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junio 27, 2010
Como pudo comprobarse más tarde, Ted Welling resultó ser uno de los poquísimos testigos presenciales que sobrevivió a la catástrofe. Del millón y medio de personas que la sufrieron, sólo media docena salió con vida. Y, sin embargo, en el momento de producirse, aun pareciéndole muy importante, no supo apreciar la magnitud del desastre.
Estaba en un autogiro «Colquist», justamente al norte del punto donde el lago Nicaragua vierte sus parduscas aguas sobrantes en el de San Juan, Se dirigía a Managua, ciento veinte kilómetros al noroeste del gran mar interior. Debajo de él, claramente audible por encima del amortiguado zumbido de su motor, sonaba el chasquido intermitente de su cámara tripanorámica, ajustada con delicadeza a la velocidad del aparato para que sus fotos pudieran reunirse en un hermoso mapa en relieve del terreno que sobrevolaba. Éste era en efecto el único propósito de su vuelo. Había salido de San Juan del Norte aquella mañana temprano para recorrer la ruta del proyectado canal de Nicaragua; volaba por encargo de la sección topográfica de la Inspección Geológica USA. Los Estados Unidos, por supuesto, se habían reservado los derechos sobre aquella ruta desde principios del siglo; una salvaguardia contra cualesquiera aspiraciones de otros países a construir un competidor del canal de Panamá.
Ahora el canal de Nicaragua estaba siendo seriamente considerado. La sobrecargada zanja que cruzaba el istmo se resentía por el enorme incremento del tráfico y se planteaba la cuestión de ensanchar la vasta trinchera otros treinta metros o abrir un pasaje alternativo. La ruta de Nicaragua ofrecía bastantes posibilidades; el río San Juan unía el gran lago del Atlántico y, del otro lado, sólo unos veinte kilómetros separaban el lago Managua del Pacífico. Se trataba sólo de una solución a elegir y Ted Welling estaba contribuyendo en lo que podía a resolver la elección.
Ocurrió justamente a las 10.40. Ted estaba mirando perezosamente a través de una débil niebla matinal el Ometepec, su cima cónica emplumada por un humo negruzco. A ciento ochenta kilómetros de distancia, más allá del lago Nicaragua y del Managua, la feroz montaña era fácilmente visible desde la altura en que él se encontraba. Ted sabia que toda la semana el monte había estado retumbando y echando humo, pero ahora, mientras lo miraba, estalló como un tremendo cohete.
Un tremendo fogonazo blanco tan brillante como el Sol fue seguido por un chorro de humo que envolvía un núcleo escarlata y se derramaba luego como las aguas de un surtidor. Tras un momento de profundo silencio durante el cual se oyó el chasquido metódico de la cámara se produjo un horrísono estallido como si el techo mismo del cielo hubiese saltado hecho pedazos y dejase oír el griterío de los malditos.
Ted estaba estupefacto: el sonido había llegado con demasiada prontitud; desde aquella distancia, el estampido de la erupción debería de haber tardado varios minutos. Pero sus pensamientos tuvieron que cambiar forzosamente de rumbo cuando el «Colquist» se tambaleó como una hoja arrastrada por el huracán. Atónito, entrevio el lago Nicaragua encrespado y bullendo, como si se tratase de las aguas que se arremolinan en el estrecho de Magallanes. En la orilla éste rompía una oía colosal y, de una cabaña de bananeros, figuras asustadas emprendían 1a huida. Finalmente, como por arte de magia, una blanca niebla se condensó en torno de él, arrebatándole toda visión del mundo inferior.
Ceñudamente, se esforzó en ganar altura. Había estado a mil metros, pero ahora, hundido en aquel salvaje océano de nieblas, de corrientes encontradas, de bolsas y baches, no tenía la menor idea de su posición. La aguja del altímetro saltaba al compás de los cambios de presión, la brújula bailaba locamente. Por eso luchó lo mejor que pudo, escuchando ansiosamente el cambiante gemido de sus aspas cuando el esfuerzo apretaba o decrecía. Y abajo, profundos como la tormenta, se producían intermitentes retumbos, acompañados, a menos que fuese imaginación suya, por los fogonazos de fuegos repentinos.
De pronto estuvo fuera de aquel maremágnum. Irrumpió bruscamente en aire limpio y durante un horrible instante creyó que estaba volando invertido: debajo de él veía un blanco mar de niebla y por encima lo que parecía ser el suelo oscuro. Una observación más atenta le reveló que se trataba de un dosel, tan grande como el mundo, de humo o de polvo, a través del cual el Sol brillaba con una fantástica luz azul. Recordó haber oído hablar de soles azules; era uno de los raros fenómenos de las erupciones volcánicas.
Su altímetro indicaba tres mil metros. La vasta llanura de niebla se alzaba en gigantescas jorobas ondeantes. Ted se esforzaba en seguir subiendo y alejarse más. A los seis mil metros, el aire estaba más firme, pero todavía muy por arriba pesaba el sombrío techo de humo. Niveló el aparato, tomó rumbo nordeste y se relajó.
—¡Uf! —jadeó—. ¿Qué habrá ocurrido?
Desde luego no podía aterrizar en aquella niebla impenetrable. Volaba hacia el nordeste, en la confianza de que el aeropuerto de Bluefields estuviese despejado.
Pero no era así. Le quedaba aún medio depósito de combustible y, con ademán sombrío, eligió rumbo norte. Muy lejos divisaba una columna de fuego y más allá, a la derecha, otra y aun una tercera. La primera, por supuesto, era el Ometepec, pero, ¿cuáles eran las otras? ¿Fuego y Tajumulco? Parecía imposible.
Tres horas más tarde la niebla estaba todavía debajo de él y el sombrío techo de humo iba bajando como si quisiera aplastarle. Tendría que aterrizar pronto; debía de haber rebasado Nicaragua y estar sobrevolando Honduras. Con una calma desesperada, descendió hacia la niebla y se metió en ella. Esperaba estrellarse; lo curioso es que la única cosa que realmente lamentaba era morir sin poder despedirse de Kay Lovell, que estaba en Washington con su padre, el anciano Sir Joshua Lovell, embajador de Gran Bretaña.
Cuando la aguja indicó sesenta metros, niveló el aparato y luego, como un tren que sale de un túnel, llegó a aire limpio. Pero bajo él había un salvaje y rabioso océano cuyas olas casi parecían alcanzar al autogiro, Avanzó a un nivel más bajo, preguntándose desesperadamente cómo era posible que hubiese derivado hasta el mar. Supuso que debía de tratarse del golfo de Honduras.
Torció hacia el oeste. Al cabo de cinco minutos llegaba a una costa batida por la tormenta y allí, ¡prodigioso milagro!, una ciudad. Y un campo de aterrizaje. Lo sobrevoló y descendió tan verticalmente como pudo en medio del remolino de vientos racheados.
Era Belice, ciudad de Honduras Británica. Reconoció el puerto aun antes de que llegaran los servidores.
—¡Un yanqui! —gritó el primero—. ¡Vaya un yanqui con suerte! Ted sonrió burlonamente.
—Falta me hacía. ¿Qué ha ocurrido?
—El techo de esta parte del infierno ha hecho explosión. Eso es todo.
—Sí, ya lo he visto. Estaba justo encima.
—Entonces sabe más usted que ninguno de nosotros. La radio ha enmudecido y el telégrafo no funciona.
De pronto, empezó a caer una lluvia feroz y espesa con goterones grandes como puños, Los hombres corrieron a refugiarse en un hangar, donde la información de Ted, exigua como era, fue ávidamente recogida, ya que las noticias sensacionales son raras por debajo del trópico de Cáncer. Pero ninguno de ellos comprendía hasta qué punto aquélla era sensacional.
Transcurrieron tres días antes de que Ted, y con él el resto del mundo, empezara a comprender en parte lo que había ocurrido.
Tras largas horas de esfuerzos, Belice consiguió por fin enlazar con La Habana, Así Ted pudo informar al viejo Asa Gaunt, su jefe en Washington. Se sintió agradablemente sorprendido por la prontitud con que le respondieron y le ordenaron que se trasladase de inmediato a la capital. Aquello representaba una perspectiva de la vida agradable que Washington reserva a los jóvenes funcionarios y, sobre todo, significaba poder ver a Kay Lovell después de dos meses de estarle escribiendo cartas. Así pues voló alegremente en el «Colquist» sobre el canal de Yucatán, lo dejó en La Habana y estaba ahora cómodamente sentado en un enorme avión del Caribe que se dirigía a Washington avanzando con firmeza hacia el norte en una mañana extrañamente neblinosa de mediados de octubre.
Por el momento, sus pensamientos no eran para Kay. Estaba leyendo un sombrío relato de la catástrofe y se preguntaba qué remota fortuna le había librado de la misma. Aquel desastre minimizaba perturbaciones tales como la inundación del río Amarillo en China, la erupción del Krakatoa, el holocausto de Mont Pelee, el gran terremoto japonés de 1923 o cualquier terrible flagelo que azotara alguna vez la especie humana.
El Anillo de Fuego, ese inmenso círculo volcánico que rodea al océano Pacífico, quizá la última cicatriz del nacimiento de la Luna, había estallado en llamas. El Aniakchak en Alaska se había quitado su caperuza, el Fujiyama había vomitado lava y, por la parte del Atlántico, La Soufriére y el terrible Pelee habían despertado de nuevo.
Pero éstos eran acontecimientos menores. Donde las montañas de fuego habían mostrado realmente sus poderes había sido en los dos focos volcánicos de Java y América Central. Lo sucedido en Java era todavía un misterio, pero lo del Istmo estaba ya demasiado en claro. Desde la bahía de Mosquito hasta el río Coco no había más que océano. Medio Panamá y siete octavas partes de Nicaragua habían desaparecido. En cuanto a Costa Rica, ese país era como si nunca hubiese existido. El canal de Panamá había desaparecido y Ted sonrió amargamente al pensar que ahora era tan innecesario como una pirámide. Norteamérica y Sudamérica habían quedado limpiamente cortadas una de otra, y el Istmo, la tierra que en tiempos había conocido la Atlántida, había ido a unirse con ésta.
En Washington, Ted informó inmediatamente a Asa Gaunt. Aquel viejo tejano lo interrogó en profundidad respecto a su experiencia, gruñó con disgusto ante la parquedad de la información, y luego le ordenó terminantemente que asistiera a una reunión que se celebraría en su despacho al anochecer, Le quedaba toda una tarde para dedicar a Kay y Ted no perdió ni un instante.
No pudo verla a solas. Washington, como el resto del mundo, bullía de excitación a causa del terremoto, pero en esta capital, más que en ninguna otra parte, los comentarios apuntaban menos sobre el millón y medio de muertos que sobre las otras consecuencias. Después de todo, la mayoría de las muertes afectaban a otras naciones y ello las hacía remotas, como la aniquilación de otros tantos chinos. Sólo aquellos que tenían amigos o familiares en la región devastada se sentían directamente afectados, y éstos eran escasos.
En casa de Kay, Ted encontró un grupo excitado que discutía sobre las consecuencias de la catástrofe. Indudablemente, la desaparición del canal de Panamá reforzaba en gran medida la potencia naval de los Estados Unidos. Ahora no había necesidad ninguna de vigilar intensamente el vulnerable canal. Toda la flota podría navegar a sus anchas en la hendidura de setecientos kilómetros abierta por la catástrofe. Desde luego el país perdería los ingresos por el portazgo, pero eso estaría equilibrado por el cese de los gastos de fortificación y vigilancia.
Ted echaba humo hasta que pudo conseguir unos momentos para hablar con Kay a solas. Una vez que la entrevista concluyó a satisfacción suya, se incorporó a la discusión tan apasionadamente como los demás. Pero ninguno atinó a considerar el único factor que podía cambiar por completo la historia del mundo.
En la reunión del anochecer, Ted miró a su alrededor, sorprendido. Reconoció a todos los asistentes, pero las razones de la presencia de alguno de ellos era oscura. Por supuesto, estaba Asa Gaunt, jefe de la Inspección Geológica, y por supuesto estaba Golsborough, secretario del Interior, porque la Inspección era uno de sus departamentos. Pero, ¿qué pintaba allí Maxwell, subsecretario de Guerra y de Marina? ¿Y por qué estaba presente el silencioso John Parísh, secretario de Estado, con el ceño fruncido y la mirada clavada en sus zapatos?
Asa Gaunt carraspeó y empezó:
—¿Alguno de ustedes es aficionado a las lampreas? —preguntó lacónicamente.
Hubo un murmullo.
—A mí me gustan —respondió Golsborough, que había sido en tiempos cónsul en Venecia—. ¿Por qué?
—Será mejor que se dé prisa en comprar algunas. Cómaselas mañana mismo. No habrá más lampreas.
—¿Que no habrá más lampreas?
—No habrá más lampreas. Mire usted, las lampreas se crían en el mar de los Sargazos y ya no hay mar de los Sargazos.
—¿Qué significa eso? —gruñó Maxwell—. Tengo muchas cosas que hacer. Conque no hay mar de los Sargazos, ¿eh?
—Es probable que pronto tenga usted mucho más que hacer —dijo Asa Gaunt secamente. Frunció el ceño—. Permítanme que les haga otra pregunta, ¿Sabe alguno de ustedes cuál es el lugar del continente americano situado frente a Londres?
Golsborough se agitó impacientemente.
—No veo adonde quieres ir a parar, Asa —refunfuñó—, pero pienso que Nueva York y Londres tienen aproximadamente la misma latitud, O quizá Nueva York está un poco más al norte, porque sé que su clima es algo más frío.
—¡Ajajá! —dijo Asa Gaunt—. ¿Hay alguien que no esté de acuerdo?
Nadie respondió.
—Bien —continuó el jefe de la Inspección—, entonces todos ustedes están equivocados. Londres se encuentra aproximadamente a mil ochocientos kilómetros al norte de Nueva York. Está en la latitud de Labrador meridional.
—¡Labrador! ¡Eso es prácticamente el Ártico! Asa Gaunt desplegó un gran planisferio en la pared que tenía a sus espaldas. |
—Miren ustedes —señaló—. Nueva York está en la latitud de Roma. Washington está frente a Nápoles. Norfolk se halla al mismo nivel que Túnez, y Jacksonville al mismo que el desierto de Sahara. Caballeros, estos hechos nos permiten concluir que el próximo verano va a registrar la guerra más salvaje que se haya desarrollado nunca en la historia del mundo.
Incluso Ted, que conocía a su superior lo bastante bien para poner las manos en el fuego por su cordura, no pudo resistir el impulso de lanzar una mirada a los rostros de los presentes, y percibió en sus ojos la misma sospecha que había apuntado en él.
Maxwell carraspeó:
—Desde luego, desde luego —dijo secamente—. Así pues, habrá una guerra y no más lampreas, Está todo muy claro, pero me temo que tendrán que excusarme, caballeros, porque en realidad las lampreas no me interesan.
—Sólo un momento —interrumpió Asa Gaunt. Empezó a hablar y, poco a poco, una sombría comprensión alboreó sobre las cuatro personas frente a las cuales estaba sentado.
Ted se quedó después que el consternado y silencioso grupo se hubo marchado. Se sentía demasiado confuso para otras ocupaciones y era ya muy tarde para reunirse con Kay, aun en el caso que se hubiese atrevido a hacerlo con las oprimentes revelaciones que pesaban sobre él.
—¿Está usted seguro? —preguntó nerviosamente—. ¿Está usted completamente seguro?
—Bien, vamos a estudiarlo de nuevo —gruñó Asa Gaunt, volviéndose hacia el mapa. Recorrió con su mano las blancas líneas dibujadas en el océano Pacífico—. Mira aquí. Esta es la Contracorriente Ecuatorial que avanza hacia el Este para bañar a las cosías de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá.
—Ya lo sé, He sobrevolado palmo a palmo esta costa.
—Está bien. —El anciano se volvió para señalar el Atlántico—.
Y aquí —continuó— está la Corriente Ecuatorial del norte que viene del Atlántico oeste para dar la vuelta alrededor de Cuba, entrar en el golfo de México y emerger como el Gulf Stream. Fluye a una velocidad media de tres nudos, tiene una anchura de mil kilómetros, una profundidad de cien brazas, y posee, al principio, una temperatura media de cincuenta grados. Y aquí se encuentra con la Corriente del Labrador y tuerce hacia el este para llevar calor a toda \a Europa occidental. Por eso Inglaterra es habitable; por eso el sur de Francia es semitropical; por eso los hombres pueden vivir incluso en Noruega y Suecia. Mira Escandinavia, Ted; está en la latitud de la Groenlandia central, al mismo nivel que la Bahía de Baffin. Incluso los esquimales encuentran dificultades para conseguir medios de vida en la isla de Baffin.
—Lo sé —dijo Ted con una voz que era como un gemido—. Pero, ¿está usted seguro de lo demás?
—Míralo tú mismo —gruñó Asa Gaunt—. La barrera se ha bajado ahora. La Contracorriente Ecuatorial, moviéndose a dos nudos, golpeará en lo que era Centroamérica y chocará con la Corriente Ecuatorial del norte justo al sur de Cuba, ¿Comprendes qué sucederá, qué está sucediendo al Gulf Stream? En lugar de dirigirse al nordeste a lo largo de la costa del Atlántico, fluirá ahora casi al este, al otro lado de lo que era el mar de los Sargazos. En lugar de bañar las costas de la Europa septentrional, golpeará en la Península Ibérica, lo mismo que ahora hace la corriente llamada del Viento Occidental, y en lugar de torcer hacia el norte, se irá hacia el sur, a lo largo de la costa de África. A la velocidad de tres nudos, el Gulf Stream llevará a Europa su último litro de agua caliente en menos de tres meses. Así llegamos hasta enero, pero, después de enero, ¿qué va a pasar?
Ted no dijo nada. Asa Gaunt continuó ceñudamente:
—Ahora bien, los países europeos que se benefician del Gulf Stream son Noruega, Suecia, Dinamarca, Alemania, las Islas Británicas, Holanda, Bélgica, Francia y, en menos extensión, varios otros. Antes de que hayan transcurrido" seis meses, Ted, vas a ver un nuevo alineamiento de Europa, Los países del Gulf Stream se agruparán; Alemania y Francia van a convertirse de improviso en entrañables amigos, y Francia y Rusia, a pesar de la amistad que tienen hoy, se transformarán en enemigos mortales. ¿Comprendes por qué?
—No.
—Porque los países que he citado engloban ahora a más de doscientos millones de habitantes. ¡Doscientos millones, Ted! Y sin el Gulf Stream, cuando Inglaterra y Alemania tengan el clima de Labrador, y Francia el de Terranova, y Escandinavia el del País de Baffin, ¿cuántas personas podrán contener esas regiones? Tres o cuatro millones, quizás, y eso con dificultad. ¿Adonde irán las demás?
—¿Adonde?
—Puedo decirte adonde intentarán ir. Inglaterra tratará de descargar su población sobrante en sus colonias. Desgraciadamente, la India está superpoblada, pero Sudáfrica, Canadá, Australia y Nueva Zelanda pueden absorber algunos millones. Unos veinticinco de sus cincuenta, calcularía yo, porque Canadá es un país nórdico y Australia es en gran parte un desierto. Francia tiene el norte de África, aunque está ya al límite de su población. En cuanto a los demás..., bueno, ya te imaginas, Ted.
—Sí, me lo imagino, Siberia, Sudamérica y... los Estados Unidos.
—Una buena conjetura. Por eso Rusia y Francia no seguirán siendo los mejores amigos. Sudamérica es un continente esquelético, una cascara. El interior no sirve para los hombres blancos y por tanto queda Siberia y Norteamérica. ¡Qué guerra en perspectiva!
—¡Es casi increíble! —masculló Ted—. Justamente cuando el mundo parecía estar apaciguándose.
—Oh, ya ha sucedido antes —comentó Asa Gaunt—. Este no es el único cambio climático que haya desencadenado una guerra. La falta de lluvias en el Asia central fue la que envió a los hunos como azote de Europa, y probablemente también a los godos y a los vándalos. Pero nunca ha sucedido una cosa así a dos millones de personas civilizadas. —Hizo una pausa—. Todos los periódicos están poniendo el grito en el cielo por el millón y medio de muertes que ha habido en Centroamérica, Dentro de un año, ni siquiera comprenderán que un millón y medio de muertos haya merecido un modesto titular.
—Pero, Dios mío —estalló Ted—, ¿es que no se puede Hacer nada?
—Desde luego, desde luego —respondió Asa Gaunt—. Mira a ver si encuentras un bonito terremoto domesticado que devuelva los ochenta mil kilómetros cuadrados que hundió el anterior. Eso es todo lo que tienes que hacer y, si no puedes lograrlo, la sugerencia de Maxwell es la mejor: construir submarinos y más submarinos. Nadie puede invadir un país si no puede llegar a él.
Asa Gaunt fue sin duda el primero en comprender el alcance del desastre centroamericano, pero no se adelantó mucho al brillante Sir Phineas Grey de la Royal Society.. Afortunadamente —o desgraciadamente, depende de la costa del Atlántico que uno llame patria—, Sir Phineas tenía fama de sensacionalista en el mundo del periodismo y su advertencia fue tratada por los periódicos ingleses y continentales como una de aquellas rutinarias predicciones del fin del mundo. El Parlamento tomó en cuenta la noticia solamente una vez, cuando Lord Rathmere se levantó en la Cámara Alta para quejarse del tiempo cálido tan impropio de la estación y para sugerir secamente que el Gulf Stream fuese desviado este año un mes antes. Pero de vez en cuando algún oceanógrafo escribía a los periódicos dándole la razón a Sir Phineas.
De este modo las Navidades se acercaban muy calmosamente y Ted, feliz por encontrarse estacionado en Washington, ocupaba sus días en rutinarios trabajos topográficos en el despacho. Los anocheceres, tantos como ella le permitía —y esto ocurría cada vez con mayor frecuencia—, con Kay Lowell. Poco tardaron en hallarse al borde del compromiso. Únicamente esperaban el momento propicio para informar a Sir Joshua, cuya aprobación Kay, con verdadero conservadurismo inglés, consideraba necesaria.
Ted se preocupaba bastante a menudo por el sombrío cuadro que Asa Gaunt había trazado, pero el juramento de guardar el secreto le impedía hacer ninguna alusión ante Kay del asunto. En una ocasión, cuando ella, por casualidad, había sacado a relucir el tema de Sir Phineas Grey y su advertencia, Ted había balbuceado algunas trivialidades y desviado rápidamente la conversación. Pero a finales de año y principios de enero, las cosas empezaron a cambiar.
El día catorce, la primera dentellada de frío se abatió sobre Europa. Londres estuvo tiritando durante veinticuatro horas a la insólita temperatura de diez bajo cero, y París tronaba y gesticulaba sobre sus granas froids. Luego la zona de alta presión se movió hacia el este y las temperaturas normales volvieron.
Pero no por mucho tiempo. El día veintiuno, los vientos de poniente trajeron de nuevo las bajas temperaturas y los periódicos ingleses y continentales, cuidadosamente recogidos en la biblioteca del Congreso estadounidense, empezaron a mostrar una nota de pánico. Ted leía ávidamente los comentarios editoriales: desde luego Sir Phineas Grey estaba loco; desde luego lo estaba... pero, ¿y si tuviese razón? ¿No era inconcebible que la seguridad y soberanía de Alemania (o de Francia, o de Inglaterra, o Bélgica, según la capital particular de donde procediese el periódico) estuvieran sujetas a las perturbaciones de una pequeña faja de tierra situada a diez mil kilómetros de distancia? Alemania (o Francia, etcétera) debía controlar su propio destino.
Con la tercera oleada de frío ártico, el tono se hizo abiertamente temeroso. Quizá Sir Phineas tenía razón. ¿Qué iba a pasar, entonces? ¿Qué se podía hacer? Hubo tumultos y manifestaciones en París y en Berlín, incluso el tranquilo Oslo presenció un motín, y el conservador Londres otro tanto. Ted empezó a darse cuenta de que las predicciones de Asa Gaunt estaban fundadas sobre un agudo juicio. El gobierno alemán tuvo un gesto de franca amistad hacia Francia en una delicada cuestión fronteriza y ésta correspondió con una actitud igualmente benigna. Rusia protestó y cortésmente los otros pasaron por alto sus protestas. Europa estaba decididamente realineándose, y a una prisa desesperada.
Pero América, excepto un reducido grupo en Washington, sólo mostraba un interés superficial por el asunto. Cuando durante la primera semana de febrero empezaron a llegar informes sobre los sufrimientos entre los pobres, se organizó una colecta para suministrar ayuda, pero sólo tuvo un éxito nominal. La gente no estaba interesada; un invierno frío carecía del poder dramático de una inundación, un incendio o un terremoto. Pero los periódicos informaban con creciente ansiedad de que las cuotas de inmigración, no cubiertas durante media docena de años, estaban de nuevo a tope: era el comienzo de un éxodo masivo desde los países favorecidos hasta entonces por el Gulf Stream.
En la segunda semana de febrero un fuerte pánico se había apoderado de Europa y sus ecos empezaron a penetrar incluso en la autosuficiente América. El realineamiento de las potencias era ahora claro y descarado: España, Italia, los Balcanes y Rusia se encontraron alineadas para hacer frente a un ominoso asalto desde el norte y desde el oeste. Rusia olvidó de improviso su larga disputa con el Japón, y el Japón, por extraño que parezca, se mostró ansioso de olvidar sus propios agravios. Hubo un extraño cambio de simpatías; las naciones que poseían zonas amplias y tenuemente pobladas: Rusia, los Estados Unidos, México y toda Sudamérica, lanzaban miradas llameantes a una Europa frenética que sólo aguardaba el alivio del verano para desencadenar la mayor invasión que se hubiese registrado nunca en la Historia, Atila y sus hordas de hunos, las oleadas mongoles que habían irrumpido en China, incluso los vastos movimientos de la raza blanca en Norteamérica y Sudamérica, todo eso no eran más que migraciones de menor cuantía, respaldadas por un colosal poder de ataque, miraban con ojos agrandados por el pánico los espacios libres del mundo. Nadie sabía dónde iba a descargar primero la tormenta, pero estaba fuera de duda que descargaría.
Mientras Europa tiritaba entre las garras de un increíble invierno, Ted tiritaba ante la perspectiva de sus propios problemas. El frenético mundo encontraba un eco en su propia situación, porque aquí estaba él, América en miniatura, y allí estaba Kay Lovell, una pequeña edición de Gran Bretaña. Sus simpatías chocaban como las de sus respectivas naciones.
El tiempo del secreto había pasado. Ted estaba sentado frente a Kay ante la chimenea de la casa de la muchacha y paseaba la vista desde el rostro de ésta hasta el alegre fuego cuyos fulgores no hacían más que aumentar el malhumor.
—Sí —reconoció él—. Estaba enterado. Lo supe pocos días después del terremoto.
—Entonces, ¿por qué no me lo dijiste? Deberías de habérmelo dicho.
—No podía. Juré no decírselo a nadie.
—¡No es justo! —estalló Kay—, ¿Por qué tenía que ser Inglaterra? Sólo pensar que Merecroft está cubierto por la nieve como cualquier vieja torre nórdica me pone enferma. Yo nací en Warwickshire, Ted, y allí nació mi padre, y su padre, y el padre de su padre y todos nosotros hasta los tiempos de Guillermo el Conquistador. ¿Crees que es agradable pensar en la rosaleda de mi padre, tan yerma ahora como un glaciar?
—Lo siento —dijo Ted suavemente—. Pero, ¿qué puedo hacer yo? Sólo alegrarme de que estés a salvo aquí, en esta parte del Atlántico.
—¡A salvo! —le espetó ella—. Sí, estoy a salvo, pero, ¿qué me dices de mi pueblo? Estoy a salvo porque estoy en América, el país afortunado, la tierra elegida. ¿Por qué tenia que ocurrirle esto a Inglaterra? El Gulf Stream baña también vuestras costas. ¿Por qué no están los americanos tiritando, pasando miedo y frío sin esperanza, en lugar de estar calentitos, cómodos e indiferentes? ¿Es eso justo?
—El Gulf Stream —explicó él con tono lastimero— no afecta tan decisivamente a nuestro clima porque, en primer lugar, estamos mucho más al sur que Europa y, en segundo lugar, nuestros vientos predominantes son del oeste, como los de Inglaterra. Pero nuestros vientos soplan de tierra al Gulf Stream y en Inglaterra del Gulf Stream a la tierra.
—¡Pero no es justo! ¡No es justo!
—¿Puedo remediarlo acaso, Kay?
—No, supongo que no —reconoció ella con un repentino tono de cansancio, pero luego gritó con un nuevo estallido de cólera—: ¡Pero tu pueblo sí puede hacer algo! ¡Fíjate en esto!
Agarró un ejemplar de la semana anterior del «Times» de Londres, lo hojeó rápidamente y se volvió hacia Ted.
—¡Escucha, simplemente escucha! «Y en nombre de la humanidad no es pedir demasiado que nuestra nación hermana nos abra sus puertas. Que nos permita establecernos en las amplias zonas que ahora sólo sirven para que las tribus indias salgan de cacería y los búfalos pastoreen. No seríamos nosotros los únicos en beneficiarnos con tal asentamiento, porque llevaríamos al nuevo país una población sana, industriosa y servidora de la ley, nada de salteadores ni de bandidos, punto éste digno de considerar. Seríamos un gran público comprador para los fabricantes americanos, al llevar con nosotros toda nuestra riqueza portable. Y finalmente, suministraríamos una hueste de celosos defensores en caso de una guerra por territorio, una guerra que ahora parece inevitable. Hablamos, además, su misma lengua. A todas luces ésta es la solución lógica, y más si uno recuerda que sólo el estado de Texas contiene tierra suficiente para proporcionar ocho metros cuadrados a cada hombre, mujer y niño del mundo.» —Hizo una pausa y lanzó una mirada retadora a Ted—. ¿Qué me dices de esto?
El resopló.
—¡Indios y búfalos! —respondió con tono cortante—. ¿Has visto uno u otro en los Estados Unidos?
—No, pero...
—Y en cuanto a Texas se refiere, desde luego hay allí tierra suficiente para dar ocho metros cuadrados a toda la gente del mundo, pero ¿por qué no habla el director de ese periódico de que ocho metros cuadrados no bastan ni para sostener a una vaca? El Llano Estacado no es más que un desierto alcalino y en el resto del estado escasea el agua. Siguiendo el misino argumento, deberíais trasladaros a Groenlandia; estoy seguro de que allí hay tierra suficiente para proporcionar doce metros cuadrados por persona.
—Eso puede ser verdad, pero...
—Y en cuanto a un gran público comprador... Vuestra riqueza portable es oro y papel moneda, ¿no es así? Lo del oro está muy bien, pero, ¿de qué sirven los billetes, si no hay crédito británico que los respalde? Los recién llegados pasarían a engrosar las filas de los desempleados hasta que la industria de América pudiera absorberlos, cuestión quizá de años. Y mientras tanto los salarios caerían en picado a causa del enorme exceso de mano de obra y los alimentos y alquileres subirían por las nubes a causa de los millones de estómagos extras a los que nutrir y de cuerpos a los que dar refugio.
—¡Está bien! —dijo Kay sombríamente—. Arguye todo cuanto quieras. Puede que tus argumentos sean exactos, pero sé muy bien que hay una cosa inaceptable: dejar a cincuenta millones de ingleses morir de hambre y de frío, dejarlos sufrir en un país cuyo clima se ha vuelto glacial. Recuerda que una vez te indignaste al leer la crónica de un periódico que hablaba de una pobre familia que vivía en un tabuco sin calefacción. ¿Qué me dices entonces de todo un país cuya estufa se ha apagado?
—¿Y qué me dices tú —replicó Ted irritado— de los otros siete u ocho países cuyas calderas se han apagado también?
—¡Pero Inglaterra merece prioridad! —estalló ella—. Tomasteis de nosotros vuestro lenguaje, vuestra literatura, vuestras leyes, toda vuestra civilización. ¡Incluso ahora no deberíais de ser más que una colonia inglesa! ¡Eso es lo que sois, si quieres que te diga la verdad!
—Pensamos de modo diferente. Por lo demás, tú sabes tan bien como yo que los Estados Unidos no pueden abrir la puerta a una nación y excluir a las demás. Tiene que ser a todas o a ninguna, y eso significa a ninguna.
—Y eso significa la guerra —dijo ella amargamente—. ¡Oh, Ted, no puedo sentir de otra manera! Tengo gente allí: tías, primos, amigos. ¿Crees que puedo permanecer indiferente mientras ellos se arruinan? Aunque ya están arruinados, esa es la verdad. Allí la tierra no vale ya nada. No es posible venderla a ningún precio.
—Lo sé, Kay. Y lo siento; pero no es culpa de nadie. A nadie se puede censurar.
—Y nadie va a hacer nada para resolver el problema, supongo. ¿Es ésta vuestra bonita teoría americana?
—Sabes que no es justo lo que estás diciendo. ¿Qué podemos hacer?
—Podríais dejarnos entrar. Tal como están las cosas, tendremos que luchar para abrirnos paso, y no podréis reprochárnoslo.
—Kay, ninguna nación o grupo de naciones pueden invadir este país. Incluso si nuestra marina fuese absolutamente destruida, ¿a qué distancia de la orilla crees tú que podría llegar un ejército enemigo? Se repetiría el desastre de Napoleón en Rusia: un ejército que avanza y que es tragado por la tierra. ¿Dónde va a encontrar Europa los alimentos para sostener a un ejército invasor? ¿Crees que podría vivir sobre el terreno? Ninguna nación cuerda lo intentaría.
—Ninguna nación cuerda quizá —replicó ella seriamente—. ¿Crees que estamos tratando con naciones cuerdas?
Ted se encogió de hombros con aire sombrío. La muchacha continuó:
—Están desesperadas. Nada se les puede reprochar. Hagan lo que hagan, vosotros tendréis la culpa. Tendréis que luchar en solitario contra toda Europa, siendo así que podríais haber tenido a la armada británica a vuestro lado. Es estúpido. Peor que estúpido, es egoísta.
—Kay —dijo él lastimeramente—, no puedo discutir contigo. Comprendo lo que sientes y comprendo que es una situación infernal. Pero incluso si estuviera de acuerdo con todo cuanto has dicho, que no lo estoy, ¿qué podría hacer? No soy el presidente y no soy el Congreso, Dejemos la discusión por esta tarde, cariño; no sirve más que para hacerte desgraciada.
—¡Desgraciada! Como si pudiera ser otra cosa cuando todo lo que aprecio, todo lo que amo, está condenado a desaparecer bajo la nieve del Ártico.
—¿Todo, Kay? —preguntó él suavemente—. ¿Acaso olvidas que también hay algo para ti en este lado del Atlántico?
—No he olvidado nada —respondió ella fríamente—. Sé muy bien lo que he dicho. ¡América! Odio América, sí. Y odio también a los americanos.
—¡Kay!
—¡Y lo que es más —prosiguió ella—, no me casaría con un americano aunque..., aunque fuese capaz de reconstruir el istmo! Si Inglaterra va a morir de frío, moriré de frío con ella, y si Inglaterra va a luchar, sus enemigos son mis enemigos.
Súbitamente se puso en pie, deliberadamente apartó los ojos de la turbada cara del joven y salió de la habitación.
A veces, durante aquellas agitadas semanas de febrero, Ted se abría camino a través de la galería de los visitantes para pasar a una u otra de las cámaras del Congreso. El Congreso saliente, cuya reelección estaba fijada para el otoño, concentraba y resumía el estado de histeria que se había apoderado del país, y luchaba a la desesperada en sus sesiones finales. Se pasaban por alto los asuntos rutinarios y, día tras día, ambas cámaras se dedicaban a considerar aquella emergencia sin precedentes con una especie de consternada incapacidad para actuar con un acuerdo unánime. Se leían extrañísimos proyectos de ley, se estudiaban, se discutían, quedaban aplazados para una segunda lectura y se aplazaban de nuevo. La prosperidad económica de un año antes prometía una mayoría conservadora en las elecciones próximas, pero los conservadores no tenían en realidad ninguna línea política que ofrecer y las propuestas de tos grupos minoritarios de laboristas e izquierdistas eran rechazadas sin que se sugiriesen propuestas alternativas.
Llegaron a presentarse los más inesperados proyectos de ley. Ted escuchó, fascinado, la propuesta izquierdista de que cada familia americana adoptase a dos europeos, repartiendo sus ingresos en terceras partes. Hubo también una sugerencia de que se aconsejase a los europeos someterse a esterilización voluntaria, restringiendo así los peligros en toda una generación. El senador del nuevo estado de Alaska presentó un fantástico proyecto sobre el papel moneda, una especie de fórmula mágica para permitir que Europa comprase su sustento sin empobrecer al resto del mundo. Hubo sugerencias de ayuda directa, pero hacer caridad a doscientos millones de personas era un problema tan evidentemente abrumador, que esa propuesta mereció poca atención. Sin embargo, ciertos proyectos de ley fueron aprobados sin debate en ambas cámaras, conquistando por igual los votos de izquierdistas, laboristas y conservadores; se trataba de la concesión de créditos necesarios para la construcción de submarinos, superbombarderos, cazas y aviones nodriza.
Fueron días extraños y agitados en Washington. En apariencia, la vida social alegre y bulliciosa, propia de toda gran capital, persistía. Ted, naturalmente, siendo joven y desde luego nada mal parecido, recibía innumerables invitaciones. Pero ni siquiera las personas menos sensibles podían pasar por alto la oscura tensión que a todos atenazaba en lo más hondo. Había bailes, había alegres conversaciones de sobremesa, había risas, pero debajo de todo aquello estaba el miedo, Ted no fue el único en notar que los representantes diplomáticos de los países afectados brillaban por su ausencia en todos los actos excepto en aquellos a los que era imprescindible asistir. E incluso entonces ocurrieron incidentes. Ted presenció cómo el embajador de Francia abandonaba irritado una reunión porque la anfitriona se había permitido el mal gusto de dejar que su orquesta interpretase una canción popular llamada «Blues del Gulf Stream». Los periódicos se abstuvieron cuidadosamente de mencionar el hecho, pero en la capital se comentó durante algunos días.
Ted buscaba en vano a Kay, El padre de la muchacha aparecía cuando no tenía más remedio que hacerlo, pero Ted no había conseguido verla desde que ella se separó tan bruscamente de él. En respuesta a sus preguntas, Sir Joshua se limitó a comunicarle que estaba indispuesta. Ted estaba cada vez más inquieto, hasta llegar al punto de no distinguir qué era lo más importante: si su propia situación o la del mundo, A fin de cuentas, las dos eran una sola y misma cosa.
El mundo era como un cristal de yoduro de nitrógeno, aguardando solamente la sequedad del verano para hacer explosión. Bajo su helada superficie, Europa estaba hirviendo como los montes Erebus y Terror que vomitan fuego en medio del hielo de la Antártida. La pequeña Hungría había concentrado su ejército en el oeste, sin duda para oponerse a una concentración similar por parte de Alemania y Austria. Sobre esta noticia, Ted le oyó decir a Maxwell con tono de alivio que ello indicaba que Alemania tenía intenciones tierra adentro; eso significaba un enemigo potencial menos para América.
Pero las naciones marítimas eran otra cosa, especialmente Gran Bretaña, cuya flota, que había circundado el mundo, se estaba concentrando día a día en el Atlántico, Un océano muy activo, ciertamente, porque en su costa oeste estaba alineada la flota de combate americana, construida a toda prisa para reforzar la antigua, y en él pululaban un enjambre de barquitos que transportaban a los afortunados que podían abandonar sus hogares europeos en busca de otro país. África y Australia estaban recibiendo una corriente insólita de inmigrantes. Pero esta corriente era en realidad insignificante; estaba compuesta por aquellos que poseían bastante riqueza líquida para afrontar el viaje. Millones y millones de personas permanecían atadas a sus hogares, ligadas por la posesión de tierras invendibles, por inversiones en negocios, por motivos sentimentales, o por la simple carencia de fondos suficientes para comprar pasaje en los barcos. Y en todos los países así afligidos había personas que se aferraban tercamente a la esperanza, seres que creían, incluso en lo más feroz de aquel increíble invierno, que el peligro pasaría y todo volvería a su cauce normal.
La pequeña Holanda, enérgica y directa, fue la primera nación en proponer abiertamente un traslado completo de población. Ted leyó la nota o al menos la versión que dio de ella la prensa el veintiuno de febrero. En síntesis repetía los argumentos que Kay había leído en el periódico de Londres: la apelación a los sentimientos humanitarios, la afirmación de que se trataba de miles y miles de personas honradas y trabajadoras, y el recuerdo de la amistad que siempre había existido entre las dos naciones. La nota se cerraba con un requerimiento de respuesta inmediata a causa de la «urgencia de la situación». Y la réplica inmediata llegó.
También fue comunicada a la prensa. En un lenguaje suave y muy cortés, ponía de manifiesto que los Estados Unidos no podían admitir a ciudadanos de un país excluyendo a los de otros. Conforme a la Ley, los inmigrantes holandeses serían bien admitidos en toda la extensión de la cuota que tenían asignada. Incluso era posible qué esa cuota se aumentase, pero nunca hasta el punto de dejarla sin validez. La nota era en realidad un suave, digno y diplomático no.
Marzo entró con viento del sudoeste. En los estados sureños trajo la primavera y en Washington una débil promesa de tiempo bueno, pero a los países del antiguo Gulf Stream no alivió el invierno ártico que había caído sobre ellos con su helado manto. Sólo en la comarca vasca de la Francia meridional, donde vientos fugaces soplaban a intervalos desde el otro lado de los Pirineos con el cálido aliento de la corriente desviada, había algún signo de mejora. Pero todo no era más que una promesa: la de que abril vendría, y mayo..., y el mundo flexionaba sus músculos de acero para la batalla.
A nadie se ocultaba ya que la guerra amenazaba. Después de las primeras notas y réplicas, la prensa enmudeció, pero todo el mundo sabía que declaraciones, mensajes y comunicados estaban volando entre las potencias como una bandada de blancas palomas, y no precisamente de la paz. Ahora contenían bruscas peticiones y enérgicas negativas.
Ted sabía de la situación tanto como cualquier observador atento, pero no más. Él y Asa Gaunt discutían el asunto incansablemente, pero el seco tejano, habiendo hecho sus predicciones y habiéndolas visto realizarse, no estaba ya en medio del torbellino, porque su oficina, por supuesto, no tenía ahora nada que ver con el asunto. Por eso la Inspección Geológica languidecía con un personal reducidísimo, debilidad ésta compartida por cualesquiera otros departamentos gubernamentales que no tuviesen una intervención directa en la defensa.
Todos los países americanos, y a decir verdad, todas las naciones menos las de Europa occidental, estaban disfrutando de una prosperidad febril, anormal, exagerada. La fuga de capitales desde Europa, y la incesante, ávida y frenética petición de alimentos, habían impulsado innumerables negocios y las exportaciones crecieron de modo increíble. En esta coyuntura, Francia y las naciones colocadas bajo su hegemonía, las que se habían aferrado tan tercamente al oro desde la segunda revaluación del franco, se encontraron ahora en posición ventajosa, ya que con su moneda podían comprar más trigo, más ganado y más carbón. Pero los países del papel moneda, especialmente Gran Bretaña, tiritaban y se helaban en casas de piedra y en mansiones donde el viento corría a su antojo.
El once de marzo, aquel martes memorable en que el termómetro marcó los veintiocho bajo cero en Londres, Ted tomó una decisión que maduraba desde hacía seis semanas. Iba a tragarse su orgullo y ver de nuevo a Kay. En Washington se rumoreaba con insistencia que Sir Joshua había sido llamado a su patria y que las relaciones diplomáticas con Inglaterra iban a romperse como se habían roto ya con Francia. Toda la nación realizó sus quehaceres cotidianos con un aire de tensa expectativa. La ruptura con Francia significaba poco en vista del exiguo poder marítimo de ésta, pero ahora, si el coloso de la armada británica iba a alinearse con el ejército francés...
Pero lo que turbaba a Ted era un problema mucho más personal.
Si Londres llamaba a Sir Joshua Lovell, Kay tendría que acompañarle y, una vez que estuviese atrapada en el helado infierno de Europa, Ted tenía el presentimiento aterrador de que la perdería para siempre. Cuando estallase la guerra, como indudablemente tendría que estallar, se extinguirían las últimas esperanzas de ver de nuevo a la muchacha, Europa parecía condenada, pues era imposible que pudiese llevarse a cabo con éxito una invasión a través de miles de kilómetros de océano, Ted pensó que si podía salvar el único fragmento de Europa que significaba algo para él, si podía salvar de algún modo a Kay Lovell, valía la pena sacrificar el orgullo. Decidido a hablar con ella, cogió el teléfono. Por toda respuesta obtuvo la seca negativa de la doncella y, sin pensárselo dos veces, abandonó la semiparalizada oficina, para acudir a casa de Kay. La doncella acudió a su timbrazo.
—La señorita Lovell no está en casa —dijo fríamente—. Ya se lo dije por teléfono.
—La esperaré —contestó Ted ceñudamente, entrando sin admitir más obstáculos.
Se sentó en el vestíbulo tercamente, respondió con miradas de fuego a las miradas llameantes de la doncella y aguardó. No transcurrieron más de cinco minutos antes de que apareciese Kay bajando pausadamente los escalones.
—Habría preferido que te marchases —dijo ella.
Estaba pálida y turbada, y él sintió una oleada de compasión.
—No quise irme.
—¿Qué tengo que hacer para que te vayas? No quiero verte, Ted.
—Después que hables conmigo media hora, me iré. Ella se rindió mecánicamente y lo hizo pasar al saloncito donde ardía el fuego.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Kay, ¿me quieres?
—Yo... No, no te quiero.
—Kay —insistió él suavemente—, ¿me quieres lo bastante para casarte conmigo y quedarte aquí, donde estarás a salvo?
Las lágrimas brillaron de pronto en los ojos castaños de la muchacha.
—Te odio —dijo—. Os odio a todos vosotros. Sois una nación de asesinos. Sois como los indios Thugs, con la única diferencia de que ellos llaman al asesinato religión, y vosotros lo llamáis patriotismo.
—No quiero discutir contigo, Kay. No puedo censurar tu punto de vista ni puedo censurar que no comprendas el mío. Pero, ¿me quieres?
—Está bien —dijo ella con súbito cansancio—, sí, te quiero.
—¿Y te casarás conmigo?
—No, no me casaré contigo, Ted, Vuelvo a Inglaterra.
—Pero, ¿te casarás conmigo antes? Yo te dejaré ir, Kay, pero luego, si queda algo de mundo después de lo que va a pasar, podré traerte de vuelta aquí, Tendré que luchar por las cosas en las que creo y no te pediré que estés conmigo durante el tiempo en que nuestras naciones sean enemigas, pero después, Kay, si eres mi mujer, podría traerte aquí. ¿No lo comprendes?
—Lo comprendo, pero..., no.
—¿Por qué, Kay? Has dicho que me quieres.
—Sí, te quiero —dijo ella casi amargamente—. Preferiría no quererte, porque no puedo casarme contigo odiando a tu pueblo de la manera que lo odio. Si estuvieras de mi parte, Ted, te juro que me casaría contigo mañana, u hoy, dentro de cinco minutos. Tal como están las cosas, no puedo, no sería leal.
—No puedes desear que me convierta en traidor —respondió él sombríamente—. Si hay una cosa de la que estoy seguro, Kay, es que no podrías querer a un traidor. —Hizo una pausa—. ¿Es adiós, entonces?
—Sí. —En los ojos de la muchacha había de nuevo lágrimas—. Todavía no se ha hecho público, pero a papá lo han llamado a Inglaterra. Mañana presentará la llamada en la secretaría de Estado y pasado mañana marcharemos para Inglaterra. Esto es el adiós.
—Esto significa guerra —masculló él—. Había esperado que, a pesar de todo... Bien sabe Dios que lo siento, Kay. No te reprocho tu actitud. No podrías sentir de una manera distinta y seguir siendo Kay Lovell, pero... resulta endiabladamente duro. ¡Endiabladamente duro!
Ella asintió en silencio. Al cabo de un momento dijo:
—Piensa lo que por mi parte, Ted, significa volver a un hogar que es como..., bueno, como las montañas Rockefeller en la Antártida. Te digo que habría preferido que Inglaterra se hundiese en el mar. Habría sido más fácil, mucho más fácil que esto. Si se hubiese hundido hasta que las olas pasasen sobre la misma cúspide del Ben Macduhl...
Se interrumpió.
—Las olas están rodando sobre cumbres más altas que el Ben Macduhl —replicó él tristemente—. Están...
De pronto se detuvo. Se quedó mirando a Kay boquiabierto, con una luz violenta en los ojos.
—¡La Sierra Madre! —gritó con una voz tan atronadora, que la muchacha se apartó, asustada—. ¡La Sierra Madre! ¡La Sierra Madre!
—¿Qué..., qué pasa? —balbuceó ella.
—¡La Sierra Madre! ¡Escúchame, Kay, escúchame! ¡Confía en raí! ¿Quieres hacer algo, algo por nosotros dos? ¿Nosotros? ¡Quiero decir por el mundo! ¿Quieres?
—Yo..., yo...
—Sé que querrás, Kay, Impídele a tu padre que presente la carta de llamada de Inglaterra. Mantenlo aquí diez días más, aunque sólo sea una semana. ¿Podrás conseguirlo?
—¿Cómo? ¿Cómo voy a poder?
—No lo sé. De cualquier forma. Ponte enferma. Ponte tan enferma, que no puedas viajar y pídele que no presente la carta hasta que tú puedas acompañarlo. O... o dile que los Estados Unidos harán otra propuesta a Inglaterra dentro de pocos días. Esa es la verdad. Te juro que es la verdad, Kay.
—Pero... pero él no me creerá.
—¡Tiene que creerte! No me importa cómo lo consigas, pero rétenlo aquí. Y haz que comunique a su ministerio que han surgido nuevos aspectos en la situación, novedades importantísimas. Te aseguro que es verdad, Kay.
—¿De qué se trata?
—No hay tiempo para explicaciones. ¿Harás lo que te pido?
—Lo... lo intentaré,
—¡Eres..., bueno, eres maravillosa! —dijo él roncamente. Se quedó mirando los trágicos ojos castaños de la muchacha, la besó con premura y salió precipitadamente.
Asa Gaunt estaba examinando un mapa cuando Ted penetró sin previo aviso en el despacho. El enjuto tejano alzó la mirada con una seca sonrisa al contemplar aquella entrada tan poco ceremoniosa.
—¡Lo tengo! —gritó Ted.
—Debe de ser un ataque bastante fuerte —convino Asa Gaunt—. ¿Cuál es el diagnóstico?
—No, me refería... Oiga, ¿La Inspección ha hecho sondeos en el istmo?
—El «Dolphin» lleva allí semanas —respondió el anciano—. Sabes muy bien que no se pueden reconocer sesenta mil kilómetros cuadrados de fondo oceánico en un simple paseo.
—¿Dónde están sondeando? —instó Ted,
—En la Punta del Cayo Perla, en Blue Fields, en la Punta del Mono y en San Juan del Norte, desde luego. Naturalmente sondearán primero los sitios donde antes había ciudades.
—¡Oh, naturalmente! —dijo Ted, reprimiendo de su voz una tensa protesta—. ¿Y dónde está el «Marlin»?
—Ocioso en Newport News. No podemos tener en actividad a los dos con el presupuesto de este año.
—¡Al diablo el presupuesto! —rugió Ted—. ¡Haga venir al «Marlin» y también a cualquier otro barco que pueda traer una plomada eléctrica!
—Sí, señor, perfectamente, señor —dijo Asa Gaunt secamente—. ¿Cuándo ha relevado usted a Golsborough como secretario del Interior, señor Welling?
—Usted perdone —contestó Ted—. No estoy dando órdenes, pero se me ha ocurrido algo. Algo que puede sacarnos a todos de este apuro en que estamos metidos.
—¿Sí? Parece bastante interesante. ¿Es otro de esos proyectos internacionales de hacer dinero por milagro?
—¡No! —estalló Ted—. ¡Es la Sierra Madre! ¿No lo comprende?
—Tan lacónicamente, no.
—Pues escuche. He sobrevolado cada uno de los kilómetros cuadrados del territorio hundido. Lo he cartografiado y fotografiado y he trazado geodésicas. Conozco esa franja de tierra sepultada tan bien como conozco los bollos y huecos de mi propia cama.
—Mi enhorabuena. Pero, ¿qué me quieres decir con eso?
—Esto.
Se volvió hacia la pared, bajó el plano topográfico de Centroamérica y empezó a hablar. Al cabo de un rato, Asa Gaunt se inclinó hacia adelante en su butaca y una extraña luz se concentró en sus pálidos ojos azules.
Lo que sigue ha sido recogido e interpretado de cien maneras por innumerables historiadores, El relato del «Dolphin» y del «Marlin» sondeando con frenética prisa el curso de la cordillera sumergida es de por sí una novela de primera categoría. La historia secreta de la diplomacia, el mantenimiento de la neutralidad de Gran Bretaña de forma que las potencias marítimas menores no se atreviesen a declarar la guerra a una distancia de cinco mil kilómetros de océano, es otra novela que nunca será narrada en su totalidad. Pero la historia más fascinante de todas, la construcción de la muralla montañosa intercontinental, se ha contado con tanta frecuencia, que necesita pocos comentarios.
Los sondeos registraron el curso irregular de las montañas de la hundida Sierra Madre. La conjetura de Ted se vio justificada; los picos de la cordillera no estaban sumergidos a mucha profundidad. Se encontró una ruta donde la contracorriente ecuatorial batía sobre aquellas montañas siempre a menos de cuarenta brazas de profundidad y la construcción de la muralla empezó el treinta y uno de marzo. Empezó con una prisa frenética, porque la tarea dejaba en mantillas la construcción del canal abandonado. A finales de septiembre, unos trescientos kilómetros habían sido elevados hasta el nivel del mar, con un poderoso baluarte de veinticinco metros de anchura en su punto más estrecho, con una altura extrema de ochenta metros y un promedio de treinta.
Todavía quedaba por completar más de la mitad de la obra cuando el invierno se abatió sobre una Europa aterrorizada, pero la mitad que se había construido representaba el trabajo más crítico. Por una parte fluía la Contracorriente, por la otra la Corriente Ecuatorial, obligada a unirse con el Gulf Stream en su lenta marcha hacia Europa. Y el poderoso Gulf Stream, vigilado por un centenar de navios oceanógraficos, torció de nuevo lentamente hacía el norte y bañó primero las costas de Francia, luego las de Inglaterra y finalmente las de la nórdica Península Escandinava, El invierno irrumpió con la suavidad de antaño, y un suspiro de alivio se escapó de todas las naciones del mundo.
Ostensiblemente, la muralla montañosa intercontinental fue construida por los Estados Unidos. Muchos de los periódicos más patrioteros se quejaban del despilfarro del Tío Sam, que no se habría gastado menos de quinientos millones de dólares en un proyecto que iba en beneficio de Europa. Nadie se fijó en que no hubo ninguna concesión de crédito por parte del Congreso ni nadie se preguntó por qué las bases navales británicas en Trinidad, Jamaica y Belice habían alojado tan gran porción de la flota atlántica de Su Majestad. Ni, dicho sea de paso, nadie se preguntó por qué las muertas deudas de guerra fueron desenterradas tan repentinamente y pagadas con tanta alegría por las potencias europeas.
Unos pocos historiadores y economistas pueden sospechar algo. La verdad es que la muralla montañosa intercontinental había dado a los Estados Unidos una hegemonía mundial, de hecho casi un imperio mundial. Desde la punta sur de Tejas, desde Florida, desde Puerto Rico y desde la zona del canal, por lo demás inútil, un millar de aviones norteamericanos podían bombardear la muralla y convertirla en una ruina. Ninguna nación europea se atreve a afrontar ese riesgo.
Además, ninguna nación del mundo, ni siquiera en el Extremo Oriente donde el Gulf Stream no ejerce ninguna influencia climática, se atreve a amenazar con una guerra contra América. Si el Japón, por ejemplo, se convirtiese en un mundo hostil, toda la fuerza militar de Europa se volvería contra él. Europa, por su parte, no puede arriesgarse a un ataque contra la muralla y, desde luego, el primer esfuerzo de una nación con los Estados Unidos sería violentar un paso a través de la muralla.
En realidad los Estados Unidos pueden dominar los ejércitos de Europa con unos pocos aviones bombarderos, aunque ni siquiera los más ardientes pacifistas hayan sugerido hasta ahora ese experimento. Pero tales son los resultados de la barrera conocida oficialmente con el nombre de Muralla Montañosa Intercontinental, pero designada por todos los periódicos, por el nombre de quien la inventó, Muralla Welling.
Era a mediados de verano cuando por fin Ted tuvo tiempo para casarse y pasar la luna de miel. Kay y él eligieron el Caribe, cruzando aquel mar traicionero en una recia chalupa de quince metros que Asa Gaunt y la Inspección Geológica les prestaron para la ocasión. Consumieron una buena parte del tiempo contemplando las grandes dragas y barcos de construcción que trabajaban desesperadamente en la tarea de añadir millones de metros cúbicos a los picos de la cordillera submarina que fue en otros tiempos la Sierra Madre. Y un día, cuando los dos estaban tendidos en cubierta en traje de baño, resueltos a adquirir un bronceado tropical, Ted preguntó a su esposa:
—A propósito, nunca me has contado cómo conseguiste retener a
Sir Joshua en los Estados Unidos. Eso aplazó la guerra el tiempo suficiente para que este proyecto pudiese ser diseñado y presentado. ¿Cómo lo conseguiste? Kay sonrió.
—Primero traté de decirle que estaba enferma. Me puse desesperadamente enferma.
—Ya me imaginaba yo que él caería en esa trampa.
—Pues no cayó. Dijo que un viaje por mar me sentaría bien.
—Entonces, ¿qué hiciste?
—Bueno, mira, él tiene una especie de alergia a la quinina. Desde que estuvo en la India, donde tenía que tomarla día tras día, contrajo lo que los médicos llaman un brote de quinina, una erupción cutánea, y hace años que no la toma.
—¿Y qué?
—¿No comprendes? Su cóctel del mediodía tenía un poco de quinina, y también su vino, y su té, y el azúcar, y la sal. Él no dejaba de quejarse de que todo lo que comía le sabía amargo, pero le convencí de que eso se debía a su gastritis.
—¿Y qué pasó después?
—Le traje una de sus cápsulas contra la gastritis, con la diferencia de que dentro no estaba la medicina que él usa. Tenía una buena dosis de quinina y al cabo de dos horas estaba rojo como un salmón y con un escozor tan grande, que no podía estarse quieto en ningún sitio.
Ted empezó a reírse.
—¡No me digas que fue eso lo que lo retuvo aquí!
—No fue eso sólo —continuó Kay impasiblemente—. Llamé a un médico, un amigo mío que no dejaba de pedirme que me casara con él y en cierto modo le soborné para que diagnosticase a mi padre algo así como erisipela. De cualquier forma algo enormemente contagioso.
—¿Y qué más?
—Pues que nos tuvieron en cuarentena durante dos semanas. Yo seguía dándole a mi padre quinina para mantener las apariencias y la cuarentena fue muy rígida. En fin, que no pudo presentar su carta de llamada.
FIN