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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
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    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
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    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
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    B17
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    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL ARMA ANIQUILADORA (Philip K. Dick)

    Publicado en julio 04, 2010
    Título original: The Zap Gun

    El sistema de guía del arma ítem 207, que consiste en seiscientos componentes electrónicos miniaturizados, puede ser bien aradizado como una lechuza de cerámica laqueada, que aparenta ser sólo un ornamento para el no conocedor. El experto, en cambio, sabrá que al removerse la cabeza se revelará un hueco en el cuerpo, donde podrían guardarse lápices o cigarros.

    Reporte oficial del Comité SegNac NU-O del BlokOeste, 5 de octubre de 2003, por Consumotipo A (identidad real reservada por razones de seguridad; regla XV inc. 4-5-6-7-8 del Comité)

    1

    —¡Mr. Lars!
    —Me temo que no dispongo de tiempo para hablar con sus televidentes. Lo siento.
    Intentó seguir su camino, pero el entrevistador de TV autónomo le interceptó el paso, cámara en mano. La metálica sonrisa de la criatura brilló confiada.
    —¿Siente acaso llegar un trance, señor? —preguntó esperanzado el entrevistador, como si tal cosa fuera a suceder justo frente a uno de los sistemas multifax alternativos de su cámara portátil.
    Lars Powderdry suspiró. Desde donde estaba estacionado en el río de peatones podía ver su oficina en Nueva York. Verla, sí, pero no alcanzarla. Demasiada gente —¡los bocabiertas!— se interesaban en él, no en su trabajo. Y por supuesto, el trabajo era lo único que realmente importaba.
    —El factor tiempo… —dijo, con desmayo—. ¿Es que no entiende? En el mundo de la moda de armamentos…
    —Sí, hemos oído que se está por recibir algo espectacular —barbotó el autónomo, continuando con su propio discurso sin tomar en cuenta lo dicho por Lars—. Cuatro trances en una semana… ¡Y los atravesó completamente, de parte a parte! ¿Es eso correcto, Mr. Lars?
    El autónomo era un idiota; intentó con paciencia hacerle entender. No se molestó en dirigirse a la legión de bocabiertas —la mayoría mujeres— que estarían viendo el programa matutino… «Lucky Bagman lo saluda», o como se llamara; Dios sabía que él lo ignoraba. No tenía tiempo para estas tontas distracciones.
    —Mire… —dijo, gentilmente esta vez, como si el autónomo estuviera realmente vivo, y no fuera meramente un aparato dotado de sensibilidad por el ingenio tecnológico del BlokOeste, año 2004. Ingenio, reflexionó, desperdiciado en esa dirección.
    Aunque, pensándolo bien… ¿era acaso una abominación mayor que la de su propio campo? Una desagradable reflexión para considerar. La reprimió en su mente, y dijo:
    —Mire usted… En la moda de armamentos, un artículo debe darse a conocer exactamente a su debido tiempo. Mañana, la próxima semana o dentro de un mes, puede ser tarde.
    —Díganos de qué se trata —dijo el entrevistador, y quedó en suspenso esperando la respuesta, con ahogada avidez.
    ¿Cómo podía alguien, aún Mr. Lars de Nueva York y París, defraudar a los millones de espectadores del BlokOeste, formado por una docena de países? Permitirles deprimirse sólo serviría a los objetivos del ProxEste… o, al menos, eso deseaba dar a entender el autónomo. Pero fallaba en el intento.
    —Francamente, no es asunto suyo —dijo Lars, y se escabulló.
    Corrió, atravesando la pequeña muchedumbre que miraba estúpidamente, escapándose del cálido brillo de la exposición instantánea hacia el acceso de Mr. Lars, Inc.: una estructura de un solo piso, diseñada así para oponerse intencionalmente a los rascacielos de oficinas de alrededor, cuyo sólo tamaño proclamaba la naturaleza esencial de su función.
    El tamaño físico es un criterio falso, reflexionó Lars mientras penetraba en el salón público de recepción de Mr. Lars, Inc. El autónomo no perdía el tiempo: a quien buscaba mostrar era a Lars Powderdry, no a los entes industriales, fáciles de alcanzar. Los industriales se hubieran complacido en ofrecer a sus expertos en PubAd —publicidad de adquisiciones— para atronar con sus productos en los oídos de la audiencia.
    Las puertas de Mr. Lars, Inc. se cerraron, sintonizadas con su propio patrón encefalográfico; él quedó a salvo entonces de la boqueante multitud, cuya atención era siempre azuzada por los profesionales. Por su propia voluntad, los bocabiertas se habrían comportado en forma más razonable: totalmente apáticos.
    —Mr. Lars…
    —Sí, señorita Bedouin —hizo un alto—. Lo sé. El departamento de diseño no puede vérselas con el formato sugerido en la cabeza y cola del bosquejo 285…
    Ante eso, había que resignarse. Habiéndolo visto por sí mismo luego del trance del viernes, sabía qué tan complicado se presentaba.
    —Bueno, me han dicho… —ella dudó. Era joven y pequeña, y mal equipada temperamentalmente para transmitir las quejas de los otros en su autoasumida tarea de portavoz.
    —Les hablaré yo mismo —le dijo Lars, compasivo—. Francamente, el 285 se ve a mis propios ojos como un batidor de huevos autoprogramado montado sobre ruedas triangulares… —y qué se podría destruir con tal engendro, pensó.
    —Oh, ellos parecen creer que es una bonita arma —dijo la señorita Bedouin, moviendo sus senos naturales (enriquecidos hormonalmente) en sincronicidad con las miradas de él—. Tengo entendido que sólo les trae problemas el diseño de la fuente de poder. Usted sabe, la estructura ergiana. Antes de que usted pase al 286…
    —…me necesitan para echarle una mirada al 285 —terminó él por ella—. De acuerdo.
    No se molestó por el asunto. Se sentía cordialmente predispuesto, porque era una hermosa mañana de abril y la señorita Bedouin —o, si se prefiere pensarlo de esa forma, la señorita Bed — era lo bastante interesante como para despertar el optimismo en cualquier hombre. Aún en un diseñador de modas… un diseñador de modas de armamento.
    De hecho, pensó, el mejor diseñador de modas de armamento en todo el BlokOeste.
    Para encontrar su igual —y aún esto estaba en duda—, habría que buscarlo en el otro hemisferio, en el ProxEste. El bloque Sino-Soviético contrataba o empleaba, o como quiera que se diga —en todo caso, «tenía a su alcance»—, los servicios de un médium como él.
    A menudo se había preguntado por el otro médium. Su nombre era Topchev, señorita Lilo Topchev, según le había informado la agencia policial privada KACH. Poseía sólo una oficina, y ésta situada en Bulganingrado, no en Nueva Moscú.
    Suponía que sería una solitaria, pero la KACH no evaluaba aspectos subjetivos en sus informes. Sin embargo, Topchev generaba sus propios diseños… o los confeccionaba, mientras estaba en trance, sobre azulejos cerámicos de alegres colores. Algo artístico, evidentemente. Hacía eso aún a pesar de las características de su cliente, o más precisamente, su empleador: el cuerpo gubernativo del ProxEste, el SeRKeb —esa sombría, descolorida y escueta academia holística de Cogs—, contra la cual su propio hemisferio hacía décadas que destinaba todos los recursos, le gustara o no.
    A Topchev le era posible hacer tal cosa en tal sitio porque un diseñador de modas de armamento tenía que sentirse satisfecho; él mismo había establecido el punto en su propia carrera. Después de todo, él no podía ser impelido a entrar en trance cinco días a la semana. Y probablemente otro tanto sucedía con Lilo Topchev.
    Dejando ir a la señorita Bedouin, penetró en su oficina y se quitó capa, gorra y zapatillas, guardando esos atuendos de calle en el armario.
    Su equipo médico —el doctor Todt y la enfermera Elvira Funt— lo había visto arribar. Se aproximaron a él respetuosamente, y junto con ellos venía el subordinado de Mr. Lars, Henry Morris, un dotado psi. Uno nunca sabe cuándo llegará un trance, pensó, construyendo su razonamiento a partir de la actitud alerta de sus allegados. La enfermera Funt traía su maquinaria intravenosa zumbando tras ella; el Dr. Todt —un producto superior de la capacidad médica de Alemania Occidental— se detuvo, listo para aplicar sus delicados dispositivos, diseñados para dos propósitos bien distintos. El primero, evitar que durante el trance ocurriera un ataque cardíaco, problemas respiratorios o excesiva supresión de la respuesta del nervio vago, causando el cese de la respiración y por ende la asfixia. El segundo —y si esto no funcionaba, nada importaba—, la grabación de sus cerebraciones durante el estado de trance, obtenibles sólo después de que el trance hubiera terminado.
    Por ello, el Dr. Todt era esencial en el negocio de Mr. Lars, Inc. En su oficina de París aguardaba un equipo similar, igualmente entrenado, porque a menudo sucedía que Lars Powderdry conseguía una más poderosa emanación en aquel sitio que en la frenética Nueva York.
    Además su amante, Maren Faine, vivía y trabajaba allí.
    Era una debilidad de los diseñadores de moda armamentística —o, según él prefería suponer, una fortaleza, respecto de sus contrapartes de la indumentaria— el que les gustaran las mujeres. Wade, su predecesor, también había sido heterosexual; de hecho, había muerto sobre sus ropas apiladas en el suelo, luego del Festival de Dresde. Mr. Wade había sufrido una fibrilación auricular en un momento vil: yaciendo en un lecho del condominio de muchachas de Viena, a las dos de la mañana, rato después de que cayera el telón de Las bodas de Fígaro; y mientras sonaba el alerta homeostático, Rita Grandi se quitaba la blusa, medias de seda, etc., para nada.
    Así, a los cuarenta y tres años de edad, Mr. Wade, el anterior diseñador de moda de armamentos del BlokOeste, había salido de escena, dejando vacante su esencial cargo. Pero hubo otro —Lars Powderdry, casualmente— listo para emerger y reemplazarlo.
    Tal vez eso hubiera preocupado a Mr. Wade. El trabajo mismo era muy riesgoso desde el punto de vista médico, sin que se supiera precisamente a qué grado y cómo. Lars pensó que nada debía ser tan descorazonador como enterarse no sólo de que uno no era indispensable, sino que podía ser rápidamente reemplazado. Era el tipo de paradoja que a nadie agradaba, excepto —por supuesto— al Comité gobernante del BlokOeste, la SegNac NU-O, que se las apañaba para tener siempre un reemplazo a punto.
    Y deben tener uno listo ahora mismo, pensó.
    Pero les caigo bien, se dijo. Ellos me convienen a mí, y yo les convengo a ellos: el sistema funciona.
    Sin embargo, las autoridades principales, responsables de miles de millones de bocabiertas, no asumen riesgos. No se les ocurre cruzar donde dice PROHIBIDO EL PASO, en lo que respecta a las vidas de los Cogs.
    No era que los bocabiertas pudieran alguna vez quitarlos de sus puestos, qué va. La destitución iría bajando de nivel en nivel, partiendo del general George McFarlane Nitz, el CoC de SegNac. Nitz removería a cualquier otro por debajo de él. Y aun en el caso de que la necesidad —o meramente la oportunidad— hiciera evidente el hecho de que Nitz debía dejar su puesto, ¡imaginen la satisfacción de desarmarse él mismo, quitándose por propia mano la unidad ID que lo hace oler bien para los centinelas autónomos que custodian Festung Washington!
    Para ser francos, si se consideran el aura policial del general Nitz, y las implicaciones de Carnicero Supremo de su…
    —Presión arterial, por favor, Mr. Lars…
    El doctor Todt, delgado y sombrío como un presbítero, avanzó con su maquinaria a remolque.
    Entonces, un hombre apareció por detrás del doctor Todt y la enfermera Elvira Funt. Lars Powderdry lo llamó al instante; las lecturas de su estado físico podían esperar. El hombre era joven, delgado, calvo y pálido como la paja seca, pero tenía un aspecto muy profesional en su traje verde rosáceo —sopa crema de arvejas— y llevaba una carpeta bajo el brazo: era el colega de la KACH. Lars tenía algo que tratar con él.
    —¿Podemos hablar en privado, Mr. Lars? —dijo el hombre de la KACH.
    Guiándolo a su oficina, Lars inquirió:
    —¿Tiene las fotos?
    El hombre cerró cuidadosamente la puerta tras de sí.
    —Sí, señor —abrió la carpeta, examinando una fotocopia escrita—. Esto es de los bosquejos de Topchev del miércoles… —encontró una zona libre del escritorio de Lars y comenzó a sacar estereofotos de la carpeta— …el código AA-335; también una toma borrosa de un prototipo, tomada del laboratorio de montaje de la academia Rostok, el… —consultó nuevamente la fotocopia— …código AA-330, del SeRKeb —y se hizo a un lado, para permitirle a Lars inspeccionarlas.
    Luego de tomar asiento, Lars encendió un Cuesta Rey Astoria, pero no miró las fotos. Sentía su cólera inflamarse, y el cigarro no lo ayudaría a calmarla. No le agradaba lo más mínimo husmear como un perro en las fotos espía de los productos de su equivalente del ProxEste, Lilo Topchev; sería mucho mejor para él que la misma SegNac hiciera el análisis. Le había dicho tal cosa a Nitz en varias ocasiones, incluso una de ellas frente al Comité en pleno: todos ellos medio sepultados en sus gloriformes trajes, capas de prestigo, mitras, botas brillantes, guantes… Incluso es probable que vistieran interiores de seda cruzados de ominosas consignas, escritas con los colores del BlokOeste.
    Allí, en tan solemne entorno, con la carga de Atlas en las espaldas de todos, aún de los Consumotipos —esos seis pobres reclutas, tontos involuntarios—, en sesión formal, Lars había humildemente preguntado si por el amor de Cristo podía el Comité encargarse del análisis del armamento enemigo.
    No, le habían respondido. Y sin debate alguno.
    —Porque… y escuche cuidadosamente, Mr. Lars: no hay tales armas del ProxEste. Los que le damos a usted son sus planes para fabricar armas. Nosotros las evaluaremos, por supuesto, cuando hayan pasado del estado de prototipo a la autofac —había entonado el general Nitz—. Pero en referencia a estas etapas iniciales… —y había mirado a Lars significativamente.
    Encendiendo un cigarrillo —fuera de moda, e ilegal—, el hombre blancuzco y calvo de la KACH murmuró:
    —Mr. Lars, tenemos algo más. Quizá no sea de su interés, pero desde que parece estar esperando por algo… —y sumergió su mano en la carpeta.
    —Estoy haciendo tiempo simplemente porque odio hacer esto —dijo Lars—, y no porque desee ver algo más, Dios no lo permita.
    —Hum —el hombre de la KACH extrajo una reluciente foto 20x25 y la apoyó sobre el escritorio.
    No era una estéreo. Había sido tomada desde gran distancia, incluso desde un satélite espía, probablemente; luego había sido muy procesada: Lilo Topchev.

    2

    —Oh, sí —dijo Lars, con gran cautela—. Yo os la solicité, ¿no es verdad?
    Extraoficialmente, por supuesto. Como un favor personal de la KACH para él, y absolutamente nada firmado. Tomando lo que los veteranos llamaban «un riesgo calculado».
    —No se puede extraer mucho de ahí —admitió el hombre.
    —¿Mucho? Nada, diría yo —frustrado, Lars miró al otro con cólera.
    El hombre de la KACH suspiró con profesional indiferencia.
    —Lo intentaremos nuevamente. Como usted sabe, Topchev no va a ningún lado, ni hace nada. No se lo permiten. Tal vez sólo sea una tapadera, pero ellos dicen que sus estados de trance sobrevienen involuntariamente, según un patrón seudo-epileptoide. Tal vez inducido por drogas. En realidad, hay algo que sospechamos… extraoficialmente, por supuesto: no desean que caiga en trance en medio de una de sus avenidas y muera aplastada por algún vehículo de superficie.
    —Lo que intenta decirme es que tratan de evitar que se fuge al BlokOeste.
    El hombre de la KACH hizo un gesto vago.
    —¿Estoy en lo correcto? —insistió Lars.
    —Me temo que no. La señorita Topchev recibe un salario equivalente al del Premier del SeRKeb, el comandante Paponovich. Vive en el penthouse de un edificio de maravillosa vista, con mucama y mayordomo, y dispone para sus traslados de un hover Mercedes-Benz. Mientras siga cooperando…
    —A partir de esta foto —dijo Lars— ni siquiera puedo saber qué edad tiene. Y mucho menos cómo se ve.
    —Lilo Topchev tiene veintitrés años de edad.
    La puerta de la oficina se abrió, y Henry Morris, un hombrecillo bajo y desaliñado, con cara de estar a punto de perder el puesto —y sin embargo, esencial dentro de su empresa—, entró dentro del marco de referencia visual.
    —¿Algo para mí?
    —Ven aquí —dijo Lars, indicándole la foto de Lilo Topchev sobre el escritorio.
    Velozmente, el hombre de la KACH la tomó y la devolvió a la carpeta, diciéndole por lo bajo:
    —Clasificado, Mr. Lars. 20-20. Sólo para sus ojos.
    —El señor Morris es mis ojos —dijo Lars; éste era, evidentemente, uno de los funcionarios más peliagudos de la KACH—. ¿Su nombre, por favor? —le preguntó, tomando una pluma y anotador.
    Luego de una pequeña pero tensa pausa, el hombre se relajó.
    —Haga lo que le parezca con la fotografía, Mr. Lars —la devolvió al escritorio, sin la menor expresión en su pálida y experta faz.
    Henry Morris se acercó estirando la cabeza para verla, entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño, sus carnosas mandíbulas moviéndose como si masticara, como intentando digerir algo de sustancia de la borrosa toma.
    El videocom del escritorio de Lars cliqueó, y se mostró su secretaria, miss Grabhorn.
    —Llamada desde la oficina de París. La señorita Faine, creo —un levísimo tono de desaprobación en su voz; una ínfima frialdad.
    —Excúseme —dijo al hombre de la KACH, pero se lo pensó mejor—: Déme su nombre, de todas formas. Sólo para mis archivos, en el hipotético caso de que deba comunicarme con usted.
    Como si revelara una falta, el hombre declaró, de mala gana:
    —Me llamo Don Packard, Mr. Lars —apretó sus manos una contra la otra, en gesto de inconformidad. La pregunta siempre lo hacía sentir extrañamente intranquilo.
    Luego de anotarlo en un bloc, Lars tecleó en el videocom y la cara de su dama se encendió en la pantalla, iluminada desde dentro como si se tratase de una bella calabaza de Halloween con cabellos negros.
    —Lars…
    —¡Maren!
    A pesar de lo inconveniente de la llamada, el tono de Lars era de cariño, no de enojo. Maren Faine siempre despertó su instinto protector, y aún lo perturbaba en la exacta forma en que lo haría una hija bienamada. De todas formas, ella nunca supo quedarse en su sitio.
    —¿Estás ocupado?
    —Sí.
    —¿Volarás a París esta tarde? Podríamos cenar juntos y luego… Oh, cielos, está ese maravilloso conjunto de blue jazz…
    —El jaspe no es azul —dijo Lars—. Es verde claro… —le echó una mirada a Morris—. ¿No es el jaspe de un color verde pálido?
    Henry asintió.
    Ella lo miró con ira.
    —Me has prometido…
    —Te llamaré luego, querida —dijo Lars, y apagó el videocom—. Veré los bosquejos de armas ahora —dijo al hombre de la KACH.
    Sin embargo, el flaco doctor Todt y la enfermera Elvira Funt ingresaron a la oficina sin anunciarse. Lars lo pensó un poco, pero extendió el brazo para su primera lectura de presión sanguínea del día, mientras Don Packard acomodaba las estereofotos y comenzaba a señalarle los detalles que parecieron significativos a los analistas de segunda categoría pagados por la agencia policial privada.
    De tal manera comenzaron ese día las tareas en Mr. Lars, Inc.; de una forma —pensó Lars— no muy alentadora. Estaba disgustado por lo inútil de la imagen tomada a Lilo Topchev; tal vez eso había acrecentado su pesimismo. ¿O quizá habría más problemas por venir?
    Tenía cita a las 10 a.m. —hora de Nueva York— con el Rep del general Nitz, un coronel de nombre… Dios, ¿cuál era su nombre? Bien, no importaba; a esa hora ya habría recibido la respuesta del Comité respecto a los prototipos construidos por Lanferman & Asociados de San Francisco, en base a los bosquejos anteriores de Mr. Lars, Inc.
    —Haskins —dijo de pronto Lars.
    —¿Perdón? —interrogó el hombre de la KACH.
    —El coronel Haskins… —se dirigió a Henry Morris—. ¿Sabías que Nitz últimamente ha evitado todo contacto conmigo? ¿Has notado ese pequeño hecho? —dijo, meditabundo.
    —Yo me doy cuenta de todo, Lars —dijo Morris—. Sí, está incluso grabado en mi archivo de preagonía.
    Oh, el archivo de preagonía. El estuche blindado a prueba de todo —incendios, terremotos, bombas termonucleares, incluso palazos de cricket— y preparado para detonar a la muerte de Morris, quien tenía adosado en su persona un mecanismo disparador, sensible a los latidos de su corazón. Lars mismo no tenía idea de dónde se guardaba tal archivo; quizá en el hueco de una lechuza de cerámica, aradizada a partir del sistema de guía del armamento 207, puesta en una repisa del baño de invitados de la casa de la novia de Morris… Y ese archivo contenía, entre otras muchas cosas, los originales de todos los bosquejos de armas que alguna vez emanaron de Mr. Lars, Inc.
    —¿Qué podrá significar?
    —Significa —dijo Morris, proyectando y meneando su mandíbula inferior, como si intentara que se le saliera— que el general Nitz te desprecia.
    Desconcertado, Lars preguntó:
    —¿Acaso es por aquel bosquejo? El doscientos… y algo, ese virus termotrópico equipado para sobrevivir en el espacio exterior por un período mayor de…
    —Oh, no —Morris sacudió vigorosamente la cabeza—. Es porque te engañas a ti mismo, y lo engañas a él. Simplemente ha decidido no engañarse más, en contraste contigo.
    —¿Cómo dices?
    —No quiero hablar en presencia de toda esta gente —dijo Morris.
    —¡Hablarás ahora mismo! —exigió Lars, aunque se sentía enfermo de pronto.
    En realidad… temo al Comité, se dijo. ¿Acaso son mis clientes? No. Mis jefes, eso es lo que son realmente. La SegNac NU-O me halló, cuidó y desarrolló por años mi talento, en vista de poder reemplazar a Mr. Wade. Yo estaba ahí, ya listo y esperando ansiosamente cuando Wade Sokolarian murió. Y tengo ahora la seguridad de que hay alguien preparado para sucederme apenas algo vaya mal conmigo, apenas caiga víctima de algún paro cardíaco o debido a la malfunción o pérdida de algún órgano vital… Esperando, incluso, por la posibilidad de que me vuelva un poco difícil… Y pensó, con un estremecimiento, que se estaba volviendo difícil ahora mismo.
    —Packard, eres un agente independiente. Operas en todo el mundo. Teóricamente, cualquiera puede emplearte, ¿verdad? —dijo al hombre de la KACH.
    —Teóricamente sí —respondió éste—. Pero usted se refiere a la misma KACH, no a mí personalmente. Yo estoy bajo contrato.
    —Creía que deseaba usted conocer el motivo de que el general lo desprecie —dijo Henry Morris.
    —No. Guárdatelo.
    Debería contratar a alguien de la KACH, pensó: un verdadero Pro, para escudriñar a la SegNac NU-O —a la organización completa si fuera necesario— y descubrir lo que realmente opinan de mí. Especialmente, se dijo, la eventualidad para la cual ha sido preparado el próximo médium en armas; ése es el punto crucial del que tengo que saberlo todo.
    Me pregunto qué cosa harían, si alguna vez supieran cuan a menudo me he planteado que podría irme a trabajar al ProxEste. Me pregunto si ellos, para garantizar su propia seguridad, para apuntalar su posición de autoridad absoluta, intentarían reemplazarme entonces de mala manera…
    Intentó imaginarse el aspecto, tamaño y color de su futuro sucesor, aquel que caminaría por las huellas que él dejara. Si sería un niño o un joven, una anciana o un obeso hombre de mediana edad… Los siquiatras del BlokOeste, uncidos al Estado como servidores, sin duda podrían descubrir otras personas con el talento psiónico de contactar al Otro Mundo, el universo hiperdimensional en el cual entraba él durante sus trances. Wade había tenido ese talento; Lilo Topchev lo tenía. Lars mismo tenía mucho talento para eso. Indudablemente, tal cosa debía existir por todas partes. Y mientras más permaneciera él en funciones, más lo acosaría el Comité.
    —Quisiera comentarle un detalle, al menos —dijo Morris, respetuosamente.
    —De acuerdo —y esperó, sobreponiéndose a sus deseos.
    —El general Nitz supo que algo andaba mal cuando usted rechazó ese grado honorario de coronel en las Fuerzas Armadas de la NU-O.
    Clavando la vista en él, Lars gimió:
    —Pero… ¡eso no era más que una farsa! Sólo un pedazo de papel…
    —No —dijo Morris—. Y usted lo sabía, y ahora mismo lo sabe. En forma inconsciente quizá, a nivel intuitivo al menos. Firmar la aceptación lo hubiera dejado legalmente sujeto a la jurisdicción militar.
    —Es cierto —dijo el hombre de la KACH, a nadie en particular—. Han movilizado virtualmente a todos los que han recibido esas designaciones honorarias. Los visten de uniforme, por así decirlo —su rostro se había vuelto profesionalmente impávido.
    —¡Dios!
    Lars se sintió acobardado. Había sido meramente un capricho el declinar el nombramiento. Dio una respuesta poco seria a lo que consideró un documento poco serio. Y ahora, bajo una análisis más atento…
    —¿Estoy en lo correcto? —preguntó Morris, escrutándolo.
    —Sí —dijo Lars, luego de una pausa—. Lo sé. Bien, al diablo con ello.
    Volvió su atención a los bosquejos de armas recolectados por la KACH. En todo caso, sus diferencias con la SegNac NU-O eran más profundas que eso; iban más allá y penetraban más hondo que cualquier absurda treta de asignaciones honorarias, las que en cualquier caso no eran más que un sometimiento al mando militar. Lo que tenía que objetarles yacía en un área en la cual no existían los documentos escritos. Un área, de hecho, en la que él prefería no pensar.
    Mientras examinaba los bosquejos alumbrados por Lilo Topchev, se halló enfrentado al más repugnante aspecto de su trabajo: la forma de vida de todos ellos, incluido el Comité. Aquí estaba, y no por accidente: estaba impregnada en cada diseño. Los hojeó y luego los volvió a dejar sobre el escritorio, encarándose con el hombre de la KACH.
    —¡Armas, dice usted! Tenga, guárdelas en su carpeta —no había ningún arma allí.
    —En lo referente a los Consumotipos… —comenzó Henry Morris.
    —¿Qué es un Consumotipo? —le dijo Lars.
    Morris, tomado por sorpresa, repuso:
    —¿Qué es un Consumotipo? Usted lo sabe. Se sienta con ellos dos veces al mes… —gesticuló, irritado—. Usted sabe más acerca de los seis Consumotipos del Comité que cualquier otra persona en el BlokOeste. Enfréntelo: todo lo que usted hace es para ellos.
    —Lo enfrento —dijo Lars, tranquilamente; cruzó los brazos y se reclinó en su silla—. Pero supón que cuando aquel entrevistador autónomo me preguntó si estaba recibiendo algo espectacular, yo le hubiera dicho la verdad.
    Se hizo un silencio, y luego el hombre de la KACH se agitó.
    —Es por eso que lo quieren a usted de uniforme. No enfrentaría más cámaras de TV, y así no tendría la menor oportunidad de cometer errores…
    Se había dejado los estéreos olvidados en el escritorio de Lars.
    —Tal vez algo ya ande mal… —dijo Morris, aún estudiándolo.
    —No —respondió Lars—. Si así fuera, tú lo sabrías.
    Si tal cosa fuera cierta, pensó, donde se encontraba hoy Mr. Lars, Inc. habría un agujero neto y preciso; y sin el menor disturbio, sería anexionado a las superestructuras que lo rodeaban. Y llevado a cabo en escasamente seis segundos.
    —Creo que usted ha perdido el juicio —decidió Morris—. Se sienta aquí en su escritorio día tras día, revisando los bosquejos de Lilo Topchev, volviéndose insano poco a poco. Cada vez que cae en un trance, pierde otro tornillo… —su tono se volvió áspero—. Esto es demasiado duro para usted. Y el remate llegará el día en que un entrevistador de la TV lo pille y le pregunte: «Qué se está cocinando, Mr. Lars?», y usted le diga algo que no debía decir.
    El doctor Todt, la enfermera Elvira Funt, el hombre de la KACH, todos lo miraban consternados, pero nadie dijo nada. Tras su escritorio, Lars clavó fríamente su mirada en el original de Utrillo ubicado en la pared más lejana de su despacho, un presente de Maren en la Navidad de 2003.
    —Hablemos de alguna otra cosa —dijo—, que no le duela a nadie —cabeceó hacia el doctor Todt, que se veía más delgado y sacerdotal que nunca—. Creo que estoy sicológicamente preparado ahora, doc. Podemos provocar el autismo, si ha traído sus artilugios y sólo usted sabe qué más.
    Autismo: una referencia noble, dignificada del trance.
    —Primero le tomaré un EEG —dijo el médico—. Sólo por seguridad.
    Hizo rodar el electroencefalógrafo portátil, acercándolo, y comenzó con los preliminares del trance diario, en el cual él perdería el contacto con el universo real y compartido, el koinos kosmos, y se enfrascaría en el otro, el reino místico, aparentemente un idios kosmos, un mundo netamente privado. Pero un mundo privado donde un aisthesis koine, un «algo común», moraba.
    Vaya una manera —pensó Lars— de ganarse la vida.

    3

    «¡Felicitaciones!», decía la carta, entregada por InstaCor. «Ha sido seleccionado entre miles de millones de amigos y vecinos. ¡Usted es ahora un Consumotipo!».
    No puede ser, se dijo Surley G. Febbs mientras releía la carta. Era un documento magro, de mínimo texto, con su nombre y número impresos en él. No se veía más serio que un aviso del consorcio del edificio preguntándole por su opinión favorable ante un aumento en las expensas. Pero estaba en su mano, como evidencia formal de que lo admitirían —increíblemente— en Festung Washington DC y su Kremlin subterráneo, el punto mejor custodiado del BlokOeste.
    Y no como turista.
    ¡Me han hallado típico!, se dijo a sí mismo. Sólo de pensarlo, se sintió típico. Se sintió inflamado y poderoso, y levemente ebrio, y tuvo problemas para mantenerse en pie. Sus piernas cedían, y caminó inseguro cruzando el pequeño salón de estar para sentarse en su sillón de piel —imitación— de fnul ioniano.
    Pero sé realmente porqué me han elegido, se dijo en voz baja. Es porque lo sé todo acerca de las armas. Una autoridad; eso es lo que soy, debido a todo el tiempo que me he pasado mirando educintas en la biblioteca pública de Boise, Idaho. Seis o siete horas por noche, desde que me han rebajado el horario laboral de veinte a diecinueve horas semanales, como a todos.
    Y no sólo era una autoridad en armamento. Podía recordar con absoluta precisión cualquier cosa que hubiera aprendido; por ejemplo, la fabricación de vidrio rojo en Francia durante los inicios del siglo XIII. Recuerdo incluso la zona exacta del imperio Bizantino de donde provenían los mosaicos del período Romano que los franceses fundían para lograr esos vidrios, se dijo con orgullo.
    Era hora de que alguien con conocimientos universales —como él mismo— entrara a formar parte del Comité SegNac de la NU-O, en lugar de los retrasados habituales, la multitud de bocabiertas que sólo leían los titulares de los perioflashes y naturalmente los deportes y las tiras animadas y por supuesto esa basura de sexo y todas esas porquerías que emponzoñan las mentes huecas, porquerías producidas en masa deliberadamente por las grandes corporaciones que realmente manejan el mundo, si se conoce la trama íntima de las cosas…, como por ejemplo, I. G. Farben. Y ni que mencionar los trusts de los sistemas de guía electrónicos y motores de cohete que luego evolucionaron, como A. G. Beimler de Bremen, quien realmente posee a General Dynamics, IBM y la G.E., si había que profundizar en ello. Como él había hecho.
    Espera a que tome asiento en el Comité, se dijo, frente al supremo comandante en Jefe de la NU-O, el general George Nitz.
    Apostaría, se dijo, a que puedo decirle más cosas respecto a, por ejemplo, el oscilador de onda senoidal convertidor de fase homeostático Metro-Gretel que la Boeing usa en su cohete interplan de máxima velocidad LL-40, que sus así llamados «expertos» en Festung Washington DC.
    Lo que digo, es que no sólo seré un simple reemplazo del Consumotipo cuyo tiempo en el Comité expiró, y por lo cual he recibido la citación. Si esos cabezas de sebo me escucharan, podría reemplazar a departamentos enteros…
    Esto era ciertamente mejor que mandar cartas al Times-Star de Boise, y al senador Edgewell —ni siquiera le habían respondido con una proforma; están, evidentemente, tan «ocupados»—… superaba incluso a los días maravillosos, hacía siete años, cuando al recibir la herencia de unos pocos bonos del Gobierno NU-O pudo publicar su propia hoja de noticias, enviarla por InstaCor a una serie de personas al azar —valiéndose de la guía videofónica— y, por supuesto, a cada agente oficial del gobierno en Washington. Eso había alterado la historia… o debería haberlo hecho, si no fueran tantos los cabezas de sebo, comisionados y burócratas en el poder.
    Por ejemplo, en el área de limpieza, hubieran evitado la importación de moléculas proteínicas causantes de enfermedades, que regularmente llegaban a la Tierra procedentes de los planetas coloniales, y que explicaban la gripe que él, Febbs, había contraído en el ’99 y de la cual nunca se había recobrado del todo, según le había dicho al agente del seguro de Salud de su empresa, la Cooperativa Financiera de Ahorro & Préstamo Nueva Era de Boise, donde Febbs examinaba las peticiones de empréstitos para detectar potenciales estafas.
    Nadie lo superaba como detector de estafas. Podía echar un vistazo a un solicitante, y definir en un microsegundo la real composición de su psicoestructura ética, especialmente si era negro.
    Eso era algo que todo el mundo en la CFA&PNEB sabía, incluyendo a Mr. Rumford, el gerente de la filial. Sin embargo, esclavo de sus ambiciones egocéntricas y afán de lucro, Rumford había saboteado deliberadamente las repetidas demandas formales de Febbs por los últimos doce años, respecto a un muy moderado aumento de sueldo.
    Pero ahora… ese problema era cosa del pasado. Actuando como Consumotipo, recibiría un pingüe salario. Rememoró, sintiéndose momentáneamente abochornado, que muy a menudo había escrito al senador Edgewell protestando —entre otras cosas— por lo abultado de las retribuciones que recibían los seis ciudadanos establecidos como Consumotipos en el Comité.
    Ahora al videofono, se decidió, y llamar a Rumford, en su elevado depto del condom. Estaría probablemente frente a su desayuno, y le haría tragar la noticia.
    Febbs marcó y a poco se encontró cara a cara con Mr. Rumford, quien aún vestía su bata de seda hecha en Hong Kong.
    Tomando aire, Surley G. Febbs profirió.
    —Mr. Rumford, sólo quería decirle… —se frenó, intimidado. Los viejos hábitos mueren lentamente—. Bien… He recibido carta de la SegNac NU-O de Washington —dijo, con voz rala e inestable—. Por ello, eh…, puede ust-ted b-buscarse a otra p-persona para que le haga el trabajo sucio. Y sólo en caso de que le interese… hace seis meses permití que una verdadera manzana podrida tomara un préstamo de diez mil, ¡y ese tipo nunca le pagará una cuota!
    Colgó violentamente el receptor, trasudado, pero aliviado por la saludable alegría que ahora se alojaba en su interior.
    Y no te diré quién es la manzana podrida, se dijo para sí. Puedes peinar la masa de registros por tu propia cuenta, o pagarle a mi reemplazo para que lo haga. Ahora es asunto tuyo, Mr. Rumford.
    En la minúscula cocina de su depto descongeló un empaque de albaricoques hervidos, su acostumbrado desayuno. Sentado a la mesa —que abatió de la pared, como tabla de planchar—, comió mientras meditaba.
    Espera a que la Organización se entere de esto, se dijo.
    Se refería a los Guerreros Supremos del Linaje Caucásico de Idaho y Oregon, Seccional XV. Especialmente el Centurión Romano Skeeter W. Johnstone, quien recientemente, por medio de un edicto disciplinario AA-35, había degradado a Febbs del rango de Legionario Clase Uno a Ilota Clase Cincuenta.
    Me escucharán en el Cuartel Pretoriano de la Organización en Cheyenne, se dijo. ¡El mismo Klaus, Emperador del Sol! Él querrá nombrarme Centurión… Y, probablemente, pateará a Johnstone en el trasero.
    Había muchos otros que recibirían ahora lo que se merecían. Por ejemplo, ese bibliotecaria flacucha… que le había negado el acceso a los ocho gabinetes sellados de microcintas; aquellos que contenían todas las novelas pornográficas del siglo XX. Esto le costará el empleo, se dijo a sí mismo, imaginando la expresión del seco rostro de verruga mientras recibía la novedad del General Nitz en persona.
    Mientras comía sus albaricoques, se figuró en su mente los grandes bancos de computadoras en Festung Washington DC. Habrían examinado millón tras millón de archivos personales y todos los datos incluidos en ellos, para determinar quién era realmente típico en sus hábitos de compra y quién sólo lo aparentaba… como los Stratton, del depto frente al suyo, que siempre intentaban mostrarse como típicos pero en el menor sentido ontológico lo lograban.
    Eso significa, se dijo alegremente Febbs, que soy el Hombre Universal Aristotélico, ¡el mismo que la sociedad ha intentado procrear durante los últimos cinco mil años! Y la Univox-50R en Festung Washington finalmente me ha reconocido…
    Cuando un componente de armamento sea finalmente presentado ante mí en forma oficial, pensó con ceñuda convicción, sabré cómo aradizarlo, sí señor. Mostraré una docena de maneras de hacerlo, y todas buenas, basándome en mis conocimientos y experiencia.
    Lo que es curioso es que necesiten a los otros cinco Consumotipos. Tal vez luego se den cuenta… Tal vez, en lugar de concederme sólo una sexta parte del pastel me lo den completo. Podrían hacerlo.
    Debería ser algo así como esto:
    General Nitz (sorprendido): —¡Buen Dios, Febbs! Has dado en el clavo. Esta primera etapa del bobinado de inducción de campo para restringir el movimiento browniano, de tipo portable, puede ser fácilmente aradizada como una muy económica fuente para enfriar cerveza por más de siete horas en los campamentos. ¡Fantástico!
    Febbs: —Sin embargo, pienso que aún está usted olvidando el punto básico, general. Si mira más atentamente en mi sumario acerca de…
    El videófono sonó entonces, interrumpiendo sus ensoñaciones; se levantó de la mesa del desayuno, apurado por atenderlo.
    En la pantalla apareció una mujer burócrata de mediana edad.
    —¿Señor Surley G. Febbs, del edificio de deptos 300685?
    —Sí —dijo con nerviosismo.
    —Usted ha recibido notificación de su conscripción como Consumotipo para el Comité SegNac NU-O, desde el próximo jueves.
    —¡Sí!
    —Lo estoy llamando, señor Febbs, para recordarle que bajo ninguna circunstancia deberá comunicar, revelar, exponer, anunciar o de cualquier otro modo informar a ninguna persona, organización, medio informativo, extensión autónoma o cualquier cosa capaz de recibir, grabar y/o transmitir, comunicar y/o televisar datos de cualesquiera forma posible, que usted ha sido legalmente nombrado en el cargo de Consumotipo A por el Comité SegNac NU-O, como se menciona en el párrafo III del aviso oficial, el cual se le requiere, bajo pena legal, que cumpla y observe.
    Surley Febbs, dentro de sí, se sintió morir. Había obviado el texto bajo la comunicación… ¡Por supuesto que la identidad de los seis Consumotipos del Comité era cosa de estricto secreto! Y él le había contado a Mr. Rumford…
    ¿Lo había hecho? Con estricta franqueza, intentó rememorar sus exactas palabras. ¿No había dicho exclusivamente que había recibido alguna notificación? Oh, Dios… Si ellos llegaran a enterarse…
    —Gracias, señor Febbs —dijo la funcionaria, y desconectó.
    Febbs permaneció en silencio, intentando volver a unir sus partes.
    Deberé llamar nuevamente a Mr. Rumford, se dijo. Asegurarme que él crea que me alejo por razones de salud. Algún pretexto. Que he perdido mi depto, o he de dejar la zona… ¡cualquier cosa!
    Se sorprendió temblando como una hoja.
    Una nueva escena floreció inquietante en su mente:
    General Nitz (con tono de velada amenaza): —Abrió la boca usted, Febbs.
    Febbs: —Aquí se me necesita, general. ¡Verdaderamente! Yo puedo aradizar las partes de armamento mejor que cualquier otro que haya reclutado antes… La Univox-50R sabe de lo que habla… ¡En el nombre de Dios, señor! Déme la oportunidad de probar mi superior valía…
    General Nitz (conmovido): —Bien, de acuerdo, Febbs. Puedo ver que usted no es como el resto. Podemos permitirnos tratarle en forma distinta, porque el hecho es que en mis largos años de tratar con personas de todo tipo, jamás hube visto alguien tan insustituíble como usted. Y sería una verdadera pérdida para el mundo libre si no siguiera ofreciéndonos su talento, conocimientos y experiencia…
    Volviendo a sentarse a la mesa, Febbs acabó mecánicamente la comida.
    General Nitz: —Realmente, Febbs, debería ir tan lejos como para decirle…
    Oh, al diablo con ello, pensó Febbs, sintiendo una abrumadora y creciente tristeza.

    4

    El ingeniero jefe de Lanferman & Asociados de San Francisco y Los Angeles —la firma que producía las maquetas y prototipos a partir de los bosquejos de Lars Powderdry— se presentó hacia el mediodía en las oficinas de Nueva York de Mr. Lars, Inc.
    Pete Freid, sintiéndose en su salsa luego de acumular años de experiencia, deambuló con los hombros encorvados y algo inclinado, pero aún así resultaba alto para la oficina. Cuando llegó, Lars bebía una solución de miel y aminoácidos sintéticos en una base de alcohol al veinte por ciento: un antídoto contra el agotamiento de constituyentes corporales por el trance que había tenido lugar esa mañana.
    —Lo que estás bebiendo es una de las mayores causales de cáncer. Mejor déjalo —dijo Pete.
    —No puedo dejar esto —su cuerpo necesitaba los reconstituyentes, y de todas formas Pete bromeaba—. Lo que sí debería dejar… —comenzó, pero luego quedó en silencio.
    Ese día ya había hablado demasiado, y frente al hombre de la KACH. Si acaso el agente era tan bueno como parecía, habría grabado y archivado convenientemente cada palabra.
    Pete vagó por la oficina, eternamente encogido debido a su excesiva altura y también —como insistía en mencionar— a sus problemas de espalda. Había cierta ambigüedad respecto a esos problemas, recordó Lars. A veces era una desviación. Otras, de acuerdo a los vagos monólogos de Pete, un disco gastado. La distinción entre esas dos eternas, casi «jobianas» afecciones, caía en terreno nebuloso. Los días miércoles —hoy, por ejemplo—, se debía a una vieja herida de guerra. Se referiría a ello en pocos momentos, si Lars se lo permitía.
    —Seguro —le respondió Pete a Lars, con las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones de trabajo.
    Había volado cuatro mil quinientos kilómetros desde la costa Oeste en un jet de línea usando esas ropas manchadas de grasa, aunque, como graciosa concesión a la sociedad humana, llevaba una retorcida corbata. Hoy era negra, pero normalmente usaba otras de llamativos colores. La tira colgaba como una correa de ganado del desabrochado cuello de su sudorosa camisa, como si, habiéndose desempeñado antes como esclavo, Pete hubiera sido guiado periódicamente al matadero por medio de ella. Ciertamente, no había sido guiado a las pasturas.
    Pero a pesar de su aspecto de vagabundez y flojera, había nacido para el trabajo. Todo lo demás en su vida —mujer y tres niños, amistades, pasatiempos— pasaba a segundo plano cuando la faena lo requería. Y para él, eso tenía lugar apenas abría un ojo a las seis o seis y media de la mañana. En contraste a lo que Lars consideraba normal y humano, Pete era un madrugador compulsivo. Eso llegaba a ser un defecto. Y sucedía aun a pesar de alguna escapada la noche anterior, hacia un bar de medianoche —cerveza y pizza—, con o sin Molly, su esposa.
    —¿Qué quieres decir con «seguro»? —preguntó Lars, sorbiendo su bebida.
    Se sentía fatigado. El trance de esa mañana le había crispado los nervios más allá de lo que podía recuperar con el elixir químico.
    —De acuerdo. Intentaste decir: «Debería dejar mi empleo». Conozco muy bien lo que sigue. Francamente, lo he oído tantas veces que podría… —Pete se interrumpió con la voz agitada, ronca, urgida—. Con un demonio, tú sabes lo que quiero decir. ¡Mierda, tú nunca escuchas! Todo lo que haces es irte al cielo y volver de allí con la Palabra de Dios, y se supone que nosotros debemos creer a pie juntillas cualquier estupidez que a ti se te ocurra dibujar, como… —hizo un gesto, casi una contracción nerviosa, con su gran cuerpo sudando dentro de la camisa de algodón azul—. Oh, Lars… Imagina el servicio que podrías hacer a la humanidad, si no fueras tan perezoso…
    —¿De qué servicio hablas?
    —¡Podrías resolver todos nuestros problemas! —lo miró, encolerizado—. Si tuvieran diseños de armamentos allí arriba… —apuntó vagamente al cielorraso con el pulgar, como si durante sus trances Lars literalmente levitara—. Mira, la ciencia debiera investigarte a ti. Por amor de Dios, debieras ir a CalTech para que te examinaran, en lugar de correr esta farsa.
    —¡Farsa! ¡Has dicho farsa!
    —De acuerdo, tal vez tú no seas un farsante. ¿Y eso qué? Mi cuñado es marica, y a mí no me importa. Un hombre puede ser lo que le parezca —la voz de Pete se elevó hasta ser un grito que resonaba y rebotaba en las paredes— mientras mantenga su integridad, mientras haga lo que realmente quiere hacer, ¡y no lo que le dicen que haga! —su tono se volvió desdeñoso ahora—. Pero tú… Tú haces lo que te dicen. Ellos dicen: «Ve allí, Lars, tráenos unos cuantos conceptos primarios de diseño en dos dimensiones», ¡y tú vas, y lo haces!
    Callándose al fin, refunfuñando, se secó el transpirado labio superior. Luego, sentándose sobre el escritorio de Lars, estiró los largos brazos hacia el montón de papeles.
    —Éstos no son míos —dijo Lars, reteniendo las estereofotos.
    —¿No? ¿De quién son, entonces? Se ven como bosquejos a mis ojos… —Pete retorció la cabeza y estiró el cuello como un pistón para curiosear.
    —Del ProxEste —dijo Lars—. Lilo Topchev.
    La contraparte de Pete era doble: los soviéticos tenían dos firmas dedicadas a interpretar los bosquejos de la médium, una en Bulganingrado y otra en Nuevo Moscú: la típica duplicación superpuesta de una sociedad monolítica.
    —¿Puedo verlos?
    Lars se los entregó. Pete sumergió su nariz en ellos, como si de repente fuera corto de vista. Se mantuvo en silencio por un rato, pasando de uno al otro, y luego gruñó, se enderezó en su silla y arrojó violentamente las estereofotos sobre el escritorio. O eso intentó: terminaron en el suelo.
    Se agachó para levantarlas y respetuosamente las acomodó una al lado de otra, para demostrar que no era su intención faltarles el respeto; luego volvió a sentarse sobre el escritorio.
    —Son horribles —dijo.
    —Pamplinas —respondió Lars.
    No eran más horribles que su propio trabajo, realmente. Pete movió despreciativamente sus mandíbulas, debido a su lealtad hacia él como persona; su amistad hizo que agitara la lengua, y a pesar de que Lars apreció eso, hubiera preferido una opinión más imparcial.
    —Pueden aradizarse perfectamente —prosiguió—. Ella está haciendo bien su trabajo.
    Aunque, por supuesto, esos protos podían no ser representativos. Los soviéticos tenían la notoria reputación de conseguir engañar a la KACH muy a menudo. Parecía que la agencia policial planetaria era un juego de niños para el servicio secreto soviético, la KVB. No cabía duda de que Don Packard había conseguido de forma apropiada las estereofotos, pero lo cierto es que los soviéticos, inevitablemente al tanto de que un miembro de la KACH se hallaría como espía dentro de su estrato de diseño de modas de armamento, le mostraban sólo lo que deseaban mostrar, guardándose el resto. Eso era necesario asumirlo.
    O, al menos, él lo asumía. Respecto a lo que haría la SegNac NU-O con el material obtenido de la KACH, no tenía la menor idea. La política del Comité variaba de la total credulidad —aunque tal cosa era bastante improbable— hasta el más rematado cinismo. Él mismo procuraba mantenerse en un moderado punto intermedio.
    —Y ésa de la foto borrosa, ha de ser ella, ¿verdad?
    —Sí —Lars la levantó de la mesa, mostrándosela.
    Pete volvió a restregarla contra sus narices.
    —No se puede sacar nada en claro —decidió finalmente—. ¡Y esto es lo que hace la KACH por todo ese dinero! Yo podría hacer lo mismo sólo entrando a la División de Investigaciones del Instituto de Implementación de Defensa de Bulganingrado con una cámara Polaroid…
    —No existe tal lugar —aclaró Lars.
    Pete lo miró.
    —¿Quieres decir que suprimieron el departamento? Pero ella sigue en su puesto…
    —Ahora está bajo otra persona, olvídate de Victor Kamow. Él desapareció; una enfermedad pulmonar, según dicen. Ahora la división se llama… —buscó el memo que le había pasado el hombre de la KACH. En el ProxEste tal cosa pasaba todo el tiempo; no le concedió la menor importancia—. Prototipos Menores, subdivisión Recortes, Archivo. En Bulganingrado. Una rama del Ministerio de Normas de Seguridad para las Herramientas Autónomas Medianas, que es la cobertura para sus agencias de investigación de todo tipo de armamento no bacteriológico. Tú sabes de eso.
    Ambos asintieron mientras inspeccionaban la borrosa imagen de Lilo Topchev, como si de tanto observarla fuera a mejorar en definición.
    —¿Qué es lo que te tiene tan obsesionado? —preguntó Pete.
    Lars suspiró.
    —Nada. Quizá una divina decepción, tal vez.
    Buscó la evasiva, pero el ingeniero de Lanferman & Asociados era un observador demasiado agudo, demasiado capaz.
    —No, a lo que me refiero es… Pero, primero, déjame ver algo…
    Pete pasó sus expertos, largos, sensibles y manchados dedos por debajo del escritorio de Lars, buscando algún artefacto de monitoreo. Al no encontrar nada, prosiguió:
    —Estás asustado. ¿Aún tomas píldoras?
    —No.
    —Estás mintiendo.
    —Sí, estoy mintiendo —reconoció Lars.
    —¿Duermes mal?
    —Más o menos.
    —Si ese culo de caballo de Nitz te ha cogido la cabra…
    —No es por Nitz. Para decirlo en tu pintoresco lenguaje, la cabra pertenece al caballo. Nitz aún no tiene mi culo. ¿Estás satisfecho?
    —Pueden generar reemplazos por cincuenta años, y no conseguirán nada similar a ti. Yo conocí bien a Wade. Era un buen muchacho, pero no estaba a tu nivel. Nadie lo está. Y mucho menos esa mocosa de Bulganingrado.
    —Es muy amable de tu parte… —comenzó Lars, pero Pete lo interrumpió con un gesto violento.
    —Amable… ¡un cuerno! De todas maneras, no es eso lo que te molesta.
    —No —convino Lars—. No es eso, y por favor, no insultes a Lilo Topchev.
    Palpando en el bolsillo de su camisa, Pete sacó un cigarro barato. Lo encendió, expulsando nocivas bocanadas hasta que la oficina quedó borrosa y maloliente. Como es lógico, sin importarle un rábano resoplaba el humo al hacerlo entrar y salir, lanzando un sibilante sonido que para él era silencioso.
    Pete tenía el siguiente defecto, que podría ser considerado una virtud: creía que si uno le consagra suficiente tiempo y esfuerzo, todo lo misterioso llega a elucidarse. Aún la psique humana. Una máquina no era más o menos complicada, en su opinión, que los organismos biológicos desarrollados por dos millones de años de evolución.
    Era un modo pueril y optimista de ver las cosas, pensó Lars, tal como el positivismo del siglo XVIII; Pete Freid, por su genio ingenieril y sus capacidades manuales, era un anacronismo. Incluso tenía el aspecto de un brillante científico loco.
    —Yo tengo a mis niños —decía ahora, mascando su cigarro, haciendo que se viera peor una cosa ya de por sí desagradable—. Tú necesitas una familia.
    —Oh, seguro —dijo Lars con sorna.
    —No…, te lo digo de veras.
    —Por supuesto que lo dices en serio, pero eso no te hace tener razón. Conozco perfectamente qué es lo que me incomoda. Mira.
    Lars tocó las cintas lectoras de código del cajón blindado de su escritorio. Respondiendo a sus huellas digitales el cajón se abrió, al estilo de una caja registradora. De él extrajo sus propios bosquejos nuevos, aquello por lo que Pete había viajado cuatro mil quinientos kilómetros. Se los pasó, bajo el perverso sentimiento de culpa que siempre lo acompañaba en ese momento. Le ardían las orejas, y no podía mirar a Pete directamente. En lugar de ello, se dedicó a verificar su agenda electrónica, cualquier cosa que le evitara pensar por algún tiempo.
    —Éstos son elegantes —dijo Pete.
    Cuidadosamente firmó cada hoja, justo debajo del número oficial que el Comité SegNac NU-O había estampado, sellado y firmado.
    —Volverás a San Francisco —le dijo Lars— y convertirás estos bosquejos en un modelo poli… algo, y luego comenzarás a construir un prototipo de trabajo…
    —Mis muchachos lo harán —corrigió Pete—. Yo sólo les diré qué hacer. ¿Acaso crees que yo me ensucio las manos con el poli… algo?
    —Pete, ¿cuánto llevará eso?
    —Una eternidad —dijo Pete al instante, combinando el optimismo naif y la más feroz e irritante resignación.
    —Esta mañana —comentó Lars—, justo antes de que llegara al edificio, uno de esos entrevistadores autónomos del show de Lucky Bagman me arrinconó. Ellos se lo creen todo. Realmente se lo creen.
    —Y eso es todo lo que significa: que se lo creen —gesticuló agitadamente Pete, con su cigarro barato—. ¿No lo entiendes? Sería lo mismo, aunque miraras directamente a la cámara y dijeras, por ejemplo: «¿Vosotros creéis que yo fabrico armamentos? ¿Creéis que eso es lo que yo traigo del hiperespacio, o de ese supuesto reino de lo sobrenatural?»
    —Pero ellos necesitan protección… —acotó Lars.
    —¿Contra qué?
    —Contra cualquier cosa. Lo que fuere. Ellos tienen el derecho a ser protegidos; piensan que estamos haciendo bien nuestro trabajo.
    Luego de una pausa, Pete dijo:
    —El armamento ya no brinda protección. No desde… Tú lo sabes: 1945. Desde que hicimos reventar esa ciudad japonesa.
    —Pero los bocabiertas piensan que sí la brinda… O eso pareciera.
    —Y eso pareciera ser lo que se les brinda.
    —Me siento asqueado —dijo Lars—. Estoy envuelto en un mundo de engaños. Tendría que haber sido yo mismo un bocabiertas. De no ser por mi talento de médium lo hubiera sido, y entonces no sabría lo que ahora sé, y no estaría aquí encerrado. Sería uno de los admiradores de Lucky Bagman y su show, que aceptan lo que se les dice, creyendo que es verdad porque «lo han visto en la TV», esa gran pantalla de estereocolor, más rica que la vida misma. Al menos, es mejor cuando me hallo en estado comatoso, en medio del trance; entonces me siento plenamente involucrado… y no siento la mofa en un rincón de mi mente.
    —¿Mofa? ¿A qué te refieres? —Pete lo miró con inquietud.
    —¿Nunca sentiste dentro tuyo alguien que se burla de ti? —dijo Lars, con sorpresa.
    —¡Diablos, no! Algo dentro de mí dice: «Tú vales el doble del dinero que pagan por ti». Eso es lo que me dice, y tiene razón. Y lo hablaré con Jack Lanferman uno de estos días —dijo Pete, mirando con furia justiciera.
    —Pensé que tú sentías de la misma manera…
    Y poniéndose a pensar en el asunto, Lars había asumido que todos ellos, aun el general George McFarlane Nitz, soportaban lo que estaban haciendo de la misma manera que él: pervertidos por la vergüenza, afligidos por el sentimiento de culpa que les hacía imposible mirar al otro frente a frente.
    —Ven, vamos a tomar un café a la esquina —invitó Pete—. Es tiempo de una pausa.

    5

    La cafetería como institución, según sabía Lars, tenía una larga historia tras de sí. Esta sola invención había aclarado las telarañas mentales de los intelectuales ingleses del período de Samuel Johnson, erradicando la neblina inherente a los pubs del siglo XVII. La insidia de la cerveza, el vino y los licores baratos no generaron sabiduría, ingenio, poesía o aún claridad política, como se decía, sino un turbio resentimiento, común y penetrante, que había degenerado en fanatismo religioso. Eso, sumado a la viruela, había diezmado a una gran nación.
    El café había dado vuelta la tendencia. La historia dio un giro decisivo, y todo a causa de unos pocos granos congelados que los defensores de Viena descubrieron en la nieve cuando los turcos se batieron en retirada.
    Y aquí, ya en un reservado, taza en mano, la bonita señorita Bedouin, con las agudas puntas de sus pechos plateadas a la moda. Ella lo saludó apenas entraron.
    —¡Mr. Lars! ¿Vendría a sentarse conmigo?
    —De acuerdo —dijo él, y con Pete se deslizaron a ambos lados de ella.
    Escrutando a la señorita Bedouin, Pete apoyó sus peludos brazos en la mesa y entrelazó sus largos dedos.
    —Oye, muchacha —le dijo—, ¿cómo es que no le has quitado de la cabeza a esa chica que mantiene en su oficina de París, esa Maren… algo?
    —Señor Freid —dijo la señorita Bedouin—, yo no estoy interesada en nadie sexualmente.
    Sonriendo, Pete miró a Lars.
    —Esta chica es una inocente.
    Una mota de ingenuidad en plena empresa de Mr. Lars, Inc… qué ironía. Un verdadero desperdicio. Pero… entonces, la señorita Bedouin no sabía lo que se cocía allí. Era una sublime bocabiertas.
    Era como si la era anterior a la Caída hubiera sido reestablecida para los cuatro mil millones de ciudadanos del BlokOeste y ProxEste. El fardo que una vez había descansado en los hombros de todos, ahora sólo lo llevaban los Cogs. Los Cognitivos habían alivianado a su raza de una maldición, si es que la palabra Cog provenía de allí, como Lars sospechaba.
    La definición arcaica de «conocedor» era sobrenaturalmente apropiada para sí mismo. Cog. Usando el propio dedo para guiar o desviar los dados, por ejemplo: engañar, embaucar, timar. Pero puedo ser un ingenuo también, se dijo, si acaso no lo sé absolutamente todo; y no veo particular mérito en ello. Desde épocas medievales, todo imbécil —sin ánimo de ofender, señorita Bedouin— siempre tuvo permiso para menear la lengua. Pero supongamos, sólo por el momento —mientras estamos aquí apretados en este reservado nosotros tres, dos machos Cogs y una bonita chica bocabiertas de pezones plateados, cuya principal preocupación reside en el interés de que sus bonitas y puntiagudas tetas sean tan evidentes como sea posible—, supongamos que yo pudiera vivir alegremente como tú lo haces, sin la necesidad de separar claramente lo que sé de lo que digo…
    La herida cicatrizaría, se dijo. No más píldoras. No más noches sin ser capaz de dormir, o sin sentirme reacio a ello…
    —Señorita Bedouin —dijo él—, estoy realmente enamorado de usted. Pero no me malentienda; hablo de un amor espiritual, no carnal.
    —De acuerdo —dijo la señorita Bedouin.
    —Porque yo la admiro a usted —dijo Lars.
    —¿Tanto la admiras —protestó Pete— que no puedes meterte en la cama con ella? ¡Qué tontería! ¿Qué edad tienes, Lars? El verdadero amor implica acostarse, como en el matrimonio. ¿No estoy en lo cierto, señorita comosellame? Si Lars realmente la ama…
    —Permíteme explicar… —aventuró Lars.
    —Nadie quiere oír tu explicación —cortó Pete.
    —Dame la oportunidad —insistió—. Yo admiro su postura.
    —…no tan perpendicular —entonó Pete, citando al antiguo compositor y poeta del siglo anterior, Marc Blitzstein.
    Inflamada, la señorita Bedouin dijo:
    —Yo soy muy perpendicular. Eso es precisamente lo que estaba diciendo. Y no sólo que…
    Ella se interrumpió, porque en ese momento un pequeño anciano, con parches irregulares de cabello blanco malcubriendo su brillante y rosada calva, penetró abruptamente en el reservado. Usaba anticuadas gafas de vidrio, portaba un maletín y sus modales eran una mezcla de timidez y determinación, como si ya no pudiera echarse atrás pero aún lo deseara.
    —Un vendedor —dijo Pete.
    —No —dijo la señorita Bedouin—. Demasiado mal vestido.
    —Un escribiente de juzgado —arguyó Lars; el caballeroso anciano tenía un aspecto oficial a sus ojos—. ¿Estoy en lo correcto? —le preguntó.
    El viejo dijo, a trompicones:
    —¿Mr. Lars?
    —Ése soy yo —respondió; evidentemente su conjetura había sido correcta.
    —Un cazador de autógrafos —dijo la señorita Bedouin, con aire triunfal—. Quiere su firma, Mr. Lars; lo ha reconocido.
    —No, no es un holgazán —añadió reflexivo Pete—. Observen el sujetacorbatas; tiene una piedra verdadera. Pero… ¿quién usa hoy…?
    —Mr. Lars —repitió el viejo, sentándose precariamente en el borde de la mesa. Apoyó el maletín frente de él, haciendo lugar entre el azúcar y las tazas vacías—. Discúlpeme si le molesto, pero… hay un problema.
    Su voz era tenue y frágil. Tenía una cualidad de Santa Claus, a pesar de que evidentemente había venido por negocios, algo sólido y sin sentimientos. No empleaba duendes, ni estaba allí para regalar juguetes. Era un experto: lo demostraba la manera en que revolvía en su maletín.
    Pete dio un codazo a Lars y señaló con un dedo al mismo tiempo. Lars distinguió, en el reservado más cercano a la puerta, a dos hombres jóvenes con insípidos rostros de Cogs; habían entrado con el anciano y se mantenían observando la marcha del asunto.
    Al momento Lars metió la mano en su saco, retirando el documento que llevaba constantemente consigo. Dijo a la señorita Bedouin:
    —Llame a un policía.
    Ella pestañeó, a medio ponerse en pie.
    —Vaya ahora —dijo rudamente Pete a la chica, y luego, elevando la voz, gritó—. ¡Alguien llame a un policía!
    —Por favor —dijo el anciano con voz suplicante, pero con una traza de contrariedad—. Sólo unas pocas palabras. Hay algo que no entendemos…
    Había sacado unos papeles del maletín, estereofotos en colores que Lars reconoció al instante. Consistían en reproducciones provenientes de la KACH de sus propios bosquejos —números 260 al 265—, más fotos de las especificaciones finales para presentar a Lanferman & Asociados.
    Lars, abriendo su documento, dijo al anciano:
    —Éste es un mandato judicial de restricción. ¿Sabe lo que dice?
    En forma desagradable, con renuencia, el viejo negó con la cabeza.
    —«Cualquier oficial de la Unión Soviética, China Popular, Cuba, Brasil, Dominicana…
    —Sí, sí —aceptó el caballero, cabeceando.
    —…y toda otra entidad nacional o étnica involucrada en la entidad política denominada ProxEste, será arrestada y encarcelada si atacara, hostigara, amenazara, molestara o secuestrara al causante»… yo, Lars Powderdry…, «o en alguna manera intentara comunicarse o fuera hallada en la proximidad de…»
    —De acuerdo —dijo el anciano—. Soy un oficial soviético. Legalmente yo no puedo hablarle; lo sé, Mr. Lars. Pero este bosquejo, el número 265, ¿lo ve? —buscó entre las estereofotos para mostrársela a Lars; éste lo ignoró—. Alguien de su personal escribió en la foto que esto es… —su grueso y retorcido dedo señaló el pie de la fotografía— …un «Arma Evolutiva». ¿Es eso correcto?
    —Sí —dijo Pete, alzando la voz—. Y tenga cuidado, o lo devolveré al fango primigenio.
    —No, no me refiero al bosquejo extraído del trance —dijo el oficial soviético, riendo taimadamente—. Debe haber un prototipo. ¿Usted es de Lanferman & Asociados? ¿Han hecho el modelo y el proto de prueba? Sí, estoy seguro que usted es uno de ellos. Yo soy Aksel Kaminsky… —tendió la mano a Pete—. ¿Y usted es…?
    Una nave patrulla de la policía de Nueva York descendió hacia el pavimento frente a la cafetería. Dos uniformados, las manos en las pistoleras, se dieron prisa en cruzar la puerta de acceso; paseando la mirada, buscaron actividad o movimiento, algo o alguien capaz de hacer daño. Particularmente a quienes podrían, por su aspecto o conducta, estar armados.
    —Por aquí —dijo Lars, duramente.
    No le gustaba esto, pero las autoridades soviéticas parecían estar volviéndose idiotas. ¿Cómo podían esperar acercarse a él de esta forma, abiertamente, en un lugar público?
    Poniéndose en pie, mostró su mandato judicial al primer policía.
    —Esta persona —dijo, indicando al oficial del ProxEste que se sentaba enfurruñado, tamborileando nerviosamente con sus dedos contra el maletín— se encuentra en desacato contra el Departamento Tercero de la Corte Superior del Estado de Queens. Lo quiero bajo arresto. Mi abogado informará sobre los cargos que se harán; se supone que es todo lo que os debo decir —esperó, mientras los policías leían el mandato.
    —Todo lo que quería saber —dijo lastimeramente el anciano oficial soviético— es a qué se refería el ítem 76, según su código…
    Fue llevado afuera. Cerca de la puerta, los dos silenciosos, jóvenes y acicalados Cogs siguieron con la vista a la conducida figura, pero no hicieron el menor gesto de querer interferir con las acciones de la policía. Se mostraban desapasionados y resignados.
    —Al fin y al cabo, la cosa no pasó a mayores —comentó Pete, mientras recuperaba su lugar en la mesa. Sin embargo, hizo una mueca; claramente el asunto le había disgustado—. Veinte contra diez que proviene de la embajada.
    —Seguro —acordó Lars.
    Sin duda de la embajada de la URSS, más que de la SeRKeb. Le habrían dado instrucciones de que buscara la forma de hacerlo salir, para satisfacción de sus superiores. Todos ellos estaban en el mismo tiovivo. El encuentro tampoco habrá sido agradable para los soviéticos.
    —Es gracioso que estuviera tan interesado en el 265 —dijo Pete—. No hemos tenido el menor problema con él. ¿Quién de los de tu personal supones que esté trabajando para la KACH? ¿Valdrá la pena pedir al FBI que lo verifique?
    —No hay la menor oportunidad —aseguró Lars— de que tanto el FBI como la CIA o cualquier otra agencia puedan sacar a la fuerza al tipo de la KACH que tenemos dentro. Tú lo sabes. ¿Y qué me dices del que está metido en Lanferman & Asociados? El viejo traía fotos de vuestras maquetas.
    Era algo que todos sabían de algún modo. Lo que lo molestaba no era que la KACH tuviera un hombre en Mr. Lars, Inc. —al fin y al cabo, ese oficial del ProxEste sabía tanto de su trabajo como Lars sabía del de Topchev—, sino que hubiera algo malo con el ítem 265, porque era uno de los que había impulsado personalmente. Había seguido con interés su desarrollo a lo largo de las diferentes etapas. El prototipo, oculto en las casi interminables cámaras subterráneas de Lanferman, estaba siendo testeado esa misma semana.
    Testeado, al menos, en un sentido.
    Pero si buscaba explicárselo demasiado, tendría que abandonar la profesión. No echaba las culpas en Jack Lanferman, y ciertamente no en Pete. Ninguno de ellos escribía las reglas, ni definía el juego. Como él mismo, se sentaban en sus sitios en forma pasiva, porque esa era la ley de la vida.
    Y en las cámaras subterráneas que unían Lanferman & Asociados de San Francisco con su rama de Los Angeles —en realidad, sólo el límite sureste de la titánica red subterránea en poder de la organización—, el ítem 265, el Arma Evolutiva —no más que la chapuza apurada de un nombre, por la inevitable necesidad de nombrar aquello en lo que se está trabajando—, esa superarma arrebatada del enigmático reino en que tanteaban los médiums de armamento, mostraría lo que los bocabiertas deseaban ver de nosotros: acción.
    Alguna «víctima» —un vulgar sucedáneo, susceptible de ser reventado— sería golpeado por el ítem 265, y el evento sería captado por las lentes de todos los medios: las revs, los perios, la TV, todos ellos, excepto los dirigibles de publicidad.
    Lars pensaba que era lógico que el BlokOeste pronto agregara también los dirigibles al repertorio de medios por el cual los bocabiertas eran mantenidos en plena pureza y estupidez. Brillarían cruzando el cielo nocturno muy lentamente, o, como en tiempos pretéritos, destellarían perpetuamente alrededor de la torre de un rascacielos, motivando al público en el grado deseado. Debido a la altamente especializada naturaleza de este medio de información, todo texto debía ser fraseado de forma muy simplista, por supuesto.
    El dirigible podría iniciar su travesía —imaginó con sorna Lars— con lo que debía ser una sanguínea muestra de Conocimiento: que la «acción» para la cual el ítem 265 estaba siendo desplegado bajo el suelo de California era absolutamente falsa.
    Pero eso no sería apreciado. Por supuesto, los bocabiertas se pondrían furiosos, pero no la SegNac NU-O. Podría soportar tal traspié en su marcha hacia el progreso. Los Cogs también sobrevivirían a una revelación semejante, y a la de cualquier otro dato cuya posesión los definiera como élite gobernante. No; serían los bocabiertas quienes sucumbirían. Y esa era la parte que le hacía sentir esa furia impotente, que roía día tras día su propia consideración acerca del valor de su persona y el de su trabajo.
    Aquí mismo en la cafetería —Sorbos & Sopas de Joe— podría ponerse de pie y gritar: «¡No hay tales armas!». Y lo que conseguiría serían unas pocas caras asustadas. Y luego, los bocabiertas que se hallaran dentro del alcance de sus gritos se dispersarían tan rápido como les fuera posible.
    Él lo sabía. Y Aksel Kandinsky o Kaminsky, o como fuera que se llamara…, el caballeroso anciano de la embajada soviética… también. Pete también. El general Nitz y los de su clase también.
    El ítem 265 es tan exitoso como cualquier otro artefacto que yo haya producido y pueda producir en el futuro, pensó Lars. El Arma Evolutiva haría retornar a dos millones de años en el pasado a toda forma de vida sensible y altamente organizada dentro de un radio de ocho kilómetros. Las estructuras morfológicas articuladas debieran dar paso a cosas semejantes a amebas, sin siquiera una cuerda dorsal o aletas; algo unicelular, del orden de las moléculas proteínicas filtrables. Y esto sería visto por la audiencia de bocabiertas en el flashinfo TV de las seis de la tarde, porque realmente sucedería. En cierto sentido, al menos.
    Así —una farsa montada sobre otra farsa— se representará la escena frente a las cámaras. Y los bocabiertas podrán irse a dormir felices, sabiendo que sus vidas y las de su prole están protegidas, gracias al Martillo de Thor, de todos sus enemigos… o sea, del ProxEste, que también testea con ganas sus propios artilugios generadores del caos.
    Dios debía sorprenderse, complacerse tal vez, por la ruina que los ítems 260 al 280 —una vez fueran construidos por Lanferman & Asociados— podrían causar. Es el pecado griego de la arrogancia encarnado, el logos hecho carne… o más bien hecho en poli-algo y metal, miniaturizado y con sistemas de respaldo por todos sitios, en caso de que algún minúsculo componente fallara.
    Y aún Dios, con todo su entusiasmo y dejando de lado el primer gran milagro, la Creación, nunca pensó en sistemas de respaldo. Puso todos Sus huevos en la misma canasta defectuosamente tejida, la especie sensible que ahora fotografía en 3D ultraestereofónico y profundidad videomática algo que no existe. Lars recordó: «Nunca lo golpees hasta que lo hayas probado». Porque llegar a tomar fotografías claras en 3D ultraestereofónico y profundidad videomática de chismes que no existen, no es cosa sencilla. Nos tomó quince mil años.
    —Desde los sacerdotes del Antiguo Egipto, según dejó escrito Herodoto.
    —¿Cómo dices? —preguntó Pete.
    —Usaban la presión hidráulica para abrir las puertas del templo a distancia, en el momento en que levantaban las manos y rezaban a sus dioses con cabezas de animal.
    —No te entiendo.
    —¿No lo ves? —dijo Lars, frustrado. Era tan obvio para él—. Es un monopolio, Pete. Eso es lo que tenemos aquí, un maldito monopolio. Ése es el punto.
    —Tú estás mal de la cabeza —dijo Pete, gruñón, mientras jugueteaba con su taza vacía—. No dejes que te perturbe esa basura del ProxEste.
    —No es por el viejo… —Lars quería dejar claro su punto; sentía urgencia de hacerlo—. Por debajo de Monterrey, donde nadie puede ver, donde tus colegas prueban los prototipos, las ciudades vuelan por los aires, los satélites son derribados… —se detuvo. Pete estaba sacudiendo la cabeza, alertándole de la presencia de los plateados pezones de la señorita Bedouin—. Los satélites Erizo… —dijo Lars cuidadosamente, citando a los más fatídicos en existencia. Los Erizo eran considerados impenetrables, y de los más de setecientos satélites en órbita sobre el planeta, al menos cincuenta eran de ese tipo— …con el ítem 221 —dijo—, el Pez Ionizador, que los destruye hasta el nivel molecular, volviéndolos un gas…
    —Ya cállate —dijo Pete, duramente.
    Terminaron el café en silencio.

    6

    Esa tarde, Lars Powderdry se encontró con su dama Maren Faine en la oficina parisiense de Mr. Lars, Inc. Allí Maren tenía una oficina cuya decoración era tan elaborada como… Lars buscó una metáfora apropiada, pero los gustos estéticos de su chica eludían toda comparación. Vagó por el lugar con las manos en los bolsillos, mientras ella se enclaustraba en su cuarto de toilette, alistándose para el mundo real. La verdadera existencia comenzaba para Maren cuando concluía el horario de trabajo, a pesar de que ocupaba un alto cargo gerencial. Incluso en su trabajo era muy eficiente; debió de ser testeada vocacionalmente, porque se involucraba en su tarea como el más hosco y sombrío calvinista.
    Sin embargo, no era así en su tiempo libre. Tenía veintinueve años, medía un metro setenta sin calzado, y portaba una luminosa cabellera roja. No, no era roja; era de un tono caoba pulido… No como el plástico artificial, granulado como una foto, sino verdadero. Sí, la coloración del cabello de Maren había probado ser auténtica. Se levantaba iluminada, sus ojos brillando como… Bien, ¿qué importa? ¿A quién le preocupa tal cosa a las siete treinta de la mañana? Una mujer hermosa, despabilada, apenas un poco alta, tan llena de color, de gracia y tan atlética a esa hora del día, era una ofensa a la razón y una eterna condena a la sexualidad. ¿Qué otra cosa podía uno hacer con ella? Al menos, luego de las primeras semanas. Era muy difícil mantenerse sereno y dueño de sí.
    Cuando Maren volvió a la oficina con el abrigo echado sobre los hombros, él le dijo:
    —A ti no te importa lo que sucede aquí, realmente.
    —¿Te refieres a la empresa? —sus ojos de gata giraron ampliamente, con sorna; ella estaba muy por delante de él—. Mira, tú ocupas mi soma por las noches, y mi mente durante el resto del día. ¿Qué más quieres?
    —Odio la cultura. Y no bromeo. Soma… ¿Dónde diablos has aprendido tal cosa?
    Se sentía hambriento e irritable, con los cables pelados. Debido a la maldición de las zonas horarias, había estado en vigilia por las últimas dieciséis horas.
    —Me odias a mí —dijo Maren, usando el tono de un consejero matrimonial. El tono implicaba: «Conozco tus verdaderos motivos». Y también: «Y tú mismo no los conoces».
    Lo miró de frente, con sinceridad, sin temor a lo que él pudiera decir o hacer. Lars pensó que si bien técnicamente podía despedirla durante el día, o echarla a puntapiés del depto de París por la noche, realmente no tenía poder sobre ella. Más allá de si su carrera le importara o no, Maren podría conseguir un buen puesto en cualquier otro sitio, cuando se le antojara. Ella no lo necesitaba a él como jefe. Y si acaso se separaran, lo echaría de menos tal vez por un par de semanas, y su congoja duraría lo que un llanto inesperado luego del tercer martini…
    Por otro lado, si él acaso la perdiera, la herida nunca cerraría.
    —¿Quieres cenar? —invitó él, sin entusiasmo.
    —No. Quiero rezar —respondió ella.
    Lars se quedó de una pieza.
    —¿Qué?
    Ella dijo, muy calmada:
    —Quiero ir a una iglesia, encender un cirio y rezar. ¿Qué hay de extraño en ello? Lo hago un par de veces por semana; tú lo sabes. Lo sabías cuando por vez primera… me conociste —concluyó, delicadamente—. En el sentido bíblico. Te lo comenté esa primera noche.
    —¿Y por qué ruego encenderás un cirio?
    —Eso es cosa mía.
    Aún confundido, Lars anunció:
    —Yo me voy a dormir. Para ti son las seis de la tarde, pero para mí son las dos de la madrugada. Iremos a tu depto, me harás algo sencillo para cenar y luego me tenderé un rato, mientras tú te vas a la iglesia —y dicho esto, comenzó a caminar hacia la puerta.
    —He sabido —dijo Maren— que un oficial soviético se las arregló hoy para llegar a ti.
    Eso lo sobresaltó.
    —¿Dónde has oído eso?
    —Recibí un alerta del Comité. Una reprimenda oficial contra la firma, recomendando precavernos de los hombres bajos y ancianos.
    —Lo dudo.
    Maren se encogió de hombros.
    —La oficina de París debía ser informada, ¿no lo crees? Sucedió en un sitio público.
    —¡Yo no busqué al idiota! Él se aproximó… Sólo estaba bebiendo una taza de café con Pete…
    Sin embargo, se sintió incómodo. ¿Realmente habría transmitido el Comité una reprimenda oficial? Si era así, el asunto debía haber llegado a sus oídos.
    —Ese general… siempre olvido su nombre… El obeso, al que tanto temes… ¡Nitz! —sonrió ella; él sintió una lanza clavarse en su costado—. Se contactó con nosotros por el circuito ultra seguro de video, y nos recomendó ser más cuidadosos. Le aseguré que te informaría. Comentó que…
    —Estás inventando todo eso.
    Pero podía ver que no era así. Probablemente había sucedido no más de una hora después de su cruce con Aksel Kaminsky. Maren había tenido todo el día para transmitirle la advertencia de Nitz, pero era típico de ella el haber esperado hasta ese momento, en que sus reservas estaban bajas y no podía presentar una defensa fuerte.
    —Será mejor que lo llame… —dijo, a medias para sí mismo.
    —Ha de estar dormido ahora. Consulta la franja horaria de Portland, Oregon. De todas maneras, ya le he esclarecido el asunto.
    Ella salió al recibidor y él la siguió en silencio, reflexionando. Esperaron por el elevador que los llevaría a la terraza, donde estaba aparcado el saltador propiedad de la firma. Maren tarareaba feliz para su coleto, exasperándolo.
    —¿Qué es lo que le has dicho?
    —Le he explicado que habías estado considerando por mucho tiempo que, en caso de que no fueras apreciado aquí, intentarías «cubrirte».
    En tono monocorde, él preguntó:
    —¿Cuál fue su respuesta?
    —El general Nitz dijo que ya sabía, o sospechaba, que tú siempre podrías «cubrirte». De hecho, los militares del Comité, en la sesión extraordinaria del último miércoles en Festung Washington DC, han discutido eso. El personal del general Nitz ha comunicado que tienen tres diseñadores de moda de armamentos a la espera. Tres nuevos médiums, que ha descubierto ese psiquiatra de la Clínica Wallingford, en St. George, Utah.
    —¿Me lo dices en serio?
    —Supongo que es en serio.
    Hizo un rápido cálculo.
    —No son las dos de la mañana en Oregon; es media tarde. Bien, casi noche… —girando, volvió hacia las oficinas de ella.
    —Te olvidas —dijo Maren— que ahora estamos bajo el Econo-Tiempo Toliver.
    —Pero… ¡En Oregon aún es de día!
    Pacientemente, Maren dijo:
    —Pero bajo el ETT, son las dos de la mañana. No llames a Nitz; olvídalo. Si hubiera querido hablar contigo, te hubiera llamado a las oficinas de Nueva York, no aquí. A él no le agradas, y será lo mismo a mediodía que a medianoche —sonrió satisfecha.
    —Estás sembrando las semillas del descontento —dijo él.
    —De la sinceridad —corrigió ella—. ¿S.C.E.T.P?
    —No. No quiero saber cuál es mi problema.
    —Tu problema es que…
    —Cállate.
    Pero ella continuó:
    —Tu problema es que te sientes incómodo cuando te las tienes que ver con los mitos, o como tú lo dirías, con las farsas. Por eso estás inquieto todo el santo día. Pero cuando alguien comienza a decirte la verdad…, tú lo cortas en un arrebato. Estás psicosomáticamente enfermo, de la cabeza a los pies.
    —Hum.
    —La respuesta —continuó ella—, al menos desde el punto de vista de quienes tienen que lidiar contigo, temperamental y cambiante como eres, es decirte que el mito…
    —Oh, ya cállate. ¿Te ha dado Nitz algún detalle de esos médiums que han encontrado?
    —Seguro. Uno es un jovenzuelo, obeso como un cerdo, con un pirulí en la boca. Muy desagradable. Otro es una solterona de Nebraska. El tercero…
    —Mitos —dijo Lars—. Anunciarlos de tal manera que parezcan verdaderos…
    Se volvió y caminó a grandes zancadas hacia la oficina de Maren. Un momento después desbloqueaba el videofono, marcando Festung Washington DC y las estaciones del Comité.
    Pero al formarse la imagen, escuchó un chasquido levísimo y sobreagudo. La imagen se contrajo, mínimamente, pero en forma perceptible, si se había prestado atención. Y al mismo tiempo, una luz roja de advertencia se encendió.
    El aparato estaba «pinchado» en algún lugar de su cable de transmisión. Y no por un simple arrollado, sino mediante un sutil empalme. Inmediatamente colgó y cerró la oficina, volvió sobre sus pasos y se unió a Maren, quien había dejado pasar el elevador y estaba esperándolo serenamente.
    —Tu línea está pinchada.
    —Lo sé —dijo ella.
    —¿Y no has llamado a PT&T para que la libere?
    Maren dijo graciosamente, como dirigiéndose a alguien con severas limitaciones intelectuales:
    —Mira, Lars… ellos igual lo sabrán, de una u otra manera.
    Una referencia bastante vaga: ellos. La misma KACH, la «desinteresada» agencia, alquilada por el ProxEste, o alguna extensión del propio ProxEste, como su KVB. Como Maren había dicho, tanto daba. Ellos lo sabrían todo, de cualquier modo.
    Aún así, lo enojó la pretensión de extraer los secretos de sus clientes por un conducto pinchado, sin hacer ningún esfuerzo —ni siquiera por formalidad— de ocultar la evidencia de un mecanismo electrónico; era una forma hostil, egoísta y muy poco natural de espiar.
    —Lo han de haber puesto algún día durante la pasada semana —dijo Maren, pensativamente.
    —No me opongo a un monopolio del conocimiento por parte de una pequeña clase —dijo Lars—. Eso no me trastorna, desde que hay pocos Cogs y muchos bocabiertas. Al fin y al cabo, históricamente toda sociedad ha estado realmente dirigida por una élite…
    —¿Cuál es el problema entonces, querido?
    —Lo que me molesta —dijo Lars, cuando vino el elevador y ambos entraron— es que la élite, en este caso, no se molesta siquiera en proteger el mismo conocimiento que la hace élite.
    Lo único que faltaría, pensó, sería un panfleto distribuido por la NU-O para la difusión, diciendo algo así como: «Sepa cómo le gobernamos y qué puede usted hacer sobre ello».
    —Tú también gobiernas —le recordó Maren.
    Echándole un vistazo, él dijo:
    —Mantienes encendida esa extensión telepática. A pesar de la Ordenanza de Behren.
    —Me costó cincuenta mil instalármela; ¿piensas realmente que voy a mantenerla apagada? Mira cómo se paga sola. Me dice si eres fiel, o si tienes algún asunto lejos, en algún depto…
    —Lees mi subconsciente, entonces.
    —Lo podría hacer, por supuesto. Pero ¿para qué, de todos modos? ¿Quién quiere saber donde guardas las repugnantes cosas de las que tú mismo prefieres no enterarte?
    —¡Igual lo lees, maldita sea! Lees lo que pronostican. Lo que voy a hacer, las acciones potenciales todavía en forma germinal…
    Maren sacudió su cabeza.
    —Tan grandes palabras, y tan pequeñas ideas… —y se rió tontamente de su propia respuesta.
    La nave, ahora en automático, había alcanzado cierta altura por encima de la capa de conmutación y tomaba su ruta saliendo de la ciudad. Él la había instruido para que dejara París… Dios sabía por qué.
    —Te analizaré, mi querido escurridizo —dijo ella—. Es realmente conmovedor eso que piensas repetidas veces, allí, profundamente abajo en esa mente tuya de inferior calidad… Inferior, si no se tiene en cuenta ese pequeño bulto sobre el lóbulo frontal que te hace un médium.
    Él esperó a oír sólo la verdad. Maren dijo:
    —Una y otra vez, esa pequeña voz interior chilla: ¿Por qué los bocabiertas creen en lo que no existe? ¿Por qué no se les puede decir la verdad, y cuando se les ha dicho, no la aceptan? —su tono era compasivo ahora, algo muy excepcional en ella—. No alcanzas a comprender la increíble razón: ellos no pueden aceptar la verdad.

    7

    Después de la cena, marcharon hacia el apartamento parisino de Maren. Él merodeó por la sala de estar, mientras ella se ponía —como Jean Harlow comentó una vez, en un antiguo pero todavía sugestivo filme— «algo más cómodo».
    Lars puso el ojo en un dispositivo que descansaba sobre la mala imitación de una mesa Tarslewood. Le resultaba vagamente familiar, y lo recogió, manoseándolo con curiosidad. Era familiar, sí, y a pesar de ello, completamente extraño.
    La puerta del dormitorio estaba apenas entornada.
    —¿Qué es esto? —preguntó. Podía ver sus formas en ropa interior cuando ella cruzaba de un lado al otro, entre la cama y el armario—. Esta cosa que parece una cabeza humana sin rasgos, del tamaño de una bola de béisbol.
    Maren le respondió alegremente:
    —Eso proviene del 202.
    —¿De mi boceto? —contempló el refinado objeto. Era el producto aradizado para la venta al público derivado de la resolución de un Consumotipo del Comité—. ¿Y qué hace? —preguntó, al no encontrar ningún interruptor.
    —Entretiene.
    —¿Cómo?
    Maren apareció brevemente en el umbral de la habitación, llevando puesto nada en absoluto.
    —Pregúntale algo.
    Echándole un vistazo, Lars aseguró:
    —Me entretengo más mirándote a ti. Tienes quizá un par de hermosos kilos de más…
    —Vamos —insistió Maren—. Hazle a Orville una pregunta. El viejo Orville es increíble. La gente se encierra durante días con él, sin hacer otra cosa que preguntarle y escuchar sus respuestas. Con el tiempo sustituirá a la religión.
    —No hay ya religión —dijo él, sin humor.
    Sus experiencias con el reino hiperdimensional lo habían desengañado de cualquier fe, fuera dogmática o piadosa. Si alguna persona viva calificaba para reclamar el conocimiento del otro mundo, ese era él, y aún no le había descubierto ningún aspecto superior.
    —Entonces ponle una adivinanza.
    —¿No puedo simplemente dejarlo donde lo hallé?
    —Sabes…, realmente no te importa cómo ellos aradizan tus ítems.
    —No, realmente; eso es cosa suya —trataba de pensar en una adivinanza—. Veamos, ¿qué cosa tiene seis ojos, se encamina hacia la entropía, y lleva puesto un sombrero hongo?
    —¿No puedes decir una adivinanza decente? —dijo Maren. Volvió al dormitorio, reanudando su tarea de vestirse—. Lars, eres un perverso polimórfico.
    —Hum —dijo él.
    —Y en el mal sentido. Tienes impulsos autodestructivos.
    —Mejor eso —contestó él— que tener impulsos de destrucción…
    Hey, tal vez podría hacer al viejo Orville aquella pregunta. Se dirigió a la pequeña y rígida cabecita en su mano:
    —¿Cometo un error al compadecerme a mí mismo? ¿Al luchar contra las autoridades? ¿Al hablar con un funcionario soviético mientras tomo café? —esperó un momento, pero nada ocurrió—. ¿Cometo un error al creer que es tiempo de que aquellos que declaman construir máquinas para matar, mutilar y devastar deberían tener la integridad ética para hacer realmente máquinas que matan y mutilan y devastan, en lugar de máquinas que constituyen un elaborado pretexto para poner de manifiesto alguna nulidad, una novedad decadente como tú mismo?
    Otra vez esperó la respuesta, pero Orville permaneció silencioso.
    —Esta cosa no funciona —dijo a Maren.
    —Concédele un momento. Posee catorce mil unidades; tienen que funcionar en secuencia.
    —¿Quieres decir que esto es el sistema de teledirección del 202?
    Contempló al viejo Orville con horror. Sí, por supuesto: esta pequeña cabeza calva era prácticamente del tamaño y la forma del sistema de teledirección del ítem 202. Comenzó a pensar en sus posibilidades… El artilugio podría resolver cuestiones, por vía oral antes que por tarjetas o cinta de datos, hasta una magnitud de sesenta componentes. No le extrañó que se tomara su tiempo para contestar. Su pregunta había activado un circuito de primera clase.
    Para ninguno de sus bosquejos él pudo suponer esto. Y aquí estaba ahora, el viejo Orville, una novedad para llenar el tiempo libre y los sesos vacíos de personas cuyos empleos habían degenerado en una actividad psicomotriz repetitiva de tan escaso nivel, que una paloma entrenada los podría realizar mejor. ¡Oh, Dios! Esto superaba sus peores temores…
    Lars P. —remedó para sí, recordando una historia de Kafka— se despertó una mañana para descubrir que, durante la noche, de alguna manera él se había transformado en un gigantesco… ¿qué? ¿Cucaracha?
    —¿Qué soy yo? —le preguntó a Orville—. Olvida mis preguntas anteriores; sólo respóndeme esto: ¿en qué me he convertido? —dijo, apretando con furia la pequeña cabeza.
    Vestida sólo con los pantaloncillos de su pijama azul de algodón chino, Maren se detuvo a la puerta del dormitorio, observándolo discutir con Orville.
    —Lars P. se despertó una mañana para descubrir que, durante la noche, de alguna manera él se había transformado en un…
    Ella se interrumpió, porque en la esquina de la sala de estar el televisor había hecho ¡ping!, y se encendió por su cuenta. Un boletín informativo, seguramente. Olvidando a Orville, ambos giraron hacia el televisor. Lars sintió que su pulso se aceleraba; los boletines informativos casi siempre traían malas noticias.
    La pantalla de TV mostró un cartel fijo: BOLETÍN INFORMATIVO. La voz del locutor sonaba calma y profesional.
    —El NASBA, la agencia espacial del BlokOeste en Cheyenne, Wyoming, anunció hoy que un nuevo satélite, probablemente lanzado por la República Popular China o Cuba Libre Para la Humanidad, fue puesto en órbita en…
    Maren apagó el artefacto.
    —Alguna nueva tontería.
    —El día que temo ver llegar —dijo Lars— es aquel en que un satélite lance su propio satélite por sí mismo.
    —Ya lo hacen ahora. ¿No lees el periódico? ¿No lees la Scientific American? ¿No sabes nada, acaso? —su desprecio era parte en broma, parte en serio—. Eres un sabio idiota, como aquellos cretinos que memorizan matrículas, o todos los números de videofono del área de Los Ángeles, o los códigos postales de cada ciudad en Norteamérica —y volvió al dormitorio por el resto de su pijama.
    En ese momento, sobre la mano de Lars, el viejo Orville se agitó y habló. Fue extraño; Lars parpadeó cuando el mensaje telepático graznó en su mente, en respuesta a una pregunta que ya había olvidado.
    —Mr. Lars.
    —Sí —dijo él, hipnotizado.
    Orville chirrió mientras desenrollaba sus laboriosos resultados. Aunque planeado como un juguete, Orville no era complaciente. Demasiados componentes habían entrado en su confección para ser sólo un charlatán.
    —Mr. Lars, usted ha planteado una pregunta ontológica. La estructuración lingüística indoeuropea involucrada en ella no ha posibilitado un correcto análisis. ¿Podría repetir su pregunta con otras palabras?
    —No, no lo haré —dijo él, luego de pensarlo un momento.
    Orville quedó en silencio y luego respondió:
    —Mr. Lars, usted es un rábano ensartado.
    No supo realmente si acaso debía reírse.
    —Eso es Shakespeare —dijo, hablando a Maren, que razonablemente vestida ahora, se le había unido y escuchaba también—. Está citando a Shakespeare…
    —Por supuesto. Se atiene a su enorme banco de datos. ¿Qué esperabas, un nuevo soneto? Orville sólo puede entregar lo que ya tiene dentro. Sólo puede seleccionar, no inventar… —sinceramente perpleja, Maren le dijo—: Francamente, Lars, y bromas aparte, pienso que no tienes realmente una mente técnica, y tampoco la menor intelectualidad…
    —Espera —dijo él; Orville tenía más para ofrecer.
    La esfera gimió como frenándose, como un disco de música reduciendo la velocidad.
    —Usted también preguntó: «En qué me he transformado». Se ha transformado en un paria. Un vagabundo sin hogar. Parafraseando a Wagner…
    —¿Richard Wagner? —preguntó Lars—. ¿El compositor?
    —Y dramaturgo, y poeta —le recordó Orville—. Dijo en Siegfried, parafraseando a fin de pintar mejor su situación: Ich hab nicht Bruder, noch Schwester. Meine Mutter… ken Ich nicht. Mein Vater.
    Entonces su acople recibió, integró y aceptó el comentario de Maren; esto cambió sus marchas electrónicas.
    —El nombre de Mr. Lars me ha engañado; pensé que era usted Nórdico. Perdóneme, Mr. Lars. Lo que quise decir es que, como Parsifal, usted es waffenlos, sin armas…, en dos sentidos, el figurado y el literal. No fabrica realmente armas, como pretende su firma oficial. Pero aparte de eso, usted es waffenlos en otro sentido, más vital. Está indefenso. Como Siegfried de joven, antes de que matara al dragón, bebiera su sangre y entendiera la canción del ave…, o como Parsifal, antes de que aprendiera su nombre de las doncellas en flor…, usted es ingenuo. En el peor sentido, quizás.
    —Quieres decir que no es un tonto puro —dijo Maren, más práctica, asintiendo hacia la cabeza—. Vamos, sigue rumiándole; pagué sesenta poscreds por ti.
    Y fue a buscarse un cigarrillo del paquete sobre la mesa de café.
    Orville parecía estar considerando una decisión. Como si pudiera decidir algo, pensó Lars, siendo que, como Maren había indicado, simplemente seleccionaba entre los datos insertados en sus bancos de memoria. Finalmente le dijo:
    —Entiendo qué es lo que usted quiere saber. Se enfrenta a un dilema; ahora mismo está encerrado en él, pero nunca lo ha asumido, nunca lo ha enfrentado.
    —¿Qué es, maldita sea? —exigió él, aturdido.
    —Mr. Lars, usted tiene terror pánico del día en que entre en su oficina de Nueva York, se recueste para entrar en su estado de trance, y sea reanimado luego… sin un bosquejo para mostrar. En otras palabras: teme el día en que pierda su talento.
    Excepto por la respiración ligeramente asmática de Maren al exhalar el humo de su cigarro García & Vega, el cuarto estaba en completo silencio.
    —Caramba —dijo Lars, aplacado.
    Se sintió como un niño pequeño, como si todos sus años de adultez le hubieran sido arrancados de cuajo. Era una misteriosa experiencia. Porque ese juguete, esa novedad, esa perversión de un diseño original de Mr. Lars, Inc… estaba en lo cierto. Sentía temor a la castración. Y nunca se marcharía.
    Orville terminó sopesadamente su declaración:
    —Su dilema consciente en cuanto a la falsedad de los así llamados «diseños de armamento», es una cuestión artificial, espuria. Esto obscurece la realidad psicológica que yace por debajo. Usted sabe perfectamente bien, como cualquier humano en su sano juicio, que no hay absolutamente ningún motivo para producir armas genuinas, ni en el BlokOeste, ni en el ProxEste. La humanidad fue salvada de la destrucción cuando los dos Bloques se encontraron en secreto a nivel plenipotenciario en Fairfax, Islandia, en 1992, para ponerse de acuerdo en el Principio de Aradización, y luego abiertamente en 2002 para ratificar los Protocolos…
    —Es suficiente —dijo Lars, mirando al objeto.
    Orville hizo silencio.
    Yendo a la mesa de café, Lars apoyó en ella la cabecilla, con mano temblorosa.
    —¿Y esto «divierte» a los bocabiertas? —preguntó a Maren.
    —No le lanzan cuestiones de tipo profundo, como tú has hecho. Sólo tonterías y adivinanzas, y preguntas capciosas. Bueno, bueno… —ella lo observó atentamente—. Todo este tiempo hablando y quejándote, gemido tras gemido del tipo «Dios, soy un fraude. Perpetro un terrible engaño sobre los pobres bocabiertas», etcétera… Y toda esa bazofia… —estaba roja de indignación— …era sólo un maldito parloteo.
    —Parece bastante plausible… —acordó Lars, todavía sacudido por la revelación—. Pero yo no lo sabía. No visito a ningún psicoanalista; los odio. Son un fraude, también: Sigmund Fraude.
    Él aguardó, esperanzado, pero ella no rió del chiste.
    —Temor a la castración —dijo ella—. A la pérdida de la virilidad. Lars… temes que, como tus esbozos bajo estado de trance no son diseños para auténticas armas… ¿lo ves, querido elusivo?… temes que esto signifique que eres impotente.
    Él rehuyó su mirada.
    —Waffenlos —dijo— es sólo un eufemismo cortés…
    —Todos los eufemismos son corteses; es para lo que sirven.
    —…para decir «impotente» —concluyó él, y contempló a Maren—. No soy un hombre.
    —En la cama —dijo Maren— eres como doce hombres. Catorce. Veinte. Uau —lo miró fijamente, aguardando a ver si eso lo animaba.
    —Gracias —dijo él—. Pero la sensación de fracaso permanece. Quizás ni siquiera Orville ha penetrado realmente en la raíz del asunto. De alguna manera, el ProxEste está implicado en ello.
    —Pregúntale a Orville —dijo Maren.
    Recogiendo una vez más la cabeza sin rasgos, le dijo:
    —¿Qué es lo que me hace pensar que el ProxEste figura en todo esto, Orville?
    Una pausa mientras el complejo sistema electrónico zumbaba, y luego el aparato respondió:
    —Una pregunta confusa, demasiado al albur. Demasiado imprecisa para responderle lo que desea saber.
    Pero, inmediatamente, Lars lo supo. E intentó erradicar el pensamiento de su mente, porque su amante y compañera de trabajo Maren Faine estaba de pie ahí mismo, leyendo sus pensamientos, en abierto desafío de la ley del Oeste. ¿Lo habría pescado ella…, o Lars lo había borrado a tiempo, sepultándolo en su inconsciente, adonde pertenecía?
    —Bueno, bueno… —dijo Maren, pensativamente—. Lilo Topchev.
    —Sí —reconoció él, fatalista.
    —En otras palabras… —dijo Maren, y la magnitud de su inteligencia, la razón que la había hecho una funcionaria de alto nivel en su organización, se manifestó entonces en toda su dimensión—. En otras palabras, ves la solución al dilema psicosexual de tu esterilidad respecto a los diseños de armas del modo más estúpido posible. Tendría cierto sentido, si tuvieras… digamos, diecinueve años.
    —Iré a consultar a un psiquiatra —dijo él, sin convicción.
    —¿Quieres una buena foto de esa maldita y miserable serpiente comunista? —la voz de Maren era cortante: odio, culpa, acusación, furia, todo mezclado; pero lo bastante clara como para llegarle a través del cuarto y abofetearle con fuerza. Sintió el impacto de lleno.
    —Sí —respondió, estoicamente.
    —Muy bien, te conseguiré una. Oh, lo haré, de veras. No; haré algo aún mejor: te explicaré en palabras simples y breves, así tu pobre cerebro puede comprender, cómo conseguirla; porque, pensándolo mejor, preferiría no implicarme en algo tan… —buscó la palabra, una buena, que golpeara por debajo del cinturón— …tan soez.
    —¿Cómo?
    —Primero, hazte cargo de una cosa: la KACH no te la conseguirá nunca. Si te dieron una foto borrosa, lo han hecho a propósito. Fácilmente podrían haber conseguido una mejor.
    —Me has desorientado.
    —La KACH —dijo Maren, como si le hablara a un niño, y uno a quien se le tuviera compasión— dice de sí misma que es una agencia «desinteresada». Despoja este comentario de su egoísta nobleza y llegarás a la verdad: la KACH sirve a dos amos.
    —Sí —dijo él, comprendiendo—. Nosotros y el ProxEste.
    —Ellos tienen que complacer a ambos, y no ofender a ninguno. Son los fenicios del mundo moderno, los Rothschild, los Fugger. Puedes contratarles para servicios de espionaje, pero lo que consigues es una foto borrosa de Lilo Topchev —suspiró; era tan sencillo, y aún así tuvo que explicarle todo detalladamente—. ¿No te recuerda esto a algo, Lars? Piensa.
    Por fin, él dijo:
    —La foto que Aksel Kaminsky tenía del boceto 265. Era inadecuada.
    —Ah, querido. Ahora lo ves.
    —Y tu teoría es que ésta es su política —dijo él, cuidando que la voz no se le entrecortara—. Entregan lo suficiente como para mantener a ambos bloques satisfechos como clientes, pero no lo bastante como para ofender a uno de ellos.
    —Correcto. Ahora, mira… —se sentó, fumando inquietamente de su cigarrillo—. Yo te amo, Lars, y quiero que sigas siendo mío, para hacerte berrinches y molestarte; adoro molestarte porque te enfadas muy fácilmente. Pero no soy una avara. Como Orville dijo, tu debilidad psicológica es el miedo a perder la virilidad. Sientes lo mismo que a cualquier otro varón mayor de treinta: te haces sólo un poquitín más lento y esto te asusta, sientes la disminución de la fuerza vital. Eres bueno en la cama, pero no tan bueno como la semana pasada o el mes pasado o el año pasado. Tu sangre, tu corazón, tu… Bueno, de todos modos, tu cuerpo lo sabe y entonces tu mente lo descubre. Pero yo te ayudaré.
    —Entonces ayúdame, en vez de perorar —protestó.
    —Te pones en contacto con ese Aksel Kaminsky…
    Él le echó un vistazo. La expresión de su rostro le mostró que quiso decir exactamente eso: ella asentía con sobriedad.
    —…y le dices: Iván… llámalo Iván; eso les molesta. Entonces él puede que te llame Joe o yanqui, pero no te preocupes por ello. «Iván», le dices, «usted quiere conocer detalles sobre el artículo 265. ¿Es correcto, Iván? Bien, mi querido camarada del Este: yo le doy detalles y usted me consigue una foto de la diseñadora de modas de armas, la señorita Topchev. Una foto buena, en colores, tal vez hasta 3D. Tal vez podríais filmarme una secuencia; entonces la pondré a correr, con música de fondo, para llenar mis horas de ocio. Y tal vez incluso tuvierais algunas tomas de ella actuando en esas películas para solteros, en la cual…»
    —¿Tú piensas que él lo hará?
    —Por supuesto que lo hará.
    Lars pensó: Y yo soy quien encabeza la firma; yo doy empleo a esta mujer. Obviamente el próximo año, y dados mis problemas psicológicos, ella… Pero el talento, la capacidad psiónica, me pertenece. Por eso puedo mantenerme por encima.
    Sintió la poca sustancia de su hazaña, sin embargo, en la confrontación con esa mujer, su amante. Ahora que ella lo había sugerido —y expresado en forma tan pintoresca—, el trato con Kaminsky parecía tan obvio… y nunca, nunca lo hubiera imaginado por sí mismo. ¡Increíble!
    Y podía ser que funcionase.

    8

    Pasó la mañana del jueves en Lanferman & Asociados, examinando las maquetas, prototipos e imitaciones que habían reunido los ingenieros, los artistas, los dibujantes, los expertos en poli-algo y los genios de la electrónica y otros locos; la muchedumbre a la que Jack Lanferman pagaba, y en una manera que siempre le pareció excéntrica a Lars.
    Además, Jack Lanferman nunca examinaba a fondo el trabajo hecho para su empresa. Parecía creer que si cada ser humano talentoso era correctamente recompensado, haría siempre lo mejor sin necesidad de estarle encima, sin empujones o patadas o despidos, sin memos entre oficinas, sin nada de eso.
    Y extrañamente, parecía funcionar, porque Jack Lanferman no debía pasarse largas horas en su oficina. Vivía casi constantemente en alguno de sus palacios de placer sibarítico, volviendo a la Tierra sólo cuando era tiempo de presenciar algún producto acabado antes de su lanzamiento público.
    En este caso, lo que había sido fabricado a partir del bosquejo 278 había pasado ya por todas las etapas de revisión y había sido probado. Era, por decirlo así, único. De su parte, Lars Powderdry no sabía si reírse o llorar abiertamente cuando contempló el artículo 278, ahora llamado más siniestramente —para complacer a los bocabiertas, quienes sólo lo conocerían por este título— el Rayo de Conservación Psíquica.
    Sentado en el pequeño cinematógrafo, en algún sitio por debajo de California central, con Pete Freid a un lado y Jack Lanferman al otro, Lars miró la videocinta Ampex del Rayo de Conservación Psíquica en «acción». Dado que era un arma antipersonal, no podía ser usada sobre alguna vieja nave espacial acorazada —grande, pesada y obsoleta—, puesta en órbita para ser hecha pedazos a una distancia de dieciocho millones de kilómetros. El objetivo tenía que ser un grupo de seres humanos. Igual que a todos los demás, a Lars le disgustó este hecho.
    El Rayo de Conservación Psíquica debía secar las mentalidades de una cuadrilla de matones sin valor, que parece que habían sido descubiertos tratando de tomar el control de una pequeña y aislada —en otras palabras, patéticamente indefensa— colonia del BlokOeste en Ganímedes.
    En la pantalla, los tipos malos se paralizaron, anticipando el golpe del instrumento de terror. Valía la pena, pensó Lars. Como drama era satisfactorio, porque los chicos malos habían hecho muchos disturbios en la colonia. Igual que personajes grotescos de un anticuado filme —de los que se veían en los carteles a la entrada de los cines baratos—, los malvados habían rasgado las ropas de las muchachas, golpeado a los ancianos hasta dejarlos irreconocibles, prendido fuego a edificios venerables, igual que soldados borrachos… Habían hecho todo, excepto quemar la biblioteca de Alejandría, con sus dieciséis mil rollos irremplazables e inestimables, incluyendo cuatro tragedias de Sófocles para siempre perdidas.
    —Jack —dijo a Lanferman—, ¿no podrías haberlo montarlo en la antigua Palestina helénica? Tú sabes qué sentimentales son los bocabiertas respecto a ese período.
    —Lo sé —estuvo de acuerdo Lanferman—. Eso es cuando mataron a Sócrates.
    —No exactamente —dijo Lars—. Pero ésa es la idea general. ¿No podrías mostrar a tus androides laseando a Sócrates? Imagina qué escena tan poderosa haría. Por supuesto, habría que agregar subtítulos, o doblarlo al inglés. Entonces los bocabiertas podrían oír las súplicas del viejo…
    Pete murmuró, su mirada absorta en la videocinta:
    —Sócrates no suplicaba; era un estoico.
    —De acuerdo —dijo Lars—. Pero al menos, podría mostrarse preocupado.
    Mientras el filme se esforzaba en informar a su auditorio a través del sereno comentario del mismo Lucky Bagman, se vio al FBI caer en picado para aplicar el artículo 278 por primera vez en la historia. Los chicos malos palidecieron, buscando a tientas sus anticuadas pistolas láser o lo que tuvieran —quizás unos Colt Frontier 44, pensó ácidamente Lars—. De todos modos, era el final para ellos. Y los resultados habrían movido —o en este caso derretido— una montaña.
    El desastre era peor que la caída de la Casa de Atreo, decidió Lars. La ceguera, el incesto, las hijas y hermanas desgarradas por bestias salvajes… ¿Cuál era el peor destino, en el análisis final, que podría acontecer a un grupo de gente? ¿Los campos de concentración nazis? ¿La muerte lenta por inanición, acompañada de palizas, trabajo duro, indignidades arbitrarias y por fin las duchas, que eran realmente cámaras de gas de Zyklon B, cianuro de hidrógeno?
    El artículo 278 no añadía gran cosa al fondo ostentado por la humanidad de técnicas e instrumentos para perjudicar. Aristóteles a gatas, montado como un burro, con un bocado entre sus dientes: tal cosa era lo que el bocabiertas quería; tal era claramente su placer. ¿O acaso era todo una conjetura fundamentalmente incorrecta?
    El BlokOeste —su élite dirigente— creía que la gente se consolaba con esta clase de videos, mostrado —increíblemente— a la hora de la comida, o en las fotos a todo color del periódico leído con el desayuno, para ser ingerido junto con los huevos y las tostadas. A los bocabiertas les gustan las demostraciones de poder porque ellos mismos se sienten impotentes. Esto los animaría a contemplar cómo el ítem 278 hacía carne picada de una cuadrilla de matones que estaban al margen de la sociedad. El 278, un arma con cañón de alta velocidad del FBI, escupió unos dardos termotrópicos, los que encontraron sus objetivos y… y Lars miró a otra parte.
    —Son sólo unos androides —le recordó lacónicamente Pete.
    —Parecen humanos —dijo Lars entre dientes.
    El filme, horrible a ojos de Lars, lanzó un quejido. Ahora los tipos malos deambulaban como vejigas desinfladas, como cáscaras, con la piel deshidratada; no podían ver ni oír. En lugar de un satélite derribado, o un edificio caído o una ciudad derruida, un grupo de sesos humanos habían sido apagados como una vela.
    —Quiero irme de aquí —dijo Lars.
    Jack Lanferman pareció comprenderlo.
    —Francamente, no sé por qué entró usted aquí en absoluto. Salga y bébase una Coca-Cola.
    —Él tiene que mirar —dijo Pete Freid—. Asumir la responsabilidad.
    —Muy bien, de acuerdo —asintió razonablemente Jack, y se encorvó hacia delante para llamar la atención al trastornado Lars, dándole una palmada en la rodilla—. Escuche, amigo mío. Esto no significa que el 278 será alguna vez usado. Tampoco que…
    —Sí que lo es —dijo Lars—. Es lo mismo, si podéis hacerlo. Esperad…, tengo una idea. Mostrad la cinta al revés.
    Jack y Pete se echaron un vistazo entre ellos, luego lo miraron con expectación. Después de todo, uno nunca sabe; hasta un hombre enfermo puede tener una buena idea de vez en cuando. Un hombre temporalmente enfermo.
    —Primero mostráis a esa gente como está ahora —dijo Lars—. Descerebrados, reducidos a máquinas reflejas, tal vez con el ganglio superior de la columna vertebral intacta, nada más. Así es como ellos comienzan. Entonces… el FBI incorpora la calidad esencial de la humanidad de nuevo en ellos. ¿Lo entendéis? ¿Hemos ganado?
    Jack se rió tontamente.
    —Muy gracioso. Tendríamos que llamarlo el Arma Bonificadora Psiónica. Pero no funcionaría.
    —¿Por qué no? —dijo Lars—. Si yo fuera un bocabiertas, sé que esto me consolaría: ver devuelta la humanidad a unos ruinosos descerebrados. ¿No los consolaría, acaso?
    —Pero vea, mi amigo —indicó Jack con paciencia—: si hacemos lo que sugiere, como consecuencia de la aplicación del artículo 278 surgiría una cuadrilla de matones…
    Es cierto. Lars había olvidado eso. Sin embargo, Pete habló al respecto, poniéndose de su lado:
    —No. Si la cinta fuera al revés no saldrían unos matones, porque esas personas apagarían incendios, reconstruirían hospitales, vestirían a unas jóvenes desnudas, restaurarían los lastimados cuerpos de unos ancianos. Y en general, volverían los muertos a la vida, de manera imprevista.
    —Para mirarlo, los bocabiertas hasta dejarían que se les enfriara la comida… —dijo Jack, hablando con carácter definitivo. Con autoridad.
    —¿Qué hace latir a los bocabiertas? —les preguntó Lars. Jack Lanferman debía saberlo; era su trabajo. Vivía gracias a ese conocimiento.
    —El amor —dijo Jack, sin vacilar.
    —Entonces, ¿por qué todo esto? —dijo Lars, señalando a la pantalla. Allí se veía ahora al FBI con los restos de quienes habían sido hombres, rodeándolos en corral al transportarlos, como se conduce a los atontados.
    —El típico bocabiertas —dijo Jack pensativamente, en tono tal que evidenciaba no responder ligeramente, ni en forma frívola— tiene en su mente la certeza de que verdaderamente hay armas como ésta. Aunque no se las mostráramos, creería en su existencia de todos modos. Y lo que teme es que, de alguna manera, por algún oscuro motivo, podrían ser usadas contra él. Tal vez el tipo no pagó a tiempo la licencia de su jet saltador, o hizo trampas con el impuesto sobre la renta. O quizá… quizá sabe, profundamente dentro de sí, que ya no es el mismo inocente que Dios trajo al mundo. Que de algún modo, no totalmente comprendido, se ha corrompido.
    —Merece la pena el artículo 278, considerado de esa manera —dijo Pete, asintiendo con la cabeza.
    —Pero no es así —dijo Lars, infructuosamente—. No merece la pena en absoluto, ni remotamente, lo mismo que el 278, o el 240, o el 210; no importa cuál. Ninguno de ellos merece la pena.
    —Pero el 278 existe —dijo Jack—. El bocabiertas lo sabe, y cuando vea que se usó sobre un ente más incapaz que él, pensará: «Oye… Tal vez me han pasado de largo. Tal vez porque estaban aquellos hijos de puta, aquellos bastardos del ProxEste, no han apuntado el 278 hacia mí, y entonces puedo escapar de la tumba…, en lugar de que me toque este año, tal vez dentro de cincuenta años». Lo cual significa…, y éste es el quid, Lars, que no tiene que preocuparse ahora mismo de su muerte. Aún puede autoconvencerse de que no morirá nunca.
    Después de una pausa, Pete comentó, sombrío:
    —El único acontecimiento que realmente los tranquiliza, y les hace creer que van a sobrevivir, es ver que otro sufre en su lugar. Que otro más tonto ha muerto por ellos.
    Lars no dijo nada. ¿Qué debía decir? Sonaba lógico; tanto Pete como Jack estaban de acuerdo, y eran dos profesionales: adiestraron racionalmente sus capacidades, mientras que él —como Maren había indicado— era sólo un sabio idiota. Tenía un talento, pero para ello no había tenido que estudiar nada, absolutamente nada. Si Pete y Jack declaraban tal cosa, todo lo que él podía hacer era aceptarlo.
    —El único error que alguna vez se cometió en el campo de las armas de destrucción masiva —dijo Jack—, fue esa locura de mediados del siglo XX, el arma universal. La bomba que hacía reventar a todos. Fue un verdadero desatino, y la cosa había ido demasiado lejos; hubo que dar marcha atrás. Entonces desarrollamos las armas tácticas. Se han ido especializando más y más, sobre todo las psicoarmas, aquellas que eligen su objetivo y atacan emocionalmente. Me entusiasman las psicoarmas; entiendo la idea. Pero la localización: ésa es la esencia —para hacer mayor efecto, usó su torpe acento étnico—: Usté no pué ganá, Mista Lars, señó, cuando tiene un arma que puede aniquilá a tó el mundo, aunque abunde el terror. Usté sólo tiene… —sonrió con superioridad de conocedor— …sólo tiene el martillo con el cual aplastará su propia cabeza.
    El acento y el humor desaparecieron cuando dijo:
    —La bomba H fue un error monstruoso, de una lógica enferma. El producto de un demente paranoico.
    —No hay dementes así en estos tiempos —dijo Pete, silenciosamente.
    —Al menos, por lo que sabemos —dijo Jack al instante.
    Los tres se miraron uno al otro.

    Del otro lado del continente, Surley G. Febbs decía:
    —Un boleto de ida, primera clase a Festung Washington DC, señorita; para el cohete expreso 66-G, asiento de ventanilla. Rápido, por favor —y presentó prolijamente un billete de noventa poscreds sobre la superficie de cobre, delante de la empleada de TWA.

    9

    Por detrás de Surley G. Febbs, en la línea frente a la ventanilla de la TWA, un tipo corpulento y bien vestido, un hombre de negocios, decía al individuo detrás de él:
    —Mire esto. Eche una ojeada a lo que sucede por arriba de nuestras cabezas en este mismo momento. Un nuevo satélite en órbita, y es de ellos, no nuestro —y para mostrar aquello de lo que hablaba, buscó la primera página de su periódico de la mañana.
    —Por Cristo —dijo el hombre de atrás, diligentemente.
    Naturalmente Surley G. Febbs, mientras esperaba su boleto a Festung Washington DC, escuchó. Naturalmente.
    —Me pregunto si será un erizo —dijo el corpulento hombre de negocios.
    —No creo —el otro individuo sacudió su cabeza enérgicamente—. Si así fuera, nos opondríamos. ¿Supone usted que un hombre de la estatura del general George Nitz permitiría tal cosa? Elevaríamos una protesta oficial tan rápido que…
    Girándose, Surley Febbs dijo:
    —¿Una protesta? ¿Bromeáis, acaso? ¿Es ésa la clase de líderes que tenemos? ¿Realmente creéis que lo que hace falta son palabras? Si el ProxEste lanza un satélite sin registrarlo oficialmente de antemano en el SINK-PA, hemos de… —gesticuló— ¡blam! Tirarlo abajo.
    Recibió su boleto y vuelto de la empleada, y siguió su camino.
    Más tarde, en el expreso —sector de primera clase, asiento junto a la ventanilla— se encontró sentado al lado del corpulento y bien vestido hombre de negocios. Luego de pocos segundos —el vuelo total duraba unos quince minutos— reanudaron su solemne conversación. Pasaban ahora sobre Colorado, y podrían haber apreciado brevemente las Rocosas debajo; pero debido a la importancia de su discusión no hicieron caso de aquella vista. Las montañas estarían allí, como siempre, pero ellos ya no. Sin embargo, esto era más urgente.
    —Erizo o no, cada MSL del PE es un RG —dijo Febbs.
    —¿Eh? —dijo el corpulento hombre de negocios.
    —Cada misil del ProxEste es un riesgo. Están ahí por algún motivo —por algo malo, se dijo a sí mismo, y echó un vistazo al periódico del hombre corpulento—. De modo que es de un tipo nunca antes visto. Dios sabe lo que eso podría contener. Francamente, creo que deberíamos dejar caer un Petardo Basura sobre Nueva Moscú.
    —¿Pe-petardo Basura? ¿Qué es eso?
    Con aire de superioridad, porque comprendía que un hombre común no podría haber hecho su investigación en la Bibliopub, Febbs le informó:
    —Es un misil que estalla en la atmósfera. Atmósfera, del sánscrito atmen, «aliento». La palabra «sánscrito» proviene de samskrta, significando «cultivado», que es sama, «igual», más kr, «hacer», y krp, «formar». Bien… estalla en la atmósfera, de todos modos, encima del CP, centro poblacional, a que es apuntado. Colocamos un Judas Iscariote IV encima de Nueva Moscú, preparamos el amplificador de estallido para un diámetro de un kilómetro, y abajo llueven minas miniaturizadas HMS, que significa «homeostáticas»…
    Era difícil comunicarse con el hombre ordinario. Sin embargo, Febbs hizo todo lo posible por expresarse en términos que esa corpulenta nulidad —ese Nul— pudiera comprender.
    —Son del tamaño de globos hechos con goma de mascar. Van a la deriva por la ciudad, sobre todo en los grupos de deptos. ¿Usted sabe lo que es un depto, verdad?
    —Vivo en uno —masculló el corpulento hombre de negocios.
    Febbs, impasible, prosiguió con su útil exposición.
    —Las minas son Cams, es decir camaleónicas; se camuflan, copiando el color de aquello sobre lo que aterrizan; es muy difícil descubrirlas a cierta distancia. Allí yacen hasta el anochecer, digamos alrededor de las diez de la noche.
    —¿Cómo saben cuándo son las diez? ¿Cada mina tiene su reloj de pulsera? —el tono del corpulento hombre de negocios era ligeramente socarrón, como si sospechara que Febbs lo estaba embaucando.
    —Por la pérdida de calor en la atmósfera —dijo Febbs, con masiva condescendencia.
    —Ah.
    —Aproximadamente a las diez, todo el mundo está dormido…
    Febbs disfrutó con el pensamiento de esta arma estratégica en acción, se regodeó de su precisión. Era un camino difícil el que esa arma recorría, arduo y estrecho como la puerta a la salvación: estéticamente muy satisfactorio. Se podía disfrutar sabiendo que existía ese Petardo Basura, aunque realmente aún no estuviera en operación.
    —Bien —dijo el hombre corpulento—. ¿Qué pasa a las diez de la noche?
    —Comienza todo —dijo Febbs—. Cada bola, perfectamente camuflada, comienza a emitir un sonido —miró al hombre corpulento a la cara.
    Obviamente ese ciudadano no se molestaba en leer SemanArmas, la inforev dedicada exclusivamente al armamento: fotos, artículos y, hasta donde era posible, especificaciones, tanto para las del BlokOeste como las del ProxEste. Probablemente los datos de las armas enemigas eran conseguidos por medio de alguna agencia de espionaje; vagamente había oído de algo llamado KACH, KUCH o KECH. Febbs había acumulado diez años completos de la SemanArmas, con las tapas y contratapas intactas; era un archivo inestimable.
    —¿Qué tipo de sonido?
    —Un sonido horriblemente molesto. Un zumbido exasperante, como… Bueno, tendría que oírlo usted mismo. El punto es que le mantiene despierto. Y no sólo un poco despierto, sino bien despierto. Una vez que el ruido de un Petardo Basura llega a usted…, por ejemplo, si una de las bolas está sobre la azotea de su edificio de deptos, usted ya no duerme más. Y luego de cuatro días sin dormir —chasqueó sus dedos—, ya no puede realizar su trabajo. Y no es bueno para nada ni nadie, ni siquiera para usted mismo.
    —Fantástico.
    —Y como hay muchas posibilidades de que las bolas cayeran y se camuflaran en los alrededores del chalé de un miembro del SeRKeb, tal cosa podría significar el colapso de ese maldito gobierno.
    El hombre corpulento dijo, con un rastro de preocupación:
    —Pero… ¿no tienen ellos unos implementos igualmente siniestros? Quiero decir…
    —Oh, el ProxEste respondería, naturalmente —dijo Febbs—. Probablemente probarían su Aislador Hoyo de Ovejas.
    —Ah, sí —dijo el corpulento hombre de negocios, asintiendo—. He leído sobre eso. Lo usaron el año pasado, cuando se rebeló su colonia en Io.
    —En el Oeste nunca se ha olido la aplicación irritante del Aislador Hoyo de Ovejas. Dicen que desafía toda descripción —dijo Febbs.
    —Leí en algún sitio que semeja el hedor a ratas muertas…
    —Es mucho peor. Tengo que admitir que realmente tienen algo ahí. Baja en forma de rocío de un satélite Juliano el Apóstata tipo VI, y humedece un área de hasta quince kilómetros cuadrados, según dicen. Y dondequiera que cae penetra intermolecularmente, y no puede ser erradicado, ni siquiera por el SupDisolv-X, el nuevo detergente que tenemos. Nada sirve.
    Hablaba tranquilamente, demostrando hacer frente a esa psicoarma sin temores. Era un hecho de la vida, como ir regularmente al dentista: el ProxEste la poseía, y podía usarla. Pero hasta ese peligroso Aislador Hoyo de Ovejas habría de enfrentarse pronto con algo del BlokOeste que fuera aún más eficaz.
    Febbs podía imaginarse el efecto del Aislador Hoyo de Ovejas sobre los ciudadanos de Boise, Idaho. Despertarían en medio del hedor, y estaría penetrado en todas partes, arriba y adentro de los edificios, en los vehículos de superficie, los sub y supra, en las autofacs… y el hedor expulsaría de la ciudad por completo al millón de personas. Boise se convertiría en una ciudad fantasma, habitada sólo por los sonrientes mecanismos autonómicos, libres de la maldición gracias a su carencia de olfato.
    Esto lo hizo detenerse y pensar.
    —Pero no lo usarán —decidió Febbs, en voz alta—, porque podríamos responder, para el caso, con…
    Exploró la increíblemente extensa colección de datos incrustada en su mente. Podía imaginar una variedad de ComerciArmas que harían palidecer al Aislador Hoyo de Ovejas.
    —Intentaríamos —dijo con decisión, como si la cosa dependiera realmente de él— con el Distorsionador de Notificaciones Civiles.
    —Por amor de Cristo, ¿qué es eso?
    —La solución final, en mi opinión, en armas OA —dijo Febbs.
    OA era el término esotérico usado en los círculos de armas del BlokOeste —como el Comité al que ahora (loado sea Dios en su sabiduría) pertenecía— para significar Ojo de Aguja. Y la ojoagujificación era la dirección fundamental que las armas habían estado siguiendo por cerca de medio siglo. Significaba, simplemente, armas con el efecto más preciso concebible. En teoría, era posible imaginar un arma aún no construida —probablemente sin haber sido tranceada por el mismo Mr. Lars, todavía— que mataría a un individuo dado, en un instante dado, en una intersección dada, en una ciudad particular en el ProxEste. O tal vez en el BlokOeste, en realidad. ProxEste, BlokOeste, ¿qué diferencia había? Lo único importante sería la existencia del arma en sí misma. El arma perfecta.
    Dios, con qué claridad la concebía en su propia mente… Uno se sentaría… Él se sentaría en un cuarto. Ante sí, un panel de instrumentos con diales… y un único interruptor. Leería los diales, haría los ajustes. Tiempo, espacio, la sincronicidad de los factores dimensionales se movería hacia la fusión. Y Gafne Rostow —que era el nombre común para el ciudadano enemigo medio— se movería enérgicamente hacia aquel punto, para llegar a tiempo. Él —Febbs— presionaría el botón, y Gafne Rostow… hum… ¿Desaparecería? No, eso era DeMag. Demasiado mágico. No estaba de acuerdo con la situación real. Gafne Rostow —un burócrata menor de un ministerio temporal del Gobierno Soviético, de bajo presupuesto; alguien con una oficina pequeña, un escritorio y un sello de goma— no desaparecería: sería convertido.
    Esta era la parte que hacía temblar de gusto a Febbs. Incluso lo hizo ahora, causando que el corpulento hombre de negocios a su lado levantara una ceja y se apartara ligeramente.
    —Convertido… —dijo Febbs— en una alfombra.
    El corpulento hombre de negocios lo miró fijamente.
    —Una alfombra —repitió Febbs, con irritación—. Como se hace con las pieles de oso… ¿No lo entiende? ¿O la tradición judeocristiana ha perjudicado su juicio? ¿Qué clase de patriota es usted?
    —Yo soy un verdadero patriota —dijo el corpulento hombre de negocios, puesto a la defensiva.
    —Con ojos de vidrio —dijo Febbs—. Símil natural. Por supuesto, si no tuviera buenos dientes, regulares y blancos…, o si hubiera rellenos antiestéticos o no se pudieran quitar las manchas amarillas, podría ser una alfombra plana… —la cabeza podría desecharse, pensó.
    El corpulento hombre de negocios sumergió, con inquietud, la cabeza en su periódico.
    —Le daré la pauta —dijo Febbs— sobre el Distorsionador de Notificaciones Civiles. Esto es OA, pero no el terror. No es terminal. Quiero decir que no mata. Pertenece a la clase Conf.
    —Sé lo que eso significa —dijo apresuradamente el corpulento hombre de negocios, manteniendo los ojos fijos en el periódico. Obviamente no quiso seguir la discusión, por motivos que escaparon a Febbs. Quizás, supuso, el hombre se sintió culpable de su ignorancia sobre este tema vital—. Significa confusión. Desorienta.
    —El Distorsionador de Notificaciones Civiles —dijo Febbs— basa su operación en la exigencia de la sociedad actual de que cada formulario oficial tenga que ser microrregistrado en trip, cuad o quin. Tienen que llenarse tres, cuatro o cinco copias, según el caso. El arma funciona de una manera relativamente sencilla. Todas las microcopias, luego de ser fotocopiadas, son transmitidas por cable coaxial a depósitos de archivos, generalmente subs y lejos de los CPs, para mantenerse a salvo en caso de una guerra de gran alcance. Usted sabe, para que sobrevivan. Quiero decir, los archivos tienen que sobrevivir.
    »Bien, el Distorsionador de Notificaciones Civiles es lanzado tierra-a-tierra, digamos de Terranova a Beijing… He elegido Beijing porque es el CP de mayor concentración civil de SurAsia, para aquella mitad del ProxEste; de allí es de donde proviene la mitad de sus archivos. El arma cae y golpea el suelo, enterrándose en cuestión de microsegundos, quedando fuera de la vista; no deja ningún rastro visible. Inmediatamente lanza seudópodos que registran la subsuperficie hasta que se ponen en contacto con un TransCoax de datos. ¿Lo ve?
    —Hum… —dijo el corpulento hombre de negocios, sin entusiasmo, tratando de leer—. Oiga, el diseño de este nuevo satélite sugiere que posiblemente…
    —Y el Distorsionador funciona a partir de aquel instante, en un modo tal, que la palabra «inspirado» no es excesiva —continuó Febbs—. Actúa desvirtuando la integridad de los datos, las unidades de mensaje fundamentales, de modo que ya no estén de acuerdo. En otras palabras, la copia dos del documento original ya no puede ser sobrepuesta exactamente a la copia uno. La copia tres discrepa con la copia dos en un orden más alto de deformación. Y si existe una cuarta copia, es reconstruida, para que…
    —Si usted conoce tanto sobre armas —cortó con desagrado el corpulento hombre de negocios—, ¿por qué no está en Festung Washington DC?
    Surley G. Febbs dijo, con una leve sonrisa:
    —Allá voy, amigo mío. Espere y verá. Ya oirá hablar de mí. Recuerde el nombre de Surley G. Febbs. ¿Lo tiene? Surley Febbs. Con f, como en farol .
    El corpulento hombre de negocios dijo:
    —Sólo quisiera saber una cosa; aparte de ello, francamente, Mr. Febbs, con f de farol, no quiero oír más. Usted dijo que los quería convertir en «alfombras». ¿Qué motivo tiene? ¿Por qué alfombras? «Ojos de vidrio», dijo también. Y algo sobre «símil natural» —con inquietud, con tangible aversión, dijo—. ¿Qué es lo quiso decir?
    —Lo que quiero decir —dijo Febbs suavemente— es que algo debería quedarnos como recordatorio. Para saber que lo que se buscaba, se consiguió —buscó y encontró el término apropiado, el que expresaba sus emociones, su intención—: Como un trofeo.
    —Aterrizaremos ahora en el aeropuerto Abraham Lincoln —barbotó el altavoz—. Se encuentran disponibles, por un leve costo adicional, viajes superficiales a Festung Washington DC, a treinta y cinco millas al este; conserve su boleto a fin de tener derecho a la rebaja tarifaria.
    Febbs echó un vistazo a la ventana por primera vez durante el viaje y vio debajo de él, muy contento, su nuevo domicilio, el enorme CP que era la capital del BlokOeste. La fuente de la cual emanaba toda autoridad… Autoridad que él compartía ahora.
    Y con los proverbiales recursos de su conocimiento, la situación mundial mejoraría rápidamente. Podía preverlo claramente, sobre la base de la conversación que había mantenido en el vuelo.
    Esperen a que me siente, se dijo, en las reuniones a puerta cerrada de la Junta Directiva de Seguridad, en el Kremlin subsup, con el General Nitz y Mr. Lars y el resto de los muchachos. El equilibrio de fuerzas entre el Este y el Oeste va a cambiar radicalmente. Y se enterarán de ello en Nueva Moscú, Beijing y La Habana.
    La nave, silbando por sus retrojets, comenzó a descender.
    Pero, ¿cómo puedo realmente servir mejor a mi Bloque?, se preguntó Febbs. No va a ser recibiendo la sexta parte del trabajo, ese único componente del arma sobre el que cada Consumotipo tiene injerencia para aradizar. Eso no es suficiente para mí; no después de esta conversación. Me ha hecho ver las cosas más claramente. Soy un experto superior en armas… aunque no tenga un grado formal de alguna universidad, o de la Academia Militar del Aire en Cheyenne. ¿Aradización? ¿Es todo que puede ofrecer al Bloque un talento como el mío… tan excepcional, que se tendría que buscar desde el Imperio romano y antes aún, para encontrar su igual?
    Infiernos, no, se dijo. El aradizado es tarea para el Hombre Medio. Me han seleccionado para ello, según la computadora y las estadísticas; pero yo soy Surley Grant Febbs, como ahora mismo le he dicho a este hombre a mi lado. Hay muchos Hombres Medios, y seis de ellos siempre se sientan en el Comité. Pero hay sólo un Surley Febbs.
    Yo quiero el arma completa.
    Y cuando vaya allí y me siente con ellos oficialmente, voy a poner mis manos sobre el asunto. Más allá de que les guste o no.

    10

    Cuando Lars Powderdry y los demás salieron del microcine donde había sido expuesta la videocinta del artículo 278, un individuo que vagabundeaba se acercó a ellos.
    —¿Mr. Lanferman? —jadeante, mal vestida, de ojos saltones y cuerpo como balón de rugby, la rota figura acarreaba un enorme estuche de muestras. Se interpuso en el camino de Jack, bloqueando toda fuga posible—. Sólo un minuto. Desearía comentarle un par de cosas, ¿me permite?
    Uno de los dolores de cabeza permanentes de Lanferman era tener un encuentro con operadores marginales como este hombre, Vincent Klug. Dadas las circunstancias, era difícil saber a quien compadecer más: si a Jack Lanferman —importante, poderoso y bien pagado, muy ocupado, sin un momento para desperdiciar; reconocido hedonista, todo su tiempo libre era dedicado al placer físico— o a Klug.
    Durante años, Vincent Klug había estado derivando. Sólo Dios sabía cómo se había ganado el acceso a la parte subsup de Lanferman & Asociados. Probablemente alguien en un puesto menor, movido a compasión, le hubo abierto la puerta unas pulgadas; reconociendo que si no lo dejaba entrar, Klug terminaría siendo una peste: no se rendiría nunca. Pero este acto de compasión —bastante egoísta en sí mismo— por parte de uno de los intrascendentes empleados superficiales de Lanferman simplemente transfirió el problema del parásito a un nivel inferior… literalmente. O superior, si se lo tomara figuradamente, porque ahora Klug se había posicionado como para molestar directamente al jefe.
    En opinión de Klug, el mundo necesitaba juguetes. Ésta era su respuesta a cualquier dilema que encararan los miembros serios de la sociedad: la pobreza, los desquiciados delitos sexuales, la senilidad, los genes alterados por la sobreexposición a la radiación… Mencionad el problema, y Klug abrirá su enorme cajón de muestras y os mostrará la solución. Lars había oído al juguetero exponer en varias ocasiones el siguiente razonamiento: la vida es siempre insoportable, y por lo tanto debía ser mejorada. No podía ser vivida realmente, como una cosa en sí misma. Tenía que haber alguna salida. La higiene mental, moral y física lo exigía.
    —Observe esto, por favor —dijo resollando Klug a Jack Lanferman, que se había detenido con indulgencia, por el momento al menos.
    Klug se arrodilló y depositó una pequeña figura sobre el suelo del pasillo. Con gran velocidad añadió una tras otra, hasta que una docena de miniaturas quedó formando un grupo, y luego les presentó la pequeña maqueta de una ciudadela.
    Sin duda, la ciudadela era una fortaleza armada. No tenía un aspecto arcaico —no era, por ejemplo, un castillo medieval—, pero tampoco contemporáneo. Era algo imaginario, y Lars se sintió intrigado.
    —Este juego en particular —explicó Klug— se llama Captura. Ésos de ahí —señaló la docena de figuras en el piso, que Lars supuso serían soldados uniformados de una manera rara— quieren entrar. Y esto —Klug indicó la ciudadela— no permite que pasen. Si cualquiera de ellos, sólo uno, logra introducirse, el juego acaba y los atacantes ganan. Pero si el Monitor…
    —¿El qué? —dijo Jack Lanferman.
    —Esto —acarició la ciudadela afectuosamente—. Me pasé seis meses diseñándolo. Si el Monitor destruye a los doce soldados que lo atacan, entonces los defensores han ganado. Ahora bien…
    De su cajón de muestras retiró otro artículo.
    —Este es el nexo por el cual el jugador hace funcionar a los atacantes, si ha elegido ese lado, o al Monitor, si elige defender.
    Le ofreció los objetos a Jack, quien, sin embargo, declinó tomarlos.
    —Bien —asintió Klug, filosóficamente—, de todos modos, éste es un espécimen que hasta un niño de siete años puede programar. Puede aceptar hasta seis jugadores, por turnos.
    —De acuerdo —dijo con paciencia Jack Lanferman—. Ha construido un prototipo. Ahora, ¿qué quiere que haga yo?
    —Quisiera que analizara cuánto costaría esto para la autofac —dijo Klug, rápidamente—. En lotes de quinientos. Como lanzamiento. Y me gustaría que fuera construido en sus facs, porque son las mejores del mundo.
    —Eso lo sé —dijo Lanferman.
    —¿Lo hará usted?
    —Usted no puede permitirse el pagar mis honorarios para que yo analice el coste de este artículo —dijo Lanferman—. Y aun si consiguiera el dinero necesario, no podría luego presentar el adelanto mínimo para poner mis facs a fabricar cincuenta de éstos, no ya quinientos. Usted sabe eso, Klug.
    Tragando saliva, transpirando, Klug vaciló y luego dijo:
    —¿No es bueno mi crédito, Jack?
    —Todo crédito es bueno. Cualquier crédito sirve. Pero usted no tiene ninguno. Usted no sabe siquiera lo que significa esa palabra. Crédito significa…
    —Sé lo que significa —interrumpió Klug—. Significa la capacidad de pagar más tarde lo que se compra ahora. Pero si yo tengo quinientos de estos juegos listos para entrar al mercado en otoño…
    —Déjeme preguntarle algo —lo interrumpió Jack.
    —Por supuesto, Mr. Lanferman.
    —¿Qué método concibe usted, en ese extraño cerebro suyo, para hacerle publicidad? Este sería un artículo de alto coste a cualquier nivel, sobre todo en la venta al por menor; no podría colocar la mercancía a través de un representante de las cadenas de autodeptos. Tendría que ser dirigido a las familias de clase Cog, y ser anunciado por PubliCogs. Y todo eso es muy costoso.
    —Hum —dijo Klug.
    Lars habló:
    —Klug, permítame preguntarle algo.
    —Pero por supuesto, Mr. Lars… —Klug extendió sus manos con avidez.
    —¿Cree francamente que un juego de guerra constituye un producto moralmente adecuado para un niño? Dígame, ¿cómo encaja esto en aquella teoría suya sobre «mejorar» las iniquidades del mundo moderno?
    —Ah, espere… —dijo Klug, levantando las manos a la defensiva—. Un momento, Mr. Lars…
    —Espero —aguardó.
    —A través de Captura, el niño aprende la inutilidad de la guerra.
    Lars lo observó escépticamente. Un rábano si lo hace, pensó.
    —Se lo aseguro, de veras —Klug balanceó enérgicamente la cabeza al asentir—. Escuche, Mr. Lars… conozco bien el asunto. Admito que, temporalmente, mi firma está en bancarrota, pero todavía tengo el conocimiento. Entiendo lo que sucede, y soy comprensivo. Créame. Soy realmente muy, muy comprensivo; no podría estar más de acuerdo con lo que estáis haciendo. Francamente.
    —¿Qué es lo que estoy haciendo?
    —No hablo particularmente de usted, Mr. Lars, aunque sea usted uno de los principales…
    Klug peleó urgentemente por expresar sus fervientes ideas, ahora que había capturado un auditorio. Para él, supuso Lars, un auditorio consistía en un grupo de gente por encima de cero personas, y de una edad de dos años, al menos. Cogs y bocabiertas igualmente; Klug se hubiera conformado con cualquiera. Porque lo que conseguía, lo que buscaba, era ser considerado importante.
    —Mire… le sugiero algo, Klug: haga un modelo de algún juguete simple —le dijo Pete Freid; su tono era gentil—. Algo que las redes de autodeptos puedan vender por un par de monedas. Con una parte móvil, como mucho. Podrías adelantar unos miles para eso, ¿no es así, Jack? Si el caballero hiciera un diseño realmente simple… —se volvió a Vincent Klug y le dijo—: Páseme unas especificaciones y construiré el prototipo, y tal vez consiga un análisis de los costes… —rápidamente explicó a Jack—. Quiero decir, durante mi propio tiempo, por supuesto.
    Suspirando, Lanferman dijo:
    —Bien, de acuerdo; puedes usar nuestros talleres. Pero… por favor, no te esfuerces tratando de rescatar a este tipo. Klug estaba en el negocio de juguetes antes de que tú salieras del colegio, y ya entonces era un maldito fracaso. Ha tenido muchas oportunidades, y ha fallado en todas.
    Klug contempló melancólicamente el suelo.
    —Soy uno de los principales… ¿qué? —le preguntó Lars.
    Sin levantar la cabeza, Klug dijo:
    —Uno de los principales reconstructores y restituyentes de nuestra enferma sociedad. Y usted, que es un bien tan escaso, debería ser protegido.
    Después de un pertinente intervalo, Lars, Pete Freid y Jack Lanferman aullaron de risa.
    —Muy bien —dijo Klug.
    Con un miserable y filosófico abatimiento, como de perro apaleado, comenzó a recoger sus diminutos soldados y su ciudadela Monitor. Parecía cada vez más melancólico y desinflado, y que fuera a marcharse… algo que, por ser de quien se trataba, era insólito. Realmente fuera de lo común.
    Lars intentó explicar:
    —No interprete nuestra reacción como…
    —No os he malentendido —dijo Klug, con voz distante—. La última cosa que cualquiera de vosotros quisiera oír es que no sois de los que consienten las inclinaciones enfermas de una sociedad depravada. Es más fácil para vosotros fingir que habéis sido comprados por un sistema pernicioso.
    —Nunca oí lógica tan extraña en mi vida —dijo Jack Lanferman, sinceramente perplejo—. ¿Y tú, Lars?
    —Creo que entiendo lo que intenta decir, aunque él no es capaz de expresarlo correctamente en palabras. Dice que porque estamos en diseño y fabricación de armas sentimos que tenemos que mostrarnos duros. Ése es nuestro deber, como dice el Libro: quien inventa y pone en práctica dispositivos que matan a otros debería ser cínico. El problema es que nosotros somos personas dignas de afecto.
    —Sí —dijo Klug, cabeceando—. Ésa es la palabra. El afecto, el amor es la base de vuestras vidas, de los tres. Todos lo expresáis, pero sobre todo usted, Mr. Lars. Compárese a la policía y los militares, que son los verdaderos detentores del poder… Comparad vuestras motivaciones a las de la KACH en particular, y al FBI y a la KVB, al SeRKeb y a la SegNac. La base de vuestras vidas…
    —La irritación gastrointestinal es la base de mi vida —dijo Pete—. Sobre todo desde el último sábado por la noche.
    —Yo tengo problemas de colon —dijo Jack.
    —Yo sufro una infección urinaria crónica —dijo Lars—. Las bacterias se siguen formando, en particular si bebo demasiado jugo de naranja.
    Abatido, Klug cerró su enorme estuche de muestras.
    —Bien, Mr. Lanferman —dijo al retirarse, combado por el peso del cargado estuche, como si el aire se escapara despacio de él—. Aprecio el tiempo que me ha dedicado.
    —Recuerde lo que le he propuesto, Klug —acotó Pete—. Déme algo con sólo una parte móvil y yo…
    —Muchas gracias —dijo Klug y, con una especie de vaga dignidad, giró la esquina del pasillo. Se había ido.
    —Un desquiciado —dijo Jack, después de una pausa—. Mira lo que Pete le ofreció: su tiempo y habilidad. Y le he permitido usar nuestros talleres. Y sin embargo, se retira… —Jack sacudió la cabeza—. No lo comprendo. No entiendo realmente lo que hace andar a ese tipo. Después de todos estos años…
    —¿Somos realmente dignos de afecto? —preguntó el alto Pete—. Lo digo en serio; quisiera saberlo. Bueno, alguien diga algo.
    La respuesta final e irrefutable vino de Jack Lanferman:
    —¿Qué demonios importa eso? —dijo.

    11

    Pero realmente sí importaba, pensó Lars, mientras tomaba el expreso de alta velocidad desde San Francisco a su oficina en Nueva York. Desde siempre, dos principios han gobernado la historia; el primero el poder, y aquel que Klug había mencionado: el principio que cura, comúnmente llamado amor.
    Examinó reflexivamente la tardía edición del periódico que la azafata había puesto ante él. Tenía un titular grande: Nuevo sat no ProxEste, dice SeRKeb; especulación mundial origen. SegNac NU-O llamado a indagatoria.
    Quien había solicitado la indagatoria, descubrió Lars, era una organización oscura y misteriosa, llamada Senado de los Estados Unidos. Su portavoz, una sombra llamada Presidente Nathan Schwarzkopf. Como pasaba con la Liga de Naciones, tales organismos se habían perpetuado, aunque habían dejado de ser importantes.
    Y en la URSS, una entidad igualmente insustancial llamada el Soviet Supremo había ladrado ya con nerviosismo para que alguien pusiera suficiente interés en el nuevo satélite; era sólo uno entre más de setecientos, pero todavía uno muy particular.
    —¿Puedo hacer un llamado? —preguntó Lars a la azafata de la nave.
    Un videofono fue traído y conectado a su asiento. Se dirigió a la pantalla de ingreso del panel de comunicaciones de Festung Washington DC.
    —Deseo hablar con el General Nitz.
    Dio su código de Cog —las veinte cifras completas—, e insertó su pulgar para la verificación en la ranura del videofono. El dispositivo analizó y transmitió su huella y, en el panel de comunicaciones del Kremlin subsup, el circuito autonómico lo pasó obedientemente al funcionario humano que estaba primero en la larga progresión que actuaba como barrera entre el General Nitz y… bien, el mundo real.
    Cuando el expreso había comenzado su planeo, descendiendo lentamente hacia la pista de Wayne Morse, en Nueva York, Lars finalmente fue atendido por el general Nitz.
    En la pantalla se materializó su cabeza de zanahoria: amplia en la cima, estrechándose hacia abajo, con sus ojos horizontales y muy avellanados, y ese pelo gris que parecía —y bien podría estar— engomado en el lugar, de tan artificial que se veía. Y luego, enganchado en la restricción debajo de la tráquea, ese maravilloso cuello de aro duro como el hierro, impregnado de insignias. Las medallas de su pecho, aún más impresionantes de contemplar, no eran visibles; quedaban fuera del objetivo de la videocámara.
    —General —dijo Lars—, asumo que el Comité está sesionando. ¿Debo ir allí directamente?
    Sardónicamente —era su modo natural de hablarle—, el General Nitz ronroneó:
    —¿Para qué, Mr. Lars? Dígame para qué. ¿Había tenido quizá la intención de alcanzarlos flotando hacia el techo de la cámara del ComSeg, o brindando mensajes espiritistas, golpe a golpe en la mesa de conferencias?
    —¿Alcanzarlos? —dijo Lars, desconcertado—. ¿A quiénes, general?
    El general Nitz colgó sin contestarle. La pantalla ciega afrontó a Lars como un vacío que repetía el tono de voz de Nitz.
    Por supuesto, reflexionó, en una situación de tal magnitud él no contaría. El general Nitz tenía demasiados problemas para además tener que preocuparse por él.
    Sacudido de pronto, Lars se echó hacia atrás en su asiento. El aterrizaje había sido bastante áspero y apresurado, como si el piloto estuviera impaciente por volver al cielo. Ahora no sería momento adecuado para contactar con el ProxEste, pensó secamente. Estarían probablemente tan nerviosos y ocupados como la SegNac NU-O, o más… si era cierto que no habían sido ellos quienes lanzaron aquel satélite. Y era evidente que les creíamos.
    Y ellos, a cambio, nos creen a nosotros… Gracias a Dios, aún podemos comunicarnos a tal grado. Indudablemente, ambos bloques han debido comprobar lo menudo: Francia, Israel, Egipto y los turcos. Entonces, no es ninguno de ellos tampoco. Entonces, no es nadie. Q.E.D.
    Cruzó a pie el campo de aterrizaje —lleno de corrientes de aire— y llamó a un saltador autonómico.
    —¿Su destino, señor o señora? —preguntó el coche saltador cuando trepó en él.
    Era una buena pregunta. No sentía deseos de ir a Mr. Lars, Inc. Más allá de lo que fuera, eso que giraba en el cielo afectaba sus actividades comerciales; afectaría hasta las actividades del Comité, claramente. Podría hacer que el saltador lo llevara todo el camino hasta Festung Washington DC, que era donde probablemente él debía estar, a pesar del sarcasmo del General Nitz. Después de todo, él era un miembro auténtico del Comité, y cuando se abría una sesión formal debía estar presente por derecho. Pero allí no era necesario, comprendió. Era tan simple como eso.
    —¿Sabe dónde hay un buen bar? —preguntó al coche.
    —Sí, señor o señora —contestó el circuito autonómico del saltador—. Pero son las once de la mañana. Sólo un borracho perdido bebe a las once de la mañana.
    —Es que estoy asustado —dijo Lars.
    —¿Por qué, señor o señora?
    —Porque ellos están asustados.
    Mi cliente, se dijo. O mi patrón, o lo que maldito fuera el Comité. La ansiedad irá bajando, todo a lo largo de la línea, hasta alcanzarme. Me pregunto como se sentiría un bocabiertas en este caso, pensó. ¿Sería la ignorancia de alguna ayuda en esta situación?
    —Quiero el videofono —instruyó al coche.
    El comunicador se deslizó chirriante de su alvéolo para reposar pesadamente en su regazo. Marcó la línea de Maren en la oficina de París.
    —¿Has oído las noticias? —dijo él, cuando apareció por fin el rostro de ella, en gris y tamaño miniatura. El comunicador era más que arcaico; ni siquiera tenía una pantalla a colores.
    —¡Me alegro que llamaras! —dijo Maren—. Todo tipo de cosas han salido de…, tú sabes, el armario de la estación de autobuses de la Greyhound en Topeka, de la Comunidad Geldthaler. De ellos. Es increíble que…
    —¿No puede haber sido un error? —interrumpió él—. ¿Es que no han sido ellos quienes lanzaron el nuevo sat?
    —Es lo que afirman, y nos piden que les creamos. Lo juran por el Nombre de Dios, su madre, el suelo de Rusia, lo que tú quieras. Lo más loco es que ellos, y hablo de los funcionarios más responsables, todos los veinticinco hombres y mujeres, los jefes del SeRKeb, realmente se arrastran de rodillas pidiendo que les creamos. Ninguna dignidad, ninguna reserva. Tal vez sientan una terrible culpa en sus conciencias, no sé… —ella parecía cansada; sus ojos habían perdido el brillo.
    —No —dijo él—. Es por el temperamento eslavo. Es sólo una manera de hablar, como el menosprecio de que hacen gala. ¿Qué proponen ellos? ¿O ha venido el asunto directamente al Comité, y no a nosotros?
    —Directo a Festung. Todas las líneas están abiertas, aún aquellas tan cubiertas por la herrumbre que parecía imposible que volvieran a transmitir una señal. Ahora están de nuevo comunicando, tal vez porque ambos lados están gritándose uno al otro. Lars, te soy honesta: uno de ellos incluso ha llorado…
    —Dadas las circunstancias, es fácil entender por qué Nitz me colgó.
    —¿Te has dirigido a él? ¿Realmente te pasaron la comunicación? Escucha… —controló vehementemente su voz—. Han hecho una tentativa de colocar armas sobre el satélite extraño…
    —Extraño —repitió Lars, aturdido.
    —…y los equipos robot no están más allí. Iban acorazados hasta la nuca, pero igual desaparecieron.
    —Probablemente los han convertido en átomos de hidrógeno —dijo Lars.
    —Era nuestro el golpe —dijo Maren—. Y… Lars…
    —Sí.
    —Aquel funcionario soviético que lloró a lágrima viva, era un hombre del Ejército Rojo, nada menos.
    —Lo que me enferma —dijo Lars— es que de repente estoy fuera, como Vincent Klug. Es una sensación horrible.
    —Quieres hacer algo. Y no puedes llorar, siquiera.
    Él asintió.
    —Lars, pareciera que no entiendes lo que pasa —dijo Maren—. Todo el mundo está fuera esta vez; el Comité, el SeRKeb… No hay ningún «adentro». No aquí, en todo caso. Por eso se escucha ya la palabra extraño, referida al satélite. ¡Es la peor palabra que alguna vez oí! Tenemos tres planetas y siete lunas en las cuales podemos pensar como «nosotros», y ahora todo de repente… —cerró bruscamente sus mandíbulas.
    —¿Puedo decirte algo?
    —Sí.
    —Mi primer impulso… es… lanzarme al vacío —dijo él, roncamente.
    —¿Estás volando? ¿En un saltador?
    Él asintió con la cabeza, incapaz de hablar.
    —Bien. Vuela aquí a París. Hazlo. ¡Paga lo que sea! Sólo ven aquí, y luego tú y yo juntos…
    —Nunca lo lograría —dijo.
    Brincaría en algún sitio a lo largo del camino, comprendió. Y ella también se dio cuenta de ello.
    Tranquilamente, con esa gran frialdad, ese sobrenatural equilibrio que una mujer podía emplear cuando tenía que hacerlo, Maren dijo:
    —Ahora mírame, Lars. Escúchame. ¿Me escuchas?
    —Sí.
    —Aterriza.
    —Bien.
    —¿Quién es tu médico? Fuera de Todt.
    —No tengo ningún médico fuera de Todt.
    —¿Tu abogado?
    —Bill Sawyer. Tú lo conoces. Aquel tipo con la cabeza como huevo duro, con cabellos del color del plomo.
    —Bien. Aterriza en su oficina —dijo Maren—. Haz que él prepare lo que se llama un escrito judicial de mandamus .
    —No entiendo… —se sitió otra vez como un niño frente a ella; obediente, pero confuso. Enfrentado con hechos más allá de su capacidad.
    —El mandamus debe ser dirigido al Comité —dijo Maren—. Requerirá de ellos que te sea permitido sentarte en la sesión. Es tu maldito derecho, Lars. Eso es lo que quiero decir. Tú tienes el derecho legal de entrar en aquella sala de conferencias debajo del Kremlin, tomar asiento y participar en todo que se decida.
    —Pero no tengo nada para ofrecerles —dijo él, en voz ronca—. No tengo nada. ¡Nada! —apeló ante ella, gesticulando.
    —Aún así, tienes todo el maldito derecho a estar presente —dijo Maren—. No estoy preocupada por esa estúpida bola de estiércol en el cielo; estoy preocupada por ti, maldita sea —y, para su asombro, ella comenzó a sollozar.

    12

    Tres horas más tarde —a su abogado le había tomado un buen rato conseguir a un juez del Tribunal Superior para que firmara el mandato— había subido a un tren neumático sin rozamiento y viajado de Nueva York a Festung Washington DC. El viaje le tomó ochenta segundos, incluyendo el tiempo de frenado.
    Lo siguiente que supo fue que estaba en medio del tráfico de superficie de la avenida Pennsylvania, moviéndose a paso de tortuga hacia el primoroso edificio suprasup —transcendentalmente modesto— que actuaba de entrada al auténtico Kremlin subsup de Festung Washington DC.
    A las cinco treinta de la tarde se encontró —junto al doctor Todt— frente a un joven y atildado oficial del Cuerpo del Aire que sostenía un rifle láser, al que silenciosamente presentó su mandato judicial.
    Tomó algo de tiempo. El mandato judicial tuvo que ser leído, estudiado, certificado y confirmado por toda una serie de funcionarios, supervivientes de la administración Harding. Pero por fin se encontró en el silencioso elevador hidráulico, descendiendo con el doctor al subsup, al nivel más subterráneo, varios pisos por debajo.
    Con ellos iba un capitán del Ejército, que se veía pálido y tenso.
    —¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó el capitán; era claramente un mensajero o algo por el estilo—. ¿Cómo consiguió superar todos los niveles de seguridad?
    —Les mentí —dijo Lars.
    No hubo más conversación.
    Las puertas del elevador se abrieron y los tres se apearon. Lars, con el doctor Todt —que había permanecido en silencio durante todo el viaje y las ordalías de presentar el mandato judicial— anduvieron largamente hasta llegar a la última y más complicada barrera de seguridad que sellaba el Comité SegNac NU-O, actualmente en sesión dentro de la cámara.
    El arma que aquí y ahora les apuntaba directamente provenía —se dio cuenta con orgullo— de un diseño emanado de Mr. Lars, Inc. Presentó sus documentos introduciéndolos por una delgada ranura abierta en el mamparo transparente —pero impenetrable— que cerraba de techo a suelo el pasillo. Al otro lado, un funcionario civil entrecano y de espaldas inclinadas, hombre de astuta experiencia y con la sabiduría grabada en sus rapaces rasgos, inspeccionó el ID de Lars y el mandato judicial. Reflexionó durante un tiempo excesivo… aunque quizás no fuera tan excesivo. ¿Quién podría afirmarlo, en una situación semejante?
    Por un altavoz de la pared el viejo y eficiente funcionario dijo:
    —Usted puede entrar, señor Powderdry. Pero la persona que vino con usted no.
    —Es mi doctor —dijo Lars.
    —Ni aunque fuera su madre —dijo el hombre canoso.
    El mamparo se separó, dejando una abertura sólo lo bastante amplia para que Lars se escurriera a través; inmediatamente resonó una alarma.
    —Usted va armado —dijo filosóficamente el funcionario, y alzó la mano—. Deberá dejar su arma aquí.
    Lars sacó todo objeto de sus bolsillos para la inspección.
    —No llevo armas —dijo—. Llaves, bolígrafo, monedas… ¿Ve usted?
    —Deposite todo allí.
    El viejo funcionario señaló a un lado; Lars vio una ventana abierta en la pared. A través de ella, una oficinista de mirada dura extendía una pequeña cesta de alambre tejido.
    Vertió en la cesta el contenido de sus bolsillos y luego, siguiendo instrucciones, su cinturón con hebilla metálica, y al final —esto es ridículo, pensó—, sus zapatos. En calcetines caminó hacia la gran cámara y, sin el doctor Todt, abrió la puerta y entró.
    El auxiliar en jefe del general Nitz, Mike Dowbrowsky —también un general, pero de tres estrellas— le echó un vistazo desde su lugar en la mesa. Inexpresivamente lo saludó con la cabeza y le señaló —en tono perentorio— un asiento vacante a su lado. Lars se acercó y aceptó el asiento en silencio. La discusión había seguido sin pausa, sin ningún reconocimiento a su entrada.
    Un hombre de PubAd —Gene algo— estaba de pie sobre sus calcetines, gesticulando y hablando con tono muy agudo. Lars puso en su rostro una expresión de solemne atención, pero en realidad se sentía cansado. Estaba, dentro de sí, en reposo. Después de tantos esfuerzos había ingresado, y lo que ahora estaba tomando lugar allí le parecía un anticlímax.
    El general Nitz interrumpió de repente a Gene algo:
    —Aquí está Mr. Powderdry —dijo, asustando a Lars. El otro se sentó inmediatamente, intentando ocultar su visible turbación.
    —Vine tan rápidamente como pude —respondió Lars, torpemente.
    —Mr. Lars, les dijimos a los rusos que sabíamos que estaban mintiendo. Que ellos habían sido quienes pusieron en órbita el BX-3, nuestro código para el nuevo sat. Los acusamos de violar la Sección Diez de los Protocolos de Aradización del 2002. Y anunciamos que teníamos la intención de lanzar un misil T-A y derribarlo, si en una hora de plazo no reconocieran haberlo subido.
    Silencio. El general Nitz parecía esperar que Lars dijera algo.
    —Y… ¿qué respondió el gobierno del SeRKeb? —preguntó entonces.
    —Respondieron que estarían gustosos de entregarnos los datos de sus propias estaciones de rastreo sobre el sat —dijo el general Mike Dowbrowsky—, de modo que nuestro misil pudiera conseguir un blanco perfecto sobre él. Y los han entregado. De hecho, nos suministraron espontáneamente información adicional, algo que sus instrumentos habían descubierto y los nuestros no, en cuanto a un campo distorsionador que rodea al BX-3, puesto allí claramente para engañar a los misiles termotrópicos.
    —Creí que habían hecho subir un equipo armado de robots Ext-Percep —comentó Lars.
    Luego de una pausa, el general Nitz dijo:
    —Si acaso vive lo suficiente para ser centenario, Lars, dirá a todo el que alguna vez se cruce en su camino, incluso a mí, que no hubo nunca un equipo robot Ext-Percep allí. Y que, siendo así, la noticia de que ese supuesto equipo robot fue vaporizado no es más que la invención de algún estúpido reportero. O que, si acaso no fuera así, es una mentira deliberada de ese traficante de sensacionalismo, de ese conductor de TV… ¿cuál es su nombre?
    —Lucky Bagman —dijo Molly Neumann, uno de los Consumotipos.
    —Dirá que una criatura como Bagman naturalmente imaginaría tal cosa, para mantener a su audiencia engañada en creer que tiene un contacto con Festung W, aquí… —y añadió—. Cosa que no tiene, le guste eso o no.
    Después de una pausa, Lars inquirió:
    —¿Y ahora qué, general?
    —¿Ahora qué? —el general Nitz plantó sus manos encima del montón de memoranda, microdocs, informes, extractos y cintas que cubrían su porción de la gran mesa—. Bien, Mr. Lars…
    Levantó la vista y lo miró, su cansado rostro de zanahoria corrompido por una completamente imprevista, inimaginable, irresponsable alegría.
    —Tan extraño como pueda sonar, Mr. Lars, alguien en este cuarto, un participante de esta reunión (no daré nombres), ha sugerido… supongo que le hará gracia el saberlo… ha sugerido de traerle a usted, para que se sumerja en uno de sus actos, usted sabe, sus… —los rasgos de zanahoria se retorcieron— …trances.
    »¿Puede obtener un arma del espacio hiperdimensional, Lars? Dígalo francamente: ¿puede conseguirnos algo para bajar al BX-3? Ahora bien, Lars, por favor no nos engañe. Sólo diga no, y le aseguro que no votaremos para sacarlo de aquí; sólo continuaremos tranquilamente y trataremos de pensar en algo más.
    —No, no puedo —aseguró Lars.
    Por un momento, los ojos del general Nitz parpadearon; posiblemente —pero no muy probablemente— sintió compasión. Independientemente de lo que fuera, duró sólo un instante. Entonces el barniz sardónico se rehabilitó.
    —Al fin y al cabo es honesto, que es el motivo por el que le pregunté. Al pedir una respuesta negativa, sólo se consigue una respuesta negativa —rió a ladridos.
    —Tal vez aún podría usted intentarlo… —dijo una mujer llamada Min Dosker, en voz demasiado aguda y femenina.
    —Sí, es cierto que podría —acordó Lars, mordiendo el trozo de carne antes de que el general Nitz pudiera sujetarlo y escapar con él—. Déjeme clarificar. Yo…
    —No clarifique usted —dijo lentamente el General Nitz—. Por favor, como un favor personal hacia mí. La señora Dosker, Mr. Lars, es del SeRKeb. Debí haberle informado, pero… —se encogió de hombros—. Bien, en vista de este hecho, no nos obsequie con un discurso interminable de cómo funciona el asunto, y lo que puede y no puede hacer usted. No podemos ser completamente francos debido a la presencia de la señora Dosker aquí —y dijo a la representante del SeRKeb—: Tú lo entiendes, ¿no es verdad, Min?
    —Todavía pienso —dijo la señora Dosker— que vuestro médium de armas lo podría intentar —agitó sus microdocs con irritación.
    —¿Y el vuestro? —exigió el general Dowbrowsky—. ¿La muchacha Topchev?
    —Me han informado —dijo la Dosker— que ella está… —vaciló; obviamente, ella también había sido aleccionada para ser hasta cierto punto reticente.
    —Muerta —chirrió el General Nitz.
    —¡Oh, no! —dijo la Dosker, y pareció horrorizada, como una maestra de escuela bautista frente a una palabra impropia.
    —La tensión probablemente la mató —dijo Nitz, lentamente.
    —No, la señorita Topchev está… en estado de choque. Ella conoce totalmente la situación, sin embargo. Está bajo sedantes en el Instituto Pavlov en Nueva Moscú, y por el momento no puede ser empleada. Pero no ha muerto.
    —¿Cuándo estará disponible? —le preguntó otro de los Consumotipos, un Nul—. ¿Saldrá pronto del choque? ¿Puede predecirse?
    —Dentro de unas horas, esperamos —dijo con énfasis la señora Dosker.
    —Bien —dijo el general Nitz, con voz repentinamente enérgica; frotó sus manos una contra la otra y sonrió mostrando sus dientes naturales, amarillos e irregulares, dirigiéndose a Lars—: Powderdry, Mr. Lars, Lars, comoquiera que se haga llamar, me alegro de que viniera aquí. Realmente. Sabía que lo haría, de todos modos; la gente como usted no puede soportar que le cuelguen durante una comunicación.
    —¿Qué tipo de persona cree…? —comenzó Lars, pero el general Bronstein, sentado sobre el lado opuesto del general Dowbrowsky, le miró de tal manera que hizo que callase… y, por Dios, hasta se ruborizase.
    —¿Cuándo estuvo usted por última vez en Fairfax, Islandia? —preguntó Nitz.
    —Hace seis años —respondió Lars.
    —¿Y antes de eso?
    —Nunca.
    —¿Querría ir allí?
    —Iría a cualquier sitio. Aún al Cielo, si es necesario. Sí, me agradará volver allí.
    —Bien —el general Nitz asintió con la cabeza—. Ella debería salir del estado de choque a medianoche, digamos, tiempo de Washington. ¿Es correcto, señora Dosker?
    —Afirmativo —dijo la representante del SeRKeb; su cabeza se tambaleaba de arriba abajo, parecida a una enorme e incolora calabaza sobre su grueso tallo.
    —¿Alguna vez probó trabajar con otro médium de armas? —preguntó a Lars un PubAd; el hombre tenía que ser un PubAd.
    —No… —felizmente, fue capaz de mantener firme la voz—. Pero me sentiré muy honrado de compartir mi capacidad y años de experiencia con la señorita Topchev. De hecho… —vaciló hasta que pudo encontrar un modo político de terminar su declaración—. De hecho, he conjeturado durante algún tiempo que tal fusión podría ser muy provechosa para ambos bloques.
    El general Nitz declaró, con deliberada desenvoltura:
    —Tenemos a ese médium psiquiatra de la Clínica Wallingford. Hay actualmente propuestos tres nuevos media… ¿Es el plural apropiado? No, supongo que no… Bien, estos tres han sido relativamente poco probados, pero aún así los podríamos usar… —se volvió a Lars y le soltó con brusquedad—: A usted no le gustaría eso, ¿verdad, Mr. Lars? No querría tal cosa en absoluto. Entonces… le ahorraremos el disgusto. Por el momento.
    El general Nitz hizo con su mano derecha un gesto parecido a un tic. Al fondo de la cámara del Comité, unos jóvenes oficiales —comisionados de los Estados Unidos— activaron un sistema de videoconferencia. Hablando por un micrófono de garganta injertado, el oficial conversó con unas personas no presentes en el cuarto; luego, enderezándose, indicó que algo —lo que fuera— ya estaba listo.
    Sobre la pantalla se formó una cara, una desconcertante fuente de esencia humana, vacilando ligeramente en indicación de que la señal estaba siendo transmitida de un punto muy distante vía satélite.
    Señalando a Lars, el General Nitz dijo:
    —¿Puede nuestro muchacho juntar cabezas con vuestra muchacha?
    Los distantes ojos de la cara vacilante escudriñaron a Lars, mientras en su micrófono el joven oficial traducía al general Nitz.
    —No —dijo el rostro de la pantalla.
    —¿Por qué no, Mariscal? —preguntó Nitz.
    Era el rostro de la dignidad más alta de ProxEste y el detentor del poder, el Presidente del Comité Central del Partido Comunista así como Secretario General del SeRKeb. El hombre en la pantalla, que se pronunciaba en contra de la fusión, era el Mariscal del Ejército Rojo, Maxim Paponovich. Y aquel hombre, invalidando a toda otra persona viva en el mundo sobre la materia, declaró:
    —Debemos guardarla de la publicidad. Ella no está bien. Usted entiende; se encuentra enferma. Lo lamento mucho. Es una lástima… —y Paponovich, con ojos abrasadores como los un gato, contempló la reacción de Lars como leyendo un código conocido, descifrado mucho tiempo atrás.
    Elevándose respetuosamente sobre sus pies, Lars dijo:
    —Mariscal Paponovich, comete usted un terrible error. La señorita Topchev y yo podemos ser fácilmente vigilados en compensación. ¿Se opone la Unión Soviética a la búsqueda de un remedio para esta problemática situación?
    La cara, odiándolo palpablemente, siguió enfrentándolo desde la pantalla.
    —Si no se me permite cooperar con la señorita Topchev —dijo Lars—, respaldándome en la necesidad de seguridad del BlokOeste, cesaré en mis funciones. Le pido ahora que cambie de opinión, para proteger a los miles de millones de personas del ProxEste. Y estoy listo para hacer pública la naturaleza de nuestra tentativa de compilar nuestros talentos, más allá de lo que este Comité formal pueda instruir. Tengo acceso directo a los infomedia, como a los entrevistadores de Lucky Bagman. Y si su respuesta fuera negativa…
    —De acuerdo —dijo el mariscal Paponovich—. Lilo Topchev estará en Fairfax, Islandia, dentro de las próximas veinticuatro horas… —pero la mirada de su rostro decía: «Nos has hecho hacer precisamente lo que tuvimos la intención de hacer. Y has tomado sobre ti toda la responsabilidad, de modo que si esto falla, caerá sobre tu cabeza. Entonces, hemos ganado. Gracias».
    —Gracias, Mariscal —dijo Lars, y volvió a sentarse.
    No le importó un ardite el que hubiera sido hábilmente manipulado. Lo único que importaba era que dentro de las próximas veinticuatro horas, se encontraría por fin con Lilo Topchev.

    13

    A causa de la delicada fuga psicológica de señorita Topchev, no había provecho en viajar a Islandia inmediatamente; eso le daba el tiempo suficiente para perseguir el proyecto sugerido por Maren.
    Se acercó en persona —era preferible tal cosa que un contacto por videofono— a la Embajada Soviética en Nueva York, entró al moderno edificio —alquilado a precio enorme— y preguntó por Mr. Aksel Kaminsky a la muchacha ubicada en el primer escritorio que se encontró.
    La embajada parecía en un estado de frenesí. La confusión dominaba, como si el personal levantara campamento o quemara archivos o, por lo menos, cambiara posiciones a lo largo de la mesa puesta para el té de Alicia . Al ver apresurarse a los funcionarios de la URSS, grandes y pequeños, Lars se dijo que alguien conseguiría una taza limpia, y algún otro tendría una taza sucia. La administración sin duda obtendría lo primero; era la mayoría bocabierta la que se encontraría colocada en circunstancias menos satisfactorias.
    —¿Qué está pasando? —preguntó a un empleado joven y torpe, con la cara llena de granos, que se sentó con rapidez a inspeccionar lo que parecían ser unas fotos KACH de naturaleza no clasificada.
    El joven canturreó en inglés académico:
    —Se ha celebrado un acuerdo con la SegNac NU-O para usar estas oficinas de planta baja como un lugar de intercambio de información… —y añadió como explicación, contento de hacer una pausa en un trabajo de nulo valor creativo—: Por supuesto, el verdadero punto de reunión está en Islandia, no aquí; este sitio será para el material rutinario.
    Su estropeado rostro mostró la repugnancia que sentía por la abrupta avalancha de tareas. No era el satélite extraño lo que molestaba a este pequeño oficinista en su universo de burocracia: eran las monótonas tareas impuestas por la situación… una situación, se dijo Lars, que posiblemente se cobraría su juventud en pocos años más, debido al desgaste que le redituaban sus poco provechosas tareas.
    Ambos bloques tenían montones de artículos científicos, técnicos, culturales y políticos que pasaban de aquí para allá como postales de solterona, como propiedad común. Este y Oeste se habían puesto de acuerdo hacía tiempo en que no valía la pena pagar un equipo de espionaje profesional —como la KACH, o hasta sus propias policías secretas nacionales— para conseguir copias espía de temas tales como la producción de cuajada de soja en las regiones de tundra del noreste de la URSS. La cantidad de papeles no clasificados en el área ascendía diariamente a una altura tal, que amenazaba con reventar por sí sola el rompeolas de la burocracia.
    —¡Mr. Lars!
    Lars se enderezó.
    —Mr. Kaminsky, ¿cómo está usted?
    —De lo peor —dijo Kaminsky. Lucía gastado, agitado, abusado, como un mecánico de garaje jubilado—. Aquella cosa, allá arriba, ¿de quién es? ¿Se preguntó eso, Mr. Lars?
    —Sí, Mr. Kaminsky —dijo él, con paciencia—. Me lo he preguntado.
    —¿Quiere té?
    —No, gracias.
    —¿Sabe qué acaban de decir los medios noticiosos? —dijo Kaminsky—. Acabo de verlo en mi oficina; el receptor lanzó aquel ruido de tintineo que hace para llamar la atención y luego encenderse… —con el rostro gris él carraspeó—: Perdóneme, Mr. Lars, por traerle malas noticias, como el soldado espartano tras la batalla de las Termópilas: ahora hay un segundo satélite extraño en órbita.
    Lars no podía pensar en nada para decir.
    —Venga, tome asiento en mi oficina —ofreció Kaminsky, conduciéndolo por entre el desorden a un pequeño cuarto lateral.
    Kaminsky cerró la puerta, giró para enfrentarlo y le habló suavemente, con un tono que insinuaba cierta histeria:
    —¿Quiere té?
    —No, gracias.
    —Mientras usted esperaba para verme —dijo Kaminsky— pusieron ese segundo satélite en órbita. Por lo tanto, ahora sabemos que pueden colocar todos los que quieran. Un centenar, si se sienten inclinados a ello. En nuestro cielo. Piénselo. No alrededor de Júpiter o Saturno, en el perímetro, donde sólo mantenemos naves y sats de vigilancia… sino aquí. Eludieron la tarea fácil… —y añadió—: Tal vez para ellos esto sea fácil, inclusive. Esos dos sats fueron indudablemente colocados desde una nave. Fueron depositados como huevos, no lanzados y luego frenados en el plano orbital. Pero nadie vio ninguna nave. Ningún monitor capturó nada. Navíos extraños intersistemas, propulsados por antimateria. Y siempre habíamos pensado…
    —Habíamos pensado que nuestro mayor adversario extraterrestre eran los fungiformes subepidérmicos de Titán, esos que aprendieron a camuflarse como objetos de menaje del hogar —dijo Lars—. Algo que parece un florero, y cuando uno le da la espalda se filtra por nuestra piel y se dirige al omento , donde reside hasta que es retirado quirúrgicamente.
    —Sí —convino Kaminsky—. Me repugnan; una vez vi uno, no simulando un objeto sino en forma de quiste, como ha mencionado usted. Lo estaban preparando para la bomba de cobalto… —pareció físicamente enfermo—. Pero, Mr. Lars, ¿no nos dice algo eso? Conocemos las posibilidades. Quiero decir, sabemos que no sabemos.
    —Ningún Ext-Percep ha recogido pistas en cuanto a la morfología de estos… —la única palabra que había oído hasta entonces era «extraños»— …estos adversarios —terminó.
    —Por favor, Mr. Lars —dijo Kaminsky—. Ni usted ni yo tenemos tiempo para hablar de tonterías. ¿Qué desea usted, señor? No vino aquí simplemente a oír malas noticias; hay algo más —se sirvió un té frío y oscuro.
    —Debo encontrarme con Lilo Topchev en Fairfax tan pronto como ella esté apta psicológicamente. Hace un tiempo atrás, en la cafetería, usted me preguntó sobre un componente…
    —Oh, ningún trato es ya necesario. Olvide el ítem de armamento. No haremos aradizaciones ahora, Mr. Lars. Nunca más aradizaremos otra vez.
    Lars gruñó como un animal.
    —Se lo aseguro —continuó Kaminsky—. Nunca más. Usted y yo, no lo digo como individuos, sino como totalidades etnológicas, Este y Oeste… nos elevamos del salvajismo y la mugre. Éramos listos y nos hicimos compañeros; hemos cerrado tratos, como bien sabe, con broche de oro: nuestras palabras en los Protocolos de 2002. Ahora volvemos a estar… ¿cómo dice la Biblia judeocristiana? …sin las hojas.
    —Desnudos —dijo Lars.
    —Y ahora, piense en las personas comunes —dijo Kaminsky— o, como los llamáis vosotros, los bocabiertas. El bocabiertas lee en el periódico acerca de dos nuevos satélites que no son humanos y tal vez se preocupe un poco; luego se dice: me pregunto qué armas trabajarán mejor sobre estas apariciones. ¿Esta arma? ¿No? Entonces esta otra. O esta… —Kaminsky señalaba unas armas invisibles, que de existir atestarían su pequeña oficina; la amargura hizo que su voz se transformara en un gemido—. El jueves, un satélite. El viernes, un segundo satélite. El sábado…
    —El sábado —dijo Lars— usaremos el artículo 241 del catálogo de armas del Oeste, y la guerra se termina.
    —¿El 241? Oh, la campana nos ha salvado, gracias —Kaminsky rió entre dientes, con sorna—. Para usar contra formas de vida con exoesqueleto, disuelve sustancias quitinosas y sólo quedan… ¿huevos hervidos? Sí, el bocabiertas disfrutaría con eso. Recuerdo la videocinta, pirateada por la KACH, del 241 en acción dramática. Buena cosa el que pudieran localizar esa forma de vida quitinosa sobre Calisto para humillarla; de otro modo, la demostración gráfica no habría sido tan eficaz. Incluso a mí me han conmovido. Debió ser emocionante observar el proceso creativo en las diferentes etapas allí, en las catacumbas de Lanferman debajo de California, ¿no es cierto?
    —Probablemente —dijo Lars, impasible.
    De su escritorio Kaminsky retiró un documento fotocopiado, de sólo una página; para un día tan complicado como éste, eso era una anomalía.
    —Este es el documento destinado a sus bocabiertas, para entregar desde la Embajada Soviética a los medios de noticias de BlokOeste. No es oficial, como comprende usted. Una «gotera», como lo llaman. El periódico y los entrevistadores de TV «oyen por casualidad» una discusión y consiguen la noción general de lo que ProxEste planea, etcétera —pasó el documento a Lars.
    Tomándolo, Lars comprendió de un vistazo la estrategia del SeRKeb.
    Asombroso, pensó, mientras leía la fotocopia del documento del ProxEste. No les preocupa quedar como estúpidos; sólo buscan protegerse a sí mismos propalando esta estupidez. Y ahora mismo. Ni siquiera esperaban para asegurarse de si podíamos derrotar a los extraños, o si seríamos los perdedores; independientemente de lo que por último sucediera. Paponovich, Nitz y la anónima segunda fila de ambos Bloques no luchan para proteger a cuatro mil millones de personas de una amenaza superlativa que literalmente cuelga sobre las cabezas de todos, sino para conseguir que sus propias, bastardas y malditas cabezas zafen de la ganchera.
    La vanidad de hombre. Incluso en los puestos más encumbrados.
    —Extraigo de este documento una nueva teoría sobre Dios y la Creación —dijo a Kaminsky.
    Kaminsky asintió cortésmente, rígido como de cera, y esperó sus palabras.
    —De pronto entiendo la historia entera de la Caída del Hombre. Por qué las cosas salieron mal. Esto es un gran Papel en Blanco —dijo Lars.
    —Usted es sabio, Mr. Lars —dijo Kaminsky, con cansado aprecio—. Estoy de acuerdo; lo sabemos, ¿verdad? El Creador arruinó más las cosas, en lugar de corregir su propia metedura de pata. Él tramó el reportaje que demostró que alguien más era responsable: un mítico No-Bueno, que lo quiso de esa forma.
    —Entonces… un subcontratista menor en el Cáucaso —dijo Lars—, va a perder su contrato del gobierno y a ser demandado. El director de la autofac… no puedo pronunciar este nombre… va a descubrir algo de sí mismo que no conocía.
    —Él lo sabe a estas horas —dijo Kaminsky—. Ahora dígame, ¿por qué vino usted a la embajada?
    —Quiero conseguir una buena foto, tres-D y en color, y si es posible hasta una filmación, si acaso la tuviera, de la señorita Topchev.
    —Por supuesto, pero… ¿no puede esperar a mañana? La verá por sí mismo.
    —Quiero estar preparado de antemano.
    —¿Por qué? —los ojos de Kaminsky conservaban la vieja agudeza.
    —Quizá nunca oyó hablar de retratos prenupciales —dijo Lars.
    —Ah, sí. Ha sido fuente de muchas comedias, óperas y leyendas heroicas; algo hecho para la muerte, debería ser sepultado por siempre. ¿Habla en serio, Mr. Lars? Entonces tiene problemas. O como dicen aquí en el BlokOeste, está fregado.
    —Lo sé.
    —La señorita Topchev es un bolso arrugado y seco, parecido a un cuero despellejado. Tendría que estar en el asilo de ancianos, si no fuera por su talento de médium.
    El golpe casi lo desquició; sintió como si se calcificara.
    —Ese graznido lo delata —sonrió Kaminsky—. Discúlpeme, Mr. Lars; sólo fue un experimento psicológico, al estilo de Pavlov. Lo lamento y le pido perdón. Pero considérelo: usted va a Fairfax a salvar a cuatro mil millones de personas, no para encontrar una amante que sustituya a Maren Faine, su liebesnacht compatriota del momento. No es como cuando buscó a la señorita Faine para sustituir a… ¿cuál era su nombre? ¿Betty? La anterior, aquella que tenía encantadoras piernas, según la KACH.
    —Cristo —escupió Lars—. Siempre esa maldita KACH. Las personas se transforman en datos vendidos a tanto el centímetro…
    —Y le venden a cualquiera, también —le recordó Kaminsky—. A su enemigo, su amigo, esposa, patrón, o aún peor: a sus propios empleados. Gracias a la agencia, el chantaje crece como el moho. Pero como descubrió usted cuando le entregaron aquella foto velada de la señorita Topchev, algo siempre se guardan. Para mantenerle pendiente, ¿entiende? Para asegurarse de que siempre necesite más.
    »Vea, Mr. Lars: yo tengo una familia…, esposa y tres niños en la Unión Soviética. Los extraños han puesto sus satélites en nuestro cielo; pueden matarlos, y eso me afectaría mucho. También usted puede ser afectado, si su amante en París muriera de algún horrible modo, contaminado o infundido o…
    —Entiendo.
    —Sólo quiero que tome conciencia, eso es todo. Usted irá a Fairfax para procurar que nada de eso nos pase. Rezo a Dios por que imaginéis alguna obra maestra, que nos provea una protección: somos como niños, que juegan bajo el escudo de su padre. ¿Entiende? Y si acaso usted no tuviera en cuenta eso…
    Kaminsky rebuscó una llave, y abrió un cajón de su escritorio pasado de moda.
    —…poseo esto. Es algo arcaico —«esto» era una automática cargada con balas explosivas; la sostuvo, manteniendo el cañón cuidadosamente apartado de Lars—. Como funcionario de una organización que no puede retroceder nunca, sino que debiera ser destruida para considerarme fuera de ella, puedo ofrecerle una información por anticipado. Antes de que se vaya para Fairfax, debe saber que no hay retorno posible.
    »Vea, en algún momento hemos cometido un error. Una nave vigía, o un satélite monitor de esos que supervisan órbitas de inmenso radio, un solar-sat, falló. Y debido a ello, tal vez un sistema de relevo o un Ext-Percep no hicieron nada y… —se encogió de hombros y guardó el arma de mano en el cajón del escritorio, cerrándolo escrupulosamente de nuevo con su llave—. Discúlpeme, estoy diciendo disparates.
    —Debería ver a un psiquiatra mientras todavía permanece en el BlokOeste —recomendó Lars.
    Dándose la vuelta, abandonó la oficina de Kaminsky. Empujó la puerta y se sumergió en el ruido de la cámara principal, plena de actividad.
    Siguiéndolo, Kaminsky se detuvo en la puerta de la oficina y dijo:
    —Yo lo haría por mi mano, si lo desea.
    —¿Hacer qué? —él se dio la vuelta, brevemente.
    —Con lo que le mostré, cerrado con llave en el escritorio.
    —Ah —Lars asintió con la cabeza—. Bien, lo tendré en cuenta.
    Acto seguido, se abrió camino entre los apurados burócratas menores de la embajada, y por la puerta principal salió a la acera.

    Estos rusos están todos locos, se dijo. Todavía creen que una situación realmente tensa, verdaderamente importante, puede ser resuelta de ese modo. Su evolución de los pasados cincuenta años ha sido todo sobre la superficie; por debajo siguen siendo los mismos.
    Por ello, no sólo hemos de enfrentarnos con la presencia de dos satélites extraños en órbita de nuestro mundo, concluyó Lars, sino también sobrellevar, bajo esta tensión para la que no estamos preparados, una vuelta a la Guerra Fría del pasado. Por eso, todos los convenios, pactos y tratados, el armario en la estación de autobuses Greyhound en Topeka, Kansas, la Comunidad Geldthaler en Berlín, y Fairfax en sí mismo… todo es una ilusión. Y ambos bloques, Este y Oeste, compartimos el error. Esto es tanto falta nuestra como suya, la buena voluntad de creer y tomar el camino cómodo.
    Miradme ahora, pensó: en medio de esta crisis, lo que he hecho ha sido dirigirme directamente hacia la Embajada Soviética. Y mirad lo que he conseguido: una automática, apuntada —en servicio de los aspectos técnicos de la seguridad corporal— al techo en lugar de mi cavidad abdominal.
    Pero el viejo tiene razón. Kaminsky dijo la verdad, sin gemir ni caer en histerias. Si acaso Lilo y yo fallamos, seremos destruidos, y los bloques buscarán sus soluciones en otro lado. La pesada carga irá a recaer sobre Jack Lanferman y sus ingenieros, sobre todo Pete Freid… y Dios les ayude si ellos no pueden hacerlo tampoco, porque nos seguirán a Lilo y a mí a la tumba.
    Tumba, pensó, una vez te preguntaron dónde está tu victoria. Puedo señalarlo ahora. Está aquí: yo mismo.
    Mientras llamaba a un coche saltador que pasaba, de repente cayó en la cuenta de algo: No conseguí aquello para lo que entré en aquel edificio; no pude hacerme de una foto clara de Lilo.
    En esto, también, Kaminsky había estado acertado. Lars Powderdry tendría que esperar hasta la reunión en Fairfax. Y no estaría preparado.

    14

    Tarde esa noche, cuando él ya dormía en su depto neoyorquino, ellos vinieron.
    —La señorita Topchev está bien ahora, Mr. Lars. ¿Querría vestirse? Haremos su equipaje por usted y lo enviaremos más tarde. Ahora iremos directamente a la azotea. Nuestra nave está allí.
    El líder del grupo del FBI, la CIA o Dios sabe qué —de todos modos profesionales, y acostumbrados a estar despiertos y en sus deberes a altas horas de la noche— comenzó, ante la incredulidad de Lars, a revolver en los cajones de cómoda y armarios, juntando su ropa en un maquinal, silencioso y eficiente trabajo. Estaban todos alrededor de él, haciendo aquello para lo que habían sido llamados.
    Se levantó aturdido, soñoliento, irritable, entumecido. Pero el pleno desvelo no tardó en llegarle, y se encaminó al cuarto de baño.
    Mientras se lavaba la cara, uno de los policías en el otro cuarto le dijo, en forma casual:
    —Hay tres ahora.
    —Tres… —dijo él, atontado, mirándose en el espejo la cara arrugada por el sueño. El cabello le colgaba como algas secas sobre la frente, y automáticamente tomó el peine.
    —Tres satélites. Y este tercero es diferente, o al menos eso es lo que dicen las estaciones de rastreo.
    —¿Un erizo? —dijo Lars.
    —No, sólo diferente. No es un aparato de escucha. No adquiere información. Los primeros dos sí lo eran; ahora tal vez ya han terminado su trabajo.
    —Han demostrado, al ser capaces de permanecer allá arriba, que no podemos derribarlos —dijo Lars. Para establecer eso, no era necesario que estuvieran atestados de equipo sofisticado; podrían muy bien estar huecos.
    Subieron a la azotea del edificio de deptos. Los policías llevaban puestas unas capas comunes —al estilo de eminencias grises— y se veían, con sus cabezas afeitadas al ras, como monjes demasiado ascéticos. El hombre a la derecha de Lars, bastante rubicundo de tez, le dijo:
    —Entendemos que visitó la Embajada soviética esta tarde.
    —Así es —dijo Lars.
    —El mandato judicial que usted tiene…
    —Eso sólo les prohíbe a ellos abordarme —dijo él—. Pero yo sí puedo abordarlos. Ellos no tienen un mandato judicial semejante.
    —¿Tuvo suerte? —le preguntó el policía.
    Eso lo dejó realmente perplejo. Reflexionó en silencio, incapaz de contestar. ¿Significaba esta pregunta que la CIA o el FBI sabían por qué había visitado a Kaminsky?
    Por fin, cuando cruzaron la azotea hacia la aparcada nave del gobierno —un caza de rango extendido—, respondió al agente:
    —Bien, al menos él sí consiguió su propósito. Si acaso llama a eso «suerte»…
    La nave se elevó. Rápidamente Nueva York quedó atrás; estaban ahora sobre el Atlántico. Las luces y los edificios disminuyeron de tamaño y se perdieron de vista. Mirando atrás, Lars sintió una inquietud penosa, quizás hasta neurótica: experimentó un penetrante sentido de aguda pérdida. Una pérdida que quizá nunca fuera compensada, ni por toda la eternidad.
    —¿Cómo piensa actuar? —le preguntó el policía en los controles.
    —Daré la absoluta, total, entera, exhaustiva, holística, incondicional impresión —dijo Lars— de que soy sincero, naif, abierto, honesto, verídico, prolijo, elocuente…
    El policía lo interrumpió bruscamente.
    —Usted, estúpido bastardo… ¡Nuestras vidas están en juego!
    —Tú eres un Cog —dijo Lars, sombrío.
    El policía, ambos policías, de hecho, asintieron.
    —Entonces sabéis —dijo Lars— que puedo proveerles de un aparato, un componente aradizado de un sistema de teledirección de sesenta etapas, que encenderá vuestros puros y hará sonar cuartetos de cuerdas de Mozart como fondo, mientras otro aparato, un componente aradizado partiendo de algún otro artículo múltiple, os sirve el alimento, incluso lo mastica por vosotros y si es necesario escupe las semillas, en un sistema…
    —Puedo ver —dijo el otro policía a su compañero— por qué odian tanto a estos diseñadores de modas de armamento. Son un verdadero fraude.
    —No —dijo Lars—. Usted se equivoca; no es eso lo que me aflige. ¿Quiere saber qué es lo que me aflige? ¿Cuánto falta para que lleguemos a Fairfax?
    —No mucho —dijeron ambos policías simultáneamente.
    —Haré lo posible por explicarme. Lo que me aflige es esto: soy un fracaso en mi trabajo. Y eso le hace daño a un hombre; lo hace vivir con miedo. Hasta ahora me han pagado precisamente por ser un fracaso; de todos modos, eso es lo que querían de mí.
    —¿Acaso cree, Powderdry —dijo el policía a su lado—, que usted y esa Lilo Topchev puedan lograrlo? ¿Antes de que ellos… —señaló hacia arriba con un gesto casi piadoso, como el de algún viejo labrador, un Job que había sido quemado y vuelto a quemar— …antes de que actúe esa red de satélites? Habrán hecho los cálculos para que, cuando disparen lo que fuera, golpee exactamente donde lo quieren. Como por ejemplo, y ésta es mi teoría, vaporizar el Océano Pacífico y hervirnos como langostas de Maine…
    Lars se mantuvo en silencio.
    —Él no te lo va a decir —dijo el policía en los mandos, en un tono curiosamente mezclado. Había cólera de su voz, pero también pena. Era como la queja de un niño pequeño, y Lars simpatizó con él. También debió haber sonado así, a veces.
    —En la Embajada Soviética me dijeron, y lo decían en serio —comentó Lars—, que si Lilo Topchev y yo no conseguíamos nada, o sólo una pseudo-arma como las que hemos hecho durante décadas, nos matarían a ambos. Y los rusos lo harán… si no lo hacéis primero vosotros.
    El policía en los mandos dijo, tranquilamente:
    —Lo haremos nosotros, porque estaremos más cerca. Pero no de inmediato, sino luego de un prudente intervalo.
    —¿Tenéis esas órdenes? —preguntó Lars, con curiosidad—. ¿O es vuestra propia idea?
    Ninguna respuesta.
    —Bueno, no pueden matarme ambos bloques —dijo, como débil tentativa de mostrarse a la vez filosófico y frívolo. Pero no acertó con la primera impresión, y la segunda no fue apreciada—. Aunque tal vez pudieran. San Pablo dice que un hombre puede nacer dos veces; que puede morir y luego volver a la vida. Si un hombre puede nacer dos veces, ¿por qué no ser asesinado dos veces?
    —En su caso —dijo el policía a su lado—, no sería asesinato.
    Prefirió no intentar que le especificaran qué clase de hecho sería. Quizá, pensó, fuera imposible de referir. Lars sentía sobre sí el peso de su odio mezclado con miedo, pero también su expectativa. Aún conservaban esperanzas, lo mismo que Kaminsky. Le habían pagado durante años para que no produjera un dispositivo claramente letal y ahora, con candor absoluto, se sujetaban a sus faldas, mendicando, como había hecho Kaminsky… y amenazándolo de muerte si fallara.
    Comenzó a entender mejor, entonces, lo que nunca había comprendido antes sobre la sociedad de los Cogs.
    El estar «adentro», el conocer la verdadera realidad de las cosas, no había aliviado sus vidas. Como el mismo Lars, ellos también sufrían. No se sentían engreídos, colmados, plenos de orgullo, como alguien le había dicho recientemente. Saber lo que realmente sucedía los inquietaba, por la misma razón que el desconocerlo todo hacía que la multitud, los bocabiertas, fueran capaces de dormir en paz. La carga de los Cogs era demasiado difícil de sobrellevar: la madurez, la responsabilidad… Incluso pesaba sobre estos casi Nuls, estos dos policías, más los cómplices en su depto, quienes ahora mismo llenaban cajas y maletas con todas sus capas, camisas, calzado y ropa interior.
    Y la esencia de la carga era ésta: ellos sabían, al igual que Lars, que su destino estaba en manos de unos cretinos. Era tan simple como esto. Cretinos tanto en el Este como en el Oeste, cretinos como el mariscal Paponovich y el general Nitz. Un verdadero par de cretinos… como él mismo, comprendió, y sintió sus orejas arder y chamuscarse. Era la pura endeblez del mando lo que asustaba a los círculos dirigentes.
    El último «superhombre», el último Hombre de Hierro, había sido Josef Stalin. Desde entonces, los líderes no habían sido más que unos endebles mortales, unos empleaduchos que hacían tratos entre sí.
    Y a pesar de ello, la alternativa era terriblemente peor; y todos ellos, incluso hasta los bocabiertas, sabían esto de algún modo. Aquella terrible alternativa pendía ahora del cielo, en la forma de tres extraños satélites.
    El agente en los mandos dijo cansinamente, como si no importara demasiado:
    —Allí está Islandia.
    Delante de ellos brillaban las luces de Fairfax.

    15

    Las luces de la pista se encendieron, creando un túnel de oro blanco para que pudieran ver su camino. El viento de los glaciares del norte lo abofeteó —directo a la mejilla— y anduvo rápidamente, con los dos policías detrás. Los tres temblaban, rumbeando al edificio más cercano tan rápido como les fue posible.
    La puerta del edificio se cerró tras ellos, y el calor los rodeó. Se detuvieron jadeando; las caras de los policías se veían terriblemente rojas e inflamadas, no tanto por el cambio repentino de la atmósfera, sino por la tensión, como si por un momento hubieran temido ser dejados afuera.
    Cuatro miembros del KVB, la Policía Secreta soviética, vestidos con una precapa pasada de moda, trajes de lana ultrapasados de moda, zapatos estrechos en punta y corbatas tejidas, aparecieron de la nada. Era como si se hubieran literalmente desprendido de las paredes de la antecámara en la cual jadeaban Lars y los dos policías de los Estados Unidos del BlokOeste.
    Silenciosamente, en un lento y ritualizado movimiento, los del BlokOeste y la Policía Secreta soviética intercambiaron identificaciones. Debían haber llevado, calculó Lars, unos cinco kilos de ID cada uno. El control de tarjetas, carteras y llaves de acceso cefálicas pareció durar eternamente.
    Y nadie dijo nada. Ninguno de los seis siquiera intentó mirar a los demás. Toda la atención se centró exclusivamente sobre los elementos ID.
    Él se deslizó hacia un lado. Encontró una máquina de chocolate caliente, puso una moneda de diez centavos y pronto tenía su taza de papel en la mano; la bebió a sorbos, sintiéndose cansado, consciente del dolor en su cabeza y de que no se había podido afeitar. Consciente del inadecuado aspecto —de patán mal entrazado— que presentaba. Y nada menos que en este preciso momento. En estas circunstancias.
    Cuando la policía del BlokOeste hubo concluido el intercambio de material identificatorio con sus homólogos del ProxEste, Lars dijo, cáusticamente:
    —Parezco una víctima de la Gestapo. Sacado de la cama, sin afeitar y con mi peor ropa, teniendo que ver a…
    —No tendrá que ver a un Reichsgericht —dijo uno de los policías del ProxEste al oírlo. Su inglés era un poco artificial en su precisión; probablemente lo había aprendido de unas educintas.
    Lars pensó inmediatamente en robots, androides y maquinaria en general; no era un presagio optimista. Tal llanura monótona en la voz, recordó, tenía que ver a menudo con ciertas subformas de enfermedades mentales… De hecho, con el daño cerebral en general. Gimió en silencio. Comprendía ahora lo que T. S. Eliot quiso decir, sobre que el final del mundo llegaría con un quejido en lugar de un estallido. Terminaría con el inaudible gemido de lamento frente al aspecto mecánico de quienes lo tenían prisionero. Ésta era la verdadera naturaleza de su situación, más allá de que prefiriera o no enfrentarla.
    El BlokOeste, por motivos que —por supuesto— no le serían informados para que pudiera comprenderlos o apreciarlos, permitiría que el encuentro con Lilo Topchev ocurriera bajo la jurisdicción de la Unión Soviética. Quizás esto mostraba cuan pequeña era la esperanza que el general Nitz y su séquito tenían en que pudiera lograrse algo valioso del encuentro.
    —Lo siento —dijo Lars al policía soviético—. No conozco una palabra de alemán. Tendrán que aclararme el asunto.
    O cargárselo a Orville, atrás en el apartamento. En ese otro mundo, perdido ahora.
    —Así es, usted no habla ningún idioma, aparte del inglés —dijo el oficial—. Pero tiene una oficina en París. ¿Cómo se las arregla?
    —Pues teniendo una amante que habla francés, italiano y ruso, y es muy buena en la cama, todo lo cual figura en vuestro expediente sobre mí. Ella encabeza mi bufete parisino —giró hacia los policías de los Estados Unidos que le habían traído—. ¿Vosotros os retiráis?
    —Sí, Mr. Lars —contestaron como un coro griego, sin la menor señal de culpa o interés, abdicando de toda responsabilidad moral.
    Se horrorizó. Supongamos que el Soviet decidiera no devolverlo… ¿quién haría diseños de armas para el BlokOeste, a partir de entonces? Asumiendo, por supuesto, que la invasión de los extraños satélites pudiera superarse…
    Pero nadie realmente lo creía posible. Era eso. Era tal cosa lo que había hecho prescindible a Lars Powderdry.
    —Venga, Mr. Lars.
    Los cuatro hombres de la KVB lo rodearon y escoltaron, y se descubrió bajando por una rampa, caminando a través de una sala de espera en la cual cierta cantidad de gente —hombres y mujeres normales— esperaba sentada por transporte o parientes. Extraño, pensó; como en un sueño.
    —¿Puedo detenerme a comprar una revista? —preguntó.
    —Por supuesto.
    Los cuatro hombres lo condujeron al enorme expositor y lo miraron como sociólogos, mientras él rebuscaba algo que les contentara. ¿La Biblia, quizá? O tal vez debería intentar el otro extremo.
    —¿Qué opinan de ésta? —preguntó a los hombres de la KVB, mostrando un libro de cómics barato, impreso en colores chillones—. «El Hombre Cefalópodo Azul de Titán».
    Por lo que él podía ver, era la peor basura en oferta en el enorme expositor. Pagó con moneda estadounidense al vendedor automático, que le agradeció con su voz nasal y autonómica.
    Cuando dejaban el lugar, uno de los hombres de la KVB le preguntó:
    —¿Lee usted normalmente ese material, Mr. Lars? —su tono era cortés.
    —Tengo un archivo completo, desde el número uno.
    No hubo ninguna respuesta; sólo una sonrisa formal.
    —Ha decaído mucho, sin embargo —añadió Lars—, durante el último año —enrolló el cómic y lo enterró en su bolsillo.

    Más tarde, mientras volaban por encima de las azoteas de Fairfax en un saltador militar del gobierno de la URSS, desenrolló el cómic y lo ponderó bajo la débil iluminación por encima de su cabeza.
    Por supuesto, nunca había examinado tal basura antes. Era interesante. El Hombre Cefalópodo Azul, siguiendo una larga y muy honorable tradición, reventaba edificios, dejaba pasmados a los ladrones, y se disfrazaba a principio y final de cada episodio como Jason St. James, un incoloro operador de computadoras. Eso también era estándar, por algún motivo perdido en la oscuridad de la historia de los cómics, pero teniendo de cierta manera que ver con la novia de Jason St. James, Nina Whitecotton, que escribía una columna de gastronomía en el Times-Chronicle de Monrovia, mítico notidiario de venta en todo el África Occidental.
    La señorita Whitecotton, qué interesante, era negra. Y lo mismo toda la otra gente en la historieta, incluso el mismo hombre cefalópodo azul, cuando pasaba a la mortalidad como Jason St. James. Y el episodio transcurría en un área metropolitana grande, en algún sitio de Ghana.
    El cómic estaba dirigido al público afroasiático. Por algún evento fortuito del mecanismo de distribución autonómico mundial, había aparecido aquí en Islandia.
    En el segundo episodio del pasquín, el Hombre Cefalópodo Azul vio drenados temporalmente sus anormales poderes por la presencia de un meteorito de zularium: un raro metal, «proveniente del sistema de Betelgeuse». Y el compañero del Hombre Cefalópodo Azul, Harry North —un profesor de física en Leopoldville—, restauró aquellos poderes perdidos justo a tiempo para pillar a los monstruos «de Agakana, el cuarto planeta de Próxima». Y el dispositivo electrónico mediante el cual North restauró los poderes del Hombre Cefalópodo Azul era asombrosamente parecido al ítem 204 de sus propias armas.
    ¡Qué extraño! Lars siguió leyendo.
    En el tercer y último episodio del libro de cómics, otra máquina familiar —aunque no pudo identificarla exactamente, sin embargo— fue puesta en juego por la astuta ayuda del oportuno Harry North. El Hombre Cefalópodo Azul triunfó otra vez, ahora sobre unas cosas del sexto planeta de Orión. Y muy afortunadamente, porque estas cosas en particular eran una abominación; el artista se había excedido.
    —¿Lo encuentra interesante? —le preguntó uno de los hombres de la KVB.
    Encuentro interesante, pensó Lars, el hecho de que el guionista y/o el ilustrador han hecho uso de la KACH para piratear algunas de mis ideas más tecnológicamente interesantes. Me pregunto si hay razones aquí para interponer un pleito civil…
    Sin embargo, no era el momento adecuado. Volvió a guardarse el cómic en el bolsillo y no contestó.
    El saltador aterrizó sobre una azotea; la hélice dejó de dar vueltas y alguien sostuvo abierta la puerta para él.
    —Esto es un motel —le explicó uno de los hombres de la KVB, con su artificialmente preciso discurso—. La señorita Topchev ocupa el establecimiento. Hemos mudado a los otros invitados, y hemos puesto centinelas de seguridad. No será molestado.
    —¿Realmente? ¿Lo dice en serio?
    El hombre de la KVB reflexionó, dando vueltas a la frase en su mente.
    —Si necesita algo, solo pídalo —dijo por fin—. Y por supuesto, cualquier servicio de mantenimiento, como emparedados, café, licor.
    —¿Y las drogas?
    El hombre de la KVB giró el rostro hacia él. Solemnes como búhos, los cuatro hombres contemplaron a Lars.
    —Yo me administro drogas —explicó Lars—. Pensé que la KACH les habría dicho eso, por Dios. ¡Las tomo cada hora!
    —¿De qué medicinas se trata? —la pregunta era cautelosa, si no completamente empapada de sospecha.
    —Escalatium —dijo Lars.
    Consternación.
    —Pero, ¡Mr. Lars! El escalatium es un tóxico cerebral… ¡No duraría ni seis meses!
    —También tomo conioricina —dijo Lars—. Esto equilibra la toxicidad metabólica. Los junto y los muelo con una cucharilla redonda, disuelvo la mezcla como precipitado en agua y me lo inyecto en…
    —Pero, señor… Usted moriría por convulsiones motovasculares. En no más de media hora… —los cuatro policías soviéticos parecían horrorizados.
    —Todo lo que alguna vez tuve como efecto secundario —dijo Lars— fue un goteo posnasal.
    Los cuatro hombres de la KVB consultaron entre ellos, y luego el de siempre dijo a Lars:
    —Buscaremos a su médico del BlokOeste, el doctor Todt. Él supervisará la administración de sus drogas. Nosotros no podemos asumir la responsabilidad. Esta combinación estimulante, ¿es esencial para su estado de trance?
    —Sí.
    Otra vez conferenciaron.
    —Vaya abajo, por favor —lo instruyó uno, al fin—. Se encontrará con la señorita Topchev…, quien, a nuestro conocimiento, no hace uso de drogas. Permanecerá con ella hasta que podamos traer al doctor Todt y sus medicamentos —frunció el ceño con severidad—. ¡Debería habernos dicho, o haber traído las drogas y al médico con usted! Las autoridades del BlokOeste no nos informaron… —estaban sinceramente molestos.
    —Bien, de acuerdo —dijo Lars, y comenzó a bajar la rampa, acompañado por uno de los hombres de la KVB.
    Un momento después, se detuvieron ante la puerta del cuarto de Lilo Topchev.
    —Estoy asustado —dijo en voz alta.
    El hombre de la KVB llamó.
    —¿Temeroso, Mr. Lars, de confrontar su talento con el de nuestro médium? —las alusiones burlonas eran evidentes.
    —No, no es por eso…
    Sentía miedo, pensó, de que Lilo fuera lo que Kaminsky había dicho: un ennegrecido y marchito saco, pura piel y huesos, como un monedero viejo. Consumida, quizá, por sus exigencias profesionales. Dios sabe lo que puede haber sido obligada a dar por su «cliente». Porque son mucho más rudos de ese lado del mundo; lo hemos sabido desde un principio.
    De hecho, comprendió, esto podría explicar por qué el general Nitz aceptara que nuestros esfuerzos conjuntos tuvieran lugar bajo la administración del ProxEste, y no de las autoridades del BlokOeste. Nitz ha de haber reconocido que la presión más decisiva se podría llevar a cabo aquí. Pudo pensar que así funcionaré mejor.
    En otras palabras, se dijo Lars sin prisas, Nitz ha de haber pensado que he estado conteniéndome todos estos años. Pero que aquí, bajo jurisdicción de la KVB, bajo la vigilancia del cuerpo más alto de la Unión Soviética —el SeRKeb—, sería diferente.
    El general Nitz tenía más fe en las capacidades del ProxEste para obtener resultados que en su propio establishment. Era extraño y desconcertante, pero de alguna manera supo que era cierto. Y perfectamente plausible, también. Así son ahora las cosas, probablemente.
    La puerta se abrió, y allí estaba Lilo Topchev. Tenía puesto un jersey negro, pantalones y sandalias; llevaba el pelo atado en la nuca con una cinta. Se veía, era, una chica de no más de diecisiete o dieciocho años. Su aspecto era el de una adolescente, apenas entrando en la madurez. En una mano sostenía torpemente un puro, obviamente tratando de parecer adulta, para impresionarlos a él y al hombre de la KVB.
    —Soy Lars Powderdry —dijo él, con voz algo ronca.
    Sonriendo, ella extendió su mano. Era pequeña, suave, fresca, estrujable; fue aceptada por él cautelosamente, con la mayor deferencia. Sentía que un apretón desafortunado podría perjudicarlo para siempre.
    —Hola —dijo ella.
    El hombre de la KVB lo empujó dentro del cuarto con el cuerpo y cerró la puerta por detrás de Lars, quedándose del lado de afuera.
    Estaba a solas con Lilo Topchev. El sueño se había hecho realidad.
    —¿Quiere una cerveza? —invitó ella.
    Cuando dijo esto, observó que sus dientes eran sumamente regulares, diminutos y parejos, como de mujer alemana. Nórdica, no eslava.
    —Tiene un buen manejo del inglés —dijo él—. Me preguntaba cómo solucionarían la barrera del idioma… —Lars había esperado un hábil y discreto, pero siempre presente traductor—. ¿Dónde lo aprendió?
    —En la escuela.
    —¿Está diciendo la verdad? ¿Nunca ha estado en el BlokOeste?
    —Nunca antes he estado fuera de la Unión Soviética —dijo Lilo Topchev—. De hecho, la mayor parte del ProxEste, sobre todo las regiones Sino-Regidas, me es desconocida.
    La chica se movió ágilmente hacia la cocina de la lujosa suite de motel —más o menos clase Cog— para buscarle una lata de cerveza. Gesticuló de repente, llamando su atención. Señaló con la cabeza hacia la pared más lejana. Y luego, enfrentándose a él y dando la espalda a la pared, formó con sus labios —sin decirlo en voz alta— la palabra «cámara».
    Un sistema audiovisual los supervisaba afanosamente, por supuesto. ¿Cómo podría ser de otra forma? Aquí viene el cuchillo, pensó Lars, recordando el gran clásico de Orwell, 1984. Sólo que en este caso sabemos que realmente estamos bajo escrutinio y, al menos teóricamente, quienes están del otro lado se supone que son amigos nuestros. Somos todos amigos, ahora. Salvo que, como había dicho con sinceridad Aksel Kaminsky, si Lilo y yo no logramos brincar correctamente por el aro de fuego, nuestros buenos amigos nos asesinarán.
    Pero ¿quién puede culparlos? Orwell no había captado aquella idea. Ellos podrían tener razón, y nosotros ser los equivocados.
    La muchacha le ofreció la cerveza.
    —Sírvase usted —dijo Lilo, sonriendo.
    Él pensó: ya estoy enamorado de ti.
    ¿Nos matarían, pensó él, por amarnos? Dios les ayude, si tal cosa hicieran. Porque no valdría la pena que todos ellos y su civilización conjunta, Este y Oeste, se conservaran a tal precio.
    —¿Qué es eso que dijo sobre drogas? —dijo Lilo—. Le oí hablando con la policía fuera. ¿Es verdad lo que les ha dicho, o era sólo para… ya sabe… dificultarles el trabajo?
    —Es verdad.
    —No pude oír los nombres de las drogas, aunque tenía mi puerta abierta y escuchaba.
    —Escalatium…
    —¡Ah, no!
    —…y conioricina. Las mezclo juntas, las muelo…
    —Oí esa parte. Se inyecta la mezcla, ¡realmente lo hace! Pensé que sólo lo decía para molestarles…
    Ella lo consideró con una expresión solemne, mezclada con diversión. No era desaprobación o disgusto lo que sentía, ni la indignación moral de los hombres de la KVB, que eran inevitablemente simples por naturaleza. Parecía más cerca de la admiración.
    —Debido a eso, no puedo hacer nada hasta que llegue mi médico —dijo Lars—. Todo que puedo hacer… —se sentó sobre una silla de hierro forjado negro— …es beber cerveza y esperar —y contemplarte, murmuró para sí.
    —Yo uso drogas.
    —Me fue referida otra cosa.
    —Lo que le digan ellos no es más importante que un túnel de gusano en un montón de estiércol.
    Y girando hacia el monitor que le había señalado antes, dijo:
    —¡Y eso va para ti, Geschenko!
    —¿Quién es ese?
    —El comandante del equipo de vigilancia de la KVB que revisará la cinta. ¿No es así, mayor? —gritó al oculto monitor; luego explicó tranquilamente a Lars—. Ya lo ve, soy una convicta.
    Él la contempló.
    —¿Quiere decir que cometió un delito, un delito legal, especificado?
    —Lo intenté, en realidad, y fui capturada y condenada. Todo como un pseudo… no sé cómo llamarlo. Un mecanismo; eso es, un mecanismo. Porque en este momento legalmente soy, a pesar de todas las garantías políticas y civiles de la Constitución de la URSS, una persona absolutamente sin recursos. No tengo ningún recurso en absoluto en los tribunales soviéticos; ningún abogado puede sacarme. No soy como usted. Yo le conozco bien, Lars, o Mr. Lars. O Mr. Powderdry, independientemente de cómo quiera ser llamado. Sé cómo se ha establecido en el BlokOeste. ¡He envidiado durante años su posición, su libertad e independencia!
    —Usted supone que yo podría escupirles la cara en cualquier momento.
    —Sí. Lo sé. La KACH me lo dijo; ellos me lo informaron, a pesar de los habitantes de este montón de estiércol, como Geschenko.
    —Pues la KACH le ha mentido —le dijo él.

    16

    Ella parpadeó. El puro apagado y la lata de cerveza temblaron.
    —Ellos me tienen sujeto, de la misma forma que el Soviet le tiene a usted —insistió Lars.
    —¿No se ofreció voluntariamente para venir aquí a Fairfax?
    —¡Ah, seguro! —asintió con la cabeza—. De hecho, yo personalmente expresé tal intención al mariscal Paponovich. Nadie me obligó a venir aquí; nadie puso una pistola en mi cabeza. Pero alguien extrajo un arma de un cajón de escritorio para permitirme verla, y así hacerme entender.
    —¿Un hombre del FBI? —sus ojos eran enormes, como los de un niño que oye las proezas del fabulador.
    —No, al menos no técnicamente. Un «amigo» del FBI, en este mundo amistoso y cooperativo en el cual vivimos. No es importante; no tenemos porqué deprimirnos hablando de ello. Sólo le aseguro que podrían haberse deshecho de mí en cualquier momento; y apenas eso cobró importancia, me hicieron saberlo.
    —De modo que no ha sido diferente su trayectoria —dijo Lilo, pensativamente—. Había escuchado que era usted una prima donna.
    —Oh, lo soy, sí. Soy peliagudo y poco confiable. Pero todavía pueden extraer de mí lo que quieran. ¿Algo más importa?
    —No se me ocurre nada más —dijo ella, diligentemente.
    —¿Qué drogas toma usted?
    —Formofane.
    —Suena como una nueva marca de espejos —no había oído nunca de ella—. O un envase plástico de leche, de esos que se abren y vierten el líquido sobre el cereal sin derramar una gota.
    Lilo dijo, entre tragos torpes y adolescentes de cerveza:
    —El formofane es poco frecuente. No lo tienen en el Oeste; lo fabrica una firma de Alemania Oriental que desciende de algún antiguo cártel farmacéutico prenazi. Está hecho… —hizo una pausa. Obviamente se preguntaba si era conveniente informarle—. Ellos lo hacen expresamente para mí —dijo ella, por fin.
    Así que se lo había dicho.
    —El Instituto Pavlov en Nueva Moscú condujo durante seis meses un análisis de mi metabolismo cerebral, buscando lo que podría hacerse para… mejorarlo. Luego aparecieron con una fórmula química, y fue fotocopiada y pasada a AG Chemie. Y AG Chemie produce sesenta comprimidos de medio gramo de formofane por mes para mí.
    —Y eso, ¿qué hace?
    —No lo sé —dijo Lilo, cuidadosamente.
    Él sintió miedo por ella. Por lo que le hubieran hecho, y por lo que podrían hacerle otra vez, cuando quisieran.
    —¿No nota algún efecto? —le preguntó—. ¿Una penetración más profunda en el estado de trance, o por más tiempo? ¿Menos efectos secundarios? Debe de notar algo. Una mejora en sus bosquejos… deben dárselo para mejorar sus bosquejos.
    —O para impedir que me muera —dijo Lilo.
    El miedo dentro de él se hizo agudo.
    —¿Por qué piensa que moriría? Explíqueme —mantuvo su voz queda, libre de afectación, para que pareciera casual—. Incluso considerando la naturaleza seudo-epileptoide de…
    —Soy una persona muy enferma —dijo Lilo—. Mentalmente. Tengo lo que ellos llaman «depresiones». No son depresiones y lo saben; por eso siempre paso y pasaré mucho tiempo en el Instituto Pavlov. Es difícil mantenerme viva, Lars. Así son las cosas. Tengo que proponérmelo a diario, y aceptar la ayuda del formofane. Lo tomo, y me alegro de tenerlo; no me gustan las depresiones, o lo que sean. ¿Sabe cómo son? —ella se inclinó hacia él, apremiante—. ¿Quiere saberlo?
    —Seguro.
    —Miraba mi mano una vez. Se encogió y murió, y fue la mano de un cadáver. Se pudrió y luego se convirtió en polvo. Y luego todo el resto de mí; estaba muerta. Y entonces… reviví. Dicho de otro modo, la vida es esto que siguió, después de que me morí. Pero, diga algo… —ella esperó.
    —Bien, eso debería interesar a las instituciones religiosas establecidas… —era todo que él podía decir, por el momento.
    —¿Piensa usted, Lars, que podemos hacer lo que ellos quieren? ¿Podremos volver con lo que ellos llaman un «arma aniquiladora»? Usted sabe, una… odio decirlo… un arma verdadera.
    —Seguro.
    —¿Y de dónde la sacaremos?
    —Del lugar que… visitamos. Como si tomáramos psilocibina. Que está relacionada, como tú sabes, con la hormona suprarrenal epinefrina. Pero siempre me gustaba pensar en ello como si tomara teonanácatl.
    —¿Qué es eso?
    —Una palabra azteca. Significa «la carne de Dios» —explicó—. Tú lo conoces bajo el nombre de su alcaloide: mescalina.
    —¿Usted… tú y yo visitamos el mismo lugar?
    —Probablemente.
    —Y ¿dónde es? ¿Puedes decirlo? —ella levantó su cabeza, esperando, escuchando, mirándole—. No lo sabes. ¡No lo sabes! Yo sí lo sé.
    —Entonces dime.
    —Lo haré, si primero tomas formofane —poniéndose de pie, ella desapareció en el otro cuarto. Cuando volvió llevaba dos pastillas blancas, que le ofreció.
    Por motivos que nunca comprendió luego —y que, francamente, no le interesaba descubrir—, se bebió las dos pastillas de un trago con su cerveza, amablemente, sin la menor protesta. Las pastillas se adhirieron momentáneamente a su garganta. Parecieron pegársele allí, y luego pasaron más allá del punto en que podría toser y expulsarlas. La droga era ahora parte de él. Más allá de lo que fuera a suceder, y de lo que la sustancia química pudiera hacer en su sistema, él la había tomado con confianza. Y eso era todo.
    Confianza no en la droga, comprendió él, sino en Lilo Topchev.
    Pero ella dijo, para su sorpresa:
    —Todo el que ha hecho eso, ha muerto —parecía triste, pero aún no decepcionada. Era como si la confianza que había mostrado Lars hubiera reforzado algún profundo e instintivo pesimismo en ella. ¿O era algo más? ¿El típico fatalismo eslavo? Lars tuvo que reírse de sí mismo; estaba caricaturizándola. De hecho, no sabía nada sobre ella aún; no podía todavía descifrarla en lo más mínimo.
    —Vas a morir —dijo Lilo—. He estado esperando a hacer esto; tengo miedo de ti —sonrió—. Ellos siempre me decían que si yo alguna vez les fallaba, los asesinos a sueldo de la KVB que operan en el BlokOeste te dormirían, te traerían a Bulganingrado y te usarían, y a mí me arrojarían a lo que llamaron «el basurero de la historia». Al viejo estilo, el de Stalin.
    —No creo ni por un segundo que estés diciendo la verdad.
    —Lo que no crees es que hayas hecho todo este periplo sólo para que yo te asesinara.
    Él asintió con la cabeza.
    Después de una pausa, Lilo suspiró.
    —Tienes razón.
    Él se aflojó por el alivio; volvió a respirar.
    —Pero de veras tengo miedo de ti —siguió ella—. Realmente me amenazaron; te he tenido en mi cabeza permanentemente. Me di cuenta que odiaba siquiera pensar en ti. Y supongo que vas a morir ahora… A todos les sucede. Todos los demás han muerto hasta ahora, pero no a causa de lo que te he dado. Es un estimulante del metabolismo cerebral que se parece a la serotonina; se hace exactamente como te comenté antes, y te lo di porque estoy muy interesada en comprobar sus efectos sobre ti. ¿Sabes lo que quiero hacer? Intentar tus dos drogas junto con lo mío. No sólo combinaremos nuestros talentos; combinaremos nuestros estimulantes metabólicos también, y veremos lo que conseguimos. Porque… —vaciló de manera infantil, sombría, pero excitada— …tenemos que tener éxito, Lars. Hemos de conseguirlo.
    Él dijo, con voz tranquilizadora:
    —Descuida, lo lograremos.
    Y luego, al sentarse allí —mientras estudiaba ociosamente su lata de cerveza, notando que era danesa y negra, de muy buena clase—, sintió que la droga lo afectaba.
    De repente, con la terrible prisa de un incendio, lo abrumó. Lars se puso de pie a los tropezones, estirándose… La cerveza cayó y rodó lejos, su contenido manchó la alfombra, oscuro, feo, espumoso; como si algún gran animal hubiera sido masacrado allí y su vida se escurriera en cruel desamparo. Se bamboleó como si fuera dando zancadas hacia la muerte, a pesar de lo que ella había dicho. ¡Dios santo! Me he abierto en canal yo mismo, en un esfuerzo por… obedecer.
    ¿A qué obedecí?, se preguntó. La muerte puede ser muy hipócrita. Puede reclamar tu pellejo con misteriosas palabras, para darte a pensar de que es algo completamente distinto, alguna alta autoridad, alguna cualidad espiritual y libre, de la que tú debieras disfrutar. Eso es todo lo que preguntas; quieres ser feliz. Y en cambio… te captura. No ellos, sino ello. Les gustaría mucho que te entregaras, pero no se deciden a pedírtelo.
    Sin embargo, te has dado gratuitamente, antes de tiempo. No les gustará esto: la tiranía tiene su propia velocidad. Correr hacia ella prematuramente no te hará más apreciado que si trataras de echarte atrás, vacilante, dubitativo, intentando escapar de alguna manera. Ni siquiera —Dios no lo permita— aunque te hubieras puesto de pie y luchado.
    —¿Qué pasa? —distante, la voz de Lilo.
    —La serotonina —dijo él con dificultad— me pegó. Muy mal. El alcohol, la cerveza tal vez. Puedes… indicarme… —anduvo un paso, dos— …el cuarto de baño…
    Ella lo llevó, asustada. Él pudo distinguir el aleteo de su cabello, su cara sinceramente temerosa mientras lo conducía.
    —No te preocupes —dijo él—. Voy a… —y luego feneció.
    El mundo se fue; estaba muerto y en un sitio brillante y terrible, que ningún hombre había conocido antes.

    17

    Había un hombre parecido a un ídolo, su estructura facial tallada en piedra. Se inclinaba hacia Lars, y llevaba puesto un elegante uniforme adornado con un racimo de coloreadas medallas.
    —Está vivo ahora —dijo.
    Dos médicos se dejaron ver. Llevaban puestos delantales blancos, largos hasta el suelo. Detrás de ellos, Lars vio un estupendo y costoso equipo de emergencias: grandes máquinas resollantes con manguerillas, indicadores y motores, todos en furiosa operación. El aire parecía ionizado —muy positivo— y olía a productos químicos. Vio a un lado una mesa con instrumentos, uno de los cuales reconoció: se empleaba para realizar traqueotomías de urgencia.
    Afortunadamente, estos médicos soviéticos no habían tenido que usarlo. Había vuelto a tiempo.
    El monitor, comprendió. Escondido en la pared, masticando continuamente audio y video. Manteniéndose alerta para sus propios siniestros y ulteriores objetivos, había atestiguado su colapso y convocado el auxilio, lo bastante pronto para salvarlo.
    Ir al cuarto de baño no había sido lo adecuado.
    Miró al oficial de Ejército Rojo, uniformado, enmedallado y almidonado y le dijo:
    —¿El comandante Geschenko?
    —Da, Mr. Lars —el oficial, ya superado su nerviosismo, se había vuelto gomoso y pálido ahora—. Cedió su nervio vago. Algo sobre la médula y particularmente el esófago; no entiendo muy bien. Pero estuvo muy cerca de irse, durante un minuto o dos. Por supuesto, en último de los casos hubiera sido congelado y sacado de aquí. Pero… —hizo un gesto de alivio.
    Lars estuvo de acuerdo con lo dicho.
    —Sí, muy cerca. Sentí la proximidad.
    Distinguió entonces a Lilo Topchev: estaba acurrucada contra la pared lejana, sin perderle mirada.
    —¿Imagina acaso que lo hice a propósito? —dijo ella.
    Su voz era distante y apenas audible. Durante un momento pensó que era su imaginación, pero luego comprendió que realmente le había preguntado eso. Y él halló la respuesta, supo la verdad.
    Pero en voz alta, y sobre todo para protegerla, declaró:
    —Sólo ha sido un accidente.
    —Así es —dijo Lilo, débilmente.
    —Pienso que todos somos conscientes de eso —aseveró el comandante Geschenko, con un rastro de tensa irritación—. Alguna reacción alérgica.
    ¿Le creería Geschenko a ella?, se preguntó Lars. ¿Un hombre de tal catadura? ¿O es que supone que yo no sé nada?
    No, señor, pensó; usted no puede ser engañado. Usted es un profesional. Yo mismo puedo distinguir entre un accidente y un acto premeditado, y éste ha sido ex profeso. Ella lo intentó y luego entró en pánico, porque descubrió que también hubiera sido su final. Debe haberlo comprendido cuando vio actuar la droga, y la violencia de mi respuesta somática. Ella no es del todo adulta, pensó; no pudo anticipar lo que sucedería.
    Pero… ¿por qué matarme?, se preguntó. ¿Temerá realmente que yo la sustituya? O quizá tema alguna otra cosa, completamente distinta.
    Puede ser un temor mucho más racional.
    —Es por el arma —dijo, dirigiéndose a Lilo.
    —Sí —asintió ella, rígidamente.
    —Piensas que se hará realidad por medio de nosotros, como ellos lo esperan.
    —Hubiera sido demasiado —reconoció Lilo.
    Él comprendió.
    —Volverían los viejos días, los de antes de los Protocolos —dijo él—. Cuando no había ningún trato, ni patrañas, ni aradizaciones. Cuando la cosa era en serio.
    —Sí, volverían —dijo Lilo en un susurro—. Lo sentí tan pronto como puse los ojos sobre ti. Juntos lo lograríamos, y nadie podría cambiarlo. Con nuestro conocimiento ampliado, yendo donde nadie puede ir, ni siquiera con mescalina, psilocibina, psilocibe mexicana, estrofaria, dietilamida, ácido lisérgico-d-cubensis, todo combinado; no pueden seguirnos allí donde vamos. Y ellos lo saben.
    Furioso, el comandante Geschenko dijo en voz alta, casi gritando:
    —¡Los satélites! Ya son tres, ¿me oyes? ¡Y va a haber un cuarto y un quinto, y será nuestro final!
    —De acuerdo —dijo ella, con calma—. Lo oigo. Indudablemente tiene razón… —pareció derrotada.
    Geschenko se volvió a Lars, con ira amarga y sardónica:
    —Indudablemente —y lo escudriñó, esperando su reacción.
    —Nunca tendrá que preocuparse por mí, o por mi actitud —dijo Lars con dificultad—. Ella es inestable emocionalmente; veo claramente ahora el por qué usted la guardaba siempre bajo tal vigilancia. Lo entiendo perfectamente. De aquí en adelante, desearía que el doctor Todt…
    —Llegará en unos minutos —aseguró Geschenko—. Y estará con usted constantemente; de esa manera, ella no tendrá oportunidad de intentar otro de sus golpes psicóticos, para defenderse de algún imaginario ataque. No será ni remotamente posible. Y si lo desea, uno de nuestros propios oficiales médicos puede…
    —No, con Todt será suficiente —dijo Lars, y se enderezó.
    —Espero que tenga razón —dijo el comandante Geschenko, como si mantuviera sus reservas—. De todos modos, nos atendremos a sus preferencias en esta materia… —se dirigió a Lilo—. Podrías ser acusada por esto, lo sabes.
    Ella no dijo nada.
    —Me arriesgaré —dijo Lars—. Continuaré trabajando con ella. Realmente, no hemos comenzado aún. Deberíamos hacerlo en seguida; pienso que la situación lo exige.
    Con manos temblorosas y sin decir una palabra, Lilo Topchev reencendió su puro. Haciendo caso omiso de Lars, mirando fijamente la cerilla en su mano, exhaló el humo gris.
    Él supo entonces que no confiaría en ella por largo tiempo. Quizá ni siquiera la comprendería.
    —Dígame —le dijo a Geschenko—, ¿tiene autoridad para pedirle que deseche el puro? Me dificulta el respirar.
    Dos hombres de la KVB vestidos de civil fueron inmediatamente hacia Lilo. Ella arrojó el ardiente puro al suelo, desafiante. El cuarto quedó en silencio mientras todos la miraban.
    —Nunca lo recogerá —dijo Lars—. Podemos esperar por siempre.
    Un hombre de la KVB se inclinó, recogió el puro y lo enterró en un cenicero cercano.
    —Pero acepto trabajar contigo. ¿Me acompañarás? —le dijo Lars.
    La miró atentamente, tratando de adivinar lo que pensaba y sentía, pero no pudo leer nada en sus facciones. Tampoco los profesionales alrededor de él parecieron ver ningún presagio. Ella nos ha eludido, pensó Lars. Tendremos que seguir adelante a partir de este mal comienzo. Nuestras vidas están en juego, y esta adolescente nos tiene a su merced, en sus infantiles manos.
    Jesús, se dijo. ¡Qué enredo!
    Geschenko vino en su ayuda. Todos en el cuarto trataron de asistirlo, molestándose el uno al otro en una rutina de película muda que en otro momento le hubiera movido a risa. El comandante lo condujo hacia un costado, donde podrían hablar.
    —Seguramente entiende cómo fue que acudimos tan pronto a auxiliarlo…
    —Ella me señaló los receptores de audio y video —dijo Lars.
    —Y ahora comprenderá por qué fueron instalados.
    —No me preocupa el motivo.
    —Ella lo hará bien —aseguró Geschenko—. La conocemos. Al menos, hemos hecho todo lo posible por aprender lo bastante, a fin de predecir…
    —No han previsto esto, sin embargo.
    —Lo que nunca imaginamos —dijo Geschenko— fue que una preparación favorable para el metabolismo cerebral de ella sería tóxica para el suyo. Y estamos perplejos respecto a cómo ella lo supo, a menos que sólo lo haya supuesto…
    —No creo que fueran meras conjeturas.
    —¿Hay un sentido de precognición en vosotros, los médiums?
    —Tal vez —dijo Lars—. ¿Está enferma en el sentido clínico?
    —¿Quiere decir psicológicamente? No. Es sólo inmanejable; está llena de odio. Nosotros no le gustamos, o no quiere cooperar. Pero no está loca de atar.
    —Sería mejor dejarla ir —dijo Lars.
    —¿Qué se vaya? ¿Adónde?
    —A donde ella quiera. Libérela. Aléjese de ella. Déjela vivir tranquila. No lo entiende, ¿verdad?
    Era obvio que estaba perdiendo el tiempo, pero siguió intentándolo. El hombre al que se dirigía no era un idiota, ni tampoco un fanático. Geschenko sólo estaba demasiado en sintonía con su métier.
    —¿Sabe lo que es una fuga? —le preguntó Lars.
    —Sí. Una huida.
    —Bien; permítale huir, hasta que haya corrido lo bastante para… —vaciló.
    En tono burlón, con la sabiduría de una edad mayor que la propia, no limitada por el mundo soviético de su aquí y ahora, Geschenko dijo:
    —¿Para qué, Mr. Lars? —y esperó una respuesta.
    Lars repuso, tercamente:
    —Quiero sentarme con ella, y comenzar cuanto antes el trabajo que tenemos que hacer, aun a pesar de lo que ha sucedido. No deberíamos permitirnos una demora, porque fortalecería su tendencia a disolver el esfuerzo cooperativo que tenemos que iniciar. Por lo tanto, retire a su gente y déjeme ver a mi doctor.

    —Me gustaría hacer un multifaz sobre usted ahora —dijo a Lars el doctor Todt.
    Poniendo su mano en el hombro del médico, Lars respondió:
    —Ella y yo tenemos que trabajar; haremos los exámenes en otro momento. Cuando volvamos a Nueva York.
    —De gustibus non disputandum est —dijo fatalísticamente el doctor Todt, malhumorado—. Opino que usted no está en sus cabales. Nos ocultan la fórmula de aquel veneno, y no podemos analizarlo. Sólo Dios sabe lo que esas píldoras le hicieron.
    —Al menos no me mataron, y vamos a tener que contentarnos con eso. De todos modos, durante nuestros estados de trance conserve los ojos bien abiertos. Y si tiene algún dispositivo de medición que quiera conectarme…
    —Oh, por supuesto; mantendré continuamente un EEG y un ECG corriendo. Pero sólo me dedicaré a usted, no a la chica. Ellos tendrán de asumir la responsabilidad; no es mi paciente —el tono de doctor Todt era ponzoñoso—. ¿Sabe qué creo?
    —Cree que debería irme a casa —dijo Lars.
    —El FBI puede sacarle…
    —¿Trajo escalatium y conioricina en cápsulas?
    —Sí, y gracias a Dios no se va a inyectar. Es la primera decisión racional que ha hecho —Todt le pasó dos pequeños y abultados sobres.
    —No me atrevo a inyectarme; podría potenciar el condenado veneno que recibí.
    Se sentía algo alarmado. Pasaría un rato antes de que se animara a utilizar aun las drogas con las que estaba familiarizado… o suponía que estaba familiarizado.
    Se acercó a Lilo Topchev y la encaró; ella le devolvió la mirada con aplomo.
    —Bien —dijo él, intentando calmar las cosas—, supongo que podrías haberme dado cuatro de esos comprimidos en lugar de dos. Podría haber sido peor.
    —Oh, diablos —dijo ella, dramáticamente—. Me rindo. ¿No hay alguna forma de evitar esa estúpida fusión de nuestras mentes? No quiero dejar de ser un individuo, aún lo poco que ellos me han dejado… ¿No se sorprendería, Mr. Lars, si le dijera que yo he subido esos satélites, mediante un talento psi del que nadie sabe aún? —dijo, y sonrió, feliz. La idea pareció complacerla, aunque fuera una evidente fantasía—. ¿Le asusta que diga tal cosa?
    —No.
    —Apuesto a que unos cuantos se asustarían si dijera eso. Cielos, si sólo tuviera el acceso que usted tiene a los medios de información… Tal vez usted podría decirlo por mí; podría citarme…
    —Será mejor que comencemos —cortó Lars.
    —Si trabaja conmigo —dijo lentamente Lilo Topchev—, le aseguro que algo malo le sucederá. No continúe, por favor.
    —Lo haremos ahora mismo —dijo él—. El doctor Todt controlará.
    —Doctor Muerte.
    —¿Perdón? —dijo Lars, desconcertado.
    —Así es —reconoció Todt—. Eso es lo que mi apellido significa en alemán . Está en lo cierto.
    —Y es lo que veo —dijo Lilo, mitad para sí misma, en un tono casi monótono—. Veo muerte, si continuamos en ello.
    El doctor Todt le pasó un vaso de agua a Lars.
    —Para su medicación.
    Ritualmente, como siempre antes de cada estado de trance, Lars tomó un comprimido de escalatium y uno de conioricina. Preferible así que inyectado. El método era distinto, pero los resultados, esperó, serían los mismos.
    Mirándolo por el rabillo del ojo, el doctor Todt comentó:
    —Si el formofane, esencial para ella, le resulta tóxico a usted, porque actúa suprimiendo su sistema nervioso simpático, debiera preguntarse cómo difiere la estructura de su talento psi respecto al de ella. Porque hay claras pruebas de tal cosa. De hecho, difiere radicalmente.
    —¿No cree que ella y yo podamos funcionar juntos?
    —Verdaderamente lo dudo —dijo Todt con lentitud.
    —Supongo que pronto lo sabremos —aseguró Lars.
    Lilo Topchev se acercó a él separándose de la pared y dijo:
    —Sí. Presumo que pronto vamos a saberlo.
    Sus ojos brillaban.

    18

    Cuando Surley Febbs llegó a Festung Washington DC, se sorprendió al descubrir que, a pesar de su carta de identificación perfectamente legal, no podía ingresar al predio.
    A causa de los satélites hostiles habían entrado en vigor nuevas medidas de seguridad, otras formalidades y procedimientos. Quienes ya estaban adentro, quedaron adentro. Surley G. Febbs, sin embargo, quedó afuera.
    Y afuera hubo de permanecer.
    Melancólicamente sentado en un parque del centro de la ciudad, mirando con malhumorada frustración a un grupo de niños que jugaba, Febbs se preguntó: ¿Es para esto que vine aquí? Quiero decir… ¡esto es un timo! Me notifican que soy un Consumotipo y luego, cuando llego, no hacen caso de mí…
    Le resultaba incomprensible.
    Y aquellos satélites eran sólo una excusa, comprendió. Los bastardos quieren conservar el monopolio del poder. Cualquiera que haya dedicado largo tiempo al estudio de la mente humana y la sociedad, como yo lo he hecho, puede decirlo con sólo echar un vistazo; y con la perspicacia que tengo en estos asuntos…
    Lo que necesito es un abogado, se dijo. Podría alquilar algún talento legal, si quisiera.
    Sólo que Febbs no tenía ganas de gastar dinero.
    ¿Debía ir a los periódicos, entonces? Pero sus páginas estaban plagadas de titulares sensacionalistas sobre los satélites. Hoy ningún medio masivo se preocuparía por cosas tales como los valores humanos, y las tropelías que se cometían contra ciertos ciudadanos individuales. Como de costumbre, el Nul promedio estaría completamente cogido por la basura del día; no así Surley G. Febbs. Pero aún no conseguía acceder al Kremlin debajo de Festung Washington DC.
    Una tambaleante aparición se le acercó, vestido con lo que parecían ser unos restos muy zurcidos, remendados y lavados de un uniforme militar de alguna clase. Se aproximó lentamente al banco sobre el cual Febbs estaba sentado, vaciló, y luego se acomodó a su lado.
    —Una bella tarde —dijo el anciano, su voz como un chillido oxidado. Suspiró, tosió y se limpió los labios con el dorso de la mano.
    —Hum —gruñó Febbs.
    No tenía ganas de hablar, y menos con ese andrajoso espantapájaros. Debiera estar en una casa de veteranos, se dijo, molestando a los otros jerries , esa quincalla que debería haber muerto hace tiempo.
    —Mire a esos niños, cómo cantan —señaló el veterano de guerra, y a pesar suyo Febbs miró—. «Oly, oly, oxen fri»… ¿Sabía que eso es una corrupción? «All the, all the, outs in free» —el viejo se rió entre dientes. Febbs gimió—. Eso viene de antes de que usted naciera. Los juegos nunca cambian. El mejor juego que se haya inventado es el Monopolio. ¿Alguna vez lo ha jugado?
    —Hum —repuso Febbs.
    —Hay un tablero de Monopolio —dijo el viejo vet—. No lo tengo conmigo, pero sé donde está: en el casino —señaló hacia Febbs; su dedo parecía una rama de árbol en invierno—. ¿Quiere jugar?
    —No —dijo claramente Febbs.
    —¿Por qué no? Es un juego adulto. Juego todo el tiempo, como ocho horas por día a veces. Siempre compro una propiedad cara al final, como el Parque…
    —Soy un Consumotipo —exclamó Febbs.
    —¿Qué es eso?
    —Un alto oficial del BlokOeste.
    —¿Usted es militar?
    —Difícilmente… —militares… ¡trastes gordos!, pensó.
    —El BlokOeste —dijo el veterano— está dirigido por militares.
    —El BlokOeste —explicó Febbs— es una gestalt económica y política, la responsabilidad última para un funcionamiento eficaz, y descansa sobre los hombros de un Comité heterogéneo formado por…
    —Ahora juegan al Snum —dijo el viejo.
    —¿Qué?
    —Al Snum. Recuerdo eso. ¿Sabía que estuve en la Gran Guerra?
    —Bien —escupió Febbs, y decidió que era tiempo de irse.
    En su actual humor, luego de que le negaran su derecho legal de sentarse en el Comité SegNac NU-O, no se sentía dispuesto a oír una relación de las supuestas proezas de esta reliquia senil, débil y andrajosa.
    —Yo era personal de mantenimiento en un GRT. Mantenimiento, pero en uniforme. Estábamos siempre en el frente. ¿Alguna vez vio un GRT en acción? Una de las armas tácticas más finas alguna vez inventadas, pero siempre con problemas en la alimentación. Una sobrecarga, y la torreta entera se incendiaba… Usted probablemente lo recuerda. O tal vez fuera antes de su tiempo. De todos modos, teníamos que cuidarnos de la realimentación del…
    —Bien, bien —dijo Febbs, retorciéndose con irritación; se apeó y comenzó a alejarse.
    —Fui golpeado por un cono de presión que se aflojó del sistema de válvulas espada… —siguió diciendo el viejo veterano mientras Febbs se marchaba.
    Gran Guerra mis narices, se dijo Febbs. Alguna rebelión menor en una perdida colonia. Un poco de reyerta, resuelta en un día. ¡GRT!… Dios sabe qué obsoleto montón de chatarra sería, probablemente muy atrás en las 100 series primordiales. Debería ser obligatorio el descarte de los operadores junto con las armas; es una verdadera desgracia que una ruina tal le haga perder tiempo a la gente realmente valiosa.
    Ya que había sido expulsado del parque, decidió hacer otro intento en la entrada del Kremlin.
    Le estaba diciendo al guardia de servicio:
    —¡Esto es una violación a la Constitución del BlokOeste! Es un tribunal no diplomado el que está en sesión allí abajo, si yo no estoy. Nada de lo que se decida es legal sin mi voto. ¡Llame a su superior y dígale eso!
    El centinela miraba fríamente hacia delante, sin decir palabra.
    De repente, un enorme saltador negro del gobierno se cernió por encima de ellos, y se desplazó lateralmente para descender en el campo de concreto más allá de la estación de la guardia. El centinela sacó un transceptor de video y comenzó a dar órdenes.
    —¿Quién es? —preguntó Febbs, devorado por la curiosidad.
    El saltador aterrizó, y de él salió el general George Nitz.
    —¡General Nitz! —chilló Febbs; el sonido de su voz atravesó la barrera reforzada controlada por la guardia, y llegó al hombre de uniforme que había desembarcado—. ¡Soy su Com-Par! ¡Tengo papeles que demuestran que soy un representante legal del Comité, un Consumotipo, y exijo que imponga su autoridad para dejarme entrar, o voy a iniciar una acción civil por violación, agravio o alguna maldita cosa! No me he dirigido a un abogado aún, pero lo haré, general… —su voz se fue desvaneciendo a medida que el General Nitz proseguía su marcha y desaparecía en la estructura superficial que era la parte más exigua del Festung.
    Un frío viento de Washington DC sopló entre las piernas de Febbs. El único sonido ahora era la voz de la guardia dando instrucciones en su videofono.
    —Mierda… —susurró Febbs, desesperanzado.
    Un pequeño saltador civil de alquiler, bastante desvencijado, se deslizó hacia la barrera y se detuvo. De él se apeó una mujer de mediana edad, cubierta por un abrigo de tela pasado de moda. Se acercó al guardia y dijo con aire tímido, pero con cierta firmeza:
    —Joven, ¿dónde encuentro el Comité SegNac de la NU-O? Mi nombre es Martha Raines y soy un Consumotipo recién designado… —hurgó en su bolso para exhibir la prueba de su aseveración.
    El guardia bajó su videofono y dijo brevemente:
    —Nadie sin un pase de clase AA o superior ha de ser admitido, señora. La prioridad de emergencia de seguridad está en efecto desde las 6 a.m. del huso horario uno-cinco-cero. Lo siento, señora —y volvió su atención al comunicador.
    Febbs se acercó pensativamente a la mujer.
    —Madame, estoy exactamente en la misma vergonzosa posición que usted —le informó—. Están siendo negados nuestros derechos legales, y he considerado seriamente la posibilidad de litigar en la corte contra las partes responsables.
    —¿Es por aquellos satélites? —preguntó Martha Raines, en tono parecido al de un ratón. Incluso su suspicacia era similar—. Debe ser por eso. Todo el mundo se ocupa de ellos, y no de nosotros. He viajado desde Portland, Oregon, y esto es demasiado para mí. Voluntariamente dejé mi tienda de tarjetas de felicitación a cargo de mi cuñada para cumplir con mi tarea patriótica, y ahora… ¡me dejan afuera!
    »Ellos no nos permitirán ingresar; cualquiera puede verlo… —parecía más atontada que enojada—. Es la quinta vez que trato de entrar —le explicó a Febbs, alegre por fin de tener un auditorio comprensivo—. Intenté por los accesos C, D, e incluso hasta los E y F, y ahora he vuelto aquí… Y cada vez me dicen lo mismo. Alguien debe haberles dado esas instrucciones… —dijo, asintiendo solemnemente.
    Era claramente anormal para los usos del BlokOeste.
    —Lo lograremos —dijo Febbs.
    —Pero si los guardias no…
    —Encontraremos a los otros cuatro Consumotipos —explicó Febbs— y actuaremos de consuno. No se atreverán a impedirnos el ingreso si vamos juntos. Es sólo separándonos el uno del otro que han sido capaces de dominarnos despóticamente. Dudo seriamente que nos rechazaran como grupo, porque sería como confesar que conducen sus sesiones políticas en una deliberada ilegalidad. Y apuesto que si marcháramos a ver a algún entrevistador autonómico de TV, como el de Lucky Bagman, y le comentáramos el caso, encontrarían tiempo para dejar de balbucear sobre los satélites, ¡y exigir que se haga justicia!
    De hecho, Febbs había detectado a varios entrevistadores de TV, puesto que había arribado a la puerta principal. Todas las agencias de información estaban en alarma constante esos días, para pescar noticias relativas a los satélites.
    Lo que restaba era encontrar a los otros cuatro Consumotipos.
    Y mientras estaban allí, otro saltador civil de alquiler comenzó a descender. Dentro de él llegaba un muchacho que parecía nervioso y frustrado; Febbs tuvo la aguda intuición de que sería otro de los Consumotipos recién designados.
    Y cuando al fin ingresemos, se dijo gravemente Febbs, ¡los haremos retorcerse! Le diremos al traste gordo del general George Nitz adónde dirigirse…
    Odiaba realmente a Nitz ahora, porque no le había prestado la menor atención. Ese tonto general no sabía que las cosas estaban a punto de cambiar. Pronto tendría que escuchar razones, como cuando en los viejos días el senador Joe McCarthy, ese gran americano del siglo pasado, había hecho prestar oídos a los trastes gordos. McCarthy en 1950 los había regañado, y ahora Surley Febbs y otros cinco ciudadanos típicos, armados con los absolutamente infalibles ID, certificando su importante estatus de representantes de los dos mil millones de habitantes del BlokOeste, estaban a punto de hacer lo mismo.
    Cuando el joven nervioso surgió de su saltador, Febbs se dirigió resueltamente hacia él.
    —Soy Surley Febbs —dijo en tono grave—. Y esta señora aquí es Martha Raines. Somos Consumotipos recién designados. ¿Lo es usted, señor?
    —S-sí —dijo el joven, tragando visiblemente—. Intenté entrar por la Puerta E y luego por…
    —No importa —dijo Febbs, y sintió aumentar su confianza.
    Había descubierto a un entrevistador autonómico de TV, que venía por el camino. Coléricamente, Febbs se puso en marcha para encontrarse con él, y los otros fueron obedientemente detrás. Parecían contentos de quedarse a la zaga y dejarle hablar.
    Habían hallado a su líder. Y Febbs se sintió transformado. Ya no era un hombre. Era una Fuerza Espiritual.
    Y se sentía muy bien.

    19

    Cuando Lars se sentó frente a Lilo, mirándola atentamente —mientras el doctor Todt vigilaba la caída de las cintas excretadas por el EEG y el ECG conectadas a su paciente—, pudo percibir muy poco. Pero pensó: esta muchacha va a mantener su promesa; de alguna manera, esta situación me dañará. Lo sé y lo siento, y además ya no valgo nada. El BlokOeste tiene tres médiums listos para sustituirme. E indudablemente, habrá otros mediums en el Este.
    Pero su enemigo, su antagonista, no eran el ProxEste y su KVB. Las autoridades soviéticas habían demostrado ya el vivaz deseo de actuar en su beneficio; de hecho, acababan de salvarle la vida. Su némesis se sentaba frente a él: una muchacha de dieciocho años que llevaba puesto un suéter de jersey negro, pantalones ceñidos y sandalias, y el pelo atado con una cinta. Una muchacha que, obligada por el odio y el miedo, ya había hecho la primera movida destructiva en su dirección.
    Pero… —pensó—, esta chica Lilo Topchev es tan atractiva física y sexualmente, tan extraordinariamente atractiva…
    Me pregunto qué hay bajo el suéter, cómo se verá sin esos pantalones y con los pies descalzos, incluso con el cabello suelto… ¿Habrá algún modo de que podamos relacionarnos en la «otra dimensión», o lo impedirá el sistema de monitoreo? Personalmente, no me preocupa si la entera Academia de Cadetes del Ejército Rojo estudia minuciosamente las cintas. Pero a ti… sí te importaría. No sólo los odiarías a ellos, sino a mí también.
    La medicación comenzaba a afectarlo. Pronto se hundiría en la inconsciencia, y lo siguiente que vería sería al doctor Todt reanimándolo y habría —o no— un bosquejo en sus manos. La producción era automática, neurológicamente hablando; podía venir o podía no hacerlo.
    —¿Tienes un amante? —preguntó a Lilo.
    Las cejas de la muchacha se juntaron ominosamente.
    —¿A quién le importa?
    —Es importante.
    —Lars —dijo el doctor Todt—, su EEG muestra que usted está…
    —Lo sé —dijo él. Ya tenía dificultades para articular; su mandíbula se había entumecido—. Lilo, yo tengo una amante. Ella es quien encabeza mi oficina de París. Y… ¿sabes qué?
    —¿Qué? —ella seguía frunciendo el ceño con recelo.
    —Dejaría a Maren por ti —reconoció.
    Vio su cara suavizarse. Una divertida carcajada llenó el cuarto.
    —¡Maravilloso! ¿Lo dice en serio?
    Él sólo podía asentir con la cabeza; había pasado el tiempo en que el discurso había sido posible. Pero Lilo vio la cabezada, y el resplandor de su cara creció a un nimbo de oro. Gloria encarnada.
    Por el altavoz de la pared una voz monótona dijo:
    —Señorita Topchev, ha de sincronizar su patrón de ondas alfa a la fase de trance de Mr. Lars. ¿Debo hacer pasar a un médico?
    —No —dijo ella rápidamente; el nimbo se decoloró—. ¡Nadie del Instituto Pavlov! Puedo manejarlo yo sola.
    Ella se deslizó de su silla para arrodillarse al lado de Lars; descansó su cabeza contra él, y un poco de su resplandor se filtró gracias al contacto físico; Lars lo sintió como pura calidez.
    El doctor Todt le dijo nerviosamente:
    —Veinticinco segundos, y Mr. Lars estará inconsciente. ¿Puede manejarlo? ¿Tomó el estimulante de metabolismo cerebral?
    —Sí —ella sonó irritada—. ¿Puede marcharse y dejarnos solos? Uf, imagino que no lo hará… —suspiró—. Ah, Lars Powderdry. No has tenido miedo, aun cuando comprendiste que te morías; te estaba mirando, y vi que te dabas cuenta. Pobre Lars… —rebulló su cabello, con torpeza—. ¿Y sabes qué? Te diré algo. Mejor será que conserves a tu amante de París, porque ella probablemente te ama, y yo no. Veamos qué clase de arma podemos hacer entre los dos. Nuestro bebé…
    —Él no puede contestarle, pero puede oírle —dijo Todt.
    —Qué niño para rehén de dos extraños… —dijo Lilo—. ¿Acaso mi intento de asesinarte nos ha hecho amigos? ¿Buenos amigos? Hermanos de pecho… ¿Es la locución correcta? O hermanos de leche; me gusta más así.
    Ella sumergió la cabeza de él en la negra y áspera lana de su suéter.
    Todo esto él lo sentía. Negro, suave y áspero a la vez; el leve ascenso y descenso de su dulce pecho cuando respiraba. Estaba separado de ella por la fibra orgánica, pensó, y también sin duda por una capa de ropa interior sintética y luego una capa adicional de piel después de eso. De modo que hay tres capas que me separan de lo que está dentro de ti, y aún así es sólo el espesor de una hoja de papel de Biblia entre tú y mis labios.
    ¿Será siempre así?
    —Tal vez mueras en esta postura, Lars —dijo Lilo, suavemente—. Como mi niñito. Tú, a cambio del bosquejo. No nuestro bebé, sino sólo mío… —y dijo al doctor Todt—: Ya pierdo la conciencia, también. No se preocupe; él y yo iremos juntos. ¿Qué haremos en el reino del no-espacio y no-tiempo, donde usted no nos puede seguir? ¿Puede adivinarlo, acaso? —se rió. Y de nuevo, esta vez menos torpemente, rebulló su pelo.
    —Sabrá Dios… —la voz de Todt llegó distante hasta Lars.
    Y luego, se había ido. Inmediatamente, el roce suave y negro desapareció. Principalmente eso, y lo primero.
    Se esforzó por retenerlo, escarbando como una bestia con sus garras; pero aún así, en lugar de la delgada forma de la señorita Topchev, encontró sus dedos aferrando grotescamente —de forma muy decepcionante— un bolígrafo. Sobre el suelo había un bosquejo garabateado.
    Estaba de vuelta. Parecía imposible, era difícil aceptarlo… Excepto el hecho de su espanto; esto lo hizo verdadero.
    El doctor Todt, echando un afanoso vistazo al bosquejo, decía:
    —Interesante, Mr. Lars. A propósito, ha pasado una hora. Ha resurgido del trance con un diseño simple para… —se rió entre dientes, con un cacareo típico de doctor Muerte— …un motor de auto a vapor.
    Sentándose en medio de mareos, Lars recogió el bosquejo del suelo y vio con torpe incredulidad que Todt no bromeaba. Un motor de vapor simple, antiguo. Era demasiado cómico hasta para reírse.
    Pero eso no era todo.
    Lilo Topchev estaba recogida en un montón, parecida a un androide que hubieran desechado por motivos desconocidos, y arrojado desde una inmensa altura. Ella levantó una arrugada hoja de papel. Sobre la hoja había otro bosquejo y Lars vio al instante, aun en su estado semiconsciente, que ese no era ningún arcaico artilugio. Él había fallado, pero Lilo no.
    Tomó el bosquejo de entre sus tiesos dedos. Ella todavía estaba completamente dispersa.
    —Oh, Dios… —dijo claramente Lilo—. ¡Tengo un terrible dolor de cabeza! —no se movió ni abrió los ojos—. ¿Qué resultó? ¿Hay algo? ¿Algo que se pueda aradizar? —esperó, los ojos cerrados—. Por favor, que alguien me conteste…
    Lars vio que el bosquejo no era sólo de ella. Era suyo también, al menos en parte. Algunas líneas eran poco naturales en él, pero las reconoció como semejantes al material que la KACH le había pasado durante años. Lilo había hecho esa parte, y él había generado el resto: habían manipulado el bolígrafo ambos. ¿Lo habrían tomado simultáneamente? El doctor Todt lo sabría. También los peces gordos soviéticos que exploraran las cintas de auditoría, y más tarde también el FBI, cuando les fueran transmitidas… O quizás hubiera un arreglo para proveer el resultado sincronizadamente a ambas agencias de inteligencia en el mismo exacto instante.
    —Lilo —dijo él—, levántate.
    Ella abrió los ojos, alzó la cabeza. Su cara estaba ojerosa, sus facciones salvajes, parecidas a la talla en madera de un halcón.
    —Te ves horrible —dijo él.
    —Soy horrible. Soy una criminal, ¿no te dije? —se tambaleó sobre sus pies, tropezó y medio se cayó, sin expresión. El doctor Todt la sujetó—. Gracias, doctor Muerte —dijo ella—. ¿Le comentó la KACH que por regla general tengo revuelto el estómago después de una fase de trance? Doctor Muerte, lléveme al cuarto de baño. Rápido. Y fenotiazina: ¿tiene algunos comprimidos? —se tambaleó hacia el privado, mientras Todt la asistía.
    Lars permaneció sentado sobre el suelo, con los dos bosquejos. Uno de un anciano motor de vapor. El otro… se veía, pensó, como una trampa para ratones autonómica, homeostática y termotrópica. Sólo para roedores con un C. I. de 230 o más, o alguno que hubiera sobrevivido mil años; ratas mutantes como nunca existieron, y si todo fuera bien en el esquema de las cosas, nunca existirían.
    Supo, intuitiva y completamente, que el dispositivo no tenía esperanza de servir para nada.
    Y sintió, por detrás de su cuello, un soplo de terror agonizante, como el gélido aliento de un gigante. El pasmo del fracaso lo congeló, lo hizo mecerse de aquí para allá, sobre el suelo del cuarto de motel, mientras escuchaba el apagado ruido del vómito de la muchacha de quien se había enamorado.

    20

    Algo más tarde, tomaban café los cuatro: Lars y Lilo Topchev, el doctor Todt y el oficial que era su guardián y protector contra cualquier locura que se les ocurriera, el comandante de Inteligencia del Ejército Rojo Tibor Apostokagian Geschenko. Bebieron lo que Lars Powderdry identificó como un café tostado hasta arruinarlo.
    —Esto es un verdadero fracaso —dijo repentinamente Lilo.
    —Y grande —asintió Lars con la cabeza, sin cruzar su mirada.
    En un gesto muy eslavo, Geschenko acarició el aire con su mano abierta, parecido a un sacerdote.
    —Paciencia. A propósito… —hizo un gesto con la cabeza, y un ayudante se acercó a la mesa circular con un periódico en tipos cirílicos: ruso—. Tenemos otro satélite extraño —dijo—. Y se comenta que posee un campo de alguna variedad, una especie de distorsión electromagnética… No entiendo de qué se trata, no soy físico. Pero eso ha afectado la ciudad de Nueva Orleans.
    —¿Cómo la ha afectado?
    Geschenko se encogió de hombros.
    —¿Borrada? ¿Sepultada, escondida? Como quiera que sea, toda comunicación se ha cortado, y un aparato sensible de medición cercano a la ciudad registró un descenso de masa. Y una barrera opaca oculta lo que hay allí dentro, un campo relacionado de alguna manera con el de los satélites. ¿No es algo así lo que esperábamos? —bebió su café ruidosamente, en forma deliberada.
    —No entiendo —dijo Lars, tenso, con el tambor del miedo latiendo dentro de él.
    —Han de ser esclavistas —dijo Geschenko—. Nunca aterrizarán. Pienso que irán capturando poblaciones. Le tocó primero a Nueva Orleans… —se encogió de hombros—. Ya los derribaremos, no se preocupe. En 1941, cuando los alemanes…
    —¿Con qué, con un motor de vapor? —Lars se volvió hacia Lilo—. Esta es la verdadera razón por la que intentaste matarme, ¿verdad? ¡Así no tendríamos que llegar nunca a este punto, sentados aquí en pleno fracaso y bebiendo esta porquería de café!
    El comandante Geschenko habló con psicológica perspicacia:
    —Le brinda usted un escape fácil, Mr. Lars. Eso es malsano, porque ella puede despojarse de cualquier ulterior responsabilidad —y mirando de frente a Lilo, continuó—: No fue esa la razón.
    —Dígame cuál fue, entonces —le dijo Lars.
    —¿Por qué quiere saberlo?
    —Porque entonces podría pensar que usted quiso ahorrarnos hasta el conocimiento de eso. Como una forma de piedad.
    —El inconsciente —dijo Lilo— tiene sus propios caminos.
    —¡Ningún inconsciente! —dijo enérgicamente el comandante Geschenko, recitando de su libro—. Tal cosa es un mito. No ha sido más que una respuesta condicionada; usted sabe de eso, señorita Topchev. Vea, Mr. Lars… no hay ningún mérito en lo que usted trata de hacer. La señorita Topchev está sujeta a las leyes de la Unión Soviética.
    Lars suspiró, y de su bolsillo sacó el arrollado libro de cómics que había comprado en el enorme dispensador de la terminal espacial. Lo pasó a Lilo: El Hombre Cefalópodo Azul de Titán y sus Asombrosas Aventuras entre los Protoplasmas Feroces de las Ocho Lunas Mortales. Ella lo aceptó, curiosa.
    —¿Qué es esto? —le preguntó ella, mirándolo con sorpresa.
    —Un vislumbre del mundo exterior —dijo Lars—. Lo que la vida sería para ti si pudieras venir conmigo, si abandonaras a este hombre y al ProxEste.
    —¿Esto es lo que se vende en el BlokOeste?
    —En el África Occidental, sobre todo —contestó él.
    Lilo dio vuelta las páginas, inspeccionando los chillones y francos dibujos. Mientras tanto, el comandante Geschenko miraba fijamente a ninguna parte, perdido en sombríos pensamientos; su hermoso y claro rostro evidenciaba la desesperación que hasta ese momento había disimulado en la voz. Pensaría, indudablemente, en las noticias sobre Nueva Orleans… como cualquier hombre en sus cabales. Y el comandante estaba cuerdo, sin duda; Lars comprendió que no daría la menor importancia al libro de cómics.
    Pero en ese punto, Lilo y yo no estamos completamente cuerdos. Y por buenas razones: la considerable magnitud de nuestro espectacular fracaso.
    —¿Notas algo extraño en ese libro de cómics? —preguntó a Lilo.
    —Sí —asintió enérgicamente—. Han copiado varios de mis bosquejos de armas.
    —¿Los tuyos? —Lars había notado sólo sus propios ítems—. Déjeme mirar otra vez.
    Ella le mostró la página.
    —¿Ve? Mi gas de lobotomía… —y señaló a Geschenko—. Ellos llevaron a cabo pruebas sobre presos políticos y mostraron los resultados por TV, de idéntica manera a como muestra esta historieta: el gas hace que las víctimas repitan sin cesar la última serie de instrucciones que llegaron a su dañada corteza cerebral. El dibujante retrató a las bestias de cerebros gemelos de Io siendo víctimas del gas, y muestra exactamente lo que el arma BBA-81 hace; por lo tanto tiene que haber visto la cinta de TV hecha en los Urales. Pero esa cinta apenas fue exhibida la semana pasada.
    —¿La semana pasada?
    Incrédulo, Lars tomó el libro de cómics. Obviamente había sido impreso antes de que exhibieran la cinta; llevaba fecha del mes pasado, y debió haber estado disponible en el exhibidor quizás durante sesenta días. Le dijo de repente a Geschenko:
    —Comandante, ¿puedo ponerme en contacto con la KACH?
    —¿Ahora? ¿Inmediatamente?
    —Sí —pidió Lars.
    El comandante Geschenko tomó silenciosamente el libro de cómics y le echó un vistazo. Entonces se levantó e hizo un gesto; un ayudante volvió a la existencia y los dos hombres disertaron en ruso.
    —No está pidiendo por un hombre de la KACH —le tradujo Lilo—. Ordena a la KVB que investigue en Ghana a la firma que edita el libro de cómics.
    Ella habló al comandante Geschenko en ruso. Lars lamentó la aguda estrechez lingüística del inglés; Lilo tenía razón. Se sentía como un provinciano, y rogó a Dios que le permitiera entender lo que ellos decían. Los tres siguieron hablando respecto al libro de cómics, y por último el comandante Geschenko lo entregó a su ayudante.
    El oficial se marchó rápidamente y cerrando la puerta de un golpe, como si estuviera algo chalado.
    —El cómic era mío —dijo Lars. No era que importara mucho.
    —Un hombre de la KACH vendrá —dijo Lilo—, pero no inmediatamente. Y no porque tú lo hayas pedido. Conducirán su propia investigación, y luego te dejarán hacer tu intento.
    Lars dijo entonces al oficial de Inteligencia del poderoso Ejército Rojo:
    —Quiero ser devuelto a la jurisdicción del FBI. Ahora mismo. Insisto en ello.
    —Termine su café.
    —Algo anda mal —dijo Lars—. Algo sobre aquel cómic. Puedo darme cuenta, por su actitud, de que usted descubrió o planea algo. ¿Qué es? —girando hacia Lilo, le dijo—: ¿Acaso tú lo sabes?
    —Ellos están disgustados —dijo Lilo—. Creen que la KACH ha estado suministrando repros a esa firma de cómics. Eso los molesta. No se oponen a que el BlokOeste tenga acceso a esos datos, pero esto va demasiado lejos.
    —Estoy de acuerdo —dijo Lars. Pero pienso que hay más, se dijo. Sé que lo hay; vi demasiada agitación, aquí, ahora mismo.
    —Hay un factor de tiempo involucrado en el problema —dijo Geschenko. Se llenó de nuevo la taza, aunque el café ya estaba frío.
    —¿La firma de cómics consiguió los bosquejos demasiado pronto? —preguntó Lars.
    —Sí —reconoció Geschenko.
    —¿Demasiado pronto hasta para KACH?
    —Exacto.
    —No lo creo —dijo Lilo, golpeada por ello.
    El comandante Geschenko le echó un vistazo, breve y sin calor.
    —No para ellos —dijo Lilo—. Seguramente no podríamos…
    —En el episodio final de la revista —dijo el comandante Geschenko—, el no-sé-qué Azul, mientras estaba prisionero sobre un asteroide estéril ideó, como fuente temporal de potencia, un motor de vapor. Lo utilizó para reactivar el transmisor de su destruida nave, dado que el suministro de energía normal había sido destruido por las… —hizo una mueca— …las flores carnívoras pseudonómicas de Ganímedes.
    —Entonces… los extraemos de ellos —dijo Lars—. Del guionista de aquella revista…
    —Tal vez —dijo el comandante Geschenko, asintiendo muy lentamente con la cabeza, como si sólo bajo la cortesía más severa él pudiera considerarlo… y sólo por esta razón.
    —Entonces, no me extraña que…
    —No es extraño —prosiguió el comandante Geschenko, mientras bebía a sorbos el café frío— que vosotros no podáis realizar vuestro cometido. No es extraño que no aparezca ninguna arma cuando la necesitamos. Debemos conseguirla, pero… ¿cómo podríamos, con tal fuente?
    Levantó la cabeza y observó a Lars con un raro orgullo, amargo, acusador.
    —Pero si realmente lo que leemos es la mente de un artista de comics, ¿cómo podría haber allí algo? —dijo Lars.
    —Ah, ese artista —dijo el comandante Geschenko, desdeñosamente—. Él tiene mucho talento, y una mente inventiva. No olvide eso. Ese sujeto nos ha mantenido ocupados mucho tiempo a las dos partes, mi amigo. Al Este y al Oeste.
    —Es la peor noticia… —comenzó Lars.
    —Pero es interesante —dijo el comandante Geschenko. Pasaba la mirada de Lars a Lilo—. Oh, lamentable, por supuesto.
    —Sí… Lamentable —dijo Lars, con voz queda.

    21

    Después de una pausa, Lilo dijo con crudeza:
    —De seguro comprendes lo que esto significa: ahora pueden usar directamente a quien idea ese horroroso cómic. Ya no necesitan de nosotros, Lars, y nunca más nos necesitarán.
    El comandante Geschenko murmuró, con cáustica pero noble cortesía:
    —¿Por qué dices eso, señorita Topchev? ¿Qué piensas que puede ofrecer el artista? ¿Piensas que ha conseguido algo, acaso?
    —No es más que un guionista, escribiendo una historieta —dijo Lars—. Sus invenciones han sido completamente falsas desde el principio.
    —Pero todo el tiempo —advirtió el comandante Geschenko en su tono cortés, suave, extraordinariamente insultante— fueron exactamente lo que se necesitaba, y ahora ya no. El Hombre Cefalópodo Azul no puede salir volando y derribar los satélites extraños a puñetazos. No seremos capaces de utilizar al guionista; él no nos entregará nada bueno. Nos ha engañado durante años con una sátira de nosotros mismos; debe estar muy divertido. Obviamente, es un degenerado. Aquella vulgar tira humorística lo demuestra, y es de notar que está en lengua inglesa, el idioma oficial del BlokOeste.
    —No debieran culparlo si telepáticamente, o de algún otro maldito modo, hemos estado captando sus ideas —adujo Lars.
    —Ellos no le echarán culpas —aseguró Lilo—, sólo lo usarán. Lo buscarán y llevarán a la Unión Soviética, al Instituto Pavlov, e intentarán con todo lo que tengan a mano para extraer de él lo que no obtienen de nosotros, sólo por si acaso pudiera estar allí. Me alegro de no ser él —añadió.
    Parecía, de hecho, más aliviada ahora. El giro de la situación mitigaba la presión sobre ella y, en su inmadurez, era todo lo que le importaba.
    —Si estás tan contenta por el final de nuestra profesión —le dijo Lars—, al menos no lo demuestres. Intenta guardártelo para ti.
    —Comienzo a pensar —dijo Lilo— que es exactamente lo que ellos se merecen —rió tontamente—. Es realmente cómico, ¿no crees? Lo siento por el artista de Ghana, pero… ¿No te resulta gracioso, Lars?
    —No.
    —Entonces, estás tan loco como él —dijo, y señaló en dirección de Geschenko, desdeñosamente, con una nueva y animosa superioridad.
    —¿Puedo hacer una llamada por videofono? —preguntó Lars al comandante Geschenko.
    —Supongo que sí.
    Geschenko llamó a otro ayudante y le habló en ruso; Lars fue escoltado al vestíbulo inferior, hacia una cabina pública. Marcó la línea de Lanferman & Asociados en San Francisco y pidió con Pete Freid.
    Pete se veía extenuado, y parecía no estar de humor para recibir llamadas. Pero viendo de quién era, hizo un breve gesto de saludo.
    —¿Cómo es ella?
    —Es muy joven —dijo Lars—. Físicamente atractiva, yo diría hasta sensual.
    —Entonces tus problemas se han terminado.
    —No —dijo Lars—. Desafortunadamente, mis problemas no han terminado. Tengo un trabajo que quiero que hagas; factúrame por ello. Si no puedes hacerlo tú mismo, o no quieres…
    —No hagas un discurso, Lars. Sólo dime qué quieres.
    —Necesito que me consigas todas las ediciones del Hombre Cefalópodo Azul de Titán. Un archivo completo, desde el primer volumen hasta el último —dijo, y añadió—: Es un libro de cómics 3-D. Tú sabes, esas cosas de colores chillones que se menean cuando las miras. Quiero decir, los pechos de muchachas, las pelvis, todo se menea. Y todos los monstruos salivan.
    —Está bien —Pete garrapateó unas notas—. El Hombre Cefalópodo Azul de Titán. Lo he visto, aunque no está hecho para Norteamérica. Mis niños parecen conseguirlo, de todos modos. Es uno de los peores, pero no es ilegal, no es completamente pornográfico. Como tú dices, las muchachas se menean, pero al menos no hacen…
    —Revisa cada ejemplar con tus mejores ingenieros, a fondo —pidió Lars—. Haz dos listas con los artículos de armas empleado en cada secuencia; una para los nuestros y otra para los del ProxEste. Prepara especificaciones exactas, o tan exactas como puedas, basándote en los datos provistos por los cómics.
    —Bien —asintió Pete, muy serio ahora—. Bien, continúa.
    —Haz una tercera lista con todos los artículos de armas que no son nuestros y tampoco del ProxEste. En otras palabras, lo que fuera desconocido para nosotros. Tal vez no haya nada, pero tal vez sí. Si los llegara a haber, especifícalos tan exactamente como puedas; también quiero maquetas y…
    —¿Volvieron tú y Lilo con algo?
    —Sí.
    —Oh, me alegro.
    —Un motor de vapor. Del tipo de arrastre.
    Pete lo miró.
    —No bromees.
    —No bromeo.
    —Os masacrarán.
    —Lo sé —dijo Lars.
    —¿Puedes escapar, volver al BlokOeste?
    —Puedo intentarlo, pero hay cosas más importantes en este momento. Ahora escucha: tengo otro trabajo para ti, y deberás hacerlo primero que nada. Contacta a la KACH.
    —De acuerdo —anotó.
    —Haz que investiguen a todas las personas responsables del guión, la preparación, el dibujo, la edición…, en otras palabras, los recursos humanos detrás del Hombre Cefalópodo Azul de Titán.
    —Lo haré —Pete siguió anotando.
    —Esto es urgente.
    —Urgente —escribió Pete—. ¿A quién han de informar?
    —Si estoy de vuelta en el BlokOeste, a mí. Si no lo consigo, entonces a ti. Siguiente trabajo…
    —Dispare, Mr. Dios.
    —Llama por la línea de emergencia a las Fuerzas Especiales del FBI. Sugiéreles que hagan adiestramiento de campo aquí en Fairfax, Islandia, para… —y se detuvo, porque la pantalla se había puesto en blanco.
    El juego había acabado.
    En algún sitio a lo largo de la línea, la policía secreta soviética que había estado supervisando la llamada había cortado el cable. Era sorprendente que no lo hubieran hecho mucho antes.
    Dejó la cabina, y se puso a considerar la situación. Al final del pasillo esperaban los dos hombres de la KVB. No había otra salida.
    El FBI debía estar hibernando en algún sitio de Fairfax. Si de alguna manera se pusiera en contacto con ellos, podría ser capaz de… Pero tenían órdenes de cooperar con la KVB; simplemente, lo devolverían al comandante Geschenko.
    Todavía estamos en ese maravilloso mundo en que todos cooperan, pensó, a menos que uno resulte ser la única persona que ha dejado de cooperar y a quien le gustaría salirse. Porque ya no hay un escape; todos los caminos conducen aquí.
    Tal vez debiera eliminar a los intermediarios y tratar directamente con el comandante Geschenko…
    De mala gana, volvió al cuarto de motel.
    Todavía sentados a la mesa, Geschenko, el doctor Todt y Lilo Topchev bebían café y leían el periódico. Esta vez dialogaban en alemán. Bastardos multilingües, se dijo Lars al sentarse.
    —Wie geht's? —le preguntó Todt.
    —Traurig —dijo Lilo—. Konnen Sie nicht sehen? ¿Qué pasó, Lars? ¿Telefoneaste al General Nitz, pidiendo que te regresen a casa? Y seguro él dijo: «No me moleste, está ahora bajo la jurisdicción de la KVB, aunque Islandia sea tierra supuestamente neutral». Nicht wahr?
    Ignorándola, Lars se dirigió a Geschenko:
    —Comandante, pido oficialmente permiso para tratar mi situación a solas con un representante de la agencia de policía de los Estados Unidos, el FBI. ¿Me lo concedería?
    —Eso es sencillo de… —comenzó Geschenko.
    Un hombre de la KVB entró repentinamente en el cuarto, sorprendiendo a todos, incluso a Geschenko. Se acercó al comandante y le presentó un documento escrito a máquina, no fotocopiado.
    —Gracias —dijo Geschenko, y leyó en silencio. Luego alzó la cabeza para encarar a Lars—. Sus sugerencias son buenas: conseguir las ediciones anteriores del Hombre Cefalópodo Azul de Titán y hacer que la KACH analizara cuidadosamente a los creadores de la tira. Por supuesto, nosotros estamos haciendo lo mismo ya, pero no hay ninguna razón por la que su gente no pueda duplicar tareas. Sin embargo, para no desperdiciar el tiempo… y el tiempo, debería recordarle, es en este caso esencial…, sugiero muy respetuosamente que solicite a sus socios en San Francisco, con los que acaba de dialogar, el notificarnos de cualquier material utilizable que pudieran descubrir. Después de todo, es una ciudad americana la que ha sido objeto del primer ataque.
    —Si puedo hablar con alguien del FBI, se los diré. Si no, no.
    —Le dije ya que era fácil de arreglar —Geschenko se dirigió otra vez en ruso a su ayudante.
    Lilo tradujo para Lars:
    —Le está diciendo al ayudante que salga, espere cinco minutos, vuelva y diga en inglés que el grupo del FBI en Fairfax no puede ser localizado.
    Echándole un vistazo, el comandante Geschenko dijo con irritación:
    —Además de todo lo anterior, podrías ser acusada, conforme a la ley soviética, de interferir con operaciones de seguridad. Sería un cargo de traición, punible con la muerte ante un pelotón de fusilamiento, y lo sabes bien. Entonces, ¿por qué no te callas, por una vez en tu vida? —parecía realmente molesto; había perdido su aplomo y su cara había enrojecido.
    Lilo murmuró:
    —Sie können Sowjet Gericht und steck'…
    Interrumpiendo, el doctor Todt dijo con voz firme:
    —Mi paciente, Mr. Powderdry, parece estar bajo una gran tensión, debido sobre todo a este último intercambio con la señorita Topchev. ¿Se opondría usted a que le proporcionara un tranquilizante?
    —Hágalo usted, doctor —dijo Geschenko, refunfuñando. Agitó la mano bruscamente, despidiendo a su ayudante… y sin haberle instruido de nuevo, observó Lars con furia.
    De su negro bolso médico Todt extrajo varias botellas, un estuche plano de latón, varias carpetas de muestras gratis —de las distribuidas por las grandes farmacéuticas en números increíbles, por todo el mundo—, de nuevas drogas aún sin probar y fuera del mercado; estaba siempre interesado en lo último en medicaciones. Musitando para sí, Todt las clasificaba, perdido en su propio universo idiosincrásico.
    Otro ayudante trajo a Geschenko un nuevo documento. Él lo estudió silenciosamente y luego dijo:
    —Tengo el informe preliminar sobre el artista creador de esa abominación del Hombre Azul. ¿Le interesa oírlo?
    —Sí —dijo Lars.
    —A mí me importa un bledo —añadió Lilo.
    El doctor Todt seguía hurgando en su repleto bolso médico.
    Leyendo del documento, el comandante Geschenko resumió para beneficio de Lars la información que el aparato de inteligencia soviético, actuando a toda marcha, había reunido.
    —El artista es alguien llamado Oral Giacomini, un caucásico de origen italiano que emigró a Ghana hace diez años. Entra y sale de una institución mental en Calcuta, y se trata de una clínica no muy respetable. Sin su terapia de electrochoques y supresores talámicos, estaría en un completo autismo esquizofrénico.
    —¡Santo Dios! —exclamó Lars.
    —Prosigo. Es un ex-inventor. Por ejemplo, su Rifle de Evolución. Él realmente construyó uno, hace aproximadamente doce años, y lo hizo patentar en Italia. Probablemente para usarlo contra el Imperio Austro-Húngaro… —Geschenko dejó el documento sobre la mesa, donde se manchó inmediatamente con café, pero a él no pareció importarle, según notó Lars; el comandante parecía tan asqueado como él mismo—. Las ideas de Oral Giacomini, analizadas por psiquiatras de segunda categoría en Calcuta, consisten en ilusiones de liderazgo mundial, grandiosas, esquizofrénicas… sin valor alguno —sacudió el puño, vanamente, hacia Lars y Lilo—. ¡Y esa demente nulidad es el «cerebro» al que os habéis conectado para inspiraros en vuestras armas!
    —Bien —dijo entonces Lars—, eso mismo es el negocio del diseño de armamentos.
    El doctor Todt cerró por fin su maletín y se sentó junto a ellos.
    —¿Tiene ya mi tranquilizante? —preguntó Lars; Todt tenía algo en sus manos, que descansaban sobre su regazo, fuera de la vista.
    —Tengo aquí —dijo el doctor Todt— una pistola láser —la mostró, apuntándola hacia Geschenko—. Sabía que la tenía en mi bolso, pero estaba bajo todo lo demás. Queda usted detenido, comandante, por mantener a un ciudadano del BlokOeste cautivo contra su voluntad.
    Su otra mano portaba un segundo objeto, un diminuto comunicador de audio con micrófono, auricular y antena. Conectándolo, habló por el mic, del tamaño de una pulga.
    —¿Mr. Conners? Con J. F. Conners, por favor… —luego explicó, para beneficio de los demás—: Conners es el responsable de Operaciones del FBI aquí, en Fairfax. Hum… ¿Mr. J. F. Conners? Sí. Estamos en el motel. Sí, depto seis. Donde nos trajeron primero. Evidentemente planean transportar a Mr. Powderdry a la Unión Soviética al llevarse a la señorita Topchev, y en este momento están aguardando el transporte de enlace. Hay agentes de la KVB por todas partes. Bien. Gracias. Sí… Gracias otra vez —cerró el comunicador y lo devolvió al bolso.
    Se sentaron inertes, en silencio, y a poco se escuchó una ráfaga de ruidos agudos y abruptos a través de la puerta del cuarto de motel. Gruñidos y golpes amortiguados, una muda pelea de gatos que duró varios minutos. El comandante Geschenko se mostraba filosófico, pero no muy feliz. Lilo, por otra parte, parecía petrificada; se había enderezado en su asiento, el rostro lúgubre.
    La puerta rompió como una flor en primavera. Un hombre del FBI —uno de los que habían traído a Lars a Islandia— miró detenidamente hacia dentro, barriendo con su pistola láser todo el cuarto, incluyéndolos a todos como potenciales objetivos. Sin embargo no disparó, sino que simplemente se introdujo, seguido de un segundo hombre que de alguna manera había perdido su corbata en la refriega.
    El comandante Geschenko se puso de pie, desabotonó su pistolera, y silenciosamente lanzó su arma hacia los hombres del FBI.
    —Volvemos a Nueva York ahora —dijo el primer hombre a Lars.
    El comandante Geschenko se encogió de hombros. Marco Aurelio no podría haber presentado una dimisión más estoica.
    Cuando el doctor Todt y Lars se movían hacia la puerta con los dos hombres del FBI, Lilo Topchev de repente gritó:
    —¡Lars! Quiero ir con ustedes.
    Los dos hombres del FBI cruzaron miradas. Entonces uno habló en su mic de solapa con un superior invisible, en voz baja. De repente, dijo con brusquedad:
    —De acuerdo.
    —Quizá no te agrade allí —dijo Lars—. Recuerda, querida: ambos hemos caído en desgracia.
    —Todavía quiero ir —dijo Lilo.
    —Como quieras —dijo Lars, y pensó en Maren.

    22

    En el parque frente a Festung Washington DC, el débil anciano, el veterano de guerra pobremente vestido se sentó a contemplar el juego de los niños, murmurando para sí. Luego vio, cruzando sin prisa el amplio camino de grava, a dos subtenientes de la Academia del arma aérea del BlokOeste: dos jóvenes de diecinueve años limpios e imberbes, pero con rostros inusualmente inteligentes.
    —Lindo día —les dijo el anciano, saludando con la cabeza.
    Ellos se detuvieron brevemente. Era suficiente para el viejo.
    —Yo luché en la Gran Guerra —cacareó el anciano, con orgullo—. Vosotros nunca visteis un combate, pero yo sí; era el hombre de mantenimiento de un GRT de primera línea. ¿Alguna vez habéis visto un GRT culatear por una sobrecarga, cuando la línea de alimentación falla y se cortocircuita el campo de inducción? Afortunadamente yo estaba a cierta distancia, y pude sobrevivir. Me llevaron al hospital de campaña… quiero decir, a una nave hospital. De la Cruz Roja. Estuve internado allí por meses.
    —Caramba —dijo uno de los imberbes, en señal de respeto.
    —¿Fue en la revuelta de Calisto, hace seis años? —preguntó el otro.
    El anciano se balanceó con frágil alegría.
    —No, fue hace sesenta y tres años. Después de eso trabajé en una tienda de reparaciones, hasta que una hemorragia interna me impidió hacer tareas pesadas. Por eso me dediqué a los aparatos más pequeños. Soy un reparador de swibbles de primera clase: puedo arreglar cualquier swibble que… —perdió el resuello entonces, momentáneamente incapaz de respirar.
    —Pero… ¡sesenta y tres años! —dijo el primer imberbe, mientras calculaba—. Oye, eso fue en 1940, durante la Segunda Guerra Mundial… —ambos se volvieron y contemplaron fijamente al viejo veterano.
    La figura encorvada y débil, parecida a una rama, graznó:
    —No, fue en el 2005. Lo recuerdo bien, porque mi medalla pone eso…
    Con mano temblorosa rebuscó en su apolillada capa —que parecía deshilacharse más con cada movimiento, a punto de convertirse en polvo—, sacó y les mostró una pequeña y opaca estrella metálica prendida a su descolorida camisa.
    Inclinándose, los dos oficiales leyeron la gastada superficie, que presentaba unas figuras y letras en relieve.
    —Oye, Ben… Ahí realmente pone 2005.
    —Sí… —ambos oficiales miraban fijamente.
    —Pero… eso es el año que entra.
    —Permitidme contaros cómo los batimos en la Gran Guerra —el viejo respiraba aún con dificultad, pero estaba alegre de tener una audiencia—. Fue una larga guerra; diablos…, parecía que nunca se terminaría. ¿Qué podíamos hacer contra la distorsión TG? Pues bien, eso es lo que ellos descubrieron. ¡Y cómo se sorprendieron! —rió tontamente, limpiándose la saliva que había caído de sus rehundidos labios—. Finalmente, subimos con la TG; por supuesto, antes habíamos sufrido todos aquellos fracasos… —comentó con disgusto, escupiendo en la grava—. Esos diseñadores de moda de armamentos no sabían nada. Bastardos estúpidos…
    —¿Quién era el enemigo? —preguntó Ben.
    Pasó un rato antes de que el viejo veterano pudiera comprender la naturaleza de la pregunta, y cuando lo hizo su disgusto era tan profundo que se veía agobiado.
    Deslizando los pies, tambaleante sobre el asiento, se alejó un poco de los dos oficiales.
    —Pues ellos, claro… ¡Los esclavistas de Sirio!
    Después de una pausa, el otro subteniente se sentó al lado del viejo veterano de guerra y dijo pensativamente a Ben:
    —Tal vez… —e hizo un gesto hacia el veterano.
    —Sí —respondió Ben. Y al anciano—: Escúcheme, ahora iremos abajo un momento, ¿quiere?
    —¿Abajo? —el viejo se encogió, aturdido y asustado.
    —Al Kremlin —aclaró Ben—. Bajo la superficie, donde se encuentra el Comité SegNac NU-O, y el general Nitz. ¿Sabe quién es el general George Nitz?
    Musitando, el veterano reflexionó, tratando de recordar.
    —Bueno, hace mucho rato que está «allá arriba» —dijo, finalmente—. ¿Qué año es este? —Ben se lo dijo. El anciano lo observó jovialmente—. Estáis bromeando. Estamos en el 2068. O quizá… —los ojos antes brillantes se atenuaron, irresolutamente—. No, en 2067; intentábais tomarme por sorpresa. Pero no lo habéis logrado, ¿verdad? Tengo razón. ¿No es el 2067? —dio un codazo al joven sentado a su lado.
    —Me quedaré aquí con él —dijo Ben a su compañero—. Tú consigue un móvil oficial. No debemos perderlo.
    —De acuerdo.
    El joven cadete se levantó y echó a correr en dirección a las instalaciones superficiales del Kremlin. Y lo cómico es que iba pensando, repetidas veces, tontamente, como si tuviera alguna relación: ¿Qué demonios será un suible?

    23

    En el nivel subsuperficial de Lanferman & Asociados, más o menos directamente bajo la ciudad de San José de California, Pete Freid se sentaba ante su extensa mesa de trabajo; sus máquinas e instrumentos estaban inertes, silenciosos, apagados.
    Ante él yacía la copia de octubre de 2003 del poco civilizado libro de cómics, el Hombre Cefalópodo Azul de Titán. Pete, removiendo los labios, examinaba la historieta: El Hombre Cefalópodo Azul Contra la Cosa Diabólica y Sucia que se abrió paso a la superficie de Io, ¡después de estar dos mil millones de años dormida en las profundidades! Pete ya había llegado al punto donde el Hombre Cefalópodo Azul había vuelto en sí gracias a los frenéticos esfuerzos telepáticos de su compañero, quien había logrado convertir el Sistema Portátil Detector de Radiación G en un Emanador Bipolar Ionizador de Cátodo Magnético…
    Con este Emanador, el Hombre Cefalópodo Azul amenazó a la Cosa Diabólica y Sucia cuando intentaba llevarse a la señorita Whitecotton, su mamífera novia. La Cosa había tenido éxito en desatar la blusa de la señorita Whitecotton, de modo que uno de sus pechos —y sólo uno; era una ley internacional, y el fallo se aplicaba con severidad al material de lectura para niños— quedó expuesto a la vacilante luz del cielo de Io. El seno palpitó, meneándose cariñosamente cuando Pete apretó el pulsador de meneo. Y el pezón se dilató como una diminuta bombilla rosada, elevándose en 3D y guiñando… y seguiría haciéndolo hasta que se acabara la placa-batería de cinco años de duración contenida en la contraportada.
    Cuando Pete rozó con su pulgar la lengüeta del audio, los adversarios de la aventura hablaron, con voz metálica y en secuencia. Suspiró. Había contado ya dieciséis armas en las páginas hasta ahora inspeccionadas. Y mientras tanto, se habían perdido Nueva Orleans, luego Provo, y ahora, según lo que acababa de decir la TV, Boise, Idaho. Habían desaparecido detrás de la «cortina gris», como la llamaban ya los medios informativos.
    La gris cortina de la Muerte.
    Sonó el videofono sobre su escritorio. Estiró el brazo y lo encendió de golpe; el rostro de Lars, agobiado por las preocupaciones, apareció en la pantalla.
    —¿Estás de regreso? —le preguntó.
    —Sí. En mi oficina de Nueva York.
    —Me alegro —aseguró Pete—. Oye, ¿qué harás ahora que se acabó Mr. Lars, Inc., de Nueva York y París?
    —¿Importa eso? —preguntó Lars—. En una hora se supone que me encuentre con el Comité en el Kremlin. Ahora permanecen todo el tiempo en la subsuperficie, por si los extraños apuntaran su… lo que fuere, sobre la capital. Te aconsejaría que te quedaras bajo tierra también; he oído que las maquinarias de los extraños no penetran en la subsuperficie.
    Pete asintió con desánimo. Al igual que Lars, se sentía algo enfermo.
    —¿Cómo lo ha tomado Maren?
    —No he hablado con Maren aún… —dijo Lars, tras leve vacilación—. El hecho es que me traje conmigo a Lilo Topchev. Ella está aquí ahora.
    —¿De veras? Pónla en cámara.
    —¿Para qué?
    —Para echarle una mirada, hombre.
    Apareció sobre la pantalla el rostro sencillo y bronceado de una muchacha joven, de complexión delgada, ojos duros y vigilantes y boca tensamente apretada. Parecía hosca y asustada. Caramba, pensó Pete. ¿Y deliberadamente se la ha traído? ¿Podrá manejarla? Dudo que yo pudiera, se dijo. Parece difícil.
    Pero así es Lars, recordó. Le gustan las mujeres difíciles. Es parte de su estructura perversa.
    Cuando los rasgos de Lars reaparecieron, dijo Pete:
    —Maren te destripará, como te darás cuenta. Ninguna historia la convencerá, aunque no pusiera en marcha ese aparato telepático ilegal.
    —No creo poder engañar a Maren —dijo Lars, inexpresivo—. Pero, francamente… no me preocupa. Pete, realmente creo que estas criaturas, independientemente de lo que sean y de donde vinieran, nos han batido.
    Pete permaneció en silencio. No halló nada adecuado que oponer; descubrió que estaba de acuerdo.
    —Cuando hablé hace un rato con Nitz por videofono, dijo algo extraño —comentó Lars—. Algo sobre un viejo veterano de guerra; no pude comprenderlo. Tenía que ver con un arma, pienso; me preguntó si yo había oído alguna vez de un dispositivo llamado GRT. Contesté que no. ¿Sabes de qué se trata?
    —No —dijo Pete—. No existe tal cosa, que yo recuerde. De todas formas la KACH se lo habría dicho, seguramente.
    —Tal vez no —dijo Lars—. Hasta luego —colgó, y la pantalla enmudeció.

    24

    Al aterrizar en Festung Washington DC, Lars descubrió que la seguridad había sido reforzada: le llevó una hora obtener la autorización de ingreso al subsuelo. Hasta requirió un reconocimiento personal —cara a cara— de parte de un confiable y veterano asistente del Comité, que le preguntó quién era y para qué había venido. Al final, luego de ser aceptado, descendió para unirse a lo que bien podía resultar la última reunión de la SegNac NU-O en su plenitud.
    Estaban siendo tomadas las últimas decisiones.
    En medio de su discurso, el general Nitz se detuvo un momento, de improviso, para enfrentar a Lars y hablarle directamente.
    —Como usted estuvo en Islandia, se ha perdido unos cuantos detalles. No lo estoy culpando… Pero algo extraño ha sucedido, tal como le indiqué por teléfono.
    Nitz hizo un gesto con la cabeza a un oficial joven; éste inmediatamente se dirigió hacia un sistema espía audiovisual intrínseco homeoprogramado. Con una pantalla de treinta pulgadas, estaba instalado en una esquina del cuarto, directamente enfrente del instrumento que, cuando se deseaba, conectaba al Comité con el mariscal Paponovich y el SeRKeb de Nueva Moscú.
    El artefacto se encendió.
    Un hombre anciano apareció en la pantalla. Era muy delgado, y llevaba puestos los remendados despojos de algún uniforme militar. Estaba diciendo, con voz indecisa:
    —…y luego les atacamos. Ellos no se esperaban eso; nos creían fáciles.
    Doblándose ante la señal de Nitz, el oficial detuvo la cinta Ampex; la imagen se congeló, el sonido cesó.
    —Quise que le echara usted una mirada —dijo el General Nitz a Lars—. Ricardo Hastings… Dice ser veterano de una guerra que ocurrió más de sesenta años atrás… en su opinión, al menos. Todo este tiempo, durante meses, años quizás, este anciano ha estado sentándose cada día sobre un banco en el parque público justo fuera de las instalaciones superficiales de la ciudadela, tratando de conseguir a alguien que le escuchara. Finalmente, un cadete lo hizo. ¿A tiempo? Tal vez, o tal vez no, veremos. Nuestros examinadores médicos han revelado ya que sufre de demencia senil, de modo que todo dependerá de lo que su cerebro todavía conserve por vía de la memoria. Específicamente, la memoria del arma que él atendió durante la Gran Guerra.
    —El Generador de Remolque Temporal —dijo Lars.
    —Es bastante plausible creer —dijo el General Nitz, cruzándose de brazos y apoyándose contra la pared detrás de él, como un profesor universitario— que ha sido por la acción de esa arma, quizás acumulativa y residual, o de la proximidad constante a ella, sobre todo a las defectuosas versiones primigenias, que él terminó, de un modo que no entendemos, en nuestro tiempo. Un tiempo que, para él, es casi un siglo en el pasado. El viejo está demasiado senil para darse cuenta; simplemente no lo entiende.
    »Pero esto apenas importa. Hemos establecido ya que la «Gran Guerra» que para él ocurrió hace años, cuando era un joven, es la contienda en la que estamos actualmente involucrados. Ricardo Hastings ha sido capaz de explicarnos la naturaleza y el origen de nuestro enemigo; gracias a él hemos aprendido algo, por fin, sobre los extraños atacantes…
    —Y esperan obtener de él el arma que se les opuso —dijo Lars.
    —Esperamos algo que podamos utilizar —aclaró Nitz.
    —Entrégueselo a Pete Freid —dijo Lars.
    El general Nitz lo miró inquisitivamente.
    —Basta ya de conversación —machacó Lars—. Llévelo a Lanferman & Asociados; que pongan a trabajar a sus ingenieros.
    —Suponga que él muere antes de…
    —Suponga que no lo hace. ¿Cuánto piensa que le tomará a un talento como Pete Freid convertir una idea, un boceto preliminar en especificaciones de las cuales pueda ser hecho un prototipo? Freid es un verdadero genio. Podría tomar el dibujo que un niño hizo de un gato y decirle si el organismo representado enterró sus excrementos o se alejó dejándolos allí. Actualmente tengo a Pete Freid chequeando las revistas del Hombre Cefalópodo Azul de Titán; ordénele que deje eso y comience a trabajar sobre los recuerdos de Hastings.
    Nitz carraspeó:
    —He hablado con Freid, y…
    —Sé que lo hizo —dijo Lars—. Pero al infierno con tanta conversación. Lleve a Hastings a California o, mejor todavía, traiga a Pete aquí. Usted no me necesita; no necesita a nadie de este cuarto. Lo necesita a él, a Pete. De hecho, me marcho ahora mismo —se puso de pie—. Me largo de aquí. Al menos, hasta que involucre a Freid en este asunto de Hastings —y comenzó a andar hacia la puerta.
    —Sin embargo, probaremos primero con usted —dijo Nitz—, y luego involucraremos a Freid. Mientras el hombre llega aquí…
    —Toma veinte minutos o menos traer a un hombre desde California a Festung Washington —dijo Lars.
    —Pero, Mr. Lars… Lo siento; el anciano está senil… ¿Sabe lo que significa eso, realmente? Es casi imposible establecer un puente verbal con él. Los restos sanos de su mente no son accesibles de modo ordinario y normal.
    —Muy bien, colaboraré —dijo Lars, decidiéndose sobre el terreno—. Pero quiero que notifiquen a Pete Freid primero. Ahora mismo —dijo, y señaló el videofono ubicado en el extremo de la mesa.
    El general Nitz levantó el tubo, dio la orden y colgó.
    —Otra cosa —dijo Lars—. No estoy solo ahora…
    Nitz lo miró.
    —Traje a Lilo Topchev conmigo —terminó Lars.
    —¿Trabajará ella? ¿Puede hacer lo suyo aquí, con nosotros?
    —¿Por qué no? El talento sigue en ella, tal como siempre estuvo en mí.
    —Muy bien —se decidió Nitz—. Recójala; haré que os lleven al hospital en Bethesda donde el anciano está alojado. Entren en ese… extraño trance, que va más allá de mi comprensión. Y mientras tanto, Freid estará en camino.
    —De acuerdo —dijo Lars, satisfecho.
    Nitz logró sonreír.
    —Habla usted muy recio para ser una prima donna.
    —Lo hago —reconoció Lars— porque estoy demasiado asustado para esperar. Temo que los extraños ataquen mientras perdemos el tiempo hablando tonterías.

    25

    Lars voló a Mr. Lars, Inc. de Nueva York en un saltador de alta velocidad del gobierno, pilotado por un corpulento y aburrido sargento profesional llamado Irving Blaufard.
    —Esa dama que hemos de buscar —preguntó el sargento Blaufard—, ¿es la diseñadora de modas de armas soviética? Usted sabe, la que…
    —Sí —respondió Lars.
    —¿Y ella ingresó en forma encubierta?
    —Sí.
    —Caramba —dijo, el sargento impresionado.
    El saltador cayó como una piedra hacia la azotea de Mr. Lars, Inc., la exigua estructura entre enormes rascacielos.
    —Un sitio pequeño el que se puso allí, señor —dijo el sargento Blaufard—. Quiero decir, ¿el resto es subterráneo?
    —Me temo que no —dijo Lars, estoicamente.
    —Bien, supongo que usted no necesita mucha ferretería…
    El saltador, expertamente maniborado, aterrizó en el familiar helipuerto. Lars brincó afuera, corrió velozmente hacia abajo por la rampa móvil, y un momento después cruzaba a los trancos el pasillo hacia su oficina.
    Cuando iba a abrir la puerta, apareció Henry Morris por una salida lateral, normalmente cerrada.
    —Maren Faine está en el edificio —dijo.
    Lars lo contempló alelado, la mano aún sobre el picaporte.
    —Así es —asintió Henry con la cabeza—. De alguna manera, tal vez mediante la KACH, averiguó que Topchev volvió de Islandia con usted. O quizá la informaron los agentes de la KVB en París, como venganza. Sólo Dios lo sabe.
    —¿Se ha cruzado ya con Lilo?
    —No, la hemos interceptado en el vestíbulo externo.
    —¿Quién está con ella ahora?
    —Bill Manfretti y Ed McEntyre, del departamento de diseño. Está realmente muy molesta… No parece la misma persona, Mr. Lars. Honestamente, está irreconocible.
    Lars abrió la puerta de su oficina. Sola al otro lado del cuarto estaba Lilo, mirando fijamente Nueva York por la ventana.
    —¿Estás lista? —preguntó Lars.
    Sin volverse, ella dijo:
    —He escuchado todo; tengo muy buen oído. Tu amante está aquí, ¿verdad? Sabía que esto pasaría. Es lo que predije.
    El intercomunicador sobre el escritorio de Lars sonó, y su secretaria, la señorita Grabhorn, esta vez no con desdén sino con pánico, dijo:
    —Mr. Lars, Ed McEntyre dice que la señorita Faine se zafó de ellos y se dirige ahora hacia su oficina…
    —Okey —escupió Lars.
    Tomó a Lilo del brazo y la dirigió fuera de la oficina y a lo largo del pasillo, hacia la rampa más cercana; ella lo siguió, pasiva como una muñeca de trapo. Sentía como si arrastrara un simulacro liviano, carente de vida o motivación; era una sensación extraña y desagradable. ¿Acaso a Lilo no le importaba nada, o sólo era demasiado para ella? Sin embargo, no era el momento adecuado para intentar discernir las ramificaciones psicológicas de su inercia: la arrastró dentro de la rampa y comenzaron a subir hacia la seguridad de la azotea, el helipuerto y el saltador del gobierno que les esperaba.
    Cuando aparecieron al aire libre y se apearon, otra figura se manifestaba al término de la rampa alterna, al otro lado del edificio: Maren Faine.
    Como Henry Morris había dicho, era difícil reconocerla. Llevaba su capa de piel de wub venusino de haute couture, larga hasta el tobillo, zapatos de tacón alto, un pequeño sombrero con lazo, grandes pendientes hechos a mano y —raro en ella— ningún maquillaje, ni siquiera lápiz de labios. Su cara tenía una cualidad opaca, parecida a la paja. Casi una alusión sepulcral…, como si la muerte hubiera viajado con ella desde París a través del Atlántico y luego subido aquí, a la azotea. La muerte aparecía en sus ojos, mirándolo fijamente como un gato a un pajarillo gordo: impasible, pero con dolosa determinación.
    —Hola —susurró Lars.
    —Hola, Lars —dijo Maren, acercándose pausadamente—. Hola, señorita Topchev.
    Nadie habló durante un momento. Lars no podía recordar haberse sentido más incómodo en su vida entera.
    —¿Qué dices, Maren? —dijo.
    —Me informaron directo desde Bulganingrado. Alguien del SeRKeb, o uno de sus intérpretes. No me lo creía, hasta que comprobé con la KACH.
    Sonrió, y luego metió la mano en su bolso estilo maleta de correos, que le colgaba del hombro mediante una negra correa de cuero.
    El arma que Maren extrajo de allí era la más pequeña que nunca hubiera visto Lars.
    Su primer pensamiento fue que la maldita cosa era un juguete, un timo, algo ganado en una máquina de gomas de mascar. Aguzó su mirada, tratando de distinguirla mejor —recordando que él era, después de todo, un experto en armas— y entonces comprendió que era genuina: una pistola italiana, hecha para caber hasta en un monedero.
    A su lado, Lilo dijo:
    —¿Cuál es su nombre, por favor? —el tono, dirigido a Maren, era cortés, racional, hasta amable; esto sorprendió a Lars y se giró para mirarla.
    Siempre hay algo nuevo que aprender sobre la gente. Lilo lo abrumó completamente: en ese crítico momento, mientras enfrentaban la diminuta y peligrosa arma de Maren, Lilo Topchev aparecía compuesta y madura, tan socialmente elegante como si hubiera arribado de una fiesta donde abundaran los Cogs más de moda. Se había hecho cargo de la situación y se veía —o así le pareció— como una apología de la calidad y la esencia de la humanidad. Nadie podría convencerlo otra vez de que un ser humano era simplemente «un animal que anda en dos pies, lleva un pañuelo en el bolsillo y puede distinguir el jueves del viernes», independientemente de cuál fuera el criterio. Hasta la definición de Orville, copiada de Shakespeare, se revelaba ahora como lo que era: una vacuidad insultante y cínica. Qué sensación, meditó Lars… No sólo amaba a esta muchacha; ahora también la admiraba.
    —Soy Maren Faine —dijo Maren, sin dejarse impresionar lo más mínimo.
    Lilo extendió su mano con optimismo, en claro signo de amistad.
    —Me alegro de conocerla —comenzó—, y pienso que podremos…
    Alzando la diminuta arma, Maren disparó.
    El vil aunque brillante artefacto expulsó lo que alguna vez, en su estado primordial de desarrollo tecnológico, había sido llamado una bala dum-dum.
    Sin embargo, la dum-dum había evolucionado. Todavía poseía su característica esencial —la de hacer explosión al contacto con su objetivo—, pero en las actuales los fragmentos seguían detonando, segando interminablemente el cuerpo de la víctima y todo a su alrededor.
    Lars instintivamente se arrojó al piso, volvió su cara y se encogió; el animal que habitaba en él se acurrucó en una postura fetal: rodillas levantadas, cabeza metida contra el pecho y brazos cubriéndola, sabiendo que no había nada que pudiera hacer por Lilo. Estaba acabada, terminada para siempre. Los siglos podrían pasar incesantes como gotas de agua, y Lilo Topchev nunca reaparecería en los ciclos y azares del hombre.
    Pensó para sí como si fuera alguna máquina lógica construida para calcular y analizar con tranquilidad, a pesar del ambiente exterior: Yo no diseñé eso, esa arma. Es anterior a mí. Es antigua, un arcaico monstruo. Acarrea en sí toda la herencia maligna. Traída aquí desde el lejano pasado y transportada al umbral de mi vida, ha echado a volar para demoler todo lo que quiero, necesito o deseo proteger. Todo borrado… sólo por la presión de un dedo contra un gatillo, parte de un mecanismo tan pequeño que podría tragármelo, devorarlo, en una fútil tentativa de anular su existencia con un acto de avaricia oral… avaricia por la vida, para la vida.
    Pero ya nada lo anularía.
    Cerró los ojos y permaneció donde estaba, sin preocuparse de que Maren disparara de nuevo, esta vez hacia él. Si acaso sentía algo, era un deseo: el ansioso deseo de que Maren le pegara un tiro.
    Luego abrió los ojos.
    Ya no estaba en la rampa. Tampoco en la azotea. Ni estaba Maren Faine, con su diminuta arma italiana. Azorado, vio que no había nada conocido en su derredor; tampoco los pegajosos remanentes orgánicos, dispersos y recientes, causados por acción del arma. Veía, aún si entenderlo del todo, una calle citadina, y ni siquiera de Nueva York. Sintió un cambio en la temperatura, en la composición de la atmósfera. Debían ser factores de ese cambio unas remotas montañas coronadas de hielo; sintió frío y tembló, mirando alrededor, y oyó entonces el graznido del tráfico de superficie.
    Las piernas y pies le dolían, y tenía sed. Delante de él, en una droguería autonómica, vio una cabina pública de videofono. Entró en ella —su tieso cuerpo crujiendo de fatiga y dolor—, y recogiendo el directorio leyó la cubierta: Seattle, Washington.
    Y… ¿cuánto tiempo ha pasado?, se dijo. ¿Cuándo habría pasado todo? ¿Haría una hora? ¿Meses? ¿Años? Esperó que fuera mucho, que su fuga hubiera continuado interminablemente y que ahora fuera viejo, viejo y podrido, arruinado, un desecho. Esta fuga no debiera haberse terminado nunca, pensó. Y en su mente volvió a oír la voz del doctor Todt, por vía de su poder parapsicológico, cuando durante el vuelo de regreso de Islandia murmuraba para sí unas palabras que no comprendió, en un tono terrible, como si el médico hubiera tarareado para sí una vieja balada del fracaso: Und die Hunde schnurren an der alten Mann. Y luego, de repente, el doctor Todt le había dicho, en inglés:
    —Y los perros gruñeron al hombre anciano.
    Metiendo una moneda en la ranura, marcó el número de Lanferman & Asociados en San Francisco.
    —Necesito hablar con Pete Freid.
    —El señor Freid ha salido por negocios —dijo alegremente la chica del conmutador—. No se encuentra disponible, Mr. Lars.
    —¿Puedo hablar con Jack Lanferman, entonces?
    —Mr. Lanferman tampoco… Hum. Supongo que a usted puedo decírselo, Mr. Lars: ambos están en Festung Washington DC; se marcharon ayer. Quizá pudiera ponerse en contacto con ellos allí…
    —Bien —dijo él—. Gracias; sé cómo hacerlo —y colgó.
    Llamó al general Nitz. Paso a paso su llamada trepó la escala de la jerarquía, y luego, cuando ya estaba resignado a colgar y marcharse, se encontró afrontando al CoC.
    —La KACH nunca pudo encontrarle —dijo Nitz—. Tampoco el FBI o la CIA.
    —Los perros me gruñeron —dijo Lars—. Nunca antes los había oído, Nitz.
    —¿Dónde está ahora?
    —En Seattle.
    —¿Qué hace allí?
    —No lo sé.
    —Lars, se ve usted muy mal, realmente. ¿Sabe lo que hace, o dice? ¿Qué es eso acerca de los perros?
    —No sé quienes son —dijo él—, pero los oí realmente.
    —La chica sobrevivió seis horas —dijo Nitz—. Por supuesto, nunca hubo esperanza y de todos modos ya es historia; tal vez lo sepa.
    —No sé nada.
    —Se hicieron los funerales pensando que usted podría presentarse, y desde entonces hemos tratado de localizarle. Por supuesto, comprende lo que le ha de haber sucedido…
    —Sí; caí en estado de trance.
    —¿Y recién ahora sale de él?
    Lars asintió.
    —Lilo Topchev ha viajado a Bethesda, y está ahora con…
    —¿Qué? —saltó Lars.
    —Topchev está en Bethesda, con Ricardo Hastings. Intenta desarrollar un bosquejo utilizable; ha producido varios hasta ahora, pero…
    —Lilo está muerta —dijo Lars—. Maren la mató con una Beretta calibre .12, cargada con balas explosivas. Yo vi cómo sucedía.
    Observándolo atentamente, el General Nitz declaró:
    —Maren Faine disparó la Beretta que llevaba, sí; tenemos el arma, los fragmentos del proyectil, sus huellas digitales en la empuñadura. Pero se mató ella, no a Lilo Topchev.
    —No lo sabía —dijo Lars, luego de una pausa.
    —Bien —dijo Nitz—. Cuando la Beretta hizo fuego, alguien tenía que morir. Así es como actúan esas armas. Es un milagro que no hayáis muerto los tres.
    —Fue un suicidio… Premeditado; estoy convencido de ello —Lars asentía con la cabeza—. Probablemente nunca tuvo la intención de matar a Lilo, aunque tal vez eso es lo que pensara para sí… —soltó un desigual suspiro de cansancio y resignación. No una resignación filosófica, ni estoica, sino simplemente una rendición.
    No había nada que hacer ya. Durante su estado de trance y su fuga, todo había pasado. Mucho tiempo atrás. Maren estaba muerta; Lilo en Bethesda. Él, después de su viaje a ninguna parte, había terminado en el centro de Seattle, apartándose tanto como pudo de Nueva York y lo que había sucedido…, o lo que imaginó que había ocurrido.
    —¿Puede volver aquí? —dijo el general Nitz—. Podría echarle una mano a Lilo Topchev; el asunto no viene bien. Ella toma su droga, ese extraño preparado de Alemania Oriental… Luego entra en trance, por supuesto en la proximidad de Ricardo Hastings, y sin otras mentes cerca que pudieran distraerla… Pero cuando vuelve, obtiene sólo…
    —Los mismos viejos bosquejos. Los extraídos de… Oral Giacomini.
    —Oh, no.
    —¿Está seguro? —su embotada mente se despertó de golpe.
    —Estos bosquejos son completamente diferentes a los que hubo hecho antes. Pete Freid los examinó, y está de acuerdo. Y ella opina como él. Y representan siempre lo mismo.
    Él sintió miedo.
    —¿Qué representan? Dígame.
    —Cálmese. En absoluto se trata de un arma; al menos, no de algo remotamente parecido a un «Generador de Remolque Temporal». Representan la sustancia fisiológica, anatómica y orgánica de… —el general Nitz vaciló, tratando de decidir si podía decirlo por esa línea, probablemente pinchada por la KVB.
    —Dígalo de una maldita vez —chirrió Lars.
    —Un androide. De un tipo inusual, pero un androide, sin duda. Similar a los que Lanferman & Asociados usan en sus pruebas subterráneas de armamento. Usted sabe lo que quiero decir… tan humano como es posible hacerlos.
    —Estaré allí apenas pueda —aseguró Lars.

    26

    Al apearse en el inmenso aparcamiento sobre el hospital militar, fue recibido por tres jóvenes infantes de marina uniformados. Los infantes lo escoltaron inmediatamente rampa abajo, como si fuera un dignatario —o un criminal, reflexionó, o quizás una gestalt de ambos— a la planta de alta seguridad en la cual «aquello» estaba ocurriendo.
    Aquello. Nada personal. Lars advirtió la tentativa de deshumanizar la actividad para la cual había venido aquí.
    Comentó a su escolta de infantes de marina:
    —Al menos, todavía es preferible que caer en las manos de los esclavistas de alguna distante estrella…, si es que acaso tienen manos.
    —¿Qué cosa es preferible, señor?
    —Cualquier cosa —dijo Lars.
    El infante de marina más alto —y era realmente alto—, dijo:
    —Está sucediendo algo allí, señor.
    Cuando el grupo atravesó la barrera final de seguridad, Lars comentó al alto infante de marina:
    —¿Habéis visto a ese viejo veterano de guerra, Ricardo Hastings?
    —Sí, aunque sólo por un momento.
    —¿Qué edad creéis que tenga?
    —Tal vez noventa, o cien años. Incluso podría ser más viejo.
    —Aún no lo he visto —dijo Lars.
    Delante de ellos la última puerta se balanceó, abriéndose temporalmente; por algún superior sentido, supo exactamente a cuántas personas debía permitir entrar. Lars vio médicos vestidos de blanco en la habitación.
    —Haré una apuesta con usted —dijo al joven infante de marina, mientras la puerta sensible cliqueó, tomando conciencia del paso de los hombres por ella— en cuanto a la edad de Ricardo Hastings.
    —Como quiera, señor.
    —Seis meses —dijo Lars.
    Los tres infantes lo miraron, sin entender.
    —No, no —se desdijo Lars—. Cuatro meses.
    Prosiguió solo entonces, dejando a su escolta, porque delante de él vio a Lilo Topchev.
    —Hola —saludó.
    Ella se dio vuelta inmediatamente.
    —Hola —y le sonrió, fugazmente.
    —Pensé que estabas en casa de los tres cerditos —dijo él.
    —No —respondió ella—. Estoy en casa de Winnie Pooh, de visita.
    —Cuando esa Beretta disparó…
    —¡Oh, cielos! Pensé que moriría, y tú también lo pensaste; estabas tan seguro de ello, que no pudiste mirar siquiera. Lars, ¿debí haber sido yo quien muriera? Pero, de todos modos, no fui yo. Y habría hecho lo mismo en tu lugar: no hubiera podido mirar si pensara que eras el blanco elegido. Lo que he supuesto, y he estado pensando y pensando, sin poder parar… He estado tan preocupada por ti, por dónde andarías… entraste en trance, y simplemente te fuiste… Pero pensando en todo aquello, supuse que ella nunca debió haber disparado esa pistola antes. No debe haber tenido idea de lo que ocurriría…
    —¿Y ahora qué?
    —Oh, he estado trabajando. Ah, Dios, cómo he estado trabajando. Ven, el anciano está en el cuarto contiguo —sombríamente, ella se puso en camino—. ¿Te dijeron que no he tenido suerte?
    —Podría ser peor, considerando lo que nos están haciendo cada hora, más o menos.
    Durante su viaje de regreso al este se había enterado del volumen demográfico retirado ya de la existencia —en cuanto a la Tierra concernía— a causa del ataque enemigo. Era absurdo. Una calamidad que no tenía ningún paralelo histórico.
    —Hastings asegura que provienen de Sirio —informó Lilo—. Y son esclavistas, como habíamos sospechado. Son quitinosos, y poseen una fisiología que se remonta a millones de años en el pasado. En su sistema, a casi nueve años luz de aquí, las formas de vida de sangre caliente nunca se desarrollaron más allá de la etapa de los lémures arbóreos, con hocicos como zorras, de hábitos nocturnos la mayoría, incluso algunos con colas prensiles. Por ello nos consideran como monstruos, o algo peor; cualquier cosa menos seres inteligentes. Sólo unos entes muy organizados, algo así como burros de carga con algo de inteligencia manual. Ellos admiran nuestros pulgares. Podemos hacer todo tipo de tarea esencial; piensan en nosotros del mismo modo en que nosotros consideramos a las ratas.
    —Pero nosotros testeamos ratas todo el tiempo, tratando de aprender…
    —Eso sucede —dijo Lilo— porque poseemos la curiosidad de los lemúridos. Haz un ruido, y todos sacaremos la cabeza fuera de la madriguera para ver, ¿comprendes? Pero los extraños no hacen tal cosa. Parece que las variadas formas de quitinosos, hasta las muy desarrolladas, son principalmente unas máquinas reflejas. Pregúntale a Hastings sobre el asunto.
    —No estoy interesado en hablar con él —dijo Lars.
    Delante, más allá de la puerta abierta, se sentaba, débil y retraído, un viejo esquelético parecido a una rama seca. Su rostro marchito giraba lentamente, como si estuviera accionado por un pequeño motor. Sus ojos no parpadeaban, y los rasgos estaban impávidos. Su organismo se había ido deteriorando hasta ser una mera máquina de percepción. Los órganos sensoriales giraban de aquí para allá, tomando datos sin cesar; aunque sólo Dios sabía cuánto de ello finalmente alcanzaría a llegar al cerebro, y cuánto sería registrado y entendido. Quizá absolutamente nada.
    Una personalidad familiar se manifestó, con un portapapeles en la mano.
    —Sabía que usted finalmente reaparecería —dijo el doctor Todt a Lars, aunque parecía claramente aliviado—. ¿Escapó a pie?
    —Es probable —dijo Lars.
    —¿No lo recuerda?
    —Nada. Pero estoy muy cansado.
    —Hay una tendencia, aún en psicosis severas, a escapar a pie, si se les da suficiente tiempo —dijo doctor Todt—. Es la llamada «solución nómade». Sólo que en la mayor parte de los casos no hay bastante tiempo. En cuanto a usted, no tuvo tiempo en absoluto —se dio vuelta hacia Hastings—. Respecto a él, ¿qué piensa intentar primero?
    Lars estudió la vieja y acurrucada figura.
    —Una biopsia.
    —Disculpe, no entiendo.
    —Quiero una muestra de tejido. No importa de qué parte de él.
    —¿Para qué?
    —Además de un análisis microscópico, quiero fecharlo por carbono. ¿Qué tan exacto es el nuevo método del Carbono 17-B? —preguntó Lars.
    —Es exacto por debajo del año. Meses.
    —Es lo que pensé. Bien, no habrá ningún bosquejo, trances, o ninguna otra actividad de mi parte, hasta tener esos resultados.
    —¿Quién puede cuestionar los designios de los Inmortales? —gesticuló Todt.
    —¿Cuánto tomará el análisis?
    —Puede estar listo a eso de las tres de la tarde.
    —De acuerdo —dijo Lars—. Tomaré una ducha, conseguiré un par de zapatos y una nueva capa, supongo. Para animarme un poco, al menos.
    —Las tiendas están cerradas. Se advirtió a la población de quedarse bajo tierra durante la emergencia. Las áreas tomadas incluyen…
    —No me recite una lista; me he enterado durante el viaje hacia aquí.
    —Francamente, ¿no va a entrar en trance? —inquirió Todt.
    —No hay ninguna necesidad. Lilo ya lo ha intentado.
    —¿Quieres ver los bosquejos, Lars? —preguntó ella.
    —Dámelos.
    Tendió la mano y recibió un montón de papeles. Los hojeó brevemente y vio lo que había esperado, ni más ni menos. Los dejó boca abajo sobre una mesa cercana.
    —Son de una complicada construcción —indicó el doctor Todt.
    —Es un androide —dijo Lilo con esperanza, fijando sus ojos en Lars.
    —Son especificaciones de él —Lars señaló la forma acurrucada del viejo, cuya cabeza giraba sin cesar, parecida a una torreta—. O mejor dicho, de «eso». No has recogido los contenidos de su mente; has extraído los ingredientes anatómicos que constituyen su base bioquímica. Lo que lo hace andar. El mecanismo artificial que es… —y luego añadió—: Sé que es un androide, y sé que el fechado de la muestra lo confirmará. Lo que más nos interesa ahora es su edad exacta.
    Luego de un momento, el doctor Todt dijo en voz ronca:
    —¿Por qué?
    —¿Cuánto tiempo llevan los extraños entre nosotros?
    —Una semana.
    —Me pregunto —dijo Lars— si un androide tan perfectamente construido como éste podría ser fabricado en una semana.
    Lilo dijo de inmediato:
    —Entonces, si es que tienes razón, el fabricante sabía…
    —Ah, infiernos —dijo Lars—, sé que tengo razón. Echa una mirada a tus propios bosquejos, y dime si no son de «Ricardo Hastings». Hazlo, vamos —recogió los papeles y se los presentó; ella los aceptó reflexivamente y de modo algo aletargado los fue pasando uno a uno, asintiendo ligeramente con la cabeza.
    —¿Quién puede haber construido un androide tan perfecto? —preguntó Todt, echando un vistazo al viejo por sobre el hombro de Lilo—. ¿Quién tiene las instalaciones y la capacidad, sin contar el talento inspirador?
    —Lanferman & Asociados —respondió Lars.
    —¿Alguien más? —prosiguió Todt.
    —No, que yo sepa.
    Gracias a la KACH, tenía un concepto bastante exacto de las instalaciones del ProxEste, y ellos no tenían nada comparable. Nada era comparable a Lanferman & Asociados, que unía en forma subterránea a San Francisco con Los Ángeles: un organismo industrial y económico que se extendía por setecientos kilómetros de subsuelo.
    Y la fabricación de androides que pudieran pasar, aún bajo escrutinio cercano, como seres humanos auténticos, era una de sus actividades principales.
    De pronto, Ricardo Hastings graznó:
    —Si no hubiera sido por aquel accidente, cuando un cortocircuito sobrecargó el…
    Acercándose de golpe, Lars lo interrumpió:
    —¿Funcionas en forma intrínseca?
    Los viejos y débiles ojos lo miraron. Pero no hubo ninguna respuesta; la rehundida boca ya no se movió.
    —Vamos —exigió Lars—, ¿eres intrínseco o remoto? ¿Funcionas en forma homeostática, o sólo eres receptor de instrucciones que vienen de tu exterior? Francamente, pienso que eres totalmente intrínseco, programado de antemano… —y, dirigiéndose a Lilo y Todt, dijo—: Eso explicaría lo que dieron en llamar «senilidad»: la repetición de ciertas unidades semánticas estereotipadas.
    Ricardo Hastings masculló entonces:
    —Muchacho, cómo los cascamos. Ellos no lo esperaban; pensaron que ya estábamos fregados. Nuestros diseñadores de modas de armas no habían cumplido con lo suyo. Los extraños pensaron que podrían venir y hacerse el agosto, pero les demostramos que estaban equivocados. Es una pena que no lo recordéis; fue mucho antes de vuestro tiempo… —se rió entre dientes, contemplando ciegamente el suelo, su boca removiéndose en una mueca de placer.
    —De todos modos —dijo Lars, haciendo una pausa— …no logro hacerme a la idea de un arma que provoque viajes por el tiempo.
    —Conseguimos hacer un lío de ellos —masculló Hastings—. Lanzamos sus malditos satélites completamente fuera de este vector de tiempo, mil millones de años en el futuro, y todavía están allí. Ji, ji, ji… —sus ojos se encendieron momentáneamente con una chispa de vida—. Estarán orbitando un planeta deshabitado, excepto tal vez por arañas y protozoos; peor para ellos.
    »Apresamos sus naves de línea, también; con el GRT les enviamos al remoto pasado. Han debido invadir la Tierra en la época del trilobite; al menos, lo tendrán fácil. Les darán una paliza a los crustáceos, y los sojuzgarán —resopló triunfalmente el viejo veterano.

    A las dos treinta de aquella tarde, luego de una espera que Lars hubiera querido evitar a toda costa, un asistente del hospital les acercó el fechado por carbono del tejido tomado del anciano.
    —¿Qué muestra el examen? —preguntó Lilo, alzándose rígidamente; sus ojos se concentraron en la cara de Lars, tratando de captar su reacción, de compartirla con él.
    Lars le alcanzó la hoja.
    —Léelo tú misma.
    —Dímelo tú —dijo ella, débilmente.
    —El análisis microscópico mostró que sin duda es humano, no sintético. No es tejido de androide. El fechado por Carbono 17-B, aplicado a la muestra de tejido, indica que tiene de ciento diez a ciento quince años. Y posiblemente, aunque no probablemente, pueda ser aún más viejo.
    —Te has equivocado, entonces —dijo Lilo.
    —Sí —reconoció Lars.
    Para su coleto, Ricardo Hastings se rió entre dientes.

    27

    En este asunto, se dijo Lars Powderdry, he fallado en forma tan completa como anteriormente —y en tiempos de verdadera necesidad— respecto de las armas reales. Nunca hubo un punto en el cual haya sido realmente útil, excepto —por supuesto— en el viejo y benigno juego que ProxEste y BlokOeste han jugado todos estos años: la Era del Arado. Engañamos a los bocabiertas en todas partes, «para su propio bien», a espaldas de sus propias inclinaciones.
    Sin embargo, me traje a Lilo a Washington, pensó. Tal vez esto debería ser anotado como un logro en mi currículum. Pero… ¿qué he logrado con ello, además de provocar el horrible suicidio de Maren Faine, quien tenía mil razones para disfrutar de una vida plena y feliz?
    Dijo al doctor Todt:
    —Escalatium y conioricina, por favor. El doble de la dosis acostumbrada… —y reclamó, dirigiéndose a Lilo—: Y ese producto alemán que tú monopolizas, quiero que dobles el consumo en este tiempo. Es lo único en que puedo pensar para aumentar nuestra sensibilidad, y necesitamos ser tan sensibles como puedan resistir nuestros organismos. Es probable que sólo podamos hacer un único intento.
    —Estoy de acuerdo con eso —dijo Lilo, en tono sombrío.
    La puerta se cerró luego de que Todt y los empleados de hospital se marcharon. Él y Lilo estaban ahora encerrados con Ricardo Hastings.
    —Puede que esto nos mate a los dos, o nos dañe en forma permanente —le dijo a Lilo—. Intoxicación del hígado, o el cerebro…
    —Cállate —le cortó ella, y tomó sus pastillas con un vaso del agua.
    Él hizo lo mismo.
    Se sentaron enfrentados por un momento, sin hacer caso del mascullante anciano que babeaba a su lado.
    —¿Te recuperarás alguna vez de su muerte? —preguntó Lilo entonces.
    —No. Nunca.
    —¿Acaso me culpas? No…, te culpas a ti.
    —La culpo a ella —dijo Lars—. En primer lugar, por poseer aquella maldita y piojosa Beretta. Nadie debería llevar un arma así, o siquiera poseerla; no vivimos en una selva.
    Calló; la medicación comenzaba a hacer efecto. Paralizó sus mandíbulas como si fuera una enorme sobredosis de fenotiacina, y él cerró los ojos, en pleno sufrimiento. La dosis, demasiado alta, lo abrumaba, y ya no podía experimentar la presencia de Lilo Topchev. Mala suerte, pensó. Y era pena y dolor lo que sentía, antes que temor, mientras la nube se condensaba alrededor de él; el familiar derrumbe —o resurgencia, quizás— ahora aumentado, ampliado más allá de toda proporción razonable, por el deliberado exceso en el suministro de las drogas.
    Espero que ella no tenga que sufrir tanto, se dijo; sería más fácil soportarlo si pudiera estar seguro de que ella no sufre tanto.
    —Realmente los arruinamos —masculló Ricardo Hastings, riéndose entre dientes, respirando con dificultad, goteando saliva.
    —¿Realmente? —logró decir Lars.
    —Sí, Mr. Lars —dijo Ricardo Hastings, y el barboteo de sus labios, de alguna manera, pareció más claro y nítido—. Pero no con ese supuesto «Generador de Remolque Temporal». Era una patraña, en el peor sentido. Quiero decir, no más que una fachada… —el anciano rió entre dientes, pero esta vez en forma cruel.
    —¿Quién es usted? —dijo Lars, con extrema dificultad.
    —Soy un juguete ambulatorio —contestó el anciano.
    —Un juguete…
    —Así es, Mr. Lars. Originalmente, un constituyente de un juego de guerra inventado por Empresas Klug. Dibújeme, Mr. Lars. Su compatriota, la señorita Topchev, sin duda hace bosquejos; pero simplemente repite, sin comprender, la presentación visual sin valor que antes produjo… y a la que nadie hizo caso, excepto usted. Ella me dibujó, pero usted estaba en lo cierto.
    —Pero… usted es realmente un viejo…
    —Una simple solución técnica que Mr. Klug desarrolló. Él previó la posibilidad (de hecho, la inevitabilidad) de la nueva prueba de fechado por Carbono 17-B. Por ello, mis constituyentes son modificaciones de una cosecha de materia orgánica ligeramente superior a los cien años. Espero que la expresión no le repugne…
    —No me repugna —dijo Lars, o tal vez sólo lo pensó; no podía asegurar que estuviera hablando realmente en voz alta—. Simplemente, no le creo un rábano.
    —Entonces, considere esta posibilidad —dijo Hastings—. Soy un androide, como sospechó, pero construido hace más de un siglo.
    —¿En 1898? —preguntó Lars, con profundo desprecio—. ¿Por algún fabricante de calesas en Nebraska? —se rió, o lo intentó al menos—. Pruebe otra cosa, mejor. Otra teoría que encaje con lo que usted y yo sabemos de los hechos.
    —Tal vez quisiera conocer la verdad, ¿eh, Mr. Lars? La verdad desnuda… ¿Se siente capaz, francamente? ¿Está seguro?
    —Sí —dijo Lars, luego de una pausa.
    La voz suave, susurrante, tal vez formada sólo por pensamientos en esa extraña relación de profundo trance, le informó:
    —Mr. Lars, mi nombre es Vincent Klug.

    28

    —El operario de segunda categoría… El marginal, el juguetero sin rumbo —dijo Lars.
    —Así es. No soy un androide, sino un hombre como usted; sólo que viejo, muy viejo. Al final de mis días. No como me ha conocido y visto en el subsuelo de Lanferman & Asociados —su voz sonaba cansada, monótona—. He vivido mucho tiempo, y he visto mucho. Vi la Gran Guerra, como os dije a vosotros, y a cada uno que tenía cerca cuando me sentaba en el banco del parque. Sabía que la persona apropiada alguna vez vendría, y al fin lo hizo. Ellos me trajeron aquí.
    —¿Y usted fue personal de mantenimiento durante la guerra?
    —No. No para esa, o cualquier otra arma. Existe realmente un instrumento de remolque temporal… o más bien existirá, pero no tomará parte en la Gran Guerra contra los esclavistas de Sirio. Lo fabriqué sesenta y cuatro años en el futuro, en 2068, e hice uso de él para llegar aquí.
    —¿Lo tiene? ¿Dónde?
    —Usted no entiende. Pude volver desde 2068, pero no podía traer nada conmigo. Ni armas, ni artefacto, noticias, ideas, ni siquiera la novedad de entretenimiento más minúscula para los bocabiertas; nada de nada —su voz era brutal, plena de amargura—. ¡Apresúrese! Revíseme telepáticamente, trate de componer mi memoria y conocimiento de las próximas seis décadas. Obtenga las especificaciones del Generador de Remolque Temporal, y lléveselo a Pete Freid en Lanferman & Asociados de California; haga un pedido urgente, construya un prototipo que funcione y úselo contra los extraños. ¡No se detenga! ¿Sabe qué me sucederá? Esto me anulará, Mr. Lars… —la voz, cargada de crueldad, lo lastimaba, ensordeciéndolo, corrompida por el rencor y la futileza de la situación—. Y cuando me anule, al abrirse una senda alterna de tiempo, se anulará el arma, también. Y una oscilación me capturará, a perpetuidad.
    Lars se mantuvo en silencio. No intentó discutir; el relato parecía creíble y lo aceptó.
    —El mecanismo del viaje temporal —dijo el viejo Klug, el de sesenta y cuatro años en el futuro— es uno de los más limitados y estrictos entre los logrados por el sistema institucional de investigaciones. ¿Quiere saber exactamente qué tan limitado estoy, Mr. Lars, en este momento, que es para mí más de sesenta años en el pasado? Puedo ver hacia delante, pero no puedo decir nada: no puedo informarle, no puedo ser un oráculo. ¡Nada! Lo que puedo hacer es muy poco, pero quizá suficiente… De hecho, yo sé si será suficiente o no, pero no puedo arriesgarme siquiera a decirle eso. Lo que puedo hacer es llamar su atención hacia algún objeto, artefacto o aspecto de su entorno actual, ¿me entiende? Pero eso tiene que existir ya. La presencia de ese detalle no debe de ningún modo ser dependiente de mi regreso aquí desde el futuro.
    —Hum —dijo Lars.
    —Hum —se mofó Vincent Klug, burlándose de él.
    —Bien, ¿qué puedo decir? Lo dijo todo usted; acaba de pasar por ello, etapa por etapa —aseveró Lars.
    —Pregúnteme algo.
    —¿Por qué?
    —¡Sólo pregunte! Volví por una razón, ¿no es obvio? Dios, estoy atado por ese maldito principio, llamado… —Klug se atragantó, ahogado de impotencia y furia—. No puedo darle siquiera el nombre del principio que me limita —dijo él, con las fuerzas desfallecientes. La batalla para lograr comunicarse, pero no más allá del límite apropiado, drenaba palpablemente sus energías.
    —Adivinanzas… Entiendo; jugaremos el juego —dijo Lars.
    —Exactamente —un resurgir de energía palpitó en la voz del anciano, seca como el polvo—. Usted adivina; yo contesto o no contesto.
    —Algo existe ahora, en nuestros tiempos, en el 2004.
    —¡Sí! —frenético, vibrante, entusiasta; un furioso rejunte de su fuerza vital en respuesta.
    —Usted, en este período de tiempo, no es un Cog. Está fuera, y eso es un hecho. Ha tratado de llamar la atención de la SegNac NU-O, pero como no es un Cog, nadie lo escucha.
    —¡Sí!
    —¿Un prototipo en marcha?
    —Sí. Pete Freid lo construye, en su tiempo libre, luego de que Jack Lanferman le otorgó el permiso de usar los talleres de la compañía. Él es tan bueno en lo suyo… Puede construir muy rápido.
    —¿Dónde está ahora el dispositivo?
    Un silencio largo. Entonces, a tropezones, en agonía, el viejo dijo:
    —Temo… decir demasiado.
    —Pete lo tiene.
    —N-no.
    —Bien —Lars reflexionó un momento—. ¿Por qué no trató de comunicarse con Lilo? —preguntó—. Ella entró en trance y sondó su mente…
    —Porque… ella es del ProxEste —susurró Klug, cansadamente.
    —Pero el Prototipo…
    —Puedo ver algo. Esta arma, Mr. Lars, es sólo para el BlokOeste.
    —El arma… —dijo Lars—, ¿está en Festung Washington DC, ahora?
    Con la voz marchita, Vincent Klug replicó:
    —Si así fuera, yo no estaría hablando con usted. Habría vuelto a mi propio período… —y añadió—: Francamente, tengo mucho para perder quedándome aquí, amigo mío. La ciencia médica de mi época es capaz de mantenerme con vida de forma tolerable; sin embargo, no es el caso de este año, 2004 —su voz pulsó con el ritmo de la fatiga y el desprecio unidos.
    —Bien… —dijo Lars, y suspiró—. Este dispositivo, esta arma, se origina en mi propio tiempo y no en el futuro. Usted ha hecho construir el prototipo. Probablemente funcione. Entonces… ¿lo ha llevado usted a su propio taller? ¡Al lugar donde suele trabajar! —lo consideró durante un buen rato, recapitulando en su mente repetidas veces—. Bien —resumió luego—. No tengo que preguntarle más; no tenemos que arruinarlo. Mejor no arriesgar más de la cuenta. ¿Está de acuerdo?
    —Estoy de acuerdo —dijo Klug—, si cree que puede seguir por su cuenta con lo que ahora sabe.
    —Lo encontraré.
    Obviamente tenía que contactar de inmediato al Vincent Klug de este período, y obtener de él el dispositivo. Pero —y lo supuso de inmediato— el Klug de 2004, aún habiéndolo inventado, no lo reconocería como un arma. No sabría, por lo tanto, qué objeto era el que se buscaba. Metido en sus estrafalarias y marginales operaciones, Klug podría actualmente tener quizá una o dos docenas de aparatos en varios estados, desde el crudo bosquejo en el tablero de diseño, a los artículos terminados para su producción en las autofacs.
    Eso significaba que había roto prematuramente el contacto con el Vincent Klug del 2068.
    —Klug —dijo al instante, con la urgencia en la voz—, ¿qué tipo de juguete buscamos? Déme alguna pista, ¡cualquier indicio! ¿Un juego de mesa? ¿De guerra, acaso?
    En sus oídos… dicho en palabras, no en pensamientos recibidos telepáticamente, la voz cascada y senil masculló:
    —Sí, realmente batimos a aquellos esclavistas; seguro no esperaban que nos saliéramos con algo así —entre resuellos, el anciano rió entre dientes con placer—. Nuestros diseñadores de moda de armamentos… Qué desastre que eran. O eso pensaron los extraños…
    Lars se sacudió, abrió los ojos. Su cabeza le dolía violentamente. Bajo el deslumbrante brillo de la luz del cielorraso, bizqueó de dolor. Vio a Lilo Topchev sentada inerte a su lado, con los hombros caídos y una pluma entre los dedos, sobre una hoja de papel en blanco.
    El trance telepático con la enturbiada mente del viejo veterano de guerra, Vincent Klug, había terminado.
    Mirando hacia abajo, Lars vio su propia mano sujetar una pluma, sobre su propia hoja de papel. No había ningún bosquejo, por supuesto; no le sorprendió tal cosa.
    Pero el papel no estaba en blanco.
    Había una oración garrapateada en forma laboriosa, como si los dedos que hubieran sujeto la pluma fueran los torpes e inexpertos de un niño. La oración decía: «El (ilegible, una palabra corta) en el laberinto».
    Algo en el laberinto, pensó. ¿Un ratón, por caso? Posiblemente. Le pareció distinguir una eme, o una ene. Y la palabra tenía seis letras, la segunda… estaba seguro ahora, era una o.
    A trompicones, se levantó y salió del cuarto; abrió puerta tras puerta y por fin encontró a alguien, un enfermero.
    —Quiero un videofono —dijo Lars.

    Se sentó, finalmente, en una mesa sobre la cual había una extensión de comunicaciones. Con dedos temblorosos marcó el número de Henry Morris, en su oficina de Nueva York.
    Henry apareció en la pantalla.
    —Necesito que se conecte con aquel juguetero, Vincent Klug —dijo Lars—. Él tiene un producto para niños, un laberinto de alguna clase. El proto ha sido construido y entregado por Lanferman & Asociados. Aún existe. Pete Freid lo hizo.
    —Bien —dijo Henry, asintiendo con la cabeza.
    —Oculta en ese juguete —dijo Lars— hay un arma, una que podemos usar contra los extraños. No diga a Klug para qué lo queremos. Cuando lo tenga, envíemelo a Festung Washington DC por InstaCor; no hay tiempo que perder.
    —De acuerdo —dijo Henry Morris.
    Luego de colgar, Lars se recostó contra el respaldo de la silla. Una vez más recogió la hoja de papel y reexaminó la oración garrapateada. ¿Qué diría, por el amor de Dios, la palabra velada? Casi lo tenía…
    —¿Cómo te sientes? —Lilo Topchev apareció, los ojos turbios, frotando su frente, alisando hacia atrás su arrugado cabello—. Dios, estoy enferma. Y otra vez no conseguí nada… —se derrumbó en la silla frente a él, apoyó la cabeza entre las manos. Entonces, suspirando, se alzó, y miró detenidamente el papel que él sostenía—. ¿Eso has conseguido? Durante el trance, imagino…
    Ella frunció el ceño, movió los labios.
    —Algo en el laberinto. La segunda palabra… —durante un momento ella miró en silencio, y luego dijo—: Ah. Ya sé lo que dice.
    —¿De veras? —Lars bajó la hoja de papel, y por alguna razón sintió frío.
    —La segunda palabra es «hombre» —dijo Lilo—. El hombre en el laberinto; eso es lo que has escrito durante el trance. Me pregunto qué significará…

    29

    Algo más tarde, Lars se sentaba en una de las grandes y silenciosas cámaras de reunión de la ciudadela interior, el Kremlin subterráneo en Festung Washington DC, la capital de todo el BlokOeste, con sus dos mil millones de habitantes. Ahora serían bastantes menos, pensó; se había perdido una parte sustancial de la población. Pero Lars apartó de allí sus pensamientos; otros asuntos requerían su atención. Abierto sobre la mesa, yacía el paquete InstaCor enviado por Henry Morris; una nota les había informado que ese objeto era el único juguete de laberintos producido por las Empresas Klug y construido por Lanferman & Asociados en los últimos seis años.
    Era un artículo pequeño y cuadrado. El paquete incluía el folleto impreso por la fábrica de Klug. Lars ya lo había leído varias veces.
    El laberinto era bastante simple en sí mismo, pero representaba para su atrapado «habitante» una barrera impenetrable, porque inevitablemente siempre estaba un paso por delante de su víctima. El habitante no podía ganar; no importa a qué velocidad corriera, o qué tan hábilmente o exhaustivamente lo estudiara, se enroscara, se retirara, intentándolo otra vez, buscando la combinación correcta… ¿No debía haber una, acaso? Pero no podría escapar nunca. Jamás encontraría la libertad. Porque el laberinto, impulsado por una batería de diez años, cambiaba constantemente.
    Un juguete, pensó Lars. Algo que sirve para entretener.
    Pero eso no alcanzaba a explicar lo que tenía sobre la mesa, delante de él. Como el folleto anunciaba, era un juguete psicológicamente sofisticado. La novedad, el ingrediente de inspiración por el cual el juguetero Vincent Klug esperaba transformar este artículo en un éxito de ventas, era el factor empático involucrado en él.
    Pete Freid, sentado al lado de Lars, decía:
    —Infiernos… Lo miré de arriba abajo, y no veo nada que lo convierta en un arma de guerra. Y tampoco Klug, porque hablé con él antes de hacer este prototipo y después. Sé que él nunca tuvo esa intención al crearlo.
    —Estás en lo cierto —dijo Lars. ¿Por qué debería el juguetero Vincent Klug en este período tener algún interés en las armas de guerra? Pero el postrero lo sabía mejor—. ¿Qué tipo de persona es Klug? —preguntó a Pete.
    Éste hizo un gesto de circunstancias.
    —Bueno, tú lo has visto. Da la sensación de que si lo pincharas con un alfiler reventaría, y todo el aire se saldría.
    —No hablo de su aspecto —dijo Lars—. ¿Cómo es en su interior? Quiero saber qué lo hace mover.
    —Bueno, es un tipo bastante extraño…
    —¿Por qué lo dices? —Lars sintió una repentina inquietud.
    —Bien, recuerdo uno de los proyectos que él me trajo, hace cierto tiempo, algunos años. Se trataba de algo en lo que estaba eternamente interesado, pero que finalmente dejó de lado. De lo que me alegré mucho…
    —Androides —dijo Lars.
    —¿Cómo lo supiste?
    —¿Qué iba a hacer con los androides?
    Pete se rascó la cabeza, frunciendo el ceño.
    —Nunca pude entenderlo del todo. Pero no me agradaba. Le dije que no, cada vez que me lo propuso.
    —¿Quieres decir —preguntó Lars— que quiso que tú los construyeras? Pidió a Lanferman & Asociados que aplicaran su maestría en su proyecto de androides, pero por alguna extraña razón él nunca…
    —Él era indeciso, vago. Eso sí, los quería realmente parecidos a humanos. Y a mí siempre me hacía sentir inquieto el asunto… —Pete todavía fruncía el ceño—. Bien, confieso que hay muchas capas que remover para llegar al verdadero Klug. He trabajado con él, pero no pretendo entenderlo, especialmente cuando creí entrever a qué apuntaba con su proyecto de los androides. De todos modos, pronto lo abandonó y se dedicó a… —hizo un gesto hacia el laberinto—… esto.
    Bien, pensó Lars, así se explican los bosquejos de androides que hizo Lilo.
    El general Nitz, que había estado sentado silenciosamente frente a ellos, dijo:
    —Si entiendo bien el asunto, la persona que juega con este laberinto se identifica emocionalmente con el prisionero —y señaló al diminuto habitante, ahora inerte porque el interruptor estaba desconectado—. ¿Qué criatura es esa? —miró atentamente, revelando así a Lars que era ligeramente miope—. Parece un oso, o un wub venusino; ya saben, esos rollizos animales que los niños aman… Hay un enclave fenotípico aquí, en el zoo de Washington. Dios, mis niños nunca se cansan de mirar esa colonia de wubs…
    —Eso es porque el wub venusino posee una facultad telepática, aunque limitada —dijo Lars.
    —Así es —acordó el general Nitz—. Igual que el delfín de nuestros mares, como finalmente se ha descubierto; y no es el único caso. A propósito, es por eso que la gente sigue creyendo que los delfines son inteligentes. Sin entender el motivo. Es simplemente…
    Lars movió el interruptor, y el rollizo wub, la peluda y adorable criatura parecida a un oso, comenzó a moverse por el laberinto.
    —Miren cómo corre —dijo Lars, medio para sí mismo.
    Pete se rió entre dientes cuando la regordeta criatura rebotó como pelota de caucho contra una barrera que de improviso apareció en su camino.
    —Es curioso —dijo Lars.
    —¿Qué cosa? —preguntó Pete en tono perplejo, intuyendo que algo andaba mal.
    —Diablos, es divertido —comentó Lars—. Vean cómo lucha para salir. Ahora miren esto… —estudiando el folleto, hizo correr sus manos por los costados del laberinto hasta localizar las perillas—. El control izquierdo aumenta la dificultad del laberinto, y la perplejidad, por tanto, de su víctima. El control derecho la disminuye…
    —Yo lo construí, recuerda —indicó Pete—. Sé todo eso.
    —Lars, usted es un hombre sensible —dijo Nitz—. Por eso le consideramos «difícil»; y eso es lo que le hace un médium de moda de armamentos…
    —Una prima donna —dijo Lars. No quitaba sus ojos del rollizo wub, o el osito, víctima de las cambiantes barreras que constituían el laberinto—. Oye, Pete, ¿no hay un elemento telepático en este juguete, para enganchar al operador?
    —Sí, hasta cierto punto. Es un circuito de baja potencia de salida. Crea un leve sentido de identificación entre el niño que maneja el laberinto y la criatura atrapada… —y explicó, para beneficio de Nitz—: Vea, la teoría psiquiátrica es que este juguete enseña al niño a preocuparse por otros organismos vivos. Desarrolla las tendencias empáticas inherentes; el niño quiere ayudar a la criatura, y el control de la derecha le permite hacerlo.
    —Sin embargo —dijo Lars—, hay otro control a la izquierda.
    —Bien —dijo Pete, con aire de superioridad—, esto es técnicamente necesario, porque si el juego sólo tuviera un factor de disminución, la criatura acertaría rápidamente con la salida y el juego terminaría.
    —Por eso, hacia el final —dijo Lars—, para mantener el juego corriendo, se deja de presionar el botón de disminución y se activa el de aumento, y la circuitería del laberinto responde aumentando las dificultades que afronta la criatura atrapada. Pero… de este modo, en vez de criar tendencias compasivas en el niño, podría generar actitudes sádicas.
    —¡Oh, no! —dijo al instante Pete.
    —¿Por qué no? —preguntó Lars.
    —Por el circuito telepático de empatía. ¿No lo comprendes, tonto? El niño que maneja el laberinto se identifica con la víctima. Él es ahora quien está en el laberinto; eso es lo que la empatía significa… tú lo sabes. Diablos, el chico no lo hará más difícil para el bicho, pues sería como darse una puñalada a sí mismo…
    —¿Qué pasaría si se aumentara la potencia del circuito telepático? —inquirió Lars.
    —Bueno, el niño sería atrapado más profundamente. La distinción a nivel emocional entre él y la víctima en el laberinto… —Pete hizo una pausa, y se pasó la lengua por los labios.
    —Y supongamos —continuó Lars— que los mandos también fueran modificados, de modo que ambos controles aumentaran, aunque en forma difusa, la dificultad que experimentara la víctima del laberinto. ¿Podría hacerse, técnicamente hablando?
    —Seguro —dijo Pete, luego de un corto lapso de introspección.
    —¿Y se podrían fabricar en las autofacs? ¿En alta producción?
    —Sí, ¿por qué no?
    —Esos wubs venusinos… —dijo Lars— no son organismos terrestres, pero a causa de la facultad telepática que poseen, generan una relación empática con nosotros. Un circuito como el de este juguete, ¿podría afectar de la misma manera a cualquier forma de vida sensible?
    —Es posible —Pete asintió con la cabeza—. ¿Por qué no? Cualquier forma de vida lo bastante inteligente para captar las emanaciones resultaría afectada.
    —¿Incluso una máquina semirefleja y quitinosa? —preguntó Lars—. ¿Evolucionada de predecesores con exoesqueletos, no de mamíferos? ¿No de sangre caliente?
    Pete miró al General Nitz.
    —Aumentar la potencia y rediseñar el control manual… —dijo, tartamudeando por la excitación—, de modo que el operador se vea influido lo bastante profundamente como para… como para no poder dejarlo, y que tampoco pueda aliviar la severidad de las barreras que inhiben a la víctima del maldito laberinto… Y el resultado…
    —Esto podría inducir —dijo Lars— una rápida y exhaustiva desintegración mental.
    —Y quieres que Lanferman & Asociados rediseñen esta cosa, y la fabriquen en grandes cantidades en las autofacs. Y distribuirlas… —Pete levantó su pulgar—. De acuerdo, pero… no podemos hacerlo llegar a los extraños de Sirio, o de donde fueran; eso está más allá de nuestro alcance…
    —Sí que podemos —dijo Nitz—. Hay un camino. Pueden enviarse grandes cantidades de estos artefactos a los centros demográficos, antes que los capturen los extraños. Cuando se hagan con ellos, también tendrán los laberintos.
    —Sí —Pete estuvo de acuerdo.
    —¡Hágalo! Constrúyalos —dijo Nitz.
    El larguirucho Pete contempló el suelo con desánimo, moviendo la mandíbula como si masticara algo de feo gusto.
    —Los atacaríamos justo en su lado bueno. Ese aparato… —señaló con furia hacia el juguete sobre la mesa— no actuaría sobre ellos de otra forma. Quien inventó eso, lo hizo para llegar a las criaturas por su lado bueno. Y eso es lo que no me gusta.
    Tomando el folleto que acompañaba al laberinto, el general Nitz leyó en voz alta:
    —«Este juguete es psicológicamente complejo: enseña al niño a amar y respetar a otras criaturas vivas, no por lo que pudieran servirle, sino por sí mismas» —plegó el folleto, lo devolvió a Lars, y preguntó a Pete—. ¿Cuánto tiempo les llevará?
    —Unos doce… o trece días.
    —Lo quiero en ocho, a más tardar.
    —De acuerdo. Ocho días… —Pete caviló, se pasó la lengua por los labios, tragó y dijo—: Es como esconder una bomba en un crucifijo…
    —Alegrémonos —dijo Lars.
    Con las manos en los controles a ambos lados del laberinto, disminuyó la dificultad que el regordete wub debía enfrentar. Lo hizo más y más fácil, hasta que pareció que la víctima estaba a punto de alcanzar la salida.
    Y luego, en ese momento, Lars tocó el botón de la izquierda. La circuitería del laberinto cambió en forma inaudible, y una última barrera, totalmente inesperada, cortó el camino de la víctima, encerrándolo cuando ya percibía la libertad.
    Lars, unido al rollizo wub por la débil señal telepática que emanaba del juguete, sintió el sufrimiento. No intensamente, pero lo bastante como para lamentar el haber tocado el botón izquierdo. Era demasiado tarde ahora: la víctima del laberinto estaba otra vez enredada en él.
    No cabía duda, comprendió Lars. Como figuraba en el folleto, el juego enseñaba realmente la compasión y la bondad.
    Pero ahora, pensó, es nuestro turno. Nosotros los Cogs, que somos los dirigentes de esta sociedad, tenemos literalmente en nuestras manos la responsabilidad de proteger nuestra raza. Cuatro mil millones de seres humanos nos contemplan.
    Y no fabricamos juguetes.

    30

    Luego de que los extraños esclavistas de Sirio retiraron sus satélites —hacia el final llegó a haber ocho satélites en órbita sobre el cielo de la tierra—, la vida de Lars Powderdry comenzó a hundirse en la normalidad.
    Se sintió muy bien.
    Pero muy cansado, como comprendió una mañana al despertar lentamente en la cama de su apartamento de Nueva York, y ver a su lado el pelo oscuro de Lilo Topchev. Aunque estaba contento —ella le gustaba y la amaba, era feliz en su vida compartida— recordó a Maren.
    Y entonces ya no estuvo tan contento.
    Deslizándose de la cama, anduvo del dormitorio a la cocina. Se sirvió una taza de café, que era mantenido permanentemente caliente y nuevo por un pequeño aparato aradizado, adosado a un hornillo por lo demás ordinario.
    Sentado en la mesa a solas, bebió el café mientras miraba fijamente por la ventana hacia los altos deptos al norte.
    Sería interesante, reflexionó, saber lo que Maren hubiera dicho sobre nuestra arma en la Gran Guerra, la vía que encontramos para que ellos se fueran. De pronto, nos hemos vuelto invalorables.
    Probablemente los quitinosos seres de los planetas de Sirio son todavía esclavistas, subiendo satélites en los cielos de otros pueblos. Pero no aquí. Y la SegNac NU-O, más los Cogs del ProxEste, con todo su refinamiento, discutían ahora las posibilidades de introducir el arma en el mismo sistema de Sirio…
    Imaginó que Maren se habría divertido.
    Con voz soñolienta, parpadeando confusa, Lilo apareció en la puerta de la cocina en su camisón rosado.
    —¿Hay café para mí?
    —Seguro —dijo él, levantándose en busca de una taza y platillo para ella—. ¿Sabes de dónde proviene la expresión inglesa to care, interesarse en algo? —le dijo, mientras pedía café para ella al obediente aparato conectado al hornillo.
    —No —Lilo se sentó en la mesa, miró gravemente el cenicero con los restos de puros del día anterior e hizo una mueca.
    —De la palabra latina caritas. Significa amor, o estima.
    —Bien.
    —San Jerónimo —dijo él— la empleó como traducción de la palabra griega agape, pero ésta significa algo más, en realidad.
    Lilo bebió su café en silencio.
    —Agape —continuó Lars, de pie en la ventana y mirando hacia fuera los deptos de Nueva York— significa «reverencia por la vida», o algo así. No hay ninguna palabra en inglés para ello; pero de todas formas, poseemos la cualidad.
    —Hmm.
    —Y de igual forma, la poseen los extraños —concluyó—, y ha sido el motivo por el cual hicimos presa en ellos y los destruimos.
    —Hazme un huevo.
    —Bien —él apretó unos botones sobre la estufa.
    —¿Puede un huevo pensar? —dijo Lilo, haciendo una pausa en su bebida.
    —No.
    —¿Puede acaso sentir lo que has dicho? ¿El agape?
    —Por supuesto que no.
    —Entonces… —dijo Lilo, al aceptar el plato con el huevo frito—, si somos invadidos por huevos pensantes, perderemos.
    —Vete al infierno —dijo él.
    —Pero tú me amas. Quiero decir, no te opones, en el sentido que puedo ser lo que soy y aunque no me apruebes, me dejas ser como soy, de todos modos. ¿Hay tocino?
    Él presionó más botones: tocino para ella y para sí una tostada, compota de manzanas, jugo de tomate, mermelada y cereal caliente.
    —Entonces —aseveró Lilo mientras el hornillo entregaba su procesión de alimentos—, tú no sientes agape por mí. Si, como has dicho, agape significa caritas, y eso es interés. Tú no te preocuparías, por ejemplo, si yo… —se detuvo a considerarlo.
    »Supón —dijo al fin— que decidiera volver al ProxEste, en vez de dirigir la oficina de París, como es tu idea. Casi podría decir tu urgencia… —y añadió, pensativamente— …para sustituir totalmente a Maren.
    —No es por eso que quiero que encabeces la oficina de París.
    —Bien… —ella comió y bebió, considerándolo con mucho detalle—. Quizás no, pero cuando entré aquí, mirabas por la ventana y pensabas: «Cómo sería si ella estuviera todavía viva»… ¿Verdad?
    Él asintió con la cabeza.
    —Espero que no me culpes por lo que ella hizo —dijo Lilo.
    —No te culpo —dijo él, con la boca llena de cereal—. Es sólo que no entiendo dónde va el pasado cuando se va. ¿Qué le pasó a Maren Faine? No hablo de lo que pasó ese día sobre la rampa, cuando se suicidó con aquella… —evitó decir unas palabras que le vinieron a la cabeza— …aquella Beretta. Lo que quiero decir es, ¿dónde está ella? ¿Dónde se ha ido?
    —No estás completamente despierto esta mañana. ¿Te has lavado la cara con agua fría?
    —Hice todo que tenía que hacer. Sólo que no lo entiendo… Un día había una Maren Faine, y luego ya no la había. Y yo estaba en Seattle, escapando a pie. Nunca vi lo que sucedió, ¿entiendes?
    —Una parte de ti sí lo vio suceder —dijo Lilo—. Pero aunque no lo hubieras visto, el hecho es que ahora ya no hay ninguna Maren Faine.
    Él dejó la cuchara sobre el plato.
    —Bueno… ¿qué importa? ¡Te amo! Y agradezco a Dios que no fueras tú quien muriera por esa bala explosiva, como primero pensé. Aún me parece increíble…
    —Si ella siguiera viva, ¿podrías habernos contentado a ambas?
    —¡Seguro!
    —No. Imposible. ¿Cómo?
    —Habría hallado la forma —dijo Lars.
    —¿Ella durante el día, y yo por la noche? O ella los lunes, miércoles y viernes, y yo el fin de…
    —La mente humana —dijo él— no hubiera sido derrotada por aquella situación, si hubiera tenido la posibilidad. Una chance razonable, sin esa Beretta y lo que sucedió. ¿Sabes?, hay algo que el viejo Vincent Klug me demostró, cuando volvió a ser el viejo veterano de guerra, Ricardo Hastings: es imposible volver atrás… —asintió con la cabeza.
    —Todavía no —dijo Lilo—, pero dentro de cincuenta años, tal vez.
    —No me importa —dijo él—. Sólo quiero verla.
    —¿Y luego qué? —preguntó Lilo.
    —Luego volvería a mi propio tiempo.
    —Y vas a desperdiciar tu vida, durante cincuenta años o lo que tarde, esperando a que Klug invente ese Generador de Remolque Temporal…
    —He hecho que la KACH lo estudie. Alguien sin duda ya está haciendo la investigación básica, ahora que saben que tal cosa es posible. No tardará.
    —¿Por qué no te unes ahora con ella? —dijo Lilo.
    Lars le echó un vistazo, asustado.
    —No estoy bromeando —dijo Lilo—. No tienes que esperar cincuenta años.
    —Al menos unos cuarenta, según mis cálculos…
    —Eso es demasiado. ¡Tendrás más de setenta años!
    —Es cierto —confesó él.
    —Mi droga, como recuerdas —dijo lentamente Lilo—, es letal para tu metabolismo cerebral; con tres comprimidos tu nervio vago cesaría en sus funciones, y morirías.
    Después de una pausa él dijo:
    —Eso es muy cierto.
    —No intento ser cruel, ni vengativa. Pero… pienso que sería más rápido y sencillo, la mejor opción, que tomaras tres pastillas de formofane, antes que esperar cuarenta o cincuenta años, alargando tu vida sin el menor sentido.
    —Déjame meditarlo. Dame un par de días.
    —Como puedes ver —continuó Lilo—, no sólo te unirías inmediatamente con Maren, sin esperar más, sino que solucionarías tus problemas de la misma forma en que ella solucionó los suyos. Tendrías ese vínculo con ella, también —sonrió, torvamente. Odiosamente—. Mira, te daré tres pastillas de formofane ahora mismo —dijo, y desapareció en el otro cuarto.
    Lars se sentó a la mesa de la cocina, mirando su tazón de cereal ahora frío, y de repente ella estuvo de vuelta, ofreciéndole algo.
    Él estiró la mano, tomó las pastillas y las dejó caer en el bolsillo de la camisa de su pijama.
    —Bueno, entonces está decidido. Ahora puedo vestirme y prepararme para salir. Creo que iré a la embajada soviética. ¿Cuál era el nombre de aquel agente? ¿Kerensky? —preguntó Lilo.
    —Kaminsky. Es el sabueso principal en la embajada.
    —Me informaré por él si acaso me quisieran volver a contratar. Tienen a algunos idiotas en Bulganingrado como médiums, pero son unos buenos para nada, según la KACH —ella hizo una pausa—. Aunque, por supuesto, ya no será como antes. Nunca volverá a ser lo mismo.

    31

    Lars rebuscó en el bolsillo, sostuvo las tres pastillas de Formofane en su mano y consideró el vaso de jugo de tomate sobre la mesa, delante de él. Trató de imaginarse —como si realmente se pudiera— tragando las pastillas aquí y ahora, con la chica esa que estaba en el dormitorio —cualquiera fuera su nombre— vistiéndose para enfrentar la rutina diaria.
    Mientras ella se vestía, él moriría. Así de simple. Era simple, de todos modos, usar la facultad de fabricar una escena dentro de la mente, particularmente en una como la propia, psicopáticamente charlatana.
    Lilo se detuvo un momento a la puerta del dormitorio, llevando puesta una falda de lana gris y resbaló, los pies enfundados en medias de nylon.
    —Si al fin lo haces —dijo ella—, prometo que no me apenaré y daré vueltas por cuarenta años esperando por aquel Generador de Remolque Temporal, para volver a verte vivo. Quiero que estés seguro de eso, Lars, antes de que lo hagas.
    —Entiendo.
    No había esperado que lo hiciera. El que ahora lo hubiera dicho no hacía ninguna diferencia.
    Aún en la puerta, mirándolo, Lilo dijo:
    —O tal vez sí.
    Su tono, le pareció, no era fraguado. Ella lo había considerado sinceramente: cómo se sentiría si él lo hiciera.
    —No lo sé —prosiguió—. Imagino que dependería de si el ProxEste me contratara de nuevo. Y de ser así, qué tan cómoda me hallara. Si se pareciera al modo en que me trataron antes… —reflexionó—, no podría soportarlo, y comenzaría a añorar cuando estaba aquí contigo. Por eso, tal vez… sí, pienso que comenzaría a llorarte, del modo en que tú la lloras a ella… —alzó la vista hacia él, previniéndole—: Considera este aspecto antes de tomar las pastillas.
    Él asintió, mostrando su acuerdo; había de ser considerado.
    —Realmente he sido feliz aquí —dijo Lilo—. No ha sido para nada similar a la vida que tuve en Bulganingrado. Aquel horrible apartamento que me dieron… Tú nunca lo has visto, pero era feo. El ProxEste es un mundo bastante insípido.
    Ella vino resbalando desde el dormitorio hacia él.
    —Te diré algo. He cambiado de opinión. Si todavía lo quieres, me haré cargo de la oficina en París.
    —¿Qué quieres decir?
    —Quiero decir —dijo Lilo, con voz monocorde— que haré exactamente lo que dije que no haría: la sustituiré. No por tu bien, sino por el mío, para evitar el verme en un apartamento en Bulganingrado otra vez —vaciló, y luego dijo—: Para no terminar como tú, sentado en pijamas con unas pastillas en la mano, tratando de decidir si esperar cuarenta años o morir ahora mismo. ¿Entiendes?
    —Entiendo.
    —Simple instinto de conservación.
    —Sí —asintió él.
    —Tengo ese instinto bien puesto. ¿Qué hay de ti? ¿Dónde lo tienes?
    —Se ha ido —dijo Lars.
    —¿Aunque te ofrezca hacerme cargo de París?
    Alcanzando el jugo de tomate con una mano, Lars puso las tres pastillas en su boca con la otra y levantó el vaso. Cerró sus ojos, sintió el borde frío y húmedo del vidrio contra los labios… y recordó entonces la lata de cerveza que Lilo Topchev le había ofrecido tanto tiempo atrás, cuando se encontraron en Fairfax. Cuando ella trató de matarme, pensó.
    —Espera un momento —dijo Lilo.
    Él abrió sus ojos, los tres comprimidos aún sobre su lengua. No se disolverían, porque estaban recubiertos para tragarlos más fácilmente.
    —Tengo un aparato aradizado a partir del artículo… bien, no importa mucho eso —dijo Lilo—. Tú lo has usado antes. De hecho, lo encontré aquí en el apartamento. Orville.
    —Ah, sí —dijo él, mascullando debido a las pastillas—. Sí, recuerdo a Orville. ¿Cómo está Orville, en estos días?
    —Pide su consejo antes de continuar —sugirió Lilo.
    Parecía razonable. Escupió con cuidado las pastillas en su mano y las guardó nuevamente —pegoteadas ahora de saliva— en el bolsillo del pijama. Esperó sentado mientras Lilo iba y traía a Orville, anteriormente un intrincado sistema de teledirección electrónico, ahora tornado en diversión hogareña y cripto-deidad a causa de su aradizado. Lilo no sabía que su anterior consulta a la pequeña y poco agraciada cabeza había sido hecha en compañía de Maren Faine.
    Ella puso a Orville delante de él, sobre la mesa de desayuno.
    —Orville —dijo Lars—, ¿cómo diablos te encuentras hoy?
    Tú, que formaste parte una vez del bosquejo de diseño de mi ítem 202, pensó. Traído a mi conocimiento, casualmente, por Maren. Tú y tus catorce mil… ¿o son dieciséis, o dieciocho mil?… partes; tú, pobre monstruo aradizado. Esterilizado, como yo, por el sistema.
    —Me encuentro muy bien —contestó telepáticamente Orville.
    —Eres el mismo, el viejo Orville —dijo Lars— que una vez Maren Faine…
    —El mismo, Mr. Lars.
    —¿Vas a citarme a Richard Wagner en alemán otra vez? —preguntó Lars—. Porque aunque lo hicieras, esta vez no será suficiente.
    —Es cierto, lo reconozco —graznó Orville en su cerebro—. Mr. Lars, ¿quisiera hacerme usted una pregunta concreta?
    —¿Entiendes la situación por la que paso?
    —Sí.
    —Bien, dime qué hacer.
    Hubo una larga pausa, mientras el enorme número de componentes miniaturizados —diseñados originalmente para el sistema de teledirección del artículo 202— analizaba la respuesta. Él esperó.
    —Puedo entregarle —Orville le comentó al fin— una respuesta elaborada, totalmente documentada, con todas las citas incluidas, el material original en griego del Ática, parte en alemán y latín del siglo…
    —No —dijo Lars—. Simplifícalo todo lo posible.
    —¿En un párrafo?
    —O menos, de ser posible.
    Orville contestó:
    —Tome a esa muchacha, Lilo Topchev, llévela al dormitorio y tenga relaciones sexuales con ella.
    —En lugar de…
    —En lugar de envenenarse —dijo Orville—. Y también de pasar cuarenta años esperando para recuperar algo que ya había decidido abandonar. Usted ha hecho caso omiso de esto, Mr. Lars: cuando fue a Fairfax para encontrarse con la señorita Topchev, había dejado ya de amar a Maren Faine.
    Se hizo el silencio.
    —¿Es verdad eso, Lars? —preguntó Lilo.
    Él asintió con la cabeza.
    —Orville es un tío listo —concedió ella.
    —Sí —acordó él.
    Se puso de pie, empujó atrás la silla, anduvo hacia ella.
    —¿Vas a seguir su consejo? —dijo Lilo—. Pero… ya estoy a medio vestir: tenemos que estar en el trabajo en cuarenta y cinco minutos. Ambos. No hay tiempo suficiente… —reía feliz, sin embargo, con inmenso alivio.
    —Oh, sí —dijo Lars, y la tomó en sus brazos, llevándola hacia el dormitorio—. Tenemos apenas el tiempo suficiente… —dio una patada a la puerta para cerrarla tras de sí, y dijo—: y apenas el tiempo suficiente es suficiente tiempo.

    32

    Muy por debajo de la superficie, en un depto oscuro y barato —el número 2 A— del peor edificio dentro del amplio anillo de alojamientos de baja calidad que rodea a Festung Washington DC, Surley G. Febbs estaba de pie a la cabecera de una desvencijada mesa, en la cual se sentaban unos curiosos individuos.
    Cinco extrañas y heterogéneas personas, además de él. Pero todos habían sido certificados por la Univox-50R, la computadora del gobierno oficial, como capaces de representar la auténtica y completa tendencia de los hábitos de compra del BlokOeste. Esta reunión secreta de los seis nuevos Consumotipos era tan ilegal, que superaba toda descripción.
    Golpeando sobre la mesa, Febbs dijo, con voz estridente:
    —En este momento se abre la reunión.
    Echó un vistazo severo de arriba abajo, demostrándoles quién estaba al mando. Era él, después de todo, quien les había hecho venir. En la manera más circunspecta posible, con todas las precauciones de seguridad que una mente humana genuinamente inteligente —la suya— podía idear, les había reunido en ese sórdido cuarto.
    Todos estaban atentos aunque nerviosos, temiendo que el FBI, la CIA o la KACH reventaran la puerta de un momento a otro a pesar de las inspiradas precauciones de seguridad de su líder, Surley G. Febbs.
    —Como todos sabéis —dijo Febbs, los brazos cruzados, las piernas abiertas, para demostrar de forma convincente que estaba firmemente plantado allí, y no a punto de ser barrido por los alquilados gusanos de cualquier policía institucional—, es ilegal para nosotros los Consumotipos hasta el conocer los nombres uno del otro. Por lo tanto, comenzaremos esta confabulación recitando nuestros nombres.
    Señaló entonces a la mujer sentada en el sitio más cercano a él.
    —Martha Raines —dijo ella, con voz chirriante.
    Febbs fue señalándolos en orden.
    —Jason Gill.
    —Harry Markison.
    —Doreen Stapleton.
    —Ed L. Jones —dijo con firmeza el último hombre, sentado al otro extremo.
    Y así fue: a despecho de la ley del BlokOeste, y de sus agencias de policía, ahora se conocían por sus nombres.
    Irónicamente, sólo luego de que la emergencia hubo pasado el Comité SegNac NU-O había permitido que entraran en el Kremlin y participaran oficialmente de sus reuniones. Y esa ofensa había sido posible porque individualmente —comprendió Febbs al mirar alrededor de la desvencijada mesa—, cada uno de nosotros no posee nada. No es nada. Y el Comité lo sabe. Pero todos juntos…
    En voz alta y dominante, dijo:
    —Bien; comencemos. Al pasar por esa puerta, cada uno de vosotros trajo su propio componente de esa nueva arma, el artículo 401 al que ellos dieron en llamar el Rayo de Restricción Molecular por Inversión de Fase, ¿verdad? Veo un bolso de papel o cartón ordinario bajo el brazo de todo el mundo. ¿Correcto?
    Los cinco Consumotipos frente a él mascullaron «Sí, Mr. Febbs», asintieron con la cabeza o hicieron ambas cosas. De hecho, cada uno pasó a colocar su paquete sobre la mesa, a plena vista, como muestra de coraje.
    Febbs instruyó con voz aguda, cargada por la emoción.
    —Abridlos. ¡Veamos el contenido!
    Con movimientos rápidos y gran agitación, las bolsas de papel y los paquetes cayeron al suelo.
    Sobre la mesa descansaban los seis componentes. Cuando los reunieran —asumiendo que alguien en ese cuarto pudiera llevarlo a cabo—, conformarían el nuevo y espantoso Rayo de Restricción Molecular por Inversión de Fase.
    Las cintas de la psicoarma en acción, tomadas durante las pruebas en los enormes niveles subterráneos de Lanferman & Asociados, indicaron que no existía defensa contra ella. Y el Comité completo de la SegNac NU-O, incluso los seis Consumotipos —por fin admitidos—, había visto solemnemente aquellas cintas.
    —La tarea de montar estos componentes para formar la psicoarma original, recae naturalmente en mí —declaró Febbs—. Personalmente tomaré plena responsabilidad. Como sabéis, la siguiente reunión formal del Comité será dentro de una semana; tenemos menos de siete días para rearmar el artículo 401 y llevar a cabo nuestros fines.
    Jason Gill preguntó:
    —¿Quiere que nos quedemos mientras usted lo arma, Mr. Febbs?
    —Podéis hacerlo, si así lo deseáis —dijo Febbs.
    —¿Podemos hacerle sugerencias? —dijo Ed Jones—. La razón por la que pregunto es… Bueno, actualmente trabajo… es decir, antes de ser un Consumotipo, estaba empleado como electricista de reserva en la G.E. en Detroit. Por ello sé un poco de electrónica.
    —Podéis hacer sugerencias —decidió Febbs, después de pensarlo un momento—. Lo permitiré. Pero habréis de responder a nuestro sagrado pacto. Como organización, hemos de permitir que toda política sea decidida por nuestro líder electo, sin obstáculos burocráticos o restricciones. ¿De acuerdo?
    Cada uno masculló «de acuerdo».
    Febbs era el líder electo, y decidiría sin obstáculos ni restricciones. Después de muchas discusiones, su organización política —de tipo revolucionario y clandestina— se había titulado a sí misma, de modo amenazador, el BeLCoNCReCPEFuN: Benefactores de Libertades Constitucionales Negadas Conforme a la Regla Contemporánea por una Pequeña Élite por la Fuerza si es Necesario. Célula Uno.
    Tomando su propio componente y el que proveyó Ed Jones, Febbs se sentó. Metió la mano en el contenedor de instrumentos —que a un alto costo la organización Be(etc)FuN había adquirido— y sacó un destornillador largo, delgado y afilado, de diseño alemán, con acción autonómica de rotación —cuyo sentido variaba según hacia dónde se presionara el mango plástico— y comenzó su trabajo.
    Los otros cinco miembros de la organización lo contemplaron reverentes.

    Una hora más tarde, Surley G. Febbs gruñó y se detuvo para tomar un respiro, limpiando el sudor de su frente con un pañuelo.
    —Esto llevará tiempo —dijo—. No es fácil, pero lo conseguiremos.
    Martha Raines dijo, nerviosamente:
    —Espero que ningún monitor aleatorio de la policía pase por encima de nosotros y capte nuestros pensamientos…
    Cortésmente, Jones señaló los componentes y dijo:
    —Hum, creo que ese tramo apoya contra aquella placa. ¿Ve los agujeros para los tornillos?
    —Posiblemente así sea —dijo Febbs—. Eso me trae a la memoria algo que tuve la intención de comentaros más tarde, pero ya que he hecho una pausa en mi tarea, podría decirlo ahora…
    Echó un vistazo alrededor para estar seguro que captaba la atención de todos, y luego habló tan autoritariamente como le fue posible. Considerando un hombre de su capacidad y conocimiento, eso era tanto como decir muy autoritariamente.
    —Quiero que todos vosotros consideréis en vuestras mentes a la Célula Uno como el ejemplo exacto de poliestructura socioeconómica de la sociedad que instalaremos, en lugar de la pobre demostración debida a la privilegiada élite de Cogs que ahora ostenta el poder.
    —Sí que lo dices, Febbs —dijo Jones, alentador.
    —Sí —Jason Gill estuvo de acuerdo—. ¡Déjanos oírlo otra vez! Me gusta la parte cuando dices lo que ocurrirá al dirigirnos hacia la oficina con el 401.
    Con superlativa calma, Febbs continuó:
    —Todos y cada uno de los integrantes del Comité SegNac NU-O serán, por supuesto, juzgados como criminales de guerra. Hemos convenido en ello.
    —¡Sí!
    —Es el Artículo Primero de nuestra Constitución. En cuanto al resto de los Cogs, sobre todo aquellos bastardos comunistas del ProxEste, de los que el traidor de Nitz es tan amigo…, como aquel mariscal Paponovich, o como se llame… Bien, como les he explicado en nuestras reuniones secretas pasadas aquí abajo…
    —¡Ve al grano, Febbs!
    —…ellos realmente van a sufrir. Esos son los peores. Pero, principalmente, tenemos que conseguir… y exijo la obediencia absoluta sobre este particular, porque es crucial tácticamente… al principio, debemos tomar el control de las instalaciones subterráneas de Lanferman & Asociados en California, porque, como sabemos, de allí provienen las nuevas armas. Como este ítem 401 que tontamente nos cedieron para… ja, ja, «aradizar». Quiero decir, no queremos que ellos construyan más de éstos.
    —¿Y qué hacemos después de que, hum, capturamos a Lanferman & Asociados? —preguntó tímidamente Martha Raines.
    —Entonces buscaremos a su títere alquilado, el tal Lars Powderdry, y lo obligaremos a diseñar armas para nosotros —dijo Febbs.
    Harry Markison, un hombre de negocios de mediana edad con cierta cantidad de sentido común, habló entonces:
    —Pero, eh… el arma mediante la cual ganamos la Gran Guerra…
    —Hable, Markison.
    —Hum, bueno, esa no fue diseñada por Mr. Lars, Inc. Al principio era alguna clase de laberinto inventado por un equipo No-Cog de fabricación de juguetes, las Empresas Klug. Entonces, eh… ¿no tendremos que precavernos de que este Klug…?
    —Escuche… —dijo Febbs, con calma—. Le diré luego la verdad sobre el asunto. Pero ahora estoy ocupado.
    Entonces recogió un pequeño destornillador de relojero fabricado en Suecia y reanudó la tarea de montar el arma 401. No hizo caso de otros cinco Consumotipos. No había tiempo que perder; el trabajo tenía que hacerse, si quería que el golpe relámpago contra la élite de los Cogs fuera exitoso. Y lo sería.

    Tres horas más tarde, con la mayor parte de los componentes ya montados —de hecho, todos excepto una sonda G rápida, que parecía un extravagante y aplastado cuello de ganso— y todos los sistemas casi listos para funcionar, Febbs empapado por la transpiración y los otros cinco Consumotipos aburridos o agitados —según su naturaleza—, se oyeron llamadas en la puerta. Sonaron sorprendentes y terribles, haciendo que el cuarto de repente cayera en un silencio sepulcral.
    Lacónicamente, Febbs gruñó:
    —Yo atenderé.
    Del contenedor de instrumentos extrajo un martillo suizo de acero al cromo, maravillosamente equilibrado, y se movió despacio atravesando el cuarto, por delante de los otros cinco rígidos y pálidos Consumotipos. Desatrancó, desligó, desbloqueó la puerta triplemente cerrada, y la abrió apenas unos milímetros, mirando detenidamente hacia el sombrío pasillo.
    Un brillante robot autonómico de entrega de InstaCor estaba de pie allí, esperando.
    —¿Sí? —preguntó Febbs.
    —Un paquete para Mr. Surley Grant Febbs —zumbó el robot correo—. Certificado. Firme aquí si es usted Mr. Febbs, o si no lo es, firme en la línea dos —dicho eso, presentó un formulario y ofreció una pluma y la plana superficie de su pecho como apoyo.
    Posando el martillo en el suelo, Febbs dijo, girándose brevemente hacia los demás:
    —Todo está bien. Los otros instrumentos que hemos pedido, probablemente.
    Abrió un poco más, firmó el formulario, y el robot autonómico le entregó un paquete envuelto en papel marrón. Febbs cerró la puerta, se volvió algo incomodado por el paquete, luego se encogió de hombros en valeroso desafío y regresó con gesto indiferente hacia donde había estado sentándose.
    —Usted sí que tiene agallas, Febbs —declaró Ed Jones, expresando los sentimientos del grupo—. Yo estaba convencido de que era un Einsatzgruppe de la KACH.
    —Yo pensé —dijo Harry Markison, con abrumador alivio— que pudiera ser la maldita policía secreta soviética, la KVB. Tengo un cuñado en Estonia al que…
    —No son lo bastante listos para detectar nuestras reuniones —dijo Febbs—. La historia los condenará, y la evolución marcará el camino hacia formas superiores.
    —Sí —Jones estuvo de acuerdo—. Basta con ver cuánto les llevó dar con un arma que derrotara a los extraños esclavistas de Sirio.
    —Abra el paquete —pidió Markison.
    —A su debido tiempo —dijo Febbs.

    Encajó la pieza restante laboriosamente en su sitio y luego fregó su empapada frente, que echaba vapor.
    —¿Cuándo actuaremos, Febbs? —preguntó Gill.
    Todos se sentaron, contemplando a Surley G. Febbs, esperando su decisión. Consciente de las miradas, él sintió que se relajaba. La tensión había desaparecido.
    —He estado pensando en ello —dijo Febbs, en su típico modo.
    Había estado pensando profundamente en todo, en efecto. Extendiendo la mano, alzó el arma —la psicoarma artículo 401— y la sostuvo en brazos, con el dedo sobre el gatillo.
    —He requerido de vosotros —dijo—, porque había de obtener los seis componentes que constituyen este arma. Sin embargo…
    Oprimiendo el gatillo demolecularizó, por medio del amplio cono del haz de inversión de fase que emanaba del cañón del arma, a sus cinco compañeros Consumotipos en sus asientos, aquí y allí, alrededor de la desvencijada mesa.
    No hubo un solo sonido. Y demoró apenas un instante, como había esperado. El video de Lanferman & Asociados había mostrado en acción estos útiles aspectos del artículo 401.
    Ahora sólo quedaba Surley G. Febbs. Y armado con el arma más moderna, más a la moda, avanzada, silenciosa e instantánea de la Tierra. Contra la que no se conocía defensa alguna… Ni siquiera Lars Powderdry, cuyo negocio era conseguir tales cosas, podría contra ella.
    —Y tú, Mr. Lars… —se dijo Febbs— eres el siguiente.
    Posó el arma con cuidado sobre la mesa y, con manos calmas, encendió un cigarrillo. Lamentó que ya no hubiera alguien en el cuarto para apreciar sus racionales y precisos movimientos… Bien, estaba él mismo, de todos modos.
    Y luego, como tenía ahora tiempo de sobra, Febbs extendió la mano, recogió el paquete envuelto en papel marrón que había traído el autonómico de InstaCor y lo puso frente a sí. Lo desenvolvió ordenadamente, sin prisas, meditando con su mente infinitamente sutil sobre el futuro dominio, que parecía ya tan cercano.
    Quedó francamente perplejo por lo que halló dentro de la envoltura. No eran herramientas o instrumentos adicionales. No era nada que él, o la ahora inexistente organización llamada BeLCoNCReCPEFuN, Célula Uno, hubieran pedido. Parecía un juguete.
    En concreto, cuando alzó la divertida tapa de la caja —llena de colores—, descubrió que era un producto del marginal fabricante de juguetes, Empresas Klug. Un juego de alguna clase. Un laberinto, pensado para niños.
    Inmediatamente sintió, a nivel instintivo —porque después de todo él no era un hombre ordinario— una consternación aguda, certera, intuitiva. Pero no lo suficientemente aguda, certera o lo bastante intuitiva como para impulsarlo a lanzar la caja al otro lado de la habitación. El impulso de quitarlo de la vista estaba allí; pero no se dejó llevar por él, porque Febbs era un ente curioso.
    Ya se había dado cuenta de que no era un laberinto común. Eso intrigó a su ágil mente, excepcionalmente sutil. Y lo mantuvo lo suficientemente interesado como para seguir examinando detenidamente el laberinto, y luego leer las instrucciones en el lado interior de la tapa.
    —Usted es el principal Consumotipo del mundo —sonó una voz telepática en su mente, emanando del laberinto—. Usted es Surley Grant Febbs. ¿Correcto?
    —Correcto —dijo Febbs.
    —Usted es —continuó la voz telepática— quien toma la decisión primaria respecto del valor y beneficio de cada elemento de consumo aradizado antes de introducirlo al mercado. ¿Correcto?
    Febbs, sintiendo la fría mordedura de la precaución sobre su alma, asintió con la cabeza, sin embargo.
    —Sí, así es. Tienen que pasar por mí primero. Es mi trabajo en el Comité; soy el actual Consumotipo A. Por ello me otorgan los componentes más importantes.
    La voz telepática dijo:
    —Vincent Klug, dueño de las Empresas Klug, una pequeña firma de juguetes, desea que usted examine este nuevo juego, Mr. Febbs: «El hombre en el laberinto». Por favor, determine si de acuerdo a su dictamen de perito está listo para la mercadotecnia. Se le proporciona un formulario para que pueda transcribir sus reacciones.
    —¿Quiere que yo… juegue con… esto? —dijo Febbs, entrecortadamente.
    —Exactamente. Por favor, presione el botón rojo sobre el costado derecho del laberinto.
    Febbs presionó el botón rojo.
    En el laberinto, una diminuta criatura lanzó un gañido de horror.
    Febbs brincó, asustado. La criatura era regordeta y de adorable aspecto. De alguna manera le conmovía, a pesar de que normalmente detestaba a los animales, y ni hablar de las personas. El bicho comenzó a corretear frenéticamente por el laberinto, buscando la salida.
    La apacible voz telepática continuó hablando.
    —Este producto ha sido diseñado para el mercado doméstico, y se encuentra listo para ser fabricado en cantidad si pasa con éxito las pruebas iniciales que usted llevará a cabo. De seguro notará que guarda un asombroso parecido con el famoso Laberinto Empático-Telépata Pseudo-non-Homo-ludens desarrollado por nuestra empresa y que ha sido utilizado recientemente como arma de guerra. ¿Correcto?
    —S-sí —dijo Febbs.
    Pero su atención todavía estaba presa de los penosos esfuerzos de la diminuta criatura. El animalito pasaba unos terribles momentos, sintiéndose más confuso y más enredado a cada segundo, a causa de los tortuosos pasajes y desvíos del laberinto.
    Cuanto más duramente lo intentaba, más hondo se embrollaba, como si estuviera atrapado en una red. Esto no tiene razón de ser, pensó Febbs, o mejor dicho, sintió. Experimentaba en su alma el tormento de la criatura, y era espantoso. Algo había que hacer, y pronto.
    —Oiga… —dijo, flojamente— ¿Cómo consigo liberar a este… lo que sea?
    —A la izquierda del laberinto encontrará un botón azul. Oprímalo, Mr. Febbs —informó la voz.
    Febbs lo presionó con impaciencia.
    Sintió al momento —o imaginó sentirlo; la diferencia parecía haberse evaporado— una disminución del pánico que atenazaba al atrapado animalillo.
    Pero, casi inmediatamente, el terror volvió… Y esta vez, con renovada severidad, aumentada incluso.
    —Le gustaría liberar al hombre del laberinto. ¿No es así, Mr. Febbs? —dijo la voz telepática—. Sea honesto, no nos engañemos. ¿Es verdad, o no?
    —Es cierto —susurró Febbs, asintiendo con la cabeza—. Pero… eso no es un hombre, verdad? Quiero decir, es sólo un bicho, un animal o algo así. ¿Qué es?
    Tenía que saberlo. Le urgía saberlo. Tal vez pueda liberarlo, pensó. O gritarle… de alguna manera comunicarme con él, para indicarle cómo escapar, y que yo estoy aquí, intentando ayudarle.
    —¡Oye! —le dijo a la criatura que correteaba, rebotando de una barrera a la siguiente, mientras la estructura del laberinto cambiaba y cambiaba de nuevo, siempre burlándolo—. ¿Quién eres tú? ¿Qué eres? ¿Tienes acaso un nombre?
    —Tengo un nombre —le respondió la criatura atrapada, uniendo así sus penosos esfuerzos con él, compartiendo de buena gana su grave situación con Surley G. Febbs.
    Febbs se sintió atrapado en la red ahora: ya no miraba desde arriba el laberinto, sino que las barreras surgían delante de él. Él era… era la criatura en el laberinto.
    —Mi nombre… —chilló, apelando a la enorme y no totalmente comprendida entidad por encima de él, cuyo semblante, cuya presencia, había sentido durante un momento…, pero que ahora parecía haberse ido. Ya no podía localizarlo, ya no. Estaba solo otra vez para afrontar las cambiantes paredes.
    —Mi nombre —chilló— es Surley G. Febbs, y… ¡y quiero salir de aquí! ¿Puedes oírme, quienquiera que seas, allá arriba? ¿Puedes hacer algo por mí?
    No hubo respuesta. No había nada, ni nadie, en el cielo.
    Siguió correteando en soledad.

    33

    A las cinco treinta de esa mañana, todavía en el escritorio de su propio depto, Don Packard, el hombre principal de la Decimoséptima División de la KACH en la ciudad de Nueva York, dictaba micrófono en mano los memoranda que formarían los documentos entregados a los hombres y mujeres ordinarios durante el día que comenzaba.
    —En cuanto a la conspiración formada por los seis Consumotipos recientemente añadidos al Comité SegNac NU-O… —declaró, e hizo una breve pausa para tomar un sorbo de café—, tal organización ya no existe. Cinco de sus miembros han sido bárbaramente exterminados por el restante: su líder, S. G. Febbs. Éste se encuentra ahora en un estado psicótico permanente inducido.
    Aunque esa era toda la información requerida por su cliente —el general George Nitz—, no le pareció suficiente. Don Packard la amplió:
    —A las once de la mañana de ayer, 12 de mayo de 2004, como había sido revelado por varios dispositivos de escucha de la KACH, los conspiradores se encontraron en el depto 2 A del edificio subterráneo código 507969584 en Festung Washington DC. Esta era su cuarta reunión, pero la primera y única vez que cada uno de los Consumotipos trajera consigo su propio componente del arma ítem 401. No listaré sus nombres, puesto que son ya conocidos del Comité.
    »El montaje del ítem 401, que es la primera arma no-b de la nueva línea, fue realizada por S. G. Febbs, mediante el empleo de herramientas de precisión compradas a un enorme coste.
    »Mientras montaba el ítem 401, Febbs bosquejó a sus camaradas conspiradores la base política y económica del nuevo sistema que se proponía erigir en lugar del actual, incluyendo los asesinatos de conocidas figuras públicas.
    Haciendo otra pausa, Don Packard bebió a sorbos más café. Luego reanudó su dictado, que era transcrito autonómicamente por el aparato ubicado enfrente de él.
    —A las cuatro de la tarde, un robot ordinario de InstaCor entregó un paquete registrado al apartamento 2 A; S. G. Febbs aceptó el paquete y sin abrirlo reanudó el montaje del arma.
    »Cuando el montaje fue completado, Febbs exterminó a sus cinco co-conspiradores, quedándose en posesión del arma ítem 401, un modelo ya probado y el único prototipo en existencia.
    Otra vez Don Packard hizo una pausa para beber café. Estaba molido, pero casi había terminado su trabajo; luego llevaría una copia del documento al general Nitz. Eso era sólo rutina. Continuó entonces:
    —Surley G. Febbs cayó víctima del Laberinto Empático-Telépata; de hecho, sucumbió en tiempo récord, batiendo el mínimo establecido por los voluntarios prisioneros de la redada federal del BlokOeste sobre Callisto.
    »S. G. Febbs se encuentra ahora en la Clínica Wallingford, donde permanecerá indefinidamente. Sin embargo…
    En este punto interrumpió el dictado, y miró pensativamente la taza de café. Dado que el general Nitz era su cliente en este asunto, Don Packard concluyó su informe con una nota de sus propias observaciones.
    —Parece ser —comenzó, con aire meditabundo— que debido a la reciente emergencia, y desde entonces, Vincent Klug tiene acceso legal y continuo a la enorme red autofac de Lanferman & Asociados en California, y puede fabricar en la cantidad que desee esos laberintos modificados a partir del arma original que tan eficaz ha sido contra los extraños de Sirio. Podría ser oportuno aplicar en Vincent Klug el instrumento que ha sido tan útil al Comité en el pasado: una comisión honoraria, pero absolutamente legal y obligatoria en las Fuerzas Armadas del BlokOeste. Así, si alguna vez llegara la necesidad de…
    Hizo una nueva pausa, pero esta vez no por su voluntad. Increíblemente, había sonado el llamador en su elevado y lujoso depto —que no estaba inscrito en ningún lado—, y cuando aún no daban las seis de la mañana. Hora extraña para llamar.
    Bien, indudablemente sería un mensajero del Comité, preocupado por llevarse el informe sobre la conspiración de los seis Consumotipos. Se levantó y abrió la puerta.
    No era, sin embargo, un ayudante militar. En el pasillo apareció un brillante robot de entrega de InstaCor, con un paquete de papel marrón bajo su brazo.
    —¿El señor Don Packard? Tengo un paquete para usted. Certificado.
    ¿Qué demonios sería?, se preguntó Packard con irritación. Justo cuando, por fin, estaba a punto de conseguir algún descanso…
    —Firme aquí —dijo el robot— si es usted Mr. Packard, o si no lo es, firme en la línea dos —y le presentó un formulario, una pluma y la superficie plana de su pecho para apoyar.
    Con los ojos turbios, algo mareado por la larga noche y la pesada carga de trabajo, Don Packard, de la agencia privada de policía KACH, firmó el recibo y aceptó el paquete. Algún nuevo equipamiento de escucha o grabación, se dijo; siempre están mejorando estos molestos artefactos que tenemos que andar cargando.
    Aún gruñendo, llevó el paquete a su escritorio.
    Y allí lo abrió.

    FIN

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    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)