerraron en su antebrazo y mordieron furiosas el acero de la cota de malla. Daramad aguantó el embate de las fuertes patas delanteras del lobo y le tiró tres rápidas cuchilladas que entraron y salieron de su vientre entre chasquidos. El animal soltó su presa y sucumbió.
Daramad rehuyó un segundo ataque de un salto e hizo frente a los demás, cuatro en total; mostraba una mueca aun tan fiera como ellos. Los lobos le rodearon enseñándole los colmillos, la larga cola entre las piernas. Astutos depredadores, no atacarían hasta que su víctima mostrase un hueco o flaquease, y entonces lo harían a la vez. Aunque Daramad no había luchado antes contra tales bestias, sí lo había hecho contra perros de guerra. Fue reculando paso a paso con la daga por delante, atento a cualquier treta de los lobos; sabía que intentaban colocarse a su espalda para desjarretarle de un mordisco. Echó un rápido vistazo al terreno en derredor, temiendo tropezar.
Los lobos atacaron. Daramad eludió por apenas un dedo la dentellada del primero, le acuchilló el cráneo. El segundo mordió su flanco; sus dientes rechinaron contra la coraza. Daramad descargó un golpe en la cruz del animal con el pomo de la daga y le quebró el espinazo.
La acometida del tercer lobo le derribó a tierra y arrancó el puñal de sus manos. Antes de que pudiera evitarlo halló su cuello entre las fauces del lobo.
Una voz desabrida y ronca resonó cercana en un lenguaje gutural e ininteligible. El lobo demoró su dentellada a medio camino y mantuvo la presa de sus colmillos sobre la garganta de Daramad. El saremio sintió con un escalofrío el aliento cálido y nauseabundo del animal contra su piel. El lobo gruñía y temblaba, ansioso de sangre.
Uno de aquellos salvajes, exhibiendo una sonrisa en sus retorcidas facciones, se agachó junto a él y acarició la cabeza del lobo. Tenía la frente estrecha y las cejas hirsutas y espesas; bajo ellas acechaban sus hundidos y obscuros ojos. Era muy velludo, tosco, de músculos tal que resecas tiras de cuero. Mientras el sygahz advertía a sus congéneres, el saremio observó el inquietante destello carmesí de sus ojos y se estremeció.
2
La voz le apremió a continuar su camino a través de la lobreguez. Susurraba en alas del viento secretos forjados con sus temores más ocultos, tañía cuerdas recónditas en su ser, avivando el indecible terror que angustiaba su alma.
Una colina rocosa descolló de la obscuridad, envuelta por una densa calígine. La luz se posó en su cima, esperó con guiños argénteos su llegada.
–Ven... ¡corre! ¡No dudes! ¡Sigue el camino, síguelo ahora!
Se tapó los oídos, trató de desoír la voz. Vano intento: el arrullo llegaba a él sin que pudiera evitarlo, le hería con su tono incansable e imperioso. Echó a correr de nuevo por el sendero, que fue subiendo hacia la colina. Aguijó sus zancadas, desoyó el dolor de sus músculos y el tormento de sus entrañas.
No supo cuánto tiempo después, ya al límite de sus fuerzas, se encontró en la cima de la colina, frente a un cúmulo de rocas alisadas por el viento. Una laja vertical de piedra negra se levantaba en mitad del montículo. Guiado por un raro capricho, tocó su superficie tersa y retiró la mano, sorprendido. La roca estaba tibia al tacto.
Un trazo dorado nació entonces en la roca, la surcó dibujando un Signo de líneas agudas que destellaban con un fulgor trémulo. Exhaló el aliento con un silbido, dio un paso atrás y contempló desconcertado el símbolo.
Sintió un vivo escozor en las palmas de sus manos y las levantó ante sus ojos. El Signo de la roca estaba grabado a fuego en su carne, palpitaba dolorosamente con cada latido de su corazón. Su grito de angustia reverberó en el silencio, murió ahogado por las sombras.
Recuperó la conciencia, desazonado. Un vivo dolor en su nuca acaparó sus percepciones durante largo rato, además de los agudos calambres que sentía en el cuello y las extremidades.
Con los ojos entrecerrados vio bambolearse el mundo a la menguante luz del atardecer. Algo después comprendió que dos de los sygahz le llevaban atado de manos y pies a una pértiga, como una res cobrada. Trató de alzar la cabeza para ver mejor, pero un terrible espasmo nervioso se lo impidió. Tan solo podía ver de cintura para abajo al que iba atrás, y cuando llegó a él su olor arrugó la nariz y reprimió una arcada. Escuchaba también los gruñidos y jadeos de los lobos. Volvió a cerrar los ojos e intentó desatender la quemazón de sus muñecas y tobillos, en carne viva por el roce continuo de las ligaduras.
Daramad se preguntó el propósito de su captura. Aquel interrogante concibió pronto conjeturas nada halagüeñas. Trató de recordar lo que había oído de los sygahz, que era muy poco. Durante una fría velada en una cantina de Nienl, entre trago y trago, un viejo y borracho duvonio le había contado extrañas historias acerca de un pueblo de salvajes perdido en las montañas del noroeste, con el que los antecesores de duvonios y berakneses habían luchado en eras pasadas. Les llamaban sygahz, siniestro en la lengua duvonia. Según lo que le había dicho, adoraban a demonios de forma animal, e incluso algunos podían transformarse en lo más obscuro de las noches en terribles bestias sedientas de sangre. En aquel tiempo eran una leyenda del pasado. Era obvio que resultaban ser algo más que eso.
De pronto, se entremezclaron muchas voces gritando a la vez con alborozo. Muchas de ellas eran más sutiles que las de los sygahz que les habían capturado, aunque el idioma que empleaban era el mismo. Le soltaron de golpe, dejándole tendido en la tierra húmeda y fría sobre su costado izquierdo. Sin delatar que estaba despierto, volvió a entreabrir los ojos y contempló la escena desde su posición.
Estaba en una extensión de terreno rasa ceñida por el bosque, donde se apiñaban un puñado de miserables chozas hechas con barro, ramas y pinocha, toscas pero resistentes. No podía ver mucho más desde su incómoda postura, pero consiguió atisbar que al menos habían capturado vivos a dos de los duvonios. Veía las piernas de los sygahz moviéndose con mucho ajetreo cerca de lo que parecía ser un hogar, hecho de piedras y ladrillos de barro cocido.
Un rato después, un grupo de Sygahz se acercó hacia donde se encontraba, escudriñándole con atención. Daramad cerró los ojos de nuevo, permaneció quieto y procuró no respirar siquiera. Sintió cómo manos callosas y sucias tanteaban su cuerpo llenas de curiosidad. Reprimió las ganas de revolverse y gritar. Palpaban sus ropas con sincero interés, sobre todo la coraza de acero que ceñía su torso bajo ellas. Parecían muy asombrados de la dureza de la armadura, e incluso la probaron dándole golpes con piedras y cuchillos.
Una orden ronca y severa detuvo aquella humillante inspección. Le cortaron las cuerdas de los tobillos para alzarle y le sacudieron para que despertara. Abrió los ojos poco a poco, viendo a menos de un palmo el contraído rostro de un sygahz mirándole a los ojos, un viejo enteco y corcovado, cuya obscura cabellera raleaba en sus sienes, llena de canas. Retirándose a un paso de él, sin dejar de hincarle aquella mirada casi hipnótica, murmuró algo para sí, irritado. El viejo llevaba un manto de piel de lobo; pinturas ocres y azules surcaban su cuerpo macilento. En su cuello amarilleaban un buen número de huesos ensartados en un cordel de cuero, restos de costillares y falanges descarnadas. Empuñaba un largo cayado en su mano izquierda y una espada de hoja recta en la diestra, arrebatada sin duda a los duvonios.
A su alrededor había al menos una veintena de varones sygahz armados con lanzas, arcos cortos, hachas de cobre y mazas de piedra. Tres de ellos colocaron junto a Daramad a los dos soldados duvonios que habían sobrevivido a la escaramuza. Uno, de pelo rojo obscuro, tenía heridas serias y respiraba con afán; el otro, de cabellos y barba rubias, aparentaba estar razonablemente ileso. Ambos miraban espantados a los sygahz.
El viejo, que parecía gozar de bastante influencia entre su gente, dejó a Daramad y se plantó frente a los soldados. Les examinó también a conciencia, murmurando para sí y chasqueando la lengua. Un sygahz apartó a los demás a empujones y se acercó al viejo para conferenciar, sin mostrarle tanto respeto. Era tan alto como Daramad, de miembros largos y musculosos, vientre abultado y aspecto aún más brutal y feroz que los demás; empuñaba otra de las espadas duvonias. El viejo llamó a otro sygahz y le interrogó con tono desabrido un buen rato hasta que pareció satisfecho y ladró una frase corta y tajante. Los sygahz los arrastraron a golpes y caminaron detrás del anciano.
Pronto descubrieron hacia dónde les llevaban. Daramad perdió los estribos y se debatió para librarse de sus captores. Éstos le derribaron enseguida, propinándole patadas y puñetazos. El saremio rodó sobre sí mismo y trató de evitar sus golpes, pero resultó inútil. De un rudo tirón, los sygahs lo levantaron de un rudo tirón, colocándolo junto a los dos soldados.
Junto al hogar, donde entre las cenizas brillaban las ascuas de una hoguera casi exhausta, una burda estructura hecha con piedras se reveló ante ellos. Su finalidad era inequívoca. El ara estaba hecha con una laja plana de pizarra, de dos pasos de largo, sostenida por una base de roca granítica. En su obscura superficie se distinguían con dificultad un sinfín de manchas negras. A tres pasos, frente al ara, un pedestal de granito sostenía una efigie de dos varas de alto, hecha en madera tiznada. El tallador, pese a su escaso talento, había capturado toda la fiereza del lobo que representaba. El animal estaba sentado sobre sus cuartos traseros, con sus desproporcionadas fauces abiertas. Un par de fragmentos de cuarzo bermejo representaban sus ojos. Sin lugar a dudas, la estatua era la representación del espíritu protector de aquella tribu. Daramad contempló la talla con desasosiego. Aunque su aspecto debería serle ridículo, la efigie del lobo parecía trascender su mera representación física.
El anciano, al que Daramad no dudó ya en identificar como el chamán de la tribu sygahz, agitó su bastón, dando una corta y abrupta orden. Los sygahz llevaron a los prisioneros junto al altar y clavaron las pértigas en el suelo con golpes de maza. La tribu les rodeó. Daramad observó con detalle sus rostros, repugnado por el aspecto de extrema degradación que mostraban. Las mujeres eran menos corpulentas, velludas y angulosas que los hombres, pero por lo demás eran muy parecidas a ellos.
La luz del Sol había ido desvaneciéndose con tintes cárdenos en las nubes. La Luna, carcomida por retazos de obscuridad, asomaba ya en el cielo, esparciendo su resplandor frío y mezquino por el claro. Los sygahz prendieron antorchas y arrojaron leños al hogar.
El chamán murmuró una breve plegaria, dejó clavado su bastón en el suelo y con la espada señaló al duvonio de pelo más obscuro, que estaba a punto de desfallecer. Éste miró al viejo con odio y miedo, jadeante, falto de fuerzas para debatirse. Los asistentes del anciano sygahz cortaron las ligaduras del desdichado y le desembarazaron de sus ropas, llevándolo a golpes hasta la piedra del ara, donde volvieron a amarrarlo con fuerza.
El chamán sacó un puñal curvo como un cuerno y degolló al duvonio con un preciso y firme golpe. Mientras éste trataba de chillar y solo lograba emitir horribles gorgoteos, el brujo colocó una vasija de barro bajo el canal de la sangre del ara, introdujo dos de sus dedos en la herida del cuello y trazó un signo en la frente del moribundo. Tras esto recogió la vasija repleta y la depositó como ofrenda ante la talla negra, arrodillándose. Los sygahz le imitaron, posando su frente en el suelo.
Hecho esto, el chamán hundió el puñal entre sus costillas y extrajo el corazón con maña. Arrancó el órgano aún palpitante con las manos ensangrentadas y cortó un grueso pedazo de la musculosa carne del corazón, ofreciéndoselo al sygahz corpulento con el que había departido antes. Éste lo aceptó, devorándolo con rapidez. El brujo cortó el resto del corazón en varios pedazos y los distribuyó entre los demás guerreros de la tribu.
Sus ayudantes retiraron el cadáver del ara y lo entregaron a los demás miembros de la tribu. Éstos lo arrastraron junto al hogar, apiñándose alborozados alrededor del cuerpo, tal que alimañas ante un festín. El duvonio de pelo rubio, mudo, sin color en el rostro, miró a Daramad. El saremio estaba hosco y silencioso. No le devolvió la mirada.
El chamán se volvió hacia ellos y se situó frente a las pértigas, levantando la espada para señalar al siguiente en ser sacrificado.
Daramad saltó hacia adelante, desclavó la pértiga y alanceó al chamán con ella. La punta de la vara se hundió en su cintura, bajo su ombligo; el chamán desorbitó los ojos, vomitó sangre y cayó de espaldas, ensartado, antes de que ninguno de los estupefactos sygahz apuntara un movimiento. Daramad se apoderó de la espada y el puñal de su enemigo y se dispuso a vender caro su pellejo. El duvonio le miró atónito. No se había dado cuenta cómo Daramad cortaba las ligaduras mientras se realizaba el sacrificio, valiéndose de una afilada lasca de piedra que había recogido del suelo cuando le derribaron los sygahz.
Los sygahz dudaban aún, mas la voz de su jefe rugiendo una orden de ataque les sacó de su aturdimiento. Un sygahz algo más decidido y rápido que el resto cargó contra Daramad y le asestó un mandoble con su hacha. El saremio evitó el hachazo de un salto, respondió con un golpe al cuello; el sygahz se tambaleó hacia atrás como ebrio, se aferró la garganta y borbotó un sordo gruñido antes de caer muerto. La brusca muerte de su compañero amedrentó un tanto al resto de los sygahz. Daramad aprovechó para retroceder de un par de zancadas hasta el duvonio y cortar sus ataduras de un tajo.
–¡La muerte nos llama, duvonio! –le increpó, arrojándole el puñal del chamán.
El jefe sygahz bramó de nuevo; temerosos de su furia, los guerreros sygahz se lanzaron contra ellos profiriendo fuertes gritos para infundirse valor. Una daga se dobló contra el coselete de Daramad; volviéndose, decapitó a un sygahz de un rápido revés. Un temible golpe de hacha cortó el aire muy cerca de su cabeza. Sepultó la hoja de su espada en un pecho peludo, hendió a otro sygahz de parte a parte. La punta de un puñal rechinó sobre el acero de la coraza. Daramad se revolvió furioso, asestó un codazo al mentón, quebró una mandíbula. Destrabó la espada y se hizo con un hacha sygahz, empuñándola con la zurda.
El duvonio se las compuso bien, cortándole el cuello de oreja a oreja al primer sygahz con el que había pugnado, apoderándose de su hacha de cobre. Esgrimió hacha y puñal, traspasó un muslo y cercenó una garganta, retrocediendo en cada lance hasta colocarse a espaldas de Daramad. Espalda contra espalda pararon y acometieron entre jadeos y gruñidos. La sangre regó sus rostros, manos y ropas y empapó la tierra.
Una lanza rasguñó a Daramad en una oreja. El saremio abatió su espada, le hendió la rodilla como si fuera una fruta de roja pulpa. Con el rabillo del ojo entrevió una acometida por el flanco izquierdo, se volvió con presteza y detuvo a medio camino la puñalada del sygahz: con un hachazo de abajo arriba le abrió en canal el vientre. Dos recios golpes de maza alcanzaron a Daramad en el pecho y un brazo, obligándole a doblar una pierna. Recuperó el equilibrio, tiró una estocada baja y atravesó un cuerpo duro y correoso.
El duvonio segó un brazo a la altura del codo, repelió un ataque de un fuerte puntapié y hendió luego un cráneo de otro hachazo. Un puñal sygahz alcanzó a Daramad en la pierna, desgarró la carne de su pantorrilla. Daramad siseó un reniego, destrozó la mano del arma al sygahz de un tajo e impulsó un revés de su zurda con un potente giro de cadera: la cabeza se desgajó del tronco con una lluvia púrpura. Mientras, un lanzazo alcanzó al duvonio en el costado y atravesó las tachas de su peto de cuero. Con un jadeo, éste gritó con furia y alzó la pesada faz de su hacha, abriendo una grotesca sonrisa vertical en un rostro ceniciento.
Los sygahz perdieron brío al atacar al ver cómo eran diezmados por solo dos guerreros. El duvonio y el saremio se dirigieron una mirada de reojo aprovechando el breve respiro. Aunque habían repelido a los sygahz, sabían que su fin era cierto; bastaba que sus enemigos coordinasen mejor su ataque para que el peso de su número prevaleciera.
Irritado al ver cómo se acobardaban sus guerreros, el jefe sygahz resolvió al fin dar ejemplo y entró en la liza cargando con su espada en alto. Daramad detuvo su tremendo mandoble tras asentar su posición, amagó un corte al pecho, le hundió la puntera de su bota en la entrepierna. El jefe sygahz dobló el cuerpo con un aullido de rabia; Daramad soltó el hacha, le apresó un brazo y se lo retorció hasta obligarle a soltar el arma. Le puso el filo de su espada en el cuello y zarandeó al jefe sygahz hasta que gritó una orden. Los guerreros de la tribu se detuvieron al punto.
–Ahora o nunca... ¡Vámonos! –gritó Daramad. El duvonio asintió recogiendo la espada del sygahz y se colocó a la espalda del saremio. Retrocedieron así hasta el borde del claro, todo lo rápido que les fue posible. El jefe de la tribu gruñía de impotencia, mas el acero contra su garganta resultaba lo bastante persuasivo como para que no se atreviera a moverse; un hilo de sangre que fluía del corte manchaba ya su pecho.
Los guerreros de la tribu observaron la escena, apretadas las mandíbulas por la ira contenida. Les seguían a unos diez pasos, observándoles con inquietud y expectación.
Un joven sygahz se adelantó al resto, vigoroso y tan ancho de espaldas que su figura era deforme. Atrasó el brazo de su lanza y la arrojó con un impetuoso ademán hacia los fugitivos. Daramad sintió la punta de cobre pasando junto a su costado después de alojarse en el pecho del jefe sygahz, el cual expectoró sangre y cayó al suelo, muerto. El joven sygahz había decidido que aquella era una inmejorable oportunidad para reemplaza al jefe de la tribu. Daramad y el duvonio huyeron a la carrera, alcanzaron el bosque y se internaron en él a ciegas.
Los sygahz, acaudillados por su nuevo líder, fueron tras ellos seguidos por sus lobos. Broncos aullidos de cólera resonaron en el bosque; flechas y lanzas buscaban con saña en la negrura profiriendo sus gritos cortos y agudos. Dos flechas rebotaron sobre el espaldar de la coraza de Daramad; una tercera se hincó en el hombro del duvonio y se desvió al dar con la clavícula, derribándole.
Un sygahz emergió como una sombra de entre las negras y siniestras siluetas de los árboles; la punta de su lanza y las pupilas de sus ojos relucían en la penumbra. Daramad volvió en redondo, tomó el hacha del duvonio y la arrojó hacia el sygahz cuando éste atrasaba el brazo de su lanza. El hacha giró sobre sí misma dos veces, alcanzó al sygahz en la frente: el hueso crujió al ceder.
Daramad ayudó a incorporarse a su compañero. Reemprendieron de inmediato la huida por el bosque, pendiente arriba. Más de una vez creyeron ver en la penumbra el centellear de las armas sygahz o los ojos de los lobos; rasgaban el silencio ruidos de pasos, aullidos y silbar de flechas.
El bosque comenzó a clarear. El firme fue enriscándose hasta que encontraron el camino cortado por una amplia y alta pared de roca negra casi vertical. Tendrían que dar un largo rodeo si querían seguir adelante; por el momento parecía que los sygahz habían perdido su pista, pero el olfato de sus lobos les pondría pronto de nuevo sobre ella.
Daramad no tardó mucho en decidirse; sujetó su espada bajo el cinturón y se encaramó a la pared de un salto. Aunque no tenía experiencia como montañés, sus encallecidos dedos estaban acostumbrados a trepar por los cabos del aparejo de un barco. El duvonio tanteaba la pared, indeciso, mirando hacia lo alto con temor. El jadeo de los lobos a sus espaldas le ayudó a decidirse y saltó aferrándose desesperadamente a la roca, valiéndose del puñal sygahz. Algo rozó su bota en el instante que halló un asidero y comenzó a ascender.
Una Luna amarillenta como un hueso roído se insinuó entre sangrientas brumas y arrojó una mortecina claridad sobre la cresta de roca. Los lobos aullaban pendiente abajo, delatándoles a sus amos. Daramad se detuvo y tomó aliento; habían escalado al menos dieciocho varas y aún les quedaba otro trecho similar por ascender. Dirigió su mirada hacia abajo y vio las figuras sombrías de los sygahz, congregados en silencio al pie de la pared montañosa. En vez de treparla para alcanzarles, parecían contentarse maldiciéndolos en su desabrida lengua. Poco después renunciaban a la persecución, internándose de nuevo en el bosque. Daramad arrugó el gesto; los sygahz debían conocer otro camino más fácil para llegar arriba.
Cuando sobrepasaban un peligroso recodo de la pared escuchó gritar al duvonio. Se volvió raudo, alargando su mano. El duvonio se aferró a ella justo a tiempo y detuvo su caída. El brusco tirón estuvo a punto de desequilibrar a Daramad: se escuchó un quejido metálico cuando golpeó la pared con el pecho. Logró afianzarse, tiró de él hacia arriba entre reniegos y forzó sus casi exhaustos miembros, apremiando al duvonio para que se agarrara.
Éste consiguió hallar asideros de nuevo; tras recuperar el resuello, treparon hasta culminar el recodo. Les recibió una estrecha cornisa de roca desnuda, sobre la cual se sentaron a descansar.
–Gracias –farfulló el duvonio.
Daramad resopló, asintiendo mientras miraba al duvonio con suspicacia.
–Me llamo Eluar –dijo el duvonio con voz más sosegada, mientras comprobaba sus heridas y trataba de vendárselas lo mejor posible con jirones de tela.
–Espero que hayas renunciado ya a la recompensa que te esperaba en Larislav, Eluar –le contestó Daramad mientras le miraba fijamente.
El duvonio bufó, enjugándose el sudor de la frente.
–Sólo cumplía órdenes. ¿Acaso no hubieras hecho lo mismo en mi lugar?
Daramad asintió de nuevo y sonrió. Se puso en pie y miró el trecho de pared que les quedaba, unas doce varas.
–Será mejor que continuemos –concluyó.
Daramad retomó la ascensión sin titubeos. Eluar fue no mucho después tras él, resignado.
El fuego chisporroteaba devorando con luengas y azuladas llamas el montón de ramas caídas que tanto les había costado encender. Daramad acercó su espetón al fuego hasta que la carne estuvo lista. Sopló para enfriarla y engulló un buen trozo. Eluar, tras terminar con la mitad del conejo que Daramad había cazado con su honda, dirigió su mirada hacia el retazo de cielo que podía verse entre las copas de los pinos y abetos. Una Luna pletórica que rozaba las cimas de los árboles, desprendía sombras siniestras e imprecisas.
–Es raro que haya tanto silencio –dijo en voz baja.
Daramad acabó la magra pitanza, se limpió los dedos en su rasgada sobrevesta y cabeceó distraído. Luego meneó la cabeza y sonrió, alzando la comisura de un labio. Parecían dos viejos camaradas junto a un buen fuego; nadie diría que dos días antes uno de los dos habría matado al otro a la primera oportunidad. Si bien la tregua podía romperse, Eluar le parecía a Daramad demasiado práctico como para arriesgarse tanto. Sin embargo, no le daría ninguna ocasión que aprovechar: a la mínima sospecha le atravesaría con su espada.
Esperaba hallar pronto un camino practicable hacia el suroeste. Sabía que el viaje sería arduo, aún más si el invierno llegaba a sorprenderle en tierras altas; mas no era eso lo que le preocupaba.
Había algo más acuciante. Las pesadillas seguían atormentándole; cada vez eran más vívidas. Y eso no era todo. Aquella mañana había descubierto, por pura casualidad, un símbolo de ágil trazo dibujado en una gruesa roca de granito. El pigmento que habían empleado era obscuro y reseco, como laca negra, aunque Daramad había visto demasiados cuajarones de sangre como para dudar. Una última cosa perturbaba su ánimo: los sygahz habían dejado de perseguirlos, o eso parecía. ¿Por qué?
–¿Qué te trae tan abstraído, saremio?
Daramad volvió la mirada hacia Eluar y resopló antes de responder.
–Son estos malditos bosques; me producen escalofríos –respondió.
Eluar contempló inquieto el claro donde habían acampado. Opinaba igual que Daramad.
Después de un rato abismando sus miradas en el fuego el cansancio acabó reclamándoles. Echaron a suertes quién haría la primera guardia. Daramad perdió y se dispuso a permanecer en vela. Sin mediar palabra, el duvonio se acomodó lo mejor posible sobre el suelo de pinocha y pronto quedó dormido. El saremio avivó las brasas con una rama y volvió a contemplar el cielo con aire pensativo.
Un lejano aullido hirió sus oídos y le hizo estremecerse. Eluar se incorporó sobresaltado. Daramad tenía su espada presta; el corazón tronaba en sus sienes. El silencio les cubrió, pelliza fría y mojada, les cubrió.
–¿Qué demonios...? –Eluar crispó su diestra sobre la espada.
Otro aullido reverberó en la distancia.
Daramad apagó el fuego de varios puntapiés.
–Vámonos de aquí ahora. Si es preciso caminemos toda la noche.
Eluar estuvo de acuerdo y encabezó la marcha. Marcharon con urgencia; la Luna alumbraba lo suficiente para que pudieran caminar sin problemas. Dos aullidos más les hicieron apretar el paso hasta que se convirtió en un frenético trote. El aullido retumbaba cada vez más próximo.
El bosque escampó a medida que ascendían. Pronto alcanzaron una zona despejada salvo dos o tres pinos retorcidos y bajos. Se detuvieron para recuperar el resuello y miraron atrás. La línea del bosque era un muro negro y amenazador; el viento cimbraba las copas de los árboles, hacía entrechocar sus ramas clamando con furia. Al frente había rocas y arbustos espinosos, resistentes a las heladas y el viento. El aire les hincaba sus garras en los pulmones, les hacía tiritar en arrebatados espasmos. El sudor les empapaba la espalda y el rostro, frío y pegajoso.
Daramad fue el primero en escucharlo. Era un rumor leve de pasos rápidos, ligeros y cadenciosos, capaces sin embargo de hacer que el suelo latiera. Eluar lo oyó también y se detuvo, paralizado.
Sin previo aviso echaron a correr. Un intenso pavor los aguijó, calándoles hasta el tuétano de los huesos. Saltaron entre las peñas entre tropiezos, se magullaron rodillas y manos, trepando los riscos como si les persiguiera una legión de demonios. Alcanzaron una planicie pequeña de roca desnuda, salpicada de rocas rajadas por el hielo, cuyas vertientes estaban cortadas a pico. Desde aquella cumbre se veía un extenso y obscuro mar de pinos; la caída superaba los treinta pasos.
Un dedo curioso y gélido jugueteó con sus espinas dorsales. Asieron las armas y se volvieron, resignados a enfrentarse a la muerte.
La sangre se detuvo en sus venas; un pavoroso estremecimiento les paralizó. Un lobo de negra pelambrera, enorme como un toro, de ojos ardientes, saltaba de peña en peña hacia ellos, un borrón de obscuridad y muerte. Alcanzó la planicie, cargó contra ellos, atrapó a Eluar por la cintura entre sus quijadas: el duvonio chilló de horror, trató de clavarle su espada. El lobo sacudió su testa con una furiosa contorsión y partió en dos sangrientos pedazos a Eluar.
Por puro instinto, Daramad se lanzó contra el monstruoso lobo con un desesperado grito. La hoja de su espada atravesó el cuerpo del lobo sin aparente esfuerzo: una marea helada ascendió por su brazo. Aterrado, retrocedió entre trompicones.
El lobo le encaró con las fauces goteantes de sangre; su mirada le traspasó hasta el alma e hizo que le flaqueasen las rodillas. Daramad aferró su espada con ambas manos, tembloroso y lívido. Tragó saliva y se preparó para morir.
La sombra del lobo veló sus ojos. Con un último y desesperado alarido, Daramad se hincó de rodillas y adelantó la espada. El filo atravesó la carne como si fuera niebla. Los colmillos del lobo se cerraron sobre el vacío con un chasquido a un palmo del cuello de Daramad, mas el empellón de sus zarpas le lanzó hacia atrás y le precipitó al abismo.
La caída le pareció de una lentitud casi irreal. El mundo giró a su alrededor y el viento vociferó en sus oídos. Tres latidos de corazón más tarde golpeaba las ramas altas de los pinos y las rompía con gran estrépito; rebotó sobre ellas, giró a un lado y a otro. Un vivo dolor sacudió cada uno de sus músculos, tendones y nervios mientras caía y caía de rama en rama. Tras un lapso de tiempo terrible e indefinido aterrizó en el suelo con un fuerte impacto, rodando varios pasos antes de que un tocón podrido le detuviera.
Después de un largo rato en el que tuvo miedo de moverse, se incorporó sobre sus rodillas, vacilante, y trató en vano de recuperar el resuello. El corazón estaba a punto de reventarle en el pecho. Se maravilló de que no tuviera rota la columna vertebral. Tenía la coraza llena de arañazos, restos de corteza y resina, al igual que sus ropas, pero él estaba más o menos ileso.
Cuando se incorporó pudo comprobar que no era así. Se apoyó sobre sus manos y reprimió un grito de dolor; tenía varios dedos rotos, las uñas y yemas en carne viva. Sangraba por decenas de cortes. Su brazo izquierdo no debería estar en esa postura. Una aguda punzada de dolor sacudía su costado izquierdo al respirar; debía haberse roto varias costillas. Con un esfuerzo inaudito logró levantarse, parpadeando para quitarse la sangre de los ojos. Intentó caminar. Sintió un fuerte dolor en el tobillo izquierdo y cayó de bruces, magullándose la frente contra una piedra. Exhalando un juramento, se tuvo a duras penas sobre las palmas de sus manos.
Arriba, sobre el peñasco, la silueta del demoníaco lobo se perfiló contra la luz de la Luna. La bestia alzó al cielo su cabeza, aulló de rabia y frustración y desapareció tras el barranco.
Daramad se arrastró sobre sus rodillas, al borde del colapso. Sus dedos hallaron una gastada y gruesa roca, sobre la cual se apoyó. Sacudido por los espasmos, con la vista enturbiada, vio un signo en la roca pintado con sangre. Las fuerzas le fallaron y se derrumbó, rondado por la muerte.
3
Tardó un largo rato en convencerse de que no estaba inmerso aún en las pesadillas que venían acosándole. Se irguió vacilante y atisbó en la penumbra, con los sentidos embotados y el estómago revuelto. Estaba en algún lugar cálido que olía a humo y a extrañas esencias; delante de él veía el fulgor rojizo de unas brasas, cuya escasa luz no le permitía discernir las formas que le rodeaban. Tanteó en la obscuridad. Estaba tendido en un lecho de pieles, sin armadura ni ropas; salvo el recuerdo de dolores vagos no tenía ninguna herida digna de mención. Por instinto, buscó sus armas o algo que pudiera valerle como tal. La asfixiante negrura de aquel lugar le hacía sentirse indefenso como un niño.
Escuchó el murmullo de unos pasos. Una silueta menuda ocultó el resplandor de las brasas; con un siseo se prendió una luz y pudo ver a su anfitrión de espaldas, colocando la antorcha en un soporte. El lugar resultaba ser una cueva de techo bajo, no muy amplia y de paredes de pizarra gris, que parecía más el cubil de una bestia que una estancia.
–Al fin despiertas –dijo la figura, volviéndose–. La Luna está alta en el cielo.
Aquella misteriosa bienvenida provino de una mujer pequeña y de pelo plateado. Un escalofrío recorrió a Daramad al observar sus rasgos lívidos y de inhumana hermosura. Sus ojos de largas pestañas refulgían, unas veces con el verde de un mar tempestuoso y otras con un azul frío y helado. Vestía ropas de tela basta, de color pardo, y pieles como abrigo.
Daramad miró fascinado a la mujer y recorrió con la vista la cueva, incómodo. El único mueble era una mesa de madera atestada de cuencos, tinajas, paños, hierbas y raíces, junto a un brasero de bronce del que brotaba un humo azulado.
–Tengo mucha sed –masculló Daramad.
La mujer se acercó a la mesa, recogió una jarra pintada de rojo y se la tendió.
–Bebe. Te dará fuerzas.
Daramad aceptó la jarra y miró el líquido que contenía no sin cierta suspicacia, pues era algo más que simple agua. Parecía una infusión de alguna hierba y tenía un tono amarillento. Bebió un sorbo. Tenía un sabor dulzón, más bien agridulce, pero refrescaba el gaznate y calentaba el cuerpo, de modo que apuró pronto todo el contenido.
–Así me gusta –dijo la mujer recogiendo el cuenco–. Reposa. Aún estás débil.
–¿Quién... quién eres? –le inquirió Daramad sin más preámbulo; su voz aún temblaba–. ¿Y dónde estoy?
La mujer se sentó sobre sus rodillas junto a la yacija de pieles, con una sonrisa afable que dejaba adivinar la espectral blancura de sus pequeños y algo puntiagudos dientes. Era una sonrisa ambigua, cautivadora, que sugería a la vez codicia, lujuria y perversidad.
–Todo a sudebido momento. Mi nombre es Zarurna y estás en mi morada. Te hallé en el bosque, desfallecido y al borde de la muerte. Huías de los sygahz, ¿no es cierto?
–Sí... antes de tener que hacerlo de algo aún peor...
–¿Aún peor? –la mujer le hincó sus ojos con fijeza–. ¿Viste a Drathslarg?
Daramad frunció el ceño, sin comprender.
–Drathslarg –repitió con paciencia Zarurna–, el Lobo Negro de las leyendas. Si has visto al Lobo Negro y aún puedes contarlo, considérate afortunado. Los Sygahz lo veneran como Dios y Padre, pues él mismo sembró las entrañas de sus hembras para concebir a sus antepasados. Esos que llamas sygahz son una triste sombra de lo que fueron.
Sonriendo con un deje amargo e irónico, Zarurna suspiró.
–Ahora –prosiguió–, maldita por toda la eternidad, la estirpe de Drathslarg vaga por las montañas, yermos, desiertos y bosques: cazan en lo más obscuro de las noches, para saciar su sed de sangre y muerte. Ellos, que conocieron las maravillas de las Tierras del Ensueño, cuando llamaban hermanos a tus deudos; ellos, que gozaron del poder de un dios...
Daramad tragó saliva. Aquella mujer emitía una potestad obscura, arcana, como el susurro del viento en las lóbregas noches de invierno o el rumor de un airado océano.
–¿Cómo sabes todo eso? –le preguntó Daramad, alzando las cejas.
–Sé muchas cosas. Durante largos años he escuchado hablar a los espíritus del bosque y lamentarse sin voz a las ánimas que deambulan por la Tierra del Pesar; he yacido con incubos, arrancándoles terribles secretos que pocos podrían oír sin enloquecer. Conozco las lenguas de las bestias, de la brisa y los árboles. Mucho puede aprenderse si se escucha; más aún si se atiende a los signos apropiados.
La desazón invadió a Daramad al oír las crípticas palabras de Zarurna. Le habló con voz firme.
–He de agradecerte tus cuidados, mujer, pero no puedo permanecer más tiempo aquí; debo haber dormido mucho tiempo.
Zarurna frunció los labios, divertida.
–Cierto, has dormido mucho. Toda una Luna; el espíritu del otoño ha sacudido las hojas de los árboles y traído en sus alas las primeras nieves... pero no te marcharás –ordenó con calma.
Daramad apretó las mandíbulas, se adelantó hacia ella irritado. En ese instante sintió como si los fuertes dedos de una mano invisible le sujetasen, paralizándole.
–¿Qué demonios...? ¡Me has hechizado! –clamó furioso.
–Ajá... –Zarurna sonrió–. Veo que eres muy sagaz...
El saremio luchó por sobrepujar el hechizo con todas sus energías, mas fue inútil: los ensalmos de aquella mujer le habían atenazado con más fuerza que cuerdas o cadenas.
–No luches contra el hechizo. Estás bajo mi voluntad; si te resistes tan sólo agotarás tus fuerzas. Y vas a necesitarlas –la bruja fue hasta la mesa y regresó empuñando una daga de bronce y un cuenco de plata.
Daramad sintió un pánico tan intenso, un desamparo tan terrible, que su ánimo estuvo a punto de derrumbarse. Mas siguió porfiando contra sus invisibles ligaduras, poseído por la rabia y el miedo.
–Dame el brazo derecho.
Su brazo se extendió dotado de decisión propia. La bruja le sujetó con una mano fría como el vientre de un reptil, cortándole en la muñeca con la daga. Daramad sintió un doloroso espasmo recorriéndole el cuerpo, apretó los dientes, siseó un quejido; la sangre manó de su muñeca, obscura y viscosa, y goteó hacia el cuenco. Zarurna contemplaba la sangre con avaricia, musitando una indescifrable cantinela. Un entumecimiento ascendió por el brazo de Daramad. Zarurna siguió murmurando hasta que el cuenco estuvo lleno y asintió, complacida.
Daramad dejó escapar un gruñido de rabia. Zarurna lamió la herida de la muñeca con aire felino, pronunció una frase corta y la herida dejó de sangrar. Con un jirón de lienzo vendó su muñeca.
–No te moverás: hasta la ceremonia requiero de ti. Después decidiré qué hacer contigo. Tal vez puedas servirme de esclavo... Duerme ahora –como una araña codiciosa que se retirase a su tela para devorar una presa, la bruja fue hasta un rincón en sombras, llevando entre sus garras el cuenco rebosante de vida.
Mientras recogía pertrechos aquí y allá por la estancia, Daramad trató de resistir el arrollador peso del sueño que se abatía sobre él. La bruja se arrojó su manto de piel sobre los hombros y desapareció de la cueva. Ni tan siquiera le miró al marcharse.
La cólera aceleró su corazón. Apretó los puños y tensó cada músculo; la herida de su muñeca volvió a abrirse y manchó el vendaje. Entre broncos gruñidos se resistió a las cadenas que ataban su cuerpo, el cual se resistía a obedecer sus órdenes; era algo frío, lejano y sin vida. Las oleadas del pánico rodeaban su resolución, abrumándole; esperaban a que sucumbiera, a que el sueño le reclamase al fin. Mas Daramad no cejó: maldijo, imprecó a la bruja en muchas lenguas, pataleó... debía resistirse.
Entonces, de súbito, comprendió. No podría resistir aquel hechizo como si fuera algo físico; su voluntad debía negarlo. Sin arredrarse por el miedo, relajó los músculos y se concentró. Sintió con un cosquilleo cómo uno de sus dedos aún le respondía; a partir de él pugnó por el control de su cuerpo y fue recuperándolo, palmo a palmo.
Cuando supo que había vencido, el titánico esfuerzo casi fue demasiado para él. Las arcadas revolvían sus entrañas; le pesaban los brazos y piernas y la cabeza le daba vueltas. Se arrastró hasta la mesa con indecible sufrimiento. Sus dedos se aferraron al borde y sus temblorosos músculos lucharon por alzarle del suelo.
Las piernas le fallaron. Derribó la mesa al tratar de sostenerse; la loza se quebró al chocar contra el suelo, las cenizas y los rescoldos del brasero se esparcieron, chamuscándole la piel y obligándole a toser. Se sostuvo sobre un pie y luego sobre otro, como si caminar fuera algo nuevo para él. Suspiró, aliviado; aunque débil y aturdido, podía caminar. Examinó la caverna y encontró sus ropas en un rincón, aunque no halló ninguna de sus armas ni nada que pudiera empuñar como tal. Se vistió y calzó, cubriéndose los hombros con una de las mantas de piel; vacilante, caminó hacia el exterior.
La entrada de la caverna estaba en una estrecha cornisa de roca. El frío aire de la noche mordió su piel; respiró ansioso y sintió con júbilo cómo se restablecían sus fuerzas. El viento silbaba, remolineando la nieve que caía de un cielo negro en el cual resplandecía el tajo plateado de la Luna, cortejada por el fulgor titilante de las estrellas, pedrería prendida en las alas de la Diosa Noche.
En la nieve encontró el rastro de la bruja, perdiéndose montaña arriba. Se arrebujó en la piel, maldijo, y caminó aún titubeante tras la pista. La impronta de las pisadas fue debilitándose: las copas de los árboles dejaban llegar al suelo poca de la nieve que caía. No dudó más y avanzó certero por el bosque.
Las Runas del Odio, los Vientos y la Luna estaban ya trazadas con la sangre de un hombre marcado por el Signo de la Discordia; nueve velas negras ardían en las nueve esquinas de la estrella de sal. Los desvaídos rayos de la Luna acariciaron su piel desnuda cuando comenzó a danzar, premeditada parsimonia al principio, salvaje frenesí tras unos momentos. Entonó la plegaria; su voz rompió el silencio, tejió antiguas hechicerías.
Acude, Señor de los Yermos.
Por la plata y la sangre, la Luna y las tinieblas,
ven, Señor de los Cielos Obscuros.
Acude, Señor de los Vientos.
La sangre del hermano llama; jamás olvida.
Ven a mí, ¡escucha mi plegaria!
En el paroxismo de su danza, un humo denso y negro brotó de las velas, se arremolinó en lentas espirales. La llama de las velas vaciló y las ramas de los árboles se agitaron como sacudidas por un vendaval... mas no corría ni una ligera brisa. El humo fue remansándose en el suelo, creció, danzó entre grotescas convulsiones.
Cobró forma.
El Lobo Negro surgió de la niebla, aulló conmoviendo árboles y rocas. Sus ojos centelleaban como la forja de un Dios; un vaho gris surgía de sus abiertas fauces.
Zarurna sonrió, jadeante, y cayó sobre sus rodillas. Curvó los labios en un rictus de triunfo, formó con ellos las sílabas de otro conjuro.
El Lobo Negro dirigió la pesadilla de sus ojos hacia la bruja y se lanzó contra ella. Algo lo detuvo cuando intentó traspasar el círculo de sal y sangre. Rodeó el círculo, colérico e indeciso; aulló de nuevo con frenesí, cerró y abrió sus mandíbulas con espantosos chasquidos.
Zarurna concluyó su conjuro, se ofreció llena de lascivia al Lobo Negro. Su cuerpo blanco y esbelto temblaba.
–Ven ahora... ¡siembra mis entrañas, engendra una nueva y gloriosa progenie!
El Lobo Negro retrocedió un paso, confuso; acabó por obedecer, traspasó el círculo y se cernió sobre Zarurna. La bruja gritó de dolor, se retorció engarabitando los dedos, aferró la fosca pelambrera de su amante. Helados y desgarradores espasmos recorrían su cuerpo.
Truenos en el silencio, los pasos resonaron en el bosque.
El Dios Lobo levantó su cabeza y dirigió su pavorosa mirada hacia el intruso. Zarurna abrió los ojos, sorprendida. Miró sin reconocer al hombre de alborotada melena negra, obscura barba y harapientas ropas, armado tan sólo con una larga y sólida rama que asía como una azagaya.
Zarurna maldijo al reconocerlo y azuzó contra él a su amante con una seca y frenética orden. El Lobo Negro salió de ella, se abalanzó contra el intruso.
Daramad contempló el obscuro torbellino de fauces entreabiertas y colmillos que venía hacia él y aferró su improvisada arma. Se arrojó al suelo para eludir su embestida, recuperó el equilibrio y se levantó blandiendo la rama. La punta se hincó el costado del Lobo Negro y atravesó su piel sin hallar resistencia.
El Lobo Negro giró en redondo y acometió de nuevo. Daramad saltó hacia un lado, consiguió hurtar su cuello a la dentellada. Las fauces del Lobo quebraron en dos su arma; las zarpas araron la roca apenas a una vara de distancia de su pecho.
El saremio rodó por el suelo varios pasos; cuando logró tenerse sobre sus rodillas, una punzada de vivísimo dolor estalló en su costado. En el confuso rodar se había clavado la punta de su propia arma. Se palpó los labios de la herida, sacó la rama entre gruñidos. La herida no era mortal, pero había estado cerca de serlo. Asiendo con fuerza su única y fútil arma en sus ensangrentadas manos, volvió a levantarse y encaró su fin con entereza.
El Lobo Negro exhaló una vaharada blanca y espesa, gruñó con estruendo y volvió a embestir. Daramad se agachó y asestó una última acometida con los restos de su arma.
Un aullido de dolor y rabia retumbó amenazando con desplomar el cielo. Daramad contempló estupefacto retroceder al Lobo Negro; la vara de madera le atravesaba el pecho allí donde la había dirigido. El propio impulso de la criatura se había encargado de ensartarla de parte a parte. Contorsionándose, gruñendo, la bestia aulló herida de muerte; en su agonía abatió varios abetos, tronchándolos como si fueran astiles de lanza. Debatiéndose entre coléricos bramidos, el Lobo Negro se desplomó moribundo, se desvaneció en obscuras hilachas de humo.
Daramad, demasiado aturdido como para entender nada aún, recuperó el aliento. Tomó la azagaya y la contempló con incredulidad; su propia sangre aún brillaba en la punta. No había nada de especial en ella. Sacudió la cabeza y se volvió hacia la bruja. Zarurna arrodillada en el suelo, miraba la escena atónita. Con un espasmo de rabia se abalanzó sobre el montón de sus ropas, las revolvió hasta dar con una daga de bronce y arremetió contra Daramad. El saremio detuvo a la bruja con una brusca patada al estómago; de un manotazo arrojó lejos la daga. Sus encallecidos dedos rodearon el pálido cuello de Zarurna, cerrándose como un cepo de hierro y alzándola hasta la altura de sus hombros. La bruja luchó por romper su presa, arañó, pateó: todo en vano. Mientras los huesos de su cuello se quebraban, comprendió la ironía: la sangre que había invocado al Lobo Negro era lo único que podía destruirle, y así, un arma ungida con esa sangre resultaba mortal para él.
Zarurna dejó escapar un gorgoteo de rabia y desesperación; no era justo... largos años había esperado este momento, largos años lo había anhelado... para que un albur del Destino lo echara todo a perder.
Los ojos de la bruja tornaron opacos y su vida se apagó con ellos. Daramad soltó el cadáver y le dedicó una última mirada antes de renquear fuera del claro y adentrarse en el bosque. El sur estaba lejos.
FIN