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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































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    LA PIEDRA LUNAR (William Wilkie Collins) - Parte 2

    Publicado en junio 06, 2010
    Parte 1


    Segunda Epoca

    Descubrimiento de la verdad (1848-1849)
    Los hechos según el testimonio de varios testigos


    PRIMERA NARRACION

    A cargo de Miss Clack, sobrina del difunto Sir John Verinder CAPÍTULO I
    Grande es mi deuda con mis queridos padres (ambos ya en el cielo) por los hábitos de orden y regularidad que lograron inculcarme siendo yo muy pequeña.
    En aquella feliz época ya ida se me enseñó a tener el cabello bien peinado a toda hora del día y de la noche y a doblar cada prenda de mi traje pulcramente, de la misma manera y sobre la misma silla, situada ésta siempre en el mismo sitio, esto es, a los pies del lecho, antes de retirarme a dormir. Una mención de los acontecimientos del día en mi pequeño diario precedía siempre al plegado de las ropas. La oración de la noche (dicha en la cama)
    sucedía invariablemente al plegado. Y el dulce sueño de la niñez sucedía en la misma forma invariable a la oración.
    Posteriormente, ¡ay!, la oración se vio desplazada por reflexiones de una índole triste y amarga, y el dulce sueño de la niñez trocado desventajosamente en el sueño irregular que ronda junto a la inquieta almohada de la zozobra. Por el contrario, he conservado el hábito de doblar las prendas y de escribir mi pequeño diario. El primero me liga a la época de mi dichosa niñez. ., antes de que papá se arruinara. El segundo —que hasta hoy ha contribuido más que ninguna otra cosa para ayudarme a disciplinar esta blanda naturaleza que heredamos de Adán—ha demostrado inesperadamente su utilidad en mi humilde provecho, de una manera totalmente distinta. He capacitado a este pobre ser que soy yo para satisfacer el capricho de un miembro acaudalado de nuestra familia. Me siento muy feliz de poder serle de alguna utilidad, en el sentido mundano de la palabra, a Mr. Franklin Blake.
    Me hallo desde hace cierto tiempo ajena a cuanto ocurre en el seno de la rama próspera de mi familia. Cuando estamos pobres y solos, no es difícil que nos olviden. Resido ahora, por economía, en una pequeña ciudad de Bretaña poblada por un selecto grupo de cuáqueros ingleses, la cual cuenta con la ventaja de poseer un clérigo protestante y un mercado de baratijas.
    En ese retiro —una isla de Patmos en medio del rugiente océano papista circundante— ha llegado hasta mí, por fin, una carta de Inglaterra. He aquí que de pronto Mr. Franklin Blake se acuerda de mi insignificante existencia. Mi próspero, y ¡ojalá pudiera añadir mi espiritual pariente!, me escribe sin intentar siquiera disimular que lo que quiere de mí es un mero servicio. Se le ha antojado remover el deplorable y escandaloso asunto de la Piedra Lunar y debo yo auxiliarlo mediante el relato de lo que he presenciado durante mi estada en casa de tía Verinder, en Londres. Me ha ofrecido una remuneración pecuniaria, haciendo gala de esa carencia de sentimientos común entre los pudientes. Deberé, pues, reabrir las dolorosas heridas que el tiempo acaba apenas de cerrar; sacar a relucir los más tristes y dolorosos recuerdos…, y, luego de esto, sentirme compensada por una nueva laceración que adoptará la forma del cheque de Mr. Blake. Mi naturaleza es débil. Dura fue la lucha que hube de sostener conmigo misma, antes de que mi cristiana humildad se impusiese a mi pecaminoso orgullo y me obligase a aceptar abnegadamente el cheque.
    Dudo que sin la ayuda de mi diario —¡y les pido perdón por expresarme en tan groseros términos!— hubiera podido ganarme honradamente ese dinero. Sólo él hará que se torne la jornalera (quien le perdone a Mr. Franklin el agravio que le ha inferido) digna de su salario.
    Nada pasó inadvertido para mí durante el período en que estuve junto a mi querida tía Verinder. Cuanto ocurrió en ese entonces lo tengo registrado, gracias a mis precoces hábitos, día por día, fielmente; y habrá de ser narrado aquí en sus más mínimos detalles.
    Mi devoto amor a la verdad se halla, gracias a Dios, muy por encima de mi respeto por las personas. Fácil habrá de serle a Mr. Blake eliminar de estas páginas todo aquello que considere poco lisonjero para la persona mayormente implicada en las mismas. Ha comprado mi tiempo, pero ni aun su dinero logrará sobornar mi conciencia .
    Mi diario me informa que el día 3 de julio del año 1848 pasé yo accidentalmente delante de la casa de tía Verinder en Montagu Square.
    Al advertir los postigos abiertos y las persianas levantadas pensé que constituiría un acto de buena educación el golpear a su puerta y preguntar por ella. La persona que respondió al llamado me informó que mi tía y su hija (¡no puedo, realmente, llamarla mi prima!) habían llegado del campo hacía ya una semana con el propósito de pasar una temporada en Londres. Envié arriba un mensaje de inmediato, ya que no quise causarles molestia alguna, para comunicarles que deseaba únicamente saber si podía serles útil en algo.
    La persona que acudió a abrir la puerta acogió mis palabras con insolente mutismo y me abandonó en el hall. Se trata de la hija de un viejo pagano llamado Betteredge, quien ha sido tolerado durante muchos años en casa de mi tía. Tomé asiento mientras aguardaba la respuesta, y, como acostumbro llevar siempre en mi bolsillo algunos opúsculos, seleccioné puerta. El hall se hallaba cubierto de polvo y el asiento era duro; pero la santa noción de devolver bien por mal me hizo elevar muy por encima de tales pequeñeces. El folleto pertenecía a una serie destinada a las jóvenes y trataba de la pecaminosa cuestión del vestido. Su estilo era familiar y devoto. El título: "Breves palabras contigo respecto a las cintas de tu sombrero.” —Mi ama le da las gracias y le ruega que venga a almorzar mañana a las dos.
    Pasé por alto el tono con que la muchacha me transmitió la respuesta y el terrible descaro de su mirada. Luego de darle las gracias a esta joven réproba, le respondí con tono fraternalmente cristiano:
    —¿Me hará usted el favor de aceptar este folleto?
    Ella reparó en el título.
    —¿Lo ha escrito un hombre o una mujer, señorita? Si lo escribió una mujer, mejor será que no lo lea, precisamente por eso. Y, si lo escribió un hombre, le ruego que le informe que no sabe absolutamente nada del asunto.
    Me devolvió el folleto y abrió la puerta. De una u otra manera estamos obligados a sembrar la buena simiente. Aguardé hasta que hubo cerrado la puerta y dejé caer el folleto en el buzón. Luego de haber arrojado otro a través de la verja del patio me sentí un tanto aliviada de una pesada responsabilidad para con mis semejantes.
    Esa noche teníamos un mitin los componentes de la Junta Selecta de la Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos. El objeto de esta excelente asociación de caridad es — como toda persona seria sabe— rescatar de manos de los prenderos los pantalones de los padres reincidentes con el fin de evitar que sean recobrados por el padre incorregible y acortarlos de inmediato para adaptarlos al cuerpo del hijo inocente. Yo integraba en ese entonces la Junta; menciono aquí dicha liga, debido a que mi grande y admirable amigo Mr.
    Godfrey Ablewhite cooperaba en nuestra misión de utilidad moral y material. Yo me proponía entrevistarlo en el comedor la noche del día lunes al cual me estoy refiriendo y pensaba comunicarle la nueva del arribo de mi querida tía Verinder a Londres. Pero ante mi gran disgusto, no apareció allí. Al exteriorizar mi sentimiento de sorpresa a causa de su ausencia, mis hermanas de la Junta alzaron todas a la vez sus ojos, que se hallaban fijos en los pantalones (teníamos un trabajo de gran urgencia esa noche), y me preguntaron si no estaba al tanto de lo ocurrido. Yo reconocí mi ignorancia y fui informada entonces por primera vez de lo que, por así decirlo, constituye el punto de partida de esta narración. El viernes anterior dos caballeros —pertenecientes a dos esferas totalmente opuestas de la sociedad— habían sido víctimas de un ultraje que conmovió a todo Londres. Uno de ellos era Mr. Septimus Luker, de Lambeth. El otro Mr. Godfrey Ablewhite.
    Viviendo tan aislada como vivo actualmente, me es imposible insertar en mi relato la crónica aparecida en el diario. También me vi privada en ese entonces de la inestimable ventaja de escuchar la narración de lo ocurrido a través de la férvida palabra de Mr.
    Godfrey Ablewhite. Todo lo que puedo hacer es contar lo que me contaron a mí la noche de ese lunes, adoptando el mismo plan que me enseñaron a aplicar en la infancia para doblar mis ropas. Cada cosa será puesta en orden y en el lugar correspondiente. Estas líneas proceden de una pobre y débil mujer. ¿Quién será tan cruel como para exigir más que eso de una pobre y débil mujer?
    La fecha —gracias a mis amados padres ningún diccionario de los escritos hasta hoy será nunca más explícito que yo en cuanto a las fechas— era la siguiente: viernes 30 de junio de 1848.
    En las primeras horas de la mañana de ese día memorable ocurrió que nuestro talentoso amigo Mr. Godfrey se hallaba cobrando un cheque en un banco de la Lombard Street. El nombre de los dueños se encuentra accidentalmente oculto tras una mancha en mi diario y mi santo respeto por la verdad me prohibe aventurar ninguna conjetura en una cuestión de esa índole. Afortunadamente el nombre de los propietarios no interesa. Lo que importa es lo ocurrido después que Mr. Godfrey hubo efectuado la operación allí. Al ganar la puerta se encontró con un caballero enteramente desconocido para él—, quien abandonaba por casualidad el edificio exactamente en el mismo instante en que él lo hacía. Una momentánea puja de urbanidad tuvo lugar entre ambos, respecto a quién había de ser el que pasara primero a través de la puerta del banco. El desconocido insistió en que Mr. Godfrey debía precederlo; Mr. Godfrey le contestó con unas breves frases corteses, se saludaron con una reverencia y partieron en dirección de la calle.
    Las gentes ligeras y superficiales dirán sin duda: he aquí, con toda seguridad, un pequeño y mezquino incidente relatado en una forma absurdamente minuciosa. ¡Oh mis jóvenes amigos y compañeros en el pecado!, guárdense de tener el atrevimiento de aplicar aquí su pobre razón carnal. ¡Oh, procedan en lo moral ordenadamente! Que su fe se inspire en sus medias y éstas en su fe. ¡Ambas igualmente inmaculadas y ambas por igual siempre listas para poder usarlas en la primera ocasión que se presente!
    Les pido mil veces perdón. Insensiblemente he reincidido en mi estilo de tiempos de la Escuela Dominical. Algo de lo más inapropiado para un asunto como éste. Permítanme que les hable con tono mundano…. permítanme que les diga que las cosas pequeñas y mezquinas en éste como en otros muchos casos provocan terribles consecuencias. Luego de sentar la premisa de que el desconocido no era otro que Mr. Luker, de Lambeth, seguiremos ahora a Mr. Godfrey hasta su hogar establecido en Kilburn.
    Allí encontró, aguardándolo en el hall un muchachito pobremente vestido, pero de aspecto delicado e interesante. El muchacho le alargó una carta diciéndole tan sólo que se la había confiado una señora anciana a quien no conocía y que no le había indicado si debía o no esperar la respuesta. Incidentes como éste abundaban en la larga trayectoria de Mr. Godfrey como promotor de la caridad pública. Dejó ir al muchacho y abrió el sobre.
    La letra era enteramente desconocida. Se le pedía en la carta que hiciera acto de presencia dentro de una hora en una casa de la Northumberland Street, Strand, en la cual no había tenido jamás ocasión de entrar hasta entonces. El motivo de la entrevista era obtener de labios de su digno administrador ciertos detalles referentes a la Liga de Madres para la confección de pantalones cortos, y la interesada era una dama anciana que tenía el propósito de contribuir con largueza a los fondos de caridad, siempre que sus preguntas obtuvieran una réplica satisfactoria. Le daba su nombre, y añadía que su breve estada en Londres le impedía ser más explícita con el eminente filántropo a quien se dirigía.
    Un hombre corriente hubiera vacilado antes de abandonar sus propios asuntos para atender los de un desconocido. Pero nuestro Héroe Cristiano jamás vacila cuando se trata de hacer un bien. Volviéndose instantáneamente, se dirigió Mr. Godfrey hacia la casa de la calle Northumberland. Un hombre muy respetable, aunque un tanto corpulento, respondió a su llamado, y al oír el nombre de Mr. Godfrey lo condujo inmediatamente hasta un aposento vacío de la parte trasera de la finca, situado en el mismo piso en que se hallaba la sala. Dos cosas desusadas le llamaron la atención al ser introducido en el cuarto. Una consistía en un tenue perfume de almizcle y alcanfor. La otra en un antiguo manuscrito oriental, bellamente iluminado con imágenes y dibujos hindúes, que aparecía abierto y a la vista, sobre una mesa.
    Se hallaba observando el libro en una posición que lo obligaba a dar la espalda a las puertas corredizas y cerradas que comunicaban con el cuarto que daba a la calle, cuando, sin que ningún ruido previo viniera a anunciárselo, se sintió repentinamente asido por un brazo que le rodeó el cuello desde atrás. Apenas si tuvo tiempo de percibir otra cosa que no fuera el hecho de que el brazo que rodeó su cuello se hallaba desnudo y era curtido y moreno, antes de ser vendado, amordazado y arrojado al suelo, indefenso, por dos individuos. Un tercero saqueó sus bolsillos y—si es que a una dama le está permitida tal expresión—indagó hasta dar con su piel, una y otra vez.
    Quizá debiera yo brindarme aquí la satisfacción de decir unas pocas y estimulantes palabras respecto al hecho de que tan sólo su devota confianza en sí mismo ayudó a Mr. Godfrey a sobrellevar una emergencia tan terrible como ésa. Quizá, por otra parte, la postura y el aspecto de mi admirable amigo durante el apogeo del ultraje, que ya he descrito más arriba, difícilmente encuadre dentro de los límites de la discusión femenina. Permitidme que pase por alto los instantes inmediatos posteriores y que retorne a Mr. Godfrey cuando ya la odiosa búsqueda a través de su persona se había completado. El ultraje se efectuó en medio de un silencio mortal. Al finalizar el mismo, se produjo un breve cambio de palabras entre los invisibles sujetos en una lengua que él no entendió, pero que claramente hubieran podido ser identificadas (por un oído refinado) como de ira y disgusto. Súbitamente fue levantado del piso, colocado en una silla y atado a ella de pies y manos. En seguida percibió una corriente de aire proveniente del hueco de la puerta, prestó oídos y llegó a la conclusión de que se hallaba nuevamente solo en la habitación.
    Transcurrido cierto espacio de tiempo oyó un ruido que venía desde abajo y que semejaba el crujir de un vestido de mujer. El rumor avanzó hacia arriba y cesó luego. Un chillido de mujer rasgó esa atmósfera culpable. Una voz de hombre exclamó desde abajo: "¡Hola!” Pies masculinos ascendieron por la escalera. Mr. Godfrey advirtió que unos dedos cristianos aflojaban su venda y le arrancaban la mordaza. Al mirar en torno suyo asombrado descubrió la presencia de dos respetables personas desconocidas y articuló débilmente estas palabras: "¿Qué significa esto?" Las dos personas desconocidas y respetables le dijeron, luego de reflexionar un instante: "Eso es precisamente lo que deseábamos preguntarle a usted.” La inevitable explicación del caso sucedió a las palabras. ¡No! Permitidme que os pinte el caso en todos sus detalles. Una dosis de carbonato amónico y de agua le fue administrada inmediatamente a nuestro querido Mr. Godfrey para calmar sus nervios. La explicación vino luego.
    De las palabras del amo y del ama —personas que gozaban de buena reputación en el vecindario— se desprendía, al parecer, que el primero y segundo pisos de la finca habían sido alquilados la víspera, por una semana, por un caballero de respetabilísima apariencia…, el mismo que ya se ha indicado que fue quien le abrió la puerta a Mr.
    Godfrey cuando llamó a ella. Dicho caballero pagó el alquiler y todos los gastos extras correspondientes a una semana, por adelantado, diciendo que los aposentos serían ocupados por tres nobles hindúes, amigos suyos, quienes se hallaban de paseo en Inglaterra por primera vez. En las primeras horas de la mañana del día del ultraje, dos de esos orientales desconocidos, acompañados por su respetable amigo inglés, tomaron posesión de las habitaciones. El tercero habría de reunirse con ellos muy en breve y el equipaje (que se decía era muy abultado) habría de seguirlos, según sus palabras, una vez que se hubieran llenado las formalidades en la aduana, hacia las últimas horas de la tarde. No menos de diez minutos antes de la visita de Mr. Godfrey llegó el tercer hindú. Nada desacostumbrado había ocurrido, de acuerdo con lo que sabían el amo y el ama, hasta esos últimos cinco minutos…, en que vieron abandonar la casa a los tres extranjeros acompañados de su respetable amigo inglés, los cuales echaron a andar calmosamente en dirección al Strand.
    Recordando que un visitante había entrado en la casa y que dicho visitante no había aún hecho abandono de la misma, se le ocurrió al ama que era un tanto raro el hecho de que un caballero fuese dejado a solas en el piso de arriba. Luego de breve discusión con su marido, consideró ella conveniente asegurarse de si había o no ocurrido algo malo allí. El resultado de ello fue el que he intentado describir aquí y así fue como la explicación del ama llegó a su fin.
    Inmediatamente se procedió a registrar el cuarto. Las pertenencias de nuestro querido Mr.
    Godfrey se hallaban desparramadas por todas partes. Una vez que se las reunió a todas se advirtió, sin embargo, que no faltaba ninguna; su reloj, la cadena, el portamonedas, las llaves, el pañuelo de bolsillo, su libro de apuntes y todos sus papeles sueltos habían sido cuidadosamente examinados y arrojados luego intactos para que los recogiera su dueño. Al mismo tiempo pudo comprobarse que no había sido sustraído el menor objeto de propiedad de los dueños de la casa. Los tres nobles orientales sólo se habían llevado su manuscrito iluminado; nada más que eso.
    ¿Qué significaba esto? Considerando el asunto desde un punto de vista terrenal, Mr.
    Godfrey parecía haber sido víctima de un incomprensible error cometido por varios sujetos desconocidos. Un oscuro complot se cernía sobre nosotros, y nuestro bienamado e inocente compañero había sido apresado entre sus mallas. Cuando un héroe cristiano, vencedor en mil combates de caridad, puede caer en una trampa que ha sido cavada para él por equivocación, ¡oh, qué advertencia implica tal circunstancia para el resto de nosotros, a quienes nos incita a mantenernos en guardia en todo instante! ¡Y cuán prontos se hallan nuestros malignos instintos para demostrar que no son más que unos nobles orientales que nos toman del cuello de improviso!
    Muchas son las páginas de afectuosa prevención que podría dedicarse a este tema, pero, ¡ay!, no se me ha concedido aquí la libertad de enmendar a nadie, sino que se me ha condenado a narrar. El cheque de mi pariente rico—de aquí en adelante el íncubo de mi existencia—me previene que aún no he dado término al registro de este acto de violencia.
    Deberemos, pues, dejar a Mr. Godfrey para que se recobre en la Northumberland Street y seguir los movimientos de Mr. Luker, en las últimas horas de ese día.
    Luego de abandonar el banco, Mr. Luker había visitado varios sitios de Londres por motivos de negocios. Al retornar a su residencia se encontró con una carta que, según se le dijo, había sido dejada poco tiempo antes por un muchacho. En este caso, como en el de Mr. Godfrey, se trataba de una escritura desconocida; pero el nombre allí mencionado era el de uno de los clientes de Mr. Luker. Su corresponsal (que escribía en tercera persona, y aparentemente a través de un intermediario) le anunciaba que había sido citado inesperadamente en Londres. Acababa de tomar alojamiento en el Alfred Place, Tottenham Court Road, y deseaba hablar en seguida con Mr. Luker con respecto a una compra que estaba a punto de realizar. Dicho caballero era un entusiasta coleccionista de antigüedades orientales y, desde hacía muchos años, un generoso protector del establecimiento de Lambeth. ¡Oh, cuándo dejaremos de adorar a Mammón! Mr. Luker llamó un cabriolé y partió inmediatamente en busca de su liberal protector.
    Lo que le ocurriera a Mr. Godfrey en la Northumberland Street, ocurrió exactamente a Mr.
    Luker en Alfred Place. Una vez más acudió al llamado el hombre de apariencia respetable e invitó a pasar al visitante, escaleras arriba, a la sala trasera. Allí sobre la mesa se encontraba nuevamente el manuscrito iluminado. La atención de Mr. Luker fue absorbida, como anteriormente la de Mr. Godfrey, por esa bella expresión del arte hindú. También a él lo arrancó de su examen un brazo desnudo y curtido que rodeó su garganta, una venda que le fue puesta en los ojos y una mordaza que le cubrió la boca. Se lo arrojó, igualmente, en el suelo, y registróselo hasta dar con su piel. El intervalo de silencio fue en su caso más prolongado que el que sobrevino durante la experiencia en que intervino Mr. Godfrey; pero tuvo el mismo desenlace que el anterior: dos personas de la casa, presumiendo que algo malo habría ocurrido, ascendieron la escalera con el fin de averiguarlo. Exactamente la misma explicación que el amo de la Northumberland Street le había dado a Mr. Godfrey, le fue dada a Mr. Luker por el dueño del Alfred Place. Ambos se habían sentido conmovidos de la misma manera por los correctos modales y la bolsa repleta del respetable caballero desconocido, quien se anunció como representante de unos amigos extranjeros. La única diferencia entre ambos casos sólo pudo verse cuando se procedió a reunir las pertenencias de Mr. Luker, desparramadas en el suelo. Se hallaron el reloj y la cadena, pero, menos afortunado que Mr. Godfrey, echó de menos uno de sus papeles sueltos. El papel en cuestión certificaba la recepción de un objeto muy valioso, el cual había sido depositado por Mr. Luker en manos de sus banqueros. Dicho documento no podía ser de utilidad alguna para el caso de que se intentara efectuar un robo, debido al hecho de que en él se especificaba que el objeto habría de ser devuelto sólo en el caso de ser requerido por su propio dueño. Tan pronto como se recobró, Mr. Luker se precipitó en dirección al banco, con la esperanza de que los ladrones, ignorantes de la cláusula, se presentaran allí con el recibo. Cuando llegó, nadie había visto aún a los desconocidos en el banco, y nadie los vio más tarde. Los directores del banco opinaron que el respetable amigo inglés de los hindúes debió haber examinado el recibo antes de que intentaran hacer uso de él y que los había prevenido a tiempo.
    Los detalles de ambos atropellos fueron puestos en conocimiento de la policía, la cual, según creo, efectuó con el mayor celo las investigaciones pertinentes. Las autoridades opinaron que el robo había sido planeado por unos ladrones escasos de información. Era evidente que no se hallaban seguros de si Mr. Luker había o no confiado a otra persona la misión de entregar la preciosa gema y el pobre y cortés de Mr. Godfrey había sido castigado por el crimen de encontrarse accidentalmente con Mr. Luker. Debo añadir ahora que la ausencia de Mr. Godfrey en nuestra reunión del lunes a la noche fue motivada por una consulta de las autoridades que requirieron su presencia, y, dadas ya las explicaciones del caso, podré ahora seguir narrando la simple historia de mis pequeñas experiencias personales en Montagu Square.
    Exactamente a la hora indicada, hice acto de presencia en el lunch del día martes. Mi diario me dice que fue ése un día desigual: mucho hubo en él para ser piadosamente lamentado y mucho también para estarle piadosamente agradecido.
    Mi querida tía Verinder me recibió con su acostumbrada cordialidad y donosura. Pero a poco de haber llegado tuve la sensación de que algo malo había ocurrido. Pude advertir ciertas miradas ansiosas y furtivas de mi tía, en dirección de su hija. Jamás puedo mirar, por mi parte, a Miss Raquel, sin dejar de preguntarme cómo puede ser que una persona de aspecto tan insignificante sea la hija de dos padres tan distinguidos como Sir John y Lady Verinder. En esta ocasión, sin embargo, no sólo me disgustó su presencia, sino que, realmente, me chocó. Había en su lenguaje y sus modales una ausencia tan cabal de esa moderación que debe distinguir a las damas, que daba pena observarla. Se hallaba poseída por una especie de excitación febril que hizo que se condujera en una forma desdichadamente estrepitosa cuando reía y culpablemente exagerada y caprichosa cuando comió y bebió durante el lunch. Yo sentí una gran congoja por su pobre madre, aun antes de que llegara en forma confidencial a mis oídos la verdad de lo ocurrido.
    Terminado el almuerzo, dijo mi tía:
    —Acuérdate, Raquel, de lo que te dijo el médico: que después de comer tomes un libro para serenarte.
    —Iré a la biblioteca, mamá —respondió Miss Raquel—. Pero si viene Godfrey, quiero que se me informe. Me muero por recibir noticias suyas, luego de lo que pasó en la Northumberland Street.
    Besó a su madre en la frente y dirigió su mirada hacia mí.
    —¡Adiós, Clack! —me dijo displicentemente.
    Su insolencia no despertó en mí cólera alguna. Sólo tomé nota de su actitud, en privado, para rezar más tarde por ella.
    Cuando nos encontramos a solas, mi tía me contó en todos sus detalles la horrenda historia del diamante hindú, la cual, gracias a Dios, no es necesario que sea repetida aquí. No me ocultó mi tía el hecho de que hubiese preferido guardar silencio con respecto a ese asunto.
    Pero cuando sus propios criados se hallaban enterados de la desaparición de la Piedra Lunar y algunos de los detalles del asunto habían realmente salido a la luz en los diarios; cuando los extraños especulaban en torno a si existía algún lazo de unión entre lo acaecido en la casa de campo de Lady Verinder y lo que ocurriera en la Northumberland Street y el Alfred Place, no había ni que pensar en ocultar nada: una franqueza sin limitaciones se imponía entonces, como una necesidad y una virtud al mismo tiempo.
    Otra persona, al oír lo que yo escuché en ese momento, se hubiera sentido probablemente anonadada por el asombro. En cuanto a mí, sabiendo, como sabía, que el alma de Miss Raquel había sido esencialmente, desde la infancia, un alma rebelde, me hallaba preparada para oír cualquier cosa que mi tía me dijera y que tuviese por tema a su hija. Podía la historia haberse deslizado de un mal a otro mayor y terminar, por último, en el crimen; lo mismo me habría dicho a mí misma: "¡Esa es la consecuencia natural, oh Dios mío, Dios mío, la consecuencia natural!" La única cosa que logró estremecerme fue el procedimiento adoptado por mi tía en tales circunstancias. ¡He aquí un caso como jamás se habrá presentado otro, que reclamara en tal forma la presencia de un clérigo! Lady Verinder fue de opinión de que correspondía al médico. Toda la juventud de mi pobre tía transcurrió en la impía mansión de su padre. ¡Otra vez la consecuencia natural! ¡Oh Dios mío, Dios mío; la consecuencia natural otra vez!
    —El médico le ha recomendado mucho ejercicio y diversiones a Raquel y me ha urgido encarecidamente que trate yo de mantener su mente lo más alejada posible del pasado — dijo Lady Verinder.
    "¡Oh, qué consejo pagano!", me dije a mí misma. "En un país tan cristiano como éste, un consejo tan pagano! “ Mi tía prosiguió:
    —Yo hago lo posible por cumplir las prescripciones del médico. Pero esa extraña aventura de Godfrey se ha producido, infortunadamente, en el instante menos oportuno. Raquel se ha mantenido incesantemente agitada e inquieta desde que oyó hablar de ello. No me dejó en paz hasta que no le hube escrito a mi sobrino Ablewhite pidiéndole que viniera a vernos. Y ha expresado aún su interés por otra persona duramente maltratada —Mr. Luker, o algo parecido—, aunque no es éste, naturalmente, más que un perfecto desconocido para ella.
    —Tu conocimiento del mundo, querida tía, es más amplio que el mío —le sugerí tímidamente—. Pero debe haber alguna razón que justifique esa extraordinaria manera de conducirse de Raquel. Ella les está ocultando a ti y a todo el mundo algún pecado secreto.
    ¿No habrá algo, en lo que acaba de ocurrir, que amenaza con revelar ese secreto?
    —¿Revelar? —repitió mi tía—. ¿Qué quieres decir? ¿Revelación a través de Mr. Luker?
    ¿Revelación a través de mi sobrino?
    Apenas se deslizaron estas palabras de sus labios prodújose un hecho providencial. El criado abrió la puerta y anunció a Mr. Godfrey Ablewhite.

    CAPÍTULO II
    Mr. Godfrey en persona siguió al anuncio de su nombre, haciendo tal cosa como él sabe hacerlo todo, esto es, en el momento oportuno. No tan próximo a los talones del criado como para sobresaltarnos, ni tan lejos de él como para provocarnos la doble incomodidad de una pausa y una puerta que se abre. Es en el conjunto de los detalles de su vida cotidiana donde el cristiano verdadero demuestra que lo es. Este ser querido lo era integralmente.
    —Vaya donde está Miss Verinder—le dijo mi tía al criado—y anúnciele que Mr. Ablewhite se halla aquí.
    Ambas inquirimos por su salud. Ambas le preguntamos a la vez si volvió a sentirse el mismo de antes, luego de su terrible aventura de la semana anterior. Con su admirable tacto acostumbrado se las arregló para contestarnos a las dos simultáneamente. A Lady Verinder le contestó con palabras. A mí con una encantadora sonrisa.
    —¿Qué he hecho yo —exclamó con infinita ternura— para merecer tanta simpatía? ¡Mi querida tía!, ¡mi querida Miss Clack! Simplemente me han tomado por otra persona. No han hecho más que vendarme; no han hecho más que estrangularme; no he sido más que arrojado cuan largo soy sobre una suave alfombra que cubría un suelo particularmente duro.
    Piensen lo que pudo en verdad haber ocurrido; podría haber sido asesinado; podrían haberme robado. ¿Qué es lo que he perdido? Nada como no sea cierta cantidad de energía nerviosa…, a lo cual la ley no le reconoce el carácter de propiedad; de manera, pues, que hablando con exactitud no he perdido absolutamente nada. De haber sido por mí hubiera escondido el secreto de esta aventura dentro de mí mismo… Me molesta todo este ruido y esta publicidad; pero Mr. Luker hizo públicas sus injurias, y las mías han tenido necesariamente que tornarse públicas a su vez. He pasado a ser una pertenencia de los periódicos hasta el momento en que el benévolo lector se harte del asunto. Yo mismo ya estoy harto de ello. ¡Ojalá le ocurra pronto lo mismo al benévolo lector! ¿Cómo está mi querida Raquel? ¿Disfrutando aún de las diversiones londinenses? ¡Me alegro de ello! Miss Clack, necesito toda su indulgencia. Reconozco tristemente que me hallo en un gran atraso respecto a la Junta de Trabajo y mis queridas señoras. Pero confío, en verdad, echarle un vistazo a la Liga de Madres la próxima semana. ¿Adelantaron algo en su labor durante la reunión del lunes? ¿Se muestra la Junta optimista en lo que concierne al futuro? ¿Y nos hemos atrasado mucho en la cuestión de los pantalones?
    La celestial dulzura de su sonrisa hizo que sus excusas se tornaran irresistibles. La riqueza sonora de su voz profunda le añadió un indecible hechizo a la interesante pregunta comercial que acababa de dirigirme. En verdad nos encontrábamos casi demasiado atrasadas en la cuestión de los pantalones; estábamos enteramente abrumadas bajo su peso.
    Me hallaba a punto de expresar tal cosa cuando volvió a abrirse la puerta y un elemento de discordia mundana hizo su aparición en el cuarto, en la forma humana de Miss Verinder.
    Se aproximó a Mr. Godfrey con una celeridad muy poco apropiada a una dama, con el cabello espantosamente revuelto y el rostro, me atrevería a decir yo, inconvenientemente sonrojado.
    —Estoy encantada de verte, Godfrey —le dijo hablándole, lamento tener que manifestarlo, en la misma forma despreocupada con que un joven se dirige a otro joven—. Me hubiera gustado que hubieses traído a Mr. Luker. Tú y él, mientras dure nuestra actual excitación, seguirán siendo los dos hombres más interesantes de Londres. Es morboso decirlo; malsano; y se trata de algo ante lo cual se estremecerán instintivamente como ante ninguna otra cosa las mentes bien reguladas de las personas como Miss Clack. Pero poco me importa eso. Cuéntame en seguida la historia completa de lo acaecido en la Northumberland Street. Sé que los diarios no lo han dicho todo.
    Aun nuestro querido Mr. Godfrey participa de la flaca naturaleza que hemos todos nosotros heredado de Adán…; se trata de una partícula de ese nuestro legado carnal, pero, ¡ay!, existe también en él. Confieso que me acongojó el verlo asir la mano de Raquel entre las suyas y depositarla suavemente sobre el costado izquierdo de su chaleco. Era ésa una manera de estimularla directamente en el tono que había adoptado para hablarme y en la insolente manera de referirse a mi persona.
    —Mi amadísima Raquel —dijo con el mismo timbre de voz con que me había conmovido al hablar de nuestras perspectivas y de nuestros pantalones—, los periódicos te lo han dicho ya todo, y en una forma mucho más precisa que la que pueda yo utilizar.
    —Godfrey opina que le estamos dando demasiada importancia a este asunto —observó mi tía—. Acaba de decirnos que no le interesa hablar de ello.
    —¿Por qué?
    Hizo la pregunta, Miss Raquel, con los ojos relampagueándole súbitamente en las órbitas y mirando súbitamente hacia lo alto, en dirección al rostro de Mr. Godfrey. Por su parte, bajó él los ojos para mirarla con una indulgencia tan imprudente y tan poco merecida por ella, que yo me sentí llamada a intervenir.
    —¡Raquel querida! —la amonesté suavemente—, la verdadera grandeza y el verdadero coraje son siempre modestos.
    —Eres, a tu manera, Godfrey, un muchacho muy bueno —le dijo ella…, sin reparar en lo más mínimo, tened en cuenta en mi persona e insistiendo en hablarle a su primo con el mismo tono con que un joven se dirige a otro joven…—. Pero estoy segura de que no eres grande; ni creo tampoco que poseas ningún coraje extraordinario; y me hallo firmemente persuadida —si es que tuviste alguna vez modestia— de que tus adoradoras femeninas te han librado de esa virtud hace ya una buena suma de años. Algún motivo secreto te impide hablar de tu aventura en la Northumberland Street y yo quiero conocer ese motivo.
    —Mi motivo es de lo más simple que se pueda imaginar y de lo más fácil para dar a conocer —respondió él, aún indulgente con ella—. Me hallo harto de este asunto.
    —¿Tú, harto de este asunto? Mi querido Godfrey, quiero hacerte una indicación.
    —¿De qué se trata?
    —Has vivido demasiado tiempo en la sociedad de las mujeres. Y has contraído, por lo tanto, dos hábitos muy malos. Te has acostumbrado a hablar tonterías seriamente y te has aficionado a contar embustes nada más que por el placer de contarlos. Frente a tus adoradoras femeninas no puedes nunca ir derechamente a la cuestión. Pero yo me propongo que vayas al grano conmigo. Ven y siéntate. Estoy desbordante de preguntas claras y espero que tú lo estés también de respuestas.
    Arrastrándolo a través del cuarto lo llevó hasta una silla situada cerca de la ventana, donde habría de darle la luz en la cara. Me siento profundamente afectada por el hecho de tener que transcribir aquí semejante lenguaje y describir una conducta como la suya. Pero, cerrada como me hallo por el cheque de Mr. Franklin Blake por un lado y mi propio y sagrado amor a la verdad por el otro, ¿qué puedo hacer? Dirigí, pues, la mirada hacia mi tía.
    Permanecía inmóvil en su asiento; al parecer no pensaba intervenir. Jamás advertí en ella anteriormente una apatía semejante. Quizá no era ésa sino la reacción que se producía en ella luego de las tribulaciones que soportara en el campo. Muy poco grato era el síntoma, fuera éste de la índole que fuere, teniendo en cuenta la edad de mi querida tía Verinder y la otoñal exuberancia de su figura.
    Mientras tanto Raquel se había colocado junto a la ventana con nuestro amable y benevolente —demasiado benevolente— Mr. Godfrey. Y comenzó a desgranar unas tras otras las preguntas con las cuales lo amenazara, prestando tan poca atención a la presencia de su madre y a la mía en el cuarto como si no nos halláramos en él.
    —¿Ha hecho algo la policía, Godfrey?
    —Nada absolutamente.
    —¿No es cierto que los tres hombres que te tendieron esa trampa fueron los mismos que se la tendieron más tarde a Mr. Luker?
    —Hablando desde un punto de vista humano, mi querida Raquel, no cabe abrigar la menor duda.
    —¿No han descubierto ningún rastro de su paso?
    —Ninguno.
    —¿No es cierto que se cree que estos tres individuos son los tres hindúes que estuvieron en nuestra casa de campo?
    —Algunos son de esa opinión.
    —¿Lo crees tú?
    —Mi querida Raquel, fui vendado antes de que pudiese advertir sus rostros. No sé nada de este asunto. ¿Cómo puedo dar opinión alguna sobre el mismo?
    Como podéis ver, aun la angélica benevolencia de Mr. Godfrey estaba a punto de esfumarse a raíz de la persecución de que se le hacía objeto. Que las preguntas de Miss Verinder le fueran dictadas a ésta por una desenfrenada curiosidad o un temor ingobernable es algo que no me atrevo a inquirir. Sólo habré de decir que, al intentar Mr. Godfrey levantarse, luego de haberle respondido en la forma ya descrita, lo tomó ella materialmente de los hombros y lo obligó a sentarse de nuevo. ¡Oh, no digáis que fue ése un acto impúdico!, ¡ni os atreváis a insinuar que sólo el atolondramiento provocado por un terror culpable puede justificar una reacción como la que acabo de describir! No debemos juzgar a nuestros semejantes.
    ¡Sí, mis amigos cristianos, realmente, verdaderamente, bajo ningún concepto, debemos juzgar a nuestros semejantes!
    Desvergonzadamente prosiguió ella su interrogatorio. Los fervientes estudiosos de la Biblia recordarán quizá —como recordé yo entonces— a los ciegos hijos del diablo, viviendo de orgía en orgía, impúdicamente, en los tiempos anteriores al Diluvio.
    —Necesito saber algo relacionado con Mr. Luker, Godfrey.
    —Otra vez soy un hombre infortunado, Raquel.
    Ningún hombre sabe menos respecto a Mr. Luker que yo.
    —¿No lo habías visto anteriormente, antes de que te encontraras con él en el banco?
    —Jamas.
    —¿Lo has visto posteriormente?
    —Sí. Hemos sido interrogados juntos y separadamente por la policía.
    —Mr. Luker fue despojado de un recibo que le entregaron en la casa de su banquero, ¿no es así? ¿Por qué fue que recibió el mismo?
    —Por una gema valiosa que dejó en custodia en el banco.
    —Eso es lo que dicen los periódicos. Eso podrá satisfacer al lector común; pero no es suficiente para mí. En el recibo del banco debe decir de qué gema se trata, ¿no es así?
    —En el recibo bancario, Raquel —según he oído decir—, no se hace mención alguna de esa especie. Una gema valiosa de propiedad de Mr. Luker; depositada por Mr. Luker; sellada con el sello de Mr. Luker; y la cual será entregada sólo cuando la solicite personalmente Mr. Luker: eso es lo que consta en el recibo y cuanto yo sé al respecto.
    Ella hizo una pausa, luego que él terminó de hablar. Miró después a su madre y suspiró.
    Volvió a mirar a Mr. Godfrey y prosiguió.
    —Ciertos asuntos privados nuestros —dijo— han salido a la luz en los periódicos, ¿verdad?
    —Lamento tener que decir que sí.
    —Y ciertas gentes ociosas, enteramente desconocidas para nosotros, están esforzándose por hallar un nexo entre lo que ocurrió en nuestra casa de Yorkshire y lo que ha estado acaeciendo más tarde aquí en Londres, ¿no es cierto?
    —Mucho me temo que la curiosidad pública, en ciertos círculos, se haya encauzado por ese camino.
    —La misma gente que afirma que los tres desconocidos que te maltrataron a ti y a Mr.
    Luker eran los tres hindúes afirma también que la piedra preciosa… Aquí se detuvo. Gradualmente, durante los últimos minutos, había ido palideciendo más y más. La extraordinaria negrura de su cabello tornaba, por contraste, tan aterradora su palidez, que todos pensamos que habría de desmayarse cuando se interrumpió en ese instante en medio de su pregunta. Nuestro querido Mr. Godfrey hizo una segunda tentativa de abandonar su asiento. Mi tía le rogó a ella que se abstuviera de preguntar. Yo respaldé su palabra mediante un simple y medicinal ofrecimiento de paz, bajo la forma de un frasco de sales. Ninguno de los tres obtuvo el menor éxito con su actitud.
    —Godfrey, quédate aquí. Mamá, no tienes por qué alarmarte en lo más mínimo respecto a mí. Clack, te estás muriendo por conocer el desenlace de esto; no me desmayaré, expresamente, para ganarme tu agradecimiento.
    Éstas fueron, textualmente, sus palabras, que registré en mi diario apenas me hallé en casa.
    ¡Pero no juzguemos! ¡Amigos cristianos, no juzguemos! Miss Raquel se volvió nuevamente hacia Mr. Godfrey. Con terrible obstinación retomó el hilo del discurso en el mismo lugar en que lo había dejado cuando se detuvo y completó su pregunta con estas palabras:
    —Hace un minuto te hablé de lo que actualmente comentan las gentes de ciertos círculos.
    Contéstame claramente, Godfrey: ¿ha dicho alguna de esas personas que la valiosa gema de Mr. Luker es… la Piedra Lunar?
    En cuanto el nombre del diamante hindú hubo salido de los labios de ella, advertí un cambio en el rostro de mi admirable amigo. Su tez oscureció. Se desvaneció su cordial y suave disposición de ánimo, que es uno de sus mayores encantos. Una noble indignación inspiró su réplica.
    —Sí; lo han dicho —respondió—. Hay gentes que no vacilan en acusar a Mr. Luker de haber falseado la cosa para servir algún fin privado personal. Éste ha declarado una y otra, solemnemente, que antes de verse envuelto en el escándalo no había oído hablar jamás de la Piedra Lunar. Y esas gentes viles replican, sin que una mera sombra de verdad justifique sus palabras: "tendrá sus razones para ocultarlo; nos rehusamos a creer lo que afirma bajo juramento." ¡Vergonzoso!
    Raquel estuvo mirándolo de una manera muy extraña —no puedo decir con propiedad en qué forma— durante el tiempo en que él habló. Una vez que hubo terminado le dijo:
    —Considerando que Mr. Luker es sólo un amigo ocasional para ti; defiendes su causa, Godfrey, un tanto apasionadamente.
    Mi talentoso amigo le contestó con una de las réplicas más genuinamente evangélicas que he oído jamás.
    —Tengo la esperanza, Raquel, de haber defendido siempre la causa de los oprimidos, un tanto apasionadamente —dijo.
    El tono con que pronunció estas palabras hubiera sido capaz de fundir una piedra. Pero, ¡oh Dios mío!, ¿qué dureza hay, después de todo, en una piedra? Ninguna si se la compara con la del corazón de un ser degenerado.
    Ella le dirigió una mirada burlona. Enrojezco al recordarlo; se le burló a él en la cara.
    —Guarda esas bellas palabras para tus juntas femeninas, Godfrey. Estoy segura de que el escándalo en que se ha visto envuelto Mr. Luker no te ha perdonado a ti tampoco.
    Aun la apatía de mi tía se desvaneció ante esas palabras.
    —¡Mi querida Raquel —la amonestó—, no tienes en verdad derecho de afirmar tal cosa!
    —No lo hago para perjudicarlo, mamá…, sino por su bien. Ten un poco de paciencia conmigo y ya verás.
    Volviéndose hacia Mr. Godfrey lo miró con lo que al parecer era un súbito arranque de piedad. Llegó al extremo —al muy poco femenino extremo— de tomar su mano.
    —Estoy segura —dijo— de haber descubierto el motivo de tu repugnancia a hablar de este asunto delante de mi madre y de mí. Un desdichado accidente ha ligado tu nombre con el de Mr. Luker en el pensamiento de las gentes. Me has dicho ya lo que se dice de él, en este escándalo. ¿Qué es lo que se dice de ti respecto del mismo?
    Aun al escuchar eso nuestro querido Mr. Godfrey —siempre dispuesto a devolver bien por mal— se esforzó por perdonarla.
    —¡No me preguntes nada! —dijo—. Mejor será olvidarlo, Raquel…, realmente, mejor será dejar esto así.
    —¡Quiero saberlo! —gritó ella, fieramente, con su tono más alto de voz.
    —¡Díselo, Godfrey! —le suplicó mi tía—. ¡Nada podrá hacerle el daño que le está haciendo ahora tu silencio!
    Los bellos ojos de Mr. Godfrey se llenaron de lágrimas. Apeló ella con una postrer mirada, y exhaló por fin las palabras fatales:
    —Ya que lo quieres saber, Raquel…, he aquí lo que se dice de mí respecto a este escándalo: que la Piedra Lunar ha sido empeñada por mí y que se halla en calidad de prenda en manos de Mr. Luker.
    Ella saltó de su asiento y se puso en pie dando un chillido. Empezó a mirar ya hacia adelante ya hacia atrás, de mi tía a Mr. Godfrey, de tan frenética manera que parecía, realmente, haberse vuelto loca.
    —¡No me habléis! ¡No me toquéis! —exclamó rehuyéndonos a todos (¡afirmo que como un animal acorralado!) y retrocediendo hacia un rincón del cuarto—. ¡Esta es mi falta! Yo tengo que subsanarla. Me he sacrificado a mí misma… tenía el derecho de hacerlo, si es que me gustaba hacerlo. Pero arruinar a un hombre inocente; mantener un secreto que habrá de destruir su reputación para siempre…, ¡oh Dios mío, eso es algo demasiado horrendo!
    ¡No puedo soportar tal cosa!
    Mi tía se levantó a medias de su asiento y se dejó caer luego súbitamente en él. Me llamó con voz desmayada, indicándome una pequeña redoma que se hallaba en su costurero.
    —¡Rápido!—murmuró—. Seis gotas en agua. Que no te vea Raquel.
    En otras circunstancias me hubieran extrañado tales palabras. Pero no había ahora tiempo para pensar…. sólo cabía echar mano de la medicina. Nuestro querido Mr. Godfrey me ayudó inconscientemente a ocultarle a Raquel lo que yo estaba por hacer, al dirigirle a ésta algunas palabras para serenarla, en el otro extremo del cuarto.
    —En verdad…, en verdad, tú exageras —lo oí decir—. Mi reputación se halla en lo alto para que pueda ser destruida por un escándalo miserable y pasajero como éste. Todo caerá en el olvido dentro de una semana. No hablemos más de ello.
    Ella se mostró enteramente inaccesible a una generosidad tan grande como ésta. Prosiguió hablando, yendo de mal en peor.
    —Yo debo y habré de detener el escándalo —dijo ella—. ¡Mamá! Escucha lo que voy a decir. ¡Miss Clack!, escuche lo que voy a decir. Yo sé cuál fue la mano que se llevó la Piedra Lunar. Lo sé… —puso un gran énfasis en las palabras y golpeó con los pies en el piso, poseída por la cólera—. ¡Yo sé que Godfrey es inocente! ¡Llévame ante el juez, Godfrey! ¡Llévame ante el juez para jurarlo!
    Mi ama asió mi mano y cuchicheó:
    —Quédate un minuto o dos más aquí. Que Raquel no me vea.
    Yo advertí en su rostro un tinte azulado que me alarmó. Ella se dio cuenta de que yo estaba inquieta.
    —Las gotas me pondrán bien en uno o dos minutos —dijo. Y cerró los ojos, aguardando así durante un instante.
    Mientras esto ocurría pude oír cómo nuestro querido Mr. Godfrey la seguía amonestando suavemente.
    —No debes aparecer mezclada públicamente en este asunto —le dijo—. Tu reputación, mi queridísima Raquel, es algo demasiado puro y sagrado para jugar con ella.
    —¡Mi reputación! —dijo ella soltando una carcajada—. Vaya, se me ha acusado, Godfrey, tanto como a ti. El mejor detective de Inglaterra afirma que he robado mi propio diamante.
    Pregúntale lo que opina y te dirá que he empeñado la Piedra Lunar para pagar mis deudas privadas.—Se detuvo, corrió a través del cuarto, y cayó de rodillas a los pies de su madre— . ¡Oh mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Debí de estar loca, ¿no es cierto?, para no haber descubierto la verdad hasta ahora!
    Se hallaba demasiado excitada para advertir el estado de su madre; en un instante se puso en pie de nuevo y en otro se halló de regreso junto a Mr. Godfrey.
    —No dejaré que tú…, no dejaré que ningún hombre inocente sea acusado ni deshonrado por mi culpa. Si no quieres llevarme ante el juez, redacta entonces en un papel una declaración de inocencia, que yo habré de firmarla. Haz lo que te digo, Godfrey; de lo contrario, la escribiré yo misma a los diarios… ¡Saldré de aquí e iré diciéndolo a gritos por las calles!
    No diremos que era el remordimiento el que hablaba, sino simplemente la histeria. El indulgente de Mr. Godfrey la aplacó echando mano de una hoja de papel y extendiendo allí la declaración. Ella la firmó con una prisa febril.
    —Muéstrala en todas partes, sin preocuparte por mí —dijo, mientras se la devolvía—.
    Mucho me temo, Godfrey, que no te haya hecho justicia hasta ahora en mi pensamiento.
    Eres más desinteresado…, eres mejor hombre de lo que te creía. Ven aquí cuando puedas, que yo me esforzaré por reparar el daño que te he hecho.
    Le dio la mano. ¡Ay, esta débil naturaleza nuestra! ¡Ay, Mr. Godfrey! No sólo llegó a olvidarse en tal forma de sí mismo como para besarle la mano, sino que adoptó tal suavidad de tono al responderle, que, teniendo en cuenta la situación del momento, significaba poco menos que una concesión hecha al pecado.
    —Vendré, amadísima Raquel—dijo—, con la condición de que no volvamos a hablar de este odioso asunto.
    Jamás anteriormente había visto yo a nuestro Héroe Cristiano caer tan bajo como en esa ocasión.
    Antes de que ninguno de nosotros hubiese tenido tiempo de proferir una palabra, un golpe espantoso dado en la puerta de calle nos estremeció a todos. Asomándome a la ventana pude ver al Mundo, la Carne y el Demonio aguardando ante nuestra casa, personificados en un carruaje y unos caballos, un polvoriento lacayo y tres de las mujeres más audazmente trajeadas que haya visto jamás en mi vida.
    Raquel dio un respingo y compuso su persona. Luego cruzó el cuarto en dirección a su madre.
    —Han venido a buscarme para ir a la exposición floral—dijo—. Una palabra antes de irme, mamá. ¿No te he causado un disgusto?, ¿verdad que no?
    ¿Había que compadecerse o condenar ese embotamiento del sentido moral que la hacía dirigir una pregunta de esa índole, en semejante situación? Yo me inclino por el perdón.
    Apiadémonos de ella.
    Las lágrimas produjeron su efecto. La tez de mi pobre tía volvió a ser la de siempre.
    —No, no, querida—le dijo—. Ve con tus amigos y diviértete.
    Su hija se inclinó y la besó. Yo había abandonado ya la ventana y me hallaba junto a la puerta, cuando Raquel se aproximó para salir. Un nuevo cambio se había operado en ella:
    se hallaba bañada en lágrimas. Yo miré con simpatía el momentáneo ablandamiento de ese corazón obstinado, y me sentí inclinada a decirle unas pocas palabras de estímulo. Pero ¡ay!; mis bien inspiradas palabras de simpatía no hicieron más que ofenderla.
    —¿Qué significan esas palabras de consuelo? —me respondió en un murmullo áspero, mientras se dirigía hacia la puerta—. ¿No ves lo feliz que soy? Iré a la exposición floral, Clack, y me pondré el gorro más hermoso de Londres.
    Completó su hueco sarcasmo enviándome un beso que sopló sobre la palma de su mano…, y abandonó luego la habitación.
    Quisiera poder transmitir con palabras toda la compasión que sentí por esta miserable y descarriada muchacha, pero me encuentro tan escasamente dotada de elocuencia como de dinero. Permítanme ustedes que lo diga: mi corazón sangró por ella.
    Al regresar junto a la silla de mi tía, advertí que nuestro querido Mr. Godfrey se hallaba dedicado a la búsqueda de algo, aquí y allí, en las diferentes partes del cuarto. Antes de que pudiera ofrecerle ayuda había ya descubierto lo que buscaba. Regresó hacia donde estábamos su tía y yo, trayendo su declaración de inocencia en una mano y una caja de cerillas en la otra.
    —¡Querida tía, un pequeño complot! —dijo—. ¡Mi querida Miss Clack, una piadosa mentira que aun su elevada integridad moral sabrá excusar! ¿Le harán creer a Raquel que he aceptado este generoso sacrificio que la ha llevado a firmar este documento? ¿Y seréis tan buenas como para atestiguar que lo destruyo en vuestra presencia antes de abandonar la casa?
    Encendiendo una cerilla puso fuego al papel, colocándolo para que ardiera en un plato que había sobre la mesa.
    —Cualquier pequeño contratiempo que pueda yo sufrir no es nada —observó—, comparándolo con la importancia que tiene el preservar a un nombre tan puro del pecaminoso contacto del mundo. ¡Vaya!, hemos reducido esto a un minúsculo e inofensivo puñado de cenizas y nuestra querida e impulsiva Raquel no sabrá jamás lo que hemos hecho. ¿Cómo se sienten…? Mis preciosas amigas, ¿cómo se sienten? En lo que a esta pobre persona mía se refiere, puedo decir que me siento tan dichoso como un niño.
    Irradiando alegría volcó sobre nosotros su bella sonrisa, y nos tendió luego una mano a cada una. Yo me hallaba demasiado conmovida por esa noble acción como para intentar hablar. Cerré los ojos y llevé su mano, impulsada por una especie de olvido de mí misma, a mis labios. Él murmuró una suave amonestación. ¡Oh, el éxtasis, el puro y extraterrenal éxtasis de ese instante! Tomé asiento—difícilmente podría decir sobre qué— completamente extraviada en la exaltación de mis sentimientos. Cuando volví a abrir los ojos, sentí lo mismo que si bajase del cielo a la tierra. No vi más que a mi tía en la habitación. El había desaparecido.
    Me agradaría detenerme aquí… Me gustaría cerrar mi relato con el registro de esa noble acción de Mr. Godfrey. Desgraciadamente hay más, muchas más cosas que la inexorable presión pecuniaria del cheque de Mr. Blake me obliga a de ir. Los penosos descubrimientos que habrían de revelárseme durante mi visita a Montagu Square el día martes no pararon aquí.
    Hallándome a solas con Lady Verinder volví, naturalmente, al tema de su salud, haciendo referencia muy delicadamente a la ansiedad que demostrara por ocultarle su indisposición y la medicina ingerida a su hija.
    La réplica de mi tía me sorprendió enormemente.
    —Drusilla—me dijo (si es que no he dicho anteriormente que mi nombre de pila es Drusilla, permítanme que lo haga ahora)—, estás rozando, de la manera más inocente, lo sé, un asunto muy penoso.
    Yo me levanté instantáneamente. El decoro no me aconsejaba más que una alternativa…, la alternativa de alejarme luego de ofrecerle mis excusas. Lady Verinder me contuvo e insistió en que volviera a sentarme.
    —Has sorprendido un secreto —me dijo— que sólo le había confiado a mi hermana, Mrs.
    Ablewhite, y a mi abogado, Mr. Bruff; a nadie más que a ellos. Puedo confiar en su discreción y estoy segura de contar también con la tuya, cuando te haya puesto al tanto de lo ocurrido. ¿Tienes algún compromiso urgente, Drusilla, o puedes disponer de todo el tiempo esta tarde?
    Innecesario es decir que todo mi tiempo se hallaba a la entera disposición de mi tía.
    —Acompáñame, entonces —me dijo—, una hora más. He de decirte algo que, según creo, lamentarás mucho oír. Y habré de pedirte un favor después, si es que no me rehusas tu ayuda.
    Innecesario vuelve a ser que diga que, lejos de objetar tal ayuda, me hallaba pronta para prestarle toda la que se hallaba a mi alcance.
    —Puedes aguardar aquí—prosiguió—, hasta que llegue Mr. Bruff a las cinco. Y actuarás en calidad de testigo, Drusilla, cuando deba firmar yo mi testamento.
    ¡Su testamento! Me acordé de las gotas que viera en su costurero. Y también del tinte azulado que percibí en su rostro. Una luz que no era de este mundo —una luz que surgía de un sepulcro increado— alumbró solemnemente mi inteligencia. El secreto de mi tía había dejado de ser para siempre un secreto.

    CAPÍTULO III
    El respeto que siento por la pobre Lady Verinder me impidió insinuar siquiera que había descubierto la triste verdad antes de que abriera ella los labios. Aguardé en silencio su decisión; y, luego de haber resuelto en mi fuero interno decirle unas pocas palabras de consuelo en cuanto se presentara la oportunidad de hacerlo, me sentí preparada para cumplir cualquier deber que se me impusiera, por penoso que fuese.
    —He estado seriamente enferma, Drusilla, desde hace algún tiempo —comenzó a decirme mi tía—. Y, lo que es extraño, sin saberlo.
    Yo me acordé de las miles y miles de perecederas criaturas humanas que se hallaban en ese mismo instante enfermas del espíritu, sin saberlo ellas mismas. Y mucho temí que mi pobre tía perteneciera a esa multitud.
    —Sí, querida —le dije tristemente—. Sí.
    —He traído a Raquel a Londres, tú lo sabes, por consejo médico —prosiguió—. Y me pareció conveniente consultar a dos médicos.
    ¡Dos médicos! Y, ¡oh Dios mío, en el estado en que se halla Raquel, ni un solo sacerdote!
    —Sí, querida —dije una vez más—. ¿Y?
    —Uno de los médicos —prosiguió mi tía— me era desconocido. El otro había sido un viejo amigo de mi esposo y demostró siempre interés por mi persona. Luego de prescribirle el tratamiento a Raquel, manifestó que deseaba hablar a solas conmigo, en otro aposento. Yo esperaba, naturalmente, que me hiciera conocer algunas instrucciones especiales relativas a la curación de mi hija. Ante mi sorpresa asió mi mano gravemente y me dijo: "La he estado observando, Lady Verinder, no sólo con interés profesional, sino también personal. Se halla usted, mucho me temo, mucho más necesitada de urgente consejo médico que su hija.” Me hizo algunas preguntas que al principio me sentí inclinada a tomar ligeramente, hasta que observé que mis réplicas lo apenaban. Terminó la entrevista con el anuncio suyo de que vendría al día siguiente acompañado de un médico amigo, a una hora en que no se hallaría Raquel en la casa. La consulta —cuyo resultado me fue transmitido de la manera más cordial y afable— convenció a los dos facultativos de que había habido una preciosa pérdida de tiempo que no podría jamás recuperarse y que mi estado de salud escapaba a cuanto podía su ciencia hacer en mi favor. Desde hacía más de dos años había estado yo padeciendo una subrepticia dolencia al corazón, la cual, sin darse a conocer bajo ningún síntoma alarmante, fue minándome poco a poco hasta llevarme fatalmente a un estado ruinoso. Puedo vivir aún algunos meses o puedo también morir antes de que un nuevo día se deslice en torno mío… Los médicos no pueden ni osan afirmar, positivamente, otra cosa que ésa. Sería inútil negar, querida, que he pasado por algunos momentos angustiosos desde que me fue dado a conocer mi verdadero estado de salud. Pero estoy ahora más resignada y me hallo dispuesta a hacer lo posible para ordenar mis asuntos terrenos. Mi más grande motivo de preocupación reside en el hecho de que Raquel sea mantenida en la ignorancia, en cuanto a la verdad. Si la conociera atribuiría mi ruina física a la ansiedad provocada en mí por el diamante y se reprocharía a sí misma una cosa de la que ella, pobre niña, no es en modo alguno la culpable. Según los médicos, la dolencia surgió hace dos, si no tres años.
    Estoy segura de que sabrás guardar mi secreto, Drusilla…, porque estoy convencida de no ver más que sincera congoja y simpatía en tu semblante en este momento.
    ¡Congoja y simpatía! ¡Oh, qué emociones más paganas se aguardaban de una cristiana inglesa anclada sólidamente en su fe!
    Difícil le hubiera sido a mi pobre tía imaginar el raudal de devoto agradecimiento que inundó todo mi ser al acercarse ella al epílogo de su melancólica historia. ¡He aquí toda una brillante y útil carrera en perspectiva! ¡He aquí a una amada parienta, a una perecedera criatura humana, en la víspera de un gran cambio, completamente desapercibida para el mismo, e instigada, providencialmente instigada a revelarme su situación a mí! ¡Cómo describir la alegría que me produjo el recordar que los preciosos amigos clericales, en cuya ayuda podía confiar, podían contarse no de a uno o de a dos, sino por decenas y veintenas!
    Tomé a mi tía en mis brazos…, mi abrumadora ternura no se satisfacía ahora con nada que fuese menos que un abrazo. "¡Oh!—le dije con fervor—, cuán grande es el interés que me inspiras! ¡Oh! ¡Cuánto bien pienso volcar sobre ti, querida, antes de que nos separemos!” Luego de una o dos palabras de advertencia, a manera de prólogo ardoroso, le di a escoger entre tres preciosos amigos míos dedicados de la mañana a la noche a su labor piadosa en su propio vecindario; los tres afectuosamente inclinados a ejercitar sus dones, ante una sola palabra mía. Pero ¡ay!, la realidad fue mucho menos alentadora. La pobre Lady Verinder me miró perpleja y atemorizada y rechazó cuanto pude ofrecerle haciéndome la objeción puramente mundana de que no se encontraba con fuerzas para recibir a ningún extraño. Yo cedí…, por el momento, naturalmente. Mi larga experiencia (colectora y visitadora religiosa, bajo las órdenes de no menos de catorce bienamados amigos clericales, contándolos a todos) me sugirió que me hallaba ante un nuevo caso en el que debía recurrir a mis libros, que se ajustaban, todos ellos, a la actual emergencia, los cuales habían sido escritos para estimular, convencer, preparar, iluminar y fortificar a mi tía.
    —¿Leerás, querida? —le dije de la manera más persuasiva—. ¿Leerás, no es cierto, si te traigo algunos de mis preciosos volúmenes, doblados todos en la página indicada, y con señales a lápiz en los lugares en que debes detenerte y preguntarte a ti misma: "¿Tiene esto aplicación en mi caso?" —Aun este simple ruego —tan absorbente es la influencia pagana del mundo— pareció estremecer a mi tía. "Haré lo que pueda, Drusilla, para complacerte", me dijo, con una mirada de sorpresa que era a la vez instructiva y terrible. No había un instante que perder. El reloj que estaba sobre el mármol de la chimenea me informó que contaba apenas con el tiempo suficiente para precipitarme a casa, proveerme de las primeras series de lecturas selectas que encontrara a mano (una docena, diremos) y regresar a tiempo para encontrarme con el abogado y presenciar la firma del testamento de Lady Verinder. Prometiéndole fielmente estar de retorno a las cinco, dejé la casa para ejecutar mi piadosa misericordia.
    Cuando sólo se halla en juego mi interés personal, me conformo muy humildemente con ir de sitio en sitio en ómnibus. Permítanme que les dé una idea de mi devoción por mi tía, al recordar que en esa ocasión fui tan dilapidadora como para tomar un cabriolé.
    Llegué a mi casa, escogí y marqué la primera serie de lecturas y emprendí el regreso a Montagu Square con una docena de obras en un saco de noche, libros que no tienen rivales, estoy enteramente segura, en la literatura de ningún otro país de Europa. Le pagué al cochero el precio exacto del viaje. Lo recibió con un juramento y yo le entregué al punto un folleto. Difícilmente hubiera demostrado hallarse ese pobre desventurado más consternado si le hubiese puesto una pistola en la cabeza. Pegando un salto en el pescante y lanzando profanas exclamaciones de disgusto partió de allí furiosamente. ¡No obstante, todo fue inútil, tengo la dicha de poder decirlo! Sembré la buena semilla a despecho de él, al arrojar un segundo folleto adentro del cabriolé a través de la ventanilla.
    El criado que me abrió la puerta —no la persona con su gorro de cintas, ante mi gran alivio, sino el lacayo— me informó que el doctor había llegado y se encontraba aún encerrado arriba con Lady Verinder. Mr. Bruff, el abogado, había llegado hacía un minuto y se hallaba aguardando en la biblioteca. Yo también fui conducida allí para aguardar.
    Mr. Bruff pareció sorprenderse al verme. Era el abogado de la familia y nos habíamos encontrado en más de una ocasión anteriormente bajo el techo de Lady Verinder. Se trata, lamento tener que decirlo, de un hombre que ha crecido y envejecido al servicio del mundo.
    Un hombre que en sus horas de labor era el profeta elegido de la Ley y de Mammón, y en sus horas de ocio, culpable igualmente de leer una novela y destruir un folleto.
    —¿Ha venido usted para quedarse, Miss Clack? —me preguntó, dirigiendo una mirada hacia mi saco de noche.
    Revelarle el contenido de mi precioso bolso a una persona como ésa, equivaldría simplemente a invitarla a lanzar un diluvio de profanaciones. Descendiendo a su mismo nivel terrenal le mencioné el motivo de mi presencia en la casa.
    —Mi tía me ha informado que se halla a punto de firmar su testamento —le respondí—. Y ha sido tan buena como para pedirme que actúe en calidad de testigo.
    —¡Ay! ¡Ay! Bien, Miss Clack, podrá usted serlo. Tiene más de veintiún años y no la guía el menor interés pecuniario, en cuanto se relaciona con el testamento de Lady Verinder.
    ¡No tenía el menor interés pecuniario en cuanto al testamento de Lady Verinder! ¡Oh, cuán agradecida le estuve al oír estas palabras! Si mi tía, que poseía miles de libras, se hubiera acordado de esta pobre criatura que soy yo y para la cual cinco libras constituyen toda una meta; si mi nombre hubiese aparecido en el testamento, con un pequeño y estimulante legado adscrito al mismo, mis enemigos habrían quizá dudado del motivo que me impulsó a cargar con los más escogidos tesoros de mi biblioteca y habrían tratado de sacar provecho de mis débiles recursos, a raíz del despilfarro cometido al viajar en cabriolé. Ni el más cruel y burlón de todos ellos dudaría ahora. ¡Tanto mejor que así ocurriera!
    Fui despertada de estas consoladoras reflexiones por la voz de Mr. Bruff. Mi pensativo silencio pareció haber pesado sobre el espíritu de ese ser mundano, forzándolo, por así decirlo, a hablar contra su misma voluntad.
    —Y bien, Miss Clack, ¿cuáles son las últimas novedades en el terreno de la caridad?
    ¿Cómo se encuentra su amigo Mr. Godfrey Ablewhite, luego de la azotaina que le dieron esos bandidos en la Northumberland Street? ¡Vaya! En el club circula una linda historia en torno a este caritativo caballero.
    Yo había pasado por alto la forma en que este individuo observó que tenía más de veintiún años y que no albergaba interés pecuniario alguno respecto al testamento de mi tía. Pero el tono con que se refirió a mi querido Mr. Godfrey iba mucho más allá de lo que mi tolerancia podía soportar. Obligada como me sentía, luego de lo acaecido en mi presencia esa tarde, a asegurar la inocencia de mi admirable amigo, dondequiera que se trajese a colación el tema, debo reconocer a la vez que sentí la obligación de reforzar tan justiciero propósito, en el caso de Mr. Bruff, con un punzante castigo.
    —Vivo demasiado alejada del mundo —le dije—, y no tengo la ventaja, señor, de pertenecer a un club como usted. Pero ocurre que conozco la historia a que acaba usted de aludir; y sé también que mentira más vil que esa no ha sido jamás propalada.
    —Sí, sí, Miss Clack…, cree usted en su amigo. Muy natural. Mr. Godfrey Ablewhite comprobará que no es tan fácil convencer a las gentes en general como a una junta de damas caritativas. Las apariencias están todas, fatalmente, en contra suya. Se hallaba en la casa cuando desapareció el diamante. Y fue la primera persona que la abandonó para dirigirse a Londres, luego de ello. Son ésas dos feas circunstancias, señora, cuando se les observa a la luz de los posteriores eventos.
    Reconozco que debí haberlo puesto en su lugar antes de que prosiguiera hablando. Debería haberle dicho que estaba hablando sin tener en cuenta el testimonio que de la inocencia de Mr. Godfrey podía ofrecer la única persona innegablemente capacitada para hablar con pleno conocimiento de causa. Pero, ¡ay!, la tentación de conducir al abogado diestramente hasta su propia derrota era algo demasiado pesado para mí. Le pregunté qué había querido decir con eso de los "posteriores eventos…", con un tono de lo más inocente.
    —Por posteriores eventos, Miss Clack, quiero significar eventos en los cuales se han visto implicados los hindúes —prosiguió Mr. Bruff, adoptando un aire más y más superior hacia esta pobre criatura que soy yo, a medida que proseguía hablando—. ¿Qué es lo que hacen los hindúes en cuanto se les abren las puertas de la prisión de Frizinghall? Dirigirse inmediatamente a Londres y fijar su vista en la persona de Mr. Luker. ¿Qué es lo que dice Mr. Luker cuando acude por vez primera a la justicia en demanda de protección? Reconoce que ha sospechado que uno de los operarios de su establecimiento se halla en connivencia con los hindúes. ¿Puede haber una prueba moral más evidente, hasta aquí, de que los truhanes contaban con un cómplice entre los empleados de Mr. Luker y que sabían que la Piedra Lunar se encontraba en la casa de Mr. Luker? Muy bien. ¿Qué ocurre luego? Mr.
    Luker se siente preocupado (y con mucha razón) por la seguridad de la gema que se le ha entregado en calidad de prenda. La coloca entonces secretamente, según todas las apariencias, en la caja fuerte de sus banqueros. Maravillosa perspicacia la suya; pero los hindúes son, por su parte, tan perspicaces como él. Sospechan que el diamante es cambiado de un lugar a otro; y hallan la forma, singularmente osada y cabal, de aclarar sus sospechas.
    ¿A quién apresan para registrar? No solamente a Mr. Luker —lo cual es bien comprensible—, sino también a Mr. Godfrey Ablewhite. ¿Por qué? Mr. Ablewhite afirma que han obrado ciegamente, y sospechado de él por haberlo visto hablar accidentalmente con Mr. Luker. ¡Absurdo! Otra media docena de personas conversaron con Mr. Luker esa mañana. ¿Por qué no siguieron a los demás hasta sus casas y les tendieron la misma trampa? ¡No! ¡No! La explicación más sencilla es que Mr. Ablewhite sentía un interés oculto por la Piedra Lunar al igual que Mr. Luker, y que los hindúes se hallaban tan en la duda respecto a cuál de los dos se encontraba en posesión de la misma, que no contaron con otra alternativa que la de registrarlos a los dos. Eso es lo que dice la opinión pública, Miss Clack. Y la opinión pública no puede en este caso ser muy fácilmente refutada.
    Dijo estas últimas palabras con un aire de sabiduría tan maravillosamente sustentado por su vanidad mundana, que no pude realmente (para vergüenza mía lo digo) resistir la tentación de conducirlo un breve trecho más allá en ese camino, antes de apabullarlo con la verdad.
    —No pretendo argüir con un letrado tan hábil como usted —le dije—. Pero ¿le parece a usted, señor, que se es justo con Mr. Ablewhite cuando se pasa por alto la opinión del famoso funcionario de la policía de Londres que investigó este caso? Ni una sombra de sospecha recayó sobre nadie de la casa como no fuera sobre Miss Verinder, según la opinión del Sargento.
    —¿Quiere usted decir, Miss Clack, que se halla de acuerdo con el Sargento?
    —No soy juez de nadie, señor, ni doy opinión alguna.
    —Yo, por mi parte, cometeré ambas enormidades señora. Juzgo que el Sargento se ha equivocado completamente y doy mi opinión al afirmar que si aquél hubiese conocido el carácter de Miss Raquel como lo conozco yo, hubiese sospechado de cualquiera de la casa antes que de ella. Admito que tiene sus defectos; es reservada y terca, rara e indómita y distinta de las otras muchachas de su edad. Pero es fiel como el acero, magnánima y generosa hasta el exceso. Si la prueba más evidente del mundo apuntara en determinada dirección y tan sólo la palabra de honor de Raquel lo hiciera en sentido contrario, yo medeclararía en favor de su palabra y en contra de la evidencia, ¡abogado como soy! Palabras fuertes, Miss Clack; pero eso es lo que pienso en verdad.
    —¿Tendría usted algún inconveniente en ilustrar lo que piensa, Mr. Bruff, de manera que pueda yo estar completamente segura de que lo comprendo? Supongamos que halla usted a Miss Verinder insistentemente interesada por saber qué les ha ocurrido a Mr. Ablewhite y Mr. Luker. Supongamos que ella formula las más extrañas preguntas en torno a este espantoso escándalo y demuestra hallarse poseída por la más indomable agitación al enterarse del giro que el asunto va tomando.
    —Suponga usted lo que suponga, Miss Clack, no hará usted vacilar la fe que me inspira Raquel Verinder, en lo más mínimo.
    —¿Puede confiarse en ella hasta tal grado?
    —Absolutamente hasta ese punto.
    —Permítame entonces que le informe, Mr. Bruff, que Mr. Godfrey Ablewhite ha estado en esta casa hace menos de dos horas y que el pleno reconocimiento de su inocencia en lo que concierne a la desaparición de la Piedra Lunar ha sido proclamado por la propia Miss Verinder en el más violento lenguaje que escuché jamás salir de boca de una joven dama.
    Me gocé en el triunfo —triunfo impío, me temo, lo admito— que significaba el ver a Mr.
    Bruff enteramente confundido y aplastado por estas pocas palabras mías. Saltando de su asiento, se puso en pie y me clavó su vista en silencio. Yo permanecí sentada, inconmovible y procedí a narrar de manera exacta lo ocurrido.
    —¿Qué tiene usted que decir respecto a Mr. Ablewhite, ahora? —le pregunté, con la mayor suavidad que me fue posible utilizar, tan pronto como hube terminado.
    —Si Raquel ha certificado su inocencia, Miss Clack, no tengo el menor escrúpulo en decir que creo en su inocencia tan firmemente como usted. Me he dejado extraviar por las apariencias igual que el resto de las gentes y me entregaré ahora a la tarea de reparar el daño de la mejor manera a mi alcance refutando públicamente las escandalosas apreciaciones que se hagan en torno a su amigo, dondequiera que las oiga. Mientras tanto, permítame que la felicite por la forma magistral en que abrió el fuego graneado de sus baterías sobre mí, en el instante en que menos lo esperaba. Hubiera usted hecho grandes cosas en mi profesión, señora, de haber querido la suerte que fuese usted hombre.
    Dichas estas palabras se alejó de mi lado y comenzó a pasearse, irritado, de arriba abajo por el cuarto.
    Era evidente que la nueva luz que arrojé yo sobre el tema lo había convulsionado y sorprendido en forma extraordinaria. Ciertas expresiones que dejó escapar de sus labios mientras se engolfaba más y más en sus reflexiones sirvieron para sugerirme el abominable punto de vista que había hasta entonces sustentado respecto al misterio de la desaparecida Piedra Lunar. No había tenido el menor escrúpulo en sospechar a Mr. Godfrey autor de la infame acción de apoderarse del diamante y de atribuirle a Raquel la generosa intención de ocultar el crimen. De acuerdo con el testimonio de la propia Miss Verinder —autoridad completamente inexpugnable, como ya lo saben ustedes, de acuerdo con la opinión de Mr.
    Bruff—, la explicación de los hechos resultaba enteramente equivocada. La perplejidad en medio de la cual fue lanzada por mí esta alta autoridad en la materia era tan abrumadora, que no le fue posible ocultarla. "¡Qué problema!", lo oí decir cuando se detuvo junto a la ventana y empezó a tamborilear con sus dedos en el cristal. "No sólo desafía toda explicación, sino que se halla más allá de toda conjetura! “ Nada había en estas palabras que hiciese necesaria una réplica de mi parte… y, no obstante, ¡le contesté! Me parece increíble que no haya sido capaz, ni aun entonces, de dejar en paz a Mr. Bruff. Y parece que escapa a los límites de la mera maldad humana el hecho de que yo descubriera en las palabras que acababa de decirme una nueva oportunidad para tratar de convertirme en una persona desagradable para él. Pero… ¡ah, mis queridos amigos!, ¡la perversidad humana no tiene límites y todo se torna posible cuando nuestra débil naturaleza saca de nosotros todo el provecho que puede!
    —Perdóneme que lo interrumpa en sus reflexiones —le dije al desprevenido Mr. Bruff—.
    Pero ¿no existe acaso una posibilidad que no se nos ha ocurrido aún a ninguno de los dos?
    —Puede ser, Miss Clack. Confieso que ignoro cuál puede ser.
    —Antes de que hubiera sido tan afortunada, señor, como para convencerlo de la inocencia de Mr. Ablewhite, dijo usted que una de las razones que lo hicieron sospechar de él fue la circunstancia de que se hallara en la casa en el instante en que desapareció el diamante.
    Permítame recordarle que Mr. Franklin se encontraba también en ella en esa misma oportunidad.
    Nuestro viejo hombre mundano abandonó la ventana, colocó una silla exactamente enfrente de la mía y me miró con firmeza, mientras se sonreía con una sonrisa dura y maligna.
    —No es usted tan buena abogada, Miss Clack —observó en un tono meditabundo—, como había yo supuesto. No sabe usted dejarlo a uno en paz.
    —Mucho me temo que no pueda seguirlo, Mr. Bruff —le dije con modestia.
    —No me engañará con eso, Miss Clack…, no podrá engañarme con eso por segunda vez.
    Franklin Blake es el joven que yo más estimo; usted bien lo sabe. Pero ello no importa.
    Adoptaré su punto de vista, en esta ocasión, antes de que tenga usted tiempo de volverlo contra mí. Se halla usted enteramente en lo cierto, señora. He sospechado de Mr. Ablewhite por motivos que en abstracto justificarían también el sospechar de Mr. Blake. Muy bien; sospechemos, también, de éste. Encuadra enteramente con su carácter, diríamos, el acto de robar la Piedra Lunar. La única pregunta que cabe hacer ahora es si tenía algún interés en hacer tal cosa.
    —Que Mr. Franklin Blake tiene deudas —observé— es un asunto del dominio familiar.
    —Y que las de Mr. Godfrey Ablewhite no han alcanzado aún ese grado de desarrollo, también. Completamente cierto. Pero ocurre que surgen los escollos en el camino de su teoría, Miss Clack. Yo administro los bienes de Franklin Blake y me atrevo a informarle a usted que la gran mayoría de sus acreedores (sabiendo como saben que su padre es rico)
    siente una gran satisfacción al cargar sus intereses sobre sus deudas, mientras aguardan su dinero. esa es la primera dificultad…, bastante pronunciada por cierto. Ahora verá usted que la segunda lo es aún más. Me he enterado a través de esa fuente fidedigna que es la propia Lady Verinder de que su hija se hallaba dispuesta a casarse con Franklin Blake, antes de que el diabólico diamante hindú desapareciese de la casa. Lo había atraído y rechazado varias veces anteriormente. Pero le confesó a su madre que amaba al primo Franklin y su madre le confió el secreto al primo Franklin. Así es como, Miss Clack, se hallaba por un lado, frente a unos acreedores conformes con aguardar, y por el otro, ante la probable perspectiva de casarse con una rica heredera. Júzguelo usted, por todos los medios posibles, un pícaro; pero ¿me hará el favor de decirme por qué habría de robar la Piedra Lunar?
    —El corazón humano es inescrutable —le dije suavemente—. ¿Quién podrá sondearlo?
    —En otras palabras, señora —aunque no hubiese tenido ni una sombra de razón para apoderarse del diamante—, podría haberlo tomado no obstante, a causa de su natural depravación. Muy bien. Digamos que así lo hizo. ¿Por qué diablos…?
    —Usted dispense, Mr. Bruff. Pero si lo oigo otra vez referirse al diablo en esa forma, me veré obligada a abandonar la habitación.
    —Usted dispense, Miss Clack…; le prometo cuidar más la elección de mis palabras en adelante. Todo lo que quise preguntar fue esto. ¿Por qué —aun concediendo que tomase él el diamante— habría Franklin Blake de convertirse a sí mismo en la figura más llamativa de la casa al esforzarse por recuperar la piedra? Usted podrá sin duda responder que se propuso desviar astutamente las sospechas que pudieran recaer sobre su persona. Y yo le respondo que no tenía ninguna necesidad de hacerlo… ya que nadie sospechaba de él.
    Primeramente hurta la Piedra Lunar (sin el menor motivo) y a causa de su natural depravación; y luego desempeña un papel, en lo que concierne a la desaparición de la gema, que no tenía la menor necesidad de desempeñar y que lo lleva a inferirle una ofensa mortal a la joven que, de no ser por eso, se hubiera casado con él. Esta es la monstruosa conclusión a que arribará si intenta usted ligar el nombre de Franklin con la desaparición de la Piedra Lunar. ¡No, no, Miss Clack! Luego de lo que ha ocurrido hoy aquí entre nosotros dos, el punto muerto a que se ha llegado en este asunto es completo. Raquel es inocente (como su madre lo sabe y yo también lo sé), fuera de toda duda. Mr. Ablewhite es igualmente inocente…, o Raquel no lo hubiese jamás certificado. Y la inocencia de Franklin Blake, como ya lo ha visto usted, se desprende irrefutablemente de los mismos hechos. Por una parte nos hallamos enteramente seguros de estas cosas. Y por otra, tenemos la misma completa certidumbre de que alguien ha traído la Piedra Lunar a Londres y de que Mr. Luker o su banquero están secretamente en posesión de ella en este instante. ¿Para qué servirá mi experiencia, para qué servirá la de ninguna persona en un asunto de esta índole?
    Este se burla de mí, como se burla de usted, y de todo el mundo.
    No…, no de todo el mundo, pues no se había burlado del Sargento Cuff. Me hallaba a punto de mencionar este detalle con la mayor dulzura posible y las más grandes protestas en contra del hecho de que se me supusiera inclinada a arrojar una mancha sobre el nombre de Raquel…, cuando apareció el criado para anunciarnos que el doctor había partido y que mi tía se hallaba lista para recibirnos.
    Esto puso término a la discusión. Mr. Bruff reunió sus papeles con el aspecto de hallarse un tanto fatigado a raíz del esfuerzo desplegado durante nuestra conversación. Yo eché mano de mi bolso repleto de preciosas publicaciones, sintiéndome aún capaz de proseguir hablando durante horas y horas. En silencio nos dirigimos hacia el aposento de Lady Verinder.
    Permítanme añadir aquí, antes de que el curso de mi relato nos lleve hacia nuevos eventos, que si he descrito lo acaecido entre el ahogado y yo, lo he hecho ,. teniendo en vista un propósito definido. Se me ha ordenado incluir en mi colaboración respecto a la horrenda historia de la Piedra Lunar no sólo un claro esquema del curso seguido por las sospechas, sino también especificar los nombres de las personas sobre quienes recaían las sospechas en la época en que se sabía que el diamante hindú se hallaba en Londres. Una reproducción de la charla mantenida en la biblioteca con Mr. Bruff me ha parecido que era la manera exacta de corresponder a ese propósito, mientras que, al mismo tiempo, poseía este recurso la gran ventaja moral de exigir de mi parte un sacrificio esencial de mi amor propio. Se me ha obligado a reconocer que mi flaca naturaleza se aprovechó de mí de la mejor manera posible. Al hacer esta humillante confesión saco yo de ella ahora el mejor partido posible.
    El equilibrio moral ha sido recuperado; la atmósfera espiritual ha vuelto a aclararse.
    Queridos amigos, podemos ahora continuar.

    CAPÍTULO IV
    La ceremonia de la firma del testamento llevó mucho menos tiempo que el que yo había supuesto. Todo fue hecho precisamente, en mi opinión, con una indecente premura.
    Samuel, el lacayo, fue mandado llamar para actuar en calidad de segundo testigo… y la pluma fue colocada de súbito en la mano de mi tía. Yo experimenté la urgente necesidad de decir unas pocas palabras apropiadas a tan solemne ocasión. Pero los modales de Mr. Bruff me convencieron de que sería más prudente reprimir ese impulso en tanto se hallara él en la habitación. En menos de dos minutos todo había terminado, y Samuel, perdida la ocasión de beneficiarse con mis palabras, se hallaba ya de regreso al piso bajo.
    Mr. Bruff plegó el testamento y fijó luego sus ojos en mí, aparentemente preguntándose si pensaba yo dejarlo o no a solas con mi tía. Yo tenía que dar aún cumplimiento a mi piadosa misión y me encontraba lista con mi bolso de preciosas publicaciones sobre el regazo. Era lo mismo que si hubiese intentado él conmover a la Catedral de San Pablo con su mirada cuando esperó conmoverme a mí con sus ojos. Poseía este hombre un mérito, debido, sin duda, a su educación mundana, que no tengo yo la intención de negarle. Era muy ágil para percibir las intenciones. Me pareció que mis palabras produjeron en él el mismo efecto que le habían producido al cochero. También él lanzó una expresión profana y se retiró con violenta premura, dejándome dueña del campo.
    Tan pronto como nos encontramos solas, se reclinó mi tía en el sofá y comenzó luego a hablar de su testamento, con el aspecto de hallarse un tanto confundida.
    —Espero que no habrás de pensar que te he olvidado, Drusilla —me dijo—. Tengo el propósito de entregarte tu pequeño legado, querida, con mis propias manos.
    ¡He aquí una brillante oportunidad! Yo la apresé al vuelo. En otras palabras, abrí instantáneamente mi bolso y extraje la publicación que se hallaba más próxima a mi mano.
    Resultó ser ésta una primitiva edición —sólo la vigesimaquinta— de la famosa obra anónima, escrita, según se cree, por la bienamada Miss Bellows, y titulada La serpiente en casa. El objeto de la obra —con la cual el lector moderno quizá no se halle familiarizado— es demostrar cómo el Maligno acecha en medio de las acciones más aparentemente inocentes de nuestra vida cotidiana. Los capítulos que más adaptan a la reflexión femenina son los siguientes: "Satán en el cepillo para la cabeza", "Satán tras el espejo", "Satán bajo la mesa del té", "Satán espiando desde la ventana"…, y muchos otros.
    —Presta atención, querida tía, a este libro precioso…, y me entregarás luego todo lo que te pida.
    Con estas palabras le alargué el volumen abierto en determinado pasaje marcado…; ¡un continuo estallido de la más ardiente elocuencia! Su tema: Satán en medio de los cojines del sofá.
    La pobre Lady Verinder, reclinada desaprensivamente sobre los cojines de su propio sofá, le echó una ojeada al libro y me lo devolvió, mirándome más confundida que nunca.
    —Mucho me temo, Drusilla —me dijo—, que tendré que aguardar a que me encuentre un poco mejor, antes de leer esto. El doctor… En cuanto nombró al doctor adiviné lo demás. Una y otra vez en el pasado, durante mis andanzas en medio de mis perecederos semejantes, los miembros de esa profesión notoriamente infiel que es la Medicina se interpusieron entre mi persona y mi labor piadosa… con la miserable excusa de que el paciente requería descanso y de que entre todas las influencias susceptibles de perturbarlo no había otra a la cual temieran más que a la ejercida por Miss Clack y por sus libros. Y era precisamente ese mismo y ciego materialismo, accionando arteramente a mis espaldas, el que intentaba ahora despojarme del único derecho de propiedad que mi pobreza podía reclamar…, el derecho de propiedad espiritual, en lo que se refería a mi tía moribunda.
    —El doctor me ha dicho —prosiguió mi pobre y descarriada parienta— que no me encuentro muy bien hoy. Me ha prohibido ver a cualquier extraño y me ha ordenado que si leo algo, lo poco que lea habrá de ser en libros de lo más ligeros y entretenidos. "Evite, Lady Verinder, todo lo que tienda a fatigar su cabeza y a acelerar su pulso". Esas fueron sus últimas palabras, Drusilla, antes de partir.
    No hubo más remedio que ceder otra vez…, por el momento, al menos, igual que anteriormente. Cualquiera franca afirmación de mi parte respecto a la importancia infinitamente mayor de mis servicios, comparados con los del médico, sólo hubiera servido para provocar en el doctor el deseo de practicar sobre la humana flaqueza de su paciente, amenazándolo a éste con hacer abandono del caso. Felizmente hay otros métodos para sembrar la buena semilla y pocas personas se hallan más versadas en ellos que yo.
    —Quizá dentro de una o dos horas, querida, te encuentres mejor —le dije—. O tal vez despiertes mañana por la mañana con la sensación de que necesitas algo que este humilde volumen será capaz de brindarte. ¿Me permites que te deje el libro, tía? ¡Difícilmente hallará el doctor motivo alguno para oponerse a ello!
    Deslicé el libro debajo de los cojines del sofá, mitad hacia adentro, mitad hacia afuera, cerca de su pañuelo y de su redoma de sales. Toda vez que su mano fuese en busca de cualquiera de estas dos cosas, habría de rozar el libro y, tarde o temprano (¿quién lo sabe?), el libro podría rozarle el alma a ella. Luego de haber dispuesto así las cosas, consideré lo más prudente retirarme.
    —Permíteme partir, querida tía, para que puedas reposar; vendré otra vez mañana.
    Accidentalmente dirigí mi vista hacia la ventana al pronunciar estas palabras. Se hallaba aquélla atestada de flores en cajas y potes. Lady Verinder sentía una pasión extravagante por esos tesoros perecederos y tenía la costumbre de levantarse de vez en cuando para ir a mirarlas y oler su perfume. Una nueva idea cruzó como un rayo por mi mente.
    —¡Oh! ¿Puedo tomar una flor?—le pregunté, y avancé hacia la ventana, sin despertar así sus sospechas.
    En lugar de quitar de allí una flor añadí otra, en la forma de un nuevo libro extraído de mi bolso, al cual coloqué, para sorprender a mi tía, en medio de las rosas y los geranios. Fue entonces cuando se me ocurrió la feliz idea: "¿Por qué no hacerle a la pobre el mismo bien en cada una de las otras habitaciones a las cuales habría de entrar?" Le dije inmediatamente adiós y, luego de cruzar el vestíbulo, me deslicé en la biblioteca. Samuel, que subió para guiarme a la salida, supuso que ya me había ido y volvió a descender la escalera. Sobre la mesa de la biblioteca advertí dos de esos "libros entretenidos" que el infiel doctor le recomendara. Instantáneamente los hice desaparecer cubriéndolos con dos de mis preciosas publicaciones. En el cuarto del desayuno hallé al canario favorito de mi tía cantando en su jaula. Ella tenía la costumbre de alimentar al pájaro por sí misma. Cierta cantidad de hierba cana había desparramada sobre la mesa que se encontraba exactamente debajo de la jaula.
    Coloqué, pues, un libro, en medio de la hierba cana. En la sala se me presentaron más felices oportunidades de vaciar mi bolso. Las piezas musicales favoritas de mi tía estaban sobre el piano. Deslicé entre ellas dos nuevos volúmenes. Coloqué después otro en la sala trasera, debajo de cierto bordado inconcluso, que sabía era ejecutado por Lady Verinder.
    Una tercera y pequeña habitación se hallaba detrás de la sala trasera, de la cual se encontraba separada por una cortina en lugar de una puerta. El antiguo y sencillo abanico de mi tía reposaba sobre el delantero de la chimenea. Luego de abrir mi noveno volumen en su pasaje especialmente importante, lo coloqué allí disponiendo encima el abanico a manera de indicador. Se me presentó entonces el problema de si debía o no ir más arriba todavía y esforzarme por alcanzar el piso de los dormitorios, corriendo el riesgo, naturalmente, de ser insultada, en caso de que me descubriera en las regiones más altas de la casa la persona del gorro con cintas. Pero, ¡oh!, ¿qué importaba eso? Miserable cristiano es aquél que le teme al insulto. Ascendí la escalera dispuesta a afrontar cualquier cosa.
    Todo estaba en silencio y desierto; supongo que era ésa la hora en que los criados tomaban el té. El cuarto de mi tía se hallaba enfrente de mí. La miniatura de mi difunto y querido tío, Sir John, colgaba en el muro opuesto a la cama. Pareció sonreírme, y luego hablarme:
    "¡Drusilla!, deja aquí un libro." Había una mesa a cada lado del lecho de mi tía. Como tenía insomnio necesitaba o creía necesitar muchos objetos de noche. Coloqué un libro próximo a las cerillas, en un lado, y otro debajo de la caja de las pastillas de chocolate que se encontraba en la mesa opuesta. Ya sea que necesitara alumbrarse o requiriese una pastilla, he ahí que sus ojos o sus manos habrían de tropezar con alguno de esos valiosos volúmenes que le dirían en cada caso: "¡Tómame y pruébame!, ¡pruébame!" Pero quedaba un libro en el fondo de mi bolso y un solo cuarto sin haber sido explorado, el baño, que daba a la alcoba y dentro del cual atisbé; la sagrada voz interior que nunca me engaña murmuró en mis oídos: "Le has salido al encuentro, Drusilla, en todas partes; sorpréndela ahora en el baño y habrás cumplido tu misión". Reparé en un peinador que había sido arrojado sobre una silla. Tenía aquél un bolsillo y fue en ese bolsillo donde coloqué mi último volumen.
    ¿Podría acaso palabra alguna expresar la sensación del deber cumplido que experimenté cuando, luego de escabullirme de la casa, inadvertida por todos, me encontré en la calle con el bolso vacío bajo el brazo? ¡Oh mis terrenales amigos que persiguen a ese fantasma que es el Placer, en medio del pecaminoso laberinto del Desenfreno, cuán fácil es ser dichoso:
    sólo basta con ser bueno!
    Cuando doblé esa noche mis prendas, cuando reflexioné acerca de las genuinas riquezas que desparramé con pródiga mano de arriba abajo en la casa de mi acaudalada tía, afirmo que me sentí tan libre de toda preocupación, como si me hubiera tornado de nuevo en una niña. Tan alado sentí mi corazón que me puse a cantar un verso de la Oración de la Noche.
    Tan alado lo sentí, que caí dormida antes de que hubiera tenido tiempo de cantar el siguiente. ¡Enteramente igual que una niña otra vez!, ¡enteramente igual que una niña otra vez!
    Así fue como pasé una noche venturosa. Al levantarme al día siguiente, ¡cuán fresca me sentí! Podría añadir, cuán joven era mi apariencia, si es que me atreviese a demorarme en las cosas que le conciernen a mi cuerpo perecedero. Pero, como no soy capaz de hacerlo…, no añado una sola palabra.
    Hacia la hora del almuerzo —no para halagar a la criatura humana, sino para tener la seguridad de encontrarme con mi querida tía— me puse el gorro para ir a Montagu Square.
    Justamente en el instante en que me disponía a partir, asomó la cabeza por el vano de la puerta la doncella del alojamiento en el cual entonces me hospedaba, para decirme: "El criado de Lady Verinder desea ver a Miss Clack.” Yo ocupaba el piso en que se hallaba la sala de recibo, durante mi permanencia en Londres en esa época. La sala de enfrente hacía las veces, para mí, de gabinete. Muy pequeña era en verdad, de cielo raso muy bajo y muy pobremente amueblada…, pero, ¡oh, tan pulcra! Me asomé al pasillo para averiguar cuál de los criados de Lady Verinder había preguntado por mí. Se trataba de Samuel, el joven lacayo…, un sujeto muy cortés, rubicundo, de apariencia dócil y modales muy obsequiosos. Siempre había experimentado una especie de interés espiritual por Samuel y deseé probarlo mediante un serio intercambio de palabras. En esa ocasión lo invité a pasar a mi gabinete.
    Entró en él con un gran paquete bajo el brazo. Luego de depositarlo sobre el piso pareció asustarse del mismo.
    —Con el cariño de mi ama, señorita; y me dijo que le anunciara que hallará una carta dentro.
    Luego de transmitirme el mensaje, el rozagante y joven lacayo me sorprendió con su aspecto, el cual me dio a entender que no deseaba otra cosa más que huir.
    Lo detuve para hacerle algunas preguntas. ¿Hallaría a mi tía si me dirigía a Montagu Square? No: había salido de paseo. Miss Raquel la acompañaba y Mr. Ablewhite tomó asiento, también, en el carruaje. Enterada como estaba yo del enorme retraso en que se hallaba nuestro querido Mr. Godfrey respecto de sus labores de caridad, me extrañó que saliese de paseo como cualquier hombre ocioso. Ya en la puerta lo retuve a Samuel para hacerle otras pocas preguntas cordiales. Miss Raquel pensaba asistir a un baile esa noche y Mr. Ablewhite resolvió ir a tomar el café a Montagu Square y acompañarla al mismo. Para el día siguiente estaba anunciado un concierto matinal y se le ordenó a Samuel que hiciera reservar asientos para un grupo numeroso, en el que estaba incluido Mr. Ablewhite. "Todas las entradas estarán ya vendidas, miss", dijo el inocente muchacho, "si no corro y las compro en seguida". Echó a correr mientras decía estas palabras… y volví entonces a encontrarme a solas conmigo misma y con ciertos angustiosos pensamientos en que ocuparme.
    Teníamos esa noche una reunión especial las integrantes de la Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos convocada expresamente con miras a obtener el consejo y la ayuda de Mr. Godfrey. ¡Y en lugar de auxiliar a la hermandad que sufría bajo el peso de un agobiante torrente de pantalones, peso éste que mantenía enteramente postrada a nuestra pequeña comunidad, había él resuelto ir a tomar café a Montagu Square y asistir luego al baile! La tarde del día siguiente había sido escogida para llevar a cabo el festival de la Sociedad Supervisora de los Amantes Dominicales de las Criadas de las Damas Británicas.
    ¡Y en lugar de hacer acto de presencia en el mismo, el alma y centro de esa batalladora institución se comprometió para integrar una partida de gentes mundanas que asistiría a un concierto dominical! Me pregunté a mí misma: "¿Qué quiere decir esto?" ¡Ay!; significaba que nuestro Héroe Cristiano se hallaba a punto de revelárseme bajo un nuevo aspecto y por presentárseme en la mente asociado a la figura precisa de uno de los más horrendos apóstatas de los tiempos modernos.
    Retornemos, no obstante, a los hechos de ese día. Al hallarme sola en el cuarto, mi atención recayó, naturalmente, en el paquete que tan extrañamente intimidara, al parecer, al joven y rozagante lacayo. ¿Me enviaba mi tía el legado prometido, y había éste adoptado la forma de un montón de ropas en desuso o de cucharas de plata gastadas o de un conjunto de joyas fuera de moda o cualquier otra cosa de esa índole? Lista para aceptar lo que fuera y no ofenderme por nada, abrí el envoltorio… y ¿qué es lo que vieron mis ojos? Los doce hermosos volúmenes que había yo sembrado por la casa la víspera, los cuales me eran devueltos en cumplimiento de las órdenes impartidas por el doctor. ¡Razón había tenido el joven Samuel para encogerse de temor cuando introdujo el paquete en mi cuarto! ¡Razón también para echar a correr una vez que hubo cumplido su ruin misión! En lo que atañe a la carta de mi tía, la pobre sólo me anunciaba en ella lo siguiente: que no se atrevía a desobedecer a su médico.
    ¿Qué correspondía hacer ahora? Con mi experiencia y mis principios, jamás he tenido un solo instante de duda.
    Una vez que se siente apoyado por su conciencia, una vez que se ha embarcado en una misión de patente utilidad, el verdadero cristiano nunca cede. Ni los influjos públicos ni los privados producen el menor efecto sobre nosotros, cuando nos hemos decidido a llevar a cabo una misión. Los tributos podrán ser la consecuencia de una misión; el motín también su desenlace; la guerra, en otras ocasiones, su resultado; nosotros seguimos en nuestra faena sin tener para nada en cuenta los móviles que impulsan al mundo en torno nuestro.
    Nos hallamos por encima de la razón; más allá del ridículo; no miramos con los ojos ajenos, ni escuchamos con los oídos de los demás, como tampoco sentimos con otro corazón que no sea el propio. ¡Magnífico, glorioso privilegio! ¿Y cómo es que se lo gana?
    ¡Ah, mis amigos; pueden ahorrarse el trabajo de meditar sobre ello! Unicamente nosotros podemos alcanzarlo…, porque sólo nosotros obramos siempre virtuosamente.
    En lo que se refiere al caso de mi descarriada tía, la forma que debía adoptar mi labor de pía perseverancia se me reveló por sí misma con claridad meridiana.
    Toda acción preparatoria de acuerdo con mis amigos clericales fracasó debido al rechazo de Lady Verinder. Toda acción similar por intermedio de los libros se vio frustrada por la infiel obstinación del médico. ¡Que así fuera! ¿Qué correspondía hacer ahora? La próxima sería probar: "Iniciación a través de Pequeñas Notas". En otras palabras, habiendo sido devueltos los libros, habrían de enviarse, copiados por diferentes manos, algunos por correo y otros personalmente con el fin de que fueran desparramados por la casa de acuerdo con el plan puesto en práctica por mí el día anterior, selectos fragmentos de esos libros, a manera de epístolas dirigidas a mi tía. Bajo la forma de misivas no habrían de despertar la menor sospecha y como tales habrían de ser abiertas…, y una vez abiertas, quizá fueran leídas.
    Algunas las escribí yo misma. "Querida tía: ¿puedo reclamar tu atención para estas pocas líneas?", etc. "Querida tía: leyendo anoche un libro, di por casualidad con el siguiente pasaje", etc. Otras fueron escritas para mí por algunas de mis inapreciables compañeras de labor pertenecientes a la hermandad de la Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos. "Querida señora: perdón por el interés demostrado hacia su persona para esta fiel aunque humilde amiga suya." "Querida señora: ¿permitirá usted que una persona seria la sorprenda con unas pocas palabras de aliento?" Utilizando éste y otros métodos similarmente amables, volvimos a introducir en la casa todos esos valiosos fragmentos de mis libros, bajo una forma que ni aun la vigilancia positivista del médico sería capaz de sospechar siquiera. Antes de que las sombras de la noche se volcaran sobre nosotros, tenía yo en mis manos doce epístolas instructivas para mi tía, en lugar de una docena de libros estimulantes. Seis de ellas, decidí despacharlas inmediatamente por correo y las otras seis las guardé en mi bolsillo con el propósito de distribuirlas en la casa, personalmente, al día siguiente.
    Poco después de las dos, de nuevo en el campo de batalla donde contiende la piedad, golpeé la puerta de Lady Verinder y le dirigí nuevas y cordiales preguntas a Samuel en el umbral.
    Mi tía había pasado una mala noche. Se hallaba ahora en el mismo cuarto en que yo actuara en un sofá y esforzándose por dormir un poco. Yo le dije que aguardaría en la biblioteca, con la esperanza de poder verla. En el celo y fervor desplegados en la tarde en distribuir la correspondencia, no se me ocurrió en ningún momento preguntar por Miss Raquel. La casa se hallaba silenciosa y había ya pasado la hora señalada para la iniciación de la velada musical. Yo di por un hecho la circunstancia de que tanto ella como su partida de buscadores de placer (Mr. Godfrey, ¡ay!, entre ellos) se hallarían en el concierto y me consagré ardientemente a mi piadosa labor, mientras se me ofrecía la oportunidad y contaba con el tiempo suficiente para hacerlo.
    La correspondencia matinal de mi tía —incluso las cartas estimulantes que yo había despachado la noche anterior— reposaba intacta sobre la mesa de la biblioteca. Sin duda no se había sentido con las fuerzas suficientes como para afrontar la tarea de habérselas con esa montaña de cartas…, y quizá, de entrar allí más tarde, se espantara ante su número.
    Coloqué una perteneciente a la segunda serie de seis epístolas sobre el delantero de la chimenea, con el fin de que atrajera su atención a causa de su solitaria ubicación, lejos de todas las demás. Coloqué intencionalmente una segunda carta sobre el piso del cuarto del desayuno. El primer doméstico que entrara allí habría de suponer sin duda que se le había caído a mi tía y pondría especial cuidado en devolvérsela. Sembrada en esta forma la planta baja, eché a correr ligeramente escalera arriba para esparcir de inmediato mis mercedes sobre el piso de la sala.
    Exactamente en el instante en que penetraba en el cuarto que da a la calle, escuché un llamado doble en la puerta exterior…, un suave, tembloroso y prudente golpeteo. Antes de que hubiese tenido tiempo de escurrirme para regresar a la biblioteca (en donde se suponía en la casa que debía estar yo aguardando), el dinámico y juvenil lacayo se hallaba ya en la puerta respondiendo al llamado. Poco importaba, pensé. En el estado actual de mi tía, no se le daba entrada en la casa a ningún visitante. Ante mi asombro y mi horror, el autor del prudente golpeteo constituyó una excepción a la regla general. Desde arriba oí que la voz de Samuel, luego de haber aparentemente respondido a algunas preguntas que no pude captar, decía inequívocamente: "Tenga la bondad de subir, señor." En seguida escuché un rumor de pasos—pasos de hombre—que se aproximaban al piso superior, donde se encuentra la sala. ¿Quién podía ser ese privilegiado visitante masculino? Casi en el mismo instante en que me lo pregunté, se me ocurrió la respuesta. ¿Quién podía ser sino el médico?
    De haberse tratado de cualquier otra persona, no me hubiese importado dejarme descubrir en la sala. Nada de extraño hubiera habido en el hecho de que, cansada de la biblioteca, hubiese subido allí en procura de un cambio. Pero mi propio decoro me impedía encontrarme con la persona que me había ultrajado al enviarme de vuelta los libros. Me deslicé, pues, en el tercer cuartito, que comunicaba, según ya he dicho, con la antesala, y dejé caer las cortinas que cerraban el vano libre de la puerta. Sólo tenía que aguardar allí uno o dos minutos, para que los hechos arribaran al epílogo acostumbrado en tales casos, o sea, para que el doctor fuese conducido hasta el aposento del enfermo.
    Aguardé uno o dos minutos, y luego, un poco más. Pude oír cómo el visitante se paseaba, inquieto, de arriba abajo por el cuarto. Lo oí también hablar consigo mismo. Y llegué aún a imaginarme que reconocía su voz. ¿Me había equivocado? ¿Era el doctor o alguna otra persona? ¿Mr. Bruff, por ejemplo? ¡No! Un infalible instinto me decía que no se trataba de Mr. Bruff. Quienquiera que fuese seguía conversando consigo mismo. Separando las pesadas cortinas con el fin de abrir la más pequeña abertura que pueda abrirse en lugar alguno de la tierra, me puse a escuchar.
    Las palabras que llegaron entonces a mis oídos fueron éstas: "¡Lo haré hoy mismo!" Y la voz que las pronunció fue la de Mr. Godfrey Ablewhite.

    CAPÍTULO V
    Mi mano soltó la cortina. ¡Pero no crean ustedes —¡oh, no crean!—que el azoramiento espantoso provocado por la situación en que me hallaba era la idea central que albergaba en mi mente! Tan fervoroso seguía siendo el interés fraternal que sentía por Mr. Godfrey, que en ningún momento me detuve para preguntarme a mí misma por qué razón no se encontraba aquél escuchando el concierto en ese instante. ¡No! Sólo reparé en las palabras —las alarmantes palabras—que acababan de surgir de sus labios. Lo haría hoy. En un tono terriblemente decidido había dicho que lo haría hoy. ¿Qué? ¡Oh! ¿Qué es lo que haría él hoy? ¿Algo aún más lamentablemente indigno de su persona que lo que ya había hecho?
    ¿Renegaría de su fe? ¿Nos abandonaría a nosotras, las de la Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos? ¿Había sido, la que viéramos últimamente, la postrer sonrisa angelical que habríamos de ver en la sala de reuniones, y la que oyéramos hacía poco, la última demostración de su elocuencia sin paralelo, en Exeter Hall? Tan grande fue la excitación que experimenté ante la mera sospecha de estas horribles eventualidades relacionadas con un hombre de semejante talla, que creo hubiera sido capaz de lanzarme precipitadamente fuera de mi escondite para implorarle en nombre de todas las Juntas Femeninas de Londres que se explicara. ., de no haber sido porque, repentinamente, se oyó otra voz en el cuarto. La voz atravesó las cortinas; era ruidosa, atrevida y carente de todo encanto femenino ¡Era la voz de Raquel Verinder!
    —¿Por qué has subido aquí, Godfrey? —le preguntó—. ¿Por qué no fuiste a la biblioteca?
    El se rió suavemente y respondió:
    —Miss Clack se halla en la biblioteca.
    —¡Clack en la biblioteca!
    E instantáneamente se dejó caer ella sobre la otomana que se encontraba en la antesala.
    —Tienes razón, Godfrey. Mucho mejor será aquí. Un momento antes me había sentido poseída por un ardor febril y por la duda respecto a lo que me correspondía hacer de inmediato. Ahora me había enfriado y no dudaba en absoluto. Tornarme visible, luego de lo que escuchara allí era imposible. Toda retirada —como no fuera hacia el interior de la chimenea— debía ser también desechada. El martirio me aguardaba. Para hacerme justicia a mí misma, arreglé silenciosamente las cortinas de manera de poder ver y escuchar. Y me dispuse entonces a afrontar el martirio con el mismo valor de un cristiano primitivo.
    —No te sientes en la otomana —prosiguió la joven—. Arrima una silla, Godfrey. Me agrada ver a la gente sentada enfrente de mí cuando converso con ella.
    El echó mano de la silla más próxima. Se trataba de un asiento bajo. Era muy alto y de una talla varias veces mayor que la que exigía la silla. Jamás observé sus piernas en más desventajosa posición.
    —¿Y bien? —prosiguió ella—. ¿Qué les has dicho?
    —Exactamente lo que tú me dijiste a mí, querida Raquel.
    —¿Que mamá no se encuentra del todo bien hoy? ¿Y que yo no deseaba de ninguna manera abandonarla para asistir al concierto?
    —Esas fueron mis palabras. Lamentaron tu ausencia en la velada, pero supieron comprenderla. Todos te envían cariños y todos también expresaron la alentadora creencia de que la indisposición de Lady Verinder habrá de ser pasajera.
    —Tú no crees que sea nada serio, ¿verdad Godfrey?
    —¡Absolutamente! Dentro de pocos días, estoy seguro, se hallará enteramente bien.
    —Yo también creo lo mismo. Al principio me asusté un poco, pero ahora creo lo mismo.
    Ha sido una buena acción de tu parte el ir a excusarme ante personas que te son casi desconocidas. Pero, ¿por qué no has ido con ellos? Me parece injusto que hayas perdido tú también el concierto.
    —¡No digas eso, Raquel! ¡Si supieras cuánto más dichoso soy aquí, contigo!
    Entrelazó sus manos y la miró en la cara. Al hacerlo se volvió en mi dirección. ¿Podrá acaso palabra alguna expresar la sensación de angustia que experimenté al advertir en su rostro, exactamente, el mismo gesto patético con que me hechizara durante sus alegatos en favor de los millones de semejantes desvalidos, desde la plataforma del Exeter Hall?
    —Mucho es lo que cuesta abandonar los malos hábitos, Godfrey. Pero haz lo posible por desechar tu costumbre de dirigir cumplidos…, hazlo por mí.
    —Jamás te he dirigido a ti cumplido alguno, Raquel, en toda mi existencia. Admito que un amante afortunado recurra algunas veces a la lisonja. Pero el amante desdichado dice siempre la verdad.
    Acercó su silla y le tomó la mano, cuando dijo lo de "amante desdichado". Hubo un momento de silencio. El, que a tantas gentes conmoviera, acababa, sin duda, de conmoverla a ella también. Se me ocurrió entonces que comprendía ahora las palabras que lo oí decir cuando se encontraba solo en la sala. "Lo haré hoy mismo." ¡Ay!, difícilmente podría el más rígido de los intérpretes dejar de convenir en que lo estaba haciendo ahora.
    —¿Te has olvidado, Godfrey, de lo que convinimos cuando me hablaste allá en el campo?
    Convinimos en que habríamos de seguir siendo primos y nada más que eso.
    —Violo ese pacto, Raquel, cada vez que te veo.
    —¡Entonces no vuelvas a verme!
    —¡Será completamente inútil! Rompo el convenio cada vez que pienso en ti. ¡Oh Raquel!, ¡qué buena has sido al decirme el otro día que el lugar que ocupo en tu estimación es el más elevado que haya ocupado jamás anteriormente! ¿Soy un loco al fundar vanas esperanzas como lo hago, en esas amadas palabras tuyas? ¿Soy un loco cuando sueño que llegará el día en que habrá de ablandarse tu corazón con respecto a mí? ¡Si lo soy, no me lo digas!
    ¡Déjame con mi ilusión, mi bienamada! ¡Si no habré de contar con otra cosa, déjame, al menos, eso, para que me sostenga y me conforte!
    Su voz temblaba; se llevó el blanco pañuelo a los ojos. ¡Exeter Hall, otra vez! Nada faltaba para completar el paralelo, excepto la audiencia, los aplausos y el vaso con agua.
    Hasta la inflexible naturaleza de ella se sintió conmovida. La vi inclinarse un tanto en la dirección de él. Y percibí un nuevo matiz, que expresaba cierto interés, en las palabras que pronunció en seguida.
    —¿Estás completamente seguro, Godfrey, de que es tan grande la pasión que sientes por mí?
    —¡Absolutamente! Tú sabes, Raquel, cómo era yo. Permíteme que te describa lo que soy actualmente. He perdido todo interés por lo que me rodea, excepto por ti. Una transformación se ha operado en mi vida, que no sé cómo explicármela. ¿Quieres creer? Mi labor de beneficencia se ha convertido para mí en una insoportable carga, y cada vez que me encuentro ante una Junta de Señoras desearía hallarme en los últimos confines de la tierra.
    Si los anales de la apostasía registran algo que pueda compararse con esta declaración, sólo me cabe a mí decir que tal cosa no figura para nada en el conjunto global de mis lecturas.
    Me acordé entonces de la Maternal de los Pantalones para Niños; de la Supervisora de los Amantes Dominicales, y de las otras agrupaciones, demasiado numerosas para ser mencionadas aquí, y sostenidas por la acción de este hombre como por una fuente de energía. Me acordé de la batalladora Junta Femenina, que, por así decirlo, aspiraba el aire que nutría su vida laboriosa a través de las ventanas de la nariz de Mr. Godfrey, de ese mismo Mr. Godfrey que acababa de injuriar nuestra misión, al considerarla como una "carga…", y que acababa también de afirmar que hubiese deseado hallarse en los últimos confines de la tierra, cuando se encontraba en nuestra compañía. Mis jóvenes amigas se habrán de sentir sin duda estimuladas, a perseverar, cuando les diga que aun mi disciplina personal pasó por un instante de prueba antes de que me hallara yo en condiciones de devorar mi propia y muy justa indignación, en silencio. AL mismo tiempo, no hago más que hacerme justicia a mí misma, cuando añado que no perdí por eso una sola sílaba de la conversación. Raquel habló a continuación.
    —Ya me has hecho tu confesión —le dijo—. Me pregunto ahora si no serviría para curarte de esa infortunada pasión que sientes por mí el hecho de que yo te hiciera llegar a mi vez la mía.
    El se estremeció. Y confieso que yo también me estremecí. Pensó él y pensé yo que se hallaría a punto de revelarle el misterio de la Piedra Lunar.
    —¿Serías capaz de imaginar, al mirarme —prosiguió ella—, que soy la más infortunada de todas las muchachas? Esa es la verdad. Godfrey. ¿Qué mayor desdicha puede haber que la de vivir teniendo conciencia de la propia degradación?
    —¡Mi querida Raquel…! ¡Es imposible que tengas motivo alguno para hablar de ti misma en esa forma!
    —¿Cómo sabes que no tengo motivo?
    —¡Y me lo preguntas a mí! Lo sé, porque te conozco bien. Tu silencio, amada mía, no te ha hecho descender en el grado de estimación de tus verdaderos amigos. La desaparición de tu valioso regalo de cumpleaños puede haber parecido una cosa extraña; tu inexplicable conexión con ese hecho puede aparecer, también, como algo extraño… —¿Te refieres a la Piedra Lunar, Godfrey?
    —En verdad creía que te referías… —No me refería a nada de eso. Puedo oír hablar de la pérdida de la Piedra Lunar a quienquiera que sea, sin que por ello me sienta degradada ante mí misma. Si la historia del diamante llega a ver alguna vez la luz, se comprobará entonces que acepté una espantosa responsabilidad; se sabrá que me vi complicada en la preservación de un secreto miserable, ¡pero surgirá también más clara que la luz del sol a mediodía, la evidencia de que no he cometido ninguna bajeza! Me has interpretado mal, Godfrey. La culpa es mía, por no haberme expresado más claramente. Cuésteme lo que me cueste, hablaré ahora con claridad. Imagínate que no me amas. Imagínate que te hallas enamorado de otra mujer.
    —Sí.
    —Imagínate que acabas de descubrir que esa mujer es enteramente indigna de ti. Y que te hallas completamente convencido de que sería una desgracia el malgastar un nuevo pensamiento en su persona. Imagínate que la simple idea de llegar a casarte con esa mujer te hace arder la sangre.
    —Sí.
    —E imagínate que, a pesar de todo esto…, no pudieras arrancarla de tu corazón. Imagínate que el sentimiento que había despertado en ti, cuando aún creías en ella, era un sentimiento que no tenías por qué ocultar. Imagínate que el amor que esa desdichada te ha inspirado… ¡Oh!, ¿dónde hallar palabras para expresar lo que siento? ¿Cómo podré hacerle comprender a un hombre que el sentimiento que me horroriza a mí misma me fascina al mismo tiempo?
    ¡Es el aire que respiro, Godfrey, y el veneno que me mata…, las dos cosas a la vez! ¡Vete!
    Debo estar loca para hablar como lo estoy haciendo. ¡No!, no debes irte…, no debes llevarte una impresión equivocada. Debo decir lo que corresponde decir en defensa de mí misma. ¡Recuerda! El no sabe…, jamás sabrá lo que acabo de decirte a ti. No lo volveré a ver jamás…, pase lo que pasare…, ¡jamás, jamás, jamás volveré a verlo! ¡No me preguntes su nombre! ¡No me preguntes más nada! Cambiemos de tema. ¿Sabes acaso lo suficiente de medicina, Godfrey, para poder explicarme por qué razón siento ahora que me asfixió igual que si me faltara el aire? ¿Existe acaso alguna forma de histeria que nos hace estallar en palabras en lugar de hacernos estallar en lágrimas? ¡Me atrevo a afirmarlo! ¿Qué importa eso? Ahora te será más fácil pasar por alto cualquier molestia que te haya ocasionado. He descendido hasta el lugar que me corresponde en tu estimación, ¿no es así? ¡Olvídate de mí! ¡No te apiades de mí! ¡Por amor de Dios, vete!
    Volviéndose súbitamente comenzó a golpear salvajemente con ambas manos sobre la parte trasera de la otomana. Su cabeza descendió hasta los cojines y estalló en sollozos. Antes de que hubiese tenido yo tiempo de horrorizarme por esto, vino a escandalizarme una acción completamente inesperada de parte de Mr. Godfrey. ¿Querrán creer ustedes que cayó de rodillas a sus pies…? ¡Sobre ambas rodillas, declaro solemnemente! ¿Me permitirá mi modestia decir ahora que extendió sus brazos en torno a ella? ¿Y podrá acaso mi forzada admiración reconocer que la electrizó con dos palabras?
    —¡Noble criatura!
    ¡Nada más que eso! Pero lo hizo en uno de esos arranques que lo han hecho famoso en el campo de la oratoria. Ella permanecía en su asiento completamente paralizada o fascinada —no podría afirmarlo—, sin intentar siquiera el esfuerzo necesario para hacer que los brazos de él volvieran a estar donde correspondía. En cuanto a mí, mi sentido del decoro se encontraba enteramente desconcertado. Me hallaba tan penosamente insegura respecto a si mi más inmediato deber habría de consistir en cerrar los ojos o detener las lágrimas, que no hice ninguna de las dos cosas.
    Atribuyo enteramente a la represión de mi histeria mi capacidad para seguir asiendo la cortina en la posición exacta para poder seguir viendo y escuchando, en ese instante. Hasta los médicos admiten que para vencer la histeria debe uno echar mano de algo.
    —Sí —dijo él, poniendo en juego todo el poder evangélico y fascinante de su voz y sus maneras—, ¡eres una noble criatura! Una mujer capaz de decir la verdad, por la verdad en sí misma —una mujer dispuesta a sacrificar su orgullo antes que sacrificar al hombre honesto que la ama— es el más preciado de los tesoros. Cuando una mujer así se casa, con sólo que gane su esposo su estima y consideración, ha ganado lo suficiente para ennoblecer toda su existencia. Te has referido recién, mi bienamada, al lugar que ocupas en mi estimación. Podrás hacerte una idea del mismo…, cuando te implore de rodillas que me permitas ser el custodio de tu pobre corazón herido. ¡Raquel!, ¿me concederás el honor, la bendición de trocarte en mi esposa?
    A esta altura habría yo ciertamente dejado de oír, de no haber sido porque Raquel me alentó a seguir escuchando al responderle con las primeras palabras sensatas que jamás oí brotar de sus labios.
    —¡Godfrey! —le dijo—, ¡debes de estar loco!
    —Jamás hablé más razonablemente, queridísima mía…, en tu beneficio y en el mío propio.
    Mira por un instante hacia el futuro. ¿Habrás de sacrificar tu felicidad por un hombre que no sabrá nunca lo que sientes por él y a quien has resuelto no ver nunca más? ¿No te obliga un deber hacia ti misma echar en el olvido tan funesto y nocivo sentimiento de cariño? ¿Y podrás hallar el olvido en la vida que llevas actualmente? Has probado esa vida y ya estás cansada de ella. Rodéate de cosas más nobles que las mezquinas cosas de este mundo. Un corazón que te ame y te venere, un hogar cuyas pacíficas reclamaciones y dichosos deberes te vayan ganando dulcemente día a día…; prueba esas cosas, Raquel, y verás el consuelo que te deparan las mismas. No te pido que me ames…; me contentaré con tu afecto y estima. Deja lo demás, con entera confianza, librado a la devoción de tu esposo y al tiempo, que sabe curar heridas aun tan profundas como las tuyas.
    Ella empezó a ceder. ¡Oh, cuánta falta le hacía una buena educación! ¡Oh, cuán distinta habría sido mi actuación de encontrarme en su lugar!
    —¡No me tientes, Godfrey! —dijo—; demasiado infortunada y confusa es mi situación actual. ¡No me tientes con una mayor desventura y temeridad!
    —Una pregunta, Raquel. ¿Tienes alguna objeción personal a mi respecto?
    —¡Yo…! Siempre me gustaste. Y luego de lo que acabas de decirme, sería en verdad insensible si no te respetara y admirara en la misma medida.
    —¿Conoces tú acaso, mi querida Raquel, muchas esposas que respeten y admiren a sus esposos? No obstante, unas y otros se llevan muy bien. ¿Cuántas son las novias que van hacia el altar con un corazón susceptible de tolerar un análisis de parte de los hombres que las llevan allí? Y sin embargo, la cosa no tiene un desenlace infortunado…, de una u otra manera la institución nupcial sigue afirmándose lentamente. La verdad es que las mujeres, muchas más de las que se hallan resueltas a admitirlo, buscan en el matrimonio un refugio, y, lo que es más importante, hallan siempre que el matrimonio ha justificado sus esperanzas. Observa tu caso, nuevamente. A tu edad y con tus atractivos, ¿es posible que te condenes a ti misma a vivir una existencia solitaria? Confía en mi experiencia del mundo…; nada podría ser menos factible. Sólo es cuestión de tiempo. Podrás casarte, de aquí a unos años, con algún otro hombre. O puedes casarte, queridísima mía, con el que se halla ahora a tus pies y coloca su respeto y admiración hacia ti por encima del amor de cualquiera otra mujer que viva sobre la faz de la tierra.
    —¡Dulcemente, Godfrey, estás haciéndome pensar en algo en que no había reparado hasta ahora! Me tientas con una nueva perspectiva, cuando todos los demás caminos se me cierran. Vuelvo a decirte que es tal mi desdicha y tal mi desesperación que, de agregar tú una sola palabra y lo ya dicho, seré capaz de casarme contigo de acuerdo con tus condiciones. ¡Repara en la advertencia y vete!
    —¡No me pondré de pie hasta que me digas que sí!
    —¡Si lo hago, habrás de arrepentirte tú y habré de arrepentirme yo también, cuando ya sea demasiado tarde!
    —Bendeciremos el día, querida, en que yo insistí y tú cediste.
    —¿Es tan grande tu confianza como dices?
    —Juzga por ti misma. Hablo por lo que he visto en mi propia familia. Dime lo que opinas respecto a nuestro hogar de Frizinghall. ¿Son acaso mi padre y mi madre desgraciados?
    —Lejos de ello…, hasta donde he podido yo comprobarlo.
    Cuando mi madre era una muchacha, Raquel (no es un secreto para nadie en la familia), se enamoró como tú te has enamorado…; le entregó su corazón a un hombre indigno de ella.
    Se casó luego con mi padre sintiendo sólo, por él, admiración, respeto, nada más que eso.
    Con tus propios ojos has podido asistir al resultado. ¿No puede ella servirnos de estímulo a ti y a mí?—¿No me apurarás, Godfrey?
    —Mi tiempo será tuyo.
    —¿No me exigirás más de lo que pueda darte?
    —¡Mi ángel! Sólo te pido que des tu ser.
    —¡Tómame!
    ¡Con esta sola palabra lo aceptó!
    El tuvo un nuevo arrebato…, un impío arrebato esta vez. La atrajo más y más hacia sí hasta que el rostro de ella rozó el rostro de él; y entonces… ¡No! No puedo en verdad inducirme a mí misma a llevar adelante la escalofriante revelación de lo ocurrido. Permítanme tan sólo añadir que traté de cerrar los ojos antes de que ello se consumara, pero que llegué tarde por la mínima fracción de tiempo posible. Yo había pensado, como ustedes supondrán, que ella resistiría. Pero se sometió. Para cualquier persona de mi sexo, de sentimientos normales, todo un cúmulo de libros no hubiera podido añadir nada a lo ya visto.
    Aun mi propia inocencia en estos asuntos comenzó a percibir que el final de la entrevista no se hallaba muy lejos. Habían llegado a tal entendimiento a esta á altura, que yo esperaba, con seguridad, que habría de verlos salir juntos del brazo, para ir a casarse. AL parecer, sin embargo, y a juzgar por las inmediatas palabras de Mr. Godfrey, había otra formalidad baladí que llenar forzosamente. Se sentó —sin que se le prohibiera hacerlo esta vez— en la otomana, junto a ella.
    —¿Le hablaré yo a tu querida madre? —preguntó—. ¿O lo harás tú?
    Ella rechazó ambas sugestiones.
    —No le hagamos saber nada antes de que se halle mejor. Desearía mantenerlo en secreto por el momento, Godfrey. Vete ya y regresa esta noche. Hemos estado solos aquí demasiado tiempo.
    Ella se levantó y, al hacerlo, miró por primera vez hacia la pequeña habitación en que yo soportaba mi martirio.
    —¿Quién ha corrido esas cortinas?—exclamó—. Bastante cerrado es de por sí el cuarto, para que se impida la entrada de aire en esta forma.
    Avanzó hacia las cortinas. Y en el mismo momento en que posaba su mano sobre ellas en el mismo instante en que la revelación de mi persona era, al parecer, un hecho inevitable—, la voz del rozagante y joven lacayo, viniendo desde la escalera, suspendió cualquier acción posible de su parte o de la mía. Se trataba indudablemente de la voz de un hombre muy alarmado.
    —¡Miss Raquel! —gritó—. ¿Dónde está usted, Miss Raquel?
    Ella saltó hacia atrás alejándome de las cortinas y echó a correr en dirección a la puerta.
    El lacayo apareció en ese mismo instante en la habitación. Sus vivaces colores habían desaparecido.
    —¡Por favor, señorita, venga abajo! La señora se ha desvanecido y no podemos hacerla volver en sí.
    Un instante después me hallaba sola y libre para bajar la escalera a mi vez, sin ser observada por nadie.
    Mr. Godfrey pasó corriendo a mi lado por el vestíbulo, en busca del médico.
    —¡Entre y ayúdeles! —me dijo, indicándome la habitación. Hallé a Raquel de rodillas junto al sofá y apoyando la cabeza de su madre en el pecho. Una mirada al rostro de mi tía, sabiendo lo que yo sabía, bastó para sugerirme la terrible verdad. Oculté mi opinión, hasta el momento de la llegada del doctor. No tardó mucho éste en arribar. Comenzó por enviar a Raquel fuera del cuarto…, y nos dijo, entonces, a los restantes, que Lady Verinder había dejado de existir. Quizá a alguna persona seria, dedicada a la búsqueda de ejemplos que hablen de un inflexible escepticismo, le interese saber que el doctor no evidenció síntoma alguno de remordimiento al fijar sus ojos en mí.
    Más tarde atisbé dentro del cuarto del desayuno y de la biblioteca. Mi tía había muerto sin abrir una sola de las cartas que yo le dirigiera. Tan impresionada me sentí por ello que en ningún momento se me ocurrió pensar entonces, sino varios días más tarde, que también había muerto sin dejarme su pequeño legado.

    CAPÍTULO VI
    ( 1 ) "Miss Clack saluda cordialmente a Mr. Franklin Blake, y al remitirle el quinto capítulo de su relato se permite comunicarle que se considera enteramente incapaz de ser más explícita, como sería su deseo, sobre un hecho tan horrendo, por las circunstancias que lo rodearon, como la muerte de Lady Verinder. Ha resuelto, por lo tanto, recurrir a los copiosos extractos manuscritos, efectuados por su mano, de valiosas publicaciones que se hallan en su poder, relacionados todos con ese tan terrible asunto. Y ojalá puedan tales extractos (es el ferviente anhelo de Miss Clack) soplar como una trompeta en los oídos de su respetable pariente Mr. Franklin Blake.” (2) "Franklin Blake le presenta sus saludos a Miss Clack, comunicándole le permita agradecerle el envío del quinto capítulo de su historia. AL devolverle los extractos, manifiesta que se abstendrá de hacer mención alguna de cualquier objeción personal que pudiera provocar en él esa clase de literatura y que se concretará a señalar que las propuestas adiciones al manuscrito son innecesarias para el logro pleno del propósito en vista.” (3) "Miss Clack hace constar su agradecimiento por la devolución de sus extractos.
    Afectuosamente le recuerda a Mr. Franklin Blake que es una cristiana y que por lo tanto le será a él completamente imposible ofenderla. Miss Clack insiste en manifestar que siente el más profundo interés por la persona de Mr. Blake y se compromete consigo misma a ofrecerle, en la primera ocasión en que la enfermedad que él padece lo suma en el abatimiento, esos mismos extractos por segunda vez. Mientras tanto, le agradaría saber, antes de dar comienzo al próximo y último capítulo de su narración, si se le permitiría completar su humilde contribución a esta historia mediante el aprovechamiento de la luz que posteriores revelaciones han arrojado sobre el misterio de la Piedra Lunar.” (4) "Mr. Franklin Blake lamenta tener que defraudar a Miss Clack. Sólo le cabe repetir las instrucciones que tuvo el honor de hacerle llegar, cuando ella dio comienzo a su narración.
    Se le exigió entonces limitarse a su propia experiencia de personas y hechos, tal como están registrados en su diario. Será tan buena de dejar los descubrimientos posteriores a la pluma de las personas que habrán de sucederla, quienes relatarán los hechos en calidad de testigos oculares.
    (5) "Miss Clack lamenta extremadamente tener que molestar a Mr. Franklin Blake con una nueva epístola. Sus extractos le han sido devueltos impidiéndose así que vieran la luz sus maduras reflexiones en torno al asunto de la Piedra Lunar. Miss Clack es dolorosamente consciente de que debería (utilizando una frase mundana) sentirse humillada. Pero no… Miss Clack ha aprendido lo que es la Perseverancia, en la Escuela de la Adversidad. Su objeto, al escribir estas líneas, es comprobar si Mr. Blake (que le ha prohibido tantas otras cosas) le prohibirá también la transcripción de esta correspondencia en su narración. En su opinión, razones de estricta justicia hacen indispensable dar alguna explicación respecto a la situación en que ha sido colocada en su carácter de autora, por la intromisión de Mr.
    Blake. Miss Clack, por su parte, se halla ansiosa porque sus cartas sean dadas a conocer para que hablen por sí mismas.” (6) "Mr. Franklin Blake está de acuerdo con la proposición de Miss Clack, siempre que ella resuelva considerar amablemente esta sugestión aprobatoria como un hecho que habrá de servir para cerrar esta correspondencia.” (7) "Miss Clack considera que su condición de cristiana le impone el deber (antes de que la correspondencia llegue a su término) de informarle a Mr. Franklin Blake que su última carta —escrita con el evidente propósito de ofenderla— no ha logrado el fin que se propuso su autor. Afectuosamente invita a Mr. Blake a retirarse al silencio de su aposento para considerar consigo mismo si esta experiencia que eleva a una pobre y débil mujer por encima del alcance de su injuria es o no digna de una admiración mucho mayor que la que él está dispuesto a otorgarle. De ser favorecida con una insinuación afirmativa. Miss se compromete solemnemente a remitirle de nuevo la serie completa de sus extractos a Mr.
    Franklin Blake.” (Esta carta no obtuvo respuesta. Los comentarios huelgan.)
    (Firmado): Drusilla Clack CAPÍTULO VII
    La anterior correspondencia bastará para explicar por qué razón no me ha quedado otra alternativa, en lo que concierne a la muerte de Lady Verinder, que la de la simple mención del hecho con que cierro el capítulo quinto.
    Manteniéndome, en lo que atañe a lo que acaeció después, rigurosamente dentro de los límites de mi experiencia personal, debo decir que hubo de transcurrir un mes, luego del deceso de mi tía, antes de que Raquel Verinder y yo volviéramos a encontrarnos. EL hecho ocurrió en ocasión de haber ido a pasar yo unos pocos días bajo el mismo techo, con ella.
    Durante mi estada allí tuvo lugar un hecho relacionado con su compromiso matrimonial con Mr. Godfrey Ablewhite, lo suficientemente importante como para ser registrado en estas páginas. Cuando este último eslabón de una cadena de desdichas familiares sea revelado, habré dado cumplimiento a mi misión; porque habré entonces referido todo lo que sé en mi carácter de testigo (y de lo más mal dispuesto) de estos hechos.
    Los restos de mi tía fueron transportados desde Londres al campo y depositados en el pequeño cementerio adyacente a la iglesia que se halla en sus propias tierras. Se me invitó, como a los demás miembros de familia, a asistir al funeral. Pero era imposible, debido a mis creencias religiosas, que lograra arrancarme a mí misma de mi propio abatimiento cuando tan pocos días habían transcurrido desde el momento en que recibí el golpe que significó para mí su muerte. Supe además que el Rector de Frizinghall habría de ser quien leyera las oraciones durante el servicio. Habiendo tenido ocasión de ver con mis propios ojos anteriormente cómo este réprobo clérigo se sumaba a los jugadores junto a la mesa de whist de Lady Verinder, dudo que, aun de haberme hallado en condiciones de viajar, hubiera asistido a la ceremonia.
    A la muerte de Lady Verinder su hija fue puesta bajo la tutela de su cuñado, Mr. Ablewhite, padre. En el testamento se lo designaba tutor hasta el momento en que su sobrina se casase o alcanzara la mayoría de edad. Frente a tales circunstancias Mr. Godfrey, sospecho, puso al tanto a su padre de la clase de relación que la unía en ese entonces con Raquel. Sea como fuere, diez días después de la muerte de mi tía, el secreto de su compromiso matrimonial había dejado de ser tal en el círculo de sus familiares, y el gran problema que se le presentó a Mr. Ablewhite, padre —¡otro réprobo consumado!—, para resolver, fue cómo habría de arreglárselas para hacer que su persona y su autoridad resultaran lo más amable posible a la acaudalada joven que habría de casarse con su hijo.
    Raquel le ocasionó cierta molestia en un principio cuando se trató de persuadirla en lo que atañe al lugar en que debía residir. La casa de Montagu Square se hallaba asociada a la desdichada idea de la muerte de su madre. La de Yorkshire, al escandaloso asunto de la desaparición de la Piedra Lunar. La residencia de su tutor en Frizinghall no se hallaba expuesta a ninguna de estas dos objeciones. Pero la presencia de Raquel en la misma, luego de su reciente pérdida, implicaba un obstáculo en medio de las alegrías de sus primas, las Ablewhite…, y ella misma exigió que la visita fuera postergada hasta una oportunidad más favorable. Se terminó por adoptar la idea, emanada del viejo Mr. Ablewhite, de probar suerte en una casa amueblada de Brighton. Su esposa, su hija inválida y Raquel irían a habitarla en seguida. EL se les uniría cuando la estación se hallase más avanzada. No contarían con otra compañía que la de unos pocos amigos y tendrían a Godfrey, que viajaría continuamente hacia Londres y desde Londres hacia allí en tren, a su entera disposición.
    Si me detengo en este fluctuar sin rumbo de una residencia a la otra—en este insaciable desasosiego del cuerpo y este espantoso estancamiento del alma—, es meramente para alcanzar un fin determinado. El acto que, inspirado por la Providencia, probó ser el vehículo que habría de unirnos una vez más a Raquel Verinder y a mí, no fue otro que el hecho de haber alquilado la finca de Brighton.
    Mi tía Ablewhite es una mujer alta, silenciosa, de hermosa tez, que se distingue por determinado rasgo de su carácter. Desde el día en que nació no se sabe que haya hecho nada por sí misma. En su marcha a través de la vida ha ido aceptando la ayuda de uno y otro y adoptando las opiniones de cada cual. Otra persona más sin remedio, desde el punto de vista religioso, no creo que haya encontrado yo jamás… No existe en ese ser asombroso escollo alguno que se oponga al trabajo ajeno. Tía Ablewhite sería capaz de escuchar al Gran Lama del Tibet con la misma atención con que me escucha a mí y de meditar luego sobre sus opiniones como lo haría sobre las mías. En cuanto a la casa amueblada de Brighton, se enteró de que existía, después de haber descendido frente a un hotel de Londres, de haberse arrellanado en un sofá y enviado por su hijo. Determinó el número de criados que harían falta allí, mediante el acto de desayunarse en su lecho una mañana (todavía en el hotel), y de darle asueto a su criada con la condición de que "comenzara a divertirse trayendo de inmediato a Miss Clack". La encontré abanicándose plácidamente en su peinador, hacia las once.
    —Mi querida Drusilla, necesito varios criados. Tu eres práctica. .. Hazlo por mí.
    Yo miré en torno, hacia las cosas de ese cuarto en desorden. Las campanas de la iglesia llamaban para el servicio del día; su sonido me insinuó la conveniencia de lanzar una frase afectuosa.
    —¡Oh, tía! —le dije tristemente—, ¿es acaso digno esto de una cristiana inglesa? ¿Debe acaso afrontarse el tránsito de lo temporal a lo eterno en esta forma?
    Mi tía me respondió:
    —Me pondré el vestido, Drusilla, si eres tan buena como para ayúdame.
    ¿Qué respuesta cabía luego de estas palabras? Yo he hecho maravillas con mujeres criminales… Pero no he avanzado una sola pulgada con tía Ablewhite.
    —¿Dónde está la lista de los criados que necesitas?
    Mi tía sacudió la cabeza; no contaba con las energías suficientes siquiera para echar mano de la lista.
    —Raquel la ha llevado, querido —me dijo—, a la otra habitación.
    Me dirigí al otro cuarto, y así fue como me encontré con Raquel por primera vez desde el momento en que nos separáramos en Montagu Square.
    Aparecía lamentablemente pequeña y delgada en su traje de luto riguroso. Si yo le atribuyera importancia alguna a esa cosa baladí y perecedera que es la apariencia personal, me sentiría inclinada ahora a añadir que el suyo era uno de esos cutis que se resienten toda vez que no se hallan bordeados por alguna prenda blanca. Pero ¿qué importancia tienen nuestro cutis y nuestra apariencia? ¡No son más que un estorbo y una trampa, mis queridas muchachas, que nos acechan en nuestra marcha hacia cosas más altas! Ante mi gran sorpresa, Raquel se levantó al entrar yo en el cuarto y vino a mi encuentro extendiéndome la mano.
    —Me alegro de verte, Drusilla —me dijo—. He tenido antes la costumbre de hablarte en una forma extremadamente tonta y grosera. Perdóname. Confío en que me perdonarás.
    Supongo que mi rostro debió traicionar el asombro que experimenté ante esas palabras.
    Enrojeció por un momento y prosiguió luego con su explicación.
    —En tiempos de mi madre—dijo—, no siempre sus amigos fueron también los míos.
    Ahora que la he perdido, mi corazón se vuelve en busca de consuelo hacia aquellas personas que a ella le agradaron. Tú le gustabas. Prueba ser mi amigo, Drusilla, si te es posible.
    Para cualquier inteligencia decorosamente constituida, este reconocimiento del motivo que la impulsaba era, simplemente, chocante. ¡He aquí, en nuestra cristiana Inglaterra, una joven que, en medio de su desgracia, tan escasa noción tenía del lugar hacia el cual debía mirar en busca de consuelo, que esperaba realmente hallarlo entre los amigos de su madre!
    ¡He aquí a una parienta mía que despertaba a la realidad de sus faltas respecto a sus semejantes, bajo la influencia no del deber ni la convicción, sino del sentimiento y del impulso! Cosa ésta de lo más deplorable…, aunque susceptible de despertar las esperanzas de una persona tan experimentada como yo en los trabajos piadosos. Nada de malo tendría, me dije, que me asegurara de la magnitud del cambio operado en el carácter de Raquel a raíz de la pérdida de su madre. Resolví, a manera de útil experimento, probarla en lo que se refería a la cuestión de su compromiso matrimonial con Mr. Godfrey Ablewhite.
    Luego de haber respondido a sus insinuaciones con la mayor cordialidad posible, me senté a su lado en el sofá, a su propio requerimiento. Discutimos los asuntos familiares y los planes para el futuro… todos ellos, menos ese otro plan futuro que habría de epilogar en su matrimonio. Por más que me esforcé en una u otra forma para hacer recaer la conversación en el mismo, ella se obstinó en no recoger mi insinuación. Cualquier franca alusión al tema de mi parte hubiese resultado prematura en esta primera etapa de nuestra reconciliación.
    Además, acababa yo de descubrir cuanto me hacía falta saber. Ya no era ella esa criatura desafiante y temeraria a quien viera y escuchara durante mi martirio en Montagu Square.
    Lo ocurrido fue ya suficiente de por sí para estimularme a tomar en mis manos el asunto de su conversión, a la cual di comienzo dirigiéndole unas pocas palabras de prevención en contra de la idea de un prematuro establecimiento del vínculo matrimonial, para deslizarme poco a poco hacia temas más elevados. Considerándola ahora a la luz del nuevo interés que despertaba en mí su persona —y acordándome de la temeraria premura con que había acogido ella la proposición matrimonial de Mr. Godfrey—, me sentí solemnemente llamada a intervenir con un fervor que me aseguró que habría de alcanzar resultados nada comunes.
    Una acción rápida era lo que, me pareció, correspondía en el presente caso. Inmediatamente volví a la cuestión de los criados requeridos por la casa amueblada.
    —¿Dónde está la lista, querida?
    Raquel me la alargó.
    —Una cocinera, una fregona, una criada y un lacayo —leí—. Mi querida Raquel, estos criados serán tomados sólo por una temporada…, la temporada por la cual ha alquilado tu tutor la casa. Nos será muy dificultoso conseguir que personas de capacidad y buenos antecedentes acepten un contrato tan breve, aquí en Londres ¿Han encontrado ya casa en Brighton?
    —Sí. Godfrey la ha alquilado; y las gentes de la casa se ofrecieron para ocupar las plazas de criados.
    A él le pareció que difícilmente habrían de adaptarse a nuestras necesidades y regresó sin llegar a nada concreto.
    —¿Y tú no tienes experiencia alguna en cuanto a ese asunto, Raquel?
    —Absolutamente ninguna.
    —¿Y tía Ablewhite no tratará de hacer algo?
    —No, pobrecita de ella. No la condenes, Drusilla. Creo que es la única persona dichosa que he encontrado jamás en mi vida.
    —Hay diversos grados de felicidad, querida. Algún día hablaremos un poco de ello.
    Mientras tanto tomaré a mi cargo la tarea de salvar esa dificultad constituida por los criados. Tu tía tendrá que escribirles una carta a los criados de la casa… —La firmará después que yo la haya escrito, lo cual es lo mismo.
    —Exactamente lo mismo. Yo tomaré la carta y partiré para Brighton mañana.
    —¡Qué buena eres! Nos reuniremos contigo tan pronto como te halles lista para recibirnos.
    Y espero que te quedes con nosotros, en calidad de huésped mía. ¡Brighton es tan animado!; estoy segura de que te agradará.
    Con estas palabras me fue extendida la invitación, y la gloriosa perspectiva de una intervención de mi parte se ofreció de inmediato ante mi vista.
    Nos hallábamos a mediados de la semana. Hacia la tarde del sábado la casa se encontraba lista para recibirlos. En tan breve espacio de tiempo me había informado no sólo respecto a los antecedentes personales, sino también a las creencias religiosas de los criados desocupados que acudieron a mí, y llevado a feliz término una selección que mereció la aprobación de mi conciencia. Encontré también allí y mandé llamar a dos graves amigos míos, residentes en la ciudad, a quienes sabía podía confiarles la piadosa misión que me llevó a Brighton. Uno de ellos —un amigo clérigo— me ayudó buenamente en la tarea de lograr asientos para nuestro pequeño grupo familiar, en la iglesia en la cual él oficiaba. El otro —una dama soltera, como yo— puso todo el material de su biblioteca, compuesta de valiosas publicaciones, a mi entera disposición. Le tomé prestados una media docena de volúmenes, escogidos cuidadosamente con el propósito de entregárselos a Raquel. Una vez que los hube distribuido muy juiciosamente por las habitaciones que indudablemente habría ella de ocupar, consideré que los preparativos se hallaban completados. Firme creencia religiosa en los criados que los aguardaban; firme doctrina en el sacerdote que la arengaría; sana doctrina en los libros que reposaban sobre la mesa…, ¡ésa era la triple bienvenida que mi celo religioso le había preparado en la casa a la muchacha huérfana! Una paz celestial saturó mi pensamiento, cuanto me senté en la tarde de ese sábado junto a la ventana para aguardar el arribo de mis parientes. La aturdida multitud pasaba y repasaba ante mis ojos.
    ¡Ay!, ¿cuántos de entre ellos serían capaces de sentir la exquisita satisfacción del deber cumplido que a mí me embargaba? Terrible pregunta. No insistamos en ella.
    Entre las seis y las siete llegaron los viajeros. Una indecible sorpresa me produjo el hecho de que vinieran escoltados no por Mr. Godfrey (como yo me imaginara), sino por Mr.
    Bruff, el abogado.
    —¿Cómo está usted, Miss Clack? —me dijo—. Esta vez pienso quedarme.
    Su referencia a aquella ocasión en que lo obligué a posponer sus negocios en aras de los míos, cuando nos hallábamos ambos de visita en Montagu Square, me convenció de que ese viejo mundano había venido a Brighton para poner en práctica algún plan de su parte. ¡Yo le había preparado, cabalmente, un pequeño paraíso a mi bien amada Raquel…, y he aquí la serpiente instalada ya en él!
    —Godfrey sintió mucho no haber podido venir con nosotros, Drusilla —dijo mi tía Ablewhite—. Cierto asunto lo obligó a permanecer en la ciudad. Mr. Bruff se ofreció para remplazarlo y se ha tomado asueto hasta el lunes por la mañana. (Entre paréntesis, Mr.
    Bruff, se me ha ordenado hacer ejercicio, pero no me gusta). Esa —añadió tía Ablewhite apuntando a través de la ventana y en dirección a un inválido que pasaba en ese instante sobre una silla de ruedas— es la idea que yo tengo del ejercicio. Si es aire lo que se quiere, hay que tomarlo en su silla. Y si es que quiere uno fatigarse, estoy segura de que se fatigará lo suficiente con sólo mirar a los hombres.
    Raquel permanecía silenciosa junto a la ventana y con la vista clavada en el mar.
    —¿Cansada, querida? —inquirí yo.
    —No. Solamente un poco triste —me respondió—. He visto el mar muchas veces, en nuestra costa de Yorkshire, alumbrado por esta misma luz. Y estaba pensando, Drusilla, en días que jamás habrán de volver.
    Mr. Bruff se quedó a comer y seguía en la casa al llegar la noche. Cuando más lo observaba, más me convencía de que algún fin secreto lo impulsó a venir a Brighton. Lo vigilé estrechamente. Se mantuvo siempre con aspecto despreocupado y se refirió en su conversación a los mismos e impíos chismes de siempre, hora tras hora, hasta que llegó el momento de la despedida. Cuando estrechó la mano de Raquel, advertí que su mirada dura y astuta se detenía por un instante en el rostro de ella, denotando un interés y una atención de índole peculiar. Ella se hallaba indudablemente implicada en su fin secreto. No dijo nada que saliera de lo común ni a ella ni a ningún otro, al abandonar la casa. Se invitó a sí mismo para el almuerzo del día siguiente y partió entonces para su hotel.
    Fue imposible lograr, a la mañana siguiente, que tía Ablewhite se quitara a tiempo el peinador para poder ir al templo. Su hija inválida, que no padecía de otra cosa, en mi opinión, que de una pereza incurable heredada de su madre, anunció que pensaba quedarse en la cama todo el día. Raquel y yo nos dirigimos, solas, a la iglesia. Un magnífico sermón fue pronunciado por mi talentoso amigo, respecto de la pagana indiferencia del mundo, en lo que concierne a la gravedad de los pecados menores. Durante más de una hora atronó su elocuencia, auxiliada por una voz soberbia, a través del sagrado edificio. Al salir le dije a Raquel:
    —¿Ha conseguido llegarte al corazón, querida? —Y ella me respondió:
    —No, sólo me ha producido jaqueca.
    Estas palabras habrían sin duda decepcionado a cualquiera otra persona. En lo que a mí se refiere, una vez embarcada en una misión de manifiesta utilidad, nada hay que pueda desalentarme.
    Encontramos a tía Ablewhite y a Mr. Bruff a la mesa, almorzando. En cuanto Raquel se rehusó a comer dando como motivo su dolor de cabeza, el astuto abogado aprovechó la oportunidad que ella acababa de darle.
    —Sólo existe un remedio para el dolor de cabeza —dijo este horrible anciano—. Un paseo, Miss Raquel, es lo que habrá de curarla. Me pongo a su entera disposición si me concede el honor de darme el brazo.
    —Con el mayor placer. Un paseo es lo que más estaba deseando realizar ahora.
    —Son ya más de las dos —sugerí blandamente—. Y el servicio de la tarde comienza a las tres.
    —¿Cómo puedes creer que vuelva a la iglesia —me respondió de manera petulante— con este dolor de cabeza?
    Mr. Bruff le abrió, oficiosamente, la puerta. Un minuto después estaban fuera de la casa.
    No creo que haya sentido en ninguna otra ocasión más hondamente el deseo de intervenir.
    ¿Pero qué podía yo hacer? Nada, como no fuera aguardar la primera oportunidad que se me ofreciera para ello, a una hora más avanzada del día.
    Al volver de los servicios religiosos de la tarde hallé que acababan de regresar en ese instante. Una sola mirada que les dirigí a ambos me bastó para comprobar que ya le había dicho el abogado lo que tenía que decirle. Jamás vi a Raquel tan silenciosa y pensativa como en esa ocasión. Jamás vi anteriormente que Mr. Bruff se consagrara tan devotamente a ella y la observase con tan notables muestras de respeto. Tenía, o fingió tener, el compromiso de asistir a una comida ese día…, y se despidió de todos a una hora temprana, con el propósito de regresar a Londres en el primer tren de la mañana siguiente.
    —¿Está segura de no volverse atrás? —le dijo a Raquel ya en la puerta.
    —Completamente segura —le respondió ella…, y así fue como se separaron.
    En cuanto él le dio la espalda, Raquel se retiró a su cuarto. No apareció en ningún momento durante la comida. Su criada, la mujer del gorro con cintas, fue enviada escalera abajo para anunciar que había vuelto a dolerle mucho la cabeza. Yo subí corriendo y le ofrecí luego, a través de la puerta, cuanta ayuda es posible que una hermana le preste a otra hermana. La puerta se encontraba cerrada y ella siguió manteniéndola así. ¡He aquí todo un cúmulo de obstáculos materiales, contra los cuales podría yo luchar! Me sentí alegre y estimulada por el hecho de que hubiese cerrado la puerta.
    Cuando a la mañana siguiente le fue llevada su taza de té yo ascendí en pos de ella, me senté a su lado en la cama y le dije unas pocas palabras juiciosas. Raquel me escuchó con lánguida cortesía. Vi las preciosas publicaciones que me diera mi grave amigo, amontonadas sobre una mesa que se hallaba en un rincón. ¿Había acaso reparado por casualidad en las mismas?, le pregunté. Sí…, pero no le interesaron. ¿Me permitiría leerle unos pocos pasajes, muy profundos, que probablemente habían escapado a su mirada? No; entonces no…; tenía otras cosas en las cuales pensar. Me dio estas respuestas aparentemente absorbida por la tarea de plegar y replegar el volante de su camisa de dormir. Era evidente que se hacía necesario despertarla mediante alguna referencia a esas cosas mundanas que aún gravitaban en el fondo de su corazón.
    —¿Sabes, mi amor —le dije—, que tuve una extraña ocurrencia ayer respecto de Mr.
    Bruff? Pensé, cuando te vi a tu regreso del paseo que realizaste con él, que te comunicó alguna mala nueva.
    Sus dedos soltaron el volante de su camisa de dormir y sus coléricos ojos negros relampaguearon ante mí.
    —¡Todo lo contrario! —dijo—. Fueron nuevas que tenía mucho interés en oír…, y le estoy muy agradecida a Mr. Bruff por habérmelas comunicado.
    —¿Sí? —le dije, en un tono dulcemente interesado.
    Sus dedos retornaron el volante y volvió su cabeza con enfado, dejando de mirarme. Por centenares se cuentan las veces en que se me respondió de esa manera durante el cumplimiento de mi misión piadosa. Ahora, su actitud no hizo más que estimularme a probar de nuevo. En mi impávido afán por bregar por su dicha resolví afrontar el gran riesgo y aludí abiertamente a su compromiso matrimonial.
    —¿Nuevas que tenías interés en oír? —le dije, repitiendo sus palabras—. Supongo, mi querida Raquel, que tales nuevas se referirán a Mr. Godfrey Ablewhite.
    Saltó en el lecho y se puso mortalmente pálida. Era evidente que en la punta de su lengua se hallaba ya lista una réplica de la misma índole insolente y desenfrenada de las de antaño. Se reprimió… dejó caer su cabeza hacia atrás, sobre la almohada… meditó durante un minuto…, y me respondió después con estas notables palabras:
    —Jamás me casaré con Mr. Godfrey Ablewhite.
    Me llegó ahora el turno a mí de sobresaltarme.
    —¿Qué quieres decir? —exclamé—. Toda la familia considera ya el matrimonio como una cosa hecha.
    —Mr. Godfrey Ablewhite es esperado hoy aquí —me contestó empecinadamente—.
    Aguarda a que él venga. .., y verás lo que sucede.
    —Pero mi querida Raquel… Hizo sonar la campanilla que se hallaba a la cabecera de su lecho. La persona del gorro con cintas apareció en el cuarto.
    —¡Penélope, el baño!
    Hagámosle justicia. Teniendo en cuenta mi situación mental de ese momento, creo sinceramente que dio con el único medio posible capaz de obligarme a abandonar la alcoba.
    Un espíritu meramente mundano habría juzgado mi situación, en lo que respecta a Raquel, cargado de dificultades de índole desusada. Yo había dado por seguro el ir llevándola hacia planos más y más elevados, mediante una breve y ardiente exhortación sobre el tema del matrimonio. Y he aquí, de creer lo que ella me dijo, que tal hecho no habría de verificarse de ningún modo. Pero, ¡ah, mis amigos!, una cristiana batalladora como yo y con mi experiencia (con la perspectiva de poder realizar una labor evangelizadora ante sí), juzga las cosas con un criterio más amplio. Admitiendo que Raquel desistiera en verdad del matrimonio que los dos Ablewhite, padre e hijo, daban como una cosa segura, ¿cuál habría de ser el resultado? La cosa sólo podía terminar, de mantenerse ella firme, en un simple intercambio de expresiones duras y de ásperas acusaciones por ambas partes. ¿Y cuál sería el efecto de todo ello en Raquel, una vez que la borrascosa entrevista hubiese terminado?
    Una saludable depresión moral. Su orgullo se agotaría, y su obstinación cedería también, bajo el peso de la firme resistencia que, de acuerdo con su carácter, habría de oponer.
    Debería, pues, volverse en demanda de simpatía hacia la persona más próxima a ella susceptible de ofrecérsela. Y yo era esa persona que se hallaba más cerca…, desbordando consuelo, henchida hasta el exceso de las más oportunas y vivificantes palabras. Jamás anteriormente se habían ofrecido ante mis ojos tan brillantes perspectivas en el campo de la evangelización.
    Bajó para el almuerzo, pero no comió nada y apenas si articuló palabra alguna.
    Luego del almuerzo empezó a vagar negligentemente de un cuarto a otro…, y, de repente, despertándose a sí misma, procedió a abrir el piano. La música que escogió para ejecutar en el instrumento fue de lo más escandalosa y profana y se hallaba asociada al recuerdo de ciertas obras de teatro que le helaban a una la sangre en las venas con sólo pensar en ellas.
    Hubiera sido imprudente intervenir en ese momento.
    Luego de asegurarme, secretamente, de la hora de la llegada de Mr. Godfrey Ablewhite, salí de la casa para huir de la música.
    Ya sola, en el exterior, se me presentó la oportunidad de visitar a los dos amigos que tenía en el vecindario. Un lujo indescriptible significaba para mí el sentir que me toleraba a mí misma la debilidad de mantener una conversación sobre temas importantes con personas serias. Infinitamente animada y confortada desanduve el camino, y regresé a la casa con tiempo de sobra para aguardar el arribo del huésped a esa hora del día…, ¡y me encontré cara a cara con Mr. Godfrey Ablewhite!
    No intentó abandonar el lugar. Todo lo contrario. Avanzó para salirme al encuentro, con la mayor vehemencia.
    —¡Mi querida Miss Clack, he estado aguardando aquí tan sólo para verla a usted! Quiso la casualidad que me viera libre de mis compromisos en Londres, antes de lo que yo esperaba…, y he venido aquí, en consecuencia, antes de la hora indicada.
    Ni la menor muestra de embarazo entorpeció su explicación, pese a que era ésta la primera vez que nos encontrábamos, luego de la escena que se desarrolló en Montagu Square.
    Cierto es que él ignoraba que yo había sido testigo de la misma. Pero sabía por otra parte, que por el hecho de concurrir a la Junta Maternal para la Confección de Pantalones Cortos y por hallarme vinculada a ciertos amigos que se dedicaban a diversas obras de beneficencia, tenía que hallarme enterada de su negligente y vergonzosa conducta respecto de las damas y de los pobres. ¡No obstante, allí lo tenía yo ante mí, en plena posesión de sus encantadoras cuerdas vocales y de su irresistible sonrisa!
    —¿Ha visto ya a Raquel? —le pregunté.
    Lanzando un dulce respiro me tomó la mano. Yo la hubiera arrancado, sin duda, de la suya, de no haber quedado paralizada por el asombro que me produjo el tono con que expresó su respuesta.
    —He visto a Raquel —me dijo, con la mayor tranquilidad—. Usted sabe, querida amiga mía, que se hallaba comprometida conmigo, ¿no es así? Pues bien; repentinamente ha decidido romper el compromiso.
    Luego de meditar sobre ello se ha convencido de que la mejor manera de propender a su felicidad y a la mía sería la de retractarse de su imprudente promesa y dejarme libre para que efectúe yo una elección más afortunada en cualquier otro sitio. Esa es la única explicación que me ha dado y la única respuesta que lograra sacarle cualquier pregunta mía.
    —¿Qué ha hecho usted, por su parte? —inquirí—. ¿Se ha sometido?
    —Sí —dijo, con una calma inconmovible—. Me he sometido.
    Tan inconcebible me resultaba su conducta en tales circunstancias, que permanecí, confundida, con mi mano en la suya. Clavarle la vista a cualquiera constituye, hasta cierto punto, una grosería; clavársela a un caballero resulta una acción indecorosa. Yo cometí ambas indiscreciones. Y le dije, como en un sueño:
    —¿Qué quiere usted decir?
    —Permítame que se lo diga —replicó—. ¿Qué le parece si nos sentamos?
    Me condujo entonces hacia una silla. Tengo la vaga impresión ahora de que se mostró muy afectuoso conmigo. No digo que deslizara su brazo en derredor de mi cintura… aunque no estoy muy segura. Yo me hallaba desamparada y él tenía la costumbre de ser muy cariñoso con las damas. Sea como fuere, nos sentamos. Puedo responder de ello, aunque no pueda hacerlo respecto de ninguna otra cosa.

    CAPÍTULO VIII
    —He perdido a una bella muchacha, una excelente posición social y una hermosa renta — comenzó a decir Mr. Godfrey—; y me he sometido a todo ello sin ofrecer la menor resistencia. ¿Cuál puede ser el motivo de tan extraordinaria conducta? No existe ninguno, preciosa amiga mía.
    —¿Ningún motivo? —repetí.
    —Permítame recurrir, mi querida Miss Clack, a su experiencia con los niños —prosiguió— . Un niño se conduce, por ejemplo, de cierta manera. A usted le choca su actitud e intenta entonces descubrir el motivo de la misma. Nuestro querido pequeñuelo es incapaz de decírselo. De igual manera hubiera podido usted preguntarle a la hierba por qué crece o a los pájaros por qué cantan. ¡Pues bien!, en este asunto yo vengo a ser como el querido pequeñuelo…, como la hierba…. como los pájaros. No sé en verdad por qué le hice mi proposición matrimonial a Miss Verinder. No sé tampoco por qué he descuidado tan vergonzosamente a mis queridas damas. E ignoro por qué he renegado de la Junta Maternal para la Confección de Pantalones Cortos. Si usted le pregunta, por ejemplo, a un niño:
    "¿por qué eres tan malo?", el angelito habrá de llevarse un dedo a la boca y no sabrá qué responder: ¡ése es, exactamente, mi caso! ¡Me he sentido impulsado a confesárselo a usted!
    Yo empecé a recobrarme. Un problema mental significaba lo que acababa de oír. Yo siento un profundo interés por ellos…, y no carezco, según se dice, de cierta habilidad para resolverlos.
    —Querida amiga, aguce el entendimiento y ayúdeme —prosiguió él—. Dígame: ¿por qué ocurre que llega un momento en que todos esos planes matrimoniales míos comienzan a parecerme algo como forjado en un sueño? ¿Por qué se me ha ocurrido de manera tan súbita la idea de que mi verdadera felicidad habrá de residir en la ayuda que les preste a mis queridas damas, en el hecho de cumplir modestamente mi útil labor, y de pronunciar unas pocas palabras juiciosas, cada vez que me invite a hacerlo el presidente de la directiva?
    ¿Para qué quiero yo una posición? Ya he alcanzado una. ¿Para qué una renta? Me hallo en condiciones de pagarme mi pan y mi queso, mi pequeño y hermoso alojamiento y mis dos levitas anuales. ¿Para qué necesito yo a Miss Verinder? Acaba de decirme con sus propios labios (esto, mi querida señora, aquí entre nosotros) que ama a otro hombre y que el único motivo que la impulsó a decirme que se casaría conmigo fue el de exasperar y hacer perder la cabeza a ese otro hombre. ¡Qué horrenda unión! ¡Oh Dios mío, qué horrenda unión sería!
    ¡Tales son mis reflexiones, Miss Clack, mientras viajo hacia Brighton! Me aproximo a Raquel igual que un criminal que va a escuchar su sentencia. Cuando me enteré de que ella había también cambiado de opinión…, cuando oí decir que se proponía romper el compromiso…, experimenté (no hay la menor duda respecto a ello) una enorme sensación de alivio. Un mes atrás la estrechaba arrobado contra mi pecho. Hace una hora la dicha de saber que nunca más habré de hacerlo me ha embriagado lo mismo que un fuerte licor. Me parece imposible: no puede ser, me digo a mí mismo. Y, sin embargo, allí están los hechos, como ya tuve el honor de darlos a conocer apenas nos sentamos en estas dos sillas. He perdido a una bella muchacha, una excelente posición social y una hermosa renta; y me he sometido a ello sin ofrecer la menor resistencia ¿puede usted explicárselo, mi querida amiga? en cuanto a mí debo decirle que esto se halla fuera del alcance de mi inteligencia.
    Su magnífica cabeza se reclinó en su pecho, en tanto abandonaba, desesperado, el problema.
    Yo me sentí profundamente conmovida. El caso (si he de hablar en el carácter de un médico espiritual) me pareció enteramente sencillo. No es difícil que en el curso de nuestra vida hayamos podido ver, cualquiera de nosotros, cómo el poseedor de las más poderosas facultades cae ocasionalmente hasta situarse al nivel de las personas más pobremente dotadas que se hallan a nuestro alrededor. Esto, sin duda, tiene por objeto, dentro del plan de la sabia Providencia, recordarle a la grandeza que es mortal y que el poder que le ha sido conferido puede serle también retirado. Se tornó evidente—en mi opinión—, ahora, que las deplorables acciones ejecutadas por nuestro querido Mr. Godfrey y de las cuales fuera yo invisible testigo, constituían otras tantas y saludables humillaciones de esa índole Y se tornaba igualmente un hecho evidente la bienvenida reaparición de su más fina naturaleza, a través del horror con que rechazaba la idea de casarse con Raquel y de la encantadora vehemencia con que demostraba su deseo de retornar a sus damas y a sus pobres.
    Le explique todo esto en unas pocas y simples frases fraternales. ¡Qué bello espectáculo fue el de su alegría! Se comparó a sí mismo, en cuanto yo proseguí hablando, con un ser perdido que emergía de la sombra a la luz. Cuando le aseguré que habría de dispensársele una cariñosa acogida en la J. Maternal para la Confección de Pantalones Cortos, el agradecido corazón de nuestro Héroe Cristiano desbordó de alegría. Alternativamente se llevó a los labios y oprimió contra ellos mis manos. Abrumada por la espléndida victoria de haberlo hecho retornar a nuestro campo, dejé que hiciera con mis manos lo que quisiese.
    Cerré los ojos. Y sentí que mi cabeza, olvidándose de sí misma, se apoyaba sumida en el éxtasis, en su hombro. Un momento más y me hubiera desvanecido en sus brazos, de no haber sido por una interrupción proveniente del mundo exterior y que me hizo recobrarme.
    Un horrendo rechinar de cuchillos y tenedores llegó hasta nosotros desde la puerta y vimos entrar al lacayo, quien se disponía a tender la mesa para el almuerzo.
    Mr. Godfrey se puso de pie, de repente, y dirigió su vista hacia el reloj que se encontraba sobre el manto de la chimenea.
    —¡Cómo vuela el tiempo a su lado! —exclamó—. Apenas si llegaré a tiempo para tomar el tren.
    Yo me aventuré a preguntarle a qué se debía esa prisa por retornar a la ciudad. Su respuesta me trajo a la memoria las dificultades domésticas que debían ser aún salvadas y las desavenencias aún por surgir.
    —He recibido noticias de mi padre—me dijo—. Sus negocios lo obligan a abandonar Frizinghall para dirigirse a Londres y se propone llegar allí esta noche o mañana. Debo ponerlo al tanto de lo ocurrido entre Raquel y yo. Ha puesto su corazón en este asunto del matrimonio .., y mucho habrá de costar, me temo, el hacerle aceptar la idea del rompimiento. Debo detenerlo, en beneficio de todos nosotros, para que no venga aquí antes de que haya logrado yo hacerlo aceptar tal cosa. ¡Queridísima amiga mía, la mejor que poseo, ya nos volveremos a ver!
    Con estas palabras salió del cuarto precipitadamente. Con igual prisa corrí yo escalera arriba en dirección de mi aposento para arreglarme antes de enfrentar a tía Ablewhite y a Raquel junto a la mesa del almuerzo.
    Sé muy bien —para volver de nuevo a la persona de Mr. Godfrey— que la opinión general y profana del mundo exterior lo ha acusado de tener razones privadas para liberar a Raquel de su compromiso, en la primera ocasión que ella le ofreció para ello. También ha llegado a mis oídos la afirmación de que su celo por recobrar mi estimación ha sido atribuido en ciertos círculos al mercenario anhelo de hacer las paces (por mi intermedio) con cierta venerable dama de la Junta Directiva de la Maternal para la Confección de Pantalones Cortos, abundantemente provista de bienes materiales y que es una muy amada e íntima amiga mía. Si me detengo en estos odiosos infundios es sólo para hacer constar que tales influencias no gravitaron en ningún instante en mi espíritu. De acuerdo con las instrucciones recibidas, he ido reflejando las fluctuaciones de mi pensamiento en lo que atañe a nuestro Héroe Cristiano, tal como se hallan registradas en mi diario. Haciéndome justicia a mí misma debo agregar que, una vez reinstalado en el sitio que ocupara anteriormente en mi estimación, no volvió mi talentoso amigo a perderlo nunca más.
    Escribo estas líneas con lágrimas en los ojos y consumida por el deseo de decir algo más.
    Pero no…, se me ha impuesto la cruel limitación de atenerme a mi experiencia real de las personas y las cosas. Antes de que hubiese transcurrido un mes de los sucesos que acabo de narrar, la situación del mercado monetario, que determinó una disminución aun en el monto de mi renta escasa y miserable, me obligó a partir hacia el exilio en el extranjero, sin dejarme otra cosa que un amable recuerdo de la persona de Mr. Godfrey, imagen que la malevolencia mundana ha atacado una y otra vez aunque en vano.
    Permítanme ahora enjugarme los ojos y retomar el hilo de mi historia.
    Bajé la escalera para ir a almorzar, naturalmente ansiosa por conocer la reacción de Raquel ante la noticia de la anulación de su compromiso matrimonial.
    Me pareció —aunque debo reconocer que soy un mal juez en tal materia— que la recuperación de su libertad hizo que su pensamiento se volviera hacia el otro hombre, hacia aquél a quien ella amaba, y de que 3e hallaba furiosa consigo misma por no haber sabido controlar ese cambio repentino operado en sus sentimientos, cambio del cual se hallaba íntimamente avergonzada. ¿Quién era ese hombre? Yo tenía mis sospechas…, pero era innecesario malgastar el tiempo en tan ociosa especulación. Una vez que la hubiera convertido, era seguro que ella no habría de tener secreto alguno para mí. Me enteraría de cuanto concernía a tal hombre y cuanto se refería a la Piedra Lunar. Aunque para estimular su espíritu y elevarlo a un más alto plano espiritual no hubiera tenido yo otro motivo más digno que el de aliviar su mente de sus culpables planes, hubiera éste bastado para alentarme a llevar adelante mi labor.
    Tía Ablewhite realizó su ejercicio esa tarde, en una silla para inválidos. Raquel la acompañó.
    —Me gustaría arrastrar la silla estalló en forma temeraria—. ¡Quisiera cansarme hasta caer rendida!
    A la noche seguía con el mismo humor. Yo di, en una de las valiosas publicaciones que me entregara mi amiga —Vida, Obra y Epístolas de Jane Ann Stamper, cuadragésimoquinta edición—, con algunos pasajes que se prestaban maravillosamente para ser aplicados a la situación actual en que se encontraba Raquel. En cuanto le propuse su lectura se dirigió hacia el piano. ¡Imagínense cuán inexperta debía ser, respecto de las personas graves, para suponer que mi paciencia habría de agotarse en esa forma! Con mi Miss Jane Ann Stamper al alcance de mi mano, aguardé el curso de los sucesos con una inconmovible confianza en el futuro.
    El viejo Mr. Ablewhite no apareció en ningún momento esa noche. Pero bien sabía yo la importancia que su voraz apetencia terrenal le atribuía al matrimonio de su hijo con Miss Verinder…, y me hallaba completamente persuadida (hiciera lo que hiciere Mr. Godfrey para evitar tal cosa) de que habríamos de verlo al día siguiente. Su intervención en el asunto daría lugar, seguramente, a la tormenta que yo había vaticinado como cosa segura, la cual habría de ser seguida, con toda seguridad, también, por un saludable agotamiento de la capacidad de resistencia de Raquel. No ignoro que el viejo Mr. Ablewhite tiene fama (sobre todo entre sus inferiores) de ser un hombre notablemente bonachón. De acuerdo con mi propia observación debo decir que se hace acreedor a tal fama mientras puede salirse con la suya, pero no más allá.
    Al día siguiente, tal como yo lo previera, tía Ablewhite experimentó lo que, de acuerdo con su naturaleza, es lo que más se parece al asombro, al ver aparecer súbitamente en la casa a su esposo. Apenas llevaba éste un minuto en ella cuando fue seguido, ante mi asombro esta vez, por una inesperada complicación en la forma humana de Mr. Bruff.
    No recuerdo que jamás me haya parecido más inoportuna que en esa ocasión la presencia del abogado entre nosotros. Parecía hallarse listo para hacer cualquier cosa que representara un obstáculo en el camino… y para demostrar que era capaz de establecer la paz, pese al hecho de ser Raquel uno de los contendientes.
    —Es una agradable sorpresa para mí, señor —dijo Mr. Ablewhite, dirigiéndose con engañosa cordialidad a Mr. Bruff—. Al dejar su despacho ayer, no esperaba que habría de tener el honor de recibirlo hoy en Brighton.
    —He estado dándole vueltas en mi cabeza a lo que conversamos, luego que usted se fue — replicó Mr. Bruff—. Y se me ha ocurrido pensar que quizá podría serles útil en algo.
    Apenas si tuve tiempo para alcanzar el tren; pero no tuve la oportunidad de descubrir el compartimiento en el cual usted viajaba.
    Luego de dar esta explicación se sentó junto a Raquel. Yo me retiré modestamente a un rincón…, con mi Miss Jane Ann Stamper sobre el regazo, a la expectativa. Mi tía se sentó junto a la ventana y empezó a ¿abanicarse con su calma acostumbrada. Mr. Ablewhite, que se hallaba de pie sobre el centro de la habitación, con su calva más rosada de lo que yo la viera jamás anteriormente, se dirigió a su sobrina de la manera más afectuosa.
    —Raquel, querida mía —le dijo—, acabo de enterarme, por intermedio de Godfrey, de una noticia de lo más extraordinaria. Y he venido aquí para informarme respecto a ella. Tú tienes tu propio gabinete en esta casa. ¿Me harás el honor de conducirme hasta él?
    Raquel permaneció completamente inmóvil. Que se hubiese propuesto provocar una crisis en el asunto o que obedeciera a una oculta señal de Mr. Bruff es algo que escapa a lo que yo sé. Sólo puedo afirmar que declinó el honor de conducir al viejo Mr. Ablewhite hasta su gabinete.
    —Sea lo que fuere lo que tenga que decirme —le respondió—, puede comunicármelo en presencia de mis parientes y de (y dirigió su mirada hacia Mr. Bruff) este viejo amigo que mereció la confianza de mi madre.
    —Como te parezca, querida mía —dijo el amable Mr. Ablewhite, y echó mano de una silla.
    Los demás clavaron la vista en su rostro…, como si aguardasen que éste, luego de setenta años de experiencia mundana, fuera a decir la verdad. Yo, por mi parte, dirigí mi vista hacia la cúspide de su cabeza calva, por haber notado en anteriores ocasiones que su estado de ánimo tenía la costumbre de hacerse visible allí.
    —Varias semanas atrás —prosiguió el viejo caballero—, mi hijo me comunicó que Miss Verinder le había concedido el honor de comprometerse en matrimonio con él. ¿Es posible, Raquel, que haya mi hijo interpretado mal o se haya jactado de que comprendía tu respuesta?
    —Ciertamente, no —replicó ella—. Me comprometí, en verdad, a casarme con él.
    —¡Muy bien por tu franca respuesta! —dijo Mr. Ablewhite—. Todo se explica de la manera más satisfactoria hasta aquí, querida mía. En lo que respecta a lo ocurrido hace varias semanas, Godfrey no se ha equivocado, pues. El error radica en lo que me dijo ayer.
    Comienzo a explicarme ahora las cosas. Tú y él habéis tenido una disputa de amantes…, y el tonto de mi hijo la ha tomado en serio. ¡Ah! Yo habría sabido conducirme mejor a su edad.
    La parte débil de la naturaleza de Raquel —la madre Eva resucitando en ella— comenzó a irritarse por estas palabras.
    —Le ruego que trate de comprenderme, Mr. Ablewhite —le dijo—. Nada que pueda en lo más mínimo merecer el nombre de disputa ocurrió ayer entre su hijo y yo. Si le ha dicho él que yo he resuelto romper nuestro compromiso matrimonial, y que él por su parte se halla de acuerdo con ello…, no ha hecho más que decirle la verdad.
    El termómetro indicador, sobre la cima calva de Mr. Ablewhite, comenzó a registrar un aumento de mal genio. Su rostro se mostraba más amable que nunca…, pero ¡he ahí, sobre la cumbre del rostro, esa coloración rosada un tanto más pronunciada que habitualmente!
    —¡Ven, ven, querida!—dijo él, de la manera más suave—, ¡vamos, no seas tan dura y tan mala con el pobre Godfrey! Seguramente te ha dicho alguna cosa inconveniente. Desde chico ha sido siempre un poco torpe…, ¡pero es un muchacho bien intencionado, Raquel, un muchacho bien intencionado!
    —Mr. Ablewhite, o bien me he expresado muy malamente o bien se ha propuesto usted interpretar mal lo que le digo. De una vez por todas habré de decirle que de común acuerdo hemos resuelto su hijo y yo no mantener otras relaciones, durante el resto de nuestras vidas, que las de primo y prima. Está claro, ¿no?
    El tono con que dijo estas palabras hizo imposible que el viejo Mr. Ablewhite siguiera aún equivocando sus ideas por más tiempo. El termómetro registró otro avance de un grado y su voz, cuando volvió a hablar, dejó de tener el tono que más conviene a un hombre afable.
    —Según eso debo dar por sentado, entonces —dijo—, que tu compromiso matrimonial ha quedado anulado.
    —Eso es lo que habrá de dar usted por sentado, Mr. Ablewhite, si le place.
    —¿Debo también dar por sentado que la proposición de deshacer el compromiso se te ocurrió, desde el primer momento, a ti?
    —Se me ocurrió desde el primer instante a mí. Y contó luego, como acabo de decírselo, con la aprobación de su hijo.
    El termómetro registró el más alto nivel que era capaz de señalar. Quiero con ello decir que el matiz rosado se convirtió de pronto en escarlata.
    —¡Mi hijo es un perro miserable! —gritó con furia el anciano hombre de mundo—. Para hacerme justicia a mí mismo, como padre —y no a él como hijo—, le ruego me permita inquirir, Miss Verinder, qué es lo que tiene usted que decir de Mr. Godfrey Ablewhite.
    A esta altura intervino por vez primera Mr. Bruff.
    —No está usted obligada a responder a esa pregunta —le dijo a Raquel.
    El viejo Mr. Ablewhite se lanzó sobre él inmediatamente.
    —No olvide usted, señor —le dijo—, que no es aquí más que un huésped que se ha invitado solo. Su intromisión hubiese contado con una mejor acogida de haber usted aguardado a que se la solicitaran.
    Mr. Bruff no se dio por aludido. El suave barniz que recubría su piel jamás se agrietaba.
    Raquel le dio las gracias por el consejo y se volvió luego hacia el viejo Mr. Ablewhite…, manteniendo su compostura en una forma que, teniendo en cuenta su sexo y su edad, provocaba, simplemente, espanto.
    —Su hijo me hizo la misma pregunta que usted acaba de hacerme —le dijo ella—. Una sola respuesta tuve para él y una sola igualmente habré de tener para usted. Le propuse liberarnos del compromiso, porque luego de haber meditado sobre ello, había llegado al convencimiento de que la mejor manera de propender a su felicidad y a la mía habría de ser la de retractarme yo de una imprudente promesa y dejarlo libre a él para que escogiera a una mujer en cualquiera otra parte.
    —¿Qué ha hecho mi hijo? —insistió Mr. Ablewhite—. Tengo el derecho de saberlo. ¿Qué ha hecho mi hijo?
    Ella se obstinó, por su parte, de la misma manera.
    —Le he dado ya la única explicación que creo necesario deba darle a usted o a su hijo— respondió.
    —Hablando vulgarmente, Miss Verinder, son su deseo y su voluntad soberanos el darle calabazas a mi hijo, ¿no es así?
    Raquel permaneció en silencio un instante. Sentada, como me hallaba, muy próxima a sus espaldas, pude oír el suspiro que lanzó. Mr. Bruff tomó su mano y le dio un leve apretón.
    Recobrándose aquélla le replicó a Mr. Ablewhite tan atrevidamente como lo había hecho antes.
    —Me he expuesto anteriormente a sufrir mayores malentendidos que éste —le dijo—. Y los he sobrellevado pacientemente. Ha pasado ya el tiempo en que hubiera podido usted mortificarme llamándome coqueta.
    La acritud de su tono me convenció de que en una u otra forma se la había obligado a recordar el escándalo de la Piedra Lunar.
    —No tengo más nada que decir —añadió con un tono cansado sin dirigirse a nadie en particular y pasándonos por alto para mirar hacia afuera, a través de la ventana que se hallaba más próxima a ella.
    Mr. Ablewhite se puso de pie y arrojó lejos de sí su silla con tanta violencia, que ésta se volcó y cayó sobre el piso.
    —Por mi parte, tengo algo que decir —anunció, dejando caer ruidosamente la palma de su mano sobre la mesa—. ¡Y es que si mi hijo no considera esto un insulto, yo sí lo considero tal cosa!
    Raquel se estremeció y lo miró sorprendida.
    —¿Insulto? —replicó—. ¿Qué quiere usted decir?
    —¡Insulto! —reiteró Mr. Ablewhite—. ¡Conozco el motivo, Miss Verinder, que la ha impulsado a usted a romper con mi hijo! Lo percibo tan claramente como si me lo hubiera usted confesado con sus propias palabras. Su maldito orgullo de familia es quien está ultrajando ahora a Godfrey, de la misma manera que me ultrajó a mí antes, cuando me case con su tía. Su familia —su miserable familia— le volvió la espalda cuando se hubo casado con un hombre honesto que se abrió mismo y se labró su propia fortuna. No sé de ningún hatajo de pillos y degolladores que hubieran vivido del crimen y del robo. No podía, tampoco, referirme a ninguna época en que los Ablewhite no hubiesen tenido una camisa con que cubrir su espalda y en que no hubiesen sido capaces de escribir sus propios nombres. ¡Ah!, ¡ah! No me hallaba a la altura de los Herncastle cuando me casé. Y ahora, vuelven ustedes a la carga; tampoco mi hijo se halla a la altura de usted. Lo sospeché desde el principio. ¡Ha heredado usted, mi jovencita, la sangre de los Herncastle! Lo sospeché desde el principio.
    —Es ésta una indigna sospecha —observó Míster Bruff—. Me asombra que tenga usted el coraje de afirmar tal cosa.
    Antes de que Mr. Ablewhite hubiera podido hallar palabras con qué responderle, habló Raquel, con un tono de lo más exasperante por lo desdeñoso.
    —Tiene usted razón —le dijo al abogado—; es algo que no tiene precedentes. Si es capaz de pensar en esa forma, dejémoslo que piense lo que quiera.
    Del escarlata comenzó a pasar, ahora, Mr. Ablewhite, al púrpura. Jadeó en procura de aire; y empezó a dirigir su vista, ya hacia atrás, ya hacia adelante, de Raquel a Mr. Bruff, tan furioso y frenético contra ambos, que no sabía a quién atacar primero. Su esposa, quien se había estado abanicando imperturbablemente en su asiento hasta ese instante, trató, aunque sin resultado alguno, de calmarlo. Yo había sentido, durante el curso de esta penosa entrevista, más de un llamado interior que instigaba a intervenir con unas pocas palabras juiciosas, pero me contuvo el temor de un posible desenlace completamente indigno de una cristiana inglesa cuyas miras se hallan puestas, no sobre lo que aconseja una mezquina prudencia, sino sobre lo que es moralmente justo. Al advertir la gravedad de la situación me elevé por encima de toda mera contemplación de las conveniencias. Si me hubiera yo dispuesto a intervenir mediante alguna amonestación de mi propia y humilde creación, es posible que hubiera aún vacilado. Pero la infortunada querella doméstica que se ofrecía ahora a mi vista contaba con una solución maravillosa y bellamente descrita en la correspondencia de Miss Jane Ann Stamper…, Carta número mil uno, titulada: "Paz en el Hogar". Me levanté, pues, en mi modesto rincón y abrí el precioso libro.
    —Mi querido Mr. Ablewhite —dije—, ¡una sola palabra!
    En el primer momento y al atraer por vez primera la atención de todos al levantarme, pude advertir que estaba a punto de decirme alguna cosa fuerte. Pero mi fraternal manera de dirigirle la palabra, Io retuvo. Clavó en mí sus ojos con un asombro pagano.
    —En mi carácter de amiga y de persona bien inspirada —proseguí—, de persona que cuenta con una gran experiencia en lo que se refiere a despertar, convencer, preparar, iluminar y fortificar a sus semejantes, permítanme que me tome la más inocente de todas las libertades…, la libertad de apaciguar el ánimo de ustedes.
    Él comenzó a recobrarse; se hallaba ya a punto de estallar…, y hubiera sin duda estallado, frente a cualquier otra persona. Pero mi voz, habitualmente dulce, alcanza un rico acento en los instantes de aprieto. En éste, por ejemplo, me sentí llamada a intervenir con un registro mas alto que el suyo.
    Levantando mi valioso libro frente a él, golpeteé con mi índice de manera impresionante sobre la página en que se hallaba abierto.
    —¡No son palabras mías! —exclamé interrumpiéndolo con mi ferviente estallido—. ¡Oh, no supongan que reclamo su atención para que escuchen mis humildes palabras! ¡Maná en el desierto, Mr. Ablewhite! ¡Rocío sobre la tierra calcinada! ¡Palabras de consuelo, de sabiduría, de amor…, las benditas tres veces benditas, palabras de Miss Jane Ann Stamper!
    Me detuvo aquí un momentáneo impedimento de índole respiratoria. Antes de que lograra recobrarme, ese monstruo con figura de hombre gritó furiosamente.
    —¡Miss Jane Ann Stamper es…!
    Me es imposible transcribir aquí la horrenda palabra representada por estos puntos.
    Chillé al oírla deslizarse entre sus labios; volé hacia mi pequeño bolso, que se hallaba sobre el trinchero; volqué todo su contenido, así un tratado especial que versaba sobre los juramentos profanos, titulado: "¡Silencio, por amor de Dios!", y se lo tendí con una expresión de agonizante súplica. Él lo desgarró en dos y me lo tiró de vuelta por encima de la mesa. Los demás se pusieron en pie alarmados, ignorando lo que habría de seguir. Yo me senté instantáneamente, de nuevo en mi rincón. En cierta ocasión y en circunstancias un tanto similares, Miss Jane Ann Stamper fue tomada por ambos hombros y lanzada fuera de una habitación. Yo aguardé, inspirada por su ejemplo, la repetición de su martirio.
    Pero no… no había de sucederme a mí tal cosa. Su esposa fue la primera persona a quien le dirigió él la palabra.
    —¿Quién…, quién…, quién —le dijo, tartamudeando de ira— invitó a esta fanática osada a entrar en esta casa? ¿Fuiste tú?
    Antes de que tía Ablewhite hubiera tenido tiempo de pronunciar una sola palabra respondió Raquel por ella:
    —Miss Clack se halla aquí —le dijo— como huéspeda mía.
    Estas palabras tuvieron un singular efecto sobre Mr. Ablewhite. Súbitamente transformaron a ese hombre enrojecido por la ira en un ser que emanaba un helado desprecio.
    Palmariamente percibió todo el mundo que Raquel acababa de decir algo —breve y simple como había sido su respuesta— que lo colocó a él, por fin, en ventaja sobre ella.
    —¡Oh! —dijo—. Así que Miss Clack es huéspeda suya…, aquí, en mi casa, ¿no es así?
    Le tocó ahora el turno a Raquel de perder la paciencia. Su color se acentuó y sus ojos brillaron fieramente. Volviéndose hacia el abogado y señalando a Mr. Ablewhite, preguntó altivamente:
    —¿Qué quiere él decir?
    Mr. Bruff intervino por tercera vez.
    —Parece usted olvidar —dijo, dirigiéndose a Mr. Ablewhite— que ha alquilado usted la casa en su carácter de tutor de Miss Verinder y para uso de Miss Verinder.
    —No se apresure —lo interrumpió Mr. Ablewhite—. Tengo aún algo que decir; una última palabra que hubiera dicho hace algún tiempo, de no haber sido por esta…—y me miró, deteniéndose a pensar qué abominable calificativo podía aplicarme—, de no haber sido interrumpido por esta atrevida solterona. Permítame que le informe, señor, que si mi hijo no merece ser el esposo de Miss Verinder, presumo que su padre no debe merecer el título de tutor de Miss Verinder. Tenga la bondad de tomar nota de que me rehuso a aceptar el cargo que se me ha ofrecido en el testamento de Lady Verinder. Utilizando su lenguaje forense diré que renuncio a actuar. La casa ha sido, necesariamente, alquilada en mi nombre. Cargo sobre mis hombros con toda la responsabilidad que ello implica. Es mi casa. La habito o la abandono, según me plazca. No deseo apurar a Miss Verinder. Por el contrario, le ruego a ella que aleje a su huéspeda con su equipaje, cuando lo crea más conveniente.
    Luego de hacer una profunda reverencia abandonó el aposento.
    ¡Así fue como se vengó Mr. Ablewhite de Raquel, por haberse negado ésta a casarse con su hijo!
    En cuanto se cerró la puerta, tía Ablewhite realizó una acción tan prodigiosa que nos dejó a todos paralizados. ¡Exhibió la energía suficiente como para atravesar el cuarto!
    —Querida mía —le dijo a Raquel en tanto la tomaba de la mano—, me avergonzaría de mi esposo, si no supiera, como bien sé, que ha sido su mal genio y no su persona la que te ha dicho esas palabras. Usted —continuó diciendo tía Ablewhite, volviéndose hacia mi rincón y haciendo otro derroche de energía, con su mirada esta vez, no con sus miembro—, usted ha sido la miserable que provocó su cólera. Espero no volver a verla nunca más aquí, como tampoco a sus tratados.
    Volviéndose hacia Raquel la besó nuevamente.
    —Te pido perdón, querida —le dijo—, en nombre de mi esposo. ¿Qué puedo hacer por ti?
    Obstinadamente perversa en todo —caprichosa e irrazonable en todas sus acciones— se deshizo Raquel en lágrimas al oír tan triviales palabras y le devolvió el beso a su tía en silencio.
    —Si se me permitiera responder en nombre de Miss Verinder —dijo Mr. Bruff—, me atrevería a pedirle a Mrs. Ablewhite que enviara abajo a Penélope con el gorro y el chal de su ama. Concédanos diez minutos a solas —añadió bajando la voz— y le aseguro que arreglaré las cosas a su entera satisfacción y a la de Raquel también.
    La confianza que toda la familia depositaba en este hombre era, en verdad, maravillosa. Sin que hubiera mediado una nueva palabra de su parte, tía Ablewhite abandonó la habitación.
    —¡Ah! —dijo Mr. Bruff mirándola con atención—. Admito que la sangre de los Herncastle tiene sus desventajas. ¡Pero algo representa la buena educación, después de todo!
    Luego de haber lanzado esta observación puramente mundana, miró con dureza hacia mi rincón, como si aguardase a que yo me fuera. Mi interés por Raquel —infinitamente superior al que sentía él por ella— me clavó en la silla.
    Mr. Bruff desistió, como había desistido anteriormente en casa de tía Verinder, en Montagu Square. Condujo a Raquel hasta una silla que se hallaba junto a la ventana y empezó a hablarle.
    —Mi querida señorita —le dijo—, la conducta de Mr. Ablewhite la ha horrorizado y tomado, naturalmente, de sorpresa. Si valiera la pena debatir esta cuestión con semejante hombre, habríamos de demostrarle bien pronto que no siempre habrá de salirse él con la suya. Pero no vale la pena. Ha estado usted en lo cierto cuando le dijo lo que acaba de decirle: su conducta no ha tenido precedentes.
    Se detuvo y dirigió la vista hacia mi rincón. Yo permanecía allí sentada, inconmovible, con mis tratados junto al codo y mi Miss Jane Stamper sobre el regazo.
    —Como usted sabe —prosiguió él, volviéndose nuevamente hacia Raquel—, era privativo de la excelente naturaleza de su madre el ver siempre la faz mejor, jamás la peor, de las gentes que la rodeaban. Nombró tutor suyo a su cuñado porque creía en él y porque sabía que tal cosa habría de agradarle a su hermana. En cuanto a mí, nunca me agradó Mr.
    Ablewhite e induje a su madre a insertar una cláusula en su testamento mediante la cual se les confería el poder a sus albaceas de consultar conmigo respecto a un nuevo tutor, si lo aconsejaban las circunstancias. Uno de esos eventos acaba de producirse hoy, y yo me hallo en condiciones de poner término a estos áridos detalles legales, espero que de una manera satisfactoria, mediante una carta dirigida a mi esposa. ¿Honrará usted a Bruff convirtiéndose en su huéspeda? ¿Y permanecerá usted bajo mi techo, como un miembro más de mi familia, hasta que nosotros, los sabios, maduremos nuestros proyectos y decidamos qué deberá hacerse posteriormente?
    Al oír esto me puse de pie dispuesta a intervenir. Mr. Bruff acababa de hacer exactamente lo que yo había temido que hiciera cuando le pidió a Mr. Ablewhite que enviara abajo el gorro y el chal de Raquel.
    Pero, antes de que hubiera podido intercalar yo una sola palabra, había ya aceptado Raquel la invitación en los términos más cordiales. De haber yo tolerado que este arreglo fuera llevado más adelante —de transponer ella el umbral de la puerta de Mr. Bruff—, ¡adiós entonces al más grande deseo de mi vida, a mi esperanza de hacer volver al redil a mi oveja descarriada! La sola idea de tal calamidad me anonadó. Lanzando al viento la miserable carga que toda discreción mundana implica, le hablé con todo el fervor que me poseía y con las palabras que más pronto vinieron a mis labios.
    —¡Alto! —les dije—, ¡alto ahí! Deben escucharme. ¡Mr. Bruff!, usted no se halla emparentado con ella como lo estoy yo. La invito a ella…, y emplazo a sus albaceas para que me designen su tutora. Raquel, mi queridísima Raquel, te ofrezco mi humilde hogar; ven conmigo a Londres en el próximo tren, mi amor, para compartirlo conmigo.
    Mr. Bruff no dijo nada. Raquel me miró con un cruel espanto que no se esforzó por ocultar.
    —Eres muy buena, Drusilla—me dijo—. Y espero ir a visitarte cuantas veces vaya a Londres. Pero he aceptado ya la invitación de Mr. Bruff y me parece que lo mejor que puedo hacer ahora es quedar bajo su cuidado.
    —¡Oh, no digas eso! —imploré yo—. ¡No puedo separarme de ti, Raquel…, no puedo separarme de ti!
    Traté de estrecharla entre mis brazos. Pero ella retrocedió. Mi fervor no logró contagiarla; sólo le causó alarma.
    —En verdad —dijo—, ¿no es excesiva tanta agitación? No logro comprenderla.
    —Ni yo tampoco —dijo Mr. Bruff.
    La dureza de ambos —su mundana y espantosa dureza— me rebeló.
    —¡Oh, Raquel! ¡Raquel —estallé—. ¿Es posible que no hayas aún percibido que mi corazón desfallece por hacer una cristiana de ti? ¿No te ha dicho alguna voz interior que estoy tratando de hacer por ti lo que estaba tratando de hacer por tu querida madre cuando la muerte me la arrebató de las manos?
    Raquel avanzó un paso y me miró muy extrañamente.
    —No entiendo tu referencia a mi madre —dijo—. Miss Clack, ¿quieres tener la bondad de explicarte?
    Antes de que pudiera contestar, llegó Mr. Bruff y ofreciéndole el brazo a Raquel trató de conducirla fuera de la habitación.
    —Mejor no siga con el tema, querida —dijo—. Y Miss Clack haría mejor en no explicarse.
    Aunque hubiera sido un tronco o una piedra, una interferencia como ésa me hubiera animado a dar testimonio de la verdad. Hice a un lado a Mr. Bruff con mi propia mano, indignada, y, en lenguaje solemne y adecuado, formulé el punto de vista con que la sana doctrina no tiene escrúpulos en referirse a la horrible calamidad de morir sin preparación.
    Raquel se apartó de mí —me sonrojo al escribirlo— con un grito de horror.
    —¡Vayámonos! — dijo a Mr. Bruff—. ¡Vayámonos, por Dios, antes de que esta mujer pueda decir nada más! ¡Oh, piense en la inocente, útil, hermosa vida de mi madre! Usted estuvo en el funeral, Mr. Bruff; usted vio cómo todos la querían; usted vio a las pobres gentes desvalidas llorando en su tumba la pérdida de su mejor amiga. ¡Y esta miserable se planta aquí y trata de hacerme dudar de que mi madre, que fue un ángel sobre la tierra, sea ahora un ángel en el paraíso! ¡No sigamos hablando de esto! ¡Vayámonos! ¡Me sofoca respirar el mismo aire que ella! ¡Me espanta sentir que estamos juntas en la misma habitación!
    Sorda a toda reconvención, corrió hacia la puerta.
    En ese mismo instante entraba su doncella con su gorro y su chal. Ella los tomó y los amontonó de cualquier modo.
    —Empaca mis cosas —le dijo—, y llévalas hasta el domicilio de Mr. Bruff.
    Yo intenté acercarme… Me hallaba afligida y conmovida, pero innecesario será que afirme que no me sentía ofendida. Sólo experimenté el deseo de decirle estas palabras:
    —¡Ojalá llegue a ablandarse tu duro corazón! ¡Te perdono con toda el alma!
    Ella tiró hacia abajo su velo, me arrancó el chal de las manos y se precipitó cerrándome la puerta en la cara. Yo soporté el ultraje con mi habitual entereza Y lo recuerdo ahora con la misma superioridad con que enfrento siempre todo ultraje.
    Mr. Bruff me dirigió una burlona frase de despedida, antes de precipitarse, a su vez, al exterior.
    —Más le hubiera valido no explicarse, Miss Clack —me dijo; y haciéndome una reverencia, abandonó el cuarto.
    La mujer del gorro con cintas habló a su vez.
    —No es difícil determinar quién ha sido la persona que los ha malquistado a los unos con los otros —me dijo—. No soy más que una pobre criada…, pero afirmo, con todo, que estoy avergonzada de usted.
    También ella abandonó la estancia, cerrando con estrépito la puerta.
    Denigrada, abandonada por todos, quedé librada a mí misma en el cuarto.
    ¿Puede acaso añadírsele una sola palabra a esta simple exposición de los hechos…, a esta conmovedor pintura de una cristiana perseguida por el mundo? ¡No! Mi diario me recuerda que aquí termina uno de los tantos capítulos variados de mi existencia. Desde ese día no volví a ver jamás a Raquel Verinder. En aquel entonces, cuando me insultó, le otorgué mi perdón. Desde ese día en adelante ha contado con mis más devotos y buenos augurios. Y cuando muera —para completar, por mi parte, el retorno de todo bien por un mal— habré de legarle, según haré constar en mi testamento, la Vida, Obra y Epístolas de Miss Jane Ann Stamper.


    SEGUNDA NARRACION

    A cargo de Mathew Bruff, abogado, de Gray's Inn Square CAPITULO I
    Habiendo hecho abandono de la pluma mi bella amiga Miss Clack, dos razones me impulsaban a tomarla, a mi vez, inmediatamente.
    En primer lugar, me hallo en situación de arrojar la luz indispensable sobre ciertos puntos interesantes que han sido dejados hasta ahora en la sombra. Miss Verinder tenía un motivo oculto para romper su compromiso matrimonial…, y yo jugué un papel importante en ello.
    Mr. Godfrey Ablewhite tenía un motivo privado para renunciar a cuanto derecho lo asistiera para reclamar la mano de su encantadora prima… y yo descubrí de qué se trataba.
    En segundo lugar, por un feliz o infortunado azar, no podría en verdad precisar si fue lo uno o lo otro, me hallé personalmente implicado en la época a que aludo en estas páginas—en el misterio del diamante hindú. Tuve el honor de entrevistarme en mi bufete con un oriental de distinguidos modales, quien no era, fuera de toda duda, otra persona que el cabecilla de los tres hindúes.
    Añadan a esto que me encontré al día siguiente con el famoso viajero Mr. Murthwaite, con quien sostuve una conversación acerca de la Piedra Lunar estrechamente relacionada con posteriores eventos. Y tendrán en esa forma una idea de los títulos que poseo para ocupar el puesto que ocupo en estas páginas.
    La verdadera historia de la anulación del compromiso matrimonial es lo que surge primeramente en el orden cronológico y habrá de ocupar por lo tanto el primer lugar en mi relato. Recorriendo la cadena de los eventos desde un extremo al otro, me encuentro con que debo necesariamente abrir la escena, hecho curioso, sin duda, pensarán ustedes, junto al lecho de mi excelente cliente y amigo, el difunto Sir John Verinder.
    Sir John participaba —quizá en una medida un tanto excesiva— de las más inocentes y amables flaquezas inherentes al género humano. Entre ellas puedo mencionar, por su aplicabilidad al asunto entre manos, su invencible resistencia —que persistió en él mientras gozó de su habitual buena salud— a afrontar la responsabilidad de hacer su testamento.
    Lady Verinder puso en juego su influencia para despertar en él el sentido del deber en tal materia; yo también puse en juego la mía. Él admitió la justicia de nuestros puntos de vista… pero no fue más allá de eso, hasta que llegó el instante en que cayó enfermo de la dolencia que lo llevó a la tumba. Entonces fui mandado llamar, por fin, para recibir las instrucciones de mi cliente, relativas a su testamento. Resultaron ser éstas para mí las más simples instrucciones que recibí a lo largo de toda mi actuación profesional.
    Sir John se hallaba dormitando cuando entré en la habitación. Se despertó al verme aparecer.
    —¿Cómo está usted, Mr. Bruff? —me dijo—. Seré muy breve respecto de este asunto. Y luego me dormiré otra vez.
    Con gran interés siguió mis movimientos mientras reunía yo las plumas, la tinta y el papel.
    —¿Está ya listo? —me preguntó.
    Yo incliné mi cabeza, sumergí y saqué la pluma de la tinta y aguardé sus instrucciones.
    —Todos mis bienes a mi esposa —dijo Sir John—. Eso es todo.
    Volvió la cara en la almohada y se dispuso a dormirse nuevamente.
    Yo me vi obligado a molestarlo.
    —¿Debo dar por sentado —pregunté— que lega usted la suma total de las propiedades, de toda suerte y naturaleza, poseídas por usted en el instante de su muerte, a Lady Verinder únicamente?
    —Sí —dijo Sir John—. Sólo que yo lo digo más brevemente. ¿Por qué no lo establece usted con tan pocas palabras como yo y me deja dormir de nuevo? Lego todo lo que tengo a mi esposa. Esa es mi voluntad.
    Sus propiedades se hallaban a su entera disposición y eran de dos clases.
    Propiedad en tierra (intencionadamente me abstengo de utilizar un lenguaje técnico) y propiedad en efectivo. En la mayoría de los casos, mucho me temo, hubiera yo sentido que mi deber me obligaba a pedirle a mi cliente que reconsiderara su actitud. En el caso de Sir John, sabía yo que Lady Verinder era no solamente digna de la ilimitada confianza que depositaba en ella su esposo (toda buena esposa es digna de ella)…, sino también capaz de administrar adecuadamente un legado (cosa que, según mi experiencia personal del bello sexo, muy pocas mujeres son lo suficientemente competentes para hacer). En diez minutos se hallaba redactado y legalizado el testamento de Sir John, y Sir John, ese buen hombre, concluía su siesta interrumpida.
    Lady Verinder justificó ampliamente la confianza que su esposo depositara en ella. En los primeros días de su viudez envió por mí y me dictó su testamento. Su manera de encarar la situación fue tan profundamente integral y razonable que me vi relevado de la necesidad de aconsejarla. Mi responsabilidad comenzó y terminó con la tarea de darle forma legal a sus instrucciones. No hacía un quincena que se hallaba Sir John en la tumba, cuando ya el futuro de su hija se hallaba salvaguardado de la manera más sabia y cariñosa.
    El testamento permaneció en la caja, a prueba de fuego, de mi bufete, durante más años de los que me agradaría contar. Y no fue sino hasta el verano del año 1848 cuando tuve ocasión de posar mi vista en él, en medio de las más tristes circunstancias.
    En la fecha mencionada los doctores pronunciaron su sentencia respecto a Lady Verinder, la cual fue, literalmente, una sentencia de muerte. Yo fui la primera persona a quien ella hizo conocer la verdad y la vi ansiosa por revisar el testamento conmigo.
    Era imposible mejorar las estipulaciones relacionadas con su hija. Pero, con el correr de los años, sus deseos en lo que atañía a ciertos legados menores destinados a diferentes parientes suyos, experimentaron cierto cambio, y se hizo necesario añadirle tres o cuatro codicilos al documento original. Hecho esto, todo a un mismo tiempo, por temor a algún accidente, obtuve de Su Señoría permiso para englobar sus recientes instrucciones en un segundo testamento. Mi propósito era evitar ciertas inevitables confusiones y repeticiones que desfiguraban entonces el testamento original y las cuales, a decir verdad, molestaron grandemente mi sentido profesional del ajuste de todas las partes.
    La legalización del segundo testamento ha sido ya descrita por Miss Clack, quien fue tan gentil como para actuar de testigo. En lo que atañe a los bienes pecuniarios de Raquel Verinder el documento en cuestión era, palabra por palabra, un verdadero duplicado del primer testamento. Los únicos cambios introducidos en él se referían al nombramiento de un tutor y a ciertas estipulaciones relacionadas con lo mismo, hechas por insinuación mía.
    A la muerte de Lady Verinder el testamento fue colocado en las manos de mi procurador, para ser "abierto y hecho público", según la frase ritual, de acuerdo con lo establecido.
    Alrededor de tres semanas más tarde —hasta donde me permite recordar mi memoria— percibí la primera señal de algo anormal que se producía por debajo de la superficie.
    Ocurrió que al visitar a mi amigo el procurador en su despacho, advertí que éste me recibió con un aspecto que trascendía un interés desacostumbrado.
    —Tengo varias nuevas para usted —me dijo—. ¿Qué cree usted que oí decir esta mañana en el Colegio de Abogados? ¡Pues que el testamento de Lady Verinder ha sido reclamado y revisado ya!
    ¡Una gran novedad, en verdad! Nada había en el testamento que hubiera podido dar lugar a ninguna disputa; como tampoco había, que yo supiera, persona alguna que tuviera el menor interés en hacerlo examinar. (Creo que no estará de más que explique aquí, en beneficio de las pocas personas que desconocen aún estas cosas, que la ley permite que cualquier testamento sea examinado en el Colegio de Abogados por cualquier persona que lo solicite, previo el pago de un chelín).
    —¿Te han dicho quién ha sido el que pidió el testamento?
    —Sí, el empleado no vaciló en decírmelo a mí. Mr. Smalley de la firma Skipp y Smalley, fue quien lo pidió. De manera, pues, que no hubo otra alternativa que la de apartarse de las normas habituales y dejarle ver el documento original. Luego de observarlo atentamente hizo una anotación en su libreta de apuntes. ¿Puedes hacerte una idea de lo que buscaba allí?
    Yo sacudí la cabeza.
    —Lo sabré —respondí— antes de que sea un día más viejo.
    Dicho lo cual, regresé de inmediato a mi propio despacho.
    De haber sido otra firma la implicada en ese inexplicable registro del testamento de mi difunta cliente, hubiera tenido alguna dificultad para enterarme de lo que necesitaba saber.
    Pero yo contaba con cierta influencia en lo que respecta a Skipp y Smalley, que me sirvió en este caso para facilitar mi acción de una manera relativa. Mi actuario de derecho consuetudinario (un hombre excelente y muy capaz) era hermano de la esposa de Mr.
    Smalley y, a raíz de esta especie de indirecta conexión conmigo, Skipp y Smalley habían venido recogiendo desde hacía varios años las migajas que caían de mi mesa, bajo la forma de asuntos traídos hasta mi bufete, de los cuales, por diversas razones, no me interesaba hacerme cargo. Mi amparo jurídico era, en tal sentido, de alguna utilidad para la firma. Me proponía, si fuera necesario, recordarles tal ayuda en la presente ocasión.
    En cuanto llegué a mi despacho hablé con mi escribano y, luego de ponerlo al tanto de lo ocurrido, lo envié al despacho de su cuñado para "hacerle llegar los saludos de Mr. Bruff, a quien le agradaría conocer por qué razón consideraron necesario los señores Skipp y Smalley examinar el testamento de Lady Verinder".
    Este mensaje tuvo la virtud de traer a Mr. Smalley, acompañado de su hermano, a mi despacho. Admitió que había obrado de acuerdo con las instrucciones que recibiera de un cliente. Y por último me preguntó si no violaría el secreto profesional, por su parte, si decía algo más.
    Sostuvimos una sutil controversia en torno al asunto. La verdad es que yo estaba irritado y sospechaba, e insistí en saber más. Lo peor fue que me rehusé a considerar cualquier información adicional que se me ofreciera como un secreto que debía guardar: exigí completa libertad para hacer uso de mi propia discreción según me pareciera más conveniente. Y peor aún que eso, aproveché de manera injustificable la ventaja que me deparaba mi situación.
    —Elija usted, señor —le dije a Mr. Smalley—, entre estos dos riesgos: el de perder el asunto de su cliente o el de perder los míos.
    Algo enteramente indefendible, lo admito…, una muestra de tiranía de mi parte; y no otra cosa. E igual que todos los tiranos, me salí con la mía. Mr. Smalley escogió la primera alternativa, sin vacilar un solo instante. Sonrió con resignación y me cedió el nombre de su cliente: Mr. Godfrey Ablewhite.
    Esto me basó… No necesitaba saber más.
    A esta altura de mi relato se hace necesario que coloque al lector de estas líneas en lo que concierne al asunto del testamento de Lady Verinder, en un perfecto pie de igualdad conmigo respecto a la información.
    Permítaseme entonces declarar que Raquel Verinder no había de contar más que con la renta vitalicia de las propiedades. El excelente sentido común de su madre y mi dilatada experiencia se combinaron para relevarla de toda responsabilidad y librarla del peligro de ser víctima en el futuro de algún hombre necesitado e inescrupuloso. Ni ella ni su esposo, si se casaba, podrían obtener siquiera seis peniques en calidad de préstamos, sobre la base de sus bienes en tierras o en dinero. Podrían contar con sus casas de Londres y de Yorkshire para vivir en ellas y disfrutar de su hermosa renta: eso era todo.
    Cuando me puse a pensar en lo que acababa de descubrir, me sentí poseído por una dolorosa perplejidad respecto a lo que debía hacer de inmediato.
    Apenas hacía una semana que había oído hablar (ante mi sorpresa y pesar) del compromiso matrimonial de Miss Verinder. Yo sentía la más sincera admiración y un grande afecto por ella y experimenté una indecible angustia al enterarme de que había decidido arrojarse en brazos de Mr. Godfrey Ablewhite. Y he aquí que ahora ese hombre —a quien yo siempre consideré un meloso impostor— justificaba mis peores pensamientos respecto de su persona y revelaba de manera palmaria el mercenario propósito que lo impulsaba a casarse.
    ¿Y qué hay con eso? —podrá usted responderme—; la cosa ocurre todos los días. Tiene usted razón, mi querido señor. Pero ¿consideraría usted el asunto tan a la ligera si la cosa, digamos, le sucediera a su propia hermana?
    Lo primero que se me ocurrió pensar, naturalmente, ahora, fue esto: ¿seguirá Mr. Godfrey Ablewhite siendo de la misma opinión respecto a su compromiso luego de enterarse de lo que acababa de descubrir su abogado?
    Todo dependía de su situación económica, la cual me era enteramente desconocida. Si no era ella desesperada, valdría la pena todavía para él casarse con Miss Verinder por sus rentas únicamente. Si, por el contrario, se hallaba en la urgente necesidad de obtener una gran suma en una fecha dada, el testamento de Lady Verinder habría de ajustarse exactamente al caso y serviría para preservar a su hija del peligro de caer en las garras de un pillo.
    De ocurrir esto último, no era entonces necesario que angustiara yo a Miss Raquel, en los primeros días de su duelo por su madre, con la revelación inmediata de la verdad. De acaecer lo primero, si guardaba yo silencio, habría de hacerme cómplice entonces de la realización de un matrimonio que la haría desdichada por toda la vida.
    Mis dudas terminaron en el instante en que concurrí al hotel en que se hospedaban en Londres Mrs. Ablewhite y Miss Verinder. Allí me informaron que partirían para Brighton al día siguiente y que un compromiso inesperado impediría a Mr. Godfrey Ablewhite acompañarlas. Yo le propuse inmediatamente ocupar su lugar. Mientras pensé, nada más, en Raquel Verinder, fue posible que dudara. Pero cuando la vi en persona resolví al instante, y pasara lo que pasase, anunciarle la verdad.
    Se me presentó dicha oportunidad cuando salí a dar un paseo con ella el día posterior al de mi arribo.
    —¿Me permitirá usted que le hable —le dije— respecto a su compromiso matrimonial?
    —Sí —me respondió con indiferencia—, si es que no tiene usted otra cosa más interesante de que hablarme.
    —¿Le perdonará usted a un viejo amigo y servidor de la familia, Miss Raquel, la osadía de preguntarle si se halla en juego su corazón en el asunto del matrimonio?
    —Me caso por desesperación, Mr. Bruff…, y con la esperanza de llegar a sumergirme en una especie de estática felicidad que me reconcilie con la vida.
    ¡Lenguaje fuerte, sin duda, y que sugería la presencia, debajo de la superficie, de algo que tenía la apariencia de una cuestión sentimental! Pero yo tenía mi propio asunto que resolver aún y decliné (como decimos nosotros los abogados) derivar la cuestión hacia los incidentes menores.
    —Difícilmente opinará en la misma forma Mr. Godfrey Ablewhite —le dije—. Debe de haber puesto su corazón en la idea del matrimonio, ¿no es así?
    —Así dice él y supongo que debo creerlo. Difícilmente se casaría conmigo, luego de lo que le he confesado, de no hallarse enamorado de mí.
    ¡Pobrecita! La sola idea de un hombre que se casara con ella, con la vista fija en sus propios fines, mercenarios y egoístas, no había logrado albergue en su cabeza. La faena que me había impuesto a mí mismo, comenzaba a trocarse en una tarea más ardua que la que yo me había comprometido a realizar.
    —Muy extraño les resulta —le dije— a mis anticuados oídos… —¿Qué es lo que les resulta extraño? —me preguntó.
    —Oírla hablar a usted de su futuro esposo, como si no estuviera completamente segura de la sinceridad de sus propósitos. ¿Tiene usted algún motivo para dudar de él?
    Su asombrosa agilidad perceptiva le permitió descubrir un cambio en el tono de mi voz o mis maneras, cuando le hice esa pregunta, y la puso sobre aviso respecto al hecho de que yo le había estado hablando hasta entonces con miras a una meta ulterior. Se detuvo; apartando su brazo del mío, empezó a escrutar mi semblante.
    —Mr. Bruff —me dijo—, usted tiene algo que decirme respecto a Mr. Godfrey Ablewhite.
    Dígame de qué se trata.
    Yo la conocía lo suficiente como para confiar en ella. Y se lo dije.
    Volvió a enlazar su brazo con el mío y prosiguió andando lentamente a mi lado. Yo sentí que su mano acentuaba mecánicamente su presión sobre mi brazo y la vi ponerse más pálida a medida que avanzábamos…, pero ni una sola palabra brotó de sus labios mientras le dirigí la palabra. Cuando hube terminado, persistió en su silencio. Su cabeza se inclinó un tanto y siguió caminando a mi lado insensible a mi presencia y a cuanto la rodeaba; perdida —sumergida, podría casi decir— en sus propios pensamientos.
    No intenté molestarla. Mi experiencia con respecto a su carácter me previno como en anteriores ocasiones que debía darle tiempo.
    El primer impulso que acomete en general a las muchachas, cuando acaban de escuchar algo que provoca su interés, es el de hacer un tropel de preguntas y el de echar a correr luego para conversar del asunto con la amiga predilecta. EL primer impulso de Raquel Verinder en similares circunstancias era el de encerrarse en sí misma y el de meditar a solas lo ocurrido. Esta extremada independencia constituye una gran virtud cuando pertenece a un hombre. En una mujer implica una seria desventaja porque la distancia moralmente del conjunto de las personas de su sexo, exponiéndola por lo tanto a las malas interpretaciones de parte de la opinión general. En cuanto a mí, tengo la firme sospecha de que opino en este asunto como el resto de mis semejantes…, excepto cuando se trata de Raquel Verinder. La independencia de carácter constituía en ella una virtud, en mi opinión; en parte sin duda, porque me agradaba y sentía por ella sincera admiración, y en parte porque el punto de vista adoptado por mí en lo que concernía a su vinculación con el asunto de la desaparición de la Piedra Lunar se basaba en un especial conocimiento de su carácter. Por desfavorable que fuese el cariz presentado por las cosas en la cuestión del diamante espantable como era sin duda la circunstancia de saber que se hallaba en alguna forma vinculada con el misterio de un robo aún por descifrar—, me hallaba yo convencido, no obstante, de que nada había hecho Raquel indigno de ella, ya que estaba también, por otra parte, convencido de que no habría dado un paso en tal asunto sin haberse antes concentrado en sí misma y meditado sobre ello primero.
    Habíamos andado cerca de una milla, creo, cuando despertó por fin Raquel de su ensimismamiento. Elevó su vista hacia mí, súbitamente, y exhibió lo que no fue más que un débil reflejo de su sonrisa de tiempos más felices…, la más fascinadora sonrisa que haya visto surgir jamás en el rostro de una mujer.
    —Mucho es lo que le debía a usted por su bondad antes de ahora —me dijo—. Y me siento en deuda con ella en este momento como nunca lo estuve anteriormente. Si oye usted, cuando regrese a Londres, algún rumor que se refiera a mi matrimonio, refútelo de inmediato, en mi nombre.
    —¿Ha resuelto usted romper su compromiso? —le pregunté.
    —¿Puede usted ponerlo en duda —me replicó altivamente— luego de lo que acaba de decirme?
    —Mi querida Raquel, es usted muy joven… y puede hallar más obstáculos que los que ahora imagina, cuando intente deshacer ese compromiso. ¿No tiene usted a nadie —me refiero a una señora, naturalmente— a quien consultar?
    —A nadie —me respondió.
    Me apenó, me entristeció de veras el oírla decir tales palabras. ¡Era tan joven, se hallaba tan sola, y sobrellevaba tan bien su situación! Mi impulso de ir en su ayuda se impuso a cualquier otro sentimiento que hubiera podido yo albergar respecto de la inutilidad de mi persona en ese trance y le di a conocer cuantas ideas sobre la materia se me ocurrieron, bajo el acicate de las circunstancias, desplegando al máximo mi capacidad. Yo he aconsejado a un prodigioso número de clientes y he tenido que habérmelas, en mis tiempos, con algunas dificultades de lo más espinosas. Pero ésta era la primera ocasión en que me veía a mí mismo aconsejándole a una joven cómo debía hacer para lograr la anulación de su compromiso matrimonial. Mi sugerencia se concretaba, en pocas palabras, a lo siguiente: le insinué que le dijera a Mr. Godfrey Ablewhite —durante el curso de una entrevista, privada, indudablemente— que éste había dejado traslucir, según sabía ella de muy buena fuente, la mercenaria naturaleza de sus propósito. Sólo tenía por su parte que añadir que el matrimonio, luego de lo que acababa ella de descubrir, resultaba completamente imposible…, y debía preguntarle también si consideraba más prudente asegurarse el silencio de ella accediendo a sus deseos o prefería obligarla, con su oposición, a hacer públicos los motivos que la impulsaron a obrar de esa manera. Si intentaba él defenderse a sí mismo o negar los hechos, ella debía, en tal caso, decirle que se entendiera conmigo.
    Miss Verinder escuchó atentamente, hasta que di término a mi exposición. Me dio luego las gracias muy efusivamente por el consejo, pero me hizo saber al mismo tiempo que le sería imposible.
    —¿Puedo preguntarle —le dije— cuál es el escollo que le impide seguirlo?
    Ella vaciló…, y me contestó, al fin con una pregunta.
    —Imagínese usted que le pidiera su opinión respecto al proceder de Mr. Godfrey Ablewhite —comenzó a decir.
    —¿Sí?
    —¿Qué diría usted?
    —Diría que ha procedido como un hombre ruin y solapado.
    —¡Mr. Bruff! He creído en ese hombre. Le he prometido casarme con él. ¿Cómo podré decirle que es un ruin, que me ha engañado y abochornarlo delante del mundo, luego de esto? Me he degradado ante mí misma al pensar alguna vez que podría ser mi marido. Si yo dijera lo que usted me ha sugerido que le diga, no haría más que confesar que me estaba degradando ante los ojos de él. ¡No puedo hacer eso…, luego de lo que ha ocurrido entre nosotros…, no puedo hacer eso! La vergüenza no significaría nada para él. Pero el bochorno sería insoportable para mí.
    He aquí otra de las notables peculiaridades de su carácter, revelándose sin la menor reserva.
    ¡He aquí un sensible horror por el mero contacto con una cosa ruin, encegueciéndola frente a cualquier consideración que se debiera a sí misma, precipitándola en una falsa situación que podría comprometerla a los ojos de todos sus amigos! Hasta ese instante me había yo mostrado un tanto inseguro respecto del valor del consejo que acababa de darle. Pero, luego de lo que ella me dijo no me cupo ya la menor duda de que era ése el mejor consejo que podía haberle dado y no vacilé un instante para instarla, nuevamente, a seguirlo.
    Ella no hizo más que sacudir la cabeza y me repitió su objeción con otras palabras.
    —Él ha gozado de la suficiente intimidad conmigo como para poder pedirme que fuera su esposa. Y se hallaba tan alto en mi estimación como para lograr obtener mi consentimiento.
    ¡No puedo decirle ahora en la cara que es la más despreciable criatura viviente!
    —Pero, mi querida Miss Raquel —la amonesté—, igualmente imposible le será anunciarle que retira usted la palabra que le diera, sin darle ninguna razón que lo explique.
    —Le diré que he meditado sobre ello y que me he convencido de que será mejor para ambos separarnos.
    —¿Nada más que eso?
    —Nada más.
    —¿Ha previsto usted lo que puede él responderle, por su parte?
    —Que diga lo que le parezca.
    Era imposible no admitir su delicadeza y resolución, pero era también imposible no percibir que se estaba colocando en un plano equivocado. La insté a que tuviera en cuenta su propia situación. Le recordé que se expondría a la más odiosa tergiversación de sus motivos verdaderos, de parte de los demás.
    —No puede usted desafiar a la opinión pública —le dije— bajo el imperio de sus sentimientos privados.
    —Podré —me respondió—. Ya lo he hecho anteriormente.
    —¿Qué quiere usted decir?
    —Ha olvidado usted la Piedra Lunar, Mr. Bruff. ¿No he desafiado acaso a la opinión pública, en ese asunto, bajo el dictado de mis propios sentimientos?
    Su respuesta me hizo callar por un instante. Me impulsó a tratar de explicarme la conducta seguida por ella en la época de la desaparición de la Piedra Lunar, a través de la pista que entraña esa extraña confesión que se escapó de sus labios. Quizá lo hubiera logrado de ser más joven. Ciertamente no lo conseguí entonces.
    Probé una última advertencia, antes de que volviéramos a la casa. Ella se mostró tan inflexible como nunca. Cuando la dejé ese día, en mi mente chocaban los más extraños pensamientos respecto de su persona. Era obstinada e injusta. Interesante y admirable y digna de la mayor compasión. Le hice prometer que me habría de escribir en cuanto tuviera alguna nueva que comunicarme. Y regresé a mis asuntos de Londres en un estado de ánimo excesivamente intranquilo.
    La noche de mi retorno y antes de que me hubiera sido posible recibir la carta prometida, fui sorprendido por la visita de Mr. Ablewhite, padre, quien me informó que Mr. Godfrey había sido rechazado —y aceptada, por su parte, la decisión— ese mismo día.
    Al tanto como me hallaba de las cosas, el simple hecho anunciado por las palabras que he subrayado me reveló cuál había sido la razón que tuvo Mr. Godfrey Ablewhite para someterse, tan claramente, como si hubiera sido admitida de viva voz por él mismo.
    Necesitaba dinero, y ello, para determinada fecha. La renta de Raquel, que le hubiera sido de utilidad para toda otra cosa, no podría ayudarlo en la actual emergencia; y Raquel había podido por lo tanto liberarse del compromiso, sin hallar ninguna seria oposición de su parte.
    Si se me dice que esto no es más que una mera especulación mía, preguntaré a mi vez: ¿qué otra teoría podrá explicar esa renuncia a un matrimonio que habría de mantenerlo en un plano de esplendidez material por el resto de sus días?
    Toda la alegría que de otra manera hubiera yo sentido ante el feliz curso que seguían los acontecimientos se vio contenida en una forma positiva por lo que ocurrió en la entrevista que sostuve con el viejo Mr. Ablewhite.
    Vino, naturalmente, para preguntarme si le podía dar alguna explicación respecto de la extraña conducta seguida por Miss Verinder. De más está que diga que no me fue posible darle los informes solicitados. La molestia que ello le ocasionó, unida a la irritación que le había producido una reciente entrevista con su hijo, impulsó a Mr. Ablewhite a hacer a un lado toda cautela. Tanto sus miradas como su lenguaje me convencieron de que Miss Verinder tendría que habérselas con un hombre despiadado cuando se reuniera aquél con las señoras al día siguiente, en Brighton.
    Pasé una noche intranquila, meditando acerca de lo que me correspondía hacer de inmediato. A qué conclusiones me llevaron muchas de esas reflexiones y de qué manera plena se hallaba justificada mi desconfianza respecto del viejo Mr. Ablewhite, son cosas que, según se me ha dicho, han sido ya explicadas pulcramente y a su debido tiempo por esa ejemplar persona que es Miss Clack. Sólo habrá de añadir—completando lo que ella ha contado en su narración—que Miss Verinder halló en mi casa de Hampstead la quietud y el reposo que tanto necesitaba la pobrecita. Nos honró con una prolongada estadía. Mi esposa y mis hijas se hallaban encantadas con ella, y cuando los albaceas decidieron designar un nuevo tutor, tengo el sincero orgullo y el placer de hacer notar que tanto mi huéspeda como mi familia se separaron sintiéndose cada cual una vieja amiga de la otra.

    CAPÍTULO II
    La próxima acción que me corresponde efectuar es la de presentar toda la información suplementaria que poseo respecto al asunto de la Piedra Lunar o, para hablar con más propiedad, respecto al asunto del complot hindú destinado a hacer desaparecer el diamante Lo poco que me hallo en condiciones de referir reviste, no obstante, como creo haberlo ya dicho, cierta importancia, debido a su vinculación con sucesos aún por venir.
    Alrededor de una semana o diez días después de que Miss Verinder abandonara nuestra casa, uno de mis escribientes entró en mi despacho privado, en mi oficina, con una tarjeta en la mano y me anunció que un caballero que se hallaba abajo deseaba hablar conmigo.
    Yo miré la tarjeta. Aparecía en ella un nombre extranjero que se ha borrado de mi memoria.
    A éste seguía una línea escrita en inglés, hacia el pie de la tarjeta, que decía, lo recuerdo perfectamente:
    "Recomendado por Mr. Septimus Luker.” La audacia demostrada por una persona que hallándose en la situación de Mr. Luker atrevíase a recomendarme a mi a quienquiera que fuese, me tomó tan completamente de sorpresa, que, por un instante, permanecí sentado en silencio y preguntándome si es que había sido engañado por mis propios ojos. El empleado, al observar mi azoramiento, tuvo la gentileza de hacerme conocer el resultado de su observación personal respecto del extranjero que aguardaba abajo.
    —Es un hombre de apariencia un tanto notable señor. De piel tan oscura, que todos dimos por sentado en el despacho que se trataba de un hindú o de algo por el estilo.
    Asociando la opinión de mi escribiente con la línea extraordinariamente ofensiva impresa en la tarjeta que tenía en la mano, sospeché inmediatamente que la Piedra Lunar jugaba un papel muy importante en la recomendación de Mr. Luker, como así también el forastero que se hallaba en mi bufete. Ante el asombro de mi empleado, decidí conceder la entrevista que me era solicitada por el caballero que esperaba abajo.
    En descargo de este sacrificio extremadamente antiprofesional hecho en favor de mi simple curiosidad, permítaseme recordarle a cualquier posible lector de estas páginas que ningún ser viviente, en Inglaterra, por lo menos, puede afirmar que se ha hallado más íntimamente vinculado con la novela del diamante hindú que lo que yo lo he estado. Fue a mí a quien confiaron el secreto del plan trazado por el Coronel Herncastle para evitar el ser asesinado.
    Yo fui quien recibió las cartas periódicas en las que el Coronel dejaba constancia de que seguía existiendo. Yo redacté el testamento donde aquél dispuso legarle la Piedra Lunar a Miss Verinder. Yo fui quien persuadió a su albacea de que debía actuar, frente a la posibilidad de que la gema significara una valiosa adquisición para la familia. Y yo, por último, fui quien combatió los escrúpulos de Mr. Franklin Blake y quien lo indujo a convertirse en el vehículo que habría de transportar el diamante a la casa de Lady Verinder.
    Si alguien hay que pueda reclamar para sí el derecho, sancionado por los hechos, de sentir algún interés por la Piedra Lunar y por cuanta cosa se halle vinculada con ella, creo que difícilmente podrá negárseme que ese hombre soy yo.
    En cuanto el misterioso cliente fue introducido en mi cuarto tuve la íntima certidumbre de que me hallaba en presencia de uno de los hindúes…, probablemente el jefe. Vestía pulcramente, a la manera europea. Pero su atezada piel, su flexible contextura y la garbosa y grave cortesía de sus maneras bastaban para delatar su origen oriental a cualquier ojo inteligente que se posara en su figura.
    Le indiqué una silla y le rogué me diera a conocer la naturaleza del asunto que lo había traído hasta aquí.
    Luego de excusarse —mediante una excelente selección de vocablos ingleses— por la libertad que se había tomado de molestarme, me mostró el hindú un pequeño paquete cuya cubierta exterior era una tela de oro. Después de quitar ésta y una segunda envoltura de cierta especie de seda, colocó sobre la mesa un pequeño estuche, o arquilla, de ébano, rica y bellamente incrustado de gemas.
    —He venido, señor —me dijo—, para solicitarle un préstamo en dinero. Y le dejo esto como una prueba de que la deuda habrá de serla pagada.
    Yo señalé la tarjeta.
    —¿Y acude usted a mí —le repliqué— por recomendación de Mr. Luker?
    El hindú asintió con la cabeza.
    —¿Puedo preguntarle por qué el mismo Mr. Luker no le ha anticipado el dinero que necesita?
    —Mr. Luker me comunicó, señor, que no tenía dinero para prestarme.
    —¿Y por eso le recomendó que viniera a verme?
    El hindú señaló, a su vez, la tarjeta.
    —Allí está escrito —me dijo.
    ¡Breve la respuesta y enteramente ajustada a las circunstancias! De haberse hallado la Piedra Lunar en mi poder, este caballero hindú me hubiera asesinado, bien lo sé, sin la menor vacilación. Al mismo tiempo, y exceptuando este pequeño inconveniente, me siento en la obligación de certificar que era el modelo del cliente perfecto. No hubiera, tal vez, respetado mi vida. Pero hizo, por otra parte, algo que ninguno de mis compatriotas ha hecho jamás en los años que tengo de experiencia: respetó mi tiempo.
    —Lamento —le dije— que se haya usted molestado para venir a verme. Mr. Luker se ha equivocado completamente al enviarlo aquí. Como a otros hombres de mi profesión, se me ha confiado dinero para prestar. Pero jamás le hago préstamos a ningún extranjero, ni acepto prendas de la índole de la que usted me ha mostrado.
    Lejos de procurar, como sin duda hubieran intentado hacerlo otras personas, inducirme a abandonar mis propias normas, el hindú sólo me hizo una reverencia y envolvió nuevamente en sus dos envolturas el estuche, sin proferir una sola palabra de protesta. ¡Se levantó!… ¡Este admirable asesino se puso de pie en cuanto le di mi respuesta!
    —¿Condescenderá usted con este extranjero y lo disculpará por la nueva pregunta que desea hacerle antes de partir? —me dijo.
    Ahora fui yo quien inclinó la cabeza. ¡Una sola pregunta antes de partir! El promedio, según mi experiencia, había sido siempre de cincuenta.
    —Suponiendo, señor, que le hubiera sido a usted posible, y estuviese encuadrado dentro de sus normas el prestarme ese dinero —dijo—, ¿en qué espacio de tiempo hubiera sido posible que yo, de acuerdo también con lo acostumbrado, le devolviera dicha suma?
    —De acuerdo con las normas seguidas en este país —le respondí— tendría usted el derecho de devolverla, si quería hacerlo, un año después de la fecha en que yo le entregara el dinero.
    El hindú me hizo una última reverencia, la más pronunciada de todas…, y súbita y silenciosamente abandonó la habitación.
    Lo hizo sin ruido, en un instante, y en una forma tan ágilmente gatuna que me hizo estremecer un tanto, debo reconocerlo. Tan pronto como me hallé en condiciones de pensar, llegué a una conclusión precisa respecto del visitante que acababa de favorecerme con su presencia, la cual, de otra manera, se hubiera tornado indescifrable.
    Su rostro y sus modales —mientras estuvo delante de mí— se habían hallado sometidos al más severo control de su parte, control que desafió todo examen. Pero, a pesar de todo, me había dado una oportunidad para atisbar lo que se escondía debajo de esa amable superficie.
    No había demostrado el menor interés por grabar en su mente palabra alguna de lo que yo le decía, hasta el momento en que le anunció la fecha en que le sería permitido al deudor, de acuerdo con lo acostumbrado, efectuar la primera amortización de la suma adeudada. En cuanto le di esta pequeña información, me miró directamente a la cara, por primera vez, desde que estábamos hablando. De ello deduje que tenía un especial interés en hacerme esa última pregunta y un interés, también especial, en aguardar mi respuesta. Cuanto más atentamente meditaba acerca de lo ocurrido entre ambos, más astutamente infería yo que la exhibición del estuche y la solicitación del préstamo, no habían sido más que meras formalidades destinadas a prepararle el terreno a la pregunta que me dirigió en el momento de partir.
    Me había ya convencido a mí mismo de la exactitud de esta conclusión —y me hallaba empeñado en avanzar un paso más allá, para penetrar de inmediato los motivos que pudieran haber guiado al hindú—, cuando me fue entregada una carta que probó ser nada menos que del propio Mr. Septimus Luker. Con repugnante servilismo solicitaba mi perdón, asegurándome que podría explicarme las cosas a mi entera satisfacción si lo honraba con una entrevista personal.
    Sacrificando nuevamente mis intereses profesionales a la mera curiosidad, lo honré con la concesión de una cita en mi despacho para el día siguiente.
    Tan inferior al hindú demostró ser, en todo sentido, Mr. Luker como persona—tan vulgar era y horrible, tan rastrero y tan prosaico en sus maneras—que es indigno de que se le dedique espacio alguno en estas páginas. Resumiendo diré lo que me dijo, lo cual puede muy bien concretarse en las siguientes palabras:
    La víspera del día en que yo recibí la visita del hindú, Mr. Luker había sido favorecido con la presencia de ese culto caballero. A pesar de su disfraz europeo, Mr. Luker había reconocido instantáneamente a su visitante, identificándolo con el jefe de los tres hindúes que lo estuvieron molestando anteriormente, mientras merodeaban en las proximidades de su establecimiento y no dejándole otra alternativa que la de recurrir a la justicia. Este alarmante descubrimiento lo condujo rápidamente a la conclusión, bastante justificada, lo reconozco, de que se hallaba sin duda en presencia de uno de los tres hombres que le habían vendado los ojos, amordazado y despojado del recibo de su banquero. La consecuencia de este descubrimiento fue que se quedó paralizado de terror y en la firme creencia de que su última hora había llegado.
    Por su parte el hindú prosiguió actuando como si fuera un perfecto desconocido. Exhibió su pequeña arquilla y le hizo exactamente el mismo pedido que me hiciera a mí más tarde.
    Considerando que esa sería la forma de liberarse más rápidamente de su presencia, Mr.
    Luker lo informó de inmediato que no tenía dinero. El hindú le pidió entonces que lo informara respecto a cuál había de ser la persona más digna de confianza y segura para solicitarle el préstamo. Mr. Luker le respondió que en tales casos, la persona más segura y digna de confianza es, siempre, un abogado.
    Instado a dar el nombre de algún individuo de tal carácter y profesión, le había dado el mío…, por la única y sencilla razón de que fue ese el primer nombre que se le ocurrió pronunciar en medio de su extremado terror. "El sudor me empapó como una lluvia", concluyó diciendo este miserable sujeto. "No sabía ni lo que decía. Y espero que usted sabrá tener en cuenta, Mr. Bruff, que me hallaba realmente y sin lugar a dudas fuera de juicio.” Yo lo excusé a su satisfacción. Era esa la mejor manera de librarme cuanto antes de su presencia. Antes de que me abandonara lo detuve para hacerle una pregunta. ¿Había dicho el hindú, acaso, antes de retirarse, alguna cosa digna de mención?
    ¡Sí! Le había hecho, al partir, a Mr. Luker, la misma pregunta que me hiciera a mí, obteniendo, naturalmente, idéntica respuesta.
    ¿Qué significaba esto? La explicación de Mr. Luker no me fue de utilidad alguna en lo que concierne a la solución del problema. Mi propia y humilde ingenuidad, consultada en seguida, demostró ser tan incapaz como él para aclarar el misterio. Estaba invitado esa noche para asistir a una cena y me dirigí, pues, escalera arriba, en un estado de ánimo no muy favorable y sin sospechar siquiera que el camino hacia mi tocador y el que habría de llevarme al descubrimiento de la verdad constituirían en esa ocasión una misma y única cosa.

    CAPÍTULO III
    Ya en la cena advertí que el personaje más prominente allí, era, para todo el mundo, Mr.
    Murthwaite.
    Al hacer su aparición en Inglaterra, varios meses atrás, el gran mundo había demostrado un gran interés por el viajero teniéndolo por un hombre que había afrontado innumerables y peligrosas aventuras, y escapado de ellas con vida para poder narrarlas. Acababa de anunciar ahora su propósito de retornar al teatro de sus hazañas y de penetrar en regiones aún inexploradas. Esta magnífica indiferencia con respecto a su destino y el hecho de que hubiera decidido poner en peligro por segunda vez su seguridad personal tuvieron la virtud de reavivar el débil entusiasmo de los adoradores por su héroe. La ley de las probabilidades se hallaba netamente en contra de una segunda escapatoria con vida. No todos los días se nos ofrece la oportunidad de encontrarnos en una cena frente a un eminente personaje y de experimentar la sensación de que es muy razonable esperar que nos llegue la noticia de su asesinato, antes que ninguna otra, respecto de su persona, la próxima vez que oigamos hablar de él.
    Cuando quedaron solos los caballeros en el comedor, descubrí que me hallaba sentado junto a Mr. Murthwaite. De más está decir que, siendo como eran todos los huéspedes ingleses, tan pronto como desapareció el saludable obstáculo que implicó la presencia de las señoras, la discusión de los temas de política se convirtió de inmediato en una necesidad de la concurrencia.
    En lo que se refiere a este único gran tema nacional, ocurre que soy el más antiinglés de los ingleses vivientes. Por regla general, las conversaciones políticas son para mí las más aburridas e inútiles de todas las conversaciones. Echándole una ojeada a Mr. Murthwaite, cuando ya las botellas habían cumplido su primera vuelta en torno de la mesa, comprobé que aquél compartía, al parecer mi opinión. Con mucho tacto —y todas las consideraciones posibles, respecto de su anfitrión—, pero no por ello con menos resolución, se disponía a echar una siesta. Se me ocurrió entonces pensar si no sería un experimento digno de ser realizado el de probar si era posible que una juiciosa alusión a la Piedra Lunar fuera capaz de despertarlo y, de confirmarse ello, el de constatar cuál era su opinión respecto de la nueva y reciente complicación originada en el asunto de la conspiración hindú, tal como ésta se me había revelado dentro de los prosaicos límites de mi despacho.
    —Si no me equivoco, Mr. Murthwaite —comencé a decirle—, usted fue amigo de la difunta Lady Verinder y demostró cierto interés por esa extraña sucesión de eventos que culminaron con la pérdida de la Piedra Lunar, ¿no es así?
    El eminente viajero me concedió el honor de despertarse al instante y de preguntarme quién era.
    Lo puse al tanto de los vínculos profesionales que me ligaban a los Herncastle, sin dejar de mencionarle el curioso papel que había desempeñado respecto del Coronel y del diamante, en el pasado.
    Mr. Murthwaite se volvió en su silla de manera de darle la espalda a la concurrencia (a conservadores y liberales por igual), con el fin de concentrar toda su atención en el humilde señor Bruff, de Gray's Inn Square.
    —¿Ha oído usted hablar últimamente de los hindúes? —me preguntó.
    —Tengo grandes motivos para creer —le respondí— que uno de ellos estuvo ayer en mi bufete y sostuvo allí conmigo una conversación.
    Mr. Murthwaite no era un hombre a quien se pudiera asombrar fácilmente; pero esta última respuesta mía lo hizo trastabillar completamente. Le conté lo que le ocurrió a Mr. Luker y lo que me acaeció a mí con las mismas palabras con que se lo he contado a ustedes.
    —Es evidente que la última pregunta del hindú encubría algún propósito —añadí—. ¿Por qué se mostró tan ansioso por conocer la extensión del plazo que se le concede a todo prestatario para efectuar la devolución del dinero recibido?
    —¿Será posible que no pueda ver usted el motivo, Mr. Bruff?
    —Estoy avergonzado de mi propia estupidez, Mr. Murthwaite…, pero, ciertamente, no logro verlo.
    El gran viajero sintió un notable interés en sondear la inmensa vacuidad de mi estupidez hasta sus más remotos confines.
    —Permítame hacerle una pregunta —me dijo—. ¿En qué grado de desarrollo se encuentra actualmente la conspiración tramada para echar mano de la Piedra Lunar?
    —No me hallo en condiciones de informarlo —le respondí—. El complot de los hindúes es un misterio para mí.
    —El complot hindú, Mr. Bruff, sólo puede ser un misterio para usted, porque no ha meditado sobre él seriamente. ¿Qué le parece si echamos una ojeada sobre el mismo, desde la época en que redactó usted el testamento del Coronel Herncastle hasta el momento en que recibió en su despacho la visita del hindú? Por la posición que usted ocupa sería muy importante, en interés de Miss Verinder, que se hallara en condiciones de tener una clara visión del asunto, en caso de que las circunstancias así lo exigieran. Dígame ahora, y reténgalo bien en la memoria: ¿quiere usted descubrir el móvil de los hindúes por sí mismo o desea que yo le ahorre el trabajo de hacer alguna investigación en tal sentido?
    Innecesario es que diga que supe apreciar en todo su valor el práctico punto de vista que acababa de darme a conocer, y que escogí la primera de las dos alternativas.
    —Muy bien —dijo Mr. Murthwaite—. Consideraremos primero la cuestión que se refiera a la edad de cada uno de los hindúes. En cuanto a mí, puedo afirmar que los tres me parecen de la misma edad…, usted decidirá por sí mismo si es que el hombre que fue a visitarlo se halla o no en la flor de la vida. ¿Menos de cuarenta, dice usted? Exactamente lo que opino yo. Diremos, pues, que tiene menos de cuarenta. Volvamos ahora a la época en que regresó a Inglaterra el Coronel Herncastle y en que usted se vio implicado en el plan proyectado para salvaguardar la vida de aquél. No le exijo que cuente los años. Sólo diré que es evidente que los hindúes actuales, por su edad, tienen que ser los sucesores de los otros tres hindúes (¡brahmanes de alta jerarquía los tres, Mr. Bruff, en el momento de abandonar su tierra natal!) que siguieron al Coronel hasta estas playas. Muy bien. Estos individuos actuales han sucedido a aquellos otros que estuvieron aquí con anterioridad. Si todo se concretara a esto, no valdría entonces la pena inquirir más allá. Pero han hecho algo más que eso. Han sucedido a la organización que aquéllos dejaron establecida en este país. ¡No se espante! De acuerdo con nuestras ideas, dicha organización no es más que un mero engaño, sin duda. Y estaría aun dispuesto a admitir que incluye en sí como fuerza propulsora al dinero; los servicios, cuando son considerados útiles, de esa especie de inglés sospechoso que vive en contacto con los más bajos círculos extranjeros de Londres, y finalmente la secreta simpatía de cuanto individuo de su propio país y (anteriormente, al menos) de su propia religión que colaboran en la tarea de ayudar en algunas de las múltiples necesidades materiales de esta gran ciudad. ¡Nada del otro mundo, como puede usted comprobar! Pero algo digno de ser mencionado, no obstante, porque nos permitirá referirnos a la pequeña y modesta organización hindú, a medida que vayamos avanzando en nuestro análisis. Limpio ya el terreno pasaré de inmediato a hacerle una pregunta, y espero que su experiencia le permitirá contestarla. ¿Cuál fue el hecho que dio a los hindúes la primera oportunidad de echar mano del diamante?
    Yo percibí el sentido que encerraba esa alusión a mi experiencia.
    —La primera oportunidad que se les presentó —repliqué— les fuera ofrecida sin ninguna duda por la muerte del Coronel Herncastle. Supongo que consideraban a la misma un hecho indefectible, ¿no le parece?
    —Así es. Y su muerte, como dice usted, les ofreció esa primera oportunidad. Hasta ese instante la Piedra Lunar se había hallado a salvo, dentro de la caja fuerte del banco. Usted fue quien redactó el testamento del Coronel; en él constaba que le legaba la gema a su sobrina; luego fue abierto y hecho público de acuerdo con lo acostumbrado. Como abogado no le costará a usted mucho trabajo imaginar la acción emprendida por los hindúes, asesorados por algún inglés a continuación de eso.
    —Deben de haberse provisto de alguna copia del testamento en el Colegio de Abogados — le dije.
    —Exactamente. Alguno de esos ingleses sospechosos a los cuales ya he aludido, les habrá proporcionado la copia de que usted ha hablado. Mediante esa copia debieron enterarse de que la Piedra Lunar le era legada a la hija de Lady Verinder, y que Mr. Blake, padre, o alguna persona designada por él, habría de colocar la gema en las manos de ella. Convendrá usted conmigo en que no es difícil obtener información alguna relacionada con personajes de la categoría de Lady Verinder y Mr. Blake. La única dificultad que tenían que resolver los hindúes consistía en el hecho de si debían intentar apropiarse del diamante mientras era retirado del banco o aguardar a que fuese transportado a la casa de Lady Verinder en Yorkshire. La segunda alternativa era la más segura…, y allí tiene usted la explicación de la presencia de los hindúes en Frizinghall, disfrazados de juglares, aguardando el momento oportuno. En Londres, innecesario es que lo diga, contaban con el pleno apoyo de la organización para hallarse al tanto de los acontecimientos. Dos hombres bastarían para llevar a cabo los planes. Uno le seguiría los pasos a quienquiera que se dirigiese desde la casa de Mr. Blake al banco. Y el otro convidaría con cerveza a los criados inferiores para obtener noticias de la casa. Mediante estas simples precauciones deben de haberse enterado fácilmente de que Mr. Franklin Blake fue quien concurrió al banco y de que este mismo habría de ser la única persona de la casa que iría a visitar a Lady Verinder. Lo que ocurrió, realmente, luego de este descubrimiento, lo recordará usted, sin duda, tan bien como yo.
    Yo sabía que Franklin Blake había descubierto a uno de los espías en la calle —que anticipó, por lo tanto, su llegada a Yorkshire en varias horas— y que, gracias al excelente consejo que le diera el viejo Betteredge, dejó en custodia el diamante en el banco de Frizinghall, antes de que los hindúes se hallaran siquiera en condiciones de sospechar su presencia en el vecindario. Hasta aquí todo era muy claro. Pero, ¿cómo fue entonces que los hindúes, ignorando como ignoraban tal precaución, no intentaron efectuar indagación alguna en casa de Lady Verinder (donde debían haber supuesto que se hallaba el diamante)
    durante todo el lapso que transcurrió hasta el día de cumpleaños de Raquel?
    Al hacerle presente esta objeción a Mr. Murthwaite, me pareció atinado añadir lo que había oído yo decir en torno al muchachito, a la gota de tinta y todo lo demás, manifestándole al mismo tiempo que toda explicación basada en la teoría de la clarividencia no lograría convencer a mi mente.
    —Ni a la mía tampoco —dijo Mr. Murthwaite—. La clarividencia en este caso no constituye más que un recurso destinado a satisfacer la faceta romántica que existe en el carácter hindú. Contribuirá sin duda a vivificarla y estimular a esos hombres —algo enteramente inconcebible, lo admito, para la mentalidad inglesa— y para rodear su árida y peligrosa misión en este país de cierto halo maravilloso y sobrenatural. Su muchachito es incuestionablemente sensible a la influencia de las fuerzas mesmerianas…, y bajo su influjo no ha hecho más que repetir lo que ya existía en la cabeza de la persona que lo hipnotizó.
    Por mi parte, he puesto a prueba la teoría de la clarividencia sin lograr jamás percibir que tales manifestaciones avanzaran más allá de ese punto. Esos hindúes no escudriñan como nosotros; consideran a su muchacho como a un vidente capaz de ver cosas que son invisibles para ellos…, y repito que ese elemento maravilloso constituye para ellos la fuente de un nuevo atractivo en la ejecución del propósito que los mantiene unidos. Sólo hago mención de ello para ofrecerle a usted una curiosa faceta del carácter humano, quizá enteramente desconocida para usted. Nada tenemos que hacer nosotros con la clarividencia, el mesmerismo o cualquiera otra cosa tan inverosímil como éstas, para la mente de un hombre práctico, en el asunto que intentamos aclarar. El objeto que persigo al referirme al complot hindú, paso a paso, es el de relacionar retrospectivamente, y de manera racional, los efectos con las causas originales. ¿He logrado acaso satisfacer, hasta aquí, sus deseos?
    —¡Sin duda alguna, Mr. Murthwaite! No obstante estoy esperando con cierta ansiedad escuchar alguna explicación racional relacionada con la objeción que he tenido el honor de someter a su consideración.
    Mr. Murthwaite se sonrió.
    —Es ésa, de todas, la objeción más fácil de destruir —me dijo—. Permítame que comience por admitir que su punto de vista es enteramente correcto. Los hindúes ignoraban, sin duda, lo que Mr. Franklin Blake había hecho con el diamante…, ya que los vemos dar su primer paso en falso la primera noche que se encontró Mr. Franklin en la casa de su tía.
    —¿Su primer paso en falso? —repetí yo.
    —¡Seguramente! Cometieron el error de permitir ser sorprendidos por Mr. Betteredge mientras atisbaban esa noche en la terraza. No obstante, hay que reconocerles el mérito de haberse dado cuenta por sí mismos de que cometieron un yerro, puesto que, como usted dice, por otra parte, dejaron pasar tan largo lapso como ese que se hallaba a su disposición, sin volver a poner los pies en la casa en ningún momento durante varias semanas.
    —¿Por qué, Mr. Murthwaite? Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué?
    —Porque ningún hindú, Mr. Bruff, corre jamás un riesgo innecesario. La cláusula redactada por usted en el testamento del Coronel Herncastle les aclaró (¿sí o no?) que la Piedra Lunar habría de pasar a ser de absoluta propiedad de Miss Verinder, el día de su cumpleaños. Muy bien. Dígame ahora: ¿cuál le parece a usted que era el procedimiento más seguro, de todos los que se les ofrecían a esos hombres, en la situación en que se hallaban? ¿Intentar apropiarse del diamante mientras éste se hallaba aún bajo el control de Mr. Franklin Blake, el cual había demostrado que sospechaba de ellos y que era más listo también que los hindúes, o aguardar hasta el momento en que el diamante se hallara a la disposición de una joven que se deleitaría inocentemente con su magnífica gema y que habría de lucirla cuantas veces se le presentara la oportunidad de hacerlo? Quizá quiera usted una prueba que venga a corroborar la exactitud de mi teoría. Considere usted la propia conducta de los hindúes como la prueba requerida. Aparecieron en la casa, luego de dejar transcurrir todas esas semanas, el día del cumpleaños de Miss Verinder y vieron premiada la paciente y exacta ejecución de sus planes por el espectáculo de verle lucir sobre la pechera de su vestido la Piedra Lunar. Cuando oí, más avanzada la noche, la historia del Coronel y del diamante, no me quedó la menor duda respecto del riesgo corrido por Mr. Franklin Blake (de no haber venido acompañado por otras personas a su regreso a la casa de Lady Verinder, habría sido seguramente atacado por ellos) y me convencí tan plenamente de los riesgos aún más graves que habría de correr en el futuro Miss Verinder, que les aconsejé llevar a la práctica el plan del Coronel y destruir la identidad de la piedra mediante su desintegración en varias gemas distintas. De qué manera vino la extraordinaria circunstancia de la desaparición de la gema, ocurrida esa noche, a invalidar mi consejo y a desbaratar totalmente el complot de los hindúes —y cómo toda acción posterior de éstos se vio paralizada, al ser confinados al día siguiente en la prisión por embaucadores y vagabundos—, es algo de lo que usted está tan bien enterado como yo. El primer acto de la conspiración se cierra allí. Antes de proseguir con el segundo, ¿me permitirá usted que le pregunte si he rebatido su objeción con una explicación que puede ser considerada satisfactoria por el criterio de un hombre práctico?
    Era imposible negar que había enfrentado mi objeción de una manera eficaz, gracias a su hondo conocimiento del carácter hindú, ¡y gracias, también, al hecho de no haber tenido que habérselas con otros cientos y cientos de testamentos, desde los tiempos del Coronel Herncastle!
    —Hasta aquí todo va bien —resumió Mr. Murthwaite—. La primera oportunidad que se les presentó a los hindúes de apropiarse del diamante fue la que perdieron desde el instante en que se los encerró en la prisión de Frizinghall. ¿Cuándo se presentó la segunda? La segunda se les presentó —y me hallo en condiciones de probarlo— mientras se hallaban encarcelados.
    Extrayendo de su bolsillo su libreta de apuntes, la abrió en determinada página y prosiguió con su relato.
    —Yo me hospedaba —continuó diciendo— en casa de unos amigos míos, en Frizinghall.
    Un día o dos antes de que los hindúes recobraran su libertad (un lunes, creo), se presentó ante mí el gobernador de la prisión con una carta. Había sido dejada allí por una tal Mrs.
    Macann, en cuya casa se alojaban aquéllos y en cuya puerta había sido entregada, la víspera por la mañana, por el correo ordinario. Las autoridades de la prisión advirtieron que el sello postal decía "Lambeth" y que la dirección, aunque escrita correctamente en inglés, difería de manera extraña, por su disposición, de la habitual manera de dirigir una carta. Al abrirla habían descubierto que el contenido se hallaba escrito en un idioma extranjero, que acertadamente consideraron el indostánico. El motivo que los llevó a visitarme fue naturalmente, el de que les tradujera la carta. Yo copié en mi libreta de apuntes el contenido del original y de mi traducción…, los cuales pongo a su disposición.
    Y me alargó la libreta de apuntes abierta. La dirección de la carta era lo que figuraba en primer término. Estaba escrita en una sola línea y sin la menor puntuación, de esta manera:
    "Para los tres hindúes que viven con la señora llamada Macann en Frizinghall en Yorkshire." A continuación seguían los caracteres indostánicos y por último la traducción inglesa, cuyo texto se hallaba constituido por las siguientes y misteriosas palabras:
    "En nombre del Señor de la Noche, cuyo trono se halla sobre el Antílope y cuyos brazos ciñen los cuatro puntos del mundo.” "Hermanos, volved vuestros rostros hacia el Sur y venid hacia mí por la calle de los ruidos múltiples que baja en dirección del río fangoso.” "La razón es ésta: mis ojos la han visto.” Allí terminaba la carta que no tenía fecha ni firma, Se la devolví a Mr. Murthwaite y le confesé que ese extraño espécimen de correspondencia indostánica me había dejado perplejo.
    —Yo le explicaré la primera frase —me dijo— la conducta de los mismos hindúes le explicará a usted el resto. El dios de la luna está representado en la mitología indostánica por una deidad de cuatro manos, que se halla sentada sobre un antílope y uno de los títulos que se le otorgan a ese dios es el de Señor de!a Noche. He aquí, pues, para comenzar, algo que se halla indirecta, aunque sospechosamente, relacionado con la Piedra Lunar. Ahora bien, veamos en seguida de qué manera procedieron los hindúes luego que la, autoridades de la prisión les permitieron recibir la carta. El mismo día en que se vieron libres se dirigieron de inmediato a la estación de ferrocarril y tomaron el primer tren que partió para Londres. Todos los que nos hallábamos en Frizinghall pensamos que era una lástima que no se los vigilara en sus actividades. Pero luego que Lady Verinder decidió despedir al policía e impidió toda encuesta que se relacionara con la desaparición del diamante, nadie se atrevió allí a entrometerse en el asunto. Los hindúes eran libres de ir a Londres si se les ocurría hacerlo y a Londres fue hacia donde se dirigieron. ¿Cuáles fueron las primeras noticias que obtuvimos después de ellos, Mr. Bruff?
    —Nos enteramos de que se dedicaron allí a molestar a Mr. Luker —le respondí— y a rondar su casa d Lambeth.
    —¿Leyó usted el informe referente al pedido que le hizo Mr. Luker al magistrado?
    —Sí.
    —En el curso de su declaración, como usted recordará, se refirió a cierto operario extranjero de su establecimiento al que acababa de despedir por sospechar que intentaría robarle y por considerarlo en connivencia con esos hindúes que lo estaban molestando.
    Fácil es deducir de ello, Mr. Bruff, quién fue la persona que escribió esa carta que acaba de dejarlo a usted perplejo y cuál era, por otra parte, entre los tesoros de Mr. Luker, aquél que intentaría robar el operario.
    Su deducción, como me apresuré a reconocerlo, era demasiado evidente para tomarse siquiera el trabajo de hacer mención de ella. En ningún momento había yo dudado que la Piedra Lunar cayó en manos de Mr. Luker en la época a que aludió ahora Mr. Murthaite. La única pregunta que me había hecho yo siempre era la siguiente: ¿cómo se habían enterado los indúes de tal cosa? Esta pregunta (la más embarazosa de todas, en mi opinión) acababa de recibir ahora, como las demás, su respuesta. Abogado como era, comencé a pensar que podría quizá confiar en Mr. Murthaite y dejarme guiar ciegamente por él a través de sus últimos recodos de ese laberinto a lo largo del cual acababa de conducirme hasta ese momento. Le hice el cumplido de comunicarle tal cosa y tuve la satisfacción de comprobar que era acogido con la mayor cortesía.
    —Deberá usted darme ahora, a su vez, una pequeña formación, antes de que continuemos con nuestro asunto —me dijo—. Alguien tuvo que haberse encargado de transportar la Piedra Lunar desde Yorkshire hasta Londres. Y alguien tuvo que recibir dinero por la gema; de lo contrario no se hubiera hallado aquélla roca en las manos de Mr. Luker. ¿Ha logrado saberse quién fue esa persona?
    —No, que yo sepa.
    —Existe una historia (¿sí o no?) en torno a Mr. Godfrey Ablewhite. He oído decir que es un eminente filántropo…, lo cual habla, decididamente, en su contra, para comenzar.
    Cordialmente convine en ello con Mr. Murthwaite, Al mismo tiempo me sentí en el deber de informarle (sin mencionar, de más está que lo diga, el nombre de Miss Verinder) que Mr. Godfrey Ablewhite había quedado libre de toda sospecha, debido a una prueba de cuya veracidad podía yo responder que se hallaba por encima de toda discusión.
    —Muy bien —respondió Mr. Murthwaite, calmosamente—; dejemos que el tiempo lo aclare por sí mismo. Mientras tanto, Mr. Bruff, debemos retornar a nuestros hindúes, en honor de usted. Su viaje a Londres culminó en una nueva derrota para ellos. La pérdida de la segunda oportunidad que se les presentó de echar mano del diamante debe serle atribuida principalmente, en mi opinión, a la astucia y previsión de Mr. Luker…, quien por algo se halla a la cabeza de cuantos cultivan esa próspera y antigua profesión que se llama la usura.
    Mediante el rápido despido de su empleado privó a los hindúes de la ayuda que su compinche les hubiera prestado al entrar en la casa. Y mediante el rápido traslado de la Piedra Lunar a la casa de su banquero tomó de sorpresa a los complotados antes de que los mismos tuvieran tiempo de preparar un nuevo plan destinado a robarla. Cómo fue que los hindúes sospecharon, respecto de esto último, el procedimiento seguido por él y cómo se las arreglaron para apoderarse del recibo bancario, son hechos estos últimos demasiado recientes para que nos detengamos en ellos. Bástenos decir que sabían ahora que la Piedra Lunar se hallaba, una vez más, fuera de su alcance y depositada (bajo la denominación general de "gema valiosa") en la caja fuerte de un banquero. Ahora bien, Mr. Bruff, ¿cuál será la tercera oportunidad que se presente de apoderarse del diamante, y cuándo ocurrirá tal cosa?
    ¡En tanto esta pregunta trasponía sus labios, descubrí, al fin, el motivo que impulsó a los hindúes a visitarme en mi despacho!
    —¡Ya lo tengo! —exclamé—. Los hindúes dan como cosa segura, igual que nosotros, el hecho de que la Piedra Lunar ha sido empeñada y necesitan saber de buena fuente cuál es la fecha más temprana en que puede ser retirada la prenda…, porque esa habrá de ser también la más próxima fecha en que pueda ser retirado el diamante de la caja fuerte del banco.
    —Ya le he dicho que lo descubriría usted por sí mismo, siempre que yo le brindara una buena oportunidad para hacerlo. Cuando haya transcurrido un ano desde la fecha en que fue empeñada la Piedra Lunar, volverán los tres hindúes a acechar, a la espera de que se produzca la tercera oportunidad. Por boca del propio Mr. Luker se han enterado respecto del tiempo que tendrán que aguardar para ello y la respetable y autorizada palabra suya, Mr.
    Bruff, los ha convencido de que Mr. Luker les dijo la verdad. ¿En qué fecha le parece a usted, así, a ojo de buen cubero, que fue puesto el diamante en las manos del prestamista?
    —Hacia los últimos días del pasado mes de junio —le respondí— de acuerdo con mis mejores cálculos.
    —Y nos hallamos ahora en el año cuarenta y ocho. Muy bien. Si esa persona desconocida que empeñó la Piedra Lunar se halla en condiciones de rescatarla dentro de un año, la gema se encontrará nuevamente en su poder hacia las postrimerías del mes de junio del cuarenta y nueve. Yo estaré en esa fecha a cientos de millas de distancia de Inglaterra y de todo rumor que se refiera a Inglaterra. Pero quizá valga la pena que tome usted nota de ello y disponga las cosas de manera de encontrarse en Londres para esa fecha.
    —¿Cree usted que ocurrirá algo grave?—le dije.
    —Creo que me hallaría más a salvo —me respondió— en medio de los más feroces fanáticos del Asia Central que cruzando el umbral del banco con la Piedra Lunar en el bolsillo. Los hindúes han sido ya burlados en dos ocasiones, Mr. Bruff. Creo firmemente que no lo serán por tercera vez.
    Estas fueron las últimas palabras sobre el asunto. En ese instante fue servido el café; los huéspedes se levantaron y se dispersaron por la habitación; nosotros nos reunimos con las señoras del dinner-party, arriba.
    Yo tomé nota de la fecha y creo que no estaría de más que cerrara mi relato transcribiendo aquí la misma:
    Junio de mil ochocientos cuarenta y nueve. Esperar noticias de los hindúes, hacia las postrimerías del mes.
    Hecho esto le entrego la pluma, que no tengo ya el derecho de seguir utilizando un solo instante más, al narrador siguiente.


    TERCERA NARRACION

    A cargo de Franklin Blake CAPÍTULO I
    En la primavera del año mil ochocientos cuarenta y nueve me hallaba yo vagabundeando por el Oriente y acababa de alterar los planes de viaje que, trazados unos meses antes, les había hecho llegar a mi abogado y a mi banquero en Londres.
    Este cambio hizo necesario el envío de uno de mis criados para que le solicitara mis cartas y mis giros bancarios al cónsul inglés de cierta ciudad que había sido excluida como lugar de descanso de mi nuevo plan de viaje. Dicho criado habría de reunirse conmigo en determinado lugar y en una fecha prefijada. Un accidente del que no fue responsable lo demoró en la ejecución de su encargo. Durante una semana aguardamos mi gente y yo acampados junto a los bordes de un desierto. Al cumplirse ese lapso, apareció el ausente con el dinero y las cartas a la entrada de mi tienda.
    Mucho me temo traerle aquí malas nuevas, señor —me dijo, señalando una de las cartas, bordeada de negro y cuya dirección había sido escrita por Mr. Bruff.
    No hay cosa, cuando se trata de un asunto de esa clase, que me sea más insoportable que la duda. La carta enlutada fue la que abrí primero.
    En ella se me comunicaba que mi padre había muerto y que heredaba yo su cuantiosa fortuna. La riqueza que de esta manera caía en mis manos, traía consigo una serie de responsabilidades; y Mr. Bruff me rogaba que regresara sin pérdida de tiempo a Inglaterra.
    Al romper el día, a la mañana siguiente, emprendí viaje de retorno a mi patria.
    La pintura que de mí ha hecho mi viejo amigo Betteredge, en la época de mi partida de Inglaterra es, en mi opinión, un tanto exagerada. Ha interpretado, con la seriedad inherente a su modo de ser bello y arcaico, muchas de las satíricas referencias relativas a mi educación extranjera hechas por su joven ama y se ha persuadido a sí mismo de que veía en mí, realmente, todas aquellas facetas: la francesa, la germana y la italiana de mi temperamento, facetas que mi ruidosa prima sólo pretendió descubrir en el campo humorístico y que jamás tuvieron existencia real, como no fuera en la mente de nuestro buen Betteredge. Pero, dejando de lado esta objeción, debo reconocer que no hizo más que decir la verdad cuando me representó como herido en lo hondo del corazón a raíz de la conducta de Raquel y afirmó que abandonaba yo Inglaterra bajo los efectos recientes del más amargo desengaño de mi vida.
    Partí al exterior resuelto —si es que el cambio y la ausencia podían ayudarme— a olvidarla.
    Estoy convencido de que es una idea falsa, respecto de la naturaleza humana, esa que afirma que el cambio y la ausencia no le sirven de ayuda a un hombre que se encuentra en tales condiciones: ambas cosas lo obligan a desviar su atención y la apartan de la exclusiva contemplación de su propia desdicha. Yo nunca llegué a olvidarla; no obstante, la angustia de su recuerdo fue perdiendo poco a poco sus más vivos matices, a medida que el tiempo, la distancia y la nueva atmósfera se interponían más y más plásticamente entre su persona y la mía.
    Por otra parte, no es menos cierto que al emprender mi regreso al hogar el remedio que tan firmemente fuera ganando terreno dentro de mí, comenzó desde ese mismo instante a perderlo de la misma manera tenaz. Cuanto más cerca me hallaba del país que ella habitaba y más probable se tornaba la perspectiva de volver a verla, más irresistiblemente volvía ella a ejercer su imperio sobre mí. Al dejar Inglaterra su nombre habría sido el último que le hubiera yo permitido pronunciar a mis labios. A mi regreso fue ella la primera persona por quien pregunté, tan pronto como volví a encontrarme con Mr. Bruff.
    Se me puso al tanto, naturalmente, de cuanto había ocurrido durante mi ausencia; en otras palabras, de cuanto ha sido dicho aquí luego del relato de Betteredge…, con excepción de una sola circunstancia. Mr. Bruff no se consideró en este momento en libertad como para informarme respecto de los motivos secretos que indujeron a Raquel y Godfrey Ablewhite a anular de común acuerdo su promesa matrimonial. Yo evité el molestarlo con ninguna pregunta embarazosa relativa a ese tema tan delicado. Bastante alivio encontraba luego del chasco y los celos provocados en mí por la noticia de que había sido capaz de pensar alguna vez en convertirse en su esposa, al saber ahora que su propia reflexión le hizo comprender la imprudencia de tal acción, llevándola a liberarse a sí misma de su promesa matrimonial.
    Luego de informarme de lo ya acontecido, mis posteriores preguntas (¡siempre apuntando en la dirección de Raquel!) se deslizaron, naturalmente, hacia el plano actual. ¿Bajo qué tutela había sido colocada, luego de abandonar la casa de Mr. Bruff y dónde vivía ahora?
    Se hallaba bajo el cuidado de una hermana viuda del difunto Sir John Verinder —una tal Mrs. Merridew—, a quien los albaceas de su madre le suplicaron que se convirtiera en su tutora y la cual había aceptado dicha proposición. Según oí decir se llevaban admirablemente bien, y vivían actualmente en la casa que Mrs. Merridew poseía en Portland Place, donde pasarían una temporada.
    ¡Media hora después de haberme enterado de esto, me hallaba en camino de Portland Place, sin haber tenido el coraje de reconocer tal cosa delante de Mr. Bruff!
    El hombre que respondió a mi llamado no se hallaba seguro de si Miss Verinder se encontraba o no en la casa. Lo envié escalera arriba con mi tarjeta, para poner fin de la manera más rápida a la incertidumbre.
    El hombre bajó nuevamente, con un rostro impenetrable, y me informó que Miss Verinder se encontraba fuera de la casa. Yo hubiera creído capaz a cualquier otra persona de negarse a verme, intencionadamente. Pero imposible era que sospechase de Raquel. Dejé, pues, dicho que volvería a las seis, esa misma tarde.
    A las seis se me comunicó por segunda vez que Miss Verinder no se hallaba en la casa. ¿No había dejado algún recado para mí? Ninguno. ¿Habría llegado mi tarjeta a sus manos? El doméstico solicitó mi perdón y me dijo… que Miss Verinder la había recibido.
    La cosa era demasiado evidente para ser discutida. Raquel se negaba a recibirme.
    Por mi parte, yo me resistí a que se me tratara de esa manera, sin haber intentado conocer, por lo menos, el motivo de su actitud. Me hice anunciar a Mrs. Merridew, quien se hallaba arriba, rogándole me favoreciera con una entrevista personal, a la hora que le pareciera más conveniente fijar.
    Mrs. Merridew no halló dificultad alguna en recibirme inmediatamente. Se me hizo pasar a un pequeño y confortable gabinete donde me encontré de pronto ante una exquisita y pequeña dama de edad madura.
    Esta fue tan buena como para experimentar un gran pesar y una gran sorpresa a causa de lo que a mí me ocurría. No obstante, no se hallaba en condiciones de ofrecerme explicación alguna o de ejercer ninguna presión sobre Raquel, en lo que concernía a un punto que parecía ser de índole puramente privada. Esto me fue repetido una y otra vez con una cortesía paciente e infatigable y eso fue lo que gané con haber recurrido a Mrs. Merridew.
    La última oportunidad que se me ofrecía era la de escribirle a Raquel. Mi criado concurrió al día siguiente con una carta y con estrictas instrucciones de aguardar su respuesta.
    Esta se produjo, pero se concretó, literalmente, a una frase única:
    “Miss Verinder lamenta tener que comunicarle que declina mantener correspondencia alguna con Mr. Franklin Blake.” Amándola como la amaba, no dejé por eso de indignarme ante el insulto que implicaba esa respuesta. Mr. Bruff entró para hablarme de negocios, antes de que hubiera logrado recobrar mi dominio sobre mí mismo. Hice a un lado la cuestión y pasé a exponerle mi situación del momento. Por su parte demostró tanta incapacidad para aclararme nada, como la que demostró anteriormente Mrs. Merridew. Le pregunté si algún infundio respecto de mi persona había llegado a los oídos de Raquel. Mr. Bruff no tenía noticias de ningún infundio que hubiese tenido por base mi persona ¿Se había ella referido a mi persona en una u otra forma, durante el tiempo que vivió bajo el mismo techo que Mr. Bruff? Jamás.
    ¿No había siquiera preguntado, alguna vez, durante mi larga ausencia, si me hallaba vivo o había muerto? Ninguna pregunta de esa índole se había deslizado jamás a través de sus labios.
    Yo extraje de mi cartera la carta que la pobre Lady Verinder me había escrito desde Frizinghall, el día que abandoné su casa de Yorkshire. Y le llamé la atención a Mr. Bruff, en lo que respecta a estas dos frases:
    "La valiosa ayuda que has aportado a la investigación del paradero de la gema desaparecida continúa siendo considerada por Raquel como una ofensa imperdonable, dadas las presentes y horrendas condiciones de su mente. Actuando como lo has hecho en este asunto, ciegamente, has aumentado el volumen de la carga de ansiedad que venía soportando, al amenazarla inocentemente con la revelación de su secreto, mediante tus esfuerzos en tal sentido.” —¿Será posible —le pregunté— que el sentimiento aquí descrito, relativo a mi persona, siga siendo tan enconado como antes?
    Mr. Bruff me miró sinceramente afligido.
    —Si insiste usted en obtener una respuesta —me dijo— me veré obligado a admitir que no puede haber una mejor interpretación de lo que ella siente que ésa.
    Hice sonar la campanilla y le ordené a mi criado que empacara en mi saco de viaje y que fuera luego en busca de una guía de ferrocarril. Mr. Bruff me preguntó asombrado qué es lo que pensaba hacer.
    —Partiré para Yorkshire —le repliqué— en el primer tren.
    —¿Me permitirá inquirir con qué objeto?
    —Mr. Bruff; la ayuda que inocentemente he prestado en lo que atañe al diamante constituyó, hace cerca de un año, una imperdonable ofensa para Raquel; y continúa siendo considerada como tal todavía. ¡No estoy dispuesto a aceptar esta situación! Tengo el firme propósito de desvelar el secreto de su silencio con respecto a su madre y de su enemistad con respecto a mi persona. ¡Si sólo bastan para ello el tiempo, los sinsabores y el dinero, seguro habrá de ser que le eche el guante al ladrón que hurtó la Piedra Lunar!
    El anciano y digno caballero intentó prevenirme, hacerme entrar en razón, cumplir con su deber para conmigo, en suma. Yo hice oídos sordos a cuanta palabra creyó él urgente decirme. Ningún obstáculo humano hubiera conseguido hacer vacilar esa resolución que me poseía.
    —Reanudaré la encuesta —proseguí— a partir del punto en que fue abandonada; e iré avanzando paso a paso desde entonces, hasta llegar a la época actual. Se advierte la ausencia de algunos eslabones entre las pruebas presentadas hasta el momento en que yo la abandoné, eslabones que Gabriel Betteredge se halla en condiciones de suministrarme. ¡Por lo tanto, hacia él me dirijo ahora!
    Hacia el crepúsculo de esa misma tarde, me hallaba yo sentado otra vez en la inolvidable terraza y dirigía una vez más la mirada hacia la apacible estructura de la vieja casa de campo. La primera persona que hallé en el parque desierto fue el jardinero. Había dejado a Betteredge hacía una hora tomando sol en su acostumbrado rincón del patio trasero. Yo conocía muy bien el lugar y le dije que iría y lo buscaría por mí mismo.
    Luego de recorrer los senderos y pasadizos familiares, me asomé a la puerta abierta que daba sobre el patio.
    ¡Allí estaba —mi viejo y querido amigo de un tiempo feliz que no habría ya de volver—, allí, en su viejo rincón, sobre su vieja silla colmenera, con la pipa en la boca, su Robinsón Crusoe sobre el regazo, y sus dos amigos, los perros, dormitando a cada lado suyo! En la situación en que yo me hallaba, mi sombra era proyectada hacia adelante por los últimos y oblicuos rayos del sol. Los dos perros la vieron, o bien su penetrante olfato les advirtió mi presencia; levantándose inmediatamente, lanzaron un gruñido. Incorporándose precipitadamente a su vez, el anciano los acalló con una sola palabra; colocó su mano a manera de pantalla sobre sus débiles ojos, y dirigió luego una mirada inquisitiva a la figura que se hallaba junto a la puerta.
    Mis propios ojos se llenaron de lágrimas. Me vi obligado a aguardar un instante antes de atreverme a dirigirle la palabra.

    CAPÍTULO II
    —¡Betteredge! —le dije, señalando con el dedo el inolvidable libro que se hallaba sobre sus rodillas—, ¿te ha anunciado Robinsón Crusoe esta tarde que podría ocurrir que vieras a Franklin Blake?
    —¡Por Dios, Mr. Franklin! —gritó el anciano—, ¡eso es exactamente lo que me anunció Robinsón Crusoe!
    Con mucho trabajo logró ponerse de pie mediante mi ayuda y permaneció luego durante un momento mirando ya hacia atrás, ya hacia adelante, dividiendo su atención entre Robinsón Crusoe y mi persona, como si se hallara en la duda respecto de quién habría sido, de los dos, el que más lo asombró. El veredicto terminó por inclinarse en favor del libro.
    Asiéndolo con ambas manos abierto en determinada página, se dedicó a inquirir en el maravilloso volumen con mirada fija e indeciblemente expectante…, como si aguardara ver avanzar fuera del libro al propio Robinsón Crusoe, para favorecernos con una entrevista personal.
    —¡Aquí está el pasaje, Mr. Franklin! —me dijo, tan pronto como hubo recobrado el habla—. ¡Como que necesito comer para vivir, señor, he aquí el pasaje que estaba leyendo en el mismo instante en que entró usted aquí! Página ciento cincuenta y seis; dice así: "Me hallaba estupefacto, o como si acabara de percibir una aparición". Si esto no equivale a decir: "De un momento a otro habrás de ver súbitamente a Mr. Franklin Blake"…, el idioma inglés no tiene entonces sentido alguno —dijo Betteredge, cerrando el libro con estrépito y liberando por fin una de sus manos, para poder estrecharme la que yo le ofrecía.
    Yo esperaba que me abrumaría con un tropel de preguntas, cosa muy natural, en vista de las circunstancia. Pero no…, la idea de la hospitalidad era la que reinaba sobre todas las demás en la mente del viejo criado, toda vez que algún miembro de la familia (¡no importa de qué manera!), aparecía de visita en la casa.
    —Entremos, Mr. Franklin —me dijo, abriendo la puerta que se hallaba detrás de sí y haciéndome una exquisita reverencia a la antigua usanza—. Le preguntaré qué es lo que lo ha traído aquí después…, antes debo ayudarlo a sentirse cómodo. Cosas muy tristes han ocurrido desde que usted se fue. La casa está cerrada y los criados se han ido. ¡Pero no importa! Yo le prepararé la cena y la esposa del jardinero le hará la cama…, y si hay en la bodega alguna botella de nuestro famoso clarete Latour, garganta abajo habrá de ir por su cuerpo, Mr. Franklin, el contenido de esa botella. ¡Sea bienvenido, señor, a esta casa!
    ¡Bienvenido de todo corazón!—me dijo mi viejo y pobre camarada, esforzándose virilmente por ahuyentar la atmósfera melancólica de la casa y recibiéndome con la sociable y cortés solicitud de los tiempos idos.
    Sentí mucho tener que desilusionarlo. Pero la casa era ahora de Raquel, y la cosa no tenía remedio, por lo tanto, ¿Podría yo comer o dormir en ella, luego de lo acontecido en Londres? El más ligero sentimiento del propio decoro me prohibía —literalmente me prohibía— cruzar siquiera el umbral.
    Tomando a Betteredge del brazo lo conduje hacia el jardín. No tuve más remedio que hacerlo. Me sentí obligado a decirle la verdad. Oscilando entre su afecto hacia mi persona y el que sentía hacia Raquel, se mostró dolorosamente asombrado y angustiado por el cariz que habían tomado las cosas. Su opinión, cuando la dio a conocer, fue expresada de la manera más categórica, característica en él, y vino envuelta en la agradable fragancia de la más positiva de todas las filosofías…: la filosofía de la escuela Betteredge.
    —Miss Raquel tiene sus defectos…, jamás lo he negado—comenzó a decirme—. Y uno de ellos es el de montar el caballo de la arrogancia. Ha intentado ahora gobernarlo a usted de esa manera…, y usted lo ha tolerado. ¡Dios mío, Mr. Franklin!, ¿tan poco conoce usted a las mujeres? ¿Me ha oído alguna vez hablar de la difunta Mrs. Betteredge?
    Yo lo había oído hablar muchas veces de la difunta Mrs. Betteredge…, a quien invariablemente presentaba como el ejemplo máximo y categórico de la innata fragilidad y perversidad del otro sexo. En tal sentido la volvió a presentar ahora.
    —Muy bien, Mr. Franklin. Ahora, escúcheme. Cada mujer tiene su manera particular de cabalgar sobre el caballo de la arrogancia. La difunta Mrs. Betteredge realizaba su ejercicio sobre ese animal favorito de las mujeres, toda vez que yo le negaba alguna cosa en la que había puesto su corazón. Tan pronto regresaba yo de mi trabajo a mi casa, en tales ocasiones, seguro era que habría de ser llamado desde lo alto de la escalera que conducía a la cocina, por mi mujer, quien me anunciaba que no tenía fuerzas para cocinar mi comida, luego de mi brutal conducta para con ella. Yo toleré tal situación durante un tiempo…, de la misma manera que usted la tolera con respecto a Miss Raquel. Por último perdí la paciencia. Bajé un día la escalera y tomando a Mrs. Betteredge en mis brazos — cariñosamente, se entiende—, la conduje de inmediato a su sala principal, donde recibía ella a las visitas. Y le dije luego: "Este es el sitio donde te corresponde estar, querida mía", y dicho esto regresé a la cocina. Me encerré allí, me quité la chaqueta y, arremangándome las mangas de la camisa, comencé a preparar mi comida. Cuando se halló lista me la serví a mí mismo de la mejor manera y disfruté de ella de todo corazón. Luego fumé mi pipa, eché un trago de grog y, levantando la mesa, procedí de inmediato a lavar la vajilla, a limpiar los cuchillos y los tenedores, a colocar cada cosa en su sitio y a barrer la cocina. Cuando todo se halló tan limpio y brillante como era posible que se hallara, abrí la puerta y dejé entrar a Mrs. Betteredge. "Ya he comido, querida", le dije; "y espero que hallarás que te he dejado la cocina en el mejor estado en que pudieras desear encontrarla". ¡Por el resto de la vida de esa mujer, Mr. Franklin, jamás tuve que volver a hacerme yo mismo la comida! Moraleja:
    usted la toleró a Miss Raquel en Londres; no la tolere en Yorkshire. Entre en la casa.
    ¡Incontestable argumento! Sólo pude asegurarle a mi buen amigo que aun su poder persuasivo era una cosa inútil, en mi caso.
    —Es una tarde hermosa —le dije—. Caminaré hasta Frizinghall y me alojaré en el hotel y tú podrás venir mañana a la mañana y desayunarte conmigo. Tengo algo que comunicarte.
    Betteredge sacudió con ademán grave la cabeza.
    —Lo siento de todo corazón—me dijo—. Yo esperaba, Mr. Franklin, que las relaciones entre usted y Miss Raquel hubieran vuelto a deslizarse en un plano agradable y cordial. Si está dispuesto a salirse con la suya, señor —prosiguió, luego de reflexionar brevemente—, no tiene usted por qué ir a Frizinghall en busca de una cama esta noche. Puede usted conseguirla en un lugar más próximo. La granja de Hotherstone está a dos millas escasas de aquí. Difícilmente podrá usted negarse a ello a causa de Miss Raquel —añadió el anciano astutamente—. Hotherstone vive, Mr. Franklin, en propia heredad.
    Yo me acordé del lugar, en cuanto Betteredge se refirió a él. La granja se hallaba en un abrigado valle interior, sobre las márgenes de la más hermosa corriente de agua que existe en esa parte de Yorkshire y el granjero disponía de una alcoba y de un locutorio, que acostumbraba alquilarse a los artistas, los pescadores o turistas en general. Ningún otro lugar más agradable podía haber deseado yo para morar durante mi estada en el vecindario.
    —¿Están desalquiladas dichas habitaciones? —inquirí.
    —Mrs. Hotherstone en persona me pidió ayer, señor, que le recomendara alguna persona.
    —Las tomaré con el mayor placer, Betteredge.
    Regresamos al patio trasero, donde había dejado yo mi saco de viaje. Luego de haber hecho pasar un palo a través de su asa y de columpiar el saco sobre su hombro, Betteredge se sintió poseído, al parecer, por un asombro igual al que le provocó mi súbita aparición, cuando se hallaba sentado en su silla colmenera. Miró con ojos incrédulos hacia la casa, y después de girar sobre sus talones, me miró a mí con unos ojos aún más incrédulos.
    —Llevo ya en este mundo un cierto y prolongado número de años—me dijo éste, el mejor y más querido de cuanto viejo criado hay en el mundo—, pero jamás pensé que podría llegar a ver una cosa semejante. He ahí la casa y he aquí a Mr. Franklin Blake…, y ¡demonios!, ¿no está él dispuesto a darle la espalda a ella, para ir a dormir en un hospedaje?
    Tomando la delantera echó a andar meneando la cabeza y gruñendo de manera fatalista.
    —Un solo milagro queda ahora por cumplir—me dijo por sobre el hombro—. La próxima cosa que deberá usted hacer, Mr. Franklin, será la de devolverme los siete chelines y seis peniques que me pidió prestados cuando era muchacho.
    Esta salida sarcástica lo puso de mejor humor respecto de su persona y de la mía.
    Abandonamos la casa y transpusimos la entrada del pabellón de guarda. Una vez fuera de las tierras de la finca, los deberes que le imponía la hospitalidad (según su código moral particular) cesaron para Betteredge, y comenzaron los privilegios de la curiosidad.
    Se detuvo para permitir que yo lo alcanzara.
    —Hermosa tarde para pasear, Mr. Franklin —me dijo, como si acabáramos de encontrarnos accidentalmente en ese momento—. Suponiendo que hubiera ido usted a ese hotel de Frizinghall, señor… —Sí.
    —Hubiera yo tenido el honor de desayunarme mañana por la mañana con usted.
    —Ven a desayunarte conmigo, entonces, a la granja de Hotherstone.
    —Mucho le agradezco su bondad, Mr. Franklin. Pero no era el desayuno a lo que yo aspiraba. Creo que usted me dijo que tenía algo que decirme, ¿no es así? No es un secreto, señor—dijo Betteredge, abandonando de súbito sus maneras sinuosas para adoptar un tono directo—, que ardo en deseos por saber el motivo que lo ha traído aquí de manera tan repentina, si no le es molesto.
    —¿Qué es lo que me trajo aquí anteriormente? —le pregunté.
    —La Piedra Lunar, Mr. Franklin. Pero ¿qué es lo que lo ha traído ahora, señor?
    —La Piedra Lunar nuevamente, Betteredge.
    El anciano se quedó repentinamente callado y me miró, en el gris crepúsculo, como si desconfiara de sus propios oídos.
    —Si se trata de una broma, señor —me dijo—, mucho me temo que me estoy volviendo un tanto estúpido con la edad. No capto su sentido.
    —No es una broma —le respondí—. He venido para retomar el hilo de esta encuesta que fue abandonada al partir yo de Inglaterra. He venido aquí para descubrir lo que nadie ha descubierto aún…, o sea, quién fue la persona que se apoderó del diamante.
    —¡Deje usted en paz al diamante, Mr. Franklin! ¡Siga usted mi consejo: olvídese del diamante! Esa maldita gema hindú se ha burlado de cuantos se le han aproximado. No malgaste usted su dinero y su tranquilidad—en la flor de la vida, señor—, entremetiéndose con la Piedra Lunar. ¿Cómo puede usted triunfar (con perdón de usted), cuando el propio Sargento Cuff no hizo más que enredarse en este asunto? ¡El Sargento Cuff, nada menos!— repitió Betteredge agitando severamente su índice frente a mi rostro—. ¡El más grande detective de Inglaterra!
    —Estoy ya resuelto a ello, mi viejo amigo. Ni aun el fracaso del Sargento Cuff logrará desanimarme… Y, entre paréntesis, quizá tenga que hablar con él tarde o temprano. ¿Has oído hablar de él últimamente?
    —El Sargento no habrá de ayudarlo, Mr. Franklin.
    —¿Por qué no?
    —Porque durante su ausencia, señor, ha ocurrido determinado suceso en las esferas policiales. El gran Cuff se ha retirado del servicio. Ha adquirido una pequeña casa de campo en Dorking y se halla enfrascado hasta los ojos en la tarea de cultivar rosas. Lo he sabido de su puño y letra, Mr. Franklin. Ha logrado cultivar la rosa musgosa, sin necesidad de injertarla en el escaramujo. Y Mr. Begbie, el jardinero, se halla a punto de dirigirse hacia Dorking para reconocer frente al Sargento que éste lo ha vencido, al fin.
    —No importa—le dije—. Deberé hacerlo sin la ayuda del Sargento Cuff. Y deberé confiarme a ti en el principio.
    Muy probable es que se lo haya dicho con un tomo un tanto negligente. Sea como fuere, Betteredge se irritó, al parecer, por algo que advirtió en mi réplica.
    —Podría usted haber confiado en alguien aún peor que yo, Mr. Franklin…, puedo asegurárselo —me dijo, un tanto mordazmente.
    El tono de su réplica y cierto desasosiego que advertí en sus maneras, después que hubo hablado, provocaron en mí la creencia de que se hallaba en el secreto de algo que vacilaba en comunicarme.
    —-Espero que me ayudes —le dije— a recoger los fragmentos de las pruebas que el Sargento Cuff abandonó tras sí. Tú sabes que puedes hacerlo. Pero ¿no podrías hacer algo más?
    —¿Qué más podría usted esperar de mí, señor? —me preguntó Betteredge con aire humilde.
    —Espero más…, respecto de lo que acabas de decirme.
    —Mera jactancia, Mr. Franklin —replicó obstinadamente el anciano—. Hay gentes que son fanfarronas de nacimiento y que no consiguen librarse de tal defecto hasta la hora de su muerte. Yo soy una de ellas.
    Sólo un procedimiento cabía adoptar frente a él. Apelé a su sentimiento amistoso hacia la persona de Raquel y hacia la mía.
    —Betteredge, ¿te agradaría oír decir que Raquel y yo fuéramos buenos amigos otra vez?
    —¡De poco me habrá valido servirle a su familia, señor, si puede usted poner en duda tal cosa!
    —¿Recuerdas de qué manera se condujo conmigo Raquel antes de que abandonara yo Inglaterra?
    —¡Tan bien como si hubiera ocurrido ayer! Mi propia ama le escribió a usted una carta sobre este asunto, y usted fue tan bueno como para mostrármela. Decía en ella que Raquel se sentía mortalmente ofendida con usted, por el papel que desempeñara en los esfuerzos hechos para recuperar su gema. Y ni mi ama, ni usted, ni ninguna otra persona en el mundo lograron averiguar el motivo.
    —¡Exacto, Betteredge! Y al regresar ahora de mis correrías me encuentro con que ella sigue mortalmente ofendida conmigo. Hace un año yo sabía que el diamante jugaba un gran papel en la cuestión y ahora sé que el diamante se halla también en el fondo del asunto. He tratado de hablar con ella y se ha negado a recibirme. He probado con una carta y no ha querido contestarme. ¿Cómo, en nombre del cielo, habré de aclarar este asunto? ¡La oportunidad de hacerlo a través de la cuestión de la pérdida de la Piedra Lunar es la única que me ha sido dejada por la propia Raquel!
    Estas palabras sirvieron, evidentemente, para hacerle ver las cosas de una manera distinta.
    La pregunta que me hizo en seguida me convenció de que lo había impresionado.
    —¿No hay ninguna mala intención, Mr. Franklin, de parte suya?… ¿No es cierto que no?
    —Hubo cierta cólera en mí —le respondí— cuando abandoné Londres. Pero ella se ha disipado por completo. Necesito llegar a un entendimiento con Raquel: eso es todo.
    —¿No teme usted, señor —suponiendo que efectuara algún descubrimiento—, dar con algo que pueda estar relacionado con Miss Raquel?
    Yo advertí que una celosa confianza en la persona de su ama lo había impulsado a proferir esas palabras.
    —Estoy tan seguro respecto de su persona como lo estás tú —le respondí—. La más amplia revelación de su secreto no habrá de mostrarnos nada que venga a desplazarla del lugar que ocupa en tu estimación o la mía.
    Los postreros escrúpulos de Betteredge se desvanecieron al oírme hablar así.
    —Si hago mal al ayudarlo, Mr. Franklin —exclamó—, sólo puedo decir que… ¡soy tan inocente de ello como pueda serlo un niño que no ha abierto aún sus ojos a la vida! Lo puedo poner a usted sobre la pista, con tal de que prosiga luego a solas su camino. ¿Se acuerda de aquella pobre muchacha, de Rosanna Spearman?
    —Naturalmente.
    —Usted siempre creyó que ella necesitaba confesarle cierta cosa vinculada con la Piedra Lunar, ¿no es así?
    —Indudablemente no podía pensar de otra manera, dada su extraña conducta.
    —Puede usted abandonar tal pensamiento, Mr. Franklin, tan pronto como le parezca conveniente hacerlo.
    Me llegó ahora el turno a mí de hacer una pausa. Vanamente me esforcé por distinguir su rostro en la creciente oscuridad que nos rodeaba. Impulsado por mi sorpresa del momento, le pregunté, un tanto impacientado, qué era lo que quería decir.
    —¡Calma, señor! —prosiguió Betteredge—. No quiero decir otra cosa que lo que estoy diciendo. Rosanna Spearman ha dejado tras sí una carta sellada…, una carta dirigida a usted.
    —¿Dónde está?
    —Se halla en poder de una amiga que ella tenía en Cobb's Hole. Usted debe de haber oído hablar, durante los últimos días de su estada aquí, señor, de la coja Lucy…, una muchacha inválida que usa una muleta.
    —¿La hija del pescador?
    —La misma, Mr. Franklin.
    —¿Por qué no se me entregó la carta?
    —La coja Lucy es muy caprichosa, señor. No quiso entregársela a otras manos que no fueran las suyas. Y usted abandonó Inglaterra antes de que tuviera yo tiempo de escribirle.
    —¡Volvamos, Betteredge, para que nos la entreguen de una vez!
    —Demasiado tarde, señor, por esta noche. Las gentes de nuestras costas son muy ahorrativas en lo que respecta a las candelas y las de Cobb's Hole se acuestan temprano.
    —¡Absurdo! Podríamos estar allí en media hora.
    —Podría, sí, usted, estarlo. Y cuando llegara se hallaría con que la puerta está cerrada.
    Apuntó con su mano hacia una luz que temblaba debajo de nosotros y, al tiempo que lo hacía, llegó hasta mis oídos, hendiendo la calma de la noche, el rumor de una corriente.
    —¡He ahí la granja, Mr. Franklin! Acomódese en ella por esta noche y venga a verme mañana por la mañana…, si es tan bueno como para hacer tal cosa.
    —¿Irás conmigo hasta la cabaña del pescador?
    —Sí, señor.
    —¿Temprano?
    —Tan temprano como usted lo disponga, Mr. Franklin.
    Y descendimos por el sendero que llevaba a la granja.

    CAPÍTULO III
    Sólo una vaga imagen conservo de lo acontecido en la granja de Hotherstone.
    Recuerdo que se me dispensó una cordial bienvenida; me acuerdo de una cena prodigiosa que hubiera servido para alimentar a toda una aldea en Oriente; de un dormitorio deliciosamente pulcro sin otra cosa que lamentar en él que esa detestable invención de nuestros abuelos llamada colchón de plumas; de una noche agitada y pródiga en fósforos que se inflaman, de una pequeña bujía que se ilumina a cada instante, y de una honda sensación de alivio al elevarse el sol y vislumbrar la perspectiva de poder levantarme.
    De acuerdo con lo convenido la noche anterior con Betteredge, debía yo ir a buscarlo, para dirigirnos a Cobb's Hole, tan temprano como lo creyera yo conveniente…, lo cual, interpretado por mi impaciencia, significaba que habría de ser tan pronto como me fuera posible. Sin aguardar el desayuno en la granja, tomé un mendrugo y emprendí la marcha, diciéndome que era posible que sorprendiera a mi excelente amigo Betteredge en la cama.
    Un gran alivio significó para mí el comprobar que se hallaba tan extraordinariamente excitado, respecto del hecho en cierne, como yo mismo. Lo encontré listo ya y aguardándome con su bastón en la mano.
    —¿Cómo te encuentras esta mañana, Betteredge?
    —Muy mal, señor.
    —¡Cuánto lo lamento! ¿De qué se trata?
    —Me aqueja una nueva dolencia, Mr. Franklin, que yo mismo he descubierto. No quiero alarmarlo pero puede usted estar seguro de que habrá de atraparla antes de que termine la mañana.
    —¡Caramba, la estoy ya sintiendo!
    —¿No siente usted, señor, un molesto ardor en la boca del estómago? ¿Y un horrible golpeteo en la coronilla? ¡Ah!, aún no, ¿eh? Ya habrá de sentir su garra cuando estemos en Cobb's Hole, Mr. Franklin. Yo la llamo la fiebre detectivesca y la sufrí por vez primera junto al Sargento Cuff.
    —¡Ay!, ¡ay!, y la cura, en este caso, consistirá en abrir la carta de Rosanna Spearman, ¿no es así? ¡Vamos, echemos mano de ella!
    A pesar de lo temprano de la hora, hallamos a la mujer del pescador trajinando ya en la cocina. Al serle presentado por Betteredge, la buena de Mrs. Yolland llevó a cabo una ceremonia social, estrictamente reservada, como me enteré posteriormente, para los visitantes distinguidos. Colocó una botella de ginebra holandesa y dos pipas vacías sobre la mesa y abrió la conversación con estas palabras:
    —¿Qué nuevas hay en Londres, señor?
    Antes de que hubiera tenido yo tiempo de hallar una respuesta capaz de abarcar la inmensa vastedad de esta pregunta, vi avanzar hacia mí un fantasma que surgió de un oscuro rincón de la cocina. Una muchacha pálida, montaraz, extravagante, con una cabellera notablemente hermosa y unos ojos fieramente sagaces, se aproximó, cojeando y sosteniéndose en una muleta, a la mesa ante la cual me hallaba yo sentado y me miró como si estuviera observando un objeto interesante y a la vez horrendo, que la fascinaba totalmente.
    —Mr. Betteredge —dijo, sin quitarme los ojos de encima—, le ruego tenga a bien repetirme su nombre.
    —Este caballero se llama —replicó Betteredge (recalcando con énfasis la palabra caballero)— Mr. Franklin Blake.
    La muchacha me volvió la espalda y abandonó súbitamente la habitación. La buena de Mrs.
    Yolland, creo, me dio algunas excusas por el extraño comportamiento de su hija, y Betteredge, probablemente, las tradujo a un inglés decoroso. Escribo de esto sin mayor certeza. Mi atención se hallaba absorbida en seguir el rumor de la muleta de la muchacha.
    ¡Pum!, ¡pum!, mientras subía por la escalera de madera; ¡pum!, ¡pum!, a través del cuarto, sobre nuestras cabezas; ¡pum!, ¡pum!, por la escalera nuevamente… ¡y he ahí, en el vano de la puerta, al fantasma, con una carta en la mano y haciéndome señas!
    Yo dejé que las nuevas excusas siguieran su curso a mis espaldas y avancé en pos de esa extraña criatura —que cojeaba más y más rápidamente delante de mí— cuesta abajo, hacia la playa. Luego de conducirme hasta detrás de unos botes, fuera de la vista y del alcance del oído de las pocas gentes que se veían en la aldea de pescadores, se detuvo y me enfrentó por vez primera.
    —No se mueva —me dijo—. Necesito observarlo.
    No había cómo engañarse respecto de la expresión de su cara. Yo le inspiraba las más hondas sensaciones de horror y repugnancia que sea posible inspirar. No seré tan vanidoso como para afirmar que ninguna mujer me había mirado anteriormente de esa manera.
    Solamente aventuraré la más modesta aserción de que ninguna me había hecho percibir tal cosa hasta ese instante. Hay un límite respecto de la longitud del examen que todo hombre es capaz de tolerar, bajo determinadas circunstancias. Yo traté de desviar la atención de la coja Lucy hacia otra cosa menos repulsiva que mi cara.
    —Creo que tiene usted una carta que entregarme —comencé a decirle—. ¿Es la que tiene ahora en la mano?
    —Repita esas palabras —fue la única respuesta que recibí.
    Así lo hice, igual que un niño juicioso que está estudiando su lección.
    —No —dijo la muchacha, hablando consigo misma, pero manteniendo sus despiadados ojos fijos en mi rostro—. No logro ver lo que ella vio en su rostro. Ni adivinar lo que escuchó en su voz.
    Súbitamente dejó de mirarme y apoyó su fatigada cabeza sobre el extremo de la muleta.
    —¡Oh pobrecita mía! —dijo, con la voz más tierna que le había oído hasta entonces—. ¡Oh mi perdido bien!, ¿qué es lo que vieron tus ojos en este hombre?
    Y volviendo a levantar fieramente su cabeza, me miró a la cara una vez más.
    —¿Puede usted comer y beber? —me preguntó.
    Yo hice lo posible por conservar mi gravedad y le contesté:
    —Sí.
    —¿Puede usted dormir?
    —Sí.
    Cuando ve a alguna pobre criada, ¿no siente remordimiento alguno?
    —Ciertamente que no. ¿Por qué habría de sentir tal cosa?
    Bruscamente me arrojó la carta (ésa es la verdad) al rostro.
    —¡Tómela usted! —exclamó, furiosa—. ¡Jamás lo había visto a usted antes de ahora!
    Quiera el Todopoderoso que no vuelva a posar jamás mis ojos sobre su persona.
    Luego de estas palabras de despedida, echó a andar cojeando a la mayor velocidad que le era posible. La única interpretación que podía yo darle a su conducta es lo que ya todos ustedes se habrán anticipado, sin duda, a darle. Sólo podía pensar que estaba loca.
    Después de haber arribado a esta inevitable conclusión, dirigí mi atención hacia esa cosa más digna de interés, la carta de Rosanna Spearman. Su dirección era la siguiente: "Para Franklin Blake, Esq. Para serle entregada en sus propias manos por Lucy Yolland (y por ella únicamente).” Desgarré el sello. El sobre contenía una carta y ésta, a su vez, una tira de papel. Leí primero la esquela:
    "Sir: Si desea comprender el sentido de mi actitud hacia usted, mientras se hospedó en la casa de Lady Verinder, mi ama, haga lo que le indico en el apunte que va adjunto a ésta…, y que no haya ninguna persona presente que pueda observarlo. Su humilde criada, Rosanna Spearman.” Volví mi vista entonces hacia la tira de papel. He aquí la copia literal de su texto, palabra por palabra:
    "MEMORÁNDUM: — Ir a las Arenas Temblonas, cuando vuelva la marea. Caminar por el Cabo Sur hasta que alcance a verse el faro y el asta de la bandera de la caseta del guardacostas que asoma sobre Cobb's Hole, en una misma línea. Colocar debajo, sobre las rocas, un palo o cualquiera otra cosa rígida para guiar mi mano y hacerla posarse de manera exacta sobre la línea que va desde el faro hasta el asta de la bandera. Tener cuidado, al hacer esto, de que un extremo del palo se encuentre sobre el borde de las rocas, en el lugar desde donde se dominan las arenas movedizas. Ir palpando a lo largo de la estaca, entre las algas marinas (comenzando desde el extremo del palo que apunta hacia el faro), en busca de la cadena. Recorrer la cadena con mi mano, cuando la haya encontrado, hasta llegar al lugar donde ésta baja desde las rocas y se sumerge debajo, en la arena movediza. Y entonces, tirar de la cadena .“ Apenas acababa de leer estas últimas palabras —subrayadas en el original—, cuando escuché a mis espaldas la voz de Betteredge. El descubridor de la fiebre detectivesca acababa de sucumbir bajo la influencia de tan irresistible dolencia.
    —No puedo aguardar más tiempo, Mr. Franklin. ¿Qué dice esa carta? ¡Por Dios, señor!, ¿qué dice esa carta?
    Le entregué la carta y el memorándum. Leyó la primera, la cual, al parecer, no despertó en él un gran interés. Pero el segundo —el memorándum— le produjo una gran impresión.
    —¡Esto es lo que dijo el Sargento! —exclamó Betteredge—. Siempre, desde el primero hasta el último instante, afirmó que ella poseía un memorándum relativo al escondite. ¡Aquí lo tenemos! ¡El Señor nos ampare, Mr. Franklin; he aquí el misterio que nos mantenía perplejos a todos, desde el Sargento Cuff para abajo, listo y aguardando el momento, por así decirlo, para revelársele a usted por sí mismo! Es la hora del reflujo, señor, como puede comprobarlo quienquiera tenga ojos. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que cambie la marea?
    Elevó su vista y la dirigió hacia un muchacho que se hallaba componiendo su red a cierta distancia de nosotros.
    —¡Tammie Bright!—le gritó a voz en cuello.
    —¡Lo oigo!—le gritó, a su vez, Tammie.
    —¿A qué hora cambiará la marea?
    —Dentro de una hora.
    Ambos dirigimos la vista hacia nuestros relojes.
    —Podemos ir a dar una vuelta por la costa, Mr. Franklin —dijo Betteredge—, y allegarnos así, descansadamente, a las arenas movedizas, con tiempo de sobra para obrar. ¿Qué le parece, señor?
    —Vamos.
    En nuestro trayecto hacia las Arenas Temblonas le rogué a Betteredge que reavivara mis recuerdos (relacionados con Rosanna Spearman) de la época en que el Sargento Cuff efectuó su investigación. Con la ayuda de mi viejo amigo logré bien pronto distinguir de nuevo en mi memoria la clara sucesión de los eventos. El viaje efectuado por Rosanna hasta Frizinghall, cuando todo el mundo en la casa la creía enferma en su habitación; sus misteriosas actividades nocturnas, encerrada bajo llave allí, con la bujía encendida hasta la mañana siguiente; la sospechosa compra que hizo de un estuche de estaño barnizado y de las dos cadenas; los perros en casa de Mrs. Yolland; la seguridad que tenía el Sargento de que Rosanna había ocultado algo; las Arenas Temblonas y su absoluta ignorancia respecto de lo que tal cosa podía ser; todo este cúmulo de conclusiones a que se arribara en la pesquisa interrumpida, en torno a la Piedra Lunar, surgieron nítidamente en mi recuerdo, y se hallaban de nuevo en él cuando alcanzamos las arenas movedizas y avanzamos juntos sobre esa baja capa rocosa llamada Cabo Sur.
    Con la ayuda de Betteredge no tardé mucho en alcanzar el lugar desde el cual podían verse el faro y el asta de la bandera de la Guardia de Costas, en una misma línea. Siguiendo las indicaciones del memorándum, colocamos en seguida mi bastón en la dirección señalada allí, tan apropiadamente como nos fue posible, sobre la despareja superficie de piedra. Y entonces volvimos a consultar nuestros relojes.
    Faltaban aún veinte minutos, aproximadamente, para que se produjera el cambio en la marea. Le propuse guardar, durante ese intervalo, en la costa, en lugar de hacerlo sobre la húmeda y resbaladiza superficie rocosa. Una vez sobre la seca arena, y cuando me disponía a sentarme allí, advertí, con gran sorpresa, que Betteredge se disponía a abandonarme.
    —¿Por qué te vas? —le pregunté.
    —Vuelva a leer la carta, señor, y habrá de saberlo.
    Una sola ojeada a la carta me bastó para recordar h exigencia de que, en el instante del descubrimiento, debería hallarme solo.
    —¡Cómo me duele tener que abandonarlo en un momento como éste! —dijo Betteredge—.
    Pero la pobre tuvo una muerte horrenda, y me parece sentir dentro de mí una voz, Mr.
    Franklin, que me induce a complacerla en su capricho. Por otra parte —añadió con tono confidencial—, nada hay en la carta que lo obligue a mantener el secreto, posteriormente.
    Iré a dar una vuelta por la plantación de abetos y esperaré allí hasta que pase a recogerme.
    No se demore más de lo absolutamente necesario, señor. La fiebre detectivesca se convierte en una enfermedad difícil, en circunstancias como éstas.
    Luego de esta última advertencia se alejó de mi lado.
    Ese período de expectativa, breve como resultaba aplicándosele una medida cronológica, asumía proporciones formidables al aplicársele la medida de mi ansiedad. He aquí una de esas ocasiones en que el inapreciable hábito de fumar se torna en un hábito particularmente bello y consolador. Encendí un cigarro y me senté sobre el declive de la costa.
    La luz del sol derramaba su inmaculada claridad sobre cada cosa en que se posaban mis ojos. La exquisita frescura del aire trocaba el mero acto de vivir y de respirar en una cosa deliciosa. Aun la pequeña y solitaria bahía le daba su bienvenida a la mañana con señales de alegría, y aun la desnuda y húmeda superficie de la arena movediza relucía con un brillo que ocultaba su morena superficie debajo de una sonrisa pasajera. Era ése el más bello día que había visto desde mi regreso a Inglaterra.
    El cambio en la marea se produjo antes de que hubiera terminado de fumar mi cigarro. Vi primero levantarse las arenas y observé luego el terrible temblor que las recorría en toda su extensión… como si algún espíritu horrendo viviera, se agitara y temblara en sus insondables profundidades. Arrojé mi cigarro y regresé a las rocas.
    Según el memorándum debía yo palpar a lo largo de la línea indicaba por el bastón, comenzando a hacerlo desde el extremo que apuntaba al faro.
    Recorrí, pues, de esa manera más de la mitad del bastón, sin encontrar otra cosa que no fuera el borde de la roca. Una o dos pulgadas más allá, no obstante, fue premiada mi paciencia. En una pequeña y estrecha fisura, justamente al alcance de mi dedo índice, palpé la cadena. Al intentar luego seguirla en la dirección de la arena movediza, me vi detenido en mi avance por una densa profusión de algas marinas, que habían invadido la grieta, sin duda, durante el tiempo transcurrido desde el momento en que Rosanna Spearman escogió ese sitio como escondite.
    Era tan imposible arrancar las algas como hurgar con mi mano a través de ellas. Después de dejar marcado el sitio indicado por el extremo de la estaca que apuntaba hacia la arena movediza, resolví proceder a la búsqueda de la cadena, siguiendo un método propio. Mi propósito era "sondear" en seguida debajo de las rocas, para ver si lograba recobrar la pista perdida de la cadena, allí donde ésta se internaba en la arena. Levanté la estaca y me arrodillé sobre el borde del Cabo Sur.
    En esta posición mi cabeza se hallaba a pocos pies de la superficie de la arena movediza. Su proximidad y el horrible temblor que a intervalos la recorría hicieron flaquear mis nervios durante un momento. El espantoso temor de ver surgir a la muerta en el lugar de su suicidio, para venir en mi ayuda el indecible terror de verla levantarse desde lo hondo de la arena palpitante para venir a indicarme el lugar—, forzó mi pensamiento y me hizo sentir frío en medio de la cálida luz del sol. Confieso que cerré los ojos en el instante en que el extremo del palo se introdujo en la arena movediza.
    Un momento después y antes de que aquél se hallaba sumergido más allá de unas pocas pulgadas, me sentí liberado de las garras de mi propio terror supersticioso y empecé a palpitar de emoción, de la cabeza a los pies. ¡Sondeando a ciegas, como lo había hecho, en esa primera tentativa…, acababa de sondear perfectamente bien! Mi bastón dio con la cadena.
    Asiendo firmemente con mi mano izquierda las raíces de las algas marinas, me tendí sobre el borde del cabo y palpé con la derecha por debajo de las rocas salientes. Mi mano derecha dio con la cadena.
    Tiré de ella hacia lo alto sin la menor dificultad. Y he ahí que amarrado a su extremo vi aparecer el estuche de estaño barnizado.
    De tal manera se había herrumbrado la cadena bajo la acción del agua, que me fue imposible desprenderla del anillo que la unía al estuche. Colocando éste entre mis rodillas y mediante el mayor esfuerzo que me fue posible, logré arrancarle la cubierta. Cierta sustancia blanca llenaba todo su interior. La tomé en mis manos y comprobé que se trataba de un género de lino.
    Con éste salió del estuche una carta completamente apañuscada Luego de inquirir su dirección y comprobar que figuraba allí mi nombre, me la guardé en el bolsillo y quité del todo el género del estuche. Salió de él bajo la forma de un grueso rollo que había adquirido la configuración del estuche en el que permaneciera tanto tiempo encerrado y libre de toda acción dañina, respecto del agua del mar.
    Me dirigí con el trozo de género hacia la seca arena de la costa, y lo desenrollé y alisé allí.
    No había la menor duda de que se trataba de una prenda de vestir. Era una camisa de dormir.
    En su parte superior, cuando la extendí, no percibí otra cosa que un sinnúmero de pliegues y arrugas. Indagué entonces en su extremo inferior y descubrí instantáneamente la mancha producida por la pintura de la puerta del boudoir de Raquel.
    Mis ojos permanecieron clavados en la mancha y mi memoria me hizo retroceder de un salto del presente al pasado. Volví a oír exactamente las mismas palabras que pronunciara el Sargento Cuff, en otra ocasión, como si éste se encontrara de nuevo a mi lado y se refiriera a la irrefutable consecuencia que extraía de la mancha sobre la puerta:
    "Averigüe usted, primeramente, si hay en la casa algún traje que ostente una huella de pintura. Luego, a quién pertenece dicho traje. Y, por último, trate de lograr que esa persona explique por qué se encontraba en dicha habitación entre la medianoche y las tres de la mañana y cómo fue que manchó la puerta. Si esa persona no logra satisfacer sus deseos, no tendrá usted entonces que dedicarse por más tiempo a la búsqueda de la mano que se apoderó del diamante.” Una tras otra, cada una de estas palabras comenzaron a recorrer mi memoria, repitiéndose una y otra vez con mecánica y árida obstinación. Desperté de ese trance cuya duración me pareció de varias horas —y que, realmente y sin la menor duda, no duró más que un breve instante—, al escuchar una voz que me llamaba. Alcé la vista y comprobé que la paciencia de Betteredge se había agotado, al fin. Apenas si era visible entre los médanos, mientras se acercaba, de regreso de la costa. La figura del anciano sirvió para traerme de inmediato a la realidad y recordarme que la investigación se hallaba aún incompleta. Acababa de descubrir la mancha en la camisa de dormir. Pero ¿a quién pertenecía esa prenda?
    Mi primer impulso fue consultar la carta que tenía en el bolsillo…, la que había encontrado dentro del estuche.
    Acababa de levantar la mano para apoderarme de ella, cuando recordé que había otra manera de descubrir lo que deseaba. La propia camisa de dormir me habría de revelar el misterio, porque, con toda seguridad, debía estar marcada con el nombre de su dueño. Di con él y lo leí… ¡Mi propio nombre!
    He ahí que esas letras familiares me demostraban que la prenda era mía. Levanté mi vista.
    He allí el sol; he allí las resplandecientes aguas de la bahía y el viejo Betteredge aproximándose más y más hacia mí. Volví a mirar las letras. Mi propio nombre. Frente a mí, sencillamente…, las letras de mi nombre.
    "Si el tiempo, el esfuerzo personal y el dinero bastan para ello, habré sin duda de echarle el guante al ladrón que hurtó la Piedra Lunar…" Con estas palabras en la boca había partido de Londres. Desvelé luego el secreto que las arenas movedizas le habían ocultado a todo ser viviente. Y frente a esa prueba irrefutable que era la mancha de pintura, acababa de descubrir que yo mismo había sido el ladrón.

    CAPÍTULO IV
    No encuentro palabras adecuadas para expresar mis sensaciones de ese instante.
    Tengo la impresión de que el choque que en mí se produjo provocó una paralización de mi facultad de pensar y de la de sentir. Sin duda no debí saber lo que hacía cuando se reunió conmigo Betteredge, ya que éste me ha asegurado que me eché a reír cuando me preguntó qué es lo que ocurría y que le entregué la camisa de noche para que leyera el acertijo por sí mismo.
    De lo que hablamos en la costa entonces no tengo el más remoto recuerdo. El primer sitio en el cual alcanzo a distinguir mi figura claramente, luego de eso, es la plantación de abetos. Me veo a mí mismo y a Betteredge caminando juntos en dirección de la casa, y oigo que Betteredge me dice que me hallaré yo y se hallará él en condiciones de afrontar lo ocurrido, una vez que hayamos bebido un vaso de grog.
    La acción muda de escenario y pasa de la plantación de abetos al pequeño gabinete de Betteredge. He olvidado mi decisión de no penetrar en la casa de Raquel. Percibo la agradable frescura, la sombra y la quietud del cuarto. Bebo el grog (un lujo para mí enteramente nuevo, a esa hora del día) que mi viejo y buen amigo mezcla con el agua helada de la fuente. En cualesquiera otras circunstancias la bebida no hubiera hecho más que atolondrarme. En las actuales, aquieta mis nervios. Comienzo ya a afrontar lo ocurrido, según ha predicho Betteredge. Este también, por su parte, comienza a afrontar lo ocurrido.
    Sospecho que la pintura que estoy haciendo de mí mismo constituye, para decir lo menos que se puede afirmar respecto de ella, una pintura bien extraña. Colocado en una situación que, en mi opinión, puede ser considerada absolutamente sin paralelo, ¿cuál es el primer expediente a que recurro? ¿Me alejo, acaso, de todo contacto con los demás? ¿Me pongo a analizar pacientemente esa abominable imposibilidad que se me opone, sin embargo, como una innegable realidad? ¿Me precipito de regreso a Londres, en el primer tren, para consultar con las más altas autoridades y para iniciar de inmediato una investigación? No.
    Acepto, en cambio, cobijarme bajo el techo de una casa respecto de la cual he dicho que no habría de degradarme jamás hasta el punto de llegar a trasponer su umbral; y me siento a empinar el codo con alcohol y agua en compañía de un viejo criado, a las diez de la mañana. ¿Es ésa la conducta que podía esperarse de un hombre colocado en la horrible situación en que yo me hallaba? Sólo me cabe responder que la contemplación del rostro familiar del viejo Betteredge significó para mí un estímulo de incalculable valor y que el grog del viejo Betteredge me ayudó, según creo, como ninguna otra cosa hubiera logrado hacerlo, a levantar mi cuerpo y mi espíritu del plano de postración en que habían caído.
    Sólo esta excusa puedo ofrecer para justificar mi conducta, y proclamar en seguida mi admiración por ese invariable mantenimiento de la dignidad y esa estricta y lógica consistencia de conducta que distinguirá sin duda, ante cualquier emergencia, desde la cuna a la tumba, a todo hombre o mujer que pose sus ojos en estas páginas.
    —Ahora, Mr. Franklin, hay, sea como fuere, un hecho cierto —dijo Betteredge, arrojando la camisa de noche sobre la mesa que se interponía entre ambos y señalando a aquélla como si se tratara de un ser viviente que pudiera escucharlo—. Para comenzar, debo decir que él es un mentiroso.
    Este consolador punto de vista difería del que surgió en mi mente, respecto de ese asunto.
    —Soy tan inocente, en lo que concierne al robo del diamante, como lo eres tú —le dije— ¡Pero he ahí esa prueba en contra de mí! La pintura sobre la camisa de dormir y el nombre que aparece sobre la misma constituyen dos realidades.
    Betteredge levantó mi vaso y lo colocó persuasivamente en mi mano.
    —¿Realidades? —repitió—. ¡Tome un trago más de grog, Mr. Franklin, y verá usted cómo desaparece esta debilidad que lo hace creer en ellas! ¡Trampa, señor!—continuó diciendo, bajando la voz hasta hacerla alcanzar un tono confidencial—. Eso es lo que me sugiere este acertijo. Trampa que se oculta en algún lugar de él…, y que yo y usted tenemos que descubrir. ¿No había otra cosa en el estuche de estaño cuando introdujo usted su mano en él?
    La pregunta me trajo a la memoria instantáneamente la carta que guardara en mi bolsillo.
    La extraje de él y la abrí. Se componía de numerosas páginas ceñidamente escritas.
    Impaciente, dirigí mis ojos hacia el final de la misma, en busca de la firma, "Rosanna Spearman".
    En cuanto comencé a leer ese nombre, una súbita añoranza iluminó mi cerebro y una imprevista sospecha brotó al conjuro de esa nueva luz.
    —¡Alto ahí! —exclamé—. ¿Rosanna Spearman vino a casa de mi tía luego de salir de un reformatorio? ¿No había sido antes una ladrona?
    —Nadie lo niega, Mr. Franklin. ¿A qué viene eso ahora? ¡Por favor!… —¿A qué viene? ¿Cómo podemos afirmar que no fue ella quien robó el diamante, después de todo? ¿O decir que no manchó intencionadamente mi camisa de noche con la pintura?… Betteredge dejó caer su mano sobre mi brazo, y me contuvo antes de que pudiera añadir una sola palabra a lo ya dicho.
    —No me cabe la menor duda de que logrará usted verse libre de esto, Mr. Franklin. Pero espero que no sea de esa manera. Entérese de lo que dice la carta, señor. Para hacerle justicia a la memoria de la muchacha, entérese de lo que dice la carta.
    Sus palabras graves influyeron en mi ánimo… las sentí casi como si constituyeran un reproche.
    —Podrás juzgar luego de que te haya leído la carta —le dije—; la leeré en voz alta.
    Comencé, pues…, y di lectura a las siguientes líneas:
    "Sir: Tengo algo que confesarle. Una confesión que encierra una gran desgracia puede decirse, a veces, en muy pocas palabras. Para decir ésta no necesito más que dos. Lo amo.” La carta se deslizó de mi mano. Miré a Betteredge y le dije:
    —En nombre del Cielo, ¿qué significa esto?
    Él pareció tener miedo de responder a la pregunta.
    —Usted estuvo esta mañana a solas con la coja Lucy, señor —me dijo—. ¿Le dijo ella algo respecto de Rosanna Spearman?
    —Ni siquiera mencionó su nombre una sola vez.
    —Tenga la bondad de volver a su carta, Mr. Franklin. Le confieso que no me atrevo a causarle un nuevo trastorno, luego de lo que ha tenido usted que soportar hasta ahora. Deje que ella le hable por sí misma, señor. Y termine con su grog. Por su propio bien, termine de beber su grog.
    Yo reanudé la lectura de carta.
    "Mucha vergüenza me habrían de causar estas palabras, si estuviera viva cuando usted las leyera. Habré muerto y desaparecido, señor, cuando usted descubra esta carta. Eso es lo que me hace ser osada. No habrá siquiera una tumba que me recuerde. Me atrevo a decirle la verdad…, porque sé que la arena movediza me está aguardando para ocultarme una vez que haya escrito estas palabras.
    "Además, hallará usted su camisa de dormir en mi escondite, con la mancha de pintura en ella y querrá usted saber cómo llegué yo a ocultarla, y por qué no le dije una palabra de ello cuando estaba viva. Una sola razón puedo darle. Si hice todas esas cosas extrañas fue porque lo amaba.
    "No lo molestaré con mayores detalles respecto a mí misma o de la vida que llevé antes de que visitara usted la casa de mi ama. Lady Verinder me sacó de un reformatorio. Había ido a éste desde la prisión. A la prisión por ladrona. Y fui ladrona porque mi madre vagaba por las calles desde que yo era muy pequeña. Mi madre salió a vagar por las calles debido a que un caballero, que era mi padre, la abandonó. No es necesario que me detenga más en una historia tan vulgar. A cada momento aparecen en los diarios.
    "Lady Verinder fue muy buena conmigo, y Mr. Betteredge también lo fue. Estos dos y la directora del reformatorio han sido las únicas personas buenas que encontré durante toda mi existencia. Hubiera podido acostumbrarme a esa existencia—aunque sin ser feliz—, hubiera podido, de todos modos, acostumbrarme, si no hubiera venido usted de visita a la casa. No lo condeno a usted, señor. La culpa es mía…, totalmente mía.
    "¿Se acuerda usted de aquella mañana en que apareció frente a nosotros, en medio de las dunas, en busca de Mr. Betteredge? Era usted como el príncipe de un cuento de hadas, como el amante de un sueño. Era usted el ser más adorable que jamás vieran mis ojos. Algo me hizo sentir esa felicidad que nunca había experimentado; brotó dentro de mí en cuanto posé mis ojos en usted. No se ría de mi, si le es posible. ¡Oh, si pudiera hacerle sentir tan sólo cuán importante es esto para mí!
    "Me volví en seguida a la casa y escribí su nombre y el mío en mi costurero y dibujé debajo de ambos el lazo del perfecto amor. Y entonces, algún demonio…. no, debiera más bien decir un ángel bueno, me cuchicheó al oído: 'Ve al espejo y mírate en él.' El espejo me dijo…, no importa lo que él me dijo. Demasiado entontecida me hallaba para reparar en su advertencia. Y seguí enamorándome más y más de usted, como si fuera una dama de su misma condición y la más hermosa criatura que hubieran visto sus ojos. Me esforcé —¡oh, de qué manera, querido mío!— para lograr que usted me mirara. Si usted hubiera sabido de qué manera lloraba yo por las noches, mortificada y dolorida por el hecho de que usted nunca se fijara en mí, se habría apiadado, tal vez, de mí y me habría dirigido de vez en cuando alguna mirada, para que pudiera vivir de ella.
    "Y no hubiera sido ésa una mirada muy amable, quizá, si hubiera usted adivinado en qué forma odiaba yo a Miss Raquel. Creo que descubrí que usted la amaba, antes de que lo hiciera usted mismo. Ella tenía la costumbre de regalarle rosas para que se las pusiera usted en el ojal de su chaqueta. ¡Ah, Mr. Franklin, llevó usted más veces mis rosas, en el ojal, de lo que usted o ella sospecharon! Mi único consuelo, en ese entonces, era el de colocar a hurtadillas mi rosa en su vaso con agua, en lugar de la de ella… y luego arrojar la rosa de Miss Raquel.
    "Si hubiera sido ella, realmente, tan hermosa como usted la imaginaba, podría yo haber sobrellevado mejor mi destino. Pero no; creo que hubiera sentido aún mayor rencor hacia ella. Supongamos que viste usted a Miss Raquel con las ropas de una criada y le quita todos sus adornos… No sé qué objeto tiene escribir de esta manera. No se podía negar que ella tenía un pobre aspecto; era demasiado delgada. Pero ¿quién podrá adivinar lo que habrá de gustarle a un hombre? Por otra parte, las señoritas llegan a conducirse, a veces, de una manera que bastaría para hacerle perder su empleo a una criada. Pero no es éste un asunto que me atañe. No puedo esperar que lea usted mi carta, si escribo de esta manera. Pero es que me rebela oír decir que Miss Raquel es hermosa, cuando bien sabe una que sólo es su ropa y su confianza en sí misma las que producen tal efecto.
    "Trate de no impacientarse conmigo, señor. Me aproximaré, de la manera más rápida que me sea posible, a la época que, sin duda, habrá de despertar en usted un mayor interés…; la época de la desaparición del diamante.
    "Pero hay una cosa que se me ha antojado decirle primero.
    "Mi vida no fue muy difícil de sobrellevar mientras fui una ladrona. Sólo cuando se me enseñó en el reformatorio a sentir mi propia degradación y a esforzarme por alcanzar cosas mejores, mis días se tornaron aburridos y largos. Las ideas sobre el futuro se abrieron paso por su cuenta dentro de mí misma, entonces. Llegué a sentir el horrendo reproche que la gente honesta —aun los más buenos entre los honestos— significaba en sí misma para mí.
    Una angustiosa sensación de soledad me seguía fuese donde fuere, hiciese lo que hiciere y viese a la gente que viere. Mi deber me imponía, bien lo sé, tratar de armonizar con mis compañeros de labor de mi nuevo destino. Por una u otra causa no pude hacerme amigo de ninguno de ellos allí. Me miraban (o me pareció que me miraban) como si sospecharan lo que había sido yo anteriormente. No lamento, absolutamente, el hecho de que se me haya despertado y se me haya obligado a hacer un esfuerzo para convertirme en una mujer mejor; pero en verdad, era ésa una existencia árida. Usted apareció en ella como un rayo de sol, al principio… y luego, también usted me decepcionó. Yo fui lo suficientemente loca como para enamorarme de usted, y no logré hacerlo reparar siquiera en mí. Era ésa una gran desdicha…, realmente una gran desdicha.
    "Ahora estoy llegando a lo que quería decirle. En aquellos días de amargura fui dos o tres veces, durante mis salidas, a mi lugar predilecto…: la costa que domina las Arenas Temblonas. Y me dije a mí misma: 'Creo que esto habrá de terminar aquí. Cuando no pueda soportarlo más, creo que habré de terminar aquí.' Tiene usted que tener en cuenta, señor, que el sitio ejercía sobre mí una especie de hechizo, desde antes de que usted llegara a la casa. Siempre había tenido el presentimiento de que algo había de ocurrirme algún día en la arena movediza. Pero jamás había mirado hacia ella considerando que podría convertirse en el medio de librarme de mí misma, antes de la época a la cual me estoy refiriendo ahora.
    Entonces fue cuando pensé que contaba con un lugar donde poner fin a todas mis penas en un momento…, y donde ocultarme para siempre.
    "Esto es cuanto tengo que decirle respecto de mí misma, desde la mañana en que lo vi por vez primera hasta la otra mañana en que la pérdida del diamante alarmó a toda la casa.
    "Tan exasperada me hallaba por la tonta charla de las criadas, que no hacían más que preguntarse sobre quién debían recaer inmediatamente las sospechas, y tan irritada me hallaba con usted (que estaba tan poco enterado de lo ocurrido por ese entonces) por el trabajo que se tomó a fin de dar con la gema y por haber recurrido a la policía, que resolví mantenerme lo más alejada que me fuera posible de los demás, hasta que, más tarde ese mismo día, llegó el funcionario de Frizinghall a la casa.
    "Mr. Seegrave comenzó, como usted recordará, por establecer una guardia en los dormitorios de las mujeres, y éstas subieron entonces la escalera hechas unas furias, para que se les explicara por qué las había insultado aquél de esa manera. Yo fui con ellas porque, si no lo hubiera hecho, ese hombre de tan cortos alcances que es Mr. Seegrave, habría sospechado de mí inmediatamente. Lo encontramos en el cuarto de Miss Raquel.
    Nos dijo entonces que no quería allí tantas mujeres, señaló la mancha que se hallaba en la pintura de la puerta y sugirió que alguna de nosotras debía de haberla hecho con su falda.
    Después nos envió escalera abajo nuevamente.
    "Luego de abandonar el cuarto de Miss Raquel me detuve un instante en uno de los rellanos, para comprobar si había manchado por azar mi vestido. Penélope Betteredge (la única, entre las mujeres, con quien me hallaba en amistosas relaciones) pasó en ese momento a mi lado y advirtió lo que me hallaba haciendo.
    "—No tienes por qué preocuparte, Rosanna —me dijo—. La pintura de la puerta de Miss Raquel hace ya varias horas que se halla seca. Si Mr. Seegrave no hubiera puesto guardia en nuestros dormitorios, se lo hubiera dicho. No sé lo que piensas tú de ello… Yo, por mi parte, jamás fui insultada anteriormente de esa manera.
    "Penélope era una muchacha muy fogosa. Yo la calmé y la retrotraje a lo que me dijera antes, cuando manifestó que la pintura de la puerta hacía ya varias horas que se había secado.
    "—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
    "—Estuve con Miss Raquel y Mr. Franklin durante toda la mañana de ayer —me dijo Penélope—, mezclando los colores, mientras ellos terminaban la puerta. Oí que Miss Raquel le preguntaba si la puerta estaría seca para el atardecer, a fin de poder ser contemplada por los invitados del día del cumpleaños. Y Mr. Franklin sacudió la cabeza y le contestó que no se secaría hasta dentro de doce horas. Hacía ya rato que había pasado la hora del almuerzo…, eran ya más de las tres cuando terminaron de pintar. ¿Qué es lo que te sugieren tus cálculos, Rosanna? Los míos me dicen que la puerta se hallaba seca a las tres de esta mañana.
    "—¿Subió alguna de las señoras ayer por la noche para verla? —le pregunté—. Me pareció oír decir a Miss Raquel que no debían acercarse a la puerta.
    "—Ninguna de las señoras ha manchado la puerta —me respondió Penélope—. Dejé a Miss Raquel en su lecho a las doce, anoche. Miré luego hacia la puerta y no advertí nada anormal en ella.
    "—¿No deberías comunicarle tal cosa a Mr. Seegrave, Penélope?
    "—No le diría una sola palabra que pudiera ayudar a Mr. Seegrave, me ofrezcan lo que me ofrecieren.
    "Partió en seguida para sus ocupaciones y yo para las mías.
    "Mi trabajo, señor, consistía en hacerle a usted la cama y en ordenar su cuarto. Era ése, para mí, el instante más feliz del día. Acostumbraba besar la almohada en la que había reposado su cabeza toda la noche. Quienquiera se haya encargado desde entonces de ello, jamás le habrá plegado nadie sus ropas en la forma delicada en que yo lo hacía. En ninguna de las chucherías guardadas en su neceser se advirtió jamás una mancha de polvo. Usted reparó tanto en ello como reparó en mi propia persona. Perdón: ya me estaba olvidando de mí misma. Debo apresurarme y continuar con lo que le estaba diciendo.
    "Pues bien, entré esa mañana en su cuarto para realizar mi trabajo cotidiano. Sobre la cama se hallaba su camisa de dormir, en la misma posición en que usted la dejara al arrojarla allí.
    La tomé en mis manos para doblarla…, ¡y descubrí la mancha de pintura hecha en la puerta de Miss Raquel!
    "Tanto pavor me provocó este descubrimiento que eché a correr con la camisa de noche en la mano en dirección de la escalera trasera y me encerré con llave en mi cuarto para poder observarla en un lugar donde ningún intruso viniera a interrumpirme.
    "Tan pronto como recuperé el aliento me acordé de mi conversación con Penélope y me dije a mí misma: ¡He aquí una prueba que viene a demostrar que él se halló en el gabinete de Miss Raquel, entre las doce de anoche y las tres de esta mañana!
    "No le diré aquí, de manera clara, cuál fue la primera sospecha que cruzó por mi mente al hacer ese descubrimiento. No haría usted más que irritarse…, y, si se irritara, habría de desgarrar esta carta y no leer una sola palabra más.
    "Permítame que le diga sólo esto. Luego de meditar sobre ello hasta donde me lo permitía mi capacidad, deduje que lo que había pasado no era posible, por el motivo que le daré a conocer en seguida. Si se hubiera encontrado usted en el gabinete de Miss Raquel, sabiéndolo ella, a esa hora de la noche (y si hubiera sido usted tan tonto como para olvidarse de que debía tener cuidado con la puerta húmeda), ella se lo habría recordado…, y ella no lo hubiera dejado salir jamás de allí llevándose un testimonio en su contra, como ése sobre el cual posaba yo ahora mis ojos. Al mismo tiempo debo reconocer que no me hallaba completamente segura de haberme probado a mí misma que mi primera sospecha era equivocada. Recordará usted, sin duda, que he admitido que odiaba a Miss Raquel.
    Haga usted lo posible por pensar, si es que puede, en que había un poco de odio en todo esto. La cosa terminó con mi resolución de retener la camisa de noche y aguardar, observar y pensar en lo que debía hacer con la prenda. Le ruego que recuerde que hasta ese momento ni la sombra de una sospecha había anidado en mi cabeza, respecto al hecho de que usted era quien había robado el diamante.” A esta altura suspendí por segunda vez la lectura de la carta.
    Había leído todos los pasajes de la confesión de la infeliz mujer con natural sorpresa, y puedo honestamente añadir que con sincero pesar. Había lamentado, sinceramente lamentado, la calumnia que atolondradamente arrojara sobre su memoria antes de haber leído una sola línea de su carta. Pero al llegar al pasaje citado más arriba, debo reconocer que sentí que me iba encolerizando más y más contra Rosanna Spearman, a medida que avanzaba en la lectura.
    —Lee tú el resto—le dije a Betteredge, alargándole la carta por encima de la mesa—. Si encuentras algo en ella que sea imprescindible que yo lea, puedes leérmelo en voz alta, en el instante en que lo halles.
    —Lo comprendo, Mr. Franklin —me respondió—. Es natural, señor, tratándose de usted.
    Y, ¡Dios nos ampare a todos!—añadió bajando la voz—, no es menos natural, tratándose de ella.
    A continuación transcribo la carta, según el original que obra en mi poder.
    "Resuelta ya a retener la camisa de noche y a aguardar con el fin de ver el uso que mi amor o mis deseos de venganza (difícilmente podría precisar cuál de los dos) me impulsaban a hacer de la prenda en el futuro, el próximo paso que debía dar ahora era el de hallar la manera de conservarla sin correr el riesgo de ser descubierta.
    "Sólo existía una manera…; confeccionar otra camisa de dormir exactamente igual a la anterior antes de que con el día sábado llegara a la casa la lavandera con su inventario de la ropa.
    "Temí postergar tal cosa hasta el día siguiente, el viernes, debido a que en ese intervalo podía ocurrir cualquier accidente inesperado. Me dispuse, pues, a confeccionar la nueva camisa de dormir ese mismo día (el jueves), durante el cual podía contar, si es que jugaba hábilmente mis cartas, con el tiempo suficiente para hacerlo. La primera cosa que debía hacer (luego de cerrar bajo llave su camisa de noche en mi gaveta) era regresar a su dormitorio…, no tanto para poner allí las cosas en orden (Penélope lo hubiera hecho de habérselo yo pedido), sino para comprobar si había usted borrado alguna mancha de pintura dejada por la camisa de dormir en su lecho o sobre cualquiera de los muebles de la habitación.
    "Examiné todas las cosas con el mayor cuidado y descubrí, al fin, unas pocas y débiles rayas de pintura en la parte interior de su bata…; pero no en la bata de lino que acostumbraba usted ponerse durante ese verano, sino en otra de franela que también era suya. Yo supuse que había sentido usted frío, luego de haber andado de aquí para allá sin otra cosa encima que su camisa de dormir y que decidió echarse encima la ropa más abrigada que encontró a mano. Sea como fuere, allí estaban las manchas, apenas visibles, en la parte interior de la bata. Yo las quité de allí rápidamente, raspando la franela. Una vez hecho esto, la única prueba que había en contra suya era la que se hallaba encerrada bajo llave en mi gaveta.
    "Acababa de dar término al arreglo de su cuarto, cuando fui llamada a comparecer ante Mr.
    Seegrave, junto con el resto de la servidumbre. Luego vino el registro de todas nuestras arcas. Y más tarde el más extraordinario de los eventos del día —para mí—, desde el momento en que hallara la mancha de pintura en su camisa de dormir. Se produjo el mismo a raíz del segundo interrogatorio de Penélope Betteredge efectuado por el Inspector Seegrave.
    "Penélope retornó a nuestro lado completamente fuera de sí por la manera en que la había tratado Mr. Seegrave. Le había insinuado, sin dejar lugar a dudas, que sospechaba que ella era la ladrona. Todas nos asombramos en la misma medida y le hicimos la misma pregunta:
    '¿Por qué?' "—Porque el diamante se hallaba en el gabinete de Miss Raquel —nos mostró Penélope—.
    Y porque yo fui la última persona que estuvo en él esa noche.
    "Antes casi de que estas palabras brotaran de sus labios, me acordé yo de que otra persona había estado en el gabinete después de Penélope. Esa persona era usted. La cabeza me dio vueltas y mis ideas se entremezclaron de manera espantosa. En medio de todo esto, cierta voz interior me cuchicheó al oído que la mancha de su camisa de dormir podía muy bien significar algo completamente diferente de aquello que yo había pensado hasta entonces. 'Si las sospechas deben recaer sobre la última persona que estuvo en la habitación', pensé, 'entonces el ladrón no es Penélope, sino Mr. Franklin Blake.' "De haberse tratado de otro caballero, creo que me hubiera sentido avergonzada de sospechar que era el autor del robo, en el mismo instante en que tal sospecha se hubiera hecho presente en mi cerebro.
    "Pero el simple pensamiento de que usted había descendido a mi nivel y de que yo misma, al apoderarme de su camisa de noche, me había adueñado, a la vez, de los medios que me servirían para evitar que lo descubrieran y lo deshonraran para toda la vida…, le digo, señor, que ese simple pensamiento pareció ofrecerme una tan grande oportunidad de ganarme su buena voluntad, que pasé ciegamente de la sospecha, por así decirlo, a la creencia. De inmediato me convencí a mí misma de que usted había demostrado mayor celo que nadie por ir a buscar a la policía, utilizando eso como una pantalla que sirviera para engañarnos a todos, y que la mano que se había apoderado de la gema de Miss Raquel no podía ser otra, sin lugar a dudas, que la suya.
    "La agitación que tal descubrimiento me produjo debió, creo, de haberme hecho perder la cabeza durante un momento. Sentí entonces un deseo tan absorbente de verlo—de ensayar una o dos palabras relativas al diamante y obligarlo así a mirarme y hablarme—, que luego de ordenarme el cabello y embellecerme cuanto me fue posible, me dirigí osadamente a la biblioteca, donde sabía que se hallaba usted escribiendo.
    "Usted había olvidado arriba uno de sus anillos, lo cual me brindó la mejor y más excelente excusa que podría yo haber deseado para justificar mi intromisión. Pero, ¡oh señor!, si ha estado usted enamorado alguna vez podrá entonces comprender cómo fue que todo mi coraje se vino abajo en cuanto penetré en la habitación y me hallé en su presencia. Y en seguida levantó usted su vista para mirarme tan fríamente y me dio las gracias por haber encontrado su anillo con un tono tan indiferente, que sentí que las rodillas me temblaban y me pareció que estaba a punto de caer sobre el piso, a sus pies. Luego de haberme dado las gracias, volvió usted a dirigir su mirada, según recordará, hacia el papel sobre el cual se hallaba escribiendo. Tanto me mortificó el ser tratada de esa manera que recobré el ánimo suficiente como para poder hablar. Y le dije: 'Es raro lo que ha ocurrido con el diamante, señor. Usted volvió a alzar la vista y me dijo: 'Sí, es raro.' Su tono fue cortés (no puedo negarlo); pero aun así seguía usted manteniendo la distancia…, una cruel distancia entre nosotros. Creyendo, como yo creía, que había usted ocultado el diamante desaparecido, mientras se hallaba allí hablando conmigo, su frialdad me provocó en tal forma, que fui lo suficientemente osada, en el ardor del momento, como para prevenirle. Y le dije: ‘¿No es cierto, señor, que no habrán de recuperar jamás el diamante? No. Como tampoco darán nunca con la persona que se lo llevó… Respondo de ello.” Lo saludé con la cabeza y le sonreí, como si le dijera: '¡Estoy enterada!' Esta vez levantó usted su vista para mirarme de una manera que parecía denotar en sus ojos la existencia de algo semejante al interés, y fui consciente entonces de que unas pocas palabras de parte suya y mía bastarían para traer la verdad a la superficie. En ese mismo instante Mr. Betteredge lo estropeó todo al acercarse a la puerta. Yo conocía sus pisadas y sabía también que era ir contra las reglas establecidas por él en la casa el hallarme en la biblioteca a esa hora del día…, mucho más todavía estando allí usted. Apenas si tuve el tiempo suficiente para salir de la habitación por mi cuenta, antes de que él entrara y me echara de ella. Me hallaba irritada y desanimada, pero no había perdido las esperanzas, a pesar de ello. El hielo, como usted ve, se había roto entre nosotros…, y me propuse cuidarme bien de que en la próxima ocasión no se cruzara Mr.
    Betteredge en mi camino.
    "En tanto regresaba al vestíbulo de la servidumbre oí sonar la campanilla que anunciaba el almuerzo. ¡Era ya la tarde, y no había adquirido aún los materiales para confeccionar la nueva camisa de dormir! Sólo una oportunidad se me ofrecía de procurarlos. Fingí hallarme enferma a la hora del almuerzo y pude disponer así de todo el intervalo que mediaba entre ese instante y la hora del té.
    "Cómo fue que empleé mi tiempo mientras todo el mundo en la casa me imaginaba reposando en mi cuarto y cómo la noche luego que fingí nuevamente a la hora del té hallarme enferma y se me envió a mi alcoba de arriba, no es necesario que se lo diga a usted. El Sargento Cuff descubrió, al menos eso, si no otra cosa. Me imagino cómo fue. Fui descubierta, aunque tenía la cara cubierta con un velo, mientras me hallaba en la tienda del pañero de Frizinghall. En el mostrador ante el cual efectuaba yo la compra de la tela había un espejo y en ese espejo vi que uno de los tenderos le indicaba mi hombro a otro y le cuchicheaba algo al oído. Esa noche, por otra parte, y mientras me hallaba encerrada con llave en mi cuarto, y entregada furtivamente a mi labor, oí la respiración de las criadas, que sospechaban de mí, junto a mi puerta.
    "De nada sirvió ello entonces: de nada servirá tampoco ahora. El viernes por la mañana y varias horas antes de que entrara en la casa el Sargento Cuff, estaba ya lista la nueva camisa de noche—que habría de reemplazar a la que yo poseía—confeccionada, retorcida, secada, planchada, marcada y doblada en la misma forma en que la lavandera plegara todas las otras prendas y a salvo en su gaveta. No había por qué temer (en caso de que se procediera al registro de la ropa blanca de la casa) que la camisa de dormir me descubriera por su calidad de nueva. Toda su ropa interior había sido renovada cuando usted vino a nuestra casa…, supongo que a su retorno al país desde el extranjero.
    "El próximo acontecimiento fue la llegada del Sargento Cuff y la próxima gran sorpresa el anuncio de lo que él opinaba respecto de la mancha de la puerta.
    "Yo lo había considerado a usted culpable, como ya lo he admitido, más por la necesidad que sentía de que usted lo fuera que por ninguna otra razón. ¡Y he ahí que ahora el Sargento Cuff llegaba exactamente a la misma conclusión por un camino diferente! ¡Y yo tenía en mi poder la prenda que constituía la única prueba en su contra! ¡Ninguna otra criatura viviente sabía tal cosa…, usted inclusive! Me espanta el decirle lo que pensé en el instante en que me acordé de todas esas cosas…, maldeciría usted mi memoria eternamente si se lo dijera.” A esta altura, Betteredge levantó su vista de la carta.
    —Ni la menor chispa de luz hasta el momento, Mr. Franklin —me dijo el anciano, quitándose sus pesados espejuelos de carey y apartando un tanto la confesión de Rosanna Spearman—. ¿Ha llegado usted por su parte a alguna conclusión, señor, mientras me escuchaba?
    —Termina de leer primero, Betteredge; puede ser que al final haya algo que venga a iluminarnos. Para ese entonces tendré una o dos palabras que decirte.
    —Muy bien, señor. Dejaré descansar un poco mis ojos y proseguiré en seguida mi lectura.
    Mientras tanto, Mr. Franklin —y aunque no quiero apurarlo—, ¿le sería molesto decirme, de la manera más breve, si percibe usted la pista en medio de todo este enredo?
    —Percibo un viaje de regreso a Londres—le dije—, para ir a consultar a Mr. Bruff. Si él no puede ayudarme. . .
    —Sí, señor.
    —Y si el Sargento no se decide a abandonar su retiro de Dorking… —¡No querrá abandonarlo, Mr. Franklin!
    —Entonces, Betteredge —hasta donde alcanzo yo a percibir ahora—, me encuentro con que he agotado todos mis recursos. Exceptuando a Mr. Bruff y al Sargento, no conozco a nadie que pueda serme de utilidad alguna en este asunto.
    En cuanto decía estas palabras oímos que alguien llamaba a la puerta desde afuera.
    Betteredge pareció sorprenderse tanto como irritarse por la interrupción.
    —¡Adelante —gritó enojado—, quienquiera que sea!
    Se abrió la puerta y he ahí que en dirección a nosotros vimos entrar y avanzar calmosamente al hombre de más notable apariencia que jamás haya yo contemplado. De juzgárselo tomando sólo en cuenta su aspecto general y sus ademanes, se lo hubiera considerado todavía una persona joven. Mirándole el rostro, y comparándolo con el de Betteredge, parecía el más anciano de los dos. Su piel era oscura como la de los gitanos, sus descarnadas mejillas se habían hundido en profundas cavidades sobre las que se proyectaba el hueso como un alero. Su nariz se hallaba tan finamente conformada y modelada como es frecuente encontrarla entre las antiguas razas de Oriente y tan poco probable en las nuevas razas de Occidente. Su frente se elevaba verticalmente desde las cejas y era muy alta. Las marcas y las arrugas eran innumerables en su piel. Desde ese rostro extraño, unos ojos más extraños aún y de la más leve tonalidad morena que pueda existir ojos soñadores y tristes y profundamente sumidos en sus órbitas—, lo miraban a uno y (en mi caso, al menos) se apoderaban de su atención, a voluntad. Añadían a esto una maraña de cabello apretadamente ensortijado que, por algún capricho de la Naturaleza, había perdido su color en una forma de lo más aterradoramente parcial y extravagante. Sobre la coronilla conservaba su profunda tonalidad oscura original. Y en torno de la cabeza —y sin que mediara la menor gradación de tonos grises que pudieran tornar menos violento dicho contraste— había emblanquecido totalmente. La línea divisoria entre los dos colores era de lo más irregular. En un sitio, por ejemplo, el cabello blanco se precipitaba sobre el negro y en otro este último se lanzaba sobre el primero. Yo dirigí mi vista hacia él con una curiosidad que, me avergüenza decirlo, escapó a todo control de mi parte. Sus dulces ojos castaños me miraron, en respuesta, mansamente, y a la involuntaria rudeza y fijeza de mi mirada le replicó con una excusa que yo mismo sentí que no merecía.
    —Perdón, señor —dijo—. No tenía la menor idea de que Mr. Betteredge estuviese ocupado.
    Sacó entonces una tira de papel de su bolsillo y se la extendió a Betteredge.
    —La lista para la próxima semana —le dijo.
    Sus ojos se posaron nuevamente en mi rostro…, y abandonó en seguida la habitación, tan calladamente como entrara en ella.
    —¿Quién es? —le pregunté.
    —El ayudante de Mr. Candy —dijo Betteredge—. Y, entre paréntesis, Mr. Franklin, sin duda le apenará saber que el doctor no se recobró jamás de la enfermedad que contrajo mientras regresaba a su casa, luego de la fiesta del cumpleaños. Su salud no es del todo mala, pero perdió la memoria a raíz de la fiebre y no cuenta desde entonces más que con un despojo de memoria. Todo el trabajo recae sobre su ayudante. Aunque no es mucho ahora, excepto el que se refiere a los pobres. Estos no tienen más remedio que tolerar al hombre del cabello blanquinegro y de la piel gitana, porque de lo contrario no podrían contar con médico alguno.
    —Parece que no te agrada mucho su persona, Betteredge, ¿no es así?
    —A nadie le agrada, señor.
    —¿Por qué es tan poco querido?
    —Bueno, Mr. Franklin, para comenzar diremos que su aspecto predispone muy poco en su favor. Y luego está esa historia que dice que Mr. Candy lo tomó para que desempeñara un papel harto dudoso. Nadie sabe quién es…, y no cuenta con un solo amigo en los alrededores. ¿Cómo puede usted esperar que le guste a nadie después de lo que acabo de decirle?
    —¡Completamente imposible, naturalmente! Pero ¿podrías decirme qué fue lo que lo trajo hasta ti cuando te entregó la tira de papel?
    —Sólo vino para entregarme su lista semanal de enfermos de los alrededores, señor, los cuales se hallan necesitados de un poco de vino. Mi ama distribuía regularmente cierta cantidad de su buen y saludable oporto y su buen y saludable jerez entre los pobres enfermos, y Miss Raquel desea que se mantenga esa costumbre. ¡Cómo cambian los tiempos!, ¡cómo cambian los tiempos! Me acuerdo ahora de la época aquella en que el propio Mr. Candy le traía la lista a mi ama. Ahora es su ayudante quien me la trae a mí.
    Proseguiré con la carta, señor, si me lo permite—dijo Betteredge, atrayendo hacia sí nuevamente la confesión de Rosanna Spearman—. No es una lectura muy estimulante, lo admito. Pero, ¡vaya!, sirve al menos para evitarme la amargura de pensar en el pasado.
    Volvió a calarse los espejuelos y meneó tristemente la cabeza.
    —Hay un gran fondo de sentido común, Mr. Franklin, en la actitud que adoptamos para con nuestras madres, cuando nos lanzan éstas en el viaje de la vida. Todos, en mayor o menor medida, nos mostramos muy poco deseosos de que nos traigan a este mundo. Y en eso tenemos todos razón.
    Demasiado fuerte había sido la impresión que me produjera el ayudante de Mr. Candy para que pudiera yo desterrar su imagen tan fácilmente de mi memoria. Pasando por alto la última e incontestable declaración filosófica de Betteredge, insistí en volver a hablar del hombre del cabello blanquinegro.
    —¿Cómo se llama?—le pregunté.
    —Su nombre es tan feo como lo requiere el caso —replicó ásperamente Betteredge . Ezra Jennings.

    CAPÍTULO V
    Luego de haberme dicho el nombre del ayudante de Mr. Candy, Betteredge pensó, al parecer, que ya habíamos malgastado demasiado tiempo respecto a tan insignificante sujeto, y reanudó su lenta lectura de la carta de Rosanna Spearman.
    Por mi parte, me senté junto a la ventana, a la espera de que diera término a aquélla. Poco a poco la impresión que me produjo Ezra Jennings—¡parecía inexplicable, en verdad, que encontrándome en la situación en que me encontraba hubiera ser humano alguno capaz de impresionarme aún!—se desvaneció de mi mente. Mis pensamientos volvieron a fluir por su cauce anterior. Una vez más me obligué a mí mismo a contemplar con resolución y frente a frente la increíble situación en que me hallaba. Una vez más repasé en mi mente la línea de conducta que, luego de poner en juego toda la serenidad que me fue posible hallar dentro de mí mismo, planeé para el futuro.
    Debía regresar a Londres ese mismo día; exponerle el caso en toda su amplitud a Mr. Bruff y, por último, efectuar el acto más importante, esto es, obtener, no importa de qué manera y a costa de qué sacrificio, una entrevista personal con Raquel…; en esto consistía el plan de acción que forjé de acuerdo con lo que fui capaz de realizar en ese entonces. Contaba aún con una hora, antes de la partida del tren, y con la dudosa probabilidad de que Betteredge descubriera en la parte aún no leída de la carta de Rosanna Spearman, algo que me fuera útil saber antes de que abandonara la casa en que desapareció el diamante. A la espera de esa oportunidad fue que decidí aguardar.
    La carta proseguía con estas palabras:
    "No tiene usted por qué encolerizarse, Mr. Franklin, aun cuando haya yo experimentado una pequeña sensación de triunfo al saber que tenía en mis manos todas las posibilidades de su futuro. Muy pronto se descargaron de nuevo sobre mí la ansiedad y el temor. Teniendo en cuenta el punto de vista adoptado por el Sargento Cuff en lo que concernía a la pérdida del diamante, podía asegurarse que habría él de concluir por ordenar el registro de nuestra ropa blanca y de nuestros vestidos. No había un lugar en mi habitación —no lo había en toda la casa—, estaba segura, que fuera a librarse de sus garras. ¿Cómo ocultar la camisa de dormir de manera tal que ni el propio Sargento pudiera dar con ella, y cómo hacerlo sin desperdiciar un solo instante de ese tiempo precioso con que contaba para ello? No era fácil contestar a estas preguntas. Mi incertidumbre concluyó cuando me dispuse a seguir un procedimiento que le causará sin duda risa. Me desvestí y me eché encima su camisa de noche. Usted la había llevado…, y yo viví un pequeño instante de placer al llevarla luego que usted la hubo usado.
    "Las próximas nuevas que llegaron hasta las dependencias de los criados sirvieron para demostrarme que no me había anticipado en un solo minuto respecto al límite máximo con que contaba para poner a buen recaudo la camisa de dormir. El Sargento Cuff acababa de pedir el libro del lavado.
    “Di con él y se lo entregué en el gabinete de mi ama. El Sargento y yo nos habíamos encontrado más de una vez anteriormente. Estaba segura de que habría de reconocerme…, pero no tenía la misma certeza en lo que respecta a lo que haría al comprobar que me hallaba empleada de sirvienta en una casa donde acababa de desaparecer una gema. Frente a tanta incertidumbre consideré que significaría un alivio para mí el afrontar de una vez el encuentro.
    "Me miró como a una desconocida, cuando le alargué el libro del lavado; y me lo agradeció con una particular cortesía. Yo consideré ambas cosas como dos malas señales. ¿Qué sabía yo lo que podía decir de mí a mis espaldas?, ¿qué sabía yo cuánto tiempo habría de pasar antes de que se me detuviera bajo sospecha y se me registrara? Era ésa la hora en que debía usted regresar del viaje en tren que efectuara para ir a visitar a Mr. Godfrey Ablewhite; por tanto, me dirigí hacia su sendero favorito, entre los arbustos, a la espera de una nueva oportunidad de hablar con usted…, la última oportunidad, a pesar de todo lo que yo sabía en contrario, que habría de presentárseme jamás.
    "Usted no apareció en ningún momento y, lo que fue peor todavía, vi pasar junto a mi escondite a Mr. Betteredge y al Sargento Cuff…, y el Sargento me vio.
    "No me quedaba otra alternativa, luego de esto, que regresar al sitio en que me correspondía estar y a la labor que era de mi incumbencia, antes de que se descargaran nuevos desastres sobre mí. En el mismo instante en que iba yo a echar a andar a través del sendero, regresaba usted de su viaje en ferrocarril. Cuando se disponía usted a avanzar directamente hacia allí, me vio estoy segura, señor, de que me vio—, y volviéndose entonces, como si hubiera estado yo apestada, cambió de rumbo y se internó en la casa .
    "Hice casi todo mi recorrido, puertas adentro, otra vez, y penetré por la entrada de la servidumbre. No había nadie en el lavadero, y me senté allí, solitaria. Ya le he dicho cuáles fueron las ideas que las Arenas Temblonas me metieron en la cabeza. Dichas ideas retornaban a mi mente ahora. Me pregunté a mí misma qué es lo que me sería más difícil de soportar, si las cosas seguían por el rumbo en que iban: si la indiferencia de Mr. Franklin Blake o la resolución de arrojarme a la arena movediza para terminar en ella para siempre.
    "Es inútil que se me pida una explicación de mi conducta de ese entonces. Me esfuerzo…, pero no logro comprenderme a mí misma.
    "¿Por qué no traté de detenerlo al ver que usted me evitaba de tan cruel manera? ¿Por qué no lo desafié y le dije: 'Mr. Franklin, tengo algo que decirle; se refiere a su persona y deberá y habrá usted de escucharlo?' Se hallaba usted a mi merced… Le había arrebatado a usted el látigo de la mano, como es corriente decir. Y aún más que eso: me hallaba en condiciones, si sólo podía lograr que me dispensara su confianza, de serle útil en el futuro.
    Naturalmente, jamás pensé que usted—un caballero—hubiera robado el diamante por el mero placer de hacer tal cosa. No, Penélope la había oído hablar a Miss Raquel y yo lo había oído hablar a Mr. Betteredge, tanto de sus deudas como de sus extravagancias. Se hizo evidente para mí que había tomado usted el diamante para venderlo o empeñarlo con el fin de obtener por su intermedio la suma que necesitaba. ¡Vaya! Yo podría haberle indicado un hombre que en Londres le hubiera anticipado una gran suma por la gema sin hacerle ninguna pregunta embarazosa.
    "¡Por qué no le habré hablado a usted, por qué no se lo habré dicho!
    "Me pregunto si los riesgos y dificultades que implicaba el hecho de esconder la camisa de noche no eran ya demasiados de por sí como para añadirles otros. Eso hubiera podido ocurrir con cualquiera otra mujer…, pero ¿cómo podía tratarse de tal cosa en mi caso? En los días en que fuera yo una ladrona había corrido riesgos cincuenta veces mayores que ése y sorteado dificultades con las cuales ésta de ahora resultaba un simple juego de niños. Me hallaba iniciada, por así decirlo, en timos y engaños…, algunos de los cuales se hicieron famosos y aparecieron en los periódicos. ¿Era posible que algo tan mezquino como el guardar la camisa de dormir pesara de tal manera sobre mi espíritu, hasta el punto de hacer naufragar mi corazón bajo su peso en el preciso instante en que debía ponerlo sobreaviso a usted? ¡Qué tonta soy al hacer tal pregunta! Eso no podía ser.
    "¿Qué objeto tiene el insistir de esta manera en mi propia manera tonta de obrar? ¿No es acaso demasiado evidente la simple veracidad de los motivos? A espaldas suyas, lo amaba yo con toda mi alma y mi corazón. Frente a usted—no tengo por qué ocultarlo—me sentía atemorizada; temía encolerizarlo y temía también lo que usted pudiera decirme, pese a haber sido usted quien se había apoderado del diamante, en cuanto yo me atreviera a anunciarle que me había enterado de ello. Avancé tanto en ese terreno como me lo permitió mi coraje, cuando le dirigí la palabra en la biblioteca. Usted no me había vuelto la espalda en esa oportunidad. Como tampoco había huido de mí igual que si se tratara de la peste. Yo traté de despertar en mí un sentimiento de cólera hacia usted y de estimular en esa forma mi coraje. ¡Pero no! No pude sentir otra cosa que mi propia miseria y humillación. 'Es usted una muchacha vulgar; tiene usted un hombro encorvado; no es más que una simple criada…, ¿qué se propone, pues, al intentar dirigirme la palabra a mí?' ¡Jamás pronunció usted palabra alguna que se pareciera a éstas, Mr. Franklin; pero, no obstante, me lo dijo!
    ¿Puede explicarse una locura semejante? No. No queda otra cosa que confesarla y dejarla luego en paz.
    "Le pido perdón una vez más por esta nueva divagación de mi pluma. No hay temor de que ello ocurra otra vez. Me hallo ahora muy cerca del final.
    "La primera persona que vino a molestarme en el cuarto solitario fue Penélope. Había descubierto mi secreto hacía ya largo tiempo y hecho lo posible por hacerme entrar en razón…, de la manera más bondadosa, por otra parte.
    —¡Ah! —me dijo—, sé que estás aquí sentada lamentándote, sola y sin ayuda de nadie. Lo mejor que puede ocurrirte, Rosanna, es que termine cuanto antes la visita de Mr. Franklin a esta casa. Creo que no pasará mucho tiempo antes de que se vaya.
    "En medio de todos mis pensamientos acerca de usted, nunca se me ocurrió pensar que podría usted irse de aquí.
    "—Acabo de dejar a Miss Raquel —prosiguió Penélope—. Gran trabajo me costó tolerar su mal humor.
    Dice que la casa se le hace insoportable con la policía adentro y se halla determinada a hablar con mi ama esta tarde e irse a casa de su tía Ablewhite mañana. Si hace eso, la primera persona de la casa que busque algún motivo para abandonarla también habrá de ser Mr. Franklin; ¡puedes estar segura de ello!
    "Yo recobré la facultad de la palabra entonces.
    "—¿Quieres significar que Mr. Franklin habrá de irse con ella? —le pregunté.
    "—De mil amores, si ella se lo permite; pero no ocurrirá tal cosa. A él también le ha hecho sentir su irritación; él también se halla en su lista negra…, y ello a pesar de haber hecho todo lo posible por ayudarla, el pobre. ¡No, no! Si no llegan a reconciliarse antes de mañana, habrás entonces de ver a Miss Raquel tomando por un lado y a Mr. Franklin yendo por otro. Hacia dónde se dirigirá él es algo que no me hallo en condiciones de decírtelo.
    Pero lo cierto es que no seguirá viviendo un solo instante más aquí una vez que Miss Raquel nos haya abandonado.
    "Yo me las arreglé para contener mi desesperación ante la perspectiva de que usted se fuera. A decir verdad, percibía un pequeño rayo de esperanza en mi futuro, si se producía realmente una seria divergencia entre Miss Raquel y usted.
    "—¿Sabes a qué se debe su desinteligencia? —le pregunté.
    "—Toda la culpa recae sobre Miss Raquel —me dijo Penélope—. A pesar de todo lo que sé en contrario, todo se debe a la cólera de Miss Raquel; nada más que a eso. No quiero afligirte, Rosanna, pero no vaya a ocurrírsele huir con la idea de que Mr. Franklin habrá de estar disputando siempre con ella. Está demasiado enamorado para que eso ocurra.
    "Acababa apenas de pronunciar tan crueles palabras, cuando llegó hasta nosotros la voz de Mr. Betteredge, que nos llamaba. Toda la servidumbre interior de la casa debía reunirse en el vestíbulo. Y luego habríamos de ir pasando, uno por uno, para ser interrogados en el cuarto de Mr. Betteredge, por el Sargento Cuff.
    "Me llegó el turno a mí, una vez que hubieron pasado la doncella del ama y la doméstica principal de la casa. Las preguntas del Sargento Cuff —aunque disfrazadas muy astutamente— me dejaron entrever bien pronto que aquellas dos mujeres (las más acérrimas enemigas que tenía en la casa) habían hecho algunos descubrimientos junto a mi puerta, desde afuera, la tarde del jueves, y, luego, la noche del mismo día. Le habían dicho al Sargento lo suficiente como para abrirle los ojos respecto a determinada porción de la verdad. Se hallaba aquél en lo cierto cuando sospechaba que había confeccionado yo una nueva camisa de dormir, pero se equivocaba cuando creía que la prenda manchada de pintura me pertenecía. A través de lo que me dijo llegué a convencerme de otra cosa que me dejó perpleja. Sospechaba, naturalmente, que me hallaba yo implicada en la desaparición del diamante. Pero, al mismo tiempo, me dejó entrever —de propósito, según me pareció— que no me consideraba a mí la persona principalmente responsable de la pérdida de la gema. Al parecer, pensaba que yo había actuado siguiendo las órdenes de otra persona. Quién podía ser dicha persona es algo que no pude adivinar entonces ni logro imaginármelo ahora.
    "En medio de tanta incertidumbre, una sola cosa era evidente: que el Sargento Cuff se hallaba a muchas millas de distancia de saber toda la verdad. Usted estaría a salvo mientras estuviese a salvo la camisa de noche…, pero ni un minuto más.
    "Yo me desesperé por hacerlo comprender todo el horror y la desdicha que presionaban ahora sobre mí. Era imposible que me arriesgara a llevar un minuto más, encima, su camisa de dormir. Podrían enviarme de repente a comparecer ante el tribunal de Frizinghall, bajo sospecha, y ser registrada, en consecuencia. Mientras el Sargento Cuff me dejara en libertad debía escoger —y ello en seguida— entre proceder a la destrucción de la camisa de dormir o el ocultamiento de la misma en algún sitio seguro que se hallara también a segura distancia de la casa.
    "De haber estado siquiera un tanto menos enamorada de usted, creo que la hubiera destruido. Pero, ¡oh!, ¿cómo podía yo destruir la única cosa que me hubiera servido para demostrar que lo había salvado a usted? Si tuviéramos que llegar a explicarnos mutuamente y si usted sospechara que yo había tenido alguna mala intención, y se negara a creerme, ¿cómo podría yo ganarme su confianza como no fuera por medio de su camisa de dormir?
    ¿Me equivoco, acaso, al creer, como lo creí entonces y lo sigo creyendo ahora, que podría usted vacilar respecto a la conveniencia de que una pobre muchacha como yo compartiera su secreto y fuera su cómplice en el robo que lo tentó a cometer su malestar económico? Si piensa usted en su fría conducta para conmigo, señor, no le causará asombro alguno la circunstancia de que tuviera yo tan pocos deseos de destruir el único título que tenía la fortuna de poseer para merecer su confianza y su agradecimiento.
    "Resolví, pues, ocultarla; y el lugar elegido fue aquel que me era más familiar: las Arenas Temblonas.
    "Tan pronto como terminó el interrogatorio di la primera excusa que me vino a la mente y conseguí permiso para salir e ir a tomar un poco de aire fresco. Me dirigí directamente hacia Cobb's Hole, hacia la cabaña de Mr. Yolland. Su esposa y su hija eran las mejores amigas que yo tenía. No crea usted que fui allí para confiarles su secreto…, no se lo he confiado a nadie. Sólo fui para escribirle a usted una carta y para contar con una segura oportunidad que me permitiera sacarme de encima la camisa de noche. Sabiendo, como sabía, que se sospechaba de mí, no podía hacer ninguna de esas dos cosas, allá, en las dependencias superiores de la casa.
    "Y he aquí que ya llego al final de esta carta, que estoy escribiendo, sola, en el dormitorio de Lucy Yolland. Cuando la haya terminado bajaré por la escalera con la camisa de dormir arrollada y oculta bajo mi capa. Ya encontraré, entre ese montón de cosas viejas que hay en la cocina de Mrs. Yolland, alguna que se preste para conservar seca y a salvo la camisa en su escondite. Y luego iré a las Arenas Temblonas —¡no se asuste porque deje que las huellas me delaten!— y ocultaré la camisa de dormir, debajo, en las arenas y en un sitio que no habrá ser humano alguno que sea paz de descubrir, a menos que le comunique yo el secreto.
    "Hecho esto, ¿qué haré a continuación?
    "Entonces, Mr. Franklin, me asistirán dos razones para intentar nuevamente decirle a usted las palabras que aún no le he dicho. Si abandona usted la casa, como cree Penélope que usted hará, sin que yo le haya hablado aún, habré perdido mi oportunidad para siempre. Esa es una de las razones. Por otra parte, además, tengo la consoladora certidumbre de saber — si mi palabra llega a encolerizarlo a usted— que la camisa de noche se halla lista y a mi disposición para abogar por mi causa, como no se halla ninguna otra cosa. Esa es la otra razón. Si estas dos razones no consiguen, juntas, endurecerme el corazón de manera tal que le permita a éste defenderse de la frialdad que lo ha estado helando hasta ahora (me refiero a la frialdad de sus modos para conmigo), habré llegado al final de mis esfuerzos… y al final de mi vida.
    "Sí; de perder la próxima oportunidad —si se muestra usted tan cruel como siempre y me hace sentir tal cosa como la he sentido ya anteriormente—, le diré adiós a este mundo que me ha mezquinado la felicidad que a otros les da. Le diré adiós a una vida que sólo una pizca de bondad de parte de usted podría convertir alguna vez en una cosa agradable, de nuevo, para mí. No me condene, señor, por este final. ¡Pero trate esfuércese —de sentir cierta piedad dolorosa hacia mí! Trataré en lo posible que descubra lo que he hecho por usted, cuando ya no me encuentre aquí para decírselo. ¿Me dirá usted entonces, cuando ello ocurra, alguna cosa amable…, con el mismo tono tierno con que le habla a Miss Raquel? Si lo hace, y si existen, de verdad, los espectros, creo que el mío lo oirá y temblará de placer cuando ello ocurra.
    "Ya es tiempo de terminar con esto. Yo misma estoy llorando. ¿Cómo podré ver el camino que conduce al escondite, si permito que estas inútiles lágrimas me enceguezcan?
    "Por otra parte, ¿por qué habré de mirar las cosas desde el lado más sombrío? ¿Por qué no creer, mientras pueda, que esto terminará bien, después de todo? Puede ser que lo halle a usted de buen humor esta noche…, o quizá que tenga más suerte mañana por la mañana. No habré de mejorar mi rostro irritándome…. ¿no es así? Quién sabe si no he llenado, después de todo, estas largas y fatigosas páginas inútilmente. Ellas también habrán de ir, para que no se pierdan (no importa ahora para qué), dentro del escondite junto con la camisa de dormir. Duro, muy duro me ha sido escribir esta carta. ¡Oh, si llegáramos siquiera a entendernos mutuamente, con qué alegría habría de desgarrarla!
    "Permítame, señor, que me despida como su fiel amante y su humilde servidora.
    Rosanna Spearman.” Betteredge terminó de leer la carta y guardó silencio. Luego de volverla a colocar cuidadosamente dentro del sobre, permaneció pensativo en su asiento, con la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos clavados en el piso.
    —Betteredge —le dije—, ¿hay algo hacia el final de la carta que pueda servirnos para orientarnos?
    Él alzó la cabeza y miró, lanzando un profundo suspiro… —Nada hay en ella que pueda servir para orientarlo, Mr. Franklin —me respondió—. Siga usted mi consejo: no saque de su sobre la carta hasta que haya pasado su presente agitación.
    Ya habrá de angustiarlo hondamente en cualquier tiempo que la lea. No lo haga ahora.
    Yo guardé la carta en mi cartera.
    Una ojeada retrospectiva hacia los capítulos dieciséis y diecisiete de la Narración de Betteredge bastará para demostrar que había en realidad una razón para que yo desistiera de leer la carta, en una época en que mi coraje se hallaba sometido a tan cruel prueba. En dos ocasiones la infeliz mujer había efectuado una última tentativa para hablar conmigo. Y en igual número de oportunidades había tenido yo la desgracia (¡sólo Dios sabe cuán inocentemente!) de rechazar sus solicitaciones. La noche del viernes, como hace constar verazmente Betteredge, me halló a solas junto a la mesa de billar. Sus maneras y sus palabras me dieron la impresión —y se la hubieran dado a cualquier otro hombre— de que estaba a punto de hacerme una confesión culpable respecto de la desaparición del diamante.
    Por su propio bien no le presté ninguna atención especial cuando la vi venir, y por su propio bien y también de propósito, dirigí mi vista hacia las bolas de billar en lugar de mirarla a ella…, ¿y con qué resultado? ¡La despedí dos veces con el corazón herido! El sábado, nuevamente—el día en que, según debió ella haber previsto de acuerdo con lo que le dijera Penélope, mi partida era ya una cosa inminente—, nos persiguió la misma fatalidad. Ella trató una vez más de encontrarse conmigo en el sendero de los arbustos y me halló en compañía de Betteredge y del Sargento Cuff. Al alcance de su oído el Sargento apeló, impulsado por un móvil interno, a mi interés por Rosanna Spearman. Y otra vez, por el propio bien de la pobre muchacha, le respondí al funcionario policial con un franco desmentido y declaré —afirmé en voz alta, para que pudiera ella oírme también—, que no sentía "interés alguno por Rosanna Spearman". Ante esas palabras, cuyo único objeto fue el de prevenirla contra toda tentativa de llegar a la confidencia conmigo, se desvió de allí y abandonó el lugar; prevenida por el peligro, según creí; condenándose a sí misma a su propia destrucción, según sé ahora. Ya he trazado el curso seguido por los sucesos desde ese instante hasta el momento en que efectué el asombroso descubrimiento en la arena movediza. La ojeada retrospectiva ya ha sido completada. Puedo ahora abandonar esta miserable historia de Rosanna Spearman —la cual, aun después de tanto tiempo, no puedo releer sin experimentar una dolorosa sensación de desgracia— para que sugiera por sí misma todo lo que no ha sido dicho aquí. Puedo también pasar ya del suicidio en las Arenas Temblonas, con toda la extraña y terrible influencia que ha ejercido en mi presente situación y mis probabilidades futuras, a otras cosas más interesantes que les conciernen a las demás personas de este relato y a los eventos que estaban ya preparándome el camino para que pudiera realizar el lento y fatigoso viaje que me habría de conducir de la sombra a la luz.

    CAPÍTULO VI
    Me dirigí a la estación de ferrocarril, innecesario será que lo diga, acompañado de Gabriel Betteredge. Llevaba la carta en el bolsillo y la camisa de noche empacada, a salvo, dentro de mi pequeño saco de viaje…; ambas habrían de ser sometidas al examen de Mr. Bruff.
    Abandonamos la casa en silencio. Por primera vez desde que lo conocía noté que el viejo Betteredge iba a mi lado sin decirme una palabra. Teniendo algo de qué hablar, por mi parte, inicié la conversación tan pronto traspusimos la entrada del pabellón de guardia.
    —Antes de partir para Londres —comencé a decirle—, tengo que hacerte dos preguntas.
    Ambas se relacionan con mi persona y creo que habrán de sorprenderte un tanto.
    —Si ambas vienen a quitarme de la cabeza la carta de esa pobre muchacha, Mr. Franklin, podrán ellas hacer lo que quieran conmigo. Tenga la bondad de comenzar por sorprenderme, señor, tan pronto como le sea posible.
    —Mi primera pregunta, Betteredge, es la siguiente: ¿me hallaba yo borracho la noche del cumpleaños de Raquel?
    —¡Borracho usted! —exclamó el anciano—. ¡Vaya, si su más grande defecto, Mr.
    Franklin, es el de beber solamente en la comida y no probar una sola gota de licor después de esa hora!
    —Pero el día del cumpleaños fue una fecha especial. Muy bien podría ser que hubiera hecho abandono de mis hábitos regulares esa noche, única entre todas las demás.
    Betteredge meditó durante un momento.
    —Abandonó, sí, usted sus hábitos, señor —me dijo—. Pero le diré en qué sentido. Presentó un aspecto lastimosamente enfermizo…, y lo persuadimos para que tomara un trago de brandy con agua para levantarle un poco el ánimo.
    —No acostumbro beber brandy con agua. Es muy posible. . .
    —Aguarde un instante, Mr. Franklin. También yo sabía que no se hallaba acostumbrado a ello. Escancié para usted medio vaso de los que se usan para el vino, de nuestro viejo coñac de cincuenta años, ¡y qué vergüenza para mí!, inundé ese noble licor con cerca de medio vaso de agua fría. Un chico no hubiera podido emborracharse con él…, ¡mucho menos un hombre!
    Yo sabía que podía confiar en su memoria en una cuestión como ésa. Era completamente imposible que me hubiera embriagado. Pasé, pues, a la segunda pregunta.
    —Antes de que se me enviara al extranjero, Betteredge, siendo un muchacho, tú me conocías bastante, ¿no es así? Ahora bien: dime sin ambages si recuerdas alguna cosa extraña que haya yo hecho, luego de haberme ido a la cama a dormir. ¿Me viste alguna vez caminar dormido?
    Betteredge se detuvo, me miró durante un momento, asintió con la cabeza y prosiguió su camino nuevamente.
    —¡Ya sé cuál es su propósito, Mr. Franklin!—me dijo—. Está usted tratando de explicarse cómo fue que se manchó con pintura su camisa de noche, sin enterarse usted mismo de ello.
    Pero se equivoca, señor. Se halla usted muy lejos de la verdad, señor. ¿Caminar dormido?
    ¡Jamás hizo usted tal cosa durante su existencia!
    Nuevamente tuve la sensación de que Betteredge debía de estar en lo cierto. Ni en mi patria ni en el extranjero había llevado yo nunca una vida solitaria. De haber sido yo sonámbulo, cientos y cientos de personas lo hubieran comprobado e, interesándose por mi seguridad, me hubieran prevenido respecto de tal hábito y tomado las precauciones del caso.
    Admitiendo aun todo eso, me seguí aferrando —con una obstinación indudablemente natural y excusable dadas las circunstancias por que atravesaba— a una u otra de las dos explicaciones que yo concebía como las únicas capaces de justificar la insoportable situación en que me hallaba entonces. Advirtiendo que no estaba aún convencido se refirió Betteredge astutamente a ciertos eventos posteriores, relacionados con la historia de la Piedra Lunar y dispersó a los vientos de una vez y para siempre mis dos teorías.
    —Probemos sus teorías de otra manera, señor —me dijo—. Persista usted en esa idea y veamos hasta dónde lo hace avanzar la misma en el camino de la verdad. Si hemos de creerle a la camisa de dormir—a quien, yo por lo menos, no le creo—, no solamente la manchó usted con la pintura de la puerta, sino que robó usted el diamante, también sin saberlo. ¿Es o no es así, hasta aquí, por lo menos?
    —Completamente cierto. Continúa.
    —Muy bien, señor. Diremos que se hallaba usted borracho o que caminó dormido cuando se apoderó de la gema. Esto puede admitirse en lo que concierne a la noche del día del cumpleaños y a la mañana subsiguiente. Pero ¿cómo podrá servir para explicar lo que ocurrió después? El diamante fue llevado a Londres, después de eso. Le fue entregado en calidad de prenda a Mr. Luker posteriormente. ¿Hizo usted ambas cosas, sin saberlo, también? ¿Se hallaba borracho cuando lo vi fuera en el calesín del pony, la tarde del sábado? ¿Y se dirigió usted, dormido, hacia la casa de Mr. Luker, luego que abandonó el tren al final de su viaje? Perdóneme que le diga, Mr. Franklin, que este asunto lo ha trastornado de tal forma, que no se halla usted en condiciones de juzgar las cosas por sí mismo. Cuando más pronto se halle usted junto a Mr. Bruff, más pronto distinguirá el camino que lo conduzca fuera del punto de estancamiento en que se encuentra ahora.
    Arribamos a la estación con uno o dos minutos de adelanto.
    Apresuradamente le di mi dirección de Londres a Betteredge, de manera que pudiera escribirme si se hacía necesario, prometiéndole, de mi parte, ponerlo al tanto de cualquier novedad que se produjese. Hecho esto y en el preciso instante en que me despedía de él, eché por casualidad una ojeada al puesto de los libros y diarios. Y ¡he ahí que, conversando con el encargado del puesto, vi de nuevo al extraño ayudante de Mr. Candy! Nuestros ojos se descubrieron los unos a los otros simultáneamente. Ezra Jennings se quitó el sombrero al verme. Yo le devolví el saludo y me introduje en mi compartimiento en el mismo instante en que el tren partía. Fue un alivio para mi mente, creo, poder detenerse en cosas que no tenían ninguna especie de relación personal conmigo. Sea lo que fuere, comencé ese viaje de regreso que habría de llevarme hacia Mr. Bruff, sorprendido —absurdamente sorprendido, lo admito— por el hecho de haberme encontrado dos veces, durante el mismo día, con el hombre del cabello blanquinegro.
    La hora en que llegué a Londres excluía toda esperanza de hallar a Mr. Bruff en el teatro de sus actividades. Me dirigí, pues, desde la estación a su residencia privada de Hampstead, donde perturbé la modorra del abogado, que se hallaba solo en su comedor con su doguillo favorito sobre las rodillas y su botella de vino junto al codo.
    La mejor manera de describir el efecto que le produjo mi historia a Mr. Bruff será la de puntualizar las diversas medidas que tomó en cuanto hube llegado al término de la misma.
    Ordenó que llevaran bofes y té fuerte a su estudio e hizo poner en conocimiento de las señoras de la casa que les estaba prohibido interrumpirnos, cualquiera fuera el pretexto que utilizaran para ello. Luego de estas medidas preliminares, examinó primero la camisa de dormir y se consagró en seguida a la lectura de la carta de Rosanna Spearman.
    Cuando hubo terminado, Mr. Bruff me dirigió por primera vez la palabra, desde que nos recluyéramos en su cuarto.
    —Franklin Blake —me dijo el anciano caballero—, es éste un asunto serio, desde más de un punto de vista. En mi opinión, le concierne casi tanto a Raquel como a usted mismo. Su extraordinaria conducta ha dejado de ser un misterio ahora. Ella cree que fue usted quien robó el diamante.
    Yo me había resistido a razonar imparcialmente, para no arribar a tan odiosa conclusión.
    Pero ésta había forzado el paso dentro de mí, no obstante. Mi resolución de obtener una entrevista personal con Raquel se basaba cierta y realmente en esa causa que acababa de puntualizar Mr. Bruff.
    —El primer paso por darse en esta investigación —prosiguió el abogado— habrá de ser el de apelar a Miss Raquel. Ha guardado silencio hasta ahora por motivos que yo, que conozco su carácter, puedo fácilmente explicarme. Es imposible, luego de lo ocurrido, tolerar ese silencio por más tiempo. Debe ser persuadida, o forzada, a decirnos en qué se basa para creer que fue usted quien robó la Piedra Lunar. Hay muchas probabilidades que todo este asunto, difícil como nos parece ahora, se derrumbe y desintegre en mil pedazos, con sólo que logremos abrirnos paso a través de la inveterada reserva de Raquel y podamos convencerla de que debe hablar sin ambages.
    —Es ésta una consoladora opinión para mí —le dije—. No obstante, admito que me gustaría saber… —En qué se basa mi presunción —me interrumpió Mr. Bruff—. Podré decírselo en dos minutos. Tenga en cuenta, en primer lugar, que juzgo el caso desde el punto de vista del abogado. Las pruebas son las que me interesan. Muy bien. Estas surgen al comienzo del caso y en una faz importante del mismo.
    —¿Qué faz?
    —Escuche usted. Admito que el nombre estampado en la camisa de dormir es el suyo.
    Admito también que la marca de pintura prueba que dicha prenda fue la que provocó la mancha en la puerta de Raquel. Pero ¿qué testimonio existe, ante usted o ante mí, que venga a demostrar que usted fue la persona que vistió en ese momento la camisa de dormir?
    Su objeción me electrizó. No se me había ocurrido en ningún momento.
    —En cuanto a esto —prosiguió el abogado, levantando la confesión de Rosanna Spearman—, comprendo que se trata de una carta dolorosa para usted. Comprendo también por qué no se resuelve usted a analizarla desde un punto de vista puramente imparcial. Pero yo no me hallo en su misma situación. Puedo aplicarle mi experiencia profesional a este documento, de la misma manera en que se la aplicaría a cualquier otro. Sin aludir para nada a las actividades de esa mujer como ladrona, le haré notar simplemente que su carta viene a demostrar que era una perita en imposturas, como lo demuestra ella misma; y arguyo, por tanto, que se justifica mi sospecha de que no ha dicho toda la verdad. No lanzaré ninguna teoría respecto de lo que pudo o no pudo ella hacer. Solamente diré que si Raquel ha sospechado de usted, basándose únicamente en la camisa de dormir, existen noventa y nueve probabilidades entre cien de que Rosanna Spearman fuera la persona que le mostró la prenda. En tal caso, ahí está la carta de esa mujer en la cual ella confiesa que se hallaba celosa de Raquel, que le cambiaba las rosas y que percibía un pequeño rayo de esperanza en su futuro, en caso de que produjera una disputa entre Raquel y usted. No me detendré para inquirir quién robó la Piedra Lunar (para conseguir sus fines, Rosanna Spearman hubiera sido capaz de hurtar cincuenta Piedras Lunares); sólo diré que la desaparición de la gema le dio a esa ladrona, que se hallaba enamorada de usted, la oportunidad de desunirlos, a usted y a Raquel, por el resto de sus vidas. Tenga en cuenta que ella no había decidido aún en ese entonces eliminarse, y habiéndosele presentado tal oportunidad, afirmo sin la menor vacilación que se hallaba de acuerdo con su carácter el aprovecharla. ¿Qué me dice usted de ello?
    —Una sospecha parecida —le respondí— cruzó por mi mente tan pronto abrí la carta.
    —¡Exacto! Y una vez que la hubo leído se apiadó de la pobre muchacha y no se atrevió a sospechar de ella. ¡Eso habla mucho en su favor, mi querido señor…, mucho en su favor!
    —Pero supongamos que resulte que he llevado realmente encima la camisa de dormir.
    ¿Qué ocurre entonces?
    —No veo cómo pueda probarse tal cosa —dijo Mr. Bruff—. Pero, dando por sentado que existe tal prueba, la vindicación de su inocencia no sería entonces una fácil faena. No profundicemos ahora en eso. Aguardemos y veamos si es que Raquel ha sospechado de usted, basándose únicamente en la camisa de noche.
    —¡Dios mío, cuán fríamente habla usted de las sospechas de Raquel! —prorrumpí—. ¿Qué derecho tiene ella a sospechar de mí, exista la prueba que existiere, y a pensar que yo soy el ladrón?
    —Pregunta muy sensata, mi querido señor. Hecha con un poco de vehemencia…, pero digna de ser tenida en cuenta a pesar de ello. Lo mismo que a usted lo confunde me tiene perplejo a mí. Busque en su memoria y conteste a lo siguiente: ¿ocurrió durante su permanencia en la casa algo, no, naturalmente, que viniera a hacer vacilar la creencia de Raquel en su honor, pero sí que viniera, digamos, a hacerla vacilar en su creencia, no importa si con muy poca razón, en los principios de usted en general?
    Yo me puse en pie de un salto, impelido por una ingobernable agitación. La pregunta del abogado me hizo recordar, por primera vez desde que abandonara Inglaterra, que algo había, en verdad, ocurrido.
    En el capítulo octavo de la Narración de Betteredge se hace alusión a la llegada de un extranjero desconocido a la casa de mi tía, quien fue a verme allí por asuntos de negocios.
    La naturaleza de su misión era la siguiente:
    Yo había sido tan tonto (hallándome, como me hallaba habitualmente, necesitado de dinero) como para aceptar un préstamo del encargado de un pequeño restaurante de París, donde era un cliente bien conocido. Una fecha fue fijada para la devolución del dinero, y, cuando venció el plazo, comprobé, como les habrá ocurrido comúnmente a millares de hombres honestos, que me era imposible cumplir con mi compromiso. Le envié entonces al hombre una letra. Mi nombre era, desgraciadamente, demasiado conocido respecto de tales documentos: el hombre no lo pudo negociar. Sus asuntos se habían desordenado luego que me prestara a mí esa suma; la bancarrota se avecinaba, cuando un pariente suyo, un abogado francés, vino a verme a Inglaterra para insistir en el pago de la deuda. Era éste un individuo de fogoso temperamento, que optó, frente a mi, por la injuria. Cambiamos palabras ásperas y, desgraciadamente, mi tía y Raquel, que se encontraban en el cuarto contiguo, las oyeron. Lady Verinder entró en la habitación e insistió en enterarse de lo que ocurría. El francés exhibió sus credenciales y me proclamó el culpable de la ruina de un pobre hombre que confiara en mi honor. Mi tía le entregó inmediatamente el dinero y lo despidió. Me conocía mejor, sin duda, que el francés, para adoptar el punto de vista de éste, respecto de la transacción. Pero le chocó, al mismo tiempo, mi negligencia y se irritó justamente conmigo por haberme colocado en una situación que, de no haber mediado su intervención, hubiera llegado a ser deshonrosa. Que su madre la hubiera puesto al tanto de lo ocurrido o que Raquel lo hubiera oído por sí misma… es cosa que no puedo yo determinar. Lo cierto es que ella adoptó su personal punto de vista romántico y presuntuoso en lo que concierne a este asunto. Según dijo, era yo un "hombre sin corazón", "sin honor" y que "carecía de principios", agregando que "no se podía decir lo que sería capaz de hacer la próxima vez"…; en suma, me dijo las cosas más duras que oyera jamás de labios de una joven. La brecha abierta entre ambos persistió hasta el día siguiente. Al otro día logré hacer las paces con ella y dejé de pensar en este asunto. ¿Había Raquel vuelto a pensar en tan desgraciada contingencia, cuando se produjo el momento crítico en que el lugar que yo ocupaba en su estimación se vio nuevamente y de manera mucho más seria en peligro? Mr.
    Bruff, al mencionarle yo tal cosa anteriormente, había respondido afirmativamente y de inmediato a mi pregunta.
    —Esto no habrá dejado de ejercer su efecto en ella —me dijo gravemente—. Y desearía, por el bien suyo, que eso no hubiera ocurrido jamás. No obstante, hemos descubierto que existía determinado influjo que la predisponía en contra de usted…, y, sea como fuere, hemos despejado ya una de las incógnitas. El próximo paso que habremos de dar en nuestra investigación será el que nos lleve junto a Raquel.
    Se levantó y echó a andar, pensativo, de arriba abajo por el cuarto. En dos oportunidades estuve a punto de decirle que me hallaba decidido a entrevistarme con Raquel y en igual número de ocasiones el respeto que me inspiraba su edad y su carácter me hicieron vacilar respecto del hecho de sorprenderlo en un momento desfavorable.
    —La gran dificultad estriba—me dijo resumiendo— en lograr que ella dé a conocer, sin reservas, su opinión sobre este asunto. ¿Se le ocurre a usted algo?
    —He decidido, Mr. Bruff, hablarle a Raquel personalmente.
    —¡Usted! —se detuvo súbitamente y me miró como si pensara que había perdido el juicio—. ¡Usted, entre tantas personas como hay en el mundo! —se contuvo bruscamente y empezó a dar otra vuelta por el cuarto—. Aguarde un poco —me dijo—. En casos tan extraordinarios como éste, el método osado resulta a veces el mejor de todos —meditó sobre ello durante un minuto o dos, bajo esa nueva luz arrojada sobre el asunto y optó de manera audaz por declararse en mi favor—. Quien no arriesga, nada consigue —prosiguió el anciano—. Cuenta usted con una probabilidad que yo no poseo… y habrá de ser, por tanto, usted quien experimente primero.
    —¿Una probabilidad en mi favor? —repetí, con la mayor sorpresa.
    Mr. Bruff suavizó por vez primera la expresión de su rostro, hasta llegar a sonreír.
    —Así es —me dijo—. Le digo a usted claramente que no confío ni en su discreción ni en su carácter. Pero sí en que Raquel conserva aún, en algún remoto y minúsculo rincón de su corazón, cierta enfermiza debilidad por usted. Toque ese resorte… ¡y verá usted cómo habrá de escuchar la más plena confesión que haya brotado jamás de labios de una mujer!
    El problema reside en saber cómo se las arreglará usted para verla.
    —Ella ha sido ya huéspeda suya en esta casa —le respondí—. ¿Me atreveré a sugerirle —si es que no se ha hablado ya en forma desfavorable de mí en este lugar— si no podría verla en esta casa?
    —¡Calma! —dijo Mr. Bruff.
    Sin otro comentario que esta palabra única respecto de mi réplica, comenzó a pasearse otra vez de arriba abajo por el cuarto.
    —Hablando vulgarmente, mi casa habrá de convertirse en una trampa destinada a cazar a Raquel, mediante la utilización de un cebo que adoptará la forma de una invitación que le harán a ella mi esposa y mis hijas. Si fuera usted cualquiera otra persona, menos Pranklin Blake, y el asunto un poquito menos serio de lo que en realidad es el mismo, habría de rehusarme yo de plano. Tal como están las cosas, abrigo la total certeza de que vivirá Raquel lo suficiente como para agradecerme algún día esta traición que le haré en mi ancianidad. Considéreme usted su cómplice. Raquel será invitada a pasar el día en mi casa y usted habrá de recibir la comunicación pertinente.
    —¿Cuándo? ¿Mañana?
    —Si fuera mañana, no contaríamos con el tiempo suficiente como para recibir su respuesta.
    Digamos pasado mañana.
    —¿Cuándo tendré noticias suyas, Mr. Bruff?
    —Permanezca en su casa toda la mañana y aguarde mi llamado.
    Luego de agradecerle el valioso servicio que me estaba prestando, con toda la gratitud que experimentaba, realmente, en ese instante, decliné la hospitalaria invitación que me hizo para que durmiera esa noche en Hampstead y regresé a mi alojamiento de Londres.
    Del día que siguió a éste sólo puedo afirmar que fue el más largo de toda mi existencia.
    Inocente, como sabía yo mismo que lo era, y seguro como me hallaba de que la abominable imputación que se hacía recaer sobre mi persona debía, tarde o temprano, disiparse, experimentaba, no obstante, una sensación de vergüenza que me hacía rehuir instintivamente a mis amigos. Es común oír decir (casi invariablemente de boca de observadores superficiales) que el delito puede tener la apariencia de la inocencia. Por mi parte creo que es un axioma mucho más cierto ése que afirma que la inocencia presenta a veces el aspecto del delito. Decidí no recibir a nadie, durante todo el día, en la casa, y sólo me aventuré a salir amparándome en la oscuridad de la noche.
    A la mañana siguiente Mr. Bruff me sorprendió junto a la mesa del desayuno. Luego de alargarme una llave de gran tamaño, me anunció que se sentía avergonzado de sí mismo por primera vez en su vida.
    —¿Vendrá ella?
    —Vendrá hoy a almorzar y a pasar la tarde con mi esposa y mis hijas.
    —¿Se hallan Mrs. Bruff y sus hijas en el secreto?
    —Ha sido inevitable. Pero las mujeres, como habrá usted observado, carecen de principios.
    Mi familia no experimenta mis escrúpulos de conciencia. Siendo nuestro fin avenirlos, a usted y a Raquel, mi esposa y mis hijas pasan por alto los medios puestos en juego para lograr tal cosa, con la misma tranquilidad que si fueran jesuitas.
    —Le estoy infinitamente agradecido. ¿De dónde es esa llave?
    —Es de la puerta que se halla en el muro de mi jardín trasero. Hágase presente allí a las tres de la tarde. Introdúzcase en el jardín y penetre en la salita y abra luego la puerta que hallará enfrente y que comunica con el cuarto de música. Allí se encontrará con Raquel.. ., a solas con ella.
    —¿Cómo podré agradecerle a usted?
    —Ya le diré cómo. No me condene por lo que pase luego.
    Con estas palabras salió del cuarto.
    Muchas eran las horas áridas que debía pasar aguardando. Para matar el tiempo le eché una ojeada a las cartas recibidas. Entre ellas se hallaba una de Betteredge.
    La abrí ansiosamente. Ante mi sorpresa y mi chasco, comenzaba con una excusa y me prevenía respecto del hecho de que no debía aguardar ninguna novedad de importancia. ¡En la frase siguiente volvía a aparecer el eterno Ezra Jennings! Había detenido a Betteredge mientras abandonaba la estación y le preguntó quién era yo. Satisfecha su curiosidad en ese punto, le comunicó a Mr. Candy, su amo, que me había visto. Al enterarse de ello, Mr.
    Candy se había dirigido por su cuenta a Betteredge, para expresarle que lamentaba el que no nos hubiéramos encontrado. Tenía cierto motivo particular para hablar conmigo y me pedía que la próxima vez que estuviera yo en el pueblo de Frizinghall se lo hiciera saber.
    Dejando de lado unas pocas sentencias típicas de la filosofía de Betteredge, eso era todo lo que en sustancia decía la carta de mi corresponsal. El fiel y cordial anciano reconocía que la había escrito "sobre todo para gozar del placer de escribirme".
    Yo estrujé la carta en mi bolsillo y la olvidé en seguida, absorbido, como me hallaba totalmente, por la inminente entrevista que habría de sostener con Raquel.
    En cuanto el reloj de la iglesia de Hampstead dio las tres, introduje la llave en la cerradura de la puerta del muro. Confieso que al dar el primer paso dentro del jardín, mientras me hallaba asegurando aún la puerta desde adentro, experimenté una culpable sensación de incertidumbre respecto de lo que podría ocurrir más tarde. Dirigí una mirada furtiva hacia la izquierda y la derecha como si sospechara la presencia de algún inesperado testigo oculto en cierto rincón ignorado del jardín. Nada ocurrió que viniera a confirmar mis aprensiones.
    Los senderos estaban todos desiertos, y no había otros testigos allí como no fueran los pájaros y las abejas.
    Atravesé el jardín, penetré en el invernadero y crucé la salita. Al poner mi mano sobre la puerta que había enfrente de mí, oí unas pocas notas quejumbrosas que surgían del piano que se hallaba dentro de ese cuarto. Ella acostumbraba dejar vagar sus dedos por el teclado de esa manera, durante mi estada en la casa de su madre. Me vi obligado a aguardar un instante, para poder calmarme. El pasado y el presente surgieron al unísono en el supremo instante…, y el contraste ofrecido por ambos me conmovió.
    Transcurrido un breve lapso, excité mi hombría y abrí entonces la puerta.

    CAPÍTULO VII
    En cuanto mi figura se recortó en el vano de la puerta Raquel se levantó del piano.
    Yo cerré la puerta tras de mí. Nos enfrentamos en silencio, separados por todo lo ancho del cuarto. El movimiento que efectuó ella al levantarse pareció ser el único esfuerzo que era capaz de realizar. Toda otra actividad de sus facultades físicas o mentales fue absorbida, al parecer, por el mero acto de mirarme.
    El temor de haber obrado precipitadamente cruzó de súbito por mi mente. Avancé unos pocos pasos hacia ella, y le dije dulcemente:
    —¡Raquel!
    El timbre de mi voz le devolvió la vida a sus miembros y el color a su rostro. Ella avanzó, por su parte, pero sin pronunciar todavía palabra alguna. Lentamente, como si obrara bajo el influjo de una fuerza independiente de su voluntad, se aproximó más y más hacia mí; un matiz ardiente y oscuro se derramó por sus mejillas y la luz de su inteligencia vuelta a la vida brillaba con más intensidad en sus pupilas. Yo me olvidé del motivo que me trajera a su presencia; de la vil sospecha que ensombrecía mi nombre… Me olvidé de toda consideración, pasada, presente o futura, que tenía la obligación de recordar. No vi otra cosa que a la mujer que amaba, avanzando más y más hacia mí. La vi temblar, y detenerse luego, indecisa. No pude resistir ya más tiempo… La tomé en mis brazos y cubrí de besos su rostro.
    Hubo un momento en que creí que los besos me eran devueltos, en que me pareció que ella también había olvidado. Antes casi de que la idea hubiera tenido tiempo de adquirir forma en mi mente, la primera acción voluntaria de su parte vino a hacerme sentir que recordaba.
    Dando un grito que fue algo así como una exclamación de horror —y tan potente que dudo que hubiera sido capaz yo mismo de proferirlo si lo hubiera intentado— me apartó de sí.
    Percibí en sus ojos una ira inexorable y un idéntico desdén en sus labios. Me miró de pies a cabeza, como hubiera mirado a un desconocido que la hubiese insultado.
    —¡Tú, el cobarde! —me dijo—. ¡Tú, el ruin, el miserable, el hombre cobarde y sin corazón!
    ¡Esas fueron sus primeras palabras! El reproche más intolerable que puede arrojar una mujer a un hombre, fue el que ella escogió para arrojármelo a mí.
    —Recuerdo que hubo un tiempo, Raquel —le dije—, en que me hubieras dicho que te había ofendido de una manera más digna que la que acabas de utilizar ahora. Perdón por mis palabras.
    Una porción de la amargura que yo sentía debió de habérsele comunicado a mi voz. Ante las primeras palabras de mi réplica, sus ojos, que se habían desviado hacía un instante, volvieron a mirarme de mala gana. Me respondió en voz baja y en una forma hosca y sumisa, enteramente desusada en ella, de acuerdo con lo que yo conocía hasta entonces de su carácter.
    —Quizá haya algo que justifique mi conducta —me dijo—. Luego de lo que has hecho, creo que constituye una baja acción de tu parte el acercarte a mí de la manera en que lo has hecho hoy. Me parece un procedimiento cobarde ése de recurrir a la debilidad que siento por ti. Y me parece también una cobarde sorpresa esa que recurre a los besos para ser tal cosa. Pero éste no es más que el punto de vista de una mujer. No debía haber pensado que iba a ser también el tuyo. Hubiera sido mucho mejor que me dominara y no hubiese dicho una sola palabra.
    La excusa era más intolerable que el propio insulto. El hombre más degradado la hubiera recibido como una humillación.
    —Si mi honor no se hallara en tus manos —le dije—, me iría ahora mismo para no verte nunca más.
    Te has referido a algo que yo he hecho. ¿Qué es lo que yo he hecho?
    —¡Qué es lo que has hecho! ¿Y tú me preguntas eso a mí?
    —Así es.
    —He mantenido tu infamia en secreto —me respondió—. Y he sufrido las consecuencias de dicho ocultamiento. ¿No tengo derecho a que se me ahorre el insulto que implica la pregunta que acabas de hacerme? ¿Ha muerto en ti todo sentimiento de gratitud? Hubo un tiempo en que fuiste muy querido por mi madre y en que lo fuiste aún más por mí… Su voz flaqueó. Dejándose caer sobre una silla me dio la espalda y ocultó su rostro detrás de sus manos.
    Yo aguardé un breve instante, hasta sentirme capaz de agregar algo. Apenas si sé lo que sentí de manera más aguda durante ese intervalo de silencio…, si el aguijón que me clavó su desdén o la altiva decisión mía de eludir todo contacto con su desgracia.
    —Si tú no quieres ser la primera en hablar—le dije—, debo ser yo quien lo haga. He venido aquí porque tengo que comunicarte una cosa importante. ¿Me otorgarás esa pequeña y justiciera concesión de prestarle oí do a lo que habré de decirte?
    Ella no se movió ni me respondió. Yo no le hice ninguna nueva solicitud ni avancé un solo centímetro para aproximarme a su silla. Con un orgullo que era tan obstinado como el de ella, le hice la historia del descubrimiento efectuado por mí en las Arenas Temblonas y de todo lo que me había conducido a él. El relato absorbió necesariamente cierto espacio de tiempo. Y desde su comienzo hasta el final no me miró ella una sola vez ni me dirigió una sola palabra.
    Yo me contuve. Todo mi futuro dependía, muy probablemente, del hecho de que no perdiera el dominio sobre mí mismo un solo instante. Llegó, por fin, el momento en que debía poner a prueba la teoría de Míster Bruff. Ansioso por efectuar la prueba, giré en redondo hasta situarme enfrente de ella.
    —Tengo que hacerte una pregunta —le dije—. Ella me obligará a hacer mención de un asunto doloroso. ¿Te mostró Rosanna Spearman la camisa de dormir?
    Ella se puso súbitamente de pie y echó a andar hasta situarse muy cerca de mí, por su propia voluntad. Sus ojos escudriñaron mi rostro, como si estuvieran leyendo en él algo que nunca habían visto.
    —¿Estás loco? —me preguntó.
    Yo me contuve aún. Y le dije con calma:
    —¿Responderás, Raquel, a mi pregunta?
    Ella prosiguió hablando sin atender a mis palabras.
    —¿Has venido aquí con el propósito de obtener algo, algo de lo que yo no logro hacerme una idea? ¿Te ha impulsado algún temor ruin respecto del futuro, en el cual me hallo implicada? Se dice que la muerte de tu padre te ha convertido en un hombre acaudalado.
    ¿Has venido para compensarme por la pérdida del diamante? ¿Y te ha quedado alguna pieza de corazón para avergonzarte de tu misión? ¿Es ése el secreto de tu pretendida inocencia y de tu historia relativa a Rosanna Spearman? ¿No se oculta algún motivo vergonzoso debajo de toda esa falsía ahora?
    Ya la detuve allí. No logré controlarme a mí mismo por más tiempo.
    —¡Me has hecho víctima de una infame mentira! —prorrumpí con vehemencia—. Has sospechado que te robé tu diamante. ¡Tengo el derecho de saber, y habré de saberlo, en qué te basas para afirmarlo!
    —¡Sospechar de ti! —exclamó, en tanto su ira aumentaba a la par de la mía—. ¡Villano; yo misma te vi robar el diamante con mis propios ojos!
    La revelación que surgió súbitamente ante mí al oír tales palabras, el golpe de muerte que recibió instantáneamente y a raíz de ellas el punto de vista en que se basaban las deducciones de Mr. Bruff, me dejaron indefenso. Inocente como era, permanecí en silencio ante ella. A los ojos suyos y a los de quienquiera que me hubiese mirado, debo de haber presentado el aspecto de un hombre abrumado por el descubrimiento de su delito.
    Ella se contuvo ante el espectáculo de mi humillación y de su triunfo. El súbito silencio que cayó sobre mí pareció atemorizarla.
    —Lo pasé por alto ante ti aquella vez —me dijo—. Y habría hecho lo mismo ahora si no me hubieras obligado a hablar.
    Se alejó como si tuviera el propósito de abandonar la habitación…, pero vaciló antes de llegar a la puerta.
    —¿Para qué has venido aquí a humillarte a ti mismo? —me preguntó—. ¿Para qué has venido aquí a humillarme?
    Avanzó unos pasos y se detuvo una vez más.
    —¡Por el amor de Dios, di algo! —exclamó apasionadamente—. ¡Si te queda aún algún resto de piedad no permitas que me degrade en esa forma! ¡Di algo, y arrójame luego de esta habitación!
    Yo avancé hacia ella, apenas consciente de lo que hacía. Quizá albergaba la confusa idea de que no debía detenerla hasta que no me dijera algo más. Desde el momento en que supe que la prueba que me condenaba ante ella era una prueba percibida con sus propios ojos, nada —ni la convicción personal que tenía yo de mi inocencia— fue una cosa clara para mí. La tomé de la mano y me esforcé por hablar con firmeza e ir al grano.
    —Raquel, hubo un tiempo en que me amaste —fue cuanto pude decirle.
    Ella se estremeció y desvió su vista de mí. Su mano yacía, impotente y temblorosa, en la mía.
    —Suéltame —profirió débilmente.
    El roce de mi mano pareció ejercer sobre ella el mismo efecto que produjo anteriormente el timbre de mi voz, cuando entré en el cuarto. Luego de haber lanzado al aire esta palabra que me designaba como un cobarde y de admitir que me había estigmatizado por ladrón…, en cuanto su mano reposó sobre la mía comprobé que seguía siendo su dueño.
    La hice volver, tiernamente, hacia el centro del cuarto. Y la senté a mi lado.
    —Raquel —le dije—, no puedo explicarme la confusión que existe en lo que voy a decirte.
    Sólo te habré de decir la verdad, de igual manera que lo has hecho tú. Me has visto, dices…, apoderarme del diamante, con tus propios ojos. ¡Ante Dios, que nos está escuchando, proclamo que es ésta la primera vez que me entero de haber hecho tal cosa!
    ¿Dudas de mí aún?
    Ella ni prestó atención ni oyó lo que le dije.
    —Suelta mi mano —repitió con voz desmayada.
    Fue ésta su única respuesta. Su cabeza cayó sobre mi hombro y su mano estrechó inconscientemente la mía, en tanto me decía que la dejara libre.
    Yo renuncié a insistir con mi pregunta. Pero mi indulgencia se negó a ir más allá. La probabilidad con que contaba de no volver a ir jamás con la cabeza erguida entre las gentes honestas, dependía de la circunstancia de inducirla a revelarme todo el misterio. La única esperanza que se me ofrecía era la de suponer que ella había olvidado algún eslabón en la cadena de las pruebas…, una simple futesa, quizá, pero que se convertiría, no obstante, y luego de una minuciosa investigación, en el medio que sirviera para demostrar, por fin, mi inocencia. Reconozco que seguí en posesión de su mano. Y admito que le hablé echando mano del resto de simpatía y confianza que existió entre nosotros en el pasado.
    —-Necesito preguntarte algo —le dije—. Necesito que me digas cuanto sepas respecto de lo ocurrido desde el instante en que nos dijimos buenas noches hasta el momento en que me viste apoderarme del diamante.
    Ella levantó su cabeza de mi hombro e intentó liberar su mano.
    —¡Oh!, ¿por qué volver a eso? —me dijo—. ¿Por qué volver a eso?
    —Te lo diré, Raquel. Tanto tú como yo hemos sido víctimas de un monstruoso engaño que se ha cubierto con la máscara de la verdad. Si meditamos conjuntamente acerca de lo que ocurrió la noche del día de tu cumpleaños, aún podremos, tal vez, llegar a entendernos mutuamente.
    Su cabeza volvió a caer sobre mi hombro. Las lágrimas que brotaron de sus ojos comenzaron a fluir lentamente por sobre sus mejillas.
    —¡Oh! —dijo—, ¿no he alimentado yo, acaso, esa misma esperanza? ¿No me he esforzado yo también por descubrir lo que tú intentas percibir ahora?
    —Lo has hecho a solas —le respondí—. Pero no con mi ayuda.
    Estas palabras despertaron, al parecer, en ella, la misma esperanza que hicieron nacer en mí cuando las dije. Me contestó, a partir de entonces, algo más que dócilmente…; esforzando su inteligencia; voluntariamente se franqueó totalmente conmigo.
    —Comencemos —le dije—por referirnos a lo ocurrido luego que nos dijéramos buenas noches. ¿Fuiste tú a la cama en seguida, o permaneciste en pie?
    —Me fui a la cama.
    —¿Reparaste en la hora? ¿Era ya tarde?
    —No mucho. Creo que serían cerca de las doce.
    —¿Te dormiste en seguida?
    —No. No pude dormir esa noche.
    —¿Te sentías inquieta?
    —Pensaba en ti.
    Su respuesta estuvo a punto de hacerme perder todo mi coraje. Cierto matiz en el tono de su voz se abrió paso directamente hacia mi corazón de manera más rápida que sus propias palabras. Sólo después de haber hecho una pequeña pausa me hallé en condiciones de seguir hablando.
    —¿Había alguna luz en tu cuarto? —le pregunté.
    —Ninguna…, hasta que me levanté para encender mi bujía.
    —¿Cuánto tiempo había transcurrido cuando lo hiciste, desde el instante en que te retiraras a dormir?
    —Cerca de una hora, creo. Aproximadamente, a la una de la mañana.
    —¿Abandonaste entonces tu alcoba?
    —Estuve a punto de hacerlo. Me había puesto ya mi peinador y me dirigía a mi gabinete en busca de un libro… —¿Habías abierto ya la puerta de la alcoba?
    —Acababa de hacerlo.
    —Pero, ¿no habías entrado aún en el gabinete?
    —No…, algo me detuvo.
    —¿Qué cosa fue la que te detuvo?
    —Vi una luz por debajo de la puerta y escuché un rumor de pasos que se aproximaban.
    —¿Tuviste miedo?
    —Aún no. Sabía que mi madre era de muy mal dormir y me acordé de que se había esforzado al máximo esa noche para que la dejara hacerse cargo del diamante. A mi entender, se hallaba injustificadamente ansiosa en lo que atañía al mismo, y pensé, por lo tanto, que vendría a comprobar si me hallaba ya en la cama, para hablarme del diamante, si es que me encontraba despierta.
    —¿Qué hiciste tú?
    —Apagué la bujía para hacerle creer que me hallaba en la cama. Era una insensata… Estaba determinada a guardar el diamante en el sitio que yo misma escogiera.
    —Luego que apagaste la vela, ¿regresaste al lecho?
    —No tuve tiempo de hacerlo. En el mismo instante en que soplé la llama, se abrió la puerta del gabinete y vi… —¿A quién viste?
    —Te vi a ti.
    —¿Con mi traje habitual?
    —No.
    —¿Con mi camisa de dormir?
    —Sí…, y sosteniendo con tu mano la bujía que se hallaba en tu alcoba.
    —¿Solo?
    —Solo.
    —¿Pudiste verme la cara?
    —Sí.
    —¿Claramente?
    —Muy claramente. La luz de la vela te daba plenamente en el rostro.
    —¿Tenía los ojos abiertos?
    —Sí.
    —¿Advertiste algo extraño en ellos? ¿Algo así como una mirada fija y vaga?
    —Nada de eso. Tus ojos brillaban… con más fuerza que habitualmente. Dirigiste en torno tuyo una mirada que hacía pensar que tú sabías que te hallabas en un lugar donde no deberías haberte hallado y que expresaba tu temor de ser descubierto.
    —¿Advertiste algún cambio en mí cuando penetré en la habitación?… ¿Observaste mi andar?
    —Caminabas como siempre lo haces. Avanzaste hasta llegar al centro de la habitación…, allí te detuviste y miraste a tu alrededor.
    —¿Qué es lo primero que hiciste al verme?
    —Absolutamente nada. Quedé petrificada. No pude hablar, ni gritar, ni aun moverme lo suficiente como para cerrar la puerta.
    —¿Podía verte yo desde donde me encontraba?
    —Sin duda, podrías haberme visto. Pero en ningún momento dirigiste hacia mí tu mirada.
    Está de más preguntar tal cosa. Estoy segura de que no me viste en ningún momento.
    —¿Cómo te hallas tan segura?
    —¿Te habrías apoderado, acaso, del diamante? ¿Habrías hecho luego lo que hiciste?
    ¿Estarías ahora aquí… si hubieras advertido que yo estaba despierta y observándote? ¡No me obligues a hablar de ello! Deseo contestar tus preguntas con calma. Ayúdame a mantener toda la serenidad que sea yo capaz de tener. Háblame de otra cosa.
    Se hallaba en lo cierto; desde cualquier punto de vista que se la juzgase, tenía razón. Me referí, pues, a otras cosas.
    —¿Qué hice, luego de haberme detenido en el centro de la habitación?
    —Te desviaste de allí, para avanzar directamente hacia la esquina próxima a la ventana…, que es donde se encuentra mi bufete hindú.
    —Mientras estuve junto al bufete, tengo que haberte dado la espalda. ¿Cómo pudiste ver lo que hacía?
    —En cuanto tú te moviste, yo también me moví.
    —¿De manera de poder ver lo que hacía yo con mis manos?
    —Hay tres espejos en mi gabinete. Todo el tiempo que estuviste tú allí pude observar lo que hacías reflejado en uno de ellos.
    —¿Qué es lo que viste?
    —Colocaste tu bujía en la parte superior del bufete. Abriste y cerraste una gaveta tras otra hasta que llegaste al cajón en que yo había guardado el diamante. Miraste hacia su interior durante un momento. Y luego introdujiste en él tu mano para apoderarte del diamante.
    —¿Cómo sabes que me apoderé del diamante?
    —Te vi introducir la mano dentro de la gaveta. Y pude advertir el brillo de la gema, entre tu dedo índice y tu dedo pulgar, cuando sacaste de allí la mano.
    —¿Volvió a acercarse mi mano a la gaveta…, como para cerrarla, por ejemplo?
    —No. Tenías el diamante en tu mano derecha y tomaste la bujía de encima del bufete con la izquierda.
    —¿Volví a mirar en torno mío, luego de ello?
    —No.
    —¿Abandoné el cuarto inmediatamente?
    —No. Permaneciste inmóvil durante un tiempo que me pareció prolongado. Podía ver de soslayo tu rostro reflejado en el espejo. Presentabas el aspecto de un hombre que medita y que se halla desconforme con sus propios pensamientos.
    —¿Qué ocurrió en seguida?
    —Te recobraste de golpe y te dirigiste directamente hacia la puerta de salida.
    —¿La cerré al salir?
    —No. Te introdujiste rápidamente en el pasillo y la dejaste abierta.
    —¿Y luego?
    —Luego desapareció la luz de tu bujía y se extinguió el rumor de tus pasos y quedó yo a solas en la oscuridad.
    —¿Ocurrió algo… durante el lapso que medió entre ese instante y el momento en que se enteraron todos en la casa que el diamante había desaparecido?
    —Nada.
    —¿Estás segura de ello? ¿No te habrás dormido alguna vez, durante ese tiempo?
    —No dormí en ningún instante. Ni volví para nada a mi lecho. Nada ocurrió hasta el momento en que entró Penélope, a la hora habitual, a la mañana siguiente.
    Yo dejé caer su mano, me puse de pie y eché a andar por el cuarto. Toda pregunta que pudiera hacerle había sido ya respondida. Todo detalle que pudiera yo desear conocer había sido colocado ante mis ojos. Nuevamente había vuelto a la cuestión del sonambulismo y a la idea de la embriaguez y otra vez se había demostrado que debían ambas teorías ser descartadas…. de acuerdo con el testimonio del testigo de la escena. ¿Qué podía decir ahora?, ¿qué paso dar en seguida? ¡Frente a mí se levantaba el horrible hecho que implicaba ese robo…, como la única cosa visible y tangible, en medio de la impenetrable oscuridad que envolvía todo lo demás! Ni un solo resplandor que hubiera podido guiarme había percibido antes, cuando entré en posesión del secreto de Rosanna Spearman en las Arenas Temblonas. Y ningún resplandor advertía ahora, luego de haber apelado a la propia Raquel y haber oído, de sus propios labios, la odiosa historia de!o acaecido aquella noche.
    Ella fue quien primero rompió esta vez el silencio.
    —Y bien —me dijo—, me has interrogado y te he respondido. Me has hecho aguardar algo de esto, porque tú esperabas que surgiera algo. ¿Qué tienes que decirme ahora?
    El tono con que me dijo estas palabras me previno de que había dejado de ejercer, nuevamente, todo influjo sobre ella.
    —Según dijiste, habríamos de meditar conjuntamente acerca de lo que ocurrió la noche del día de mi cumpleaños —prosiguió—, y llegaríamos, a través de ello, a entendernos. ¿Ha ocurrido tal cosa?
    Sin compasión alguna se quedó aguardando mi respuesta. Al responderle, cometí yo un error fatal…; dejé que el desamparo de mi propia situación se impusiera sobre el dominio de mí mismo. Precipitada e inútilmente le reproché su silencio, que me había mantenido hasta ese momento alejado de la verdad.
    —Si hubieras hablado cuando debiste hacerlo —comencé a decirle—; si de acuerdo con los principios más comunes de la justicia te hubieras explicado ante mí… Prorrumpió furiosa en un estallido. Las pocas palabras que acababa yo de pronunciar cayeron sobre ella, al parecer, como un latigazo que la hizo montar en cólera.
    —¡Explicarme! —dijo—. ¡Oh!, ¿existirá acaso otro hombre igual a éste en todo el mundo?
    Lo perdono, primero, cuando se me está desgarrando el corazón; lo encubro, luego, cuando mi propia reputación se halla en juego, y él, por su parte entre todos los seres que hay en el mundo—, él se vuelve ahora contra mí para decirme que debiera yo haberme explicado.
    Luego de haber creído en él como yo creí, de haberlo amado como lo amé y soñado con él durante mis noches…, he aquí que ahora él se pregunta por qué no le imputé su desgracia, la primera vez que nos encontramos: "¡Amado mío, eres un ladrón! ¡Tú, el héroe a quien amo y venero, te has deslizado dentro de mi cuarto al abrigo de la noche y has robado mi diamante!" Eso es lo que debí haberte dicho. ¡Villano, ruin, ruin y villano; hubiera preferido perder cincuenta diamantes, antes que oírte mentir en mi cara, como lo estás haciendo ahora!
    Yo tomé mi sombrero. Y compadeciéndome de ella —¡sí!, puedo honestamente afirmarlo—, compadeciéndome de ella, me volví sin decirle una palabra y abrí la puerta por donde había entrado anteriormente en la habitación.
    Ella me siguió, y arrebatándome la puerta de la mano, la cerró y me indicó que regresara al lugar que había ocupado anteriormente.
    —¡No! —me dijo—. ¡Todavía no! Al parecer debo yo justificar la conducta que he observado contigo. Habrás de quedarte y oírme, o de lo contrario, tendrás que descender hasta cometer la más grande infamia, o sea, a tener que usar la fuerza para salir.
    Se me encogió el corazón al contemplarla, se me contrajo al oírle decir tales palabras.
    Mediante una señal —que fue cuanto me sentí capaz de hacer— le respondí que me sometía a su voluntad.
    El tono carmesí de la ira comenzó a disiparse en su rostro a medida que me fui aproximando en silencio a mi silla. Ella aguardó un breve lapso para serenarse. Cuando volvió a hablar, ni un solo vestigio de emoción se percibió en ella. Lo hizo sin mirarme.
    Sus manos se hallaban anudadas estrechamente sobre su regazo, y sus ojos miraban fijamente hacia el piso.
    —De acuerdo con los principios más comunes de la justicia, debiera yo explicarme —me dijo repitiendo mis palabras—. Ya verás si traté o no de hacerte justicia. Acabo de decirte que en ningún momento me dormí ni volví a mi lecho, luego que tú abandonaste mi gabinete. Sería inútil que te molestara deteniéndome a recordar lo que pensé entonces —tú no comprenderías tales pensamiento—; sólo habré de decirte lo que hice luego que transcurrió el tiempo suficiente que me ayudó a recobrarme. Me abstuve de alarmar a las gente de la casa y de contarle a todo el mundo lo ocurrido…, como debiera, en verdad, haber hecho. A despecho de lo que viera, me hallaba tan enamorada de ti como para creer —¡no importa lo que ello fuera!— cualquier imposible, antes que admitir ante mí misma que tú eras un ladrón deliberado. Pensé una y otra cosa…, hasta que opté por escribirte una carta.
    —Jamás recibí esa carta.
    —Ya sé que nunca la recibiste. Aguarda un poco y sabrás a qué se debió. Mi carta no te hubiera dicho nada abiertamente. No te hubiera estropeado la vida, de caer en manos extrañas. No hubiera dicho en ella más que —y en un tono cuyo sentido no hubiera tú, posiblemente, equivocado— tenía yo mis razones para creer que te hallabas endeudado y que tanto a mí como a mi madre la experiencia que teníamos de ti nos decía que no eras tú muy discreto ni muy escrupuloso en lo que se refiere a la manera de obtener dinero para pagar tus deudas. Esto te hubiera recordado la visita del abogado francés y habrías comprendido entonces lo que te quería decir. De haber sentido algún interés por seguir leyendo, habrías llegado a enterarte del ofrecimiento que te hacía…, del ofrecimiento que te hacía en privado (¡ni una sola palabra, ten en cuenta, debía cruzarse abiertamente entre ambos!) de un préstamo consistente en la suma más grande de dinero que me fuera posible reunir. ¡Y la habrías tenido! —exclamó enrojeciendo nuevamente y levantando sus ojos para mirarme una vez más—. ¡Habría empeñado yo misma el diamante, si no hubiese logrado reunir el dinero de otra manera! En esos términos se hallaba concebida la carta.
    ¡Aguarda! Hice aún algo más. Dispuse, con Penélope, las cosas de manera de hacértela llegar a solas. Y me propuse encerrarme en mi dormitorio, dejando abierta la puerta de mi desierto gabinete, durante toda la mañana. Esperaba —¡con toda el alma y corazón aguardaba!— que tú habrías de aprovechar la oportunidad que se te ofrecía para volver a colocar en secreto el diamante en la gaveta.
    Yo intenté hablar. Pero ella levantó, impaciente, su mano y me contuvo. En medio de las cambiantes alternativas de su carácter, comenzó a encresparse de nuevo su ira. Abandonó su asiento y se aproximó a mí.
    —¡Ya sé lo que quieres decirme! —prosiguió—. Quieres volver a recordarme de que jamás recibiste tal carta. Yo puedo decirte por qué. La rompí.
    —¿Por qué motivo? —le pregunté.
    —Por el más razonable de los motivos. ¡Preferí desgarrarla antes que malgastarla enviándosela a un hombre como tú! ¿Cuál fue la primera noticia que recibí a la mañana?
    ¿Qué es lo que oí decir en el mismo instante en que acababa de darle forma a mi modesto plan? Oí decir que tú —¡nada menos que tú!— fuiste el primero en traer a la policía a la casa. ¡Tú eras el más activo: el jefe; quien luchaba más que nadie para recobrar la gema! Y fuiste tan audaz como para querer hablar conmigo respecto de la desaparición del diamante…, del diamante que tú mismo robaras; el diamante que tuviste todo el tiempo en tus manos. Ante esta horrible demostración de astucia y falsedad, desgarré mi carta. Pero aun entonces —aun en el momento en que me hallaba enloquecida por la búsqueda y el registro efectuados por ese policía que tú trajeras a la casa—, aun entonces, cierta infatuación personal me impidió el darte por perdido. Y me dije a mí misma: "Ha estado desempeñando una vil farsa ante todas las gentes de la casa. Veamos si es que se atreve a desempeñarla ante mí." Alguien me dijo que te hallabas en la terraza. Bajé, pues, a la terraza. Me esforcé por mirarte y también por hablarte. ¿Has olvidado ya lo que te dije?
    Pude haberle respondido que me acordaba de cada palabra. Pero, ¿qué objeto hubiera tenido el hacerlo en ese momento?
    ¿Cómo podía decirle que lo que me dijo en aquella ocasión me dejó pasmado y acongojado, me hizo pensar que se encontraba bajo los efectos de una peligrosa conmoción nerviosa y pensar si no sería posible que la desaparición de la gema no constituyera para ella el misterio que la misma significaba para las otras personas de la casa…, y que no me había hecho percibir en ningún momento la más ligera vislumbre de la verdad? No teniendo a mi alcance ni la sombra de una prueba que sirviera para vindicar mi inocencia, ¿cómo habría logrado persuadirla de que no sabía yo más, en lo que concernía a lo que ella estaba pensando en ese momento allí, en la terraza, que lo que hubiera sabido respecto de ello la persona más ajena al asunto?
    —Quizá te convenga olvidar; en cuanto a mí, me conviene hacer memoria —prosiguió—.
    Sabía muy bien lo que decía…, ya que medité sobre ello antes de hablar. Una tras otra fui dándote varias oportunidades para que confesaras la verdad. No callé nada de lo que pude decirte…, nada, excepto el decirte claramente que tú eras el autor del robo. Y por toda respuesta no hiciste más que dirigirme una fingida y vil mirada de asombro y mostrarme un engañoso rostro de inocente…; exactamente como lo has hecho hoy aquí, ¡exactamente como lo estás haciendo en este mismo instante! Te dejé esa mañana con el convencimiento de que te había conocido, al fin, tal cual eras —tal cual eres—: ¡como el ser más miserable que ha pisado jamás la tierra!
    —Si me hubieras hablado claro en aquella ocasión Raquel, te habrías alejado de mi lado, quizá, con el convencimiento de que habías sido cruelmente injusta con un inocente.
    —¡Si hubiera hablado claro ante las otras gentes —me replicó en un nuevo acceso de indignación—, habrías quedado deshonrado por el resto de tus días! ¡Si hubiera hablado claro para tus oídos, tan sólo, te habrías negado a creerme como lo estás haciendo ahora!
    ¿Piensas, acaso, que te hubiese creído? ¿Vacilaría en mentir un hombre que había hecho lo que yo te vi hacer a ti…, y que se condujo como tú te condujiste más tarde, respecto de ese asunto? Te repito que me contuvo el horror de oírte mentir, luego de haber experimentado el horror de comprobar que eras un ladrón. ¡Hablas de esto como si se tratara de un malentendido que pudiera disiparse mediante unas pocas palabras! ¡Bien!, el malentendido ha terminado. ¿Se ha rectificado algo? ¡No!, las cosas se hallan como antes. ¡No te creo, ahora! ¡No creo que hayas encontrado la camisa de dormir, ni que exista esa carta de Rosanna Spearman, no creo una sola palabra de lo que has dicho. Tú lo robaste… ¡Yo te vi!
    Simulaste ayudar a la policía; ¡lo vi también! Y empeñaste el diamante en la casa del prestamista de Londres, ¡estoy segura de ello! ¡Hiciste recaer tu deshonra (gracias a mi indigno silencio) sobre un hombre inocente! ¡Y fuiste hacia el Continente con tu botín, a la mañana siguiente! Luego de tanta vileza, sólo una cosa podías aún hacer. Venir aquí con una última mentira en los labios…, ¡venir aquí para decirme que he sido injusta contigo!
    Si hubiera permanecido allí un instante más, quién sabe qué palabras, de las cuales me hubiese arrepentido en vano posteriormente, habría dejado escapar de mis labios. Pasé de largo a su lado y abrí por segunda vez la puerta. Por segunda vez, también—y con la frenética terquedad de una mujer excitada—, me asió del brazo y se interpuso en mi camino.
    —Déjame ir, Raquel —le dije—. Será mejor para los dos. Déjame ir.
    Su histerismo y su cólera le hinchaban el pecho…. su anhelosa respiración me golpeó casi en el rostro, en tanto me retenía junto a la puerta.
    —¿Por qué has venido? —insistió, desesperada—. Te lo vuelvo a preguntar…, ¿por qué has venido? ¿Tienes miedo de que te delate? Ahora que eres un hombre rico; ahora que ocupas un lugar en el mundo y puedes casarte con la dama más encumbrada de la tierra…, ¿temes que diga yo las palabras que no le he dicho a nadie hasta ahora más que a ti? ¡No puedo hacerlo! ¡No puedo denunciarte! Soy peor, si es posible tal cosa, peor de lo que tú eres.
    Volvió a estallar en sollozos. Luchó consigo misma fieramente; asió mi brazo más y más fuertemente.
    —No puedo arrancarte de mi corazón —me dijo—, ¡ni aun ahora! ¡Puedes estar seguro de esta vergonzosa, de esta indigna flaqueza que no puede luchar contigo más que de esta manera! —abandonando súbitamente mi brazo… elevó sus manos y las retorció frenéticamente en el aire—. ¡Cualquiera otra mujer rehuiría la acción de tocarlo! — exclamó—. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Me desprecio a mí misma, más hondamente de lo que lo desprecio a él!
    Las lágrimas forzaron su paso a través de mis pupilas, a despecho de mí mismo…; no podía seguir sufriendo por más tiempo tan horrenda situación.
    —Tendrás que comprender que has sido injusta conmigo, sin embargo —le dije—. ¡De lo contrario no habrás de volver a verme jamás!
    Dicho esto me alejé. Ella abandonó de inmediato la silla en que se había dejado caer un momento antes; se puso de pie, de súbito —¡la noble criatura!—, y me siguió a través del cuarto exterior, para hacerme llegar una postrera y clemente frase de despedida.
    —¡Franklin! —me dijo—. ¡Te perdono! ¡Oh, Franklin, Franklin, no nos volveremos a ver nunca más! ¡Dime que me perdonas a mí!
    Yo me volví para demostrarle con la expresión de mi rostro que me era imposible recurrir a la palabra… Me volví y la saludé con la mano y la vi turbiamente, como en un sueño, a través de las lágrimas que me vencieron, al fin.
    Un instante después la más honda amargura había ya pasado. Me encontraba nuevamente en el jardín.
    No la pude ya ver ni escuchar.

    CAPÍTULO VIII
    En las últimas horas de esa misma tarde, me sorprendió la visita que me hizo en mi alojamiento Mr. Bruff.
    Un cambio notable se advertía en las maneras del abogado. Había perdido su habitual cordialidad y su confianza. Por primera vez en su vida me estrechó en silencio la mano.
    —¿Se va ya para Hampstead? —le pregunté, por decir algo.
    —Acabo, justamente, de abandonar Hampstead —me respondió—. Sé, Mr. Franklin, que ha logrado usted enterarse, por fin, de la verdad. Pero, honestamente, le digo que, de haber previsto yo el precio que debía usted pagar por ello, hubiera preferido dejarlo en las tinieblas.
    —¿Ha visto usted a Raquel?
    —He venido hacia aquí luego de llevarla de regreso a Portland Place; era imposible dejar que se volviera sola en el vehículo. Difícilmente podría hacerlo a usted responsable — teniendo en cuenta que la vio usted en mi casa y con mi permiso— del golpe que esta infortunada entrevista ha significado para ello. Todo cuanto puedo yo hacer es esforzarme por evitar una repetición de esta desgracia. Ella es joven, posee un carácter enérgico, y logrará sobreponerse a esto con la ayuda del tiempo y del reposo. Necesito asegurarme de que usted no habrá de estorbarla en su recuperación. ¿Puedo confiar en que no intentará verla usted nuevamente…, sin contar con mi autorización y aprobación?
    —Luego de lo que ella ha sufrido y lo que yo he soportado —le dije—, puede usted confiar en mí.
    —¿Me lo promete?
    —Le doy mi palabra.
    Mr. Bruff pareció aliviado. Depositando su sombrero arrimó su silla a la mía.
    —¡Eso ya está arreglado! —dijo—. Ahora, hablemos del futuro…, de su futuro, quiero decir. En mi opinión, las consecuencias del extraño giro tomado por este asunto son, en pocas palabras, las siguientes: en primer lugar, nos hallamos seguros de que Raquel le ha dicho a usted toda la verdad, tan claramente como es posible expresarla con palabras. En segundo lugar —y aun creyendo como creemos que alguna terrible equivocación se esconde en alguna parte de este asunto— apenas si podemos condenarla por el hecho de que lo crea a usted culpable, basándose en el testimonio de sus propios sentidos, respaldados éstos, como lo han sido, por determinadas circunstancias que parecen hablar ante los mismos de una manera harto concluyente en contra de usted.
    Aquí lo interrumpí.
    —Yo no condeno a Raquel —le dije—. Sólo lamento que no lograra convencerse a sí misma de que debía hablarme claramente cuando era el momento oportuno.
    —De la misma manera podría usted lamentar el que Raquel no sea cualquier otra persona —me replicó Mr. Bruff—. Y aun así, dudo que ninguna muchacha delicada que hubiera puesto su ilusión en casarse con usted, se hubiese atrevido a acusarlo, en la cara, de ladrón.
    De cualquier modo, no concordaba con la naturaleza de Raquel el hacer tal cosa. En un asunto muy distinto de éste suyo —y que la colocó, no obstante, en una situación no muy diversa de la que ocupó con respecto a usted— llegué a saber que actuó bajo la influencia de un motivo similar al que gravitó sobre ella en este asunto en que intervino usted. Por otra parte, como me dijo ella misma durante nuestro viaje de regreso a la ciudad esta tarde, de haber hablado ella claramente en aquel entonces, hubiera creído tanto en su negativa como ha creído ahora. ¿Qué puede usted contestarle a esto? No hay respuesta posible. ¡Vamos!
    ¡Vamos!, Mr. Franklin; se ha comprobado que mi punto de vista respecto de este caso era erróneo; lo admito…, pero, tal como están las cosas, puede ser que mi consejo sea digno de ser seguido, a pesar de ello. Le digo sinceramente que no haremos más que perder el tiempo y devanarnos los sesos sin provecho alguno, si es que intentamos volver atrás para hacer ensayos y desembrollar un asunto tan espantosamente complicado desde el principio.
    Volvámosle la espalda con decisión a cuanto ocurrió el año último en la casa de Lady Verinder; y veamos qué es lo que podemos descubrir en el futuro, en lugar de comprobar qué es lo que no logramos percibir en el pasado.
    —Sin duda olvida usted —le dije— que todo el asunto pertenece esencialmente al pasado…, en lo que a mi concierne.
    —Contésteme esta pregunta —me replicó mister Bruff—. ¿Se halla la Piedra Lunar implicada en el fondo de tan desgraciado asunto?… ¿Sí o no?
    —Sí…, naturalmente.
    —Muy bien. ¿Qué creemos nosotros que se hizo con la Piedra Lunar cuando fue llevada a Londres?
    —Le fue entregada en prenda a Mr. Luker.
    —Sabemos que no fue usted la persona que la empeñó. ¿Sabemos acaso quién lo hizo?
    —No.
    —¿Dónde se halla ahora, en nuestra opinión, la Piedra Lunar?
    —Depositada en casa de los banqueros de míster Luker.
    —Exactamente. Ahora bien, observe lo siguiente.
    Nos hallamos ya en el mes de junio. Hacia fin de este mes, no puedo precisar el día, habrá transcurrido un año desde el día en que, según nuestra creencia, fue empeñada la gema.
    Existe la posibilidad —para decir lo menos de ello— de que la persona que la empeñó pueda hallarse lista en estos momentos para rescatarla, cuando haya expirado ese plazo de un año. De ocurrir tal cosa, el propio mister Luker en persona —de acuerdo con los términos de su propio contrato— deberá recibir el diamante de manos de los banqueros. En tales circunstancias, propongo que se establezca vigilancia en el banco, tan pronto como el presente mes se aproxime a su fin, para descubrir a la persona a quien mister Luker le reintegrará la Piedra Lunar. ¿Me entiende usted ahora?
    Yo admití, un tanto de mala gana, que se trataba, sea como fuere, de una idea novedosa.
    —Me pertenece a mí tanto como a Mr. Murthwaite —dijo Mr. Bruff—. Jamás hubiera penetrado en mi cabeza de no haber sido por la conversación que sostuve con él hace algún tiempo. De estar en lo cierto Mr. Murthwaite, es probable que los hindúes se hallen rondando el banco hacia las postrimerías de este mes, también…, y es posible que ocurra entonces algo serio. Lo que acaezca no debe importarnos nada, ni a usted ni a mí…, como no sea en lo que se refiere a la ayuda que pueda prestarnos para echarle el guante a ese misterioso personaje que empeñó el diamante. Dicha persona, puede usted estar seguro de ello, es responsable, no pretendo decir de qué manera, de la situación en que se halla usted en este momento, y sólo ella podrá hacerlo recobrar el lugar que ocupaba anteriormente en la estimación de Raquel.
    —No puedo negar —le dije— que el plan que me propone enfrenta la dificultad de una manera muy osada, muy ingeniosa y muy novedosa. Pero… —Pero, ¿tiene usted que hacerme alguna objeción?
    —Sí. Mi objeción es la siguiente: su plan nos obligará a aguardar.
    —Concedido. Según mis cálculos necesitaremos aguardar alrededor de una quincena…, más o menos. ¿Es mucho tiempo?
    —Toda una vida, mister Bruff, para quien se halla en mi situación. Mi existencia me resultará sencillamente intolerable, a menos que no haga de una vez algo destinado a limpiar mi reputación.
    —Bien, bien, lo comprendo. ¿Ha pensado usted algo?
    —He pensado consultar al Sargento Cuff.
    —Se ha retirado de la policía. Es inútil esperar ninguna ayuda del Sargento.
    —Yo sé dónde encontrarlo; podré, al menos, hacer la prueba.
    —Hágala —dijo Mr. Bruff, luego de meditar un instante—. El caso ha adquirido un aspecto tan extraordinario desde el tiempo en que actuó el Sargento Cuff, que es posible que usted logre revivir su interés por la investigación. Pruébelo y hágame saber el resultado. Mientras tanto —me dijo, poniéndose de pie—, de no hacer usted hallazgo alguno durante el lapso que habrá de transcurrir desde ahora hasta fin de mes, ¿me hallaré yo en libertad para ensayar, por mi parte, qué es lo que pueda hacerse, según lo que aconseje el resultado de la vigilancia establecida en el banco?
    —Seguramente—le respondí—; a menos que lo releve yo completamente, en el intervalo, de la necesidad de efectuar dicho experimento.
    Mr. Bruff se sonrió y se encasquetó el sombrero.
    —Dígale al Sargento Cuff —me replicó— que yo opino que el hallazgo de la verdad depende del hallazgo de la persona que empeñó el diamante. Y hágame usted saber qué es lo que le sugiere su experiencia al Sargento.
    Y así fue como nos despedimos esa noche.
    En las primeras horas de la mañana del día siguiente, partí hacia la pequeña ciudad de Dorking…, lugar adonde se había retirado el Sargento Cuff, según me dijo Betteredge.
    Luego de inquirir en el hotel me hallé en posesión de los datos necesarios para dar con el cottage del Sargento. Se llegaba al mismo por un desierto atajo de las afueras de la ciudad y se alzaba aquél confortablemente en medio de sus propios jardines, protegido por un sólido muro de ladrillos en la parte trasera y los costados y por un elevado seto vivo al frente. La puerta, ornamentada en su parte superior por un enrejado bellamente pintado, estaba cerrada. Luego de hacer sonar la campanilla, atisbé a través del enrejado y pude advertir la flor favorita del gran Cuff en todas partes: floreciendo en el jardín, apiñándose junto a la puerta, y asomándose hacia el interior, en las ventanas. ¡Lejos de los crímenes y misterios de la gran ciudad, este ilustre apresador de ladrones vivía plácidamente los últimos años sibaríticos de su existencia, sumergido en las rosas!
    Una honorable anciana me abrió la puerta y destruyó de golpe todas las esperanzas que yo forjara sobre la base de la ayuda que el Sargento Cuff podría prestarme. Había partido, justamente el día anterior, para Irlanda.
    La mujer sonrió.
    —Un solo negocio lo preocupa ahora, señor —me dijo—: el de las rosas. Cierto jardinero de un gran personaje de Irlanda ha descubierto una nueva manera de cultivar las rosas…, y Mr. Cuff ha ido allí para averiguar de qué se trata.
    —¿Sabe usted cuándo regresará?
    —No podría informarle con exactitud, señor. Míster Cuff me dijo que regresaría en seguida o se quedaría allá algún tiempo, según que el descubrimiento resultara digno de estudio o no mereciera su atención. Si quiere usted dejarle algún mensaje pondré el mayor cuidado, señor en hacérselo llegar.
    Yo le di mi tarjeta, luego de haber escrito en ella, con lápiz, lo siguiente: "Tengo algo que decirle respecto de la Piedra Lunar. Tan pronto regrese, hágamelo saber." Hecho esto, no me quedaba otra cosa por hacer que someterme a las circunstancias y regresar a Londres.
    En las condiciones tan irritables en que me hallaba en la época a la cual me estoy refiriendo, mi infructuoso viaje hacia el cottage del Sargento no hizo más que acrecentar mi incontenible impulso de hacer alguna cosa. El mismo día que regresé a Dorking decidí que la próxima mañana habría de hallarme entregado a un nuevo esfuerzo: el de avanzar a marchas forzadas, y a través de todos los obstáculos, de la sombra a la luz.
    ¿Qué forma habría de adoptar mi próximo experimento?
    Si mi excelente amigo Betteredge se hubiese hallado presente, mientras me dedicaba yo a meditar sobre tal cuestión, y hubiera podido sorprender el curso de mis pensamientos, habría dicho, sin lugar a dudas, que era la faceta germana de mi carácter la que se hallaba ahora en primer plano. Hablando seriamente, era posible, tal vez, afirmar que mi educación germana era responsable, hasta cierto punto, de ese laberinto de especulaciones en medio de las cuales andaba ahora extraviado. Pasé casi toda la noche sentado, fumando y construyendo teorías, cada una más hondamente improbable que la que la había precedido.
    Cuando logré dormirme, mis fantasías de la vigilia me persiguieron durante el sueño. Al levantarme al día siguiente, el aspecto objetivo-subjetivo y el subjetivo-objetivo del asunto, se hallaban inextricablemente confundidos en mi mente; y comencé el día que habría de ser testigo de mi próximo esfuerzo en favor de determinada acción positiva de mi parte, preguntándome si tenía derecho alguno, desde el punto de vista filosófico, a considerar como existente cosa alguna, incluso el diamante, sobre la tierra.
    Cuánto tiempo hubiera permanecido extraviado en la niebla de mi propia metafísica, de haberme dejado a solas para desenredar mi propio embrollo, es algo que no podría de ninguna manera especificar. Como se probó más tarde, la casualidad vino a rescatarme y logró liberarme con toda fortuna. Ocurrió que me puse esa mañana la misma chaqueta que llevaba el día de mi entrevista con Raquel. Mientras buscaba cierta cosa en uno de los bolsillos, dieron mis dedos con un rugoso trozo de papel; lo saqué de allí y comprobé que se trataba de la olvidada carta de Betteredge.
    Me pareció injusto dejar sin respuesta a mi viejo y buen amigo. Y así fue como me dirigí hacia mi escritorio y me puse a leer de nuevo su carta.
    Una misiva en la cual no aparece nada importante hace que sea muy difícil la respuesta. El esfuerzo actual de Betteredge por entrar en correspondencia conmigo, encuadraba dentro de esa categoría de cartas. El ayudante de Mr. Candy, por otro nombre, Ezra Jennings, le había dicho a su amo que me vio en la estación; y Mr. Candy, por su parte, deseaba verme para hablar conmigo respecto de cierto asunto, la próxima vez que fuera yo a Frizinghall. ¿Qué podía respondérsele a esto que fuera digno del papel empleado para ello? Sentado allí comencé a trazar de memoria diversos retratos del extraño ayudante de Mr. Candy, sobre la hoja de papel que había decidido consagrarle a Betteredge…, hasta que me di cuenta, de manera repentina, que el incorregible Ezra Jennings se cruzaba nuevamente en mi camino.
    Arrojé, por lo menos, una docena de retratos del hombre del cabello blanquinegro (su cabello, en todos los casos, presentaba un aspecto notable) dentro del cesto de papeles…, y recién entonces y allí, en el mismo lugar, comencé a redactar mi respuesta para Betteredge.
    Resultó ésta la más vulgar de las cartas…, pero ejerció sobre mí un influjo excelente. El esfuerzo que implicó el escribir esas pocas líneas en un inglés sencillo despejó totalmente mi cabeza de los nebulosos disparates que la llenaran desde el día anterior.
    Consagrándome nuevamente a la dilucidación del impenetrable enigma que significaba mi situación para mí mismo, intenté ahora afrontar la dificultad, investigando el asunto desde un punto de vista enteramente práctico. Siendo, como eran todavía para mí, ininteligibles los eventos de la noche del cumpleaños, dirigí mi atención un poco más hacia atrás y busqué en mi memoria, de lo ocurrido en las primeras horas del día del cumpleaños, algún hecho que pudiera ayudarme a dar con la pista que buscaba.
    ¿Había ocurrido algo mientras Raquel y yo estábamos terminando de pintar la puerta, o más tarde cuando me dirigí a caballo a Frizinghall, o posteriormente, cuando volví, acompañado por Godfrey Ablewhite y sus hermanas, o más tarde aún, cuando deposité la Piedra Lunar en manos de Raquel, o posteriormente todavía, cuando llegaron los invitados y nos hallamos todos reunidos en torno a la mesa de la fiesta? Mi memoria pudo disponer de todos los eslabones, con la mayor facilidad, hasta llegar a este último evento. Al mirar hacia atrás en busca de los pormenores de índole social acaecidos durante la comida del día de cumpleaños, advertí que me hallaba en un punto muerto, al comienzo, no más, de la encuesta. No era capaz de recordar el número exacto de huéspedes que se sentaron alrededor de la mesa conmigo.
    Comprobar que me hallaba aquí completamente en duda e inferir de inmediato que las incidencias de la comida podrían depararme una especial recompensa por el trabajo que me tomara en investigarlas, formaban parte, en mi caso, de un plan mental único. Y creo que cualquiera otra persona, de encontrarse en mi situación, hubiera razonado de la misma manera. Cuando la búsqueda de lo que nos interesa personalmente nos lleva a convertirnos en motivo de análisis para nosotros mismos, sospechamos, naturalmente, de lo que no conocemos. Una vez que dispuse de los nombres de todas las personas que se hallaron presentes en la comida, resolví —como un medio que me sirviera para enriquecer los deficientes recursos de mi propia memoria— apelar a la memoria del resto de los huéspedes; registrar en el papel cuanto pudieran ellos recordar de los actos sociales cumplidos el día del cumpleaños y comparar luego el resultado así obtenido, a la luz de lo acontecido después que los invitados abandonaron la casa.
    Este último, el más novedoso de todos los experimentos efectuados por mí en el campo de la investigación —y el cual le hubiera sido atribuido por Betteredge a la faceta más luminosa o francesa de mi carácter, actuando en ese instante en todo su apogeo—, puede con justicia reclamar el derecho de ser registrado aquí, de acuerdo con sus propios méritos.
    Por inverosímil que parezca, acababa yo, por fin, de palpar a tientas, realmente, el sendero que conducía hacia la misma entraña del problema. No necesitaba ahora más que una ligera ayuda que me sirviera para guiarme por el camino verdadero desde el principio. Antes de que hubiera transcurrido un nuevo día esta ayuda me fue dada por uno de los invitados que se halló presente en la fiesta del día del cumpleaños.
    Trazado ya el plan, se hacía necesario, antes que nada, conseguir la lista completa de los huéspedes, cosa fácil de lograr por intermedio de Betteredge. Resolví, pues, regresar a Yorkshire ese mismo día y dar comienzo a la investigación a la mañana siguiente.
    Era ya demasiado tarde para tomar el tren que partía de Londres antes de mediodía. No había otra alternativa como no fuera la de aguardar, cerca de tres horas, la partida del próximo tren. ¿Podría hacer algo en Londres, durante ese intervalo, que me fuera de alguna utilidad?
    Mis ideas retornaron, obstinadamente, a la comida del día del cumpleaños.
    Aunque había olvidado el número exacto de los comensales, y en muchos casos aun los nombres, me acordaba lo suficiente de lo ocurrido como para saber que la mayor parte no componía el todo. Unos pocos, entre nosotros, no éramos residentes habituales del condado.
    Yo me contaba entre esos pocos. Mr. Murthwaite era otro. Godfrey Ablewhite, también, Mr. Bruff…, no; me acordé de que cierto asunto le había impedido asistir. ¿Se halló presente alguna señora residente en Londres? Sólo a Miss Clack podía incluirla en esa categoría. No obstante, he aquí tres invitados a quienes, sea como fuere, era conveniente que yo viera antes de abandonar la ciudad. De inmediato me dirigí hacia el despacho de Mr.
    Bruff, pues, desconociendo la dirección de las personas a quienes debía buscar, consideré posible que aquél pudiera ayudarme a encontrarlas.
    Mr. Bruff se hallaba tan ocupado que apenas si me concedió un solo minuto de su valioso tiempo. Durante ese minuto, sin embargo, se las arregló para opinar —de la manera más desalentadora—respecto de todas las preguntas que le hice.
    En primer lugar, consideraba mi más reciente método para dar con la clave del misterio demasiado descabellado como para ser tomado siquiera en serio. En segundo, tercero y cuarto lugar, Mr. Murthwaite se hallaba actualmente en camino de lo que fuera el teatro de sus antiguas proezas; Miss Clack había venido a menos y se hallaba instalada, por economía, en Francia; Mr. Godfrey Ablewhite podría o no podría ser encontrado en algún lugar de Londres. ¿Por qué no preguntaba por él en el club? ¿Y por qué no lo excusaba a Mr. Bruff por tener que volverse a sus ocupaciones y verse obligado a decirme buenos días?
    Habiendo quedado reducido el campo de mis actividades en Londres hasta el punto de incluir tan sólo en él la necesidad de hallar el paradero de Godfrey, atendí el consejo del abogado y me dirigí, por lo tanto, hacia el club.
    En el vestíbulo me encontré con uno de los socios, que era un viejo amigo de mi primo y a quien yo también conocía. Dicho caballero, luego de aclararme el misterio del paradero de Godfrey, me puso al tanto de dos hechos de su vida que no habían llegado hasta entonces a mis oídos.
    Al parecer, Godfrey, lejos de haberse sentido abrumado por la anulación, de parte de Raquel, de su promesa matrimonial, se había dedicado a hacerle requerimientos amorosos, poco después, a otra joven famosa por sus riquezas. Su pedido prosperó y el matrimonio llegó a ser considerado como una cosa establecida y segura. Pero he aquí que otra vez el compromiso había sido súbita e inesperadamente anulado a causa, según se decía, de una seria divergencia surgida entre el novio y el padre de la dama, respecto a la cuestión de la dote.
    Como compensación por este segundo desastre matrimonial, había sido Godfrey, poco tiempo después, objeto del apasionado recuerdo pecuniario de parte de una de sus muchas admiradoras. Cierta vieja dama acaudalada —muy respetada en el seno de la Liga de Madres para la Confección de Pantalones Cortos y que era una gran amiga de Miss Clack (a quien no legó otra cosa que un anillo de luto)— dejó al admirable y meritorio Godfrey un legado de cinco mil libras. Luego de recibir tan preciosa adición a sus modestos recursos pecuniarios, se le oyó decir que necesitaba un pequeño descanso en lo que concernía a sus labores caritativas y que el doctor le había prescrito "una escapada al Continente, la cual podría ser muy benéfica para su salud". Si quería verlo, sería conveniente que no dejara pasar mucho tiempo antes de hacerle la visita proyectada.
    Yo me lancé, en el acto, en su busca.
    La misma fatalidad que me hizo llegar con un día de retraso a la casa del Sargento Cuff, me hizo llegar un día más tarde, también, a la de Godfrey. Había abandonado Londres la mañana anterior en el tren periódico de Dover. Cruzaría hasta Ostende, y su criado creía que abrigaba el propósito de dirigirse a Bruselas.
    La fecha de su regreso era un tanto incierta; pero podía estar seguro de que habría de permanecer por lo menos tres meses en el extranjero.
    Regresé a mi alojamiento un tanto deprimido. Tres de los convidados a la comida del día del cumpleaños —los tres excepcionalmente inteligentes— se hallaban fuera de mi alcance, en el preciso instante en que más necesario me hubiera sido comunicarme con ellos. Mis postreras esperanzas reposaban ahora en Betteredge y en los amigos de la difunta Lady Verinder que pudiera encontrar aún en las inmediaciones de la casa de campo de Raquel.
    En esa ocasión viajé directamente hasta Frizinghall…, ciudad que se convirtió en el centro, esta vez, de mi investigación. Llegué allí a una hora demasiado avanzada de la tarde para poder comunicarme con Betteredge. A la mañana siguiente envié recadero con una carta, en la cual le rogaba que se reuniera conmigo en mi hotel, lo más pronto que le fuera posible.
    Luego de tomar la precaución —en parte para ganar tiempo y en parte para complacer a Betteredge— de enviar volando a dicho mensajero a su destino, contaba con la razonable perspectiva, de no ocurrir ninguna demora inesperada, de ver al anciano antes de que hubieran transcurrido dos horas desde el instante en que envié por él. Durante este intervalo me dispuse a emplear mi tiempo en la tarea de dar comienzo al proyecto de la encuesta entre los convidados de la fiesta del día de cumpleaños a quienes conocía personalmente y se hallaban más a mano. Estos eran: mis parientes, los Ablewhite, y Mr. Candy. El doctor, que había expresado que tenía un interés particular en verme, vivía en la calle siguiente. Así fue como me dirigí primero hacia Mr. Candy.
    Luego de lo que me dijera Betteredge, yo esperaba, naturalmente, percibir en el rostro del doctor las huellas de la grave dolencia que lo había aquejado. Pero no me encontraba absolutamente preparado para el cambio que advertí en él en cuanto hubo penetrado en la habitación y me estrechó la mano. Su mirada era turbia, su cabello se había tornado enteramente gris, su cara se hallaba mustia y su figura se había encogido. Dirigí mi vista hacia quien fuera una vez un doctor vivaracho, parlanchín y chistoso —asociado en mi recuerdo a la perpetración de incorregibles indiscreciones sociales e innumerables chanzas juveniles— y no advertí otro vestigio en él de su ser anterior que su antigua inclinación por la elegancia vulgar en el vestir. El hombre no era más que una ruina; pero sus ropas y sus pedrerías —como haciendo cruel escarnio del cambio operado en su persona— eran tan ostentosas y llamativas como siempre.
    —Muchas veces he pensado en usted, Mr. Blake —me dijo—, y me alegro sinceramente por volverlo a ver, al fin. ¡Si hay algo que pueda hacer por usted, le ruego me considere a su disposición, señor…, enteramente a su disposición!
    Dijo estas breves y vulgares palabras con una prisa y una vehemencia innecesarias y dejando traslucir una curiosidad por conocer el motivo de mi viaje a Yorkshire, que fue completamente —diría que infantilmente— incapaz de ocultar.
    De acuerdo con el propósito que tenía yo en vista, había, naturalmente, previsto la necesidad de entrar en una especie de aclaración personal, antes de tener la menor esperanza de lograr interesar a esa gente, la mayoría desconocida para mí, a fin de que hicieran el mayor esfuerzo posible de su parte para auxiliarme en mi empresa. En mi viaje hacia Frizinghall había preparado la respuesta…, y aproveché ahora la oportunidad que se me ofrecía para ensayarla en la persona de Mr. Candy.
    —Estuve en Yorkshire el otro día y vuelvo a encontrarme en Yorkshire ahora, cumpliendo una misión de aspecto un tanto romántico —le dije—. Se trata de un asunto, Mr. Candy, que les interesó de una u otra manera a todos los amigos de la difunta Lady Verinder.
    ¿Recuerda usted la misteriosa desaparición del diamante hindú, acaecida hace alrededor de un año? Ciertos hechos ocurridos últimamente han dado lugar a la esperanza de que puede aún ser hallado…, y yo como miembro que soy de la familia, estoy interesado en recobrarlo. Entre los obstáculos que encuentro en mi camino, se halla la necesidad de reunir nuevamente todas las pruebas que se descubrieron en aquel entonces y otras más, si es posible. El caso ofrece ciertas características que hacen aconsejable que yo reviva en todos sus detalles lo ocurrido en casa de Miss Verinder la noche del cumpleaños. Y me atrevo ahora a recurrir a los amigos de su difunta madre que se hallaban presentes allí en dicha ocasión, para que me presten el auxilio de su memoria… Al llegar a esta altura en mi experimento con las frases explicativas, me contuve repentinamente, al advertir a través del rostro de Mr. Candy que mi prueba había fracasado totalmente.
    El pequeño doctor permaneció todo el tiempo que yo hablé inquieto en su silla y tirando de las puntas de sus dedos. Sus ojos turbios y acuosos se hallaban fijos en mi rostro con una expresión vaga y a la vez ansiosamente inquisitiva, que causaba pena. Era imposible adivinar lo que pensaba en ese momento. La única cosa claramente perceptible era que había yo fracasado en mi propósito de atraer su atención, luego de haber pronunciado las dos o tres primeras palabras de mi discurso. La única probabilidad que tenía de hacerlo acordarse de sí mismo parecía residir en el hecho de cambiar el tema de la conversación.
    Ensayé, pues, un nuevo tópico inmediatamente.
    —¡Y basta ya —le dije alegremente— de los motivos que me han traído a Frizinghall!
    Ahora es su turno, Mr. Candy. Me envió usted un recado por intermedio de Gabriel Betteredge… Dejó de tirar de sus dedos entonces y se despabiló súbitamente.
    —¡Sí!, ¡sí!, ¡sí! —exclamó ansiosamente—. ¡Eso es! ¡Le envié a usted un recado!
    —Y Betteredge me lo hizo llegar debidamente por carta —proseguí—. Decía usted allí que tenía que decirme algo la próxima vez que arribara yo a esta población. ¡Y bien, Mr.
    Candy, aquí estoy!
    —¡Aquí está usted! —repitió el doctor—. Betteredge tenía mucha razón. Tenía yo que decirle algo a usted. Ese era mi mensaje. ¡Qué hombre maravilloso es Betteredge! ¡Qué memoria! ¡A su edad, qué memoria!
    Volvió a caer otra vez en el silencio, y comenzó a tirar de sus dedos nuevamente.
    Acordándome de lo que le oyera decir a Betteredge en cuanto al efecto producido en su memoria por la fiebre, proseguí hablando en la esperanza de que podía ayudarlo a recordar.
    —Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —le dije—. La última vez que nos vimos fue durante la última comida de cumpleaños que dio mi pobre tía.
    —¡Eso es! —gritó Mr. Candy—. ¡La comida del día del cumpleaños!
    Se puso impulsivamente de pie y me miró a la cara. Un profundo sonrojo fluyó de manera súbita a través de su rostro marchito y volvió a sentarse bruscamente, como si fuera consciente de haber dado a conocer una flaqueza que deseara mantener oculta. Era evidente, lastimosamente evidente, que conocía las lagunas de su memoria y que se empeñaba en ocultarlas a los ojos de sus amigos.
    Hasta aquí no había hecho él más que apelar a mi compasión. Pero las palabras que acababa de decir, pocas como eran, elevaron instantáneamente mi curiosidad al más alto nivel posible. La comida del día del cumpleaños había llegado a convertirse en el único acontecimiento del pasado hacia el cual dirigía yo mi mirada, experimentando un sentimiento que era una extraña mezcla de esperanza y recelo. ¡Y he aquí que ese mismo acontecimiento surgía de pronto para proclamarse a sí mismo de manera inequívoca como una materia sobre la cual tenía Mr. Candy algo importante que decir!
    Traté de ayudarlo una vez más. Pero ahora mi propio interés, que asomaba en el fondo de mi compasión, me urgió de manera un tanto premiosa para llevar a cabo lo que me proponía alcanzar.
    —Hará ya pronto un año —le dije— que estuvimos sentados en torno de tan agradable mesa. ¿Tiene usted algún apunte en su diario o en cualquier otra parte adonde conste lo que quería decirme?
    Mr. Candy comprendió la insinuación y me hizo percibir que la consideraba como un insulto.
    —No necesito de ningún apunte, Mr. Blake —me dijo con bastante empaque—. ¡No soy todavía tan viejo…, y mi memoria, gracias a Dios, es digna de la mayor confianza aún!
    Innecesario es que diga que decliné advertir que se hallaba ofendido conmigo.
    —¡Ojalá pudiera decir lo mismo de mi memoria! —le respondí—. Siempre que trato yo de recordar alguna escena ocurrida hace un año, rara vez mi recuerdo es tan vívido como quisiera yo que fuese. La comida en lo de Lady Verinder, por ejemplo… Mr. Candy volvió a animarse en cuanto la alusión se deslizó a través de mis labios.
    —¡Ah, la comida, la comida en casa de Lady Verinder! —exclamó más ansioso que nunca—. Tengo algo que decirle respecto de ella.
    Sus ojos me miraron con la misma angustiosa expresión inquisitiva, con la misma ansia, la misma vaguedad y denotando idéntica sensación de miserable desamparo que antes.
    Evidentemente se esforzaba, aunque en vano, por recobrar su perdida memoria.
    —Fue una comida muy agradable —estalló súbitamente y dando la impresión de que decía exactamente lo que anhelaba decir—. Una comida muy agradable, Mr. Blake, ¿no le parece a usted?
    Asintió con la cabeza, se sonrió y pareció creer el pobre hombre que había triunfado en su esfuerzo por ocultar la total bancarrota de su memoria bajo una oportuna intervención de su presencia de ánimo.
    Tan lamentable era su aspecto que decidí cambiar súbitamente de conversación — interesado como me hallaba tan hondamente por la recuperación de su memoria—, y me referí a ciertos hechos de interés local.
    Estos lograron desatarle la lengua. Tanto los minúsculos e inútiles escándalos como las disputas acaecidas en la ciudad, algunas de las cuales, las más viejas, no hacía más de un mes, volvían, al parecer, fácilmente a su memoria. Charlaba de tales temas de una manera que hacía recordar, en parte, el fluir afable y chistoso de su conversación de antaño. Pero había instantes en que, en plena conversación, vacilaba de golpe…, me miraba durante un momento con la misma vaga e inquisitiva expresión con que me miraba antes…, se dominaba… y volvía al asunto abandonado. Yo me sometí pacientemente a este martirio (¿puede ser acaso otra cosa que un martirio para un hombre de intereses cosmopolitas el absorber con silenciosa resignación las novedades producidas en una ciudad de campo?), hasta que el reloj ubicado en el delantero de la chimenea me hizo saber que mi visita se había prolongado a través de más de media hora. Considerando que tenía ahora cierto derecho a pensar que mi sacrificio era completo, me levanté para partir. Mientras le estrechaba la mano, Mr. Candy volvió a referirse, por su cuenta, a la fiesta del día del cumpleaños.
    —Me alegro mucho de haberle vuelto a ver —me dijo—. Yo pensaba…, realmente pensaba, Mr. Blake, hablar con usted. Respecto de la comida en casa de Lady Verinder, ¿sabe usted? Una comida agradable…. realmente agradable, ¿no le parece?
    En tanto repetía la frase, parecía sentirse tan poco seguro de haber logrado ocultarme las lagunas de su memoria, como ocurriera en el primer momento. Su mirada preocupada volvió a ensombrecer su semblante, y luego de hacerme pensar que me había de acompañar hasta la puerta de calle, cambió súbitamente de idea, hizo sonar la campanilla en demanda de su criada y se quedó aguardando en la sala.
    Yo descendí lentamente la escalera, con la descorazonada sensación de que el doctor tenía algo que decirme de vital importancia para mí, pero que se hallaba físicamente incapacitado para hacerlo. El esfuerzo que implicaba para él recordar que tenía algo que decirme era, de manera harto evidente, el único esfuerzo que su débil memoria se hallaba en condiciones de efectuar.
    En el preciso instante en que luego de llegar al último de los peldaños doblé una esquina para dirigirme hacia el vestíbulo exterior se abrió suavemente una puerta en algún lugar de la planta baja de la casa y una voz amable dijo detrás de mí:
    —Mucho me temo, señor, que haya usted encontrado a Mr. Candy lamentablemente cambiado, ¿no es así?
    Me volví y me encontré de pronto cara a cara con Ezra Jennings.

    CAPÍTULO IX
    La hermosa criada del doctor estaba aguardándome con la mano puesta sobre la abierta puerta de calle. La deslumbrante luz matinal que inundaba el vestíbulo caía plenamente sobre el rostro del ayudante de Mr. Candy, cuando me volví para mirarlo.
    Era imposible refutar a Betteredge cuando decía que el aspecto de Ezra Jennings, juzgándolo desde un punto de vista ordinario, predisponía en su contra. Tanto su piel gitana como sus descarnadas mejillas y sus flacos huesos faciales, y así también sus ojos soñadores, su extraordinaria cabellera de dos colores y el asombroso contraste ofrecido por su rostro y su figura, que lo hacía aparecer como una persona vieja y joven a la vez, parecían haber sido calculados como para producir una mala impresión en el espíritu de cualquier desconocido. No obstante —y sintiendo como sentía yo todo ello—, no puedo negar que Ezra Jennings despertó en mí cierta simpatía que me fue imposible resistir. En tanto que mi experiencia de la vida me aconsejaba responder a su pregunta y decirle que había en verdad hallado a Mr. Candy lamentablemente cambiado y proseguir después mi camino hasta salir de la casa, el interés que despertó en mí Ezra Jennings me hizo echar raíces en el lugar y le dio a él la oportunidad de hablarme en privado del doctor, oportunidad que había estado, evidentemente, acechando.
    —¿Va usted por el mismo camino, Mr. Jennings? —le dije, al observar que llevaba su sombrero en la mano—. Yo voy a la casa de mi tía Mrs. Ablewhite.
    Ezra Jennings me contestó que tenía que ir a ver a un paciente y debía dirigirse en la misma dirección.
    Al salir juntos de la casa observé que la linda criada —que no fue más que toda sonrisa y amabilidad en cuanto le di los buenos días al salir— recibió un pequeño y modesto encargo de parte de Ezra Jennings, relativo a la hora en que debía esperarse su regreso, con los labios fruncidos y dirigiendo su vista ostensiblemente hacia cualquier parte, antes que mirarlo a él a la cara. El pobre infeliz no era, evidentemente, un ser querido en la casa.
    Fuera de ella y de acuerdo con lo que me dijera Betteredge, era impopular en todas partes.
    "¡Qué vida la suya!", pensé en tanto descendíamos la escalinata exterior.
    Luego de haberse referido, por su parte, a la enfermedad del doctor, Ezra Jennings parecía determinado a dejar que yo reanudara la conversación con ese tema. Su silencio me decía de manera significativa: "Ahora es su turno." Yo también tenía mis motivos para referirme a la enfermedad del doctor y acepté prestamente la responsabilidad de hablar primero.
    —A juzgar por el cambio que advierto en él —comencé a decir—, la dolencia de Mr.
    Candy debe de haber sido mucho más grave de lo que yo supuse, ¿no es así?
    —Es un milagro —dijo Ezra Jennings— que haya sobrevivido a la misma.
    —¿Se halla acaso alguna vez su memoria en mejores condiciones de lo que se encuentra hoy? Se ha esforzado por decirme… —¿Algo que sucedió antes de que enfermara? —me preguntó el ayudante, al reparar que yo vacilaba.
    —Sí.
    —Su memoria de los hechos ocurridos en esa época está incurablemente debilitada —me dijo Ezra Jennings—. Casi debemos deplorar que el pobre hombre conserve algún resto de la misma. Mientras que por un lado se halla en condiciones de recordar confusamente ciertos planes ideados por él —cosas que debió decir o hacer aquí y allá, antes de enfermarse—, se muestra, al mismo tiempo, incapaz de recordar en qué consistían dichos planes, o cuáles eran las cosas que tenía que hacer o decir. Tiene dolorosa conciencia de su propia impotencia y se esfuerza angustiosamente, como usted lo habrá comprobado, por ocultar tal cosa a los ojos de los demás. Si al sanar se hubiera levantado sin recordar un solo detalle del pasado, sería un hombre mucho más feliz. ¡Quizá lo fuéramos también todos nosotros —añadió, sonriendo tristemente—, si pudiéramos, por lo menos, olvidar!
    —¿No hay acaso en la vida de todos los hombres, y sin lugar a dudas —le repliqué—, ciertos hechos cuya memoria no deberían ellos desear que se perdiera totalmente?
    —Eso, creo, puede decirse de la mayor parte de los hombres, Mr. Blake. Pero mucho me temo que no pueda decirse, en verdad, de todos. ¿Tiene usted algún motivo para suponer que ese recuerdo perdido que Mr. Candy se esforzó por recobrar —hace un instante, cuando usted le habló—, es un recuerdo que usted considera que es imprescindible que él conserve, en favor de usted?
    Al decir estas palabras por su cuenta, rozó precisamente el tema respecto del cual me hallaba yo ansioso por consultarlo. El interés que sentí por ese hombre extraño me había impelido en el primer momento a darle la oportunidad de hablarme, pero absteniéndome al mismo tiempo de referirme por mi parte a su amo, hasta tanto no estuviera lo suficientemente convencido de que se trataba de una persona en cuya delicadeza y discreción podía confiar. Lo poco que me había dicho hasta ahora sirvió para convencerme de que me hallaba ante un caballero. Poseía lo que me aventuré a llamar ese innato dominio de sí mismo, que es una segura muestra de buena educación no sólo en Inglaterra, sino en cualquier región del mundo civilizado. Cualquiera fuera el motivo que lo guió a hacerme la pregunta que acababa de dirigirme, no dudé un solo instante que se justificaba—hasta ahí por lo menos —el que le contestase yo sin la menor reserva.
    —Creo que tengo el más grande interés —le dije— en reconstruir ese perdido recuerdo que Mr. Candy es incapaz de hacer revivir. ¿Puede usted aconsejarme algún método que me sirva para ayudarle a refrescar sus recuerdos?
    Ezra Jennings me miró y un relámpago de interés repentino brilló en sus ojos castaños y soñadores.
    —La memoria de Mr. Candy se encuentra fuera del alcance de toda ayuda —me dijo—. Yo he tratado de prestarle esa ayuda, desde que su restablecimiento lo permitió hablar positivamente del asunto.
    Esto me desanimó, y no dejé de reconocerlo.
    —Le confieso que me hizo usted concebir la posibilidad de una respuesta menos desalentadora que ésa —le dije.
    Ezra Jennings se sonrió.
    —Puede ser que, después de todo, no se trate de una réplica definitiva, Mr. Blake. Puede ser que sea posible reconstruir el recuerdo perdido de Mr. Candy, sin necesidad de recurrir a Mr. Candy.
    —¿De veras? ¿Sería una indiscreción de mi parte el preguntarle… cómo podría ser eso?
    —De ninguna manera. La única dificultad que tengo para contestarle a su pregunta es la de explicarme a mí mismo. ¿Puedo contar con su paciencia, si paso a referirme, nuevamente, a la enfermedad de Mr. Candy, y si no le escatimo al hacerlo ahora ciertos detalles profesionales?
    —¡Por favor, prosiga! Ya ha despertado usted en mí un gran interés en tomo de esos detalles!
    Mi vehemencia pareció divertirlo…, quizá debiera más bien decir, agradarlo. Volvió a sonreír. Habíamos ya dejado tras de nosotros las últimas viviendas de la ciudad. Ezra Jennings se detuvo un instante y cortó varias flores silvestres de un seto que se hallaba a un costado del camino.
    —¡Qué hermosas son! —dijo sencillamente y mostrándome su pequeño ramillete—. ¡Y cuán pocas son las personas, al parecer, que las admiran en Inglaterra como ellas merecen!
    —¿No ha vivido usted siempre en Inglaterra? —le dije.
    —No. He nacido y me he criado, durante cierto tiempo, en una de nuestras colonias. Mi padre era inglés, pero mi madre… Nos estamos desviando del tema, Mr. Blake, y por culpa mía. La verdad es que he asociado a estas modestas florecillas de seto… No importa a qué; hablábamos de Mr. Candy, y a Mr. Candy volveremos ahora.
    Relacionando las pocas palabras que de tan mala gana se le escaparon, respecto de sí mismo, con esa melancólica opinión de la vida que lo llevaba a pensar que la felicidad del hombre estribaba en el completo olvido del pasado, me convencí de que la historia que había yo leído en su rostro era, en dos sentidos, al menos, su historia verdadera. En primer lugar, había sufrido lo que pocos hombres han padecido y, en segundo lugar, existía en su sangre inglesa el ingrediente de una raza extranjera.
    —Sin duda habrá usted oído hablar de la causa de la enfermedad de Mr. Candy —me dijo, retomando la palabra—. La noche del dinner-party de Lady Verinder llovió a cántaros. Mi amo regresó en medio de la lluvia en su birlocho y cuando llegó a su casa se hallaba calado hasta los huesos. Allí se encontró con un urgente mensaje de un enfermo que lo aguardaba y procediendo de la manera más desdichada, resolvió partir al punto para ver a su paciente, sin haberse cambiado de ropa. Yo me hallaba profesionalmente ocupado esa noche atendiendo un caso a cierta distancia de Frizinghall. Al regresar a la mañana siguiente hallé que me estaba esperando muy alarmado el lacayo de Mr. Candy para llevarme al cuarto de su amo. Por ese entonces el mal había ya obrado; la enfermedad estaba en su apogeo.
    —La enfermedad, según se me dijo en términos generales, consistió en una fiebre —le dije.
    —No podría yo añadir una sola palabra que hiciera más exacta su clasificación —me respondió Ezra Jennings—. Desde el primer instante hasta el último dicha fiebre no asumió ninguna forma específica. Inmediatamente mandé llamar a dos amigos profesionales de Mr.
    Candy, ambos médicos, que se hallaban en la ciudad, para que me dieran a conocer su opinión al respecto. Los dos convinieron conmigo en que se trataba de algo serio, pero también disintieron completamente en cuanto al tratamiento que yo quería aplicarle. El punto de vista que sostenían ellos por un lado y yo por el otro, en cuanto a su pulso, era totalmente opuesto. Los dos médicos, razonando por la celeridad de los latidos, manifestaron que debía adoptarse únicamente un tratamiento que tendiera a disminuirlos.
    Yo, por mi parte, admití que su pulso era rápido, pero les hice notar que su alarmante estado de debilidad indicaba un agotamiento general de su naturaleza física y exigía claramente la administración de estimulantes. Los dos médicos se declararon partidarios del avenate, la limonada, el hordiate y otras cosas por el estilo. Yo, del champaña o del brandy, del amoniaco y la quinina. ¡Como usted ve, una seria divergencia! Una diferencia de opiniones entre dos médicos de sólida reputación local y un desconocido que no era más que un ayudante en la casa. Durante los primeros días no me quedó otra alternativa que la de ceder ante los más ancianos y más doctos; mientras, el paciente se agravaba más y más.
    Yo intenté por segunda vez recurrir al convincente e innegable testimonio de su pulso. Su celeridad era mayor y la fiebre había aumentado. Ambos médicos tomaron como una ofensa mi obstinación. Y me dijeron: "Mr. Jennings, o bien nos entendemos nosotros con el enfermo, o usted se hace cargo de él. ¿Qué escoge?" Yo les dije: "Caballeros, concédanme cinco minutos para pensarlo y esa pregunta categórica habrá de tener una respuesta categórica." Cuando el plazo hubo expirado, me hallé pronto para darles mi contestación. Y les dije: "¿Se niegan ustedes de plano a probar el tratamiento basado en los estimulantes?" Ambos se rehusaron, con las palabras estrictamente necesarias para ello. "Pienso ponerlo en práctica inmediatamente, caballeros." "Si lo hace usted, Mr. Jennings, abandonaremos el caso." Yo bajé a la bodega en busca de una botella de champaña y le administré luego medio vaso del mismo al paciente con mis propias manos. Los dos médicos tomaron sus sombreros y abandonaron la casa en silencio.
    —Asumió usted una grave responsabilidad —le dije—. De hallarme yo en su lugar, mucho me temo que no me hubiera atrevido a hacerlo.
    —De hallarse usted en mi lugar, Mr. Blake, hubiera usted recordado que Mr. Candy le había dado empleo en circunstancias tales, que lo convertían a usted en su deudor por toda su existencia. De hallarse usted en mi lugar habría visto que su salud se apagaba de hora en hora y se hubiera arriesgado a hacer cualquier cosa antes que ver cómo el único hombre que lo amparó en esta tierra se moría ante sus ojos. ¡No crea usted que no tenía yo conciencia de la situación en que me había colocado! Hubo momentos en que llegué a sentir toda la miseria de mi soledad y el peligro de mi tremenda responsabilidad. De haber sido yo un hombre feliz, de haber sido la mía una próspera existencia, creo que hubiera sucumbido bajo el peso de la labor que me impuse. Pero como yo no tenía a mis espaldas ningún tiempo feliz hacia el cual dirigir mi vista, ni podía añorar ningún estado de sosiego mental que me obligara a percibir contraste alguno con la duda y la ansiedad del presente…, me mantuve firme, y a través de todos los obstáculos, llevé adelante mi resolución. Hacia el mediodía, que era cuando las condiciones del paciente alcanzaban el más alto nivel de mejoría, me tomaba yo el reposo que tanto necesitaba. Durante el resto de las veinticuatro horas del día y mientras su vida estuvo en peligro, jamás me alejé de su lecho. Hacia el crepúsculo, como ocurre habitualmente en tales casos, el delirio inherente a la fiebre se hacía presente. Se mantenía, con mayor o menor intensidad, durante las horas de la noche, y cesaba en ese terrible período que abarca las primeras horas de la mañana —desde las dos hasta las cinco—, cuando aun las energías vitales de las personas más sanas alcanzan su más bajo nivel. Es en esos momentos cuando recoge la Muerte su más abundante cosecha de vidas humanas. Y era en ese período cuando yo y ella luchábamos junto al lecho, para determinar quién habría de quedarse con el hombre que reposaba en él. Jamás dudé del tratamiento al cual lo apostara todo. Cuando fallaba el vino, le administraba brandy. Y cuando los otros estimulantes dejaron de surtir efecto, doblé la dosis. Luego de un intervalo de incertidumbre —cuya repetición le ruego a Dios no se produzca jamás—, llegó un día en que, lentamente, aunque de manera apreciable, comenzó a percibirse una disminución de los latidos y, lo que era aún mejor, se produjo un cambio en las características del golpeteo…, un innegable cambio que apuntaba hacia la estabilidad y la salud. Entonces fue cuando advertí que lo había salvado y cuando, debo reconocerlo, me vine abajo a mi vez.
    Abandoné la débil mano del pobre enfermo sobre el lecho y prorrumpí en sollozos. ¡Un desahogo histérico, Mr. Blake…, un desahogo histérico tan sólo! ¡Los fisiólogos dicen, y tienen razón, que algunos hombres nacen con características femeninas…; yo soy uno de ellos!
    Hizo esta amarga defensa profesional de sus lágrimas, hablando calmosamente y sin afectación, como lo había hecho hasta entonces. Tanto su ademán como su palabra demostraron desde el principio hasta el final que se hallaba particularmente, casi enfermizamente, preocupado por no exhibirse como un objeto digno de interés para mí.
    —Sin duda se preguntará usted por qué razón lo he fatigado con todas estas minucias, ¿no es así? —prosiguió—. Debo decirle, Mr. Blake, que no encuentro otro camino mejor que ése para llevarlo adonde lo quiero conducir en seguida. Ahora que se halla usted al tanto de la clase de vida que llevaba yo durante la enfermedad de Mr. Candy estará en condiciones de comprender cuán grandemente necesitado, de tanto en tanto, me hallaba yo de aligerar la carga que pesaba sobre mi espíritu, con algo que fuese una especie de respiro. He tenido la pretensión de emplear mis horas libres, desde hace varios años, en la preparación de un libro dirigido a los miembros de mi profesión…. un libro que tiene por tema el delicado e intrincado asunto del cerebro y el sistema nervioso. Es probable que no lo termine nunca y lo más seguro será que no aparezca jamás. No por eso ha dejado de ser para mí el compañero de muchas de mis horas solitarias y fue también él quien me ayudó a sobrellevar los momentos de angustia —esos momentos que empleé nada más que en velar— junto al lecho de Mr. Candy. Ya le he dicho que éste deliraba, ¿no es así? ¿Y le he mencionado, también, la época en que comenzó a desvariar?
    —Sí.
    —Bien; yo había llegado en mi libro, por ese entonces, al pasaje que debía tratar precisamente del delirio. No habré de molestarlo a usted de ninguna manera con teoría alguna sobre la materia…; me concretaré tan sólo a decirle lo que le interesa a usted en el presente. Innumerables veces se me ha ocurrido, durante el ejercicio de la medicina, poner en duda el hecho de que podamos justificadamente inferir en los casos de delirio, que la pérdida del habla tiene que involucrar necesariamente la pérdida de la facultad de pensar, en idéntica medida. La dolencia del pobre Mr. Candy me dio la oportunidad de poner a prueba mi objeción. Debido a mi conocimiento del arte de la taquigrafía, me hallaba en condiciones de registrar las "divagaciones" del paciente, respetando exactamente las palabras emitidas por sus labios. ¿Percibe usted la meta a la que me voy aproximando, Mr.
    Blake?
    Yo la advertí claramente y aguardé, conteniendo el aliento, a que dijera más.
    —A ratos perdidos —prosiguió Ezra Jennings— me dediqué a traducir mis notas taquigráficas al lenguaje corriente…, dejando largos espacios entre una y otra frase inconclusa y aun entre las meras palabras sueltas, tal como brotaron éstas de los labios de Mr. Candy. Le apliqué entonces al caso el mismo razonamiento que ponemos en práctica cuando nos hallamos en el trance de reunir las diferentes piezas de un "rompecabezas” infantil. Al comenzar, todo es confusión; pero todo podrá ser puesto en orden hasta llegar a constituir una figura, sólo con que hallemos el sistema verdadero para hacerlo. De acuerdo con este plan, llené los espacios en blanco con las palabras que las frases inconclusas o las palabras sueltas me sugirieron que habían sido pensadas por el paciente; alteré luego una y otra vez las palabras hasta que logré dar con aquellas que resultaron ser el complemento natural de las que las antecedían y las sucedían en el papel. El resultado fue que no sólo pude llenar de esa manera el vacío de muchas horas de ansiedad, sino que arribé a algo que vino, según me pareció, a confirmar mi teoría. Hablando con más sencillez, luego de haber enlazado las diferentes frases inconclusas entre sí, descubrí que la superior facultad del pensamiento había seguido obrando de manera más o menos hilvanada en la mente del enfermo durante el tiempo en que la inferior facultad de la expresión permanecía en un estado de casi total impotencia y confusión.
    —¡Un momento! —interrumpí ansiosamente . ¿Apareció mi nombre durante alguna de las divagaciones?
    —Verá usted, Mr. Blake. Entre los testimonios escritos que prueban la verdad de la aseveración que acabo de anticiparle —o, mejor dicho, entre los varios experimentos efectuados para poner a prueba mi aserción— hay uno en el que aparece su nombre.
    Durante casi toda la noche la mente de Mr. Candy se había hallado ocupada en algo que les concierne a ambos. Yo anoté las palabras sueltas, tal como fueron brotando de sus labios, sobre una hoja de papel. Y he registrado los eslabones descubiertos por mí y que vinculan entre sí a esas palabras, en otra hoja de papel. El producto, utilizando el lenguaje de los aritméticos, es un inteligible relato…, relacionado, primeramente, con un hecho realmente acaecido en el pasado y luego con algo que Mr. Candy hubiera hecho en el futuro, de no habérsele cruzado en el camino la enfermedad que vino a impedírselo. La cuestión reside en averiguar si esto constituye o no el recuerdo perdido que él se esforzó por hallar esta mañana, cuando usted lo visitó, ¿no es así?
    —¡No hay la menor duda! —le respondí—. Regresemos inmediatamente para ver esos papeles.
    —Absolutamente imposible, Mr. Blake.
    —¿Por qué?
    —Póngase usted en mi lugar, por un momento —dijo Ezra Jennings—. ¿Le revelaría usted a otra persona las palabras que han surgido de manera inconsciente de labios de su doliente enfermo y su desvalido amigo, sin asegurarse previamente de que existe, en verdad, una razón que justifique tal cosa?
    Yo advertí que no había réplica posible; pero traté, no obstante, de refutarlo.
    —Mi conducta frente a un hecho de naturaleza tan delicada como ese al que usted se refiere —le conteste— se hallaría sujeta en gran medida a la cuestión de si la revelación compromete o no a mi amigo.
    —Yo he dispuesto necesariamente del tiempo suficiente para considerar ese aspecto de la cuestión —me dijo Ezra Jennings—. Dondequiera que una nota incluía algo que Mr. Candy hubiera deseado mantener en secreto, resolví yo romper tal nota. Los experimentos manuscritos efectuados a la vera de la cama de mi amigo no incluyen ahora nada que él vacilaría en comunicar a otros, en el caso de que recuperara la memoria. En lo que a usted se refiere, me asiste aún la razón de suponer de que hay en mis notas algo que él desearía realmente comunicarle… —¿Y aún vacila usted?
    —Sí, aún vacilo. ¡Tenga en cuenta las circunstancias en las cuales obtuve la información que ahora poseo! Inofensiva como es la misma, no puedo convencerme de que debo entregársela a usted, a menos que me demuestre usted que le asiste un motivo para pedirme tal cosa. ¡Tan mal ha estado el pobre, Mr. Blake, y tan enteramente ha dependido de mí!
    ¿Le pido mucho a usted al rogarle que me insinúe, no más, qué clase de interés es el que lo lleva hacia ese recuerdo perdido…, o en qué cree usted que consiste el mismo?
    De haberle respondido con la misma franqueza que sus palabras y sus maneras exigían de mí, me hubiera visto obligado a reconocer abiertamente que se sospechaba que yo era el ladrón del diamante. Pese a que el impulsivo interés que había sentido en el primer momento por Ezra Jennings se había ido acrecentando posteriormente de manera extraordinaria, no había logrado destruir la invencible repugnancia que me causaba el hecho de revelarle la degradante posición en que me hallaba. Una vez más me refugié en las frases explicativas que había preparado para enfrentar a los desconocidos.
    Esta vez no tuve motivo alguno para quejarme de la falta de atención de la persona a quien me dirigía. Ezra Jennings me escuchó pacientemente, aun con ansiedad, mientras le dirigí la palabra.
    —Lamento haber despertado su expectativa, Mr. Blake, sólo para desilusionarlo después — me dijo—. Durante todo el tiempo que duró la enfermedad de Mr. Candy, desde el primer día hasta el último, ni una sola palabra relativa al diamante se escapó de sus labios. El asunto con el cual oí que relacionaba él su nombre, Mr. Blake, puedo asegurarle que no guarda relación visible alguna con la desaparición o recuperación de la gema de Miss Verinder.
    Habíamos llegado en tanto decía él estas palabras a un sitio en el cual la carretera por donde íbamos caminando se bifurcaba. Un camino conducía hacia la casa de Mr. Ablewhite y el otro hacia una aldea situada en medio de un brezal, dos o tres millas más allá. Ezra Jennings se detuvo ante la ruta que conducía a la aldea.
    —Tengo que ir en esa dirección —me dijo—. Lamento real y verdaderamente, Mr. Blake, el no poder serle de ninguna utilidad.
    Su voz me convenció de que hablaba sinceramente. Sus dulces ojos castaños se detuvieron por un momento en mi rostro con melancólico interés. Haciéndome una reverencia echó a andar, sin agregar una sola palabra, en dirección de la aldea.
    Durante uno o dos minutos permanecí allí inmóvil, viendo cómo se perdía en la distancia, llevándose con él y más lejos lo que yo estaba seguro ahora que era la clave de lo que buscaba. Luego de haberse alejado un tanto, se volvió para mirarme. Al advertir que me hallaba en el mismo lugar, se detuvo como si estuviera dudando respecto a si yo deseaba o no dirigirle de nuevo la palabra. ¡No tuve tiempo para detenerme a razonar sobre mi propia situación…, para recordarme a mí mismo de que estaba perdiendo mi oportunidad en el que podría ser el punto decisivo de mi existencia, y todo ello nada más que por halagar mi amor propio! Sólo conté con el tiempo suficiente para decirle primero que volviera y para pensar luego. Sospecho que soy uno de los hombres más imprudentes del mundo. Le dije que volviera…, y luego me dije a mí mismo: "Ahora no hay ya remedio. ¡Debo decirle la verdad! “ El desanduvo su camino de inmediato. Y yo avancé a lo largo de la carretera para ir a su encuentro.
    —Mr. Jennings —le dije—. No he sido totalmente honrado con usted. El interés que me lleva a reconstruir el recuerdo perdido de Mr. Candy no tiene nada que ver con la recuperación de la Piedra Lunar. Un grave asunto personal ha motivado mi visita a Yorkshire. Sólo una excusa tengo para justificar el hecho de no haberle hablado con franqueza respecto de esta cuestión. Es más doloroso de lo que pueden expresarlo mis palabras, para mí, el hecho de poner al tanto a cualquier persona de la situación en que realmente me hallo.
    Ezra Jennings me miró con lo que era en él el primer atisbo de asombro, desde que yo lo conocía.
    —No tengo el derecho, Mr. Blake, ni el deseo —me dijo—, de entremeterme en sus asuntos privados. Permítame que le pida perdón por haberlo sometido, de la manera más inocente, a una prueba angustiosa.
    —Tiene usted el perfecto derecho —le repliqué— de fijar las condiciones según las cuales se halla dispuesto a revelarme lo que oyó junto al lecho de Mr. Candy. Comprendo y respeto la delicadeza que gravita sobre usted, en lo que se refiere a ese asunto. ¿Cómo puedo esperar que me dispense usted su confianza si yo me resisto a dispensarle la mía?
    Debe usted conocer, y habrá de conocerlo, el objeto de mi interés en lo que concierne a lo que Mr. Candy quería comunicarme. Si ocurriera que me equivocase en mi anticipación de las cosas y que usted demostrara que no puede ayudarme luego de hallarse plenamente al tanto de lo que yo necesito, apelaré a su honor para que guarde mi secreto…; algo me dice que no confiaré en vano.
    —¡Alto ahí, Mr. Blake! Tengo algo que decirle, algo que deberé decirle antes de que pronuncie usted una palabra más.
    Yo lo miré asombrado. La zarpa de una terrible emoción pareció haberlo asido para sacudirlo hasta el alma. Su piel gitana se alteró y adquirió un matiz pálido, grisáceo, lívido; sus ojos se tornaron de súbito en unos ojos brillantes y salvajes. Su voz descendió hasta adquirir un tono —bajo, grave y resuelto— que yo oía ahora por vez primera. Los latentes recursos naturales de ese hombre para el bien o para el mal —difícil hubiera sido determinarlo en ese instante— surgieron a la superficie de su ser y se mostraron ante mí con la misma rapidez del relámpago.
    —Antes de que deposite usted su confianza en mi persona —prosiguió—, deberá y habrá de saber en qué circunstancias hice mi entrada en la casa de Mr. Candy. No me llevará ello mucho tiempo. No pretendo, señor, contarle mi historia, como es usual decir, a ningún hombre. Mi historia habrá de morir conmigo. Sólo le pido que me permita usted que le diga lo que le he dicho a Mr. Candy. Si persiste usted luego de haberme oído en querer decirme lo que se ha propuesto, contará usted con toda mi atención y me pondré enteramente a sus órdenes. ¿Seguimos andando?
    La reprimida angustia de su rostro me hizo callar. Le respondí con un signo. Y seguimos andando.
    Luego de haber avanzado unos pocos metros, Ezra Jennings se detuvo junto a un portillo que se abría en el tosco muro de piedra que separa el brezal de la carretera en ese lugar.
    —¿Qué le parece si descansamos un momento, Mr. Blake? —me preguntó—. No soy ya el de antes…. y hay ciertas cosas que me fatigan.
    Yo le di mi aprobación, naturalmente. El abrió la marcha y luego de introducirse a través de la abertura se deslizó sobre una parcela de hierba que crecía en el brezal, protegida del lado más próximo a la carretera por un conjunto de arbustos y árboles enanos, desde la cual se divisaba en la opuesta dirección la grande y extraordinariamente desolada perspectiva constituida por la sombría y yerma superficie del páramo. El cielo se había nublado durante la última media hora. La luz se tornaba opaca y la distancia poco clara.
    El rostro amable de la Naturaleza salió a nuestro encuentro, exhibiendo una expresión suave, tranquila e incolora…, y sin ninguna sonrisa.
    Nos sentamos en silencio, Ezra Jennings colocó a un lado su sombrero y deslizó su mano, fatigadamente, sobre su frente y, en la misma forma, después, por entre su cabello asombrosamente blanquinegro. Luego arrojó su ramillete de flores silvestres, como si los recuerdos que las mismas despertaban en él fueran ahora recuerdos que lo herían.
    —¡Mr. Blake! —me dijo súbitamente—, se halla usted en una mala compañía. La sombra de una horrible acusación ha estado pendiendo sobre mí durante muchos años. Le digo lo peor desde el principio. Soy yo un hombre cuya vida no es más que un despojo y cuya reputación ya no existe.
    Yo intenté hablar. Pero él me detuvo.
    —No —me dijo—, perdón, todavía no. No se comprometa mediante ninguna expresión de simpatía de la cual pueda usted mañana sentirse arrepentido. Me he referido a una sombra que ha pendido sobre mí durante muchos años. Diversas circunstancias, relacionadas con la misma. hablan en mi contra. No puedo reconocer ante mí mismo en qué consiste dicha acusación. Y me hallo incapacitado, totalmente incapacitado, para probar mi inocencia.
    Sólo puedo jurar, como cristiano, que soy inocente. Es inútil apelar a mi honor de hombre.
    Se detuvo nuevamente. Yo le dirigí una mirada comprensiva. Pero él no me respondió con ninguna mirada en momento alguno. Todo su ser parecía sumergido en la agonía del recuerdo y sus energías absorbidas por un esfuerzo verbal.
    —Mucho es lo que podría decir —prosiguió— en lo que se refiere al implacable trato que he recibido de mi propia familia y a la implacable enemistad que me ha hecho su víctima.
    Pero el mal ya está hecho y la Justicia no tiene remedio ahora. Renunciaré a fatigarlo o a apenarlo, señor, si ello me es posible. En los comienzos de mi carrera, aquí en este país, esa vil calumnia de que le hablé al principio dio en tierra conmigo para siempre. Renuncié entonces a cuanto podía aspirar dentro del campo de mi profesión; el anonimato fue la mejor alternativa que se ofreció ante mi vista. Abandoné a la mujer amada… ¿Cómo podía condenarla a compartir mi desgracia? Una plaza de ayudante de médico se me ofreció en un remoto rincón de Inglaterra. Obtuve dicho empleo. Una promesa de tranquilidad y también de oscuridad, pensé. Pero estaba equivocado. Los rumores malignos, auxiliados por el tiempo y la oportunidad, viajan pacientemente y hasta una gran distancia. La acusación, de la que había huido, me siguió los pasos. Yo advertí su cercanía. Y fui capaz de abandonar voluntariamente mi posición, llevándome los testimonios a que me hice acreedor. Ellos me sirvieron para procurarme un nuevo puesto en un nuevo y remoto distrito. Pasó cierto tiempo nuevamente y otra vez la calumnia, que fue un golpe de muerte para mi reputación, me dio alcance. Esta vez no advertí su presencia. Mi patrono me dijo: "Mr. Jennings, no tengo ningún motivo de queja contra usted; pero deberá usted rectificarse o de lo contrario abandonar el puesto." No me quedaba más que una sola alternativa… Y dejé el puesto. Es innecesario que me detenga aquí para decirle lo mucho que he sufrido después de eso. Sólo tengo ahora cuarenta años. Mire usted mi cara y lea en ella la historia de varios años de penurias. Terminaron éstos con mi venida a este lugar y con mi encuentro con Mr. Candy.
    Necesitaba el doctor un ayudante. En lo que concernía a mi competencia lo remití a mi último patrono. Quedaba aún por aclarar la cuestión de mi reputación. Le dije entonces lo que le he dicho a usted ahora…; nada más que eso. Le previne que se producirían dificultades aun cuando él me creyera. "Aquí, como en cualquier otra parte", le dije, "rechazaré esa máscara culpable que implica todo nombre supuesto; no me hallo más a salvo en Frizinghall que en ningún otro lugar de la sombra que me sigue, vaya donde vaya." Y él me respondió: "No acostumbro hacer las cosas a medias…, le creo y lo compadezco.
    Si está usted decidido a afrontar cualquier acontecimiento que se produzca, yo también lo estaré.” ¡EI Todopoderoso lo bendiga! Me ha dado albergue, empleo y además tranquilidad espiritual…, y tengo la completa seguridad (la he tenido desde hace varios meses) de que nada ocurrirá que le haga lamentar a él tal cosa.
    —¿Ha muerto ya la calumnia? —le dije.
    —Se muestra más activa que nunca. Pero cuando llegue aquí será ya demasiado tarde.
    —¿Abandonará usted el lugar?
    —No, Mr. Blake… Ya estaré muerto. Desde hace diez años padezco de una incurable dolencia interna. No le ocultaré a usted que me hubiera abandonado a la agonía de ese dolor permitiéndole que acabara conmigo hace ya muchos años de no haber sido por una última cosa digna de interés que me resta hacer en la vida y que torna mi existencia en un hecho que reviste ante mí mismo alguna importancia todavía. Necesito prever lo necesario para una persona que me es muy querida, y a quien no habré de ver jamás. Mi pequeño patrimonio personal difícilmente podrá servirle para emanciparla de los demás. La esperanza de alcanzar a vivir lo suficiente para hacer que aquél aumente hasta una cifra determinada, me impulsó a resistir la enfermedad con el mejor paliativo a mi alcance. Para mi enfermedad, el único paliativo realmente eficaz es… el opio. A esta droga todopoderosa y compasiva le he debido una prórroga de muchos años en el cumplimiento de mi sentencia de muerte. Pero aun las virtudes del opio tienen su límite. El progreso de mi dolencia me ha ido obligando paulatinamente a convertir el uso del opio en un abuso de la droga. Al cabo estoy sintiendo las consecuencias. Mis nervios están destrozados; mis noches son noches de horror. El fin no se halla muy lejano. Puede venir ya… No he vivido ni trabajado en vano.
    La pequeña suma de que le hablé está a punto de ser reunida, y me hallo en condiciones de completarla si mis últimas reservas orgánicas no se agotan antes de lo que yo espero.
    Apenas si sé por qué le he comunicado todas estas divagaciones. No creo que sea yo tan modesto como para apelar a su compasión. Quizá haya sido porque se me ha ocurrido pensar que usted me comprendería más pronto en cuanto supiera que si le he dicho esto ha sido por la completa seguridad que tengo de ser un moribundo. No quiero engañarlo, Mr.
    Blake, diciéndole que usted me interesa. No he hecho más que valerme de la cuestión de la pérdida de la memoria de mi amigo, para intimar con usted. He especulado con la posibilidad de que sintiera usted una curiosidad pasajera respecto de lo que él quería decirle y de que me creyera a mí capaz de satisfacerla. ¿Hay algo que pueda servirme de excusa por haberme entremetido con usted? Quizá sí. Un hombre que ha vivido como yo he vivido suele amargarse cuando medita sobre el destino de la especie. Tiene usted juventud, riquezas, salud, una situación en el mundo y muchas posibilidades ante sí…; usted y los que se hallan en sus mismas condiciones me hacen ver el lado brillante de la vida y me reconcilian con este mundo que habré de dejar. Cualquiera sea el epílogo de esta conversación, no olvidaré nunca que me ha concedido usted una gracia al hacerme sentir tal cosa. Depende de usted ahora, señor, el decirme lo que se proponía comunicarme o el desearme buenos días.
    Sólo una respuesta podía darle a este pedido. Sin vacilar un solo instante le conté la verdad, tan sin reservas como la he contado para ustedes en estas páginas.
    El se puso súbitamente de pie y me miró ansiosamente y conteniendo el aliento, a medida que me aproximaba al incidente central de mi relato.
    —Es cierto que penetré en la habitación —le dije—, y es cierto también que me apoderé del diamante. Solo puedo justificar ambas cosas diciendo que, sea lo que fuere lo que haya hecho, lo efectué sin saberlo yo mismo Puede usted creer que le he dicho la verdad… Ezra Jennings me asió con vehemencia del brazo.
    —¡Alto ahí! —me dijo—. Me ha sugerido usted más de lo que usted mismo supone. ¿Ha tenido usted alguna vez la costumbre de hacer uso del opio.
    —Jamás lo he probado en mi vida.
    —¿Se hallaban sus nervios resentidos el ano pasado en esta misma fecha? ¿Sintió alguna inquietud desusada, alguna irritación desacostumbrada?
    —Sí.
    —¿Dormía usted mal.
    —Malísimamente. Muchas noches no dormí un solo instante.
    —¿Constituyó la noche del cumpleaños una excepción? Trate de recordar. ¿Durmió usted bien ese día únicamente?
    —¡Lo recuerdo! Dormí profundamente Soltó mi brazo tan súbitamente como lo había asido…, y me miró con el aire de un hombre en cuya mente acaba de disiparse la última duda que lo abrumaba.
    —Es éste un día notable, tanto en su vida como en la mía —me dijo gravemente—. Estoy ahora absolutamente seguro, Mr. Blake, de una cosa… Lo que Mr. Candy quería decirle esta mañana, lo tengo registrado en las notas que tomé junto a la cama del paciente.
    Aguarde, que eso no es todo. Estoy firmemente convencido de que podré probarle que estaba usted inconsciente cuando entró en la habitación y echó mano del diamante. Deme tiempo para meditar y para hacerle algunas preguntas. ¡Creo que la vindicación de su buen nombre se halla en mis manos!
    —¡Explíquese, por Dios! ¿Qué quiere usted decir?
    En medio de la excitación provocada en nosotros por el diálogo, habíamos avanzado unos pasos más allá del grupo de árboles enanos que ya he dicho nos ocultaban a los ojos de los demás. Antes de que Ezra Jennings hubiera tenido tiempo de responderme, fue llamado desde la carretera por un hombre extraordinariamente excitado, el cual había estado evidentemente acechándolo.
    —Ya voy —le respondió—; ¡con la mayor rapidez posible! —y se volvió hacia mí—. Debo atender un caso urgente en la aldea. Debería estar allí desde hace media hora… Debo atender el llamado en seguida. Concédame usted dos horas y vuelva a lo de Mr. Candy… Me comprometo a ponerme a su disposición entonces.
    —¡Cuánto tiempo tendré que esperar! exclamé con impaciencia—. ¿No podría usted calmar mi ansiedad con alguna palabra explicativa, antes de irse?
    —Se trata de un asunto demasiado serio para que pueda ser explicado de manera precipitada, Mr. Blake. No crea que trato de poner a prueba su paciencia intencionadamente… No haría más que aumentar su expectativa si intentara remediar las cosas en el estado en que se encuentran actualmente. ¡En Frizinghall, señor, dentro de dos horas!
    El hombre de la carretera volvió a llamarlo. Y él se alejó precipitadamente, abandonándome allí.

    CAPÍTULO X
    De qué manera se hubiera comportado cualquier otro hombre durante ese intervalo de expectativa a que me vi condenado, es algo que no pretendo aclarar. La influencia que esas dos horas de prueba ejercieron sobre mí fue la siguiente: me sentí físicamente incapaz, todo el tiempo, de permanecer tranquilo en un mismo sitio y espiritualmente imposibilitado de hablar con nadie hasta no haber oído primero todo lo que Ezra Jennings tenía que decirme.
    En este estado de ánimo renuncié no sólo a la visita que había pensado hacerle a Mrs.
    Ablewhite…, sino que no sentí ni el menor deseo de ver al propio Gabriel Betteredge.
    De regreso en Frizinghall le dejé una nota a Betteredge, en la cual le comunicaba que había sido llamado y que mi ausencia duraría unas pocas horas, pero que podía tener la seguridad de que regresaría hacia las tres de la tarde. Le rogaba que durante ese intervalo ordenara su comida para la hora habitual y matara el tiempo como mejor le pareciera. Como bien yo sabía, poseía una multitud de amigos en Frizinghall y no se hallaría en dificultades para ocupar su tiempo, hasta tanto regresara yo al hotel.
    Una vez realizado esto, hice la mayor parte de mi trayecto por las afueras de la ciudad nuevamente y me dediqué a vagar por el solitario brezal que rodea a Frizinghall hasta que el reloj me previno de que había llegado, por fin, la hora de regresar a la casa de Mr.
    Candy.
    Me encontré allí con Ezra Jennings, quien se hallaba listo y aguardándome.
    Estaba sentado a solas en un pequeño cuarto que comunicaba mediante una puerta de vidrio con una sala de operaciones. Diagramas horrendamente coloreados que hablaban de los estragos causados por temibles enfermedades, colgaban en los desolados muros de color de ante. Un armario para libros lleno de volúmenes de medicina deteriorados, y ornamentado en su parte superior con un cráneo en lugar del busto habitual; una gran mesa de pino salpicada profusamente de tinta; sillas de madera como esas que se ven habitualmente en las cocinas y cabañas; un droguete deshilachado en el centro del cuarto; un sumidero con una pileta y un canal de desagüe empotrado en el muro y que sugería de manera horrible su vinculación con los trabajos quirúrgicos, componían todo el moblaje del cuarto. Las abejas zumbaban entre las escasas flores de los tiestos colocados en la parte exterior de la ventana, los pájaros cantaban en el jardín y el débil e intermitente sonido de un piano desafinado de alguna casa de las inmediaciones se abría paso hasta mis oídos, a la fuerza, de vez en cuando. En cualquier otro sitio todos esos rumores habituales hubieran penetrado como mensajeros alegres del mundo cotidiano de afuera. Allí se introducían como intrusos, en una atmósfera de silencio que ninguna otra cosa que no fuera el sufrimiento humano tenía el privilegio de turbar. Dirigí mi vista hacia el estuche de caoba donde se guardaban los instrumentos quirúrgicos y hacia el enorme rollo de hilaza que ocupaba por su cuenta un lugar en los anaqueles y me estremecí interiormente al pensar en los sonidos familiares y concordantes con la vida ordinaria del cuarto de Ezra Jennings.
    —No le daré ninguna excusa, Mr. Blake, por haberlo recibido en este sitio —me dijo—. Es ésta la única habitación de la casa en que a esta hora del día podemos tener la seguridad de no ser molestados por nadie. He aquí mis papeles ya listos para usted, y he aquí también estos dos libros a los cuales es posible que tengamos necesidad de recurrir antes de que hayamos terminado con este asunto. Aproxime su silla a la mesa de manera que podamos consultarlos los dos a la vez.
    Yo me aproximé a la mesa y Ezra Jennings me alargó sus notas manuscritas. Consistían éstas en dos grandes folios. Una de las hojas se hallaba escrita sólo a intervalos. La otra, con tinta roja y tinta negra, presentaba un escrito que la cubría de arriba abajo. Bajo los efectos de la irritante curiosidad que experimentaba en ese momento, hice a un lado la segunda de las hojas de papel, desesperado.
    —¡Apiádese de mí! —le dije—. Dígame qué es lo que debo esperar, antes de que intente leer esto.
    —Con mucho gusto, Mr. Blake. ¿Le molestará contestar una o dos preguntas más?
    —¡Pregúnteme lo que se le antoje!
    Me miró con su triste sonrisa en los labios y una mirada benevolente e interesada en sus tiernos ojos oscuros.
    —Según me ha manifestado —me dijo—, jamás, que usted sepa, ha probado el opio en su vida.
    —¿Que yo sepa? —repetí.
    —Comprenderá en seguida por qué le hablo con tanta reserva. Prosigamos. Que usted sepa, no ha probado jamás el opio. En esta misma fecha, el año pasado, tenía usted los nervios irritados y dormía muy mal por las noches. La noche del cumpleaños, no obstante, se produjo una excepción a la regla: durmió usted perfectamente. ¿Voy bien hasta aquí?
    —Enteramente bien.
    —¿Sabe usted a qué atribuirle el motivo de su malestar nervioso y de su falta de sueño?
    —No sé a qué atribuirlo. Recuerdo ahora que el viejo Betteredge hizo una conjetura al respecto. Pero apenas si es digna de mención.
    —Perdón. Toda cosa es digna de mención en un caso como éste. Betteredge le atribuyó ese sueño a algo. ¿A qué?
    —A mi abandono del tabaco.
    —¿Había sido usted antes un fumador inveterado?
    —Sí.
    —¿Abandonó usted el cigarro de golpe?
    —Sí.
    —Betteredge se hallaba completamente en lo cierto Mr. Blake. Cuando el fumar es un hábito, tiene que ser un hombre de anormal constitución el que sea capaz de abandonarlo súbitamente sin que se resienta temporariamente su sistema nervioso. A ello se debieron, en mi opinión, sus noches de insomnio. Mi próxima pregunta se refiere a Mr. Candy.
    ¿Recuerda usted haber sostenido algo que se parezca a una disputa con él —durante la comida del día del cumpleaños o posteriormente—, sobre el tema de su profesión?
    La pregunta despertó en el acto en mi memoria un recuerdo dormido, vinculado con la noche de la fiesta. La estúpida reyerta que hubo en tal ocasión entre Candy y yo ha sido descrita con una extensión mucho mayor dé la que merece en el décimo capítulo de la Narración de Betteredge. Los detalles que allí se dan de la disputa —tan poco pensé yo en ellos posteriormente— no lograron de ninguna manera hacerse presentes en esa ocasión en mi memoria. Todo lo que recordaba y lo que pude decirle a Ezra Jennings fue que la emprendí con el arte de la medicina con la suficiente imprudencia y la suficiente obstinación como para sacar de sus casillas aun a Mr. Candy. Recordaba también que Lady Verinder se había interpuesto con el propósito de poner fin a la disputa y que el pequeño doctor y yo habíamos "hecho las paces", como dicen los chicos, y llegado a ser tan grandes amigos, antes de estrecharnos las manos esa noche, como nunca lo fuéramos anteriormente.
    —Hay algo más —dijo Ezra Jennings—, que es muy importante que yo sepa. ¿Tenía usted algún motivo para sentirse especialmente inquieto en lo que concierne al diamante, en esta misma fecha, el año pasado?
    —Tenía los más poderosos motivos para inquietarme respecto del diamante. Sabía que era el centro de un complot y se me previno que en mi carácter de poseedor de la piedra debían adoptarse ciertas medidas para proteger a Miss Verinder.
    —¿Sostuvo usted con alguien, inmediatamente después de haberse retirado a descansar la noche del día del cumpleaños, alguna conversación acerca de la seguridad del diamante?
    —La cuestión del diamante dio lugar a una conversación entre Lady Verinder y su hija… —¿La cual se desarrolló al alcance de su oído?
    —Sí.
    Ezra Jennings asió las notas que se hallaban sobre la mesa y las colocó en mis manos.
    —Mr. Blake —me dijo—, si lee usted ahora estas notas a la luz que mis preguntas y sus respuestas han arrojado sobre ellas, hará usted dos asombrosos descubrimientos relacionados con su persona. Comprobará, primero, que entró usted en el gabinete de Miss Verinder y echó mano del diamante en un estado hipnótico producido por el opio, y segundo, que el opio le fue administrado a usted por Mr. Candy —sin que usted lo supiera— para refutar prácticamente las opiniones que usted expresara durante la comida del día del cumpleaños.
    Yo permanecí sentado, con los papeles en la mano, completamente estupefacto.
    —Trate de perdonar al pobre Mr. Candy —me dijo su ayudante cortésmente—. Admito que le ha causado un terrible daño, pero lo ha hecho inocentemente. Si le echa un vistazo a esas notas comprobará que de no haber sido por su enfermedad habría él vuelto a la casa de Lady Verinder a la mañana siguiente del día de la fiesta y habría confesado ser el autor de la treta que le jugara a usted. Miss Verinder se hubiera enterado de ello y hubiese interrogado al doctor…, y la verdad, que se ha mantenido oculta durante todo un año, hubiera sido conocida en un solo día.
    Yo empecé a recobrarme.
    —Mr. Candy se halla fuera del alcance de mi resentimiento —le dije, colérico—. Pero la treta que me hizo no deja por eso, en lo más mínimo, de ser una felonía. Podré perdonarle, pero jamás la olvidaré.
    —No hay médico que no cometa tal felonía, Mr. Blake, en la práctica de su profesión. Esa ignorante desconfianza del opio (en Inglaterra) no se halla solamente limitada a las clases más bajas y menos cultivadas. Todo médico, durante la larga práctica de su profesión, se ve obligado, de vez en cuando, a engañar a sus pacientes en la misma forma en que Mr. Candy lo ha engañado a usted. No justifico la tontería de jugarle a usted una mala pasada en tales circunstancias. Sólo abogo ante usted por una más exacta y más piadosa interpretación de los motivos.
    —¿Cómo ocurrió ello? —le pregunté—. ¿Quién me administró el láudano sin que yo lo advirtiera?
    —No me hallo en condiciones de decírselo. Nada que se refiera a esa parte del asunto escapó de los labios de Mr. Candy durante todo el curso de su enfermedad. Quizá su propia memoria le indique la persona sospechosa. ¿Qué le parece?
    —No.
    —Es inútil entonces proseguir la investigación. El láudano le fue administrado a usted secretamente, de alguna manera. Dejemos eso y prosigamos con otros asuntos de mayor interés inmediato. Lea usted mis notas, si es que puede. Familiarice sus pensamientos con lo que ocurrió en el pasado. Tengo algo que proponerle, muy osado y emocionante que se relaciona con el futuro.
    Estas últimas palabras me estimularon.
    Empecé a estudiar los papeles, en el orden en que Ezra Jennings los colocara en mis manos.
    El de arriba era el que contenía menor cantidad de palabras. Aparecían en él las siguientes palabras sueltas y frases inconclusas que brotaron de labios de Mr. Candy durante su delirio:
    "… Mr. Franklin Blake… y agradable… descender un grado… medicina… confiesa… dormir de noche… le digo… resentidos… medicamento… él dice… medicamento… y andar a tientas en la oscuridad es la misma cosa… todos los convidados a la mesa… yo le digo… a tientas en busca del sueño… sólo un medicamento… El dice… dirigiendo a otro ciego… sé lo que eso significa… ingenioso… una noche de descanso a pesar de sí mismo… necesita dormir… el botiquín de Lady Verinder… veinticinco mínimas… sin que él lo sepa… mañana a la mañana… Y bien, Mr. Blake… medicamento hoy… jamás… sin él… equivoca, Mr. Candy… excelente… sin él… le descargo… verdad… otra cosa además… excelente… dosis de láudano, señor… cama… que… medicina ahora.” Aquí terminaba la primera de las hojas de papel. Se la devolví a Ezra Jennings.
    —¿Eso es lo que usted oyó junto a su cama?—le pregunté.
    —Es exacta y literalmente lo que oí —me respondió—; exceptuando las repeticiones que aparecen en mis notas taquigráficas y que no han sido transferidas aquí. Ciertas frases y palabras las repitió ya una docena de veces, ya cincuenta veces, de acuerdo con la importancia que él le atribuía a la idea que representaban. Dichas repeticiones, en tal sentido, me fueron de cierta utilidad en la tarea de ir uniendo todos los fragmentos. No crea —añadió, indicándome la segunda hoja— que pretendo haber registrado allí, exactamente, las mismas expresiones que hubiera usado Mr. Candy de haberse hallado en condiciones de hablar hilvanadamente. Sólo afirmo que he penetrado, a través del obstáculo que representaban sus palabras inconexas, hasta el pensamiento central que las eslabonó todo el tiempo, bajo la superficie. Juzgue usted por sí mismo.
    Me volví hacia la segunda hoja que ahora sabía yo constituía la clave de la anterior.
    Una vez más aparecían ante mí las divagaciones de Mr. Candy, copiadas con tinta negra; los espacios entre ellas habían sido llenados por Ezra Jennings con tinta roja. Transcribo aquí el resultado de manera sencilla; teniendo en cuenta que el texto original y su interpretación se hallan muy próximos el uno del otro, en estas páginas, para ser comparados y verificados.
    "… Mr. Franklin Blake es inteligente y agradable, pero necesita descender un grado en la escala, cuando habla de medicina. Confiesa que no puede dormir de noche. Yo le digo que sus nervios se hallan resentidos y que debía tomar algún medicamento. El dice que tomar un medicamento y andar a tientas en la oscuridad son una misma cosa. Delante de todos los convidados a la mesa yo le digo: usted va a tientas en busca del sueño y sólo un medicamento podrá ayudarlo a recuperarlo. El dice: he oído hablar de un ciego dirigiendo a otro ciego y ahora sé lo que eso significa. Ingenioso… Pero yo puedo proporcionarle una noche de descanso a pesar de sí mismo. En verdad, necesita dormir y el botiquín de Lady Verinder se halla a mi disposición. Le doy veinticinco mínimas de láudano esta noche sin que él lo sepa; y voy a la casa mañana a la mañana. 'Y bien, Mr. Blake, ¿tomará usted una pequeña dosis de medicamento hoy? Jamás habrá de dormir sin él…' 'En eso se equivoca, Mr. Candy; he pasado una noche excelente sin él.' ¡Entonces le descargo la verdad! 'Ha disfrutado usted de otra cosa, además, tan excelente como esa noche de descanso que dice haber gozado; ha bebido usted una dosis de láudano, señor, antes de irse a la cama. ¿Qué opina usted ahora del arte de la medicina?'“ Una admiración producida por la obra ingenua del hombre que urdió esa textura tan delicada y completa, valiéndose de tan embrollada madeja, fue, naturalmente, la primera sensación que experimenté en tanto le devolvía el manuscrito a Ezra Jennings.
    Modestamente me interrumpió en cuanto comencé a exteriorizar mi sentimiento de sorpresa y me preguntó si la conclusión que yo extraía de sus notas era la misma a la cual él arribara.
    —¿Cree usted, en la misma medida en que yo lo creo —me dijo—, que obró bajo los efectos del láudano cuando hizo usted lo que hizo la noche del cumpleaños de Miss Verinder?
    —Ignoro absolutamente los efectos del láudano para poder dar una opinión al respecto —le respondí—. Sólo me resta acatar lo que usted dice y convencerme a mí mismo de que está usted en lo cierto.
    —Muy bien. La próxima pregunta es la siguiente.
    Usted está convencido y yo también lo estoy…, ¿cómo podremos convencer a los demás?
    Yo señalé los dos manuscritos que se hallaban entre ambos sobre la mesa. Ezra Jennings sacudió la cabeza.
    —¡Son inútiles, Mr. Blake! Completamente inútiles en las actuales circunstancias, por tres razones incontestables. En primer lugar, estas notas han sido tomadas en circunstancias que escapan enteramente a la comprensión de la mayoría de las gentes. ¡Que se hallan en oposición a la misma, para comenzar! En segundo lugar, estas notas simbolizan una teoría médica y metafísica. ¡En oposición a las gentes también! En tercer lugar, han sido escritas por mí; no existe otra cosa que mi testimonio personal como única garantía de que no se trata de meras fábulas. Recuerde usted lo que le dije en el páramo…, y pregúntese luego a sí mismo qué valor puede tener mi aserción. ¡No!, mis notas poseen tan sólo cierto valor, en lo que respecta a la opinión de las gentes. Su inocencia debe ser vindicada y ellas demuestran que es posible tal cosa. Tenemos que someter a una prueba nuestra creencia…, y usted será el hombre que lo haga.
    —¿De qué manera? —le pregunté.
    El se inclinó ansiosamente, a través de la mesa que nos separaba.
    —¿Se halla dispuesto a ensayar un osado experimento?
    —Haré cualquier cosa que sirva para librarme de la sospecha que pesa sobre mí en este momento.
    —¿Se sometería usted a ciertas molestias personales durante cierto tiempo?
    —A cualquier molestia que sea.
    —¿Querrá usted someterse sin reservas a mi voluntad? Habrá de exponerse a las burlas de los tontos y sufrir las reconvenciones de algunos amigos cuyas opiniones se halla usted obligado a respetar… —¡Dígame qué es lo que tengo que hacer! —prorrumpí impaciente— Y venga lo que viniere, habré de hacerlo.
    —Se trata de esto, Mr. Blake —me respondió—. Robará usted el diamante, en estado inconsciente, por segunda vez, en presencia de testigos cuyo testimonio esté fuera de toda sospecha.
    Yo pegué un salto y me puse de pie. Quise hablar. Pero no pude más que mirarle al rostro.
    —Creo que eso puede hacerse —prosiguió—. Y habrá de hacerse…, siempre que cuente con su ayuda. Trate de serenarse…, siéntese y escuche lo que tengo que decirle. Usted ha vuelto a su costumbre de fumar; lo he comprobado con mis propios ojos. ¿Cuánto hace que volvió a fumar?
    —-Cerca de un año.
    —¿Fuma usted más o menos que antes?
    —Más.
    —¿Abandonaría de nuevo ese hábito? ¡De golpe, quiero significar, como lo hizo usted antes!
    Yo comencé a vislumbrar su intención.
    —Lo abandonaré desde ahora mismo —le respondí.
    —De reproducirse las mismas consecuencias a que dio lugar ello en el mes de junio del año anterior —me dijo Ezra Jennings—; de sufrir usted ahora de insomnio por las noches como sufrió en aquel entonces, habremos ganado la primera batalla. Lo habremos retrotraído a usted al mismo estado de nervioso desasosiego en que se halló la noche del cumpleaños. Si logramos en seguida reconstruir, o hacer revivir aproximadamente, los detalles domésticos que lo rodearon en aquel entonces y volvemos a interesar a su mente de nuevo en las varias cuestiones relacionadas con el diamante, que la conmovieron en esa oportunidad, lo habremos colocado a usted de nuevo, y en la medida de lo posible, en la misma situación física y mental en que se hallaba cuando le fue administrado el opio el año anterior. En tal caso podemos razonablemente esperar que una repetición de la dosis nos llevará, en mayor o menor medida, a una repetición de los efectos. He aquí mi proposición expresada en unas pocas y precipitadas palabras. Usted verá ahora si hay o no un motivo que justifique mi proposición.
    Se volvió hacia uno de los volúmenes que se hallaban a su lado y lo abrió en la página señalada con una tira de papel.
    —No crea que voy a cansarlo con alguna lectura de carácter psicológico —me dijo—.
    Siento que me hallo comprometido a probar, para hacerle justicia a usted y hacerme justicia a mí mismo, que no le estoy pidiendo que ensayemos este experimento en atención a ninguna teoría de mi propia invención. Principios ya consagrados y reconocidas autoridades en la materia justifican mi punto de vista. Concédame usted cinco minutos de atención y me comprometo a demostrarle que la ciencia acepta lo que yo le propongo, por fantástica que pueda parecerle mi proposición. Aquí, en primer lugar, se halla expuesto el principio fisiológico en el cual yo me baso, por una persona de la autoridad del doctor Carpenter.
    Léalo usted mismo.
    Y me alargó el trozo de papel que servía de señalador en el libro. Se hallaban allí escritas las siguientes palabras:
    "A lo que parece, tiene mucha base la creencia de que toda impresión sensorial que ha sido alguna vez recogida por la conciencia queda registrada, por así decirlo, en el cerebro y es susceptible de ser reproducida cierto tiempo después, aunque no tenga la mente conciencia de ella, durante todo el lapso intermedio.” —¿Está claro hasta aquí? —me preguntó Ezra Jennings.
    —Perfectamente claro.
    Empujó entonces el libro abierto a través de la mesa en mi dirección y me señaló un pasaje marcado con líneas de lápiz.
    —Ahora —me dijo— lea el relato de ese caso que guarda, en mi opinión, una estrecha relación con el suyo y con el experimento a que lo estoy tentando. Tenga en cuenta, Mr.
    Blake, antes de comenzar, que me refiero ahora a uno de los más grandes fisiólogos ingleses. El libro que tiene usted en la mano es la Fisiología Humana del doctor Elliotson y el caso que el doctor cita se halla respaldado por la autorizada palabra del tan conocido Mr.
    Combe.
    El pasaje a que aludía estaba concebido en los siguientes términos:
    “EI doctor Abel me contó el caso", dice Mr. Combe, "del portero irlandés de un almacén, el cual olvidaba en estado de templanza lo que había hecho durante su embriaguez; pero que al ponerse borracho recordaba nuevamente lo que hiciera durante su anterior período de embriaguez. En cierta ocasión, hallándose borracho perdió un paquete de cierto valor y en los momentos de templanza posteriores no supo dar cuenta del mismo. La próxima vez que se emborrachó recordé que había dejado el paquete en cierta casa; como éste carecía de dirección, había permanecido allí a salvo y pudo recuperarlo cuando fue por él.” —¿Está claro otra vez? —preguntó Ezra Jennings.
    —Tan claro como es posible.
    Echó mano del trozo de papel, lo colocó en su lugar y cerró el libro.
    —¿Se halla usted convencido de que no he hablado sino apoyándome en una fuente fidedigna? —me preguntó—. Si no lo está, no tendré más que ir hasta esos anaqueles y usted leerá los pasajes que puedo yo indicarle.
    —Estoy plenamente convencido —le dije—, y no es necesario que lea una palabra más.
    —En ese caso, podemos volver ahora a la cuestión de su interés personal por este asunto.
    Me siento en la obligación de decirle que así como hay un pro hay un contra, en lo que concierne al experimento. De lograr este año reproducir exactamente las circunstancias que se produjeron el anterior, arribamos, infaliblemente, desde el punto de vista fisiológico, a un resultado exactamente igual al de entonces. Pero esto —debemos admitirlo— es literalmente imposible. Sólo podemos confiar en aproximarnos a tales circunstancias, y, por otra parte, de no lograr retrotraerlo a usted en la medida de lo necesario al estado en que entonces se hallaba, esta aventura nuestra habrá de fracasar. Si triunfamos —y yo abrigo por mi parte la esperanza de que tendremos éxito—, podrá usted, por lo menos, repetir sus actos de la noche del cumpleaños de manera tal que llegue a convencer a cualquier persona razonable de que es usted inocente, moralmente hablando, del robo del diamante. Creo ahora, Mr. Blake, que le he expuesto la cuestión, en su anverso y reverso, con los términos más exactos a mi alcance y dentro de los límites que a mí mismo me he impuesto. Si hay alguna cosa que no haya entendido usted, dígame cuál es…; si puedo aclarársela se la aclararé.
    —He comprendido perfectamente —le dije— cuanto acaba de explicarme. Pero reconozco que me siento perplejo ante un hecho que no me ha aclarado todavía.
    —¿De qué se trata?
    —No entiendo cómo pudo el láudano ejercer ese efecto en mí. No logro explicarme cómo fue que bajé la escalera y anduve por los corredores y abrí y cerré las gavetas de un bufete y regresé luego a mi cuarto. Todas ésas son actividades físicas. Yo pensaba que el primer efecto del opio era provocar en uno un estado de estupor y que a eso seguía el sueño.
    —¡El error corriente, respecto del opio, Mr. Blake! En este momento estoy esforzando mi inteligencia (tal como lo oye) en favor suyo, bajo los efectos de una dosis de láudano, diez veces, más o menos, mayor que la que le administró a usted Mr. Candy. Pero deseche usted si quiere mi testimonio…, aun en este asunto que se halla dentro del radio de acción de mi propia experiencia. He previsto la objeción que acaba de hacerme y me he provisto de un testimonio independiente que habrá de pesar debidamente en su espíritu, como así también en el de todos sus amigos.
    Y me alcanzó el segundo de los libros que trajera a la mesa.
    —¡Ahí tiene —me dijo— las celebérrimas Confesiones de un inglés fumador de opio!
    Llévese el libro y léalo. En el pasaje que le he marcado verá usted cómo cada vez que De Quincey efectuaba lo que él denomina "una orgía de opio", o bien se dirigía al paraíso de la ópera para gozar de la música, o bien se dedicaba a vagabundear los sábados por la noche por los mercados de Londres, para observar los trueques y transacciones de las gentes humildes que se proveían de las viandas destinadas a las comidas del domingo. Y basta ya del asunto que se refiere a la facultad que tiene el hombre de desempeñar tareas activas y de andar de un lugar a otro bajo la influencia del opio.
    —Basta ya, sí, en lo que a eso se refiere —le dije—; pero no ha satisfecho usted aún mi curiosidad en lo que concierne a los efectos que ejerció el opio en mi persona en particular.
    —Trataré de responderle con pocas palabras —me dijo Ezra Jennings—. La acción del opio provoca generalmente dos efectos distintos… Durante el primer período de la misma su efecto es estimulante; durante el segundo, sedante. Bajo sus primeros efectos, las más recientes y vívidas sensaciones recogidas por su mente —sobre todo las relativas al diamante— es muy probable que, dado el estado mórbidamente sensitivo en que se hallaba su sistema nervioso, se hayan intensificado, imponiéndose sobre su raciocinio y su voluntad…, exactamente de la misma manera en que obra un sueño ordinario. Bajo tales efectos y lentamente cualquier aprensión que hubiere usted sentido durante el día, en cuanto a la seguridad del diamante, debió de haberse acentuado, dando lugar a que la duda se convirtiera en certeza, lo que lo impulsó a obrar físicamente para salvaguardar la gema, dirigiendo sus pasos, con la mira puesta en ello, hacia el cuarto en el que luego penetró y debió guiar su mano hacia las gavetas del bufete, hasta hacerle dar con el cajón en que se hallaba la piedra. Bajo la tóxica influencia ejercida en su mente por el opio, puede usted haber hecho todo eso. Más tarde, cuando el período de calma sucedió al estimulante, debió usted de haber caído en un estado de inercia y sopor. Más tarde aún se habrá sumergido usted en un profundo sueño. Al llegar la mañana debió de despertarse tan ignorante de lo que hizo durante la noche como si regresara de las antípodas. ¿Le he aclarado de manera discretamente satisfactoria la cuestión hasta aquí?
    —Tanto me la ha aclarado —le dije— que deseo ahora que prosiga. Me ha explicado usted cómo penetré en el cuarto y eché mano del diamante. Pero Miss Verinder me vio salir de allí con la gema en las manos. ¿Puede usted reconstruir lo que hice después? ¿Puede decirme lo que hice inmediatamente?
    —A ese asunto iba a referirme precisamente ahora —me replicó—. Y me pregunto si el experimento que me propongo efectuar para probar su inocencia no puede convertirse al mismo tiempo en el medio que sirva para recuperar el diamante desaparecido. Luego de abandonar el gabinete de Miss Verinder debió usted, con toda seguridad, de haberse dirigido hacia su propia habitación… —Sí; ¿y luego?
    —Es probable, Mr. Blake —no me atrevo a decir más— que la idea que usted tenía de salvaguardar el diamante lo haya llevado, por lógica deducción, a la de ocultarlo y que el escondite haya sido su propio dormitorio. En tal caso puede ser que se repita aquí el caso del portero irlandés. Quizá recuerde usted bajo los efectos de una segunda dosis de opio el lugar en que bajo los efectos de la primera dosis escondió usted el diamante.
    Me llegó ahora el turno a mí para aclararle las cosas a Ezra Jennings. Lo contuve, antes de que tuviera tiempo de añadir una sola palabra.
    —Está usted especulando —le dije— con un desenlace que posiblemente no ocurrirá. El diamante se encuentra en este momento en Londres.
    Se estremeció y me miró muy sorprendido.
    —¿En Londres? —repitió—. ¿Cómo fue a parar a Londres desde la casa de Lady Verinder?
    —Nadie lo sabe.
    —Lo sacó usted, con sus propias manos, del bufete del cuarto de Miss Verinder. ¿Cómo fue despojado usted de él?
    —No tengo la menor idea de ello.
    —¿Lo vio usted al despertarse a la mañana siguiente?
    —No.
    —¿Lo ha recuperado Miss Verinder?
    —No.
    —¡Mr. Blake, hay algo aquí que requiere ser puesto en claro! ¿Me permitirá usted que le pregunte cómo el diamante se halla actualmente en Londres?
    Era la misma pregunta que le había hecho yo a Mr. Bruff, en cuanto inicié, a mi regreso a Inglaterra, la investigación relativa a la Piedra Lunar. En mi respuesta a Ezra Jennings utilicé, en consecuencia, las mismas palabras que oyera yo de labios del abogado…. y que les son ya conocidas a los lectores de estas páginas.
    El no se dio, evidentemente, por satisfecho con m réplica.
    —Con todo el respeto que me merece su persona —me dijo— y la de su consejero legal, me atrevo a decirle que mantengo la opinión que acabo de expresarle. Bien sé que la misma está basada en una mera suposición. Pero perdóneme que le haga notar que la suya se basa también en una conjetura.
    El punto de vista que adoptó ahora respecto del asunto resultaba enteramente nuevo para mí. Me mantuve expectante y ansioso por oír la defensa que haría del mismo.
    —Yo supongo —prosiguió Ezra Jennings— que el opio, luego de impelerlo a usted a posesionarse del diamante con el propósito de ponerlo a salvo, pudo haberlo impelido, por el mismo motivo e idéntica presión de su influjo, a ocultar la gema en algún rincón de su cuarto. Y usted, por su parte, supone que los conspiradores hindúes no pueden equivocarse de ninguna manera. Los hindúes se dirigieron hacia la casa de Mr. Luker… ¡El diamante tiene que hallarse, por tanto, en casa de Mr. Luker! ¿Puede usted acaso ofrecer alguna prueba de que la Piedra Lunar fue llevada en algún momento a Londres? ¡Si no sabe usted siquiera quién o quiénes la llevaron allí desde la casa de Lady Verinder! ¿Puede usted probar que la gema fue empeñada en lo de Mr. Luker? Este declara que jamás ha oído hablar de la Piedra Lunar y en el recibo de sus banqueros no consta otra cosa sino que se trata de una joya de gran precio. Los hindúes dan por sentado que Mr. Luker miente…, y usted, por su parte, que aquéllos se hallan en lo cierto. Todo lo que puedo decir en defensa de mi punto de vista es que lo considero posible. ¿Qué otros fundamentos lógicos o legales puede usted aducir en favor del suyo?
    El asunto había sido planteado por él en términos enérgicos, pero no se podía negar, al mismo tiempo, que eran de peso.
    —Confieso que me hace usted vacilar —le repliqué—. ¿Se opondría usted a que le escribiera a Mr. Bruff, para comunicarle lo que acaba de decirme?
    —Al contrario, me sentiré complacido si lo hace. Con la ayuda de su experiencia nos hallaremos en condiciones de estudiar el asunto bajo una nueva luz. Mientras tanto volvamos a la cuestión del opio. Hemos convenido que habrá de dejar usted de fumar desde este momento, ¿no es así?
    —Desde ahora mismo.
    —Este constituye el primer paso. El próximo habrá de ser el de reconstruir, en la medida de lo posible, los detalles domésticos que lo rodeaban a usted el año pasado en esta misma fecha.
    ¿Cómo podría lograrse tal cosa? Lady Verinder había muerto. Raquel y yo, hasta tanto siguiera recayendo sobre mí la sospecha del robo, permaneceríamos distanciados de manera irrevocable. Godfrey Ablewhite se hallaba viajando por el Continente. Resultaba simplemente imposible reunir de nuevo a las gentes que se hallaban en la casa cuando yo dormí en ella por última vez. El anuncio de esta objeción no desorientó, al parecer, a Ezra Jennings. Le daba muy poca importancia, me dijo, al hecho de que pudiera reunirse de nuevo a las mismas personas, dado que sería vana la esperanza que pudiera uno tener respecto a la posibilidad de que siguieran teniendo de mí la misma opinión que tuvieron en el pasado. Por otra parte, era de vital importancia para el éxito del experimento, según él, que viera yo los mismos objetos que me rodearan el año anterior, la última vez que estuve en la casa.
    —Por encima de todo —me dijo—, deberá usted dormir en el mismo cuarto en que durmió la noche del cumpleaños, el cual deberá estar amueblado de la misma manera que entonces.
    Las escaleras, los corredores y el gabinete de Miss Verinder deberán presentar el mismo aspecto que presentaron cuando los vio usted por última vez. Es absolutamente imprescindible, Mr. Blake, que todo mueble que haya sido quitado de su lugar vuelva a ser reintegrado al mismo, en esa parte de la casa. De nada servirá su sacrificio de los cigarros sí no logramos permiso de Miss Verinder para hacer tal cosa.
    —¿Quién habrá de solicitar tal permiso? —le pregunté.
    —¿No podría ser usted?
    —Hay que descartarlo. Luego de lo ocurrido entre ambos a raíz de la pérdida del diamante, no puedo, tal como están las cosas actualmente, ni ir a verla ni escribirle.
    Ezra Jennings hizo una pausa para meditar durante un breve instante.
    —¿Me permitirá usted hacerle una pregunta delicada? —me dijo.
    Yo le indiqué con un gesto que podía hacerlo.
    —¿Me hallo en lo cierto, Mr. Blake, al suponer (según me lo han dejado entrever una o dos palabras que acaban de deslizarse a través de sus labios) que sintió usted por Miss Verinder en el pasado un interés que iba más allá de lo corriente?
    —Enteramente en lo cierto.
    —¿Se vio correspondido ese sentimiento?
    —Sí.
    —¿Cree usted que Miss Verinder sería capaz de sentir un fuerte interés por esta tentativa de probar su inocencia?
    —Estoy seguro de ello.
    —Entonces yo seré quien le escriba a Miss Verinder…, si me autoriza usted a hacerlo.
    —¿Para ponerla al tanto de la proposición que acaba de hacerme?
    —Para ponerla al tanto de cuanto hemos tratado hoy aquí nosotros.
    De más está decir que acepté ansiosamente el servicio que acababa de ofrecerme.
    —Tendré tiempo de despachar la carta por el correo de hoy —me dijo, mientras observaba la hora en su reloj—. ¡No se olvide de guardar bajo llave sus cigarrillos en cuanto regrese al hotel! Iré a verlo mañana a la mañana para enterarme de cómo pasó la noche.
    Me levanté para despedirme e intenté expresarle el sincero agradecimiento que experimentaba ante su bondadoso ofrecimiento.
    Estrujando mi mano cordialmente. me respondió:
    —Recuerde lo que le dije en el páramo. Si logro hacerle, Mr. Blake, este pequeño servicio, será entonces para mí como si viera caer un último rayo del sol sobre el crepúsculo de un largo día nebuloso.
    Nos separamos. Era entonces el quince de junio. Los sucesos de los próximos diez días — cada uno de ellos más o menos vinculado directamente con el experimento del cual fui yo el objeto pasivo— se hallan registrados de la manera más fidedigna en el "Diario” que habitualmente escribía el ayudante de Mr. Candy. Nada ha ocultado Ezra Jennings en sus páginas, ni de un solo detalle se ha olvidado. Dejemos, pues, que sea Ezra Jennings quien nos diga de qué manera se llevó a la práctica la aventura que tuvo por base el opio y cuál fue el resultado.


    CUARTA NARRACION

    Fragmentos del Diario de Ezra Jennings 1849—Junio 15
    …. Luego de haber tenido que interrumpirla varias veces a causa de mis pacientes y de mis propios dolores físicos, he dado término a la carta que enviaré a Miss Verinder con tiempo para poder despacharla por el correo de hoy. He fracasado en mi intento de lograr una misiva breve, como era mi deseo. Pero he expuesto las cosas claramente en ella. Según los términos en que está concebida, Miss Verinder podrá adoptar la decisión que más le plazca. Si resuelve asistir a dicho experimento lo hará siguiendo los dictados de su libre albedrío y no como favor que nos haga a Mr. Franklin Blake o a mi.
    Junio 16.—Me levanté tarde, luego de una noche horrenda; el opio ingerido ayer ha tomado su venganza sobre mí persiguiéndome con una serie de sueños horribles. En un instante dado me hallaba girando en el espacio vacío en medio de los espectros de los muertos:
    amigos y enemigos conjuntamente. Y de súbito, el rostro único y bienamado que no habré de volver a ver jamás surgió a la vera de mi lecho fosforesciendo con una luz horrible en medio de la densa oscuridad, me clavó su mirada y se burló de mí. Un ligero recrudecimiento de mi vieja enfermedad a la hora temprana en que ello ocurre habitualmente recibió mi enhorabuena, por implicar un cambio. Vino a dispersar las visiones…, y se tornó tolerable a causa de ello.
    Mi mala noche hizo que me retrasara en la visita que debía hacerle a Mr. Franklin Blake.
    Lo hallé apoltronado en su sofá, desayunándose con brandy y agua de soda, y una galleta seca.
    —He tenido el mejor comienzo que pudiera usted desear —me dijo—. He pasado una noche agitada, miserable; y me levanté con una falta total de apetito. Exactamente lo mismo que me ocurrió el año pasado cuando abandoné los cigarros. Cuanto más pronto me sea suministrada la segunda dosis de láudano, más complacido me sentiré.
    —Habrá usted de ingerirla lo antes posible —le respondí—. Mientras tanto, debemos velar por su salud de la mejor manera. Si dejamos que usted se debilite, fracasaremos en ese sentido. Tendrá usted que sentir apetito a la hora de comer. En otras palabras, deberá usted hacer un paseo a caballo o a pie esta mañana para aspirar un poco de aire fresco.
    —Montaré, si pueden hallarme aquí un buen caballo. Y, entre paréntesis, le escribí ayer a Mr. Bruff. ¿Le ha escrito usted, por su parte, a Miss Verinder?
    —Sí…, por el correo nocturno de ayer.
    —Muy bien; sin duda habremos de saber mañana ambos alguna noticia digna de ser escuchada. No se vaya aún. Tengo algo que decirle. Según creo, me dio usted a entender la víspera que nuestro experimento con el opio no habría de ser acogido, posiblemente, de manera muy favorable por algunos de mis amigos. Estaba usted completamente en lo cierto; considero a Gabriel Betteredge como uno de mis viejos amigos y le causará a usted sin duda gracia el saber que protestó de la manera más violenta cuando estuve con él ayer "¡Innumerables son las locuras que ha cometido usted durante el curso de su existencia, Mr.
    Franklin; pero ésta sobrepasa a todas las anteriores!" ¡Tal es la opinión de Betteredge!
    Espero que usted respete sus prejuicios, cuando se encuentre con él.
    Abandoné a Mr. Blake para ir a ver a mis pacientes y me sentí mejor y más feliz, pese a lo breve que había sido la entrevista que mantuve con él.
    ¿Cuál es el secreto de la atracción que este hombre ejerce sobre mí? ¿Se debe ella nada más que al contraste ofrecido por la manera franca y cordial con que me permitió llegar a convertirme en su amigo y la despiadada desconfianza y el recelo con que me enfrentan las otras gentes? ¿O existe en él, realmente, algo que viene a satisfacer ese gran deseo que yo siento por un poco de simpatía humana…, anhelo que sobrevivido a la soledad y las persecuciones innumerables años y que se acentúa, al parecer, mas y más a medida que se aproxima la hora en que no habré de sufrir ni sentir ya más nada? ¡Cuán inútiles son todas estas preguntas' Mr. Blake ha hecho que la vida vuelva a interesarme. Conformémonos con esto y cesemos de indagar en qué consiste ese nuevo interés que siento por las cosas de la vida.
    Junio 17.—Antes del desayuno, esta mañana, me anunció Mr. Candy que partiría hacia el sur de Inglaterra para hacerle una visita de quince días a un amigo que allí tiene. Antes de irse me dio el pobre hombre una serie de instrucciones especiales relativas a los pacientes, tal como si siguiera contando con la larga práctica que poseía antes de que cayera enfermo.
    ¡De poco sirve ella ahora! Otros médicos lo han superado ya a él y nadie que pueda evitarlo habrá de emplearme a mí.
    Quizá constituya un evento afortunado el hecho de que deba ausentarme justamente en este momento. Se habría ofendido si no lo hubiese puesto yo al tanto del experimento que estoy a punto de realizar con Mr. Blake. Y, por otra parte, apenas si me atrevo a imaginar lo que habría ocurrido de haberle yo dispensado mi confianza. Mejor es que sucedan así las cosas.
    Incuestionablemente mejor es que así sea.
    El correo me trajo la respuesta de Miss Verinder luego de que Mr. Candy abandonó la casa.
    ¡Encantadora misiva! Y que ha servido para que me forme la mejor opinión de ella. No hay por qué ocultar el interés que han despertado en Miss Verinder nuestras actividades. Me ha dicho de la manera más bella que mi carta la ha convencido de la inocencia de Mr. Blake y que no hay la menor necesidad (en lo que a ella le concierne) de someter a una prueba mi afirmación. Llega aún a reprobarse a sí misma —¡de la manera más injusta, la pobre!— la circunstancia de no haber sido capaz de intuir a su debido tiempo cuál podía ser la verdadera solución del enigma. El motivo de ello deriva, evidentemente, de algo más que de' mero empeño en expiar un daño que le causó involuntariamente a otra persona. Patente resulta que lo ha amado durante todo el tiempo en que permanecieron separados. En más de un pasaje, el éxtasis que le produce el descubrimiento del hecho de que él ha merecido su amor irrumpe, de pronto, inocentemente, en medio de las más rígidas formalidades de la pluma y la tinta y desafía aun a esa valla más recia que implica el acto de escribirle a un desconocido. ¿Será posible, me pregunto, al leer esa carta encantadora, que yo, entre todas las gentes que habitan este mundo, haya sido escogido como el intermediario que sirva para unir nuevamente a esta joven pareja? Mi dicha individual ha sido pisoteada; el amor, arrancado de mi existencia. ¿Viviré lo suficiente para poder asistir a la felicidad de otros que me deberán su dicha…; podré asistir a ese amor renaciente fomentado por mí? ¡Oh Muerte misericordiosa, permíteme que lo vean mis ojos antes de que tus brazos me ciñan y de que cuchichee tu voz en mis oídos: "¡Descansa al fin!” Dos pedidos contiene la carta. Mediante uno de ellos se me prohibe mostrarle la misma a Mr. Franklin Blake. Estoy autorizado para comunicarle a éste que Miss Verinder accede de buena a gana a poner su casa a nuestra disposición; allí termina mi misión.
    Hasta aquí es fácil satisfacer sus deseos. Pero el segundo pedido me coloca en un serio aprieto.
    No satisfecha con haberle escrito a Mr. Betteredge dándole instrucciones para que cumpla todas las órdenes que le hagamos llegar, me ha pedido Miss Verinder permiso para que la dejemos supervisar personalmente la restauración de su propio gabinete. Sólo aguarda una palabra afirmativa de mi parte para trasladarse a Yorkshire con el fin de convertirse en uno de los testigos, la noche en que se realice por segunda vez la prueba del opio.
    He aquí nuevamente un motivo oculto debajo de la superficie y he aquí también que yo creo hallarme en condiciones de descubrirlo.
    Lo que me ha prohibido que le diga a Mr. Franklin Blake es algo que ella, según interpreto yo sus palabras, se halla ansiosa por comunicarle con sus propios labios, antes de que él sea sometido a la prueba que tiene por objeto vindicarlo a los ojos de las gentes. Comprendo y admiro tan generosa preocupación por absolverlo, antes de que su inocencia sea o no probada. Es ésta la expiación que está ansiosa por pagar la pobre muchacha, luego de haber sido inocente e inevitablemente injusta con él. Pero no puede ser. No tengo la menor duda de que la agitación provocada en ambos por el encuentro —al revivir sus sentimientos de antaño y despertar nuevas esperanzas en ellos— influiría en el estado mental de Mr. Blake, siendo de fatales consecuencias para el buen éxito del experimento. Bastante dificultosa será ya de por sí la tarea de retrotraerlo, tal como están las cosas ahora, exactamente o por lo menos de la manera más aproximada posible, a la situación mental en que se hallaba el año anterior. Si algún nuevo interés o alguna nueva emoción viniera a agitarlo, la tentativa resultaría simplemente infructuosa.
    Y, sin embargo, y a pesar de ello, no se atreve mi corazón a defraudarla. Debo esforzarme, antes de que parta el último correo, para hallar la manera de complacer a Miss Verinder, sin entorpecer por ello el cumplimiento del servicio que me he comprometido a prestarle a Mr.
    Franklin Blake.
    Dos de la tarde.— Acabo de regresar de mis visitas médicas a mis pacientes; comencé, como es de suponer, por llamar al hotel.
    El informe que me ha dado Mr. Blake respecto de la última noche es igual que el de la anterior. Ha dormido tan sólo a intervalos; eso es todo. Pero siente con menor intensidad hoy sus efectos, luego del sueño de que gozó después de la comida de ayer. Ese sueño después de la comida fue el resultado, sin lugar a dudas, de la cabalgata que efectuó siguiendo mi consejo. Mucho me temo verme obligado a acortar la duración de sus restauradores ejercicios al aire libre. No tiene que hallarse demasiado bien, como tampoco demasiado mal. Se trata, como dicen los marineros, de una maniobra difícil.
    Mr. Blake no ha recibido aún noticias de Mr. Bruff. Demostró hallarse ansioso por saber si había recibido yo la respuesta de Miss Verinder.
    Le dije lo que se me ha permitido decirle; nada más que eso. Fue completamente inútil el inventar excusas para justificar el hecho de no haberle mostrado la esquela. Me dijo, de manera bastante amarga, el pobre, que comprendía los escrúpulos que me inclinaban a proceder de esa manera.
    "Ella asiente, sin duda, pero no se trata más que de un acto de mera cortesía y de justicia corriente", me dijo. "Se reserva para sí misma su propia opinión respecto de mi persona y queda a la espera del resultado." Me sentí grandemente tentado de insinuarle que ahora era él tan injusto con ella como lo había sido Miss Verinder con él anteriormente. Pero luego de reflexionar, no me atreví a adelantarme para presentarla a ella en su doble y magnífico carácter de mujer que se muestra sorprendida y que perdona.
    Mi visita fue muy breve. Luego de mi experiencia de la otra noche, me he visto en la obligación de renunciar una vez más a mis dosis de opio. La inevitable consecuencia de ello ha sido un terrible recrudecimiento de mi enfermedad que ha vuelto a enseñorearse de mi cuerpo. Ante los primeros síntomas del ataque abandoné a Mr. Blake repentinamente, para no alarmarlo o deprimirlo. Su duración fue de sólo un cuarto de hora, esta vez, y me dejó con las fuerzas suficientes para poder continuar mi trabajo.
    Cinco de la tarde.— Le he escrito mi respuesta a Miss Verinder.
    De aprobar ella mi proposición, servirá ésta para reconciliar los deseos de ambas partes.
    Luego de enumerar las objeciones que se oponen a la realización de una entrevista entre Mr. Blake y ella antes de que haya tenido lugar el experimento, le he aconsejado el anticipar su viaje de manera que pueda arribar a la casa secretamente la noche en que se efectúe la prueba. De viajar en el tren de la tarde procedente de Londres, demoraría su llegada hasta las nueve. Esa es la hora en que yo me he comprometido a ver sin peligro a Mr. Blake en su dormitorio; de esa manera Miss Verinder estará en libertad para ocupar sus propias habitaciones hasta que llegue el momento en que se le administre a aquél la dosis de láudano. Una vez hecho esto, no habrá nada que se oponga a que asista ella a sus resultados, junto con todos los demás. A la mañana siguiente podrá mostrarle, si es que lo desea, la correspondencia intercambiada conmigo y le demostrará así que lo había absuelto, por su parte, antes de que su inocencia fuera puesta a prueba.
    En tal sentido le he escrito. Esto es cuanto tengo que decir hoy. Mañana habré de ver a Mr.
    Betteredge para darle las instrucciones necesarias respecto de la reapertura de la casa.
    Junio 18.— Me he retrasado nuevamente en mi visita a Mr. Franklin Blake. Nuevo recrudecimiento de mi terrible dolencia en las primeras horas de la mañana, seguido esta vez por una total postración que duró varias horas. Preveo ya que, a despecho del castigo que me impondrá tal cosa, me veré en la obligación de recurrir por centésima vez al opio.
    Si no tuviera que pensar más que en mí mismo, preferiría los agudos dolores a los sueños horrendos. Pero los dolores físicos me agotan. Si me dejo vencer por ellos, resultará entonces probable que no pueda prestarle ningún servicio a Mr. Blake en el preciso instante en que más me necesite.
    Eran ya casi las nueve de la mañana cuando llegué al hotel. La visita, pese a la miserable condición en que yo me encontraba, resultó de lo más divertida…. gracias, enteramente, a la presencia de Gabriel Betteredge en la escena.
    Lo hallé en la habitación cuando entré en ella. Se alejó hacia la ventana y se asomó a ella mientras yo le dirigía la primera pregunta a mi paciente.
    Mr. Blake pasó otra mala noche y sintió los efectos de la falta de reposo esta mañana, de manera más intensa que nunca.
    A continuación le pregunté si había recibido noticias de Mr. Bruff.
    Una carta de éste había llegado esa misma mañana. Mr. Bruff expresaba en ella, en los términos más enérgicos, su desaprobación por el plan en que se hallaba empeñado su cliente y amigo a instancias mías. Era perjudicial…, porque despertaba esperanzas que nunca cristalizarían. Y era también una cosa ininteligible para su mente, excepto si se la juzgaba como una farsa, y una farsa relacionada con el mesmerismo, la clarividencia y otras cosas afines. Desordenaría la casa de Miss Verinder y terminaría por desordenar a la propia muchacha. Le había expuesto el caso (sin dar mención de nombres) a un médico eminente y el eminente facultativo había sonreído, sacudido la cabeza y dicho… absolutamente nada.
    Sobre esa base Mr. Bruff hacía constar su protesta, sin pasar de allí.
    Mi pregunta siguiente se relacionaba con el diamante. ¿Podía exhibir el abogado alguna prueba que sirviera para demostrar que la gema se encontraba en Londres?
    No, el letrado se negaba simplemente a discutir la cuestión. El, por su parte, se hallaba seguro de que la Piedra Lunar había sido empeñada en lo de Mr. Luker. Su eminente amigo ausente, Mr. Murthwaite (cuyo profundo conocimiento del carácter hindú nadie podía poner en duda), estaba también convencido de ello. En tales circunstancias y ante las muchas demandas que le habían sido hechas en el mismo sentido, declinaba entablar nuevas disputas respecto del asunto. El tiempo habría de demostrar si se hallaba en lo cierto o equivocado y Mr. Bruff aguardaba confiado su fallo.
    Era completamente evidente —aun cuando Mr. Blake no hubiera aclarado el contenido de la carta, en lugar de leer lo que realmente había sido en ella escrito— que la desconfianza que despertaba en él mi persona era lo que lo había llevado a adoptar esa actitud. Habiendo yo previsto el resultado, no me sentí mortificado ni sorprendido. Le pregunté a Mr. Blake si la protesta de su amigo lo había sorprendido. Y me replicó enfáticamente que la misma no había producido el menor efecto en él. Me hallaba yo en libertad luego de esto para descartar a Mr. Bruff sin la menor contemplación, y así lo hice, en consecuencia.
    Se produjo una pausa en nuestra conversación…; Gabriel Betteredge vino entonces hacia nosotros desde su retiro junto a la ventana.
    —¿Me concederá usted la gracia de escucharme, señor? —inquirió, dirigiéndose a mí.
    —Me pongo a su entera disposición —le respondí.
    Betteredge tomó entonces una silla y se sentó junto a la mesa. A continuación sacó a relucir un enorme y antiguo libro de apuntes de cuero y un lápiz que hacía juego con él, por sus dimensiones. Luego de colocarse los espejuelos, abrió el libro de apuntes en una página en blanco y me dirigió, una vez más, la palabra.
    —He vivido —me dijo Betteredge mirándome severamente— cerca de cincuenta años al servicio de mi difunta ama. Fui antes paje al servicio del viejo Lord, su padre. Me hallo actualmente entre los setenta y los ochenta años de edad…, no interesa ahora saberlo exactamente. Se me reconoce una regular experiencia y conocimiento de la vida, como a la gran mayoría de los hombres. ¿Y en qué culmina todo esto? Culmina, Mr. Ezra Jennings, en una triquiñuela de ilusionistas que tendrá por base a Mr. Franklin Blake y al ayudante de un médico, conjuntamente con una botella de láudano y, ¡vamos!, se me designa a mí para que a mi avanzada edad desempeñe el papel del muchacho que ayuda al ilusionista.
    Mr. Blake estalló en una carcajada. Yo intenté hablar. Betteredge levantó su mano para indicarnos que no había concluido.
    —¡Ni una sola palabra, Mr. Jennings! —me dijo—. No necesito que me diga usted una sola palabra. Gracias a Dios poseo mis principios. Si se me diese una orden que fuese gemela de cualquiera de las que podría darme un morador del Bedlam la cumpliría, siempre que proviniera del amo o del ama, según las circunstancias, sin importárseme mucho de ello.
    Podré tener yo mi opinión que, en este caso coincide, le ruego tengan a bien recordarlo, con la de Mr. Bruff…. ¡del gran Mr. Bruff! —dijo Betteredge elevando su voz y sacudiendo su cabeza ante mí, de manera solemne—. Pero no importa; la retiro a pesar de ello. Mi joven ama me dice, por ejemplo, "Haga esto". Y yo le respondo: "Miss, su orden será cumplida." Aquí me hallo con mi libro y mi lápiz…; este último no tan aguzado en su extremo como yo desearía; pero cuando hasta los propios cristianos pierden la cabeza, ¿cómo es posible esperar que los lápices conserven sus puntas? Ordene usted, Mr. Jennings. Toleraré sus órdenes en el papel, señor. Pero me hallo dispuesto a no aparecer ni detrás ni delante de ellas tan siquiera a una distancia del ancho de un cabello. No soy más que un mero agente…, ¡nada más que un mero agente! —repitió Betteredge, sintiendo un infinito alivio ante el retrato que acababa de hacer de sí mismo.
    —Mucho lamento —comencé a decir yo— que no coincidamos. . .
    —¡No me incluya a mí en el asunto! —interrumpió Betteredge—. No se trata de una cuestión de coincidencia, sino de obediencia. Deme usted sus instrucciones, señor…, deme usted sus instrucciones.
    Mr. Blake me hizo una señal para que aprovechara al vuelo la oportunidad que se me ofrecía. Yo le "di entonces mis instrucciones" de manera tan simple y grave como me fue posible hacerlo.
    —Deseo que se reabran ciertas dependencias de la casa —le dije—, y que se las amueble exactamente de la misma manera en que se hallaban amuebladas el año pasado.
    Betteredge le dio un preliminar lamido a la imperfecta punta de su lápiz.
    —¡Nombre las dependencias, Mr. Jennings! —dijo altivamente.
    —Primeramente el vestíbulo interior que conduce a la escalera principal.
    —Primero, el vestíbulo interior —escribió Betteredge—. Imposible amueblarlo tal cual se hallaba el año anterior…, para comenzar.
    —¿Por qué?
    —Porque había allí un buharro embalsamado, Mr. Jennings. Cuando la familia abandonó la casa el año pasado, el buharro fue colocado entre las demás cosas, y al ser colocado entre las demás cosas, el buharro reventó.
    —Excluiremos el buharro entonces.
    Betteredge tomó nota de la exclusión. "El vestíbulo interior deberá ser amueblado de la misma manera que el año anterior. Sólo deberá excluirse un buharro que reventó.” —Tenga la bondad de proseguir, Mr. Jennings.
    —La alfombra habrá de ser colocada sobre la escalera tal cual se hallaba en ella anteriormente.
    —"La alfombra deberá ser colocada sobre la escalera tal cual se hallaba en ella anteriormente." Lamento tener que defraudarlo, señor. Pero tampoco eso podrá llevarse a cabo.
    —¿Por qué no?
    —Porque el hombre que la colocó ha muerto, Mr. Jennings, y no hay en toda Inglaterra, por más que lo busque, quien sea capaz de hacer concordar, como él lo hacía, cualquier rincón de una casa con una alfombra.
    —Muy bien. Debemos encontrar al que más se le aproxime en Inglaterra.
    Betteredge volvió a tomar nota y yo proseguí con mis instrucciones.
    —El gabinete de Miss Verinder deberá ser restaurado hasta que logre adquirir el mismo aspecto que poseía el año pasado, también el corredor que conduce desde el gabinete hasta el primer rellano, y el segundo corredor, que va desde el segundo rellano hasta las alcobas superiores, y el dormitorio que ocupó en junio último Mr. Franklin Blake.
    El lápiz romo de Betteredge me seguía concienzudamente, palabra por palabra.
    —Prosiga, señor —me dijo con sardónica gravedad—. Hay todavía una buena reserva de palabras en la punta de mi lápiz.
    Yo le dije que no tenía ya más instrucciones que darle.
    —Señor —me dijo Betteredge—, en ese caso yo tengo una o dos cosas que hacer notar.
    Abrió su libro de apuntes en una nueva página y le aplico a su inagotable lápiz un nuevo lamido preliminar.
    —Quisiera saber —comenzó a decir— si puedo o no lavarme las manos… —Naturalmente que sí —dijo Mr. Blake—. Tocaré la campanilla en demanda del mozo.
    — …respecto de ciertas responsabilidades —prosiguió Betteredge, imperturbablemente dispuesto a no ver en el cuarto a nadie más que a sí mismo y a mí—. Para comenzar me referiré al gabinete de Miss Verinder. Cuando levantamos el año último la alfombra Mr.
    Jennings, descubrimos allí una sorprendente cantidad de alfileres. ¿Debo hacerme responsable de la operación de reintegrar los mismos a ese lugar?
    —Seguramente que no.
    Betteredge tomó nota al punto de la concesión que se le otorgaba.
    —En cuanto al primer corredor —prosiguió—, cuando quitamos de él los ornamentos, sacamos de allí la estatua de un niño desnudo y rollizo…, a quien se designaba en el catálogo de la casa con el nombre profano de "Cupido, dios del Amor". El año anterior podían verse dos alas en la parte carnosa de sus hombros. En el mismo instante en que quité yo mis ojos de él, perdió una de ellas. ¿Debo hacerme responsable por el ala de Cupido?
    Yo le hice una nueva concesión y Betteredge volvió a tomar nota.
    —En lo que concierne al segundo corredor —continuó—, como no se veía nada en él el año pasado como no fueran las puertas de las habitaciones (respecto de las cuales prestaré juramento si se me exige tal cosa), es la única parte de la casa por la cual, admito, me siento enteramente tranquilo. Pero en lo que se refiere a la alcoba de Mr. Franklin (si es que hay que hacerle recobrar a la misma el aspecto que poseía anteriormente), quiero que se me diga antes quién habrá de responsabilizarse por el eterno desorden que habrá de imperar en ella, por más que se la arregle infinidad de veces: los pantalones por aquí, las toallas por allí y sus novelas francesas desparramadas por todas partes… Insisto: ¿quién habrá de correr con la responsabilidad de destruir el orden que reina en el cuarto de Mr. Franklin: él o yo?
    Mr. Blake declaró que él habría de asumir con el mayor placer dicha responsabilidad.
    Betteredge se obstinó en no prestar oído a ningún plan, para sortear dificultades, que no contara con mi sanción y aprobación. Yo aprobé la proposición de Mr. Blake y Betteredge registró esta última anotación en su libro de apuntes.
    —Vaya usted a indagar en la casa, Mr. Jennings, a partir de mañana —me dijo, poniéndose de pie—. Me hallará usted trabajando conjuntamente con las personas que sean necesarias para ayudarme en mi labor. Con el mayor respeto le ruego me permita agradecerle, señor, por el hecho de haber pasado por alto el asunto del buharro embalsamado y el del ala de Cupido…, y también por haberme permitido lavarme las manos respecto de ciertas responsabilidades, como ser los alfileres que se hallaban sobre la alfombra y el desorden imperante en el cuarto de Mr. Franklin. En mi carácter de criado, he contraído con usted una enorme deuda. En el de hombre, debo decirle que tiene usted la cabeza llena de larvas; y quiero dejar constancia de mi oposición a su experimento, al que considero una ilusión y una trampa. ¡No tema usted, a causa de ello, que mis sentimientos de hombre habrán de imponerse sobre los deberes del criado! Será usted obedecido, señor…; a pesar de las larvas, será usted obedecido. ¡Si todo esto concluye con el incendio de la casa, maldito si habré de ir yo en busca de los extintores, a menos que me lo ordene usted primero por medio de un campanillazo!
    Con esta afirmación de despedida, me hizo una reverencia y abandonó la habitación.
    —¿Cree usted que podemos confiar en él? —le pregunté a Mr. Blake.
    —Sin reserva alguna —me respondió éste—. Cuando vayamos a la casa hallaremos que nada ha sido descuidado, ni olvidado.
    Junio 19.— ¡Una nueva protesta se ha alzado en contra de nuestros planes! Esta vez se trata de una dama.
    El correo de la mañana me trajo hoy dos cartas. Una de Miss Verinder, en la cual ésta aprueba de la manera más bondadosa los procedimientos que le he propuesto. La otra de una señora bajo cuya tutela se encuentra aquélla…, una tal Mrs. Merridew.
    Mrs. Merridew me presenta sus saludos y no pretende comprender siquiera el asunto que ha sido el tema de mi correspondencia con Miss Verinder, en sus raíces científicas. Juzgando la cosa desde un punto de vista social, sin embargo, considera que puede pronunciarse libremente respecto del mismo. Probablemente, afirma Mrs. Merridew, desconozca yo la circunstancia de que Miss Verinder apenas cuenta diecinueve años de edad. Permitir que una joven de su edad asista, sin una "acompañante", en una casa atestada de hombres, a un experimento médico, constituye un ultraje al decoro que Mrs. Merridew no puede de ninguna manera tolerar. De llevarse adelante la idea, considerará un deber de su parte — hecho que implicará un enorme sacrificio de su personal conveniencia— acompañar a Miss Verinder en su viaje a Yorkshire. En tales circunstancias se atreve a pedirme y espera que yo acceda buenamente a reconsiderar el asunto, ya que ha podido comprobar que Miss Verinder no acepta otra opinión que la mía. Quizá su presencia no sea necesaria y una sola palabra bastaría para librarnos, tanto a Mrs. Merridew como a mí, de una desagradable responsabilidad.
    Traduciendo este lenguaje de vulgar cortesía al inglés corriente, nos encontramos con que esto quiere decir, en mi opinión, que Mrs. Merridew siente un miedo mortal por la opinión de las gentes. Desgraciadamente, ha acudido al hombre que menos motivos tiene para sentir ningún respeto por su opinión. No habré yo de defraudar a Miss Verinder ni de demorar la reconciliación de dos jóvenes que se aman y que han permanecido separados ya demasiado tiempo. Traduciendo esto del inglés corriente a un lenguaje de vulgar cortesía, nos encontramos con que esto quiere decir que Mr. Jennings le presenta sus saludos a Mrs.
    Merridew y lamenta no considerar justificada una mayor intromisión de la misma en este asunto.
    El informe personal de Mr. Blake, esta mañana, ha sido igual al del día precedente. Hemos resuelto no molestar a Betteredge con ninguna vigilancia en su casa hoy. Mañana será el momento oportuno para realizar nuestra primera visita de inspección.
    Junio 20.— Mr. Blake está comenzando a sentir un permanente desasosiego por las noches.
    Cuanto más pronto sean reamueblados los cuartos, mejor. Mientras nos dirigíamos hacia la casa esta mañana, me ha consultado, con cierta nerviosa impaciencia e indecisión, respecto de una carta, que le ha sido remitida desde Londres, firmada por el Sargento Cuff.
    Le escribe éste desde Irlanda. Reconoce que ha recibido, por intermedio de su ama de llaves, una tarjeta y un mensaje que Mr. Blake dejó en su residencia próxima a Dorking y anuncia que es probable que regrese a Inglaterra dentro de una semana o antes aún.
    Mientras tanto, le ruega le conceda el favor de saber qué motivos son los que impulsan a Mr. Blake a querer hablar con él, como anuncia dicho mensaje, sobre la cuestión de la Piedra Lunar. De lograr Mr. Blake convencerlo de que cometió una grave equivocación durante la investigación del año último relacionada con el diamante, considerará un deber suyo (teniendo en cuenta la generosa acogida que le dispensara la difunta Lady Verinder)
    ponerse a la disposición de dicho caballero. De no ocurrir eso, ruega se le permita permanecer en su retiro, rodeado de las pacíficas atracciones que le brinda la floricultura campesina.
    Luego de haber leído su carta, no vacilé en aconsejarle a Mr. Blake que debía poner en conocimiento del Sargento, al contestarle, todo lo acaecido desde que la investigación fuera abandonada el año último, dejando que él mismo extrajera sus propias conclusiones de la mera confrontación de los hechos.
    Después de meditar sobre ello, le sugerí también que invitara al Sargento a presenciar el experimento, en el caso de que regresara a Inglaterra a tiempo para unirse con nosotros. De cualquier manera habría de ser un valioso testigo, y de probarse que me hallaba yo equivocado al creer que el diamante se hallaba oculto en la habitación de Mr. Blake, su consejo podría sernos de gran utilidad durante el curso futuro de acontecimientos susceptibles de escapar a mi fiscalización. Este último argumento decidió, al parecer, a Mr.
    Blake. Prometió éste seguir mi consejo.
    El golpe del martillo nos informó, en tanto penetrábamos en el sendero que conducía a la casa, que la tarea de reequiparla estaba en su apogeo.
    Betteredge, ataviado para esa ocasión con un gorro encarnado de pescador y un delantal de bayeta verde, salió a recibirnos al vestíbulo anterior. En cuanto me vio extrajo de su bolsillo su libro de apuntes y un lápiz y se obstinó en tomar nota de cuanto yo le dije. Miráramos hacia donde mirásemos, pudimos comprobar, como había previsto Mr. Blake, que el trabajo avanzaba tan rápida e inteligentemente como era posible que ello ocurriera. Pero quedaba aún mucho por hacer en el vestíbulo interior y en el cuarto de Miss Verinder. Era dudoso que la casa se hallara lista antes del fin de semana.
    Luego de felicitar a Betteredge por la actividad desplegada (persistió en tomar nota cada vez que abrí yo la boca y declinó, al mismo tiempo, prestarle la menor atención a cuanta cosa dijera Mr. Blake) y de comprometernos a realizar una segunda visita de inspección dentro de un día o dos después, nos dispusimos a abandonar la casa por el camino trasero.
    Antes de que hubiéramos traspuesto los pasillos de la planta baja, fui detenido por Betteredge en el preciso instante en que trasponía yo la puerta de su habitación.
    —¿Me permitirá decirle dos palabras en privado? —me preguntó en un cuchicheo misterioso.
    Yo accedí, naturalmente. Mr. Blake siguió avanzando y se dirigió hacia el jardín para aguardarme allí, mientras yo penetraba junto con Betteredge en el cuarto de éste. Esperaba una nueva demanda en favor de ciertas concesiones basadas en el precedente ya sentado por el buharro embalsamado y el ala de Cupido. Ante mi gran sorpresa, colocó Betteredge confiadamente su mano en mi brazo y me hizo esta extraordinaria pregunta:
    —Mr. Jennings, ¿conoce usted, por casualidad, al Robinsón Crusoe?
    Le respondí que lo había leído de niño.
    —¿Nunca más desde entonces? —inquirió Betteredge.
    —Nunca más.
    Dio unos pasos hacia atrás y me miró con una expresión de compasiva curiosidad, atemperada por un horror supersticioso.
    —No ha leído al Robinsón Crusoe desde que era un niño —dijo Betteredge dirigiéndose a sí mismo…, no a mí—. ¡Veamos qué efecto le produce ahora Robinsón Crusoe!
    Abriendo una alacena que se hallaba en un rincón extrajo de ella un volumen polvoriento cuyas páginas estaban dobladas en las esquinas y el cual exhaló un intenso olor de tabaco viejo en cuanto se puso él a hojearlo. Luego de haber dado con el pasaje a cuya búsqueda se había, al parecer, lanzado, me rogó que lo acompañara hasta uno de los rincones; siempre con su aire misteriosamente confidencial y hablando en un cuchicheo.
    —Se trata, señor, de esa frase suya con el láudano y la persona de Mr. Franklin Blake — comenzó a decirme—. En tanto se hallan los operarios en la casa mis deberes de criado se imponen sobre mis sentimientos de hombre. Cuando aquéllos se van, estos últimos se imponen sobre mis deberes de criado. Muy bien. Anoche, Mr. Jennings, se hizo carne en mí, de la manera más firme, la idea de que esta nueva aventura médica suya habría de terminar malamente. De haber obedecido yo a esta voz interior habría quitado todos los muebles con mis propias manos y prevenido a los operarios que debían alejarse de la finca, cuando se presentaran en ella a la mañana siguiente.
    —Me ha alegrado comprobar, a través de lo que he visto escalera arriba —le dije—, que se ha resistido usted a esa voz interior.
    —Resistir no es la palabra —replicó Betteredge—. Luchar sí. He luchado, señor, acosado por las silenciosas órdenes interiores que me instigaban a seguir por determinado camino y las órdenes escritas en este libro de apuntes que me arrastraban hacia otro, hasta que llegué (y perdón por la expresión) a sentir un sudor frío sobre mi cuerpo. En medio de tan horrible conmoción de la mente y laxitud del cuerpo, ¿a qué remedio hube de recurrir? Al que nunca, señor, me ha defraudado durante los últimos treinta años, y más aún . . .: ¡a este libro!
    Le aplicó entonces un sonoro golpe al libro con su mano abierta e hizo brotar de él un perfume añejo de tabaco más penetrante que nunca.
    —¿Qué es lo que hallé —prosiguió Betteredge— en la primera página con que dieron mis ojos al abrirlo? Este tremendo pasaje, señor, página ciento setenta y ocho: "Luego de estas y muchas otras reflexiones similares llegué más tarde a formularme para mi propio gobierno esta regla infalible: que cuando quiera que esas advertencias interiores o presiones de mi mente me instigaran a hacer o no hacer una cosa que se presentara ante mí, o a seguir por este camino o por el otro, jamás debía dejar de obedecer a esa Voz secreta." ¡Por el pan que me alimenta, Mr. Jennings, ésas fueron las primeras palabras que encontraron mis ojos en el preciso instante en que me aprontaba para desafiar el Dictado secreto! ¿No ve usted nada que salga de lo común en todo esto, señor?
    —Veo una coincidencia…, nada más que eso.
    —¿No vacila usted un tanto, Mr. Jennings, respecto de su proyectada aventura médica?
    —Absolutamente nada.
    Betteredge me clavó una dura mirada, en medio de un silencio mortal. Cerró su libro con deliberada parsimonia, lo volvió a guardar bajo llave en la alacena con extraordinario cuidado, giró sobre sí mismo y volvió a clavarme una dura mirada. Luego habló.
    —Señor —me dijo gravemente—, mucha es la tolerancia que hay que tener con una persona que no ha vuelto a leer Robinsón Crusoe desde que era un niño. Le deseo a usted muy buenos días.
    Abrió la puerta, me hizo una profunda reverencia y me dejó en libertad para que descubriera por mí mismo el camino que conducía al jardín. Me encontré con Mr. Blake en el momento en que éste regresaba a la casa.
    —No necesita decirme usted lo que ha ocurrido —me dijo—. Betteredge acaba de jugar su última carta: ha descubierto sin duda alguna profética alusión en el Robinsón Crusoe. ¿Ha acogido usted de manera favorable esa alusión suya? ¿No? ¿Ha dejado traslucir que no cree en Robinsón Crusoe? ¡Mr. Jennings!; ha pasado usted a ocupar el más bajo lugar posible en su escala de valores. Diga usted lo que diga y haga lo que haga en el futuro, verá usted cómo no habrá él de malgastar una sola palabra con usted, desde este mismo instante.
    Junio 21.— Una breve nota bastará por hoy en mi Diario.
    Mr. Blake ha vivido la peor noche pasada por él hasta ahora. Me he visto obligado a recetarle un medicamento. Felizmente los hombres de naturaleza sensitiva como la suya son muy sensibles a la acción de las medicinas. De no ser así, me sentiría inclinado a pensar que no habría de hallarse absolutamente en condiciones de soportar el experimento, cuando llegue el momento de hacerlo.
    En lo que a mí se refiere, luego de una pequeña tregua respecto de mi dolencia, sufrí un ataque esta mañana, del cual no habré de decir otra cosa como no sea que me impulsó a recurrir de nuevo al opio. Cerraré ahora este libro y tomaré la dosis máxima…. esto es, quinientas gotas.
    Junio 22.— Nuestras perspectivas son mejores hoy. Mr. Blake ha sentido un gran alivio en su malestar nervioso. Ha dormido un poco anoche. En cuanto a mí, he pasado, gracias al opio, una noche que ha sido la noche de un hombre atontado. No podría decir que desperté; la expresión más correcta sería decir que recobré los sentidos.
    Fuimos a la casa para comprobar si había sido ya reamueblada. La tarea terminará mañana…, sábado. Tal como predijo Mr. Blake, Betteredge no opuso ningún nuevo obstáculo. Desde el primer momento hasta el último no dejó de hacer gala de una abominable cortesía y de un silencio igualmente abominable.
    Mi aventura médica (como la designa Betteredge) tendrá que ser ahora inevitablemente postergada hasta el lunes próximo. Mañana los operarios permanecerán hasta muy tarde en la casa. Al día siguiente, la clásica tiranía del domingo, que constituye toda una institución en este país libre, habrá de regular el horario de los trenes de una manera que tornará completamente imposible para nosotros el pedirle a nadie que viaje hasta aquí desde Londres. Hasta el lunes no hay otra cosa que hacer como no sea la de vigilar con el mayor cuidado a Mr. Blake y mantenerlo, si es posible, dentro del mismo estado en que se encuentra hoy.
    Mientras tanto lo he convencido de que debe escribirle a Mr. Bruff para decirle que es de vital importancia que se halle aquí presente en calidad de testigo. Escojo de manera especial al abogado, por los hondos prejuicios que alimenta en contra de nosotros. Si llegamos a convencerlo a él, nuestro triunfo alcanzará la categoría de un acontecimiento.
    Mr. Blake le ha escrito también al Sargento Cuff, y yo, por mi parte, le he enviado unas líneas a Miss Verinder. Con ellos y el viejo Betteredge (quien es, realmente, un personaje importante en la familia) reuniremos un número suficiente de testigos para el propósito en vista…, sin incluir a Mrs. Merridew, si es que ésta persiste en sacrificarse a sí misma por atender a las opiniones de las gentes.
    Junio 23.— Nuevamente se ha vengado de mí el opio la última noche. No importa, debo seguir utilizándolo hasta que llegue el lunes y se vaya del todo.
    Mr. Blake no se siente muy bien hoy. Confiesa que a las dos de la madrugada abrió el cajón en que se hallan guardados sus cigarros. Sólo triunfó en el intento de volverlo a cerrar luego de un violento esfuerzo. Su próximo paso, de acuerdo con lo dispuesto para los casos de emergencia, fue arrojar la llave por la ventana. El mozo la trajo al día siguiente, luego de haberla hallado en el fondo de una cisterna vacía… ¡Así obra el Hado! He tomado posesión de la llave hasta el lunes próximo.
    Junio 24.— Mr. Blake y yo hemos efectuado un largo paseo en un coche abierto. Ambos experimentamos la benéfica influencia de esta bendita y suave atmósfera estival. Comí con él en el hotel. Fue un gran alivio para mí —ya que lo había encontrado sobreexcitado y agotado en la mañana— verlo dormir sobre el sofá profundamente durante dos horas luego de la comida. Aunque pasara ahora una nueva mala noche…, no temo ya sus consecuencias.
    Junio 25, lunes.— ¡El día del experimento! Son las cinco de la tarde. Acabamos de llegar a la casa.
    La primera y más importante cuestión es la que se refiere a la salud de Mr. Blake.
    Hasta donde yo soy capaz de juzgar promete éste, desde el punto de vista fisiológico, hallarse en un estado tan propicio para la acción del opio esta noche como lo estuvo a esta misma altura del año anterior. Sus nervios se encuentran esta tarde en un estado de excitación que se aproxima al de la irritación nerviosa. Cambia de color por nada; su mano vacila y se sobresalta ante cualquier ruido casual y ante la inesperada aparición de personas y cosas.
    Todo esto se debe a la falta de reposo nocturno, el cual es nerviosa consecuencia. a su vez, del súbito abandono del hábito de fumar, luego de haber sido éste llevado al extremo. He aquí las mismas fuerzas del año anterior en plena actividad nuevamente, y he aquí también, según todas las apariencias, los mismos efectos de entonces. ¿Se mantendrá la semejanza luego de haberse efectuado la prueba final? Los hechos por ocurrir esta noche serán los que decidan.
    Mientras escribo yo estas líneas, Mr. Blake se está divirtiendo junto a la mesa de billar que se encuentra en el vestíbulo interior, mediante la práctica de las diferentes maneras de golpear con el taco, tal cual acostumbraba hacer cuando era huésped de la casa en junio del año pasado. He traído mi diario aquí, en parte para llenar con él las horas en blanco que habrán de transcurrir entre hoy y mañana por la mañana y en parte con la esperanza de que ocurra algo digno de ser registrado al instante.
    ¿He omitido algo a esta altura? Una ojeada sobre la nota escrita ayer viene a recordarme que me he olvidado de registrar la llegada del correo matinal. Permítanme cubrir esta laguna, antes de que cierre momentáneamente estas páginas para reunirme con Mr. Blake.
    Debo decir que recibí unas pocas líneas ayer de parte de Miss Verinder. Ha dispuesto ésta viajar en el tren nocturno, según yo le recomendé. Mrs. Merridew persiste en acompañarla.
    La carta insinúa que ésta, cuyo carácter es de ordinario excelente, se halla un tanto amoscada y pide para ella la debida indulgencia debido a su edad y sus costumbres. Me esforzaré, por mi parte, en mis relaciones con Mrs. Merridew, por emular la moderación puesta de manifiesto por Betteredge en su trato personal conmigo. Nos recibió éste hoy portentosamente ataviado con su mejor chaqueta negra y su más tiesa corbata blanca. Cada vez que mira en mi dirección me recuerda con sus ojos que no he leído el Robinsón Crusoe desde que era un niño y se apiada respetuosamente de mí.
    Ayer también recibió Mr. Blake la respuesta del abogado. Mr. Bruff acepta la invitación…, previa protesta. Considera evidentemente necesario que un caballero dotado de sentido común acompañe a Miss Verinder hasta la escena donde habrá de desarrollarse lo que él se atreve a llamar la exhibición preparada por nosotros. A falta de una mejor escolta, Mr.
    Bruff habrá de ser el caballero que la acompañe. Así es como la pobre Miss Verinder habrá de contar con dos "acompañantes”. ¡Es un alivio pensar que la opinión de las gentes habrá de verse satisfecha con esto!
    Nada hemos sabido del Sargento Cuff. Sin duda se halla aún en Irlanda. No debemos esperar verlo aquí esta noche.
    En este momento entra Betteredge para decirme que Mr. Blake ha preguntado por mí. Debo abandonar la pluma por el momento.
    Siete de la tarde.— Hemos estado recorriendo nuevamente todas las habitaciones reamuebladas y las escaleras; y hemos efectuado un agradable paseo entre los arbustos, que era el lugar favorito de Mr. Blake la última vez que se hospedó aquí. De esta manera confío hacer revivir en su mente las viejas sensaciones producidas en él por los lugares y las cosas, tan vívidamente como sea posible hacerlo.
    Nos hallamos ya a punto de sentarnos a la mesa, exactamente a la misma hora en que se efectuó la comida del día del cumpleaños anterior. Mi interés por el asunto es puramente científico. El láudano deberá serle administrado a la misma altura del proceso digestivo en que le fue administrado el año pasado.
    Luego de transcurrido un intervalo razonable, después de la cena, me propongo encauzar la conversación nuevamente —de la manera más natural que me sea posible— hacia el tema del diamante y hacia el complot hindú destinado a robarlo. Una vez que haya llenado su mente con esas ideas, habré hecho cuanto está a mi alcance hacer antes de que llegue el instante de administrarle la segunda dosis.
    Ocho y media de la noche.— Recién en este momento se me ha presentado la oportunidad de cumplir con el más importante de todos mis deberes: el de indagar en el botiquín familiar en busca del láudano que Mr. Candy utilizó el año pasado.
    Hace diez minutos sorprendí a Betteredge desocupado y le dije qué era lo que necesitaba.
    Sin hacer la más mínima objeción y sin intentar siquiera sacar a relucir su libro de apuntes me condujo (dedicándome toda su atención a cada paso que dábamos) hacia el depósito en que se guarda el botiquín.
    Di con la botella la cual se hallaba cuidadosamente cerrada con un tapón de vidrio amarrado con cuero. El preparado de opio contenido en ella resultó ser, tal como yo me lo había imaginado, tintura común de láudano. Como la botella se halla bastante llena todavía, he resuelto usar con preferencia su contenido en lugar de emplear cualquiera de los preparados con que he tenido la precaución de proveerme para un caso de emergencia.
    La cuestión que se refiere a la cantidad que habrá de administrársele presenta algunas dificultades. Luego de pensar en ello he resuelto aumentar la dosis.
    Mis notas me informan que Mr. Candy no le administró más que veinticinco mínimas. Se trata de una dosis demasiado pobre para haber producido los efectos que produjo entonces…, aun tratándose de una persona tan sensitiva como es Mr. Blake. Lo más probable, en mi opinión, es que Mr. Candy le haya dado una dosis mayor que la que él mismo creyó haberle administrado sabiendo, como sé, que es muy afecto a c los placeres de la mesa y que midió la dosis del láudano el día del cumpleaños luego de la comida.
    Comoquiera que sea, correré el riesgo de aumentar la dosis a cuarenta mínimas. En esta ocasión Mr. Blake sabe de antemano que habrá de ingerir el láudano, lo cual equivale, desde el punto de vista fisiológico, a decir (aunque él sea inconsciente de ello) que se hallará en condiciones de ofrecer una mayor resistencia a sus efectos. De hallarme en lo cierto, una dosis mayor se torna imperativa para producir los mismos resultados a que dio lugar la dosis menor del año pasado.
    Diez de la noche. — Los testigos o convidados (¿cómo los llamaremos?) han llegado a la casa hace una hora.
    Poco antes de las nueve logré convencer a Mr. Blake de que debía acompañarme hasta su alcoba. Justifiqué mi pedido diciéndole que deseaba que le echara una última ojeada a ésta para asegurarse de que nada había sido olvidado durante la operación de reamueblarla.
    Previamente resolví, de común acuerdo con Betteredge, que el dormitorio de Mr. Bruff habría de ser el cuarto contiguo al de Mr. Blake y que yo sería informado del arribo del abogado mediante un golpe en la puerta. Cinco minutos antes de que el reloj del vestíbulo diera las nueve oí su llamado y, al salir de allí, me encontré con Mr. Bruff en el corredor.
    Mi apariencia personal, como de costumbre, se volvía en contra mía. La desconfianza que despertaba yo en Mr. Bruff afloraba de manera bien visible en sus ojos. Acostumbrado como me hallo al efecto que produce mi persona en los desconocidos, no vacilé un solo instante en decirle lo que tenía que comunicarle antes de que el abogado se introdujera en el cuarto de Mr. Blake.
    —Sin duda usted ha venido aquí en compañía de Mrs. Merridew y Miss Verinder, ¿no es así? —le dije.
    —Sí —me respondió Mr. Bruff con la mayor sequedad posible.
    —Miss Verinder le habrá dicho, probablemente, que yo deseo que su presencia en la casa, así como también la de Mrs. Merridew, naturalmente, sea mantenida en secreto ante Mr.
    Blake, hasta después de haber sido efectuado el experimento que tendrá por base a su persona, ¿no es así?
    —¡Sé que tengo que retener mi lengua, señor! —dijo Mr. Bruff impaciente—. Tan acostumbrado estoy a guardar silencio ante las locuras humanas en general, que me encuentro preparado para mantener mi boca cerrada en esta ocasión. ¿Se halla usted satisfecho con esto?
    Yo me incliné y dejé que Betteredge le enseñara su habitación. Este último me dirigió al partir una última mirada que quería significar, tal como si lo hubiera expresado con idéntico número de palabras: "Acaba usted de hallar la horma de su zapato, Mr. Jennings…; su nombre es Mr. Bruff.” Se hacía necesario ahora salir al encuentro de las dos damas. Descendí la escalera —un tanto nervioso, lo confieso— en dirección del gabinete de Miss Verinder.
    La mujer del jardinero (a quien se le encomendó la misión de acomodar a las señoras) me salió al encuentro en el corredor del primer piso. Esta excelente mujer me trata con excesiva urbanidad, la cual no es más que el fruto evidente del terror que le inspiro. Me clava su mirada, tiembla y me hace reverencias en cuanto le dirijo la palabra. Al preguntarle por Miss Verinder clavó de nuevo en mí su mirada, se puso a temblar y me hubiera sin duda hecho alguna reverencia en seguida si no hubiese sido porque la propia Miss Verinder dio un corte brusco a la misma al abrir súbitamente la puerta de su gabinete.
    —¿Es usted, Mr. Jennings? —preguntó.
    Antes de que hubiera tenido yo tiempo de responderle, salió del cuarto con paso vivo para venir a hablarme en el corredor. Nos encontramos bajo la luz de una lámpara sostenida por un soporte. En cuanto me vio, Miss Verinder se detuvo, vacilante. Se recobró instantáneamente, enrojeció por un instante y luego, con encantadora franqueza, me tendió su mano.
    —No puedo tratarlo como a un desconocido, Mr. Jennings —me dijo—. ¡Oh, si supiera usted lo feliz que me han hecho sus cartas!
    Dirigió hacia mi horrible rostro rugoso una brillante mirada de gratitud; cosa tan desusada en mi experiencia con mis semejantes, que me hallé perplejo en cuanto a la respuesta que debía darle. No me hallaba absolutamente preparado para afrontar su bondad y su belleza.
    La miseria de innumerables años no ha llegado a endurecer, gracias a Dios, mi corazón. Me mostré ante ella tan atolondrado y tímido como un mozalbete que no ha llegado aún a los diecinueve años.
    —¿Dónde está él ahora? —me preguntó, dando libre curso a lo que más le interesaba: Mr.
    Blake—. ¿Qué está haciendo ahora? ¿Ha hablado de mí? ¿Se halla de buen humor? ¿Qué tal lo ha impresionado la casa luego de lo ocurrido durante el último año? ¿Cuándo le dará usted el láudano? ¿Podré hallarme presente cuando lo vierta usted en la botella? ¡Estoy tan excitada y es tanta mi curiosidad!… Tengo que decirle a usted diez mil cosas, pero como se amontonan todas a la vez en mi cabeza, no sé con cuál empezar. ¿Le asombra a usted la curiosidad que siento por esto?
    —No —le respondí—. Me atrevo a decir que la justifico enteramente.
    Ella se encontraba más allá de cualquier mezquina y falsa exteriorización de azoramiento.
    Y me respondió como si hubiera yo sido su hermano o su padre.
    —Me ha liberado usted de una desdicha indecible; me ha hecho usted revivir. ¿Cómo podría ser yo tan desgraciada como para ocultarle cualquier cosa a usted? Lo amo a él—me dijo simplemente—; lo he amado en todo instante…, aun cuando fui injusta con él en mis pensamientos, aun cuando le dije las más crueles y duras palabras. ¿Servirá eso para justificarme? Confío que sí… Mucho me temo que ésa sea mi única justificación. Cuando mañana él se entere de que estoy en la casa, ¿cree usted…?
    Se detuvo otra vez y me miró muy ansiosa.
    —Cuando mañana él se entere de ello —le dije—, creo que debiera usted únicamente decirle lo que me acaba de decir a mí.
    Su rostro volvió a encenderse; dio un paso más hacia mí. Sus dedos se pusieron a jugar nerviosamente con una flor que yo había cortado en el jardín y puesto en el ojal de la solapa de mi chaqueta.
    —Usted lo ha estado viendo a menudo últimamente —me dijo—. ¿Ha podido usted percibir, verdadera y realmente, tal cosa?
    —Verdadera y realmente —le respondí—. Y estoy completamente seguro de lo que habrá de acaecer mañana. Ojalá pudiera estarlo en la misma medida respecto de lo que ocurrirá esta noche.
    A esta altura de la conversación fuimos interrumpidos por Betteredge, quien apareció con la bandeja del té. En tanto pasaba a mi lado en dirección al gabinete, me dirigió una nueva y expresiva mirada. " ¡Ay!, ¡ay!, golpee ahora que el hierro está en ascua. La horma de su zapato, Mr. Jennings, está arriba…, ¡la horma está arriba! “ Lo seguimos dentro de la habitación. Una dama anciana y pequeña, muy elegantemente vestida, que se hallaba en un rincón, abismada en la tarea de bordar una tela, dejó caer su labor sobre el regazo y profirió un breve y amortiguado grito, al ver por primera vez mi piel gitana y mi cabello blanquinegro.
    —Mrs. Merridew —dijo Miss Verinder—, éste es Mr. Jennings.
    —Le ruego a Mr. Jennings que me perdone —dijo la vieja dama mirando a Miss Verinder y hablándome a mí—. Los viajes en ferrocarril me ponen siempre nerviosa. Me estoy esforzando por aquietar mi mente con esta labor cotidiana. Ignoro si mi bordado se halla fuera de lugar en tan extraordinaria ocasión. Si Mr. Jennings considera que dificulta sus planes médicos, lo abandonaré, naturalmente, muy gustosa.
    Yo me apresuré a aprobar la presencia del bordado exactamente de la misma manera en que había aprobado la ausencia del buharro reventado y del ala de Cupido. Mrs. Merridew hizo un esfuerzo —un encomiable esfuerzo— para dirigir la vista hacia mi cabellera. ¡No!, no podía ser. Mrs. Merridew volvió a mirar a Miss Verinder.
    —Si Mr. Jennings me lo permitiera —prosiguió la vieja dama—, me agradaría solicitarle un favor. Mr. Jennings se halla a punto de llevar a cabo un experimento científico. Cuando yo era muchacha asistía habitualmente a los experimentos científicos efectuados en la escuela, los cuales terminaban invariablemente con una explosión. Me agradaría por eso que Mr. Jennings fuera tan amable como para advertirme a tiempo esta vez. Y me agradaría también que la prueba tuviera lugar antes de que me fuese yo a la cama.
    Yo intenté asegurarle a Mrs. Merridew que el programa, en esta oportunidad, no incluía explosión alguna.
    —No —dijo la anciana—. Le estoy muy agradecida a Mr. Jennings… Sé que me está engañando por mi propio bien. Pero prefiero que me hable claramente. Estoy completamente resignada a escuchar la explosión…, sólo que deseo que, de ser posible, ocurra ésta antes de que yo me vaya a la cama.
    En ese mismo instante se abrió la puerta y Mrs. Merridew profirió otro apagado alarido.
    ¿La explosión? No, simplemente Betteredge.
    —Usted dispense, Mr. Jennings —dijo Betteredge, de la manera más esforzadamente íntima que le fue posible utilizar—. Mr. Franklin desea saber dónde se halla usted.
    Teniendo en cuenta que me ha ordenado usted engañarlo respecto a la presencia de mi joven ama en la casa, le he contestado que no lo sabía. Esto, según tendrá usted a bien reconocer, es una mentira. Hallándome, como me hallo, señor, con un pie sobre la tumba, cuantas menos mentiras me exija usted, más agradecido le estaré en el momento en que mi conciencia me llame a rendir cuentas y haya llegado mi hora.
    Demasiado urgía el tiempo para malgastarlo, aunque sólo hubiera sido un breve instante, en reflexiones sobre esa cuestión puramente especulativa que tenía por base a la conciencia de Betteredge. Mr. Blake habría de lanzarse en mi busca, a menos que fuera yo a verlo en su cuarto. Miss Verinder me siguió cuando salí al corredor.
    —Parece que todos se han confabulado en contra de usted —me dijo—. ¿Qué quiere decir esto?
    —Se trata de la protesta habitual del mundo, Miss Verinder en una escala muy ínfima, contra todo lo que es nuevo.
    —¿Qué haremos con Mrs. Merridew?
    —Dígale que la explosión ocurrirá mañana a las nueve de la mañana.
    —¿Para que se vaya a dormir?
    —Sí…, para que se vaya a dormir.
    Miss Verinder regresó a su gabinete y yo ascendí por la escalera para ir al cuarto de Mr.
    Blake.
    Ante mi sorpresa lo hallé solo, paseándose inquieto por su cuarto y un tanto irritado por haber sido librado a sí mismo.
    —¿Dónde está Mr. Bruff? —le pregunté El señaló la puerta cerrada que comunicaba con el cuarto contiguo. Mr. Bruff había estado con él un instante; pretendió renovar sus protestas en contra de nuestro experimento y había fracasado una vez más, sin producir la menor impresión en el ánimo de Mr. Blake. Luego de esto, el abogado buscó refugio en una cartera de cuero negro henchida hasta reventar de documentos profesionales. "Los trabajos serios de la vida —admitió— se hallaban enteramente fuera de lugar en esa oportunidad. Pero los trabajos serios de la vida debían ser, a pesar de ello, continuados. Quizá Mr. Blake sería tan amable como para tolerar los hábitos anticuados de un hombre práctico. El tiempo es oro…, y en lo que concernía a Mr.
    Jennings, podía tener la completa seguridad de que Mr. Bruff se pondría de inmediato a su disposición en cuanto fuera llamado.” Con una excusa había regresado el abogado a su habitación, sumergiendo obstinadamente su atención en el interior de su negra cartera.
    Yo me acordé del bordado de Mrs. Merridew y de la conciencia de Betteredge. Existe una maravillosa similitud entre las facetas sólidas del carácter de un inglés y las de otro inglés…, como así también una semejanza maravillosa entre las expresiones básicas del rostro de un inglés y las de otro inglés.
    —¿Cuándo me dará usted el láudano? —me preguntó Mr. Blake de manera impaciente.
    —Tendrá usted que aguardar un poco más —le dije—. Me quedaré aquí para hacerle compañía hasta que llegue la hora.
    No eran aún las diez. Las previas indagaciones que había yo efectuado ante Betteredge y Mr. Blake me llevaron a la conclusión de que Mr. Candy le había administrado a aquél la dosis de láudano después de las once de la noche. Resolví, en consecuencia, no administrarle esta segunda dosis antes de esa hora.
    Conversamos durante un momento; pero ninguno de los dos dejó de sentirse preocupado por las cercanas ordalías. Nuestra conversación languideció pronto…, y decayó luego totalmente. Mr. Blake volvió a hojear perezosamente los volúmenes que se hallaban sobre la mesa de su alcoba. El guardián; el Tatter; la Pamela, de Richardson; El hombre sensible, de Mackenzie; el Lorenzo de Médicis, de Roscoe, y el Carlos V, de Robertson…; todas ellas obras clásicas, todas (naturalmente) inmensamente superiores a cualquier obra aparecida posteriormente y todas también (según mi actual punto de vista) poseedoras del gran mérito de no encadenar la voluntad del lector ni de excitar el cerebro de nadie. Dejo a Mr. Blake librado a la apaciguadora influencia de esa literatura ejemplar y me dedico, por mi parte, a registrar esta nota en mi Diario.
    Mi reloj me anuncia que son cerca de las once. Deberé cerrar estas páginas una vez más.
    Dos de la mañana.— El experimento ya se ha realizado, con el resultado que pasaré a describir.
    A las once de la noche hice sonar la campanilla en demanda de Betteredge y le comuniqué a Mr. Blake, por fin, que debía prepararse para ir a la cama.
    Me asomé a la ventana para contemplar la noche. Era una noche tranquila y lluviosa, similar en tal sentido a la noche del cumpleaños…, el veintiuno de junio del año anterior.
    Aunque confieso que no creo en los augurios, resultaba confortante, al menos, no hallar ningún influjo nervioso —perturbaciones eléctricas o signos de tormenta— en la atmósfera.
    Betteredge se aproximó a la ventana y depositó misteriosamente un trozo de papel en mi mano. En él se hallaban escritas las siguientes líneas:
    "Mrs. Merridew se ha ido a la cama segura de que la explosión ocurrirá mañana a las nueve de la mañana y de que habré yo de permanecer en este sitio en la casa hasta que ella venga a libertarme. No tiene la más remota idea de que el experimento habrá de efectuarse en mi gabinete…, de lo contrario hubiera permanecido en él toda la noche. Estoy sola y muy excitada. Le ruego me deje ver cómo vierte usted el láudano; necesito ocuparme en algo, aunque no sea más que en el carácter de mera espectadora."—"R. V.” Seguí en pos de Betteredge fuera del cuarto y le dije que llevara el botiquín al gabinete de Miss Verinder.
    La orden lo tomó, al parecer, enteramente de sorpresa. ¡Me miró como si sospechara que yo albergaba algún oculto designio médico respecto de Miss Verinder!
    —¿Me atreveré a preguntarle —me dijo— qué tiene que ver el botiquín con la persona de mi joven ama?
    —Quédese en el gabinete y lo sabrá.
    Betteredge pareció dudar de su propia habilidad para controlarme de manera efectiva en esta ocasión en que un botiquín se hallaba incluido en mis actividades.
    —¿Objetará usted la intervención, señor —me preguntó—, de Mr. Bruff en esta fase del asunto?
    —¡Al contrario! Le pediré en seguida a Mr. Bruff que me acompañe abajo.
    Betteredge se alejó para ir en busca del botiquín, sin agregar una sola palabra. Yo regresé al cuarto de Mr. Blake y golpeé en la puerta del cuarto contiguo, Mr. Bruff la abrió y apareció ante mí con sus papeles en la mano…, sumergido en la Ley, impermeable a la influencia de la Medicina.
    —Lamento tener que molestarlo —le dije—. Pero voy a preparar el láudano para Mr.
    Blake; vengo a solicitarle que se halle presente en el momento en que lo haga.
    —¿Sí? —me dijo Mr. Bruff, con las nueve décimas partes de su atención concentradas en sus papeles y una sola décima dedicada de mala gana a mi persona—. ¿Tiene algo más que decirme?
    —Tengo que molestarlo para pedirle que regrese a este lugar conmigo y vea cómo le administro la dosis a Mr. Blake.
    —¿Tiene algo más que decirme?
    —Una última cosa. Me veo en la obligación de molestarlo para pedirle que se quede en el cuarto de Mr. Blake y permanezca a la espera de lo que pueda ocurrir.
    —¡Oh, muy bien! —dijo Mr. Bruff—. Que sea en mi cuarto o en el de Mr. Blake…, lo mismo da; puedo proseguir con mi trabajo en cualquier parte. A menos que usted objete, Mr. Jennings, la intromisión de esta dosis de sentido común en sus actividades.
    Antes de que hubiera tenido yo tiempo de responderle, el propio Mr. Blake le dirigió la palabra al abogado desde su lecho.
    —¿Quiere usted, en verdad, decir que no siente el menor interés por lo que está realmente a punto de ocurrir? —le preguntó—. ¡Mr. Bruff, tiene usted la imaginación de una vaca!
    —La vaca es un animal muy útil, Mr. Blake —dijo el letrado.
    Dicho esto, abandonó el cuarto tras de mí, siempre con sus papeles en la mano.
    Encontramos a Miss Verinder pálida y agitada, recorriendo inquieta, de arriba abajo, su gabinete. Junto a una mesa que se hallaba en un rincón permanecía de guardia Betteredge próximo al botiquín. Mr. Bruff se sentó en la primera silla que encontró y, emulando la utilidad de la vaca, se sumergió al punto en sus papeles.
    Miss Verinder me arrastró aparte y volvió instantáneamente a dejarse absorber por lo único que le interesaba…, la persona de Mr. Blake.
    —¿Cómo se encuentra él ahora? —me preguntó—. ¿Está nervioso?, ¿está irritado? ¿Cree usted que tendrá éxito el experimento? ¿Está usted seguro de que no le hará daño?
    —Completamente seguro. Venga a ver cómo vierto la dosis.
    —¡Un momento! Son ya más de las once. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que ocurra algo?
    —No es fácil decirlo. Una hora, tal vez.
    —Sin duda el cuarto se hallará a oscuras como el año pasado, ¿no es así?
    —Seguramente.
    —Aguardaré en mi alcoba…, como hice entonces. Mantendré la puerta un tanto entreabierta. Muy poca era la abertura el año pasado. Observaré la puerta del gabinete y en cuanto la vea moverse apagaré mi bujía.
    Así fue como procedí la noche de mi cumpleaños. Y así deberá ocurrir ahora, ¿no es así?
    —¿Está segura, Miss Verinder, de que es dueña de sí misma?
    —¡Por él soy capaz de cualquier cosa! —me respondió con vehemencia.
    Una sola mirada dirigida a su rostro bastó para demostrarme que podía confiar en ella.
    Nuevamente me dirigí a Mr. Bruff.
    —Lamento tener que decirle que deberá abandonar por un momento sus papeles —le dije.
    —¡Oh, seguramente! —me dijo y se puso de pie sobresaltado, como si lo hubiera interrumpido en un pasaje particularmente interesante, y me siguió hasta el lugar en que se hallaba el botiquín. Una vez junto a él y privado ahora de la honda excitación que le procuraba incidentalmente la práctica de su profesión, dirigió su vista hacia Betteredge y bostezó luego hastiado.
    Miss Verinder se acercó a mí con un cántaro de agua fría que acababa de tomar de sobre un trinchero.
    —¡Déjeme verter el agua! —cuchicheó a mi oído—. ¡Yo tengo que intervenir en esto!
    Yo vertí y conté las cuarenta mínimas y volqué el láudano en un vaso para medicamentos.
    —Llénelo hasta sus tres cuartas partes —le dije y alargué el vaso en dirección de Miss Verinder.
    Luego le dije a Betteredge que cerrara con llave el botiquín, pues ya no lo necesitaba. Una expresión de indecible alivio cubrió el rostro del viejo criado. ¡Evidentemente había sospechado que yo tenía algún otro designio en contra de su joven ama!
    Luego de añadir el agua según lo que yo le había indicado, asió Miss Verinder, por un momento —mientras Betteredge se dedicaba a cerrar el botiquín y Mr. Bruff retornaba a sus papeles—, el vaso medicinal, y depositó un beso tímido sobre su borde.
    —Cuando usted se lo dé a tomar —me cuchicheó esta encantadora muchacha—, haga que beba el líquido por este lugar.
    Yo extraje de mi bolsillo el fragmento de cristal que habría de hacer las veces del diamante y se lo entregué.
    —Usted también tiene que intervenir en esto —le dije—. Deberá usted colocar este cristal en el mismo sitio en que colocó la Piedra Lunar el año pasado.
    Ella abrió la marcha en dirección del bufete hindú y colocó el falso diamante en el interior de la misma gaveta en que colocara la noche de su cumpleaños el diamante auténtico. Mr.
    Bruff asistió al acto bajo protesta, como había asistido a todos los procedimientos efectuados hasta entonces. Pero el cariz hondamente dramático que empezaba a asumir ahora el experimento demostró ser, lo cual me divirtió grandemente, demasiado absorbente para poder ser eludido por la facultad de autocontrol de Betteredge. Su mano tembló cuando asió la bujía y ansiosamente murmuró:
    —¿Está usted segura, Miss, de que es ésta la gaveta .
    Yo abrí la marcha ahora hacia afuera nuevamente, llevando el láudano y el agua. En la puerta me detuve para dirigirle una última advertencia a Miss Verinder.
    —No se demore al apagar la luz —le dije.
    —La apagaré de un soplo —me respondió—. Y aguardaré en mi alcoba con una sola bujía encendida.
    Luego cerró a nuestras espaldas la puerta de su gabinete. Seguido por Mr. Bruff y Betteredge, retorné al cuarto de Mr. Blake.
    Lo hallamos inquieto y revolviéndose de uno a otro lado en el lecho y preguntándose, irritado, si habría o no de tomar el láudano esa noche. En presencia de los dos testigos le administré la dosis, le arreglé las almohadas y le recomendé que reposara allí tendido y aguardara los acontecimientos.
    Su lecho, encortinado con una ligera zaraza, se hallaba colocado con la cabecera dispuesta contra el muro del cuarto de manera tal, que a cada lado del mismo quedaban dos amplios espacios libres. Yo corrí completamente las cortinas que había en uno de sus costados, y aposté en esa parte del cuarto, que se tornó invisible para sus ojos, a Mr. Bruff y a Betteredge para que asistieran al resultado. A los pies de la cama corrí las cortinas hasta la mitad, y coloqué mi silla a una corta distancia de las mismas, para permitirle que me viera o no me viera, que me hablara o no me hablara, según lo que aconsejaran las circunstancias.
    Habiéndoseme informado que siempre dormía con alguna luz en su habitación, coloqué una de las dos luces sobre una mesita que se hallaba junto a la cabecera de la cama y de manera tal que su fulgor no lo hiriera en los ojos. La otra bujía se la entregué a Mr. Bruff; su resplandor, a esa distancia, era amortiguado por la zaraza de las cortinas. La ventana había sido abierta en su parte superior para que pudiera renovarse el aire de la habitación. Caía una suave lluvia; la casa se hallaba silenciosa. Eran las once y veinte, según mi reloj, cuando ya todos los preparativos habían sido completados y cuando tomé asiento en la silla situada a los pies del lecho y hacia un costado del mismo.
    Mr. Bruff retomó sus papeles, sintiendo por ellos, al parecer, un interés más hondo que nunca. Pero al dirigirle mi mirada, logré advertir ciertos signos seguros que me convencieron de que la Ley comenzaba a perder, por fin, su dominio sobre él. La expectante situación en que nos hallábamos colocados, empezó a ejercer de manera paulatina su influencia aun sobre su mente tan poco imaginativa. En lo que concierne a Betteredge, la solidez de sus principios y la dignidad de su conducta se habían tornado, en lo que a este asunto se refiere, en mero y hueco palabrerío. Se olvidó de que yo estaba realizando una treta de ilusionista con Mr. Franklin Blake; de que había trastornado la casa de arriba abajo y de que no había leído al Robinsón Crusoe desde niño.
    —Por amor de Dios, señor —cuchicheó a mi oído—, díganos cuándo habrá de comenzar a surtir efecto.
    —No antes de medianoche —le contesté en un cuchicheo—. Quédese quieto en su silla y no hable.
    Betteredge descendió hasta el más bajo grado de familiaridad conmigo, sin intentar luchar para salvarse a sí mismo. ¡Me respondió con un guiño!
    Al dirigir mi vista hacia Mr. Blake, lo vi más inquieto que nunca en su lecho; ansiosamente se preguntaba cómo el láudano no había comenzado a corroborar aún sus cualidades. De haberle dicho en su situación actual que cuanto más inquieto se mostrara y más preguntas hiciera, más dilataría el resultado que estábamos nosotros aguardando, hubiera hecho una cosa completamente inútil. Lo más sabio era hacerlo olvidar la idea del opio y llevarlo insensiblemente a pensar en cualquiera otra cosa.
    Con esta idea en la mente lo estimulé a que conversara conmigo y me las arreglé para encauzar, por mi parte, la conversación, de manera de hacer que su atención recayera sobre un asunto del que habíamos tratado ya en las primeras horas de la noche: el asunto del diamante. Me esforcé por hacerle recordar aquellos pasajes de la historia de la Piedra Lunar que se relacionaban con el traslado de la misma de Londres a Yorkshire; el riesgo que Mr.
    Blake había corrido al retirarla del banco de Frizinghall y la inesperada aparición de los hindúes en la casa la tarde del día del cumpleaños. Aparenté en seguida, en relación con estos eventos, no haber comprendido gran parte de lo que Mr. Blake me había dicho hacía tan sólo unas pocas horas. Y así fue como lo fui obligando a hablar del tema con el cual se hacía ahora vialmente necesario impregnar su mente, sin hacerle sospechar siquiera que lo estaba impulsando a hablar con un propósito determinado. Poco a poco fue poniendo tanto interés en la tarea de rectificarme, que se olvidó de revolverse en la cama. Su mente se hallaba muy lejos de la cuestión del opio en el momento culminante en que sus ojos me advirtieron por vez primera que el opio comenzaba a adueñarse de su cerebro.
    Consulté mi reloj. Eran las doce menos cinco cuando los síntomas premonitorios de los efectos del láudano comenzaron a hacerse visibles a mis ojos.
    A esta altura, ningún ojo profano hubiera sido capaz de descubrir cambio alguno en su persona. Pero, a medida que se iban sucediendo los minutos del nuevo día, el sutil y veloz proceso de la droga comenzó a anunciarse de manera más clara. La sublime intoxicación del opio fulguró en sus ojos y el rocío furtivo de su transpiración comenzó a relucir en su rostro. Cinco minutos después la conversación que aún seguía manteniendo conmigo se tornó, de su parte, en una charla incoherente. Se aferró a la cuestión del diamante, pero dejó inconclusas sus frases. Poco más tarde las frases se convirtieron en meras palabras sueltas.
    Luego se produjo un intervalo de silencio. Después se sentó en el lecho, y en seguida, preocupado aún por la cuestión del diamante, comenzó a hablar de nuevo…, pero sin dirigirse a mí, sino conversando consigo mismo. Este cambio me aseguró de que acababa de cumplirse la primera etapa del experimento. La estimulante influencia del opio acababa de hacer presa de él.
    Eran ahora las doce y veintitrés minutos. En la próxima media hora, a lo sumo, se decidiría la cuestión de si se levantaba o no del lecho y abandonaba su cuarto.
    Suspendiendo el aliento y empeñado en observarlo —y ante el indecible triunfo que significaba para mí asistir al cumplimiento de la primera etapa del experimento, que adoptaba el cariz y se producía casi a la misma hora que yo había previsto— me olvidé completamente de mis dos compañeros de vigilia. Dirigiendo mi visita, ahora, hacia ellos, pude ver cómo la Ley, representada allí por los papeles de Mr. Bruff, yacía abandonada sobre el piso. El propio Mr. Bruff se hallaba atisbando ansiosamente a través de una hendedura que se abría entre las cortinas mal cerradas del lecho. Y Betteredge, dejando de lado enteramente las conveniencias sociales, escudriñaba por encima del hombro de Mr.
    Bruff.
    Ambos retrocedieron súbitamente al ver que yo los estaba observando, igual que dos escolares sorprendidos en una falta por su maestro. Con un signo les indiqué que se despojaran de su calzado, tal cual lo estaba haciendo yo en ese momento. De darnos Mr.
    Blake la oportunidad de seguirlo, era absolutamente necesario hacerlo sin producir el menor ruido.
    Diez minutos transcurrieron…, y nada ocurrió. De pronto apartó de su cuerpo la ropa de la cama, y sacó una pierna fuera del lecho. Nosotros aguardamos.
    —Ojalá no lo hubiera retirado nunca del banco —se dijo a sí mismo—. Allí se hallaba seguro.
    Mi corazón latía violentamente: el pulso batía mis sienes con furia. ¡Sus temores respecto de la seguridad del diamante constituían nuevamente la idea predominante en su cerebro!
    Sobre este único eje descansaba todo el éxito del experimento. La perspectiva que tan súbitamente se abría ante mis ojos era algo demasiado potente para mis nervios maltrechos.
    Me vi obligado a apartar mi vista de él, ya que de lo contrario hubiese perdido el control sobre mí mismo.
    Se produjo otro intervalo de silencio.
    Cuando, recuperada la confianza en mí mismo, volví a mirarlo, se hallaba fuera de la cama y erguido a un costado de la misma. Sus pupilas se habían contraído; las niñas de sus ojos fulguraban a la luz de las bujías en tanto balanceaba lentamente su cabeza. Estaba meditando; dudaba…, volvió a hablar.
    —¿Cómo puedo yo saberlo? —dijo—. Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa.
    Se detuvo y echó a andar lentamente hacia el otro extremo de la habitación. Se volvió luego…, aguardó…, y regresó a la cama.
    —Ni siquiera está guardado bajo llave —prosiguió—. Se halla en la gaveta de su bufete. Y la gaveta no tiene cerradura.
    Se sentó sobre el borde de la cama.
    —Cualquiera podría robarlo —dijo.
    Volvió a levantarse inquieto y repitió sus primeras palabras:
    —¡Cómo puedo yo saberlo? Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa.
    Aguardó nuevamente. Yo me coloqué detrás de la cortina semicerrada de su lecho. Dirigió su vista en torno de la habitación: una luz vaga refulgía en sus ojos. Fue un momento emocionante. Se produjo cierta pausa. ¿Una pausa en los efectos del opio, una pausa en la actividad de su cerebro? ¿Quién podría haberlo asegurado? Todo dependía ahora de lo que hiciera en seguida.
    ¡Volvió a dejarse caer sobre el lecho!
    Una horrible duda cruzó por mi mente. ¿Era posible que la acción sedante del opio se estuviera haciendo ya presente? Mi experiencia me decía lo contrario. Pero, ¿de qué sirve la experiencia en lo que se refiere al opio? No hay probablemente en el mundo dos hombres en los cuales el efecto de esa droga sea exactamente el mismo . ¿Existía acaso alguna peculiaridad funcional en él que tornaba distinto el efecto de la droga? ¿Fracasaríamos al borde mismo del éxito?
    ¡No! He aquí que se levantaba bruscamente.
    —¿Cómo diablos podré dormir —dijo— con esta preocupación en mi mente?
    Dirigió su vista hacia la bujía que ardía sobre la mesa que estaba a la cabecera de su lecho.
    Luego de una pausa echó mano de la bujía.
    Yo apagué la otra luz que brillaba detrás de la cortina cerrada y me retiré, junto con Mr.
    Bruff y Betteredge, al rincón que se hallaba más alejado de la cama. Con una señal les impuse silencio, como si sus propias vidas hubieran dependido del mismo.
    Aguardamos…, sin ver ni oír nada. Aguardamos ocultos a sus ojos detrás de las cortinas.
    La bujía que él tenía asida del otro lado se movió de manera repentina. Inmediatamente lo vimos deslizarse veloz y silenciosamente a nuestro lado con la bujía en la mano.
    Abrió luego la puerta de la alcoba y pasó a través del vano.
    Lo seguimos a lo largo del corredor. Luego, escalera abajo. Lo seguimos después a lo largo del segundo corredor. En ningún momento se dio vuelta, en ningún instante vaciló.
    Abrió entonces la puerta del gabinete y entró en él, dejando tras sí la puerta abierta.
    La puerta se hallaba sujeta (igual que todas las otras de la casa) con grandes y antiguos goznes. Cuando se la abría, una hendedura surgía entre la misma y la jamba. Yo les hice señas a mis dos compañeros para que espiaran a través de ella y evitar así que se dejaran ver. En cuanto a mí —del otro lado de la puerta también—, me coloqué en el lado opuesto.
    En la pared, a mi izquierda, se abría un nicho en el cual podía ocultarme en el caso de que él intentara darse vuelta y mirar hacia el corredor.
    Avanzó hasta el centro de la habitación con la bujía aún en la mano; miró en torno suyo, pero en ningún momento dirigió su vista hacia atrás.
    Yo vi que la puerta de la alcoba de Miss Verinder se hallaba entreabierta. Esta había apagado la luz. Se controlaba a sí misma noblemente. El vago y blanco perfil de su vestido estival era lo único que alcanzaba yo a distinguir. Nadie que no lo hubiera sabido de antemano habría sospechado la presencia de un ser humano en el cuarto. Se mantenía en la oscuridad: ni una palabra, ni el menor movimiento dejó escapar.
    Era ahora la una y diez de la madrugada. En medio de ese silencio mortal, oí el suave caer de la lluvia y el trémulo tránsito del viento a través de los árboles.
    Luego de permanecer indeciso durante un minuto o algo más en el centro de la habitación, se dirigió hacia una esquina próxima a la ventada, donde se hallaba e! bufete hindú.
    Colocó entonces la vela sobre la parte superior del mueble. Abrió y cerró, una tras otra, las gavetas hasta que dio con aquella en que se hallaba el falso diamante. Miró hacia su interior un breve instante. Y luego tomó la piedra falsa con su mano derecha. Con la izquierda asió la bujía que se hallaba sobre el bufete.
    Retrocedió algunos pasos, hacia el centro de la habitación, y se detuvo allí nuevamente.
    Hasta aquí había repetido exactamente lo que hiciera la noche del cumpleaños. ¿Habría de ser su próximo paso idéntico al que efectuara el año anterior? ¿Abandonaría el cuarto?
    ¿Regresaría ahora, como yo pensaba que había hecho entonces, a su dormitorio? ¿Nos mostraría ahora lo que había hecho con el diamante al regresar a su habitación?
    Su primer acto, cuando volvió a moverse, fue diferente del que ejecutara bajo la influencia del opio en la anterior ocasión. Colocó la vela sobre una mesa y erró durante un breve instante en dirección del más lejano rincón del cuarto. Allí había un sofá. Se recostó pesadamente sobre su espaldar, apoyándose en su mano izquierda…, y entonces se reanimó y retornó al centro de la habitación. Pude ver ahora sus ojos. Se estaban tornando más y más opacos e inexpresivos; su brillo se iba apagando rápidamente.
    La emoción del instante demostró ser excesiva para la facultad de autodominio de Miss Verinder. Esta avanzó unos pasos…, y luego se detuvo. Mr. Bruff y Betteredge me miraron a través del vano por primera vez. La posibilidad de un chasco próximo empezaba a insinuarse en sus mentes lo mismo que en la mía.
    Sin embargo, en tanto siguiera él allí, podíamos abrigar cierta esperanza. Aguardamos con indecible expectación su próximo paso.
    Su acto siguiente fue decisivo. Dejó caer el diamante falso de su mano.
    Este rodó y fue a detenerse delante del vano de la puerta…, enteramente visible a sus ojos y a los de todo el mundo. No hizo ningún esfuerzo para recogerlo; le dirigió una mirada vaga y, en tanto lo hacía, dejó caer su cabeza hasta hundirla en su pecho. Vaciló…, se animó durante un momento…, regresó con paso inestable hacia el sofá…, y se sentó en él. Realizó en seguida un último esfuerzo; trató de levantarse y volvió a hundirse en su asiento. Su cabeza cayó sobre los cojines del sofá. Era entonces la una y veinticinco de la madrugada.
    Antes de que hubiera tenido yo tiempo de guardar mi reloj en el bolsillo, estaba dormido.
    Todo había concluido. La influencia sedante de la droga hizo presa de él; el experimento había llegado a su fin.
    Entré en el cuarto y les dije a Mr. Blake y a Betteredge que podían seguirme. No había por qué temer el molestarlo. Nos hallábamos en libertad para movernos y hablar, ahora.
    —La primera cosa que deberemos resolver —les dije—, habrá de ser la cuestión de qué haremos con él. Probablemente seguirá durmiendo durante las próximas seis o siete horas, por lo menos. De aquí a su cuarto hay cierta distancia. Cuando yo era más joven podría haberlo llevado allí sin ayuda. Pero ni mi salud ni mis fuerzas son las de entonces… Mucho me temo tener que pedirles que me ayuden.
    Antes de que ninguno de los dos hubiera tenido tiempo de responderme, me llamó Miss Verinder en voz baja. La encontré junto a la puerta de su aposento con el pequeño chal y el cubrecama de su lecho encima.
    —¿Piensa usted vigilarlo mientras duerme? —me preguntó.
    —Sí. No me hallo tan seguro respecto de la acción del opio, en su caso, como para dejarlo solo.
    Me alargó entonces el chal y el cubrecama.
    —¿Para qué molestarlo? —cuchicheó a mi lado—. Que duerma en el sofá. Yo puedo cerrar la puerta de mi cuarto y permanecer en él.
    Era éste, con mucho, el más simple y seguro procedimiento a seguir con él esa noche. Les mencioné la cosa a Mr. Bruff y Betteredge, quienes aprobaron el procedimiento. En cinco minutos lo tendí cómodamente sobre el sofá y lo cubrí ligeramente con el chal y el cubrecama. Miss Verinder nos dio las buenas noches y cerró la puerta. A pedido mío nos dirigimos los tres restantes hacia la mesa que había en el centro del cuarto, sobre la cual seguía ardiendo la bujía y se hallaban los materiales para escribir, y nos ubicamos en torno de la misma.
    —Antes de separarnos —comencé a decirles— tengo algo que manifestarles respecto del experimento que se llevó a cabo esta noche. Dos objetivos eran los que debían alcanzarse a través de él. El primero consistía en probar que Mr. Blake entró en este cuarto y se apoderó del diamante, el año pasado, de manera inconsciente e irresponsable y obrando bajo los efectos del opio. Luego de lo que acabamos de ver, ¿se hallan ustedes convencidos de ello?
    Ambos me respondieron afirmativamente, sin la menor vacilación.
    —El segundo objetivo —proseguí— consistía en descubrir qué es lo que hizo con el diamante luego que Miss Verinder lo sorprendió cuando salía de su gabinete con la gema en la mano, la noche de su cumpleaños. El éxito, en cuanto a este segundo objetivo, dependía, naturalmente, del hecho de que él continuara haciendo exactamente lo mismo que hizo el año anterior. No ha ocurrido tal cosa y, por lo tanto, ha fracasado en su fin último el experimento. No niego que el resultado me ha desilusionado…, pero puedo honestamente afirmar que no me hallo sorprendido de ello. Desde el primer momento le dije a Mr. Blake que el éxito de nuestra tentativa dependía de nuestra capacidad para reproducir las condiciones físicas y morales en que se hallaba él el año pasado y le previne que eso era entre todas las cosas del mundo lo que más se parecía a un imposible. Sólo hemos reproducido en parte tales condiciones y el experimento ha alcanzado, por lo tanto, un éxito parcial. También es posible que le haya administrado una dosis excesiva de láudano. Pero, por mi parte, considero la primera razón que les expuse como la verdadera causa del fracaso que tenemos que lamentar, como así también del éxito del cual tenemos que alegrarnos.
    Luego de decir estas palabras coloqué el material para escribir delante de Mr. Bruff y le pregunté si tenía alguna objeción que hacerle —antes de separarnos— a mi idea de que redactara y firmara una exposición de lo que acababa de ver con sus propios ojos.
    Apoderándose en seguida de la pluma redactó la declaración con la fluida presteza de una mano experta.
    —Le debo esto —me dijo, en tanto firmaba el documento— a manera de reparación por lo ocurrido entre nosotros, en horas más tempranas de la noche. Le pido, Mr. Jennings, perdón por haber dudado de usted. Acaba usted de hacerle a Franklin Blake un incalculable servicio. De acuerdo con la jerga de mi oficio, ha ganado usted el pleito.
    La excusa que dio Betteredge se halló en un todo de acuerdo con sus características.
    —Mr. Jennings —me dijo—, si vuelve usted a leer el Robinsón Crusoe, cosa que le recomiendo encarecidamente que haga, hallará usted que éste no tiene reparo alguno en reconocer que se ha equivocado cada vez que ello ha ocurrido. Le ruego, señor, tenga la bondad de disculparme en esta ocasión; en la misma situación se encontró Robinsón Crusoe.
    Dichas estas palabras, firmó a su vez el documento.
    Mr. Bruff me llevó aparte cuando nos levantamos de la mesa.
    —Una palabra más respecto al diamante —me dijo—. Según su teoría, Mr. Franklin Blake ocultó la Piedra Lunar en su cuarto. Según la mía, la Piedra Lunar se halla en manos de los banqueros de Mr. Luker en Londres. No disputaremos sobre quién se halla en lo cierto.
    Sólo se trata de averiguar cuál de las dos teorías podrá ser puesta a prueba primero, ¿no le parece?
    —Mi teoría —le dije— ya ha sido puesta a prueba esta noche, y ha fracasado.
    —La mía —replicó Mr. Bruff— está siendo sometida a prueba actualmente. Durante los dos últimos días he establecido vigilancia en el banco para observar las actividades de Mr.
    Luker, y habré de mantener la misma hasta el último día del presente mes. Sé que habrá de ser él mismo quien vaya a retirar de manos de sus banqueros el diamante…, y corro el albur de que la persona que ha empeñado el diamante lo obligue a retirarlo de allí mediante el pago del rescate. En tal caso me hallaré en condiciones de poderle echar el guante a dicha persona. ¡Y contaremos entonces con la perspectiva de aclarar por completo el misterio exactamente en el punto en que éste se muestra actualmente más intrincado! ¿Admite usted que tengo razón hasta aquí?
    Yo asentí prestamente.
    —Retornaré a la ciudad en el tren de las diez —prosiguió el abogado—. Puede ser que a mi regreso me encuentre con algún nuevo acontecimiento…, y puede ocurrir que me sea absolutamente imprescindible tener a mano a Franklin Blake para apelar a él en caso de necesidad. Me propongo decirle, tan pronto despierte, que debe regresar conmigo a Londres. Luego de todo lo ocurrido, ¿puedo confiar en que me respaldará usted con su influencia?
    —¡Seguramente! —le dije.
    Mr. Bruff me estrechó la mano y abandonó el cuarto. Betteredge lo siguió afuera.
    Me dirigí entonces hacia el sofá para observar a Mr. Blake. No se había movido desde que yo lo dejé allí y le arreglé un lecho en el sofá; seguía sumido en un sueño quieto y profundo.
    En tanto me hallaba observándolo oí que la puerta del dormitorio se abría suavemente. Una vez más vi aparecer en el umbral a Miss Verinder en su bello traje estival.
    —Concédame usted un último favor —me dijo en voz baja—. Permítame que lo observe juntamente con usted.
    Yo vacilé…, no en atención a las reglas del decoro, sino en favor del reposo nocturno de ella. Se aproximó entonces a mí y me tomó de la mano.
    —No puedo dormir; ni siquiera permanecer sentada en mi habitación —me dijo—. ¡Oh, Mr. Jennings, póngase en mi lugar y dígame luego si no desearía con toda el alma sentarse aquí para observarlo! ¡Dígame que sí! ¡Por favor!
    ¿Será necesario que diga que accedí? ¡Por supuesto que no!
    Arrastró una silla hasta situarla a los pies del sofá. Lo miró entonces sumida en un callado éxtasis de felicidad, hasta que las lágrimas asomaron a sus ojos. Se las enjugó y dijo que habría de ir en busca de su labor. La trajo allí, pero no dio una sola puntada. Quedó aquélla sobre su regazo…; no se sintió siquiera con fuerzas para apartar su vista de él el tiempo suficiente para enhebrar su aguja. Yo recordé mi propia juventud. Y pensé en los dulces ojos que volcaron cierta vez su amor sobre mí. Para aliviar mi corazón de tan pesada carga me volví hacia mi Diario y escribí en él lo que aquí doy a luz.
    Así fue como velamos juntos en silencio. Uno absorbido por su escritura; la otra por su pasión.
    Hora tras hora siguió él sumido en su sueño profundo. La luz del nuevo día avanzó más y más en la habitación, pero él siguió siempre inmóvil.
    Hacia las seis percibí los síntomas premonitorios de mi dolencia. Me vi obligado a dejarla sola con él durante un breve espacio de tiempo. Le dije que iba arriba, al cuarto de Mr.
    Blake, en busca de una nueva almohada para él. No fue muy prolongado el ataque esa vez.
    Poco tiempo después me sentí en condiciones de aventurarme a regresar para que pudiera ella verme de nuevo allí.
    La hallé, a mi retorno, a la cabecera del sofá. En ese preciso instante rozaba con sus labios la frente de él. Yo sacudí la cabeza con la mayor discreción posible y le indiqué su silla. Se volvió para mirarme y advertí en su rostro una brillante sonrisa y un fascinante rubor.
    —¡Usted hubiera hecho lo mismo —cuchicheó— de hallarse en mi lugar!
    Son exactamente las ocho de la mañana. Ha empezado a moverse por primera vez.
    Miss Verinder se halla de hinojos junto al sofá. Se ha colocado allí de tal manera para que cuando se abran los ojos de su amado lo hagan directamente sobre el rostro de ella.
    ¿Los dejaré solos?
    ¡Sí!
    Once de la mañana.— Ya han arreglado las cosas por sí mismos y se han ido todos a Londres en el tren de las diez. Mi breve sueño dichoso ha concluido. He vuelto a despertar a la realidad de mi vida solitaria y sin amigos.
    No me atrevo a llevar al papel las bondadosas palabras que me han dicho, especialmente Miss Verinder y Mr. Blake. Además, no es necesario. Dichas palabras habrán de regresar a mi memoria en mis horas solitarias, para sostenerme en el espacio que me queda aún de vida. Mr. Blake será quien me escriba y me tenga al tanto de lo que ocurra en Londres.
    Miss Verinder retornará a Yorkshire en el otoño (para casarse, sin duda), y yo tendré que tomarme un día de descanso y ser huésped suyo en su casa . ¡Oh Dios mío, cómo me emocionó el ver asomarse a sus ojos una mirada de agradecida felicidad y la cálida presión de su mano cuando me dijo: "¡Esto es obra suya!” Mis pobres pacientes me están aguardando . ¡De vuelta esta mañana a mi vieja rutina! ¡De vuelta esta noche a esa odiosa alternativa que me obliga a escoger entre el opio o el dolor!
    ¡Alabado sea Dios por su misericordia! Acabo de ver brillar un pequeño rayo de sol en mi vida… Acabo de vivir un instante dichoso.


    QUINTA NARRACION

    Retoma el hilo de la historia Franklin Blake CAPÍTULO I
    Sólo unas pocas palabras necesitan ser dichas de mi parte para completar el relato que aparece en el Diario de Ezra Jennings.
    En lo que a mí se refiere, debo decir que desperté la mañana del día veinticinco, ignorando completamente lo que hiciera y dijera bajo los efectos del opio, desde el instante en que la droga se apoderó de mi voluntad, hasta el momento en que abrí los ojos sobre el sofá que se hallaba en el gabinete de Raquel.
    De lo que acaeció a continuación no creo que deba yo dar cuenta en detalle. Limitándome a las consecuencias, sólo tengo que decir que Raquel y yo nos entendimos recíprocamente antes de que una sola palabra explicativa hubiera sido dicha por ambas partes. Renuncio a detallar, como así también Raquel se niega a ello, la extraordinaria celeridad de nuestra reconciliación. Señor, señora: miren hacia atrás, hacia la época en que ambos se sentían ligados apasionadamente el uno al otro…, y se enterarán entonces, tan bien como yo, de lo que acaeció luego de que Ezra Jennings cerró la puerta del gabinete.
    No tengo, sin embargo, reparo alguno en declarar que nos hubiera sin duda descubierto Mrs. Merridew, de no haber sido por la presencia de ánimo de Raquel. Al oír el rumor de las ropas de la vieja dama en el corredor, echó a correr hacia allí para salirle al encuentro.
    Le oí entonces decir a Mrs. Merridew: "¿Qué ocurre?", y luego a Raquel responderle: "¡La explosión!" Mrs. Merridew se dejó llevar en seguida del brazo hacia el jardín, fuera del alcance del choque inminente. Cuando retornó a la casa me encontró en el hall y me expresó su grande admiración por los enormes progresos efectuados por la ciencia desde la época en que ella era niña.
    —Las explosiones de ahora, Mr. Blake, son infinitamente más suaves que las de antaño. Le aseguro que apenas si oí desde el jardín la que acaba de producir Mr. Jennings. ¡Y ni el menor olor percibo ahora aquí en la casa! Tendré que disculparme ante su amigo el doctor.
    ¡No es más que un simple acto de justicia el decir que lo ha hecho todo de la manera más bella!
    Así fue como, luego de conquistar a Betteredge y a Mr. Bruff, Ezra Jennings acababa de conquistar a la propia Mrs. Merridew. ¡Existe, después de todo, en las gentes un filón de generosidad ignorado!
    Durante el desayuno, Mr. Bruff no tuvo ningún reparo en poner de manifiesto los motivos que le hacían desear que yo lo acompañara a Londres en el tren de la mañana. La vigilancia mantenida sobre el banco y las derivaciones que podría ésta alcanzar despertaron de manera tan irresistible la curiosidad de Raquel, que decidió de repente (siempre que Mrs. Merridew no se opusiera) acompañarnos en nuestro viaje de retorno a la ciudad para poder hallarse al alcance de las primeras noticias que se recibieran de nuestras actividades.
    Mrs. Merridew probó ser toda indulgencia y mansedumbre luego de la manera tan suave en que se había conducido con ella la explosión; y Betteredge fue informado, por tanto, de que habríamos de regresar a Londres los cuatro, en el tren matinal. Yo estaba convencido de que aquél habría de pedirnos permiso para acompañarnos. Pero Raquel había muy sabiamente dispuesto para su fiel y antiguo criado una ocupación que despertó su interés.
    Le encargó llevar a su término la tarea de reamueblar la casa y, por otra parte, se hallaba en ese instante demasiado recargado de obligaciones domésticas para sentir la "fiebre detectivesca" en la misma medida en que la hubiera sentido de ser otras las circunstancias.
    Lo único que lamentamos al dirigirnos hacia Londres fue la necesidad de tener que alejarnos más bruscamente de lo que hubiéramos deseado de Ezra Jennings. Fue imposible persuadirlo para que nos acompañara. Sólo pude prometerle por mi parte que le escribiría y Raquel logró tan sólo convencerlo de que debía ir a verla cuando regresara a Yorkshire.
    Todo indicaba que habríamos de encontrarnos dentro de unos pocos meses y, sin embargo, cuán melancólica visión ofreció ante nosotros la solitaria figura de nuestro mejor y más querido amigo sobre la plataforma de la estación en tanto el tren se alejaba de ésta.
    A nuestro arribo a Londres, Mr. Bruff se vio acosado por un muchachito trajeado con una chaqueta y unos raídos pantalones de paño negro que se tornaba notable en virtud de la extraordinaria prominencia de sus ojos. Se proyectaban éstos tan hacia afuera y hurgaban tan libremente a su alrededor que uno se preguntaba inquieto cómo era posible que se mantuvieran en las órbitas. Luego de escuchar al muchacho, Mr. Bruff preguntó a las damas si nos excusarían por no acompañarlas de regreso hasta Portland Place. Apenas había tenido yo tiempo de decirle a Raquel que regresaría para comunicarle al detalle lo que ocurriera, cuando fui asido del brazo por Mr. Bruff, quien me obligó a introducirme apresuradamente en un cabriolé. El muchacho de los ojos desencajados se sentó en el pescante junto al cochero y éste recibió orden de dirigirse a la Lombard Street.
    —¿Novedades en el asunto del banco? —le pregunté, en tanto arrancaba el vehículo.
    —Novedades relativas a Mr. Luker —me dijo Mr. Bruff—. Hace una hora se lo ha visto abandonar su casa de Lambeth en un cabriolé, acompañado de dos personas, quienes fueron identificadas por mis hombres como oficiales de policía trajeados con su ropa ordinaria. Si el motivo de tal preocupación ha sido el temor que Mr. Luker experimenta ante los hindúes, la conclusión que de ella se deriva es evidente. Va hacia el banco ahora para retirar el diamante.
    —¿Y nosotros nos dirigimos allí para ver lo que pasaba?
    —Sí…, o para escuchar lo que ha pasado, si ya todo ha terminado cuando lleguemos. ¿Se fijó usted en mi muchacho…, el que está allí en el pescante?
    —¡Me he fijado en sus ojos!
    Mr. Bruff se rió.
    —En mi bufete lo llaman a este pobre y pequeño desdichado "Grosella" —me dijo—. Yo lo utilizo como mensajero, y desearía tan sólo que esos escribientes míos que le han dado tal apodo fueran tan dignos de confianza como él. "Grosella" es, Mr. Blake, uno de los muchachos más perspicaces de Londres, a despecho de sus ojos.
    Eran las cinco menos veinte cuando nos detuvimos frente al banco en la Lombard Street.
    "Grosella" le dirigió una mirada ansiosa a su amo, en tanto le abría la portezuela del cabriolé.
    —¿Quieres entrar tú también? —le preguntó de manera bondadosa Mr. Bruff—. Entra, pues, y sígueme, pegado a mis talones, hasta nueva orden. Es tan veloz como el rayo — prosiguió Mr. Bruff dirigiéndose a mí en un cuchicheo—. Dos palabras son suficientes para "Grosella", cuando para otro muchacho se necesitarían veinte.
    Penetramos en el banco. La primera oficina —con el largo mostrador detrás del cual se hallaban sentados los cajeros—, se veía abarrotada de público que aguardaba su turno para retirar o depositar dinero antes de que el banco cerrara a las cinco de la tarde.
    Dos hombres, salidos de la multitud, se aproximaron a Mr. Bruff, tan pronto lo vieron aparecer allí.
    —Y bien —dijo el abogado—. ¿Lo han visto?
    —Pasó delante de nosotros hace media hora, señor, y siguió en dirección de la oficina interior.
    —¿No ha salido aún de allí?
    —No, señor.
    Mr. Bruff se volvió hacia mí.
    —Aguardaremos —me dijo.
    Yo miré a mi alrededor en busca de los tres hindúes. Ni el menor rastro de ellos advertí en ninguna parte. El único de los circunstantes que se hacía notar por su piel oscura era un hombre alto que vestía una chaqueta de timonel y un sombrero redondo y que tenía la apariencia de un marinero. ¡Sería alguno de los hindúes disfrazado! ¡Imposible! Era más alto que cualquiera de ellos, y su rostro, en la parte en que no se hallaba cubierto por su densa barba negra, tenía, por lo menos, el doble del ancho del rostro de cualquiera de los tres.
    —Deben tener su espía en alguna parte —dijo Mr. Bruff, en tanto dirigía su vista, a su vez, en dirección del oscuro marinero—. Y ése debe de ser su hombre.
    Antes de que hubiera tenido tiempo de agregar una sola palabra, el faldón de su chaqueta fue tironeado desde atrás por su trasgo-ayudante de ojos de grosella.
    Mr. Bruff dirigió su mirada hacia donde dirigía la suya el muchacho.
    —¡Silencio! —dijo—. ¡Aquí está Mr. Luker!
    Proveniente de las más remotas regiones del banco, surgió ante nosotros el prestamista seguido por sus dos guardianes policiales, que vestían el uniforme ordinario.
    —No lo pierda de vista —dijo Mr. Bruff en un cuchicheo—. Si ha de entregarle el diamante a alguno, habrá de hacerlo aquí dentro.
    Sin reparar en ninguno de los dos, prosiguió lentamente Mr. Luker su camino en dirección de la puerta…, ya en medio de la más abigarrada multitud, ya a través de los claros en que había poca gente. Con la mayor claridad pude advertir un movimiento de su mano cuando pasó junto a un hombre bajo y fornido que vestía un decoroso y sobrio traje color gris. El hombre se estremeció un tanto y miró detrás de sí. Mr. Luker prosiguió andando lentamente en medio de la multitud. Ya en la puerta, sus dos guardias se colocaron uno a cada lado suyo. Los tres fueron seguidos por uno de los dos hombres de Mr. Bruff y los perdí entonces de vista.
    Yo miré al abogado y luego lancé una significativa mirada en dirección del hombre del decoroso traje gris.
    —¡Sí! —cuchicheó Mr. Bruff—. ¡También yo lo he visto!
    Dirigió su vista en torno de sí en busca de su segundo hombre. Este no se hallaba en ninguna parte. Miró detrás de sí en demanda de su trasgo-ayudante. "Grosella" había también desaparecido.
    —¿Qué diablos significa esto? —dijo Mr. Bruff irritado—. Nos han abandonado en el preciso instante en que más los necesitábamos.
    Le llegó al hombre del traje gris el turno de realizar su operación delante del mostrador.
    Pagó con un cheque, le entregaron un recibo, y se volvió para salir.
    —¿Qué haremos ahora? —me preguntó míster Bruff—. No podemos degradarnos nosotros hasta el punto de seguirle los pasos.
    —¡Yo sí! —le dije—. ¡No perdería de vista a ese hombre aunque se me ofrecieran diez mil libras por no hacerlo!
    —En ese caso —replicó Mr. Bruff—, yo tampoco lo perdería de vista a usted por el doble de esa cantidad. ¡Hermosa situación para un hombre de mi posición! —refunfuñó para sí mismo, en tanto salíamos del banco en pos del desconocido—. ¡Por Dios, no vaya a mencionarle esto a nadie! Me arruinaría si lo supieran.
    El hombre del traje gris se introdujo en un ómnibus que corría hacia el oeste. Ambos penetramos en el vehículo detrás de él. En el interior Mr. Bruff tenía latentes reservas juveniles. ¡Afirmo de manera positiva que al tomar asiento en el vehículo enrojeció!
    El hombre del traje gris descendió del ómnibus y se encaminó hacia Oxford Street.
    Nosotros lo seguimos, hasta que lo vimos entrar en una droguería.
    Mr. Bruff se estremeció.
    —¡Mi químico! exclamó—. Mucho me temo que nos hemos equivocado.
    Penetramos en la tienda, Mr. Bruff y el propietario intercambiaron unas pocas palabras en privado. El abogado regresó a mi lado enteramente abatido.
    —Esto habla muy en favor nuestro —me dijo, mientras me tomaba del brazo y me conducía afuera—; ¡es un motivo de satisfacción!
    —¿Qué es lo que habla en favor nuestro? —le pregunté.
    —¡Mr. Blake, somos los peores detectives aficionados que pusieron jamás sus manos en un asunto! El hombre del traje gris se halla desde hace treinta años al servicio del químico. Fue enviado al banco para efectuar un pago a nombre de su amo, y sabe tanto de la Piedra Lunar como un niño recién nacido.
    Yo le pregunté qué es lo que haríamos ahora.
    —Regresaremos a mi despacho —dijo Mr. Bruff—. "Grosella" y mi segundo hombre habrán seguido a algún otro; es evidente. Confiemos en que habrán sabido ellos mirar en torno suyo, por lo menos.
    Cuando llegamos a Gray's Inn Square nos encontramos con que el segundo de los hombres de Mr. Bruff había arribado allí antes que nosotros. Había estado aguardando durante más de un cuarto de hora —¡Y bien! —le dijo Mr. Bruff—. ¿Qué nuevas tiene?
    —Lamento, señor, tener que decirle —replicó el nombre— que me he equivocado. Hubiera jurado que vi a Mr. Luker entregar algo a un anciano caballero que vestía un gabán de color claro. Y resulta claro que el anciano caballero no es otro, señor, que el más respetable de los maestros de quincallería de Eastcheap.
    —¿Dónde está "Grosella"? —le preguntó Mr. Bruff resignado.
    El hombre clavó en él su mirada.
    —No lo sé, señor. No lo he vuelto a ver desde que abandoné el banco.
    Mr. Bruff lo despidió.
    —Una de dos —me dijo—: o bien "Grosella" ha huido, o bien se ha entregado a la caza por su cuenta. ¿Qué le parece si nos quedamos a comer aquí por si regresa el muchacho dentro de una hora o dos? Tengo en mi bodega un buen vino y podremos, además, comprar una tajada de carne en el bar.
    Comimos en las habitaciones de Mr. Bruff. Antes de que el mantel hubiera sido quitado fue anunciada "una persona" que deseaba hablar con el letrado. ¿Se trataba de "Grosella"? No; sólo del hombre que había sido encargado de seguirle los pasos a Mr. Luker cuando salió éste del banco.
    Su informe no revistió ningún interés. Mr. Luker había retornado a su casa y despedido a su escolta. No había vuelto a salir después. Hacia el crepúsculo, las persianas habían sido cerradas y las puertas acerrojadas. Tanto la calle del frente de la casa como el sendero posterior fueron cuidadosamente vigilados. Ni el menor vestigio de los hindúes había sido advertido. Ni una sola persona merodeó durante todo el tiempo en torno de la finca. Luego de dejar sentados estos hechos, el hombre dijo que quedaba a la espera de nuevas órdenes.
    Mr. Bruff lo despidió por esa noche.
    —¿Cree usted que Mr. Luker se llevó consigo la Piedra Lunar hasta su domicilio?—le pregunté.
    —El no —me dijo Mr. Bruff—. De ninguna manera habría despedido a los dos policías si hubiera corrido el riesgo de guardar nuevamente el diamante en su casa.
    Aguardamos media hora más al muchacho y lo hicimos en vano. Era ya hora de que Mr.
    Bruff regresara a Hampstead y de que fuera yo a Portland Place en busca de Raquel. Le dejé mi tarjeta al conserje en las habitaciones, con algunas líneas en las cuales declaraba que me hallaría en mi alojamiento hacia las diez y media de la noche. Dicha tarjeta debía serle entregada al muchacho, en caso de que éste regresara allí.
    Hay hombres que tienen el don de cumplir con la palabra empeñada y otros el de no cumplirla. Yo pertenezco a este último grupo. Añadan a esto la circunstancia de que pasé la tarde en Portland Place sentado en el mismo asiento ocupado por Raquel, en una habitación de cuarenta pies de largo en cuyo lejano confín se encontraba Mrs. Merridew.
    ¿Habrá quien se asombre cuando le diga que regresé a mi alojamiento a las doce y media, en lugar de hacerlo a las diez y media? ¡Qué insensible habría de ser dicha persona! ¡Y de qué manera más honda deseo no llegar nunca a conocerla!
    En cuanto entré, mi criado me entregó un papel.
    Pude leer allí, escritas con pulcra letra forense, las siguientes palabras: "Usted dispense, señor, pero me estoy durmiendo. Regresaré mañana por la mañana, entre las nueve y las diez." Mis indagaciones me demostraron que un muchacho de ojos singularísimos había llamado a la casa, presentado mi tarjeta y mensaje, y después de haber aguardado una hora se había quedado dormido y de nuevo despertado; escribió luego unas líneas para mí y se marchó a su casa… después de informarle gravemente al criado que "no serviría para nada a menos que descansara durante la noche".
    A las nueve horas del día siguiente me hallaba yo listo para recibir a mi visita. A las nueve y media oí un rumor de pasos más allá de mi puerta.
    —¡Adelante, "Grosella"! —grité.
    —Gracias, señor —me respondió una voz melancólica y grave.
    La puerta se abrió. Yo me puse de pie en un brinco y me hallé cara a cara… ¡con el Sargento Cuff!
    —Pensé que podría venir aquí, Mr. Blake, ante la perspectiva de que comenzara usted sus actividades en la ciudad, antes de escribirle a Yorkshire —me dijo el Sargento.
    Se hallaba más flaco y más mustio que nunca. Sus ojos no habían perdido su antigua expresión astuta (tan sutilmente puntualizada por Betteredge en su Narración): "miraban como si esperaran ver en uno más de lo que uno era capaz de percibir en sí mismo". Pero, hasta donde puede la ropa transformar a un hombre, había cambiado el aspecto del Sargento más allá de toda identificación. Llevaba ahora un blanco sombrero de amplias alas, una liviana chaqueta de cazador, pantalón blanco y polainas de color pardo. Sostenía un recio bastón de roble. Todo, en su aspecto y su ademán, parecía proclamar que había pasado en el campo toda su vida. Cuando lo felicité por su metamorfosis eludió tomar la cosa en broma. Se quejó muy seriamente de los ruidos y los olores de Londres. ¡Afirmo que estoy muy lejos de asegurar que no habló con un acento ligeramente campesino! Lo invité a desayunarse. Y el inocente campesino se sobresaltó de manera extraordinaria. ¡El se desayunaba a las seis y media…, y se iba a la cama a la misma hora que las gallinas!
    —Regresé anoche de Irlanda —me dijo el Sargento apuntando directamente hacia el objetivo práctico de su visita y con su habitual manera enigmática—. Antes de irme a la cama leí la carta en la cual usted me relata lo ocurrido después que yo abandoné la pesquisa en torno del diamante, el año último. Sólo una cosa tengo que decir, por mi parte. Me he equivocado completamente. Cómo podría haber percibido hombre alguno las cosas en su aspecto verdadero, de hallarse en la situación en que yo me hallaba en ese entonces, es algo que no me atrevo a afirmar que sé. Pero ello no altera la realidad de los hechos. Debo reconocer que hice un lío del asunto. Y no el primero de los líos, Mr. Blake, que han caracterizado mi carrera profesional. Sólo en los libros los funcionarios de la policía de investigaciones se hallan por encima de esa flaqueza humana que consiste en equivocarse.
    —Ha llegado usted en el momento más oportuno para recuperar su reputación —le dije.
    —Usted dispense, Mr. Blake —me replicó el Sargento—. Ahora que estoy retirado del servicio me importa un comino mi reputación. ¡No tengo ya nada que ver con ella, a Dios gracias! Si he venido aquí, señor, ha sido en agradecimiento a la generosidad que tuvo para conmigo y en memoria de la difunta Lady Verinder. Retornaré a mi antigua labor —si es que usted me necesita y confía en mí—, en atención a lo que acabo de decirle y no a otra cosa. Es una cuestión de honor para mí. Ahora bien, Mr. Blake, ¿qué giro ha tomado el asunto desde que me escribiera usted su última carta?
    Le conté lo del experimento del opio y lo ocurrido después en el banco de la Lombard Street. Se sintió grandemente impresionado por lo primero; era algo enteramente nuevo para él. Y se mostró particularmente interesado por la teoría de Ezra Jennings relativa a lo que yo había hecho con el diamante luego de abandonar el gabinete de Raquel la noche de su cumpleaños.
    —No estoy de acuerdo con Mr. Jennings cuando dice que usted ocultó la Piedra Lunar — me dijo el Sargento Cuff—. Pero convengo con él, sin lugar a dudas, cuando afirma que usted debió de haber llevado el diamante a su cuarto.
    —¿Y bien? —le pregunté—. ¿Qué ocurrió después?
    —¿No tiene usted la menor sospecha de lo que pudo haber sucedido, señor?
    —Absolutamente.
    —¿Y Mr. Bruff sospecha algo?
    —Tanto como yo.
    El Sargento se levantó y avanzó hasta mi escritorio. Regresó luego de allí con un sobre sellado. Se leía en él la palabra "Privado" y se hallaba dirigido a mí; en una esquina se percibía la firma del Sargento.
    —El año pasado me equivoqué en mis sospechas —me dijo—; y es posible que también ahora equivoque al culpable. No abra este sobre, Mr. Blake, hasta no haber dado con la verdad; compare entonces el nombre del culpable con el que yo he escrito en esta carta sellada.
    Yo introduje la carta en mi bolsillo y le pregunté al Sargento qué pensaba de las medidas que tomara yo en el banco.
    —Muy buenas, señor —me respondió—; exactamente las que correspondían en tales circunstancias.
    Pero además hay otra persona que debió ser vista con Mr. Luker.
    —¿Justamente la persona que usted menciona en la carta que acaba de entregarme?
    —Sí, Mr. Blake, la persona mencionada en mi carta. Eso no puede ayudarnos ahora. A su debido tiempo tendré algo que proponerles a usted y a Mr. Bruff. Aguardaremos mientras tanto la llegada del muchacho; puede ser que tenga algo importante que decirnos.
    Eran ya cerca de las diez y el muchacho no había aparecido aún. El Sargento empezó a ocuparse de otros temas. Me preguntó por su antiguo amigo Betteredge y por su viejo enemigo, el jardinero. Un minuto más y hubiera vuelto sin duda a referirse al antiguo tema de sus rosas favoritas, de no haber venido a interrumpirnos mi criado, quien me dijo que el muchacho se hallaba abajo.
    Antes de entrar en la habitación se detuvo "Grosella" en el umbral y le dirigió una mirada recelosa al desconocido que se encontraba conmigo. Yo le indique que se acercara.
    —Puedes hablar delante de este caballero —le dije—. Ha venido a ayudarme y se halla al tanto de todo lo ocurrido. Sargento Cuff —añadí—, éste es el muchacho que trabaja en el despacho de Mr. Bruff.
    En nuestro moderno mundo civilizado la celebridad (no importa de qué clase) es la palanca que mueve todas las cosas. La fama del gran Cuff había llegado incluso a los oídos del pequeño "Grosella". Los ojos sueltos del muchacho empezaron a girar de tal manera en cuanto mencioné yo el nombre ilustre, que llegué a pensar que habrían de rodar sobre la alfombra.
    —Ven acá, muchacho —le dijo el Sargento—, y dinos lo que tienes que decirnos.
    La atención que le dispensaba ese gran hombre —el héroe de innumerables historias, famosas en los bufetes de los abogados de Londres— pareció fascinar al muchacho. Se colocó delante del Sargento Cuff e introdujo sus manos en los bolsillos según la manera adoptada habitualmente por los neófitos que van a ser interrogados por vez primera.
    —¿Cómo te llamas? —le dijo el Sargento, comenzando con la primera pregunta del interrogatorio.
    —Octavius Guy —respondió el muchacho—. Pero en la oficina me llaman "Grosella", a causa de mis ojos.
    —Octavius Guy, por otro nombre "Grosella" —prosiguió el Sargento con la mayor gravedad—; desapareciste del banco ayer. ¿Por dónde has andado?
    —Usted dispense, señor; he estado siguiendo a un hombre.
    —¿Quién era?
    —Un hombre alto, señor, con una barba grande y negra y vestido como un marinero.
    —¡Me acuerdo de él! —prorrumpí—. Mr. Bruff y yo pensamos que podía ser un espía al servicio de los hindúes.
    El Sargento Cuff no pareció impresionarse mucho en cuanto a lo que pensáramos Mr. Bruff y yo. Prosiguió interrogando a "Grosella".
    —Bien —dijo—, ¿por qué seguiste al marinero?
    —Usted dispense, señor, pero Mr. Bruff quería saber si Mr. Luker le entregaba alguna cosa a alguien, al salir del banco. Y yo vi que Mr. Luker le entregó algo al marinero de la barba negra.
    —¿Por qué no le dijiste a Mr. Bruff lo que acababas de ver?
    —No tuve tiempo de decirle nada a nadie, señor, porque el marinero salió muy apurado.
    —¿Y tú corriste detrás de él. .., eh?
    —Sí, señor.
    —"Grosella" —le dijo el Sargento, y le acarició la cabeza—, en tu pequeño cráneo hay algo… que no es precisamente algodón en rama. Estoy muy satisfecho contigo hasta aquí.
    El muchacho enrojeció de placer. El Sargento Cuff prosiguió:
    —Bien, ¿y qué es lo que hizo el marinero una vez en la calle?
    —Llamó un cabriolé, señor.
    —¿Y qué hiciste tú entonces?
    —Eché a correr detrás del cabriolé.
    Antes de que el Sargento hubiera tenido tiempo de darle forma a su próxima pregunta, fue anunciado otro visitante…, el escribiente principal de Mr. Bruff.
    Considerando que era muy importante no interrumpir el interrogatorio al que el Sargento estaba sometiendo al muchacho, recibí al empleado en otro cuarto. Traía malas noticias de su patrono. La agitación y el ajetreo de los últimos dos días demostraron ser una carga excesiva para Mr. Bruff. Había despertado esa mañana con un ataque de gota, se había recluido en su cuarto de Hampstead y mucho lamentaba el verse obligado, en medio de la crítica situación en que nos encontrábamos, de privarme del consejo y la ayuda de un hombre experimentado. Su empleado principal recibió la orden de ponerse a mi disposición y se hallaba dispuesto a hacer cuanto se hallara a su alcance para reemplazar a Mr. Bruff.
    En seguida le escribí unas líneas al anciano caballero para aquietar su espíritu mediante la noticia de la visita del Sargento Cuff; añadí que "Grosella" era sometido en ese momento a un interrogatorio y le prometí que habría de informar a Mr. Bruff, ya fuera por carta o personalmente, respecto de lo que aconteciera más tarde, ese día. Luego de haber despachado al escribiente a Hampstead con mi nota, regresé al cuarto que había abandonado anteriormente y hallé al Sargento Cuff junto a la chimenea disponiéndose a hacer sonar la campanilla.
    —Usted dispense, Mr. Blake —me dijo el Sargento—. Estaba a punto de mandarle a decir con su criado que necesitaba hablar con usted. No me cabe la menor duda de que este muchacho…, de que este valiosísimo muchacho —añadió el Sargento en tanto acariciaba la cabeza de "Grosella"—, ha seguido al hombre que debía seguir. Se ha perdido un tiempo precioso, señor, debido a la infortunada circunstancia de no haberse hallado usted en su casa a las diez y media de la noche. Lo único que cabe hacer ahora es mandar a buscar un cabriolé.
    Cinco minutos más tarde el Sargento Cuff y yo (con "Grosella" en el pescante actuando a la manera de guía, junto al cochero) nos hallábamos en camino hacia el Este, en dirección de la ciudad.
    —Uno de estos días —me dijo el Sargento apuntando hacia la ventanilla frontera del cabriolé—este muchacho habrá de hacer proezas en mi antigua profesión. Es el más hábil y vivaz de los jóvenes que he encontrado en muchos años. Habrá de oír usted ahora, Mr.
    Blake, el fundamento de lo que me dijo este muchacho cuando se hallaba usted fuera de la habitación. Creo que estaba usted allí cuando dijo que echó a correr detrás del cabriolé, ¿no es así?
    —Sí.
    —Bien, señor; el cabriolé se dirigió desde la Lombard Street hasta la Tower Wharf. El marinero de la barba negra bajó y habló con el despensero del vapor de la línea de Rotterdam que habría de partir a la mañana siguiente. Le pidió permiso para ir a bordo en seguida y para dormir en su litera esa noche. El despensero le dijo que no. Los camarotes, las literas, los colchones y la ropa de cama habrían de ser sometidos, todos ellos, a una limpieza general esa noche y ningún pasajero podría hallarse a bordo antes de la mañana. El marinero se volvió y abandonó el muelle. Cuando llegó de nuevo a la calle el muchacho percibió, por primera vez, a un hombre que vestía unas decorosas prendas de mecánico y que se paseaba sobre el lado opuesto del camino, sin perder de vista, aparentemente, al marinero. Este se detuvo frente a una taberna de las inmediaciones y penetró luego en ella.
    El muchacho —que no supo qué hacer entonces— se dedicó a deambular entre algunos otros muchachos y a clavar su mirada en las lindas cosas que veía a través de la ventana de la taberna. Advirtió que el mecánico aguardaba como él, pero siempre desde el lado opuesto de la calle. Un minuto más tarde apareció un cabriolé que avanzando despaciosamente fue a detenerse en el lugar en que se hallaba el mecánico. El muchacho sólo pudo distinguir claramente a una persona dentro del vehículo, la cual se inclinaba hacia afuera, por la ventanilla, para hablar con el mecánico. Describió el muchacho a esa persona, Mr. Blake, sin que hubiera mediado insinuación alguna de mi parte, como a un hombre de rostro tan oscuro como el de un hindú.
    Era evidente, a esta altura, que Mr. Bruff y yo habíamos cometido otra equivocación. El marinero de la barba negra no era, de ninguna manera, un espía al servicio de los conspiradores hindúes. ¿Sería acaso el hombre que se hallaba en posesión del diamante?
    —Luego de un breve instante —prosiguió el Sargento—, el cabriolé echó a andar de nuevo lentamente, calle abajo. El mecánico cruzó la calle y penetró en la posada. El muchacho siguió afuera hasta que se sintió hambriento y fatigado…, y penetró entonces a su vez en ella. Tenía un chelín en el bolsillo y gozó, según me dijo, de una opípara comida, constituida por una morcilla, un pastel de anguila y una botella de cerveza de jengibre.
    ¿Qué es lo que no puede digerir el estómago de un muchacho? La sustancia en cuestión está aún por descubrirse.
    —¿Qué es lo que vio en la posada? —le pregunté.
    —Bien, Mr. Blake, vio al marinero leyendo un diario junto a una mesa y al mecánico leyendo otro diario junto a otra mesa. Era ya el crepúsculo cuando se levantó el marinero de su asiento y abandonó el lugar. Al llegar a la calle, dirigió una mirada recelosa en torno de sí. El muchacho —por ser tal cosa— pasó inadvertido. El mecánico no había salido aún. El marinero echó a andar y a mirar en torno de sí, como si no estuviera seguro de lo que debía hacer en seguida. Una vez más apareció el mecánico sobre el lado opuesto del camino. El marinero siguió andando hasta que llegó al Shore Lane que conduce hacia la Lower Thames Street. Allí se detuvo ante una posada que ostenta el nombre de "La Rueda de la Fortuna", y luego de observar su exterior se introdujo en ella. "Grosella" lo imitó. Un gran número de personas la mayor parte de ellas de aspecto decente se hallaban en el bar. "La Rueda de la Fortuna" es una casa muy estimada, Mr. Blake, tanto por su cerveza negra como por sus pasteles de cerdo.
    Las digresiones del Sargento me irritaron. El lo advirtió y se limitó desde entonces, de manera exclusiva, al testimonio de "Grosella".
    —El marinero —dijo retomando el hilo— preguntó si había allí cama para él. El dueño le respondió: "No; se hallan todas ocupadas." La muchacha de la posada lo rectificó y dijo:
    "La 'número 10' se halla desocupada." Un mozo fue encargado de enseñarle al marinero la "número 10". Exactamente un momento antes de que esto ocurriera, advirtió "Grosella" al mecánico entre las gentes de la fonda. Antes de que el mozo hubiera respondido al llamado, desapareció el mecánico. El marinero fue conducido hasta su cuarto. No sabiendo qué hacer de inmediato, "Grosella" tuvo la sabia idea de aguardar para ver lo que ocurría. Algo ocurrió, en efecto. El amo fue llamado. Voces coléricas llegaron desde arriba. Súbitamente volvió a aparecer el mecánico asido por el cuello, esta vez por el dueño, y exhibiendo ante el muy sorprendido "Grosella" todos los rasgos del borracho. El amo lo lanzó por la puerta y lo amenazó con llamar a la policía si volvía a entrar. Según lo que dijeron durante el altercado, parece que el hombre había sido descubierto en la "número 10", donde sostuvo con la obstinación de un beodo que el cuarto había sido tomado por él. "Grosella", sorprendido por la súbita borrachera de un hombre que hasta un momento antes estaba sereno, no pudo resistir la tentación de echar a correr por la calle detrás del mecánico.
    Mientras se halló a la vista de la posada siguió el hombre haciendo eses de la manera más vergonzosa. En cuanto dobló la esquina, recobró instantáneamente su equilibrio y se tornó en el más respetable miembro de la sociedad que hubiera deseado uno ver. "Grosella" regresó a "La Rueda de la Fortuna" completamente confundido. Aguardó nuevamente, a la espera de lo que pudiese acontecer. Nada ocurrió y nada vio u oyó relacionado con el marinero. Decidió entonces volver al bufete. Acababa de tomar esta decisión cuando, ¿a quién cree usted que vio aparecer en el lado opuesto de la calle si no al mecánico nuevamente? Elevó éste su vista hacia determinada ventana situada en la cima de la posada, y que era la única que se hallaba iluminada. La luz pareció aliviar su espíritu. Abandonó el lugar de inmediato. El muchacho regresó a Gray's Inn, recogió allí su tarjeta y mensaje.
    Preguntó por usted y fracasó en su demanda. He aquí, Mr. Blake, el estado en que se encuentran actualmente las cosas.
    —¿Qué opina usted del asunto, Sargento?
    —Considero que la situación es seria, señor. Basándome en lo que ha visto el muchacho, creo, para empezar, que los hindúes se hallan implicados en el asunto.
    —Sí. Y evidentemente el marinero fue quien recibió el diamante de manos de Mr. Luker.
    Extraño me parece que tanto Mr. Bruff como su hombre y yo nos hayamos equivocado respecto de quién podía ser esa persona.
    —No es tan extraño, Mr. Blake. Teniendo en cuenta el riesgo que dicha persona habría de correr, es muy probable que Mr. Luker los haya despistado a ustedes mediante alguna treta convenida con ellos.
    —¿Cómo interpreta usted lo ocurrido en la posada? —le pregunté—. El hombre vestido de mecánico ha obrado, naturalmente, bajo las órdenes de los hindúes. Pero me hallo tan perplejo ante esa súbita simulación de ebriedad como "Grosella".
    —Creo que puedo darle una vislumbre de lo que eso significa —me dijo el Sargento—. Si usted medita sobre ello habrá de llegar a la conclusión de que dicho individuo debió recibir instrucciones un tanto estrictas de parte de los hindúes. Ellos hubieran podido ser identificados muy fácilmente para correr el riesgo de mostrarse en el banco o en la posada…; se vieron, por tanto, compelidos a confiar totalmente en su intermediario. Muy bien. Su intermediario se entera en la posada del número del cuarto que el marinero ocupará allí esa noche…, cuarto que habrá de servirle de refugio (a menos que nos hallemos totalmente equivocados) al diamante esa noche. En tales circunstancias los hindúes, puede estar seguro de ello, habrán insistido en que les hiciera una descripción del cuarto, que los pusiera al tanto de la ubicación del mismo en la casa, de las posibilidades que se ofrecían para penetrar en él desde afuera, etcétera. ¿De qué manera habría de obrar el hombre para cumplir dichas instrucciones? ¡Exactamente de la manera que obró! Corrió escalera arriba para echarle una ojeada al cuarto antes de que fuera conducido allí el marinero. Al ser descubierto en medio de sus indagaciones, consideró que la mejor manera de sortear el escollo habría de ser un simulacro de borrachera. Así es como descifro yo el enigma. Luego de haber sido arrojado de la posada, se dirigió probablemente con un informe hacia el lugar en que lo estaban aguardando sus jefes. Y éstos, sin duda, le ordenaron que volviera para que comprobara si el marinero se había instalado realmente en la posada hasta el día siguiente. En cuanto a lo acaecido en "La Rueda de la Fortuna", luego que el muchacho se fue de allí, deberíamos haberlo descubierto nosotros mismos anoche. Son ahora las once de la mañana. Esperemos lo mejor y veamos qué es lo que podemos descubrir.
    Un cuarto de hora más tarde se detuvo el cabriolé en Shore Lane y "Grosella" nos abrió la portezuela para que saliéramos de él.
    —¿Listo? —preguntó el Sargento.
    —Listo —respondió el muchacho.
    En cuanto entramos en "La Rueda de la Fortuna", aun sus ojos inexpertos percibieron que algo malo ocurría en la casa.
    La única persona que se hallaba detrás del mostrador en el cual se servían los licores era una azorada y joven doméstica, perfectamente ignorante del trabajo que ejecutaba. Uno o dos parroquianos que aguardaban su trago matinal golpeaban impacientes con sus monedas sobre el mostrador. La muchacha de la fonda surgió desde el más remoto rincón de la sala de recibo, excitada y preocupada. Cuando el Sargento Cuff preguntó por el amo, le respondió bruscamente que éste se encontraba arriba y que no deseaba ser molestado por nadie.
    —Venga conmigo, señor —me dijo el Sargento Cuff, abriendo la marcha fríamente hacia arriba y haciéndole una señal al muchacho para que nos siguiera.
    La muchacha de la posada llamó a su amo y le dijo que unos desconocidos violaban la casa.
    En el primer piso nos salió al encuentro el dueño, quien bajaba precipitadamente y muy irritado, para ver lo que ocurría.
    —¿Quién diablos es usted y qué es lo que busca aquí? —preguntó.
    —Cálmese —le dijo serenamente el Sargento—. Para empezar le diré quién soy. Soy el Sargento Cuff.
    El nombre ilustre produjo un efecto instantáneo. El irritado patrono abrió de par en par las puertas de un gabinete y se excusó ante el Sargento Cuff.
    —Estoy nervioso y fuera de mí, señor…, ésa es la verdad —le dijo—. Algo desagradable ha ocurrido esta mañana en mi casa. Un hombre de mi oficio se halla expuesto a perder la paciencia a cada instante, Sargento Cuff.
    —Sin duda alguna —dijo el Sargento—. Si usted me lo permite iré al grano en seguida respecto de lo que nos ha traído aquí. Tanto este caballero como yo nos vemos en la necesidad de molestarlo con unas pocas preguntas que se refieren a un asunto de interés para usted y para nosotros.
    —¿A qué se refiere el mismo? —preguntó el posadero.
    —A un hombre moreno, vestido de marinero que durmió aquí anoche.
    —¡Dios mío! ¡Es la misma persona que ahora está dando vuelta la casa! exclamó el posadero—. ¿Saben usted o este caballero algo respecto de él?
    —No podremos asegurárselo antes de haberlo visto —le respondió el Sargento.
    —¿Verlo? —repitió el posadero—. Es eso algo que nadie ha sido capaz de lograr desde las siete de la mañana de hoy. Esa era la hora en que dijo anoche que debía despertársele. Se lo llamó…, pero no hubo respuesta. Probaron nuevamente a las ocho y luego a las nueve, pero en vano. ¡Todo fue inútil! ¡He ahí que la puerta seguía cerrada con llave…, y que no se escuchaba el menor ruido en el cuarto! Estuve afuera esta mañana, y no hace más de un cuarto de hora que he regresado. Yo mismo he estado golpeando a la puerta, sin resultado alguno. He enviado al mozo en busca del carpintero. Si los caballeros pueden aguardar unos minutos, la puerta será abierta y podrán enterarse de lo ocurrido.
    —¿Se hallaba borracho ese hombre anoche? —le preguntó el Sargento Cuff.
    —Completamente sereno, señor; de lo contrario no lo hubiera dejado dormir, de ninguna manera, en mi casa.
    —¿Pagó por adelantado su cama?
    —No.
    —¿Pudo haber escapado de la habitación sin salir por la puerta?
    —Se trata de una buhardilla —dijo el mesonero—. Pero en su cielo raso hay una trampa que da sobre el tejado…, y un poco más abajo, sobre la calle, hay una casa vacía que se halla en reparaciones. ¿Cree usted, Sargento, que el tunante se ha escapado por allí sin pagar?
    —Un marinero —dijo el Sargento Cuff— lo habría hecho en las primeras horas de la mañana, antes de que la calle se animase. Sabría cómo trepar y no habría de fallarle la cabeza cuando se hallara sobre los tejados de las casas.
    No había terminado de hablar cuando fue anunciada la llegada del carpintero.
    Inmediatamente nos dirigimos todos escaleras arriba, en dirección del piso superior.
    Advertí que el semblante del Sargento tenía una expresión desusadamente grave, aun tratándose de él. También me chocó, como algo extraño, el hecho de que le dijera al muchacho (luego de haberlo estimulado previamente a que nos siguiera) que aguardara abajo nuestro regreso.
    El martillo y el escoplo del carpintero dieron cuenta en pocos minutos de la puerta. Pero algún mueble había sido colocado a manera de barricada del lado de adentro. Empujando la puerta hicimos este obstáculo a un lado y logramos penetrar en el cuarto. El mesonero fue el primero en entrar; el Sargento, el segundo; yo, el tercero. Los demás circunstantes nos siguieron.
    Todos dirigimos nuestra vista hacia el lecho y todos nos estremecimos al unísono.
    El hombre no había abandonado la habitación. Estaba tendido en su lecho, vestido y con una blanca almohada que le ocultaba totalmente el rostro.
    —¿Qué significa esto? —preguntó el mesonero, indicando la almohada.
    El Sargento Cuff se aproximó a la cama sin responderle y quitó de allí la almohada.
    La atezada faz del hombre tenía una expresión plácida y tranquila; su negro cabello y su barba se hallaban ligera, muy ligeramente en desorden. Sus ojos, abiertos totalmente, clavaban una mirada vidriosa y abstracta en el cielo raso. La expresión fija y turbia de sus ojos me horrorizó. Me volví para dirigirme hacia la ventana abierta. Los demás permanecieron al lado del Sargento Cuff, esto es, junto a la cama.
    —¡Tiene un ataque! —oí decir al mesonero.
    —Está muerto —respondió el Sargento—. Envíe por el médico más próximo y por la policía.
    El mozo fue el encargado de cumplir ambas órdenes. Una especie de extraño hechizo parecía mantener al Sargento adherido a la cama. Y una extraña curiosidad parecía mantener a los demás a la expectativa de lo que habría de hacer en seguida el Sargento.
    Yo me volví nuevamente hacia la ventana. Un instante después sentí que alguien tiraba del faldón de mi chaqueta y que una voz minúscula cuchicheaba a mis espaldas:
    —¡Mire esto, señor!
    "Grosella" nos había seguido dentro del cuarto. Sus ojos desencajados giraban espantosamente…, pero no de temor, sino de júbilo. Acababa de hacer un descubrimiento detectivesco por su propia cuenta.
    —¡Mire esto! —insistió, y me condujo hacia una mesa que se hallaba en un rincón del cuarto.
    Sobre aquella se veía un pequeño estuche de madera, abierto y vacío. Hacia un lado del estuche había un trozo de algodón, de ése que usan los joyeros. Y en el opuesto se veía una hoja de papel blanco desgarrado, con un sello parcialmente destruido y una inscripción todavía perfectamente legible. Lo que había allí escrito era lo siguiente:
    “Depositado en casa de los señores Bushe, Lysaught y Bushe, por Mr. Septimus Luker, de Middlesex Place, Lambeth, un pequeño estuche de madera que contiene una joya de gran precio. El estuche, al ser reclamado, sólo habrá de ser entregado a pedido personal de Mr.
    Luker.” Estas líneas despejaban toda duda respecto de una cosa por lo menos. El marinero se había hallado en posesión de la Piedra Lunar al abandonar el banco la víspera.
    Sentí de nuevo que tiraban de mi faldón. “Grosella” no había terminado aún conmigo.
    —¡Robo! —cuchicheó el muchacho, apuntando embelesado hacia el estuche vacío.
    —Se te ordenó aguardar abajo —le dije—. ¡Vete de aquí!
    —¡Y crimen! – añadió “Grosella”, apuntando con mayor fruición todavía hacia el hombre del lecho.
    Había algo espantoso en ese regodeo del muchacho con el horror de la escena, que tomándolo por los dos hombros lo puse fuera del cuarto.
    En el preciso instante en que cruzaba el umbral oí que el Sargento Cuff preguntaba por mí.
    Se encontró conmigo cuando ya de regreso penetraba en el cuarto, y me obligó a acompañarlo hasta el lecho.
    —¡Mr. Blake! —me dijo—. Observé la cara de este hombre. ¡Es una cara falsa… y aquí tiene usted prueba de ello!
    Trazó de inmediato con su dedo una línea delgada y profundamente blanca, en retroceso, a través de la atezada frente del muerto, hasta llegar a su negra cabellera un tanto desordenada.
    —Veamos lo que hay debajo de esto —dijo el Sargento, mientras asía repentinamente y con firme ademán la negra cabellera.
    Mis nervios no eran lo suficientemente fuertes como para soportar tal cosa.
    Volví a alejarme del lecho.
    Lo primero que vieron mis ojos en el otro extremo de la habitación fue al incorregible “Grosella”, encaramado sobre una silla y observando con el aliento en suspenso y por encima de las cabezas de las personas mayores cuanto hacía el Sargento.
    —¡Le está arrancando la peluca! —cuchicheó “Grosella”, apiadándose de mí, porque era yo la única persona allí que no podía ver lo que estaba ocurriendo.
    Hubo una pausa…; luego se oyó un grito de asombro, proferido por quienes rodeaban el lecho.
    —¡Le ha quitado la barba! —exclamó “Grosella”.
    Se produjo una nueva pausa. El Sargento Cuff pidió alguna cosa. El posadero se dirigió hacia el lavabo y regresó junto a la cama con una jofaina llena de agua y una toalla.
    “Grosella” se puso a bailar de excitación sobre la silla.
    —¡Suba usted aquí a mi lado, señor! ¡Le está lavando la cara!
    El Sargento se abrió paso bruscamente entre las personas que lo rodeaban y avanzó directamente con el rostro horrorizado hacia el sitio en que yo me encontraba.
    —¡Vuelva usted junto al lecho, señor! —comenzó a decirme. Se acercó más hacia mí, me observó y se contuvo a sí mismo—. ¡No! —dijo al volver a hablar—. Abra usted primero la carta sellada…, la carta que le entregué esta mañana.
    Yo hice lo que me decía.
    —Lea usted, Mr. Blake, el nombre que he escrito allí.
    Yo leí el nombre que había escrito él en ella. Era el siguiente: Godfrey Ablewhite.
    Fui con él hacia allí y dirigí mi vista hacia el hombre que yacía en la cama: Godfrey Ablewhite.


    SEXTA NARRACION

    A cargo del Sargento Cuff CAPÍTULO I
    Dorking, Surrey, julio 30, 1849.— Para Franklin Blake. Esq. Señor: Le ruego disculpe el retraso con que le envío el Informe que me comprometí a remitirle. Me he demorado, para poder escribir un informe completo, porque he tenido que evitar, aquí y allá, ciertos obstáculos que pudieron ser salvados merced a un poco de tiempo y paciencia.
    El objeto que me propuse ante mí mismo acaba de ser alcanzado, según espero. Hallará usted en estas páginas la réplica de casi todas —si no de todas— las preguntas que se refieren al difunto Mr. Godfrey Ablewhite y que usted me hizo la última vez que tuve el honor de encontrarme con usted.
    Me propongo, en primer lugar, comunicarle cuanto se sabe respecto de la manera en que halló la muerte su primo, complementando el relato con las deducciones y conclusiones que, de acuerdo con mi opinión, podemos justificadamente extraer de los hechos.
    Me esforzaré, en segundo lugar, por poner en su conocimiento todos los descubrimientos que he hecho en lo que se refiere a las actividades desplegadas por Mr. Godfrey Ablewhite antes, durante y después de la época en que usted y él se encontraron, cuando eran ambos huéspedes en la casa de campo de la difunta Lady Verinder.

    CAPÍTULO II
    Me referiré, pues, en primer lugar a la muerte de su primo.
    Según mi parecer, es un hecho comprobado y que se halla fuera de toda duda el de que fue asesinado mientras dormía o apenas despertó, siendo asfixiado con una almohada de su propio lecho…, que los autores del crimen son los tres hindúes…, y que la meta prevista, y alcanzada, del crimen era la de entrar en posesión del diamante denominado la Piedra Lunar.
    Los hechos de que se desprende están en la habitación de la taberna y en parte de las pruebas reunidas durante la investigación dirigida por el investigador.
    Al violentarse la puerta del cuarto, el difunto caballero fue hallado sin vida con la almohada de su lecho contra la cara. El médico que lo examinó, al ser informado respecto de este detalle, consideró que el aspecto presentado por el cadáver se tornaba perfectamente compatible con la idea de una muerte por asfixia…, o sea con la de un crimen cometido por alguna persona o personas luego de hacer presión con la almohada contra la nariz y la boca del extinto, hasta que a raíz de la congestión de los pulmones sobrevino la muerte.
    Me referiré en seguida al motivo del crimen.
    Un pequeño estuche, a cuyo lado se encontró un papel sellado sacado anteriormente del mismo (el papel llevaba una inscripción), fue hallado abierto y vacío sobre una mesa del cuarto. Mr. Luker en persona ha identificado el estuche, el sellado y la inscripción. Ha declarado luego que aquél contuvo, realmente, al diamante llamado la Piedra Lunar; ha admitido también que le entregó el estuche (sellado) a Mr. Godfrey Ablewhite (disfrazado en ese instante) la tarde del veintiséis de junio último.
    De esto se deduce claramente que el robo de la Piedra Lunar ha sido el móvil del crimen.
    Hablaré ahora de la manera en que se cometió el asesinato.
    Al registrarse el cuarto, que mide solamente siete pies de altura, se descubrió, abierta en el cielo raso, una trampa que comunica con el tejado de la casa. La pequeña escala utilizada para subir a la trampa (y que era guardada debajo de la cama) fue hallada asegurada en la abertura de arriba, de manera de poder facilitarle una cómoda huida a cualquier persona o cualesquiera personas que desearan abandonar el cuarto. En la propia trampa fue hallada, en la madera, una abertura cuadrada, hecha al parecer con un instrumento excesivamente cortante, exactamente detrás del cerrojo que servía para cerrar la puerta desde adentro. De esta manera cualquier persona hubiera podido correr desde afuera el cerrojo, abrir la puerta y dejarse caer (o ser bajada silenciosamente por un cómplice), dentro del cuarto, cuya altura, según hemos ya dicho, alcanza tan sólo a siete pies. Que dicha persona o personas entraron en la habitación de esa manera, surge evidente de la presencia de la abertura descrita. En cuanto al procedimiento empleado por la persona (o las personas) que debieron trepar al tejado de la posada, debemos hacer notar que la tercera casa del lugar es más baja y que se halla vacía y en reparaciones; que una larga escala había sido dejada allí por los obreros, la cual conducía desde el pavimento hasta la cima del edificio…, y que al volver a su trabajo en la mañana del día 27 se encontraron los obreros con que el tablón que dejaron amarrado a la escala para evitar que alguno la utilizase durante su ausencia había sido quitado de allí y se encontraba en el suelo. En cuanto a la posibilidad de ascender por la escala, de andar sobre los tejados de las casas, de volver luego y de descender nuevamente sin ser visto…, remitámonos al testimonio del vigilante nocturno, quien declara que solamente pasa por Shore Lane dos veces por hora cuando efectúa su ronda. Según aseveran los vecinos, Shore Lane se convierte después de la medianoche en una de las más tranquilas y desiertas calles de Londres. De ello se deduce nuevamente, de la manera más clara, que—con la debida precaución y presencia de ánimo—cualquier hombre u hombres pueden haber ascendido por la escala y descendido por ella, luego, sin ser vistos. Una vez sobre el techo de la posada se ha probado, mediante el ensayo efectuado al efecto, que cualquier hombre, tendido sobre la trampa, pudo haber cortado la madera de la misma, sin ser visto por ningún transeúnte a causa del parapeto que se levanta sobre el frontispicio de la casa.
    Finalmente, me referiré a la persona o personas que perpetraron el crimen.
    Es sabido: 1) Que los hindúes tenían interés en apoderarse del diamante. 2) Es, por lo menos, probable que el hombre con apariencia de hindú a quien Octavius Guy vio hablar a través de la ventanilla del cabriolé con el individuo vestido de mecánico fuera uno de los tres conspiradores indostánicos. 3) Es seguro que ese mismo individuo vestido de mecánico fue quien estuvo siguiendo a Mr. Godfrey Ablewhite durante toda la tarde del día 26 y quien fue hallado en el dormitorio, antes de que Mr. Ablewhite fuera introducido allí en circunstancias tales que lo llevaban a uno a sospechar que había ido a examinar la habitación. 4) Un trozo de gusanillo de oro desgarrado, recogido en el piso del dormitorio, ha sido conocido por algunos expertos en la materia como de fabricación india y clasificado dentro de una categoría de gusanillos de oro desconocida en Inglaterra. 5) En la mañana del día 27, tres hombres, cuya apariencia concordaba con la descripción que se tiene de los tres hindúes, fueron vistos en la Lower Thames Street, seguidos hasta la Tower Wharf y observados cuando se embarcaron en el vapor que partía para Rotterdam.
    Existen pruebas morales, si no materiales, de que el crimen fue cometido por los hindúes.
    Que el individuo disfrazado de mecánico haya sido o no un cómplice del crimen es algo imposible de aclarar. Que haya podido cometer el asesinato sin ayuda de nadie es algo que se halla fuera de los límites de lo posible. De haber actuado solo, difícilmente hubiera podido asfixiar a Mr. Ablewhite —quien era más alto y más fornido que él—, sin dar lugar a una lucha o a algún grito de parte de éste. El mesonero, que duerme en el cuarto de abajo, no oyó nada. Todas las pruebas conducen a la deducción de que más de un hombre se halla implicado en el crimen… y las circunstancias, repito, justifican la creencia de que fueron los hindúes sus autores.
    Sólo me cabe añadir que el veredicto del investigador fue el siguiente: crimen premeditado, cometido por una o varias personas desconocidas. La familia de Mr. Ablewhite ha ofrecido una recompensa y no se han ahorrado medios para dar con los culpables. El hombre vestido de mecánico ha eludido todas las preguntas. Se está sobre la pista de los hindúes En cuanto a la posibilidad de capturar a estos últimos, tengo algo que decirle sobre ello, pero lo haré al final de este informe.
    Mientras tanto y luego de haberle dicho cuanto es necesario que sepa usted en torno a la muerte de Mr. Godfrey Ablewhite, pasaré de inmediato a referirme a las actividades del mismo antes, durante y después de la época en que usted y él se encontraron en casa de la difunta Lady Verinder.

    CAPÍTULO III
    En lo que concierne al asunto que pongo sobre el tapete, debo aclarar desde el principio que la vida de Mr. Godfrey Ablewhite presentó dos aspectos.
    Su faz pública nos ofreció el espectáculo de un caballero que gozaba de una envidiable reputación de orador de mítines de beneficencia y que se hallaba dotado de altas dotes de administrador, puestas por él al servicio de varias Sociedades de Beneficencia, la mayor parte de ellas de carácter femenino. La faceta oculta de su persona nos ofrecía a este mismo caballero bajo la imagen totalmente diferente de un hombre que vive para el placer, poseedor de una casa quinta en los suburbios, que no lleva su nombre como tampoco lo lleva la dama que habita en la quinta.
    Las investigaciones realizadas por mí en la finca me llevaron al descubrimiento de varios hermosos lienzos y estatuas; de un moblaje bellamente escogido y admirablemente trabajado y de un invernáculo donde pueden verse las más extrañas variedades de flores, cuyas iguales no habría de ser fácil encontrar en todo Londres. La investigación realizada ante la dama me ha llevado al descubrimiento de ciertas joyas dignas de parangonarse con las flores, y diversos carruajes y caballos, los cuales han despertado (justificadamente) en el Parque la admiración de personas lo suficientemente idóneas como para juzgar la estructura de unos y la raza de los otros.
    Todo esto, hasta aquí, es muy conocido. La casa quinta y la dama son dos cosas tan familiares dentro de la vida londinense que tendré que excusarme por haberlas mencionado aquí. Pero lo que deja de ser común y familiar (en lo que a mí se refiere) es la circunstancia de que todas estas cosas bellas fueron no solamente ordenadas, sino pagadas. Los cuadros, las estatuas, las flores, las joyas, los carruajes y los caballos, según comprobé con indecible asombro durante mi investigación, no han dado lugar a una deuda de siquiera seis peniques.
    En lo que atañe a la casa quinta, ha sido comprada y pagada del todo y puesta a nombre de la dama.
    Por más que me hubiera esforzado por dar con la clave de este enigma habría, por mi parte, fracasado de no haber sido por la muerte de Mr. Godfrey Ablewhite, que obligó a efectuar un inventario de sus bienes.
    Los resultados de la investigación fueron éstos:
    A Mr. Godfrey Ablewhite le fue confiado el cuidado de una suma de dinero que alcanzaba a veinte mil libras, por ser uno de los dos administradores de los bienes de un joven caballero, que era todavía menor de edad en el año mil ochocientos cuarenta y ocho. Dicha misión habría de terminar y el joven caballero recibiría las veinte mil libras el día en que este último llegara a la mayoría de edad, esto es, durante el mes de febrero del año mil ochocientos cincuenta. Mientras tanto, el joven gozaría de una renta de seiscientas libras, que habría de serle pagada por sus dos administradores en dos ocasiones durante el año: en la Navidad y el día de San Juan. Dicha renta le fue pagada regularmente por el administrador ejecutivo Mr. Godfrey Ablewhite. Las veinte mil libras (de las cuales se suponía que provenía la renta) habían sido gastadas hasta el último cuarto de penique, en diferentes épocas; su extinción total se produjo al terminar el año de mil ochocientos cuarenta y siete. El poder que autorizaba a los banqueros a vender las acciones y las diversas órdenes escritas en las que se les indicaba el monto de lo que debían vender se hallaba suscrito por ambos administradores. La firma del segundo administrador (un oficial retirado que vivía en el campo) fue falsificada por el administrador ejecutivo…, es decir, Mr. Godfrey Ablewhite.
    Todos estos detalles sirven para explicar la honorable conducta de Mr. Godfrey, en lo que se refiere al pago de las deudas que le ocasionaron su dama y su casa quinta, y, (como habrá de ver usted en seguida) otras cosas, además.
    Podemos ya avanzar hasta dar con la fecha del cumpleaños de Miss Verinder el día veintiuno de junio en el año mil ochocientos cuarenta y ocho.
    La víspera de ese día, Mr. Godfrey Ablewhite arribó a la casa de su padre y le solicitó (como lo he sabido por boca del propio Mr. Ablewhite, padre) un préstamo de trescientas libras. Repare usted en la suma y tenga en cuenta, a la vez, que el pago semestral que debía hacerle al joven caballero tenía que hacerlo en efectivo el día veinticuatro de ese mes. Y también, que toda la fortuna del joven había sido disipada por su administrador a fines del año mil ochocientos cuarenta y siete.
    Mr. Ablewhite, padre, se rehusó a prestarle un solo cuarto de penique a su hijo.
    Al día siguiente Mr. Godfrey Ablewhite cabalgó junto con usted en dirección de la casa de Lady Verinder. Pocas horas más tarde Mr. Godfrey (como usted mismo me lo ha dicho) le pidió a Miss Verinder que se casara con él. En ello veía una salida, sin lugar a dudas —de aceptar ella— para todas sus inquietudes económicas presentes y futuras. Pero, debido al giro tomado por los sucesos, ¿qué ocurrió? Miss Verinder lo rechazó.
    La noche del cumpleaños, por lo tanto, la situación financiera de Mr. Godfrey Ablewhite era la siguiente: se hallaba en la obligación de conseguir trescientas libras para el día veinticuatro de ese mismo mes y veinte mil libras para el mes de febrero del año mil ochocientos cincuenta. De fracasar en su intento, era hombre perdido.
    En tales circunstancias, ¿qué es lo que ocurre en seguida?
    Exaspera usted a Mr. Candy, el doctor, al discutir sobre el espinoso tema de su profesión, y él le juega una mala pasada, como réplica, con una dosis de láudano. Le confía la administración de la dosis (preparada en una pequeña redoma) a Mr. Godfrey Ablewhite, quien ha confesado su participación en el asunto en circunstancias que ya le daré a usted a conocer. Mr. Godfrey se halla tanto más dispuesto a intervenir en el complot, cuanto que ha sido la víctima de su lengua mordaz, Mr. Blake, esa misma noche. Apoya, pues, a Betteredge, cuando éste le aconseja a usted que beba un poco de brandy con agua antes de irse a la cama. Y vierte luego, a escondidas, la dosis de láudano en su grog helado. Usted bebe entonces la mezcla.
    Cambiemos ahora de escenario si no le es a usted molesto, y vayamos hacia la casa de Mr.
    Luker en Lambeth. Permítame ahora hacerle notar, a manera de prólogo, que Mr. Bruff y yo hemos hallado la manera de obligar al prestamista a confesarlo todo. Hemos discernido luego ambos, cuidadosamente, cuanto él nos dijo y se lo ofrecemos a continuación aquí.

    CAPÍTULO IV
    En las últimas horas de la tarde del día veintitrés de junio de mil ochocientos cuarenta y ocho, Mr. Luker fue sorprendido por la visita de Mr. Godfrey Ablewhite. Mayor fue aún su sorpresa cuando vio que Mr. Godfrey le mostraba la Piedra Lunar. No hay persona alguna en Europa (de acuerdo con lo que le dice su experiencia a Mr. Luker) que posea un diamante parecido.
    Mr. Godfrey Ablewhite le hizo dos modestas proposiciones relacionadas con la magnífica gema. Primero preguntó si Mr. Luker sería tan bueno como para comprarle la piedra, y luego inquirió si éste (dado el caso de que no se hallara en condiciones de comprarla) se encargaría de venderla cobrando una comisión por ello, después de anticiparle una suma de dinero.
    Mr. Luker probó el diamante, lo pesó y tasó, antes de responderle una sola palabra. Según su tasación (y teniendo en cuenta la grieta que la hendía) el diamante valía treinta mil libras.
    Luego de arribar a esta conclusión, abrió por fin Mr. Luker su boca para preguntarle:
    "¿Cómo llegó esto a sus manos?" ¡Seis palabras tan sólo! Pero ¡qué enorme significación tenían las mismas!
    Mr. Godfrey Ablewhite comenzó a tejer una historia. Mr. Luker volvió a abrir la boca y sólo dijo tres palabras esta vez. "¡Eso no servirá!” Mr. Godfrey Ablewhite comenzó una nueva historia. Mr. Luker no volvió a malgastar una sola palabra con él. Se levantó e hizo sonar la campanilla en demanda del criado que habría de enseñarle la puerta al caballero.
    Ante semejante medida compulsiva, Mr. Godfrey hizo un esfuerzo y le dio a conocer una nueva versión del asunto, de la siguiente manera:
    Luego de verter a hurtadillas el láudano en el brandy con agua, le había dicho a usted buenas noches y se había dirigido a su habitación. Esta estaba contigua a la de usted y se comunicaba con ella por medio de una puerta. Al entrar en su cuarto, Mr. Godfrey (según él supuso) cerró la puerta. Sus problemas económicos lo mantuvieron despierto. Permaneció sentado en bata y chinelas durante cerca de una hora absorbido por sus preocupaciones. En el preciso instante en que se disponía a irse a la cama, oyó que usted hablaba consigo mismo en la otra habitación y al acercarse a la puerta medianera descubrió que no la había cerrado como había creído.
    Se asomó entonces a su cuarto para ver qué es lo que ocurría. Y comprobó que usted abandonaba en ese mismo instante su alcoba con una bujía en la mano. Oyó luego que usted se decía a sí mismo, con una voz totalmente distinta de la suya habitual, "¿Cómo puedo yo saberlo? Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa" .
    Hasta ese momento había él supuesto, simplemente (al administrarle la dosis de láudano), que no hacía más que participar en la tarea de hacerlo a usted víctima de una broma inofensiva. Pero ahora pensó que el láudano ejercía sobre usted un efecto que no había sido previsto ni por él ni por el propio doctor. Ante el temor de que le ocurriera a usted algún accidente, lo siguió en silencio para observar sus movimientos.
    Lo siguió hasta el gabinete de Miss Verinder y lo vio penetrar en él. Usted dejó la puerta abierta. Atisbó entonces a través de la hendedura que se produjo entre la jamba y la puerta, antes de aventurarse a penetrar en el cuarto.
    Desde allí, no solamente lo vio a usted apoderarse del diamante que se hallaba en la gaveta, sino que descubrió también cómo Miss Verinder seguía en silencio sus movimientos desde la puerta abierta de su dormitorio. Comprobó entonces que ella también lo vio a usted echar mano del diamante.
    Antes de abandonar el gabinete, vaciló usted durante un momento. Mr. Godfrey aprovechó ese titubeo para regresar a su dormitorio antes de que usted saliera y lo descubriese.
    Acababa apenas de regresar a su cuarto, cuando usted hizo lo propio en el suyo. Usted lo vio (según creyó él) en el mismo instante en que trasponía la puerta medianera. Sea como fuere, lo llamó a usted con una voz extraña y somnolienta.
    El se volvió, y usted le dirigió entonces una mirada turbia y aletargada. Luego colocó usted el diamante en su mano, y le dijo: "Llévalo, Godfrey, otra vez, al banco de tu padre. Aquí peligra… aquí peligra." Usted se volvió entonces con paso vacilante y se echó encima su bata. Después se sentó en el gran sillón que se hallaba en su dormitorio, y habló de nuevo:
    "Yo no puedo llevarlo al banco. Mi cabeza me pesa como si fuera de plomo, no siento siquiera mis pies." Hundió usted entonces su cabeza en el espaldar del sillón…. dejó escapar un pesado suspiro… y se sumió en el sueno.
    Mr. Godfrey Ablewhite regresó con el diamante a su cuarto. Según sus declaraciones, aún no había decidido por ese entonces lo que habría de hacer…. como no fuera mantenerse a la expectativa y aguardar los hechos que se producirían a la mañana siguiente.
    Al llegar ésta, sus palabras y su conducta, Mr. Blake, lo convencieron de que usted ignoraba en absoluto lo que había hecho y dicho la noche precedente. Al mismo tiempo, las palabras y la conducta de Miss Verinder lo convencieron de que ésta se hallaba dispuesta a no decir nada, por piedad hacia usted, de lo ocurrido. De resolverse Mr. Godfrey Ablewhite a conservar el diamante, podría hacerlo con la mayor impunidad. A mitad de camino entre él y su ruina se hallaba la Piedra Lunar. Mr. Godfrey decidió entonces guardarse la Piedra Lunar en el bolsillo.

    CAPÍTULO V
    Esta es la historia que su primo narró, presionado por la necesidad, a Mr. Luker.
    Mr. Luker consideró que la misma, en lo que concierne a los detalles principales, era auténtica, basándose en el hecho de que Mr. Godfrey Ablewhite era demasiado bruto para inventarla. Mr. Bruff y yo estamos de acuerdo con Mr. Luker respecto de la validez de ese argumento para demostrar la veracidad de la historia.
    El próximo problema a resolver era el de determinar de qué manera procedería Mr. Luker en la cuestión de la Piedra Lunar. Propuso éste las siguientes condiciones, a las que consideraba como las únicas bajo las cuales se complicaría (aun teniendo en cuenta la índole de su trabajo) en esa dudosa y peligrosa operación.
    Mr. Luker consentiría en otorgarle a Mr. Godfrey Ablewhite un préstamo por valor de dos mil libras, con la condición de que la Piedra Lunar le fuera entregada en calidad de prenda.
    Si al cumplirse un año a partir de esa fecha, Mr. Godfrey Ablewhite le abonaba a Mr. Luker tres mil libras, podría aquél retirar el diamante, en calidad de prenda rescatada. Si al cumplirse el año no lograba éste reunir la suma requerida, la prenda (por otro nombre, la Piedra Lunar) habría de pasar a poder definitivo de Mr. Luker, el cual, en este caso, habría de entregarle a Mr. Godfrey, en calidad de generoso presente, varias pólizas promisorias (relacionadas con operaciones anteriores) y que se hallaban en poder del prestamista.
    Innecesario es que diga que Mr. Godfrey se rehusó indignado a aceptar tan monstruosas condiciones Mr. Luker le devolvió al punto el diamante y dio por terminada la entrevista.
    Su primo se dirigió hacia la puerta y se volvió luego desde allí. ¿Cómo podía estar seguro de que la conversación que acababa de sostener esa noche con su amigo sería mantenida estrictamente en secreto por éste?
    Mr. Luker no se comprometió a ello. De haber aceptado Mr. Godfrey sus condiciones, habría éste hecho de él su cómplice y hubiera podido contar, por lo tanto, con su silencio, sin lugar a dudas. Tal como se presentaban las cosas, Mr. Luker debía guiarse por lo que le aconsejara su interés personal. De hacérsele alguna pregunta embarazosa, ¿cómo podía esperarse que se comprometiera a sí mismo por hacerle un favor a un hombre que se había negado a negociar con él?
    Al recibir esta réplica, Mr. Godfrey Ablewhite hizo lo que cualquier individuo (humano o de otra especie) hace siempre que descubre que ha caído en una trampa. Dirigió en torno suyo una mirada de impotente desesperación. La fecha del día, visible a través de una pequeña y elegante tarjeta que se hallaba en una caja situada sobre el delantero de la chimenea del prestamista, atrajo por casualidad su mirada. Era el veintitrés de junio. El veinticuatro debería pagarle trescientas libras al joven caballero de quien era el administrador y ninguna otra oportunidad de conseguir ese dinero se le ofrecía, como no fuera la que acababa de ofrecerle Mr. Luker. De no haber existido tan miserable obstáculo, habría podido llevar el diamante a Amsterdam, donde lo habría convertido en un artículo más negociable, luego de hacerlo fragmentar en varias piedras distintas. Tal como se presentaban las cosas, no contaba con otra alternativa que no fuera la de aceptar las condiciones de Mr. Luker. Después de todo, tenía todo un año por delante para reunir las tres mil libras… y un año es un lapso considerable.
    Mr. Luker redactó al punto los documentos del caso. Una vez firmados, le entregó a Mr.
    Godfrey Ablewhite dos cheques. Uno fechado el 23 de junio, por trescientas libras. Y otro con una fecha posterior en una semana, por el resto de la suma…, esto es, por mil setecientas libras.
    Cómo fue que la Piedra Lunar pasó a poder de los banqueros de Mr. Luker y de qué manera fueron tratados ambos por los hindúes, luego que se efectuó el traspaso, es algo que usted ya conoce.
    El próximo acontecimiento en la vida de su primo se halla nuevamente vinculado con Miss Verinder. Por segunda vez le pidió que se casara con él… y, luego de haber sido aceptado, consintió, a pedido de ella, en romper el compromiso. Una de las razones que lo llevaron a hacer tal concesión ha sido puesta en evidencia por Mr. Cuff. Miss Verinder poseía tan sólo una renta vitalicia en lo que respecta a las propiedades dejadas por su madre, y a él no habría de serle posible sacar de allí las veinte mil libras disipadas.
    Sin duda usted me dirá que él podría haber obtenido las tres mil libras necesarias para rescatar el diamante, de haberse casado con ella. Indudablemente podría haberlo hecho…, siempre que ni su esposa ni los tutores administradores de ella se hubieran opuesto a adelantarle más de la mitad de la renta a su disposición con vistas a un asunto desconocido, durante el primer año de su matrimonio. Pero, aunque hubiera logrado vencer tal obstáculo, otro escollo le estaba esperando más allá. La dama de la casa quinta había oído hablar de la boda en cierne. Se trata, Mr. Blake, de una mujer soberbia y perteneciente a esa categoría de mujeres de las cuales no puede uno burlarse…, una mujer de leve complexión y de nariz aguileña. Ella experimentó entonces el más profundo desprecio por la persona de Mr.
    Godfrey Ablewhite. Desprecio que habría de adquirir un carácter silencioso, siempre que él le hiciera un hermoso regalo. De lo contrario se haría lenguas de él. La renta vitalicia de Miss Verinder le ofrecía tantas probabilidades de adquirir ese "regalo” como de lograr reunir las veinte mil libras. No podía, por lo tanto, casarse…, no podía de ninguna manera desposarse con ella, en tales circunstancias.
    Cómo fue que probó suerte nuevamente con otra dama y de qué manera este compromiso fue anulado por cuestiones de dinero, son cosas que usted ya conoce. También se halla usted al tanto del asunto del legado de cinco mil libras que le fue dejado poco tiempo después por una de las tantas admiradoras del sexo débil que este hombre tan agraciado y fascinador tuvo la habilidad de ganarse durante su existencia. Dicho legado (como ya ha sido probado) lo condujo a la muerte.
    He averiguado que al partir al exterior, luego de entrar en posesión de las cinco mil libras, se dirigió a Amsterdam. Allí hizo todos los arreglos necesarios para dividir el diamante en varias piedras distintas. Regresó luego (disfrazado) y rescató la Piedra Lunar el día señalado. Después de dejar transcurrir varios días (precaución convenida por ambas partes), decidió retirar la gema, realmente, del banco. De haber logrado él arribar sano y salvo con la misma a Amsterdam, habría contado con el tiempo apenas suficiente (desde el mes de julio del cuarenta y nueve y hasta el mes de febrero del cincuenta, fecha esta última en que el joven caballero llegaría a la mayoría de edad) para hacer fragmentar el diamante y convertir en un artículo negociable (pulidas o no) a las distintas piedras obtenidas de él.
    Juzgue usted a través de esto si tuvo o no tuvo él motivos para correr el riesgo que realmente afrontó. En lo que a él respecta, se trata de una cuestión de "vida o muerte"…, como quizá ningún otro hombre haya afrontado jamás.
    Sólo quiero recordarle, antes de dar término a este Informe, que existe la probabilidad de poder echarle el guante a los hindúes y de recuperar la Piedra Lunar. Estos se hallan actualmente en camino (según hay motivos para suponer) a Bombay, a bordo de un buque mercante de las Indias Orientales. El barco, de no mediar ningún accidente, no habrá de tocar otro puerto que ése durante su trayecto y las autoridades de Bombay (puestas sobre aviso mediante carta despachada por vía terrestre) se hallarán listas para abordar la nave en cuanto entre la misma a puerto.
    Tengo el honor de suscribirme, mi querido señor, su más fiel servidor, Richard Cuff, ex Sargento de la División de Investigaciones, Scotland Yard, Londres


    SEPTIMA NARRACION

    De una carta escrita por Mr. Candy
    Frizinghall, miércoles, sept. 26, 1849.—Mi querido Mr. Franklin Blake: Sin duda sospechará usted la triste nueva que estoy a punto de conmunicarle, en cuanto advierta, en este sobre sin abrir, la carta que le dirigiera usted a Ezra Jennings. Murió en mis brazos al caer la tarde del miércoles último.
    No debe usted reprocharme el no haberle informado antes que su fin se hallaba próximo. El me prohibió expresamente comunicarle tal cosa. "Me hallo en deuda con Mr. Franklin Blake, me dijo, por haberme hecho vivir algunos días dichosos. No lo entristezca, Mr.
    Candy, no lo entristezca.” Sus sufrimientos, hasta las últimas seis horas de su vida, fueron espantosos. En los intervalos de calma, cuando tenía la mente lúcida, le rogué que me diera el nombre de algunos de sus parientes para escribirles. Me pidió entonces que lo perdonara por no poder acceder a lo que yo le pedía. Y luego me dijo —sin amargura— que habría de morir como había vivido, esto es, olvidado y sin amigos. Mantuvo su designio hasta el último momento.
    No existe ahora la menor posibilidad de describir nada respecto de su persona. Su historia es una página en blanco.
    La víspera de su muerte me indicó el lugar en que se hallaban sus papeles. Se los llevé al lecho. Había entre ellos un manojo de viejas cartas que hizo a un lado. También un libro inconcluso y su Diario…, compuesto de varios volúmenes entrelazados. Abrió el correspondiente al año actual y arrancó entonces de él una por una las páginas que se referían a la época que usted y él compartieron. "Entrégueselas", me dijo, "a Mr. Franklin Blake. Puede ser que en los años por venir tenga interés en echarle una ojeada a lo que se halla aquí escrito." De inmediato enlazó sus manos y le pidió a Dios en un ruego ferviente que los bendijera a usted y a sus seres queridos. Pero en seguida cambió de opinión. "¡No!", me respondió cuando yo me ofrecí para escribirle a usted, "¡no quiero apenarlo!” A su pedido recogí a continuación los papeles restantes —o sea, el manojo de cartas, el libro inconcluso y los varios volúmenes que componen su Diario— y los guardé a todos en un sobre sellado con mi propio sello. "Prométame", me dijo, "que usted mismo habrá de colocar esto en mi ataúd y que habrá de velar porque nadie lo toque en adelante.” Yo me comprometí a ello. Y la promesa ha sido cumplida.
    Me pidió luego otra cosa, a la cual accedí luego de violenta lucha conmigo mismo. "Que mi tumba sea olvidada", me dijo. "Deme usted la palabra de honor de que no habrá de permitir que ningún monumento —ni siquiera la lápida más vulgar— habrá de indicar el sitio en que me halle enterrado. Quiero dormir ignorado. Quiero reposar olvidado." En cuanto yo traté de hacerle cambiar de opinión, se agitó por primera y última vez, de la manera más violenta. No pude soportar ese espectáculo y cedí. Sólo un pequeño montículo de hierba señala el lugar en que reposa. Con el correr del tiempo habrán de levantarse en torno de él más y más lápidas. Y las gentes que nos sucedan habrán de mirar con asombro la tumba innominada.
    Según ya le he dicho, seis horas antes de su muerte dejó de sufrir. Dormitó un poco. Creo que soñó. En una o dos ocasiones se sonrió. Un nombre de mujer, según me pareció —el nombre de "ella"—, brotó por ese entonces varias veces de sus labios. Pocos minutos antes de morir me pidió que lo levantara sobre la almohada para poder ver elevarse el sol a través de la ventana. Se hallaba muy débil. Su cabeza se inclinó sobre mi hombro. Y dijo en cuchicheo: "¡Ya llega!” Luego me pidió: "¡Béseme!" Yo lo besé en la frente. Súbitamente levantó la cabeza. La luz del sol le dio en el rostro. Una bella expresión, una expresión angélica, cubrió su cara. Y exclamó tres veces: "¡Paz, ¡paz!, ¡paz!" Su cabeza volvió a caer sobre mi hombro, el largo infortunio que fue su vida había llegado a su fin.
    Así fue como se alejó de nuestro lado. Fue, en mi opinión, un gran hombre…, aunque el mundo no haya sabido nunca nada de él. Sobrellevó su destino cruel con el mayor coraje.
    Poseía el carácter más dulce que haya encontrado yo jamás en un hombre. Su pérdida rl1e ha dejado muy solo. Quizá no he vuelto a hallarme nunca enteramente bien desde que estuve enfermo. A veces pienso abandonar mi profesión e irme de aquí para probar las aguas y los baños de algún sitio extranjero en beneficio de mi salud.
    Corre el rumor aquí de que usted y Miss Verinder se casarán el mes próximo. Le ruego acepte mis más sinceras congratulaciones.
    Las páginas arrancadas del Diario de mi pobre amigo lo están esperando a usted en mi casa…, selladas y con el nombre suyo en el sobre. No me atreví a enviárselas por correo.
    Saludos para Miss Verinder, a quien le hago llegar, a la vez, mis mejores augurios. Me suscribo, mi querido Mr. Franklin Blake, su seguro servidor.
    Thomas Candy


    OCTAVA NARRACION

    A cargo de Gabriel Betteredge
    Yo soy la persona (como sin duda recordarán ustedes) que abrió la marcha en estas páginas y dio comienzo a la historia. También habré de ser la que se quede detrás, por así decirlo, para cerrarla.
    Que nadie crea que quiero yo añadir aquí ciertas palabras finales respecto del diamante hindú. Aborrezco esa gema aciaga y remito al lector, en lo que a eso se refiere, ante otras personas de más autoridad que la mía para conocer, como sin duda querrá hacerlo, cualquier novedad relativa a la Piedra Lunar. Mi propósito es el de dar a conocer aquí un suceso de la vida de la familia, que ha sido pasado por alto por todo el mundo y que yo no permitiré que sea tan irrespetuosamente dejado de lado. El hecho en cuestión es… el casamiento de Miss Raquel con Mr. Franklin Blake. Este interesante suceso se produjo en nuestra casa de Yorkshire el martes nueve de octubre de mil ochocientos cuarenta y nueve.
    Yo vestí un nuevo traje en tal ocasión. Y la pareja de recién casados fue a pasar su luna de miel a Escocia.
    Escasas como han sido las fiestas en nuestra casa desde la muerte de mi pobre ama, debo reconocer que en ocasión de la boda tomé, hacia el final del día, un trago de más en honor de la fecha.
    Si han hecho ustedes alguna vez lo que yo he hecho, habrán de comprender y sentir lo que yo he comprendido y sentido. De lo contrario, es muy probable que digan: "¡Viejo estúpido!, ¿por qué nos dice tal cosa?” La razón que me asiste para hacerlo es la siguiente:
    Luego de haber bebido, pues, ese trago (¡válgame Dios!, ustedes también tienen su vicio favorito: sólo que el vicio de ustedes no es igual al mío y éste no es igual al de ustedes), recurrí de inmediato al único remedio infalible…, ése que ustedes ya conocen y que lleva el nombre de Robinsón Crusoe. En qué página abrí este libro sin igual es algo que no podría determinarlo. Pero en qué lugar del mismo vi que dejaban las líneas de sucederse las unas a las otras, es algo que conozco perfectamente. Se trataba de la página trescientos dieciocho…, en la que aparece el siguiente pasaje relativo al matrimonio de Robinsón Crusoe:
    "A la luz de tales ideas hube de meditar sobre mis nuevos compromisos: tenía una esposa…" (¡Observen que también la tenía Mr. Franklin!)…, "un hijo ya…” (¡observen nuevamente, que podía ser ¿se el caso de Mr. Franklin, también!…), "y mi mujer, entonces…” Lo que hizo o dejó de hacer "entonces" la mujer de Robinsón Crusoe fue algo que no sentí el menor deseo de conocer. Taché con mi lápiz el pasaje que se refería al hijo y coloqué un pedazo de papel en dicha página para que sirviera de indicador: "Descansa allí, le dije, hasta que Mr. Franklin y Miss Raquel lleven varios meses de casados…; ¡entonces veremos lo que ocurre!” Pasaron los meses (más de los que yo suponía) y ninguna oportunidad se me presentó de ir a perturbar la calma del indicador del libro. No fue sino en el actual mes de noviembre, correspondiente al año mil ochocientos cincuenta, cuando penetró Mr. Franklin en mi cuarto con el mejor de los humores para decirme:
    —¡Betteredge, tengo cierta noticia que darte! Algo habrá de ocurrir en nuestra casa antes que transcurran muchos meses.
    —¿Se refiere a la familia, señor? —le pregunté.
    —Le concierne completamente a la familia —me dijo Mr. Franklin.
    —¿Tiene algo que ver con ello su buena esposa, si me dispensa, señor?
    —Mucho es lo que tiene que ver ella en el asunto —me dijo Mr. Franklin, comenzando a experimentar cierta sorpresa.
    —No necesita usted, señor, agregar una sola palabra más —le respondí—. ¡Dios los bendiga a los dos! ¡Los felicito de todo corazón!
    Mr. Franklin me clavó su vista como una persona herida por el rayo.
    —¿Me permites preguntarte dónde te informaste? —me preguntó—. Yo por mi parte me informé (dentro del mayor secreto) hace apenas cinco minutos.
    ¡He aquí una gran oportunidad para exhibir a mi Robinsón Crusoe! ¡He aquí la oportunidad de dar lectura al fragmento doméstico relacionado con la criatura, que había marcado con una señal el día de la boda de Mr. Franklin! Le leí entonces las milagrosas palabras con un énfasis que les hacía justicia…, y lo miré luego a la cara con los ojos severos.
    —¿Cree usted ahora, señor, en Robinsón Crusoe? —le pregunté con la solemnidad que se ajustaba a la ocasión.
    —¡Betteredge! —me dijo Mr. Franklin con la misma solemnidad—, me he convencido, al fin.
    Nos estrechamos las manos…, y percibí que lo había convencido.
    Hecho el relato de este suceso extraordinario, llega a su fin mi reaparición en estas páginas.
    Que nadie se ría de la única anécdota que he narrado aquí. En buena hora podrán ustedes reírse de cuanto cosa haya escrito yo en estas páginas. Pero no cuando se trata de Robinsón Crusoe, por Dios, porque es éste un asunto serio para mí…, y les ruego que lo tomen ustedes de la misma manera, por lo tanto.
    Dicho lo cual, he terminado con mi relato. Señoras y señores, les hago una reverencia y doy por terminada aquí esta historia.

    EPILOGO
    Hallazgo del diamante

    CAPÍTULO I
    Informe del subalterno del Sargento Cuff (1849)
    El veintisiete de junio último recibí dei Sargento Cuff la orden de seguir a tres hombres, hindúes los tres, a quienes se suponía autores de un asesinato. Se los había visto esa mañana en la Tower Wharf en el momento de embarcarse con destino a Rotterdam.
    Yo partí de Londres en un vapor perteneciente a otra compañía, en la mañana del jueves 28.
    Al arribar a Rotterdam tuve la suerte de dar con el capitán del vapor que partiera el día miércoles. Me comunicó el mismo que los hindúes habían viajado, en efecto, en calidad de pasajeros a bordo de su nave…. pero tan sólo hasta Gravesend. Cerca de este lugar uno de los tres hombres preguntó a qué hora llegarían a Calais. Al ser informado que el buque se dirigía hacia Rotterdam, el intérprete del grupo expresó la más grande sorpresa y disgusto por el error que habían cometido él y sus dos amigos. Los tres (manifestó) se hallaban dispuestos a perder su dinero, siempre que el capitán los dejara en la costa.
    Compadeciéndose de su situación de extranjeros en una tierra extraña y no teniendo motivo alguno para detenerlos, el capitán señaló hacia uno de los botes de desembarco y los tres hombres abandonaron la nave. Como resultaba evidente que esta actitud de los hindúes había sido planeada de antemano por ellos, para evitar que les fuera seguida la pista, resolví yo de inmediato regresar a Inglaterra. Abandoné la nave en Gravesend y me enteré allí que los hindúes se habían dirigido desde ese lugar hacia Londres. Allí me puse de nuevo sobre su pista y supe que habían partido hacia Plymouth. En esta última ciudad me informaron que cuarenta y ocho horas antes habían partido a bordo del Bewley Castle, buque mercante de la línea de la India, que se dirigía directamente hacia Bombay.
    Al recibir este informe, dispuso el Sargento Cuff ponerse en comunicación por vía terrestre con las autoridades de aquella ciudad, de manera que la nave pudiera ser abordada por la policía en cuanto entrara a puerto. Cumplido este último requisito, mi misión, respecto de este asunto, quedó terminada. Y no he vuelto a oír desde entonces nada que se vincule con el mismo.

    CAPÍTULO II
    Informe del Capitán (1849)
    El Sargento Cuff me ha pedido que describa ciertos hechos relativos a tres hombres (según parece indostánicos) que viajaron como pasajeros durante el último verano en el Bewley Castle, mientras iba éste en viaje directo hacia Bombay, bajo mi comando.
    Los indostánicos se reunieron con nosotros en Plymouth. Durante la travesía no llegó hasta mí ninguna queja respecto de su conducta. Se los alojó en la parte delantera de la nave.
    Pocas fueron las ocasiones en que los vi personalmente.
    Durante la última parte del viaje tuvimos la mala suerte de contar con tan poco viento que nos demoró tres días y tres noches en las proximidades de la costa de la India. Como no tengo en mi poder el Diario de viaje, no puedo dar a conocer aquí ni la longitud ni la latitud en que nos encontrábamos. En lo que se refiere a nuestra situación, por lo tanto, sólo puedo decir, de manera general, que las corrientes nos empujaban hacia la costa y que cuando volvió a soplar el viento alcanzamos el puerto veinticuatro horas más tarde.
    La disciplina de un barco (como todo hombre de mar sabe) se relaja durante una charla prolongada. Eso fue lo que ocurrió en mi barco. Ciertos caballeros del pasaje hicieron bajar algunos de los más pequeños botes del barco y se divirtieron entre sí, remando en torno de él y nadando cuando el sol, hacia el crepúsculo, era lo suficiente débil como para permitirles tal pasatiempo. Los botes, una vez terminado el asunto, debieron haber sido colgados de nuevo en sus lugares respectivos. Pero no fue así; se los amarró a un costado de la nave.
    En parte debido al calor y en parte a causa de la influencia deprimente del tiempo, ni los oficiales ni los tripulantes demostraron mayor celo en sus labores mientras duró la calma.
    Durante la tercera noche, nada desusado fue visto u oído por la guardia de a bordo. Al llegar la mañana se advirtió que uno de los botes más pequeños había desaparecido…, y en seguida supimos que también los tres indostánicos se habían esfumado.
    De haber robado ellos el bote poco después de llegada la noche (lo cual no pongo yo en duda), próximos como nos hallábamos a la costa, hubiera sido en vano que nos lanzáramos en su persecución, al descubrir su fuga en la mañana. No tengo la menor duda de que arribaron a la costa (tomando debida nota del tiempo que habrán perdido a causa de la fatiga y de remar por instantes torpemente) antes del alba.
    Sólo al llegar a puerto me enteré del motivo que habían tenido mis tres pasajeros para aprovechar la primera oportunidad que se les presentó para escapar del barco. En cuanto a mí, solamente pude declarar ante las autoridades lo que declaro en este momento aquí.
    Estas juzgaron conveniente llamarme al orden por el relajamiento de la disciplina. Y yo me disculpo por esa causa ante ellos y mis patronos. Desde ese entonces nada he vuelto a saber de los tres indostánicos. Nada puedo añadir. por otra parte, a lo que ya he dicho.

    CAPÍTULO III
    Informe de Mr. Murthwaite (1850) (De una carta escrita a Mr. Cuff)
    ¿Recuerda usted, mi querido señor, a cierto personaje semisalvaje con quien se encontró en una comida efectuada en Londres durante el otoño del año mil ochocientos cuarenta y ocho? Permítame recordarle que el nombre del mismo es Murthwaite y que usted y él mantuvieron una prolongada conversación después de la comida. El tema de ella fue cierto diamante hindú denominado la Piedra Lunar y el complot tramado en ese entonces para dar con la gema.
    Poco tiempo después me di yo a vagabundear por las regiones del Asia Central. De allí regresé a los lugares que fueron escenario de algunas de mis aventuras en el pasado, situados hacia el norte y noroeste de la India. Hace alrededor de una quincena me hallaba en cierto distrito o provincia (muy poco conocido por los europeos), llamado Kattiawar.
    Allí fue donde me ocurrió una aventura que (por increíble que ello parezca) habrá de interesarle de sobremanera a usted, personalmente.
    En las bárbaras regiones de Kattiawar (y se dará usted una idea de su salvajismo cuando le diga que los agricultores aran allí la tierra armados hasta los dientes), el pueblo le rinde un culto fanático a la vieja religión indostánica, el antiguo culto de Brahma y de Vichnú. Las escasas familias mahometanas diseminadas en las ralas aldeas del interior jamás prueban, por temor, ninguna clase de carne. Cualquier mahometano del cual se sospeche tan sólo que ha matado a ese animal sagrado que es la vaca, es condenado, sin más ni más, por sus piadosos convecinos indostánicos. Para fomentar el entusiasmo religioso de esas gentes, se hallan dentro de los límites de Kattiawar dos famosos santuarios a los que concurren los peregrinos indostánicos. Uno de ellos es Dwarka, lugar de nacimiento del dios Krishna. El otro es la ciudad sagrada de Somnauth, saqueada y destruida hace mucho tiempo, en el siglo undécimo, por el conquistador mahometano Mahmoud de Ghizni.
    Siendo ésa la segunda vez que me encontraba en tan románticas regiones, resolví no abandonar Kattiawar sin echarle antes una nueva ojeada a las magníficas ruinas de Somnauth. Me hallaba, desde el lugar en que planeé la travesía (según mis cálculos más aproximados de ese entonces), a tres días de viaje a pie de la ciudad sagrada.
    Poco tiempo llevaba en camino, cuando pude advertir que otras personas —que iban en grupos de a dos y de a tres— marchaban, según parecía, en mi misma dirección.
    A aquellos que me dirigieron la palabra les dije que era un indostánico budista de una provincia lejana, en marcha hacia el santuario. Innecesario es que le diga que mi ropa estaba en un todo de acuerdo con mis palabras. Si a ello agrego el dato de que conozco la lengua de esas gentes tan bien como la propia y que soy lo suficientemente delgado y moreno como para hacer difícil la tarea de que se reconozca en mí a un europeo, comprenderá usted por qué motivo no me costó un gran esfuerzo el ser aceptado de inmediato entre esas gentes; no como compatriota, sino como un desconocido procedente de una provincia lejana de su propio país.
    En el segundo día de mi marcha el número de indostánicos que viajaba en la misma dirección había aumentado en varios centenares. Al tercer día, eran miles los que componían esa multitud: todos en marcha convergente hacia una meta única: la ciudad de Somnauth.
    Un pequeño servicio que le hice a uno de mis compañeros de peregrinación durante el tercer día de la travesía me facilitó el acceso al círculo constituido por ciertos indostánicos pertenecientes a la casta más elevada. Por su intermedio me enteré de que esa muchedumbre tenía el propósito de asistir a una gran ceremonia religiosa que se verificaría sobre una colina situada a corta distancia de Somnauth. El acto sería en honor del dios de la Luna y habría de celebrarse en la noche.
    La multitud nos obligó a demorarnos, a medida que avanzábamos hacia el lugar fijado para el acto. Cuando arribamos a la colina, la luna brillaba en lo alto del cielo. Mis amigos indostánicos poseían un cierto privilegio especial que les permitía penetrar en el santuario.
    Cortésmente me invitaron a que los siguiera. Al llegar al templo advertimos que éste se hallaba oculto tras una cortina que pendía de dos árboles magníficos. Debajo de los árboles un estrato rocoso se proyectaba hacia afuera, a manera de plataforma natural. Debajo de ésta fue donde me situé, en compañía de mis dos amigos indostánicos.
    Al dirigir mi vista hacia abajo, pude contemplar el más grande espectáculo que hayan podido ofrecer jamás la naturaleza y el hombre combinados. La vertiente más suave de la colina se transformaba imperceptiblemente en una planicie herbosa en la cual unían sus aguas tres ríos. Hacia un lado, el correr sinuoso y alegre del agua, ya visible, ya oculta entre los árboles, hasta donde alcanzaba la vista. Hacia el otro, la inmóvil superficie del océano dormido en la calma de la noche. Pueble usted tan hermoso escenario con una muchedumbre de diez mil seres humanos vestidos todos de blanco y diseminados por ambos costados de la colina, inundando la planicie y bordeando las costas más próximas de los tres ríos sinuosos, alumbre usted luego ese punto de llegada de los peregrinos con las locas llamas rojas de los hachones y las antorchas, que serpean a intervalos por encima de esa innumerable multitud; e imagine por último a la luna del Este vertiendo su luz magnífica desde un cielo inmaculado…, y podrá usted tener entonces una idea de la vista que se ofreció ante mis ojos cuando miré hacia abajo desde la cima de la colina.
    Un acorde quejumbroso producido por flautas e instrumentos de cuerda hizo que volviera yo a fijar mi atención en el templo escondido.
    Al volverme distinguí las figuras de tres hombres de pie sobre la plataforma rocosa. A la figura central la identifiqué como la del hombre a quien le dirigí la palabra en Inglaterra, el día en que se hicieron presentes los hindúes en la terraza de Lady Verinder. Sin duda alguna los dos que lo habían acompañado en aquella ocasión eran también los mismos que lo acompañaban ahora.
    Uno de los indostánicos, que se hallaba próximo a mí, pudo advertir que yo me estremecía.
    En un cuchicheo me explicó el motivo de la aparición de esas tres figuras sobre la plataforma de piedra.
    Se trataba de tres brahmanes (me dijo), que renunciaron a su casta por servir a su Dios.
    Usted les había ordenado que debían purificarse, mediante un viaje de peregrinación. Esa noche habrían de partir los tres hombres. Siguiendo tres rumbos distintos habrían de dar comienzo a su peregrinación por los santuarios de la India. Jamás habrían de volverse a mirar mutuamente a la cara. En ningún instante habrían de detenerse para reposar, desde el momento en que se separaran hasta aquel en que encontraran la muerte.
    En cuanto terminó de cuchichearme estas palabras llegó a su término el acorde quejumbroso. Los tres hombres se prosternaron sobre la roca, ante la cortina del santuario oculto. Después se levantaron, mirándose a la cara mutuamente y se abrazaron. Luego descendieron por caminos distintos, en dirección de la muchedumbre. Las gentes les hicieron lugar en medio de un silencio mortal. Entre tres grupos se dividió la multitud al unísono. Y lentamente volvió la gente, por último, a fundirse en una sola y grande masa blanca. La huella abierta por los tres brahmanes en medio de las filas de sus camaradas mortales se borró totalmente. No volvimos a verlos desde ese entonces.
    Un nuevo acorde musical, potente y jubiloso, se alzó desde el templo oculto. La multitud, en torno mío, se estremeció y se aproximaron más los unos a los otros.
    La cortina que pendía de los dos árboles fue descorrida y vimos aparecer el santuario ante nuestra vista.
    Allí, en lo alto de un tronco elevado y sentado sobre su antílope característico, con sus cuatro brazos desplegados en dirección de los cuatro puntos cardinales; allí, cerniéndose muy por encima de nosotros, envuelto en sombría y terrible majestad e inundado por la mística luz que caía del cielo, se hallaba el dios lunar. ¡Y sobre la frente de la deidad brillaba el mismo diamante que vi fulgurar anteriormente en Inglaterra sobre la pechera de un vestido de mujer!
    Sí; luego de un lapso de ocho centurias la Piedra Lunar volvía a brillar por sobre los muros de la ciudad sagrada en que comenzó su historia. Cómo logró la gema retornar a su bárbara tierra nativa, y a través de las circunstancias o por medio de qué crímenes consiguieron los hindúes rescatar su piedra sagrada, es algo que quizá usted sepa; yo confieso, por mi parte, que lo ignoro. La perdió usted de vista en Inglaterra y (si es que sé yo algo respecto de esas gentes) no habrá de volverla a ver jamás.
    Así es como transcurren los años y se repiten los sucesos de uno y otro; y así es como los mismos eventos vuelven a acaecer una y otra vez en los ciclos del tiempo. ¿Cuáles serán las próximas aventuras de la Piedra Lunar? ¡Quién podría decirlo!

    FIN

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