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junio 27, 2010
Del libro "Mare Nostrum", de Carlos Antognazzi. © 1997
A María Guadalupe Yacovella
Estabas sentada en la orilla y dejabas que el agua meciera tus pies. Entonces algo los tocó, quizás un alga, y tuviste un levísimo espasmo. Me miraste con esa expresión de temor que en realidad, cuando uno ya ha vivido lo suficiente como para empezar a conocer a las personas, se revela como algo más profundo que el temor, como una desprotección total, un completo abandono, un no pertenecer y no tener a nadie en toda la faz de la Tierra. Mucho antes había comprendido que tus silencios y tus risas eran producto de una infancia difícil, pero fue recién esa tarde en la playa cuando comprendí a qué punto estabas perdida. Había temor, sí, pero era el temor del chico que hace algo y piensa que está mal, y entonces te mira con un gesto de miedo y a la vez interrogante. Era la expresión del que siempre teme un reto, y que lo espera aún cuando podría estar seguro de que todo está bien. Pero vos no estabas segura, no podías, lo supe cuando el espasmo de ese contacto invisible te recorrió el cuerpo, cuando giraste la cabeza y me miraste con esos ojos sobresaltados. Entonces gatillé. Después, en seguida, te reíste, quizás del susto, quizás de mí que te había estado observando desde hacía un rato y que atento a tus gestos había disparado la cámara. Quizás de la vida, como pensé después. Yo también me reí entonces, te dije algo sobre los tiburones que solían llegar hasta la orilla, sobre los cangrejos y otros animales que iba inventando a medida que hablaba, tratando de conjurar ese gesto tuyo que sólo había sido un relámpago, un instante, pero que jamás podría conjurar ni olvidar porque lo había captado en toda su desprotección con la cámara y porque se había grabado para siempre en mis retinas. Allí estabas sobre las rocas, el pantalón corto un poco recogido hacia la cintura, tu cabello al viento. Tenías las piernas mojadas. Esa fue la primera foto. O la primera que me interesó al menos. Después vinieron otras, muchas más, algunas desechables y otras que, por un orden misterioso que en los momentos en que gatillaba solo intuía, fueron formando éste álbum. Tenías una mancha blanquecina de sal sobre tu brazo izquierdo, en donde el agua se había secado. Eras hermosa.
La tarde en que nos conocimos yo había dado una charla sobre algún tema de literatura y, un poco cansado de los intelectuales y de mí mismo cuando me ponía demasiado crítico, había salido a caminar sin rumbo. Era el pretexto que necesitaba para despejarme. Es curioso, pero no recuerdo sobre qué había hablado. Sí recuerdo la hora, o el momento del día, mejor dicho: de tarde, temprano porque el sol aún estaba alto cuando salí. Había brisa, me acuerdo. Una brisa que venía un poco del sur un poco del este, y que convertía a esa tarde en un día perfecto para caminar y gozar del mundo tal cual es, sin racionalismos ni explicaciones. En días así pensaba que todavía valía la pena seguir viviendo, en que a pesar de todo la vida tenía sentido y que había que vivirla así nomás, como venía, sin cuestionarnos demasiado por temas que en realidad nadie comprende. Entonces te vi mirando una vidriera. Te vi de perfil, el cabello ocultando un poco tu rostro, la curvas de tu cuerpo resaltadas por la remera y los vaqueros ajustados. Te deseé. Pensé en la diferencia de edades, en que debía llevarte al menos quince años, en que eras apenas una adolescente. Pensé en lo que diría la gente y me reí con sarcasmo. Nunca me había importado lo que pensara la gente y de pronto comprendí que aún no te conocía, que aún no habíamos hablado y sin embargo ya estaba trazando planes. Era muy mía esa actitud, vos pronto lo descubrirías. "Bohemio", me dijiste, y yo pensé que esa palabra te quedaba mal, que debía ser la primera vez que la decías o que tal vez la decías siempre, muy a menudo, pero que con ella englobabas muchas cosas, como un sentimiento demasiado grande para poder explicarlo, y que por eso se te escapaba.
—Bohemio, sí— repetiste al ver mi cara—. Sos demasiado delirante.
Me reí con franqueza, divertido. Pensé que tenías razón, que delirante era, pero no bohemio. Había hecho algún comentario tonto, seguro, y vos habías girado, sorprendida, y te habías sonreído. No eras adolescente, entonces lo vi en tus ojos, y yo no te llevaba quince sino veinte años, después lo sabría. Pero eras hermosa, y con eso bastaba.
Caminamos algunas cuadras, vos mirando vidrieras, yo mirándote de reojo y tratando de que no te dieras cuenta. Entonces te invité, o te propuse, no recuerdo bien, que siguiéramos juntos, que nos olvidáramos del mundo y de las personas y que siguiéramos caminando al sol por toda la eternidad. Ahí fue cuando te reíste y me llamaste bohemio por primera vez. Pero no te negaste. En realidad nunca lo harías, y creo que esa aceptación cotidiana de lo que te deparaba el mundo me hacía sentir una piedad extrema, que lindaba con el dolor más lacerante. Yo trataba de comprenderte, de entender tu mundo, y cada vez que hacía el esfuerzo te escapabas, desaparecías libre, ágil, y yo me encontraba de nuevo en la calle vacía, sin tener dónde acudir.
Nos separamos poco después. Y nos volvimos a encontrar al otro día, que era sábado. Y caminamos a la orilla del río, y nos reímos de nuevo, y yo pensé otra vez que el mundo y la vida tenían sentido, pero no te lo dije. No ese día. Jamás habías tenido un libro en la mano. Apenas habías leído alguna que otra revista. Yo tenía en casa una biblioteca de cinco metros, del piso al techo, llena de libros cuidadosamente marcados con lápiz y con señaladores indicando páginas con frases importantes. Vos eras libre. Yo era escritor.
(Te gustaba hacer el amor. Lo hacías con pasión, con ternura, poniendo un empeño tan grande por aprender y por satisfacerme que en ocasiones el placer en mí se confundía con el dolor de la desesperación ante lo fugaz, lo inasible de la vida. Te gustaba reír).
La primera vez hicimos el amor con urgencia. Yo con una pasión casi adolescente, vos con esa resignación de la gente que no espera nada, o de los que ya han conocido todo y nada los puede sorprender. Después pensé que me había apurado, que debía haber hecho las cosas de otra forma, pero también pensé que de nada valía cuestionarme por algo que ya no podía corregir. Vos estabas igual, sin cambios. O sin acusarlos, que es lo más probable. No te opusiste, no dijiste nada negativo, te entregaste como si ese acto hubiese estado pactado de antemano, mucho tiempo antes, y como si al acceder a mi departamento y mi cama y mi cuerpo estuvieses cumpliendo un ritual, no sagrado pero sí necesario, que no obstante te dejaba indiferente, alejada del mundo y de las personas.
Habíamos convenido en que vendrías esa noche y fuiste puntual. Cuando sonó el timbre corrí a la puerta y allí estabas, sonriendo con cierta picardía que después pensé forzada, como queriendo aparentar tranquilidad para una ocasión que en realidad sólo era tu segunda o tercera vez, aunque yo aún no lo sabía. Estaba fresco, y traías un pulóver finito encima, echado sobre los hombros. Recuerdo un detalle: era un pulóver de marca, caro.
Vi que traías algo en la mano. Te excusaste sin necesidad con un gesto. Luego aclaraste:
—Para el mate.
Sonreí. La invitación había sido para escuchar música y tomar mate, algo inusual cuando se trata de ir de noche y cuando el dueño de casa es un separado de casi cuarenta años. Pero vos lo tomaste al pie de la letra, o al menos eso me pareció, porque además de tu explicación allí estaba el budín inglés que me tendías, titubeando.
—No te hubieses molestado.
No respondiste. Después pensé que no eras tan ingenua y que yo era imbécil. Pero eras tímida, con una timidez que me volvía tímido a mí también. Mientras iba hasta la cocina con el budín y ponía la pava al fuego escuché que decías que tenía muchos libros ahí, que nunca habías visto tantos. (Después pensé que sólo habías dicho lo primero y que yo, al recordar esa noche una y otra vez, agregué lo segundo).
—Me gusta leer— dije.
Te pregunté si leías y ahí fue que dijiste eso de que nunca habías tenido un libro en la mano, de que sólo en la escuela habías hojeado alguno, pero nada más, que sólo leías revistas, y sólo de vez en cuando.
—Claro— balbucí desde la cocina.
—¿Y vos leíste todo esto?— preguntaste entonces.
—Casi.
—Yo no podría nunca.
Cuando regresé con el termo y el mate y algunos trozos de budín en un plato estabas parada en la misma posición del comienzo. Ahí comencé a pensar que algo raro había en vos, que no eras como las demás chicas, que debías de tener mucho miedo y que a pesar de ese miedo seguías adelante como podías, con un coraje que yo jamás tendría.
Nos sentamos y tomamos toda el agua del termo. Comimos el budín. Casi no hablamos. Vos mirabas de vez en cuando los libros como si de ellos pudiese emanar algún poder maléfico. O sólo extrañada de que alguien pudiese leer todo eso y de que encima fuese un tipo normal. Yo miraba tu rostro, la curva de los labios, la remera que ahora que te habías sacado el pulóver (creo que fue lo único que hiciste mientras yo estaba en la cocina, sacarte el pulóver y dejarlo en el respaldo del sillón) dejaba entrever la forma armoniosa de tus senos. Cuando cebé el último mate te pregunté si calentaba más agua. Te encogiste de hombros, y yo volví a pensar que era un imbécil, que sólo estaba perdiendo el tiempo y, lo más grave, que vos te dabas cuenta. Entonces dejé el termo y el mate al lado del plato con restos de budín, me levanté y te besé despacio. No hiciste nada. O mejor dicho no te escapaste, me dejaste acercar mirándome fijo y sólo después que toqué tus labios te corriste un poco y sonreíste.
—Yo sabía que esto iba a pasar— dijiste, y sentí que todo mejoraba, que el hielo se rompía y que pese a tu aire extraño y reservado esa noche todavía podríamos hacer el amor, porque lo habías dicho sin enojo, con esa resignación tan tuya que luego, día a día, se iría profundizando.
Te pregunté si siempre te escapabas, si esquivabas los besos. Dijiste que la primera vez sí.
—¿Y la segunda?
—No. La segunda no.
Estábamos parados. En algún momento vos también te habías parado y ahora estábamos los dos juntos, sobre la alfombra. Volví a besarte. Me respondiste. Tu lengua era suave, tímida. Poco a poco se volvió más ansiosa. Nos acariciamos.
Te tomé de la mano y te conduje al dormitorio. Sólo cuando llegamos junto a la cama dijiste que preferías no hacerlo, que esperase. Te pregunté porqué. Tragaste saliva:
—Por estar indispuesta, ¿puede ser?
Lo habías dicho como una pregunta, como si me preguntaras a mí si la respuesta era correcta, como esos chicos que en la escuela, al dar la lección, responden titubeando y con tono de pregunta para que una mirada del profesor les indique si están o no acertados. Pero vos no eras una chica, tenías veinte años. Y yo no era profesor, aunque tuviese casi cuarenta.
—No importa— me escuché decirte.
—Hacelo despacio entonces— me dijiste, y ya no hablamos más.
Sólo después, cuando nos habíamos vestido y te marchabas, me dijiste aquello de que sólo había fallado (pero no habías usado esa palabra, habías usado otra que ahora no recuerdo) un detalle. Intranquilo, pregunté cuál era.
—No pusiste música.
Recién entonces recordé que la invitación había sido para escuchar música y tomar mate. Me disculpé y te reíste. Esa fue la primera vez. No se por qué no la puedo olvidar.
Acá el sol te da de costado y un mechón te oculta la mitad del rostro. Hay unas manchas más atrás, que pueden ser arbustos o piedras. Tenés una remera blanca con un dibujo en el centro. Estás seria, con la cara en penumbra y mirando a la cámara, como esas modelos que salen en las revistas. No hay puntos de referencia que me indiquen hacia qué lado se inclina el sol, y no recuerdo el momento ni el lugar de la toma. Sí recuerdo otro momento, en que tuviste una actitud similar y en donde yo no tenía la cámara. Habíamos salido a caminar por la costanera una siesta fría pero soleada de otoño. Había viento sur y los cabellos te ocultaban la cara constantemente. Llevabas un pulóver rojo y unos vaqueros gastados. Hacía poco que nos conocíamos, dos o tres meses me parece, y coincidíamos en que caminar a la orilla del río en otoño o primavera era uno de los mayores placeres.
No había casi nadie esa tarde. O estaba demasiado fresco o éramos los primeros porque aún era temprano. La sensación de que el mundo era nuestro, de que éramos los únicos seres vivos sobre la faz de la tierra, me excitaba y me hacía hablar con ademanes. Creo que en ese momento era feliz, que podría incluso haberlo gritado. Creo que vos también. Lo expresabas con tus risas y tus asentimientos a todo lo que yo decía, una sucesión de borboteos risueños que venía desde el puente, donde comenzamos a caminar. El viento nos empujaba desde atrás. En la laguna el agua se encrespaba en olas que estallaban en explosiones de espuma blanca, cremosa, contra la defensa. En varias partes el muro había cedido y habían quedado unos pozos enormes, ahora inundados por la marejada. Te dije que parecía un mar y vos te reíste y comentaste que no lo conocías, que nunca habías ido.
—Algún día podríamos ir— dije entonces.
—Me gustaría, sí.
—Pasar unos días en la playa, ver las olas y las gaviotas— continué.
—Debe ser lindo.
—Es hermoso— asentí.
En ese momento tomé la decisión de llevarte, aunque sólo fuera un fin de semana. Quería que lo conocieras, que vivieras las experiencias que yo también había tenido:
—Podemos ir si querés— dije.
Quizás entonces yo ya había sucumbido a tu juventud y estaba enamorado sin remedio, y quizás vos lo notaste en algún gesto, una mirada, porque después de un momento murmuraste aquello de que te gustaría pero no, no podías aceptar. No entendí tu negativa, y vos no la explicaste. Ese era otro de tus rasgos típicos: hablabas una vez y para siempre, quizás porque sólo conocías un único sentido en las palabras, no como yo, que vivía enviciado por ellas y debía trabajar las ideas una y otra vez, jugando con la ambigüedad de los significados. No insistí. Nos habíamos quedado sobre la defensa, de cara a las olas. Me acerqué. Quería tocarte, saber que estabas allí en cuerpo y alma, saber que eras real, no posible, no un fantasma que podía desaparecer de un momento a otro.
Entonces te vi ese gesto reconcentrado, pero que al mismo tiempo no da idea de esfuerzo, sino de meditación suave, casi de resignación a una verdad insoslayable que vemos muy dentro nuestro, y que no podemos enseñar al otro por más que lo intentemos. Lamenté no tener la cámara. Luego pregunté lo que pensabas.
—En el agua— dijiste—. Debe ser lindo irse flotando boca arriba sin pensar en nada.
(Vos dijiste "panza arriba", no "boca arriba", ahora recuerdo).
—Dejarse ir— colaboré en un susurro.
—Sí. Debe ser como flotar entre las nubes, que te lleve el viento.
—Y no pensar.
—No, en nada. Sentir el viento o el agua, nada más. Debe ser lindo.
Esa tarde no hablamos más, o lo que dijimos después no tuvo importancia y fue olvidado. Pero me quedó la imagen de tu gesto, ese mirar hacia una nada que en realidad estaba dentro tuyo, en un lugar a donde nadie podría llegar jamás, donde sólo empezabas a asomarte con cautela. Y por eso, por recordar esa mirada, es que en otro momento en que sí tenía la cámara la aproveché para congelar tu rostro semioculto por el cabello, con el sol de costado en un amanecer o un anochecer. Quería develar el misterio. Lo curioso es que en esta foto estás mirando a la cámara, no hacia un punto insondable. Pero es el mismo gesto, como si estuvieses preguntándote por mí, o como si te mirases en mí y observases tu propio reflejo distorsionado. Me gustaría saber qué pensabas en ese momento, qué imágenes habitaban tu interior, qué ideas, qué angustias. A lo mejor ya intuías algo, parte de esa verdad misteriosa y total que en algún momento se nos presenta, revelada, y a partir de la cual todo cambia. A lo mejor en ese gesto estabas descubriendo tu propia historia, y tratabas de comprender lo que vendría después. A lo mejor sólo estabas gozando del sol y te sorprendí y rompí el sortilegio. A lo mejor dormías con los ojos abiertos y soñabas que ya estabas entre las nubes, flotando en un firmamento sin límites en donde todo era posible, hasta nuestros anhelos más pequeños y privados, hasta la felicidad.
Nunca me interesó demasiado la fotografía. Era un hobbie, nada más. Una vez en que estábamos mirando el álbum me preguntaste qué iba a hacer con tantas fotos, si las iba a exponer en alguna parte. Después de pensar un momento dije que no, que nunca había pensado que alguien más pudiera conocerlas. Es curioso, pero al recordar esa respuesta no puedo evitar pensar en mi otra actividad. Y pienso que escribo y que escribo con la intención de publicar, no sólo con la preocupación más personal de escribir por gusto. Eso me hace pensar también que la profesionalidad radica justamente allí, en el fin de toda acción. Me siento bien gastando rollos y más rollos casi como una actividad mecánica. Con la literatura, en cambio, anhelo poder publicar. Aunque quizás ahora, conociendo toda la historia, preferiría haber sido fotógrafo y no escritor. Quizás ahora encuentro más poesía en la cámara que en la máquina de escribir, y saberlo a ésta edad duele. Es más certero poder detallar un gesto con una toma adecuada que con las palabras, tan esquivas. La fotografía requiere de una mirada inteligente que la dilucide, es cierto, pero es inalterable, allí está el gesto, la mirada, las sombras, los claroscuros, y nadie, por más que lo desee, puede cambiarlo. En literatura en cambio los gestos pueden ser tan ambiguos y sutiles que permiten más de una interpretación. Y siempre pueden cambiarse.
—¿Y las vas a tener ahí nomás, en un álbum?— preguntaste entonces.
—Sí. Son demasiado personales.
—Ya sé. Pero a lo mejor las podías mostrar.
—¿Para?
—Para que nos recuerden juntos, para que no nos olviden.
—Nadie que nos haya visto nos va a olvidar— traté de salir del paso.
—Todos olvidan al final. Al final nadie se acuerda más de nada ni de nadie.
Después de eso te quedaste callada, y confieso que no tuve fuerzas para indagar más. Me dolían tus veinte años, me dolían tus palabras blandas, tu certeza de mujer madura, que ya ha vivido y ha tenido tiempo de arrepentirse de muchas cosas. No sabía qué decirte cuando te expresabas así. Sabía que no era un buen ejemplo, sabía que si intentaba algo más que una caricia o alguna frase de circunstancia te resentirías, aunque no me lo dejaras saber. Vivíamos en un equilibrio precario, en una delgada línea invisible, más allá de la cual todo se vendría abajo. En el poco tiempo que llevábamos encontrándonos había aprendido a respetar tus tiempos, tus silencios, tus veladas sugerencias que me mostraban un mundo oscuro en el que te revolvías cada día. Desde el principio supe que no podría ayudarte. No porque no quisiera, sino porque mis palabras resbalarían sobre tu cuerpo como la lluvia. Y esto tampoco porque vos no quisieras, porque creo (aún lo creo, todavía quiero creerlo) que te habría gustado salir de esa madeja que te atormentaba sin remedio. Pero ya era tarde. Lo percibía en tus gestos, en tus palabras. Había algo que yo no conocía, que nadie quizás conociera, salvo vos, que te aferraba a un mundo de sombras y no te permitía salir. También supe que te acompañaría hasta donde pudiese, que me hundiría con vos si era necesario, que lo intentaría todo con tal de estar juntos un poco más. Entonces no pensé que mi actitud tenía mucho de la tuya, que mis angustias eran parecidas, y que si había decidido eso era porque comprendía que estábamos unidos por algo más que una relación amorosa, por algo más intenso que el cariño.
Imaginaba tu infancia y trataba de hacerme una idea de lo que habías vivido. Una vez me dijiste, muy al comienzo, que no habías hecho la escuela secundaria, que ni siquiera te habías inscrito para empezar.
—Después de la primaria empecé a trabajar— seguiste—. Nunca me interesó estudiar.
No respondí. O no lo hice en seguida. Qué podía decirte que ya no supieras. Que yo tampoco había terminado mis estudios terciarios, aunque sí la secundaria. Que decidí dejar la facultad porque tampoco me interesaba estudiar nada, y que sin saberlo en ese momento había comenzado el lento camino hacia un túnel sin salida. Pero a esto último no te lo dije. Al contrario, cambié la conversación intentando ahondar en tu mundo, tratando de conocer algo más que me permitiera ayudarte y también, porque sabía que si salías vos salía también yo, ayudarme a mí mismo. Entonces te pregunté cómo te veías de grande, qué imagen tenías con algunos años más.
—Como una vieja loca— dijiste sin dudar, como si ya hubieses pensado esa respuesta muchas veces.
Me reí, me imitaste.
—Una bruja— aventuré en broma.
—Una vieja loca, de esas que viven solas y encerradas— seguiste—. Que corren a los chicos con la escoba para que no molesten a la siesta.
—¿Sola?
—Y encerrada.
Había dolor en tus palabras. Pero no por lo que las palabras en sí significaban, sino por los gestos con que las acompañabas, por la seguridad con que las pronunciabas, por el inmenso vacío que percibía para que a los veinte años pensaras de esa forma.
—¿Y vos?— aventuraste entonces, con la misma mirada y el mismo tono de aquella tarde en el mar, sobre las rocas, un gesto de temor y ansiedad, una pregunta que nacía disculpándose, sin exigir nada, sin fuerzas.
—Me gustaría estar con alguien cuando viejo. Debe ser jodido estar solo.
—Sí— afirmaste, pero era una afirmación blanda, más para completar el diálogo que porque realmente lo sintieras.
Y entonces, en broma, rompiendo el momento de tensión, agregaste eso de que ya me faltaba poco. Sin comprender te pregunté para qué.
—Para que seas viejo— reíste.
Te apunté con la cámara y disparé un poco a ciegas, sin dirigirla bien. Pero allí quedaste, con el gesto de la mano en el aire, tratando de cubrirte la cara, los labios estirados por la risa, los dientes brillando un instante, los ojos empequeñecidos por la contracción de tu cara, la cabeza echada ligeramente hacia atrás, como si te defendieras de un ataque, como si la cámara de pronto fuese un arma, el cabello detenido, congelado una fracción se segundo antes de caer, cuando ya la foto estaba resguardada en el rollo y cuando el rollo ya había girado una posición más dejando una película virgen lista para ser usada, cuando ya estabas destinada (aunque yo aún no lo sabía, debería ver la foto revelada para comprenderlo) a éste álbum que tengo sobre la mesa.
(Y un día fuimos al mar como había pensado, fuimos sólo tres días pero fueron tres días totales, en donde caminamos de la mañana a la noche y a la noche, rendidos, apenas si podíamos amarnos en ese hotel de segunda categoría en donde habíamos ido a parar por falta de mayores recursos. Y en esos días fuimos felices como quizás nunca lo habíamos sido ni lo volveríamos a ser. Recuerdo tus negativas al principio, cuando nuevamente te lo propuse, cuando te hablé de que podía ausentarme del trabajo cuatro o cinco días y que si vos pedías esos días en el tuyo podíamos irnos. Recuerdo tu aceptación después de algunas dudas, tu sonrisa cuando dijiste que estaba bien, que habías pedido los días y que no te hacían problemas. Recuerdo tu alegría en el colectivo, tus expresiones cuando por primera vez en tu vida viste las olas rompiendo en una playa de verdad, no a través de la pantalla del televisor, cuando por primera vez respiraste la sal y el yodo que impregnaba el aire, cuando por primera vez te sentaste sobre las rocas y te mojaste los pies, cuando por primera vez sentiste, aunque no fue suficiente, ahora lo sé, que algo se podía cambiar, que quizás no todo estaba perdido, que tal vez había que empujar un poco más, que entre dos sería más fácil. Pero sólo lo pensaste. Te faltaron palabras, o a mí me faltó imaginación para adelantarme a tus miradas, y cuando esos tres días terminaron y volvimos a subir al colectivo, exhaustos y con la piel bronceada, supiste que todo seguiría su curso inevitable, que ese sólo había sido un alto, un momento de incertidumbre, un instante de calma en la tormenta, y que desde ese momento en que regresábamos todo seguiría su lenta declinación. Yo también lo supe, aunque más tarde, y no te lo dije porque sabía que sería un lamento inútil que sólo nos pondría mal, porque mientras cada uno pudiera seguir cumpliendo su parte todo seguiría más o menos bien. Nos estábamos engañando mutuamente, pero en ese engaño compartido y sabido, aunque nunca pronunciado en voz alta, radicaban nuestras esperanzas de romper ese hechizo que nos devoraba. Era como una carrera contra reloj, en donde quien tenía el reloj podía, con libertad, adelantar la hora hasta el límite. Pero esos tres días nos mostraron que al menos algo había sido posible, que pudimos detener el tiempo unas horas, que la felicidad anida en los gestos más nimios y en los lugares más habituales. Y esos días también nos dieron una serie de fotos, imágenes de sensaciones que mostraban el inevitable deterioro).
Los días de lluvia te ponían melancólica, y solías llegar a la siesta cubierta con una campera rosa y blanca que parecía romper la monotonía gris del paisaje. Yo te esperaba con el mate y nos ubicábamos en la puerta ventana que da al jardín y allí pasábamos la tarde observando el verde intenso de las plantas lavadas con la lluvia, el césped, las piedras blancas que tenía en un extremo, esas que había traído de Córdoba y que cuando te lo conté te causó tanta gracia. A veces, después del mate, hacíamos el amor en silencio, sin romper el murmullo de la lluvia, perdiendo nuestras formas a medida que la luz decrecía, terminando ya de noche y reconociéndonos sólo por el tacto, o alcanzando a vernos durante la milésima de segundo que duraba un rayo. A veces intentaba leerte algunos versos, transmitirte algunas ideas de las muchas que había allí en la biblioteca, pero vos eras refractaria a todo lo que pudiese tener relación con los libros. Ni Baudelaire, ni Rimbaud, ni Proust tenían más valor, o eran más interesantes e importantes, que una caricia o una gota de agua. Esa actitud entonces me chocaba, pero hoy creo que a la vez que te definía te hacía más humana, más realista, más mujer de lo que podría haber pensado cuando recién nos conocimos y descubrí tu natural rechazo a toda forma de conocimiento que no fuera empírica y, por ende, la mayoría de las veces dolorosa, cruel.
A veces íbamos al cine, y entonces yo también me ponía una campera impermeable y caminábamos por la calle para evitar las baldosas flojas. Decías que el agua te hacía cosquillas y te daba escalofríos cuando te salpicaba, y que no te gustaba andar con las medias mojadas porque después te resfriabas. En momentos así me sorprendía de tu juventud, tu adolescencia casi, y confieso que me daba un poco de vergüenza que nos vieran tomados de la mano o abrazados. Pero también me provocaba un ligero orgullo, una sensación de placer saberte mía, o conmigo al menos, yo que ya estaba ostentando canas. Te reías de mis canas, decías que era un viejo y más de una vez, en la duermevela que sucede al amor, habías tratado de sacármelas. Yo reía y te tomaba las manos y te besaba hasta que vos abandonabas la idea y te entregabas otra vez sin palabras, sólo con tus suspiros, tus murmullos indescifrables, tu cuerpo entero como única razón de ser, como una verdad total y arrolladora que no admitía réplicas ni incomprensiones. Hacíamos el amor hasta que terminabas con un chasquido, un ramalazo de calor que te recorría el cuerpo de punta a punta, un destello de placer que al llegar a tus labios estallaba en un jadeo ahogado y profundo, lento, largo, que poco a poco se apagaba en mí. Entonces nos adormecíamos, rendidos, con esa fatiga que sólo otorga el sexo, una mezcla de sudor y perfume que saturaba el ambiente.
En ocasiones, en esos momentos en que uno está como ebrio, embotado y feliz a un tiempo, recordaba esos sonidos y pensaba que eran lo único válido en este mundo, que bien podían ser los únicos sonidos del universo, como esos cantos o lamentos de las ballenas en el mar, y que quizás la tarea de todo escritor sensible era tratar de edificar una obra con esas imágenes auditivas, un libro que fuese sólo murmullos, sensaciones, destellos, que al llegar al lector se transformaran en un arcoiris privado, una miríada de imágenes para cada uno, cada imagen un código secreto y particular. Pero sabía que era imposible, que sólo me restaba la factibilidad de soñarlo, no de hacerlo. Y en esos momentos pensaba que la fotografía tampoco era un arte total, que al igual que la literatura estaba plagada de falencias, y que quizás todo debía reducirse a poder escuchar los murmullos del universo, que debían ser como los de las ballenas o como los del amor, manifestaciones íntimas de un goce profundo y lento que crece, crece y se desarrolla como una espiral, una galaxia, un nuevo ser, hasta que estalla en gotas de luz y todo vuelve a comenzar.
Nunca supe con certeza qué películas te gustaban, y es curioso, porque fuimos muchas veces al cine. Una vez me comentaste, excitada, que habías visto una de violencia, un policial creo que era, y que te había gustado. Yo aborrecía los policiales, salvo alguna honrosa excepción, por lo que seguramente no te hice mucho caso. Ahora pienso si esa violencia que te gustó ver en la pantalla no era un reflejo de tu propio mundo, ese al que ni yo ni nadie, salvo vos misma, tenía acceso.
Quizás porque no había otra opción, terminamos hablando de películas de amor. Aproveché y te pregunté si alguna vez habías estado enamorada. Te lo pregunté en pasado, me acuerdo. No quise hablar en presente y arriesgarme a una desilusión, como si lo nuestro fuese sólo un momento, una fugacidad en medio del caos mayor de nuestras vidas.
—No, nunca.
—¿Nunca, segura? ¿Y cómo?— insistí.
—No sé, nunca.
(En ocasiones como esa el adolescente era yo, no vos).
—Pero alguna vez tenés que haber sentido algo por alguien, pienso.
—Sí, puede ser. Pero no amor. No estar enamorada, quiero decir.
—La gente no te gusta— avancé.
—Me da miedo. A veces tengo miedo y no quiero ver a nadie.
—Y entonces qué hacés.
Te sonreíste.
—Nada. Me quedo encerrada. Después se me pasa y salgo, camino... Vengo acá— terminaste después de un ínfimo momento de duda, como si no estuvieses segura de terminar así la frase.
No dije nada. Comprendí que esa duda era lo que nos separaba sin que nos diésemos cuenta, pero comprendí además que esa duda era el abismo que te separaba del resto de las personas. Y yo no podía hacer nada por traerte a este lado. Creo que vos misma no sabías cómo hacer, a pesar de que ambos sospechamos, cada uno por su lado y con sus tiempos, que cuando estuvimos en el mar hubo una oportunidad, débil quizás pero oportunidad al fin, de cambiar nuestras vidas. Entonces te pregunté por qué venías, por qué nos veíamos, y vos me dijiste aquello de que lo hacías porque te sentías bien.
—Me siento bien, no pienso, me río.
Lo habías dicho todo junto, una cosa detrás de otra, y se me ocurrió pensar que todo formaba parte de la misma idea que tenías sobre nuestra relación: un encuentro en donde no tenías nada que perder, tampoco que ganar, un momento en que te adormecías en la liviandad de la charla o la tácita y compartida agresión del sexo.
—Y qué más— te pregunté entonces.
Te encogiste de hombros, pero mostrando en tu mirada ese temor tan tuyo que me traspasaba de parte a parte. Adivinaste lo que en realidad te quería preguntar, y fue entonces que me dijiste lo otro, eso que me rondaría mucho tiempo, y que, ahora lo sé, nunca podré olvidar:
—Un día me voy a ir.
Lo dijiste mirándome a los ojos, y una vez más lamenté, aunque inconscientemente, pues tu mirada me estaba doliendo, no tener la cámara a mano.
—Cómo.
—Eso nomás, que un día me voy a ir.
—Y qué vas a hacer.
—No sé.
—Una vieja histérica corriendo a los chicos con la escoba, ¿eso?— te provoqué sin miramiento.
Vos acusaste el impacto, pero por esa resignación sufrida que tenías no me respondiste como debías, sino que por el contrario, te sonreíste débilmente y me dijiste que sí, a lo mejor terminabas así, pero que no sabías, que no podías saber hasta que no llegara el momento. Yo estaba tan confundido que estuve a punto de preguntarte de qué momento me hablabas, a qué te estabas refiriendo. Pero no lo hice, y ahora sé que no hubiese tenido sentido.
—Mejor no pensar— seguiste, ahora sin mirarme, con la cabeza vuelta hacia el jardín—. Mejor vivir sin pensar en nada, aprovechando cada día y cada momento y nada más.
—Y sin hacer planes— dije, aún herido.
—Sí, sin hacer planes. No sirven para nada. Al final todo sale al revés. No tiene sentido.
—Todo tiene sentido.
No respondiste. Iba a decirte algo más pero me detuviste con un gesto que con tus veinte años me pareció demasiado ampuloso, si no hubiese resultado en verdad patético.
—Dejá, no sigamos— dijiste—. Discutir tampoco tiene sentido. Hoy estoy mal, nada más.
Supe que en ese momento se aceleraba una separación que ya no podríamos detener. Si realmente alguna vez habíamos estado juntos, eso había terminado. Vos te replegaste, te hundiste en un mundo oscuro del que yo hubiese querido sacarte, pero a donde no tenía acceso, y yo me hundí en mi propio mundo de siempre, ese privado universo de libros y papeles que nada tenían que ver con la vida real, esa que nos quemaba en cada encuentro, esa que nos desgastaba cada día. Algo se había roto, y no era por la discusión en sí, no era por el intercambio de ideas y pareceres que acabábamos de tener, sino por algo más raigal que venía de antes, de antes incluso de que nos conociéramos esa tarde en la calle. Era producto de nuestros propios fantasmas, nuestras angustias, nuestros desvelos más íntimos.
De ese día no tengo fotos, pero pienso que si tuviese que inventar una que lo resuma, si tuviese que colocar una en ésta parte del álbum, vos estarías de perfil, con los cabellos una vez más ocultando parte de tu cara, las manos entrelazadas a la altura de tu cintura, blandas, los brazos estirados, observando el jardín a través del vidrio sucio de la ventana. Atrás, en un plano muy posterior (pero ahora pienso que el ángulo no lo permitiría, que tal vez habría que preparar todo directamente en el exterior), tendrían que verse unas nubes blancas y espesas, enormes, que van cubriendo el cielo, como dando marco a tu figura. Es el anochecer, y sombras progresivas avanzan sobre el cuadro.
Por eso después no tendría que haberme sorprendido, pero es como si la sorpresa, el sentimiento vivo de la sorpresa, se volviera inevitable en determinadas circunstancias. Todos hablamos de la libertad, pero en realidad anhelamos la seguridad de una vida simple en donde cada acción sea la lógica consecuencia de otra, de tal manera de ir creando un continuo en donde las sorpresas también sean previstas, o puedan serlo al menos. Pero nosotros éramos diferentes. No teníamos horarios, nuestro tiempo era tan íntimo y privado que podíamos salir a caminar a la medianoche y dormir después, cuando el trabajo nos lo permitía, hasta tarde. Funcionábamos a contramano de los demás, vivíamos a otro ritmo, con otras urgencias y necesidades. Debí sospechar que habría que pagar esa locura. Pero no lo hacíamos por locos, sino porque no teníamos otra salida. Nos estábamos quemando y la única forma que teníamos de canalizar ese fuego era viviendo todo lo que podíamos, a cada momento, en cada instante, sin reparar en las convenciones.
Cuando me entregaban las fotos reveladas, los rollos y rollos que gastábamos, fui descubriendo esos destellos de luz sombría, esos gestos que te nacían espontáneamente, esos instantes de lucidez en que te desnudabas por completo ante la cámara. Entonces comencé a armar este álbum, que nunca te mostré. Allí aparecés como creo que realmente sos, con la carga de angustias y sinsabores marcándote cada poro, como una secuela de tu infancia o de algo más profundo y lento, algo que quizás nos acompaña desde siempre y que por ignorancia o facilismo atribuimos a los problemas de la infancia, a la carencia de afecto, a no haber sido todo lo feliz que debimos ser. Recorriendo tu imagen como si fuese un puente entre tu verdadero ser y yo, un nexo que va más allá de las palabras, me preguntaba de qué servía todo lo que había leído, de qué servía esa pared de libros que ostentaba, con orgullo, en casa, y que a vos no te había incentivado más que para algún comentario casual y, como es natural, fuera de lugar, aunque tuviese al mismo tiempo la contundencia y la verdad de las cosas cotidianas, humanamente terrenales.
Un día prometiste que venías el viernes a la tarde. Nunca lo hacías, lo de prometer algo, quiero decir, y debí sospechar que algo estaba ocurriendo, que algo te forzaba a cambiar la actitud de siempre. Pero no lo sospeché, y ese viernes te esperé con una ansiedad que crecía a medida que pasaba el tiempo y no llegabas. Sobre el filo de la medianoche, cuando ya se iba a iniciar el sábado, supe que no vendrías y decidí salir a buscarte. También supe, con terror, que no sabía dónde debía hacerlo. Nunca me lo habías dicho, y ahora no recuerdo si alguna vez te lo pregunté. Nuestra relación era una vida de sensaciones, de imágenes, no de proyectos y certezas. Caminé hasta el amanecer. Con los primeros rayos del sol regresé a casa, aturdido y desesperado.
Aún te esperé unos días, después unas semanas. De pronto un día, sin saber por qué, tuve la convicción de que jamás volverías. Te imaginé entonces flotando río abajo, mecida por la brisa. Te imaginé danzando entre las nubes espesas y blancas que tanto te gustaban. Te imaginé recorriendo vidrieras en el centro. Fue quizás por esta última posibilidad que tomé la cámara y salí a las calles, a los barrios, a la costa, a todos los lugares que solíamos recorrer, y donde también pensé alguna vez que rozamos eso que las personas comunes tienen la suerte de conocer a diario, y que llaman felicidad. Desde entonces nunca olvido la cámara. Ubiqué en la última página del álbum ésta foto que llevo siempre presente para poder reconocerte en medio de la multitud, para poder llamarte, correr y abrazarte y entonces sí tratar, intentar de una vez por todas romper ese sino destructivo que te impulsa. Pienso que algún día, en alguna de las cada vez más pobladas calles del mundo, entre los millones de rostros y gestos que sin remedio nos vuelven más anónimos cada día, hallaré nuevamente esa mirada temerosa que me dejaste descubrir un día a la orilla del mar, y a partir de la cual comencé a sospechar que algo andaba mal, que no todo era como pensaba.
En la foto estás de frente a la cámara, y una vez más un mechón rebelde te oculta la mitad de la cara, que está un poco inclinada hacia un costado. Usás una remera manchada y unos vaqueros gastados, casi blancos. El sol te ilumina directamente desde arriba. Es un mediodía suave, seguramente primavera, mediados de octubre. Arriba, y muy por detrás, hay una masa de nubes blancas y compactas. Tu brazo izquierdo descansa a lo largo del cuerpo, blando, y la mano se apoya ligeramente sobre el muslo. Tu brazo derecho en cambio está alzado, la mano abierta, y saludás a la cámara. Sonreís. Tus dientes brillan un poco, tus ojos están en sombra. Sos hermosa. Aún tenés toda la vida por delante.
FIN