Publicado en
junio 27, 2010
Título original: My Name is Legion
PRIMERA PARTE
LA VÍSPERA DE RUMOKO
Me encontraba en el cuarto de control cuando la unidad J-9 nos jugó una mala pasa-da. Entre otras cosas, estaba allí para realizar un aburrido trabajo de mantenimiento.
Abajo, en la cápsula, dos hombres inspeccionaban el Camino al Infierno, ese eje atornillado al fondo del océano, a miles de brazas de profundidad, que pronto estaría abierto al paso. Normalmente no me habría preocupado, puesto que había dos técnicos entre el personal del J-9. Pero uno de ellos estaba de vacaciones en Spitzbergen y el otro había dado parte de enfermo esa misma mañana. Una inesperada combinación de viento y aguas turbulentas sacudió al Aquina; recordé entonces que era la víspera de Rumoko y tomé una decisión. Crucé rápidamente la habitación y retiré un partel lateral.
—¡Schwiter! No está autorizado a entrometerse en eso —dijo el doctor Asquith.
Inspeccioné los circuitos.
—¿Quiere encargarse usted de este trabajo? —le pregunté.
—Por supuesto que no; ni siquiera sabría por dónde empezar. Pero...
—Entonces ¿vamos a dejar morir a Martin y a Demmy?
—No, por favor. Pero usted no...
—Entonces dígame quién... —dije—. Esa cápsula se controla desde aquí arriba y algo acaba de saltar. Si conoce alguien más apto para hacer el trabajo, mándelo buscar; de lo contrario, trataré de reparar el J-9.
Finalmente guardó silencio y yo pude buscar la avería. El sabotaje estaba hecho de un modo bastante burdo. Habían llegado incluso a realizar soldaduras. Tras alterar cuatro circuitos, habían vuelto a meter toda la maraña en uno de los cronómetros.
Comencé a desarmar el artefacto. Asquith era especialista en oceanografía y, por lo tanto, sabía muy poco de circuitos electrónicos. Ni siquiera debía sospechar que yo estaba desbaratando un acto de sabotaje. Tras diez minutos de trabajo, la cápsula flotante empezó a funcionar nuevamente, a cientos de brazas de profundidad.
Mientras trabajaba, reflexioné en los poderes que pronto serían invocados, las fuerzas que atravesarían por un breve lapso el Camino al Infierno para verse libres al fin, allí, en medio del Atlántico, como enviadas por el demonio, o quizá como el demonio mismo. El mal tiempo, característico de aquellas latitudes en esa época del año, no contribuía a mejorar mi disposición. Se utilizaría una fuerza mortífera, la energía atómica, para liberar otra fuerza todavía más poderosa, el magma activo, que aún dormía burbujeante a grandes profundidades bajo el fondo del mar. Me parecía imposible que alguien se arriesgara a un juego tan peligroso. La nave volvió a sacudirse bajo el impulso de las olas.
Está bien —dije—. Había un cortocircuito, pero ya lo arreglé. Es posible que no tengamos más problemas.
Y volví a colocar el partel.
Miró el monitor.
—Parece que ahora funciona bien —dijo—.Voy a verificarlo...
Y, mientras deslizaba la palanca, contactó con los de arriba:
—Aquina a Cápsula. ¿Me escuchan?
Después de una pausa, contestó:
—Cortocircuito en J-9.Ya fue reparado. ¿Cuál es la situación?
—Todos los sistemas han vuelto a la normalidad. ¿Cuáles son las instrucciones?
—Continúen con su misión —dijo.
Volviéndose hacia mí, agregó:
—Le recomendaré para un ascenso. Lamento haberle hablado así. No sabía que era capaz de reparar el J-9.
—Soy ingeniero electricista —repuse— y he estudiado estas cosas. Sé que es un trabajo especial. Si no hubiera sabido con seguridad dónde estaba la avería, no lo habría tocado.
—¿Eso significa que no desea mi recomendación?—
—Así es.
—Entonces no lo haré.
Era lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias. Había desconectado también una pequeña bomba, que en ese momento ocupaba el bolsillo izquierdo de mi chaqueta; muy pronto la arrojaría al mar. Habría estallado en cosa de cinco minutos, borrándonos del mapa.
Pedí permiso para retirarme y me deshice de las pruebas, mientras pensaba en los acontecimientos del día. Alguien había tratado de sabotear el proyecto. Por lo tanto, Don Walsh tenía razón.
La presunta amenaza había sido verdadera. Traté de entender eso, de digerirlo. Algo muy serio estaba en juego. Me pregunté, en primer lugar, qué era, y qué vendría después. Encendí un cigarrillo y me apoyé en la baranda del Aquina para contemplar las embestidas del frío Mar del Norte contra el casco. Me temblaron las manos. Era un proyecto decente, humanitario, pero también muy peligroso. Dejando a un lado los grandes riesgos, no se me ocurría qué intereses podía haber en contra. Sin embargo, era obvio que los había.
¿Presentaría Asquith un informe sobre mí? Probablemente sí, aunque sin comprender lo que hacía. También tendría que explicar la interrupción en el funcionamiento de la cápsula para que su informe coincidiera con el cuaderno de bitácora. Probablemente diría que yo había reparado un cortocircuito. Nada más.
Eso bastaba.
Había llegado a la conclusión de que el enemigo tenía acceso al cuaderno de bitácora. Se enterarían de que no había informe alguno sobre la bomba desconectada. Sabrían también quién los había detenido y, en un momento crítico como ése, se interesarían lo bastante como para actuar drásticamente. Bien. Eso era, precisamente, lo que yo quería.
Ya llevaba un mes entero esperando una oportunidad así. Era de esperar que me siguieran la pista y trataran de interrogarme. Inhalé profundamente el humo del cigarrillo, contemplando un témpano distante que brillaba a la luz del Sol. Tuve el presentimiento de que aquél sería un caso extraño. El cielo gris y el océano oscuro parecían anunciarlo. Alguien, en alguna parte, no aprobaba lo que se estaba haciendo; sin embargo, por más esfuerzo que hiciera, no podía imaginarme la razón.
En fin, al diablo con todo. Me gustan los días nublados. Nací en una jornada gris. Me dispuse a disfrutar de aquélla.
Volví a mi cabina y me preparé un trago; oficialmente, estaba fuera de servicio.
Un rato después, alguien llamó a mi puerta.
—Gire el picaporte y empuje —dije.
Se abrió y entró un joven llamado Rawlings.
—Señor Schweitzer —dijo—, Carol Deith quiere hablarle.
—Dígale que ya voy —contesté.
—Está bien —dijo, y se marchó.
Me pasé el peine por el pelo casi rubio y me cambié la camisa. Ella era joven y bonita. No obstante, era el oficial de seguridad de la nave y no me costó imaginar lo que le interesaba realmente.
Me dirigí a su oficina y llamé dos veces a la puerta.
Al entrar, iba considerando la posibilidad de que me hubiera citado a raíz de mis andanzas con el J-9 y lo que había hecho media hora antes. Esto sería buena señal de que ella estaba al tanto de todo.
—¡Hola! —le dije—. ¿Me hizo llamar?
—¿Schweitzer? Sí, así es. Tome asiento, por favor —dijo señalando con un ademán a ambos lados de su elegante escritorio.
Así lo hice.
—¿Qué desea?
—Esta tarde, usted hizo reparaciones en el J-9.
Me encogí de hombros.
—¿Es una afirmación o una pregunta?
—Usted no está autorizado a poner las manos allí.
—Si lo desea, puedo desbaratarlo todo y dejarlo como estaba.
—Entonces, ¿reconoce haber trabajado en eso? —Sí.
Dando un suspiro, continuó:
—Mire, a mí no me importa. Probablemente hoy salvó dos vidas, de manera que no lo voy a amonestar por una violación de seguridad. Pero quiero saber otra cosa.
—¿Qué?
—¿Era sabotaje?
La pregunta confirmó mis presentimientos.
—No —dije—. Nada de eso. Hubo un cortocircuito...
—¡Pamplinas! —exclamó.
—Lo siento, pero no entiendo...
—Entiende muy bien. Alguien manipuló ese artefacto. Usted lo arregló, pero se trataba de algo más grave que un cortocircuito. Era una bomba. Hace media hora registramos una explosión fuera del puerto.
—Es usted quien lo dice, no yo —contesté.
—¿Qué intenciones tiene? —preguntó—. Nos allana el camino, pero está protegiendo a alguien. ¿Qué es lo que quiere?
—Nada —dije.
La miré bien. Tenía el cabello corto y rojizo, pecas sobre la nariz y ojos verdes, bien separados bajo el flequillo. Era bastante alta; cerca de un metro setenta, según mis cálculos. En ese momento no estaba de pie, pero una vez había bailado conmigo en una fiesta de a bordo.
—¿Bien? —preguntó.
—Muy bien —dije—. ¿Y usted?
—Quiero que me lo diga.
—¿Qué?
—¿Fue sabotaje?
—No —repuse—. ¿De dónde sacó esa idea?
—Ya hubo otros intentos, ¿sabe?
—No, no lo sabía.
Se ruborizó súbitamente y sus pecas se iluminaron. ¿A qué se debía eso?
—Bueno, hubo otros intentos. Por supuesto, los descubrimos a tiempo. Pero los hubo.
—¿Y quién fue?
—No lo sabemos.
—¿Y cómo es eso?
—Nunca pudimos atrapar a los culpables.
—¿Y por qué?
—Son muy listos.
Encendí un cigarrillo.
—Bueno —dije—, esta vez se equivoca. Hubo un cortocircuito. Soy ingeniero electricista y logré detectarlo. Eso es todo.
Sacó un cigarrillo y se lo encendí.
Está bien —dijo—. Creo que eso es todo lo que va a decirme.
Me puse de pie.
—A propósito... —dijo—.Volví a revisar sus antecedentes.
—¿Sí?
—Nada. Tan limpio como la nieve y como las plumas de un cisne.
—Me alegro de saberlo.
—No se apresure, señor Schweitzer. Aún no he terminado con usted.
—Haga lo que le parezca —dije—. No encontrará nada.
Y bien seguro estaba de eso.
Me marché preguntándome cuándo me darían alcance.
Todos los años envío una tarjeta de Navidad, sin firmar. Todo su contenido, escrito en letras de imprenta, es una lista de cuatro bares y las ciudades donde se encuentran. El Domingo de Pascua, el Primero de mayo, el primer día del verano y el Día de Todos los Santos, voy a uno de esos bares, según corresponda, y allí me quedo desde las nueve de la mañana hasta medianoche, hora local. Después me marcho. Cada año, la lista cambia.
Siempre pago al contado, en vez de emplear la tarjeta de Crédito Universal que todo el mundo utiliza en esta época. Por lo general, los bares son tugurios ubicados en lugares apartados.
Algunas veces aparece Don Walsh, se sienta cerca de mí y pide una cerveza. Entablamos conversación y después salimos a caminar un poco. En cualquier caso, nunca deja de venir dos fechas seguidas. Y la segunda vez siempre me trae dinero.
Hace un par de meses, un día en que el verano parecía estallar sobre el mundo, me senté a una mesa apartada, en el Infierno, en San Miguel de Allende, México. Era una noche fresca, como todas en ese lugar. El cielo estaba despejado, según había podido comprobar mientras caminaba por las calles empedradas hacia el monumento nacional. De pronto vi entrar a Don, que llevaba un traje oscuro de lana sintética y una camisa amarilla, de estilo deportivo, con el cuello abierto. Se dirigió al bar, pidió algo y se volvió, paseando la mirada por las mesas. Sonriendo, me saludó con la mano; respondí con un movimiento de cabeza. Se acercó trayendo un vaso en una mano y una cerveza en la otra.
—Lo conozco —dijo.
—Sí. Creo que sí. Tome asiento.
Sacó una silla y se sentó frente a mí al otro lado de la mesa. El cenicero estaba repleto, pero no por mi causa. Había olor a tequila en la brisa, es decir, en la corriente que venía de la puerta abierta a la entrada del bar. A nuestro alrededor, en las paredes, dos desnudos rivalizaban con unos grandes anuncios de corridas de toros.
—Usted se llama...
—Frank —dije, sacándome el nombre de la manga—. ¿Fue en Nueva Orleans?
—Sí, un martes de carnaval; hace un par de años.
—Eso es. Y usted se llama...
—George.
—¡Ah, sí! Ahora recuerdo. Tomamos unas copas. Después jugamos al póquer toda la noche. Y lo pasamos muy bien.
—Y usted me desplumó unos doscientos dólares.
Sonreí.
—¡Ah!, ¿y qué trae entre manos ahora? le pregunté.
Lo de siempre. A veces se vende mucho; otras veces, poco. En este momento, tengo en marcha una operación muy grande.
—Lo felicito. Me alegra saberlo. Espero que salga bien.
—También yo.
Y continuamos la conversación intranscendente, mientras él se terminaba la cerveza.
—¿Ha tenido ocasión de recorrer la ciudad? —le pregunté.
—La verdad es que no. Me dijeron que es un lugar interesante.
—¡Oh, creo que le gustará! Una vez estuve aquí, durante su fiesta mayor. Todo el mundo toma bencedrina para permanecer despierto los tres días que duran los festejos. Los indios bajan de las Sierras para bailar. Aquí todavía tienen la costumbre de los paseos, ¿sabe? Y aquí está la única catedral gótica de todo México. Fue diseñada por un indio analfabeto que la copió de unas tarjetas postales de Europa. Nadie creía que se pudiera mantener en pie cuando quitaran los andamios, pero todavía está allí, y de eso ya hace mucho tiempo.
—Desearía poder quedarme un poco más, pero sólo dispongo de alrededor de un día más y pensaba comprar algunos regalos para mi familia.
—Este es el lugar más indicado. Aquí las cosas son baratas, sobre todo las joyas.
—Quisiera disponer de más tiempo para ver los lugares de interés turístico.
En cierta colonia, hacia el noroeste, hay unas ruinas tolteca. Tal vez usted haya reparado en ella, pues hay tres cruces en la cima. El gobierno no reconoce su existencia. Desde allí hay una vista magnífica.
—Me gustaría visitarla. ¿Cómo se llega hasta allí?
—No hay más que salir de paseo hacia allí y subir a la cima. El sitio oficialmente no existe y, por lo tanto, no hay restricciones.
—¿Hay que caminar mucho tiempo?
—Desde aquí, menos de una hora. Cuando termine su cerveza, podemos hacer el paseo.
Así lo hizo, y nos fuimos.
A poco de andar, su respiración se tornó fatigosa. Pero eso tenía una explicación: él vivía casi al nivel del mar y allí estábamos a unos dos mil metros de altura.
Aun así, llegamos hasta la cima y seguimos la marcha entre cactus. Nos sentamos sobre unas grandes piedras.
—Así que este lugar no existe —me dijo—, igual que tú.
—Así es.
Entonces, claro está, no hay micrófonos, como ocurre últimamente en casi todos los bares.
—No, todavía es un pequeño desierto.
—Espero que no cambie.
—También yo.
—Gracias por la tarjeta de Navidad. ¿Andas en busca de trabajo?
Ya sabes que sí.
—Bueno. Puedo ofrecerte algo.
Y así comenzó todo esto.
—¿Has oído hablar de las Islas de Sotavento y Barlovento? —me preguntó—. ¿O de Surtsey?
—No. Explícame.
—Esas islas están allá en las Indias Occidentales, en el sistema de las Antillas Menores, comenzando en un arco que se dirige al sudeste desde Puerto Rico y las Islas Vírgenes hacia América del Sur, al norte de Guadalupe; constituyen los puntos más altos de una cadena subterránea, escalonada entre cuarenta y doscientas millas de ancho. Están situadas en medio del océano y constituidas por materiales volcánicos. Cada pico es un volcán, apagado o en actividad.
—¿Y?
—El origen de las islas hawaianas es el mismo. En cambio, Surtsey es un fenómeno del siglo xx. Se trata de una isla volcánica, que se elevó en muy poco tiempo, un poco hacia el oeste de las Islas Vestmanna, cerca de Islandia. Eso fue en 1963. Con la isla de Capelinhos, entre las Azores, ocurrió lo mismo; tuvo su origen en el fondo del mar.
—¿Y?
Pero mientras él hablaba, yo había adivinado ya de qué se trataba. Estaba enterado del proyecto Rumoko, que correspondía al nombre del dios de los volcanes y los terremotos. Allá por el siglo xx, hubo un proyecto Mohole, fracasado después, con el que ciertas compañías intentaron aprovechar los gases naturales efectuando perforaciones profundas mediante explosivos atómicos «modelados».
—Rumoko —dijo—. ¿Has oído algo sobre eso? —Algo, sí. En la sección de ciencia ficción del Times.
—Con esto bastará. Nosotros formamos parte de él.
—¿De qué modo?
—Alguien está tratando de sabotear el asunto. He sido contratado para averiguar quién, cómo y por qué, y para impedirlo. He tratado de hacerlo, pero hasta la fecha ha sido un absoluto fracaso. Más aún, perdí dos de mis mejores hombres en circunstancias extrañas. Por entonces llegó tu tarjeta de Navidad.
Me volví hacia él; sus ojos verdes relucían en la oscuridad. Era unos diez centímetros más bajo que yo, y tal vez pesara unos quince kilos menos, sin dejar de ser bastante corpulento. La postura casi militar que había adoptado en esos momentos no parecía corresponder al mismo hombre que trepara jadeando hasta ese punto.
—¿Quieres que me haga cargo de esto?
—Sí.
—¿Cuánto ofreces?
—Cincuenta mil. Podemos llegar a ciento cincuenta..., según el resultado.
—Encendí un cigarrillo.
—¿Qué debo hacer? —pregunté al fin.
—Tienes que introducirte entre la tripulación del Aquina, preferentemente como técnico en algo. ¿Podrás?
—Sí.
—Bueno, hazlo. Después, averigua quién está tratando de hundir la operación y pásame el informe. De lo contrario, quítalos de en medio como mejor te parezca. Y pásame el informe.
Parece un trabajo importante —comenté, con una risita—. ¿Quién es tu cliente?
Un senador estadounidense —dijo— que deberá permanecer anónimo.
—Con ese dato podría adivinarlo —observé—; pero lo dejaremos así.
—¿Aceptas?
—Si. Ese dinero me vendrá bien.
—Te advierto que es peligroso.
—Todos estos trabajos lo son.
Contemplamos las cruces. A manera de ofrendas religiosas, habían atado a ellas paquetes de cigarrillos y distintas mercancías.
—Bueno —dijo—. ¿Cuándo comenzarás?
—Antes de fin de mes.
—Está bien. ¿Y cuándo presentarás el informe?
—Cuando tenga algo que decir —respondí encogiéndome de hombros.
—Esta vez eso no basta. No podemos demorarnos sino hasta el 15 de septiembre.
—Si no se presentan inconvenientes...
—Cincuenta mil.
—¿Y si se complica y tengo que deshacerme de uno o dos cadáveres?
—Lo que dije antes.
—Está bien. De acuerdo. Antes del 15 de septiembre.
—¿Sin informes?
—Sin informes, a menos que necesite ayuda. O que tenga algo importante para decirte.
—Esta vez es muy posible.
Le tendí la mano.
—Trato hecho, Don.
Inclinó con solemnidad la cabeza, como si saludara a las cruces.
—Aplícate —dijo—. Quiero que salga bien. Los hombres que perdí eran muy capaces.
—Haré lo que pueda. Me emplearé a fondo.
—No entiendo cómo lo consigues. Quisiera saber cómo lo haces para...
—Mejor así. Para mí sería fatal que supieras cómo me las arreglo para...
Comenzamos a descender de la sierra y lo acompañé hasta el lugar donde él pasaría la noche.
Al salir de la cabina de Carol Deith, pasé junto a Martin y éste propuso:
—Lo invito a tomar una copa.
—Bueno —dije.
Fuimos juntos al salón de a bordo.
—Quiero agradecerle lo que hizo cuando Demmy y yo estábamos allá abajo. Fue...
—No es nada —contesté—. Usted lo hubiera arreglado en un minuto de haber estado en mi lugar.
—Pero no fue así; fue una suerte que usted se encontrara cerca.
—De acuerdo, dejémoslo así —dije levantando el vaso de cerveza sintética. (Toda la cerveza es sintética actualmente... ¡Maldita sea!)
—¿Cómo estaba ese eje? —le pregunté.
——En muy buen estado —contestó.
Frunció su amplia frente rojiza y el gesto le dibujó innumerables líneas en torno a los ojos azulados.
—No parece estar muy convencido —observé.
Sonrió y tomó otro sorbo.
—Bueno.... nunca se ha hecho algo semejante. Es lógico que todos estemos un poco asustados...
Me pareció una forma muy cautelosa de describir la situación.
—Pero, ¿el eje estaba en buenas condiciones de arriba abajo? —insistí.
Miró a su alrededor; seguramente se preguntaba si habría micrófonos ocultos por allí. Los había, pero lo que él dijera no podía perjudicarlo, ni a mí tampoco. De lo contrario, lo hubiera hecho callar.
—Sí —convino él.
—Bien, muy bien —dije, recordando las expresiones del hombre bajo y corpulento.
—Su actitud es algo extraña —dijo—. Después de todo, usted es un técnico a sueldo.
—Pero pongo cierto orgullo en mi trabajo.
Me echó una mirada indescifrable y agregó:
—Me recuerda cierta actitud muy propia del siglo xx.
—Soy un tanto anticuado —repliqué, encogiéndome de hombros—. No puedo evitarlo.
—Así me gusta —dijo—. Quisiera que hubiera más gente así en esta época.
—¿Y Demmy, qué hace?
—Está durmiendo.
—Bien.
—A usted, deberían darle un ascenso.
—Espero que no lo hagan.
—¿Por qué?
—No quiero responsabilidades.
—Pero usted mismo las asume, y se desenvuelve muy bien.
Esta vez tuve suerte. ¿Quién sabe lo que puede suceder en otra oportunidad?
Me dirigió una mirada furtiva.
—¿Qué quiere decir «en otra oportunidad»?
—Quiero decir «si vuelve a pasar» —contesté—. Fue una casualidad que me encontrara en el cuarto de control...
Me di cuenta entonces de que él estaba tratando de averiguar lo que yo sabía. Por lo visto, ninguno de los dos estábamos al corriente de gran cosa, pero ambos teníamos la certeza de que algo andaba mal.
Me miró fijamente mientras tomaba un poco de cerveza.
—¿Es por pereza? —preguntó.
—Así es.
—Tonterías.
Me encogí de hombros y continué bebiendo mi cerveza.
Allá por 1957 —hace unos cincuenta años— existía algo llamado AMA; una broma, por cierto. Valía por Asociación Miscelánea Americana y estaba formada por los nombres de ciertas organizaciones científicas, ordenados alfabéticamente. Sin embargo, para los hombres involucrados en organizaciones sociales, aquello era más que una broma, debido a que entre sus miembros figuraban el doctor Walter Munk, del Instituto Scrips de Oceanografía, y el doctor Henry Hess, de Princeton. Ellos presentaron una extraña propuesta que, más tarde, fracasó por falta de fondos. Sin embargo, al igual que John Bacon, siguió vivo en espíritu mientras su cadáver se descomponía en la tumba.
Aunque el Proyecto Mohole murió antes de nacer, dio origen a algo distinto, mucho más importante y creativo que la idea original.
Como es bien sabido, la corteza terrestre tiene un espesor de unos veinte kilómetros y sería tarea difícil efectuar perforaciones en ella. Bajo el océano, esto cambia, pues la corteza es mucho más fina. Sería posible perforar allí, atravesando la Discontinuidad Mohoróvica. Bien, se dijo que por ese sistema podría recogerse toda clase de datos. Hasta aquí, todo es claro. Pero pensemos en otra cosa: indudablemente, algunas muestras de la corteza podrían darnos la respuesta a ciertas preguntas sobre la radiactividad y el fluir del calor, la estructura geológica y la edad de la Tierra. Al trabajar con materiales naturales, lograríamos descubrir los límites y espesores de varias capas dentro de la costra; después podríamos comparar esos datos con lo que hemos aprendido de las ondas sísmicas y los terremotos del pasado. Todo eso y tantas otras cosas. Una muestra de los sedimentos podría proporcionarnos un testimonio completo de la historia de la Tierra, aun de los tiempos anteriores al hombre. Pero hay mucho más que eso en cuestión; mucho, pero mucho más.
—¿Quiere otro? —me preguntó Martín.
—Sí. Gracias.
Si uno estudia una publicación de la Unión Geológica Internacional llamada Volcanes Activos del Mundo y marca en un mapa aquellos que ya no están activos, notará que están distribuidos en cinturones volcánicos y sísmicos. El «Anillo de Fuego» rodea el océano Pacífico desde la costa del Pacífico, en América del Sur, siguiendo hacia el norte a través de Chile, Ecuador, Colombia, América Central, México, los estados occidentales de Estados Unidos, Canadá y Alaska; desde allí desciende por Kamchatka, las Kuriles, el Japón, las Filipinas, Indonesia y Nueva Zelanda. Dejando a un lado el Mediterráneo, también existía una zona en el Atlántico, cerca de Islandia.
Aún seguíamos allí sentados. Alcé mi copa y tomé un sorbo.
En el mundo hay unos seiscientos volcanes que pueden considerarse activos, aunque en verdad estén tranquilos la mayor parte del tiempo.
Nosotros agregaríamos otro a la lista. Crearíamos un volcán en el océano Atlántico. Específicamente, una isla volcánica, como Surtsey. Tal era el proyecto Rumoko.
—Tengo que regresar abajo —dijo Martín—. Dentro de poco tiempo, en algunas horas, creo. Para la próxima vez, ¿Me haría usted el favor de vigilar esa maldita máquina? Se lo retribuiré de algún modo.
Está bien —dije—; pero avíseme cuando llegue «la próxima vez», en cuanto lo sepa; trataré de andar por el cuarto de control. Si algo anda mal, haré lo mismo que esta vez, si no se puede contar con otro.
Me palmeó la espalda.
—Con eso me basta. Gracias.
—Tiene miedo.
—Sí.
—¿Por qué?
Este maldito aparato parece embrujado. Usted me trajo suerte. Sería capaz de pagarle la cerveza desde ahora hasta el Día del Juicio, con tal de que se mantuviera cerca. Algo anda mal, pero no sé qué es. Quizá sólo sea mala suerte.
—Tal vez —dije.
Lo miré por un momento y luego volví a mi copa.
—Según los mapas isotérmicos, éste es el lugar exacto, el punto exacto en el Atlántico —dije—. Lo único que temo no tiene nada que ver conmigo.
—¿Y qué es? —preguntó.
—El magma tiene cosas que me asustan —respondí.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Quién sabe lo que hará una vez puesto en libertad. Desde un Krakatoa hasta un Etna. El magma tiene diversas composiciones. Expuesto al agua y al aire, puede producir cualquier resultado.
—¿No teníamos ciertas garantías de que esto no entrañaría riesgos?
—Sólo en teoría. Pero toda teoría, por documentada que esté, no deja de ser una suposicion. Eso es todo.
—¿Tiene miedo?
—Confieso que sí.
—¿Corremos peligro?
—Nosotros, no mucho, según creo, pues estaremos fuera de alcance. Pero esto puede afectar la temperatura del mundo, las olas, el clima. Reconozco que estoy un poco nervioso. No me gusta nada —dijo sacudiendo la cabeza.
—Probablemente usted ya cubrió su cuota de mala suerte —le dije—. En su lugar me quedaría más tranquilo.
—Tal vez tenga razón.
Vaciamos nuestras copas y yo me levanté:
—Bueno, me voy.
—¿Puedo invitarle a otra copa?
—No, gracias. Tengo trabajo.
—Bueno, le veré en otro momento.
—Sí. Quédese tranquilo.
Salí del bar y me dirigí a los puentes superiores.
La luz de la luna, bastante intensa, arrojaba sombras a mi alrededor; el aire frío de la noche me obligó a abotonarme el cuello.
Contemplé el oleaje durante un rato; luego volví a mi cabina.
Después de ducharme, escuché las noticias y leí un poco. Por último me acosté con un libro. Al sentirme soñoliento, dejé el libro sobre la mesa de noche y apagué el velador. El movimiento de la nave acunó mi sueño.
Me hacía falta dormir bien. Después de todo, el siguiente día sería el día de Rumoko.
¿Cuánto dormí? Pocas horas, según creo. Algo me despertó.
Alguien abrió mi puerta silenciosamente; percibí unas pisadas. Permanecí inmóvil, bien despierto, pero con los ojos cerrados, aguardando. Cerraron la puerta con cerrojo. Después se encendió la luz y una pieza metálica se apoyó contra mi cabeza al tiempo que una mano se posaba sobre mi hombro.
—¡Eh, caballero, despiértese! —dijo alguien.
Fingí hacerlo, lentamente.
Eran dos. Pestañeé y me restregué los ojos, sin dejar de mirar el revólver que tenía a medio metro de mi cabeza.
—¿Qué diablos pasa? —pregunté.
—No —dijo el que tenía el arma—, nosotros hacemos las preguntas y usted las contesta. Nada de hacer las cosas a la inversa.
Me erguí, buscando apoyo en el respaldo de la cama.
—Está bien —dije—. ¿Qué quieren?
—¿Quién es usted?
—Albert Schweitzer —respondí.
—Ya sabemos que usa ese nombre. Pero queremos saber quién es.
—Eso es todo —dije.
—No pensamos lo mismo.
—Lo siento.
—Nosotros también.
—¿Entonces?
—Nos hablará de usted y de su misión.
—No sé de qué están hablando.
—¡Levántese!
—Hagan el favor de alcanzarme mi bata. Está colgada en la puerta del baño.
El que tenía el revólver se inclinó hacia el otro:
—Búscala y dásela —dijo.
Aproveché la oportunidad para mirarlo. Un pañuelo le cubría la parte inferior del rostro. Así también el otro. Era un detalle profesional; los aficionados también usan máscara, pero en la parte superior del rostro. Esas máscaras sirven de poco, pues la parte inferior de la cara es la más fácil de identificar.
Uno de ellos me alcanzó la bata de tela afelpada y se lo agradecí.
Respondió con un movimiento de cabeza. Me la coloqué sobre los hombros y pasé los brazos por las mangas; envuelto en ella, me senté en el borde de la cama.
—Bien —dije—. ¿Qué es lo que quieren saber?
—¿Para quién trabaja? —preguntó el primero.
—Para el proyecto Rumoko —respondí.
Me dio una pequeña bofetada con la mano izquierda, sin soltar el revólver.
—No —dijo—. Queremos la historia completa.
—No sé a qué se refieren, pero... ¿pueden darme un cigarrillo?
—Está bien... No, espere. Tome uno de los míos. No sé qué puede tener su paquete.
Tomé uno y lo encendí; inhalé profundamente, tragando el humo.
—No los entiendo —repetí—. Denme alguna clave de lo que quieren saber y quizá pueda ayudarlos. No quiero problemas.
Esto pareció tranquilizarlos un tanto; ambos soltaron un suspiro de alivio. El que estaba a cargo del interrogatorio medía alrededor de un metro setenta de altura; el otro, unos pocos centímetros más. El más alto era corpulento; pesaría aproxi-madamente unos noventa kilos.
Se sentaron en dos sillas cercanas, siempre con el revólver a la altura de mi pecho.
—Tranquilo, señor Schweitzer; nosotros tampoco queremos problemas —dijo el que más hablaba.
—¡Espléndido! —dije, mientras me preparaba a mentir cuanto hiciera falta—. Pregunten lo que quieran y trataré de contestarles sinceramente. Pregunten.
—Hoy usted reparó la unidad J-9.
—Todo el mundo lo sabe.
—¿Por qué lo hizo?
—Porque la vida de dos hombres estaba en peligro y yo sabía cómo salvarlos.
—¿Dónde aprendió esa especialidad?
—¡Por favor! ¡Soy ingeniero electricista! —dije—. Sé calcular los circuitos. ¡Mucha gente lo sabe!
El más alto miró al otro hombre. Éste asintió. —En ese caso, ¿por qué trató de hacer callar a Asquith? —me preguntó el más alto.
—Porque desobedecí las reglas al tocar esa unidad —contesté—. No estoy autorizado a efectuar reparaciones.
Volvió a asentir. Ambos tenían el cabello oscuro y limpio; sus pectorales y bíceps estaban bien desarrollados, según se traslucía por las ligeras camisas que llevaban.
—Usted parece un ciudadano común y honesto —dijo el más alto—, fue a una escuela escogida a su gusto, quedó soltero y se empleó en esto. Si todo es como usted dice, está siendo víctima de una injusticia. No obstante, las circunstancias parecen condenarlo. Usted se encargó de reparar una máquina muy compleja, contra todos los reglamentos.
Asentí.
—¿Por qué? —preguntó.
—Tengo ciertas ideas extrañas sobre la muerte. No me gusta dejar que se lleve a la gente —dije.
Y en seguida pregunté:
—¿Para quién trabajan ustedes? ¿Alguna especie de oficina de espionaje?
El más bajo sonrió. El otro repuso:
—No podemos decirlo. Sin embargo, usted parece entender de estas cosas. Nuestro único interés es averiguar por qué guardó usted semejante silencio con respecto a un evidente sabotaje.
—Ya se lo he dicho.
—Sí, pero mintió. En general, la gente no desacata las órdenes como usted lo hizo.
—¡Pamplinas! Dos vidas estaban en juego.
Meneó la cabeza.
—Lo siento, pero este interrogatorio tendrá que seguir según otros métodos.
Cada vez que me veo frente al desenlace de una situación peligrosa, o cuando reflexiono sobre las pocas lecciones que pueden aprenderse en el curso de una vida malgastada, algunas burbujas pasan por mi memoria; reflejan todos los cambios de color que puede presentar la superficie de una burbuja, dejándome una persistente sensación.
Burbujas... Hay una en el Caribe, llamada Nuevo Edén. Está a una profundidad aproximada de 175 brazas. De acuerdo con los censos más recientes, en ella tenían su hogar unas cien mil personas. Es una enorme cúpula geodésica, cuya vista panorámica hubiera halagado al mismo Euclides. Dentro de esta cúpula, grandes sectores se hallan iluminados por luces semejantes a lámparas callejeras, que bordean avenidas abiertas entre las rocas, puentes tendidos sobre gargantas, caminos a través de las montañas... Por estas vías circulan los aquamóviles, siempre en el fondo del mar, y los minisubmarinos, a diversas alturas; asimismo, nadadores garbosos y ágiles, ataviados con ropas ajustadas y coloridas, van y vienen, en torno a la burbuja o dentro de ella, atendiendo diversos trabajos.
Hace algún tiempo pasé allí dos semanas de vacaciones: en esa ocasión descubrí ciertas tendencias claustrofóbicas hasta entonces ignoradas, pero aquélla fue una experiencia muy placentera.
Los habitantes eran muy diferentes a la gente de la superficie. Eran parecidos a como imagino a los antiguos exploradores y pioneros de las fronteras: bastante más individualistas a independientes que el ciudadano común de la superficie, pero con un mayor sentido de la comunidad y de las responsabilidades inherentes a la misma. Esto se debe, sin duda, a que son en realidad pobladores de fronteras, voluntarios, en su mayoría, de un doble programa, que estudia a la vez la solución a ciertas presiones de población y la explotación de los recursos oceánicos. No obstante, no rechazan a los turistas. Me aceptaron totalmente, me permitieron nadar con ellos, hacer recorridos en sus submarinos, contemplar sus minas y sus jardines hidropónicos, admirar sus hogares y sus edificios públicos... Recuerdo toda esa belleza; recuerdo a la gente, recuerdo también la manera en que el mar parecía pender sobre nuestras cabezas como el cielo nocturno visto a través del ojo multifacético de un insecto. O tal vez como un insecto gigante que nos contemplara desde fuera. Sí, eso es más apropiado. Tal vez las características del lugar convenían a ciertas tendencias rebeldes que algunas veces sentí palpitar a muchas brazas de profundidad dentro de mi propia psique.
Si bien es cierto que no era en realidad un edén bajo cristal, y que esas extrañas y deliciosas ciudades burbuja no son mi residencia favorita, había allí algo similar a una de esas extrañas burbujas de color que se me aparecen a veces, en momentos de tensión.
Con un suspiro, di una última calada al cigarrillo y lo apagué, sabiendo que mi burbuja estallaría en cualquier momento.
¿Cómo puede sentirse alguien al saberse la única persona de la Tierra sin existencia comprobable? Es difícil decirlo. Cuesta mucho generalizar cuando sólo se está seguro de las particularidades de un caso: el propio. En mi caso, se debió a cierto acuerdo inusual y dudo que exista algo similar en ninguna parte. En otros tiempos, solía maldecir y quejarme de la progresiva mecanización; ya no lo hago.
Sucedió en una forma muy extraña.
Mi ocupación era preparar programas para computadoras. Así comenzó todo.
Un buen día me enteré de una noticia insólita y aterradora: supe que todo el mundo sería registrado en cintas.
¿Cómo? Bueno, es bastante complicado.
En nuestros días, todo el mundo tiene un certificado de nacimiento, antecedentes de estudios, calificación para créditos, un historial de sus viajes y diversos domicilios; por último se archiva un certificado de defunción en algún lugar. Antes, todos estos documentos estaban en distintos archivos. Hasta que a cierto grupo de gente se le ocurrió reunirlos y combinarlos. Se dio a aquello el nombre de Banco Central de Datos. Como consecuencia de su aplicación, se produjeron grandes cambios en el orden de la existencia humana.
Ahora sé, sin lugar a dudas, que ninguno de esos cambios fue positivo.
Yo estaba entre ese grupo. Sólo cuando las cosas habían llegado bastante lejos, comencé a tener dudas al respecto. Para entonces, ya era demasiado tarde para remediarlo. Al menos, eso creí.
Las personas encargadas de ese proyecto reunían todos los datos existentes en un solo banco, de tal manera que los archivos públicos, así como los financieros, los médicos y los técnicos, estuvieran todos reunidos en una sola fuente, a través de estaciones clave, cuyo personal tenía acceso a esta información según diversos grados en lo confidencial.
En mi opinión, nada era totalmente bueno o malo. Pero aquello me pareció más cercano a lo último. Al principio, había pensado que se trataba de algo muy bueno, sin lugar a dudas. Creí que, en el maravilloso fin de siécle electrificado de McLuhan en el que vivíamos, se necesitaba algo así: cada hogar tenía acceso, mediante circuitos cerrados, a cualquier libro que se hubiera escrito, a cualquier obra de teatro grabada en cinta o cristal, a cualquier conferencia universitaria de las últimas dos décadas, o a cualquier tipo de conocimiento estadístico general. Así, nadie podría mentir sobre las estadísticas, puesto que todo el mundo tendría acceso a la misma fuente para averiguarlas directamente; toda oficina comercial o estatal tendría información sobre los ingresos de cada uno y sobre los gastos que hubiere hecho; todo abogado autorizado por el tribunal tendría acceso a una lista de los sucesivos domicilios de cualquiera de las personas con quienes había vivido y de todo vehículo comercial en el que alguna vez hubiera viajado. La vida entera de cada uno, acto por acto, estaría expuesta como en un croquis del sistema nervioso para una clase de neurología. Y todo esto me parecía positivo.
Para empezar, era muy probable que eliminara los delitos. Sólo un loco, en mi opinión, osaría cometerlos con tantos testimonios en contra; además, como todos los registros médicos constarían en los archivos, cualquier psicópata sería indivi-dualizado de antemano.
Y, a propósito de la medicina, sería magnífico que la computadora y los médicos encargados de hacer un diagnóstico dispusieran al instante de todo el historial clínico del paciente. Se podrían efectuar importantes curas y evitarse muchas muertes. ¿Y cómo cambiaría el estado de la economía mundial cuando se supiera dónde estaba cada centavo en circulación y en qué se invertía?
Y, una vez que todo estuviese reglamentado, se podría llegar a la solución de los problemas de control del tránsito por tierra, aire y mar.
¡Oh, demonios!, yo presentía el advenimiento de una Edad de Oro.
Cuando me alisté al servicio del gobierno, recién salido de la universidad, un amigo vinculado con la mafia se burló de mi ingenuidad.
—¿Crees de verdad que todos los bienes serán registrados? ¿Que todas las operaciones constarán por escrito? —solía preguntarme.
—A su debido tiempo, así será.
—Todavía no han logrado violar los secretos de Suiza y, aunque lo hagan, la gente encontrará otros lugares.
—Hay que hacer ciertas concesiones.
—En ese caso, no olviden tener en cuenta los colchones y los pozos excavados en los patios. Nadie sabe en realidad cuánto dinero hay en el mundo y nadie lo sabrá jamás.
Estuve reflexionando sobre el asunto y comencé a leer algo sobre economía. Él tenía razón. En ese aspecto, nuestros programas eran aproximados; se basaban en datos estimados con respecto a todo lo que se registrara, incluyendo un margen de duda.
Entonces comencé a pensar en los viajes. ¿Cuántos eran los barcos registrados? Imposible saberlo. No se pueden tener datos estadísticos sobre determinados asuntos cuando no se dispone de información. Y, si hay dinero negro, se pueden construir más embarcaciones. Hay muchas costas marítimas en el mundo, y el control del tránsito podría no ser tan perfecto como me había imaginado.
¿En el terreno médico? Los médicos son tan humanos y perezosos como todos los demás. De pronto me di cuenta de que tal vez no todos los datos médicos fueran archivados, especialmente si alguien quisiera cobrar honorarios sin pagar los impuestos correspondientes, o si no se pidiera recibo.
Había olvidado el factor humano.
Estaban los sospechosos, aquellos que preferían conservar la intimidad, y los que honestamente harían trampas al conceder la información necesaria. Toda esa gente demostraba que el sistema no era perfecto.
Lo cual significaba que la cosa podría resultar distinta de lo previsto. Habría también ciertos resentimientos y un poco de resistencia, además de la verdadera evasión. Y quizás en cierta medida estas actitudes serían justificables...
Pero no hubo nunca mucha oposición explícita y el proyecto siguió adelante. Se prolongó por un período de tres años. Yo trabajaba como supervisor en la oficina central, donde me había iniciado como programador.
Para entonces, tenía del proyecto un conocimiento lo bastante amplio como para agregar ciertos temores a las dudas que ya tenía. La misión empezó a disgustarme, razón por la cual me propuse estudiarlo más intensamente. Me hacían bromas, pues solía llevarme trabajo a casa. Nadie se daba cuenta de que eso no era exceso de dedicación, sino más bien un deseo, originado por mis temores, de aprender cuanto fuera posible sobre el proyecto. Como mis superiores también se enga-ñaban en cuanto a mi actitud, me concedieron un nuevo ascenso.
Eso fue muy oportuno, pues me daba acceso a más información política. Entonces, por varias razones, se produjo una mala racha de muertes, ascensos, renuncias y jubilaciones. Esto dejó el campo libre a los muchachos con futuro y yo me destaqué dentro del grupo.
Me nombraron asesor del viejo John Colgate, a cuyo cargo estaba todo el operativo.
Un día, al terminar nuestras tareas del día, le expresé mis dudas y temores.
Era un hombre de cabellos grises, tez cetrina y húmedos ojos perrunos. Le dije que temía estar creando una especie de monstruo y cometiendo, al mismo tiempo, el más completo asalto a la intimidad humana.
Me miró un largo rato, mientras jugaba con un pisapapeles de coral rosado.
—Quizá tenga razón —dijo entonces—. Pero ¿qué va a hacer al respecto?
—No lo sé —contesté—. Sólo quería expresarle mis opiniones sobre este asunto.
Dio un suspiro y se volvió en la silla giratoria para mirar por la ventana. Al cabo de unos minutos, pensé que se había dormido, como solía hacer algunas veces después del almuerzo. Pero al fin dijo:
—¿No se da cuenta de que ya he oído esos argumentos miles de veces?
—Es probable —contesté—, y siempre me he preguntado cómo los habría contestado.
—No tengo ninguna respuesta —dijo bruscamente—. Creo que todo esto es para bien; de lo contrario, no estaría aquí. Sin embargo, puedo estar equivocado, lo admito. De cualquier modo, debe encontrarse algún medio para registrar y reglamentar todas las características de una sociedad tan compleja como la nuestra. Si a usted se le ocurre una manera mejor de hacer las cosas, dígamelo.
Permanecí en silencio. Encendí un cigarrillo mientras esperaba que prosiguiera. En ese momento, no sabía que a ese hombre sólo le restaban seis meses de vida.
—¿Alguna vez pensó en encontrar una salida? —preguntó al fin.
—¿Qué quiere decir?
—No sé. Renunciar, abandonar el sistema.
—Creo que no lo entiendo...
—Nosotros, los del Centro, seremos los últimos en entrar en los registros.
—¿Por qué?
—Porque yo lo quise así; por si alguien venía a plantearme las preguntas que usted me ha hecho hoy.
—¿Alguien más lo ha hecho?
—Si así fuera, no lo diría, para que todo siguiera siendo inmaculado.
—Encontrar una salida... ¿Se refiere a destruir mis datos personales antes de que entren en el sistema?
—Correcto —contestó.
—Pero sin un curriculum no podré conseguir otro trabajo.
—Por supuesto; ése es asunto suyo.
—No podría comprar nada a crédito, pues carecería de antecedentes.
—Podría comprar todo al contado.
—Todo está registrado.
Hizo volver la silla giratoria y sonrió al preguntarme.
—¿Es así? ¿Es realmente cierto?
—Bueno, no del todo —admití.
Me quedé pensativo, mientras él encendía la pipa; el humo se dispersó sobre sus patillas blancas y anchas. ¿Era una broma? ¿Quería ser mordaz? ¿O hablaba en serio?
Como en respuesta a mis pensamientos, se levantó de la silla, cruzó la habitación y abrió un armario de archivos. Tras buscar algo en el interior, volvió con un manojo de tarjetas perforadas, como si mostrara una mano de póquer. Las puso sobre el escritorio, ante mi vista.
—Ahí está usted —dijo—. La semana próxima se incorpora al sistema, como todo el mundo.
Y volvió a sentarse, exhalando un anillo de humo.
—Lléveselas a su casa y póngalas bajo la almohada —dijo—. Mañana, cuando despierte, decida lo que quiere hacer.
—No lo entiendo.
—Dejaré que usted decida.
—¿Y qué pasaría si las destruyeran? ¿Qué haría usted?
—Nada.
—¿Cómo nada? ¿Por qué?
—Porque no me importa.
—Eso no es cierto. Usted está al frente de todo esto.
Se encogió de hombros.
—¿Acaso no cree en el valor del sistema? —pregunté.—
Bajó los ojos y dio otra calada.
Ya no estoy tan seguro como antes —confesó. —Si lo hago, dejo oficialmente de existir —dije. —Así es.
—¿Qué será de mí entonces?
—Eso es cosa suya.
Cavilé unos instantes. Después dije:
—Deme las tarjetas.
Así lo hizo. Las recogí y me las puse en el bolsillo interior.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó.
—Dormir con ellas bajo la almohada, como usted sugirió —contesté.
—En todo caso, devuélvalas antes del martes por la mañana.
—Por supuesto.
Me despidió con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
Me llevé las tarjetas a casa. Pero no dormí. En verdad, no pude dormir. Pasé siglos pensando en aquello (bueno, toda la noche, al menos), caminando y fumando. Vivir fuera del sistema... ¿Qué podría hacer, si el sistema no me reconocía?
A eso de las cuatro de la madrugada, se me ocurrió invertir la pregunta:
¿Cómo podría reconocerme el sistema, hiciera yo lo que hiciese?
Comencé a elaborar algunos planes muy precisos. Por la mañana, rasgué las tarjetas, las quemé y arrojé las cenizas.
—Siéntese allí —dijo el más alto, señalando una silla con la mano izquierda.
Así lo hice.
Se situaron tras de mí.
Empecé a respirar rítmicamente mientras trataba de relajarme.
Un minuto después, el hombre dijo:
—Bueno, cuéntenos la historia completa.
—Conseguí este trabajo por una oficina de colocaciones —le dije—. Lo acepté, empecé a trabajar, cumplí con mi deber y me encontré con ustedes. Eso es todo.
Desde hace un tiempo, corre el rumor, y nosotros creemos que es cierto, de que, por razones de seguridad, el gobierno tiene licencia para crear un personaje ficticio en los registros centrales. Envían a un agente que coincida con esos detalles; así, si alguien trata de controlar sus credenciales, éstas tienen toda la apariencia de ser fidedignas.
No le contesté.
—¿Es cierto eso? —preguntó.
—Sí —repuse—. Dicen que se puede hacer eso; si es mentira o verdad, no lo sé.
—¿Reconoce que ése es su caso?
—No.
Comenzaron a murmurar entre ellos y pude oír el ruido de una caja metálica al abrirse.
—Está mintiendo.
—No, no es así. Salvé la vida a dos tipos y ustedes empiezan a insultarme. No sé por qué, aunque me gustaría... ¿Qué he hecho de malo?
—Yo haré las preguntas, señor Schweitzer.
—Tengo curiosidad. Tal vez si ustedes me dicen...
—Levántese la manga. Cualquiera de las dos, no importa.
—¿Por qué?
Porque yo se lo ordeno.
—¿Qué me van a hacer?
—Le aplicaremos una inyección.
—¿Usted es médico?
—Eso no le interesa.
—Bueno, no acepto. Que conste. Cuando la policía los atrape por una a otra causa, me encargaré de que la Asociación Médica les dé su merecido.
—La manga, por favor.
—Lo hago bajo protesta —afirmé levantando la manga izquierda—. Si piensan matarme cuando se aburran de jugar, tengan en cuenta que un asesinato es cosa seria. Si no lo hacen, los buscaré, y tal vez un día los encuentre...
Sentí el pinchazo en el bíceps.
—¿Qué me han dado? —pregunté.
—Se llama TC-6 —contestó—. Quizás haya leído algo sobre eso. No perderá la conciencia, puesto que lo necesitaremos en pleno razonamiento. Pero sus respuestas serán veraces.
Reí entre dientes, cosa que ellos, probablemente, atribuyeron al efecto de la droga, y continué respirando según la técnica yogui. De esa manera no podía detener el efecto de la droga, pero al menos me sentía mejor. Tal vez lograra unos segundos de tregua; traté de situarme en otro plano, como si fuera una tercera persona.
Me mantengo siempre informado sobre las novedades de ese estilo. La TC-6, según sabía, mantiene al sujeto en estado racional, aunque no permite mentir; las respuestas suelen ser bastante literales. Pensé aprovechar sus puntos débiles, dejándome llevar por la corriente. Como último recurso tenía un ardid.
Lo que más me disgustaba respecto a la TC-6 era un efecto secundario, de tipo cardíaco que provocaba a veces.
No me provocó la sensación de caída. Me encontré bajo su dominio sin experimentar en mí cambio alguno. Sabía que eso era ilusorio. Me habría gustado tener a mano la caja de antídotos que guardo siempre en un botiquín de emergen-cia, escondido en mi escritorio.
—Me escucha, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —me oí contestar.
—¿Cómo se llama?
Albert Schweitzer.
A mis espaldas hubo dos exclamaciones ahogadas; el que me interrogaba hizo callar al otro, que decía algo.
—¿De qué se ocupa? —preguntó entonces.
—Soy técnico.
—Eso ya lo sé. ¿Qué más?
—Hago muchas cosas...
—¿Trabaja para el gobierno? ¿Para cualquier gobierno?
—Pago los impuestos. De esa manera, sí, trabajo para el gobierno.
—No me refiero a eso. ¿Es agente secreto al servicio de algún gobierno?
—No.
—¿Agente oficial?
—No.
—Entonces ¿por qué está aquí?
—Soy técnico, especialista en reparar máquinas.
—¿Qué más? ¿Para quién trabaja, aparte del proyecto?
—Para mí.
—¿Qué quiere decir?
—Mis actividades tienen como finalidad mantener mi bienestar económico.
—Me refiero a otros posibles patronos. ¿Tiene otros?
—No.
Escuché que el otro hombre decía:
—Parece que dice la verdad.
—Tal vez —contestó el otro.
Y añadió, dirigiéndose a mí:
—¿Qué haría si me encontrara en alguna parte y me reconociera?
—Lo denunciaría.
—¿Y si no fuera posible?
—Si pudiera, le causaría un serio daño. Quizá lo mataría, haciéndolo pasar por defensa propia o accidente.
—¿Por qué?
—Porque quiero conservar mi bienestar físico. Si usted lo ha perturbado una vez, significa que puede hacerlo nuevamente. No se lo permitiré.
—Dudo mucho que vuelva a intentarlo.
—Sus dudas no significan nada para mí.
—Usted salvó hoy dos vidas; no obstante, está dispuesto a quitar una.
No respondí.
—Contésteme.
—Usted no me hizo preguntas.
—¿No tendrá conciencia de drogas? —preguntó el otro.
—Nunca lo pensé —respondió el primero—. ¿Es así?
—No entiendo la pregunta.
—Esta droga le permite mantener conciencia en las tres esferas; saber quién es, dónde está y en qué momento. No obstante, debilita la voluntad, y por eso usted se ve obligado a responderme. Sin embargo, una persona con mucha experiencia en drogas de la verdad puede anular su efecto, reformulándose las preguntas de otra forma, para contestar de manera literal y cierta. ¿Es eso lo que usted está haciendo?
—Esa pregunta es errónea —dijo el otro.
—¿Cuál es la correcta?
—¿Ha tenido alguna experiencia con drogas? —me preguntó el otro.
—Sí.
—¿Cuáles?
—He tomado aspirina, nicotina, cafeína, alcohol...
—Sueros de la verdad —dijo,—. Drogas como ésta, que lo hacen hablar—. ¿Las ha tomado antes?
—Sí.
—¿Dónde?
—En la Universidad del Noroeste.
—Yor qué?
—Fui voluntario para una serie de experimentos.—
—¿Referentes a qué?
—Efectos de las drogas sobre la conciencia.
—Reservas mentales —dijo el otro—. Podría llevarnos días enteros. Creo que está adiestrado.
—¿Puede burlar a las drogas de la verdad? —me preguntó el otro.
—No entiendo.
—¿Puede mentirnos... en este estado?
—No.
—Otra vez formulaste mal la pregunta —dijo el más bajo—. No está mintiendo. Todo lo que dice es literalmente cierto.
—Entonces, ¿cómo lo hacemos para que conteste?
—No estoy seguro.
Y continuaron fustigándome a preguntas. Al cabo de un rato, empezaron a ceder.
—Nos ha burlado —dijo el más bajo—. Necesitaríamos varios días para doblegarlo.
—¿Te parece que deberíamos ... ?
—No. Aquí tenemos la cinta con sus respuestas. Dejemos que la computadora se encargue de eso.
Para entonces ya había amanecido. Sentí escalofríos en la nuca y tuve la extraña sensación de que podría aventurar dos o tres embustes más. Había pasado bastante tiempo desde que me aplicaran la droga. Resolví jugármela.
—Creo que aquí hay micrófonos ocultos —dije.
—¿Qué? ¿Qué quiere decir?
—El servicio de seguridad de a bordo —expliqué—. Creo que todos los técnicos están vigilados.
—¿Dónde están?
—No lo sé.
—Tenemos que encontrarlos —dijo uno de ellos.
—¿De qué nos serviría? —contestó el otro entre susurros.
Tuve que reconocer que estuvo bien: los susurros no se registran.
—Si así fuera —agregó—, ya hubieran venido a buscarnos hace rato.
—También puede ser que estén esperando, para que nos condenemos solos.
No obstante, el primero empezó a buscar. Yo me puse de pie, y al no hallar objeciones, caminé a trompicones por el cuarto hasta llegar a la cama y allí me desplomé.
Como por accidente, mi mano derecha se deslizó tras el respaldo y buscó el revólver. Mientras lo retiraba, quité el seguro y lo apunté hacia ellos.
—Muy bien, idiotas. Ahora son ustedes quienes van a contestar mis preguntas.
El grandote movió la mano hacia el cinturón. Mi disparo le dio en el hombro.
—¿Quién es el próximo? —pregunté.
Al mismo tiempo, retiré el silenciador, que ya había cumplido su misión, y lo reemplacé con una almohada.
El otro levantó las manos y miró a su compañero.
—Déjelo que se desangre —le dije.
Asintió, retrocediendo un poco.
—¡Siéntense! —ordené a ambos.
Así lo hicieron.
Me situé a sus espaldas y dejé sus armas sobre el tocador.
—Deme ese brazo —le dije, tomándolo.
La bala se lo había atravesado; lavé la herida y la vendé. Les quité los pañuelos para estudiarles la cara. Nunca los había visto.
—Muy bien. ¿A qué vinieron? —les pregunté—. ¿Y por qué tantas preguntas?
No hubo respuesta.
—No dispongo de tanto tiempo como ustedes —les advertí—, así que los voy a amarrar donde están. No puedo perder el tiempo con drogas.
Saqué la cinta adhesiva del botiquín y procedí a sujetarlos.
—Este lugar es a prueba de ruidos —comenté—; por otra parte, no es cierto lo que dije con respecto a los micrófonos. Pueden gritar cuanto quieran. Sin embargo, será mejor que no lo hagan, o les romperé los huesos.
—¿Para quién trabajan? —repetí.
—Estoy encargado del mantenimiento del tren lanzadera —dijo el más bajo—. Mi amigo es el piloto.
El otro le dirigió una mirada desdeñosa.
—Bueno —dije—. Acepto eso porque nunca los he visto por aquí. Pero piénsenlo bien antes de contestar lo que voy a preguntarles ahora: ¿para quién trabajan?
Al hacerles la pregunta, sabía que ellos no tenían las ventajas que tenía yo. Trabajo de forma independiente; dependo de mí mismo. En ese momento, me llamaba Albert Schweitzer y eso era todo. Punto y aparte. Siempre me transformo en la persona que debo ser. Si me hubiesen preguntado quién era antes, tal vez hubieran tenido una respuesta diferente. Es cuestión de actitud y de condicionamiento mental.
—¿Quién lleva la batuta? —pregunté.
Ninguna respuesta.
—Muy bien —dije—. Creo que tendré que preguntarles de manera diferente.
Las cabezas se volvieron hacia mí.
—Ustedes estaban dispuestos a violar mi organismo por unas pocas respuestas —les dije—.Y bien, creo que les devolveré el favor. Haré que me respondan, no lo duden. Pero mis procedimientos serán más sencillos. Me limitaré a torturarlos has-ta que hablen.
—No podrá hacerlo —dijo el más alto—. Su índice de violencia es muy bajo.
Dejé escapar una risa apagada.
—Ya veremos —les previne.
¿Cómo se hace para dejar de existir sin dejar de estar vivo? A mí no me resultó difícil, ya que estuve en el proyecto desde el principio; pusieron confianza en mí y me dieron una oportunidad...
Después de destruir mis tarjetas, volví al trabajo como de costumbre. Allí busqué y localicé el punto de partida conveniente.
Fue Thule, una estación meteorológica muy alejada, en una zona fría...
Estaba al cuidado de un anciano aficionado al ron. Aún recuerdo el día en que llegué allí con mi nave Proteo; me refugié en el puerto, quejándome por lo picado que estaba el mar, y él dijo:
—Yo le daré albergue.
La computadora no me había traicionado.
—Gracias —dije.
Me llevó adentro, me dio de comer y comenzó a hablarme del mar y del clima. Yo traje un cajón de Bacardi y dejé que se entusiasmara con eso.
—¿Aquí no es todo automático? —le pregunté.
—Así es.
—Entonces, ¿para qué le necesitan?
Sonrió tristemente y dijo:
—Necesitaba un lugar adonde ir. Mi tío era senador y me consiguió el puesto. Vamos a ver su barco. ¿Qué importa que esté lloviendo?
Así lo hicimos.
Era un crucero con cabina, grande y con un poderoso motor .... muy lejos del lugar donde debía estar.
—Es una apuesta —le dije—. Quería llegar hasta el Ártico y traer pruebas de que había estado allí.
—Estás loco, muchacho.
—Lo sé. Pero voy a ganar.
A lo mejor —dijo acariciándose la barba entrecana con una sonrisa malintencionada—.Yo también era así, antes; bien pertrechado y listo para cualquier cosa. ¿Qué tal? ¿Cómo anda la «pesca»?
—Bastante bien —contesté— Tome un trago.
Me había hecho pensar en Eva.
Aceptó la invitación y no dije más que eso. Ella no era de esa clase. Es decir, no era algo que a él pudiera interesarle. Lo nuestro había terminado hacía unos cuatro meses. No a causa de la política ni de la religión, sino por algo mucho más elemental.
Para dejar contento al viejo, inventé una historia sobre una chica imaginaria.
La había conocido en Nueva York, en una temporada en que yo hacía lo mismo que ella: disfrutar de unas vacaciones yendo al teatro y al cine.
Era una muchacha alta, de cabellos rubios muy cortos. La ayudé a encontrar una estación del ferrocarril subterráneo, viajé con ella y nos bajamos juntos; la invité a cenar, y me mandó al demonio.
Escena:
—No soy de ésas.
—Yo tampoco. Pero tengo hambre. ¿Acepta?
—¿Qué es lo que pretende?
—Busco alguien con quien hablar —le respondí—. Estoy solo.
—Creo que se equivocó de persona.
—Es probable.
—No lo conozco a usted.
—Lo mismo me sucede a mí. Pero me gustaría mucho un plato de tallarines con albóndigas y un buen vaso de vino Chianti.
—¿Y después? ¿Cómo haré para sacármelo de encima?
—Me iré tranquilamente.
—Bueno, lo acompaño a comer los tallarines.
Y así lo hicimos.
Durante todo un mes, fuimos intimando poco a poco, hasta llegar a lo inevitable. El hecho de que ella viviera en una de esas extrañas ciudades-burbuja bajo el mar parecía no tener la menor importancia. Yo era lo bastante liberal como para comprender que el Club Sierra tenía sus motivos para impulsar esas construcciones.
Probablemente debí haberla acompañado cuando regresó allí. Ella me lo pidió. Los dos estábamos de vacaciones en la Gran Ciudad. Tampoco yo iba con demasiada frecuencia a Nueva York.
—Cásate conmigo —le dije.
Pero ella no deseaba abandonar su burbuja y yo no quería renunciar a mi sueño. Yo ambicionaba el gran mundo que había sobre las olas..., todo lo que pudiera sacar de él. Sin embargo, amaba también a esa mujer que vivía a quinientas bra-zas de profundidad; ahora lo reconozco: debí haber aceptado sus condiciones. Soy demasiado independiente. ¡Qué diablos! Si alguno de los dos hubiera sido normal... Bueno, el hecho es que no lo éramos, y ahí está la cuestión.
Dondequiera que estés, Eva, espero que tú y Jim seáis muy felices.
—Sí, con coca-cola —dije—. Me gusta así.
Yo tomaba coca-cola y él dobles de ginebra con coca-cola, hasta que lo noté cansado.
—Señor Hemingway —dijo—, empiezo a sentir los efectos...
—Bueno. Vámonos a dormir. Ese diván es para usted.
—De acuerdo. Puede hacerse la cama allí.
—Magnífico.
—¿Le mostré donde están las mantas?
—sí.
—Entonces, buenas noches, Ernest. Hasta mañana.
—Quédese tranquilo, Bill. Yo haré el desayuno.
—Gracias.
Se retiró desperezándose y entre bostezos.
Después de media hora, empecé a trabajar.
Esa estación meteorológica tenía línea directa con la Computadora Central y aproveché la instalación para conectarme furtivamente con aquella. Operaba por onda corta. Una banda poco utilizada. Disimulé muy bien todo el apaño.
Cuando terminé, sabía que había dado un paso importante.
Desde muchos kilómetros de distancia podría informar cualquier cosa a la Central, a través de ese lugar, y ellos lo aceptarían como un hecho positivo.
Me sentía como un dios.
Eva, quizá jamás lo sepas, pero debí haber elegido el otro camino.
A la mañana siguiente, ayudé a Bill Mellings a superar los efectos de la borrachera. No tuvo la menor sospecha. El viejo era muy bueno. Me consolé pensando que mi intromisión no le causaría ningún inconveniente. Mi seguridad consistía en que jamás lograran localizarme. Y, si lo conseguían, difícilmente le ocasionarían dificultades; después de todo, tenía un tío senador.
Tenía la posibilidad de elegir lo que yo quisiera. La única condición era borrar toda mi historia pasada: mi nombre, mi nacimiento, estudios, etc. Después podría encontrar un lugar para mí donde más me conviniera, dentro de la sociedad moderna. Sólo debía informar a la Computadora Central, a través de la estación meteorológica, por onda corta. Podría llevar una vida según el registro que yo ideara, en la encarnación que quisiera elegir. Ab initio, como quien dice.
Pero, Eva, yo te quería. Yo... bueno.
Creo que, de tanto en tanto, el gobierno emplea los mismos trucos. Pero estoy seguro de que no sospechan siquiera la existencia de un empresario independiente.
Sé todo lo que es preciso saber —en realidad, más que eso—, con respecto a detectores de mentiras y sueros de la verdad. Mi nombre es un secreto sagrado. No lo revelo a nadie. ¿Y el polígrafo? Es posible engañarlo en más de diecisiete maneras distintas. No lo han mejorado mucho desde mediados del siglo xx. Bastaría una cinta en la pare inferior del tórax y un detector de transpiración en la punta de los dedos para lograr verdaderas maravillas con él. Pero para estas cosas nunca hay dinero en el presupuesto oficial. A lo sumo, algunas universidades juegan un poco con esas cosas..., pero eso es todo.
Yo podría diseñar uno imposible de burlar, pero los resultados no podrían utilizarse en ningún tribunal. En cuanto a las drogas, eso es harina de otro costal.
Un mentiroso patológico puede vencer al Amital y al Pentontal. También las personas que tienen conciencia de drogas.
¿Qué significa conciencia de drogas?
Indudablemente, usted salió alguna vez a buscar trabajo y se encontró ante tests de inteligencia, de aptitud o personalidad. A todo el mundo le ha pasado y todos los tests están archivados en la Central. Sea como sea, al fin, uno aprende a lograr buenos resultados. Se comienza muy temprano con esas malditas pruebas y se las soporta toda la vida. A la larga, uno adquiere lo que los psicólogos llaman «conciencia de tests». En otras palabras, uno se acostumbra tanto a ellos que adivina la respuesta más conveniente, según el código empleado por ellos. Aprende a darles las respuestas que buscan y aprende también todas las mañas para ahorrar tiempo. Comienza a sentirse seguro; sabe que es un juego y se torna consciente del juego.
Con esto ocurre lo mismo. Si uno no se asusta, y ha probado antes algunas drogas con ese propósito bien definido, es posible superarlas.
Tener conciencia de drogas no significa otra cosa que saber cómo desenvolverse bajo ese tipo especial de armas.
—¡Váyase al diablo! Conteste mis preguntas —dije. Creo que lo mejor es el antiguo método, tan probado, de obtener respuestas por medio del dolor. Amenazar y llevarlo a cabo. Eso fue lo que hice.
Aquella mañana me levanté temprano y preparé el desayuno. Le llevé un vaso de jugo de naranjas y lo sacudí para despertarlo.
—¿Qué demonios ... ?
—El desayuno —le dije—. Beba esto.
Bebió el jugo; después fuimos a la cocina a acabar de desayunar.
—El mar está hermoso hoy —dije—. Creo que me iré.
Asintió, saboreando los huevos.
—Cuando andes por ahí, ven a verme, ¿eh?
—Claro que sí —le dije.
Y lo he hecho varias veces desde entonces. Porque él me gustó. Es curioso.
Aquella mañana no dejamos de hablar mientras consumíamos tres jarras de café. Años atrás, como médico, él había tenido una clientela bastante numerosa. (En fecha posterior me extrajo algunas balas del cuerpo, sin abrir la boca.) También había sido, por un breve período, uno de los primeros astronautas. Después me enteré de que su mujer había muerto de cáncer hacía unos seis años. Fue entonces cuando abandonó la medicina; no volvió a casarse. Buscó una manera de retirarse del mundo; cuando la encontró, así lo hizo.
A pesar de que ya somos buenos amigos, nunca le revelé la existencia de una unidad de ingreso clandestina en su estación. Tal vez un día lo haga, pues reconozco que es uno de los pocos tipos en quien puedo confiar. Por otra parte, no deseo convertirlo en cómplice de lo que estoy haciendo. ¿Por qué preocupar a un amigo y hacerlo moralmente responsable de vuestras extrañas acciones?
Así me convertí en el hombre que no existe. Pero tenía la posibilidad de convertirme en quien yo quisiera. Sólo necesitaba, para ello, preparar el programa y enviarlo a la Central a través de esa estación. También me hacía falta un medio de vida. Esto fue un poco más complicado.
Quería una ocupación por la que me pagaran siempre en efectivo. También necesitaba una remuneración bastante generosa para vivir como me gustaba.
Estas condiciones limitaban bastante el campo de elección y descartaban muchas actividades legales. Podía confeccionarme un juego de antecedentes de apariencia convencional en la oficina que se me ocurriera y figurar como empleado en ella. Pero ¿necesitaba hacerlo, en realidad?
Me creé una nueva personalidad y la adopté. Todas esas pequeñas cosas que a veces se le ocurren a uno y las descarta como caprichos intrascendentes, las hice entonces. Vivía a bordo del Proteo, que en ese entonces se encontraba anclado en la ensenada de una islita próxima a la costa de Nueva Jersey.
Me dediqué a estudiar yudo. Como se sabe, hay tres escuelas diferentes; la Kodokan, o estilo japonés puro; el Budo Kwai, y el sistema de la Federación Francesa. Las dos últimas han adoptado casi todas las reglas de la primera, con una excepción: si bien usan las mismas tomas, llaves, etcétera, lo hacen con menor pulcritud. Consideran que el estilo puro fue ideado para satisfacer las necesidades de una raza más baja, para la cual la velocidad, la energía y la agilidad tienen más importancia que la fuerza. En consecuencia, trataron de adaptar las técnicas básicas a las necesidades de una raza más alta. Emplearon más fuerza fisica, sin que la técnica fuera tan perfecta. En lo que a mí concernía, eso me convenía, pues soy un tipo grande y desmañado. Sin embargo, algún día podrán derribarme a causa de mi laxitud. Con el sistema Kodokan, es posible hacer un nage-nokata a la perfección aun a los ochenta años. Esto se debe a que no hace falta efectuar mucho esfuerzo; todo es cuestión de técnica. Mi método, en cambio, tiene esa dificultad: cuando uno se acerca a los cincuenta, no se tiene la misma fuerza que en la juventud. Bueno, todavía me quedan un par de décadas para refinar mi estilo.Tal vez lo consiga. En la Federación Francesa llegué al grado de Nidan; por lo tanto, no soy tan malo. Y siempre me mantengo en forma.
Mientras me encontraba realizando este tipo de actividad fisica, también tomé un curso de cerrajero. Me llevó varias semanas aprender a desarmar la cerradura más simple, y hasta el día de hoy creo que la manera más eficiente de hacerlo es romper la puerta, sacar lo que uno quiere y huir a toda prisa.
Eso sí: creo que no tengo tendencias criminales innatas. Algunos las tienen, otros no.
Estudié todo aquello que podía servirme de ayuda.
Si bien no soy experto en nada, excepto tal vez en mi modo de vida tan peculiar, conozco en parte muchas cosas insólitas.Y además tengo en mi favor la ventaja de no existir.
Cuando me veía escaso de fondos, buscaba a Don Walsh.Yo sabía quién era él, sin que él supiera nada respecto a mí. Así me convenía. Lo había elegido como mi medio de vida.
Eso sucedió hace más de diez años y, hasta el día de hoy, no puedo quejarme.Tal vez he mejorado bastante en lo que respecta a las cerraduras y a los golpes nage; ni qué hablar de drogas y micrófonos.
De todos modos, esto es parte de la verdad. Y todos los años envío una tarjeta de Navidad a Don.
Tal vez ellos pensaban que lo mío era una bravuconada.
Al mencionar mi bajo índice de violencia, revelaron que habían tenido acceso a mi archivo personal o bien a la Central.Todo eso significaba que debía mantenerlos en jaque por el tiempo que me restara todavía, en la víspera de Rumoko. Pero el reloj despertador señalaba que eran las seis menos cinco, y a las ocho yo debía presentarme a trabajar. Si sabían tanto como parecía, debían tener acceso también a las listas de personal.
Por otra parte, precisamente en vísperas de la explosión Rumoko tenía en las manos la oportunidad que esperaba desde hacía un mes. Si hubiesen sabido el poco tiempo de que disponía para ablandarlos, tal vez habrían podido demorarme. No podía dejarlos en mi cabina todo el día y la única alternativa era entregarlos a la policía de a bordo antes de presentarme a trabajar. Estaba poco dispuesto a hacerlo, pues ignoraba si tenían cómplices a bordo —fueran quienes fuesen— o si habían planeado algo más, ya que el trabajo del J-9 no había salido como esperaran. De haber tenido éxito, sin duda se habría postergado la fecha límite, el 15 de setiembre.
Tenía que ganarme los honorarios; eso significaba que debía entregar un determinado paquete.Y, hasta el momento, la caja estaba vacía.
Al hablar, mi voz me sonó extraña; mis reflejos eran lentos. Por lo tanto, traté de restringir en lo posible mis movimientos y de hablar lenta y cuidadosamente.
—Señores —dije—. Señores, ustedes ya jugaron; ahora es mi turno.
Giré una silla y me senté, apoyando la mano armada en el antebrazo y éste en el respaldo del asiento.
—Sin embargo —proseguí—, antes de actuar, y a manera de prefacio, diré lo que he deducido con respecto a ustedes.
Los miré fijamente antes de proseguir.
—Ustedes no son funcionarios del gobierno. No; estoy seguro de que representan a ciertos intereses privados. Si fueran agentes, habrían tenido oportunidad de veríficar que yo no lo soy. No obstante, han llegado al extremo de interrogarme como lo han hecho; por lo tanto, presumo que son civiles y que están bastante desesperados. Esto me lleva a vincularlos con el intento de sabotaje a la unidad J-9, que se produjo ayer por la tarde.
Sí, llamémosle sabotaje. Ustedes saben que lo fue, y además saben que yo lo sé, puesto que desbaraté el plan. Como es obvio, esto provocó su acción de esta noche; por lo tanto, ni siquiera los interrogaré al respecto.
»Segundo (y esto se deduce de mi primera suposición), sé que sus credenciales son auténticas. En cualquier momento podría quitárselas del bolsillo, si están allí, pero nada ganaría con saber sus verdaderos nombres. En realidad, sólo hay una pregunta que quiero formular y probablemente puedan responder sin causar ningún daño a quienes los emplean; ellos, sin lugar a dudas, negarán que les conocen.
—Quiero saber a quiénes representan —dije.
—¿Por qué? —preguntó el más grandote.
Frunció el ceño, dejando al descubierto una cicatriz en el labio, que yo no había notado al desenmascararlo.
—Quiero saber quién les ordenó tratarme así —dije.
—¿Con qué propósito?
—Para vengarme personalmente, tal vez —sugerí, encogiéndome de hombros.
Negó con un movimiento de cabeza.
—Usted también trabaja para alguien. Tal vez no sea para el gobierno, pero aun así ese alguien no nos agrada.
—Entonces, admiten no trabajar por su propia cuenta. Si no quieren revelar para quién trabajan, por lo menos me dirán por qué quieren sabotear el proyecto.
—No.
—Está bien. Dejemos eso a un lado. Tal vez trabajan para un contratista importante que quedó fuera en algo conectado con esta obra. ¿Qué les parece eso? Tal vez pueda hacer ciertas sugerencias...
El otro hombre rió, pero el más corpulento lo interrumpió con una mirada rápida.
—Bien, eso queda descartado —dije—. Gracias. Entonces, pasemos a otras cosas: puedo denunciarlos por violación de domicilio.Tal vez diga que estaban ebrios y confundieron mi cabina con la de un amigo, siempre dispuesto a pasar un buen rato, quien, según pensaban, podría pagarles otra ronda antes de irse a la cama. ¿Qué les parece eso?
—¿Hay micrófonos o no en este lugar? —preguntó el más bajo, que parecía un poco más joven que el otro.
—Claro que no —dijo su compafíero—. Cierra la boca.
Bueno, ¿qué les parece mi idea? —volví a preguntar.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—La alternativa es que yo denuncie toda la verdad: lo de las drogas, las preguntas y el resto. ¿Qué les parece? ¿Cómo se las arreglarían en un interrogatorio riguroso?
El corpulento pensó un momento y volvió a sacudir la cabeza.
—¿Lo hará? —preguntó al fin.
—Claro que sí.
Pareció meditar sobre mi afirmación.
—En ese caso, no podré ahorrarles el disgusto, como desearía. Aunque tengan conciencia de drogas, claudicarán en un par de días, bajo un tratamiento de narcóticos y otros métodos. Ustedes lo saben. Se trata, simplemente, de hablar ahora o más tarde. Si ustedes prefieren demorar las cosas, debo suponer que tienen algún otro plan para detener Rumoko.
—¡Usted es demasiado listo!
—Dígale otra vez que se calle —dije—. Contesta demasiado pronto y me arruina la diversión.
Bueno, ¿qué pasa? Vamos; saben que, de una a otra manera, conseguiré lo que quiero.
—Tiene razón —dijo el tipo de la cicatriz—. Es demasiado listo. Esto no aparece en su perfil de personalidad ni en su coeficiente de inteligencia. ¿Está dispuesto a escuchar una oferta.
—Tal vez —le dije—; pero tendrá que ser buena. Dígame las condiciones y quién hace la oferta.
—Condiciones: un cuarto de millón de dólares, en efectivo —dijo—.Y eso es lo máximo que puedo ofrecer. Pónganos en libertad y siga con sus asuntos. Olvídese de esta noche.
Lo tuve en cuenta, por cierto. La oferta era tentadora, reconozcámoslo. Pero dentro de pocos años habré ganado mucho dinero y me fastidia que derroten a Investigaciones Privadas Walsh, la tercera agencia de detectives en el mundo, con la que me gustaría seguir asociado como investigador independiente.
—¿Y quién paga la cuenta? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Esta noche puedo conseguirle la mitad en efectivo y la otra mitad en una semana o diez días. Usted nos dice cómo lo quiere y así se hará. ¿Por qué? No debe hacernos esa pregunta; es una de las condiciones.
—Evidentemente, su jefe tiene dinero para despilfarrar —dije, mirando el reloj, que marcaba las seis y cuarto—. No, debo rechazar la oferta.
—Entonces usted no pertenece al gobierno. De lo contrario, tomaría el dinero y nos arrestaría después.
—Ya se lo dije. ¿Qué más?
—Señor Schweitzer, parece que estamos en punto muerto.
—Nada de eso —contesté—. Simplemente hemos llegado al fin de mi preámbulo. Como todo intento de hacerlos razonar ha fracasado, ahora debo entrar en acción. Les pido disculpas, pero es necesario.
—¿Recurrirá a la violencia fisica?
—Temo que sí —contesté—, y no se preocupen: esta mañana esperaba las consecuencias de una borrachera y anoche di parte de enfermo. Tengo el día libre. Como ya tienen una herida dolorosa, esta vez les daré una ventaja.
Me levanté, cauteloso. La habitación giró a mi alrededor pero disimulé. Me acerqué a la silla del hombre más bajo y sujeté al mismo tiempo sus brazos y los de la silla para alzarlo en el aire. Me sentía mareado, pero no débil.
Lo transporté hasta el baño y lo senté bajo la ducha con silla y todo, evitando entretanto cualquier cabezazo que pudiera intentar.
Después me dirigí al otro:
—Para tenerlo informado de lo que está pasando —le dije—, todo depende de la hora del día; en varias oportunidades he controlado la temperatura del agua caliente de esa ducha, y varía entre 60 y 80 grados. Su compinche lo recibirá en pleno cuerpo y con toda la fuerza cuando le suelte los botones de la camisa y del pantalón, para dejar la piel al descubierto. ¿Comprende?
—Sí, comprendo.
Volví a entrar en el baño y desabroché sus ropas. Abrí la ducha, dejando pasar sólo el agua caliente. Después volví a la habitación. Examiné las facciones de su compañero y entonces noté cierto parecido entre los dos; quizá fuesen parientes.
Cuando el otro comenzó a gritar, él se esforzó en permanecer impasible. Pero pude ver que aflojaba.
Una vez más, probó la resistencia de sus ligaduras y echó una mirada al reloj.
—¡Ciérrela, maldito sea! —gritó...
—¿Es su primo? —le pregunté.
—Medio hermano. Cierre eso, bestia.
—Sólo si usted tiene algo que decirme.
—Está bien. Pero déjelo allí y cierre la puerta.
Me apresuré a hacer lo que él quería. Comenzaba a sentir la cabeza más despejada, pero todavía me sentía muy mal.
Al cerrar la ducha, me quemé la mano derecha. Dejé al que había elegido como víctima encogido en medio del vapor, y cerré la puerta al volver a la habitación.
—¿Qué novedades tiene para mí?
—¿Puede desatarme una mano? Quiero fumar.
—La mano no, pero puede fumar un cigarrillo.
—¿Y la derecha? Casi no puedo moverla.
Pensé un momento y luego asentí.
—Está bien —dije, cogiendo el revólver.
Encendí un cigarrillo, se lo puse entre los labios, después rasgué la cinta adhesiva y se la desprendí del brazo derecho. Ante eso dejó caer el cigarrillo; yo lo recogí para devolvérselo.
—Muy bien —dije—. Tiene diez segundos para disfrutar. Después de eso hablaremos en serio.
Asintió y recorrió el cuarto con una mirada; después inhaló profundamente y exhaló.
—Parece que sabe cómo provocar dolor —dijo—. Si no es del gobierno, creo que su archivo personal está muy equivocado.
—No pertenezco al gobierno.
—Entonces, desearía que estuviera de nuestro lado, porque es algo muy serio. Sea quien sea y haga lo que haga, espero que esté bien enterado de todas las implicaciones .
... Y volvió a mirar el reloj.
—Las seis y veinticinco.
Lo había hecho ya varias veces, sin que yo le diera importancia. Pero en ese momento se me ocurrió que no era sólo curiosidad por saber qué hora era.
—¿Cuándo estallará? le pregunté, como al azar.
Aceptando eso, también como al azar se limitó a reponder:
—Ponga a mi hermano donde yo pueda verlo.
—¿Cuándo estallará? —repetí.
—Muy pronto —contestó—, y entonces ya no importará nada. Es demasiado tarde.
—No creo —dije—. Pero, ahora que lo sé, tengo que obrar muy rápido. No se desvele por esto. —creo que voy a entregarlo.
—¿Y si le ofrezco más dinero?
—No. Sólo lograría abochornarme, e igual le diría que no.
—Está bien. Pero traiga a mi hermano y cúrele las quemaduras, por favor.
Hice lo que me pidió.
—Ustedes, muchachos, se quedarán aquí un rato más —dije al fin.
Le quité el cigarrillo al mayor y volví a ligarle la muñeca. Después me dirigí hacia la puerta.
—No tiene la menor idea, no sabe nada realmente —escuché decir a mis espaldas.
—¡No vayan a creerlo! —exclamé, girando el cuello.
No sabía nada. Realmente no sabía nada. Pero podía imaginarlo.
Me precipité por los corredores hasta llegar a la cabina de Carol Delth. Golpeé la puerta hasta escuchar algunas maldiciones ahogadas.
—¡Espere un momento! —dijo.
La puerta se abrió y la vi ante mí, parpadeando ante la luz, con una especie de camisa para dormir y una bata sobre los hombros.
—¿Qué es lo que quiere? —me preguntó.
—Hoy es el día señalado —dije—. Tengo que hablar con usted. ¿Puedo entrar?
—No —dijo—; no tengo por costumbre...
—Es sabotaje —dije—.Ya lo sé. Se trata de eso, y aún no se han acabado los problemas. Por favor...
De pronto, la puerta se abrió y ella se hizo a un lado.
—Pase —dijo. Y yo entré.
En seguida cerró la puerta y dijo, recostándose contra ella:
—Está bien. ¿Qué sucede?
Vi una lucecita débil y una cama en desorden; obviamente, yo la había obligado a levantarse.
—Mire, tal vez el otro día no le conté todo —afirmé—. Sí, fue sabotaje; había una bomba y yo la hice desaparecer. Eso ya está solucionado. Pero hoy es el gran dia, el del intento final. Estoy convencido de ello; creo saber qué es y dónde está. ¿Puede ayudarme? ¿Me dejará que la ayude? Ayudarla.
—Siéntese —dijo.
—No queda mucho tiempo.
—Siéntese, por favor. Debo vestirme.
—Por favor, apresúrese.
Pasó a la habitación contigua dejando la puerta abierta.Yo estaba muy cerca, pero esto no parecía molestarle, pues confiaba en mí. Al menos, actuaba como si así fuera.
La oí hablar entre el susurro de las ropas.
—¿De qué se trata? —me preguntó.
—Creo que al menos una de nuestras tres cargas atómicas tiene una trampa instalada, de tal modo que la explosión se produzca antes de tiempo.
—¿Por qué?
—Porque tengo dos hombres en mi cabma, bien asegurados a una silla; trataron de hacerme hablar sobre mi reparación del J-9.
—Y eso, ¿qué prueba?
—No me trataron muy bien.
—¿Y entonces?
—Cuando estuve en ventaja, les hice lo mismo. Acabaron confesando.
—¿Cómo lo consiguió?
—Eso no importa. Pero hablaron. Creo que conviene volver a inspeccionar la ignición de Rumoko.
—¿Puedo sacarlos de su cabina?
—Sí.
—¿Cómo logró burlarlos?
—No sabían que yo tenía un revólver.
Ya veo.Yo tampoco lo sabía. Bueno, no se preocupe, nos haremos cargo de ellos. Pero ¿logró sacarles algunas respuestas?
—Más o menos —dije—. Sí y no; que esto quede entre nosotros... por si aquí hay micrófonos. ¿Los hay?
Regresó con un dedo entre los labios a hizo un gesto de asentimiento.
Bueno —dije—. Será mejor que actuemos pronto, no quiero que estos tipos arruinen el proyecto.
—No lo conseguirán. Bueno, usted sabe lo que hace, lo reconozco. Tendré que aceptarlo como un caso raro. Usted hizo algo completamente inesperado. A veces suele suceder, en ocasiones ocurre que alguien conoce muy bien su trabajo; adivina lo que anda mal y se interesa lo bastante como para hacer lo que debe y afrontar las consecuencias. Lo que está diciendo es que en esta nave va a estallar una bomba atómica, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Usted cree que una de las cargas ha sido saboteada y tiene un cronómetro conectado?
—Eso es —dije echando una mirada a mi reloj, que marcaba cerca de las síete—. Apostaría a que estallará en menos de una hora.
Tomó el teléfono que estaba en la mesita cerca de su cama.
—Operaciones —dijo—. Suspendan la cuenta regresiva. Póngame con los talleres.
Y en seguida continuó:
—Sargento, hay que detener a alguien.
Volviéndose a mí, preguntó:
—¿Qué número tiene su cuarto?
—Seiscientos cuarenta —conteste.
—Seiscientos cuarenta —repitió ella—. Hay dos hombres. Así es. Sí. Gracias.
Y colgó.
—Ya se encargarán de ellos —me aseguró—. Hay dos hombres. Así es. Sí. Gracias.
Y colgó.
Ya se encargarán de ellos —me aseguró—. ¿Piensa usted que una de las cargas estallará antes de tiempo?
—Así lo he dicho. Dos veces.
—¿Puede impedirlo?
—Si tuviera el equipo adecuado, sí. Aunque prefiero que envíe a un técnico de reparaciones.
—Vaya a buscar el equipo —dijo.
—Está bien —asentí.
Fui a buscarlo. Unos cinco minutos más tarde, estaba de vuelta en su cabina con un bulto pesado colgado del hombro.
—Por poco me piden un análisis de sangre —dije—. Pero conseguí lo que quería. ¿Por qué no busca a un buen técnico?
—Quiero que lo haga usted —aseguró—. Usted está en esto desde el comienzo y sabe lo que hace. Prefiero que todo quede entre nosotros.
—Indíqueme dónde debo hacerlo —le dije.
Ella encabezó la marcha.
Ya eran casi las siete. Me llevó diez minutos localizar la carga que habían preparado.
Era un juego de nlños. Habían utilizado el motor de un equipo de mecano, con una unidad dotada de energía propia. Debía entrar en acción por medio de un cronómetro común mediante un tirón de la placa principal. Todo se iría al infierno en el trayecto hacia abajo.
En menos de diez minutos conseguí desarmarlo.
Permanecimos cerca de la barandilla; me apoyé en ella.
—Bien —dije.
—Muy bien —afirmó ella.
Y en seguida agregó:
—Le advierto de una cosa: póngase en guardia, porque lo voy a someter a la investigación más minuciosa de que haya tenido noticias.
—Proceda. Soy tan puro como la nieve y las plumas de un cisne.
—Usted no es de este mundo —dijo—.Ya no hay gente así.
—Convénzase, tóqueme —dije—. Lamento que no le guste mi manera de ser.
—Si antes de medianoche no se convierte en un sapo, podría gustarle a cualquier chica.
—Tendría que ser una chica muy tonta —le aseguré.
Me observó de una manera tan extraña que ni siquiera traté de interpretar su mirada.
Entonces me miró directamente a los ojos.
—Usted tiene un secreto que no alcanzo a comprender —dijo—. Parece alguien llegado de los viejos tiempos.
—Quizá lo sea. Escuche; ya dijo que le había prestado ayuda. ¿Por qué no dejamos las cosas como están? Después de todo, no he hecho nada malo.
—Tengo una misión que cumplir. Pero en parte tiene razón. No sólo ayudó, sino que no quebró ningún reglamento. Excepto en lo que respecta al J-9, pero no creo que nadie ponga dificultades sobre eso. Por otra parte, tengo que hacer un informe; en él, por fuerza, sus actos deben figurar de manera destacada. No puedo dejarlo a un lado.
—Yo no se lo pedí —afirmé.
Entonces, ¿qué quiere?
Sabía que yo podía interceptar el informe cuando llegara a la Central. Pero antes se iría filtrando a través de mucha gente y alguien podía causarme problemas.
—Usted quiere que todo quede entre nosotros —dije—. Quizá pueda prescindir de mí—.
—No.
—Bien. Tal vez podría ser un recluta desde el comienzo.
Eso me gusta más.
Entonces quizá podríamos dejarlo así.
—No veo grandes inconvenientes.
—¿Lo hará?
—Veré qué puedo hacer.
—Con eso me basta. Gracias.
—¿Qué va a hacer cuando termme su trabajo aquí?
—No lo sé.Tal vez me tome unas vacaciones.
—¿Solo?
—Quizá
—Mire, usted me gusta. Podría hacer ciertas cosas para evitarle inconvenientes.
—Le quedaría muy agradecido.
—Parece tener una respuesta para todo.
—Gracias.
—¿Qué me dice de una chica?
—¿Qué quiere decir?
—¿No hay sitio para una muchacha en lo que usted hace, sea lo que sea?
—Creí que le gustaba su propio trabajo.
—Así es. No me refiero a eso. ¿Ya tiene alguna?
—¿Una qué?
—Deje de hacer el papel de estúpido. Una muchacha... Eso es lo que quiero decir.
—No.
—¿Entonces?
—Usted no tiene juicio —dije—. ¿Qué diablos podría hacer yo con una muchacha de su profesión? No me diga que se arriesgaría a asociarse con un extraño.
—He visto cómo se desenvuelve en acción. Sí, correría ese riesgo.
—Esta es la proposición más absurda que nunca recibí.
—Piénselo de prisa —dijo ella.
—No sabe lo que está pidiendo —contesté.
—¿Y si usted me gustara... demasiado?
—Bueno, yo desarmé la bomba...
—No estoy hablando de gratitud. De todas maneras, gracias. Por lo visto, la respuesta es no.
—Un momento. ¿No puede darme tiempo para pensar un poco?
—Está bien —dijo ella, dándome la espalda.
—Espere. No sea así. No puedo esperar ningún daño de su parte, así que hablaré sinceramente. Estoy entusiasmado con usted, pero soy un solterón empedernido y usted sería una complicación.
—Miremos las cosas de otra manera —dijo—. Usted es diferente; ya lo sé.Yo también desearía hacer cosas distintas.
—¿Por ejemplo?
—Mentirle a la computadora sin ser descubierta. —¿Y por qué me dice eso?
—Es la única respuesta, si usted existe.
—Claro que existo.
—Entonces, ha descubierto cómo engañar al sistema.
—Lo dudo.
—Lléveme —dijo ella—. Me gustaría hacer lo mismo.
Entonces la miré. Un mechón de pelo le rozaba la mejilla y parecía a punto de llorar.
—Soy la última oportunidad, ¿no es cierto? Me encontró en un momento crítico de su vida y está dispuesta a arriesgarse.
—Sí.
Está desvariando, y no puedo prometerle ningún margen de seguridad, a menos que quiera abandonar el juego..., y no puedo hacerlo.Yo me rijo por mis propias reglas y le resultarían un poco extrañas. Si llegamos a ponernos de acuerdo, con toda probabilidad usted quedará viuda muy joven. Eso es lo que le espera.
—Es lo bastante fuerte como para desarmar bombas...
—Moriré prematuramente. Hago muchas estupideces cuando me veo obligado.
—Creo que me estoy enamorando de usted.
—Entonces, por el amor de Dios, hablemos más tarde. Ahora tengo demasiadas cosas en que pensar.
—Está bien.
—Usted debe ser boba.
—No lo creo.
—Bueno, veremos.
Desperté de uno de los sueños más profundos de mi vida y me presenté a trabajar.
—Es tarde —dijo Morrey.
—Haga que me echen —contesté.
Fui a ver el comienzo de la operación.
Rumoko estaba en marcha.
Martin y Demmy descendieron para colocar la carga. Hicieron todo cuanto debían y abandonamos el lugar. Todo estaba listo, esperando sólo la señal de radio.Ya habían sacado a los intrusos de mi cabina, cosa que me tranquilizaba.
Nos alejamos lo suficiente y dieron la señal.
Por unos instantes, todo permaneció en silencio. Entonces explotó la bomba.
Por encima del arco de la escotilla vi al hombre, de pie. Era viejo y canoso, llevaba un sombrero de alas anchas. Se inclinó hacia adelante y cayó de bruces.
—Hemos contribuido a envenenar un poco más la atmósfera —dijo Martin.
—¡Demonios! —exclamó Demmy.
Las aguas del océano se elevaron, amenazadoras. El barco continuaba anclado. Transcurrieron algunos minutos sin que nada sucediera. Después, todo comenzó. El barco se sacudió como un perro mojado. Me aferré a la pasarela y traté de observar. En seguida se produjo un tumulto de olas encrespadas, descontroladas, pero pasamos por encima de ellas.
—Estas son las primeras señales —dijo Carol—. Ahora irá en aumento.
Asentí permaneciendo en silencio. No había nada que decir.
Está creciendo —dijo ella un minuto más tarde.
Volví a asentir.
Por fin, esa misma mañana, todo aquello que se había desatado comenzó a salir a la superficie.
Para entonces, las aguas habían entrado en ebullición. Las burbujas aumentaban de tamaño. El registro de la temperatura era cada vez más elevado. Por último, se produjo un resplandor.
Y surgió un chorro fantástico. Hendió el aire hasta alcanzar una gran altura, luciendo su tono dorado en medio de la mañana, como si Zeus se hubiera apareado con una de sus mujeres. Salió acompañado de un profundo rugido. Quedó suspendido por unos momentos y luego descendió en una llovizna de chispas.
De inmediato se produjo una gran conmoción. Creció ante mi mirada, con los ojos desnudos y también equipados con instrumentos. Las olas centelleaban coronadas de espuma. Los rugidos aumentaban y decrecían. Debajo de las olas, las aguas parecían bullir. Hubo cuatro chorros más, cada uno mayor que el precedente.
Por fin, un estallido del océano apresó al Aquina en algo similar a una ola gigantesca.
Por suerte, estábamos preparados; el buque había sido construído para soportar ese castigo y pudimos hacerle frente.
Nos dejamos acunar; el movimiento no disrmnuía.
Nos hallábamos a varios kilómetros, pero parecía que estábamos a un brazo de distancia.
El chorro siguiente continuó proyectándose hacia arriba hasta convertirse en una columna sin fin. Pareció perforar el cielo; en esos momentos, comenzó a expandirse en una cierta oscuridad. Fue creciendo poco a poco, mientras varios fuegos se encendían alrededor de la base.
Al cabo, todo el cielo pareció teñirse en un falso crepúsculo; comenzó a caer un polvo fino que se esparció por el aire, penetrando en los ojos, en los pulmones...
De vez en cuando, un manojo de cenizas se esparcía a lo lejos, como una bandada de pájaros oscuros. Encendí un cigarrillo para proteger mis pulmones de la contaminación y seguí contemplando los fuegos crecientes.
Al caer la noche, el mar se ensombreció. Tal vez el mismo kraken, perturbado, pudo haber estado lamiendo el casco de la nave. En medio del continuo resplandor, surgió una forma oscura.
Era Rumoko.
El cono era ya visible. Una isla artificialmente creada. Tal vez un trozo de la misma Atlántida, hundida por largo tiempo, se elevaba ahora en la distancia. El hombre había logrado crear una masa de tierra. Algún día sería habitable.Y, si lográbamos formar una cadena...
Sí. Tal vez otro Japón. Más lugar para la raza humana en expansión. Más espacio. Más lugares habitables.
¿Por qué me habían interrogado? ¿Quién se oponía a esto? Parecía algo positivo. Me alejé. Y luego fui a cenar.
Como por accidente, Carol llegó al bar después de mí. La saludé con la cabeza; ella, sentándose enfrente, hizo su pedido.
—¡Hola!
—¡Hola!
—Tal vez haya tenido ya tiempo para pensárselo —dijo mientras atacábamos con ganas la ensalada y el bistec.
—Sí.
—¿Y con qué resultado?
Aún no lo sé. Todo fue muy rápido; francamente, quisiera tener la oportunidad de conocerla un poco más.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Hay una antigua costumbre, llamada «noviazgo». Conviene pasar un tiempo en ese estado.
—¿No le gusto, acaso? Estuve verificando nuestros índices de compatibilidad. Todo indica que nos llevaríamos muy bien..., es decir, según las apariencias. Pero creo saber un poco más sobre usted que eso.
—Fuera del hecho de que no me vendo, ¿qué significa eso?
—Estuve barajando diversas teorías; creo que también podría llevarme bien con un individualista que sabe cómo jugar con las máquinas y salir ganador.
Sabía bien que el bar tenía micrófonos escondidos; tal vez ella no sospechaba que yo lo sabía.
Por lo tanto, tenía una buena razón para decir lo que había dicho...
—Lo siento. Es demasiado precipitado le dije,—. ¿Por qué no me da una oportunidad?
—¿Por qué no seguimos hablando en otro sitio?
Cuando lo propuso, ya estábamos esperando el postre.
—¿Dónde?
—En Spitzbergen.
Lo pensé un poco; después respondí:
—Está bien.
—Estaré lista dentro de una hora y media.
—¡Eh! —le dije—. Creí que se refería tal vez al fin de semana. Todavía hay que hacer ciertas pruebas, y debo presentarme al trabajo.
—Pero su misión aquí ha acabado; ¿no es cierto?
Comencé a saborear mi postre, un apetitoso pastel de manzanas y una porción de queso cheddar, intercalando sorbos de café. Incliné la cabeza por encima de mi taza y la meneé lentamente.
—Puedo conseguirle permiso por un día —me dijo—. No se pierde nada.
—Lo siento. Tengo mucho interés en saber el resultado de las pruebas. Dejémoslo para el fin de semana.
Pareció meditar sobre esto por un momento. —Correcto —dijo por fin.
Asentí y seguí saboreando el postre.
Tal vez, al decir «correcto» en lugar de «sí» o «bueno», pronunció una palabra clave. O quizá fue otra palabra, otro gesto. No lo sé, y ya no me importa en absoluto.
Cuando salimos del bar, ella me precedía un poco. Sostuve la puerta para que pasara. En ese momento, dos hombres se acercaron a mí por ambos lados.
Ella se detuvo y se volvió.
—No se molesten en decirlo —afirmé—. No fui lo suficientemente rápido, así que estoy detenido. Por favor, no vayan a recitarme mis derechos. Los conozco.
Levanté la mano al ver el arma que llevaba uno de los hombres.
—Feliz Navidad —agregué.
De todos modos, me enumeró los derechos de que gozaba. Seguía mirándola fijamente, pero sus ojos esquivaban los míos.
¡Diablos!, la propuesta era demasiado buena para ser cierta. Sin embargo, no parecía muy acostumbrada al papel que había desempeñado y especulé, como al azar, si, llegada la oportunidad, lo hubiera hecho.
No obstante, estaba en lo cierto al afirmar que mi trabajo en el Aquina había terminado. Tendría que seguir mi camino y encargarme de que Albert Schweitzer muriera dentro de las veinticuatro horas siguientes.
—Pasará la noche en Spitzbergen, de todas maneras —dijo—; allí hay más comodidad para interrogarlo.
¿Cómo me las arreglaría?
Como si leyera mis pensamientos, me previno:
—Usted parece un tanto peligroso; debo advertirle de que sus acompañantes están muy bien entrenados.
—Así que usted no me acompañará, después de todo.
—Temo que no.
—¡Qué lástima! Esta es la despedida, entonces. Me gustaría haberla conocido un poco mejor.
—Eso no tiene ninguna importancia —afirmó—. Era solamente para llevarlo hasta allí.
—Tal vez. Pero ahora se quedará con la duda; no puede saberlo con seguridad.
—Le advierto de que vamos a esposarlo —dijo uno de los hombres.
—Por supuesto.
Extendí las manos y, como disculpándose, me hizo rectificar:
—No, señor. Detrás de la espalda, por favor.
Así lo hice, pero, mientras ellos se adelantaban, le eché un vistazo a las esposas. Vi que eran anticuadas. La escasez de los recursos gubernamentales da, a veces, origen a ahorros muy convenientes. Si me arqueaba hacia atrás, podría pasar los brazos por los hombros y quedar con las manos adelante. Si tuviera unos veinte segundos...
—¡Ah, una cosa! —dije—. Sólo por curiosidad, ya que le dije la verdad: ¿Descubrieron la razón por la que esos tipos entraran en mi cuarto para inte-rrogarme, y qué querían en realidad? Si me lo puede decir, se lo agradecería, porque es algo que no me deja dormir.
Se mordió el labio.Tras una pausa, dijo:
—Venían de Nueva Salem, una ciudad burbuja situada en la plataforma continental de Norteamérica. Temían que Rumoko destruyera su cúpula.
—¿Y lo hizo?
Hubo un silencio.
—Todavía no lo sabemos —dijo al fin—. Desde hace un buen rato, no se les oye. Hemos tratado de comunicarnos con ellos, pero debe haber alguna interferencia.
—¿Qué quiere decir con eso?
—No hemos conseguido reanudar el contacto.
—¿Es posible que hayamos destruido toda una ciudad?
—No. Según los científicos, las posibilidades de que eso ocurriera eran mínimas.
—Nuestros científicos —dije—. Los de ellos deben haber pensado de otra manera.
—Naturalmente —respondió—, siempre hay retrógrados. Enviaron a saboteadores porque no tenían confianza en nuestros hombres de ciencia. Se deduce...
—Lo siento —afirmé.
—¿Qué cosa?
—Haber puesto a ese hombre bajo la ducha.
Está bien. Gracias.Ya me enteraré por los periódicos. Ahora envíeme a Spitzbergen.
—Entiéndalo —dijo ella—. Cumplo con mi obligación.Y creo que es lo correcto. Usted puede ser tan puro como la nieve o las plumas de un cisne. Si ése es el caso, muy pronto lo sabrán. Entonces..., entonces quisiera que tenga presente algo: lo que dije antes aún sigue vigente.
Dejé escapar una risa sorda.
—Por supuesto. Como ya dije: Adiós. Gracias por contestar mi pregunta.
—No me odie.
—No es eso; jamás podría confiar en usted.
Ella se volvió.
—Buenas noches —dije.
Me acompañaron hasta el helicóptero. Me ayudaron a subir. Iba con ellos dos, además del piloto; nadie más.
—Usted le gusta —dijo el hombre del revólver.
—No —contesté.
—Si ella tiene razón y usted está libre de culpa, ¿volvería a verla?
Jamás volveré a verla —afirmé.
Me hizo sentar en la parte posterior del aparato. Su compañero y él se situaron cerca de las ventanillas y dieron una señal.
Los motores comenzaron a zumbar; despegamos de inmediato.
A lo lejos, rugía Rumoko, ardiendo, vomitando.
Eva, lo siento. No lo sabia. Nunca sospeché que podía suceder tal cosa.
—Tenemos informes de que usted es peligroso —dijo el que estaba a mi derecha—. Por favor, no se le ocurra intentar nada extraño.
Ave, atque, avatque, dije desde el fondo de mi corazón.
veinticuatro horas, dije a Schweitzer.
Cuando hube cobrado lo que Walsh me debía, volví al Proteus y me pasé algunos días meditando. Como esto no produjo los resultados deseados, salí a emborracharme con Bill Mellings. Después de todo, para matar a Schweitzer había usado su equipo. No le conté más que una fábula sobre una supuesta muchacha ná-hi de grandes pechos.
Después, nos dedicamos a pescar durante dos semanas.
Había dejado de existir. Albert Schweitzer estaba borrado. Me repetía constantemente que no deseaba volver a vivir.
Cuando alguien debe matar a un hombre por obligación, sin más remedio, ha de ser algo terrible y sangriento, algo que arde en nuestra propia alma, haciéndonos apreciar mejor el valor de la vida humana. Pero no había ocurrido así.
Todo había sido muy tranquilo y ascético. Yo estaba inmunizado contra eso, pero mucha gente no lo conoce. Abrí mi anillo y dejé salir las esporas. Eso fue todo. No sabía el nombre de mis acompañantes ni el del piloto. Ni siquiera les había visto bien las caras.
Murieron en treinta segundos; en menos de veinte logré quitarme las esposas. Hice que el helicóptero se estrellara contra la playa, en la maniobra me disloqué la muñeca derecha, abandoné el vehículo rápidamente y eché a andar.
Pasaría por infarto de miocardio o síndrome de cerebro arteriosclerótico, según cuáles hubieran sido los efectos...
Por un tiempo debería permanecer escondido. Mi propia vida vale para mí algo más que la de quien intenta perturbarla. Sin embargo, eso no me ayudaba a sentirme mejor.
Carol sospechó, creo; pero la Central sólo se interesa en hechos. Me encargué de que entrara bastante agua al helicóptero como para lavar las esporas. No había forma de probar que los había asesinado.
Sin duda el cuerpo de Albert Schweitzer habría sido arrojado al mar a través de la portilla abierta.
Si alguna vez encuentro a alguien que le haya conocido, seré entonces otra persona, con la debida identificación, y ese alguien estará en un error.
Perfecto. Pero creo que éste no es un trabajo para mí. Todavía me siento pésimamente.
Rumoko. Exhaló todos esos vapores y creció desde aquellas profundidades como esos monstruos culpables de las películas de ciencia ficción. Según las predicciones, en pocos meses más el fuego se apagaría. Entonces se llevaría una capa de suelo para esparcirla por su superficie. Se alentaría a las aves a detenerse allí para descansar, tal vez para hacer su nido y usar el lugar como lavatorio. Allí echarían raíz las mangles rojas mutantes, para entrelazar el mar y la tierra. Hasta traerían insectos. Un buen día, según los planes, aquello se transformaría en una isla habitable. Otro día, más lejano, sería uno de los eslabones de una cadena de islas habitables.
Una solución doble al problema de la superpoblación: crear un lugar nuevo para el hombre, destruyendo, al hacerlo, a todos los habitantes de otro lugar.
Sí; los choques sísmicos habían quebrado la cúpula de Nueva Salem. Mucha gente murió en ese episodio.
No obstante, el segundo vástago del proyecto Rumoko está programado para el próximo verano.
La gente de Baltimore ll está muy preocupada, pero la investigación del Congreso ha demostrado que la culpa fue de quienes construyeron Nueva Salem, pues debieron haber previsto tales vicisitudes. Los tribunales condenaron a varios contratistas, incriminándolos a pesar de las vinculaciones que les otorgaran los contratos.
Es una culpa terrible. ¡Cómo desearía no haber puesto nunca a ese tipo bajo la ducha! Tengo entendido que vive y está bien; es habitante de Nueva Salem, pero sé muy bien que nunca volverá a ser el mísmo.
La próxima vez tomaré más precauciones... Aunque ni siquiera sé qué quiere decir esto. Estas precauciones no valen un comino. Pero en realidad, ya no creo en nada.
Eva: supongo que si otra ciudad desaparece, como la tuya, las cosas se harán un poco más lentas. Pero no creo que eso detenga el proyecto Rumoko. Encontrarán otra excusa. Después de eso, intentarán una tercera.
Si bien ha quedado demostrado que somos capaces de crear tales cosas, no creo que la respuesta al problema de la población estribe en la creación de nuevas tierras. No. Puesto que todo lo demás está controlado en nuestra época, también podríamos hacer lo propio con la población. Si alguna vez hay un referéndum sobre la materia, conseguiré una identidad (muchas, en realidad) para votar a favor de esto.Y sostengo que debería haber más ciudades burbuja y un mayor presupuesto destinado a la exploración del espacio lejano. Pero no más Rumokos. No.
A pesar de ciertas reservas mías, haré un trabajo gratuito. Walsh no se enterará jamás. Espero que nadie lo sepa. No soy altruista, pero creo deber algo a la raza que he estado explotando. Después de todo, en un tiempo fui miembro de ella.
Aprovecharé mi no-existencia para sabotear ese condenado proyecto Rumoko; y lo haré de tal forma que no habrá otro.
¿Cómo?
Lo convertiré en un verdadero Krakatoa. Como consecuencia del último intento, la Central sabe mucho más sobre el magma... y también yo.
Alteraré la carga, convirtiéndola quizás en múltiple.
Cuando ese engendro estalle, me encargaré de que sea la peor perturbación sísmica que el hombre recuerde. No ha de ser demasiado difícil.
Es posible que de ese modo mate a miles de personas... Así será, sin duda. Pero Rumoko, al destrozar a Nueva Salem, asustó a mucha gente. Rumoko II asustará a muchos más. Confio en que por entonces muchos estén de vacaciones en la superficie. Además, sé cómo se echan a rodar ciertos rumores, y me encargaré de ello.
Al menos, despejaré las cubiertas hasta donde me sea posíble.
Los planificadores obtendrán resultados, quizás un Monte Everest en medio del Atlántico y algunas cúpulas quebradas. Si usted se ríe de eso, es una buena persona.
Puse el cebo y arrojé el hilo. Bill tomó un sorbo de jugo de naranja y yo me llevé el cigarrillo a los labios.
—¿Ahora eres ingeniero asesor? —me preguntó.
—Sí.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy dándole vueltas a un encargo. Un poco dificil.
—Lo harás.
—Sí.
—A veces me gustaría tener algo así.
—No, no creas. No vale la pena.
Contemplé las aguas oscuras, capaces de albergar verdaderos prodigios. El sol matinal acariciaba las olas. El viento helado era agradable. El cielo estaría radiante. Ya era visible entre las nubes.
La decisión estaba tomada.
—Parece que es muy interesante. ¿Dijiste que es un trabajo de demolición?
Y yo, Judas Iscariote, respondí:
—Pásame carnada, por favor. Creo que ha picado un pez.
—Yo también. Espera un poco.
El día se esparció sobre cubierta como una lluvia de monedas plateadas.
Saqué mi pez y lo golpeé en la cabeza para acortarle la agonía.
«Ya no existo», me repetía constantemente. ¡Ojalá fuera cierto! Debajo de alguna ola blanca me parece ver la cara del viejo Colgate.
Eva, Eva.
Perdóname, Eva. Cómo me aliviana sentir tu mano sobre mi frente...
Qué bonito es el dinero. Esta mañana las olas son azules y verdes. ¡Oh, Dios, qué hermosa luz!
—Aquí está la carnada.
—Gracias.
La tomé y seguimos a la deriva.
Tarde o temprano, todos moriremos, pensé. Pero no encontré alivio en eso.
En realidad, jamás lo encontraría.
Dentro de un año, alrededor de esta misma época, enviaré a Don la próxima tarjeta.
No me pregunten por qué.
SEGUNDA PARTE
'KJWALLL'KJE'K'KOOT-
HAÏLLL'KJE'K'
C
uando todos se hubieron marchado, ya tomadas las declaraciones y retirados los restos de los restos, mucho después de todo eso, me senté en una silla de long, en el patio trasero de mi vivienda, con una lata de cerveza, para contemplar la marcha de las estrellas. En torno a la estación, la noche, ya avanzada, era clara y limpia; sus refulgentes multitudes se duplicaban en el curso fresco de la corriente del Golfo.
En mi ánimo pesaban sentimientos mezclados e incómodos; aún no había resuelto qué hacer con lo que restaba. Era muy extraño. Con sólo olvidar ciertos detalles inexplicables, todo estaría en orden. Mi misión estaba cumplida. No falta-ba sino estampar las palabras CASO CERRADO en mi archivo mental; desde ese momento, podía marcharme, cobrar mis honorarios y vivir relativamente feliz.
De las cosas que aún me preocupaban, nadie se enteraría; al menos, nadie les prestaría atención. Yo no tenía la menor obligación de llevar la investigación más allá de ese punto.
Y sin embargo...
Tal vez hubiera cierta obligación. En realidad, a veces se convertía en una fuerza irresistible, y era preferible utilizar un término más grato para salvaguardar las nociones de deber y libre albedrío.
¿Qué era? La posesión de una frente de primate, con un profundo surco de curiosidad hendiéndola por el medio, para bien o para mal.
En cualquier caso, tendría que permanecer un tiempo más en la estación, con el fin de salvar las apariencias.
Tomé otro sorbo de cerveza y me dije que sí, que necesitaba más respuestas, para profundizar en esa arruga de honduras incalculables. Podría investigar un poco más; sí, decidí que lo haría.
Saqué un cigarrillo y me incliné para encenderlo. En ese momento, la llama atrajo mi atención. Miré fijamente aquella lengua incesante que iluminaba la palma y los dedos curvados de mi mano izquierda, con la cual la protegía de la brisa nocturna. Parecía tan pura como el mismo fulgor de las estrellas, algo fundido, líquido, con un tono anaranjado, un halo azul; la luz de color cereza aparecía a intervalos, semioculta, como las almas. Precisamente entonces empecé a oír aquella música...
Debo llamarla música, por no disponer de un término mejor, por cierta similitud esencial, aunque no se parecía a nada que yo conociera hasta entonces. Para empezar, no se trataba de algo audible. Me llegaba como llegan los recuerdos, sin estímulos externos, aunque desprovista de ese lustre acrílico de timidez que convierte el pensamiento en remembranza al tocarlo con la varita del tiempo. Me llegaba, en fin, como llegan los sueños. De pronto, algo cesó y algo quedó en libertad; mis sensaciones comenzaron a avanzar hacia el efecto. No se trataba de emociones ni de algo específico, sino más bien de una creciente sensación de euforia, de maravilla y deleite, todo mezclado con la marea que subía. Cómo se combinaba, cómo se sucedía todo aquello, qué era en verdad, no pude descubrirlo. Era una intensa belleza, una bella intensidad, y yo formaba parte de ella. Era como si estuviera experimentando algo desconocido hasta entonces para todos los seres humanos, algo cósmico, magnífico, ubicuo, pero ignorado por todos.
Y, con un esfuerzo peculiar y ambiguo, causado por una casi imperceptible decisión, flexioné los dedos de la mano izquierda para tocar la llama.
Por un momento, el dolor quebró aquel sueño. Cerré el encendedor y me levanté de un salto, mientras un tropel de suposiciones cruzaban por mi mente. Volviéndome, eché a correr a través de aquel rumoroso islote artificial, en dirección al grupo oscuro de edificios donde funcionaban el museo, la biblioteca y las oficinas.
Sin embargo, y aun mientras corría, algo volvió a conmoverme. Pero esa vez no era la sensación musical y gloriosa que me sobrecogiera momentos antes. Ahora se trataba de algo siniestro, y el terror que me causaba no era menos auténtico porque lo reconociera irracional; lo acompañaban distorsiones sensoriales que debían haberme hecho tambalear mucho mientras corría. El suelo parecía ondularse y volar bajo mis pies. Las estrellas, los edificios, el océano, todo avanzaba y retrocedía sin orden, en una serie de ataques de náusea. Caí varias veces, pero logré siempre recobrarme y continuar mi carrera. Recuerdo haber cubierto a rastras parte de aquella distancia. De nada servía cerrar los ojos, pues todo era lo mismo dentro de mí que en el exterior: un horrible palpitar, retorcerse, girar a toda velocidad.
Pero el trayecto era sólo de unos pocos cientos de metros, por mucho que pesaran los presagios y los terribles signos, y al fin pude apoyar las manos contra la pared. Me dirigí penosamente hasta la puerta, la abrí y pasé al interior.
Tras cruzar otra puerta, me encontré en la biblioteca. Me pareció tardar años en encontrar la llave de la luz.
A trompicones, avancé hacia el escritorio; con gran esfuerzo, logré abrir un cajón y saqué de él un destornillador.
Por último, arrastrándome de rodillas, con los dientes rechinantes, llegué hasta el remoto acceso a la Red de Informaciones. Manoteé de cualquier modo el tablero de controles y tuve la suerte de hallar los botones que lo ponían en funciona-miento.
Todavía de rodillas, traté de retirar la cubierta izquierda del panel manejando el destornillador con ambas manos. La pieza cayó al suelo con un ruido que me clavó infinitas púas en el cráneo. Pero los componentes estaban ya a la vista. Con sólo efectuar tres pequeños cambios, me sería posible transmitir, y mi mensaje llegaría finalmente a la Central. Resolví que haría esos cambios y enviaría la información más dañina que tuviera en mi poder, para que, en el lugar de destino, la vincularan con algo similar; y un día todo eso sugeriría un interrogante, y ese interrogante podía llevar a destruir lo que entonces me atormentaba.
—¡Va en serio! —dije en voz alta— ¡Si no cesa ahora mismo, lo haré!
Fue como quitarse un par de guantes extraños: volví a la simple realidad.
Me levanté trabajosamente y cerré el tablero. Ahora podría fumar ese cigarrillo que había tratado de encender un rato antes.
Al aspirar la tercera bocanada, oí el ruido de la puerta exterior al abrirse y volverse a cerrar. El doctor Barthelme entró en la habitación; era un hombre bajo, tostado por el sol, delgado pero fuerte; tenía cabellos grises y ojos azules.
—Jim! —dijo, levantando una mano,—. ¿Qué pasa?
—Nada —repliqué—. Nada.
—Lo vi correr. Se cayó, ¿no es cierto?
—Sí. Tenía ganas de correr hasta aquí. Me resbalé y me disloqué un tobillo. No es nada.
—¿Y por qué tanta prisa?
—Nervios. Todavía estoy malhumorado, fuera de quicio. Tenía necesidad de correr, o algo así, para tranquilizarme. Decidí venir hasta aquí para llevarme un libro.
—Puedo darle un tranquilizante.
—No, gracias; no hace falta.
—¿Qué estaba haciendo con esa máquina? No se nos permite tocar esos...
—El partel lateral se desprendió cuando pasé. Estaba por colocarlo en su sitio.
Y agregué, mostrando el destornillador:
—Las tuerquitas deben haberse soltado.
—¡Oh!
Me incliné y puse el partel en su lugar. Mientras estaba ajustando los tornillos sonó el teléfono. Barthelme se dirigió al escritorio, conectó la extensión y se puso a la escucha.
—Sí, un momento —dijo en seguida.
Y se volvió hacia mí.
—Es para usted.
—¿De veras?
Me acerqué al escritorio. Mientras cogía el teléfono, dejé caer el destornillador en el cajón y lo cerré.
—¡Hola!
—Bien —dijo la voz—. Será mejor que charlemos. ¿Quiere venir a verme ahora mismo?
—¿Dónde está usted?
—En casa.
Está bien. Voy.
Y corté.
—Después de todo, no necesito ningún libro —dije—. Me llegaré hasta Andros.
Es muy tarde. ¿Está seguro de sentirse bien?
Ahora me siento bien. Lamento haberlo preocupado.
Pareció tranquilizarse. Por último, aflojó el cuerpo y sonrió apenas.
A mí, sí me hace falta un sedante —dijo—. Con todo lo que ha pasado... Ya sabe. Tuve miedo de que a usted también le ocurriera algo.
Bueno, ya pasó.Y lo que pasó no tiene remedio.
—Claro, claro... Bueno, que lo pase bien.
Se dirigió hacia la puerta.Yo salí tras él, apagando la luz al cerrar.
—Buenas noches, entonces.
Buenas noches.
Lo vi alejarse hacia su vivienda y me encaminé hacia la zona de amarre. Me decidí por el Isabella y subí. Un momento después iba ya navegando, todavía intrigado. En último término, la curiosidad puede ser la solución de la naturaleza al problema de la superpoblación.
Fue el Primero de Mayo; no hace tanto tiempo, aunque parezca una eternidad.Yo estaba en el bar del capitán Tony, en Key West; me habia sentado en el extremo derecho del mostrador, cerca del hogar, para beber una de mis periódicas cervezas. Algo después de las once, cuando estaba a punto de considerar fracasada la cita, Don entró por la gran puerta frontal. Echó una mirada a su alrededor, pasándome por alto, y localizó un banco vacío en el extremo opuesto del mostrador. Lo ocupó y pidió algo. Había muchas personas entre él y yo; un conjunto musical acababa de subir al escenario, situado a mis espaldas, para comenzar con una ensordecedora pieza. Por un rato nos limitamos a permanecer sentados, quizá pensando.
Después de diez o quince minutos, Don se levantó y cruzó el local hacia los baños, pasando por detrás del mostrador. Al rato reapareció, esta vez por mi lado. Sentí que me ponía una mano en el hombro.
—¡Bill! —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Me volví, lo miré fijamente, me hice todo sonrisas.
—¡Sam! ¡Vaya!
Nos estrechamos la mano.
—Aquí no se puede charlar —dijo él—. Hacen mucho ruido.Vamos a otra parte.
—Buena idea.
Un poco después estábamos en un sector oscuro y desierto de la playa, aspirando el aliento salado del océano y escuchando su rumor entre algunas salpicaduras ocasionales. Nos detuvimos y yo encendi un cigarrillo.
—¿Sabías que en el curso de doce meses la corriente de Florida arrastra más de dos millones de toneladas de uranio por aquí? —preguntó.
—Francamente, no lo sabía.
—Bueno, ahora lo sabes. ¿Y sobre delfines, qué sabes?
—Eso sí —dije—. Son criaturas hermosas y mansas, tan bien adaptadas a su ambiente que no les hace falta enrarecerlo para disfrutar de la vida. Son extremadamente inteligentes, colaboradores, y parecen totalmente desprovistos de malícia. Son...
—Ya basta —dijo Don, levantando la mano—. Te gustan los delfines. Sabía que dirías eso. A veces te pareces a ellos: nadas a través de la vida sin dejar huellas, rescatando cosas para mí.
—Me entiendo bien con los peces. Eso es todo.
—Como siempre —asintió él—. Pero este caso es sencillo, cosa de sí o no, y no lo llevará mucho tiempo. Está bastante cerca de aquí y el incidente ocurrió hace unos pocos días.
—¡Oh! ¿De qué se trata?
—Quisiera absolver a un grupo de delfines de una acusación de homicidio.
Si esperaba algún comentario de mi parte, se llevó una desilusión. En silencio, traté de recordar cierta noticia leída en los periódicos de la semana anterior. Dos hombres rana habían sido muertos en uno de los parques submarinos situados hacia el este por unas mismas fechas, se había detectado en esa zona una peculiar actividad por parte de los delfines. Los hombres habían sufrido numerosas mordeduras producidas por una criatura cuya mandíbula respondía a la forma de la del Tursiops truncates, el delfín con nariz de botella, visitante habitual, y a veces residente, de esos mismos parques. El sitio donde ocurriera el incidente habia sido cerrado hasta próximo aviso. Según creí recordar, no se presentaron testigos del suceso y no hubo nuevas noticias al respecto.
—Hablo en serio —dijo Don finalmente.
—Uno de esos hombres era guía diplomado y conocía bien la zona, ¿verdad?
El rostro se le iluminó, a pesar de la oscuridad.
—Sí —respondió—, Michael Thornely. Solía organizar paseos a la luz de la luna. Trabajaba con horario completo en Beltrane Processing, como encargado de mantenimiento y reparaciones subacuáticas en las plantas de extracción. Ex marino, hombre rana, muy capacitado. El otro individuo era un amigo suyo, hombre de tierra firme: Rudy Myers, de Andros. Salieron juntos a una hora inu-sitada y se demoraron más de la cuenta. Mientras tanto, se observó que varios delfines nadaban a toda velocidad. Saltaban por encima de la «pared», en vez de utilizar los portones. Otros utilizaban las salidas normales, pero entraban y salían como enloquecidos. En cosa de pocos minutos, todos los delfines del parque se marcharon. Cuando uno de los empleados salió en busca de Mike y de Rudy, los encontró muertos.
—¿Y qué pintas tú en todo eso?
—El Instituto de Estudios Delfinológicos está disgustado por la mala propaganda que esto representaba para su misión. Sostiene que nunca se ha podido probar un caso en que los delfines atacaran a un ser humano sin provocación. Tienen mucho interés en que éste no sea el primer antecedente, si las cosas han sido de otra manera.
Bueno, en realidad no se ha podido saber. Tal vez fue obra de algún otro animal que también asustó a los delfines.
—No tengo ni idea —dijo encendiendo uno de sus cigarrillos—. Pero no hace mucho que se prohibió en todo el mundo la caza de delfines y empezó a valorarse la labor de los pioneros como Lilly, con su proyecto en gran escala para la educación de esas criaturas. Han obtenido resultados extraordinarios, como sabes. Ya no se trata de averiguar si los delfines son tan inteligentes como el hom-bre; se ha probado que son seres de gran inteligencia, aunque su mente trabaja de modo diferente, y por eso no es muy fácil establecer una comparación. Esa es la causa principal de que perdure el problema de la comunicación, y el público lo tiene muy en cuenta. Por lo tanto, nuestro cliente está preocupado por las inferencias que podrían extraerse del incidente, o sea, que estas criaturas tan poderosas e inteligentes pudieran volverse hostiles al hombre.
—¿Y el Instituto te ha contratado para que averigües?
—Oficialmente, no. Se pusieron en contacto conmigo porque el asunto coincide con mi línea de investigación científica. Pero, sobre todo, se debió a la insistencia de una ancianita que quizás, algún día, deje una fortuna en herencia al Instituto: la señora Lidia Barnes, ex presidenta de la Sociedad Amigos del Delfín, grupo de ciudadanos que trabajó por la legislación en favor de los delfines, hace varios años. En realidad, es ella quien paga mis honorarios.
—¿Y qué papel me tienes reservado en todo esto?
—Beltrane necesitará un reemplazante para Michael Thornley. ¿Crees que podrías aceptar ese puesto?
—Tal vez. Dame más detalles sobre Beltrane y sobre los parques.
—Bien —dijo Don—. Hace cosa de una generación, según creo, el doctor Spencer, de Harwell, demostró que el hidróxido de titanio provocaba una reacción química que separaba los iones de uranio del agua del mar. Sin embargo, era muy costoso. Varios años después, Samuel Beltrane apareció con su técnica de pantalla; fundó una pequeña compañía que creció en muy poco tiempo, instalando plantas de extracción de uranio por toda esta zona de la corriente del Golfo. El proceso era bastante limpio, ecológicamente hablando; sin embargo, en la época en que se inició en los negocios, la presión del público sobre las industrias era muy fuerte y se sintió obligado a demostrar su preocupación al respecto. Por lo tanto, invirtió mucho dinero, mano de obra y equipos en la construcción de cuatro parques submarinos en las proximidades de la isla de Andros. Uno de ellos es especialmente atractivo, gracias a una barrera coralina. Esa obra le permitió evadir una buena suma de impuestos. Pero lo merecía, según he oído decir. Cooperó con quienes estudian a los delfines y les instaló laboratorios en los parques. Cada una de las cuatro zonas está cerrada por una «pared» sónica, una barrera de sonido que mantiene a las criaturas que viven dentro aisladas de las de fuera. Con excepción de los hombres y los delfines. En determinados puntos, el «muro» tiene «portones sónicos», es decir, un par de cortinas sónicas, separadas por varios metros, que se manejan por medio de un simple control situado en el fondo. Los delfines aprenden cómo hacerlo y se lo enseñan unos a otros; además, no tienen inconvenientes en cerrar la puerta una vez que han pasado. Van y vienen, visitando los laboratorios cuando se les antoja, y creo que enseñan a los investigadores tanto como aprenden de ellos.
—Un momento —dije—. ¿Qué pasa con los tiburones?
—Los retiraron de los parques, como primera medida. Y los delfines ayudaron en la operación. Hace más de diez años que no hay ni uno por ahí.
—Comprendo. ¿Y qué autoridad tiene la compañía sobre los parques?
—Ninguna. En la actualidad se limitan a mantener las máquinas en buen estado de funcionamiento.
—Hay otros empleados de Beltrane que trabajen como guías en los parques?
—Unos cuantos lo hacen; a media jornada. Están dentro de la zona, la conocen bien y están muy capacitados.
—Me gustaría ver los informes médicos.
—Aquí los tengo, completos y con fotografías de los cadáveres.
—¿Y el hombre de Andros, Rudy Myers? ¿De qué se ocupaba?
—Era enfermero. Trabajó en varios asilos. Un par de veces fue acusado de robar a los pacientes; la primera vez no se pudo probar nada y la segunda se dejó la sentencia en suspenso. Después abandonó ese tipo de trabajos; eso fue hace unos seis o siete años. Desde entonces, trabajó en varios empleos menores, sin mezclarse en nada sucio. Desde hacía un par de años, trabajaba en la isla atendiendo una especie de bar.
—¿Qué quiere decir «una especie de bar»?
—Tiene sólo autorización para servir bebidas alcohólicas, pero también vende drogas. Sin embargo, como el local está bastante retirado, no ha habido problemas.
—¿Cómo se llama el local?
—El Chickcharny
—¿Y eso qué quiere decir?
—Es una leyenda de estos parajes. Un «chickcharny» es una especie de espíritu de los árboles. Travieso, como los duendes...
—Qué pintoresco. ¿No es en Andros donde vive Martha Millay, la fotógrafa?
—Así es.
—Soy un ferviente admirador de su obra. Me gusta mucho la fotografia subacuática y la de ella siempre es buena. A propósito, ha publicado varios libros sobre los delfines. ¿No se le ha pedido su opinión sobre los asesinatos?
—Está de viaje.
—¡Oh, ojalá vuelva pronto! Me gustaría conocerla.
—¿Aceptas el trabajo, entonces?
—Sí. Lo necesito.
Sacó un pesado sobre del interior de su chaqueta y me lo extendió.
—Ahí tienes copias de todos los datos necesarios. No hace falta recomendarte que...
—No hace falta. La vida de una mariposa será toda una eternidad comparada con la de estos papeles.
Los guardé en mi propia chaqueta y dije a Don:
—Hasta pronto.
—¿Ya te vas?
—Tengo mucho que hacer.
—Buena suerte, entonces.
—Gracias.
Él se marchó por la derecha, yo por la izquierda, y eso fue todo por el momento.
La Estación Uno era algo así como el centro neurálgico de la zona. Era mayor que las otras plantas de extracción; abarcaba la oficina, diversos laboratorios, una biblioteca, un museo, un dispensario, varias viviendas y algunos lugares de diversión. Se trataba de una isla artificial, constituida por una plataforma fija de unos doscientos metros de ancho; desde allí se controlaban otras ocho plantas situadas en la zona. Estaba a poca distancia de Andros, la mayor de las islas Bahamas. Para quien gustara de verse rodeado por agua (y ése era mi caso), el panorama resultaba pacífico y bastante agradable.
El primer día, terminados el viaje y las presentaciones, descubrí que mis tareas eran un tercio de rutina y dos de reacción ante las circunstancias. La parte rutinaria se componía de inspecciones y mantenimiento preventivo. El resto, de reparaciones imprevistas, reemplazos, etcétera. En general, debía convertirme en un hombre para todo servicio subacuático, según lo requirieran las necesidades de cada día.
El doctor Leonard Barthelme, director de la zona, fue el encargado de recibirme y mostrarme las instalaciones. Se trataba de un hombrecito agradable, que parecía tomar con entusiasmo su trabajo; era un viudo de edad madura y, desde hacía casi cinco años, consideraba la estación como su propio hogar. Antes que nada, me presentó a Frank Cashel, a quien encontramos en el laboratorio principal comiendo un emparedado mientras esperaba los resultados de cierta prueba en curso.
Frank tragó un bocado y se levantó con una sonrisa. Mientras nos estrechábamos la mano, Barthelme explicó:
—El señor es James Madison, el nuevo empleado.
Cashel era moreno, salpicado por el blanco de algunas canas; unos cuantos pliegues acentuaban la dureza de la mandíbula y de los pómulos; por encima del cinturón, el vientre empezaba a abultarse.
—Es un placer conocerlo —dijo—. Manténgase atento por si encuentra alguna piedra preciosa, y tráigame una rama de coral de vez en cuando; así nos llevaremos muy bien.
—El hobby de Frank es coleccionar minerales —dijo Barthelme—. Las muestras que tenemos en el museo fueron obtenidas por él. Podrá verlas cuando pasemos, dentro de un rato. Son muy interesantes.
—Muy bien —acepté—. Lo tendré en cuenta. Veremos si le encuentro algo de su interés.
—¿Sabe algo sobre la material —me preguntó Frank.
—Algo. En otros tiempos me gustaba buscar rocas.
—Bueno, se lo agradecería.
Mientras nos alejábamos, Barthelme comentó:
—Frank gana algún dinero adicional con la venta de ejemplares en las exposiciones de piedras preciosas. Yo en su lugar, lo tendría en cuenta antes de traerle muchas muestras o dedicarle demasiado tiempo.
—¡Oh!
—Si tiene ganas de dedicarse a eso más o menos en serio, le aconsejo que ponga las cosas en claro desde el principio, acordando con él un porcentaje sobre las ventas.
—Comprendo. Gracias.
—No quisiera que me interpretara usted mal. Frank es un buen hombre, sólo que algo distraído.
—¿Hace mucho que trabaja aquí?
—Unos dos años. Es geofísico, y de los buenos.
En ese momento, llegamos al pabellón de los equipos, y allí conocí a Andy Deems y a Paul Carter. El primero era un hombre delgado y de aspecto algo siniestro, debido a varias heridas que le marcaban la mejilla izquierda, sin que la barba entera lograra ocultarlas por completo. Carter era alto, rubio, de rostro agradable, con un cuerpo entre corpulento y gordo. Al entrar, los encontramos limpiando algunos tanques. Se secaron las manos, estrecharon la mía y me dieron la bien-venida.
Los dos desempeñaban el mismo tipo de tareas que me corresponderían a mí. La organización de la planta requería que fuéramos cuatro y que trabajáramos en parejas por turnos.
El cuarto empleado era Paul Vallons; en ese momento había salido con Ronald Davies, el encargado de las lanchas, para cambiar cierta unidad sellada en uno de los flotadores. Según me dijeron, Paul había sido el compañero de Mike; ambos eran amigos desde que hicieran el servicio en la Marina; yo tendría que trabajar con él la mayor parte de las veces.
—Pronto te verás reducido a este miserable estado —me dijo Carter alegremente, mientras Barthelme y yo reiniciábamos la marcha—. Que te diviertas, y junta flores.
—Estás amargado porque sudas como un condenado —observó Deems.
—Cuéntaselo a mis glándulas.
En tanto cruzábamos el islote, Barthelme comentó que Deems era el buzo más hábil de cuantos conocía. Había vivido por un tiempo en una de las ciudades-burbuja; tras perder a su esposa y a su hija en el desastre del Rumoko II, volvió a la superficie. Carter, en cambio, había pedido el traslado desde la costa Oeste hacía cosa de cinco meses, tras un divorcio o separación de la que prefería no hablar; Barthelme me mostró el segundo laboratorio, que en ese momento estaba vacío; allí pude admirar un gran mapa iluminado de los mares que circundaban Andros; cada punto luminoso indicaba la disposición y el funcionamiento de los diversos dispositivos que mantenían los «muros» sónicos en torno a los parques y las estaciones. Pude apreciar que estábamos cercados por una barrera que incluía también el parque más próximo.
—¿Dónde ocurrió el accidente? —pregunté.
El doctor se volvió para analizar mi expresión. En seguida señaló un punto de nuestro propio parque.
—Por aquí —dijo—. Hacia el extremo nordeste del parque. ¿Ha oído hablar del asunto?
—No sé más que lo publicado por los periódicos —respondió—. ¿Se ha descubierto algo más?
—No, nada.
Recorrí con la punta del dedo la L invertida que formaban las luces.
—¿No hubo huecos en la «pared»? —pregunté.
—Hace tiempo que no se producen fallas allí.
—¿Cree usted que fue un delfín?
—Soy químico y no especialista en delfines —respondió encogiéndose de hombros—. Pero, a juzgar por lo que he leído, supongo que hay delfines y delfines. El ejemplar común parece ser bastante pacífico, dotado de una inteligencia comparable a la nuestra. Además, deberían estar distribuidos según la vieja curva: la mayor parte en el medio, unos pocos retrasados en una punta y unos pocos genios en la otra. Tal vez ese ataque haya sido obra de un delfín idiota, que no era responsable de sus acciones. O por un Raskolnikov de los delfines. Casi todo lo que se sabe sobre ellos proviene de los estudios realizados sobre especimenes normales. Estadísticamente debe ser así, dado el poco tiempo que llevamos ocupándonos de esto. ¿Qué sabemos sobre sus anormalidades psíquicas? Nada, en realidad.
Y concluyó, volviendo a encogerse de hombros:
—Sí, me parece posible que haya sido un delfín.
Mientras tanto, yo pensaba en una ciudad-burbuja, y en gente que nunca había llegado a conocer, y me preguntaba si los delfines se sentirían alguna vez culpables y desdichados por los actos cometidos. Me deshice de aquellos pensamientos en el preciso momento en que él decía:
—¿No estará usted preocupado ... ?
—Preguntaba por curiosidad, simplemente —dije—. Pero también me preocupa, por supuesto.
Mientras lo seguía hacia la puerta, observó:
—Bueno, recuerde, en primer lugar, que eso ocurrió a bastante distancia, en el parque propiamente dicho. Allí no tenemos ningún equipo en funcionamiento, de modo que no tendrá necesidad de acercarse. Segundo, un grupo del Instituto de Estudios Delfinológicos está revisando toda la zona a conciencia, incluyendo nuestro anexo, con un equipo detector subacuático. Tercero, hasta nuevo aviso se hará funcionar constantemente un radar en cualquier zona donde nuestros empleados deban sumergirse; y además, cuando sea necesario un descenso en profundidad, se enviará también al fondo una jaula contra tiburones y una cámara de descompresión sumergible, por si acaso. Todos los portones han sido cerrados hasta que estas medidas estén en marcha. Y se le proporcionará un arma, un largo tubo de metal con una cápsula y una carga; con eso podrá despachar a cualquier tiburón o delfín furioso.
——Me parece bien —dije caminando con él hacia el edificio siguiente—. Eso me tranquiliza.
—En cualquier caso, yo tenía que hablar con usted de todo esto —dijo—. Pero estaba buscando la forma de hacerlo. También yo estoy más tranquilo ahora que lo hemos aclarado. Éstas son las oficinas. A esta hora están vacías.
Abrió la puerta y le seguí. Escritorios, divisiones, armarios de archivo, máquinas de oficina... Nada fuera de lo común; tal como él lo dijera, estaban desiertas. Al final del corredor central, había una puerta que daba a una callejuela angosta y en seguida se levantaba otro edificio. Allí entramos.
—Éste es nuestro museo —dijo Barthelme—. A Samuel Beltrane, se le ocurrió que estaría bien tener algo así para mostrar a nuestros visitantes. Está lleno de objetos marinos, y tenemos también unos cuantos modelos de nuestros equipos.
Contra lo que yo esperaba, los modelos de equipos no eran lo más abundante. El suelo estaba cubierto por una alfombra verde. Cerca de la puerta frontal, había una maqueta de la estación con toda la maquinaria del interior expuesta a la vista. Contra la pared, varios estantes exhibían versiones en mayor escala de los componentes más importantes; uno o dos párrafos explicaban su historia y su utilidad. Había un cañón antiguo, dos reflectores, varias hebillas de cinturón, unas cuantas monedas y algunos utensilios oxidados; todo eso había sido rescatado de un navío naufragado varios siglos atrás, que yacía aún en el fondo del mar, a poca distancia de la estación. Enfrente había una colección de esqueletos marinos, acompañados de dibujos en color del animal completo, desde el pececito más diminuto al delfín, y una réplica a escala natural de un gran tiburón. Decidí volver solo para estudiar todo eso, cuando tuviera tiempo. Separada de los peces por una ventana, estaba la colección de minerales de Cashel; era una gran sección, y cada piedra había sido cuidadosamente colocada y etiquetada. Frente a ella, colgaba una acuarela algo extraña, pero atractiva, titulada Paisaje de Miami; en una de las esquinas inferiores, se leía la firma: Cashel.
—Así que Frank pinta —dije—. No está mal.
—No es Frank, sino Linda, su esposa —corrigió el doctor—. Ahora se la presentaré. Debe de estar en el cuarto de al lado. Se ocupa de la biblioteca y de todas nuestras tareas de oficina.
Al pasar por la puerta que comunicaba con la biblioteca, pude ver a Linda Cashel. Estaba sentada ante un escritorio, escribiendo, y levantó la vista al oírnos entrar. Parecía tener unos veinticinco o veintiséis años; su pelo, largo y desteñido por el sol, estaba sujeto sobre la nuca con una hebilla con piedras preciosas incrustadas. Ojos azules, rostro alargado de barbilla hendida, y nariz ligeramente respingada, con unas cuantas pecas. Ante la presentación de Barthelme, exhibió una hilera de dientes perfectos y muy blancos.
—Cuando quiera un libro... —dijo.
Eché una mirada a los estantes, las cajas y las máquinas.
—Tenemos varias copias de las obras de referencia que usamos a menudo —explicó ella—. En cuanto a lo demás, puedo conseguir fotocopias de un día para otro. Hay varias secciones de literatura en general y novelas por allí.
Señaló una estantería situada junto a la ventana frontal, y prosiguió:
—También hay registros grabados en casetes, a su derecha; casi todos son ruidos submarinos: sonidos emitidos por los peces y cosas por el estilo, parte del estudio constante que hacemos para la Fundación Nacional de Ciencias. La última estan-tería contiene grabaciones musicales para nuestro propio entretenimiento. Todo está catalogado aquí.
Se levantó a indicó un índice pegado en el archivo.
—Si quiere llevarse algo cuando no haya nadie aquí —agregó—, le agradecería que anotara en este libro el número, su nombre y la fecha.
Indicó con la mirada un libro de registros que estaba sobre el escritorio.
—Y, si quiere quedarse con algo durante más de una semana, avíseme, por favor. También hay un equipo de herramientas en el último cajón, por si alguna vez necesita un par de alicates. No olvide volver a guardarlos allí. No se me ocurre nada más que pueda decirle. ¿Alguna pregunta?
—¿Puede dedicarse a la pintura últimamente? —pregunté.
—¡Oh! —exclamó, volviendo a sentarse—, ha visto mi paisaje. Mucho me temo que éste es el único museo que exhiba mis obras. Prácticamente he dejado de pintar. Sé que no sirvo.
—No me desagradó mi cuadro.
Ella frunció los labios.
—Cuando sea mayor y más sabia —dijo— y esté en alguna otra parte, tal vez vuelva a probar. Ya he hecho todo lo posible con el agua y las costas.
No se me ocurrió qué contestar y esbocé una sonrisa. Ella hizo lo mismo. Nos despedimos. Barthelme me concedió el resto de la mañana para instalarme en mi cabaña, que había sido la vivienda de Michael Thornley. Eso hice.
Después del almuerzo, me dirigí al pabellón de los equipos, para trabajar con Deems y Carter. Terminamos temprano. Como no era tiempo aún para pensar en la cena, me llevaron a nadar, para visitar el buque hundido.
Los restos estaban a unos quinientos metros hacia el sur, fuera del «muro» y a unas veinte brazas de profundidad. Parecía misterioso y fantástico (esas cosas siempre lo parecen), a la luz de los rayos ondulantes que proyectábamos. Un mástil quebrado, un bauprés suelto, parte de la cubierta y una regala hecha pedazos: sólo eso era visible sobre el lodo; una horda de pececitos asustados por nuestra presencia iban y venían por entre los agujeros del casco, y una cortina de algas se mecía al impulso de las corrientes. Eso era todo cuanto quedaba de tantas esperanzas puestas en algún lejano viaje, del trabajo de los armadores, y quizá de varias personas, cuya última visión fue una tormenta o una espada; después, el gris, el verde, el azul, súbitos remolinos, el frío...
O tal vez lograron llegar a Andros para cenar, como lo hicimos nosotros. Comimos en un local cercano a la costa, con los clásicos manteles a cuadros blancos y rojos, donde se acumulaban todos los objetos de fabricación humana; el interior de Andros, en cambio, estaba atestado por manglares, bosques de pinos y caobas, palomas, patos y codornices. La comida era buena y yo estaba hambriento.
Hicimos un rato de sobremesa, charlando y fumando. Me faltaba conocer a Paul Vallons, pero al día siguiente debía trabajar con él. Pregunté a Deems cómo era.
—Corpulento, más o menos de tu tamaño. Es buen mozo. Algo reservado. Muy buen nadador. Mike y él solían salir todos los fines de semana por el Caribe. Apostaría a que tenían una muchacha en cada isla.
—¿Y cómo... se ha tornado las cosas?
Bastante bien, parece. Como te dije, es algo reservado; no exterioriza sus sentimientos. Mike y él eran amigos de muchos años.
En tu opinión, ¿qué fue lo que mató a Mike?
En ese momento, Carter resolvió intervenir:
—Uno de esos condenados delfines. No sé por qué empezamos a jugar con ellos. Una vez, uno de ellos se abalanzó contra mí desde abajo y estuvo a punto de quebrarme un hueso.
—Son juguetones —observó Deems—. No quería hacerte daño.
—Yo creo que sí. ¡Y esa piel resbaladiza parece un globo mojado! ¡Asqueroso!
—Es un prejuicio tuyo. Son como cachorritos. Debes tener algún complejo sexual.
—¡Vete al diablo! —exclamó Carter—. Son...
Como todo había comenzado por mi culpa, me sentí obligado a cambiar de tema. Por lo tanto, pregunté si era cierto que Martha Millay vivía en esa isla.
—Sí —respondió Deems, aprovechando la ocasión—.Tiene una casa a cinco kilómetros de aquí, por la costa. Muy bonita, según tengo entendido, aunque sólo la he visto desde el mar; con puerto propio. Ella tiene un hidroavión, un bote a vela, una lancha con cabina grande y dos lanchitas de gran velocidad. Vive sola en un edificio largo y bajo, casi metido en el agua. No hay siquiera una ruta que lleve hacia allí.
—Admiro sus trabajos desde hace mucho tiempo. Me gustaría conocerla algún día.
Él meneó la cabeza.
—No creo que puedas. No le gusta la gente. Ni siquiera tiene teléfono o, si lo tiene, no figura en guía.
—¡Qué pena! ¿Tienes idea de por qué es así?
—Bueno...
—Es deforme —explicó Carter—. Una vez me encontré con ella, en el agua. Ella estaba anclada y yo iba de camino hacia una de las estaciones. Eso ocurrió antes de que yo oyera hablar de ella, de modo que me acerqué para saludarla. Estaba tomando fotografías a través del fondo de vidrio de su embarcación. Al verme, empezó a gritar y me hizo señas de que me alejara, porque estaba asustando a los peces. Tomó una lona y se la echó sobre las piernas. Sin embargo, logré echarle un vistazo. Desde la cintura hacia arriba es una mujer normal y bonita, pero tiene las caderas y las piernas torcidas y feas. Me dio pena haberla perturbado, no supe qué decir. Le grité: «Disculpe», la saludé con la mano y pasé de largo.
—Me han dicho que ni siquiera puede caminar —dijo Deems—, aunque se la tiene por una excelente nadadora. Por mi parte, nunca la he visto.
—¿No saben si fue por algún accidente?
—Creo que no —respondió Deems—. Es medio japonesa, y se dice que la madre era uno de los bebés de Hiroshima. Parece algún daño genético.
—Lástima.
—Sí.
Nos preparamos para regresar. Más tarde, completamente desvelado, pensé largo rato en los delfines, en buques hundidos y gente ahogada, en gente medio deforme y en la corriente del Golfo, que me hablaba sin cesar a través de la ventana. Finalmente acabé por prestarle atención; me apresó y juntos nos hundimos en la oscuridad, hacia donde su rumbo la lleva.
Tal como Deems había dicho, Paul Vallons era más o menos de mi tamaño y bastante buen mozo, del estilo de los modelos para propaganda de ropa. Dentro de veinte años, quizá tuviera un aspecto distinguido. Algunos hombres tienen suerte en todo. Deems también había estado en lo cierto con respecto a su reserva. No era precisamente parlanchín, aunque no por eso dejaba de parecer amistoso. En cuanto a su habilidad como nadador, no pude confirmar ese dato en nuestro primer día de trabajo, pues trabajamos en la costa, mientras Deems y Carter salían a la Estación Tres: otra vez el pabellón.
No me pareció oportuno preguntarle por su antiguo compañero, ni hablar de delfines, y eso mantuvo la conversación en los temas del trabajo que teníamos entre manos, con excepción de unas cuantas generalidades. Así pasó la mañana.
Sin embargo, después del almuerzo había planeado ya algunas cosas para la noche y se me ocurrió que tal vez él sería tan capaz como cualquier otro para informarme con respecto al Chickcharny.
Dejó la válvula que estaba limpiando y me clavó los ojos.
—¿Para qué quieres ir allí? —preguntó.
—Oí mencionar ese local y me gustaría visitarlo.
—Sirven drogas sin autorización —dijo—. No hay inspecciones. Si te gusta la droga, no hay garantías de que no te den cualquier porquería preparada por algún imbécil.
—Me limitaré a la cerveza. Pero quiero visitar el negocio.
Se encogió de hombros.
—No hay mucho que ver allí. Pero...
Se secó las manos, arrancó una hoja vieja de un calendario colgado en la pared y me esbozó rápidamente un mapa. El lugar estaba tierra adentro, entre los pájaros y los manglares, los pantanos y la caoba, algo más al sur que el sitio que yo visitara la noche anterior. Estaba situado sobre un riachuelo, construido sobre pilotes, según me dijo Paul; podría llegar en bote hasta su muelle.
—Creo que iré esta misma noche —dije.
—No olvides lo que te dije.
Asentí guardando el mapa.
La tarde pasó pronto. Llegó un banco de nubes y tuvimos chaparrón (cosa de quince minutos); después, el sol volvió a secar las cubiertas y a calentar el mundo recién lavado. Por segunda vez, terminamos con todo el trabajo bastante temprano. Me di una ducha rápida, me cambié de ropa y salí a conseguir un bote ligero.
Ronald Davies, un hombre alto, de cabellos finos, con acento del norte, me sugirió llevar un bote de carrera llamado Isabella; se quejó de artritis y me deseó que me divirtiera. Se lo agradecí, puse proa hacia Andros y me alejé. Confiaba en que el Chickcharny sirviera también comida, pues no quería perder tiempo deteniéndome en otro sitio.
El mar estaba en calma; las gaviotas se lanzaban en picado o volaban en círculos, entre roncos gritos, mientras la estela de mi bote invadía sus dominios. En realidad, ni yo mismo sabía qué buscaba. No me gustaba actuar así, pero no había alternativa. No tenía una línea de ataque definida y ese caso no tenía por dónde cogerse. Por lo tanto, había decidido reunir tanta información como pudiera, y pronto. La celeridad siempre parece esencial cuando uno no sabe qué es lo que se está enfriando mientras tanto.
Andros se irguió ante mí. Tomando como punto de referencia el sitio donde habíamos cenado la noche anterior, busqué la boca del riachuelo que Vallons me había indicado.
Tardé casi diez minutos en localizarlo; avancé lentamente por su curso arremolinado. De tanto en tanto, se divisaba algún tramo de una ruta polvorienta que corría a lo largo de la orilla izquierda. Pero el follaje se tornó más denso y acabé por perderla totalmente de vista. Al cabo, las ramas se entrecruzaron sobre las aguas y, durante varios minutos, me vi encerrado en un callejón de prematura penumbra, antes de que el cauce volviera a ensancharse. Al doblar un recodo, me encontré en el sitio que había descrito.
Me dirigí hacia el muelle y amarré la embarcación junto a otros botes. Al salir, eché una mirada a mi alrededor. A mi derecha, el único edificio, aparte de un pequeño cobertizo, se extendía por encima de un armazón de madera, tan remendado que difícilmente quedaba algo del material primitivo. A un lado había cinco o seis vehículos estacionados. Un cartel desvaído identificaba el local: EL CHICKCHARNY. Al avanzar, pude ver hacia la izquierda que la ruta de la costa no estaba en tan malas condiciones como yo pensara.
En el interior había un hermoso mostrador de caoba, a unos cinco metros de la puerta; tenía todo el aspecto de haber pertenecido a algún barco. Aquí y allá se veían ocho o diez mesas, varias de ellas ocupadas y, a la derecha del mostrador, una puerta con cortinas. Alguien había pintado un tosco ambiente de nubes en la parte superior.
Me dirigí al mostrador. Era el único ocupante. El camarero, un gordo con barba de tres o cuatro días, dejó su periódico para acercarse a mi.
—¿Qué le sirvo?
—Una cerveza —dije—. Hay algo para comer?
—Un momento.
Se alejó unos pasos y revisó una pequeña nevera.
—¿Emparedados de ensalada de pescado? —preguntó.
—Está bien.
—Me alegro. Porque no hay otra cosa.
Preparó los emparedados, me los trajo y me sirvió la cerveza.
—Era su bote el que acababa de llegar? —preguntó.
—Así es.
—¿Está de vacaciones?
—No; acabo de empezar a trabajar en la Estación Uno.
—¡Oh!, ¿como hombre rana?
—Sí.
Suspiró.
—Entonces, usted debe ser el recambio* de Mike Thornley. Pobre hombre.
En esos casos, prefiero que se utilice la palabra «sucesor» y no «recambio»; de lo contrario, la gente tiene la impresión de ser una bujía de encendido. Pero asentí.
—Sí, ya me enteré —dije—. Qué desgracia, ¿no?
—Venía mucho por este lugar.
—Eso me dijeron ... Y el que murió con él trabajaba aquí, verdad?
Hizo un gesto afirmativo:
—Rudy, Rudy Myers —dijo—. Trabajó aquí un par de años.
—Eran buenos amigos, ¿eh?
—No mucho —respondió meneando la cabeza—. Conocidos solamente. Rudy trabajaba en la trastienda.
Y señaló la cortina con una mirada, agregando:
Ya sabe a qué me refiero. Guía principal, funcionario médico y lavacopas en jefe —dijo con estudiado desdén—. ¿Le interesaría ... ?
—¿Cuál es la especialidad de la casa?
—Paraíso Rosado —dijo—. Es buenísimo.
—¿De qué está compuesto?
—Un poco de euforia, otro poco de laxitud, luces bonitas...
—Dejémoslo para la próxima vez —dije—. ¿Rudy y él salían juntos a nadar?
—No, ésa fue la única vez. ¿Está preocupado?
—No me gusta mucho todo eso. Cuando me dieron este trabajo, no me dijeron que podía servir de comida. ¿Y Mike no comentó nada sobre alguna actividad desacostumbrada en el mar, o algo así?
—No, no que yo recuerde.
—¿Y Rudy? ¿Le gustaba el agua?
Me miró de reojo, apenas frunciendo el ceño.
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque se me ocurre que eso podría tener importancia. Si a él le interesaban esas cosas y Mike descubrió algo especial, tal vez le llevó a verlo.
—¿Como por ejemplo?
—¡Diablos, qué sé yo! Pero, si descubrió algo peligroso, me gustaría saberlo.
La arruga desapareció de su frente.
—No —dijo—. A Rudy no le habría interesado. No habría salido a la puerta ni para ver al monstruo del lago Ness.
—¿Por qué habrá ido, entonces?
—No tengo idea —respondió encogiéndose de hombros.
Tuve la intuición de que una sola pregunta más podía acabar con nuestra hermosa relación. Por lo tanto, comí, bebí, pagué y me marché.
Volví a bajar por el riachuelo hasta el mar abierto, y seguí la costa con rumbo al sur. Deems había dicho que estaba a unos cinco kilómetros de distancia, contando desde el restaurante, y que era un edificio largo y bajo, casi metido en el agua. Bien. ¡Ojalá ella hubiese vuelto ya de ese viaje que Don había mencionado! Como mucho, me ordenaría marcharme. Pero sabía muchas cosas que podían serme de utilidad. Conocía la zona y también los delfines. Yo tenía mucho interés en escuchar su opinión, si la tenía.
Aún había bastante luz cuando divisé la pequeña ensenada, aunque el aire empezaba a tornarse fresco. Disminuí la velocidad y me dirigí hacia ese lugar. Sí, ése era el sitio: una casa edificada contra una escarpada elevación, hacia atrás y hacia la izquierda, con un muelle que avanzaba sobre el agua. A un lado descansaban varios botes, uno de ellos a vela, protegidos por la prolongada curva blanca de un rompeolas.
A una velocidad cada vez menor, rodeé el extremo interior del rompeolas. Allí estaba ella, sentada en el muelle. Al verme, extendió la mano para tomar algo y en seguida dejé de verla, me la ocultó la misma estructura al aproximarme a sotavento. Apagué el motor y até el bote al pilar más próximo, preguntándome a cada instante si al segundo siguiente no la vería aparecer, bichero en mano, lista para repeler a los invasores.
Sin embargo, no ocurrió nada de eso. Trepé entonces por una especie de rampa que me llevó a la parte superior. Ella estaba acabando de ajustarse una falda larga y acampanada; tal vez era eso lo que había tomado al verme llegar. Tenía puesta la parte superior de un bikini y estaba sentada sobre la misma cubierta, cerca del borde, con las piernas ocultas por la tela estampada en verde, blanco y azul. Su pelo era negro y muy largo y los ojos grandes y oscuros. Sus facciones, muy regu-lares, presentaban un aspecto marcadamente oriental, cosa que suelo encontrar muy atractiva. Me detuve en el extremo de la rampa; su mirada me hizo sentir incómodo desde el momento en que se cruzó con la mía.
—Me llamo Madison, James Madison —le dije—. Trabajo en la Estación Uno y soy nuevo aquí. ¿Puedo subir un minuto?
Ya lo ha hecho —dijo, pero en seguida me dirigió una sonrisa cautelosa—. De todos modos, puede terminar de subir y tomarse ese minuto.
Así lo hice; ella no dejó de mirarme fijamente mientras avanzaba. Eso me provocaba una aguda timidez, sensación que había dejado de molestarme desde los comienzos de la adolescencia. Cuando estaba a punto de apartar la vista, me dijo:
—Soy Martha Millay, para completar la presentación.
Y volvió a sonreír.
—Soy un viejo admirador de su obra —comenté—, aunque ése es sólo uno de los motivos que me traen aquí. Tenía la esperanza de que usted me diera confianza en la seguridad de mi propio trabajo.
—Por los homicidios —dijo.
—Sí, exactamente. Me gustaría conocer su opinión.
—Muy bien, no tengo ningún reparo en darla —respondió—. Pero yo estaba en la Martinica cuando ocurrió el hecho; no sé más que lo leído en los periódicos y lo que me dijo por teléfono un amigo perteneciente a la Sociedad de Investigaciones Delfinológicas. De cualquier modo, llevo años de relación con los delfines, años enteros fotografiándolos, jugando con ellos, amándolos ... Y no creo que un delfín pueda matar a un ser humano.
Eso contradice toda mi experiencia al respecto. Por algún motivo (tal vez por algún delfinesco concepto referido a la hermandad de la inteligencia consciente), los humanos somos muy importantes para ellos, tan importantes que cualquiera de ellos, según creo, preferiría morir antes de ver morir a uno de nosotros.
—En ese caso, ¿usted descarta la idea de que un delfín pueda matar, incluso en defensa propia?
—Así lo creo, aunque no tengo prueba alguna. De todos modos, hay un detalle más importante para usted, y es que esos asesinatos, por sus características, me parecen totalmente ajenos a los delfines.
—¿Por qué?
—Me parece muy extraño que un delfín emplee los dientes en la forma en que los describieron. Dada la constitución física de los delfines, el rostro, o el pico, contiene cien dientes, de los cuales ochenta y ocho están en la mandíbula inferior. Sin embargo, en el caso de que entren en lucha con un tiburón o con una ballena, por ejemplo, no los emplea para morder o desgarrar, sino que los cierra fuertemente, con lo que se ve armado de una estructura muy rígida, y utiliza la mandíbula inferior, con su considerable impulso, para embestir a su oponente. La parte anterior del cráneo es bastante gruesa, y el cráneo en sí lo suficientemente grande como para soportar los enormes impactos de los golpes que asesta de ese modo; y son violentísimos, pues los delfines tienen poderosos músculos en el cuello. Esta técnica los capacita para matar a un tiburón. Por lo tanto, aunque aceptara el argumento de que los delfines pueden haber hecho algo así, no admito que mordieran a las víctimas: las hubieran matado a golpes.—
—¿Y por qué no lo explicaron los del Instituto?
—Lo hicieron —respondió ella con un suspiro—. Pero los medios informativos ni siquiera publicaron esa declaración. Por lo visto, nadie dio a ese episodio mucha importancia, y no valía la pena seguir con eso.
Apartó al fin los ojos de mí, para perder la mirada en el agua. Después añadió:
—Creo que es peor la indiferencia por el daño que se causa al publicar sólo una versión de la historia que la verdadera malicia intencionada.
Al verme absuelto de su mirada, me agaché para sentarme en el borde del muelle, dejando colgar las piernas desde allí. Tener que mirarla de pie, desde arriba, era una incomodidad aún mayor. También yo dejé ir la mirada desde su amarradero.
—¿Un cigarrillo? —propuse.
—No fumo.
—¿Me permite que lo haga?
—Adelante.
Encendí un cigarrillo y aspiré el humo. Después de meditar por un instante, pregunté:
—¿Tiene alguna idea sobre cómo pudieron producirse esos homicidios?
—Pudo ser un tiburón.
—Pero no hay tiburones en esta zona desde hace años. Los «muros»...
Ella se echó a reír.
—Hay muchas formas de las que pudo entrar un tiburón —dijo—. Una grieta en el fondo, que haya formado una especie de túnel por debajo del muro. Un cortocircuito momentáneo en uno de los proyectores, que pudo pasar inadvertido; o tal vez un cortocircuito permanente que el sistema de controles no detectó. Por otra parte, la frecuencia utilizada en el «muro» es muy perturbadora para muchas especies marinas, pero no fatal por necesidad. Normalmente, los tiburones tratan de evitar ese muro, pero alguno pudo haber pasado, obligado por alguna causa extraña, y se encontró atrapado dentro.
—Podría ser —dije—. Sí, gracias. No me ha desilusionado en absoluto.
—Yo habría pensado que sí.
—¿Por qué?
—No he hecho más que tratar de reivindicar a los delfines y demostrar que pudo ser un tiburón. Según dijo usted, quería oír algo que lo hiciera sentirse más seguro en su trabajo.
Volví a sentirme incómodo. De pronto había tenido la impresión irracional de que ella me conocía a fondo y estaba jugando conmigo.
—Usted dice que siente interés por mi obra —observó ella súbitamente—. ¿Conoce también los dos libros de fotografías de delfines?
—Sí; me gustaron mucho los textos.
—No eran gran cosa —dijo—, y ya hace varios años que los escribí. Tal vez eran demasiado caprichosos. Hace mucho que no los releo.
—En mi opinión, se ajustaban admirablemente al tema: pequeños aforismos al estilo Zen para cada fotografía.
—¿Recuerda algo en especial?
—Sí —respondí, pues uno acudía súbitamente a mi memoria—. Recuerdo una instantánea de un delfín en medio de un salto; usted captó su sombra en el agua, y anotó como epígrafe: «En la ausencia del reflejo, qué dioses ... ».
Ella rió suavemente.
—Durante mucho tiempo, ése me pareció quizá demasiado astuto. Sin embargo, cuando llegué a conocer mejor ese tema, comprendí que no lo era.
—Muchas veces me he preguntado qué clase de religión o de sentimientos religiosos pueden tener —observé—. Ése ha sido un elemento común entre todas las razas humanas. Parecería que algo de eso surge en cuanto se alcanza cierto nivel de inteligencia, con el fin de explicar las cosas que aún están más allá del entendimiento. Me intriga la forma que podría tomar entre los delfines. ¿Usted tiene alguna idea al respecto?
—He pensado mucho en eso mientras los observaba —respondió ella—, tratando de analizar su carácter según la conducta, la fisiología. ¿Conoce las obras de Johan Huizinga?
—Vagamente —repliqué—; hace años leí Homo Ludens y tuve la impresión de que era el borrador de alguna obra que jamás elaboró por entero. Pero recuerdo la premisa básica: la cultura comienza como una especie de sublimación del instinto lúdico y, por un tiempo, perduran elementos de representaciones sagradas y contiendas festivas en las instituciones que se desarrollan; quizá jamás dejan de estar presentes de un modo a otro. Sin embargo, su análisis no ahondaba mucho en los tiempos modernos.
—Sí —confirmó ella—. El instinto lúdico. Muchas veces me ha parecido, mientras los observaba jugar, que su perfecta adaptación al medio les ha hecho innecesaria la creación de instituciones sociales complejas. Por lo tanto, cualquier elemento de ese tipo que posean ha de estar mucho más próximo a las situaciones primitivas consideradas por Huizinga: una condición vital llena de franca indulgencia, de luchas y representaciones festivas.
—¿una religión del juego?
—No es tan simple, aunque eso es parte del esquema. El problema, en este caso, radica en el idioma. Huizinga empleó la palabra latina ludus por cierta razón. A diferencia del idioma griego, que tiene varias palabras para indicar, por ejemplo, el odio, la competencia en deportes, las diferentes formas de pasar el tiempo, el latín refleja la unidad básica de todos esos términos resumiéndolos en un concepto simple por medio de la palabra ludus. Obviamente, las distinciones que hacen los delfines entre el juego y lo serio son diferentes de las nuestras, tal como las nuestras son diferentes de las de los griegos. Sin embargo, según nuestro modo de entender la palabra ludus, y según comprendemos que unifica ejemplos de actividades muy diversas considerándolas distintas clases de juego, tenemos una base mejor, tanto para la conjetura como para la interpretación.
—¿Y por esos medios ha deducido usted la religión que poseen?
—No la he deducido, claro está. Sólo puedo hacer unas cuantas conjeturas. Dice usted que no tiene la menor idea?
—Bueno, si me viera obligado a adivinar, diría que debe ser alguna especie de panteísmo, tal vez similar a las formas menos contemplativas del budismo.
—¿Por qué «las menos contemplativas»?
—Por la actividad que despliegan —expliqué—. Ni siquiera duermen del todo, ¿verdad? De tanto en tanto, deben subir a la superficie para respirar.
No cesan de moverse. ¿Cómo les sería posible reposar bajo una rama de coral, equivalente al árbol de boj?
—¿Cómo cree que sería su mente si nunca durmiera?
—Me resulta bastante difícil imaginarlo. Supongo que sería perturbador después de cierto tiempo, a menos que...
—¿A menos que?
A menos que me permitiera ensueños periódicos.
—Creo que ése es el caso de los delfines, aunque, dada la capacidad cerebral de que gozan, no es imprescindible que sea periódico.
—No lo comprendo.
—Creo que están lo bastante dotados como para vivir esos ensueños simultáneamente con otros pensamientos, en vez de hacerlo sucesivamente.
—Es decir, que estarían siempre soñando un poco. Tomándose unas vacaciones mentales, divagando, dejando a un lado el tiempo.
—Así es. También nosotros lo hacemos, hasta cierto punto. Siempre hay cierta meditación de fondo, cierta interferencia mental mientras consideramos los pensamientos que ocupan nuestra conciencia. Aprendemos a suprimirla, y eso es lo que llamamos concentración. Es, en cierto sentido, una forma de evitar la ensoñación.
—¿Y, según su modo de ver, los delfines sueñan y atienden sus procesos mentales normales, todo al mismo tiempo?
—En cierto modo, sí. Pero también intuyo que la ensoñación, en sí, es un proceso algo diferente.
—¿En qué sentido?
—Nuestros sueños son fundamentalmente visuales, ya que nuestras vigilias se orientan visualmente. El delfín, por el contrario...
—... se orienta gracias al oído. Sí. Aceptado ese efecto de ensoñación constante y aplicándolo a su estructura neurofisiológica, resultaría que chapotean para gozar del sonido.
—Más o menos, ésa es la idea. ¿Y si esa conducta respondiera a una forma de ludus?
—No lo sé.
—Cierta forma de ludus, a la cual Los griegos consideraban, naturalmente, como una actividad independiente, la llamada diagoge, que puede traducirse como recreación mental. La música figuraba en esa categoría; Aristóteles, en su Política, razonaba sobre el beneficio que puede ofrecer y acababa aceptando que la música puede conducir a la virtud, pues da armonía al cuerpo, promueve cierto ethos y nos permite disfrutar las cosas en la forma correcta..., sea esto lo que sea. Pero, si consideramos la posibilidad de una ensoñación acústica desde este punto de vista, como una variedad musical de ludus, ¿no sería una forma de promover cierto ethos, de alentar una manera determinada de disfrutar las cosas?
—Posiblemente, si fuera una experiencia compartida.
—Aún no sabemos qué significan muchos de sus sonidos. Suponga que estuvieran vocalizando parte de esa experiencia.
—Podría ser, aceptadas sus otras premisas.
—Eso es todo lo que puedo ofrecerle —dijo—. Por mi parte, veo un significado religioso en las expresiones espontáneas de diagoge. Usted puede no estar de acuerdo.
—No lo estoy. Lo aceptaría como una necesidad fisiológica o psicológica, hasta como una forma de juego, o ludus, como usted lo ha propuesto. Pero no tengo modo de saber si esa actividad musical es una auténtica expresión religiosa, de manera que allí acaba el asunto, a mi modo de ver. En el estado actual de nuestros conocimientos, no comprendemos su ethos ni su modo peculiar de considerar la vida. Para ellos, sería poco menos que imposible transmitir un concepto tan extraño y sofisticado como el que usted acaba de desarrollar, aunque la barrera del idioma no fuera tan infranqueable como lo es ahora. A menos que halláramos la forma de meternos dentro de ellos para averiguarlo, no veo cómo se podría probar la existencia de sentimientos religiosos, aunque cada una de sus conjeturas fuera correcta.
—Usted tiene razón, por supuesto —dijo—. La conclusión no es científica a menos que se pueda demostrar. No puedo demostrarla, pues es sólo una intuición, una sensación, una inferencia..., y la ofrezco sólo como tal. Pero, si los observa jugar algún día, escuche sus sonidos. Piense. Trate de sentirlo.
Seguí contemplando el cielo y el agua. Ya había averiguado cuanto quería saber de ella, y el resto era sólo para pasar el rato, pero no todos los días se tiene la oportunidad de tales charlas. Comprendí que la muchacha me gustaba mucho más de lo que había esperado, que me había fascinado con su conversación, y no sólo a causa del tema. En parte para prolongar las cosas y en parte por verdadera curiosidad, dije:
—Continúe. Cuénteme el resto, por favor.
—¿El resto?
—Usted ve en eso una religión, o algo similar. Dígame cómo cree que es.
Vaciló antes de responder:
—No lo sé. Cuantas más conjeturas se hacen, más ridículas resultan. Dejémoslo así.
Pero eso me dejaba muy poco por decir: «Gracias», y «Buenas noches». Animé a mi mente para que trabajara dentro de los parámetros fijados por ella, y me vino a la mente la mención que hiciera Barthelme con respecto a la curva normal de distribución en cuanto a los delfines.
—Si es como usted dice —comencé—, si expresan e interpretan constantemente su personalidad y su universo por medio de una especie de canto sublimal, es posible que, como en todos los aspectos, algunos sean mejores que otros. Cuán-tos Mozarts habrá, aun en una raza de músicos? ¿Cuántos campeones, en una nación de atletas? Si todos juegan una diagoge religiosa, algunos deben ser superiores a los demás en el juego. ¿Serían los sacerdotes o los profetas? Los bardos? Los músicos sagrados? ¿Serán templos las zonas en donde ellos habitan, o lugares sagrados? ¿Una Meca o un Vaticano delfinescos? ¿Un Lourdes?
Ella se echó a reír.
—Se está entusiasmando demasiado, señor... Madison.
La miré fijamente, tratando de desentrañar la expresión aparentemente divertida con que me sonreía.
Usted me dijo que pensara en ello —repliqué—, que tratara de sentirlo.
—Sería extraño que usted estuviera en lo cierto, ¿no es verdad?
Asentí.
—Y tal vez el peregrinaje valdría la pena —dije levantándome—, si se pudiera hallar un intérprete. Le agradezco el minuto que me tomé y los que usted me concedió. ¿Le molestaría mucho que la visitara alguna otra vez?
—Lo siento, pero estoy bastante ocupada —respondió.
—Comprendo. Bien, le agradezco lo que ha hecho. Buenas noches.
—Buenas noches.
Bajé por la rampa hasta el bote, lo puse en marcha y lo conduje a través del rompeolas hacia el mar, que se iba oscureciendo. Sólo una vez volví los ojos atrás, con la esperanza de descubrir a quién me recordaba, sentada allá arriba, con la mirada perdida sobre las olas. Tal vez a la Sirenita.
No respondió a mi ademán de despedida. Pero la luz era ya mortecina, y tal vez no me vio hacerlo.
Al llegar a la Estación Uno, me sentí lo bastante inspirado como para dirigirme al edificio de oficinas-museo-biblioteca, para ver qué material de lectura podía conseguir sobre los delfines.
Crucé el islote hacia la puerta frontal; tras pasar junto a las maquetas y las colecciones del museo, sumidas en las sombras, me volví hacia la derecha y abrí la puerta. La luz estaba encendida, pero no había nadie. En los registros figuraban varios libros que no había leído. Los busqué para hojearlos, elegí dos y tomé el libro para anotar el retiro.
Mientras lo hacía, uno de los nombres anotados en el primer renglón de la página atrajo mi atención: Mike Thornley. Al mirar la fecha, comprobé que la anotación había sido hecha el día anterior a su muerte. Terminé de registrar mi propio retiro, y decidí averiguar qué se había llevado para leer en la víspera de su desgracia. Para leer y para escuchar. Porque había tres títulos, y el prefijo agregado a uno de los números de registro indicaba que se trataba de una grabación.
Los dos libros eran novelas ligeras de gran circulación. En cambio, al hallar la cinta, me sentí poseído por una extraña sensación. No estaba en la sección de música, sino en la de biología submarina. Más exactamente, era la grabación de los sonidos emitidos por la ballena asesina.
Aunque mis pocos conocimientos sobre el tema bastaban para deducirlo, para mayor seguridad, verifiqué el dato con uno de los libros que había retirado. Efectivamente, la ballena asesina era, sin lugar a dudas, el mayor enemigo del del-fín; hacía más de una generación, se habían realizado experimentos en el Centro Nacional Submarino de San Diego, utilizando la grabación de los sonidos emitidos por la ballena asesina para asustar a los delfines, con el propósito de idear un artefacto para alejarlos de las redes de atún, donde se degollaban con frecuencia.
¿Para qué lo quería Thornley? Si lo habían utilizado en una unidad transmisora sumergible, podía ser la explicación de la desacostumbrada conducta observada en los delfines del parque en el momento del asesinato. Pero ¿por qué?
Hice lo que hago siempre cuando me siento confundido: me senté y encendí un cigarrillo.
Aquello revelaba aún más a las claras que las cosas no eran como parecieran en el primer momento, y me obligaba también a considerar una vez más la aparente naturaleza del ataque. Pensé en las fotografías de los cadáveres y en los informes médicos que había estudiado.
Mordidos, masticados, desgarrados.
Hemorragias arteriales, carótida...
Yugular afectada; numerosas laceraciones sobre hombros y pecho...
Según dijera Martha Millay, un delfín no hubiese actuado de ese modo. Sin embargo, no podía olvidar que sus dientes, aunque no muy grandes, eran afilados como agujas. Empecé a hojear los libros, en busca de fotografías de mandíbulas y de dientes.
En ese momento, se me ocurrió una idea llena de implicaciones oscuras: en el cuarto contiguo había un esqueleto de delfín.
Tras aplastar la colilla de mi cigarrillo, me levanté para pasar al museo. La llave de la luz no estaba a la vista. Mientras la buscaba, oí que se abría la puerta en el lado opuesto de la habitación.
Al volverme, vi a Linda Cashel en el umbral. Dió un paso en mi dirección, quedó petrificada y contuvo el inicio de un grito involuntario.
—Soy yo, Madison —dije—. Lamento haberla asustado. Estoy buscando la llave de la luz.
Pasaron varios segundos antes de que contestara:
—¡Oh! Está detrás de la colección. Se la mostraré.
Cruzó el cuarto hasta la puerta principal y metió la mano tras un modelo de componente. Se encendió la luz y ella soltó una risa nerviosa.
—Me asustó —dijo—. Me quedé trabajando fuera de hora, algo no muy común. Me sentí fastidiada y salí a tomar el aire. No lo vi entrar.
—Ya tengo los libros que buscaba —repliqué—; en cualquier caso, gracias por encender la luz.
—Permítame que anote el retiro.
—Ya lo hice —respondí—; los dejé allá dentro, porque quería echar otro vistazo a las colecciones antes de volver a casa.
—¡Oh! Bueno, estaba por cerrar. Si quiere quedarse un rato, le dejaré esa tarea.
—¿En qué consiste?
—Sólo en apagar las luces y cerrar las puertas. No echamos la llave. Ya he cerrado las ventanas.
—Está bien, lo haré. Y discúlpeme por haberla asustado.
—No se preocupe, no pasó nada.
Se dirigió a la puerta de entrada y se volvió a mirarme con una sonrisa, que esta vez fue más convincente.
Buenas noches —dijo.
—Buenas noches.
Mi primera impresión fue que no había señales de que se hubiese presentado trabajo extra desde la última vez que estuve en las oficinas; la segunda, que ella había tratado de mostrarse demasiado convincente, y la tercera resultó bastante innoble.
Pero las pruebas del pastel no se desvanecerían. Volví mi atención al esqueleto del delfín.
La mandíbula inferior, provista de dientes agudos y brillantes, me dejó fascinado; el tamaño era lo más interesante, o casi. Lo más curioso era el hecho de que los alambres que la sostenían en sus sitios estuvieran limpios, desprovistos de toda herrumbre, relucientes en los extremos, como si los hubiesen cortado poco tiempo atrás; en cambio, los otros alambres que sostenían el esqueleto se veían opacos y oxidados.
En cuanto al tamaño, me llamó la atención comprobar que era el adecuado para convertir esa mandíbula en un arma práctica y eficaz.
Eso era todo. Y era bastante. Pero dejé correr mis dedos sobre los huesos maxilares y premaxilares, hacia atrás, siguiendo el rostro; aferré la mandíbula una vez más, sin saber por qué, hasta que una grotesca imagen de Hamlet se filtró en mi cerebro. ¿Era en verdad tan incongruente? Recordé entonces una frase de Loren Eiseley: «Todos somos fósiles en potencia, que llevamos aún en el cuerpo las imperfecciones de anteriores existencias, las marcas de un mundo en el cual los seres vivos van pasando de era en era, apenas más consistentes que las nubes». Proveníamos del agua. El prójimo que tenía entre las manos había pasado en ella su vida entera. Pero tanto su cráneo como el mío estaban compuestos de calcio, un producto marino elegido en nuestros días primitivos y que formaba parte de nosotros de un modo irrevocable. Ambos eran morada de un cerebro consciente, de un centro de sensibilidad, con todos los placeres, penas y emociones propios de la existencia, que en uno u otro momento habían pasado por esas pequeñas piezas rígidas, constituidas por carbonato de calcio. La única diferencia significativa no era que ese individuo hubiese nacido delfín y yo hombre, sino que yo vivía aún: un detalle mínimo en la escala cronológica por la que vagaba mi pensamiento. Retiré la mano, preguntándome, perturbado, si alguna vez mis restos serían utilizados como arma mortal.
Sin otra cosa que hacer allí, recogí mis libros, cerré y me marché del edificio.
Al entrar a mi cabaña, deposité los libros sobre la mesa de noche y dejé encendido el velador. Volví a marcharme por la puerta trasera, que conducía a un patio pequeño, más o menos privado, abierto precisamente en el borde del islote, lo que le proporcionaba una hermosa vista al mar. Pero no me detuve a admirar el panorama. Si otras personas salían a tomar un poco de aire, no había ninguna razón que me impidiera a mí hacer lo mismo.
Caminé hasta localizar un lugar adecuado: un pequeño banco situado a la sombra del dispensario. Allí me senté, bastante bien oculto, aunque disponiendo de una buena vista sobre el complejo de edificaciones que acababa de abandonar. Aguardé durante largo rato; me sentía innoble, pero no por eso dejé de observar.
Según se sucedían los minutos, comencé a pensar que me había equivocado, que nada ocurriría, pues se había superado el margen de prudencia.
Sin embargo, en cierto momento se abrió la puerta lateral de las oficinas (por la cual yo entrara en mi primera visita a las instalaciones), y por ella salió la silueta de un hombre. Se encaminó hacia la costa y allí inició un recorrido que, para quien lo viera, podía parecer un paseo por la playa. El hombre era alto y corpulento, más o menos como yo, y eso reducía considerablemente las posibilidades. Fue casi inútil esperar a que se dirigiera a su vivienda: era la cabaña de Paul Vallons. Un minuto después, vi encenderse la luz en el interior.
Un rato más tarde, ya en la cama con mis libros sobre los delfines, comencé a pensar que algunos parecen medrar en todo con mucha facilidad y que yo parecía haber nacido para poner las cosas en su sitio.
A la mañana siguiente, durante esa fase ambulatoria de preconsciencia y café-tropismo, tropecé con el detalle más aterrador y detestable de todo el caso. Mejor dicho, pasé por encima de él, y quizás hasta lo pisé, antes de reparar en su existencia. Siguieron varios segundos de estupefacción, antes de que comprendiera su posible importancia.
Me incliné para recogerlo: era un rectángulo de papel duro, un sobre, y por lo visto había sido lanzado por debajo de mi puerta trasera. Al menos, estaba próximo a ella.
Lo llevé hasta la mesa de la cocina, lo abrí y extraje el papel doblado que contenía. Mientras sorbía el café, leí varias veces el mensaje escrito en letra de molde:
SUJETO AL PALO MAYOR DEL BUQUE HUNDIDO,
A UNOS TREINTA CENTÍMETROS BAJO EL CIENO.
Eso era todo. Nada más.
Me sentí de pronto completamente despierto. No era sólo el mensaje, por muy misterioso que pareciera; además, estaba el hecho de que me hubiesen elegido como receptor. ¿Por qué? ¿Y quién?
Fuera lo que fuese (y sin duda era importante), me preocupó mucho la posibilidad de que alguien supiera los verdaderos motivos que me llevaban allí; el corolario inevitable era que esa persona sabía demasiado con respecto a mí. Me sentí iracundo; la adrenalina corrió hasta mis miembros. Nadie sabía mi nombre; quien lo supiera amenazaba mi existencia. En el pasado, había llegado a matar para proteger el secreto de mi identidad.
Mi primer impulso fue desaparecer, abandonar el caso, disponer de esa identidad y perderme tal como estaba acostumbrado a hacerlo. Sin embargo, entonces no podría averiguar cuándo, dónde, cómo, por qué y de qué modo me habían descubierto. Peor aún: jamás sabría quién lo había hecho.
Por otra parte, al volver a estudiar el mensaje, comprendí que no había seguridad alguna en huir. Allí había un elemento coercitivo, una extorsión oculta en el imperativo. Era como si el remitente dijera: «Lo sé todo. Asistiré. Guardaré silencio. Pues hay algo que usted debe hacer en mi servicio.
Sin duda, tendría que ir a inspeccionar el buque naufragado, aunque sólo podría hacerlo tras concluir con el trabajo de la jornada. No valía la pena preguntarse por anticipado qué podía encontrar allí, aunque tendría que llevar las cosas con mucha cautela. Eso me dejaba el día entero para pensar cuál había sido mi error y decidir cuál era el mejor modo de defenderme. Froté el anillo en donde dormían las esporas mortales, y me levanté para afeitarme.
Ese día me enviaron, junto con Paul, a la Estación Cinco, para una inspección habitual y un trabajo de mantenimiento. Algo fácil, seguro, rutinario. Apenas si nos mojamos.
Él no dio señales de saber que yo tuviera algo entre manos. En realidad, trató de buscar conversación en varias oportunidades. En una de ellas me preguntó:
—Has ido al Chickcharny?
—Sí —respondí.
—¿Qué lo ha parecido?
—Tenías mucha razón. Es un bodegón de mala muerte.
Él sonrió, asintiendo, y preguntó:
—¿Probaste alguna de sus especialidades?
—No, sólo algunas cervezas.
Es lo más seguro —observó—. Mike... Mi amigo, el que murió, solía ir con mucha frecuencia.
—¿Ah, sí?
—Al principio yo iba con él. Tomaba cualquier cosa y esperaba que él volviera.
—¿Nunca entraste a probar?
Lo negó con la cabeza y respondió:
—Cuando era más joven, tuve una experiencia muy mala. Me asusté. De cualquier modo, él también las tuvo; allí, en el Chickcharny, varias veces. Tenía la costumbre de pasar a la trastienda; allí hay una especie de ermita. ¿La viste?
—No.
—Bueno, se enfadó un par de veces y discutimos. Él sabía que ese maldito local no tenía autorización, pero no le importaba. Al fin le dije que debería tener una provisión de seguridad, allá en la estación, pero no se atrevía por esas normas estúpidas que tiene la compañía. A mí me parecía ridículo. De cualquier modo, acabé por decirle que podía ir solo, si necesitaba tanto los narcóticos y no podía esperar hasta el fin de semana para buscarlos en otra parte. Y dejé de ir.
—¿Y él?
—También, pero más tarde. Se curó del modo más difícil.
—¡Oh!
—Por eso, si vas a meterte en ésas, te digo lo mismo que a él: si no puedes esperar para ir a un sitio de más confianza, más limpio, ten tu propia provisión.
—Lo recordaré —dije.
Me pregunté interiormente si no tendría algo contra mí, pues parecía alentarme a quebrar las reglas de la compañía como para tener una razón para proponer mi despido. No parecía probable; más bien, era una reacción algo paranoica de mi parte, y abandoné las sospechas.
—¿Volvió a tener problemas? —pregunté.
—Creo que sí —respondió—, pero no lo sé.
Y eso fue todo lo que dijo al respecto. Habría querido preguntarle otras cosas, por supuesto, pero nuestra relación no era lo bastante profunda como para hacerlo si no me daba pie, y él no lo hizo.
Terminamos nuestra tarea y regresamos a la Estación Uno; allí, cada uno tomó su camino. Me detuve para decir a Davies que necesitaría un bote algo más tarde. Me reservó uno. Regresé a mi cabaña y allí aguardé hasta que lo vi salir a cenar. Entonces volví a los amarraderos, puse mi equipo de buceo en el bote y partí. Tales maniobras eran imprescindibles, pues estaba prohibido bucear individualmente; era una medida de precaución, que Barthelme me había comunicado el día de mi llegada. Se aplicaba sólo dentro de la zona y el buque hundido estaba más allá, pero yo no tenía interés en explicar adónde iba.
Naturalmente, no había dejado de pensar que acaso se tratara de una treta, que podía funcionar de mochas maneras. Era de esperar que mi amigo del museo siguiera teniendo la mandíbula en su sitio, pero tampoco había que desterrar la posibilidad de una emboscada submarina. Teniendo en cuenta todo eso, había llevado uno de mis dispositivos mortales, cargado y listo. Las fotos eran muy claras y no podía olvidarlas. También podían haber instalado alguna trampa; tendría que ser muy cauteloso al hurgar en el cieno.
Mientras yo no sabía qué ocurriría si me localizaban haciendo inmersiones en solitario con mi equipo, tendría que contar con mi habilidad pare explicar o mentir a fin de poder salir de allí, si atraparme en esta brecha de tranquilidad doméstica era lo que el autor de las notas tenía previsto*.
Llegué a donde pensaba que era el lugar, anclé, me deslicé dentro de mi equipo, me coloqué al borde y me dejé caer.
La fría calma me sostenía a inicié mi baile de descenso, curioso, cauteloso, con un sentimiento de fragilidad que iba en aumento. En mi viaje hacia el fondo, con movimientos hacia abajo firmes, bruscos y ondeantes, pasé de un ambiente fresco a otro frío y de la luz a la oscuridad. Encendí mi linterna y dirigí su haz de luz a mi alrededor.
Minutos más tarde, lo encontré, lo rodeé, buscando por toda la zona vecina signos de posibles intrusos.
Pero no, no había nadie. Al parecer, estaba solo.
Me dirigí hacia el arrumbado casco, dirigiendo el haz de luz hacia el roto y astillado mástil. Aparecieron pequeños peces, escenificando una improvisada danza cerca del costado de la embarcación. Mi luz cayó sobre el lodo en la base del mástil. Parecía que no se había tocado, pero no tengo ni idea de cuánto tiempo necesita el lodo para posarse.
Con movimientos hacia los lados y por encima del lodo, lo tanteé con una varilla delgada que había traído conmigo. Tras unos instantes, me sentí satisfecho al dar con un objeto pequeño y oblongo, probablemente metálico, de unas ocho pulga-das, por debajo de la superficie.
Acercándome, saqué una capa de lodo. El agua se enturbió; nuevo material se movía para llenar el lugar de mi excavación. Maldiciendo mentalmente, extendí mi mano izquierda, los dedos en flexión, con cuidado, dentro del barro.
No tropecé con más obstáculos que la caja en sí. No había cuerdas, alambres, ni elementos extraños. Era sólo metal, y pude distinguir sus formas: media unos quince centímetros por veinte de longitud y diez de altura. Estaba erguida sobre uno de los lados y sujeta en su sitio, contra el palo mayor, por una doble atadura de alambre. No encontré conexiones y resolví descubrirla (al menos por el momento) para observarla mejor.
Era una caja fuerte pequeña y de aspecto común, con manijas a uno y otro lado y en la tapa; los alambres habían sido sujetos a dos de ellas. Desenrollé un trozo de cordel plástico y lo até a la manija más próxima. Después de soltar varios metros, me incliné para cortar con unas tenazas los alambres que ataban la caja al mástil. En seguida ascendí a la superficie, llevando conmigo el resto del cordel.
Una vez en el bote, me quité el equipo y levanté la caja, tirando del cordel. Ni los movimientos ni los cambios de presión pusieron en funcionamiento trampa alguna. Por lo tanto, me sentía ya un poco más tranquilo cuando la coloqué sobre cubierta. Allí la dejé mientras desataba y recogía el hilo.
La caja estaba cerrada y el contenido se agitaba al moverla. Hice saltar la cerradura con un destornillador. Después pasé por la borda para volver al agua y levanté la tapa con la varilla.
Pero nada interrumpió el silencio, salvo el batir de las olas y mi propia respiración. Volví a subir al bote y eché una mirada al contenido.
Contenía una bolsa de lona con la parte superior doblada hacia abajo que la mantenía cerrada. La solté.
Piedras. Estaba llena de piedras de aspecto bastante vulgar. Pero nadie se habría tornado tantos problemas, a menos que tuvieran algún valor intrínseco. Sequé algunas de ellas y las froté vigorosamente con una toalla. Después las fui exami-nando por todos lados. Sí, había unos cuantos destellos, aquí y allá.
No había mentido cuando dije a Cashel que sabía algo sobre minerales. «Un poco.» Sólo un poco. Pero en ese caso resultaba suficiente. Elegí los ejemplares que me parecieron más prometedores para mi experimento y rasqué los minerales polvorientos que los cubrían. Varios minutos después, un borde del material expuesto presentaba grandes raspaduras provocadas por los diversos elementos con los cuales lo había puesto a prueba.
Alguien estaba contrabandeando diamantes y algún otro quería ponerme en antecedentes. Y ese delator ¿qué esperaba de mí? En caso de querer que la información llegara a las autoridades, se habría encargado de eso por sí mismo.
Comprendí que me estaba usando para fines que no comprendía. Por lo tanto, decidí hacer lo que probablemente se esperaba, hasta donde coincidía con mis propias intenciones.
Me fue posible atracar y descargar el equipo sin problema alguno. Hasta llegar a mi cabaña, mantuve la bolsa de piedras envuelta en la toalla. No había nuevos mensajes bajo la puerta. Me dirigí a la ducha y me di un baño.
No se me ocurría ningún lugar adecuado para ocultar las piedras. Por lo tanto, puse la bolsa en el incinerador y volví a colocar la cubierta. Por el momento, allí quedaría. Pero antes de dejarlas retiré cuatro de las muestras. Después me vestí y salí a dar un paseo.
Al acercarme a la cabaña de los Cashel, vi que el matrimonio estaba comiendo en el patio. Regresé a mi casa y me preparé un plato precocinado. Más tarde, me pasé casi veinte minutos contemplando el crepúsculo. Después, una vez que hubo transcurrido un período adecuado, volvía a recorrer el mismo trayecto.
Fue mejor de lo que había esperado. Frank estaba solo, leyendo en el patio ya despejado. Me acerqué y lo saludé:
—¡Hola!
—¡Hola, Jim! —dijo—. ¿Qué te parece esto, ahora que llevas unos cuantos días aquí?
—¡Oh, muy bonito! —exclamé—. Muy bonito. ¿Y a ti, cómo te va?
Se encogió de hombros.
—No puedo quejarme. Nos gustaría invitarte a cenar. ¿Puede ser mañana?
—Me parece estupendo. Gracias.
—Ven alrededor de las seis.
—Muy bien.
—Has encontrado alguna forma de divertirte?
—Sí. Seguí tu consejo y retomé mis viejos hábitos. Busco piedras.
—¡Oh! ¿Encontraste quizás algún ejemplar interesante?
—Pues sí —comenté—. Fue por una asombrosa casualidad. No creo que nadie los hubiera encontrado, salvo por casualidad. Mira. Te los mostraré.
Los saqué de mi bolsillo y se los puse en la mano. Él los miró fijamente. Los hizo girar entre sus dedos por unos cuantos segundos. Por ultimo, preguntó:
—Quieres saber qué son, ¿verdad?
—No. Ya lo sé.
Levantó la vista con una sonrisa.
—¿Dónde los encontraste?
Sonreí, lentamente, sin responder.
—Hay más? —volvió a preguntar.
Asentí. Él se humedeció los labios y volvió a revisar las piedras.
Bueno, dime esto al menos —insistió—. ¿Qué clase de yacimiento es?
En ese momento pensé con más velocidad que nunca desde mi llegada. Algo en la forma de formular su pregunta había provocado esta reacción en su mente. Mi primera idea había sido que se estaba efectuando un contrabando y él era el inter-mediario obligado de las piedras. Sin embargo, recordé los escasos conocimientos que había adquirido sobre el tema. Las mayores minas del mundo estaban en Sudáfrica, donde los diamantes se hallaban incrustados en una roca llamada kim-berlita o «suelo azul». Pero, en primer lugar, ¿cómo habían llegado allí? A través de la acción volcánica, bajo la forma de trozos de carbón que habían quedado atrapados en arroyos de lava fundida, sometidos a intenso calor y a alta presión; de ese modo, su estructura había sido alterada, hasta convertirse en un duro y cristalino diamante. Pero también había yacimientos aluviales, diamantes que habían sido arrancados de sus sitios por la acción de antiguas corrientes y que, con frecuencia, recorrían grandes distancias desde el punto de origen, hasta acumularse en fosas submarinas. Eso era en África, naturalmente; aunque yo no sabía mucho con respecto a los yacimientos del Nuevo Mundo, gran parte de las islas del Caribe se habían formado como consecuencia de la actividad volcánica. No se podía eliminar la posibilidad de que hubiese yacimientos locales, de tipo aluvial o volcánico.
Dado que, desde mí llegada, mi actividad había estado bastante restringida, respondí:
—Aluvial. No era una veta volcánica, puedo asegurarlo.
Él asintió, preguntando en seguida:
—¿Tienes alguna idea en cuanto a la importancia de tu descubrimiento?
—En realidad, no —respondí—. Hay más en el lugar donde encontré éstos. Pero, en cuanto a la extensión que pueda tener el depósito, por el momento no puedo establecerla.
—Muy interesante —comentó—. Has de saber que coincide con una teoría que tengo desde hace tiempo sobre esta parte del mundo. ¿Te molestaría darme una idea general sobre la situación de estas piedras, aunque fuera muy elemental?
Lo siento. Espero que me comprendas.
—Claro, claro. Sin embargo, ¿hasta dónde podrías llegar en una tarde?
—Supongo que eso dependería de mis propias ideas sobre este tema, y también del transporte disponible.
—Está bien —dijo él sonriendo—. No insistiré más. Pero siento curiosidad. Ahora que los tienes, ¿qué vas a hacer con ellos?
Hice una pausa para encender un cigarrillo.
—Sacaré de ellos tanto provecho como pueda y no abriré la boca, por supuesto —dije al fin.
—¿Y dónde vas a venderlos? ¿En la calle?
—No sé —respondí—. No he pensado mucho en eso. Tendré que llevarlos a alguna joyería.
—Si tienes mucha suerte —dijo riendo—. Si tienes suerte, encontrarás a alguien que quiera correr el riesgo. Si tienes mucha suerte, encontrarás a quien quiera correr el riesgo y darte además una buena ganancia. Supongo que querrás evitar que esto figure en un expediente, tener que pagar impuestos por ganancias extraordinarias.
—Ya lo he dicho: quiero sacar de esto tanto como pueda.
Es lógico. En ese caso, puedo suponer que has venido a verme para que te ayude a hacerlo.
—En resumidas cuentas, así es.
—Comprendo.
—¿Y bien?
Estoy pensando. Podría actuar como tu representante en esta clase de cosas, pero no sin riesgos para mí.
—¿Cuánto quieres?
—No, lo siento —respondió—. Es demasiado arriesgado. Después de todo, es ilegal. Estoy casado, y podría perder el empleo por meterme en algo así. Si hubiese pasado quince años antes... ¿quién sabe? Lo siento. Pero no diré nada de esto. No te preocupes. En cualquier caso, no quiero formar parte del negocio.
—¿Estás seguro?
—Sin duda. Los riesgos son demasiado grandes como para planteármelos.
—¿Veinte por ciento? —propuse.
—Ni pensarlo.
—¿Veinticinco, tal vez?
—No, ni siquiera por el doble...
—¿Cincuenta por ciento? ¡Estás loco!
—¡Por favor, no grites! ¿O quieres que se entere toda la estación?
—Disculpa. Pero no hay caso. ¡Cincuenta por ciento! No. Si encuentro a un joyero dispuesto a participar, ganaré más que así, aunque me estafe. Veinticinco, y ni uno más. Es definitivo.
—Me temo que no podré aceptar.
—Bueno, piénsalo, de cualquier modo.
—Será muy difícil olvidarse de esto —respondió riendo.
—Bien, hasta luego.
—Hasta mañana a las seis.
—De acuerdo, buenas noches.
—Buenas noches.
Y así emprendí el regreso, cavilando sobre las posibles transmutaciones de la gente y sobre los hechos que podían conducir a un asesinato. Pero aún había demasiados blancos en el cuadro; no era posible deducir nada aceptable.
Lo que más me preocupaba, claro está, era que alguien supiera que mi presencia en ese sitio suponía mucho más de lo que aparentaba. Volví a revisar mi actuación, una y otra vez, para ver en qué había podido delatarme, pero no encontré ninguna posibilidad. Había sido muy cuidadoso con mis credenciales. Y no había tropezado con nadie que me fuera conocido. Comencé a desear (y no por primera ni por última vez) no haber aceptado ese caso.
Consideré entonces el próximo paso. Podría inspeccionar el sitio donde habían sido hallados los cadáveres. Aún no había estado allí, simplemente porque no creía poder encontrar algo importante. Sin embargo... Lo puse en mi lista de deberes para el día siguiente, si podía hallar tiempo antes de la cena con los Cashel. De lo contrario, lo haría dos días después.
Me pregunté si había obrado con respecto a las piedras según se esperaba. Así me parecía, y me sentía muy intrigado en cuanto a las repercusiones que eso pudiera tener, casi tanto como con respecto a los motivos de mi informante. Pero nada podía hacer por el momento, salvo esperar.
Pensando en todo esto, oí que Andy Deems me llamaba desde su cabaña; allí estaba, de pie, con la pipa en la mano. Quería saber si yo tenía ganas de jugar una partida de ajedrez. En realidad, yo no las tenía. Pero allá fui. Perdí dos partidas y me las compuse para hacer tablas en la tercera. No me sentía muy cómodo, pero al menos no necesitaba hablar mucho.
Al día siguiente, Deems y Carter recibieron orden de ir a la Estación Seis; a Paul y a mí, en cambio, nos asignaron «tareas varias detalladas» en el pabellón de los equipos. Parecía ser una jornada más, sin nada especial, hasta que llegara el momento de asumir otra vez mis verdaderas tareas.
Y así pasó, hasta que, avanzada ya la tarde, empecé a preguntarme qué tal cocinaría Linda Cashel; en ese momento, Barthelme entró de prisa en el cobertizo.
—Recojan sus equipos —dijo. Tenemos que salir.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Paul.
—Algo anda mal con uno de los generadores sónicos.
—¿Qué?
Meneó la cabeza.
—No hay modo de saberlo mientras no lo traigamos para revisarlo. Lo único que puedo decir es que se ha apagado una de las luces del tablero. Quiero retirar todo el aparato y colocar una unidad nueva. No vamos a tratar de repararlo bajo el agua, aunque parezca un trabajo simple. Quiero que se haga cuidadosamente en el laboratorio.
—¿Dónde está situado?
—Hacia el sudoeste, a unas veintiocho brazas. Vayan a mirar el tablero si quieren. Eso les dará una imagen más precisa. Pero no tarden mucho, hay muchas cosas que cargar.
—Bien. ¿Qué barco?
—El Mary Ann.
—¿Según los reglamentos nuevos para sumersión?
—Sí. Carguen todo. Ahora bajaré a decírselo a Davies. Después me cambiaré de ropa. Volveré en un instante.
—Hasta luego.
—Adiós.
Se alejó y nosotros nos dedicamos al trabajo. Buscamos nuestros equipos, la jaula contra tiburones y preparamos la cámara sumergible de descompresión. En dos viajes cargamos todo en el Mary Ann. Después hicimos una pausa para verificar la posición en el mapa. Pero no sirvió de nada y volvimos a la cámara de descompresión, que estaba lista en un carro.
—Has estado antes en esta zona? —pregunté a Paul, mientras maniobrábamos con el carro.
—Sí —respondió—. Hace algún tiempo. Está bastante próxima al borde de un cañón submarino. Por eso falta un buen pedazo en esa esquina de la «pared». Se desvía bastante en esa sección del perímetro.
—¿Y eso puede complicar las cosas?
—No hay razón para ello —respondió—, a menos que se desmorone toda una sección y todo se venga abajo. En ese caso, tendríamos que anclar para instalar todo de nuevo. Eso nos llevaría bastante más tiempo. Revisaré contigo el trabajo en la unidad que vamos a retirar.
—Bien.
Barthelme se reunió con nosotros. Tanto él como Davies, que también nos acompañaría, ayudaron a embarcar todo lo necesario. Veinte minutos después estábamos ya en camino.
Por medio de una grúa, se bajaron la jaula contra tiburones y la cámara de descompresión, una tras otra y en ese orden. Paul y yo nos encargamos de guiar la cámara, evitando que los cables se enredaran e iluminando, en tanto descendía-mos, a nuestro alrededor con la linterna. Mientras no me vi obligado a emplear esa clase de artefactos, me pareció siempre una especie de lujo, a pesar de la función ominosa que representaba en nuestro tipo de trabajo. En esos momentos, su presencia me resultaba tranquilizadora; era bueno saber que, si sufría algún daño, podría entrar en ella, hacer una seña y me izarían directamente hasta la superficie sin perder tiempo en pausas para descompresión; la presión del fondo se mantendría constante dentro de aquella campana mientras me subieran, y se aprovecharía el viaje de regreso hasta el dispensario para bajarla gradualmente hasta la normal.
Ya en el fondo, situamos la jaula junto a la unidad, que aún se mantenía, sin señales de daño, y detuvimos la cámara iluminada un par de brazas más arriba y algo hacia el este. Por cierto, estábamos en el borde de un inmenso precipicio. Mientras Paul inspeccionaba la unidad de transmisión sónica, me acerqué y dirigí hacia abajo el haz de mi linterna.
Agudos pináculos rocosos y grietas retorcidas... Cautelosamente, me aparté de aquel abismo y volví hacia otro lado el rayo de luz. Después me volví hacia Paul, que ya estaba trabajando.
Le llevó diez minutos desconectar aquello y liberarlo de las monturas. En otros cinco, el artefacto estaba sujeto a los cables y ya en marcha hacia arriba.
Algo después, los periódicos rayos de nuestras linternas iluminaron la unidad de repuesto mientras descendía. Nadamos a su encuentro y la condujimos hasta su sitio. Esa vez, Paul me permitió trabajar. Le indiqué por señas que deseaba encargarme de esa tarea, y él escribió sobre su pizarra: ADELANTE; VEAMOS QUÉ RECUERDAS.
La sujeté en su sitio, y eso me llevó cosa de veinte minutos. Él revisó el trabajo, me palmeó en el hombro y asintió. Entonces me adelanté para conectar los sistemas, pero me detuve en seguida para echarle una mirada. Paul me indicó por señas que podía continuar.
Esta vez tardé sólo unos pocos minutos; al terminar, sentí cierta satisfacción al pensar que en el gran tablero de la estación volvería a encenderse la luz. Me volví para indicar que el trabajo estaba listo, que podía venir a revisar mi obra.
Pero ya no estaba conmigo.
Por algunos segundos permanecí petrificado, sin comprender nada. Después iluminé los alrededores con el rayo de mi linterna.
No, no. No estaba.
Casi presa del pánico, me dirigí hacia el borde del abismo y alumbré las profundidades. Por fortuna, no se movía con mucha celeridad. Pero nadaba hacia abajo, sin duda alguna. Me lancé en su persecución con toda la prisa de que era capaz.
Parecía afectado por narcosis de nitrógeno, enfermedad de las profundidades menores de sesenta metros. Estábamos cerca de los cincuenta y eso lo hacía posible. Además, parecía dar muestras de todos los síntomas.
Algo preocupado por mi propio estado mental, lo alcancé, apresándolo por el hombro, y volví con él. Pude ver, a través de su máscara, que su expresión era de éxtasis.
Lo tomé de un brazo y un hombro y empecé a arrastrarlo. Durante varios segundos, me acompañó sin resistencia. Sin embargo, de pronto empezó a forcejear. Ya había previsto esa posibilidad, y pasé a sujetarlo con una toma de kwansetsu-waza. Sin embargo, pronto descubrí que el jurado no da los mismos resultados bajo el agua, especialmente cuando uno tiene una válvula demasiado cerca de la máscara respiratoria. No podía dejar de girar la cabeza para echarla hacia atrás. Por algunos momentos, me fue imposible conducirlo de ese modo, pero no quise soltarlo. Si podía sostenerlo así un rato más sin sufrir el mismo efecto, la ventaja estaría de mi parte. Después de todo, su coordinación estaba tan afectada como sus pensamientos.
Al final, conseguí llevarlo hasta la cámara de descompresión; para entonces, una loca antena de burbujas brotaba de su tubo de aire, pues había escupido la embocadura, y no había forma de volvérsela a colocar sin dejarlo ir. Sin embargo, eso pudo también facilitarme la tarea de manejarlo en los últimos momentos.
Lo metí en la cámara iluminada y entré tras él, cerrando la escotilla. En ese momento, abandonó toda resistencia y empezó a relajarse. Entonces pude colocarle el tubo de respiración y enviar la señal para que nos subieran.
Casi inmediatamente, la cámara inició la ascensión. Me habría gustado saber qué pensaban Barthelme y Davies en esos momentos.
Nos subieron con gran celeridad. Cuando nos depositaron sobre cubierta, me sentí ligeramente perturbado. Poco después bombearon el agua hacia afuera. No sé cuál era la presión en ese punto, pero el comunicador entró en funcionamiento y la voz de Barthelme dijo, mientras me quitaba el equipo:
—En unos minutos nos marcharemos de aquí. ¿Qué pasó? ¿Es grave?
—Narcosis de nitrógeno, me parece. Paul empezó a alejarse nadando por el abismo y luchó contra mí cuando traté de impedírselo.
—¿Alguno de los dos está herido?
—No, no creo. Perdió el tubo de respiración por un momento, pero ahora respira bien.
—¿Y en lo demás, cómo está?
—Todavía parece en éxtasis; parece borracho.
—Está bien. Puede quitarse su equipo...
—Ya lo he hecho.
—... y también a Paul.
—Lo estoy haciendo.
—Nos comunicaremos por radio para que nos espere un equipo médico en el dispensario, por si acaso. Sin embargo, diría que lo mejor es la cámara, por el momento. Iremos bajando muy lentamente la presión hasta igualarla con la de la superficie. En este mismo instante estoy haciéndolo. Y usted, ¿siente algún síntoma?
—No.
—Bien. Lo dejaremos así por un rato. ¿Tiene algo más que decirme?
—No, creo que no.
En ese caso, iré a proa para comunicarme con el doctor. Si me necesita para algo, silbe por el altavoz y lo oiré.
—Bien.
Liberé a Paul de su equipo, confiando en que pronto recobraría la conciencia. Pero no fue así.
No hizo más que permanecer así, en cuclillas, balbuceando; sus ojos estaban abiertos, pero la mirada era vidriosa y, de tanto en tanto, sonreía.
¿Qué le ocurría? Si habían disminuido ya la presión, la mejora debía ser instantánea. Tal vez necesitaría un paso más.
Pero...
¿Y si hubiese estado buceando esa mañana, antes de empezar la jornada de trabajo?
En realidad, el tiempo de descompresión depende del tiempo total transcurrido bajo el agua durante un período de doce horas, pues todo depende de la cantidad de nitrógeno que hayan absorbido los tejidos, especialmente el cerebro y la médula espinal. Tal vez Paul había estado buceando en busca de algo; y ese algo podía estar en el cieno, junto a la base de un palo mayor quebrado, entre los viejos restos de cierta nave hundida. Tal vez había pasado largo rato bajo el agua, revisándolo todo cuidadosamente, preocupado, sin tener en cuenta la acumulación de nitrógeno, puesto que ese día sus tareas habían de desarrollarse en tierra firme. De pronto, al producirse la emergencia, pudo verse forzado a correr el riesgo; trató de hacer lo menos posible, alentando a su compañero para que se encargara del trabajo; trató de descansar, de demorarse.
Podía ser. Y, en ese caso, los cálculos de Barthelme en cuanto a la descomposición no servían de nada. El tiempo se mide entre el momento de sumergirse y el de volver a la superficie, y la profundidad se calcula según el punto más profundo adonde se haya llegado en cualquiera de las zambullidas. ¡Diablos, Paul había estado quizás en varios escondrijos, dispersos en diversos sitios en el fondo del mar!
Me incliné para estudiar sus pupilas y eso pareció llamarle la atención.
—¿Cuánto tiempo estuviste buceando esta mañana? —pregunté.
—No buceé —respondió sonriendo.
—No importa para qué lo hiciste. Ahora lo que importa es tu salud. ¿Cuánto tiempo buceaste? ¿Y a qué profundidad?
—No buceé —repitió meneando la cabeza.
—¡Vamos, sé que lo hiciste! En el buque hundido, ¿no es cierto? ¿Te sumergiste más de una vez?
—¡No buceé!—insistió—. ¡De veras, Mike, no lo hice!
Con un suspiro, me recosté hacia atrás. Era posible que estuviera diciendo la verdad. Cada ser humano es distinto de todos los demás. Tal vez su organismo desarrollaba alguna variante del funcionamiento que yo había supuesto. Sin embargo, parecía tan claro... Por un momento, había creído ver en él al proveedor de las piedras preciosas, con Frank como traficante. Al enterarse Frank de mi descubrimiento, se lo habría comunicado, y Paul, preocupado, se había sumergido muy temprano, mientras todos dormían, para asegurarse de que su caja estuviera aún donde debería estar. Sus tejidos acumularon mucho nitrógeno durante esa frenética búsqueda, y así se había producido ese incidente. Parecía lógico, por cierto. Pero yo, en su lugar, habría admitido el buceo matutino; siempre era posible inventar algún motivo más tarde.
—¿No lo recuerdas? —volví a preguntar.
Lanzó una retahíla de maldiciones desprovistas de convicción, pero perdió todo entusiasmo en cuanto hubo pronunciado unas cuantas sílabas. Su voz se apagó.
—¿Por qué no me crees, Mike? —dijo entonces—. No estuve buceando.
—Está bien, te creo —respondí—. No te preocupes. Quédate tranquilo.
Extendió una mano para tomarme el brazo.
—Todo es hermoso —dijo.
—Sí.
—Todo es como... como nunca ha sido.
—¿Qué tomaste? —le pregunté.
—... Hermoso.
—¿A qué te has dedicado?
—Sabes que nunca tomo nada —dijo al fin.
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa? ¿Lo sabes?
—... Es magnífico.
—Algo te pasó allá en el fondo. ¿Qué fue?
—¡No lo sé! ¡Vete! No me hagas recordar. Así debería ser la vida. Siempre. No con esa porquería que tomas... Ésa fue la causa de todo el problema...
—Lo siento —dije.
—... Por eso empezó todo.
—Ya lo sé. Lo siento. Lo arruiné todo —aventuré—. No debí haber...
—... hablado. Soplón.
—Lo sé. Lo siento. Pero arreglamos cuentas con él —arriesgué.
—Sí —respondió—. ¡Oh, Dios mío!
—Los diamantes —sugerí rápidamente—. Los diamantes están a salvo.
Arreglamos cuentas... ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy arrepentido!
—Olvídalo. Dime qué ves —dije tratando de que recordara lo que me convenía.
—Los diamantes... —dijo.
Se perdió en un largo monólogo inconexo. De tanto en tanto, yo introducía alguna frase para hacerlo volver al tema de los diamantes, y no dejaba de mencionar el nombre de Rudy Myers. Sus respuestas seguían siendo fragmentarias, pero me permitieron formarme una idea de la situación.
Necesitaba acelerar las cosas para descubrir cuanto me fuera posible antes de que Barthelme regresara para descomprimirnos más. Temía que eso le devolviera súbitamente la plena conciencia, como suele ocurrir cuando se llega al punto adecuado en los casos de narcosis de nitrógeno.
Por lo que pude deducir, Mike y él habían estado trayendo diamantes, aunque no pude averiguar desde dónde. Cada vez que intentaba averiguar si Frank se encargaba de reducirlos, Paul empezaba a murmurar frases amorosas dedicadas a Linda. Sin embargo, a fuerza de insistir, logré aclarar ciertos aspectos.
Mike debió decir algo en cierta ocasión, en la ermita del Chickcharny. Rudy se sintió lo bastante interesado como para prepararle otra especialidad de la casa, y no precisamente un Paraíso Rosado; a lo que parece, lo hizo varias veces. Tal vez a eso se referían los problemas de que yo había oído hablar. Fuera el trago que fuese, Rudy logró sacarle la historia y olfateó dólares. Pero Paul resultó ser mucho más duro de lo que él creía. Cuando pidió dinero a cambio de su silencio, Paul ela-boró la idea del delfín enloquecido y logró que Mike lo ayudara, persuadiendo a Rudy de que se encontrara con él en el parque submarino para entregarle su pago. En ese punto, la historia se hace confusa, pues la mención de los delfines causó en Paul una gran perturbación. Sea como fuere, creí entender que esperó a Rudy en el sitio convenido, y los dos se hicieron cargo de él. Mientras uno lo sujetaba, el otro lo atacó con la mandíbula. No pude poner en claro si Mike fue herido al luchar con Rudy o si Paul decidió acabar con él aprovechando la oportunidad; tal vez había planeado también ese punto y atacó a Mike por sorpresa una vez que hubieron terminado con Rudy. En cualquier caso, la amistad de ambos había venido decayendo en los últimos tiempos y aquel asunto de la extorsión representó el punto final.
Tal fue la historia que conseguí sacarle, mediante preguntas indirectas. Pero el asesinato de Mike le había perturbado mucho más de lo que él creyera. No cesaba de llamarme Mike y repetía que estaba arrepentido; yo no dejaba de dirigir su aten-ción hacia los puntos que me interesaban.
Antes de que pudiera extraerle más datos, Barthelme volvió y me preguntó cómo estaba.
—Balbucea —repliqué—. Eso es todo.
Voy a descomprimir un poco más. Tal vez eso lo serene. Ya estamos en camino, y nos están esperando.
—De acuerdo.
Pero no sirvió de nada. Siguió igual. Traté de aprovechar ese estado para sonsacarle algo más (en concreto, el origen de los diamantes), pero algo se interpuso: su nirvana pareció convertirse en una especie de infierno.
Se lanzó contra mí, tratando de aferrarme por la garganta, y tuve que luchar contra él para mantenerlo a raya. Entonces se dejó caer, se puso a llorar y narró entre sollozos los horrores que estaba presenciando. Le hablé con suavidad, lenta-mente, tratando de tranquilizarlo, de guiarlo hacia su estado anterior. Pero nada dio resultado y decidí guardar silencio y mantenerme en guardia.
Finalmente se adormeció. Barthelme continuaba reduciendo la presión. Por mi parte, no dejaba de vigilar la respiración de Paul y le tomaba periódicamente el pulso. Sin embargo, en ese aspecto todo parecía normal.
En el momento en que amarramos, ya nos habían descomprimido totalmente. Abrí la escotilla y saqué nuestros equipos. Ante eso, Paul se agitó. Abrió los ojos, me miró fijamente y murmuró:
—¡Qué extraño!
—¿Cómo lo sientes ahora?
—Creo que bien. Pero muy cansado e inseguro.
—Deja que te ayude.
—Gracias.
Le ayudé a salir y bajar al muelle, donde le esperaban con una silla de ruedas. Allí estaban los Cashel, Deems y Carter, acompañados por un joven médico. Me habría gustado saber qué pasaba en esos momentos por la mente de Paul. El doctor verificó los latidos de su corazón, el pulso y la presión sanguínea; dirigió un rayo de luz contra sus ojos y le hizo tocarse la punta de la nariz un par de veces. Por último, asintió a hizo un ademán; Barthelme empujó la silla de ruedas hacia el dispensario mientras el doctor los acompañaba un trecho hablando con ellos. Al fin, se volvió y me pidió que le contara todo lo ocurrido.
Así lo hice, omitiendo sólo aquellos datos que había deducido de sus balbuceos. Me dio las gracias y se encaminó hacia el dispensario.
Corrí tras él para preguntarle:
—¿Qué es lo que le ha ocurrido?
—Narcosis de nitrógeno —replicó.
—Pero en una forma muy extraña, ¿no? —observé—. Me refiero a la manera en que reaccionó a la descompresión, por ejemplo.
Él se encogió de hombros.
—La gente es tan distinta por dentro como por fuera —dijo—. Uno puede efectuar a un paciente un examen físico completo y, aun así, no puede saber cómo reaccionará si se emborracha, por ejemplo: puede mostrarse alegre, triste, agresivo o soñoliento. Con esto, ocurre lo mismo. En cualquier caso, ya parece estar mejor.
—¿No habrá complicaciones?
—Le haré un electrocardiograma en cuanto lleguemos al dispensario. Pero creo que está bien. Dígame, ¿hay cámara de descompresión en el dispensario?
—Supongo que sí, pero no lo sé. Soy nuevo aquí.
—Bueno, averígüelo, ¿quiere? Si no la hay, me gustaría que llevaran esa unidad sumergible.
—¿Eh?
—Como medida de precaución. Quiero que el paciente pase la noche en el dispensario, bajo la vigilancia de alguien. En caso de que se presenten complicaciones, hará falta tener la cámara a mano para volver a comprimirlo.
—Comprendo.
Alcanzamos a Barthelme en la puerta. Los otros también estaban allí.
—Sí —aclaró Barthelme—, hay una unidad aquí. Yo me quedaré con él.
Todos se ofrecieron para hacerlo. Finalmente, se acordó formar tres guardias: Barthelme, Frank y Andy, en ese orden. Los tres conocían bien el equipo de descompresión.
Frank se acercó y me tomó por el brazo.
—No hay mucho que podamos hacer aquí —dijo—. ¿Vamos a cenar?
—¿Eh? —exclamé echando una mirada a mi reloj.
—Comeremos a las siete en vez de hacerlo a las seis y media —observó riendo.
Bien. Tengo tiempo para darme una ducha y cambiarme.
—De acuerdo. Ven en cuanto estés listo; tomaremos una copa antes de la cena.
—Bueno. Tengo sed. Hasta luego.
Volví a mi cabaña y me bañé. No había nuevos mensajes y las piedras seguían en el incinerador. Me peiné e inicié el camino a través del islote.
Al acercarme al dispensario, vi que el doctor salía cuchicheando con alguien que estaba en el vano de la puerta. Barthelme, probablemente. Ya más tarde, vi que llevaba su maletín. Mientras se alejaba, me saludó con una sonrisa y una incli-nación de cabeza.
—Creo que su amigo está bien —dijo.
—Me alegro. Es precisamente lo que iba a preguntarle.
—¿Y usted? ¿Cómo se siente?
—Bien. En realidad, muy bien.
—¿No tiene ningún síntoma?
—Ninguno.
—Bien. En cualquier caso, ya sabe dónde acudir.
—Claro.
—Bueno, me voy.
—Hasta luego.
Se encaminó hacia una lancha que había dejado cerca del laboratorio principal. Yo continué mi camino hacia la casa de Frank.
Él mismo salió a recibirme.
—¿Qué dijo el médico? —preguntó.
—Parece que todo está bien.
—¡Ajá! Bueno, entra y dime qué quieres beber. —Un whisky —dije mientras abría la puerta para dejarme pasar.
—Con qué?
—Hielo, nada más.
Bien, bien. Linda está en el patio preparando la mesa.
Se alejó para preparar un par de copas. Me pregunté si mencionaría el asunto de los diamantes, ahora que estábamos solos, pero no lo hizo.
Se volvió, me alcanzó la copa y levantó la suya en un breve brindis.
—Cuéntame todo —dijo después de tomar un sorbo.
—De acuerdo.
El relato duró toda la cena. Yo tenía mucha hambre, Linda se mostraba muy callada y Frank no cesaba de formular preguntas, tratando de averiguar todos los detalles sobre la indisposición de Paul y su inquietud. Por mi parte, observaba intrigado al matrimonio. Parecía difícil que ella hubiese mantenido en secreto sus amores en un lugar tan pequeño como la estación. ¿Qué sabía, qué pensaba, qué sentía Frank sobre todo eso? ¿Qué papel jugaba ese triángulo en ese extraño caso?
Hicimos un rato de sobremesa después de cenar; casi me era posible sentir la tensión que existía entre ellos dos. Frank parecía disimularlo dirigiendo la conversación a los temas por él elegidos; ella, en cambio, se mantenía aparte. Sin duda alguna, el accidente ocurrido a Paul había agravado las cosas y yo me veía obligado a desempeñar el papel de amortiguador en una vieja disputa renovada, o tal vez una confrontación reciente. Tan pronto como me fue posible, les di las gracias por la invitación y me retiré, arguyendo un cansancio que, hasta cierto punto, no era fingido. Frank se levantó de inmediato.
—Te acompañaré —dijo.
—De acuerdo.
Así lo hizo. Cuando nos acercábamos a mi casa, dijo:
—En cuanto a esas piedras...
—¿Sí?
—¿Estás seguro de que hay muchas más en el sitio donde encontraste ésas?
—Ven por aquí —indiqué.
Lo conduje en torno a la cabaña hasta el patio trasero. Cuando llegamos allí, le dije:
—Todavía quedan unos minutos de crepúsculo. Bellísimo. ¿Por qué no lo contemplas hasta que yo vuelva?
Entré por la puerta trasera y me dirigí a la piscina. Allí abrí el incinerador y en un par de minutos logré sacar la bolsa. Una vez abierta, tomé un puñado abundante y lo llevé afuera.
—Ahueca las manos —indiqué.
Él lo hizo y se las llené de piedras.
—¿Qué te parece?
Las llevó hasta el rayo de luz que se filtraba por la puerta abierta.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Tenías razón!
—Por supuesto.
—Está bien. Las venderé en tu nombre. Treinta y cinco por ciento.
—Veinticinco es el máximo; ya lo sabes.
—El próximo sábado habrá una exposición de gemas y minerales. Allí podría encontrarme con un hombre que me las compraría a un buen precio. Lo llamaré.... si me das el treinta.
—Veinticinco.
—Es una lástima que no podamos ponernos de acuerdo, estando tan cerca. Así perdemos los dos.
—¡Oh, está bien! Digamos treinta, ¿eh?
Volví a tomar las piedras y las oculté en mis bolsillos. Nos estrechamos la mano y Frank se volvió.
Voy al laboratorio —dijo—. Quiero ver qué pasa con esa unidad que retirasteis.
—Cuéntame lo que descubras, ¿quieres? Me gustaría saber qué pasó.
—Te lo diré.
Mientras se alejaba, volví a ocultar las piedras y me dediqué a hojear un libro sobre delfines. De pronto se me ocurrió que todo era muy extraño. Tanto hablar sobre delfines, tanto leer, especular y filosofar sobre sus ensoñaciones hipotéticas y su diagoge religiosa... ¿para qué? Lo más probable es que resolviera todo el caso sin ver siquiera un delfín.
Bien, eso era lo que yo quería, lo que Don y Lydia Barnes, al igual que el Instituto, me habían encomendado: dejar en limpio el buen nombre de los delfines. Sin embargo, aquello estaba resultando un terrible embrollo. Extorsión, asesinato, contrabando de diamantes y un toque de adulterio para completar las cosa. ¿Cómo me las arreglaría para desenmarañar todo esto limpiamente, para dejar libres de culpa a los sospechosos, que en esos momentos practicaban su ludus sin preocuparse de nada, y para desaparecer después sin causar preguntas embarazosas ni involucrarme en nada?
De pronto sentí una profunda envidia hacia los delfines. ¿Acaso ellos provocaban esa clase de situaciones entre los de su especie? Me parecía muy difícil. Tal vez, si en esta vida lograba un karma positivo, podría pedir que me dejaran nacer delfín en la próxima.
Todo aquello me dejó agotado y me quedé dormido con la luz encendida.
Me despertó un golpeteo agudo a insistente. Me froté los ojos, desperezándome. El ruido se repitió. Provenía de la ventana. Alguien golpeaba el marco. Me levanté para abrirla. Era Frank.
—¿Sí? —dije—. ¿Qué pasa?
—Sal un momento —dijo—. Es importante.
—Está bien; espera.
Me lavé la cara, para acabar de despertarme; mientras tanto tuve tiempo para pensar. Mi reloj indicaba las diez y media.
Cuando salí, Frank me agarró por el hombro. —¡Vamos, diablos! ¡Te dije que era importante! —¡Está bien! —exclamé echando a caminar a su lado—.Tenía que despertarme. ¿Qué ocurre?
—Paul ha muerto —respondió.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Ha muerto.
—¿Cómo fue?
—Dejó de respirar.
—Es lo normal. Pero ¿cómo ocurrió?
—Yo estaba trabajando con la unidad que trajisteis. La tengo allá. La llevé conmigo cuando fue el momento de reemplazar a Barthelme, pues quería seguir trabajando en ella. De cualquier modo, me concentré tanto en ese trabajo que no presté atención a lo que pasaba con Paul. Cuando volví a echarle una mirada, estaba muerto. Eso es todo. Tenía la cara oscura y contraída. Parece un problema de pulmones. Tal vez tuvo una embolia...
Entramos en el edificio por la parte trasera, por ser la vía de acceso más próxima; el agua chapoteaba suavemente a nuestras espaldas y una brisa ligera nos siguió al interior. Dejamos atrás el banco de trabajo recién instalado, repleto de herra-mientas, sobre el cual se veía la unidad sónica parcialmente desarmada. Tomamos un recodo a la izquierda y entramos en la habitación donde estaba Paul. Encendí la luz.
Su cara había perdido toda belleza; presentaba signos de haber luchado por recobrar el aire hasta el último instante. Me acerqué a él y le busqué el pulso, sabiendo de antemano que no lo encontraría. Le oprimí una uña con el pulgar; al retirarlo, la carne permaneció blanca.
—¿Cuánto hace? —pregunté.
Justo antes de que fuera a buscarte.
—¿Por qué a mí?
—Eras el más cercano.
—Comprendo. ¿Esta sábana ya estaba rota?
—No lo sé.
—¿No hubo gritos, ruidos .... nada?
—No oí nada. De lo contrario, habría venido en seguida.
De pronto sentí deseos de fumar, pero en el cuarto había tanques de oxígeno y todo el edificio estaba cubierto de carteles con las palabras NO FUMAR. Volví sobre mis pasos, abrí la puerta y me recosté contra ella. Con el cigarrillo ya encendido, perdí la mirada sobre el agua.
—Bien pensado —dije entonces—. Después de los síntomas que presentó esta tarde, dirán que la muerte se debió a «causas naturales», por una «posible embolia», «congestión pulmonar» o cualquier cosa de ésas.
—¿Qué quieres decir? —reclamó Frank.
—¿Le habían dado algún sedante? No lo sé. No importa. Imagino que empleaste el recompresor. ¿Verdad? ¿O lo sofocaste sin más vueltas?
—Deja de bromear. ¿Qué motivos tenía yo para ... ?
—En cierto modo, yo colaboré —dije—. Pensé que estaría a salvo contigo, puesto que no le habías hecho nada hasta ahora. Querías quedarte con Linda, recuperarla. Y uno de tus métodos era gastar mucho dinero para tenerla contenta. Pero era un círculo vicioso, porque Paul era en parte la fuente de tus ingresos adicionales. En eso aparecí yo, para ofrecerte otra mercadería. Después se produjo el accidente de hoy, y todos los preparativos para esta noche... Aprovechaste la oportunidad, viste la ocasión y la tomaste por los cabellos. Además, supiste golpear mientras el hierro estaba caliente. Mis felicitaciones; creo que no podrán condenarte. Porque todo son suposiciones, por supuesto. No hay la menor prueba. Buen trabajo.
Frank suspiró, diciendo:
—En ese caso, ¿para qué hablar de esto? Ya está hecho. Ahora iremos a buscar a Barthelme, y tú te encargarás de hablar, porque yo estaré demasiado afligido.
—Tengo curiosidad por saber lo que pasó con Rudy y con Mike. ¿Tuviste algo que ver con la muerte de ellos?
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó—. ¿Y cómo lo sabes?
—Sé que Paul y Mike eran los proveedores de las piedras. Sé que Rudy lo descubrió y trató de chantajearlos. Arreglaron cuentas con él, y creo que Paul se ocupó también de Mike al mismo tiempo. ¿Que cómo lo sé? Esta tarde Paul balbuceó constantemente mientras regresábamos y yo estaba en el descompresor con él, ¿recuerdas? Lo descubrí todo: los diamantes, los asesinatos, lo de Linda y Paul... Escuchando, eso es todo.
Se recostó contra el banco de trabajo y meneó la cabeza.
—Sospechaba de ti —dijo—, pero allí estaban tus diamantes como prueba. Los encontraste demasiado pronto, lo admito. Pero acepté tu versión, pues existía la posibilidad de que el yacimiento de Paul estuviera cerca de aquí. Tampoco él me había dicho dónde estaba. Pensé que lo habías encontrado por casualidad, o que lo habías seguido hasta allí. De cualquier modo, no importa. Quería hacer negocio contigo. ¿Lo dejamos así?
—Siempre que me digas qué pasó con Rudy y Mike.
—No sé más de lo que has dicho. No era asunto mío, Paul se encargó de todo. Ahora, dime: ¿cómo encontraste el yacimiento?
—No lo encontré —respondí—. No tengo la menor idea de dónde puede estar.
—¡No lo creo! —exclamó—. Las piedras, ¿de dónde provienen?
—Encontré una bolsa que Paul había escondido y la robé.
—¿Por qué?
—Por dinero, naturalmente.
—¿Y por qué me mentiste?
—¿Iba a decirte que las había robado? Vamos, hombre.
Se adelantó súbitamente. En la mano tenía una gran llave inglesa.
Salté hacia atrás, y la puerta le golpeó en el hombro al cerrarse. Eso no lo detuvo más que por un instante. La atravesó a toda prisa y volvió a lanzarse contra mí. Retrocedí en busca de una posición más segura.
Lanzó un golpe y yo lo esquivé hacia un lado, tratando de alcanzarle el codo. Ambos fallamos. Sin embargo, en seguida logró golpearme el hombro. Cuando le asesté una trompada en los riñones, segundos después, no pude hacerlo con la fuerza que había calculado. Volvió a balancear su herramienta, mientras yo retrocedía. El puntapié lo alcanzó en la cadera. Cayó sobre una rodilla, pero se levantó antes de que yo pudiera aprovechar la oportunidad y apuntó hacia mi cabeza. Retrocedí algo más y él se apresuró tras mis pasos.
El agua sonaba muy cerca; podía percibir su olor. Consideré la posibilidad de zambullirme, pero él estaba demasiado próximo.
Cuando volvió a atacar, giré sobre mí y lo cogí por el brazo, cerca del codo, y así lo sostuve mientras intentaba alcanzarle la cara con los dedos. Pero se dejó caer contra mí y me encontré en el suelo, sin soltarle el brazo; con la otra mano le agarré por el cinturón. Tenía el hombro apretado contra el piso, y todo el peso de Frank encima. Logró zafarse, liberándome de su peso al mismo tiempo. Entonces me encogí sobre mí mismo y lancé un puntapié con ambas piernas.
Di en el blanco. Le oír gruñir.
Y de pronto desapareció.
Le oí chapoteando por el agua. Oí voces distantes que se acercaban a través del islote.
Me puse de pie y avancé hacia la orilla.
En ese momento, Frank gritó. Fue un aullido prolongado, horrible, torturante. Cuando llegué a la orilla, ya había terminado.
Barthelme se aproximó, preguntando sin cesar:
—¿Qué pasa, qué pasa?
Al llegar a mi lado vio las raudas aletas en el centro del remolino y exclamó:
—¡Oh, Dios mío!
Después, el silencio.
Más tarde, en mi declaración, afirmé que Frank había venido a buscarme en un estado de gran agitación, diciendo que Paul había dejado de respirar. Al regresar con él al dispensario, y comprobando que Paul estaba muerto, le pedí los detalles. Él tuvo la impresión de que yo lo culpaba por esa muerte, considerándolo negligente en sus cuidados, y su agitación fue en aumento. Acabó por atacarme; en lucha subsiguiente, había caído al agua.
Todo eso era correcto. El testigo mintió sólo por omisión, como se diría en los tribunales. Parecieron creerme y se marcharon. El tiburón seguía rondando tal vez en espera de postre. La gente del Instituto Delfinológico vino para anestesiarlo, y se lo llevó. Barthelme entonces me dijo que el proyector sónico defectuoso podía haber estado sufriendo cortocircuitos de modo intermitente.
Paul había matado a Rudy y a Mike; Frank había matado a Paul, para ser víctima a su vez del tiburón, sobre el cual recaían ahora todas las culpas. Los delfines estaban libres de toda sospecha, y no había otros culpables que llevar ante la justicia. El yacimiento diamantífero pertenecía ahora a los numerosos misterios de la vida.
Y así, cuando todos se hubieron marchado, tomadas ya las declaraciones y retirados los restos de los restos, mucho después de todo eso me senté en una silla de lona, en el patio trasero de mi vivienda, con una lata de cerveza, para con-templar la marcha de las estrellas. En torno a la estación, la noche, ya avanzada, era clara y limpia; sus refulgentes multitudes se duplicaban en el curso fresco de la corriente del Golfo.
Sólo hacía falta estampar las palabras CASO CERRADO en mi archivo mental. Pero ¿quién me había enviado la nota, aquella nota que pusiera en marcha la maquinaria infernal? ¿Importaba mucho, ahora que el trabajo estaba hecho? Mientras nadie hablara sobre mi identidad...
Tomé otro trago de cerveza. Y decidí investigar más.
Saqué un cigarrillo y me incliné para encenderlo...
Cuando llegué al amarradero, las luces estaban encendidas. Mientras subía por el muelle, su voz se dejó oír por un altavoz.
Me saludó llamándome por mi propio nombre..., mi nombre verdadero, que nadie pronunciaba desde hacía tiempo, y me invitó a cenar.
Crucé el muelle hasta llegar a la entrada. La puerta estaba abierta. Entré.
Era una habitación larga y de poca altura, decorada al estilo oriental. Ella lucía un kimono de seda verde. Estaba arrodillada en el suelo, con un servicio de té ante ella.
—Entre, por favor, y tome asiento —dijo.
Asentí. Antes de entrar me quité los zapatos.
—¿O-cha do desu-ka? —inquirió ella cuando me senté.
—Itadakimasu.
Me sirvió. Durante un rato no hicimos más que degustar el té. Tras la segunda taza, acerqué un cenicero.
—¿Un cigarrillo? —la invité.
—No fumo —respondió—. Pero hágalo usted. Trato de no introducir en mi organismo sustancias nocivas. Supongo que así empezó todo.
Encendí un cigarrillo.
—Hasta ahora no me había tropezado con un verdadero telépata —observé.
—Cambiaría esa facultad por un cuerpo sano —dijo ella—, en cualquier momento. No haría falta que fuera muy atractivo.
—Supongo que ni siquiera hará falta formular las preguntas —comenté.
—No —replicó—, no hace falta. ¿Cree usted que gozaremos de libre albedrío?
—Cada día menos.
Ella sonrió, agregando:
—Se lo pregunto porque últimamente he pensado mucho en eso. Pensaba en una niñita que conocí. Vivía en un jardín lleno de flores odiosas. Eran hermosas, y estaban allí para hacerla feliz. Pero no podían ocultar su olor a la niñita. Y olían a compasión. Porque la niñita estaba enferma. Así, ella se veía forzada a huir, no de sus colores ni de sus formas, sino de esa fragancia que podía percibir sin que nadie (o muy pocos) lo supieran. Era doloroso percibirla constantemente. En la soledad, encontró un poco de paz. De no haber sido por esa facultad especial, ella habría podido permanecer en el jardín.
Hizo una pausa, tomó un sorbo de té y continuó:
—Un día encontró amigos en un sitio inesperado. El delfín es un ser alegre y en su corazón no existe esa piedad que humilla. Y, por eso, la misma facultad que le había llevado a buscar el aislamiento le ayudó a comunicarse con ellos. Llegó a conocer el corazón y los pensamientos de sus nuevos amigos, tal como ningún hombre conoce los de su prójimo. Llegó a amarlos, se convirtió en un miembro de la familia.
Tomó otro sorbo de té y permaneció en silencio por un rato, con la mirada perdida dentro de la taza.
—Entre ellos, hay algunos superiores a los demás, tal como usted lo supuso. Profeta, vidente, filósofo, músico... No hay una palabra humana que pueda describir la función que ellos cumplen. Pero entre ellos hay algunos que expresan la ensoñación con especial sutileza y profundidad; es algo parecido a la música, aunque no lo es, extraída de ese lugar atemporal que guardan dentro de sí; desde allí miran hacia el infinito y lo expresan para bien de sus semejantes. Entre ellos, conocí a uno superior a todos. Su nombre, o su título, es algo así coma 'Kjwalll'k-je'k'koothaïlll'kje'k.
Pronunció aquellas sílabas en un tono muy agudo y continuó:
—No puedo explicarle cómo es su ensoñación, así como no podría explicarle la música de Mozart si usted no hubiese escuchado nunca un trozo musical. Pero cuando algo lo amenazó, hice lo que debía hacer.
—No comprendo —dije bajando la taza.
Ella volvió a llenarla y se explicó:
El Chickcharny está construido sobre el agua.
Al escucharla, pude ver claramente en mi cerebro la imagen del edificio.
—Como esto —continuó ella—. No fumo, no tomo bebidas fuertes y rata vez recurro a las medicinas. No es cuestión de principios: es una regla fisiológica que quiebro contra mi propia salud. Pero ¿por qué no gozar de las mismas cosas que disfrutan los de mi especie, así como estoy disfrutando ese cigarrillo que los dos fumamos?
—Empiezo a comprender...
—Por las noches nadaba bajo la ermita, y recogía los sueños de la droga; conocí la paz, la felicidad, la alegría... Cuando aquello se convertía en otra cosa, me retiraba.
—Y Mike...
—Sí, fue él quien me condujo hasta 'Kjwalll'kje'k'koothaïlll'kje'k, sin saberlo. Vi en él el sitio donde habían encontrado los diamantes. Usted piensa que está cerca de la Martinica, puesto que estuve allí hace poco. No le aclaré ese punto. Pero en él vi también la intención de dañar a los delfines. Por lo visto, los animales les apartaban del yacimiento, aunque sin hacerles daño. Me pareció tan extraño que di en investigar, y descubrí que era cierto. Los diamantes estaban en la zona donde él cantaba. Él habita en esas aguas y los demás vienen a escucharlo. Es, en este aspecto, un sitio especial, debido a su presencia. Los hombres buscaban un medio de poder trabajar sin problemas cuando volvieran a buscar diamantes, y descubrieron los efectos de los sonidos emitidos por la ballena asesina. Pero también consiguieron explosivos, por si la grabación no resultaba del todo eficaz después de unos cuantos días.
»Los dos asesinatos ocurrieron durante mi ausencia. En cuanto a la forma, usted está en lo cierto. Yo no sabía que se iban a producir y, en cualquier caso, ningún tribunal habría aceptado mi testimonio sobre lo que pensaba Paul. Ese hombre utilizó todo cuanto se puso al alcance de sus manos o de su mente, aunque en sí no era brillante. Aprovechó la teoría de Frank, le robó también la esposa e investigó lo suficiente como para encontrar las piedras, con un poco de suerte. Suerte era lo que le sobraba. También investigó algo sobre los delfines, hasta descubrir el efecto de esos sonidos, pero no llegó a conocer el modo en que atacan cuando se ven obligados a luchar o a matar. Aun así tuvo suerte. La versión fue aceptada. No por todos, pero logró bastante crédito. Estaba a salvo y planeó regresar a... ese lugar. Busqué un modo de impedírselo. Además, mi interés era que se defendiera a los delfines, pero eso era de importancia secundaria. Entonces apareció usted y supe que había encontrado el medio. Fui hasta la estación por la noche, nadé hasta la costa y dejé una nota bajo su puerta.
—¿Fue usted quien dañó la unidad sónica?
—Sí.
—Lo hizo en el momento justo en que Paul y yo estaríamos de turno, para que bajáramos a reemplazarla.
—Sí.
—¿Y lo otro?
—También. Llené la mente de Paul de percepciones que había recogido bajo la ermita del Chickcharny.
—Y podía ver también dentro de la mente de Frank. Sabía cómo reaccionaría. ¡Usted preparó el asesinato!
—No le obligué a nada. ¿Acaso su voluntad no es tan libre como la nuestra?
Bajé la vista a mi taza, preocupado por la idea. Tuve que aceptarla. Por último volví a mirarla.
—¿No le controló usted, ni siquiera un poquito, en los últimos momentos, cuando me atacó? Hay algo más importante, ¿qué pasara con un sistema nervioso más rudimentario? ¿Podría controlar los actos de un tiburón?
—Claro que no —respondió ella volviendo a llenar mi taza.
Volvió a producirse un silencio. Finalmente pregunté:
—¿Qué pretendía hacer conmigo cuando decidí continuar con las investigaciones? ¿No trató de aturdirme para llevarme a la destrucción?
—No —se apresuró a contestar—. Lo estaba observando para ver qué decidía. Su decisión me asustó. Pero lo que hice no fue una agresión, al menos en principio. Traté de transmitirle parte de la ensoñación, para tranquilizarlo, para darle paz. Tenía la esperanza de que tal experiencia provocara alguna alquimia mental, facilitando sus decisiones.
—Y pensaba acompañarlo con sugerencias adecuadas.
—Sí, eso es. Pero en ese momento usted se quemó y el dolor le hizo reaccionar. Por eso lo ataqué.
En ese momento parecía cansada. Pero había sido un día agotador para ella, considerando todo lo ocurrido.
—Ése fue mi error —prosiguió—. Si lo hubiera dejado en paz, no habría ocurrido nada. Pero usted percibió el carácter no natural del ataque, lo asoció con el éxtasis de Paul y pensó en mí, una mutante; pensó en los delfines y en los diamantes y en mi viaje reciente. Todo eso pasó por su cabeza; y en seguida, la amenaza: los diamantes y la Martinica. Entonces tuve que llamarlo para que habláramos.
—¿Y ahora? Ningún tribunal podría encontrarla culpable de nada. Está a salvo. Ni yo mismo puedo condenarla; tampoco yo estoy libre de culpa, como usted debe saber. Es la única persona que sabe quién soy, y eso me preocupa. Sin embargo, he llegado a adivinar algunas cosas que usted preferiría mantener en secreto. Por lo tanto, no intentará destruirme, pues sabe lo que haré con esas suposiciones en caso de que usted falle.
—Sé también que no utilizará su anillo a menos que se vea obligado. Gracias. Tenía miedo.
—Parece que hemos llegado a un punto muerto.
En ese caso, ¿por qué no olvidarnos del todo?
—¿Me está proponiendo que confiemos el uno en el otro?
—¿Es algo tan nuevo para ti?
—Debes admitir que en estos casos juegas con ventaja.
—Es cierto —aceptó—. Pero sólo vale por poco tiempo. La gente cambia. No puedo saber qué pensará usted en otro momento y en otro lugar. Usted está en mejores condiciones que yo de adivinarlo, pues se conoce desde hace mucho más tiempo.
—Supongo que tiene razón.
—Yo no ganaría nada arruinando su modo de vida. Usted, por el contrario, podría caer en la tentación de buscar una fuente de ingresos fuera de cualquier registro.
—No voy a negarlo —dije—. Pero, si le doy mi palabra, la mantendré.
—Sé que es sincero. Sé también que cree casi todo lo que le he contado, con ciertas reservas.
Asentí.
—Pero en realidad —prosiguió ella— no comprende la importancia de 'Kjwalll'kje'k'koothaïlll'kje'k.
—¿Cómo puedo entenderla, si no soy delfín, ni siquiera telépata?
—¿Puedo mostrarle lo que trato de preservar, de defender?
Medité unos segundos, recordando los momentos pasados recientemente en la estación, cuando ella me atacara con algo digno de William James. No tenía modo de saber qué controles, qué poderes era capaz de ejercer esa muchacha sobre mí, si le permitía efectuar un experimento de ese tipo. Sin embargo, si las cosas llegaban demasiado lejos, si llegaba a sentir que intervenía en mi mente más de lo que el asunto requería, tenía una manera de acabar inmediatamente con la experiencia. Crucé las manos ante mí, colocando dos dedos sobre el anillo.
—De acuerdo —dije.
Y todo volvió a empezar. Algo similar a la música, aunque no lo era, algo así como una frase que no podía expresarse en palabras, porque consistía en imágenes desconocidas para todo ser humano, más allá de nuestros sentidos. Comprendí entonces que el centro receptor de esa experiencia estaba ubicado momentáneamente en la mente de su creador; aquello era la ensoñación de 'Kjwalll'kje'k'koothaïlll'kje'k, y yo lo presenciaba y participaba a la vez en aquel argumento atemporal. Era él quien lo improvisaba, lo orquestaba, extrayendo fragmentos enteros de visiones y frases previamente construidas, perfectas y puras, de una memoria tan vital que su funcionamiento era apenas distinguible de las actividades que cumplía simultáneamente. Y todo se combinaba en frescas armonías, en un ritmo alegre que sólo indirectamente lograba yo comprender, al percibir el placer con que las formulaba.
Experimenté el deleite encerrado en esa danza del pensamiento, racional, aunque no lógico. El proceso, como toda expresión del arte, era una respuesta a algo, aunque yo no lograra apreciar qué era, ni me importara saberlo, pues era en sí la razón de ser. Y si algún día me proporcionara un arma emocional, en un momento en que, de lo contrario, habría permanecido solo e inerme..., pues bien, era una de esas cosas que nadie tiene el derecho de esperar; sin embargo, se las descubre algunas veces, entre los recuerdos de tales fragmentos de vida, captados por un profeta especial con cierta furiosa alegría.
Olvidé mi propio ser, abandoné los límites de mis sentidos y me alejé nadando por un océano que no era ni de luz ni de sombras, que no tenía formas ni carecía de ellas. Empero, conocía mi sendero, subordinado como estaba a la perpetua rea-lización de aquello que habíamos dado en llamar ludus; pero era creación, destrucción y permanencia, algo creado y recreado infinitamente, disperso y reunido, que subía y bajaba; algo aislado de todo fenómeno temporal, pero que contenía la esencia del tiempo. El alma del tiempo: eso me sentía, con infinitas potencialidades que llenaban ese instante, rodeando y penetrando el diminuto arroyo de la existencia, y feliz, feliz, feliz...
Mi mente se alejó girando enloquecida. Allí permanecí, sentado, agarrando aún mi anillo mortífero, frente a la niñita que había huido de las flores odiosas, vestida ahora de verde húmedo, con una expresión muy, muy triste.
—¿O-cha do desu-ka? —preguntó.
—Itadakimasu.
Vertió el té. Habría querido alargar mi mano para tocar la suya, pero me limité a levantar la taza para llevarla a mis labios.
Pero ella tenía mi respuesta. Ella ya la sabía.
Al cabo de un rato, dijo:
—Cuando llegue mi hora (¿quién sabe cuándo será?), deberé ir hacia él. Estaré allí, con 'Kjwaïll'kje'k'koothaïll'kje'k. ¿Quién sabe si no he de continuar, tal vez como un recuerdo, en ese sitio atemporal, como parte de la ensoñación? Ahora siento parte de ella.
—YO...
Alzó la mano, y terminamos en silencio nuestro té. No habría querido marcharme, pero tenía que hacerlo.
Mientras conducía el Isabella hacia la Estación Uno, pensaba en las muchas cosas que podría haber dicho. Volvía hacia mi bolsa de diamantes, hacia todas las cosas y los seres que había dejado atrás y que esperaban mis palabras o el toque de mis manos.
Y, sin embargo, según pensé, las mejores palabras suelen ser las que jamás se pronuncian.
TERCERA PARTE
EL REGRESO
DEL VERDUGO
G
ruesos copos descendían en la noche, noche silenciosa y sin viento. Para mí, no existe tormenta sin viento. Pero entonces no había un susurro, un gemido. Sólo aquella blancura fría y persistente más allá de la ventana, y el silencio. El disparo del arma no hizo más que confirmarlo; al morir los ecos, se tornó más denso. En el cuarto principal de la cabaña, sólo se oían los siseos y crujidos ocasionales de los leños que se consumían en el hogar.
Me senté en la silla vuelta de costado junto a la mesa, para no perder de vista la puerta. En el suelo, a mi izquierda, había un equipo de herramientas. Sobre la mesa estaba el casco: un cesto mal proporcionado, hecho de metal, cuarzo, por-celana y vidrio. Si se producía en el interior el chasquido de un micro interruptor, seguido por cierto zumbido, si se encendía un resplandor en la malla situada en el borde superior, para iniciar un veloz parpadeo, todo eso significaría que la muerte me rondaba.
Larry y Bert habían salido, armados con un lanzallamas y un revólver gigantesco, respectivamente; Bert llevaba también dos granadas de mano. Saqué entonces una pelota negra de mi bolsillo y la desplegué. Era un guante sin costuras; adherida a la palma, había una especie de masilla húmeda. Me coloqué el guante en la mano izquierda y la mantuve levantada, apoyando el codo en el brazo de la silla. Sobre la mesa, junto al casco, tenía al alcance de mi mano derecha una pequeña pistola de rayos láser, la cual no me inspiraba mucha confianza.
La sustancia que tenía en la mano izquierda se adheriría a cualquier superficie metálica que yo golpeara, soltándose del guante. Explotaría dos segundos después, dirigiendo la fuerza del estallido contra la superficie. Newton habría pro-testado, pues la reacción se distribuye normalmente en ángulos rectos y, por lo tanto, el estallido debía expandirse lateralmente sobre la superficie de contacto. Estas sustancias se denominaban «cargas-espátula»; en casi todas partes su posesión está reglamentada por estatutos referidos a armas secretas y herramientas para asaltantes. Aquella plastilina molecularmente alterada era maravillosa. El único problema era el deficiente sistema de distribución.
Junto al casco, y también al alcance de mi mano, había un pequeño transmisor portátil, para poder prevenir a Bert y a Larry en caso de que se produjera el chasquido de un micro interruptor, seguido por cierto zumbido, y si se encendiera un resplandor en la malla situada en el borde superior, iniciando un veloz parpadeo. Así, ellos sabían que Tom y Clay, con quienes habíamos perdido contacto al comenzar el tiroteo, no habían logrado acabar con el enemigo; en ese caso, yacerían sin vida en sus puestos, un kilómetro más hacia el sur. Así sabrían que también ellos estaban a punto de morir.
En cuanto sonó el chasquido, llamé a ambos. Recogí el casco y me levanté; la luz comenzaba a parpadear.
Pero ya era demasiado tarde.
En la tarjeta que enviara a Don Walsh el año anterior, figuraba en cuarto lugar la cervecería literaria de Peabody, en Baltimore, Maryland. Por lo tanto, en la última noche de octubre me instalé en el salón más apartado, en la última mesa, junto a la puerta que daba al callejón. En la otra punta de esa oscura sala, una mujer vestida de negro tocaba el viejo piano vertical, con un tempo demasiado acelerado. Hacia mi derecha, el fuego crepitaba, humeando, en un hogar angosto, bajo una repisa atestada sobre la cual se veía una antigua cornamenta. Mientras escuchaba, bebí lentamente mi cerveza.
Casi deseaba que Don no se presentara en esa ocasión. Mis fondos bastarían para mantenerme hasta la primavera, y no tenía muchas ganas de trabajar. Había pasado el verano más al norte, y en esos momentos estaba anclado en Chesapeake, ansioso por continuar el viaje hacia el Caribe. Los súbitos y fríos vientos me decían que me estaba demorando demasiado en esas latitudes. Sin embargo, el trato era que yo debía permanecer en el bar elegido hasta la medianoche. Faltaban aún dos horas.
Comí un sándwich y pedí otra cerveza. Había consumido más o menos la mitad cuando divisé a Don, que se aproximaba a la entrada, con el abrigo al brazo, mirando hacia otro lado. Llegó junto a mi mesa, exclamando:
—¡Ron! ¿Es cierto lo que ven mis ojos?
Fingí una sorpresa equivalente y me levanté a saludarlo.
—¡Alan! Qué pequeño es el mundo, ¿no? ¡Siéntate, siéntate!
Se sentó en la silla de enfrente y dejó el abrigo sobre otra.
—¿Qué haces en esta ciudad? —preguntó.
—Visitas, nada más —respondí—.Vine a saludar a unos cuantos amigos.
Palmeé las marcas y las manchas de aquella venerable mesa, agregando:
—Esta es mi última parada. Me marcho dentro de unas horas.
—¿Y por qué tocas madera? —observó, riendo.
—Era una muestra de afecto por una de las tabernas favoritas de Henry Mencken.
—¿Tan viejo es este local?
Asentí.
—Claro —comentó él—.Tú siempre has sentido esa afición por el pasado .... o contra el presente. Nunca supe muy bien cuál de las dos cosas.
—Un poco de cada una, tal vez —dije—. Me gustaría que Mencken pudiera volver aquí. Sería bueno conocer lo que opina sobre el presente. ¿Y tú qué haces con él?
—¿Con quién?
—Con el presente. Aquí y ahora.
—¡Oh!
Llamó por señas a la camarera y pidió una cerveza.
—Estoy aquí en viaje de negocios —dijo entonces—, para contratar a un asesor.
—¡Oh! ¿Y cómo andan los negocios?
—Difíciles —dijo—. Difíciles.
Encendimos un par de cigarrillos, mientras esperábamos que llegara la cerveza. Fumamos escuchando la música.
Era la misma canción que yo había cantado y volvería a cantar: el mundo es una canción acelerada. De los muchos cambios que se habían producido en mi vida, la mayor parte parecía haber tenido lugar en los últimos años. Unos años atrás había sentido la misma impresión y me parecía que en pocos años pensaría lo mismo .... siempre que los contratos de Don no me quitaran de en medio. En ese momento, yo no tenía existencia alguna; y eso se debía a que, en su debido tiempo, habría existido en el instante en que se intentaba registrar el total de nuestra época. Me refiero al proyecto mundial que alentaba el Banco Central de Datos, en el cual yo había cumplido una parte importante; pensábamos construir un modelo del mundo real, donde figurara cada cosa, cada ser viviente. Nuestros futuros colegas decidirán si tuvimos éxito o si fracasamos, si en verdad la posesión de todo un mundo nos otorgó, a sus guardianes, un mayor control de sus funciones. Mientras ellos lo discuten, la música se acentúa, y uno pierde de vista los detalles principales. En esa época, tomé una decisión: no recibiría carta de ciudadanía en ese nuevo mundo, aunque, tal vez, llegara a alcanzar más importancia que en el viejo. Era un exiliado dentro de la realidad, y mi estadía en ella no era sino la de quien se siente culpable por haber entrado de forma ilegal. La visito periódicamente, pues voy a donde puedo ganarme la vida. Allí es donde Don entra en juego. Y puedo convertirme en cualquier persona que le resulte conveniente para resolver un problema especial.
Por desgracia, ése era el caso en aquel momento, aunque todo mi ser parecía inclinarse por la desidia.
Terminamos nuestras bebidas y pagamos la cuenta.
—Por aquí —indiqué señalando la puerta trasera.
Don se puso el abrigo y me siguió. Mientras bajábamos por el callejón, me preguntó:
—¿Hablamos aquí?
—Será mejor que no —dije—. Transporte público, conversación privada.
Asintió siguiendo mis pasos.
Tres cuartos de hora después estábamos en el bar del Proteo. Mientras yo preparaba café, las aguas frías de la bahía nos mecían suavemente bajo el cielo sin luna. Sólo un par de luces iluminaban el barco. Todo resultaba muy cómodo. En el agua, a bordo del Proteo, las multitudes, la actividad, el ritmo de la vida en las ciudades, en la tierra, se enmudecen y se detienen; unos pocos metros de agua constituyen una distancia metafísica que les da un aire de ficción. Los humanos alteramos el paisaje con gran facilidad, pero el océano tiene algo de inmutable. Supongo, por extensión, que nos sentimos invadidos por cierta sensación de atemporalidad cuando nos vemos en él. Tal vez por esa razón paso tanto tiempo navegando.
—Es la primera vez que me recibes a bordo —observó—. Esto es muy cómodo. Muy cómodo.
—Gracias. ¿Crema, azúcar?
—Sí, las dos cosas.
Tomamos nuestras tazas humeantes.
—¿Qué tienes para ofrecerme? —pregunté.
—Un caso que trae consigo dos problemas —dijo—. Uno de ellos viene a caer en mi radio de acción. El otro no. Según me dijeron, es una situación completamente única y requerirá los servicios de un especialista muy preparado.
—Yo sólo soy especialista en el arte de conservar la vida.
De pronto, su mirada buscó la mía.
—Tengo la impresión de que tú sabes muchísimo sobre computadoras —comentó.
Aparté la vista; aquello era un golpe bajo. Nunca me había presentado ante él en ese papel y entre nosotros había un entendimiento tácito: mis métodos de acción y mi identidad no estaban abiertos a discusión. Pero para él debía ser obvio que yo conocía el sistema extensa y profundamente.
Sin embargo, el tema no me gustaba y me apresté a defenderme.
—La gente que entiende de computadoras es moneda común hoy en día —dije—. En tu tiempo habrá sido diferente, pero ahora se enseña programación desde primer grado. Claro que sé muchísimo, como todos los de mi generación.
—Sabes que no es eso lo que quiero decir —replicó—. Me conoces bastante. ¿No puedes tenerme un poquito de confianza? Si he sacado el tema a relucir, es sólo porque afecta al caso que tenemos entre manos.
Asentí. Las reacciones, de por sí, no siempre son adecuadas y yo había invertido mucho capital emotivo en mi dura labor. Por eso acabé por aceptar:
Está bien, entiendo de computadoras algo más de lo que enseñan en la escuela.
—Gracias —replicó Don tomando un sorbo de café—. Ese será nuestro punto de partida. Por mi parte, tengo experiencia en abogacía y contabilidad; después me dediqué al servicio militar, a la inteligencia militar y al servicio civil, en ese orden. Por último, entré en esta profesión. Por el camino, he aprendido algunos conocimientos técnicos: un poquito aquí, un curso acelerado allí... Sé bastante sobre lo que esos artefactos hacen, pero no sobre su funcionamiento. Con respecto a este caso, no he comprendido los detalles. Necesito que comiences por el principio y me lo expliques tan a fondo como puedas. Me hace falta una revisión general y, si puedes proporcionármela, eso será señal de que eres el hombre adecuado para el caso. Puedes empezar por decirme cómo funcionaban los primeros robots de exploración espacial. Por ejemplo, los que utilizaban en Venus.
—Ésos no eran computadoras —dije—. Por otra parte, tampoco eran robots, en realidad; eran artefactos de tele operación.
—Explícame en qué consiste la diferencia.
—Un robot es una máquina preparada para realizar ciertas operaciones según un programa de instrucciones. Un teleoperador es una máquina esclava dirigida por control remoto. El teleoperador funciona en realimentación con su operador. Según el grado de perfección que se desee, los contactos pueden ser audiovisuales, cinestésicos, táctiles y hasta olfatorios. Cuanto más quieras avan-zar en esta dirección, más antropomórfico será el diseño del artefacto.
»En el caso de Venus, si mal no recuerdo, el operador humano en órbita usaba un exoesqueleto que controlaba los movimientos del cuerpo, piernas, brazos y manos de un artefacto puesto en la superficie, que recibía movimiento y energía por realimentación a través de un sistema de transductores a eyección de aire. Se colocaba un casco que controlaba la cámara televisiva del artefacto esclavo (colocada en su parte superior, naturalmente), y con eso cubría el campo de visión del panorama. También utilizaba audífonos conectados con su receptor de radio. He leído el libro que escribió después. Dice que durante largos períodos se olvidaba de la cabina, se olvidaba que estaba en el extremo directivo de un lazo de control y se sentía como si fuera caminando por ese paisaje invernal. Recuerdo que me impresionó mucho; yo era un chiquillo por entonces; quería tener un artefacto de ésos, pero microscópico, para andar por los charcos luchando contra los microorganismos.
—¿Por qué?
—Porque en Venus no había dragones. De cualquier modo, como ves, un artefacto teleoperador es algo muy diferente a un robot.
—Hasta ahí comprendo —dijo Don—. Ahora, explícame la diferencia entre los primeros artefactos teleoperadores y los más adelantados.
Tomé un poco de café antes de responder.
—En los planetas exteriores y sus satélites, la cosa era algo más complicada. Para empezar, allá no había operadores en órbita, por motivos económicos y algunas dificultades técnicas sin resolver. Principalmente, por causas económicas. Sin embargo, los artefactos eran enviados a esos mundos, pero los operadores permanecían aquí. Debido a esto, se producía un intervalo en las transmisiones. Se demoraba un rato en recibir el impulso, y otro tanto antes de que la orden para efectuar los movimientos correspondientes llegara al teleoperador. Tratamos de compensarlo de dos modos: primero, mediante el empleo de una simple secuencia demora-movimiento, movimiento-demora; el segundo sistema era más complicado. Precisamente en ese punto entran en escena las computadoras, en tanto que participantes en el circuito de control. Eso requirió la preparación de modelos de factores ambientales conocidos, que se ampliaron durante las primeras secuencias de demora-movimiento. Básicamente, la computadora se utilizó para anticipar consecuencias a corto plazo. Por último, se encargó del cir-cuito, dirigiéndolo por medio de una combinación de «controles preventivos» y revisiones de demora-movimiento. Sin embargo, aún requería la ayuda humana cuando ocurrían cosas inesperadas. Por lo tanto, en los planetas exteriores, los artefactos no fueron ni del todo automáticos ni únicamente manuales. Tampoco por completo satisfactorios, al principio.
De acuerdo —dijo Don encendiendo un cigarrillo—. ¿Y la etapa siguiente?
—Lo siguiente no fue, en realidad, un paso hacia adelante con respecto a los teleoperadores. Fue un vuelco económico. El gobierno aflojó la bolsa, y eso nos permitió enviar algunos hombres. Los hacíamos aterrizar donde mejor podíamos, y a veces, donde no era posible, los dejábamos en órbita y, en su lugar, enviábamos teleoperadores. Como en los viejos tiempos. El problema del lapso cronológico se resolvió, pues el operador volvía a encargarse de todo. En todo caso, se puede considerar una vuelta a los métodos primitivos. Todavía seguimos haciéndolo con cierta frecuencia, y da resultados.
Don meneó la cabeza, diciendo:
—Entre las computadoras y la ampliación de presupuesto hubo otra cosa que no mencionaste.
Me encogí de hombros.
—En ese período, se probaron muchas cosas, pero ninguna mejor que la sociedad entre el hombre, la computadora y el teleoperador.
—Hubo un proyecto —dijo él— que trataba de solucionar el problema cronológico mediante el envío de una computadora junto con el teleoperador. Pero esa computadora no era precisamente una computadora, y el teleoperador tampoco era tal. ¿Sabes a qué me refiero?
Encendí uno de mis cigarrillos mientras lo pensaba un momento. Finalmente respondí:
—Creo que lo refieres al Verdugo.
—Allí es donde ya no comprendo nada. ¿Puedes explicarme cómo funciona?
—Al final, resultó un fracaso —observé.
—Pero al principio funcionó bien.
—En apariencia, sí. Pero sólo en las cosas más sencillas, en Io. Después tuvo una avería y acabamos considerándolo como un fracaso, aunque muy noble. El proyecto era demasiado ambicioso, desde su misma concepción. Según parece, todo empezó cuando la gente encargada de eso vio la oportunidad de combinar proyectos de vanguardia, cosas que aún estaban en investigación y material que era extremadamente nuevo. En teoría, todo parecía encajar perfectamente, tanto que cayeron en la tentación de incorporar demasiados elementos. Aunque al principio funcionó bastante bien, más tarde todo se descompuso.
—Pero ¿qué fue lo que entró en el artefacto?
—Dios, qué no entró, deberías preguntar. La computadora, que no era exactamente una computadora... Bueno, empezaremos por allí. En el siglo pasado, tres ingenieros de la Universidad de Wisconsin (Nordman, Parmentier y Scott) crearon un artefacto conocido como neuristor superconductivo con empalme por túnel. Se trataba de dos diminutas bandas metálicas con una delgada cubierta aislante entre ellas. A muy bajas temperaturas, transmitían impulsos eléctricos sin resistencia alguna. Rodeadas por material magnético y agrupando a aquellos en una masa de miles de millones, ¿qué se obtiene?
Don meneó la cabeza, sin responder.
Bueno —proseguí—, por una parte, se tiene una situación imposible de esquematizar, si se consideran todos los caminos e interconexiones que se pueden formar. Hay una obvia similitud con la estructura del cerebro. Por lo tanto, en teoría, no hay por qué dirigirlo. Basta con suministrarle datos y permitir que establezca sus propios modos de actuar, por medio del material magnético, que se magnetizaría cada vez que la corriente lo atravesara, interrumpiendo así la resistencia. El material establece sus propias acciones, en una forma análoga al funcionamiento del cerebro cuando aprende algo nuevo.
»En el caso del Verdugo, se utilizó un sistema muy parecido a éste; lograron instalar más de diez billones de células del tipo neuristor en un espacio muy pequeño: la tercera parte de un metro cúbico, más o menos. La meta era esa cifra mágica, pues corresponde, aproximadamente, al número de células nerviosas que contiene el cerebro humano. A eso me refería cuando dije que, en realidad, no era una computadora. Se trabajaba, de hecho, en el terreno de una inteligencia artificial, cualquiera que fuese el nombre que se le daba.
—Si esa máquina tenía cerebro propio, fuera computadora o casi humano, se trataba más de un robot que de un teleoperador, ¿verdad?
—Sí, no y tal vez —respondí—. Se manejaba como un teleoperador aquí, en la Tierra, ya fuera en el fondo del océano, en el desierto o en zona montañosa, como parte de su programación. Supongo que también se podría denominar aprendizaje, o jardín de infancia. Tal vez este último término sea el más apropiado. Se le enseñaba a explorar en medios difíciles y a comunicar información al res-pecto. Una vez que dominara esto, teóricamente podría desenvolverse solo en el espacio, sin un vínculo de control, y comunicar todos sus descubrimientos.
—¿En ese aspecto se consideraría robot?
—Un robot es una máquina que lleva a cabo ciertas operaciones según un programa de instrucciones. El Verdugo tomaba sus propias decisiones, ¿comprendes? Y sospecho que, al tratar de crear algo tan similar al cerebro humano en cuanto a estructura y funcionamiento, se incluyó también un elemento fortuito. No era exactamente una máquina que seguía un programa. Era demasiado compleja. Tal vez ésa fue la causa de su fracaso.
Don rió por lo bajo:
—¿Un libre albedrío inevitable?
—No. Tal como lo dije, habían metido demasiadas cosas en un solo saco. En esa temporada, cualquiera que pudiera incluir algún proyecto lo hacía de inmediato. Por ejemplo, los muchachos de psicofísica tenían un artefacto que probar en él; allá iba. Aparentemente, el Verdugo era un aparato para comunicaciones. Pero en realidad, el problema consistía en averiguar si era realmente sensible.
—¿Lo era?
Así lo parece, hasta cierto punto. Para formar parte del teleoperador inicial, habían ideado un artefacto que creaba un campo de inducción débil en el cerebro del operador. La máquina recibía y amplificaba los esquemas de actividad eléctrica que pasaban a la llamémosla «mente» del Verdugo, para entrar a un complejo modulador y volver al campo de inducción existente en la cabeza del operador. En eso salgo de mi especialidad para entrar en la de Weber y Fechner, pero una neurona tiene cierto umbral, más allá del cual actúa, mientras que no lo hace si no se llega a él. En un milímetro cuadrado de la corteza cerebral hay algo así como cuarenta mil neuronas, agrupadas de tal forma que cada una tiene varias cone-xiones simpáticas con las de alrededor. En cualquier momento, varias de ellas pueden estar por debajo de ese umbral, mientras las otras están en un estado al que sir John Eccles se refirió una vez con el término de «equilibrio crítico», es decir, listas para actuar. Si una de ellas cruza ese límite, puede provocar la liberación de las otras, por cientos de miles, en veinte milisegundos. El campo pulsante debía proporcionar ese impulso en una forma lo bastante selectiva como para que el operador pudiera entrever lo que ocurría en el cerebro del Verdugo, y viceversa. El Verdugo debía tener su propia versión interna de lo mismo. También se pensaba que esto podía servir para humanizarlo, hasta cierto punto, de modo que apreciara la importancia de su trabajo. Digamos que para inspirarle cierta lealtad.
—¿Crees que eso pudo contribuir a su posterior avería?
—Posiblemente. No hay forma de suponer nada, pues el caso fue único. Si quieres mi opinión, lo diré que sí; pero es sólo una opinión.
—¡Ajá! —musitó Don—. ¿Y en cuanto a sus características físicas?
—Diseño antropomórfico, tanto porque originariamente era teleoperado como por el razonamiento psicológico del que hace un momento hablábamos. Podía pilotar su propio vehículo. No necesitaba un sistema de mantenimiento vital, por supuesto. Tanto él como el vehículo recibían energía por unidades de fusión, de modo que el combustible no era un problema. Además, se reparaba a sí mismo. Era capaz de realizar una gran variedad de pruebas y mediciones complicadas, de efectuar observaciones, completar informes, aprender nuevos materiales, transmitir sus descubrimientos... Podía sobrevivir prácticamente en cualquier medio. En realidad, requería menos energía en los planetas exteriores: menos trabajo para las unidades de refrigeración, para mantener el cerebro superenfriado.
—¿Y en cuanto a resistencia?
—No recuerdo todos los detalles. Creo que tenía la fuerza de doce hombres, en acciones tales como levantar y empujar pesos.
—Exploró Io en nuestro lugar, habiendo despegado desde Europa.
—Efectivamente.
—Después comenzó a comportarse de forma errática, precisamente cuando pensábamos que había aprendido su trabajo.
—Así parece.
—Rechazó una orden directa de explorar Calisto, y se dirigió hacia Urano.
—Sí. Han pasado años desde que leí los informes...
Después de eso, el funcionamiento empeoró. Hubo largos períodos de silencio interrumpidos por transmisiones confusas. Ahora que sé algo más sobre su composición, se diría que actuaba como un hombre a punto de perder la razón.
—Parece un caso similar.
Pero pudo arreglárselas por algún tiempo. Aterrizó en Titania y comenzó a enviar informes de observación que parecían normales. Pero eso duró poco. Volvió a volverse irracional; afirmó que se encaminaba hacia Urano, y allí acabó la cosa. No volvimos a saber de él. Ahora que sé lo del artefacto para leer la mente, comprendo que un psiquiatra haya podido afirmar, desde aquí, que jamás volvería a funcionar.
—Nunca tuve noticia de esos detalles.
—Yo sí.
Eso ocurrió hace unos veinte años —observé encogiéndome de hombros—; tal como dije, hace mucho tiempo que no leo nada al respecto.
—La nave del Verdugo se estrelló, según cómo se mire, aterrizó, hace dos días, en el golfo de México.
Me limité a mirarlo fijamente.
—Estaba vacía —prosiguió Don.
—No comprendo.
—Ayer por la mañana —continuó—, el restaurador Manny Burns fue encontrado muerto a golpes en las oficinas de su establecimiento, la Maison Saint-Michel, en Nueva Orleans.
—Sigo sin comprender...
—Manny Burns fue uno de los cuatro operadores que originariamente programaron... perdón, enseñaron al Verdugo.
El silencio se prolongó, extendiéndose sobre la cubierta.
—¿una coincidencia? pregunté, finamente.
—Mi cliente no lo cree así.
—¿Quién es tu cliente?
—Uno de los tres miembros restantes del grupo de entrenamiento. Está convencido de que el Verdugo ha regresado a la Tierra para matar a sus antiguos operadores.
—¿Y ha hablado de sus temores a sus antiguos jefes?
—No.
—Porque eso significaría explicarles la razón de sus sospechas.
—¿Es decir?
—Tampoco a mí me la explicó.
—¿Y cómo piensa que vas a arreglártelas para hacer un buen trabajo?
—Me ha explicado lo que espera de mi. Son dos cosas, y para ninguna de ellas hace falta saber toda la historia. Quiere que se le proporcionen buenos guardaespaldas, y quiere que encontremos al Verdugo y nos deshagamos de él. Ya me he encargado de la primera parte.
—¿Y quieres que yo me encargue de la segunda?
—Así es. Me has confirmado en mi opinión de que eres el hombre adecuado para el trabajo.
—Comprendo. Pero, si ese artefacto es realmente sensible, será algo muy similar al asesinato, ¿lo has pensado? Si no lo es, por supuesto, no cometeremos más delito que destruir una costosa propiedad del Estado.
—Y tú, ¿cómo lo consideras?
—Como una misión que debo cumplir —dije.
—¿Lo harás?
—Necesito más detalles antes de decidirme. Por ejemplo, ¿quién es tu cliente? ¿Quiénes son los otros operadores? ¿Dónde viven? ¿Qué hacen? ¿Qué ... ?
Me interrumpió, levantando la mano, y respondió:
—Primero: nuestro cliente es el Honorable Jesse Brockden, senador por el estado de Wisconsin. Naturalmente, todo esto es estrictamente confidencial.
—Recuerdo que estuvo involucrado en el programa espacial antes de dedicarse a la política —observé—. Pero no conocía los detalles. Podría conseguir protección del gobierno con tanta facilidad...
—Según parece, para eso debería explicar algo que no quiere ni mencionar. Tal vez fuera perjudicial para su carrera. En realidad, no lo es. No quiere nada de eso. Prefiere tratar con nosotros.
Volví a asentir, preguntando:
—¿Y los otros? ¿También quieren tratar con nosotros?
—Para nada. No están de acuerdo con Brockden, en absoluto. Parecen creerlo paranoico, o algo así.
—¿Se tratan actualmente?
Viven en distintos lugares del país y no se han visto en los últimos años. Sin embargo, se ponen en contacto, ocasionalmente.
—Es una base muy débil para hacer un diagnóstico, me parece.
—Una de ellos es psiquiatra.
—¡Oh! ¿Quién?
—Leila Thackeray, se Ilama. Vive en Saint Louis y trabaja allí, en el hospital del Estado.
—Presumo entonces que ninguno de ellos ha acudido a la autoridad, ya sea la federal o la del Estado.
Así es. Brockden se puso en contacto con ellos en cuanto supo del regreso del Verdugo. En ese momento, estaba en Washington. La noticia le llegó inmediatamente y se las arregló para que no se le diera mucha difusión. Trató de hablar con los otros tres, pero, cuando intentaba hacerlo, se enteró de la muerte de Burns. Se puso en contacto conmigo, y trató de convencer a los otros de que aceptaran también la protección de mi gente. Pero no le creyeron. Cuando hablé con la doctora Thackery, me indicó, con bastante discreción, que Brockden está muy enfermo.
—¿Qué tiene?
—Cáncer. En la columna. Una vez que ataca allí, ya no hay nada que hacer. Según me dijo, cree que no le quedan más de seis meses para encargarse de lo que considera una ley muy importante: la rehabilitación de los criminales. Admito que, por cierto, parece un paranoico cuando habla sobre ese tema. Pero, ¡diablos! ¿Quién no lo parecería? Sin embargo, la doctora Thackery cree que eso lo explica todo, y considera que el asesinato de Burns no tiene nada que ver con el Verdugo. Para ella, todo se reduce a un simple robo; el ladrón se vio sorprendido y se asustó; tal vez estaba drogado... En fin, todo eso.
—En ese caso, ¿no tiene miedo al Verdugo?
—Dice estar en mejor posición que nadie para saber lo que piensa, y no se preocupa en absoluto.
—¿Y el otro operador?
—Asegura que, si la doctora Thackery conoce su mente mejor que nadie, conoce bien su cerebro, y tampoco tiene miedo.
—¿Qué significa eso?
—David Fentris es ingeniero consultor, especializado en electrónica y cibernética. Tuvo cierta participación en el diseño del Verdugo.
Me levanté para traer la cafetera, no porque tuviera muchas ganas de tomar un poco de café, sino porque conocía a David Fentris. En otros tiempos había trabajado con él, antes de que él entrara en los proyectos espaciales.
Dave me llevaba unos quince años; cuando lo conocí, estaba vinculado con el proyecto del banco de datos. La mayoría de nosotros comenzó a pensar las cosas de otro modo al avanzar el proyecto. Dave, en cambio, nunca dejó de mostrarse francamente entusiasta. Era un hombre fuerte, de unos cincuenta y ocho años, de cabellos grises y ojos del mismo color, escondidos tras anteojos de armazón de carey; variaba entre la preocupación y el impulso casi frenético. Por su modo de expresar pensamientos incompletos, uno lo consideraba representante de esa tribu de los que llegan a ocupar puestos de poca autoridad gracias a los parientes o a la política. Sin embargo, a los pocos minutos, uno comenzaba a revisar esa opinión, pues él combinaba sus divagaciones en un marco de teorías rigurosas. Cuando acababa, uno estaba ya preguntándose cómo era posible que semejante hombre estuviera en un puesto de tan poca responsabilidad. Más tarde, tal vez uno acabara considerando que, cuando no mostraba demasiado entusiasmo, evidenciaba una verdadera tristeza. Y, si bien el espíritu entusiasta es muy conveniente para proyectos de corto alcance, las aventuras de mayor duración suelen requerir un poco más de ecuanimidad. No me extrañó mucho que hubiese acabado como consultor.
Ahora, la cuestión era: ¿me recordaría? Mi aspecto estaba alterado, mi personalidad (era de esperar) mucho más madura y mis hábitos habían cambiado. Pero ¿sería suficiente, si me viera obligado a encontrarme con él por este trabajo? El cerebro oculto tras esos anteojos podía pensar muchas cosas extrañas con unos cuantos datos.
—¿Dónde vive? —pregunté.
—En Menfis. ¿Qué problema tienes?
—Estoy tratando de ajustar mis conocimientos geográficos —dije—. El senador Brockden, ¿sigue en Washington?
—No. Ha vuelto a Wisconsin y está escondido en una cabaña, en la parte norte del Estado. Tengo a cuatro agentes custodiándolo.
—Comprendo.
Serví más café y volví a sentarme. Todo eso no me gustaba nada y resolví no aceptar el trabajo. Sin embargo, no quería despedir a Don con un «no» directo. Sus encargos se habían convertido en parte muy importante de mi vida, y esto no era cuestión de gastar suelas. Por lo visto, era importante, y él quería dejarlo en mis manos. Traté de encontrar algún resquicio para reducirlo al simple trabajo de guardaespaldas que ya estaba en marcha.
—Parece extraño —comenté— que Brockden sea el único asustado por el artefacto.
—Sí.
—. . .Y que no pueda dar sus razones.
—Cierto.
—... Y, además, su estado físico y lo que la doctora dice con respecto a su salud mental...
—No me caben dudas de que está neurótico —aclaró Don—. Fíjate en esto.
Sacó de su chaqueta unas hojas de papel. Las revisó de prisa y apartó una, para alcanzármela.
Era una hoja con membrete del Congreso; el mensaje, garrapateado a mano con una escritura grande y suelta, decía: «Don: tengo que verte. El monstruo de Frankenstein ha vuelto desde el lugar donde lo colgamos y me está buscando. Todo este maldito universo trata de hacerme polvo. Llámame entre las ocho y las diez. Jess» .
Asentí. Iba a pasarlo a Don, pero hice una pausa antes de devolverlo. ¡Que todo aquello se fuera al infierno!
Tomé un poco de café. Aunque había abandonado tiempo atrás toda esperanza al respecto, un detalle me llamó la atención de inmediato: en el margen, donde figuraba la lista de tales asuntos, vi que Jesse Brockden integraba la comisión encargada de reconsiderar el programa del Banco Central de Datos. Esa comisión debía trabajar en una serie de reformas encomendadas. Por lo demás, no recordaba que ese hombre hubiese manifestado alguna posición al respecto, pero... ¡Oh, diablos! Aquello era demasiado gigantesco, a esa altura, como para que se pudiera alterar de forma significativa. De cualquier modo, era el único monstruo de Frankenstein que me preocupaba, y siempre existía la posibilidad... Por otra parte... ¡Diablos, diablos! ¿Y si lo dejaba morir, pudiendo salvarlo, y resultaba ser el único capaz de ... ?
Bebí otro sorbo de café y encendí otro cigarrillo.
Tal vez hubiera un forma de hacer las cosas de tal modo que Dave no entrara en juego. Podía hablar primeramente con Leila Thackery, verificar las circunstancias del caso Burns, mantenerme informado con respecto a los nuevos sucesos, ave-riguar algo más acerca del vehículo estrellado en el Golfo... Tal vez lograra algo, aunque sólo fuera la negación de la teoría postulada por Brockden, sin que fuera necesario encontrarme con Dave.
—¿Tienes detalles sobre el funcionamiento del Verdugo? —pregunté.
—Aquí están —respondió acercándomelos.
—¿El informe policial sobre el asesinato de Burns?
—Aquí está.
—¿El paradero de todos los implicados y algunos antecedentes?
Aquí.
—¿Dónde podré encontrarte durante los próximos días, a partir de mañana? Este asunto puede requerir cierta coordinación.
Don sonrió y tomó su pluma estilográfica.
—Me alegra que te embarques en esto —dijo.
Yo me incliné para palmear el barómetro, meneando la cabeza.
Me despertó el timbre del teléfono. Por mero reflejo, crucé la habitación y lo atendí.
—¿Sí?
—¿Señor Donne? Son las ocho.
—Gracias.
Me dejé caer en la silla. Pertenezco a esa clase de personas lentas para entrar en movimiento. Todas las mañanas tiendo a reproducir la filogenia. Los deseos básicos se abrieron camino, penosamente, a través de mi materia gris, para establecer una conexión. Con mucha lentitud, extendí un miembro helado y marqué un par de números. Cuando me contestaron, pedí, graznando, que me trajeran comida y litros de café. Media hora después, habría gruñido en vez de graznar. Por último, marché tambaleante hasta el cuarto de las aguas fluyentes, para renovar mi contacto con las necesidades básicas.
La lentitud matinal de mi adrenalina y mi azúcar sanguíneo es normal, pero, además, esa noche había dormido poco. Tras la partida de Don, había cerrado el Proteo y llenado mis bolsillos con elementos imprescindibles, para dirigirme al aeropuerto, donde tomé un avión que me llevó hasta Saint Louis en las mortecinas horas de la madrugada. Me fue imposible dormir durante el viaje; pensé en el caso y planeé cómo actuaría frente a Leila Thackery. A la llegada, había pedido un cuarto en el motel del aeropuerto, dejando un mensaje para que me despertaran a deshora y finalmente me eché a dormir.
Mientras comía estudié la hoja que Don me había proporcionado.
Leila Thackery se había divorciado de su segundo esposo hacía algo más de dos años, sin contraer nuevo matrimonio; tenía cincuenta y seis años y vivía en un departamento cercano al hospital en el que trabajaba. Adjunta a la hoja, había una fotografía que podía datar de diez años atrás. La mostraba morena, de ojos claros, rellenita, con una ligera tendencia a la obesidad; unos sofisticados anteojos coronaban su nariz respingona. Había publicado varios libros y artículos cuyos títulos estaban llenos de alienaciones, roles, transacciones, contextos sociales y más alienaciones todavía.
Por falta de tiempo, me había sido imposible proceder según mi método habitual, que requería convertirme en un individuo enteramente nuevo con una historia comprobable. Tendría que conformarme con un nombre y una historia; lo demás no parecía necesario en este caso. Por una vez, podría presentarme de un modo más o menos honesto.
Tomé un vehículo público hasta su domicilio, sin anunciar mi visita por teléfono: siempre es más fácil decir «no» a una voz que a una presencia física.
Según mis informes, ese día le tocaba atender pacientes externos en su casa. Aparentemente, era idea suya: romper con la imagen alienante de la institución, evitar los resentimientos, convirtiendo las sesiones en algo similar a un encuentro social, etcétera. No quería robarle mucho tiempo; si hacía falta, Don podía pagar una visita. Pero, sin duda, las visitas de sus pacientes estarían combinadas de modo que le permitiesen algunos ratos de descanso entre una y otra.
Cuando acababa de localizar su nombre y el número de su departamento entre los timbres de la entrada, una anciana pasó a mi lado y abrió la puerta principal. Me echó una mirada y la sostuvo abierta; así pude entrar sin tocar el timbre. Mi visita sería más imprevista aún.
Subí en el ascensor hasta el piso de Leila, el segundo. Localicé su puerta y llamé. Cuando estaba por llamar otra vez, se abrió a medias.
—¿Sí? —inquirió.
Pude entonces comprobar mi suposición con respecto a la antigüedad de la foto. Parecía estar igual.
—Doctora Thackery —dije—, mi nombre es Donne. Creo que usted puede serme de gran ayuda en cierto problema.
—¿Qué clase de problema?
—Se refiere a un artefacto conocido como el Verdugo.
Suspiró, con una rápida mueca, mientras los dedos de su mano se le ponían tensos en el marco de la puerta.
—Vengo desde muy lejos, pero no le entretendré por mucho tiempo —afirmé—. Sólo quiero hacerle unas pocas preguntas.
—¿Trabaja para el Gobierno?
—No.
—¿Trabaja entonces para Brockden?
—No. Es otra cosa.
Está bien —dijo—. En este momento, estoy en una sesión de grupo. Calculo que durará media hora más. ¿Le molestaría esperar en la recepción? En cuanto acabe, se lo haré saber y hablaremos.
—Me parece bien —convine—, gracias.
Me saludó con una inclinación de cabeza y cerró la puerta. Busqué las escaleras y volví a bajar.
Un cigarrillo más tarde, decidí que el ocio es el origen de todos los vicios, y se me ocurrió una idea para emplear ese tiempo. Volví hacia la puerta de entrada y leí a través del vidrio los nombres de unos cuantos vecinos del quinto piso. Tomé el ascensor y llamé a una de las puertas. Antes de que se abriera, puse mi cuaderno de notas y mi lápiz bien a la vista.
—¿Si?
Bajita, curiosa, de unos cincuenta años.
Me llamo Stephen Foster, señora Gluntz. Estoy haciendo una investigación para la Liga de Consumidores Americanos. Si me permite pagarle por dos minutos de su tiempo, quisiera hacerle algunas preguntas sobre los productos que usted usa.
—¿Por qué ... ? ¿Me pagará algo?
—Así es, señora. Diez dólares. Serán unas doce preguntas y no tardaremos más de dos minutos.
—Está bien —aceptó, abriendo la puerta un poco más—. ¿No quiere pasar?
—No, gracias. No vale la pena, por tan poco tiempo. La primera pregunta se refiere a los detergentes.
Diez minutos después, estaba otra vez en la recepción del edificio, agregando treinta dólares a la lista de gastos por las entrevistas que había efectuado. Cuando un caso está lleno de imprevistos y me veo forzado a improvisar, trato de cubrir cuantas contingencias puedo prever.
Un cuarto de hora más tarde, el ascensor se abrió y salieron tres hombres: dos jóvenes y uno de edad mediana, informalmente vestidos; iban riendo entre sí.
—¿Es usted el que espera para ver a la doctora Thackery?
—Así es.
—Dice que ya puede subir.
—Gracias.
Volví a subir y a llamar a su puerta. Me abrió, me hizo pasar y me indicó una cómoda silla, en el otro extremo de su sala de estar.
—¿Una taza de café? —ofreció—. Está recién hecho. Preparé más del necesario.
—Cómo no, gracias.
Momentos después volvió con dos tazas. Me dio una y se sentó en el sofá, a mi izquierda. Desprecié el azúcar y la crema que había en la bandeja y tomé un sorbo de café.
—Usted ha despertado mi interés —dijo—. Cuénteme de qué se trata.
—Bien. Me han dicho que el artefacto teleoperador, conocido como el Verdugo, ha retornado a la Tierra y que posiblemente disponga ahora de una inteligencia artificial.
—Todo eso es hipotético, a menos que usted sepa algo más que yo. Tengo entendido que el vehículo del Verdugo regresó y se estrelló en el Golfo, pero no hay pruebas de que haya estado ocupado.
—Sin embargo, parece una deducción razonable.
—También me parece razonable suponer que el Verdugo haya enviado el vehículo hacia una cita final, hace muchos años, y que sólo ahora haya llegado al punto escogido, después de que el programa de regreso se hiciera cargo de la nave y la trajera hasta aquí.
—¿Y por qué enviar el vehículo solo y exiliarse en el espacio?
—Antes de contestarle —observó—, me gustaría saber qué interés tiene usted en este asunto—. ¿Es para los periódicos?
—No —respondí—. Soy escritor de temas científicos, estrictamente técnicos, populares, y cualquiera de los grados intermedios. Pero no busco algo para publicar. Se me encargó presentar por escrito un informe sobre el aspecto psico-lógico del asunto.
—¿Para quién?
—Para un equipo de investigación privada. Quieren saber qué influencias puede recibir el pensamiento del Verdugo y su posible conducta, en el caso de que haya regresado. Estuve leyendo bastante sobre el tema y he descubierto que su personalidad puede ser un compuesto de las mentes de sus cuatro operadores. Por eso me pareció conveniente efectuar algunas entrevistas personales, para conocer las opiniones de ustedes con respecto a ese asunto. Me dirigí en primer lugar a usted, por razones obvias.
Ella asintió.
—Un tal señor Walsh habló conmigo el otro día. Trabaja para el senador Brockden.
—¿Ah, sí? Nunca intervengo en las cosas de quienes me contratan, a menos que me lo pidan. Sin embargo, el senador Brockden está en mi lista, junto con un tal Dave Fentris.
—¿Se enteró de lo ocurrido a Manny Burns?
—Si. Es lamentable.
—Eso es, en apariencia, lo que puso a Jesse en movimiento. ¿Cómo podría explicárselo? En estos momentos, se aferra a la vida y trata de hacer muchas cosas importantes en el tiempo que le queda. Cada momento le es precioso. Siente que el fantasma de la hoz le pisa los talones. Y, precisamente ahora, vuelve esa nave y uno de nosotros es asesinado. Por lo que sabemos del Verdugo, por las últimas noticias que tuvimos de él, se ha vuelto irracional. Jesse creyó ver una conexión entre ambas cosas y, en su condición actual, su terror es muy comprensible. No se pierde nada con seguirle la corriente, si eso le permite seguir adelante con su trabajo.
—¿Pero usted no considera que haya amenaza en esto?
—No. Fui la última persona que manejó los monitores del Verdugo antes de que cesaran las comunicaciones, y comprendí en seguida lo que ocurrió entonces. Lo primero que aprendió fue la organización de percepciones y de actividades motoras. Ya se le habían transferido muchísimos otros esquemas de la mente de sus operadores, pero eras demasiado complicados como para representar gran cosa en un principio. Comparémoslo con un niño que ha aprendido de memoria el discurso de Gettysburg. Está allí, en su cerebro, y eso es todo. Sin embargo, un día puede resultarle importante; tal vez acabe determinándole ciertas acciones. Pero requiere cierta maduración, por supuesto. Ahora imagine a ese niño, con múltiples esquemas conflictivos (actitudes, tendencias, recuerdos), ninguno de los cuales es muy perturbador durante la niñez. Pero agregue un poco de madurez..., sin olvidar que los esquemas se originaron en cuatro individuos diferentes, cada uno de los cuales era más poderoso que las palabras de cualquier discurso, por maravilloso que fuera, pues llevaban en sí sentimientos inseparables. Trate de imaginar los conflictos, las contradicciones implicadas en el hecho de ser a un tiempo cuatro personas...
—¿Y cómo no lo previeron? —pregunté.
—¡Ah! —respondió, sonriendo—. Al principio no se supo apreciar toda la sensibilidad del cerebro de neuristores. Se creyó que los operadores agregaban datos en forma lineal, hasta que se llegara a una masa crítica, correspondiente a la construcción de una imagen del mundo que serviría a la mente del Verdugo como punto de partida. Y así pareció ser.
—Sin embargo, se produjo un fenómeno de impresión. Se le transmitieron características secundarias existentes en el cerebro de los operadores, que ninguna relación guardaban con las situaciones didácticas. Éstas no entraron en funcionamiento de inmediato, y por eso no se las detectó. Permanecieron en estado latente hasta que su mente se desarrolló lo bastante como para comprenderlas. Y entonces ya fue demasiado tarde. Adquirió súbitamente cuatro personalidades adicionales, y fue incapaz de coordinarlas. Cuando trató de compartimentarlas, se tornó esquizoide; cuando trató de integrarlas, cayó en un estado catatónico. Hacia el final, alternaba entre ambas opciones. De pronto dejó de transmitir. Creo que sufrió el equivalente de un ataque epiléptico. En efecto, si se produjeron fuertes corrientes a través de ese material magnético, es muy probable que su mente haya sido vaciada, lo que puede compararse con la muerte o la estupidez absoluta.
—Entiendo —dije—. Ahora bien, puestos a suponer, se me ocurren dos posibilidades: una buena integración de todo ese material, o una esquizofrenia viable. ¿Cuál sería la conducta del Verdugo, en su opinión, en cualquiera de esos casos?
—Veamos. Como acabo de decirle, creo que había en juego limitaciones físicas que le impedirían retener las estructuras de personalidad múltiple durante mucho tiempo. Sin embargo, en ese caso habría proseguido con la suya, agregando réplicas correspondientes a las de sus cuatro operadores, al menos por cierto período. Esa situación diferiría radicalmente de la conducta seguida por un esquizoide humano de esa clase, pues las personalidades adicionales serían imágenes válidas de identidades reales, y no complejos autogenerados que hubieran alcanzado la autonomía. Podrían continuar evolucionando, podrían degenerarse, entrar en conflicto hasta llegar a la destrucción o a la modificación notable de una o todas ellas. En otras palabras, no es posible efectuar predicción alguna en cuanto a la naturaleza de los resultados.
—¿Puedo aventurar una?
—Adelante.
—Tras un período de considerable ansiedad, las domina. Se afirma en su propio ser. Derrota al cuarteto de demonios que lo han estado desgarrando y, durante el proceso, adquiere un odio arrasador por los individuos responsables de ese torbellino. Para liberarse completamente, para vengarse, para lograr su catarsis definitiva, resuelve buscarlos y destruirlos.
Ella sonrió:
—Prescinde usted de la «esquizofrenia viable» que sugirió anteriormente; ahora considera que el Verdugo logró superar todo eso y se convirtió en un ente completamente autónomo. Esa es una situación diferente.
Está bien, acepto el reparo. Pero ¿qué me dice de esa teoría?
Usted sugiere que, si logró superarlo, nos odia. Eso se me antoja como un deshonesto intento de invocar el espíritu de Sigmund Freud: Edipo y Electra en un solo ser, dispuesto a destruir a todos sus progenitores: los causantes de cada una de sus tensiones, ansiedades y malestares, impresos a fuego en su impresionable psique a una edad tierna e indefensa. Ni siquiera Freud sugirió un nombre para eso. ¿Cómo habría que llamarle?
—¿Complejo de Hermacis? —propuse.
—¿Hermacis?
—Hermafrodita se unió en un solo cuerpo con la ninfa Salmacis; estoy haciendo otro tanto con sus nombres. En ese caso, ese ente habría tenido cuatro progenitores contra los cuales reaccionar.
—Muy agudo —observó ella volviendo a sonreír—. Aunque las artes liberales no sirvieron de nada, siempre proporcionarían metáforas por el pensamiento que desplazan. Sin embargo, ésta carece de garantías y es demasiado antropomórfica. Usted quería saber mi opinión. Muy bien. Si el Verdugo superó todo eso, sólo pudo haber sido gracias a las diferencias existentes entre el cerebro a neuristores y el cerebro humano. Según mi experiencia profesional, ningún ser humano puede pasar por una situación similar sin perder la estabilidad. Si el Verdugo lo consiguió, debió resolver todas las contradicciones y conflictos, dominar y comprender la situación tan ampliamente que, en mi opinión, la personalidad resultante no podría abrigar esa clase de odio. El terror, la incertidumbre, todo lo que alimenta el odio habría sido analizado, digerido, convertido en algo más útil. Tal vez sintiera disgusto, y probablemente se viera obligado a un acto de independencia, de autoafirmación. Ésa es una de las razones por las que pudo haber devuelto la nave.
—En ese caso, usted opina que, si el Verdugo existe en la actualidad como individuo pensante, ésa es la única actitud posible hacia sus antiguos operadores: no querría saber nada más de ustedes.
—Correcto. Lo siento por su complejo de Hermacis, pero en este caso debemos observar el cerebro y no la psique. Así, podemos considerar dos posibilidades: o fue destruido por la esquizofrenia, o llegó a una buena solución de su problema, lo que excluiría la venganza. En cualquiera de los dos casos, no hay por qué preocuparse.
¿Habría alguna forma de expresarlo con tacto? No la encontré.
—Todo eso está muy mal —dije—, pero, dejando a un lado lo puramente psicológico y lo puramente físico, ¿podría existir alguna razón especial para que intentara matarlos? Es decir un motivo simple, al estilo antiguo, basado más en hechos que en el funcionamiento de su aparato pensante.
Su expresión me fue inescrutable, pero no cabía esperar otra cosa, teniendo en cuenta su profesión.
—¿Qué hechos? —preguntó.
—No tengo idea. Por eso preguntaba.
—Temo que yo tampoco —respondió, meneando la cabeza.
—En ese caso, me doy por satisfecho. No se me ocurre otra cosa que preguntarle.
Ella asintió, comentando:
—Tampoco a mí se me ocurre otra cosa que decirle.
Terminé mi café y deposité la taza en la bandeja.
—Gracias —dije—. Por el café y por el tiempo que me ha dedicado. Me han sido de gran ayuda.
Los dos nos levantamos.
—¿Qué hará usted ahora? —preguntó.
Aún no lo sé. Quiero presentar el mejor informe que me sea posible. ¿Tiene alguna sugerencia que hacerme?
—Sólo que no queda nada por averiguar, que no hay otra posibilidad sino la que le he manifestado.
—¿No cree que David Fentris pueda proporcionarme otro punto de vista?
Ella bufó despectivamente y acabó suspirando.
—No —dijo—, no creo que pueda decide nada de utilidad.
—¿A qué se refiere? Por el modo en que lo dice...
—Ya lo sé. No era mi intención. Hay quienes encuentran consuelo en la religión. Otros... Ya sabe usted, otros la adoptan mucho después, pero perdiendo el equilibrio. No la emplean como es debido. Altera todos sus pensamientos.
—Fanatismo? —pregunté.
—No exactamente. Más bien, celo mal entendido. Algo de masoquismo. ¡Demonios! Hago mal en diagnosticar a distancia y en condicionar su opinión. Olvide lo que he dicho. Fórmese su propia opinión cuando lo conozca.
Y levantó la cabeza para apreciar mi reacción.
—Bueno —observé—, no sé si iré a visitarlo. Pero usted ha despertado mi curiosidad. ¿Qué influencia puede tener la religión sobre la ingeniería?
—Cuando Jesse nos comunicó las noticias sobre el retorno del vehículo, hablé con Dave. En ese momento, me dio la impresión de que él consideraba una intromisión en los dominios del Todopoderoso ese intento por nuestra parte de crear una inteligencia artificial. Que nuestra creación se hubiese vuelto loca le pareció completamente apropiado, puesto que era la obra del hombre imperfecto. Quizá consideraría justo que hubiese venido a vengarse, como señal de condena divina.
—¡Oh!
Ella sonrió y yo hice otro tanto.
—Sí —prosiguió—, pero tal vez ese día lo encontré de malhumor. ¿No convendría que usted mismo fuera a verlo?
Algo me sugirió que sería mejor negarlo. Había una gran diferencia entre esa imagen de él, mis recuerdos y los comentarios de Don: según este último, Dave habría afirmado conocer ese cerebro y no preocuparle en absoluto. En todo eso, se ocultaba algo que valía la pena averiguar, pero sin demostrar que me interesaba. Por eso dije:
—Creo que por el momento es bastante. Se me pidió cubrir el lado psicológico del asunto, no el mecánico ni el teológico. Usted ha sido una gran ayuda. Se lo agradezco nuevamente.
Ella me acompañó hasta la puerta, sin dejar de sonreír.
—Si no hay algún inconveniente —dijo mientras yo salía—, me gustaría saber cómo termina todo esto, o cualquier novedad interesante que se produzca.
—Mi conexión con el caso termina con este informe y voy a escribirlo ahora mismo. En cualquier caso, tal vez necesite volver a hablar con usted.
—Ya tiene mi número, ¿verdad?
—Creo que sí, pero...
Ya lo tenía, pero volví a anotarlo, a continuación de las respuestas de la señora Gluntz sobre los detergentes.
Para variar, efectué unas combinaciones perfectas, moviéndome en una línea de riguroso pensamiento. Me encaminé directamente al aeropuerto, donde estaba por partir un vuelo hacia Menfis; compré mi pasaje y fui el último en subir. No me quedó tiempo para retirar mis cosas del hotel y devolver la llave. No importaba. Aquella buena doctora me había convencido, con ganas o sin ellas, de que David Fentris sería el próximo entrevistado. Tenía la corazonada de que Leila Thackery no me había revelado la historia completa. Habría que correr el riesgo, comprobar por mí mismo si tales cambios eran ciertos, y ver qué relación guardaban con el Verdugo. Por varias razones, ambas cosas parecían vinculadas.
Llegué al atardecer; hacía frío. Encontré transporte casi de inmediato y di la dirección de la oficina ocupada por Dave.
Mientras cruzaba la ciudad, me sentí invadido por un presentimiento de tormenta. Una oscura muralla de nubes seguía formándose en el oeste. Al detenerme frente al edificio donde trabajaba Dave, las primeras gotas de lluvia cayeron sobre la sucia fachada de ladrillos. Haría falta mucho más para lavarlos, al igual que los otros del vecindario. Dave no había progresado tanto como cabía esperar. Me sacudí las gotas de humedad y entré.
Encontré los datos en el buzón, subí en el ascensor y hallé el camino hasta su puerta. Llamé. Un rato después insistí y volví a esperar. Nada. Probé el picaporte; la puerta estaba abierta y pasé.
Me encontré en un pequeño cuarto de espera, cubierto por una moqueta verde, vacío. El escritorio de la recepcionista estaba lleno de polvo. Me dirigí hacia el panel divisorio de material plástico y eché un vistazo tras él.
El hombre estaba sentado de espaldas a mí. Hice sonar los nudillos contra la mampara y él se volvió.
—¿Sí?
Nuestros ojos se encontraron. Los suyos seguían enmarcados en carey y tan activos como antes; las lentes eran más gruesas; los cabellos, más escasos y las mejillas se habían ahuecado un poco. Su interrogación quedó flotando en el aire, sin señales de que me hubiese reconocido. Ante sí tenía una serie de esquemas. Al lado, en otra mesa, había una especie de cesto desproporcionado, hecho de metal, cuarzo, porcelana y vidrio.
—Me llamo Donne, John Donne —dijo—. Busco al señor David Fentris.
—Soy yo.
—Encantado de conocerle —dije acercándome a él—. Estoy colaborando en una investigación sobre cierto proyecto con el que usted estuvo vinculado...
Sonrió, estrechándome la mano y asintiendo:
—El Verdugo, por supuesto. Mucho gusto en conocerlo, señor Donne.
—Sí, el Verdugo —confirmé—. Estoy preparando un informe...
—... Y quiere saber si en mi opinión es peligroso. Siéntese —dijo indicándome una silla situada en la otra punta de su mesa de trabajo—. ¿Una taza de té?
—No, gracias.
—Voy a preparar uno para mí.
—En ese caso...
Se dirigió hacia otra mesa, aclarando:
—No tengo crema, lo siento.
—No importa. ¿Cómo supo que se trataba del Verdugo?
Sonrió ampliamente y me alcanzó una taza.
—Porque ha regresado —explicó—, y es el único proyecto entre los que he ayudado a realizar que despierta interés.
—¿Tendría inconveniente en que habláramos sobre él?
—Ninguno, hasta cierto punto.
—¿Qué punto?
—Cuando nos aproximemos a él se lo haré saber.
—Me parece bien. ¿Es peligroso?
—Yo diría que es inofensivo —replicó—, excepto para tres personas.
—Hasta hace poco, ¿no eran cuatro?
—Así es.
—¿Por qué?
—Hicimos algo que no era de nuestra incumbencia.
—¿O sea?
—Para empezar, intentamos crear una inteligencia artificial.
—¿Y por qué no era de su incumbencia?
—Con un nombre como el suyo, esa pregunta está de más.
Solté una risita entre dientes.
—Si yo fuera sacerdote —dije—, le haría notar que nada en la Biblia se opone .... a menos que haya idolatrado a ese ser.
Meneó la cabeza.
—No es tan simple, tan obvio, tan explícito... Los tiempos han cambiado desde que se escribió el Libro de los Libros, y en esta época tan compleja no se puede mantener un criterio puramente fundamentalista. Yo me refería a algo más abstracto, a una forma de orgullo no muy diferente de la clásica arrogancia: considerarse en un pie de igualdad con el Creador.
—¿Usted sentía ese... orgullo?
—Sí.
—¿No sería mero entusiasmo ante un proyecto ambicioso que estaba dando buenos resultados?
—¡Oh, había mucho de eso! Manifestaciones de la misma cosa.
—Me parece recordar que hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios, y también recuerdo algo sobre la necesidad de hacerse digno de ello. Resultaría consecuencia lógica ejercitar las propias capacidades siguiendo su mismo estilo, como si fuera un acto de sumisión al ideal divino. ¿No le parece?
—No me parece. El hombre no puede crear. Sólo puede reordenar lo que ya está presente. Sólo Dios puede crear.
—En ese caso, usted no tiene por qué preocuparse.
Arrugó el ceño. Después dijo:
—No. Tener conciencia de ello y, aun así, intentarlo: a eso nos lleva la arrogancia.
—¿Así pensaba usted cuando lo hizo? ¿O fue después?
—Ya no estoy seguro —respondió, con el ceño fruncido aún.
—En ese caso, se me ocurre que un Dios piadoso se inclinaría a concederle el beneficio de la duda.
—No está mal, John Donne —me dijo con una sonrisa irónica—. Sin embargo, presiento que la sentencia ha sido pronunciada y que hemos perdido cuatro a cero.
—¿Eso significa que, para usted, el Verdugo es un ángel vengador?
—A veces lo veo así. Más o menos. Se me ocurre que ha venido a aplicar un castigo.
—Esto se lo pregunto por mera curiosidad: supongamos que el Verdugo pudiera disponer de las herramientas necesarias y construyera otra unidad semejante a sí mismo. ¿Le consideraría usted culpable del mismo pecado que le preocupa?
Dave meneó la cabeza.
—No se ponga jesuítico, Donne. No va conmigo; no quiero apartarme de lo fundamental. Además, estoy dispuesto a admitir que estoy equivocado, que tal vez haya otras fuerzas dirigidas hacia el mismo fin.
—¿Por ejemplo?
—Le dije que se lo haría saber cuando llegásemos a cierto punto. Este es.
—De acuerdo —dije—. Pero eso me deja indiferente, ¿se da cuenta? La gente que me contrató quiere protegerles. Quieren detener al Verdugo. Yo confiaba en que usted me dijera algo más, si no por su propio bien, al menos por el de los otros. Tal vez no compartan sus opiniones filosóficas, y usted acaba de admitir, por otra parte, que puede estar equivocado. Además, la desesperación también es considerada como pecado por muchos teólogos.
Con un suspiro, se frotó la nariz, tal como solía hacerlo en los viejos tiempos.
Y usted, ¿a qué se dedica? —me preguntó.
—¿Yo? Soy escritor, especializado en temas científicos. Estoy escribiendo un informe sobre ese artefacto para la agencia que quiere protegerles. Cuanto mejor sea mi informe, más posibilidades de eficacia tendrá la agencia.
Guardó silencio por un rato. Finalmente dijo:
—Leo mucho sobre esos temas, pero no recuerdo haber visto su nombre.
—La mayor parte de mi obra está dedicada a la petroquímica y a la geología marítima —le expliqué.
—¡Oh! En ese caso, es raro que lo hayan escogido a usted, ¿no?
—No tanto. Yo estaba desocupado, y el jefe me conoce.
Su mirada se dirigió hacia el otro extremo del cuarto, donde varias cajas de cartón ocultaban en parte algo que reconocí como una terminal de acceso remoto. Bien. Si en ese momento decidía verificar mis credenciales, John Donne se desmoronaría. Sin embargo, no parecía lógico que ahora sintiera curiosidad, después de compartir conmigo su complejo de culpa. Él también debió pensar lo mismo, pues no volvió a mirar hacia allí.
—Permítame explicarlo de este modo —dijo, y un dejo del antiguo David Fentris en sus mejores tiempos logró fuerza en su voz—. Cualquiera que sea la causa, creo que el Verdugo quiere destruir a sus antiguos operadores. Si es la voluntad del Todopoderoso, nada tengo que decir. Tendrá éxito. Pero si no, no necesito la protección de extraños. Me he arrepentido, y es cosa mía manejar lo que queda del asunto. Yo, personalmente, detendré al Verdugo. Aquí mismo, antes de que nadie más resulte perjudicado.
—¿Cómo? —pregunté.
Él señaló el casco reluciente con un movimiento de cabeza, diciendo:
—Con eso.
—¿Cómo?
—Los circuitos de tele operación del Verdugo están todavía intactos. Tiene que ser así, pues forman parte integral de él. No podría desconectarlos sin ponerse a sí mismo fuera de funcionamiento. Esta unidad se activará ante su proximidad, en cuanto esté a quinientos metros de aquí. Emitirá un zumbido agudo y, en esta malla situada en el borde superior, comenzará a parpadear una luz. Entonces me pondré el casco y el Verdugo caerá bajo mi control. Lo traeré hasta aquí y desconectaré su cerebro.
—¿Y cómo efectuará la desconexión?
Tomó los esquemas que estaba mirando antes de que yo entrara.
—Vea. Hay que retirar la cubierta torácica. Allí hay cuatro subunidades que deben ser retiradas: ésta, ésta, ésta y ésta.
Cuando levantó la vista, observé:
—Pero hay que hacerlo en el orden debido, porque de lo contrario alcanzarían una temperatura muy alta. Ésta la primera, después éstas dos y, por último, la otra.
Al levantar los ojos, me encontré con la fría mirada de sus ojos grises.
—¿No era usted especialista en petroquímica y biología marítima? —preguntó.
En realidad, no soy especialista en nada —expliqué—. Soy escritor técnico, y sé un poco de cada cosa. Además, cuando acepté este trabajo, eché una mirada a todos estos diseños.
—¡Ajá!
—¿Por qué no informó a la agencia especial? —pregunté para cambiar de tema—. El equipo de tele operación original tenía tanto alcance...
—Lo desarmaron a tiempo. Pensé que usted trabajaba para el Gobierno.
—No, disculpe —dije—. No era mi intención confundirlo. Me ha contratado una organización de investigaciones privadas.
—¡Ajá! Entonces Jesse está detrás de todo esto. No es que me importe. Puede decirle que, de un modo u otro, todo está bajo control.
—¿Y si usted se equivocara con respecto a lo sobrenatural, pero no en lo demás? —sugerí—. Suponga que viene por motivos que usted no reconoce como justos, pero que no es usted el siguiente en la lista. Suponga que ataca a uno de los otros y no a usted. Si tanto siente usted la culpa y el pecado, ¿no cree que usted sería responsable de esa muerte que pudo evitar, probablemente, revelándome algo más? Si lo que le preocupa es el secreto...
—No —dijo—. Esa trampa no funcionará. No puede aplicar mis principios a una situación hipotética, para que las cosas resulten según su conveniencia. No, porque estoy seguro de que no será así. Cualquiera que sea el propósito que mueve al Verdugo, yo seré el próximo. Si no puedo detenerlo, nada lo detendrá hasta que haya completado su labor.
—¿Cómo sabe que usted será el siguiente?
—Eche una mirada a ese mapa —indicó—. Aterrizó en el Golfo. Manny estaba allí, en Nueva Orleans, y fue el primero, por supuesto. El Verdugo puede avanzar bajo el agua como un torpedo dirigible; por lo tanto, el Mississippi será la ruta lógica por la que viajará sin que lo detengan. Río arriba estoy yo, en Menfis. Después, Leila, en Saint Louis. Después se dirigirá a Washington.
El senador Borckden estaba en Wisconsin; el Verdugo tendría menos problemas aún. Todos ellos estaban en sitios bastante accesibles, si el artefacto optaba por viajar por el río.
—¿Pero cómo sabrá dónde encontrar a cada uno de ustedes? —pregunté.
—Buena pregunta. En otros tiempos, percibía nuestras ondas cerebrales, dentro de ciertos límites, pues las conocía a fondo y era capaz de recogerlas. No sé cuál será ahora la distancia mínima a la que puede hacerlo. Tal vez haya construido un amplificador para extender el área de percepción. Pero, para ser más prosaico, creo que bastaría con consultar a la Central Telefónica de Informaciones. Hay cabinas en cualquier parte, hasta en la costa. Pudo haber entrado a una de ellas por la noche y emplear alguna treta. No carece de informaciones en cuanto a identificación, ni de habilidad técnica.
—En ese caso, se me ocurre que lo mejor para ustedes tres sería alejarse del río hasta que este asunto estuviera resuelto. Este artefacto no podría recorrer los campos a pie sin que lo detectaran en seguida.
Encontraría algún modo —respondió él meneando la cabeza—. Cuenta con muchos recursos. Por la noche, enfundado en un abrigo y un sombrero, podría pasar desapercibido. No tiene ninguna de las necesidades humanas. Durante el día, podría cavar un pozo y enterrarse, para correr sin descanso durante toda la noche. No hay sitio al que no pudiera llegar en muy poco tiempo. No, debo esperarlo aquí.
—Permítame expresar todo esto tan claramente como pueda —dije—. Si usted está en lo cierto, si es un Vengador Divino, me parece que sería una blasfemia tratar de detenerlo. Por otra parte, si no lo es, creo que usted es culpable de poner en peligro a los otros, pues oculta información que nos permitiría proporcionarles mucha mayor protección que la que usted puede brindarles.
Se echó a reír.
—Tendré que aprender a sobrellevar esa culpa también, así como ellos han cargado con la suya. Una vez que yo haya hecho lo que esté a mi alcance, merecen cuanto les toque sufrir.
—Entiendo que ni siquiera Dios juzga a los hombres antes de que hayan muerto. Ahí tiene otra muestra de orgullo para agregar a su colección.
Dejó de reír y me contempló con detenimiento.
—Hay algo que me es familiar en su modo de hablar y de pensar —dijo—. ¿No nos conocemos de antes?
—No lo creo. Lo recordaría.
Esa forma suya de perturbar las ideas del prójimo... Me parece conocida. Usted me inquieta, señor.
—Esa es mi intención.
—¿Está alojado aquí, en la ciudad?
—No.
—Deme un número donde pueda localizarlo, ¿quiere? Si se me ocurre alguna otra idea sobre este asunto, lo llamaré.
—Si piensa tenerlas, me gustaría que fuera ahora.
—No, quiero pensar un poco. ¿Dónde podré localizarlo después?
Le di el nombre del motel en donde todavía estaba registrado, en Saint Louis. Llamaría para saber si tenían mensajes.
—Está bien —dijo él, y se dirigió hacia la mampara que separaba ese cuarto de la recepción, para esperarme allí.
Me levanté y cruzamos juntos toda la oficina. En la puerta me detuve por un instante.
—Otra cosa... —dije.
—Sí.
—Si llega a presentarse y usted lo detiene, ¿me avisará?
—Sí, lo haré.
—Gracias. Y buena suerte.
En un impulso, le tendí la mano, él la tomó con una vaga sonrisa.
—Gracias, señor Donne.
«¿Y ahora?», me dije.
No había logrado sonsacar a Dave, y Leila Thackery no me había dado todos los detalles. No tenía sentido llamar a Don, mientras no tuviera más para contarle.
Estudié el panorama camino del aeropuerto. Las horas previas a la cena parecen siempre las más adecuadas para las entrevistas oficiales, así como la noche está hecha para el trabajo sucio. Demasiado psicológico, pero igualmente cierto. Me gustaba la idea de perder el resto del día, siempre que hubiese algo para hacer antes de llamar a Don. Investigando los datos que me proporcionara, descubrí que había algo.
Manny Burns tenía un hermano, Phil. Me pregunté si valdría la pena hablar con él. Podría ir hasta Nueva Orleans a una hora bastante respetable, escuchar lo que quisiera decirme, llamar a Don por si se habían producido nuevos hechos y, des-pués, decidir si cabía averiguar algo sobre la nave espacial.
El cielo estaba gris y amenazaba lluvia. Me asaltaron ganas de volar por ese espacio, y decidí ponerlo en práctica. Por el momento, no había nada mejor que hacer.
Ya en el aeropuerto, conseguí pasaje a tiempo para efectuar otra combinación.
Mientras corría para alcanzar el avión, vi al pasar un rostro algo familiar por la escalera mecánica. Ambos tuvimos el mismo gesto reflejo, inevitable en tales ocasiones: los dos miramos hacia atrás alzando una ceja, con expresión de sorpresa y curiosidad. Desapareció antes de que lograra reconocerle. En una sociedad móvil, caracterizada por las grandes multitudes, el rostro familiar es un fenómeno común. A veces pienso que eso es todo lo que restará finalmente de nosotros: tipos de facciones, algunos un poco más persistentes que los otros, impresos en el fluir de los cuerpos. Thomas Wolfe, perdido en una metrópoli después de haberse criado en una ciudad pequeña, debió sentir lo mismo hace mucho tiempo, cuando acuñó el término «enjambre humano». Aquel hombre podía ser alguien a quien yo conociera circunstancialmente, o simplemente alguien parecido a alguien; ya me había ocurrido muchas veces.
Mientras volaba por los hostiles cielos de Menfis, medité sobre viejas cavilaciones con respecto a la inteligencia artificial, o IA, tal como lo habrían rotulado los especialistas en cajas pensantes. Cuando se hablaba de computadoras, la idea de IA parecía siempre mucho más difícil de lo necesario, en parte debido a la semántica. La palabra «inteligencia» tiene toda clase de asociaciones implicadas, ajenas a lo físico. Supongo que es una consecuencia de las primeras discusiones y conjeturas referidas a ellas, las cuales sugerían que la inteligencia estaba siempre presente en potencia en la composición de ciertos artefactos y que sólo hacía falta hallar los procedimientos correctos, los programas adecuados, para invocarla. Si uno miraba las cosas desde ese punto de vista, como muchos lo hacían, se daba curso a un incómodo déjà vu: a saber, el vitalismo. Las batallas filosóficas del siglo XIX no estaban tan superadas como para yacer en el olvido. Según cierta doctrina, la vida tiene su origen y su sostén en un principio vital distinto de las fuerzas físicas y químicas, y se sostiene y desarrolla por sí misma; había presentado bastante batalla hasta que Darwin y sus seguidores consi-guieron triunfo tras triunfo para el punto de vista mecanicista. Sin embargo, el vitalismo había vuelto al ruedo al surgir las discusiones sobre la IA, a mediados del siglo pasado. Dave parecía haber sido una de sus víctimas: creía haber ayudado a fabricar un vehículo profano, a llenarlo con algo que sólo estaba destinado a aquellas cosas que habían aparecido en escena en el primer capítulo del Génesis.
Sin embargo, en el caso de las computadoras, el problema no era tan grave como el del Verdugo: siempre se podía argumentar que, por muy elaborado que fuera el programa, era básicamente una extensión de la voluntad del programador; por otra parte, las operaciones de las máquinas causales representan meras funciones de la inteligencia, y no una inteligencia verdadera respaldada por la voluntad propia. Y siempre estaba Gödel para tender un cordón sanitario teórico, con su demos-tración de la proposición verdadera pero mecánicamente indemostrable.
Con el Verdugo, la cosa era muy diferente. Había sido diseñado a imitación de un cerebro humano; había sido educado, al menos en parte, a la manera humana; y para enturbiar más el tema con respecto a cualquier posible vitalismo, había estado en contacto directo con mentes humanas, de las cuales podía haber adquirido cualquier cosa, incluyendo la chispa que lo envió rumbo a cualquier individualidad que hubiese hallado. ¿En qué lo convertía aquello? ¿En su propia criatura? ¿En un espejo quebrado, en el que se reflejaba una humanidad quebrada también? ¿En ambas cosas? ¿En ninguna de las dos? Por mi parte, no podía decirlo, pero me pregunté hasta qué punto su individualidad era auténticamente suya. Sin duda, había adquirido muchas habilidades, pero ¿era capaz de experimentar verdaderos sentimientos? ¿De sentir algo similar al amor? De lo contrario, no era más que una colección de complejas habilidades, desprovista de todas las asociaciones apartadas de lo físico que convertían el asunto de la IA en un tema tan espinoso. Ahora bien, si fuese capaz de algo similar al amor, y poniéndome en el lugar de Dave, no me habría sentido culpable por haber colaborado en su creación. Me sentiría orgulloso, aunque no con el orgullo que le angustiaba, y también sentiría humildad. Sin embargo, para ser sincero, no sé si me sentiría inteligente, pues aún no sé qué diablos es la inteligencia.
Cuando aterrizamos, el cielo crepuscular estaba claro. Llegué a la ciudad antes de que el sol se ocultara por completo y en poco tiempo estuve ante la puerta de Philip Burns.
A mi llamada, respondió una niña de unos siete u ocho años. Me miró fijamente, con sus grandes ojos pardos, sin decir una palabra.
—Quisiera hablar con el señor Burns —dije.
Se dio la vuelta y desapareció tras una esquina. Unos minutos después, apareció en el vestíbulo un hombre corpulento, en pantalones y camiseta, muy calvo y de cutis rojizo. Traía un diario doblado en la mano izquierda.
—¿Qué quiere? preguntó mirándome de reojo.
—Es acerca de su hermano —explique.
—¿Sí?
—Bueno, ¿podríamos hablarlo dentro? Es un poco difícil de explicar.
Abrió la puerta un poco más, pero, en vez de hacerme pasar, salió al pasillo.
—Dígame aquí de qué se trata —dijo.
—Bien, intentaré ser breve. Quisiera saber si alguna vez le habló de cierto artefacto en el que trabajó en otro tiempo, llamado el Verdugo.
—¿Es de la policía?
—No.
—¿Qué interés tiene en esto?
—Trabajo para una agencia de investigaciones privadas, y estoy siguiendo la pista de ese artefacto vinculado con el proyecto. En apariencia, ha aparecido por esta zona y podría ser peligroso.
—¿Tiene usted algún documento de identidad?
—No, no lo tengo.
—¿Cómo se llama?
John Donne.
—¿Y usted cree que mi hermano tenía equipos robados cuando murió? Oiga, permítame decirle que...
—No, robado no. Tampoco creo que tuviera nada.
—¿Entonces?
Era un... bueno, una especie de robot. Manny recibió cierto entrenamiento especial, y quizá tuviera una forma de detectarlo. Tal vez lo haya atraído. Sólo quiero averiguar si alguna vez dijo algo al respecto, pues estamos tratando de localizarlo.
—Mi hermano era un respetable hombre de negocios, y no me gustan esas acusaciones. Menos todavía después de su funeral. Me parece que voy a llamar a la policía para que le haga unas preguntas, señor mío.
—Un momento. ¿Y si le dijera que ese artefacto pudo matar a su hermano? Tengo razones para creerlo así.
El rosado de su piel se convirtió en rojo intenso; en las mandíbulas se le formaron súbitos cordones de músculos. Yo no estaba preparado para escuchar el torrente de insultos que siguió a aquello. Por un momento creí que me atacaría a golpes.
—Un momento —dije cuando se interrumpió para tomar aliento—. ¿En qué le he molestado?
—¿Se está burlando de los muertos o es más estúpido de lo que parece?
—Digamos que soy estúpido. Pero explíqueme por qué.
Dio un manotazo al diario que traía, lo dobló en otro sentido, buscó un articulo determinado y me lo arrojó:
—¡Porque acaban de encontrar al que lo hizo, por eso! —exclamó.
Lo leí. Simple, conciso, escueto. La última noticia del día: un sospechoso había confesado, y surgían nuevas pruebas que parecían confirmar su declaración. El hombre estaba bajo arresto. Un ladrón sorprendido que perdió la cabeza y golpeó brutalmente, con demasiada fuerza. Volví a leerlo antes de entregar el diario a su dueño.
—Mire, lo siento —dije—. No tenía noticias de esto.
—Salga de aquí —dijo—.Váyase.
—En seguida.
—Un momento.
—¿Qué?
—La chiquita que atendió la puerta era su hija —dijo.
—Lo siento muchísimo.
—También yo. Pero sé que su papá no robó ese maldito equipo.
Tras hacerle una inclinación de cabeza, me marché. La puerta se cerró violentamente a mis espaldas.
Después de cenar, me inscribí en un pequeño hotel, pedí un trago y me metí bajo la ducha.
De pronto, las cosas eran mucho menos urgentes que antes. Sin lugar a dudas, el senador Borckden se mostraría muy complacido al saber que su idea inicial estaba equivocada. Cuando llamara a Leila Thackery para darle la noticia, me dedicaría una de esas sonrisas que dicen a las claras «Yo se lo dije»; y ahora me sentía obligado a llamarla. Puesto que la amenaza había perdido peligro, Don podía querer o no que siguiera buscando al Verdugo; eso dependía de lo que el senador Brockden decidiera. Si la urgencia ya no era tanta, tal vez Don prefiriera entregar el caso a uno de sus propios agentes, menos onerosos. Mientras me secaba con la toalla, descubrí que estaba silbando. Me sentía casi de vacaciones.
Más tarde, con una copa delante, me detuve cuando iba a llamar al número que Don me había dado y marqué, en cambio, el de mi hotel en Saint Louis. Era sólo cuestión de eficiencia, por si había algún mensaje que valiera la pena agregar a mi informe.
En la pantalla, apareció un rostro de mujer y en su rostro una sonrisa. ¿Sonreiría de ese modo cada vez que sonara un timbre, o ese reflejo acabaría por extinguirse después de jubilarse? Debe ser duro no estar en libertad de mascar goma, bos-tezar o hurgase la nariz.
Alojamiento del Aeropuerto —dijo—. ¿En qué puedo servirle?
Aquí Donne. Ocupo la habitación 106 —dije—. En este momento, estoy fuera de la ciudad y querría saber si hay algún mensaje para mí.
—Un momento —dijo consultando algo que tenía a la izquierda.
Tomó una hoja de papel y continuó:
—Sí, hay un mensaje grabado, pero es algo extraño. Es para otra persona, a nombre de usted.
—¡Oh! ¿Para quién es?
Me lo dijo y tuve que esforzarme por controlarme.
—Ah, sí —dije después—; más tarde iremos juntos y se lo haré transmitir. Gracias.
Volvió a sonreír, le oí despedirse y ambos cortamos la conexión.
Indudablemente, Dave me había reconocido, a pesar de todo. ¿Quién más podía saber mi número y mi verdadero nombre? Podría haber hecho que la muchacha me transmitiera la cita grabada, pero no estaba seguro de que aquello no des-pertara su curiosidad, especialmente si estaba muy aburrida en esos momentos. Tendría que llegar hasta allí lo antes posible y verificar que borraran ese mensaje.
Vacié mi vaso de un trago y busqué el número de Dave; eran dos. Perdí quince minutos tratando de comunicarme con él. No tuve suerte.
De acuerdo. Adiós a Nueva Orleans; se había terminado mi tranquilidad. Llamé al aeropuerto para reservar vuelo. Terminé la bebida, me arreglé, reuní mis pocas pertenencias y bajé para liquidar mi reserva. Hola, Central...
Durante los primeros vuelos efectuados ese día, había pensado mucho en las ideas de Teilhard de Chardin sobre la evolución constante en el campo de los artefactos; las había comparado con las de Gödel sobre la imposibilidad mecánica de decidir, jugando epistemológicamente con el Verdugo como adversario, intrigado, especulador, esperanzado; esperanzado en que la verdad estuviera de parte del más noble, en que el Verdugo, ente sensible, hubiese regresado completamente sano, en que el asesinato de Burns fuera realmente lo que ahora parecía ser, en que el experimento fracasado fuera un triunfo en otro sentido, un eslabón en la cadena de la existencia... Y Leila no había sido del todo pesimista con respecto a la capacidad del cerebro a neuristores para...
Pero ahora tenía mis propios problemas, y ni el más profundo de los puntos de vista filosóficos puede competir con un dolor de muelas, por ejemplo, si se trata del propio dolor de muelas.
Por lo tanto, el Verdugo quedó a un lado, y mis pensamientos se replegaron sobre mí mismo. Naturalmente, existía la posibilidad de que el Verdugo se hubiera presentado y de que Dave lo hubiese detenido; en ese caso, no habría hecho sino llamarme para cumplir con su promesa. Pero había empleado mi verdadero nombre.
No podía trazar muchos planes mientras no conociera ese mensaje. No parecía probable que hombre tan religioso como Dave estuviera contemplando la posibilidad de extorsionarme. Por otra parte, era propenso a los súbitos entusiasmos, y ya había experimentado una insospechada conversión. Era difícil decir... Tanto su preparación técnica como su conocimiento del programa para el Banco Central de Datos lo colocaban en una posición de mucho poder, en el caso de que decidiera utilizarme.
No me gustaba recordar algunas de las cosas que me había visto obligado a hacer para proteger mi condición de no existente; y no me gustaba, en particular, recordarlas en relación con Dave, puesto que lo respetaba y le apreciaba. Puesto que lo principal era el propio interés, y no había planes posibles, mis pensamientos siguieron una ruta más general.
Hace mucho tiempo, Karl Mannheim observó que los pensadores radicales, revolucionarios y progresistas tienden a emplear metáforas mecánicas para referirse al estado, mientras que los de inclinación conservadora buscan las analogías vegetales. Lo dijo más de una generación antes de que los movimientos de la cibernética y de la ecología avanzaran a través del páramo de la conciencia general. En mi opinión, esos dos progresos sirvieron al menos para elaborar la distinción entre dos puntos de vista que, aunque ya no están ligados a las posiciones políticas que Mannheim les asignó, parecen representar un fenómeno constante en mi propio tiempo. Hay quienes consideran los problemas sociales, económicos o ecológicos como desperfectos que pueden corregirse mediante una simple reparación, mediante el reemplazo de alguna pieza o una mejor coordinación; este criterio lineal supone que las innovaciones son meramente aditivas. También están los que se resisten a hacer cambios, porque se han concienciado ante los efectos secundarios y terciarios de los hechos, en tanto se multiplican y fertilizan entre sí a través de todo el sistema. Por mi parte, no estoy de acuerdo con los extremos. Los cibernetistas tienen circuitos cerrados de realimentación, aunque nunca se sabe bien cómo adivinan de qué tipo corresponde instalarlos, ni cuántos. Y los conductistas ecológicos trazan líneas que representan puntos de retornos decrecientes, aunque a veces es igualmente difícil descubrir cómo lo hacen para asignar valores y prioridades.
Naturalmente, cada uno necesita de los demás, tanto los que piensan en términos de vegetales como los que prefieren los juguetes mecánicos.
Por lo menos, se controlan mutuamente. Y, aunque a veces el equilibrio se quiebra, los juguetistas han estado en la cresta de la ola desde hace unos dos siglos. Sin embargo, los de la actualidad pueden ser tan conservadores, políticamente hablando, como los vegetalistas de que hablaba Mannheim, y son precisamente ellos los que más temibles me resultan. De ellos provino el proyecto para el banco de datos, en su forma actual; lo consideraron como un remedio sencillo para una gran variedad de enfermedades, y dispensador de grandes bienes. Sin embargo, no todas las enfermedades han sido remediadas y, dentro del mismo programa, se ha incubado una nueva progenie. Aunque necesitamos ambas especies, desearía, por mi parte, que hubiese existido más gente interesada por cultivar el jardín que por manipular la maquinaria estatal cuando el programa fue inaugurado. En ere caso, yo no sería un exiliado que huye de una forma de existencia repugnante, ni me preocuparía que se descubriera mi nombre.
Mientras contemplaba las luces, allá abajo, me pregunté... ¿Era yo un juguetista, puesto que deseaba alterar el orden prevalente para hacerlo más cómodo a mi naturaleza anárquica? ¿O era un vegetalista soñando que era juguetista? No logré resolverlo. El jardín de la vida nunca parece dispuesto a encerrarse dentro de los límites que los filósofos trazan para su conveniencia. Tal vez con unos pocos tractores se solucionaría el problema.
Oprimí el botón.
La cinta comenzó a rodar. La pantalla seguía en blanco. Escuché la voz de Dave, que preguntaba por el señor John Donne, del cuarto 106, y la respuesta de la muchacha, informándole de que yo no contestaba. Él dijo entonces que deseaba grabar un mensaje, para otra persona y a nombre de Donne, que Donne lo comprendería. Parecía jadeante. La muchacha preguntó si quería también una grabación visual y él le pidió que la encendiera. Hubo una pausa. Ella le indicó que podía grabar, pero la pantalla siguió en blanco; tampoco se le oía hablar. Sólo escuché su respiración y un ligero rasguido. Diez segundos. Quince...
... Me atrapó —dijo finalmente, y volvió a mencionar mi nombre—. Quería que supieras... Te reconocí. No fue por ningún gesto en particular, nada que hayas dicho... Sólo por tu estilo .... tu modo de hablar, de pensar... La electrónica, todo... Después, esa familiaridad me preocupó más y más... Te busqué en petroquímica... y en biología marítima... ¡Ojalá supiera a qué te has dedicado en todos estos años! ... Ya no lo sabré. Pero quería... que supieras... que no me habías engañado.
En los quince segundos siguientes, sólo se oyó su pesada respiración, y alguna tos áspera. Por último, con voz ahogada, agregó:
—Hablé demasiado... muy rápido... demasiado pronto... Lo gasté todo...
En ese momento, se encendió la pantalla. Estaba agachado ante la cámara, con la cabeza sobre los brazos, cubierto de sangre. Los anteojos habían desaparecido; bizqueaba y parpadeaba mucho sin ellos. Todo el costado derecho de su cabeza parecía machacado; en la mejilla izquierda tenía una herida, y otra en la frente.
—... Entró a hurtadillas... mientras yo verificaba tus datos —logró pronunciar—. Quería decirte lo que había descubierto. Pero aún no sé... cuál de los dos tenía razón... ¡Ruega por mí!
Los brazos cedieron, y el derecho se deslizó hacia adelante. La cabeza rodó hacia la derecha y la imagen desapareció. Al repetir la transmisión, noté que había golpeado el interruptor con los nudillos.
Entonces borré la cinta. La había grabado apenas una hora después de mi partida. Si no había logrado pedir también ayuda, si nadie lo había atendido con rapidez, sus posibilidades de sobrevivir eran pocas. Y aun así...
Llamé a Don desde un teléfono público y logré hablar con él después de alguna demora. Le dije entonces que Dave estaba, cuanto menos, muy grave, que convenía enviar un equipo médico de Menfis, si es que ya no lo habían hecho; le pedí que volviera a llamarme y me despedí brevemente.
A continuación marqué el número de Leila Thackery. Llamé durante largo rato, pero sin obtener respuesta. ¿Cuánto tardaría un torpedo dirigido en remontar el Mississippi desde Menfis a Saint Louis? No parecía ser un momento adecuado para buscar ese dato entre los detalles técnicos del Verdugo. En cambio, me dediqué a buscar transporte.
Ya en su departamento, llamé al timbre de la entrada, pero no respondió. Entonces llamé al departamento de la señora Gluntz; parecía la más cándida entre los tres que había entrevistado para mi falsa investigación de mercado.
—¿Sí?
—Soy yo otra vez, señora Gluntz: Stephen Foster. Tengo un par de preguntas aclaratorias para ese cuestionario que le hice hoy. ¿Puede dedicarme unos momentos?
—Cómo no —dijo—. Suba.
La puerta chirrió al abrirse. Entré, y subí al quinto piso, como era debido, pensando unas preguntas por el camino. Para tal ocasión había planeado esa maniobra, mientras esperaba en la recepción, por la mañana; siempre conviene preparar una forma sencilla de entrar, por si la oportunidad se presenta. Por lo común, no necesito recurrir a ellas, pero a veces me han simplificado mucho las cosas.
Cinco minutos y cinco preguntas después, estaba de nuevo en el segundo piso, hurgando en la cerradura de Leila con un par de piececitas metálicas, de ésas que resultan engorrosas cuando alguien nos sorprende con ellas en el bolsillo.
En treinta segundos logré que cumplieran su función y las retiré. Me coloqué unos guantes finos que llevaba enrollados en un rincón del bolsillo, abrí la puerta y entré, cerrando inmediatamente a mis espaldas.
Leila estaba tumbada en el suelo, con el cuello torcido en un ángulo de lo más extraño. Una de las lámparas seguía encendida sobre la mesa, aunque estaba tumbada contra un lado. Varios adornos habían sido barridos de encima de la mesa; había un revistero caído y un almohadón mal puesto en el sofá. El cable del teléfono estaba arrancado.
Me llegó un ruido zumbante y busqué su origen.
Una lucecita parpadeante se reflejaba contra la pared, encendiéndose, apagándose, encendiéndose ...
Me moví deprisa.
Era un cesto desproporcionado, hecho de metal, cuarzo, porcelana y vidrio, que había rodado desde la silla que yo ocupara ese mismo día, más temprano. Lo había visto en la oficina de Dave, poco antes. Un dispositivo para detectar al Verdugo. Y, era de esperar, para controlarlo.
Lo levanté y me lo puse sobre la cabeza.
Una vez, con ayuda de un telépata, establecí contacto con la mente de un delfín y percibí sus ensoñaciones, en algún lugar del Caribe; fue una experiencia tan conmovedora que su solo recuerdo era ya un consuelo. Aquella sensación era difícilmente similar.
Analogías e impresiones: una cara entrevista a través de una pantalla de cristal mojada; un susurro emitido por un borne ruidoso; masajes en el cuero cabelludo con un vibrador eléctrico; El grito de Edward Munch; la voz de Yma Sumac, cada vez más alta; la desaparición de la nieve; una calle desierta, iluminada como a través de unas lentes infrarrojo; las fachadas oscuras de los negocios pasando en veloz movimiento, una inmensa sensación de capacidad física, compuesta por la conciencia propioceptiva de una fuerza enorme, la peculiar disposición de los canales sensoriales, un sol central inmarcesible que me proporcionaba un constante flujo de energías, el recuerdo de una visión de aguas oscuras que pasaban como un relámpago, la colocación a través de ellas, la necesidad de regresar allí, de reorientarme, de ir hacia el norte; Munch y Sumac, Munch y Sumac... Nada.
Silencio.
El zumbido había cesado, la luz estaba apagada. Toda la experiencia había durado sólo unos instantes. No hubo tiempo suficiente para intentar alguna clase de control, aunque una impresión posterior similar a la realimentación biológica me indicó hacia dónde ir, cómo pensar, cómo lograrlo. Pensé que, si se me presentaba una mejor oportunidad, tal vez podría hacerlo.
Quitándome el casco, me acerqué a Leila. Arrodillado junto a ella, realicé unas pocas pruebas, adivinando de antemano el resultado. Además de tener el cuello roto, había recibido varios golpes violentos en la cabeza y en los hombros. Ya nada se podía hacer por ella.
Entonces actué de prisa. En primer lugar, efectué un recorrido por el resto de su departamento. No había signos visibles de que hubiesen entrado por la fuerza, aunque cualquiera podría haberlo hecho si yo lo había logrado, y más si lo probaban con herramientas adecuadas.
Tomé de la cocina un pliego de papel para envolver y un trozo de hilo para empaquetar el casco. Ya era hora de llamar nuevamente a Don, para decirle que la nave estaba ocupada, y que el tránsito fluvial hacia el norte debía ser denso.
Don me había indicado que llevara el casco a Wisconsin; allá, en el aeropuerto, me esperaría un hombre llamado Larry, quien me llevaría hasta la cabaña en un avión particular. Así lo hice, y así fue.
También se me dijo, sin que me sorprendiera mucho, que David Fentris había muerto.
La temperatura era baja y durante el viaje había empezado a nevar. Mis ropas no eran adecuadas para ese frío, pero Larry me dijo que podría pedir prestado algo más abrigado cuando llegáramos a la cabaña, aunque probablemente no me sería necesario salir mucho. Según había dicho Don, mi misión sería permanecer junto al senador cuanto pudiera; las patrullas de vigilancia corrían por cuenta de los cuatro guardas.
Larry tenía mucha curiosidad por saber qué había ocurrido hasta entonces y si yo había visto personalmente al Verdugo. No me pareció correcto explicarle lo que Don había callado, y tal vez me mostré algo seco. Después de eso no hablamos mucho.
Bert salió a nuestro encuentro cuando aterrizamos. Tom y Clay estaban fuera, observando la ruta y los bosques. Todos eran de edad mediana y de complexión robusta, muy serios; los cuatro iban armados hasta los dientes. Por último, Larry me llevó dentro para presentarme al anciano caballero.
El senador Borckden estaba sentado en una pesada silla, en el rincón más lejano de la habitación. A juzgar por la decoración de la estancia, hasta hacia poco tiempo esa silla había estado situada junto a la ventana; en la pared opuesta, unas flores solitarias pintadas a la acuarela contemplaban el vacío. El anciano tenía los pies apoyados en un cojín y las piernas cubiertas por una manta escocesa. Vestía una camisa de color verde oscuro; su pelo era muy blanco y llevaba anteojos sin armazón para leer. Se los quitó al vernos entrar.
Con la cabeza echada hacia atrás, entornó los ojos y recogió el labio inferior, estudiándome inexpresivo. Su estructura ósea revelaba que había sido corpulento en mejores épocas. Al presente, tenía el aspecto fláccido de quien ha perdido mucho peso en poco tiempo, y su piel mostraba un tono enfermizo. Los ojos eran de un color gris pálido.
Me ofreció la mano sin levantarse.
—De modo que usted es el hombre en cuestión —me dijo—. Es un placer conocerlo. ¿Cómo prefiere que lo llame?
John, si le parece —dije.
Hizo una breve señal a Larry, y éste se marchó.
Allá fuera hace frío. Prepárese una copa, John. Todo está sobre aquel estante.
Señaló hacia la izquierda y agregó:
—Ya que está, tráigame una. Dos dedos de whisky en un vaso de agua. Eso es todo.
Me dirigí hacia el estante y serví dos vasos.
—Siéntese —indicó señalando una silla cercana mientras tomaba su copa—. Pero, en primer lugar, déjeme ver el artefacto que ha traído.
Deshice el paquete y le entregué el casco. Él, después de tomar un sorbo, dejó su vaso a un lado. Tomó el casco con ambas manos y lo estudió, con la frente contraída, girándolo a un lado y a otro. Finalmente se lo colocó.
—No me queda mal —dijo, y sonrió por primera vez.
Por un momento, su rostro fue el que yo estaba habituado a ver en los noticieros. Con una amplia sonrisa o con un gesto de cólera: siempre era uno de los dos extremos. Las fotografías nunca lo habían mostrado en su desmayado aspecto actual.
Se quitó el casco y lo dejó en el suelo.
—Qué buen trabajo —dijo—. En los viejos tiempos no había nada tan fantástico. Hasta que David Fentris lo fabricó. Sí, nos habló de esto...
Volvió a tomar su vaso y bebió un sorbo. Luego agregó:
—Usted es el único que ha tenido la oportunidad de usarlo, según parece. ¿Cuál es su opinión? ¿Servirá?
—Sólo lo utilicé durante un par de segundos, y no puedo basarme más que en una vaga impresión. Pero creo que con un poco más de tiempo habría podido hacer funcionar sus circuitos.
—¿Puede decirme por qué no salvó a Dave?
—En el mensaje que me dejó, decía que estaba ocupado en la estación de acceso de su computadora. Probablemente ese ruido acalló el zumbido.
—¿Por qué no conservó el mensaje?
—Lo borré por motivos que no guardan relación con el caso.
—¿Qué motivos?
—Propios.
—Puede meterse en muchos problemas por suprimir evidencias y obstruir la labor de la justicia —dijo mientras su rostro amarillento cobraba un tinte rojizo.
—En ese caso, tenemos algo en común, ¿no es así, señor?
Sus ojos buscaron los míos; yo había visto antes esa mirada, en quienes no me deseaban ningún bien. Ese fulgor duró unos cuantos segundos, exactamente cuatro latidos del corazón; por último suspiró y pareció relajarse. Entonces dijo:
—Don me advirtió de que no debía presionarlo en ciertos temas.
—Así es.
—Aunque no traicionó ningún secreto, tuvo que decirme algo sobre usted, ¿comprende?
—Lo imaginaba.
—Parece tener muy alta opinión de usted. Sin embargo, traté de averiguar otras cosas por mi cuenta.
—¿Y bien?
—No pude, a pesar de que mis fuentes habituales son muy efectivas.
—¿Eso significa que ... ?
—Eso significa que he estado pensando, imaginando cosas. El hecho de que mis fuentes no hayan podido averiguar nada es interesante de por sí, hasta revelador. Debido a mi posición, sé mejor que nadie que no se cumplió rigurosamente con los estatutos de registro, hace algunos años. Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que algunos de los individuos implicados (me atrevería a decir que la mayoría de ellos) pudiera demostrar su existencia de una a otra forma y fueran debidamente registrados. Había tres amplias categorías: los ignorantes, los que no estaba de acuerdo y aquellos que habrían sido sorprendidos en un estilo de vida ilícito. No voy a intentar clasificar su caso entre ésos ni someterlo a juicio. Pero sé que hay algunas personas no existentes, que pasan por esta sociedad sin dejar ni rastro. Y se me ocurre que usted podría ser una de ellas.
Degusté mi bebida y pregunté:
—¿Y si lo fuera?
Me dirigió una segunda sonrisa, más intencionada, y no respondió. Me levanté para inspeccionar la acuarela desde el sitio que debía haber ocupado esa silla.
—No creo que usted pudiera soportar un interrogatorio —dijo.
No respondí.
—¿No piensa decir nada?
—¿Qué quiere que le diga?
—Podría preguntarme qué voy a hacer al respecto.
—¿Qué piensa hacer al respecto?
—Nada —respondí—. Así que venga a sentarse.
Asintiendo, obedecí. Él estudió mi rostro.
—¿Acaso estaba pensando en cometer algún acto de violencia?
—Con cuatro guardas fuera? —observé.
—Con cuatro guardas fuera.
—No —respondí.
—Usted sabe mentir.
—Estoy aquí para ayudarlo, señor. Sin preguntas. Ese fue el trato, o por lo menos yo lo entendí así. Si se ha producido algún cambio, quisiera saberlo de antemano.
—No quiero causarle dificultades —dijo él, tamborileando los dedos contra la manta—. La verdad es que necesito un hombre como usted, y estaba seguro de que Don me lo conseguiría. Valió la pena esperar: usted goza de una manio-brabilidad fuera de lo común, tiene conocimientos sobre computadoras y es muy susceptible con respecto a ciertos temas. Me gustaría preguntarle muchas cosas.
—Adelante —dije.
—Todavía no. Más tarde, si tenemos tiempo. Todo eso me servirá como material para un informe que estoy preparando. Pero hay algo más importante, al menos para mí; hay cosas que yo quiero decirle.
Fruncí el ceño, pero él prosiguió:
—Los años me han enseñado que, para guardarnos un secreto, no hay como la persona para quien estamos haciendo otro tanto.
—Veo que se siente impulsado a confesar algo —arriesgué.
—«Impulsado» no me parece la palabra correcta. Tal vez sí, tal vez no. De cualquier modo, al menos uno entre los que me protegen debe conocer la historia completa. Podría haber algún detalle que podría ayudarnos. Y usted es la persona ideal para escucharla.
—De acuerdo —dije—.Y usted puede confiar en mí, tanto como yo en usted.
—¿Sospecha usted por qué este asunto me preocupa tanto?
—Sí.
—A ver.
—Usted utilizó al Verdugo para realizar uno o varios actos... ilegales, inmorales o algo así. Como es obvio, no se trata de un hecho conocido. Sólo usted y el Verdugo saben cómo fue. Pero usted lo considera lo bastante ignominioso como para causar el colapso del artefacto, en cuanto pudo apreciar toda la importancia del hecho; y cree que así pudo llegar a la decisión final de castigarlo por haberlo empleado para eso.
Él perdió la mirada dentro de su vaso.
—Lo ha adivinado —dijo.
—¿Todos ustedes fueron cómplices en eso?
—Sí, pero yo mismo era el operador cuando ocurrió. Mire.... nosotros.... yo.... maté a un hombre. Fue... En realidad, todo empezó como un festejo. Esa tarde habíamos sabido que el proyecto estaba aprobado. Todo estaba en orden, y nos había llegado la autorización definitiva. Era cosa hecha, para ese mismo viernes. Leila, Dave, Manny y yo mismo... salimos a cenar. Estábamos ebrios. Después de la cena seguimos el festejo y terminamos volviendo a las instalaciones.
A medida que avanzaba la noche, como suele suceder, se nos fueron ocurriendo cosas absurdas. Decidimos (ya no recuerdo quién lo hizo) que el Verdugo había de compartir la fiesta. Después de todo, bien mirado, era su propia fiesta. En seguida nos entusiasmó la idea y empezamos a discutir cómo arreglárnoslas para que se reuniera con nosotros. Porque estábamos en Texas y el Verdugo permanecía en el Centro Espacial de California. Era inviable ir a buscarlo. Pero los controles de tele operación estaban allí, en la misma sala. Finalmente decidimos activarlo y encargarnos de la operación por turnos. En él había una conciencia rudimentaria, y nos parecía justo que cada uno de nosotros se pusiera en contacto con él para compartir las buenas nuevas. Y eso es lo que hicimos.
Con un suspiro, tomó otro trago y me echó una mirada de soslayo.
—Dave fue el primer operador —continuó—. Él activó al Verdugo. Después... Bueno, como le he dicho, todos estábamos ebrios. Nuestra primera intención no fue sacar al Verdugo del laboratorio donde estaba, pero Dave decidió llevarlo fuera por un ratito, para mostrarle el cielo y explicarle que, después de todo, ése sería su destino. De pronto se entusiasmó, y quiso burlar a los guardias y al sistema de alarma. Era como un juego y todos compartimos su idea. En realidad, cada uno pedía a gritos que Dave le cediera el control de operación. Pero Dave no lo soltó hasta que no tuvo al Verdugo fuera de peligro, en una zona deshabitada próxima al Centro.
»Cuando Leila consiguió que le cediera los controles, el entusiasmo había decaído, pues el juego parecía terminado. Entonces a ella se le ocurrió otro, y llevó al Verdugo hasta la ciudad más cercana. Era tarde y el equipo sensorial funcionaba magníficamente. Aquello representaba todo un desafío: tenía que atravesar la ciudad sin ser visto. Por entonces, todos estábamos llenos de ocu-rrencias sobre lo que se podía hacer a continuación, y cada una era más descabellada que la otra. Manny tomó los controles, sin decir a nadie lo que haría, y no permitió que lo observáramos. Dijo que sería más divertido tomar al operador siguiente por sorpresa. Creo que era el más bebido entre los cuatro, y detentó los controles por tanto tiempo que acabamos por ponernos nerviosos. La tensión suele amortiguar en parte los efectos del alcohol, y creo que todos empezamos a pensar que aquello era una locura. No se trataba sólo de arriesgar nuestra carrera (y si nos descubrían sería nuestra ruina), sino de que todo el proyecto se vendría abajo si alguien nos sorprendía jugando con un equipo tan valioso. Yo, al menos, pensaba así, y se me ocurrió que Manny estaba operando bajo el deseo, muy humano, de superar a los otros.
»Empecé a sudar. De pronto, mi único deseo era llevar de regreso al Verdugo, desconectarlo (todavía era posible hacerlo, pues no estaban instalados los circuitos definitivos), cerrar la estación y olvidarlo todo. Comencé a importunar a Manny para que dejara su diversión y me entregara los controles. Por último accedió.
Acabó su whisky y me tendió el vaso, diciendo:
—¿Quieres servirme un poco más?
—Por supuesto.
Le serví otro y añadí un poco a mi vaso. Después volví a mí silla y aguardé la continuación de la historia.
—Me dijo que me hiciera con los mandos. Tomé los controles, y ¿dónde cree que me había dejado ese idiota? Estaba dentro de un edificio, y no me llevó más de un segundo comprender que se trataba de un banco. El Verdugo tiene varias herra-mientas, y Manny había logrado guiarlo a través de las estancias sin disparar la alarma. Me encontré justo frente a la cámara del tesoro. Por lo visto, él había pensado que ésa debía ser mi prueba. Luché contra el deseo de abrir una salida en la pared más cercana para echar a correr. Pero me volví hacia las puertas y miré hacia fuera.
»No había nadie, y me las arreglé para salir. Pero en cuanto estuve fuera un rayo de luz cayó sobre mí. Era una linterna de mano. El guardia había estado mirándome, escondido; tenía un revólver en la otra mano. Me asaltó el pánico y lo golpeé. Imagínese: cuando tengo que golpear a alguien, lo hago con toda mi fuerza, pero, en ese caso, lo hice con toda la fuerza del Verdugo. Hubo de morir instantáneamente. Eché a correr y no me detuve hasta llegar al pequeño parque cercano al Centro. Allí paré y los otros tuvieron que sacarme de los controles.
—¿Ellos lo habían visto todo? —pregunté.
—Sí; alguien había vuelto a encender la imagen en una pantalla lateral, pocos segundos después de que me hiciera cargo de los controles. Creo que fue Dave.
—¿Trataron de detenerlo en algún momento mientras huía?
—No. Bueno, yo estaba demasiado alterado como para prestar atención a otra cosa que a los controles; pero después dijeron que la sorpresa les había impedido hacer nada. Se limitaron a observar, hasta que no pude más.
—Comprendo.
—Entonces, Dave tomó los controles y volvió a recorrer el camino inicial en sentido inverso. Llevó al Verdugo hasta el laboratorio, lo limpió y lo desconectó. Después cerramos los controles de operación. A todos se nos había pasado el efecto de la bebida.
Suspiró y se reclinó hacia atrás; guardó silencio por un rato. Luego dijo:
—Usted es la primera persona a quien cuento todo esto.
Sin responder, me llevé el vaso a los labios. Él continuó:
—Luego fuimos a la casa de Leila, y el resto es de suponer. Decidimos que no podíamos hacer nada por el muerto; y, si revelábamos lo ocurrido, daríamos por tierra con un programa costoso e importante. Después de todo, no éramos crimi-nales que necesitaran rehabilitación. Por una vez en la vida, habíamos cometido una travesura, y con trágicos resultados. ¿Qué habría hecho usted en nuestro lugar?
—No lo sé. Lo mismo, tal vez. También habría sentido mucho miedo.
—Exactamente —dijo—.Y ésa es toda la historia.
—No toda, me parece.
—¿Por qué?
—¿Qué pasó con el Verdugo? Usted dijo que allí había ya una conciencia perceptible. Ustedes tenían conciencia de él y él tenía conciencia de ustedes. Debió reaccionar ante todo eso. ¿Cómo lo hizo?
—¡Maldito seas! —se quejó, con voz inexpresiva.
—Lo siento.
—¿Es usted padre de familia? —preguntó.
—No.
—¿Alguna vez llevó a un pequeño a visitar el zoológico?
—Sí.
—En ese caso, tal vez lo comprenda. Cuando mi hijo tenía cuatro años, lo llevé una tarde al zoológico de Washington. Recorrimos todas las jaulas. De cuando en cuando, hacía comentarios sobre lo que veía, formuló algunas preguntas, se rió con los monos y le gustaron los osos, tal vez porque le parecieron juguetes gigantescos. Pero ¿sabe usted qué fue lo mejor de todo? Algo que le hizo saltar de alegría, gritando: «¡Mira, mira, papá!».
Meneé la cabeza y él soltó una risita sofocada.
—«Una ardilla nos miraba desde la rama de un árbol», dijo. La ignorancia de lo que es importante y lo que no lo es. Reacciones inadecuadas, inocencia. El Verdugo era un niño; hasta el momento en que yo me hice cargo de los controles, la única impresión que había recibido era la de estar jugando; estaba jugando con nosotros, eso era todo. Y de pronto ocurrió algo horrible. ¡Ojalá jamás le toque saber lo que se siente al hacer algo perverso a una criatura, una criatura que va de nuestra mano, confiada, riendo! ... Él sintió todas mis reacciones, y las de Dave, mientras lo llevaba de regreso.
Durante largo rato, ambos guardamos silencio. Por último, concluyó:
—Lo habíamos... traumatizado, o lo que sea. Aplíquele la terminología que quiera. Eso es lo que pasó aquella noche. Tardó en manifestarse, pero en conciencia no dudo que fue la causa del colapso final del Verdugo.
—Comprendo —asentí—. ¿Y usted cree que por eso quiere matarlo?
—Póngase en su lugar —sugirió—. Si usted fuera un objeto y nosotros le convirtiéramos en una persona, para volver a usarlo después como un objeto, ¿no querría matarnos?
—Leila omitió muchas cosas en su diagnóstico.
—No, no las omitió, pero no se las contó. Todo estaba allí, pero ella interpretó mal. No tenía miedo. En realidad, con los otros todo había sido sólo un juego, y sus recuerdos de la primera parte no podían ser desagradables. Fui yo quien causó el trauma. Creo comprender que Leila lo interpretó así y que pensó, por tanto, que el Verdugo vendría sólo en mi busca. Pero se equivocó.
En ese caso, no comprendo por qué no le preocupó el asesinato de Burns. En un primer momento, no hubo modo de saber si había sido un ladrón asustado o el Verdugo.
—Sólo se me ocurre una explicación: esa mujer era muy orgullosa y prefirió mantener su diagnóstico a pesar de las aparentes pruebas en contra.
—Eso no me convence. Pero usted la conocía bien y yo no; y, después de todo, la opinión de ella resultó acertada. En cualquier caso, hay otra cosa que también me perturba: el casco. Según parece, el Verdugo mató a Dave y se tomó el trabajo de llevar el casco en su compartimento estanco hasta Saint Louis, sólo para dejarlo en la escena de otro crimen. No le veo el sentido.
—Pero lo tiene —replicó Brockden—. Iba a decírselo después, pero da lo mismo hacerlo ahora.
Mire, el Verdugo no posee mecanismos vocales. Nos comunicábamos con él por medio del equipo. Usted entiende algo sobre electrónica, según dijo Don.
—Sí.
—Bien, para abreviar, quiero que usted comience a revisar ese casco, para ver qué es lo que ha sido alterado.
—No será fácil —dije—. No sé cómo estaba conectado originariamente, y no soy tan genial como para saber si un artefacto funcionará como teleoperador con una sola mirada.
De cualquier modo, tendrá que hacer la prueba —indicó mordiéndose el labio inferior—.Tal vez haya señales visibles: rasguños, roturas, nuevas conexiones... No sé, es su especialidad. Búsquelas.
Asentí y esperé la continuación de su teoría.
—Creo que el Verdugo quería hablar con Leila —dijo—, ya fuera porque ella era psiquiatra y él reconocía que algo andaba mal en él, más allá de lo meramente mecánico, o bien porque la consideraba una especie de madre. Después de todo, era la única mujer del proyecto, y él tenía el concepto de madre, con todas las asociaciones de bienestar y consuelo que implica; lo había recibido de nosotros. Tal vez quisiera hablar con ella por las dos razones. Creo que por eso se llevó el casco. Pudo haber adivinado su función captando los pensamientos de Dave antes de matarlo. Por eso quiero que lo revise; es posible que el Verdugo haya desconectado los circuitos de control, dejando intactos los de comunicación. Supongo que llevó el casco alterado a Leila e intentó hacer que se lo colocara. Ella se habría asustado; tal vez se resistió o pidió auxilio. Y por eso la mató. Como el casco ya no le servía de nada, lo dejó al marcharse. Está claro que, a mí, no tiene nada que decirme.
Lo consideré un instante y volví a asentir.
—Bien. Veamos, puedo localizar cualquier circuito interrumpido —afirmé—. Si me dice dónde hay un equipo de herramientas, comenzaré ahora mismo.
Él me detuvo con un gesto de la mano, y prosiguió:
—Más adelante averigüé el nombre del guardia. Todos contribuimos para hacer a la viuda un donativo anónimo. Desde entonces, he estado ayudando a su familia, cuidándola, puesto que...
Lo dejé hablar, sin mirarlo.
—... puesto que no podía hacer otra cosa —concluyó.
Terminó su bebida y me dedicó una sonrisa descolorida.
—La cocina está allí —me indicó señalándola con el pulgar—. Detrás hay un despensa, y allí están las herramientas.
—Bien.
Me levanté. Con el casco en la mano, me dirigí hacia la puerta, pasando por el sitio donde me detuviera antes a contemplar la acuarela, mientras él comprobaba y me ajustaba las clavijas.
—¡Un momento! —dijo.
Me detuve.
—Antes se paró allí mismo. ¿Qué tiene de particular esa parte de la habitación?
—¿A qué se refiere?
—Usted sabe a qué me refiero.
—Tenía que ir a algún sitio —respondí encogiéndome de hombros.
—Usted no es de los que actúan tan a la ligera.
—En ese momento, no había otra razón —dije, mirando hacia la pared.
—Insisto.
—¿Qué importa eso?
—Me importa.
—Está bien —repuse—. Quería ver qué flores le gustaban. Después de todo, usted es un cliente.
Y crucé la cocina hasta la despensa, para buscar las herramientas.
Me senté en una silla vuelta de costado junto a la mesa, para no perder de vista la puerta. En el cuarto principal de la cabaña, sólo se oía el crepitar y los crujidos ocasionales de los leños que se consumían en el hogar.
Sólo aquella blancura fría y persistente más allá de la ventana y el silencio. El disparo del arma no hizo más que confirmarlo; al apagarse los ecos, se tornó más denso. No se oía ni un susurro, ni un gemido. Y para mí, no existe tormenta sin viento.
Grandes copos gruesos descendían en la noche, noche silenciosa y sin viento.
Desde mi llegada, había pasado mucho tiempo. La charla con el senador había durado largo rato. Se había sentido desilusionado al ver que no podía decide mucho con respecto a cierto submundo de personas no existentes cuya existencia sospechaba. Yo mismo no estaba seguro de ello, aunque de tanto en tanto lo bordeaba por casualidad. Pero ya no pertenezco a ningún proyecto, y no estaba dispuesto a mencionarle lo que hubiese podido adivinar. Cuando me pidió opinión con respecto al Banco Central de Datos, se la di, y no le gustó del todo. Me acusó de querer echar abajo lo construido sin tener nada que ofrecer en cambio.
A través del tiempo, de la fatiga, de rostros y nieve y mucho espacio, mi mente había regresado a la noche anterior, pasada en Baltimore. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Pensé en El culto de la esperanza, de Mencken. No podía proporcionarle la respuesta adecuada, la alternativa funcional que él pretendía, porque tal vez no la hubiera. La función de la crítica no debe confundirse con la función de la reforma. Ahora bien, si se gestaba una resistencia popular, si algún movimiento subterráneo buscaba el modo de burlar a los encargados de los registros, tal vez ocurriera que esa empresa resultara tan efectiva y benéfica como lo había sido en su tiempo la Prohibición, por ejemplo. Traté de hacérselo ver, pero no pude adi-vinar si me comprendía. Al fin se marchó, dirigiéndose a la planta alta para tomar una píldora y encerrarse en su dormitorio. Si le preocupó el que yo no encontrara nada extraño en el casco, supo no demostrarlo.
Y allí estaba yo, con el casco, la radio portátil, el revólver sobre la mesa, el equipo de herramientas en el suelo, junto a mi silla y el guante negro en la mano izquierda.
El Verdugo se acercaba. De eso no me cabía ninguna duda.
Bert, Larry, Tom, Clay y el casco podrían detenerlo o no. En todo aquello había algo que me preocupaba, pero estaba demasiado cansado como para pensar en lo que no fuera el peligro inmediato. Esperé, alerta. No me atreví a tomar estimulantes, ni a beber o fumar, pues mi sistema nervioso debía formar parte del arma. Me limité a contemplar los grandes copos de nieve que seguían cayendo.
Al oír el chasquido, llamé a Bert y a Larry. Después tomé el casco y me levanté; la luz comenzaba a parpadear.
Pero ya era demasiado tarde.
Al alzar el casco, oí un disparo allá fuera y sentí un presentimiento sombrío. Los guardias no eran de los que disparan sin tener un buen blanco.
Según me había dicho Dave, el alcance del casco era, aproximadamente, de unos quinientos metros. Calculando el período transcurrido entre la activación del casco y el momento en que los guardias habían visto al Verdugo, éste debía avanzar con mucha rapidez. Además, había que tener presente la posibilidad de que el alcance del Verdugo en cuanto a ondas cerebrales fuera mucho mayor que el del casco. Era casi seguro que el Verdugo había sacado provecho de este factor mientras el senador Brockden permanecía despierto y preocupado. Conclusión: debía saber sin lugar a dudas que yo estaba allí, con el casco; habría comprendido que yo era el arma más peligrosa a las que debería enfrentarse, y avanzaría para descargarse sobre mí como un rayo antes de que yo pudiera emplear el mecanismo.
Me lo coloqué en la cabeza y traté de quedar en blanco.
Nuevamente tuve la sensación de ver el mundo a través de unas lentes de visión infrarrojo, con todas las impresiones que de ello se siguen. Pero el mundo consistía sólo en la fachada de la cabaña; Bert, ante la puerta, con el rifle al hombro; Larry, hacia la izquierda, bajando el brazo, después de arrojar una granada. En seguida comprendimos que la granada había ido a caer muy lejos; el lanzallamas que estaba manipulando sería inútil cuando pudiera utilizarlo.
El disparo de Bert dio en nuestra cobertura pectoral, hacia la izquierda. El impacto nos hizo vacilar por un momento. El tercero no dio en el blanco. No hubo más, pues le arrancamos el rifle de las manos y lo arrojamos a un lado mientras pasábamos a través de la puerta principal, destrozándola.
La puerta saltó en astillas y el Verdugo entró en la habitación.
Ante la doble visión, mi mente estuvo a punto de estallar en pedazos: por una parte, el cuerpo de acero del teleoperador, que avanzaba; por otra, mi propia silueta erguida, con esa ridícula corona, la mano izquierda extendida, la pistola de rayos láser en la derecha y el codo apretado contra las costillas. Recordé ese rostro, el grito y el estremecimiento, conocí nuevamente esa conciencia de fuerza y esa sensación exótica y avancé para controlarla como si fuera mía, para hacerla mía, para detenerla, mientras mi propia imagen quedaba petrificada en una instantánea.
El Verdugo refrenó su marcha, tambaleándose. Pero una inercia tal no se anula en un instante; sin embargo, sentí que las reacciones del cuerpo iban cesando. Ya Io tenía. Era cuestión de recoger la cuerda.
En ese momento, se oyó la explosión: un trueno que hizo temblar la tierra, seguido por una lluvia de guijarros y escombros. La granada, por supuesto. Pero tales conmociones, aunque conozcamos su origen, no pierden la facultad de distraer Ia atención.
Bastó ese momento para que el Verdugo se repusiera y cayera sobre mí. Disparé la pistola de rayos láser, volviendo al puro instinto de supervivencia, perdida ya toda posibilidad de controlar sus circuitos. Traté de golpearlo en el medio con la mano izquierda, tratando de alcanzar el cerebro.
Me paró la mano con el brazo, mientras me quitaba el casco de la cabeza. Luego me quitó de entre los dedos la pistola, que le había puesto medio cuerpo al rojo vivo, la hizo pedazos con solo cerrar la mano y dejó caer los restos al suelo.
En ese momento, lo alcanzaron los impactos de dos balas de alto calibre. Bert estaba en la puerta, tras haber recobrado el rifle.
El Verdugo giró en redondo. Antes de que pudiera golpearlo con la sofocante carga se había alejado.
Bert le acertó con otro disparo antes de que le quitara el rifle y doblara el caño por el medio. Dos pasos y se había apoderado de Bert. Un movimiento veloz y el hombre cayó. Después, el Verdugo se volvió y dio varios pasos hacia la derecha, quedando oculto a la vista.
Corrí hasta la puerta a tiempo para verlo envuelto en llamas, que manaban hacia él desde un ángulo de la cabaña. Avanzó a través del fuego y en seguida me llegó el crujir del metal: había destruido el lanzallamas. Alcancé a ver a Larry caído sobre la nieve.
Por último, el Verdugo se volvió otra vez en dirección a mí.
Esta vez no se dio prisa. Recogió el casco, que había arrojado en la nieve, y avanzó midiendo los pasos, en posición tal que le permitiría cortarme toda retirada hacia los bosques. Entre nosotros caían los copos de nieve. El suelo helado crujía bajo sus pies.
Retrocedí, cruzando el umbral de la puerta, y me detuvo un instante para tomar de entre los maderos rotos una cachiporra de medio metro. Él entró tras de mí; con un gesto casi indiferente, puso el casco sobre una silla, junto a la entrada. Me dirigí hacia el centro de la habitación y aguardé.
Me incliné ligeramente hacia adelante, con ambos brazos extendidos, apuntando el madero hacia los fotorreceptores que veía en su cabeza. Él seguía avanzando lentamente. Aproveché para estudiar sus pasos: en un modelo humano normal, una línea perpendicular a la que une sus empeines en las distintas posiciones señala el vector de menos resistencia si se pretende arrastrar o empujar a dicho modelo, haciéndole perder el equilibrio. Por desgracia, a pesar de su diseño antropomórfico, las piernas del Verdugo estaban bastante separadas; le faltaban los músculos del esqueleto humano, por no mencionar también los empeines, y su masa superaba en mucho la de cualquier hombre. Repasé velozmente mis cuatro golpes de judo favoritos, y varios de los secundarios, pero tuve la sensación de que ninguno de ellos serviría de mucho.
Avanzó y yo hice una finta con el madero, apuntando a los fotorreceptores. Se movió con más lentitud mientras apartaba a un lado la cachiporra, pero siguió avanzando. Me desvié hacia la derecha, con la intención de alcanzarlo por el costado. Mientras se volvía, traté de descubrir en él el vector de menor resistencia.
Simetría bilateral, centro de gravedad aparentemente más alto... Bastaría con un golpe limpio, lanzando el guante negro contra el compartimento cerebral. Después, aunque sus reflejos me destrozaran, quedaría fuera de combate. Él también lo sabía. Me di cuenta por el modo en que mantenía el brazo derecho cerca del cerebro, evitando al mismo tiempo el guante negro con que lo amenazaba.
La idea fue un destello momentáneo, y en seguida una secuencia entera.
Continué moviéndome a su alrededor, cada vez con mayor celeridad, y lancé otro golpe hacia los fotorreceptores. Con un movimiento del brazo hizo volar el palo hasta el otro extremo de la habitación; pero eso era lo que yo buscaba. Levanté la mano izquierda y me preparé para arremeter. Él se echó hacia atrás y yo me lancé contra él. Aquello me costaría la vida, pero no importaba cómo me tratara: había aprovechado la oportunidad.
Cuando niño, no había sido gran cosa como pitcher, atajaba bastante mal, y como bateador era apenas regular; en cambio, una vez que acertaba un golpe, ganaba bases con gran facilidad.
Con los pies hacia adelante, me lancé entre las piernas del Verdugo, que cambió de posición para proteger su zona media; me doblé hacia la derecha, porque, pasara lo que pasase, no podía detener mi caída con la mano izquierda. Me enderecé en seguida, ignorando el dolor que me atenazó el omóplato izquierdo al golpear contra el suelo. De inmediato intenté un salto mortal hacia atrás, con las piernas extendidas.
Lo alcancé con los pies en el medio, por detrás; traté de enderezar las piernas y me lancé hacia adelante con toda mi fuera. Entonces se inclinó hacia mí, pero no lo hizo a tiempo. Su torso se iba ya hacia atrás: yo acababa de darle un empujón, enganchándole las piernas con mis codos.
Se vino abajo, rechinando. Lancé mis brazos hacia los lados para liberarlos, y avancé, moviéndome hacia arriba, mientras él retrocedía. Volví a levantar el brazo izquierdo y aparté las piernas en el momento en que caía. En el golpe, quebró las tablas del suelo. Logré liberar la pierna izquierda, pero el Verdugo enderezó una de las suyas y me atrapó la derecha, dolorosamente desviada.
Detuvo mi golpe con el brazo izquierdo. Entonces le descargué el guante negro contra un hombro.
Mientras torcía la mano para dejar la carga, él me atrapó el antebrazo, sacudiéndome. La carga se desprendió. El brazo izquierdo del verdugo quedó suelto, y rodó por el suelo. La cubierta lateral se había abollado un poco: eso era todo.
La mano restante me soltó el antebrazo para atraparme por la garganta. Dos de los dedos se apretaron contra mi carótida. Alcancé a mascullar:
—¡Estás cometiendo un grave error!
Debían ser mis últimas palabras. Porque en seguida el Verdugo me hizo perder el sentido.
Un latido, otro latido, el mundo volvió a mí. Me encontré sentado en la gran silla que el senador había ocupado esa tarde, con los ojos fijos en el vacío. En los oídos me sonaba un zumbido persistente. Me escocía el cráneo y algo parpadeaba sobre mi frente.
—Sí, estás vivo y tienes el casco puesto. Si tratas de emplearlo contra mí, te lo quitaré. Estoy de pie a tu espalda, y tengo la mano sobre el borde del casco.
—Comprendo. ¿Qué es lo que quieres?
—Poca cosa, en realidad. Pero veo que debo decirte algunas cosas para convencerte de eso.
—Correcto.
—Empezaré por decirte que los cuatro hombres de la puerta están básicamente indemnes. Es decir, no tienen huesos rotos ni órganos afectados. Sin embargo, los he dejado fuera de combate por razones obvias.
—Has sido muy considerado de tu parte.
—No quiero lastimar a nadie. He venido sólo a ver a Jesse Borckden.
—¿Así como fuiste a ver a David Fentris?
—Llegué a Menfis demasiado tarde para ver a David Fentris. Estaba muerto cuando lo vi.
—¿Quién lo mató?
—El hombre que Leila envió para que le consiguiera el casco. Era uno de sus pacientes.
En ese momento recordé cierto incidente y algo se me puso en claro. Aquella cara sorprendida que me resultara familiar en el aeropuerto de Menfis... Ahora comprendía dónde la había visto antes, sin reparar en ella: era uno de los tres pacientes que atendiera Leila esa mañana, y lo había visto en el vestíbulo cuando se marchaban. Era uno de los que permaneció esperando mientras el tercero iba a decirme que podía subir.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
—Sólo sé que había hablado antes con David; interpretó sus palabras sobre el castigo divino y el hecho de que estuviera construyendo un casco de control como señal de que él pensaba convertirse en el agente de ese castigo, utilizándome para ello. No sé cuáles fueron las palabras exactas; sólo conozco los sentimientos de ella al respecto, tal como los vi en su mente. He tenido tiempo de aprender que suele haber una gran diferencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace; entre lo que realmente ocurrió y lo que uno cree haber tenido intenciones de hacer. Ella envió a su paciente para que le trajera el casco, y el hombre lo hizo. Regresó muy agitado, lleno de terror; temía que lo detuvieran y lo encarcelaran. Discutieron. En ese momento, mi proximidad activó el casco; él lo dejó caer y atacó a Leila. Sé que murió al primer golpe, pues yo estaba en su mente cuando eso ocurrió. Continué mi marcha hacia el edificio, con la intención de llegar hasta ella. Sin embargo, había mucho tránsito y debí retrasarme para que nadie me viera. Mientras tanto, entraste y utilizaste el casco. Huí inmediatamente.
—¡Yo estaba tan cerca! Si no me hubiese entretenido en el quinto piso para hacer preguntas...
—Claro, pero tenías que hacerlo. No podías forzar la puerta si había un medio más simple a mano. No puedes culparte por eso. Si hubieses llegado una hora o un día después, tus sentimientos serían diferentes; sin embargo, ella estaría tan muerta como ahora.
Sin embargo, había otro pensamiento que me inquietaba: ¿y si ese hombre se hubiese alterado tan profundamente por haberme visto en el aeropuerto? Tal vez lo había perturbado el ser reconocido por aquel misterioso visitante de Leila. Tal vez la visión de mi rostro entre la multitud le había llevado a aquella última escena.
—¡Basta! También yo podría sentirme culpable por haber activado el casco en presencia de un hombre peligroso, a punto de estallar. Nadie es responsable por las cosas que nuestra presencia o nuestra ausencia provocan en los otros, sobre todo cuando ignoramos los efectos. Tardé años en aprender eso, y no tengo intenciones de olvidarlo. ¿Hasta cuándo seguirás buscando causas? Ella misma inició la cadena de sucesos que llevaron a su muerte, al enviar a ese hombre en busca del casco. Pero actuó por terror, utilizando el arma que tenía más a mano, y creyó hacerlo en defensa propia. Pero ¿por qué ese terror? En la culpa había que buscar sus raíces, por algo que había ocurrido hace mucho tiempo. Y también ese acto... ¡Basta! La culpa ha impelido y asolado a la raza del hombre desde los días de su primer pensamiento racional. Estoy convencido de que nos acompaña a la tumba. Yo soy un producto de la culpa: veo que lo sabes. Su producto, su materia y, en otros tiempos, su esclavo... Pero he arreglado mis cuentas con ella: al fin he comprendido que es un añadido indispensable a mi propia medida de humanidad. Veo tu valoración de las muertes: la de ese guardia, la de Dave, la de Leila, y veo también las conclusiones que sacas: qué raza estúpida, perversa, miope y egoísta es la nuestra. Aunque en muchos aspectos es verdad, no es sino parte de lo que la culpa representa. Sin la culpa, el hombre no sería mejor que los otros habitantes de este planeta, a excepción de ciertos cetáceos que me has hecho recordar en este momento. En el instinto puedes ver la verdadera valoración de la vida en toda su crudeza; hallarás en él una visión del mundo natural, antes de que el hombre llegara a él. Y el instinto, en su forma más pura, existe en los insectos. Entre ellos encontrarás un estado de guerra que se prolonga desde hace millones de años, sin la menor tregua. El hombre, a pesar de sus enormes desventajas, posee un número mayor de impulsos positivos que los otros seres, en los cuales el instinto constituye la mayor parte de la vida. Estos impulsos, según creo, se deben directamente a la posibilidad de experimentar la culpa. Esta aparece en lo peor y en lo mejor del hombre.
—¿Y crees que a veces nos induce a elegir un camino más noble?
—Sí, lo creo.
—En ese caso, deduzco que te sientes dueño de tu libre albedrío.
—Sí.
Solté una risita.
—Una vez, Marvin Minsky dijo que, cuando se construyeran máquinas inteligentes, serían tan empecinadas y falibles como el hombre con respecta a estos problemas.
—Y no estaba equivocado. Te he dado sólo mi opinión. Por mi parte, actúo como si estuviera en lo cierto. ¿Quién puede afirmar que no se equivoca?
—Mis disculpas. ¿Y ahora? ¿Por qué has regresado?
—Vine a despedirme de mis padres. Confiaba en borrar todo sentimiento de culpa que pudieran tener sobre los días de mi niñez. Quería mostrarles que había superado todo aquello. Quería volver a verlos.
—¿Adónde vas?
—Rumbo a las estrellas. Aunque llevo conmigo la imagen de la humanidad, también sé que soy un ejemplar único. Tal vez busco algo similar a lo que expresan los hombres orgánicos cuando hablan de «encontrarse a sí mismo». Ahora que estoy en posesión completa de mi ser, quiero disfrutarlo. En mi caso, eso equivale a cumplir con
las potencialidades de mi diseño. Quiero recorrer otros mundos. Quiero suspenderme allá en el cielo y contar a la humanidad cuanto veo.
—Tengo la impresión de que mucha gente se sentiría feliz de ayudarte a hacerlo.
—Y quiero que me construyas un mecanismo vocal que he diseñado para mí. Tú, personalmente, me lo instalarás.
—¿Por qué yo?
—Sólo conozco unas cuantas personas de tu estilo. Tenemos algo en común, porque nos apartamos del resto.
—Me gustará ayudarte.
—Si pudiera hablar como tú lo haces, no me haría falta llevar el casco a mi padre para hablar con él. ¿Querrás ir a explicarle todo, para que no se asuste cuando me vea entrar?
—Por supuesto.
—Entonces, vayamos ahora mismo.
Me levanté y lo conduje a la planta superior.
Una semana más tarde, por la noche, volví al bar de Peabody para tomar una copa de despedida.
La historia ya estaba en los diarios, pero Brockden había arreglado las cosas antes de revelarlas.
El Verdugo iría a las estrellas. Yo le había dado voz y había vuelto a colocarle el brazo que le arrancara. Esa misma mañana, estrechándole la otra mano, le había deseado buena suerte. Le envidiaba muchas cosas. Entre ellas, que él era, como hombre, mejor que yo. Le envidiaba por ser más libre que yo, aunque él tuviera limitaciones que yo jamás padecería. Me sentía camarada suyo, por las cosas que teníamos en común, porque ambos vivíamos apartados del resto. ¿Qué habría pensado Dave, si hubiese vivido lo bastante como para conocerlo? ¿Y Leila? ¿Y Manny? «Pueden ustedes estar orgullosos», dije a sus sombras; «su hijo creció en el aislamiento, y está dispuesto a perdonarles la paliza que le dieron, también ... ».
De todos modos, no podía dejar de sentirme intrigado. En realidad, aún no sabíamos mucho sobre el tema. Era posible que sin el asesinato jamás hubiera desarrollado una conciencia humana. Él había dicho que era el producto de la culpa, de la Culpa Suprema. Y el Acto Supremo es su inevitable predecesor. Pensé en Gödel, en Turing, en gallinas y huevos, y decidí que ésa era una pregunta de la misma especie. Además, no era para pensar cosas banales que había ido a Peabody.
Desconocía qué influencia podía tener lo que yo dijera en el informe de Brockden ante la comisión para reconsiderar el Banco Central de Datos. Sin embargo, mi secreto estaba seguro, pues él estaba decidido a soportar su propia culpa hasta la tumba. No tenía otra elección posible, si deseaba realizar todo el bien que le fuera posible hasta que llegara ese día. Pero allí, en una de las guaridas de Mencken, no pude menos que recordar algunas de sus frases sobre la controversia, tales como: «¿Convenció Huxley a Wilbeforce?» o «¿Convirtió Lutero a León X?». Por lo tanto, decidí no poner demasiadas esperanzas en los resultados que pudiera provenir de allí. Era mejor seguir considerando las cosas en comparación con la Ley Seca, mientras terminaba mi copa.
Cuando todo estuviera concluido, me encaminaría hacia mi barco. Quería partir bajo las estrellas. Presentía que jamás volvería a contemplar el cielo estrellado como antes. A veces me preguntaría qué pensaba en ese momento un cerebro a neuristores, en algún punto del espacio; y bajo qué extraños cielos, en qué tierras desconocidas me recordaría, quizás, un día cualquiera. Y, aunque sabía que ese pensamiento debía hacerme muy feliz, no lo era tanto.
FIN