Publicado en
junio 27, 2010
I
Horny Hake dejó su nuevo triciclo Tata en el aparcamiento, se metió las llaves en el bolsillo e hizo un gesto con la cabeza a los feligreses. Ellos le devolvieron el saludo con diversos grados de sorpresa y asombro. Hake lo entendía: en estos tiempos debía de ser difícil para ellos saber a qué atenerse con su ministro unitario. ¡Estaban pasando tantas cosas!
La Primera Iglesia Unitaria de Long Branch tenía ahora una nueva alfombra, verde y dorada, a lo largo del salón principal, con un dibujo y una textura que se tragaba el vino vertido y ocultaba las quemaduras de los cigarrillos; y su techo ya no tenía goteras. En la casa parroquial, Hake tenía un nuevo terminal de ordenador propio; y el camino que había frente a su porche corría sin impedimento alguno, desde donde llegaba la vista por un lado hasta donde llegaba la vista por el otro, a lo largo de la playa.
Trabajar como espía tenía sus ventajas; pero también tenía sus inconvenientes, y Hake sabía que algunos de éstos los llevaba escritos en la cara.
La parte que no se veía era la peor, pero las marcas de golpes, que sí se veían, provocaban cuchicheos. El mago favorito de Hake, Art el Increíble, dejó de hacer malabarismos con tazas de café en la entrada, para mirar con el ceño fruncido al ministro. Haversford, el de Animalitos y Flores Internacionales, interrumpió su charla de circunstancias con Elinor Fratkin, la pianista de la iglesia, para acercarse a él.
—Tuve un accidente —se apresuró a decir.
—Claro que sí, reverendo Hake —le dijo alegremente Haversford—. ¡Vaya, vaya, debió de ser un feo accidente! Pero no es de esto de lo que quería hablarle. Me temo que no voy a poder quedarme para el servicio, pero quería decirle que la AFI estará muy contenta de facilitarle un abogado.
—¿Y para qué necesito yo un abogado?
La expresión de Haversford se desdibujó.
—¡Oh! Nunca se sabe. Si me he anticipado, excúseme, pero, cuando lo necesite, sólo tiene que llamar a mi secretaria y ella le concertará una cita —miró su reloj—. Un día excelente —observó, hizo un gesto con la cabeza y una señal con la mano a su chófer.
Hake se volvió y se encontró cara a cara con Art el Increíble, que le observaba atentamente.
—Tuve un accidente —dijo Hake—. Quizá debiera escribir lo que sucedió, pasarlo por la multicopista y repartirlo.
—Horny —le dijo Art—, ¿no crees que ya eres un poco mayor para convertirte en un buscapleitos? ¿Qué sucedió, alguien te pegó para robarte?
—Algo así. Escucha —le dijo Hake—, ¿por qué no nos vemos uno de estos días? Necesito a alguien que me enseñe a usar mi ordenador.
—Cuando quieras. Ya te llamaré. —Hake asintió y se apresuró a entrar en la iglesia. Se detuvo en su lavabo privado para peinarse y no le gustó lo que vio. No sólo era el ojo negro y los moretones, que aún se veían a pesar de la ayuda de su secretaria con el maquillaje y gafas oscuras. Era algo mucho peor: era el rostro de un ser humano corrompido y manipulador. Para lo que le pagaban era para diseminar la enfermedad y la miseria. Y no lo hacía mejor el que lo estuviera haciendo al servicio de su patria. No, eso lo hacía peor. Su patria era una parte de sí mismo. Por eso, cuando llegó al púlpito, Hake dejó a un lado el sermón que llevaba preparado y habló desde lo más profundo de su corazón. Y dijo a su asombrada congregación:
—Si uno mete a dos lobos en una jaula no muy grande, luchan ferozmente para lograr el dominio. Los gruñidos, graves y letales. El caminar muy tiesos. El torbellino de resoplidos y fauces que lanzan bocados; y en un momento uno de los dos está por tierra, con la cabeza echada atrás, la garganta y la yugular expuestas para el golpe mortal. Pero no hay muerte. El más débil se ha rendido. El más fuerte ha vencido. La pelea ha terminado.
Había captado su atención, pero parecía haber una corriente subterránea de hostilidad. En la parte de atrás, en el rincón para fumadores de la iglesia, Ted Brant y los Sturgis estaban pasándose un porro arriba y abajo, pero eso no les hacía estar más tranquilos. Sus expresiones tenían aspecto de ser distantes y resentidas y no parecía que Alys estuviera con ellos.
—Si, por otra parte —prosiguió—, encerramos a dos animalitos pacíficos en la misma jaula: una pareja de conejos, o dos apacibles palomas, también hay lucha. Y no es sólo por el dominio, sigue hasta la muerte. Ellos no tienen los armamentos especializados de los predadores para luchar, sino sólo las ineficaces patadas, los bocados, los picotazos y arañazos de las presas. Lleva mucho tiempo el que uno de los dos muera. A menudo, el otro también muere. Y no hay rendición. No saben cómo se hace eso.
Entonces descubrió a Alys Brant, extrañamente sola, sentada en otra parte de la sala. Al menos su rostro mostraba respeto. Quizá incluso interés, pero no creía que fueran sus palabras lo que la hubieran conmovido, sino más bien los recuerdos de la paliza que le habían dado en Italia: las señales aún visibles en la mandíbula, la débil coloración verdosa que quedaba en torno a sus ojos.
—Somos gente pacífica —dijo—: palomas, seres amables. Pero, cuando miramos al mundo en que vivimos, ¿qué es lo que vemos? No vemos guerras y eso es algo que nos regocija. Todos nos sentimos complacidos con el hecho de que ninguna nación esté enviando sus tropas o bombarderos o cohetes nucleares contra otra. Pero, ¿podemos decir que vemos paz? Si lo hacemos, ¿qué es lo que queremos significar con esa palabra? Los titulares de los periódicos no hablan con el lenguaje de la paz. El dólar recibe una paliza del yen. El embargo comercial de los Estados Unidos destroza la economía del Brasil. Si una epidemia cae sobre la Europa Occidental, lo consideramos como si fuera una victoria para nosotros.
Jessie Tunman estaba sentada justo debajo de él, con una expresión irritada y escéptica en sus ojos. Hake dudó; se estaba metiendo en cosas de las que aún no sentía deseos de hablar.
—Odio la guerra —terminó—. Cuando era niño viví una, y fue a la vez aterradora y bestial. Pero hay una cosa buena en la guerra: más pronto o más tarde tiene un final. Pero esta especie de no-guerra no parece tener final. Simplemente, nos estamos picoteando, arañando y dando patadas los unos a los otros, sin que le veamos a esto un término.
Hizo un gesto a la pianista, bajó del púlpito y, llevado por un impulso, siguió caminando hasta salir al cálido día de otoño. Su primera intención había sido tomar una bocanada de aire fresco, pero sus pies le llevaron hacia su Tata. Alzó el domo transparente, se metió dentro, lo bajó y salió del aparcamiento. No quería hablar con su congregación durante el café que se servía tras el acto religioso.
Habría quejas por ello. Lo que era aún peor, habría gente que no se quejaría en voz alta, pero que añadiría esto a la larga lista de cosas que no les agradaba de su ministro. ¡Que se fueran al infierno!, pensó Hake. Necesitaba tiempo para sí mismo.
Era estupendo tener un coche propio. Aunque fuera un pequeño Tata de tres ruedas, a hidrógeno y con capota de burbuja.
Pero no era estupendo que le doliera a uno todo el cuerpo porque le habían dado una paliza en Nápoles, cuando estaba haciendo de espía. O de saboteador. O de lo que fuera que fuese, quizá un gran canalla sin más.
Ahora estaba en medio del campo, dirigiéndose hacia Freehold. No tenía ninguna razón especial para ir a Freehold, así que dio la vuelta. El cálido día estaba nublándose y tendría suerte si llegaba a casa antes de que se pusiese a llover. Pero, aun así, era mejor que oír a Mary Vass quejarse de nuevo por lo de las cortinas. O a Elinor Fratkin, que una vez más estaría furiosa porque no había presentado adecuadamente el interludio musical. No quería oír a ninguno de los miembros de su rebaño. No quería oír hablar de nada. Su tarea era cuidar de sus almas turbadas, pero no tenía a nadie que cuidase de la suya. En ninguno de los problemas que lo turbaban.
Y si hubiera tenido a alguien que le escuchase, ¿cómo se podría haber fiado de él? Reclutado como espía, formaba parte de una conspiración truculenta, en la que jamás quiso verse metido y de la que no veía un buen modo de escapar. Sabía cómo pinchar un teléfono, entrar en una habitación forzando la puerta, envenenar un río y partir una columna vertebral. Pero no sabía a quién dirigirse en busca de ayuda.
La única persona que en algún momento le había explicado el sentido oculto de las cosas era aquella chica, Leota, y, ¿dónde estaba? ¡En el harén de algún jeque del petróleo! Y ella era el único contacto que tenía con el único grupo que en todo el mundo parecía estar a su lado. Fuera cual fuese ese lado. Al menos de Leota estaba seguro: ella estaba a su lado, y la razón por la que estaba seguro de esto era porque, cada vez que pensaba en ella esclavizada por aquel jeque (¿cuál era su nombre?.. ¿Hassabou?), cada vez sentía un cosquilleo desagradable en su bajo vientre.
Miró en derredor y descubrió que estaba pasando frente al Centro Médico Monmouth, lo que le recordó que dentro había una cafetería, lo que a su vez le recordó que tenía hambre. También le recordó que dos de sus feligresas eran pacientes del Centro, una en Geriatría y la otra en Maternidad, y que si quedaba en él algo de ministro, tenía que detenerse para verlas.
Bueno, pensó, aún quedaba en él algo de ministro... poco, pero algo. Pospuso su comida y tomó el ascensor hasta la planta de Maternidad. Rachel Neidlinger estaba disponiéndose a dar de mamar al recién nacido, Rocco, y no necesitaba ser reconfortada; pero, dos pisos más abajo, la anciana Gertrude Mengel se sintió dichosa al tener compañía. Hake le dio los adecuados veinte minutos para hablar de sus síntomas y sus esperanzas, pocas de ellas realistas, y cuando se levantaba para marcharse, ella le dijo:
—¡Reverendo! ¡He recibido una postal de Sylvia!
—¡Eso es maravilloso, Gertrude! ¿Dónde está?
Las escasas pestañas de la anciana parpadearon para anunciar la proximidad de las lágrimas.
—Creo que vuelve a estar con esos vagos.
Internamente, Hake gimió. A sus setenta y cinco años, Gertrude aún estaba tratando de ser la madre de su hermana de cincuenta y cinco, como lo había intentado desde el momento en que murieron sus padres; y eso era como tratar de empollar un huevo de porcelana, con el inconveniente de que Sylvia ni siquiera se quedaba en el nido para que la empollasen.
—Estoy seguro de que se encontrará perfectamente. ¿No estará tomando otra vez alguna cosa...?
—¿Y quién puede saberlo? —dijo amargamente Gertrude—. ¡Mire dónde está! ¿Qué clase de sitio es Al Halwani?
Hake estudió la tarjeta, en la que se veía una mezquita con un domo dorado empequeñecido por una torre de televisión de un centenar de metros de alto. Sylvia había hecho su propia Hégira, o las estaciones del Via Crucis, durante toda su vida, siguiendo su pasión por la contracultura desde el East Village hasta Amsterdam, pasando por Corfú y Nepal. Había empezado tarde y nunca había llegado a ponerse al día. Nunca lo lograría.
—No es un mal lugar, Gertrude —pudo tranquilizarla Hake.
—¿En un país árabe? ¿Para una chica judía?
—Ya no es una chica, Gertrude. Y, además, hay un montón de gente allí que no son árabes. Durante muchos años fue prácticamente una ciudad fantasma, después de que se acabó el petróleo. Luego fueron allí todo tipo de personas.
Gertrude asintió con un gesto de la cabeza.
—Sí. Ya sé de qué tipo de personas se trata. Vagos —afirmó.
No valía la pena discutir, a pesar de que durante todo el tiempo que le llevó comerse el bocadillo de bacon con lechuga y tomate, en el bar de la planta baja, Hake no dejó de pensar en cosas que podría haberle dicho para tranquilizarla. Pero no lo había hecho, porque no valía la pena: ella no quería oírlas. El resultado de ser un ministro preocupado por su feligresía y de darle a ésta lo mejor de uno en forma de consejos, era que el cincuenta por ciento de las veces no deseaban tales consejos.
No obstante, había hecho el intento y, con esa mitad de su conciencia apaciguada, se enfrentó con la otra mitad; la mitad que estaba preocupada por Leota, el jeque y la Agencia. Ahora que tenía una máquina que estaba pensada para dar respuestas, ¿por qué no empezaba a hacerle preguntas?
Pero necesitaba ayuda. Halló un teléfono en el vestíbulo del hospital y marcó el número de Alys Brant. Uno de sus esposos contestó al primer timbrazo.
—Hola, ¿Ted? Soy Horny Hake. Querría saber si Alys podría ayudarme esta tarde a hacer funcionar mi nuevo ordenador... ¿Hola?
Ted le había colgado.
Hake maldijo, irritado y sorprendido. Bueno, pues que se fuera al infierno. Llamó a Art el Increíble y le respondió su contestador automático. Invitó al mago a que se dejase caer al atardecer para jugar con el aparato y se fue al aparcamiento. Allí estaba su Tata, con su burbuja de cristal y su brillante pintura amarilla, soleado en un día nuboso... ¡Oh, todo tenía sus compensaciones!
Pero, mientras se deslizaba bajo la burbuja, vio una nota pegada al volante:
Nuestro trato sigue en pie. Salga inmediatamente de este coche.
No estaba firmada, pero no era necesario: había sido escrita por uno de los hermanos Reddi, los terroristas hindúes de los que aún llevaba en el cuerpo señales de golpes. Permaneció sentado por un momento, paralizado, y al fin le entró en la cabeza que «inmediatamente» quizá quisiera decir «¡inmediatamente!». Salió de debajo de la burbuja y dio unos pasos hacia atrás, mirando en derredor en busca de alguien con quien hablar de aquel problema inesperado.
Se oyó un débil ruido siseante que venía del coche, algo así como el sonido de una joven serpiente de cascabel.
Hake sí que había aprendido algunas cosas bajo el alambre: se dejó caer de plano sobre el suelo de asfalto húmedo. Hubo un estallido de fuego blanco y un chasquido como de un látigo gigante. La astillada burbuja de cristal saltó por los aires; el chasis amarillo del Tata se hendió hacia afuera y comenzó a arder.
No fue una explosión muy grande. El hidrógeno combustible se hallaba principalmente en suspensión metálica sólida, y más que estallar lo que hizo fue arder. Pero fue suficiente para destruir el coche, y desde luego hubiera bastado para destruir también a Hake, si se hubiera hallado en el interior.
Cuando hubo terminado con la policía y con los bomberos, y cuando el de los desguaces hubo venido para llevarse a remolque lo que quedaba de su triciclo, uno de los policías le llevó a casa en su vehículo. No lo necesitaba, pues no estaba herido, pero le satisfizo la oferta y hubiera sido una buena cosa de no ser por la conversación del polizonte, que fue, sobre todo, acerca de lo poco seguros que eran los coches de hidrógeno, en comparación con los buenos quemadores de gasolina de antaño.
—¿Se han producido muchos, esto, accidentes como el mío?
—No, pero resulta lógico que los haya.
Ante su puerta, Hake le dio las gracias al policía, entró y se dirigió a su dormitorio. Para su sorpresa, encontró allí a Jessie Tunman: sentada en su pequeño despacho personal, que no era el despacho grande que usaba para recibir a los feligreses, frente al terminal del ordenador y poniéndole mala cara al teclado.
—¡Cuidado con eso! —espetó él.
Ella le miró parpadeante, sorprendida pero muy dueña de sí misma.
—¿Qué es lo que pasa?
—Mi coche estalló —explicó él—. Ha quedado deshecho.
—Bueno, mandé el cheque para el seguro, así que supongo que tendrán que pagar. ¿Sabe?, esas cosas no son seguras.
—Le doy las gracias, Jessie —dijo él—. Pero hay una cosa que debo decirle: preferiría que no tocase mi ordenador.
Ella empujó la palanca que lo apagaba.
—Desde luego, ha habido muchos cambios por aquí, Horny. El coche que estalla. A usted que le dan una paliza. Todas estas cosas nuevas...
—Y va a haber un cambio más: por favor, no venga a mis habitaciones personales mientras yo no esté en la casa.
Ella se puso en pie, estirando sus delgadas piernas. Era más alta que él, pero parecía tener que alzar la vista para mirarle.
—Realmente, ése es otro de los cambios —dijo ella—. Hace seis meses no me hubiera hablado así.
Comenzó a salir, luego hizo una pausa junto a la puerta.
—Alguien le andaba buscando —le informó—. Un tipo joven, no quiso decirme a qué venía. Volverá más tarde.
—¿Sabe usted quién era?
—Si supiese quién era —replicó ella—, se lo hubiera dicho, ¿no?
Hake se negó a dejarse atrapar, contestándole tan sólo:
—¿Me hará el favor de cerrar la puerta?
No tenía ganas de jugar a los juegos de palabras de Jessie. Tenía ganas de jugar con su ordenador. Se quitó la chaqueta y se sentó frente a él, tratando de enterarse de las instrucciones. Bajo el alambre había pasado algún tiempo ante terminales de ordenador, pero era un tipo de terminal diferente y mayormente le habían enseñado a estropearlos, no a utilizarlos para obtener información. No sabía por dónde empezar. Y estaba bastante nervioso: el nada deseado recordatorio de su «trato» con los Reddi, el sabotaje de su coche... y Leota. Ella era la persona con quien necesitaba hablar; lo que es más, ella era la persona con quien ansiaba hablar. Y algo más que hablar.
Hake abandonó el terminal, se desnudó hasta quedar únicamente con su ropa interior, se puso el chándal y se fue a correr por la playa. Como atleta relativamente nuevo que era, le gustaba utilizar sus músculos; y para cuando regresó se sentía mucho más en paz.
Jessie Tunman se había marchado, pero Art el Increíble le estaba esperando en su oficina. Movió la cabeza mientras le hablaba:
—¿En qué infiernos andas metido, Hake? No sólo te dan una paliza, sino que además he oído que te ha estallado el coche.
—Vamos, Art, ¿dónde has oído eso?
—He charlado con mi amigo de la estación de radio. Han hablado de ti en las noticias, Horny. ¿Qué sucedió?
Hake se alzó de hombros.
—Supongo que esos trastos no son seguros.
—¡Y un infierno no lo son! Hay menos hidrógeno libre en sus depósitos, que gases en los depósitos de gasolina. Tienes que haber hecho algo mal.
—Eso debe de ser —aceptó Hake—. Ven a ver mi ordenador.
Esperaba que eso pararía las preguntas y así fue. Los ojos del mago centellearon cuando vio el aparato, y exclamó:
—¡Ah! Esto sí que es un ordenador... ¿Sabes usarlo?
—No muy bien. —Art asintió con la cabeza y se sentó frente al teclado. Lo estudió, luego tomó el teléfono que había al lado, marcó el número que tenía impreso en la base, lo colocó sobre su módem y movió el conmutador principal de encendido. No sucedió nada.
Miró sorprendido a Hake.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Supongo que está preparado para obedecerme sólo a mí —le explicó Hake—. Espera un momento.
Apretó su pulgar contra la tecla de desbloqueo, tal como le habían enseñado bajo el alambre, e inmediatamente se pudo leer en el tubo catódico: Identidad confirmada. Dispuesto para funcionar.
Art le miró con nuevo respeto.
—Éste es un aparato de mucho cuidado, Horny.
—Lo sería si supiera usarlo. Por ejemplo, ¿cómo podría obtener información acerca de alguien?
—¿Qué clase de alguien?
—Una chica. Su nombre es Leota Pauket. O Backshir. La última vez que la vi la estaban vendiendo en un mercado de esclavos en Roma.
—Estás llevando una vida muy interesante últimamente —musitó Art.
—Ajá. Pero, ¿cómo puedo averiguar dónde está? ¿O cómo encuentro cualquier otra cosa? En cuanto a ella, no es famosa, sino una chica normal que estudiaba en la Universidad de Minnesota.
—Bueno, podemos organizar una búsqueda. Si conseguimos su expediente escolar, tendremos su número de la Seguridad Social. Y si podemos lograr eso, podemos conseguir todo tipo de información... quizá sobre sus tarjetas de crédito y cosas así... ¿Quieres que lo intente?
—Sí, por favor. —Art asintió con la cabeza y tecleó instrucciones para una búsqueda en el Registro de Estudiantes Universitarios. Al cabo de un momento alzó la cara, sonriendo.
—Ya lo tengo. ¿Quieres saber sus notas? Era buena en psicología e inglés, pero no tanto en ciencias sociales.
—Lo que quiero saber es dónde está.
Art trabajó por un rato y luego se echó hacia atrás, frunciendo el ceño.
—No es mucho —dijo—. Desde luego, tengo su número de la Seguridad Social, pero no hay información sobre su estado de crédito. Naturalmente, si pudiera romper su código...
Hake negó con la cabeza. Bajo el alambre había aprendido cómo hacer cosas así, pero no estaba seguro de querer que Art se enterase de esa parte de su vida.
—Entonces, ¿estamos encallados?
—Bueno, aquí hay algo, en los archivos públicos. Se casó a los diecinueve; se divorció a los veintiuno. La dirección que dan como su residencia permanente me parece que debe de ser la casa de sus padres, en Duluth. Pero hay aquí una nota que dice que la correspondencia que le fue mandada allí fue devuelta.
—Prueba otra cosa —le dijo Hake—. Está también el jeque que la compró en Roma. Debería ser mucho más famoso que ella y su nombre es Hassabou, o algo así.
Art pareció intrigado pero no dijo nada, sino que volvió a encararse con la máquina. Hake fue al baño para cambiarse y miró con el ceño fruncido el retrete. Allí estaba la información que necesitaba, pero no quería pedirla: el retrete era su conexión con la Agencia, a través de un micrófono oculto. Seguro que ellos sabían dónde estaba Leota.
Pero ellos eran la gente a la que no podía preguntárselo, y ya estaba empezando a desanimarse. ¿Cómo podía uno encontrar a una persona como Leota? Por ejemplo, ¿qué nombre debía de estar usando? Una de las cosas que la convertía en tan buena como agente secreto era el que cada vez que la veía era una mujer diferente. Pensó que cada mañana, al despertarse, ella debía decidir quién quería ser: Mata Hari o Doris Day, Helena de Troya o Caperucita Roja. Era una persona que casi no necesitaba del entrenamiento que le habían dado en la resistencia, pues había nacido con todos los dones necesarios para aquello que hacía.
—¡Horny! ¿Quieres mucha información de ésta?
Hake se subió los pantalones y se apresuró a volver al despachito. Art tenía un aspecto triunfal, mientras la máquina se atareaba en escribir línea tras línea de texto en la pantalla. Hake se sentó junto a él y trató de seguir el ritmo de la escritura, pero le resultó imposible.
—¿Puedes hacer que vaya más despacio?
—Seguro. Espera, déjame que la haga volver atrás. —Tecleó unas órdenes en la máquina y la pantalla se apagó, empezando de nuevo la escritura—. Usa esta tecla de aquí. Se quedará congelada hasta que la toques de nuevo, y manténla apretada mientras quieras que siga escribiendo. ¿Entendido?
—Entendido. —Hake se sentó inclinado hacia la máquina, tratando de captarlo todo. Había más información de la que realmente podía utilizar. El nombre del jeque era Badawey Al-Nadim Abd Hassabou, y en todo directorio de los ricos y famosos se comentaba algo acerca de él. Se calculaba la riqueza del jeque en más de trescientos millones de dólares, sin incluir en eso las posesiones de su familia. La casa del jeque estaba en Roma, en el Uad Madani, en Beverly Hills, en Edimburgo, en un sitio llamado Abu Magnah o en su yate... dependiendo de la temporada y de los deseos del jeque. Y sus intereses parecían ser los habituales en la gente de su clase: el sexo, el surf y los coches deportivos. La familia del jeque, como la mayoría de las familias de los árabes petroleros, había dejado hacía mucho el Golfo Pérsico, ya no poseía las concesiones petroleras, que ahora no valían nada, sino que tenía su dinero en ranchos ganaderos en Argentina o en propiedades inmobiliarias en Chicago, aunque él no veía la necesidad de perder mucho tiempo en aquellos lugares, cuando los puntos calientes, en cuestiones de sexo, claro, de Europa y California eran tanto más divertidos. El jeque tenía cincuenta y un años, pero se mantenía asombrosamente saludable. Hoscamente, Hake aceptó lo que, al menos en parte, había de cierto en aquella información. Desde luego, el hombre que había conocido en la subasta estaba en muy buena forma.
La información llegaba de las columnas de chismes de los diarios, de informes financieros y de diversos directorios del tipo who’s-who. En ningún sitio se mencionaba una adquisición del jeque llamada Leota Pauket, claro está. Hake no había esperado que así fuera.
Se recostó en el asiento.
—Ya basta —dijo—. ¿Menciona dónde está ahora? Supongo que aún sigue en Roma.
Art le contestó inmediatamente.
—Veamos, eso nos lo puede decir la información sobre personajes célebres. Un momento.
Tecleó órdenes y la máquina escribió: En la actualidad se halla en Abu Magnah.
—¿Abu Magnah? —Hake trató de localizar aquel lugar en su mente y no lo logró. Bajó de la estantería el viejo Atlas rojo y busco en él Abu Magnah. No estaba en los mapas. Le costó tres llamadas inquisitivas a otros tantos consulados árabes, una a la Sociedad Geográfica Nacional y otra al departamento de cartografía de la Biblioteca Pública el poder localizarlo. Armado con la longitud y la latitud, Hake marcó cuidadosamente una cruz en el mapa y se echó hacia atrás en el asiento para contemplarla. Justo en medio de las Tierras Baldías. A cientos de kilómetros de toda otra aglomeración que no fuera un rebaño de ovejas. A Hassabou le gustaba mantener su intimidad.
Hake se puso en pie, pensativo.
—¿Quieres una taza de té, Art?
El mago miró su reloj.
—Tengo que marcharme enseguida, pero, ¿por qué no? —dudó—. Horny... ¿no querrías decirme qué es todo esto?
—Bueno... se trata de una chica que conozco, Art. Y estoy algo preocupado por ella.
—Entiendo que lo estés.
—¿Te refieres al hecho de que se encuentre en el harén de ese tipo? Bueno, pues claro —de repente, sonrió—. A veces pienso que, cuando estaba en la silla de ruedas, tenía que haberme casado con alguien como Jessie, aunque naturalmente más joven. Entonces quizá no tendría estos problemas. Pero, háblame de tu vida, Art. ¿Qué tal te van las cosas?
El mago le siguió a la cocina y aceptó una taza de té.
—Bueno, voy a tener tres apariciones en la tele la semana que viene; una de ellas sobre la balanza de pagos.
—¿La balanza de pagos?
—¿Es que no sigues las noticias? Todo el mundo que tiene algo de combustible ha estado subiendo los precios. El Presidente ha dicho que tendremos recortes en las raciones antes de Navidad.
—No, no he estado siguiéndolas —admitió Hake—, pero la verdad es que me parece un poco fuera de tu línea habitual.
—Mi línea habitual —afirmó el mago— es la totalidad de los asuntos humanos. Incluyendo los tuyos.
Dio un sorbo a su té.
—¿Has mirado lo que te di?
—¿Lo que me diste? ¡Oh! —exclamó Hake, recordando de repente las microfichas y cassettes de audio que llevaban dando vueltas por su bolsa desde hacía semanas—. No, Art, lo siento. No he tenido oportunidad para ello. ¿Necesitas que te las devuelva?
—No; son copias. —El mago se acabó el té—. Quizá tú te preocupes por tu amiga, Horny, pero yo estoy preocupado por ti.
Después de acompañarle hasta la puerta, Hake regresó a su despachito y se quedó mirando hoscamente el terminal del ordenador. Se estaba haciendo tarde. Jessie Tunman llegaría enseguida para tomar las notas de la reunión del Comité de Acción Social, y él aún no había comido.
Claro que aquello no era importante: no tenía apetito. Se encontraba en un callejón sin salida y no sabía qué hacer. Los gemelos hindúes, Subirama y Rama Reddi, no se contentarían con haber volado su coche; querrían obtener algo de él. No sabía qué, ni sabía cómo iba a poder evitar dárselo, visto que claramente tenían métodos eficientes, aunque destructivos, para imponer sus deseos. Y Leota estaba tan lejana como siempre. Si el jeque se había marchado de Italia, entonces, y de acuerdo con las condiciones de su contrato de compra, debía haberla dejado allí. Pero, ¿dónde? Quizá si dejaba que los Reddi se pusieran en contacto con él podrían decirle algo...
Se oyó una llamada en la puerta.
—Entre, Jessie —dijo en voz alta. Luego, como la puerta no se abría, fue él mismo a abrirla.
No era Jessie Tunman, era un joven barbudo, con el cráneo afeitado y un pendiente gay, que le miraba con aire educado.
—¿Es usted el Reverendo H. Hornswell Hake? Tengo algo para usted.
Hake lo tomó, instintivamente. Era una citación.
El joven hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se dirigió hacia la salida, diciendo, por sobre el hombro:
—Gracias.
—A usted —le dijo Hake a la puerta que se cerraba. ¡Una citación! ¿Y qué era lo que le había dicho Haversford, acerca de que la AFI le conseguiría un abogado en cuanto lo necesitase? Pero, ¿a qué venía todo aquello? ¿De qué se trataba?
Había un modo fácil de enterarse. Hake desdobló el papel y lo leyó:
Citación hecha a petición de:
Sturgis, Sturgis y Brant
en contra de:
H. Hornswell Hake
Para un juicio por los perjuicios acaecidos a consecuencia de la alienación del afecto y pérdida de su consorte Alys Sturgis-Brant.
La coesposa y los maridos de Alys le llevaban ante el tribunal de relaciones domésticas.
En lo que Art había dicho había mucho de verdad, pensó Hake; desde luego, estaba llevando una vida muy interesante.
A las nueve en punto de la siguiente mañana, Hake hizo una llamada urgente a Animalitos y Flores Internacionales, y a las diez y cuarto ya estaba en sus oficinas administrativas de Eatontown. La secretaria había estado esperando su llamada.
Eso no garantizaba el que alguien estuviera esperándole para recibirle. Así que se quedó sentado y muy nervioso, ojeando ejemplares con dos años de antigüedad del American Rifleman y otros de hacía tres años del New Jersey Illustrated. Había estado demasiado preocupado aquella mañana como para correr su par de kilómetros matutinos, y la adrenalina no empleada le hacía estar con los nervios de punta. Tras veinte minutos, la recepcionista habló muy quedo por un micrófono mientras le miraba y, cinco minutos después, se alzó y le acompañó hasta la puerta.
—Haga el favor de ir al Edificio Nueve —le dijo.
—¿Al invernadero? ¿Para qué va a querer un abogado reunirse conmigo en un invernadero?
—No se lo podría decir, señor —sonrió ella, excusándose, tras lo que cerró la puerta, dejándole fuera.
Bueno, no era un abogado. Era una mujer morena, con los bíceps de un luchador, que aparecían bajo las cortas mangas de su camiseta deportiva. Hake la había visto ya antes, ¿en la reunión del patronato de la AFI?
—Hola, señor Hake, soy Nina de lo Padua —le confirmó ella—. Aún faltan unos minutos. ¿Quiere echar un vistazo por aquí?
—En realidad ando buscando a mi abogado.
—Ahora se ocuparán de usted —afirmó ella.
Él protestó:
—Es que tengo un poco de prisa...
—Por favor, siéntase como en su casa. A la Animalitos y Flores Internacionales le caen muy bien sus patrocinadores, y los valora en lo que valen, de modo que nos encanta cuando emplean algo de su valioso tiempo en enterarse de lo que hacemos. —Le llevó a lo largo de un pasillo muy caluroso, entre hileras de plantas en crecimiento, sin dejar de hablar ni un momento.
No estaba diciéndole nada que él no supiese ya. La AFI era una tapadera; su verdadero negocio eran las armas biológicas. Ninguna de ellas era mortal, o al menos se suponía que no debían serlo. Todas eran molestas y causaban problemas: especies de mosquitos y de parásitos resistentes a los insecticidas; la enfermedad holandesa para atacar a los olivos italianos y españoles; plantas acuáticas perennes y muy resistentes para taponar el curso de los ríos... No, se corrigió Hake, esto era cosa del Otro Bando; uno las podía ver en todos los cursos acuáticos de los Estados Unidos. Cucarachas gigantes, moscardones nocturnos... Todo lo que cabía imaginar.
De lo Padua le estaba explicando que el subproducto térmico de la cercana planta de energía Jersey Central estaba acelerando el crecimiento de sus tilapia cuando él tendió la mano para examinar una curiosa planta de tallos secos, cubiertos por pelillos diminutos y muy tiesos.
—¡Hey, no toque eso! —gritó ella.
—¿Qué es?
Parecía complacida:
—La planta pica-pica. Si uno la toca, parece fibra de vidrio. Pero jamás se puede quitar uno esos pelillos de las ropas, y la única forma en que salen de la piel humana es cuando ésta se cae.
¿Le gustaría encontrarse con esa planta en el jardín en su casa?
—No me gustaría.
—Y lo más bonito del asunto —prosiguió ella— es que es pariente del maíz común. ¿Sabe lo que eso significa? Que cuando uno logra meterla en un campo de maíz, no se la puede matar con herbicidas, a menos que esté dispuesto a matar también al maíz. Se metaboliza de la misma manera en que lo hace el maíz.
Hake la miró con curiosidad.
—¿Se supone que tiene usted que contarme todas estas cosas secretas?
Ella replicó con aire virtuoso:
—¿Cómo? ¡No sé de qué me está hablando! La razón por la que la tenemos aquí es para tratar de hallar medidas efectivas contra ella.
Pero el caso es que la había molestado.
—La persona que debe verle tiene que estar a punto de llegar, señor Hake —añadió—. Siéntese. Iré a buscarla.
Se acercó al banco, situado junto a un tanque galvanizado en el que algún tipo de alga estaba compitiendo con alguna clase de planta de las charcas. No era una visión agradable, pero el sonido del agua que corría era muy placentero; y, sin embargo, no deseaba tomar asiento. Había ensayado al menos cincuenta veces lo que quería decirle al abogado, pero siguió ensayándolo un poco más, mientras paseaba por el invernadero. ¡Pérdida de la consorte! ¡Alienación del afecto! Y que eso le sucediese a él, que era el más inocente de los espectadores... Bueno, en lo más profundo de su corazón no era tan inocente, eso había que admitirlo. Al menos, no siempre. Pero a uno no lo podían llevar a juicio por lo que podría haber hecho. ¿No era así? Se halló mirando un macetero con unas flores blancas de aspecto enfermizo, que tenían forma de campana y estaban apuntando a las luces de arriba; al menos eso hacían las que sobrevivían, porque la mayoría estaban agostadas y marchitas. Tomó la que tenía mejor aspecto para colocársela en el ojal de la solapa y miro su reloj. Las once y media.
Le habían estado haciendo perder el tiempo de un modo inexcusable...
—Hola, semental, parece que no puedes dejar de ir por ahí metiéndote en líos de faldas, ¿eh? Reconoció la voz aun antes de haber dado la vuelta, pero no era una voz que esperase escuchar.
—¡Yosper! ¿Qué infiernos hace usted en New Jersey?
—¿Qué qué hago? ¡Pues sacarte de los problemas en que te metes, jovencito! —le dijo el espía—. Te juro que, cuanto más me relaciono contigo, menos creo conocerte. ¿Quién es esa tía de ahora?
—Escuche, Yosper...
El hombrecillo alzó las manos.
—Sólo estaba bromeando, Horny. Lo que hagas en tu tiempo libre es cosa tuya... excepto que, como sabes, siempre puedes contar con la Agencia para sacarte de los líos en los que te hayas metido. Te hemos buscado un buen abogado. Hablarás con él enseguida, pero como resulta que pasaba por aquí, quise saludarte. —Estudió detenidamente el aspecto de Horny—. Te recuperas bien, ¿eh? Bueno, supongo que ya tendrás ganas de volver a trabajar en una operación, ¿no es así? Y va a haber una realmente importante, muy pronto. La operación para la que te estábamos reservando, chico.
De lo que Hake realmente tenía ganas era de que le olvidasen, al menos por un largo tiempo. Pero no dijo nada de eso, sino:
—¿Es algo grande?
—Voy a ir yo, personalmente —se limitó a decirle Yosper.
—¿Y bien?
Hake esperó, pero el hombrecillo negó con la cabeza.
—No te puedo decir mucho más, pero... —le guiñó un ojo— ...te gustará el lugar al que iremos. Incluso quizá vuelvas a ver a viejos amigos.
Iba a preguntar si se refería a Leota, pero Yosper se le adelantó:
—No hablo de aquella tía —le dijo apresuradamente—. Olvídala, Hake. Ahora es propiedad privada, y no queremos líos con la persona que es su dueño. No desearás la esclava de tu prójimo, mi buen amigo; es una vieja norma. .
—Ése no es mi prójimo.
—¡Anda con cuidado, Hake! Es un hombre importante. Y, de todos modos, ¿cómo crees que le hicimos retirar las denuncias que había puesto contra ti? Veo que aquí también tienes bastantes problemas, así que lo mejor será sacarte de en medio por un tiempo.
—¡Este juicio es una locura!
—Oh, no estaba hablando de tu amiguita Alys, chico. Estaba hablando de esos bastardos gemelos hindúes que te han hecho volar el coche.
¡Jesús!, pensó Hake, ¿es que no había nada que aquellos tipos no supiesen?
Yosper prosiguió.
—Son unos malos bichos. Claro está, en lo que se refiere a tu coche, sólo tienes que limitarte a comprar otro. Tienes el mejor seguro que hay. Sólo que no te compres otro de hidrógeno.
—¿Por qué no? —preguntó Hake, asombrado.
—Por la balanza de pagos.
—Pero... si he oído... quiero decir que el petróleo llega de México y otros sitios así, y que esos países están subiendo los precios...
—A México lo podemos manejar —le dijo Yosper—. Atiende, ¿quieres, chico? Y presta atención a lo que haces. Bueno, ahora tengo que ir a Washington para... bueno, ya sabrás para qué. No hagas esperar a tu abogado.
—¿Que no le haga esperar? ¡Pero si llevo ya media hora esperándolo yo a él!
—Bueno, pues te verá ahora mismo en la Sala de Juntas. Se llama Stanford. Es un tipo agradable. Pero has de saber que no es uno de los nuestros, así que cuidado con lo que dices.
El abogado era joven y negro, y llevaba en el pulgar los anillos dobles de un matrimonio de grupo. ¡Estupendo!, pensó Hake... ¿Por qué no le habían buscado un abogado que fuera de los de su bando?
—Me llamo Sid Stanford —dijo el otro—. Me han dicho que se trata de un asunto de, esto, relaciones domésticas, así que mi primera pregunta será ésta: ¿qué es lo que yo pinto aquí?
¡Toma ya, aún más estupendo! Hake resopló:
—Lo que pinta usted aquí es lo que yo le diga, porque para eso le pagan. Pues supongo que le gusta estar en la nómina de la AFI, ¿no es así?
Stanford le miró con algo más de respeto.
—No se ofenda, Hake. De todos modos, ¿por qué no me cuenta de qué va todo?
—De esto es de lo que va. —Hake sacó la citación de su bolsillo y la lanzó, deslizándose por sobre la mesa de madera noble, en dirección al abogado, quien la leyó, frunció el ceño, retrocedió y volvió a leer una parte, y luego la dobló cuidadosamente antes de devolvérsela.
—¿Ha estado tonteando usted con sus feligresas, Hake?
—No. Dígame, ¿he cometido un error al acudir a usted?
—En lo que a eso respecta —le contestó secamente Stanford—, va a tener que llegar usted mismo a sus propias conclusiones. Mi especialidad es el derecho laboral, no las relaciones domésticas. Empecemos todo de nuevo: ¿qué es lo que ha sucedido entre usted y esa Alys Brant?
—¡Nada, maldita sea! Todos ellos son miembros de mi congregación y estaban pasando por dificultades matrimoniales. Alys quería salirse de ese matrimonio. Yo les aconsejé.
—Según dice esto, usted la aconsejó a ella en, déjeme ver... París, Copenhague, Francfort, Milán, Munich y algún sitio más.
—Ambos éramos acompañantes en un viaje que hizo un grupo de niños a Europa. No dudo de que ella sienta algún interés por mí, Stanford. Cada iglesia tiene alguna mujer como Alys Brant: cuando sus vidas sentimentales les resultan insatisfactorias, ellas se fijan en el ministro. Es una figura paterna. Pero le aseguro que Alys y yo no hemos tenido, ni entonces ni en ningún otro momento, relaciones sexuales.
—No se le acusa de habérsela tirado, Hake. Se le acusa de alienación y pérdida de consorte... lo que significa que, a causa de usted, ya no está con Ted y Walter. ¿Es eso cierto?
Hake dudó.
—Podría... podría ser —confesó.
—Si dice eso en el tribunal —observó el abogado—, el asunto quedará arreglado en cinco minutos: perderá usted.
—¿Qué es lo que quiere que diga?
—Oh, la verdad, Hake. Pero si es usted culpable, y ésta es la mejor defensa que puede presentar, entonces no tengo una mierda en la que basar mi trabajo.
—No lo comprendo, Stanford. Las mujeres sienten fijaciones por los ministros de sus parroquias. Alys es una joven de buen ver, atractiva, con un montón de ideas románticas en la cabeza.
—¿Trabaja?
—A veces. Tiene el título de bibliotecaria, y un diploma de psicología. Pero... la verdad es que no hace gran cosa. Sus esposos son ingenieros y su coesposa hace la mayor parte del trabajo doméstico —dudó: en la Iglesia Unitaria no había secretos de confesionario, pero Hake jamás se había atrevido a hablar de las intimidades de quienes acudían a él en busca de consejo. Al fin dijo:— Su familia está bien situada y Alys tiene una especie de capital en un depósito, del que cobra los intereses. Así que le queda mucho tiempo libre.
Stanford asintió:
—Es una combinación muy explosiva.
—Bueno, pero eso no es culpa mía, ¿eh? ¿O es que acaso soy responsable de lo que haya dentro de su mollera?
—No —aceptó el abogado—, no lo es. A menos que hiciera usted algo para influenciarla.
—¡Pero si ya le he dicho que no lo hice! O, al menos, no he hecho nada importante. Es una mujer atractiva y debo admitir que, en ocasiones, disfruto de su compañía. Pero no creo que acabe usted de comprender lo que significa ser el ministro de una religión; eso lleva implícito una obligación, sobre todo en lo que se refiere a la tarea de aconsejar a los feligreses... Es como si un psicoanalista tuviera relaciones sexuales con una de sus pacientes.
—¿Y eso nunca sucede? —preguntó Stanford, mientras daba vueltas a su doble anillo del pulgar.
—Bueno, claro que pasa... ¡Un momento! ¿A favor de quién está usted?
—Oh, a favor del suyo, Hake. Me pagan para que esté de su parte. Pero si su única defensa es que usted no iba a subyugar a Alys Brant para que abandone a sus compañeros legales porque es algo que va contra las normas, dudo que logre convencer al juez. —Vio los ojos de Hake clavados en el anillo de su pulgar, tuvo un sobresalto y luego se echó a reír—. ¿Está usted pensando que soy favorable a los matrimonios plurales? Ni lo piense. Ése es mi lado personal, y no tiene nada que ver con mi trabajo como abogado. Vamos a ser concretos: ¿ha visto usted a Alys Brant desde que ella dejó a su familia, o poco antes?
—Ayer por la mañana la vi en la iglesia, sí; pero no hablé con ella. Y no la he visto en privado desde hace... no sé, hará un mes. Ni siquiera supe que los había abandonado hasta anoche.
—Hum —Stanford tomó algunas notas en un bloc con tapas de cuero, empleando una pluma de oro—. Entonces, supone que no es usted la causa próxima.
—Supongo que no lo soy.
—¡Oh, no era una pregunta! Le estaba diciendo la posición que tomaremos. De acuerdo, Hake. Hablaré con el abogado de esa gente, y veremos lo que sacamos en claro. Estaré en contacto con usted. Una cosa más: ¿le va a perjudicar esto como ministro de su iglesia?
Hake dudó.
—No lo sé.
—Supongo que al menos no le va a ayudar mucho. Bueno, hay una cosa que quiero que haga, hasta que vuelva a hablar con usted, y supongo que ya sabe cuál es.
—¿Mantenerme alejado de Alys Brant?
—¡Vaya! —dijo el abogado, sonriendo y extendiendo la mano—. ¿Sabe?, creo que, después de todo, va a ser usted un cliente bastante bueno.
Se supone que el lunes es el domingo del ministro religioso, y Hake sólo tenía unas pocas cosas programadas para hacer. Aun así, las pospuso todas, excepto una reunión para dar consejos a los dos Tonys, los gays, que estaban a punto de decidirse a adoptar un niño y andaban en busca de apoyo. En parte lo hizo porque deseaba darles ese apoyo, pero aún más porque no quería perder su papel de consejero. ¿Le iba a hacer daño en su práctica ministerial aquel juicio? No necesitaba un ordenador para contestar esa pregunta: le iba a borrar del mapa.
Y, sin una iglesia, Hake sólo tenía otra habilidad con la que mantenerse, una habilidad que no quería tener que volver a emplear.
Después de que hubo despedido a los Tonys, que no estaban más cerca de decidirse que antes, pero que al menos ya no sentían tanta ansiedad por su situación, a Hake le quedó libre el resto de la tarde.
No sabía en qué emplearla. Ejercicio, gritaba su cuerpo; no, resolver los problemas, le decía su mente. Pero, ¿con qué problema empezar? El problema de Alys se lo podía dejar al abogado. Para el problema de Leota no se le ocurría ninguna forma de intervención. El problema de los Reddi le parecía bastante insoluble; lo único que podía hacer era apartarse de su camino. Si es que era posible. Se notaba bastante expuesto y mucho más inerme de lo que hubiera deseado. ¿Cómo sabían todos tantas cosas de él?
Ahí había un problema con el que sí se podía enfrentar; cuando había salido del centro de entrenamiento bajo el alambre, no había tenido tiempo de devolver todos sus juguetitos. Equipo de ganzúas, alambre para estrangular, comprobadores de circuitos... Los sacó de la bolsa, los complementó con algunas cosas tomadas de su caja de herramientas, y de nuevo fue el agente secreto perfectamente equipado, con todas las herramientas propias de su tarea de espionaje y contraespionaje. O con la mayoría de ellas. Y las suficientes para revisar la casa parroquial, de arriba abajo, en busca de micrófonos ocultos.
Para empezar, allí estaba el retrete, contemplándole desde el cuarto de baño. Ni lo tocó. De todos modos, aquello no presentaba problema alguno, sólo tenía que evitar los soliloquios matutinos, mientras se afeitaba, y hablar consigo mismo mientras estaba en la cama. (No era muy habitual que la cama de Hake contuviese alguna otra persona con la que hablar.) El teléfono estaría intervenido, claro. O al menos podía estarlo. No había nada en el auricular, así que quizá no estuvieran escuchándole mientras el aparato estaba colgado, pero con los medios de que disponía no podía averiguar si estaba pinchado más allá, en el cable externo. Ni siquiera se molestó en intentarlo: debía asumir que cualquier conversación podía ser escuchada y tener cuidado en no decir nada privado por teléfono.
Pero eso fue todo. Y no fue bastante. Al no poder descubrir nada más, en ninguna otra parte de la casa, se sentó, intrigado. Iba en contra de toda lógica el que la Agencia lo tuviera tan poco vigilado. Y no sólo en aquel momento, sino también en el pasado... Estaba claro que le habían estudiado muy a fondo antes de reclutarlo. Y no sólo era cosa de la Agencia: Leota lo había localizado con gran facilidad; ¿cómo? El caso es que todo lo que había aprendido en la academia no le servía ahora de nada: no halló nada de la Agencia, nada de la gente de Leota, fueran quienes fuesen, nada de los Reddi. Ni siquiera nada sobre un hipotético detective privado que los esposos de Alys Brant pudieran haber puesto tras sus pasos.
Volvió a meter las herramientas en la bolsa, sobre las cintas que le había prometido a Art el Increíble que iba a escuchar muy pronto. También Leota le había hablado sobre hipnotismo, allá en Munich. Era otro rompecabezas, pero resolverlo no le resultaba muy interesante en aquel momento. También excitaba su curiosidad aquel extraño comentario de Yosper acerca del hidrógeno.
Hake sabía de dónde llegaba el hidrógeno... más o menos. Lo traían de algún punto en el Golfo pérsico, o quizá era del Mar Rojo... un sitio que estaba a un par de miles de kilómetros del kibutz en el que había pasado su niñez, una parte del mundo que conocía por sus charlas y por haber leído sobre ella, pero que jamás había visto. En cierta manera, le pareció que podía comprender por qué la Agencia no deseaba emplear hidrógeno líquido. De algún modo, aquello incluso era encomiable por su parte.
Cuando los israelíes habían destruido las reservas de petróleo del Oriente Próximo con sus cargas huecas nucleares, no habían quemado todo el petróleo, pero lo que había quedado sin extraer era altamente radiactivo. Si los hippies de Kuwait, o quienquiera que ahora estuviera generando el hidrógeno, lo hacían a base de quemar ese petróleo, estaban liberando isótopos radioactivos en la atmósfera. Que Hake supiera, nadie lo había dicho jamás en público, pero ahora sabía que eran muchas las cosas que jamás se decían en público. Si había una razón aceptable para esa advertencia, tenía que ser ésa. Porque, ¿qué otra razón podía haber para rechazar un combustible que no hacía daño, en lo más mínimo, al medio ambiente? Y eso en un medio ambiente que uno sólo tenía que mirar por la ventana de su casa para darse cuenta de lo dañado que ya estaba. Y no era que los Estados Unidos no estuvieran importando combustible: los pozos mexicanos y chinos seguían escupiendo diez millones de barriles al día en dirección a las refinerías estadounidenses, a pesar de que sus precios se estaban volviendo exorbitantes. O quizá especialmente porque sus precios se estaban volviendo exorbitantes.
De todos modos, ¿era así como lo estaban haciendo los hippies? Había oído algo, en algún lugar, acerca de que usaban energía solar. El truco consistía en atrapar la energía del sol en espejos o lentes, hervir agua de mar, dividir el H2O en sus partes componentes, congelar el hidrógeno hasta licuarlo y guardarlo en tanques. Desde luego, la operación era bastante más complicada de lo que parecía al describirla. Para dirigir la luz del sol a una caldera u horno había que poner motores en los espejos, para que siguieran al sol en su recorrido; también significaba tenerlos limpios, y asimismo encontrar un lugar con mucho sol y mucha agua y cantidad de terreno barato... y un gasoducto, y un puerto de gran calado para poder llevar el hidrógeno líquido allá donde podía ser de utilidad. Pero quizá hubieran resuelto todo aquello.
Y, si así era, ¿por qué no había lugares como ése en los Estados Unidos?
La respuesta era que los había, pero que las leyes económicas eran poco favorables a la construcción de kilómetros cuadrados de espejos. Y, sin embargo... lo que había dicho Yosper tenía que tener algún significado oculto.
Y eso no significaba que Hake fuera a hallarlo... al menos no sin alguna ayuda. Y se estaba cansando de aquella inactividad. Aún había luz, así que llamó para confirmar su visita y pasó lo que quedaba de la tarde en la sauna del Club Náutico de la playa, quitándose el dolor remanente de sus huesos. Veinte largos en el agua, asombrosamente fría, de la piscina, su habitual carrera de cuatro kilómetros, una cena ligera y un brandy, y se sintió físicamente preparado para lo que fuera a suceder. Incluso logró apartar a Alys y el juicio de su mente, liberándola así para poder dedicarla a sus otras preocupaciones. Se sentó frente al terminal del ordenador, lo puso en marcha y dudó sobre qué preguntas hacerle.
Le había dicho todo lo que deseaba saber acerca del jeque que era el amo de Leota Pauket. No respondía a preguntas acerca de la Agencia: a éstas sólo contestaba con un signo de interrogación; sin duda había un modo de que contestara a esas preguntas, pero él no lo conocía. Pensó en pedirle antecedentes jurídicos acerca de casos relacionados con la pérdida de una consorte, pero para aquello ya tenía a una abogado trabajando para él.
¿Qué más quedaba?
Estaba la extraña sugerencia que Leota había hecho en Italia.
La hipnosis. ¿Qué era !lo que podía averiguar acerca de la hipnosis?
Recordó lo que Alys había hecho en la biblioteca de Nueva York y se dedicó a interrogar a la memoria sobre textos sencillos acerca de la hipnosis; y comenzó a leerlos y a tomar notas, empezando por el principio.
Si uno le pincha a otro con una aguja, espera que le duela. Si no le duele o dice que no le duele, su comportamiento es contrario a lo esperado. Si uno tiene una mente inquisitiva, trata de comprender por qué se porta de ese modo, y cuando conoce las razones, el comportamiento ya no es contrario; ahora es el que uno espera.
Este proceso de convertir un comportamiento contrario a lo esperado en otro que es el esperado, es el meollo del método científico. Intuitivamente, uno esperaría que las cosas siguieran donde están, pensó Newton; así que, ¿por qué se caían las manzanas? Y de este modo nació la teoría universal de la gravitación. ¿Por qué están veladas estas placas?, se preguntó Becquerel; y de este modo dedujo la existencia de la radiactividad.
Los seres humanos no son tan predecibles como los átomos o las manzanas, pero a pesar de eso, aún hay algunas cosas que esperamos confiados.
Si le clavamos una aguja a John, esperamos que sienta dolor.
Si Harry está atravesando una habitación en la que puede ver claramente que hay un obstáculo, podemos esperar que lo evite, para no tropezar con él.
Si Jacqueline intenta abrir su puño cerrado, esperamos que lo consiga.
Si Wilma no puede recordar el color del cabello de la profesora que tenía en párvulos, esperamos que ese recuerdo siga perdido.
Y si todas esas cosas que esperamos no se cumplen, nos preguntamos el porqué. ¿Es que John es un leproso, Harry un ciego y Jacqueline una paralítica; y acaso le ha enseñado alguien a Wilma una vieja foto en color de su antiguo parvulario? Digamos que no. Digamos, en cambio, que descubrimos que alguien ha sugerido a cada una de esas personas que deben comportarse tal como se ha descrito. Ahora nos encontramos tras la pista de una solución a esos rompecabezas y descubrimos que la solución tiene un nombre: se llama hipnotismo.
Ya hemos llegado al punto Newton-Becquerel. Aún no tenemos una teoría, sólo la observación de que, bajo ciertas circunstancias, ocurren cosas contrarias a lo esperado y que lo hacen muy a menudo. ¡Tan a menudo que acaban siendo lo que esperamos!
Pero existe una teoría. De hecho, según descubrió Hake, hay infinidad de teorías, que van remontándose hasta que llegamos a la presentada por el mismísimo Franz Anton Mesmer en 1775.
Mesmer era médico, y creyó que había encontrado un modo de curar algunos tipos de enfermedades sin necesidad del escalpelo ni la panacea, lo que, considerando el estado de la medicina en aquel entonces, era algo realmente bueno. Se basaba en lo que llamó «magnetismo animal». Si hacía ciertos pases misteriosos con las manos cerca de la cabeza de un paciente y luego le ordenaba que hiciera ciertas cosas, éste las hacía. Incluso aunque fueran cosas bastante extrañas. Incluso si lo que se le decía que hiciese era ponerse bueno. Incluso cuando las cosas eran algo que normalmente uno hubiera considerado imposibles. Podía mandarle al sujeto que se pusiera rígido, y hacer que se quedase tan tieso como una tabla. Podía pedirle que no sintiera dolor alguno; entonces podía pellizcarle, pincharle, incluso quemarle. Y si le preguntaba al sujeto si le hacía daño, éste le contestaba el equivalente, en el francés del siglo XVIII, de: «Anda ya, doctor Mesmer, si todo esto es la mar de divertido».
De esto había informes fiables y la cosa parecía ser objetivamente cierta. Los pacientes decían que era verdad. Los observadores decían que era verdad. El mismo doctor Mesmer decía que era verdad. Y entonces se dedicó a explicar el motivo por el que él creía que era verdad. Dijo que había un fluido magnético... incluso consintió en que lo denominasen «fluido mesmérico», que rodea a todo el mundo, y que el paso de las manos a través de este fluido lo reordena de modo que puede cambiar el estado del magnetismo animal del sujeto, produciendo los efectos descritos.
Ahí es donde cometió su error, pues los científicos se dedicaron a buscar ese fluido. No lo había. No existía. Esto es lo que decidió la Comisión real encargada de estudiar el caso, en 1783.
Vale, de acuerdo, ¿y entonces, qué? La teoría estaba equivocada, pero el proceso seguía funcionando. El neurólogo Charcot dijo que, de algún modo, la «hipnosis», que es como se acabó llamando a aquello, producía cambios neurológicos básicos, que era lo que realmente hacía que aquello funcionase como funcionaba...
Natural, siendo un neurólogo el que lo explicaba. Pero Bernheim no era neurólogo, así que dijo que era simplemente una sugestión, y se dedicó al negocio, aplicándola a sus pacientes. Los insultos, las negaciones y las objeciones volaron entre las escuelas de Nancy y Salpétriére, y las cosas siguieron así durante más de dos siglos; pero, fuera como fuese que se le llamara, el caso es que aquello lograba lo que Mesmer había dicho que podía lograr. Y más. A la gente le hacían composturas en los dientes bajo la orden hipnótica de no sentir dolor, y se levantaban de la silla del dentista sonrientes y agradecidos. Las mujeres tenían hijos sin ninguna otra clase de anestesia, y charlaban y reían mientras estaban pariendo.
Desde luego, había algunas anomalías.
Cuando la tecnología electrónica empezó a invadir el campo médico, los experimentadores informaron de algunos resultados asombrosos. Si medían el potencial eléctrico de los nervios afectados, sin importar lo muy confortable que dijera el paciente que se sentía, aquellos nervios estaban vibrando por la tensión. Y si hacían que el sujeto llevase a cabo una escritura automática, su boca podría estar diciendo «Esto no me duele», pero su mano escribía «Mentiroso».
Y todo aquello era muy interesante pero, ¿que significaba? A Hake se le estaban quedando los pies fríos. Se puso las zapatillas y fue hasta el baño para prepararse una taza de café instantáneo. Se contempló a sí mismo en el espejo, mientras esperaba que saliera agua caliente por el grifo, dándose cuenta de un modo vago de que las señales de los golpes se iban borrando, medio escuchando el zumbido del ventilador y el delicado gorgotear del retrete, con la mente llena de hipnotismo. Ahora sabÍa más de lo que lamás hubiera deseado saber sobre el tema, pero no aquello que andaba buscando. ¿No debería haber estado leyendo Trilby, en lugar de lo que le ofrecía el ordenador? Si la Agencia era un Svengali, tal como Leota había afirmado, ¿acaso se iba a hablar de algo de eso en las informaciones asequibles al público en general?
Regresó al tablero y tecleó una pregunta acerca de si alguna agencia gubernamental empleaba, en los Estados Unidos, el hipnotismo, y cuando apareció la mota luminosa que indicaba posibles segundas opciones, tecleó: Operaciones secretas.
La respuesta era la que había esperado. Un ?
Y aquella pregunta seguía sin tener respuesta. Se recostó en su vieja silla giratoria tapizada en plástico, sorbiendo el tibio café y frunciendo el ceño ante las brillantes letras verdes de la pantalla del monitor. Y, con retraso, se dio cuenta de que el agua del retrete aún estaba corriendo. Y no sólo eso, sino que estaba chapoteando y gorgoteando más fuerte que nunca.
—¡Dios mío! —dijo en voz alta. ¡Cascarrabias! Como siempre, se había olvidado de comprobar si había algún mensaje vespertino para él. Si es que sólo era eso... porque podía ser peor: podría ser que estuvieran controlando su uso del terminal del ordenador, y que estuviera a punto de meterse en problemas que no deseaba.
Pero cuando oprimió con el pulgar sobre la zona de identificación del pulsador de la cisterna del retrete, descubrió que los problemas le llegaban de otra dirección:
—¡Hake! —gruñó la débil voz grabada de Cascarrabias desde el depósito del agua—. ¡Estás llevando demasiado lejos esa coartada tuya! Antes de que te puedas dar cuenta, esa congregación de paganos a la que llamas tu parroquia va a empezar a preguntarse por qué su ministro está, tan de repente, mostrándose tan preocupado por los asuntos internacionales, así que déjalo correr. Háblales de las oscuras golondrinas y de la santidad de las relaciones interpersonales durante un tiempo, ¿me oyes? Es una orden. ¿Y te acuerdas de lo que se supone que debes decir cuando recibes una orden? ¡Vamos a ver cómo lo dices!
Se oyó un débil zumbido y luego sólo el suave susurro de la cinta que corría, aguardando.
Hake se acordó:
—La comprendo y la obedeceré —dijo, a desgana. Un momento más tarde cesó el sonido de la cinta y el retrete volvió a ser únicamente un retrete.
Recordando esto, Hake lo utilizó, muy pensativo, para el propósito para el que originalmente había sido diseñado. Así que alguien de su congregación había informado sobre su sermón del día anterior a Cascarrabias. Nadie de Animalitos y Flores Internacionales se había quedado al sermón, o al menos nadie a quien él hubiera reconocido. Naturalmente, no tenía por qué haber un chivato, podría haber sido uno de esos excelentes micrófonos, diminutos como un cabello, que había visto bajo el alambre... pegado a un costado del púlpito, metido entre las molduras de la madera, quizá incluso trenzado entre los hilos de la nueva moqueta. O lo que fuese. Le estaban vigilando con atención. Se lavó las manos y volvió a su dormitorio, y entonces Alys Brant dijo:
—Hola, Horny, espero que te alegre verme.
Hake se quedó helado. Alys estaba recostada en su cama, con los pies metidos bajo ella. Se había hecho algo en el cabello, pero eso no la había vuelto menos atractiva. Tenía un aspecto dulce y confiado. ¡Pero, no obstante...!
—¡Qué infiernos haces aquí?
—Por favor, no te enfades, Horny querido. Necesito un lugar en el que pueda quedarme. Sólo por una noche o dos, hasta que pueda irme a casa de mi tía.
—¡Alys! —exclamó él—. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que no sabes que Ted y Walter ya me han denunciado por haberte apartado de ellos?
—¡Oh, ésos! —dijo. Se alzó de hombros y se estiró—. Yo atestiguaré en tu favor, Horny. Tú no has tenido nada que ver. Ya me había hecho a la idea de dejarles hace tiempo. Simplemente, necesito ser libre... ¡Santo cielo, si todo esto ya lo sabes! Ya nos oíste quejarnos y discutir y tocar el tema una y otra vez. Así que me largué. He estado viviendo con... un amigo. Pero esa situación también se hizo insostenible, de modo que me vine aquí. No tengo ningún otro lugar al que ir, Horny.
—De eso ni hablar, Alys. He pasado la mañana con un abogado. Me ha dicho que no debería ni verte.
Ella se sentó, bostezando.
—Nadie tiene por qué saberlo. Excepto quizá Jessie, pero ella te es muy leal. ¿Tienes algo que comer, Horny? Llevo horas— caminando y cargando con esas bolsas. —Miró hacia una bolsa de viaje y otra de compras, de plástico, que había colocado cuidadosamente bajo la mesilla del terminal del ordenador—. No es mucho, ¿verdad? Pero son todas mis pertenencias personales.
El monitor aún estaba mostrando las últimas palabras del diálogo. Irritado, Hake se acercó al aparato y lo apagó.
—Ya he visto lo que había en él —le indicó Alys—, y te estuve escuchando en el baño, mientras te preparabas para hacer tus necesidades. Estabas hablando con alguien. Y desde hace ya tiempo tengo ganas de preguntarte en qué estuviste metido con la buena de Leota Pauket. Es algún tipo de trabajo de espionaje, ¿no es así, Horny? ¿Querrías contármelo todo mientras comemos algo?
Él se sentó al borde del sillón que había junto a la cama y la contempló. Aquella mujer estaba llena de sorpresas.
—¿Cómo es que conoces a Leota Pauket?
—Fui a la escuela con ella. Hacía años que no la veía y de repente, la primavera pasada, me topo con ella en la calle. De hecho fue justo aquí, enfrente de la casa parroquial. Tomamos unas copas y ella quiso saber cómo me iban las cosas. Bueno; justo acabábamos de pasar por una de esas interminables y estúpidas sesiones contigo, así que yo le hablé mucho de ti, y eso pareció fascinarla. Lo quería saber todo acerca de ti. ¿Te acuerdas de aquel tiempo, realmente espantoso, que tuvimos justo antes de marcharnos a Europa con aquellos chicos?
Hake asintió con la cabeza.
—Sí, cuando vinisteis aquí a una de las sesiones de consejos. —No le resultaba muy difícil de recordar; fue la sesión interrumpida por la llegada de la citación de la Agencia.
—Bueno, pues fue entonces cuando sucedió eso.
—No me lo contaste.
—¡Vaya una cosa, Horny! ¿Por qué iba a hacerlo? No tenía ni idea de que la conocieses; de hecho, estoy seguro de que no la conocías. Pero luego, en Munich, fue ella quien te trajo de regreso al hotel. Llevaba puesta una peluca, pero seguro que era ella. En cuanto me vio salir del ascensor se marchó. Y luego me llegó una nota suya. Como en una novela de espías: «Por favor, no hables de mí. Te lo explicaré todo cuando nos veamos. Es muy importante». O algo así.
Horny Hake siguió sentado, pensativo, por un instante. Por lo menos aquello explicaba cómo Leota había aparecido en aquel autobús que le llevaba a Washington. Debía de haberse enterado de que lo estaban reclutando para los servicios secretos antes que él mismo.
Pero aquello no cambiaba las realidades presentes.
—A pesar de todo, ahora no tienes nada que hacer aquí, Alys.
—¿Qué crees que va a suceder si los abogados se enteran de esto? ¡Me han puesto un juicio!
—Entonces tendremos que asegurarnos de que no se enteren, ¿no te parece, Horny? Quiero decir que parece que tú eres muy bueno en eso de guardar secretos. De verdad que me sorprendes, ya lo creo.
Él gimió.
—Alys, te doy mi palabra de que te estás metiendo en algo demasiado grande para ti. ¿Hay algún modo de que pudieras convencerme de que te vas a olvidar de todo esto?
Ella negó con la cabeza:
—Uh-uh.
—¡Esto no es un juego! ¿Cómo crees que conseguí todos estos moretones? ¡En esto matan a la gente!
—Realmente haces que suene muy interesante, Horny.
—Ésta habitación podría contener algún micrófono oculto, y en este mismo momento podrían estar escuchándonos. Si Cascarrabias se entera de que andas metida en el asunto, no sé lo que podría hacer.
—¿Cascarrabias? Es un nombre que no había oído nunca antes —se puso en pie—. Vamos a la cocina a preparar algo y luego, mientras comemos, puedes empezar por el principio y contármelo todo. Y te puedes tomar todo el tiempo que necesites. Tenemos toda la noche.
II
Hake se despertó de un sueño profundo, en el que había estado activamente involucrado, y lo hizo en un instante.
En el momento que hubo entre el darse cuenta de que estaba despierto y el abrir los ojos tuvo un destello sinóptico de su memoria. Lo incluía todo. También el haber encontrado a Alys en su habitación, el haber hablado con ella, comido con ella y, por lo que en aquel momento le había parecido una progresión lógica e inexorable, el haberse ido a la cama con ella; e incluso supo inmediatamente qué era lo que le había despertado, o mejor dicho, quién le había despertado.
La figura que estaba de pie junto a su cama, alta, delgada y silenciosa, era Jessie Tunman. Sus ojos centelleaban y estaba agitándole por el hombro, sin proferir sonido alguno. Contempló despectivamente la forma desnuda y dormida de Alys Brant y se retiró hasta la puerta.
Hake se puso la bata y la siguió.
—¡No tiene ningún derecho a meterse así en mi dormitorio! —susurró salvajemente.
—¿Lo dice por ella? ¡Ella no me importa! —El centelleo en sus ojos era de triunfo—. Traigo órdenes de Cascarrabias. Vístase y venga a la oficina.
Él se detuvo con el nudo del cinturón de la bata a medio hacer.
—¿Y qué es lo que sabe usted de Cascarrabias? —inquirió.
—Limítese a hacer lo que le digo. —Jamás le había oído hablar con aquel tono, el de una persona mayor que disfruta cuando ha atrapado al jovencito sabelotodo. Ni se detuvo a explicarse. Se dio la vuelta y se marchó pasillo abajo. Incluso la forma en que caminaba era autocomplaciente.
Naturalmente, pensó él. ¡Jessie era la persona a quien había estado buscando! Para empezar, ella era la que le había espiado antes de que lo reclutasen. Su anterior trabajo había sido como «empleada del gobierno». No había mentido cuando le había facilitado sus informes a la hora de contratarla, lo único que se había reservado era la parte del gobierno para la que había trabajado.
Y no le cabía duda de que lo había estado observando cuidadosamente mientras le pasaba a limpio los sermones y le archivaba la correspondencia, juzgando a partir de datos esotéricos (si ponía paté en el bocadillo o simplemente queso) cuál iba a ser su comportamiento en una misión de campo. ¡No había tenido la más mínima intimidad! Jessie estudiándolo para la Agencia, Alys dando informes sobre él a su vieja amiga de la escuela, Leota. Para esto, se podía haber pasado la vida metido en el escaparate de unos grandes almacenes.
La forma en que Alys yacía, acurrucada confortablemente en un rincón de la cama, sin exigir más espacio, era exactamente igual a la postura en que la había visto cuando él se había despertado. Sus ojos estaban cerrados y, sin embargo, a Hake no le cabía la menor duda de que, tras esos párpados, estaba totalmente despierta. Duchado y afeitado en menos de cinco minutos, se puso la ropa sin hablar con ella. Era conveniente para ambos mantener la ficción de que seguía dormida. Para ella, porque así no tenía que tomar parte en aquella escena, para él, porque no estaba muy seguro de lo que le quería decir. A menos, no hasta que descubriese qué era lo que Jessie tenía que decirle a él. Y lo más probable era que ni siquiera entonces lo supiera, aunque no tenía la menor duda de que, en cualquier caso, algo tendría que decirle.
En la oficina, Jessie había encendido el calentador, para luchar contra el frío de la mañana de principios del otoño, y había limpiado la mesa que usaban para hacer montajes. Estaba colocando sobre ella un equipo de herramientas y artefactos que Hake había visto antes, pero nunca allí: una cámara instantánea, una caja con varios impresos, botellas de tinta, tampones. Uno de los instructores les había enseñado el uso de todo aquello en el cursillo bajo el alambre. Resultaba extraño pensar que también Jessie debía de haber pasado por allí, desde luego muchos años antes que él.
Ella alzó la vista.
—Parece estar bien para que le haga una foto —observó.
—¿Va a decirme el porqué?
—Claro que voy a decírselo, Horny. Sólo que ahora quédese quieto un instante. No, ahí no. Apártese de su diploma, no quiero tener que retocar nada que aparezca en la pared para borrarlo... ahí está bien.
La cámara de Jessie cliqueteó y, en un momento, produjo media docena de fotos tamaño pasaporte.
—Se ven los moretones —comentó críticamente—. Pero no se puede evitar, Ahora hágamelas usted a mí. —Miró en derredor en busca de una pared vacía distinta, la halló y le entregó la cámara—. Le engañé, ¿no?
Hake la miró por el ocular y esperó el momento en que su ex presión era más autocomplacida, antes de apretar el botón.
—Bueno —contestó él—, si hubiera usado la cabeza me hubiera dado cuenta de que usted fue quien me reclutó. Ya sabía que antes había trabajado para el gobierno.
Ella recuperó la cámara y suspiró, al tiempo que contemplaba las fotografías:
—¡Vaya una cultura tan montada alrededor de la juventud, esta en la que vivimos, Horny! Me retiraron hace seis años... Naturalmente, una nunca se retira del todo de la Agencia; eso ya lo descubrirá usted mismo. Pero me pasaron al status de inactiva, exceptuando algunos trabajillos de tanto en cuanto. Como presentar un informe sobre usted. —Mientras hablaba estaba recortando los bordes de las fotografías—. ¿Sabe?, nos han prometido una Era Feliz, cuando demostremos que somos dignos de ella... pero eso parece que cada día está más lejano.
Tristemente rebuscó por entre sobres de impresos. Luego se le iluminó el rostro; no había nada que pudiera agriar permanentemente su estado de ánimo.
—¡De todos modos, aún hay en mí una buena misión por cumplir! Y la vamos a llevar a cabo.
—¿los dos?
—Usted, Horny, y yo... y otros. Ésta es una de las grandes. Recibí órdenes por mensajero especial, a las seis de esta mañana.
Hake, no sin dificultad, mantuvo su tensión por debajo del punto de ebullición. Nada de lo que había dicho aquella mujer le resultaba agradable, sobre todo la idea de hacer algún tipo de misión acompañado por ella. ¡Y estaba tan complacida consigo misma! Tenía motivos para ello y Hake no estaba lo suficientemente irritado como para hacerla caer de su pedestal. Así que se limitó a decir:
—¿Y por qué no me lo contó Yosper cuando nos vimos?
—Porque no lo sabía. Yo voy antes en el escalafón que él, ¿sabe? O quizá sea porque la Agencia esté algo preocupada por usted, ¿no le parece? Claro que no se les puede culpar por eso: deja que le citen a un juicio, deja que le vuelen el coche unos terroristas... Oh, lo mejor sería que se largara de aquí mientras pueda, Horny. Para dejar que se enfríen las cosas. A la larga me agradecería este consejo. En este basurero se está usted marchitando sin haber acabado de florecer. Firme aquí —le dijo, entregándole una licencia de conductor de Illinois extendida al nombre de «William E. Penn». Luego le explicó:— Éste es usted, para esta misión. Practique firmando antes unas cuantas veces, y así le saldrán iguales todas las firmas que tiene que hacer.
—¿Qué es lo que tengo que firmar?
—Todos sus documentos identificatorios, tonto: el pasaporte, su tarjeta de la Seguridad Social, las tarjetas de crédito, los visados para Egipto y Al Halwani. Luego se puede ir a comer. Para cuando haya acabado el desayuno yo ya tendré preparados todos los documentos, los suyos y también los míos. Así que, antes de irse, abra la caja fuerte de la iglesia. No puedo llevarme otra vez todas estas cosas a mi apartamento... y usted no querrá dejarlas por aquí encima, donde todo el mundo las pueda ver, ¿no es así?
Tomando otro grupo de impresos, acabó:
—¡Y deshágase inmediatamente de esa chica!
Estaba pensando en Al Halwani; ¿no era ése el lugar que había mencionado Gertrude allá en el hospital? Pero aquello último le hizo indignarse. Ella le interrumpió:
—Esto no tiene nada que ver con su vida sexual, o como llame eso que usted lleva tan mal... ¡Son órdenes!.
—¿Y por qué? —quiso saber.
—Para que así pueda tirar de la cadena de su retrete en privado. En este momento ya deben de estar en la cinta las instrucciones para usted.
No tuvo que deshacerse de Alys. No se la veía por parte alguna.
Se aseguró de ello mirando en cada uno de los armarios y detrás de cada puerta, pero lo cierto era que se había largado. Sin duda lo había hecho por la puerta de atrás y, desde luego, no se trataba de una solución definitiva: su equipaje aún seguía allí.
Alys pensaba regresar, y estaba claro que no tenía ninguna duda de que la iba a dejar volver a entrar. Tampoco había tenido ninguna duda la noche anterior, y no se había equivocado. ¿Por qué?, se preguntó, muy molesto consigo mismo, ¿por qué resulta que todo el mundo sabe exactamente lo que quiere de ti y además sabe que tú se lo vas a dar?
No tenía respuesta a aquello. Así que hizo lo que Jessie había querido que hiciera y sabido que haría. Se retiró a su cuarto de baño, colocó su pulgar sobre la palanca y tiró de la cadena.
—Bueno, Hake —dijo Cascarrabias en tono de cascarrabias desde el altavoz oculto bajo la cisterna del retrete— las cosas deben de estar poniéndose calientes ahí en Long Branch, ¿no? De acuerdo, dentro de tres días te marchas. Ya hemos arreglado lo de tu sustituto, que es el mismo tipo que la otra vez, y Jessica Tunman te facilitará los documentos. Toma nota de esto: el viernes vuelas a Egipto con la Tunman. Reconoces la instalación marcada en el plano de Al Halwani. Luego te vas, utilizando un transporte de superficie, a la ciudad de Al Halwani. Una vez allí solicitarás un empleo en la Empresa de los Combustibles de Hidrógeno de Al Halwani, a las 15 horas del 23. Cuando te contraten, empieza a trabajar. Tu habilidad con los idiomas te dará prioridad. Se te contactará allí, con nuevas instrucciones...
Hubo una larga pausa.
—Estoy esperando —dijo la voz grabada.
Hake dijo, rápidamente:
—He entendido la orden y la obedeceré. —La cinta se desconectó sola y hubo silencio en el baño.
Seguía siendo una forma peligrosamente tonta de llevar a cabo el trabajo de una agencia de espionaje, pero sus órdenes eran muy claras.
Al Halwani. Y Leota estaba en Roma.
El día pasó arrastrándose. Su mente estaba al otro lado del océano, pero logró cumplir con todo el carrusel: las sesiones de consejos, las reuniones, atender la correspondencia con Jessie (cuyos ojos brillaban de alegría, con el lápiz escapándosele en un revoloteo cada vez que le tomaba un dictado pero, sin embargo, insistiendo a cada momento en que tenían que continuar llevando a cabo sus tareas habituales, hasta que llegase el momento de partir). Ella se fue a casa pronto.
—Esta mañana me he despertado antes de mi hora habitual, Horny. Necesito recuperar algo de sueño.
Él se puso rápidamente el chándal y corrió su par de kilómetros por la playa, a la luz mortecina del anochecer. Empresa de los Combustibles de Hidrógeno de Al Halwani. La balanza de pagos. ¿Qué clase de pagos se le hacían a Al Halwani? Por el hidrógeno, un pequeño chorrito. El hidrógeno no valía mucho.
Oh, claro, desde luego hubo un tiempo en que un torrente de oro fluía constantemente hacia el Oriente Próximo, incluido Al Halwani, pero esto había sido cuando aún corría el oro negro. Cuando los israelíes habían hecho estallar las bolsas de petróleo e iniciado fuegos que ardían desde cráteres de un kilómetro de diámetro, el petróleo había dejado de correr. No totalmente, pero ahora ya sólo fluía un arroyuelo. Así que los jeques árabes se habían marchado allí donde estaban sus cuentas bancarias suizas; y la fracción de petróleo que había sobrevivido, la que no se había quemado y no había sido dañada por la radiactividad, ahora estaba siendo extraída por quienquiera que permaneciese en el lugar para extraerla... y a veces era gente muy extraña. Y no era bastante como para afectar a la balanza de pagos de nadie.
Y, ¿a quién le pagaría uno? El petróleo había sido la única razón para que hubiera ciudades en lugares como Al Halwani, Abu Dabi y Kuwait. Cuando la razón había desaparecido, las ciudades habían muerto. La gente nómada había vuelto a hacerse nómada. Los edificios seguían allí, y los hoteles y los museos y las salas de conciertos y los hospitales. Pero no había trabajo, ¿no era así? Trató de recordar la postal de Gertrude. No le había sugerido una metrópoli boyante. Unos pocos turistas para mantener los hoteles en un símil de vida. Y, sí, a lo largo de los años, al Golfo pérsico habían ido llegando emigrantes... el tipo de chicos, como la hermana de Gertrude, a los que en otro tiempo hubieran llamado hippies: refugiados políticos, escritores, gente que no tenía trabajos fijos, pero que podía subsistir en cualquier lugar en el que la vida no fuera cara. Al Halwani era un poco como e1 París de los años veinte y mucho como las islas griegas en los sesenta. En parte era como Greenwich Village, en parte como Haight-Ashbury. Y si estaban consiguiendo, de algún modo, sacarse unos pocos dólares a base de fabricar y vender hidrógeno líquido a los países más prósperos, ¿quién podía echárselo en cara?
Para cuando trotó de regreso, playa arriba, ya había anochecido. A la luz de las farolas vio a Alys Brant, atisbando con curiosidad el interior de un coche aparcado cerca de su puerta. El coche encendió las luces y se alejó gimiendo cuando él llegaba, y Alys le dio la bienvenida entregándole una bolsa del supermercado.
—¿Te gusta el pollo a la naranja, Horny? Tienes un wok, ¿no? Si no lo tienes me las arreglaré con una sartén grande.
—Pensaba que no te gustaba cocinar —dijo él.
—Quiero ganarme el alojamiento. —Le cogió la llave de la mano, abrió la puerta y le precedió adentro—. Es sólo por poco tiempo, ¿sabes, Horny? Y te estoy realmente muy agradecida por aguantarme.
Él, en realidad, lo que hubiera debido hacer era sacarla de su vida, de una vez por todas, pero el daño ya estaba hecho; y, de todos modos, en unos días partiría para otra misión. De todos modos... de todos modos... Hake admitió para sí que la idea de que fuera otro quien le hiciese la cena le resultaba muy atractiva. Pospuso toda conversación y se dirigió hacia la ducha. El agua caliente le sentó muy bien. Y el retrete era sólo un retrete, sin nueva confusión que añadir a su vida. Mientras se estaba secando con la toalla, sonó el teléfono. Antes de que lograse llegar hasta él, Alys ya lo había cogido. Irritado, le dijo:
—Contestaré yo.
El que llamaba era Art el Increíble.
—¿Horny? ¿Qué te parecería salir conmigo en la televisión la noche del sábado?
—¿En la televisión? ¿Por qué?
—Porque eres una persona interesante, Horny. Es uno de esos programas de entrevistas. Les hablé de tus sermones y la verdad es que no han sacado a muchos ministros unitarios y, de todos modos, siempre están buscando gente que sepa hablar bien. ¿Quieres hacerlo?
—¡Bueno, tengo que admitir que es una idea excitante! —Entonces Hake recordó la realidad—. Lo que pasa es que no puedo. Esto, uh... creo que tendré que irme fuera.
—¿Otra vez?
—Sí, ya sé que estoy viajando mucho, pero... lo lamento, Art. ¿Qué tal si, de todos modos, me vuelves a llamar más adelante, por si ha cambiado la situación?
—Seguro —la voz del teléfono dudó—. Horny... si te has metido en algún tipo de lío...
—¿En qué tipo de lío me podría haber metido? —preguntó Hake, con voz falsamente animosa.
—Bueno, en ninguno. Pero si alguna vez tienes problemas, recuerda que yo estoy a tu lado.
—Gracias, Art —dijo Hake, azorado—. Lo recordaré.
—Ya lo sabes. Y dale recuerdos a Alys Brant.
Hake se vistió rápidamente y le dijo a Alys en cuanto la vio:
—No lo vuelvas a hacer. No contestes a mi teléfono. ¿Es que no sabes lo que me va a pasar por causa tuya?
—Oh, ese estúpido juicio. Lo que pasa es que Ted está irritado, Horny. Ya se enfriará. Y también lo hará la cena, si no vamos a la mesa en seguida. —Ella se sentó sonriente. Sobre la mesa de la cocina había velas y una botella de vino blanco—. ¿No quieres saber lo que he estado haciendo hoy, Horny?
Él cortó el pollo, que estaba en una salsa espesa y pegajosa.
—Supongo que sí.
—Claro que sí. He pasado toda la tarde en una agencia de viajes, mirando folletos de los mares del Sur: ¡Tahití! ¡Bora Bora! ¿No te suenan de maravilla? ¿Qué te parece el pollo?
—Está muy bueno —mintió caballerosamente Hake. Pero, al menos, la verdura del acompañamiento era comestible—. Creí que te ibas a ir con tu tía.
—Oh, ella es tan pesada como Ted y Walter; se pasaría el día diciéndome que tendría que estar con mis esposos. Y no tengo que ir hasta New Haven para oír eso. Pero, al menos, me habré apartado de tu camino antes de que te marches a El Cairo.
Hake dejó caer su tenedor.
—¿Cómo infiernos sabes que me voy a El Cairo?
—Los billetes estaban en el bolsillo cuando colgué tu americana, querido. ¿Eso es todo lo que vas a comer? No he preparado ningún postre, pero podríamos tomar un poco más de vino...
Hake le dijo, con tensión:
—Esos billetes son de un amigo mío, el bueno de Bill Penn. Estuvimos... juntos en el seminario.
—El pasaporte estaba también en ese bolsillo, cariño, y en él he visto tu foto. —Sonrió como perdonándole, y añadió:— Pero aún no te he dicho las noticias más excitantes... ¿O es que ya las conoces, y por eso te vas a África?
—No sé de qué me estás hablando —le espetó él.
—De Leota, claro. Tuve una idea mientras estaba en la agencia de viajes: la llamé a Roma. No a ella, claro, sino a ese jeque, Hassabou, visto que ella forma parte de lo que podríamos llamar su séquito.
Esto le dejó cortado.
—¿Hablaste con Leota en Roma?
—¡Ya no está allí! —canturreó Alys—. ¡Su jeque se la ha llevado a su tienda del desierto! ¡Dios mío, Horny, eso aún suena más romántico que Tahití!
—¿A qué tienda?
—Bueno, no creo que sea una verdadera tienda. Es un lugar llamado Abu Magnah. No pude hablar con ella, pero desde luego está allí. Está en medio del desierto. Dicen que él va allí pour le sport. Aunque supongo que todos sabemos en qué deporte está interesado... ¡Oh, lo lamento, Horny!
—Olvídalo —le dijo él, amargamente. Se sirvió otro vaso de vino y se quedó mirándolo. Recordaba muy claramente el mapa del Oriente Próximo: El Cairo estaba allí y Al Halwani estaba más abajo, hacia el Golfo, aquí. Y Abu Magnah estaba más o menos a medio camino entre ambos. Volvió a notar la desagradable comezón en su bajo vientre. Coches deportivos, el surf y el sexo, y dos de las tres no debían de ser aficiones fáciles de disfrutar en medio de las Tierras Baldías.
Alys había limpiado la mesa de platos y estaba de pie tras él, con los dedos en los músculos de su espalda.
—Pobre Horny —dijo—. Tan en tensión. ¡Es como si fueras de hierro!
Era muy cierto: podía notar la tensión en sus hombros y brazos, en su pecho e incluso en su abdomen. Todos aquellos músculos que había estado cuidando con cariño, desde los días en que andaba en silla de ruedas, ahora se habían vuelto contra él.
—Yo podría eliminar todo esto —dijo ella suavemente.
—Gracias. Ya tengo bastantes problemas, tal como están las cosas.
—¡Tonto! No estaba hablando de sexo...—aunque eso también es bueno, siempre. Y no soy lo bastante fuerte como para darte un masaje cuando estás así. —Estaba trabajando los músculos de sus hombros de un modo que le resultaba muy agradable, pero lo dejó—. No, vamos a relajarte, Horny, vamos a relajar cada músculo de tu cuerpo. Vas a estar totalmente relajado, y empezaremos con tus pies. Ya puedes notar cómo los dedos de tus pies están relajados, y...
Se sentó, tieso de un salto.
—¿Qué infiernos estás haciendo?
—Sólo te estoy relajando, Horny —le dijo ella con dulzura—. Aprendí a hacerlo en la universidad. Realmente no se trata de hipnotismo, sino de una especie de sugestión. ¿Notas relajados los dedos de los pies? Y las plantas de tus pies, también ellas están quedando relajadas, y tus tobillos...
—¡No quiero ser hipnotizado!
Ella le soltó y de nuevo se sentó ante la mesa.
—De acuerdo, cariño —dijo—. Vamos a probar otra cosa. Quizá lo que tendrías que hacer es hablar de todo ello. Dime qué es lo que te tiene tan tenso.
Hake tragó el resto de su vaso, tendió la mano hacia la botella, pero se contuvo.
—No quiero más vino. Quiero un poco de café.
—Eso aún te va a poner mas tenso, Horny.
—¡Necesito estar tenso! ¡Y tú te vas a marchar de aquí esta no... mañana por la mañana, a lo más tardar! —añadió.
—Claro que sí. Lo que tú digas, cariño —dijo, mientras ponía agua a calentar para el café—. Bueno, si ésta va a ser la última noche que vamos a pasar juntos hagámosla placentera, ¿vale? ¿Quieres ver los folletos de viaje que he cogido?
—En lo más mínimo —negó él.
—No, el viaje de otra persona nunca le resulta interesante a uno, ¿no es así? —Le sirvió café y se lo trajo. Determinada a seguir con la conversación, preguntó—. ¿Va a venir Art esta noche?
—No.
—Oh. Es buena compañía para ti, Horny. Realmente deberías tener más amigos. —Al ver que no respondía, lo intentó de nuevo—. ¿Crees en la teleportación, Horny?
—¡Oh, Dios! ¡Ya es bastante oír hablar de eso a Jessie!
—Bueno, es que sucede una cosa curiosa. No dejo de ver a la misma persona por todas partes. Estaba fuera esta mañana, y estaba sentado en un banco del paseo cuando regresé del supermercado, y luego estaba en un coche aparcado justo frente a la casa, mientras te estaba esperando. Y lo curioso es que no pudo hacer todo eso, Horny, no tenía bastante tiempo para ir de un lugar a otro.
—Probablemente no te fijaste bien. No tenías motivos para hacerlo.
—Sí, sí que me fijé. Incluso puedo decirte el aspecto que tenía. Era un hindú, o quizá un pakistaní. Joven, bastante atractivo, en cierto modo...
Hake dejó su café.
—¿Acaso uno de ellos tenía una cicatriz en la cara?
—Bueno... quizá. No lo observé tan de cerca, pero, sí, creo que sí. ¿Qué es lo que sucede?
—Limítate a relajarte —dijo Horny, poniéndose en pie—. Quiero echar un vistazo por ahí.
Pero no había señales de ninguno de los gemelos Reddi por parte alguna, ni frente a la casa parroquial ni a los lados ni detrás. Hake permaneció en la oscuridad del porche durante largo rato, contemplando todo lo que se movía por la avenida. Coches, algunos chicos de la escuela superior, una pareja de ancianos que avanzaba titubeante hacia su residencia para personas de la tercera edad. Nadie que tuviera aspecto de conspirador.
Cuando regresó al interior de la casa, Alys se hallaba en su despachito privado, con aspecto de no entender nada.
—¡Horny! ¿Te importaría decirme qué es lo que pasa?
—Siéntate, Alys. Sí, me importa, pero de todos modos te lo voy a decir.
Fue hasta el baño y abrió la ducha, cerrando la puerta tras de sí. De vuelta al despachito se sentó frente a ella.
—Tendrás que hacer una de dos cosas antes que nada, Alys. Tendrás que prometerme que vas a tener la boca cerrada acerca de lo que te voy a contar, o tendrás que irte ahora mismo.
—¡Oh, Horny! —se asombró ella, obviamente encantada.
—¡Maldita sea! ¡Te estoy hablando muy en serio!
—¡Te lo prometo!
—Tú acostumbrabas a dar las clases de arte y deportes en la escuela dominical; ahora puedes ayudarme. Para empezar, lo que viste no era un hombre, eran dos. Son mellizos y son los que hicieron estallar mi coche. No se andan con chiquitas: ellos fueron los que me causaron la mayor parte de los moretones, y si supieran lo que estoy haciendo probablemente aún me darían más palos.
—¡Horny!
—En segundo lugar —prosiguió—, yo no sabía dónde estaba Leota; pero ahora que lo sé, voy a rescatarla. Sabes que estoy metido en un asunto secreto... bueno, será mejor para ti que esto sea todo lo que sepas. Pero voy a correr un riesgo e ir de El Cairo a Al Halwani pasando por el sitio ese donde vive el jeque, y voy a sacar a Leota de allí.
—¡Eres tan ingenuo, Horny! ¿Cómo vas a hacer una cosa así?
—No lo sé, pero lo haré. Quizá incluso lo pueda hacer de un modo legal. Hassabou no tenía derecho a llevársela con él de Italia, eso está claro en el contrato de venta, así que ha violado la ley. De todos modos... lo voy a hacer. Pero tendré que preparar algunos documentos antes de irme, y ahí es donde tú puedes echarme una mano. Yo no tengo mucho talento para esas cosas. Ven conmigo a la otra oficina.
Mientras estaba abriendo la caja fuerte de la iglesia, le dijo por encima del hombro:
—No tienes por qué hacer esto. Sin contar a los Reddi, hay otros riesgos. Podrías tener problemas con... con la gente para la que trabajo.
—¿Te refieres al gobierno? —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Dime una cosa: ¿acaso tú mismo no te vas a ver en problemas con ellos?
—Quizá sí. Pero voy a llamar por mi retrete y... ¡oh, esa parte no te interesa! Alys, lo que voy a hacer es dejar un mensaje diciendo que me fui pronto porque los Reddi amenazaban mi vida.
Creo que eso puede cubrirme.., aunque la verdad es que no me importa un pimiento.
Había sacado el equipo para falsificar documentos.
—Veamos, tengo que cambiar la fecha del visado egipcio. Llamar a la PanAm y conseguir una plaza para el primer vuelo a El Cairo. ¿Debería cambiar el pasaporte a otro nombre? Quizá tendría que hacerlo, o...
Alys le tomó la mano.
—Horny...
Él la miró, irritado por la interrupción.
—¿Qué...?
—Llévame contigo.
Se sintió tan asombrado que se olvidó de irritarse.
—¡Eso es ridículo, Alys!
—No, no lo es.
—Es imposible.
—Tampoco es imposible. Si puedes falsificar documentos para ti, también los puedes falsificar para mí. Y Leota fue amiga mía durante mucho más tiempo de lo que lo ha sido tuya.
—Olvídalo, Alys. Es peligroso.
Se inclinó hacia adelante cariñosamente y colocó su mejilla pegada a la de él.
—y también es muy emocionante, Horny. ¿Sabes de qué has estado hablando? ¡Has estado hablando del sueño secreto de toda mi vida, eso es! De jeques que se llevan raptadas a sus mujeres sobre corceles blancos. ¡De hombres de verdad!
—Lo más probable es que si han de llevarse a alguien lo hagan con un buggy a hidrógeno —resopló él—. Y esos hombres de verdad hacen cosas muy curiosas a sus mujeres de verdad.
—Oh, Horny. —Ella se echó hacia atrás y lo miró con emoción—. Horny, cariño, ¿es posible que creas que no sé manejar a un hombre? Quizá otras cosas no sepa, pero ésa sí, créelo. Así que considéralo todo arreglado. Te echaré una mano con esos documentos... Pero, Horny, tengo que hacerte una aclaración acerca de esa clase que yo daba en la escuela dominical: era Jim Tally quien les enseñaba arte, yo era la instructora de judo. Pero si Jessie Tunman puede falsificar un pasaporte, también puedo hacerlo yo.
III
El piloto egipcio, que ya no era tan joven, se agitó en su asiento, mascullando algo. Estaba señalando hacia el desierto y aunque Horny estaba recordando poco a poco su oxidado árabe, no entendió la mayor parte de lo que decía.
—Usted dedíquese a conducir este aeroplano —le ordenó. Por el modo en que el árabe llevaba el pequeño turborreactor, Hake sospechaba que habría tenido su primer entrenamiento de vuelo en MIGs, dado por instructores soviéticos antes de la guerra del Yom Kippur.
—¿Qué es lo que está tratando de decirnos? —preguntó Alys a la oreja de Hake. —Éste se alzó de hombros.
—Algo acerca de que el viento es malo. Creo que habla de eso que hay ahí abajo. —Ambos tendieron sus cuellos para mirar hacia abajo. Las Tierras Baldías, desde luego, estaban vacías. Era un desierto rocoso, en el que ni siquiera se veía un rebaño de cabras o las tiendas negras de un campamento beduino. Pero algunas partes del terreno eran de un curioso color, verde amarronado, y estaban extrañamente desenfocadas, como si una neblina oleaginosa cubriese los raquíticos matorrales.
—Quisiera que este avión tuviera lavabo —dijo Alys. Estaba interpretando de un modo magistral el papel de la turista yanqui aburrida. Hermosa. Elegante con su vestido de tres piezas y pantalones cortos grises y un toque de seda color escarlata al cuello.
Era una vestimenta totalmente inadecuada para las Tierras Baldías, pero por eso mismo totalmente adecuada para alguien que quería dar la impresión de ser una turista que no sabe cómo debe vestirse.
A Horny se le ocurrió que su nervioso aburrimiento quizá no fuese del todo fingido. Era totalmente posible que tuviera sus dudas acerca de lo correcto que había sido para ella embarcarse en aquella aventura egipcia. La noche anterior en el hotel de El Cairo, con ambos aplastados por el jet-lag y el cansancio, ella había yacido muy rígida junto a él en la enorme cama doble de la habitación. Cuando él se había movido para tocarla, más por simpatía que por lujuria, ella se había apartado, irritada, de un tirón. Podía comprender sus quejas, pues cuanto más se acercaban a Abu Magnah, más quejas se le ocurrían a él. Lo que había parecido fácil desde medio mundo de distancia iba pareciéndoles más y más difícil de cerca.
—¿Qué está haciendo ahora ese débil mental? —preguntó ella.
El piloto se había desabrochado el cinturón de seguridad y estaba acercándose, tambaleante, hacia ellos. En árabe egipcio les gritó:
—El oasis estará a la vista dentro de un minuto. ¿Han visto las langostas? —Hake se volvió a mirar por donde habían venido, pero el ángulo del ala le tapaba la vista—. Lo lamento si se lo perdieron —sonrió el piloto—. Ahora abróchense los cinturones, pues si Alá lo quiere vamos a empezar nuestro descenso siguiendo las instrucciones para el aterrizaje.
Regresó ante los controles y un momento después, cuando recuperó el mando manual, el avión inclinó un ala y empezó a girar hacia la izquierda.
Mientras el tren de aterrizaje gruñía y se fijaba en la posición adecuada, Hake tuvo su primera visión de Abu Magnah.
Era mucho más de lo que se esperaba: parecía como el símbolo olímpico de los círculos entrelazados, pero a gran escala... unos discos inmensos de un par de kilómetros de diámetro. Eran círculos de irrigación, y allá donde se interconectaban no había un racimo de tiendas y palmeras, sino una verdadera ciudad. Amplios caminos se abrían por entre los campos labrados de las granjas, casi desprovistos de tráfico.
Hake tenía la idea de que Abu Magnah era un lugar de placer privado del jeque Hassabou, pero era mucho más que eso. Al menos había cincuenta edificios con forma de domo y de un níveo color blanco dispuestos como las manzanas de una ciudad; minaretes y mezquitas en blanco y oro y colores más oscuros, un edificio extenso, parecido a un par de fichas de dominó unidas y con un signo de hotel encima; y allá fuera, en los círculos de irrigación, rodeados por muros, se veían dos o tres palacios de los de cuento de hadas, con jardines y piscinas. El conjunto resultaba encantador. Y parecía bastante nuevo. Había pocos árboles, porque Abu Magnah no era lo bastante antiguo como para que hubiera árboles, aunque el brillante verde de los plantíos mostraba dónde algún día habría bosquecillos de pinos, y una dispersión de colorido gris verdoso prometía olivares. Al borde de un gran círculo al norte de la ciudad, marrón oscuro, de tierra húmeda sólo ligeramente tachonada por los inicios de algún tipo de cosecha, había una torre rectangular más alta que ninguno de los minaretes. El andamiaje mostraba que aún se hallaba en construcción. Entonces, el aeroplano picó y cambió de dirección, y una pista se alzó para recibirlos.
Pasaron por las poco serias formalidades de aduanas y el piloto estuvo esperándoles en la camioneta del hotel.
—Páguenme ahora, por favor —dijo.
—No; ¿por qué iba a hacerlo? —contestó Hake—. Aún nos tiene que llevar al sur.
—Porque si me pagan aquí con su tarjeta de crédito será en la moneda del jeque, que está ligada al franco suizo. Además, ¿cómo sé que no se van a marchar sin pagarme?
—Bueno.... —dijo Hake, molesto, pero Alys Brant se colocó entre ambos.
—Ni hablar de eso —dijo ella con firmeza, y se llevó a tirones a Hake al interior de la camioneta—. Oh, Horny —suspiró, mientras se acomodaba—, siempre dejas que la gente se te imponga. Aunque debes de tener mucho encanto personal porque, de lo contrario, ¿cómo me habría dejado yo convencer para participar en este plan de locos?
Haciendo un esfuerzo, no contestó. Apretó los dientes y miró por la ventanilla de la camioneta. No había mucho tráfico, aparte de ellos; no adelantaron a ningún vehículo más que a una enorme máquina que parecía un quitanieves y que resultó ser un barredor de arena. Pero la amplia ruta estaba peraltada como una autopista. Quizá no fuera muy utilizada, pero estaba claro que, cuando la usaban, los conductores querían ir deprisa. Y mientras pasaban junto a uno de los recintos vallados, el aire caliente trajo, a través de las abiertas ventanillas de la camioneta del hotel, lo que parecía ser el sonido del agua que corría. ¿Una cascada? ¡En medio de las Tierras Baldías!
Una locura, pero una locura formidable. Estaba rodeado por muestras de riqueza y de poder y, ¿quién era él para oponerse a esas demostraciones? Y eso sin contar con ese otro poder formidable para el que trabajaba, un poder con el que, más tarde o más temprano, tendría que vérselas.
—Ahlan wa-sahlan —dijo el conserje, que iba muy formalmente vestido, cuando llegaron al mostrador, ofreciéndoles una pluma.
—Inshallah —respondió educadamente Hake. Firmó, con un ojo en la firma del pasaporte para asegurarse que la hacía bien, tras lo que los llevaron a su suite. Tenían a tres botones para llevarles las cuatro pequeñas maletas que constituían su equipaje.
—Tengo que hacer algunas compras —le susurró Alys en el ascensor Y luego todos los botones parecieron muy atareados, abriendo y cerrando cortinas, comprobando el funcionamiento de los grifos, chapados en oro, del cuarto de baño, ajustando el aire acondicionado, hasta que Hake le entregó a cada uno de ellos una moneda de cincuenta riyals. Cerró la puerta tras ellos, se quedó pensativo por un instante y luego comenzó a rebuscar por los cajones del escritorio hasta que encontró, primero, un ejemplar del Corán y, luego, lo que andaba buscando: un pequeño volumen, encuadernado en cuero con guardas doradas, que era el listín telefónico de Abu Magnah. La escritura arábiga le resultó fácil de leer, al ir surgiendo en su mente los recuerdos de su niñez a medida que los iba necesitando. Aunque, en realidad, no lo estaba leyendo. No sabía lo que andaba buscando y en lo que pensaba era en lo frágil de sus planes: 1, ir a Abu Magnah; 2, rescatar a Leota; 3, pensar en qué hacer luego. Incluso como simple intención estratégica generalizada carecía de enfoque. Y por lo que se refería a la táctica... ¿dónde empezaba uno el paso 2? Incluso le había parecido allá en Long Branch, que lo único que tendría que hacer era presentarse en la comisaría local de policía y denunciar el secuestro. Pero en aquella ciudad del oasis, feudo de Hassabou y sus parientes, no había ni la más remota esperanza de poder seguir aquel camino.
Alys salió del baño, le sonrió y comenzó a deshacer las maletas: sus cosméticos en hilera en el tocador, sus artículos de aseo en el baño, su ropa en los cajones superiores del armario mayor.
—Si me dejas una de tus tarjetas de crédito —le dijo—, esta tarde me haré con todo lo demás que necesito. Puedes poner tus cosas en el otro armario.
—No te acomodes demasiado —dijo él; vamos a estar aquí tres días a lo sumo.
—Pero mientras estamos aquí, vale la pena estar lo más confortable posible. No te preocupes, Horny, puedo volver a meter todas estas cosas en las maletas en dos minutos... quiero decir, si al fin decides qué es lo que tenemos que hacer, claro.
—Muy bien. —Se alzó y miró por la ventana. A pesar del calor que hacía, las calles estaban llenas de gente, una Liga de las Naciones del mundo árabe. Algunos de ellos podrían ayudarle, ¿no? Un poco de baksheesh, un astuto jugar con las antiguas deudas de sangre... Podía ver a jordanos y yemeníes, incluso a un beréber de los Ait Haddibou, con su albornoz blanco y su turbante. Lo único que tenía que descubrir era cuáles eran los adecuados para entrar en contacto con ellos. Su experiencia previa como espía y saboteador no le era de gran ayuda, pues le había llevado a una especie de convicción, «a lo James Bond», de que en algún punto del camino desde el aeropuerto, o en el vestíbulo del hotel, algún curtido mercader mediterráneo o deferente anamita haría autostop, o le pediría fuego, y resultaría ser un aliado. No había sido así. Estaba solo.
—¿Qué son estas cosas, Horny? —Alys había acabado de deshacer sus maletas y había empezado con las de él, y estaba mostrándole unas microfichas y cintas magnetofónicas.
—Oh, eso. Me había olvidado de que estaban ahí. —Las había llevado a Texas y luego a Italia después de que Art el Increíble se las hubiera dejado, y nunca las había estudiado. Ahora no parecían podar serle de mucha ayuda.
—Uh-uh. —Ella las puso en uno de los cajones de arriba, lo cerró y se sentó, para mirarle fijamente—. Veamos, no me has dicho qué es lo que vamos a hacer ahora, pero quizá pueda imaginarlo. Dado que se supone que somos turistas, debemos hacer una visita. Debemos estudiar este lugar y ver cómo podemos llegar hasta Leota. En el vestíbulo deben de vender postales y quizá tengan un mapa. Apuesto a que podemos reunir un montón de información, sólo yendo por ahí a ver las vistas. Y luego, por la noche, ya estaremos en disposición de trazar un plan, ¿me equivoco?
Hake estudió su rostro inocente durante un momento; luego sonrió.
—Has dicho justamente lo que yo pensaba —dijo—. Vamos.
En donde se juntaban las dos alas del hotel, el arquitecto había colocado un restaurante giratorio. Comieron aquella noche en esa torre y, mientras el local giraba, Hake podía ver el palacio del jeque, iluminado por focos rosas y azules, bajo el brillante cielo del desierto. Ahora que lo había visto de cerca le parecía más formidable que nunca... Pero quizá, pensó Hake, sólo fuera que estaba muy cansado.
Había sido un día agotador. Alys había encontrado postales y mapas con facilidad. Tras diez minutos desesperantes de hablar con el conserje de visitas en autocar, y ver que ninguna de ellas iba a los sitios que ellos querían, Hake no había hallado el modo de explicar por qué querían ver unos sitios determinados sin descubrir más de lo que deseaba... Habían ido hasta la puerta del hotel y allí habían sido asediados por los taxistas, encantados por la idea de ser contratados para toda una tarde de dar vueltas viendo vistas. Hake había elegido a un armenio musulmán llamado Dicran (que era el que probablemente menos descubriría algo raro en su árabe, que aún estaba practicando), y habían rodado en coche durante unas tres horas. El comentario, hecho sobre el hombro por Dicran, había sido un enorgullecerse de todo lo que él consideraba romántico o extraño: los blancos camellos mughathir que pasaban por el camino, montados por la policía local; las mezquitas para los musulmanes sunitas, chiitas y alauitas; las iglesias para los drusos, derviches y... sí, incluso cristianos. Pero lo que más le había enorgullecido había sido mostrarles el palacio del jeque Hassabou desde la carretera que pasaba junto a sus muros y hacerles la confidencia, sonriendo, de la existencia de verjas electrificadas en el interior de lo que parecían ser verdes setos que rodeaban el harén. Por no hablar de las alarmas de infrarrojos y los guardas armados en todas las puertas. Había insistido en que visitasen un aipursuq (Hake había estado interrogándose sobre la palabrita durante un rato hasta que, con una carcajada, había reconocido su significado: «supermercado»), para que allí comprasen las granadas, higos y pepinos locales; y después habían hecho una merienda campestre sobre verdadera hierba, justo al otro lado de la carretera, frente al mismo palacio.
Dicran había sido una verdadera mina de información; pero, cuando la unían toda, ¿cuán más cerca estaban de rescatar a Leota? ¿O de trazar un plan?
No mucho.
Pero allá, en público, con el camarero jefe trayéndoles inmensos menús al estilo antiguo, tampoco podían hablar de ello. Y siempre cabía la posibilidad de que se les ocurriese algo. Mientras el camarero se alejaba señorial, Alys se inclinó hacia Hake y le siseó al oído:
—¡Usa pintura de ojos!
—Eso se llama kohl, Alys. Y no quiere decir que sea marica. Lo necesitan para protegerse los ojos del sol.
—¿Por la noche? —Ella le hizo un guiño y volvió su atención al menú.
Al menos ella estaba pasándoselo bien, especialmente se lo pasaba bien mirando sobre el menú al palacio azul y rosa de Hassabou. Le parecía entonces que le fallaba el aliento. Y no era por miedo, sino por la excitación. Había algo en la idea de ser propiedad de alguien que la emocionaba. Pensó que casi envidiaba a Leota, pero, mientras leía el menú, lo único que dijo fue:
—¿Crees que la trucha será fresca?
Lo era, y eso que no podía venir de ningún lugar más cercano que los Pirineos. Como también lo era el caviar iraní con el que empezaron, y el vino era un graves de un renombrado château.
Alys pidió con la precisión y arrogancia del turista habitual. Calculando mentalmente el coste de la comida, Hake dio gracias a su Dios, fuera el que fuese, por no tener que pagarlo.
Comprendía al menos una de las razones por las que Yosper y los otros disfrutaban con su trabajo. Era difícil recordar que ser parco era ser virtuoso, cuando uno no tenía que pagar las facturas... cuando, de hecho, con su complicado jugar con programas de ordenador y tarjetas de crédito, cada gasto acababa por ser pagado, involuntariamente, por el enemigo; de modo que cada extravagancia era una nueva bofetada que le daban a la cara.
Vivir como un millonario era una experiencia nueva para Hake, y le resultaba casi inmoralmente placentera. Pero no era nada, en comparación con el estilo de vida del jeque Hassabou. Abu Magnah no era una posesión suya; pero sí lo era, hasta el último centímetro cuadrado, de su familia. Los palacios de ésta eran la docena de otros que estaban desperdigados en derredor de las áreas irrigadas; pero el suyo era el más grande, el principal, aquel donde estaba la sede del poder. ¡Y qué poder! Donde antes no había sino una charca, embarrada y poco profunda, buena sólo para que bebiesen los camellos, y unos árboles enanos, había creado un mundo.
Los círculos de irrigación que daban vida a Abu Magnah podrían haber sido construidos en cualquier época. Pero nadie, antes de Hassabou, había estado dispuesto a pagar el precio. Bajo las rocas y los matorrales había un océano de agua fósil... algo mala de sabor, sí, pero fría y suficiente para la irrigación, e incluso potable si uno no era demasiado exigente. Lo malo era que estaba a un kilómetro de profundidad, por lo que cada litro llevado a la superficie costaba una pequeña fortuna. ¡Un derroche de energía! Y en una escala más amplia que lo que Hake jamás hubiera soñado. El jeque había descubierto el antiguo oasis, lo había comprado y había perforado hasta el lago subterráneo para recrear, en plenas Tierras Baldías, aquellos jardines y palacios de Al Halwani en los que había jugado de niño. Lo único que se había necesitado para ello era energía. Y la energía sólo precisaba dinero. El dinero suficiente para comprar su propio generador de plutonio... que pronto sería reemplazado, tal como Dicran les había dicho, por la nueva torre solar que estaban construyendo al norte de la ciudad. Y, una vez se tenía la energía, emplearla para bombear el agua de abajo. Dinero para destilar el agua destinada a beber, y para trazar los círculos de irrigación por los que esa agua correría por el desierto, para que los aspersores circulares pudieran hacer florecer ese desierto. Dinero para traer en camiones el mármol y el acero con que construir sus palacios, para dar subsidios y alojar a los palestinos, saudís y beduinos que trabajaban la tierra en los círculos y hacían funcionar la ciudad, para contratar a sus propios muecines para que cantasen las horas de oración y para alzar los minaretes desde los que lo hacían. Dinero para comprar una mujer que le había apetecido y para sobornar a la policía para que mirase en otra dirección mientras él la raptaba y la traía aquí. ¿Una mujer? Quizá tuviese un centenar. Los guiños y sonrisas lujuriosas de Dicran eran bastantes para un millar.
Y dinero lo había. Durante más de una generación el oro de Occidente había rodado hacia el Próximo Oriente para pagar el petróleo. El petróleo se había convertido en capital. El capital había comprado hoteles y fábricas de automóviles y editoriales y miles de kilómetros de terreno, parte de él terreno edificable en Nueva York y Chicago y Tokio y Londres. E incluso cuando el petróleo había desaparecido, el capital había permanecido y se había ido regenerando, y había seguido llenando sus arcas con dinero. A esto se iba a enfrentar Hake.
Contra todo ello, ¿de qué fuerzas disponía él?
Tenía algunas. Las habilidades, en latrocinios y artes marciales, que había adquirido bajo el alambre. Los códigos y tarjetas que le permitirían aprovisionarse de los fondos secretos de una docena de potencias industriales. Y su propia determinación.
Las fuerzas no estaban equilibradas, pero para su objetivo limitado, rescatar a una única prisionera... quizá fueran suficientes. Eso si era lo bastante buen estratega como para desplegarlas adecuadamente.
Con todo aquel dinero, ¿acaso no podría conseguir un aliado o dos? ¿Un policía corruptible? ¿Un palestino con parientes aún confinados en la orilla occidental del Jordán? ¿Quizá incluso uno de los guardas de Hassabou?
¿Pero cómo, exactamente, lograba uno eso?
Y sólo le quedaban dos días.
Tomaron el café y el brandy en la terraza del techo, justo en el exterior de la torre giratoria. Eran los únicos que estaban en las mesas situadas alrededor de la piscina y, obviamente, el barman pensaba que estaban locos. El aire nocturno seguía cálido. La arena hacía que la superficie de su mesa estuviera rasposa, a pesar de las muchas veces que le pasasen una servilleta. Pero, al menos, podían hablar libremente.
Alys no estaba de humor para conspirar.
—Ya se te ocurrirá algo, cariño —dijo estirándose de un modo lánguido y atisbando en dirección al oscuro desierto— Y, Horny, ¿no es esto mucho mejor que esa mierda de Long Branch, en New Jersey?
Bueno, en cierto modo así era. En algunas cosas Hake aún era muy inexperto, un jovencito recién nacido de la silla de ruedas. Pero la oscuridad bajo las estrellas del horizonte le parecía menos hermosa que amenazante.
Alys se llevó la copa de balón a los labios y luego la apartó con rapidez.
—¿Qué sucede? —inquirió Hake.
Ella se estaba riendo:
—Hay cosas en este sitio que son iguales que en Long Branch —anunció—; hay un bicho en mi brandy.
Hake se despertó con la luz de una linterna brillándole en los ojos. Una voz que no había esperado oír le dijo:
—No se mueva, no toque nada.
Una mano palmeó sin miramientos su cuerpo y buscó bajo la almohada. La luz dio la vuelta a la cama e hizo lo mismo con Alys, haciéndole despertarse con sobresalto. Luego la luz se retiró.
Hake no podía ver más allá de ella, pero recordaba la voz.
—Hola, Reddi —dijo— ¿cuál de los dos es usted?
Se encendieron las luces de la pared, revelando al delgado y moreno hombre que les apuntaba con una pistola pequeña y mate.
—Soy el que está muy dispuesto a matarle, Hake. No me gusta tener que seguirle al otro lado del mundo.
—Bueno —comentó Hake—, realmente no quería causarles ningún problema.
Se frotó los ojos y se sentó. Junto a él, Alys estaba despierta pero en silencio; estaba contemplando con gran interés todo aquel entretenimiento, esperando a ver qué surgía del mismo.
La pistola estaba en la mano derecha del hindú y éste tenía una cicatriz sobre su ojo: era Rama Reddi.
—¿Cómo me ha encontrado, Rama? —preguntó Hake, en tono de conversación.
—No fue difícil imaginar que usted vendría a ver a Leota —le dijo el hindú—. Especialmente visto que se llevó con usted a su vieja compañera de escuela. Llegué al mismo tiempo que usted a El Cairo, y me adelanté hasta aquí con un reactor privado; ya estaba en el aeropuerto cuando usted llegó.
—No le vi —Hake no esperaba una respuesta a esto, y recibió lo que esperaba. Bajó las piernas por sobre el borde de su lado de la cama y dijo:— ¿Le importaría si me levanto y me hago un poco de café antes de que continuemos con esto? Tengo café instantáneo en el baño.
—¿Sí? ¿Y qué más, Hake? Me resulta más cómodo mantenerlo donde está.
Alys se movió.
—¿Y suponiendo que una tenga que hacer pis, como me ocurre a mí?
Rama Reddi la estudió por un momento, luego fue al baño. Atisbó en el interior, entró, rebuscó entre el montón de toallas, abrió el botiquín. No abandonó la puerta y la pistola siguió clavada en ellos.
—De acuerdo, señora Alys Brant —le dijo—. Tenga en cuenta que esta pistola no hace ruido, y que no tengo ninguna razón especial para no matarles a los dos, visto que Hake ha decidido no cumplir el acuerdo al que llegó con mi hermano y conmigo.
—¡Hey, aguarde un momento! —exclamó Hake—. Yo no he roto nuestro acuerdo; y si alguien tiene derecho a estar cabreado, soy yo... ¿por qué tuvieron que volar mi coche?
—Entonces, ¿sigue en pie nuestro acuerdo? ¿Trabajará con nosotros?
Hake se frotó la barbilla.
—Bueno... ¿Me ayudarán a sacar a Leota del harén?
—Desde luego que no. ¿Es que aún no ha comprendido que mi hermano y yo no somos amateurs ni patriotas? No tenemos ningún cliente que nos pague para hacer eso.
—Yo seré su cliente. Les pagaré con información... Para empezar, les hablaré de la misión en que trabajo ahora. Es algo grande y en ello intervienen al menos veinte agentes de la Agencia...
—Sí, es en Al Halwani y se trata de sabotear la instalación de energía solar —asintió Reddi. Hizo una pausa, observando cuidadosamente a Alys cuando salía del baño. Llevaba un vaso de café instantáneo para Hake, envolviéndolo con una toalla para protegerse del calor. Cuando Reddi estuvo seguro de que no había sorpresas en la toalla, prosiguió—. Tampoco tengo cliente para eso, Hake. No me interesa.
—No sabía que ya estaba informado de eso —dijo Hake, algo hundido— Pero seguro que es muy valioso. Tengo un mapa del sitio, puedo obtener los planos, incluso llevarle conmigo... quizá. Seguro que puede venderle esos secretos a alguien.
El hindú le miró con aire de incredulidad.
—Si desease hacer eso, ¿para qué iba a ir tan lejos? Y sigo sin tener cliente.
De repente, Alys dijo:
—Horny se ha ofrecido a ser su cliente.
—No nos interrumpa, a menos que tenga algo inteligente que decir, señora Brant. ¿Cómo nos iba a pagar?
—Puede sacar dinero del sistema de ordenadores de crédito. Montones de dinero. ¿No es así, Horny?
—Claro que puedo, Reddi. Les daré... ¡cien mil dólares!
Reddi se dirigió a una silla que había junto a la cama y se sentó, el arma descansaba ahora sobre su regazo.
—Al menos, ésa es una idea nueva. Quizá valga la pena discutirla. —Se quedó en silencio durante un momento, luego sacó un sobre de su bolsillo y se lo tiró a Hake.
—Tenga —dijo—, por el momento le hago este favor.
El sobre contenía tres fotografías de una mujer con ropa de harén y un velo cubriéndole el rostro. ¡Era Leota!
Aunque la cosa que Hake más recordaba de Leota era que parecía una mujer distinta cada vez que la veía, ésta era una nueva variedad de esa diferencia. Llevaba puestos brazaletes de oro, un corpiño ajustado y abombados pantalones de gasa y, bajo los mismos, parecía usar unas curiosas medias estampadas de colorines. Dos de las fotos la mostraban saliendo de un enorme y antiguo Rolls-Royce quemagasolina; en una de ellas, en furiosa discusión con un chófer negro, con librea y daga al cinto. La tercera, que Hake estudió cuidadosamente, la mostraba sentada a una mesa con otra mujer, y tras ella se veía un ventanal que le era familiar, y que se abría a una vista de tejados.
—¡Esto es aquí mismo, en el hotel! —exclamó.
Reddi asintió con la cabeza.
—Me resultó muy divertido ver que ella estaba aquí, mientras ustedes la buscaban por toda la ciudad. He hecho esa foto esta tarde. Ella viene aquí a veces a tomar el té.
—¿Quiere decir que puede salir de allí?
—No por eso es libre —afirmó el hindú—. Siempre la acompaña un guardaespaldas, Hake. Y ese brazalete que lleva en el brazo izquierdo es una radio; gracias a ella la pueden localizar en todo momento y pueden escuchar sus conversaciones. No obstante —prosiguió—, dejé que me viese. Por consiguiente, ella está alerta, para el caso de que yo decidiese ayudarle en esto.
—El precio son cien mil dólares —recordó Hake.
—Oh, eso por lo menos —dijo el hindú, estudiando a Hake. Tras un momento, prosiguió—. Resulta usted asombroso, Hake. Desde lo de Munich se ha vuelto mucho más sofisticado. Aunque se le escapan muchas cosas que resultan obvias. Por ejemplo, cuando llegó volando tuvo que ver la instalación solar que el jeque Hassabou está construyendo aquí, pero no reconoció lo que vio. Y en cambio, está usted usando los recursos de la Agencia, y no en pequeñas cantidades, para sus propios fines. Eso me hace suponer que tiene usted un método para saltarse la seguridad de la red de ordenadores. Tendré que hablar con mi hermano pero... Sí, eso sí que sería una cosa valiosa para nosotros, Hake.
Hake echó una mirada de reojo a Alys y luego eligió cuidadosamente sus palabras:
—Suponiendo que pudiera decirles dónde hallar los programas y las palabras-código y ayudarles a, esto, robarlos.
—¿No puede darme eso usted mismo?
—No lo tengo, pero sí los tienen Yosper y Cascarrabias, y ellos estarán en Al Halwani.
Reddi acarició el cañón de su pistola con la mano derecha, con aire contemplativo.
—Creo que me está mintiendo —dijo.
—¡No! ¿Para qué iba a hacer eso? Háblelo con su hermano, podemos hacer un trato.
—Oh, claro que hablaré con él, Hake. Pero ahora quiero que se tiendan ambos boca abajo, sobre la cama.
Los pelillos de la nuca de Hake se pusieron tiesos.
—Escuche, Reddi...
—¡Ahora!
Hake dejó su vaso de café y, de mala gana, se unió a Alys en la cama. Oyeron a Reddi cruzar la habitación. La luz se apagó. La puerta se abrió y se cerró. Alys se sentó inmediatamente.
—¿Qué infiernos pretendes al mentirle a ese hombre, Horny? ¿Es que quieres que nos maten?
Hake respiró profundamente, tratando de aceptar el hecho de que ambos seguían con vida.
—Lo que estoy tratando es de evitarlo —explicó—. Piénsalo un poco, Alys. Supónte que les doy las palabras-código y les digo que la huella de mi pulgar abre el canal. ¿Qué es lo que supones que sucedería después?
—Bueno... si había hecho un trato con nosotros...
Hake negó con la cabeza.
—Ya no tendría nada más que ganar. Se largaría con las tarjetas y los códigos... y con mi pulgar.
—¡Horny! ¿Cómo iba a hacer eso?
—Lo haría. Vuelve a dormirte, Alys. Vamos a necesitar estar descansados, porque esto vamos a tener que hacerlo solos.
Pero él durmió mal. Por dos veces se despertó al sonido de sirenas lejanas y lo que sonaba como campanillas de los bomberos y, la segunda vez, le pareció que oía el tamborileo de la lluvia contra los cristales. ¡Lluvia! Naturalmente que no. Aún era de noche y se obligó a mantener los ojos cerrados.
Hasta que Alys le susurró suavemente al oído:
—¿Horny? Horny, por favor, despiértate y explícame lo que está pasando.
Apenas si brillaba la primera luz del día. Ella señalaba hacia la ventana, que parecía estar cubierta por grandes y aceitosas gotas negras. Las sirenas aún sonaban y también un pitido ululante que parecía una alerta de ataque aéreo. Se levantó y se acercó a la ventana.
Las aceitosas gotas no eran gotas de lluvia. Eran insectos, centenares de ellos, que tamborileaban contra la ventana y caían al pequeño repecho que había debajo. Todas las plantas ornamentales que había en la ventana estaban cubiertas por ellos, las flores invisibles bajo los cuerpos del centenar de insectos que cubrían cada una de ellas, los tallos doblándose hasta la tierra de abajo.
—Langosta —musitó Hake.
—¡Qué asco! —dijo Alys, fascinada—. ¿Son los mismos bichos sobre los que volamos?
—Supongo que sí. —Ella se hallaba en pie junto a él, estremeciéndose por la emoción. Mirar a través de la ventana era como hacerlo al interior de uno de esos pisapapeles con copos de nieve, a excepción de que los copos eran verdes y de color marrón oscuro. Ahogaban el desierto con sus cuerpos. Hake podía ver el edificio del otro lado de la calle y, apenas, el minarete que había a algunos centenares de metros. Más allá, nada, sólo los millones y miles de millones de insectos.
Fuera, en los pasillos, los altavoces de música ambiental del hotel estaban murmurando en diversos idiomas. Hake abrió la puerta. Alys escuchó y le dijo:
—Es en francés. Algo acerca de que han captado por el radar la masa central de la plaga... que está dos kilómetros al norte y se aproxima a veinte kilómetros por hora. Pero, si esto no es la masa principal, ¿qué es?
—A mí no me lo preguntes. No había langostas en el kibbutz.
El altavoz carraspeó y comenzó a hablar de nuevo. Esta vez en inglés:
—Señoras y señores, queremos advertirles de la plaga de langosta. No son en ningún modo peligrosas o dañinas para nuestros huéspedes, pero, por su propia comodidad, les rogamos que permanezcan en el interior del hotel. El enjambre principal se halla aproximadamente a unos dos kilómetros de distancia, y llegará aquí en unos veinte o treinta minutos. Lamentamos comunicarles que puede haber algunos retrasos en el servicio, esta mañana, debido a la necesidad de emplear parte del personal en proteger nuestras instalaciones de esos insectos.
—Seguro que hay más de un retraso —dijo Hake, mirando por la ventana. Más allá de los millares que se precipitaban contra los cristales, a través del espeso aire podía ver una turbulenta actividad abajo en las calles. Había mujeres que corrían hacia las granjas, llevando lo que parecían ser trampas de mimbre para peces, redes y rollos de tela metálica contra insectos. Mientras, camiones de bomberos con equipo pesado se abrían camino entre ellas, lentamente. Más lejos, el cielo estaba oscuro. Parecía como si hubiera dos capas de nubes, el color óxido del enjambre abajo y el rojo lavanda del amanecer, más arriba, en los jirones de los cirros.
—¡Oh, Horny, vamos fuera a verlo!
Hake se apartó de la ventana con un esfuerzo.
—Supongo que podemos hacerlo.
Se vistieron con rapidez y tomaron el ascensor. El vestíbulo estaba lleno de huéspedes que correteaban a una hora mucho más temprana de la que cualquiera de ellos había pensado levantarse.
Para cuando llegaron a la acera el sol estaba por encima del horizonte, un crepúsculo verde-marrón que zumbaba y crujía. La fuente de delante de la puerta ya estaba cubierta por una capa de insectos que se estaban ahogando, y uno de los mozos de las maletas estaba instalando un potente ventilador, para soplar nubes de ellos hacia un saco. Cuando doblaron la esquina, los bichos comenzaron a crujir, aplastados bajo sus suelas. Alys miró en derredor, muy excitada, sin prestar atención a los insectos que chocaban con su cara o quedaban atrapados en su cabello.
—¡Que emocionante! —dijo ella—. ¿Crees que esto pasa con frecuencia?
—Si así fuera no habría granjas —contestó Hake—. Pero lo que nos importa a nosotros es que se nos acaba el tiempo.
—¡Horny! ¿No pensarás ir por Leota en medio de esto? Ni siquiera sabemos dónde está.
Desde detrás de ellos, Rama Reddi dijo:
—Está en los jardines del palacio.
Hake giró sobre sus talones.
—¿Y cómo lo sabe usted?
—Oh —dijo el hindú—, no sólo son sus carceleros los que la pueden localizar electrónicamente. ¿Prefiere usted hablar, o seguir adelante con el proyecto?
Hake dudó.
—¿Por qué ha cambiado de idea?
—No he cambiado de idea. Son las circunstancias las que han cambiado —Reddi hizo un gesto con un brazo señalando las langostas—. Hay mucha confusión a causa de esto, y aumentan nuestras posibilidades. Pero no prometo nada. Tengo un coche, vamos.
El aire estaba lleno de insectos. Para suplir el descolorido y casi oculto sol, los focos del Land Rover estaban encendidos y sus haces perfilaban dos columnas de cuerpos de insectos frente a ellos. Reddi condujo cuidadosamente por entre los granjeros que corrían apresurados, rodeando camiones aparcados al borde de la ruta. No era lejos. Cruzaron un puente sobre un río que fluía rápido, con lo que parecía una cascada justo abajo... no, no era una cascada, sino un simple desnivel en el río. Y, más allá del mismo, junto a un campo que antes había sido de cebada y ahora era de insectos verdimarrones, fantasmales figuras estaban dispersas alrededor de grandes ventiladores. Por su vestimenta Hake sabía que eran mujeres; no lo podría haber sabido de otro modo, porque lo que vestían eran ropajes flotantes y el tocado con el pañuelo, el hatta w'aqqal, que estaba pensado para proteger contra la arena del desierto y que servía igualmente contra las langostas. Al otro lado de la carretera, una línea de hombres se estaba alejando de ellas, golpeando las plantas y obligando a las langostas a emprender de nuevo el vuelo. Hake no podía comprender para qué servía aquello, hasta que vio que los insectos en vuelo eran sorbidos por los ventiladores hacia unas cajas de tela metálica. Pero no era sólo por los aspiradores; Hake se dio cuenta de un olor pungente, como de cucaracha: estaban usando feromonas, para atraerlos sexualmente.
Al llegar a la curva Reddi detuvo el coche y apagó los faros.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no vamos en busca de Leota?
—Es la tercera de la hilera esa de ahí detrás —dijo el hindú—. ¿Es que no la ha visto? Claro, pero su brazalete sigue emitiendo y mi aparato la ha localizado. —Miró alrededor, haciendo una mueca—. Sin embargo, hay problemas.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó Hake.
—¡Los está usted viendo! —hizo un gesto a los hombres que había al otro lado de la carretera—. Ellos también tienen radios. Y es probable que el jeque también ande por ahí. Le encantan las aventuras... ¡Maldita sea!
Miró por el retrovisor, luego saltó del coche y alzó una mano en signo de advertencia.
Una de las mujeres estaba caminando hacia ellos. A la señal de Reddi, se detuvo. Era imposible divisar su rostro, pero Hake supo sin lugar a dudas de quién se trataba.
—Nos ha visto pasar —dijo Reddi—, pero es demasiado peligroso. Lo intentaremos... lo intentaremos de nuevo, más tarde.
—¡Ni hablar! ¡Ésta es la mejor oportunidad que vamos a tener, Reddi!
—¡No es ninguna oportunidad! Si no hubiera hombres cerca... pero los hay, y los guardias siempre están a la escucha. Ni siquiera podemos hablar con ella, o nos oirán.
—Podemos quitarle la radio...
y hacer qué? Están por todas partes. Si miran hacia donde —¿ se supone que ella debería estar y no ven a nadie, ¿qué cree que van a hacer, Hake? ¿Decir: «Oh, quizá tengo la vista nublada, debo de haberme equivocado»? No, investigarán. Luego buscarán, y si lo hacen, nos hallarán. Y si la metemos en el coche, aunque no hablemos, oirán el ruido del motor por la radio, y la localizarán con los detectores. No, es imposible. Quizá algo después...
—No creo que vaya a hacerlo después —dijo Hake. Alys le puso la mano sobre el brazo.
—¿Y por qué no puedo yo ocupar su lugar, señor Reddi?
—¿Qué? —gritó Hake—. ¿Estás loca? ¡No sabes lo que estás diciendo!
Ella se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—Querido Horny —le dijo—, Leota también es amiga mía. Y, de todos modos... esto suena interesante. Y, mirando las cosas fríamente, la verdad es que los hombres siempre me prefirieron a mí que a Leota, ya en los tiempos en que íbamos al colegio. No creo que al jeque Hassabou le importe mucho el cambio.
Saltó del coche. El hindú miró a Hake y luego la siguió. Hake empezó a ir tras ellos, pero se detuvo: todo se le había escapado ya de las manos; si decía algo, le oirían por la radio y los atraparían a todos. Forzó la vista por entre la neblina de langostas y vio cómo Reddi usaba unos alicates para liberarla del brazalete. Era blando, fácil de quitar, fácil de moldear sobre el brazo de Alys.
Casi inmediatamente surgió una voz del brazalete:
—¿Qué sucede, Leota?
—Nada —dijo ella, apoyando la barbilla en el hombro de Alys—. He tropezado con algo y me he caído.
Dudó. Luego se quejó:
—Estoy cansándome de estar aquí fuera. Voy a volver a mi aposento a dormir un poco, si Su Excelencia no me necesita.
La voz se echó a reír.
—Seguro que Su Excelencia te despierta si te necesita.
Alys tocó el brazalete y luego les sonrió. Formó con los labios las palabras ¡Largaos de aquí! y se dio la vuelta, para empezar a caminar lentamente hacia la lejana mole del palacio. Hake la fue siguiendo con la vista, mientras se giraban y regresaban por el camino por el que habían venido, hasta que Reddi le espetó:
—¡Vista al frente! ¡No atraiga la atención! Ése es el jeque. —Estaban cruzando el puente y, allá abajo, sobre el desnivel permanente que había en el agua, alguien se erguía sobre una plancha de surf, moviéndose de un lado a otro en la interminable ola. No miró hacia ellos y, al cabo de un momento, las langostas lo ocultaron de su vista.
IV
Tras meterse, con pantalones bombachos de gasa, chaquetilla de harén y todo lo demás, en uno de los vestidos más amplios de Alys, Leota estaba ahora intentando hacer parecer su rostro más civilizado, mirándose en el espejito de aquélla y utilizando algunos de sus cosméticos. Cuando hubo terminado, Subirama Reddi se desabrochó el cinturón que le aseguraba al asiento del copiloto y se volvió, arrodillado, para acercar su rostro al de ellos.
—Siguiendo mis instrucciones —aulló por sobre el ruido de los motores—, vamos a aterrizar en un aeropuerto privado dentro de unos diez minutos. Discutiremos las razones tras el aterrizaje.
Hizo un gesto con la cabeza para señalar al obviamente inquisitivo egipcio. No esperó una respuesta, sino que se sentó y volvió a abrocharse el cinturón. Por encima del respaldo de su asiento sólo se le veía la coronilla, un brillante cabello negro pegado hacia atrás con brillantina, y eso no invitaba a una conversación.
Hake reconoció lo acertado de, al menos, parte de lo que Reddi les había dicho: el piloto ya se había enterado de más cosas de las que resultaban razonables, visto que se suponía que aquélla era una operación supersecreta. Pero, a pesar de todo, no le gustaba. Se inclinó hacia la oreja de Leota.
— ¿Sabes aquello de Mahoma y el camello?
Ella le miró.
—¿Aquello de que dejó que el morro del camello entrara en su tienda, y el resto del camello siguió al morro? Sí, eso es lo que pasa con los Reddi, Hake. Pensé que ya lo habías descubierto en Italia.
—Bueno, así fue. Pero la verdad es que no tenía mucho donde elegir...
De repente, ella sonrió. Era la primera sonrisa que le había visto desde su rescate. Se inclinó hacia él y le dio un rápido beso.
—¡No me quejo! —exclamó.
Se pringó una vez más el rostro con una toallita de papel húmeda, luego suspiró y lo dejó correr. Apartando el estuche de los cosméticos, dijo:
—Lo cierto es que ya tenía enormes deseos de largarme de allí, Horny. Es un mal bicho, ese viejo jeque. ¿Sabes cómo me sacó de Roma? Con uno de sus chicos apoyando una navaja contra mi cuello mientras cruzábamos el puerto de Ostia. Y logró hacerme creer que estaba dispuesto a usarla —la sonrisa había desaparecido ya del todo. Luego añadió:— Espero que a Alys no le pase nada malo.
—Ella me dijo que podía manejar a cualquier hombre, Leota.
La chica le miró.
—Ajá. Eso es muy suyo.
El piloto miró hacia atrás, con gesto malhumorado.
—Effendi, usted y su mujer deberían tener ahora los cinturones abrochados —indicó en árabe. No esperó a ver si le hacían caso, sino que lanzo el aeroplano en un apretado giro.
Agarrándose para seguir en el asiento mientras se abrochaba el cinturón, Hake sólo pudo dar ojeadas por la pequeña ventanilla: arena y anchas pero vacías carreteras, y el amplio mar detrás; una aglomeración de edificios de una sola planta que tenían el aspecto de haber sido construidos empleando viejos bidones de gasolina. Saltaron por sobre una pista de aterrizaje descuidada y poco lisa y el piloto giró, a gran velocidad, hacia un pequeño edificio situado junto a una torre de control que se alzaba sobre unos pilares. Apagó los motores y se volvió.
—¿Y ahora qué? —preguntó—. Si quieren que despegue de aquí, tendrá que ser antes de media hora. Esta porqueriza no está equipada para vuelos nocturnos.
—¡Qué respetuoso es usted con las leyes! —comentó Reddi—. Háganos el favor de traernos el equipaje... todo menos mi bolsa, que es la marrón.
Abrió la puerta y salió gateando sobre el ala. Echó una mirada despectiva a las estructuras del aeropuerto y luego las ignoró. Cuando el piloto estuvo donde no podía oír, al otro lado del morro del aeroplano, gruñendo mientras cargaba el equipaje, Reddi dijo:
—Les voy a dejar aquí. Me llevare el avión; por favor, páguele al piloto lo que se le debe, y tres horas más de tiempo de vuelo.
—¿Se puede saber por qué? —preguntó Hake, logrando no enfadarse y decir que, después de todo, se trataba del avión que él tenía alquilado.
—Usted y Pauket irán a la ciudad por tierra, siguiendo las órdenes que le han dado. Hay autobuses, pero quizá prefieran caminar; no les llevará más de un día, y en el hotel que hay aquí podrán comprar equipo de excursionismo. Es lo mejor. En primer lugar, porque su objetivo se halla a lo largo de la ruta de la costa. En segundo lugar, porque las aduanas son aquí menos puntillosas que en el aeropuerto de la ciudad, y supongo que los papeles de Pauket no deben de estar muy en regla. Tercero, he acordado recoger a mi hermano, y no es muy deseable que estén ustedes presentes en nuestra reunión.
—Y cuarto —intervino Leota—, ustedes dos quieren conspirar en privado.
Él la miró largamente.
—¿Y me culpa por eso? Yo he cumplido lo que acordamos, y aún no he sido pagado. Mi hermano y yo tenemos que prepararnos para estar seguros de que no nos van a engañar.
Hizo una pausa, como esperando a que Hake protestase negando tener tal intención. Pero Hake siguió callado, y el hindú hizo un gesto con la cabeza.
—Muy bien, estaré en El Dormitorio esta noche...
—¿Qué dormitorio?
—En el hotel —le explicó, impaciente, Reddi—. El letrero dice Hotel Intercontinental, pero pregúntele a cualquiera por El Dormitorio y le dirá dónde está. No pregunte por mi habitación, suba directamente. Estará muy arriba, en el último piso si puedo encontrarla, de lo contrario lo más alta que pueda. La reconocerá porque colocaré el cartel de «No molestar» en la puerta, con un doblez en dos ángulos en diagonal. ¿Entendido? Bien, ahora pague al piloto.
Hake miró a Leota, quien asintió con la cabeza. Él se alzó de hombros y fue al encuentro del egipcio, cuando éste regresaba de dejar caer las maletas frente a una puerta señalada, en varios idiomas, con la indicación Control de Pasaportes y Aduanas. Estuvieron regateando durante los obligados tres minutos, luego regresaron al avión. Hake estaba comenzando a sentirse positivamente bien. El aire vespertino del desierto le quemaba la garganta y los pulmones, pero era el buen calor familiar de su niñez; y Leota parecía sentirse ya más a gusto.
Reddi se hallaba ya de pie sobre el ala del avión, impaciente:
—¿Está usted seguro de que el piloto ha entendido que ya ha cobrado todo lo que tenía que cobrar, y que yo no le daré ninguna propina?
—Lo entiendo —gruñó el piloto, añadiendo una frase en árabe que Reddi no entendió y Hake trató de no entender; no quería saber lo que pasaría si intentaba llevarlo a cabo, ni deseaba enterarse luego de la infortunada y repentina muerte del piloto.
Probablemente el hostal debía de haber sido en otro tiempo alguna otra cosa; lo que estaba claro era que no se trataba de un buen hostal. La ventaja era que ni la velada mujer beduina que les mostró su habitación ni ninguna otra persona parecía tener demasiado interés en pedirles ninguna documentación. No tenía muchas otras ventajas: dos jergones con mantas del ejército. Las paredes desnudas. Dos ventanas con cristales translúcidos, que no se abrían. Letreros en diez idiomas... aunque no todos con los mismos idiomas. Así el Prohibidas las bebidas alcohólicas sólo estaba en tres idiomas del Oriente Próximo y, curiosamente, en alemán; mientras que el de Prohibido fumar en la cama sólo estaba en inglés.
Leota tomó un puñado de ropa y se fue hacia las duchas, haciendo una pausa sólo porque Hake insistió en tomar primero su fotografía. Escuchó el distante retumbar de las cañerías mientras preparaba lo que le quedaba del equipo de falsificación de Jessie. Pasaporte y visados, sin problemas: precintó en plástico las fotografías y añadió los sellos de goma adecuados. Montó las letras de una imprentilla formando las siglas JFK-CAI y luego CAI-KWI, añadió los datos de compañía aérea y vuelo, alineó bien las letras y las apretó contra un billete de avión vacío; el resultado fue un billete perfecto que mostraba que una tal Millicent Anderson Selfridge había volado desde Nueva York a Kuwait; luego tiró la primera copia del billete y dejó la copia escrita con papel carbón, para que la llevase Leota con el resto de sus documentos. Para tener una documentación completa, le preparó unas tarjetas de crédito, un carnet de conducir del estado de Massachusetts, una tarjeta de un seguro de enfermedad privado, el carnet de la Seguridad Social... Le llevó tres cuartos de hora tenerlo todo listo.
Y Leota seguía aún en las duchas, con el agua gorgoteando intermitentemente. ¿Por qué estaba allí tanto tiempo? ¿Es que no sabía que el conserje estaría rabiando por el gasto de agua...? Bueno, eso si el conserje se molestaba en escuchar lo que pasaba en el edificio.
Frotó los documentos entre las palmas de sus manos para envejecerlos, dobló artísticamente algunas esquinas y estudió el resultado: a él le parecían bien, para ser la primera intentona; esperó que le parecieran igualmente bien a cualquier funcionario inquisitivo.
Había guardado ya los impresos en blanco y el resto del equipo, así que se desnudó y recostó en uno de los jergones, quedándose casi dormido antes de que regresase Leota. Llevaba el cabello envuelto en una toalla, usaba el familiar batín de Alys y, curiosamente, gruesos calcetines hasta las rodillas; mientras se movía, él divisó un trozo de pierna y descubrió que aún parecía estar usando las medias estampadas.
—¡Ya era hora de que volvieses, Millicent! —le dijo.
—¿Millicent? —la expresión de ella era tranquila mientras dejaba en el suelo el neceser y comenzaba a secarse el cabello.
—Ésa es tu nueva identidad —le dijo, levantándose para mostrarle los documentos. Ella los inspeccionó cuidadosamente y luego dijo:
—Has hecho un buen trabajo, Horny. Mira, Alys debe de tener un secador del cabello por alguna parte, a ver si lo encuentras. Y dime qué vamos a hacer ahora.
Hake hizo todo lo que pudo para ponerla al corriente, dándose cuenta de que él mismo sabía menos de lo que necesitaba saber. Leota le escuchaba abstraída, con expresión de estar muy lejos, mientras se secaba el cabello, lo cepillaba y comenzaba a rebuscar entre lo que contenía el equipaje de Alys. Hizo algunas preguntas, pero no insistió cuando las respuestas no fueron satisfactorias.
De hecho, parecía estar como moviéndose en sueños. Cuando hubo dispuesto todas las posesiones de Alys sobre los dos jergones: los vestidos largos, tres kilos de cosméticos, e incluso una tiara de titanio, Hake vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Has pasado momentos muy malos —le dijo, sin saber qué palabras elegir—. Quizá, quizá debiera pensar antes que nada en mandarte a los Estados Unidos o a donde quieras. Puedo ocuparme yo solo de esto...
Ella le miró.
—¡Y una mierda puedes tú solo, Hake!
—Bueno... supongo que estás preocupada por Alys, pero creo que no le pasará nada. Andaba en busca de aventuras.
—¡Aventuras! —estalló ella—. ¿Qué sabéis de aventuras?
Luego se calmó y volvió a ella aquella expresión glacial y como despreocupada.
—Bueno —añadió—, supongo que, en realidad, Alys está más preparada para llevar ese tipo de vida que yo. Ese jeque era un viejo bastardo muy interesante. Muy artístico y muy tecnológico. Y, si las cosas se ponen muy mal, siempre podrá, antes o después, largarse... Ella está en mejor posición para gritar pidiendo ayuda de lo que yo estaba. Y, sin embargo...
A Hake le estaba resultando muy incómoda aquella conversación. Quería saber, pero no quería preguntar. Podía notar una sensación de tranquilidad en la pelvis que no le agradaba nada y que, además, no creía poder permitirse... después de todo, se dijo a sí mismo, las actividades sexuales de Leota no eran cosa que a él le incumbiese. Tal como ella misma le había hecho notar. De modo que dijo, tropezando con las palabras:
—¿La cosa fue, esto... muy desagradable?
Ella se le quedó mirando en silencio por un instante, y luego sólo dijo:
—Sí.
No pudo pensar en una respuesta a eso, y tras otro instante, ella añadió:
—O, realmente, no. Aún no logro aclararme, Horny.
Él asintió con un gesto, sin decir nada... lo que no significaba comprensión, sino únicamente aceptación. Se puso en pie y le ayudó a recoger el contenido de las maletas y colocarlo de nuevo en ellas. Luego, sin romper el silencio, comenzó a prepararse para meterse en la cama. y, entonces, mientras se estaba quitando la camisa, Leota le tocó las grandes y anchas cicatrices que tenía en el pecho.
—¿Son éstas tus cicatrices, Horny? ¿De algo que casi te mata?
—Sí.
Ella dejó caer el batín. Lo que él había pensado que eran unas medias estampadas eran marcas en azul, verde y amarillo en sus piernas, y no sólo eso, pues le cubrían todo el cuerpo, en un estallido surrealista de color.
—Éstas son las mías —dijo ella.
Antes del amanecer ya estaban caminando por la carretera, con las mochilas alquiladas colocadas incómodamente sobre las espaldas. Su objetivo se hallaba a unos seis kilómetros carretera abajo, y ya sería pleno y cálido día antes de que llegasen a él; ahora notaban algo resbaladizo el firme a causa del rocío, que también se veía en las ocasionales manchas verdes de vegetación. Para la mayor parte de aquellas plantas, durante la mayor parte del año, ésa era toda el agua que verían. O que necesitarían.
Ni Hake ni Leota hablaban mucho. Hake porque tenía muchas cosas en la cabeza, aunque la verdad era que no podía concentrarse en ninguna de ellas. Había una docena de pensamientos en continua colisión en el interior de su mente: la Agencia, lo que pensaban hacer los Reddi, las anchas dunas a un lado de la carretera y, de vez en cuando, una breve visión de mar al otro. Y, por encima de todo y una y otra vez, Leota. Ninguno de estos pensamientos llegaba a un clímax, y quizá lo que sucedía era que él no deseaba que lo alcanzasen; ya eran bastante molestos así, inconclusos.
Cuando los jeques del petróleo habían sido los dueños de aquella parte del mundo, se habían subido a la cima de su montaña de petrodólares y habían mirado en dirección a Occidente. Y lo que habían visto lo habían copiado: hospitales y bibliotecas, museos y relucientes hoteles para convenciones, playas con muelles para yates que ahora se pudrían sin ser usados. Autopistas que hubieran sido todo un orgullo para países más motorizados, con aparcamientos que estaban totalmente vacíos. Y las plantas que separaban los dos sentidos de las autopistas estaban ya muertas, porque nadie quería gastarse el dinero que hubiera supuesto regarlas, Pero la ancha y larga autopista en sí se extendía, infinita y silenciosa, a lo largo de la costa.
No estaba del todo desierta. Al irse haciendo de día, algún tráfico ocasional la compartía con ellos. Un autobús como los de larga distancia de los Estados Unidos, que había adelantado a una caravana de camellos... y que no era del todo como los de Estados Unidos, porque de su tubo de escape sólo salía un pequeño penacho de vapor, que se desvanecía casi inmediatamente en la luz matutina. Con motor a hidrógeno, lo cual era muy razonable, visto que era aquí donde se producía ese combustible. Hake tuvo un instante de envidia. Y también de preocupación, porque a lo largo de la carretera había carteles que prometían complicaciones. Algunos, ya muy despintados, en árabe, con mensajes como:
Zona Militar
Prohibido salir de la autopista
No se permite el paso de noche
Y otro, en inglés, descuidadamente rotulado sobre una señal de tráfico pintarrajeada por encima, pero muy reciente:
LÁRGATE, TÍO
Si entiendes lo que dice,
aquí no tienes nada que hacer
Nadie les dio el alto. Ni a nadie parecía importarle que estuvieran allí. Pero, al menos, Hake se sintió contento de que ya hubiera salido el sol, a pesar de que el calor comenzó a agobiarlos enseguida.
Caminaron en silencio toda la mañana, con el calor aumentando, hora tras hora. Cuando el sol estuvo directamente encima, hicieron una pausa en las ruinas de una vieja parada del autobús y dormitaron una hora o dos, bebiendo con tiento de sus cantimploras. Luego se pusieron de nuevo en marcha. Unos minutos más tarde Leota rompió el silencio:
—¿Has estado pensando sobre lo que te pregunté?
Hake había estado pensando en todo lo pensable, pero, más que en otra cosa, en las implicaciones de la pintura corporal de Leota. Le llevó un instante recordar de qué pregunta le estaba hablando.
—¿Te refieres a aquello del porqué yo hago todo esto? —y luego, fervientemente:— ¡Dios, vaya si he pensado en eso!
—¿Y?
Recapacitó un ratito.
—Si lo que me preguntas es si me he convencido de que me hipnotizaron para convertirme en un agente secreto, te diré que no. He estado leyendo cosas sobre el hipnotismo, y nada de lo que dicen se parece a lo que yo he sentido y siento.
Recordó las microfichas que Art le había pasado y que aún andaban, sin mirar, por el fondo de su bolsa.
—Tengo alguna información que podemos estudiar juntos —comentó—, si es que podemos hacernos con un lector de microfichas.
—Pero no estás convencido de que alguien te haya hecho eso. Prefieres pensar que eres un villano en lugar de un peón involuntario.
Él la miró fijamente, pero el tono que ella empleaba no era de contienda, sino reflexivo.
—Preferiría saber lo que está sucediendo —afirmó él—, en mi vida y dentro de mi mente. Y cómo es que esto ha sucedido. Pero no lo sé.
Ella asintió con la cabeza y quedó en silencio, con los ojos clavados en la vacía ruta que se abría ante ellos. La autopista hacía una curva que la alejaba del mar, y las dunas que había entre ellos y la costa eran más altas.
Leota dijo algo tan quedamente que él no pudo oírlo por encima del silbido del fuerte viento cálido, por lo que le tuvo que pedir que lo repitiera.
—He dicho que cuando aparecisteis, casi no me voy con vosotros.
—¡Por todos los cielos! ¿Y por qué? ¿Es que te gustaba estar en un harén?
Ella alzó la mirada rápidamente hacia él, pero pudo ver que no con ira.
—No sé por qué —dijo aplacadoramente—, pero cuando Alys, Reddi y tú aparecisteis, os vi como a unos... invasores. No teníais nada que hacer allí. Yo sí, y me pareció que no era bueno que me dejara capturar por vosotros.
—¡Capturar por nosotros!
—Ya lo sé, Horny. Te estoy diciendo lo que me pasó por la cabeza en ese momento. Y no creo que a mí tampoco me hipnotizasen... lo más que hicieron fue ponerme la punta de una navaja en el cuello —dijo con amargura—. No sé si me hubiera podido escapar ni cómo, pero la verdad es que ni siquiera lo intenté.
Salieron del firme para dejar pasar a uno de los autobuses en tándem que los adelantó zumbando, con sus pasajeros medio dormidos por aquel calor, sin prestarles ninguna atención. Hake estudió, pensativo, el mapa.
—Por lo que puedo calcular, nos faltan menos de cuatro kilómetros —dijo.
—Bueno, ¿seguimos adelante?
—Tengo una idea mejor. Si vamos a meter las narices donde no nos llaman, mejor será que lo hagamos de noche, y el anochecer va a ser dentro de un par de horas. Así que vamos a darnos un baño.
—¿Un baño?
—Por allí —señaló a las ahora lejanas dunas, que estaban a unos cuantos cientos de metros más adelante. Se veía un camino secundario, cubierto de arena, que se metía por entre dos de las más grandes—. ¡Vamos a probar por ahí!
El medio kilómetro de costa que había más allá de las dunas había sido arreglado, en otro tiempo, para que fuera usado como playa; se veían bungalows abandonados y vestuarios y los restos de quioscos de venta de refrescos. Y no había ser humano alguno a la vista. Dejaron caer sus mochilas y las ropas que llevaban puestas, a la sombra de lo que en otro tiempo había sido la torre del bañero salvavidas, y corrieron hacia la brillante agua azul. No había olas apreciables, sólo un suave ondular de la superficie que llegaba desde mar adentro y producía algo de espuma al llegar a la arena. La piel pintada de Leota la hacía parecer una náyade en el cristalino mar, y Hake podía notar cómo su piel apergaminada iba sorbiendo humedad mientras flotaban y se zambullían en el agua poco profunda. No se alejaron demasiado, ni se quedaron mucho rato dentro. Pero cuando regresaron a la sombra, que se había hecho más larga, y se tendieron sobre la arena, con sus cuerpos rápidamente secos por el efecto de la cálida brisa, Hake se sintió cien veces mejor y Leota se quedó inmediatamente dormida.
La dejó descansar una hora; y luego se vistieron, volvieron a colocarse las mochilas, y empezaron a caminar de nuevo, con el sol ahora ya muy bajo tras ellos. Antes de que hubieran hecho un kilómetro ya se había puesto, rápida y definitivamente; hubo un momento en que sus sombras eran largas y claras ante ellos, y al siguiente habían desaparecido por completo. Esto no interrumpió su caminar: en el cielo ya había una Luna más que medio llena, que facilitaba luz suficiente para ver por dónde iban. A medida que la seca tierra soltaba su calor, el viento nocturno comenzó a soplar hacia el mar y la temperatura descendió. Se detuvieron para añadir unos suéteres a su vestimenta y siguieron adelante, con la Luna brillante ante ellos y las dunas interrumpiendo el campo de estrellas hacia la derecha. Ya no había nadie en la carretera, ni siquiera el ocasional camión o autobús.
Pero cuando Leota habló casi fue con un susurro. Tiró del brazo de Hake.
—¿Qué es eso que hay delante?
Hake había estado mirándola más a ella que a la ruta, pero inmediatamente vio lo que ella estaba señalando. El viejo camino acababa sólo a unos centenares de metros por delante. Parecía ser tragado por una inmensa duna; y por delante de ésta había un muro de cemento coronado por reflectores, que llevaba a un camino más nuevo, pero peor hecho, que se adentraba diagonalmente en el desierto. Las dunas que cubrían el viejo camino no parecían estar allí por accidente. Estaban contenidas por cemento y limitadas por piedras. No habían llegado sopladas por el azar de los vientos; alguien las había puesto allí.
—Creo que es eso —dijo él.
—¿Crees que esto es lo que andamos buscando? ¡Pero si no veo ningún tipo de planta generadora de energía!
—Tiene que estar al otro lado de las dunas —dudó—. Vamos a tener que escalarlas. Será más fácil si dejamos aquí las mochilas...
—De acuerdo.
—Aunque quizá queramos tomar fotografías o algo así cuando lleguemos arriba.
—¿Quieres decidirte de una vez? —dijo ella, deteniéndose a medio quitarse los tirantes de su mochila.
—Las llevaremos con nosotros —decidió él—, pero va a ser una escalada dura.
Y lo fue, mucho más dura que ninguna otra que hubiera hecho Hake en toda su vida de postinválido. Incluso más pesada que todos los entrenamientos bajo el alambre. La arena resbalaba bajo sus pies, así que casi a cada paso se deslizaban hacia atrás, y donde había cemento o piedras no abundaban los asideros. Sin embargo, para sorpresa de Hake, la subida se fue haciendo más fácil a medida que se fueron acercando a la cúspide. La arena era allí más firme y estaba más cohesionada, e incluso había un creciente número de matorrales y plantas. Había un olor en el aire que Hake no podía identificar. En parte era el del mar, pero por otra parte era como el del césped de la iglesia, cuando lo acababan de cortar al principio de la primavera: el aroma de las plantas recién segadas. Y también había un olor punzante, algo floral que ya había olido antes (¿pero dónde?) y que parecía surgir de aquellas plantas endebles. No comprendía aquella vegetación: no parecía la apropiada para aquella parte del mundo. Y, a pesar de que las plantas estaban marchitas y medio muertas, parecía haber demasiadas sobre la duna como para que aquello se debiese a la casualidad; ¿sería algún tipo de plantación hecha para evitar que la arena se moviese y tapase el camino?
Y entonces llegaron hasta la cúspide de la duna y contemplaron el mar iluminado por la Luna.
Jadeando por la subida, Leota halló el aliento suficiente como para preguntar:
—¿Qué es eso?
Hake no hubo de inquirir a qué se refería. En su mente estaba la misma pregunta: a medio kilómetro mar adentro, alzándose sobre las aguas y apoyándose sobre tres patas, que brillaban a la luz de la Luna, como si fuera una de las máquinas de guerra marcianas de la novela de H. G. Wells, había una alta torre. Su parte superior era una esfera aplastada, que brillaba con un vivo color carmesí, como el corazón de un fuego agonizante. De él no sólo llegaba luz; aun estando en la parte superior de la duna podían notar su calor. Alrededor de las patas había una serie de domos metálicos, medio sumergidos en el agua, y lo que parecían ser chalanas amarradas a ellos.
Hake se puso en pie para ver mejor a su alrededor. Bajo él, la ladera de las dunas creaba una especie de enorme anfiteatro abierto al mar. No podía ser totalmente natural. Las máquinas aplanadoras y los barrenos habían ayudado a darle esa forma. Era más ovoide que esférico y no totalmente regular; pero el caso era que a unas dunas de más de veinte metros de altura les habían dado un bocado de un par de kilómetros de largo. Y la cara de las dunas que daba al mar ya no era árida. Parecía como un parque urbano descuidado, en el que las plantas hubieran crecido a su aire. Aquí y allí, por la ladera, se veían desparramados arbustos y arbolillos. Hake no era ningún buen jardinero, pero tampoco los hubiera podido identificar, pues estaban ahogados bajo una maraña de enredaderas. Las enredaderas estaban por todas partes, con brillantes hojas que se veían grisáceo-verdosas a la luz de la noche y flores cerradas; unas enredaderas que eran más delgadas que un alambre y otras que eran más gruesas que el antebrazo de Hake. El olor a césped recién cortado llegaba de ellas. Era mas fuerte aquí y estaba mezclado con un aroma ahumado, como el de la marihuana al arder, o de velas que acaban de ser apagadas de un soplido.
La lógica del diseño hablaba por sí misma. Así como el alambre de Texas estaba inclinado para dar la cara a su satélite geosincrónico, este receptor formaba un receptáculo para dar la cara al mar.
—Tiene que ser energía solar —dijo Leota, y Hake asintió.
—Naturalmente. Pero, ¿dónde están los espejos?
—Quizá los quiten por la noche, para limpiarlos.
Él hizo un gesto con la cabeza.
—Quizá —aceptó—, pero mira el modo en que ha crecido la flora en esta zona... Es como si antes tuvieran algo aquí, y luego lo hubiesen abandonado.
Leota se limitó a decir:
—Eso de ahí no tiene aspecto de estar abandonado.
Hake se alzó de hombros y luego llegó a una conclusión.
—El mejor modo de espiar una planta de energía solar es cuando está funcionando. Voy a quedarme aquí hasta el amanecer, para ver qué pasa.
Leota se volvió para mirarle.
—Te equivocas, Hake. Vamos a quedarnos.
—¿Y de qué servirá? Estarás mejor allá abajo, junto al camino. Y quizá más segura. Si esta cosa resulta operacional, tendrá que haber equipos que coloquen los espejos... y es más fácil para una persona pasar inadvertida que para dos.
Ella no le contestó, limitándose a comenzar a sacar de la mochila su saco de dormir aislante.
—Hace demasiado frío para ponerse a discutir —dijo—, y esto es lo bastante grande como para que quepan dos. ¿Vas a meterte conmigo o no?
Hake se rindió. Leota tenía razón... razón en que hacía demasiado frío como para ponerse a discutir y también en que el saco de dormir era lo bastante grande como para que cupiesen dos.
Dentro del mismo ya no sintieron frío, en cuanto su calor corporal combinado comenzó a acumularse. Comenzaron por despojarse de sus suéteres, luego se las arreglaron para quitarse los pantalones y, sin apenas transición, se encontraron con que estaban empezando a hacer el amor.
En el absoluto silencio de la costa árabe, con la brillante Luna atisbando por entre las enredaderas que había encima de ellos y también alguna estrella ocasional, aquél les pareció un lugar muy adecuado para hacerlo. Luego se acordaron de que estaban hambrientos y se partieron un par de pastillas de chocolate, tras lo cual descansaron, durmiéndose y despertándose, sin que hubiera una clara distinción entre ambos estados.
Por lo único que estuvo seguro Hake de haber dormido fue porque se despertó y tenía a Leota entre sus brazos. Ella le había dicho algo. Ya no estaba caliente, el saco estaba húmedo y congelado, empapado de agua fría; y el silencio había desaparecido, reemplazado por el sonido de una bomba y un ruido siseante y susurrante, como el de un bosque bajo un suave viento. Parpadeó y descubrió el rostro de Leota atisbando en dirección al mar, bañado en una extraña radiación azul.
—Duele —se quejó ella, entrecerrando los ojos.
Era casi el amanecer. La Luna y las estrellas se habían ido, y el cielo se había tornado azul, con una rosada aurora hacia el este.
El hosco brillo rojizo de la parte superior de la torre ya casi se había borrado; obviamente se había enfriado durante la noche y ahora era tan sólo un elipsoide oscuro, que ya no irradiaba. Pero algo nuevo aparecía en el cielo: una mancha de luz purpúrea, mal definida, colgaba sobre el horizonte. No era brillante, pero cuando Hake la miró, le empezaron a doler los ojos.
—¡No mires hacia ahí! —advirtió, poniéndose una mano frente a los ojos y luego mirando por entre las ranuras de los dedos.
—¿Qué es eso, Horny?
—¡No lo sé! Pero creo que esa luz es ultravioleta y te dejará ciega si la miras mucho. ¡Mira en derredor tuyo, Leota!
El sonido siseante llegaba de la miríada de enredaderas. Sus cerradas flores estaban abriéndose y volviéndose hacia el mar. Entre las brillantes hojas negro-verdosas unas flores, en forma de copa y color blanco perla, estaban hinchándose y moviéndose; las nuevas más pequeñas que la uña de su pulgar, las viejas del tamaño de sombrillas de playa invertidas, pero todas ellas, diminutas o inmensas, apuntando hacia el mismo lugar.
Hake y Leota se miraron el uno al otro y luego, rápidamente, reptaron para salir del empapado saco de dormir y comenzaron a vestirse, cuidando de no mirar hacia el espectral brillo violáceo.
Descubrieron entonces la razón de la humedad: bajo las enredaderas había una red de tubos de plástico que estaban goteando un poquito de agua para regar las plantas. Nada de todo aquello era accidental. Para lograrlo se había realizado un diseño muy complejo y se había invertido mucho trabajo.
—¡Santo Cielo! —dijo Hake repentinamente—. Ya sé dónde he olido antes estas plantas: la AFI tenía algunas en Eatontown.
Pero Leota no le estaba escuchando.
—Mira —dijo, juntando los dedos como para hacer un filtro y atisbando hacia el mar. El sol había salido, tan bruscamente como se había ocultado la noche anterior, y era cegadoramente brillante. ¡Pero no estaba solo! Tenía dos compañeros en el cielo: el brillo purpúreo, que ahora era comparativamente más débil pero no menos doloroso si se lo miraba, y un sol más pequeño y más brillante, encima de la torre metálica. Por mucho cuidado que tuviera, Hake no podía evitar dar una ojeada, instantánea, a uno de los tres soles. Incluso con los ojos cerrados veía sus imágenes espectrales, cegadoras en sus verdes y púrpuras.
—¡Las flores son los espejos! —exclamó—. Son como los girasoles, se vuelven hacia el sol y lo reflejan hacia la torre.
—Pero, ¿qué es esa cosa purpúrea? —preguntó Leota.
Él se alzó de hombros.
—Sea lo que sea, alejémonos de aquí. ¡Pero... es perfecto! Uno casi no necesita máquinas, sólo la torre para generar energía, o hidrógeno, o lo que sea. ¿Por qué se mantiene tan en secreto?
—Porque nosotros no lo tenemos —dijo amargamente Leota—. Porque tus amigos no quieren aceptar que lo hayan inventado unos extranjeros. Porque son unos mentirosos patológicos... ¿Qué importa cuál sea el motivo? —Miró hacia la base de la torre y dijo:— De todos modos, ya hay gente trabajando allí. Propongo que nos vayamos ahora mismo y veamos si podemos coger el autobús de la mañana, hacia la ciudad.
Hicieron el camino de vuelta a la autopista casi ciegos, y horas más tarde, cuando habían logrado detener un autobús y andaban buscando un hotel denominado El Dormitorio, Hake aún podía ver las postimágenes, ahora azules y verdosas, en el interior de sus ojos. Se dio cuenta de que habían estado a muy corta distancia de la ceguera. Y pensó que si Reddi sabía lo bastante como para indicarles dónde estaba la instalación, también sabía lo bastante como para haberles advertido del peligro, y había elegido no hacerlo. Lo que ya indicaba mucho sobre su relación con los Reddi.
El hotel era el único que se hallaba a disposición de los que estaban de paso por la ciudad. Estaba algo más allá de la carretera, en un pequeño parque (ahora yermo, pues nadie lo regaba), y la entrada se encontraba tras una fuente de tres pisos (ahora seca).
El vestíbulo era un atrio de diez pisos de altura, con un espacio lleno por lianas de doradas luces que colgaban (ahora apagadas), y con un pilar de ascensores externos a un costado, de los que sólo uno parecía funcionar. Usaron sus pasaportes falsos para pedir una habitación y se sintieron satisfechos cuando vieron que el conserje no prestaba mucha atención a sus documentos. No había botones para ayudarles con el equipaje, pero como éste sólo consistía en sus dos mochilas, el problema no era muy grave.
El concepto de lo que era lujo de Hake había sido formado en Alemania y en Capri, y se resumía en una habitación bastante grande y un autobar. Lo que les habían dado era una suite. No había jabón en el cuarto de baño, y el anillo de suciedad en el bidet sugería que alguien, en algún momento, había equivocado su uso. Contra esto, tenía su propia cocina (que no funcionaba) y vestidor; y si bien su cama estaba desnuda, lo cierto era que tenía forma ovalada y más de tres metros de largo. Sus sábanas y cubrecama estaban amontonados encima, así como media docena de enormes toallas, y cuando Hake se arrodilló sobre ella para alcanzarlas, descubrió con sorpresa que cedía bajo su peso, de un modo diferente a todo lo que antes había conocido.
—Espuma de silicona —le explicó Leota—. Es como la plastilina de los niños, pero más blanda. La había visto, pero nunca he dormido en ella.
Estaba claro que el hotel se hallaba dispuesto a permitirles cualquier lujo que deseasen, mientras no esperasen que se lo suministrase ningún miembro de su personal. Hake llevó las toallas al baño y curioseó en la cocina. Un extraño olor a fermentado le llevó a la nevera, que contenía dos jarras de zumo de naranja fresco, que ya no estaba fresco; las vertió por el fregadero y descubrió que estaba atascado. Tampoco funcionaban los dos aparatos de televisión colocados a ambos lados de la inmensa cama, hasta que se arrastró por debajo del lecho para enchufarlos. La habitación no había sido fregada ni le habían quitado el polvo en tiempos recientes, pero había una aspiradora con todos sus accesorios al fondo de uno de los inmensos armarios. Allí fue donde Leota trazó la línea. Cuando hubo acabado de hacer la cama dijo:
—Ya basta. No vamos a vivir aquí siempre, después de todo. He visto tiendas en el vestíbulo; ¿es lo bastante buena alguna de estas tarjetas de crédito como para poder comprarme ropa?
—Esperemos que sí —dijo hoscamente Hake. Y, mientras Leota se estaba equipando, él recorrió los tres pisos más altos del hotel, buscando una habitación con un letrero de No molestar con los ángulos doblados.
No había ninguna. O bien los Reddi aún no habían llegado o bien preferían no ser contactados.
Cuando Leota regresó, Hake estaba sentado al borde de la cama, viendo una vieja película de detectives en la televisión.
—¿Te lo estás pasando bien? —le preguntó ella.
Alzó la vista y apagó el aparato. No se perdía nada; no había prestado atención en los últimos veinte minutos.
—He estado pensando —dijo—. No estoy seguro de querer entrar en contacto con los Reddi. Son veneno puro.
—¿Y son mejores tus amigos de la Agencia?
—No. No lo son. Yo debería estar pidiendo trabajo en la Empresa de los Combustibles de Hidrógeno, y no estoy seguro de desear hacer eso. ¿Quieres saber lo que sí estoy seguro de desear?
Ella se sentó, esperando a que él mismo respondiera a la pregunta.
—Estoy seguro de que me gusta esto. Estar aquí. Contigo. Y me gustaría que esto siguiese así.
Se alzó y caminó hasta la ventana. Por encima del hombro prosiguió:
—Estoy dispuesto a hacer lo que sea correcto, Leota... ¡Por Dios que lo deseo! Pero ya no sé lo que es correcto, y creo que puedo comprender el motivo por el que mucha gente abandona la lucha. Se hacen con todo lo que pueden para ellos, y que los demás se vayan al infierno. Y eso es algo que nosotros podríamos hacer, ¿sabes? Tenemos un crédito ilimitado. En cualquier parte del mundo. Podemos hacer todo aquello que nos apetezca, en tanto que nos duren las tarjetas de crédito. Podemos coger esta misma noche un avión a París. O a Río de Janeiro. O a cualquier otro sitio. Podemos sacarles a las tarjetas un millón en efectivo y meterlo en un banco suizo, de modo que, si alguna vez nos descubren, podamos seguir con dinero auténtico.
—Los Reddi no nos iban a dejar —dijo ella pensativa—. Estamos en deuda con ellos. Y nos iban a encontrar, aunque tus amigos de la Agencia no lo lograsen.
—Entonces, démosles a los Reddi lo que desean. La Agencia... —Hake se alzó de hombros—, supongo que nos cazarán, tarde o temprano, pero... ¡vaya una temporada que nos podríamos pasar hasta que nos atrapasen!
—¿Eso es lo que deseas hacer?
—Leota —dijo Hake lentamente—, no sé lo que deseo hacer. Sé lo que sería hermoso: casarme contigo y llevarte a Long Branch y trabajar como ministro de mi iglesia. Pero no sé cómo hacer eso.
Ella le miró calculadoramente, pero no habló.
—O aún mejor. Podríamos cambiar el mundo. Eliminar toda esta basura. Denunciar a la Agencia y dejar sin trabajo a los Reddi. Y hacer que todo vuelva a ser limpio y decente. Tampoco veo modo alguno de lograr esto. Sé cómo se supone que tienen que pasar las cosas; lo he visto en las películas: derrotamos a los malos, y el pueblo descubre lo equivocada que era su actitud, y yo me convierto en el nuevo sheriff y luego vivimos felices. Sólo que en la realidad no sucede de ese modo, los malos no creen ser malos, y no sé cómo derrotarlos. Fastidiarles un poco sí, pero antes o después nos borrarán del mapa. Y todo seguirá como antes.
—Entonces lo que propones es que nos pasemos un buen rato y nos olvidemos de los principios, ¿no es eso?
—Sí —afirmó él, acentuándolo con la cabeza—, parece que eso es lo que quiero decir. ¿Tienes una idea mejor?
Leota se sentó, muy tiesa, en el centro de la cama, con las piernas cruzadas bajo ella en una postura casi de loto, mirándole en silencio. Al cabo de un largo rato, dijo:
—¡Ojalá la tuviese!
Hake esperó, pero ella no añadió nada a lo que había dicho. Se sintió defraudado y se dio cuenta de que había esperado más de ella.
—Así que tú también te estás rindiendo —dijo beligerante.
—¿Acaso no tendría que hacerlo? —Se echó a llorar y sollozó—. He soportado mucho. No sé cuánto más podría aguantar.
—¿Tan malo fue para ti el harén?
—¡No es sólo eso! No sé... creía comprender lo que estaba sucediendo. Pensé que quizá todos vosotros estabais hipnotizados, y que si podía probarlo, quizá pudiera ponerle un fin. Ahora... ahora ya no estoy tan segura. No desde que me he encontrado a mí misma actuando del mismo modo.
—¡Espera un momento! —dijo Hake—. ¡Casi me olvido de las microfichas de Art!
—¿Y para qué nos van a servir?
—Quizá para nada. Pero mirémoslas y veamos qué dicen.
El aparato de televisión también tenía un lector de fichas... posiblemente utilizado, más que para otra cosa, para ver imágenes eróticas, pensó Hake. Pero podía servir para facilitarles información sobre la hipnosis. Tomó las fichas del fondo de su mochila y metió una al azar en el lector. El primer panel era una página de una revista técnica, con un informe de dos personas acerca de los parecidos entre el sueño y la hipnosis; parecía ser que la gente que se adormilaba con facilidad también era, en general, fácilmente hipnotizable. Hake miró a Leota. Ella se alzó de hombros.
—No me adormilo con demasiada facilidad —dijo—. Aunque de todos modos no sé qué puede tener que ver esto con todo lo otro.
—Probemos otra. —Hake pasó a otro punto de la microficha:
Morfología corporal y alivio, inducido hipnóticamente, del dolor isquémico.
El problema de la conciencia dividida: una interpretación neodisociativa.
Una evaluación del Perfil de Inducción Hipnótica (PIH)
Estrategias de investigación para la evaluación del poder coercitivo de la hipnosis...
—Hey, espera un momento —dijo Leota—. Veamos eso.
Afortunadamente no era muy largo, tres paneles, cada uno de ellos una página de una revista científica. No les era de demasiada utilidad; presentaba un protocolo ético para investigar cómo la hipnosis puede causar un comportamiento que vaya en contra de las inclinaciones normales del individuo, pero no decía nada acerca de lo que podrían revelar tales investigaciones.
—Podríamos pasarnos toda la noche leyendo estas cosas —dijo a desgana Leota.
Hake chasqueó los dedos.
—¡La cinta! —dijo, y dejó caer al suelo el resto de las microfichas. Entre ellas se encontraba una cassette, grabada por Art el Increíble. Hake la colocó en el magnetófono, lo conectó y les llegó la voz de Art.
«No sé cuánto de todo esto te va a ser de utilidad, Horny», dijo, «pero ahí va: con lo que yo empecé fue con mi número de magia. Recordarás cómo lo hago: consigo que unas treinta personas suban al escenario, y les suelto el consabido "tienen ustedes mucho sueño, mucho, mucho sueeeeño". Muchos de ellos actúan como si realmente se estuvieran durmiendo. A los que no lo hacen los saco enseguida del escenario, así que quizá me queden unos veinte. Entonces les ordeno que traten de levantar los brazos, pero les digo que no pueden. Los que no me responden, fuera. De modo que me queda una docena. Y sigo así hasta quedarme con media docena que hará cualquier maldita cosa que les pida.
»Ahora bien, ¿están hipnotizados? Se me escapa, Horny. Me preocupaba eso, de modo que leí toda la literatura que había al respecto, y esto es algo de lo que encontré. Los estudios más importantes son... aguanta la respiración: Hipnosis, sugestión y estados alterados de la conciencia: evaluación experimental de la nueva teoría cognoscitiva y del comportamiento y la teoría tradicional de la hipnosis por el estado de trance, todo esto es el título, de Barber y Wilson, y La hipnosis desde el punto de vista contextualista, de Coe y Sarbin.
»Léetelas si lo deseas, pero yo te puedo decir de qué hablan. El estudio de Barber y Wilson trata sobre un experimento que hicieron. Tomaron a un grupo de voluntarios y los dividieron en tres subgrupos. A un tercio no le hicieron nada especial; eran los controles. A otro tercio lo hipnotizaron, poniéndoles en estado de trance al viejo y tradicional modo y dándoles sugestiones. Al último tercio se limitaron a hablarles. No los hipnotizaron. No hubo estado de trance. Ni siquiera les pidieron que hicieran nada. Sólo les dijeron cosas como: "¿Ha pensado alguna vez lo que sería no sentir dolor, o recordar su primer día en la escuela, o no ser capaz de levantar el brazo? Si lo desea, quizá pueda pensar en esas cosas". A eso le llaman pensar con el sujeto. De modo que luego hicieron todos esos experimentos: pesadez del brazo, anestesia del dedo, alucinación del agua... creo que probaron con diez cosas distintas. Y luego comprobaron las respuestas de los tres grupos, contabilizándolas de modo que la respuesta más alta, la de "los más hipnotizados", se podría decir, sería un 40, y los totalmente nulos, los que no tuvieran la mínima respuesta, sería un cero. Ningún grupo tuvo un cero, de hecho ningún individuo de los tres grupos lo tuvo. Tomaron una puntuación de 22 como el punto de inflexión, y esto es lo que hallaron:
»Para el grupo de control, el 55 por ciento de los sujetos alcanzaron 23 o más... así que, aunque no haya la menor preparación, un montón de gente actúa, de todas maneras, como si estuviera hipnotizada.
»Para el grupo hipnotizado, los del estado de trance, el 45 por ciento obtuvo el 23 por ciento o más. ¡El 45 por ciento! Menos que los controles.
»En cuanto al grupo de los que pensaban con, ¿sabes cuantos dieron un 23 o más? Un cien por cien. Todos ellos».
La voz de la grabación hizo una pausa, luego continuó:
«¡Ah! Aquí está. Así que, entonces, proseguí con la lectura y llegué a la obra de Coe y Sarbin. Tienen una teoría acerca de la hipnosis a la que llaman el punto de vista "dramatúrgico" Es decir, que los sujetos de la hipnosis están representando un papel. Tendrías que leer ese estudio, pero déjame que te lea yo lo que dice al final: "Subrayamos la proposición (largo tiempo desdeñada) de que las afirmaciones contrarias a los hechos que hace el hipnotizador son las claves que se le dan al sujeto acerca de que se está preparando una actuación dramática. El sujeto puede responder a estas indicaciones como si se trataran de una invitación para participar en un minidrama. Si la acepta, empleará las habilidades de que disponga para aumentar su credibilidad en el papel de una persona hipnotizada."
»¿Lo has captado? Están representando un papel. Y lo que me hace creer que haya algo de verdad en esto es que yo sé lo que hago cuando subo a un escenario: interpreto un papel. No soy yo, no es el tipo que vive en Rumson, New Jersey y que cría periquitos. Soy Art el Increíble. Si lo quieres mirar de otro modo, de alguna manera me hipnotizo a mí mismo para actuar, como ellos dicen, de una forma contraria a los hechos fácticos. Y no soy yo sólo. Todos los actores lo hacen, esos que suben a los escenarios noche tras noche. Los callos no les duelen, la tos deja de impedirles respirar y, estén exhaustos o no, su paso es firme y elástico... hasta que caen los telones y aquella gloriosa y deslumbrante criatura se arrastra hasta su camerino y empieza a tomar sus medicamentos contra el dolor de tripa y el mal de cabeza. ¿Y los soldados? Salen de los combates con heridas que no recuerdan haber recibido. Alguien hizo un estudio, no está incluido aquí, pero podría encontrártelo si quieres, que mostraba que gente con heridas idénticas, unas recibidas en la guerra y otras en accidentes de tráfico, tenían respuestas muy diferentes. Los heridos militares necesitaban de mucha menos anestesia para luchar contra el dolor. ¿Por qué? Mi respuesta es que porque estaban interpretando el papel de soldados, así que no notaban tanto dolor. Llámalo pensar con, o autohipnosis o lo que quieras llamarlo. Pero concuerda. Concuerda con la visión dramatúrgica. E incluso creo que yo pasé por eso en una ocasión. Hace un tiempo, cuando era bombero voluntario, una noche de invierno me di cuenta de que no podía encender un cigarrillo. ¿Por qué? Porque estaba húmedo. ¿Y de qué estaba húmedo? De mi propia sangre. Me había rajado una mano de mala manera mientras estaba apartando cascotes para ver si había aún focos de incendio debajo, y estaba sangrando como un cerdo degollado. Me había metido la mano en el bolsillo sin percatarme de la herida y tenía el bolsillo lleno de sangre. Y todo esto sin que me diera cuenta de nada».
Permaneció en silencio por un instante y luego añadió:
«Bueno, eso es todo. Espero que lo encuentres de interés. Si alguna vez llegas a leerte todo esto ven por casa, nos tomaremos un trago y hablaremos de ello».
—Cuanto más trato de comprender lo que sucede en el mundo —dijo Hake, levantándose para apagar el magnetofón—, más me doy cuenta de que no comprendo nada. ¡Que se vaya todo al infierno!
Leota curvó las piernas bajo su cuerpo, sobre la cama, estiró el torso y le miró fijamente.
—¿Qué quieres decir con eso de que se vaya todo al infierno?
—Quiero decir que me perdí entre todas esas complicaciones. Y que no tengo tiempo para ellas. Se supone que, hace dos horas, debía haber ido a pedir empleo.
Ella estalló:
—¿Crees que me voy a casar con un tipo que no sabe lo que quiere?
—¿Quién habló de casarse?
—¡Tú lo has dicho y hace sólo unos minutos! Y lo peor es que incluso yo he pensado en ello, pero ya cometí ese error en una ocasión y no voy a volver a cometerlo.
Hake también estaba empezando a irritarse:
—Soy el ministro Hornswell Hake —resopló— y lo hago lo mejor que sé. No soy omnipotente, no soy omnisciente. Me gustaría que Art estuviera aquí, él sabe más que yo de muchas de estas cosas. Y desearía poder distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo... pero no puedo. Y si esto me convierte en un tipo que no sabe lo que quiere, pues bueno, tendré que soportar el ser así.
Leota se puso en pie para dar más énfasis a sus palabras y se dirigió a la ventana.
—Cualquiera puede hacer lo que es correcto cuando está absolutamente claro qué es lo correcto. Pero, ¿cómo lo vas a saber tú? No lo sabes y, de todos modos, tienes que actuar.
—Eso ya lo sé.
—¿Entonces?
—Entonces —le contestó él—, haré lo que creo que es mejor que haga, o sea ir al sitio al que se supone que debería haber ido hace dos horas y pedir ese trabajo.
Se miraron el uno al otro por un instante y al fin Leota apartó la vista. Se volvió y miró por la ventana.
Una repentina rigidez de su forma de estar, la forma en que inclinaba su cabeza, la disposición de sus hombros, alarmaron a Hake.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—¿Te he dicho alguna vez cómo nos fuimos de Roma? —inquirió ella.
—¿Y qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?
—Hassabou no quería alojarse en un hotel. No era propio de él. Tenía su yate fondeado en Ostia. Un día salimos a navegar... y ya no regresamos. Cuando el yate llegó a Bengasi, sus chicos me llevaron al aeropuerto. Con un cuchillo al cuello. Ven a ver.
Hake atisbó por la ventana, más allá de la brillante mezquita dorada y de los minaretes, en dirección al puerto.
—¿Ves ese yate de vela que hay allí, el grande? Pues es La espada del Islam, el yate de Hassabou.
V
Una complicación más no resultaba importante para la turbada mente de Hake; había ya tantas... demasiadas, que una más no importaba. Obviamente, aquello suponía un riesgo adicional para Leota. Hake no tenía modo de resolver el problema, pero al menos podía disminuir algo del riesgo. Dejó sola a Leota en la habitación justo el tiempo necesario para ir a comprarle algunas ropas nuevas. Con su manto, falda hasta los tobillos y hatta w'aqqal pasaba mucho calor en aquel mediodía de Al Halwani, pero al menos no resultaba reconocible.
No hablaron mientras paseaban camino de la oficina de empleos de la empresa productora de hidrógeno. Leota caminaba los tradicionales dos pasos detrás de él, con la cabeza castamente baja. Hake, con albornoz y caftán, pasaba casi tanto calor como ella, pero no hubiera estado más a gusto en casi ninguna otra vestimenta... La gente del desierto, o al menos la parte masculina de esa gente, había descubierto hacía mucho que unos ropajes sueltos y que cubriesen el cuerpo daban más protección contra el calor que la piel desnuda. Y no había ninguna prohibición cultural contra el hecho de que Hake fuera mirando a todas partes mientras caminaba... buscando a la gente de la Agencia, a los hombres del jeque, a los Reddi, e incluso disfrutando de las vistas.
Lo que más le sorprendió, una vez se hubo dado cuenta del hecho, era el que Al Halwani no tuviera tomas de agua para los bomberos. Tampoco tenía cloacas ni conducciones de agua, pero esto no resultaba visible. Grandes autocubas eléctricas llevaban el agua potable a las cisternas de cada edificio desde las plantas destiladoras que había fuera de la ciudad. Y las aguas residuales iban a parar directamente al reseco suelo. Había manchas verdes cerca de los edificios más viejos, allá donde los residuos de los desagües alimentaban el crecimiento de las escasas plantas.
Trescientos años antes aquella parte del mundo había estado deshabitada, exceptuando alguna tribu nómada o caravana de mercaderes. Entonces, las sequías y hambrunas de Arabia Central habían empujado a algunos de los nómadas hacia el sur, justo a tiempo para hallarse en aquel escenario cuando Europa se había desperezado y comenzado a tender las manos en busca de colonias. No había fronteras nacionales. No había naciones, o no las hubo hasta que los británicos comenzaron a darles nombres y a trazar líneas en los mapas para la conveniencia de los funcionarios de Whitehall. Altos Comisionados, tales como Sir Percy Cox, decretaron que aquel pedazo de tierra sería Kuwait y aquel otro le pertenecería a Ibn Saud, y que aquellos pedazos de pertenencia discutible, sitos entre los anteriores, no serían para nadie, o para ambos vecinos en común; y así fue.
Luego llegó el petróleo y aquellas líneas sin significado alguno se volvieron sumamente importantes. Un centímetro más aquí o más allá en un mapa representaba miles de millones de dólares en ingresos por el oro negro.
Y entonces llegaron los israelíes, con sus cargas huecas nucleares. Y ya a nadie le volvieron a importar las líneas del mapa.
Las ciudades que habían florecido de la noche a la mañana para convertirse en Chicagos o Parises se transformaron en aglomeraciones fantasmas, abandonadas. Abadán y Dubai, Kuwait y Basora empezaron a secarse de nuevo. Los brillantes edificios occidentales, con sus paredes de cristal y sus acondicionadores de aire siempre en marcha, se quedaron vacíos y comenzaron a morir. La arquitectura musulmana tradicional, de paredes gruesas sólo atravesadas por rendijas para la ventilación, sobrevivió. Y los inmigrantes llegados de todo el mundo árabe comenzaron a regresar a sus casas. Y otros ocuparon su lugar. Lo que resultó fue un batiburrillo de tribus y nacionalidades; y, entonces, los occidentales comenzaron a llegar, los hippies y los desarraigados, los marginados y los insatisfechos, los aventureros y los vagos. Las colonias americanas habían sido pobladas por emigrantes como ésos, un par de siglos antes. Al Halwani era la Filadelfia o el Buenos Aires de la nueva frontera, burdo, sin ley, políglota... y prometedor.
Con el fin de llegar hasta el edificio central de la Empresa de Combustibles de Hidrógeno de Al Halwani, Leota y Hake tuvieron que caminar por la explanada, con la estrecha playa a un lado y, más allá, la bahía color índigo y el mayestático buque La espada del Islam fondeado al ancla a medio kilómetro de la costa. Leota no alzó la vista. Hake lo estudió cuidadosamente. Aunque era una goleta de tres palos, decorada con banderolas en los mástiles, sabía que dentro del estrecho casco había motores y la bastante tecnología como para liberarle de cualquier problema con los vientos o las corrientes. Podía ver el gran globo del hidrógeno combustible. También podía ver figuras moviéndose sobre las cubiertas, aunque no había modo de saber quiénes eran. Si ellos podían verle a él era otro tema. Realmente no creía que pudiesen, o al menos no con la suficiente claridad como para poder identificarles a Leota o a él bajo aquellos disfraces. Pero se sintió más tranquilo cuando empujó la puerta giratoria y entró en la sala de espera de la Empresa de Combustibles.
La oficina de empleo estaba casi vacía, y la anciana mujer que había al mostrador les entregó los impresos de petición. Se sentaron en un escritorio de plástico y comenzaron a llenarlos.
Las preguntas en los impresos estaban en cuatro idiomas, y afortunadamente para Leota el inglés era uno de ellos. Hake se enorgulleció de poder llenar el suyo en árabe, dibujando las fluidas palabras con tanta precisión como los trazos de un esquema de ingeniería. No había muchas preguntas. Hake copió los detalles del currículum ficticio que Jessie Tunman le había fotocopiado... ¿cuánto hacía ya de eso? ¿Sólo cuatro días? Y entonces sonó el interfono en la mesa de la recepcionista.
—Mándalos ya, Sabika —dijo voz, y ellos se alzaron dispuestos para la entrevista.
El director de personal era un hombre joven, con una sola pierna, y el nombre que había en la placa de su escritorio era Robling. Dio saltitos alrededor de su mesa para acomodarles en sillas, les sonrió mientras apoyaba la muleta contra la mesa y estudió los impresos.
—Me alegra ver a un par de estadounidenses por aquí, Bill —dijo—, pero, ¿qué estáis haciendo con esos disfraces?
—Esto, nos hemos... convertido al Islam —dijo Horny Hake, tras darse cuenta de que el Bill se refería al nombre que había dado como suyo en los papeles, y luego añadió—. Sin embargo, no somos practicantes.
—Eso no es cosa mía —dijo animosamente Robling—. Yo lo único que hago es emparejar personas con trabajos, y parece que tiene usted una buena experiencia. No se presentan muchos aquí con un historial de haber trabajado en el cracking del hidrógeno.
—Bueno —dijo Hake, y recitó la información que había en sus documentos—. Eso fue en Islandia, hace tres años. Allí se usa la geotérmica, pero supongo que no debe de ser muy diferente a la energía solar.
—Bastante parecido. Naturalmente, aquí tenemos mucha movilidad en el personal. La gente viene, trabaja una temporada y se hace con un montón de dinero. Luego se toman las cosas con calma por un tiempo. Pero seguro que tengo algo para usted. En dos o tres semanas...
—¿Tan tarde? Necesito empezar a trabajar ya —dijo Hake.
—¿Enseguida? Bueno... no hay ningún trabajo ahora, pero si está corto de dinero quizá le pueda ayudar.
—No es por el dinero. Es que... —Es que tengo que empezar a trabajar en su empresa, para así poderla destruir en nombre de la Agencia, pensó Hake, pero no podía decirlo—... Es que tengo ganas de volver a trabajar.
Las cejas del jefe de personal se alzaron. Evidentemente, no era una actitud común entre los marginados.
—Bueno, me gusta esa actitud, al menos hasta cierto punto. Pero las únicas vacantes que tenemos en este momento son para gente que maneje una escoba.
—Pues manejaré una escoba.
—¡No, no! Está usted demasiado cualificado como para hacer una cosa así, y luego, cuando quedase alguna vacante y lo promocionásemos por encima de los otros, habría problemas. Pero, no obstante... —Habiéndosele ocurrido algo, el hombre tomó el cuestionario de Leota, lo estudió y asintió con la cabeza—. Podríamos poner a su señora en nómina para que hiciera eso. Ella no está demasiado cualificada.
Miró de nuevo los impresos y chasqueó los dedos.
—Penn —dijo— Eso es. ¿Ha visto el tablón de anuncios de ahí fuera? Creo que hay una nota para usted.
—¿De quién? —preguntó Hake, al que esto le había cogido desprevenido.
—Bueno, pues no lo sé. Nos llega toda clase de vaga... de transeúntes de paso por aquí, y la gente deja mensajes. En cuanto a ese trabajo, ¿qué me dice?
Hake abrió la boca, pero Leota se le adelantó:
—Lo acepto.
—De acuerdo. Han dicho que no eran ustedes religiosos practicantes, ¿quiere eso decir que puede usted quitarse ese velo? Porque necesitamos una foto suya para la identificación.
—No hay problema —dijo Leota, soltándose el velo—. ¿La quiere tomar aquí? De acuerdo. ¿Por qué no vas a ver ese tablón de anuncios y me esperas fuera, cariño?
No había nadie en la sala de espera excepto la recepcionista y un viejo y huesudo yemení, que llevaba cruzadas sobre la blusa unas cananas de munición (vacías), y que estaba absorto en un crucigrama en árabe. Hake fue hasta la placa de corcho, situada tras el escritorio de la recepcionista, y miró los mensajes clavados con chinchetas. Milt y Terry, Judy y Art estuvieron aquí camino de Goa. Patty de South Norwalk, llama a tu madre. El que iba dirigido a él era un pequeño sobre con el nombre William E. Penn perfectamente escrito a máquina en el exterior del sobre. En el interior se leía:
Queda usted invitado a tomar un cóctel a bordo de La espada del Islam. El botero le facilitará transporte cuando le presente este mensaje.
Hake volvió a meter la nota en el sobrecito, con sombríos pensamientos. Pasase lo que pasase, no iba a dejar que Leota volviera a subir a ese yate.
Se giró al abrirse la puerta de la oficina de personal, y allí estaba Leota, enmarcada en la abierta puerta. Dudó, pero luego le hizo una seña para que se le acercase. No podía ver su expresión a través del velo. Cuando él se acercó, ella lo cogió por el brazo, le metió dentro de un tirón y cerró la puerta.
—Hay otra salida detrás del cuarto de la cámara —dijo—. Estoy segura de que al señor Robling no le importará que la usemos.
El jefe de personal se los quedó mirando un momento y luego se alzó de hombros:
—¿Por qué no?
A lo largo de un pasillo de paredes de cemento, a través de una puerta metálica, salieron a la cegadora luz del sol.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Hake.
—No te retrases, Horny. Ese tipo de ahí dentro era uno de los Reddi. Y no creo que tengas ganas de hablar con él.
—¡Cristo! —Se apresuraron a doblar una esquina y luego se detuvieron en un lugar desde el que podían ver el edificio de la Empresa de Combustibles—. Si volvemos al hotel nos encontrarán los hermanos. Deben de habernos seguido desde allí.
Le entregó la nota.
—Éste es el mensaje que me habían dejado. —Ella lo leyó rápidamente y luego exclamó:
—¡Guau!
—Sí, lo has expresado muy bien —acordó él—. No podemos volver al hotel a causa de los Reddi, y no podemos ir al yate a causa del jeque. ¿Sabes una cosa, Leota? Tenemos pocas alternativas.
Ella miró al edificio a través del velo. Al parecer Reddi seguía dentro.
—Oye, Horny...
—¿Qué?
—Te equivocas en los pronombres. No es «nosotros», sino «tú» y «yo». Eres tú el que no puedes volver al hotel a causa de los Reddi y yo la que no quiero ir de nuevo al yate. Pero, viceversa, ninguno tenemos problema alguno.
—¿Qué quieres decir con eso de que no tenemos problema alguno? Esos tipos son unos malvados, Leota. Y no voy a dejar que te enfrentes a ellos sola.
Sus ojos estaban clavados en él y, de nuevo, deseó poder ver a través del velo.
—Ya te he dicho antes —le espetó ella, secamente— que yo no juego a eso del fuerte gran hombre y la pequeña y débil mujer. Ya me estaba enfrentando a los Reddi cuando tú aún andabas dando sermones en New Jersey. Vete al yate y llámame al hotel cuando tengas una oportunidad.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Yo voy a volver a esa sala de espera, a hablar con Reddi. Y tú no vas a impedírmelo.
Y no pudo, pues ella se subió las faldas y corrió, con el intrincadamente decorado dorso de sus piernas apareciendo y desapareciendo bajo el borde de su vestimenta.
No había un solo botero, sino cinco; y estaban armados. A menudo los árabes del desierto llevan rifles como un ornamento más, tal como hay quien lleva un bastón o un paraguas cerrado. A Hake no le pareció que aquellos rifles fueran ornamentales. Hizo una pausa en la ancha explanada, pero no tenía más alternativas que antes. Entregó su carta y se metió en la lancha cubierta. Ninguno de los pocos paseantes que había por los alrededores prestó atención alguna a lo que pasaba cuando el chillón gemido de un motor de inercia cambió de tono al meter el embrague el timonel para que empezase a girar la hélice. Otros dos boteros soltaron amarras y la lancha se apartó del pequeño muelle flotante.
Mientras se acercaban al yate, éste fue tomando cada vez más el aspecto de un buque de guerra. Su costado se alzaba a unos siete metros por encima de ellos, mientras se aproximaban a la escalerilla, y los mástiles se perdían en la altura. Cascarrabias estaba de pie junto a la borda, mirando hacia abajo, con el rostro como de granito. Hake dudó y miró las olas. Aquellas aguas eran temidas por sus tiburones. Pero, ¿qué es lo que iba a encontrar dentro del yate?
—Háganle moverse —gritó con dura voz Cascarrabias, y uno de los boteros empujó a Hake con el cañón de su rifle—. Has tardado mucho tiempo en venir aquí —dijo, cuando Hake llegó a su nivel. Nada podía leerse en su expresión mientras estaba allí con una mano en el pasamanos de la borda, la camisa abierta, una gorra de patrón de yate, pantalones blancos y sandalias de tiras. Tras él se hallaban otros dos marineros, que representaban, con los cinco que había tras él, una fuerza más que excesiva para dominar cualquier resistencia por su parte. Su presencia era una amenaza. Pero Cascarrabias no le amenazó. Ni siquiera le reprochó; lo único que dijo fue:— Los otros te esperan abajo.
Hake no había estado nunca antes en el yate de un multimillonario. Había menos opulencia de la que hubiera imaginado: en la cubierta no había piscina, ni siquiera alguno de los juegos que se ven en los transatlánticos. Pero la verdad es que no podía ver toda la cubierta, sino sólo una porción, tapada por una lona y provista de hamacas. También veía el pequeño castillo de popa con sus cabrestantes y cables enrollados. La mayor parte de la cubierta quedaba oculta de su vista, a niveles superiores. Dentro no había ni murales ni maderas labradas, y los pasamanos eran de simple latón. Pero pasaron frente a una compuerta abierta, por la que salía un sirocco de calor de motores, y Hake pudo dar una ojeada a tubos y conductos que bajaban, aparentemente hasta unas profundidades infinitas. La espada del Islam era un yate velero, pero sus motores auxiliares parecían lo bastante grandes como para mover un transatlántico.
Cascarrabias le había dicho la verdad: los otros le estaban esperando en un salón con ojos de buey que daban a babor del barco. Allí había más opulencia que en los corredores: plantas en macetones, una pared formada por acuarios con peces tropicales, cojines tirados entre butacas y butacones... Pero parecía más la casa de un ricachón estadounidense que la tienda de un jeque. Jessie Tunman alzó la vista de una partida de cartas que estaba jugando con uno de los jovencitos de Yosper..., y le espetó:
—Recibirá su merecido, Horny. ¡No tenía ningún derecho a escaparse con esa mujerzuela!
—Hola, Jessie.
Había una docena de personas en la sala, y reconoció a la mayoría: Yosper y sus chicos, el joven hispano llamado Tigrito, y uno de sus instructores bajo el alambre. No tenía aspecto de ir a darle la bienvenida.
Yosper saltó de una silla y avanzó, con sus brillantes ojos azules contemplando fijamente a Hake. Al fin, el viejo se echó a reír.
—Siempre has sido un chico con muchas pelotas, Hake. Me recuerdas a mí mismo, antes de que descubriese a Nuestro Señor el Salvador... y a la Agencia.
Hake asintió con la cabeza y se sentó, tratando de parecer relajado mientras Yosper seguía estudiándolo.
—¿Qué va a pasar, Hake? —preguntó el Viejo—. ¿Sigues siendo parte de la operación o te vas a convertir en una molestia?
—He llevado a cabo lo que me fue encomendado —dijo Hake.
—¡Oh, seguro, Hake! Espero que lo habrás hecho. Y vas a darnos tu informe, y entonces lo sabremos con toda seguridad. Pero yo te estaba hablando de ahora en adelante.
Hake dudó.
—Si completo esta misión, ¿podré retirarme?
—¿Eso es lo que quieres, chico? —dijo tranquilamente Yosper—. Bueno, no depende de mí, pero todos tenemos que retirarnos algún día, así que... ¿por qué no? Supongo que eso dependerá de lo bueno que sea tu informe y de lo que hagas en el próximo par de días. ¿Y dónde está tu amiguita?
—¡Leota no tiene nada que ver en esto!
—No, Hake —dijo con gran énfasis el viejo—. En eso tengo que estar en desacuerdo contigo. Ella sí que tiene que ver, a menos que el viejo Hassabou diga que ya no es así. Pero me parece que, por el momento, la considera como una de sus posesiones que, digamos, no se encuentra donde debiera; y no está muy contento contigo por este motivo.
—¡Por Dios! ¿Y qué nos importa lo que él piense?
—¡Cuidado con la forma en que hablas! —dijo Yosper—. Porque resulta que nos importa y mucho, imbécil. Hassabou era el dueño de todo este país y, cuando caiga en la bancarrota, nos lo va a vender enterito. ¿Nos vas a decir dónde está?
—¡No!
—No esperaba que fueras a decírnoslo, pero eso no es ningún problema. Al Halwani no es un lugar muy grande. Jessie, por favor, ¿quieres prepararnos esos mapas? Y ahora vamos a tu informe, Hake, empezando por el reconocimiento que has hecho de esa planta de energía solar.
Jessie recogió los naipes y quitó la parte superior de la mesa, mostrando una pantalla de las de proyección trasera. Mientras manipulaba el teclado que había a un lado de la mesa, en la pantalla apareció una fotografía de la costa, tomada por un satélite de reconocimiento, con los trazos de un mapa sobrepuestos en rojo. Hizo un zoom para acercar la torre y el anfiteatro de las dunas florecidas, y luego le entregó a Hake un puntero de luz.
—Haga un poco de zoom inverso —le dijo éste—. No se ven los caminos.
Se formaron unos puntos verdes que luego se juntaron al ser de nuevo enfocados, y él asintió con la cabeza. El punto rectangular en medio de la bahía era la torre propiamente dicha. La playa en creciente era un mosaico de verde y blanco, con las plantas solares medio abiertas para dar la cara al sol del atardecer. Las carreteras estaban oscurecidas por las sombras, pero se las podía localizar.
—Éste es el puesto principal de guardia —dijo, apuntando la flecha del puntero de luz a una mancha sobre las dunas—. Estuvieron dentro durante toda la noche. No creo que patrullen... De todos modos, no vimos ni rastro de ellos a lo largo del camino. Hay un sendero que sube desde la autopista. Está a cubierto la mayor parte del camino, pero no hay demasiados lugares donde esconderse alrededor del puesto de guardia.
—¿Estás escuchando, Tigre? —preguntó Yosper—. Éste es tu trabajo: tomarás posición y luego, cuando nosotros nos movamos, tú cortarás las comunicaciones e inmovilizarás a los guardias. ¿Qué hay del costado de las dunas que dan a la playa, Hake?
—Está completamente cubierto por las plantas, que descienden hasta el borde del agua. Hay algo allá abajo que parece un edificio —señaló con el puntero—, pero no sé lo que es.
—El centro de control de la torre. Sigue, Hake.
—Esto es, más o menos, todo lo que puedo decir. No sé por qué son tan importantes esas plantas... podrían usar espejos, ¿no?
—No te enteras, chico —le explicó amablemente Yosper— si usas plantas vivas, no tienes el problema de dirigir los espejos... las plantas se colocan en posición ellas mismas. Y también se mantienen limpias solitas, como deberías saber. ¿O es que había un error en tu currículum?
—No. Pasé un año limpiando espejos en New Jersey, es cierto.
—Entonces, ¿cómo es que no entiendes más de lo que has visto? ¿Qué me dices de la torre?
—Es alta y está aislada. Tenía algunas barcas en derredor. Por lo que pude ver, no estaba conectada a tierra en modo alguno.
Impacientemente:
—Hay un túnel. Sigue.
—Eso es todo. No pude ver mucho más... excepto esa luz púrpura. Eso sí que no lo entiendo en absoluto. Me dolían los ojos sólo de mirarla. Y apareció de repente en el cielo.
—¡Por todos los diablos, Hake, eso es un holograma! Es la parte más hermosa de todo su esquema. ¿Es que no te enseñaron nada de geometría en la escuela? Si hubieran criado las plantas para que apuntasen directamente al Sol, hubieran devuelto la luz al Sol, ¿no es así? ¿Y para qué les hubiera servido eso? De modo que las han criado para que respondan a la alta radiación ultravioleta... y fue bueno que no mirases esa luz durante mucho tiempo, porque la mayor parte de sus radiaciones caen fuera del espectro luminoso. Lo que hacen es generar con un láser un holograma ultravioleta y lo colocan en el punto que les interesa del cielo, a medio camino entre el Sol y la torre. Cuando tengas un rato trata de dibujar un diagrama y verás que toda la reflexión tiene que ir justo a la torre, en cada momento.
Hake se quedó mirando el tablero de la mesa, calculando ángulos mentalmente.
—¡Pues es una idea muy brillante, Yosper! —agitó la cabeza—. ¡Maldita sea! ¿Por qué nos los hemos de cargar? ¿Por qué no les dejamos que sigan con sus experimentos y nos hagan el hidrógeno que necesitamos?
Yosper estaba escandalizado.
—¿Estás loco, Hake? ¿Sabes del despilfarro que eso ocasionaría en la balanza de pagos? Desde luego que vamos a hacer un trato, pero lo vamos a hacer con el jeque. Después de que hayamos eliminado a esos hippies. Que volemos su torre. Que matemos sus plantas... Hemos hecho que nuestros buenos amigos de Eatontown nos preparasen un hongo especialmente para esto. Han pedido más préstamos de los que van a poder pagar para poner en marcha todo esto, así que cuando acabemos con ellos caerán en la bancarrota. Entonces, el bueno de Hassabou volverá a hacerse con el poder, y haremos un trato con él.
—Vamos a hacerlo de una vez —se quejó Jessie Tunman—. ¿Consiguió Horny un trabajo en la torre para poder dejarnos entrar en ella?
Hake le lanzó una mirada asesina, y luego admitió:
—Bueno, en realidad no lo conseguí. Quiero decir que van a darme un trabajo, pero no antes de dos semanas. En cambio contrataron a Leota al momento.
—¡Hake! —estalló Yosper—. ¡Has fracasado en lo que te fue encomendado!
—¿Y que podía hacer yo? Dijeron que estaba sobrecualificado... ¿Quién ha tenido la culpa de esto? ¡Yo no fui quien preparó mi falsa identidad!
—Chico —afirmó Yosper—. ¿Sabes que acabas de perder la mayor parte de tus posibilidades de regateo? Hemos perdido todo un año preparándote para esto, sólo porque tú hablabas los idiomas de aquí y te podías entender con los nativos... ¡Y ahora no nos sirves para nada!
Jessie Tunman alzó la vista.
—Quizá las cosas no estén tan mal —dijo.
—¡No digas estupideces, Jessie! Si hubiéramos querido entrar en la torre al asalto no hubiéramos perdido el tiempo con este seductor de vía estrecha.
—Pero él sigue aquí. Lo único que no tiene es una identificación que le permita entrar en la torre.
—Eso es cierto, pero... ¡Oh! —se interrumpió Yosper— Ya veo. Lo único que tenemos que hacer es conseguirle esa documentación.
Le dedicó una sonrisa a Hake.
—Y eso no tendría que resultarnos tan difícil, vistos los recursos de los que disponemos. ¿Tienes algo más que decir, chico? ¿No? ¿Hay alguna otra pregunta acerca de esta misión?
—Tengo una. ¿Por qué tenemos que destruirlo todo? ¿Por qué no nos limitamos a robar algunas plantas y nos montamos nuestra propia instalación?
Yosper movió la cabeza.
—Chico, no pienses. Tú haz lo que se te ordena. Hace ya tres años que tenemos esas plantas. Y no nos sirven para nada.
—¿Cómo que no? Esta costa se parece mucho a la de Florida.
—Hake —dijo amablemente el viejo—, Miami está en Florida. Y todos esos terrenos están edificados, ¿o es que no te has dado cuenta? Dios ha elegido darles a esos tipos raros todo lo que uno necesita para este tipo de instalación: luz solar, agua, un puerto bien equipado. La mayor parte de los Estados Unidos de Norteamérica están demasiado al norte. Incluso en los alrededores de Miami uno sólo obtendría un rendimiento del cuarenta o el cuarenta y cinco por ciento en invierno. Y si se monta allá donde realmente se necesita, como en los alrededores de Nueva York o Chicago, por no hablar de Boston, Seattle o Detroit, puede decirse que uno prácticamente no tendría nada de energía durante tres o cuatro meses al año.
—¿Y no le sugiere eso nada, Yosper? —dijo Hake—. ¿No será el modo que emplea Dios para decirnos algo?
El viejo se partió de risa.
—¡Ya lo creo que sí, chico! ¡Me está diciendo que tenemos que usar los dones que Él nos dio para hacer Su voluntad! Y es eso justamente lo que estamos haciendo. Si Dios quisiera que el Golfo Pérsico tuviera nuestra energía, habría puesto Pittsburgh aquí. Oh, quizá podríamos usar esto en Hawaii, o mejor aún en Okinawa o la Zona del Canal... si no hubiéramos regalado esos territorios cuando no debimos hacerlo. Uno tiene que buscar las zonas útiles entre los veinticinco norte y los veinticinco sur, y Dios, en Su Infinita Sabiduría, ha decidido no poner por ahí más que salvajes. Apaga ese cacharro, Jessie.
Se puso en pie.
—Tengo que ir a hablar con Cascarrabias y el jeque —dijo—, así que vosotros os podéis quedar un rato descansando. En cuanto a ti, Hake, creo que lo mejor es que permanezcas en tu camarote hasta que te necesitemos. Tigre te llevará hasta él.
Cuando empezó a oscurecer le llevaron comida. Un negro muy joven que llevaba un tarboosh golpeó a la puerta y le dio una bandeja.
—Bismi llahi r-rahmanir r-rahim —gorjeó educadamente.
Hake le dio las gracias y cerró la puerta. Aquel educado saludo era una invocación al compasivo y misericordioso Alá, y a Hake sólo le cabía espera que aquellos sentimientos fueran compartidos por los miembros de la tripulación que tuvieran la voz más formada que aquel crío. La comida era cordero, arroz y una ensalada, todo excelente. Hake comió con bastante buen apetito. Estaba acostumbrándose a la forma de trabajar en el negocio del espionaje, consistente en largos períodos de esperar a que sucediese algo, sin saber exactamente lo que iba a ser, largos períodos de hacer algo, sin acabar de saber para qué. Y de vez en cuando, como para subrayar algunos momentos, que alguien le golpease o le volase el coche.
No sólo se había acostumbrado a ello, sino que estaba empezando a aceptarlo. Al menos para sí. En lo que se refería a Leota... eso ya era otra cosa, y le preocupaba. Ni Yosper ni Jessie Tunman le habían dicho de dónde pensaban lograr una identificación que copiar, pero a Hake le olía que iban a considerar que la que le habían entregado a Leota podía ser una buena fuente.
Nadie le había dicho que estuviera preso y nada le detendría si abría la puerta e iba a unirse con los otros. Pero no quería hacerlo, pues no le atraía nada verles jugar a sus tontos juegos. Actuaban como...
Actuaban como la mayor parte del mundo, se dijo a sí mismo, interpretando un papel. Dramaturgia. Pensar con.
Tal como había dicho Art el Increíble, si uno lo miraba con los ojos abiertos, esto explicaba muchas de las modas, de las locuras, de las pasiones, de las maldades y de las incongruencias del comportamiento humano. Incluso explicaba al mismo Hake. Explicaba por qué había actuado tanto tiempo en el papel de ser un ministro religioso... y explicaba el juego de ser un agente secreto... también explicaba el papel del rebelde contra aquellas traiciones secretas. Explicaba por qué Yosper jugaba, al mismo tiempo, al criminal y al buen cristiano, por qué Leota actuaba como revolucionaria y esclava del harén; y explicaba el motivo por el que el mundo se había visto metido en aquel lío tan horroroso. ¡Todo era porque todos jugamos a interpretar papeles! Y cuando, al mismo tiempo, suficientes de nosotros jugamos al mismo juego, actuamos en el mismo rol dramatúrgico... entonces el juego se convierte en un movimiento de masas. Una revolución. Un culto. Una religión. Una moda.
O una guerra.
Colocó la bandeja en el corredor junto a la puerta y se recostó en la limpia y estrecha litera. En todo aquello faltaba un elemento muy importante: la causa. ¿Cómo había empezado?
La pregunta no era correcta. Era como inquirir por qué habían llegado las langostas a Abu Magnah. Ninguna langosta había tomado, individualmente, la decisión de atacar la ciudad, no había plan ninguno, ni siquiera había una necesidad genética compartida. Si uno examina los bordes de un enjambre de langostas, lo único que ve es un grupo desperdigado de insectos, que vuelan ciegamente hacia el exterior, girando aquí y allá en confusión y luego regresan al enjambre. Lo que mueve la plaga de langosta de un lugar a otro es el azar en forma de soplo de viento. No tiene más fuerza de voluntad que la hoja que es arrastrada por el aire.
Y Hake y Yosper y Leota y todos los demás... ¿qué era lo que estaban haciendo, sino dedicar todas sus fuerzas a ser parte de un enjambre especial? Las causas y las naciones se movían allá a donde el azar las empujaba... incluso, en ocasiones, hacia una guerra de suicidio mutuo, a pesar de que ambos bandos sabían por anticipado que ninguno de ellos podía ganar, ni el vencedor ni el perdedor.
Exactamente como las langostas...
Alguien llamó a su puerta.
Hake se sentó en la cama.
—¿Sí? —preguntó.
Abrió y se encontró al niño que le había traído la comida, con aspecto de estar asustado. En un inglés bárbaro le dijo:
—Señor, le he traído té, permítalo Alá.
Hake tomó la bandeja, algo asombrado.
—Todo está bien —dijo con tono amable, pero el temor del niño no disminuyó. Se dio la vuelta y salió corriendo. Hake se volvió a sentar y dejó el té en la mesilla de noche, con su discurso mental interrumpido. No era que aquello importase. Nada de todo aquello era realmente decisivo para su problema presente, que era la pura supervivencia; la suya y la de Leota.
Algo rodó por el suelo cuando abrió la servilleta. Lo recogió y vio que era un doble anillo dorado.
No había ni nota ni palabra alguna, pero no lo necesitaba. En aquel yate y en aquel momento no era probable que hubiese más de una persona con el doble anillo de un matrimonio de grupo americano. Así que Alys debía estar a bordo.
—Despiértese ya, señor Hake. Va a haber una conferencia.
Hake se tambaleó hasta la puerta y la abrió, viendo a Mario, que parecía soñoliento pero extrañamente complacido consigo mismo.
—¿Ahora? ¡Pero si no son ni las cinco de la madrugada!
—No es justo ahora, pero sí pronto. Inmediatamente después de las oraciones del alba del jeque. Sin embargo —lanzó una risita—, se ha producido un acontecimiento interesante que yo creo que a usted le gustará ver.
Hake, atontado, se puso los zapatos.
—¿Qué pasa?
—Apresúrese, señor Hake, y véalo por sí mismo.
El joven abrió camino hacia allí por donde él había llegado a bordo, la cubierta de popa. Acababa de amanecer, y la oblicua luz trazaba largas sombras en la ciudad de Al Halwani y en la lancha que estaba gimiendo, camino hacia ellos.
—Dijeron por radio que traían a alguien —dijo Mario por encima del hombro de Hake—. Allá, ¿la ve? Está sentada sola, junto a la toldilla.
—¡Leota!
—Sí, señor Hake, su buena amiga por la que usted arriesgó tanto. Ahora volverán a estar juntos... o, al menos, no estarán muy lejos. Aunque no creo que el jeque Hassabou le invite a usted a entrar en su harén.
—¿Cómo la atraparon?
Mario frunció el ceño.
—No resultó muy difícil, después de todo —dijo—. Estaba paseando por la explanada, ella sola. Los boteros la reconocieron, y ella no ofreció resistencia.
Hake se inclinó sobre el pasamanos para observar, mientras la lancha llegaba al costado. Una mujer cubierta por un velo y un manto aguardaba, y sólo por las arrugas de sus manos supo Hake que se trataba de una anciana. Cuando Leota subió a bordo y la vio, se echó hacia atrás y la anciana, impaciente, la empujó hacia adentro.
—Mario, Mario... quiero hablar con ella. Sólo será un momento.
—¡Por favor, señor Hake! ¡Vaya una petición más ridícula! Naturalmente, eso es imposible... Y ahora —dijo muy alegre el joven—, si no se apresura llegará tarde al desayuno.
El confuso griterío desde el otro lado de las aguas era el de los muecines llamando a los fieles a las oraciones de las cinco de la madrugada y, al pie de la escalerilla, los boteros se estaban hincando de rodillas.
Anonadado, Hake siguió a Mario hasta el comedor. No comió, no se unió a la conversación y sólo aceptó café. Su mente estaba llena de planes apresurados, que descartaba inmediatamente. Y cuando el equipo de la Agencia se levantó para ir a la conferencia, les siguió en silencio. Sólo dudó cuando pasaron junto a un armero, frente al que se hallaba de guardia un silencioso marinero. La duda le duró un segundo. Podía dominar al guardia, tomar un par de carabinas de tiro rápido y una docena de cargadores. Disparar contra Yosper, Tigre, los tripulantes y todos los demás. Hallar el harén y armar a Leota. Emprender la huida hacia una lancha.
¿Y cuáles eran las posibilidades de triunfar con ese plan? Siendo muy optimista... ¿una de un millón? Había algo en la educación de Hake que le impulsaba a arriesgarlo todo para salvar a una mujer en peligro... pero, ¿compartiría Leota su punto de vista?
Un tripulante con una auténtica cimitarra corrió una cortina de tejido de oro, y se encontraron en el salón privado del jeque.
Si había faltado opulencia bajo las cubiertas quizá fuese porque estaba concentrada allí. Frutas confitadas en cuencos de cristal, diminutas tacitas de café y pequeños dulces en bandejas de plata labrada, un suelo de baldosas artísticas, cubiertas por alfombras que no habían sido tejidas para que las pusieran sobre el suelo. Incluso las cortinas no eran, se veía por la forma en que se balanceaban con el movimiento del buque, de simple tejido dorado sino de auténtico hilo de oro.
El jeque ya estaba allí, sentado por encima de los otros en un trono de cojines. Era mayor de lo que Hake recordaba, y tenía mejor aspecto: piel olivácea y una nariz como el pico de un ave de presa, con los ojos brillantes dentro de su negro círculo de kohl. Junto a él, un palmo más bajo, Cascarrabias estaba sentado, erguido e impaciente. La reunión fue corta. Hubo pocas discusiones y, para sorpresa de Hake, ninguna recriminación. Incluso Jessie Tunman se limitó a mirarle de vez en cuando con los ojos emponzoñados. Cascarrabias explicó el plan, deteniéndose a cederle la palabra a Hassabou cada vez que el jeque se aclaraba la garganta o se movía; todo hubo acabado en quince minutos.
La parte de Hake era muy simple. Tenía que presentarse en la sala de control con su falsa identidad y decir que había sido asignado allí como barrendero. Sería difícil que, siendo de noche, fueran a comprobarlo, incluso aunque sospechasen; y para cuando abriesen la oficina del personal, a la mañana siguiente, ya sería demasiado tarde. Hake se quedaría en la torre hasta el amanecer... Existía cierto peligro en eso, tuvo que admitir a regañadientes Cascarrabias, pero no había más remedio. Los otros, entre ellos Yosper y sus chicos, llegarían hasta la torre con equipos de submarinismo, y él les dejaría entrar. Irían armados con gases somníferos, armas y recipientes con las esporas de los hongos. El gas somnífero era para deshacerse de la gente del centro de control, las armas para el caso de que el gas no funcionase, los hongos para destruir las plantas fotófilas. Otro grupo se haría con el puesto de guardia de las dunas, y cuando lo hubieran ocupado todo volarían la torre y el centro de control... tras haberlo fotografiado antes todo y haberse llevado cualquier aparato que les pareciese interesante. El yate les recogería a todos, y entonces...
Nadie dijo nada acerca del «entonces» en lo que se refería a Hake. Era como si se hubiese programado que su vida se detuviera en el momento de la voladura de la torre.
Y diez minutos después de que regresase a su camarote, el chico de doce años, temblando, le trajo una botella de agua mineral que no había pedido.
—Regresaré dentro de media hora —susurró y desapareció; y cuando Hake tomó la servilleta encontró dentro un minicassette, con una cinta dentro.
¡Leota!
Pero fue la voz de Alys la que le llegó por el micrófono:
—¡Mantén bajo el volumen! —le ordenó en seguida. Y luego:— Horny, Leota llegó a bordo cableada. Dios sabe cuánto tiempo pasará antes de que descubran que es una radio, así que no pierdas tiempo. Graba toda la información que puedas, pon la grabadora bajo la almohada y vete a dar un paseo. Jumblatt la recogerá cuando limpie tu habitación. No hables con él. No trates de vernos a ninguna de las dos.
Y luego, increíblemente, una risita:
—¿No es muy divertido?
Una hora más tarde, mientras jugaba una partida de billar, en hosco silencio, con Tigrito en el salón, Hake se dio cuenta de que había movimiento fuera. Durante el tiempo que le tocaba jugar al otro atisbó hacia la cubierta, luego salió a ella y miró por encima de la borda. La escalerilla estaba llena de pingüinos: las mujeres del harén, vestidas todas con largas túnicas y velos, que entraban torpemente en una lancha. Una de ellas alzó la vista hacia él, pero no tuvo modo de saber quién era.
Desde dentro, Tigrito dijo irritado:
—Vamos, tío, te toca a ti.
—Voy. ¿Qué es lo que pasa?
Tigrito echó una mirada hacia abajo, y luego sonrió.
—¿Sabes?, es que vamos a la batalla, y envían a las mujeres y los niños al hotel, para que no anden por en medio. No te preocupes, el viejo Hassabou los traerá de vuelta mañana por la mañana.
—No estaba preocupado —dijo Hake, entrando de nuevo para jugar su turno, pero era mentira. Estaba preocupado por demasiadas cosas, y una de las más importantes era si habría habido tiempo para que la cinta le llegase a Leota.
VI
Hake tomó el autobús de la costa aquella misma tarde, se bajó en el camino que llevaba al puesto de guardia, subió la duna y se presentó a los centinelas. Incluso en la distancia, el sonido de la torre solar era inmenso: retumbar de bombas, rugidos del gas y el vapor, aullidos de las torturadas moléculas que eran forzadas a separarse. El hombre armado con un rifle y sentado en una silla de lona en el exterior del barracón se sacó el auricular de dentro de su oreja, miró sin interés alguno a la credencial falsificada de Hake, e hizo un zafio comentario acerca de los hombres que trabajaban como mujeres de limpieza.
—¡Qué pena que seas un hombre! —dijo—. Aún no puedes ir abajo hasta dentro de una hora, y en cambio si fueras una mujer podríamos pasar ese tiempo de una forma muy interesante.
—¿Es que no hay bastante gente que trate de colarse por aquí como para mantenerte divertido? —dijo Hake en tono de conversación.
—¿Gente que trate de colarse? ¿Y para qué iba a querer colarse aquí la gente? Lo único que hay que impedir es que tontainas en bote se acerquen demasiado a la torre. Ven, siéntate a la sombra; cuando cese el ruido podrás ir allá abajo, al centro de control.
Así que Hake se tendió bajo un matojo de las plantas, jugueteando con la identificación que había sido de Leota, con su mente tan clara que casi la tenía en blanco. No podía planear con demasiada antelación. Lo único que le cabía hacer era seguir las órdenes hasta el momento en que viera la oportunidad de hacer otra cosa. Cuando el sol se puso, el guardia le hizo un gesto para que bajase, aunque en realidad el sonido no se había apagado; aún había cantidad de calor en la cavidad receptora en la cima de la torre, y las turbinas continuaban rugiendo.
Bajando por el sendero en la creciente oscuridad, Hake recordó una noche de luna de otro verano, cuando aún estaba en la silla de ruedas y tenía un trabajo a horas limpiando heliostatos para la Jersey Central Power and Light. Los grandes espejos plegables eran almacenados boca abajo, para impedir que sus superficies quedaran cubiertas de polvo y picadas por las gotitas saladas. Y, aun así, Hake o alguien como él tenía que pasar una vez al mes y limpiarlos con un spray detergente... un trabajo que jamás se acababa, pues para cuando el último sector había sido limpiado, el primero empezaba ya a necesitar limpieza. Pero, en cambio, las plantas fotófilas se limpiaban solas.
Entrar en el interior del centro de control era como entrar en el puente de un barco. Los listados de datos brillaban en un arco iris de colores en media docena de terminales con monitor, mostrando un centenar de diferentes tipos de datos acerca de la temperatura, la presión y cualquier otro estado variable en cada punto del proceso. Un listado controlaba el aire mientras era forzado a través de sus pequeños conductos por el interior del receptor de calor. Otro vigilaba el aire expandido mientras las turbinas giraban para generar electricidad. Otros informaban del agua marina que era hervida hasta convertirla en vapor, de la emisión de las sales sobrantes, que eran devueltas al mar, del bombeo de hidrógeno y oxígeno a las plantas de licuefacción, situadas más allá del pequeño golfo. Hake sabía que esto era así, porque sabía cómo funcionaba la central, pero no podía leer ninguno de los datos: para él sólo eran brillantes masas de colores y símbolos.
Una pequeña y oscura mujer alzó la vista de una de las pantallas, para echarle una ojeada a su documentación.
—No es usted el tipo de barrendero que acostumbramos a ver por aquí —le dijo.
—Necesitaba el trabajo. Me han dicho que quizá más tarde me den algo mejor.
—Me agrada tenerle por aquí —dijo ella, mirando con más interés al propio Hake que a su identificación—. El resto del equipo llegará en bote dentro de un momento. Le darán instrucciones.
Entre el centro de control y la torre había un largo túnel que iba bajo el agua. El jefe del equipo nocturno, un ingeniero egipcio llamado Boutros, se llevó a su grupo a través del mismo, a paso vivo. Habían estado en el túnel un centenar de veces y no les interesaba más de lo que a un habitante urbano podía interesarle la entrada a su aparcamiento. Pero, para Hake, era algo digno de verse. Era un kilómetro de nada más que distancia. Era como estar en un largo tubo, una caminata de diez minutos, a trotecillo ligero, con luces rojas espaciadas por delante y por detrás, siempre extendiéndose hasta el mismo fondo indefinido, quizá infinito.
Las flores solares ya hacía rato que se habían encerrado en forma de capullos para pasar la noche. Ya no llegaba más energía al receptor. Ya no había peligro, así que el equipo de mantenimiento podía ir a realizar su trabajo. Pero los generadores aún estaban girando, las bombas estaban resonando, el aire comprimido estaba aullando a través de la red de pequeños conductos. Boutros había cogido un par de tapones extra para los oídos de Hake. Sin ellos, se hubiera quedado sordo.
La torre estaba cerrada a cal y canto la mayor parte del tiempo; pero cerrada o no, la fina arena de las dunas y las gotitas saladas del mar hallaban el modo de penetrar en su interior. Éste era el trabajo de Hake. Mientras los experimentados mecánicos se dispersaban para comprobar y reparar el cerebro y las entrañas del sistema, Hake y un par de otros fueron puestos a barrer y limpiar. El primer trabajo fue la barandilla de latón que rodeaba el hueco central, a cada nivel. Hake, siguiendo el dedo de la mujer que trabajaba con él, vio por dónde tenía que empezar. Las barandillas de los tres niveles inferiores, mirando desde la base de la columna de intercambio calórico, estaban limpias y brillantes. Lo que parecía un repentino cambio a bronce negro-verdoso, a partir del cuarto nivel, era la suciedad que él tenía que limpiar. Arriba, muy arriba..., cerca del nivel de los cien metros, que se hallaba en la cúspide de la torre, podía ver las barandillas, otra vez limpias y brillantes. Limpiar la corrosión en el interior de la torre era como pintar un inmenso puente: para cuando uno completaba el trabajo ya era hora de empezarlo de nuevo.
Esa parte de la tarea sólo era manía de limpieza y trabajar por hacer algo. Hake y sus compañeros rascaron y pulimentaron para completar el cuarto nivel. Luego mandaron a Hake a manejar la escoba un rato, hasta que llegase el momento de realizar trabajos más importantes. El colector solar retenía el suficiente calor como para generar energía durante varias horas tras la puesta del sol. Luego, tan súbitamente como cuando se produce un estallido, todo se apagó: las bombas, los motores de las válvulas, el aullido y silbido de los fluidos forzados a lo largo de tubos... y todo el mundo se quitó los tapones de los oídos. Hubo un silencio total por un minuto, antes de que las bombas empezasen de nuevo, esta vez a baja presión, y Boutros apareciese para hacer un gesto a su gente en dirección a las escaleras.
Era una larga subida. Cien metros de subida.
Cuando el generador estaba en marcha y la energía solar estaba fluyendo, el aire bombeado absorbía energía para convertirla en electricidad en los generadores. Al mismo tiempo impedía que las tuberías se quemasen. El tiempo crítico era únicamente de unos segundos a toda energía. La cavidad estaba caliente... en teoría, podía ponérsela tan caliente como la superficie del mismo Sol; aunque en la práctica sólo se llegaba a la mitad de eso. Pero, desde luego, era más caliente que cualquier otra cosa con la que Hake jamás se hubiera topado. Si las bombas fallaran, el calor reflejado por las plantas fotófilas convertiría aquella delicada trama en tizones, a menos que se la separase inmediatamente. Ahora no era aquél el problema, porque las flores dormían; pero las bombas estaban enfriando las tuberías para el equipo de Boutros, de modo que pudieran picarlas y liberarlas de la delgada capa de corrosión marina, que reducía la conductividad calórica de las tuberías y despilfarraba energía.
Para hacer aquello tenían que subir hasta arriba, donde estaba el receptor de calor.
Un centenar de metros no es una gran distancia, cuando están colocados planos. Un corredor olímpico puede cubrir esa distancia en cuestión de segundos. Pero un centenar de metros hacia arriba, perpendiculares a otra superficie plana, es algo muy distinto. El esfuerzo físico es lo de menos, a pesar de que Hake alcanzó la cúspide jadeando y sin aliento. Lo peor era que el viento soplaba. Agarrándose a las barandillas de seguridad, Hake pensó que el viento iba a llevársele el cabello. La torre se estremecía y no todo estaba en su imaginación; había un resonar, como de bajo de órgano de iglesia, que podía notar a través del metal al que estaba aferrado. Y aunque las bombas se habían llevado casi todo el calor, se quemó los dedos al tocarlo.
El árabe que estaba junto a él se rió, extendiendo sus propios dedos y señalando los guantes que Hake llevaba colgados del cinturón. Hake apretó los dientes: ¡ya podrían haberle advertido antes! Pero estuvo de acuerdo en que ningún recordatorio le hubiera hecho calar tanto en la mente aquel peligro como la quemadura.
Sobre las dunas, Casiopea seguía su recorrido hacia el final de la noche. El frío aire seco del desierto olía a sal, camellos y al antiguo petróleo. Una vez logró olvidarse del gran vacío que había bajo él y dedicarse a su trabajo, le resultó realmente agradable hallarse a cien metros de altura bajo el cielo nocturno de Arabia.
El trabajo no era difícil. Y como era llevado a cabo cada noche, la sal tenía bien pocas posibilidades de incrustarse. Sólo era necesario frotar, firme y lentamente, por encima de cada uno de los conductos, con los trapos empapados en algún producto químico.
Hicieron una pausa para tomar té con menta o café con especias, y bajaron hasta la superficie en grandes cubos. Y para cuando el cielo comenzó a tomarse de color cobalto hacia el este, ya habían acabado.
Hake bajó con los otros, se excusó para ir al retrete y aguardó allí hasta que no le llegaron más sonidos del interior de la torre. Entonces sacó la cabeza para atisbar.
La mayor parte del equipo había regresado ya por el túnel. Algunos lo habían hecho con los botes que estaban amarrados al pie de la torre. No creía que a nadie le fuera a importar mucho no verle en parte alguna. Había localizado los monitores de televisión que escudriñaban el espacio interior de la torre y puso mucho cuidado en evitar sus campos de visión. Luego se sentó y aguardó, tres niveles por encima de las suaves olas, con una clara vista de la costa a través de la ventana contra la que chocaban las gotas arrastradas por el viento y un panorama de los horizontes marinos a través de las otras.
El hecho de que en esa dirección no pudiera ver otra cosa que agua no quería decir que no hubiese nada allí; en aquel momento ya estarían en camino. Y también por tierra. Atisbando cuidadosamente por encima de la cuadrada edificación que había al borde del mar, divisó el techo rosáceo del puesto de guardia. Tigrito y sus matones ya estarían allí, comprobando sus relojes. Todo parecía muy pacífico, incluso la maraña de brillantes tubos que se proyectaba sobre el cabo del este, la planta de enfriado del gas y el mástil de radar de un buque tanque de hidrógeno líquido que esperaba para ser cargado.
Sería pecaminoso destruir todo aquello. Así pensaba Hake, ministro de una iglesia que jamás empleaba la palabra «pecado», veterano de un cuarto de siglo de apagones, fríos sin calefacción y suciedad de hollín en New Jersey. El limpio hidrógeno era una bendición. ¿En qué locura estaban metidos Cascarrabias y los otros? ¿En qué locura estaba metido el mundo entero?
El cielo más allá de las dos puntas del golfo era naranja, dispuesto para la entrada en escena del Sol; era un color que repetía el metal de las conducciones de la planta de enfriamiento. ¡Tantos megavatios/hora en aquel mecanismo, y eso en sólo una pequeña cala, invisible en el mapa! ¿Y si se multiplicase un centenar de veces, sólo en aquella costa? No era de extrañar que la lucha fuera tan dura. Lo que estaba en juego era de un valor fantástico.
Las bombas se estremecieron repentinamente, y las cámaras de la televisión comenzaron a moverse de un lado a otro, en su abanico de vigilancia.
Hake dio un salto. Ya era la hora. Las flores solares estaban empezando a abrirse. El Sol aún no estaba lo bastante alto como para producir mucha energía, pero pudo ver cómo la fantasmal imagen violeta surgía a la vista, a mitad de distancia hacia el cielo. Dejó un rastro de oleoso brillo a lo largo de la superficie del mar...
Y en medio de ese rastro brillante, invisible hasta que forzó la vista para verlo, un rosario de huellas.
Burbujas. Los invasores se estaban aproximando.
El primero en subir por la escalera fue Mario, con su traje de goma brillando a los rayos del amanecer y una mochila herméticamente cerrada a la espalda. No habló con Hake, se limitó a despojarse del traje y abrió la mochila para sacar sus útiles de trabajo. Hablar no hubiera resultado fácil. Las bombas estaban ahora rugiendo a plena potencia y toda la torre se estremecía con su ruido y el aullido del gas corriendo por las conducciones. El remolcador submarino llegó hasta el escalón más bajo de la escalera y una, dos, tres personas más subieron.
—¡Quédense en este lado! —gritó Hake al oído de Mario—. He puesto una pantalla en la puerta. No se puede ir hasta el túnel sin que un cámara te capte.
Mario le miró despectivamente, luego repitió la advertencia a los otros. No era necesario hacerlo, a menos que fuera para reforzar el hecho de que era él, y no Hake, quien estaba a cargo de la operación. Habló por la radio, escuchó y asintió.
—Los otros están ya en camino —dijo—. Vamos allá.
El cuarteto de matones de Yosper se había vuelto a reunir allí en Al Halwani. Estaban surgiendo rápidamente de Sus trajes d goma y extendiendo sus tesoros sobre el suelo metálico. El equipo de Mario consistía en máscaras de nariz, granadas de gas somnífero, placas de explosivo plástico de color gris-rosado. Sven (o Carlos) tenía sus propias herramientas: la cámara para fotografiar la maquinaria, los útiles para desmontar los aparatos que creyesen interesante llevarse, los detonadores para hacer estallar el plástico de Mario y destruir la torre cuando hubieran saqueado todo lo que en ella hubiese de valioso. Dieter (o Sven, o Carlos) llevaba los recipientes biológicos con las esporas de los hongos. Iban a tirarlas al sistema de riego gota a gota, infectando las plantas con su enfermedad, que las marchitaría. Carlos (o quien fuese) llevaba las armas: Brollies búlgaras y Pens peruanas con dardos de punta verde parecidos a agujas hipodérmicas; un solo toque y la víctima quedaba anestesiada, para el caso de que fallase el gas. Y un puñado de pistolas ametralladoras. Ésas sí que no eran inofensivas. Cualquier persona que recibiese su ráfaga de un millar de disparos por minuto dormiría para siempre, bañada en sangre.
El segundo grupo llegó: tres personas. Dos resultaron ser hombres del jeque y el tercero, que estaba sumamente excitado, el propio Yosper.
—¡Todo va de maravilla! —se carcajeó, mientras se quitaba el traje de goma—. ¿Estamos dispuestos, Mario? ¡Vamos allá! ¡Hake, muéstranos el camino!
Hake bajó las escaleras y se acurrucó a la puerta del túnel mientras los otros llegaban tras él. Yosper se puso de puntillas para escrutar por la ventanita y luego se volvió, resoplando:
—No cubriste las cámaras de televisión —le acusó.
—¿Y cómo podía hacerlo? Habrían venido a arreglarlas. —Era una razón válida, aunque no cierta, pero no resolvía el problema para Hake. Dieter (o Sven) dijo alegremente:
—No hay problema. Dejadme un minuto con los cables. —Localizó y abrió una caja de empalmes y, en un momento, las débiles luces rojas tras la puerta se apagaron—. Mejor será movernos en seguida, Yosper. Dentro de un instante vendrán a ver qué pasa.
—¡Entonces vamos! — Yosper tomó una pistola ametralladora y un lanzadardos del montón y comenzó a correr al trote, seguido por los otros. Hake se retrasó, se puso una máscara de nariz y lanzó dos granadas somníferas a la oscuridad que había frente a él.
No tuvieron tiempo de darse la vuelta. Oyó el estallido de las granadas, algunos gruñidos y jadeos y luego el sonido de cuerpos que caían.
Cuando estuvo seguro de que todos estaban fuera de combate, al menos por una hora, Hake volvió a subir la escalera, tomó las correosas pastillas de explosivo plástico y la caja de detonadores y las tiró al mar, junto con tantas pistolas ametralladoras como le fue posible coger. Luego bajó de nuevo por la escalera, pisando una cadera aquí, una espalda allí, y se metió con paso incierto por el túnel que llevaba al centro de control. No estaba seguro de lo que iba a hacer cuando llegara allí, pero al menos podía traspasar el problema a quienquiera que se encontrase. Tropezó con un cuerpo justo poco antes del final (¿cómo habría logrado alguien llegar tan lejos?) y tendió la mano para abrir la puerta.
Justo mientras la voz de Yosper decía suavemente tras él:
—¿Sabes, Hake? Pensé que quizá intentaras algo —sonaba ahogada por una máscara—. Y ahora abre la puerta. Lo que notas contra la espalda no es el cañón de un lanzador de gases del sueño.
Hake se quedó muy quieto.
—No puede culparme por haberlo intentado —dijo.
—Te equivocas, chico —le corrigió Yosper—. Puedo matarte por haberlo intentado.
Si tenía alguna elección, Hake no podía verla. Abrió la puerta de un empujón. No había nadie tras ella, sólo las escaleras que llevaban al centro de control. Con Yosper a pocos centímetros tras él, subió las escaleras y entró en la sala propiamente dicha.
No había nadie allí.
Los monitores estaban desatendidos, las sillas vacías. Aparte del sonido de un ventilador y el apagado chisporroteo de la electrónica, no se oía ruido alguno. Hake entró en la sala, intrigado.
Tras él, Yosper resopló:
—¿Qué infiernos sucede? Hake, si has hecho algo... ¡Te estoy apuntando con un arma muy mortífera!
Y entonces, desde detrás de uno de los monitores, una voz muy conocida sonó:
—También lo es ésta —dijo Rama Reddi, alzándose y dejándose ver—, como la de mi hermano, como las de los otros.
Por toda la habitación estaban levantándose hombres y mujeres armados, y todas las armas apuntaban precisamente a la cabeza de Yosper.
Una de las mujeres era Leota, que dejó caer su arma y corrió hasta Hake, con los ojos llenos de chispas de placer.
—¿Estás bien? —preguntó—. ¡Claro que lo estás! ¡Has hecho un gran trabajo, Horny, aunque no sepas exactamente lo que has estado haciendo!
Él la besó con aire ausente, tratando aún de seguir el ritmo de los acontecimientos. El cojo de personal, Robling, estaba dando saltitos hacia él, con una gran sonrisa.
—¿Cómo lograste escaparte? —le preguntó a Leota.
—Tuvimos un incendio en el hotel —se rió el hombre, contestando por ella—. Nada serio. Justo para hacer que todos lo evacuasen, y en la confusión recogimos a sus amigos. Leota y el señor Reddi lo organizaron todo en mi oficina... ¿Sabe?, ésta no es mi línea de trabajo. Pero parece que ellos sí sabían lo que estaban haciendo.
—Sólo que no tenemos que dormirnos —urgió Leota, escurriéndose de entre los brazos de Hake—. Alguien tiene que llamar al yate y decirles que todo anda bien.
La máscara de furia de Yosper se suavizó y tendió la mano hacia su radio, pero Hake se le adelantó.
—Usted no, Yosper: es usted un agente de los de antes, de los duros, y Dios sabe lo que les diría para alertarlos. Lo haré yo.
Tomó la radio del cinturón de Yosper, extendió la antena y miró en derredor.
—¿Ahora?
—¡Sí, ahora! —rezongó Rama Reddi—. ¡Acabemos esto y arreglemos el asunto del pago!
Hake frunció el ceño y luego se alzó de hombros. Encendió la radio y, golpeándola suavemente mientras hablaba, llamó:
—¿Cascarrabias? ¿Hassabou? ¡Que conteste alguien! Vamos, Cascarrabias, le estamos esperando.
Cascarrabias le contestó inmediatamente.
—¿Eres tú, Hake? ¿Qué diablos le pasa a tu radio? ¿Dónde está Yosper?
Hake sonrió y repitió:
—Vamos, Cascarrabias, conteste —Y, en un aparte:— ¿Tengo bien encendido este maldito cacharro? Oiga, Cascarrabias. Yosper y Mario se metieron en el gas somnífero, pero estamos dispuestos a recibirle. Le llamo desde el centro de control y todo está en orden.
Entonces apagó el transmisor y todos escucharon cómo Cascarrabias maldecía.
—¿Lo hará? —preguntó Robling. Hake se alzó de hombros.
—No puedo contestar a preguntas como ésa —dijo—. Tendremos que esperar y ver lo que pasa.
Leota, con los ojos fijos en la pantalla del radar, dijo:
—Mirad aquí. —En el tubo de vacío podían ver la sombra verdosa de la torre, las puntas de la cala, las barcazas esperando con sus tanques globulares las carga de hidrógeno líquido... y, doblando la punta con cuidado, la aguda y estilizada imagen del yate.
—Viene —jadeó el cojo—. Ahora os toca a los operadores de la torre. Haced vuestro trabajo.
La mujer oscura del monitor del holograma asintió con la cabeza y movió unos controles. Por la rendija con fuertes filtros que había en la parte delantera de la sala, Hake pudo ver cómo el holograma violeta se deslizaba por el cielo. Por las ventanas trasparentes que daban al lado en que estaban las dunas, contempló cómo las plantas solares parecían agitarse y sacudirse a ritmo lento, mientras se movían hacia el nuevo foco. Su tiempo de respuesta era lento... minutos al menos, para lograr una colimación perfecta. Pero se estaban moviendo;
Todo pareció suceder muy lentamente. La mujer estaba explicando la geometría y la mecánica, pero Hake sólo captaba fragmentos de su explicación. El disco solar se subtendía diez milirradianes; en el mejor de los casos las plantas solares podían mantener el noventa y cinco por ciento de la energía que reflejaban en un blanco de diez veces ese diámetro... pero no todas a la vez. Durante los siguientes minutos estarían buscando el punto, creando primero una amplia zona de calor, luego un área de varios centenares de metros en la que se estaría bastante a disgusto, para acabar en un punto, más pequeño que el costado de un yate, en el que nada sin protección podría sobrevivir.
La brillante estrella de color blanco en la parte superior de la torre comenzó a desdibujarse y oscurecerse.
El cojo y la controladora susurraban, con aire urgente, el uno con el otro. Era un momento crítico. El receptor de cavidad estaba diseñado para soportar un intenso calor. La estructura que le rodeaba, no. Mientras el punto se desenfocaba, miles y luego millones de vatios de calor chocaron contra las pulimentadas formas Fresnel de acero reflector. Una energía de diez millones de caballos asaltó cada placa metálica. Pero el desenfocado fue suficientemente rápido. Para cuando el monitor de temperatura empezó a iluminarse de rojo, el punto ya se había extendido. El gráfico en la pantalla tembló, se mantuvo mismo nivel y luego empezó a bajar.
Y el yate se detuvo y dejó caer el ancla. La mujer del holograma realizó los ajustes finales y luego hizo un gesto afirmativo hacia Hake.
—Adelante, Horny —le dijo Leota—. Puedes ser tú quien les diga lo que está sucediendo.
—Con placer —sonrió Hake. Y luego, por el transmisor:— ¡Cascarrabias, más vale que se ponga las gafas de sol!
De la radio surgió un gruñido asombrado y luego silencio. Entonces la voz de Cascarrabias, espesa y malévola:
—Hake, ésta es tu última oportunidad. ¿Qué demonios está sucediendo?
—Estamos apuntándoles, Cascarrabias. Tienen un minuto para abandonar la nave.
Al yate se le veía más brillante a cada segundo que pasaba, como si unos invisibles electricistas de tramoya estuvieran encendiendo focos no menos invisibles sobre el mismo.
—Salten por el lado opuesto —añadió Hake—. Quizá nuestra puntería no sea demasiado buena.
El cojo refunfuñó e hizo un gesto urgente a Hake para que apagase el transmisor.
—¡Ojo con lo que les dice! —le advirtió—. Si ponen en marcha los motores en este mismo instante aún pueden escapar al haz...
Miró ansioso por la rendija de los filtros. Luego sonrió.
—Creo que ya no tienen esa oportunidad —dijo—. Han perdido demasiado tiempo. La nave ya puede considerarse hundida. Adelante, dígales que salgan de ella.
El receptor tableteaba con la voz de Cascarrabias:
—Hake, no sé lo que estás haciendo, pero si crees que vas a...
—No lo estoy haciendo, Cascarrabias, ya lo he hecho. Quizá les queden treinta segundos; luego creo que su tanque de hidrógeno va a estallar. —El haz solar se estaba contrayendo y haciendo más luminoso. Los rayos de grupos de distintas emisiones se iban juntando, mientras correteaban por la superficie del mar, y aquí y allá se veían nubes de vapor que se elevaban de la cresta de algunas olas.
—¡Quince segundos!
Desde el rincón en donde le estaban atando a una silla, la voz de Yosper sonó henchida de ira:
—Hake, bastardo, vas a desear no haber nacido.
Sonó un babel de voces confusas en la radio y luego se apagó.
Aun a través de los filtros ya hacía daño a la vista mirar a la nave.
Surgía humo de su costado mientras la pintura ardía. Saltaban cristales de los ojos de buey y la alegre hilera de banderolas que adornaban los mástiles se convirtió en cenizas. El disco de concentración al noventa por ciento se contrajo hasta un millar de milirradianes, quinientos, trescientos...
El globo de hidrógeno líquido de popa no llegó a estallar. No tuvo tiempo. Antes de que el calor de su recipiente aumentase lo bastante como para hacer hervir una cantidad del contenido suficiente para hacer saltar las válvulas, el disco de concentración del noventa por ciento se había apartado de él, estrechándose para apuntar al centro del casco, justo por encima de la línea de flotación. Hake no podía ver si el metal estaba brillando, pues la reflexión del punto de luz sobrepasaba en mucho la mera incandescencia del acero. Pero, de repente, un goterón de metal ablandado se deslizó y cayó al mar, con una tremenda producción de vapor. El navío se tambaleó locamente y comenzó a hundirse en el mar.
Mirando por la ventanilla filtrada, Hake tuvo una repentina sensación de preocupación:
—¿Qué es lo que le pasará a la gente que haya en el agua cuando el yate se hunda?
Robling sonrió y señaló al monitor del holograma. El holograma de mira púrpura ya estaba subiendo hacia el cielo, apartándose de la nave, y el punto estaba volviendo a desenfocarse.
—No se hundirá en al menos media hora —dijo.
La mujer que estaba a los controles espetó de repente:
—¡Y ya era hora! ¿Saben ustedes lo que está costando este jueguecito? Producimos quince millones de dólares al día, y ya hemos perdido una hora de producción...
—Es un precio barato —dijo el jefe de personal—. Vamos a llamar al Séptimo de Caballería.
—Ya lo he hecho —le dijo ella. La pantalla de larga distancia los captó primero, pero tan pronto como los ojos de Hake se recuperaron de mirar al punto brillante en el costado de la nave que moría, pudo verlos: un destructor y dos cañoneras de la «armada» de Al Halwani... probablemente fueran toda la armada de Al Halwani, que llegaban desde más allá de la línea del horizonte, con ondas blancas en sus proas que indicaban su velocidad máxima.
Hake puso su brazo sobre los hombros de Leota, que estaba junto a él en la ventanilla, y dijo con asombro:
—Lo hemos logrado.
—Aún no —dijo Rama Reddi, que llevaba una pistola ametralladora colgando del hueco de su brazo; y, desde el otro lado de la sala, su hermano añadió:
—Así es, Hake. Aún tiene que liquidar cuentas con nosotros.
Hake se volvió hacia ellos, pero antes de que pudiera decir nada intervino Leota:
—Es cierto, Hake. Les prometí que les entregarías los códigos y las claves. Y quiero que lo hagas.
—Hagan lo que ustedes quieran —les dijo Robling—, pero no lo hagan ahora. Vamos a sacar a esa gente del agua y luego a reanudar la producción.
Incluso en botes de goma o en la misma agua, la tripulación del yate no estaba desprovista de medios ofensivos. Pero la potencia naval de Al Halwani les lanzó granadas de gases vomitivos. Lanchas a motor los fueron pescando del agua uno tras otro, debilitados y sin ganas de lucha; algunos tuvieron que ser recogidos con redes, como pescados. Entonces, una de las lanchas se dirigió veloz hacia el centro de control, mientras las otras regresaban a los buques de guerra.
Depositó a Cascarrabias y al jeque Badawey Al-Nadim Abd Hassabou, atados y con aspecto miserable, en la playa; y marineros armados los llevaron al interior mientras la lancha se apartaba a toda marcha de la costa.
El cojo dio órdenes:
—Siéntenlos contra la pared. Omaya, inicia el reenfocado hacia la torre; esos barcos se habrán alejado antes de que el haz vuelva a concentrarse y tenemos que reanudar la producción.
Yosper gritó con voz cargada de veneno:
—Todos vosotros estáis muertos, ¿lo sabíais? ¡Os habéis atrevido a tocarle las pelotas a la fuerza más poderosa que hay en el mundo!
—Y, además, amordazad a ésos —dijo Robling por encima de su hombro, contemplando cómo el holograma púrpura se deslizaba hacia su lugar correcto—. Y ahora, por lo que a mí respecta, ustedes ya pueden arreglar sus asuntos privados.
—¿Aquí? ¿En este lugar, con todos estos testigos? —preguntó Subirama Reddi—. ¿Están tratando de engañarnos?
Leota replicó con firmeza:
—El trato fue que Hake os daría la información, eso es todo. No acordamos nada acerca ni del cómo ni del cuándo.
—Pero... esos hombres son de la Agencia. ¡Pueden cambiar en un momento los códigos y toda esa información no valdrá nada!
Leota negó con la cabeza.
—Os diré lo que vamos a hacer. Tan pronto como tengáis lo que deseáis podéis iros. Nadie más saldrá de aquí antes de una hora. De todos modos los prisioneros no van a hablar con nadie en un tiempo... Estarán en la cárcel de Al Halwani, donde no creo que reciban muchas visitas.
—Al menos no en veinticuatro horas —afirmó el cojo, sonriendo—. Eso lo puedo prometer.
Los hermanos se miraron el uno al otro y luego se alzaron de hombros.
—Puede empezar —dijo Rama Reddi, de mala gana.
—¿Y cómo es que nadie me pregunta a mí si deseo empezar? —preguntó Hake.
Leota puso su cabeza sobre el brazo de él.
—Porque hicimos un trato —le dijo—. Adelante, Horny. Díselo todo. Cuéntales también lo de la huella de tu pulgar. Te prometo que todo esto va a acabar bien.
Hake inspiró profundamente. Todo el mundo le estaba mirando, pero, para ser el centro de la atención, le parecía tener muy poca libertad de actuación. Y muy poco tiempo para decidir lo que deseaba. Negociar con los Reddi no era el tipo de cosa de la que fuera a sentirse orgulloso. Y haber abortado un pequeño plan de la Agencia era una victoria demasiado pequeña como para que fuese a durar, por lo que el futuro que se extendía tras ese momento no le parecía nada prometedor...
—Hazlo ya, Hake —dijo Leota; en sus ojos había urgencia.
—Oh, de acuerdo —aceptó él—. Bien. Financiamos nuestras operaciones a base de sacar dinero de las cuentas bancarias de otros... sobre todo de las de los servicios secretos de los otros bandos. Para abrir una línea, lo primero que debo hacer es mostrar la huella digital de mi pulgar como identificación. Luego hay algunas palabras-código...
Comenzó a describirlo todo con detalle, nombrando todas la cuentas bancarias que estaban saqueando, recitando los códigos, sin omitir nada; mientras, Subirama Reddi tomaba notas y su hermano hacía preguntas. Al fin, Subirama alzó la vista.
—Creo que ya tenemos todo lo referente al procedimiento. Queda la cuestión del pulgar.
—Yo os ayudaré en eso —dijo rápidamente Leota, sacando una caja metálica plana. Contenía una especie de plástico—. ¿Quieres apretar tu pulgar aquí, Horny?
Él se alzó de hombros e hizo lo que le pedía. Leota le entregó la caja a los Reddi.
—Podéis haceros vuestra propia huella dactilar a partir de esto —les dijo.
Subirama Reddi tomó la caja, la estudió cuidadosamente y luego asintió con un gesto a su hermano.
—El pago está completo —dijo—, excepto por lo de nuestra hora de adelanto antes de que nadie salga de aquí.
—Entonces lo mejor será que se pongan ya en camino —gruñó Robling. Y luego añadió—: Quiero sacar a toda esta gente de nuestra planta. Ya pueden quitarles las mordazas a esos tres, mientras decido qué hacer con todos ellos.
Mientras los Reddi desaparecían, Yosper comenzó a rabiar:
—¡Traidor! —gritó—. Chico, has traicionado a la Agencia, a los Estados Unidos de Norteamérica y al Buen Dios; te compadezco... ¡Verás lo que queda de ti cuando hayamos acabado contigo! Para lo único que has valido ha sido para diseminar unos cuantos gérmenes por Europa.
Leota intervino:
—¿Está usted hablando de la pasada primavera, cuando lo utilizaron como portador de gérmenes?
Yosper le echó una mirada asesina.
—¡Más vale que te calles, mala puta! El jeque se ocupará de ti, de eso puedes estar segura.
—No a menos que quiera volver a raptarme. Y eso es un crimen con el que no creo que esté demasiado de acuerdo el gobierno de Italia.
El jeque, que desdeñosamente permitió que uno de los marineros le quitase la mordaza, dijo en inglés con mucho acento:
—Mi amigo el Ministro de Justicia no escuchará sus estúpidas locuras —casi resultaba una figura cómica, con el kohl alrededor de sus ojos corrido por la inmersión en el agua; pero no había nada cómico en su expresión.
—¿Qué me dice usted, Cascarrabias? —inquirió Hake—. ¿O no tiene nada que añadir?
El jefe de la Agencia dijo con dignidad:
—No importa nada de lo que diga, Hake. Estás acabado. Y también está Al Halwani.
Robling le interrumpió:
—El que no parece darse cuenta de que está acabado es usted. Ahora somos nosotros los que le tenemos en nuestro poder.
—¿Y de qué les va a servir? No necesitamos volar su torre para acabar con su negocio. Tenemos lo que se necesita para matar sus plantas... y una variedad de esas plantas, que hemos preparado nosotros, que son inmunes a los hongos. ¿Creen que van a poder impedir que una noche de éstas uno de nuestros helicópteros siembre todas sus instalaciones con la enfermedad? ¡No! ¡Ni lo sueñen!
Hake estalló airado:
—¡No van a salirse con la suya! ¡Hablaré... hablaré con el mismo Presidente!
Cascarrabias se echó a reír.
—¿Con ese calzonazos? No sabe nada de esto y no te iba a creer; es el Fiscal General el que dirige todo este tinglado, y a él es al único a quien escucha el Presidente.
Hake se quedó mirando a aquellas personas que, aun siendo unos cautivos impotentes, seguían mostrando beligerancia.
—¿Saben? —dijo asombrado— Están ustedes locos.
Y lo estaban, de eso no cabía duda; gente loca dirigiendo un loco juego de sabotaje y destrucción. ¡Se sentían tan seguros! ¡Si incluso Yosper y Cascarrabias parecían estar disfrutando con todo aquello! Se olvidó de lo que le rodeaba, tratando de buscarle una razón a lo que sucedía. ¿Habría algún modo, en alguna ocasión, de poner un fin a aquel ciclo sin fin de loca violencia?
Vagamente oyó cómo Leota le decía al cojo:
—Creo que lo tenemos todo —y vio cómo el cojo tomaba un teléfono.
Esperó, contemplando a Yosper y Cascarrabias como si fueran bichos raros dentro de una jaula, luego habló por teléfono y, más tarde, gritó:
—¡Que se calle todo el mundo! Hake, creo que le gustará contestar a esta llamada.
La pasó a un altavoz. La voz que resonaba al otro extremo del hilo, rebosante de satisfacción, era la de Art el Increíble.
—¿Horny? ¡Oh, Horny, todo ha ido de maravilla! —se regocijó—. Alguien empezó a interferir hace unos dos minutos, pero ya era demasiado tarde... ¿Cómo?
El medio segundo de retraso le hizo perderse las palabras de Hake. Éste las repitió, mirando a los otros que le rodeaban.
—¿De qué me estás hablando, Art?
Medio segundo. Y luego...
—¿Quieres decir que no lo sabes? ¡Vaya, Horny, eso sí que es divertido! ¡Has estado en las ondas... todos lo habéis estado, en la televisión! ¡Durante la última media hora han estado retransmitiendo en directo todo lo que pasaba ahí, por satélite, para todo el mundo!
VII
De regreso a El Dormitorio, Leota insistió en detenerse para nadar un poco. Aquello era ridículamente poco apropiado después de todo lo que les había estado pasando, lo cual lo convertía en perfecto. Hake aparcó el buggy a hidrógeno que les habían prestado y corrieron hacia las diminutas olas, arrancándose las ropas mientras corrían.
Él fue el primero en salir; se arrastró hasta la arena y se desplomó de espaldas, mirando al cielo con la vista protegida por la visera de su mano. En alguna parte por allá arriba estaba el satélite geoestacionario que había tomado las imágenes captadas por las cámaras y retransmitidas por el centro de comunicaciones de Al Halwani, para distribuirlas por todo el orbe. Naturalmente, no podía verse: a unos 35.000 kilómetros un objeto del tamaño de un piano no resulta visible, Pero allí estaba y había cumplido con su misión. Art el Increíble había avisado a los tres canales nacionales de televisión de los Estados Unidos y dos de ellos ya habían emitido extractos completos, con nombres y rostros.
Por primera vez en mucho más tiempo del que pudiera recordar, se sentía lo bastante seguro como para poder permitirse estar relajado. Cerró los ojos y dejó que el Sol le sanase.
Gotas frías cayendo sobre su cuerpo le hicieron abrirlos de nuevo. Leota estaba arrodillándose junto a él, mirándole mientras se sacudía el agua del cabello.
—No estaba dormido —dijo él.
Ella se rió, se inclinó hacia adelante y le besó.
—¿Y quién ha dicho que lo estuvieras? Pero tenías el aspecto de alguien que está teniendo un sueño agradable.
Él se sentó para contemplarla mejor.
—Tengo muchas cosas de las que estar satisfecho —dijo—. Y ya he llegado a una conclusión acerca de lo que tenemos que hacer.
—¿Ah, sí? —dijo ella, divertida. Luego, mirándole más detenidamente:— Oh, hablas en serio.
—Creo que sí, Leota. Realmente lo creo —sonrió—. Todo resulta muy simple... exceptuando un par de detalles. Por ejemplo, estaba preocupado por el hecho de que quizá los chicos maten estas plantas solares de aquí, sólo por puro despecho, con su enfermedad. Pero creo que ya he encontrado una respuesta a eso. Llamaremos a Art y le diremos que busque por mi casa hasta que encuentre la flor que yo tomé en la AFI; creo que es de su especie resistente al hongo.
Se interrumpió y luego añadió:
—¿Estabas esperando algo más?
—Bueno...
—Tienes razón, Leota. Ése era sólo uno de los detalles. Pero sigo: creo que quiero volver a seguir siendo un ministro religioso en Long Branch. ¿Crees que aquello te gustaría?
—Podría hacer un intento —dijo ella con cautela—. Alys no me dio a entender que sea un sitio muy atractivo. Y esto, ¿estás seguro de que aquello nos va a resultar... saludable?
—Bueno, ése era otro de los detalles —admitió Hake—, pero creo que sí. Ha sido un hermoso y muy importante escándalo. No creo que quieran empezar otro y, además, la iglesia es una buena base de operaciones para nosotros. La otra cosa que quiero pedirle a Art es que me meta en la televisión. Quiero hablar acerca del modo en que la gente actúa como si estuviera hipnotizada. No sé cómo se podría detener ese asunto, pero al menos creo que sería bueno empezar a airearlo, hacer que se sepa lo que está sucediendo.
Leota pensó por un momento, frunciendo el ceño. Luego se aclaró su expresión.
—De acuerdo. Te seguiré en eso, al menos por el momento. Pero luego, ¿qué es lo que haremos?
Hake sonrió y le echó el brazo al hombro.
—Eso es fácil —le dijo—. Ésa es la parte acerca de la que he llegado a una conclusión... y todo lo demás son detalles. Lo más importante que tenemos que hacer, durante el resto de nuestras vidas, es hacerlo todo lo mejor que sepamos.
FIN
Título original en inglés: Like unto the locust.
Traducción de Luis Vigil, revisada por Jean Mallart.
Digitalización y edición electrónica de Jean Mallart.