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junio 27, 2010
El sonido resonó en el gran caserón. Hizo vibrar los platos de la cocina y los canalones del tejado, con el estruendo lento y uniforme de un trueno lejano. Se interrumpía de vez en cuando, para atronar de nuevo en el silencio de la noche; un sonido implacable, de una regularidad brutal. Provenía del piso superior del caserón.
Los tres niños, reunidos en el cuarto de baño, se apiñaron alrededor de la silla, nerviosos, apretujándose con curiosidad.
—¿Estás seguro que no puede vernos? —preguntó Tommy con voz áspera.
—¿Cómo podría vernos? No hagas ningún ruido. —Dave Grant se removió en la silla, mirando la pared—. No hablen tan alto.
Siguió observando, sin hacer caso de los otros dos.
—Déjame ver —susurró Joan, propinando un fuerte codazo a su hermano—. Apártate.
—Cierra el pico. —Dave la empujó a su vez—. Ahora veo mejor.
—Encendió la luz.
—Quiero mirar —dijo Tommy. Tiró al suelo a Dave de un empujón—. Sal.
—Es nuestra casa.
Dave se apartó con semblante hosco.
Tommy se subió con cuidado a la silla. Aplicó el ojo a la rendija, aplastando la cara contra la pared. Durante unos momentos no vio nada. La rendija era estrecha y la luz que provenía del otro lado era escasa. Después, poco a poco, empezó a distinguir formas, al otro lado de la pared.
Edward Billings estaba sentado frente a un inmenso escritorio antiguo. Había parado de escribir a máquina para conceder un descanso a sus ojos. Sacó un reloj redondo del bolsillo de su chaleco.
Le dio cuerda lenta y cuidadosamente. Su rostro marchito y enjuto parecía desnudo y vacío sin las gafas; recordaba las facciones de un ave anciana. Después, volvió a calarse las gafas y acercó la silla al escritorio.
Emprendió nuevamente su trabajo, tecleando con sus hábiles dedos en la enorme masa de metal y piezas que se alzaba frente a él. El siniestro estruendo volvió a sacudir la casa, reanudando su golpeteo insistente.
La habitación del señor Billings estaba en penumbra y muy desordenada. Había libros y papeles por todas partes, apilados sobre el escritorio, sobre la mesa, amontonados en el suelo. Las paredes estaban cubiertas de mapas: atlas anatómicos, planos, mapas astronómicos, signos del zodíaco. Junto a las ventanas se acumulaban hileras de frascos químicos y paquetes cubiertos de polvo. Un ave di-secada, gris y marchita, se erguía sobre la librería. Ocupaban el escritorio una gigantesca lupa, diccionarios griegos y hebreos, una caja de sellos y un abrecartas de hueso. El aire que proyectaba la estufa de gas agitaba una tira rizada de papel matamoscas que colgaba en la puerta.
Los restos de una linterna mágica yacían contra una pared. Una bolsa negra llena de ropa. Camisas, calcetines y una levita larga, descolorida y raída. Montañas de periódicos y revistas, atados con cuerda marrón. Un gran paraguas negro apoyado contra la mesa, un charco de agua viscosa alrededor de su punta metálica. Un cuadro de mariposas secas, posadas sobre algodón amarillento.
Y el enorme anciano sentado ante el escritorio se inclinaba sobre su arcaica máquina de escribir, amontonando notas y papeles.
Edward Billings estaba redactando su informe. El informe se hallaba abierto a su lado, un inmenso volumen encuadernado en piel, de costuras reventadas. Le estaba transfiriendo el material reunido en sus montañas de notas.
Los objetos del cuarto de baño, la luz que colgaba de la pared, las botellas y tubos del botiquín, e incluso el suelo que pisaban los niños, temblaban y se estremecían a causa del constante golpeteo de la voluminosa máquina.
—Es algo así como un agente comunista —dijo Joan—. Está dibujando el mapa de la ciudad para poder lanzar las bombas cuando Moscú dé la orden.
—Un huevo —replicó Dave, irritado.
—¿No ves todos esos mapas, lápices y papeles? ¿Para qué, si no...?
—Cállate —le espetó Dave—. Nos va a oír. No es un espía. Es demasiado viejo para ser espía.
—Entonces, ¿qué es?
—No lo sé, pero no es un espía. Eres tonta. En cualquier caso, los espías llevan barba.
—A lo mejor es un asesino —insistió Joan.
—Hablé con él una vez —dijo Dave—. Estaba bajando. Habló conmigo y me dio un caramelo que sacó de una bolsa.
—¿Qué clase de caramelo?
—No lo sé. Era duro. No era muy bueno.
—¿Qué hace? —preguntó Tommy, apartándose de la rendija.
—Está sentado todo el día en su habitación, escribiendo a máquina.
—¿No trabaja?
—Eso es lo que hace —se burló Dave—. Trabaja en su informe. Es funcionario de una empresa.
—¿Qué empresa?
—Lo he olvidado.
—¿Nunca sale?
—Sale al tejado.
—¿Al tejado?
—Sale a la terraza cubierta. Nosotros la arreglamos. Forma parte del aposento. Tiene un jardín. A veces baja a sacar la basura del patio trasero.
—¡Shhh! —advirtió Tommy—. Se ha dado la vuelta.
Edward Billings se había levantado. Estaba cubriendo la máquina de escribir con una tela negra, recogía los lápices y las gomas de borrar. Abrió el cajón del escritorio y tiró los lápices en su interior.
—Ha terminado el trabajo —dijo Tommy.
El anciano se quitó las gafas y las guardó en el estuche. Se dio palmaditas en la frente y se aflojó el cuello de la camisa y la corbata. Tenía el cuello largo, y la tráquea se marcaba bajo la piel ama-rillenta y arrugada. Su nuez de Adán subió y bajó cuando bebió agua de un vaso.
Sus ojos eran azules y apagados, casi sin color. Por un momento miró directamente a Tommy. Su rostro, parecido al de un halcón, era inexpresivo. Después, abandonó de repente la habitación a través de una puerta.
—Se va a la cama —dijo Tommy.
El señor Billings regresó con una toalla colgada del brazo. Se detuvo ante el escritorio y la dejó sobre el respaldo de la silla. Alzó el voluminoso informe y lo colocó sobre el librero con ambas ma-nos. Era pesado. Luego, salió otra vez de la habitación.
El informe estaba muy cerca. Tommy pudo distinguir las letras doradas estampadas en la agrietada piel. Contempló las letras durante largo rato..., hasta que Joan perdió la paciencia y le obligó a bajar de la silla, apartándole de la rendija.
Tommy se retiró a un lado, pasmado y fascinado por lo que había visto. El gran informe encuadernado, el enorme volumen en que el viejo consignaba, día tras día, el material recogido. No había tenido el menor problema para discernir, a la luz parpadeante de la lámpara del escritorio, las letras doradas estampadas en la ajada encuademación.
PROYECTO B: TIERRA.
—Vámonos —dijo Dave—. Volverá en un par de minutos. Podría atraparnos espiando.
—Le tienes miedo —se mofó Joan.
—Y tú también. Y mamá. Y todo el mundo. —Miro a Tommy—. ¿Tú le tienes miedo?
Tommy negó con la cabeza.
—Me gustaría saber lo que hay en ese libro —murmuró—. Me gustaría saber lo que está haciendo ese viejo.
El sol del atardecer era brillante y frío. Edward Billings bajó con parsimonia los escalones traseros. Llevaba un cubo vacío en una mano y el periódico enrollado debajo del brazo. Se detuvo un momento, se protegió los ojos con la otra mano y miró a su alrededor. Después desapareció en el patio trasero, avanzando entre la hierba espesa y húmeda.
Tommy salió de detrás del garaje. Subió corriendo la escalera de dos en dos, sin hacer ruido. Entró en el edificio y se internó en el oscuro pasillo.
Un momento después se plantó ante la puerta del apartamento correspondiente a Edward Billings. Su respiración era agitada mientras escuchaba.
Ni el menor ruido.
Tommy tanteó el pomo de la puerta. Giró con facilidad. Empujó. La puerta se abrió y una bocanada de aire caliente y olor a cerrado escapó hacia el pasillo.
Tenía poco tiempo. El viejo volvería con su cubo lleno de basura del patio.
Tommy penetró en la habitación y se dirigió hacia el librero. Su corazón se aceleró a causa de la excitación. El enorme volumen descansaba entre montones de notas y paquetes de recortes. Apartó los papeles a un lado. Abrió el libro rápidamente, al azar. Las gruesas páginas crujieron y se doblaron.
Dinamarca.
Cifras y datos. Innumerables datos, páginas y columnas, fila tras fila. Las líneas mecanografiadas bailaban ante sus ojos. No comprendió casi nada. Pasó a otra sección.
Nueva York.
Datos referentes a Nueva York. Se esforzó por comprender los encabezamientos de las columnas. El número de habitantes. Lo que hacían. Cómo vivían. Lo que ganaban. Cómo pasaban el tiempo. Sus creencias. Religión. Política. Filosofía. Moralidad. Su edad. Salud. Inteligencia. Gráficas y estadísticas, promedios y evaluaciones. Evaluaciones. Estimaciones. Meneó la cabeza y pasó a otra sección.
California.
Población. Salud. Actividades del gobierno estatal. Puertos y aeropuertos. Datos, datos, datos...
Datos sobre todo. Sobre todas partes. Siguió hojeando el informe. Sobre todas las partes del mundo. Todas las ciudades, todos los estados, todas las regiones. Toda la información posible.
Tommy cerró el informe, inquieto. Paseó sin descanso por la habitación, examinando las montañas de notas y papeles, los paquetes de recortes y los mapas. El viejo, escribiendo a máquina día tras día. Reuniendo datos, datos sobre el mundo entero. Sobre la Tierra. Un informe sobre la Tierra, la Tierra y todo cuanto contenía. Sobre toda la gente. Todo lo que hacía y pensaba, sus acciones, hechos, logros, creencias, prejuicios. Un gran informe sobre toda la información del mundo entero.
Tommy tomó la enorme lupa del escritorio. Examinó con su ayuda la superficie del escritorio y escudriñó la madera. Al cabo de un momento dejó la lupa y tomó el abrecartas de hueso. Lo dejó y miró la linterna mágica rota del rincón. El cuadro de mariposas muertas. La cabizbaja ave disecada. Los frascos de productos químicos.
Salió de la habitación y subió a la terraza cubierta del tejado. El sol de la tarde brillaba a intervalos; faltaba poco para el ocaso. En el centro de la terraza había una estructura de madera, rodeada de hierba y tierra. A lo largo de la barandilla había potes de barro, sacos de fertilizante, paquetes de semillas mojados. Una pistola pulverizadora tirada. Un desplantador sucio. Fragmentos de una alfombra y una silla desvencijada. Una regadera.
Sobre la estructura de madera había una tela metálica. Tommy se agachó para mirar a través de ella. Vio plantas, plantas pequeñas alineadas. Un poco de musgo brotaba de la tierra. Plantas enmara-ñadas, diminutas, un laberinto de plantas.
En un rincón, vio un montón de hierba seca. Como una especie de capullo.
¿Bichos? ¿Insectos de alguna clase? ¿Animales?
Tomó una rama y removió la hierba seca. Ésta se agitó. Había algo en su interior. Descubrió entre las plantas varios capullos más.
De pronto, algo surgió de un capullo y corrió entre la hierba. Chillaba de miedo. Un segundo le siguió. Era de color rosado y corría a toda velocidad. Un pequeño rebaño de chillones seres rosados, que medirían unos cinco centímetros de alto, correteaban entre las plantas.
Tommy se acercó más, atisbando excitado entre la malla, intentando ver qué eran. Carecían de pelo. Animales sin pelo, pero minúsculos, diminutos como saltamontes. ¿Crías? Su pulso se aceleró. Crías o tal vez...
Un ruido. Se volvió al instante, rígido.
Edward Billings se hallaba de pie en el umbral, jadeante. Dejó en el suelo el cubo de tierra, suspiró y buscó un pañuelo en el bolsillo de su chaqueta azul oscuro. Se secó la frente en silencio, ob-servando al chico parado junto a la estructura.
—¿Quién eres, jovencito? —preguntó Billings, al cabo de un momento—. No recuerdo haberte visto antes.
Tommy meneó la cabeza.
—No.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Nada.
—¿Quieres hacerme el favor de sacar este cubo a la terraza? Pesa más de lo que pensaba.
Tommy se quedó quieto un momento. Después, se acercó y tomó el cubo. Lo sacó a la terraza y lo depositó junto a la estructura de madera.
—Gracias —dijo Billings—. Muy gentil de tu parte.
Sus ojos penetrantes y descoloridos destellaron mientras estudiaba al muchacho. La expresión de su enjuto rostro era astuta, pero no severa.
—Me parece que eres muy fuerte. ¿Cuántos años tienes? ¿Once?
Tommy asintió con la cabeza. Retrocedió hacia la barandilla. Más abajo, a dos o tres pisos de distancia, estaba la calle. El señor Murphy volvía de la oficina, camino de su casa. Algunos chicos ju-gaban en la esquina. Una joven, que se cubría los esbeltos hombros con un jersey, estaba regando su jardín en la acera opuesta. Estaba a salvo. Si el viejo intentaba algo...
—¿Para qué has venido? —preguntó Billings.
Tommy no dijo nada. Estaban frente a frente, mirándose, el anciano encorvado, inmenso en su traje oscuro pasado de moda, y el muchacho pecoso vestido con un jersey rojo, tejanos, una gorra y zapatillas de tenis. Tommy miró primero la estructura de madera cubierta con una malla, y después a Billings.
—¿Eso? ¿Querías ver eso?
—¿Qué hay ahí dentro? ¿Qué son esas cosas?
—¿Esas cosas?
—Los bichos. Nunca he visto nada parecido. ¿Qué son?
Billings se acercó poco a poco. Se inclinó y soltó la esquina de la malla.
—Te enseñaré lo que son, si tanto te interesa.
Retorció el nudo suelto y tiró de él.
Tommy se agachó, con los ojos abiertos de par en par.
—¿Y bien? —preguntó Billings, al cabo de unos segundos—. Ya puedes ver lo que son.
Tommy silbó por lo bajo.
—Me lo había figurado. —Se irguió lentamente, pálido—. Me figuré que... Pero no estaba seguro. ¡Hombres diminutos!
—No exactamente —dijo el señor Billings.
Se dejó caer en la silla desvencijada. Sacó una pipa y una bolsa de tabaco arrugada de la chaqueta. Llenó la pipa sin darse prisa, removiendo el tabaco.
—Hombres, exactamente, no.
Tommy continuaba con la vista fija en la estructura. Los capullos eran cabañas minúsculas, erigidas por los hombrecitos. Algunos habían salido a la vista. Le miraron, sin separarse. Diminutos seres rosados, de cinco centímetros de alto. Desnudos. Por eso eran rosados.
—Acércate más —murmuró Billings—. Observa sus cabezas. ¿Qué ves?
—Son muy pequeñas...
—Ve a buscar la lupa que hay sobre el escritorio. La lupa grande. —Miró como Tommy entraba corriendo en el estudio y salía casi al instante con la lupa—. Ahora, dime lo que ves.
Tommy examinó las figuras con lupa. Parecían hombres, en efecto. Brazos, piernas... Había algunas mujeres. Sus cabezas. Forzó la vista.
Y retrocedió.
—¿Qué pasa? —gruñó Billings.
—Son..., son raros.
—¿Raros? —Billings sonrió—. Bueno, todo depende de cómo se mire. Son diferentes..., de ti. Pero no son raros. No hay nada raro en ellos. Eso espero, al menos.
Su sonrisa se desvaneció. Siguió chupando la pipa, absorto en sus pensamientos.
—¿Los hace usted? —preguntó Tommy.
—¿Yo? —Billings apartó la pipa—. No, yo no.
—¿Dónde los consiguió?
—Me los prestaron. Un grupo experimental. De hecho, el grupo experimental. Son nuevos. Muy nuevos.
—¿Quiere..., quiere vender alguno?
—No, no —rió Billings—. Lo siento. Debo guardarlos.
Tommy asintió con la cabeza y emprendió de nuevo el examen. Veía sus cabezas con toda claridad gracias a la lupa. No eran exactamente hombres. De su frente brotaban antenas, diminutas proyecciones similares a alambres que terminaban en una protuberancia. Como las de los insectos que había visto. No eran hombres, pero se parecían a los hombres. Eran normales, de no ser por las antenas... Las antenas y su extrema pequeñez.
—¿Han venido de otro planeta? —preguntó Tommy—. ¿De Marte, de Venus?
—No.
—¿De dónde, pues?
—Es una pregunta difícil de responder. La pregunta, relacionada con ellos, carece de sentido.
—¿Para qué es el informe?
—¿El informe?
—Ése, el libro grande con tantos datos. Lo que usted hace.
—Llevo trabajando en él mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Tampoco hay respuesta a esa pregunta —sonrió Billings—. No tiene sentido. Bien, hace muchísimo tiempo. Ya me falta poco para terminar.
—¿Y qué hará con él cuando haya terminado?
—Lo entregaré a mis superiores.
—¿Quiénes son?
—No los conoces.
—¿Dónde están? ¿En la ciudad?
—Sí y no. No hay manera de contestar a eso. Tal vez algún día podrás...
—El informe es sobre nosotros —dijo Tommy.
Billings ladeó la cabeza. Sus ojos penetrantes se clavaron en Tommy.
—Ah, ¿sí?
—Es sobre nosotros. El libro, el informe.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he mirado. Vi el título en el lomo. Es sobre la Tierra, ¿no?
—Sí —reconoció Billings—. Sí. Es sobre la Tierra.
—Usted no es de aquí, ¿verdad? Viene de otro sitio. De fuera del sistema.
—¿Cómo..., cómo sabes eso?
Tommy exhibió una sonrisa de inmenso orgullo.
—Tengo formas de saberlo.
—¿Leíste mucho del informe?
—No mucho. ¿Para qué sirve? ¿Por qué lo está haciendo? ¿Qué van a hacer con él?
Billings meditó mucho rato antes de contestar. Por fin, se decidió a hablar.
—Depende de ésos. —Señaló la estructura de madera—. Lo que hagan con el informe dependerá de cómo funcione el Proyecto C.
—¿El proyecto C?
—El tercer proyecto. Sólo ha habido dos antes. Esperan mucho tiempo. Cada proyecto se planea con todo cuidado. Los nuevos factores se tienen muy en cuenta antes de tomar una decisión.
—¿Y los otros dos?
—Antenas para éstos. Una adaptación completamente nueva de las facultades cognoscitivas. Independencia casi total de los impulsos innatos. Mayor flexibilidad. Cierta merma en el conjunto del índice emocional, pero lo que se pierde en energía libidinal se gana en control racional. Yo esperaría más énfasis en la experiencia individual que dependencia del aprendizaje de grupo tradicional. Un pensamiento menos estereotipado. Un avance más rápido en el control de la situación.
Tommy se había perdido en la maraña de palabras ininteligibles.
—¿Cómo eran los otros? —preguntó.
—¿Los otros? El proyecto A fue hace mucho tiempo. Apenas lo recuerdo. Alas.
—Alas.
—Tenían alas, dependían de la movilidad y poseían características individuales considerables. En el análisis final les otorgamos excesiva autodependencia. Orgullo. Tenían conceptos de orgullo y honor. Eran combativos. Luchaban entre sí. Se dividían en facciones antagonistas atomizadas y...
—¿Cómo eran los demás?
Billings golpeó la pipa contra la barandilla. Continuó, hablando más para sí que para el muchacho erguido frente a él.
—El tipo alado fue nuestro primer intento de conseguir organismos de alto nivel. Proyecto A. Después de su fracaso convocamos una conferencia. El resultado fue el proyecto B. Estábamos seguros del éxito. Eliminamos muchas de las excesivas características individuales y sustituimos un proceso de orientación grupal. Un método colectivo de aprender y experimentar. Confiábamos en asegurarnos el control total sobre el proyecto. Nuestro trabajo con el primer proyecto nos convenció que, para triunfar, necesitábamos una supervisión más estrecha.
—¿Cómo era el segundo grupo? —preguntó Tommy, buscando un hilo conductor y comprensible en la disertación de Billings.
—Eliminamos las alas, como ya te he dicho. La fisonomía general era, más o menos, la misma. Aunque mantuvimos el control durante un breve período de tiempo, este segundo tipo también se desvió del modelo y se dividió en grupos autónomos sin posibilidad de supervisión. No cabe duda que los miembros supervivientes del tipo A les influyeron de forma decisiva. Teníamos que haberlos exterminado en cuanto...
—¿Queda alguno?
—¿Del Proyecto B? Por supuesto. —Billings estaba irritado—. Tú eres el Proyecto B. Por eso estoy aquí. En cuanto termine mi informe, podrá llevarse a cabo la adaptación final de tu tipo. No cabe la menor duda que mis recomendaciones serán idénticas a las que presenté respecto al Proyecto A. Puesto que tu Proyecto se ha desviado de cauce hasta el punto que, para todos los intentos y propósitos, ya no es funcional..
Pero Tommy no le escuchaba. Estaba inclinado sobre la estructura de madera, mirando las diminutas figuras que se movían en su interior. Nueve personitas, hombres y mujeres. Nueve..., y ninguna más en todo el mundo.
Tommy se puso a temblar, loco de excitación. Empezaba a forjarse un plan en su cerebro. Mantuvo la cara rígida y el cuerpo tenso.
—Me voy.
Salió de la terraza y atravesó el estudio, en dirección a la puerta que daba al pasillo.
—¿Te vas? —Billings se levantó—. Pero...
—He de irme. Se está haciendo tarde. Hasta luego. —Abrió la puerta—. Adiós.
—Adiós —contestó el señor Billings, sorprendido—. Espero verte de nuevo, jovencito.
—No le quepa la menor duda —dijo Tommy.
Corrió hacia su casa con toda la velocidad que le permitían sus piernas. Subió los peldaños del porche y entró.
—Justo a tiempo para cenar —dijo su madre desde la cocina.
Tommy se detuvo en la escalera.
—He de salir otra vez.
—¡Ni hablar! Vas a...
—Sólo un momento. En seguida vuelvo.
Tommy subió corriendo a su habitación y entró, mirando a su alrededor.
La alegre habitación amarilla. Banderines en las paredes. La gran cómoda con su espejo, peine y cepillo, maquetas de aviones, fotos de jugadores de béisbol. La bolsa de papel llena de tapas de botellas. La pequeña radio con su caja de plástico rota. Las cajas de puros atestadas de objetos, baratijas y chucherías, cosas que coleccionaba.
Tommy tomó una caja de puros y derramó su contenido sobre la cama. Ocultó la caja bajo la chaqueta y salió de la habitación.
—¿Adónde vas? —preguntó su padre, bajando el periódico vespertino y alzando la vista.
—En seguida vuelvo.
—Tu madre ha dicho que era la hora de cenar. ¿No lo has oído?
—Vuelvo en seguida. Esto es muy importante. —Tommy abrió la puerta. El viento del anochecer, frío y tenue, se coló en el interior—. De veras. Es muy importante.
—Diez minutos. —Vince Jackson consultó su reloj—. Ni uno más o te quedarás sin cenar.
—Diez minutos.
Tommy cerró la puerta de un golpe. Bajó corriendo los peldaños y desapareció en la oscuridad.
La luz se filtraba a través del ojo de la cerradura y por debajo de la puerta. Tommy se detuvo vacilante ante la habitación del señor Billings. Después, levantó la mano y llamó. Siguieron unos ins-tantes de silencio. Después, el ruido de alguien que se movía. El sonido de unos pasos pesados.
La puerta se abrió. El señor Billings se asomó al pasillo.
—Hola —dijo Tommy.
—¡Has vuelto! —El señor Billings abrió la puerta de par en par. Tommy entró sin perder un segundo—. ¿Has olvidado algo?
—No.
—Siéntate —dijo el señor Billings, cerrando la puerta—. ¿Te apetece algo? ¿Una manzana, un poco de leche?
—No.
Tommy vagó nervioso por la habitación, tocando objetos, libros, papeles y paquetes de recortes.
Billings contempló al chico durante un momento. Después, volvió a sentarse ante su escritorio con un suspiro.
—Creo que seguiré con mi informe. Confío en terminarlo dentro de nada. —Dio una palmadita a un montón de notas que tenía al lado—. Las últimas. Después, podré marcharme de aquí y presentar el informe, junto con mis recomendaciones.
Billings se inclinó sobre su gigantesca máquina de escribir y tecleó sin pausa. El incansable estruendo de la vieja máquina hizo vibrar toda la habitación. Tommy salió a la terraza.
La noche era fría. La oscuridad más absoluta reinaba en la terraza. Tommy se quedó inmóvil e intentó adaptar la vista a las tinieblas. Al cabo de un rato distinguió el saco de fertilizantes, la silla desvencijada y, en el centro, la estructura de madera cubierta con la malla de alambre, rodeada de montoncitos de hierba y tierra.
Tommy echó una ojeada al estudio. Billings continuaba concentrado en su trabajo. Se había quitado la chaqueta azul oscura y estaba colgada de la silla. Llevaba puesto el chaleco, y tenía las mangas de la camisa subidas.
Tommy se agachó junto a la estructura. Sacó la caja de puros de debajo de la chaqueta y la dejó en el suelo, abierta. Aferró la malla y tiró de ella; los clavos se soltaron.
De la estructura surgieron algunos grititos asustados. Se produjeron nerviosas correrías entre la hierba seca.
Tommy alargó la mano y movió los dedos entre la hierba y las plantas. Los dedos se cerraron sobre algo, algo pequeño que se retorcía de terror. Lo dejó caer dentro de la caja de puros y buscó otro.
Los atrapó a todos en un momento. Los nueve dentro de la caja de puros.
Cerró la caja y la deslizó bajo su chaqueta. Volvió al instante al estudio.
Billings alzó apenas la vista, con un lápiz en una mano y papeles en la otra.
—¿Quieres hablar conmigo? —murmuró, subiéndose las gafas.
Tommy negó con la cabeza.
—He de irme.
—¿Ya? ¡Pero si acabas de llegar!
—He de irme. —Tommy abrió la puerta que daba al pasillo—. Buenas noches.
Billings se frotó cansadamente la frente. Arrugas de fatiga surcaban su rostro.
—Muy bien, muchacho. Es posible que nos volvamos a ver antes que me vaya.
Emprendió nuevamente su trabajo, tecleando más despacio en la gran máquina de escribir, encorvado de cansancio.
Tommy cerró la puerta a su espalda. Bajó corriendo la escalera y salió al porche. La caja de puros que apretaba contra su pecho se agitaba y movía. Nueve. Los tenía todos. Ahora eran suyos. Le per-tenecían..., y no había ninguno más en todo el mundo. Su plan había funcionado a la perfección.
Volvió corriendo a su casa.
Encontró en el garaje una vieja jaula en la que había guardado ratas. La limpió y la subió a su habitación. Esparció papeles sobre el piso de la jaula y añadió un plato con agua y un poco de arena.
Cuando la jaula estuvo preparada vertió el contenido de la caja de puros en su interior.
Las nueve figuras diminutas se acurrucaron juntas en el centro de la jaula, un minúsculo montoncito rosa. Tommy cerró y aseguró la puerta de la jaula. La transportó a la cómoda y acercó una silla para poder mirar a placer.
Las nueve personitas empezaron a deambular, no sin vacilar, por la jaula para explorarla. El espectáculo aceleró los latidos del corazón de Tommy.
Se los había quitado al señor Billings. Ahora eran suyos. Y el señor Billings ignoraba dónde vivía y cómo se llamaba.
Las figuras hablaban entre sí. Movían sus antenas rápidamente, como las hormigas. Uno de los hombrecitos se acercó a un lado de la jaula. Se aferró al alambre y escudriñó la habitación. Una hembra se reunió con él. Iban desnudos. Eran rosados y suaves, a excepción del cabello.
Se preguntó qué comerían. Tomó un poco de queso y un trozo de hamburguesa de la nevera; añadió mendrugos de pan, hojas de lechuga y un platillo de leche.
Les gustó la leche y el pan, pero despreciaron la carne. Utilizaron las hojas de lechuga para construir pequeñas cabañas.
Tommy estaba fascinado. Los contempló durante toda la mañana, antes de ir al colegio, a la hora de comer y toda la tarde, hasta que bajó a cenar.
—¿Qué tienes ahí arriba? —preguntó su padre, mientras cenaban.
—Nada.
—No tendrás una serpiente, ¿verdad? —preguntó su madre con aprensión—. Si has vuelto a traer una serpiente, jovencito...
—No. —Tommy meneó la cabeza y engulló la comida—. No es una serpiente.
Terminó de cenar y corrió escalera arriba.
Los hombrecitos habían acabado de construir sus cabañas. Algunos estaban dentro. Otros vagaban por la jaula para explorarla.
Tommy se sentó ante la cómoda y miró. Eran bonitos. Mucho más bonitos que las ratas blancas que había tenido. Y más limpios. Utilizaban la arena que les había preparado. Eran bonitos..., y muy mansos.
Al cabo de un rato, Tommy cerró la puerta de la habitación. Contuvo el aliento y abrió un lado de la jaula. Introdujo la mano y tomó a uno de los hombrecitos. Lo sacó de la caja y abrió la mano con mucho cuidado.
El hombrecito se agarró a la palma. Miró por encima del borde y después alzó la vista hacia él, agitando frenéticamente las antenas.
—No tengas miedo —dijo Tommy.
El hombrecito se puso en pie con cautela. Recorrió la palma de Tommy, en dirección a la muñeca. Subió poco a poco por el brazo del chico y se asomó al borde para mirar. Llegó al hombro de Tommy y se detuvo; levantó los ojos.
—Eres muy pequeño —dijo Tommy.
Tomó otro de la jaula y colocó a ambos sobre la cama. Pasearon por la cama durante mucho tiempo. Otros se habían aproximado al lado abierto de la jaula y miraban hacia la cómoda. Uno localizó el peine de Tommy. Lo inspeccionó y tiró de los dientes. Un segundo le imitó. Los dos tiraron del peine, sin éxito.
—¿Qué quieren? —preguntó Tommy.
Al cabo de un rato se rindieron. Encontraron una moneda sobre la cómoda. Uno intentó ponerla de pie sobre el canto. La hizo rodar. La moneda ganó velocidad y se deslizó hacia el borde de la cómoda. Los hombrecitos corrieron tras ella, consternados. La moneda cayó al suelo.
—Tengan cuidado —les advirtió Tommy.
No quería que les pasara nada. Tenía un montón de planes. Sería fácil enseñarles algunos trucos, como a las pulgas que había visto en el circo. Tirar de carritos, columpios, toboganes. Cosas fáciles para ellos. Los adiestraría y cobraría entrada.
Tal vez los llevaría de gira. Tal vez saldría en los periódicos. Su mente bullía de ideas. Toda clase de cosas. Infinitas posibilidades. Pero tenía que empezar con algo fácil..., y ser prudente.
Al día siguiente se llevó uno a la escuela, metido en un tarro de fruta que guardó en el bolsillo. Efectuó agujeros en la tapa para que pudiera respirar.
Se lo enseñó a Dave y a Joan Grant durante el recreo. Se quedaron fascinados.
—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó Dave.
—No te importa.
—¿Quieres venderlo?
—No digas venderlo, sino venderle.
Joan se ruborizó.
—No lleva nada puesto. Será mejor que lo vistas ahora mismo.
—¿Puedes hacer ropas para ellos? Tengo ocho más. Cuatro hombres y cuatro mujeres.
—Lo haré..., si me das uno.
Joan estaba muy excitada.
—Un huevo. Son míos.
—¿De dónde los has sacado? ¿Quién los ha hecho?
—No les importa.
Joan hizo falditas y blusitas para las cuatro mujeres. Tommy introdujo las prendas en la caja. Las personitas dieron vueltas en torno al montón, sin saber qué hacer.
—Tendrás que enseñarles —dijo Joan.
—¿Enseñarles? Vete a la mierda.
—Yo los vestiré. —Joan tomó a una mujer de la jaula y la vistió con la blusa y la falda. Dejó caer la figura en la jaula—. Veamos qué ocurre ahora.
Los demás se apelotonaron alrededor de la mujer vestida, y tiraban con curiosidad de la tela. A continuación, empezaron a repartirse las restantes prendas. Algunos tomaron blusas y otros se inclinaron por las faldas.
—Será mejor que hagas pantalones para los hombres —rió Tommy de buena gana—. Así irán todos vestidos.
Tomó a un par y les dejó correr arriba y abajo por sus brazos.
—Ten cuidado —le advirtió Joan—. Los vas a perder. Se escaparán.
—Son mansos. No se escaparán. Te lo enseñaré. —Tommy los depositó en el suelo—. Hemos inventado un juego. Observa.
—¿Un juego?
—Ellos se esconden y yo les encuentro.
Las figuras se dispersaron, buscando lugares donde esconderse.
Desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Tommy se puso a gatas. Buscó bajo la cómoda y entre los cubrecamas. Un chillido penetrante. Había encontrado uno.
—¿Lo ves? Les gusta.
Los devolvió a la jaula, uno por uno. El último había permanecido escondido durante un rato considerable. Se había introducido en un cajón de la cómoda, oculto dentro de una bolsa de canicas y cubierto con las canicas.
—Son listos —comentó Joan—. ¿No quieres darme uno?
—No —replicó Tommy con énfasis—. Son míos. No permitiré que se me escapen. No se los voy a dar a nadie.
Tommy se encontró con Joan al día siguiente, después de las clases. La muchacha había confeccionado pantalones y camisas para los hombres.
—Toma. —Se los dio. Caminaron por la acera—. Espero que sean de su medida.
—Gracias.
Tommy tomó las prendas y se las guardó en el bolsillo. Atravesaron el solar vacío. Dave Grant y algunos muchachos estaban sentados en círculo al final del solar, jugando a canicas.
—¿Quién gana? —preguntó Tommy, parándose.
—Yo —contestó Dave, sin levantar la vista.
—Déjame jugar. —Tommy se sentó—. Vamos. —Extendió la mano—. Dame tu canica.
—Lárgate —repuso Dave, meneando la cabeza.
Tommy le pellizcó en el brazo.
—¡Vamos! Un solo tiro. —Reflexionó—. Voy a decirte...
Una sombra se cernió sobre ellos.
Tommy alzó los ojos. Y palideció.
Edward Billings miraba en silencio al muchacho, apoyado en su paraguas, cuya punta metálica se hundía en la tierra blanda. No dijo ni una palabra. Su rostro surcado de arrugas tenía una expresión severa. Sus ojos parecían dos piedras azules descoloridas.
Tommy se levantó poco a poco. Los niños se habían quedado en silencio. Algunos tomaron sus canicas y se alejaron.
—¿Qué quiere? —preguntó Tommy.
Su voz era seca y hueca, casi inaudible.
Los fríos ojos de Billings se clavaron en él, dos órbitas penetrantes, desprovistas de toda cordialidad.
—Tú los tomaste. Quiero que me los devuelvas. Ahora mismo —dijo con voz dura, monótona. Extendió la mano—. ¿Dónde están?
—¿Qué está diciendo? —murmuró Tommy, dando un paso atrás—. No sé de qué me habla.
—El Proyecto. Los robaste de mi estudio. Quiero que me los devuelvas.
—Yo no lo hice. ¿A qué se refiere?
Billings se volvió hacia Dave Grant.
—Éste es el chico del que me hablaste, ¿no?
—Yo los vi —afirmó Dave—. Los guarda en su habitación. No permite que nadie se les acerque.
—Viniste para robármelos. ¿Por qué? —Billings avanzó de una forma amenazadora hacia Tommy—. ¿Por qué los tomaste? ¿Qué quieres hacer con ellos?
—Está loco —murmuró Tommy, pero su voz temblaba. Dave Grant no abrió la boca. Desvió la vista, avergonzado—. Es mentira.
Las viejas y frías manos de Billings le agarraron, clavándole los dedos en los hombros.
—¡Devuélvemelos! Los quiero ahora mismo. Soy responsable de ellos.
—Suélteme. —Tommy se liberó de un tirón—. No los llevo encima. —Recuperó el aliento—. Quiero decir...
—Los tienes, por tanto. En tu casa. En tu habitación. Tráelos aquí. Ve a buscarlos. Los nueve.
Tommy hundió las manos en los bolsillos. Estaba recobrando algo de valentía.
—No lo sé —dijo—. ¿Qué me dará?
—¿Qué te daré? —Billings echó chispas por los ojos. Levantó el brazo en un gesto amenazador—. Cómo te atreves, pequeño... Tommy retrocedió de un salto.
—No puede obligarme a devolverlos. No ejerce ningún control sobre nosotros. —Sonrió con descaro—. Usted mismo lo dijo. No tiene ningún poder sobre nosotros. Oí que lo decía.
El rostro de Billings parecía de granito.
—Los tomaré. Son míos. Me pertenecen.
—Si trata de tomarlos llamaré a la policía, y a mi padre.
Billings apretó su paraguas. Boqueó como un pez. Su cara se tiño de un desagradable tono rojizo. Ni él ni Tommy hablaron. Los demás chicos les miraban con los ojos abiertos de par en par, asustados y fascinados.
De pronto, Billings hizo una mueca cuando un pensamiento cruzó por su mente. Miró el suelo, el tosco círculo y las canicas. Sus ojos centellearon.
—Escúchame. Yo..., me los jugaré contigo.
—¿A qué?
—A este juego, a las canicas. Si ganas, te los quedas. Si gano, me los devuelves al instante. Todos.
Tommy meditó mientras desviaba la mirada de Billings al círculo trazado en el suelo.
—Si gano, ¿no intentará quitármelos nunca más? ¿Dejará que me los quede..., para siempre?
—Sí.
—De acuerdo. —Tommy se apartó—. Trato hecho. Si usted gana, se los devuelvo, pero si yo gano, son míos. Y usted nunca los recuperará.
—Tráelos aquí en seguida.
—Claro. Voy a buscarlos. —«Y mi canica también», pensó para sí—. Vuelvo en seguida.
—Esperaré aquí —dijo el señor Billings, que aferraba el paraguas con sus grandes manos.
Tommy bajó de dos en dos los escalones del porche. Su madre se asomó a la puerta.
—No deberías salir otra vez tan tarde. Si no vuelves dentro de media hora, te quedarás sin cenar.
—Media hora —gritó Tommy.
Corrió por la acera a oscuras, apretando con las manos el bulto que deformaba su chaqueta, la caja de puros que se agitaba y retorcía. Corrió sin cesar, jadeando en busca de aliento.
El señor Billings continuaba de pie en el límite del solar, esperando en silencio. El sol se había puesto. La noche se acercaba. Los niños se habían marchado a sus casas. Cuando Tommy entró en el desértico solar, un viento hostil sopló entre la maleza y la hierba, y agitó sus pantalones.
—¿Los has traído? —preguntó el señor Billings.
—Claro.
Tommy se detuvo, jadeante. Sacó poco a poco de la chaqueta la pesada caja de puros. Quitó la goma que la sujetaba y abrió un poco la tapa.
—Están aquí dentro.
El señor Billings se aproximó; respiraba roncamente. Tommy cerró la tapa de un manotazo y volvió a colocar la cinta de goma.
—Vamos a jugar. —Dejó la caja en el suelo—. Son míos..., a menos que usted gane.
—De acuerdo —aceptó Billings—. Empecemos, pues.
Tommy rebuscó en sus bolsillos. Extrajo su ágata, sujetándola con cuidado. A la luz crepuscular, la gran canica rojinegra centelleaba, con sus franjas blancas y de color arena. Como Júpiter. Una canica dura, inmensa.
—Adelante —dijo Tommy.
Se arrodilló y dibujó un tosco círculo en el suelo. Vació una bolsa de canicas dentro.
—¿Tiene alguna?
—¿Cómo?
—Canicas. ¿Con qué piensa tirar?
—Con una de las tuyas.
—Claro. —Tommy tomó una canica del círculo y se la arrojó—. ¿Quiere que yo tire primero?
Billings asintió con la cabeza.
—Estupendo —sonrió Tommy.
Cerró un ojo y apuntó con cuidado. Su cuerpo se quedó rígido durante un momento, formando un arco inmóvil, perfecto. Después tiró. Las canicas chocaron con un ruido metálico y rodaron fuera del círculo hasta detenerse entre la hierba. Lo había hecho bien. Recogió sus ganancias y las guardó en la bolsa de tela.
—¿Me toca a mí? —preguntó Billings.
—No. Mi canica sigue dentro del círculo. —Tommy se agachó otra vez—. Tengo otro tiro.
Tiró. Esta vez consiguió tres canicas. Su ágata no se salió del círculo.
—Otro tiro —dijo Tommy, sonriente.
Tenía casi la mitad. Se arrodilló, contuvo el aliento y apuntó. Quedaban veinticuatro canicas. Si conseguía cuatro más, ganaba. Cuatro más...
Tiró. Dos canicas salieron del círculo. Y su ágata, que fue a parar entre la maleza.
Tommy recogió las dos canicas y el ágata. En total, tenía veintiuna. Quedaban veintidós dentro del círculo.
—Muy bien —murmuró, a regañadientes—. Ahora le toca a usted. Adelante.
Edward Billings se arrodilló con dificultad, tambaleándose y jadeando. Su rostro se tiñó de gris. Dio vueltas a la canica en su mano, indeciso.
—¿Nunca ha jugado? —preguntó Tommy—. No sabe cómo tomarla, ¿verdad?
—No —reconoció Billings.
—Tiene que sujetarla entre el índice y el pulgar.
Tommy vio que los rígidos y viejos dedos manoseaban con torpeza la canica. Billings la dejó caer, pero la recogió en seguida.
—Impúlsela con el pulgar. Así. Tráigala, se lo enseñaré.
Tommy asió los dedos del anciano y los dobló alrededor de la canica. Por fin, los colocó en su lugar.
—Adelante. —Tommy se irguió—. A ver cómo le sale.
El viejo no se dio prisa. Contempló las canicas del círculo y sus manos temblorosas. Tommy oía su respiración, el jadeo profundo y ronco, en el frío aire de la noche.
El anciano miró la caja de puros que descansaba en las sombras. Volvió la vista hacia el círculo. Sus dedos se movieron...
Se produjo un relámpago. Un relámpago cegador. Tommy lanzó un grito y se frotó los ojos. Todo giraba a una velocidad de vértigo. Tropezó y cayó en la maleza húmeda. Le dolía la cabeza. Se sentó en el suelo, se frotó los ojos y agitó la cabeza, intentando ver.
Por fin, las últimas chispas desaparecieron. Tommy parpadeó y miró a su alrededor.
El círculo estaba vacío. En su interior no había canicas. Billings las había ganado todas.
Tommy alargó la mano. Sus dedos tocaron algo caliente. Dio un brinco. Era un fragmento de vidrio, un brillante fragmento rojo de vidrio fundido. Estaba rodeado por todas partes de relucientes fragmentos de vidrio, que se enfriaban lentamente entre la hierba y la maleza húmedas. Mil astillas de estrellas que titilaban y se desvanecían en torno suyo.
Edward Billings se puso en pie poco a poco, frotándose las manos.
—Me alegro de haber terminado —jadeó—. Soy demasiado viejo para agacharme así.
Sus ojos distinguieron la caja de puros que yacía sobre la tierra.
—Ahora vuelven a ser míos, y podré continuar mi trabajo.
Tomó la caja de madera y se la puso bajo el brazo. Recogió el paraguas y se alejó arrastrando los pies, en dirección a la acera que había al otro lado del solar.
—Adiós —dijo Billings, deteniéndose un momento.
Tommy no contestó.
Billings se alejó por la acera, apretando con fuerza la caja de puros.
El anciano entró en el apartamento, respirando con rapidez. Tiró el paraguas negro en el rincón, se sentó ante el escritorio y dejó la caja de puros frente a él. Se quedó un momento quieto, respirando con fuerza y contemplando el cuadrado marrón y amarillo de madera y cartón.
Había ganado. Los había recuperado. Otra vez eran suyos. Y justo a tiempo. El día concertado para entregar el informe se le estaba echando encima.
Billings se despojó de la chaqueta y el chaleco. Se subió las mangas, algo tembloroso. Había tenido suerte. El control sobre el tipo B era muy limitado. Se hallaban prácticamente al margen de la ley. Ése era el problema, por supuesto. Los tipos A y B se las habían arreglado para escapar a la supervisión. Se habían rebelado, desobedecido órdenes y traspasado los límites del plan.
Pero éstos... El tipo nuevo, el Proyecto C. Todo dependía de ellos. Se habían alejado de sus manos, pero ahora los había recuperado. Estaban bajo su control, tal como pretendía, dentro de la periferia de la orden supervisora.
Billings quitó la cinta elástica de la caja. Levantó la tapa lenta y precavidamente.
Salieron como un enjambre..., y rápidamente. Algunos se dirigieron a la derecha, otros a la izquierda. Dos columnas de figuras diminutas que huían con la cabeza inclinada. Una llegó al borde del escritorio y saltó. Aterrizó sobre la alfombra, rodó y cayó. Una segunda saltó tras la primera, y luego otra.
Billings se recobró de su parálisis. Agitó las manos como un poseso, intentando capturarlas. Sólo quedaban dos. Lanzó un manotazo a una, pero falló. La otra...
Consiguió atraparla entre sus dedos engarfiados. Su compañera giró en redondo. Tenía algo en la mano. Una astilla de madera, arrancada del interior de la caja.
Saltó y clavó el extremo de la astilla en un dedo de Billings.
Billings ahogó un grito de dolor. Abrió los dedos. El cautivo brincó y rodó sobre la espalda. Su compañero le ayudó a levantarse, medio arrastrándolo hacia el borde del escritorio. Los dos saltaron al unísono.
Billings se agachó y tanteó en su busca. Se dispersaron a toda velocidad, en dirección a la puerta que daba a la terraza. Uno alcanzó el enchufe de la lámpara y tiró de él. Se le unió un segundo y las dos diminutas figuras aunaron sus esfuerzos. El cable de la lámpara se separó del muro. La habitación se sumió en la oscuridad.
Billings encontró el cajón del escritorio. Lo abrió y derramó su contenido sobre el suelo. Localizó algunas cerillas grandes y encendió una.
Se habían ido..., hacia la terraza.
Billings corrió tras ellos. La cerilla se apagó. Encendió otra, protegiéndola del viento con la mano.
Los hombrecitos habían trepado a la barandilla. Caminaban sobre el borde, agarrándose a la hiedra, y se balanceaban en la oscuridad.
Llegó al borde demasiado tarde. Todos habían desaparecido. Los nueve habían saltado por el borde del tejado y se habían perdido en la negrura de la noche.
Billings bajó corriendo hacia el porche trasero. Rodeó la casa a toda prisa, hacia el punto en que la hiedra trepaba por el costado.
Nada se movía. Ni el menor movimiento. Silencio. Ni rastro de ellos por ninguna parte.
Se habían escapado. Se habían ido. Habían trazado un plan de huida y lo habían llevado a la práctica. Dos columnas avanzaron en direcciones opuestas en cuanto la tapa se levantó. Un control del tiempo y una ejecución perfectos.
Billings subió lentamente la escalera que conducía a su habitación. Abrió la puerta de un empujón y se quedó inmóvil en el umbral, respirando con fuerza, atontado por la conmoción.
Se habían marchado. El Proyecto C había concluido. Había terminado como los demás, de manera idéntica. Independencia y rebelión. Burlando la supervisión. Sin control. El Proyecto A había influido en el Proyecto B... Y ahora, de la misma manera, la contaminación se había extendido al Proyecto C.
Billings se dejó caer pesadamente ante su escritorio. Permaneció durante mucho rato inmóvil, silencioso y pensativo. Poco a poco fue comprendiendo. No era culpa suya. Ya había ocurrido antes..., en dos ocasiones. Y volvería a suceder. Cada proyecto transmitiría el descontento al siguiente. Nunca terminaría, por más proyectos que se concibieran y se pusieran en práctica. La rebelión y la huida. La evasión del plan.
Al cabo de un tiempo, Billings alargó la mano y acercó el volumen que contenía su informe. Pasó las páginas hasta llegar al punto en que lo había dejado. Arrancó del informe toda la última sección. El sumario. Carecía de sentido desmenuzar el proyecto actual. Un proyecto era tan bueno como cualquier otro. Todos serían idénticos: idénticos fracasos.
Lo supo en cuanto los vio. En cuanto levantó la tapa. Iban vestidos. Con diminutas prendas de tela. Al igual que los otros, mucho tiempo atrás.
FIN
Título Original: Project: Earth © 1953.