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julio 18, 2010
El picaporte giró. La cena, sin duda.
Ansset rodó en el duro lecho, los músculos doloridos. Como de costumbre, trató de ignorar el sentimiento de culpa que le quemaba la boca del estómago. Pero no era Husk con comida en una bandeja. Esta vez era el hombre llamado Maestro, aunque Ansset sospechaba que ése no era su nombre. Maestro tenía mal genio y era temiblemente fuerte, uno de los pocos que podían lograr que Ansset sintiera y actuara como el niño de once años que su cuerpo decía que era.
-Levántate, Pájaro Cantor.
Ansset se levantó despacio. Lo mantenían desnudo en su prisión, y sólo el orgullo le impedía alejarse de los duros ojos que lo escudriñaban. Las mejillas de Ansset ardían con una vergüenza que reemplazó la culpa a la que había despertado.
-Te ofreceremos una fiesta de despedida, pajarraco, y gorjearás para nosotros.
Ansset sacudió la cabeza.
-Si puedes cantar para ese bastardo Mikal, puedes cantar para honestos hombres libres.
Los ojos de Ansset centellearon.
-¡Cuidado con lo que dices, bárbaro traidor! ¡Es tu emperador!
Maestro avanzó un paso, alzando la mano coléricamente.
-Tengo órdenes de no dejar marcas, pajarraco, pero puedo causarte un dolor que no dejará cicatrices si no cierras el pico ante un hombre libre. Ahora cantarás.
Ansset, temiendo la brutalidad de ese hombre como sólo podía temerla alguien que jamás había conocido el castigo físico, asintió, pero aún se resistía.
-¿Puedes darme mi ropa, por favor?
-No hace frío allá donde vamos -replicó Maestro.
-Nunca he cantado así -respondió Ansset, avergonzado-. Nunca he actuado sin ropa.
Maestro sonrió lascivamente.
-¿Y qué haces sin ropa? El bardaje de Mikal no tiene secretos que no podamos ver.
Ansset no comprendió la palabra, pero comprendió la sonrisa, y siguió a Maestro por la puerta y por un oscuro pasillo con el corazón lleno de oscura vergüenza. Se preguntó por qué celebraban esa fiesta de despedida. ¿Lo pondrían en libertad? (¿Alguien había pagado un rescate?) ¿O iban a matarlo?
El suelo se balanceó suavemente mientras atravesaban el corredor de madera. Ansset había llegado a la conclusión de que lo tenían prisionero en un barco. La cantidad de madera auténtica que había allí habría resultado vulgar y pretenciosa en la morada de un rico. Aquí sólo parecía mugrienta.
Maestro abrió la puerta y con una reverencia burlona invitó a Ansset a entrar. El niño cruzó el umbral. En torno de una larga mesa había una veintena de hombres, algunos de ellos conocidos, todos vestidos con los extraños trajes de los bárbaros de la Tierra. Ansset recordó las estentóreas carcajadas de Mikal cada vez que se presentaban en la corte, creyéndose herederos de grandes civilizaciones, que para mentes habituadas a pensar en escala galáctica eran mezquinas e insignificantes. Pero al mirar esos rostros rudos y esos ojos severos, fue él, con la piel suave de la corte imperial, quien se sintió mezquino e insignificante, un chiquillo desnudo, mientras esos hombres dominaban la fuerza de varios mundos con sus manos toscas y nudosas.
Lo miraron con ojos curiosos, pícaros y lascivos, al igual que Maestro. Ansset relajó el estómago e irguió la espalda y las costillas para dominar las emociones, como le habían enseñado en la Casa del Canto antes de cumplir los tres años.
Entró en la sala.
-¡Súbete a la mesa! -rugió Maestro, y varias manos lo subieron a la madera sucia de vino derramado, migajas, sobras de comida-. Ahora canta, marrano.
Los ojos se concentraron en su cuerpo desnudo, y Ansset sintió ganas de llorar. Pero era un Pájaro Cantor; según muchos, el mejor que jamás había vivido. ¿Acaso Mikal no lo había llevado desde un confín de la galaxia hasta su nueva capital de la vieja Tierra? Y cuando cantaba, fuera cual fuese su público, cantaba bien.
Cerró los ojos, irguió las costillas en torno de los pulmones, y dejó que un tono bajo le pasara por la garganta. Al principio cantó sin palabras, con voz baja y suave, sabiendo que el sonido sería difícil de oír.
-Más fuerte -dijo alguien, pero Ansset lo ignoró. Poco a poco las bromas y las risas menguaron mientras los hombres se esforzaban para oír.
La melodía era errabunda, y oscilaba entre tonos y cuartos de tono, grácilmente pero en una modulación baja, aunque elevándose y bajando rítmicamente. Sin darse cuenta Ansset movía las manos en extraños gestos para acompañar la canción. Nunca se percataba de esos gestos, excepto una vez que había leído en un boletín de noticias: Oír al Pájaro Cantor de Mikal es celestial, pero presenciar la danza de sus manos es el nirvana. Era prudente elogiar al favorito de Mikal, sobre todo si el autor vivía en la capital, pero aun así nadie había cuestionado ese comentario en privado.
Ansset comenzó a cantar palabras. Eran palabras que hablaban de su propio cautiverio, y la melodía se agudizó en las suaves notas altas que le abrían la garganta y le tensaban los músculos de la nuca y de los muslos. Eran notas penetrantes, y mientras se deslizaba arriba y abajo por cautivantes tonos terceros (una técnica que pocos Pájaros Cantores dominaban), la letra hablaba de noches oscuras y humillantes en una celda mugrienta, la nostalgia por la benévola mirada del Padre Mikal (no por su nombre, nunca por el nombre delante de esos bárbaros), de sueños sobre anchos prados que se extendían desde el palacio hasta el río Susquehanna, y de días perdidos y olvidados que terminaban en noches en vela en una diminuta celda de madera astillada.
Y cantó sobre su culpa.
Al final se cansó, y la canción se esfumó en una susurrada escala dórica que terminó en una nota desconcertante, una nota disonante que se esfumó en un silencio que sonó como parte de la canción.
Ansset abrió los ojos.
Los hombres que no sollozaban lo miraban. Ninguno parecía dispuesto a romper esa atmósfera, hasta que un jovenzuelo dijo con su grueso acento:
-Ah, eso ha sido mejor que el hogar y Mitherma.
El comentario fue recibido con suspiros y risas aprobatorias, y las miradas que se cruzaban con los ojos de Ansset ya no eran lascivas ni lujuriosas, sino amables y benévolas. Ansset jamás había creído que vería tal expresión en esos rostros toscos.
-¿Quieres vino, chaval? -preguntó Maestro, y Husk sirvió.
Ansset sorbió el vino, y metió un dedo dentro para arrojar una gota al aire en un grácil gesto cortesano.
-Gracias -dijo, devolviendo el tazón de metal con tanta elegancia como si fuera una exquisita copa de cristal. Bajó la cabeza, aunque le dolía usar ese gesto de respeto ante semejantes hombres, y preguntó-: ¿Puedo marcharme?
-¿Es necesario? ¿No puedes cantar de nuevo? –murmuraron los hombres, como olvidando que era su prisionero.
Y Ansset rehusó, como si fuera libre para escoger.
-No puedo hacerlo dos veces. Nunca lo hago dos veces.
Lo bajaron de la mesa y los fuertes brazos de Maestro lo llevaron de vuelta a su habitación. Cuando cerraron la puerta, Ansset se quedó en la cama temblando. La última vez había cantado para Mikal, una canción ligera y alegre. Mikal había esbozado esa sonrisa que sólo le cruzaba el viejo semblante cuando estaba a solas con su Pájaro Cantor, había tocado la mano de Ansset, y Ansset había besado esa vieja mano y había salido a caminar junto al río. Entonces lo habían capturado: manos toscas en la espalda, el áspero bofetón de la aguja, el despertar en la celda de la cual ahora miraba las paredes.
Siempre despertaba de noche, dolorido por un desconocido esfuerzo del día, y torturado por la culpa. Procuraba recordar, pero en el esfuerzo siempre se dormía, sólo para despertar la noche siguiente lamentando ese día perdido. Pero esta noche no procuró adivinar qué se ocultaba detrás de sus bloqueos mentales. Se durmió pensando en los ojos grises y benévolos de Mikal, quien gobernaba con mano férrea un imperio de la anchura de una galaxia y sin embargo podía acariciar la frente de un niño de dulce voz y llorar ante una canción lastimera.
Ah, cantó Ansset en su mente, ah, el llanto de las apenadas manos de Mikal.
Ansset despertó caminando por una calle.
-¡Fuera del camino, mequetrefe! -gritó una voz áspera, y Ansset se apartó a la izquierda mientras un electrocarro le rozaba el brazo. “Salchichas”, proclamaba un letrero en la parte trasera del vehículo.
Ansset sintió vértigo al comprender que no estaba en su celda, que iba totalmente vestido (con ropa de la Tierra, pero ropa al fin y al cabo), que estaba vivo, que estaba libre. La súbita alegría que esto le produjo se agrió ante un aguijonazo de culpa, y las emociones conflictivas y la repentina liberación lo agobiaron, y por un instante demasiado largo se olvidó de respirar. El suelo se oscureció, se ladeó, se acercó, lo golpeó...
-Oye, chico, ¿estás bien?
-¿Ese mequetrefe te ha atropellado, chaval?
-¿Tienes el número de matrícula? ¿Tienes el número?
-Cuatro-ocho-siete y algo más, qué sé yo.
-Está volviendo en sí.
Ansset abrió los ojos.
-¿Dónde estoy? -murmuró.
-Vaya, pues en Northet, le respondieron.
-¿A qué distancia está el palacio? -preguntó Ansset, recordando que Northet era una localidad al noreste de la capital.
-¿El palacio? ¿Qué palacio?
-El palacio de Mikal... debo ver a Mikal... -Ansset trató de levantarse, pero sintió un mareo y se tambaleó. Varias manos lo sostuvieron.
-El chico está chiflado.
-El palacio de Mikal.
-Está a sólo dieciocho kilómetros, chaval. ¿Piensas volar?
La broma provocó una carcajada, pero el impaciente Ansset recobró el control de su cuerpo y se levantó. Su organismo ya había consumido la droga que lo había mantenido inconsciente.
-Hallad un policía. Mikal querrá verme de inmediato.
Algunos siguieron riendo, y un hombre comentó:
-No te preocupes, le diremos que estás aquí cuando venga a cenar a casa.
Pero otros miraron atentamente a Ansset, notando que hablaba sin acento americano, y que su porte no era el de un niño callejero, a pesar de la vestimenta.
-¿Quién eres, chaval?
-Soy Ansset. El Pájaro Cantor de Mikal.
Hubo un silencio, y media muchedumbre se lanzó a buscar la policía, y la otra mitad se quedó a admirar sus bellos ojos, a acariciarle con la mirada y atesorar el momento para contarlo a sus hijos y nietos. Ansset, el Pájaro Cantor de Mikal, más valioso que todos los tesoros que poseía el emperador.
-Lo toqué con mis propias manos, cuando le ayudé a levantarse. Yo lo levanté.
-Te habrías caído de no ser por mí -dijo un hombre fornido, inclinándose en una ridícula reverencia
-¿Puedo estrecharte la mano?
Ansset les sonrió, no con ironía, sino con gratitud por ese respeto.
-Gracias. Todos me habéis ayudado. Gracias.
El policía llegó, y tras disculparse por la suciedad de su electrocarro blindado puso a Ansset en el asiento y lo llevó al cuartel general, en cuya pista ya se posaba un deslizador del palacio. El chambelán saltó de la nave, junto con media docena de criados, quienes tocaron delicadamente a Ansset y lo llevaron al deslizador. La portezuela se cerró, y Ansset cerró los ojos para ocultar las lágrimas al sentir que el suelo se alejaba y el palacio se aproximaba.
Pero durante dos días lo mantuvieron alejado de Mikal.
-Cuarentena -explicaron al principio.
Ansset perdió los estribos, protestó y se negó a seguir respondiendo los cientos de preguntas que lo acribillaban desde el alba al anochecer, y mucho después del anochecer. Acudió el chambelán.
-¿Por qué no quieres responder a nuestras preguntas, muchacho? --preguntó el chambelán con la falsa jovialidad que Ansset había aprendido a reconocer como la máscara de la cólera o del miedo.
-No soy tu muchacho -replicó Ansset, resuelto a amedrentarlo; para obligarlo a colaborar. A veces daba resultado-. Soy de Mikal y él desea verme. ¿Por qué estoy prisionero?
-Cuarent...
-Chambelán, estoy más sano que nunca, y esas preguntas no tienen nada que ver con mi salud.
-De acuerdo -accedió el chambelán, agitando las manos con impaciencia y nerviosismo. Ansset una vez había cantado a las manos del chambelán, y Mikal se había reído de la letra durante horas-. Me explicaré, pero no te enfades conmigo, porque son órdenes de Mikal.
-¿Que me impidan verlo?
-¡Hasta que respondas las preguntas! Has estado mucho tiempo en la corte, Pájaro Cantor, y sin dudas habrás llegado a comprender que Mikal tiene enemigos en este mundo.
-Lo sé. ¿Tú eres uno de ellos? -Ansset provocaba a propósito al chambelán, usando su voz como un látigo, de tal modo que el chambelán se encolerizaba, se intimidaba y se distraía.
-¡Contén la lengua, muchacho! -dijo el chambelán. Ansset sonrió por dentro. Victoria-. También tienes inteligencia suficiente para saber que quienes te secuestraron hace cinco meses no son amigos del emperador. Tenemos que saberlo todo acerca de tu cautiverio.
-Os lo he contado todo cien veces.
-No nos has contado cómo pasabas los días.
De nuevo Ansset sintió una punzada de emoción.
-No recuerdo los días.
-¡Pues por eso no puedes ver a Mikal! -replicó el chambelán-. ¿Crees que ignoramos lo que sucedió? Hemos usado las sondas y los gustadores, y por muy hábilmente que interrogamos, no podemos franquear los bloqueos. O bien la persona que trabajó en tu mente colocó los bloqueos con suma destreza, o tú mismo nos cierras el paso. De un modo u otro, no podemos entrar.
-No puedo evitarlo -dijo Ansset, comprendiendo qué significaban los interrogatorios--. ¿Cómo podéis creer que soy peligroso para Padre Mikal?
El chambelán sonrió beatíficamente en un cortés gesto de triunfo.
-Detrás del bloqueo, alguien puede haber implantado una orden para que tú...
-¡No soy un asesino! -gritó Ansset.
-¿Cómo puedes saberlo? -rezongó el chambelán-. Es mi deber proteger a la persona del emperador. ¿Sabes cuántos intentos de asesinato detenemos? Decenas por semana. Veneno, traición, armas, trampas. A eso se dedica la mitad de la gente que trabaja aquí, a observar a todos los que entran, y también a vigilarse entre sí. La mayoría de los intentos se frustran de inmediato. Algunos llegan más lejos. El tuyo puede ser el que llegue más lejos que ninguno.
-¡Pero Mikal querrá verme!
-Claro que sí, Ansset. Y precisamente por eso no puedes, porque quien haya trabajado en tu mente debe saber que eres la única persona a quien Mikal permitiría acercarse después de semejante suceso. ¡Ansset, Ansset, pequeño tonto! ¡Llamad al capitán de la guardia! ¡Ansset, deténte!
Pero el chambelán estaba perdiendo bríos con la edad, y poco a poco Ansset se alejó por los pasillos de palacio. Ansset conocía los atajos más rápidos, pues explorar el palacio era uno de sus pasatiempos favoritos, y en cinco años al servicio de Mikal nadie conocía el laberinto mejor que él.
Lo detuvieron rutinariamente a las puertas del Gran Salón, y pronto logró pasar por los detectores. (¿Veneno? No. ¿Metal? No. ¿Energía? No. ¿Identificación? Aprobada.)
Ya iba a cruzar las grandes puertas cuando llegó el capitán de la guardia.
-Detened al muchacho.
Detuvieron a Ansset.
-Regresa aquí, Pájaro Cantor -ladró el capitán. Pero en el otro extremo de la vasta habitación de platino, Ansset distinguió la pequeña silla y el hombre cano que estaba sentado en ella. ¡Sin duda Mikal podía verle! ¡Sin duda le llamaría!
-Traed al chico aquí antes de que empiece a gritar y nos cree una situación embarazosa.--Llevaron a Ansset a rastras-. Si quieres saberlo, Ansset, Mikal me dio órdenes de llevarte dentro de una hora, incluso antes de que te escaparas ridículamente del chambelán. Pero primero te examinaremos. Por aquí.
Lo llevaron a una de las salas de inspección. Lo desnudaron y le cambiaron la ropa por otras prendas (que no le sentaban bien, pensó Mikal con furia), y luego los dedos de los inspectores hurgaron, dolorosa y profundamente, en cada orificio del cuerpo que pudiera contener un arma. (“Ningún arma, y la glándula de la próstata también está bien”, bromeó uno de ellos. Ansset no se rió.) Luego las agujas, sondeando bajo la piel en busca de venenos ocultos. Le extrajeron una muestra de piel de las palmas y las plantas, en busca de veneno o agujas de plástico flexible. El dolor era irritante. El retraso resultaba exasperante. Pero Ansset soportó lo que debía soportar. Sólo demostraba furia o impaciencia cuando pensaba que así podía ganar alguna ventaja. Nadie, ni siquiera el Pájaro Cantor de Mikal, sobrevivía mucho tiempo en la corte si no sabía dominar su temperamento.
Al final dictaminaron que Ansset estaba limpio.
-Espera -dijo el capitán-, aún no me fío de ti.
Ansset lo miró con frialdad. Pero el capitán de la guardia -como el chambelán- era una de las pocas personas de la corte que conocía tan bien a Mikal como para saber que no debían temer nada de Ansset a menos que lo trataran injustamente, pues Mikal jamás hacía concesiones, ni siquiera al chico, el único ser humano a quien había necesitado personalmente. Y sabían que Ansset lo sabía y nunca pediría a Mikal que castigara a alguien injustamente.
El capitán cogió un cordel de nailon y sujetó las manos de Ansset a sus espaldas, primero a la altura de las muñecas, luego debajo de los codos. La presión era dolorosa.
-Me estás haciendo daño -dijo Ansset.
-Tal vez esté salvando la vida del emperador -respondió el capitán.
Ansset traspuso las enormes puertas del Gran Salón, los brazos atados, rodeado por guardias que empuñaban sus láseres, precedido por el capitán.
Ansset caminaba con orgullo, pero estaba furioso con los guardias, con los cortesanos, suplicantes y dignatarios que bordeaban las paredes de ese salón sin muebles, y sobre todo con el capitán. Mikal era el único por quien no sentía furia. Le dejaron detenerse.
Mikal alzó la mano en el ritual de reconocimiento. Ansset sabía que Mikal se reía de los rituales cuando estaban a solas, pero frente a la corte era preciso observarlos estrictamente.
Ansset se hincó de rodillas en el frío y brillante suelo de platino.
-Mi señor -dijo con voz clara y vibrante, haciéndola reverberar en el techo de metal-, soy Ansset, y he venido a suplicar por mi vida. -Antaño, le había explicado Mikal, ese ritual significaba algo, y muchos señores o soldados rebeldes habían muerto al punto. Incluso ahora, esta entrega formal de la vida se tomaba en serio, pues Mikal mantenía una vigilancia constante sobre su imperio.
-¿Por qué he de perdonarte? -preguntó Mikal, la voz cascada pero firme. Ansset creyó notar un temblor de avidez en esa voz. Más probablemente un temblor de vejez, se dijo. Mikal nunca se permitiría revelar emociones ante la corte.
-No deberías -dijo Ansset. Esto era abandonar el ritual para internarse en el oscuro camino que llevaba sin rodeos al peligro. Mikal debía de estar informado sobre los temores del chambelán. Por tanto, si Ansset intentaba ocultar el peligro, su vida quedaría pendiente de la ley.
-¿Por qué no? -preguntó Mikal impasiblemente.
-Porque, mi señor emperador Mikal, fui secuestrado y retenido durante cinco meses, y en esos meses me han hecho cosas que ahora están encerradas detrás de bloqueos mentales. Quizá, sin saberlo, yo sea un asesino. No debes permitirme vivir.
-No obstante -respondió Mikal-, te concedo la vida.
Ansset, cuyos músculos se mantenían fuertes a pesar del cautiverio, logró encorvarse con los brazos atados para besar el piso con los labios.
-¿Por qué estás atado?
-Por tu seguridad, señor.
-Desatadlo -ordenó Mikal. El capitán de la guardia desató el cordel de nailon.
Con los brazos libres, Ansset se levantó. Apartándose de las formalidades, transformó su voz en canción, con una vibración que hizo volver todas las cabezas hacia él.
-Mi señor, padre Mikal -cantó-, hay un lugar de mi mente adonde no puedo llegar. Tal vez en ese lugar mis raptores me hayan enseñado a desear tu muerte.-Las palabras eran una advertencia, pero la canción hablaba de seguridad y de amor, y Mikal se levantó del trono. Comprendía la petición de Ansset, y la otorgaría.
-Hijo Ansset, preferiría morir en tus manos y no en las de otro. Para mí, tu vida es más valiosa que la mía.
Mikal se dirigió hacia la puerta de sus aposentos privados. Ansset y el capitán de la guardia lo siguieron mientras en la corte crecían los murmullos. Mikal había ido más lejos de lo que Ansset esperaba. Toda la Capita -y al cabo de unas semanas, todo el Imperio- se enteraría de que Mikal había llamado a su Pájaro Cantor Hijo Ansset, y las palabras “Para mí tu vida es más valiosa que la mía” se transformarían en leyenda.
Anset suspiró una canción al entrar en los aposentos donde vivía Padre Mikal.
Mikal se volvió hacia el capitán con una mirada fulminante.
-¿Qué te proponías con esa artimaña, cerdo?
-Le até las manos por precaución. Era mi deber como custodio de la puerta.
-Sé que era tu deber, pero pudiste actuar con cierta discreción. ¿Qué daño puede causar un niño de once años cuando tal vez lo hayas despellejado vivo buscando armas y lo tienes encañonado con cien láseres?
-Quería estar seguro.
-Bien, eres demasiado puntilloso. Lárgate. Y no dejes que te sorprenda siendo menos puntilloso, aunque me enfurezca. ¡Lárgate! -El capitán de la guardia se marchó, seguido por el rugido de Mikal. En cuanto se cerró la puerta, Mikal se echó a reír-. ¡Qué burro! ¡Qué increíble asno! -Y se arrojó al suelo con el vigor de un joven, aunque Ansset sabía que tenía ciento veintitrés años, con lo cual era viejo en una civilización donde la muerte normalmente llegaba a los ciento quince. El rígido suelo se puso blando donde lo tocaron sus pies, y cedió suavemente para adecuarse a los contornos de su cuerpo. Ansset también se acostó en el suelo, y ambos rieron.
-¿Estás contento de estar en casa, Ansset? -preguntó tiernamente Mikal.
-Ahora sí. Hasta este momento no estaba en casa.
-Ansset, hijo mío, no puedes hablar sin cantar. -Mikal rió suavemente.
Ansset tomó el sonido de la risa y lo transmutó en canción. Era una canción dulce y breve, pero al final Mikal estaba tendido de espaldas, mirando el techo, los ojos empapados de lágrimas.
-No quise que la canción fuera triste, Padre Mikal.
-¿Cómo iba a saber que ahora, en mi vejez, cometería la necedad que he eludido toda mi vida? Oh, he amado y me he entregado a las pasiones, sí, pero cuando te capturaron descubrí, hijo mío, que te necesito.-Mikal miró el hermoso rostro del niño que lo miraba con adoración-. No me adores, niño, soy un viejo bastardo que mataría a su madre si uno de mis enemigos no lo hubiera hecho ya.
-A mí no podrías hacerme daño.
-Daño todo lo que amo -dijo amargamente Mikal, revelando preocupación-. Temíamos por ti. Desde que te fuiste, hubo un estallido de delitos demenciales. La gente era capturada en las calles sin razón, a veces en pleno día, y días más tarde hallábamos sus cuerpos, quebrados y lacerados por algo o alguien. No había notas de rescate. Nada. Pensábamos que te había sucedido lo mismo, y que en alguna parte encontraríamos tu cuerpo. ¿Estás entero? ¿Estás bien?
-Estoy más fuerte que nunca --rió Ansset-. Probé mis fuerzas con el gancho de mi hamaca, y me temo que lo arranqué de la pared.
Mikal tocó la mano de Ansset.
-Me temo -repitió, y Ansset escuchó, tarareando, mientras Mikal hablaba. El emperador nunca mencionaba nombres, fechas, datos ni planes, pues si un enemigo capturaba a Ansset, Ansset sabría demasiado. En cambio, le hablaba al Pájaro Cantor con emociones, y Ansset le cantaba brindándole solaz. Otros Pájaros Cantores tenían bellas voces, podían impresionar a las multitudes, y Mikal usaba a Ansset para ese propósito en ciertas ocasiones ceremoniales. Pero de todos los Pájaros Cantores, sólo Ansset podía cantar con el alma; y amaba a Mikal con el alma.
En medio de la noche Mikal se puso a despotricar hablando de su imperio:
-¿Acaso lo construí para que cayera? ¿Incendié una docena de mundos y asolé otro centenar para que todo cayera en el caos a mi muerte? -Se inclinó para susurrarle a Ansset-: Me llaman Mikal el Terrible, pero lo construí para que cubriera la galaxia como un paraguas. Ahora tienen paz, prosperidad y tanta libertad como pueden resistir sus pequeñas mentes. Pero cuando yo muera, lo echarán todo a perder. -Mikal dio media vuelta y gritó a las paredes de su aposento hermético-: En nombre de las nacionalidades, las religiones, las razas y las herencias familiares, los tontos desgarrarán el paraguas y se preguntarán por que empieza a llover de pronto.
Ansset le cantó sobre la esperanza.
-No hay esperanza. Tengo cincuenta hijos, tres de ellos legítimos, todos ellos idiotas que tratan de adularme. No sabrían conservar el imperio una semana, ni juntos ni por separado. No he conocido jamás a un hombre que pueda controlar lo que he construido. Cuando muera, todo morirá conmigo.
Mikal se acostó fatigosamente en el suelo. Esta vez Ansset no cantó. Se levantó de un brinco, y el piso se puso rígido bajo sus pies. Alzó un brazo por encima de la cabeza y dijo:
-¡Por ti, Padre Mikal, creceré hasta ser fuerte! ¡Tu imperio no caerá!
Y la grandilocuencia de su aniñada voz les hizo reír a ambos.
-Es verdad, sin embargo -dijo Mikal, acariciándole el pelo-. Por ti lo haría, te daría el imperio, pero te matarían. Y aunque viviera el tiempo suficiente para enseñarte a gobernar a los hombres, no lo haría. Mi heredero deberá ser cruel, pérfido, escurridizo y sabio, totalmente egoísta y ambicioso, desdeñoso de los demás, inteligente en la batalla, capaz de burlar y frustrar los planes de sus enemigos, y tan fuerte en su interior como para vivir totalmente solo toda su vida. -Mikal sonrió-. Ni siquiera yo cumplo con mis exigencias, porque ahora no estoy totalmente solo.
Y mientras Mikal se dormía, Ansset le cantó sobre su cautiverio, las canciones y letras de su tiempo de soledad en prisión, y le refirió cómo habían llorado los hombres del barco, y Mikal lloró aún más. Luego ambos se durmieron.
Días después, Mikal, Ansset, el chambelán y el capitán de la Guardia se encontraron en la pequeña sala de recepción de Mikal, donde un macizo bloque de cristal perfecto como una lente se extendía de un extremo al otro como una mesa. Se reunieron en un extremo. El chambelán se mostró terminante.
-Ansset es un peligro para ti, señor.
El capitán se mostró igualmente terminante.
-Encontramos a los conspiradores y los hemos ejecutado.
El chambelán revolvió los ojos con repulsión.
El capitán se irritó, aunque lo disimuló entornando los párpados.
-Todo encajaba: el acento que Ansset nos describió, el barco de madera, la denominación de hombres libres, sus desbordes emocionales. Sólo podían ser los Hombres Libres del Eire. Otro grupo nacionalista, pero tienen muchos simpatizantes en nuestra América... al diablo con estas “naciones”. Sólo en la vieja Tierra la gente subdividía su planeta creyendo que las subdivisiones significaban algo.
-Conque fuiste allá y los liquidaste -se burló el chambelán- y ninguno de ellos sabía nada acerca del complot.
-¡Quien supo bloquear así la mente del Pájaro Cantor bien puede ocultar semejante conspiración! -replicó el capitán.
-Nuestro enemigo es sutil -dijo el chambelán-. Ocultó todo lo demás al conocimiento de Ansset... entonces, ¿por qué le reveló estas pistas que nos guiaron hacia Eire? Creo que nos pusieron un anzuelo y lo mordiste. Bien, yo aún no he mordido, y todavía sigo buscando.
-Entretanto -dijo Mikal- procura no molestar a Ansset.
-No me importa -se apresuró a decir Ansset, aunque le importaba mucho: las inspecciones constantes, los interrogatorios frecuentes, la hipnoterapia, los guardias que lo seguían por doquier para impedir que se reuniera con nadie.
-A mí sí -dijo Mikal-. Está bien que vigiléis, porque aún no sabemos qué han hecho con la mente de Ansset. Pero entretanto dejad que la vida de Ansset sea digna de vivirse. -Mikal miró fijamente al capitán, quien se levantó y se fue. Luego se volvió al chambelán-: El capitán se ha dejado engañar por un complot demasiado evidente y eso no me gusta. Continúa tu investigación y cuéntame cualquier cosa que digan los espías que tienes entre las fuerzas del capitán.
El chambelán iba a negar que hubiera tales espías, pero Mikal se echó a reír de tal modo que el chambelán desistió y prometió presentar un informe.
-Mis días están contados -le dijo Mikal a Ansset-. Cántame sobre los días contados.
Y Ansset entonó una traviesa canción sobre un hombre que decidía vivir doscientos años y contaba la edad hacia atrás, por el número de años que le quedaban.
-Y murió cuando sólo tenía ochenta y tres -cantó Ansset, y Mikal rió y arrojó otro leño al fuego. Sólo un emperador o un campesino de los bosques protegidos de Siberia podían permitirse el lujo de quemar madera.
Un día Ansset recorría el palacio y notó que el ajetreo de los criados en los pasillos seguía otra rumbo. Fue a preguntarle al chambelán.
-Procura no mencionarlo -dijo el chambelán-. De todos modos vendrás con nosotros
Y al cabo de una hora Ansset viajaba con Mikal en un coche blindado mientras un convoy abandonaba la Capital. Habían despejado las carreteras, y el coche blindado se detuvo al cabo de una hora y quince minutos. Ansset salió por la compuerta. Comprobó sorprendido que el convoy no estaba y sólo quedaba el coche blindado. Sospechó una traición y miró a Mikal asustado.
-No te preocupes -dijo Mikal-. Ordenamos al convoy que continuara.
Se apearon del coche con una docena de guardias selectos (no pertenecían a la guardia palaciega, advirtió Ansset) que se internaron en un bosque ralo, avanzaron a orillas de un arroyo y al fin llegaron a la ribera de un vasto río.
-El Delaware -le susurró el chambelán a Ansset, quien ya lo había adivinado.
-Guárdate tus esoterismos -rezongó Mikal, y su irritación evidenciaba que lo estaba pasando muy bien. Hacía cuarenta años que no participaba en una operación militar en el planeta, desde que era emperador y debía controlar flotas y planetas en vez de un puñado de naves y un millar de hombres. Su andar revelaba una energía que desmentía su siglo y cuarto de edad.
Al fin el chambelán se detuvo.
-Allá está la casa, y allá el barco.
Había una barcaza amarrada junto a una derruida casa de madera, una reliquia del estilo neocolonial americano que se cultivaba más de un siglo antes.
Entraron en la casa con sigilo, pero estaba vacía, y cuando abordaron la embarcación el único hombre que había a bordo se incineró la cara con un disparo de láser.
Pero Ansset ya le había reconocido.
-Era Husk -dijo, sintiendo repulsión ante el cadáver mutilado y experimentando una inexplicable culpa-. Es el hombre que me llevaba la comida.
Mikal y el chambelán siguieron a Ansset por el barco.
-No es el mismo -dijo Ansset.
-Claro que no -dijo asimismo el chambelán-. La pintura es fresca. Y huele a madera nueva. Lo han remodelado. ¿Pero algo te resulta familiar?
Había algo familiar. Ansset encontró una pequeña habitación que podía haber sido su celda, aunque ahora estaba pintada de amarillo brillante y una nueva ventana dejaba entrar el sol. Mikal examinó el marco
-Nueva -declaró.
Y al imaginar el interior del barco sin pintura, Ansset logró ubicar la gran sala donde había cantado en su última noche de cautiverio. No había mesa. Pero la sala parecía del mismo tamaño, y Ansset concedió que bien podía ser el lugar donde lo habían retenido.
Desde el barco oyeron risas de niños y un electrocarro que pasaba traqueteando por la vieja y cuarteada carretera de asfalto. El chambelán rió.
-Lamento haber seguido el camino más largo. Es una zona muy poblada. Sólo quise cerciorarme de que no tuvieran tiempo de prevenirles.
Mikal frunció los labios.
-Si es una zona poblada, debimos haber llegado en autobús. Un grupo de hombres armados caminando a orillas del río es mucho más conspicuo.
-No soy táctico--dijo el chambelán.
-No te subestimes -dijo Mikal-. Ahora regresaremos al palacio. ¿Tienes alguien de fiar para que efectúe el arresto? No quiero que sufra daño.
Pero de nada sirvió impartir órdenes a tal efecto. Cuando arrestaron al capitán de la guardia, protestó y rabió; media hora después, antes de que pudieran examinarle con la sonda y el gustador, uno de los guardias le pasó un veneno y el capitán murió. El chambelán hizo empalar al guardia con clavos, hasta que murió desangrado.
Ansset se sintió confuso cuando Mikal reconvino al chambelán Era evidentemente una farsa, o una farsa a medias, y Ansset estaba seguro de que el chambelán lo sabía.
¡Sólo un estúpido hubiese matado a ese soldado! ¿Cómo llegó el veneno al palacio sin ser detectado? ¿Cómo se lo llevó el soldado al capitán? ¡Ahora esas preguntas quedarán sin respuesta!
El chambelán presentó la renuncia, como imponía el ritual.
-Señor emperador, he sido un tonto. Merezco morir. Renuncio a mi puesto y pido que me hagas matar.
Respetando el ritual, pero obviamente molesto por no haber podido desahogarse del todo, Mikal alzó la mano.
-Claro que eres un tonto -dijo, y añadió en tono formal-: Te concedo la vida a causa de tus invalorables servicios al haber aprehendido al traidor. -Mikal ladeó la cabeza-. Bien, chambelán, ¿a quién debo nombrar próximo capitán de la guardia?
Ansset sintió ganas de reír. Era imposible responder a esa pregunta. Lo más seguro (y el chambelán siempre optaba por lo más seguro) era decir que nunca había pensado en ello, que no pretendería aconsejar al emperador sobre un asunto tan vital. Pero aun así, sería un momento difícil para el chambelán.
Así que Ansset se quedó de una pieza al oír la respuesta.
-Riktors Ashen, mi señor, por supuesto.
El “por supuesto” era una insolencia. Nombrar a ese hombre era ridículo. Ansset pensó que Mikal perdería los estribos. Pero Mikal sonreía.
-Por supuesto -respondió afablemente-. Riktors Ashen es el más indicado. Anúnciale en mi nombre que será designado.
Incluso el chambelán, experto en el arte de la hipocresía, quedó sorprendido un instante. De nuevo Ansset tuvo ganas de reír. Comprendió la victoria de Mikal: el chambelán había mencionado al único hombre de palacio que él no podía controlar, suponiendo que Mikal jamás designaría al recomendado del chambelán. Y Mikal lo había designado: Riktors Ashen, vencedor de la batalla de Mantrynn, un planeta que se había rebelado tres años atrás. Tenía fama de incorruptible, inteligente y eficaz. Bien, ahora tendría una oportunidad de demostrar su reputación, pensó Ansset.
La voz de Mikal lo arrancó de sus pensamientos.
-¿Sabes cuáles fueron las últimas palabras que me dirigió?
Gracias a esa comprensión instantánea que no requería aclaraciones entre ellos, Ansset supo que se refería al fallecido capitán de la guardia.
-Dijo: “Di a Mikal que mi muerte libera más conspiradores de los que mata.” Y luego dijo que me quería. Imagínate, ese bastardo traidor diciendo que me quería. Recuerdo que hace veinte años mató a su mejor amigo en una pelea por un ascenso. Supongo que incluso los hombres más sanguinarios se ponen sensibleros con la edad.
Ansset formuló ahora una pregunta, pues parecía el momento oportuno.
-Señor, ¿por qué fue arrestado el capitán?
Mikal se sorprendió.
-Ah, supongo que al final nadie te informó. Visitó esa casa regularmente durante tu cautiverio. Alegó que visitaba a una mujer. Pero los vecinos atestiguaron, bajo la sonda, que allí nunca vivió una mujer. Y el capitán era un maestro en bloqueos mentales.
-¿Entonces has llegado al fondo de la conspiración? -preguntó Ansset, con la esperanza de que los guardias dejaran de molestarlo y cesaran los interrogatorios.
-Apenas he rozado la superficie. Alguien pudo llevarle veneno al capitán. Por tanto aún hay conspiradores en palacio. Y por tanto Riktors Ashen recibirá instrucciones de vigilarte a conciencia.
Ansset procuró mantener su sonrisa. No lo consiguió.
-Lo sé, lo sé -suspiró Mikal-. Pero aún tienes un secreto encerrado en la mente.
El secreto se reveló al día siguiente. La corte estaba reunida en el Salón del Trono, y Ansset debía resignarse a una mañana de vagabundeos por los pasillos o quedarse junto a Mikal mientras acogía a la tediosa procesión de dignatarios que presentaban sus respetos al emperador (para comentar a su regreso que Mikal el Terrible moriría pronto, y para especular sobre la sucesión y la posibilidad de quedarse con un jirón del imperio). Como el palacio lo aburría y quería estar cerca de Mikal, y como el chambelán le preguntó sonriendo si quería estar en la corte, Ansset decidió asistir.
El orden de los dignatarios estaba escrupulosamente preparado para honrar a los amigos leales y humillar a los advenedizos cuya soberbia merecía un escarmiento. Un funcionario menor de un cúmulo estelar distante recibió honores oficiales al principio de la ceremonia, y luego comenzaron los rituales: príncipes y presidentes y sátrapas y gobernadores, según el título que sobreviviera a la conquista de una década o varias décadas atrás, todos avanzando con su cortejo en un desfile incesante, inclinándose (la duración de la reverencia era una medida del miedo que inspiraba Mikal, o del servilismo de algún adulador), pronunciando unas palabras y pidiendo una audiencia privada, que se aprobaba o denegaba.
Ansset se sorprendió de ver a un grupo de kinshasanos negros vestidos con sus extravagantes atuendos de la vieja Tierra. Kinshasa insistía en que era una nación independiente, un aserto patético y grotesco cuando las conquistas de Mikal habían engullido imperios planetarios enteros. ¿Por qué les permitía conservar sus atributos nativos y tener una audiencia? Ansset interrogó con los ojos al chambelán, quien también estaba cerca del trono.
-Fue idea de Mikal -musitó el chambelán-. Les permitirá presentar una petición delante del presidente de Stuss. Esos sapos de Stuss se morirán de rabia.
Mikal alzó la mano para pedir vino. Obviamente se aburría tanto como todos los demás.
El chambelán sirvió el vino, lo cató según la rutina, y dio un paso hacia el trono de Mikal. Se detuvo y llamó a Ansset, quien ya regresaba al lado de Mikal. Soprendido, Ansset se le acercó.
-¿Por qué no le llevas el vino a Mikal, dulce Pájaro Cantor? -dijo el chambelán.
Ansset perdió su expresión de sorpresa, cogió el vino y enfiló con seguridad hacia el trono.
En ese momento estalló un pandemonio. Los enviados kinshasanos metieron la mano en sus complicadas tocas de pelo rizado y extrajeron cuchillos de madera, que podían pasar todos los exámenes de las máquinas detectoras. Arremetieron contra el trono. Los guardias dispararon y abatieron a cinco kinshasanos, pero todos habían apuntado a los de adelante, y tres continuaron ilesos. Avanzaron hacia el trono con los cuchillos apuntando al corazón de Mikal.
Mikal, viejo y desarmado, se levantó para hacerles frente. Un guardia atinó a dispararles, pero erró, y los otros recargaban sus láseres deprisa, lo cual sólo llevaba un instante, pero ese instante era decisivo.
Mikal miró a los ojos a la muerte, y no parecía defraudado.
Pero en ese momento Ansset arrojó la copa de vino a uno de los atacantes y luego brincó frente al emperador. Atravesó el aire y pateó la mandíbula del primer atacante. El impacto fue un prodigio de fuerza y precisión, y la cabeza del kinshasano voló hacia la muchedumbre mientras su cuerpo se derrumbaba y el cuchillo de madera rozaba el pie de Mikal. Al descender, Ansset alzó la mano hacia el abdomen de otro atacante, asestándole un puñetazo tan enérgico que sepultó el brazo hasta el codo en las tripas, y hundió los dedos en el corazón.
El otro atacante titubeó un momento, desconcertado por la súbita reacción de aquel niño de apariencia inofensiva. Este titubeo bastó para que los láseres encargados le apuntaran y dispararan. El último kinshasano cayó en llamas, esparciendo cenizas.
Sólo habían transcurrido cinco segundos desde la aparición de los cuchillos de madera hasta la caída del último atacante.
Ansset se quedó tenso en medio del salón, el brazo sucio de viscosidad, el cuerpo salpicado de sangre. Se miró la mano embadurnada, miró el cuerpo que había atravesado. Lo asaltó un torrente de recuerdos bloqueados, y evocó cuerpos similares, cabezas arrancadas, hombres muertos mientras Ansset aprendía a matar con las manos. La culpa que lo había turbado antes lo embargó con nuevo ímpetu ahora que conocía el porqué.
Las inspecciones habían sido en balde. Ansset mismo era el arma que usarían para matar a Padre Mikal.
El olor a sangre e intestinos desgarrados se combinó con las emociones que le barrían el cuerpo, y Ansset se arqueó y vomitó.
Los guardias se le acercaron sin saber qué hacer.
Pero el chambelán sí sabía. Ansset oyó esa voz, trémula de miedo porque los conspiradores habían estado en un tris de asesinar al emperador.
-Vigiladlo. Lavadlo. No dejéis de apuntarle en ningún momento. Y dentro de una hora traedlo a los aposentos de Mikal.
Los guardias se volvieron hacia Mikal, quien asintió.
Ansset aún estaba pálido y débil cuando entró en los aposentos de Mikal. Los guardias aún le apuntaban con sus l seres. El chambelán y el nuevo capitán de la guardia, Riktors Ashen, se plantaron entre Mikal y el niño.
-Pájaro Cantor -dijo Riktors-, al parecer alguien te ha enseñado nuevas canciones.
Ansset bajó la cabeza.
-Debes de haber estudiado con un maestro.
-Yo n-nunca... -tartamudeó Ansset. Nunca había tartamudeado.
-No tortures al niño, capitán -dijo Mikal.
El chambelán presentó su renuncia ritual.
-Debí haber examinado la estructura muscular del niño y comprendido que poseía nuevas habilidades. Presento mi renuncia. Te ruego que me quites la vida.
El chambelán debía de estar más preocupado que de costumbre, pensó Ansset con esa parte de su mente que aún era capaz de pensar. Se había postrado ante el emperador.
-Cierra el pico y levántate -protestó Mikal. El chambelán se levantó con el rostro ceniciento. Mikal no había seguido el ritual. La vida del chambelán aún pendía de un hilo.
-Ahora estaremos seguros -le dijo Mikal a Riktors-. Muéstrale las fotos.
Riktors cogió un paquete de una mesa y comenzó a sacar recortes de noticias. Ansset miró la primera y sintió náuseas. Reconoció la segunda y jadeó. Al ver la tercera sollozó y apartó las fotos.
-Son las fotos de las personas que fueron secuestradas y asesinadas durante tu cautiverio -explicó Mikal.
-Yo las m-maté -dijo Ansset, notando que su voz ya no cantaba, que era sólo el temeroso tartamudeo de un niño de once años sorprendido en un acto tan monstruoso que no alcanzaba a comprenderlo-. Me hicieron practicar con ellas.
-¿Quién te hizo practicar? -inquirió Riktors.
-¡Ellos! Las voces... de la caja.
Ansset procuró aferrar los recuerdos que el bloqueo le había ocultado. También ansiaba recobrar el bloqueo, olvidar de nuevo, apartar esos recuerdos.
-¿Qué caja? -insistió Riktors.
-La caja. Una caja de madera. Un receptor, una grabación, no sé.
-¿Conocías la voz?
-Voces. Nunca era la misma. Ni siquiera para la misma frase. Las voces cambiaban con cada palabra.
Ansset aún veía el rostro de los hombres maniatados a quienes le ordenaban mutilar y matar. Recordó que se sentía obligado a hacerlo aunque protestaba contra ello.
-¿Cómo te obligaron a hacerlo?
¿Riktors le leía el pensamiento?
-No lo sé. No lo sé. Había palabras, y yo tenía que obedecer.
-¿ Qué palabras ?
-¡No lo sé! ¡Nunca lo supe!
Ansset rompió a llorar.
-¿Quién te enseñó a matar de ese modo? -murmuró Mikal.
-Un hombre. Nunca me dijeron cómo se llamaba. El último día estaba atado donde habían estado los demás. Las voces me obligaron a matarlo.-Ansset luchaba con las palabras, y la lucha era más difícil porque comprendía que esa vez, al matar a su maestro, no lo habían forzado. Había matado porque lo odiaba-. Lo asesiné.
-Pamplinas -masculló el chambelán-. Fuiste una herramienta.
-Te he dicho que cierres el pico -intervino Mikal-. ¿No recuerdas nada más, hijo mío?
-También maté a los tripulantes del barco. A todos excepto a Husk. Las voces me lo ordenaron. Y luego hubo pasos, encima de mí, en cubierta.
-¿Viste quién era?
Ansset se obligó a recordar.
-No. Me dijo que me acostara. Debía de conocer el... código, o como se llame. Yo no quería obedecer. Pero al final lo hice.
-¿Y?
-Pasos, y una aguja en mi brazo, y desperté en la calle.
Todos guardaron silencio unos segundos, reflexionando. El chambelán rompió el silencio.
-Mi señor, la gran amenaza que sufrías y la fuerza del amor que te profesa el Pájaro Cantor deben haberle impulsado, a pesar del bloqueo mental...
-Chambelán, si vuelves a hablar sin que te interpele, puedes darte por muerto. Capitán, quiero saber cómo burlaron tu guardia esos kinshasanos.
-Eran dignatarios. Por orden tuya, señor, los dignatarios no se someten a una inspección corporal. Sus cuchillos de madera burlaron todos los detectores. Me sorprende que esto no se haya intentado antes.
Ansset advirtió que Riktors hablaba con seguridad, sin intimidarse como hubiera hecho otro capitán después de semejante atentado. Y, más tranquilo, Ansset prestó atención a las melodías de la voz de Riktors. Eran fuertes, disonantes. Ansset se preguntó si podría pillar a Riktors en una mentira. Para un hombre fuerte y egoísta todo lo que decía se transformaba en verdad, y las canciones de su voz no revelaban nada.
-Riktors, prepararás órdenes para la total destrucción de Kinshasa.
Riktors se cuadró.
-Pero antes de que Kinshasa sea destruido... y eso significa destrucción total, sin que quede una brizna de hierba, Riktors... antes de que sea destruido, quiero saber qué relación existe entre el atentado de esta mañana y la manipulación de mi Pájaro Cantor.
Riktors se cuadró de nuevo. Mikal le habló al chambelán.
-Chambelán, ¿qué recomiendas hacer con mi Pájaro Cantor?
Como de costumbre, el chambelán optó por lo más seguro.
-Mi señor, no había pensado en ello. No me siento calificado para aconsejarte sobre el destino de tu Pájaro Cantor.
-Has hablado con prudencia, querido chambelán.
Ansset procuró conservar la calma mientras ambos deliberaban sobre su destino. Mikal alzó la mano en el gesto ritual que perdonaba la vida del chambelán. Ansset se habría reído del esfuerzo del chambel n para disimular su alivio, pero no era momento de reír, pues Ansset sabía que su propio alivio no llegaría tan fácilmente.
-Señor -intervino Ansset-, te ruego que me hagas ejecutar.
-Demonios, Ansset, estoy harto de rituales.
-Esto no es un ritual -dijo Ansset, con voz cansada y cascada-. Y esto no es una canción, Padre Mikal. Soy un peligro para ti.
-Lo sé. -Mikal miró a Riktors y al chambelán.
-Chambelán, encárgate de que junten las pertenencias de Ansset y las preparen para embarcarlas a Alwiss. El prefecto de allí es Timmis Hortmang. Prepara una carta de explicación y un sello. Ansset llegará allá más rico que ningún habitante de la prefectura. Son mis órdenes. Hazlas cumplir.
Bajó y ladeó la cabeza. Riktors y el chambelán se marcharon. Ansset se quedó. Los guardias que lo encañonaban también se quedaron.
-Padre Mikal -murmuró Ansset, y notó que las palabras formaban una canción.
Pero Mikal no respondió. Se levantó de la silla y abandonó la cámara.
Ansset tenía varias horas antes del anochecer, y las pasó rondando por el palacio. Los guardias no cesaban de vigilarlo. Al principio dejó correr las lágrimas. Luego, cuando los horrores de esa mañana se ocultaron nuevamente detrás del bloqueo parcialmente roto, recordó lo que el Maestro Cantor le había enseñado una y otra vez: “Cuando quieras llorar, deja que las lágrimas salgan por la garganta. Deja que el dolor aflore desde la presión de los muslos. Deja que la pena brote y resuene en tu cabeza.”
Caminando junto al Susquehanna en los fríos prados, a la sombra de una tarde otoñal, Ansset cantó su pena. Cantó en voz baja, pero los guardias lo oyeron y no pudieron reprimir las lágrimas.
Se detuvo en un paraje donde el agua corría fresca y cristalina, y comenzó a quitarse la túnica para nadar. Un guardia se acercó para detenerle. Ansset notó que le apuntaba al pie.
-No puedo dejarte. Mikal ordenó que no se te permitiera quitarte la vida.
-Sólo quiero nadar -respondió Ansset con voz persuasiva.
-Me matarán si te sucede alto.
-Te juro que sólo nadaré, y no intentaré escapar.
El guardia recapacitó. Los otros guardias parecieron contentarse con dejarle la decisión. Ansset canturreó una dulce melodía, sabiendo que era seductora. El guardia cedió.
Ansset se desnudó y se zambulló. El agua estaba helada y le escocía la piel. Nadó río arriba con potentes brazadas, sabiendo que para los guardias de la ribera ya sería un punto en la superficie. Entonces se sumergió y nadó bajo el agua, conteniendo la respiración como sólo podía hacerlo un cantor o un pescador de perlas, y atravesó la corriente hasta llegar a la ribera donde aguardaban los guardias. Aunque amortiguados por el agua, oyó los gritos. Emergió riendo.
Dos guardias se habían quitado las botas y estaban con el agua hasta la cintura, disponiéndose a agarrar el cuerpo de Ansset si pasaba. Pero Ansset seguía riendo, y ellos se enfurecieron.
-¿Por qué os preocupabais? Os había dado mi palabra.
Los guardias se relajaron, y Ansset nadó una hora bajo el sol de la tarde. El movimiento del agua y el esfuerzo constante para oponerse a la corriente le ayudaron a olvidarse un poco de sus problemas. Ahora sólo vigilaba un guardia, mientras los demás jugaban a polys, arrojando dados de catorce lados en una entusiasta partida que pronto los absorbió
En ocasiones Ansset se sumergía, escuchando el sonido que hacían las protestas y carcajadas de los guardias cuando el agua le tapaba los oídos. Atardecía, y Ansset se sumergió para nadar hasta la costa sin recobrar el aliento. Estaba a mitad de camino cuando oyó el graznido de un Pájaro, amortiguado por el río.
Hizo una repentina asociación y emergió de inmediato, tosiendo y escupiendo. Nadó hasta la costa, se sacudió, se puso la túnica, mojado como estaba.
-Tenemos que regresar a palacio -dijo con voz apremiante, agudizándola para despabilar a los guardias enfrascados en el juego. Los guardias lo siguieron y lo alcanzaron.
-¿Adónde vas? -preguntó uno.
-A ver a Mikal.
-No podemos hacer eso... ¡Tenemos órdenes! No puedes ver a Mikal.
Pero Ansset continuó la marcha, sabiendo que los guardias no intentarían detenerlo hasta que estuvieran cerca del emperador. Aunque no hubieran presenciado la destreza de Ansset esa mañana en el Gran Salón, sin duda habían oído el rumor de que el Pájaro Cantor de Mikal podía matar a dos hombres en dos segundos.
Había oído el graznido de un Pájaro mientras nadaba bajo el agua. Recordó que en su última noche de cautiverio en el barco había oído el graznido de otro Pájaro encima de él. Pero nunca había oído otro sonido desde fuera.
Sin embargo, en el lugar donde estaba el barco, el ruido de la ciudad sea oía claramente, aun bajo cubierta. Por tanto, aunque ese barco hubiera sido su prisión, no estaba amarrado junto a esa casa. En tal caso, las pruebas contra el ex capitán de la guardia eran fraudulentas. Ahora Ansset sabía qué personaje de la corte lo había escogido para usarlo como herramienta.
Un mensajero les salió al paso en un pasillo.
-Conque aquí estáis. El señor Mikal reclama la presencia del Pájaro Cantor, cuanto antes -dijo, y entregó las órdenes al guardia que tomaba las decisiones, quien cogió su verificador y revisó el sello. Un zumbido confirmó que las órdenes eran auténticas.
-De acuerdo, Pájaro Cantor -dijo el guardia-. Iremos allá, a pesar de todo.
Ansset echó a correr. Los guardias lo alcanzaron sin dificultad y lo siguieron por el laberinto. Para ellos era como un juego.
-No sabía que este camino conducía allá -jadeó uno.
-Y nunca volverás a encontrarlo -replicó otro.
Llegaron a los aposentos de Mikal. Ansset aun tenía el cabello mojado y la túnica pegada al cuerpo menudo, pues no había tenido tiempo de secarse.
Mikal sonreía.
-Ansset, hijo mío, todo se ha solucionado. -Tendió un brazo para despedir a los guardias-. Fuimos tontos al creer que era preciso desterrarte. El capitán era el único conspirador que estaba tan cerca como para dar la señal. Ahora que está muerto, nadie la conoce. ¡Tú estás a salvo... y también yo!
Mikal hablaba con jovialidad y alegría, pero Ansset, quien conocía al dedillo las canciones de su voz, leyó en esas palabras una advertencia, una mentira, una declaración de peligro. Ansset no corrió hacia él. Aguardó.
-Más aún, tú serás mi mejor guardaespaldas. Pareces menudo y enclenque, siempre estás junto a mí, y matas más pronto que un guardia con láser.
Mikal rió. Ansset no se dejó engañar. No había alegría en esa risa.
Pero el chambelán y el capitán Riktors cayeron en la trampa y rieron con Mikal. Ansset también se obligó a reír. Escuchó los sonidos de los demás. Riktors parecía sincero, pero el chambelán...
-Esto se merece una celebración. He traído vino -dijo el chambelán-. Ansset, ¿por qué no lo sirves?
Ansset se estremeció.
-¿Yo? -preguntó sorprendido, aunque pronto se le fue la sorpresa. El chambelán sostenía la botella llena y la copa vacía.
-Por el señor Mikal -dijo el chambelán.
Ansset gritó y arrojó la botella al suelo.
-¡Hacedle callar!
La brusca reacción de Ansset hizo que Riktors desenfundara su láser.
-¡No dejéis que hable el chambelán!
-¿Por qué no?--preguntó Mikal en tono inocente, pero Ansset sabía que no había inocencia detrás de esas palabras. Por alguna razón, Mikal fingía no comprender.
El chambelán le creyó, creyó que aún disponía de un momento. Se apresuró a decir:
-¿Por qué has hecho eso? Tengo otra botella. Dulce Pájaro Cantor, ¡qué Mikal beba hasta las heces!
Las palabras martillearon el cerebro de Ansset, quien se volvió por reflejo hacia Mikal. Sabía lo que sucedía, y su mente protestaba a gritos, pero alzó las manos contra su voluntad, curvó las piernas, se dispuso a saltar, tan rápidamente que no pudo detenerse. Sabía que al cabo de un segundo enterraría la mano en el rostro de Mikal, el amado rostro de Mikal, el sonriente rostro de Mikal...
Mikal le sonreía, afablemente y sin temor. Ansset se contuvo, se obligó a apartarse a un lado, a pesar del desgarrón que sentía en el cerebro. Podían obligarle a matar, pero no a matar ese rostro. Hundió la mano en el suelo y destrozó la superficie tensa, liberando el gel, que inundo la habitación.
Ansset apenas reparó en el dolor que el impacto le causó en el brazo y la irritación que le causó el gel. Sólo sentía dolor en la mente, pues aún luchaba contra la compulsión que acababa de vencer a duras penas, que aún lo instigaba a matar a Mikal.
Irguió el cuerpo, alzó la mano, astilló el respaldo de la silla donde Mikal estaba sentado. Saltó un chorro rojo, y Ansset vio con alivio que era su propia sangre, no la de Mikal. A lo lejos oyó la orden de Mikal: “No le matéis.” Y la compulsión cesó tan súbitamente como había sobrevenido. Sintió un mareo al oír las palabras del chambelán;
-Pájaro Cantor, ¿qué has hecho?
Eran las palabras que lo liberaban.
Exhausto, Ansset se tendió en el suelo, el brazo derecho empapado en sangre. Ahora sentía el dolor, y gruñó, aunque el gruñido no sólo era un canto de dolor sino también de éxtasis. Ansset había logrado resistir el tiempo suficiente para no matar a Padre Mikal.
Rodó y se incorporó, aferrándose el brazo. Ya no sangraba tanto.
Mikal aún estaba sentado en la silla, a pesar del respaldo astillado. El chambelán se encontraba donde estaba diez segundos antes, al comienzo de la ordalía de Ansset, y la copa parecía ridícula en su mano. Riktor apuntaba con el láser al chambelán.
-Llama a los guardias, capitán -dijo Mikal.
-Ya lo he hecho -dijo Riktors. El botón de su cinturón fulguraba. Los guardias acudieron deprisa-. Llevad al chambelán a una celda. Si sufre algún daño, moriréis todos, y también vuestras familias. ¿Comprendéis?
Los guardias comprendieron.
Ansset extendió el brazo. Mikal y Riktors Ashen aguardaron mientras un médico lo curaba. El dolor se calmó.
El médico se marchó. Riktors fue el primero en hablar.
-Sabías que era el chambelán, mi señor.
Mikal sonrió.
-Por eso dejaste que te persuadiera de llamar a Ansset.
Mikal sonrió aún más.
-Pero, mi señor, sólo tú podías saber que el Pájaro Cantor sería tan fuerte como para resistir una compulsión que le inculcaron durante cinco meses.
Mikal rió. Y esta vez Ansset oyó alegría en esa risa.
-Riktors Ashen. ¿Te llamarán Riktors el Usurpador? ¿O Riktors el Grande?
El capitán de la guardia tardó un instante en comprender esas palabras. Sólo un instante. Pero antes de que pudiera desenfundar nuevamente su arma, Mikal le apuntaba un láser al corazón.
-Ansset, hijo mío, quita el arma al capitán.
Ansset se levantó y cogió el láser del capitán. Oyó el canto del triunfo en la voz de Mikal. Pero Ansset aún estaba mareado, y no comprendía por qué el emperador y su incorruptible capitán habían empuñado las armas.
-Sólo un error, Riktors. Por lo demás, muy inteligente. Y no veo cómo podías evitar ese error.
-¿Te refieres a la fuerza de voluntad de Ansset?
-Ni siquiera contaba con ello. Estaba preparado para matarlo, si era preciso -dijo Mikal, y Ansset supo que era cierto. Se preguntó por qué eso no lo hería. Siempre había sabido que, llegado el caso, ni siquiera él sería indispensable para Mikal, si su muerte cumplía un propósito vital.
-Entonces no cometí errores -dijo Riktors-. ¿Cómo lo supiste?
-Porque mi chambelán, a menos que fuera presa de alguna compulsión, jamás habría tenido el valor de sugerir tu nombre como sucesor del capitán. Y sin ello no habrías estado en posición de tomar el poder cuando denunciaras al chambelán como autor intelectual de mi asesinato, ¿verdad? Muy hábil. La guardia te habría seguido lealmente.
Nadia habría sospechado de ti. Por supuesto, el imperio entero se habría rebelado de inmediato. Pero eres buen táctico y mejor estratega, y tus hombres te habrían obedecido. Te hubiera dado una probabilidad sobre cuatro de lograrlo... más que ningún otro hombre del imperio.
-Yo me daba un cincuenta por ciento -dijo Riktors, y Ansset oyó la vibración del miedo en esas valientes palabras. Bien, ¿por qué no? Su muerte era segura, y Ansset no sabía de nadie, excepto un anciano como Mikal, que pudiera afrontar la muerte sin temor, sobre todo una muerte que además significaba el fracaso.
Pero Mikal no oprimió el botón del láser.
-Mátame ya y terminemos -dijo Riktors Ashen.
Mikal arrojó el láser a un costado.
-¿Con esto? No tiene carga. El chambelán instaló un detector de cargas en cada puerta de mis aposentos hace quince años. Habría sabido que yo estaba armado.
Riktors avanzó un paso, disponiéndose a embestir. Ansset se levantó, a pesar del brazo vendado, dispuesto a matar con la otra mano, con los pies, con la cabeza. Riktors se detuvo en seco.
-Ah -dijo Mikal-. Nadie sabe como tú lo que puede lograr mi guardaespaldas en tan poco tiempo.
Y Ansset comprendió: si el láser de Mikal no estaba cargado, no habría podido detenerle si él no hubiera tenido la fortaleza de contenerse. Mikal había confiado en él.
-Riktors, tus errores fueron muy leves. Espero que hayas aprendido de ellos. Cuando un asesino tan brillante como tú intente tomar tu vida, espero que conozcas a todos los enemigos que tienes y todos los aliados a quienes puedes acudir y qué puedes esperar de cada uno.
A Ansset le temblaban las manos.
-Déjame matarle ahora -dijo.
Mikal suspiró.
-No mates por placer, hijo mío. Si matas por placer, terminarás por odiarte a ti mismo. Además, ¿no sabes escuchar? Adoptaré a Riktors Ashen como heredero.
-No te creo -dijo Riktors.
Pero Ansset oyó esperanza en su voz.
-Convocaré a mis hijos... se alojan cerca de la corte, para estar a poca distancia cuando yo muera -dijo Mikal-. Haré que firmen un juramento donde se comprometan a respetarte como sucesor del emperador. Sin duda lo firmarán, y sin duda les harás matar en cuanto subas al trono. Veamos, eso ocurrirá dentro de tres semanas, lo cual nos dará tiempo. Abdicaré en tu favor, firmaré todos los papeles, figurará en los titulares durante días. Todos los rebeldes en potencia se arrancarán los pelos de rabia. Es agradable retirarse con semejante espectáculo.
Ansset no comprendía.
-¿Por qué? Intentó matarte.
Mikal se echó a reír. Fue Riktors quien respondió:
-Cree que puedo sostener su imperio. Pero antes quiero saber el precio.
Mikal se inclinó hacia adelante.
-Un precio pequeño. Una casa para mí y mi Pájaro Cantor hasta que muera. Y luego él será libre el resto de su vida, con una renta que no le haga depender de los favores de nadie. ¿Satisfactorio?
-Acepto.
-Muy prudente -rió Mikal.
Se hicieron los juramentos. La abdicación y la coronación se celebraron con gran pompa y los vendedores de comestibles de la capital se enriquecieron. Todos los rivales fueron exterminados, y Riktors pasó un año yendo de sistema en sistema para aplastar brutalmente todas las rebeliones.
Cuando los primeros planetas fueron incinerados, las demás rebeliones se extinguieron solas.
El día en que los noticieros anunciaron el aplastamiento de la rebelión más peligrosa, aparecieron soldados a las puertas de la casita de Brasil donde vivían Mikal y Ansset.
-¿Cómo es posible? -exclamó Ansset angustiado-. Él te dio su palabra.
-Abreles la puerta, hijo.
-¡Están aquí para matarte!
-Yo sólo aspiraba a un año más. He tenido ese año. ¿De verdad creías que Riktors respetaría su palabra? En la galaxia no hay lugar para dos cabezas que conozcan el peso de la corona imperial.
-Puedo matar a la mayoría antes de que se te acerquen. Si te ocultas, quizá...
-No mates a nadie, Ansset. No es tu canción. La danza de tus manos no es nada sin la danza de tu voz, Pájaro Cantor.
Los soldados golpearon la puerta, que era de acero y no cedía fácilmente.
-La volarán en cualquier momento -dijo Mikal-. Promete que no matarás a nadie. A nadie, por favor. No me vengues.
-Lo haré.
-No me vengues. Promételo. Por tu vida. Por tu amor a mí.
Ansset lo prometió. La puerta voló. Los soldados mataron a Mikal con relampagueos de láser que reducían el cuerpo a cenizas. Siguieron disparando hasta que sólo quedaron las cenizas. Luego las juntaron. Ansset observó, cumpliendo su promesa pero deseando de todo corazón que en alguna parte de su mente hubiera una pared detrás de la cual pudiera ocultarse. Lamentablemente, estaba demasiado cuerdo.
Llevaron a la capital las cenizas del emperador y al niño de doce años. Depositaron las cenizas en una gran urna, y las exhibieron con honras ceremoniales. Ansset asistió al funeral bajo una fuerte vigilancia, pues sus manos eran de temer.
Después de la comida, donde todos fingieron pesadumbre, Riktors llamó a Ansset. Los guardias lo siguieron, pero Riktors los despidió. Tenía la corona en la cabeza.
-Sé que estoy a salvo de ti -dijo Riktors.
-Eres un embustero, y si no hubiera dado mi palabra te haría pedazos.
Podía parecer ridículo que un niño de doce años le hablara así a un emperador, pero Riktors no se rió.
-Si no fuera un embustero, Mikal jamás me habría dado el imperio .
Riktors se incorporó.
-Amigos míos -dijo, y los aduladores aplaudieron-. A partir de ahora no seré conocido como Riktors Ashen, sino como Riktors Mikal. El apellido Mikal será legado a todos mis sucesores en el trono, en honor al hombre que construyó este imperio y trajo paz a la humanidad.
Riktors gozó de los aplausos y hurras, algunos de los cuales hasta parecían sinceros. Era un bonito discurso, por ser improvisado.
Riktors ordenó a Ansset que cantara.
-Antes prefiero morir -dijo Ansset
-Ya morirás, cuando llegue el momento -respondió Riktor
Ansset cantó, de pie en la mesa para que todos pudieran verle, como había cantado ante un público que odiaba en esa última noche de cautiverio en el barco. Era una canción sin palabras, pues todas 1as palabras que hubiera podido pronunciar aludían a la traición. En cambio, cantó melodiosamente, volando sin acompañamiento de un modo al otro, con notas arrancadas penosamente de la garganta, notas que llevaban dolor a quienes oían. La canción interrumpió el banquete, pues la pesadumbre que todos habían fingido ahora los quemaba por dentro. Muchos se fueron a casa llorando; todos lamentaban la gran pérdida del hombre cuyas cenizas yacían en el fondo de la urna.
Sólo Riktors se quedó a la mesa cuando Ansset terminó su canción.
-Ahora -dijo Ansset- nunca se olvidarán de Padre Mikal.
-Ni del Pájaro Cantor de Mikal. Pero yo soy Mikal ahora, todo lo que podía sobrevivir de él. Un nombre y un imperio.
-No hay nada de Padre Mikal en ti.
-¿No? ¿Acaso te engañó la crueldad pública de Mikal? No, Pájaro Cantor.
Y en esa voz Ansset oyó las punzadas de dolor que acuciaban al rudo y altivo emperador.
-Quédate a cantar para mí, Pájaro Cantor -pidió Riktors. La súplica vibraba en su voz.
Ansset tocó la urna de cenizas que reposaba sobre la mesa.
-Nunca te querré -dijo con tono hiriente.
-Ni yo a ti -replicó Riktors-. Pero aun así podemos brindarnos algo de lo que anhelamos. ¿Mikal dormía contigo?
-Nunca quiso. Nunca se lo ofrecí.
-Tampoco yo lo haré -dijo Riktors-. Sólo quiero oír tus canciones.
Ansset no tenía voz para la palabra que decidió decir. Asintió.
Riktors tuvo la elegancia de no sonreír. También asintió y abandonó la mesa. Antes de que saliera, Ansset preguntó:
-¿Qué harás con esto?
Riktors miró la urna.
-Las reliquias son tuyas. Haz lo que desees.
Y se marchó.
Ansset llevó la urna de cenizas a los aposentos donde él y Padre Mikal habían entonado tantas canciones. Se quedó largo rato frente al fuego, tarareando sus recuerdos. Devolvió las canciones a Padre Mikal, y luego vació las cenizas en el fuego.
Las cenizas apagaron las llamas.
-La transición es completa -le dijo el Maestro Cantor Onn a la Maestro Cantor Esste, en cuanto se cerró la puerta.
-Me lo temía -confió la Maestro Cantor Esste con una melodía trémula-. Riktors Ashen tiene algo de sabio. Pero las canciones de Ansset son más fuertes que la sabiduría.
Se sentaron juntos bajo la fría luz que el sol derramaba por las ventanas de la Sala Alta de la Casa del Canto.
-Ah -cantó el Maestro Cantor Onn, y la melodía era de amor por la Maestro Cantor Esste.
-No me alabes. El don y el poder eran de Ansset.
-Pero la maestra fue Esste. En otras manos, Ansset pudo ser una herramienta para el poder, la riqueza, la dominación. En tus manos...
-No, hermano Onn. Ansset mismo está hecho de amor y lealtad. Hace que otros hombres deseen lo que él ya es. Es una herramienta que no se puede usar para el mal.
-¿Lo sabrá alguna vez?
-Quizá. No creo que sospeche el poder de su don. Sería mejor que nunca averiguara en qué poco se parece a los demás Pájaros Cantores. Y en cuanto al último bloqueo mental... lo instalamos bien. Nunca sabrá que existe, y nunca buscar la verdad acerca de quién controló la transferencia de la corona.
El Maestro Cantor Onn cantó trémulamente acerca de las delicadas tramas urdidas en la mente de un niño de cinco años, tramas que podían deshacerse en cualquier momento.
-Pero la tejedora fue sabia, y la urdimbre no cedió.
-Mikal Conquistador -dijo Esste- aprendió a amar la paz más que a sí mismo, y lo mismo ocurrirá con Riktor Mikal. Con eso basta. Hemos cumplido nuestro deber para con la humanidad. Ahora debemos enseñar a otros pequeños Pájaros Cantores.
-Solo las viejas canciones -suspiró el Maestro Cantor Onn.
-No -respondió la Maestro Cantor Esste con una sonrisa-. Les enseñaremos canciones acerca del Pájaro Cantor de Mikal.
-Ansset ya ha cantado sobre eso.
Salieron despacio de la Sala Alta.
-¡Entonces cantaremos un contrapunto! -suspiró la Maestro Cantor Esste.
FIN