Publicado en
junio 27, 2010
Título del original en inglés: Tales of the Black Widowers
INTRODUCCIÓN
Debido a que mi estilo literario es personal y amistoso, los lectores tienen una tendencia a escribirme en forma personal y amistosa, haciéndome todo tipo de preguntas personales y amistosas. Y debido a que realmente soy lo que mi estilo literario, así tal como es, me hace aparecer, contesto esas cartas. Y ya que no tengo secretaria ni ningún otro ayudante, todo esto me lleva una cantidad de tiempo que debería dedicar a escribir.
Me parece sólo natural, por lo tanto, haber tomado la costumbre de escribir introducciones para mis libros con el fin de responder de antemano a algunas de las preguntas que ya anticipo, deteniendo, de este modo, algunas de las cartas.
Por ejemplo, debido a que escribo sobre muchas cosas, frecuentemente recibo preguntas como éstas:
“¿Por qué cree usted, un humilde escritor de ciencia-ficción, que puede escribir una obra de dos volúmenes sobre Shakespeare?”
“¿Por qué usted, un erudito en Shakespeare, decide escribir novelitas sensacionalistas de ciencia-ficción?”
“¿Cómo usted, un bioquímico, tiene la audacia de escribir libros de historia?”
“¿Qué le hace pensar a usted, un simple historiador, que sabe algo sobre ciencia?”
Etcétera. Es casi seguro, por lo tanto, que algunos me preguntarán, ya sea divertidos o exasperados, por qué escribo cuentos de misterio.
Por eso, aquí va la explicación. Comencé mi carrera literaria con la ciencia-ficción y todavía escribo ciencia-ficción cuando puedo porque éste continua siendo mi primer y principal amor literario. Sin embargo, hay muchas cosas que me interesan, y entre ellas el misterio. Me he pasado leyendo cuentos de misterio durante casi tanto tiempo como el que he dedicado a leer ciencia-ficción. Recuerdo haber arriesgado la vida cuando, teniendo no más de diez años, robaba ejemplares de La Sombra de debajo de la almohada de mi padre mientras él dormía la siesta. (Le preguntaba por qué la leía si a mí me estaba prohibido, y él decía que la necesitaba con el fin de aprender inglés, mientras que yo tenía la ventaja de ir al colegio. Yo pensaba que era una pésima razón.)
Escribiendo ciencia-ficción, sin embargo, a menudo introduje el elemento de misterio. Dos de mis novelas, The Caves of Steel (Doubleday, 1953) y The Naked Sun (Doubleday, 1957) son típicas historias de misteriosos asesinatos, además de ser de ciencia-ficción. He escrito suficientes cuentos cortos de misterio y ciencia-ficción de uno y otro tipo, como para permitir que se publicara una colección de ellos bajo el título de Asimov's Mysteries (Doubleday, 1968).
También escribí una novela de misterio tradicional, The Death Dealers (Avon, 1958) , que después fue reeditada, por Walker & Co., en 1968, bajo mi propio título, "A Wiff of Death". Esta, sin embargo, trataba solamente sobre la ciencia y los científicos aunque su atmósfera era la de una novela de ciencia-ficción, como lo eran asimismo dos cuentos cortos de misterio que vendí a revistas de misterio.
Fui sintiendo cada vez más el antojo de escribir misterios que no tuvieran nada que ver con la ciencia. Lo único que me detenía, sin embargo, era el hecho de que la novela de misterio había evolucionado en los últimos veinticinco años y mis gustos no. Las historias de misterio, hoy en día, están empapadas en licor, inyectadas de drogas, sazonadas con sexo y tostadas al sadismo, mientras que mi ideal en misterio de detectives es Hércules Poirot y sus pequeñas células grises.
Pero años atrás recibí una carta de Eleanor Sullivan, esa joven y hermosa rubia preguntándome si consideraría la propuesta de escribir un cuento corto para una revista. Por supuesto que acepté, jubilosamente, porque pensé que si ellos me lo pedían, jamás podrían tener la crueldad de rechazarlo una vez que éste fuera escrito, y eso significaba que podía escribir, sin miedos, mi propia clase de cuento... Uno muy cerebral.
Comencé a dar vueltas en mi cabeza a diferentes posibilidades de argumento, porque quería algo que tuviera un giro razonable y Agatha Christie, por sí misma, había utilizado prácticamente todas las salidas posibles.
Mientras mis células grises trabajaban laboriosamente, visité casualmente al actor David Ford. Su departamento está lleno de interesantes objetos exóticos y él me contó que estaba convencido de que alguien se había llevado algo de su departamento pero que nunca pudo estar seguro porque era incapaz de detectar lo que faltaba.
Solté una risa y mis células grises lanzaron un hondo suspiro de alivio y dejaron de trabajar. Ya tenía el giro de mi argumento.
Necesitaba luego un fondo en el cual desarrollar mi argumento y aquí viene algo más.
Hace ya muchos años, en 1940, según dice la leyenda, alguien se casó con una dama que encontraba inaceptables a los amigos de su marido y viceversa. Con el fin de evitar que se rompiera una relación muy preciada, esos amigos organizaron un club sin autoridades ni estatutos con el sólo fin de realizar una cena una vez por mes. Sería una organización para hombres solamente, de manera de poder invitar al marido a afiliarse y prohibir -en forma legítima- la entrada a su señora. (Hoy en día, siendo el Movimiento Femenino tan poderoso, puede ser que esto no hubiera resultado.)
La organización se llamó la Trampa de las Arañas, probablemente porque los mismos miembros sentían que se hallaban escondidos.
Han pasado treinta años desde que la Trampa de las Arañas fue fundada, pero aún existe. Aún es sólo para hombres, a pesar de que el miembro en cuyo matrimonio se inspiró la organización se divorció hace tiempo. (Como concesión al antichauvinismo masculino se ofreció un cóctel el 3 de febrero de 1973, durante el cual las esposas de la Trampa de las Arañas pudieron conocerse, y quizás esto se transforme en una costumbre anual.)
La Trampa de las Arañas (o TDA para abreviar) se reúne una vez al mes, siempre un viernes por la noche, casi siempre en Manhattan, algunas veces en un restaurante, otras en el departamento de uno de los miembros. Cada reunión es presidida por dos voluntarios que costean todos los gastos en esa ocasión y que pueden llevar, cada uno, un invitado. La concurrencia no pasa normalmente de doce. Desde las 6,30 hasta las 7,30 se bebe y se conversa; desde las 7,30 hasta las 8,30 se come y se conversa; y de ahí en adelante se conversa solamente.
Después de la comida cada invitado es severamente interrogado sobre sus intereses, su profesión, sus hobbies y sus puntos de vista, y los resultados son casi siempre interesantes, a menudo fascinantes.
Las principales, entre todas las excentricidades del TDA, son éstas: 1) cada miembro recibe el tratamiento de “Doctor”, ya que el título es inseparable de su calidad de miembro del club; y 2) se supone que cada miembro debe intentar que el TDA sea mencionado en su obituario.
Yo he asistido como invitado en dos diferentes ocasiones; y cuando me mudé a Nueva York, en 1970, fui elegido miembro.
Muy bien -pensé entonces-, ¿por qué no relatar mi cuento de misterio utilizando como trasfondo las reuniones de una organización parecida al TDA? Mi club se llamaría los Viudos Negros y lo reduciría a la mitad para hacerlo más manejable: seis personas y un anfitrión.
Hay diferencias, naturalmente. Los miembros del TDA nunca han intentado solucionar misterios en la vida real y ninguno de ellos tiene una idiosincrasia tan definida como los miembros de los Viudos Negros. En realidad, tanto en lo particular como en lo general, los miembros del TDA son gente amable y existe un afecto mutuo que es conmovedor. Por lo tanto, les aseguro que los personajes y los acontecimientos de los cuentos de este libro son de mi propia invención y no tienen semejanza con nadie ni nada perteneciente al TDA, excepto en la medida en que puedan parecer inteligentes o amables.
Henry, el mozo, es particularmente una invención mía y no tiene análogo, ni siquiera lejano, en el TDA.
De modo que, teniendo un argumento y un fondo en el cual desarrollarlo, escribí un cuento que llamé La Risita aunque fue rebautizado con el nombre de La Risita Adquisitiva . Después de vender el primero no hubo quien me detuviera, por supuesto. Comencé a escribir un cuento tras otro sobre los Viudos Negros y en poco más de un año había escrito ocho y los había vendido todos a la EQMM.
El problema era que, a pesar de que me contenía y no escribía todo cuanto quería, aún producía con más rapidez que la apropiada para que la EQMM los publicara.
Finalmente cedí bajo la presión de no escribir, de modo que escribí tres más a mi ritmo natural de producción y decidí no bombardear más a la revista con ellos. Luego escribí un cuarto y se los vendí. Eso hizo un total de doce, con un número suficiente de palabras como para un libro. Doubleday & Company, mis leales editores, habían esperado pacientemente, entre bastidores, desde la aparición del primer cuento, y por lo tanto hoy los reúno todos bajo el nombre de Cuentos de los Viudos Negros. Y aquí los tienen.
¿Alguna pregunta?
LA RISITA ADQUISITIVA
Hanley Bartram era esa noche el invitado de los Viudos Negros, quienes se reunían todos los meses en su silenciosa guarida y juraban matar a la mujer que se entrometiera... durante esa noche del mes, al menos.
El número de concurrentes variaba, pero en esa ocasión estaban presentes cinco miembros.
Geoffrey Avalon era el anfitrión de esa noche. Alto, de bigote cuidadosamente recortado y una barbita ahora más blanca que negra, conservaba, sin embargo, el cabello casi tan negro como siempre.
Como anfitrión era su deber ofrecer el brindis ritual que señalaba el comienzo de la comida en sí. En voz alta y con placer, dijo:
—Por el viejo King Cole, cuya memoria es sagrada. Que su pipa esté siempre encendida, su plato siempre lleno, su espíritu siempre alto, y por nosotros, para que seamos tan felices como él durante toda nuestra vida.
Todos contestaron “Amén” se llevaron el vaso a los labios y se sentaron. Avalon puso la copa a un costado de su plato. Era la segunda y ahora se hallaba justamente por la mitad. Así permanecía durante el resto de la comida, sin que la tocara nuevamente. Avalon era abogado en derecho patentario y su vida social reflejaba toda la minuciosidad de su trabajo. Una copa y media era todo lo que se permitía en esas ocasiones.
Thomas Trumbull irrumpió por las escaleras a último momento, con su grito de siempre.
—¡Whisky con soda para un hombre moribundo, Henry!
Henry, camarero de esas reuniones desde hacía ya varios años (sin que aún ningún Viudo Negro hubiera oído mencionar su apellido), tenía el whisky y la soda ya preparados. Frisaba por los sesenta, pero tenía la cara lisa y sin arrugas. Su voz parecía sonar a la distancia, aun mientras hablaba.
—Aquí está, Sr. Trumbull.
Trumbull vio a Bartram en seguida y en un aparte le preguntó a Avalon.
—¿Tu invitado?
—Él me pidió que lo trajera —dijo Avalon, procurando decirlo casi en un susurro—. Buen muchacho. Te gustará.
La cena era tan variada como los asuntos de los que se ocupaban los Viudos Negros. Emmanuel Rubin, que también gastaba barba -una barbita escasa y desigual bajo una boca de dientes muy espaciados-, pertenecía al género de los escritores y se hallaba ocupado en contar con fruición los detalles de la historia que acababa de terminar. James Drake, de rostro rectangular y bigote, pero sin barba, lo interrumpía de vez en cuando recordando otras historias que guardaban cierta relación con ésa. Drake era sólo especialista en química orgánica, pero poseía un conocimiento enciclopédico sobre literatura de todo tipo.
Trumbull, experto en códigos, pasaba por ser un alto consejero del gobierno y se le había metido en la cabeza demostrar su desprecio por los pronunciamientos políticos de Mario Gonzalo.
—¡Maldición! —gritaba en su lenguaje menos escabroso—. ¿Por qué no te quedas con tu idiota pintura abstracta y tus telas de arpillera y dejas los asuntos mundiales a tus superiores?
Trumbull no se había recuperado de la magnífica exposición que Gonzalo había hecho algunos meses atrás, y Gonzalo que lo sabía, rió en tono tolerante y dijo:
—Muéstrame a mis superiores.
—Nombra a uno —replicó. Bartram, bajo y regordete, de cabello crespo, se mantuvo estrictamente en su papel de invitado. Escuchó a cada uno, sonrió a todos y habló poco.
El momento llegó, finalmente, cuando Henry sirvió el café y comenzó a colocar los postres delante de cada invitado como un experto prestidigitador. Era en ese instante cuando debía comenzar el tradicional interrogatorio del invitado.
Casi por hábito, la primera pregunta correspondía (en las ocasiones en que se hallaba presente) a Thomas Trumbull. Su rostro moreno, arrugado en perenne descontento, parecía enojado cuando comenzó con la invariable primera pregunta:
—Sr. Bartram, ¿cómo justifica usted su existencia?
Bartram sonrió y habló con precisión.
—Nunca lo he intentado. Mis clientes, en aquellas ocasiones en que mi trabajo les brinda satisfacción, encuentran que mi existencia se justifica.
—¿Sus clientes? —preguntó Rubin—. ¿En qué trabaja usted, Sr. Bartram?
—Soy investigador privado.
—¡Qué bien! —dijo James Drake—. Creo que hasta ahora no había venido ninguno. Manny, esta vez vas a poder conseguir algunos datos correctos para ese héroe de folletín sobre el que escribes.
—No por mi intermedio, —dijo Bartram rápidamente. Trumbull arrugó el ceño.
—Si no les importa, caballeros, ya que a mí me corresponde dirigir el interrogatorio, les rogaría que me dejasen esto a mí. Sr. Bartram, usted aludió a las ocasiones en que su trabajo brinda satisfacción. ¿Es siempre así?
—Hay veces en que este asunto es discutible, —dijo Bartram—. En realidad, esta noche quisiera hablarles respecto a una ocasión en que resultó particularmente discutible. Puede ser incluso que uno de ustedes sea útil en relación con esto. Pensando en eso fue que le pedí a mi buen amigo, Jeff Avalon, que me invitara a una de estas reuniones, una vez que me hube interiorizado de los detalles de la organización. Él tuvo la amabilidad de hacerlo y yo estoy encantado.
—¿Está listo ahora para hablar de la dudosa satisfacción que brindó o dejó de brindar en este caso en particular?
—Sí, si ustedes me lo permiten.
Trumbull miró a los otros buscando algún signo de oposición. Los ojos prominentes de Gonzalo estaban fijos en Bartram mientras decía:
—¿Podemos interrumpir? —Rápidamente y con una gran economía de trazos estaba dibujando una caricatura de Bartram en el reverso de la carta. Esta se uniría a las que, para inmortalizar a otros invitados, ya se hallaban en gallarda sucesión sobre una de las paredes.
—Dentro de limites razonables —dijo Bartram. Hizo una pausa para tomar un sorbo de café y luego agregó—: La historia comienza con Anderson, al que sólo me referiré con ese nombre. Era un "adquisidor".
—¿Un inquisidor? —preguntó Gonzalo, frunciendo el ceño.
—Un "adquisidor". Ganaba cosas, las adquiría, las compraba, las tomaba, las coleccionaba. El mundo se movía en una sola dirección con respecto a él: se movía hacia él, nunca desde él. Esa marea de objetos, de todo tipo y valor, iba a parar a una casa que él poseía y ya nunca volvía a salir de allí. A través de los años, esa marea fue engrosándose gradualmente y volviéndose increíblemente heterogénea. Anderson tenía además un socio de negocios al que llamaré Jackson solamente.
Trumbull lo interrumpió frunciendo el ceño, no porque hubiera algo respecto a qué fruncir el ceño, sino porque lo hacía siempre.
—¿Es ésta una historia verídica? —preguntó.
—Cuento solamente historias verídicas —dijo Bartram lentamente y con precisión—. Me falta imaginación para mentir.
—¿Es confidencial?
—No contaré esta historia de modo que resulte fácilmente reconocible; pero si así fuera, sería confidencial.
—Advierto que emplea Ud. el potencial —repuso Trumbull—; pero quiero asegurarle que, lo que se dice entre las cuatro paredes de esta habitación, jamás se repite ni se menciona, ni siquiera en forma tangencial, fuera de ellas. Henry también lo sabe.
Henry, ocupado en volver a llenar dos de las tazas de café, sonrió levemente e inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Bartram sonrió también y continuó.
—Jackson también tenía una enfermedad. Era honrado, ineludible y profundamente honrado. Su alma estaba impregnada de esta característica como si desde muy temprana edad lo hubieran puesto a remojar en ella de pies a cabeza. Para un hombre como Anderson, era sumamente útil tener al honrado Jackson como socio, debido a que su negocio, al que evito cuidadosamente describir en detalle, requería cierto contacto con el público. Este contacto no era para Anderson, debido a que su tendencia a adquirir se interponía en el camino. Con cada objeto que adquiría, otra arruga de astucia le cruzaba la cara hasta que se asemejó a una tela de araña que asustaba a todas las moscas a la vista. Era Jackson, puro y honrado, quien daba la cara ya quien acudían las viudas con sus óbolos y los huérfanos con sus centavitos. Por otro lado, Jackson, también encontraba necesario a Anderson, porque con toda su honradez, o quizás debido a ésta, carecía de habilidad para multiplicar el dinero. Dejado a su suerte, perdería completamente, sin que fuera ésta su intención, cada centavo que le fuera confiado, y luego rápidamente se vería forzado a matarse como dudosa forma de compensación. Las manos de Anderson, sin embargo, eran para el dinero como el fertilizante para las rosas; y él y Jackson, juntos, eran una exitosa combinación.
Ningún paraíso dura cien años, sin embargo, y si se hace caso omiso de una situación habitual, ésta se profundizará, se agrandará y se volverá cada vez más extrema. La honradez de Jackson alcanzó proporciones tan colosales que Anderson, con toda su astucia, a veces se veía arrinconado contra la pared y forzado a pérdidas monetarias. De igual modo, la tendencia a adquirir de Anderson tocó profundidades tan infernales, que Jackson, con toda su moralidad, se encontró a sí mismo ocasionalmente envuelto en prácticas cuestionables. Naturalmente, como a Anderson no le gustaba perder dinero y Jackson aborrecía perder su personalidad, surgió cierta frialdad entre ambos. En tal situación, la ventaja estaba claramente del lado de Anderson, quien no ponía límites razonables a sus acciones, mientras que Jackson se sentía atado a su código de ética.
Anderson trabajó y maniobró astutamente hasta que, eventualmente, el pobre y honrado Jackson se encontró forzado a vender su parte de la sociedad bajo las condiciones más desventajosas posibles.
La tendencia adquisitiva de Anderson había llegado a su clímax, podríamos decir, porque adquirió total control sobre su empresa. Su intención era retirarse en ese momento y dejar el manejo cotidiano a sus empleados para no preocuparse más que de embolsar sus ganancias. Jackson, por su parte, se quedó sin nada, a excepción de su honradez, y aunque ésta es una característica admirable, tiene bajo valor directo en una tienda de empeños. Fue en ese punto, caballeros, cuando yo entré en escena. Ah, gracias, Henry.
Las copas de coñac estaban siendo distribuidas.
—¿Usted no conocía a ninguna de esas personas, al principio? —preguntó Rubin, mientras sus ojos penetrantes parpadeaban repetidamente.
—En absoluto —dijo Bartram, oliendo delicadamente el cognac y llevándoselo a los labios—, aunque creo que uno de los que están en esta habitación sí los conocía. Fue hace algunos años. Conocí a Anderson cuando éste irrumpió en mi oficina absolutamente trastornado. "Quiero que encuentre lo que he perdido", dijo. Yo he manejado muchos casos de robo en mi carrera de modo que, como era natural, le pregunté: "¿Qué es lo que ha perdido exactamente?" Y él respondió: "¡Maldita sea, hombre! Eso es lo que acabo de pedirle que averigüe". La historia fue surgiendo en forma deshilvanada. Anderson y Jackson habían tenido una disputa de proporciones. Jackson estaba indignado, como sólo puede estarlo un hombre honrado que descubre que su integridad no le sirve de escudo contra la astucia de otros. Juró vengarse y Anderson descartó estas palabras con una risa.
—"Cuídate de la ira de un hombre paciente" —citó Avalon, con ese aire de precisión que ponía hasta en las menos ominosas de sus afirmaciones.
—Así lo he oído —dijo Bartram— aunque nunca he tenido ocasión de probar esa máxima. Ni tampoco la había tenido Anderson, aparentemente, ya que no sentía ningún miedo de Jackson. Según me explicó, Jackson era tan psicóticamente honrado y su obediencia a la leyera tan fanática que no había ninguna posibilidad de que cayera en algún hecho delictuoso. O así pensaba Anderson. Ni siquiera se le ocurrió pedirle a Jackson que le devolviera la llave de la oficina; lo que era incluso más sorprendente ya que la oficina estaba situada en la misma casa de Anderson, entre todas las chucherías. Anderson recordó esta omisión unos pocos días después de la pelea, porque al regresar de una cita a media tarde, encontró a Jackson en su casa. Jackson tenía su viejo portafolio y lo estaba cerrando justamente cuando Anderson entró; pero lo cerraba con rapidez alarmada, según le pareció a Anderson. Este frunció el ceño y le preguntó, sin poder evitarlo: “¿Qué estás haciendo aquí?” Jackson repuso: “Vengo a devolverte algunos papeles que estaban en mi poder y que ahora te pertenecen, y también la llave de la oficina”. Con esta observación le entregó la llave, indicó algunos papeles sobre el escritorio, y aseguró la cerradura de combinación de su portafolio con dedos que, Anderson podría jurar, temblaban un poco. Jackson echó una mirada alrededor de la habitación con una sonrisa que a Anderson le pareció curiosa, casi secretamente satisfecha, y dijo: “Ahora me iré”. Lo que procedió a hacer. Sólo cuando oyó el motor del coche de Jackson partir y luego perderse en la distancia Anderson pudo despertar de un tipo de estupor que lo había paralizado. Sabía que le habían robado y al día siguiente vino a verme.
Drake frunció los labios, hizo girar su copa de cognac casi vacía y dijo:
—¿Por qué no a la policía?
—Había una complicación —dijo Bartram—. Anderson no sabía qué era lo robado. Cuando tuvo la certeza del robo, se abalanzó hacia la caja de caudales como es natural. Su contenido estaba a salvo. Registró a fondo su escritorio. No parecía faltar nada. Fue de habitación en habitación. Todo parecía estar intacto según todas las evidencias.
—¿No estaba seguro? —preguntó Gonzalo.
—No podía estarlo. La casa se hallaba increíblemente repleta de todo tipo de objetos y él no recordaba todas sus posesiones. Me dijo, por ejemplo, que durante un tiempo. Había coleccionado relojes antiguos. Los guardaba en una pequeña gaveta de su estudio; había seis de ellos. Los seis estaban allí, pero lo atormentaba el vago recuerdo de un séptimo. Por más esfuerzos que hacía no podía recordar precisamente. De hecho, le sucedía algo peor, porque uno de los seis le parecía extraño. ¿Podría ser que él tuviera sólo seis, pero que uno de mayor valor hubiera sido sustituido por uno de menor valor? Algo así le sucedió una docena de veces y se repitió en cada uno de sus escondrijos, y con cada una de sus extrañas adquisiciones. De modo que acudió a mí.
—Un momento —dijo Trumbull, dando un fuerte golpe sobre la mesa—. ¿Qué hacía que estuviese tan seguro de que Jackson se había llevado algo?
—Ah —dijo Bartram—, ésa es la parte fascinante de la historia. El modo de cerrar el portafolio y la secreta sonrisa de Jackson mientras examinaba la habitación, sirvieron en sí para despertar la sospecha de Anderson; pero al cerrar la puerta tras él, Jackson lanzó una risita. No fue una risita cualquiera. Pero permítanme contárselo con las mismas palabras de Anderson, tan fielmente como pueda recordarlas. “Bartram”, dijo él, “he escuchado esa risita innumerables veces en mi vida. Yo mismo me he reído de ese modo miles de veces. Es una risita característica, inconfundible, imposible de ocultar. Es la risita adquisitiva; es la risita del hombre que acaba de obtener algo que deseaba ardientemente a expensas de algún otro. Si hay alguien en el mundo que conozca esa risita y que pueda reconocerla incluso detrás de una puerta cerrada, ése soy yo. No puedo haberme equivocado. Jackson se ha llevado algo mío y se vanagloriaba de ello”. No se podía discutir con ese hombre sobre ese punto. Estaba prácticamente esclavizado por la idea de haber sido víctima y, en realidad, yo tenía que creerle. Yo tuve que suponer que, a pesar de la honradez patológica de Jackson, éste se había sentido tentado a robar cuando su paciencia, por una sola vez en su vida, se agotó. Lo que debió haberle ayudado fue su conocimiento de Anderson. Debió de conocer la fuerte atracción que Anderson sentía hasta por la menos valiosa de sus posesiones y darse cuenta de que el daño sería más profundo y más grande que el valor del objeto robado, por muy elevado que éste fuese.
—Quizá fue el portafolio lo que se llevó —dijo Rubin.
—No, no, ése era de Jackson. Hacía años que lo tenía. De modo que aquí tiene el problema. Anderson quería que yo descubriera lo que había sido robado, porque hasta que él pudiera identificar el objeto y probar que ese objeto estaba, o había estado, en poder de Jackson, no podía demandarlo —y lo que más deseaba era demandarlo. Mi tarea, entonces, consistía en registrar su casa y decirle lo que faltaba.
—¿Cómo podía ser posible, si él mismo no podía decirlo? —gruñó Trumbull.
—Le señalé esto —dijo Bartram—, pero él se hallaba desesperado y no razonaba. Me ofreció una gran cantidad de dinero: o lo encontraba o nada. Era una linda suma, no había duda, y dejó como anticipo una cantidad considerable. Estaba claro que lo que más le dolía era el deliberado insulto a su tendencia adquisitiva. La idea de que un “no-adquisidor” amateur como Jackson se atreviera a burlarse de la más sagrada de sus pasiones había llegado a trastornarlo, y estaba dispuesto a cualquier gasto para evitar que la victoria del otro fuera final. Yo soy sólo humano. Acepté el anticipo y el pago ofrecido. Después de todo, razoné, tengo mis métodos. Me ocupé primero del problema de las listas de seguro. Todas eran anticuadas, pero sirvieron para eliminar los muebles y los objetos más grandes como posibles víctimas del robo de Jackson, ya que todo lo que figuraba en las listas se hallaba aún en la casa.
Avalon interrumpió.
—Estos se hallaban eliminados de antemano, de todos modos, ya que el objeto robado debía caber en el portafolio.
—Suponiendo que fuera realmente el portafolio lo que se usó para transportar el objeto fuera de la casa —señaló Bartram pacientemente—. Pudo haber sido fácilmente un señuelo. Antes que Anderson regresara, Jackson pudo haber tenido un camión de transporte frente a la puerta y haber sacado el piano de cola si así lo hubiera querido y luego cerrado el portafolio en las barbas de Anderson para despistarlo. Pero dejemos eso. No era probable. Lo llevé a través de la casa, habitación por habitación, siguiendo un procedimiento sistemático, examinando piso, paredes y cielorraso, estudiando todas las estanterías, abriendo todas las puertas, registrando todas las piezas del mobiliario y dando vuelta todos los armarios. Tampoco olvidé la buhardilla y el sótano. Nunca Anderson se había visto forzado hasta entonces a pensar en cada objeto de su vasta y heterogénea colección con el fin de que en algún lado, de alguna manera, uno de ellos estimulara su memoria a pensar en otro objeto similar que no estuviese allí. Era una casa enorme, sin fin. Nos llevó días, y el pobre Anderson estaba más confundido cada día. Después ataqué desde otro flanco. Era obvio que Jackson, deliberadamente, se había llevado algo que pasara inadvertido, quizás algo pequeño; sin duda algo que Anderson no extrañara fácilmente y algo, por lo tanto, que él no apreciase demasiado. Por otro lado, tenía sentido suponer que sería algo que Jackson deseaba llevarse y que encontraría valioso. En realidad, el hecho le daría mayor satisfacción si Anderson también lo considerara valioso una vez que se diera cuenta de que había desaparecido. ¿Qué podría ser, entonces?
—Un pequeño cuadro —dijo Gonzalo rápidamente—, alguno que Jackson sabía que era un auténtico Cézanne, pero que Anderson pensaba que era una basura.
—Una estampilla de la colección de Anderson —dijo Rubin—, en la que Jackson notó una falla de grabado muy poco común. —Una vez había escrito una historia que giraba alrededor de este punto en particular.
—Un libro —dijo Trumbull— que contenía algún oculto secreto de familia con el que, a su debido tiempo, Jackson podría chantajear a Anderson.
—Una fotografía —dijo Avalon dramáticamente— que Anderson había olvidado, pero que era el retrato de un antiguo amor y por la cual, eventualmente, él daría una fortuna para recuperarla.
—No sé en que negocios estarían —dijo Drake pensativamente—, pero puede haber sido de aquellos en que una chuchería insignificante pudiese ser en realidad algo de gran valor para un competidor y llevar a Anderson a la bancarrota. Recuerdo un caso en que una fórmula de hidracina...
—Aunque parezca extraño —interrumpió Bartram firmemente—, pensé en todas esas posibilidades y las examiné con Anderson. Era claro que no tenía ningún gusto artístico y que las piezas que poseía eran realmente inservibles, sin lugar a dudas. No coleccionaba estampillas, y aunque tenía muchos libros y no podía decir con certeza si alguno de ellos había desaparecido, me juró que no tenía ningún secreto de familia escondido que pudiera merecer la atención de un chantajista. Ni jamás había tenido tampoco antiguos amores, ya que en los días de su juventud se había dedicado exclusivamente a damas profesionales cuyas fotografías no tenían ningún valor para él. En cuanto a sus secretos de negocios, eran más bien de los que podían interesarle al gobierno más que a algún competidor, y había mantenido todo lo referente a ellos fuera de la mirada honrada de Jackson en primer lugar. En segundo lugar, éstos se hallaban todavía en la caja de seguridad (o en el fuego, desde hacía mucho). Pensé en otras posibilidades, pero una por una fueron descartadas. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que Jackson se traicionara a sí mismo. Podía aparecer floreciente de un día: para otro e indagando sobre la fuente de su riqueza, podríamos descubrir algo sobre la identidad del objeto robado. Anderson mismo lo sugirió y pagó generosamente para que se vigilara a Jackson durante las veinticuatro horas. Fue inútil. El hombre llevaba una vida sencilla y se comportaba precisamente como era de esperar de una persona que sólo poseía unos ahorros. Vivía una vida muy moderada y eventualmente tomó un empleo doméstico donde su honradez y su conducta tranquila le ganaron una buena reputación. Finalmente, sólo me quedó una alternativa.
—Espere, espere —dijo Gonzalo—; déjeme adivinar, déjeme adivinar. —Terminó el resto de coñac que le quedaba, le hizo señas a Henry para que le sirviera otro y dijo—: ¡Le preguntó a Jackson!
—Me sentí muy tentado de hacerlo —dijo Bartram en tono lastimero—, pero eso habría sido difícilmente factible. En mi profesión no conviene insinuar siquiera una acusación sin tener algún tipo de pruebas. Nuestras matrículas profesionales son muy frágiles y en cualquier caso, de ser acusado, él simplemente negaría el robo y se pondría en guardia contra cualquier incriminación.
—Y, entonces... —dijo Gonzalo, pero no continuó. Los otros cuatro fruncieron el entrecejo al unísono, pero sólo hubo silencio.
Habiendo esperado cortésmente, Bartram dijo:
—No adivinarán, caballeros, porque ustedes no están en esta profesión. Ustedes conocen sólo lo que leen en revistas de aventuras y por lo tanto creen que las personas como yo tienen un número ilimitado de alternativas y solucionan invariablemente todos los casos. Yo, por mi parte, como pertenezco a la profesión, sé que es de otro modo. Caballeros, la única alternativa que me quedaba era confesar mi fracaso. Anderson me pagó, sin embargo. Eso, por lo menos, tengo que reconocerlo. Cuando me despedí, él había perdido casi cinco kilos. Sus ojos tenían una expresión vacía, y mientras nos estrechábamos las manos aún recorrían la habitación en que nos hallábamos, buscando, buscando. Entonces musitó: “le repito que no puedo haberme equivocado con esa risita. Él me robó algo. Me robó algo”. Lo vi en dos o tres ocasiones después de eso. Nunca cesaba de buscar; nunca encontró el objeto perdido. Comenzó a decaer. Los sucesos que les he descrito tuvieron lugar casi cinco años atrás y el mes pasado él murió.
Hubo un breve silencio.
—¿Sin encontrar jamás el objeto perdido? —preguntó Avalon.
—Sin encontrarlo jamás.
—¿Acude a nosotros para que le ayudemos a solucionar el problema ahora? —inquirió Trumbull con un tono de desaprobación.
—En cierto modo, sí. La ocasión es demasiado buena para perderla. Anderson está muerto y lo que se diga dentro de estos muros no saldrá de aquí, según todos nosotros hemos convenido, de modo que ahora puedo preguntar lo que no pude hacer antes. Henry, ¿me puede dar fuego?
Henry, que había estado escuchando con una cierta deferencia ausente, sacó una caja de fósforos y encendió el cigarrillo de Bartram.
—Permítame presentarlo, Henry, a quienes usted sirve en forma tan eficiente. Caballeros, les presento a Henry Jackson.
Hubo un momento de evidente turbación y Drake dijo:
—¿Este es Jackson?
—Exactamente —afirmó Bartram—. Sabía que estaba trabajando aquí, y cuando me enteré de que ustedes realizaban en este club sus reuniones mensuales, tuve que rogar, casi descaradamente, que me invitaran. Era solamente aquí donde yo podía encontrar al hombre de la risita adquisitiva y verlo en una atmósfera de amabilidad y discreción.
Henry sonrió e inclinó la cabeza.
—Hubo momentos durante el transcurso de la investigación —prosiguió Bartram— en los que no pude menos que preguntarme, Henry, si Anderson no se había equivocado y si, acaso, no habría habido ningún robo. Siempre, sin embargo, volvía al tema de la risita adquisitiva y confiaba en el juicio de Anderson.
—Hizo bien —dijo Jackson suavemente—, porque en realidad le robé algo a mi ex socio, al caballero al que usted se ha referido como Anderson. Nunca me arrepentí de ese acto ni por un momento.
—Era algo de valor, supongo.
—De mucho valor, y no pasó un día en que yo dejara de pensar en el robo y de alegrarme por el hecho de que ese hombre inescrupuloso ya no tuviera lo que le había robado.
—¿Y usted provocó deliberadamente sus sospechas de manera de poder experimentar un placer mayor?
—Sí, señor.
—¿Y no temió ser apresado?
—Ni por un momento, señor.
—Por Dios —rugió Avalon, de pronto, con una voz que rompía los tímpanos—. Vuelvo a repetirlo. Cuídense de la ira del hombre paciente. Soy un hombre paciente y ya estoy cansado de este interminable interrogatorio. Cuídese de mi ira, Henry. ¿Qué fue lo que se llevó en su portafolio ese día?
—Nada, por supuesto, señor. Estaba vacío.
—¡Por amor de Dios! ¿Dónde puso lo que le robó?
—No tuve que ponerlo en ningún lado, señor.
—Entonces, ¿qué fue lo que le robó?
—Solamente la paz, señor —dijo Henry suavemente.
"F" COMO EN FALSIFICADOR
La reunión de los Viudos Negros se vio ligeramente estropeada por la inquietud de James Drake. Era una lástima porque la cena fue extraordinariamente buena, incluso si se consideraba la afectuosa solicitud que el Restaurante Milano dispensaba todos los meses a este grupo especial. Y si la ternera a la cordon bleu necesitaba un último toque, éste lo dio el meticuloso servicio de Henry, quien ponía platos donde segundos antes no había habido ninguno, sin que ninguno de los presentes pudiera, sin embargo, sorprenderlo en el camino.
A Thomas Trumbull le correspondía oficiar de anfitrión, función que realizaba con un salvajismo al que nadie prestaba la menor atención: salvajismo aun más notorio por el hecho de que, como anfitrión, no le parecía mal llegar atropelladamente un segundo antes de la segunda vuelta de los aperitivos (tercera para Rubin, quien nunca acusaba los efectos).
Trumbull aprovechó su derecho como anfitrión y llevó a un invitado para el interrogatorio. Este era alto, casi tanto como Geoffrey Avalon —el abogado de patentes miembro de los Viudos Negros—, y delgado, como Avalon. Su rostro, sin embargo, estaba totalmente afeitado y no tenía la solemnidad del de Geoffrey. Su cara más bien redonda y sus mejillas regordetas parecían tan en desacuerdo con el resto del cuerpo que daban la impresión de ser producto de un transplante de cabeza. Se llamaba Arnold Stacey.
Trumbull lo había presentado como Dr. Arnold Stacey.
—Ah —dijo Avalon con ese aire portentoso que automáticamente asumía en la más trivial de sus declaraciones—. Doctor doctor Stacey.
—¿Doctor doctor? —musitó Stacey, mientras se preparaba para sonreír ante la broma que seguramente había de seguir.
—Es una regla de los Viudos Negros —dijo Trumbull impacientemente— que todos los miembros sean doctores en virtud de su calidad de socios. Un doctor por cualquiera otra razón es...
—Un doctor doctor —dijo Stacey, y sonrió.
—Los títulos honorarios también podrían tomarse en cuenta —dijo Rubin, mostrando al sonreír unos dientes separados y una barba tan despareja como tupida era la de Avalon—, pero entonces yo vendría a ser un doctor doctor doctor...
Mario Gonzalo subía las escaleras en ese preciso momento, trayendo con él una vaga fragancia a trementina como si viniera directamente de su estudio. (Trumbull sostenía que era una deducción apresurada y que Gonzalo se ponía una gota de aguarrás detrás de la oreja antes de cualquier actividad social.)
Gonzalo alcanzó a oír la última frase de Emmanuel Rubin y antes de llegar al último peldaño dijo:
—¿Qué títulos honorarios has recibido, Manny? Más bien deshonorarios, diría yo.
Las facciones de Rubin se paralizaron como cada vez que era atacado sin previo aviso, pero fue simplemente la pausa que necesitaba para hacerse de fuerzas.
—Puedo enumerártelos. En 1938, cuando tenía sólo quince años, da la casualidad que era predicador adventista...
—No, por amor de Dios —dijo Trumbull—, no nos des toda la lista. Aceptamos todo.
—Llevas las de perder, Mario —dijo Avalon con imperturbable amabilidad—. Sabes que nunca se puede sorprender a Rubin sin razones cuando comienza a hablar sobre su vida pasada.
—Claro —convino Gonzalo—. Es por eso que sus cuentos son tan malos. Son todos autobiográficos. No tienen poesía.
—He escrito poesía —comenzó Rubin, y en ese momento entró Drake. Por lo general era el primero en llegar, pero esta vez era el último.
—El tren se atrasó —dijo tranquilamente, quitándose el abrigo. Considerando que tenía que viajar desde Nueva Jersey, lo sorprendente era que eso no sucediera más a menudo—. Preséntenme el invitado —agregó Drake, mientras se daba vuelta para tomar la copa que Henry le ofrecía. Henry sabía lo que él prefería, por supuesto.
—Doctor doctor Arnold Stacey... Doctor doctor James Drake —dijo Avalon.
—Mis respetos —dijo Drake levantando su copa a manera de saludo—. ¿A qué rama corresponde su doctorado menos importante, doctor Stacey?
—Doctor en química, doctor doctor, y llámeme Arnold.
El pequeño bigote hirsuto de Drake pareció erizarse.
—Ídem —dijo—. Mi doctorado es en química, también.
Por un instante se miraron uno a otro desconfiados. Luego Drake dijo:
—¿Industria? ¿Gobierno? ¿Universidad?
—Enseño. Soy profesor ayudante en la Universidad de Berry.
—¿Dónde?
—Universidad de Berry. No es una universidad muy grande. Está en...
—Sé dónde está —dijo Drake—. Allí conseguí mi título de doctor. Mucho antes que usted, sin embargo. ¿Se doctoró usted en Berry antes de ingresar al cuerpo docente?
—No, yo...
—Sentémonos, por amor de Dios —rugió Trumbull—. Cada vez se está tomando más y comiendo menos en este lugar. —Se hallaba de pie junto a la silla del anfitrión, con su copa alzada mirando fijamente a los otros mientras todos tomaban asiento—. ¡Siéntense, siéntense! —y luego pronunció el brindis de ritual a la memoria del viejo rey Cole, con el mismo sonsonete de siempre, mientras Gonzalo seguía el ritmo, displicentemente, con un bollo al que partió en dos y emantequilló tan pronto como murió la última sílaba.
—¿Qué es esto? —preguntó Rubin de pronto, fijando la mirada en su plato con signos de desesperación.
—Paté Maison, señor —dijo Henry sin levantar la voz.
—Eso es lo que pensé. Hígado picado. ¡Maldita sea, Henry! Yo le pregunto a usted, como hombre patológicamente honesto, ¿se puede comer esto?
—El asunto es totalmente subjetivo, señor. Depende del gusto personal por la comida.
Avalon golpeó la mesa.
—¡Objeción! Protesto contra el uso de la frase adjetiva “patológicamente honesto”. Es violar la confianza.
Rubin enrojeció levemente.
—Un momento, Jeff. No estoy violando la confianza de nadie. Sucede que ésa es mi opinión sobre Henry, independientemente de lo que sucedió el mes pasado.
—Que decida el presidente —porfió Avalon.
—Se callan los dos —dijo Trumbull—. La decisión del presidente es que Henry sea reconocido por todos los Viudos Negros como ese raro fenómeno que significa un hombre completamente honrado. No se necesita dar ninguna razón. Puede aceptarse como cosa por todos sabida.
Henry sonrió amablemente.
—¿Debo retirar el paté, señor?
—¿Usted comería algo así, Henry? —preguntó Rubin.
—Con todo placer, señor.
—Entonces yo también lo como —y procedió a hacerlo dando todas las señales de controlar a duras penas sus náuseas.
Trumbull se inclinó hacia Drake y le dijo con voz que para él era baja.
—¿Qué diablos te tiene así?
Drake se sobresaltó ligeramente y dijo:
—Nada. ¿Qué es lo que te tiene a ti así?
—Tú —dijo Trumbull—. Nunca en mi vida creí que se pudiera despedazar un bollo en tantas partes.
La conversación se hizo general después eso, girando principalmente sobre la desesperanzada opinión de Rubin de que la honradez no tenía ningún poder de sobrevivencia y que todas las fuerzas de la selección natural se combinaban para eliminarla como una de las características humanas. Llegó a defender muy bien su tesis hasta que Gonzalo le preguntó si atribuía su propio éxito como escritor (“éxito que ya conocemos”, dijo Gonzalo) al plagio. Cuando Rubin atacó de frente este punto e intentó probar, a través de un cuidadoso razonamiento, que el plagio era fundamentalmente diferente de otras formas de fraude y podía ser tratado independientemente, fue abucheado.
Luego, entre el último plato y el postre, Drake se levantó para ir al baño y Trumbull lo siguió.
—¿Conoces a ese tipo Stacey, Jim? —preguntó éste. Drake sacudió la cabeza.
—No. En absoluto.
—Bien, ¿qué sucede entonces? Admito que no eres una púa de fonógrafo, como Rubin, pero no has dicho una palabra durante toda la comida, ¡maldita sea! y no dejaste de mirar a Stacey.
—Hazme un favor, Tom. Permíteme interrogarlo a mí después de la comida —le pidió Drake.
—Por supuesto —concedió Trumbull, encogiéndose de hombros.
Cuando llegó la hora del café, Trumbull dijo:
—Ha llegado el momento de interrogar al invitado. Bajo circunstancias ordinarias debería ser yo quien, como el único poseedor de una mente lógica en esta mesa, tendría que comenzar. Sin embargo, en esta ocasión, cedo el lugar al doctor Drake, ya que él pertenece a la misma secta profesional que nuestro distinguido invitado.
—Doctor doctor Stacey —comenzó Drake lentamente—, ¿cómo justifica su existencia?
—Cada vez menos, a medida que pasa el tiempo —contestó Stacey imperturbable.
—¿Qué diablos significa eso? —interrumpió Trumbull.
—Yo estoy haciendo las preguntas —dijo Drake con firmeza desacostumbrada.
—No me importa contestar —dijo Stacey—. Ya que las universidades parecen tener problemas mayores cada año, y debido a que yo no hago nada con respecto a esto, mi propia función como apéndice de la universidad parece cada vez menos defendible, eso es todo.
Drake pasó por alto esto.
—Usted enseña en la universidad donde yo me gradué. ¿Oyó hablar de mí alguna vez? —preguntó.
Stacey titubeó.
—Lo siento, Jim. Hay un gran número de químicos de los que nunca oí hablar. No quiero ofenderlo.
—No soy hipersensible con respecto a eso. Jamás oí hablar de usted tampoco. Lo que quiero decir es esto: ¿Ha oído hablar de mí en la Universidad de Berry? ¿Como uno de los estudiantes de allí?
—No, no he oído.
—No me sorprende. Pero había otro estudiante en Berry, en la misma época que yo. Él continuó para doctorarse en Berry. Se llamaba Faron, F-A-R-O-N; Lance Faron. ¿Oyó hablar de él alguna vez?
—¿Lance Faron? —Stacey arrugó el entrecejo.
—Lance puede haber sido un diminutivo de Lancelot; Lancelot Faron. No sé. Siempre lo llamábamos Lance.
Finalmente Stacey sacudió la cabeza.
—No, el nombre no me es familiar.
—Pero debe de haber oído hablar de David St. George... —añadió Drake.
—¿El profesor St. George? Por supuesto. Murió el mismo año que yo ingresé al cuerpo docente. No puedo decir que lo haya conocido, pero por supuesto que oí hablar de él.
—¡Qué diablos! ¡Maldita sea, Jim! —intervino Trumbull—. ¿Qué tipo de preguntas son éstas? ¿Estamos en una reunión de ex alumnos?
Drake, que se hallaba perdido en sus propios pensamientos, salió de ellos y dijo:
—Espera, Tom. Quiero llegar a algo y no deseo hacer preguntas. Quisiera contar una historia primero. ¡Mi Dios! Esto me ha estado molestando durante años y nunca pensé en presentárselo a todos ustedes hasta que ahora nuestro invitado...
—Voto a favor de la historia —dijo Gonzalo.
—Con la condición —dijo Avalon— de que no se interprete esto como precedente.
—El presidente decide lo que es precedente —dijo Trumbull de inmediato—. Continúa, Drake. Sólo que, ¡por amor de Dios!, no te demores toda la noche.
—Es bastante simple —dijo Drake—. Se trata de Lance Faron, el cual era su verdadero nombre, y voy a denigrarlo. De modo que tiene que entender, Arnold, que lo que se diga entre estos muros es estrictamente confidencial.
—Así me lo explicaron —dijo Stacey.
—Continúa —gritó Trumbull—. Te vas a demorar toda la noche. Yo ya lo sabía.
Drake dijo:
—El problema con Lance es que no creo que nunca haya tenido la intención de ser químico. Su familia era lo suficientemente rica... Bueno, incluso esto. Cuando estaba preparando su doctorado, se hizo montar un laboratorio con piso de corcho por su propia cuenta.
—¿Por qué un piso de corcho? —quiso saber Gonzalo.
—Si alguna vez se te hubiera caído una redoma sobre un piso de baldosas no preguntarías eso —dijo Drake—. Eligió la carrera de químico porque tenía que elegir una carrera, y luego la continuó porque eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en Europa y comenzaban a reclutar -era 1940- y el título de químico sería algo que el ejército respetaría y lo respetaron: nunca entró en el ejército, por lo que yo sé. Pero eso era perfectamente legítimo: yo tampoco vestí nunca el uniforme y no acuso a nadie.
Avalon, que había sido oficial del ejército, estaba serio.
—Perfectamente legítimo —dijo, no obstante.
—No estaba hecho para eso —prosiguió Drake—; para la química, quiero decir. No tenía ninguna aptitud natural para ella y nunca se esforzó en particular. Se sentía satisfecho con un “aprobado” y eso era acaso todo lo que podía hacer. No había nada malo en eso, supongo, y le bastaba para conseguir su título de licenciado, lo que no significa mucho en química. Sus calificaciones, sin embargo, no eran lo suficientemente buenas como para permitirle continuar con miras al doctorado. De eso se trataba, justamente. Todos nosotros -el resto de los que seguíamos estudios de postgrado en química ese año- supimos que sólo llegaría a alcanzar su título de químico. Luego conseguiría algún tipo de trabajo que lo mantuviera a salvo de ser reclutado. Supusimos que su padre le daría una mano en eso.
—¿El resto de ustedes estaba celoso de él? —preguntó Rubin—. Porque esa clase de tipo pudiera...
—No estábamos celosos de él —dijo Drake—. Claro, le envidiábamos su situación. ¡Diablos! Esos eran los tiempos en que todavía no habían empezado a llovernos los subsidios estatales. Al final de cada semestre universitario yo vivía una historia de suspenso llamada “¿Consigo el dinero para el próximo semestre o me retiro?” A todos nosotros nos hubiera gustado ser ricos. Pero Lance era un tipo que caía bien. No se ufanaba de la situación, sino que nos llegaba a prestar unos pesos cuando andábamos en bancarrota y lo hacía sin ostentación. Además, estaba perfectamente dispuesto a admitir que no era ningún cerebro. Incluso le ayudábamos. Gus Blue le enseñaba física orgánica por una cierta suma. No era siempre escrupuloso, por supuesto. Había una preparación que era preciso sintetizar en el laboratorio, pero nosotros sabíamos que había comprado una muestra en la tienda de productos químicos y la había presentado como propia. Por lo menos, estábamos bastante seguros de que lo había hecho, pero no nos molestaba.
—¿Por qué no? Eso no era muy honrado, ¿no es así? —preguntó Rubin.
—Porque no le servía de nada —repuso Drake, molesto—. Significaba simplemente otro “aprobado”, si es que tenía suerte. Pero la razón por la que menciono esto es porque todos sabíamos que era capaz de hacer trampas.
—¿Quiere decir que el resto de ustedes no lo habría hecho? —intervino Stacey. Había un tono de cinismo en su voz.
Drake alzó las cejas y las volvió a bajar.
—No respondería por ninguno de nosotros si nos hubiéramos visto realmente en apuros. El asunto es que no sucedía así. Todos teníamos una posibilidad de pasar sin correr el riesgo de trampear, y ninguno de nosotros lo hizo, por lo que yo sé. Yo no lo hice, y eso puedo garantizarlo. Pero entonces llegó el momento en que Lance decidió continuar hasta lograr el doctorado. Fue una bomba. Los empleos relacionados con la guerra estaban comenzando a aparecer y en la universidad ya había encargados de alistar candidatos. Significaba un buen sueldo y la completa seguridad de salvarse de ser llamado a filas, pero el título del doctorado significaba mucho para nosotros y dudábamos de que volviésemos a la facultad una vez que nos hubiéramos alejado de los estudios por cualquier razón. Alguien (no yo) dijo que le habría gustado estar en el lugar de Lance, pues éste no tendría que dudar para tomar una decisión: aceptaría un empleo. “No sé”, dijo Lance, por el contrario. “Creo que me quedaré para doctorarme”. Es probable que estuviera bromeando. Estoy seguro de que estaba bromeando; pero de todos modos, pensamos que así era y nos reímos. Como estábamos un poco bebidos, la risa se transformó en una de esas cosas sin sentido... ya saben cómo es. Si uno de nosotros daba señales de detenerse, se encontraba con la mirada de otro y comenzaba otra vez. No era tan cómico. No tenía nada de cómico. Pero nos reímos hasta quedar medio sofocados y Lance se puso rojo y luego blanco. Recuerdo que intenté decir: “Lance, no nos estamos riendo de ti”, pero no pude. Me ahogaba de risa y las palabras no me salían. Y Lance nos dejó. Después de eso, era seguro que intentaría el doctorado. No hablaba, pero firmó todos los formularios necesarios y eso pareció satisfacerlo. Después de un tiempo, la situación volvió a ser la de siempre, y él se mostró otra vez amable. Yo le dije: “Escúchame, Lance. Te llevarás una desilusión. No conseguirás la aprobación de la facultad para las investigaciones que requiere el doctorado sin tener ni una sola calificación sobresaliente en tu puntaje. No puedes, simplemente”. Él contestó: “¿Por qué no? Ya hablé con la comisión. Les dije que tomaría química cinética con St. George y que conseguiría un sobresaliente con él. Les dije que les mostraría lo que podía hacer”. Eso tenía incluso menos sentido para mí. Era más cómico que lo que había dicho cuando nos reímos de él. Ustedes tendrían que haber conocido a St. George. Usted debe de saber lo que quiero decir, Arnold.
—Enseñaba un estricto curso de cinética —dijo Stacey—. Uno o dos de los más brillantes conseguían a duras penas un “sobresaliente”; de otro modo, un “aprobado” o aun menos.
Drake se encogió de hombros.
—Hay algunos profesores que se enorgullecen de eso. Son la versión profesional del Capitán Bligh. Pero era un buen químico, probablemente el mejor que Berry haya tenido jamás. Fue el único miembro de la facultad que alcanzó prestigio nacional después de la guerra. Si Lance lograba tomar ese curso y aprobarlo con buenas calificaciones, iba a causar cierta impresión. Aunque tuviera notas mediocres en todo lo demás, el razonamiento sería: “Bueno, no ha trabajado mucho porque no ha tenido que hacerlo; pero cuando finalmente se decidió a esforzarse, mostró una habilidad impresionante”. El y yo tomamos química cinética juntos, y yo corrí, sudé y bufé cada minuto de ese curso. Pero Lance, sentado a mi lado, nunca dejó de sonreír. Tomaba notas cuidadosamente, y sé que las estudiaba porque cuando me lo encontraba en la biblioteca siempre estaba dedicado a química cinética. Se corrió la voz. St. George no daba exámenes parciales. Dejaba que todo se planteara en los debates durante la clase y en el examen final, que duraba tres horas... tres horas enteras. La última semana del curso no había clases magistrales y los estudiantes tenían la oportunidad de resumir y repasar todo antes de la semana de los exámenes finales. Lance aún sonreía. Su rendimiento en los otros cursos tenía la calidad de siempre, pero eso no le molestaba. Solíamos decirle: “¿Cómo te está yendo en cinética, Lance?”; y él contestaba: “Sin tropiezos”, y sonaba optimista, ¡maldita sea! Entonces llegó el día del examen final. —Drake hizo una pausa y apretó los labios.
—¿Y? —preguntó Trumbull.
—Lance Faron aprobó —dijo Drake en voz un poco más baja—. Logró incluso más que eso: Consiguió 90 puntos de un total de 100. Nadie antes había logrado más de 90 en los exámenes finales de St. George, y dudo de que alguien haya obtenido más después de eso.
—Nunca supe de nadie que lo lograra en los últimos tiempos —dijo Stacey.
—¿Qué puntaje obtuviste tú? —preguntó Gonzalo.
—Obtuve 82 —dijo Drake—. Y a excepción del de Lance, fue el mejor puntaje de la clase. A excepción del de Lance.
—¿Qué sucedió con el muchacho? —preguntó Avalon.
—Comenzó sus estudios de doctorado, por supuesto. La facultad le concedió su aprobación sin ningún impedimento, y se comentó que el mismo St. George lo recomendó. Después de aquello yo dejé la universidad —continuó Drake—. Trabajé en la separación de isótopos durante la guerra y con el tiempo me mudé a Wisconsin para realizar mi investigación doctoral. Pero de vez en cuando me llegaban noticias de Lance a través de viejos amigos. Lo último que supe fue que se encontraba en algún lugar de Maryland, dirigiendo su propio laboratorio privado. Cerca de diez años atrás, recuerdo haber buscado su nombre en Anales de la Química y encontré la lista de unos pocos artículos que había publicado. Nada fuera de lo común. Era típico de Lance.
—¿Continúa autofinanciándose? —preguntó Trumbull.
—Supongo que sí.
Trumbull se echó hacia atrás.
—Si aquí termina tu historia, Jim, ¿qué diablos es lo que te molesta?
Drake paseó su mirada alrededor de la mesa, observando primero a unos y luego a otros, y después dio un golpe con el puño que hizo saltar y tintinear las tazas de café.
—Porque hizo trampa, ¡maldita sea! Ese no fue un examen limpio, y mientras él tenga su título de doctor mi título tendrá menos valor, y el suyo también —le dijo a Stacey.
—Un falso doctor —murmuró Stacey.
—¿Qué? —dijo Drake un poco desconcertado.
—Nada —repuso Stacey—. Estaba pensando solamente en un colega que inventó esta expresión en una facultad de medicina donde los estudiantes consideraban el título de médico como el único título legítimo de doctor. Para ellos los otros “Doctores” eran todos falsos.
Drake resopló.
—En realidad —comenzó Rubin con el típico aire de controversia que solía adoptar incluso en sus frases más triviales—, si tú...
Avalon lo interrumpió desde su impresionante altura:
—Bueno, dime Jim: si él hizo trampa, ¿cómo fue que se salió con la suya?
—Porque no había nada que probara que había hecho trampa.
—¿Se te ocurrió alguna vez —dijo Gonzalo— que quizá no haya trampeado? Quizá fuese cierto, realmente, que cuando se proponía algo demostraba una habilidad pasmosa.
—No —dijo Drake con otro golpe estremecedor sobre la mesa—. Es imposible. Nunca hasta entonces había demostrado tener esa habilidad y nunca la demostró después. Además estuvo muy confiado durante todo el curso. Poseía esa confianza que sólo podía significar que había ideado un plan a toda prueba para conseguir ese “sobresaliente”.
—Está bien —dijo Trumbull lentamente—, supongamos que así fue. Consiguió su título de doctor, pero no le fue muy bien. De acuerdo con lo que dices, se halla perdido en algún oscuro rincón, sin pena ni gloria. Sabes perfectamente bien, Jim, que muchísimos tipos logran alcanzar posiciones profesionales, incluso sin trampear, y sin tener más sesos que un canario. ¿Por qué tomárselas con ese sujeto en particular, haya o no haya trampeado? ¿Sabes qué pienso que te hace perder los estribos, Jim? Lo que te duele es que no sabes cómo lo hizo. Si pudieras solucionar eso, ¡vamos!, te olvidarías del asunto.
—¿Alguien desea un poco más de coñac, caballeros? —interrumpió Henry.
Cinco copas, pequeñas y delicadas, se levantaron. Avalon, que sabía exactamente la cantidad que su cuerpo toleraba, mantuvo la suya en la mesa.
—Bien, Tom —dijo Drake—, entonces explícamelo. ¿Cómo lo hizo? Tú eres el experto en códigos.
—Pero aquí no se trata de ningún código. No sé. Quizás él logró que... que... algún otro hiciera el examen en su lugar y entregó las respuestas de otro.
—¿Con la letra de ese otro? —dijo Drake despreciativamente—. Además, ya pensé en eso. Todos pensamos en eso. No creerás que fui yo el único que pensó que Lance había hecho trampa, ¿no? Todos pensamos lo mismo. Cuando apareció ese 90 en la lista de exámenes y después que recobramos el aliento -y nos tomó unos cuantos minutos- exigimos ver su examen. Lo entregó sin ningún reparo y todos nosotros lo revisamos. Era un trabajo casi perfecto, pero de su puño y letra y en el estilo que le era propio. No me impresionaron los pocos errores que allí aparecían. En ese momento pensé que los había hecho sólo para no presentar un examen perfecto.
—Está bien —dijo Gonzalo—. Algún otro hizo ese examen y tu amigo lo copió con sus propias palabras.
—Imposible. No había nadie en el aula fuera de los estudiantes y del ayudante de St. George. Este abrió los temas de examen sellados, justo antes de dar comienzo a la prueba. Nadie pudo haber escrito un examen para Lance y otro para sí mismo, incluso suponiendo que nadie lo hubiese visto hacerlo. Además, en esa clase no había nadie que fuese capaz de pasar un resultado de 90 puntos.
—Lo imposible sería que lo hubiese escrito allí mismo —dijo Avalon—. Pero supongamos que alguien logró conseguir una copia de las preguntas con la suficiente anticipación al examen, y luego consultó los textos, trabajando a fondo, hasta poder redactar respuestas perfectas. ¿No es posible que Lance haya hecho algo así?
—No, no es posible —dijo Drake inmediatamente—. No estás sugiriendo nada que nosotros no hayamos imaginado entonces, te lo puedo asegurar. La universidad había sufrido un escándalo a raíz de ciertas trampas, hacía diez años, y por lo tanto el procedimiento de rutina se había hecho más estricto. St. George cumplía las medidas de siempre. Redactó las preguntas y se las entregó a su secretaria el día anterior al examen. Ella mimeografió el número necesario de copias en presencia de St. George. Este revisó las copias y luego destruyó el original y el esténcil del mimeógrafo. Las preguntas del examen fueron empaquetadas, selladas y guardadas en la caja de seguridad de la universidad. La caja fue abierta justo antes del examen y los cuadernillos de preguntas entregados al ayudante de St. George. No existía ninguna posibilidad de que Lance viera las preguntas.
—Quizá no entonces, precisamente —dijo Avalon—. Pero incluso si el profesor contaba con las preguntas mimeografiadas el día anterior al examen, ¿desde cuándo pudo haberlas tenido en su poder? Pudo haber utilizado un examen de algunos de los anteriores...
—No —interrumpió Drake—. Como preparación de rutina habíamos estudiado cuidadosamente, antes del examen, todas las preguntas que St. George había hecho en años anteriores. ¿Crees que éramos tontos? No hubo repeticiones.
—Está bien. Pero incluso, de haber preparado un examen totalmente nuevo, pudo haberlo hecho al comienzo del semestre. Ustedes no lo hubieran sabido. Lance pudo haber visto las preguntas a principios del semestre. Sería mucho más fácil preparar las respuestas para un número fijo de preguntas durante el transcurso del semestre que intentar aprender toda la materia.
—Creo que te estás acercando, Jeff —dijo Gonzalo.
—Frío, frío —dijo Drake—, porque no fue así como trabajó St. George. Cada pregunta de su examen final se refería a algún punto en particular que en algún momento resultara difícil para alguno de los estudiantes. Uno de, ellos, y el más sutil, se refería a un problema que yo no había entendido durante la última semana de clase. Yo había señalado lo que me parecía que era un error en derivación y St. George... Bueno, no importa. El asunto es que el examen debió de ser preparado después de las últimas clases.
Arnold Stacey interrumpió.
—¿Era ésa una costumbre de St. George? Si así fuese debía de regalar varios puntos a los muchachos.
—¿Quiere decir que los alumnos esperarían precisamente aquellas preguntas referentes a los errores que surgían durante los seminarios?
—Más que eso. Los estudiantes podían llamar deliberadamente la atención del profesor hacia aquellas partes de la materia que conocían bien con el objeto de inducir a St. George a que les adjudicara el mayor puntaje.
—No puedo responder a eso —dijo Drake—. No asistimos a sus cursos previos, de modo que no podemos saber si sus exámenes anteriores seguían la misma línea.
—Si así fuera, los alumnos anteriores habría hecho correr la noticia, ¿no es así? Es decir, si los cursos de los años cuarenta se parecían en algo a los de ahora.
—Lo habrían hecho —admitió Drake—, pero no lo hicieron. Así sucedió con St. George, ese año al menos.
—Dime, Jim, ¿cómo se las arreglaba Lance durante las exposiciones del seminario? —interrumpió Gonzalo.
—No hablaba; no se arriesgaba. Todos nosotros suponíamos que así sería. No nos sorprendía.
—¿Y la secretaria del departamento de química? ¿Puede ser que Lance hubiera logrado sonsacarle las preguntas? —preguntó Gonzalo.
—No conoces a la secretaria —dijo Drake sombríamente—. Además no podría haberlo hecho. No pudo haber sobornado a la secretaria, ni violado la caja de seguridad ni hecho ninguna trampa. Por la naturaleza de las preguntas pudimos darnos cuenta de que el examen había sido preparado la semana anterior a la finalización del curso, y durante esa última semana Lance no podía haber hecho nada.
—¿Estás seguro? —preguntó Trumbull.
—Te apuesto lo que quieras. A todos nos molestaba el hecho de que estuviera tan confiado. El resto de nosotros estaba verde ante la idea de fracasar, y él sonreía. Sonreía siempre. Antes de la última clase alguien dijo: “Se robará la hoja de las preguntas”. En realidad fui yo quien lo dijo, pero los demás estaban de acuerdo y decidimos... bueno, decidimos seguirle la pista.
—¿Quieres decir que nunca lo perdieron de vista? —inquirió Avalon—. ¿Mantuvieron guardias de vigilancia durante la noche? ¿Lo seguían cuando iba al baño?
—Casi, casi. Burroughs era su compañero de cuarto y Burroughs tenía el sueño liviano y juraba que sabía cada vez que Lance se daba vuelta en su cama.
—Pudo haber drogado a Burroughs una noche —dijo Rubin.
—Pudo, pero a éste no le pareció, y nadie lo creyó tampoco. Sucedía simplemente que Lance no actuaba de ningún modo en forma sospechosa; ni siquiera parecía molesto por ser observado.
—¿Sabía que lo estaban vigilando? —preguntó Rubin.
—Probablemente lo sabía. Cada vez que iba a algún lado solía sonreír y decir: “¿Quién me acompaña?”
—¿A qué lugares iba?
—A los sitios de costumbre. Comía, bebía, dormía, evacuaba. Solía ir a la biblioteca de la facultad a estudiar o se quedaba en su habitación. Fue al correo, al banco, a una zapatería. Lo seguimos en cada una de sus diligencias, a lo largo y ancho del pueblo. Además...
—Además ¿qué? —dijo Trumbull.
—Además, incluso si hubiera logrado apoderarse de la hoja de preguntas, sólo podía haber sido en esos pocos días antes del examen, quizá sólo la noche anterior. Siendo quien era, Lance tendría que haber sudado tinta china para encontrar las respuestas. Eso le habría llevado días de intenso trabajo y estudio. Si hubiese podido contestarlas sólo con echarles una mirada, no hubiera tenido necesidad de hacer trampas: habría podido mirarlas en los primeros minutos del examen.
—Me parece que llegaste a un callejón sin salida, Jim. Aparentemente, tu sospechoso no pudo hacer trampas —comentó Rubin con tono irónico.
—De eso se trata, precisamente —gritó Drake—. Debe de haber hecho trampa, pero en forma tan inteligente que nadie lo pudo sorprender. Nadie pudo siquiera imaginar cómo lo hizo. Tom tiene razón: es eso lo que me molesta.
Fue entonces cuando Henry tosió y dijo:
—¿Me permiten una palabra, señores?
Todas las cabezas se dirigieron hacia arriba como si un titiritero invisible hubiese tirado de los hilos.
—¿Sí, Henry? —dijo Trumbull.
—Me parece, señores, que ustedes están demasiado familiarizados con la falta de honradez como para entenderla bien.
—¡Por Dios, Henry, me ofende usted duramente! —dijo Avalon con una sonrisa, pero sus cejas oscuras se fruncieron hasta casi cubrirle los ojos.
—No quiero ser irrespetuoso, señores, pero el Sr. Rubin sostuvo que la falta de honradez tiene su valor. El Sr. Trumbull piensa que el Dr. Drake está molesto sólo porque el fraude fue lo suficientemente inteligente como para evitar ser descubierto y no por el hecho en sí, y quizá todos ustedes están de acuerdo con eso.
—Me parece que lo que quieres insinuar, Henry, es que tu honradez exagerada te permite detectar el fraude mejor que nosotros e incluso comprenderlo con más exactitud —dijo Gonzalo.
—Casi tengo esa impresión, señor —contestó Henry—, en vista de que ninguno de ustedes ha hecho comentario alguno sobre un hecho de la historia del Dr. Drake que es evidentemente improbable y que me parece que explica todo.
—¿Cuál es? —preguntó Drake.
—¡Vaya! La actitud del profesor St. George, señor. Se trata de un profesor que se enorgullece de suspender a muchos de sus alumnos y que nunca permite que nadie obtenga más de 80 puntos en el examen final, y sin embargo, un estudiante que es absolutamente mediocre -y entiendo que todos los de la facultad, tanto los profesores como los alumnos, conocían su mediocridad- obtiene un 90 y el profesor lo acepta e incluso lo respalda ante la comisión calificadora. No hay duda de que él debió de haber sido el primero en sospechar un fraude y debió de haberlo hecho sumamente indignado, también.
Hubo un silencio. Stacey estaba pensativo.
—Quizá no podía admitir —dijo Drake— que alguien fuese capaz de engañarlo a él. ¿Me entiende?
—Esas son disculpas, señor —repuso Henry—. En cualquier situación en la que un profesor hace preguntas y un alumno las contesta, uno siempre tiende a pensar que si hay trampa ésta proviene del alumno. ¿Por qué? ¿Qué pasaría si el tramposo fuese el profesor?
—¿Qué ganaría con eso? —inquirió Drake.
—¿Qué es lo que se gana normalmente? Dinero, según sospecho, señor. La situación, como usted la describió, es la de un estudiante que goza de excelente estado económico y la de un profesor que tenía el salario que solía ganar un profesor en aquellos días, antes que empezaran a llegar las financiaciones del gobierno. Suponga que el alumno le hubiera ofrecido unos pocos miles de dólares...
—¿Para qué? ¿Para que le otorgara una nota falsa? Vimos el examen de Lance y era legítimo. ¿Para permitir que Lance viera las preguntas antes de haberlas mimeografiado? No le habría servido de nada a Lance.
—Mírelo al revés, señor. Suponga que el estudiante le hubiera ofrecido esos pocos miles de dólares para que le permitiese a él, el alumno, mostrarle las preguntas al profesor.
Otra vez intervino el titiritero invisible y hubo un coro de “Oués” en diferentes tonos.
—Supongamos, señor —continuó Henry pacientemente—, que fue el Sr. Lance Faron quien escribió las preguntas, una por una, durante el transcurso del semestre, puliéndolas a medida que éste avanzaba. Eligió algunos puntos interesantes que surgieron en las clases, sin hablar nunca durante los debates de manera que pudiera escuchar mejor. Las pulió a medida que avanzaba el semestre, trabajando intensamente. Como dijo el Sr. Avalon, es más fácil entender unos pocos puntos específicos que aprender el contenido de toda una materia. Incluyó una pregunta de las clases de la última semana haciéndoles creer a ustedes, inadvertidamente, que el examen en su totalidad había sido elaborado durante la última semana. Esto significó también que logró un examen que era totalmente diferente de la variedad que St. George normalmente daba. Los exámenes anteriores del curso no se habían centrado en las dificultades de los alumnos. Ni tampoco lo hicieron los que vinieron a continuación, según puedo juzgar por la sorpresa del Dr. Stacey. Luego, al final del curso, habiendo completado el examen, debió de haberlo enviado por correo al profesor.
—¿Por correo? —preguntó Gonzalo.
—Creo que el Dr. Drake mencionó que el joven fue a la oficina de correos. Puede ser que lo haya enviado por correo. El profesor St. George podría haber recibido las preguntas junto con parte del pago en billetes chicos, quizás. Él, entonces, lo habría escrito con su propia letra, o mecanografiado, y lo habría entregado a su secretaria. De ahí en adelante, todo habría sido normal. Y, por supuesto, el profesor habría tenido que respaldar al alumno hasta el final.
—¿Por qué no? —dijo Gonzalo entusiasmado—. ¡Por Dios, que tiene sentido!
—Tengo que admitir —dijo Drake lentamente— que ésa es una posibilidad que nunca se nos ocurrió a ninguno de nosotros... Pero, por supuesto, nunca lo sabremos.
—Casi no he abierto la boca en toda la noche —interrumpió Stacey—, a pesar de que se me dijo que sería interrogado.
—Lo siento —dijo Trumbull—. Este papanatas de Drake tenía que contar una historia sólo porque usted provenía de Berry.
—Muy bien, entonces. Pero como provengo de Berry, permítame agregar algo. El profesor St. George murió el año en que yo ingresé, según dije, y yo no lo conocía. Pero conozco a mucha gente que sí lo trató y he oído muchas historias acerca de él.
—¿Quiere decir que se sabía que era un tramposo? —preguntó Drake.
—Nadie dijo eso. Pero se sabía que era poco escrupuloso, y he oído algunas alusiones pocos felices sobre cómo manejaba los fondos gubernamentales para que le dejaran un cierto provecho. Ahora que escuché su historia sobre Lance, Jim, debo admitir que no pensé que St. George estuviera implicado de esa manera, precisamente. Pero como Henry se ha tomado la molestia de pensar lo impensable desde las alturas de su propia honradez... bueno, creo que tiene razón.
—De modo que así fue —dijo Trumbull—. Después de treinta años, Jim, puedes olvidarte de toda esta historia.
—Excepto... excepto... —una semisonrisa cruzó por el semblante de Drake y en seguida se echó a reír—: Ahora soy yo el tramposo, porque no puedo evitar pensar que si Lance poseía las preguntas desde el comienzo, el muy sinvergüenza pudo habernos dado una pista al resto.
—¿Después que todos ustedes se habían reído de él, señor? —preguntó Henry suavemente, mientras comenzaba a despejar la mesa.
SOLO LA VERDAD Y NADA MÁS QUE LA VERDAD
Cuando Roger Halsted hizo su aparición al final de las escaleras el día en que los Viudos Negros celebraban su reunión mensual, los únicos que se hallaban presentes eran Avalon y Rubin, quienes lo saludaron con grandes muestras de júbilo.
—¡Vaya! Al fin decidiste despertar, por lo menos lo suficiente para ver a los viejos amigos, ¿no es así? —dijo Emmanuel Rubin, y fue a su encuentro casi trotando, con los brazos abiertos, mientras su barba se abría en una ancha sonrisa—. ¿Dónde has estado durante las últimas reuniones?
—¿Qué tal, Roger? —dijo Avalon, sonriendo desde las alturas de su sempiterna dignidad—. Encantado de verte.
Halsted se desprendió de su abrigo.
—Un frío terrible, allí afuera. Henry, tráigame...
Pero Henry, el único camarero que los Viudos Negros tuvieron y tendrían jamás, tenía la copa ya servida.
—Me alegro de verlo nuevamente, señor.
Halsted tomó la copa con un gesto de agradecimiento.
—Dos veces seguidas algo surgió a último momento y... ¿Saben?, He estado pensando en algo que voy a hacer.
—Renunciar a las matemáticas y ganarte la vida honradamente —dijo Rubin. Halsted suspiró.
—Enseñar matemáticas en una escuela secundaria es la profesión más honrada que se pueda encontrar. Es por eso que pagan tan poco.
—En ese caso —dijo Avalon, agitando suavemente su aperitivo—, ¿por qué los que escriben por su cuenta hacen el trabajo más sucio del mundo?
—Los que escriben por cuenta propia no hacen ningún trabajo sucio —repuso Rubin, el escritor aludido, mordiendo enseguida el anzuelo—, mientras no se utilice un agente literario...
—¿Qué es lo que has decidido hacer, Roger? —interrumpió Avalon, conciliatorio.
—Es sólo un proyecto que tengo en la cabeza —dijo Halsted. Su frente amplia y rosada no mostraba ni vestigios de la raya que debió de haber tenido en el peinado, quizá diez años atrás, aunque su cabello aún era bastante abundante en la coronilla y a los costados—. Voy a escribir de nuevo la Ilíada y la Odisea, en quintillas, una estrofa por cada uno de los cantos de ambas.
Avalon asintió.
—¿Escribiste ya alguna de ellos?
—Ya terminé el primer canto de la Ilíada. Dice así:
Agamenón, jefe entre las huestes griegas
Con Aquiles sostuvo una refriega.
Discutieron larga y duramente,
Mas Aquiles cada vez más enojado,
Acabó por marcharse de repente.
—No está mal —dijo Avalon—. En realidad, está bastante bien. Resume esencialmente todo el contenido del primer canto.
Mario Gonzalo subía corriendo las escaleras en ese momento. Era el anfitrión de esa tarde.
—¿Hay alguien más aquí? —preguntó.
—Sólo nosotros, los viejos de siempre —dijo Avalon plácidamente.
—Mi invitado está en camino. Un tipo realmente interesante. A Henry le gustará porque es un hombre que jamás miente.
Henry alzó las cejas mientras servía la copa de Mario.
—¡No me digas que traes a George Washington! —dijo Halsted.
—¡Roger! Encantado de verte nuevamente... A propósito, Jim Drake no estará con nosotros esta noche. Envió una nota para avisar que tenía que asistir a una celebración familiar. El invitado que traigo es un muchacho llamado Sand, John Sand. Lo conozco hace años. Un loco. Un entusiasta de las carreras de caballos que jamás miente. No le he oído decir mentiras. Es, prácticamente, la única virtud que tiene —concluyó, e hizo un guiño.
Avalon asintió ostentosamente.
—Dios proteja a los que pueden hacerlo. A medida que uno envejece, sin embargo...
—Y creo que será una sesión interesante —agregó Gonzalo rápidamente, queriendo evitar a ojos vista las confidencias poco picarescas de Avalon—. Le hablé del club y de las dos últimas veces, cuando tuvimos que resolver ciertos misterios...
—¿Misterios? —inquirió Halsted con repentino interés.
—Eres un miembro muy conspicuo del club —dijo Gonzalo—, de modo que creo que podemos contarte. Pero asegúrate de que sea Henry quien lo haga, pues fue el protagonista las dos veces.
—¿Henry? —Halsted miró sobre su hombro ligeramente sorprendido—. ¿También lo están haciendo entrar a usted en nuestras idioteces?
—Le aseguro, Sr. Halsted, que no intento participar en ellas —dijo Henry.
—¡No participar en ellas! —remedó Rubin acaloradamente—. Mira, Henry fue el Sherlock de la sesión la última vez. Él...
—El problema es —interrumpió Avalon—, que puedes haber hablado demasiado, Mario. ¿Qué le contaste a tu amigo sobre nosotros?
—¿Qué quieres decir con esto, de que hablé mucho? No soy Manny. Expresamente le expliqué a Sand que no podía darle detalles porque todos y cada uno de nosotros éramos sacerdotes respetuosos del secreto de confesión en cuanto a lo que aquí se dice. Él me dijo que le gustaría ser miembro del club, porque tenía una dificultad que lo estaba volviendo loco; de modo que entonces le dije que podía venir la próxima vez, ya que yo sería el anfitrión de turno y él podía ser mi invitado, y... ¡aquí está!
Un hombre delgado con una gruesa bufanda al cuello subía las escaleras. Su delgadez se vio acentuada cuando se quitó el abrigo. Bajo la bufanda, su corbata brillaba como una mancha de sangre y parecía prestar color a su cara pálida y flaca. Parecía rondar los treinta.
—John Sand —dijo Mario, presentándole a cada uno, ceremonia que se vio interrumpida por unos fuertes pasos en la escalera y el grito habitual de Thomas Trumbull.
—Henry, un whisky con soda para un moribundo.
—Tom —dijo Rubin—, podrías llegar temprano si te relajas y te dejas de hacer tantos esfuerzos para llegar tarde.
—Mientras más tarde llego —dijo Trumbull—, menos de tus comentarios idiotas oigo. ¿Pensaste alguna vez en eso?
Una vez presentado Trumbull, todos se sentaron.
Como el menú de esa tarde había sido preparado con tan pocas precauciones como para comenzar con alcauciles, Rubin se había lanzado en una disertación sobre el único modo correcto de preparar la salsa para ellos. Cuando Trumbull afirmó, asqueado, que la única preparación adecuada para los alcauciles era el cubo de la basura, Rubin insistió aún.
—Por supuesto, si no tienen la salsa adecuada...
Sand comió intranquilo y dejó por lo menos la tercera parte de un excelente bistec. Halsted, que tenía tendencia a engordar, observaba los restos con avidez. Había sido el primero en terminar su plato y frente a él sólo quedaba un hueso pelado y grasa.
Sand pareció percatarse de las miradas de Halsted y le preguntó:
—Francamente, estoy demasiado preocupado y he perdido el apetito. ¿No quisiera usted terminar el resto de esto?
—¿Yo? No, muchas gracias —dijo Halsted sombríamente. Sand sonrió.
—¿Puedo serle franco?
—Por supuesto. Si ha estado escuchando la conversación de la mesa, se habrá dado cuenta de que la franqueza está a la orden del día.
—Me alegro, porque lo habría dicho de todos modos. La franqueza es en mí... una obsesión. Usted miente, señor Halsted. Por supuesto que usted quiere el resto de mi bistec y se lo comería, si pensara que nadie lo notaría. Eso es perfectamente obvio. Las convenciones sociales le exigen que mienta, sin embargo. Usted no quiere parecer glotón ni ignorante de las costumbres higiénicas al comer algo contaminado por la saliva de un extraño.
Halsted frunció el ceño.
—¿Y si la situación fuera al revés?
—¿Y yo deseara comer su bistec?
—Sí.
—Bueno, podría no querer comer el suyo por razones de higiene, pero admitiría que me gustaría hacerlo. Casi toda mentira es el resultado de un deseo de autoprotección o de un respeto a las convenciones sociales. A mí me parece, sin embargo, que la mentira raramente es una defensa útil, y no estoy en absoluto interesado en las convenciones sociales.
—En realidad —dijo Rubin—, una mentira es una defensa útil si está dicha cuidadosamente. El problema con la mayoría de las mentiras es que no duran mucho,
—¿Has estado leyendo Mein Kampf estos días? —preguntó Gonzalo.
Rubin alzó las cejas.
—¿Crees que Hitler fue el primero en utilizar la técnica de la gran mentira? Puedes retroceder a Napoleón III, y puedes ir más atrás, hasta Julio César. ¿Has leído alguna vez sus Comentarios?
En ese momento, Henry traía el baba au rhum y servía cuidadosamente el café.
—Y ahora, a nuestro invitado de honor —dijo Avalon.
—Como anfitrión y presidente de esta sesión —interrumpió Gonzalo—, voy a suspender el interrogatorio. Nuestro invitado tiene un problema y lo invito a que nos haga el favor de ponernos al corriente. —Estaba dibujando una rápida caricatura de Sand en el reverso de su carta, acentuando sus rasgos tristes y delgados hasta hacer que se pareciese aun perro de caza.
Sand se aclaró la garganta.
—Entiendo que todo lo que aquí se diga es secreto, pero...
Trumbull siguió la mirada de Sand y gruñó.
—No se preocupe por Henry. Es el mejor de todos nosotros. Si desea dudar de la discreción de alguno, elija a otro.
—Gracias, señor —musitó Henry, colocando las copas de coñac sobre el aparador.
—El problema, señores, es que se sospecha que he cometido un delito —dijo Sand.
—¿Qué clase de delito? —preguntó Trumbull en seguida. Por lo común, su tarea era interrogar a los invitados, y la expresión de sus ojos indicaba que no tenía intención de perderse el interrogatorio.
—Robo —dijo Sand—. Falta una suma de dinero y un paquete de bonos negociables en una caja de caudales de mi compañía. Soy uno de los que tienen la combinación y tuve la oportunidad de llegar a ella sin ser visto. Pero tenía un motivo, porque necesitaba urgentemente dinero en efectivo. De modo que las cosas no andan muy bien para mí.
—Pero no lo hizo. De eso se trata. No lo hizo —dijo Gonzalo precipitadamente.
Avalon agitó su vaso lleno a medias, y dijo:
—Creo que en aras de la coherencia deberíamos permitir que el Sr. Sand cuente su historia.
—Sí —dijo Trumbull—. ¿Cómo sabes que él no lo hizo, Gonzalo?
—De eso se trata, ¡maldición! Él dice que no lo hizo —afirmó Gonzalo— y eso a mí me basta. Quizá no sea suficiente para un jurado, pero lo es para mí y para cualquiera que lo conozca. Le he oído admitir bastantes cosas poco favorables para él.
—Supongamos que yo le pregunto, ¿de acuerdo? —dijo Trumbull—. ¿Fue usted quién tomó eso, Sr. Sand?
Sand hizo una pausa. Sus ojos azules se posaron brevemente en cada uno de los rostros que lo rodeaban y luego dijo:
—Señores, digo la verdad. No tomé el dinero o los bonos. Se trata sólo de mi palabra, pero cualquiera que me conozca les dirá que se puede confiar en mí.
Halsted se pasó la mano por la frente como si quisiera aclarar algunas dudas.
—Sr. Sand —dijo—, usted parece ocupar un puesto de cierta confianza. Tiene acceso a una caja de caudales que contiene cierto capital. Sin embargo, usted apuesta a las carreras de caballos.
—Mucha gente lo hace, y pierde.
—No lo planeé así, exactamente.
—¿Pero no se arriesga a perder el trabajo?
—Mi ventaja, señor, reside en que estoy empleado por mi tío, quien está al tanto de mi debilidad, pero que también sabe que no miento. Él sabía que tenía los medios y la oportunidad de hacerlo y sabía que tenía deudas. También sabía que había pagado recientemente mis deudas de juego. Yo mismo se lo dije. Las evidencias circunstanciales eran malas. Pero él me preguntó directamente si yo era responsable de esa pérdida y le contesté de la misma manera que acabo de hacerlo: no tomé el dinero o los bonos. Como él me conoce bien, me creyó.
—¿Cómo logró pagar sus deudas? —dijo Avalon.
—Porque una apuesta arriesgada salió ganadora. Eso también suele suceder. Sucedió un poco antes que el robo fuera descubierto y yo ya había pagado a los apostadores. Esto también es cierto y se lo dije a mi tío.
—Pero usted no tenía motivos para hacerlo —dijo Gonzalo.
—No puedo afirmarlo. El robo pudo haberse realizado dos semanas antes de que fuera descubierto. Nadie registró esa gaveta de la caja fuerte durante ese período, excepto el ladrón, por supuesto. Podría alegarse que, después de haber tomado yo ese capital, el caballo de mi apuesta salió ganador e hizo innecesario el robo, pero demasiado tarde.
—Podrían acusarlo —dijo Halsted— de haber tomado el dinero con el fin de apostar al caballo que salió ganador.
—La apuesta no era grande y yo tenía otras fuentes de recursos, pero podrían acusarme de eso, sí.
Trumbull interrumpió.
—Pero usted todavía conserva su empleo, según es mi impresión, y su tío no lo ha demandado, me parece... ¿Recurrió siquiera a la policía?
—No, puede soportar la pérdida y piensa que la policía terminará por culparme a mí. Él sabe que lo que yo he dicho es verdad.
—Entonces, ¿dónde está el problema, por amor de Dios?
—Porque no hay nadie más que pueda haberlo hecho. Mi tío no logra entender de qué otro modo se puede explicar el robo. Yo tampoco. Y mientras él no pueda explicárselo, habrá siempre un resto de intranquilidad, de sospecha. Me vigilará. No se verá inclinado a confiar en mí. Mantendré mi empleo, pero nunca lograré un ascenso; y puede ser que la situación se torne lo suficientemente incómoda como para verme obligado a renunciar. Si lo hago, no puedo contar con óptimas recomendaciones; y, viniendo de un tío, una recomendación a medias sería fatal.
—De modo que usted se dirige a nosotros, Sr. Sand, porque Gonzalo dijo que resolvíamos misterios. Usted quiere que le digamos quién se apoderó del dinero —dijo Rubin con el ceño fruncido.
Sand se encogió de hombros.
—Quizá no. Ni siquiera sé si puedo proporcionarles suficiente información. No es como si ustedes fueran detectives que puedan realizar investigaciones. Si ustedes pudieran decirme solamente cómo pudo haber sido hecho, aunque no fuera más que una remota posibilidad, de todos modos sería útil. Podría dirigirme a mi tío y decirle: “Tío, podrían haberlo hecho de esta manera, ¿no es cierto?” Aunque no pudiéramos estar seguros, aunque nunca recobráramos el capital, por lo menos ampliaría el margen de sospechosos. El no tendría la eterna y permanente obsesión de que yo soy el único culpable posible.
—Bien —dijo Avalon—, podemos intentar ser lógicos, supongo. ¿Qué hay de la otra gente que trabaja con usted y su tío? ¿Alguno de ellos necesitaría el dinero urgentemente?
Sand sacudió la cabeza.
—¿Lo suficiente como para arriesgarse a que lo descubrieran? No sé. Alguno de ellos es posible que tenga deudas, otro puede ser que sufra alguna extorsión, y otro podría ser un ambicioso o actuar bajo un impulso. Si yo fuera detective podría dedicarme a hacer preguntas o a rastrear documentos o a cualquiera de esas cosas que ellos hacen. Así como están las cosas...
—Por supuesto —dijo Avalon—, tampoco nosotros podemos hacer eso... Ahora bien, usted tenía tanto los medios como la oportunidad, ¿pero había alguien más que los tuviera?
—Por lo menos tres personas podrían haber tenido acceso a la caja de caudales más fácilmente que yo y haber efectuado el robo con éxito, pero ninguna de ellas tenía la combinación y la caja no fue violada; eso es seguro. Hay dos personas, además de mi tío y yo, que poseen la combinación; pero una de ellas estuvo hospitalizada durante el período en cuestión, y la otra es un miembro de la firma tan antiguo y de tanta confianza que sospechar de él resultaría imposible.
—Ajá —dijo Mario Gonzalo—, ése es nuestro hombre.
—Has leído demasiadas novelas de Agatha Christie —dijo Rubin de inmediato—. El hecho es que, en casi todas las historias de crímenes, la persona más sospechosa es justamente el criminal.
—Ese no es el caso —dijo Halsted—. Además, es demasiado aburrido. Lo que tenemos aquí es simplemente un ejercicio de lógica. Permitamos que el Sr. Sand nos cuente todo lo que él sabe sobre todos los miembros de la firma y podremos intentar ver si existe algún modo de averiguar el motivo, los medios y la posibilidad que algún otro pueda haber tenido.
—¡Maldición! —exclamó Trumbull—. ¿Quién dice que tiene que haber sido sólo una persona? ¿De modo que uno de ellos está hospitalizado? ¿Y qué? Existe el teléfono. Puede telefonear la combinación a un cómplice.
—Está bien, está bien —dijo Halsted precipitadamente—. Lo que tenemos que hacer es pensar en todo tipo de posibilidades y algunas pueden ser más plausibles que otras. Después que las hayamos discutido todas, el Sr. Sand puede escoger la más plausible y utilizarla también...
—¿Me permite hablar, señor? —Henry habló tan rápidamente y en un tono hasta tal punto más alto que el habitual en él, que todos se volvieron para mirarlo.
—Aunque no soy un Viudo Negro —comenzó Henry en un tono nuevamente suave.
—No es así —dijo Rubin—. Sabe que es un Viudo Negro. De hecho usted es el único que nunca ha faltado a ninguna de las sesiones.
—Entonces puedo señalar, señores, que si el Sr. Sand lleva vuestras conclusiones, cualesquiera que éstas sean, a su tío, estará divulgando fuera de este recinto los procedimientos de esta sesión.
Hubo un incómodo silencio.
—Con el propósito de salvar de la ruina la vida de una persona que es inocente, seguramente que... —dijo Halsted.
Henry meneó la cabeza lentamente.
—Pero sería al costo de extender las sospechas a una o más personas, que también pueden ser inocentes.
—Henry tiene razón —convino Avalon—. Parece que estamos en un callejón sin salida.
—A menos —dijo Henry— que podamos llegar aciertas conclusiones claras que satisfagan al club y que no impliquen al mundo exterior.
—¿Qué es lo que tienes en mente, Henry? —preguntó Trumbull.
—Si me permiten explicar... Yo tenía interés en conocer a alguien que, como el Sr. Gonzalo dijo antes de la cena, nunca miente.
—Vamos, vamos Henry —dijo Rubin—. De su honradez patológica nadie duda. Eso ya está establecido.
—Puede ser que así sea —dijo Henry—, pero yo miento.
—¿Duda de Sand? ¿Cree que está mintiendo? —preguntó Rubin.
—Les aseguro... —comenzó Sand, casi angustiado.
—No —dijo Henry—. Creo que cada palabra que el Sr. Sand ha dicho es cierta. El no tomó el dinero o los bonos. Él es, sin embargo, el único sospechoso lógico hacia el que todas las evidencias apuntan. Su carrera puede verse destruida; pero, por otro lado, puede no verse destruida si se halla alguna posibilidad razonable, aunque en realidad no conduzca a una solución. Y ya que él mismo no puede encontrar ninguna posibilidad razonable, quiere que le ayudemos. Estoy convencido, caballeros, de que todo esto es verdad.
Sand asintió.
—Bueno, muchas gracias.
—Y sin embargo —dijo Henry—, ¿qué significa la verdad? Por ejemplo, Sr. Trumbull, creo que su costumbre de llegar tarde con el grito de “Un whisky con soda para un moribundo” es de mala educación, innecesario y lo que es peor, incluso, ha llegado a ser aburrido. Sospecho que otros de los presentes deben pensar lo mismo.
Trumbull enrojeció, pero Henry continuó con firmeza.
—Sin embargo, si en circunstancias ordinarias se me preguntara si desapruebo eso, diría que no. Hablando en términos de la verdad más estricta, esto sería una mentira; pero usted me gusta por otras razones, lo que tiene mucho más peso que este truco suyo. De manera que, decir la verdad en los términos más estrictos, implicaría que usted no me agrada, lo cual acabaría por ser una gran mentira. Por lo tanto, miento para expresar una verdad: que usted me agrada.
—No estoy seguro de que me guste ese tipo de simpatía, Henry —musitó Trumbull.
—Veamos, si no, la quintilla del señor Halsted sobre el primer libro de la Ilíada. Con toda razón el señor Avalon dijo que Aquiles es la forma correcta del nombre del héroe, o tal vez Akiles -con ka-, supongo, para ser fiel a la verdadera fonética. Pero en ese momento el señor Rubin señaló que la verdad podía aparecer como un error y echar a perder el efecto de la quintilla. Es decir, que la verdad nos crea conflictos. El señor Sand dijo que toda mentira —continuó Henry— surge del deseo de autoprotección o de respeto por las convenciones sociales. Pero no siempre podemos ignorar esta autoprotección y las convenciones sociales. Si no podemos mentir, debemos hacer que la verdad mienta por nosotros.
—No tiene ningún sentido lo que dice, Henry —intervino Gonzalo.
—Creo que sí, Sr. Gonzalo. Poca gente escucha las palabras exactas, y muchas verdades en el sentido literal mienten por sus implicaciones. ¿Quién podría saber mejor esto que la persona que cuidadosamente dice siempre la verdad al pie de la letra?
Las pálidas mejillas de Sand estaban menos pálidas, o quizás fuese que su corbata roja reflejara la luz más claramente.
—¿Qué diablos quiere decir? —preguntó.
—Quisiera hacerle una pregunta, Sr. Sand. Si el club lo permite, por supuesto.
—No me importa que lo permitan o no —dijo Sand mirando a Henry fijamente—. Si usted me habla en ese tono, quizá decida no contestarle.
—Quizá no tenga que hacerlo —dijo Henry—. El asunto es que cada vez que usted niega haber cometido ese delito lo niega precisamente con las mismas palabras. No pude evitar notarlo. Tan pronto como oí que usted nunca mentía, me hice el propósito de escuchar sus palabras exactas. Todas las veces usted dijo: “No tomé el dinero o los bonos”.
—Y eso es perfectamente cierto —dijo Sand en voz demasiado alta.
—Estoy seguro de que debe de serlo, o usted no lo diría —dijo Henry—. Ahora bien, ésta es la pregunta que quisiera hacerle: ¿Tomó usted por casualidad el dinero y los bonos?
Hubo un breve silencio. Luego Sand se levantó y dijo:
—Mi abrigo, por favor. Buenas noches. Les recuerdo que nada de lo que aquí sucede puede repetirse afuera.
Cuando Sand se marchó, Trumbull dijo:
—Bueno, ¡que me condenen!
—Quizá no, Sr. Trumbull. No desespere —contestó Henry.
EL COLECCIONISTA
—MI MUJER —dijo Rubin mientras un temblor de indignación le sacudía la barba rala— ha comprado otro toro.
Las charlas sobre mujeres, y especialmente sobre esposas, se consideraban fuera de lugar en las reuniones estrictamente masculinas de los que de intento se apodaban Viudos Negros, pero los hábitos tardan en desaparecer.
—¿En tu “mini-departamento”? —preguntó Mario Gonzalo, que se hallaba dibujando al invitado de esa noche.
—Es un departamento perfectamente aceptable —replicó Rubin indignado—. Solamente parece pequeño, y no se notaría si ella no acumulara toros de madera, de porcelana, de arcilla, de bronce y de fieltro. Los ha desparramado a lo largo y ancho del departamento, por las paredes, en las repisas, en el piso, suspendidos del techo...
Desde su imponente altura, Avalon agitó su copa lentamente.
—Supongo que necesitará un símbolo de virilidad —dijo.
—¿Teniéndome a mí? —preguntó Rubin.
—Porque te tiene a ti, precisamente —contestó Gonzalo, y tomando la copa que le ofrecía Henry, el eterno e indispensable mozo de los Viudos Negros, se dirigió rápidamente a su asiento para evitar la explosiva respuesta de Rubin.
—Me enteré de que escribirías la Ilíada en quintillas —le decía en ese momento Drake a Halsted.
—Una estrofa por cada canto —dijo éste con evidente satisfacción—, y la Odisea, también.
—Jeff Avalon me recitó la primera en cuanto me vio.
—Ya escribí otra para el segundo canto. ¿Quieres oírla?
—No —dijo Drake.
—Es así:
Un sueño ha visitado a Agamenón.
Y sus planes destruye arteramente.
Las tropas se agitan levemente;
Primero habla Tersites, Odiseo lo acalla con su título
Y el Catálogo de Naves es el próximo capítulo.
Drake lo escuchó impasible.
—Tienes demasiadas sílabas en la cuarta línea.
—No pude evitarlo —dijo Halsted—. Es imposible describir el segundo canto sin mencionar el Catálogo de Naves, y ese verso no puede ser más largo.
—No satisfará a los puristas —dijo Drake sacudiendo la cabeza.
Thomas Trumbull se dirigió a Henry frunciendo el ceño con malevolencia.
—Henry, espero que haya notado que llegué temprano hoy, aunque no presido la reunión de esta noche.
—Claro que lo noté, Sr. Trumbull —dijo Henry, sonriendo cortésmente.
—Lo menos que podría hacer es expresar públicamente su aprobación después de lo que dijo sobre mí la última vez.
—Lo apruebo, señor, pero estaría mal publicarlo. Daría la impresión de que le es difícil llegar a tiempo y nadie creería que usted pueda repetir la hazaña la próxima vez. Si todos hacemos que pase inadvertido, parecerá natural que pueda hacerlo, y así no tendrá dificultad alguna en repetirlo.
—Deme un whisky con soda, Henry, y ahórreme la dialéctica.
En realidad era Rubin quien presidía y su invitado era uno de sus editores, un hombre de cara redonda, impecablemente afeitado y de amable sonrisa. Se llamaba Ronald Klein. Como a la mayoría de los invitados, se le hacía difícil entrar en la conversación general y finalmente se sumergió de cabeza en dirección al único hombre que conocía en la mesa.
—Manny —dijo—, ¿dijiste que Jane había comprado otro toro?
—Así es. Una vaca, en realidad, porque está sentada sobre una media luna, pero es difícil estar seguro. Los que hacen estas cosas pocas veces entran en cuidadosos detalles anatómicos.
Avalon, quien se hallaba trozando delicadamente la ternera rellena, hizo una pausa para decir:
—La manía de coleccionista es algo que se apodera de casi todo hombre de buen vivir. Ofrece muchos encantos: la excitación de la búsqueda, el éxtasis de la adquisición, el gozo de la contemplación posteriormente. Se puede hacer con cualquier cosa. Yo colecciono estampillas.
—Estampillas —saltó Rubin en seguida— es lo peor que se puede coleccionar. Son absolutamente artificiales. Naciones insignificantes las fabrican deliberadamente para conseguir grandes sumas. Las equivocaciones, los errores de imprenta y todo lo demás sirven para crear falsos valores. Todo el negocio está en manos de negociantes y financistas. Si vas a coleccionar, colecciona cosas sin valor.
—Un amigo mío colecciona sus propios libros —intervino Gonzalo——. Hasta ahora ha publicado ciento dieciocho y se dedica a conseguir ejemplares de todas las ediciones, las norteamericanas y las extranjeras, las de bolsillo y las encuadernadas, las abreviadas y las que publica el Club del Libro. Tiene una habitación repleta y dice que es la única persona en el mundo que posee una colección completa de sus obras y que algún día valdrá una inmensa suma.
—Después que muera —dijo Drake lacónicamente.
—Creo que está planeando simular su muerte, vender la colección por un millón de dólares y luego volver ala vida para continuar escribiendo bajo un pseudónimo.
A estas alturas, Klein volvió a intervenir en la conversación.
—Ayer conocí aun tipo que colecciona esos fósforos de cartón que vienen en una especie de sobrecito —dijo.
—Yo los coleccionaba cuando era niño —dijo Gonzalo—. Solía registrar todas las veredas y los callejones para...
Pero Trumbull, que había estado comiendo sumido en un silencio desacostumbrado, alzó la voz repentinamente.
—¡Maldición! ¡Qué banda de charlatanes! Nuestro invitado estaba diciendo algo —gritó—. Señor..., eh... Klein, ¿qué fue lo que dijo?
Klein pareció sorprendido.
—Dije que ayer conocí aun tipo que colecciona esas carteritas o sobrecitos de fósforos de cartón.
—Eso podría ser interesante —dijo Halsted amablemente— si...
—Cállate —rugió Trumbull—. Quiero escuchar eso. —Volvió hacia Klein su rostro bronceado y lleno de arrugas—. ¿Cómo se llama el coleccionista?
—No estoy seguro de acordarme —dijo Klein—. Lo conocí ayer durante un almuerzo. Jamás lo había visto antes. Éramos seis en la mesa y él comenzó a hablar de sus sobrecitos de fósforos. Miren, al principio pensé que estaba loco, pero cuando terminó de hablar yo ya había decidido empezar mi propia colección.
—¿Tenía patillas entrecanas, un poco rojizas? —preguntó Trumbull.
—Hum, sí. Claro que sí. ¿Lo conoce usted?
—Ajá. —dijo Trumbull—. Oye, Manny, sé que tú eres el que preside esta noche y no quisiera atropellar tus derechos...
—Pero lo vas a hacer —dijo Rubin—. ¿Es eso lo que quieres decirme?
—No, no lo voy a hacer, ¡maldita sea! Te estoy pidiendo permiso —dijo Trumbull furioso—. Quisiera que nuestro invitado nos contara sobre su almuerzo de ayer con el coleccionista de fósforos.
—¿En lugar de interrogarlo, quieres decir? Ahora nunca interrogamos a nadie —se quejó Rubin.
—Esto podría ser importante.
Rubin lo pensó un rato con expresión poco satisfecha y luego dijo:
—De acuerdo, pero después del postre... ¿Qué tenemos de postre hoy, Henry?
—Zabaglione, señor, como último toque de esta comida a la italiana.
—Calorías, calorías —gimió Avalon por lo bajo.
Halsted hizo sonar su cuchara mientras revolvía el azúcar de su café e ignoró deliberadamente la opinión categórica de Rubin en el sentido de que cualquiera que agregara algo aun buen café era un salvaje. Finalmente dijo:
—¿Satisfacemos a Tom ahora y hacemos que nuestro invitado nos cuente sobre los sobrecitos de fósforos?
Klein echó una mirada alrededor de la mesa y dijo con una risita:
—Estoy dispuesto a hacerlo, pero no sé si será interesante...
—Yo digo que es interesante —dijo Trumbull.
—Está bien. No voy a discutirle. Yo comencé la conversación, en realidad. Nos encontrábamos en “El Gallo y el Toro” que está en la Avenida...
—Jane insistió en comer allí una nueva vez debido al nombre —dijo Rubin—. No se come muy bien.
—Te voy a estrangular, Manny. ¿A qué viene toda esta cháchara sobre tu mujer, hoy? Si la extrañas, vete a casa.
—Eres el único que conozco, Tom, que puede hacer que cualquier hombre llegue a echar de menos a su mujer.
—Por favor, continúe, Sr. Klein —dijo Trumbull. Klein volvió a comenzar.
—Como decía, yo di pie al tema al encender un cigarrillo mientras esperábamos la carta. En seguida me sentí incómodo. No sé por qué, pero parece que se fuma menos durante las comidas ahora. En esta mesa, por ejemplo, el Sr. Drake es el único que está fumando. Supongo que no le importa...
—No —murmuró Drake.
—A mí sí me importó, sin embargo, de modo que después de unas cuantas pitadas apagué el cigarrillo. Pero no me sentía cómodo, así es que me dediqué a jugar con los fósforos que había usado para encender el cigarrillo: ustedes conocen esos sobrecitos con fósforos de cartón. Aquellos que en los restaurantes se colocan en cada mesa.
—Como propaganda del lugar —dijo Drake—. Sí, sé cuáles son.
—Y este tipo... Ahora me acuerdo de su apellido: Ottiwell. No conozco el nombre.
—Frederick —gruñó Trumbull con cierta oscura satisfacción.
—Entonces, usted lo conoce...
—Lo conozco, por supuesto. Pero continuemos.
—Todavía tenía yo los fósforos en la mano cuando Ottiwell extendió la mano y me pidió si podía verlos, de modo que le di el sobrecito. Lo miró y dijo algo así como “Medianamente interesante. El diseño no es especialmente imaginativo. Ya lo tengo”. Algo así. No recuerdo exactamente sus palabras.
—Eso es algo interesante, Sr. Klein —dijo pensativo Halsted—. Por lo menos usted sabe que no recuerda las palabras exactas. En todas las historias en primera persona, el relator recuerda siempre todo lo que dice cada cual y en el orden en que se dijo. Nunca me pareció muy convincente.
—Es simplemente una convención literaria —dijo Avalon muy serio, mientras sorbía su café—, pero admito que la tercera persona es más conveniente. Cuando se utiliza la primera persona, se sabe que el narrador sobrevivirá a todos los peligros mortales en los que él...
—Una vez escribí una historia en primera persona —dijo Rubin— en la que el narrador moría.
—Lo mismo sucede en esa canción del oeste llamada El paso —dijo Gonzalo.
—En El asesinato de Roger —comenzó a decir Avalon.
En ese momento Trumbull se levantó y dio un puñetazo sobre la mesa.
—¡Qué sarta de idiotas! Juro que voy a matar al próximo que hable. ¿No me creen cuando les digo que esto es importante...? Continúe, Sr. Klein.
Klein parecía cada vez más incómodo.
—Tampoco yo veo que sea importante, Sr. Trumbull. Ni siquiera hay mucho más que contar. Este Ottiwell comenzó a hablarnos sobre los sobrecitos de fósforos. Aparentemente tienen un gran interés para la gente que se dedica a eso. Hay todo tipo de factores que aumentan su valor: no sólo su belleza y escasez, sino también si los fósforos están intactos y si la franja donde se frotan está sin usar. Habló sobre las diferencias en diseño, la ubicación de la franja, el tipo y la calidad de la impresión, si el interior del sobrecito está en blanco o no, etcétera. Siguió y siguió hablando y nada más. Excepto que, como lo dije, lo presentó de manera tan interesante que me fascinó.
—¿Lo invitó a que fuera a su casa para ver su colección?
—No —dijo Klein—. No lo hizo.
—Yo estuve allí —dijo Trumbull, y habiendo dicho esto se echó hacia atrás en su silla con un aire de la más profunda satisfacción.
Hubo un silencio, y mientras Henry distribuía las pequeñas copas de coñac, Avalon dijo con cierta irritación en la voz:
—Si la amenaza de homicidio ha sido levantada, Tom, ¿puedo preguntar cómo era la casa del coleccionista?
Trumbull pareció retornar de algún lejano lugar.
—¿Qué? ¡Oh...! Un lugar extraño. Comenzó a coleccionar cuando era muchacho. Por lo que yo sé, consiguió sus primeros ejemplares en las cunetas y callejones, tal como Gonzalo. Pero en cierto momento, esto se volvió algo serio. Es soltero. No trabaja. No tiene necesidad de hacerlo. Heredó algún dinero y lo invirtió bien, de modo que sólo vive para esos malditos fósforos. Creo que ellos son los verdaderos dueños de su casa y que lo tienen sólo como administrador. Tiene ejemplares premiados sobre las paredes. Enmarcados. Los guarda en carpetas, en cajas, en cualquier lugar. Todo su sótano está repleto de cajones de archivo donde los tiene catalogados por tipo y alfabeto. No se imaginan cuántas decenas de miles de diferentes sobrecitos de fósforos se han hecho en el mundo entero, con cuántas inscripciones diferentes y con qué extrañas peculiaridades. Me parece que los tiene todos. Tiene sobrecitos delgados que contienen sólo dos fósforos, y otros del largo de un brazo en el que caben ciento cincuenta. Tiene fósforos en forma de botella de cerveza y otros como palos de béisbol o bolos. Tiene sobrecitos de fósforos con la cubierta en blanco, sobrecitos con partituras musicales... El idiota tiene incluso una carpeta entera de fósforos pornográficos.
—Eso me gustaría verlo —dijo Gonzalo.
—¿Por qué? —preguntó Trumbull—. Es el mismo material que puedes ver en cualquier lado, excepto que en un fósforo lo puedes quemar y deshacerte de él más rápido.
—Tienes alma de censor —dijo Gonzalo.
—Lo prefiero en carne y hueso.
—Quizás hace tiempo hayas podido... —continuó Gonzalo.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Un duelo verbal? Estamos hablando de algo serio.
—¿Qué hay de serio en los sobrecitos de fósforos? —preguntó Gonzalo.
—Te lo diré. —Trumbull recorrió la mesa con la mirada—. Escuchen, banda de papanatas: lo que aquí se dice es siempre confidencial.
—Todos sabemos eso —dijo Avalon secamente—. Si alguien lo ha olvidado habrás sido tú, o de otro modo no tendrías que recordárnoslo.
—El Sr. Klein también tendrá que... —prosiguió Trumbull, pero Rubin lo interrumpió de pronto.
—El Sr. Klein entiende perfectamente. Sabe que nada de lo que aquí sucede debe ser, nunca y bajo ninguna circunstancia, repetido fuera de este lugar. Yo respondo por él.
—Muy bien. De acuerdo —dijo Trumbull—. Voy a contarles lo menos posible. Les juro que no les habría dicho nada si no hubiera sido por el almuerzo que Klein tuvo ayer. Es algo que simplemente me irrita. Hace meses que me persigue... en realidad, más de un año. Y ya que ha surgido...
—Mira —dijo Drake secamente—: hablas o te callas.
Trumbull se frotó los ojos molesto.
—Alguien está entregando información —dijo.
—¿De qué clase? ¿Dónde? —preguntó Gonzalo.
—No importa. No quiero decir exactamente que sea el gobierno, ni que haya agentes extranjeros implicados. Ustedes entienden. Quizá sea espionaje industrial, quizá se trate del robo del código que utiliza en su juego el equipo de béisbol New York Mets. Quizá se trate de trampas en un examen, como el problema que Drake trajo aquí hace un par de meses. Llamémoslo simplemente un escape de información.
—De acuerdo —dijo Rubin—. ¿Y quién está implicado? ¿Ese tal Ottiwell?
—Estamos bastante seguros.
—Entonces deténgalo.
—No tenemos pruebas —dijo Trumbull—. Todo lo que podemos hacer es evitar que le llegue información, pero tampoco queremos hacer eso... totalmente.
—¿Por qué no?
—Porque no se trata de quién es el tipo, sino de cómo lo hace. Si lo detenemos y no sabemos qué método utiliza, entonces alguien tomará su puesto. Las personas son lo de menos. Es el modus operandi lo que nos interesa.
—¿Tienen alguna idea de cómo lo hace? —preguntó Halsted, parpadeando lentamente.
—Son los sobrecitos de fósforos. ¿Con qué otra cosa podría ser? Tiene que ser eso. Toda nuestra evidencia apunta hacia Ottiwell y éste es un loco que colecciona sobrecitos de fósforos. Tiene que haber una relación.
—¿Quieres decir que comenzó a coleccionar sobrecitos de fósforos para poder...?
—No, los ha coleccionado toda su vida. No hay duda sobre eso. Formar la colección que posee ahora debe de haberle llevado cerca de treinta años. Pero una vez reunida esa colección, cuando de algún modo ya lo habían reclutado para transmitir información, es indudable que debió de idear un plan que implicara a los fósforos.
—¿Qué plan? —preguntó Rubin impaciente.
—Eso es lo que no sé. Pero es así. En cierto modo, los sobrecitos de fósforos son perfectos para esa tarea. Por su propia naturaleza, ya llevan mensajes en su interior; y si son cuidadosamente elegidos, no necesitan ser alterados. Tome, por ejemplo, el restaurante en que se encontraban ustedes ayer, Klein, “El Gallo y el Toro”. En la cubierta de los sobrecitos de fósforos seguramente decía “El Gallo y el Toro”.
—Es probable, pero no me fijé.
—Estoy seguro. Bien, si usted quiere enviar algún mensaje en código, envía uno de ésos por correo o desprende la tapa del sobrecito y lo manda.
—Esas son tonteras —intervino Gonzalo—. Perdona, Manny; pero repara, Tom, que cualquiera que envíe por correo sobrecitos de fósforos, o tapas de sobrecitos, debe suponer que pueden descubrirlo. Inmediatamente se ve que hay algo raro.
—No necesariamente. Puede ser que haya una razón valedera para enviar sobrecitos de fósforos.
—¿Cuál, por ejemplo?
—Los coleccionistas de sobrecitos de fósforos lo hacen. Se escriben entre sí y los intercambian. Se envían sobrecitos de fósforos unos a otros. Quizás un tipo necesita uno de “El Gallo y el Toro” para completar una colección de animales en la que está interesado, ya su vez envía un sobrecito pornográfico para alguien que se especializa en ese rubro artístico.
—¿Y Ottiwell intercambia? —preguntó Avalon.
—Por supuesto.
—¿Y nunca han logrado interceptar nada de lo que envía por correo?
Una expresión de desprecio apareció en el rostro de Trumbull.
—Por supuesto que sí. Muchas veces. Lo interceptamos, lo revisamos cuidadosamente y luego lo enviamos.
—Y al hacerlo así —dijo Rubin, mirando a la lejanía— interfirieron en las comunicaciones postales de los Estados Unidos de América. Tratándose sólo de un problema del código de un equipo de béisbol eso es fácil de hacer.
—¡Oh, por amor de Dios! —dijo Trumbull—. Trata de no ser tan bestia por quince minutos al menos, Manny. Aunque no sea más que por la novedad. Sabes que mi especialidad son los códigos y claves. Sabes, que suelo ser consultado por el gobierno y que tengo relaciones allí. Naturalmente, están interesados. Lo estarían aunque no fuese más que un caso de chismes de barrio, y no he dicho que sea más que eso.
—¿Por qué? —preguntó Rubin—. ¿Desde cuándo estamos tan científicos para descubrir chismes?
—Es simple si uno se detiene a pensarlo. Cualquier sistema para transmitir información que no pueda ser descifrado -cualquiera que sea esa información- es sumamente peligroso. Si funciona y se lo utiliza para algo carente por completo de importancia, más tarde puede ser empleado para algo vital. El gobierno no desea que ningún sistema para transmitir información permanezca indescifrable, a menos que esté bajo su propio control. Eso tiene sentido y espero que lo entiendan.
—Está bien —dijo Drake—. De modo que ustedes estudiaron los fósforos que ese Ottiwell envía por correo. ¿Y qué descubrieron?
—Nada —gruñó Trumbull—. No pudimos sacar nada en limpio. Estudiamos esos maditos mensajes de propaganda de cada sobrecito y no sacamos nada.
—¿Quiere decir que los estudiaron para ver si las iniciales de cada unas de las palabras de las tapas formaban una palabra, o algo por el estilo? —preguntó Klein con interés.
—Si se tratara del intercambio de un chico de seis años, sí, eso es lo que habríamos intentado descubrir. No; fuimos bastante más sutiles que eso y no logramos nada.
—Bueno —dijo Avalon tristemente—, si no pueden encontrar nada en las leyendas impresas en ninguno de los sobrecitos que envía... quizá sea una pista falsa.
—¿Quieres decir que no son los sobrecitos de fósforos?
—Así es. Puede ser que eso sea para distraer. Este hombre tiene los sobrecitos de fósforos a mano y es un coleccionista de verdad, de manera que hace resaltar todo lo posible su colección para atraer toda la atención que puede. Se la muestra a cualquiera que quiera verla... ¿Cómo lograste verla tú, Manny?
—Él me invitó. Yo cultivé su amistad.
—Y él te correspondió. Este es un hombre que se merece cualquier cosa que le pase. Nunca cultives mi amistad, Tom.
—Nunca lo he hecho... Mira, Jeff, sé lo que quieres decir. Ayer le habló a Klein acerca de los sobrecitos de fósforos. Se lo cuenta a todos. Le enseña su colección a quienquiera que esté dispuesto a ir hasta Queens. Por eso le pregunté a Klein si lo había invitado a su casa. Con toda esa cháchara, toda esa auto-propaganda, todo ese brillo y ese ruido no te sorprendería, supongo, que utilizara algún recurso que no tuviera nada que ver con los sobrecitos de fósforos. ¿No es cierto?
—Cierto —dijo Avalon.
—No es cierto —dijo Trumbull—. Simplemente no lo creo. Él no miente. Es verdaderamente un fanático de los sobrecitos de fósforos que no tiene nada más en la vida. No tiene ninguna razón ideológica para correr el terrible riesgo que realmente está corriendo. No está comprometido con el sector para el que trabaja, sea éste nacional, industrial o local... y sigo sin decir cuál es. No tiene ningún interés en eso. Son solamente los sobrecitos de fósforos. Ha elaborado una forma de utilizar sus malditos fósforos en algo novedoso y ésa es su gloria.
—Escuchen —dijo Drake saliendo de su ensoñación—. ¿Cuántos sobrecitos de fósforos envía por correo cada vez?
—No se sabe. En los casos en que los hemos interceptado nunca ha habido más de ocho, y no los envía realmente muy seguido. Debo admitir eso.
—Muy bien. ¿Cuánta información puede transmitir en unos pocos sobrecitos de fósforos? No puede utilizar los mensajes literalmente o indirectamente. Tiene que ser algo sutil, y quizá cada sobrecito pueda significar una palabra, o quizá sólo una letra. ¿Qué se puede hacer con eso?
—Mucho —dijo Trumbull indignado—. ¿Qué es lo que crees que se necesita en estos casos? ¿Una enciclopedia? Sea quien fuere el que busca información, simplón, ya la tiene casi toda para comenzar. Le faltan sólo algunos puntos claves y eso es todo lo que necesita. Por ejemplo, supongamos que estamos en la Segunda Guerra. Alemania tiene noticias de que algo grande está sucediendo en los Estados Unidos. Llega un mensaje con sólo dos palabras: “Bomba atómica”. ¿Qué más necesita Alemania? No existía la bomba atómica en ese tiempo, por supuesto, pero cualquier alemán con educación secundaria tendría una cierta idea en base a esas dos palabras y un científico alemán tendría una muy buena idea de lo que significan. Entonces llega un segundo mensaje: “Oak Ridge, Tenn”. Todo eso sumaría veinticuatro letras en total, tomando en cuenta ambos mensajes, y habría cambiado la historia del mundo.
—¿Quieres decir que este tipo, Ottiwell, está transmitiendo información como ésa? —preguntó Gonzalo, espantado.
—¡No! Ya les dije que no —contestó Trumbull irritado—. Él no tiene ninguna importancia en ese sentido. ¿Creen que les estaría contando esto si fuese así? Es simplemente que el modus operandi puede ser utilizado para eso, así como para cualquier cosa, y es por eso que tenemos que descifrarlo. Además, está mi reputación. Yo digo que está usando los sobrecitos de fósforos y no puedo demostrar cómo. ¿Creen que me gusta eso?
—Quizás haya alguna escritura secreta en el interior de los sobrecitos de fósforos —dijo Gonzalo.
—Revisamos eso, como es de rutina, pero no hay nada. Si así fuera, ¿para qué molestarse utilizando los fósforos? Podría hacerse en cartas comunes y atraería mucho menos atención. Es cuestión de psicología. Si Ottiwell usa sobrecitos de fósforos, tiene que usar un sistema que puede servir sólo con sobrecitos de fósforos, y eso significa que utiliza sólo los mensajes que ya figuran en ellos... de algún modo.
—Imagino que ha comenzado todo esto —interrumpió Klein— sólo por mencionar el almuerzo de ayer. ¿Tiene una lista de los sobrecitos de fósforos que él ha enviado? Si usted tiene una fotocopia podríamos mirarla y...
—¿Y descubrir el código que yo no encontré? ¿Verdad? —dijo Trumbull—. Vean, desde que Conan Doyle enfrentó a Sherlock Holmes con los chambones de Scotland Yard, parece haber quedado la noción de que los profesionales no pueden hacer nada. Les aseguro que si yo no puedo hacerlo...
—Bien, pero, ¿y Henry? —preguntó Avalon. Henry, quien había estado escuchando seriamente, con una expresión de interés en su rostro sesentón y sin arrugas, sonrió brevemente y sacudió la cabeza.
Pero un pensamiento pareció cruzar por el rostro de Trumbull.
—Henry —dijo—. Me olvidé de Henry. Tienes razón, Jeff. Es el más inteligente de todos, lo que normalmente sería un cumplido si ustedes no fuesen la sarta de tontos que son. Henry —prosiguió—, usted es el hombre honrado. Usted puede ver la deshonestidad del mundo sin tener la vista nublada por su propio deseo de delinquir. ¿Está de acuerdo conmigo en esto? ¿Cree que, de estar implicado este tipo, Ottiwell, en este trabajo, sólo lo haría por utilizar sus sobrecitos de fósforos de modo que presentaran una utilidad particular, o no?
—En realidad —dijo Henry levantando los platos que quedaban—, concuerdo con usted, Sr. Trumbull.
Trumbull sonrió.
—Aquí tenemos las palabras de un hombre que sabe de lo que está hablando.
—Porque está de acuerdo contigo —dijo Rubin.
—No estoy totalmente de acuerdo con el Sr. Trumbull, sin embargo... —añadió Henry.
—¡Ajá! ¿Qué dices ahora, Tom?
—Lo que siempre digo —dijo Trumbull—: que tus silencios son lo mejor de ti.
—¿Puedo pronunciar un discursito? —preguntó Henry.
—Un momento —intervino Rubin—. Yo soy el que preside todavía, y en este momento me reintegro a mi cargo. Yo decido el procedimiento a seguir y resuelvo que Henry pronuncie un discursito y que el resto de nosotros se quede callado, excepto para contestar las preguntas de Henry o para hacer preguntas que estén directamente relacionadas con el caso. Me refiero particularmente a Tom-Tom, el tambor, en eso de guardar silencio.
—Gracias, Sr. Rubin —dijo Henry—. Señores, con ocasión de sus reuniones mensuales, yo los escucho con el mayor interés. Es evidente que todos ustedes experimentan inocentemente un gran placer al flagelarse mutuamente con palabras. Pero no pueden flagelar a un invitado, sin embargo; de modo que todos ustedes tienen tendencia a ignorarlo y entonces no lo escuchan cuando habla.
—¿Hemos hecho eso? —preguntó Avalon.
—Sí; y me parece, Sr. Avalon, que en consecuencia pueden haber perdido un punto muy importante. Dado que, por lo general, a mí no me corresponde hablar, los escucho a todos imparcialmente, incluyendo al invitado, y por lo que parece oí lo que el resto de ustedes no oyó. Sr. Rubin ¿me permite hacerle algunas preguntas al Sr. Klein? Puede ser que las respuestas no sirvan, pero hay una pequeña posibilidad...
—Por supuesto —concedió Rubin—. Había que interrogarlo, de todos modos. Adelante.
—No será un interrogatorio —objetó Henry suavemente—. ¿Sr. Klein?
—Sí, Henry —contestó éste sonrojándose levemente de satisfacción al transformase en el verdadero centro de la atención.
—Se trata de esto solamente, Sr. Klein: cuando usted comenzó a contar, más bien sucintamente, la historia de su almuerzo de ayer, dijo -yo tampoco puedo repetir las palabras exactas- algo así como que pensó que él estaba loco, pero que hizo que todo aquello pareciera tan interesante que, cuando terminó, usted había decidido comenzar su propia colección de sobrecitos de fósforos.
—Así es —dijo Klein asintiendo—. Es un poco tonto, supongo. Indudablemente que no pienso llegar a hacer como él. No me refiero al espionaje; quiero decir a tener esa inmensa colección que él posee.
—Sí —dijo Henry—; pero mi impresión fue que usted se sintió impulsado a coleccionar en ese mismo momento. Por casualidad, ¿tomó usted el sobrecito de fósforos del restaurante al finalizar el almuerzo?
—Así es —dijo Klein—. Me siento un poco avergonzado ahora que lo pienso, pero lo hice.
—¿De qué mesa, señor?
—De la nuestra.
—¿Quiere decir que recogió el sobrecito de fósforos con el que estuvo jugando y que usted le dio a Ottiwell? ¿Más tarde lo pusieron sobre la mesa y usted lo recogió?
—Sí —dijo Klein, repentinamente a la defensiva—. No hay nada de malo en eso, ¿no? Están ahí para los clientes que van a comer, ¿no es así?
—Por supuesto, señor. En esta misma mesa tenemos sobrecitos de fósforos de los que ustedes pueden servirse. Pero, Sr. Klein, ¿qué hizo con los fósforos después que los recogió?
Klein pensó un momento.
—No sé. Es difícil recordar. Los puse en el bolsillo de mi chaqueta o en el de mi abrigo, después de retirarlo del guardarropa.
—¿Hizo algo con el sobrecito una vez que llegó a casa?
—En realidad, no. Lo olvidé totalmente. Todo el asunto de los sobrecitos de fósforos se me había ido de la cabeza hasta que Manny mencionó lo de su mujer y su colección de toros.
—¿Lleva ahora la misma chaqueta que ayer?
—No, pero llevo el mismo abrigo.
—¿Quiere mirar en el bolsillo del abrigo y ver si los fósforos están ahí?
Klein desapareció en el guardarropa privado que los Viudos Negros utilizaban en ocasión de sus reuniones.
—¿Qué es lo que busca, Henry? —preguntó Trumbull.
—Probablemente nada. Estoy jugando a una posibilidad remota y ya tuvimos una esta noche.
—¿Cuál es?
—Que el Sr. Klein haya almorzado con un hombre que resulta ser alguien a quien usted ha venido siguiendo y que usted descubra eso al día siguiente. Pedir dos probabilidades como ésta tal vez sea un poco excesivo...
—Aquí está —dijo Klein alegremente, regresando con un pequeño objeto en alto—. Lo encontré.
Lo arrojó sobre la mesa y todos se levantaron para mirarlo. Decía “El Gallo y el Toro” en letra semi-antigua y había un pequeño dibujo de una cabeza de toro con un gallo parado en uno de sus cuernos. Gonzalo estiró la mano para tomarlo.
—Si me permite, Sr. Gonzalo —dijo Henry—. Creo que nadie debiera tocarlo todavía... Sr. Klein, ¿éste es el sobrecito de fósforos que estaba en su mesa, el que usted utilizó para encender un cigarrillo y el que el Sr. Ottiwell luego usó para demostrar algunos puntos sobre el lugar donde está ubicada la franja para raspar las cerillas, etcétera?
—Sí.
—¿Y él lo puso sobre la mesa y usted lo recogió?
—Sí.
—¿Se fijó usted, por casualidad, cuántos fósforos había en el sobrecito cuando usted encendió el cigarrillo?
Klein pareció sorprendido.
—No lo sé. No me fijé.
—Pero sea como fuere, ¿usted arrancó un fósforo para encender su cigarrillo?
—Oh, sí.
—De modo que si hubiera habido un sobrecito completo para comenzar, ahora faltaría uno. Ya que éste parece un sobrecito común de treinta fósforos, no puede haber más de veintinueve ahora... y quizá menos.
—Supongo que sí.
—¿Y cuántos fósforos hay en él ahora? ¿Quiere mirar y ver?
Klein hizo una pausa y luego abrió el sobrecito. Lo miró fijamente bastante tiempo y luego dijo:
—No ha sido tocado. Tiene los treinta fósforos. Déjeme contarlos... Sí, hay treinta.
—¿Pero usted lo recogió de la mesa y le pareció realmente que era el sobrecito de fósforos que había usado? ¿No lo recogió de otra mesa, simplemente?
—No, no, eran nuestros fósforos. O por lo menos yo estaba convencido de que lo eran.
—Muy bien. Si ustedes, señores, quieren tener la amabilidad de mirarlos ahora, por favor, háganlo. Si se fijan, no hay ninguna marca sobre la franja de raspar, no hay señales de que se haya encendido un fósforo.
—¿Quiere decir que este Ottiwell sustituyó el sobrecito de fósforos que había en la mesa por éste? —preguntó Trumbull.
—Pensé que tal cosa era posible tan pronto como usted dijo que estaba pasando información. Concordaba con usted, Sr. Trumbull, en que el Sr. Ottiwell haría uso de los sobrecitos de fósforos. Me parecía que, psicológicamente, correspondía. Pero también concordaba con el Sr. Avalon en que podía utilizar algo para distraer la atención. Sólo que el Sr. Avalon no vio la posible sutileza de esta distracción.
—Por estar demasiado corrupto yo mismo para poder ver con claridad —suspiró Avalon—. Ya sé.
—Al concentrarse en su colección —dijo Henry— y en su intercambio postal de sobrecitos de fósforos, lo hizo caer en la trampa a usted, Sr. Trumbull. Sin embargo, me parecía que el Sr. Ottiwell estaba implicado con los sobrecitos de fósforos más allá de su colección. Cada vez que come en un restaurante decente, que debe de ser a menudo, debe de estar cerca de un sobrecito de fósforos. Incluso, si se encuentra con otros, le ha de ser fácil sustituir el sobrecito de fósforos que hay en la mesa por otro. Una vez que él y el resto del grupo se marchan, un cómplice lo recoge.
—Esta vez, no —dijo Rubin sardónicamente.
—No; esta vez, no. Cuando el grupo se fue, en la mesa no había fósforos. Esto nos lleva a ciertas molestas conclusiones. ¿Lo han seguido, Sr. Klein?
Klein pareció alarmado.
—¡No! Al menos... al menos... no sé. No noté a nadie.
—¿Algún ratero que se haya interesado en sus bolsillos?
—¡No! Ninguno, que yo sepa.
—En ese caso puede ser que no estén seguros de quién lo tomó. Después de todo había cuatro personas, además de usted y Ottiwell; o también puede ser que los recogiera el mozo. Además, quizá piensen que la pérdida de un sobrecito de fósforos causará muchos menos trastornos que el intento de recuperarlo. O, si no, estoy equivocado desde el comienzo hasta el final.
—No se preocupe, Klein. Haré que no le quiten la vista de encima por un tiempo —dijo Trumbull, y prosiguió—: Veo qué quiere decir Henry. Hay docenas de sobrecitos de fósforos en cualquier restaurante, en cualquier momento, todos idénticos. Ottiwell pudo fácilmente haber recogido uno o dos en una visita anterior -o una docena- y luego usarlos como sustitutos. ¿Quién lo notaría? ¿A quién le preocuparía? ¿Y usted sugiere ahora que un pequeño sobrecito de fósforos puede transmitir información?
—Indudablemente me parece una posibilidad casi cierta —dijo Henry.
—Pero, ¿cómo funciona? —inquirió Trumbull. Dio vueltas al sobrecito de fósforos de un lado y del otro—. Es un sobrecito de fósforos igual al resto, simplemente. Dice “El Gallo y el Toro” además de un teléfono y una dirección. ¿Dónde podría haber alguna información en éste que los otros no tengan?
—Tendríamos que mirar en el lugar adecuado —dijo Henry.
—¿Y cuál podría ser? —preguntó Trumbull.
—Me atengo a lo que usted dijo, señor —dijo Henry—. Usted decía que, seguramente, el Sr. Ottiwell usaría el sobrecito de fósforos de modo que sirviera por sus cualidades únicas, y yo estuve de acuerdo. Pero ¿qué hay de único en los mensajes que aparecen en los sobrecitos de fósforos? En casi todos los casos es sólo material de propaganda que se puede encontrar en una infinidad de lugares, desde las tapas de las cajas de cereal hasta el interior de las portadas de las revistas.
—Bueno, ¿y entonces?
—Sólo hay algo único en cada sobrecito de fósforos: los que contiene. En un sobrecito común hay treinta fósforos que parecen estar distribuidos en un sistema no muy complicado. Si usted estudia la base donde vienen implantados los fósforos, sin embargo, verá que hay dos pedacitos de cartón de los cuales se desprenden quince fósforos. Si usted los cuenta de izquierda a derecha, comenzando por la hilera inferior y después la hilera superior, puede asignarle a cada fósforo un número definido e inequívoco del 1 al 30.
—Sí —dijo Trumbull—, pero todos los fósforos son idénticos entre sí, idénticos a los fósforos de otros sobrecitos del mismo tipo. Los fósforos de este sobrecito son comunes.
—Pero, ¿tienen que permanecer idénticos, señor? Supongamos que usted arrancó un fósforo... cualquier fósforo. Habría treinta maneras diferentes de arrancar un fósforo. Si usted sacara dos o tres fósforos, habría muchas otras maneras.
—No falta ningún fósforo aquí.
—Era simplemente para explicarle cómo funciona. Arrancar fósforos sería una manera muy primitiva de diferenciarlos. Suponga que ciertos fósforos tengan pequeñas perforaciones con una aguja, o raspaduras, o una pequeña gota de pintura fluorescente en la punta, que fuera visible sólo a la luz ultravioleta. Con treinta fósforos, ¿cuántas combinaciones diferentes podrían hacerse marcando cualquier cantidad de fósforos, desde ninguno hasta treinta?
—Yo les diré cuántas —interrumpió Halsted—. Dos elevado a treinta, son... ¡oh, un poco más de mil millones! ¡Mil millones! Y si uno también marcara o dejara de marcar el interior del sobrecito, justo debajo de los fósforos, esa cifra podría llegar al doble, a los dos mil millones.
—Bien —dijo Henry—. Si aun sobrecito de fósforos en particular le asignamos cualquier número desde cero hasta dos mil millones, estos números podrían transmitir una cantidad considerable de información codificada, quizás.
—Fácilmente hasta seis palabras —dijo Trumbull pensativamente—. ¡Maldición! —gritó poniéndose de pie de un salto—. Denme esa cosa. Me voy ahora mismo.
Fue corriendo hacia el guardarropa y volvió, luchando por ponerse el abrigo y gritando:
—Su abrigo, Klein, viene conmigo. Necesito su declaración y estará más seguro.
—Puedo estar bastante equivocado, señor —dijo Henry.
—¡Qué va a estar equivocado! Tiene toda la razón; sé que es así. Todo este asunto encaja en una serie de detalles que usted no conoce... Henry, ¿consideraría la posibilidad de entrar en este tipo de cosas? Profesionalmente, quiero decir.
—¡Eh! —gritó Rubin—. No te atrevas a quitarnos a Henry.
—No hay cuidado, Sr. Rubin —dijo Henry tranquilamente—. Encuentro esto mucho más entretenido.
TEMPRANO, UN DOMINGO POR LA MAÑANA
Geoffrey Avalon agitó su segunda copa mientras se sentaba a la mesa. No iba aún ni por la mitad y sólo bebería algunos sorbos más antes de dejarla definitivamente. No parecía muy feliz.
—Esta es la primera vez, que yo recuerde, que los Viudos Negros se reúnen sin un invitado. —Sus espesas cejas, negras aún (aunque su bigote y su barba, cuidadosamente recortados, se habían vuelto respetablemente grises con los años) parecían erizarse.
—¡Ah, qué diablos! —dijo Roger Halsted, abriendo su servilleta con una sonora sacudida antes de extenderla sobre sus rodillas—. Como anfitrión de esta sesión, ésa es mi decisión. Sin apelación. Además, tengo mis razones. —Con la palma de la mano hizo un gesto como para despejarse la amplia frente de algunos cabellos que hacía varios años habían desaparecido de allí.
—En realidad —dijo Emmanuel Rubin—, no hay nada en los reglamentos que exija tener un invitado presente. Lo único que no debemos tener a la mesa, es una mujer.
—Los miembros no pueden ser mujeres —dijo Thomas Trumbull, eternamente bronceado e igualmente sombrío—. ¿Dónde dice que el invitado no puede ser una mujer?
—No —dijo Rubin de inmediato—. Todo invitado es un miembro ex officio durante las comidas y debe atenerse al reglamento, incluyendo el hecho de no ser mujer.
—¿Qué significa ex officio de todos modos? —preguntó Mario Gonzalo——. Siempre me lo he preguntado.
Pero Henry ya estaba sirviendo el primer plato que parecía ser un largo rollo de pasta, relleno de queso con especias y luego horneado y cubierto de salsa.
Después de un rato, Rubin dijo con expresión de profunda desdicha:
—Me da la impresión de que esto es un rollo de pasta relleno...
Pero, para ese entonces, la conversación se había generalizado y Halsted aprovechó un silencio para anunciar que tenía lista su próxima estrofa para el tercer canto de la Ilíada.
—Vete al infierno, Roger —dijo Trumbull—. ¿Piensas infligirnos una de ésas en cada reunión?
—Sí —dijo Halsted pensativamente—. Es exactamente lo que estaba planeando hacer. Es lo que me impulsa a trabajar en ellas. Además, hay que poner algo de valor intelectual en estas comidas... ¡Eh, Henry! No te olvides de que si hay bisteques esta noche quiero el mío cocido a medias.
—Hay trucha esta noche, Sr. Halsted —dijo Henry, volviendo a llenar las copas de agua.
—Bien —dijo Halsted—. Aquí va:
Menelao, aunque no el más poderoso,
es más fuerte que París el famoso.
En la lucha Menelao es cosa buena.
Fácilmente ganó el duelo por Helena.
Mas la diosa Afrodita al galán raptó.
—Pero ¿qué quiere decir? —preguntó Gonzalo.
—Bueno, en el tercer canto —intervino Avalon— los griegos y los troyanos decidieron solucionar el asunto por medio de un duelo entre Menelao y París. Este último se había fugado con la esposa de aquél, Helena, y eso fue lo que causó la guerra. Menelao ganó, pero Afrodita rescató a París justo a tiempo para salvarle la vida... Me alegro de que hayas usado Afrodita en lugar de Venus, Roger. Se abusa mucho de los términos romanos.
Con la boca llena, Halsted dijo:
—Quise evitar la tentación de la rima fácil.
—¿Ni siquiera has leído la Ilíada, Mario? —preguntó James Drake.
—Soy un artista. Tengo que cuidarme los ojos —dijo Gonzalo.
Al llegar los postres, Halsted dijo:
—Bien, permítanme explicarles qué tengo en mente. Las últimas cuatro veces que nos hemos reunido siempre ha surgido algún tipo de delito durante la conversación, y en el curso de esa charla éste ha sido solucionado.
—Por Henry —interrumpió Drake, apagando su cigarrillo.
—De acuerdo. Por Henry. Pero, ¿qué tipo de delitos han sido ésos? Delitos estúpidos. La primera vez yo no estaba aquí; pero por lo que supe se trataba de un robo y no muy importante, tampoco. La segunda vez fue peor. Era un caso de alguien que había hecho trampas en un examen. ¡Dios mío!
—Eso no es tan insignificante —murmuró Drake.
—Bueno, no es precisamente algo importante. La tercera vez -y yo me encontraba presente en esa ocasión- se trató de otro robo, pero algo mejor. Y el cuarto caso fue algo relacionado con espionaje.
—Le aseguro —dijo Trumbull— que eso no fue insignificante.
—Sí —dijo Halsted con voz tranquila—, pero no hubo violencia en ningún lado. ¡Asesinato, señores, asesinato!
—¿Qué es lo que quieres decir con asesinato? —preguntó Rubin.
—Quiero decir que cada vez que traemos a un invitado, surge algo insignificante porque lo tomamos tal como se presenta. No invitamos deliberadamente a quienes pueden ofrecernos crímenes interesantes. En realidad, ni siquiera se supone que ellos tengan que ofrecernos algún crimen. Son invitados, simplemente.
—¿Y qué?
—Y ahora hay seis de nosotros aquí. No hay invitados, pero debe de haber quien sepa de algún asesinato que sea un misterio y...
—¡Qué diablos! —dijo Rubin furioso—. Has estado leyendo a Agatha Christie. Cada uno de nosotros contará por turno un emocionante misterio y la Srta. Marple lo solucionará... O quizá Henry lo haga.
Halsted parecía avergonzado.
—¿Quieres decir que no es una idea nueva...?
—¡Dios mío! —dijo Rubin incrédulo.
—Bueno, tú eres escritor —dijo Halsted—. Yo no leo cuentos de misterio.
—Eso demuestra lo que te pierdes —dijo Rubin—, y además muestra lo idiota que eres. ¡Y te llamas matemático! Un verdadero misterio es algo tan matemático como cualquier cosa que uno pueda planificar, y debe construirse con material mucho más complicado.
—Un minuto —dijo Trumbull—. Ya que estamos aquí, ¿por qué no vemos si podemos solucionar algún asesinato?
—¿Tienes alguno? —dijo Halsted esperanzado—. Tú trabajas en el gobierno, con códigos y esas cosas. Debes de haberte visto frente a algún asesinato, pero ni siquiera tienes que dar nombres. Sabes que nada de lo que aquí se dice puede ser repetido afuera.
—Sé eso mejor que tú —dijo Trumbull—, pero no conozco ningún asesinato. Puedo darte algunos interesantes casos de códigos, pero eso no es lo que estás buscando... ¿y tú, Roger? Ya que comenzaste con esto, supongo que tienes algún as en la manga. ¿Algún asesinato matemático?
—No —dijo Halsted pensativamente—. No creo haber estado nunca implicado en un solo asesinato.
—¿No crees? ¿Quieres decir que tienes alguna duda? —preguntó Avalon.
—No, estoy seguro de que no. ¿Y tú, Jeff? Tú eres abogado.
—No de los que tienen asesinos como clientes —dijo Avalon, con lo que aparentemente era un triste movimiento negativo—. Las complicaciones de patentes son mi especialidad. Podrías preguntarle a Henry. Está más familiarizado con crímenes que nosotros... o parece estarlo.
—Lo siento, señor —dijo Henry, tranquilamente, mientras servía el café con su habitual pericia—. En mi caso, es simplemente teoría. He sido lo suficientemente afortunado para no haberme visto nunca implicado en una muerte violenta.
—Es decir —dijo Halsted— que con seis de nosotros aquí -siete, contando a Henry-, ¿no podemos contar con un solo asesinato?
—¿Cómo es que estás tan callado, Manny? —preguntó Trumbull—. En toda tu pintoresca carrera ¿vas a decirnos que nunca tuviste ocasión de matar aun hombre?
—Sería un placer algunas veces —dijo Rubin—, como ahora. Pero no tengo por qué hacerlo en realidad. Puedo entendérmelas perfectamente bien, no importa de qué tamaño sean: sin tener que ponerles una mano encima. Mira, recuerdo que...
Pero Mario Gonzalo, que había permanecido sentado con los labios muy apretados, dijo de pronto:
—Yo me vi envuelto en un asesinato.
—¡Oh! ¿De qué tipo? —preguntó Halsted.
—Mi hermana —dijo sombríamente—. Hace casi tres años. Sucedió antes que yo ingresara a los Viudos Negros.
—Lo siento —dijo Halsted—. Supongo que no deseas hablar de eso.
—No me importaría —dijo Mario, encogiéndose de hombros mientras sus ojos saltones y prominentes iban mirando a cada uno a la cara—, pero no hay nada de qué hablar. No hay ningún misterio. Es simplemente otra más de esas cosas que hacen que esta ciudad sea el hermoso lugar que es para vivir. Entraron en su departamento, intentaron robar y la mataron.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Rubin.
—¿Quién sabe? ¡Toxicómanos! Sucede siempre en ese barrio. En el edificio de departamentos en el que vivían ella y su marido había habido cuatro asaltos desde Año Nuevo, y fue en abril cuando sucedió.
—¿Algún asesinato en esos asaltos?
—No tienen para qué. El ratero inteligente elige un momento en que el departamento está vacío. Si alguien se encuentra allí, lo asustan o lo atan, simplemente. Marge fue lo suficientemente estúpida como para intentar resistir y pelear. Había señales de lucha. —Gonzalo sacudió la cabeza.
—¿Detuvieron a los culpables? —preguntó Halsted después de una pausa dolorosa.
Gonzalo levantó los ojos y miró fijamente a Halsted sin siquiera intentar disimular su desdén.
—¿Crees que intentaron? Esas cosas suceden a diario. Nadie puede hacer nada. A nadie le importa, incluso, y si los hubieran detenido, ¿qué hay con ello? ¿Le devolvería la vida a Marge?
—Evitaría que se lo hicieran a otros.
—No faltarían otros miserables que lo hicieran. —Gonzalo aspiró profundamente y agregó—: Bueno, quizá sea mejor que hable y me lo saque de encima. Fue por culpa mía, en realidad, ¿saben?, porque me despierto demasiado temprano. Si no hubiera sido por eso, quizá Marge estaría viva y Alex no sería la ruina que es ahora.
—¿Quién es Alex? —preguntó Avalon.
—Mi cuñado. Estaba casado con Marge y yo lo quería mucho. Creo que lo quería a él más que a ella, para decir la verdad. Ella nunca aprobó lo que yo hacía. Pensaba que ser artista era simplemente mi manera de fracasar. Por supuesto, una vez que comencé a ganar decentemente... Pero no. En realidad ni siquiera entonces aprobó lo que yo hacía, y a cada momento -sin que yo quiera faltarles el respeto a los muertos- no hacía más que molestarme. A Alex lo quería, sin embargo.
—¿Él no era artista? —Avalon llevaba el peso del interrogatorio y los demás parecían dispuestos a dejárselo a él.
—No. Cuando se casaron, él no era gran cosa: vivía a la deriva. Pero después se transformó en lo que ella quería exactamente que fuese. Ella era lo que él necesitaba para darse un poco de ánimo. Se necesitaban el uno al otro. Ella tenía algo por qué preocuparse...
—¿No tenían niños?
—No. Ninguno. A menos que se pueda tomar en cuenta uno que perdieron. Pobre Marge. Algo biológico, de modo que no podía tener chicos. Pero no importaba. Alex era su chico y con ella prosperó. Consiguió un empleo el mes en que se casaron, lo ascendieron y le iba bien. Habían llegado al punto en que estaban planeando mudarse de ese maldito agujero y entonces sucedió eso. Pobre Alex. Él tiene tanta culpa como yo. En realidad, más. Habiendo tantos días, justamente tenía que elegir ése para salir del departamento.
—¿No se encontraba en el departamento?
—Por supuesto que no. Si hubiera estado, podría haberlos asustado.
—O podría haberse hecho matar.
—En cuyo caso, ellos probablemente habrían huido y dejado a Marge viva. Créanme, le he escuchado enumerar todas las posibilidades. Él sabe que, diga lo que diga, ella todavía estaría viva si él no hubiera salido del departamento ese día, y esto lo persigue. Y les aseguro que, desde que sucedió, el tipo es una ruina. Deambula de un lado a otro. Le doy dinero cuando puedo y suele conseguir uno que otro trabajito. Pobre Alex. Pasó cinco años de matrimonio en que realmente le fue bien. Estaba dispuesto a todo en ese tiempo. Ahora no le queda nada. —Gonzalo sacudió la cabeza—. Pero la víctima no llevó la peor parte. Fue un asesinato sin sentido, ¡maldita sea! Todo lo que tenían en el departamento no llegaba a más de diez o quince dólares en billetes chicos... pero por lo menos Marge murió rápidamente. El cuchillo estaba justo sobre el corazón. Pero Alex no pasa un solo día sin sufrir, y a mi madre le afectó mucho, y a mí me duele, también.
—Mira —dijo Halsted—, si no deseas hablar sobre eso...
—No importa... A veces me desvelo por la noche. Si yo no me hubiera levantado temprano ese día...
—Es la segunda vez que dices eso —observó Trumbull—. ¿Qué tiene que ver el que te hayas levantado temprano con el asesinato?
—Porque la gente que me conoce cuenta con ello. Miren, siempre me despierto a las ocho en punto. Ni cinco minutos antes ni cinco minutos después. Ni me molesto siquiera por poner el despertador al lado de mi cama, sino que lo dejo en la cocina. Es algo relacionado con ciertos ritmos del organismo.
—El reloj biológico —musitó Drake—. Ojalá funcionará así conmigo. Odio levantarme de mañana temprano.
—En mí funciona siempre —dijo Gonzalo, ya pesar de las circunstancias su voz tenía un tono de complacencia—. Incluso cuando me acuesto tarde -a las tres o cuatro de la madrugada-, siempre me despierto a las ocho. Me vuelvo a dormir más tarde, durante el día, si estoy agotado; pero a las ocho me despierto. Incluso los domingos. Uno diría que tiene derecho a dormir hasta tarde, los domingos; pero aun entonces, ¡qué diablos!, me despierto.
—¿Quieres decir que sucedió un domingo? —preguntó Rubin.
—Así es —asintió Gonzalo—. Debería haber estado dormido. Debería ser de esas personas que la gente no despierta un domingo por la mañana sin pensarlo dos veces... aunque no dudan en hacerlo. Saben que estoy despierto, incluso los domingos.
—¡Qué vida! —dijo Drake, todavía enfrascado aparentemente en sus dificultades mañaneras—. Tú eres un artista y fijas tu propio horario. ¿Por qué tienes que despertarte de mañana temprano?
—Bueno, trabajo mejor a esa hora. Además, me importa el tiempo. No tengo que vivir pendiente del reloj, pero me gusta saber qué hora es en todo momento. En cuanto al reloj que tengo parece estar adiestrado, ¿saben? Después de lo que pasó, después que asesinaron a Marge, estuve ausente de mi casa durante tres días y resultó que el reloj se detuvo justo a las ocho de la noche del domingo o del lunes a la mañana. No sé. De todos modos, cuando volví, allí estaba, señalándome las ocho como si quisiera insistirme en que ésa era la hora de levantarse.
Gonzalo permaneció pensativo durante unos momentos y nadie habló. Henry sirvió las copas de coñac con rostro inexpresivo, a menos que uno se fijara en sus labios levemente apretados.
Finalmente Gonzalo dijo:
—Fue extraño, porque la noche anterior fue horrible y no había ninguna razón para que así fuese. Esa época del año, a fines de abril, la época, en que florecen los cerezos, es mi favorita. No soy exactamente un pintor de paisajes, pero ésa es la única época en que me gusta ir al parque y hacer algunos bosquejos. Y el tiempo estaba excelente. Recuerdo que era un sábado muy templado, el primer fin de semana realmente lindo desde principios de año, y mi trabajo iba muy bien, también. No tenía razones para sentirme mal ese día, pero me sentía cada vez más inquieto. Recuerdo que apagué la televisión justo antes del noticiario de las once. Fue como si no quisiera escuchar las noticias, como si hubiese tenido la impresión de que habría malas noticias. Recuerdo eso. No pensé más en eso después, y no soy ningún místico. Pero tenía una premonición. Eso es todo.
—Me parece más probable que tuvieras un poco de indigestión —dijo Rubin.
—Está bien —dijo Gonzalo agitando las manos como si aceptara de buena gana la sugerencia—. Llámalo indigestión. Todo lo que sé es que aún no eran las once de la noche cuando entré a la cocina para darle cuerda al reloj -siempre le doy cuerda de noche- y me dije: “No puedo irme a la cama a esta hora”. Pero lo hice. Quizás era demasiado temprano, porque no pude dormir. Continúe dando vueltas en la cama preocupado... ya no recuerdo por qué. Lo que debía hacer es levantarme, trabajar, leer un libro o mirar alguna película por televisión... pero no pude hacerlo, simplemente. De modo que decidí quedarme en cama.
—¿Por qué? —preguntó Avalon.
—No sé. Parecía importante en ese momento. ¡Dios mío, qué bien recuerdo esa noche! No podía dejar de pensar que quizá dormiría hasta tarde porque no dormía en ese momento y sabía que no podría dormir. Quizá me haya dormido alrededor de las cuatro, pero a las ocho estaba despierto y me bajé de la cama para hacerme el desayuno. Fue otro día de sol. Templado y fresco, pero uno sentía que tendría todo el sol de un día de primavera sin el calor del verano. ¿Saben? A veces me duele no haber querido a Marge más de lo que la quise. Quiero decir, nos entendíamos bien, pero no había lazos estrechos entre nosotros. Juro que los visitaba más con el propósito de estar con Alex que con ella. Y en ese momento recibí una llamada.
—¿Una llamada telefónica? —preguntó Halsted.
—Sí. A las ocho de la mañana del domingo. ¿Quién llama a esa hora a menos que sepa que el estúpido está levantado a las ocho como siempre? Si hubiese estado durmiendo y la llamada me hubiese despertado y yo hubiera gruñido por teléfono, todo habría sido diferente.
—¿Quién era? —preguntó Drake.
—Alex. Me preguntó si me había despertado. Sabía que no, pero supongo que se sentía culpable por llamar tan temprano. Me preguntó si sabía qué hora era. Miré el reloj y le dije: “Son las ocho y nueve minutos. Por supuesto que estoy despierto”. Me sentía un poco orgulloso, ¿entienden? Y entonces me preguntó si podía venir, porque había tenido una pelea con Marge y había salido del departamento con un portazo y no quería volver hasta que ella se hubiese calmado... Les diré que me alegro de no haberme casado. En todo caso, si simplemente le hubiese dicho que no, que había pasado una mala noche y que necesitaba dormir y no quería visitas, él habría regresado a su departamento. No tenía otro lugar a dónde ir, y entonces nada hubiera sucedido. Pero no, Mario “corazón de oro” estaba tan orgulloso de ser madrugador que dijo: “Ven y nos prepararemos un café con huevos”, porque sabía que Marge no era de las que sirven desayuno los domingos temprano y suponía que Alex no había comido. De manera que él llegó a los diez minutos ya las ocho y media ya le había servido un plato de huevos revueltos con jamón mientras Marge estaba sola en el departamento esperando a los asesinos.
—¿Le dijo tu cuñado a su mujer a dónde iba? —inquirió Trumbull.
—No creo —dijo Gonzalo—. Supuse que no. Me imagino que lo que sucedió es que él salió en un arrebato de furia sin saber adonde iba. Entonces pensó en mí. Incluso, aunque supiese que iría a visitarme, pudo no habérselo dicho. Debe de haber pensado: “La dejaré que se preocupe”.
—De modo —dijo Trumbull— que entonces llegaron esos toxicómanos y, quizá cuando intentaron abrir la puerta, ella haya pensado que era Alex que regresaba y les abrió. Apuesto a que la cerradura no estaba forzada.
—No, no lo estaba —dijo Gonzalo.
—¿No es extraño que un toxicómano elija un domingo por la mañana para hacer sus incursiones? —preguntó Drake.
—Mira —dijo Rubin—, lo hacen a cualquier hora. La desesperación por las drogas no sabe de horarios.
—¿Por qué fue la pelea? —preguntó repentinamente Avalon—. Me refiero a la de Marge y Alex.
—¡Oh, no sé! Alex debe de haber hecho algo en el trabajo que pudo haber causado una mala impresión, y eso Marge no podía soportarlo. Ni siquiera sé qué fue; pero fuese lo que fuere, debió de haberla herido en su orgullo por él y estaría resentida. El problema es que Alex nunca aprendió a dejar que ella se calmara sola. Cuando éramos chicos yo lo hacía siempre. Solía decirle: “Sí, Marge; sí, Marge”, y entonces se calmaba. Pero Alex siempre intentaba defenderse y entonces las cosas se ponían peor. Esa vez, la pelea debió de haber durado toda la noche... Por supuesto, ahora él dice que si no hubiese transformado la pelea en una batalla, no habría salido del departamento y entonces nada habría sucedido.
—Estaba escrito —sentenció Avalon—. Lamentarse por la leche derramada no sirve para nada.
—Sí, claro. Pero ¿cómo no lamentarse, Jeff? El caso es que ellos pasaron una mala noche y yo pasé una mala noche. Fue como si hubiera habido algún tipo de comunicación telepática.
—¡Oh, cuentos! —exclamó Rubin.
—Eran mellizos —recordó Gonzalo a la defensiva.
—Sólo mellizos de nacimiento —dijo Rubin—. A menos que tú ocultes ser una niñita bajo toda esa ropa...
—¿De modo que...?
—Que sólo los mellizos idénticos, aparentemente, tienen esa afinidad telepática. Pero estos son cuentos, también.
—En todo caso —continuó Gonzalo—, Alex vino y desayuné con él, aunque no comió mucho. Más bien se lamentó de sus problemas con Marge, de lo dura que ella era con él a veces, y yo simpaticé y le dije: “Mira, ¿por qué le das tanta importancia? Es una buena chica si no la tomas tan en serio”. Ustedes saben todas las cosas que se dicen cuando uno quiere consolar a alguien. Supuse que en un par de horas se habría desahogado, que volvería a su casa y se reconciliaría, y yo podría irme al parque o quizás a la cama. Pero lo que sucedió en un par de horas fue que el teléfono volvió a sonar y era la policía.
—¿Cómo sabían dónde encontrar a Alex? —preguntó Halsted.
—No sabían. Me llamaban a mí. Yo era su hermano. Alex y yo fuimos a identificar el cadáver. Durante unos instantes, Alex pareció un muerto. No era sólo el hecho de que ella hubiera sido asesinada. Después de todo, él había tenido una pelea con ella y los vecinos debieron de haber oído. Ahora estaba muerta y del primero que se sospecha es del marido. Por supuesto que lo interrogaron y él confesó lo de la pelea, haber dejado el departamento para venir a mi casa... Todo.
—Debe de haber sonado como una gran mentira —dijo Rubin.
—Yo corroboré el hecho de que él se hallaba en mi casa. Dije que había llegado alrededor de las ocho y veinte, ocho y veinticinco, quizás, y que desde entonces no se había movido de allí. Y el asesinato había tenido lugar a las nueve.
—¿Quieres decir que hubo testigos? —preguntó Drake.
—No, ¡maldita sea! Pero hubo ruidos. La gente del departamento de abajo oyó. Los del departamento de enfrente oyeron. Muebles que caían, un grito. Ninguno vio a nadie, por supuesto; ninguno vio nada. Todo el mundo le echó llave a la puerta y se quedó donde estaba. Pero oyeron los ruidos y eran cerca de las nueve. Todos coincidieron en eso. Esto bastó, en lo que se refiere a la policía. En ese barrio, si no es el marido es algún ratero, probablemente un toxicómano. Alex y yo salimos y él se emborrachó. Yo me quedé con él porque no estaba en condiciones de quedarse solo, y ahí termina la historia.
—¿Sueles ver a Alex, ahora? —preguntó Trumbull.
—De vez en cuando. Le presto algunos dólares, a veces. Ni espero que me los devuelva. Dejó su empleo una semana después que Marge fue asesinada. No creo que haya vuelto a trabajar desde entonces. Lo destruyó, simplemente... porque se culpa a sí mismo, como dije. ¿Por qué tuvo que discutir con ella? ¿Por qué tuvo que salir del departamento? ¿Por qué tuvo que venir a mi casa? De todos modos, ésa es la historia. Un asesinato, pero sin misterio.
Hubo silencio por unos momentos y luego Halsted dijo:
—¿Te importaría, Mario, si especulamos solamente por... por...?
—¿Solamente para entretenernos? —preguntó Mario—. Por supuesto que no. Adelante, háganlo. Si tienen alguna pregunta trataré de contestarla lo mejor que pueda, pero en lo que se refiere al asesinato mismo no hay nada que decir.
—Tú ves —dijo Halsted un poco embarazado—. Nadie vio a nadie. Sólo se supone que entraron toxicómanos anónimos y la asesinaron. Alguien puede haberla matado por una razón mejor, sabiendo que culparían a algún toxicómano y que él se salvaría. O ella..., quizá.
—¿Quién es ese alguien? —preguntó Mario, escéptico.
—¿No tenía enemigos? ¿No poseía dinero que alguien quisiera robarle? —inquirió a su vez Halsted.
—¿Dinero? Lo que tenía estaba en el banco. Pasó a Alex, por supuesto. Era de él, para comenzar. Todos los bienes los tenían en común.
—¿Y si hubiera sido por celos? —dijo Avalon—. Quizás ella tuviese un amante. O él. Quizás esa fuera la razón de la pelea.
—¿Y que él la haya asesinado? —dijo Gonzalo—. El hecho es que él se hallaba en mi departamento en el momento en que la mataron.
—No necesariamente él. Supongamos que fuera su amante, o la amante de él. Él, porque ella intentara romper la relación. Ella, porque quisiera casarse con tu cuñado.
Mario sacudió la cabeza.
—Marge no era una mujer fatal precisamente. Siempre me sorprendió que lograra atrapar a Alex. En realidad, quizá no lo logró.
—¿Se quejaba Alex de eso? —preguntó Trumbull con repentino interés.
—No, pero tampoco él es lo que se dice un gran amante. Hace tres años que es viudo y podría jurar que no tiene una mujer. Ni un hombre tampoco... antes que imaginen eso.
—Espera —dijo Rubin—, aún no sabes realmente por qué fue la pelea. Dijiste que fue por algo que sucedió en su trabajo. ¿Te contó él lo que había sucedido, en realidad, y simplemente te olvidaste, o nunca te lo dijo?
—No entró en detalles y yo no le pregunté. No era cosa mía.
—Muy bien —dijo Rubin—, ¿qué tal esto? La pelea fue por algo importante en el trabajo. Quizás Alex haya robado cincuenta mil dólares y Marge estuviera enojada, y de ahí la discusión. O, quizá, que Marge lo haya impulsado a robar y él se hubiese arrepentido. O, quizás, que alguien supiese que los cincuenta mil dólares estaban en la casa y que ese alguien la haya matado y se los haya llevado, y Alex no se atreva a mencionarlo.
—¿Quién es ese alguien? —preguntó Gonzalo—. ¿Cuál robo? Alex no es el tipo.
—Me parece haber oído eso antes —entonó Drake.
—Puede ser, pero no es el tipo. Y si lo hubiera hecho, la firma para la que él trabajaba no se habría quedado callada. No tiene sentido.
—¿Y si se tratara de esas peleas internas que ocurren siempre en los edificios de departamentos? —dijo Trumbull—. Ya saben a qué me refiero: esos duelos a muerte entre inquilinos. ¿No habría alguien que la odiara y que finalmente se las cobrara todas juntas?
—¡Diablos, si hubiera habido algo tan serio, yo lo habría sabido! Marge nunca se guardaba esas cosas.
—¿No podría ser un suicidio? —inquirió Drake—. Después de todo, su marido la había dejado. Quizá le dijo que no volvería nunca más y ella se desesperó... y en un arrebato de depresión irracional se mató.
—Es cierto que el arma fue el cuchillo de la cocina —dijo Gonzalo—, pero Marge no era de las que se suicidan. Podía matar a alguien, pero no matarse ella. Además, ¿de dónde aquella lucha y el grito si se hubiese suicidado?
—En primer lugar —prosiguió Drake—, los muebles pudieron haberse caído durante la discusión con su marido. En segundo lugar, ella pudo simular un homicidio para meterlo en complicaciones. “La venganza será mía”, pudo haber pensado la ofendida mujer.
—¡Por favor! —dijo Gonzalo despectivamente—. Marge jamás habría podido hacer eso en toda su vida.
—Mira —dijo Drake—, en realidad uno no conoce mucho a los demás... aunque se trate de su mellizo.
—No vas a hacerme creer eso...
—No sé por qué estamos perdiendo el tiempo —intervino Trumbull—. ¿Por qué no le preguntamos al experto...? ¡Henry!
La expresión de Henry no reflejaba más que un amable interés.
—¿Sí, Sr. Trumbull? —dijo.
—¿Por qué no nos informas? ¿Quién mató a la hermana del Sr. Gonzalo?
Henry alzó las cejas levemente.
—No me considero un experto, Sr. Trumbull, pero debo decir que todas las sugerencias hechas por los caballeros reunidos en esta mesa, incluyendo la suya, son extremadamente improbables. Mi opinión es que la policía está perfectamente en lo cierto, y que si en este caso el marido no lo hizo, entonces fueron los ladrones. Y en esta época, uno debe suponer que esos ladrones hayan sido toxicómanos desesperados por obtener dinero o algo que poder convertir en dinero.
—Me decepcionas, Henry —dijo Trumbull. Henry sonrió ligeramente.
—Está bien —dijo Halsted—. Supongo que será mejor que suspendamos esto, después de haber decidido quién hará de anfitrión la próxima vez. Y me parece que será mejor volver a tener invitados. Este plan mío no funcionó muy bien.
—Siento no haber podido ofrecerles algo mejor, muchachos —dijo Gonzalo.
—No quise decir eso, Mario —se apresuró a decir Halsted.
—Ya lo sé. Bueno, olvidémoslo.
Ya se marchaban, con Gonzalo cerrando la fila, cuando un ligero golpecito en el hombro de éste hizo que se volviera.
—¿Podría verlo en privado, Sr. Gonzalo, sin que los demás lo sepan? —preguntó Henry—. Es bastante importante.
Gonzalo lo miró fijamente un momento y dijo:
—Muy bien, saldré a despedirme de ellos, tomaré un taxi y volveré dentro de un rato.
Al cabo de diez minutos regresó.
—¿Se trata de algo sobre mi hermana, Henry?
—Me temo que sí, señor. Pensé que sería mejor hablar en privado con usted.
—Está bien. Volvamos al comedor. Está vacío, ahora.
—Mejor que no, señor. Todo lo que allí se dice no debe ser repetido afuera y no deseo hablar en secreto. No me importa guardar silencio sobre delitos triviales, pero un asesinato es algo totalmente diferente. Por aquí hay un rincón donde podemos estar.
Fueron juntos al lugar indicado. Era tarde y el restaurante estaba prácticamente vacío.
—Escuché su relato y quisiera su autorización para repetir algunos hechos solamente, para asegurarme de que los entendí bien —dijo Henry en voz baja.
—Por supuesto, adelante.
—Según lo que entendí, un sábado a fines de abril, usted se sintió inquieto y se acostó antes del noticiario de las once.
—Sí, justo antes del noticiario de las once.
—Y no escuchó las noticias.
—Ni siquiera los titulares.
—Y esa noche, aunque no podía dormir, no se levantó. No fue al baño ni a la cocina.
—No, no lo hice.
—Y luego usted se despertó exactamente a la hora en que lo hace siempre.
—Así es.
—Bien; mire usted, Sr. Gonzalo: eso es lo que me molesta. Una persona que se despierta todas las mañanas exactamente a la misma hora, gracias a algún tipo de reloj biológico en su interior, se despierta a una hora equivocada dos veces al año.
—¿Qué?
—Dos veces al año, señor, los relojes comunes son alterados: una vez para adelantarlos, otra para atrasarlos. Pero el ritmo biológico no cambia repentinamente. El último domingo de abril, Sr. Gonzalo, los relojes se adelantan en este Estado. A la una de la madrugada del domingo se los adelanta una hora. Si usted hubiera escuchado el noticiario de las once le habrían recordado esto. Pero en cambio le dio cuerda a su reloj antes de las once de la noche y no mencionó haberlo ajustado al cambio. Después se acostó y no lo volvió a tocar durante la noche. Cuando usted despertó a las ocho de la mañana, el reloj debió haber marcado las nueve. ¿No es así?
—¡Dios mío! —dijo Gonzalo.
—Usted salió después que la policía llamó y no regresó hasta varios días más tarde. Cuando usted volvió, el reloj se había detenido, por supuesto. Usted no tenía cómo saber que estaba atrasado en una hora cuando se paró. Usted lo puso a la hora correcta y nunca supo la diferencia.
—Nunca pensé en eso, pero tiene toda la razón.
—La policía debió de pensar, pero es muy común en estos días descartar los crímenes de violencia habituales como obras de toxicómanos. Usted le proporcionó la coartada a su cuñado y ellos siguieron el camino más fácil.
—¿Quieres decir que él...?
—Es posible, señor. Habrán luchado y él la mató a las nueve de la mañana, como indican las declaraciones de los vecinos. Dudo que haya sido premeditado. Entonces, en su desesperación, debe de haber pensado en usted... y fue bastante astuto de su parte. Lo llamó y le preguntó qué hora era. Cuando usted dijo “las ocho y nueve minutos”, él se dio cuenta de que usted no había adelantado el reloj y se apresuró a ir hasta allá. Si usted hubiera dicho las nueve y nueve, habría tratado de salir de la ciudad.
—Pero Henry, ¿por qué lo habrá hecho?
—Es difícil decirlo en las parejas casadas, señor. Su hermana pudo haber tenido aspiraciones demasiado altas. Usted dijo que ella desaprobaba su modo de vida, por ejemplo, y probablemente lo demostraba, lo suficiente por lo menos como para que usted no la quisiera mucho. Debe de haber desaprobado la vida de su marido, también, tal como él era antes de casarse con ella. Él no tenía rumbo fijo, por lo que usted dijo. Ella hizo de él un empleado respetable y trabajador, y es posible que a él no le haya gustado eso. Cuando por fin explotó y la mató, volvió a su antigua vida. Usted cree que lo hace por desesperación, pero puede ser que no sienta más que alivio.
—Bueno... ¿Qué hacemos?
—No sé, señor. Sería algo difícil de probar. ¿Podría usted recordar, realmente, después de tres años, si adelantó el reloj o no? Un buen abogado defensor podría hacerlo pedazos. Por otro lado, puede ser que su cuñado no resista y confiese si usted lo enfrenta. Usted tendrá que decidir si recurre a la policía o no.
—¿Yo? —dijo Gonzalo dubitativamente.
—Era su hermana, señor —dijo Henry suavemente.
EL FACTOR MÁS EVIDENTE
Thomas Trumbull echó una mirada alrededor de la mesa y dijo con cierta satisfacción:
—Bien, por lo menos SU retrato no pasará al olvido, Voss. Nuestro artista residente no se encuentra aquí... ¡Henry!
—No, señor —repuso éste tranquilamente. Geoffrey Avalon iba por la mitad de su segunda copa, y mientras la agitaba distraídamente dijo:
—Después de la historia del asesinato de su hermana, pudiera ser que...
Sin completar la frase puso su copa cuidadosamente frente al asiento que iba a ocupar. El banquete mensual de los Viudos Negros estaba apunto de comenzar.
Trumbull, quien oficiaba de anfitrión, ocupó el sillón ala cabecera de la mesa y dijo:
—¿Conoces ya los nombres de todos, Voss? A mi izquierda está James Drake. Es químico, pero sabe más de literatura barata que de química, lo que no es mucho. Después, Geoffrey Avalon -un abogado que nunca pisó la sala de los tribunales-; Emmanuel Rubin -que suele escribir entre conversación y conversación, es decir casi nunca-, y Roger Halsted... Roger, ¿no nos harás sufrir con una de tus estrofas esta noche, o sí?
—¿Una estrofa? —dijo el invitado de Trumbull, hablando por primera vez. Era una voz agradable, aguda y sin embargo rica en inflexiones, que pronunciaba las consonantes cuidadosamente. Usaba una barba blanca, recortada elegantemente, que le cubría el mentón y las mejillas, y su cabello era blanco, también. Un rostro juvenil brillaba en medio de esa barrera blanca—. ¿Un poeta, entonces?
—¡Poeta! —resopló Trumbull—. Ni siquiera un matemático, que es lo que él afirma ser. Insiste en escribir una quintilla por cada canto de la Ilíada.
—Y de la Odisea —agregó Halsted con voz tímida y apresurada—. Sí, tengo mi nueva estrofa.
—¡Muy bien! La petición no ha lugar —dijo Trumbull—. No la podrás leer. Es mi privilegio como anfitrión.
—¡Oh, por amor de Dios! —rogó Avalon mientras la desilusión se pintaba en su rostro fino y bien conservado—. Déjenlo recitar al pobrecito. Le lleva sólo treinta segundos y yo lo encuentro divertido.
Trumbull hizo como si no lo hubiese oído.
—¿Todos ustedes conocen a mi invitado? El Dr. Voss Eldridge. Es doctor en filosofía. También Drake lo es, Voss, aunque todos nosotros somos doctores por el hecho de ser miembros de los Viudos Negros.
Alzando su copa, recitó el brindis ritual al Viejo King Cole y la comida dio comienzo oficialmente.
Halsted, quien había estado susurrando algo en el oído de Drake, le alcanzó un papel. Drake se levantó y recitó:
Entonces un licio con acierto raro
dispara una flecha por Zeus enviada.
¿Quién confiará en los Troyanos
si la astucia traidora de Pándaro
da fin a la tregua recién proclamada?
—¡Maldición! —exclamó Trumbull—. Ordené que no se leyera.
—Que yo no la leyera —dijo Halsted—. La leyó Drake.
—Es una desilusión no tener a Mario aquí —dijo Avalon—. Preguntaría qué significa.
—Adelante, Jeff —dijo Rubin—. Fingiré que no entiendo y tú me explicas.
Pero Avalon mantuvo un silencio digno mientras Henry servía la entrada y Rubin la miraba fijamente con su habitual desconfianza.
—Detesto las cosas que están tan molidas y nadando en salsa que no se puede saber de qué están hechas —dijo.
—Creo que lo hallará muy sano —dijo Henry.
—Y ya conoces la honradez de Henry —intervino Drake—. Si él dice que es sano, no le haría mal a una mosca.
—Pruébalo; te va a gustar —dijo Avalon.
Rubin lo probó, pero por su expresión no dio señales de aprobar. Según notaron más tarde, sin embargo, no había dejado nada en el plato.
—¿Hay necesidad de explicar esos versos, Dr. Avalon? ¿Tienen un doble sentido? —preguntó el Dr. Eldridge.
—No, en absoluto; y, por favor, no me llame doctor. Eso es sólo para las ocasiones formales, aunque es muy amable de su parte respetar la idiosincrasia del club. Es sólo que Mario nunca leyó la Ilíada; pocos lo hacen en la actualidad.
—Pándaro, según recuerdo, era un mensajero, un intermediario, y de ahí viene el verbo “alcahuetar”. Supongo que esa es “la astucia traidora” que usted menciona en su quintilla.
—¡Oh, no, no! —dijo Avalon, sin conseguir ocultar su deleite—. Usted se refiere al cuento medieval que Shakespeare escribió sobre Troilo y Cresida. En esa obra, Pándaro era un mediador. En la Ilíada era simplemente un arquero licio que le disparó a Menelao durante una tregua. Esa fue la astucia traidora. Muere en el próximo libro a manos de Diomedes, un guerrero griego.
—¡Oh! —dijo Eldridge, sonriendo débilmente—. Es fácil equivocarse, ¿no es cierto?
—Sólo si uno se fija —dijo Rubin, pero no pudo evitar una sonrisa cuando llegó el asado. En eso no había equivocación posible respecto a la naturaleza de los ingredientes. Enmantequilló un bollo y lo comió lentamente como dándose tiempo para contemplar la belleza de la carne.
—En realidad —dijo Halsted—, hemos solucionado más de un misterio en las últimas reuniones. Lo hemos hecho bastante bien.
—Lo hicimos pésimamente —dijo Trumbull—. Henry es quien lo hizo bien.
—Cuando digo “nosotros” incluyo a Henry —dijo Halsted, sonrojándose.
—¿Henry? —preguntó Eldridge.
—Nuestro estimado mozo —dijo Trumbull— y miembro honorario de los Viudos Negros.
Henry, que estaba llenando las copas de agua, dijo:
—Sus palabras son un gran honor para mí, señor.
—¡Qué honor ni qué nada! Yo no vendría a ninguna de las reuniones si usted no sirviera la mesa, Henry.
—Muy amable de su parte, señor.
Eldridge permaneció callado y pensativo de ahí en adelante, mientras seguía el hilo de la conversación que, como siempre, aumentaba gradualmente. Drake estaba haciendo cierta intrincada diferenciación entre el Agente Secreto X y el Operador 5, y Rubin -por alguna razón que sólo él conocía- se la discutía.
Drake, que nunca alzaba su voz levemente ronca, dijo:
—El Operador 5 puede haber usado disfraces. No voy a negar eso. Pero “el hombre de las mil caras” era el Agente Secreto X, sin embargo. Puedo enviarte una copia Xerox de la página de una revista de mi biblioteca para probártelo —dijo, y lo anotó en su agenda.
Rubin, oliendo su derrota, cambió su posición en seguida.
—El disfraz, como tal, no existe, de todos modos. Hay un millón de cosas que nadie puede disfrazar: la idiosincrasia de la postura, del modo de caminar, de la voz; un millón de hábitos que uno no puede cambiar porque ni siquiera sabe que los tiene. El disfraz funciona sólo porque nadie mira.
—La gente se engaña a sí misma, en otras palabras —dijo Eldridge interrumpiendo.
—Totalmente —dijo Rubin—. La gente quiere engañarse.
Se sirvió el postre helado y no mucho después Trumbull golpeó su copa de agua con una cuchara.
—Ha llegado el momento de la Inquisición —dijo—. Como Gran Inquisidor cedo mi puesto, ya que soy el anfitrión. Manny, ¿quieres hacer los honores del caso?
—Dr. Eldridge, ¿cómo justifica su existencia? —preguntó Rubin de inmediato.
—Por el hecho de trabajar para distinguir la verdad del error.
—¿Considera que tiene éxito en eso?
—No tan a menudo como quisiera, quizá. Pero, sin embargo, lo mismo que la mayoría. Distinguir la verdad del error es un deseo común; todos intentan hacerlo. Mi interpretación de la hazaña de Pándaro en los versos de Halsted fue errónea y Avalon me corrigió. Usted afirmó que el concepto común sobre el disfraz es erróneo y lo corrigió. Cuando encuentro un error, intento corregirlo si puedo. No siempre es fácil.
—¿En qué forma se expresa esa corrección de lo erróneo, Eldridge? ¿Cómo describiría usted su profesión?
—Soy profesor de Psicología Anormal —dijo Eldridge.
—¿Dónde...? —comenzó a decir Rubin, pero Avalon lo interrumpió con su voz profunda.
—Un momento, Manny. Lo siento, pero esto me huele a una evasiva. Le preguntaste al Dr. Eldridge por su profesión y él te contestó con un título... ¿Qué es lo que usted hace, Dr. Eldridge, para ocupar la mayor parte de su tiempo?
—Investigo fenómenos parapsicológicos —dijo Eldridge.
—¡Dios mío! —musitó Drake, y apagó su cigarrillo.
—¿No merece su aprobación, señor? —inquirió Eldridge, pero no se veía en él ninguna señal de molestia. Luego se volvió hacia Henry y agregó con perfecta calma—: No, gracias. No quiero más café.
Henry se volvió hacia Rubin, quien sostenía su taza en el aire para mostrar que estaba vacía.
—No es cuestión de aprobar o desaprobar —dijo Drake—. Creo que está perdiendo el tiempo.
—¿De qué manera?
—¿Usted investiga la telepatía, la precognición, cosas por el estilo?
—Sí. Y fantasmas y fenómenos espirituales, también.
—Muy bien. ¿Alguna vez se encontró con algo que no pudiera explicar?
—¿Explicar de qué modo? Podría explicar un fantasma diciendo: “Sí, ése es un fantasma”. Supongo que no es eso lo que quiere usted decir.
Rubin lo interrumpió.
—Detesto estar de parte de Drake, ahora; pero él quiere decir, como usted bien sabe, si alguna vez se ha encontrado con algún fenómeno que no pudiera explicar con las prosaicas leyes científicas aceptadas.
—Me he encontrado con muchos fenómenos de ese tipo.
—¿Que usted no podía explicarse? —preguntó Halsted.
—Que no podía explicarme. No pasa un mes sin que aparezca algo sobre mi escritorio que no puedo explicar —dijo Eldridge, asintiendo con la cabeza amablemente.
Hubo un corto silencio de desaprobación palpable y luego Avalon dijo:
—¿Quiere decir con eso que creen en tales fenómenos psíquicos?
—Si lo que usted quiere decir es si yo creo que suceden cosas que violan las leyes de la física... ¡No! Si yo creo, sin embargo, que conozco todo lo que puede saberse sobre las leyes de la física, también no. Y si yo creo que alguien sabe todo lo que puede saberse sobre las leyes de la física, no, por tercera vez.
—Esa es una evasiva —dijo Drake—. ¿Tiene usted alguna evidencia de que exista la telepatía, por ejemplo, y que las leyes de la física, tal como están actualmente aceptadas, tengan que ser modificadas de acuerdo con ella?
—No estoy preparado para afirmar tanto. Bien sé que incluso en las historias más minuciosas hay equivocaciones de buena fe, exageraciones, malas interpretaciones, mentiras deliberadas. Y, sin embargo, aun teniendo en cuenta todo esto, me encuentro con incidentes que no puedo permitirme descartar —Eldridge sacudió la cabeza y continuó—: No es fácil el trabajo que yo hago. Existen algunos incidentes para los cuales ninguna de las explicaciones normales parece servir; en los que la evidencia de algo totalmente fuera de las leyes conocidas que gobiernan el universo parece irrefutable. Parecería que debo aceptarlo... y, sin embargo, dudo. ¿Es posible que esté frente a una mentira tan hábilmente urdida, aun error tan diestramente escondido, que tome por un hecho lo que no es más que tontería? Puedo engañarme, tal como Rubin señaló.
—Manny diría que usted quiere engañarse —dijo Trumbull.
—Quizá quiera. Todos deseamos que algunas cosas insólitas sean realidad. Deseamos poder formular deseos y que se nos concedan, tener extraños poderes, ser irresistibles para las mujeres... y para nuestros adentros conspiramos para creer en tales cosas, por mucho que defendamos la más absoluta racionalidad.
—Yo no —dijo Rubin decididamente—. Nunca me he engañado a mí mismo en mi vida.
—¿No? —preguntó Eldridge, y lo miró pensativamente—. ¿Supongo que se negará entonces a creer en la existencia real de los fenómenos parapsicológicos bajo cualquier circunstancia?
—Yo no diría eso —dijo Rubin—, pero necesitaría algunas evidencias bastante buenas; mejores que las que hasta el momento me han presentado.
—¿Y el resto de ustedes, caballeros?
—Somos todos racionalistas —dijo Drake—. No sé si Mario también, pero él no está aquí esta noche.
—¿Tú también, Tom?
La cara de Trumbull, llena de surcos, se abrió en una torva sonrisa.
—Nunca me han convencido tus cuentos, Voss. No creo que puedan convencerme ahora.
—Nunca te conté cuentos que me convencieran a mí, Tom... Pero ahora tengo uno, algo que nunca te conté y que nadie conoce fuera de mi departamento de investigaciones. Puedo contarlo, y si descubren alguna explicación que no requiera un cambio de la visión científica fundamental sobre el universo, me sentiré muy aliviado.
—¿Una historia de fantasmas? —dijo Eldridge—. Es simplemente una historia que desafía el principio de causa y efecto, la piedra angular sobre la que reposa toda la ciencia. Para decirlo de otro modo, desafía el concepto del transcurso irreversible del tiempo.
—En realidad —dijo Rubin en seguida— es bastante posible, en el nivel subatómico, considerar al tiempo en ambas...
—¡Cállate, Manny —dijo Trumbull—, y deja hablar a Voss!
Silenciosamente, Henry había colocado el coñac frente a cada uno de los comensales. Eldridge tomó su copa distraídamente y la olió. Luego hizo un gesto de asentimiento en dirección a Henry, quien le devolvió una leve sonrisa de cortesía.
—Es extraño —dijo Eldridge—, pero muchos de los que afirman tener poderes extraños -o que hacen que otros lo afirmen por ellos-, son mujeres jóvenes que no poseen una educación especial, ninguna presencia, ninguna inteligencia en particular. Es como si la existencia de un talento especial hubiera consumido lo que de otro modo estaría distribuido entre las facetas más comunes de la personalidad. Quizá sea más notorio precisamente en las mujeres. Pero, sea como fuere, voy a referirme a alguien a quien por el momento llamaré Mary a secas. Comprenderán que éste no es su nombre verdadero. La mujer está todavía bajo investigación y sería fatal, en mi opinión, llamar la atención sobre el caso. ¿Me entienden?
Trumbull frunció el ceño con severidad.
—Vamos, Voss, ya sabes que te dije que nada de lo que aquí se dice se repite fuera de los límites de estas paredes. No necesitas cuidarte.
—Suelen suceder accidentes —dijo Eldridge tranquilamente—. Pero, permítanme volver a Mary. Nunca terminó la escuela primaría y el poco dinero que ha podido ganar lo ha hecho trabajando detrás del mostrador de una tienda de autoservicio. No es atractiva y nadie podría raptarla del mostrador, lo que quizá sea preferible, ya que es útil allí y trabaja bien. Puede ser que ustedes no piensen así, dado que no es capaz de sumar correctamente. Además le asaltan dolores de cabeza que no le permiten hacer nada y durante los cuales suele sentarse en un cuarto posterior y molestar a las otras empleadas musitando para sí cosas sin sentido y, en cierto modo, malignas. Sin embargo, la tienda no la dejaría ir por nada del mundo.
—¿Por qué no? —preguntó Rubin parapetándose a ojos vistas en su escepticismo a cada momento.
—Porque ella percibe a los rateros de tiendas, los cuales, como ustedes saben, en estos tiempos causan enormes pérdidas por medio de miles de pequeños robos. No es que Mary sea de algún modo hábil o que tenga un ojo especial o los persiga incansablemente. Simplemente reconoce al ratero, sea hombre o mujer, cuando entra en la tienda, aunque nunca haya visto a la persona y aunque en realidad no la vea entrar siquiera. Al principio los seguía personalmente breves instantes, y luego se ponía histérica y comenzaba sus balbuceos. El gerente de la tienda terminó por relacionar las dos cosas: la conducta característica de Mary y los robos en la tienda. Comenzó a observar primero a uno, luego al otro y no le llevó mucho tiempo descubrir que ella nunca se equivocaba. Las pérdidas se redujeron rápidamente casi a cero en esa tienda, a pesar de hallarse en un barrio de mala reputación. El gerente, por supuesto, recibió felicitaciones. Probablemente haya sido él el responsable de que nadie supiera la verdad, por miedo a que le quitaran a Mary. Pero creo que luego terminó por asustarse. Mary señaló a un ratero que no era ratero, pero que más tarde apareció mezclado en un incidente con armas de fuego. El gerente había leído algo sobre el trabajo que mi departamento desarrolla y acudió a nosotros. Terminó por traernos a Mary. Logramos que ella viniera regularmente a la universidad. Le pagamos, por supuesto. No mucho, pero tampoco pedía mucho. Era una chica más bien desagradable, nada brillante, de casi veinte años, recelosa de hablar y describir lo que le pasaba por la mente. Supongo que durante toda su infancia le habían sacado sus rarezas a golpes y había aprendido a ser cauta.
—¿Nos quiere decir que tiene el don de la precognición? —preguntó Drake.
—Dado que precognición es el término latino que significa “ver cosas antes que sucedan”, y ya que ella ve cosas antes que sucedan, ¿cómo hacer para describirlo de otro modo? Ella ve solamente cosas desagradables, cosas que la trastornan o la asustan, lo que, según me imagino, debe de hacer que su vida sea un infierno. Es esa cualidad de ponerse alterada o de sentir miedo la que rompe la barrera del tiempo.
—Examinemos nuestras condiciones básicas —expresó Halsted—. ¿Qué es lo que presiente? ¿A qué distancia en el tiempo ve cosas? ¿A qué distancia en el espacio?
—Nunca pudimos lograr que hiciera mucho por nosotros —dijo Eldridge—. No puede utilizar sus facultades a voluntad y con nosotros nunca pudo relajarse. Por lo que el gerente nos contó, y por lo que pudimos averiguar, parecería que nunca puede detectar algo con más de algunos minutos de anterioridad. Media hora o una hora, cuando mucho.
Rubin resopló.
—Unos pocos minutos —dijo Eldridge amablemente— son tan válidos como un siglo. El principio es el mismo. Rompen con la ley de causa y efecto y revierten el decurso del tiempo. Y en cuanto al espacio, parece no haber límites. Según ella lo describió cuando pude lograr que dijera algo, y según lo que yo interpreté por sus palabras torpes e incoherentes, el trasfondo de su mente es una constante fluctuación de formas aterradoras. De vez en cuando eso se ilumina como por el resplandor de un relámpago y ella ve, o toma conciencia. Ve más claramente lo que está cerca o lo que le preocupa más: los robos en la tienda, por ejemplo. Ocasionalmente, sin embargo, ve lo que está sucediendo más lejos. Mientras más grande el desastre, más lejos puede ver. Sospecho que sería capaz de detectar una bomba nuclear que se prepara a explotar en cualquier parte del mundo.
—Me imagino que ella habla en forma incoherente —intervino Rubin— y que usted completa el resto. La historia está llena de profetas en trance cuyos balbuceos son interpretados como sabiduría.
—Concuerdo con eso —dijo Eldridge— y no presto atención, por lo menos no mucha, a lo que no está claro. Ni siquiera les otorgo mucha importancia a sus hazañas con los rateros. Tal vez sea lo suficientemente sensible como para detectar la forma característica en que los rateros miran y se paran, alguna aura, algún olor... Es decir las cosas a las que usted se refería, Rubin, cuando mencionó cosas que no pueden disfrazarse. Pero...
—¿Pero? —lo apremió Halsted.
—Un momento —dijo Eldridge—. ¡Eh, Henry! ¿Podría servirme un poco de café, después de todo?
—Por supuesto —dijo Henry. Eldridge observó cómo el café llenaba la taza.
—¿Cuál es su actitud frente a los fenómenos psíquicos, Henry?
—No tengo una actitud general, señor —admitió Henry—. Acepto lo que me parece que debo aceptar.
—¡Bien! —dijo Eldridge—. Confiaré en usted y no en estos racionalistas llenos de prejuicios que tengo aquí.
—Continúe, entonces —dijo Drake—. Usted se detuvo justo en el momento culminante para despistarnos.
—¡Jamás! —dijo Eldridge—. Estaba diciendo que no tomaba a Mary seriamente, hasta que un día, de pronto, comenzó a retorcerse, a jadear ya musitar por lo bajo. Hace eso de vez en cuando, pero en esa ocasión susurraba: “¡Eldridge! ¡Eldridge!”, y la palabra se hacía cada vez más aguda. Supuse que me estaba llamando, pero no. Cuando le contesté, me ignoró. Una vez tras otra; lo mismo, “¡Eldridge! ¡Eldridge!” Entonces comenzó a gritar “¡Fuego! ¡Oh, Dios mío! ¡Se está quemando! ¡Socorro! ¡Eldridge! ¡Eldridge!", repetidas veces, con todo tipo de variaciones. Estuvo así durante media hora. Intentamos ver si tenía algún sentido. Le hablábamos en voz baja, por supuesto, porque no queríamos entrometernos más de lo necesario, pero le repetíamos, “¿Dónde? ¿Dónde?". En forma bastante incoherente y fragmentaria nos dijo lo suficiente como para hacernos suponer que era en San Francisco, lugar que, obvio es decirlo, está a tres mil millas de distancia. En un espasmo comenzó a farfullar “Golden Gate” con insistencia, y sabido es que sólo hay un puente llamado Golden Gate. Más tarde supimos que jamás había oído hablar de Golden Gate y que tenía una vaga noción sobre la existencia de San Francisco. Cuando establecimos la relación entre todo eso, supimos que se trataba de un viejo edificio de departamentos, situado en un lugar de San Francisco, quizá visible desde el puente, que estaba en llamas. Un total de veintitrés personas se encontraban adentro en el momento de producirse el incendio y, de ésta, cinco no escaparon. Entre los cinco muertos había un niño.
—Y entonces ustedes averiguaron y descubrieron que había habido un incendio en San Francisco y que habían muerto cinco personas, incluyendo un niño —dijo Halsted.
—Así es —convino Eldridge—. Pero lo que me sorprende es esto: uno de los muertos fue una mujer, Sophronia Latimer. Había logrado escapar, pero al advertir que su chico de ocho años no estaba con ella, regresó corriendo como enloquecida a la casa, clamando por su hijo, y nunca más volvió a salir. El nombre del niño era Eldridge de modo que pueden ustedes imaginar qué es lo que ella gritó durante diez minutos, antes de morir. Eldridge es un nombre muy poco común -huelga decirlo-, y mi impresión es que Mary captó ese suceso en particular, a pesar de que tuvo lugar a tanta distancia, simplemente porque estaba ya sensibilizada por el nombre a través de su contacto conmigo y porque el hecho estaba rodeado de tanto sufrimiento.
—¿Usted desea una explicación, no es así? —preguntó Rubin.
—Por supuesto —dijo Eldridge—. ¿Cómo esa chica ignorante pudo ver un incendio con todos sus detalles, no equivocarse en ninguno de los hechos -y créanme que verificamos cada uno de ellos- y todo esto a tres mil millas de distancia?
—¿Por qué le impresionan tanto las tres mil millas? —inquirió Rubin—. En estos tiempos no significan nada: es la sexta parte de un segundo a la velocidad de la luz. Mi conclusión es que ella oyó la historia por radio o televisión -más probablemente en esta última- y se la transmitió a usted. Por eso eligió esa historia: debido al nombre Eldridge. Supuso que produciría efecto mayor en usted.
—¿Por qué? —preguntó Eldridge—. ¿Por qué habría ella de urdir esa farsa?
—¿Por qué? —La voz de Rubin se desvaneció momentáneamente como si la sorpresa fuera más fuerte que todo, pero luego gritó—: ¡Dios mío, con los años que hace que trata con esa gente y no se da cuenta de las ganas que tienen de inventar historias! ¿No cree usted que se siente una sensación de poder al urdir una buena farsa? Y hay dinero, también, no lo olvide.
Eldridge lo pensó un momento y luego sacudió la cabeza.
—Ella —dijo— no posee la inteligencia suficiente como para fraguar todo eso. Para tramar una farsa se necesita algo de materia gris. Para que sea una buena farsa, al menos.
—Escucha un poco. Voss. —interrumpió Trumbull—. No hay ninguna razón para suponer que ella esté sola en esto. Es posible que haya un cómplice. Ella pone la histeria, él las ideas.
—¿Quién podría ser ese cómplice? —preguntó Eldridge con calma.
Trumbull se encogió de hombros.
—No sé.
Avalon se aclaró la garganta y dijo:
—Concuerdo con Tom en eso, y mi impresión es que el cómplice es el gerente de la tienda. Él notó su habilidad con los rateros y pensó que podría utilizarla para algo más espectacular. Apuesto a que es eso. Él se enteró del incendio por la televisión, captó el nombre Eldridge y la aleccionó.
—¿Cuánto podría llevar aleccionarla? —inquirió Eldridge—. Insisto en advertirles que ella no es muy despierta...
—Aleccionarla no sería muy difícil —dijo Rubin rápidamente—. Usted dijo que hablaba en forma incoherente. Él pudo haberle enseñado unas pocas palabras claves: Eldridge, incendio, Golden Gate, etcétera. Luego ella las repitió al azar, con ciertas variaciones, y ustedes, inteligentes parapsicólogos, hicieron el resto.
—Bastante interesante —admitió Eldridge—, excepto que no hubo tiempo para adiestrar a la chica. En eso reside justamente la precognición. Conocemos la hora exacta en que ella tuvo su ataque y sabemos la hora exacta en que estalló el incendio en San Francisco. Sucede, justamente, que el incendio comenzó casi un minuto después del ataque de Mary. Fue como si una vez comenzado el incendio realmente, dejara de ser un asunto de precognición, y Mary perdiera contacto. De modo que ustedes comprenderán que no pudo haber adiestramiento alguno. La noticia no llegó a la televisión hasta esa tarde. Fue entonces cuando nosotros lo supimos y comenzamos nuestra investigación.
—Un momento —prorrumpió Halsted—. ¿Y la diferencia de hora? Hay una diferencia de tres horas entre Nueva York y San Francisco, y un cómplice en San Francisco...
—¿Un cómplice en San Francisco? —repitió Eldridge abriendo mucho los ojos y mirándolo fijamente.
—¿Sugiere que se trata de una conspiración nacional? Además, créame, yo conozco la diferencia de hora, también. Cuando dije que el incendio comenzó justamente cuando Mary terminaba, quise decir teniendo en cuenta la diferencia horaria. El ataque de Mary comenzó exactamente a la una y cuarto de la tarde, hora de la costa Atlántica y el incendio en San Francisco comenzó alrededor de las diez y cuarenta y cinco de la mañana, hora de la costa del Pacífico.
—Tengo una sugerencia —intervino Drake.
—Adelante —dijo Eldridge.
—Es una chica sin educación y no muy inteligente —usted lo ha repetido varias veces—, que ha tenido un ataque, un ataque epiléptico, por lo que veo.
—No —dijo Eldridge firmemente.
—Está bien; un ataque profético, si prefiere. Susurró, farfulló, gritó, hizo cualquier cosa excepto hablar claramente. Emitió sonidos que usted interpretó y a los que usted dio sentido. Si a usted se le hubiera ocurrido oírle decir algo como “bomba atómica”, entonces la palabra que interpretó como “Eldridge” se habría transformado en “Oak Ridge”, por ejemplo.
—¿Y San Francisco?
—Puede ser que usted haya oído “no resisto” y lo haya trocado en eso otro, de algún modo.
—No está mal —dijo Eldridge—. Excepto el hecho de que nosotros ya sabemos que es difícil entender algunos de esos trances y somos lo suficientemente inteligentes como para hacer uso de la tecnología moderna. Es práctica de rutina grabar todas nuestras sesiones, de modo que tenemos grabada ésa. La hemos escuchado varias veces y no existe duda de que ella dijo “Eldridge” y no “Oak Ridge”, “San Francisco” y no “no resisto”. Hemos hecho que diferentes personas la escuchen y todas concuerdan en eso. Además, por lo que sabemos, tuvimos todos los detalles del incendio antes de conocer los hechos. No tuvimos que modificar nada posteriormente. Todo coincide exactamente.
Hubo un largo silencio en la mesa.
—Bueno, asunto concluido —dijo finalmente Eldridge—. Mary predijo el incendio a tres mil millas de distancia, con media hora de anticipación, y vio todos los hechos tal como sucedieron.
—¿Usted lo acepta? ¿Cree que es precognición? —inquirió Drake, incómodo.
—Intento no hacerlo —dijo Eldridge—. Pero, ¿por qué razón podría dejar de creerlo? No quiero engañarme creyéndolo, pero ¿qué otra posibilidad tengo? ¿En qué momento me engañaría, entonces? Si no fue precognición, ¿qué fue? Pensé que quizás alguno de ustedes pudiera ayudarme, caballeros.
Nuevamente un silencio.
—Mi situación es tal —continuó Eldridge— que debo referirme al gran precepto de Sherlock Holmes: “Cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que resta, sea lo que fuere, y por muy improbable que parezca, es la verdad”. En este caso, si cualquier tipo de simulación es imposible, la precognición debe ser la verdad. ¿No están de acuerdo?
El silencio se tornó más pesado que antes, hasta que Trumbull gritó:
—¡Maldición! Henry se está riendo. Nadie le pidió a él, todavía, que explicara esto. ¿Y, Henry?
Henry tosió.
—No debí haber sonreído, señores, pero no pude evitarlo cuando el profesor Eldridge recurrió a esa cita. Parece la última evidencia que faltaba para demostrar que ustedes, señores, quieren creer.
—¡Qué vamos a querer! —protestó Rubin, frunciendo el ceño.
—Si así fuese les habría venido seguramente a la memoria una cita del presidente Thomas Jefferson.
—¿Qué cita? —preguntó Halsted.
—Me imagino que el Sr. Rubin la conoce —dijo Henry.
—Probablemente, Henry, pero en este momento no puedo pensar en ninguna que sea apropiada. ¿Está en la Declaración de la Independencia?
—No, señor —comenzó Henry, cuando Trumbull los interrumpió con un bufido.
—No juguemos a preguntas y respuestas, Manny. Continúe, Henry. ¿A qué quiere llegar?
—Bueno, señor; decir que cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que resta, sea lo que fuere y por muy improbable que parezca, es la verdad, es suponer, generalmente sin fundamento, que todo lo que debía ser considerado ha sido realmente considerado. Supongamos que hayamos considerado diez factores. Nueve son claramente imposibles. ¿Resulta entonces que el décimo, por muy improbable que sea, es el verdadero? ¿Qué pasaría si hubiera un undécimo factor, y un duodécimo y un decimotercero...?
—¿Quieres decir que hay un factor que no hemos considerado? —preguntó Avalon gravemente.
—Me temo que sí, señor —asintió Henry.
—No tengo la menor idea de cuál pueda ser —confesó Avalon.
—Y sin embargo es un factor evidente, señor; el más evidente.
—¿Cuál es, entonces? —demandó Halsted visiblemente molesto—. ¡Al grano!
—Para comenzar —dijo Henry—, es evidente que la habilidad de la joven para predecir, tal como aquí se dijo, los detalles de un incendio a tres mil millas de distancia, no puede explicarse sino como precognición. Pero supongamos que la precognición también sea considerada imposible. En ese caso...
Rubin se puso de pie, con la barba erizada y mirando fijamente con sus ojos agrandados por los gruesos lentes de aumento.
—¡Por supuesto! El incendio fue premeditado. La mujer pudo haber sido aleccionada durante semanas enteras. El cómplice viaja a San Francisco y hacen coincidir todo. Ella predice algo que sabe que sucederá. Él causa algo que sabe que ella predecirá.
—¿Usted sugiere, señor, que un cómplice habría planeado deliberadamente matar a cinco personas, entre ellas aun chico de ocho años? —preguntó Henry.
—No confíes en la virtud de la humanidad, Henry —dijo Rubin—. Tú eres el que mejor percibe su maldad.
—Las maldades menores, señor, las que la mayoría de la gente pasa por alto. Encuentro difícil que alguien se proponga con toda premeditación un horrible asesinato masivo con el fin de dejar establecido un elaborado caso de precognición. Además, planificar un incendio en el que dieciocho de veintitrés personas escapan y en el que exactamente cinco personas mueren, requiere cierto grado de precognición de por sí.
Rubin se volvió, porfiado.
—Es fácil imaginar algunas maneras de atrapar a cinco personas: atascando una cerradura con un pedazo de cartón...
—¡Señores! —dijo Eldridge en tono perentorio, y todos se volvieron a mirarlo—. No les he dicho la causa del incendio. —Esperó a que todos le escucharan y enseguida continuó—: Fue un rayo. No veo cómo la caída de un rayo pueda planificarse para que caiga a una hora fija. —Extendió las manos en señal de impotencia—. Les repito que he estado luchando con esto durante semanas. No quiero aceptar que sea precognición, pero... Supongo que esto destruye su teoría, Henry.
—Por el contrario, profesor Eldridge, la confirma y la refuerza. Desde que usted comenzó a contarnos la historia de Mary y el incendio, cada palabra suya ha indicado que la idea de una farsa es imposible y que se trata de precognición. Pero si esta última es imposible, por necesidad se deduce, profesor, que usted ha estado mintiendo.
Avalon fue el que gritó más alto, pero no hubo un solo Viudo Negro que no exclamara “¡Henry!”
Pero Eldridge, echado hacia atrás, se reía.
—Por supuesto que estaba mintiendo. Desde el principio hasta el final. Quería ver si todos ustedes, los racionalistas, estaban tan ansiosos de aceptar los fenómenos parapsicológicos que pasaran por alto lo obvio antes de estropear la diversión. ¿Cómo me descubrió, Henry?
—Era una posibilidad desde el principio, señor, que se hizo más patente a medida que usted eliminaba una solución inventando más información. Cuando mencionó lo del rayo terminé de convencerme. Era: lo suficientemente importante como para haberlo mencionado al comienzo. Decirlo sólo al final era clara señal de que usted lo había inventado en el momento para eliminar la última esperanza.
—Pero ¿por qué era una posibilidad desde el comienzo, Henry? —preguntó Eldridge—. ¿Tengo la apariencia de ser un mentiroso? ¿Puede detectar a los mentirosos, así como Mary detectaba a los rateros en mi historia?
—Porque ésa es siempre una posibilidad que hay que tener en cuenta y de la que hay que cuidarse. Aquí es donde viene a cuento el comentario del presidente Jefferson.
—¿Cuál es?
—En 1807, el profesor Benjamín Silliman, de la Universidad de Yale, informó haber visto caer un meteorito en una época en que la existencia de los meteoritos no era aceptada por los científicos. Thomas Jefferson, racionalista de enorme talento y viveza, al oír el informe dijo: “Más fácil me resultaría creer que un profesor sureño pueda mentir que una piedra pueda caer del cielo”.
—Sí —dijo Avalon de inmediato—, pero Jefferson estaba equivocado. Silliman no mentía y las piedras caen del cielo.
—Exactamente, Sr. Avalon —admitió Henry imperturbable—. Es por eso que recuerdo esta cita. Pero considerando la gran cantidad de veces que se cuentan cosas imposibles, y las pocas veces que al final se han comprobado como posibles, tuve la impresión de que las posibilidades estadísticas estaban a mi favor.
NO APUNTES CON EL DEDO
El banquete de los Viudos Negros fue más bien tranquilo hasta que Rubin y Trumbull tuvieron una violenta disputa.
Mario Gonzalo había sido el primero en llegar, deprimido y turbado por algo que parecía agobiarlo.
Henry todavía estaba poniendo la mesa cuando Gonzalo llegó, pero se detuvo y con discreción le preguntó:
—¿Cómo se encuentra, señor?
—Supongo que bien —repuso Gonzalo encogiéndose de hombros—. Siento haberme perdido la última reunión, pero finalmente decidí ir a la policía y durante algunos días no estuve muy bien. No sé si podrán hacer algo, pero ahora depende de ellos. Casi desearía que no me hubiera dicho nada.
—Quizás no debí hacerlo.
Gonzalo volvió a encogerse de hombros.
—Escúcheme, Henry —dijo—. Llamé a cada uno de los muchachos y les conté la historia.
—¿Era necesario, señor?
—Tuve que hacerlo. Me habría sentido oprimido, si no. Además, no quería que pensaran que usted había fallado.
—No tenía eso importancia, señor.
Los otros llegaron uno a uno y por turno saludaron a Gonzalo con calurosas manifestaciones de bienvenida, que ostensiblemente ignoraban el recuerdo de hermanas asesinadas, y luego todos se sumieron en un silencio incómodo.
Avalon, que presidía en esa ocasión, parecía, como siempre, agregar la dignidad del cargo a su solemnidad natural. Tomó un sorbo de su primera copa y presentó a su invitado, un joven de cara agradable, cabello negro que ya comenzaba a escasear y bigote extraordinariamente grueso que parecía aguardar sólo los cambios necesarios en la moda para prolongarse en los extremos.
—Les presento a Simon Levy —dijo Avalon—, un escritor científico y un espléndido muchacho.
—¿No fue usted el que escribió un libro sobre el láser, llamado Los Avances de la Luz? —preguntó Emmanuel Rubin de inmediato.
—Sí —repuso Levy con la vigorosa complacencia del autor que inesperadamente se encuentra con que lo reconocen—. ¿Lo leyó usted?
Rubin, que cargaba, como siempre, con la inhibición de poseer el espíritu de un hombre de dos metros dentro de su estatura de un metro cincuenta y cinco, miró solemnemente a los otros a través de sus gruesos lentes y dijo:
—Lo leí y lo encontré bastante bueno.
La sonrisa de Levy se desvaneció como si considerara que "bastante bueno" no era nada bueno.
—Roger Halsted no estará con nosotros esta noche —anunció Avalon—. Se encuentra fuera de la ciudad. Envía sus disculpas y pidió que saludásemos de su parte a Mario si volvía.
—Nos salvamos de una estrofa —dijo Trumbull con una sonrisa desdeñosa.
—Me perdí la del mes pasado —dijo Mario—. ¿Era buena?
—No la habrías entendido, Mario —respondió Avalon con toda seriedad.
—¿Tan buena fue?
Luego las conversaciones fueron bajando de tono hasta llegar a ser casi un murmullo, y entonces surgió, de algún modo, el Acta de Unión. Más tarde, ni Rubin ni Trumbull pudieron recordar exactamente cómo.
En voz bastante más alta de lo que la conversación requería dijo:
—El Acta de Unión, que constituyó el Reino Unido con Inglaterra, Gales y Escocia, se convirtió en ley con el Tratado de Utrecht, en 1713.
—No, no fue así —dijo Rubin, mientras su barba escasa y de color pajizo se estremecía indignada—. El Acta se aprobó en 1707.
—¿Estás tratando de decirme, pedazo de bestia, que el Tratado de Utrecht fue firmado en 1707?
—No, no te estoy diciendo esto —grito Rubin con voz que alcanzó la furia de un rugido—. El Tratado de Utrecht fue firmado en 1713. Adivinaste por lo menos esa parte, sólo Dios sabe cómo.
—Si el Tratado fue firmado en 1713, entonces eso prueba lo del Acta de la Unión.
—No, en absoluto, porque el Tratado no tiene nada que ver con el Acta de la Unión, que es de 1707.
—¡Maldito seas! Te apuesto cinco dólares a que no sabes distinguir entre el Acta de la Unión y la Unión Ferroviaria.
—Aquí están mis cinco dólares ¿y los tuyos? ¿O no puedes darte el lujo de gastarte el salario de una semana que te pagan en ese empleo de mala muerte que tienes?
Se habían levantado y se inclinaban uno hacia el otro sobre la figura de James Drake, quien filosóficamente amontonaba cucharadas de crema sobre la última de sus papas asadas y se la comía.
—No sirve de nada que sigan gritándose, amigos bestias. Consúltenlo —dijo Drake.
—¡Henry! —aulló Trumbull.
Hubo una pequeñísima demora ya poco llegó Henry con la tercera edición de la Enciclopedia Columbia.
—Asumo mis facultades de presidente de esta reunión —dijo Avalon—. Yo verificaré como observador imparcial.
Comenzó a volver las páginas del grueso volumen, diciendo:
—Unión, unión, unión, ¡ah!, Acta de. —Casi de inmediato dijo—: 1707. Manny gana. Tú pagas, Tom.
—¿Qué? —gritó Trumbull, enfurecido—. Déjame ver eso.
Silenciosamente, Rubin recogió los dos billetes de cinco dólares y en tono reflexivo dijo:
—Un buen libro de consulta, la Enciclopedia Columbia. Es el mejor libro de consulta en un solo tomo que hay en el mundo, y más útil que la Británica, aunque malgaste algunas páginas refiriéndose a Isaac Asimov.
—¿A quién? —preguntó Gonzalo.
—Asimov. Un amigo mío. Escritor de ciencia-ficción y patológicamente presumido. Lleva un ejemplar de la enciclopedia a las fiestas y dice: "Hablando de cosas concretas, la Enciclopedia Columbia tiene un excelente artículo sobre eso, 249 páginas después de un artículo que han escrito sobre mí. Permítame mostrarle". Luego señala el artículo sobre él.
Gonzalo lanzó una carcajada.
—Se parece mucho a ti, Manny.
—Dile eso y te matará... si no lo hago yo primero.
Simon Levy se volvió hacia Avalon y dijo:
—¿Hay siempre discusiones como ésta, Jeff?
—Muchas discusiones —dijo Avalon—, pero generalmente no llegan al extremo de apuestas y consultas. Cuando eso sucede, Henry está preparado. Tenemos no sólo la Enciclopedia Columbia, sino también ejemplares de la Biblia, tanto en su versión antigua como en la moderna, el Diccionario Webster, en edición no abreviada, por supuesto, el Diccionario Biográfico Webster, el Diccionario Geográfico Webster, el Diccionario Breuer de Frases y Fábulas y las Obras Completas de Shakespeare. Esa es toda la biblioteca de los Viudos Negros y Henry es el encargado. Generalmente soluciona todas las discusiones.
—Siento haber preguntado —dijo Levy.
—¿Por qué?
—Mencionaste a Shakespeare y su sólo nombre a estas alturas me provoca náuseas.
—¿Shakespeare? —Avalon miró a su invitado con solemne desaprobación.
—No te quepa la menor duda. He estado viviendo con él, prácticamente, leyéndolo de atrás para adelante, y si oigo una vez más "Vete aun convento" u "¡oh, venganza...!", creo que voy a vomitar.
—Conque así es, ¿eh? Bueno, espera... Henry, ¿falta poco para el postre?
—En seguida, señor. Coupe aux marrons.
—¡Bien!... Espera a que terminemos el postre y continuaremos, Simon.
Diez minutos más tarde, Avalon hizo tintinear su copa para acallar a la asamblea.
—En virtud de mi cargo —dijo—, comunico que ha llegado la hora de la gran inquisición, como siempre. Pero nuestro honorable invitado ha dejado escapar que durante dos meses ha estado estudiando a Shakespeare con gran concentración y pienso que eso ha de ser investigado. Tom, ¿quieres hacer los honores del caso?
Trumbull estaba indignado.
—¿Shakespeare? ¿Quién diablos quiere hablar de Shakespeare?
Su humor no era de los mejores después de la pérdida de los cinco dólares y la expresión de elegante superioridad de Rubin.
—Es mi privilegio como presidente —dijo Avalon firmemente.
—Hum. Está bien. Sr. Levy, como escritor científico, ¿cuál es su relación con Shakespeare?
—Como escritor científico, ninguna. —Hablaba con un claro acento de Brooklyn—. Simplemente estoy en pos de tres mil dólares.
—¿En Shakespeare?
—En algún lugar de Shakespeare. No puedo decir que haya tenido mucha suerte, sin embargo.
—Está jugando a las adivinanzas, Levy. ¿Qué quiere decir con eso de tres mil dólares en algún lugar de Shakespeare que no puede encontrar?
—Bueno, es una historia complicada.
—¿Y? Cuéntela. Para eso estamos aquí. Es una vieja regla que nada de lo que se dice en esta habitación puede repetirse afuera bajo ninguna circunstancia, de modo que hable libremente. Si usted se pone aburrido, ya nos encargaremos de detenerlo. No se preocupe por eso.
Levy extendió sus brazos.
—Muy bien, pero déjenme terminar mi té.
—Adelante. Henry se lo traerá, ya que usted no es lo suficientemente civilizado como para tomar café... ¡Henry!
—Sí, señor —susurró Henry.
—No empiece hasta que él vuelva —dijo Trumbull—. No queremos que él se pierda nada de esto.
—¿El mozo?
—Es uno de nosotros. El mejor de todos.
Henry llegó con el té y Levy dijo:
—Es un asunto de herencia, en cierto modo. No se trata de que la propiedad familiar esté en juego, ni de millones en joyas ni nada por el estilo. Son solamente tres mil dólares que no necesito realmente, pero que sería agradable tener.
—¿Una herencia de quién? —preguntó Drake.
—Del abuelo de mi mujer. Murió hace dos meses, a la edad de setenta y seis. Había vivido con nosotros durante cinco años. Un poco fastidioso, pero era un buen tipo; y, siendo de la familia de mi mujer, ella se encargaba de todo. Se sentía agradecido hacia nosotros, en cierto modo, por tenerlo en casa. No tenía otros descendientes, y si no estaba con nosotros no le quedaba más que algún hogar para ancianos.
—Al grano con la herencia —dijo Trumbull mostrando señales de impaciencia.
—El abuelo no era rico pero tenía unos pocos miles. Cuando llegó a casa nos contó que había comprado acciones negociables por valor de tres mil dólares y que nos las daría cuando muriera.
—¿Por qué cuando muriera? —preguntó Rubin.
—Supongo que al viejo le preocuparía que nos cansáramos de él. Mantenía los tres mil dólares como una recompensa por buena conducta. Si todavía estaba con nosotros cuando muriera, nos daría las acciones; si lo echábamos, no lo haría. Supongo que eso era lo que pensaba. Las escondió en diferentes lugares. Los viejos suelen ser cómicos. De vez en cuando solía cambiar el lugar del escondite cuando comenzaba a temer que las pudiéramos encontrar. Por supuesto, generalmente las encontrábamos antes que pasara mucho tiempo, pero nunca se lo decíamos y jamás las tocamos. Las puso en la canasta de la ropa sucia y tuvimos que devolvérselas y pedirle que las pusiera en otro lado porque tarde o temprano terminarían en la máquina lavadora. Eso sucedió en la época en que tuvo un pequeño ataque... No hubo relación entre las dos cosas, de eso estoy seguro, pero después de eso se hizo un poco más difícil manejarlo. Se fue poniendo hosco y no hablaba mucho. Le costaba mover la pierna derecha y eso le recordaba la muerte. Después de eso parece que escondió las acciones con más cuidado porque les perdimos la pista, aunque no le dimos mucha importancia. Supusimos que nos diría dónde estaban cuando él se sintiera preparado para hacerlo. Después, hace dos meses, mi hijita Julia que es la menor, vino corriendo a decirnos que el abuelo estaba tendido sobre el sofá y que lo notaba raro. Corrimos ala sala y nos dimos cuenta de que había sufrido otro ataque. Llamamos al doctor, pero se veía claramente que tenía afectado totalmente el lado derecho. No podía hablar. Podía mover los labios y emitir sonidos, pero no pronunciaba palabras. No dejaba de mover su brazo izquierdo intentando hablar, y yo le pregunté: "Abuelo, ¿estás tratando de decirnos algo?" El sólo pudo hacer una señal temblorosa de asentimiento. "¿Sobre qué?", le pregunté, pero sabía que no podía decírmelo, de modo que le dije: "¿Son las acciones?" Nuevamente una señal. "¿Quieres que las tengamos nosotros?" Otra vez una señal afirmativa y su mano comenzó a moverse como si intentara señalar algo. " ¿Dónde están?", le pregunté. Su mano izquierda tembló y continuó señalando. No pude evitar decir: " ¿Qué estás señalando, abuelo?", pero él no pudo decírmelo. Su dedo seguía señalando ansiosa y temblorosamente y su rostro parecía desesperado cuando intentaba hablar y no podía. Sentí lástima por él. Nos quería dar las acciones, recompensarnos y se estaba muriendo sin poder hacerlo. Mi mujer, Caroline, lloraba y decía: "Déjalo tranquilo, Simon", pero yo no podía dejarlo. No podía dejarlo morir desesperado. "Tendremos que mover el sofá hacia donde está apuntando", dije. Caroline no quería, pero el viejo seguía moviendo la cabeza. Caroline tomó el sofá de un extremo y yo del otro y lo movimos, poco a poco, tratando de no sacudirlo. No era muy liviano, tampoco. Su dedo seguía señalando, siempre señalando. Volvió la cabeza en dirección a donde estábamos moviendo y lanzaba gemidos como para indicar si lo llevábamos en dirección correcta o no. Yo le decía, "¿Más a la derecha, abuelo?" "¿Más hacia la izquierda?" Y de vez en cuando él afirmaba. Finalmente logramos ponerlo frente a los estantes de libros y él giró lentamente la cabeza. Yo hubiera querido ayudarle, pero temía hacerle mal. Logró volver la cabeza hacia el otro lado y miró fijamente los libros por largo rato. Luego su dedo se fue moviendo a lo largo de las filas de libros hasta señalar uno en particular. Era un ejemplar de las Obras de Shakespeare, " ¿Shakespeare, abuelo?", le pregunté. No contestó, no hizo ninguna señal afirmativa, pero sus facciones se relajaron y dejó de hacer esfuerzos por hablar. Supongo que no me oyó. Algo parecido a una semi sonrisa le levantó el ángulo de la boca y murió. Vino el doctor, el cuerpo fue trasladado y se hicieron los arreglos necesarios para el funeral. No fue sino después del funeral cuando volvimos a Shakespeare. Creímos que se podía esperar y no nos parecía correcto dedicarnos a eso antes de ocuparnos del viejo. Supuse que en el volumen de Shakespeare habría algo que nos indicaría dónde estaban las acciones, y entonces recibimos el primer shock. Volvimos todas las páginas, una por una, y no había nada en él. Ni un pedazo de papel. Ni una palabra.
—¿Y en la encuadernación? —preguntó Gonzalo—. Entre el lomo y el material que engoma las páginas... Ud. sabe lo que quiero decir...
—Nada, allí.
—¿Quizás alguien lo tomó?
—¿Cómo? Los únicos que lo sabíamos éramos Caroline y yo. No parece que haya habido un robo. Finalmente pensamos que en algún lado del libro debía de haber alguna pista, en lo que estaba escrito, en las obras teatrales... Esa fue idea de Caroline. En los últimos dos meses he leído cada palabra de las obras teatrales de Shakespeare; cada palabra de sus sonetos y sus poemas diversos... Dos veces los he leído. No he conseguido nada.
—Al diablo con Shakespeare —dijo Trumbull en tono pendenciero—. Olvídese de la pista. Debió dejarlas en algún lado de la casa.
—¿Por qué piensa eso? —preguntó Levy—. Puede haberlas depositado en la caja fuerte de algún banco, si es por eso. Iba de un lado a otro, incluso después de su primer ataque. Después que encontramos las acciones en el canasto de la ropa sucia, puede haber pensado que la casa no era segura.
—De acuerdo, pero puede ser que a pesar de eso las haya puesto en algún lugar de la casa. ¿Por qué no buscan?
—Lo hicimos. O por lo menos Caroline lo hizo. Así fue cómo dividimos el trabajo. Ella registró la casa, que es grande y espaciosa -razón por la cual pudimos traer al abuelo a vivir en ella-, y yo registré a Shakespeare, y ambos terminamos en cero.
Avalon se alisó el entrecejo pensativo y dijo:
—Veamos, no hay razón por la que no podamos utilizar la lógica en esto. Supongo, Simon, que tu abuelo nació en Europa.
—Sí. Vino a los Estados Unidos cuando era adolescente, justo cuando comenzaba la primera Guerra Mundial. Logró salir a tiempo.
—Supongo que no tuvo grandes estudios.
—Ninguno en absoluto —dijo Levy—. Entró a trabajar en el taller de un sastre, finalmente pudo instalar su propio taller y siguió siendo sastre hasta que se jubiló. No tuvo ninguna educación, excepto la típica educación religiosa que los judíos se daban unos a otros en la Rusia zarista.
—Y entonces, ¿cómo crees que pueda indicarte ciertas pistas en las obras de Shakespeare? No debe de haberlas conocido en absoluto.
Levy arrugó el ceño y se echó hacia atrás en su silla. No había tocado el coñac que Henry había puesto frente a él hacía un rato, pero entonces lo tomó, hizo girar el tallo de la copa con suavidad y volvió a colocarla sobre la mesa.
—Estás sumamente equivocado, Jeff —dijo en tono distante—. Puede ser que no haya tenido una educación, pero era bastante inteligente y había leído mucho. Sabía la Biblia de memoria y de adolescente había leído La Guerra y la Paz. Leyó mucho a Shakespeare, también. Cierta vez fuimos a ver una representación de Hamlet en un parque y él entendió y gozó la obra mucho más que yo.
Rubin interrumpió atropelladamente.
—No tengo la menor intención de volver a ver Hamlet hasta que pongan un Hamlet que se parezca a lo que Hamlet debió de haber sido. ¡Gordo!
—¡Gordo! —dijo Trumbull, indignado.
—Sí, gordo. La reina dice de Hamlet en la última escena: "Es gordo y corto de aliento". Si Shakespeare dice que Hamlet era gordo...
—La que habla allí es su madre, no Shakespeare. Es un típico exceso de solicitud maternal de una mujer no muy brillante...
Avalon golpeó la mesa.
—¡Ahora no, señores! —dijo, y se volvió hacia Levy—. ¿En qué idioma leía tu abuelo la Biblia?
—En hebreo, por supuesto —dijo Levy fríamente.
—¿Y La Guerra y la Paz?
—En ruso. Pero a Shakespeare, para tu conocimiento, lo leía en inglés.
—La cual no era su lengua nativa. Supongo que lo hablaba con cierto acento.
La frialdad de Levy había descendido a la temperatura del hielo.
—¿A qué quieres llegar, Jeff?
—Ejem —hizo Avalon—. No soy ningún antisemita. Estoy señalando simplemente el hecho obvio de que si el abuelo de tu mujer no estaba familiarizado con el idioma, no hay modo de saber con cuánta sutileza puede haber utilizado a Shakespeare como referencia. No es probable que usara la frase "y allí se sienta el bufón", de la obra Ricardo II, porque por muy leído que fuese no creo que supiera qué significa.
—¿Qué significa? —preguntó Gonzalo.
—No importa —dijo Avalon, impaciente—. Si tu abuelo utilizó a Shakespeare, tiene que ser alguna referencia perfectamente obvia.
—¿Cuál era la obra de teatro favorita de su abuelo? —preguntó Trumbull.
—Le gustaba Hamlet, por supuesto. Sé que no le gustaban las comedias —repuso Levy— porque le parecía que el humor de ellas era poco digno y porque las historias no significaban nada para él... Espere: le gustaba Otelo.
—Está bien —dijo Avalon—. Deberíamos concentrarnos en Hamlet y en Otelo.
—Las leí —dijo Levy—. No pensarán que las dejé aun lado.
—Y debe de haber sido un pasaje bien conocido —continuó Avalon, sin prestarle atención—. A nadie se le puede ocurrir que el sólo hecho de señalar a Shakespeare pueda ser una clave útil si se trata de encontrar alguna línea entre tantas.
—La única razón por la que lo señaló —dijo Levy—, es porque no podía hablar. Puede ser que haya sido algo muy oscuro y que él habría podido explicar de poder hablar.
—Si hubiera podido hablar —dijo Drake con lógica— no habría tenido que explicar nada: les habría dicho dónde estaban las acciones, simplemente.
—Exactamente —dijo Avalon—. Bien dicho, Jim. Simon, dijiste que después que el anciano señaló hacia Shakespeare, su rostro se relajó y dejó de hacer esfuerzos por hablar. Sintió que les había entregado todo lo que necesitaban saber.
—Pero no lo hizo —dijo Levy con tristeza.
—Usemos la lógica, entonces —dijo Avalon.
—¿Tenemos que hacerlo? —dijo Drake—. ¿Por qué no preguntarle a Henry, ahora...? Henry, ¿qué verso de Shakespeare serviría para nuestros propósitos?
Henry, que estaba retirando silenciosamente los platos de postre, dijo:
—Tengo cierto conocimiento de las obras de Shakespeare, señor, pero debo admitir que no se me ocurre ningún verso apropiado.
Drake pareció desilusionado, pero Avalon dijo:
—Vamos, Jim, Henry se ha desempeñado muy bien en otras ocasiones, pero no es necesario creer que estamos indefensos sin él. Me jacto de conocer a Shakespeare bastante bien.
—Yo no soy ningún novicio, tampoco —dijo Rubin.
—Entonces, entre los dos, solucionemos esto. Consideremos a Hamlet primero. Si es Hamlet, entonces tiene que ser uno de los monólogos, porque son las partes más conocidas del drama.
—En realidad—dijo Rubin—, el verso "Ser o no ser, la alternativa es ésa", es el más conocido de Shakespeare. Eso lo define del mismo modo que el "Cuarteto" de Rigoletto tipifica a la ópera.
—Estoy de acuerdo —dijo Avalon—. Ese monólogo habla de muerte y el viejo se estaba muriendo. "Morir: dormir; no más, y con un sueño pensar que concluyeron las congojas, los mil tormentos..."
—Sí, pero ¿de qué sirve eso? —dijo Levy impaciente—. ¿A dónde nos lleva?
Avalon, quien siempre recitaba a Shakespeare en lo que él insistía que era una pronunciación Shakespeareana (y que sonaba extraordinariamente parecida al dialecto irlandés), dijo:
—Bueno, no estoy seguro.
—¿No es en Hamlet donde Shakespeare dice, "la comedia y con su ayuda"? —dijo de pronto Gonzalo.
—Sí —dijo Avalon—. "La comedia: con su ayuda la conciencia del Rey veré desnuda."
—Bien —dijo Gonzalo—. Si el viejo estaba señalando un libro de drama, quizás ésa sea la línea que buscamos. ¿No tiene la foto de un rey, o un grabado, o un mazo de cartas, quizá?
Levy alzó los hombros.
—Eso no me dice nada.
—¿Y Otelo? —preguntó Rubin—. Escuchen. La parte más conocida de la obra es el discurso de Yago sobre la reputación: "Ay, querido jefe mío; la buena reputación, así en el hombre como en la mujer".
—¿Y? —preguntó Avalon.
—Y el verso más famoso, que el viejo seguramente tenía que conocer porque es el que todo el mundo conoce, incluso Mario, es "Poco roba quien roba mi dinero: antes fue algo, después nada; antes mío, ahora suyo...".
—¿Y? —dijo Avalon otra vez.
—Y suena como si se refiriera a la herencia: "Lo que era mío, suyo es". Y también suena como si no hubiera herencia: "Quien roba mi dinero, poco roba".
—¿Qué quiere decir con eso de que no hay herencia?
—Después que encontraron las acciones en el canasto de la ropa perdieron la pista de ellas, según usted dijo. Quizás el viejo las llevó a algún lado para que estuvieran seguras y no recordó a dónde. O quizá se le traspapelaron, o las regaló, o las perdió dándoselas a alguien a quien creía de confianza. Sea lo que fuere, ya no podía explicárselo sin hablar. De modo que para morir en paz, le señaló las obras de Shakespeare. Ustedes recordarían la línea más conocida de su drama preferido, que dice que su bolsa es sólo basura... y es por eso que no encontraron nada.
—No lo creo —dijo Levy—. Le pregunté si quería darnos las acciones y él hizo una señal afirmativa.
—Todo lo que podía hacer era afirmar con la cabeza y en realidad él hubiera querido dejárselas a ustedes, pero eso era imposible... ¿Está de acuerdo conmigo, Henry?
Henry, que había terminado sus tareas y escuchaba silenciosamente, dijo:
—Me temo que no, Sr. Rubin.
—Yo tampoco —dijo Levy.
Pero Gonzalo estaba haciendo chasquear los dedos.
—Esperen, esperen. ¿No dice Shakespeare algo sobre acciones?
—¿En su época...? —dijo Drake sonriendo—. No creo.
—Estoy seguro —dijo Gonzalo—. Algo respecto a lo nominado en los títulos.
—¡Ah! ¿Te refieres a "así está escrito en el título"? —dijo Avalon—. El título era un contrato legal y se refería a si algo estaba incluido en las condiciones del contrato.
—Esperen un poco. Ese contrato... ¿no implicaba la suma de tres mil ducados? —preguntó Drake.
—¡Dios mío!, así era —dijo Avalon. Gonzalo sonreía de oreja a oreja.
—Creo que encontré la pista: títulos que se refieren a tres mil unidades de dinero. En esa obra es donde hay que buscar.
Henry interrumpió con calma.
—Dudo que sea así, señores. La obra en cuestión es El Mercader de Venecia, y la persona que pregunta si eso estaba incluido en el título es el judío Shilock que perseguía una cruel venganza. Seguramente esa obra no era del agrado del anciano.
—Así es —dijo Levy—. Shilock era un insulto para él... y no es muy agradable para mí tampoco.
—Y el pasaje que dice: "¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? —preguntó Rubin.
—Al abuelo no le habría gustado —dijo Levy— porque pregunta algo que es evidente y exige una igualdad que el abuelo en el fondo no podía estar dispuesto a conceder, ya que se sentía superior por ser de los únicos elegidos de Dios.
Gonzalo estaba desilusionado.
—Me parece que no vamos a ningún lado.
—No, no creo que estemos logrando nada —reconoció Levy—. Leí todo el libro. Leí todos los parlamentos cuidadosamente, todos los pasajes que ustedes mencionaron. Ninguno de ellos me dijo nada.
—Quizá no, pero puede ser que estés pasando por alto algo más sutil —dijo Avalon.
—Vamos, Jeff, tú eres el que dijo que no podía ser sutil. El abuelo estaba pensando en algo hecho a mi medida ya la de mi mujer. Era algo que podíamos adivinar y probablemente adivinar en seguida; y no lo hicimos.
—Quizá tenga razón —admitió Drake—. Quizá sea algún dicho o chiste.
—Es lo que acabo de decir.
—Entonces ¿por qué no prueba a la inversa? ¿No puede recordar algún chiste de él, alguna frase... ¿Hay alguna expresión que él utilizara siempre?
—Sí. Cuando alguien no le gustaba decía: "Que le vengan dieciocho años negros".
—¿Qué tipo de expresión es ésa? —preguntó Trumbull.
—En idish es bastante común —dijo Levy—. Otra era: "Le servirá tanto como las ventosas a un muerto".
—¿Y eso qué significa? —preguntó Gonzalo.
—Se refiere a las ventosas. Se pone un papel encendido dentro de un pequeño vaso redondo y luego se aplica la abertura sobre la piel. El papel se apaga pero deja un vacío parcial en el vaso y eso hace que la circulación suba a las capas superficiales. Naturalmente, las ventosas no pueden mejorar la circulación de un muerto.
—Muy bien —dijo Drake—. ¿Hay algo en eso de los dieciocho años negros o las ventosas que les recuerde a Shakespeare?
Hubo un doloroso silencio y finalmente Avalon dijo:
—No me dicen nada.
—E incluso si le recordara algo, ¿de qué serviría? —dijo Levy—. ¿Qué significaría? Escúchenme. Yo estoy en esto desde hace dos meses. No me lo van a solucionar en dos horas.
Drake se volvió hacia Henry nuevamente y dijo:
—¿Por qué se queda ahí parado, Henry? ¿No nos puede ayudar?
—Lo siento, Dr. Drake. Pero ahora me parece que todo el asunto de Shakespeare es una pista falsa.
—No —dijo Levy—. No puede decir eso. El viejo señaló las Obras Completas sin lugar a dudas. La punta de su dedo estaba aun centímetro de distancia. No puede haber sido otro libro.
—Dígame, Levy: no nos está haciendo perder el tiempo, ¿no? ¿No nos está contando un montón de mentiras para hacernos quedar como bestias? —preguntó de pronto Drake.
—¿Qué? —dijo Levy sorprendido.
—Nada, nada —intervino Avalon rápidamente—. Está pensando en lo que ocurrió en otra ocasión, nada más. Cállate, Jim.
—Escúchenme —dijo Levy—. Les estoy diciendo exactamente lo que sucedió: señalaba hacia Shakespeare.
Hubo un breve silencio y luego Henry suspiró y dijo:
—En los cuentos de misterio...
—¡Oigan, oigan! —interrumpió Rubin.
—En los cuentos de misterio —repitió Henry— la clave del moribundo es un recurso común, pero yo nunca he podido tomarlo en serio. El moribundo ansioso por dar una información a último momento siempre aparece como un individuo, que da las más complejas claves. Su cerebro agonizante, que cuenta sólo con dos minutos de gracia, elabora un esquema que intrigaría a un cerebro sano que contara con horas para descubrirlo. En este caso en particular, tenemos a un anciano que se está muriendo de un ataque de parálisis y que, supuestamente, ha inventado rápidamente una clave que un grupo de hombres inteligentes no puede descubrir, sin contar con que uno de ellos ha estado estudiándola durante dos meses. Puedo solamente concluir que tal clave no existe.
—Entonces ¿por qué señaló a Shakespeare, Henry? —dijo Levy—. ¿Eran solamente desvaríos de un moribundo?
—Si su historia es correcta —dijo Henry—, indudablemente debo creer que estaba intentando hacer algo. No puede, sin embargo, haber inventado una clave. Estaba haciendo lo único que su mente moribunda le permitía hacer: señalar hacia las acciones.
—Perdón —dijo Levy ofendido—. Yo me encontraba allí. Estaba señalando hacia Shakespeare.
Henry sacudió la cabeza.
—Sr. Levy, ¿podría señalar hacia la Quinta Avenida? —dijo. Levy pensó un momento, evidentemente orientándose, y luego señaló.
—¿Está señalando la Quinta Avenida? —preguntó Henry.
—Bueno, la entrada del restaurante está sobre la Quinta Avenida, de modo que estoy apuntando hacia allá.
—Me parece, señor —dijo Henry—, que lo que está usted señalando es un cuadro del Arco de Tito colocado sobre la pared oeste de la habitación.
—Bueno, claro que sí; pero la Quinta Avenida está detrás.
—Exactamente, señor. De modo que sólo sé que está señalando hacia la Quinta Avenida porque usted me lo ha dicho. Habría podido estar señalando hacia el cuadro o hacia cualquier punto del espacio delante del cuadro, o hasta el río Hudson, o hacia Chicago, o hacia el planeta Júpiter. Si usted señala nada más, sin dar una indicación, verbal o de otro tipo, sobre lo que usted está señalando, me está indicando una dirección y nada más.
Levy se frotó la barbilla.
—¿Quiere decir que mi abuelo estaba indicando una dirección solamente?
—Así debió de ser. No dijo que estuviera señalando hacia Shakespeare. Señaló, simplemente.
—Muy bien. Pero ¿hacia qué señalaba entonces? Él... él... —Cerró los ojos alisándose el bigote mientras se orientaba en la habitación de su casa—. ¿Hacia el puente Verrazano?
—Probablemente no, señor —dijo Henry—. Él señalaba en dirección de las Obras Completas. Su dedo se encontraba a un centímetro del libro. ¿Qué había detrás del libro, Sr. Levy?
—El estante. La madera de la estantería, y cuando sacamos el libro no había nada detrás. No había nada apretado contra la madera, si es eso lo que usted busca. Lo habríamos visto en seguida si hubiera habido cualquier cosa allí.
—¿Y detrás de las estanterías, señor?
—La pared.
—¿Y entre la pared y la estantería, señor?
Levy permaneció en silencio. Pensó por un momento y nadie interrumpió sus pensamientos.
—¿Hay teléfono aquí, Henry? —preguntó.
—Le traeré uno, señor.
Un instante después puso el aparato frente a Levy y lo enchufó. Levy marcó un número.
—¡Hola, Julia! ¿Qué estás haciendo levantada tan tarde? Olvídate de la televisión y vete a la cama. Pero primero llama a mamá, querida... Hola, Caroline; habla Simon... Sí, lo estoy pasando bien; pero escúchame, Caroline, escúchame. ¿Te acuerdas de la estantería donde está Shakespeare? Sí, ese Shakespeare. Por supuesto. Sepárala de la pared... La estantería... Está bien, pero puedes sacar los libros de los estantes, ¿no? Sácalos todos, si es necesario, y ponlos en el suelo... No, no, separa simplemente el extremo de la estantería que está cerca de la puerta; sepárala unos pocos centímetros; solamente lo suficiente como para mirar detrás y dime si ves algo... Fíjate donde debió haber estado el libro de Shakespeare... Esperaré, sí.
Esperaron como congelados sin cambiar de posición. Levy estaba visiblemente pálido. Pasaron cerca de cinco minutos.
—¿Caroline? Está bien, cálmate. ¿Moviste...? Muy bien, muy bien. Pronto estaré allá. —Colgó el auricular y dijo—: Esto supera todo lo pensado. El viejo las había fijado en la parte posterior de las estanterías. Debe de haber movido ese mueble en algún momento que salimos. Me extraña que no haya tenido un ataque justo entonces.
—Fue Henry otra vez —dijo Gonzalo.
—El salario de un detective es de trescientos dólares, Henry —dijo Levy.
—El club me paga bien y los banquetes son un placer para mí, señor. No tengo necesidad de más —concluyó Henry.
Levy enrojeció levemente y cambió de tema.
—Pero ¿cómo descubrió el truco, cuando el resto de nosotros...?
—No fue difícil. El resto de ustedes agotó todas las pistas falsas y luego yo sugerí lo que restaba, simplemente.
UNA ADVERTENCIA A MISS UNIVERSO
SE NOTABA cierta frialdad en la reunión mensual de los Viudos Negros, y ésta se centraba a ojos vista en el invitado que había llevado Mario Gonzalo. Era un hombre alto y de mejillas regordetas y lampiñas, en quien el cabello brillaba casi por su ausencia, y que usaba chaleco. Algo que entre los Viudos Negros nadie había visto desde su fundación.
Se llamaba Aloysius Gordon y el problema comenzó cuando se presentó tranquilamente dando su nombre y ocupación, y anunciado en tono informal que estaba relacionado con la Comisaría 17. Fue como bajar las persianas un día de sol, porque de inmediato desapareció el brillo de la comida.
Gordon no tenía cómo poder comparar la tranquilidad que ahora prevalecía, con el clamor característico de las típicas comidas de los Viudos Negros. No tenía cómo saber lo extraño que era que Emmanuel Rubin mantuviera una reserva casi sobrenatural y no hubiera contradicho a nadie ni una sola vez; que la voz de Thomas Trumbull sonara apagada las escasas veces que se escuchaba; que Geoffrey Avalon realmente terminara su segunda copa; que James Drake apagara por segunda vez su cigarrillo antes de llegar a quemarse los dedos; y que Roger Halsted, habiendo desenrollado el papel que contenía su estrofa basada en el quinto canto de la Ilíada, lo mirara sólo distraídamente, arrugara la frente y lo guardara.
En realidad, Gordon parecía interesarse solamente en Henry. Seguía al camarero con una mirada en la que había un inequívoco brillo de curiosidad. Henry, normalmente perfecto en su desempeño, volcó un vaso de agua ante la estupefacción de todos. Los huesos de sus mejillas parecían marcársele a través de la piel.
Trumbull se levantó bastante ostensiblemente y se dirigió al excusado. El gesto fue discreto, pero no por ello menos urgente, y un minuto más tarde Gonzalo también dejó la mesa. En el baño, Trumbull murmuró hoscamente:
—¿Para qué diablos trajiste a ese tipo?
—Es una persona interesante —dijo Gonzalo a la defensiva—, y tengo derecho a hacerlo como presidente por esta noche. Puedo traer a quien quiera.
—Es un policía.
—De civil.
—¿Cuál es la diferencia? ¿Lo conoces, o está aquí en calidad de profesional.
Gonzalo levantó los brazos en un gesto de furia impotente.
Sus ojos oscuros parecían demasiado prominentes, como cada vez que estaba agitado.
—Lo conozco personalmente. Lo conocí... No es asunto tuyo cómo lo conocí, Tom... Lo conozco, simplemente. Es un tipo interesante y quiero que esté aquí.
—¿Sí? ¿Y qué le contaste sobre Henry?
—¿Qué quieres decir con eso de qué le conté?
—Vamos, no te hagas el tonto. Nada de jueguitos. ¿No has visto cómo observa cada movimiento de Henry? ¿Por qué tiene que observar así a un camarero?
—Le dije que Henry era un rayo resolviendo misterios.
—¿Y qué otros detalles?
—Sin darle detalles —dijo Gonzalo acaloradamente—. ¿Crees que no sé que nada de lo que sucede en esta sala puede repetirse afuera? Dije solamente que Henry era un rayo descubriendo misterios.
—¿Y supongo que eso le interesó?
—Bueno... dijo que le gustaría poder asistir a una de nuestras reuniones, y yo...
—¿Te das cuenta de que esto podría ser muy desagradable para Henry? ¿Lo consultaste a él?
Gonzalo jugaba con uno de los botones de su saco.
—Si veo que Henry se siente molesto ejerceré mis derechos de anfitrión y haré que el procedimiento sea interrumpido.
—¿Y qué pasa si este tipo, Gordon, no sigue el juego?
Gonzalo alzó los hombros con aire desolado. Volvieron a la mesa.
Cuando Henry estaba sirviendo el café y había llegado el momento de interrogar al invitado, aún no se percibía ningún entusiasmo en las manifestaciones verbales. Gonzalo ofreció el cargo de inquisidor a Trumbull, según era costumbre, y Trumbull no pareció muy satisfecho.
Entonces formuló la primera pregunta de práctica.
—Sr. Gordon, ¿cómo justifica su existencia?
—En este momento —dijo Gordon, con voz de barítono—, ayudando a que esta ocasión sea todo lo placentera posible, según espero.
—¿De qué manera? —preguntó Avalon sombríamente.
—Según yo entiendo, señores —dijo Gordon—, se supone que los invitados plantean un problema que los miembros del club intentan entonces resolver.
Trumbull lanzó una mirada furibunda a Gonzalo y dijo:
—No, no. Está totalmente equivocado. Algunos invitados han presentado problemas, pero eso fue más o menos una cuestión secundaria. Todo lo que se espera de ellos es una conversación interesante.
—Además —dijo Drake secamente— es Henry el que soluciona cosas. El resto de nosotros sólo da vueltas a las cosas inútilmente.
—¡Por amor de Dios, Jim! —comenzó a decir Trumbull, pero la voz de Gordon fue más fuerte.
—Eso es exactamente lo que se me ha informado —dijo—. Estoy aquí en una reunión estrictamente social y no como miembro del Departamento de Policía. En todo caso, no puedo evitar tener un cierto interés profesional en este asunto. En realidad, siento una inmensa curiosidad por Henry y he venido a ponerlo a prueba... Si me lo permiten, por supuesto —agregó en respuesta al frío silencio con que fueron recibidas sus palabras.
Avalon frunció el ceño, y en su rostro de cejas exuberantes y barba y bigotes bien cuidados, ése fue un fenómeno portentoso.
—Sr. Gordon —dijo—, éste es un club privado -cuyas reuniones no tienen otro propósito que el de la camaradería social. Henry es nuestro camarero y lo apreciamos, pero no queremos que se sienta molesto en esta sala. Si su presencia aquí es puramente social y no profesional, como usted dice, creo que sería mejor que dejáramos a Henry tranquilo.
Henry acababa de terminar con el ritual del café y los interrumpió con voz levemente agitada.
—Gracias, Sr. Avalon —dijo—. Aprecio su preocupación. Sin embargo, la situación podría aclararse si le explicara algo al Sr. Gordon. —Se volvió hacia el invitado y continuó animadamente—. Sr. Gordon, en media docena de ocasiones he podido señalar uno que otro punto respecto de algún problema que surgió durante las comidas. Los misterios en sí mismos eran bastante triviales y no en absoluto del tipo que podría interesarle a un policía. Sé muy bien que para solucionar el tipo de casos que le interesa a la policía, lo más importante son antecedentes, informantes, tareas relacionadas con procedimientos más bien tediosos y la cooperación de muchos hombres y organismos diferentes. Todo esto está mucho más allá de mis habilidades. En verdad, no habría podido hacer incluso lo que hice si no hubiera sido por los otros miembros del club. Los Viudos Negros son hombres ingeniosos que encuentran respuestas complicadas a cualquier problema. Cuando han terminado y suponiendo que ninguna de esas complicadas respuestas sea la correcta, algunas veces puedo sortear las complicaciones y llegar a la simple verdad. Eso es todo lo que hago, y le aseguro que no vale la pena que me ponga a prueba.
Gordon asintió con la cabeza.
—En otras palabras, Henry, si hay un asesinato de una patota, y tenemos que seguir a media docena de delincuentes e investigar sus coartadas o intentar conseguir algunos testigos que no estén demasiado asustados para que nos cuenten lo que sucedió, usted no podría ayudarnos.
—En absoluto, señor.
—Pero si tengo una extraña hoja de papel que contiene algunas palabras que pueden tener algún sentido, o pueden no tenerlo, pero que requieran pensar un poco y evitar las respuestas complicadas para buscar la simple verdad, ¿entonces usted podría ayudarnos?
—Probablemente no, señor.
—¿Pero le echaría una mirada al papel para decirme lo que piensa?
—¿Es ésa la prueba, señor?
—Supongo que la podemos llamar así —dijo Gordon.
—Bien, entonces. El Sr. Gonzalo es quien preside esta noche —dijo Henry asintiendo lentamente con la cabeza—. Si él está dispuesto a permitirle que presente ese problema, puede usted hacerlo con arreglo a las normas del club.
Gonzalo estaba incómodo.
—Adelante, teniente. Muéstreselo —dijo con tono desafiante.
—Un momento —dijo Trumbull, apuntando a Gonzalo con su grueso dedo—. ¿Lo has visto tú, Mario?
—Sí.
—¿Pudiste entender algo?
—No —dijo Gonzalo—, pero es el tipo de cosas que Henry puede solucionar.
—No creo que debiéramos poner a Henry en un aprieto como éste —intervino Rubin.
—El anfitrión tiene derecho, señor —dijo Henry—. Estoy dispuesto a echarle una mirada.
Gordon sacó un pedazo de papel, doblado en cuatro, del bolsillo superior del chaleco, lo levantó por encima de su hombro y Henry lo tomó. El camarero lo miró un momento y luego lo devolvió.
—Lo siento, señor —dijo—, pero no veo otra cosa fuera de lo que está escrito.
Drake extendió la mano.
—¿Puede pasarlo alrededor? ¿Tiene algún inconveniente, Sr. Gordon?
—No tengo ningún inconveniente en que lo vean —dijo Gordon, y se lo dio a Halsted, que estaba a su derecha. Halsted lo leyó y lo pasó. Hubo silencio absoluto hasta que el papel completó la ronda y volvió a Gordon. Este lo miró un instante y lo guardó nuevamente en su bolsillo.
El mensaje, escrito con pésimos trazos, decía: ¡Ay de vosotras, Jezabeles! Rahab ha de morir.
—Suena a algo bíblico —dijo Gonzalo—, ¿no es cierto? —y miró automáticamente a Rubin, que era la autoridad bíblica del grupo.
—Suena a algo bíblico —confirmó Rubin—, y puede ser que lo haya escrito algún fanático de la Biblia, pero no es una cita de ella. Les puedo asegurar eso.
—Nadie pone en duda tu conocimiento de la Biblia, Manny —dijo Avalon conciliatorio.
—Esa nota le fue entregada a una chica a la entrada de un restaurante en el cual las candidatas a Miss Universo celebraban una conferencia de prensa —informó Gordon.
—¿Quién la entregó? —preguntó Trumbull.
—Un vagabundo. Le dieron un dólar por entregársela a una chica y no pudo describir a la persona que se la dio, aun cuando dijo que era un hombre. No hay ninguna razón para pensar que el vagabundo fuera nada más que un intermediario. Lo investigamos.
—¿Hay huellas digitales? —preguntó Halsted.
—Una cantidad de manchas superimpuestas. Nada útil.
—¿Supongo que las Jezabeles mencionadas en la nota son las jóvenes del concurso de Miss Universo? —inquirió Avalon con su tono más adusto.
—Me parece un razonamiento natural —dijo Gordon—. El problema es, ¿cuál de ellas?
—Todas, diría yo —observó Avalon—. En la nota se utiliza el plural, y el tipo de persona que aplica ese término en tal contexto no hace diferencias muy finas. Cualquiera que presente su belleza para que sea juzgada a la vista públicamente sería una Jezabel. Todas ellas serían Jezabeles.
—Pero, ¿y la segunda frase? —preguntó Gordon.
—Les explicaré —dijo Rubin con cierto aire de importancia—. Supongamos que el que escribe es un fanático de la Biblia... Me refiero a esos que la leen todos los días y que oyen que Dios les susurra al oído para darles instrucciones y luchan contra la inmoralidad. Un tipo así escribiría automáticamente en un estilo bíblico. Sucede que el principal recurso poético, en los tiempos bíblicos, era la repetición de la misma frase en forma un poco diferente, como... —Pensó un momento y luego dijo—: Por ejemplo: Tema a Jehová toda la tierra. Teman delante de Él todos los habitantes del mundo. O, si no, Oíd, sabios, mis palabras; prestadme, hombres doctos, vuestro oído.
La barba rala de Rubin pareció aun más rala cuando sus labios se abrieron en una amplia sonrisa, y sus ojos brillaron detrás de sus gruesos lentes mientras decía:
—El segundo ejemplo es del Libro de Job.
—Paralelismo —musitó Avalon.
—¿Quieren decir que este tipo está diciendo lo mismo dos veces? —inquirió Gordon.
—Así es —dijo Rubin—. Primero predice un dolor, y luego el dolor postrero: la muerte. Primero los llama Jezabeles y luego las llama Rahabs.
—No me parece —dijo Gordon—. "Jezabel" está en plural; "Rahab", no. El tipo que lo escribió habla de "Jezabeles", en plural, cuando dice "¡ay, de vosotras!"; pero sólo dice "Rahab", en singular, cuando le anuncia la muerte.
—¿Puedo ver ese papel otra vez? —preguntó Rubin. Se lo alcanzaron y lo estudió. Luego dijo—: Por la forma en que este tipo escribe, no sé si podemos esperar una buena ortografía. Puede ser que haya querido poner una "s".
—Puede —dijo Gordon—, pero no podemos confiar en eso. La ortografía y la puntuación son correctas a pesar de su letra descuidada, y la otra "s" se ve claramente.
—Me parece —dijo Avalon— que sería más seguro suponer que lo que el autor quiso decir es en singular, a menos que tengamos buenas razones para creer lo contrario.
Drake intentó hacer un anillo de humo (empresa en la que nadie le había visto tener éxito jamás) y dijo:
—¿Toma esto en serio, Sr. Gordon?
—No se trata —dijo Gordon— de lo que yo en particular piense. La nota evidencia ciertas cualidades psicóticas y tengo la certeza de que si el autor no ha querido hacer una broma estúpida, entonces está loco, y la gente loca debe ser tomada en serio. Suponga que el que la escribió se considere un vocero de la ira de Dios. Naturalmente, él la anuncia, él predica la palabra de Dios porque eso es lo que hicieron los profetas bíblicos.
—Y la anuncia en términos poéticos —comenzó a decir Halsted.
—Porque eso es lo que los profetas bíblicos hicieron también —dijo Gordon asintiendo—. Un hombre como ése puede ser que decida justamente querer ser el brazo de Dios, además de su voz. No podemos correr el riesgo. Ustedes comprenderán que el concurso de Miss Universo implica una situación aun más delicada que el concurso de Miss Estados Unidos de América.
—Porque hay concursantes extranjeras, supongo —dijo Rubin.
—Así es. Hay casi sesenta candidatas en total y sólo una -Miss E.U.A.- es de aquí. Preferiríamos que nada les pasara a ninguna de ellas, ni siquiera un pequeño inconveniente. No digo que provocaría una crisis mundial si algo sucediera, pero el Departamento de Estado estaría bastante molesto. De modo que una nota como ésta significa que la policía debe dar protección a esas sesenta chicas, pero con los tiempos que corren no podemos distraer tanto personal.
—Si no le molesta —dijo Trumbull frunciendo el ceño—, ¿qué diablos espera que nosotros hagamos?
—Es posible que él no planee matar a todas las chicas. Es probable que tenga a una en mente y que por eso utilice el singular cuando habla de muerte. Quizá Henry pueda darnos alguna idea para concentrarnos en alguna. Preferiríamos concentrarnos en diez señoritas y no en sesenta. En realidad, preferiríamos concentrarnos en una sola.
—¿En base a esa nota? —inquirió Trumbull evidentemente disgustado——. ¿Usted quiere que Henry elija a una de las candidatas a Miss Universo a partir de esa nota?
Se volvió a mirar a Henry y éste dijo:
—No tengo la menor idea, Sr. Trumbull.
Gordon volvió a guardar la nota.
—Pensé que ustedes podrían decirme quién es Rahab. ¿Por qué habrá llamado a una chica en particular Rahab y amenazado matarla?
—¿Por qué tenemos que suponer que la palabra Rahab se refiere a la chica que él busca? —dijo de pronto Gonzalo—. Quizá sea su firma. Quizá sea un pseudónimo por haber sido Rahab algún importante profeta o verdugo citado en la Biblia.
Rubin dejó escapar el aliento con un resoplido.
—¡Por favor, Mario! ¿Cómo puede ser que incluso un artista sepa tan poco? Rahab es parte del verso. Si fuera la firma la pondría al final. Si fuera el tipo de persona que quiere hacer bajar la ira de Dios públicamente, la firmaría orgullosamente y sin equivocación posible. Y si lo hiciera, jamás elegiría el pseudónimo de Rahab, o por lo menos no lo haría si conociera un poco la Biblia. Rahab fue... No, hagamos algo mejor. Henry, tráiganos de la biblioteca la edición de la Biblia del Rey James. Ya que estamos en esto, tratemos de interpretar las palabras correctamente.
—¿Quieres decir que no te sabes la Biblia de memoria? —preguntó Trumbull.
—Me olvido de una que otra palabra de vez en cuando, Tom —dijo Rubin dignamente, y tomó la Biblia de manos de Henry—. Gracias, Henry. Les diré que la única persona llamada Rahab en la Biblia era una prostituta.
—¿De veras? —dijo Gonzalo, incrédulo.
—Así es. Aquí está... El primer versículo del segundo capítulo del Libro de Josué. Y Josué, hijo de Nun, envió en secreto desde Setim dos espías, diciéndoles: "Id a explorar la tierra y Jericó". Los cuales fuéronse y entráronse en casa de una ramera llamada Rahab y se posaron allí.
—Y eso forma parte del paralelismo —dijo Avalon, pensativamente—. ¿Es eso lo que crees?
—Por supuesto. Y es por eso que pienso que "Jezabel" y "Rahab" se refieren a todas las muchachas y que ambos nombres tendrían que estar en plural. Tanto Jezabel como Rahab son las representantes bíblicas de las mujeres inmorales y, por lo que entiendo, el que ha escrito la nota, quienquiera que sea, piensa que todas las candidatas para Miss Universo son justamente eso.
—¿Son? —preguntó Gonzalo—. Quiero decir, ¿son inmorales?
—No puedo garantizar sus vidas privadas —dijo Gordon sonriendo levemente—, pero no creo que se destaquen por su inmoralidad. Son mujeres jóvenes, cuidadosamente seleccionadas para representar a sus países. Dudo que nada notorio se les pueda haber escapado a los jueces.
—Cuando un fundamentalista que ya ha pasado la juventud —dijo Avalon— comienza a hablar de inmoralidad o llama a alguien Jezabel, no es necesario, según mi opinión, que haya inmoralidad realmente. Probablemente sea algo puramente subjetivo. Cualquier mujer que provoque en él sensaciones de excitación sexual le parecerá inmoral, y la que más los suscite le parecerá la más inmoral.
—¿Quiere decir —preguntó Gordon, dirigiendo la mirada hacia Avalon— que busca a la más hermosa y que la matará?
Avalon se encogió de hombros.
—¿Qué es la belleza? Puede ser que busque a la que él considera la más hermosa, pero, ¿cuáles son sus pautas? Es probable que, incluso, no sea la belleza en el sentido más literal. Tal vez alguna de ellas le recuerde a su madre muerta, a la novia de la infancia o a alguna de las maestras que tuvo. ¿Cómo saberlo?
—Está bien —dijo Gordon—, quizá tenga usted razón en todo lo que dice, pero eso no importa. Dígame a quién busca; dígame quién es esa Rahab y nos ocuparemos de los motivos después.
Avalon sacudió la cabeza.
—No sé si podemos descartar los motivos tan fácilmente —dijo—, pero en todo caso no lograremos nada si tomamos el camino equivocado. A pesar de lo que Manny diga, no creo que haya ningún paralelismo entre Jezabel y Rahab.
—Claro que lo hay —dijo Rubin de inmediato, levantando la barbilla.
—¿Dónde está? En primer lugar, Jezabel no era una cortesana. Era la reina de Israel; y no hay ninguna indicación en la Biblia de que ella fuera, en modo alguno, inmoral sexualmente. Era, simplemente, una idólatra, lo contrario de los que adoraban a Yavé, o a Jehová, para usar el nombre más común, aunque menos exacto.
—Te lo explicaré, si quieres —dijo Rubin—. Jezabel era hija del rey de Tiro, que además era sacerdote de Astarté. Es probable que también ella fuese sacerdotisa. En cuanto a Rahab, quizá no haya sido una prostituta común, sino una sacerdotisa que participaba en los ritos de la fertilidad. Para los israelitas, eso era ser prostituta.
—No todos han estudiado la Biblia como tú, Manny —intervino Halsted—. La Biblia llama Jezabel a una reina y Rahab a una prostituta, y el lector común no iría más allá.
—Pero eso no es lo que quiero decir —dijo Avalon—. Jezabel, cualquiera que fuera su posición, terminó mal. Murió en un golpe palaciego y fue devorada por los perros. Rahab, sin embargo, terminó bien. Después de la caída de Jericó fue salvada con vida porque escondió a los espías y los protegió. Se puede suponer que se había convertido a la fe del Dios de Israel y que había dejado de ser una prostituta o una sacerdotisa pagana. En realidad... Manny, permíteme la Biblia. —Avalon la tomó y volvió rápidamente las páginas—. Estaba justo al principio del Evangelio según San Mateo. Aquí está: y Salomón engendró a Bozz en Rahab; y Bozz engendró a Obed en Rut; y Obed engendró a Jesé, y Jesé engendró al rey David. Ahí tienen: esos son el quinto y sexto versículos del primer capítulo del Evangelio según San Mateo. Según éste, Rahab casó con un prominente israelita y fue tatarabuela de David, y, por lo tanto, lejana antecesora del mismo Jesús. Habiendo ayudado a los israelitas a tomar Jericó, habiéndose casado con un israelita y siendo una antecesora de David y Jesús, ningún fundamentalista podría utilizar a Rahab como símbolo de inmoralidad. De modo que, si queremos asociar a Rahab con una de las candidatas a Miss Universo, sería mejor que nos olvidáramos del paralelismo con Jezabel y buscáramos algo más.
—Pero ¿qué? —preguntó Drake.
—No te preocupes —dijo Avalon, y levantó un dedo admonitorio—. Estoy pensando en algo. Manny, ¿no se utiliza en la Biblia la voz "Rahab" como sinónimo poético de Egipto?
—Sí, tienes razón —dijo Rubin en el colmo de la exaltación—. En algún lugar de los Salmos, creo. —Volvió las páginas musitando—. Ojalá tuviéramos un diccionario bíblico. Es algo que el club debería comprar y agregar a los libros de consulta. ¡Por Dios, aquí está! —gritó—. El cuarto verso del Salmo 87: Yo me acordaré de Rahab y de Babilonia entre los que me conocen; He aquí Palestina y Tiro con Etiopía.
—¿Cómo sabes que Rahab significa Egipto, allí? —preguntó Gonzalo.
—Porque a todo lo largo de la historia del Antiguo Testamento, los grandes poderes rivales fueron el del Valle del Tigris y el Eufrates y el del Nilo. Babilonia tipifica claramente al primero, de modo que Rahab simboliza al último. No hay ninguna discusión sobre eso. Los estudiosos de la Biblia concuerdan en que Rahab simboliza a Egipto en este caso.
—Si es así —dijo Avalon—, no creo que tengamos que recurrir a Henry. Sospecho que es a Miss Egipto a quien nuestro misterioso amigo busca. Y eso tiene sentido, también. Hay un par de millones de judíos en esta ciudad; y considerando la actual situación entre Israel y Egipto, cualquiera de ellos que esté un poco trastornado, puede sentirse tentado de amenazar a Miss Egipto.
—Interesante. Sólo que existe un problema —dijo Gordon.
—¿Cuál, señor?
—No hay ninguna Miss Egipto. El concurso de Miss Universo, según ustedes verán, no es tan simple como el concurso a Miss E.U.A., pues en éste ustedes se encuentran con una participante de cada uno de los cincuenta Estados, porque la política exterior no cuenta en absoluto. En el concurso Miss Universo, las naciones hostiles a los Estados Unidos, o aquellas que consideran decadentes los concursos de belleza, no participan. Este año, ningún estado árabe está representado. Por otro lado, algunas naciones están representadas por más de una concursante, cada una de ellas bajo un nombre diferente. Algunos años atrás, por lo que yo sé, hubo dos bellezas alemanas. Llamaron Miss Alemania a la que recibió más votos y, a la otra, Miss Bavaria.
Avalon estaba claramente molesto.
—Si no existe Miss Egipto, no sé qué puede significar "Rahab" —concluyó.
—¿Qué quiere decir en la Biblia? —preguntó Gonzalo—. ¿Por qué le dan ese nombre a Egipto? Tiene que haber una razón.
—Bueno —dijo Rubin—, Egipto era un reino a orillas de un río y Rahab era un nombre relacionado con las aguas. En realidad era un vestigio mítico de la leyenda pre-israelita de la creación. Los Sumerios creían que la tierra había sido creada del mar. Veían al mar como un enorme monstruo llamado Tiamat, que debía ser dividido en dos para que la tierra emergiera entre sus mitades. En la mitología babilónica, fue Mardoc quien mató a Tiamat.
»Los escritores sacerdotales del primer libro del Génesis barrieron con los mitos babilónicos y eliminaron el politeísmo, pero quedaron vestigios. Según el capítulo I, versículo 2, del Génesis, al principio, antes del primer día de la creación, la tierra estaba desordenada y vacía y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Bien; la palabra hebrea traducida como "el abismo" es "tehom", y algunos comentaristas creen que ésta es una versión de Tiamat y que este versículo es todo lo que queda de aquella lucha cósmica.
—Eso me parece muy rebuscado —dijo Drake.
—No sé. Hay algunos versículos aislados en la Biblia que parecen referirse a aquel mito de la creación, que era más antiguo y menos sofisticado. Hay uno casi al final de Isaías... Veamos si puedo encontrarlo... Solía saber dónde estaban todas estas citas. —Volvía las páginas, enfervorizado, una tras otra, sin prestar atención a la copa de coñac que Henry había puesto frente a él. Gordon bebía el suyo y lo observaba tranquilamente, sin intentar detenerlo ni llevar la discusión al punto inicial.
—¿A dónde conduce todo esto? —intervino Trumbull, empero.
Rubin agitó las manos excitado.
—¡Lo encontré, lo encontré! Escuchen esto: Isaías, capítulo 51, versículo 9: Despiértate, despiértate, vístete de fortaleza, oh brazo de Jehová; despiértate como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab y el que hirió al dragón? ¿Ven?: "cortó a Rahab" e "hirió al dragón" es otro ejemplo de paralelismo. Rahab y el dragón son expresiones equivalentes que simbolizan al océano embravecido que debe ser derrotado y dividido para que pueda crearse la tierra. Algunos comentaristas sostienen que ésta es una referencia a Egipto ya la división del mar Rojo; pero, en mi opinión, es indudablemente una versión de la lucha con Tiamat.
La frente de Rubin traspiraba profusamente mientras él continuaba agitando su mano izquierda pidiendo silencio en tanto volvía las páginas con la derecha.
—Hay algunas referencias a esto en los Salmos, también. Puedo encontrarlas si me conceden un minuto solamente. ¡Ah! Salmo 89, versos 9 y 10: Tú tienes dominio sobre la bravura de la mar: cuando se levantan sus ondas, tú las sosiegas. Tú quebrantaste a Rahab como a un muerto. Y hay otro más: salmo 74, versos 13 y 14: Tú hendiste la mar con tu fortaleza: quebrantaste cabezas de ballenas en las aguas. Tú magullaste las cabezas del Leviatán. Leviatán era otro nombre del océano primitivo.
—¡Maldito seas, Manny! ¿Te crees un predicador? —aulló Trumbull—. ¿A dónde nos lleva todo esto?
Rubin levantó los ojos indignado y cerró la Biblia.
—Si me permites hablar, Tom —dijo con exagerada dignidad— y reprimes tu tendencia a aullar, te lo diré. —Echó una mirada imponente a su alrededor—. Ahora sospecho que, para el tipo que escribió esta nota, Rahab simboliza el poder del océano. ¿Quién es hoy, la potencia de los mares? ¿Quién controla los océanos? Los Estados Unidos. Con nuestros porta-aviones, nuestros submarinos nucleares, nuestros misiles Polaris, tenemos el poder de Rahab. Creo que quizá quiera atentar contra Miss Estados Unidos.
—¿Te parece? —preguntó Halsted—. Los Estados Unidos son la mayor potencia marítima sólo desde la Segunda Guerra Mundial. No han tenido tiempo de entrar en la leyenda. La leyenda y la historia le cantan a Gran Bretaña como reina de los mares. Recuerda lo de "Britania, reina en las aguas". Yo voto por Miss Gran Bretaña.
—No hay ninguna Miss Gran Bretaña, pero hay una Miss Inglaterra —aclaró Gordon.
—Muy bien. Voto por Miss Inglaterra.
—No hay modo de saber qué pasa por la cabeza de ese loco —dijo Drake—. Quizás haya utilizado ese nombre para indicar su manera de actuar. Rubin mencionó eso de "magullaste las cabezas" y "quebrantaste" al citar los versos de los salmos. Quizás el autor de la nota quiso decir que usaría algún instrumento pesado...
—Uno de los versos decía "cortó a Rahab" —dijo Rubin meneando la cabeza.
—Si Rahab es un adversario de Dios —hizo notar Gonzalo—, el autor puede haber pensado en los nazis. Jeff dijo que podría ser un judío que buscase a Miss Egipto; ¿por qué no a Miss Alemania?
—¿Por qué necesariamente judío? —observó Trumbull—. La mayoría de los fundamentalistas son protestantes y en su época se han dirigido al Papa con términos bastante fuertes. Lo llama "la prostituta de Babilonia", y para algunos de ellos Rahab fue una prostituta. No creo que haya una Miss Ciudad del Vaticano; pero ¿y si fuera Miss Italia?
—Perdonen, caballeros —intervino Henry. Gordon alzó los ojos.
—¡Ah!, ¿tiene alguna sugerencia, Henry?
—Sí, señor. Si es útil o no, no lo sé... Usted dijo, Sr. Gordon, que las reglas son más bien flexibles en el concurso de Miss Universo en lo que respecta a las naciones representadas. Algunas naciones no tienen representantes, algunas tienen dos o más bajo diferentes nombres. Usted mencionó a una Miss Alemania ya una Miss Bavaria, por ejemplo.
—Así es —dijo Gordon.
—Y dijo, además, que no había una Miss Gran Bretaña, pero sí una Miss Inglaterra.
—Es cierto.
—Que haya una Miss Inglaterra ¿implica la existencia de una Miss Escocia, también?
—En realidad, sí. —Gordon entrecerró los ojos—. Además hay una Miss Irlanda y una Miss Irlanda del Norte, también.
Gonzalo colocó ambas manos sobre la mesa.
—Apuesto a que sé a lo que Henry quiere llegar. Si el autor de la nota es irlandés, puede ser que ande detrás de Miss Irlanda del Norte. Consideraría que ella representa una división política que es un títere de Inglaterra e Inglaterra es quien gobierna los mares y es Rahab. Henry sacudió la cabeza.
—No es tan complicado, según creo. Siempre he pensado que, en igualdad de condiciones, la explicación más simple es la mejor.
—La ley de Occam —susurró Avalon.
—Debo admitir —dijo Henry— que nunca había oído hablar de Rahab hasta ahora, pero la explicación del Sr. Rubin fue muy, reveladora. Si Rahab es un monstruo que representa al mar, y si este monstruo también suele ser llamado Leviatán, y si Le... viatán es el nombre que se le da a un monstruo marino real, el más grande que existe, ¿por qué no podría referirse el autor a Miss Gales?
—¡Ah! —exclamó Gordon. Henry se volvió hacia él.
—¿Era ésa la respuesta, Sr. Gordon?
—Es una posibilidad —admitió Gordon, gravemente.
—No, Sr. Gordon —dijo Henry—. Usted sabe mucho más de lo que ha dicho. Vino acá a ponerme a prueba. ¿Cómo puede ponerme a prueba con una adivinanza cuya respuesta no conoce?
Gordon lanzó una carcajada.
—Gana nuevamente, Henry —dijo—. Todo lo que les he dicho es verídico, excepto que sucedió el año pasado. La persona en cuestión fue atrapada. Llevaba un cuchillo en la mano, pero no era realmente peligrosa. Se rindió sin resistirse y ahora se encuentra en un hospital psiquiátrico. Era bastante incoherente. Nunca supimos con certeza cuáles fueron sus motivos, excepto que él estaba convencido de que su víctima era particularmente malvada. El inconveniente fue que tuvimos que asignar una buena cantidad de hombres a este caso y nunca descubrimos qué era lo que Rahab significaba... Pero cuando lo detuvimos se dirigía al camarín de Miss Gales. Tendríamos que haberlo tenido con nosotros el año pasado, Henry. Es usted un detective excepcional.
—Son loS Viudos Negros, señor. Ellos analizan el enigma; yo sólo recojo lo que queda.
BROADWAY Y SUS CANCIONES DE CUNA
Por primera vez en la historia de los Viudos Negros, el banquete mensual se celebraba en un departamento privado. Emmanuel Rubin había insistido en términos parlamentarios, mientras su barba rala se sacudía furiosa de un lado a otro.
Él sería presidente la próxima vez, había dicho, y el presidente era monarca absoluto dentro de las cláusulas del reglamento. Pero en ningún lado de éste se determinaba específicamente el lugar de reunión.
—De acuerdo con las tradiciones —comenzó a decir Geoffrey Avalon con esa solemnidad que lo caracterizaba—, siempre nos hemos reunido aquí.
—Si la tradición es el amo —dijo Rubin—, ¿para qué existe el reglamento?
Y al final consiguió lo que quería, al concluir diciendo que era un cocinero magistral. Entonces Mario Gonzalo sonrió.
—Vamos para oler cómo quema las hamburguesas —dijo.
—Jamás sirvo hamburguesas —dijo Rubin acaloradamente, pero ya todo el mundo había aceptado la invitación. Avalon y James Drake habían llegado en el mismo tren desde el otro lado del Hudson y estaban en el vestíbulo del edificio de departamentos de Rubin, en West Side, esperando que el portero les prestara atención. Era evidente que no podrían entrar sin el permiso del portero, a menos que recurrieran a la violencia.
—Es la mentalidad de fortaleza —musitó Avalon—. La misma que hay en toda Nueva York. No puedes ir a ningún lado sin que te observen estos ojos de lince y te registren de armas.
—Tienes razón —dijo Drake con su voz ronca y suave, y encendió un cigarrillo—. Es mejor eso a que te asalten en el ascensor.
—Supongo que sí —dijo Avalon sombríamente.
El portero se volvió hacia ellos. Era bajo, de cara redonda y calvo. Una franja de cabello gris hacía juego con su bigote corto e hirsuto como el de Drake, pero más generoso. No parecía en absoluto imponente, pero su uniforme gris le daba un aire de autoridad que, aparentemente, era suficiente para disuadir a cualquier intruso.
—¿Señores? —dijo.
Avalon se aclaró la garganta y habló con su voz de barítono más impresionante para ocultar una timidez que a nadie se le habría ocurrido suponer en un individuo tan alto, derecho e imponente.
—El Dr. Drake y el Sr. Avalon buscan el departamento del Sr. Emmanuel Rubin, en el 14, AA.
—Drake y Avalon —repitió el portero—. Un momento. —Se dirigió hacia el intercomunicador y habló por el micrófono. El sonido áspero de la voz de Rubin se oyó claramente.
—Hágalos subir, hágalos subir.
El portero les abrió la puerta para dejarlos entrar, pero Avalon se detuvo dudando en el umbral.
—A propósito, ¿suelen tener muchos incidentes aquí?
El portero asintió con aire de importancia.
—Algunas veces, señor. Por mucho que se haga, siempre suceden cosas. Hubo un robo en un departamento del vigésimo piso el año pasado. No hace mucho tiempo atacaron a una señora en los lavaderos. Suceden cosas así.
—¿Puedo acompañarlos, señores? —dijo una voz amablemente.
Drake y Avalon se volvieron a mirar al recién llegado. Hubo una pausa perceptible en que ninguno de los dos lo reconocieron, pero en seguida Drake lanzó una breve risita.
—Henry, cuando no trabaja en el restaurante se vuelve usted de lo más elegante.
Avalon tuvo una reacción bastante más explosiva.
—¡Henry! ¿Qué hace...? —Se interrumpió incómodo.
—El Sr. Rubin me invitó, señor. Dijo que ya que la comida no se realizaría en el restaurante y yo no podría tener el placer de servirles, sería entonces su invitado. Creo que ése era su propósito al insistir en que la comida se celebrara aquí. Uno no lo diría, pero el Sr. Rubin es un caballero sentimental.
—Espléndido —dijo Avalon con gran entusiasmo, como si quisiera reparar su sorpresa anterior—. Portero, este señor viene con nosotros.
—¿Quisiera consultar con el señor Rubin, señor? —dudó Henry.
El portero, que había mantenido la puerta abierta pacientemente todo ese tiempo, dijo:
—Está bien. Suban.
Henry asintió y los tres atravesaron un vestíbulo espacioso, pintado de azul, hacia los ascensores.
—Henry, hace años que no veo un traje como el suyo —dijo Drake—. Provocaría un alboroto si caminara por Nueva York vestido así.
Henry se observó brevemente. Su traje era de un marrón oscuro y de un corte tan clásico que Drake se estaba preguntando seriamente dónde se encontraría el establecimiento que vendía esa ropa. Los zapatos eran de un negro sobrio, la camisa de un blanco radiante y la corbata angosta de un gris apagado, sujeta con un sencillo alfiler de corbata.
Coronando el conjunto, un sombrero hongo de color marrón oscuro que Henry se quitó tomándolo por el ala.
—Hacía mucho tiempo que no veía un sombrero hongo —dijo Avalon.
—Ni siquiera un sombrero —dijo Drake.
—Es la libertad de esta época —dijo Henry—. Cada cual hace su gusto ahora, y éste es el mío.
—Lo malo es que para alguna gente hacer su antojo es atacar mujeres en los lavaderos —dijo Avalon.
—Sí —asintió Henry—. Oí lo que dijo el portero. Esperemos al menos que hoy no haya tropiezos.
Uno de los ascensores llegó a la planta baja y una señora descendió con su perro. Avalon echó una mirada al interior, a izquierda y derecha, antes de entrar, y luego subieron hasta el piso catorce.
Estaban todos reunidos, o casi todos. Rubin llevaba el delantal de su mujer (que tenía bordado el nombre "Jane" con grandes letras) y se movía apresurado. En el aparador había una colección completa de botellas y Avalon se había autodesignado cantinero improvisado, después de rechazar a Henry.
—Siéntese, Henry —dijo Rubin en voz alta—. Usted es el invitado.
Henry se sentía incómodo.
—Tienes un lindo departamento, Manny —dijo Halsted con su ligero tartamudeo.
—Más o menos -déjame pasar un segundito-, pero es pequeño. No tenemos niños, por supuesto, de modo que no necesitamos que sea mucho más grande, y vivir en Manhattan tiene sus ventajas para un escritor.
—Sí —dijo Halsted—. Me enteré de algunas de las ventajas allí abajo. El portero dijo que las mujeres han tenido problemas en el lavadero.
—¡Ah, qué diablos! —dijo Rubin despreciativo—. Algunas de esas damas buscan problemas. Desde que la delegación china ante las Naciones Unidas se instaló en un hotel a unas pocas cuadras de aquí, algunas de esas matronas andan viendo el peligro amarillo en todas partes.
—Y robos también —dijo Drake. Rubin tenía una expresión desdichada como si cualquier mancha en la reputación de Manhattan fuera una ofensa personal.
—Podría haber pasado en cualquier parte, y Jane fue descuidada.
Henry, el único sentado a la mesa frente a una copa aún sin tocar, pareció sorprendido, pero con una expresión que no dibujaba ni una sola arruga en su rostro.
—Perdone, Sr. Rubin —dijo—, ¿se refiere a que fue en su departamento donde robaron?
—Sí, bueno. Creo que la cerradura del departamento puede abrirse con un trozo de celuloide. Es por eso que todo el mundo instala, además, cerraduras complicadas.
—Pero ¿cuándo sucedió eso? —preguntó Henry.
—Hace cerca de dos semanas. Les repito que fue culpa de Jane. Salió al pasillo a pedirle a alguien una receta o algo por el estilo y no le echó llave a ambas cerraduras. Eso es como pedir que algo suceda. Los rateros tienen cierto instinto para estas cosas, una especie de percepción extrasensorial. Ella regresó justo cuando el vago salía y hubo un gran escándalo.
—¿Le sucedió algo a ella? —preguntó Gonzalo, con sus ojos que ya de ordinario eran prominentes casi fuera de las órbitas.
—Nada, en realidad. Se asustó, eso fue todo. Gritó y aulló, que fue lo mejor que pudo haber hecho. El tipo corrió. Si yo hubiera estado aquí lo habría perseguido y atrapado. Si yo hubiera...
—Es mejor no intentarlo —dijo Avalon severamente, empujando el cubo de hielo con el dedo para revolver su aperitivo—. El resultado final de una caza puede ser un cuchillo en las costillas. Tus costillas.
—Escúchame —dijo Rubin—. En mis tiempos enfrenté a tipos con cuchillo. Son fáciles de mane... Un momento. Algo se está quemando —dijo—, y se abalanzó hacia la cocina.
Alguien golpeó a la puerta.
—Observa por la mirilla —dijo Avalon.
—Es Tom —dijo Halsted luego de mirar, y abrió la puerta para dejarlo entrar.
—¿Cómo entraste sin que te anunciaran? —preguntó Avalon. Trumbull se alzó de hombros.
—Me conocen, aquí. He visitado a Manny antes.
—Además —dijo Drake—, un importante funcionario de gobierno como tú está más allá de toda sospecha.
Trumbull resopló y frunció aun más las múltiples arrugas de su cara, pero no respondió a la provocación. Todos los Viudos Negros sabían que era un experto en códigos. Lo que hacía, nadie lo sabía, aunque todos tenían la misma sospecha.
—¿Alguno contó ya los toros? —dijo Trumbull.
—En realidad, parecen una manada.
Gonzalo se rió.
Las estanterías que llenaban las paredes estaban salpicadas de toros de madera y cerámica de todos los tamaños y colores, y había varios más sobre la mesa y sobre la televisión.
—Hay más en el baño —dijo Drake saliendo de allí.
—Te apuesto —dijo Trumbull— a que si cada uno de nosotros cuenta todos los toros de este lugar cada uno obtendrá un resultado diferente y todos estaremos equivocados.
—Te apuesto —dijo Halsted— a que ni el mismo Manny sabe cuántos tiene.
—¡Eh, Manny! —gritó Gonzalo—. ¿Cuántos toros tienes?
—¿Contándome a mí? —respondió Rubin entre ruidos de ollas y asomando la cabeza por la puerta de la cocina—. Una de las buenas cosas que tiene comer aquí, es que pueden estar seguros de que no les servirán hígado como entrada. Comerán berenjenas con todo tipo de ingredientes y no me pregunten los detalles porque es receta mía. Yo la inventé... Y... Ese toro se hará pedazos si se te cae, Mario, y Jane los conoce a todos de memoria y los inspeccionará uno por uno cuando regrese.
—¿Escuchaste lo del robo, Tom? —preguntó Avalon. Trumbull asintió.
—No se llevó mucho, por lo que sé.
Rubin entró atropelladamente trayendo algunos platos.
—No ayude. Henry. Oye, Jeff, deja esa copa por un minuto y ayúdame a poner los cubiertos... Es pavo asado, de modo que prepárense a decirme si quieren pechuga u otra presa, y además les voy a servir relleno, quieran o no, porque eso es lo que hace...
Avalon puso el último cubierto con un floreo y dijo:
—¿Qué es lo que robaron, Rubin?
—¿Se refiere al tipo que entró aquí? Nada. Jane debe de haber regresado justo cuando él comenzaba. Revolvió algunas de las cosas en el botiquín, supongo que buscando drogas. Creo que se llevó algunos billetes chicos, y además dio vuelta mi equipo de grabación. Tal vez haya intentado llevarse mi estereofónico portátil para empeñarlo, pero sólo consiguió moverlo un poco... A propósito, ¿quién quiere música?
—Nadie —gritó Trumbull indignado—. Si empiezas a hacer ese condenado bullicio, te robaré el aparato estereofónico y tiraré todas tus cintas al incinerador.
—¿Sabes, Manny? No me gusta decírtelo, pero el relleno estaba aun mejor que las berenjenas —dijo Gonzalo.
—Si tuviera una cocina más grande... —gruñó Rubin. Desde afuera llegó el aullido de una sirena. Drake señaló la ventana abierta con el pulgar sobre su hombro.
—La canción de cuna de Broadway.
Rubin agitó la mano negligentemente.
—Te acostumbras. Si no son los bomberos, es una ambulancia; si no es una ambulancia, es un coche de policía; si no es... El tráfico no me molesta.
Por un momento pareció perdido en sus propios pensamientos. Luego una expresión de la más profunda malignidad le cruzó por el rostro.
—Son los vecinos los que me molestan. ¿Saben cuántos pianos hay solamente en este piso? ¿Y cuántos tocadiscos?
—Tú tienes uno —dijo Trumbull.
—No lo pongo a las dos de la mañana al máximo volumen —dijo Rubin—. No sería tan terrible si éste fuera un edificio de departamentos antiguo, con paredes gruesas como el largo de mi brazo. Lo malo es que éste tiene sólo ocho años de antigüedad y ahora hacen los muros de papel de aluminio revestido. ¡Diablos! Las paredes transmiten el sonido. Pon tu oído junto a la pared y podrás oír el ruido de cualquier departamento en cualquiera de los tres pisos de arriba y de abajo. Y no es que puedas realmente escuchar la música y gozarla —continuó—. Oyes nada más que los condenados bajos, tam, tam, tam, aun nivel subsónico que te hace agua los huesos.
—Ya sé lo que es —dijo Halsted—. En mi edificio tenemos una pareja que pelea y mi esposa y yo escuchamos, pero nunca podemos entender las palabras, sólo el tono de voz. Es desesperante. Algunas veces, sin embargo, es un tono de voz interesante.
—¿Cuántas familias tienes aquí, en este edificio? —preguntó Avalon.
Rubin estuvo haciendo cómputos en voz baja durante un rato.
—Cerca de seiscientas cincuenta —dijo.
—Bueno, si insistes en vivir en una colmena —dijo Avalon— tienes que aceptar las consecuencias. —Su barba gris y bien recortada parecía vibrar de moralidad.
—Eso me sirve de gran consuelo —dijo Rubin—. Henry, ¿gusta servirse otra porción de pavo?
—No, realmente, Sr. Rubin —dijo Henry con cierta impotente desesperación—. Simplemente no puedo... —Y se detuvo con un suspiro ya que le habían servido el plato hasta el tope—. Me parece que se siente bastante alterado, Sr. Rubin —dijo—, y de algún modo tengo la impresión de que hay algo más que los ruidos de los pianos.
Rubin asintió y por un momento sus labios temblaron como si estuviera muy excitado.
—Le aseguro que hay algo más, Henry. Es ese maldito carpintero. Puede ser que lo oigan ahora.
Inclinó la cabeza en actitud de escuchar y automáticamente la conversación se detuvo y todos escucharon. Excepto el constante trajinar del tráfico allá afuera, no se oía nada.
—Bueno, tenemos suerte —dijo Rubin—. No lo está haciendo ahora; en realidad, hace un tiempo que ya no lo hace. Escúchenme todos, el postre fue una especie de desastre y tuve que improvisar. Si alguien no lo quiere comer, tengo una torta de confitería que normalmente no recomendaría, ustedes entienden...
—Déjame ayudarte a servir eso —dijo Gonzalo.
—De acuerdo. Cualquiera menos Henry.
—Eso —dijo Trumbull— es una especie de snobismo al revés. Este tipo, Rubin, lo está poniendo en su lugar a usted, Henry. Si no estuviera tan condenadamente consciente de que usted es el camarero, le permitiría ayudar a servir.
Henry miró su plato todavía lleno y dijo:
—Mi frustración no proviene tanto de no poder ayudar a servir como de no poder entender.
—¿No poder entender qué? —preguntó Rubin, acercándose con los postres sobre una bandeja. Era algo muy parecido a mousse de chocolate.
—¿Hay un carpintero que trabaja en este edificio? —preguntó Henry.
—¿Qué carpintero? ¡Ah! ¿Se refiere a lo que dije? No, no sé qué diablos es. Simplemente lo llamo un carpintero. Está siempre golpeando. A las tres de la tarde, a las cinco de la mañana. Siempre martillando. Y cada vez que estoy escribiendo y desearía tener silencio especialmente... ¿Cómo está la crema de Bavaria?
—¿Era eso? —preguntó Drake observándola con recelo.
—Eso es lo que comenzó siendo —dijo Rubin—, pero la gelatina no se endureció y tuve que improvisar.
—A mí me parece exquisita, Manny —dijo Gonzalo.
—Un poco dulce —dijo Avalon—, pero no soy muy aficionado a los postres.
—Está un poco dulce —dijo Rubin con condescendencia—. El café estará listo en un minuto; y no es instantáneo, tampoco.
—¿Martillando qué, Sr. Rubin?
Rubin ya estaba lejos, y no fue sino cinco minutos después, con el café ya servido, cuando Henry pudo preguntar otra vez.
—¿Martillando qué, Sr. Rubin?
—¿Qué? —preguntó éste.
Henry alejó su silla de la mesa. Su rostro amable pareció adquirir cierta dureza.
—Sr. Rubin —dijo—, usted preside esta noche y yo soy el invitado del club a esta comida. Quisiera un privilegio que usted, como presidente, puede concederme.
—Bien, pida —dijo Rubin.
—Como invitado, es tradicional que yo sea interrogado. Francamente, no deseo serlo, ya que al contrario de lo que sucede con otros invitados, estaré en el banquete del próximo mes y en el del siguiente, en mi habitual función de camarero, por supuesto. De modo que prefiero... —Henry se detuvo dubitativo.
—¿Prefiere guardar su intimidad, Henry? —preguntó Avalon.
—Quizá yo no lo diría precisamente así —comenzó Henry; pero luego, interrumpiéndose, dijo—: Sí, así es, exactamente. Quiero mi intimidad. Pero desearía algo más. Quisiera interrogar al Sr. Rubin.
—¿Para qué? —preguntó Rubin, los ojos agrandados por efecto del aumento de sus gruesos lentes.
—Algunas de las cosas que he oído esta noche me intrigan y no puedo lograr que usted conteste a mis preguntas.
—Henry, está usted borracho. He contestado todas sus preguntas.
—Aun así, ¿puedo interrogarlo formalmente, señor?
—Adelante.
—Gracias —dijo Henry—. Quiero saber más sobre los ruidos molestos que ha estado oyendo.
—¿Se refiere a ese carpintero ya la canción de cuna de Broadway?
—Eso lo dije yo —intervino Drake en voz baja, pero Rubin hizo como si no le oyese.
—Sí. ¿Cuánto tiempo lleva eso?
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Rubin vehementemente—. ¡Meses!
—¿Muy fuerte?
Rubin pensó un rato.
—No, no muy fuerte, supongo. Pero se puede oír. Llega en los momentos más extraños. Nunca se puede predecir.
—¿Y quién hace el ruido?
Rubin dejó caer el puño sobre la mesa tan repentinamente que su taza de café tembló.
—De eso se trata, justamente. No es tanto el ruido a pesar de lo irritante que puede llegar a ser. Podría soportarlo si lo entendiese; si supiera quién es; si supiera qué está haciendo; si pudiera dirigirme a alguien y pedirle que no lo haga por un rato, cuando tengo especial dificultad con algún argumento. Es como ser perseguido por un espiritista.
Trumbull alzó la mano.
—Un momento. Dejémonos de espiritismos y tonteras. ¿No estarás tratando de incluir esto en el campo de lo sobrenatural, Manny? Primero, aclaremos una cosa...
—Es Henry quien está interrogando, Tom —interrumpió Halsted.
—De lo cual estoy enterado —dijo Trumbull, asintiendo rígidamente con la cabeza—. ¿Puedo hacer una pregunta, Henry?
—Si está por preguntar por qué al oír el ruido el Sr. Rubin no puede decir de dónde viene, es lo que estoy apunto de preguntar yo —dijo Henry.
—Continúe —dijo Trumbull—. Entretanto me serviré más café.
—¿Quiere contestar la pregunta, Sr. Rubin? —dijo Henry.
—Supongo que es difícil que ustedes entiendan. Veamos, dos de ustedes viven al otro lado del Hudson, uno en uno de los sectores más antiguos de Brooklyn, y el otro en Greenwich Village. Tom vive en una de esas elegantes casonas refaccionadas. No estoy seguro de dónde vive Henry pero sé que no será en una de estas modernas colmenas, como Avalon las llama. Ninguno de ustedes vive en uno de esos modernos edificios de departamentos de veinticinco pisos o más, con veinticinco departamentos en cada piso y un hermoso esqueleto de concreto que conduce maravillosamente el sonido. Si se tratara de alguien que tiene un buen tocadiscos puesto a todo volumen, podría ser capaz de decir si viene de arriba o de abajo, aunque no apostaría. Si quisiera podría ir de puerta en puerta por todo este piso y luego de puerta en puerta por el piso de abajo y lo mismo por el de arriba. Supongo que así sería capaz de decir de qué departamento proviene si apoyo el oído contra la puerta correcta. Si es un martilleo suave, sin embargo, es imposible decir de dónde viene. Uno puede escuchar apoyado contra la puerta y no serviría. El sonido no se propaga tanto a través del aire y la puerta, sino a través de las paredes. Escúchenme: he llegado a recorrer puerta por puerta cuando me he enfurecido lo suficiente. No sé cuántas veces he reptado por los corredores.
Gonzalo se rió.
—Si te sorprenden haciendo eso, ese portero de abajo comenzará a informar sobre vagos de aspecto vicioso que andan espiando por ahí.
—Eso no me preocupa —dijo Rubin—. El portero me conoce. —Una expresión de tímida modestia apareció repentinamente en el rostro de Rubin—. Es un admirador mío.
—Sabía que debías de tener alguno en algún lado —dijo Trumbull, pero Henry estaba apartando lo que quedaba de pavo en su plato y parecía más descontento que nunca.
—Supongamos que tu admirador no está de turno —dijo Gonzalo polémicamente—. Tiene que haber portero durante las veinticuatro horas y tu admirador tiene que dormir.
—Todos me conocen —dijo Rubin—, y éste, el tipo que está en la entrada ahora, Charlie Wiszonski, tiene el turno de cuatro de la tarde a doce de la noche los días de semana, que es el turno más pesado. Es un hombre mayor... Permítame retirar la mesa.
—¿No podría hacerlo otro, Sr. Rubin? —preguntó Henry—. Desearía seguir interrogándolo y quiero volver al carpintero. Si el sonido se propaga a través de las paredes y usted lo oye, ¿no hay mucha otra gente que también lo oye?
—Supongo que sí.
—¿Pero si molesta a tanta...?
—Eso es otra cosa irritante —dijo Rubin—. No molesta... Gracias, Roger. Deja los platos en la batea de la cocina, simplemente. Yo me encargaré de ellos después... Este carpintero no parece molestar a nadie. Durante el día los maridos están afuera y muchas de las mujeres también, y los niños no abundan en este edificio. Las mujeres que se quedan en casa están haciendo las tareas domésticas. Por la tarde todo el mundo pone la televisión. ¿A quién le preocupa un martilleo ocasional? A mí me preocupa porque estoy en casa día y noche y soy escritor. A mí me preocupa porque soy una persona creativa que tiene que pensar un poco y necesita algo de tranquilidad.
—¿Le ha preguntado a otros sobre eso? —dijo Henry.
—Oh, de vez en cuando lo he hecho. —Inquieto, golpeó su taza con la cuchara—. Supongo que su próxima pregunta será qué dijeron.
—Debería adivinar —dijo Henry—, por su expresión de frustración, que nadie admitió haberlo oído.
—Bien, se equivoca. Uno o dos dijeron algo parecido a que lo habían oído algunas veces. El problema es que a nadie le importa. Incluso si lo oyeran no les importaría. Los neoyorquinos son tan insensibles al ruido que uno podría volarlos y no les importaría.
—¿Qué supone que hace esa persona para producir tal ruido? —preguntó Avalon.
—Me parece que es un carpintero. Quizá no sea profesional, pero intenta serlo. Podría jurar que tiene un taller allá arriba. A pesar de todo podría jurarlo. No hay nada más que lo explique.
—¿Qué quiere decir que a pesar de todo podría jurarlo? —preguntó Henry.
—Consulté a Charlie sobre esto.
—¿Al portero?
—¿De qué sirve un portero? —preguntó Gonzalo—. ¿Por qué no te dirigiste al superintendente? ¿O al dueño?
—¿De qué sirven ellos? —dijo Rubin impaciente—. Todo lo que sé del dueño es que deja que el aire acondicionado se descomponga cuando más calor hace porque prefiere arreglarlo con goma de mascar de la mejor calidad. Y para llegar al superintendente tienes que tener conocidos en Washington. Además, Charlie es un buen tipo y nos entendemos bien. Qué diablos, cuando Jane tuvo el incidente con ese ratero y yo no estaba aquí, fue a... Charlie a quien llamó.
—¿No llamó a la policía? —preguntó Avalon.
—Claro que sí. ¡Pero primero a Charlie!
Henry estaba terriblemente descontento.
—De manera que consultaron al portero respecto al martilleo. ¿Qué dijo?
—Dijo que no había reclamos. Era el primero que oía. Dijo que investigaría. Lo hizo y me juró y rejuró que no había ningún taller de carpintero en ningún lugar del edificio. Dijo que había enviado gente a cada departamento con el pretexto de revisar el aire acondicionado... ése es el modo más seguro de entrar en todos lados.
—¿De modo que después el portero olvidó el asunto?
—Supongo que sí. Yeso me molestó también. Vi que Charlie no me creía. No creía que hubiera ningún martilleo. Me dijo que yo era el único que lo decía.
—¿La Sra. Rubin lo oye también?
—Por supuesto. Pero tengo que hacérselo notar. A ella tampoco le molesta.
—Quizá sea alguna chica que practica castañuelas —dijo Gonzalo—, o algún instrumento de percusión.
—¡Vamos! Sé distinguir entre algo rítmico y un martilleo intermitente.
—Quizá sea un niño —dijo Drake—, o algún animal doméstico. Una vez viví en un departamento, en Baltimore, y tenía un martilleo justo sobre mi cabeza, como si alguien dejara caer algo cientos de veces al día. Y eso es lo que era. Tenían un perro que no se cansaba de recoger un hueso de juguete y de dejarlo caer. Conseguí que pusieran una alfombra barata.
—No es un chico y no es un animal —porfió Rubin—. Ojalá dejaran de suponer que no sé lo que oigo. Escúchenme, yo trabajé en una carpintería una vez. Soy, además, un carpintero bastante bueno. Conozco el sonido de un martillo sobre la madera.
—Quizá sea alguien que está haciendo reparaciones en su casa —dijo Halsted.
—¿Durante meses? Es más que eso.
—¿Es así como está la situación ahora? ¿Hizo algún otro intento de localizar el lugar después que el portero le falló? —preguntó Henry.
Rubin frunció el ceño.
—Traté, pero no fue fácil. Todo el mundo tiene teléfono, pero no figuran en la guía. Es parte de la mentalidad de la fortaleza, a la que Avalon se refiere. Y sólo conozco a un par de personas con las que puedo hablar. Llamé a las puertas más probables, y luego de presentarme pregunté sobre el particular, pero todo lo que conseguí fueron malas miradas.
—Yo me daría por vencido —dijo Drake.
—Yo no —dijo Rubin, golpeándose el pecho—. El mayor problema fue que todo el mundo pensó que yo era una especie de chiflado. Incluso Charlie, creo. La gente común parece recelar en general de los escritores.
—Lo cual puede tener su justificación —dijo Gonzalo.
—Cállate —dijo Rubin—. De modo que pensé que lo mejor sería presentar alguna prueba.
—¿Cuál? —preguntó Henry.
—Bien, grabé el condenado martilleo, por supuesto. Pasé dos o tres días prestando atención y entonces, cada vez que comenzaba, encendía el magnetófono y lo grababa. Me trastornó todo el trabajo, pero conseguí casi cuarenta y cinco minutos de martilleo... no muy fuerte, pero se podía oír. Y fue algo interesante, porque si uno lo escucha se da cuenta de que el tipo ese debe ser un pésimo carpintero. Los golpes no son parejos y fuertes. No tiene ningún control sobre el martillo y es esa irregularidad la que cansa. Una vez que uno consigue tomar el ritmo adecuado se puede martillar todo el día sin cansarse. Lo hice muchas veces...
—¿Y le hizo escuchar la grabación al portero? —interrumpió Henry.
—No. Un mes atrás acudí a una autoridad superior.
—¿Entonces fuiste a ver al superintendente? —preguntó Gonzalo.
—No. Existe algo llamado comité de inquilinos.
Hubo una sonrisa general de aprobación en la que sólo Henry no participó.
—No pensé en eso —dijo Avalon. Rubin hizo una mueca.
—La gente no piensa en eso en casos como éste, porque el único propósito del comité parece ser perseguir al propietario. Es como si nadie se hubiera enterado jamás de que un inquilino puede molestar a otro, aun cuando yo diría que nueve de cada diez molestias en un edificio de departamentos provienen de las relaciones entre vecinos. Eso les dije. Yo...
—¿Es usted miembro regular del comité, Sr. Rubin? —volvió a interrumpirlo Henry.
—Soy miembro, por supuesto. Todo inquilino es miembro automáticamente.
—Me refiero a si asiste regularmente a las reuniones.
—En realidad, ésa fue la segunda reunión a la que concurrí.
—¿Lo conoce a usted la gente que asiste regularmente?
—Algunos, sí. Además, ¿qué tiene que ver eso? Me presenté yo mismo: "Rubin", dije, "14, doble A", y me puse a hablar. Como había llevado el magnetófono, lo levanté en alto y lo mostré. Dije que en él estaba la prueba de que algún idiota era una molestia pública, que lo había fechado con día y hora y que si era necesario vería a mi abogado. Dije que de ser el propietario quien hiciera ese ruido todos los concurrentes a esa reunión estarían aullando para que se iniciase una acción conjunta contra él. ¿Por qué, entonces, no reaccionar de la misma manera contra uno de los inquilinos?
—Debe de haber sido un discurso de lo más elocuente —gruñó Trumbull—. Una lástima que no haya estado allí para oírte. ¿Qué dijeron?
—Quisieron saber quién era el inquilino que hacía ese ruido y no les pude decir —repuso Rubin con el ceño fruncido—. De modo que lo olvidaron. Nadie había oído el ruido y, de todos modos, a nadie le interesaba.
—¿Cuándo se celebró la reunión? —preguntó Henry.
—Casi un mes atrás. Y ellos tampoco se han olvidado. Realmente fue un discurso elocuente, Tom. Los dejé fritos. Lo hice deliberadamente. Quería que la noticia se extendiera y así fue. Charlie, el portero, dijo que la mitad de los inquilinos estaban hablando de eso... que era lo que yo quería. Quería que ese carpintero se enterara. Que supiera que yo estaba tras él.
—Seguramente, no querrá usted que haya violencia, Sr. Rubin... —dijo Henry.
—No necesito la violencia. Sólo quería que lo supiera. Ha estado bastante sosegado las últimas semanas, y apuesto a que seguirá así.
—¿Cuándo es la próxima reunión? —preguntó Henry.
—La próxima semana... Quizá vaya.
Henry sacudió la cabeza.
—Sería mejor que no fuese, Sr. Rubin. Creo que sería mejor si se olvidara de todo esto.
—No estoy asustado de ese tipo, sea quien sea.
—Estoy seguro de que no, Sr. Rubin, pero encuentro peculiar esta situación en varios aspectos...
—¿En qué aspectos? —preguntó Rubin rápidamente.
—Es... es... Puede parecer melodramático, lo admito, pero... Sr. Avalon, usted y el Dr. Drake llegaron a la entrada del edificio un momento antes que yo y hablaron con el portero.
—Sí, así es —dijo Avalon.
—Quizá llegué demasiado tarde. Puede ser que me haya perdido algo. Me parece, Sr. Avalon, que usted le preguntó al portero si solían suceder incidentes deplorables en este edificio y él dijo que había habido un robo en un departamento del vigésimo piso el año pasado y que una mujer había sido atacada en el lavadero.
Avalon asintió pensativamente.
—Sin embargo —continuó Henry—, él sabía que nos dirigíamos al departamento del Sr. Rubin. ¿Cómo, entonces, no mencionó que en este departamento había habido un robo hace apenas dos semanas?
Hubo una larga pausa.
—Quizá no quería ser chismoso —dijo Gonzalo.
—Nos habló de los otros incidentes. Quizás haya sido una explicación intrascendente, pero cuando me enteré del robo me sentí molesto. Todo lo que he oído desde entonces ha aumentado mi sensación de intranquilidad. Es admirador del Sr. Rubin. La señora acudió a él en cierto momento y, sin embargo, no mencionó nada de eso.
—¿Qué te sugiere todo eso, Henry? —preguntó Avalon.
—¿Que está implicado de algún modo?
—¡Vamos, Henry! —dijo Rubin de inmediato—. ¿Me vas a decir que Charlie es cómplice de los ladrones?
—No; pero si algo extraño está sucediendo en este edificio, podría ser muy útil deslizarle un billete de diez dólares al portero de vez en cuando. Puede ser que no sepa de qué se trata. Lo que quieren puede parecerle bastante inofensivo... pero luego, cuando entran en su departamento, puede ser que de pronto él entienda más que antes. Se siente implicado y no querrá hablar más de eso. Por su propio bien.
—De acuerdo —dijo Rubin—. ¿Pero qué es lo que le parece tan peculiar? ¿El carpintero y su martilleo?
—¿Por qué alguien estuvo espiando el piso, esperando a que usted y su esposa dejaran el departamento solo y con una llave puesta nada más?— preguntó Henry—. ¿Y por qué, cuando el Sr. Avalon mencionó el incidente de la mujer del lavadero, usted, Sr. Rubin, lo descartó en seguida haciendo referencia a la delegación china ante las Naciones Unidas? ¿Hay alguna relación?
—Sólo que Jane me contó que algunos de los inquilinos estaban preocupados por la posibilidad de que los chinos ocuparan este edificio.
—Tengo la impresión de que ésa es una razón poco válida para su non sequitur. ¿Dijo su esposa que el hombre que había sorprendido saliendo del departamento era un oriental?
—Oh, no puede usted tener en cuenta eso —dijo Rubin, alzando los hombros expresivamente—. ¿Cómo se puede realmente notar...?
—Un minuto, Manny —interrumpió Avalon—. Nadie te está preguntando si el ratero era realmente chino. Todo lo que Henry pregunta es si Jane dijo que lo era.
—Dijo que le pareció que era; que tuvo la impresión... ¡Vamos, Henry! ¿Va a decir que se trata de espionaje?
Henry continuó imperturbable.
—Sume todo esto al asunto de ese martilleo irregular... Creo que el Sr. Rubin dijo específicamente que esa irregularidad era característica de un mal carpintero. ¿No será que esa irregularidad la produce un espía hábil? Por lo que yo sé, el punto débil de todo sistema de espionaje está en enviar la información. En este caso, no habría ningún contacto entre el que la envía y el que la recibe, ningún punto de referencia intermedio, nada que pueda ser abierto o interceptado. Sería el sonido más natural e inocente del mundo, algo que nadie puede oír, excepto la persona que está escuchando... y, como el azar lo ha querido, un escritor que desea concentrarse en su trabajo y al que lo distraen hasta los ruidos más insignificantes. Incluso así, podría interpretarse que se trata de alguien que está martillando... un carpintero.
—¡Vamos, Henry! Eso es estúpido —dijo Trumbull.
—Pero, entonces, ¿cómo explica un robo donde no se llevaron prácticamente nada?
—Tonterías —dijo Rubin—. Jane regresó demasiado pronto. Si se hubiera demorado cinco minutos más, el estereofónico habría desaparecido.
—Mire, Henry —dijo Trumbull—. Ha hecho cosas asombrosas otras veces y no quiero descartar completamente nada de lo que usted dice. No obstante, eso es muy improbable.
—Quizá pueda presentar alguna evidencia.
—¿De qué tipo?
—Tendría que usar las grabaciones que el Sr. Rubin hizo del martilleo. ¿Podría traerlas, Sr. Rubin?
—Nada más fácil —dijo Rubin, y desapareció hacia el interior.
—Henry, si piensa que voy a escuchar un estúpido martilleo y le voy a decir que está en código, está loco —advirtió Trumbull.
—Sr. Trumbull —dijo Henry—. No sé qué funciones desempeña usted en el gobierno, pero presumo que dentro de un momento querrá ponerse en contacto con la gente adecuada, y sugiero que comience por interrogar exhaustivamente al portero y que...
Rubin regresó con el ceño fruncido y la cara roja.
—Es extraño. No puedo encontrarlas. Creí que sabía exactamente dónde estaban, pero no las encuentro. Bueno, nos quedamos sin pruebas, Henry. Tendré que... ¿Las habré dejado en algún lado?
—La prueba es la ausencia de las grabaciones, Sr. Rubin —dijo Henry—, y creo que ahora sabemos qué buscaba el ratero y por qué no ha habido más martilleos desde entonces.
—Creo que sería mejor que hiciera... —Comenzó a decir Trumbull, pero el sonido del timbre lo detuvo.
Por un momento, todos quedaron paralizados. Luego, Rubin musitó:
—No creo que sea Jane que regresa temprano. —Se levantó pesadamente, se dirigió hacia la puerta y atisbó por la mirilla. Miró fijamente unos instantes y luego dijo—: ¡Qué diablos! —y abrió violentamente la puerta.
Allí estaba el portero, Con el rostro arrebatado y visiblemente intranquilo.
—Me llevó tiempo conseguir que alguien me reemplazara —dijo—. Escúchenme... no quisiera tener problemas, pero... —Sus ojos iban de una a otra persona nerviosamente.
—¡Cierra la puerta, Manny! —gritó Trumbull. Rubin atrajo al portero hacia adentro y cerró la puerta.
—¿Qué pasa, Charlie?
—Hay algo que me tiene cada vez más preocupado. Y ahora alguien me preguntó si había problemas aquí... Usted, señor —dijo dirigiéndose a Avalon—. Luego empezó a llegar más gente y creo que sé de qué se trata. Supongo que alguno de ustedes está investigando el robo, pero yo no sabía qué estaba sucediendo, si bien supongo que no estuve bien, y quisiera explicar. Ese tipo...
—Nombre y departamento —lo apremió Trumbull.
—¡King! Vive en el 15-U —dijo Charlie.
—De acuerdo. Venga a la cocina conmigo. Manny, voy a hacer esa llamada telefónica desde aquí —dijo, y cerró la puerta de la cocina.
Rubin alzó los ojos, como si estuviera escuchando algo, y luego dijo:
—¿Martillando mensajes? ¡Quién lo hubiera creído!
—Exactamente por eso es por lo que funcionó —dijo Henry suavemente—. Y podría haber seguido funcionando de no haber habido en el mismo edificio un escritor de -si me permite decirlo- marcada excentricidad.
LA MELODÍA DEL INCONSCIENTE
Entre los Viudos Negros era de conocimiento público que Geoffrey Avalon había servido como oficial durante la Segunda Guerra Mundial y que había alcanzado el grado de mayor. Nunca había participado activamente en batallas, por lo que ellos sabían, y jamás hablaba de sus experiencias de guerra. La rigidez de su postura, sin embargo, parecía hecha para un uniforme, de modo que nadie se sorprendió al saber que en otros tiempos había sido el Mayor Avalon.
Por lo tanto, cuando entró en la sala de banquetes con un oficial del ejército como invitado, pareció algo perfectamente natural. Y cuando dijo: "Este es un viejo amigo, el Coronel Samuel Davenheim", todo el mundo lo saludó cordialmente sin que nadie alzara una ceja. Un compañero del ejército de Avalon era un compañero del ejército de todos ellos.
Incluso Mario Gonzalo, que había servido por poco tiempo en el ejército al final de la década del cincuenta y que era conocido por sus acerbas opiniones respecto de los oficiales, fue bastante amable y en seguida se encaramó en una de las mesas y comenzó su caricatura. Avalon miraba de vez en cuando sobre el hombro de Gonzalo, como para asegurarse de que el artista de los Viudos Negros no coronara la cabeza del coronel con un par de orejas de burro.
Habría sido totalmente inapropiado que Gonzalo lo hiciera, porque Davenheim daba la cabal impresión de poseer una clara inteligencia. Su rostro, redondo y un poco regordete, se destacaba aún más por un corte de pelo fuera de moda, corto arriba y al ras más abajo. Sus labios se curvaban fácilmente en una sonrisa amistosa, su voz era clara y sus palabras entusiastas.
—Jeff me ha descrito a cada uno de ustedes —dijo— porque, como ustedes seguramente saben, es un hombre metódico. Debería poder identificarlos a todos ustedes. Por ejemplo, usted es Emmanuel Rubin, pues es bajo, tiene lentes gruesos, barba escasa...
—Rala —dijo Rubin sin ofenderse—. Rala, la llama generalmente Jeff, porque la suya es densa; pero nunca he descubierto que la exuberancia del vello facial implique...
—Y además es conversador —dijo Davenheim, firmemente, imponiéndose con la tranquila autoridad de un coronel—. Y es escritor... Usted es Mario Gonzalo, el artista. Ni siquiera necesito su descripción ya que está dibujando... Roger Halsted, matemático, parcialmente calvo, el único miembro que no tiene una espesa cabellera, de modo que es fácil... James Drake o más bien, el doctor James Drake...
—Todos somos doctores en virtud de nuestra condición de Viudos Negros —intervino Drake a través del humo de su cigarrillo.
—Tiene razón, y Jeff me lo explicó. Usted es el doctor doctor Drake, porque huele a tabaco a cinco metros de distancia.
—Bueno, Jeff sabrá —dijo Drake filosóficamente.
—Y Thomas Trumbull —continuó Davenheim—, porque tiene el ceño fruncido y por eliminación... ¿Los nombré a todos?
—Sólo a los miembros —dijo Halsted—. Se olvidó de Henry que es el más importante.
Davenheim miró alrededor, sorprendido.
—¿Henry?
—El camarero —recordó Avalon, sonrojándose y con la vista clavada en su copa—. Lo siento, Henry, pero no sabía qué decirle al coronel Davenheim sobre usted. Decirle que es el camarero es ridículamente insuficiente, y decirle algo más habría puesto en peligro el principio de secreto entre los Viudos Negros.
—Entiendo —dijo Henry amablemente—. Pero creo que sería conveniente servirle algo al coronel. ¿Qué le agradaría, coronel?
Por un momento, el coronel pareció desconcertado.
—¡Ah! ¿Quiere decir qué bebo? No, gracias, no bebo.
—¿Un ginger ale, quizá?
—Muy bien. —Davenheim intentaba claramente encontrar alguna respuesta—. Eso me gustaría.
—La vida de un no bebedor es difícil —dijo Trumbull sonriendo.
—Siempre lo fuerzan a uno a aceptar algo húmedo —dijo Davenheim, haciendo una mueca—. Nunca he podido adaptarme a eso.
—Haga que le pongan una cereza en el ginger ale —sugirió Gonzalo—. O, mejor aún, sírvase agua en una copa de cóctel, luego agréguele una aceituna y cambie el agua periódicamente. Todo el mundo lo admirará como a un hombre que puede beber mucho. Aunque, francamente, nunca he conocido a un oficial que pudiera...
—Creo que vamos a comer —dijo Avalon rápidamente, mirando su reloj.
—¿Quieren sentarse, caballeros? —dijo Henry, colocando una de las paneras directamente frente a Gonzalo como para sugerir que utilizara la boca para ese propósito.
Gonzalo tomó un panecillo, lo partió, le puso manteca a una de las mitades y dijo con voz apagada:
—Evitemos pillar una buena borrachera después de beber un aperitivo —pero nadie lo escuchaba.
Rubin, sentado entre Avalon y Davenheim, preguntó:
—¿Qué clase de soldado era Jeff, coronel?
—Condenadamente bueno —respondió Davenheim gravemente—, pero no tuvo gran oportunidad de destacarse. Ambos estábamos en la parte legal, que implicaba trabajo de oficina. La diferencia es que él tuvo el suficiente sentido común para retirarse después que la guerra terminó. Yo no.
—¿Quiere decir que todavía está trabajando en asuntos legales dentro del ejército?
—Así es.
—Bueno, yo ansío el día en que la ley militar esté tan caduca como la ley feudal.
—Yo también —dijo Davenheim tranquilamente—. Pero eso no ha sucedido todavía.
—No —dijo Rubin—, y si usted...
—¡Maldita sea, Manny! —interrumpió Trumbull—. ¿No puedes esperar a que llegue el momento del interrogatorio?
—Sí —dijo Avalon, tosiendo estentóreamente—; podríamos dejar que Sam termine de comer para hacerlo marchar.
—Si la ley militar —dijo Rubin— aplicara las mismas consideraciones a aquellos...
—¡Después! —rugió Trumbull.
Rubin lo miró indignado a través de sus gruesos lentes, pero se resignó.
—No estoy nada satisfecho con mis versos del quinto canto de la Ilíada —intervino Halsted, tratando evidentemente de cambiar de tema.
—¿Sus qué...? —preguntó Davenheim, intrigado.
—No le preste atención —dijo Trumbull—. Roger insiste en amenazarnos con hilvanar cinco versos repugnantes por cada canto de la Ilíada.
—Y de la Odisea —añadió Halsted—. El inconveniente con el canto quinto es que trata principalmente de las hazañas del héroe griego Diomedes, y creo que debo hacerlo rimar. Estuve trabajando en esto durante meses.
—¿Es por eso que nos hemos salvado de tus versos las dos últimas sesiones? —preguntó Trumbull.
—Ya tengo una y estaba listo para leerla hace tiempo, pero no estoy totalmente satisfecho con ella.
—Entonces entraste a formar parte de la gran mayoría —replicó Trumbull.
—El asunto —dijo Halsted lentamente— es que tanto "Diomedes" como su legítima variante "Diomede" no riman bien con nada. "Diomedes" rima con "Nicomedes" y "Diomede" con "concede". ¿Y de qué sirven uno u otro?
—Llámalo Tideido —dijo Avalon—. Homero usaba frecuentemente el patronímico.
—¿Qué es un patronímico? —preguntó Gonzalo.
—Un nombre derivado del del padre o de un antecesor, que es la traducción literal de la palabra —dijo Halsted—. El padre de Diomedes fue Tideo. ¿Crees que no he pensado en eso? Rima con "video", lo que como comprenderán no corresponde a la época.
—¿Qué te parece "ni veo"? —preguntó Rubin.
—¿O "fideo"? —dijo Drake.
—Muy gracioso —admitió Halsted—, pero aquí va:
Grande en coraje y en pericia, avezado,
A la lucha ha entrado el bravo Diomede.
Ha sido así como a los dioses se ha enfrentado
Hiriendo a Ares el amante de la guerra
Que en malhadadas condiciones queda, más morir no puede.
Avalon sacudió la cabeza.
—Ares fue herido levemente. Tuvo fuerza suficiente como para subir rugiendo hasta el Olimpo.
—Debo admitir que no estoy satisfecho —dijo Halsted.
—¡Unánime! —dijo Trumbull.
—¡Ternera a la parmesana! —dijo Rubin entusiastamente, pues con su acostumbrada agilidad Henry ya estaba colocando los platos frente a cada comensal.
Después de haber dedicado considerable tiempo a la ternera, el coronel Davenheim dijo:
—No lo pasan mal aquí, ¿eh, Jeff?
—¡Oh, hacemos lo que podemos! —dijo Avalon—. El restaurante nos cobra en la misma proporción, pero como es sólo una vez al mes...
Davenheim atacó con bríos con su tenedor mientras decía:
—Dr. Halsted, usted es matemático...
—Enseño matemáticas a chicos desganados, que no es precisamente lo mismo.
—¿Por qué, entonces, escribe versos humorísticos sobre los poemas épicos?
—Precisamente porque no es matemáticas, coronel. Es un error pensar que porque un hombre tiene una profesión que lleva un nombre todos sus intereses deben corresponder a ese mismo nombre.
—No quise ofenderlo —dijo el coronel. Avalon se quedó mirando su plato totalmente limpio e hizo a un lado, con aire pensativo, su copa llena a medias.
—En realidad —dijo—, Sam sabe lo que es tener un hobby intelectual. Es un excelente especialista en fonética.
—¡Oh, vaya! —dijo Davenheim con torpe modestia—. Soy un aficionado.
—¿Eso quiere decir que puede contar chistes imitando su acento? —preguntó Rubin.
—Cualquier acento que usted desee, dentro de límites razonables. Pero no sé contar chistes, ni siquiera en mi acento natural.
—No importa —dijo Rubin—. Prefiero oír un mal chiste con un buen acento que un buen chiste con un acento que no suena bien.
—Entonces ¿cómo se explica que te rías de tus propios chistes cuando fallan en ambos aspectos? —se burló Gonzalo.
Davenheim habló rápidamente para cortar la respuesta de Rubin.
—Me han sacado del tema —dijo, y se inclinó hacia un lado para permitir que Henry colocara frente a él una porción de torta de ron—. Lo que quise decir, Dr. Halsted -muy bien, Roger-, es que quizás usted busque en los clásicos un cambio para sacarse de la cabeza algún complicado problema matemático. Luego, mientras su consciente busca rimas, su inconsciente...
—Lo extraño de esto —dijo Rubin, aprovechando para intervenir— es que resulta. No ha habido nunca un argumento frustrante que no pueda resolver yendo al cine. No me refiero a ver una buena película, que realmente me absorbe. Me refiero a las malas, a ésas que ocupan mi conciencia lo suficiente como para permitir que mi inconsciente se exprese libremente. Las películas de acción de espionaje son las mejores.
—Nunca he podido seguir el argumento de esas películas aunque les preste atención —dijo Gonzalo.
—Y sin embargo están hechas para la mente de un chico de doce años —dijo Rubin, devolviendo el golpe finalmente.
Henry sirvió el café mientras Davenheim decía:
—Estoy de acuerdo con lo que dice Manny. Pienso que un día dedicado a la fonética es a veces la mejor manera de contribuir al problema en que uno está empeñado. Pero, ¿no hay además otro aspecto? Resulta fácil ver que cuando el consciente está ocupado, dejamos al inconsciente libre para hacer lo que desea ocultamente. Pero, ¿permanece oculto? ¿No puede ser que aparezca en la superficie? ¿No podría ser que se haga visible y audible, si no para la misma persona -para la persona que está pensando-, por lo menos para otros?
—¿Qué es lo que quiere decir exactamente, coronel? —preguntó Trumbull.
—Dejemos las formalidades y llamémonos todos por el nombre —dijo Davenheim—. Llámeme Sam. Lo que quiero decir es esto. Suponga que Manny está elaborando un argumento sobre un veneno indetectable...
—¡Jamás! —dijo Rubin enérgicamente—. Las tarántulas están fuera de moda, y también los hindúes místicos y lo sobrenatural. Todo eso es romanticismo del siglo diecinueve. No estoy seguro de que incluso el misterio del cuarto cerrado no haya pasado a ser un tema...
—Sólo es un ejemplo —dijo Davenheim, que se había sentido momentáneamente incapaz de parar la marea—. Luego se dedica a hacer otras cosas para dejar funcionar a su inconsciente, y en lo que a usted respecta podría jurar que ha olvidado el misterio completamente, que no está pensando en eso, que se le ha borrado completamente. Después, en el momento de llamar un taxi, usted grita: "¡Tóxico! ¡Tóxico!"
—Eso me parece rebuscado y no lo acepto —dijo Trumbull, pensativo—, pero comienzo a entender. Jeff, ¿trajiste a Sam aquí porque tiene algún problema?
Avalon se aclaró la garganta.
—Realmente, no. Lo invité el mes pasado por muchas razones... la más importante de ellas es que pensaba que a ustedes les gustaría. Pero anoche se quedó en casa y... ¿Puedo contarles, Sam?
Davenheim se encogió de hombros.
—Este lugar es tan cerrado como una tumba, según dijiste.
—Totalmente —dijo Avalon—. Sam conoce a mi mujer casi tanto tiempo como yo, pero dos veces la llamó Farber en lugar de Florence.
Davenheim sonrió forzadamente.
—Mi inconsciente que intenta salir a la superficie. Podría haber jurado que lo había olvidado.
—No te dabas cuenta —dijo Avalon, y se volvió hacia los otros—. Yo no lo noté. Florence, sí. La segunda vez, ella dijo: "¿Cómo me estás llamando?". Y él dijo: " ¿Qué?". "Me has llamado varias veces, Farber", repuso ella, y Sam se quedó atónito.
—En todo caso —dijo Davenheim—, no es mi inconsciente lo que me preocupa. Es el de él.
—¿El de Farber? —preguntó Drake, apagando la colilla de su cigarrillo con sus dedos manchados.
—El del otro —dijo Davenheim.
—Ya es casi la hora del coñac, de todos modos, Jeff —dijo Trumbull—. ¿Quisieras interrogar a nuestro estimado invitado o quieres que lo haga algún otro?
—No creo que necesite ser interrogado —dijo Avalon—. Quizá nos diga simplemente lo que le preocupa a su inconsciente mientras su consciente se distrae.
—No creo que quiera hacer eso —dijo Davenheim sombríamente—, Es más bien un asunto delicado.
—Tiene mi palabra —dijo Trumbull— de que todo lo que aquí se dice permanece en el secreto más absoluto. Estoy seguro de que Jeff ya se lo ha dicho. Y eso incluye a nuestro estimado Henry. Además, no necesita entrar en detalles, por supuesto.
—No puedo utilizar nombres falsos, sin embargo, ¿no es así?
—No, si es que Farber es nombre verdadero —dijo Gonzalo sonriendo.
—Bueno, ¡qué diablos! —suspiró Davenheim—. En realidad no es una gran historia y puede ser que no sea nada, nada en absoluto. Tal vez esté sumamente equivocado. Pero si no estoy equivocado, será una vergüenza para el ejército y caro para el país. Casi he deseado estar equivocado, pero me he comprometido de tal manera que si estoy equivocado podría estropear para siempre mi carrera. Sin embargo, no me falta mucho para retirarme.
Por un momento pareció perdido en sus pensamientos, y luego dijo ferozmente:
—No, quiero tener razón. Aunque sea vergonzoso, esto tiene que detenerse.
—¿Está detrás de alguna traición? —preguntó Drake.
—No, no en el más estricto sentido de la palabra. Casi desearía que así fuese. Una traición puede contener una inmensa dignidad. A menudo un traidor es sólo el otro lado de la moneda de un patriota. Un traidor para un hombre puede ser un mártir para otro. No estoy hablando del que se deja comprar por centavos. Me refiero al hombre que cree que está sirviendo a una causa superior a su país y que no aceptaría un centavo por los riesgos que corre. Entendemos esto perfectamente cuando se trata de los traidores del enemigo. Los hombres, por ejemplo, a quienes Hitler consideraba...
—¿No se trata de traición, entonces? —preguntó Trumbull un poco impaciente.
—No. Simplemente corrupción. Podrida y hedionda corrupción. Una banda de hombres... de soldados, y siento decirlo, de oficiales, probablemente oficiales de alta graduación... dedicados a robarle un poco al Tío Sam.
—¿Y eso no es traición? —interrumpió Rubin—. Nos debilita y salpica de lodo al ejército. Los soldados que piensan tan poco en su país como para robarle, es difícil que piensen mucho en morir por él.
—Si de eso se trata —dijo Avalon—, la gente pone sus sentimientos y sus acciones en diferentes casillas. Resulta bastante posible robarle al Tío Sam hoy y morir por él mañana, y ser en ambos casos totalmente sincero. Más de un hombre que normalmente engaña a la tesorería de la Nación evadiendo más de la mitad de sus impuestos, se considera un leal patriota norteamericano.
—Dejemos los impuestos fuera de esto —dijo Rubin—. Si uno piensa en qué se gastan la mayoría de los fondos federales se podría hacer una buena defensa alegando que el verdadero patriota es aquel que prefiere ir a la cárcel antes que pagar sus impuestos.
—Una cosa —dijo Davenheim— es no pagar los impuestos por ser consecuente con ciertos principios, admitirlo e ir a la cárcel, y otra cosa es omitir la parte que a uno le corresponde pagar con toda justicia porque se quiere ver cómo otra gente lleva su propia carga y, además, la de uno. Ambas acciones son igualmente ilegales, pero la primera me merece algún respeto. En el caso al que me referí, la única motivación es la avaricia simplemente. Es muy posible que esto implique millones de dólares de los contribuyentes.
—¿Posible nada más? —preguntó Trumbull arrugando el entrecejo.
—Nada más. Hasta ahora. No puedo probarlo y es difícil seguir la pista sin una buena huella. Si me comprometo mucho y no puedo respaldar mis sospechas hasta el final, me partirán por la mitad. Algunos nombres importantes pueden estar implicados... y pueden no estarlo.
—¿Qué tiene que ver Farber con esto? —preguntó Gonzalo.
—Hasta ahora tenemos a dos hombres, un sargento y un conscripto. El nombre del sargento es Farber, Robert J. Farber. El otro es Orin Klotz. No tenemos nada concreto contra ellos.
—¿Nada en absoluto? —preguntó Avalon.
—En realidad, no. Como resultado de las actividades de Farber y Klotz, miles de dólares en material militar se han evaporado, pero no podemos demostrar que sus actos fueran ilegales. En todos los casos estaban protegidos.
—¿Quiere decir que había superiores implicados? —Gonzalo sonrió lentamente—. ¿Oficiales? ¿Gente inteligente?
—Aunque parezca increíble —dijo Davenheim secamente—, es posible que sea así. Pero no tengo pruebas.
—¿No puede interrogar a los dos hombres que ya tiene? —preguntó Gonzalo.
—Ya lo he hecho —dijo Davenheim—. De Farber no puedo conseguir nada. Es el tipo más peligroso de todos, el que hace de instrumento honesto. Creo que es demasiado estúpido como para saber la importancia de lo que hizo, y que, si lo hubiera sabido, no lo habría hecho.
—Enfréntalo con la verdad —dijo Avalon.
—¿Cuál es la verdad? —preguntó Davenheim—. No estoy preparado para poner mis cartas sobre la mesa. Si digo lo que sé, significará que los den de baja deshonrosamente, a lo sumo. El resto de la banda esperará a que las cosas se calmen y luego comenzará otra vez. No, preferiría no mostrar mis cartas hasta el momento en que tenga una buena mano, una mano de la que pueda estar lo suficientemente seguro como para correr el riesgo que tendré que correr.
—¿Se refiere a una pista que lo conduzca a los de más arriba? —preguntó Gonzalo.
—Exactamente.
—¿Y el otro tipo? —prosiguió Gonzalo.
—Ese es el que quiero. Él sabe. Es el cerebro de ese par. Pero no puedo desentrañar su historia. Lo he interrogado una y otra vez y está cubierto.
—Si sólo es una suposición que haya algo más detrás de esos dos hombres, ¿por qué se lo toma tan seriamente? ¿No son muchas las posibilidades de que usted se equivoque? —preguntó Halsted.
—A los demás puede parecerles así —dijo Davenheim—. No hay modo de poder explicar por qué sé que no estoy equivocado, salvo que se crea en mi experiencia. Después de todo, Roger, un matemático experto puede estar bastante seguro de que cierta conjetura es correcta y ser, sin embargo, incapaz de probarla con arreglo a las más estrictas reglas de la demostración matemática, ¿no es así?
—No estoy seguro de que ésa sea una buena analogía —dijo Halsted.
—A mí me parece buena. He hablado con hombres que sin lugar a dudas eran culpables, y con hombres que eran absolutamente inocentes, y sus actitudes son diferentes cuando están bajo las acusaciones. Yo puedo sentir esa diferencia. El problema es que eso que siento es inadmisible como evidencia. Puedo descartar a Farber, pero Klotz es demasiado precavido, suena demasiado claro en lo que dice. Juega conmigo y además disfruta, y eso es algo en lo que no puedo estar equivocado de ninguna manera.
—Si insiste en que puede sentir esas cosas —dijo Halsted no muy satisfecho—, no se puede discutir con usted, ¿no es así? Está más allá de lo racional.
—Simplemente no me equivoco —dijo Davenheim distraídamente, como si ahora se viese atrapado en la furia de sus propios pensamientos hasta el punto de que lo que Halsted decía fuese simplemente otro sonido que no contradecía lo dicho—. Klotz sonríe nada más que un poquito cuando más furiosamente lo persigo. Es como si yo fuera el toro y él el torero; y cuando comienzo a arremeter a fondo, él está allí, rígido, agitando con displicencia su capa aun costado, desafiándome a cornearlo. Y cuando lo intento, la capa vuela por sobre mi cabeza y él ya no está más.
—Me temo que te atrapó, Sam —dijo Avalon, sacudiendo la cabeza—. Si llegaste al punto en que sientes que está jugando contigo, no podrás confiar más en tu juicio. Deja que otro te reemplace.
Davenheim sacudió la cabeza.
—No, si es lo que yo creo -y sé que es así-, quiero ser yo quien lo haga saltar.
—Mire —dijo Trumbull—. Tengo poca experiencia en esas cosas, pero ¿cree usted que Klotz puede abrirle este caso? Es sólo un conscripto, y sospecho que aunque haya algún tipo de conspiración, él debe de saber muy poco.
—Está bien. Eso lo acepto—dijo Davenheim—. No espero que Klotz me entregue la luna. Sin embargo, tiene que conocer a otro hombre, a alguien más arriba. Debe de saber algún otro hecho, algo que esté más cerca del centro de este asunto de lo que él está. Lo único que persigo es ese otro hombre y ese otro hecho. Es todo lo que pido. Y lo que no soporto es que a él se le escapa y aun así no lo descubro.
—¿Qué quiere decir con eso de que se le escapa? —preguntó Trumbull.
—Ahí es donde entra el inconsciente —dijo Davenheim—. Cuando él y yo estamos en pleno debate, él está enteramente ocupado conmigo, completamente empeñado en detenerme, en despistarme, en intrigarme, en hacerme correr detrás de fantasmas. Ese es su juego, ¡maldita sea! Lo último que haría es darme la información que busco, pero de todos modos la tiene, y cuando se halla ocupado pensando en lo otro, la información se le escapa. Cada vez que estoy cerca de lo que quiero, cuando lo hago retroceder y lo acorralo cuando mis cuernos se clavan en su capa a centímetros de su piel, él canta.
—¿El qué? —explotó Gonzalo, y hubo una conmoción general entre los Viudos Negros. Sólo Henry no mostró señales de emoción mientras. Volvía a llenar varias de las tazas de café.
—Canta —dijo Davenheim—. Bueno; tanto como eso, no. Tararea. Y siempre la misma melodía.
—¿Qué melodía? ¿Algo que usted conoce?
—Por supuesto que la conozco. Todo el mundo la conoce. Es Yankee Doodle.
—Hasta el Presidente Grant, que no tenía oído para la música, la sabía —dijo Avalon lentamente—. Decía que conocía dos melodías. Una era Yankee Doodle y la otra no era.
—¿Y es Yankee Doodle lo que puede revelar el misterio? —preguntó Drake con esa precavida expresión que aparecía en sus ojos cada vez que empezaba a dudar de la salud mental de alguna persona.
—De alguna manera sí. Él oculta la verdad lo más hábilmente que puede, pero ésta emerge de todos modos de su inconsciente. Sólo un extremo; sólo la punta del iceberg. Yankee Doodle es esa punta. No la entiendo. No es lo suficientemente grande como para poder agarrarse a ella. Pero ahí está. Estoy seguro de eso.
—¿Quiere decir que la solución de su problema está en alguna parte de Yankee Doodle? —preguntó Rubin.
—¡Sí! —dijo Davenheim enfáticamente—. Estoy totalmente seguro. Lo que sucede es que él no está consciente de estar tarareando. En cierto momento le dije: "¿Qué es eso?", y él me miró atónito. Le pregunté: "¿Qué es lo que tararea?", y juraría que me miró con sincera sorpresa.
—¿Como cuando la llamaste Farber a Florence? —dijo Avalon.
Halsted sacudió la cabeza.
—No veo cómo puede darle tanta importancia a esto. Todos nosotros hemos tenido la experiencia de ciertas melodías que se fijan en nuestra mente y de las cuales no nos podemos deshacer por algún tiempo. Estoy seguro de que las tarareamos por lo bajo de vez en cuando.
—Alguna que otra vez, quizá. Pero Klotz tararea sólo Yankee Doodle y sólo en los momentos específicos en que lo pongo en apuros. Cuando las cosas se ponen tensas por mis presiones para descubrir esa conspiración de corrupción -que estoy seguro de que existe-, surge esa melodía. Debe de tener algún significado.
—Yankee Doodle —dijo Rubin pensativamente para sí mismo, y por un momento miró a Henry, que estaba parado cerca del aparador, con una pequeña arruga vertical entre las cejas.
Henry notó la mirada de Rubin, pero no respondió. Hubo un silencio reflexivo por unos momentos, y todos los Viudos Negros parecían estar de algún modo insatisfechos. Finalmente, Trumbull dijo:
—Puede ser que esté totalmente equivocado, Sam. Tal vez lo que haga falta sea recurrir a la psiquiatría. Ese tipo, Klotz, puede tararear Yankee Doodle en todos los momentos de tensión. Quizá su único significado resida en que oía a su abuelo cantarla cuando tenía seis años, o que quizá su madre lo hiciera dormir con eso.
Davenheim alzó el labio superior en un gesto de leve burla.
—No creerá que no pensé en eso... Interrogué a una docena de sus amigos. ¡Nadie lo oyó nunca tararear nada!
—Pueden haber mentido —dijo Gonzalo—. Yo jamás le diría nada a un oficial si pudiera evitarlo.
—Puede ser que nunca se haya fijado —dijo Avalon—. No son muchos los buenos observadores.
—Quizá mintiesen, quizá nunca se fijaron —dijo Davenheim—, pero si acepto sus declaraciones tal como fueron hechas, todas indicarán que el tarareo de Yankee Doodle está pura y exclusivamente relacionado con mi investigación y nada más.
—Quizá tenga relación sólo con la vida del ejército. Es una marcha referente a la Guerra Civil —recordó Drake.
—Entonces, ¿por qué sólo conmigo y no con nadie más en el ejército?
—De acuerdo —dijo Rubin—. Supongamos que Yankee Doodle significa algo en relación con esto. No perdemos nada. Veamos, entonces, cómo es la canción... ¡Por amor de Dios, Jeff, no la cantes!
Avalon, que ya había abierto la boca con la clara intención de cantar, la cerró de golpe. Su habilidad para seguir una melodía rivalizaba con la de una ostra, y en sus momentos más lúcidos él lo sabía.
—Recitaré las palabras —dijo con un resto de dignidad.
—Bien —dijo Rubin—, pero no la cantes.
Avalon asumió su aire más grave y comenzó a declamar con su voz más resonante de barítono:
Yankee Doodle se marchó a la ciudad
Montado en un pony.
Puso una pluma en su sombrero
y lo llamó macaroni.
Yankee Doodle sigue así
Como un dandy, Yankee Doodle
No pierdas el paso ni la música
y sé amable con las chicas.
—Es una cancioncita sin sentido, nada más —observó Gonzalo.
—¡Sin sentido! —dijo Rubin indignado—. Tiene un perfecto sentido. Es una sátira escrita por el cínico sofisticado de la ciudad contra el muchacho campesino recién llegado. Doodle es cualquier instrumento musical primitivo del campo -una gaita, por ejemplo-, de modo que un yankee doodle es cualquier campesino de una región apartada y boscosa tan sofisticado como una gaita. Viene a la ciudad en un pony y trata de causar una buena impresión, de modo que se viste con lo que él cree que es un traje de ciudad. Lleva una pluma en su sombrero y cree que es un verdadero señorito. Y macaroni significaba eso a fines del siglo dieciocho: un jovencito de ciudad, vestido ala última moda y experto bailarín. Las últimas cuatro líneas son el estribillo y muestran al muchacho campesino participando en una danza de la ciudad. Le dicen burlonamente que mueva las piernas y que sea galante con las damas. La palabra dandy comenzó a usarse a mediados del siglo dieciocho y significaba lo mismo que macaroni.
—Está bien, Manny, ganas tú —dijo Gonzalo—. La canción tiene sentido. ¿Pero qué tiene que ver con el caso de Sam?
—No creo que tenga ninguna relación —dijo Rubin—. No se ofenda, Sam, pero pareciera que Klotz se viera a sí mismo como el campesino que se burla del presumido de la ciudad y no pudiera evitar pensar en esa canción burlona y ahora invierte los papeles.
—Me parece, Manny —dijo Davenheim—, que usted cree que él debe ser un muchacho venido del campo porque su nombre es Klotz. Con esa lógica, usted debería ser un aldeano porque su nombre es Rubin . En realidad Klotz nació y se educó en Filadelfia, y dudo que alguna vez haya visto una granja. No es ningún campesino.
—Está bien —dijo Rubin—. Entonces puede ser que lo esté diciendo al revés. Quizá sea él el jovencito sofisticado de la ciudad que se ríe de usted, Sam.
—¿Porque yo soy un campesino? Nací en Stoneham, Massachusetts, y me eduqué en Harvard hasta graduarme de abogado. Y él sabe todo esto, también. Ha hecho suficientes referencias indirectas en sus momentos de torero.
—El haber nacido y haberse educado en Massachusetts ¿no la hace pasar por un yankee? —preguntó Drake.
—No un yankee doodle —porfió Davenheim.
—Puede ser que él piense así —dijo Drake.
Davenheim lo pensó un momento y luego dijo:
—Sí, supongo que puede creer eso. Pero si así fuera, creo que no lo tararearía abiertamente, de manera burlona. Mi opinión es que lo hace inconscientemente. Tiene una relación con algo que quiere ocultar, no con algo que trate de mostrar.
—Quizás espera ansioso el momento en que sus delitos lo hagan rico y pueda marcharse a la ciudad, "con una pluma en su sombrero", en otras palabras —observó Halsted.
—O quizá Klotz piense que su victoria sobre usted es una pluma para su sombrero —opinó Drake.
—Puede ser que alguna palabra en particular tenga algún significado —dijo Gonzalo—. Supongamos que macaroni signifique que esté conectado con la Mafia. 0 supongamos que "sé amable con las chicas" signifique que alguna mujer del ejército esté implicada. Todavía hay mujeres en el ejército, ¿no?
Fue en este momento cuando Henry dijo:
—Me pregunto, Sr. Avalon, si como presidente me permite usted hacer algunas preguntas.
—¡Vamos, Henry! Usted sabe que puede hacerlo en cualquier momento —contestó Avalon.
—Gracias, señor. ¿Me permitirá el coronel hacerlo?
Davenheim pareció sorprendido, pero dijo:
—Bien, ya que estás aquí, Henry, ¿por qué no?
—El Sr. Avalon recitó ocho versos de Yankee Doodle, cuatro de una estrofa seguidos por cuatro del estribillo —dijo Henry—. Pero las estrofas y el estribillo tienen diferentes melodías. ¿El conscripto Klotz tararea los ocho versos?
Davenheim pensó un momento.
—No, por supuesto que no. Tararea... eh... —Cerró los ojos, se concentró y continuó—: La-la-lara-lalá-la-la-la-lará-lalá-la-la-la-lará-lalá-la-la-la. Eso es todo. Las primeras dos líneas.
—¿De la estrofa?
—Así es. "Yankee Doodle se marchó a la ciudad, montado en un pony."
—¿Siempre esas dos líneas?
—Sí, creo que siempre.
Drake sacudió algunas migajas de la mesa.
—Coronel, usted dijo que el tarareo comenzaba cuando el interrogatorio era especialmente tenso. ¿Prestó atención a qué era la que se discutía exactamente en esos momentos?
—Sí, por supuesto, pero preferiría no entrar en detalles.
—Entiendo, pero quizás pueda decirme esto: en esos momentos, ¿se discutía sobre él o se trataba del sargento Farber también?
—Generalmente —dijo Davenheim— el tarareo comenzaba cuando él protestaba más enfáticamente de su inocencia, pero siempre por los dos. Debo reconocerle eso. Nunca ha tratado de justificarse él a expensas del otro. Siempre dice que ni él ni Farber han hecho esto o lo otro, o que no son responsables de una u otra cosa.
—Coronel Davenheim, ésta es una apuesta arriesgada —dijo Henry—. Si la respuesta es no, entonces no tendré nada más que decir. En caso, sin embargo, de que la respuesta sea afirmativa, podría ser que tuviésemos algo.
—¿Cuál es la pregunta, Henry? —dijo Davenheim.
—En la misma base donde están el sargento Farber y el conscripto Klotz, coronel, ¿hay algún capitán Gooden o Gooding o algo que se asemeje a este sonido?
Hasta ese momento, Davenheim había estado mirando a Henry con una grave expresión divertida, pero ésta se desvaneció en un instante. Su boca se transformó en una línea delgada y palideció visiblemente. Su silla chirrió en el piso cuando la empujó hacia atrás y se levantó.
—Sí —dijo enérgicamente—. El capitán Charles Goodwin. ¿Cómo diablos es posible que usted lo haya sabido?
—En ese caso, puede ser que sea él a quien busca. Si yo fuera usted, señor, me olvidaría de Klotz y de Farber y me concentraría en el capitán. Puede ser que él sea el contacto de mayor nivel que usted busca. Y puede ser que el capitán sea un tipo menos duro que el conscripto Klotz.
Davenheim parecía incapaz de pronunciar ninguna palabra.
—Me gustaría que explicara usted esto, Henry —dijo Trumbull.
—Es la canción del Yankee Doodle, como esperaba el coronel. La cuestión era, sin embargo, que el conscripto Klotz la tarareaba. Tenemos que considerar en qué palabras estaba pensando mientras tarareaba.
—El coronel mencionó que tarareaba las líneas que dicen "Yankee Doodle se marchó a la ciudad -montado en un pony" —dijo Gonzalo.
Henry sacudió la cabeza.
—El poema original de Yankee Doodle tenía cerca de una docena de versos y las líneas respecto al macaroni no estaban incluidas entre estos. Surgieron después, a pesar de ser hoy las más conocidas. El poema original habla de la visita de un joven campesino al campamento del Ejército Continental de Washington y se burla de la ingenuidad de éste. Me parece, por lo tanto, que la interpretación que el Sr. Rubin hizo respecto de la naturaleza de la canción era correcta.
—Henry tiene razón —interrumpió Rubin—. Ahora recuerdo. Incluso se menciona a Washington, pero como capitán Washington. El campesino ni siquiera conocía la naturaleza del rango militar.
—Sí —dijo Henry—. No conozco todas las estrofas y creo que poca gente las sabe. Quizás el conscripto Klotz no las conocía tampoco. Pero cualquiera que conoce algo del poema, sabe la primera estrofa o, por lo menos, los primeros dos versos, y eso es lo que el conscripto Klotz puede haber estado tarareando. El primer verso, por ejemplo, es la voz del joven campesino y dice: "Papá y yo fuimos al campamento". ¿Se dan cuenta?
—No —dijo Davenheim, sacudiendo la cabeza—. No muy bien.
—Se me ocurrió que cada vez que presionaba mucho al conscripto Klotz, diciendo, probablemente, "Farber y usted hicieron esto y lo otro", y él contestaba, "Farber y yo no hicimos ni esto ni lo otro", entonces comenzaba a tararear. Usted, coronel, mencionó que era en los momentos en que él negaba cuando esto comenzaba, y que él siempre negaba en nombre de los dos, de Farber y en el suyo propio. De modo que cuando decía "Farber y yo", se sentiría impulsado a cantar "Farber y yo fuimos al campamento". —Henry cantó el primer verso con una suave voz de tenor.
—Farber y él estaban en un campamento del ejército —dijo Davenheim—, pero ¡es increíble cómo estableció la relación!
—Si fuera eso solamente, sí, señor —dijo Henry—. Pero por eso le pregunté si había algún capitán Gooden en ese campamento. Si él fuese el tercer miembro de la conspiración, la tendencia a canturrear la canción sería irresistible. La primera estrofa, que es la única que conozco, dice...
Pero, entonces, Rubin lo interrumpió y, levantándose, rugió:
Papá y yo fuimos al campamento
Junto con el capitán Gooden
Y allí vimos a muchos hombres y muchachos
Como gallinas en el gallinero.
—Así es —dijo Henry tranquilamente—. Farber y yo fuimos al campamento junto con el capitán Goodwin.
—¡Dios mío! —dijo Davenheim—. ¡Ahí está! Si no es así, debe de ser la más extraordinaria coincidencia... y no puede ser. ¡Henry, ha dado en el clavo!
—Espero que sí. ¿Más café, coronel?
LA ULTIMA PARTIDA
Roger Halsted mostraba una alegría apenas controlada cuando llegó al banquete mensual de los Viudos Negros. Desenrolló su bufanda (era una tarde fría y el suelo estaba cubierto por más de dos centímetros de nieve) y exclamó:
—¡Qué invitado les traje esta vez!
Emmanuel Rubin le lanzó una mirada por encima de su whisky con soda y le dijo con tono malhumorado:
—¿Dónde estabas? Hasta Tom Trumbull llegó antes que tú para el aperitivo. Pensamos que querías eludir tus responsabilidades de anfitrión.
Halsted pareció ofendido, y su frente, como de costumbre, enrojeció gradualmente.
—Llamé al restaurante. Henry...
Henry distribuía las paneras cuidando que el pan preferido de Geoffrey Avalon quedara a la vista.
—Sí, señor Halsted —dijo—. Informé a los socios del club que usted llegaría un poco tarde. Me parece que el Sr. Rubin se está divirtiendo a sus expensas.
—¿Qué invitado? —preguntó Trumbull.
—Por eso llegué con retardo. Tuve que recogerlo en White Plains y está nevando con más fuerza por allá. Tuve que telefonear al restaurante desde una gasolinera.
—¿Y? ¿Dónde está? —preguntó Mario Gonzalo, vestido con más elegancia que nunca, con una chaqueta deportiva color castaño, camisa a rayas y corbata del mismo tono.
—Abajo, en el baño. Se llama Jeremy Atwood; tiene cerca de sesenta y cinco años. Y tiene un problema.
Desde su imponente altura, Avalon frunció sus cejas gruesas y entrecanas.
—He estado pensando en ese asunto precisamente, caballeros. El propósito original de los Viudos Negros consistía nada más que en comer y conversar. Ahora, en cambio, hemos llegado a un punto en que nunca falta un problema que nos preocupe y que trastorne nuestra digestión. ¿Qué sucederá cuando no podamos encontrar ninguno más? ¿Nos desbandaremos?
—Entonces volveremos a las conversaciones inútiles —dijo Gonzalo—. Siempre estará Manny...
La barba rala de Rubin tembló visiblemente.
—Nada de lo que yo digo carece de utilidad. Mario. Pero aunque no tuviera ningún propósito, siempre queda la vaga esperanza de que mis palabras sirvan para educarte. Para comenzar, puedo mostrarte por qué tu última pintura es totalmente mala.
—Dijiste que te gustaba... —dijo Mario frunciendo el ceño y cayendo en la trampa.
—Sólo por el alivio que sentí cuando dijiste que era tu último cuadro y sólo hasta que descubrí que querías decir que era el más reciente.
Pero el invitado de Halsted subía las escaleras en ese momento. Se movía más bien lentamente y parecía cansado. Halsted lo ayudó a sacarse el abrigo, y cuando se quitó el sombrero se vio que era casi totalmente calvo. Sólo le quedaba un borde de cabello cano.
—Señores —dijo Halsted—, les presento a mi invitado, Jeremy Atwood. Lo conocí por medio de uno de sus sobrinos, un profesor compañero mío. Señor Atwood, permítame presentarle al grupo.
Una vez hechas las presentaciones y luego de ofrecer a Atwood una copa de jerez, Henry anunció que la mesa estaba servida. Rubin miró con recelo.
—¿Esto tiene hígado? —preguntó.
—No tiene hígado, Sr. Rubin —dijo Henry—. Hoy tiene riñones.
—¡Dios mío! —dijo Rubin—. ¿Y la sopa?
—Crema de puerros, Sr. Rubin.
—No me dan respiro, no me dan respiro —gruñó, y probó los riñones con cautela.
Los ojos de Drake tenían ese brillo que indicaba que creía estar tras la pista de algún colega químico.
—¿Qué enseña su sobrino, Sr. Atwood? —inquirió.
—Me parece que literatura inglesa. No lo frecuento mucho —repuso Atwood con un sorprendente tono de tenor.
—No lo critico —dijo Rubin en seguida—. Los profesores de literatura inglesa quizás hayan producido más analfabetos que todas las demás corrientes culturales espurias del mundo.
—Vea usted, Sr. Atwood —dijo Gonzalo, buscando su venganza—. Manny Rubin es un escritor cuyas obras nunca han sido analizadas por un profesor que se hallara sobrio en ese momento.
Trumbull habló en seguida para cortar la respuesta de Rubin.
—¿En qué trabaja usted, Sr. Atwood?
—Ahora estoy jubilado, pero soy ingeniero civil —dijo Atwood.
—No tiene por qué responder a ninguna pregunta ahora, Sr. Atwood. Vendrán con el postre —le explicó Avalon.
Resultó ser un consejo innecesario, ya que Rubin llevaba la ventaja y no tenía la menor intención de perderla. Con la sopa, que casi no probó, desarrolló la tesis de que el objetivo principal de los profesores de inglés en general, y de los profesores de literatura inglesa en particular, era el de encadenar al idioma inglés y hacer de la literatura un fósil descolorido.
Cuando llegó el plato principal -pato asado relleno-, Rubin estaba ya analizando las motivaciones de los profesores de inglés delincuentes, y decía que en el fondo provenían de una envidia acerba y cargada de odio hacia quienes habían podido, y actualmente podían, utilizar el idioma inglés como instrumento.
—Como Emmanuel Rubin, por ejemplo —dijo Gonzalo en un susurro que todo el mundo oyó.
—Como yo —dijo Rubin imperturbable—. Sé más gramática que cualquiera de los que se autotitulan profesores de inglés y he leído más literatura, y más cuidadosamente, que cualquiera de ellos. Lo que sucede es que yo no dejo que la gramática me ate ni que la literatura me obligue.
—Todos los que escriben disparates sin respeto por la gramática podrían decir lo mismo —dijo Avalon.
—Eso significaría algo —dijo Rubin, furioso—, sólo si tuvieras autoridad para afirmar que yo escribo disparates que atentan contra la gramática, Jeff.
Habiendo terminado el arroz -si bien dejó aun lado el relleno del pato asado-, Rubin comenzó una elocuente disertación sobre el daño que esos cultos delincuentes les infieren a las mentes jóvenes, y arremetió contra los otros cinco comensales cuando cada uno de ellos hizo alguna objeción, hasta que se sirvió el poire au vin y luego el café.
Halsted golpeó su copa de agua con la cuchara.
—Basta de gramática, Manny, basta. Ahora le corresponde a nuestro invitado —dijo.
—Y es por eso —dijo Rubin en un último arranque— que no colecciono las críticas, porque cualquiera de esos aficionados a la literatura inglesa que pierden el tiempo escribiendo críticas...
—Colecciona sólo las favorables —dijo Gonzalo—. Lo sé porque una vez me mostró su álbum de recortes... y estaba vacío.
Halsted insistió con una serie de golpecitos y finalmente dijo:
—Mi amigo Stuart -el sobrino del Sr. Atwood- mencionó por casualidad, hace un par de semanas, que su tío tenía un problema literario. Me interesó, naturalmente, por las razones que todos conocemos, y averigüé algo más, pero Stuart no estaba muy enterado. Entonces me puse en contacto con el señor Atwood y lo que él me contó fue suficiente para hacerme pensar que sería un invitado excelente para esta reunión. Y como me correspondía a mí traer un invitado, él aceptó amablemente venir.
Avalon carraspeó estentóreamente.
—Confío en que el señor Atwood sabe que puede ser interrogado en forma...
—Se lo expliqué cuidadosamente, Jeff —dijo Halsted—. También le expliqué que todo lo que aquí sucede es confidencial. Ocurre que el Sr. Atwood está bastante interesado en la solución de su problema y ansioso de que lo ayudemos.
Nuevas e iracundas arrugas aparecieron en el rostro oscuro de Trumbull.
—¡Maldición, Roger! No le habrás garantizado una solución, ¿verdad?
—No, pero tenemos un buen record —dijo Halsted, complacido.
—Está bien, entonces. Comencemos... ¡Henry! ¿Viene en camino el coñac...? ¿Quién interroga, Roger?
—¡Cómo! Pues tú, Tom.
Henry comenzó a servir cuidadosamente el coñac en las copas; pero cuando le llegó el turno a Atwood, éste levantó la mano en señal de tímida negativa y Henry lo saltó. Volviendo sus brillantes ojos azules hacia Trumbull, Atwood dijo:
—¿Voy a ser interrogado?
—Es sólo un modo de decir, señor. Estamos interesados en su problema literario. ¿Quisiera contarnos algo sobre eso, de la manera que usted prefiera? Haremos preguntas cuando nos parezca aconsejable, si usted lo permite.
—¡Oh, pueden hacerlas! —dijo Atwood alegremente. Sus ojos saltaban con rapidez de uno a otro—. Les advierto que no es un gran misterio, excepto que yo no lo entiendo.
—Bueno, puede ser que nosotros tampoco —dijo Gonzalo llevándose el coñac a los labios.
Drake, que estaba convaleciente de un resfrío y en consecuencia se veía obligado a fumar menos, aplastó de mala gana un cigarrillo a medio consumir.
—Nunca sabremos nada si no escuchamos de qué se trata —dijo, y se sonó con un pañuelo de un rojo subido que luego guardó en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Quiere continuar, Sr. Atwood? —dijo Trumbull—. Y espero que el resto de ustedes se calle de una vez por todas.
Atwood cruzó las manos sobre el borde de la mesa como si estuviera nuevamente en la escuela, y habló con una monótona entonación. Recitaba.
—Se trata de mi amigo Lyon Sanders que era, como yo, ingeniero civil retirado. Nunca trabajamos juntos, realmente, pero fuimos vecinos durante casi un cuarto de siglo y éramos muy amigos. Yo soy soltero; él era viudo, sin hijos, y ambos llevábamos una vida que superficialmente podía parecer solitaria. Ninguno de nosotros era solitario, sin embargo, porque ambos teníamos un rincón confortable. Por mi parte, yo había escrito un texto sobre ingeniería civil que ha tenido cierto éxito, y por algunos años estuve preparando una historia bastante minuciosa, aunque informal, sobre mis experiencias en ese campo. Dudo que alguna vez se publique, por supuesto, aunque si... Pero ése es otro asunto. Sanders era una persona mucho más agresiva que yo, más ruidoso, de voz más ronca y con un sentido del humor más bien grosero. Estaba hecho para el juego...
—¿Un entusiasta de los deportes? —interrumpió Rubin.
—No, no. Hablo de los juegos de salón. Creo que conocía todos los juegos de cartas que se han inventado y que los sabía jugar bien. Sabía jugar a todos los demás, también a los que se juegan con tablero, con indicadores, con dados, cubiletes... A cualquier cosa. Era un maestro en Damas chinas, en parchís, en chaquete, Monopolio, damas, ajedrez, etcétera. Ni siquiera puedo decirle todos los nombres de los juegos que él sabía. Leía libros sobre el tema y hasta inventaba juegos. Algunos eran ingeniosos y yo solía sugerirle que los patentara y los lanzara al mercado. Pero eso no era lo que él quería. Le interesaba entretenerse, solamente. Ahí es donde entro yo. Conmigo pudo pulir sus análisis.
—¿De qué modo? —preguntó Trumbull.
—Bien —prosiguió Atwood—; cuando dije que él sabía esos juegos no me refería al significado común de la palabra. Él los analizaba cuidadosamente, como si implicaran principios de ingeniería...
—Por supuesto —dijo Rubin de repente—. Cualquier juego que se precie de ser bueno puede ser analizado matemáticamente. Hay toda una especialidad denominada matemáticas recreativas.
—Lo sé —se las arregló para intervenir Atwood amablemente—, pero no creo que Sanders se dedicara a eso con el método ortodoxo. Nunca se ofreció a explicármelo y nunca me molesté en preguntárselo. Durante los últimos veinte años, nuestra costumbre de rutina fue pasar el fin de semana con los juegos, aplicando lo que se había aprendido durante la semana, porque a menudo él pasaba largo rato enseñándome. No por el deseo de enseñarme, según ustedes verán, sino simplemente para que el juego fuera más interesante para él al mejorar a su oponente. Solíamos jugar al bridge durante diez semanas seguidas, después continuábamos con la canasta y luego con cierto juego en el que yo tenía que adivinar números en los que él pensaba. Naturalmente, casi siempre ganaba él.
Drake observó un cigarrillo apagado como si esperara que se encendiera por sí solo.
—¿No lo deprimía eso a usted? —preguntó.
—En realidad, no. Era entretenido intentar ganarle, ya veces podía. Le ganaba lo suficiente como para mantener vivo su interés.
—¿Cree que él le dejaba ganar? —preguntó Gonzalo.
—Lo dudo. Mis victorias siempre le enfurecían o le entristecían, y lo llevaban aun frenesí de nuevos análisis. Creo que también disfrutaba un poco con ellas, porque cuando tenía una racha demasiado larga de victorias continuas comenzaba a enseñarme. Éramos muy amigos.
—¿Éramos? —preguntó Avalon.
—Sí —dijo Atwood—. Murió hace seis meses. No fue una gran sorpresa. Ambos lo veíamos venir. Por supuesto, lo extraño muchísimo. Los fines de semana están vacíos, ahora. Incluso extraño la forma pesada en que se burlaba de mí. Me provocaba constantemente. Nunca se cansaba de reírse de mí por ser abstemio, y nunca dejó de hacerme bromas por mi religión.
—¿Era ateo? —preguntó Gonzalo.
—No tanto. En realidad, ninguno de los dos iba a la iglesia muy a menudo. Lo que sucedía, simplemente, es que él había sido educado en una rama del protestantismo y yo en otra. Él decía que la mía era una religión ritualista y no encontraba nada más cómico que burlarse de los complicados detalles del ritual al que yo faltaba todos los domingos, en comparación con la simplicidad del ritual al que él faltaba, también, todos los domingos.
Trumbull frunció el ceño.
—Supongo que eso le molestaría a usted. ¿Nunca sentía ganas de burlarse a su vez de él?
—Nunca. Era su manera de ser, simplemente —dijo Atwood—. Tampoco tienen necesidad de pensar que la muerte del pobre Lyon fue en absoluto sospechosa. No es necesario buscar motivos de ese tipo. Murió ala edad de sesenta y ocho años, de ciertas complicaciones por una antigua aunque no grave diabetes. Había dicho que me dejaría algo en su testamento. Pensaba que moriría antes que yo y decía que me compensaría la paciencia de aceptar tantas derrotas. En realidad, yo estoy seguro de que lo hacía sólo por afecto, pero él habría sido el último en reconocerlo. No fue sino durante el año anterior a su muerte, al saber él que andaba mal, cuando eso comenzó a entrar en nuestras conversaciones. Naturalmente, yo protestaba de que ésa no era forma de hablar y que no hacía más que hacerme sentir incómodo. Pero en cierta ocasión se rió y me dijo: "No te la haré fácil, idólatra que te pasas la vida de rodillas". Como pueden ver, el solo hecho de pensar en él me hace hablar como él solía hacerlo. No recuerdo si fue ése el nombre que me dio en esa ocasión, pero fue algo parecido. En todo caso, dejando a un lado los epítetos, lo que dijo fue: "No permitiré que ganes fácil. Jugaremos hasta el final". Esto lo dijo en lo que terminó siendo su lecho de muerte. Yo era lo único que estaba, fuera del personal hospitalario que se movía alrededor de él impersonalmente. Tenía algunos parientes lejanos, pero ninguno de ellos lo visitó. Entonces, cuando ya atardecía y yo me estaba preguntando si no debía marcharme y volver al día siguiente, él volvió la cabeza hacia mí y me dijo con una voz que parecía normal: "La curiosa omisión en Alicia". Yo, naturalmente, le pregunté: "¿Qué?". Pero él se rió débilmente y dijo: "Es todo lo que te doy, viejo, todo lo que te doy". Sus ojos se cerraron y murió.
—¡La clave de un moribundo! —dijo Rubin.
—¿Dijo que su voz era clara? —preguntó Avalon.
—Bastante clara —afirmó Atwood.
—¿Y lo oyó perfectamente?
—Perfectamente —dijo Atwood.
—¿Está seguro de que no dijo "La curiosa admisión de Wallace"?
—¿O "La furiosa decisión en Dallas"?—preguntó Gonzalo.
—Por favor, aún no he terminado —continuó Atwood—. Estuve presente cuando se leyó su testamento. Me pidieron que estuviera. También habían ido varios parientes lejanos que nunca visitaron al pobre Lyon. Estaban los primos y una joven bisnieta. Lyon no había sido realmente un hombre rico, pero legó algo a cada uno de ellos e hizo una donación a un viejo sirviente y otra a su colegio. Yo figuraba al final. Recibí diez mil dólares que habían sido depositados en una caja de seguridad a mi nombre y de la que me entregarían la llave cuando la pidiese. Cuando la lectura del testamento finalizó, le pedí al abogado la llave de la caja de seguridad. No tengo por qué negar que diez mil dólares me venían muy bien. El abogado dijo que debía dirigirme al banco en el que se encontraba la caja de seguridad. Si no lo hacía así en el lapso de un año a contar de aquella fecha, la donación quedaría nula y sería traspasada a otro. Pregunté, naturalmente, dónde se hallaba ubicado el banco, y el abogado dijo que, excepto que se encontraba en algún lugar dentro de los Estados Unidos, no sabía nada más. No poseía más información, fuera de un sobre que debía entregarme -según las instrucciones que le habían dado-. Y que él esperaba que me sirviera de algo. Tenía otro sobre para él, que debía ser abierto al cabo de un año si para entonces yo no había reclamado el dinero. Tomé mi sobre y sólo encontré en su interior las palabras que ya había escuchado de los labios de mi amigo moribundo: "La curiosa omisión en Alice".Y así están las cosas en este momento.
—¿Me quiere decir que aún no ha recibido sus diez mil dólares? —preguntó Trumbull.
—Quiero decir que aún no he localizado el banco. Han pasado seis meses y aún restan otros seis.
—Puede ser que la frase sea un anagrama —arriesgó Gonzalo—. Quizá si cambia el orden de las letras surja el nombre del banco.
Atwood se alzó de hombros.
—Es una posibilidad en la que ya pensé. No recuerdo que Sanders haya jugado jamás a los anagramas, pero ya lo intenté. No logré nada útil.
Drake, que volvía a sonarse la nariz y al parecer se le estaba acabando la paciencia con tantos razonamientos meticulosos, dijo:
—¿Por qué no va, simplemente, a cada uno de los bancos en White Plains y pregunta si tienen la llave de una caja de seguridad a su nombre?
—Esas no son las reglas del juego, Jim —dijo Avalon severamente.
—Diez mil dólares no son ningún juego —dijo Gonzalo.
—Admito que sería hacer trampa si intentara solucionarlo al azar —dijo Atwood—, pero también debo reconocer que lo hice. Intenté en los bancos de varias localidades vecinas y asimismo en White Plains, pero no conseguí nada. No me sorprende, sin embargo. No era probable que los depositara cerca de casa. Tenía todo el país para elegir.
—¿Hizo algún viaje fuera de la ciudad el último año de su vida... hacia la época en que comenzó a hablarle de su herencia? —preguntó Halsted.
—No creo —dijo Atwood—. Y no tenía por qué hacerlo, tampoco. Su abogado podía preocuparse de eso.
—Bien —dijo Trumbull—. Empecemos de otro modo: Usted ha tenido seis meses para pensar en esto. ¿A qué conclusiones ha llegado?
—En cuanto al mensaje en sí, a ninguna. Pero conocía bien a mi amigo. Cierta vez me dijo que la mejor manera de esconder algo era hacerlo por medio de la tecnología moderna. Cualquier documento, cualquier informe, cualquier conjunto de instrucciones pueden ser convertidos en microfilmes, de modo que un pequeñísimo pedazo de material de ese tipo, donde todo ha quedado impreso, puede esconderse en cualquier parte y no ser descubierto jamás, salvo por azar. Supongo que el mensaje me dice dónde encontrar el microfilme.
Rubin se encogió de hombros.
—Eso sólo nos cambia el foco del problema. En lugar de que el mensaje nos diga dónde está situado el banco, nos indica la ubicación del microfilme, pero aún nos queda la curiosa omisión.
—No creo que sea lo mismo —dijo Atwood, pensativamente—. Puede ser que el banco esté a cientos de kilómetros de distancia, pero el microfilme o el trozo de papel común muy fino, según yo creo, puede estar a mi alcance. Pero aunque esté a mi alcance, quizá se trate también de cientos de kilómetros. Pobre Lyon —suspiró—, me temo que también ganará esta partida.
—Si le analizamos el problema y logramos solucionarlo, Sr. Atwood, ¿seguirá sintiendo que hizo trampa? —preguntó Trumbull.
—¡Oh, sí! —dijo Atwood—. Pero me sentiría muy contento de tener los diez mil dólares, de todos modos.
—¿Tienes alguna idea respecto del significado del mensaje, Tom? —preguntó Halsted.
—No —respondió Trumbull—; pero sí, como dice el Sr. Atwood, estamos buscando un mensaje pequeñísimo en un lugar cercano y accesible, y si suponemos que Sanders jugó limpio, entonces quizá pueda continuar con algunas eliminaciones... ¿A quién legó él su casa, Sr. Atwood?
—A un primo, que ya la vendió.
—¿Qué se hizo de lo que contenía? Seguramente Sanders tenía libros, juegos de todos los tipos, muebles...
—La mayor parte se remató.
—¿Algo de eso quedó para usted?
—El primo fue lo suficientemente amable como para ofrecerme lo que yo quisiera de ese material, ya que no era intrínsecamente valioso. No acepté nada. No soy aficionado a coleccionar.
—¿Sabía eso su viejo amigo?
—¡Oh, sí! —Atwood rebulló incómodo—. Señores, he tenido seis meses para pensar en esto. Me doy cuenta de que Sanders no pudo haber escondido el filme en su propia casa, ya que la había legado a otro y sabía que yo no tendría ninguna oportunidad de registrarla. Tuvo muchísimas oportunidades de esconderlo en la mía, puesto que él me visitaba tan a menudo como yo a él. Es ahí donde yo creo que está.
—No necesariamente —dijo Trumbull—. Tal vez haya tenido la certeza de que usted pediría algunos de sus libros favoritos, ciertos recuerdos.
—No —dijo Atwood—. ¿Cómo podía estar seguro de que yo los pediría? Me los habría legado en su testamento.
—Eso lo habría descubierto —dijo Avalon—. ¿Está seguro de que nunca hizo ninguna alusión a que usted se llevara algo? ¿O que no le regaló algo como por casualidad?
—No —dijo Atwood sonriendo—. No tienen idea de lo impropio de Sanders que eso habría sido. Les repito. He pensado que, como me dio un año para encontrarlo, debe de haberse sentido bastante confiado de que eso permanecería en su lugar durante ese lapso. No es probable que formara parte de algo que yo pudiera tirar, vender o perder fácilmente.
Hubo un murmullo de asentimiento.
—Es muy posible que lo haya pegado a la moldura de una pared, en algún lugar debajo de algún mueble pesado, adentro de la heladera, en esa clase de lugares —dijo Atwood.
—¿Ha mirado? —preguntó Gonzalo.
—¡Oh, sí! Este jueguito me ha tenido ocupado. He pasado buena parte de mi tiempo libre revisando molduras, bajo la superficie de los muebles, en los cajones y dentro de muchas otras cosas. He pasado horas en el sótano y en la buhardilla.
—Es obvio que no ha encontrado nada —dijo Trumbull—, o no estaríamos hablando de esto ahora.
—No, no lo he encontrado, pero eso no quiere decir nada. Lo que estoy buscando puede ser algo tan pequeño que sea apenas visible. Y es probable que sea así. Quizás haya estado mirándolo, directamente y no lo haya visto. A menos que yo supiera que estaba en ese lugar y estuviera de algún modo preparado para verlo, podría no haberlo visto. ¿Me entienden?
—Lo cual nos hace volver al mensaje —dijo Avalon pesadamente—. Si lo entendiera sabría adónde mirar y lo vería.
—¡Ah! —dijo Atwood—. Si lo entendiera.
—Bien, me parece que la palabra clave es "Alicia" —dijo Avalon—. ¿Tiene algún significado personal ese nombre para usted? ¿Es el nombre de alguien a quien ambos conocían? ¿El nombre de la difunta esposa de Sanders, por ejemplo? ¿El sobrenombre de algún objeto? ¿Alguna broma entre ustedes dos?
—No. Nada de eso.
Avalon sonrió y al hacerlo mostró una dentadura pareja bajo su elegante bigote apenas gris.
—Entonces yo diría que "Alicia" debe de referirse a la Alicia que sin duda es la más famosa para la humanidad: Alicia en el país de las Maravillas.
—Por supuesto —dijo Atwood, claramente sorprendido—. Eso es lo que hace que sea un enigma literario, y fue eso lo que me hizo recurrir a mi sobrino, que enseña literatura inglesa. Desde el comienzo supuse que era una referencia al clásico de Lewis Carroll. Sanders era un admirador de Alicia. Poseía una colección de diferentes ediciones del libro y tenía reproducciones de las ilustraciones de Tenniel por toda la casa.
—No nos había dicho eso —protestó Avalon dolorido.
—¿No? Lo siento. Es una de esas cosas que conozco tan bien que de algún modo creo que todo el mundo la conoce.
—Tuvimos que haberlo supuesto —dijo Trumbull dejando caer las comisuras de los labios—. En el libro, Alicia tiene algo que ver con un mazo de naipes.
—Siempre es bueno tener toda la información pertinente, —dijo Avalon con obstinación.
—Está bien —dijo Trumbull—. Esto nos lleva a la curiosa omisión en Alicia en el País de las Maravillas... ¿y cuál es esa curiosa omisión? ¿Tiene usted alguna idea respecto a eso, Sr. Atwood?
—No —dijo Atwood—. Leí Alicia cuando niño y no había vuelto a abrir el libro hasta que surgió lo del testamento, por supuesto. Debo admitir que nunca me pareció una obra encantadora.
—¡Dios mío! —dijo Drake por lo bajo.
Atwood lo oyó, porque volvió rápidamente la cabeza hacia él.
—No niego que puede tener encanto para otros, pero yo nunca he encontrado divertidos los juegos de palabras. No me sorprende que Sanders admirara el libro, sin embargo. Su sentido del humor era bastante tosco y primitivo. Sea como fuere, el libro me disgustaba ya eso se agregó la molestia de tener que detectar una omisión. No tenía deseos de estudiar el libro tan atentamente. Esperaba que mi sobrino me ayudara.
—¡Un profesor de literatura! —dijo Rubin, burlonamente.
—¡Cállate, Manny! —dijo Trumbull—. ¿Qué dijo su sobrino, Sr. Atwood?
—En realidad —respondió Atwood—, el Sr. Rubin tiene razón. Mi sobrino estaba totalmente confundido. Dijo que en la versión original de la historia había unos pocos pasajes que el mismo Lewis Carroll había escrito sin cortes y que no aparecían en la versión final publicada. Resulta que una edición de la versión original apareció recientemente. Obtuve un ejemplar y lo revisé. No encontré nada que me pareciera significativo.
—Escuchen —dijo Gonzalo—. Henry dice siempre que donde nos equivocamos es al volvernos demasiado complejos. ¿Por qué no examinamos el mensaje? Dice: "La curiosa omisión en Alicia". Quizá no tengamos que estudiar el libro. Hay una omisión curiosa en el mismo mensaje. El título del libro no es Alicia. Es Alicia en el País de las Maravillas,
Avalon emergió de su dolorido silencio lo suficiente como para decir:
—Es Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, si deseas ser exacto.
—Muy bien —dijo Gonzalo—. Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Entonces deberíamos concentrarnos en el resto del título, que está omitido en el mensaje... ¿No es así, Henry?
Henry, parado silenciosamente cerca del aparador, dijo:
—No hay duda de que es una observación interesante, Sr. Gonzalo.
—¡Qué va a ser interesante! —dijo Trumbull—. ¿Qué tiene de curioso? Es una omisión por conveniencia. Mucha gente dice Alicia.
—Aparte de eso —dijo Halsted—, incluso no veo qué podría significar Aventuras en el País de las Maravillas. No es más útil que el mensaje original. Esta es la idea que yo tengo. Alicia en el país de las Maravillas -perdona, Jeff, Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas- contiene versos, la mayoría de los cuales son parodias de poesías respetadas de la época...
—Bastante malas, —dijo Rubin.
—Eso está fuera de la cuestión, No son parodias perfectas, sin embargo. Faltan algunos versos. Por ejemplo, Alicia recita un poema que comienza: "Cómo hace el pequeño cocodrilo", y que es una parodia del horrible poema de Isaac Watt que dice: "Cómo hace la hacendosa abejita", aunque no sé si ése es el título original del poema. Alicia recita sólo dos estrofas y estoy seguro de que el poema de Watt tiene por lo menos cuatro. Quizá la respuesta se halle en los versos del original que faltan.
—¿Es ésa una curiosa omisión? —preguntó Trumbull.
—No sé. No recuerdo la versión original excepto el primer verso, pero deberíamos investigarla... Los otros originales de las parodias deberían ser revisados también.
—Lo haré con mucho gusto— dijo Atwood cortésmente—. Ese punto no se me había ocurrido.
—Creo que todo eso es un montón de tonterías —dijo Drake—. El mensaje se refiere a una curiosa omisión en Alicia. Creo que se refiere a Alicia en sí y no a una fuente exterior.
—No puedes estar seguro de eso —protestó Halsted.
—Sí, pero de eso se trata —dijo Trumbull—. Me parece que si encontramos la respuesta correcta, sabremos en seguida que estamos en lo cierto, pero que si encontramos algo que sólo pone al descubierto otro misterio, nos equivocamos.
—Bueno, a mi no se me ocurre nada más —dijo Avalon—. ¿Le preguntamos a Henry? —Atwood pareció sorprendido y Avalon continuó—. Tiene que saber, Sr. Atwood, que Henry, cuyo placer parece ser trabajar para nosotros, tiene la facultad de ver más allá de las complicaciones.
—Eso es lo que yo intenté hacer —dijo Gonzalo— y ustedes me hicieron callar... ¿No es cierto, Henry, que la respuesta radica en el título completo del libro?
Henry sonrió pesaroso y dijo:
—Señores, no deben cargar sobre mis hombros más peso del que pueden soportar. No conozco el libro muy bien, aunque lo leí, por supuesto. Para entender yo el significado de la adivinanza, ésta tiene que ser muy simple.
—Si fuera tan simple —dijo Atwood—, ya lo habríamos descubierto.
—Quizá... —dijo Henry—. Sin embargo, me parece que tiene que ser simple. Indudablemente que su amigo Sanders deseaba que usted recibiera su legado. Lo disfrazó de juego y lo transformó en un torneo porque era su forma de ser, pero debe de haber querido que usted ganara.
Atwood asintió con la cabeza.
—Creo que sí.
—Entonces busquemos algo muy simple, algo que él haya pensado que usted vivía seguramente, pero lo suficientemente sutil como para hacer que el juego fuera interesante. Como dije, no conozco el libro muy bien, de modo que tendré que hacer algunas preguntas.
Avalon carraspeó.
—Yo conozco el libro Alicia bastante bien, Henry. Responderé a sus preguntas.
—Muy bien, señor. El Sr. Trumbull dijo que en Alicia en el País de las Maravillas se mencionaba un mazo de naipes, y yo recuerdo -por la versión de dibujos animados de Disney, principalmente- que la Reina de Corazones gritaba una vez tras otra: "Fuera la cabeza".
—Sí, —dijo Avalon—. Un Enrique VIII femenino. El Rey de Corazones y la Sota de Corazones también participaban.
—¿Alguna otra carta?
—Se los menciona a todos —dijo Avalon—. Los corazones son la familia real, los bastos son los soldados, los oros son los cortesanos, las espadas son los jornaleros. En el libro, tres de las espadas hablan: el dos, el cinco y nueve... ¿Está de acuerdo conmigo, Atwood?
—Sí —dijo Atwood sombrío—. Lo tengo fresco en la memoria.
—Sospecho que Henry va a preguntar si falta alguna de las cartas en el libro —dijo Trumbull—. Sólo unas pocas están mencionadas específicamente.
—Las seis que ya nombré —dijo Avalon—: El Rey, la Reina y la Sota de Corazones; el dos, el cinco y el nueve de espadas.
—¿Y qué? —dijo Trumbull—. Se mencionó sólo las necesarias y el resto figura en segundo plano en la historia. No hay nada "curioso" en eso. Insisto en respetar la palabra "curioso".
Henry asintió y luego preguntó:
—¿Es usted episcopal, Sr. Atwood?
—Fui educado en esa religión. ¿Por qué me pregunta?
—Usted dijo que el Sr. Sanders se burlaba de su inclinación por la devoción ritualista, y además dijo ser protestante. Relacioné esas dos cosas y pensé que podía ser usted de la religión episcopal... ¿ Tiene un tablero de ajedrez, Sr. Atwood?
—¡Por supuesto!
—¿Suyo? ¿O era un regalo del Sr. Sanders?
—¡Oh, no; mío! Un tablero bastante hermoso que perteneció a mi padre. Sanders y yo jugamos más de una partida en él.
Henry asintió.
—Se lo pregunto porque me parece que hemos estado hablando de Alicia en el País de las Maravillas sin mencionar que hay una continuación.
—En el País del Espejo —dijo Avalon—. Sí, claro.
—¿Podría ser que también éste estuviera incluido en la palabra Alicia?
—Por supuesto —afirmó con la cabeza Avalon—. En realidad, el título completo es En el País del Espejo y lo que Alicia Encontró Allí, de modo que tiene tanto derecho a que se le llame Alicia como el otro.
—Y En el País del Espejo ¿no trata sobre ajedrez?
—Totalmente cierto —dijo Avalon con suavidad, recobrado ya su buen humor por el papel de verdadero experto que desempeñaba—. Las Reinas Blanca y Negra son personajes importantes. El Rey Blanco dice algunas palabras, pero el otro duerme bajo un árbol.
—¿Y hay caballos, también?
—El Caballo Blanco —dijo Avalon asintiendo con la cabeza— sostiene una batalla contra el Caballo Negro y luego acompaña a Alicia hasta el último cuadrado del tablero. Es el personaje más amable en ambos libros y el único que parece querer a Alicia. Se piensa generalmente que es un autorretrato de Carroll.
—Sí, sí —dijo Trumbull displicentemente—. ¿A dónde quiere llegar, Henry?
—Estoy buscando omisiones. Creo que al comienzo del libro hay una referencia a un peón blanco.
—Creo que no ignora usted tanto esos libros como dice, Henry. Hay una referencia a un peón blanco llamado Lily, en el primer capítulo. La misma Alicia representa el papel de un peón blanco, también, y al final es ascendida a reina blanca.
—¿Y torres? —dijo Henry.
Avalon frunció el ceño en silencio por un momento y luego sacudió la cabeza.
—Se las menciona —intervino Atwood—. Créanme; conozco esos estúpidos libros casi de memoria. En el Capítulo 1, Alicia entra en la casa del Espejo, ve las piezas de ajedrez caminando por aquí y por allá, y se dice a sí misma: "y aquí van dos castillos caminando del brazo". Los castillos, por supuesto, son las torres.
—Ya tenemos, entonces, el Rey, la Reina, la Torre, el Caballo y el Peón —dijo Henry—. Pero hay una sexta pieza, el Alfil. ¿Desempeña algún papel en el libro o por lo menos se lo menciona?
—No —dijo Avalon.
—En el primer capítulo —intervino Atwood— hay ilustraciones que muestran a dos alfiles.
—Eso es obra de Tenniel —dijo Henry—, no de Carroll. ¿No es una curiosa omisión la total ausencia de alfiles?
—No sé —dijo Avalon, lentamente—. Quizá Lewis Carroll, que era un intransigente victoriano, temiera ofender a la Iglesia.
—¿No es curioso que llegara a esos extremos para evitar ofenderla?
—Bueno, ¿y si lo fuera? —preguntó Halsted.
—Creo que sería bueno que el Sr. Atwood revisara los cuatro alfiles de su juego —dijo Henry—, un juego que el Sr. Sanders sabía que él quería y que no podía vender, ni regalar ni perder. Probablemente encuentre el trozo de filme. Si la cabeza se desprende, debería mirar en su interior. Si la cabeza no se desprende, arranque el pedazo de fieltro que hay en la base.
Hubo un silencio incómodo.
—Creo que es algo exagerado, Henry —dijo Trumbull.
—Quizá no, señor —dijo Henry—. El Sr. Sanders, según se dijo repetidamente, era un hombre de gran sentido del humor, que se burlaba constantemente del Sr. Atwood por su religión. Quizás ese mensaje final sea su manera de continuar la burla. Usted es episcopal, Sr. Atwood, y supongo que conoce lo que la palabra significa.
—Viene del griego y significa obispo ——dijo Atwood, casi atragantado.
—Imagino, entonces —dijo Henry—, que el Sr. Sanders habrá encontrado cómico esconder el mensaje en un alfil.
Atwood se puso de pie.
—Creo que sería mejor que me fuera a casa —dijo.
—Yo lo llevaré —dijo Halsted.
—Creo que dejó de nevar, pero conduzcan con cuidado —les aconsejó Henry.
ALGO NUNCA VISTO
El banquete mensual de los Viudos Negros había llegado a un punto en que ya nada quedaba del asado, salvo una salchicha y un trozo de hígado intacto que resaltaba en el plato de Emmanuel Rubin. Fue entonces cuando las voces se alzaron en un combate homérico.
Rubin, indudablemente enfurecido por la presencia del hígado, afirmaba en forma más categórica que de costumbre:
—La poesía es sonido. La poesía no se mira. No me importa si una cultura pone énfasis en el ritmo, la aliteración, el equilibrio o la cadencia. Todo se reduce al sonido, al final.
Roger Halsted nunca levantaba la voz, pero se podía saber siempre su estado emocional por el color de su alta frente. En ese preciso momento era de un rosado intenso que se extendía más allá de la línea que en alguna época marcaba el nacimiento del cabello.
—¿De qué sirve hacer generalizaciones, Manny? —dijo—. En primer lugar, no hay generalización que, por lo común, sirva sin un inexpugnable sistema de axiomas. La literatura...
—Si me vas a hablar del verso figurativo —dijo Rubin enardecido— puedes ahorrarte el esfuerzo. Son tonterías victorianas.
—¿Qué es el verso figurativo? —preguntó Gonzalo con apatía—. ¿Lo está inventando él, Jeff? —Agregó un toque al cabello desordenado de su caricatura del invitado de esa noche, Waldemar Long, quien desde el comienzo de la cena, había comido sumido en un silencio melancólico, si bien era evidente que no se perdía palabra.
—No —dijo Geoffrey Avalon juiciosamente—, aunque no me extrañaría que Manny inventara algo de ser ésa la única manera que tuviera de ganar una discusión. Un verso figurativo es aquel en que las palabras o líneas están dispuestas tipográficamente de manera de producir una imagen visual que refuerce el efecto. La Cola del Ratón, en Alicia en el País de las Maravillas, es el ejemplo más conocido.
Con su voz suave, Halsted no podía competir en esa gritería donde reinaba la ley de la selva, de modo que comenzó a golpear rítmicamente su cuchara contra la jarra de agua hasta que los decibeles bajaron.
—Seamos razonables —dijo——. Lo que se discute no es la poesía en general, sino la quintilla como forma estrófica. Mi posición es ésta -la volveré a repetir, Manny-: que el valor de una quintilla no está dictado por el contenido. Es un error pensar que una quintilla debe ser pornográfica para ser buena. Es más fácil...
James Drake apagó la colilla de su cigarrillo, se retorció su pequeño bigote grisáceo y dijo con voz ronca:
—¿Por qué llamas pornográfica a la quintilla pornográfica? La Corte Suprema no te daría la razón.
—Porque es una palabra que por lo menos entienden —dijo Halsted—. ¿Qué quieres que diga? ¿Una quintilla "sexual-excretora-blasfema-miscelánea-y-generalmente-irrespetuosa"?
—Vamos, Roger, continúa. Di lo que tienes que decir y no dejes que te provoquen —dijo Avalon, y sus cejas espesas se fruncieron severamente en dirección al resto de la mesa—. Déjenlo hablar.
—¿Por qué? —dijo Rubin—. No tiene nada que decir... Está bien, Jeff. Habla, Roger.
—Muchas gracias a todos —dijo Halsted con el tono dolorido de quien finalmente ha logrado que se reconozcan las injusticias cometidas contra él—. El valor de una quintilla reside en lo inesperado del último verso y en la habilidad de la rima final. En realidad, sucede que el contenido irrespetuoso o pornográfico puede parecer valioso en sí mismo y requerir menos habilidad... y producir una quintilla menos buena como quintilla. Es posible, sin embargo, disfrazar la rima con convenciones ortográficas.
—¿Qué? —dijo Gonzalo.
—Con la ortografía —dijo Avalon.
—Y entonces —continuó Halsted—, al mirar la ortografía, y después de ese momento de demora necesario para comprender el sonido, el encanto de los versos aumenta. Pero en esas condiciones uno ha de ver la quintilla. Si uno simplemente la recita, el efecto se pierde.
—Digamos que nos das un ejemplo —dijo Drake.
—Ya sé a qué se refiere —dijo Rubin a gritos—. Es como escribir TVO para decir "te veo".
—¿Tenemos que seguir con estas idioteces? —preguntó Trumbull.
—Creo que ya comprendieron lo que quise decir —dijo Halsted—. El humor puede ser visual.
—Entonces, a otra cosa —dijo Trumbull—. Ya que soy yo el que preside esta noche, voy a dar una orden... Henry, ¿dónde está ese maldito postre?
—Aquí está, señor —dijo Henry pausadamente, y sin inmutarse por el tono de Trumbull, levantó los platos y repartió la tarta de grosellas.
El café ya había sido servido cuando el invitado de Trumbull dijo en voz más bien baja:
—Prefiero té, por favor.
El invitado tenía un largo labio superior y una barbilla igualmente larga. Su cabello era abundante y desordenado, pero su rostro era lampiño y caminaba con los hombros inclinados y el balanceo de un oso. Cuando fue presentado, sólo Rubin dio señales de reconocerlo.
—¿No está usted en la NASA? —había dicho.
Waldemar Long había respondido con un "sí", alarmado como si lo hubieran sacado de un resignado estado de semi-anonimato. Había fruncido el ceño, y lo volvía a fruncir ahora mientras Henry servía el té y desaparecía discretamente en el fondo.
—Creo que ha llegado el momento de que nuestro invitado entre en la discusión y de que ponga algo de sentido en lo que ha sido una noche extraordinariamente idiota —dijo Trumbull.
—No, está bien, Tom —dijo Long—. No me importa la frivolidad. —Tenía una voz hermosa, profunda, con un claro matiz de tristeza—. No tengo condiciones de charlista, pero me gusta escuchar.
Halsted, todavía resentido por el asunto de las quintillas, dijo con súbita energía:
—Sugiero que Manny no sea el que conduzca el interrogatorio en esta ocasión.
—¿No? —dijo Rubin alzando su barba belicosamente.
—No. Te dejo decidir a ti, Tom. Si Manny interroga a nuestro invitado, seguramente hará surgir el tema del programa espacial de la NASA. Entonces tendremos que volver a la misma discusión que hemos tenido mil veces. Estoy cansado de todo el asunto del espacio y de si deberíamos estar en la Luna o no.
—No tan cansado como yo —dijo Long, en forma más bien inesperada—. Preferiría no hablar de ningún aspecto de la exploración espacial.
La categórica respuesta pareció enfriar los ánimos de todos los presentes. Incluso Halsted pareció momentáneamente desconcertado en cuanto a que fuese posible hablar de otro tema con una persona de la NASA.
—Deduzco, Dr. Long, que ésta es una actitud que usted ha adoptado últimamente, hace poco —dijo Rubin.
Long volvió la cabeza lentamente hacia Rubin y entrecerró los ojos.
—¿Por qué dice eso, Sr. Rubin?
En el pequeño rostro de Rubin se dibujó una sonrisa bastante fatua.
—Elemental, mi querido Long. Usted estuvo en el crucero que viajó para presenciar el lanzamiento del Apolo el invierno pasado. Fui invitado como representante literario de la comunidad intelectual, pero no pude ir. Recibí, sin embargo, toda la información de promoción y noté que usted estaba incluido. Iba a dar una conferencia sobre algún aspecto del programa espacial, no recuerdo cuál, y lo hacía como voluntario. De modo que su desencanto debe de haber surgido en los seis meses que siguieron a ese crucero.
Long asintió levemente con la cabeza varias veces.
—Parece que más gente me conoce por mi vinculación con ese viaje que por todo lo demás que hice en mi vida. Ese maldito viaje me hizo famoso, también.
—Iré más allá —dijo Rubin entusiasmado—. Podría decir que algo sucedió en ese crucero que lo desilusionó respecto de la exploración espacial, quizás hasta el extremo de estar pensando en dejar la NASA y dedicarse a otro trabajo totalmente diferente.
Long lo miraba ahora fijamente. Apuntó a Rubin con un dedo, un largo dedo que no mostraba señales de vacilación, y dijo:
—No juegue conmigo. —Luego, con un enojo contenido, se levantó de su asiento y añadió—: Lo siento, Tom. Gracias por la comida, pero me voy.
Todos se levantaron de inmediato, hablando simultáneamente; todos excepto Rubin, que permaneció sentado con una expresión de aturdido asombro.
La voz de Trumbull se alzó por encima de los demás.
—Espera un momento, Waldemar. ¡Maldición! ¿Quieren sentarse, todos ustedes? Tú también, Waldemar. ¿Qué diablos sucede? Rubin, ¿qué pasa?
Rubin bajó la mirada hacia su taza de café vacía y la levantó como deseando que hubiera café para poder demorar las cosas tomando un sorbo.
—Sólo estaba señalando una secuencia lógica —dijo—. Después de todo, escribo obras de misterio. Pero parece que puse el dedo en la llaga. —Luego, agradecido, dijo—: Gracias, Henry. —Este llenaba ya su taza hasta el borde.
—¿Qué secuencia lógica? —preguntó Trumbull.
—Bueno, aquí está: el Dr. Long dijo "Ese maldito viaje me hizo famoso, también", y acentuó el "también". Eso significa que además tuvo algún otro efecto; y ya que estábamos hablando de su disgusto hacia todo el tema de la exploración espacial, deduje que el otro efecto había sido producir en él esa aversión. Por su actitud supuse que sería lo suficientemente fuerte como para hacer que dejara su trabajo. Eso es todo.
Long volvió a asentir con los mismos movimientos anteriores, leves y ligeros, y luego se echó hacia atrás en su silla.
—Está bien. Lo siento, Sr. Rubin. Reaccioné demasiado rápido. El hecho es que dejaré la NASA. En la práctica ya lo he hecho... He salido a puntapiés. Eso es todo... Cambiemos de tema. Tom, dijiste que venir aquí me sacaría de mi depresión, pero no ha resultado así. Mi estado de ánimo más bien los ha contagiado a todos y he sido un aguafiestas. Perdónenme, todos ustedes.
Avalon llevó un dedo a su elegante bigote y lo acarició cuidadosamente.
—En realidad, señor —dijo—, nos ha proporcionado algo que nos gusta más que nada: la oportunidad de ser curiosos. ¿Podemos interrogarlo sobre el tema?
—No es algo de lo que pueda hablar libremente —dijo Long con precaución.
—Puedes hacerlo si quieres, Waldemar —dijo Trumbull—. No tienes por qué dar detalles confidenciales; pero, en cuanto se refiere a lo demás, todo lo que se dice en esta habitación se mantiene en secreto. Y, como siempre agrego cuando considero necesario afirmarlo, el secreto incluye a nuestro estimado amigo Henry.
Henry, de pie cerca del aparador, sonrió apenas. Long dudó, pero luego dijo:
—En realidad, es fácil satisfacer la curiosidad de ustedes, y sospecho que al menos el Sr. Rubin, con su aptitud para adivinar ya ha deducido los detalles. Se sospecha que he sido indiscreto, ya sea deliberadamente o por descuido, y en ambos casos puede ser que -no en forma oficial, aunque no por eso de manera menos definitiva- en lo sucesivo me aparten de cualquier cargo en el campo de mi especialidad.
—¿Se refiere a que lo pondrán en la lista negra? —dijo Drake.
—Esa es una palabra —reconoció Long— que nunca se usa, pero se trata precisamente de eso.
—Supongo que no fue indiscreto —dijo Drake.
—Por el contrario, lo fui. —Long sacudió la cabeza—. Nunca lo he negado. El problema es que creen que la historia es mucho peor de lo que digo.
Hubo otra pausa y luego, Avalon, hablando en su tono más impresionantemente severo, dijo:
—Bien, señor, ¿qué historia? ¿Hay algo que nos pueda contar o no puede agregar nada más a lo que ya ha dicho?
Long se pasó la mano por la cara y luego apartó su silla de la mesa para poder apoyar la cabeza contra la pared.
—No tiene nada de sorprendente. Iba en ese crucero, como le dije al Sr. Rubin. Iba a dar una conferencia sobre ciertos proyectos espaciales y tenía planeado entrar en los detalles de lo que se estaba haciendo exactamente en ciertas fascinantes direcciones. No puedo darles esos detalles, según aprendí en la práctica. Algo de ese material era clasificado, pero se me dijo que podía hablar sobre él. Entonces, el día anterior a mi conferencia recibí una llamada por radio para avisarme que todo el asunto se cancelaba. No habría ninguna desclasificación. Estaba furioso. No tengo por qué negar que tengo mal genio y también muy poca aptitud para improvisar una conferencia. Había escrito cuidadosamente la charla y mis intenciones eran leerla. Sé que no es un buen modo de dictar una conferencia, pero es lo mejor que puedo hacer. Ahora no tenía nada que decir a esa gente que había pagado una considerable cantidad de dinero por escucharme. Estaba en una posición terriblemente embarazosa.
—¿Qué hizo? —preguntó Avalon. Long sacudió la cabeza.
—Dirigí un torneo de preguntas y respuestas, más bien patético, al día siguiente. No salió nada bien. Fue peor que no dar la conferencia, simplemente. En ese momento yo ya sabía que estaba metido en serios problemas.
—¿De qué manera, señor? —preguntó Avalon.
—Si quieren lo más entretenido, aquí está. No soy exactamente muy conversador en las comidas, como quizás hayan notado; pero cuando fui a comer, después de haber recibido la llamada, supongo que era la imitación pasable de un cadáver con una expresión de enojo en el rostro. El resto intentó hacerme entrar en la conversación, aunque sólo fuera para evitar que contagiara la atmósfera, supongo. Finalmente, uno de ellos dijo: "Bien, Dr. Long, ¿sobre qué hablará mañana?" Y yo estallé y dije: "¡De nada! ¡De nada en absoluto! Tengo toda la conferencia escrita, guardada en el escritorio de mi camarote y no puedo darla simplemente porque acabo de saber que el material todavía es clasificado".
—¿Y entonces alguien le robó la conferencia? —preguntó Gonzalo excitado.
—No. ¿Para qué robar nada en estos días? Fue fotografiada
—¿Está seguro?
—Desde el principio estuve seguro. Cuando regresé a mi camarote, después de la comida, la puerta estaba abierta y habían movido los papeles. Desde entonces, tenemos pruebas de que así fue. Tenemos pruebas de que la información se ha filtrado.
Después de eso hubo un pesado silencio. Luego, Trumbull dijo:
—¿Quién pudo haberlo hecho? ¿Quién lo oyó?
—Todos los que estaban en la mesa —dijo Long, abatido.
—Usted tiene una voz poderosa, Dr. Long —dijo Rubin— y si estaba tan enojado como pienso, debió de haber hablado violentamente. Probablemente un buen número de personas de las mesas contiguas hayan oído.
—No —dijo Long, sacudiendo la cabeza—. Hablé con los dientes apretados, no en voz alta. Además, ustedes no saben cómo fue ese crucero. La excursión fue mal organizada: mala promoción, mala dirección. El barco llevaba sólo el cuarenta por ciento de su capacidad y la compañía naviera supuestamente perdió con el negocio.
—En ese caso —dijo Avalon—, además de su desgraciada aventura, debió de haber sido una experiencia aburrida.
—Por el contrario. Hasta ese momento había sido muy agradable para mí y continuó siendo agradable para el resto, según creo. La tripulación era casi más numerosa que los pasajeros y el servicio era excelente. Todas las comodidades estaban disponibles sin amontonamientos. Nos distribuyeron a lo largo y ancho del comedor y estuvimos como en privado, En nuestra mesa éramos siete. "El siete de la suerte", dijo alguien al comienzo. —Por un momento la expresión sombría de Long se acentuó—. Ninguna de las mesas cercanas a la nuestra estaba ocupada. Estoy bastante seguro de que nada de lo que cualquiera de nosotros decía se escuchaba en otro lado, fuera de nuestra propia mesa.
—Entonces hay siete sospechosos —dijo Gonzalo, pensativamente.
—Seis, ya que no necesitan contarme a mí —dijo Long—. Yo sabía dónde estaba el papel y de qué se trataba. No tenía que escucharme yo mismo para saberlo.
—Usted está bajo sospecha también —dijo Gonzalo—. O así lo dejó entrever.
—No frente a mí mismo —dijo Long. Trumbull dijo de mal humor.
—Ojalá te hubieras dirigido a mí por esto. Waldemar —dijo Trumbull de mal humor—. Me he estado preocupando respecto a tu evidente mal aspecto durante estos meses.
—¿Qué hubieras hecho si te hubiese contado?
Trumbull pensó un momento.
—Te habría traído aquí, ¡maldita sea...! Bien, cuéntanos sobre los otros seis en la mesa. ¿Quiénes eran?
—Uno era el médico del barco: un holandés elegante con un imponente uniforme.
—Holandés tenía que ser —dijo Rubin—. El barco pertenecía a una línea Holandesa-Americana, ¿no es así?
—Sí. Los oficiales eran holandeses, y la tripulación -los camareros, los mozos y el resto- eran en su mayoría indonesios. Todos ellos habían tenido un curso acelerado de tres meses de inglés, pero nos comunicábamos generalmente por señas. No me quejo, sin embargo. Era gente agradable, trabajadora... y aun más eficientes por el hecho de que el número de pasajeros era considerablemente menor que el ordinario.
—¿Alguna razón para sospechar del doctor? —preguntó Drake.
Long asintió.
—Sospechaba de todos ellos. El doctor era un hombre que metía bulla sin cesar. Lo mismo que en esta mesa. Él y yo escuchábamos. Lo que he estado pensando acerca de él es que fue él quien me preguntó mi conferencia. Preguntar algo personal como eso, no era común en él.
—Puede ser que estuviera preocupado por usted en términos médicos. Puede ser que haya querido sacarlo de su depresión —dijo Halsted.
—¿Alguna razón para sospechar del doctor? —preguntó
—Quizá —dijo Long con indiferencia—. Recuerdo cada detalle de la comida; la he repasado muchas veces mentalmente. Fue una comida típica, de modo que a todos nos dieron sombreritos holandeses y se sirvieron platos indonesios especiales. Me puse el sombrero, pero odio la comida con curry, y el doctor me preguntó sobre la conferencia justo cuando me servían un platito de cordero con curry como hors d'oeuvre. Entre mi furia por la estupidez del gobierno y mi aversión al olor del curry, no pude menos que explotar. Si no hubiese sido por el curry, quizá... Sea como fuere, después de la comida descubrí que alguien había estado en mi camarote. El contenido de los papeles no era tan importante, fueran o no clasificados, sino que lo importante era que alguien hubiera actuado tan rápidamente. Alguien en el barco era parte de una red de espías y eso era más importante que el golpe mismo. Incluso, si esos papeles no eran importantes, los próximos podían serlo. Era fundamental informar sobre el asunto y como ciudadano leal así lo hice.
—¿No es el doctor un sospechoso lógico? —dijo Rubin—. Él hizo la pregunta y debió de haber estado esperando la respuesta. Puede ser que los otros no. Como oficial tenía que estar acostumbrado al barco como para llegar a su camarote rápidamente, y tener quizás un duplicado de su llave preparado. ¿ Tuvo oportunidad de llegar hasta su camarote antes que usted?
—Sí —dijo Long—. He pensado en todo eso. El problema es éste: todos en la mesa me oyeron, porque el resto habló sobre el sistema de clasificación por un rato. Yo me mantuve en silencio, pero recuerdo que surgió el tema de los papeles del Pentágono. Y todo el mundo sabía dónde estaba mi camarote porque había dado una pequeña fiesta para los de la mesa el día anterior. Y esas cerraduras son fáciles de abrir para cualquiera que tenga un poco de pericia aunque fue un error no cerrarla otra vez al irse. Pero quienquiera que haya sido, debió de haber estado apurado. Y así fue como sucedieron las cosas: todos los de la mesa tuvieron una oportunidad de ir hasta el camarote en el transcurso de la comida.
—¿Quiénes eran los otros, entonces? —preguntó Halsted.
—Dos matrimonios y una mujer soltera. La mujer -llamémosla Srta. Robinson- era bonita, un poco gordita; tenía un agradable sentido del humor, pero tenía el hábito de fumar durante la comida. Me parece que le gustaba bastante el doctor. Se sentaba entre nosotros dos. Siempre teníamos los mismos asientos.
—¿Cuándo se le presentó la oportunidad de llegar a su camarote? —preguntó Halsted.
—Se levantó poco después de hacer yo mi comentario. Estaba demasiado ensimismado en ese momento como para poder darme cuenta, pero por supuesto lo recordé más tarde. Regresó antes del alboroto provocado por el chocolate caliente, porque recuerdo que intentaba ayudar.
—¿A dónde dijo que iba?
—Nadie le preguntó en ese momento. Posteriormente se lo preguntaron y dijo que había ido al baño de su camarote. Quizá fue así, pero su cabina estaba bastante cerca de la mía.
—¿Nadie la vio?
—Nadie pudo. Todos estaban en el comedor, y para los indonesios todos los norteamericanos parecen iguales.
—¿Qué es eso del alboroto respecto al chocolate caliente que usted mencionó? —preguntó Avalon.
—Ahí es donde entra una de las parejas casadas. Llamémosle los Smith a una y los Jones a la otra, o al revés. No importa. El Sr. Smith era un tipo bullicioso. En realidad me recordaba a...
—¡Oh, Dios! —dijo Rubin—. No lo diga.
—Muy bien, no lo diré. Era uno de los conferenciantes. En realidad, tanto Smith como Jones lo eran. Smith hablaba rápido, se reía fácilmente, transformaba todo en algo de doble sentido y parecía disfrutar tanto de todo que hacía que el resto de nosotros también disfrutara. Era una persona muy extraña. El tipo de persona que a uno le disgusta instantáneamente sin poder evitarlo y que uno considera estúpida. Pero luego, cuando uno se acostumbra, uno se da cuenta de que, después de todo, nos gusta y que bajo las tonterías superficiales es extremadamente inteligente. Esa primera tarde, recuerdo que el doctor no podía dejar de mirarlo como si fuera un espécimen mental, pero al final del crucero parecía evidentemente satisfecho con Smith. Jones era mucho más tranquilo. Al principio parecía horrorizado con los comentarios de Smith, pero al final lo imitaba con gran descontento de Smith, según pude darme cuenta.
—¿Cuáles eran sus especialidades? —preguntó Avalon.
—Smith era sociólogo y Jones era biólogo. Se trataba de que la exploración espacial fuera analizada a la luz de muchas disciplinas. Era un buen criterio, pero mostró serias fallas en la práctica. Algunas de las charlas, sin embargo, fueron excelentes. Hubo una sobre el Mariner 9 y la nueva información sobre Marte, que fue soberbia; pero eso está fuera del tema. Fue la Sra. Smith quien creó toda la confusión. Era una chica medianamente alta, delgada, no muy seductora según los cánones comunes, pero con una personalidad extraordinariamente atractiva. Hablaba con voz suave y era evidente que vivía pensando en los otros en forma automática. Me parece que rápidamente todo el mundo le cobró afecto, y el mismo Smith parecía quererla mucho. La noche en que hablé demasiado, ella había ordenado chocolate caliente. Se lo sirvieron en un vaso alto, de pie delgado y, por supuesto, como detalle elegante, cometieron el error de traerlo en una bandeja. Smith, como de costumbre, hablaba animadamente moviendo los brazos al mismo tiempo. Usaba todos sus músculos al hablar. El barco se balanceó, él se balanceó... Bueno, el resultado fue que el chocolate caliente fue a dar a la falda de la Sra. Smith. Ella saltó. Todo el mundo lo hizo también, la Srta. Robinson se dirigió rápidamente a ayudarla. Noté eso y es por esto que sé que ya había regresado en ese entonces. La Sra. Smith rechazó toda ayuda y salió rápidamente. Smith, pareció de pronto confuso y trastornado, se arrancó el sombrero holandés que llevaba y la siguió. Cinco minutos después él estaba de vuelta, hablando animadamente con el jefe de los camareros. Luego se acercó ala mesa y dijo que la Sra. Smith lo había enviado para que le asegurara al camarero que todo lo que llevaba encima esa noche podía lavarse, que no le había sucedido nada, que no era culpa de nadie, que nadie debía ser criticado. Quería asegurarnos también a nosotros que se encontraba perfectamente bien. Nos pidió si podíamos quedarnos en la mesa hasta que su esposa regresara. Se estaba cambiando de ropas y quería volver a reunirse con nosotros para que nadie pensara que era algo terrible lo que había sucedido. Estuvimos de acuerdo, por supuesto, Ninguno de nosotros iba a ningún lado.
—¿Y eso significaría que tuvo tiempo de ir a su camarote? —inquirió Avalon.
Long hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, supongo que sí. No parecía ser el tipo, pero supongo que en este juego uno descarta las nuevas apariencias.
—¿Y todos esperaron?
—El doctor, no. Se levantó y dijo que iría a buscar un ungüento a su consultorio por si ella lo necesitaba para las quemaduras, pero regresó antes que ella. Uno o dos minutos antes.
Golpeando la mesa lentamente con el dedo para acentuar sus palabras, Avalon dijo:
—Y también puede haber estado en la cabina entonces. Y la Srta. Robinson también puede haber estado cuando se marchó, antes del incidente del chocolate caliente.
—¿Dónde entran los Jones en todo esto? —preguntó Rubin.
—Déjenme continuar. Cuando la Sra. Smith regresó, dijo que no se había quemado, de modo que el doctor no tuvo necesidad de darle el ungüento. No podemos decir, en consecuencia, si realmente había ido a buscarlo. Puede ser que haya sido una treta.
—¿Y si ella se lo pedía? —dijo Halsted.
—Entonces él podría haber dicho que no pudo encontrar lo que buscaba, pero que si ella quería acompañarlo trataría de hacer lo que pudiera. ¿Quién sabe? En todo caso, todos permanecimos sentados un rato como si nada hubiera sucedido, hasta que, finalmente, nos separamos. Para ese entonces, la nuestra era la última mesa ocupada del comedor. Todos se marcharon excepto la Sra. Jones y yo, que nos quedamos atrás.
—¿La Sra. Jones? —preguntó Drake.
—No les he contado sobre la Sra. Jones. Cabello y ojos oscuros, muy vivaces. Le gustaban los quesos fuertes, siempre sacaba un pedacito de cada uno cuando pasaban la bandeja. Tenía un modo de mirarlo a uno mientras hablaba que lo convencía de que era lo único que veía. Creo que Jones era un tipo celoso, aunque calladamente. Por lo menos, nunca lo vi a menos de un metro de distancia de ella excepto esta vez. Se levantó y dijo que iba a su camarote y ella dijo que iría enseguida. Luego se volvió hacia mí y dijo: "¿Puede explicarme la importancia de esas impresionantes terrazas de hielo en Marte? He estado pensando en preguntárselo durante toda la comida y no tuve la oportunidad". Ese día habíamos oído una magnífica conferencia sobre Marte y me sentí más bien halagado de que se dirigiera a mí y no al astrónomo que había dado la charla. Parecía como si ella diera por sentado que yo sabía tanto como él. De manera que hablé un rato con ella. Pero la mujer no dejaba de decir: "¡Qué interesante!"
—Y mientras tanto, Jones pudo haber estado en su camarote —dedujo Avalon.
—Es probable. En eso pensé después, porque no era la manera de ser habitual en ellos, al separarse.
—Resumamos, entonces —dijo Avalon—. Hay cuatro posibilidades: la Srta. Robinson puede haberlo hecho cuando se marchó antes del incidente del chocolate caliente. Los Smith pueden haberlo hecho juntos: el Sr. Smith volcando el chocolate deliberadamente, de modo que la señora pudiera hacer el trabajo sucio. El doctor pudo haberlo hecho mientras iba a buscar el ungüento. Y los Jones pudieron haberlo hecho en equipo: Jones, la parte riesgosa, mientras su esposa mantenía al Dr. Long fuera de acción.
—Todo esto fue considerado —asintió Long— y cuando el barco regresó a Nueva York, los agentes de seguridad habían comenzado el proceso de revisar los antecedentes de los seis. Ustedes saben que, en casos como éstos, todo lo que se necesita es sospechar. El único modo de que un agente secreto pueda mantenerse oculto es no levantando sospechas. Una vez que la mirada del contraespionaje se posa sobre él, será inevitablemente desenmascarado. Nadie puede sobrevivir a una investigación exhaustiva.
—Entonces, ¿cuál de ellos resultó ser? —preguntó Drake. Long suspiró.
—Ahí es donde surgió el problema. Ninguno de ellos. Todos limpios. Creo que no hubo manera de demostrar que alguno de ellos fuese otra cosa que lo que parecía ser.
—¿Por qué dice que "cree"? ¿No participó en la investigación? —inquirió Rubin.
—Pero en el otro bando. Mientras más limpios parecían esos seis, más dudoso parecía yo. Les dije a los investigadores -tuve que decirles- que esos seis eran los únicos que podían haberlo hecho; y que si ninguno de ellos lo había hecho debían sospechar que había inventado la historia para esconder algo peor.
—¡Oh, qué diablos Waldemar! —intervino Trumbull—. No pueden creer eso. ¿Qué ganarías tú informando sobre el incidente si fueras el responsable?
—Eso es lo que no saben —dijo Long—. Pero la información se filtró, y si no pueden achacárselo a ninguno de los seis, me acusarán a mí. Y mientras más les intrigan mis motivos, más piensan que esos motivos deben de ser indudablemente muy inquietantes. De modo que estoy en un problema.
—¿Está seguro de que esos seis son las únicas posibilidades? ¿Está seguro de que no se la mencionó a nadie más? —preguntó Rubin.
—Totalmente seguro —dijo Long, secamente.
—Puede ser que no la recuerde —dijo Rubin—. Puede ser que haya sido algo muy casual. ¿Puede estar seguro de no haberlo hecho?
—Puedo estar seguro. La llamada por radio llegó no mucho antes de la comida. Simplemente no hubo tiempo de contárselo a nadie antes de la comida. Y una vez que me levanté de la mesa, volví al camarote sin cruzar una palabra con ninguna persona. Con nadie.
—¿Quién lo escuchó mientras recibía la llamada? ¿Quizás había algún curioso?
—Había algunos oficiales del barco a mi alrededor, por supuesto. Sin embargo, mi jefe se expresó en clave. Yo sabía lo que quería decir, pero nadie más.
—¿Y usted también se expresó en clave? —preguntó Halsted.
—Le diré exactamente lo que dije: "Hola, Dave". Luego dije: "¡Maldita sea, váyanse al infierno!" Y luego colgué. Esas siete palabras. Nada más.
Gonzalo juntó repentinamente las manos en un aplauso entusiasta.
—Escuchen lo que ha pasado. ¿Por qué tiene que ser un trabajo tan planeado? Pudo haber sido espontáneo. En resumidas cuentas, todo el mundo supo que se haría esa excursión y que gente conectada con la NASA hablaría y que podía haber algo interesante. Alguien -pudo haber sido, cualquiera- se lo pasó registrando diariamente diversos camarotes durante las horas de las comidas, hasta que finalmente se encontró con su conferencia.
—No —dijo Long decididamente—. Sobrepasa los límites de lo posible. Suponer que alguien haya podido hallar mi ensayo, por mera casualidad, una o dos horas después de haber dicho yo que tenía material clasificado en mi escritorio. Además no había nada en los papeles que pudiera dar algún indicio de su importancia a los no versados. Fue solamente mi comentario lo que pudo indicar a alguno de los presentes que eso era importante.
—Suponga que una de las personas en la mesa dio la información sin malas intenciones —dijo Avalon pensativamente—. Al levantarse de la mesa pudieron haberle dicho a alguien: "¿Oyó lo que le pasa al pobre Dr. Long? Se quedó sin tema para su conferencia". Entonces ese alguien, quienquiera que sea, pudo haberlo hecho.
—Ojalá hubiera sido así, pero no es posible. Habría sucedido sólo si ese individuo en particular fuera inocente. Si los Smith eran inocentes cuando dejaron la mesa, lo único que tendrían en la cabeza sería el chocolate caliente. No se habrían detenido a conversar. El doctor estaría pensando sólo en conseguir el ungüento. Cuando Jones se levantó de la mesa, suponiendo que fuera inocente, se habría olvidado totalmente del asunto. De haber hablado, se habría referido al chocolate caliente también.
—Muy bien. ¿Y la Srta. Robinson? —gritó de pronto Rubin—. Ella se levantó antes del incidente del chocolate. Lo único interesante que podía preocuparla sería lo que le pasaba a usted. Tal vez ella haya dicho algo.
—¿Cree usted? —dijo Long—. Si es inocente, tiene realmente que haber hecho lo que dijo, es decir, ir al baño de su camarote. Si tuvo que dejar la mesa para hacerlo, debió de haber sido algo urgente; y en esas circunstancias nadie se detiene a chismear sin ton ni son.
Hubo un silencio alrededor de la mesa.
—Estoy seguro de que la investigación continuará —dijo Long— y que al cabo surgirá la verdad y se verá claramente que sólo he sido culpable de una desafortunada indiscreción. Para entonces, sin embargo, mi carrera estará arruinada.
—Dr. Long —dijo una voz suave—, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Soy Henry, señor. Los caballeros de la organización, los Viudos Negros, a veces me permiten participar...
—¡Diablos, Henry! ¡Sí! —dijo Trumbull—. ¿Ve usted algo que el resto de nosotros no ve?
—No estoy seguro —dijo Henry—. Lo que veo claramente es que el Dr. Long cree que sólo las seis personas de la mesa pueden estar implicadas, y que los que investigan el asunto aparentemente están de acuerdo con él...
—No hay forma de no estarlo —dijo Long.
—Entonces, bien —dijo Henry—. Me pregunto si usted, Dr. Long, les mencionó a los investigadores su opinión respecto del curry.
—Creo que quizá sí, señor —dijo Henry—. Creo que nos encontramos en la misma situación que el Sr. Halsted refirió anteriormente, esta noche, a propósito de las quintillas. Algunas quintillas, para que surtan efecto, deben poder verse, pues el sonido no es suficiente. Y algunas escenas, para que sean eficaces, también deben poder verse.
—No entiendo —dijo Long.
—Bien, Dr. Long. Usted estaba sentado allí, en el corredor del barco, con otras seis personas, y por lo tanto sólo esas otras seis personas lo oyeron. Pero si pudiéramos ver la escena en lugar de que usted nos la describa, podríamos ver claramente algo que usted omite.
—No, no podrían —dijo Long empecinado.
—¿Está seguro? —preguntó Henry—. Ahora también está sentado junto a seis personas, en esta mesa, igual que en el barco. ¿Cuántas personas escuchan su historia?
—Seis —comenzó a decir Long. Y entonces Gonzalo interrumpió.
—Siete, contándolo a usted, Henry.
—¿Y no había nadie que sirviese la mesa, Dr. Long? Usted dijo que el doctor le preguntó sobre la conferencia justo cuando le servían el cordero con curry y que fue el olor de éste lo que le molestó hasta el punto de dejar escapar su indiscreción. No creo que el cordero se haya colocado por sí solo frente a usted. El hecho es que, en el momento en que usted hacía esa afirmación, había seis personas en la mesa, ante usted, y una séptima de pie a sus espaldas y fuera de la vista.
—El camarero, —dijo Long en un susurro.
—Hay una tendencia a ignorar completamente al camarero —dijo Henry—, a menos que nos moleste. El camarero eficiente pasa inadvertido y usted mencionó que el servicio era excelente. ¿No pudo ser él quien dispuso cuidadosamente el accidente del chocolate caliente para crear una distracción; o quizás el que sacó provecho de la distracción si realmente fue un accidente? Al haber muchos camareros y pocos comensales, puede ser que no se notara si él desaparecía por un rato. O podría haber dicho que se ausentó al excusado en caso de que realmente lo notaran. Sabría la ubicación del camarote tan bien como el doctor y tendría probablemente una ganzúa.
—Pero era un indonesio —observó Long—. No sabía hablar bien el inglés.
—¿Está seguro? Había asistido aun curso acelerado de tres meses, según dijo usted. Y puede ser que supiese inglés mejor de lo que decía saber. Usted está dispuesto a reconocer que, en el fondo, la Sra. Smith no era tan dulce y amable como parecía, y que la vivacidad de la Sra. Jones era una falsa apariencia, así como la respetabilidad del doctor, el buen humor de Smith, el afecto de Jones y la necesidad de ir al baño de la Srta. Robinson. ¿No podría ser que esa ignorancia del inglés que parecía tener el camarero fuese simulada?
—¡Dios mío! —dijo Long mirando su reloj—. Si no fuera tan tarde llamaría a Washington ahora.
Trumbull dijo.
—Si conoces los números particulares de esa gente, llama ahora —dijo Trumbull—. Es tu carrera. Diles que deben investigar al camarero; y, por amor de Dios, no les digas que la idea te la dio otro.
—¿Qué les diga que acabo de pensar en eso? Me preguntarán por qué no pensé en eso antes.
—Pregúntales por qué no lo pensaron ellos. ¿Por qué no pensaron que el camarero va con la mesa?
—No hay razón para que nadie piense en ellos. Sólo muy poca gente se interesa tanto en los camareros como yo —concluyó Henry lentamente.
FIN
ÍNDICE DE CAPÍTULOS
LOS VIUDAS NEGRAS 1
INTRODUCCIÓN 3
LA RISITA ADQUISITIVA 7
"F" COMO EN FALSIFICADOR 18
SOLO LA VERDAD Y NADA MAS QUE LA VERDAD 34
EL COLECCIONISTA 44
TEMPRANO, UN DOMINGO POR LA MAÑANA 61
EL FACTOR MÁS EVIDENTE 76
NO APUNTES CON EL DEDO 91
UNA ADVERTENCIA A MISS UNIVERSO 106
BROADWAY y SUS CANCIONES DE CUNA 120
LA MELODÍA DEL INCONSCIENTE 137
LA ULTIMA PARTIDA 153
ALGO NUNCA VISTO 169
ÍNDICE DE CAPÍTULOS 177