Publicado en
junio 06, 2010
Trilogía Del Joven Merlín
Volumen 1
Título original: The Lost Years of Merlin
ÍNDICE
Nota del autor 4
Prólogo 7
Primera parte 11
Un ojo vivo 12
Se acerca una lechuza 16
El jinete de la tormenta 18
El montón de trapos 21
El tiempo sagrado 25
Llamaradas 30
Oculto 32
El don 34
La joven rapaz 38
El viejo roble 41
A la mar 44
El guerrero caído 48
Un montón de hojas 51
Rhia 53
Problemas 58
La puerta de Arbassa 65
El pájaro alea 69
El nombre del rey 74
La Miel 77
Shim 80
La Gran Elusa 83
Encuentro en la niebla 88
Grandes pérdidas 91
El cambio 94
Un cayado y una pala 97
La Villa de los Bardos 102
Cairpré 105
Una cuestión sencilla 109
Las alas perdidas 113
T'eilean y Garlatha 119
De pronto se oyó un grito 125
Oscuro destino 129
La apuesta 133
El vuelo 137
El Castillo Velado 140
El último Tesoro 144
Cortafondo 147
Versos antiguos 153
El hogar 156
* * *
Este libro está dedicado a PATRICIA LEE GAUCH amiga fiel, escritora apasionada, editora exigente
Con especial reconocimiento para
BEN de cuatro años, que tiene la vista y el alcance de un halcón
Nota del autor
No sé mucho sobre magos, pero una cosa he aprendido: están llenos de sorpresas. Cuando terminé de escribir The Merlin Effect, una novela que sigue una única línea de las leyendas artúricas desde los tiempos de los antiguos druidas hasta casi los albores del siglo XXI, me di cuenta de que la historia me había cautivado de tal modo que ya no podía escapar. Cuanto más la seguía, más enmarañada se tornaba. Cuanto más procuraba desentrañarla, más me enredaba ella.
La línea era el propio Merlín. Es un personaje misterioso y fascinador, el mago que vive el tiempo hacia atrás, que osa desafiar incluso a la Triple Muerte y que busca el Santo Grial mientras conversa con los espíritus de los ríos y de los árboles. Tuve que admitir que deseaba conocerlo mejor.
Los estudiosos modernos han argumentado que el mito de Merlín quizá se basó en un personaje histórico real, un profeta druídico que vivió en Gales en el siglo VI después de Jesucristo. Pero eso deben discutirlo los historiadores. Pues tanto si Merlín fue real en términos históricos como si no lo fue, sin duda existe en la imaginación. Allí ha vivido largo tiempo, y allí sigue residiendo. Incluso acepta visitas, de vez en cuando. Y como yo quería escribir una obra de ficción, no histórica, encontré las puertas de Merlín abiertas de par en par.
Así, sin darme tiempo ni a pensarlo, Merlín trazó sus propios planes para mí. Mis demás libros y proyectos tuvieron que esperar. Era el momento de explorar otro aspecto de su leyenda, uno profundamente personal para el propio mago.
Sospeché que cuanto más descubriera sobre Merlín, menos sabría en realidad. Y, sin duda, era muy consciente desde el principio de que realizar una contribución, aunque sea menor, a un acervo mitológico tan formidable constituía un reto impresionante. Pero la curiosidad puede ser una motivación poderosa. Y Merlín se mostró porfiado.
Y entonces recibí la primera sorpresa del mago. Mientras me sumergía en los relatos tradicionales sobre Merlín, encontré un vacío inexplicable en la antología. La infancia de Merlín —la crucial época formativa cuando, con casi toda probabilidad, descubrió sus lóbregos orígenes, su verdadera identidad y sus poderes mágicos— sólo se menciona de pasada. Cuándo conoció por primera vez la pena, cuándo saboreó por primera vez la alegría, dónde adquirió por primera vez unas briznas de sabiduría, seguía sin explorar.
En su mayoría, las narraciones tradicionales reproducen el enfoque de Thomas Malory y pasan por alto completamente la juventud de Merlín. Algunas historias hablan de su nacimiento, su atormentada madre, su padre desconocido y su infancia precoz. (En un relato habla con fluidez en defensa de su madre cuando sólo tenía un año.) Después, ya no se sabe nada más de él hasta que, ya considerablemente mayor, reaparece contando el secreto de los dragones guerreros al traidor rey Vortigern. Entre ambos sucesos hay una laguna de varios años. Tal vez, como han supuesto algunos, durante esos años perdidos para la leyenda erró por los bosques en solitario. O tal vez viajó a algún otro lugar.
Este vacío en los primeros años de Merlín contrasta vivamente con los innumerables tomos que se han escrito sobre sus años posteriores. De adulto adopta muchas formas, a veces contradictorias, y se describe como profeta, mago, loco de los bosques, embaucador, sacerdote, vidente y bardo. Aparece en algunos de los primeros mitos de la Bretaña céltica, algunos tan antiguos que sus fuentes ya eran oscuras cuando la gran epopeya galesa de los Mabinogion se consignó por escrito la primera vez, hace mil años. El mago Merlín está presente en Faene Queene, de Spenser, y en Orlando furioso, de Ariosto. El aconseja al joven rey en Marte d'Arthur, de Malory; erige los megalitos de Stonehenge en el poema del siglo XII Merlín, de Robert de Boron, y revela muchas profecías en Historia Regnum Brittaniae, de Geoffrey Monmouth.
Más recientemente, escritores tan dispares como Shakespeare, Tennyson, Thomas Hardy, T. H. White, Mary Stewart, C. S. Lewis, Nikolai Tolstoi y John Steinbeck han dedicado parte de su tiempo a este personaje, como muchos literatos de numerosos países. Aun así, con raras excepciones como la de Mary Stewart, pocos han tratado la juventud del mago.
Y así, los primeros años de Merlín continúan siendo particularmente misteriosos. Todavía nos preguntamos por sus primeros empeños, temores y aspiraciones. ¿Cuáles eran sus anhelos más profundos? ¿Y sus pasiones? ¿Cómo descubrió su extraordinario talento? ¿Cómo se enfrentaba a una tragedia y a una pérdida? ¿Cómo se enteró, quizá incluso llegó a aceptar, su propio lado oscuro? ¿Cómo entró en contacto con la obra espiritual de los druidas y de los antiguos griegos? ¿Cómo reconciliaba sus propias ansias de poder con su horror ante los abusos que éste propicia? En suma, ¿cómo se convirtió en el mago y mentor del Rey Arturo?
Preguntas como éstas no hallan respuesta alguna en la tradición popular. Tampoco las palabras atribuidas al propio Merlín arrojan demasiada luz a este respecto. De hecho, uno acaba con la impresión de que el mago había decidido no hablar de su pasado. Al leer los textos de la tradición popular, se podría imaginar fácilmente a un Merlín anciano sentado junto al joven Arturo, reflexionando en voz alta y desordenadamente sobre los años perdidos de su juventud. Pero sólo es posible especular si pretendía recalcar la brevedad de la vida o si se refería a un capítulo ausente de su pasado.
Mi visión es que, durante sus años perdidos, Merlín no sólo desapareció del mundo de la narración y las canciones. Es más, creo que desapareció físicamente del mundo que conocemos.
Este relato, que se desarrolla a lo largo de varios volúmenes, intentará llenar este vacío. La historia empieza cuando un niño sin nombre y sin recuerdos de su pasado es arrastrado por la corriente hasta la orilla de las costas de Gales. Concluye cuando el mismo joven, con muchos éxitos y pérdidas a sus espaldas, está preparado para desempeñar un papel crucial en la leyenda artúrica.
Entretanto, ocurren muchas cosas. Descubre su segunda visión, pero paga un alto precio por el privilegio. Empieza a hablar con los animales, los árboles y los ríos. Encuentra el megalítico Stonehenge original, mucho más antiguo que el círculo de piedras cuya construcción en Salisbury Plain, Inglaterra, le atribuye a él la tradición. Sin embargo, antes debemos conocer el significado del nombre druídico de Stonehenge, el Baile de los Gigantes. Merlín explora su primera caverna de cristal. Viaja a la isla perdida de Fincayra (que en gaélico se pronuncia Fianchuivé), descrita en la mitología céltica como una isla cubierta por las olas, un puente entre los seres humanos y el Otro Mundo de los seres espirituales. Se encuentra con personajes cuyos nombres son comunes en el folclor ancestral, incluyendo al gran Dagda, al diabólico Rhita Gawr, a la trágica Elen, a la misteriosa Domnu, al sabio Cairpré y a la vital Rhia. También se tropieza con otros no tan familiares como Shim, Stangmar, T'eilean y Garlatha, así como la Gran Elusa. Aprende que la verdadera visión requiere algo más que ojos; que la auténtica sabiduría reúne cualidades a menudo opuestas, como la fe y la duda, lo femenino y lo masculino, la luz y la oscuridad; que el verdadero amor mezcla la dicha con el pesar. Y, por encima de todo, recibe el nombre de Merlín.
Son necesarias algunas palabras de agradecimiento a Currie, mi esposa y mi mejor amiga, por defender tan bien mi soledad; a nuestros revoltosos hijos Denali, Brooks, Ben, Ross y Larkin, por su desbordante sentido del humor y su capacidad de asombro; a Patricia Lee Gauch, por su inquebrantable fe en la posibilidad de que una historia sea cierta; a Victoria Acord y Patricia Waneka, por su inapreciable ayuda; a Cynthia Kreuz-Uhr, por su conocimiento de las intrincadas fuentes de la mitología; a todos los que me han animado a seguir adelante, especialmente a Madeleine L'Engle, Dorothy Markinko y M. Jerry Weiss; a todos los poetas, narradores y eruditos que han contribuido a lo largo de los siglos a enriquecer los relatos sobre Merlín, y, naturalmente, al escurridizo mago.
Acompáñeme, pues, mientras Merlín nos desvela la historia de sus años perdidos. En este viaje, usted es el testigo, yo soy el escriba y el propio Merlín es nuestro guía. Pero seamos cautos, pues los magos, como ya sabemos, están repletos de sorpresas.
T.A.B.
A quien con divina mano creó tierra, aire, agua y fuego; larga vida, y paz le ruego para el que escuche a este anciano, pues relataré el portento de Merlín, el sabio mago, y el de su destino aciago que empañó su nacimiento con el más amargo trago.
De la balada perdida de Arturo y de Merlín
Prólogo
Si cierro los ojos y respiro al ritmo acompasado del mar, aún puedo recordar aquel día, hace ya tanto tiempo. Crudo, frío y yermo era, tan vacío de promesas como vacíos de aire estaban mis pulmones.
Desde aquel día he visto muchos otros, más de los que me quedan fuerzas para contar. Y, a pesar de ello, ese día brilla más que ningún otro, radiante como el propio Galator, luminoso como el día en que descubrí mi propio nombre, o como el día en que acuné por primera vez a un niño que llevaba por nombre Arturo. Tal vez lo recuerdo con tanta claridad porque el dolor, como una cicatriz en mi alma, no desaparece. O porque significó el fin de tantas cosas o, quizá, un principio, además de un final: el inicio de mis años perdidos.
Una oscura ola se elevó del mar rizado y de ella surgió una mano.
A medida que la ola ganaba altura e intentaba alcanzar un cielo de su mismo color gris ceniciento, también se alzaba cada vez más la mano. Un brazalete de espuma rodeaba la muñeca, mientras unos dedos desesperados buscaban a tientas algo que no encontraban. Era la mano de alguien pequeño. Era la mano de alguien débil, demasiado débil para seguir luchando.
Era la mano de un niño.
Con un profundo sonido de succión, la ola empezó a romper, inclinándose uniformemente en su rumbo hacia la orilla. Se detuvo unos instantes, cerniéndose entre el océano y la tierra, entre el sombrío Atlántico y la peligrosa costa roqueña de Gales, conocida en aquel tiempo como Gwynedd. De pronto, el ruido creció hasta convertirse en un rugido atronador, mientras la ola se desplomaba y arrojaba el cuerpo exánime del niño sobre las negras rocas.
Su cabeza rebotó contra una piedra con tanta violencia que su cráneo se habría hendido con toda seguridad de no haber sido por la tupida mata de pelo que lo cubría. El cuerpo permaneció completamente quieto, excepto cuando la racha de viento producida por la siguiente ola desordenaba sus cabellos, negros bajo las manchas de sangre.
Una cochambrosa gaviota, al ver su figura inmóvil, avanzó entre el revoltijo de rocas para inspeccionarla más de cerca. Aproximó el pico al rostro del niño y trató de arrancar una fronda de alga marina que se había enredado en la oreja del pequeño. El ave tiró y retorció la fronda, chillando furiosamente.
Por fin, el alga se rompió. Triunfante, el ave saltó sobre uno de los brazos desnudos del niño. Bajo los jirones de una túnica marrón que aún se pegaba a su carne, parecía pequeño, incluso para un niño de siete años. Y, sin embargo, algo de su rostro —la forma de su frente, quizás, o las arrugas que enmarcaban sus ojos— le hacía parecer mayor.
En ese momento tosió, vomitó agua de mar y volvió a toser. Con un agudo chillido, la gaviota soltó el alga y se alejó aleteando hasta un promontorio rocoso.
El niño permaneció inmóvil unos minutos. Su primera sensación fue el sabor de la arena, el limo y el vómito. Después, sólo sintió el dolor pulsátil de su cabeza y las rocas que se le clavaban en la espalda. Volvió a toser y expulsó otra bocanada de agua de mar. Respiró una vez, entrecortadamente y con esfuerzo. Respiró por segunda vez y luego otra más. Lentamente, su delgada mano se fue cerrando hasta formar un puño.
Las olas lo envolvieron y se retiraron, lo envolvieron y se retiraron. Durante largo rato, la pequeña llama que ardía en el candil de su vida titiló, al borde de la extinción. Por debajo del punzante latido de su cabeza, su mente parecía extrañamente vacía. Casi como si hubiera perdido una parte de su identidad, o como si hubieran construido alguna clase de muro que lo separaba de una parte de sí mismo, dejándole sólo una permanente sensación de miedo.
La respiración del niño se fue regularizando. Su puño se relajó. Inspiró como si fuera a toser de nuevo, pero se quedó inmóvil.
La gaviota se acercó un poco más, con precaución.
De pronto, en algún rincón del cuerpo del niño se encendió un pequeño foco de energía. En su interior, algo no estaba preparado para morir aún. Se estremeció de nuevo, volvió a respirar.
La gaviota permaneció quieta. El niño abrió los ojos. Temblando de frío, rodó sobre sí mismo hasta quedar de costado. Notó la aspereza de la arena en su boca y trató de escupirla, pero sólo consiguió provocarse arcadas con el rancio sabor de las algas y el salitre.
Flexionó un brazo con dificultad y se secó la boca con un jirón de su túnica. El dolor por el chichón que se le había formado en la coronilla le provocaba escalofríos. Intentó incorporarse; apoyó un codo sobre una roca hasta que consiguió sentarse.
Permaneció así, escuchando el murmullo de la arena arrastrada por el reflujo. Más allá del incesante arrullo de las olas y del martilleo del interior de su cabeza, creyó, por un instante, oír algo más: una voz, tal vez. Una voz de otro tiempo, de otro lugar, aunque no recordaba de dónde.
Con un respingo, se dio cuenta de que no recordaba nada. De dónde venía. A su madre. A su padre. Su nombre. Su propio nombre. Por mucho que lo intentaba, no conseguía acordarse. De su propio nombre.
— ¿Quién soy yo?
Al oír el grito, la gaviota se asustó y emprendió el vuelo.
El niño captó su reflejo en un charco de agua y se detuvo a contemplarlo. Un rostro extraño, el de un niño al que no conocía, le devolvió la escrutadora mirada. Sus ojos, al igual que su cabello, eran negros como el carbón, con algunos mechones dorados. Sus orejas, casi triangulares y puntiagudas, parecían curiosamente grandes en relación al resto de su cara. Del mismo modo, su frente se prolongaba muy por encima de sus cejas, pero su nariz era estrecha y enjuta, parecía más un pico que una nariz. En conjunto, se diría que su rostro no era el suyo.
Sacando fuerzas de flaqueza, se puso en pie. La cabeza le daba vueltas y se abrazó a un gran peñasco hasta que desapareció el mareo.
Su mirada recorrió la desolada costa. Rocas y más rocas esparcidas por doquier formaban una irregular barrera negra frente al mar. Las rocas dejaban un espacio libre alrededor de las raíces de un roble milenario. Exhibiendo su desconchada corteza gris, el viejo roble se enfrentaba al océano con la prestancia de los siglos. Había una profunda hendidura en su tronco, infligida por el fuego muchísimo tiempo atrás. La edad encorvaba hasta la última de sus ramas y retorcía algunas hasta convertirlas en verdaderos amasijos. Y, sin embargo, se mantenía en pie con sus hondas raíces, impávido ante la tormenta y el mar. Detrás del gran roble crecían varios ejemplares más jóvenes, y tras ellos, los altos acantilados se erguían aun más sombríos.
Desesperado, el niño escudriñó el paisaje en busca de algo reconocible, algo que propiciara el regreso de sus recuerdos. No reconoció nada.
Se volvió hacia el mar abierto, a pesar de las salpicaduras del rocío de espuma que llegaban hasta él. Las olas avanzaban y rompían una tras otra, incesantes. Interminables ondas grises y nada más, hasta donde alcanzaba su vista. Aguzó el oído de nuevo para intentar localizar la misteriosa voz, pero sólo oyó la llamada distante de una gaviota que descansaba en los acantilados.
¿Venía él de otro lugar, del otro lado del mar?
Se frotó enérgicamente los brazos desnudos para dejar de tiritar. Divisó un manojo de algas marinas sueltas sobre una roca y las recogió. Al instante, supo que, en un tiempo, esta amorfa masa verde había bailado con su grácil ritmo sobre el fondo marino, antes de ser arrancada de cuajo y flotar a la deriva. Ahora colgaba flácida en su mano. Se preguntó por qué también él había sido arrancado, y de dónde.
A sus oídos llegó un gemido grave y prolongado. ¡De nuevo aquella voz! Procedía de las rocas que había detrás del viejo roble.
Corrió hacia allí. Por primera vez, sintió un dolor sordo entre las paletillas. Sólo podía suponer que su espalda, así como su cabeza, habían chocado contra las rocas. Pero, por alguna razón, el dolor parecía más profundo, como si algo se hubiera desgarrado bajo sus hombros mucho tiempo atrás.
Consiguió llegar hasta el viejo árbol, aunque deteniéndose a cada paso. Se apoyó contra el inmenso tronco con el corazón acelerado. Volvió a oír el misterioso gemido. Reemprendió la marcha.
Sus pies desnudos resbalaban a menudo sobre las piedras húmedas, y le hacían trastabillar. Avanzaba a trompicones con su túnica marrón desgarrada ondeando al viento y abofeteando sus piernas, parecía una desgarbada ave marina que recorría la costa con pasos cautelosos. Pero en todo momento sabía qué era en realidad: un niño solo, sin nombre ni hogar.
Entonces la vio. El cuerpo de una mujer yacía acurrucado entre las rocas; la cara estaba junto a un charco de agua formado durante la marea alta. Su largo cabello suelto, del color de una áurea luna estival, parecía surgir de su cabeza como rayos de luz. Tenía unos pómulos firmes y una tez que se adivinaba cremosa, de no haber estado tan amoratada. Su larga toga azul, rasgada en algunos puntos, estaba sucia de sal y algas marinas. Sin embargo, la calidad de la lana, además del medallón enjoyado que pendía de un cordel de cuero atado a su cuello, revelaban que en un tiempo fue una mujer de gran riqueza y alta posición.
Se precipitó hacia ella. La mujer volvió a lamentarse, con un gemido de infinito dolor. Casi pudo sentir su tormento, superando incluso sus propias esperanzas renovadas. «¿La conozco?», se preguntó mientras se inclinaba sobre la figura retorcida. Y enseguida, con un anhelo que brotaba de algún lugar más profundo: «¿Me conoce ella?».
Le tocó la mejilla, gélida como el frío mar. Observó cómo respiraba varias veces, penosa y entrecortadamente. Oyó su lastimero gemido y, suspirando, tuvo que aceptar que era una perfecta desconocida para él.
Sin embargo, mientras la analizaba, no pudo reprimir la esperanza de que quizás hubiera llegado a esta costa al mismo tiempo que él. Si no la había arrastrado la misma ola, por lo menos podía venir del mismo lugar. Tal vez, si vivía, podría llenar la taza vacía de su memoria. ¡Tal vez sabía hasta su nombre! O el nombre de sus padres. O quizás... podía incluso ser su verdadera madre.
Una fría ola azotó sus piernas. Se estremeció una vez más, al tiempo que se desvanecían sus últimas esperanzas. Tal vez no sobreviviera, y aunque lo lograse, probablemente no se conocían. Y de ninguna manera podía ser su madre. Era esperar demasiado. Además, no podría parecerse menos a él. Aun al borde de la muerte, era realmente hermosa, bella como un ángel. Y él había contemplado su propio reflejo. Sabía cuál era su aspecto: menos el de un ángel que el de un desastrado diablillo a medio crecer.
A sus espaldas resonó un gruñido.
El niño se volvió como un rayo. Su estómago se contrajo. Allí, entre las sombras de la oscura arboleda, divisó un enorme jabalí.
Con una malévola vibración gutural, el jabalí salió del abrigo de los árboles. Un erizado pelaje pardo cubría todo su cuerpo, excepto los ojos y una cicatriz gris que serpenteaba por su brazuelo izquierdo. Sus colmillos, afilados como puñales, estaban ennegrecidos por la sangre de una presa anterior. Pero más aterradores todavía eran sus ojos rojos, relucientes como ascuas de carbón. El jabalí se movía con suavidad, casi con ligereza, a pesar de su voluminoso cuerpo. El niño dio un paso atrás. La bestia pesaba mucho más que él. Si le soltaba una coz, lo derribaría por los suelos. Si le clavaba un colmillo, le desgarraría la carne. El jabalí se detuvo bruscamente y encorvó sus musculosas paletillas, dispuesto a embestir.
El niño volvió rápidamente la cabeza, y únicamente pudo ver las olas del océano. Asió un tronco medio podrido que la marea había arrastrado hasta la orilla, aunque sabía que no haría ninguna mella en la gruesa piel del jabalí. Aun así, trató de plantarse firmemente sobre las rocas resbaladizas y se preparó para el ataque.
De pronto, recordó. ¡El viejo roble hueco! Aunque el árbol se hallaba a medio camino entre él y el jabalí, quizá consiguiera llegar antes que el animal.
Ya empezaba a correr hacia el árbol cuando frenó en seco. La mujer. No podía dejarla allí. Pero su única posibilidad de salvarse dependía de la velocidad. Con una mueca, soltó el tronco corroído y cogió a la mujer por los brazos inertes.
Tensó sus piernas temblorosas e intentó tirar de ella para liberarla de las rocas. Fuese por el agua que había tragado o porque la rigidez de la muerte se sumaba a la carga, parecía pesar tanto como las mismas rocas. Finalmente, ante la mirada llameante del jabalí, la mujer se movió.
El niño empezó a arrastrarla hacia el árbol. Las afiladas aristas de roca le sajaban los pies. Con el corazón acelerado y el pulso latiéndole en las sienes, tiró con todas sus fuerzas.
El jabalí volvió a gruñir, y esta vez parecía más una risa chillona. El animal tensó todo el cuerpo, con las fosas nasales aleteándole vivamente y los colmillos relucientes. De pronto, embistió.
Aunque el niño se encontraba sólo a escasos metros del árbol, algo le impidió correr. Cogió del suelo una piedra angulosa y la lanzó hacia la cabeza del jabalí. Pero una fracción de segundo antes de llegar a ellos, el animal cambió de dirección. La piedra pasó zumbando junto a él y rebotó contra el suelo.
Asombrado por haber intimidado al jabalí, el niño se agachó rápidamente para buscar otra piedra. En ese mismo momento, advirtió que algo se movía a sus espaldas y se giró rápidamente.
Un ciervo descomunal salió brincando de entre los arbustos que crecían más allá del viejo roble. Era del color del bronce, excepto por las puntas blancas de sus cuatro patas, que brillaban como el cuarzo más puro, y en la frente lucía una imponente cornamenta. Arremetió contra el jabalí agachando la cabeza, provista de siete astas como siete lanzas por cada lado. Pero su rival se hizo a un lado en el último instante y esquivó la cornada.
El jabalí derrapó al intentar frenarse, mientras el ciervo volvía a brincar. Aprovechando la ocasión, el niño arrastró a la mujer inconsciente hasta el hueco del árbol. Le dobló los brazos en cruz sobre el pecho y consiguió introducirla a empujones por la abertura. La madera, chamuscada por algún antiguo incendio, la rodeó como un gran escudo negro. El niño se embutió como pudo en el reducido espacio que quedaba junto a ella, mientras el jabalí y el ciervo giraban en círculo sin dejar de mirarse cara a cara, arañando el suelo con las pezuñas y resollando furiosamente.
Con ojos brillantes como ascuas, el jabalí amagó una acometida contra el ciervo, lo sorteó y embistió en línea recta hacia el árbol. Acurrucado en el hueco, el niño se apartó cuanto pudo de la entrada, pero su rostro quedaba tan cerca de la rugosa corteza que notó el cálido aliento del jabalí cuando el animal clavó salvajemente los colmillos en el tronco. Uno de ellos rozó la cara del niño y le produjo un corte, justo debajo del ojo.
En ese momento, el ciervo atacó al jabalí por el flanco. El voluminoso animal salió despedido por los aires y aterrizó de costado cerca de los matorrales. De su muslo perforado manaba abundante sangre, pero se revolvió en el acto para ponerse en pie.
El ciervo agachó la cabeza, de nuevo en posición de ataque. El jabalí titubeó una fracción de segundo, profirió un último gruñido y se retiró hacia la espesura.
Con majestuosa lentitud, el ciervo se volvió hacia el niño. Sus miradas se encontraron durante unos instantes. De algún modo, el niño supo que nada recordaría de ese día tan claramente como los insondables estanques marrones que eran los ojos fijos del ciervo, unos ojos tan profundos y misteriosos como el propio océano.
A continuación, haciendo gala de la agilidad con la que se había presentado, el ciervo saltó por encima de las nudosas raíces del roble y desapareció de la vista.
Primera parte
Un ojo vivo
Estoy solo, bajo las estrellas.
El cielo entero empieza a arder, como si estuviera naciendo un nuevo sol. La gente grita y huye atropelladamente. Pero yo me quedo allí, incapaz de moverme, incapaz de respirar. Entonces veo el árbol, más oscuro que una sombra recortándose contra el cielo inflamado. Sus ramas incendiadas se retuercen como mortíferas serpientes. Se extienden hacia mí. Las llameantes ramas están cada vez más cerca. Intento huir, pero mis piernas son de piedra. ¡Mi rostro está ardiendo! Me cubro los ojos. Grito.
¡Mi rostro! ¡Mi rostro está ardiendo!
Me desperté. Los ojos me escocían por el sudor. Unas briznas de paja de mi jergón me arañaban la cara.
Parpadeé para aclararme la vista, inspiré profundamente y me froté la cara con las manos. Las noté frías sobre mis mejillas.
Extendí los brazos y volví a notar aquel dolor entre las paletillas. ¡Seguía allí! Deseé que hubiera desaparecido. ¿Por qué tenía que molestarme aún, más de cinco años después del día en que el mar me empujó hasta la orilla? Las heridas de mi cabeza habían cicatrizado hacía mucho tiempo, aunque todavía no recordaba nada de mi vida anterior al día en que fui arrojado contra las rocas. Entonces, ¿por qué tenía que durar tanto esta herida? Me encogí de hombros. Como tantas otras cosas, nunca lo sabría.
Empecé a rellenar de nuevo mi jergón con la paja que se le había salido cuando, de pronto, mis dedos pusieron al descubierto una hormiga que arrastraba el cuerpo de un gusano bastante mayor que ella. Con la sonrisa dibujada en los labios, observé que la hormiga trataba de escalar en línea recta la montaña de paja en miniatura. Le habría costado menos esfuerzo dirigirse hacia cualquiera de los lados. Pero no. Alguna misteriosa razón la impulsaba a porfiar en su ascenso: caía dando tumbos, volvía a intentarlo y se volvía a caer. Contemplé esta actuación repetitiva durante varios minutos.
Al final, sentí lástima por mi pequeña amiga. Fui a cogerla por una pata, pero enseguida me di cuenta de que podía arrancársela, sobre todo si la hormiga forcejeaba para liberarse. En su lugar, cogí al gusano. Como era de esperar, la hormiga se aferró a él, pataleando frenéticamente.
Llevé la hormiga con su presa por encima de la montaña de paja, y los deposité suavemente en el suelo, al otro lado. Para mi sorpresa, cuando solté al gusano, la hormiga hizo lo mismo. Se volvió hacia mí, agitando sus minúsculas antenas con gran vehemencia. Tuve la inequívoca sensación de que me estaba regañando.
—Mil perdones —musité con una sonrisa.
La hormiga prolongó su reprimenda unos segundos más. Finalmente, clavó sus mandíbulas en el gusano y empezó a arrastrar la pesada carga hacia su hogar.
Mi sonrisa se esfumó. ¿Dónde encontraría yo mi hogar? Llevaría a rastras este jergón y toda esta cabaña entera si fuera necesario... si al menos supiese adonde ir.
Me volví hacia la ventana que se abría por encima de mi cabeza y vi la luna llena, brillante como un caldero de plata fundida. La luz de la luna entraba a raudales por la ventana y a través de las rendijas del tejado de paja y pintaba el interior de la cabaña con su fulgurante pincel. Durante unos instantes, la luz de la luna casi disimuló la miseria de la estancia, alfombrando el suelo de tierra apisonada con una funda de plata, tapizando las toscas paredes de arcilla con chispas de luz y envolviendo a la figura que seguía durmiendo en un rincón con el resplandor de un ángel.
Pero yo sabía que se trataba de una ilusión, aquello no era más real que mi sueño. El suelo simplemente era de tierra, el lecho, sólo de paja, y la morada, un simple cobertizo hecho de ramas ligadas con barro. El corral techado para los gansos que había justo al lado se había construido con más cuidado. Lo sabía porque a veces me escondía allí, cuando los graznidos y siseos de los gansos se me antojaban demasiado parecidos al parloteo y al griterío de las personas. El corral se mantenía más caldeado que esta cabaña en febrero, y más seco en mayo. Aunque yo no me mereciese nada mejor que los gansos, nadie dudaría de que Branwen sí.
Contemplé su figura durmiente. Su respiración, tan tenue que apenas movía la manta de lana, parecía tranquila y serena. Pero no me dejé engañar. Aunque la paz podía visitarla durante el sueño, la esquivaba cuando estaba despierta.
Branwen se agitó en su sueño y giró el rostro hacia mí. Bajo la luz de la luna, me pareció aun más hermosa que habitualmente, con su frente y sus mejillas de color crema profundamente relajadas, como sólo lo estaban en las noches como ésta, cuando ella dormía bien. O en sus ratos de silenciosa oración, que cada día eran más frecuentes.
Fruncí el ceño. Ojalá hablara y me contase lo que sabía. Porque si, efectivamente, sabía algo sobre mi pasado, se había negado a decírmelo. Y yo no estaba seguro de si era porque en realidad no sabía nada o porque sencillamente no quería que yo lo supiera.
Durante los cinco años que habíamos compartido esta cabaña, me había contado muy poco sobre sí misma. Excepto por la suavidad de sus manos y la pena siempre presente en el fondo de sus ojos, apenas la conocía. Sólo sabía que no era mi madre, como afirmaba ella.
¿Cómo podía estar tan seguro de que no era mi madre? De algún modo, en el fondo de mi corazón, lo sabía. Era demasiado distante, demasiado reservada. Sin duda, una madre, una verdadera madre, no le ocultaría tantas cosas a su verdadero hijo. Y si necesitaba otra confirmación, sólo tenía que mirarla a la cara, tan adorable como distinta de la mía. No había ni rastro de color negro en aquellos ojos, ni indicios de punta en aquellas orejas. No, si yo era su hijo, aquellos gansos eran mis descendientes.
Tampoco estaba convencido de que su verdadero nombre fuese Branwen y el mío Emrys, como intentaba hacerme creer. Fuera cual fuese nuestro nombre cuando el mar nos depositó sobre las rocas, por alguna razón yo estaba seguro de que no era el verdadero. Por más que me llamase Emrys, tenía la sensación de que mi auténtico nombre era... otro. Pero no sabía dónde buscar la verdad, excepto, quizás, en las imprecisas sombras de mis sueños.
Las únicas ocasiones en las que Branwen, si ése era su verdadero nombre, mostraba un atisbo de su verdadera personalidad eran los ratos que dedicaba a contarme cuentos. Especialmente historias de los antiguos griegos. Esos cuentos eran sus favoritos. Y también los míos. Tanto si se percataba de ello como si no, una parte de ella parecía cobrar vida cuando hablaba de los gigantes y de los dioses, de los monstruos y de las gestas de los mitos griegos.
También es cierto que disfrutaba contando historias de los sanadores druídicos, o del nazareno que obraba milagros. Pero sus historias sobre las diosas y los dioses griegos encendían una luz especial en sus ojos zafirinos. A veces, yo casi sentía que contar estas historias era su manera de hablar de un lugar en cuya existencia creía sinceramente, una tierra poblada de extrañas criaturas en la que espíritus poderosos se mezclaban con los hombres. Todo aquello me parecía un desatino, pero, al parecer, a ella no.
Un repentino destello en su cuello cortó en seco el hilo de mis pensamientos. Sabía que sólo era la luz de la luna reflejada en las piedras de su medallón, que aún pendía del cordón de cuero que rodeaba su cuello, aunque el color verde que emanaba esta noche parecía más matizado que nunca. Caí en la cuenta de que nunca la había visto quitarse el medallón, ni siquiera un momento.
Algo golpeó el suelo detrás de mí. Me volví y vi un manojo de hojas secas, finas y plateadas a la luz de la luna, atadas con una brizna de hierba. Debía de haber caído de la cumbrera del tejado, que no sólo aguantaba el techo, sino también decenas de matas de hierbas, hojas, flores, raíces, bayas, pedazos de corteza y semillas. Únicamente constituían una parte de la colección de Branwen, pues muchos más manojos colgaban del marco de la ventana, detrás de la puerta y de la inestable mesa que había junto a su camastro.
Gracias a esos manojos, toda la cabaña olía a tomillo, raíz de haya, mostaza en grano y más cosas. Me encantaban los olores, excepto el de eneldo, que me hacía estornudar. El de corteza de cedro, mi preferido, me hacía sentir como un gigante, el de pétalos de lavanda me producía cosquillas en los dedos de los pies y el de alga marina me sugería algo que no lograba recordar.
Branwen utilizaba todos estos ingredientes para preparar sus pociones, pomadas y cataplasmas curativas. Sobre su mesa había un extenso surtido de escudillas, cuchillos, morteros y manos de almirez, coladores y otros utensilios. Yo la observaba a menudo mientras trituraba hojas, mezclaba polvos, pasaba plantas por el tamiz o administraba una mezcla de remedios en la herida o la verruga de un visitante. Pero sobre su trabajo como sanadora, yo no sabía más que sobre ella misma. Aunque me dejaba mirar, no hablaba ni contaba historias. Se limitaba a trabajar sin interrupción, normalmente entonando un cántico u otro.
¿Dónde había aprendido tanto sobre el arte de la curación? ¿Dónde había oído las historias de tantas tierras y épocas? ¿Dónde había conocido por primera vez las enseñanzas del nazareno a las que cada vez dedicaba más pensamientos? Se lo callaba.
No era yo el único a quien molestaba su silencio. Muy a menudo, los lugareños murmuraban a sus espaldas y mostraban desconfianza hacia sus poderes curativos, su belleza sobrenatural y sus extraños cánticos. En una o dos conversaciones oí que empleaban incluso las palabras brujería y magia negra, aunque la gente no se desanimaba por eso y seguía acudiendo a ella cuando necesitaba que les curase una quemadura, que les quitara la tos o que los librase de una pesadilla.
La propia Branwen no parecía preocupada por las murmuraciones. Mientras siguiesen pagándole por su ayuda y eso nos permitiera salir adelante, parecía no importarle lo que pensasen o dijesen los demás. Recientemente atendió a un anciano monje que había resbalado sobre las piedras húmedas del puente del molino y se había hecho un corte en una mano. Mientras le vendaba la herida, Branwen murmuró una bendición cristiana, lo que pareció complacer al monje. Cuando prosiguió con un cántico druídico, sin embargo, el anciano la regañó y la previno de su blasfemia. Ella respondió tranquilamente que el propio Jesús se consagró de tal modo a la curación de los enfermos que probablemente había recurrido a la sabiduría de los druidas, así como a la de otros que ahora llamaban paganos. Llegados a ese punto, el monje se arrancó airadamente el vendaje y se marchó, no sin antes contar a medio pueblo que Branwen colaboraba en las obras del diablo.
Volví a fijarme en el medallón. Parecía brillar con luz propia, no sólo por la de la luna. Por primera vez, advertí que el cristal del centro no era de un color verde uniforme, como parecía visto a distancia. Al mirarlo más de cerca, descubrí violetas y azules que serpenteaban como riachuelos bajo su superficie, mientras un millar de diminutos corazones latían con destellos rojos. Parecía casi un ojo vivo.
Galator. La palabra irrumpió de repente en mi mente. Se llama Galator
Sacudí la cabeza, desconcertado. ¿De dónde había salido aquella palabra? No recordaba haberla oído nunca. Debía de haberla escuchado en la plaza del pueblo, donde todos los días entrechocaban y se fundían numerosos dialectos: celta, sajón, latín, gaélico y otros todavía más extraños. O tal vez de una de las historias de Branwen, que estaban salpicadas de palabras griegas, judías, druídicas y otras incluso más antiguas.
—¡Emrys!
El penetrante susurro me sobresaltó tanto que di un brinco. Me enfrenté a los ojos más que azules de aquella mujer que compartía conmigo su cabaña y su comida, pero nada más.
—Estás despierta.
—Sí. Y tú me estabas mirando de una forma muy extraña.
—No te miraba a ti —repliqué—. Tu medallón. —Siguiendo un impulso, añadí—: Miraba tu Galator.
Se le cortó la respiración. De un manotazo, introdujo el medallón bajo su toga.
—No recuerdo haberte enseñado esa palabra —dijo, intentando que su voz sonara tranquila.
Me quedé estupefacto.
—¿Quieres decir que se llama así? ¿Ése es su nombre?
Me observó atentamente, estuvo a punto de hablar, pero se contuvo.
—Deberías estar durmiendo, hijo mío.
Me sentí incómodo, como siempre que me llamaba así.
—No puedo dormir.
—¿Te ayudaría un cuento? Puedo terminar el de Apolo.
—No. Ahora no.
—Entonces puedo prepararte una poción.
—No, gracias. —Meneé la cabeza—. Cuando se la preparaste al hijo de la maestra, se pasó durmiendo tres días y medio.
Una sonrisa apareció en sus labios.
—Se tomó de golpe la dosis de una semana, el muy tonto —dijo Branwen.
—Da igual, ya casi ha amanecido.
Tiró de su basta manta de lana.
—Bueno, si tú no quieres dormir, yo sí.
—Antes de dormirte, ¿puedes contarme algo más de esa palabra? Gal... Vaya, ¿cómo era?
Branwen pareció no oírme; se envolvió en su habitual manto de silencio, al tiempo que se cubría con la manta de lana y cerraba los ojos. Se quedó dormida en cuestión de segundos. Pero la paz que había visto en su rostro se había esfumado.
—¿No puedes decirme nada?
No se movió.
—¿Por qué no me ayudas nunca? —gemí—. ¡Necesito tu ayuda!
Siguió sin moverse.
Desconsolado, la observé durante un rato. Después me levanté del jergón y fui a lavarme la cara con el agua de la gran jofaina de madera que había junto a la puerta. Volví a mirar a Branwen y sentí un renovado ataque de ira. ¿Por qué no me respondía? ¿Por qué no me ayudaba? Y sin embargo, mientras la contemplaba, sentí una punzada de culpabilidad por no haberme decidido nunca a llamarla madre, aunque sabía lo mucho que le habría gustado. Por otra parte... ¿qué clase de madre se niega a ayudar a su propio hijo?
Halé del tirador de cuerda de la puerta, que se abrió arañando el suelo de la cabaña, y salí de la cabaña.
Se acerca una lechuza
El cielo estaba oscuro por el oeste, pues la luna casi se había ocultado. Unas pinceladas de luz plateada con tonalidades grises cubrían las densas nubes que se cernían sobre el pueblo de Caer Vedwyd. Bajo la débil luz, sus gibosos techados de paja semejaban un montón de peñascos oscuros. Oí balar a unos corderos en algún lugar. Y los gansos, empezaban a despertar. Un cuclillo cantó dos veces desde el helechal. Bajo el roble y los fresnos húmedos de rocío, el fresco aroma de los jacintos se mezclaba con el olor de la paja mojada.
Corría el mes de mayo, y en mayo incluso un deprimente pueblo podía ser hermoso al amanecer. Arranqué una pelusa de la manga de mi túnica mientras escuchaba los quedos murmullos de actividad. Este mes me alteraba como ningún otro. Las flores ofrecían sus rostros abiertos al cielo, nacían los corderos, brotaban las hojas. Y, a medida que las plantas florecían, mis sueños también. A veces, en mayo, se esfumaban mis dudas y creía que algún día descubriría la verdad. Quién era yo realmente, de dónde era realmente. Si no por Branwen, por alguna otra persona.
En mayo, todo parecía posible. Hubiera deseado ser capaz de controlar el tiempo. Haría que cada mes fuera como mayo. O tal vez viviría hacia atrás en el tiempo, de modo que al llegar al final del mes de mayo, pudiera regresar al principio y vivirlo entero de nuevo.
Me mordisqueé el labio. En cualquier mes, este pueblo nunca sería mi lugar favorito. Ni tampoco mi hogar. Sabía que esta temprana hora iba a ser la mejor del día, antes de que los rayos del sol desenmascarasen los techos destartalados y los semblantes atemorizados. Como la mayoría de las poblaciones de esta ondulada y boscosa comarca, Caer Vedwyd debía su existencia a una antigua carretera romana. La nuestra seguía la orilla del río Tywy, que corría hacia el sur hasta desembocar en el mar. Aunque en un tiempo la carretera soportó riadas de soldados romanos, ahora servía a vagabundos y mercaderes ambulantes. Era un camino de sirga para los caballos que arrastraban río abajo las lanchas cargadas de cereales, una ruta para los que buscaban la iglesia de San Pedro, en la ciudad de Caer Myrddin, hacia el sur, y también, como bien recordaba yo, una vía hasta el mar.
Una herramienta de metal martilleó en la herrería construida debajo del gran roble. En algún punto del camino de sirga oí piafar a un caballo y tintinear su brida. En menos de una hora, hasta los menos madrugadores se reunirían en la plaza, bajo el árbol, donde convergían las tres principales calles del pueblo. Pronto el rumor de los regateos, las discusiones, las lisonjas y, por supuesto, los hurtos se adueñarían del ambiente.
Cinco años en este lugar y seguía sin parecerme un hogar. ¿Por qué? Tal vez porque todo, desde los dioses locales hasta los nombres locales, estaba cambiando. Muy deprisa. Los recién llegados sajones ya habían empezado a llamar Snowdon, o Montaña Nevada, al Y Wyddfa, cuyas níveas cumbres dominaban toda la región. Del mismo modo, ahora llamaban País de Gales a este territorio, conocido desde siempre como Gwynedd. Pero la palabra país sugería una especie de unidad que en realidad no existía. Dado el número de viajeros que circulaban cada día, ya sólo por nuestro pequeño pueblo, Gales parecía más una estación de tránsito.
Siguiendo el camino que descendía hasta el molino, vi el último resto de luz de luna acariciando las laderas del Y Wyddfa. Los ruidos del pueblo al despertar se confundían con el chapaleteo del río al pasar bajo el puente del molino. Una rana empezó a croar cerca del edificio, el único del pueblo construido con ladrillos de verdad.
Sin previo aviso, una vocecita susurró en mi interior: «Se acerca una lechuza».
Me giré totalmente, justo a tiempo para ver la cabeza cuadrada y las inmensas alas pardas que pasaron volando junto a mí, veloces como el viento y silenciosas como la muerte. Dos segundos más tarde, cayó entre la hierba que crecía detrás del molino para arrancar la vida de su presa con sus garras.
«Comadreja para cenar.» Sonreí para mis adentros, contento de haber intuido que se acercaba la lechuza, y de que su invisible presa era una comadreja. ¿Cómo lo supe? No tenía ni idea. Sólo lo sabía, nada más. Y supuse que cualquier observador razonable lo habría sabido también en el acto.
Sin embargo, cada vez albergaba más dudas. A veces parecía adelantarme a los demás al percibir lo que iba a ocurrir. Este don, si podía llamarse así, había empezado a manifestarse en las últimas semanas, por lo que yo ni siquiera había comenzado a entenderlo. Y no había hablado de él con Branwen, ni con nadie. Podía tratarse de una racha de aciertos por casualidad. Pero era algo más: por lo menos me servía para entretenerme. O, incluso resultase útil en caso de apuro.
Precisamente, el día anterior había visto a varios chicos del pueblo luchando con espadas imaginarias. Por un instante, deseé ser uno de ellos. De pronto, el cabecilla del grupo, Dinatius, me vio y se abalanzó sobre mí sin darme tiempo a escapar. Nunca me había caído bien Dinatius; desde la muerte de su madre, varios años atrás, era el aprendiz del herrero. Me parecía mezquino, estúpido e irascible. Pero yo había procurado no ofenderlo nunca, no tanto por amabilidad como por el hecho de que era mucho mayor y más alto que yo, o que cualquier otro chico del pueblo. Más de una vez le había visto sufrir el trato de la enérgica mano del herrero por desatender sus obligaciones, y con la misma frecuencia había visto cómo él le hacía lo mismo a alguien más pequeño. Una vez, le infligió una quemadura en el brazo a un niño que había osado dudar de su ascendencia romana.
Todo esto pasó por mi mente el día antes, mientras forcejeaba para liberarme de la presa de Dinatius. Entonces vi de reojo una gaviota que volaba bajo. Señalé a la gaviota y grité:
—¡Mira, un regalo del cielo!
Dinatius miró hacia arriba en el momento preciso en que el ave soltaba un regalo especialmente irónico, que aterrizó justo en su ojo derecho. Mientras Dinatius maldecía y trataba de limpiarse la cara, los demás chicos se reían, y yo escapé.
Sonriendo, recordé mi milagrosa huida. Por primera vez, me pregunté si tendría un don —un poder— aun más preciado que la capacidad de predecir los acontecimientos. Supongamos, sólo supongamos... que yo pudiera realmente controlar lo que iba a suceder. Hacer que algo ocurriese. No con las manos, los pies o la voz, sino sólo con mis pensamientos. ¡Qué emocionante! Probablemente sólo era un sueño más del mes de mayo. Pero ¿y si era más que eso? Decidí comprobarlo.
Me aproximé al puente de piedra que cruzaba el río y me arrodillé junto a una florecilla cuyos pétalos formaban una estrecha copa. Concentré todos mis pensamientos en la flor y conseguí abstraerme de todo lo demás. El frío aire de la mañana, los balidos de los corderos, los ruidos de la herrería, todo se desvaneció.
Examiné el delicado tono malva de la flor, bañada desde el este por la dorada luz del sol naciente. Unos minúsculos pelitos que aún retenían gotas de rocío orlaban cada pétalo, y un diminuto pulgón pardo correteaba sobre el anillo de hojas dentadas que coronaban el tallo. Su perfume era fresco, pero no empalagoso. De algún modo, supe que su centro oculto debía de ser del color del queso amarillo curado.
Preparado al fin, deseé que la flor se abriese. «Muéstrate», le ordené. «Abre tus pétalos.»
Esperé un largo momento. No ocurrió nada.
Volví a concentrarme en la flor. «Ábrete. Abre tus pétalos.» Siguió sin ocurrir nada.
Empecé a ponerme en pie. Y ante mis ojos, muy lentamente, el círculo de hojas empezó a estremecerse, como si soplara sobre él la más ligera de las brisas. Al cabo de un momento, uno de los pétalos de color lavanda se agitó, desenrollando muy suavemente una punta antes de empezar a abrirse gradualmente. Otro pétalo siguió su ejemplo, y luego otro, y otro, hasta que la flor recibió la llegada del amanecer con todos los pétalos extendidos. Y de su centro se elevaron seis tiernos vástagos, más parecidos a plumas que a pétalos. ¿Su color? El del queso amarillo curado.
Una brutal patada me dobló la espalda. Una risa estridente inundó el aire, aplastando el momento con la misma rapidez con la que un pesado pie aplastaba la flor.
El jinete de la tormenta
Gimiendo de dolor, apoyé las manos en el suelo para incorporarme.
—Dinatius, eres un cerdo.
El muchacho de anchas espaldas y tupido cabello castaño me dedicó una mueca burlona.
—Eres tú quien tiene las orejas puntiagudas como un cerdo. ¡O como un demonio! En cualquier caso, es mejor ser un cerdo que un bastardo.
Mis mejillas se encendieron, pero contuve mi genio. Lo miré a los ojos, grises como el dorso de un ganso. Esto me obligó a inclinar la cabeza hacia atrás, ya que él era mucho más alto que yo. De hecho, los hombros de Dinatius podían levantar pesos que harían tambalearse a muchos hombres adultos. Además de atizar el fuego de la fragua —un trabajo pesado y sofocante—, cortaba y acarreaba la leña, accionaba los fuelles y cargaba mineral de hierro por quintales. Por todo esto, el herrero le daba una o dos comidas al día, un saco de paja donde dormir y más de un pescozón.
—No soy ningún bastardo.
Dinatius se rascó lentamente la pelusa del mentón.
—Entonces dime, ¿dónde se esconde tu padre? ¡Tal vez sea un cerdo! O quizás es una de las ratas que viven contigo y con tu madre.
—En nuestra casa no hay ratas.
—¡Casa! ¿Llamas casa a eso? No es más que un sucio agujero donde tu madre se oculta para practicar su brujería. Mis puños se crisparon. Las pullas hacia mí ya se me clavaban bastante hondo, pero fue su grosera mención de Branwen lo que hizo hervir mi sangre. A pesar de ello, sabía que Dinatius quería que nos peleáramos. También sabía cuál sería el resultado. Era mejor contener mi genio, si podía. Me iba a costar mucho mantener quietas las manos, pero ¿y la lengua? Todavía más.
—Quien esté hecho de aire no debería acusar al viento.
—¿Qué insinúas con eso, mozalbete bastardo?
No supe de dónde salían las palabras que pronuncié a continuación:
—Quiero decir que no deberías llamar bastardo a nadie, cuando tu padre era un simple mercenario sajón que saqueó este pueblo una noche y no dejó tras de sí nada más que tu persona y una jarra vacía.
La boca de Dinatius se abrió y se cerró sin articular palabra. Me di cuenta de que había dicho algo que él siempre había temido, pero nunca reconocido, que fuera verdad. Y suponía un golpe más fuerte que el de cualquier porra.
Su rostro se puso como la grana.
—¡De eso nada! ¡Mi padre era un romano, y un soldado! Todo el mundo lo sabe. —Me fulminó con la mirada—. Te demostraré quién es el bastardo.
Di un paso atrás.
Dinatius avanzó amenazadoramente hacia mí.
—No eres nada, bastardo. ¡Nada! No tienes padre. Ni casa. ¡Ni nombre! ¿Dónde has robado el nombre de Emrys, bastardo? ¡No eres nada! ¡Y nunca serás algo más!
Al oírle me encogí, sin dejar de ver que la rabia crecía en su mirada. Miré furtivamente a mi alrededor en busca de una vía de escape. Nunca le ganaría corriendo. Ni siquiera arrancando antes que él. Y hoy no volaba ninguna ave por encima de nosotros. Se me ocurrió una idea.
Como había hecho el día anterior, señalé hacia el cielo y grité:
—¡Mira! ¡Un regalo del cielo!
Dinatius, que se disponía a abalanzarse sobre mí, esta vez no miró hacia arriba. En su lugar, se encogió como si quisiera protegerse la cabeza de un golpe. Eso era lo único que esperaba yo.
Di media vuelta y corrí con la velocidad de un conejo asustado, cruzando el patio del molino, encharcado por la lluvia.
Con mucha rabia, Dinatius echó a correr detrás de mí.
—¡Vuelve aquí, cobarde!
Atajé por la hierba, salté por encima de una muela de molino rota y varios restos de madera, y atravesé como una exhalación el puente de piedra, que restallaba bajo mis botas de piel. Antes de llegar al otro extremo, oí los pasos de Dinatius, más sonoros que mi propia respiración jadeante. Giré bruscamente y enfilé por la vieja carretera romana que bordeaba el río. A mí derecha, las aguas del Tywy corrían agitadas. A mi izquierda, el tupido bosque formaba una pared continua, excepto por los senderos que utilizaban los ciervos y los lobos, que se extendía hasta las laderas del Y Wyddfa.
Aceleré por el pavimento adoquinado durante sesenta o setenta pasos, sin dejar de oír ni un momento cómo mi perseguidor acortaba distancias. Al coronar un pequeño promontorio, abandoné el camino y me introduje precipitadamente en la espesura de los helechos que circundaban el bosque. A pesar de las espinas que me desgarraban los muslos y las pantorrillas, continué avanzando frenéticamente. Por fin, salí del helechal, sorteé de un brinco una rama caída, salté por encima de un riachuelo y trepé por un montículo de roca cubierta de musgo que se alzaba al otro lado. Encontré un estrecho sendero hecho por los ciervos, sinuoso como una serpiente infinita que recorría el suelo del bosque, y proseguí mi carrera hasta tropezarme con un puñado de árboles enormes.
Apenas me entretuve el tiempo suficiente para oír a Dinatius abriéndose paso violentamente entre las ramas por detrás de mí. Sin detenerme a pensar, me agaché sobre el colchón de agujas de pino caídas al pie de los árboles y salté hasta agarrarme a la rama más baja de un pino muy alto. Me contorsioné como una ardilla para encaramarme al tronco y fui subiendo, rama tras rama, hasta llegar a una distancia del suelo equivalente a la altura de tres hombres.
En ese preciso instante, Dinatius se introdujo entre los pinos. Justo encima de él, me aferré a la rama con el corazón acelerado, los pulmones abiertos y las piernas cubiertas de sangre. Intenté permanecer inmóvil y respirar silenciosamente, aunque mis pulmones exigían a gritos más aire.
Dinatius miró a derecha e izquierda, forzando la vista para ver algo con la escasa luz que penetraba en la arboleda. En cierto momento levantó la vista, pero le cayó un pedazo de corteza en el ojo y bramó:
—¡Maldito sea este bosque!
De repente, oyó un suave roce al otro lado de los árboles y se precipitó en aquella dirección.
Aguardé casi toda la mañana subido en aquella rama, observando el lento avance de la luz sobre las copas de los pinos y el movimiento aun más reposado del viento en su paseo entre los árboles. Al final, seguro de haber burlado a Dinatius, me atreví a moverme. Pero no me descolgué hasta el suelo.
Seguí trepando.
Mientras ascendía por la escalera de ramas, me percaté de que mi corazón continuaba latiendo aceleradamente, aunque no de miedo, ni por el esfuerzo. Se aceleraba por la expectación. Algo de este árbol, de este momento, me intrigaba de una manera que no podía explicar. Cada vez que izaba mi cuerpo hasta una rama más alta, sentía que mi ánimo se tornaba más ligero. Era como si pudiera ver más lejos, oír con más claridad y oler más a fondo cuanto más alto subía. Me imaginé planeando junto a la pequeña rapaz, quien observaba volando en círculos por encima de los árboles.
El paisaje que se extendía a mis pies aumentó en amplitud. Seguí el sinuoso curso del río en su descenso hacia las colinas del norte. El río me recordaba una enorme serpiente, algo surgido de los cuentos de Branwen. Y las colinas se extendían en hileras surcadas de pliegues. «¿Qué pensamientos habría producido aquel cerebro a lo largo de un período de tiempo tan prolongado? ¿Era este bosque uno de ellos? ¿Era este día uno de ellos?», me pregunté.
Sobre las brumas que se arremolinaban entre las colinas más empinadas se erguía la gran mole del Y Wyddfa, con su cumbre cubierta por una resplandeciente capa blanca. Las sombras de las nubes, oscuras y redondeadas, recorrían sus riscos como pisadas de gigantes. ¡Cómo deseaba yo ver a los gigantes! ¡Ojalá pudiera contemplar su baile!
Las nubes se agolpaban en el cielo por el oeste, aunque aún se divisaba algún ocasional destello brillante del mar bañado por la luz del sol. La visión del océano infinito me produjo una vaga e indefinible añoranza. De algún modo, lo supe. Mi verdadero hogar, mi verdadero nombre, estaban allí fuera... en algún lugar. En mi interior se agitaron corrientes tan insondables como las del propio mar.
Apoyándome en la siguiente rama, forcejeé para trepar un poco más. Entrelacé los dedos alrededor de la base de la rama y pasé una pierna por encima de ésta. Se rompieron varias ramitas, que cayeron al suelo describiendo una grácil espiral. Con un gruñido y un último esfuerzo, conseguí sentarme a horcajadas.
Me dispuse a descansar y me acomodé en el nacimiento de una rama apoyando la espalda contra el tronco. Al advertir que tenía las manos pegajosas por la savia del pino, me las acerqué a la cara y llené mis pulmones con el dulce olor a resina.
De pronto, algo me rozó la oreja derecha. Volví la cabeza rápidamente. Una cola erizada de cerdas de color canela desapareció al otro lado del tronco. Cuando me inclinaba para espiar por detrás del árbol, oí un fuerte silbido. Al instante, noté la presión de unas patitas que recorrían mi pecho y bajaban por mi pierna izquierda.
Me enderecé justo a tiempo para ver a una ardilla saltando de mi pie a una rama más baja. Sonriendo, observé al ajetreado animal gorjear y chillar. La ardilla trepó por el tronco a toda velocidad, luego descendió con la misma agilidad y volvió a subir, meneando la cola como si fuera una peluda bandera, sin dejar de masticar mientras tanto una piña casi tan grande como su propia cabeza. De repente, como si acabara de advertir mi presencia, se detuvo en seco. Me estudió durante unos segundos, soltó un chillido y saltó a la amplia copa de un árbol vecino. Desde allí se escabulló tronco abajo y desapareció de mi vista. Me pregunté si yo le habría parecido tan divertido a la ardilla como ella a mí.
La excitación volvió a apoderarse de mí y me impulsó a continuar ascendiendo. El elixir de olores de los árboles subió hasta mi olfato debido al viento que se estaba levantando. La resina de las ramas quebradas caía sobre mí por todos los lados, sumergiéndome en un río de aromas.
Vi de nuevo la rapaz que seguía volando en círculos por encima de mi cabeza. No estaba seguro, pero tuve la sensación de que me estaba mirando. Observándome por razones que sólo ella conocía.
El primer trueno retumbó mientras me izaba hasta la rama más alta capaz de soportar mi peso. Lo acompañó un fragor aun más potente, la llamada colectiva de miles de árboles que se inclinaban al viento. Paseé la mirada por el mar de árboles, con sus ramas oscilantes como ondas en el agua. Descubrí que por debajo del fragor podía oír sus distintas voces: el hondo suspiro del roble y el seco chasquido del marjoleto, el silbante aliento del pino y el crujido del fresno. Las agujas de pino crepitaban y las hojas tamborileaban. Los troncos gemían y sus huecos silbaban. Todas estas voces y muchas más se unieron para formar un gran coro que cantaba en un idioma no muy diferente del mío.
El viento empezó a arreciar y mi árbol, a bambolearse. Se mecía de atrás adelante y en círculo, casi como un cuerpo humano, al principio suavemente y después cada vez con mayor violencia. A medida que el bamboleo se intensificaba, mis temores de que el tronco se partiera y me arrojara por los suelos también aumentaban. Pero pronto recobré la confianza. Sorprendido de que el árbol pudiera ser a un tiempo tan flexible y tan recio, seguí agarrándome con fuerza mientras el tronco se agitaba y se inclinaba, se torcía y se contorsionaba, describiendo curvas y arcos en el aire. Con cada grácil movimiento me sentía más parte del propio viento y menos un ser de la tierra.
Se puso a llover, y el tamborileo del agua se mezcló con el chapoteo del río y la canción de los árboles. Las ramas flameaban como cataratas de verdor. Minúsculos ríos se precipitaban por todos los troncos, serpenteando entre prados de musgo y barrancos de corteza. Durante todo este tiempo, cabalgué sobre la tormenta. No podía haberme sentido mejor. No podía haberme sentido más libre.
Cuando por fin escampó, parecía que el mundo entero acababa de nacer. Sobre las hojas bañadas por la lluvia danzaban los rayos de sol. De cada claro del bosque se elevaban columnas de niebla formando espirales. Los colores de los árboles resplandecían con mayor intensidad, y sus olores eran más frescos. Y por primera vez en mi vida comprendí que la Tierra se reconstruía eternamente, que la vida se renovaba sin cesar.
El montón de trapos
La luz de media tarde ya realzaba los matices y alargaba las sombras desde hacía un rato cuando noté una sutil punzada en el vientre. La punzada aumentó rápidamente. Tenía hambre. Un hambre de lobo.
Miré por última vez el panorama y vi una telaraña de luz dorada reptando sobre las colinas. Empecé a descender de mi atalaya. Cuando por fin llegué a la rama más baja, todavía resbaladiza por la lluvia, rodeé su corteza con ambas manos y me dejé caer por un lado sin soltarme. Permanecí colgado allí unos segundos, balanceándome como el árbol durante el temporal. Por alguna razón, el dolor que habitualmente sentía entre las paletillas no me había molestado desde que me encaramé a las ramas. Me solté y caí sobre el lecho de agujas de pino.
Apoyé la mano suavemente en el rugoso tronco del viejo árbol. Casi podía sentir la circulación de la resina en el interior de la alta columna viviente, mientras mi sangre circulaba dentro de mí. Le di las gracias con una sencilla palmadita.
Mi mirada se posó en un grupito de setas doradas que lucían una enredada melena, medio ocultas entre las agujas de pino que se amontonaban al pie del árbol. Por mis salidas con Branwen en busca de sus remedios vegetales, sabía que eran comestibles. Salté sobre ellas. Enseguida las había engullido todas, así como las raíces de una planta de hojas moradas que crecía justo al lado.
Localicé el sendero de los ciervos y lo seguí hasta el riachuelo que había saltado a la ida. Bebí un poco de sus frescas aguas haciendo una copa con mis manos. Me dejó los dientes helados y la lengua entumecida. Con el paso más ligero, regresé al camino de sirga que conducía al pueblo.
Crucé el puente. Más allá del molino, los tejados de paja de Caer Vedwyd se arracimaban como gavillas de hierba seca. Bajo uno de ellos, la mujer que afirmaba ser mi madre estaba probablemente mezclando sus pociones o curándole una herida a alguien, siempre reservada y silenciosa. Para mi sorpresa, descubrí que deseaba que, algún día, este lugar pudiese parecerme un hogar.
Al entrar en el pueblo, oí los gritos jubilosos de otros niños. Mi primer impulso fue correr a uno de mis escondites habituales. Pero... sentí una nueva oleada de confianza. ¡Hoy era el día de participar en sus juegos!
Titubeé. ¿Y si Dinatius estaba allí? Me convenía no perder de vista la herrería. Con todo, quizás incluso Dinatius se ablandaría con el tiempo.
Me acerqué lentamente. Bajo el gran roble, donde convergían las tres calles principales, vi agricultores y mercaderes reunidos que ofrecían sus productos. Había caballos y burros atados a postes, blandiendo la cola para ahuyentar las moscas. No muy lejos, un bardo de rostro melancólico entretenía a un puñado de oyentes con una balada, hasta que una de las colas bamboleantes lo azotó en plena boca. Cuando se recuperó del asco y recobró la compostura, ya se había quedado sin público.
Cuatro chicos jugaban en la otra punta de la plaza. Ejercitaban su puntería lanzando piedras y palos contra un blanco: unos trapos viejos que habían amontonado al pie del roble. Al comprobar que Dinatius no era uno de ellos, respiré con más tranquilidad. Pronto me acerqué lo suficiente para que uno de los chicos me oyera.
—¿Cómo tienes hoy la garganta, Lud?
Un muchacho regordete con el cabello del color de la arena se giró hacia mí. Por su cara redonda y sus ojos pequeños, daba la sensación de estar eternamente confuso. Aunque en el pasado no había sido desagradable conmigo, hoy se mostró cauteloso, no supe si porque le inquietaba Dinatius... o porque le preocupaba yo.
Me acerqué un poco más.
—Tranquilo, ningún pájaro se desahogará hoy sobre tu cabeza.
Lud me miró por un instante y enseguida rompió a reír.
—¡Ese sí fue un buen tiro!
Le respondí con una sonrisa.
—Un tiro buenísimo.
Me lanzó suavemente una piedra.
—¿Por qué no pruebas tu puntería?
—¿Estás seguro? —Preguntó uno de los chicos—. A Dinatius no le va a gustar.
Lud se encogió de hombros.
—Adelante, Emrys. A ver tu lanzamiento.
Los chicos intercambiaron miradas mientras yo sopesaba la piedra en la palma de mi mano. Con un movimiento brusco del brazo, la lancé contra el montón de trapos. La piedra pasó muy por encima y hacia un lado, se estrelló contra el corral de los gansos y provocó un gran revuelo de graznidos y aleteos.
—No ha sido muy bueno —murmuré avergonzado.
—Quizá tengas que acercarte más —se mofó uno de los niños—. Ponte debajo del árbol.
Los demás se echaron a reír.
Lud los hizo callar con un gesto y me pasó otra piedra.
—Prueba otra vez. Sólo te falta un poco de práctica.
Su tono de voz me devolvió la confianza. Bajo la atenta mirada del grupo, volví a apuntar. Esta vez, cuando me ponía en posición, me detuve un momento a calibrar la distancia hasta el blanco y el peso de la piedra que tenía en la mano. Sin apartar la vista del montón de trapos, eché el brazo hacia atrás y lancé el proyectil.
Fue un blanco perfecto. Lud aplaudió con satisfacción. Yo no pude contener una sonrisa de orgullo.
De pronto, algo atrajo mi atención. En lugar de resbalar sobre los trapos y chocar contra el tronco del árbol, mi piedra había rebotado, como si los trapos fueran sólidos. Al fijarme con más detenimiento, mi corazón dio un vuelco. Porque, ante mis ojos, el montón de trapos se movió. De su interior brotó un lastimero gemido.
—¡Es una persona! —grité con incredulidad.
Lud lo negó con la cabeza.
—No es una persona —dijo señalando distraídamente el montón de trapos—. Es un judío.
—Un judío asqueroso —coreó otro de los chicos. Arrojó su piedra contra los trapos. Otro blanco. Otro gemido.
—Pero... Pero no podéis... —Iba a decir algo más, pero me contuve. Con eso pondría en peligro cualquier posibilidad de ser aceptado por el grupo.
—¿Por qué no? —Lud reculó para lanzar un pesado palo—. Ese judío no tenía que haber venido nunca por aquí. Son hijos del Infierno, como demonios, con cuernos y cola. Traen enfermedades. Dan mala suerte.
El montón de trapos gimoteó.
Tragué saliva con esfuerzo.
—No me lo creo. ¿Por qué no dejamos que ese pordiosero se vaya y nos buscamos otra diana?
Lud me miró de soslayo, con una expresión extraña.
—Será mejor que no defiendas a los judíos. La gente podría preguntarse si... —Hizo una pausa para elegir bien sus palabras—. Si eres de su misma ralea.
Sin darme tiempo a responder, Lud arrojó el pesado palo.
Levanté un brazo extendido y grité:
—¡No! ¡No le hagas daño!
El palo se detuvo bruscamente en pleno vuelo y cayó al suelo.
Fue como si el palo se hubiera estrellado contra una invisible muralla de aire. Los chicos se quedaron estupefactos. Yo, boquiabierto. Estaba tan sorprendido como ellos.
—Un hechizo —susurró un chico.
—Brujería—dijo otro.
El rostro de Lud palideció. Lentamente, retrocedió para alejarse de mí.
—Vete, eres... eres...
—Un hijo del diablo —terminó por él otra voz.
Me volví para encontrarme cara a cara con Dinatius; su túnica lucía varios desgarrones y salpicaduras de barro, a causa de su larga travesía por el bosque. Pese a su mueca de disgusto, parecía satisfecho por haber acorralado finalmente a su presa.
Enderecé la espalda, lo cual sólo me hizo más consciente de su considerable ventaja en tamaño.
—No seamos enemigos —dije.
Me escupió en la mejilla.
—¿Crees que puedo ser amigo de un cachorro del diablo como tú?
Cerré los ojos mientras me secaba la cara con una mano. Era lo único que podía hacer para reprimir la ira lo suficiente como para volver a intentarlo.
—No soy ningún demonio —declaré con voz temblorosa—. Soy un chico, igual que tú.
—Yo te diré lo que eres. —La voz de Dinatius arremetió contra mí como una avalancha de rocas—. Tu padre era un demonio. Y tu madre colabora en las malvadas obras de los demonios. Te pongas como te pongas, ¡eres hijo del diablo!
Gritando, me abalancé sobre él.
Dinatius se hizo a un lado hábilmente, aprovechó mi impulso para levantarme por los aires y me arrojó con fuerza al suelo. De propina me dio una patada en el costado que me hizo rodar por tierra.
A duras penas logré sentarme erguido, por culpa del dolor en las costillas. La imponente estatura de Dinatius, que se reía a carcajadas con la cabeza hacia atrás, dominó todo mi campo de visión. Los demás chicos también se reían, al tiempo que lo animaban a seguir.
—¿Cuál es tu problema, hijo del diablo? —se mofó cruelmente Dinatius.
A pesar de que el dolor era considerable, mi rabia era mayor. Oprimiéndome el costado, conseguí ponerme de rodillas y luego en pie. Gruñía como un animal herido cuando volví a embestir, haciendo molinetes con los brazos.
En un instante, me encontré de bruces en la hierba, incapaz de respirar. Noté en la boca el sabor de la sangre. Por mi mente cruzó la idea de hacerme el muerto, con la esperanza de que mi verdugo perdiera el interés por mí. Pero sabía que no saldría bien.
Las carcajadas de Dinatius se interrumpieron cuando me vio levantarme con un esfuerzo y un hilito de sangre resbalando por mi barbilla. Planté los pies en el suelo con toda la firmeza que pude y lo miré fijamente a los ojos. Lo que vi en ellos me pilló desprevenido.
Bajo su belicosidad se escondía una expresión de sorpresa.
—¡Por los clavos de Cristo, mira que eres tozudo!
—Lo suficiente para enfrentarme a ti —repliqué con voz ronca. Mis manos se crisparon en sendos puños.
En ese momento, otra figura surgió de la nada y se interpuso entre nosotros. Todos los chicos excepto Dinatius retrocedieron al instante. Y yo me quedé sin aliento por la sorpresa.
Era Branwen.
Pese a la sombra de miedo que cruzó su rostro, Dinatius escupió a sus pies.
—Apártate, diablesa.
Branwen lo fulminó con la mirada de sus ojos llameantes.
—Déjanos.
—Vete al Infierno —fue su respuesta—. De allí es de donde habéis salido los dos.
—¿De veras? Entonces eres tú quien debería salir corriendo. —Branwen alzó los brazos amenazadoramente—. O haré que te consumas en el fuego de Averno.
Dinatius sacudió la cabeza.
—Serás tú quien arderá en la hoguera, no yo.
—¡Pero yo no temo al fuego! ¡Yo no me quemo!
Sin apartar la vista de Branwen, Lud dio un nervioso tirón del hombro de Dinatius.
—¿Y si dice la verdad? Vámonos.
—No, hasta que no acabe con su cachorro.
Los ojos azules de Branwen relampaguearon.
—Vete ya, o te consumirás.
El muchacho dio un paso atrás.
Branwen se inclinó hacia el joven y pronunció una simple orden:
—Fuera.
Los demás chicos dieron media vuelta y huyeron a la carrera. Dinatius, al verlos en fuga, se quedó indeciso. Enseguida hizo un gesto con las manos para protegerse del mal de ojo.
—¡Fuera! —repitió Branwen.
Dinatius le dedicó una iracunda mirada y retrocedió.
Me aferré al brazo de Branwen. Juntos regresamos a nuestra cabaña, en solemne procesión.
El tiempo sagrado
Tendido cuan largo era en mi jergón, me encogía de dolor bajo el masaje que Branwen aplicaba a mis doloridas costillas. Sólo unos tenues rayos de la luz que penetraba por las rendijas del techo de paja iluminaban su hombro y su mano. Su frente estaba surcada de arrugas por la preocupación. Aquellos ojos azules me examinaban con tal intensidad que casi sentía que me estaban perforando la piel.
—Gracias por ayudarme.
—De nada.
—Has estado maravillosa. ¡Realmente maravillosa! Y has aparecido justo a tiempo, como caída del cielo. Como uno de tus dioses griegos, Atenea, o no sé qué.
Las arrugas de Branwen se acentuaron.
—Me temo que más como Zeus.
Me eché a reír, algo que lamenté porque sentí una nueva punzada de dolor en el costado.
—¿Quieres decir que los dominaste con el rayo y el trueno?
—En lugar de con sabiduría. —Dejó escapar un taciturno suspiro—. Me limité a hacer lo que haría cualquier madre. Aunque tú no...
—¿Qué?
Branwen meneó la cabeza.
—No tiene importancia.
Se levantó para preparar una cataplasma que olía a humo y a cedro. Oí cómo cortaba y trituraba durante varios minutos antes de regresar a mi lado. Después, cubrió mis costillas con la cataplasma y apoyó las manos encima, presionando suavemente. Poco a poco fui notando un calor que parecía emanar de mis huesos, como si su tuétano estuviera transformándose en ascuas de carbón.
Al poco rato, cerró los ojos y entonó en voz baja un lento cántico, que solía usar en su trabajo de sanadora. En el pasado nunca supe con seguridad si lo cantaba para curar a la persona enferma o, de algún modo que yo no lograba comprender, para curarse ella misma. Esta vez, observando su rostro, no tuve ninguna duda: el cántico era para ella, no para mí.
Hy gododin catann hue Hud a lledrith mal wyddan Gaunce ae bellawn wen cabri Varigal don Fincayra Dravia, dravia Fincayra.
Tuve la sensación de que aquellas palabras procedían de otro mundo, situado a un océano de distancia. Esperé a que abriera los ojos y le pregunté lo que con tanta frecuencia me había intrigado anteriormente, también esta vez sin esperar ninguna respuesta:
—¿Qué significa?
De nuevo me estudió con unos ojos que parecían penetrar hasta mi alma. Después, eligió con mucho cuidado sus palabras y contestó:
—Habla de un lugar, un lugar mágico. Una tierra fascinante. Y también de ilusión. Una tierra llamada Fincayra.
—¿Qué quieren decir las palabras del final? Dravia, dravia Fincayra.
Descendió el tono de su voz hasta que no era más que un susurro.
—Larga vida, larga vida a Fincayra. —Bajó la vista—. Fincayra. Un lugar de grandes prodigios, ensalzado por los bardos en muchas lenguas. Dicen que se encuentra a mitad de camino entre nuestro mundo y el mundo del espíritu; no es del todo Tierra, ni del todo Cielo, sino un puente que comunica a ambos. ¡Ah, la de historias que podría contarte! Sus colores son más vivos que el más radiante de los amaneceres; su aire es más fragante que el más variado de los jardines. Allí se encuentran muchas criaturas misteriosas, incluidos, según la leyenda, nada menos que los primeros gigantes.
Balanceando las caderas sobre la paja, repté para acercar más mi cara a la suya.
—Lo dices como si fuera un lugar real.
Sus manos se tensaron sobre mis costillas.
—No más real que cualquier otro lugar del que te he contado historias. Las historias ficticias, hijo mío, son igualmente reales. Lo bastante para ayudarme a vivir. Y a trabajar. Y a encontrar el significado oculto de cada sueño, cada hoja, cada gota de rocío.
—No querrás decir que esas historias, por ejemplo, las de los dioses griegos, son verdad. ¿O sí?
—¡Oh, sí! —Branwen reflexionó unos instantes—. Las historias requieren fe, no hechos. ¿No te das cuenta? Ocurren en tiempo sagrado, que avanza siempre en círculo. No en tiempo real, que transcurre en una sola dirección. Y, sin embargo, son verdad, hijo mío. En muchos sentidos, más verdad que la vida cotidiana de este pueblucho digno de lástima.
Fruncí el ceño, desconcertado.
—Pero seguro que el Monte Olimpo griego no es la misma montaña que nuestro Y Wyddfa.
Sus dedos se relajaron levemente.
—No son tan distintos como crees. El Monte Olimpo existe en el mundo y en los mitos. En tiempo histórico y en tiempo sagrado. De un modo u otro, Zeus y Atenea se encuentran allí. Es un lugar entremedias, no está del todo en nuestro mundo ni tampoco en Otro Mundo, sino en algún punto intermedio. Del mismo modo que la niebla no es realmente aire ni realmente agua, sino en parte ambas cosas. Otro lugar como éste es Délos, la isla griega donde Apolo nació y que constituye su hogar.
—En los cuentos, claro. Pero no en la realidad.
Me miró de una forma extraña.
—¿Estás seguro?
—Bueno... no, supongo que no. No he estado nunca en Grecia. Pero he visto el Y Wyddfa más de cien veces, por esa misma ventana. ¡Y por aquí no se pasea ningún Apolo! No por esa montaña, ni por este pueblo.
Volvió a mirarme de forma extraña.
—¿Estás seguro?
—Claro que estoy seguro. —Arranqué un puñado de paja de mi jergón y lo lancé al aire—. ¡Nuestro pueblo está hecho de esto! Paja sucia, paredes que se caen, gente malhumorada. Y además, ignorante. ¡Vaya, la mitad de ellos cree que eres realmente una hechicera!
Levantó la cataplasma para examinar la contusión que marcaba mis costillas.
—Pero siguen viniendo aquí a curarse.
Cogió una escudilla de madera que contenía una pasta pardoverdosa de un olor acre, como a moras fermentadas. Con delicadeza, usando dos dedos de la mano izquierda, empezó a untar con pasta la zona amoratada.
—Dime una cosa —dijo sin apartar los ojos de mi lesión—. ¿Has estado alguna vez paseando por ahí, lejos del bullicio del pueblo, y de pronto has notado la presencia de un espíritu, de algo que no podías ver? ¿Junto al río, por ejemplo, o en algún rincón del bosque?
Mis pensamientos retrocedieron hasta el gran pino que se balanceaba con la tormenta. Casi pude oír las ramas cimbreantes, oler la resina que goteaba, palpar la corteza con las manos.
—Bueno, a veces, en el bosque...
—¿Sí?
—Me he sentido como si los árboles, sobre todo los más viejos, estuvieran vivos. No como cualquier planta, sino como una persona. Con una cara. Con un espíritu.
Branwen hizo un gesto de comprensión.
—Como las dríades y los haimdríades. —Me miró con una extraña mezcla de esperanza y desesperación—. Me gustaría leerte algunas historias sobre ellos, en palabras de los propios griegos. ¡Ellos las cuentan mucho mejor que yo! Y esos libros... Emrys, he visto una sala llena de libros, tan gruesos, polvorientos y tentadores que me sentaba con uno de ellos sobre mi regazo y no hacía nada más en todo el día que leer y leer. Seguía leyendo hasta altas horas de la noche, hasta quedarme dormida. Y mientras dormía, tal vez me visitaban las dríades, o el mismísimo Apolo.
Se detuvo en seco.
—¿No te he contado ninguna historia sobre Dagda?
Negué con la cabeza.
—¿Qué tiene que ver con Apolo?
—Paciencia. —Extrajo de la escudilla otra porción de pasta y me la untó—. Los celtas, que llevan viviendo en Gwynedd el tiempo suficiente para conocer el tiempo sagrado, tienen muchos Apolos propios. Oí hablar de ellos de niña, mucho antes de aprender a leer.
Di un respingo.
—¿Tú eres celta? Creí que eras de... de dondequiera que sea yo, del otro lado del mar.
Sus manos se tensaron de nuevo.
—De allí he vuelto, porque antes de ir allí, vivía aquí, en Gwynedd. No en este pueblo, sino en Caer Myrddin, que no tenía tantos habitantes como hoy en día. Pero déjame continuar.
Asentí dócilmente, más animado por lo que me había dicho. No parecía gran cosa, pero era la primera vez que me hablaba de su infancia.
Reanudó su labor y su relato.
—Dagda es uno de esos Apolos. Es uno de los espíritus celtas más poderosos, el dios del conocimiento absoluto.
—¿Cómo es Dagda? Quiero decir, en los cuentos.
Branwen rebañó el resto de la pasta de la escudilla.
—Ah, es una buena pregunta. Una pregunta muy buena. Por alguna razón que sólo él conoce, el verdadero rostro de Dagda nunca se ve. Adopta formas distintas en momentos diferentes.
—¿Por ejemplo?
—Una vez, en una famosa batalla contra su enemigo supremo, un espíritu maligno llamado Rhita Gawr, ambos adoptaron la forma de un poderoso animal. Rhita Gawr se convirtió en un enorme jabalí, con terribles colmillos y ojos del color de la sangre. —Hizo una pausa, esforzándose por recordar—. Ah, sí. Y una cicatriz que recorría de arriba abajo una de sus patas delanteras.
Me quedé entumecido. La cicatriz de debajo de mi ojo, donde el colmillo del jabalí me había cortado cinco años atrás, empezó a escocerme. En más de una noche oscura, después de aquel día, el mismo jabalí había reaparecido y vuelto a atacar, en mis sueños.
—Y en esa batalla, Dagda se convirtió...
—En un gran ciervo —terminé por ella—. Del color del bronce, excepto las patas blancas. Con una cornamenta de siete astas a cada lado. Y ojos tan profundos como el vacío que separa las estrellas.
Sorprendida, Branwen asintió.
—¿Ya habías oído la historia?
—No —confesé.
—Entonces, ¿cómo puedes saberlo?
Expulsé el aire de mis pulmones lenta y prolongadamente.
—He visto esos ojos.
Se quedó petrificada.
—¿Sí?
—He visto al ciervo. Y también al jabalí.
—¿Cuándo?
—El día que recalamos en la costa.
Me miró inquisitivamente.
—¿Y lucharon?
—¡Sí! El jabalí quería matarnos. Sobre todo a ti, me pareció, si realmente era algún espíritu maligno.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, porque tú eras... ¡tú! Y entonces yo sólo era un mocoso flacucho. —Me eché una rápida ojeada y sonreí—. Nada que ver con el chicarrón flacucho que soy ahora. Bueno, pues aquel jabalí nos habría matado, con toda seguridad. Pero entonces apareció el ciervo y lo ahuyentó. —Me toqué la cicatriz de la cara—. Así me hice esto.
—Nunca me lo habías contado.
La miré vivamente.
—Hay muchas cosas que tú nunca me has contado a mí.
—Tienes razón —admitió con pesar—. Nos habremos contado algunas historias sobre otras personas, pero muy pocas sobre nosotros mismos. En realidad, la culpa es mía.
No dije nada.
—Pero ahora te diré una cosa: si ese jabalí, Rhita Gawr, hubiera podido matar a uno de nosotros, no habría sido a mí. Te habría matado a ti.
—¿Qué? ¡Eso es ridículo! Eres tú quien tienes tantos conocimientos y poderes curativos.
—¡Y tú tienes poderes muchísimo más grandes! —Su mirada se clavó en mis ojos—. ¿Ya has empezado a notarlos? Tu abuelo me dijo una vez que los suyos aparecieron cuando tenía doce años. —Contuvo el aliento—. No quería mencionar a tu abuelo.
—¡Pero lo has hecho! ¿No puedes contarme nada más?
—No hablemos de eso.
—¡Por favor, por favor! Dime una cosa, al menos. ¿Cómo era mi abuelo?
—No puedo.
—¡Tienes que hacerlo! ¿Por qué lo has mencionado, si no hay algo de él que yo deba saber? —le pregunté mientras sentía arder mis mejillas.
—Era un mago, un mago formidable. Pero sólo te contaré lo que dijo de ti. Antes de que nacieras, me confesó que los poderes como los que poseía él a menudo se saltaban una generación. Y que yo tendría un hijo que...
—¿Que qué?
—Que tendría unos poderes aun mayores que los suyos, cuya magia brotaría de las fuentes más profundas. Tan profundas que, si aprendías a dominarlas, podrías cambiar para siempre el curso de la historia.
Me quedé boquiabierto.
—Eso no es verdad. Y tú lo sabes. ¡Fíjate en mí!
—Ya lo hago —dijo Branwen pausadamente—. Y aunque ahora no seas lo que describió tu abuelo, quizá lo seas algún día.
—No —protesté—. No quiero. ¡Sólo quiero recuperar la memoria! Quiero saber quién soy en realidad.
—¿Y si eres alguien con esos poderes?
—¿Cómo? —me burlé—. No soy ningún mago.
Branwen ladeó la cabeza.
—Un día quizá te lleves una sorpresa.
De pronto recordé lo que le había ocurrido al palo de Lud.
—Bueno... ya me he llevado una. En el pueblo, antes de que llegaras. Ocurrió algo extraño. Ni siquiera estoy seguro de si lo hice yo, pero tampoco estoy seguro de no haberlo hecho.
Sin pronunciar palabra, Branwen fue por una tira de tela rasgada y empezó a rodearme con ella las costillas. Parecía observarme con un nuevo respeto, tal vez incluso con una pizca de miedo. Lo que ella sentía y yo percibía, fuera lo que fuese, me hacía estar muy incómodo. En el preciso instante en que empezaba a sentirme más cerca de ella, eso parecía volverla más distante que nunca.
Pasó un buen rato antes de que hablara.
—Lo que quiera que hicieses, lo hiciste con tus poderes. Son tuyos para que los uses, son un regalo de las alturas. Del mayor de los dioses, al que rezo más que a ningún otro, el que nos concede a cada uno los dones que poseemos, grandes o pequeños. No tengo ni idea de cuáles pueden ser tus poderes, hijo mío. Sólo sé que Dios no te los concedió para que no los utilizaras. Lo único que Dios pide es que los uses bien. Pero antes debes, en palabras de tu abuelo, llegar a dominarlos. Y eso significa aprender a usarlos con sabiduría y amor.
—¡Pero yo no he pedido esos poderes!
—Ni yo. Tampoco pedí que me llamen hechicera. Pero todo don conlleva el peligro de que los demás no lo comprendan.
—¿Y no tienes miedo? El año pasado, en Llen, quemaron a una mujer a la que acusaban de brujería.
Su mirada derivó hasta los haces de luz que penetraban por las rendijas del techo.
—Dios Todopoderoso sabe que no soy ninguna bruja. Sólo intento usar los escasos dones que pueda tener con las mejores intenciones.
—Intentas combinar la vieja sabiduría con la nueva. Y eso asusta a la gente.
Sus ojos zafirinos suavizaron su mirada.
—Ves más cosas de las que yo creía. Sí, eso asusta a la gente. Como casi todo, hoy en día.
Con cuidado, hizo un nudo en los extremos de la venda.
—El mundo entero está cambiando, Emrys. Nunca he conocido una época como ésta, ni siquiera en... el otro lugar. Invasiones procedentes del mar. Mercenarios cuya fidelidad cambia de la noche a la mañana. Cristianos en guerra con las antiguas creencias. Viejas creencias en guerra con los cristianos. La gente está asustada. Mortalmente asustada. Todo lo desconocido se convierte en obra del diablo.
Me incorporé con dificultad.
—¿No deseas a veces...? —Mi voz se quebró y tragué saliva—. No haber tenido esos dones. No ser tan diferente. Que nadie te creyera un demonio.
—Por supuesto. —Se mordió el labio pensativamente—. Pero ahí es donde interviene mi fe. Verás, la nueva sabiduría es poderosa. Muy poderosa. ¡Fíjate en lo que hizo por Santa Brígida y San Colombé! Pero conozco lo suficiente la antigua tradición para saber que también tiene un gran poder. ¿Es demasiado esperar que puedan convivir juntas, la vieja y la nueva? ¿Que se refuercen mutuamente? Pues, aunque las palabras de Jesús me llegaron al alma, no puedo olvidar las palabras de otros: los judíos, los griegos, los druidas, los otros, aun más antiguos.
La miré con desagrado.
—Sabes muchas cosas. No como yo.
—Te equivocas. Sé muy poco. Casi nada. —Una repentina expresión de dolor cruzó su rostro—. Como... por qué nunca me llamas madre.
Un dardo traspasó mi corazón.
—Bueno, porque...
—¿Sí?
—Porque no creo que seas mi verdadera madre.
Inspiró bruscamente.
—¿Pero sí crees que tu verdadero nombre es Emrys?
—No.
—¿Y que mi verdadero nombre es Branwen?
—No.
Echó la cabeza hacia atrás. Durante un rato, mantuvo la vista fija en el techo de la cabaña, ennegrecido por el hollín de incontables fuegos para cocinar. Por fin, volvió a mirarme.
—En cuanto a mi nombre, tienes razón. Cuando llegamos aquí, lo tomé de una antigua leyenda.
—¿La que me contaste? ¿La de Branwen, hija de Llyr?
Hizo un gesto de asentimiento.
—¿La recuerdas? Entonces recordarás que Branwen llegó a Irlanda procedente de otro país para casarse con alguien. Su vida empezó con esperanza y belleza ilimitadas.
—Y acabó —proseguí— con grandes infortunios. Sus últimas palabras fueron: «Desdichada de mí, por haber nacido siquiera».
Branwen me cogió la mano.
—Pero eso en cuanto a mi nombre, no al tuyo. Mi vida, no la tuya. ¡Por favor, cree lo que te digo! Tu nombre es Emrys. Y yo soy tu madre.
Un sollozo se abrió paso por mi garganta.
—Si de verdad eres mi madre, ¿no puedes decirme dónde está mi hogar? Mi verdadero hogar, el lugar que realmente me corresponde.
—¡No, no puedo! Esos recuerdos son demasiado dolorosos para mí. Y demasiado peligrosos para ti.
—¿Cómo esperas entonces que te crea?
—Escúchame, por favor. ¡Si no te lo cuento, es sólo porque me preocupo por ti! Perdiste la memoria por una razón. Es una bendición.
Fruncí el ceño con enfado.
—¡Es una maldición!
Me miró fijamente y sus ojos se empañaron de lágrimas. Me pareció que iba a hablar, a decirme por fin lo que tanto deseaba saber. Después, su mano oprimió la mía, no con simpatía, sino con miedo.
Llamaradas
Una sombra ocupó todo el umbral de la puerta, interrumpiendo el paso de la luz.
Salté de mi jergón bruscamente y volqué la escudilla de madera de Branwen.
—¡Dinatius!
Un grueso brazo señaló en nuestra dirección.
—Salid, los dos.
—No saldremos. —Branwen se puso en pie y se situó a mi lado.
Los ojos grises de Dinatius centellearon de furia.
—Empecemos por ella —gritó.
Penetró en la cabaña, seguido por dos de los chicos que antes lo acompañaban en la plaza del pueblo. Lud no estaba entre ellos.
Agarré a Dinatius por el brazo. Se desembarazó de mí de un manotazo, como si yo fuera una mosca, y me lanzó contra la mesa donde Branwen disponía sus utensilios e ingredientes. Cucharas, cuchillos, coladores y escudillas rodaron en todas direcciones por el suelo de tierra de la cabaña cuando la mesa se hundió bajo mi peso. Los líquidos y pastas rociaron las paredes de barro, mientras las semillas y hojas volaban por los aires.
Al verlo forcejear con Branwen, me puse en pie de un brinco y me abalancé sobre él. Giró sobre sí mismo con la velocidad del rayo y me abofeteó con tanta fuerza que salí despedido y choqué de espaldas contra la pared. Me quedé allí, momentáneamente aturdido. Cuando mi mente se aclaró, me di cuenta de que me había quedado solo en la cabaña. Al principio no sabía con certeza lo que había ocurrido. Enseguida, al oír gritos en el exterior, me dirigí tambaleándome hacia la puerta.
Branwen estaba tendida en el suelo, a unos treinta pasos de distancia, en medio del camino. Tenía las manos y las piernas atadas con una cuerda formada por varios cabos anudados. Le habían introducido un jirón de tela de su vestido en la boca para que no pudiera gritar. Aparentemente, los mercaderes y aldeanos que transitaban por la plaza, ocupados con su trabajo, no se habían percatado aún de su presencia... o no deseaban intervenir.
—Miradla —se mofó un chico de rostro mugriento, señalando a la figura postrada en el camino—. Ya no da tanto miedo.
Uno de sus compinches coreó sus risotadas sin soltar la cuerda.
—¡Esa diablesa se lo merece!
Empecé a correr hacia ella para ayudarla. De pronto vi a Dinatius, inclinado sobre un montón de hojarasca que habían apilado bajo las anchas ramas del roble. Cuando deslizó bajo la maleza una pala llena de brasas ardientes que había recogido de la herrería, el miedo me dejó paralizado. Una hoguera. Estaba encendiendo una hoguera.
Las llamas prendieron en la hojarasca, que empezó a crepitar. Una columna de humo se elevó ligera por entre las ramas del roble, que también ardían. En ese momento, Dinatius se incorporó para supervisar su obra con los brazos en jarras. Su silueta se recortaba contra las llamas y él sí me recordó a un diablo.
—¡Dice que no tiene miedo al fuego! —exclamó Dinatius, a lo que asintieron los demás chicos—. ¡Dice que nada puede quemarla!
—Vamos a comprobarlo —replicó el chico que sostenía la cuerda.
—¡Fuego! —gritó de repente uno de los mercaderes, al ver las llamas.
—¡Apagadlo! —aulló una mujer que salía de su cabaña.
Pero antes de que nadie pudiera moverse, los dos chicos ya habían agarrado a Branwen por las piernas. Empezaron a arrastrarla hacia el árbol llameante, donde los aguardaba Dinatius.
Salí corriendo de nuestra cabaña con los ojos fijos en Dinatius. La rabia crecía en mi interior, una rabia como jamás había experimentado antes. Incontrolable e irrefrenable, recorrió todo mi cuerpo como una inmensa oleada, apartando violentamente cualquier otro sentimiento o sensación.
Al verme cerca, Dinatius sonrió aviesamente.
—Justo a tiempo, chaval. Os asaremos juntos.
Un único deseo me desbordó. Debería arder él. Debería arder en el Infierno.
En ese instante, el árbol crujió y se oyó un fuerte estrépito, como si hubiera sido alcanzado por un rayo. Dinatius giró sobre sus talones en el preciso momento en que una de las ramas más gruesas, tal vez debilitada por el incendio, se quebraba. Sin tener tiempo para escapar, la rama cayó directamente encima de él; le cruzó el pecho y le aplastó los brazos. Las llamas se elevaron en el acto, como el aliento de una docena de dragones. Los aldeanos y mercaderes se dispersaron. Las ramas restallaban entre chispas, y el ruido que hacían al partirse y rajarse ahogaba casi los gritos del muchacho que permanecía atrapado entre ellas.
Corrí hacia Branwen. La habían soltado a sólo unos pasos del árbol incendiado. El fuego rozaba los bordes de su toga. La aparté rápidamente de las abrasadoras llamas y aflojé sus ataduras. Se sacó el jirón de tela de la boca y me miró con una mezcla de agradecimiento y temor.
—¿Lo has hecho tú?
—Yo... creo que sí. Alguna clase de magia.
Sus ojos de zafiro me traspasaron.
—Tu magia. Tu poder.
Antes de que pudiera responderle, un alarido estremecedor brotó del interior de aquel horno. Era un grito interminable, de martirio absoluto. Al oír aquella voz —aquella voz humana indefensa—, se me heló la sangre en las venas. Enseguida supe lo que había hecho. También supe lo que debía hacer.
—¡No! —protestó Branwen, sujetándome por la túnica.
Pero era demasiado tarde. Ya me había arrojado entre las rugientes llamas.
Oculto
Voces. Voces angelicales.
Me incorporé bruscamente hasta quedarme sentado. ¿Eran realmente ángeles? ¿Estaba realmente muerto? Me envolvía la oscuridad, más negra que cualquier noche que yo hubiera visto antes.
Después: el dolor. El dolor en el rostro y en la mano derecha me indicó que, sin duda, estaba vivo. Era un dolor lacerante. Un dolor desgarrador. Como si me estuvieran arrancando la piel a tiras.
A pesar del dolor fui cobrando conciencia de un extraño peso que oprimía mi frente. Me llevé las manos a la cara con precaución. Me di cuenta de que los dedos de mi mano derecha estaban vendados. Lo mismo que mi frente, mis mejillas y mis ojos; unas vendas frías, empapadas de sudor, que olían a hierbas aromáticas. El más leve de los roces me dolía como si me clavaran un puñal.
Una pesada puerta se abrió con un crujido. Unos pasos se acercaron sobre un suelo de piedra, y el ruido reverberaba en un techo que se elevaba a gran altura por encima de mí. Unos pasos cuya cadencia reconocí.
—¿Branwen?
—Sí, hijo mío —respondió su voz en la oscuridad—. Ya estás despierto. Me alegro. —Pero parecía más desconsolada que alegre, pensé mientras me acariciaba con suavidad la nuca—. Debo cambiarte las vendas. Me temo que te va a doler.
—No. No me toques.
—Pero tengo que hacerlo, si quieres curarte.
—No.
—Emrys, debo hacerlo.
—Está bien, ¡pero ten cuidado! Ya me duele demasiado.
—Lo sé, lo sé.
Me esforcé cuanto pude por permanecer inmóvil mientras me cambiaba los vendajes con la delicadeza de una mariposa. Mientras trabajaba, vertió sobre mi rostro unas gotas de un líquido que olía a fresco tanto como el bosque después de la lluvia y que alivió un poco mi dolor. Cuando me sentí algo mejor, empecé a mascullar preguntas como un surtidor.
—¿Cuánto tiempo he dormido? ¿Dónde estamos? ¿De quién son esas voces?
—Tú y yo, perdóname si esto apesta, estamos en la iglesia de San Pedro. Somos huéspedes de las monjas que viven aquí. Son ellas las que cantan.
—¡San Pedro! Eso está en Caer Myrddin.
—En efecto.
Noté una corriente de aire frío procedente de alguna ventana o puerta de la casa y me cubrí los hombros con la basta manta de lana.
—Pero si hay varios días de camino, incluso a caballo.
—En efecto.
—Pero...
—Calla, Emrys, mientras desenvuelvo esto.
—Pero...
—Quieto... Así. Sólo un momento. Ah, ya está.
Al retirar las vendas, mis preguntas sobre cómo habíamos llegado hasta allí se desvanecieron. Una nueva incógnita se impuso a todas las demás. Pues, a pesar de que ya no tenía los ojos vendados, seguía sin ver nada.
—¿Por qué está tan oscuro?
Branwen no respondió.
—¿No has traído una vela?
Una vez más, no respondió.
—¿Es de noche?
Siguió sin responder. Pero no hizo falta, porque la respuesta me la dio un cuclillo que cantaba animadamente en las proximidades.
Los dedos de la mano que no tenía vendada temblaban cuando me toqué la zona sensible de alrededor de los ojos. Solté un respingo al notar las costras irregulares y la piel de debajo, que aún me ardía. No tenía pelo en las cejas. Ni tampoco pestañas. Parpadeé para conjurar el dolor y repasé los bordes de mis párpados resecos y cubiertos de costras con las yemas de los dedos.
Sabía que mis ojos estaban abiertos de par en par. Sabía que no podía ver nada. Y, con un escalofrío, supe algo más.
Estaba ciego.
Solté un bramido de desesperación. Oí de nuevo el canto del cuclillo y eché la manta a un lado bruscamente. A pesar de la debilidad de mis piernas, me obligué a levantarme del jergón, apartando la mano de Branwen cuando intentó detenerme. Trastabillé por el suelo de piedra, guiado por el sonido.
Tropecé con algo y caí de bruces, aunque logré amortiguar el golpe apoyando un hombro. Extendí los brazos, pero no pude palpar nada más que la lisa superficie de piedra que tenía debajo. Estaba dura y fría, como una lápida.
Mi mente empezó a girar como un torbellino. Noté que Branwen me ayudaba a incorporarme, no sin oír sus ahogados sollozos. Volví a apartarla de un suave empujón. Avancé a tientas hasta que mis manos chocaron contra un muro de roca maciza. El canto del cuclillo me desvió hacia la izquierda. Los ansiosos dedos de la mano libre de vendajes reconocieron el marco de una ventana.
Me aferré al alféizar y asomé la cabeza. El aire frío me laceró el rostro. El cuclillo cantó, tan cerca que si hubiera extendido el brazo, le habría tocado el ala. Sentí, por primera vez en muchas semanas, el calor del sol sobre mi piel. Sin embargo, por mucho que intentaba localizar el sol, no conseguía verlo.
—Oculto. El mundo entero está oculto.
Mis piernas se negaron a sostenerme más. Me desplomé y mi cabeza rebotó contra el duro suelo de piedra. Y me eché a llorar.
El don
Durante las semanas siguientes, que se prolongaron en meses, mi tormento invadió las amplias estancias de la iglesia de San Pedro. Las monjas que residían allí, conmovidas tanto por la intensidad de la devoción de Branwen como por la gravedad de mis quemaduras, habían abierto las puertas de su santuario. Debió de resultarles difícil sentir otra cosa que no fuera simpatía por esta mujer que no hacía más que rezar todo el día y cuidar de su hijo herido. En cuanto a mí, en su mayoría me evitaban, lo cual me venía de perlas.
Para mí todos los días eran sombríos, no sólo por mi vista, sino también por mi estado de ánimo. Me sentía como un niño pequeño, casi incapaz de gatear por la fría habitación de piedra que compartía con Branwen. Mis dedos acabaron conociendo bien sus cuatro esquinas rectas, sus líneas irregulares de argamasa entre las piedras, su única ventana junto a la que a veces permanecía durante horas, esforzándome por ver algo. Sin embargo, en lugar de iluminarme, la ventana sólo me torturaba con el jovial canto del cuclillo y el distante bullicio del mercado de Caer Myrddin. De vez en cuando, el olor de una cazuela o un árbol en flor me llegaba en una vaharada, mezclándose con los aromas de tomillo y raíz de haya procedentes de la mesita que había junto al camastro de Branwen. Pero yo no podía salir a buscar nada de todo aquello. Estaba prisionero, confinado en las mazmorras de mi ceguera.
En dos o tres ocasiones, reuní el valor suficiente para aventurarme, tanteando el camino con las manos, más allá de la pesada puerta de madera y por el laberinto de salas y pasillos que empezaba allí. Y descubrí que, escuchando atentamente los ecos que producían mis pisadas, podía calcular la longitud y la altura de un pasillo y las dimensiones de una habitación.
Un día encontré una escalera cuyos peldaños de piedra estaban tan desgastados por los años de uso que parecían cuencos poco hondos. Descendí a tientas y con sumo cuidado, llegué a una puerta que se abría al pie de la escalera y la crucé para encontrarme en un patio repleto de olores. La hierba húmeda acariciaba mis pies; el viento me echaba su cálido aliento en el rostro. De repente, me acordé de lo bien que se estaba al aire libre, sobre la hierba, bajo el sol. Entonces oí a las monjas cantando en las celdas cercanas. Aceleré el paso, ansioso por encontrarlas. Sin previo aviso, choqué contra una columna de piedra con tanta fuerza que caí de espaldas en un estanque de aguas poco profundas. Mientras me esforzaba por ponerme en pie, pisé una piedra suelta y resbalé hacia un lado. La parte izquierda de mi cara se estrelló contra la base de la columna. Magullado y ensangrentado, con las vendas desgarradas, permanecí allí tumbado y sollozando hasta que Branwen me encontró.
Después de aquello no me moví de mi habitación, ni de mi jergón, convencido de que pasaría el resto de mi vida siendo una inútil carga para Branwen. Incluso cuando intentaba pensar en otras cosas, mi mente volvía siempre al día de mi desgracia: la visión de Branwen, atada y amordazada junto al árbol, la rabia que desbordó con tanta violencia de mi interior, las risas de Dinatius que se transformaban en alaridos; las llamas abrasadoras por todas partes; los brazos aplastados y el cuerpo quebrado bajo las ramas; el sonido de mis propios gritos cuando me di cuenta de que mi rostro estaba ardiendo.
No conseguía recordar nuestro viaje hasta las murallas de Caer Myrddin, aunque por la parca descripción de Branwen podía imaginármelo perfectamente. Casi podía ver la redonda cara de Lud observándonos cuando coronábamos la colina en el carro del mercader ambulante que se había apiadado de la mujer de ojos zafirinos y de las graves quemaduras de su hijo. Casi podía notar el bamboleo del carro de tiro. Casi podía oír el chirrido de las ruedas y el batir de los cascos del caballo sobre el camino de sirga. Casi podía saborear mi propia piel carbonizada y oír mis propios quejidos delirantes mientras viajábamos durante aquellos largos días y noches.
Ahora, casi nada interrumpía la monotonía de los días. Los cantos de las monjas. El roce de sus pisadas cuando se dirigían a descansar, a comer, a rezar. Las silenciosas oraciones de Branwen y sus cánticos mientras hacía cuanto podía por curar las heridas de mi piel. Las continuas llamadas del cuclillo, posado en un árbol de hojas susurrantes cuyo nombre yo no conocía.
Y la oscuridad. La perpetua oscuridad.
A veces, sentado en mi jergón, me pasaba ávidamente los dedos por las costras de las mejillas y de debajo de los ojos. Las crestas que notaba en mi piel me parecían terriblemente altas, como la corteza de un pino. Sabía que, pese a las habilidades de Branwen, mi rostro luciría cicatrices para siempre. Incluso si, por algún milagro, recobraba la vista algún día, aquellas cicatrices anunciarían al mundo mi locura temporal. Naturalmente, sabía que aquellos pensamientos eran descabellados y vanos. Y sin embargo, me asaltaban igualmente.
Un día descubrí que deseaba ansiosamente que me creciera la barba. Me imaginaba una larga barba y ondulante, como la que se dejaría un sabio antiguo, de varios siglos de edad. ¡Menuda barba era la mía! Toda blanca y rizada, cubría mi rostro como una masa de nubes. Incluso sospeché que un par de pájaros intentarían anidar en ella.
Pero estos momentos de nostalgia nunca duraban mucho rato. Cada vez más, me sentía atrapado por la desesperanza. Nunca más volvería a trepar a un árbol. Nunca más volvería a correr por los campos a mi antojo. Nunca más volvería a ver el rostro de Branwen, excepto en mis recuerdos.
Empecé a no comer. A pesar de la insistencia de Branwen para que comiera más, yo no tenía apetito. Una mañana se arrodilló a mi lado en el suelo de piedra de nuestra habitación y limpió mis heridas sin pronunciar palabra. Cuando intentó cambiarme las vendas, me aparté de ella, negando con la cabeza.
—Ojalá me hubieras dejado morir.
—No había llegado tu hora de morir.
—¿Cómo lo sabes? —le espeté—. ¡Me siento como si ya estuviera muerto! ¡Esto no es vida! Es una tortura inacabable. Preferiría estar en el Infierno a vivir aquí.
Branwen me sujetó por los hombros.
—¡No hables así! Es una blasfemia.
—¡Es la verdad! ¿Ves lo que me han hecho tus poderes, los que tú asegurabas que son un don de Dios? ¡Maldigo esos poderes! Muerto estaría mucho mejor.
—¡Basta!
Me liberé de su presa con una sacudida; mi corazón latía con fuerza.
—¡No tengo vida! ¡No tengo nombre! ¡No tengo nada!
Branwen, ahogando sus propios sollozos, empezó a rezar.
—Señor mío, Salvador de mi alma, Autor de todo lo que está escrito en el Gran Libro del Cielo y de la Tierra, por favor, ¡ayuda a este muchacho! ¡Por favor! Perdónalo. No sabe lo que dice. Si quisieras devolverle la vista, aunque sólo fuera un momento, te prometo que se haría merecedor de tu perdón. No volverá a utilizar jamás sus poderes, si ése es el precio. Sólo ayúdalo. Por favor, ayúdalo.
—¿No volver a utilizar jamás mis poderes? —me burlé—. Renunciaría a ellos con mucho gusto a cambio de la vista. De todos modos, nunca deseé tenerlos.
Tiré con amargura del vendaje de mi frente.
—¿Y qué clase de vida llevas tú ahora? ¡No es mucho mejor que la mía! Es verdad. Puedes hablar valerosamente. Puedes engañar a las monjas de ahí fuera. Pero a mí, no. Sé que eres muy infeliz.
—Estoy en paz.
—Eso es mentira.
—Estoy en paz —repitió.
—¡En paz! —grité—. ¡En paz! ¿Y por qué tienes las manos en carne viva, entonces, de tanto retorcértelas? ¿Por qué tienes las mejillas surcadas de...?
No llegué a terminar la frase.
—Santo Dios —susurró Branwen.
—Yo... no lo entiendo. —Titubeando, alargué una mano en dirección a su rostro y rocé suavemente su mejilla.
En ese instante, ambos nos dimos cuenta de que, de alguna manera, yo podía percibir las huellas de sus lágrimas. Aunque no podía verlas con mis ojos, aun así sabía que estaban allí.
—Es otro don. —La voz de Branwen translucía admiración y respeto. Me apretó la mano con fuerza—. Tienes la segunda visión.
No supe qué pensar. ¿Se trataba de la misma habilidad que había utilizado una vez para abrir los pétalos de una flor? No. La sensación era diferente. En cierto modo, menos voluntaria. ¿Y ver los colores de la flor antes de que se abriera? Tal vez. Y, sin embargo, también era una sensación distinta a aquélla. Más bien como... una respuesta a la oración de Branwen. Un don divino.
—¿Es posible? —pregunté mansamente—. ¿Es posible realmente?
—Gracias a Dios, sí.
—Ponme a prueba —exigí—. Extiende varios dedos.
Branwen accedió.
Me mordí el labio inferior, tratando de percibir cuántos dedos extendía.
—¿Dos?
—No. Vuelve a intentarlo.
—¿Tres?
—Inténtalo otra vez.
Concentré mis pensamientos y cerré los ojos por instinto, aunque naturalmente no supuso ninguna diferencia.
—Usas las dos manos, no una sola —dije tras una larga pausa—. ¿Tengo razón?
—¡Sí! Ahora, dime... ¿cuántos dedos hay?
Pasaron los minutos. Mi frente llena de cicatrices se cubrió de sudor, y la sensible piel nueva empezó a escocerme. Pero no me rendí. Por fin, formulé una titubeante pregunta.
—¿Pueden ser siete?
Branwen suspiró aliviada.
—Siete son.
Nos abrazamos. En ese momento fui consciente de que mi vida había cambiado por completo. Y sospeché que, hasta el final de mis días, seguiría concediendo una importancia especial al número siete.
Con todo, supe que lo más importante era que se había hecho una promesa. No importaba que la hubiera hecho yo, Branwen o ambos. Nunca más movería objetos mentalmente. Ni siquiera un pétalo de flor. Tampoco adivinaría el futuro, no intentaría dominar otros poderes que pudiera haber poseído. Pero podía ver otra vez. Podía vivir de nuevo.
Inmediatamente empecé a comer. Y apenas me detenía, sobre todo si tocaba pan con leche, mi plato favorito. O corteza de pan con mermelada de moras. O huevos de ganso crudos revueltos con mostaza, que me proporcionaban la diversión añadida de ver enfermar a cualquier monja que estuviese cerca. Una tarde, Branwen fue al mercado y trajo un único y suculento dátil... que para nosotros fue tan espléndido como un banquete real.
Y recuperé el ánimo junto con el apetito. Empecé a explorar los corredores, las celdas y los patios de San Pedro. Mis dominios eran la iglesia entera. ¡Era mi castillo! En cierta ocasión, cuando no había monjas cerca, me escabullí furtivamente hasta el patio y tomé un baño en el pequeño estanque. Lo más difícil fue reprimir el deseo de cantar con toda la fuerza de mis pulmones.
Mientras tanto, Branwen y yo trabajábamos juntos todos los días durante muchas horas, intentando agudizar mi segunda visión. En las primeras sesiones de entrenamiento utilizábamos cucharas, escudillas de cerámica y otros utensilios corrientes que ella encontraba en el recinto de la iglesia. Mas tarde, pasé a un pequeño altar de contornos suaves y madera de textura granulosa. Con el tiempo, me gradué con un cáliz de doble asa con intrincados relieves en su superficie. Aunque tardé casi toda una semana, al final conseguí leer las palabras que había grabadas en su borde: «Pedid y se os dará».
Con la práctica, descubrí que veía mejor los objetos inmóviles y no muy lejanos. Si se movían con demasiada rapidez o estaban muy alejados, con frecuencia desaparecían para mí. Un pájaro volando simplemente acababa confundiéndose con el cielo.
Por otra parte, cuando la luz ambiental se debilitaba, también le ocurría a mi segunda visión. Al anochecer, sólo conseguía ver el contorno borroso de los objetos. De noche no podía ver nada, a menos que una antorcha o la luna repelieran la oscuridad. No tenía respuesta para la pregunta de por qué mi segunda visión necesitaba algún tipo de luz. A fin de cuentas, no era como la vista normal. Entonces, ¿por qué la anulaba la oscuridad? De nuevo, la segunda visión parecía ser en parte interior, y en parte exterior. Tal vez se basaba en lo que quedaba de mis ojos, de alguna manera que yo no lograba entender. O tal vez requería algo más, algo de mi interior que no conseguía identificar.
De uno u otro modo, si bien la segunda visión era sin duda mejor que no ver nada en absoluto, no era ni de lejos tan buena como la vista que había perdido. Incluso a plena luz del día, apenas podía distinguir la más leve apariencia de los colores, mientras el resto del mundo se pintaba de diversos tonos de gris. Así, aunque sabía que Branwen llevaba ahora un velo de tela alrededor de la cabeza y el cuello y que era de un tono más claro que su toga, no apreciaba si el velo era gris o marrón. Empecé a olvidar gran parte de lo que había aprendido acerca de los colores de las cosas desde mi llegada a Gwynedd.
Y, sin embargo, podía aceptar esas limitaciones, y de buen grado. Con mi incipiente habilidad, me dirigía a las celdas o al comedor con Branwen. Me sentaba junto a una monja y conversábamos un rato, aparentemente mirándola con mis ojos, sin que ella sospechara que aquellos ojos eran inservibles. Y una mañana corrí alrededor del patio, sorteando las columnas alternativamente por cada lado y saltando por encima del estanque.
Esta vez no reprimí mis deseos de cantar.
La joven rapaz
A medida que mi segunda visión mejoraba, Branwen me ayudaba a leer las inscripciones latinas de los manuscritos religiosos que se guardaban en la iglesia. Un intenso olor a cuero y a pergamino me invadía cada vez que abría uno de aquellos tomos crujientes. Y las imágenes, de colores aun más intensos, me arrastraban lejos de allí, hasta el carro llameante de Elías, la última cena de Jesús o las tablas de piedra de Moisés.
Algunas veces, mientras me volcaba sobre aquellos textos, mis problemas se desvanecían. Me fundía con las palabras, veía hazañas, colores y rostros con una claridad y una definición que jamás habría podido ver con mis propios ojos. Y llegué a entender, como nunca antes había entendido, que los libros son verdaderamente la materia de los milagros. Incluso me atreví a soñar que algún día, de alguna manera, me rodearía de libros de muchas épocas y en muchas lenguas, como Branwen había hecho en otro tiempo.
Cada día que transcurría, mi visión se fortalecía un poco más. Una mañana descubrí que podía interpretar la expresión de Branwen por la curvatura de sus labios y el brillo de sus ojos. Otra mañana, mientras observaba por la ventana el viento que sacudía el ramaje, caí en la cuenta de que el árbol susurrante donde durante un tiempo vivió un cuclillo era un marjoleto frondoso y oscuro. Y una noche vislumbré, por primera vez desde antes del incendio, una estrella que brillaba en las alturas. A la noche siguiente me situé en el centro del patio, lejos de cualquier antorcha. Y una segunda estrella titiló sobre el horizonte septentrional. La otra noche, tres estrellas más. Después, cinco más. Ocho más. Doce más.
Branwen me acompañó al patio la noche siguiente. Nos tumbamos juntos, de espaldas sobre las losas de piedra. Con un amplio movimiento, me indicó la constelación de Pegaso. Después, lenta y cadenciosamente, me contó la historia del gran caballo alado. Mientras la escuchaba, sentí que volaba por los cielos montado sobre el ancho lomo de Pegaso. Fuimos saltando de una estrella a otra, dejamos atrás la luna y galopamos sobre el horizonte.
Cada noche después de aquélla, a menos que las nubes cubrieran el cielo por completo, Branwen y yo nos tendíamos bajo la oscura bóveda celeste. Por mucho que me gustara leer los manuscritos de la iglesia, los cielos me intrigaban aun más. Guiado por Branwen, pasaba las noches en compañía del Cisne, de Acuario y de la Osa, cuyas zarpas me rascaron la espalda en varias ocasiones. Desplegué velas, nadé largo y tendido con Piscis y desfilé junto a Hércules.
En ocasiones, mientras exploraba las estrellas, imaginaba que todo el cielo se encogía hasta convertirse en una gloriosa capa. Impulsivamente, me la ponía. De un azul intenso y tachonada de estrellas, la capa caía a mi espalda, centelleando cada vez que me movía. Las estrellas se apoyaban en mis hombros. Los planetas rodeaban mi cintura. ¡Cómo deseaba tener algún día una capa como aquélla!
Pero incluso cuando me exaltaba, no podía olvidar cuántas cosas seguían ocultas para mí. Las nubes que cubrían el cielo escondían algunas estrellas; las nubes que empañaban mi visión ocultaban algunas más. Sin embargo, la emoción que me embargaba por lo que veía compensaba de sobra la frustración que experimentaba por lo que no veía. A pesar de las nubes, las estrellas nunca me habían parecido tan brillantes.
Y aun así... seguía existiendo un lugar oscuro en mi interior al que ni siquiera llegaba la luz de las estrellas. Los fantasmas de mi pasado seguían atormentándome. Sobre todo por lo que le había hecho a Dinatius. Todavía escuchaba sus gritos, aún veía el terror en sus ojos desorbitados, todavía recordaba los restos de sus brazos, descoyuntados e inútiles. Cuando le pregunté a Branwen si Dinatius había sobrevivido, respondió que no lo sabía. Lo único que sabía era que se hallaba al borde de la muerte cuando abandonamos el pueblo. Pero una cosa estaba clara: por mucho que Dinatius hubiera hecho para provocar mi ira, su brutalidad no justificaba la mía.
Además, otra cosa seguía atormentándome, algo más profundo que la culpa: el miedo. Miedo de mí mismo y de mis espantosos poderes. Sólo con pensar en ellos se alzaba una muralla de fuego en mi mente, un fuego que me abrasaba hasta el alma. Si carecía de la fuerza necesaria para mantener mi promesa, ¿usaría yo mis poderes o ellos a mí? Si en un arrebato de ira incontrolable era capaz de destruir un árbol y a una persona con tanta facilidad, ¿qué más podría destruir otro día? ¿Podía aniquilarme totalmente a mí mismo, como había hecho con mis propios ojos?
«¿Qué clase de criatura soy, en realidad?» Quizá Dinatius tuviera razón, después de todo. Quizá la sangre de un demonio corría por mis venas, por eso podía surgir de mí en cualquier momento aquella terrible magia, como una monstruosa serpiente surgida de las profundidades marinas más lóbregas.
Y de este modo, incluso con la nueva luz de mis días, seguía turbado por la oscuridad de mis temores. Con el transcurso de las semanas, mi vitalidad, al igual que mi visión, aumentaban. Pero mi inquietud también fue creciendo. Sabía en lo más hondo de mi ser que jamás podría aplacar mis temores, hasta que descubriera de algún modo mi verdadera identidad.
Una tarde oí un nuevo sonido a través de la ventana de mi habitación. Me acerqué ansiosamente. Forcé mi segunda visión y localicé el origen del sonido entre las ramas del marjoleto. Observé y escuché durante un rato. Después, me volví hacia Branwen, que estaba sentada en su posición habitual en el suelo, al lado de mi jergón, triturando unas hierbas.
—El cuclillo ha anidado en el marjoleto. —Hablé con una mezcla de certeza y tristeza que impulsó a Branwen a dejar el mortero en el suelo—. He observado a la hembra, la he visto posada en el nido todos los días. Puso un solo huevo. Lo protegía de sus enemigos. Y ahora, por fin, ha nacido el polluelo. Ha emergido de la oscuridad.
Branwen escrutó mi rostro atentamente antes de responder.
—¿Y el polluelo ya ha volado? —preguntó al final con voz temblorosa.
Negué con la cabeza lentamente.
—Todavía no. Pero deberá de hacerlo muy pronto.
—¿No puede...? —Tuvo que tragar saliva para proseguir—. ¿No puede quedarse con su madre un rato más, compartir su nido un poco más?
Fruncí el ceño.
—Todos los seres deben volar cuando pueden.
—Pero ¿hacia dónde? ¿Adonde irá?
—En este caso, debe encontrarse a sí mismo. —Tras una pausa, añadí—: Para ello, debe encontrar su pasado.
Branwen, angustiada se llevó una mano al pecho.
—No. No hablas en serio. Tu vida no valdrá nada si vuelves... allí.
—Mi vida no valdrá nada si me quedo aquí. —Avancé un paso hacia ella. Aunque mis ojos eran inservibles, la sondeé con mi nueva mirada—. Si no puedes, o no quieres, decirme de dónde vengo, entonces debo descubrirlo por mis propios medios. ¡Por favor, entiéndelo! Debo averiguar mi verdadero nombre. Debo encontrar a mis verdaderos padres. Debo hallar mi verdadero hogar.
—Quédate —me suplicó con desesperación—. ¡Sólo eres un niño de doce años! ¡Y medio ciego, además! No tienes ni la menor idea de los riesgos que correrías. Escúchame, Emrys. Si te quedas conmigo sólo unos cuantos años más, llegarás a la pubertad. Entonces podrás decidir lo que quieres ser: bardo, monje, lo que te apetezca.
Al ver mi rostro inexpresivo, intentó un enfoque distinto.
—Hagas lo que hagas, no lo decidas ahora. Puedo contarte una historia que te ayude a pensar en toda esta locura. ¿Qué tal una de tus favoritas? ¿La del druida errante que salvó a Santa Brígida de la esclavitud? —Empezó sin esperar a que le respondiera—: Pues resulta que un día, Santa Brígida...
—Basta. —Meneé la cabeza negativamente—. Debo descubrir mi propia historia.
Branwen se puso en pie con dificultad.
—Dejé atrás mucho más de lo que podrías imaginar. ¿Sabes por qué? Para que estuviéramos seguros, tú y yo. ¿No es eso suficiente para ti?
No respondí.
—¿Tienes que hacerlo?
—Puedes acompañarme.
Se apoyó contra la pared para sostenerse.
—¡No! No puedo.
—Entonces dime cómo puedo volver allí.
—No.
—O por lo menos, por dónde empezar.
—No.
Sentí un repentino deseo de hurgar en su mente, como si fuera las entrañas de una flor. De pronto surgieron las llamas, desbordando mis pensamientos. Recordé mi promesa... y también mis temores.
—Dime solamente una cosa —le supliqué—. Una vez me contaste que conocías a mi abuelo. ¿Conociste también a mi padre?
Dio un respingo.
—Sí. Lo conocí.
—¿Era bueno, inhumano? ¿Era... un demonio?
Todo su cuerpo se puso rígido. Tras un largo silencio, habló con una voz que parecía proceder de otro tiempo.
—Sólo diré una cosa. Si algún día lo conoces, recuerda: no es lo que parece.
—Lo recordaré. Pero ¿no puedes decirme nada más?
Negó con la cabeza.
—¡Mi propio padre! Sólo quiero conocerlo.
—Es mejor que no.
—¿Por qué?
En lugar de responder, se limitó a menear la cabeza tristemente. Se dirigió a la mesita baja que albergaba su surtido de hierbas medicinales. Eligió unas cuantas con destreza y las trituró hasta obtener un polvo grueso que vertió en una talega de cuero que colgaba de un cordón.
—Esto quizá prolongue un poco tu vida —dijo con resignación, tendiéndome la talega.
Fui a responder, pero me interrumpió.
—Y toma esto, de la mujer que siempre deseó que la llamases madre.
Lentamente, introdujo la mano entre los pliegues de su toga y extrajo su preciado medallón.
A pesar de mi limitada visión, distinguí el intenso destello verde.
—¡Pero si es tuyo!
—Tú lo necesitarás más que yo.
Se quitó el medallón y oprimió una vez más entre sus dedos el centro enjoyado, antes de pasar el cordón alrededor de mi cuello.
—Se llama... Galator.
Contuve el aliento al oír aquella palabra.
—Cuídalo bien —prosiguió—. Su poder es grande. Si no puede velar por tu seguridad, nada en este mundo podrá protegerte.
—Tú velaste por mi seguridad. Has construido un buen nido.
—Durante un tiempo, tal vez. Pero ahora... —Las lágrimas se asomaron a sus ojos—. Ahora debes volar.
—Sí. Ahora debo volar.
Me acarició la mejilla cariñosamente.
Di media vuelta y salí de la habitación, acompañado por el eco de mis pasos sobre el corredor de piedra.
El viejo roble
Tras cruzar las puertas de madera tallada de la iglesia de San Pedro, me sumergí en el bullicio y la confusión de Caer Myrddin. A mi débil vista le llevó algún tiempo adaptarse a toda aquella conmoción. Por las calles de piedra circulaban carros traqueteantes con sus caballos, además de asnos, cerdos, ovejas y unos cuantos perros de lanas. Los mercaderes anunciaban sus productos a voz en cuello, los mendigos se aferraban insistentemente a las vestiduras de los peatones, los ociosos se agolpaban alrededor de un hombre que hacía malabarismos con unas pelotas, y gentes de toda catadura caminaban a paso vivo cargando cestos, fardos, verduras frescas y montañas de ropa.
Volví la cabeza para contemplar el marjoleto, cuyas ramas distinguía a duras penas por encima de la tapia de la iglesia. A pesar del dolor que había experimentado en aquel lugar, echaría de menos el tranquilo silencio de mi habitación, los pausados cantos de las monjas, el pájaro que vivía entre las ramas de aquel árbol. Y más de lo que nunca había imaginado, echaría de menos a Branwen.
Entre la masa borrosa de personas, animales y productos, distinguí una especie de hornacina en la acera opuesta. Sentí curiosidad y decidí acercarme, aunque para eso tendría que cruzar a nado la rápida corriente del tráfico urbano. Me mordí el labio e inicié la travesía.
Al instante, fui empujado y pateado, vapuleado y abofeteado. Como no veía lo bastante bien para sortear el tráfico, choqué con un hombre que llevaba a hombros un haz de leña. Salieron volando leños en todas direcciones, seguidos por una retahíla de insultos. Después, me di de narices contra el flanco de un caballo. Segundos más tarde, una rueda de carro casi me cercena los dedos de los pies. Pese a todo, de alguna manera conseguí cruzar hasta el otro lado. Me aproximé a la hornacina.
Como monumento, no era gran cosa, una simple talla de una rapaz posada sobre un cuenco de agua turbia. Si alguien debía ocuparse de él, hacía muchos años que lo había descuidado. Las alas del ave se habían roto. Las piedras que rodeaban la base se estaban desmigajando. Probablemente, muy pocas personas de las numerosas que pasaban a diario junto a ella se percataban de su presencia.
Y, sin embargo, algo de esta vieja y olvidada hornacina me intrigaba. Me acerqué aun más, hasta tocar el gastado pico de la rapaz. Por las descripciones de Branwen, sabía lo suficiente para adivinar que la hornacina se había erigido posiblemente en honor a Myrddin, uno de los dioses más venerados por los antiguos celtas, que a veces adoptaba la forma de un ave rapaz, concretamente de un halcón. Uno de sus Apolos, como habría dicho Branwen. Aunque todavía me costaba aceptar su idea de que semejantes espíritus seguían habitando en la Tierra, me acordé una vez más del ciervo y el jabalí que habían luchado por nosotros hacía ya tanto tiempo. Si eran realmente Dagda y Rhita Gawr, ¿era posible que el espíritu de Myrddin estuviera vivo también?
Un asno cargado de pesados sacos chocó contra mí. Caí dentro de la hornacina e introduje la mano sin querer en la turbia agua. Mientras me incorporaba y sacudía la mano para secármela, intenté imaginar cómo debió de ser Caer Myrddin siglos atrás. Branwen me había contado que, en lugar de una bulliciosa ciudad, era sólo una tranquila colina con un manantial donde los pastores errantes se detenían a descansar. Con el tiempo se convirtió en un centro comercial que recibía productos de las granjas de Gwynedd y de regiones tan alejadas como Gwent, Brycheiniog y Powys Fadog. Cuando llegaron los romanos, construyeron una fortaleza en las empinadas orillas del río Tywy. Y ahora, las antiguas carreteras militares, como la que conducía a Caer Vedwyd, enlazaban la ciudad con los frondosos valles y los bosques repletos de ciervos del norte, y también río abajo, hasta el mar. Tanto si en la actualidad alguien dedicaba algún tiempo a recordar esas cosas como si no, este ruinoso santuario —y el propio nombre de la ciudad— seguían conectando Caer Myrddin con su pasado remoto.
Comprendí que ése era el objetivo de mi viaje. Ponerme en contacto con mi pasado. Averiguar mi nombre. Encontrar mi hogar. A mis padres. Y aunque no tenía ni idea de adonde me conduciría este viaje, ni en qué lugar terminaría, de pronto supe dónde debía empezar.
El mar. Tenía que regresar al mar. Al mismísimo lugar donde había sido arrojado a la rocosa orilla, hacía cinco años.
Quizá, cuando llegase a aquella abominable costa, no encontraría nada más que aristas de roca, gaviotas estridentes y olas cadenciosas. O tal vez encontraría la pista que buscaba. O por lo menos una pista sobre la pista. Como esperanza, no era gran cosa, pero era la única que tenía.
Durante lo que me parecieron horas, vagué por la ciudad, intentando permanecer en las callejuelas laterales para evitar que me pisoteara el gentío. Como si no fuera ya consciente de las limitaciones de mi visión, tropecé y choqué las veces suficientes para conseguir que los tobillos me dolieran horriblemente dentro de mis botas de cuero. A pesar de ello, seguí adelante. Estoy seguro de que mucha gente llegó a la conclusión —correcta— de que yo era un torpe zoquete, pero estoy igualmente seguro de que nadie adivinó que mis ojos eran del todo inservibles. Las ocasionales palabras amables que me dedicaron se debían a mis cicatrices, no a mi ceguera.
Por fin, encontré el camino hacia la carretera que bordeaba el río Tywy. Sabía que si la seguía hacia el norte el trecho suficiente llegaría a mi antiguo pueblo. Desde allí me dirigiría al mar.
Al final conseguí llegar a las murallas de la ciudad, que medían diez pasos de grueso y el doble de alto. Crucé el ancho puente, con cuidado para no tropezar con el desnivelado pavimento. Después, continué por el valle cubierto de bosques.
Mientras caminaba lentamente por la orilla del río, me concentraba en cada paso. Si mi atención se distraía, aunque fuera sólo por un instante, lo más probable era que acabase en el suelo. Me ocurrió demasiadas veces. Una de ellas fue en medio de la plaza de un pueblo, por culpa de un burro que casi me atropella a traición.
Pese a todo, me las apañé bastante bien. Caminé durante tres días, comiendo moras y frambuesas para acompañar la ración de queso que me había ofrecido una de las monjas. En todo ese tiempo no hablé con nadie, ni nadie habló conmigo. Un día, al anochecer, ayudé a un pastor a sacar un cordero que se había caído en una zanja y me lo agradeció con una hogaza de pan, pero ése fue mi único contacto con otras personas.
Finalmente, la carretera dio paso al viejo camino de sirga que atravesaba Caer Vedwyd. Por el río bajaban algunas barcazas, que navegaban silenciosamente entre familias de patos y cisnes. Al aproximarme al pueblo, me mantuve al abrigo de los árboles, andando paralelo al camino pero a varios metros de distancia. De este modo, nadie me veía. En ocasiones, me atracaba de raíces, bayas y hojas comestibles. Volví a beber el agua del arroyo, al pie del gran pino bajo el que me había cobijado durante la tormenta, pero deseé no haber bajado nunca a la tierra. De una manera extraña, aquí, en el bosque, me sentía más en mi hogar que en ningún otro lugar de Gwynedd. Al final de la tarde, me detuve cerca del puente de Caer Vedwyd. Tuve la borrosa visión de una figura alta, pero encorvada, al otro lado del puente. Me esforcé por verla con más nitidez, mientras el viento se levantaba a mi alrededor. Podía tratarse de un árbol decrépito, excepto por el hecho de que nunca me había fijado en que hubiese un árbol en aquel punto. No conseguía librarme de la sensación de que era, en cambio, el cuerpo retorcido de una persona, una persona que solamente tenía muñones por brazos.
No me entretuve. A pesar de los obstáculos, me abrí paso por el bosque un buen trecho y evité también los siguientes pueblos que encontré. A medida que las sombras se iban alargando, mi visión se debilitaba y mi avance era cada vez más lento. Finalmente, tras alejarme de cualquier signo de presencia humana, me encontré de pronto en un amplio prado. Cubierto de arañazos por mis numerosas caídas y agotado por la caminata, descubrí una hondonada en la blanda hierba y me acurruqué en el fondo, hecho un ovillo, para dormir.
Me despertó la luz del sol en la cara. Retrocedí por el prado y regresé al camino, cerca del punto donde se separaba del río. Salvo a un anciano, cuya rala barba blanca rebotaba contra su pecho a cada paso que daba, no me encontré con nadie más en este tramo. Observé al anciano, con el deseo nuevamente de que me saliera barba a mí también, para tapar aquellas lamentables cicatrices. Algún día, tal vez. Si vivía lo suficiente.
A pesar de la ausencia de asentamientos humanos, no me sentía desorientado. Mis recuerdos del camino hasta el mar seguían siendo sorprendentemente claros. Pues, aunque había recorrido este trayecto una sola vez en mi vida, lo había repetido innumerables veces en mis sueños. Sin dejar de arrastrar los pies, empecé a acelerar el paso. Casi podía oír el lejano batir de las olas.
A cada momento introducía la mano en mi túnica y tocaba el Galator. Apenas sabía nada de él, pero me resultaba curiosamente reconfortante comprobar que seguía allí. Lo mismo podía afirmar de la talega de cuero que me había confiado Branwen y que llevaba colgada en bandolera de mi hombro.
El viejo camino se degradaba progresivamente hasta que no fue nada más que un sendero cubierto de hierba. Al final se internaba en una grieta formada en un risco que había empezado a desmoronarse. Detecté en el aire una leve vaharada de salitre. Conocía este lugar, lo notaba en mis huesos.
La negra roca se erguía verticalmente hasta veinte veces mi propia altura. Las gaviotas chillaban y se lanzaban en picado entre los acantilados. El sendero giraba bruscamente hacia la derecha y terminaba donde yo sabía que lo haría: en el océano.
Ante mí se extendían las aguas grisazuladas, sin límite y sin fondo. El olor a algas me hizo cosquillas en la nariz. Las olas avanzaban impetuosamente y retrocedían, moliendo la arena contra la roca. Las gaviotas de mayor tamaño sobrevolaban la costa en círculos, graznando ruidosamente.
Crucé la negra muralla de rocas, sorteando las minúsculas lagunas formadas por la marea y los restos de maderos carcomidos. Nada había cambiado. Cuando las olas lamieron mis pies, miré hacia el oeste. La niebla que enturbiaba mi visión se fundió con la bruma que se levantaba del mar. Me esforcé por ver con más claridad, pero resultaba imposible.
«Nada ha cambiado.» Las negras rocas, la brisa salobre, el incesante ritmo de las olas. Exactamente igual que antes. ¿Ocultaban una pista en alguna parte? En ese caso, ¿qué esperanzas tenía de encontrarla? El mar era inmenso y yo era tan... diminuto. Mi cabeza se hundió un poco más entre mis hombros. Empecé a andar sin rumbo, chapoteando con mis botas de cuero en el agua fría.
Entonces vi una silueta que había cambiado. Al viejo roble, aunque todavía era un mastodonte, le habían arrancado casi toda la corteza, ahora despedazada en tiras desiguales desparramadas por el suelo y entre las raíces. Había varias ramas rotas y astilladas diseminadas por la rocosa playa. Incluso el hueco del tronco desde cuyo interior me había defendido del ataque del jabalí, estaba perforado, con sus paredes rajadas y alabeadas. El viejo árbol había muerto finalmente.
Cuando me acercaba a sus restos, tropecé, y una arista de roca me raspó la espinilla. Pero corté en seco mi alarido de dolor, pues no deseaba avisar de mi presencia a ningún jabalí salvaje que pudiera hallarse en las proximidades. Tanto si el animal con el que me había tropezado aquí era Rhita Gawr como si no lo era, sin duda quería ver sus colmillos teñidos de sangre. Ahora no había lugar alguno donde esconderse, si se presentaba un nuevo jabalí. Y casi con toda certeza, ningún Dagda vendría a rescatarme.
Me dolían los hombros y las piernas. Me senté sobre las raíces sin vida. Pasé la mano por el borde del hueco y todavía se palpaba las marcas de los afilados colmillos del jabalí. Lo sentí como una experiencia muy reciente. Demasiado reciente. Y, sin embargo, este viejo árbol, cuya fuerza me había parecido entonces eterna, no era ahora nada más que un esqueleto.
Sacudí un pie para librarme de un jirón de corteza de árbol, mientras sentía que yo mismo no había salido mucho mejor parado que él. Había regresado a este lugar, si todavía no muerto, sí peligrosamente cerca del fin. Estaba casi ciego. Estaba definitivamente perdido.
Permanecí sentado con la barbilla apoyada en las manos, contemplando la orilla, absorto. Advertí que la marea empezaba a retirarse. La frontera entre las escarpadas rocas y el mar se fue haciendo progresivamente más ancha, al tiempo que dejaba una franja de arena cuyos confines aislaban sus propios océanos y montañas en miniatura.
Un cangrejo ermitaño cruzaba renqueante este paisaje de arena. Lo observé mientras forcejeaba con un caparazón de molusco medio enterrado en la orilla de una laguna formada por la marea. Tras mucho pellizcar y arañar, el cangrejo se cobró finalmente su pieza, una caracola veteada de un color que me recordó vagamente el naranja. Supuse que el cangrejo festejaría haber hallado, por fin, un nuevo hogar. Pero antes de que pudiera saborear su triunfo, una repentina ráfaga de brisa marina arrancó el caparazón de sus pinzas. La caracola cayó en la laguna poco profunda y se quedó flotando como una diminuta balsa, balanceándose al ritmo de las minúsculas olas.
Al ver que el cangrejo varado en la orilla contemplaba cómo se alejaba flotando su trofeo duramente ganado, esbocé una sonrisa sardónica. Así es como funciona. Crees haber encontrado tu sueño y, sin previo aviso, lo pierdes para siempre. Crees haber encontrado tu hogar y lo ves alejarse a la deriva.
Alejarse a la deriva. Contra toda lógica, tuve una repentina idea. Un idea descabellada, absurda y desesperada.
¡Construiría una balsa! Tal vez este mismísimo árbol, que ya me había ayudado en otra ocasión, me ayudaría de nuevo. Tal vez esta marea, que ya una vez me había devuelto a la orilla, me conduciría ahora a mar abierto. Decidí confiar. Simplemente, confiar. En el árbol. En la marea.
No tenía nada que perder, excepto la vida.
A la mar
Construí una balsa con las ramas rotas del viejo roble, unidas con jirones de corteza flexible a modo de sogas. Como sólo podía recurrir a mi segunda visión, calculé mal el encaje de las ramas y la resistencia de los nudos. Aun así, tabla a tabla, mi balsa fue tomando forma. En su centro coloqué una gran sección del hueco del árbol, lo cual me proporcionó un asiento ligeramente cóncavo desde donde podía pilotarla. Finalmente, até los bordes con largas tiras de algas que recogí entre las rocas.
Para cuando hube terminado, el sol empezaba a ponerse. Arrastré mi pobre embarcación hasta la orilla del agua. Siguiendo un impulso repentino, antes de empujarla mar adentro, corrí hasta la laguna de la marea donde seguía flotando la caracola marina. La recogí y la trasladé a la arena para que el cangrejo pudiera encontrar de nuevo su hogar.
Los chillidos de las gaviotas parecían carcajadas cuando empecé a caminar entre las frías olas, empujando mi débil nave. Antes de subir a bordo me detuve, indeciso. Dos mundos distintos tiraban de mí en direcciones opuestas. Me hallaba exactamente en el límite entre la tierra y el mar, ente el pasado y el futuro. Por un momento, mi ánimo flaqueó. El agua me llegaba a los muslos, la misma agua que casi me ahoga en el pasado. Quizá me estaba precipitando. Quizá debería regresar a la orilla e idear un plan mejor.
Justo en ese momento capté un resplandor dorado entre los restos del viejo árbol. Los últimos rayos del sol habían alcanzado el tronco, que ya empezaba a arder. Me recordó otro árbol que se quemó, un árbol cuyas llamas seguían abrasándome profundamente. Y supe que debía buscar nuevas respuestas a mis preguntas.
Me encaramé a bordo de la balsa y me senté en el centro cóncavo, con las piernas cruzadas al frente. Contemplé una vez más los negros acantilados y desvié la vista de la costa. Remé un buen rato, introduciendo las manos en las frías aguas, hasta que se me cansaron los brazos. El sol poniente, aún lo bastante intenso para caldear mi piel húmeda, arrancaba destellos del agua, combinando más colores de los que yo era capaz de percibir. Y, sin embargo, aunque en realidad no veía nada, distinguí una telaraña de luz rosada y dorada que bailaba justo por debajo de las olas.
Cuando la corriente me alejó de la costa, sentí una brisa a mis espaldas. No sabía adonde me conduciría el mar. Sólo podía confiar.
Me acordé de antiguos navegantes como Bran el Bendito, Odiseo y Jonás, cuyas historias me había contado Branwen. Y me pregunté si a alguien más, aparte de ella, le importaría mi propia travesía marina. Deseé que algún día me fuera posible contársela. Pero en el fondo de mi corazón sabía que nunca más volvería a verla.
Una gaviota de cabeza negra pasó rozando la cresta de las olas en busca de su cena. Con un fuerte chillido, viró hacia la balsa y se posó en una de las sogas de algas que colgaba por babor. Asió con el pico uno de los verdes jirones y tiró de él rabiosamente.
—¡Fuera! —le grité, manoteando frente a su rostro. Lo último que necesitaba en aquel momento era que un ave hambrienta hiciera pedazos mi pequeña embarcación.
La gaviota soltó el alga, despegó con un graznido y empezó a volar en círculos por encima de la balsa. Unos segundos más tarde volvió a posarse, esta vez sobre mi rodilla. Los ojos del ave, que intuí amarillos como el sol, me escrutaron fríamente. Al parecer, decidió que yo era demasiado grande (o demasiado duro) para constituir una buena cena. Echó hacia atrás la negra cabeza y remontó el vuelo, dirigiéndose de nuevo hacia la orilla.
Mientras contemplaba la partida de la gaviota, bostecé irrefrenablemente. El constante balanceo de las olas empezaba a adormilarme, sobre todo porque estaba agotado tras varios días de viaje desde Caer Myrddin. Mas, ¿cómo iba a dormir? Podía caerme de la balsa o, peor aun, perderme algo importante.
Intenté descansar sin dormirme. Encorvé la espalda y apoyé la cabeza en las rodillas. Para mantenerme despierto, me concentré en el sol que se ponía lentamente. Ahora, el gran disco llameante rozaba justo la superficie del agua, proyectando una brillante franja de luz por encima de las olas, a la derecha de mi balsa. Podía haber sido una calle pavimentada de oro, un camino a través del agua.
Me pregunté adonde conduciría ese camino y también a qué lugar conduciría el mío.
Volví la cabeza y confirmé que el reflujo me había alejado bastante de la orilla. Aunque la brisa había amainado, comprobé que la balsa debía haber entrado en una corriente. Brincábamos sobre las olas, que me salpicaban constantemente. A pesar del bamboleo, las ataduras de mi balsa resistían y sus tablas no cedían. Probé el salado rocío pasando la lengua por mis labios. Cuando volví a apoyar la cabeza en las rodillas, no pude evitar un nuevo bostezo.
El sol, escarlata e hinchado, inflamaba las nubes con colores que yo sólo podía distinguir sutilmente. Percibía con más claridad la forma del sol a medida que se aplanaba contra el horizonte. Instantes después, como una burbuja que estallara de improviso, desapareció bajo las olas.
Pero no advertí la llegada de la oscuridad, puesto que me había quedado dormido.
Me despertó una súbita ducha de agua fría. Había caído la noche. Miríadas de estrellas formaban racimos alrededor de la luna menguante más delgada que jamás había contemplado. Escuché el incesante chapaleteo de las olas, el azote del agua contra la madera. No dormí más en toda la noche. Temblando de frío, encogí las piernas con fuerza contra mi pecho. Sólo podía esperar lo que el mar deseara mostrarme.
Cuando el sol empezó a elevarse a mis espaldas, descubrí que la costa de Gwynedd había desaparecido. Ni siquiera los imponentes acantilados eran ya visibles. Sólo un tenue jirón de nube se extendía como un gallardete desde lo que supuse, sin mucha convicción, que sería la cima del Y Wyddfa.
Detecté que un madero se había soltado de su atadura y lo sujeté de nuevo. A medida que el día transcurría lentamente, mi espalda y mis piernas estaban cada vez más entumecidas y me dolían, pero no podía ponerme en pie para estirarlas sin riesgo de caerme por la borda. Las olas se estrellaban implacablemente contra la balsa y contra mí. El caluroso sol me quemaba el cogote. Mientras tanto, sentía la boca y la garganta más abrasadas todavía, sensación que aumentaba con el paso de las horas. Nunca antes había tenido tanta sed.
Justo a la puesta de sol, divisé un grupo de grandes cuerpos fusiformes que saltaban por encima de las olas. Aunque el grupo estaba formado por siete u ocho ejemplares, todos nadaban perfectamente al unísono. Avanzaban como una única ola, sumergiéndose y surcando el aire alternativamente. Al pasar cerca de mi balsa, cambiaron de rumbo bruscamente y describieron un círculo completo a mi alrededor. Me rodearon una vez, dos veces, hasta tres veces, atravesando a saltos las burbujas creadas por su propia estela.
¿Eran delfines? ¿O tal vez hombres del mar? Aquellos a quienes Branwen llamaba pueblos del mar, que supuestamente eran mitad humanos y mitad peces. No veía lo suficiente bien como para distinguirlo. Pero verlos, aun con dificultad, me dejó maravillado. Mientras se alejaban, sus cuerpos relucían bajo la luz dorada, y me prometí a mí mismo que si vivía muchos años haría cuanto pudiese por explorar las misteriosas profundidades submarinas.
Transcurrió otra noche, tan fría como la anterior. La luna menguante se desvaneció por completo, engullida por las estrellas. De pronto, me acordé de las constelaciones y de los relatos de Branwen sobre sus orígenes. Después de mucho buscar, logré identificar unas cuantas, incluyendo mi favorita, el alado Pegaso. Imaginé que el constante balanceo de mi balsa era el galope, el galope del corcel cruzando el cielo.
Me dormí y soñé que era transportado a lomos de una gran criatura alada, aunque no estaba seguro de si era Pegaso o no. De repente nos lanzábamos en picado a la batalla. Un sombrío castillo, custodiado por espectrales centinelas, se erguía ante nosotros. ¡Y sí! El castillo giraba sobre sí mismo, sobre sus propios cimientos. La edificación giratoria nos arrastraba hacia ella inexorablemente. Recurrí a todo mi poder para cambiar el rumbo, pero no lo conseguí. En pocos segundos nos estrellaríamos contra las murallas del castillo.
En ese momento, desperté. Me estremecí por algo más que por el frío. El sueño ocupó mis pensamientos durante buena parte del día siguiente, aunque seguía sin entender su significado.
Antes de caer la tarde, el horizonte empezó a oscurecerse por el oeste. Las olas eran ahora más altas y lanzaban mi embarcación de un lado a otro, animadas por las ráfagas de viento que proyectaban rociadas de espuma. La balsa gemía y crujía. Se rompieron varias sogas de algas y apareció una grieta en la gran plancha de madera que había recuperado del hueco del viejo roble. Aun así, la tormenta pasó de largo. Con el ocaso, las aguas volvieron a la calma. Yo estaba empapado, naturalmente, y me moría de sed, pero tanto mi nave como yo seguíamos indemnes.
Esa noche hice cuanto pude por reparar las ligaduras rotas. Más tarde, sentado con las piernas cruzadas, un viento gélido empezó a azotarme. Otra sombra, más oscura que la anterior, se desplegó ante las estrellas. Cubrió rápidamente el cielo por el sur, después por encima de mí, hasta que finalmente se ennegreció todo el cielo.
Cuando la oscuridad me envolvió, mi segunda visión se debilitó hasta extinguirse, inservible en medio de tanta negrura. ¡No veía nada! No estaba menos ciego que el día de mi llegada a la iglesia.
Poderosas olas empezaron a elevarse y arremolinarse, zarandeando mi balsa en medio de la oscuridad más absoluta. El agua resbalaba por mi rostro, mi espalda, mis brazos y mis piernas. Y esta vez, la tormenta no amainaba. Por el contrario, arreciaba, cobraba fuerza cada minuto que transcurría. Acurrucado en mi asiento, me encogí cuanto pude, como un erizo que temiera por su vida. Sujeté con ambas manos los bordes de la balsa, aferrándome a los restos de madera que me mantenían a flote.
¡Mis poderes! Por un instante pensé en conjurarlos. Tal vez podría mantener unida la balsa, ¡o incluso calmaría el oleaje! Pero no. Lo había prometido. Además, aquellos poderes me aterrorizaban hasta lo más hondo, más aún que este horrendo temporal. La verdad era que no sabía nada de magia, excepto de sus terribles consecuencias: el hedor a carne quemada, los gritos de otra persona, la agonía de mis propios ojos abrasados. Por muy útiles que resultaran mis poderes, estaba convencido de que jamás volvería a utilizarlos.
Y en el transcurso de la negra noche, la tormenta no dejó de rugir y aullar. Sobre mí caía una incesante cortina de agua. Las enormes olas me vapuleaban sin piedad. En cierto momento, recordé la historia de Bran el Bendito, que sobrevivió a una horrible tormenta en el mar, y por un momento albergué la esperanza de que también yo conseguiría sobrevivir. Pero la esperanza se ahogó enseguida con las acometidas del océano.
Tenía ambas manos ateridas por el frío, pero no me atrevía a soltarme de la balsa para intentar calentarlas. Se rompieron otras ataduras de la embarcación. Un madero se rajó por la mitad. Me dolía la espalda, aunque no tanto como el corazón: de alguna manera, en lo más íntimo de mí sabía que aquella tormenta significaba el final de mi viaje.
El sol naciente iluminó mezquinamente el cielo, apenas lo suficiente para que yo empezara de nuevo a percibir formas. Acababa de recuperar por completo mi segunda visión cuando una poderosa ola rompió con tanta fuerza sobre mí que me dejó sin aliento. La balsa se alabeó y finalmente se partió en dos.
En aquel aterrador instante fui arrojado al mar embravecido y arrastrado a merced de las corrientes. Por suerte, encontré por el tacto un madero flotante y me agarré con las fuerzas que me quedaban. Otra ola pasó por encima de mí, y luego otra, y otra más.
Mis fuerzas iban menguando y empecé a aflojar mi presa. La enloquecida tormenta seguía descargando toda su furia. En ese momento, creí que el amanecer del nuevo día sería el último para mí. Apenas si noté la nube de curiosa forma que se cernía a baja altura sobre las aguas, una nube que casi parecía una isla de niebla.
Con un grito lastimero, me solté. El agua entró a raudales en mis pulmones.
SEGUNDA PARTE
El guerrero caído
Ya no me balanceaba.
Ya no me ahogaba.
Una vez más, me desperté en una costa desconocida. El mismo rumor del oleaje llegaba a mis oídos. El mismo sabor a salitre amargaba mi boca. La misma sensación de muerte inminente contraía mi estómago.
¿Los tormentos que había sufrido en los años que viví con Branwen eran un sueño? ¿Una perversa y terrible pesadilla?
Supe la respuesta antes incluso de que mis dedos cubiertos por una costra de sal palparan las cicatrices de mis mejillas y mis ojos inservibles. Y el Galator que pendía de mi cuello. Gwynedd había sido real. Tan real como el extraño e intenso olor que perfumaba el aire en este lugar.
Rodé sobre un costado y aplasté una caracola con la cadera. Me senté y me embebí de aire fresco. Tenía el sabor dulce de un prado en verano, pero con un matiz. Más penetrante. Más auténtico.
Aunque podía oír el flujo y el reflujo de las olas no muy lejos, no conseguía localizarlas con mi segunda visión. Sin embargo, no era a causa de mi débil vista. Las olas quedaban ocultas por una ondulante muralla de niebla, una niebla tan espesa que impedía ver lo que había detrás.
En el interior de la muralla de niebla parecían relucir unas curiosas formas que conservaban su entidad unos segundos y luego se desvanecían. Vi algo parecido a un gran portal, con una puerta giratoria cerrada. Al evaporarse, fue sustituida por una cola provista de púas, muy grande como para pertenecer a un dragón. A continuación, ante mis ojos, la cola se transformó en una enorme cabeza con una prominente nariz. Como un gigante de niebla, se volvió lentamente hacia mí, moviendo la boca como si hablara, antes de disolverse entre la confusión de nubes.
Torciendo mi dolorida espalda, miré a mi alrededor. Esta playa, a diferencia de la costa de Gwynedd, propiciaba un suave encuentro entre la tierra y el mar. No había montones de rocas irregulares esparcidas por la orilla, sólo caracolas de color rosado, blanco y púrpura, diseminadas por la fina arena. Al lado de mi pie, una frondosa enredadera se desplegaba por la playa como una reluciente serpiente verde.
Rosa. Púrpura. Verde. Mi corazón dio un vuelco. ¡Podía percibir los colores! Quizá no con la claridad de mis recuerdos anteriores al incendio, pero mucho mejor que antes de que el mar hiciera añicos mi balsa.
Pero, un momento. No podía ser verdad. Al examinar mi propia piel, y luego los pliegues de mi túnica, comprobé que no presentaban colores más vivos que antes.
Lo comprendí con un rápido vistazo a la playa. No era que mi vista hubiese mejorado, sino que este paisaje sencillamente irradiaba color. Las caracolas, las hojas relucientes, la arena de este lugar, eran más brillantes e intensas para los sentidos. Si me parecían tan vivas sólo con mi segunda visión, ¿cómo serían para unos ojos que vieran de verdad?
Recogí una de las caracolas en espiral. Unas líneas de color púrpura circundaban su superficie de un blanco resplandeciente. Encajaba cómodamente en mi mano, como si fuera un viejo amigo que saluda a otro.
Acerqué la caracola a mi oído, con la esperanza de oír el rumor del mar retumbando en sus cámaras. En su lugar, oí una extraña respiración, como una voz muy lejana. Susurraba en una lengua que no conocía. Intentaba decirme algo.
Contuve el aliento y miré el interior del caparazón. Me pareció vulgar y corriente. Debí de haberlo imaginado. Volví a acercármela a la oreja. ¡De nuevo, la voz! Esta vez más clara que antes. Sin dar crédito a mis oídos, creí entender que decía: «cuidaaado... cuidaaado».
Solté la caracola inmediatamente. Tenía las palmas de las manos sudorosas y el estómago revuelto. Me puse en pie. Me dolían las piernas, la espalda y los brazos, que sentía rígidos y entumecidos. Miré una vez más la caracola y sacudí la cabeza. Agua de mar en los oídos. Quizá fuera eso.
«Agua. Debo encontrar agua potable.» Si encontraba agua, me sentiría más vivo.
Subí hasta la cresta de una duna que se alzaba a gran altura sobre la playa. Lo que vi me dejó sin aliento.
Un tupido bosque, con multicolores aves que revoloteaban entre las copas de los gigantescos árboles, se extendía hacia el oeste casi hasta el horizonte, donde se elevaban unas onduladas colinas semiocultas por la niebla, y el verde del bosque adoptaba un tono intensamente azul. Entre el horizonte y el punto donde me encontraba se expandía un frondoso valle, variopinto como un tapiz. La luz del sol llegaba a raudales del bosque y bañaba los prados, combinándose en un gran río que se precipitaba hacia el mar. A lo lejos crecían más árboles, aunque en hileras ordenadas que parecían menos naturales que el bosque, más semejantes a un huerto plantado por seres humanos mucho tiempo atrás.
Estaba a punto de descender hacia el valle y aplacar mi sed cuando algo más atrajo mi atención. Aunque sólo llegaba a ver un corto tramo de la orilla oriental del río, me pareció mucho menos verde que la otra orilla. Más bien, era pardorrojiza, del color de las hojas secas. O de la herrumbre. Al principio me provocó una sensación de desasosiego, pero luego se me ocurrió que, probablemente, sólo se trataba de alguna especie de vegetación extraña. O tal vez un efecto de la luz, debido a la masa de nubes oscuras que se cernían sobre el horizonte, hacia el este.
Mi reseca garganta me obligó a volver de nuevo al exuberante valle y al bosque que se extendían a mis pies. ¡Era hora de beber algo! Después exploraría esta isla envuelta por la niebla, si, en efecto, era una isla. Aunque no podía definirlo con palabras, algo de este lugar me impulsaba a quedarme a investigar, pese a la extraña experiencia con la caracola. Tal vez fueran los estimulantes colores. O quizás el mero hecho de que había confiado en las olas y ellas me habían traído hasta aquí. Con razón o sin ella, decidí quedarme por un tiempo... pero sólo por un tiempo. Si no encontraba ninguna pista sobre mi pasado, me marcharía sin tardanza. Me construiría otra barca, más sólida que la primera, y proseguiría mi búsqueda.
Contemplé la duna en toda su altura. La arena cedía enseguida el paso a la hierba, cuyos delgados tallos se balanceaban con la fragante brisa. Aún dolorido y entumecido a causa del viaje, aceleré el paso a medida que descendía. Pronto estaba corriendo a campo abierto. Al notar el viento en la cara, me di cuenta de que era la primera vez que corría desde que había abandonado Caer Myrddin.
Me aproximé a un arroyo de aguas centelleantes y me arrodillé sobre las musgosas piedras que se alineaban en la orilla. Inmediatamente sumergí la cabeza. El agua fría y cristalina abofeteó mi rostro. Fue una sorpresa similar a la que me habían causado al principio los colores y olores de esta tierra. Bebí hasta hartarme, hasta sentirme hinchado, y luego bebí un poco más.
Saciado por fin, me apoyé sobre un codo para absorber ahora el claro y aromático aire. La hierba me hacía cosquillas en la barbilla. Rodeado por tanta hierba alta, cualquiera que pasase me habría tomado por un leño varado en el lecho del río. Escuché el sutil roce de los tallos frotándose unos con otros, el viento que soplaba a ráfagas en el bosque, la monótona danza del arroyo. Un escarabajo rojizo de largas patas correteó perezosamente entre los pliegues de mi túnica.
Una repentina racha de aire pasó justo por encima de mi cabeza y me sacó bruscamente de mi ensoñación. Fuera lo que fuese, me había pasado cerca a la velocidad de una flecha, tan veloz que no tenía ni idea de qué podía ser. Con precaución, me incorporé a medias. Mi segunda visión detectó cierto movimiento entre la hierba, corriente abajo. Me puse en pie de un brinco.
Un penetrante silbido brotó de entre la hierba, seguido por fuertes siseos y ladridos. Los desagradables sonidos aumentaron a medida que me aproximaba. Tras avanzar varios pasos, me detuve, estupefacto.
La rata más grande que había visto en mi vida, gruesa como mi muslo, con unas patas musculosas y unos dientes afilados como hojas de puñal, luchaba frente a mí. Su adversario era un pequeño halcón con la cola a franjas pardas y el dorso gris: un esmerejón . Pese a que la rata era tres veces mayor que el ave, la lucha parecía estar bastante igualada.
Se batían furiosamente. Las largas garras del esmerejón estaban firmemente clavadas en el cogote de la rata. El roedor se contorsionaba, con la intención de morder y arañar la cabeza de su enemigo. Pero el coraje del esmerejón era mayor que su compacto cuerpo, pues se limitaba a chillar y a clavar más las garras, hasta que cubrió de sangre el duro pellejo de la rata. Volaban plumas y la sangre salpicaba la hierba. Mientras arañaban, mordían y gruñían, se revolcaban uno sobre otro en un salvaje frenesí.
La lucha podía haber continuado un rato más sin un vencedor claro de no haber sido por otra rata que salió de un matorral próximo al río. Fuera por lealtad hacia su especie o, más probablemente, por la codicia de una presa fácil, se apuntó a la refriega. Enterró sus uñas en una de las alas del esmerejón y trató de desgarrársela con saña.
La rapaz emitió un agudo chillido, pero logró mantener su presa sujeta y se revolvió contra su nuevo agresor. La segunda rata, con el rostro destrozado por el pico del ave, se soltó y dio un rodeo para situarse al otro lado de su víctima. El ala desgarrada del esmerejón aleteaba en vano cuando una de sus garras perdió su asidero. Intuyendo una rápida victoria, la segunda rata le clavó una dentellada y consiguió arrancarle unas cuantas plumas. Giró en redondo para abalanzarse de nuevo sobre la debilitada ave y sus patas se tensaron.
Pero yo ya había reaccionado. Corrí hacia allí y pateé a la segunda rata en el pecho con tanta fuerza que la mandé rodando a la espesura. Al verlo, la primera rata interrumpió sus forcejeos y clavó en mí sus ojos inyectados en sangre. Con una violenta sacudida, se desembarazó del esmerejón, que cayó de espaldas y se quedó tendido, demasiado débil para moverse.
La rata emitió un agudo siseo. Di un paso hacia ella. Después, alcé la mano como si fuera a golpearla. La rata, al parecer cansada de lucha por el momento, dio media vuelta y se escabulló entre las altas hierbas.
Me volví para examinar al esmerejón. Sus ojos, dos puntos negros rodeados por sendos círculos amarillos, que apenas estaban entreabiertos, me observaban con viveza. Cuando extendí el brazo para tocarlo, silbó y me clavó uno de sus espolones, lo que produjo un corte en la piel de la muñeca.
—¿Qué haces, pájaro tonto? —aullé, y me chupé la sangre de la mano—. Intento ayudarte, no hacerte daño.
De nuevo, le tendí la mano al guerrero caído. De nuevo, silbó e intentó abrirme las venas con su espolón.
—¡Me tienes harto! —Meneando la cabeza con resignación, me levanté para marcharme. Miré una vez más al esmerejón. Sus ojos se habían cerrado. Temblaba sobre la hierba.
Inspiré profundamente y retrocedí. Con precaución, recogí la rapaz. Sentí en mi mano el calor del cuerpo cubierto de plumas y me maravilló que un animal tan fiero pudiera tener una textura tan suave. Le acaricié el ala herida y noté que no tenía ningún hueso roto. Hurgué en la talega que me había entregado Branwen, saqué un pellizco de hierbas secas y las añadí a unas gotas de agua del arroyo. Con el borde de mi túnica, limpié los cortes causados por los dientes de la rata. Había algunos muy profundos, especialmente a lo largo del borde superior del ala. Apliqué las hierbas cuidadosamente en forma de emplasto.
El esmerejón se estremeció y abrió un ojo. Pero esta vez no intentó herirme. Demasiado débil para silbar siquiera, no podía hacer otra cosa que mirarme con ansiedad.
Cuando terminé la cura, sostuve a la pequeña ave en mis manos mientras me preguntaba qué más podía hacer. ¿Dejarla aquí, junto al arroyo? No. Con toda seguridad, las ratas volverían y acabarían el trabajo. ¿Llevarla conmigo? No, no necesitaba un pasajero, y menos uno tan peligroso.
Divisé un roble de anchas ramas en el lindero del bosque y se me ocurrió una idea. Dejé el esmerejón en el suelo el tiempo necesario para arrancar varias briznas de hierba y trenzarlas para formar un burdo nido. Con el nido y el ave debajo del brazo, me encaramé a una rama baja, sobre la que suponía una fértil capa de musgo. Inserté el nido en la unión de la rama con el tronco y deposité en su interior a la indefensa rapaz. Miré los desafiantes ojos bordeados de amarillo durante un rato, descendí y me interné en el bosque.
Un montón de hojas
Mientras andaba entre los troncos y las intrincadas ramas de aquel antiguo bosque, se apoderó de mí una extraña sensación.
No tenía nada que ver con mi segunda visión, aunque la luz era realmente tenue en aquella oscura arboleda, donde sólo algunos rayos de sol ocasionales conseguían alcanzar el suelo. No tenía nada que ver con el olor a resina que impregnaba el aire, más intenso de lo que nunca me había parecido, aunque me despertó el recuerdo del día en que resistí la tormenta en los brazos de un gigantesco pino al pie del Y Wyddfa. No tenía nada que ver con los sonidos que me rodeaban: vientos que susurraban entre las hojas, ramas que crujían y restallaban, agujas de pino que crepitaban bajo mis pies.
La extraña sensación no procedía de esas percepciones. O tal vez se debía a todas ellas combinadas. Un sonido. Un olor. Un bosque débilmente iluminado. Sobre todo, un sentimiento: el de que algo en este bosque sabía que yo estaba aquí. Que algo me estaba observando. Que un extraño murmullo, muy parecido al que había oído en la caracola, se estaba produciendo ahora a mi alrededor. Vi un palo nudoso, casi tan alto como yo, apoyado contra el tronco de un viejo cedro. Un buen cayado me ayudaría a abrirme paso entre los árboles de este bosque escasamente iluminado. Extendí el brazo para cogerlo y, justo en el momento en que mi mano iba a asirlo por el centro, de donde sobresalía un manojo de ramitas, jadeé y la retiré a la velocidad del rayo. ¡El palo se movía! Las ramitas del centro, seguidas por otras que brotaban más arriba y más abajo, empezaron a agitarse como patitas. El nudoso cayado se dobló mientras se descolgaba por la rugosa corteza del cedro, superaba las raíces y se internaba entre unos helechos. En pocos segundos, el ser de palo había desaparecido. Lo mismo le ocurrió a mi deseo de encontrar un cayado.
Entonces, sentí un impulso familiar. ¡Trepa a uno de estos árboles! No hasta arriba del todo, pero quizás a la altura suficiente para ver las ramas superiores del dosel formado por las copas. Escogí un larguirucho tilo cuyas hojas acorazonadas se estremecían como la superficie de un río y empecé a trepar. Mis pies y mis manos encontraron apoyos en abundancia y ascendí velozmente.
A una distancia del suelo equivalente a cinco veces mi altura, el panorama cambiaba espectacularmente. Penetraba mucha más luz por el intrincado ramaje, lo cual mejoraba mi visión. A través de las temblorosas hojas del tilo, distinguí un retazo de musgo, redondo y verde, cerca de mi cabeza; pero tras mi experiencia con el palo, decidí no tocarlo. Después, divisé un par de mariposas naranja y azul que revoloteaban entre las ramas. Una araña, con su tela perlada de rocío, se balanceaba despreocupadamente de una rama cercana. Unas ardillas de grandes ojos emitían sonidos muy ruidosos. Un pájaro provisto de un copete dorado saltaba de rama en rama. Y con todo, una propiedad del suelo del bosque no cambiaba: el extraño murmullo proseguía.
Al otear el lindero del bosque, pude distinguir el campo de hierba donde había encontrado al esmerejón. Más allá, en dirección a la muralla de niebla que ya sabía que delataba la presencia del mar, detecté las centelleantes aguas del gran río. Para mi sorpresa, una extraña ola se elevó entre sus rápidos, una ola que casi parecía una mano descomunal. Sabía que eso era imposible. Pero vi surgir del río aquella mano de agua cuyo líquido rezumaba entre sus anchos dedos antes de precipitarse de nuevo con un chapoteo, y sentí una irresistible mezcla de admiración y temor.
De pronto, muy por encima de mí, se desprendió un puñado de hojas. Pero más que caer en línea recta, describió un arco en el aire hasta posarse en otro árbol. Milagrosamente, las ramas del segundo árbol soportaron su peso, acunándolo en sus fuertes miembros antes de lanzarlo de nuevo por los aires. Lo recibió otra rama, que se dobló bajo su peso y volvió a lanzarlo. El montón de hojas giró sobre sí mismo en pleno vuelo, superó ramas, esquivó troncos y rodó finalmente como un bailarín. Parecía que los árboles de este bosque estuvieran jugando a pelota unos con otros, arrojándose este fardo como unos niños se lanzarían un ovillo de lana.
Poco a poco, el montón de hojas fue descendiendo de rama en rama. Por fin, rodó por el suelo del bosque hasta detenerse en un lecho de agujas de pino secas.
Contuve el aliento. De la pila surgió de pronto una frondosa rama. No, no era una rama. Un brazo, cubierto por una manga de sarmientos entretejidos. Después, otro brazo. Una pierna, y luego otra. Una cabeza, con el cabello adornado de hojas relucientes. Dos ojos, grises como la corteza de encina, con una pizca de azul.
La figura envuelta en hojas se irguió y soltó unas sonoras carcajadas. La risa, franca y clara, resonó entre los árboles con toda la belleza de la música de una campana.
Me incliné sobre mi rama para intentar captar más detalles. Por lo que ya había advertido, este montón de hojas era, en realidad, una chica.
Rhia
Sin previo aviso, la rama cedió. Caí al suelo dando tumbos, y, en la caída, partí varias ramas. Mi pecho se estrelló con fuerza contra una de las ramas más gruesas, al igual que mi hombro y mis muslos. Pero aterricé blandamente sobre un colchón de agujas de pino.
Rodé de costado, gimiendo. Además del entumecimiento debido al viaje y del dolor habitual entre los omoplatos, ahora me dolía el resto del cuerpo. Me incorporé lentamente hasta quedarme sentado... y me encontré cara a cara con la chica.
Dejó de reírse.
Durante un largo instante, ninguno de los dos se movió. Aunque la luz era escasa, me di cuenta de que tenía aproximadamente la misma edad que yo. Me observaba, tan erguida e inmóvil como un árbol. Excepto por el tono azulado de sus ojos, su atuendo de sarmientos tejidos se componía de tantos tonos verdes y marrones que casi habría pasado por un árbol. Pero era imposible no fijarse en sus ojos. Relampagueaban de indignación.
Me susurró algo que parecía una orden en una extraña lengua, agitando una mano como si espantase una mosca. Inmediatamente, las pesadas ramas de un pinabete me rodearon por el pecho, al tiempo que inmovilizaban mis brazos y mis piernas. Las ramas me sujetaban con firmeza y, cuanto más forcejeaba yo, con más fuerza me estrujaban. Me levantaron del suelo con facilidad y me mantuvieron suspendido en el aire, incapaz de moverme.
—¡Déjame en el suelo!
—Así no volverás a caerte. —La chica habló en mi idioma, la lengua céltica que se hablaba en Gwynedd, pero con una curiosa cadencia musical. Su expresión pasó del enfado al regocijo—. Me recuerdas a una gran mora parda, aunque no sabrosa.
Arrancó una oronda mora púrpura que crecía entre el musgo, a sus pies, y se la introdujo en la boca. Pero la escupió al instante, con una mueca de asco.
—¡Puaj! Ya no está dulce.
—¡Déjame bajar! —rugí. Me revolví para liberarme, pero la rama que rodeaba mi pecho apretaba tanto que a duras penas me permitía respirar—. Por favor —añadí con voz ronca—. No pretendía... nada malo.
La chica me dirigió una severa mirada.
—Has infringido la ley del Bosque de la Druma. No se permite la entrada a los intrusos.
—Pero... yo... no lo sabía —exclamé, con mi último aliento.
—Ahora ya lo sabes. —Arrancó otra mora. Evidentemente, tenía mejor sabor que la primera, porque se inclinó y recogió otra.
—Por favor... déjame... bajar.
Sin prestarme la menor atención, la chica siguió recogiendo moras y engulléndolas casi con la misma rapidez con que las localizaba. Al cabo de un rato, se dispuso a abandonar el claro del bosque sin molestarse siquiera en echar una ojeada en mi dirección.
—¡Espera!
Se detuvo. Me miró con expresión enojada.
—Me recuerdas a una ardilla a la que han sorprendido robándole las bayas a otra ardilla. Ahora pretendes devolverlas, pero ya es demasiado tarde. Volveré a buscarte dentro de un par de días. Si me acuerdo.
Dio media vuelta y se alejó a paso vivo.
—¡Espera! —jadeé.
Desapareció tras una cortina de ramas.
Forcejeé otra vez para intentar liberarme. El pinabete me apretó con más fuerza, oprimiendo el Galator que colgaba bajo mi túnica y clavándomelo en las costillas.
—¡Espera! En nombre de... ¡del Galator!
El rostro de la chica reapareció. Su dueña regresó al claro con pasos inseguros. Se detuvo bajo el imponente pinabete y me observó durante un rato. Finalmente, agitó la mano y murmuró más palabras que no logré entender.
Al instante, las ramas relajaron su presión. Caí de bruces al suelo. Me puse en pie con dificultad y escupí un puñado de agujas de pino secas.
La chica alzó una mano y me mostró la palma. Dispuesto a evitar un nuevo abrazo de las ramas, obedecí su muda orden y permanecí inmóvil.
—¿Qué sabes del Galator?
Titubeé. Acababa de comprobar que el Galator debía de ser verdaderamente famoso, para que lo conocieran incluso en estas remotas tierras. Prudentemente, le revelé sólo lo que me atrevía a contar.
—Sé qué aspecto tiene.
—Yo también, al menos según la leyenda. ¿Qué más me puedes decir?
—Poco más.
—Lástima —dijo, más para sí misma que para mí. Se acercó y me estudió con curiosidad—. ¿Por qué tienes una mirada tan distante? Tus ojos me recuerdan dos estrellas ocultas detrás de unas nubes.
Me puse tenso.
—Mis ojos son como son —le espeté, a la defensiva.
Volvió a mirarme fijamente. De pronto, sin mediar palabra, depositó en mi mano la última de las moras púrpura.
La olfateé, inseguro. Su olor me recordó que me moría de hambre, de modo que, contra todo sentido común, me la introduje en la boca. Un repentino estallido de dulzura se propagó por mi lengua. Me comí el resto de un bocado.
La chica me observaba atentamente.
—Veo que has sufrido mucho.
Fruncí el ceño. Se había percatado de mis cicatrices, como cualquiera, sólo con mirarme a la cara. Y sin embargo... parecía como si, al mismo tiempo, hubiera visto algo bajo la superficie. Sentí el inexplicable impulso de desahogarme con aquella desconocida niña de los bosques. Pero me contuve. A fin de cuentas, no la conocía. Sólo hacía un momento, había decidido abandonarme a merced de los árboles. No, no sería tan incauto como para confiar en ella.
Volvió ligeramente la cabeza al escuchar algún murmullo distante de las ramas. Advertí la compleja trama de hojas que adornaban su rizado cabello castaño. Aunque no podía asegurarlo bajo la débil luz de la arboleda, me pareció que sus orejas tenían una forma vagamente triangular, puntiagudas por arriba como las mías.
¿Significaba eso que ella, al igual que yo, había tenido que soportar las burlas de los demás por tener orejas de demonio? ¿O... acaso en esta extraña tierra todo el mundo tenía las orejas puntiagudas? ¿Era posible que esta chica y yo fuéramos realmente de la misma raza?
Me obligué a volver a la realidad. Eso era tan probable como que los propios ángeles las tuvieran puntiagudas. ¡O que los demonios poseyeran unas hermosas alas blancas!
Seguí observándola mientras escuchaba.
—¿Oyes algo?
Sus ojos grisazulados bascularon en mi dirección.
—Sólo las voces de mis amigos. Me cuentan que hay un intruso en el bosque, pero eso ya lo sé. —Hizo una pausa—. También me advierten que tenga cuidado. ¿Debo hacerles caso?
Me puse tenso, al recordar la voz de la caracola.
—Siempre hay que ir con cuidado. Pero no debes tener miedo de mí.
Sonrió, divertida.
—¿Te parezco asustada?
—No. —Yo también sonreí, sin poder evitarlo—. Supongo que no doy mucho miedo.
—No mucho.
—Esos amigos de los que hablas, ¿son... los árboles?
—Sí.
—¿Y hablas con ellos?
Una vez más, el cascabel de la risa de la muchacha repicó entre los árboles.
—¡Pues claro! Así hablo con las aves, con los animales del bosque y con los ríos.
—¿Y también con las caracolas?
—Naturalmente. Todo tiene su lengua, ya sabes. Sólo hay que aprender a escucharla. —Enarcó una ceja—. No entiendes casi nada. ¿Por qué?
—Vengo de... muy lejos.
—¿Por eso no conoces nada del Bosque de la Druma, o de sus costumbres? —Su entrecejo se arrugó—. Pero sí sabes algo del Galator.
—Muy poco, ya te lo he dicho antes —y añadí irónicamente—: Aunque habría dicho cualquier cosa para quitarme de encima aquellos horribles ramajes.
Las ramas del pinabete se estremecieron sobre mi cabeza. Al verlo, se me erizaron los pelos del cogote.
—Sabes más que un poco sobre el Galator —afirmó la chica categóricamente—. Ya me lo contarás algún día. —Empezó a andar, convencida por alguna razón de que yo la seguiría—. Pero primero, dime cómo te llamas.
Con mucho cuidado, pasé por encima de una rama caída.
—¿Adonde vamos?
—A buscar algo de comer, por supuesto. —Giró a la izquierda, siguiendo una senda que sólo ella distinguía entre frondas de helechos que nos llegaban a las rodillas—. ¿Me dirás ahora cómo te llamas?
—Emrys.
Me miró de una manera que dejaba claro que no me creía en absoluto. Pero no hizo ningún comentario.
—¿Y tú?
Se detuvo bajo una haya que, aunque vieja y retorcida, tenía una corteza lisa como la de un plantón de un año.
—Te responderá mi amigo —dijo, señalando las gráciles ramas.
Las hojas de la vieja haya se agitaron con un suave murmullo. Al principio, el sonido no tenía ningún sentido para mí. Miré a la chica, desconcertado. Pero enseguida, lentamente, empecé a oír una cadencia concreta: «Rrrrhhhhiiiaaaa, rrrrhhhhiiiaaaa, rrrrhhhhiiiaaaa».
—¿Te llamas Rhia?
Reanudó la marcha, pasando entre un grupo de pinos de largas agujas, corpulentos y enhiestos.
—Mi nombre completo es Rhiannon, aunque no sé por qué los árboles me llaman Rhia.
—¿No sabes por qué? —inquirí, con curiosidad—. ¿No te lo contaron tus padres?
Cruzó de un salto un lento arroyo entre cuyos juncos flotaba un pato silvestre.
—Perdí a mi familia cuando era pequeña, muy pequeña. Mi vida, en conjunto, me recuerda a la de un pajarito que se cae del nido antes de saber volar. —Sin mirarme, añadió—: También me recuerda a la tuya.
Me detuve en seco y la sujeté por un brazo. Al ver que varias ramas se encorvaban amenazadoramente, la solté en el acto.
—¿Por qué dices eso?
Me miró a los ojos.
—Pareces perdido, nada más.
Nos adentramos en el bosque sin hablarnos y nos cruzamos con un zorro de cola roja que no se distrajo de un almuerzo de urogallo fresco. El terreno empezó a elevarse en una suave pendiente, que pronto se convirtió en una empinada ladera. Pero, aunque la caminata resultaba más ardua, Rhia no aflojó el paso. De hecho, me pareció que lo aceleraba. Tuve que hacer un esfuerzo para no quedarme atrás, resollando pesadamente.
—Eres como... Atalanta.
Rhia aflojó el paso y me miró inquisitivamente.
—¿Quién es ésa?
—Atalanta... —expliqué entre jadeos— era una heroína... de una leyenda griega... que corría... tan rápido... que nadie podía... alcanzarla... hasta que alguien... consiguió engañarla... con unas... manzanas de oro.
—Me gusta. ¿Quién te ha contado ese cuento?
—Alguien... —me enjugué el sudor de la frente—. Pero... ojalá tuviera... unas cuantas... manzanas de esas... ahora mismo.
Rhia sonrió, pero no redujo la marcha.
A medida que ascendíamos, enormes peñascos, agrietados y cubiertos de líquenes rosa y púrpura, brotaban del suelo del bosque como gigantescas setas. Los árboles crecían cada vez más espaciados, lo que permitía que penetrara más luz del sol entre el dosel de ramas. Más helechos, así como rociadas de flores, se apiñaban alrededor de las enormes raíces y de los troncos caídos.
En cierto momento, Rhia se detuvo a esperarme bajo un árbol de corteza blanca que se erguía en un saliente rocoso. Mientras llegaba fatigosamente a su altura, se llevó ambas manos a la boca para formar una bocina, y emitió un curioso sonido ululante. Al instante, tres pequeños rostros de lechuza, achatados, rodeados de plumas y con unos grandes ojos anaranjados, asomaron por un boquete que tenía el tronco en medio. Las lechuzas nos observaron con gran atención. A continuación, ulularon dos veces al unísono y desaparecieron de nuevo en su agujero.
Rhia se volvió y me sonrió. Luego, siguió sus ascensos por la ladera. Al cabo de mucho rato alcanzó la cima de la colina y se detuvo, con los brazos en jarras, para contemplar la vista. Incluso antes de conseguirlo yo, olfateé una nueva y apetitosa fragancia en el aire. Cuando por fin llegué a su lado, jadeando, el paisaje que se extendía ante mí me dejó sin el poco aliento que me quedaba.
En el redondeado claro que se abría a nuestros pies se multiplicaban los árboles de todos los colores, tamaños y formas, tapizando toda la loma. Sus ramas, cargadas de frutos, colgaban lánguidamente hasta casi tocar la hierba. ¡Y qué frutos! Esferas de un vivo color naranja, finas medialunas verdes, apretados racimos que alternaban el color amarillo y el azul resplandecían en medio del inquieto revoloteo de las mariposas y las abejas. Redondos. Cuadrados. Grandes. Pequeños. La mayoría era de variedades que jamás había visto, ni siquiera soñado. Pero eso no impidió que se me hiciera la boca agua.
—Mi jardín —anunció Rhia.
A los pocos segundos, estábamos comiendo fruta a dos carrillos. Sus jugos resbalaban por mi barbilla, mi cuello, mis manos y mis brazos. Tenía pepitas adheridas al pelo, y de mi túnica colgaban cáscaras medio mordidas. Desde lejos, cualquiera me habría confundido con un árbol frutal a mí también.
Las esferas naranja tenían un penetrante sabor, por lo que las mondé y comí hasta hartarme antes de probar otras frutas. Una variedad, en forma de urna, contenía tantas pepitas que la escupí asqueado. Rhia se rió y yo también. Después probé otra, circular y con un orificio en el centro. Para mi alivio, sabía a leche dulce y no contenía semilla alguna. A continuación engullí medio fruto gris en forma de huevo. Casi no sabía a nada, pero por alguna razón me produjo cierta tristeza, una dolorosa nostalgia por todo lo que le faltaba a mi vida.
Cuando Rhia se percató de que había comido aquella especie en concreto, me señaló un fruto en forma de espiral, de color púrpura claro. Le propiné un mordisco. El sabor de la luz del sol púrpura inundó mi boca. De algún modo, expulsó todos los sentimientos nostálgicos.
Por su parte, Rhia engulló una cantidad enorme de unas diminutas moras rojas que crecían en racimos de seis o siete unidades en cada tallo de la planta, pero su extraordinaria dulzura me resultó tan empalagosa que me provocó arcadas y me quitó las ganas de seguir comiendo.
Contemplé asombrado cómo Rhia se comía diez moras de golpe.
—¿Cómo puedes con tantas a la vez?
No se dignó contestarme y siguió comiendo.
Por fin, empecé a sentirme lleno. Más que lleno. Me senté y me recliné contra uno de los árboles más gruesos del jardín. La luz de la tarde se filtraba entre las hojas y frutas, mientras una suave brisa recorría la colina. Me pareció que Rhia llegaba finalmente a su límite de moras rojas dulces. Se sentó a mi lado y se apoyó en el tronco. Su hombro rozaba contra el mío.
Extendió los brazos, abarcando el prodigioso despliegue de árboles que nos rodeaban.
—Todo esto —dijo en tono de agradecimiento— surgió de una sola semilla.
Abrí los ojos desmesuradamente.
—¿Una sola semilla? No hablarás en serio.
—¡Oh, sí! De la semilla del árbol de shomorra no nace un solo árbol, sino muchos, y no sólo una fruta, sino centenares. Pero, aunque el shomorra sea tan fructífero, resulta tan difícil encontrarlo que su escasez es de todos conocida. «Más raro que un shomorra», reza el viejo dicho. En toda la Druma, sólo existe éste.
Aspiré profundamente el perfumado aire de aquel claro.
—Éste no es mi hogar, pero me quedaría aquí mucho tiempo y de muy buen grado.
—¿Dónde está tu hogar, entonces?
Suspiré.
—No lo sé.
—Así, ¿es lo que estás buscando?
—Eso y más.
Rhia empezó a juguetear con un sarmiento de su manga.
—¿Tu hogar no se encuentra donde estás tú?
—No hablas en serio —me mofé—. Tu hogar es donde naciste. El lugar donde viven tus padres, donde se oculta tu pasado.
—¿Se oculta? ¡Vaya! ¿Qué quieres decir con eso?
—No recuerdo nada de mi pasado.
Aunque pareció intrigada, Rhia no me formuló más preguntas. En su lugar, arrancó otro racimo de moras rojas y se las introdujo en la boca. Siguió hablando con la boca llena:
—Lo que buscas tal vez está más cerca de lo que crees.
—Lo dudo. —Me estiré para desentumecer los brazos y los hombros—. Exploraré un poco más este lugar, pero si no descubro nada acerca de mi pasado, construiré otra barca y continuaré navegando hasta donde sea preciso. Incluso hasta el mismísimo horizonte, si no hay otro remedio.
—Entonces supongo que no te quedarás aquí mucho tiempo.
—Probablemente no. Y por cierto, ¿dónde estamos? ¿Tiene nombre este lugar?
—Sí.
—¿Cuál?
Su rostro se ensombreció.
—Este lugar, esta isla, se llama Fincayra.
Problemas
Me sobresalté como si me hubieran asestado un latigazo.
—¿Fincayra?
Rhia me miró con renovado interés.
—¿Habías oído hablar de ella?
—Sí. Alguien me contó algo, pero jamás imaginé que sería real.
Suspiró melancólicamente.
—Fincayra es perfectamente real.
«Entonces es cierto», exclamé para mis adentros. Tan real como el Y Wyddfa. Tan real como el Olimpo. ¡Ojalá pudiera explicárselo a Branwen! Intenté recordar lo que me había contado sobre Fincayra. La había descrito como un lugar de grandes prodigios, que no es del todo Tierra ni del todo Cielo, sino un puente que los comunica. También había mencionado los colores vivos. ¡Yo sabía que esa parte era cierta! Y algo más. Algo relacionado con gigantes.
Permanecimos sentados en silencio, juntos, aunque sumidos en nuestros respectivos pensamientos, mientras la sábana del anochecer empezaba a arropar el jardín del shomorra. A cada minuto que transcurría, los colores se iban tornando sombras, y las formas, meras siluetas.
Finalmente, Rhia se movió. Se rascó la espalda contra el árbol.
—¡Ya es de noche! No tenemos tiempo de llegar a mi casa.
Soñoliento tras el banquete, me deslicé hasta hundirme en el blando colchón de hierba que crecía al pie del árbol.
—He dormido en lugares peores.
—Mira. —Rhia señaló al cielo, donde las primeras estrellas titilaban entre las ramas cargadas de frutos—. ¿No te gustaría poder volar? Viajar entre esas estrellas, ser uno con el viento. Ojalá tuviese alas. ¡Alas de verdad!
—Lo mismo digo —repliqué, mientras buscaba algún rastro de Pegaso.
Rhia me miró.
—¿Qué más te gustaría tener?
—Bueno... libros.
—¿En serio?
—¡Sí! Me encantaría, y lo digo muy en serio, enterrarme en una sala llena de libros. Con historias de todos los pueblos, de todas las épocas. Una vez me hablaron de una habitación así.
Me observó unos instantes.
—¿Fue tu madre?
Inspiré larga y profundamente.
—No. Fue una mujer que pretendía hacerme creer que era mi madre.
Rhia se quedó intrigada, pero no dijo nada.
—En la sala —proseguí— habría todo tipo de libros imaginables. Me rodearían por todas partes. Estar en una habitación así se parecería mucho a volar, ya sabes. A través de las páginas de los libros, podría volar adondequiera que me apeteciese.
Rhia se echó a reír.
—¡Preferiría tener alas de verdad! Sobre todo en una noche como ésta. ¿Ves? —Alzó la cabeza para atisbar entre las ramas—. Ya se puede ver a Grwi del Cabello de Oro.
—Esa constelación es nueva para mí. ¿Dónde está?
—Justo allí.
Aunque forcé mi segunda visión, no conseguí ver nada en aquella región del cielo, excepto una solitaria estrella que yo sabía que acabaría formando parte de una de las alas de Pegaso.
—No la veo.
—¿No ves la doncella?
—No.
Me sujetó el brazo y lo dirigió hacia el cielo.
—¿Y ahora?
—No. Lo único que veo es una estrella que formará parte de Pegaso. Y allí hay otra estrella de Pegaso.
Rhia me dirigió una mirada de desconcierto.
—¿Estrellas? ¿Constelaciones?
Fue mi turno de expresar desconcierto.
—¿Qué más hay?
—Mis constelaciones no están compuestas por estrellas, sino por el espacio que queda entre ellas. Las zonas oscuras. Los lugares abiertos, por donde la mente puede viajar por los siglos de los siglos.
A partir de aquel momento, ya no pude contemplar el cielo de la misma manera, igual que no podía contemplar del mismo modo a la chica que estaba tendida junto a mí.
—Cuéntame más cosas sobre lo que ves ahí arriba.
Rhia echó hacia atrás la cabeza para apartarse de la cara los rizos castaños. Con voz melodiosa, empezó a explicar algunos de los extraños prodigios del cielo de Fincayra. Que la ancha franja de estrellas que surcaba la región central del cielo nocturno era, en realidad, una costura que unía las dos mitades del tiempo, una mitad que siempre comenzaba mientras la otra siempre terminaba. Que las regiones de oscuridad más alargadas no eran otra cosa que los ríos de los dioses, que conectaban este mundo con otros. Que el círculo que describían las estrellas a lo largo de la noche era, en realidad, una gran rueda cuyas sempiternas revoluciones transformaban la vida en muerte y la muerte en vida.
Ya bien entrada la noche, dibujamos formas en el cielo e intercambiamos cuentos. Cuando por fin nos dormimos, nuestro sueño fue profundo. Y cuando los cálidos rayos del sol nos despertaron, nos dimos cuenta de que no queríamos abandonar este lugar. Todavía no.
De modo que, durante otro día y otra noche enteros, nos entretuvimos en la dadivosa cima de la colina, atiborrándonos de fruta y de conversación. Aunque no bajé la guardia y me reservé mis sentimientos más profundos, en más de una ocasión descubrí que Rhia tenía una desalentadora manera de leer mis pensamientos como si fueran los suyos.
Nos sentamos bajo el dosel de frutas; mientras yo me servía un abundante desayuno de aromáticas esferas naranja, Rhia se despachaba moras rojas dulces. Cuando acabamos de comer, después de repartirnos uno de los frutos en espiral, Rhia me planteó una pregunta.
—Esa mujer, la que afirmaba ser tu madre, ¿cómo era?
La miré, sorprendido.
—Era alta, con los ojos muy...
—No, no, no. No me importa qué aspecto tenía. ¿Cómo era?
Pensé en Branwen unos instantes.
—Bueno, se portaba bien conmigo. Más de lo que me merecía. Casi siempre, en todo caso. Tenía una gran fe en su Dios y en mí. Y era callada. Demasiado callada. Excepto cuando me explicaba cuentos. Sabía muchísimos, más de los que jamás seré capaz de recordar.
Rhia miró con atención una mora unos momentos antes de llevársela a la boca.
—Estoy segura de que aprendió algunos en esa sala llena de libros.
—Es verdad.
—Y aunque no fuera tu verdadera madre, ¿te sentías diferente porque estaba a tu lado? ¿Un poco menos solo? ¿Un poco más... seguro?
Tragué saliva.
—Supongo que sí. ¿Por qué te interesa tanto?
Su rostro, que normalmente parecía al borde de un ataque de risa, se puso serio.
—Sólo me preguntaba cómo sería una madre, una madre de verdad.
Bajé la vista.
—Ojalá lo supiera.
Rhia asintió. Pasó la mano por encima de la rama repleta de frutos, aunque parecía mirar más allá de ella, hacia algún lugar o tiempo muy lejano.
—Entonces, ¿no te acuerdas de tu madre?
—Era muy pequeña cuando la perdí. Sólo recuerdo sentimientos. Sentirme segura. Y abrigada. Y... abrazada. Ni siquiera estoy segura de recordar esas cosas realmente. Quizá sólo las echo de menos.
—¿Qué me dices de tu padre? ¿Y de tus hermanos o hermanas?
—Los perdí a todos. A todos. —Extendió los brazos hacia las ramas que nos servían de techo—. Pero encontré la Druma. Ésta es ahora mi familia. Y aunque no tengo una verdadera madre, hay alguien que me protege. Y me abraza. Es casi mi madre.
—¿Quién es?
Rhia sonrió.
—Un árbol. Un árbol que se llama Arbassa.
La imaginé sentada en las ramas de un árbol grande y fuerte. Y yo también sonreí.
Entonces pensé en Branwen, mi casi madre, y una extraña calidez inundó mi pecho. Estaba tan lejos de mí y, sin embargo, a veces, tan cerca... Pensé en sus relatos, sus curaciones, sus ojos apesadumbrados. Deseé que hubiera querido contarme más cosas sobre sus propias dificultades, así como sobre mi misterioso pasado. Albergaba la esperanza de que algún día volvería a verla, aunque sabía que eso no ocurriría jamás. Inseguro, recé en silencio una plegaria al Dios al que ella rezaba tan a menudo, una plegaria que le deseaba la paz que tanto ansiaba encontrar.
De pronto, un agudo silbido taladró el aire por encima de mi cabeza. Alcé la vista y vi una figura familiar posada en una de las ramas.
—No puedo creerlo.
—Un esmerejón —observó Rhia—. Un macho joven. Y mira. Tiene un ala herida. ¿Ves que le faltan algunas plumas?
Rhia estiró el cuello, como hacen a menudo las rapaces, y soltó un agudo silbido.
El ave ladeó la cabeza hacia ella y le devolvió el silbido, que terminaba en un gorjeo que incorporaba varios tonos guturales.
Las pobladas cejas de la muchacha se enarcaron. Se volvió hacia mí.
—Me ha dicho, y debo añadir que no muy educadamente, que le salvaste la vida hace un rato.
—¿Eso te ha dicho?
—¿No es verdad?
—Sí, sí, es verdad. Lo remendé después de que se enzarzara en una pelea. Pero ¿cómo has aprendido a hablar con las aves?
Rhia se encogió de hombros, como si la respuesta fuera obvia.
—No es más difícil que hablar con los árboles —y añadió con cierta tristeza—: Es decir, con los que todavía están despiertos. Por cierto, ¿contra quién luchaba el esmerejón?
—No podía creer que tuviera tanto valor o que fuera tan tonto. Eligió pelearse con dos ratas gigantes; cualquiera de ellas triplicaba su tamaño.
—¿Ratas gigantes? —Rhia se tensó de pies a cabeza—. ¿Dónde? ¿En la Druma?
Negué con la cabeza.
—No, pero justo en el lindero. Cerca de un arroyo que surge de entre los árboles.
Con expresión grave, Rhia miró al esmerejón, que picoteaba vorazmente un fruto en espiral.
—Ratas asesinas, en nuestra orilla del río —masculló, sacudiendo la cabeza—. Tienen prohibido entrar en el bosque de la Druma. Es la primera vez que se las ve tan cerca. Tu amigo el esmerejón quizá no tenga educación, pero hizo bien atacándolas.
—En mi opinión, a ese pájaro sólo le gusta luchar. Podía haberte atacado a ti con la misma facilidad. O a mí. No es amigo mío.
Como si quisiera contradecirme, el esmerejón remontó el vuelo, renunciando al fruto, y se posó sobre mi hombro izquierdo.
Rhia se echó a reír.
—Me parece que no está de acuerdo contigo. —Observó pensativamente a la rapaz—. ¿Sabes una cosa? Es posible que haya ido hacia ti por alguna razón.
Hice una mueca.
—La única razón es la mala suerte, que me persigue vaya donde vaya.
—No sé. A mí no me parece tan mala suerte. —Silbando una melodía ligera y tranquilizadora, alargó la mano hacia el esmerejón.
Con un agudo chillido, el ave le asestó un golpe con uno de sus espolones. Rhia la retiró velozmente, pero no antes de que el espolón le sajara el dorso de la mano.
—¡Ah! —Se lamió la sangre de la herida con expresión hosca y luego silbó una seca reprimenda.
El esmerejón se la devolvió.
—¡Basta ya! —estallé. Intenté sacudirme el ave del hombro, pero sus garras no aflojaron la presa, sino que perforaron mi túnica y se clavaron en mi piel.
—Mantenlo alejado de mí —declaró Rhia—. Este pájaro sólo trae problemas.
—Ya te lo había dicho.
—¡No seas tan presumido! —Se levantó para irse—. Bastará con que te libres de él.
Yo también me levanté, con el indeseado pasajero todavía aferrado a mi hombro.
—¿Me puedes ayudar?
—Es amigo tuyo. —Echó a andar colina abajo.
Traté de desembarazarme del ave una vez más, pero se negó a zafarse. Me miró fijamente con un ojo y silbó como si me amenazara con arrancarme la oreja si no colaboraba.
Gruñendo de frustración, corrí detrás de Rhia antes de que desapareciera en la espesura. El esmerejón se mantuvo firme sobre mi hombro, aleteando vivamente. Cuando por fin la alcancé, estaba sentada en una piedra plana de forma rectangular y se lamía la herida.
—Supongo que no podrás curarme la mano como curaste el ala de tu amigo.
—¡No es amigo mío! —Sacudí el hombro izquierdo, pero el esmerejón se mantuvo firme, mirándome con frialdad—. ¿No lo ves? Más bien él es el amo y yo, el esclavo. —Lo fulminé con la mirada—. No consigo que se marche.
La expresión de Rhia se volvió más comprensiva.
—Lo siento. Es que me duele mucho la mano.
—Déjame verla. —Tomé su mano y examiné la profunda herida. La sangre continuaba manando. Rápidamente, busqué en mi talega y saqué un pellizco de hierbas en polvo, que esparcí sobre la herida abierta. Arranqué una ancha hoja de un matorral cercano y cubrí con ella la cicatriz, uniendo cuidadosamente los bordes de la piel, como había visto hacer a Branwen docenas de veces. Después, vendé la mano de Rhia con su propia manga.
Se miró la mano, agradecida.
—¿Dónde has aprendido a hacer esto?
—De Branwen. La mujer que me explicaba cuentos. Sabía mucho sobre curación. —Cerré la talega—. Pero sólo sabía curar las heridas de la piel.
Rhia asintió.
—Las heridas del corazón son mucho más difíciles.
—¿Adonde irás ahora?
—A mi casa. Espero que me acompañes. —Amagó un manotazo al esmerejón, quien respondió esgrimiendo malintencionadamente una garra—. Aunque venga tu... esto, compañero.
—Muy generoso, por tu parte —repliqué con melancolía. A pesar del problemático animal, mi curiosidad por averiguar más sobre este lugar, y sobre la propia Rhia, seguía siendo muy grande—. Me gustaría ir, pero no me quedaré mucho tiempo.
—Está bien. Siempre que te lleves ese pájaro cuando te vayas.
—¿Acaso puedo elegir?
Tras la conversación, nos adentramos en el bosque. Durante el resto de la mañana y hasta bien entrada la tarde, seguimos un camino que sólo era visible para Rhia. Rodeamos colinas, saltamos arroyos y vadeamos pantanos donde el zumbido de insectos de toda clase atronaba el aire.
A media travesía por una de esas marismas, Rhia señaló un árbol seco que parecía haber sido pintado de rojo. Dio una palmada y, una fracción de segundo más tarde, una nube escarlata se desprendió de las ramas. Unas mariposas —a cientos, a millares— emprendieron el vuelo, y dejaron el árbol desnudo como un esqueleto.
Observé el ascenso de la nube escarlata. Tan refulgentes eran las alas de las mariposas bajo los rayos del sol que me pregunté si entre ellas no habría incrustadas rodajas del propio astro rey. Y nació en mí la esperanza de que mi segunda visión continuara aumentando. Si era capaz de ver un asombroso estallido de color como aquél aun sin ojos, algún día, tal vez, podría distinguir todos los colores del mundo tan vivazmente como antes del incendio.
Proseguimos la marcha, cruzando bosques de helechos que nos llegaban a los muslos, saltando por encima de árboles caídos cuyos troncos y ramas se fusionaban homogéneamente con el suelo, pasando bajo rugientes cascadas. Cuando nos deteníamos para recolectar moras o beber un sorbo de agua, era sólo brevemente. Pero esos momentos se prolongaban siempre el tiempo suficiente para ver de manera fugaz la cola de un animal que se escabullía, para captar el embriagador perfume de una flor u oír las distintas voces de un arroyo.
Me esforcé para no quedarme rezagado, aunque el paso de Rhia y mi débil visión en los lugares umbríos me obligaban a jadear pesadamente y suponían un martirio para mis canillas. Todo el tiempo, el ave continuaba asida a mi hombro. Empecé a dudar de que aquellas garras me soltasen algún día.
Cuando la luz del atardecer enhebró sus hilos luminosos en el telar de ramas, Rhia se detuvo bruscamente. Me acerqué, con la respiración agitada y resollando, y la encontré mirando el tronco de un tilo. Una corona de espinas que relucía con destellos dorados circundaba el árbol a media altura.
—¿Qué es eso? —pregunté, maravillado.
Rhia me dedicó una sonrisa.
—Muérdago. La planta áurea. ¿Ves cómo retiene la luz del sol? Se dice que sólo alguien que lleve un manto de muérdago conseguirá hallar el camino secreto hacia el Otro Mundo de los espíritus.
—Es precioso.
La chica asintió.
—Sólo lo supera el pájaro alea de cola larga; es la visión más hermosa del bosque.
Examiné la reluciente corona.
—Es muy diferente de las demás plantas.
—¡Y que lo digas! No es ni una planta ni un árbol, sino un poco de ambos. Está a medio camino.
«A medio camino», repetí para mis adentros, recordando aquellas palabras. Branwen las empleaba para describir los lugares especiales, como el Monte Olimpo griego, donde los mortales y los inmortales podían vivir juntos. Y las sustancias especiales, como la niebla, donde elementos tan distintos como el aire y el agua se mezclaban para formar algo similar y muy diferente de ellos mismos. Algo a medio camino.
Rhia me hizo una seña.
—Debemos irnos. Tendremos que darnos prisa si queremos llegar a mi casa antes de que oscurezca.
Avanzamos en fila entre los impresionantes árboles. A medida que la luz disminuía, mi visión empeoraba, al igual que mis contusiones y arañazos. Pese a los insistentes gestos de Rhia, me fui quedando atrás en el bosque sumido en la penumbra. Tropezaba más a menudo con piedras y raíces. Cada vez que trastabillaba, el esmerejón clavaba sus garras y me regañaba con sus agudos chillidos, con tanta vehemencia que me dolían los oídos, además del hombro. El viaje se convirtió en una tortura.
En cierto lugar, calculé mal la distancia que me separaba de una rama y choqué contra ella. Un brote golpeó uno de mis ojos ciegos. Aullé de dolor, pero Rhia estaba demasiado lejos para oírme. Al intentar recuperar el equilibrio, no vi el cubil de un animal, y metí el pie dentro y me torcí el tobillo.
Me derrumbé sobre un tronco caído; me dolía mucho el ojo y sentía fuertes punzadas en el tobillo. Apoyé la cabeza en las rodillas, dispuesto a pasar la noche al raso si fuera necesario.
Para mi sorpresa, el esmerejón emprendió finalmente el vuelo. Un segundo después, se abalanzó sobre un ratón, partió en dos el cuello del animalito y se alejó con él. Se posó sobre un tronco, no muy lejos de mí, y procedió a devorar su cena. Lo sentí por el ratón, pero me froté el hombro, enormemente agradecido. Aunque mi alivio duró poco. Estaba seguro de que el ave, que no dejaba de mirarme fijamente ni siquiera mientras comía, pronto regresaría a su posición favorita. ¿Por qué, entre todos los lugares de este bosque, tuvo que elegir mi pobre hombro?
—¡Emrys!
—Estoy aquí —respondí desconsoladamente. Ni el sonido de la voz de Rhia consiguió levantarme el ánimo, pues no tenía ganas de revelarle que no veía lo bastante bien para seguir el camino por esta noche.
Oí un chasquido de ramitas y Rhia surgió de la oscuridad. Al momento, advertí que no venía sola. A su lado había una delgada figura, fina como un plantón, cuyo largo rostro permanecía oculto entre las sombras. Y aunque no estaba seguro, me pareció que de ella emanaba una intensa fragancia, dulce como las flores de manzano en primavera.
Me puse en pie para recibirlas. El tobillo ya no me dolía tanto, pero no me atreví a apoyarlo del todo en el suelo. Estaba anocheciendo y yo cada vez veía peor.
Rhia me presentó a su delgada acompañante.
—Ésta es Cwen, mi amiga más antigua. Ella se ocupó de mí cuando era pequeña.
—Tan pequeña que no ssssabíassss ni hablar, ni ssssiquiera alimentarte ssssola —siseó Cwen con una voz que recordaba al viento azotando un campo de hierba seca. En tono nostálgico, añadió—: Entoncessss tú erassss tan joven como vieja ssssoy yo ahora. —Me señaló con un estrecho y nudoso brazo—: ¿Y quién essss ésssste?
En ese momento, un silbido ensordecedor y un furioso aleteo perturbaron el aire, seguidos por un chillido de Cwen. Rhia lanzó un manotazo a algo y luego apartó a su amiga. Por mi parte, solté un alarido cuando unas afiladas garras se cerraron una vez más alrededor de mi hombro izquierdo.
—¡Ajjjj! —exclamó Cwen, mirando furibunda al esmerejón—. ¡Essssa cossssa me ha atacado!
Furiosa, Rhia silbó algo al ave. Pero ésta se limitó a inclinar la cabeza, sin molestarse siquiera en responder.
Rhia me dirigió una mirada colmada de reproches.
—¡Ese pájaro es un problema! ¡No hace más que dar problemas!
Miré de reojo hacia mi hombro y asentí con resignación.
—Ojalá supiera cómo perderlo de vista.
—Dessssplúmalo —apremió Cwen, pero guardando las distancias—. ¡Arráncale lassss plumassss!
El esmerejón erizó sus afiladas plumas y Cwen guardó silencio.
Rhia se rascó la barbilla pensativamente.
—Este pájaro me recuerda a una sombra, porque siempre está pegado a ti.
—A mí me recuerda a una maldición —mascullé.
—Escúchame bien —prosiguió Rhia—. ¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que consigas domesticarlo?
—¿Te has vuelto loca?
—¡Hablo en serio!
—¿Y por qué iba a querer domesticarlo?
—Porque si llegas a conocerlo, por poco que sea, quizás averigües lo que realmente quiere. Y entonces podrías encontrar la manera de librarte de él.
—Tonteríassss —se burló Cwen.
Como la oscuridad era ya casi completa, me sentía totalmente desesperanzado.
—No saldrá bien.
—¿Tienes alguna idea mejor?
Negué con la cabeza.
—Bueno, si voy a intentar domesticarlo, y creo que tendría más suerte domesticando a un dragón, supongo que primero debo de ponerle un nombre.
—Cierto —coincidió Rhia—. Pero que sea un nombre apropiado. Tiene que ser descriptivo.
Solté un gemido.
—Ésa es la parte fácil. Tú misma lo has dicho. El nombre adecuado para él es Problemas. No hace más que dar problemas.
—Bien. Ya puedes empezar a entrenarlo.
Abatido, miré la oscura silueta que seguía posada en mi hombro.
—Bueno, vámonos —dijo Rhia, tomando a Cwen por uno de sus delgados brazos—. Estamos a sólo unos centenares de pasos de mi casa.
Me sentí un poco más animado.
—¿De veras?
—Sí. Eres bienvenido, siempre que ese pajarraco no se dedique a...
—Crear problemassss —concluyó Cwen.
La puerta de Arbassa
Cuando, guiados por Rhia, salíamos de la espesura a un claro cercano, advertí un repentino resplandor en el cielo nocturno. Después, mientras la red de ramas se apartaba, me pregunté si una estrella habría explotado por encima de nosotros y había bañado el cielo de luz. Enseguida comprendí que la luz no procedía de una estrella, ni siquiera del cielo.
Venía de la casa de Rhia. En el centro del claro se alzaba un gran roble, mayor que ninguno de los árboles que yo había visto antes. Sus gruesas ramas se extendían como un abanico desde el tronco, tan frondosas que parecían compuestas por varios troncos fusionados. Enclavada en medio de aquellas ramas, reluciente como una gigantesca antorcha, había una casita suspendida en el aire cuyas vigas, paredes y ventanas se curvaban con las retorcidas ramificaciones. Sucesivas capas de hojas se superponían sobre la casa-árbol, de modo que la luz que se veía por las ventanas se filtraba a través de múltiples cortinas de verdor.
—Arbassa. —Rhia alzó los brazos al cielo mientras pronunciaba el nombre.
A modo de respuesta, las ramas que se extendían justo por encima de su cabeza se agitaron lo suficiente para dejar caer una llovizna de rocío sobre su rostro.
Con la sensación de un nuevo calor en mi pecho, observé a Rhia mientras se aproximaba al pie del árbol. Se desembarazó de sus ceñidos zapatos, que resultaron estar hechos de un tipo de corteza parecida al cuero, y se subió a una sección de las inmensas raíces que formaban un hueco. Pronunció una pausada frase susurrante, y la raíz envolvió lentamente sus pies, de manera que ella y el árbol se erguían juntos como si se tratara de un único ser con las mismas raíces. Rhia extendió los brazos y abrazó el grueso tronco, aunque sólo abarcaba una diminuta porción de su circunferencia. Al mismo tiempo, una de las enormes ramas del árbol se desplegó como la fronda de un helecho y rodeó su espalda, como si le devolviera el abrazo.
Instantes después, la rama se elevó y las raíces se separaron. Con un crujido, el tronco se replegó sobre sí mismo y apareció una grieta en su superficie, que se abrió formando un pequeño portal. Rhia agachó la cabeza y entró. Cwen la siguió con paso firme.
—Pasa —me dijo Rhia, con un gesto de invitación.
Sin embargo, cuando me dirigí hacia la cueva, el árbol se estremeció. La puerta enmarcada de corteza empezó a cerrarse. Rhia gritó una severa orden, pero el árbol hizo caso omiso y siguió cerrándose. La llamé en voz alta, mientras Problemas aleteaba nerviosamente sobre mi hombro. A pesar de las protestas de Rhia, la puerta se cerró herméticamente.
Con una sensación de impotencia, permanecí frente al árbol. No sabía qué significaba todo aquello ni tampoco qué podía hacer al respecto. Pero una cosa estaba clara: había sido rechazado, sin duda gracias a la fastidiosa ave que seguía posada en mi hombro.
En ese momento, el tronco volvió a replegarse y la puerta se abrió de nuevo. Rhia, con el rostro colorado de tanto gritar, me indicó por señas que entrara. Miré con desconfianza al inquieto esmerejón y penetré en la oscura cueva.
Rhia no dijo nada. Se limitó a volverse y empezó a subir por la escalera de caracol que se enroscaba por el interior del tronco. La seguí, con la esperanza de que Problemas no causara ningún daño.
Los rugosos peldaños de la escalera nacían directamente de las paredes del tronco, de modo que toda la escalera olía a humedad y a mil cosas más, como un prado después de llover. A medida que ascendíamos, los peldaños se espaciaban cada vez más y dejaban al descubierto una complicada inscripción grabada en la madera que recorría toda la pared interior del árbol. Miles de líneas de esta apretada escritura tan hermosa como indescifrable cubrían el pozo de la escalera. Me hubiera gustado entender lo que decía.
Por fin llegamos a un rellano. Rhia empujó una cortina de hojas y entró en su casa. La seguí de cerca, aunque Problemas se revolvió airadamente contra las hojas cuando le rozaron las plumas.
Me encontré en una habitación cuyo suelo, compacto pero irregular, estaba formado por ramas apretadamente entrelazadas. En el centro de la estancia había una estufa de leña encendida, y las llamas producían tal resplandor que me pregunté por la clase de combustible que se estaría quemando. Las ramas del gran árbol se curvaban a nuestro alrededor, aunque no estaban tan prietas como las del suelo, por lo que había rendijas por todas partes.
Todo el mobiliario de esta casa de una sola habitación surgía directamente de alguna rama, de una forma tan natural como las propias ramas brotaban del tronco. Una mesa baja junto a la estufa, un par de sillas sencillas, una alacena que albergaba utensilios de madera tallada y cera de abeja, todo estaba formado por ramas vivas retorcidas. Junto a la alacena, Cwen trabajaba en algo que no alcancé a ver en un primer momento.
Me acerqué a Rhia.
—¿Qué ha ocurrido ahí abajo?
Ella miró con aprensión, primero a mí y después al ave de afiladas garras que descansaba sobre mi hombro.
—Mi amiga Arbassa no quería que entraras.
—De eso ya me he dado cuenta.
—Sólo puede haberlo hecho por una razón: para impedirle la entrada en mi casa a alguien que podría hacerme mucho daño.
Sentí una nueva oleada de rencor contra Problemas. Si su presencia por poco me impide entrar en casa de Rhia, ¿me impediría tal vez encontrar mi pasado, mi identidad?
—¡Ojalá no hubiera conocido nunca a este maldito animal! —dije.
Rhia frunció el ceño.
—Sí. Lo sé. —Señaló a Cwen, que seguía encorvada sobre la alacena—. Ven. Vamos a cenar.
La delgada figura vertió algo que parecía miel sobre lo que estaba preparando, una bandeja de hojas enrolladas y rellenas de frutos secos de un color pardorrojizo. El plato desprendía un apetitoso olor a asado. Llevó la bandeja hasta la mesa baja próxima a la estufa al tiempo que dirigía una mirada de desconfianza a Problemas.
—No me ssssobra comida para esssse bicho.
Por primera vez, caí en la cuenta de que Cwen era verdaderamente más que humana. Su piel, rugosa y llena de protuberancias, se parecía mucho a la corteza de árbol, y su enredado cabello castaño recordaba una maraña de sarmientos. Sus pies, semejantes a raíces, estaban descalzos, y los únicos adornos que lucía Cwen eran los anillos plateados que rodeaban el menor de sus doce dedos nudosos. Bajo su toga de tela blanca, su cuerpo se movía como un árbol que se balancea con el viento. Con todo, debía de tener una edad considerable: su espalda se encorvaba como un tronco doblado por el peso de la nieve del invierno, y su cuello, sus brazos y sus piernas estaban retorcidos y parecían muy frágiles. Aun así, emanaba un penetrante olor a flor de manzano, y sus hundidos ojos canela, en forma de esbeltas lágrimas, brillaban como el fuego.
Procurando no acercarse a mí, y en especial a mi pasajero, depositó la bandeja sobre la mesa. Pero calculó mal las distancias y volcó un jarro de madera lleno de agua.
—¡Malditassss ssssean esssstas viejassss manossss! —Cwen recogió el jarro y lo trasladó a la alacena. Mientras volvía a llenarlo, la oí mascullar—: ¡La maldición del tiempo, la maldición del tiempo! —Siguió rezongando hasta que puso de nuevo el jarro en la mesa.
Rhia se sentó en una de las sillas y me indicó por señas que ocupase la otra. La observé mientras asía con dos dedos una de las hojas enrolladas y la introducía en el tarro de miel que Cwen había incluido en la bandeja.
Me dedicó una leve sonrisa de culpabilidad.
—Nunca se puede comer demasiada miel.
Sonreí y, señalando con un cabeceo hacia Cwen, susurré:
—No es una persona, como tú o yo, ¿verdad?
Rhia me miró con extrañeza.
—Una persona es, eso seguro. Pero no como nosotros. Es la última superviviente de los arbólidos, una raza mitad humana y mitad vegetal. Antes eran muy comunes en Fincayra, en los tiempos en que los gigantes eran los amos de esta tierra. Pero ahora se han ido todos, excepto Cwen.
Se introdujo en la boca la comida rezumante de miel y luego asió el jarro de agua. Tras beber varios sorbos, me lo ofreció. Para entonces, yo ya había probado las hojas enrolladas, pero eran tan pringosas que resultaba difícil masticar y acepté el agua de muy buen grado.
Al depositar el jarro sobre la mesa, advertí que el fuego, por intenso que fuera su resplandor, no generaba ni humo ni calor. Como en una súbita revelación, comprendí que el fuego no era en absoluto fuego. Miles de escarabajos diminutos que emitían una luz propia intermitente correteaban por unos guijarros de río que se amontonaban en el centro de la estufa. Los guijarros parecían conformar su hogar, pues los recorrían continuamente por encima y por debajo, como abejas en una colmena. Si bien cada escarabajo constituía un único punto de luz sutil, colectivamente producían un brillante resplandor que iluminaba toda la casa-árbol.
Cuando finalmente conseguí engullir el denso manjar, Problemas se agitó sobre mi hombro, y me clavó las garras en la piel. Proferí un grito y me giré hacia él.
—¿Por qué me castigas así? ¡Fuera de mi hombro, te digo! ¡Márchate!
Problemas se limitó a mirarme fijamente, sin parpadear.
Me volví hacia Rhia.
—¿Cómo se supone que voy a domesticarlo? ¡Ni siquiera el Galator podría hacer una cosa así!
Cwen, que se encontraba junto a una de las rendijas de la pared, se puso tensa.
Su reacción me pilló desprevenido y me toqué instintivamente la túnica a la altura del pecho, para palpar el medallón que ocultaba. Al darme cuenta de lo que acababa de hacer, me esforcé por disimular el gesto y subí más la mano para rascarme el hombro desocupado.
—¿No sería maravilloso encontrar algún objeto mágico? —dije con despreocupación—. Como el Galator. Aunque si lo encontrase, no lo desperdiciaría con el esmerejón. Lo utilizaría para curar mi dolorido cuerpo.
Rhia asintió comprensivamente.
—¿Dónde te duele?
—Las piernas, sobre todo. Pero también siento un dolor aquí, entre las paletillas. Me acompaña desde que tengo memoria.
Rhia enarcó las cejas, pero guardó silencio. Tuve la extraña sensación de que también ella sabía mucho más de lo que decía.
Metió la mano debajo de la mesa y sacó dos pequeñas mantas del lino más fino que yo había visto jamás. Desplegó una de ellas sobre su regazo y me tendió la otra.
—Un buen sueño reparador nos vendrá muy bien.
Sostuve la reluciente manta y la estudié a contraluz.
—¿De qué es esta tela?
—Es seda, producida por unas mariposas.
—¿Mariposas? Debes de estar bromeando.
Sonrió.
—Su seda es tan cálida como ligera. Puedes comprobarlo tú mismo.
Cwen se aproximó, guardando una prudente distancia con el esmerejón.
—¿Quieressss que te cante algo?
—Sí, por favor —contestó Rhia—. Me acuerdo de todas las canciones que me cantabas cuando era pequeña.
Cwen asintió sin que sus ojos almendrados reflejasen la menor expresión.
—Cantaré una que te ayudaba a dormir.
Pasó una mano por encima de los escarabajos luminosos y su luz se amortiguó. A continuación, como un árbol viejo meciéndose con el viento, empezó a emitir un repetitivo sonido vibrante. Crecía y decrecía en intensidad, reproduciendo una y otra vez una tranquilizadora cadencia. Era casi una voz, pero no del todo. El sonido sin palabras nos envolvió, invitándonos a relajarnos. Me cubrí hasta el pecho con la manta y me recliné en mi silla, notando un gran peso en los párpados. Rhia, estaba seguro, ya se había dormido, e incluso Problemas había agachado la cabeza y la había enterrado entre las plumas de su pecho. Contemplé durante un rato los rítmicos movimientos de Cwen, pero no tardé mucho en deslizarme yo también hacia el país de los sueños.
Soñé que estaba solo, tendido en el suelo de un tupido bosque y profundamente dormido. Me rodeaban unos árboles altos que se mecían con el viento. De algún lugar goteaba miel, que me caía en la boca. De pronto, sin previo aviso, se presentó el enemigo. No podía verlo, pero sí sentirlo. Se ocultaba entre los árboles. ¡O tal vez los propios árboles eran el enemigo! Peor aún: por más que lo intentaba, no conseguía despertar, ni siquiera podía ponerme a cubierto. Lentamente, uno de los delgados y retorcidos árboles cercanos se inclinó sobre mi figura durmiente e introdujo en mi túnica una rama larga como un dedo. «El Galator. Quiere el Galator.» Con un supremo esfuerzo, logré despertarme.
No me había movido de la silla situada junto a la resplandeciente estufa de leña. La manta de seda había resbalado hasta el suelo a mi lado. Me palpé en busca del Galator y, para mi alivio, comprobé que aún colgaba de mi cuello. Presté atención y oí el gorjeo esporádico de los pájaros, lo que me indicó que todavía faltaba una hora para la salida del sol. Rhia dormía en su silla, enroscada como un ovillo, mientras Cwen roncaba sonoramente, tendida en el suelo junto a la alacena. Problemas estaba posado en mi hombro, con los ojos de contornos amarillos abiertos de par en par.
Me pregunté si la propia Arbassa dormiría alguna vez. Incluso ahora, mientras nos sostenía en sus brazos, ¿seguía vigilando al esmerejón, preocupada? Me hubiera gustado preguntarle al gran árbol si Fincayra conocía las respuestas a mis preguntas. ¿Había llegado la hora de abandonar el bosque de la Druma y explorar otras regiones de esta isla? ¿O debería construir otra embarcación para buscar en algún lugar completamente distinto?
Suspiré. Pues una vez más cobré conciencia, en aquella hora previa al amanecer, de lo poco que sabía realmente.
El pájaro alea
Rhia gritó repentinamente. Se puso rígida en su silla, sin moverse, sin respirar. Ni siquiera la dorada luz del alba, que entraba a raudales por las rendijas de las paredes y se derramaba sobre su vestido de sarmientos y hojas, podía ocultar la expresión de terror de su rostro.
Me levanté de mi silla de un salto.
—¿Qué ocurre?
—Todo.
—¿A qué te refieres?
—Un sueño. Tan real como si estuviera ocurriendo de verdad. —Inspiró profundamente—. Me ha asustado.
La miré fijamente, recordando mi propio sueño, al tiempo que la delgada forma de Cwen se aproximaba.
—¿Qué passssaba en tu ssssueño?
Rhia se volvió hacia ella.
—Todas las noches sueño con la Druma. Sin falta.
—¿Ah, ssssí? Yo también.
—Siempre es seguro. Siempre reconfortante. Siempre... el hogar. Aunque me duerma preocupada por los problemas de otras partes de Fincayra, lo cual me ocurre con mucha frecuencia últimamente, sé que siempre encontraré paz en mis sueños sobre la Druma.
Cwen se retorció las nudosas manos.
—Ahora no parecessss esssstar en paz.
—¡No lo estoy! —El terror volvió a asomar en los ojos de Rhia—. Anoche soñé que toda la Druma, todos los árboles, los helechos, los animales y hasta las piedras empezaban a sangrar. ¡Se desangraban hasta morir! Y no podía hacer nada por detener la hemorragia. ¡El bosque se moría! Todo adquirió el color de la sangre coagulada. Un color de...
—Herrumbre —terminé por ella—. El mismo que en la otra orilla del río.
Rhia asintió lúgubremente; después, se levantó de la silla y fue hasta la pared orientada al este, donde los rayos malva y rosa del alba se iban tiñendo de oro. Apoyó una mano a cada lado de una rendija y contempló el amanecer.
—He intentado convencerme de que la enfermedad de la otra orilla del Río Incesante nunca llegaría a la Druma. Que sólo las Tierras Plagadas se verían afectadas, no toda Fincayra.
—Essss terrible —intervino Cwen—. En todossss missss añossss, que ya sssson muchossss, nunca había pressssentido que la Druma corriera tanto peligro. ¡Jamássss! Ssssi queremossss ssssobrevivir, necessssitamossss nuevassss fuerzassss, vengan de donde vengan.
Su última frase sonó como un mal augurio, aunque no supe exactamente por qué.
La frente de Rhia se arrugó.
—Eso también formaba parte de mi sueño. —Hizo una pausa para reflexionar—. Un extraño entraba en el bosque. Un extraño que no conocía a nadie. Tenía algún tipo de poder... —Giró en redondo para enfrentarse a mí—. Y él, y sólo él, podía salvar la Druma.
Palidecí.
—¿Yo?
—No estoy segura. Desperté antes de verle la cara.
—Bueno, yo no soy vuestro salvador. Eso seguro.
Me estudió atentamente, pero no dijo nada. Las garras de Problemas oprimieron mi hombro con más fuerza.
Mi mirada fue de Rhia a Cwen, y de nuevo a Rhia.
—¡Os equivocáis! Cometéis un gran error. En un tiempo tuve... Pero no puedo... ¡No puedo hacer nada parecido! Y aunque pudiera, tengo que reemprender mi propia búsqueda. —Sacudí el brazo izquierdo—. Aun con este animal a cuestas.
—¿Tu propia bússssqueda? —inquirió Cwen—. Entoncessss, ¿lossss demássss no te importan nada?
—Yo no he dicho eso.
—Sí lo has dicho. —Rhia me miró entornando los párpados—. Tu búsqueda te importa más que la Druma.
—Dicho de ese modo, sí. —Me ardían las mejillas—. ¿No lo comprendes? ¡Tengo que descubrir mi pasado! ¡Mi nombre! Lo último que necesito es enredarme en lo que esté ocurriendo aquí. ¡No puedes pedirme que abandone la búsqueda sólo porque has tenido una pesadilla!
Me dedicó una hosca mirada.
—¿Y hasta dónde habrías llegado en tu búsqueda si la Druma no se hubiera portado bien contigo?
—Bastante lejos. Llegué hasta aquí por mis propios medios, ¿no?
—Me recuerdas a un bebé que cree que él mismo se proporciona el alimento.
—¡No soy ningún bebé!
Rhia se armó de paciencia ostensiblemente.
—Escúchame. Soy el único ser de mi especie que vive en este bosque. Aquí no encontrarás hombre, mujer o niño algunos, excepto los extraños intrusos que logran colarse, como tú. Pero ¿me creo que vivo aquí sola? ¿Que podría haber sobrevivido sin la ayuda de seres como Arbassa, o Cwen, o el pájaro alea, cuya belleza es mi tesoro más preciado, aun en el caso de que no vuelva a verlo jamás? Si la Druma está en peligro, todos ellos lo están. Y yo también.
Me tendió las manos en actitud suplicante.
—Por favor. ¿Nos ayudarás?
Desvié la mirada.
—No nossss ayudará—murmuró Cwen despectivamente.
Rhia se dirigió a la cabecera de la escalera.
—Ven. Quiero mostrarte qué más morirá si la Druma muere.
Empezó a bajar los escalones que crecían en el interior del tronco de Arbassa y yo la seguí, si bien a regañadientes. Pues en mi interior iba aumentando la sensación de que mi búsqueda debía conducirme a otro lugar, a otros puntos de Fincayra, y tal vez más allá, a lugares muy alejados de la Druma. Y aunque permaneciera una temporada, ¿cómo podía ayudar a Rhia sin caer en la tentación de recurrir a los poderes que yo mismo me había prohibido? Meneé la cabeza, seguro de que nuestra reciente amistad ya estaba herida de muerte.
Miré a Cwen por encima del hombro. No demostró ninguna emoción al verme partir, con una excepción: los ojos en forma de lágrimas centelleaban al mirar a Problemas, y expresaban su alegría por perder de vista a la irascible rapaz. Como si le respondiera, el esmerejón alzó una pata y arañó salvajemente el aire en dirección a Cwen.
Al bajar por la escalera de caracol, percibí olor a humedad. Durante el descenso, seguiría dudando de si volvería a entrar alguna vez en este gran árbol. Me detuve para examinar la extraña inscripción que cubría las paredes de Arbassa.
—Vámonos —me gritó Rhia desde el suelo.
—Quiero echar un vistazo a esta escritura.
Pese a la escasa luz que incidía sobre la escalera, su perplejidad fue evidente.
—¿Escritura? ¿Qué escritura?
—En esta pared. ¿No la ves?
Volvió a subir hasta donde me encontraba. Tras examinar atentamente el lugar que yo le señalaba, pareció decepcionada, como si no viera nada.
—¿Entiendes lo que dice?
—No.
—¿Pero la ves?
—Sí.
Me taladró con la mirada durante unos momentos.
—Tú lo ves todo de una manera diferente, ¿verdad?
Asentí.
—Ves sin ojos.
Asentí de nuevo.
—Y ves algo que yo no puedo ver con ojos. —Se mordió el labio inferior—. Ahora me pareces todavía más extraño que cuando te conocí.
—Tal vez sea mejor para ti que siga siendo un extraño.
Problemas agitó las alas nerviosamente.
—No le gusta estar aquí —observó Rhia, reanudando el descenso por la escalera.
La seguí.
—Probablemente, sabe lo que Arbassa opina de él —comentó Rhia. Tras una pausa, añadió—: Por no hablar de lo que opino yo.
La puerta del árbol se abrió con un crujido seco. Salimos a la luz de la mañana, filtrada por las frondosas ramas que tapaban el cielo. La abertura se cerró de golpe justo detrás de nosotros.
Rhia levantó la vista hacia la ancha copa de Arbassa y luego se dirigió a paso rápido hacia el bosque. Al seguirla, mis pasos desequilibraron a Problemas, que me clavó las garras con más fuerza que nunca.
Al poco rato, llegamos a una gran haya de corteza gris que presentaba grandes pliegues debidos a la edad.
—Acércate —me ordenó Rhia—. Quiero que veas una cosa.
Obedecí. Rhia apoyó la palma de la mano en el tronco del haya.
—Ningún árbol está tan dispuesto a hablar como un haya. Sobre todo si es vieja. Escucha.
Sin apartar la vista de la copa del árbol, entonó un lento cántico susurrante. Al instante, las ramas contestaron con un bamboleo, que producía un suave murmullo. Cuando Rhia alteraba el ritmo, el tono o el volumen de su cántico, el árbol parecía responderle de un modo similar. Pronto la chica y el árbol estaban enfrascados en una animada conversación.
Al cabo de un rato, Rhia se volvió hacia mí y me habló en nuestra lengua.
—Ahora, prueba tú.
—¿Yo?
—Sí, tú. Primero apoya la mano en el tronco.
Aún lleno de dudas, hice lo que me proponía.
—Ahora, antes de hablar, escucha.
—Ya oigo el roce de las ramas.
—No escuches con los oídos. Escucha con la mano.
La palma de mi mano se amoldó a los pliegues del tronco; mis dedos se unieron a la fría y lisa corteza. En aquel momento, pude notar una vaga pulsación en las yemas de los dedos. La pulsación se transmitió rápidamente a mi mano y luego a todo mi brazo. Casi podía sentir el sutil ritmo del aire y de la tierra que vibraba por todo el cuerpo del árbol, un ritmo que combinaba el poder de una ola marina al romper con la ternura de un niño de pecho al respirar.
Sin pensarlo, empecé a emitir un murmullo similar al de Rhia. Para mi sorpresa, las ramas respondieron, meciéndose grácilmente por encima de mí. Un suspiro agitó el aire. Casi sonreí, porque sabía que, aunque no entendía las palabras, el árbol me estaba hablando, sin lugar a dudas.
—Algún día me gustaría aprender su lengua —dije, tanto a Rhia como a la vieja haya.
—No te serviría de nada, si la Druma muere. Sólo aquí están los árboles lo bastante despiertos para hablar.
Me encogí de hombros.
—¿Cómo podría ayudaros? Ya te he dicho que no soy la persona que aparecía en tu sueño.
—¡Olvídate de mi sueño! En ti hay algo extraordinario. Algo... especial.
Sus palabras me pusieron sobre aviso. Aunque en el fondo no la creí, el hecho de que ella sí lo creyera ya significaba algo. Por primera vez en lo que me parecían siglos, me acordé de mí mismo, sentado en la hierba y concentrado en una flor para que abriera sus pétalos uno por uno. Entonces, recordé adonde me había conducido aquel camino y me estremecí.
—En un tiempo hubo algo especial. Pero esa parte de mí ha desaparecido.
Sus ojos grisazulados me escrutaron con más intensidad.
—Sea lo que sea, en este momento está en ti.
—Sólo estamos yo y mi búsqueda, que probablemente me lleve muy lejos de aquí.
Me respondió con un obstinado gesto de negación.
—No es lo único que tienes.
De repente comprendí a qué se refería. ¡Al Galator! No me quería a mí, después de todo. Quería el medallón que yo llevaba, cuyo poder no había empezado a comprender. No importaba cómo había llegado a la conclusión de que lo tenía yo. Lo importante era que, de algún modo, lo sabía. ¡Qué ingenuo había sido al creer, aunque fuera un solo instante, que ella había visto algo especial en mí! En mi persona, aparte de mi medallón.
—En realidad, no me quieres —gruñí.
Su rostro expresó perplejidad.
—¿Crees que no?
Antes de que pudiera responder, las garras de Problemas se me clavaron en el hombro con una brusca sacudida. Me encogí de dolor. Era lo único que podía hacer para no abofetear al esmerejón, pues sabía que podía atacarme con la misma ferocidad que había demostrado cuando arremetió contra la rata asesina junto al arroyo. Sólo podía intentar soportar el dolor y lamentarme de que me hubiera elegido como percha. Pero ¿por qué me había escogido a mí? ¿Qué quería realmente? No tenía ni la menor idea.
—¡Mira! —Rhia señaló un intenso destello tornasolado, rojo y púrpura que desaparecía entre los árboles.
—¡El pájaro alea!
Echó a correr en su persecución, pero se detuvo y volvió la cabeza para mirarme.
—¡Ven! Acerquémonos más. ¡El pájaro alea trae buena suerte! Hacía años que no lo veía.
Y dicho esto, se precipitó en pos del pájaro. Advertí que, en ese momento, el viento soplaba entre los árboles y despertaba un animado parloteo de ramas. Pero si decían algo con sentido, Rhia no les prestó ninguna atención. Eché a correr tras ella.
Perseguimos al pájaro por encima de las ramas caídas y entre el mantillo de agujas de pino. Cada vez que nos acercábamos lo suficiente para verlo bien, remontaba el vuelo en una explosión de vivos colores y nos mostraba sólo parte de su plumosa cola para que deseáramos ver más.
Finalmente, el pájaro alea se posó en una rama baja de un grupo de árboles secos. Lo más probable era que hubiese elegido aquel lugar porque las delgadas ramas vivas de las proximidades se bamboleaban furiosamente por el viento. Por primera vez, no había hojas que ocultaran su vistoso plumaje. Rhia y yo, jadeando por efecto de la carrera, nos mantuvimos muy quietos, para examinar la deslumbrante cresta púrpura que coronaba la cabeza del ave y las franjas de escarlata que recorrían su cola.
Rhia apenas podía contener su excitación.
—A ver hasta dónde podemos acercarnos.
Apartando una rama seca para pasar, empezó a arrastrarse hacia él.
De repente, Problemas soltó un agudo silbido. Mientras yo me encogía de dolor por el ensordecedor pitido, el esmerejón emprendió el vuelo. Mi corazón dejó de latir cuando comprendí que pretendía atacar al hermoso pájaro.
—¡No! —grité.
Rhia agitó los brazos desesperadamente.
—¡Alto! ¡Alto!
El esmerejón no le hizo el menor caso. Tras otro colérico silbido, se abalanzó sobre su presa como una flecha. Cogido por sorpresa, el pájaro alea chilló de dolor cuando Problemas le clavó profundamente las garras en el blando cuello y le picoteó los ojos. Aun así, contraatacó con sorprendente ferocidad. La rama se quebró bajo su peso. Ambas aves cayeron al suelo en un torbellino de plumas arrancadas.
Rhia corrió hacia ellos, y yo pegado a sus talones. Al llegar allí, nos quedamos petrificados.
Ante nuestros ojos, sobre las hojas secas, Problemas se erguía sobre el cuerpo inmóvil de su presa, con las garras teñidas de sangre. Me di cuenta de que el pájaro alea sólo tenía una pierna. Probablemente, el esmerejón le había arrancado la otra durante la lucha. Sentí náuseas al contemplar aquellas plumas estrujadas, aquellas alas resplandecientes que ya no volarían nunca más.
De pronto, ante nuestros estupefactos ojos, el pájaro alea empezó a metamorfosearse. Al tiempo que cambiaba de forma, su piel original se desprendió, del mismo modo que la muda de una serpiente. El resultado era una funda quebradiza, casi transparente, salpicada de crestas en los puntos donde se insertaban las plumas. Asimismo, sus alas se esfumaron, mientras la plumosa cola se transformaba en un largo cuerpo serpentino cubierto de deslucidas escamas rojas. La cabeza aumentó de tamaño y de ella brotaron unas enormes mandíbulas, repletas de dientes irregulares, capaces de arrancar fácilmente una mano de un mordisco. Sólo los ojos, rojos como las escamas, conservaron su aspecto. El animal con forma de serpiente yacía, muerto, con la fina piel de su anterior cuerpo colgando fláccidamente a un lado.
Me aferré al brazo de Rhia.
—¿Qué significa esto?
Toda la sangre había abandonado su rostro cuando se volvió hacia mí.
—Significa que tu amigo nos ha salvado la vida.
—¿Qué es... eso?
—Es, o mejor dicho, era un espectro cambiante. Puede adoptar la forma que desee, por eso es muy peligroso.
—Esas mandíbulas ya me parecen bastante peligrosas.
Con expresión lúgubre, Rhia removió la piel seca con un palo.
—Como te he dicho, un espectro cambiante puede convertirse en cualquier cosa. Pero siempre presenta algún defecto, algo que lo delata, si te fijas bien.
—El pájaro alea tenía una sola pierna.
Rhia avanzó hacia las ramas que crecían más allá de la arboleda muerta, que no habían dejado de susurrar.
—Los árboles intentaron prevenirme, pero yo no los escuché. ¡Un espectro cambiante en la Druma! Esto no había sucedido nunca. Oh, Emrys... ¡mi sueño se está haciendo realidad ante mis ojos!
Me incliné y alargué una mano en dirección al esmerejón, que ahora se estaba acicalando las plumas. Problemas inclinó la cabeza hacia un lado, después hacia el otro, y finalmente saltó sobre mi muñeca. Subió de costado por mi brazo con pasos rápidos y se detuvo una vez más sobre mi hombro. Pero esta vez no me pareció tan problemático.
Me planté ante Rhia, cuya frente se arrugaba por el mal presagio.
—Todos estábamos equivocados respecto a este pequeño guerrero. Incluso Arbassa se equivocó.
Rhia me contradijo con un gesto.
—Arbassa no se equivocaba.
—Pero...
—Cuando cerró la puerta, no fue para cerrarle el paso al esmerejón. —Inspiró larga y profundamente—. Era para detenerte a ti.
Di un paso atrás.
—¿Ese árbol cree que soy un peligro para ti?
—Exacto.
—¿Y tú lo crees?
—Sí. Pero decidí dejarte entrar igualmente.
—¿Por qué? Eso fue antes de tu sueño.
Me estudió con curiosidad.
—Algún día te lo contaré, tal vez.
El nombre del rey
Mi segunda visión se desplazó desde la piel del espectro cambiante, frágil como una hoja reseca, hasta las ramas vivas y susurrantes de la Druma.
—Dime qué le está ocurriendo a Fincayra.
Rhia frunció el ceño, en un gesto poco natural en ella.
—Sólo sé algo, lo que me han contado los árboles.
—Dime todo lo que sepas.
Tomó mi mano y rodeó mi dedo índice con el suyo.
—Me recuerda a una cesta de moras dulces que se vuelven amargas. —Suspiró con resignación—. Hace algunos años empezaron a ocurrir cosas extrañas, malignas. Las tierras situadas al este del río, en un tiempo casi tan verdes y llenas de vida como este bosque, sucumbieron a la Plaga. La tierra se ennegreció y lo mismo le ocurrió al cielo. Pero hasta hoy, la Druma siempre había estado a salvo. Su poder era tan grande que ningún enemigo osaba entrar. Hasta ahora.
—¿Cuántos espectros de esos hay?
Problemas aleteó unos segundos y se quedó quieto.
—No lo sé. —Las arrugas de su ceño se hicieron más profundas—. Pero los espectros cambiantes no son nuestros peores enemigos. Lo son los trasgos guerreros. Antes permanecían bajo tierra, en sus cavernas. Pero ahora andan sueltos, y matan por simple placer. Son los necrontes, los guerreros inmortales que custodian el Castillo Velado. Y también Stangmar, el rey que los gobierna a todos.
Cuando mencionó ese nombre, las ramas vivas que rodeaban el grupo de árboles muertos empezaron a agitarse y a crujir secamente. Cuando por fin se calmaron, pregunté:
—¿Quién es ese rey?
Rhia se mordisqueó el labio.
—Stangmar es terrible, demasiado terrible para ser descrito con palabras. Es difícil creerlo, pero he oído contar a los árboles que cuando accedió al poder, no era tan malvado. En aquellos tiempos, a veces recorría toda la Druma a lomos de su gran corcel negro, en ocasiones incluso se detenía a escuchar las voces del bosque. Pero un día le ocurrió algo, nadie sabe qué, que lo hizo cambiar. Arrasó su propio castillo, un lugar para la música y la amistad. Y en su lugar construyó el Castillo Velado, un sitio lleno de crueldad y terror.
Se irguió solemnemente unos instantes.
—Está muy lejos, hacia el este, en la más oscura de las Colinas Oscuras, donde la noche nunca termina. He oído decir que nadie que haya entrado en él, aparte de los sirvientes del propio rey, ha salido con vida. Por eso no se sabe nada con certeza. Y... se rumorea que siempre está en tinieblas y siempre gira, tan deprisa que nadie podrá asaltarlo jamás.
Me envaré, recordando mi sueño en el mar. Incluso ahora, aquel terrible castillo me parecía demasiado real.
—Desde entonces, Stangmar ha envenenado gran parte de Fincayra. Todas las tierras que se extienden al este de la Druma, y algunas de las del sur, han sido limpiadas, como dirían los que le son leales. Lo que quieren decir es que el miedo, un miedo frío e inerte, se ha apoderado de todo. Se parece a la nieve, excepto en que la nieve es bonita. Las aldeas fueron incendiadas. Los árboles y los ríos guardan silencio. Todos los animales han muerto. Y los gigantes se han ido.
—¿Gigantes?
Sus ojos llamearon de indignación.
—El primero de nuestros pueblos y el más antiguo. Los gigantes de todas las tierras afirman que Fincayra es su hogar ancestral. Incluso antes de que los ríos empezaran a bajar de las montañas, las pisadas de los gigantes ya habían dejado huellas en Fincayra. Mucho antes de que Arbassa brotara de su semilla, sus graves cánticos retumbaban entre los montes y los bosques. Incluso ahora, el Lledra, su canto más antiguo, es la primera canción que oyen muchos niños al nacer.
Lledra. Aquel nombre me sonaba extrañamente familiar. ¿Por qué? Quizás fuera una de las canciones de Branwen.
—Nuestros gigantes pueden llegar a ser más altos que un árbol. Incluso más que una colina. Pero siempre han sido pacíficos. Excepto durante las Guerras del Terror, hace mucho tiempo, cuando los trasgos intentaron conquistar la antigua ciudad de Varigal, la capital de los gigantes. Normalmente, si nadie provoca su cólera, son amables como mariposas.
Dio un fuerte pisotón en el suelo.
—Pero hace algunos años, Stangmar dictó la orden, por alguna razón que sólo él conoce, de matar a los gigantes dondequiera que estuviesen. Desde entonces, sus soldados les dan caza despiadadamente. Hacen falta más de veinte soldados para matar a un gigante, pero casi siempre lo consiguen. Me han contado que la ciudad de Varigal está hoy en ruinas. Es posible que aún sobrevivan algunos gigantes, disfrazados de riscos o de despeñaderos, pero deben permanecer siempre ocultos, siempre temiendo por sus vidas. En todos mis viajes por la Druma, nunca he visto ni uno.
Miré de reojo el cadáver del espectro cambiante.
—¿Existe alguna forma de detener a ese rey?
—Si existe, nadie la ha encontrado. Sus poderes son grandes. Además de su ejército, ha acumulado prácticamente todos los Tesoros de Fincayra.
—¿Qué son?
—Objetos mágicos. Muy poderosos. Los Tesoros servían antes a la tierra y a todos sus habitantes, no a una sola persona. Pero ya no. Ahora son suyos: el Orbe de Fuego, el Invocador de Sueños, las Siete Herramientas Mágicas. La espada llamada Cortafondo, una espada de dos filos; uno hiende la carne y se clava directamente en el alma y el otro puede sanar cualquier herida. El más bello de todos es el Arpa en Flor, cuya música hace llegar la primavera a cualquier prado o colina. Y el más detestable, el Caldero de la Muerte.
Bajó la voz hasta que sólo fue un susurro.
—Únicamente uno de los legendarios Tesoros no ha caído en sus manos todavía. Se dice que sus poderes son mayores que los de todos los demás juntos. Se llama Galator.
Bajo mi túnica, mi corazón latió contra el medallón.
El dedo de Rhia envolvió el mío con más fuerza.
—He oído contar a los árboles que Stangmar ha abandonado la búsqueda del Galator, el cual desapareció de Fincayra hace varios años. Pero también he oído que sigue buscando algo que completará su poder, algo que él llama el último Tesoro. Sólo puede referirse a una cosa.
—¿Al Galator?
Rhia asintió lentamente.
—Quien conozca su escondite, corre el más grave de los peligros.
No pude pasar por alto la insinuación.
—Sabes que lo tengo yo.
—Sí —respondió con calma—. Lo sé.
—Y crees que podría ayudaros a salvar la Druma.
Frunció los labios mientras reflexionaba.
—Tal vez sí o tal vez no. Sólo el propio Galator lo sabe. Pero aun así, creo que tú podrías ayudarnos.
Di un paso atrás y me clavé en la nuca el muñón de una rama rota. Problemas me expresó su desaprobación con un graznido. Pero ni el dolor del cuello ni el de los oídos desviaron mi atención, pues había detectado algo en la voz de Rhia que hasta entonces me había negado a oír. ¡Realmente veía algo de valor en mí! Estaba seguro de que se equivocaba, pero su fe era una especie de tesoro, tan preciado a su manera como el que pendía de mi cuello.
Las palabras resonaron en mi mente. «De pronto, lo comprendí.» ¡Había encontrado la pista que buscaba!
Hasta ahora había dado por hecho que el Galator simplemente era conocido en Fincayra, no que en realidad procediera de la isla. Ahora sabía la verdad. Era el más poderoso de los antiguos Tesoros de Fincayra. Y debió de desaparecer hacia la época en que Branwen y yo fuimos arrojados por la marea a las costas de Gwynedd. Si al menos averiguaba cómo había llegado el Galator a manos de Branwen, quizá descubriría también algunos de mis secretos.
—El Galator—dije—. ¿Qué más sabes sobre él?
Rhia soltó mi mano.
—Nada. Y ahora debo irme. Contigo o sin ti.
—¿Adónde?
Empezó a hablar, pero se detuvo para escuchar. Problemas también se quedó inmóvil sobre mi hombro izquierdo.
El cabello castaño suelto de Rhia se agitó como las ramas al compás de otra ráfaga de aire que recorría el bosque. Sus facciones se tensaron por la concentración y, al verlo, me pregunté si su risa volvería a repicar como un cascabel entre aquellos árboles. El sonido era cada vez más potente, un coro de roces y susurros, de gemidos y chasquidos.
Cuando el viento remitió, se inclinó hacia mí.
—¡Han visto trasgos en el bosque! No tengo tiempo que perder. —Asió un pliegue de mi túnica—. ¿Me acompañarás? ¿Me ayudarás a encontrar el modo de salvar la Druma?
Vacilé.
—Rhia... Lo siento. El Galator. Lo necesito para descubrir más sobre él. ¿No lo entiendes?
Su mirada se endureció. Sin pronunciar ni una palabra de despedida, dio media vuelta y echó a andar.
Corrí tras ella y la retuve por un sarmiento de su manga.
—Te deseo lo mejor.
—Y yo te lo deseo a ti —dijo fríamente.
Un súbito crujido restalló entre el sotobosque, justo detrás de nosotros. Nos giramos en redondo y nos encontramos frente a un ciervo joven, con unas incipientes astas que despuntaban sobre su cabeza broncínea. El ciervo saltó por encima de un tronco derribado, ansioso por alejarse de algo que no veíamos. Durante una fracción de segundo pude ver, en uno de sus ojos pardos, oscuros y profundos, el inconfundible reflejo del miedo.
Me envaré, recordando la única vez que había visto un ciervo. Pero entonces eran mis ojos los que reflejaban miedo, y el ciervo hizo cuanto pudo por ayudarme.
Rhia se zafó con una sacudida y reanudó la marcha.
—¡Espera! Te acompañaré.
Su rostro se iluminó.
—¿Lo harás?
—Sí... pero sólo hasta que nuestros caminos se separen.
La joven asintió, muy seria.
—Por un tiempo, entonces.
—¿Y adónde vamos?
—A encontrar al único ser de la Druma que tal vez sepa qué hacer. Le llaman la Gran Elusa.
Por alguna razón, no me gustó cómo sonaba aquel nombre.
La Miel
Con la misma agilidad que el ciervo, Rhia saltó por encima del tronco caído. Aunque todavía notaba las piernas rígidas, me esforcé por mantener su paso, corriendo entre tupidos matorrales y saltando arroyos de orillas cubiertas de musgo. Aun así, Rhia había de detenerse para esperarme.
El sol estaba muy alto y proyectaba sus rayos hasta el suelo del bosque, lo que me permitía ver los obstáculos con más facilidad que la noche anterior. Pese a ello, tropezaba con tanta frecuencia que Problemas acabó abandonando mi hombro. Pero no se alejó demasiado, me seguía volando de una rama a otra. Y aunque mi hombro lo agradeció, su mirada vigilante no me sentó tan mal como hacía tan sólo un rato.
Había animales de todas las especies en movimiento. Unos pájaros de cuerpo pequeño y gris, otros de alas de color verde esmeralda y algunos de enorme pico amarillo volaban por encima de nosotros; unas veces en bandadas, otras en solitario. Ardillas de grandes ojos, castores, una corza con sus cervatos y una serpiente dorada también pasaron por mi lado. A lo lejos aullaban los lobos. En cierto momento, distinguí una sombra enorme, negra como la noche, moviéndose entre los árboles. Me quedé petrificado, muerto de miedo, hasta que dos figuras más pequeñas aparecieron justo detrás... y comprendí que había tropezado con una familia de osos. Todos estos animales presentaban la misma expresión de terror que habíamos visto en el ciervo. Y todos ellos corrían en dirección opuesta a la que seguíamos Rhia y yo. La mañana estaba ya bien entrada y el sudor goteaba de mi rostro cuando llegué a un claro umbrío. Unos cedros muy viejos, por su aspecto, se erguían en forma de un círculo perfecto. Su corteza era tan rugosa que podrían confundirse con una reunión de hombres primitivos, cuyos cuerpos encorvados estaban totalmente cubiertos por sus largas barbas. Incluso el sonido de sus ramas, que se mecían suavemente con la brisa, sonaba distinto a los murmullos de los demás árboles. Eran como los asistentes a un funeral, que corean en voz baja una solemne letanía de aflicción.
De pronto advertí, en el centro del claro, un estrecho montículo de tierra. No era más ancho que mi cuerpo, pero su longitud doblaba por lo menos mi altura. Estaba rodeado de piedras redondas y pulidas, que relucían como hielo azul. Me acerqué con precaución.
Problemas regresó volando a mi hombro. Pero, en lugar de posarse, como de costumbre, se puso a dar nerviosos y secos pasos adelante y atrás.
Contuve el aliento. He estado aquí antes. Tuve esa sensación —esa convicción— en una fracción de segundo. Como el perfume de una flor que se presenta y se desvanece sin dar tiempo a descubrir su origen, un débil recuerdo me rozó y enseguida se esfumó. Tal vez fuera sólo un sueño, o el recuerdo de un sueño. Pero no pude librarme de la sensación de que, de alguna manera que no lograba identificar, este montículo rodeado por un círculo de cedros me resultaba familiar.
—¡Emrys! ¡Vamos!
La llamada de Rhia me devolvió de golpe a la realidad. Dediqué una última mirada al montículo y a los apesadumbrados cedros, abandoné el claro. Pronto dejé de oír el extraño canturreo. Pero continuó reverberando en los rincones más oscuros de mi mente.
El terreno era cada vez más húmedo. Las ranas croaban con tanta fuerza que a veces no me dejaban oír ni mi propia respiración. Garzas, grullas y otras aves acuáticas se llamaban unas a otras con lúgubres gritos que resonaban en el bosque. El aire empezó a heder a descomposición. Por fin vi a Rhia, en pie junto a la alta hierba que delimitaba una oscura franja de tierra. Una ciénaga.
Impaciente, me indicó por señas que me acercara.
—Vamos.
Miré la charca con escepticismo.
—¿Tenemos que pasar por ahí?
—Es el camino más rápido.
—¿Estás segura?
—No. Pero se nos acaba el tiempo ¿no viste cómo huían todos esos animales?, y si sale bien, nos ahorrará una hora de camino o más. Justo al otro lado de la ciénaga están las colinas de la Gran Elusa.
Se volvió para cruzar la ciénaga, pero la cogí del brazo.
—¿Qué diablos es la Gran Elusa?
Se zafó de una sacudida.
—¡En realidad no lo sé! Su verdadera identidad es un secreto, incluso para Arbassa. Lo único que sé es lo que cuenta la leyenda. Que habita entre las piedras vivientes de las Colinas Brumosas. Que sabe cosas que nadie más conoce, incluso algunas que todavía no han ocurrido. Y que es vieja, muy vieja. He oído decir que estaba presente cuando Dagda talló el primer gigante de la ladera de una montaña.
—¿Has dicho... piedras vivientes?
—Así es como las llaman. No estoy segura de por qué.
Miré hacia la lóbrega marisma, tachonada de árboles muertos y aguas estancadas. Una grulla graznó a lo lejos.
—¿Estás segura de que ese ser nos ayudará?
—No... pero quizá sí. Es decir, si antes no se nos come.
Sentí que la tierra temblaba bajo mis pies.
—¿Si no se nos come?
—Según la leyenda, siempre está hambrienta. Y es más feroz que un gigante acorralado.
Problemas inclinó la cabeza para mirar a Rhia y emitió un largo silbido en un tono muy grave.
Ella enarcó las cejas.
—¿Qué ocurre?
—Problemas ha prometido velar por nuestra seguridad. Pero es la primera vez que oigo ese tono en su voz.
Resoplé.
—Si la Gran Elusa intenta comerse a Problemas, lo sentiré por ella. Este bicho no conoce la palabra miedo.
—Por eso no me alegra verlo tan preocupado.
Dicho esto, se volvió de nuevo en dirección a la ciénaga.
Pisó una costra de barro endurecido por el sol, desde donde saltó a una piedra. Cuando me disponía a seguirla, me fijé en que nuestras pisadas quedaban impresas en el barro, pero descarté toda precaución de no dejar rastro. Nos habíamos internado tanto en el bosque que ya no tenía importancia.
Saltamos de piedras a troncos y de nuevo a piedras, y atravesamos lentamente la ciénaga. Del agua sobresalían troncos sumergidos, que nos señalaban con sus largos miembros agostados. Extrañas voces, vagamente distintas a las de los pájaros o las ranas, resonaban sobre las turbias aguas, haciendo eco de los ocasionales silbidos de Problemas. A menudo, mientras nos esforzábamos por mantenernos en los lugares menos profundos, algo turbaba la superficie del agua o se agitaba en sus oscuras profundidades. No supe qué podía provocar aquellas perturbaciones. Y tampoco quise saberlo.
Por fin, la ciénaga fue quedando atrás, mientras una neblina gris empezaba a espesar el aire. Llegamos a un campo cubierto de alta hierba húmeda, que se elevaba progresivamente hasta convertirse en tierra firme. Ante nosotros se alzaba una empinada colina salpicada de rocas, donde unos vaporosos brazos se desplegaban en nuestra dirección.
Rhia se detuvo.
—Las Colinas Brumosas. ¡Ojalá encontrase un puñado de moras dulces! Nos vendría bien una dosis de energía adicional para la escalada. —Me miró con inseguridad—. Y para lo que sea que nos aguarde después.
Cuando iniciamos la ascensión, Problemas despegó de mi hombro y empezó a volar silenciosamente en círculos lentos y majestuosos por encima de nuestras cabezas. Aunque supuse que estaba inspeccionando el bosque en busca de señales de peligro, también parecía estar disfrutando, saboreando la libertad de surcar las alturas.
Aquí y allá, entre los árboles, brotaban grandes peñascos, algunos del tamaño de la casa de Rhia. Los propios árboles crecían cada vez más alejados unos de otros y se aferraban a la ladera con sus retorcidas raíces. Pero, a pesar de que la distancia entre los troncos era mayor, el bosque no parecía en absoluto menos espeso. Tal vez se debiera a la sombra de los peñascos, o a la niebla que se arremolinaba en torno a él, o a otra razón, pero el bosque me parecía cada vez más oscuro.
Mientras ascendíamos penosamente por la empinada colina, las dudas calaron en mí como la niebla. Fuera de la especie que fuese la Gran Elusa, sin duda no había elegido un lugar como éste para vivir porque le gustara recibir visitas. Además, ¿y si los trasgos del bosque nos encontraban primero? Introduje la mano bajo mi túnica para tocar el Galator, pero no me sentí mejor.
De improviso, una gran piedra gris apareció justo delante de mí. Me quedé helado. Quizá sólo fuera un efecto óptico debido a la niebla que distorsionaba mi segunda visión, pero parecía menos un peñasco que una cara, escarpada y misteriosa. Una cara que me miraba fijamente. Entonces oí, o creí oír, un sonido rasposo, casi como si alguien se aclarara la garganta. El peñasco pareció moverse muy ligeramente.
No esperé para saber qué ocurriría a continuación. Corrí ladera arriba, tropezando con raíces, piedras e incluso con mis propios pies. Finalmente, alcancé la cima. Por encima de mi respiración, oí un iracundo zumbido. Abejas. Miles de abejas formaban un inmenso enjambre alrededor del tronco quebrado de un árbol muerto. Aunque era difícil estar seguro con aquella niebla, parecía que el árbol se hubiese partido, probablemente durante una tormenta, poco tiempo atrás. Lo que no era tan difícil de advertir era que a las abejas no les había gustado nada.
Rhia, con los brazos en jarras, observaba con interés el furioso enjambre. Sacudí la cabeza, en un intento de adivinar sus pensamientos.
—No estarás pensando... en robarles... la miel... —conseguí articular entre jadeos—, ¿verdad?
Me sonrió tímidamente.
—¡Nunca se puede comer demasiada miel! Sólo tardaré un minuto en conseguir un poco. No nos retrasará mucho.
—¡No puedes! ¡Mira cuántas abejas hay!
En ese momento, Problemas se dejó caer desde las alturas, no si antes disfrutar de una última pasada antes de posarse en mi hombro. Era evidente que le encantaba volar. Cuando se posó en mí, soltó un satisfecho gorjeo. Me sorprendió lo familiar, casi natural, que me resultaba tenerlo allí. ¡Qué distinto a cómo me sentía ayer! Dobló las alas veteadas a la espalda y ladeó la cabeza sin dejar de mirarme.
Siguiendo un repentino impulso, le guiñé un ojo.
Problemas me devolvió el guiño.
Rhia seguía examinando el tronco quebrado.
—Si hubiera un modo de distraer a las abejas, me bastaría con unos cuantos segundos.
Con un súbito graznido, Problemas remontó el vuelo otra vez. Voló directamente hacia el enjambre, ganó altura y se lanzó en picado contra las abejas, golpeando con sus alas a cuantas se cruzaron en su trayectoria, y luego se elevó rápidamente entre la niebla. El enjambre se precipitó sobre él.
—A ese bicho le gusta tanto pelear como a ti...
No me molesté en terminar la frase, porque Rhia ya estaba encaramándose al tronco partido en busca de las reservas de miel de las abejas. Agucé el oído por si sonaba algún zumbido, pero no capté ninguno. Corrí para unirme a ella. Mientras trepaba a una rama baja, el tronco crujió y se bamboleó sobre su inestable base.
—¡Cuidado, Rhia! —grité—. Esto puede venirse abajo en cualquier momento.
Pero no me escuchaba. Absorta ya se había apoyado en la astillada madera de la parte superior del tronco.
Me puse de pie sobre la rama y llegué a su altura. Ante nosotros vimos un estanque de miel dorada, rodeada por las paredes de un panal grueso como mi pecho. Fragmentos de ramas, corteza y cera del panal flotaban en el denso jarabe. Metí la mano, formé un cuenco y la saqué rebosante del dulce y viscoso líquido, que procedí a beber. En toda mi vida no había probado una miel tan sabrosa. Rhia estaba de acuerdo, evidentemente, puesto que se atracaba a manos llenas de miel, que ya goteaba por sus mejillas y su barbilla.
—Deberíamos irnos —dijo por fin—. Bebe el último sorbo.
Vi un gran pedazo de panal delante de mí y cogí. Sin embargo, cuando intenté extraerlo de un tirón, se negó a ceder. Apoyé firmemente los pies en el tronco y tiré con todas mis fuerzas.
En un instante, el objeto salió con un aullido ensordecedor. Comprendí que no estaba sujetando un trozo de panal, sino una enorme y bulbosa nariz. Rhia soltó un chillido mientras yo me apartaba bruscamente de la nariz cubierta de miel que subía hacia nosotros. De pronto, la base del grueso tronco crujió, se inclinó y se rajó. El tronco se desplomó y rodó por la ladera de la colina, arrastrándonos con él.
Shim
Rhia y yo caímos dando tumbos ladera abajo. Por delante de nosotros, el pesado madero, repleto de miel y con lo que hubiera brotado de sus profundidades, rodaba y rebotaba por el risco, cada vez a mayor velocidad. Finalmente, se estrelló contra un gigantesco peñasco y se hizo añicos.
Cuando conseguí detenerme, el mundo siguió dando vueltas a mi alrededor unos segundos más. Medio atontado, me obligué a sentarme.
—Rhia —grité.
—Aquí. Su cabeza se irguió por encima de la hierba, justo delante de mí, con sus rizos castaños pringosos de miel y hojarasca.
Nos volvimos simultáneamente al oír un gemido procedente de los restos del tronco. Rhia asió mi mano, rodeando mi dedo índice con el suyo. Nos pusimos en pie y nos acercamos con cautela.
Lo que vimos era un pequeño montículo, totalmente cubierto de miel, palitos y hojas, al pie del peñasco. De pronto, el montículo rodó sobre sí mismo, se sacudió enérgicamente y se incorporó hasta quedarse sentado.
—Es un hombre. —Mi voz reflejaba mi asombro y mi admiración—. Un hombrecito minúsculo.
—Es un enano —me corrigió Rhia—. No sabía que quedaran enanos en Fincayra.
Unos ojos rosados se abrieron de repente en la máscara de miel. —Los dos están equivocados. Es un terrible, lamentable y grande error. Yo no es un enano.
Rhia lo miró con escepticismo.
—¿No? ¿Qué eres, entonces?
El hombrecito expulsó un goterón de miel por la protuberante nariz. Como la miel seguía resbalando por su barbilla, se lamió los dedos, las palmas y las muñecas. Tras lavarse así las manos, miró nerviosamente a uno y otro lado.
—Tú no es amiga del rey, ¿o tú es?
Rhia soltó una risotada.
—Por supuesto que no.
—¿Y tu amigo, el del pelo negro, ese que estira narices ajenas?
—Él tampoco.
—¿Decidida, absoluta y definitivamente no?
Rhia no pudo reprimir una amplia sonrisa.
—Decidida, absoluta y definitivamente no.
—Entonces, vale. —El hombrecito forcejeó para despegarse del suelo y ponerse en pie. Dio un paso hacia Rhia. Aunque solamente le llegaba a la rodilla, irguió la cabeza con orgullo.
—Yo no es un enano. Yo es un gigante.
—¿Un qué? —exclamé, riéndome.
El hombrecillo me fulminó con una mirada de sus ojos centelleantes.
—Yo es un gigante. —De pronto, su expresión de orgullo se evaporó. Su rostro se ensombreció y hundió la cabeza contra el pecho—. Pasa que yo es un gigante muy, pero que muy pequeño. Yo desea, y lo desea de verdad, ser grande. Como un gigante, siendo posible.
—No me lo creo. —Me agaché para verlo mejor—. No me pareces un gigante. Ni siquiera uno pequeño.
—¡Pues yo lo es!
—Sí, y yo soy una seta.
—¿Y por qué una seta va por ahí tirando de las narices ajenas?
Rhia estalló en carcajadas, al tiempo que se agitaba hasta la última de las hojas de su vestido de sarmientos.
—Déjalo en paz, Emrys. Si dice que es un gigante, pues vale, yo lo creo.
Con la afrenta aparentemente subsanada, el diminuto personaje se palmeó la voluminosa barriga.
—Yo disfruta de un bueno almuerzo, hasta que interrumpen a yo.
—Yo me llamo Rhia. ¿Y tú?
Volvió la cabeza nerviosamente para mirar hacia atrás y masculló:
—Hay que tener grande cuidado, en tiempos estos. —Se acercó aún más a Rhia con un minúsculo paso—. Yo se llama Shim.
Lo observé con suspicacia.
—Y dinos, Shim, ¿siempre te bañas en la miel que te vas a comer?
—¡Decidida, absoluta y definitivamente sí! Si tú no quiere que las abejas piquen a tú, es la forma mejor.
Rhia sonrió, divertida.
—No te falta razón. Pero debe de ser muy difícil salir.
El pequeño gigante montó en cólera.
—¡Ya está! ¡Tú se ríe de yo!
—En absoluto —lo chinché yo—. No eres en absoluto divertido.
Intenté contener la risa mientras pude, pero se me escapó de golpe. Las carcajadas me obligaron a doblar todo el cuerpo.
El diminuto personaje corrió hacia mí y me dio una patada en el pie con todas sus fuerzas. Mi regocijo se esfumó. Con un gruñido, me lancé en su persecución.
—¡No, alto! ¡Por favor, alto! —gritó Shim, protegiéndose tras las piernas de Rhia—. Yo no quiere hacer daño a tú. En serio, de verdad, palabra.
—¡Pues me lo has hecho! —Intenté agarrar la pegajosa masa que se escondía detrás de Rhia—. Cuando te pille, te pellizcaré algo más que la nariz.
—Espera —dijo Rhia en tono imperioso, apoyando una mano sobre mi hombro para detenerme—. No tenemos tiempo para esto. ¡Ya nos hemos entretenido bastante!
A regañadientes, retrocedí.
—Supongo que tienes razón. De todos modos, esas abejas volverán en cualquier momento, con sus aguijones preparados para el combate. —Lancé una mirada de odio a Shim—. Yo en tu lugar me daría un buen baño, antes de que caigan sobre tí.
Los ojos rosados se abrieron desmesuradamente.
—¿Sobre yo?
—Decidida, absoluta y definitivamente sí.
El pequeño gigante resolló con agitación.
—¡Si yo odia algo, es que piquen a yo!
Tras lo cual se perdió entre la turbulenta niebla que empezaba detrás del peñasco. Pero apenas había dado unos pasos cuando chilló de terror. Rhia y yo corrimos para averiguar qué le había sucedido.
Un segundo más tarde, ambos gritamos también. Dando volteretas, caímos en una profunda zanja que se abría en la tierra. Al llegar al fondo, nos detuvimos. El mundo se había vuelto completamente oscuro.
—Oh, mi cabeza —mascullé.
Algo se agitó debajo de mí.
—¡Fuera de encima de yo, idiota!
Un brazo o una pierna, pegajoso y rebozado en hojas y tierra, me golpeó en plena cara.
—¡Ay! ¡Cuidado, bola de miel con patas!
—¡Basta! —gritó Rhia—. Tenemos que encontrar el modo de salir de aquí.
—¿Y dónde estamos, por cierto? —pregunté—. Esto debe de ser un agujero. Uno muy profundo. Tanto que no se ve luz arriba. ¡Y tocad el suelo! Es de tierra compactada, no de roca normal.
—Yo pueeedo respondeeer a vueeestras preguuuntas —profirió una voz atronadora desde las oscuras profundidades—. Habéeeis encontraaado mi guariiida.
—¿La guarida de quién? —preguntamos los tres al unísono.
Siguió una larga pausa.
—La guariiida de la Graaan Eluuusa.
La Gran Elusa
Las paredes de la estancia se estremecían por la potencia de la voz.
Rhia se apretó contra mí. Forcé mi segunda visión al máximo, pero resultaba inútil en aquella oscuridad. Durante unos instantes me planteé romper la promesa que había hecho en Caer Myrddin y recurrir a los poderes que aún pudieran quedarme para protegernos a todos. Pero sólo de pensarlo se reavivaron todos mis temores y permanecí sentado, incapaz de moverme.
—¿Es tú —susurró Shim a la oscuridad— el ser que... que... que come todo?
—Cooomo lo que me apeteeece. —La profunda voz retumbó como un eco, y sus vibraciones siguieron aporreándonos—. Ahooora deciiidme quiéeenes sooois, aaantes de que os coooma.
Carraspeé para infundirme valor.
—Yo me llamo... Emrys.
—¿Emrys de dónde?
Esta vez, mi voz sonó más débil.
—No lo sé.
—Y yo soy Rhia, del Bosque de la Druma.
Tras un silencio, la Gran Elusa prosiguió:
—¿Quiéeen máaas estáaa ahíii? —Su voz era tan ensordecedora que del techo se desprendieron unos terrones que nos cayeron en la cabeza.
No hubo respuesta. Sólo un jadeo que supuse procedente de la agitada respiración del aterrorizado pequeño gigante.
—Se llama Shim —contestó Rhia en su lugar—. También es de la Druma. —Inspiró profundamente—. Por favor, no nos comas. Necesitamos tu ayuda.
—¿Paaara quéee?
—¡Para salvar la Druma! ¡Mi hogar!
—Y el tuyo —añadí.
Durante unos segundos, nadie habló.
Después, sin previo aviso, la estancia se iluminó. Nos miramos unos a otros, verdaderamente asombrados, pues nos hallábamos en una enorme caverna excavada en la roca. Aunque las paredes que nos rodeaban desprendían un tenue resplandor, no había ningún foco de luz claramente definido. Y algo aun más misterioso: no se veía ni rastro de la Gran Elusa. La resplandeciente caverna estaba vacía.
—¿Dónde está? —Recorrí con la mirada las paredes de la gruta.
La frente de Rhia estaba surcada de arrugas.
—No tengo ni idea.
Mientras tanto, Shim se había sentado con el rostro entre las manos, temblando.
—Y esta luz... —Extendí la mano para tocar la pared—. ¡Mira! ¡Sale de las mismas rocas!
—Cristales —exclamó Rhia con admiración—. Una cueva de cristales luminosos.
En efecto, las paredes, el techo y el suelo de esta cueva emanaban una clara luz titilante. A nuestro alrededor centelleaban y refulgían miríadas de cristales, como si la luz del sol que brilla sobre las onduladas aguas de un río se hubiera derramado en las mismísimas entrañas de la Tierra. Y creo que también mi rostro resplandecía, pues ni siquiera en la época en que veía con mis propios ojos, cuando los colores eran más vivos y la luz más intensa, nunca había visto nada tan bonito como esta cueva de cristal.
De pronto sentí un calor fluctuante sobre mi pecho. Palpé en el interior de mi túnica y di un respingo. ¡El Galator brillaba como las paredes! Una intensa luz verde irradiaba desde el centro del precioso medallón. Al levantar la vista, descubrí que Rhia me observaba y sonreía.
—¿Os gusta mi cueva? —Una nueva voz, fina y débil, llegó hasta nosotros desde una de las paredes.
Mientras Shim seguía temblando de miedo, Rhia y yo nos acercamos al origen de la voz. Allí, en el interior de una enorme drusa de cristales, colgaba una delicada telaraña. Sus hilos brotaban del centro como la luz de una estrella. Por encima de la tela se balanceaba una araña del tamaño de una uña del dedo pulgar. Su diminuta cabeza y su dorso estaban cubiertos de minúsculos pelos que relucían como las blancas paredes.
—Me gusta mucho —respondí.
—Me recuerda a todas las estrellas que he contemplado —añadió Rhia.
Examiné con curiosidad la araña, cuyo prominente dorso se bamboleaba mientras trepaba a un hilo más alto.
—¿Tú eres...?
—Yo soy —anunció la araña— la Gran Elusa.
—Pero tu voz sonaba mucho más... fuerte hace un momento.
Sin hacerme el menor caso, la araña blanca pegó una hebra de seda al hilo de la telaraña sobre el que se hallaba. Lanzó la hebra por encima de un sector desgarrado de la tela y saltó a un nivel inferior. Con un rápido movimiento, dos de sus ocho patas tiraron del lazo hasta cerrar el desgarrón. Tras completar la reparación, la araña regresó al centro de su tela.
—¿Cómo podía sonar tan fuerte? —volví a preguntarle.
—Bah, puedo crecer mucho, cuando quiero. —La araña agitó una pata en dirección a Shim—. Lo suficiente para comerme ese apetitoso flan de un solo bocado.
El pequeño gigante gimoteó, sin apartar las manos de la cara.
—Si no me apetece comerme a mis invitados —prosiguió la araña con su fina vocecita—, me encojo durante un rato. Mi estómago disminuye, aunque mi apetito no. En cualquier caso, la imagen y la realidad casi nunca coinciden. Como seguramente ya debes saber, Emrys, ésa es la primera regla de la magia.
Me quedé sin aliento.
—¡No sé nada sobre magia! Excepto que es peligrosa, muy peligrosa.
—Entonces ya sabes algo sobre la magia.
—Es lo único que quiero saber.
—Lástima. Te habría resultado útil en el futuro.
—No a mí. En mi futuro no hay magia. Por lo menos no seré yo quien la utilice.
La araña se quedó inmóvil unos instantes.
—Si tú lo dices...
Un escarabajo volador dos veces mayor que ella se enredó en la telaraña y su dueña se abalanzó sobre él, lo mordió en el cuello y esperó a que el animal dejara de convulsionarse. En un abrir y cerrar de ojos, lo envolvió de arriba abajo con un hilo de seda. Finalmente, le arrancó una pata y empezó a masticarla.
—Pero me encanta comer. Cómo veis, esa parte de la leyenda es verdad.
—¿Puedes ayudarnos? —imploró Rhia—. La Druma... está en peligro.
La Gran Elusa arrancó otra pata del escarabajo.
—¡Por supuesto, que está en peligro! ¡Como el resto de Fincayra! El mismo peligro que corre este pobre escarabajo, el de ser devorado poco a poco. ¿Acabas de darte cuenta de eso?
Rhia agachó la cabeza.
—Yo... no quería creerlo.
—¡Hasta ahora, cuando la Plaga está prácticamente a tus puertas! Has esperado demasiado.
—¡Ya lo sé! Pero quizá todavía haya tiempo. ¿Nos ayudarás?
La araña arrancó otro bocado y lo masticó ávidamente.
—¿Qué esperáis que haga, exactamente?
—Podrías explicarnos qué está ocurriendo.
—¿Por qué? —Siguió masticando—. Tardaría demasiado en explicároslo todo. Se me acabaría toda la comida y tendría que devoraros a vosotros.
—Dime al menos si es posible detenerlo. Si algo puede... —Mirándome, Rhia añadió—: O alguien.
La araña extendió una pata y se rascó la prominencia de su peludo dorso.
—Os diré una cosa. Fincayra, y eso incluye la Druma, está condenada, a menos que el rey al que llamáis Stangmar sea derrocado.
—¡Derrocado! ¿Eso es posible?
—Todo depende —declaró la araña— de lo que Stangmar llama el último Tesoro. Algo que poseyó en otro tiempo, pero que perdió hace mucho.
Miré el interior de mi túnica, donde relucía el Galator.
—¿Puedes decirnos qué poderes tiene?
La araña meditó largamente su respuesta.
—El último Tesoro posee grandes poderes, mayores de lo que imaginas. —Arrancó otra pata del escarabajo y mordió la mitad inferior—. Stangmar está convencido de que, cuando lo encuentre, su poder será absoluto.
Rhia suspiró.
—Tiene razón.
—¡No! Está equivocado. No es su poder lo que será absoluto, sino su servidumbre.
—¿Servidumbre?
—Al espíritu más terrible que ha existido, el que se conoce como Rhita Gawr.
Me puse tenso.
—Para Rhita Gawr, vuestro rey no es más que un instrumento para su objetivo superior. —Mordisqueó la rodilla del escarabajo y se relamió con satisfacción—. Su meta es dominar todo este mundo, la Tierra, y el Otro Mundo. Ese es su verdadero designio.
Volvió a relamerse, antes de atacar de nuevo la rodilla.
—Su eterno adversario, Dagda, combate contra él en numerosos frentes, demasiados para nombrarlos. Mas Rhita Gawr ya ha sometido a Stangmar, y ha utilizado al rey para controlar gran parte de Fincayra. Poco se interpone en su camino ahora, y lo más importante es...
Nueva relamida, nuevo bocado.
—El último Tesoro. Si también se apodera de él, sin duda conquistará Fincayra. Entonces Rhita Gawr controlará el puente que une la Tierra y el Otro Mundo. Estará a las puertas de conquistar la propia Tierra. Está dura, pero sabrosa; me refiero a esta pata. Y si eso llega a ocurrir, todo estará perdido.
Fruncí el ceño en un esfuerzo de comprensión.
—¿No sabe el rey que está siendo utilizado de ese modo?
—Lo sabe. Pero Rhita Gawr lo corrompió hace mucho tiempo. —Engulló el último segmento de la pata que quedaba. Después, se limpió cuidadosamente la boca con las dos extremidades contiguas a las antenas—. Stangmar ha perdido la capacidad de elegir por sí mismo.
—Pero si fuera posible derrocarlo de algún modo, aún se podría detener a Rhita Gawr.
—Tal vez.
Claramente desanimada, Rhia se apoyó contra una pared de cristales centelleantes.
—Pero ¿cómo?
La Gran Elusa hincó los colmillos en el abdomen del escarabajo.
—¡Mmm!, más tierno, imposible.
—¿Cómo? —repitió Rhia.
La araña se tragó su bocado.
—Sólo queda una opción. No, no. En realidad, no es ni siquiera una opción.
—¿Cuál es?
—Hay que destruir el castillo del rey.
Rhia parpadeó.
—¿El Castillo Velado?
—Sí. Es obra de Rhita Gawr, y a través de sus muros penetra el poder del espíritu maligno en Stangmar y en su ejército. Se sabe que los propios necrontes forman parte del castillo que custodian. —Se tragó otro bocado de abdomen—. ¡Mmmm! Buenísimo. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, los necrontes. Por eso nunca se aventuran a salir del castillo. Si consigues destruirlo, también los destruyes a ellos.
—¡Es imposible! —exclamó Rhia—. El Castillo Velado siempre está girando, siempre está en tinieblas. Sería imposible tomarlo al asalto, y mucho menos destruirlo.
—Hay una posibilidad. —Sin dejar de masticar, la araña se dirigió a mí—. Como hay una posibilidad de que un ciego vuelva a ver.
Me sobresalté.
—¿Cómo sabes eso?
—Del mismo modo que ves con tu segunda visión cosas que otros no ven con sus ojos.
Al oírlo, me volví hacia Rhia.
—¡La escritura del interior de Arbassa! Por eso era invisible para ti.
—Y si sobrevives —continuó la Gran Elusa—, tu segunda visión aumentará con el tiempo. Un día tal vez no sólo veas, sino que además comprendas.
—¿Quieres decir que me permitiría leer la inscripción?
—Si sobrevives.
—¿De verdad?
—¡No subestimes tu segunda visión! Algún día confiarás plenamente en ella. La amarás. Quizá más incluso de lo que antes amabas tus ojos. —Hizo una pausa bastante prolongada para mordisquear la cabeza del escarabajo—. Casualmente, yo también adoro los ojos.
Rhia interpeló a la araña.
—Has dicho que había un modo de vencer.
Con tres de sus patas, el blanco animalito sujetó el resto del escarabajo y se comió un pedazo más del abdomen. Lo masticó lentamente, saboreándolo.
—Quizá no tenga tiempo de explicároslo. De hecho, deberíais marcharos mientras podéis. Pronto me habré acabado este tentempié y, conociendo mi apetito, me temo que vosotros seréis los siguientes.
Shim gimoteó nuevamente desde detrás de sus manos.
—¿Cuál es el modo?
—¿Conocéis el Caldero de la Muerte? —preguntó la araña, mientras se limpiaba una de las patas.
Rhia asintió sombríamente.
—Sólo sé que cualquiera que es arrojado a él muere en el acto.
—Y es verdad. Pero también es cierto que tiene un defecto fatal. Si alguien se introdujera en él voluntariamente, no por la fuerza, el propio caldero sería destruido.
—¿Introducirse en él voluntariamente? ¿Quién haría algo semejante?
—Nadie que desee vivir un día más. —La araña acabó de masticar y se relamió otra vez—. Sin embargo, del mismo modo, el castillo también tiene un defecto. Minúsculo, tal vez, pero aun así es un defecto.
—¿Cuál?
—Existe una antigua profecía, tan antigua como los propios gigantes.
Al oírlo, Shim separó los dedos apenas lo suficiente para atisbar por la rendija.
La araña se columpió hasta otro hilo, liberó una vieja antena olvidada por alguna víctima y la engulló de un solo bocado. Volviendo al escarabajo devorado casi por completo, canturreó:
Donde, entre vastas tinieblas, gira un siniestro castillo, grande será lo pequeño y el final será principio. Sólo cuando los gigantes bailen en la gran estancia caerán todas las barreras y renacerá Fincayra.
—¿Qué significa eso? —inquirió Rhia—. Sólo cuando los gigantes bailen en la gran estancia...
—Caerán todas las barreras. —Me aparté de la cara un mechón de cabello negro—. ¿Así que el castillo se derrumbaría si los gigantes bailasen allí un día?
Tras devorar el abdomen del escarabajo, la araña continuó por un ala.
—Eso dice la profecía.
La expresión de Rhia se ensombreció.
—¡Por eso Stangmar ha estado persiguiendo a todos los gigantes! Debió de oír esta profecía. Está haciendo todo lo posible por asegurarse de que no se convierte en realidad.
La araña trituró el resto del ala.
—Incluyendo la destrucción de Varigal, la ciudad más antigua del mundo.
—¡Oh! —gimoteó Shim—. Yo dice de broma, que quiere ser grande. Lo dice de broma. En serio, de verdad, palabra.
La Gran Elusa miró de reojo el tembloroso montón de tierra, ramas y miel.
—Siento lástima por ti, contrahecho. Porque aunque tus padres eran de la raza de los gigantes, tú no has aprendido que la grandeza se mide por algo más que por el tamaño de tus huesos.
—¡Pero yo está contento de siendo pequeño! Sólo un idiota quiere ser grande. ¡Grande y muerto! Yo está contento de siendo pequeño y estando vivo.
—Que así sea —dijo la araña—. Ahora, debo advertíroslo a todos. A este bocadito sólo le queda un ala y parte de la cabeza. —Arrancó el ala, se la embutió en la boca y la masticó durante unos segundos—. ¡Hmmm! Ahora ya sólo queda la cabeza. Todavía estoy muy hambrienta, y harta de mi tamaño actual. Si no abandonáis pronto mi cueva de cristal, me veré obligada a seleccionar varias de vuestras extremidades.
Rhia aferró mi brazo.
—Tiene razón. Salgamos de aquí.
—Pero ¿cómo?
—No estoy segura —respondió la araña—, pero creo que podréis escalar por los cristales.
—¡Naturalmente! —exclamó Rhia—. Vámonos.
Empezó a trepar por la pared luminosa, apoyando las manos y los pies en los cristales mayores. Shim la adelantó; escalaba por la pared vertical a la máxima velocidad que le permitían sus cortos miembros e iba dejando tras de sí un pringoso rastro de jarabe sobre los cristales.
Cuando Rhia me vio todavía en el suelo, me gritó:
—¡Deprisa! O harás compañía a ese escarabajo.
Titubeé, deseoso de formularle a la Gran Elusa una última pregunta.
—¡Vamos!
—Adelantaos —respondí—. Os alcanzaré enseguida.
—Será mejor que lo hagas. —La araña se tragó la cabeza del escarabajo, dejando únicamente un capullo de seda vacío—. Por otra parte, estás flacucho, pero apetitoso.
—Por favor, dime una cosa más —supliqué—. Sobre mi hogar. Mi verdadero hogar. ¿Sabes dónde está? El Galator, esto que brilla, es mi única pista.
—¡Ah, el Galator! Acércate y muéstramelo.
—No me atrevo, podrías...
—Vaya, pero si estás mas suculento de lo que creía.
—¡Por favor! —grité—. ¿Puedes decirme cómo encontrar a mi madre? ¿Y a mi padre? ¿Y mi verdadero nombre?
La araña engulló el último bocado del escarabajo, y me respondió:
—No lo sé. Eso deberías... Yo diría que tu aroma es inesperadamente interesante. Acércate más, muchacho, acércate más. ¡Sí! ¡Deeeja que te veeea de ceeerca!
A medida que la voz de la araña aumentaba de volumen, su cuerpo también lo hacía. Pero no me quedé a contemplar el cambio. Me escabullí de la cueva todo lo deprisa que pude.
Encuentro en la niebla
Salí de la caverna envuelto por la niebla. Apenas conseguía distinguir a Rhia, aunque sólo estaba a unos pasos de distancia. A su lado, se erguía Shim, tan cubierto de ramas, hojas y tierra que parecía más una montaña en miniatura que una persona minúscula. Bajé la vista hacia el Galator y comprobé que ya no brillaba.
Rhia estaba sentada junto a una arboleda compuesta por cinco ejemplares jóvenes que crecían alrededor de uno mucho más viejo. Me vio salir de la cueva con claras muestras de alivio. Después, se inclinó hacia el viejo olmo del centro de la arboleda. Empezó a hablar con él, susurrando en tonos bajos. A modo de respuesta, el árbol se balanceó suavemente sobre sus raíces, crujiendo con una voz que me pareció terriblemente triste.
Al cabo de un rato, Rhia volvió a mi lado con los ojos empañados.
—Este árbol ha vivido más de doscientas primaveras en el Bosque de la Druma. Pero ahora está seguro de que ha llegado su fin. Llora todos los días por el futuro de sus hijos. Le he dicho que no pierda la esperanza, pero dice que sólo le queda una: vivir el tiempo suficiente para realizar al menos una pequeña obra para proteger la Druma de los trasgos guerreros. Pero cree que, en vez de eso, morirá de pena.
Detrás de ella, Shim se frotó la nariz cubierta de barro y bajó la vista.
Yo sólo pude asentir con tristeza y contemplar la niebla en movimiento. De repente, capté el dulce aroma de las flores del manzano.
—Parecessss muy trisssste —dijo una voz familiar.
—¡Cwen! —Rhia se puso en pie de un brinco—. ¿Qué te trae por aquí? Ya casi nunca sales a pasear.
Con una mano de sarmientos extendida ante su rostro, Cwen surgió de la niebla.
—No debería haberossss sssseguido —dijo con voz vacilante y una expresión de miedo en sus ojos en forma de lágrima—. ¿Essss possssible que podáissss perdonarme?
Rhia entrecerró los párpados.
—Has hecho algo terrible.
En ese instante, seis enormes trasgos guerreros salieron de la niebla y nos rodearon rápidamente. Sus estrechos ojos centellaban bajo un casco puntiagudo, sus musculosos brazos sobresalían directamente de sus paletillas y sus manos de tres dedos empuñaban con firmeza espadas de hoja ancha. Las gotas de sudor se condensaban sobre su piel grisverdosa.
Uno de ellos, que lucía brazaletes rojos por encima de los codos, blandió su espada en dirección a Cwen.
—¿Cuál de ellos lo tiene? —preguntó con voz imperiosa, jadeante y ronca.
Cwen miró furtivamente a Rhia, que la contemplaba estupefacta.
—Prometieron dejarme ussssar el Galator para volver a sssser joven. —Agitó sus retorcidos dedos—. ¿No lo vessss? ¡Missss manossss ya no se marchitarán mássss!
Rhia se crispó de dolor.
—No puedo creer que hayas hecho esto, después de tantos años...
—¿Cuál es? —resopló el trasgo.
Cwen me señaló con un nudoso dedo.
El trasgo guerrero penetró en la arboleda de olmos y apuntó a mi pecho con su espada.
—Dámelo ahora. ¿O prefieres que resulte muy doloroso para ti?
—Recuerda lo que dijisssste —le apremió Cwen—. Prometisssste no hacerlessss daño.
El trasgo giró en redondo para mirar a la vieja arbólida. Una delgada sonrisa curvó su ya torcida boca.
—Lo olvidaba. Pero ¿he prometido algo sobre ti?
Los ojos de Cwen se abrieron desmesuradamente por el miedo. Empezó a retroceder.
—¡No! —gritó Rhia.
Era demasiado tarde. La espada del trasgo hendió el aire y seccionó uno de los miembros de Cwen.
La anciana soltó un alarido, aferrándose el muñón por el que manaba a borbotones una sangre oscura.
—Ya está. —Las carcajadas del trasgo tronaron en el aire—. ¡Ya no tendrás que preocuparte por esa vieja mano! —Avanzó hacia Cwen—. Ahora voy a hacerte la manicura en la otra.
Con un aullido de terror, y con la sangre brotando del brazo amputado, Cwen desapareció tambaleándose entre la niebla.
—Dejad que se vaya —dijo el trasgo—. Tenemos cosas más importantes que hacer. —Apoyó el filo de su espada, empapada de sangre, en mi garganta—. Bueno, ¿por dónde íbamos?
Tragué saliva.
—Si me matas, nunca sabrás cómo funciona.
Una expresión siniestra cruzó el rostro del trasgo.
—Ahora que me lo recuerdas, mi amo me ha dicho que respete la vida de la persona que lo lleva. Pero no ha dicho nada de la vida de sus amigos.
Abrí la boca, atónito.
—Quizá si accedo a perdonar la vida a tus amigos, me dirás cómo funciona. —Guiñó un ojo a otro trasgo—. Así mi querido amo y yo podremos hacer un trato.
Giró sobre sí mismo para enfrentarse a Shim, que temblaba de miedo, y le asestó una patada tan violenta que lo proyectó al otro lado de la arboleda.
—¿Empiezo la diversión con este sucio enanito? No, creo que no. —Se volvió hacia Rhia con sus estrechos ojos llameantes—. ¡Una niña de los bosques! Qué placer tan inesperado.
Rhia dio un paso atrás.
A una seña del trasgo, dos miembros de su banda se abalanzaron sobre la chica y cada uno la sujetó por uno de sus brazos envueltos en hojas.
—Dámelo —ordenó el trasgo.
Miré a Rhia y luego a él. ¿Cómo iba a entregarle el Galator?
—¡Ahora mismo!
No me moví.
—Está bien, tú lo has querido. Mientras te decides, nos divertiremos un poco. —Hizo un vago gesto de muñeca en dirección a Rhia—. Para empezar, rompedle los dos brazos.
Al instante, los trasgos le doblaron los brazos hacia la espalda. Al mismo tiempo, ella gritó:
—¡No lo hagas, Emrys! ¡No se lo...!
Aulló de dolor.
—¡No! —supliqué. Extraje el Galator de mi túnica. Las joyas de su centro refulgieron siniestramente en la niebla—. Perdonadle la vida.
El trasgo sonrió brutalmente.
—Primero dámelo.
Los guardianes de Rhia le retorcieron los brazos con más fuerza, casi hasta levantarla del suelo. Ella volvió a gritar.
Me descolgué el cordón del cuello. La arboleda estaba en silencio, excepto por el triste crepitar del viejo olmo. Sopesé el precioso medallón unos instantes y luego se lo tendí.
El trasgo me lo arrebató de un manotazo. Contempló la joya jadeando por la emoción. Mientras tanto, su lengua verdosa bailaba sobre sus labios. Me dedicó una mueca burlona.
—He cambiado de idea. Primero mataré a tus amigos y luego te preguntaré cómo funciona.
—¡No!
Todos los trasgos rompieron a reír. Sus descomunales pechos se agitaron por el chiste de su superior, mientras Rhia se retorcía de dolor.
—De acuerdo —dijo el trasgo con voz ronca—. Quizá tenga compasión de vosotros. Enséñame cómo funciona. ¡Ya!
Titubeé, sin saber lo que hacer. Si en algún momento tenía que faltar a mi palabra y utilizar mis poderes, era ahora. ¿Me atrevería? Pero mientras me formulaba a mí mismo esta pregunta, mi mente se llenó de abrasadoras llamas. Los gritos de Dinatius. El olor de mi propia carne achicharrada.
«¡Inténtalo, cobarde!», gritó una voz en mi interior. «¡Tienes que intentarlo!» Pero al mismo tiempo, otra voz no menos apremiante replicó: «¡Nunca más! La última vez destruiste tus ojos. Esta vez destruirás tu propia alma. ¡Nunca más!».
—¡Enséñamelo! —ordenó el trasgo. A pesar de la densa niebla, vi tensarse sus músculos. Alzó la espada y orientó la hoja hacia el cuello de Rhia.
Yo seguía titubeando.
En ese momento, un extraño viento, más violento a cada segundo que transcurría, agitó las ramas del viejo roble que ocupaba el centro de la arboleda. Sus crujidos aumentaron hasta convertirse en un aullido. El trasgo miró hacia arriba justo en el momento en que el árbol se partía por la base y caía sobre él. Sólo pudo proferir un alarido agónico cuando el árbol lo aplastó.
Me apresuré a recuperar el Galator, que había salido despedido de la mano del trasgo, y me pasé el cordel alrededor del cuello. Con la otra mano, empuñé la espada del muerto y ataqué a otro miembro de la banda. El trasgo, mucho más fuerte que yo, me obligó a retroceder hasta que tropecé con el tronco del árbol caído y me derrumbé de espaldas.
El trasgo se echó hacia atrás para rematarme. De pronto, se quedó inmóvil. Una expresión de puro terror deformó su rostro, un horror que yo había visto antes en una sola ocasión, en la cara de Dinatius cuando las llamas lo engulleron.
Giré sobre mis talones y yo también me quedé petrificado. Solté la espada, pues no me quedaban fuerzas para sostenerla cuando, de entre la niebla, surgió una descomunal araña blanca que esgrimía sus colmillos como si fueran inmensos puñales.
—Haaambre —bramó la gigantesca araña con una voz capaz de helar la sangre en las venas—. Teeengo haaambre.
Sin darme tiempo a comprender lo que sucedía, Rhia me asió por la muñeca y me apartó de un tirón del camino de la Gran Elusa. Dejamos atrás los alaridos del trasgo acorralado y corrimos ladera abajo, seguidos de cerca por Shim. El pequeño gigante corría casi tanto como nosotros y, a su paso, levantaba con sus pies una nube de tierra y hojas.
Dos de los trasgos guerreros sortearon al monstruo y se lanzaron en nuestra persecución. Blandiendo sus espadas con furia, nos persiguieron, jadeantes y profiriendo maldiciones entre los peñascos envueltos por la niebla. Aunque nos precipitábamos ladera abajo a toda velocidad, nos iban ganando terreno inexorablemente. Pronto estaban casi encima de Shim.
De repente, un río apareció entre la niebla.
—¡Al agua! —gritó Rhia—. ¡Tiraos al agua!
Sin tiempo para preguntas, Shim y yo obedecimos. Nos precipitamos a las turbulentas aguas. Los trasgos saltaron detrás de nosotros, aporreando las aguas con sus espadas.
—¡Ayúdanos! —gritó Rhia, aunque yo no tenía ni idea de a quién se lo decía. A continuación, golpeó el agua violentamente con las manos.
En ese momento, empezó a formarse una ola en medio del río. Un enorme y centelleante brazo de agua se elevó de la superficie, y nos mantuvo a flote a Rhia, a Shim y a mí en la palma de su mano. Los dedos líquidos se arquearon sobre nosotros como una cascada, mientras la mano nos levantaba muy por encima de las embravecidas aguas del río. La espuma nos rodeó, irisada con todos los colores del espectro. El brazo de agua nos trasladó rápidamente río abajo, y dejamos muy atrás a nuestros perseguidores.
Al cabo de unos minutos, el brazo volvió a fusionarse con el río y nos depositó sobre un banco de arena. Salimos del agua, extenuados pero vivos. Y, en el caso de Shim, además, considerablemente más limpio.
Grandes pérdidas
Rhia se dejó caer en la orilla; su atuendo de hojas húmedas refulgía bajo el sol. Cuando la superficie del río volvió a la normalidad, un minúsculo dedo de agua salpicó la palma de su mano. Permaneció allí inmóvil unos instantes, antes de disolverse en la arena.
Pero ella no pareció advertirlo. De mal humor, pateó los juncos de color verde esmeralda que crecían en la orilla.
Me senté junto a ella.
—Gracias por salvarnos.
—Agradéceselo al río, no a mí. El Río Incesante es uno de mis amigos más antiguos en el bosque. Me bañaba cuando era niña y me daba de beber cuando crecí. Ahora nos ha salvado a todos.
Miré pensativamente el río y luego a Shim, que se había desplomado y yacía de espaldas a pleno sol. Por primera vez, su ropa no estaba recubierta de tierra y miel, y advertí que su holgada camisa estaba tejida con algún tipo de corteza amarillenta.
De pronto, recordé los ojos bordeados de amarillo de Problemas. ¿Habría conseguido la valiente rapaz dar esquinazo al enjambre de abejas? En caso contrario, ¿habría sobrevivido a su furia? Y si era así, ¿lograría encontrarme de nuevo algún día? Sentía el hombro extrañamente desnudo, sin el esmerejón posado en él.
Me volví hacia Rhia, que parecía más apesadumbrada que yo.
—No pareces muy feliz.
—¿Cómo voy a ser feliz? Hoy he perdido a dos amigos, uno antiguo y otro nuevo. —Sus ojos recorrieron mi rostro—. Conocía a Cwen desde que me encontró abandonada, hace mucho tiempo. Al viejo olmo, apenas hacía unos minutos que lo conocía cuando se taló a sí mismo para evitar que nos lastimaran. No podían ser más distintos: una retorcida y deformada, el otro alto y recto. Una me robó la lealtad, el otro me entregó su vida. Pero lo lamento por ambos.
Suspiré entrecortadamente.
—Ese olmo no volverá a ver a sus hijos.
Rhia alzó un poco la barbilla.
—Arbassa no estaría de acuerdo. Según ella, volverán a encontrarse en el Otro Mundo. Dice que todos nos encontraremos allí, algún día.
—¿Y tú te lo crees, realmente?
Inspiró profundamente.
—Yo... no estoy segura. Sé que quiero creerlo. Pero si realmente nos encontraremos después del Largo Viaje, eso no lo sé.
—¿Qué Largo Viaje?
—Es el viaje al Otro Mundo, el que emprenden los habitantes de Fincayra cuando mueren. Según Arbassa, cuanto más necesitaba aprender una persona al morir, más largo debe ser el Largo Viaje para ella.
—Entonces, aún en el caso de que el Otro Mundo sea real, yo no llegaría jamás al final.
—Tal vez no. —Contempló el caudaloso río y luego me miró—. Arbassa también me contó que, a veces, las almas más valientes y sinceras se ahorran totalmente el Largo Viaje. Su sacrificio es tan grande que son transportados directamente al Otro Mundo, en el mismo instante de su muerte.
No pude reprimir las ganas de mofarme de ella.
—Así, en lugar de morir, ¿se limitan a... desaparecer? ¿En un momento están aquí, retorciéndose de dolor, y al instante siguiente están en el Otro Mundo, bailando alegremente? No me lo creo.
Rhia inclinó la cabeza.
—Es difícil de creer.
—¡Es imposible! Sobre todo si son incapaces de realizar semejante sacrificio.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Si son demasiado cobardes! —Me mordí el labio—. Rhia, yo... podía haber hecho mucho, muchísimo más por ayudarte.
Me miró con simpatía.
—¿Qué más podías haber hecho?
—Tengo algunos... bueno, poderes. No tienen nada que ver con el Galator. Todavía no he empezado a entenderlos. Sólo sé que son grandes, demasiado grandes.
—¿Poderes como tu segunda visión?
—Sí, pero mayores. Más salvajes. Más incontrolables. —Escuché unos segundos el rumor del Río Incesante—. ¡Yo no pedí esos poderes! Simplemente, aparecieron. Un día, en un ataque de furia, los utilicé de mala manera y eso me costó los ojos. A otro chico le costó mucho más. ¡Un mortal no debería poseer semejantes poderes! Prometí no volver a utilizarlos.
—¿A quién se lo prometiste?
—A Dios. Al Gran Sanador de las oraciones de Branwen. Prometí que, si recuperaba la visión, renunciaría a mis poderes para siempre. ¡Y Dios escuchó mi súplica! Pero aun así... tenía que haberlos empleado antes. ¡Para salvarte! Con promesa o sin ella.
Me miró fijamente a través de su maraña de rizos.
—Algo me dice que esa promesa no es la única razón por la que no quisiste utilizar tus poderes.
Me noté la boca seca.
—La verdad es que me dan miedo. Me aterrorizan hasta el fondo del corazón. —Arranqué un junco que sobresalía del agua y lo retorcí furiosamente entre mis dedos—. Branwen me dijo en una ocasión que Dios me había concedido estos poderes para utilizarlos, sólo debía aprender a dominarlos. A emplearlos para hacer el bien, con prudencia y amor. Pero ¿cómo se puede utilizar con prudencia algo que se teme tocar? ¿Cómo se puede usar con amor algo que puede destruir tus ojos, tu vida, tu mismísima alma? ¡Es imposible!
Rhia aguardó un buen rato antes de responder. Señaló las aguas salpicadas de crestas blancas.
—El Río Incesante parece una simple corriente de agua que va de un punto a otro. Pero es más, mucho más. Es todo lo que existe, incluyendo lo que se oculta bajo la superficie.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Todo. Creo que Branwen tenía razón. Si alguien (Dios, Dagda o quien sea) te ha concedido poderes especiales, es para que los utilices. Igual que el Río Incesante tiene sus propios poderes para usarlos. Uno es todo lo que es.
Meneé la cabeza.
—Entonces, ¿debería olvidar mi promesa?
—No la olvides, pero pregúntate si eso es realmente lo que Dios espera de ti.
—Me devolvió la vista.
—Te devolvió tus poderes.
—¡Eso es una locura! —exclamé—. No tienes ni idea...
Un sonoro ronquido procedente de algún lugar muy cercano me cortó en seco. Di un brinco, pues creía que lo profería un jabalí salvaje. Enseguida volví a oírlo y comprendí que no era de jabalí, sino de Shim. Se había quedado dormido sobre el banco de arena.
Rhia contempló la minúscula figura.
—Ronca lo bastante fuerte para ser un verdadero gigante.
Se volvió hacia mí.
—Te preocupas por si eres demasiado para ti mismo. Sé simplemente tú mismo, y tarde o temprano lo averiguarás.
—¡Tarde o temprano! —Me puse en pie con desagrado—. No intentes decirme cómo debo vivir. Limítate a tu propia vida, si no te importa.
Ella se irguió para enfrentarse a mí.
—¡Quizá te ayude pensar en alguien más que en ti mismo! Nunca he conocido a nadie tan apegado a su propia persona. ¡Eres el individuo más egoísta que he conocido! Aunque seas... —Se contuvo—. Olvídalo. Vete a preocuparte por ti mismo un poco más.
—Creo que es lo que voy a hacer.
Me interné a paso vivo en el frondoso bosque que bordeaba el Río Incesante. Demasiado enojado para fijarme por dónde iba, tropecé varias veces entre el sotobosque, golpeándome las canillas y arañándome los muslos. Eso me puso de peor humor todavía y maldije en voz alta. Finalmente, me senté sobre un tronco podrido que ya casi era un montículo de tierra.
De pronto, oí un grito ronco:
—¡Sujétalo!
Dos trasgos guerreros, los mismos que habíamos despistado corriente arriba, saltaron de la espesura y me arrojaron al suelo. Uno de ellos me apuntó al pecho con su espada. El otro sacó un gran saco de una tela parda burdamente tejida.
—Nada de trucos esta vez —gruñó el trasgo que empuñaba la espada. Hizo una seña al otro con una voluminosa mano grisverdosa—. Mételo en el saco.
En ese instante, un penetrante silbido perforó el cielo. El trasgo de la espada gritó y cayó hacia atrás, con el brazo sangrando por las heridas infligidas por unas poderosas garras.
—¡Problemas! —Rodé sobre mí mismo para alejarme de la refriega y me puse en pie de un brinco.
El esmerejón propinaba golpes con las garras y aleteaba furiosamente ante la cara del trasgo, que se vio obligado a retroceder varios pasos. Cada vez que el trasgo descargaba un mandoble con la espada, Problemas se abalanzaba sobre su rostro y lo desgarraba bajo el casco puntiagudo, buscando los ojos. A pesar de la enorme diferencia de tamaño, la ferocidad de la pequeña rapaz estaba resultando excesiva para el trasgo.
Pero Problemas no contaba con que el otro trasgo intervendría en el combate. Sin darme tiempo a lanzarle un grito de advertencia, el segundo guerrero descargó un formidable puñetazo que alcanzó al esmerejón en pleno vuelo. Problemas se estrelló contra el tronco de un árbol y cayó al suelo, aturdido. Permaneció tendido, completamente inmóvil, con las alas extendidas en cruz.
Lo último que vi fue cómo el primer trasgo alzaba la espada para despedazar a la rapaz. Algo me golpeó en la cabeza y el día se hizo noche.
El cambio
Cuando recobré la conciencia, me incorporé de golpe. Aunque todavía notaba un zumbido en mi cabeza, comprobé que me rodeaban unas ramas de árbol enormes. Inspiré el fragante y húmedo aire. Escuché el pausado murmullo de las ramas, que me pareció extrañamente lúgubre. Y supe que aún debía de hallarme en el Bosque de la Druma.
No había ni rastro de los trasgos. Ni de Problemas. ¿Había sido todo una pesadilla? Entonces, ¿por qué me dolía tanto la cabeza?
—Tú está despierto, sí.
Sobresaltado, me giré.
—¡Shim! ¿Qué ha sucedido?
El pequeño gigante me estudió con aprensión.
—Tú no es bueno con yo nunca. ¿Tú me hace daño si yo lo dice?
—No, no. Puedes estar seguro. No te haré daño. Sólo dime qué ha ocurrido.
Todavía reticente, Shim se frotó pensativamente la nariz en forma de pera.
—No te haré daño. En serio, de verdad, palabra.
—Está bueno. —Guardando las distancias, se paseó nerviosamente por el suelo cubierto de musgo—. La chica, esa tan buena, oye pelear a tú. Se preocupa que los trasgos capturan a tú. Quiere encontrarte, pero yo dice que es una locura. ¡Yo lo intenta, lo intenta mucho!
Llegado a este punto, hizo un puchero. Sus ojos, más rosados que de costumbre, bizquearon al mirarme. Una lágrima que resbaló por su mejilla describió una amplia curva alrededor de su nariz.
—Pero ella no hace caso a Shim. Yo la sigue, pero está muy asustado. Muy, pero que muy asustado. Los dos van por el bosque y encuentra el lugar donde tú lucha con los trasgos guerreros.
Lo cogí por un brazo. Aunque era pequeño, advertí que era musculoso como un marinero.
—¿Viste un pájaro? ¿Uno pequeño?
El gigante se zafó suavemente de mí.
—Ella encuentra plumas con sangre debajo un árbol. Pero no hay pájaro allí. Ella muy triste, Shim lo ve. Ese pájaro, ¿es amigo de tú?
Amigo. Aquella palabra me sorprendió tanto como me entristeció. Sí, un día antes habría dado cualquier cosa por perder de vista a aquel animal, y ahora se había convertido efectivamente en mi amigo. Justo a tiempo para abandonarme. Una vez más, conocí el dolor de perder lo que se acaba de encontrar.
—Tú está triste también.
—Sí —dije con voz queda.
—Entonces tú no gusta el resto, seguro. No es bonito, nada.
—Cuéntamelo.
Shim se sentó en una gran raíz de pinabete con expresión abatida.
—Ella sigue tu pista. Shim también va, pero cada vez muy asustado. Los dos encuentra el lugar donde acampan los trasgos. Ellos se pelean. Empujan y gritan a otros. Después... ella hace el cambio.
Me sobresalté.
—¿El cambio?
Otra lágrima rodó por su mejilla, sorteando el contorno de su nariz.
—¡Yo dice que ella no lo hace! ¡Se lo dice! Pero hace callar y se escabulle hasta el saco donde dentro está tú. Lo desata, saca a tú y arrastra hasta estos matorrales. Quiere despertar a tú, los dos queremos. Pero tú está como muerto. ¡Y entonces ella entra en el saco! Yo quiere impedirlo, pero ella dice...
—¿Qué? ¡Habla!
—Dice que tiene que hacerlo, porque tú es la única esperanza de la Druma.
Mi corazón se había convertido en plomo.
—Entonces, los trasgos dejan de pelear. Y se llevan el saco sin mirar qué hay dentro.
—¡No! ¡No! ¡No debió hacerlo!
Shim se encogió.
—Yo sabe que tú no gusta.
—En cuanto la descubran, la... ¡Oh, esto es demasiado horrible!
—Horrible, sí.
En mi mente se agolparon las imágenes de Rhia. Cuando se atracaba bajo las ramas del shomorra, cargadas de fruta. Mostrándome las constelaciones de las regiones oscuras del cielo nocturno. Cuando saludaba a Arbassa con una lluvia de rocío en la cara. Al rodear mi dedo índice con el suyo. Observándome, y observando el brillo del Galator, en la caverna de cristal.
—Mis dos únicos amigos desaparecen el mismo día. —Descargué un puñetazo sobre la turba cubierta de musgo—. ¡Siempre me ocurre lo mismo! Todo lo que encuentro, lo pierdo.
Shim inclinó la cabeza, desalentado.
—Y nosotros no puede hacer nada por impedir.
Me volví rápidamente para mirarlo.
—Oh, sí, podemos hacer algo. —Aunque me sentía mareado, me obligué a ponerme en pie—. Voy a buscarla.
Shim dio un paso atrás y casi se cae de espaldas.
—¡Tú está completamente loco!
—Tal vez sí, pero no pienso perder a la única amiga que me queda sin luchar. Voy tras ella, dondequiera que la hayan conducido. Aunque eso signifique llegar hasta el mismísimo Castillo Velado.
—Loco —repitió Shim—, tú está completamente loco.
—¿Por dónde se fueron?
—Río abajo. Y con mucho prisa.
—Pues yo haré lo mismo. Adiós.
—Espera. —Shim se aferró a mi rodilla—. Yo también está completamente loco.
Aunque me conmovió la intención del pequeño gigante, le respondí con un gesto negativo.
—No. No puedes venir conmigo, Shim. Sólo serías un estorbo.
—Yo no es luchador. Es verdad. Yo se asusta de casi todo. Pero yo está completamente loco.
Suspiré, sabiendo que yo tampoco era gran cosa como luchador.
—No.
—Yo pide por favor.
—No.
—Esa chica es antes buena con yo. ¡Dulce como la miel! Yo sólo quiere ayudarla.
Durante unos segundos, escruté el rostro que me miraba desde la altura de mi rodilla.
—Está bien —dije al cabo—. Puedes venir.
TERCERA PARTE
Un cayado y una pala
Durante horas seguimos el Río Incesante, encaramándonos a las piedras lisas y las ramas bajas. Finalmente, el río se desvió hacia el sur y llegamos al lindero occidental del Bosque de la Druma. A través de los árboles, cada vez más dispersos, vi la brillante línea del río y, más allá, las umbrías llanuras de las Tierras Plagadas. Desde nuestra atalaya, no había duda alguna de que el Río Incesante era la corriente de agua refulgente que había divisado desde la duna el día de mi llegada a Fincayra.
A cierta distancia río abajo, distinguí un grupo de peñascos en forma de huevo. Se sentaban a horcajadas entre ambas orillas, y por lo menos uno se erguía en medio de la corriente. El cauce parecía más ancho y menos profundo en ese punto. De ser así, representaba un buen lugar para vadearlo. En la orilla opuesta, alguien había plantado varias hileras paralelas de árboles, como en un huerto. Pero si en efecto era un huerto, nunca me había tropezado con uno tan raquítico.
Unas ramitas se quebraron a mis espaldas. Giré sobre mis talones y vi a Shim atravesando con gran esfuerzo un helechal. Varios brazos verdes rodeaban sus cortas piernas. Mientras se contorsionaba y saltaba entre los helechos, su holgada camisa amarilla, sus peludos pies y su prominente nariz confabulaban para conferirle el aspecto de una marioneta mal vestida, más que el de una persona. Pero su áspero cabello castaño —aún embadurnado de miel, tierra y palitos—, por no mencionar sus chispeantes ojos rosados, dejaban claro que estaba vivo. Y enojado.
—Locura —masculló, cuando finalmente logró dejar atrás los helechos—. ¡Esto es locura!
—Vuelve atrás, si quieres —le sugerí.
Shim frunció su bulbosa nariz.
—¡Yo sabe qué tú piensa! ¡Tú no quiere que yo marcha! —Se irguió en toda su estatura, con lo cual sólo me llegaba un poco más arriba de la rodilla—. Bueno, pues yo va. Va a rescatar la chica.
—No será fácil, ya lo sabes.
El pequeño gigante se cruzó de brazos y me miró con terquedad.
Dirigí mi segunda visión una vez más hacia las tierras de la otra orilla del río. Me sorprendió que todo, incluso los árboles del huerto, fuera de colores más apagados que los que había visto en la Druma. La vivacidad de tonos que el resto de Fincayra había aportado a mi vista se desvanecería en cuanto cruzáramos el río. Me había acostumbrado a ver los colores más intensos del bosque, y aun me atreví a creer que mi segunda visión había mejorado. Pero ahora sabía la verdad. Era tan débil como antes, tan apagada como el paisaje que ahora se extendía ante mí.
Y, como antes, el extraño color pardorrojizo teñía la llanura hasta donde alcanzaba la vista. Todas las tierras orientales, excepto los contornos negros más lejanos, presentaban el color que Rhia había descrito como de sangre coagulada.
Aspiré una gran bocanada del aromático aire del bosque. Escuché, acaso por última vez, el constante murmullo de las ramas. Apenas había empezado a intuir la diversidad y la complejidad de este lenguaje de los árboles, unas veces sutil, otras agobiante. Me pregunté qué me estarían diciendo en este momento, si pudiese entender sus voces. Me prometí a mí mismo en silencio que, si algún día regresaba a este bosque, aprendería sus costumbres y valoraría sus secretos.
Justo por encima de mi cabeza, la rama de un pinabete se estremeció e impregnó el aire de un penetrante olor. Alargué una mano y froté sus agujas planas entre el índice y el pulgar, con la confianza, a medias, de que así lograría retener el olor del bosque en mi mano para siempre. Siguiendo un impulso, rodeé con los dedos la sección central de la rama y apreté con fuerza, como si estuviera estrechando la mano de una persona. Di un tirón con la fuerza suficiente para notar que la rama cedía un poco.
De pronto, la rama se quebró. Sin soltarla, caí de espaldas entre los helechos... y encima de Shim.
—¡Tú, maldito idiota! —El minúsculo personaje recuperó la verticalidad y le propinó un manotazo a mi brazo, pero falló y cayó de nuevo sobre los helechos—. ¿Qué tú pretende? —gritó desde la maraña de verdes frondas—. Por poco aplasta a yo.
—Lo siento —repliqué, esforzándome por mantener la compostura—. La rama se ha roto.
Desde detrás de la montañosa nariz, dos ojos rosados me lanzaron una furiosa mirada.
—¡Shim casi rompe todo!
—He dicho que lo siento.
Gruñendo furiosamente, se puso nuevamente en pie.
—Yo hace que tú siente más aún. —Con los puños cerrados, se dispuso a asestarme otro golpe.
En ese preciso instante, algo me hizo fijarme en la rama que conservaba en la mano. Para mi estupefacción, su corteza empezó a desprenderse en largas tiras. Al mismo tiempo, las ramas más pequeñas que sobresalían del tronco principal se fueron partiendo una por una y dejaron caer sus agujas en mi regazo. La corteza desprendida se enroscó, formó largos bucles y finalmente resbaló hasta el suelo, como si la hubieran mondado con una navaja invisible.
Al verlo, Shim bajó los puños. Una expresión de infinito asombro se adueñó de su rostro.
Para entonces, la rama que descansaba sobre mi regazo ya no era una rama. Era un sólido bastón, recto y grueso, curvado por un extremo y puntiagudo por el otro. Lo apoyé en el suelo y comprobé que me sobrepasaba toda la cabeza. Lo hice rodar entre mis manos y sentí la lisa piel de la madera. Lo comprendí en una súbita inspiración que fue como una llamarada.
Apoyándome en el bastón, me erguí por encima de los helechos. Ante el oloroso pinabete recordé mi infructuoso intento de encontrar un cayado la primera vez que entré en este bosque. Dediqué una reverencia al pinabete como muestra de agradecimiento. Ya tenía mi cayado. Y algo muchísimo más preciado: sostenía un pedacito de la Druma que viajaría conmigo más allá de sus confines.
—Tú no pegará a yo con ese palo, ¿verdad? —preguntó Shim, con voz sumisa.
Lo miré con severidad.
—Si tú no me pegas, yo no te pegaré a ti.
El pequeño gigante se quedó de una pieza.
—Yo no quiere hacer daño a ti nunca.
Enarqué una ceja, pero no dije nada. Empuñando mi nuevo cayado, emprendí la marcha en dirección a los peñascos en forma de huevo que había visto río abajo. Shim me seguía de cerca, se peleaba con la maleza y rezongaba tanto como antes, aunque en voz más baja.
No tardamos mucho en llegar al lugar. Aquí el río se ensanchaba considerablemente y su lecho estaba pavimentado de piedras blancas. Como me esperaba, el cauce parecía poco profundo, aunque la corriente seguía siendo muy rápida. En el fondo, bajo los peñascos, el lodo de ambas orillas presentaba huellas de grandes y pesadas botas.
—Trasgos —dijo Shim, tras observar las pisadas.
—Seguro que el Río Incesante no se lo puso fácil para cruzarlo.
Shim me miró de reojo.
—Yo odia cruzar ríos. En serio, de verdad, palabra.
Me apoyé en el cayado, aferrándome a su nudoso extremo superior.
—No tienes ninguna obligación de hacerlo. La decisión es tuya.
—¿Hasta dónde piensa llegar tú?
—¡Hasta donde se halle Rhia! Como los trasgos creen que tienen el Galator en el saco, probablemente se dirijan al castillo de Stangmar. No sé si los alcanzaremos antes de que lleguen allí, pero debemos intentarlo. Es nuestra única esperanza, y la de Rhia.
Mi segunda visión inspeccionó a distancia las umbrías colinas. Una muralla de nubes, más oscuras que cualquier nube de tormenta que hubiera visto antes, se cernía sobre ellas y sumía las que estaban situadas más al este en una oscuridad total. Me acordé de la descripción que había hecho Rhia del Castillo Velado: «en la más oscura de las Colinas Oscuras, donde la noche nunca termina». ¡Tenía que encontrarla antes de que llegara a aquellas colinas! «Donde la noche nunca termina». Pues en esa oscuridad, mi visión sería nula. Y casi también mi esperanza.
Shim tragó saliva.
—Está bueno. Yo va. Quizá no todo el camino hasta el castillo, pero va.
—¿Estás seguro? Por allí no encontraremos mucha miel.
Como respuesta empezó a vadear el río. Recorrió unos cuantos pasos resistiendo el empuje de la corriente, pero cuando se acercaba al peñasco parcialmente sumergido, trastabilló. De pronto, se encontró en aguas mucho más profundas. Gritó y agitó frenéticamente sus cortos brazos. Corrí a ayudarlo, antes de que se hundiera. Hice que subiera hasta mis hombros y empecé a cruzar el río.
—Gracias —logró articular Shim, mientras intentaba recuperar el aliento. Se sacudió enérgicamente y me dejó el rostro empapado—. Esta agua es mucho mojada.
Apoyado en el bastón, fui avanzando con precaución por las turbulentas aguas.
—Te agradecería que no utilizaras mi nariz como asidero.
—Yo tiene que agarrar a algo, ¿no?
—¡Pues agárrate a tu propia nariz! —exclamé, convencido ahora de que había cometido un error al permitir que me acompañara.
—Está bueno —replicó en un tono nasal, lo cual me indicó que me había obedecido al pie de la letra.
A cada paso que daba para cruzar el río de rápidas aguas, notaba que algo tiraba de mis botas de piel hacia atrás, en dirección al bosque. No era la corriente. Más bien era como si cientos de manos invisibles intentasen impedir que abandonase la Druma. No supe discernir si esas manos estaban en el agua o si formaban parte de mí, pero notaba los pies cada vez más pesados a medida que me aproximaba a la orilla opuesta.
Una sensación ominosa fue creciendo en mi interior. Al mismo tiempo, detecté que se estaba formando una imagen en mi mente, una imagen con un origen distinto de mi segunda visión. Veía extrañas luces, por docenas, avanzando hacia mí. De pronto, comprendí que mis poderes ocultos estaban actuando. ¡Iba a ser una imagen del futuro!
—¡No! —grité, sacudiendo la cabeza tan violentamente que Shim tuvo que aferrarse a mi cabello para no salir despedido.
La imagen desapareció. Los poderes remitieron. Pero la ominosa sensación no se desvaneció, y era más intensa que antes.
Cuando llegué a la orilla oriental, Shim se deslizó por mi espalda, pero no sin darme un puñetazo en la oreja por el camino.
—¡Ay! ¿Por qué has hecho eso?
—Porque obliga a yo a ir todo el camino tocando las narices mías.
La idea de arrojarlo otra vez al río cruzó mi mente, pero conseguí reprimirme. Y olvidé rápidamente mi enfado ante la visión más cercana del huerto. Los árboles, delgados y muy castigados, parecían considerablemente más frágiles incluso que los árboles más viejos de la Druma. De hecho, los más alejados del río estaban claramente enfermos y parecían meros espectros de seres vivos. Habíamos llegado a las Tierras Plagadas.
Me aproximé a uno de los árboles más corpulentos, cuyas ramas se prolongaban por encima del río, y arranqué un pequeño fruto marchito. Lo sostuve en la palma de la mano; me sorprendió la correosa textura de su piel arrugada, del color de la herrumbre. Lo olfateé y confirmé mis sospechas: era una manzana. La manzana más escuchimizada que jamás había visto.
Se la arrojé a Shim.
—Tu cena.
El pequeño gigante la atrapó al vuelo. Me miró, indeciso, mientras se llevaba el fruto a los labios. Finalmente, le dio un mordisco. La expresión de amargura de su rostro fue todo un poema.
—¡Puaj! ¡Tú quiere envenenar a yo!
Le sonreí burlonamente.
—No. No creí que fueras a probarla.
—Entonces, tú quiere engañar a yo.
—Eso no puedo negarlo.
Shim se plantó ante mí con los brazos en jarras.
—¡Yo quiere que la chica está aquí!
Asentí lúgubremente.
—Yo también.
En ese momento, vi a lo lejos, por detrás de la última hilera de árboles, un grupo de seis figuras que avanzaban al descubierto por la llanura oriental. Parecían encaminarse hacia el huerto. ¡Trasgos guerreros! Sus espadas, corazas y cascos puntiagudos refulgían bajo el sol del atardecer. Los vi desaparecer detrás de un promontorio. Aunque la ladera los ocultaba, sus estridentes voces se oían cada vez con mayor claridad.
Shim, que también los había visto, estaba paralizado.
—¿Qué hace ahora nosotros?
—Escondernos donde podamos.
Pero ¿dónde? Desde donde nos encontrábamos no se veía ni siquiera una triste roca tras la cual acurrucamos. La agostada vegetación no ofrecía ninguna protección. La suave pendiente que describía la orilla no presentaba ninguna elevación, y mucho menos una hondonada.
Los trasgos se acercaban a la cima del promontorio. Sus voces eran cada vez más fuertes, al igual que las sonoras pisadas de sus botas. Mi pulso se aceleró. Recorrí el terreno con la mirada en busca de cualquier escondite.
—¡Vosotros! —susurró una voz—. ¡Por aquí!
Me volví y vi una cabeza que asomaba entre las raíces de los árboles que crecían en el extremo opuesto del huerto. Shim y yo corrimos apresuradamente hacia allí. Descubrimos una profunda zanja recién excavada que aún no se comunicaba con el río. En su interior vimos a un hombre de anchas espaldas, curtido por el sol, de firme mentón y cabello castaño, más aún porque estaba salpicado de barro. Por debajo de su pecho desnudo vestía unos pantalones anchos de tela marrón. Empuñaba una pala con la despreocupación y la seguridad con que un soldado empuña su espada.
Nos hizo una seña con la pala.
—Meteos aquí, muchachos. Deprisa.
No dudamos en obedecer su orden. Tiré mi cayado y me arrojé al fondo de la zanja. En el momento en que Shim saltaba detrás de mí, los trasgos coronaban el promontorio y penetraban en el huerto. Rápidamente, el hombre nos cubrió de tierra y hojas. Sólo dejó un pequeño orificio para que pudiéramos respirar.
—¡Eh, tú! —gritó uno de los trasgos. Bajo la alfombra de tierra, su voz sonaba un poco más aguda, pero no menos ronca, que la del trasgo que mandaba el grupo con el que nos tropezamos en la Druma.
—¿Sí? —respondió el hombre que cavaba la zanja. Su voz reflejaba su irritación al ser molestado cuando trabajaba.
—Buscamos a una prisionera muy peligrosa. Ha escapado esta mañana.
—¿De quién?
—¡De la guardia, payaso! Es decir, de la antigua guardia. Por perder a la prisionera, han perdido la cabeza. —Soltó una aguda risotada—. ¿Has visto a alguien cruzar el río? ¡Habla de una vez, hombre!
El jornalero se concedió una prolongada pausa antes de responder. Empecé a preguntarme si iba a delatarnos.
—Bueno —dijo finalmente—, sí, he visto a alguien.
Bajo tierra, mi estómago se contrajo.
—¿A quién?
—Era... un joven.
El sudor, mezclado con la tierra, hacía que me escocieran los labios. Mi corazón latía con violencia.
—¿Dónde y cuándo? —espetó el trasgo.
El hombre hizo una nueva pausa. Me planteé si debía intentar huir precipitadamente, con la esperanza de correr más que los trasgos.
—Hace varias horas —respondió el jornalero—. Iban en la dirección de la corriente. Hacia el mar.
—Será mejor que tengas razón —gruñó el trasgo.
—Tengo razón, pero también tengo prisa. Debo terminar esta acequia antes de que anochezca.
—¡Ja! Este viejo huerto necesita mucho más que una acequia para salvarse.
Otra voz de trasgo, más lenta y grave que la anterior, intervino en la conversación.
—¿Por qué no talamos algunos de esos árboles para aligerar la carga de este pobre hombre?
Toda la banda se echó a reír estruendosamente.
—No —declaró el primer trasgo—. Si queremos dar alcance a la prisionera antes de la noche, no hay tiempo que perder.
—¿Qué le hicieron a esa niña tonta? —preguntó roncamente otro trasgo cuando el grupo se alejaba, haciendo retumbar el suelo con sus pesadas botas.
Asomé la cabeza demasiado tarde para oír la respuesta completa. Sólo atiné a distinguir las palabras del rey y, un segundo más tarde escuché: «mucho mejor muerta».
Me sacudí la tierra de la túnica. Cuando las roncas voces de los trasgos se desvanecieron, ahogadas finalmente por el murmullo de la impetuosa corriente, salí a rastras de la zanja y me acerqué al hombre.
—Te estoy agradecido. Muy agradecido.
Clavó su pala en la tierra suelta y me tendió una recia mano.
—Me llamo Honn, muchacho. Quizá yo no sea más que un simple jornalero del campo, pero sé quién me cae bien y quién no. Cualquiera que sea enemigo de esos sapos grasientos es sin duda amigo mío.
Estreché su mano, que ocultó la mía casi por completo.
—Yo me llamo Emrys. —Señalé el montón de tierra que sobresalía junto a mi pie—. Y mi valiente compañero se llama Shim.
Shim asomó la cabeza, escupió una bocanada de tierra y me fulminó con la mirada.
—Debemos irnos —dije—. Nos espera un largo camino.
—¿Y hacia dónde os dirigís?
Inspiré profundamente.
—Al castillo del rey.
—No iréis al Castillo Velado, ¿verdad, muchacho?
—Sí.
Honn meneó la cabeza con incredulidad. El gesto dejó al descubierto sus orejas, de formas vagamente triangulares y puntiagudas por arriba, bajo la maraña de pelo castaño.
—El Castillo Velado —masculló—. Donde se guardan las Siete Herramientas Mágicas, forjadas hace una eternidad. Recuerdo cuando pertenecían al pueblo. ¡Ahora sólo pertenecen al rey! El arado que labra solo... la azada que abona las semillas... la sierra que corta sólo la cantidad de madera necesaria...
Se contuvo.
—¿Por qué quieres ir allí?
—Para encontrar a alguien. A una amiga.
Me miró como si hubiera perdido el juicio.
—¿Sabes dónde se encuentra el castillo?
El jornalero blandió la pala en dirección a las Colinas Oscuras.
—Por ahí. No puedo decirte nada más, muchacho, excepto que sería más prudente que cambiaras tus planes.
—Eso no puedo hacerlo.
Hizo una mueca y me estudió atentamente.
—Eres un desconocido para mí, Emrys. Pero te deseo toda la suerte que quede en Fincayra.
Honn recogió su camisa, que estaba en el suelo, junto a la zanja, y extrajo del bolsillo un puñal de hoja estrecha. Lo hizo rodar una vez en su mano y me lo tendió.
—Toma. Lo necesitarás más que yo.
La Villa de los Bardos
Avancé con paso firme por la tundra, en dirección a las onduladas cuestas de las Colinas Oscuras. Mi talega de hierbas pesaba más ahora que contenía también el puñal de Honn. El reseco suelo aterronado crujía bajo mis botas, y mi cayado golpeaba rítmicamente en el suelo. Con frecuencia, mi hombro rozaba el extremo superior curvado y me llegaba un tenue olor de pinabete.
Shim, refunfuñando acerca de su propia locura, se esforzaba por mantener mi paso. Pero yo no pensaba reducir la marcha por él. No había tiempo que perder. Las palabras del trasgo resonaban una y otra vez en mi mente: «mucho mejor muerta».
Aparte de los tallos de hierba, los montículos de hojarasca y las escasas y ralas arboledas que se las componían para sobrevivir en esta tundra, los colores dominantes de la llanura que se extendía hasta el oscuro horizonte eran apagados grises y marrones, teñidos de herrumbre. Volví la vista atrás en varias ocasiones, hacia las verdes colinas del Bosque de la Druma, intentando recordar la exuberancia de aquella tierra. A medida que el sol descendía a nuestras espaldas, nuestras sombras eran cada vez más largas y más oscuras.
Distinguí a lo lejos un grupo de árboles oscuros y sin hojas. Al acercarnos, descubrí la verdad. Lo que parecían troncos y ramas eran en realidad los esqueletos de casas y establos, todo lo que quedaba de un pueblo del tamaño de Caer Vedwyd. No se veía ni un alma, ni un animal. Los edificios habían sido incendiados hasta sus cimientos. Los muros de piedra habían sido demolidos. A un lado del camino flanqueado por fresnos que atravesaba el pueblo, una cuna de madera que un tiempo fue el lecho de un niño, yacía convertida en astillas. No quedaba nadie para contar por qué había sido arrasado este pueblo.
Proseguimos nuestro camino hacia las Colinas Oscuras. Aunque aguzaba los oídos y mi segunda visión en busca de cualquier rastro de trasgos, no descubrí ninguno. Pero eso no era motivo para relajarse. En el cielo ya se adivinaba el primer indicio de la puesta del sol. Dentro de una hora, caería la noche. Sólo podía imaginar qué criaturas deambularían por este terreno después de oscurecer.
Mientras tanto, Shim me seguía a cierta distancia. Se detenía continuamente para descansar y yo insistía a cada momento en que debía seguir adelante. Sus fuerzas se estaban agotando, al igual que mi visión. Muy a mi pesar, llegué a la conclusión de que necesitaríamos algún tipo de refugio antes de que anocheciera. Pero ¿dónde? Aquella desolada planicie no ofrecía muchas alternativas.
Continuamos recorriendo las largas y suaves cuestas y depresiones de la región. Mis temores crecían al mismo tiempo que nuestras sombras se alargaban. Unos extraños aullidos, mitad lobunos, mitad viento, llegaron a nuestros oídos. A pesar de mis súplicas, Shim empezó a retrasarse más y más.
Al cabo, cuando llegué a la cima de un promontorio, divisé un pueblo al otro lado. En las calles ardían cálidas antorchas amarillas, y las estufas de leña de las casas de adobe estaban encendidas. Se me hizo la boca agua al detectar el olor de las brasas mezclado con el de cereales tostados.
Shim llegó a mi altura y ambos intercambiamos miradas de alivio. Con un grito de alegría, empezó a correr ladera abajo hacia las puertas del pueblo. Torpemente, pero con renovadas esperanzas, corrí tras él.
Junto a las puertas había un hombre sentado en el suelo que se puso en pie de un brinco al vernos llegar. Era alto y enjuto, y empuñaba una lanza. Vestía una sencilla túnica. Una poblada barba negra cubría la mayor parte de su rostro. Pero sus ojos, oscuros y excesivamente grandes, eran su rasgo más notorio. Bajo la menguante luz del atardecer, sus ojos tenían un brillo fantasmagórico. Sin embargo, no pude evitar tener la sensación de que esa luz no se debía tanto a la inteligencia como al miedo. De hecho, sus ojos parecían casi enloquecidos, como los de un animal aterrorizado al borde de la muerte.
En actitud de alerta, el hombre me apuntó al pecho con su lanza. Aunque no pronunció palabra, su expresión era siniestra.
—Venimos en son de paz —declaré—. Somos extranjeros en esta tierra y sólo buscamos un refugio donde pasar la noche.
Los desorbitados ojos del hombre se abrieron todavía más, pero no dijo nada. En su lugar, esgrimió en mi dirección la punta de la lanza, que rayó la madera de mi cayado y casi me araña la mano.
—Nosotros tiene hambre —exclamó Shim con voz lastimera—. Hambre y sueño.
De nuevo, el silencioso hombre nos intimidó con su espada. Sólo entonces me fijé en el cartel que había detrás de él, colgado en ángulo recto de uno de los postes de la valla. Tallada en la desgastada plancha de madera, podía leerse una inscripción: «Bienvenido a Caer Neithan, la Villa de los Bardos». Más abajo, había grabadas las palabras: «Donde las canciones loan...», pero las frases que seguían estaban borradas y resultaban ilegibles. No estaba seguro, pero me pareció que alguien las había raspado.
Al otro lado de las puertas vi a una mujer, alta y oscura como el hombre, que cruzaba furtivamente la plaza del pueblo. Antes de entrar en una de las casas, se detuvo para hacer una seña a dos niños de unos cuatro o cinco años y de largo cabello negro que descendía hasta sus hombros. Corrieron hacia allí como rayos, y la puerta se cerró de golpe. Me resultó muy extraño oír el roce de sus pies descalzos, pero no sus voces. La mujer, al igual que los niños, había permanecido tan silenciosa como el hombre de la lanza.
De pronto, caí en la cuenta de que, en todo el pueblo, no se oía ni una sola voz. Ni un llanto infantil. Ni las risas de una reunión de amigos. Ni la conversación de unos vecinos acerca del precio del trigo, la causa de los piojos o la probabilidad de que lloviera. No había ruidos de enfado, o dicha, o pesar.
No sonaba ninguna voz.
El hombre volvió a amenazarme con la lanza, rozando casi los pliegues de mi túnica. Retrocedí lentamente, intrigado todavía por el espectral brillo de sus ojos.
—Siento lo que ha ocurrido en este pueblo, sea lo que fuere —le dije en un tono áspero.
La lanza del hombre hendió una vez más el aire, muy cerca de mi pecho.
—Vámonos, Shim. Aquí no somos bienvenidos.
El pequeño gigante dejó escapar un lastimero gemido, pero me siguió. Nos dirigimos nuevamente hacia la tundra, tan estéril como la Villa de los Bardos. Poco después, habíamos dejado atrás sus titilantes antorchas, aunque su ominoso silencio seguía cerniéndose sobre nosotros.
A nuestras espaldas, el ocaso cubrió con una cortina púrpura el Bosque de la Druma. Ante nosotros, la oscuridad de la noche fue aumentando velozmente. Abandoné con resistencia cualquier esperanza de encontrar un refugio en esta monótona planicie. Sin embargo, sabía que debíamos seguir buscando hasta el mismo momento en que no consiguiera ver ni mi propio cayado. De lo contrario, al igual que las criaturas que aullaban de hambre a lo lejos, Shim y yo tendríamos que pasar la noche al raso.
En ese momento, divisé una silueta más adelante. Me pareció que era una roca... y sobre la roca había una persona.
Cuando nos aproximamos, descubrí con sorpresa que era una chica. Parecía varios años menor que Rhia. Estaba sentada en la roca, balanceando los pies y contemplando las franjas de color púrpura y azul que veteaban el cielo, cada vez más oscuro. No dio muestras de temer en absoluto a los dos extraños que se acercaban.
—Hola. —Echó hacia atrás sus rizos castaños, que le llegaban casi hasta la cintura. Una sonrisa traviesa iluminó su rostro.
Me acerqué con cautela.
—Hola.
—¿Quieres contemplar la puesta de sol conmigo?
—Gracias, pero no. —Escruté sus ojos, brillantes y efusivos, muy diferentes de los ojos del hombre que acabábamos de dejar atrás—. ¿No deberías volver a casa? Ya es muy tarde.
—Oh, no —dijo con voz cantarina—. Me encanta ver la puesta del sol desde aquí.
Di otro paso hacia ella.
—¿Dónde vives?
La niña dejó escapar una tímida risita.
—Te lo diré si tú me dices adonde vas.
Tal vez fuera por sus amistosos modales, o porque me recordaba un poco a Rhia, pero me sentí atraído por aquella animosa chiquilla. Quería hablar con ella, aunque sólo fuera un momento. Podía fingir, en algún remoto rincón de mi corazón, que estaba hablando una vez más con la propia Rhia. Y si su pueblo estaba cerca, podríamos encontrar además un refugio donde pasar la noche.
—¿Adónde vas? —repitió.
Sonreí.
—Oh, adonde me conduzca mi sombra.
Ella reprodujo su risita.
—Tu sombra desaparecerá muy pronto.
—Como la tuya. Deberías irte a casa antes de que oscurezca del todo.
—No te preocupes. Mi pueblo está justo detrás de esa loma.
Mientras conversábamos, Shim se acercó a la roca donde estábamos sentados. Quizá también él se sintió atraído por la niña, por los mismos motivos que yo. Por su parte, ella no pareció advertir su llegada. De pronto, por alguna razón, Shim se detuvo en seco y empezó a retroceder lentamente.
Sin prestar atención a los movimientos de Shim, le pregunté a la niña:
—¿Crees que podríamos quedarnos a dormir en tu pueblo esta noche?
Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de genuina alegría.
—Claro que sí.
Experimenté un gran alivio. Después de todo, habíamos encontrado refugio.
Justo entonces, Shim dio un tirón de la punta de mi túnica.
—Yo no está seguro —me susurró al oído el pequeño gigante cuando me agaché—, pero cree que algo raro pasa en las manos de ella.
—¿Qué?
—Las manos de ella.
Les eché una rápida mirada, ya que no esperaba encontrar nada. Al principio no vi nada raro. Pero... tenían algo diferente, aunque no supe identificarlo. De repente, lo supe.
Los dedos. Tiene los dedos unidos por membranas.
¡El pájaro alea! ¡La advertencia de Rhia de que los espectros cambiantes siempre presentaban algún defecto! Intenté desenvainar el puñal que me había dado Honn.
Demasiado tarde. La niña ya había empezado a metamorfosearse en una serpiente. Sus ojos marrones se tiñeron de rojo, su piel se cubrió de escamas y su boca se transformó en unas despiadadas fauces. Cuando el espectro se abalanzó sobre mi rostro, un fino velo de piel mudada crepitó mientras flotaba hasta el suelo.
Extraje el puñal con el tiempo justo de lanzar una estocada a la serpiente, antes de que me tumbara de espaldas. Shim profirió un chillido. Rodamos por la tundra, en una maraña de dientes y cola, brazos y piernas. Noté cómo las garras del espectro se clavaban dolorosamente en la carne de mi brazo derecho.
De improviso, con la misma celeridad con la que había empezado, el combate se interrumpió. Nuestros cuerpos entrelazados permanecieron completamente inmóviles, tendidos en el suelo.
—¿Emrys? —preguntó mansamente Shim—. ¿Tú está muerto?
Empecé a moverme lentamente. Me liberé del abrazo de la serpiente, cuya garganta había sido seccionada limpiamente por mí puñal. Una sangre de rancio olor manaba por el corte y resbalaba por el vientre escamoso. Fui hasta la roca tambaleándome por la debilidad y, oprimiéndome el brazo herido, me apoyé en ella.
Shim me miró con renovada admiración.
—Nos has salvado.
Lo contradije con un gesto.
—Nos hemos salvado por pura suerte. Por eso... y por un pequeño gigante muy observador.
Cairpré
La poca luz que quedaba se desvaneció rápidamente. Nos instalamos para pasar la noche junto a un hilito de agua que corría a varios centenares de pasos de los restos del espectro cambiante. Cada cual se sumió en sus propios pensamientos y ninguno de los dos habló. Shim vigilaba las erosionadas orillas para asegurarse de que ninguna otra criatura mortífera se escondía allí, mientras yo preparaba una pomada con algunas hierbas de mi talega.
Las hierbas desprendían un vago olor a tomillo. Y a raíz de haya. Y a Branwen. Apliqué cuidadosamente el ungüento sobre las heridas que las garras me habían causado en mi brazo, consciente de que ella lo habría hecho mucho mejor. Intenté canturrear para mí mismo uno de sus cánticos calmantes, pero apenas recordaba unas cuantas notas.
Sabía que pronto, cuando la oscuridad cayera sobre nosotros, mi segunda visión no sería ya de ninguna utilidad. Deposité mi cayado en el suelo y me recliné contra un tocón de árbol podrido, sujetando firmemente el puñal con la mano. Sopesé la estrecha hoja que había matado al espectro. ¿La utilizaba Honn para sus tareas? ¿O la llevaba simplemente como medida de protección? En cualquier caso, ahora estaba doblemente en deuda con él.
Unas cuantas estrellas de luz tenue empezaron a aparecer en el cielo. Busqué alguna de las constelaciones de Rhia, compuestas no por estrellas, sino por los espacios comprendidos entre ellas. Pensé en el árbol de shomorra, cargado de frutos. En la inscripción oculta en las paredes de Arbassa. En la caverna de cristales, profusamente iluminada. Todo aquello me parecía muy lejano, demasiado lejano.
Para mi decepción, las estrellas eran tan escasas y estaban tan dispersas que no identifiqué ningún patrón. Entonces, me di cuenta de que tal vez esas estrellas no iban a brillar más a medida que el cielo se oscurecía. Parecían estar cubiertas por una especie de velo. Y no de nubes, por lo menos no de nubes normales. Algo las retenía, algo les impedía iluminar esta tierra.
En aquel momento, percibí un débil olor a humo en el aire, como si ardiera alguna hoguera por allí cerca. Apoyándome sobre un codo me incorporé, y forcé mi segunda visión, pero no detecté ninguna llama.
Más extraño aún, advertí que un vago círculo de luz iluminaba la zona donde nos hallábamos tumbados. No procedía de las mortecinas estrellas, sino de algún otro lugar. ¿Qué más podía arrojar su luz sobre nosotros? Desconcertado, miré el resplandor más de cerca.
De repente, lo comprendí. La suave iluminación no venía del cielo, sino de la tierra. Para ser más concreto, procedía del tocón del árbol podrido.
Me aparté rodando sobre mi espalda. Después, me acerqué cautelosamente para mirarlo más de cerca. Vi un anillo de luz en la parte superior del tocón, como si hubiera una puerta tallada en la madera por cuyas rendijas se filtraba la luz del interior.
—Mira esto, Shim.
Mi compañero se acercó rápidamente. Al ver el tocón reluciente, jadeó sin poder evitarlo.
—Ahora yo está seguro de que ha acampado en un malo sitio.
—Ya lo sé. Pero esta luz no me parece mala, no sé por qué.
Shim frunció el ceño.
—La niña serpiente tampoco parece mala, al principio.
Sin previo aviso, la puerta se abrió de golpe hacia afuera. Por ella asomó una melenuda cabeza con una frente despejada y unos oscuros y penetrantes ojos. Era la cabeza de un hombre.
Los ojos, más profundos que estanques, nos escudriñaron, primero a mí y luego a Shim, durante un interminable momento.
—De acuerdo —dijo el extraño con voz sonora y grave—, podéis entrar. Pero no tengo tiempo para historias.
La cabeza desapareció en el interior del tronco. Shim y yo intercambiamos miradas de estupefacción. ¿Historias? ¿A qué se refería?
—Voy a bajar ahí —anuncié finalmente—. Ven conmigo o quédate aquí, como quieras.
—¡Yo se queda! —respondió con decisión el pequeño gigante—. Y tú debe olvidar esta locura y queda también.
—El riesgo merece la pena, si significa que no tendremos que acampar al raso.
Como para recalcar mi observación, los aullidos distantes se reanudaron.
—¿Y si el hombre convierte en otra serpiente? ¿Y si encierra a tú en ese agujero?
No respondí. Me asomé por el hueco de la puerta a un estrecho túnel descendente. Estaba bien iluminado, lo cual reactivó mi segunda visión, pero lo único que podía ver desde mi posición era una escalera de mano burdamente tallada. Titubeé, y sopesé la advertencia de Shim.
El volumen de los aullidos aumentó.
Aferré mi puñal con una mano, introduje un pie en el hueco y empecé a bajar por la escalera. Mientras descendía, advertí que los peldaños de madera estaban muy desgastados por el uso, como si cientos de manos y pies los hubieran utilizado para entrar. Y confié en que también para salir.
Seguí descendiendo, un peldaño tras otro. Al poco rato, un olor a moho y piel curtida se elevó por el túnel. Al percibirlo, mi corazón se aceleró, pues sólo lo había olido en otro lugar: en la iglesia de San Pedro, en Caer Myrddin. Cuanto más descendía, más intenso era.
Era el olor de los libros.
Cuando por fin llegué al fondo, me quedé boquiabierto. Estaba rodeado por centenares de tomos que tapizaban las pareces y el suelo de esta sala subterránea, de punta a punta y de arriba abajo.
¡Libros por todas partes! Libros de todos los grosores, colores, alturas y también idiomas, a juzgar por los variados símbolos e inscripciones de sus cubiertas. Algunos encuadernados en piel. Otros tan ajados que ya no conservaban ni rastro de sus tapas. Unos compuestos por rollos de papiro del Nilo. Otros, de pergamino procedente de la tierra que los griegos llamaban Anatolia y los romanos, Asia Menor, con el suave tacto de la piel de cordero.
Los libros reposaban en hileras sobre los alabeados estantes que recubrían las paredes. Estaban amontonados en el suelo, en tal número que sólo dejaban un estrecho pasillo que iba de un extremo de la habitación al otro. Se apilaban debajo de la pesada mesa de madera, abarrotada de papeles y utensilios de escritura. También cubrían la mayor parte de la cama de pieles de oveja que había en una esquina.
Al otro lado de la cama, una pequeña, pero oportuna despensa, contenía estantes de frutas y grano, pan y queso. Junto a ella, había dos escabeles bajos y una estufa de leña. En el interior de la estufa crepitaba un fuego que iluminaba el espacio habitable y el túnel que desembocaba en el tocón de árbol. Al lado del fuego había un caldero de hierro. Unas escudillas, sucias de restos de comida, formaban una torre cerca del caldero, tal vez con la esperanza de que si les concedían el tiempo suficiente, acabarían por limpiarse solas.
El hombre de cabellos largos se encontraba sentado en un sillón de respaldo alto, leyendo, junto a la pared opuesta a la entrada. Sus pobladas cejas, veteadas de gris, sobresalían como zarzas por encima de sus ojos. Vestía una holgada túnica blanca de cuello alto que casi le llegaba al mentón. De momento, no dio muestras de haberse percatado de mi llegada.
Volví a guardar el puñal en mi talega. El hombre no se movió. Con una sensación de incomodidad, carraspeé.
Ni aun así, levantó el hombre la vista del libro.
—Gracias por invitarme.
Al oír esto, el hombre se agitó.
—Considérate muy bienvenido. Y ahora, ¿te importaría cerrar el postigo de la puerta principal? Hay corriente de aire, ¿sabes? Por no hablar de las innombrables bestias que disfrutan merodeando de noche. Ya verás el cerrojo.
Se interrumpió al comprobar que había bajado yo solo.
—Y dile a tu diminuto amigo que no está en absoluto obligado a acompañarnos. No tiene por qué sentirse incómodo, en lo más mínimo. Naturalmente, es una lástima que vaya a morir sobre mi miel de trébol fresco.
De pronto, oí un portazo al final del túnel. Al cabo de unos segundos, Shim estaba frente a mí.
—Yo cambia de idea —dijo mansamente.
El hombre cerró el libro y lo dejó en su lugar de la estantería que había detrás de su sillón.
—No hay nada como una buena lectura para rematar un día de buenas lecturas.
Sonreí sin poder evitarlo.
—Nunca había visto tantos libros.
El hombre asintió.
—Las historias me ayudan. A vivir. A trabajar. A descubrir el significado de cada sueño, cada hoja, cada gota de rocío.
Palidecí. ¿No había empleado Branwen casi las mismas palabras en cierta ocasión?
—Sólo desearía —prosiguió el hombre— disponer de más tiempo para disfrutar de ellas. Como ya debes saber, últimamente tenemos otras distracciones.
—¿Se refiere a los trasgos y demás?
—Sí. Pero es lo demás lo que para mí está de más. —Meneó la cabeza con expresión seria y retiró otro libro de un estante—. Por eso ahora tengo tan poco tiempo para mis historias favoritas. Estoy buscando alguna respuesta en los libros, a fin de que la historia de la propia Fincayra no tenga que acabar antes de tiempo.
Asentí.
—La Plaga se está extendiendo.
—¡En efecto! —exclamó, sin levantar la vista del libro—. Sófocles, ¿conoces el teatro griego?, escribió una frase asombrosa. En Edipo, si no recuerdo mal: «Una herrumbre corroe los brotes». Y eso es, sin duda, lo que está ocurriendo en nuestra tierra. Una herrumbre que corroe los brotes. Lo corroe todo.
Sacó otro libro y lo depositó encima del primero, que descansaba ahora sobre su regazo.
—Aun así, no debemos perder la esperanza. La respuesta puede estar escondida en algún tomo olvidado. Resulta necesario mirar todo el temario. —Alzó la cabeza, con expresión ligeramente azorada—. Perdona por la rima. Al parecer, me sale sin querer. Aunque intente evitarlo, no puedo pararlo. Como iba diciendo: «Grande es la sabiduría que hay en una estantería».
Carraspeó para aclararse la garganta.
—Ya basta, por el momento. —Señaló la despensa—. ¿Tenéis hambre? Servíos vosotros mismos. La miel está a la izquierda, junto a las ciruelas. Hay pan de todas clases, horneado dos veces a la usanza de los eslantos del norte.
—Nunca había oído hablar de ellos.
—No me sorprende. —El hombre reanudó la operación de pasar páginas y más páginas—. La mayoría de las estribaciones septentrionales no han sido exploradas ni cartografiadas. ¡Y piensa en las Tierras Perdidas! Tal vez viva alguien allí, personas extraordinarias, que jamás han recibido una visita.
Se encorvó aún más sobre el libro, evaluando una página en concreto.
—¿Puedo saber cómo os llamáis?
—A mí me llaman Emrys.
El hombre alzó la cabeza y me miró de una manera muy extraña.
—¿Te llaman? Lo dices como si no estuvieras seguro de que es tu verdadero nombre.
Me mordí el labio.
—¿Y tu acompañante?
Miré de reojo al pequeño personaje, que ya se había plantado ante la despensa y devoraba una rebanada de pan untada con miel de trébol fresco.
—Él es Shim.
—Y yo soy Cairpré, un humilde poeta. Perdóname por estar demasiado preocupado para ser un buen anfitrión. Pero siempre me alegra recibir visitas.
Cerró el libro, sin dejar de observarme.
—En especial una visita que me recuerda tanto a una amiga muy querida.
Sentí una extraña oleada de temor cuando le pregunté:
—¿De qué amiga se trata?
—Yo era amigo íntimo... de tu madre.
Las palabras cayeron sobre mí con el peso de un yunque.
—¿Mi... mi madre?
Cairpré se puso en pie y depositó los libros sobre el sillón. Se acercó a mí y apoyó una mano en mi hombro.
—Ven. Tenemos mucho de que hablar.
Una cuestión sencilla
Cairpré me condujo hasta los escabeles idénticos contiguos a la despensa y nos sentamos, no sin antes retirar de los asientos varios libros encuadernados en piel. Shim, por su parte, ya se había encaramado al estante inferior de la despensa y parecía sentirse muy cómodo, rodeado de abundantes provisiones para la cena.
El poeta me observó en silencio durante unos segundos.
—Has cambiado, desde la última vez que te vi. ¡Has cambiado mucho! Tanto que al principio ni siquiera te había reconocido. Aunque supongo que tú podrías decir lo mismo de mí. A fin de cuentas, han pasado cinco o seis años.
No pude contener mi excitación.
—¿Ya me conocías? ¿Y también conocías a mi madre?
Sus ojos se ensombrecieron.
—¿No lo recuerdas?
—¡No recuerdo nada de mi infancia! Todo lo anterior al día en que fui arrastrado hasta la orilla por las olas, todo un perfecto misterio. —Me aferré a la blanca manga de su túnica—. ¡Pero tú puedes ayudarme! ¡Puedes responder a mis preguntas! Cuéntame todo lo que sepas. Primero... de mi madre. ¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Por qué dices que era una amiga?
Cairpré se retrepó en su asiento y entrelazó los dedos alrededor de una rodilla flexionada.
—Al parecer, después de todo, tendré que contarte una historia. Tras una larga pausa, empezó:
—Un buen día, una mujer, una mujer de la raza humana, atracó en las costas de esta isla. Venía de la tierra de los celtas, de un lugar llamado Gwynedd.
Sentí una repentina desconfianza. ¿Me había equivocado con Branwen desde el principio?
—¿Cómo se llamaba? —pregunté con voz vacilante.
—Elen.
Dejé escapar un suspiro de alivio.
—Ahora bien, Elen era muy distinta de nosotros, los habitantes de Fincayra. Su piel era más clara que la de los demás, más suave que curtida. Sus orejas también tenían una forma distinta, más redondeadas que triangulares. Era verdaderamente hermosa. Pero el rasgo más destacado de sus facciones eran los ojos. Relucían con un color distinto a cualquiera nunca visto en la isla. Puro azul, sin mácula de gris o marrón. Azul como el zafiro. Por eso la llamaron Elen de los Ojos Zafirinos.
Me estremecí.
—Había venido —prosiguió— porque amaba a un hombre de sangre fincayrana. Un hombre de este mundo, no del suyo. Y poco después de su llegada, encontró un nuevo amor. —Miró a su alrededor—. ¡Los libros! Amó los libros, de todos los países y en todas las lenguas. De hecho, nos conocimos a causa de un libro, cuando ella vino a recuperar uno que yo había pedido prestado y me había retrasado un poco a la hora de devolverlo... una década, más o menos. A partir de entonces, venía a menudo a leer y a charlar. ¡Se sentaba en la misma silla que ocupas tú ahora! Le interesaba especialmente el arte de la curación, tal como se ha practicado desde el principio de los tiempos. Ella misma tenía un don para sanar a los demás.
Volví a estremecerme.
Recordando algo, Cairpré sonrió para sí mismo.
—Pero sus libros preferidos, creo yo, eran las historias de los griegos.
—¿Es verdad eso? —pregunté con avidez—. ¿Me juras que es verdad?
—Lo es.
—Ella me contó muy pocas cosas. ¡Ni siquiera su verdadero nombre! Se llamaba a sí misma simplemente Branwen.
Cairpré se levantó y se dirigió a un alto estante repleto de libros.
—Muy propio de ella, elegir un nombre de leyenda. Pero me duele enterarme de que escogió uno tan trágico.
—«Desdichada de mí, por haber nacido siquiera» —cité de memoria.
El poeta me miró, sorprendido.
—¿De modo que conoces la leyenda?
—Sí. —Mi labio inferior temblaba de una forma incontrolable—. Pero no la conocía a ella. En absoluto. Me contaba tan poco sobre sí misma que me negué...
Un nudo se atascó en mi garganta y empecé a sollozar quedamente. El poeta me miró con la compasión de alguien que siente la misma punzada de dolor. Pero no intentó consolarme. Se limitó a dejarme verter todas las lágrimas que necesitaba derramar.
Finalmente, con un ronco suspiro, terminé la frase:
—Me negué... a llamarle madre.
Cairpré no dijo nada durante un buen rato. Cuando finalmente habló, me hizo una simple pregunta.
—¿Te quería?
Alcé la cabeza y asentí lentamente.
—Sí.
—¿Se ocupaba de ti cuando necesitabas ayuda?
—Sí.
—Entonces la conocías. La conocías hasta el fondo de su alma.
Me enjugué las mejillas con la túnica.
—Tal vez sí. Pero no es lo que siento. ¿Puedes contarme algo... sobre mi padre?
Una curiosa expresión ausente asomó a los ojos de Cairpré.
—Tu padre era un joven impresionante. Fuerte, emprendedor, apasionado. Rebosante de brío, ardiente y decidido. No, espera, la rima está mal. Probaré otra vez. ¡Animoso! ¡Brioso! ¡Activo! ¡Satisfecho de estar vivo! Bueno, eso está mejor. En nuestra lengua más antigua, su nombre significa Escalador de Árboles, porque de niño le encantaba trepar a los árboles. A veces se encaramaba a la copa de uno muy alto y permanecía allí simplemente para disfrutar de la experiencia de cabalgar sobre la tormenta.
Me eché a reír a carcajadas, porque entendía lo que decía el poeta mucho mejor de lo que él se imaginaba.
—Sin embargo, creo que la infancia de Escalador de Árboles distó mucho de ser dichosa. Su madre, Olwen, era hija del mar, un ser de una de las razas que los habitantes de la Tierra conocen como pueblos del mar, aunque los fincayranos preferimos llamarlos habitantes del mar. Así que él, igual que tú, nació con las extrañas profundidades marinas en los huesos. Mas Olwen emprendió el Largo Viaje demasiado pronto.
—Ya he oído hablar de ese Largo Viaje.
Cairpré suspiró.
—Vaya si es largo. Y penoso, además, según Las bienaventuranzas de Dagda. A menos, por descontado, que casualmente seas uno de los pocos que son conducidos al Otro Mundo en el preciso instante en que mueren. Pero eso es muy raro, extremadamente raro.
—Estabas hablando de mi padre.
—Ah, sí. Tu padre. Como Olwen murió cuando él era apenas un niño de pecho, tu padre fue criado por su propio padre, un fíncayrano conocido como Tuatha, hijo de Finvarra. Ahora bien, Tuatha era un mago experimentado y un hombre muy poderoso. Se cuenta que incluso el gran espíritu Dagda acudía en ocasiones a su casa para debatir asuntos de gran trascendencia. Pero este mago dedicaba muy poco tiempo a satisfacer las necesidades de su propio hijo. Y aun le dedicó menos cuando descubrió —más o menos cuando tu padre alcanzó la edad que tú tienes ahora— que el chico carecía del don de la magia. Los poderes, como lo llamaba Tuatha.
Tragué saliva con gran dificultad, pues sabía que tales poderes no constituían un don, sino una maldición. Recordé la profecía de mi abuelo, tal como me la había contado Branwen..., Elen..., mi madre. Que ella daría a luz un día a un hijo que poseería grandes poderes, mayores incluso que los suyos. «Cuya magia brotaría de las fuentes más profundas.» ¡Qué locura! Él pudo ser un gran mago, pero no podía estar más equivocado.
—Sin embargo, la vida de tu padre cambió cuando conoció a Elen durante uno de sus viajes a la Tierra. Se enamoraron apasionadamente. A pesar de que casi nunca se hace, y de que es poco frecuente que salga bien cuando se hace, aquel hombre y aquella mujer de mundos distintos se casaron. Elen vino a vivir a Fincayra. Y a causa de su amor, una nueva fuerza penetró en su corazón, y una nueva paz brillaba en sus ojos. «Los designios del amor llevan a algo superior.» Su felicidad era muy grande, aunque me temo que esa época fue demasiado breve.
Me incliné hacia él, aferrándome al borde del escabel donde se había sentado mi madre.
—¿Qué ocurrió?
El rostro de Cairpré, ya terriblemente serio, adoptó una expresión más grave todavía.
—Tu padre —empezó a decir, pero se interrumpió para aclararse la garganta—. Tu padre formaba parte del círculo real de Stangmar. Cuando el espíritu maligno Ritha Gawr, quien desde hacía tiempo había forjado planes para Fincayra, empezó a adular al rey, tu padre estaba presente. Y como los demás miembros del círculo, empezó a buscarse problemas casi sin darse cuenta. Los mismos problemas que, con el tiempo, corrompieron al rey, así como al resto de Fincayra.
—¿No se resistió mi padre a Rhita Gawr? ¿No intentó evitar que el rey le prestara oídos?
—Si lo intentó, fracasó. —El poeta suspiró—. Debes comprenderlo. Muchas buenas personas han sido engañadas por las argucias de Rhita Gawr. Tu padre fue tan sólo uno de ellos.
Me sentía más pesado que una roca.
—De modo que mi padre contribuyó a que la Plaga llegara a Fincayra.
—Eso es cierto. Pero todos nosotros somos un poco culpables de eso.
—¿Qué quieres decir?
Cairpré se encogió, tan doloroso era el recuerdo.
—Todo sucedió gradualmente, ¿sabes? Tan despacio que nadie se dio cuenta de lo que en realidad estaba ocurriendo... hasta que ya era demasiado tarde. Nadie más que el propio Stangmar sabe cómo empezó. Lo único que sabe todo el mundo es que, de algún modo, Rhita Gawr ofreció protección al rey en un momento de necesidad. Rechazar esa ayuda habría expuesto al rey y, por lo tanto, a Fincayra, a alguna clase de peligro. Rhita Gawr debió de planearlo meticulosamente, porque al rey le resultaba casi imposible no aceptar su ayuda. Y Stangmar cayó en la trampa.
Hizo una pausa para expulsar una pequeña polilla parda de su blanco cuello y depositarla suavemente sobre una pila de libros que se amontonaban junto a su escabel.
—Aquella decisión menor ha desencadenado una avalancha de tragedias, una tras otra. Cuando Rhita Gawr convenció a Stangmar de que sus enemigos conspiraban para derrocarlo, el rey selló una cuestionable alianza con los trasgos guerreros y los espectros cambiantes. ¡Y salieron arrastrándose de sus oscuras grietas! Después, llegaron rumores de que los gigantes, los habitantes más antiguos de Fincayra, se habían vuelto peligrosos de repente. No sólo para el rey, sino también para el resto de nosotros. No fueron muchos los que se opusieron a que Stangmar ordenase exterminar a los gigantes. Para la mayoría, los gigantes siempre habían sido muy... diferentes. Los que sí nos opusimos, fuimos ridiculizados o apaleados hasta que nos obligaron a guardar silencio. Acto seguido, Stangmar hizo caso de los consejos de Rhita Gawr e inició una campaña para expulsar de esta tierra a todos los enemigos del rey... y para confiscar los Tesoros de Fincayra, con la excusa de que podían caer en manos enemigas.
—¿Nadie intentó impedirlo?
—Varios valientes lo intentaron, pero eran muy pocos y era demasiado tarde. Stangmar acabó con toda oposición, y arrasó pueblos enteros a la menor sospecha de traición. Pero incluso eso hubiera sido preferible a lo que le hizo al pueblo de Caer Neithan.
Di un respingo.
—¿Te refieres a... la Villa de los Bardos?
—¿La conoces? ¡Oh, qué gran pérdida! Para nuestro mundo y para todos los demás. Desde antes de que se tenga memoria, ese pueblo ha sido fuente de música y canciones, hogar de nuestros narradores más inspirados, cuna de generaciones de bardos. ¡Allí nació Laon el Cojo! ¡Allí escribió Pwyll su primer poema! ¡Allí fue compuesto El bajel de las ilusiones!. Podría seguir con una lista interminable. «Donde las canciones loan su memoria, donde una escalera relata su historia.»
Asentí.
—Es lo que había escrito en el cartel —comenté.
—En efecto. Describía una verdad, pero ahora se ha convertido en una burla. Lo sé bien, pues lo escribí yo mismo. —Suspiró—. Caer Neithan es también mi pueblo natal.
—¿Qué le sucedió?
Cairpré me miró tristemente unos momentos.
—De todos los renombrados Tesoros que robó Stangmar —la Espada Cortafondo que corta hasta el alma, el Arpa en Flor que trae la primavera, el Caldero de la Muerte que pone fin a toda vida—, el más ensalzado por los bardos de todos los tiempos era el Invocador de Sueños. Se trataba de un cuerno que poseía el poder de dar vida a los sueños y fantasías, y durante siglos fue utilizado con gran mesura y prudencia. Pero, con la ayuda de Rhita Gawr, Stangmar lo usó para castigar al pueblo de Caer Neithan por dar cobijo a alguien que se oponía a sus dictados. Insufló vida en la pesadilla más horrible que ningún bardo ha contemplado... y la descargó sobre todo el pueblo.
Al recordar los enloquecidos ojos del hombre de la lanza, casi tuve miedo de formular mi siguiente pregunta:
—¿Cuál era la pesadilla?
Los ojos del poeta se nublaron.
—Que cada hombre, mujer y niño de ese pueblo se quedara sin palabras y nunca más pudiera hablar, cantar o escribir. Que el instrumento de su alma, su voz, fuera silenciada para siempre.
En un tono que apenas era un murmullo, prosiguió:
—En esa época ya no quedaba nadie para protestar cuando Rhita Gawr apremió a Stangmar para que destruyera su propio castillo, el hogar más grandioso, y al mismo tiempo, más acogedor que hubiera soñado cualquier rey o reina, incluyendo su biblioteca de libros, mil veces mayor que la mía. ¿Y por qué? Porque decía que no era bastante seguro en caso de ataque. Así, Rhita Gawr, aduciendo que era un gesto de amistad, construyó un nuevo castillo para Stangmar, un castillo imbuido de su maléfico poder. De esta manera se erigió el Castillo Velado, que gira incesantemente sobre sus cimientos, desde donde se extiende la impenetrable nube que ahora oscurece nuestro cielo y la terrible Plaga que ahoga nuestro suelo.
Se frotó el mentón en actitud reflexiva.
—El castillo está custodiado por los guerreros inmortales del propio Rhita Gawr, los necrontes. Su vida —si es que puede llamarse vida, pues en realidad son hombres que fueron resucitados de entre los muertos por Rhita Gawr— no tendrá fin, por lo menos a causa de heridas mortales. ¡Porque es el movimiento giratorio del Castillo Velado lo que sustenta su vida! Mientras el castillo siga girando, los necrontes permanecerán allí, perpetrando actos más siniestros incluso que el propio Velo de niebla.
Lo lamenté por Rhia. Si seguía con vida, probablemente se hallaba en las entrañas de ese castillo. Estaría a merced de los necrontes, y del propio Stangmar. ¿Qué sería de ella cuando el rey comprendiera que la chica no podía o no quería ayudarle a conseguir el Galator, el último Tesoro? Me estremecí ante la perspectiva. Y me desesperé al recordar a la Gran Elusa y su convicción de que la única manera de derrocar a Stangmar era destruir el Castillo Velado. ¡Sería más fácil conseguir que me crecieran alas!
—Ahora ya sabes —añadió Cairpré— que Stangmar es en realidad prisionero de Rhita Gawr. Y mientras siga encarcelado, todos lo estaremos también.
—¿Por qué no ha intervenido Dagda para detener esta locura? Está combatiendo a Rhita Gawr en otros frentes, ¿verdad?
—Así es. También en el Otro Mundo, no sólo en éste. Pero Dagda cree, a diferencia de Rhita Gawr, que para vencer definitivamente debe respetar el libre albedrío de los seres humanos. Dagda nos permite decidir por nosotros mismos, para bien o para mal. De modo que, si Fincayra ha de salvarse, deberán salvarla los fincayranos.
Las alas perdidas
Cairpré pasó un brazo por detrás de Shim, que había conseguido arrellanarse en el estante de la despensa, ahora tan pringoso de miel de trébol como él. El hombre de largos cabellos arrancó un gran pedazo de pan oscuro y granuloso, que partió en dos. Se quedó una mitad y me tendió la otra.
—Toma. Antes de que tu amiguito se lo coma todo.
Shim no se dio por aludido y siguió atiborrándose.
Sonreí a medias y mordí un bocado del crujiente pan. Estaba duro, casi tanto como la madera, hasta que lo ablandé un poco a base de masticar. De pronto, para mi sorpresa, se disolvió rápidamente hasta hacerse líquido, e inundó mi boca con un intenso sabor a menta. Casi inmediatamente después de tragármelo, sentí una oleada de vitalidad en mi interior. Enderecé la espalda. Incluso el habitual dolor entre las paletillas se había mitigado un poco. Comí otro bocado.
—Veo que te gusta el pan de ambrosía —dijo Cairpré con la boca llena—. Sin duda, es uno de los mayores logros de los eslantos. Con todo, se dice que ningún habitante de otras regiones de Fincayra ha probado jamás los panes más especiales de los eslantos, y que protegen sus preciadas recetas con su vida.
Recorrí con la vista las paredes y el suelo de la habitación, abarrotados de libros. Estar aquí era como estar en la bodega de un barco cuyo cargamento constara sólo de libros. Recordé la expresión nostálgica de Branwen cuando me hablaba de encontrarse en una sala llena de libros: ésta, sin duda alguna. Aun con la proliferación de la Plaga, debió de resultarle muy difícil renunciar a esta habitación, a esta tierra, para siempre.
Me volví hacia Cairpré.
—Bran... Quiero decir, mi madre... debió de ser muy feliz aquí, con todos tus libros.
—Y que lo digas. Quería leer las enseñanzas de los fincayranos, los druidas, los celtas, los judíos, los cristianos, los griegos... Se consideraba mi alumna, pero en realidad era más bien al revés. Aprendí mucho de ella.
Miró fugazmente un montón de libros que reposaban al pie de la escalera. En la cubierta de piel del primero, un retrato en pan de oro, que mostraba a un personaje que conducía un carro de fuego, brillaba a la luz del fuego de la estufa.
—Recuerdo que en cierta ocasión —dijo con voz ausente— nos pasamos toda la noche hablando de los extraordinarios lugares donde conviven seres de carne mortal y seres de espíritu inmortal. Donde el tiempo transcurre en línea recta y en círculos. Donde coexisten el tiempo sagrado y el tiempo histórico. Lugares entremedias, los llamaba ella.
—Como el Monte Olimpo.
El poeta asintió.
—O como Fincayra.
—¿Fueron los problemas crecientes lo que la impulsó a abandonar Fincayra? ¿O fue otra cosa?
Me miró de una manera extraña.
—Tus sospechas son acertadas. Había algo más.
—¿Qué?.
—Tú, hijo mío.
Fruncí el ceño.
—No comprendo.
—Me explicaré. ¿Conoces la isla griega de Delos?
—El lugar natal de Apolo. Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?
—Era otro lugar entremedias, a la vez sagrado e histórico. Por eso los griegos nunca permitían a nadie dar a luz en Délos. No querían que un simple mortal pudiera reclamar por derecho de nacimiento un suelo que, en un principio, perteneció a los dioses. Y mataban o desterraban a cualquiera que fuese lo bastante necio para desobedecer.
—Sigo sin saber qué tiene que ver eso conmigo.
En ese momento, Shim soltó un enorme eructo, mucho más potente de lo que cabía esperar de una persona tan menuda. Sin embargo, el pequeño gigante no pareció advertirlo, del mismo modo que parecía haberse olvidado de Cairpré y de mí. Se limitó a darse unas palmaditas en la panza y regresar a la seria labor de trasegar miel de trébol fresco.
Cairpré alzó sus pobladas cejas con expresión divertida, pero su rostro volvió a ensombrecerse enseguida.
—Aquí impera la misma ley que en Delos, está estrictamente prohibido que alguien de sangre humana nazca en Fincayra. Esta isla no pertenece ni a la Tierra ni al Otro Mundo, es un puente entre ambos. Aquí vienen visitantes de ambos mundos, y a veces se quedan durante años. Pero ni así pueden llamar hogar a esta tierra.
Me incliné para acercarme más a él.
—Yo estoy buscando mi verdadero hogar. Ayúdame a comprender esto. Si mi madre tuvo que abandonar Fincayra para tenerme a mí, ¿adonde fue? ¿Sabes dónde nací yo?
—Lo sé —respondió el poeta en tono serio—. No fue donde deberías haber nacido.
Contuve el aliento.
—¿Insinúas que nací en Fincayra, a pesar de que tengo sangre humana?
Su expresión fue de lo más revelador.
—¿Significa eso que estoy en peligro?
—Más de lo que imaginas.
—¿Cómo ocurrió? Has dicho que está prohibido.
Sacudió la cabeza.
—Tu madre y tu padre estaban profundamente enamorados y no querían separarse. Si Tuatha no hubiera ordenado a tu padre que se quedara, creo que se habría marchado con ella. Es más, sospecho que Elen intuyó que pronto habría problemas y no quería dejarlo solo. Por eso retrasaron el viaje. Demasiado. Tu madre ya estaba en el noveno mes de embarazo cuando finalmente se hizo a la mar.
Sentí un calor en la piel de mi pecho y miré por el escote de mi túnica. Bajo sus pliegues, el Galator emitía un tenue resplandor, y dibujaba un círculo de luz verde sobre mi corazón. Rápidamente, lo cubrí con mi mano, con la esperanza de que Cairpré no se diera cuenta e interrumpiera su relato.
—Poco después de que el barco zarpara una tormenta terrible se desató entre las olas. Era de aquellas a las que pocos marinos han sobrevivido, después de Odiseo. El barco fue zarandeado, casi hundido y arrojado de nuevo a la orilla. Esa misma noche, acurrucada entre los restos del naufragio, tu madre dio a luz. —Hizo una pausa para reflexionar—. Y llamo al niño Emrys, un nombre celta de su tierra natal.
—Entonces, ¿ése es mi verdadero nombre?
—¡No necesariamente! Tu verdadero nombre puede no ser el que te pusieron.
Asentí en un gesto de comprensión.
—Emrys nunca me ha parecido adecuado. Pero ¿cómo puedo averiguar mi verdadero nombre?
Me dirigió una fría mirada.
—La vida lo averiguará por ti.
—No sé qué quieres decir.
—Con suerte, lo sabrás a su debido tiempo.
—Bueno, mi verdadero nombre es un misterio, pero al menos sé que mi tierra es Fincayra.
Cairpré meneó su canosa cabeza.
—Sí y no.
—¡Pero si tú mismo has dicho que nací aquí!
—Tu tierra puede no ser el lugar donde naciste.
En un arrebato de despecho, tiré del cordel del Galator y lo saqué de mi túnica. El débil resplandor que aún irradiaban las piedras del medallón se avivó con los reflejos del fuego de la estufa.
—¡Ella me dio esto! ¿No es una prueba de que pertenezco a esta tierra?
Una tristeza muy profunda inundó los estanques de luz que tenía Cairpré bajo las cejas.
—El Galator pertenece a Fincayra, sí. Si tú también o no, eso no lo sé.
Exasperado, pregunté en tono imperioso:
—¿Debo destruir el castillo, al rey y a todo su ejército para que me digas que Fincayra es mi tierra?
—Quizá pueda responder a eso algún día —contestó con calma el poeta—, si tú también lo haces.
Su actitud, aunque no sus palabras, consiguió tranquilizarme un poco. Volví a ocultar el medallón bajo mi túnica. Una vez más, noté el dolor entre las paletillas y extendí los brazos para relajar la tensión.
Cairpré me observaba con una mirada de comprensión.
—Así que tú también sientes el dolor. En eso eres sin duda un hijo de Fincayra.
—¿El dolor entre los hombros? ¿Qué diferencia habría por eso?
—Toda la diferencia del mundo. —Viendo la confusión en mi semblante, volvió a reclinarse en su asiento, se sujetó la rodilla e inició un relato.
—Al principio de los tiempos, los habitantes de Fincayra caminaban sobre la tierra, como hacen todavía hoy. Pero podían hacer algo más. Además, podían volar.
Mis ojos se abrieron desmesuradamente.
—Les había sido concedido el don del vuelo. Según las antiguas leyendas, poseían unas preciosas alas blancas que les brotaban de entre las paletillas. De este modo, podían planear con las águilas y perderse entre las nubes. Grandes alas blancas, el mayor portento para remontarse hasta el firmamento. Podían elevarse a gran altura sobre las tierras de Fincayra, e incluso dirigirse a otras tierras.
Por un instante, casi pude notar el aleteo del irascible esmerejón surcando el aire antes de posarse en mi hombro. ¡Cómo disfrutaba Problemas con el don del vuelo! Echaba de menos a la rapaz, casi tanto como a Rhia.
Sonreí tristemente a Cairpré.
—Conque los fincayranos tenían al mismo tiempo orejas de demonio y alas de ángel.
El poeta compuso una divertida mueca.
—Es una manera muy poética de decirlo.
—¿Qué les ocurrió a sus alas?
—Las perdieron, pero no está claro cómo. Esa historia no ha perdurado con el paso del tiempo, aunque daría de buena gana la mitad de mis libros sólo por conocerla. Fuera cual fuese la causa, sucedió hace tanto tiempo que muchos fincayranos ni siquiera saben que sus antepasados podían volar. Y si lo han oído contar, simplemente no se lo creen.
Observé al poeta.
—Pero tú sí lo crees.
—Sí.
—Conozco a otra persona que también lo cree. Mi amiga Rhia. A ella le encantaría poder volar. —Me mordí el labio—. ¡Pero antes tengo que salvarla! Si aún sigue viva.
—¿Qué le ha sucedido?
—¡Se la llevaron unos trasgos! Los engañó para que se la llevaran en mi lugar, aunque lo que en realidad querían era el Galator. Probablemente, la llevaron al Castillo Velado.
Cairpré inclinó la cabeza y frunció el ceño. Desde mi posición, su rostro parecía una estatua en actitud severa, cincelada en piedra en lugar de carne. Cuando por fin habló, su sonora voz ocupó toda la habitación atestada de libros.
—¿Conoces la profecía del Baile de los Gigantes?
Intenté recordarla.
—«Sólo cuando los gigantes bailen en la gran estancia, caerán todas las...»
—Barreras.
—«Caerán todas las barreras y renacerá Fincayra.» ¡Pero no tengo ninguna posibilidad de destruir el castillo! Lo máximo que puedo esperar es salvar a mi amiga.
—¿Y si para ello necesitas destruir el Castillo Velado?
—Entonces todo está perdido.
—No cabe duda de que estás en lo cierto. Destruir el castillo pondría fin a la presencia de Rhita Gawr en Fincayra. ¡Y ni él ni Stangmar están dispuestos a dejar que eso ocurra!
Para un guerrero de la talla de Hércules, resultaría imposible. Aunque poseyera un arma de increíble poder.
De pronto se me ocurrió una idea.
—¡Tal vez el Galator sea la clave! A fin de cuentas, es el último Tesoro, el que Stangmar lleva tanto tiempo buscando.
La alborotada melena de Cairpré se balanceó de un lado a otro.
—Sabemos muy poco del Galator.
—¿Puedes decirme al menos qué poderes tiene?
—No. Excepto que se describen en los antiguos textos como mayores de lo imaginable.
—No eres de mucha ayuda.
—Lamentablemente, es cierto. —El desconsolado rostro de Cairpré se animó un poco—. Sin embargo, puedo contarte mi propia teoría sobre el Galator.
—¡Cuéntamela!
—Creo que sus poderes, sean cuales sean, responden al amor.
—¿Al amor?
—Sí. —El poeta recorrió con la mirada sus estanterías repletas de libros—. ¡No debería sorprenderte tanto! Las historias sobre el poder del amor abundan. —Se rascó el mentón pensativamente—. Para empezar, creo que el Galator brilla en presencia del amor. ¿Recuerdas de qué hablábamos cuando empezó a relucir bajo tu túnica?
Titubeé.
—¿Tal vez de... mi madre?
—Sí. Elen de los Ojos Zafirinos. ¡La mujer que te amaba lo suficiente como para renunciar a toda su vida por salvar la tuya! Ésa, si realmente quieres conocer la verdad, es la razón por la que abandonó Fincayra.
Durante un buen rato me quedé sin palabras.
—¡Qué asno he sido! —exclamé por fin, arrepentido—. Nunca la llamé madre y jamás antepuse su dolor al mío. Ojalá pudiera decirle cuánto lo lamento.
Cairpré bajó la vista.
—Mientras permanezcas en Fincayra, no tendrás esa oportunidad. Cuando se marchó, juró que no volvería nunca más.
—Jamás debió entregarme el Galator. No sé absolutamente nada sobre cómo funciona o qué puede hacer.
—Acabo de contarte mi teoría.
—¡Tu teoría es una locura! Dices que brilla en presencia del amor. Pues deberías saber que lo he visto brillar otra vez desde que regresé a Fincayra. ¡En presencia de una araña sedienta de sangre!
Cairpré se quedó petrificado.
—¿No sería... la Gran Elusa?
—Sí.
Casi sonrió.
—¡Eso refuerza aún más mi teoría! No te dejes engañar por el alarmante aspecto de la Gran Elusa. La verdad es que su amor es tan grande como su apetito.
Me estremecí.
—Aun en el caso de que tu teoría sea correcta, ¿de qué nos sirve? No me ayuda a rescatar a Rhia.
—¿Estás decidido a ir en su busca?
—Sí.
Me miró con expresión burlona.
—¿No sabes que las probabilidades están en tu contra?
—Ya lo sé.
—¡De eso nada!
Cairpré se puso en pie y empezó a recorrer el estrecho pasillo formado por pilas de libros. Rozó con la pierna uno grande, miniado, que al caer al suelo levantó una nube de polvo. Mientras se agachaba para recogerlo y volvía a meter entre las cubiertas varias páginas sueltas, me miró con expresión severa.
—Me recuerdas a Prometeo, tan seguro de que conseguiría robar el fuego de los dioses.
—No estoy tan seguro. Sólo sé que debo intentarlo. Además, Prometeo tuvo éxito al final, ¿no?
—¡Sí! —exclamó el poeta—. Y el precio fue el martirio eterno, encadenado a una roca para que un águila le arrancara el hígado a picotazos cada día, hasta el final de los tiempos.
—Hasta que Hércules lo liberó.
Cairpré se sonrojó.
—¡Ya veo que enseñé demasiado bien a tu madre! Tienes razón en lo de que Prometeo encontró la libertad finalmente. Pero te equivocas si piensas por un instante que tú tendrás tanta suerte. ¡Ahí fuera, en el territorio controlado por Stangmar, todo el mundo está en peligro sólo por manifestarse! Tienes que comprenderme. Si vas al Castillo Velado, todos los sacrificios de tu madre habrán sido en vano.
Me crucé de brazos. Aunque ciertamente no me sentía muy valeroso, estaba decidido.
—Tengo que intentar salvar a Rhia.
El poeta interrumpió su nervioso paseo.
—¡Eres tan obstinado como tu madre!
—Eso me ha parecido un cumplido.
Sacudió la cabeza, admitiendo la derrota.
—Está bien. No hagas caso de mis advertencias. «En su arrojo se adivina que a la Muerte se aproxima.» Entonces supongo que debería darte al menos un consejo que tal vez te resulte útil.
Me levanté de mi escabel.
—¿Cuál?
—Aunque lo más probable es que sólo apresure tu muerte.
—Por favor, dímelo.
—Sólo hay una persona en Fincayra que pueda hacerte entrar en el castillo, pero dudo que ni siquiera ella pueda ayudarte a partir de ahí. Sus poderes son antiguos, muy antiguos, y proceden de la misma fuente que dio vida a los primeros gigantes. Por eso Stangmar teme aplastarla. Incluso el propio Rhita Gawr prefiere dejarla en paz.
Cairpré se me acercó, haciendo zigzag entre el mar de libros.
—Lo que no sé es si decidirá ayudarte o no. ¡Nadie lo sabe! Pues sus caminos son misteriosos e impredecibles. No es buena ni mala, amiga ni enemiga. Sencillamente, es. En las leyendas se llama Domnu, que significa Destino Oscuro. Su verdadero nombre, si alguna vez se conoció, se ha perdido con el tiempo.
Miró de reojo a Shim, que se había quedado profundamente dormido en el estante de la despensa, con la mano dentro de un tarro de miel vacío.
—Sin embargo, tú y tu amiguito quizá no tengáis el placer de conocerla. Entrar en su guarida es muy peligroso —y añadió con voz casi inaudible—: Aunque no tan peligroso como salir.
Me estremecí levemente.
—Para encontrarla, debes empezar antes del amanecer. Aunque la luz del alba es ahora apenas un pálido resplandor entre las tinieblas imperantes, será tu mejor guía. Porque justo a la izquierda de la salida del sol, verás un profundo desfiladero que atraviesa el rosario de colinas más altas.
—¿Debo dirigirme hacia allí?
Cairpré asintió en silencio.
—Y si te desvías, tendrás que asumir tu propio riesgo. Si cruzas las colinas al norte del desfiladero, te darás de narices con el mayor campamento de trasgos de Stangmar.
Inspiré precipitadamente.
—No hay peligro de eso.
—Y si cruzas las colinas al sur del desfiladero, será mucho peor para ti, puesto que te internarás en las Marismas Encantadas.
—Tampoco hay peligro de eso.
En ese momento, Shim soltó un sonoro y prolongado ronquido. Los libros que ocupaban todos los estantes parecieron sobresaltarse al mismo tiempo que Cairpré y que yo.
El poeta frunció el ceño, pero continuó.
—Cruzar el desfiladero propiamente dicho no será fácil. Está custodiado por trasgos guerreros. No sé cuántos, pero uno solo basta para crear bastantes problemas. Tu mayor esperanza es que últimamente no la transitan demasiados viajeros, por razones que puedes imaginar perfectamente. Es posible que no estén muy atentos. Existe por lo menos una posibilidad de que pases furtivamente entre ellos.
—¿Y luego qué?
—Debes dirigirte directamente a la base del risco, con cuidado para no desviarte hacia ningún lado hasta que llegues a una escarpada garganta. En un tiempo, las águilas volaban entre aquellos riscos, pero ya no; ahora el desfiladero está siempre más oscuro que la noche. Tuerce hacia el sur siguiendo la garganta hasta el mismo lindero de las Marismas Encantadas. Si consigues llegar tan lejos, encontrarás la guarida de Domnu. Pero no antes de haberte tropezado con otros seres casi tan extraños como ella.
Al apoyarme en mi escabel, sentí que estaba débil.
—¿Cómo es su guarida?
—No tengo ni idea. Verás, ninguno de los que se han aventurado hasta allí ha regresado para describirlo. Lo único que puedo decirte es que, según la leyenda, Domnu siente pasión por los juegos de azar y las apuestas... y detesta, por encima de todo, perder.
Cairpré se agachó y apartó una pila de libros. En el lugar despejado, extendió una piel de oveja.
—Si pretendes seguir adelante con esa idea —dijo con profundo pesar—, será mejor que ahora intentes descansar. Amanecerá dentro de muy poco.
Estudió mi rostro.
—Por las cicatrices de tus mejillas y tu extraña mirada distante veo que no es la primera vez que demuestras valor. Quizá te he subestimado. Quizá posees todas las fuerzas ocultas de tus antepasados y más.
Rechacé su comentario con un gesto.
—Si me conocieras mejor, sabrías que no estoy a la altura de mis antepasados. No tengo poderes especiales, por lo menos ninguno que me resulte útil. Lo único que tengo es mi obstinación, y el Galator que pende de mi cuello.
Se frotó el mentón pensativamente.
—Se verá con el tiempo. Pero te diré una cosa: cuando entraste en mi casa por primera vez, yo estaba buscando una respuesta en algún tomo olvidado. Ahora me pregunto si debería buscar esa respuesta en alguna persona olvidada.
Fatigado, me tendí sobre la piel de oveja. Permanecí despierto un buen rato, contemplando el reflejo de las llamas que danzaban sobre las paredes cubiertas de libros, los rollos de papiro y las pilas de manuscritos. Cairpré había regresado a su sillón de respaldo alto y estaba absorto en la lectura.
Aquí es donde mi madre aprendió sus historias. Sentí un repentino deseo de quedarme muchos días en esta habitación llena de libros, de viajar allí donde me llevaran sus páginas. Tal vez, un día haría precisamente eso. Pero sabía que antes debía ir a otro lugar, y que tenía que partir antes del amanecer.
T'eilean y Garlatha
Shim se pellizcó la nariz en forma de pera, desconcertado.
—¿Por qué ella llama Dómino?
—Domnu —corregí, al tiempo que me levantaba la piel de oveja—. Te he contado todo lo que sé, lo cual no es mucho. —Miré brevemente a Cairpré, que se había quedado dormido en su sillón con tres libros abiertos en su regazo. Su largo cabello gris caía sobre su rostro como una cascada—. Ya es hora de partir.
La mirada de Shim se clavó en la despensa, cuyo estante inferior brillaba por la miel derramada.
—Yo no está contento de marchar de este lugar.
—No tienes que venir, si no quieres. Si prefieres quedarte, lo comprenderé.
Los ojos rosados se iluminaron.
—¿En serio, de verdad, palabra?
—Sí. Estoy seguro que Cairpré te tratará bien, aunque probablemente no le queda mucha comida.
El pequeño gigante chasqueó la lengua. Al volverse hacia la escalera de madera que ascendía por el túnel, su expresión se ensombreció.
—¿Pero tú sí va?
—Sí, yo me voy. Ahora mismo. —Durante unos segundos, examiné el menudo rostro que me llegaba a la rodilla. Shim no había resultado ser tan mala compañía, después de todo. Estreché una de sus diminutas manos—. Dondequiera que estés, que encuentres mucha miel. Shim compuso una mueca.
—Yo no quiere marchar.
—Lo sé. Adiós.
Fui hasta la escalera y así uno de los gastados peldaños.
Shim corrió detrás de mí y me retuvo tirando de mi túnica.
—Pero tampoco quiere quedar.
—Deberías quedarte.
—¿Es que no quiere que yo acompañe a tú?
—Será demasiado peligroso para ti.
Shim gruñó, ofendido.
—Tú no dice eso si yo es un verdadero gigante, grande y fuerte. Entonces, tú suplica que yo voy con tú.
Sonreí tristemente.
—Es posible, pero aun así, me gustas tal como eres.
El pequeño personaje forzó una sonrisa.
—¡Yo no gusta! Yo quiere ser grande. Tanto grande como el árbol más hasta arriba.
—Verás, en un momento en que Rhia estaba enojada conmigo, me dijo: «Sé simplemente tú mismo». He pensado en ello, de vez en cuando. Es mucho más fácil decirlo que hacerlo, pero no le faltaba razón.
—¡Bah! No si tú no gusta la forma de ser de tú mismo.
—Escucha, Shim. Lo comprendo. Créeme, es verdad. Intenta simplemente sentirte a gusto donde estás. —Hice una pausa, un poco sorprendido de oírme. Después, con una última mirada a las paredes atestadas de libros de la estancia de Cairpré, empecé a ascender por el túnel.
Al cruzar la puerta del tocón del árbol, escudriñé el horizonte hacia el este. La tierra reseca y rojiza se extendía hasta donde alcanzaba mi vista, sólo interrumpida por algún esporádico árbol demacrado o un helechal con espinas. Aunque no había pájaros en las proximidades para anunciar el alba, una fina línea de luz había aparecido ya sobre las Colinas Oscuras, que se erguían más negras que el carbón. Hacia el norte de la luz, divisé dos promontorios separados por un estrecho paso: el desfiladero.
Me concentré en la formación rocosa, intentando memorizar su posición. No quería errar, ni siquiera por un pequeño margen, y arriesgarme a no encontrar el desfiladero.
Y ni tan siquiera estaba seguro de que fuera visible a lo largo de todo el día.
Al ver mi cayado en el suelo, me agaché para recogerlo. El rocío escarchaba su retorcido extremo superior y confería a la madera un tacto frío y resbaladizo. De pronto, noté varias muescas profundas en el bastón. Marcas de dientes. No había forma de saber qué clase de animal las había hecho. Sólo sabía que no estaban cuando penetré en el túnel de Cairpré la noche anterior.
Me disponía a cerrar la puerta cuando por la abertura asomó la protuberante nariz de Shim, seguida por el resto de su cuerpo.
—Yo acompaña a tú.
—¿Estás seguro? —Le mostré el cayado—. Lo que mordió esto anoche aún podría rondar por aquí cerca.
Shim tragó saliva, pero no abrió la boca.
Señalé hacia el horizonte débilmente iluminado.
—Y para encontrar a Domnu, tenemos que cruzar aquel desfiladero de las Colinas Oscuras. No tenemos margen de error. A un lado acampa un ejército de trasgos, y al otro se extienden las Marismas Encantadas.
El pequeño gigante plantó los pies firmemente en el suelo.
—Tú no deja atrás a yo.
—Siendo así, de acuerdo. Ven.
Salté por encima del estrecho arroyo que corría junto al tocón del árbol y empecé a caminar en dirección al desfiladero. Shim me siguió, con el paso apresurado para no retrasarse.
Durante el resto de la mañana —si podía llamarse mañana a una hora tan lúgubre y oscura— recorrimos la desolada tundra. La tierra crujía bajo el peso de nuestros pies. Avanzábamos en línea recta hacia el desfiladero, sin utilizar ningún camino o senda, aunque nos cruzamos con unos cuantos. Sin embargo, los caminos estaban tan desiertos como el pueblo que había sido arrasado hasta sus cimientos.
Nuestra conversación era tan escasa como la vegetación circundante, y casi tan frágil, pues ambos sabíamos lo fácil que sería detectarnos para alguien leal a Stangmar. Incluso cuando Shim metió la mano en el bolsillo de su camisa y me ofreció un pedazo del pan de ambrosía que se había llevado de la despensa de Cairpré, lo hizo sin palabras. Me limité a asentir con un gesto de agradecimiento y proseguimos la marcha.
A medida que el terreno iba ascendiendo progresivamente en dirección a las Colinas Oscuras, yo ponía todo mi empeño en no desorientarme. El desfiladero ya no se recortaba contra el cielo, como sucedió durante el breve resplandor que hacía las veces de amanecer, y apenas era visible. Aun así, me parecía menos un hito en nuestro viaje que un mal presagio. ¿Y si conseguíamos atravesar el desfiladero, e incluso llegábamos al castillo de Stangmar, y una vez allí descubríamos que Rhia no estaba? O peor aún, que ya no estaba viva.
De vez en cuando, encontrábamos signos de habitantes humanos. Una vieja casa aquí, un corral en ruinas allá. Pero todas estas estructuras estaban tan muertas como el paisaje. Permanecían allí, descomponiéndose, como huesos en una playa. Si alguien seguía viviendo allí, debía de vivir oculto. Y lograba sobrevivir sin árboles, jardines o vegetación de ninguna clase.
De pronto, para mi sorpresa, percibí una sutil mancha verde más adelante. Creyendo que podía tratarse de un error de mi débil visión, me concentré en aquel punto. Pero el color parecía muy real, en contraste con los pardos herrumbrosos y grises del resto del paisaje. Cuando me acerqué, el verde se hizo más intenso. Al mismo tiempo, detecté la silueta de unos árboles alineados regularmente, de cuyas ramas colgaba algún tipo de fruta.
—¡Un huerto! Parece increíble.
Shim se rascó la nariz.
—Yo cree que es peligroso.
—¿Ves eso? —Señalé una forma rectangular semioculta por los árboles—. Hay una especie de cabaña en una hendidura de la colina.
—Yo cree que mejor no acercar más. En serio, de verdad, palabra.
Fuera porque los verdes árboles me recordaron a la Druma, o porque la cabaña me hacía añorar los años compartidos con la mujer que había resultado ser realmente mi madre, sentí curiosidad por averiguar algo más. Examiné el interior de la hendidura.
—Puedes esperarme aquí, si quieres. Voy a verlo de cerca.
Shim observaba cómo me alejaba, mientras refunfuñaba entre dientes. Al cabo de unos segundos, trotó para alcanzarme.
Cuando estuvo cerca, me detuve y me volví hacia él.
—Huelo a miel, ¿tú no?
Soltó un gruñido.
—Más antes huele a trasgo. —Miró por encima de su hombro con inquietud—. Pero si no hay trasgos ahí ahora, ellos no anda muy lejos.
—De eso puedes estar seguro. No nos entretendremos mucho rato, te lo prometo. Sólo lo suficiente para ver quién vive aquí.
Al aproximarnos al huerto, distinguí un muro de piedras que rodeaba los árboles. Había sido construido con la misma piedra gris que la cabaña, manchada de líquenes del color de la herrumbre. A juzgar por los boquetes y las partes derruidas de ambos, ni la cabaña ni el muro habían sido reparados en mucho tiempo. Del mismo modo que el muro circundaba los árboles, éstos rodeaban la cabaña, extendiendo sus frondosas ramas por encima del tejado y junto a las paredes. Bajo las ramas, el suelo estaba salpicado de parterres verdes, moteados de colores más vivos.
Me agaché, y lo mismo hizo Shim. Nos acercamos gateando cautelosamente. Un fresco aroma llegó hasta nosotros, el olor de las hojas mojadas y las flores recién abiertas. Se me ocurrió que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que olí la fragancia de unas plantas vivas y en crecimiento. Y entonces, se me ocurrió que esto no era un simple huerto. Era un jardín.
En ese momento, dos figuras grises como las piedras del muro salieron de la cabaña. Con pasos vacilantes, la pareja se dirigió lentamente al parterre más próximo. Se movían con un extraño ritmo desacompasado; una enderezaba la espalda cuando la otra la encorvaba, una levantaba la cabeza cuando la otra la inclinaba. Sin embargo, por distintos que fueran sus movimientos, parecían estar conectados invariablemente.
Cuando estuvieron más cerca, comprobé que se trataba de dos personas mayores. Muy mayores. El cabello blanco, veteado de gris, caía sobre sus hombros, mientras sus togas pardas sin mangas se veían ajadas y descoloridas. De no haber tenido la espalda tan encorvada, habrían sido bastante altas. Solamente sus brazos, musculosos y curtidos, parecían más jóvenes que el resto.
La pareja llegó al primer parterre y allí se separó. La mujer, cuyos altos pómulos me recordaron los de mi madre, se detuvo para sacar una bolsa de semillas y empezó a introducirlas en la tierra al lado de la cabaña. Al mismo tiempo, el hombre, de cuya mandíbula colgaba una larga y rala barba, recogió una cesta y se dirigió renqueando hacia un árbol cargado de los mismos frutos en forma de espiral que había probado en el árbol de shomorra. Inesperadamente, el anciano se detuvo y se volvió muy despacio hacia donde nos encontrábamos, agachados detrás del muro.
Sin apartar la vista de nosotros, habló con una voz grave y áspera.
—Garlatha, tenemos visita.
La anciana levantó la vista. Aunque su rostro se llenó de arrugas de preocupación, respondió pausadamente con una voz cascada por la edad.
—Que se muestren, no tienen nada que temer.
—Me llamo T'eilean —declaró el hombre—. Si venís en son de paz, sed bienvenidos a nuestra casa.
Lentamente, alzamos la cabeza. Me puse en pie y apoyé mi cayado en el suelo. Al pasar la mano por el punto mellado del bastón, un escalofrío recorrió mi espinazo. Mientras tanto, Shim se había levantado junto a mí y sacó pecho, aunque sólo sus ojos y su pelo enmarañado sobresalían por encima del muro.
—Venimos en son de paz.
—¿Y cómo os llamáis?
Titubeé, presa de una repentina cautela.
—Los nombres de nosotros es en secreto —declaró Shim—. Nadie sabe —y añadió, por si acaso—: Nosotros tampoco.
La comisura de los labios del anciano llamado T'eilean se curvó hacia arriba.
—Haces bien siendo precavido, pequeño viajero. Pero como ha dicho mi esposa, no tenéis nada que temer de nosotros. Somos simples jardineros, nada más.
Pasé al otro lado del muro, intentando no aplastar los delgados frutos amarillos que crecían allí en una parra. Ofrecí una mano a Shim, pero me la apartó de un manotazo y se encaramó al inestable montón de piedras.
T'eilean volvió a ponerse serio.
—Corren tiempos peligrosos para viajar por Fincayra. Debéis de ser muy valientes, o muy imprudentes.
Asentí.
—El tiempo dirá cuál de las dos cosas. Pero ¿puedo preguntaros a vosotros? Si es peligroso pasar por aquí, vivir aquí debe ser mucho más peligroso.
—Es verdad, desgraciadamente. —T'eilean hizo una seña a Garlatha para que se uniera a él—. Pero ¿adónde podríamos ir? Mi esposa y yo llevamos viviendo aquí juntos sesenta y ocho años. Nuestras raíces son profundas, tanto como las de esos árboles. —Con un amplio gesto que abarcó su sencillo hogar, añadió—: Además, no tenemos ningún tesoro.
—Es decir, ninguno que se pueda robar. —Garlatha lo tomó del brazo y le sonrió—: Nuestro tesoro es demasiado grande para cualquier cofre, y más precioso que cualquier joya.
T'eilean asintió.
—Tienes razón, mi dama. —Se inclinó hacia mí y me sonrió maliciosamente—. Siempre tiene razón. Incluso cuando se equivoca.
Garlatha le dio una patada en la espinilla.
—¡Auuu! —gritó él, frotándose el golpe—. ¡Después de sesenta y ocho años, deberías haber aprendido modales!
—Después de sesenta y ocho años, he aprendido a adivinarte las intenciones. —Garlatha lo miró directamente a los ojos. Le dedicó una sonrisa—. Aun así, por alguna razón, todavía me gusta lo que veo.
Los oscuros ojos del anciano centellearon.
—Bueno, ¿y qué hay de nuestros huéspedes? ¿Podemos ofrecerles un lugar donde sentarse? ¿Algo de comer?
Rechacé su invitación amablemente.
—Me temo que no tenemos tiempo para sentarnos. —Señalé los frutos en espiral que pendían de la rama—. Pero aceptaría gustoso uno de ésos. Ya los probé una vez, y fue maravilloso.
Con sorprendente destreza, T'eilean arrancó uno de los frutos con una larga y arrugada mano.
—No faltaría más —dijo, alargándomelo—. Pero nunca has probado esta variedad, el larcón.
Meneé la cabeza con perplejidad.
—No crece en ningún otro lugar de Fincayra —explicó el jardinero en tono solemne—. Hace años, mucho antes de que tú nacieras, las colinas situadas al este del Río Incesante estaban moteadas de árboles que daban este fruto. Pero todos sucumbieron a la Plaga que ha asolado el resto de nuestra tierra. Todos menos éste.
Mordí el fruto. El sabor de luz solar púrpura estalló en mi boca.
—Hay otro lugar donde todavía crece este fruto, allí fue donde lo comí.
—¿Dónde? —preguntaron al unísono T'eilean y Garlatha.
—En el Bosque de la Druma, del árbol de shomorra.
—¿El shomorra? —balbuceó Garlatha—. ¿De veras has estado allí, con el más raro de los árboles?
—Me llevó una amiga que lo conoce bien.
T'eilean se acarició la espigada barba.
—Si eso es verdad, tienes una amiga extraordinaria.
Mi rostro se tensó.
—Así es.
Una ligera brisa sacudió la rama por encima de mí, provocando un animado murmullo por parte de las hojas. Agucé el oído unos instantes. Me sentía como un hombre que no hubiera bebido agua en varios días y finalmente escuchara el gorgoteo de un arroyo. De pronto, Shim dio un saltito y me arrebató el fruto en espiral de la mano. Antes de que pudiera protestar, le dio dos grandes mordiscos.
Lo miré airadamente.
—¿No sabes pedir las cosas?
—Mmmppff —respondió el pequeño gigante con la boca llena.
Los ojos de Garlatha brillaban, divertidos.
—Al parecer —comentó, mirando de reojo a su marido—, no soy la única que carece de modales.
—Tienes razón —respondió él. Dio unos pasos vacilantes y añadió, igualmente divertido—: Como siempre.
Garlatha sonrió abiertamente. Con su fuerte brazo, desprendió de la rama otro fruto en espiral y me lo tendió.
—Toma. Puedes empezar de nuevo.
—Eres muy generosa, sobre todo si éste es el último árbol de esta especie que queda al este de la Druma. —Olisqueé el delicioso aroma del larcón y mordí un bocado. Una vez más, mi lengua explotó con el sabor del fruto. Paladeándolo, pregunté—: ¿Cómo ha sobrevivido tan bien vuestro jardín en medio de esta Plaga? Es un milagro.
La pareja intercambió una mirada.
El semblante de T'eilean se endureció.
—No tiene más de milagro que la fertilidad que antes tenía el resto de esta tierra. Pero nuestro malvado rey ha cambiado todo eso.
—Se nos parte el corazón al verlo —dijo Garlatha con su voz cascada.
—El Velo de Stangmar bloquea la luz del sol —prosiguió el anciano—. Y es peor cada mes que pasa. A medida que aumenta el poder del Castillo Velado, el cielo se va oscureciendo más y más. Mientras, sus ejércitos han sembrado la muerte por todo el territorio. Han arrasado pueblos enteros. Sus habitantes han huido a las lejanas montañas occidentales, o abandonado Fincayra definitivamente. Un vasto bosque, tan extraordinario como el de la Druma, crecía en otro tiempo en esas colinas, al este. ¡Ya no! Los árboles que no fueron talados o quemados se han conservado en una especie de letargo y nunca más hablarán. Aquí, en las llanuras, la tierra que no se ha empapado de sangre ha adoptado su mismo color. Y el Arpa en Flor, que quizá podría devolver la vida a la tierra, nos ha sido robada.
Contempló sus ajadas manos.
—Una sola vez tuve el Arpa en mis manos, cuando era niño. Pero aun después de tantos años, no he olvidado el tacto de sus cuerdas, ni las emociones que despertaban sus melodías.
Sonrió tristemente.
—Se ha perdido todo eso y mucho más. —Hizo un gesto hacia la hendidura de la colina, por detrás de la casa—. ¡Contempla nuestra antaño dichosa primavera! Apenas un hilito de agua. A medida que la tierra se agostaba, también menguaba el agua que la nutría. Ahora me paso la mitad del día acarreando agua desde muy lejos.
Garlatha lo tomó de la mano.
—Como yo me paso la mitad del día buscando en la pradera seca las semillas que puedan revivirse.
Azorado, Shim le ofreció los restos de su fruto.
—Yo lo siente por tú.
Garlatha le palmeó suavemente la desmelenada cabeza.
—Quédate ese fruto. Y no lo sientas por nosotros. Somos mucho más afortunados que la mayoría.
—Eso sí es verdad —corroboró su marido—. Nos ha sido concedida una larga vida juntos y la oportunidad de cuidar unos cuantos árboles. Es todo lo que cualquiera podría desear. —La miró con dulzura—. Eso y el único deseo que nos queda: morir juntos algún día.
—Como Baucis y Filemón —observé.
—¿Quién?
—Baucis y Filemón. Son los protagonistas de una historia de los griegos, una historia que me contó... mi madre, hace tiempo. Sólo tenían un deseo: morir juntos. Y al final los dioses los convirtieron en árboles cuyas frondosas ramas se abrazarían mutuamente por toda la eternidad.
—Qué hermoso. —Garlatha suspiró, mirando dulcemente a su marido.
T'eilean no dijo nada, pero me estudió con atención.
—Pero no habéis contado —proseguí— cómo ha sobrevivido vuestro jardín en estos terribles tiempos.
T'eilean soltó la mano de Garlatha y abrió sus nervudos brazos para abarcar el follaje, las raíces y las flores que nos rodeaban.
—Amando nuestro jardín, simplemente.
Asentí, pensando que esta región debió de ser maravillosa antes de la Plaga. Si el jardín en el que nos encontrábamos Shim y yo era sólo una pequeña muestra de sus riquezas, e! paisaje debió de ser tan hermoso como el propio Bosque de la Druma, aunque no tan salvaje y misterioso. Era uno de esos lugares donde me habría sentido vivo. Y libre. Y posiblemente, incluso en mi hogar.
Garlatha nos observaba con expresión preocupada.
—¿Y seguro que no podéis descansar aquí un rato?
—No. No podemos.
—Entonces tenéis que ser extremadamente cautos —nos previno T'eilean—. Últimamente hay trasgos por todas partes. Ayer mismo, al atardecer, cuando regresaba con el agua, vi un par de ellos. Llevaban a rastras a una niña indefensa.
Mi corazón dejó de latir.
—¿Una niña? ¿Cómo era?
El hombre de barba blanca hizo una mueca de dolor.
—No pude acercarme mucho, de lo contrario me habrían visto. Aun así, mientras los espiaba, una parte de mí quería atacarlos con todas mis fuerzas.
—Me alegro de que no lo hicieras —declaró su mujer.
T'eilean me señaló con un dedo.
—La niña tenía más o menos tu edad. El cabello, castaño, largo y rizado. Y llevaba un vestido que parecía hecho de ramitas entretejidas.
Shim y yo nos quedamos boquiabiertos.
—¡Rhia! —murmuré con voz ronca—. ¿Hacia dónde iban?
—No cabe la menor duda —respondió el hombre, consternado—. Se dirigían hacia el este. Y como la niña aún estaba viva, debe de ser alguien con quien Stangmar deseaba tratar personalmente.
Garlatha gimió.
—No soporto pensar que hay una joven en ese horrible castillo.
Palpé mi talega para asegurarme de que el puñal seguía dentro.
—Tenemos que irnos ya.
T'eilean me tendió la mano y estrechó la mía con una firmeza inesperada.
—No sé quién eres, jovencito, ni adonde vas. Pero sospecho que, como una de nuestras semillas, en tu interior hay mucho más de lo que se ve por fuera.
Garlatha volvió a acariciar la cabeza de Shim.
—Creo que lo mismo podría decirse de este pequeñín.
No respondí, aunque me preguntaba si nos habrían tratado con tanta amabilidad si nos conocieran mejor. Con todo, cuando volví a cruzar el desmoronado muro de piedra, albergaba la esperanza de volver a verlos algún día. Me giré y agité una mano para despedirme de la anciana pareja. Me devolvieron el saludo y reanudaron su trabajo.
Advertí que el Galator desprendía un agradable calor sobre mi pecho. Mire en el interior de mi túnica y vi que las piedras del centro relucían muy tenuemente. Y supe que la teoría de Cairpré sobre el Galator era cierta.
De pronto se oyó un grito
Avanzamos durante varias horas en dirección al desfiladero que atravesaba el rosario de colinas. Mi cayado golpeaba rítmicamente el reseco suelo y la hierba seca. Un frío viento bajaba hasta nosotros desde las Colinas Oscuras. Sus ariscas rachas abofeteaban nuestro rostro. A pesar del viento, Shim se esforzaba por mantenerse junto a mí. Aun así, tuve que detenerme varias veces para ayudarle a sortear un helechal con espinas o una zanja muy profunda.
A medida que el terreno se iba haciendo más empinado, el viento soplaba con más furia. Pronto nos azotaba con un frío tan penetrante que ya no sentía un dolor fluctuante en la mano con que empuñaba el cayado, sino que la tenía insensible, como si fuera de la misma madera que el cayado. Empezaron a llovernos fragmentos de hielo. Alcé el brazo que tenía libre ante mi rostro para proteger mis mejillas y mis ojos invidentes.
Los fragmentos de hielo se convirtieron en agujas, después en piedras y finalmente en puñales. Con la lluvia de afiladas cuchillas de hielo, Shim, que había contenido sus protestas desde que abandonamos el jardín, gimoteó lastimosamente. Pero yo sólo lo oía en los escasos momentos de calma entre ráfaga y ráfaga, pues el aullido del viento era cada vez más ensordecedor.
Aún había suficiente luz para que mi segunda visión resultara útil, pero los remolinos de hielo y tierra arrastrados por el viento confundían mi sentido de la orientación. De pronto, tropecé con un afloramiento plano de algún mineral. Caí al suelo con un grito, y solté el cayado.
Temblando, gateé hasta el afloramiento, con la esperanza de poder utilizarlo como frágil refugio contra la tormenta. Shim se acurrucó entre los pliegues de mi túnica. Permanecimos allí, con los dientes castañeteando de frío, durante bastantes minutos, que nos parecieron semanas.
Con el tiempo, la cellisca fue perdiendo intensidad. El viento ululante nos zarandeó unas cuantas veces más, pero finalmente amainó. Aunque el aire no era más cálido, nuestros cuerpos se reanimaron lentamente. Abrí y cerré las manos, lo que me provocó un agudo dolor en las palmas y en las yemas de los dedos. Un indeciso Shim asomó la cabeza por debajo de mi túnica, con carámbanos de hielo incrustados en su enmarañado cabello.
De repente, caí en la cuenta de que el afloramiento que nos había escudado parcialmente no era nada más que un enorme tocón de árbol. A nuestro alrededor, había miles de tocones similares diseminados por las colinas, separados por una inmensa red de barrancos erosionados. Aunque estaban cubiertos por una capa de hielo, los tocones no brillaban ni relucían. Simplemente estaban allí, inertes como túmulos funerarios.
Como si se tratara de una revelación súbita, lo comprendí. Esto era cuanto quedaba del gran bosque que había descrito T'eilean. «Los ejércitos de Stangmar han sembrado la muerte por todo el territorio.» Las palabras del anciano se elevaron como fantasmas de los tocones carcomidos, del suelo rojo sangre, de las colinas derruidas.
Shim y yo nos miramos mutuamente. Sin pronunciar palabra, nos pusimos en pie sobre el suelo escarchado. Recogí mi cayado y arranqué un pedazo de hielo del extremo superior. A continuación, localicé nuevamente el desfiladero, pisé los restos quebradizos de una rama y reanudé la ascensión por la empinada y resbaladiza cuesta. Shim correteó para no quedarse atrás, sin dejar de mascullar entre dientes.
Seguimos ascendiendo toda la mañana por colinas cubiertas de cicatrices de incontables tocones de árbol y lechos de arroyo secos. El cielo fue oscureciéndose progresivamente. Pronto, el desfiladero se hizo invisible, engullido por la creciente oscuridad. Sólo podía confiar en mi recuerdo para saber dónde se hallaba la última vez que vi sus dos afilados promontorios, aunque ese recuerdo se estaba desvaneciendo junto con la luz.
Lentamente, fuimos ganando altitud. A pesar de la débil luz, detecté varios árboles enjutos que se erguían entre los raigones y las ramas secas. Sus retorcidas figuras semejaban personas que se retorcían de dolor. Al ver un árbol con la corteza de un haya, me acerqué a él. Apoyé la mano en el tronco y emití el sonido susurrante que Rhia me había enseñado en el Bosque de la Druma.
El árbol no respondió.
Volví a intentarlo. Esta vez, mientras reproducía el sonido, imaginé ante mí la presencia viva y animada de un árbol sano. Sus poderosas raíces hundiéndose en el suelo. Las ramas arqueándose hacia el cielo. El canto gutural elevándose por el tronco y estremeciendo hasta la última hoja.
Quizá fuera solamente mi imaginación, pero creí detectar un leve inicio de temblor en las ramas superiores del haya. Pero si realmente se movían, enseguida volvieron a la inmovilidad.
Me rendí y proseguí mi penoso camino, con Shim pegado a mis talones. Cuanto más ascendíamos por la empinada ladera, más rocoso era el terreno. La luz era más escasa a cada minuto que pasaba. El cielo se ennegreció, mientras los tocones y las rocas que nos rodeaban se fundían con las sombras.
Pese a que mi segunda visión se desvanecía con rapidez, la forcé al máximo para ver lo poco que pudiera. Y escuché con toda mi concentración. Sabía que cualquier movimiento, por leve que fuese, podía ser el único aviso de un ataque. Mientras procuraba no tropezarme con las piedras o pisar las ramas secas, mis pasos se hacían más inseguros.
Más adelante, distinguí una abertura apenas visible, donde unos pináculos idénticos de roca oscura se elevaban hacia el cielo aún más oscuro. ¿Podía ser el desfiladero? Aceleré el paso con el mayor sigilo posible.
Me detuve bruscamente. Permanecí inmóvil como uno de los árboles retorcidos, escuchando.
Shim se situó a mi lado.
—¿Tú oye algo?
—No estoy seguro —susurré—. Me pareció que sí, en algún lugar por delante de nosotros.
Transcurrieron varios minutos. No oía nada, aparte de nuestra respiración y el latido de mi corazón.
Por fin, toqué el brazo del pequeño gigante.
—Vamos —murmuré—. Pero no hagas ruido. Hay trasgos cerca.
—Oooh —gimoteó Shim—. Yo tiene miedo. En serio, de verdad, pa...
—¡Calla!
De entre las sombras que teníamos delante surgió un grito ronco y un repentino ruido de pisadas. Llamearon las antorchas y la oscuridad se inflamó.
—¡Trasgos!
Huimos por el rocoso risco. Bajo nuestros pies, restallaban las ramas pisoteadas. Puntiagudas espinas arañaban nuestra piel. Justo a mis espaldas, oía la jadeante respiración de los trasgos, el tintineo de sus armaduras, el chisporroteo de sus antorchas.
Shim y yo corrimos entre las rocas, procurando no tropezar. La oscuridad nos envolvía por completo. No sabíamos hacia dónde nos dirigíamos, ni nos importaba. Sólo sabíamos que los trasgos acortaban distancias.
En un esfuerzo desesperado por burlar su persecución, giré bruscamente hacia un lado. Shim me siguió de cerca y cruzamos al otro lado del saliente. El panorama que vimos no podía ser más estremecedor. Nuevas colinas se recortaban contra el oscuro cielo, todavía más oscuras que éste. Peor aún, el valle que se abría a nuestros pies parecía completamente negro, excepto por los destellos de centenares de puntos de luz. A pesar de la proximidad de los trasgos, titubeamos unos instantes.
Una lanza silbó al pasar entre mi cabeza y el extremo superior de mi cayado. Antes de que la lanza rebotara en el suelo, seguida por un coro de exabruptos, nos precipitamos ladera abajo. Mi pie tropezó con una roca y caí de bruces. Shim me esperó hasta que pude ponerme en pie con dificultad; agarré mi Cayado y seguí corriendo. A la carrera, nos internamos en el negro valle.
La oscuridad más absoluta nos envolvió como una ola. El terreno estaba húmedo y cubierto de musgo bajo nuestros pies. El aire tenía un olor rancio. Casi enseguida nos encontramos chapoteando en algo parecido a un enorme charco con el fondo de resbaladizo limo.
Me detuve bruscamente y, al hacerlo, provoqué que Shim chocara contra mi espalda.
—¿Por qué tú para? —preguntó airadamente.
—Escucha.
—Yo no oye nada, solamente los latidos de la dolorosa nariz de yo.
—Precisamente. Los trasgos no nos siguen. Creo que se han detenido.
—Tú tiene razón. —El pequeño gigante se revolvió nerviosamente entre el cieno—. ¿Tú cree que ellos tiene miedo de bajar aquí?
Noté que algo frío se colaba en mis botas de piel.
—Es posible que nos hallemos en... las Marismas Encantadas.
Como una respuesta, una débil y vacilante luz apareció a cierta distancia. Permaneció suspendida a lo lejos, como si nos estudiara. De repente, apareció otra, seguida por otra más. Pronto, más de veinte de aquellas extrañas luces espectrales danzaban a nuestro alrededor y se acercaban lentamente a nosotros.
Shim oprimió mi mano.
Un olor fétido, como a carne putrefacta, flotó hasta nosotros. Mi estómago se rebeló y sentí náuseas. El hedor fue aumentando a medida que las luces se aproximaban.
De pronto, se oyó un débil y vacilante lamento. Un antiguo canto fúnebre en el que latía la angustia, el dolor infinito. El lamento erizó todos los pelos de mi cuerpo. Parecía brotar del suelo, de las luces, del aire corrompido. Procedía de un lado. Procedía del otro. Procedía de todas las direcciones al mismo tiempo.
Aterrorizado, Shim emitió un chillido. Soltó mi mano y echó a correr, alejándose de las luces flotantes.
—¡Espera!
Corrí tras él como una exhalación. Pero apenas había dado unos pasos cuando algo trabó mi pie. Me caí de narices en un charco de líquido viscoso. Me incorporé y recuperé mi bastón, antes de sacudirme el limo de los brazos. Apestaban a moho y a descomposición.
Las siniestras luces volvían a congregarse, formando un círculo. El lamento se intensificó. El hedor de la muerte me envolvió.
—¡Shim!
No hubo respuesta.
—¡Shim!
De pronto, oí un grito.
Las incontables luces cerraron filas, mirándome como ojos. ¡De manera que mi búsqueda terminaría así! Habría sido mejor ahogarse en el mar frente a la costa de Gwynedd que morir de ese modo, perdido y solo.
Sin embargo, no realizar mi búsqueda me resultaba menos doloroso que la pérdida de Rhia. Al igual que el valiente esmerejón, ella había dado su vida por mí. No me merecía semejante amistad, pero ella no merecía morir. ¡Estaba tan llena de vida, tan llena de sabiduría, que yo aún no había comenzado a asimilar! El dolor de perderla me llegaba al corazón, que parecía arderme en el pecho.
De pronto, advertí que el Galator estaba muy caliente sobre mi pecho. Lo saqué rápidamente y lo sostuve en alto. Las joyas del centro centellearon con una luz verde propia, haciendo retroceder la oscuridad lo suficiente para permitirme ver mi mano y mi brazo.
Las luces espectrales vacilaron e interrumpieron su avance. El lamento enmudeció. Un soplo de aire fresco aligeró la lúgubre atmósfera. Al mismo tiempo, el resplandor del Galator empezó a ampliarse. En pocos segundos, el círculo de luz verde abarcaba todo mi cuerpo y también mi cayado.
—¡Shim! ¿Dónde estás?
—¡Aquí! —Vino hacia mí con pasos vacilantes, empapado de lodo. El limo negro resbalaba por su pecho, sus piernas, sus brazos y un lado de su rostro.
Las luces flotantes vacilaron con la expansión del círculo luminoso y empezaron a retroceder en la oscuridad. El lamento se reanudó, pero convertido en un murmullo de indignación.
Alentado por la retirada de las luces, avancé hacia ellas. Encontraría el modo de salir de este pantano, costara lo que costase.
Sosteniendo el Galator con una mano por encima de mi cabeza y aferrando mi cayado con la otra, me aseguré de que Shim se agarraba a los pliegues de mi túnica y empecé a vadear los pantanosos estanques. El barro, blando y pegajoso, intentaba engullir mis botas. De repente, hundí el pie en una zanja poco profunda. Trastabillé con un fuerte chapoteo y no solté el medallón por muy poco. Al instante, los ojos de luz se agruparon para acercarse y el murmullo se hizo más violento.
Cuando recuperé el equilibrio, las amenazadoras luces retrocedieron un poco. Tardé unos segundos en extraer mi cayado del pegajoso lodo de la zanja, que al final salió con un sonido de succión. Reanudamos nuestro penoso avance. Sin embargo, me di cuenta de que Shim no llegaría muy lejos por aquel tipo de terreno. Aunque se esforzaba por mantener mi paso, el agua le llegaba a la cintura, y el esfuerzo de abrirse paso lo estaba agotando rápidamente.
Mis propias piernas, así como el brazo con que sostenía el Galator, empezaban a pesarme cada vez más. Aun así, ayudé a Shim a encaramarse a mi hombro, el del brazo del cayado. El mismo hombro donde antes se posaba Problemas. Pero esta carga era mucho más pesada que la rapaz.
Cada paso resultaba más difícil que el anterior, cada inspiración, más laboriosa. Me sentía cada vez más débil, como si las marismas me estuvieran chupando las energías. Me dolía mucho el hombro. El lodo que goteaba de las piernas de Shim goteaba sobre mi rostro, y su rancio sabor me quemaba la lengua.
Las luces se acercaban progresivamente, a medida que me fallaban las fuerzas. El murmullo aumentaba, como si una manada de lobos aullara en mis oídos. Las interminables marismas parecían extenderse más allá de los límites de mi flaqueante resistencia.
¡Mis poderes! ¿Debía intentar utilizarlos? Los necesitaba desesperadamente. Pero los temía demasiado. Las llamas volvieron a inflamarse en mi mente, quemaron mi rostro, abrasaron mi carne y achicharraron mis ojos.
De pronto, tropecé. Caí de rodillas, y a duras penas pude coger el cayado y el Galator. Shim dio un grito y se aferró a mi cuello con un sollozo. Una vez más, las luces se agolparon a nuestro alrededor, esperando a ver si era capaz de volver a levantarme.
Con las pocas fuerzas que me quedaban, logré salir del lodo. Intenté alzar el Galator, pero no conseguí subirlo más arriba de mi pecho. Di otro paso, exhausto... y de nuevo volví a tropezar.
Oí que el Galator se estrellaba contra algo duro como una piedra. También oí gritar a Shim mientras el murmullo se hacía casi ensordecedor.
Después no oí nada más.
Oscuro destino
—¿Tú está vivo?
—No estoy seguro —fue mi única respuesta. Me incorporé hasta quedarme sentado y dispersé la niebla que empañaba mi segunda visión. Shim estaba sentado junto a mí, y mi cayado, rebozado de fétido barro, yacía al otro lado.
Shim dio un tirón de mi túnica, con su pequeño rostro arrugado por la preocupación.
—¿Dónde estamos?
Miré en derredor y contemplé la habitación más extraña que había visto nunca. Estábamos rodeados por cuatro paredes, un suelo y un techo de piedra, sin una sola rendija siquiera a modo de ventana. Sin embargo, una vacilante luz azul inundaba la habitación, corno la luz de una vela justo antes de consumirse por completo. Pero no había ninguna vela a la vista.
Me estremecí, y no de frío. No supe a ciencia cierta por qué, pero una sensación ominosa flotaba en el ambiente. Como si Shim y yo estuviéramos a punto de ser descuartizados para la cena de alguien.
Shim se arrimó a mí.
—Este lugar es aterrador. Parece una mazmorra.
—Yo está de acuerdo.
De pronto, señaló con un dedo.
—¡Huesos! —exclamó.
Con un respingo, escruté sombras en aquella dirección. Había, en efecto, un montón de huesos, mondos y perfectamente lisos. A pesar de la inestable luz, pude identificar costillas, huesos de la pierna y cráneos más que de sobras. Cráneos humanos. Tragué saliva, mientras me preguntaba si nuestros propios restos descansarían pronto en este lugar.
Entonces, advertí que había otros montones, aunque no de huesos, a nuestro alrededor. Uno era de finas losas de piedra gris, apiladas hasta alcanzar casi la altura de mi cayado. Otro era de bolas de madera pulida, de varios tamaños y con extraños símbolos grabados al aguafuerte. Unas más pequeñas que una uña y otras mayores que una cabeza, las bolas parecían haber sido dispuestas cuidadosamente con algún propósito definido. Otro de los montones era de haces de palos, agrupados por tamaños y cantidades. En el rincón más alejado de la habitación, vi unos extraños cubos blancos con puntos negros pintados en sus caras. Aquí se amontonaban carretes de hilo blanco y negro, allí, curiosas caracolas marinas. Unos recipientes de hierro rebosaban de guijarros y semillas de muchas formas distintas.
En el centro de la habitación se hallaba una alfombra cuadrada, dividida en cuadrados rojos y negros más pequeños. Muchos de estos cuadrados estaban ocupados por piezas talladas en madera, cada una de las cuales me llegaba a la cintura. Había dragones en actitud amenazadora, caballos al galope, lobos que aullaban, trasgos guerreros, reyes y reinas, además de muchos otros cuya identidad ni siquiera intuí. Tiempo atrás, en Caer Vedwyd, había oído hablar de un juego llamado ajedrez, pero se jugaba sobre un tablero, no en una alfombra. Y en cualquier caso, las piezas de ajedrez no incluían dragones. Ni trasgos.
Sobre una piedra, junto a la pared situada frente a nosotros, una apretada maraña de signos titilaba bajo la luz. Columnas de barras, puntos y garabatos que se prolongaban en varias direcciones cubrían casi toda la superficie. Había miles de cuadrados, triángulos y tramas de líneas tachadas, además de círculos divididos en secciones, como si se tratara de hogazas de pan cortadas a rebanadas. Había runas, letras, números y símbolos apretujados por encima y por debajo, por dentro y por fuera del resto de las inscripciones.
—Lástima —gruñó una voz profunda que sonó a nuestras espaldas.
Nos volvimos en redondo y vimos una cabeza pálida y sin pelo asomando por una rendija de la pared: una puerta. Lentamente, la puerta se abrió, y quedó a la vista un cuerpo tan redondo como la cabeza que llevaba una prenda parecida a un saco de tela con varios bolsillos, un collar de piedras bastas y los pies descalzos. Me quedé petrificado, con el temor de que pudiera tratarse de otro espectro cambiante. O de algo aun peor.
La cabeza lampiña, con hileras de arrugas que se unían alrededor de dos orejas triangulares, se inclinó en nuestra dirección. Una gran verruga reseca sobresalía como un cuerno en el centro de la frente. Unos ojos más negros aun que los míos nos miraron sin pestañear durante varios segundos. Después, la boca llena de dientes estropeados se abrió de nuevo.
—Definitivamente, es una lástima.
Empuñé mi cayado y me puse en pie, lo cual no resultó nada fácil, con Shim aferrado a mi pierna.
—¿Quién eres?
—No tiene prácticamente ninguna posibilidad de llegar vivo al final del día —masculló el extraño aparecido, entrando en la habitación—. Definitivamente, es una lástima.
Aunque me temblaba la voz, repetí mi pregunta.
—¿Quién eres?
Los ojos negros, que parecían increíblemente viejos, me observaron unos instantes.
—Esa pregunta no es fácil, amorcito.
El modo en que pronunció la palabra amorcito me puso los pelos de punta.
—¿Quién soy yo? —prosiguió la criatura, mientras caminaba a nuestro alrededor, como un buitre examinando su carroña—. Es difícil saberlo. Incluso para mí. Hoy soy alguien, mañana soy alguien distinto. —La arrugada cara se acercó a la mía, mostrando más dientes cariados—. ¿Y quién eres tú?
Di un suspiro.
—La verdad es que, en realidad, no estoy seguro.
—Por lo menos eres sincero, amorcito. —Siguió caminando en círculos con sonoros pasos de sus pies descalzos—. Tal vez, yo pueda darte alguna pista de quién eres tú. Aunque debo advertírtelo, es algo decepcionante. Como aperitivo, eres demasiado flaco para que dures más de un par de bocados, incluyendo a tu amiguito de propina.
Shim se agarró a mi pierna con más fuerza.
—Peor incluso, amorcito, pareces demasiado débil para ayudarme ni un ápice en mi apuesta. Y mira que detesto perder.
Un dedo de hielo recorrió mi espinazo.
—Ya sé quién eres. Eres Domnu.
—Eres muy listo, amorcito. —La lampiña arpía dejó de dar vueltas. Se pasó una mano por la calva, en actitud meditativa—. Pero con ser listo no te bastará para hacerme ganar la apuesta.
—¿De qué apuesta hablas?
—Oh, no es nada importante. Simplemente hice una pequeña apuesta con alguien que cree que no sobrevivirás hasta mañana. —Se encogió de hombros—. Morir hoy, morir mañana. ¿Qué diferencia hay? No debería haber apostado por ti, pero no pude resistirme, con tantas probabilidades en contra.
Me estremecí, recordando lo que había dicho Cairpré sobre este ser cuyo nombre significa Destino Oscuro. «No es buena ni mala, amiga o enemiga.» Simplemente, es.
—¿Contra quién has apostado?
El suelo de piedra resonaba bajo los pies descalzos de Domnu mientras se acercaba a la pared cubierta de extraños signos, todavía vacilantes por la inestable luz. Se escupió en el dedo índice de la mano izquierda, que inmediatamente se tino de azul. A continuación, con el dedo a modo de pincel, lo alzó todo lo que pudo y trazó una línea sinuosa sobre uno de los círculos.
—Es hora de empezar con otra pared nueva —gruñó. Tras una mirada en nuestra dirección, añadió—: Debo llevar la cuenta, amorcitos. Detesto perder una apuesta, pero debo llevar la cuenta. Y no cabe duda de que voy a perder ésta, aparentemente.
—¿Tú quiere decir que nosotros va a morir? —preguntó Shim con un hilito de voz.
Domnu volvió a encogerse de hombros.
—Ciertamente, eso parece.
—¿Contra quién has apostado? —pregunté yo con arrogancia.
—Nadie que tú conozcas. Aunque él sí parece sentir una genuina animadversión hacia ti.
—¿Quién es?
Se rascó la parte trasera de su calva cabeza.
—Ese loco de Rhita Gawr, naturalmente.
—¿Rhita Gawr? ¿El espíritu que lucha contra Dagda?
Domnu gruñó despreocupadamente.
—Supongo que sí. Por lo menos era así hace algunos milenios, la última vez que lo comprobé. Pero en cuanto a quién gana y quién pierde, amorcito, no tengo ni idea. Que lleven ellos sus propios registros.
—¡Pero esto no es un juego! Es muy serio.
Domnu se puso seria.
—Los juegos son serios, amorcito. Tan serios como la vida misma, puesto que también ésta es sólo un juego.
—No lo entiendes. —Me acerqué a ella, con Shim firmemente sujeto a mi pierna—. Su lucha es por toda Fincayra. Además de la Tierra. Y más allá.
—Sí, sí —dijo la arpía, con un bostezo—. Tienen una apuesta en curso.
—¡No! Es más que eso.
Me miró fijamente, boquiabierta.
—¿Más que eso? ¿Cómo puede haber nada más que eso? ¡Una apuesta es la oportunidad más pura que puede existir! Elige tu opción y haz tu apuesta. Después ocurre lo que ocurre. Arriba o abajo. Vida o muerte. No importa, siempre que al final recojas tus ganancias.
Sacudí la cabeza.
—Sí importa. Que venza Dagda o Rhita Gawr decidirá...
—Cómo estarán las probabilidades en su siguiente apuesta. Sí, lo sé.
Los pies de Domnu pisaron la alfombra a cuadros rojos y negros. Se inclinó para mirar de cerca una de las piezas, con la forma de un dragón rojo, y le acarició con indiferencia la escamosa mandíbula. No podría afirmarlo, pero casi me pareció que el dragón cabeceaba ligeramente y que brotaban dos finas columnas de humo de sus fosas nasales.
—Su jueguecito no tiene interés para mí —concluyó, pellizcando maliciosamente la oreja del dragón—. Bastante me cuesta llevar mis propias cuentas.
Shim se arrimó más a mí.
—Yo tiene miedo. Muy mucho miedo.
—No sé por qué —replicó Domnu con una perversa sonrisa—. Morir no está tan mal, después de la primera vez.
Apoyó el pie en el lomo de la pieza en forma de dragón y agarró al rey negro por el cuello con brusquedad. Quizá me equivocara, pero cuando levantó el rey de la alfombra, creí oír un débil chillido de angustia. Sin soltar su presa, empezó a frotar la corona del rey contra su traje de arpillera.
—Supongo que deberíamos de jugar a algo, antes de que os permita seguir vuestro camino, amorcitos. Así os olvidaréis un rato de vuestra inminente muerte y mi inminente derrota. ¿Prefieres dados o bastones?
—Necesitamos tu ayuda —supliqué.
Volvió a depositar el rey negro en su lugar con un golpe seco. A continuación, se dirigió con pesados pasos hacia la pila de bastones. Eligió un pequeño haz del montón y se quedó mirándolo.
—Creo que hoy irán mejor los treses que los treces, ¿no estás de acuerdo? Hoy es un día de números bajos, lo siento en el tuétano de los huesos. ¡Huesos! ¿Te gustaría jugar a la taba, mejor?
—¡Por favor! Necesitamos llegar al Castillo Velado.
—¿El Castillo Velado? —Extrajo un bastón del haz y escupió sobre él—. ¿Y por qué queréis ir a semejante lugar?
—Pregunta buena —masculló Shim, abrazándose a mi pantorrilla.
—Además —continuó Domnu, sin dejar de examinar el bastón—, si te mando allí, morirás con toda certeza y yo perderé mi apuesta.
—¿No nos ayudarás, por favor?
—Me temo que no, amorcito. —Hizo rodar el bastón sobre la palma de su mano.
La miré de una forma desagradable.
—Si no piensas ayudarnos, ¿por qué no nos vuelves a dejar en las Marismas Encantadas y acabamos de una vez?
Shim me miró, estupefacto.
—Tal vez lo haga, amorcito. Después de todo, prometí a Rhita Gawr que no te mantendría aquí a salvo todo el día. Son las reglas del juego, seguro que lo comprendes. Y yo nunca infrinjo las reglas. —Bajando la voz, añadió—: Además, se daría cuenta si lo hiciera.
Volvió a introducir el bastón en el haz y lo devolvió cuidadosamente al montón.
—¿Por qué apresurarse? Aún tenemos tiempo para un par de partidas.
—¡Nosotros no tenemos tiempo! —exclamé—. ¿No existe ninguna forma de convencerte?
—Lo único que falta —prosiguió, recorriendo la habitación con la mirada— es elegir el juego. ¡Por supuesto! ¡Ajedrez! Aunque supongo que no conocerás las reglas, siendo tan joven. No importa. Tú ven aquí y yo te enseñaré un poco. Y tráete a ese valiente guerrero, el que se aferra a tu pierna.
Regresó hasta la alfombra y se quedó mirando las piezas de ajedrez.
—Demasiado altas, creo.
Con expresión de profunda concentración, apoyó la palma de la mano en la corona de la reina roja. Murmuró una frase en voz baja y empezó a ejercer presión lentamente. Para mi asombro, la reina roja —así como el resto de las piezas del tablero— fue disminuyendo de tamaño hasta alcanzar la mitad del original. Ahora las piezas más altas eran aproximadamente de la estatura de Shim.
Domnu señaló con orgullo las piezas de ajedrez.
—Realmente, este juego es uno de mis mejores inventos. Un gran éxito dondequiera que va. Incluso los seres humanos, con su reducida capacidad de concentración, lo han adoptado. Aunque me duele ver cómo intentan simplificar en exceso las reglas. El único inconveniente es que se juega mejor entre dos personas. Y encontrar el rival adecuado puede resultar condenadamente difícil.
Enarcó las cejas, con lo que se formaron oleadas de arrugas en la parte superior de su cuero cabelludo.
—Sobre todo si recibes tan pocas visitas como yo. Por cierto, la mayoría de mis visitantes entran por la puerta principal. ¿Qué te indujo a utilizar la puerta trasera? Podía no haberte encontrado nunca, si no hubieras llamado.
—Yo no llamé a tu puerta.
—¡Amorcito, qué desmemoriado eres! Golpeaste con algo duro. Debió de ser tu cabeza. O tal vez, ese feo colgante que llevas.
Recordé súbitamente el Galator y lo aferré con fuerza. Ya no brillaba. Rápidamente, volví a guardarlo bajo mi túnica.
—Podría haberte dejado allí, pero no he tenido ningún compañero de juego desde hace mucho tiempo. ¡Dos siglos, por lo menos! Luego, cuando os arrastré al interior, caí en la cuenta de que debes de ser ése por el que Rhita Gawr ha apostado a que no sobreviviría hasta mañana, si te atrevías a presentarte aquí. —Me miró entornando sus viejos párpados—. Ojalá te hubiera visto antes de aceptar la apuesta.
Domnu empezó a caminar junto a la alfombra, inspeccionando atentamente las piezas una por una. Aunque la vacilante luz producía el efecto de que la habitación entera vibraba, me sorprendió que las piezas temblaran levemente cuando ella se acercaba. De pronto, al pasar por detrás de un caballo negro de gallardo aspecto, el animal movió imperceptiblemente una pata posterior. Al instante, Domnu se volvió en redondo.
—No pretenderás darme una coz, ¿verdad? —Los ojos negros relampaguearon mientras recorría lentamente la crin del caballo con un dedo—. No, estás mejor educado que eso. Mucho mejor. Seguro que quieres un poco más de peso en tu lomo. Sí, será eso.
Creí oír el más débil de los relinchos procedente del caballo. Sus músculos tallados casi se tensaron.
Domnu se agachó y sopló larga y suavemente. Una piedra negra con cantos irregulares, de la mitad del tamaño del animal, apareció de la nada sobre su lomo. Aunque el caballo pareció hundirse ligeramente bajo el peso, mantuvo la cabeza bien alta.
—Ya está —declaró Domnu—. Así está mucho mejor.
Giró sobre sí misma y me miró directamente a los ojos.
—Es hora de una partidita de ajedrez —dijo en un tono más amenazador que invitador—. Antes de que te permita volver con tus, llamémosles así, amigos que te esperan fuera. Empiezas tú.
La apuesta
Mi corazón latía aceleradamente. Era incapaz de situarme frente a Domnu sobre la alfombra.
—Ven, amorcito. No tengo todo el día. —Sonrió aviesamente, mostrando sus dientes irregulares—. Ni tú tampoco.
—Tú no acerca a ella —susurró frenéticamente Shim.
—Estoy esperando —gruñó Domnu.
El sudor perlaba mi frente. ¿Qué podía hacer? Tal vez, si le daba el gusto, podría encontrar el modo de ganarme su colaboración. Mas en cuanto me planteé la idea, comprendí de inmediato que era imposible. Domnu jamás nos enviaría al castillo, pues creía que eso garantizaría que perdiéramos la vida... y ella su apuesta. Y tuve que reconocer, muy a mi pesar, que probablemente estaba en lo cierto.
Aun así, avancé hasta el borde de la alfombra, arrastrando conmigo a un lloriqueante Shim. No tenía ni idea de lo que haría a continuación, ni en el juego de Domnu ni en cuanto a mi empeño en ayudar a Rhia. Sólo sabía que había llegado demasiado lejos y sobrevivido a muchas cosas para rendirme antes de intentar todas las posibilidades.
Cuando llegué al borde de la alfombra, Domnu señaló el caballo negro cargado con la gran piedra.
—Mueve tú primero —ordenó.
—Pero... pero... —balbuceé— ¡Si no conozco las reglas!
—Apostaría a que, hasta ahora, eso no ha sido un obstáculo para ti.
Inseguro del significado de su respuesta, lo probé de nuevo. —¿Me explicas las reglas?
—Tal como yo juego, puedes seguir tus propias reglas. Es decir, hasta que infrinjas una de las mías.
Advertí que tartamudeaba al replicar:
—No sé cómo empezar.
—En el juego del ajedrez, a diferencia del juego de la vida, puedes elegir el primer movimiento.
—¿Y si elijo mal?
—Ah —exclamó, arrugando el cuero cabelludo—. En ese caso, ambos juegos son muy similares. De un modo u otro, en tu elección residirá toda la diferencia.
Inspirando profundamente, me situé sobre la alfombra a cuadros rojos y negros. Titubeé unos instantes y dejé mi cayado en el suelo. Después, con esfuerzo, levanté el caballo negro y lo transporté hasta el extremo opuesto de la alfombra. Lo deposité delante del rey rojo.
—Mmmm —observó Domnu—. Has elegido un movimiento muy arriesgado, amorcito. —Me miró con curiosidad—. Aunque no más arriesgado que atacar el Castillo Velado sin un ejército.
Movió el rey rojo hasta una casilla donde quedaba oculto detrás de una pareja de trasgos.
—Alguna razón tendrás.
—Sí. Es...
—Una verdadera lástima que estés tan ansioso por morir. En especial, cuando apenas empiezas a jugar la partida. Normalmente, nada me complacería más que ayudarte a morir antes. Pero una apuesta es una apuesta.
—¿Y si yo te propongo otra apuesta?
Domnu se rascó la lampiña cabeza.
—¿Qué clase de apuesta?
—Bueno —respondí, pensando a toda velocidad—. Si me llevas al castillo...
—Tú lleva a los dos —corrigió Shim. Aunque todo su cuerpo temblaba, se soltó de mi pierna y se irguió en toda su estatura junto a mí—. Nosotros va juntos. Yo todavía sufre la misma locura de siempre.
Le dediqué un gesto de complicidad y me volví hacia Domnu.
—Si nos llevas al castillo, te apuesto a que... a que todavía viviremos un día más. Aunque Stangmar y todos sus trasgos y necrontes estén allí para recibirnos. Tú puedes apostar por lo contrario, que no lo conseguiremos.
Domnu se tiró de una oreja pensativamente.
—Ya, de modo que quieres subir las apuestas, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Y qué pasará si no sobrevives hasta mañana?
—Bueno, entonces habrás perdido una apuesta, contra Rhita Gawr, pero habrás ganado otra, contra mí. Así, al final del día, no estarás peor que ahora. Mientras que si no aceptas mi apuesta, acabarás el día solamente perdiendo.
Frunció el entrecejo.
—¡Ni lo sueñes! ¿Qué clase de apostadora novata crees que soy, niño? Si te llevo al castillo, obtienes de mí algo de valor. Ganes o no, al menos logras eso. ¿Y qué consigo yo? Nada.
Mi rostro se entristeció.
—Pero no tengo nada que darte.
—Lástima. —Su cabeza se arrugó—. Te toca mover a ti.
—Espera. —Saqué el puñal que me había dado Honn—. Puedes quedarte esto.
Domnu volvió a fruncir el ceño, despreciándolo con un gesto.
—¿Un arma? ¿Por qué iba yo a necesitarla?
—¿Y esto? —Saqué la talega que me había dado Branwen—. Son hierbas curativas.
Domnu resolló despectivamente.
—¿Para qué me sirve a mí algo semejante? —Al verme recoger mi cayado, anunció—: Y tampoco necesito eso para nada.
Yo sabía perfectamente que mi única pertenencia realmente valiosa era el Galator. Sospechaba que Domnu también lo sabía. Pero... si me separaba de eso, mi búsqueda estaría condenada al fracaso.
—Tú toma —dijo Shim, empezando a desprenderse de su holgada camisa de corteza tejida—. Queda esto. Lo hace mi madre cuando yo es un bebé. —Suspiró—. Lástima que todavía es de la talla de yo.
Domnu lo miró con desprecio.
—Quédatelo tú. —Los negros ojos me sondearon—. Si no tienes nada más que ofrecer, no tenemos nada más que hablar. Excepto, naturalmente, de la partida de ajedrez.
Mi mente era un torbellino. No sabía casi nada sobre los poderes del Galator, aparte de que eran extraordinarios. «Mayores de lo imaginable», había dicho Cairpré. ¡No podía desprenderme de esto, del último Tesoro! Ya nos había salvado la vida en una ocasión. Bien podía volver a hacerlo. Además, si Stangmar lo deseaba con tanta desesperación, tal vez podía usarlo de algún modo para salvar la vida de Rhia. Aunque no tenía modo de saber si seguía viva, estaba convencido de que, sin el Galator, jamás lograría rescatarla. Es más, este medallón enjoyado lo había llevado mi propia madre. Me lo había confiado para que lo guardara, para que lo protegiera. Renunciar a él sería también renunciar a parte de su amor por mí.
Y sin embargo... si no se lo ofrecía a Domnu, ella nunca me ayudaría. ¡Y sin su ayuda no podría llegar al castillo! Y entonces, a mi vez, no podría ayudar a Rhia. Pero de nuevo, ¿de qué me serviría entrar en el castillo sin el Galator?
—Decide tu movimiento —dijo con impaciencia, dándome un suave empujón—. ¡Mueve de una vez!
—De acuerdo, ya voy. —Lentamente, descolgué el Galator de mi cuello—. Conoces este colgante, ¿verdad?
Domnu bostezó, mostrando todos sus dientes torcidos.
—Lo he visto varias veces a lo largo de los tiempos, sí. ¿Qué le pasa?
—Entonces conoces también su valor.
La arpía no exteriorizó ningún interés.
—He oído rumores.
Shim dio un fuerte tirón de mi túnica.
—¡Tú no da a ella! ¡Es locura!
No le hice caso.
—Te apuesto... el Galator—declaré solemnemente—. Si nos llevas al castillo de Stangmar, yo... —Las palabras se negaban a salir de mi boca—. Te lo daré.
Los ojos negros se abrieron desmesuradamente.
—¡No! —gritó Shim—. ¡Nosotros necesita él!
Di un paso hacia Domnu.
—Pero si Shim o yo regresamos con vida, por mucho tiempo que haya transcurrido, deberás devolvernos el Galator. —Sostuve el medallón en alto, sujeto por el cordón de cuero. Sus piedras centellearon lúgubremente a la vacilante luz de la habitación—. Éstas son las condiciones de mi apuesta.
Domnu soltó una risita cascada, como si estuviera a punto de saborear una golosina.
—Y si alguna vez regresas, cosa que dudo, amorcito, ¿confías en que te lo devolveré?
—¡No! —protestó Shim.
La miré seriamente.
—Has dicho que nunca infringes las reglas.
—Eso es verdad. —Tras una pausa, añadió—: Con excepciones menores aquí y allá, naturalmente. —De pronto, extendió el brazo y me arrebató el medallón—. Acepto la apuesta.
Mi corazón dio un vuelco. Ya no tenía el Galator.
Domnu escudriñó brevemente el interior de la joya, cuyo verde resplandor se reflejaba en sus ojos, y enseguida lo introdujo en uno de los abultados bolsillos de su toga. Después, sonrió como si acabara de ganar una apuesta colosal.
Por mi parte, estaba seguro de que acababa de entregar mi última y mayor esperanza.
—Lo querías desde el principio —dije con amargura.
—Supongo que es verdad, amorcito.
—¿Y por qué no me lo quitabas, simplemente? ¿Para qué necesitabas tanto teatro?
Domnu pareció ofendida.
—¿Yo? ¿Apoderarme de algo que no me pertenece? ¡Eso jamás! —Dio una palmadita al bolsillo que contenía el Galator—. Además, el Galator hay que entregarlo voluntariamente. No puede robarse, o sus poderes resultan inútiles. ¿Nadie te lo había contado?
Sacudí la cabeza en una muda negativa.
—Qué lástima. —Soltó un prolongado bostezo—. Definitivamente, es una lástima.
—Acabemos con tu parte —dije sombríamente—. ¿Cómo nos llevarás al castillo?
—No os importará sufrir un pequeño retraso, ¿verdad? —preguntó—. En este momento, estoy bastante cansada.
—¡Retraso!
—Sí. —Volvió a bostezar—. Hasta mañana, a alguna hora.
—¡No! ¡Lo has prometido!
—¡Tú hace trampa!
Domnu nos estudió con la mirada unos instantes.
—Bueno, está bien. Supongo que puedo llevaros allí hoy mismo. Pero deberíais avergonzaros de negar a una pobre anciana el tan necesario descanso. —Su calva cabeza se arrugó por la concentración—. El único problema es cómo hacerlo.
Se dio unas palmaditas en la coronilla mientras su mirada vagaba por la estancia.
—Ah, ya está. Alas. Necesitaréis alas. Un par como el que tenías antes, tal vez.
Mi corazón dio un vuelco y me pregunté si se refería a las alas legendarias de las que me había hablado Cairpré. ¿Iba Domnu a devolverme lo que todos los fincayranos perdieron hacía tanto tiempo? Moví los músculos de los hombros, anticipándome a la sensación.
Se dirigió a la puerta arrastrando los pies. La abrió, introdujo un brazo en la oscuridad y la retiró cargada con una jaula de hierro de apretados barrotes. Contenía una pequeña rapaz desaliñada. Un esmerejón.
—¡Problemas!
Me precipité hacia la jaula. El ave aleteó y silbó con entusiasmo, mientras arañaba los barrotes de hierro.
—Déjalo salir —supliqué, acariciando las cálidas plumas a través de los barrotes.
—Cuidado —me previno Domnu—. Este bicho tiene malas pulgas. Es un verdadero luchador. Cuerpo pequeño y gran corazón. Podría hacerte jirones, si quiere.
—A mí no.
La vieja arpía se encogió de hombros.
—Si insistes...
Dio un leve golpecito a la jaula, que desapareció al instante. Problemas empezó a caer, pero recuperó el vuelo justo antes de estrellarse contra el suelo. Con dos enérgicos aletazos y un silbido, se posó sobre el extremo superior de mi cayado, antes de saltar desde allí a mi hombro izquierdo y frotar su cuello emplumado contra mi oreja. Después se volvió hacia Domnu y arañó el aire furiosamente con sus garras.
—¿Cómo diste con él? —pregunté.
Domnu se rascó la verruga de la frente.
—El dio conmigo, pero no sé cómo. Parecía, bueno, bastante débil cuando llegó. Como si alguien hubiera intentado convertirlo en carne picada. Es un milagro que aquel pobre despojo pudiera volar. Lo curé un poco, con la esperanza de poder enseñarle a jugar a los dados. Pero este ingrato energúmeno se negó a colaborar.
Al oírlo, Problemas silbó agudamente y araño el aire.
—Sí, sí, lo encerré en una jaula contra su voluntad. Pero fue por su bien.
Problemas profirió otra sonora protesta.
—¡Y por mi propia seguridad! Cuando le dije que no tenía interés alguno en encontrar a su amigo, se me echó encima. ¡Intentó atacarme! Pude transformarlo en una lombriz en aquel mismo instante, pero decidí reservarlo por si mejoraban sus modales. En cualquier caso, ahora tal vez nos resulte útil.
Intrigados, Problemas y yo bajamos la cabeza al unísono.
—Debo advertirte —continuó Domnu— que, si bien puedo llevarte al castillo, no puedo hacerte entrar en él. Eso tendrás que conseguirlo por tus propios medios. Y no hablemos de salir.
Atisbo el interior del bolsillo donde guardaba el Galator.
—Puesto que no volveremos a vernos, permíteme agradecerte tu regalo.
Suspiré, pero el familiar peso sobre mi hombro mitigó mi tristeza. Señalé al esmerejón.
—Y gracias a ti por este regalo.
Domnu se deslizó hacia nosotros. Problemas le dirigió una furibunda mirada, mientras la vieja apoyaba sus manos sobre la cabeza de Shim y sobre la mía. Con la misma expresión concentrada que tenía cuando redujo las piezas de ajedrez, pronunció unas palabras incomprensibles.
De improviso, sentí que me encogía. Además del alarido de Shim, oí que Domnu daba algunas instrucciones a Problemas. En un abrir y cerrar de ojos, la rapaz ya no estaba sobre mi hombro. Por el contrario, era yo quien se hallaba sobre su dorso cubierto de plumas, volando a gran altura sobre las Colinas Oscuras.
El vuelo
Volando entre tinieblas, rodeé el cuello de Problemas con fuerza. Por la inclinación del dorso de la rapaz, calculé que estábamos ganando altura progresivamente. Con una mano empuñaba mi cayado, ahora casi tan pequeño como yo. Me pregunté dónde estaría Shim en este momento, con la esperanza de que por lo menos estuviera a salvo.
Un viento gélido se estrellaba contra nosotros, con tanta violencia que mis ojos empezaron a llorar, arrojando finos riachuelos de lágrimas por mis mejillas y salpicándome las orejas. Las plumas del cuello de la rapaz se agitaban con cada racha de aire, y rozaban mi cara y mis manos. Como yo no era mayor que la cabeza de Problemas, me di cuenta de que sus plumas eran mucho más que el plumaje suave y mullido que parecían antes. Cada pluma combinaba la flexibilidad de una rama con la solidez de un hueso.
Gradualmente, los movimientos del cuerpo que me transportaba se convirtieron en los míos. Cada vez que alzaba las poderosas alas, yo inspiraba. Cada vez que las bajaba, yo expiraba. Sentía tensarse los músculos de las paletillas y el dorso antes de cada aleteo y luego soltarse como un resorte con una fuerza asombrosa.
Mientras surcábamos el cielo, me concentraba en escuchar por si oía algo en la negrura. Me sorprendió que el batir de las alas fuera tan silencioso. Apenas un soplo de aire acompañaba el movimiento ascendente; el mínimo crujir de los huesos de los hombros acompañaba el descendente. Por primera vez en mi vida, saboreé la libertad de volar. La oscuridad circundante sólo ampliaba la sensación de deslizarse sin limitaciones, sin restricciones. El viento en la cara me hacía percibir un atisbo de la sublime experiencia que en otro tiempo conocieron los habitantes de Fincayra y que luego perdieron, una experiencia que yo no recordaba con la mente, sino en los huesos.
El viento cambió de dirección y oí un débil gimoteo procedente de las garras de Problemas. Entonces, comprendí que el esmerejón llevaba otro pasajero, del mismo modo que otro día podía transportar un ratón de campo. Y yo sabía que Shim, ahora más pequeño que nunca, debía estar sencillamente tan alterado como un ratón a punto de ser devorado.
Forcé mi segunda visión al máximo y más aún, para intentar que las tinieblas retrocedieran, ya que parecían espesarse a medida que avanzábamos. Pero sentía los límites de mi visión más que sus dones. El Velo del castillo flotaba sobre las Colinas Oscuras. Las envolvía exactamente igual que a nosotros tres, pues íbamos volando hacia la tierra donde la noche nunca termina, como la había descrito Rhia en una ocasión.
Con un esfuerzo, percibí algunos de los contornos de las colinas que se erguían por debajo de nosotros. Ningún árbol alegraba este terreno, ningún río surcaba sus cuestas. En cierto momento, me pareció que la tierra se hundía en un empinado pero estrecho barranco, y oí el débil graznido de lo que podía haber sido un águila. Hacia el norte, un denso grupo de antorchas llameantes se mezclaba con los ásperos gritos de los trasgos. Y hacia el sur, parpadeaban unas luces espectrales que me dejaron más helado que el viento.
En las laderas separadas por el barranco detecté varios grupos de edificios que un tiempo habían sido pueblos. Una extraña y confusa añoranza despertó en mi interior. ¿Era posible que, de niño, yo hubiera vivido en uno de aquellos pueblos? Si conseguía ver aquella tierra a la luz del día, ¿me devolvería por lo menos algunos de mis recuerdos perdidos? Pero los pueblos estaban tan oscuros y silenciosos como mi propia infancia. No ardían fuegos en sus hogares ni se elevaban voces de sus plazas.
Dudaba que algún jornalero como Honn siguiera labrando esta tierra, como hicieron sus antepasados durante siglos antes de la rebelión de Stangmar y el inicio de la oscuridad permanente. Era menos probable todavía que un jardinero hubiera sobrevivido en un lugar semejante, porque la tierra de T'eilean y Garlatha permanecía aún en penumbra, al menos, mientras que el suelo que ahora contemplaba vivía en un eclipse perpetuo.
La oscuridad se intensificó, asfixiándonos como una pesada manta. Noté que el pulso de Problemas se aceleraba en las venas de su cuello. Al mismo tiempo, el batir de las alas se hizo un poco más lento, como si la oscuridad entorpeciera el vuelo del mismo modo que inhibía la visión.
El esmerejón se niveló. Sus alas se descompasaban cada vez más: unas veces no completaban el aleteo y otras se lo saltaban por completo. Su cabeza se inclinaba alternativamente a un lado y a otro. Parecía confuso, como si intentara ver lo invisible. Tuvo que esforzarse para mantener el rumbo.
Me acurruqué sobre mi montura alada. Si a Problemas le costaba tanto ver, ¿cómo iba a conducirnos sanos y salvos hasta el castillo que siempre gira? Tal vez éste era el sentido de la advertencia final de Domnu: que llegar al castillo sería más fácil que entrar en él.
Con súbito terror, comprendí que nuestra única esperanza residía en mi segunda visión. ¡Yo, con unos ojos que estaban ciegos, debía ver como fuera por la rapaz! Aunque mi segunda visión siempre se debilitaba cuando la luz ambiental disminuía, esta vez no podía permitir que eso ocurriera. Tal vez no requería luz. Tal vez podía ver pese a la oscuridad. Uní todas mis energías. Debía intentar penetrar en la oscuridad.
Transcurrieron varios minutos. No percibía nada diferente. ¿Y por qué iba a hacerlo? Nunca había podido ver nada de noche, ni cuando mis ojos funcionaban. ¿Por qué creía que ahora podía cambiar eso?
Sin embargo, seguí intentándolo. Quería sondear las tinieblas con el ojo de mi mente. Ver más allá de los grises, más allá de las sombras. Rellenar los espacios de oscuridad, igual que Rhia me había enseñado a llenar el vacío interestelar.
Mientras, el vuelo de Problemas se iba volviendo más errático e inestable. Sus alas luchaban contra el feroz viento que nos azotaba. El esmerejón vacilaba, cambiaba de dirección, volvía a titubear...
De un modo tan gradual que al principio no advertí el cambio, empecé a percibir breves imágenes en medio de la impenetrable oscuridad. Una curva en un risco. Una depresión que en otro tiempo pudo ser un lago. Un camino serpenteante. Una línea irregular que sólo podía ser un muro de piedra.
De pronto, a gran distancia, distinguí algo muy extraño. Un resplandor vago e intermitente en una cresta lejana. Parecía estar a la vez en movimiento y estacionario, ser a un tiempo claro y oscuro. Ni siquiera estaba seguro de que existiese realmente. Hundí las manos profundamente en el cuello plumoso del esmerejón y obligué a la rapaz a volver la cabeza hacia la luz. Al principio, Problemas se resistió, pero acabó variando la inclinación de sus alas. Lentamente, cambió de dirección.
Al poco rato, divisé una estructura de un tamaño monumental. Se erguía sobre una elevada colina como un fantasma en la noche. Creí ver extraños círculos de luz a los lados, y una especie de pináculos que la coronaban. Por siniestra que me hubiera parecido la guarida de Domnu, esta estructura era cien veces peor. Aun así, empujando firmemente el cuello de Problemas, maniobré para acercarnos más. Para entonces, el esmerejón no sólo aceptaba mi mando, sino que además parecía animarlo. Ahora batía las alas con renovada energía.
Mi segunda visión alcanzaba ya una gran distancia. Ahora podía ver la llana cima de la colina, salpicada de piedras, donde se asentaba la extraña estructura. Y aunque veía con mayor nitidez el suelo que la rodeaba, seguía viendo borroso el edificio. A medida que nos aproximábamos, oíamos con mayor intensidad un sonido grave y retumbante, como el de dos piedras que chirrían al rasparse.
Lo identifiqué enseguida: la estructura giraba lentamente sobre sus cimientos. Habíamos encontrado el Castillo Velado.
Me mordí el labio inadvertidamente en plena concentración, y maniobré para que el esmerejón sobrevolara en círculos el castillo giratorio. La confusa silueta se aclaró de inmediato. Los pináculos resultaron ser torres y los círculos de luz, antorchas vistas a través de las ventanas y los portales en movimiento. En varias ocasiones, en el interior de las habitaciones iluminadas por las antorchas, distinguí soldados que usaban los mismos cascos puntiagudos que los trasgos guerreros.
Concentré mi visión en una de las ventanas de la planta baja, tras la que no parecía haber soldados. Acto seguido, indiqué a Problemas que se lanzara en picado, directamente hacia la ventana. Las almenas, las torres y las galerías se aproximaban a nosotros. De pronto, me di cuenta de que volábamos demasiado despacio y descendíamos más de lo que pensaba. ¡Nos íbamos a estrellar contra la pared! Por mi mente cruzó como un relámpago la terrorífica pesadilla que había soñado en el mar.
Tiré del cuello de Problemas hacia atrás con todas mis fuerzas, forzando al esmerejón a virar bruscamente hacia el cielo. Shim, aferrado a las garras, soltó un chillido. Pasamos rozando las piedras de las almenas. Una fracción de segundo más tarde, y nos habríamos estrellado.
Volví a concentrarme y obligué a Problemas a dar media vuelta. Esta vez, cuando nos aproximábamos al castillo, intenté calcular mejor nuestras velocidades relativas. Pero me asaltaban las dudas. La verdad era que yo no tenía ojos, mi visión no era real. ¿Me atrevería a intentarlo de nuevo, guiado únicamente por mi segunda visión?
Aspiré una gran bocanada de aire e indiqué al esmerejón que iniciara otro vuelo en picado. Nos zambullimos en dirección a la misma ventana abierta de antes. El viento aullaba en mis oídos y azotaba mi rostro.
La ventana estaba cada vez más cerca y mi estómago se contraía como un puño. El más mínimo de los errores nos precipitaría irremediablemente contra la pared. Nuestra velocidad era cada vez mayor. Ya no podíamos volvernos atrás.
Penetramos por la ventana como una exhalación. En ese mismo instante, vi una columna de piedra justo frente a nosotros. Me incliné bruscamente hacia un lado y obligué a Problemas a ladearse hacia la izquierda. Pasamos junto a la columna a ras de suelo, nos deslizamos unos metros y chocamos violentamente contra una pared que se alzaba en algún lugar de las entrañas del Castillo Velado.
El Castillo Velado
Cuando recobré el sentido, lo primero que advertí fue lo pequeño que se había vuelto Problemas. La valiente rapaz estaba posada sobre mi pecho y me abofeteaba suavemente, primero con un ala, luego con la otra. Comprendí la verdad en un instante. Era yo, no el ave, quien había variado de tamaño. Yo había vuelto a crecer.
Al comprobar que estaba despierto, el esmerejón saltó al suelo de piedra. Soltó un quedo silbido, muy parecido a un suspiro de alivio.
Un sonido similar sonó en la esquina opuesta de la habitación en penumbra y desprovista de cualquier adorno. Bajo una antorcha chisporroteante sujeta a la pared con una abrazadera de hierro, se hallaba Shim, sentado con la espalda apoyada en la pared. Miró a Problemas, se palpó desde la peluda cabeza hasta los peludos dedos de los pies, parpadeó y volvió a palparse.
El pequeño gigante me miró con la nariz enmarcada por una radiante sonrisa.
—Yo está contento que yo vuelve ser alto y grande.
Enarqué una ceja, pero me contuve de sonreír irónicamente,
—Sí, hemos crecido otra vez. Domnu ha debido de disponer su magia de modo que se desvaneciera si entrábamos en el castillo.
Shim frunció el ceño.
—Muy amable, esa ella. —Yo le estoy agradecido por ello. —Alargué la mano para acariciar las alas veteadas del esmerejón—. Y por más cosas.
Problemas me devolvió un decidido gorjeo. Los círculos amarillos de sus ojos brillaban a la luz de la antorcha. Arañó con las garras el suelo de piedra, indicándome una vez más que estaba preparado para el combate.
Pero la animosidad de la rapaz sólo me levantó el ánimo unos segundos. Inspeccioné las bastas e imponentes piedras que nos rodeaban. Las paredes, el suelo y el techo de esta habitación no presentaban ningún ornamento ni decoración. El Castillo Velado había sido construido, no por amor, sino por miedo. Si hubo amor de alguna clase durante su construcción, fue puramente el amor a la piedra fría y a las defensas sólidas. Como resultado, a menos que esta habitación fuese una excepción, el castillo no contenía belleza, ni interés. Pero a todas luces sobreviviría a las propias Colinas Oscuras. Me convencí de que incluso me sobreviviría a mí.
Sólo entonces me percaté del continuo retumbar que nos envolvía. El sonido aumentaba, disminuía y se repetía, incesante como las olas del mar. ¡El ruido del castillo al girar sobre sus cimientos! Me puse en pie trabajosamente y, en el acto, sentí que perdía el equilibrio, tanto por las constantes sacudidas del suelo como por el omnipresente empuje que experimentábamos hacia la pared exterior de la habitación. Me detuve para recoger mi cayado. Incluso con su apoyo, necesité unos segundos para recuperar la verticalidad.
Me volví hacia Shim.
—Me sentiría mucho mejor si al menos tuviera el Galator.
—Tú mira —replicó, poniéndose de puntillas ante la ventana abierta—. ¡Ahí fuera todo es muy oscuro! Y yo nota el suelo moverse y sacudirse todo el rato. Yo no gusta este sitio.
—A mí tampoco me gusta.
—Yo está asustado. Muy, pero que muy asustado.
—Y yo también. —Hice un gesto en su dirección—. Pero me infunde valor estar entre amigos.
Un nuevo brillo apareció en los minúsculos ojos de Shim.
—Valor —dijo en voz baja, para sí mismo—. Yo infunde valor a él.
—Ven. —Con pasos cautelosos, me dirigí a la puerta. Conducía a un oscuro pasillo, iluminado sólo por una siseante antorcha encendida en el extremo opuesto—. ¡Tenemos que buscar a Rhia! Si aún sigue viva, probablemente estará abajo, en las mazmorras.
El menudo pecho de Shim se hinchó.
—¡Este lugar es muy terrible! Yo lucha contra cualquiera que hace daño a Rhia!
—No harás nada de eso —lo contradije—. El castillo está defendido por trasgos guerreros y necrontes.
—Oooh. —Se deshinchó rápidamente—. Nosotros no deber luchar a ellos.
—Exacto. Debemos ser más astutos que ellos, si podemos, no enfrentarnos a ellos.
Problemas aleteó hasta mi hombro y nos pusimos en marcha. Nos deslizamos furtivamente por el pasillo escasamente iluminado, con el mayor sigilo posible. Por fortuna, el constante rumor del castillo en rotación ahogaba casi todo el ruido que hacíamos, excepto el débil repiqueteo de mi cayado contra la piedra. Mi razonamiento era que, mientras evitáramos que nos descubriesen, la guardia del castillo probablemente no estaba atenta a posibles intrusos. Por otra parte, esperaba vivamente lo mismo de los trasgos que patrullaban el desfiladero próximo a las Marismas Encantadas.
Al llegar a la antorcha siseante, embutida toscamente en una hornacina tallada en la piedra, el pasillo torcía bruscamente a la derecha. A ambos lados del tramo siguiente, se alineaban varios portales arqueados, mientras que sólo una estrecha tronera se abría al exterior. Cuando nos aproximamos a la ventana, me puse en tensión al ver los haces de oscuridad que penetraban por ella, como habrían entrado rayos de luz por una ventana en cualquier otra tierra que no estuviera asfixiada por el Velo.
Con precaución, bloqueé con la mano uno de los haces. Estaba tan frío que sentí un hormigueo en los dedos. Mi piel parecía agostada, sólo medio viva.
Me estremecí. Retiré la mano y seguimos adelante. Los pies desnudos de Shim producían un sonido blando a mi lado, mientras las garras de Problemas oprimían mi hombro y me aportaban seguridad. Un pasillo desembocaba en otro, una antorcha chisporroteante dejaba paso a la siguiente. Todas las habitaciones que encontramos estaban vacías, excepto por las convulsas sombras que dibujaba la luz de las antorchas.
Recorrimos cautelosamente el laberinto de pasillos, torciendo a izquierda y a derecha, a derecha y a izquierda. Empecé a preguntarme si no estaríamos andando en círculos, si al final encontraríamos alguna escalera que condujese a los niveles inferiores. De repente, cuando nos acercábamos a una puerta, Problemas azotó mi cuello con las alas. Al instante, oí varias voces roncas intercambiando observaciones groseras.
Trasgos. Por el sonido, eran unos cuantos.
Esperamos junto al arco del portal, sin saber cómo pasar ante él sin ser descubiertos. Problemas dio varios pasos nerviosos sobre mi hombro. De pronto, se me ocurrió una idea. Di un golpecito en el pico del esmerejón y le señalé la puerta.
La rapaz pareció entenderme en el acto. Planeó silenciosamente hasta el suelo y, protegido por las sombras de la pared, se deslizó en el interior de la habitación. Al otro lado de la puerta, Shim y yo intercambiamos miradas de inquietud.
Al cabo de unos pocos segundos, uno de los trasgos aulló de dolor.
—¡Me lo has clavado, idiota!
—Yo no he sido —replicó otro, con una voz más fuerte que el entrechocar de algo metálico.
—¡Mentiroso!
Algo pesado se estrelló con un ruido sordo contra el suelo de piedra. Una espada hendió el aire con un siseo.
—Yo te enseñaré quién es el mentiroso.
Empezó una reyerta. Las espadas resonaban, los puños golpeaban, los juramentos volaban. Aprovechando la confusión, Shim y yo pasamos furtivamente ante la puerta y nos escabullimos pasillo abajo, deteniéndonos sólo el tiempo suficiente para que Problemas volviera a posarse en mi hombro. Al doblar la esquina, nos encontramos frente a una escalera.
Débilmente iluminada por una vacilante antorcha colocada en el rellano, la escalera de piedras descendía en espiral casi totalmente a oscuras. Encabecé la marcha, con Problemas arrimado a mi mejilla; ambos intentábamos percibir lo que pudiera estar al acecho en las sombras. Shim, rezongando nerviosamente para sí mismo, se mantenía justo detrás de mí.
La escalera se curvaba hasta llegar a otro rellano, siniestro a la luz de la antorcha. Las sombras se arrastraban temblorosas por las paredes. A medida que descendíamos, los chirridos y el retumbar de los cimientos giratorios aumentaban, al igual que el rancio olor del aire. Bajamos por la escalera hasta el nivel siguiente, más lóbrego que el anterior. Y luego hasta el siguiente, todavía más siniestro. La escalera terminaba aquí, en un alto arco de piedra. Al otro lado, se extendía un oscuro sótano que apestaba a aire corrompido.
—Las mazmorras —susurré, en un tono de voz que apenas superaba el constante retumbar.
Shim no respondió, al margen de que sus ojos se abrieran hasta casi salirse de sus órbitas.
Desde la oscura entrada a las mazmorras llegó un prolongado gemido de dolor. Un gemido de tormento infinito. La voz parecía casi humana, aunque no del todo. El gemido se repitió, más fuerte que antes, y Shim se puso rígido como una piedra. Avancé cautelosamente sin él, tanteando las sombras más negras con mi cayado.
Traspasé el arco y atisbé el interior de la mazmorra. A la izquierda, bajo una de las pocas antorchas que iluminaba la cavernosa estancia, vi a un hombre. Estaba tendido de espaldas sobre un banco de piedra. Por su respiración, lenta y acompasada, parecía estar durmiendo. Aunque de su cinturón colgaban una espada y un puñal, no llevaba otra armadura que un estrecho peto sobre su camisa de cuero y un casco puntiagudo en la cabeza.
Sin embargo, lo más extraño de este hombre era su rostro. Parecía de papel, de tan pálido que era. O una máscara vacía de toda expresión. Por alguna razón, el rostro parecía vivo... pero no del todo.
Sin previo aviso, el hombre empezó a gemir y a lloriquear. Mientras el ruido despertaba ecos en las mazmorras, comprendí que debía de estar soñando, recordando en sueños algún momento de dolor. Aunque estuve a punto de despertarlo, a fin de ahorrarle aquel martirio, no me atreví a correr el riesgo. Cuando me volví en redondo para comentárselo a Shim, mi corazón dio un vuelco. El pequeño gigante había desaparecido.
Rápidamente, me precipité hacia la escalera. Lo llamé con una voz lo bastante alta para que me oyera más allá del rumor del castillo, pero no tanto como para despertar al soldado dormido. Forcé la vista desesperadamente, pero no vi ni rastro de Shim. Volví a llamarlo. No hubo respuesta.
¿Cómo podía haberse evaporado? ¿Adonde podía haber ido? Tal vez le habían traicionado los nervios, al final. Podía estar oculto en alguna parte, temblando de miedo. En cualquier caso, ahora no tenía tiempo para buscarlo.
Con un nervioso Problemas apoyado en mi hombro, volví sobre mis pasos y me deslicé sigilosamente ante el soldado que dormía bajo la chisporroteante antorcha. Me internaba inexorablemente en las mazmorras. En los puntos de donde colgaban cadenas, las piedras del suelo estaban manchadas de sangre seca. Dejé atrás una celda tras otra, algunas con la pesada puerta abierta de par en par, otras aún cerradas a cal y canto. Atisbé por las mirillas de las puertas cerradas y vi huesos y carne putrefacta en el suelo. No podía imaginarme a Rhia, con todo su deleite por la vida, encarcelada en un sitio tan horripilante. Pero teniendo en cuenta la alternativa, confiaba desesperadamente en que estuviera aquí.
Desde el día en que el mar me había retornado a Fincayra, había descubierto un poco, pero muy poco, de mi pasado. Y había averiguado todavía menos sobre mi verdadero nombre. Sin embargo, estas cuestiones inacabadas eran mucho menos apremiantes que mi deseo de encontrar a Rhia. Estaba más que dispuesto a dejar de lado mis preguntas sin respuesta, incluso para siempre, con tal de llegar hasta ella a tiempo.
En una de las celdas vi un cráneo aplastado por una pesada piedra. En otra, dos esqueletos, uno del tamaño de un adulto y el otro no mucho mayor que un recién nacido, fundidos en un abrazo eterno. Otra estaba totalmente vacía, a excepción de un montón de hojas en un rincón.
Me detuve en seco. Un montón de hojas.
Regresé corriendo a la celda. Con el corazón desbocado, atisbé por la estrecha mirilla y proferí el sonido que Rhia me había enseñado para conseguir que un haya volviera a la vida.
El montón de hojas se estremeció.
—Rhia —susurré esperanzadamente.
—¿Emrys?
Se puso en pie de un brinco y corrió hacia la puerta. Su atuendo de ramas estaba deteriorado y sucio, pero ella estaba viva.
—Oh, Emrys —dijo con incredulidad—. ¿Eres tú o tu fantasma?
A modo de respuesta, introduje el dedo índice por la mirilla. Vacilante, me lo rodeó con el suyo, como había hecho antes en tantas ocasiones.
—Eres tú.
—Sí.
—Sácame de aquí.
—Primero tengo que encontrar la llave.
La expresión de Rhia languideció.
—El guardia. El de la entrada. Él tiene la llave. —Oprimió mi dedo con aprensión—. Pero tiene...
—Él dormir muy profundo —concluyó otra voz.
Me revolví y vi a Shim con una inconfundible expresión de orgullo en su menudo rostro. El pequeño gigante me tendió una mano. Sobre su palma brillaba una gran llave de hierro forjado.
Me quedé mirándola, boquiabierto.
—¿Se la has robado al guardia?
Shim se sonrojó, y su bulbosa nariz adoptó casi el mismo tono rosado que sus ojos.
—Él duerme profundo, no es tan difícil para yo.
Desde mi hombro, Problemas silbó con admiración.
Sonreí. Se me antojaba que Shim tal vez no fuera tan pequeño como parecía, después de todo.
Abrí la cerradura con la llave y se produjo un chasquido metálico. Rhia salió con el rostro demacrado, pero con una inconfundible expresión de alivio. Me abrazó, luego a Problemas y finalmente a Shim, cuya nariz enrojeció más que nunca.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —me preguntó.
—Todavía no he planeado esa parte.
—Bueno, pues empecemos.
—Ojalá tuviera aún el Galator.
Rhia me miró con asombro.
—¿Lo has perdido?
—Yo... lo regalé. Para llegar hasta aquí.
Incluso en las mazmorras, sus ojos centellearon. Buscó de nuevo mi dedo índice y lo rodeó con el suyo.
—Todavía nos tienes a nosotros.
Juntos retrocedimos hacia la entrada. Problemas aleteaba pegado a mi cuello. Incluso sin la presión del Galator contra mi pecho, sentía una agradable calidez cerca de mi corazón. Pero no muy grande.
Cuando pasábamos ante la celda que contenía el cráneo aplastado, hice una seña a Rhia.
—Entrar aquí ha sido difícil, pero salir lo será aun más. Mejor dicho..., salir de aquí con vida.
—Lo sé. —Se irguió como una joven haya—. En ese caso, sólo podemos confiar en que Arbassa estuviera en lo cierto.
Problemas, que había empezado a corretear por mi hombro, se detuvo en seco y ladeó la cabeza como si estuviera escuchando.
—¿En lo de volver a encontrarnos en el Otro Mundo?
Rhia asintió sin mucha convicción.
—Después del Largo Viaje.
Yo sólo pude fruncir el ceño. Estaba seguro de que, si nuestro destino era morir hoy, no habría un nuevo viaje para nosotros..., ni largo, ni corto.
Shim tiró de mi túnica.
—¡Nosotros va yendo! Antes de que despierta ese guardia que ronca.
De repente, un soldado surgió de entre las sombras. Su rostro, mortalmente pálido bajo su yelmo, no mostraba ninguna expresión. Lentamente, extrajo su espada de la vaina. Acto seguido, me lanzó una estocada.
El último Tesoro
—¡Cuidado! —gritó Rhia.
Arrojé mi cayado hacia arriba y logré desviar el golpe en el último momento. De su nudoso extremo superior saltaron virutas de madera, mientras yo desenfundaba mi puñal. Al mismo tiempo, el soldado tiró de su espada, preparándose para asestar otro golpe.
Los agudos chillidos y las afiladas garras de Problemas arremetieron contra su rostro. Un espolón hendió su mejilla. Sin un grito de dolor, apartó a su agresor de un manotazo. Y yo aproveché el respiro para hundir mi puñal hasta la empuñadura en el pecho del soldado, justo por debajo de su peto.
Di un paso atrás, con la esperanza de verlo caer. Problemas voló hasta su posición habitual, sobre mi hombro.
Asombrosamente, el soldado permaneció inmóvil, con su inexpresiva mirada fija en el mango del puñal. Dejó caer su espada, que rebotó sonoramente en el suelo de piedra, y asió el puñal con ambas manos. De un brusco tirón, se lo arrancó del cuerpo y lo arrojó a un lado. Ni una gota de sangre manó de la herida.
Antes de que recuperara su espada, Rhia me agarró del brazo.
—¡Huyamos! —gritó—. ¡Es un necronte! ¡No puedes matarlo!
Nos precipitamos hacia la entrada de las mazmorras y corrimos escalera arriba. El soldado inmortal nos perseguía a corta distancia. Rhia encabezaba la marcha, dejando tras de sí sarmientos sueltos de sus calzas, seguida de cerca por Shim y por mí.
Remontamos precipitadamente la escalera de caracol, tropezando casi con los escalones de piedra en nuestro frenesí. Dejamos atrás el primer rellano, con su antorcha chisporroteante. Y el siguiente. Y el otro. El pozo de la escalera se iba estrechando a medida que ascendíamos. Rhia, cuyas piernas no habían perdido ni un ápice de su fuerza, se adelantaba cada vez más, mientras que Shim perdía terreno irremisiblemente. Jadeando, miré por encima de mi hombro. El necronte estaba a sólo unos pasos detrás de él.
Al ver a Shim en peligro, Problemas despegó y azotó mi cuello con sus alas. Su enojado chillido retumbó en el pozo de la escalera cuando arremetió de nuevo contra el rostro de nuestro perseguidor.
El necronte se vio obligado a retroceder, para repeler la agresión de la rapaz. A su lado, luchaban sus respectivas sombras, que se proyectaban débilmente sobre las paredes de piedra escasamente iluminadas. Me detuve, indeciso. ¿Habría de seguir a Rhia o volver atrás para ayudar a Problemas?
Oí un grito por encima de mi cabeza.
—¡Rhia!
Prácticamente volé escalera arriba, subiendo los peldaños de dos en dos. El pozo se curvaba y se estrechaba progresivamente, hasta acabar casi en punta. Respirando pesadamente, doblé un recodo y me encontré en un rellano mucho mayor y mejor iluminado que los anteriores. Sorprendido, me detuve en seco.
Ante mí se extendía una enorme estancia con las paredes tapizadas de antorchas llameantes, objetos brillantes, y un techo abovedado muy alto. Pero mi atención se detuvo en el centro de la sala. ¡Un trasgo guerrero había apresado a Rhia! El trasgo la tenía sujeta con los brazos a la espalda y su lengua recorría sinuosamente sus labios grisverdosos. Su voluminosa mano tapaba la boca de la joven para que no volviera a gritar.
—Bienvenido a nuestro castillo —tronó una potente voz.
Me volví rápidamente para enfrentarme a un hombre corpulento —con el semblante tan serio que parecía cincelado en piedra— sentado en un trono carmesí que relucía de forma espectral. Su boca parecía grabada al aguafuerte en un rictus permanente. Sin duda era siniestro, mas también fascinantemente atractivo. Bajo la corona de oro que adornaba su frente, sus negros ojos centelleaban con intensidad. Unas extrañas sombras oscilaban por encima de su rostro y de su cuerpo, aunque no vi lo que las proyectaba.
Congregados alrededor del trono de Stangmar se erguían cinco o seis necrontes de rostro tan inexpresivo como el de un cadáver. Entre ellos había dos fincayranos de cabello negro como el carbón que les llegaba hasta los hombros de su toga roja. Uno de los hombres era alto y delgado, como un gran insecto, mientras que el otro tenía la constitución de un tocón de árbol muy grueso.
Recordé lo que me había contado Cairpré, y examiné atentamente a los dos hombres, preguntándome si uno de ellos podría ser en realidad mi propio padre. Sin embargo, por mucho que en otro tiempo deseaba encontrar a mi padre, ahora temía esa posibilidad, porque mi único sentimiento hacia un hombre capaz de servir a un rey tan malvado como Stangmar era el desprecio.
«Sólo quiero conocerlo», le había dicho a Branwen en nuestra última conversación. «Es mejor que no», había contestado ella. ¡Cielos!, si él había degenerado hasta el estado del grupo que tenía ante mí, ahora comprendía por qué.
Al verme, Rhia forcejeó ferozmente para liberarse. El trasgo guerrero se limitó a proferir una risita ahogada y a sujetarla con más fuerza.
—Sospechábamos que vendrías aquí, tarde o temprano —declaró Stangmar con su mueca fija—. Sobre todo, cuando tu amiga, aquí presente, sirve de cebo a la trampa.
Lo miré fijamente, preguntándome por qué iba a importarle adonde me dirigía. Entonces caí en la cuenta de que Stangmar seguía creyendo que yo aún tenía el Galator, el último Tesoro que tanto tiempo llevaba buscando. No sabía cómo podía aprovecharme de su error, pero resolví intentarlo.
Rhia forcejeó de nuevo, con la intención de liberarse, pero fue en vano. Cuando se contorsionaba dentro de su vestimenta de hojas, me llegó una tenue vaharada de la frescura del bosque que habíamos dejado atrás.
Di un paso al frente, con mi cayado apoyado en las piedras para mantener mejor el equilibrio sobre el suelo en lenta rotación.
—Suéltala. Ella no ha hecho nada que te perjudique.
Los ojos del rey llamearon, mientras las sombras danzaban sobre sus facciones.
—Lo haría, si pudiese. Igual que tú.
Al oírlo, los dos fincayranos asintieron en señal de conformidad y los necrontes acercaron una mano a la empuñadura de sus respectivas espadas. El hombre más alto me miró con el rostro tenso por la inquietud. Se inclinó hacia el rey y fue a decir algo, pero Stangmar lo hizo callar con un imperioso gesto.
En ese momento, el necronte que custodiaba las mazmorras coronó la escalera a mis espaldas. Aunque tenía la cara brutalmente arañada, no presentaba ni rastro de sangre. Con una mano sujetaba a Problemas por las patas, de modo que la rapaz colgaba cabeza abajo y sólo podía aletear y silbar furiosamente.
—Otro amigo tuyo, ¿verdad? —El sombrío rostro de Stangmar se volvió hacia dos de los necrontes—. Id a ver si hay alguno más.
Al instante, los dos soldados pasaron velozmente junto a mí y descendieron por la escalera. Entonces, recordé que había perdido el rastro de Shim. Mi única esperanza era que mi pequeño amigo hubiese encontrado un lugar seguro donde esconderse.
Mi frenética mirada pasó de Rhia, inmovilizada por los brazos del trasgo guerrero, a Problemas, que pendía indefenso por la presa del necronte.
—¡Déjalos en libertad! —le grité al rey—. Déjalos en libertad o te arrepentirás.
La mueca de Stangmar se agudizó.
—¡No estamos acostumbrados a recibir órdenes de un simple muchacho! Y menos cuando, además, ese muchacho amenaza a nuestra real persona.
A pesar del bamboleo constante del castillo giratorio, me erguí y saqué pecho.
Stangmar se inclinó hacia mí desde su trono. Por un instante, las sombras abandonaron su rostro. Con su mandíbula cuadrada y su intensa mirada, era aun más atractivo que antes, aunque no menos severo.
—No obstante, tu valor nos impresiona. Por esa razón, seremos clementes.
Las sombras reaparecieron de pronto, oscilando frenéticamente sobre su rostro, su pecho y su corona de oro.
—¡Sabemos lo que hacemos! —gruñó, aunque no estaba claro a quién se dirigía. Con un gesto majestuoso atrajo la atención del trasgo que sujetaba a Rhia—. Suéltala, te lo ordenamos. Pero vigílala bien.
El trasgo guerrero torció el semblante, pero obedeció. Con rudeza, arrojó a la chica al suelo de piedra, frente al trono. Problemas, todavía cabeza abajo, reprendió al trasgo con furiosos chillidos. Pero era lo único que podía hacer.
—¿Y el esmerejón? —pregunté en tono enérgico.
Stangmar se reclinó de nuevo en su trono.
—El pájaro se queda donde está. ¡No confiamos en él más que en ti! Además, mantenerlo como está te animará a colaborar.
Mi columna vertebral se quedó rígida.
—Jamás colaboraré contigo.
—Ni yo tampoco —declaró solemnemente Rhia, sacudiendo sus rizos castaños.
Problemas chilló de nuevo, como para dejar clara su postura.
Por primera vez, el rictus de Stangmar se suavizó ligeramente.
—Oh, colaborarás. ¡De hecho, ya has colaborado! Nos has traído algo que deseábamos desde hace mucho tiempo. Nos has traído el último Tesoro.
Tuve un sobresalto, pero no repliqué.
Siempre acompañado por las sombras danzantes, Stangmar abrió los brazos para abarcar los objetos que se exhibían en las paredes.
—Aquí, en esta sala, he reunido muchos artículos de legendario poder. Colgada de la pared, sobre nuestro trono real, está Cortafondo, la espada de dos filos: el negro corta hasta el alma y el blanco cura cualquier herida. Allí está la famosa Arpa en Flor. Aquel cuerno de plata es el Invocador de Sueños. A su lado, puedes ver el arado que labra solo. Ni estos Tesoros ni los otros supondrán nunca más una amenaza para nuestra soberanía.
Su expresión se endureció al señalar un caldero de hierro próximo a la pared opuesta.
—Incluso tenemos el Caldero de la Muerte.
Cuando mencionó este objeto, los dos hombres de la toga roja intercambiaron miradas inteligentes. El más alto meneó la cabeza lúgubremente.
—Pero el Tesoro que más deseábamos es el que no cuelga de nuestras paredes. —La voz de Stangmar retumbaba en la gran estancia, ahogando incluso el constante rumor del castillo en rotación—. Es el que tú nos has traído.
Sabía que Stangmar descubriría pronto que ya no tenía el Galator. Envalentonado por la certeza de mi muerte inminente, saqué pecho una vez más.
—Nunca traería algo que pudiera ayudarte.
El siniestro rey me escudriñó unos instantes.
—¿Crees que no?
—¡Sé que no! Antes tenía el Galator, pero ya no lo tengo. Está fuera de tu alcance.
Stangmar me dedicó una fría mirada con el rostro ensombrecido.
—No es el Galator lo que buscamos.
El desconcierto me obligó a parpadear.
—Has dicho que buscabas el último Tesoro.
—Y así es, en efecto. Pero el último Tesoro no es una simple pieza de joyería. —El rey se aferró a los brazos de su trono—. El último Tesoro es mi hijo.
Un escalofrío de horror me recorrió de arriba abajo.
—¿Tu... hijo?
Stangmar asintió en silencio, pero su expresión no reflejaba la menor alegría.
—Es a ti a quien buscaba. Porque tú eres mi hijo.
Cortafondo
Las oscuras sombras correteaban por las facciones del rey, mientras sus grandes manos estrujaban los brazos del trono.
—Y ahora debemos completar la promesa que hicimos antes de que huyeras con tu madre.
—¿Promesa? —pregunté, con la mente a un ritmo vertiginoso debido a la revelación de Stangmar—. ¿Qué promesa?
—¿No lo recuerdas?
Miré ariscamente al hombre que resultaba ser mi padre.
—No recuerdo nada.
—Es una suerte. —Stangmar frunció el ceño más que nunca. Las sombras oscilaron sobre su rostro, al tiempo que se prolongaban lentamente por sus dos brazos. El rey crispó los puños y luego me señaló, antes de pronunciar una orden:
—Arrojadlo al Caldero.
Como si fueran un solo hombre, los necrontes se volvieron hacia mí.
Problemas, todavía sujeto por uno de ellos, aleteó y forcejeó violentamente para liberarse. Sus enfurecidos chillidos resonaban en la cavernosa estancia, silenciando el traqueteo del castillo al girar.
—¡No! —gritó Rhia, incorporándose de un brinco. Con la celeridad de una víbora, se abalanzó sobre Stangmar y le rodeó el cuello con ambas manos. Antes de que sus guardias pudieran acudir en su auxilio, el rey se zafó de la opresión y volvió a arrojar a Rhia al suelo de un manotazo. La chica aterrizó en un confuso montón de hojas a los pies del trasgo guerrero.
Frotándose los arañazos que aparecieron en su cuello, el iracundo rey se puso en pie.
—¡Mátala a ella primero! —espetó al trasgo—. Después nos ocuparemos del chico.
—Encantado —replicó con voz ronca el aludido, con un brillo en sus pequeños ojos. Su mano asió la empuñadura de su espada.
Mi corazón latía aceleradamente. Me ardían las mejillas. La rabia iba creciendo en mi interior, la misma rabia violenta que sentí contra Dinatius. ¡Debo impedir que esto suceda! ¡Debo utilizar mis poderes!
Pero las abrasadoras llamas envolvieron mi mente una vez más. El hedor a carne achicharrada. Mi propia carne. Mis propios gritos. Temía a esos poderes tanto como al Caldero de la Muerte.
Con una sonrisa cruel, el trasgo guerrero desenvainó su espada muy despacio. La afilada hoja centelleó a la luz de las antorchas. En ese momento, Rhia se volvió y me miró con desconsolación.
Un nuevo sentimiento, más poderoso incluso que mi rabia, colmó mi corazón. Amaba a Rhia. Amaba su vitalidad, su temple. «Uno es todo lo que es», me había dicho en una ocasión. Al instante, las palabras que la Gran Elusa había pronunciado en su caverna de cristal acudieron a mi memoria: «El último de los Tesoros posee grandes poderes, mayores de lo que imaginas». Mis poderes eran míos. Para temerlos, quizá, pero también para utilizarlos.
Los musculosos hombros del trasgo se tensaron para descargar el golpe de gracia. Problemas chilló una vez más, luchando por liberarse del necronte.
Pero ¿dónde quedaba mi promesa? Volví a oír la voz de Rhia: «Si alguien te ha concedido poderes especiales, es para que los utilices». Mi madre intervino, penetrando hasta mi alma con sus ojos zafirinos. «Lo único que Dios pide es que uses bien tus poderes, con sabiduría y amor».
Amor. No furia. Ésa era la clave. El mismo amor que hacía brillar el Galator. El mismo amor por Rhia que me inundaba ahora.
«¡Decide tu movimiento!», ordenó la voz de Domnu. «En el ajedrez, como en la vida, en tu elección reside toda la diferencia».
En el preciso instante en que la espada del trasgo iniciaba el descenso hacia la cabeza de Rhia, concentré toda mi atención en la gran espada Cortafondo, que pendía de la pared de detrás del trono. Las llamas se alzaron una vez más en mi mente, pero persistí, y las obligué a retroceder. Aparte del ronquido de júbilo del trasgo, no oí nada. Aparte de la espada y del gancho de hierro que la sostenía, no vi nada.
«¡Vuela, Cortafondo, vuela!», me concentré.
El gancho de hierro se separó bruscamente de la pared. La espada salió despedida y voló hacia el trasgo. Al oír cómo surcaba el aire, el trasgo se volvió. Medio segundo después, su cabeza rodaba por el suelo de piedra.
Rhia gritó cuando el pesado cadáver se desplomó sobre ella. Stangmar rugió de rabia, mientras las sombras se condensaban en su rostro. Los dos hombres de toga roja retrocedieron, con un aullido de terror. Sólo los necrontes de rostro perfectamente inexpresivo mantuvieron su posición, observando en silencio.
Aprovechando la confusión, solté mi cayado y alcé los brazos. Cortafondo giró sobre sí misma en el aire y voló hacia mí. Con ambas manos, aferré su empuñadura plateada.
Al verlo, los necrontes desenvainaron sus espadas y me atacaron como un solo hombre. De pronto, la voz del rey retumbó en la gran sala.
—¡Deteneos! —Sus contraídos labios emitieron un grave y prolongado gruñido—: Éste es nuestro duelo. De nadie más. —Las sombras se espesaron sobre todo su cuerpo. Por unos instantes, vaciló. Después, con una violenta sacudida, espetó a alguien que sólo él veía—: ¡He dicho que es nuestro duelo! No necesitamos ayuda.
Descendió del trono de un salto y se agachó para recoger la espada del trasgo guerrero caído. Tras dirigirme una mirada asesina, blandió varias veces la afilada hoja. Sólo entonces advertí que las sombras habían abandonado otra vez su rostro. Y lo más extraño era que, cuando miré de reojo el trono carmesí, las sombras seguían allí, flotando justo por encima del asiento. Me abrumó la sensación de que aquellas sombras, de alguna manera, me estaban observando atentamente.
—Vaya —se mofó—, tienes los poderes, ¿verdad? Igual que tu abuelo antes que tú. — Avanzó un paso hacia mí—. Pero con todos sus poderes, tu abuelo no logró escapar de una muerte segura. Ni tú tampoco.
Apenas tuve tiempo de alzar a Cortafondo para parar el primer golpe de Stangmar. Las espadas chocaron violentamente, y el ruido despertó ecos en los arcos de piedra de la estancia. La potencia de su golpe hizo vibrar mi espada hasta la empuñadura. Apreté las manos para no soltarla. Comprendí que Stangmar tenía la triple ventaja de ser más fuerte, más hábil y —aun contando con mi visión mejorada— más perspicaz que yo.
A pesar de todo, me defendí como pude. La rotación del suelo y la constante vibración me desequilibraban, pero aun así pasé al contraataque. Lancé estocadas, descargué mandobles y amagué quites, poseído por una furia salvaje. Brotaban chispas cuando nuestros aceros se encontraban.
Tal vez por mi espontánea fiereza, Stangmar se volvió más prudente. Quizá la propia Cortafondo me había fortalecido de algún modo misterioso. O tal vez Stangmar estaba simplemente jugando con su presa. Por la razón que fuera, mientras avanzábamos y retrocedíamos por la sala tachonada de preciados tesoros, parecía que yo evitaba los ataques.
Sin previo aviso, Stangmar saltó sobre mí y descargó un potente golpe contra Cortafondo que resonó por toda la estancia. La espada salió despedida de mi mano y rebotó contra el suelo de piedra con un estrépito metálico.
El rey apuntó a mi garganta con su espada.
—Ahora cumpliremos nuestra promesa. —Señaló el terrorífico Caldero cercano a la pared—. Adelante.
Me mantuve firme, luchando por recuperar el aliento.
—¿Quién te obligó a prometer que me matarías?
—Camina.
—¿Y por qué significa tanto para ti esa promesa, cuando has incumplido lo que le prometiste a tu propio pueblo?
—¡Camina!
Me crucé de brazos.
—Se lo prometiste a Rhita Gawr, ¿verdad?
La ceñuda expresión de Stangmar se intensificó, al tiempo que las sombras aceleraban su danza sobre el trono.
—Sí. Y tú harías bien en mostrar más respeto por nuestro gran amigo. Y ahora, ¡camina!
Miré suplicante al hombre cuyos ojos eran la viva imagen de los míos.
—¿No te das cuenta de lo que te ha hecho Rhita Gawr? ¿De lo que le ha hecho a tu reino? Quiere que tus tierras se corrompan. Que tu cielo se oscurezca. Que tu pueblo esté aterrorizado. E incluso... ¡que mates a tu propio hijo!
Mientras pronunciaba estas palabras, las misteriosas sombras se agitaron furiosamente sobre el trono.
El rostro de Stangmar enrojeció.
—No entiendes estas cosas. ¡No entiendes nada! —La punta de su espada se apoyó en mi cuello.
Tragué saliva con dificultad.
—Rhita Gawr no es tu amigo. Es tu amo, y tú sólo eres su esclavo.
Con ojos llameantes, mi padre me empujó violentamente hacia el Caldero.
—¿Es esto lo que Elen, tu esposa y mi madre, habría deseado?
La rabia de Stangmar colmó su medida.
—¡Prescindiremos del Caldero y acabaremos contigo con esta mismísima espada!
A continuación, levantó su arma para decapitarme. Al ver que subía la guardia, me concentré en Cortafondo, que estaba en el suelo justo detrás de él.
«A mí, Cortafondo, ¡a mí!»
Pero era demasiado tarde. La espada apenas había empezado a moverse, basculando sobre la punta, cuando el siniestro rey plantó los pies firmemente en el suelo para descargar el golpe.
Sin embargo, cuando el pie que tenía más atrás descendía, pisó el filo expuesto hacia arriba de Cortafondo. El filo negro, capaz de hender hasta el alma, cortó su bota de cuero y se clavó en la base de su talón.
Con un grito de tremenda angustia, Stangmar se desplomó. Las sombras enfurecieron hasta el punto de parecer que sacudían el mismísimo trono. Los necrontes, con la espada desenvainada, acudieron en ayuda del rey. Pero él alzó una mano. Los soldados se detuvieron de inmediato.
Lentamente, Stangmar levantó la cabeza y me miró. Sus facciones se fueron suavizando a simple vista. Su mandíbula se destensó. Sus ojos se agrandaron. Sólo su entrecejo fruncido permaneció inmóvil.
—Has dicho la verdad —declaró, hablando con dificultad—. Nosotros..., es decir, yo... ¡Maldito sea este tratamiento mayestático! Yo... no soy más que un esclavo.
El trono se meció violentamente de lado a lado.
Stangmar se volvió hacia las agitadas sombras.
—¡Sabes que es cierto! —gritó—. ¡No soy nada más que una humilde marioneta tuya! ¡Mi mente está tan llena ahora con tus amenazas y engaños que gira tan incesantemente como este maldito castillo!
Tras esas palabras, un sonido silbante capaz de helar la sangre en las venas se elevó de entre las sombras, que interrumpieron sus frenéticos movimientos y empezaron a encogerse, para transformarse en algo todavía más oscuro.
El rey hizo un esfuerzo por incorporarse, pero la herida le había privado de la movilidad de cintura para abajo y se desplomó de nuevo. Volvió a mirarme sombríamente.
—Debes comprenderlo. Nunca fue nuestra..., es decir, mi intención que Fincayra llegara a este punto. Cuando hice aquella primera promesa, no tenía ni idea del dolor que acarrearía.
—¿Por qué? —pregunté en tono apremiante—. ¿Por qué le prometiste nada a Rhita Gawr?
La frente de Stangmar se cubrió de arrugas.
—Lo hice... para salvar a Elen.
—¿Elen? ¿Mi madre? —Súbitamente recordé sus últimas palabras acerca de mi padre: «Si algún día lo conoces, recuerda: no es lo que parece».
—Sí. Elen, la de los ojos zafirinos. —Inspiró profundamente y expulsó el aire con gran lentitud, apoyando los codos sobre el suelo de piedra—. Cuando dio a luz en las costas de Fincayra, infringió una de nuestras leyes más antiguas, impuesta por los propios espíritus:, que nadie de sangre humana naciera jamás aquí. De lo contrario, los seres humanos tendrían derecho por nacimiento a un mundo que no les pertenece. El castigo por este grave delito ha sido siempre duro, pero inequívoco: el niño medio humano debe ser desterrado para siempre de Fincayra. Y, lo que es peor, la madre o el padre humanos deben ser arrojados al Caldero de la Muerte.
Intentó nuevamente ponerse en pie, sin éxito. Los necrontes, que parecían cada vez más nerviosos, no apartaban la vista de él. El que retenía a Problemas se unió a los demás, con la espada en una mano y en la otra, la rapaz que no dejaba de revolverse.
—¡Quietos! —ordenó Stangmar—. No necesito vuestra miserable ayuda.
Los necrontes obedecieron, pero siguieron observándonos con el ceño fruncido y jugueteando nerviosamente con sus espadas. Entretanto, las sombras del trono se iban encogiendo. A medida que se condensaban, eran más densas y oscuras, como el centro de una tormenta en formación.
Stangmar sacudió la cabeza.
—No sabía qué hacer. ¿Cómo podía condenar a muerte a mi hermosa Elen? ¡Con ella llegaba más alto que los árboles a los que trepaba a menudo cuando era niño!; sin embargo, yo era el rey, ¡el responsable de aplicar las leyes! Fue entonces cuando Rhita Gawr me abordó por primera vez. Me ofreció su ayuda, a cambio de que yo le ayudase a resolver un problema que tenía.
—¿De qué problema se trataba?
Stangmar desvió la mirada.
—Rhita Gawr me dijo que se había enterado a través de un sueño de que su mayor peligro vendría de un niño medio humano y medio fincayrano. Así, al conocer tu existencia, creyó que mientras tú vivieras, supondrías un inmenso peligro para él.
Mi cuerpo entero temblaba, añadiéndose al temblor del suelo.
—¿Y accediste a matarme en lugar de ejecutarla a ella?
—No tenía elección, ¿no lo comprendes? Rhita Gawr me prometió proteger a Elen y a todo Fincayra de cualquier castigo que los espíritus nos pudieran imponer por haber infringido la ley.
—¡Y le prometiste arrojarme al Caldero!
—Sí. Antes de que cumplieras los siete años. Durante todo ese tiempo, mantuve mi promesa en secreto para Elen. Sólo le dije que los espíritus habían accedido a que no era necesario ejecutarla, ni tú tenías que ser desterrado. Su alivio era tan grande que no tenía corazón para decirle la verdad. Ella confiaba ciegamente en mí.
Su voz adoptó un tono distante.
—Resultó que, en el transcurso de aquellos siete años, la alianza con Rhita Gawr se fue estrechando. Era cada vez más necesaria. Me puso al corriente de la conspiración de los gigantes para conquistar Fincayra. Me ayudó a limpiar nuestra tierra de enemigos peligrosos. Me regaló un castillo donde estaba realmente seguro. Me...
Su voz se quebró y volvió a desplomarse.
—Me convirtió en su esclavo.
Conmovido por su angustia, concluí el relato por él.
—Y cuando Elen, mi madre, descubrió que había sido indultada a condición de que yo muriese, huyó de Fincayra, llevándome consigo.
Stangmar me miró con desesperación.
—Entonces es el fin, os he perdido a los dos.
—Y mucho más —añadió Rhia, situándose junto al cadáver del trasgo guerrero decapitado.
Asentí y luego me volví hacia los necrontes. Por alguna razón, habían cerrado filas alrededor del trono y lo rodeaban con sus cuerpos. Pero, a pesar de la proximidad de los otros soldados, Problemas seguía retorciéndose y aleteando furiosamente. El necronte que lo sujetaba no parecía advertir que el esmerejón casi había liberado una de sus garras.
—Es cierto —reconoció Stangmar—. Rhita Gawr me ha asegurado que si encuentro a mi hijo medio humano y le doy muerte, mi poder será absoluto. Pero lo que en realidad quiere decir es que habré cumplido sus deseos, librándolo de la amenaza que representas, sea cual sea. Y ahora pregunto yo, ¿quién manda y quién obedece?
En ese instante, los necrontes se apartaron al unísono del trono carmesí, se separaron como cortinas, y dejaron al descubierto una maraña de negrura que se revolvía sobre el trono. Más oscura que el propio Velo, la temblorosa forma dejó escapar un agudo y penetrante siseo. El ruido iba acompañado de una ráfaga de aire gélido que caló hasta la médula de mis huesos.
—¡Rhita Gawr! —gritó Stangmar—. Intentando levantarse del suelo desesperadamente.
La forma de oscuridad bajó del trono de un salto, pasó velozmente junto a Rhia y se detuvo en el suelo junto a Cortafondo. Sin darme tiempo a respirar siquiera, rodeó por completo la empuñadura de plata. La oscura mano del mal alzó la espada y asestó un tajo a Stangmar que le produjo un largo corte en la cara, desde la oreja hasta la barbilla. Con el rostro cubierto de sangre, el rey soltó un alarido de dolor y rodó sobre su costado.
De repente, Stangmar se quedó inmóvil. Su expresión empezó a cambiar, del terror a la ira. Sus párpados se entornaron, su ceño se tensó, sus puños se crisparon con tanta fuerza que los nudillos palidecieron. A continuación, para mi sorpresa, empuñó la otra espada y se puso en pie rápidamente. Se colocó a mi lado, orgulloso y fuerte a pesar de su rostro ensangrentado.
—¡Ayúdanos! —grité.
Pero en lugar de apuntar con su arma al negro nudo que sostenía a Cortafondo, la dirigió a mi pecho.
—¡Estás loco, niño! No resulta tan fácil derrotarnos.
Retrocedí, conmocionado.
—Pero tú has dicho...
—No hemos dicho nada importante —declaró, con un vago gesto en dirección a la oscilante masa de oscuridad que era Rhita Gawr—. ¡Nuestro amigo, aquí presente, nos ha curado! Al herirnos con el filo que cura cualquier herida, ha sanado nuestra alma gimoteante. Y al hacerlo, nos ha devuelto la cordura. ¡Sabemos quiénes son nuestros enemigos, y ahora acabaremos contigo!
Rhia hizo ademán de embestir al rey, pero dos de los necrontes le cerraron el paso. Intentó esquivarlos como pudo, aunque no se lo permitieron.
Stangmar proyectaba la espada hacia atrás, dispuesto a atravesarme inmediatamente, cuando Rhita Gawr soltó otro estridente siseo. Stangmar titubeó. Lentamente, bajó el arma.
El rey meneó la cabeza con expresión algo azorada.
—No volveremos a fallarte —protestó—. ¡Nos engañaron! ¡Nos confundieron! Permítenos cumplir ahora la promesa que te hicimos.
Un furioso siseo capaz de reventar los tímpanos fue la única respuesta de Rhita Gawr. Stangmar inclinó la cabeza obedientemente, mientras el nudo de oscuridad alzaba una vez más su propia espada. Haciendo un molinete con Cortafondo, Rhita Gawr se dispuso a poner fin a mi vida.
En ese mismo momento, otro grito agudo resonó en la amplia sala. Problemas había conseguido finalmente liberarse de la presa del necronte. Mientras el soldado intentaba en vano alcanzar al esmerejón con su espada, Problemas remontó el vuelo hasta llegar al techo de la gran estancia.
Al llegar al punto más alto posible, el esmerejón profirió un estridente chillido que retumbó en todas las paredes. Viró bruscamente en pleno vuelo y, durante una fracción de segundo, permaneció inmóvil sobre nuestras cabezas. Después, aquel pequeño pero intrépido animal, cuya vida desde nuestro primer encuentro había constado de una valerosa hazaña tras otra, perpetró la más heroica de las proezas.
En el preciso instante en que la espada iniciaba el descenso sobre mí, Problemas batió sus poderosas alas y se precipitó más veloz que una flecha hacia el mismísimo centro de la masa negra. Cogido por sorpresa, Rhita Gawr soltó la espada, que se deslizó rodando por el suelo de piedra de la estancia. Unos fríos brazos de oscuridad envolvieron a Problemas, que no dejó de asestar furiosos golpes con sus garras, su pico y sus alas. Siseando y chillando, el oscuro nudo y el esmerejón rodaron por el suelo en un confuso amasijo.
Desesperado, busqué algún modo de ayudar a Problemas. Pero ¿cómo? Podía intentar empuñar a Cortafondo, pero la rapaz y Rhita Gawr estaban enzarzados tan estrechamente que me resultaba imposible acertar a uno sin alcanzar al otro. Podía tratar de utilizar mis poderes para asestar un tipo de golpe diferente, pero eso tampoco saldría bien, con toda seguridad, por la misma razón. Mi corazón deploraba observar... pero era lo único que podía hacer.
Problemas luchó valerosamente. Sin embargo, el gélido abrazo y la increíble fuerza de Rhita Gawr resultaban superiores. Lenta e inexorablemente, la masa de oscuridad iba engullendo a la rapaz. La consumía poco a poco. Primero, una garra. Después, un ala. Luego, la mitad de la cola. Y, al cabo de pocos segundos, la cabeza.
—¡Oh, Problemas!. —gimió Rhia, todavía flanqueada por los necrontes.
Con un último y penetrante silbido, el esmerejón irguió la cabeza cuanto pudo y a continuación hundió el pico en el mismísimo corazón de la negrura. De repente, un fino aro de luz brillante rodeó a los combatientes. Un extraño sonido de succión desgarró el aire, como si la membrana que separa dos mundos se hubiera roto. La masa oscura y la rapaz que había consumido disminuyeron de tamaño, hasta que sólo quedó una mota negra flotando en el centro de la sala. Un segundo más tarde, también eso se esfumó.
Problemas había desaparecido. Aunque se había llevado consigo a Rhita Gawr, yo estaba tan seguro de que el malvado espíritu regresaría algún día como de que mi amigo no. Con mis ciegos ojos al borde de las lágrimas, me agaché para recoger una solitaria pluma que reposaba en el suelo, junto a mis pies.
Hice rodar lentamente entre mis dedos la pluma veteada de marrón. Era de una de las alas de Problemas, las mismas que me habían transportado no hacía tanto tiempo. Aquellas alas, como yo mismo, nunca más volverían a volar. Introduje suavemente la pluma en mi talega.
De repente, la punta de una espada hurgó mi pecho. Levanté la mirada y allí estaba Stangmar, con la mitad de la cara que le quedaba y el cuello empapados de sangre, contemplándome ceñudamente.
—Ahora cumpliremos nuestra promesa —anunció—. Y tal como se decidió en un principio. De modo que, cuando regrese nuestro amigo, sabrá sin lugar a dudas quién cuenta con nuestra lealtad.
—No —suplicó Rhia—. ¡No lo hagas! Es tu última oportunidad de ser un verdadero rey, ¿no lo comprendes?
Stangmar resopló.
—No desperdicies tu aliento con semejantes mentiras. —Se volvió hacia los necrontes—. ¡Guardias!, arrojadlo al Caldero.
Versos antiguos
Al instante, los necrontes que no custodiaban a Rhia cruzaron la sala a paso marcial, en dirección hacia mí. Con la espada desenvainada y el rostro inexpresivo, empezaron a conducirme hacia el Caldero de la Muerte.
Ni siquiera intenté resistirme. No sé si por haber perdido a Problemas o por el constante temblor del suelo, notaba las piernas débiles y temblorosas. Además, aunque mis poderes me hubieran sido de ayuda, no tenía ánimo para seguir probando. Mis únicos pensamientos eran para el vacío que había sobre mi hombro.
Rhia intentó correr hacia donde yo estaba, pero los soldados la retuvieron.
Stangmar lo observaba todo con una mirada siniestra. Permanecía tieso como una estatua, oprimiendo con fuerza la empuñadura de su espada. La sangre seca de su rostro había adquirido el mismo color que las Tierras Plagadas de su reino.
Paso a paso, la comitiva se aproximaba al Caldero. Cuando estábamos cerca, me pareció que me miraba coléricamente, oscuro y silencioso como la propia muerte. Por un momento me planteé arrojarme a su interior voluntariamente, con la esperanza de destruirlo al mismo tiempo que perecía yo. Pero ni siquiera iba a tener esa pequeña satisfacción, pues los necrontes me vigilaban tan de cerca que sin duda me habrían matado antes de que consiguiera distanciarme de ellos. Miré a Rhia con desaliento. Pasé la mano por el espacio que dejaban dos de los soldados y extendí el índice en su dirección. Aunque tenía los ojos empañados de lágrimas, Rhia me devolvió el gesto y por última vez envolvió simbólicamente mi dedo con el suyo.
Los necrontes se detuvieron al lado del Caldero. Aunque sólo me llegaba a la cintura, su boca de hierro estaba tan abierta que en su interior cabía fácilmente una persona adulta. Y al otro lado de la boca sólo había oscuridad, una negrura más densa y profunda que el Velo. Los necrontes me empujaron hasta el borde del Caldero y se volvieron hacia Stangmar, a la espera de sus órdenes.
Rhia imploró al rey:
—¡No, por favor!
Stangmar no le prestó atención. Alzó la voz por encima del rumor del castillo en perpetua rotación y pronunció la orden:
—¡Al Caldero!.
En ese instante, una diminuta figura surgió a la carrera de entre las sombras de la escalera. Tras una fugaz mirada a Rhia y otra a mí, Shim cruzó la sala con pasos que resonaron sobre la piedra. Antes de que los necrontes comprendieran lo que ocurría, se encaramó al borde del Caldero. Titubeó una fracción de segundo y se zambulló en su boca.
Se produjo una atronadora explosión que sacudió el castillo entero hasta sus cimientos. Aunque no dejó de girar, la potencia de la deflagración provocó que la rotación fuera más irregular. Perdí el equilibrio y caí al suelo, al mismo tiempo que Rhia y varios de los necrontes. Unas cuantas antorchas se salieron de sus soportes y chisporrotearon sobre las piedras. El Arpa en Flor se bamboleó en la pared, de donde colgaba precariamente por una única cuerda.
Me puse en pie mientras el ruido de la explosión retumbaba entre los muros del castillo, así como en las Colinas Oscuras que se erguían más allá. Ante mí estaba el Caldero de la Muerte, partido en dos grandes mitades. Y allí, en el centro del Caldero destruido, yacía el cuerpo del pequeño gigante.
—¡Shim! —Me incliné sobre mi compañero, con los ojos anegados de lágrimas otra vez. Con un susurro, le dije al cadáver—: Siempre quisiste ser grande. Ser un verdadero gigante. Bueno, pues un gigante es lo que eres, amigo mío. Todo un gigante.
—¿Qué traición es ésta? —Stangmar hendió el aire con su espada mientras rugía a los necrontes—: ¡Os dijimos que buscarais a los demás intrusos!
Enfurecido, arrebató la espada a uno de los necrontes y la clavó en el vientre del soldado. El necronte se estremeció, pero no profirió el menor sonido. Después, extrajo lentamente la espada, mirando a Stangmar cara a cara como si nada hubiera sucedido.
El rey avanzó a grandes pasos hacia mí, que seguía arrodillado junto a los fragmentos del Caldero de la Muerte. Con el semblante tenso, levantó la espada bien alto por encima de mi cabeza. Me volví hacia él y, al ver mi cabeza cubierta de enmarañado cabello negro, tan semejante al suyo, titubeó un instante.
—¡Maldito seas, niño! Sólo con verte, junto con la herida de esa maldita hoja, has despertado sentimientos en nosotros. Sentimientos que creíamos haber olvidado y sólo deseamos olvidar de nuevo. Y ahora nuestra labor es doblemente ingrata. Pues, aunque debemos cumplir con nuestro deber, el dolor será mucho mayor.
De pronto, Stangmar se quedó literalmente boquiabierto. Se tambaleó y dio un paso atrás, aterrorizado.
Pues entre los restos del Caldero estaba sucediendo algo raro. Como si una suave brisa hubiera empezado a soplar en la sala, los cabellos de la cabeza de Shim se agitaban temblorosamente. Muy despacio al principio, y luego con una celeridad cada vez mayor, su nariz empezó a crecer ostensiblemente. A continuación, también sus orejas. Después, el resto de la cabeza, el cuello y los hombros. También sus manos comenzaron a hincharse, seguidas por el pecho, las caderas, las piernas y los pies. Sus vestiduras se ensanchaban con él, aumentaban de tamaño a cada segundo que transcurría.
Y entonces se produjo el gran milagro. Shim abrió los ojos. Más sorprendido, quizá, que los demás, se palpó ávidamente todo el cuerpo con sus manos, cada vez mayores.
—¡Yo está siendo grande! ¡Yo está siendo grande!
Cuando la cabeza de Shim llegaba hasta el techo, Stangmar recobró el dominio de sí mismo.
—¡Es un gigante! —gritó a los necrontes—. ¡Matadlo, antes de que acabe con todos nosotros!
El necronte más próximo se abalanzó sobre Shim y le clavó la espada en la parte del cuerpo que tenía más cerca, que resultó ser la rodilla izquierda.
—¡Auuu! —gimió Shim, agarrándose la rodilla—. ¡Una abeja pincha a mí!
Instintivamente, el hasta ahora pequeño gigante se enroscó formando un ovillo. Sin embargo, así sólo se convirtió en un blanco más fácil. Los necrontes lo rodearon, lo ensartaron y acuchillaron con la furia y la violencia de un enjambre de avispas. Mientras, el cuerpo de Shim no dejaba de crecer, sin dar señales de hacerlo más despacio. Pronto, la presión de sus hombros y su espalda contra el techo empezaría a doblarlo. Sobre nosotros, llovían ya cascotes de piedra, pues en el techo se abrió un boquete.
Una de las torres que se elevaban de las almenas se desmoronó sobre la nariz de Shim, que seguía creciendo. Pero en lugar de enroscarse todavía más para evitar mayores daños, el golpe provocó otra reacción: su cólera.
—¡Yo está furioso! —tronó hundiendo una sección de la pared de un puñetazo, ya que su puño era ahora casi tan grande como el trono del rey.
Stangmar, visiblemente aterrado, empezó a recular. Siguiendo su ejemplo, los necrontes también retrocedieron. Los dos fincayranos, que hasta entonces se cubrían detrás del trono, se abalanzaron atropelladamente hacia la escalera, tropezando uno con el otro en su precipitación.
Corrí junto a Rhia, y me detuve sólo para recuperar a Cortafondo, que yacía cerca del pozo de la escalera. Juntos nos acurrucamos en una esquina en la que nos pareció que estaríamos a salvo —al menos por el momento— de las piedras que caían a nuestro alrededor.
Por primera vez en su vida, Shim vivía una experiencia propia de un gigante. Veía a sus agresores huir de él. Y el brillo de sus enormes ojos rosados dejaba claro que estaba disfrutando muchísimo con la experiencia.
—Yo es más grande que tú —bramó—. ¡Muy más grande!
Shim se incorporó sobre sus peludos pies, que por sí solos ya eran más grandes que peñascos. Estiró su cuerpo totalmente y derribó otra sección del techo. Con una vengativa sonrisa pintada en su colosal rostro, empezó a pisotear a los necrontes. Con cada uno de sus descomunales pisotones, el castillo entero retumbaba, e incluso partes del propio suelo empezaron a ceder.
Pero los soldados inmortales sobrevivían incluso a estos golpes demoledores. Después de una avalancha, se limitaban a incorporarse, se sacudían el polvo y continuaban atacando los pies de Shim con sus espadas. Los ojos del gigante llameaban de furia. Aceleró el ritmo de sus pisadas más que nunca. Cuanto más se escabullían los necrontes entre sus dedos, más peso descargaba en cada pisotón.
Sentado junto a Rhia en la esquina, y con el deseo ferviente de que Shim no se acercara a nuestro extremo de la sala, observé que el techo se caía en pedazos a su alrededor. Estaba claramente enojado... y evidentemente disfrutaba muchísimo.
Además del ruido de las piedras al estrellarse y del de los pies al aplastar el suelo, empecé a oír un extraño sonido rítmico, cuyo origen era ajeno al castillo. Distante al principio y luego más próximo, el ruido iba aumentando inexorablemente. De pronto, caí en la cuenta de que eran voces, las voces más profundas que jamás había escuchado. Cantaban una sencilla canción compuesta sólo por tres notas profundamente graves. Y había algo más en la canción, algo familiar que agitó en mi interior un sentimiento que no logré identificar.
De repente, una enorme cabeza, de rostro abrupto como un risco y provisto de una hirsuta barba roja, asomó por el boquete del techo. Lo siguió otra cabeza con rizadas canas y labios muy marcados. Y luego otra con una piel oscura como una sombra, una larga trenza y pendientes confeccionados con ruedas de carro. Cada recién llegado saludó con un gesto a Shim, pero todos permanecieron fuera de los muros del castillo.
—Gigantes —dijo Rhia, maravillada—. Han venido.
En efecto, los gigantes habían salido de sus escondites secretos distribuidos a lo largo y ancho de Fincayra, y, por fin, habían venido. Era la respuesta a una llamada largo tiempo esperada. Tal vez la explosión del Caldero de la Muerte los había arrastrado fuera de los oscuros barrancos, los remotos bosques y los riscos ignorados de esta tierra. Provistos de enormes antorchas encendidas, llegaban de todas direcciones. Algunos llevaban pesadas redecillas con engarces de piedras, que les habían permitido descansar sin ser vistos en los roquedales. Otros aún tenían ramas, incluso árboles enteros, colgando de sus ondulantes melenas. Y otros, acaso porque eran demasiado orgullosos o demasiado estúpidos para disfrazarse en absoluto, vestían con traje y sombrero, y capas de colores tan variados como los árboles del Bosque de la Druma.
Rápidamente, los gigantes se alinearon y formaron un círculo alrededor del castillo. Siguiendo el ejemplo de Shim, empezaron a pisotear el suelo todos a la vez, lo que en conjunto equivalía a la potencia de un terremoto. Durante todo este tiempo, sus voces iban subiendo de tono con la rítmica letanía, que cantaban en su lengua más antigua, la lengua de los primeros moradores de Fincayra.
Hy godo din catann bue Hud a lledrith mal uryddan Gaunce ae bellawn wen cabri Varigal don Fincayra Dravia, dravia Fincayra.
En un súbito fogonazo, recordé oír a mi madre cantando aquella misma canción. Pero ¿era un recuerdo del tiempo que vivimos en Gwynedd, o de un tiempo anterior? ¿Acaso la había oído yo de niño? No lo sabía.
De algún modo, capté la sensación, quizá surgida de aquel vago e incierto recuerdo, de que el significado de esta canción tenía algo que ver con el vínculo eterno establecido entre los gigantes y Fincayra. Con el sentido de que mientras unos perdurasen, la otra no perecería. Dravia, dravia Fincayra. Larga vida, larga vida a Fincayra.
Cuanto más bailaban los gigantes a la luz de sus colosales antorchas, más se desmoronaba el castillo. Si bien la pared en la que nos apoyábamos Rhia y yo aguantaba, otras secciones se alabeaban. Y a medida que los muros del castillo se debilitaban, su sortilegio, también. La rotación era cada vez más lenta, el rumor más apagado. De repente, con un chirrido propio del roce de dos piedras, raspando contra piedra, el castillo se detuvo, desnivelado. Se desplomaron columnas y arcadas, y el aire se impregnó de polvo y cascotes.
En ese momento, los necrontes, cuyo poder emanaba del castillo giratorio, profirieron un aullido colectivo —más de sorpresa que de angustia— y se desplomaron en el sitio. No pude evitar el pensamiento de que sus rostros reflejaban por fin un rastro de emoción. Y que la emoción era algo semejante a la gratitud.
Tras la muerte de los necrontes, Shim atravesó un hueco que había dejado la pared y se unió al resto de los gigantes en el exterior. Mientras escuchaba el estruendo de sus pesados pies alrededor de todo el castillo, recordé más versos antiguos. Unos versos que habían profetizado este Baile de los Gigantes.
Donde, entre vastas tinieblas, gira un siniestro castillo, grande será lo pequeño y el final será principio. Sólo cuando los gigantes bailen en la gran estancia, caerán todas las barreras y renacerá Fincayra.
Y comprendí que Shim se había salvado a causa de una magia más antigua. Más antigua que el Castillo Velado, más antigua que el Caldero de la Muerte, más antigua quizá que los propios gigantes. Pues mientras su acto de valor destruía el Caldero, sus pisadas que recorrían el suelo de piedra de la sala habían iniciado el baile que iba a destruir el castillo por completo. «Grande será lo pequeño y el final será principio.» La Gran Elusa le había dicho a Shim que la grandeza se medía por algo más que por el tamaño de los huesos. Y ahora, a través de la grandeza de sus actos, se erguía imponente por encima de las almenas de este castillo en ruinas.
El hogar
La pared que teníamos detrás empezó a crujir. Me volví hacia Rhia, cuyo desordenado traje de sarmientos mantenía el olor a bosque.
—¡Tenemos que irnos! Antes de que el castillo entero se venga abajo.
Se sacudió varias piedrecitas del cabello.
—La escalera está bloqueada. ¿Intentamos bajar por otro sitio?
—Tardaríamos demasiado —repliqué, poniéndome en pie—. Se me ocurre una manera mejor. —Formando una bocina con las manos alrededor de la boca, grité para hacerme oír a pesar de estrépito—: ¡Shim!
Un rostro se asomó por el gran boquete del techo, mientras una grieta rajaba la pared a mis espaldas. El rostro me habría resultado más familiar de haber sido mucho, mucho, mucho más pequeño.
—Yo es grande ahora —retumbó la voz de Shim con orgullo.
—¡Tu deseo se ha cumplido! «Ser tanto grande como el árbol más hasta arriba.» —Le indiqué por señas que se agachara—. Ahora mete la mano por ese agujero, ¿quieres? Necesitamos que nos saques de aquí.
Refunfuñando, Shim introdujo su inmensa mano por el boquete del techo y la apoyó en el suelo a nuestro lado, aunque tan cerca de una sima que sólo podíamos pasar uno por uno para trepar a la palma de su mano. Rhia decidió ser la primera. Mientras rodeaba cuidadosamente la sima, recuperé a Cortafondo. Su empuñadura de plata todavía resultaba fría al tacto, a causa de la mano de Rhita Gawr, pero los filos simétricos irradiaban un tenue resplandor que me recordó la ondulante superficie del mar.
De pronto, recordé los Tesoros de Fincayra. ¡También ellos debían salvarse! Había de emplear el poco tiempo que quedaba antes del colapso final del castillo en recuperar los Tesoros que no habían quedado destruidos por la avalancha de cascotes.
—¡Vamos! —gritó Rhia, aferrada al pulgar de Shim.
—Ve tú delante —respondí—. Dile a Shim que vuelva a buscarme. —Haciendo caso omiso de su expresión preocupada, me llevé ambas manos a la boca formando un círculo y grité hacia el techo—: De acuerdo, Shim. ¡Arriba!
Mientras Rhia se elevaba hacia el techo, deposité a Cortafondo en la losa de piedra más estable que encontré. Inmediatamente, empecé a hurgar entre los restos de la antes cavernosa estancia. Trepando por encima de columnas desmoronadas y de los cadáveres de los necrontes, esquivando los bloques de piedra que caían y saltando las grietas que serpenteaban por el suelo, me moví con la mayor rapidez que permitía la precaución. Mientras tanto, más allá de los crujidos y estertores del castillo, aún oía el estrépito del Baile de los Gigantes.
Encontré sucesivamente el Arpa en Flor, a la que sólo le quedaban unas cuantas cuerdas intactas, y una reluciente esfera naranja que supuse debía ser el Orbe de Fuego. Rápidamente, los llevé junto a Cortafondo y regresé por más. Cerca del trono carmesí tumbado, descubrí mi cayado, un tesoro para mí solo. En el extremo opuesto de la sala, divisé medio enterrado el Invocador de Sueños, además de la azada que según Honn abonaba las semillas.
En total, sólo encontré seis de las Siete Herramientas Mágicas. Después de la azada, localicé el arado que labraba solo, aunque resultó ser demasiado pesado para transportarlo con facilidad. Luego, encontré un martillo, una pala y un balde cuyos poderes sólo pude adivinar. En último lugar, me tropecé con la sierra que, por la descripción de Honn, sabía que únicamente cortaba la cantidad de madera necesaria. Un trozo del mango había quedado aplastado por un gran pedrusco, pero, por lo demás, la herramienta seguía en buen estado.
Acababa de depositar la sierra junto a los demás Tesoros cuando el rostro de Shim volvió a asomar por el boquete del techo.
—¡Tú tiene que salir ya! —tronó—. El castillo es a punto de venir abajo.
Asentí, aunque desearía haber encontrado el Tesoro que me faltaba de las Siete Herramientas Mágicas. Sin saber qué aspecto tenía, la tarea de encontrarlo era mucho más difícil. Aun así, cuando Shim bajó su gran manaza y empecé a amontonar los Tesoros sobre ella, me detuve varias veces para inspeccionar la sala en busca de algún rastro del séptimo Instrumento Mágico.
—¿Tú acaba de una vez o qué? —bramó Shim con impaciencia.
—Casi. —Arrojé el último objeto, mi cayado, sobre su palma—. Espera un segundo a que suba yo.
—¡Deprisando! —gritó Shim—. Igual tú no tiene ni un minuto además.
De hecho, mientras el gigante hablaba, noté que el suelo se movía considerablemente bajo mis pies. Empecé a subirme a su mano mientras echaba una última mirada por la estancia.
Justo entonces, divisé algo entre las sombras que proyectaba una columna caída que provocó que todo mi cuerpo se tensara. No era el Instrumento Mágico que faltaba. Era una mano que buscaba algo a tientas desesperadamente. La mano de Stangmar.
—¡Viene ya! —me suplicó Shim—. Yo ve el techo a punto de desprender.
Titubeé unos instantes. Enseguida, mientras una sección del techo aterrizaba a mi lado, me volví y crucé una vez más el suelo del castillo que se desmoronaba. El desplome de las paredes, el suelo y el techo pareció acelerarse, al igual que el cántico y el retumbar de los pies de los gigantes en el exterior.
Cuando llegué junto a Stangmar, me agaché cerca de él. Yacía en el suelo boca abajo, con su corona de oro todavía prendida en la frente. Una gran losa de piedra había aplastado su región lumbar y uno de sus brazos. Su mano, ahora crispada en un puño, había dejado de tantear. Sólo sus ojos entreabiertos revelaban que aún seguía con vida.
—¿Tú? —gimió con voz ronca—. ¿Has venido a vernos morir? ¿O pretendes matarnos tú mismo?
A modo de respuesta, me incliné y aferré la losa. Intenté levantarla con todas mis fuerzas. Con las piernas temblorosas y los pulmones a punto de estallar, no advertí siquiera el menor movimiento en la piedra.
Cuando el rey comprendió qué estaba haciendo, me miró con desdén.
—¿Quieres salvarnos para matarnos después?
—Te salvaré ahora para que vivas —respondí, aunque el suelo empezaba a ceder bajo mis pies.
—¡Bah! ¿Esperas que nos lo creamos?
Concentrándome intensamente, reuní todas las fuerzas que me quedaban y tensé los músculos. El sudor que resbalaba por mi frente hacía que mis ojos ciegos me escocieran. Por fin, la piedra se movió unos milímetros, aunque no lo suficiente para liberar a Stangmar.
Antes de que pudiera intentarlo de nuevo, el suelo se abrió, y ambos caímos dando tumbos a la oscuridad de los pisos inferiores, en medio del creciente estrépito del colapso final del castillo.
De repente, algo detuvo nuestra caída. Stangmar y yo rodamos juntos en un amasijo. Al principio no supe qué nos sostenía, sólo notaba que era más blando que la piedra. Después, cuando volvió a brillar la luz de las antorchas de los gigantes, distinguí las ruinas del castillo debajo de nosotros, además de un rostro familiar encima. Y lo comprendí.
—¡Yo os tiene! —gritó un jubiloso Shim—. ¡Es bueno cosa que yo tiene dos manos!
—Sí —asentí, y me senté en el centro de su palma—. Bueno cosa.
El gigante torció su enorme boca.
—El malo rey está con ti. —Con un rugido de rabia, añadió—: ¡Yo lo come!
Una expresión de terror afloró al rostro de Stangmar.
—¡Espera! —grité—. Vamos a encarcelarlo, no a matarlo.
Shim gruñó de nuevo, arrugando su monumental nariz en un mohín de disgusto.
—¡Pero es malo! Completa, total y horriblemente malo.
—Eso puede ser verdad —repliqué—, pero también es mi padre. —Me volví y miré a los ojos al hombre que yacía a mi lado—. Y hubo un tiempo, hace mucho, en que le gustaba trepar a los árboles. Y a veces, cabalgar sobre una tormenta.
La expresión de Stangmar se suavizó imperceptiblemente, como si mis palabras se le hubieran clavado casi tan hondo como el filo de Cortafondo. Pero enseguida desvió la mirada.
Shim nos depositó sobre una loma cubierta de hierba mustia, en la cima de la colina donde una vez se irguió el formidable Castillo Velado. Después se alejó, produciendo un temblor de tierra bajo su peso. Lo observé mientras se sentaba reclinado contra la ladera de la colina. Estiró sus inmensos brazos y soltó un sonoro bostezo, aunque no tan ruidoso como el ronquido que le siguió poco después.
Al ver a Rhia no muy lejos, me separé de la figura yaciente de Stangmar para unirme a ella. Estaba en pie mirando hacia el oeste, más allá del castillo en ruinas, hacia una fina línea de color verde que despuntaba justo en el horizonte.
Al oír mis pasos, giró sobre sus talones. Sus ojos, abiertos como siempre, parecían bailar.
—Estás a salvo.
Asentí.
—Como la mayoría de los Tesoros.
Sonrió, con un gesto que hacía bastante tiempo que no veía.
—¡Rhia! ¿Me equivoco o hay cada vez más luz?
—¡No te equivocas! El Velo está siguiendo el mismo camino que el castillo y los necrontes.
Señalé a los gigantes, que habían dejado de cantar y bailar. En solitario o en grupos de dos o tres, habían empezado a alejarse de las ruinas.
—¿Adónde van?
—A sus hogares.
—A sus hogares —repetí.
Desde la ladera donde nos hallábamos, contemplamos los restos del Castillo Velado. Gran parte de él se había desmoronado durante el Baile de los Gigantes, pero un anillo de piedras mastodónticas se mantenía en pie formando un círculo regular. Algunas de las piedras se erguían verticalmente, otras estaban ladeadas, y entre varias sostenían algunas pesadas losas horizontales. No supe si los gigantes las habían colocado de aquel modo o si, simplemente, cayeron así.
En silencio, mientras los primeros rayos de sol empezaban a taladrar el cielo por encima de las Colinas Oscuras, contemplé el imponente círculo. Se elevaba como un gran seto de piedra por encima del terreno. Se me ocurrió que este anillo de piedras sería un monumento perdurable por el hecho de que ningún muro, por sólido que fuera, conseguiría retener eternamente el poder de la verdad. La visión de la verdad. La amistad verdadera. La verdadera fe.
Súbitamente, fui consciente de que recordaba mi infancia. ¡En este mismo lugar! ¡En esta misma colina! Sólo cuando los gigantes bailen en la gran estancia, caerán todas las barreras y renacerá Fincayra. La profecía, ahora lo comprendía, no sólo se refería a los muros de piedra. Mis propias barreras interiores, que me mantenían separado de mi pasado desde el día que el mar me arrastró hasta las costas de Gwynedd, habían empezado a desmoronarse junto con las murallas del castillo.
Primero en breves rachas, después en oleadas crecientes, fui recuperando un recuerdo tras otro. Mi madre, envuelta en su chal ante una hoguera chisporroteante, contándome la historia de Hércules. Mi padre, tan fuerte y seguro de sí mismo, cabalgando a lomos de un corcel negro llamado lonn. La primera vez que probé el larcón, el fruto en espiral. La primera zambullida en el Río Incesante. Los penosos minutos finales antes de huir para salvar nuestras vidas, la de mi madre y la mía, rezando por que el mar nos devolviera a tierra sanos y salvos.
Y entonces, desde mi lejana infancia, me llegó la letra de una canción titulada La lledra. La cantaba mi madre tiempo atrás, del mismo modo que la habían cantado hoy los propios gigantes:
Árboles parlantes y piedras andantes, huesos de esta isla eran los gigantes. Mientras nuestra danza sea recordada, Varigal de Fincayra no será olvidada. ¡Larga vida, larga vida a Fincayra!
—Rhia —dije en voz baja—. Todavía no he encontrado mi verdadero hogar. Tampoco estoy seguro de encontrarlo algún día. Pero, por primera vez en mi vida, creo que sé dónde buscar.
La joven enarcó una ceja.
—¿Dónde?
Indiqué con un gesto el círculo de piedras, radiante bajo los rayos de sol cada vez más intensos.
—Durante todo este tiempo he buscado mi hogar como si se hallase en algún lugar del mapa. Y ahora recuerdo un hogar que conocí en otro tiempo. ¡Aquí, en este mismo sitio! Sin embargo, también tengo la sensación de que si mi verdadero hogar existe en alguna parte, no es sobre un mapa. Lo más probable es que se encuentre en algún lugar de mi interior.
Con voz nostálgica, Rhia añadió:
—En el mismo lugar donde se halla el recuerdo de Problemas.
Introduje la mano en mi talega, saqué la pluma y recorrí su suave borde con la yema del dedo.
—No tengo ni idea de qué pudo ocurrirle cuando se desvaneció en el aire. Casi no puedo creerlo... pero casi no puedo descartarlo tampoco.
Rhia estudió la pluma.
—Tengo la misma sensación. Y creo que Arbassa nos daría la razón.
—Si es verdad, y su valor abrió la puerta que comunica con el Otro Mundo, entonces él y Rhita Gawr debieron cruzar juntos esa puerta.
Rhia sonrió.
—¡No es el viaje que Rhita Gawr tenía previsto! Pero nos ofreció la oportunidad que necesitábamos. Conque, si es verdad, Problemas está por ahí en este momento, volando por el cielo.
—Y Rhita Gawr también está por ahí, echando pestes.
Rhia asintió, pero su rostro se puso serio inmediatamente.
—Voy a echar de menos a esa rapaz.
Solté la pluma y la contemplé mientras caía suavemente sobre mi otra mano.
—Yo también.
Rhia pateó la quebradiza hierba que teníamos debajo.
—¡Y mira qué más hemos perdido! El suelo está tan estropeado que me pregunto si algún día volverá a tener vida.
Con una leve sonrisa, anuncié:
—Ya tengo planes para eso.
—¿Tú?
—Creo que el Arpa en Flor, con su poder de traer la primavera, nos resultará muy útil.
—¡Por supuesto! No tenía que haberlo olvidado.
—Pretendo utilizarla en cada ladera, prado y arroyo que se haya secado. Además de llevarla a cierto jardín, en mitad del llano, donde viven dos amigos míos.
Los ojos grisazulados de Rhia se iluminaron.
—Yo esperaba...
—¿Qué?
—Que quisieras acompañarme. Podrías ayudarme a hacer revivir los árboles.
Su risa cascabeleó alegremente.
—Te acompañe o no, una cosa está clara: tal vez no hayas encontrado tu hogar, pero creo que has encontrado unos cuantos amigos.
—Yo diría que tienes razón.
Me observó unos instantes.
—Y una cosa más. Has descubierto tu verdadero nombre.
—¿Yo?
—Sí. Me recuerdas a cierta rapaz que en un tiempo viajaba sobre tu hombro. Puedes ser fiero y también amable. Cuando te aferras a algo, lo haces con todas tus fuerzas y nunca lo sueltas. Ves con claridad, aunque no con los ojos. Sabes cuándo utilizar tus poderes. Y... puedes volar.
Su mirada recorrió el círculo de piedras, que resplandecía como un gran collar bajo la luz del sol, y luego se posó en mí.
—Tu verdadero nombre debe ser Merlín .
—No hablarás en serio.
—Pues sí.
Merlín. El nombre me gustaba bastante. No lo suficiente para quedármelo, por supuesto, aunque sabía que a veces los nombres son extrañamente persistentes. Merlín. Un nombre poco corriente, por lo menos. Y tanto más significativo por la dicha y el pesar que me traían a la mente.
—De acuerdo. Lo probaré. Pero sólo por un tiempo.
FIN DEL LIBRO 1