Publicado en
junio 27, 2010
I
Soy un pintor de retratos y mi experiencia en este arte, si no ha servido para más, al menos me ha permitido volcar mis habilidades en una gran variedad de usos. No sólo he pintado, fielmente, hombres, mujeres y niños sino que, también, lo hice con caballos, perros, casas y, en una ocasión, hasta con un toro, gloria y terror de la comarca y el modelo más difícil de retratar que he conocido.
El animal se llamaba, apropiadamente, "Relámpago y Trueno" y pertenecía a un caballero apellidado Garthwaite.
Como escapé de ser corneado por el toro antes de terminar mi cuadro, es, hasta ahora, difícil de entender por qué "Relámpago y Trueno" odiaba mi presencia como si considerara un insulto personal el mero hecho de quererlo retratar.
Una mañana, cuando ya tenía el cuadro a medio terminar, iba con Garthwaite camino al establo, pero nos interceptó el administrador de la Granja para informarnos que "Relámpago y Trueno" se hallaba en un pésimo estado de ánimo y que sería riesgoso para mí estar en su cercanía. Miré a Garthwaite que sonrió con aire resignado.
-No hay nada que hacer, sólo esperar hasta mañana. ¿Qué le parece si nos vamos a pescar, ya que mi toro nos da unas vacaciones?
Le respondí, con toda sinceridad, que nada conocía de pesca. Pero Garthwaite, que era un apasionado pescador, no se intimidaba ni ante la mayor de las excusas.
-Nunca es tarde para aprender -vociferó-. Haré de usted un pescador en poco tiempo, si me presta atención.
Como era imposible esgrimir más disculpas, sin riesgo de parecer descortés, acepté su invitación.
-Le llevaré al mejor arroyo que hay en la vecindad. Llegaremos pronto hasta allí.
Me daba lo mismo si llegábamos tarde o temprano y si el arroyo era de lo mejor, pero hice lo posible por ocultar mis sentimientos y traté de parecer alegre y muy ansioso de comenzar la práctica.
Cuando estuvimos frente al arroyo, mi amigo se dedicó, de inmediato, a su tarea y yo pasé dos o tres horas placenteras enganchando mi chaleco, mi sombrero, mis pantalones y mis pulgares; era como si un demonio se hubiese posesionado de mi anzuelo. Por cierto, pescamos poco. En lo que a mí respecta, creo que los peces se enganchaban solos.
Luego de un tiempo, Garthwaite comentó que ya teníamos lo suficiente y me sugirió que le siguiera a otro lugar. Nos pusimos en marcha ribera abajo.
Cuando habíamos caminado cierta distancia en silencio, bordeando el arroyo, Garthwaite dijo de repente:
-Aguarde un minuto. Tengo una idea. En vez de seguir por aquí, iremos a un lugar donde sé, por experiencia, que hay buena pesca. Y, además, le presentaré a una dama cuya apariencia será de sumo interés para usted y cuya historia, le puedo asegurar, es, aún, más extraordinaria.
-¿Puedo preguntarle por qué?
-Es una notable historia que tiene que ver con una familia arraigada en una mansión de estos alrededores. La dama se apellida Welwyn, pero los pobres de por aquí la conocen como la Dama de la Granja Glenwith. Aguarde hasta que la vea antes de pedirme que le cuente más. Vive muy sola y soy el único visitante que recibe. Un amigo mío será bienvenido a la Granja (¡recuerde el escenario de la historia!) por consideración hacia mí que nunca abusé de mi privilegio. El lugar está a sólo dos millas de aquí y el arroyo cruza a través del campo.
Mientras marchábamos, el estado de ánimo de Garthwaite se alteró hasta el punto de quedarse inusualmente silencioso y pensativo como si la mención del nombre de Welwyn le trajera recuerdos de algo. Como comprendí que hablarle de cosas cotidianas sería interrumpirle, sin sentido, sus pensamientos, caminé a su lado en completo silencio, mientras buscaba, con impaciencia, la vista de la Granja Glenwith.
Llegamos, por fin, a una vieja iglesia, levantada en las afueras de una bonita villa y, de inmediato, localizamos una puerta en medio de un muro que Garthwaite traspuso y comenzamos a seguir un sendero en dirección a una gran mansión.
Era evidente que habíamos entrado por una puerta privada y que nos acercábamos al edificio por la parte posterior. Lo observé con curiosidad y vi, en una de las ventanas de la planta baja, a una niña que parecía tener nueve o diez años, mirándonos mientras avanzábamos. No pude dejar, ni por un momento, de observarla; su cutis fresco y su larga cabellera negra eran realmente hermosos. Pero había algo en su expresión, un vacío en sus grandes ojos, una sonrisa inmutable, sin significado, en sus labios abiertos, que no parecía concordar con todo lo que era atractivo en su rostro; me sentí defraudado y aun conmovido aunque no sabía decir por qué.
Garthwaite, que marchaba pensativo, con la vista clavada en el suelo, se volvió y miró hacia donde yo miraba, se detuvo un instante y tomándome del brazo, me susurró con impaciencia.
-No comente que vimos a esa pobre criatura, cuando estemos delante de la señorita Welwyn. Más tarde le contaré por qué.
Dimos la vuelta, de prisa, hacia el frente de la casa.
Era una mansión antigua, con un parque delante y, aunque el jardín estaba cubierto de flores, algo me deprimió. Cuando mi compañero tocó una campana ruidosa, de profundo gong, el sonido me sobresaltó como si estuviésemos cometiendo un crimen al perturbar el silencio; así que cuando un viejo criado abrió la puerta, apenas pude imaginarme que seríamos recibidos. Sin embargo, fuimos admitidos sin la más leve demora y percibí, de inmediato, en el interior, la misma atmósfera de quietud que existía afuera. No había perros que ladraban nues-tra llegada ni se oían sirvientes ni ninguno de los usuales ajetreos domésticos que acarrean las visitas inesperadas en el campo. El largo salón donde fuimos introducidos estaba tan solitario como el hall de entrada.
Sin decir palabra, Garthwaite se acercó a la ventana; proponiéndome no interferir, me guardé las preguntas pero lancé una mirada circular al salón para ver qué señales me proporcionaba sobre los hábitos y la personalidad de la propietaria de la casa.
Dos estantes cubiertos de libros fueron los primeros objetos que me atraparon la atención y, cuando me acerqué a ellos, me sorprendió no hallar literatura contemporánea; no había allí nada que fuere actual. Cualquier libro de los que hojeara, había sido escrito quince o veinte años antes. Todos los cuadros que colgaban de las paredes eran reproducciones de viejos maestros; lo más moderno que poseía el anaquel de música eran composiciones de Haydn y Mozart. Y todo lo que examiné, me indicó lo mismo. El propietario de esas partituras vivía en el pasado, vivía entre viejas memorias y viejas asociaciones.
Mientras estos pensamientos cruzaban por mi mente, se abrió una puerta y apareció la dama. Por cierto, ya había desaparecido su juventud, parecía más vieja de lo que realmente era, como después descubrí.
Pero no recuerdo haber visto en otro rostro, esa permanencia de la belleza de los tem-pranos años, como lo vi en ella. La pena, evidentemente, había atravesado ese rostro puro y calmo que tenía delante, pero le había dejado resignación. Su expresión era, todavía, juvenil y fue sólo cuando observé su cabello que crecía blanquecino, sus manos delgadas, las tenues huellas alrededor de su boca y la triste serenidad de sus ojos, que advertí la señal de la edad; más que eso: la marca de alguna gran tristeza que se resistía a ser vencida.
Incluso desde su voz, podía advertirse que había atravesado penurias en algún momento de su vida. Y que le pusieron a prueba esa noble naturaleza indoblegable.
Se saludó con Garthwaite como si fueran hermanos y era notorio que se conocían desde muy largo tiempo.
Nuestra visita fue breve y la conversación se mantuvo en un tono general, así que el juicio sobre la señorita Welwyn lo formé, más por lo que vi que por lo que oí. Me interesó tan vivamente la mujer, que me sentía reacio a abandonar la casa, cuando nos levantamos para partir. Aunque su trato para conmigo, no pudo ser más cordial y bondadoso, percibí que le costaba cierto esfuerzo reprimir, en mi presencia, la tristeza que parecía, a menudo, aflorarle.
Tan pronto como dejamos a la señorita Welwyn, ya en camino hacia el arroyo, dentro de sus campos, le manifesté a Garthwaite que la impresión que me produjo la dama era tan honda que debía hacerle varias preguntas con respecto a ella; omití preguntarle sobre la pequeña niña que vi en la ventana trasera. El me respondió que su historia respondería a todos mis interrogantes y que comenzaría a contarla apenas estuviésemos instalados para pescar.
Marchamos unos cinco minutos hasta llegar al borde del arroyo y, mientras me permitía admirar el paisaje, Garthwaite se ocupó de los preparativos de la pesca. Luego de ordenarme que me sentara a su lado, por fin satisfizo mi curiosidad y comenzó a contar su historia, que la relataré en su propio estilo y, tanto como me sea posible, con sus propias palabras.
II
He sido amigo de la señorita Welwyn durante mucho tiempo para jurarle la verdad de lo que, ahora, estoy a punto de contarle, tanto como que conocí a su padre y a su joven hermana Rosamund y estuve relacionado con el francés que llegó a ser su cuñado. Estas son las personas de las que le hablaré y los personajes principales de mi historia.
El padre de la señorita Welwyn murió hace unos años, pero lo recuerdo muy bien aunque nunca despertó en mí ni en nadie que lo hubiese conocido, el más leve sentimiento de interés. Cuando le digo que recibió de su padre una fortuna muy grande, ganada a través de especulaciones riesgosas y afortunadas, que compró una mansión con el objeto de elevar su posición social, sospecho que le estoy diciendo tanto acerca de él como a usted le interesaría oír.
Era un hombre bastante vulgar, sin grandes virtudes y sin grandes vicios. Cuando le enumero que tenía un pequeño corazón, una mente débil, un temperamento cordial, una talla alta y un rostro agradable, le digo más de lo que necesita decirse sobre la personalidad de Welwyn.
Debo haber visto muy a menudo, cuando era pequeño, a la señora Welwyn, pero no le puedo decir que la recuerde, salvo que era alta, buena moza y muy generosa y llena de bondad cuando estaba en su compañía. Superior a su esposo en todo; era gran lectora de libros en varios idiomas y su talento musical se lo recuerda todavía en las fincas rurales de la región.
Oí que sus amigos se sintieron defraudados cuando se casó con Welwyn, rico y todo como era; y, luego, se sintieron sorprendidos de que preservara, al menos, la apariencia de ser perfectamente feliz con su esposo, quien, por cerebro y por corazón, no era digno de ella.
La mayoría supuso (y creo correctamente) que ella halló su gran felicidad y su gran consuelo en su pequeña hija Ida, la dama de la cual, hace un momento, nos separamos.
Desde los primeros pasos, la niña se pareció a su madre, heredando su gusto por los libros, su amor por la música y, por sobre todo, su serena firmeza, paciencia y bondad; desde los primeros años de Ida, la señora Welwyn se encargó de su educación. Era raro verlas separadas y los vecinos y amigos comentaban que la niña tenía una maestra esmerada, cosa no muy común entre los otros niños que, solamente, alcanzaban una enseñanza práctica; también decían que su imaginación, de la que poseía más que una buena parte, era demasiado estimulada.
Existía alguna verdad en esto; y habría sido más si Ida hubiera tenido una personalidad común o se le hubiese reservado un destino vulgar. Pero, desde el principio, fue una niña extraña y le estaba reservado un destino, también, extraño.
Cuando Ida alcanzó los once años, era la única niña de la familia pero, poco después de su cumpleaños, nació su hermana Rosamund. Aunque la señora Welwyn quería un hijo, todos, sin lugar a dudas, se sintieron complacidos con la llegada de esta segunda hija, pero toda esa felicidad se convirtió en tristeza, cuando pocos meses después, la señora Welwyn falleció.
El señor Welwyn, que estaba realmente enamorado de ella y que sufrió tanto como un hombre puede sufrir, no fue lo suficientemente fuerte como para permanecer en el
lecho de muerte de su esposa, así que las últimas palabras de la mujer no fueron pro-nunciadas a su esposo sino a su niña, quien, desde el comienzo de la enfermedad, permaneció con ella, hablándole esporádicamente, sin mostrar nunca temor ni pena, salvo cuando se hallaba lejos de su vista.
Cuando falleció y el señor Welwyn, incapaz de hacer acto de presencia en la casa mortuoria a tiempo para el funeral de su esposa, dejó el hogar y se fue a vivir con uno de sus parientes, en un lugar distante de Inglaterra, Ida, a quien él quiso llevar consigo, solicitó quedarse.
"Antes de morir, le prometí a mamá que sería tan buena para mi pequeña hermana Rosamund como ella fue para conmigo" dijo, con simpleza, la niña. "Ella me pidió, a cambio, que me quedara y asistiera a su entierro".
Sucedió que se hallaban presentes un amigo de la señora y un viejo criado de la familia, que comprendieron a Ida mucho más que su propio padre y le persuadieron de que no se la llevara.
He oído a mi madre comentar que el aspecto de la niña en los funerales fue algo que no podía recordar sin que las lágrimas vinieran a sus ojos y no lo pudo olvidar hasta el último día de su vida. Me veo acompañando a mi madre, de visita a la vieja casa. Era un verano que estaba de vacaciones. Como era una mañana radiante y no había nadie en el interior, caminamos por el jardín. Cuando nos acercamos al parque, vi, en primer término, a una joven vestida de negro que leía, sentada en un banco; luego, una pequeña, también de luto, que se movía lentamente sobre el césped hacia nosotros, llevando consigo a un bebé al que trataba de enseñarle a caminar.
Me miró, era tan niña para ocuparse de esos menesteres, que me detuve preguntándole a mi madre quién era. La respuesta fue la triste historia que le acabo de referir.
Hacía tres meses del entierro de la señora Welwyn y, de un modo infantil, Ida intentaba, como había prometido, ocupar el lugar de su madre en la vida de su pequeña hermana. Le menciono sólo este simple incidente porque es necesario, antes de continuar, que usted conozca en qué estrecha relación se manejaron las hermanas, desde un principio.
De todas las últimas palabras que la señora Welwyn le comunicara a su hija, ninguna fue tan a menudo repetida como aquellas que le encomendaban el amor y el cuidado hacia la pequeña Rosamund.
Para algunas personas, la confianza que la moribunda depositó en una niña de escasos once años, era una prueba de ese deseo desvalido que se adhiere como consuelo ante la impotencia que provoca la llegada de la muerte. Y la confianza no fue defraudada. Toda su existencia futura fue una noble prueba de que ella era acreedora a esa fe de la moribunda. En esa simple escena que le narré, está reflejada la nueva vida de las dos hermanas.
Pasó el tiempo, dejé la escuela, viajé a Alemania y permanecí allí algunos años para estudiar el idioma. En cada intervalo, regresaba a mi hogar y preguntaba por los Welwyn; la respuesta era siempre la misma. Que el señor Welwyn se divertía ofreciendo recepciones y que sus dos hijas nunca se separaban; que Ida seguía siendo la misma muchacha extraña y serena que siempre había sido y que continuaba actuando como madre para Rosamund.
Fui ocasionalmente a la Granja, cuando andaba por los alrededores, y pude comprobar la exactitud del género de vida que me habían pintado. Cuando Rosamund tenía cuatro o cinco años, Ida parecía más su madre que su hermana. Era paciente en sus lecciones, ansiosa por ocultar cualquier fatiga que pudiese sobrevenirle en su compañía, orgullosa cuando la belleza de Rosamund era advertida y tan presta a conocer y atender todo lo que Rosamund hacía o decía, que era diferente a cualquier hermana mayor.
Recuerdo cuando Rosamund se acercaba a su condición de mujer y estaba de gran ánimo con la idea de pasar algún tiempo en Londres. Era muy hermosa para esa época, mucho más elegante que Ida y, aunque todos en la comarca la conocían, pocos de los que admiraban su danza, su canto, sus pinturas y que se deleitaban al saber que ella hablaba francés y alemán, estaban al tanto de lo mucho que ella le debía, no a sus maestros sino a su hermana mayor. Fue Ida quien realmente encontró la manera de enseñarle y quien le ayudaba en todas sus dificultades.
Aunque Rosamund no era desagradecida, había heredado mucho del carácter de su padre y llegó a estar tan acostumbrada a deberle todo a su hermana que, nunca, apreció como correspondía, el profundo amor del que era objeto y, cuando Ida rechazó dos buenas propuestas de matrimonio, Rosamund se sintió más sorprendida que nadie, asombrándose de que su hermana deseara permanecer soltera.
Cuando se concretó el viaje a Londres, del que le hablé, Ida acompañó a su padre y a su hermana, aunque si hubiera sido por ella, no habría ido; pero Rosamund manifestó que se sentiría perdida e indefensa en la ciudad, sin su presencia.
Ida estaba siempre dispuesta a hacer lo que fuera por ella, así que fue a Londres, encantada de admirar todos los pequeños triunfos logrados por su belleza, oyendo sin cansarse lo que decían de su Rosamund.
Al final del verano, el señor Welwyn y sus hijas regresaron por un corto tiempo al campo, luego dejaron la casa para pasar el último período del otoño y el comienzo del invierno en París. Llevaron excelentes cartas de presentación y frecuentaron una muestra importante de la mejor sociedad parisina. En una de las primeras fiestas a las que concurrieron, toda la conversación recayó sobre la conducta de un cierto noble francés, el Barón Franval, que volvía a su país natal luego de una prolongada ausencia, acontecimiento que absorbía la atención de todos los presentes. Un amigo les refirió al señor Welwyn y a sus hijas quién era Franval.
El Barón, que heredara muy poco de su padre, salvo su alto rango, se encontró, a la muerte de su progenitor, que él y sus dos hermanas solteras tenían escasamente para vivir. Era, entonces, un joven de veintitrés años que al serle imposible obtener una ocupación, decidió abandonar Francia y dedicarse al comercio. Como se le ofreció, inesperadamente, una oportunidad, dejó a sus hermanas al cuidado de un viejo pariente de la familia en su castillo de Normandía y zarpó a las Indias Occidentales; extendió más tarde sus viajes por toda Sudamérica.
Después de quince años de ausencia, regresaba a Francia con una gran fortuna; su espíritu independiente y su generosa devoción por el honor familiar y la felicidad de sus hermanas, eran admirados por todos, aun antes de su arribo a París.
Los Welwyn oyeron la historia con mucho interés; Rosamund, que era muy romántica, se sintió atraída por ella y comentó que estaba ansiosa por conocer al Barón.
Franval llegó a París, le fue presentado a los Welwyn, se encontró asiduamente con ellos, no causó buena impresión en Ida pero se ganó el cariño de Rosamund desde el principio y fue recibido con tan alta aprobación por su padre que, cuando insinuó visitar Inglaterra en primavera, fue invitado cordialmente a pasar algún tiempo en la Granja Glenwith.
Llegué de Alemania para la época en que los Welwyn retornaban de París y, de inmediato, me propuse reanudar mi amistad con la familia. Sentía mucho cariño por Ida, oí la historia del Barón y, cuando me lo presentaron, me produjo una impresión tan desfavorable como la que le produjera a ella.
No podría decir por qué me disgustaba; era, en realidad, un hombre educado y cantaba notablemente bien. Estas dos cualidades eran más que suficientes para atraer a una muchacha del temperamento de Rosamund y jamás me sorprendió que él lograra sus favores.
También contaba con la aceptación del padre, porque el Barón era un excelente jinete y como hablaba correctamente inglés y tendía a imitar los usos y costumbres del país, el señor Welwyn entendía que semejante caballero era digno de consideración.
Le digo que me disgustaba sin poder darle una razón de mi disgusto. Aunque siempre era muy cortés conmigo y, a menudo, cabalgábamos juntos y nos sentábamos a la mesa muy cerca uno del otro, nunca pude llegar a ser su amigo. Siempre me dio la impresión de un hombre que tenía alguna reserva mental aun cuando expresara las cosas más triviales y, de continuo, tenía un dominio de sí que parecía acompañar sus palabras más frívolas. Esto, no obstante, no era motivo para mi secreta antipatía.
Ida me lo dijo, recuerdo, cuando le confesé mis sentimientos hacia el Barón y trató, en la intimidad, de referirme lo que ella pensaba. No quiso oponerse a la elección de Rosamund y asistía al crecimiento de esa relación con un temor que trataba en vano de ocultar.
Hasta su padre se dio cuenta de que ella no era feliz y comenzó a sospechar el motivo. Recuerdo que bromeó, con toda la irreflexión de un hombre necio, comentando que Ida siempre se celaba desde niña si su hermana miraba a alguien que no fuera ella misma.
El verano comenzó a suplantar a la primavera, Franval visitó Londres y regresó a la Granja. Demoró su partida a Francia y, al fin, se le declaró a Rosamund y fue aceptado. Dada su posición, los arreglos de todo lo concerniente a la boda parecieron ser muy satisfactorios.
El único rostro triste en la Granja era el de Ida. Por un momento, fue penoso para ella ocupar el segundo lugar en el corazón de su hermana, pero el disgusto secreto y la descon-fianza que sentía hacia Franval, ante la idea de que, pronto, sería el esposo de su hermana, la llenó de un vago sentimiento de temor que no podía explicarse y que, además, debía mantener oculto. Una sola cosa la consolaba: Rosamund y ella no se separarían. Sabía que el Barón sentía, íntimamente hacia ella, la misma aversión; intuía que cuando fuera a vivir con su cuñado, tendría que decir adiós a la porción más feliz y espléndida de su vida, pero debido a la promesa que le había hecho años atrás a su madre, nunca dudó y cuando Rosamund le comentó que deseaba que fuera a vivir con ella para que la ayudase, aceptó.
El Barón era demasiado educado como hombre para parecer molesto cuando se enteró de estos arreglos. Y así fue como quedó convenido, desde un principio, que Ida iría a vivir con su hermana.
III
La boda se llevó a cabo en verano y los novios pasaron su luna de miel en Cumberland. Cuando regresaron a la Granja, se habló de una visita a las hermanas del Barón en Normandía, pero esta tuvo que ser aplazada a último momento por el repentino fallecimiento del señor Welwyn.
Aunque la visita fue sólo propuesta, cuando llegó la fecha de efectuarla, el Barón fue renuente a dejar la Granja, porque no quiso abandonar la temporada de caza.
Cada vez, parecía menos inclinado, a medida que pasaba el tiempo, a ir a Normandía y escribía excusas tras excusas a sus hermanas cuando llegaban las cartas urgiéndole a cumplir la prometida visita.
En invierno, comentó que no permitiría que su esposa se arriesgara a un largo viaje; en primavera, que su salud no era muy buena; y en el verano próximo, que ya no era posible porque la Baronesa esperaba ser madre.
Esas fueron las excusas que Franval les enviaba a sus hermanas en Francia.
El matrimonio fue, en el más estricto sentido del término, feliz ya que el Barón, aunque nunca perdió la extraña reserva de sus modales, era en un estilo peculiar y sereno, el más afectuoso y atento de los maridos. Iba, en ocasiones, a la ciudad por sus negocios, pero parecía dichoso de retornar a la Baronesa; era cortés con su cuñada y se conducía con deferente hospitalidad hacia todos los amigos de los Welwyn.
En síntesis, justificaba ampliamente la buena opinión que Rosamund y su padre se formaran de él cuando le conocieron en París.
Ni siquiera estas cualidades de su carácter tranquilizaron por entero a Ida y aunque los meses se sucedieron placenteros, esa secreta tristeza, esa aprensión irracional sobre la situación de Rosamund, pendía pesadamente sobre su hermana.
Al comienzo de los meses de verano, sucedió un pequeño inconveniente doméstico, que le indicó a la Baronesa por primera vez, que el temperamento de su esposo podía ser afectado seriamente por la más leve tontería. El Barón tenía el hábito de recibir dos periódicos franceses, uno publicado en Burdeos y el otro en el Havre y siempre los abría en cuanto llegaban, leía por unos minutos con profunda atención una columna en particular de cada uno de ellos y luego, como distraídamente, los arrojaba al cesto de papeles.
Su esposa y su cuñada, en los primeros tiempos, se sorprendieron del modo en que los leía, pero no le dieron más importancia al hecho cuando les explicó que los recibía para consultar las noticias comerciales de Francia, que podían, esporádicamente, ser de interés para él.
Estos periódicos se editaban semanalmente. En la ocasión a la que me refiero, el periódico de Burdeos llegó puntualmente como siempre, pero el del Havre no apareció. Esta circunstancia banal afectó seriamente al Barón que escribió, de inmediato, a la oficina de correos y al corresponsal del periódico en Londres.
Cuando su esposa, sorprendida por su intranquilidad, trató de cambiarle su malhumor, bromeando acerca del periódico extraviado, él le respondió con las palabras más duras que ella le había oído. Y, para ese tiempo, ella ya no estaba en condiciones de recibir expresiones hostiles de nadie y menos de su esposo.
Pasaron dos días sin que recibiera respuesta a su reclamo y, en la tarde del tercer día, el Barón cabalgó hasta la oficina de correos para averiguar.
Una hora después de su partida, un caballero desconocido llegó a la Granja y pre-
guntó por la Baronesa. Al ser notificado que ella no se sentía en condiciones de recibir visitas, le envió un mensaje donde le transmitía que su presencia era de suma importancia y que aguardaría abajo, por una segunda respuesta.
Cuando recibió este mensaje, Rosamund recurrió, como siempre, al consejo de su hermana mayor y esta fue, de inmediato, a entrevistarse con el extraño.
Lo que estoy capacitado de referirle acerca de esa extraordinaria entrevista y de los te-rribles acontecimientos posteriores, lo he oído de los propios labios de la señorita Welwyn.
Ella se encontraba nerviosa cuando entró al salón; el desconocido la saludó con cortesía y le preguntó, con acento extranjero, si era la Baronesa. Ida le corrigió y le expresó que velaba por todos los asuntos de su hermana, agregando que si la entrevista concernía a las cuestiones de su cuñado, este no se hallaba en ese momento en la casa.
El extranjero le respondió que estaba enterado de ello cuando arribó y que la visita ingrata que lo traía no debía ser confiada al Barón, al menos por ahora.
Cuando le preguntó por qué, le dijo que él estaba allí para explicarle, expresándole que se sentía muy aliviado de poder confesarle este asunto a ella, que estaría mejor preparada que su hermana para las malas noticias que, infortunadamente, se veía obligado a traer.
El repentino desfallecimiento que le sobrevino cuando escuchó estas palabras, le impidió responder. El extranjero sirvió un poco de agua de una botella, que estaba sobre la mesa, y le dio a beber, interrogándola sobre si se sentía con fuerzas para oír lo que tenía que confiarle.
Extrajo de su bolsillo un periódico extranjero, mientras le explicaba que era un agente secreto de la policía francesa y que el periódico era el "Havre Journal" de la semana pasada; había evitado que se le enviara al Barón como siempre. Lo abrió y le pidió que leyera ciertas líneas que le darían una pista del asunto por el cual estaba allí, señalándole la parte mientras le hablaba.
Las líneas en cuestión se referían a "entradas de barcos" y decían: "arribó el 'Berenice' desde San Francisco con un valioso cargamento de pieles. Trae un solo pasajero, el Barón Franval, del Castillo Franval, en Normandía". Cuando la señorita Welwyn leyó esto, su corazón se paralizó y comenzó a temblar aunque era una tarde calurosa de junio. El visitante le dio a beber más agua y le preguntó cordialmente si tenía valor para escucharle, se sentó y volvió a referirse al periódico; cada palabra que él pronunció, se le grabó, para siempre, en su memoria y en su corazón.
-No hay ningún error -le dijo- acerca del nombre que figura en esa línea que ha leído y es tan cierto como que nosotros estamos aquí, que hay un solo Barón Franval con vida. La cuestión es cuál de los dos es el verdadero
Barón, el pasajero del "Berenice" o el esposo de su hermana. Las señoras del Castillo no le creyeron al pasajero que arribó a el Havre la última semana, cuando les dijo que él era el Barón, así que la policía fue notificada y, de inmediato, salí de París. No perdimos tiempo en interrogar al hombre. Estaba extremadamente furioso. Encontramos que tenía un ex-traordinario parecido con el Barón y que estaba familiarizado con las personas y los lugares cercanos al Castillo; entonces, le hablamos a las autoridades locales y examinamos en secreto los prontuarios de personajes sospechosos. Uno de estos decía lo siguiente: "Héctor Augusto Mombrum, hijo de un respetable propietario de Normandía, bien educado, buenos modales; en malas relaciones con su familia. Carácter intrépido, astuto, inescrupuloso, aplomado. Puede ser reconocido fácilmente por su parecido con el Barón Franval. Condenado a veinte años por robo".
La señorita Welwyn notó que el hombre la observaba para ver si podía seguir escuchándole. Este le preguntó, no sin cierta alarma, si quería que le sirviera más agua. Ida sólo atinó a negar con su cabeza. El hombre sacó un segundo papel de un anotador.
La próxima entrada, bajo el mismo nombre, era de cuatro años más tarde y decía así: "Héctor Augusto Mombrum, condenado a cadena perpetua por asesinato y otros delitos. Escapó en Tolón. Se sabe que se dejó crecer la barba y usa su cabello largo con la intención de que sea imposible descubrirlo por aquellos que pueden dar aviso en su provincia natal al reconocerle su parecido con el Barón Franval". Había otros detalles agregados, pero ninguno de gran importancia.
-De inmediato, examinamos al supuesto impostor -explicó el agente francés-. Sabíamos que si él era Mombrum, encontraríamos en su hombro las letras "T.F." que significan "Trabajos Forzados". Como no hallamos nada, intercepté los números del "Havre Journal" de esa semana que iba a ser enviado al corresponsal de Londres. Llegué al Havre el sábado y, de inmediato, me llegué hasta aquí.
Continuó hablando, pero ya la señorita Welwyn dejó de escucharle.
Su primera sensación, al retornarle la conciencia, fue el agua sobre su rostro y observó que todas las ventanas del salón estaban abiertas para que le llegara aire y que ella y el hombre aún seguían solos.
En un primer instante, ella lo desconoció, pero de inmediato, le vinieron a la mente las crueles realidades que le habían llevado hasta allí y después de disculparse por no haber pedido ayuda cuando ella se desmayó, le dijo que era vital que nadie en la casa, durante la ausencia de Franval, imaginara que algo anormal estaba sucediendo. Agregó que no aumentaría su angustia refiriéndole más, dejaría que se recobrara para considerar cuál era la mejor forma de tratarlo con la Baronesa; él regresaría a la casa, en secreto, entre las ocho y nueve de esa noche, listo para actuar cuando la señorita Welwyn lo deseara y darle a ella y a su hermana la ayuda y protección que pudieran necesitar. Luego de manifestar estas palabras, inclinó su cabeza y, en silencio, abandonó la habitación.
En los primeros minutos, penosos cuando se quedó sola, Ida permaneció sentada, indefensa y sin habla. Después, una clase de instinto le pareció decirle que debía ocultar esas noticias espantosas a su hermana, tanto como le fuera posible. Corrió a las habitaciones de Rosamund y le comentó, a través de la puerta (ya que no confiaba en arriesgarse ante la presencia de su hermana) que el visitante había venido por unos asuntos legales del padre y que se iba a encerrar para escribir unas cartas extensas acerca de ello. Cuando entró en su propio cuarto, no tuvo conciencia de cuánto tiempo pasó sintiéndose vacía, salvo por una esperanza desvalida de que la policía francesa estuviese cometiendo algún error.
Un poco después del crepúsculo, oyó llover. El ruido de la lluvia y la frescura que trajo en el aire, pareció despertarla de un pavoroso sueño y, al retornar su razón, se sintió aterrorizada cuando el recuerdo de Rosamund vino a ella; su memoria regresó al día del fallecimiento de su madre y a la promesa que hiciera en su lecho de muerte. Estalló en lágrimas que la desgarraron, luego oyó los cascos de un caballo y supo que su cuñado había vuelto; abandonó, entonces, el cuarto y fue hacia el de su hermana.
Por fortuna, la habitación de su hermana estaba escasamente iluminada. Antes de que pudieran intercambiar dos palabras, Franval, al que se le veía muy irritado, entró diciendo que había esperado el arribo del correo y el periódico no vino en él; que se hallaba empapado y creía haberse resfriado. Su esposa le sugirió alguna medicina, pero él la interrumpió rudamente diciéndole que no quería ningún remedio, sólo irse a la cama. Y las abandonó sin decir otra palabra.
Rosamund se llevó un pañuelo a los ojos.
-Cómo ha cambiado -le dijo, suavemente, a su hermana.
Estuvieron en silencio por más de media hora hasta que Rosamund se levantó para ir a ver cómo estaba su esposo. Regresó explicando que dormía y que esperaba se despertara bien en la mañana.
El reloj dio las nueve. Ida, al oír los pasos del criado en la escalera, se reunió con él para recibir la noticia de que el policía la esperaba abajo.
Cuando él le preguntó si ella le había comentado algo a su hermana o si había pensado algún plan de acción, le contestó negativamente y le contó que el Barón había regresado a la casa, cansado y enfermo y se había ido a dormir.
El agente, con ansiedad, le susurró si ella sabía que se hallaba solo y durmiendo. Al recibir su respuesta, le dijo que debía ir a su habitación, de inmediato.
De nuevo, se sintió desfallecer, pero él le explicó que si no utilizaba esta oportunidad inesperada, podía tener resultados fatales. Le recordó que si el Barón era, en realidad, Mombrum, la sociedad le reclamaba y, también la justicia, y que si no lo era, el plan para llegar, de inmediato, a la verdad defendería a un inocente de sospechas y al mismo tiempo le aho-rraría al Barón el hecho de saberse sospechado.
Este último argumento surtió efecto sobre la señorita Welwyn. La débil esperanza de que las autoridades francesas estuvieran en un error, le permitió al agente seguirla al piso superior, donde le señaló la puerta. El tomó la lámpara de su mano, abrió con suavidad y entró al cuarto, dejando la puerta abierta.
Ida miró a través de la puerta y vio que Franval yacía de costado, sumido en un
profundo sueño, con su espalda vuelta hacia ellos. En silencio, el agente colocó la lámpara sobre una pequeña mesa de lectura, apartó un poco las ropas de cama, tomó un par de tijeras y con mucha suavidad y lentitud, comenzó a cortar la porción de camisón que le cubría los hombros. Cuando la parte superior de su espalda quedó descubierta, el agente tomó la lámpara y la mantuvo cerca de su piel.
La señorita Welwyn le oyó exclamar algo por lo bajo, luego se volvió hacia donde ella estaba y le hizo una señal para que se acercara. Ida se acercó a la cama y miró hacia donde le indicaba. Allí, muy visible a la luz de la lámpara, se hallaban las letras "T.F." sobre el hombro.
Aunque no pudo moverse ni hablar, el horror de este descubrimiento no le hizo perder, de nuevo, el sentido y observó cómo el agente extendía las ropas de cama y retiraba las tijeras. Percibió que él la sacaba rápidamente del dormitorio y la ayudaba a llegar a la planta baja.
Cuando estuvieron, otra vez, solos, le dijo, por primera vez con muestras de agitación.
-Ahora, señora, por amor de Dios, sea valiente y déjese guiar por mí. Usted y su hermana deben abandonar la casa de inmediato. ¿No tienen algún familiar en los alrededores donde puedan refugiarse?
-No tenían.
-¿Cuál es el pueblo más cercano donde puedan pasar la noche?
Era Harleybrook.
-¿A qué distancia está? Doce millas.
-Es mejor que tomen un carruaje enseguida, con la menor demora posible -comentó.- Déjeme que yo pase aquí la noche. Me comunicaré con usted por la mañana en el hotel principal. ¿Puede realizar estos preparativos con el criado, si yo le llamo y usted le dice que debe obedecer mis órdenes?
El sirviente recibió sus indicaciones, salió con el agente para vigilar que el carruaje se preparase rápida y silenciosamente y la señorita Welwyn subió a ver a su hermana.
Cómo las noticias terribles destrozaron a Rosamund, no puedo relatarlo. Ida no me lo contó ni le dijo nunca a nadie lo que sucedió entre ella y su hermana esa noche.
No le puedo describir el shock que ambas mujeres sufrieron, excepto que la más joven y débil murió a causa de ello; que la mayor y más fuerte nunca se ha recobrado ni se recobrará.
Rosamund murió muy poco después del nacimiento de su hija, pero la niña nació con vida y vive aún. Usted la vio en la ventana cuando llegamos y yo le sorprendí, me atrevo a creerlo, al rogarle que no le hablara de ella a la señorita Welwyn. También habrá notado un vacío en la expresión de la niña y temo creer que su mente también está vacía.
Seguramente, querrá saber qué sucedió en la Granja Glenwith, luego que las dos hermanas partieron. He leído la carta que el agente de la policía envió a Ida a la mañana siguiente; y haciendo memoria, le relataré todo lo que desea conocer.
Primero, sobre el pasado de Mombrum, debo decirle que era el preso fugado; por largos años, había burlado a la policía de toda Europa y América. Aunque tuvo éxito en el robo de fuertes sumas de dinero, habría sido capturado, al regresar a Francia, si no hubiese contado con la fortuna de hacerles creer a todos que era el Barón Franval. Si el Barón Franval hubiera muerto en el exterior, tenía todas las probabilidades de no haber sido descubierto jamás.
Además de su extraordinario parecido con el Barón, tenía todo lo que se necesitaba para llevar a cabo su engaño. Aunque sus padres no eran ricos, había recibido buena educación y sus primeros años los había pasado en las proximidades del Castillo de Franval. Conocía cómo vivía el Barón, había residido en el país hacia donde el Barón emigrara, le era fácil referirse a personas y lugares que estaban relacionados con el Barón y, por último, tenía la excusa de haber pasado quince años en el exterior, si deslizaba algún ligero error ante sus "hermanas". No es necesario que le diga que el auténtico Barón fue acogido de inmediato, y recibido con todos los honores por su familia.
De acuerdo al propio relato de Mombrum, se había casado con la pobre Rosamund, puramente por amor. La delicada e inocente muchacha le había encandilado y la vida serena y fácil en la Granja le complacía, por contrastar con su existencia peligrosa del pasado. Lo que hubiera sucedido si él se hubiese cansado de su esposa y de su hogar inglés, no lo sabemos. Lo que aconteció la mañana siguiente a la partida de su esposa y su cuñada, se puede contar en pocas palabras.
Tan pronto como los ojos de Mombrum se abrieron, se encontraron con el policía sentado muy cerca de su cama, con una pistola en su mano. Supo, de inmediato, que había sido descubierto pero ni por un instante perdió la compostura, por la que era famoso.
Declaró que deseaba cinco minutos para considerar seriamente si resistiría a las autoridades francesas en tierra inglesa y así ganar tiempo, obligando a un gobierno a solicitar la extradición al otro o si aceptaría los términos oficialmente ofrecidos por el agente, si permitía ser arrestado en secreto.
Eligió la última opción; se pensó que elegía esta porque supuso que podría escapar cuando se le antojara. Cualesquiera que fueran sus motivos, dejó que el agente le sacara, apaciblemente, de la Granja.
No pasó mucho tiempo sin que su suerte le sorprendiera, porque trató de escapar de nuevo y, como se aguardaba que lo hiciera, fue baleado mientras hacía el intento. Recuerdo haber oído que la bala le entró por la cabeza y lo mató en el acto.
Finalizó mi relato. Hace diez años que Rosamund fue enterrada y hace diez años que la señorita Welwyn regresó a ser un solitario habitante de la Granja Glenwith. Ahora vive ex-clusivamente en el pasado. No hay un solo objeto en la casa que no le recuerde a su madre, cuyos últimos deseos vivió para obedecer.
Aquellos cuadros que usted observó, en las paredes de la biblioteca, eran de Rosamund, los libros de música son los mismos que ella y su madre ejecutaban en las tardes silenciosas de verano. Ella no tiene nada que la ate al presente, salvo la pobre criatura cuya aflicción es el consuelo constante que la ilumina, y la gente del campo que la rodea, cuyas necesidades está siempre dispuesta a socorrer.
Tarde o temprano, las noticias sobre sus limosnas llegan hasta nosotros y es muy amada en todos los hogares humildes.
No hay ningún hombre pobre, no sólo en esta villa, sino también muchas millas más allá, que no lo recibirá a usted como se recibe a un viejo amigo, si le dice que conoce a la Dama de la Granja Glenwith.
FIN