Publicado en
junio 06, 2010
(The Anastasia Syndrome, 1989)
ÍNDICE
El síndrome de Anastasia 3
El terror acecha la fiesta de ex alumnos 72
Día de suerte 105
Visión doble 119
El Ángel perdido 136
Para Frank Tuffy Reeves
con amor y risas
Vi sus agonizantes y gélidos labios en el ocaso
abiertos formando una mueca de horror.
Me despertó y me encontré
en el lado frío de la colina.
Por ello permanezco aquí,
pálido y vagabundeando solo,
aunque la juncia se marchita lejos del lago
y no se oye el canto de las aves.
JOHN KEATS, La belle dame sans merci.
EL SÍNDROME DE ANASTASIA
(The Anastasia Syndrome, 1989)
Judith cerró el libro que había estado examinando y dejó la pluma sobre el grueso cuaderno, con una mezcla de desgana y alivio. Había trabajado ininterrumpidamente durante horas y sintió calambres en la espalda al retirar la anticuada silla giratoria y levantarse de la mesa. Era un día nublado. Hacía mucho rato que había encendido la potente lámpara de mesa que compró para reemplazar a la lámpara victoriana de recargados ribetes que formaba parte del mobiliario de aquel piso de alquiler, en el barrio de Knightsbridge de Londres.
Judith flexionó los brazos y los hombros y se dirigió a la ventana para mirar hacia Montpellier Street. A las tres y media, la semioscuridad del día de enero se fundía ya con el crepúsculo que se acercaba y el ligero temblor de los cristales atestiguaba que el viento era todavía fuerte.
Sonrió inconscientemente, recordando la carta que había recibido en respuesta a su solicitud de información sobre la casa:
Apreciada Judith Chase:
El piso estará disponible desde el 1 de setiembre hasta el 1 de mayo. Sus referencias son muy satisfactorias y es para mí un consuelo saber que va a dedicarse a escribir su nuevo libro. La guerra civil de la Inglaterra del siglo XVII ha resultado maravillosamente fértil para los escritores románticos y es gratificador que lo haya escogido una seria historiadora de su categoría. El piso no es nada excepcional, pero es espacioso y creo que le resultará adecuado. El ascensor se estropea muy a menudo; no obstante, tres tramos de escalera no son demasiados, ¿no le parece? Yo misma los subo a pie voluntariamente.
La carta terminaba con una firma precisa y muy fina: «Beatrice Ardsley». Judith sabía por amigos comunes que Lady Ardsley tenía ochenta y tres años.
Tocó levemente el alféizar de la ventana con las yemas de los dedos y sintió el aire frío y cortante forzando su paso a través del marco de madera. Tiritando, Judith pensó que tendría tiempo de tomar un baño caliente, si se daba prisa. En el exterior, la calle estaba casi vacía. Los escasos peatones pasaban rápidamente, con la cabeza inclinada sobre el cuello y las solapas de los abrigos levantadas. Al volver la cabeza, vio a una niña muy pequeña, todavía aprendiendo a andar, correr calle abajo justo bajo su ventana. Horrorizada, Judith vio cómo la criatura tropezaba y caía en la calzada. Si algún coche daba la vuelta a la esquina, el conductor no tendría tiempo de verla. Un hombre mayor bajaba a la altura de la mitad de la calle. Tiró de la ventana para gritar y pedirle ayuda, pero entonces surgió de ninguna parte una mujer joven, se lanzó a la calle, recogió a la niña y la acunó entre sus brazos.
–¡Mami, mami! –oyó exclamar Judith.
Cerró los ojos y hundió la cara entre sus manos, mientras se escuchaba a sí misma gemir en voz alta: «¡Mami, mami! ¡Oh Dios mío! ¡Otra vez no!»
Se obligó a abrir los ojos. Tal como esperaba, la mujer y la criatura habían desaparecido. Sólo el anciano estaba allí, caminando por la acera con cuidado.
El teléfono sonó mientras se sujetaba un alfiler de diamantes en la chaqueta de su traje de seda anafalla. Era Stephen.
–Cariño, ¿cómo te ha ido hoy escribiendo? –le preguntó.
–Muy bien, creo.
Judith sintió que su pulso se aceleraba. Cuarenta y seis años y su corazón brincaba como el de una colegiala al oír la voz de Stephen.
–Judith, tengo una maldita reunión de gabinete que se está alargando. ¿Te importaría mucho que nos encontráramos en casa de Fiona? Te enviaré el coche.
–No es preciso. Un taxi será más rápido. Que tú llegues tarde es una cuestión de Estado, que llegue yo es mala educación.
Stephen rió:
–¡Dios mío, cómo me facilitas la vida! –Bajó la voz–. Estoy loco por ti, Judith. Quedémonos en la fiesta sólo el tiempo preciso y luego vayamos a cenar solos los dos.
–Estupendo. Adiós, Stephen. Te quiero.
Judith colgó el receptor con una sonrisa jugueteando en sus labios. Hacía dos meses, la habían sentado junto a Sir Stephen Hallett en un banquete.
–Sin lugar a dudas, el mejor partido de Inglaterra –le confió su anfitriona, Fiona Collins–. Aspecto imponente, encantador, brillante. Ministro del Interior. Se dice que será el próximo Primer Ministro. Y, querida Judith, lo mejor de todo: está disponible.
–Vi a Stephen Hallett una o dos veces en Washington hace años –dijo Judith–. A Kenneth y a mí nos gustó mucho. Pero he venido a Inglaterra a escribir un libro, no a enredarme con un hombre, sea o no encantador.
–Eso es una tontería –espetó Fiona–. Hace diez años que enviudaste. Eso es mucho tiempo. Te has hecho un nombre como escritora importante. Querida, es realmente encantador tener un hombre en casa, especialmente si la casa resulta ser el número 10 de Downing Street. Estoy segura de que tú y Stephen estaríais perfectamente juntos. Judith, eres una mujer bonita pero siempre estás emitiendo señales que dicen: «No se acerquen, no me interesa.» Por favor, no lo hagas esta noche.
No emitió las señales. Y aquella noche Stephen la acompañó a casa y subió a tomar la última copa. Estuvieron hablando hasta casi el amanecer. Al marcharse, la besó suavemente en los labios.
–Si he pasado una velada más agradable en toda mi vida, no la recuerdo –musitó.
Encontrar un taxi no fue tan fácil como ella esperaba. Judith aguardó durante unos fríos diez minutos hasta que finalmente llegó uno. Mientras esperaba, intentó no mirar a la calle. Aquél era el lugar exacto en el que había visto caer a la niña desde su ventana. O en el que lo había imaginado.
La casa de Fiona era de estilo Regencia en Belgravia. Como miembro del Parlamento, a Fiona le regocijaba que la comparasen con la seca Lady Astor. Su esposo, Desmond, presidente de un imperio editorial mundial, era uno de los hombres más poderosos de Inglaterra.
Después de dejar el abrigo en el guardarropa, Judith se deslizó hacia el contiguo tocador. Se retocó los labios con brillo nerviosamente y echó hacia atrás los rizos que el viento había esparcido sobre su cara. Su cabello era todavía de un color castaño oscuro natural; aún no había comenzado a teñirse las ocasionales hebras plateadas. Un entrevistador había dicho una vez que sus ojos de color azul zafiro y su cutis de porcelana recordaban constantemente la idea de que ella era de cuna y herencia inglesas.
Ya era hora de entrar en el salón y dejar que Fiona la arrastrase de grupo en grupo. Fiona siempre hacía unas presentaciones que parecían propaganda comercial.
–Mi querida, queridísima amiga, Judith Chase. Una de las escritoras más prestigiosas de América. Premio Pulitzer, Premio del Libro Americano. El porqué esta hermosa criatura se especializa en revoluciones cuando yo podría contarle tanto chismorreo delicioso no lo sabré nunca. Con todo, sus libros sobre la Revolución francesa y la Revolución americana son sencillamente espléndidos y, sin embargo, pueden leerse como si fueran novelas. Ahora está escribiendo sobre nuestra guerra civil, Carlos I y Cromwell. Se halla completamente inmersa en ello. Me aterra que pueda encontrar secretos desagradables y desconocidos para nosotros sobre nuestros antepasados...
Fiona no dejaría el continuo comentario hasta estar segura de que todo el mundo era consciente de quién era Judith; después, cuando llegase Stephen, recorrería el salón cuchicheando que el ministro del Interior y Judith habían sido pareja en un banquete allí mismo, en aquella casa, y ahora... pondría los ojos en blanco y callaría el resto.
En la entrada del salón, Judith se detuvo un momento para observar la escena. Cincuenta o sesenta personas, calculó rápidamente, casi la mitad de los rostros, familiares: líderes del gobierno, su propio editor inglés, los amigos aristócratas de Fiona, un famoso dramaturgo... Por su mente cruzó el efímero pensamiento de que, por muy a menudo que entrase en aquella pieza, siempre le impresionaba la exquisita sencillez de los apagados tejidos de los antiguos sofás, los distinguidos cuadros de museos, el discreto encanto de los ligeros cortinajes que enmarcaban las puertas cristaleras que daban al jardín.
–La señora Chase, ¿verdad?
–Sí.
Judith aceptó la copa de champán que un camarero le ofrecía mientras mostraba una sonrisa impersonal a Harley Hutchinson, el columnista y la personalidad televisiva que era considerado el principal e inveterado chismoso de Inglaterra. De unos cuarenta y pocos años, era alto y delgado, de ojos castaños e inquisidores y cabello moreno y lacio que le caía sobre la frente.
–¿Puedo decirle que está usted encantadora esta noche?
–Gracias.
Judith sonrió brevemente y comenzó a caminar.
–Siempre es un placer que una mujer hermosa vaya unida a un exquisito sentido de la moda. Es algo que no vemos a menudo en la clase alta de este país. ¿Cómo va su libro? ¿Encuentra usted nuestra pequeña disputa cromwelliana tan interesante como escribir sobre los campesinos franceses y los colonos americanos?
–¡Oh!, creo que su pequeña disputa está bien allí, con las demás.
Judith notó que la angustia que le había causado la alucinación de la criatura comenzaba a desaparecer. El sarcasmo tenuemente velado que Hutchinson utilizaba como arma restablecía su equilibrio.
–Dígame, señora Chase, ¿guarda usted su manuscrito para sí hasta que está completo o lo comparte? Algunos escritores disfrutan comentando el trabajo del día. Por ejemplo, ¿cuánto sabe Sir Stephen sobre su nuevo libro?
Judith decidió que era el momento de ignorarle.
–Aún no he hablado con Fiona. Discúlpeme.
No esperó la reacción de Hutchinson y cruzó el salón. Fiona estaba de espaldas a ella. Cuando Judith la saludó, Fiona se volvió, la besó rápidamente en la mejilla y murmuró:
–Querida, sólo un momento. Por fin he atrapado al doctor Patel y tengo mucho interés en escuchar lo que tiene que decir.
El doctor Reza Patel, el psiquiatra y neurobiólogo mundialmente famoso. Judith le estudió atentamente. Alrededor de cincuenta años. Ojos de un negro intenso que ardían bajo unas espesas cejas. Una frente que se arrugaba con frecuencia mientras hablaba. Una buena mata de cabello negro que enmarcaba su morena cara de rasgos apacibles. Un bien cortado traje gris de rayas finas. Además de Fiona, cuatro o cinco personas más se agrupaban en torno a él. Sus expresiones mientras le escuchaban iban del escepticismo al temor. Judith sabía que la capacidad de Patel de hacer retroceder a pacientes bajo hipnosis a una infancia muy temprana y de hacer que describieran exactamente sus experiencias traumáticas se consideraba el mayor adelanto en psicoanálisis en toda una generación. También sabía que su nueva teoría, que él llamaba el Síndrome de Anastasia, había sorprendido y alarmado al mundo científico.
–No espero ser capaz de probar mi teoría hasta dentro de bastante tiempo –estaba diciendo Patel–. Pero, después de todo, muchos se burlaban hace diez años de mi creencia en que una combinación de medicación benigna e hipnosis podía liberar los bloqueos que la mente establece como autoprotección. Ahora, dicha teoría es aceptada y de utilización general. ¿Por qué habría de obligarse a ningún ser humano a pasar por años de análisis para encontrar la razón de su problema, cuando puede descubrirse en unas cuantas visitas breves?
–Pero seguro que el Síndrome de Anastasia es muy distinto... –intervino Fiona.
–Diferente, pero notablemente similar. –Patel hizo un ademán con las manos–. Miren las personas de esta sala. Típicos de la flor y nata de Inglaterra. Inteligentes. Bien informados. Líderes probados. Cualquiera de ellos podría ser un canal adecuado para evocar a los grandes líderes de los siglos. Piensen en cuánto mejor sería el mundo si pudiéramos tener el consejo actual de Sócrates, por ejemplo. Miren, ahí está Sir Stephen Hallett. En mi opinión, será un excepcional Primer Ministro pero, ¿no sería tranquilizador saber que Disraeli o Gladstone estaban aconsejándole? ¿Que fuesen literalmente parte de su ser?
¡Stephen! Judith se volvió rápidamente y luego esperó mientras Fiona se dirigía con celeridad a saludarle. Consciente de que Hutchinson la observaba, permaneció deliberadamente junto al doctor Patel cuando los demás se alejaron.
–Doctor, si entiendo su teoría. Ana Anderson, la mujer que afirmaba ser Anastasia, estaba recibiendo tratamiento por un colapso nervioso. Usted cree que, durante una sesión en la que se encontraba bajo hipnosis y había sido tratada con medicamentos, retrocedió accidentalmente a aquel sótano de Rusia en el preciso momento en el que la Gran Duquesa Anastasia era asesinada junto al resto de la familia real.
Patel afirmó con la cabeza.
–Ésa es exactamente mi teoría. Cuando el espíritu de la Gran Duquesa dejó su cuerpo, en lugar de ir al otro mundo entró en el cuerpo de Ana Anderson. Sus identidades se fundieron. Ana Anderson se convirtió realmente en la personificación viviente de Anastasia, con sus recuerdos, sus emociones, su inteligencia.
–¿Y la personalidad de Ana Anderson? –preguntó Judith.
–Parece no haber existido conflicto. Era una mujer muy inteligente, pero se entregó de buen grado a su nueva posición de heredera superviviente del trono de Rusia.
–Pero, ¿por qué Anastasia? ¿Por qué no su madre, la Zarina o una de sus hermanas?
Patel enarcó las cejas.
–Una pregunta muy perspicaz, señora Chase, y al formularla ha puesto usted el dedo de pleno en la llaga del problema del Síndrome de Anastasia. La historia nos dice que Anastasia era con mucho la mujer de la familia con un carácter más resuelto. Quizá las demás aceptaron su muerte con resignación y pasaron al plano siguiente. Ella no quería marcharse, luchó por quedarse en esta zona temporal y aprovechó la presencia accidental de Ana Anderson para agarrarse a la vida.
–Entonces, ¿está usted diciendo que las únicas personas que, en teoría, se podría evocar serían aquellas que murieron de mala gana, aquellas que deseaban vivir desesperadamente?
–Exactamente. Es por lo que he mencionado a Sócrates, que fue obligado a beber cicuta, en lugar de a Aristóteles, que murió por causas naturales. Esa es la razón por la que fui verdaderamente frívolo cuando sugerí que Sir Stephen podía ser un canal apropiado para absorber la esencia de Disraeli. Disraeli murió pacíficamente, pero algún día tendré también el saber necesario para evocar a los muertos apacibles cuyo liderazgo moral se necesita de nuevo. Y Sir Stephen viene hacia usted ahora. –Patel sonrió–. Permítame decirle que admiro enormemente sus libros. Su erudición es un placer.
–Gracias.
Tenía que preguntárselo.
–Doctor Patel –dijo apresuradamente–. Usted ha podido ayudar a personas a recobrar recuerdos de la temprana infancia, ¿verdad?
–Sí. –Su expresión se volvió interesada–. No es una pregunta ociosa.
–No, no lo es.
Patel introdujo la mano en su bolsillo y le entregó su tarjeta.
–Si alguna vez desea hablar conmigo, por favor, llámeme.
Judith sintió una mano en su brazo y levantó los ojos hacia el rostro de Stephen. Intentó mantener un tono de voz impersonal.
–Stephen, qué alegría verte. ¿Conoces al doctor Patel?
Stephen saludó a Patel con la cabeza cortésmente y cogiéndola del brazo la condujo hasta el otro extremo del salón.
–Cariño –murmuró–. En nombre del cielo, ¿por qué malgastas tu aliento con ese charlatán?
–No lo es... –Judith se interrumpió. De todas las personas, Stephen Hallett era la última de quien pudiera esperarse que respaldara las teorías del doctor Patel Los periódicos ya habían publicado la sugerencia de Patel de que Stephen podía ser un candidato idóneo para absorber el espíritu de Disraeli. Ella le sonrió, sin importarle por el momento que estuvieran siendo observados por casi todas las personas de la sala.
Se produjo una conmoción cuando la anfitriona saludó a la Primera Ministra en la puerta.
–Normalmente, no asisto a muchos de estos cócteles, pero he venido en consideración a ti, querida –le explicó a Fiona.
Stephen rodeó a Judith con su brazo:
–Ya es hora de que conozcas a la Primera Ministra, cariño.
Fueron a cenar al «Brown’s Hotel». Mientras tomaban una ensalada y lenguado Véronique, Stephen le contó cómo le había ido el día.
–Quizás el más frustrante en, al menos, una semana. Maldita sea, Judith, la Primera Ministra tiene que terminar pronto con las especulaciones. La disposición del país exige unas elecciones. Necesitamos un mandato y ella lo sabe. Los laboristas lo saben y estamos en un punto muerto. Y, no obstante, lo comprendo. Si ella no se presenta como candidata a la reelección, entonces ya está. Cuando me llegue el momento, me será muy difícil retirarme de la vida pública.
Judith jugueteaba con su ensalada.
–La vida pública es toda tu vida, ¿no es así, Stephen?
–Durante los años en los que Jane estuvo enferma, fue mi salvación. Ocupó mi tiempo, mi mente y mis energías. En los tres años transcurridos desde que murió, no puedo decirte a cuántas mujeres me han presentado. Salí con algunas y me di cuenta de que sus rostros y sus nombres se mezclaban. ¿Quieres conocer una prueba interesante para una mujer? Cuando ella hace planes que te incluyen, ¿está visiblemente molesta cuando llegas inevitablemente tarde?
»Después, una noche, una fría noche de noviembre, te encontré en casa de Fiona y la vida se hizo distinta. Ahora, cuando los problemas se me amontonan, una voz tranquila susurra: “Dentro de unas horas verás a Judith.”
Alargó la mano por encima de la mesa y tocó la de ella.
–Ahora, déjame que te haga la pregunta. Tú has hecho una carrera con mucho éxito. Me has dicho que a veces trabajas toda la noche o te encierras durante días seguidos cuando tienes una fecha límite. Yo respetaré tu trabajo del mismo modo que tú respetas el mío, pero habrá veces, muchas veces, en las que necesitaré que atiendas asuntos conmigo o me acompañes en viajes al extranjero. ¿Sería eso una carga para ti, Judith?
Judith miró fijamente su vaso. En los diez años transcurridos desde la muerte de Kenneth, había conseguido crearse una nueva vida por sí sola. Era periodista del Washington Post cuando Kenneth, el corresponsal de la Casa Blanca de la «Potomac Cable Network», murió en un accidente aéreo. Cobró suficiente dinero del seguro como para dejar su trabajo y acometer la idea que le había obsesionado desde la primera vez que leyó un libro de Bárbara Tuchman. Estaba decidida a convertirse en una erudita historiadora.
Los miles de horas de tediosa investigación, las largas noches pasadas escribiendo a máquina, el reescribir y corregir, todo había valido la pena. Su primer libro, El mundo está al revés, sobre la revolución americana, ganó un Premio Pulitzer y se convirtió en un best setter. Su segundo libro, publicado hacía dos años, sobre la Revolución francesa. Oscuridad en Versalles, había tenido igual éxito y había recibido el Premio del Libro Americano. Los críticos la habían aclamado como «fascinante narradora que escribe con la erudición de un catedrático de Oxford».
Judith miró de frente a Stephen. La suave luz de los apliques de candelabro de la pared y la vela del candelabro que flameaba sobre la mesa suavizaban las severas líneas de sus aristocráticos rasgos y subrayaban los profundos tonos azulgrisáceo de sus ojos.
–Creo que, como tú, también he amado mi trabajo y me he sumido en él para olvidar el hecho de que, en el verdadero sentido de la palabra, no he tenido una vida íntima desde que Kenneth murió. Hubo un tiempo en que podía cumplir con los plazos y hacer juegos malabares alegremente con todos los compromisos que entrañaba el hecho de estar casada con un corresponsal de la Casa Blanca. Creo que las recompensas de ser mujer además de escritora son maravillosas.
Stephen sonrió y alargó la mano buscando la de ella.
–Realmente pensamos igual, ¿verdad?
Judith retiró su mano.
–Stephen, hay una cosa que debes tener en cuenta. Con cincuenta y cuatro años no eres demasiado mayor como para no poder casarte con una mujer que pueda darte un hijo. Yo siempre esperé crear una familia y, sencillamente, no sucedió. A los cuarenta y seis años, con toda seguridad no sucederá.
–Mi sobrino es un excelente joven a quien siempre le ha gustado la heredad de Edge Barton. Estaré encantado de que él la herede, así como el título, cuando llegue el momento. Mis energías a esta edad no llegan hasta la paternidad, sencillamente.
Stephen subió al piso a tomar un coñac. Brindaron solemnemente por sí mismos mientras convenían que ninguno de los dos quería atraer publicidad sobre su vida íntima. Judith no deseaba que la importunara el aturdimiento del chismorreo de los columnistas mientras escribía su libro. Cuando llegasen las elecciones, Stephen quería responder preguntas sobre problemas concretos, no sobre su noviazgo.
–Aunque, por supuesto, les encantarás –comentó–. Hermosa, con talento y huérfana de la guerra británica. ¿Puedes imaginarte qué día de actividad tendrán cuando nos relacionen?
A ella la asaltó un repentino y vivido recuerdo del incidente de aquella tarde. La criatura, «¡Mami, mami!». La semana anterior, estando en una ocasión junto a la estatua de Peter Pan, en Kensington Gardens, la había atormentado el obsesionante recuerdo de haber estado allí anteriormente. Diez días antes casi se había desmayado en la estación de Waterloo, segura de haber escuchado el sonido de una explosión, de haber sentido trozos de escombros cayendo a su alrededor...
–Stephen –dijo–, hay una cosa que se está volviendo muy importante para mí. Sé que nadie se presentó a reclamarme cuando me encontraron en Salisbury, pero yo iba bien vestida, era evidente que me habían cuidado bien. ¿Hay algún modo de que yo pueda averiguar cuál es mi origen? ¿Me ayudarás?
Pudo percibir que los brazos de Stephen se ponían tensos.
–¡Por Dios, Judith, ni siquiera pienses en ello! Me dijiste que se hizo todo lo posible para averiguar quién era tu familia y que no apareció ni una sola pista. Tu familia más cercana probablemente fue aniquilada en los bombardeos. Y, aunque fuese posible, sólo nos faltaría desenterrar a algún oscuro primo que resultara traficante de drogas o terrorista. Por favor, hazlo por mí, ni pienses en ello siquiera, al menos mientras esté en la vida pública. Después te ayudaré, te lo prometo.
–¿La mujer del César debe ser intachable?
Él la atrajo hacia sí y ella percibió la fina lana de la chaqueta de su traje contra su mejilla y sintió la fuerza de sus brazos a su alrededor. Su beso, profundo y exigente, aceleró sus sentidos, despertó en ella emociones y deseos que había abandonado resueltamente cuando perdió a Kenneth. Pero, aun así, sabía que no podía esperar indefinidamente la búsqueda de su familia natural.
Fue ella quien interrumpió el abrazo.
–Me dijiste que tenías una reunión a primera hora –le recordó–. Y yo voy a intentar escribir otro capítulo esta noche.
Los labios de Stephen rozaron su mejilla.
–Me salió el tiro por la culata, ya veo. Pero tienes razón, al menos en lo que se refiere al futuro inmediato.
Judith permaneció de pie, mirando la ventana, mientras el chófer de Stephen le abría la puerta del «Rolls». Las elecciones eran inevitables. En el futuro próximo, ¿iría ella en aquel «Rolls» como la esposa del Primer Ministro de la Gran Bretaña? Sir Stephen y Lady Hallett...
Amaba a Stephen. Entonces, ¿por qué aquella angustia? Con impaciencia volvió al dormitorio, se puso un camisón y una bata de lana caliente y volvió a su escritorio. Minutos más tarde, se hallaba profundamente concentrada en la escritura del siguiente capítulo de su libro sobre la guerra civil en Inglaterra. Había terminado los capítulos de las causas del conflicto, los nocivos impuestos, el Parlamento disuelto, la insistencia sobre el derecho divino de los reyes, la ejecución de Carlos I, los años de Cromwell y la restauración de la monarquía. Ahora, estaba preparada para escribir sobre la suerte de los regicidas, aquellos que planearon, firmaron o ejecutaron la sentencia de muerte de Carlos I e iban a conocer la pronta justicia de su hijo, Carlos II.
Su primera visita a la mañana siguiente fue al Archivo Nacional de Chancery Lane. Harold Wilcox, el bibliotecario encargado de los documentos, sacó de buena gana montones de papeles viejos. A Judith le pareció que siglos de polvo habían ocupado sus páginas.
Wilcox admiraba profundamente a Carlos II.
–Un muchacho de casi sólo dieciséis años cuando tuvo que huir del país por primera vez para librarse de la amenazadora suerte de su padre. Un tipo inteligente. El príncipe se escabulló por entre las líneas de los Cabezas Rapadas en Truro, embarcó hacia Jersey y continuó hasta Francia. Regresó para acaudillar a los realistas, volvió a escapar a Francia y permaneció allí y en Holanda hasta que Inglaterra recuperó el juicio y solicitó su vuelta.
–Estuvo cerca de Breda. He estado allí –replicó Judith.
–Un lugar interesante, ¿verdad? Y si se fija usted, verá que muchos habitantes de la ciudad poseen rasgos de las características de los Estuardo. A Carlos II le encantaban las mujeres. Fue en Breda donde firmó la famosa declaración en que prometía la amnistía para los verdugos de su padre.
–No mantuvo su promesa. En realidad, aquella declaración fue una mentira cuidadosamente expresada.
–Lo que él escribió era que ampliaba el perdón cuando fuese querido y merecido. Pero ni él ni sus consejeros consideraron que todos merecían esa gracia. Veintinueve hombres fueron juzgados por regicidio, el asesinato de un rey. Otros se entregaron y fueron enviados a prisión. Aquellos a quienes se encontró culpables fueron colgados, desollados y descuartizados.
Judith asintió con la cabeza.
–Sí, pero nunca hubo una explicación clara para el hecho de que el rey también asistiese a la decapitación de una mujer, Lady Margaret Carew, que estaba casada con uno de los regicidas. ¿Qué crimen cometió ella?
Harold Wilcox frunció el entrecejo.
–Siempre hay rumores en torno a los hechos históricos –respondió–. Yo no me ocupo de los rumores.
El crudo y glacial frío de los días anteriores había dado paso a un sol brillante y a una brisa casi suave. Cuando salió del Archivo Nacional, Judith caminó un kilómetro y medio hasta Cecil Court y pasó el resto de la mañana curioseando por las librerías antiguas de la zona. Había muchos turistas y pensó que la temporada turística duraba ahora doce meses. Y entonces se dio cuenta de que a los ojos de los británicos también ella era una turista.
Con los brazos llenos de libros, decidió almorzar rápidamente en alguno de los pequeños salones de té próximos a Covent Garden. Mientras se abría camino por el atestado mercado, se detuvo a mirar a los malabaristas y a los bailarines con zuecos, que parecían particularmente alegres en el inesperado respiro del agradable día.
Y entonces sucedió. El gemido continuado y penetrante de las sirenas de los bombardeos aéreos hizo estallar el aire. Las bombas que corrían hacia ella oscurecieron el sol, el edificio de detrás de los malabaristas se convirtió en una masa derruida de ladrillos rotos y fuego. No podía respirar. El calor del humo le abrasaba el rostro y obstruía sus pulmones. Sus brazos quedaron sin fuerza y los libros cayeron por el suelo.
Frenéticamente alargó el brazo, buscando a tientas una mano.
–Mami –murmuró–. Mami, no puedo encontrarte. Un sollozo le subió por la garganta mientras las sirenas se alejaban, el sol volvía y el humo desaparecía. Cuando sus ojos recuperaron la visión, se dio cuenta de que estaba agarrada a la manga de una mujer pobremente vestida, que llevaba una bandeja de flores de plástico.
–¿Está usté bien, reina? –le preguntaba la mujer–. No irá a desmayarse ahora, ¿verdá?
–No, no. Ya estoy bien.
Consiguió recoger los libros y dirigirse hacia un salón de té. Sin preocuparse por la carta que la camarera le ofrecía, pidió té y tostadas. Cuando le sirvieron el té las manos le temblaban todavía con tanta violencia que apenas podía sostener la taza.
Al pagar la cuenta, sacó de su billetero la tarjeta que el doctor Patel le había dado en la fiesta de Fiona. Había visto una cabina telefónica en Covent Garden. Le llamaría desde allí.
Rogó que estuviera mientras marcaba el número.
La recepcionista no quería pasar la comunicación al doctor.
–El doctor Patel acaba de ver a su último paciente y no visita por las tardes. Puedo darle una hora de visita para la próxima semana.
–Déle mi nombre. Dígale que es una urgencia.
Judith cerró los ojos. El gemido de las sirenas de los bombardeos. Iba a suceder de nuevo.
Y entonces escuchó la voz del doctor Patel:
–Tiene usted mi dirección, señorita Chase. Venga inmediatamente.
Cuando llegó a su consulta en Welbeck Street, había recuperado algo del control sobre sí misma. Una mujer delgada, de unos cuarenta años, vestida con una bata blanca de laboratorio y con el pelo rubio recogido en un austero moño la hizo pasar.
–Soy Rebecca Wadley –dijo–, la ayudante del doctor Patel. El doctor está esperándola.
La recepción era pequeña y el despacho muy grande, con paneles de color cereza, una pared llena de libros, un escritorio de roble macizo, varias cómodas butacas y en el rincón un discreto sofá reclinable, tapizado. Parecía el estudio de un erudito. No había nada que sugiriese una atmósfera clínica.
Judith asimilaba subconscientemente los detalles del lugar cuando, a sugerencia del doctor, dejó las bolsas sobre una mesa de mármol, próxima a la puerta de la recepción. Instintivamente, echó una mirada al espejo que había sobre la mesa y se asustó al ver su cara mortalmente pálida, los labios cenicientos y las pupilas de sus ojos dilatadas.
–Sí, tiene usted el aspecto de alguien que está saliendo de un shock –le dijo el doctor Patel–. Venga. Siéntese. Dígame exactamente qué ha sucedido.
La actitud algo jovial que había mostrado en la fiesta había desaparecido. Tenía los ojos serios y su expresión era grave mientras escuchaba. La interrumpió algunas veces para aclarar lo que ella estaba contándole.
–Usted fue encontrada errando por Salisbury cuando era una niña de menos de dos años. O no había comenzado todavía a hablar o era incapaz de hacerlo debido al shock. No llevaba ninguna identificación. Eso me sugiere que debía de ir usted acompañada de un adulto. Desgraciadamente, la madre o la niñera llevarían por lo general la identificación de los niños si viajasen juntos.
–Mi vestido y mi jersey eran hechos a mano –dijo Judith–, y no creo que eso sugiera que fui abandonada.
–Me asombra que permitiesen su adopción –apuntó Patel–, especialmente a un matrimonio americano.
–Mi madre adoptiva era miembro del servicio femenino de la Marina británica que me encontró. Estaba casada con un oficial de Marina americano. Permanecí en el orfanato casi hasta los cuatro años, antes de que se les permitiera acogerme.
–¿Ha estado usted en Inglaterra anteriormente?
–Unas cuantas veces. Después de la guerra, mi padre adoptivo, Edward Chase, estuvo en el cuerpo diplomático. Vivimos en el extranjero en muchos países hasta que fui al colegio. Visitamos Inglaterra e incluso volvimos al orfanato. Curiosamente, no tengo ningún recuerdo de ello. Parecía como si siempre hubiese estado con ellos, y nunca me preocupó. Pero hace años que han muerto y hace cinco meses que estoy viviendo en Inglaterra, inmersa en la historia inglesa. Es como si todos mis genes ingleses se estuvieran agitando. Me siento en casa aquí. Pertenezco aquí.
–De modo que todas las barreras defensivas que levantó en su cerebro cuando era una niña muy pequeña están siendo atacadas... –susurró Patel–. A veces sucede, pero creo que detrás de estas alucinaciones hay más de lo que a usted puede parecerle. ¿Sabe Sir Stephen que ha venido a verme?
Judith negó con la cabeza.
–No. En realidad, le molestaría mucho.
–Creo que «charlatán» es la etiqueta adecuada para mí, ¿no es así?
Judith no respondió. Las manos le temblaban todavía. Las apretó fuertemente sobre su regazo.
–No importa –repuso Patel–. Aquí veo tres factores. Usted está absorta en la historia inglesa, en cierto modo obligando a su mente a retroceder al pasado. Sus padres adoptivos han muerto y ya no tiene un sentimiento de deslealtad hacia ellos si busca a su familia originaria. Y, finalmente, vivir en Londres está acelerando estos episodios. El episodio de la estatua de Peter Pan en Kensington Gardens, que usted imaginó ver que un niño tocaba, probablemente puede ser explicado con facilidad. Podría muy bien haber jugado allí de niña. Las sirenas de los bombardeos, los bombardeos. Puede usted haber vivido bombardeos, aunque eso no explicaría que fuese abandonada en Salisbury. Y, ahora, ¿quiere usted que la ayude?
–Sí. Usted dijo ayer que puede hacer regresar a las personas a la más temprana infancia.
–No siempre con éxito. Las personas de carácter, y yo ciertamente diría que usted es una de ellas, se resisten a la hipnosis. Tienen la sensación de que la hipnosis significa rendir su voluntad a la de otra persona. Por ello podría necesitar su autorización para utilizar una droga suave en caso de que fuese necesaria para desbloquear esa resistencia. Piénselo. ¿Puede usted volver la semana que viene?
–¿La semana que viene?
Desde luego, no hubiera debido esperar que pudiera atenderla de inmediato. Judith intentó esbozar una sonrisa.
–Llamaré a su recepcionista mañana por la mañana para pedirle hora.
Se dirigió hacia la mesa en la que había dejado su bolso de bandolera y los libros.
Y la vio. Vio a la misma criatura. Esta vez corriendo por la habitación. Tan cerca que pudo ver el vestido que llevaba. Y el jersey. Las mismas prendas que ella vestía cuando la encontraron en Salisbury, las prendas que estaban ahora guardadas en un armario de su piso en Washington.
Se adelantó rápidamente para ver la cara de la niña, pero la criatura, con una masa de rizos dorados flotando alrededor de su cabeza, desapareció.
Judith se desmayó.
Cuando recobró el conocimiento, se encontraba tendida sobre el sofá del consultorio de Patel. Rebecca Wadley sostenía un frasco bajo su nariz. El acre olor del amoníaco echó atrás a Judith. Apartó el frasco.
–Estoy bien –dijo.
–Dígame lo que ha sucedido –le ordenó Patel–. ¿Qué vio usted?
De forma vacilante, Judith describió la alucinación.
–¿Me estoy volviendo loca? –preguntó–. Esta no soy yo. Kenneth siempre decía que yo tenía más sentido común que todo el resto de Washington. ¿Qué está ocurriéndome?
–Lo que está sucediendo es que se halla usted cerca de un descubrimiento, más cerca de lo que yo creía. ¿Cree que se siente lo suficientemente fuerte como para comenzar el tratamiento ahora? ¿Firmará usted las autorizaciones necesarias?
–Sí, sí.
Judith cerró los ojos mientras Rebecca Wadley le explicaba que iba a desabrocharle el cuello de la blusa, quitarle las botas y cubrirla con una manta ligera. Pero su mano se mantuvo firme mientras firmaba los documentos que Wadley le presentó.
–Está bien, señorita Chase, el doctor va a comenzar el procedimiento –dijo Wadley–. ¿Se encuentra usted cómoda?
–Sí.
Judith notó que le subían una manga, le ponían una almohadilla alrededor del brazo y el pinchazo de una aguja en la mano.
–Judith, abre los ojos. Mírame. Y entonces siente cómo empiezas a relajarte.
Stephen, pensó Judith mientras miraba la cara, ahora indefinida, de Reza Patel. Stephen...
El espejo decorativo de detrás del sofá era, en realidad, un cristal unidireccional que hacía posible observar y filmar las sesiones de hipnosis desde el laboratorio sin distraer al paciente. Rebecca Wadley se dirigió de prisa hacia el laboratorio. Conectó una cámara de vídeo, la pantalla de televisión, el sistema de intercomunicación y las máquinas que controlarían el pulso y la presión sanguínea de Judith.
Observó con atención la disminución del latido del corazón y el descenso de la presión mientras Judith comenzaba a sucumbir a los esfuerzos de Patel por hipnotizarla.
Judith se sintió arrastrada, se sintió responder a las amables sugerencias de Patel de que se relajase y cayese en un sosegado sueño. No, pensó. No. Comenzó a luchar contra la sedante somnolencia.
–No responde. Se resiste –dijo Wadley, en voz baja.
Patel asintió con la cabeza y apretó el émbolo unido a la aguja hipodérmica clavada en la mano de Judith, introduciendo una pequeña cantidad de droga en la paciente.
Judith deseaba abrirse paso hacia la conciencia. Su cuerpo le advertía que no se abandonase. Luchaba por abrir los ojos.
De nuevo Patel descargó fluido desde el émbolo hacia la aguja hipodérmica.
–Está usted en la dosis máxima, doctor. No dejará que la hipnotice. Está saliendo de la hipnosis.
–Deme la ampolla de litencum –ordenó Patel.
–Doctor, no creo...
Patel había utilizado la droga litencum para acabar con el bloqueo psicológico en casos profundamente perturbados. Tenía las mismas características que la sustancia utilizada en el tratamiento de Ana Anderson, la mujer que afirmaba ser la Gran Duquesa Anastasia.
Era la droga que, administrada en cantidad suficiente, Patel estaba seguro de que recrearía el Síndrome de Anastasia.
Rebecca Wadley, que veneraba a Reza Patel como a un genio y le amaba como hombre se asustó.
–Reza, no lo haga –le rogó.
Judith oía sus voces vagamente. La sensación de sopor empezaba a desaparecer. Se movió.
–Deme la ampolla –le ordenó Patel.
Rebecca fue a buscarla, la abrió mientras volvía corriendo al despacho desde la parte trasera del laboratorio y observó cómo Patel extraía una gota de ella y la inyectaba en la vena de Judith.
Judith sintió que se escurría. La habitación se desvaneció. Estaba oscuro, hacía calor y era arrastrada de nuevo.
Wadley volvió al laboratorio y consultó los monitores. El latido del corazón de Judith volvió a hacerse más lento. Su presión sanguínea estaba bajando.
–Ya le ha hecho efecto.
El doctor asintió con la cabeza.
–Judith, voy a hacerte algunas preguntas. Será fácil responderlas. No experimentarás ni pesar ni dolor. Te sentirás cómoda y descansada, como si estuvieses flotando. Empezaremos por esta mañana. Háblame de tu nuevo libro. ¿Verdad que estuviste investigando?
Ella se encontraba en el Archivo Nacional, hablando con el bibliotecario, contándole a Patel la restauración de la monarquía y el hecho de que en su primera investigación había captado un incidente que la fascinaba.
–¿Cuál era ese incidente, Judith?
–El rey asistió a la decapitación de una mujer. Carlos II fue notablemente misericordioso. Fue generoso con la viuda de Cromwell, incluso perdonó al hijo de Cromwell, que se había convertido en Lord Protector. Dijo que ya se había derramado suficiente sangre en Inglaterra. Las únicas ejecuciones a las que asistió fueron las de los hombres que firmaron la sentencia de muerte de su padre. Entonces, ¿por qué habría de estar tan enojado con una mujer como para decidir asistir a su ejecución?
–¿Eso te fascina?
–Sí.
–¿Y después de dejar el Archivo Nacional?
–Fui a Covent Garden.
Rebecca Wadley observaba y escuchaba mientras el doctor Patel hacía regresar a Judith hasta el momento de su boda con Kenneth, hasta su decimosexto cumpleaños, su quinto cumpleaños, el orfanato, su adopción.
Mientras escuchaba, Wadley se dio cuenta de que Judith Chase no era una mujer ordinaria. La claridad de sus recuerdos resultaba sorprendente incluso al retroceder cada vez más en su infancia. Wadley pensó nuevamente que no importaba cuántas veces observase aquel procedimiento; siempre sentía temor al observar cómo una mente se abría y revelaba sus secretos, al escuchar a un adulto seguro de sí mismo y complejo hablar con la estructura simple y confusa del lenguaje de un niño pequeño.
–Judith, antes de que te llevaran al orfelinato, antes de que te encontrasen en Salisbury... dime lo que recuerdas.
Nerviosamente, Judith sacudió la cabeza de lado a lado.
–No. No.
El monitor mostraba que el latido del corazón de Judith se aceleraba.
–Intenta bloquearle –dijo Wadley, rápidamente. Luego, horrorizada, observó que Patel ponía otra gota de la ampolla en el émbolo–. Doctor, no.
–Está casi allí. No puedo dejarlo ahora.
Wadley miró fijamente la pantalla de televisión. El cuerpo de Judith se encontraba en un estado de relajación total. El latido de su corazón era menor de cuarenta, su presión sanguínea de setenta sobre cincuenta. Peligroso, pensó Wadley, demasiado peligroso. Sabía que en Patel había un fanático, pero nunca le había visto actuar tan temerariamente.
–Dime lo que te asustaba, Judith. Inténtalo.
Judith respiraba con jadeos poco profundos y rápidos. Ahora, sus frases eran fragmentadas y su voz tenía el tono suave aunque agudo de una criatura muy pequeña. Iban a ir en tren. Iba de la mano de mamá. Empezó a gritar, con el gemido asustado de un niño.
–¿Qué sucede? Cuéntamelo –sugirió Patel, con voz amable.
Judith se agarró a la manta y con una cadencia infantil empezó a llamar a su madre.
–Vuelven otra vez, como cuando estábamos jugando. Mamá dijo: ¡Corre, corre! Mamá no me cogió de la mano. Está tan oscuro... Subo corriendo las escaleras. El tren está allí... Mamá dijo que íbamos a subir al tren.
–¿Subiste al tren, Judith?
–Sí. Sí.
–¿Hablaste con alguien?
–No había nadie allí. Estaba tan cansada. Quería dormirme para que mamá estuviese allí cuando me despertase.
–¿Cuándo te despertaste?
–El tren se detuvo. Era otra vez de día. Bajé las escaleras... No recuerdo después.
–Está bien. No pienses más en ello. Eres una niñita inteligente. ¿Puedes decirme tu nombre?
–Sarah Marrish.
Marsh o Marrish, pensó Rebecca. Ahora el habla de Judith era la de una criatura de dos años.
–¿Cuántos años tienes Sarah?
–Dos.
–¿Sabes cuándo es tu cumpleaños?
–Cuatro de mayo.
Rebecca subió el volumen del aparato, tomando notas, esforzándose por interpretar las palabras infantiles que farfullaba.
–¿Dónde vives, Sarah?
–En Kent Court.
–¿Eres feliz allí?
–Mamá llora mucho. Molly y yo jugamos.
–¿Molly? ¿Quién es Molly, Sarah?
–Mi hermana. Quiero a mamá. Quiero a mi hermana.
Judith empezó a llorar.
Rebecca examinó el monitor.
–El pulso se acelera. Está resistiéndose de nuevo.
–Vamos a dejarlo ya –dijo Patel. Tocó la mano de Judith–. Judith, ahora vas a despertarte. Te sentirás descansada y reanimada. Recordarás todo lo que me has dicho.
Rebecca suspiró de alivio. Gracias a Dios, pensó. Sabía que el deseo de Patel de experimentar con litencum ardía en su interior. Fue a desconectar el aparato de televisión y luego miró con asombro el rostro crispado de angustia de Judith mientras gritaba:
–¡Basta! ¡No le hagáis eso a ella!
Las agujas de los monitores saltaban de modo errático.
–Arritmia cardíaca –dijo Rebecca, bruscamente.
Patel agarró las manos de Judith.
–Judith, escúchame. Debes obedecerme.
Pero Judith no podía escucharle. Estaba subida a un patíbulo, en el exterior de la Torre de Londres, el diez de diciembre de 1660...
Horrorizada, observó cómo una mujer, con un vestido verde oscuro y una capa, era conducida más allá de las puertas de la Torre por en medio de una multitud que la escarnecía. La mujer parecía tener unos cuarenta y tantos años. Su cabello de color castaño lucía hebras grises. Caminaba erguida, ignorando a los guardias que se apiñaban en torno a ella. Sus rasgos, hermosamente esculpidos, estaban rígidos en una máscara de furia y odio. Tenía las manos atadas por delante con unas cuerdas delgadas como alambres que herían sus muñecas. Una cicatriz en la yema del pulgar, en forma de media luna y de un rojo vivo, brillaba a la luz temprana de la mañana.
Mientras Judith observaba, la multitud se apartó para dejar paso a docenas de soldados que marchaban en formación hacia un recinto cubierto, cerca del patíbulo. Las filas se separaron para permitir que un hombre joven y delgado, con sombrero de plumas, calzones oscuros y chaqueta bordada, se adelantara. La multitud le vitoreó entusiasmada, cuando Carlos II levantó su mano para saludar.
Como en una pesadilla, Judith vio a la mujer que era conducida al patíbulo detenerse ante un palo largo en el que se había colocado una cabeza humana.
–Sigue –le ordenó un soldado, empujándola hacia adelante.
–¿Le niegas a una esposa que se despida? –El tono de la mujer era de un desprecio glacial.
Los soldados la empujaron hasta el lugar donde ahora se sentaba el rey. El dignatario que estaba de pie junto a él leyó de un pergamino: «Lady Margaret Carew, Su Majestad ha considerado indelicado que seáis colgada, desollada y descuartizada.»
Las personas de la multitud más cercanas al recinto empezaron a abuchear.
–¿Acaso no tiene ella las mismas entrañas que mi mujer? –vociferó uno.
La mujer les ignoró.
–Simon Hallett –dijo, con amargura–, traicionaste a mi marido. Me traicionaste a mí. Aunque tenga que escaparme del infierno, encontraré la forma de castigarte a ti y a los tuyos.
–Ya es suficiente.
El capitán de la guardia agarró a la mujer e intentó empujarla hacia la plataforma en la que el verdugo esperaba. En un último gesto desafiante, la mujer volvió la cabeza y escupió a los pies del rey.
–¡Embustero! –gritó–. Prometiste clemencia, embustero. Es una pena que no te cortasen la cabeza cuando cortaron la de tu padre.
Un soldado le abofeteó la boca y la arrastró hacia adelante.
–Esta muerte es demasiado buena para ti. Yo te quemaría en la hoguera si pudiese hacerlo.
Judith se quedó boquiabierta cuando vio que ella y la prisionera tenían un sorprendente parecido.
Obligaron a Lady Margaret a arrodillarse.
–No volverás a quitarte esto –se burló un soldado, cubriéndole el cabello con un capuchón blanco.
El verdugo levantó el hacha, que quedó un momento en suspenso sobre el tajo. Lady Margaret volvió la cabeza. Sus ojos se dirigieron hacia los de Judith, exigiendo, apremiando. Judith gritó:
–¡Deténgase! ¡No le haga eso!
Corrió por la plataforma, se echó al suelo y abrazó a la condenada mujer mientras el hacha caía.
Judith abrió los ojos. El doctor Patel y Rebecca Wadley estaban junto a ella. Les sonrió.
–Sarah –dijo–. Ése es mi verdadero nombre, ¿verdad?
–¿Qué recuerdas de lo que nos has dicho, Judith? –preguntó Patel. Su tono era cauto.
–Kent Court. Esa es la calle de la que hablé, ¿no? Ahora me acuerdo. Mi madre. Estábamos cerca de la estación de tren. Me llevaba cogida de la mano, y a mi hermana también. Las voladoras, supongo que quería decir las bombas voladoras, llegaron. Un zumbido como de aviones por encima de la cabeza. Las sirenas. El sonido de los motores se detuvo y luego había gente gritando por todas partes. Algo me dio en la cara. No pude encontrar a mi madre. Corrí y subí al tren. Y mi nombre... Sarah, eso es lo que les dije. Y Marsh o Marrish.
Se levantó y cogió la mano de Patel.
–¿Cómo puedo agradecérselo? Al menos tengo algún lugar en el que empezar a buscar. Aquí mismo, en Londres.
–¿Qué es lo último que recuerda antes de que la despertase?
–Molly. Doctor, yo tenía una hermana. Aunque haya muerto aquel mismo día, aunque mi madre haya muerto aquel día, ahora sé algo de ellas. Voy a buscar los registros de nacimientos. Voy a encontrar a la niña que fui.
Judith se abrochó la blusa, se bajó la manga y se pasó los dedos por el pelo, se inclinó y cogió las botas.
–Si no puedo encontrar mi certificado de nacimiento, ¿podría volver a hipnotizarme? –le preguntó.
–No –respondió Patel, con firmeza–. Al menos, no por algún tiempo.
Cuando se hubo marchado Judith, Patel se dirigió a Rebecca.
–Enséñame los últimos minutos de la cinta.
Con pesimismo, observaron cómo la expresión de Judith pasaba del shock y el horror a la cólera amarga, y escucharon de nuevo su grito: «¡Deténgase! ¡No le haga eso!»
–¿Hacerle qué? –se preguntó Rebecca–. ¿Qué estaba experimentando Judith Chase?
El ceño de Patel estaba fruncido y sus ojos llenos de preocupación.
–No tengo ni idea. Tenías razón, Rebecca. No debería haberle inyectado nunca el litencum. Pero quizá esté bien. No recordaba la experiencia que había tenido, fuera cual fuese.
–No lo sabemos –le dijo Wadley. Puso la mano sobre su hombro–. Reza, he intentado advertirte. No debes experimentar con nuestros pacientes, por mucho que quieras ayudarles. Judith Chase parece estar bien. Quiera Dios que así sea.
Rebecca hizo una pausa.
–He observado una cosa. Reza, ¿tenía Judith una pequeña cicatriz en forma de media luna en la yema de su pulgar derecho cuando llegó aquí? Cuando busqué la vena de su mano para aplicarle la aguja hipodérmica no la vi. Pero mira esta última imagen antes de que despertase. Ahora tiene una.
Stephen Hallett no reparaba en la hermosa campiña inglesa, ni en sus prematuros indicios primaverales en la soleada tarde, mientras le conducían a Chequers, la hacienda de la Primera Ministra. La Primera Ministra se había dirigido allí tras su breve aparición en la fiesta de Fiona. Su repentina invitación de aquella mañana sólo podía tener un significado: por fin iba a anunciarle su intención de retirarse. Iba a indicarle su preferencia respecto a su sucesor para el liderazgo del partido.
Stephen sabía que, a no ser por una mancha en su expediente, él hubiera constituido la elección inevitable. ¿Cuánto tiempo seguiría persiguiéndole aquel terrible escándalo de hacía treinta años? ¿Habría estropeado ahora sus posibilidades? ¿Sería la Primera Ministra lo suficientemente generosa como para confesarle que no podía apoyarle o tenía la intención de comunicarle su apoyo?
Su chófer desde hacía tiempo, Rory, y su guardaespaldas de la Agencia Especial de Scotland Yard, Carpenter, eran hombres profundamente inteligentes y él percibía que comprendían la importancia de la reunión. Cuando se detuvieron ante la imponente mansión, Carpenter bajó y le saludó mientras Rory mantenía abierta la puerta del coche.
La Primera Ministra estaba en la biblioteca. Aunque el calor del sol inundaba la hermosa estancia, vestía una gruesa chaqueta de lana, y la energía vital que siempre la había caracterizado parecía faltarle de algún modo. Al saludarle, incluso su voz había perdido su vigor habitual.
–Stephen, no es bueno perder el placer por la lucha. Estaba regañando a mi psique por traicionarme tanto.
–¡Por supuesto, Primera Ministra!
Stephen se interrumpió. No la insultaría con falsos sentimientos. Su patente cansancio había sido durante meses el tema de especulación de los medios de comunicación.
La Primera Ministra le hizo ademán de que se sentase.
–He tomado una decisión que es muy difícil. Voy a retirarme de la vida pública. Diez años en este oficio son suficientes para cualquiera. Yo también quiero pasar más tiempo con mi familia. El país está preparado para unas elecciones y el líder del partido que sea reelegido debe encabezar la campaña. Stephen, creo que eres mi sucesor ideal. Tienes lo que hace falta.
Stephen esperó. Le parecía que la palabra siguiente sería «pero». Se equivocaba.
–No hay duda de que la Prensa desenterrará el antiguo escándalo. Yo, personalmente, he hecho que lo investigaran de nuevo.
El antiguo escándalo. A los veinticinco años, Stephen había empezado a trabajar en la empresa de su suegro como abogado. Un año más tarde, su suegro, Reginald Harworth, fue condenado a cinco años de cárcel.
–Tú fuiste completamente exculpado –dijo la Primera Ministra–, pero un asunto tan desagradable como ése tiene el don de reaparecer constantemente. Sin embargo, no creo que el país deba ser privado de tu capacidad y de tus servicios por tu desafortunado suegro.
Stephen notó que cada músculo de su cuerpo estaba tenso. La Primera Ministra se hallaba a punto de respaldarle.
La expresión de su cara se hizo severa.
–Quiero una respuesta directa. ¿Hay algo en tu vida privada que pudiera poner en apuros al partido, que pudiera costamos las elecciones?
–No.
–¿Ninguna de esas prostitutas que encuentran la forma de vender la historia de su vida a los periódicos? Eres un hombre atractivo, y viudo.
–Me ofende la sugerencia. Primera Ministra.
–No te ofendas. Tengo que saber. Judith Chase. Me la presentaste anoche. Me encontré con su padre, su padre adoptivo, supongo, en varias ocasiones a lo largo de los años. Parece intachable.
La mujer del César debe ser intachable, pensó Stephen. ¿No fue eso lo que Judith dijo anoche?
–Espero y deseo casarme con Judith. Ambos hemos acordado que no deseamos publicidad personal en este momento.
–Muy sensato. Bien, cuenta con mi bendición. Sus padres adoptivos eran de clase alta y tiene el atractivo de ser una huérfana de guerra británica. Es de los nuestros. –La Primera Ministra sonrió, con una sonrisa que reanimó todo su ser–. Felicidades, Stephen. Los laboristas nos asediarán, pero ganaremos. Serás el próximo Primer Ministro y ninguna persona estará más contenta que yo de verte presentarte ante Su Majestad. Ahora, por el amor de Dios, sé un buen chico y sírvenos un buen whisky escocés. Necesitamos elaborar los planes cuidadosamente.
Cuando dejó la consulta de Patel, Judith fue directamente al piso. En el taxi se dio cuenta de que iba murmurando: «Sarah Marsh, Sarah Marrish.» Va a gustarme mi verdadero nombre, pensó encantada. Mañana empezaría la búsqueda de su certificado de nacimiento. Sólo le quedaba esperar haber nacido en Londres. Si sus recuerdos eran fieles, saber su nombre y su fecha de nacimiento haría la búsqueda infinitamente más fácil. No resultaba extraño que no hubieran podido averiguar su origen. Si se había subido en un tren en Londres y se había bajado perdida en Salisbury y después había bloqueado sus recuerdos de lo sucedido, ello explicaba por qué nadie la había reclamado. Estaba segura de que su madre y Molly debieron morir aquel día. Pero primos..., pensó Judith. ¿Quién sabe?, puedo tener una gran familia viviendo justo al volver la esquina.
–Ya hemos llegado, señorita.
–¡Oh! –Judith se puso a buscar torpemente su billetero–. Estaba absorta, me parece.
En el piso se hizo una taza de té y se dirigió resueltamente hacia su mesa de trabajo. Sí, al día siguiente tendría tiempo suficiente para comenzar la búsqueda de Sarah Marrish. Hoy era mejor seguir siendo Judith Chase y ponerse de nuevo a escribir su libro. Estudió las notas que había tomado en el Archivo Nacional y se preguntó de nuevo por la mujer, Lady Margaret Carew, que había sido ejecutada en presencia del rey, y por cuál habría sido su crimen.
Eran casi las seis cuando telefoneó Stephen. El fuerte timbre del teléfono, tan distinto a los de América, sobresaltó a Judith por la concentración total en la que se sumía cuando escribía. Asombrada por el rato que había pasado, se percató de que, salvo por la luz de la mesa, el piso estaba a oscuras. Buscó a tientas el teléfono.
–¿Diga?
–Cariño, ¿sucede algo? Pareces inquieta. –La voz de Stephen sonaba preocupada.
–¡Oh!, no. Es sólo que cuando escribo estoy en otro mundo. Tardo uno o dos minutos en volver a la tierra.
–Por eso es por lo que eres tan buena escritora. ¿Cenamos hoy en mi casa? Tengo noticias bastante interesantes.
–Y yo tengo noticias interesantes para ti. ¿A qué hora?
–¿Te va bien a las ocho? Te enviaré el coche.
–A las ocho está bien.
Colgó el receptor, sonriendo. Sabía que a Stephen le disgustaba malgastar el tiempo al teléfono y, sin embargo, siempre conseguía ser breve sin parecer brusco. Decidió que ya había trabajado bastante por aquel día y fue encendiendo las lámparas al pasar por el salón y por el estrecho pasillo hacia su dormitorio.
Esto es otra cosa terriblemente inglesa que tengo, pensó unos minutos más tarde mientras se relajaba en agua muy caliente y perfumada. Me encantan estas largas bañeras de hierro fundido, con patas.
Tenía tiempo de tomarse un breve descanso, no, una siesta, decidió cubriéndose con el edredón. ¿Cuáles serían las noticias de Stephen? Parecía casi evasivo, de modo que no podía tener que ver con las elecciones, ¿o sí? No, desde luego que no. Ni siquiera él tenía tanta sangre fría.
Judith escogió para vestirse un estampado de seda que había comprado en Italia. Siempre había pensado que los colores vivos no se diferenciaban del efecto de las pinturas vertidas indiscriminadamente sobre una paleta. Era un vestido para alegrar la ahora nublada noche de enero. Era un vestido para dar noticias alegres.
–Stephen, ¿te gusta el nombre de Sarah?
Se dejó el pelo suelto, rozándole el cuello del vestido. El collar de perlas que había sido de su madre, de su madre adoptiva. Los pendientes de perlas y de diamantes, el estrecho brazalete de diamantes. Una noche festiva. Y no aparentas la edad que tienes, le dijo a su imagen. Y luego pensó: hoy he tenido dos años. Quizá eso ayuda a recuperar un toque de juventud. Sonriendo por la posibilidad se miró las manos, intentando decidir qué anillos ponerse.
Y entonces la vio. El ligero contorno de la cicatriz en forma de luna en la yema de su pulgar. Frunciendo el ceño, intentó recordar cuánto tiempo la había tenido allí. Cuando era una adolescente se había pillado con la puerta de un coche y se había hecho un gran corte y magulladuras. Las cicatrices de la cirugía plástica habían tardado mucho en desaparecer.
Y ahora una de ellas vuelve, pensó. ¡Fantástico!
Eran las ocho menos cinco. Sabía que el coche estaría abajo esperando. Rory siempre llegaba pronto.
La casa de Stephen en la ciudad se hallaba en Lord North Street. No quiso contar a Judith las noticias hasta haber cenado y haberse instalado en el confortable sofá de alto respaldo de la biblioteca. Ardía el fuego y una botella de «Don Perignon» se enfriaba en una cubeta de plata. Había dado permiso a los criados para que se fueran y cerrado las puertas de la biblioteca. Con solemnidad, se levantó, abrió el champán, llenó los vasos y le alargó uno.
–Un brindis.
–¿Por qué brindamos?
–Por unas elecciones generales. Porque la Primera Ministra me ha asegurado que me apoyará para que sea su sucesor como líder del partido.
Judith se levantó de un salto.
–Stephen, oh, Dios mío, Stephen.
Tocó con su copa la de Stephen.
–Gran Bretaña es muy afortunada.
Sus labios se encontraron uniéndose. Luego, él le advirtió.
–Cariño, ni una insinuación de esto a nadie. El plan es que durante las próximas tres semanas aproximadamente, me ocupe de preparar la estrategia de la campaña, haciendo apariciones políticas, haciéndome muy patente en las conferencias sobre terrorismo de la CEE, y reuniendo apoyo calladamente.
–En Washington se llama a esto desarrollar un alto perfil. –Los labios de Judith rozaron su frente–. ¡Dios mío, qué orgullosa me siento de ti, Stephen!
Él rió.
–Un perfil alto es exactamente el objetivo. Después, la Primera Ministra anunciará su decisión de no volver a ser candidata. La primera batalla se dará cuando el partido elija un nuevo líder. Hay competencia, pero con su apoyo debería de ir bien. Una vez que me elijan líder del partido, la Primera Ministra irá a ver a la reina y le pedirá que se disuelva el Parlamento. Las elecciones generales son aproximadamente un mes después.
La rodeó con sus brazos.
–Y si nuestro partido gana las elecciones y me convierto en Primer Ministro, no puedes imaginarte lo que significará saber que estás aquí al final del día. Cariño, nunca me había dado cuenta de lo solo que había estado durante todos los años en que Jane estuvo tan enferma hasta aquella noche en que te conocí, en casa de Fiona. Tan exquisitamente vestida, tan ingeniosa y bonita. Y tus ojos, con aquella sombra de tristeza...
–Ahora no están tristes.
Volvieron a sentarse en el sofá, él con sus largas piernas estiradas sobre la mesa de cuero de cóctel, ella acurrucada a su lado.
–Cuéntame todos y cada uno de los detalles de tu entrevista con la Primera Ministra –le pidió.
–Bien, puedo asegurarte que en los primeros momentos estaba seguro de que iba a darme de lado lo más amablemente posible. No creo que te haya hablado nunca de mi suegro.
Mientras Judith escuchaba el relato de Stephen sobre el escándalo y sobre su temor a que pudiera costarle el apoyo de la Primera Ministra, se dio cuenta de que no podía contarle su visita al doctor Patel, de que no podía pedirle su ayuda para descubrir su origen. No era de extrañar que se hubiera opuesto de forma tan vehemente a su deseo de encontrar a su familia natural. Y eso sería todo lo que los periódicos necesitarían, saber que la futura esposa del Primer Ministro estaba yendo a la consulta del polémico Reza Patel.
–Y, ahora, tus noticias –le dijo Stephen–. Me dijiste que tenías buenas noticias.
Judith sonrió y tocó su cara con la mano.
–Recuerdo cuando Fiona me dijo que me ponía a tu lado en la cena. Dijo que eras absolutamente sorprendente. Tenía razón. Mis noticias palidecen después de oír las tuyas. Iba a explicarte una charla interesantísima que he tenido con el bibliotecario del Archivo Nacional. Parecía encantarle el hecho de que Carlos II tuviera ojo para las señoras.
Levantó los labios hacia los de él, le rodeó con sus brazos y sintió la vehemencia de su respuesta. ¡Oh, Dios mío!, pensó, estoy tan enamorada de él. Se lo dijo.
El viernes por la tarde fueron a la casa de campo de Stephen, en Devon. En las tres horas de viaje, le habló de la heredad de Edge Barton.
–Está en Branscombe, un bonito y antiguo pueblo. Construido en los tiempos de la conquista normanda.
–Hace aproximadamente novecientos años –interrumpió dulcemente Judith.
–Tengo que recordar que trato con una historiadora. La familia Hallett adquirió la heredad cuando Carlos II volvió al trono. Me imagino que encontrarás alguna referencia sobre ello en tu investigación. Es un lugar realmente encantador. No me siento muy orgulloso de mi antepasado, Simon Hallett. Por lo visto, era un sujeto bastante marrullero. Pero creo y espero que te gustará Edge Barton tanto como a mí.
La heredad estaba situada sobre un saliente, cerca de un boscoso y estrecho valle. Detrás de los montantes de las ventanas brillaban las lámparas, que proyectaban rayos de luz sobre la piedra exterior. El tejado de pizarra tenía un resplandor oscuro bajo la luna creciente. A la izquierda, la fachada de un ala de tres pisos, que Stephen decía que era la parte más antigua del edificio, se alzaba majestuosamente por encima de las copas de los árboles. Stephen señaló la puerta en arco con un montante y rejas brillantes, cerca del ala derecha de la mansión.
–Los anticuarios siempre están queriendo comprarla. Por la mañana podrás ver los restos del foso. Ahora está seco, pero parece que era una defensa muy efectiva hace mil años.
La investigación para su libro había familiarizado a Judith con las casas antiguas, pero cuando el coche se detuvo ante la puerta principal de Edge Barton, se dio cuenta de que, fuera cual fuese la sensación que experimentaba, era totalmente distinta a sus reacciones ante otras casas históricas.
Stephen estudiaba su rostro.
–Bien, querida. Parece que la apruebas.
–Siento como si estuviese llegando a casa.
Cogidos del brazo, exploraron el interior de la casa.
–He pasado demasiado poco tiempo aquí durante años –explicó Stephen–. Jane estaba tan enferma que prefería Londres, donde sus amigos podían visitarla fácilmente. Yo venía solo y apenas me quedaba lo suficiente para atender a mi distrito electoral.
El salón, el comedor, el gran vestíbulo, la chimenea Tudor en el dormitorio que estaba encima del salón, la escalera normanda del ala antigua, las magníficas ventanas con molduras cóncavas, la lisa y blanda piedra Beer en el pasillo superior, que generaciones de niños habían cubierto de dibujos de barcos y personas, de caballos y perros, iniciales, nombres y fechas. Judith se detuvo a examinarlos mientras un sirviente subía por las escaleras. Había una llamada telefónica para Sir Stephen.
–En seguida vuelvo, cariño –murmuró él.
Un par de iniciales parecían arder en la pared. V.C., 1635. Judith pasó las manos por encima de las iniciales.
–Vincent –murmuró–. Vincent.
Aturdida, volvió al vestíbulo y a las escaleras que conducían al salón de baile del cuarto piso. Estaba completamente oscuro. Escudriñando la pared, encontró la luz y luego observó cómo la sala se llenaba de gente vestida con la ropa formal del siglo XVII. La cicatriz de su mano empezó a resplandecer. Era el 18 de diciembre de 1641...
–Edge Barton es una casa magnífica, Lady Margaret.
–No puedo no estar de acuerdo. –El tono de Margaret Carew era frío al dirigirse al joven petimetre, cuyo cabello, cuidadosamente rizado, apacibles rasgos y fatua vestimenta no podían ocultar la impresión de malicia y falsedad que emanaban de Hallett, hijo bastardo del duque de Rockingham.
–Vuestro hijo, Vincent, nos mira ceñudo. No me parece que me apruebe –dijo.
–¿Tiene alguna razón para no aprobaros?
–Quizá note que estoy enamorado de su madre. Realmente Margaret, John Carew no es hombre para vos. Teníais quince años cuando os casasteis con él. A los treinta y dos sois más bella que cualquier otra mujer de este salón. ¿Qué edad tiene John? ¿Cincuenta? Y es prácticamente un tullido desde su accidente de caza.
–Y es el marido a quien amo muchísimo.
Margaret atrajo la atención de su hijo y le hizo una señal con la cabeza. Rápidamente, cruzó el salón hasta llegar a ella.
–Madre.
Era un chico guapo, alto y bien desarrollado pura sus dieciséis años. Sus rasgos manifestaban claramente que era un Carew pero, como Margaret le recordaba en broma, podía estarle agradecido a ella por su gruesa melena de cabello castaño y por sus ojos azul verdoso. Eran características de la familia Russell.
–Simon, vos conocéis a mi hijo Vincent. Vincent, ¿te acuerdas de Simon Hallett...?
–Sí.
–¿Y qué recuerdas de mí exactamente, Vincent? –La sonrisa de Hallett era condescendiente.
–Os recuerdo, señor, como absolutamente indiferente a los nuevos impuestos que amenazan a todas las personas en esta sala. Pero, como mi padre ha observado, cuando un hombre no tiene nada sobre lo que pagar impuestos, es muy fácil prometer lealtad a un monarca que cree en el derecho divino de los reyes. ¿No es un hecho, señor Hallett, que es la esperanza de vuestra casta que las propiedades que son confiscadas por impago de impuestos por la corona algún día sean concedidas a los defensores del rey? ¿A vos mismo? Mi padre ha observado que vuestros ojos son codiciosos cuando acompañáis a vuestros amigos a la heredad de Edge Barton. ¿Es cierto, pues, que esta casa ejerce una gran fascinación sobre vos, así como vuestro evidente interés por mi madre?
El rostro de Hallett estaba rojo de ira.
–Sois un impertinente.
Lady Margaret se rió y cogió el brazo de su hijo.
–No, es un joven muy sagaz. Os ha dado exactamente el mensaje que le pedí que os diera. Tenéis razón, señor Hallett, mi esposo, Sir John, no está bien, y es por eso por lo que he decidido no molestarle para que hable con vos. No volváis a entrar de nuevo en esta casa bajo el pretexto de acompañar a amigos mutuos. No sois bien recibido aquí. Y si sois tan íntimo del rey como nos queréis hacer creer, decidle a Su Majestad que la razón por la que tantos de nosotros nos hemos apartado de su corte es porque no podemos sufrir la hurla que hace del Parlamento, su pretensión de derecho divino, su indiferencia hacia las necesidades y derechos legítimos de su pueblo. Mi familia ha servido tanto en la Cámara de los Lores como en la de los Comunes desde que fue creado el Parlamento. La sangre de los Tudor corre por nuestras venas, pero eso no significa que vayamos a volver a los tiempos en los que el único derecho que el monarca reconocía era su sola voluntad e intención.
La música llenó la sala. Margaret volvió la espalda a Hallett, sonrió a su esposo que estaba sentado con algunos amigos, con su bastón al lado, y fue a la pista de baile con su hijo.
–Tienes la gracia de tu padre –dijo–. Antes de su accidente, acostumbraba a decirle que era el mejor bailarín de Inglaterra. Vincent no le devolvió la sonrisa.
–Madre, ¿qué va a pasar?
–Si Su Majestad no acepta las reformas que exige el Parlamento, habrá guerra civil.
–Entonces lucharé al lado del Parlamento.
–Quiera Dios que cuando tengas edad para la lucha, ya esté arreglado. Incluso Carlos debe saber que posiblemente no pueda ganar esta batalla de conciencia.
Judith abrió los ojos. Stephen la llamaba. Sacudió la cabeza y corrió hacia la escalera.
–Aquí arriba, cariño.
Cuando él llegó a su lado, le rodeó el cuello con sus brazos.
–Siento como si siempre hubiese conocido Edge Barton. No se dio cuenta de que la cicatriz de su mano, que había llegado a adquirir un intenso tono carmesí, había desaparecido de nuevo hasta convertirse en un contorno pálido y casi imperceptible.
El lunes, Judith fue en coche hasta Worcester para visitar el escenario del último gran combate de la Guerra Civil. Había tenido lugar en aquella ciudad, en 1651. Fue primero a la Comandancia, el edificio de madera que había servido de cuartel general a Carlos II. Totalmente restaurado ahora, tenía uniformes, yelmos y mosquetes que los visitantes eran invitados a tocar. Al levantar el uniforme de un capitán del ejército de Cromwell tenía conciencia de un sentimiento de tremenda tristeza. Una presentación audiovisual evocaba con realismo el histórico combate y los acontecimientos que llevaron al mismo. Con los ojos ardiéndole, miró la película, sin darse cuenta de que tenía los puños apretados.
Un ayudante le dio un mapa de lo que el museo llamaba el «Camino de la Guerra Civil», en el que señalaba la marcha de la batalla de Worcester. Le explicó:
–Las tropas realistas fueron completamente derrotadas en la batalla de Naseby. La guerra se terminó efectivamente aquel día, ganada por Cromwell y sus parlamentaristas. Pero continuó todavía. El último gran choque de armas fue aquí. Los realistas estaban comandados por el joven Carlos. Con sólo veintiún años, y los historiadores dicen que fue «un incomparable ejemplo de valor», pero no sirvió de nada. Habían perdido quinientos oficiales en Naseby y no se recuperaron nunca.
Judith dejó la Comandancia. El día era típico de enero, frío, algo crudo. Llevaba una «Burberry» con la solapa levantada alrededor del cuello. Se había hecho un moño y le habían quedado sueltos unos mechones que ahora enmarcaban su rostro ceniciento y sus ojos de pupilas dilatadas.
Siguió el mapa mientras paseaba por la ciudad, haciendo una pausa para consultar sus propias notas y para anotar impresiones. En la parte superior de la catedral de Worcester se quedó mirando, recordando que era desde aquel punto preciso desde donde Carlos II había observado los preparativos de Cromwell para la batalla. Y cuando era evidente que la batalla estaba perdida, las tropas realistas se lanzaron a una matanza en un ataque final contra los parlamentaristas para cubrir la huida de su futuro monarca. Fue aquí donde Carlos comenzó su largo y angustioso viaje por Inglaterra para refugiarse en Francia.
Una pena que se escapase, pensó amargamente, mientras la cicatriz de su mano empezaba a resplandecer. Ya no veía el invernal paisaje de Worcester. Era una noche cálida de julio de 1644 y ella se dirigía en un carruaje cerrado hacia Marston Moor con la esperanza de encontrar a Vincent todavía vivo...
Un redoble de tambores acompañaba a un pequeño destacamento de tropas de cabezas redondas. Al ver aproximarse el carruaje, dos centinelas se adelantaron y le impidieron el paso con palos largos.
Lady Margaret descendió del carruaje. Llevaba un traje de día de corte sencillo, de fino lino de color azul oscuro con un cuello fruncido. Una capa a juego le caía suelta desde los hombros. Excepto su anillo de casada, no llevaba joyas. Su grueso pelo castaño, ahora algo plateado, estaba recogido en la nuca. Sus ojos, los ojos azul verdoso de la aristocrática familia Russell, aparecían oscurecidos por el dolor.
–Por favor –suplicó–. Sé que muchos de los heridos no están siendo atendidos. Mi hijo luchó aquí.
–¿En qué lado?
La pregunta del soldado iba acompañada de un tono burlón.
–Es un oficial del ejército de Cromwell.
–Por vuestro aspecto hubiera creído que era un caballero. Pero lo siento, señora, hay demasiadas mujeres ya buscando en estos campos. Tengo órdenes de no permitir que pasen más. Nosotros nos encargaremos de los cuerpos.
–Por favor –suplicó Margaret–. Por favor.
Un oficial se adelantó:
–¿Cuál es el nombre de vuestro hijo, señora?
–Capitán Vincent Carew.
El oficial, un lugarteniente de unos treinta y tantos años, parecía sombrío.
–Conozco al capitán Carew. No le he visto desde que terminó la batalla. Estaba con la carga contra el regimiento de Langdale. Es en el barrizal de la derecha. Quizá deberíais comenzar la búsqueda allí.
Los campos estaban cubiertos de muertos y moribundos esparcidos. Mujeres de todas las edades se movían entre ellos, buscando a sus maridos, hermanos, padres e hijos. Arma rotas y caballos muertos evidenciaban la fiereza de la batalla. El cálido y húmedo aire de la noche estaba plagado de insectos, que zumbaban alrededor de los cuerpos caídos. Podían oírse esporádicos gritos de agonía y de dolor cuando se encontraban los cuerpos de los seres queridos.
Margaret se incorporó a la búsqueda. Muchos de los cuerpos estaban boca abajo, pero no tenía que darles la vuelta. Buscaba un cabello castaño que no se adaptase al sencillo corte redondo adoptado por tantos en el ejército de Cromwell, un cabello que todavía se rizaba grueso y suelto alrededor de una cara juvenil.
Delante de ella, una joven de unos diecinueve años se dejó caer sobre las rodillas y echó los brazos alrededor de un soldado muerto, con el uniforme de caballero. Gimiendo, le meció en sus brazos.
–Edward, esposo mío.
Margaret tocó el hombro de la muchacha en un gesto de simpatía sin palabras. Y entonces vio lo que había sucedido. El soldado muerto tenía todavía cogida la espada entre sus manos. Sobre ella había trozos de ropa adheridos. Unos cuantos metros más allá, un joven oficial parlamentarista estaba en el suelo, con el pecho partido. Margaret palideció porque supo instintivamente que los retales rotos de su túnica eran como los trozos de la espada. La cabeza con el cabello castaño. Las hermosas y patricias facciones tan parecidas a las de su padre. Los ojos azulverdoso de la familia Russell que la miraban fijamente sin ver.
–Vincent, Vincent.
Se arrodilló a su lado, acunó su cabeza contra su pecho, contra el pecho que veinte años antes sus labios de niño habían buscado.
–Entonces lucharé al lado del Parlamento.
–Quiera Dios que para cuando tengas edad para la lucha, ya esté arreglado. Incluso Carlos debe saber que posiblemente no pueda ganar esta batalla de conciencia.
La joven, la espada de cuyo marido había matado a Vincent, comenzó a gritar:
–¡No... no... no!
Margaret se la quedó mirando. Es joven, pensó. Encontrará otro marido. Yo no tendré nunca otro hijo. Con infinita ternura, besó los labios y la frente de Vincent y lo depositó en el cenagoso barrizal. El cochero la ayudaría a llevar su cuerpo hasta el carruaje. Por un momento, se quedó junto a la llorosa muchacha.
–Es una pena que la espada de su esposo no cayera en el corazón del rey –dijo–. Si fuese mía, hubiese encontrado allí su blanco.
Judith se estremeció. El sol había desaparecido y el viento era cada vez más fuerte. Se dio cuenta de que había un grupo de turistas junto a ella. Uno de ellos intentó atraer la atención del guía.
–¿En qué año fue ejecutado Carlos I?
–Fue decapitado el 30 de enero de 1649 –respondió Judith–. Cuatro años y medio después de la batalla de Marston Moor. –Entonces sonrió–. Lo siento, no pretendía interferir.
Bajó corriendo las escaleras, anhelando ahora estar fuera de aquel lugar, llegar a su hogar, a su piso, encender un fuego y tomarse un jerez. Es curioso, pensó mientras iba en coche por entre el tráfico, siempre en aumento, cuando empecé este libro sentía mucha más simpatía por los realistas. Creía que los Estuardos hasta Mary eran o muy tontos o muy falsos y que Carlos I era las dos cosas, pero que no debería haber sido ejecutado. Cuanto más profundizo en la investigación, más creo que los miembros del Parlamento que firmaron su sentencia de muerte tenían razón, y si yo hubiese estado allí me hubiese puesto en fila para firmarla con ellos...
Al día siguiente, con el corazón latiéndole furiosamente, Judith subió el pequeño escalón de la puerta giratoria del Archivo Nacional, St. Catherine’s House, en Kingsway. Ojalá sea éste el sitio, rogó en silencio, recordando las historias que sus padres adoptivos le habían contado sobre cómo las autoridades habían escrutado los registros de las parroquias en Salisbury y habían puesto su foto en las comunidades próximas, esperando encontrar a su familia. Pero si hubiese nacido en Londres y subido al tren accidentalmente... Ojalá sea verdad, pensó. Que sea verdad.
Había planeado ir a aquella oficina el día anterior, pero cuando miró en su agenda y se dio cuenta de que había proyectado la visita a Worcester, decidió atenerse a su programa sin dudar. ¿Lo hizo porque temía llegar a un punto muerto, que el recuerdo del bombardeo cerca de la estación, los nombres de Sarah y Molly Marsh o Marrish fueran sólo detalles que su mente hipnotizada había ofrecido caprichosamente?
En la oficina de información, hizo una cola inesperadamente larga. Por retazos de conversaciones comprendió que la mayoría de las personas de la cola estaba buscando a sus antepasados. Cuando, finalmente, llegó al empleado, le dijeron que los registros de nacimientos estaban en la sección primera, registrados en grandes volúmenes, con los distintos años indicados.
–Cada año se divide en cuatro trimestres y en los libros se indica marzo, junio, setiembre, diciembre –le informó el empleado–. ¿Qué fecha quiere usted...? ¿Mayo, cuatro o catorce? Entonces debe mirar en el volumen de junio. Tiene los registros de abril, mayo y junio.
La sala era un hormiguero de actividad. El único lugar que había para sentarse era en una de las largas mesas. Judith se quitó la capa con capucha verde oscuro que había comprado impulsivamente aquella mañana, en «Harrods».
–¿Es preciosa, verdad? –le había dicho la vendedora–. Y es perfecta para este tiempo tan variable. No es demasiado pesada, pero con un suéter debajo es muy cálida.
Llevaba sus prendas favoritas: un suéter de punto, pantalones elásticos y botas. Ajena a las miradas de admiración que la seguían, bajó el libro señalado como junio 1942.
Para su consternación, encontró que bajo los nombres Marrish y Marsh no había ninguna Sarah, ni tampoco una Molly. ¿Habría sido simple fantasía todo lo que había dicho bajo hipnosis? Volvió a la cola y, finalmente, llegó hasta el empleado.
–¿No hay una ley por la que un nacimiento debe ser registrado en el período de un mes a partir de la fecha de nacimiento del niño?
–Así es.
–Entonces, tengo el libro adecuado.
–¡Oh!, no necesariamente. El año 1942 era tiempo de guerra. Muy posiblemente el nacimiento no fue registrado hasta el trimestre siguiente, o incluso después.
Judith volvió al banco y comenzó a pasar el dedo por las páginas de Marrish y Marsh, buscando por la segunda inicial, S. O quizá Sarah fuese mi segundo nombre, pensó. Las personas llaman a un niño por su segundo nombre si el primero es igual que el de su madre. Pero no se incluía ninguna hembra Marsh o Marrish con esa inicial. Cada línea llevaba el apellido y el nombre del recién nacido, el apellido de soltera de la madre y el barrio en el que el nacimiento tuvo lugar. Esa información estaba junta en una lista con el volumen y el número de la página del índice, que se necesitaban para conseguir copias del certificado de nacimiento. Así que sin el nombre correcto voy a dar a un callejón sin salida, pensó.
No se marchó hasta la hora de cerrar. Para entonces le dolían los hombros por las horas que había estado examinando los libros. Los ojos le ardían y la cabeza le palpitaba. No iba a ser un procedimiento fácil. Si al menos pudiera conseguir la ayuda de Stephen. Él podía poner personal que ayudara en la tarea. Quizá había forma de buscar documentos de los que ella no sabía nada... Y quizá su mente le había gastado una jugarreta y Sarah Marrish o Marsh era una invención de su imaginación.
Había una llamada de Stephen en el contestador automático. Al oír su voz, se animó. Rápidamente, marcó el número de teléfono privado de su oficina.
–¿Quemándote las pestañas? –le preguntó cuando le pusieron con él.
Él rió:
–Podría preguntarte lo mismo. ¿Cómo fue en Worcester? ¿Impresionada por nuestra falta de amor fraterno?
Ella le había dado a entender que iba a volver a Worcester aquel día. Indudablemente, no iba a contarle lo de la búsqueda de su familia de origen.
Dudó y luego respondió apresuradamente:
–La investigación fue algo lenta hoy, pero eso es parte del juego. Stephen, ¿disfrutaste el fin de semana tanto como yo?
–No he dejado de pensar en él. Es como un oasis para mí en estos momentos.
El sábado y el domingo en Edge Barton habían ido a montar a caballo. Stephen tenía seis caballos en su cuadra. Su propio caballo, Market, un caballo castrado, negro como el carbón, y Juniper, una yegua, eran sus favoritos. Ambos eran saltadores. A Stephen le había encantado que Judith mantuviese su mismo paso mientras paseaban por la heredad, saltando las vallas.
–Me dijiste que sabías montar un poco –le recriminó.
–Antes montaba mucho. Apenas he tenido tiempo en los últimos diez años.
–Realmente no se nota. Me quedé parado cuando me di cuenta de que no te había advertido de aquel arroyo. A no ser que el jinete se dé cuenta, los caballos tienen tendencia a plantarse.
–Lo esperaba –había respondido ella.
Cuando volvieron a la cuadra, desmontaron y, cogidos del brazo, se dirigieron paseando hacia la casa. Una vez fuera de la vista de los mozos de la cuadra, Stephen la rodeó con sus brazos.
–Judith, es definitivo. Dentro de tres semanas la Primera Ministra anunciará que se retira y se elegirá al nuevo líder del partido.
–Tú.
–Tengo su apoyo. Como ya te he dicho, hay otros clamando por el puesto, pero debería ir bien. Las semanas siguientes hasta las elecciones van a ser frenéticas. Tendremos muy poco tiempo para estar juntos. ¿Puedes aceptarlo?
–Claro que sí. Y si puedo dedicarme al libro mientras estés ocupado haciendo campaña, tanto mejor. Y, a propósito, Sir Stephen, estoy encantada de verte con ropa de montar en lugar de con un traje serio o de etiqueta. Un toque de Ronald Colman, creo. Antes me encantaba ver películas viejas por la noche y él era mi favorito sin discusión. Empiezo a sentirme un poco como los amantes de Random Harvest. Smithy y Paula se volvieron a encontrar de nuevo aproximadamente a nuestra edad.
–¡Judith! –La voz de Stephen procedía de un lugar que parecía lejano.
–Lo siento, Stephen. Estaba pensando en ti y en el fin de semana preguntándome si en este momento te pareces a Ronald Colman.
–Siento decepcionarte, cariño, pero la comparación es desfavorable para el difunto señor Colman. ¿Qué vas a hacer esta noche?
–Preparar algo para cenar y ponerme a escribir a máquina. El trabajo de campo es necesario, pero ciertamente no ayuda a que el manuscrito crezca.
–Bien, acábalo. Judith, las elecciones serán el 13 de marzo. ¿Te gustaría una discreta boda en el mes de abril, preferentemente en Edge Barton? Es, sin duda, el lugar del mundo entero en el que más en casa me siento. Ha significado para mí retiro, solaz y paz desde que nací. Y noto que tú ya has captado algo de esa sensación.
–Ya lo sé.
Cuando Judith colgó el receptor, pensó en las ganas que tenía de prepararse algo sencillo, irse a la cama y leer un rato. Pero había dedicado un precioso día a hacer compras en «Harrods» y al Archivo Nacional.
Decidió no mimarse y se duchó, se puso un pijama cálido y una bata, calentó una lata de sopa y volvió a su escritorio. Examinó el manuscrito con satisfacción: el primer tercio lo dedicaba a los acontecimientos que llevaron a la guerra civil, la parte central a la vida en Inglaterra durante la guerra, a los vaivenes de los progresos de la batalla, a las ocasiones desperdiciadas de reconciliación entre el rey y el Parlamento, y a la captura, juicio y ejecución de Carlos I. Ahora, estaba en el momento de la vuelta de Carlos II de su exilio en Francia, su promesa de libertad religiosa, «libertad para la objeción de conciencia», el juicio a los hombres que firmaron la sentencia a muerte de su padre.
Carlos volvió a Inglaterra el día en que cumplía 30 años, el 29 de mayo de 1660. Judith cogió la pluma para subrayar sus notas acerca del número de solicitudes que recibió de los realistas asediándole con peticiones de títulos y de las heredades confiscadas a los cromwelianos.
La cabeza le palpitaba. La cicatriz de la mano derecha empezó a resplandecer.
–¡Oh!, Vincent –murmuró.
Era el 24 de setiembre de 1660...
En los dieciséis años transcurridos desde la muerte de Vincent, Lady Margaret y Sir John vivieron sosegadamente en Edge Barton. Sólo la ejecución del rey y la derrota de las tropas realistas habían ofrecido algún consuelo a Lady Margaret. Almenas, la causa por la que su hijo había muerto había resultado victoriosa. Pero en aquellos años ella y John se habían distanciado. Ante su airada insistencia, él había firmado a regañadientes la orden de ejecución para el rey, y nunca se lo había perdonado a sí mismo.
–El exilio hubiese sido suficiente –le había dicho muchas veces, con tristeza–. Y, en su lugar, ¿qué hemos conseguido? Un Lord Protector que se comporta con la actitud de la realeza y cuyas puritanas maneras han despojado a Inglaterra de la libertad religiosa y de todas las alegrías que una vez conocimos.
Al amar a su esposo casi tanto como odiaba al rey ejecutado, al ver a John desmejorarse hasta convertirse en un anciano desmemoriado, sabiendo que no podría perdonarla por haberle obligado a convertirse en un regicida, y el añorar cada día a su hijo perdido habían cambiado a Margaret. Sabía que se había convertido en una mujer amargada. Su cólera se hizo legendaria y su espejo le decía que ya no se parecía en nada a la bella y joven hija del duque de Wakefield que había sido tan celebrada en la corte cuando se casó con Sir John Carew. Sólo cuando se sentaba con John y le escuchaba hablar cada vez más del pasado era capaz de recordar lo feliz que había sido su vida en otros tiempos.
Carlos II había vuelto a Inglaterra en mayo. Dijo que ya había sido derramada bastante sangre y ofreció un perdón general, excepto para los hombres que estuvieron directamente implicados en el asesinato de su padre. Cuarenta y uno de los cincuenta y nueve que firmaron la sentencia de muerte seguían vivos. Carlos prometió una consideración especial a aquellos que se entregasen.
Margaret no confiaba en el rey. Era evidente que a John le quedaba poco tiempo de vida. Su mente se debilitaba. A menudo pedía que Vincent le acompañase a dar un paseo a caballo. Había comenzado a mirar de nuevo el rostro de Margaret con el profundo amor que le había demostrado durante tantos años. Hablaba de ir a la corte y hacía planes para el baile anual en Edge Barton. Su respiración superficial y su palidez cenicienta indicaban a Margaret que su corazón se debilitaba.
Con la ayuda de un puñado de leales criados ideó una estratagema. John partiría hacia Londres para entregarse al rey. Los agricultores arrendatarios y los lugareños verían salir al carruaje de la hacienda. Y cuando fuese de noche, el carruaje volvería. Habían preparado un apartamento para John en las habitaciones ocultas que antiguamente eran conocidas como escondrijos de sacerdotes. Allí, en tiempos de la reina Isabel I, miembros del clero católico habían encontrado refugio cuando intentaban escapar hacia Francia. Luego, harían que el carruaje volviera a un lugar remoto cerca de la carretera hacia Londres y que pareciese que había sido atacado por salteadores de caminos para que se supusiera que sus ocupantes habían sido asesinados.
El plan funcionó bien. El cochero fue generosamente pagado y se marchó a las colonias de América. El sirviente personal de John se quedó con él en el oculto refugio. Margaret entraba furtivamente en la cocina por la noche y con la ayuda de Dorcas, una anciana fregona, preparaba comida para ellos.
Cuando llegaron noticias de la suerte de los regicidas que habían sido colgados en Charing Cross, desollados y descuartizados, Margaret supo que había tomado la única decisión posible. John moriría en paz en Edge Barton.
Acompañado por un contingente de soldados realistas, Simon Hallett llegó en la madrugada del 2 de octubre. Margaret acababa de volver a su habitación. Había pasado la noche con John, envolviendo su frágil cuerpo con sus brazos, sintiendo el frío que precedía a la muerte. Sabía que sólo le quedaban semanas o quizá días de vida. Apresuradamente, cogió una bata, abrochándosela mientras bajaba corriendo las escaleras.
Habían pasado dieciocho años desde la última vez que viera a Simon Hallett. Cuando la guerra terminó, él fue a unirse al rey en su exilio en Francia. Ahora, sus en otro tiempo frágiles facciones se habían hecho más gruesas. La arrogancia había reemplazado a la expresión taimada que tanto la repugnaba.
–Lady Margaret, qué alegría veros de nuevo –dijo burlonamente cuando ella abrió la gran puerta de madera. Sin esperar su permiso, entró y miró a su alrededor–. Edge Barton no ha sido bien cuidada desde la última vez que estuve aquí.
–Mientras vos estabais en Francia languideciendo a los pies de vuestro real amo, otros ingleses permanecían en su tierra pagando elevados impuestos para compensar el coste de la guerra.
Margaret esperaba que sus ojos no revelasen su terror. ¿Sospechaba Simon Hallett que el carruaje de John no había sido asaltado por bandidos? La orden que les dio a los soldados confirmó su miedo.
–Busquen en cada rincón de esta casa. Tiene que haber un escondrijo de sacerdotes. Pero tengan cuidado. No causen daños. Tal como está costará bastante restaurar debidamente la propiedad. Sir John se esconde aquí, en algún sitio. No nos iremos sin él.
Lady Margaret reunió todo el desprecio y el desdén que ardía en su alma.
–Estáis completamente equivocado –dijo a Simon–. Mi esposo os haría frente con una espada si estuviese aquí.
«Y lo harías, John –pensó–, pero no estás aquí. Vives en un feliz pasado...»
Habitación por habitación, la búsqueda continuó por la gran casa. Se abrieron armarios, se comprobaron paredes buscando sonidos huecos que indicasen pasadizos escondidos. Pasaron las horas. Margaret estaba sentada en el gran vestíbulo, cerca del fuego que un criado había encendido, preguntándose si atreverse a esperar. Simon recorría la casa cada vez más impaciente. Finalmente volvió al vestíbulo grande. Dorcas acababa de llevarle a Margaret té y pan. Margaret supo que todo había terminado cuando la mirada de Simon se quedó reflexivamente fija sobre la anciana mujer. De un gran salto atravesó la estancia, agarró a la criada por los brazos y se los retorció por detrás.
–Tú sabes dónde está –dijo–. Dímelo ahora.
–No sé lo que queréis decir, señor, por favor.
Dorcas temblaba. Su ruego se convirtió en un grito cuando Simon le retorció de nuevo los brazos y el horripilante sonido de un hueso roto resonó en la gran estancia.
–Le diré dónde está –gritó–. Ya no más, más no.
–Pues hazlo, entonces.
Retorciéndole el brazo todavía. Simon apremiaba a la sollozante anciana a que subiera la gran escalera.
Unos momentos después, dos soldados arrastraban el esposado cuerpo de Sir John Carew escaleras abajo. Simon Hallett guardaba su espada en la vaina.
–Aquel criado no vivió para lamentar su insolencia –dijo a Margaret.
Aturdida, se levantó y corrió hacia su esposo.
–Margaret no estoy bien –dijo John, con tono perplejo–. Hace mucho frío. Pide que alimenten el fuego. Y envíame a Vincent. No he visto al muchacho en toda la mañana.
Margaret le rodeó con sus brazos.
–Te seguiré a Londres.
Mientras los soldados sacaban a John a empujones de la casa, ella miró a Simon.
–Incluso esos locos pueden ver su estado. Y si quieren juzgar a alguien, que me juzguen a mí. Fui yo quien pidió a mi esposo que firmase la sentencia de muerte del rey.
–Gracias por vuestra información. Lady Margaret. –Hallett se volvió al oficial–. Habéis sido testigo de su confesión.
A Margaret le impidieron asistir al juicio de su esposo. Los amigos se lo contaron.
–Dijeron que se estaba haciendo el loco, pero que había conseguido tramar un inteligente plan de fuga. Lo condenaron por regicida y la sentencia deberá ser llevada a cabo dentro de tres días.
Colgado en Charing Cross. Su cuerpo, desollado y descuartizado. Su cabeza exhibida en un palo.
–Debo ver al rey –dijo Margaret–. Debo hacerle comprender.
Sus primos no la habían comprendido ni tampoco perdonado por ponerse del lado de los parlamentaristas, pero ella pertenecía a una de las grandes familias de Inglaterra. Consiguieron una audiencia.
El día que John debía ser ejecutado Margaret fue introducida en presencia de Carlos II. Había oído decir que el rey había dicho a sus consejeros que estaba cansado de las ejecuciones y que no quería ninguna más. Ella rogaría que se le permitiera a Sir John morir en paz en Edge Barton y se ofrecía a sí misma en su lugar.
Simon Hallett se hallaba a la derecha del rey. Parecía divertido mientras Margaret hacía una gran reverencia.
–Sire, antes de que escuchéis a Lady Margaret, que puede ser muy persuasiva, ¿puedo presentaros a otros testigos?
Horrorizada, Margaret vio cómo el capitán de la guardia que había arrestado a John entraba y decía al monarca:
–Lady Margaret juró que ella había pedido a su esposo que firmase la sentencia de muerte de Su Majestad.
–Pero si eso es exactamente lo que he venido a deciros. Sir John no quería firmarla. Nunca me ha perdonado que le urgiese a hacerlo –gritó.
–Majestad –intervino Simon Hallett–. La vida entera de Sir John Carew, su servicio militar, sus años en el Parlamento, le muestran cómo un hombre de fuertes convicciones, no como alguien que pueda ser influido por una esposa insistente. No os lo digo para excusarle a él, sino para haceros comprender que a pesar de vuestra naturaleza generosa y clemente, estáis mirando la cara de una mujer que es tan culpable como si ella misma hubiese firmado el imperdonable documento. Y hay otra persona más que os rogaría que atendieseis: Lady Elizabeth Sethhert.
Entró una mujer de unos treinta años. ¿Por qué le parecía conocida?, se preguntaba Margaret. Pronto comprendió la razón. Era el esposo de Lady Elizabeth quien había matado a Vincent.
–Nunca lo olvidaré, Majestad –dijo Lady Elizabeth, mirando fijamente a Margaret con un desdén despiadado–. Mientras sostenía a mi esposo entre mis brazos, contenta de que hubiese dado su vida al servicio de Vuestra Majestad, esta mujer dijo que era una pena que su espada no se hubiese hundido en el corazón del rey. Luego, dijo: «Si fuese mía, hubiese encontrado allí su blanco.» Cuando se fue pregunté su nombre a un oficial parlamentarista, puesto que ella era claramente una mujer de rango. Nunca he olvidado el horror de aquel momento y he explicado muchas veces esta historia, que es por lo que Simon Hallett la conoce.
El rey volvió su mirada hacia Margaret. Ella había oído decir que él se consideraba un estudioso de la fisonomía, que podía leer los caracteres de las personas estudiando sus caras. Ella dijo:
–Sire, estoy aquí para reconocer mi culpa. Haced conmigo lo que queráis, pero perdonad a un anciano enfermo e ido.
–Sir John Carew es lo suficiente inteligente como para simular locura, Sire –dijo Hallett–. Y si con vuestro benevolente perdón se le permite volver a Edge Barton, pronto se verá milagrosamente restablecido. Luego, él y su mujer seguirán uniendo sus cabezas con sus camaradas revolucionarios peligrosos y de alto rango. Estos bribones traman para Vuestra Majestad la misma suerte que sufrió nuestro anterior monarca, vuestro padre.
Aturdida Margaret miró fijamente a Simon.
–¡Embustero! –gritó Margaret a Simon–. ¡Embustero! –Intentó precipitarse hacia el rey–. Majestad, mi esposo, tened misericordia de mi esposo.
Simon Hallett se arrojó sobre ella, golpeándola contra el suelo y cubriéndola con su cuerpo. Ella vio el destello de un puñal en la mano de Simon. Pensando que quería apuñalarla, Margaret intentó arrancárselo. El puñal le hizo un profundo corte en la yema del dedo pulgar; luego. Simon la obligó a apretar sus dedos alrededor del puñal mientras la obligaba a ponerse en pie.
Margaret sabía que era inútil protestar. De la herida le brotaba sangre mientras le ataban las manos y era apartada de la presencia real. Simon la siguió.
–Dejadme tener unas palabras con Lady Margaret –dijo a los guardias–. Apartaos por favor.
Él murmuró:
–Ahora mismo Sir John cuelga de la cuerda en Charing Cross y le están arrancando las entrañas. El rey ya me ha nombrado baronet. Como recompensa por haber salvado su vida de vuestro loco ataque, solicitaré y me será concedido Edge Barton.
Durante el fin de semana. Reza Patel había intentado repetidamente telefonear a Judith. Cuando el contestador automático se ponía en marcha, no dejaba ningún recado. Quería parecer espontáneo cuando le sugiriese que fuese a su consulta para revisarle la presión sanguínea, para estar seguro de que la droga hipnótica no le había afectado psíquicamente.
El lunes ella tampoco estaba en su piso. El martes por la noche, él y Rebecca se quedaron una vez terminada la consulta y estudiaron de nuevo la cinta de la hipnosis de Judith.
–Psíquicamente sucedió algo –dijo Patel a Rebecca–. Lo sabemos. Mira su cara. Hay cólera, odio en ella. ¿Qué clase de criatura evocó Judith?¿Y desde dónde? Si mi teoría es correcta, el espíritu, la esencia de la Gran Duquesa Anastasia literalmente aplastó a Ana Anderson. ¿Le sucederá eso a Judith Chase?
–Judith Chase es una mujer muy fuerte –le recordó Rebecca–. Por eso necesitaste tanta droga para hacerla volver a la infancia. Sabes que no puedes estar seguro de que, fuera lo que fuese lo que experimentó, no terminase cuando la despertaste. No lo recordaba. ¿No es presuntuoso estar tan seguro de que has demostrado el Síndrome de Anastasia?
–¡Ojalá estuviese equivocado! Pero no lo estoy.
–Entonces, ¿no puedes volver a hipnotizar a Judith y hacerla regresar al punto en el que ella trajo la esencia que lleva y ordenarla que la abandone allí?
–No sé adónde la estaría enviando. –Patel negó con la cabeza–. Déjame intentar llamarla de nuevo.
Esta vez respondieron al teléfono. Él hizo un gesto afirmativo a Rebecca, indicándole que Judith contestaba. Inclinándose por delante de él, Rebecca apretó el botón del altavoz del contestador automático.
–¿Sí?
Rebecca y Patel se miraron, perplejos. Era la voz de Judith y, sin embargo, no lo era. El timbre era distinto, el tono brusco y altanero.
–¿La señorita Chase? ¿Judith Chase?
–Judith no está aquí.
–Su nombre –susurró Rebecca.
–¿Podría usted decirme su nombre, señora? ¿Es usted amiga de la señorita Chase?
–¿Amiga? Apenas.
La comunicación se cortó.
Patel ocultó la cabeza entre sus manos.
–Rebecca, ¿qué he hecho? Judith tiene dos personalidades. La nueva conoce la existencia de Judith, y ya es la dominante.
Stephen Hallett no llegó a su casa hasta medianoche. Había tenido reuniones durante todo el día. Los rumores sobre la decisión de la Primera Ministra se extendían por todas partes. No se había equivocado al creer que su elección como líder del partido sería discutida. Hawkins, un ministro joven, fue especialmente crítico.
–Sin negar los méritos evidentes de Stephen Hallett, debo advertirles a todos que el antiguo escándalo será resucitado. Los periódicos tendrán con ello un día interesante. No lo olviden, Stephen estuvo a unos pasos de ser procesado.
–Y fui exculpado –respondió rápidamente Stephen.
Había ganado la escaramuza. Ganaría la elección para convertirse en el líder del partido. Pero, Dios, pensó mientras se desnudaba fatigosamente, qué carga tener que vivir bajo la sombra del delito de otro hombre. Al meterse en la cama, miró el reloj. Medianoche. Demasiado tarde para llamar a Judith. Cerró los ojos. Gracias a Dios ella era quien era y lo que era. Gracias a Dios ella comprendía por qué no podía permitirle que comenzase una investigación para encontrar a su familia de origen. Sabía que le había pedido mucho al hacerle aquella petición. Él la recompensaría por ello durante el resto de su vida, se prometió mientras comenzaba a ser arrastrado por el sueño.
La cama de columnas que había sido de su familia durante casi trescientos años crujió al acomodarse en ella. Stephen pensó en la felicidad de compartir aquella cama con Judith, en el orgullo que sentiría cuando ella le acompañase como su esposa en los actos oficiales. Su último pensamiento consciente fue que lo mejor de todo serían los momentos íntimos que pasaban juntos en su amado refugio, Edge Barton...
A las doce y diez, Judith levantó la vista, vio la hora y se sorprendió al darse cuenta de que la sopa que había en la bandeja a su lado estaba fría y de que estaba helada hasta los huesos. Concentrarse es una cosa, pero esto es una locura, pensó mientras se dirigía hacia la cama. Se quitó rápidamente la bata y, agradecida, estiró las mantas tapándose hasta el cuello. Aquella maldita cicatriz de su mano. Brillaba mucho. Mientras la miraba, iba palideciendo. El que todas las viejas cicatrices comiencen a aflorar debe demostrar que una se va haciendo vieja, pensó, alargando la mano y apagando la luz.
Cerró los ojos y empezó a pensar en el deseo de Stephen de una boda en abril. Eso sería dentro de diez u once semanas. Acabaré este maldito libro y luego iré de compras, se prometió. Se dio cuenta de que estaba encantada de que Stephen hubiese sugerido que se casaran en Edge Barton. En aquellas semanas pasadas el recuerdo de todos sus años de infancia con sus padres adoptivos, todos los años que había vivido en Washington con Kenneth, se había desvanecido cada vez más. Era como si su vida hubiese comenzado la noche en que conoció a Stephen, como si cada fibra de su ser reconociese que Inglaterra era su hogar. Tenía cuarenta y seis años, Stephen cincuenta y cuatro. La familia de Stephen era longeva. Podían intentar pasar juntos veinticinco buenos años, pensó. Stephen. El porte formal y a veces formidable que era el disfraz de un hombre solitario, incluso, increíblemente, de un hombre bastante inseguro. Saber lo de su suegro explicaba tantas cosas...
Necesito saber mi verdadero nombre, Stephen, pensó mientras cerraba los ojos. A menos que lo estuviese inventando totalmente, ahora puedo estar cerca de ese saber. Si es cierto que fui separada de mi madre y de mi hermana en un bombardeo, conoceré de algún modo el resto de la historia. Probablemente, ambas murieron aquel día. Me gustaría poder poner flores en sus tumbas, pero te prometo solemnemente que no desenterraré a oscuros primos que puedan avergonzarte. Se quedó dormida con el feliz pensamiento de que le encantaría su vida como Lady Hallett.
Judith trabajó en su despacho toda la mañana siguiente, contemplando con gran satisfacción el creciente montón de páginas al lado de su máquina de escribir. Sus amigos escritores le decían que se debía a sí misma un ordenador.
–Cuando termine ésta –decidió–, me tomaré un tiempo libre. Entonces podré aprender a utilizar un ordenador. No debe de ser tan difícil acostumbrarse a usarlo. Kenneth siempre me llamaba «señora manilas», decía que debía de haber sido ingeniero. Pero –reconoció mientras se estiraba enérgicamente– el andar por ahí investigando no siempre se presta a encontrar una impresora.
Cuando ella y Stephen se casaran, conseguiría una. A él le daba mucho miedo que ella no fuese feliz cuando estuviese ocupada asistiendo a actos oficiales con él o no lo suficientemente ocupada cuando se viese abandonada a sus propios recursos. Esperaba impaciente ambos aspectos de aquella vida. Los diez años durante los que habían estado casados ella y Kenneth habían sido maravillosos, pero tan agitados, con los dos estableciéndose en sus carreras. La aplastante decepción de no haber tenido nunca un hijo. Luego, aquellos diez años de su viudedad, en los que el trabajo había sido su objetivo y su salvación. ¿He estado siempre corriendo?, se preguntó. ¿No he estado nunca totalmente en paz hasta ahora?
El sol entraba a raudales. ¡Oh!, estar en Inglaterra ahora que abril está ahí. O enero, o cualquier otro mes en Inglaterra le agradaba por completo. Toda la mañana había estado escribiendo sobre el período de la Restauración cuando, como anotó Samuel Pepys en su Diario, había muchísimas hogueras y las campanas de la iglesia de St. Mary-le-Bow tañían alegremente. Se brindaba por el rey y en los pueblos se veían mayos de nuevo. Brillantes colores sustituían a las grises ropas de los puritanos, y el rey y la reina montaban a caballo en Hyde Park.
A la una, Judith decidió salir, pasear por la zona de los alrededores del Whitehall Palace e intentar percibir el alivio del pueblo de que la monarquía hubiese sido restaurada sin otra guerra civil. En especial, deseaba visitar la estatua del rey Carlos I. La estatua ecuestre más antigua y más bella de Londres, que durante la época de Cromwell había sido dada a un chatarrero, a quien se le ordenó que la destruyese. El chatarrero, reconociendo su inmenso valor y permaneciendo leal al monarca muerto, no la destruyó, sino que la mantuvo escondida hasta la vuelta de Carlos II. Se encargó una magnífica base para la estatua y fue finalmente colocada en Trafalgar Square, enfocada directamente hacia Whitehall, en el lugar en el que Carlos había sido ejecutado.
Había estado trabajando en bata toda la mañana. Se duchó rápidamente, se pintó los labios y los ojos y se secó el pelo con la toalla, pensando que lo llevaba demasiado largo.
–No es que se vea mal –admitió, mientras se examinaba críticamente ante el espejo–. Pero con casi cuarenta y siete años, creo que sería mejor que me inclinase por el aspecto sofisticado. –Enarcó las cejas–. No parece que tengas cuarenta y siete años, pequeña. –La imagen que veía era satisfactoria: cabello castaño oscuro con reflejos de oro. Había sido rubia de pequeña. La tez inglesa. El rostro ovalado, los ojos grandes y azules–. Me pregunto si me parezco a mi verdadera madre –pensó.
Se vistió apresuradamente con unos pantalones gris oscuro, un suéter blanco de cuello alto y botas.
–Mi uniforme –se dijo–. No podré ir al centro así cuando esté casada con Stephen.
Vaciló entre la «Burberry» o la capa nueva. La capa. Cogió la bolsa con los cuadernos y el material de referencia que podía necesitar y salió.
Elegante y sereno, cabalga
muy cerca de su propio Whitehall:
Sólo el viento de la noche se corre:
Ni multitudes ni rebeldes alborotan.
Judith recordó los versos del poema de Lionel Johnson mientras estaba en Trafalgar Square y estudiaba la magnífica estatua del rey ejecutado. La imponente figura, pelo largo hasta los hombros, pulcra barba, cabeza erguida y porte principesco, tenía realmente una expresión serena. El semental sobre el que cabalgaba parecía piafar. Su casco delantero derecho estaba levantado, como si se sintiera impaciente por galopar.
–Y, no obstante, Carlos I era tan odiado –pensó Judith–. ¿Cómo hubiese sido el mundo hoy en día si hubiese conseguido destruir el Parlamento?
Detrás de ella oyó acercarse a uno de los inevitables grupos turísticos. El guía esperó hasta que sus pupilos estuvieron reunidos en un semicírculo a alrededor para empezar su discurso.
–Lo que ahora llamamos Trafalgar Square formaba parte originalmente de Charing Cross –explicaba–. Con mucha propiedad, esta estatua fue erigida en el lugar exacto en el que muchos de los regicidas fueron ejecutados, una sutil forma de venganza del rey muerto, ¿no les parece? Las ejecuciones no eran una bonita forma de morir. A los condenados se les colgaba, se les arrancaban las entrañas cuando todavía estaban vivos y se les descuartizaba.
John muriendo así... Un anciano enfermo, aturdido...
–El 30 de enero fue el día en que decapitaron al rey. Vengan aquí el próximo martes y verán las coronas que la «Royal Stuart Society» pone en el pedestal. Es una tradición desde que la estatua fue colocada aquí. A veces, los turistas y los escolares agregan sus propias coronas. Es muy emotivo.
–La estatua debería ser arrasada y los imbéciles que ponen coronas castigados.
El guía se volvió hacia Judith.
–Perdone, señora, ¿me preguntaba usted algo?
Lady Margaret no respondió. Pasó la bolsa con los libros a la mano izquierda y con la derecha, en la que resplandecía la cicatriz, en forma de media luna, buscó las gafas oscuras y se bajó la capucha de la capa de modo que cubriera a medias su rostro.
Durante un rato anduvo sin rumbo por el malecón Victoria abajo, a lo largo del Támesis, hasta que llegó al Big Ben y a las casas del Parlamento. Allí esperó, contemplando fijamente los edificios, totalmente ignorante de los transeúntes, algunos de los cuales la miraban con curiosidad.
Sus propias palabras le sonaban en los oídos: «La estatua debería ser arrasada y los imbéciles que ponen coronas castigados.»
–Pero, ¿cómo, John?, ¿cómo lo haré?
Con indecisión bajó por Bridge Street, cruzó Parliament Street, giró a la derecha y se encontró en Downing Street. Las casas del final de la manzana rodeadas de policías. Una de ellas era el 10 de Downing Street. La residencia de la Primera Ministra. El futuro hogar de Stephen Hallett, descendiente de Simon Hallett. Margaret sonrió con amargura.
–He tardado tanto tiempo –pensó–. Y por fin estoy aquí para hacer justicia por John y por mí misma.
–Primero la estatua –decidió. El 30 de enero ella, con otros, pondría coronas. Pero la suya tendría un explosivo escondido entre las hojas y los capullos.
Recordó la pólvora que durante la guerra civil destruyó tantos hogares. ¿Qué explosivos se utilizaban ahora? Unas tres manzanas más allá, pasó por delante de un solar, se detuvo y vio cómo un joven sudoroso y fornido blandía un mazo. Un frío helado hizo estremecer su cuerpo. El hacha siendo levantada, bajando violentamente. El horrible momento de agonía, la lucha para quedar flotando en esta existencia, esperando, sabiendo siempre que de algún modo volvería. El reconocimiento de que el momento había llegado cuando Judith Chase corrió para salvarla.
El fornido trabajador se había dado cuenta de que le miraba. Un silbido penetrante salió de sus labios. Ella sonrió seductoramente y le hizo señas para que se le acercase. Cuando ella le dejó, fue con la promesa de que se encontraría con él en su pensión a las seis.
Desde allí se dirigió a la Biblioteca Central, junto a Leicester Square, donde un atento auxiliar depositaba libros delante de ella, murmurando los títulos mientras los iba dejando: «La conspiración de la pólvora», «Autoridad y conflicto en el siglo XVII», «La historia de los explosivos».
Aquella noche, en los sudorosos brazos del obrero, entre caricias y lisonjas, Margaret le confió que necesitaba destruir un deteriorado garaje en su propiedad del campo y que, sencillamente, no tenía dinero para alquilar a una compañía para que lo demoliese. Rob era tan inteligente. ¿Podría ayudarla a conseguir algo del material que necesitaba y enseñarla a utilizarlo? Le pagaría bien.
La boca de Rob estrujó los labios de ella.
–Eres una señora de dinamita. Ven a verme aquí mañana por la noche, amor. Mi hermano viene de Gales. Trabaja allí en una mina. Para él es fácil conseguir lo que necesitas.
Había dos llamadas de Stephen en el contestador automático cuando Judith llegó al piso a las diez de la noche. Cuando a las nueve y media entró en una taberna del Soho, se sorprendió por lo tarde que era. Aterrorizada, se dio cuenta de que su último recuerdo consciente era hallarse junto a la estatua del Carlos I. Eso había sido sobre las dos. ¿Qué había hecho en las horas intermedias? Había pensado buscar de nuevo en las partidas de nacimiento.
«Eso fue probablemente lo que hice –pensó–. Al fracasar de nuevo, ¿pude haber tenido alguna clase de reacción psicológica?» No consiguió encontrar respuesta a esta pregunta.
Con ceño preocupado, escuchó la solicitud urgente de Stephen de que le llamase.
–Pero primero me daré una ducha –decidió.
Le dolía el cuerpo y se sentía vagamente sucia. Se desabrochó la capa con energía. ¿Qué le había hecho comprarla? Se daba cuenta de que ahora no se sentía cómoda con ella. Al apretarla en el fondo del armario, tocó ligeramente la «Burberry».
–Tú eres más de mi estilo –dijo en voz alta.
Dejó que el agua de la ducha le lavase la cara, el pelo y el cuerpo. Agua caliente, su jabón y su champú delicadamente perfumados y estremecedora agua fría. Por alguna razón inexplicable, una cita de Macbeth le vino a la cabeza:
«¿Lavará todo el gran océano de Neptuno esta sangre de mis manos?»
–¿Qué me habrá hecho pensar en eso? –se preguntó Judith–. Naturalmente –pensó mientras se secaba con la toalla– esa maldita cicatriz ha vuelto a brillar.
Con su bata de toalla atada a su esbelta cintura, una toalla enrollada en su húmedo pelo y los pies metidos en unas cómodas zapatillas, Judith se dirigió al teléfono para llamar a Stephen.
Su voz le dijo al instante que estaba dormido.
–Cariño, lo siento mucho –dijo.
Él la interrumpió:
–Si me despierto por la noche, me sentiré mucho mejor sabiendo que he hablado contigo. ¿Qué has estado haciendo, querida?, Fiona me llamó. Te esperaba esta noche. ¿Ha pasado algo?
–Dios mío, Stephen, se me olvidó por completo. –Judith se mordió la lengua nerviosamente–. El contestador iba grabando las llamadas y acabo de comprobar ahora los recados.
Stephen rió.
–Una dama muy sincera. Pero será mejor que hagas las paces con Fiona, cariño. Ya estaba bastante enfadada por no haberme podido mostrar como el potencial líder del partido. Quizá deberíamos dejar que nos dé una fiesta de compromiso después de las elecciones. Le debemos muchísimo.
–Le debo el resto de mi vida –dijo Judith, sosegadamente–. La llamaré a primera hora de la mañana. Buenas noches, Stephen. Te quiero.
–Buenas noches, Lady Hallett. Te quiero.
«Desprecio a una mentirosa –pensó Judith mientras colgaba el teléfono–, y acabo de mentir.»
A la mañana siguiente iría a ver al doctor Patel. No existía una Sarah Marrish o Marsh en el libro de registros en mayo de 1942. ¿Se habría inventado todo lo que le había contado? Y, si era así, ¿le estaba gastando su mente otras jugarretas a ella? ¿Por qué había perdido siete horas hoy?
A las diez en punto de la mañana siguiente, la recepcionista del doctor Reza Patel quebrantaba su orden de no pasarle llamadas telefónicas para anunciarle que la señorita Chase estaba al teléfono y que era una emergencia. Rebecca y él habían estado hablando de nuevo sobre el potencial peligro del estado de Judith. Patel apretó los botones del altavoz y de grabación del aparato telefónico. Rebecca y él escucharon ávidamente mientras Judith les contaba lo de la laguna de siete horas en su memoria.
–Creo que debería usted venir inmediatamente –dijo Patel–. Si lo recuerda, firmó usted una autorización para que yo pudiera grabar su sesión. Me gustaría que viese esa cinta. Quizá la ayudara. No tengo razones para creer que los recuerdos de su infancia no fueran exactos. Y no se preocupe demasiado por lo que considera una pérdida de memoria. Es usted una mujer con un tremendo poder de concentración. Eso era evidente cuando comencé la hipnosis. Usted misma me dijo que pueden transcurrir horas cuando está trabajando sin que se dé cuenta en absoluto de que van pasando.
–Eso es cierto –asintió Judith–. Pero una cosa es estar en mi despacho cuando eso sucede y otra muy distinta es estar en Trafalgar Square a las dos y encontrarme en una taberna del Soho a la nueve y media. Ahora mismo salgo hacia su consulta.
Aquel día llevaba pantalones beige, botas marrones y un suéter de cachemira beige con un pañuelo marrón, beige y amarillo anudado sobre el hombro. Percibió la «Burberry» cálida y cómodamente familiar mientras se la abrochaba y se ponía el cinturón, lamentando de nuevo las trescientas libras que se había gastado en la capa.
En la consulta de Patel, una asombrada Rebecca le preguntaba:
–¿No estarás pensando en enseñarle esa cinta?
–Sólo hasta el momento de su regreso a la infancia. Rebecca, ya está haciendo preguntas. Tiene que concentrarse en ese aspecto de la sesión y no en lo que puede haberle sucedido. Todavía no sabemos cómo ayudarla. No lo sabremos a menos que de algún modo conozcamos a quién está albergando. De prisa, haz un duplicado de la cinta hasta el momento en que empiezo a darle instrucciones para que despierte.
En el taxi de camino a la consulta de Patel, Judith se dio cuenta de que estaba muy preocupada. Había utilizado una droga con ella.
Recordaba una serie periodística que hizo sobre el LSD y sus efectos. Intentó recordar las consecuencias de la utilización del LSD. Alucinaciones, pérdida de memoria, pérdida del sentido.
–¡Oh, Dios! –pensó–. ¿Qué me he hecho a mí misma?
Pero cuando, poco tiempo después, miraba el monitor de televisión, se sintió vivamente impresionada por lo que observaba. El hábil interrogatorio de Patel, su narración de cumpleaños, su casamiento con Kenneth, sus padres adoptivos. La forma en que Patel trabajaba hacia atrás para llevarla a su temprana infancia. Su evidente renuencia a hablar sobre el bombardeo. Notó que las lágrimas le subían a los ojos cuando, en su estado hipnótico, lloraba por su madre y su hermana. Y entonces se dio cuenta de algo. De los nombres. Molly. Marrish.
–Detenga la cinta, por favor –pidió.
–Desde luego.
Rebecca apretó el botón de «parada» en el mando a distancia que sostenía en la mano.
–¿Puede ir hacia atrás? ¿Saben?, recuerdo que tenía un defecto de habla cuando era una niña. Me contaron que tuve grandes dificultades con el sonido p. En la cinta, no estoy segura de si oí que el nombre de mi hermana era «Molly» o «Polly». Y suba el volumen cuando dije «Marrish», o «Marsh». No está muy claro, ¿verdad?
Observaron atentamente.
–Es posible –dijo Patel–. Podría haber estado intentando decir algo como «Parrish».
Judith se levantó.
–Al menos es otra vía para buscar... cuando acabe con Marsh y Marrish, y March, y Markey, y Markham y Marmac y Dios sabe cuántos más. Doctor, dígame francamente: ¿hay algo que yo debiera saber acerca de ese tratamiento? ¿Por qué perdí aquellas horas ayer?
Ella notó que Patel sopesaba sus palabras. Se sentó a la mesa maciza de despacho, jugando con un abridor de cartas. En el rincón, ella vio la mesa y el espejo. Cuando tuvo la visión de una criatura pequeña, se dirigía hacia aquella mesa.
Reza Patel advirtió la mirada de Judith en dirección a la mesa y supo exactamente lo que estaba pensando. Con un alivio instantáneo, se dio cuenta de que había encontrado una forma de responderle.
–Vino a verme la semana pasada porque estaba teniendo alucinaciones recurrentes, que yo preferiría llamar rupturas de memoria. El proceso sigue, quizá de una forma ligeramente distinta. Ayer estaba usted camino del Registro de Nacimientos. Ya había sentido allí una intensa decepción. Yo diría que probablemente volvió y buscó infructuosamente en los registros por segunda vez. Creo que ésa es la razón por la que su mente hizo de nuevo lo que se ha enseñado a hacer. Se bloqueó. Judith, puede usted haber captado algo significativo hoy. Quizá el nombre que intentaba pronunciar es Parrish y no Marrish, o un nombre similar a Parrish. Se ha sentido frustrada por no poder encontrar rápidamente la información que quiere. Se lo ruego, dése más de una oportunidad. Sea consciente de cualquier cosa inusual, una escena retrospectiva, una sensación de haber perdido horas, de un nombre o de un pensamiento que cruce por su mente que le parezca inadecuado para usted. La mente tiene una forma extraña de intentar ofrecernos claves cuando exploramos el subconsciente.
Tenía sentido, pero Judith repitió su pregunta:
–Entonces, ¿no tenía nada que ver con el tratamiento, con la droga que utilizó y que pudiera estar causándome algún tipo de reacción ahora?
Rebecca examinó el mando a distancia de televisión que todavía sostenía. Reza Patel levantó los ojos y miró directamente a los de Judith.
–Absolutamente, no.
Cuando Judith se marchó, Patel le preguntó a Rebecca con desesperación:
–¿Qué podía decirle?
–La verdad –respondió Rebecca, con calma.
–¿Qué bien le haría aterrorizarla?
–Yo creo que lo que estarías haciendo sería advertirla.
Judith volvió directamente al piso. No quería arriesgarse a ir al Registro General de nuevo aquel día. En su lugar se instaló en el despacho, con sus cuadernos abiertos a su alrededor y con la antigua máquina de escribir, que conocía el tacto de sus dedos, en la mesilla de la izquierda. Trabajó ininterrumpidamente hasta primera hora de la tarde, percibiendo el consuelo y la seguridad de saber que el libro iba bien. A las dos se preparó apresuradamente un bocadillo y una taza de té y llevó la bandeja a su escritorio. Una larga tarde escribiendo podría hacer que completase el capítulo siguiente. Iba a cenar tarde con Stephen.
A las cuatro y media empezó a mecanografiar de nuevo sus notas sobre el juicio de los regicidas: «Algunos dirían que sus juicios fueron justos, que se les dio más consideración de la que ellos le habían ofrecido a su rey. De pie en la atestada sala de justicia, por encima de los gritos de la turba realista, proclamaron tenazmente su obligación de conciencia, su fe en que su Dios les juzgaría con benevolencia».
Sus dedos cayeron del teclado. La cicatriz de su mano comenzó a palpitar. Judith echó hacia atrás la silla y miró el reloj. Tenía una cita, ¿no era así?
Lady Margaret se dirigió apresuradamente al armario y cogió la capa verde.
–Pensaste que podías esconderla, Judith –dijo, con sarcasmo.
Se la abrochó al cuello, pero antes de ponerse la capucha se recogió el pelo y se hizo un moño. Volvió rápidamente a por el gran bolso de Judith, encontró las gafas oscuras y se marchó del piso.
Rob la estaba esperando en su habitación. En el alféizar de la ventana había dos latas de cerveza.
–Llegas tarde –le dijo.
Lady Margaret le sonrió con coquetería.
–No por mi gusto. No siempre es fácil escaparse.
–¿Dónde está tu casa, preciosa? –preguntó mientras le desabrochaba la capa y le ponía los brazos alrededor.
–En Devon. ¿Trajiste lo que habías prometido?
–Hay mucho tiempo para eso.
Una hora más tarde, echada a su lado en la arrugada cama, Margaret escuchaba con arrebatada atención lo que Rob explicaba:
–Ahora ya sabes que podrías volar a los cielos con este material, así que ten presente lo que te enseño. Te he traído lo suficiente como para echar abajo Buckingham Palace, pero tengo que admitir que me he encaprichado de ti. ¿Lo mismo mañana por la noche?
–Pues claro. Y te prometí pagarte por las molestias. ¿Te parecen bien doscientas libras?
A las nueve menos diez, Judith levantó la cabeza.
«Dios mío –pensó–. El coche llegará en cualquier momento.»
Entró apresuradamente en la habitación para cambiarse y luego decidió ducharse.
«Es sólo que estoy tan condenadamente rígida –pensó– por estar tanto rato sentada.»
No podía entender por qué otra vez aquella noche se sentía como sucia.
El lunes 30 de enero era frío y claro, el sol radiantemente brillante, el aire seco y estimulante. Los profesores mantenían una preocupada vigilancia sobre una procesión de colegiales reunidos detrás de los estudiantes que habían sido escogidos para colocar la corona en la estatua de Carlos I.
Ya había allí amontonadas otras ofrendas florales. Las cámaras disparaban y grupos de turistas acompañados escuchaban atentamente el drama de la vida y la muerte del rey ejecutado.
Lady Margaret y a había colocado su ofrenda. Ahora escuchaba cínicamente cómo un niño de doce años, con gafas y tímidamente orgulloso, comenzaba a recitar el poema de Lionel Johnson.
–«Junto a la estatua del rey Carlos en Charing Cross» –anunció.
Un policía estaba cerca, sonriendo ante los serios rostros de los niños. Los dos que llevaban la corona eran evidentemente conscientes de su importancia.
«Están bien restregados y brillantes –pensó–. Niños británicos bien adiestrados y educados, honrando a su monarca maltratado.»
El policía dirigió una mirada a las coronas que ya había amontonadas contra el pie de la estatua. Sus ojos se entrecerraron. Humo. Había humo filtrándose lentamente a través del montón de flores.
–¡Atrás! –gritó–. ¡Todos atrás!
Se lanzó hacia adelante, corriendo por delante de los niños.
–Dad la vuelta os digo. Atrás.
Atemorizados y confundidos, los niños se dieron la vuelta y el círculo alrededor de la estatua se hizo más amplio.
–¡Atrás! ¿No me oís? –atronó–. Despejad el sitio.
Ahora, los turistas, comprendiendo el peligro, comenzaron a alejarse precipitadamente.
Petrificada de ira, Margaret vio cómo el policía apartaba las coronas, cogía el paquete de color marrón que había colocado debajo de sus flores y lo arrojaba a la zona despejada. Gritos y chillidos de temor se mezclaron con la explosión mientras la metralla caía sobre la multitud.
Mientras se escabullía, Margaret vio que un turista registraba la escena con una cámara de vídeo. Ajustándose más la capucha sobre el rostro, desapareció entre las multitudes de transeúntes que corrían para ayudar a los niños heridos. El Big Ben estaba dando las doce.
Estaba perdiendo demasiado tiempo paseando, pensó Judith mientras entraba por la puerta giratoria de la oficina del Registro General a las doce y media. Admitía que había trabajado en su escritorio casi desde el amanecer. Con todo, no debería haberle llevado casi una hora ir caminando hasta allí desde el piso. Esa hora hubiera estado mejor empleada examinando los registros.
Cada vez se hacía más difícil ocultar a Stephen lo que estaba haciendo. Su interés en la investigación al principio la había encantado. Ahora que con regularidad se pasaba horas en la oficina del Registro General y en la Biblioteca estudiando documentos de los bombardeos de Londres de 1942, sabía que parecía demasiado vaga cuando Stephen le preguntaba sobre sus actividades.
«Y me estoy volviendo tremendamente descuidada –pensó. No sabía cómo había perdido doscientas libras de su billetero.»
Mientras Judith seguía el familiar camino hacia los estantes de registros pensó:
–¡Dios mío! Algo más... no me he acordado de llamar a Fiona. Cuando haga una pausa, lo haré desde aquí.
Cuidadosamente evitó ir al archivo de la P hasta que estuvo segura de que no había ningún nacimiento del mes de mayo registrado bajo ninguna derivación posible del nombre Marrish que se le hubiera podido escapar en cualquier volumen de 1942.
Una mujer anciana le hizo sitio amablemente en la abarrotada mesa.
–Absolutamente espantoso, ¿verdad? –le comentó.
Ante la perpleja expresión de Judith, añadió:
–Hace media hora alguien intentó volar la estatua de Carlos I. Hay docenas de niños con cortes y magulladuras. Hubieran muerto a no ser por un perspicaz policía que vio el humo y se percató de que algo no iba bien. Es vergonzoso, ¿verdad? Esos terroristas se merecen la pena de muerte y, déjeme que se lo diga, sería mejor que el Parlamento lo afrontase.
Asombrada, Judith le pidió más detalles.
–Yo estuve allí el otro día –dijo–. El guía turístico hablaba de la ceremonia de ofrenda de coronas a la estatua en el día de hoy. La gente que coloca bombas por ahí debe de estar loca.
Sacudiendo todavía la cabeza en un gesto de incredulidad, bajó de nuevo los volúmenes trimestrales de 1942 y consultó sus notas. Pensó en la cinta que Patel le había dado.
«Dije mayo claramente –pensó–. Cuato podía solamente ser cuatro. Pero, ¿quise decir cuatro, o catorce, o veinticuatro? Evidentemente estaba intentando decir bomba voladora. Su investigación le había mostrado que la primera bomba cayó en Londres el 13 de junio de 1944. Una cayó cerca de la estación de Waterloo el 24 de junio. «Recuerdo que subí a un tren –pensó Judith–. Llevaba sólo una rebeca fina sobre el vestido, de modo que debía de hacer calor. Supongamos que íbamos a Waterloo aquel día. Mi madre y mi hermana resultaron muertas. Yo vagué por la estación y me subí a un tren. Me encontraron a la mañana siguiente en Salisbury. Eso explicaría por qué nadie de Londres que pudiera haberme conocido vio mi foto.»
Había dicho que vivía en Kent Court. Un bombardeo había caído sobre Kensington High Street el 13 de junio de 1944. Unos cuantos días más tarde, otro había alcanzado Kensington Church Street. Kensington Court era una calle residencial de la vecindad.
La estatua de Peter Pan estaba en Kensington Gardens, el parque contiguo a la zona. Una de sus alucinaciones había sido ver a una niña pequeña tocar la estatua de Peter Pan. Sus planos y su investigación habían demostrado que si había vivido en la zona de Kensington era posible que hubiese presenciado el primero de los ataques aéreos.
Judith se sintió temblar. Estaba sucediendo de nuevo. La mesa y los estantes desaparecieron. La sala se oscureció. La niñita. Podía verla tropezando por entre los escombros, podía escuchar sus sollozos. El tren. La puerta abierta. Los paquetes y los sacos amontonados dentro.
La imagen desapareció, pero esta vez Judith se dio cuenta de que la había recibido con agrado.
–Estoy haciendo descubrimientos –pensó, triunfante–. Era algún tipo de vagón de mercancías. Por eso no me vio nadie. Me eché sobre algo desigual y me quedé dormida. Las fechas coinciden.
Al día siguiente, 25 de junio de 1944, Amanda Chase, miembro del servicio femenino de la Marina, que era esposa de un oficial de la Marina norteamericana, Edward Chase, se encontró con una niña de dos años que vagaba sola por Salisbury, con su vestido fruncido hecho a mano y su suéter de lana tiznados y sucios. La niña, callada y con los ojos muy abiertos, incapaz de hablar, primero recelosa y luego deseosa de encontrar unos brazos amigos. La niña sin identificación. La niña que nadie reclamó. Amanda y Edward Chase visitaban a la niñita, a quien llamaban Judith, en el orfanato, la llevaban de excursión. Cuando empezó a hablar les llamaba mamá y papá. Dos años más tarde, después de que los esfuerzos por encontrar a su familia de origen acabasen sin éxito, a Amanda y Edward Chase se les permitió adoptar a Judith.
Judith aún recordaba el día que les esperaba para que la recogiesen en el orfanato.
–¿De veras puedo vivir con vosotros?
Amanda, con sus sonrientes ojos castaños, la abrazaba.
–Hemos hecho todo lo que hemos podido para encontrar a quien fuera que te dejase, pero ahora eres nuestra.
Edward Chase, el hombre que se convirtió en su padre, alto, tranquilo y cariñoso.
–Judith, hay una expresión que se utiliza excesivamente en la adopción: «Te escogemos.» En este caso es totalmente apropiada.
«Fueron tan buenos conmigo –pensó Judith, con renovadas esperanzas al empezar otra larga y tediosa búsqueda de registro de nacimientos–. Fui tan feliz con ellos.»
Edward Chase, un graduado de Annápolis, decidió hacer de la Marina su carrera. Después de la guerra, pasó a ser Agregado Naval Militar de la Casa Blanca. Judith tenía vagos recuerdos de la búsqueda de los huevos de Pascua en los jardines de la Casa Blanca, del presidente Truman preguntándole qué iba a ser de mayor. Después, Edward Chase pasó a ser Agregado militar en Japón, luego embajador en Grecia y en Suecia.
¿Quién podía haber deseado unos padres más amantes? se preguntaba Judith mientras abría el libro por la sección con nombres que empezaban por M. Tenían unos treinta años cuando la adoptaron, murieron con un año de diferencia hacía ocho años, y dejaron sus considerables bienes a su «amada hija, Judith».
Y ahora, mientras intentaba encontrar a quienes la habían engendrado, se daba cuenta de que su fallecimiento la había liberado de un sentimiento de culpa o de deslealtad. Pasaron las horas. Marsh. March. Mars. Merrit. No había ninguna derivación de Marrish, ni de ningún nombre que comenzase con M en los registros de mayo de 1942 que pusiese «Sarah» como primer o segundo nombre. Era el momento de mirar bajo la P, esperando que quizás, sólo quizás, hubiese intentado decir «Parrish».
Sus dedos recorrieron las páginas de los nombres que comenzaban por P hasta que encontró el nombre de Parrish. Parrish, Ann, Distrito Knightsbridge; Parrish, Arnold, Distrito Piccadilly. Y entonces lo vio.
Nombre Distrito Vol. Pág.
de la madre
Parrish Mary Elizabeth Travers Kensington 6B 32
¡Parrish! ¡Kensington!
«¡Oh!, Dios», pensó.
Manteniendo su índice en aquella línea, recorrió el resto de la página. Parrish, Norman, Distrito Liverpool; Parrish, Peter, Distrito Brighton; Parrish, Richard, Distrito Chelsea; Parrish, Sarah Courtney. Nombre de la madre, Travers; Distrito Kensington, Vol. 6B, página 32.
Sin atreverse a creer que entendía lo que estaba leyendo, Judith fue corriendo hasta la empleada de la mesa.
–¿Qué significa esto? –preguntó.
La empleada tenía una pequeña radio transistor sobre la mesa, con el volumen tan bajo que era casi inaudible. A regañadientes, se apartó de las noticias de la «BBC».
–Terrible, la bomba –dijo. Hizo una pausa– Lo siento. ¿Cuál era su pregunta?
Judith señaló los nombres Mary Elizabeth y Sarah Courtney Parrish.
–Nacieron el mismo día. El nombre de soltera de su madre era el mismo. ¿Quiere eso decir que podían haber sido gemelas?
–Eso parece, ciertamente. Y se tiene mucho en cuenta quién es la mayor. A menudo significa quién hereda el título, ¿sabe? ¿Quiere usted comprar los certificados de nacimiento completos?
–Sí, desde luego. Y otra pregunta. ¿No es Polly un diminutivo de Mary en Inglaterra?
–Muy a menudo. Mi propia prima, por ejemplo. Ahora, para obtener los certificados de nacimiento tendrá que rellenar los impresos adecuados y pagar cinco libras por cada uno. Le pueden ser enviados por correo.
–¿Cuánta información proporcionan?
–¡Oh!, bastante –respondió la empleada–. La fecha y el lugar del nacimiento. El nombre de soltera de la madre. El nombre del padre y su ocupación. La dirección.
Judith volvió al piso aturdida. Al pasar por delante de un quiosco vio los llamativos titulares que hablaban de la bomba en Trafalgar Square. Fotografías de niños ensangrentados llenaban la primera página. Enferma por la visión, Judith compró el periódico y lo leyó en cuanto llegó a casa. Al menos, pensó, ninguna de las heridas era mortal. El diario dedicaba amplio espacio a las noticias de la tormentosa sesión del Parlamento. El ministro del Interior, Sir Stephen Hallett, había pronunciado un dramático discurso: «Hace mucho que sostengo la necesidad de la pena de muerte para los terroristas. Estas personas despreciables han puesto hoy una bomba en un lugar que sabían que sería visitado por escolares. Si uno de esos niños hubiese muerto, ¿no deberían los terroristas estar ahora preocupados por sus propios cuellos? ¿Está de acuerdo el partido laborista, o tenemos que continuar consintiendo a estos aspirantes a asesinos?
Otro artículo decía que el explosivo era gelignita y que se había comenzado una gran investigación para descubrir las compras y comprobar los informes de robo del mortal ingrediente.
Judith dejó el periódico y miró el reloj. Eran casi las seis. Sabía que Stephen llamaría y que sería mejor que pudiera decirle que se había puesto en contacto con Fiona.
Fiona estaba demasiado interesada en los sucesos del día como para estar enfadada porque Judith la hubiera olvidado.
–Querida, ¡qué espantoso!, ¿verdad? El Parlamento en un tumulto horroroso. Cuando se convoquen las elecciones, la pena de muerte será un tema, con toda certeza. No puede hacer sino beneficiar a nuestro querido Stephen. La gente está, sencillamente, indignada. Pobre rey Carlos. Deduzco que querían hacer añicos su estatua. Hubiera sido una vergüenza. La estatua ecuestre más absolutamente encantadora del reino. Pero hay unas cuantas estatuas que no me importaría ver en el chatarrero. En algunas de ellas parece como si los caballos tirasen de un carro en lugar de ser montados por reyes. Bueno.
Stephen llamó quince minutos más tarde.
–Cariño. Llegaré muy tarde esta noche. Tengo una reunión con el comisario de Scotland Yard y su gente.
–Fiona me contó lo del tumulto del Parlamento sobre la bomba. ¿Ha reivindicado el atentado algún terrorista?
–Hasta ahora no. Es por eso por lo que me reúno con Scotland Yard. Como ministro del Interior, los actos de terrorismo están bajo mi jurisdicción. Yo esperaba, como nación civilizada, que cuando prohibimos las ejecuciones hubiese sido para siempre, pero hoy ciertamente se demuestra la necesidad de la pena de muerte. Creo que sería un factor disuasorio.
–Supongo que mucha gente estará de acuerdo contigo, pero yo temo no poder estarlo. Pensar en una ejecución me hiela la sangre.
–Hace diez años yo lo veía exactamente del mismo modo –dijo Stephen, sosegadamente–. Ya no. No cuando tantas vidas inocentes están en constante peligro. Cariño, tengo que darme prisa. Intentaré no llegar demasiado tarde.
–Llegues cuando llegues, estaré esperándote.
Reza Patel y Rebecca Wadley estaban a punto de salir a cenar cuando sonó el teléfono de su consultorio. Rebecca lo cogió.
–Señorita Chase, qué agradable escucharla de nuevo. ¿Cómo está usted? El doctor está aquí.
Con un movimiento que se había convertido en automático, Patel pulsó los botones del altavoz y de grabación. Rebecca y él escucharon mientras Judith les contaba su descubrimiento.
–Estaba deseando hablar de ello –dijo, feliz–, y me di cuenta de que usted y Rebecca son las dos únicas personas vivas que me conocen y pueden entender lo que está sucediendo. Doctor, es usted milagroso. Sarah Courtney Parrish. Un nombre muy bonito, ¿no le parece? Cuando reciba los certificados de nacimiento tendré una dirección. ¿No es increíble que Polly fuese mi hermana gemela?
–Se está usted convirtiendo en una detective muy buena –advirtió Patel, intentando parecer animado.
–Investigación –rió Judith–. Al cabo de un tiempo se aprende cómo seguir los hilos. Pero tengo que dejarlo por unos días. Mañana debo escribir a máquina y hay una exposición en la National Portrait Gallery que quiero ver. Tiene muchas escenas de corte de la época de Carlos I. Debe de ser interesante.
–¿A qué hora irá usted? –preguntó rápidamente Patel–. Tengo pensado ir a visitar la exposición. Quizá pudiéramos tomar un té.
–Fantástico. ¿Qué le parece a las tres?
Cuando colgó el receptor, Rebecca preguntó a Patel:
–¿Qué sentido tiene encontrarse con ella en la galería?
–No tengo ninguna razón para pedirle que vuelva de nuevo aquí y me gustaría ver si detecto en ella algún indicio de modificación de la personalidad.
Judith se puso un pijama de seda de color melocotón y zapatillas a juego, se deshizo el moño y se cepilló el pelo dejándolo suelto sobre los hombros, se volvió a maquillar y se puso agua de colonia «Joy» en las muñecas. Preparó una ensalada y huevos revueltos de cena. Con una taza de té, puso los platos en la inevitable bandeja y comió distraídamente mientras esbozaba el siguiente capítulo. A las nueve, dispuso una bandeja con queso, galletitas y las copas de brandy, y luego volvió a su despacho.
Eran las once y cuarto cuando llegó Stephen. Tenía la cara gris de cansancio. En silencio, la rodeó con sus brazos alrededor.
–¡Dios mío, qué agradable es estar aquí!
Judith le hizo un masaje en los hombros y le besó. Luego, abrazados, fueron a sentarse en el sofá de damasco rojo oscuro, demasiado relleno, que evidentemente era una posesión muy apreciada de Lady Beatrice Ardsley. Un viejo cobertor que cubría el respaldo y los brazos estaba metido entre el armazón y los cojines y caía luego protectoramente sobre ellos, hasta el suelo. Judith sirvió el brandy y alargó una copa a Stephen.
–Realmente creo que en honor del futuro Primer Ministro debería quitar este gastado cobertor y confiar en que no pondrás los pies sobre el precioso canapé de Lady Ardsley.
Fue recompensada con el amago de una sonrisa.
–Ten cuidado. Si cierro los ojos, estoy seguro de que acabaré aquí acurrucado toda la noche. Qué día más infernal, Judith.
–¿Cómo fue la reunión con Scotland Yard?
–Bastante bien. Afortunadamente, un turista japonés estaba filmando sin parar con su cámara de vídeo y tendremos la película. También había muchas personas en la zona tomando fotos. Los medios de comunicación están solicitando que se entreguen todas esas fotos a la Policía. Habrá una sustanciosa recompensa si cualquiera de ellas lleva al arresto y a la condena de quien lo hizo. Fue una suerte que la bomba empezase a humear al cabo de uno o dos minutos de ser colocada. Es posible que obtengamos una fotografía de alguien situándola al pie de la estatua.
–Eso espero. Las fotos de esos niños sangrando eran desgarradoras.
Judith estaba a punto de decir que le recordaban las alucinaciones que había tenido sobre la niña cogida en los bombardeos y cerró los labios. Era duro, pensó, no decir al hombre que tanto amaba que creía saber cuál era su verdadera identidad.
Había un modo seguro de no revelarle su secreto. Deslizándose sobre el sofá, puso sus brazos alrededor del cuello de Stephen.
El comisario adjunto Philip Barnes era jefe de la Brigada Antiterrorista de Scotland Yard. Era un hombre delgado, de habla serena, cercano a los cincuenta años, de escaso cabello moreno y de ojos castaños, que más parecía un predicador de campo que un oficial de Policía de categoría superior. Sus hombres habían aprendido rápidamente que la voz serena podía convertirse en un arma mordaz cuando tenían que aguantar un rapapolvo por cualquier cosa, desde una falta hasta un increíble patinazo. Con todo, respetaba a Barnes hasta el punto de dispensarle un temor reverencial, y algunos incluso tenían la valentía de que sinceramente les gustase.
Aquella mañana, el comisario adjunto Barnes estaba colérico y contento a la vez. Colérico porque los terroristas seleccionasen un objetivo tan sin sentido como la estatua ecuestre, y porque escogieran un día en que la estatua iba a estar rodeada de niños y turistas; contento porque no había habido muertos ni mutilados. También se sentía frustrado:
–No tiene sentido que los libios o los iraníes hayan ido a por la estatua –decía–. Si el IRA quisiera poner una bomba en un monumento hubiese ido a por Cromwell. Él fue quien diezmó su país, no el pobre y viejo Carlos.
Sus hombres aguardaron, sabiendo que no esperaba ninguna respuesta.
–¿Cuántas fotografías han entregado? –preguntó.
–Docenas –respondió su ayudante principal, el teniente Jack Sloane. Sloane era alto y delgado, de un color neutro, cabellos del color de la arena, ojos azul claro, con el aspecto fuerte de un atleta durante todo el año. Hermano de un baronet, era amigo íntimo de Stephen. La casa de campo de su familia, Bindon Manor, estaba a unos diez kilómetros de Edge Barton.
–Algunas todavía hay que revelarlas, señor. Lo están haciendo ahora. También tenemos aquella cinta, cuando quiera usted verla.
–¿Y lo de la investigación del explosivo?
–Pudiera ser que tuviéramos ya una pista. El capataz de una cantera de Gales ha estado buscando cierta cantidad de gelignita desaparecida.
–¿Cuándo se dio cuenta de que había desaparecido?
–Hace cuatro días.
El teléfono sonó. El secretario del comisario adjunto Barnes tenía instrucciones de no pasar ninguna llamada, excepto las de una persona.
–Sir Stephen –dijo Barnes, incluso antes de coger el teléfono.
Rápidamente, contó a Stephen lo de la gelignita desaparecida, lo de las fotografías de los turistas, lo de la cinta.
–Estamos a punto de verla, señor. Le informaré si es prometedora.
Cinco minutos después, en el laboratorio, estaban viendo la cinta. Esperaban los resultados habituales y desiguales de un fotógrafo aficionado y se sorprendieron gratamente al ver un trozo claro y bien enfocado. El panorama del área de Trafalgar Square. El primer plano de la estatua y de su pedestal. Las ofrendas florales ya colocadas en él.
–Pare –ordenó Sloane.
El operador de la videocámara, familiarizado con aquella clase de órdenes, congeló la imagen al instante.
–Vuelva atrás uno o dos cuadros.
–¿Qué ve usted? –preguntó el comisario adjunto Barnes.
–Ese rastro de humo. Cuando fue tomada esa cinta, la bomba ya estaba allí.
–¡Qué pena que la cámara no captara a la persona colocándola! –explotó Barnes–. Bien. Siga.
Los colegiales. Los turistas. Los estudiantes llevando la corona. El tímido comienzo del poema. El policía corriendo hacia la estatua, obligando a los niños a apartarse de ella.
–Ese hombre debería ser propuesto para la Cruz de San Jorge –murmuró Barnes.
La gente dispersándose. La explosión. La cámara girando para tomar una panorámica.
–Párela.
De nuevo, el operador detuvo la cámara y retrocedió a los fotogramas anteriores.
–Esa mujer de la capa y las gafas oscuras. Era consciente de que la filmaban. Miren la forma en que se ajusta la capucha alrededor de la cara. Todos los demás adultos de la multitud corren a ayudar a los niños. Ella se apartaba. –Sloane se volvió a los ayudantes–. Quiero que saquen su fotografía de cada fotograma de esta cinta. Amplíenla. Veamos si podemos identificarla. Podríamos estar sobre algo.
Alguien dio repentinamente la luz.
–Y de paso –añadió Sloane–. Presten especial atención en comprobar si alguno de los turistas captó a la mujer de la capa en sus instantáneas.
Aquella tarde, mientras Judith se vestía para ir a la National Portrait Gallery, decidió de mala gana ponerse un traje gris pálido, tacones y el abrigo de marta. En los pocos días transcurridos desde que Stephen había sido elegido líder del partido, habían salido varios perfiles suyos en distintos periódicos y todos se referían a él como el mejor partido y el soltero maduro más atractivo de Inglaterra. Desde Heath no había habido ningún Primer Ministro soltero, apuntaba un diario, y había rumores sin confirmar de que Sir Stephen tenía un interés romántico que complacería a los ingleses.
Ese comentario procedía del columnista de chismes Harley Hutchinson.
«Así que es mejor que no salga con aspecto de un hippye de Greenwich Village», pensó Judith suspirando, mientras se cepillaba cuidadosamente el cabello y se ponía sombra de ojos y rímel. Luego, se colocó una aguja de plata en forma de rosa en la solapa del traje y estudió su imagen.
Veinte años antes se había casado con Kenneth con el tradicional vestido blanco y el velo. ¿Qué se pondría cuando se casara con Stephen? Un sencillo vestido de tarde. Con un grupo muy reducido de amigos presentes. Habían sido casi trescientos en la recepción que el Chevy Chase Country Club hacía todos aquellos años.
«Que suceda dos veces en una vida –pensó–. Nadie merece tanta felicidad.»
Cambió su billetero y su estuche de maquillaje al bolso gris de ante que hacía juego con sus zapatos de tacón y desenterró una versión más pequeña de su enorme bandolera.
«Elegante o no, necesito mis cuadernos», pensó, con pesar.
La National Portrait Gallery estaba en St. Martin’s Place y Orange Street. La exposición especial era de escenas de corte desde los Tudor hasta los Estuardo. Los cuadros habían sido cedidos de colecciones privadas de toda Gran Bretaña y la Commonwealth, y las figuras menores de los cuadros que podían ser identificadas estaban enumeradas en placas enmarcadas. Cuando Judith llegó a la galería estaba todavía muy atestada y, divertida, observó cómo la gente miraba con curiosidad las listas impresas en las placas, evidentemente esperando localizar a algún antepasado durante largo tiempo olvidado.
Estaba especialmente interesada en ver las escenas de corte en las que Carlos I, Oliver Cromwell y Carlos II aparecían retratados. Yendo hacia atrás, comparó el alegre vestido del «Alegre Monarca» reinstaurado, Carlos II, con las vestiduras severas y sin lujos, al estilo puritano, de los íntimos de Cromwell. Las escenas de corte de Carlos I y su consorte, Henrietta Maria, eran especialmente fascinantes. Ella sabía que, ignorando la inflexible desaprobación de los puritanos, la reina Henrietta se había deleitado con las exhibiciones teatrales. Un cuadro en particular atrajo su atención: el escenario era Whitehall Palace. El rey y la reina estaban evidentemente vestidos para una exhibición teatral. Abundaban cayados de pastor, alas de ángel, halos y espadas de gladiadores.
–Señorita Chase, ¿cómo está usted?
Judith había estado bebiendo en el cuadro.
Sobresaltada, se volvió y vio al doctor Patel. Su rostro de facciones apacibles sonreía, pero ella se dio cuenta de que la expresión de sus ojos era seria. Tocó suavemente su brazo.
–Doctor, parece usted muy sombrío.
Él se inclinó ligeramente.
–Y yo estaba pensando que está usted muy hermosa. –Bajó la voz–. Lo diré de nuevo. Sir Stephen es realmente un hombre afortunado.
Judith negó con la cabeza.
–Aquí no, por favor. Por lo que veo, este lugar está lleno de Prensa.
Se volvió hacia el cuadro.
–¿No es fascinante? –le preguntó. Cuando uno piensa que esto fue pintado en 1640, justo antes de que Su Majestad disolviese el Parlamento Corto.
Reza Patel se quedó mirando el cuadro. Debajo, la placa decía:
«Artista desconocido. Se cree que fue pintado entre 1635 y 1640.»
Judith señaló a una pareja bien parecida, de pie, junto al rey sentado.
–Sir John y Lady Margaret Carew –dijo a Patel–. Ambos estaban preocupados aquel día. Sabían lo que sucedería si el rey disolvía el Parlamento desde su comienzo. Su familia estaba terriblemente dividida respecto a la lealtad en aquel tiempo.
Patel leyó la información de la placa. Aparte del rey y la reina, de su hijo mayor, Carlos, duque de York, y de media docena de parientes reales, las demás figuras del cuadro estaban sin identificar.
–Su investigación debe ser excelente –le dijo–. Debería usted habérsela ofrecido a los historiadores de aquí.
Lady Margaret se dio cuenta de que no hubiera debido hablarle a Reza Patel acerca de John y de sí misma. Apartándose bruscamente de él, se apresuró a salir de la galería. En la puerta, él la alcanzó y la detuvo.
–Señorita Chase, Judith. ¿Qué ocurre?
Ella le amedrentó con la mirada. Con tono altivo, le dijo:
–Judith no está aquí ahora.
–¿Quién es usted? –preguntó él, apremiante. Asombrado, observó la cicatriz, de un rojo violento en su mano derecha.
Ella señaló el cuadro.
–Ya se lo he dicho. Soy Lady Margaret Carew.
Apartándose de él, salió afuera apresuradamente.
Aturdido, Patel volvió hasta el cuadro y estudió la figura que Judith había indicado como la de Lady Margaret Carew. Vio que había un asombroso parecido entre ella y Judith.
Enfermo de aprensión, dejó la galería, ajeno al agradable murmullo de la conversación de las personas que intentaban saludarle.
–Al menos –se dijo–, sé quien está presente en el cuerpo de Judith.
Ahora tendría que saber lo que le había sucedido a Margaret Carew e intentar prever su siguiente movimiento.
El viento se había vuelto cortante. Giró para bajar por St. Martina Place y notó que le cogían del brazo.
–Doctor Patel –rió Judith–. Cuánto lo siento. Estaba tan absorta mirando los cuadros que me dirigía a casa sin recordar que habíamos pensado ir a tomar el té. Perdóneme.
Su mano derecha. Mientras Reza Patel observaba, la cicatriz se desvanecía hasta convertirse en una línea apenas perceptible.
El siguiente día, el 1 de febrero, trajo una abundante y fría lluvia. Judith decidió quedarse en el piso y trabajar en su despacho. Stephen llamó para decir que iba a Scotland Yard y luego al campo.
–«Vota conservador, vota Hallett» –bromeó–. Es una pena que no puedan contar con tu voto, yanki.
–Lo tendrías –le dijo Judith–. Y quizá puedas utilizar esto. Mi padre acostumbraba a decirme que en Chicago la mitad de las pobres almas del cementerio seguían estando en las listas de votantes.
–Tendrás que enseñarme cómo se hace –rió Stephen. Su tono cambió–. Judith, voy a ir a Edge Barton unos días. El problema es que apenas estaré en casa, pero, ¿te gustaría venir? Saber que estás allí al final del día significaría mucho para mí.
Judith dudó. Por una parte, deseaba desesperadamente volver a Edge Barton. Por otra, la preocupación total de Stephen por la cercana campaña la dejaba libre para intentar descubrir su pasado tranquilamente. Finalmente, dijo:
–Me gustaría estar allí. Quiero estar contigo, pero no trabajo igual fuera de mi despacho. Apenas nos veríamos, así que creo que es mejor que no me mueva. Para cuando lleguen las elecciones, tengo intención de enviar por correo un manuscrito terminado a mi editor. Si puedo conseguir eso, te lo aseguro, me sentiré como una mujer nueva.
–Una vez acaben las elecciones, no seré paciente, cariño.
–Eso espero. Dios te bendiga, Stephen. Te quiero.
En Scotland Yard se había dispuesto una sala para exponer las instantáneas ampliadas que habían sido entregadas. Varias de ellas contenían una vaga visión de la mujer de las gafas oscuras y la capa. Ninguna de las fotos ofrecía mucho más que un perfil. La capucha de la capa cubría casi enteramente el rostro de la mujer, incluso antes de que ella la ajustase al ver la cámara de vídeo. Todas las fotografías en las que aparecía habían sido ampliadas y se había tomado su imagen de ellas.
–Aproximadamente un metro setenta –observó el teniente Sloane–. Bastante delgada, ¿no creen? No más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Pelo oscuro y boca colérica. No es de mucha ayuda, ¿verdad?
El inspector David Lynch entró en la sala, con pasos enérgicos.
–Creo que tenemos algo, señor. Acaba de llegar otro juego de fotografías. Mire esto, ¿quiere?
Las nuevas fotografías mostraban a la mujer de la capa colocando una corona en la base de la estatua de Carlos I. La cámara había cogido el ángulo del paquete color marrón debajo de la corona.
–Bien hecho –aprobó Sloane.
–Eso no es ni la mitad –repuso Lynch–. Hemos estado preguntando en las obras locales. Un encargado nos informó bajo cuerda de que una mujer muy atractiva con una capa oscura estuvo coqueteando con uno de su equipo, Rob Watkins, y de que Watkins alardeaba de que ella iba a su alojamiento.
Lynch aguardó, disfrutando evidentemente de lo que estaba a punto de decir.
–Acabamos de hablar con la patrona de Watkins. No hace ni diez días que tuvo un visitante. Fue dos tardes sobre las seis y se quedó un par de horas en su habitación. La señora tenía pelo oscuro, gafas oscuras, parecía rondar los cuarenta años y llevaba una capa verde oscuro con una capucha, una muy cara, dice la mujer. También llevaba unas botas de cuero muy caras, llevaba un bolso de bandolera muy grande y, como dice la patrona, «se creía la mismísima reina, a juzgar por sus maneras. Muy altiva».
–Creo que será mejor que tengamos una charla con el señor Rob Watkins inmediatamente –decidió Sloane. Se volvió a un ayudante–. Coge todas las fotografías ampliadas de la señora con la capa. Veamos si podemos hacer que este tipo la distinga entre la multitud sin darle ninguna ayuda.
–Otra cosa interesante –prosiguió Lynch–. La patrona dice que la mujer era inglesa sin duda, pero que tenía un acento extraño, o una extraña forma de hablar.
–¿Qué se supone que significa eso? –espetó Sloane.
–Por lo que yo deduzco era la entonación de su habla lo que parecía raro. La patrona dice que era como escuchar una de esas viejas películas en las que la gente utiliza palabras como «en verdad».
Movió la cabeza ante la expresión del rostro del teniente Sloane.
–Lo siento, señor. Yo tampoco lo entiendo.
El 10 de febrero, la Primera Ministra hizo el anuncio tan esperado. Solicitaría a Su Majestad la reina que disolviera el Parlamento. No se presentaría a la reelección.
El 12 de febrero, Stephen era elegido líder del Partido Conservador. El 16 de febrero, la reina disolvía el Parlamento y la campaña comenzaba.
Judith bromeaba con Stephen diciéndole que si quería verle ponía el televisor. Cuando conseguían verse era normalmente en casa de él. Su coche la recogía y Rory daba la vuelta a la casa hasta la entrada posterior. De aquella forma era posible eludir la atención de los medios de comunicación, siempre presentes.
A pesar de eso, Judith se daba cuenta de que era una bendita coincidencia que Stephen estuviese fuera haciendo campaña al mismo tiempo que ella terminaba su libro. Esperaba ansiosamente el momento en que llegasen los certificados de nacimiento. Su humor iba de la expectación al miedo. ¿Y si Sarah Parrish era sólo alguien que ella había conocido de pequeña? ¿Entonces, qué?
Sabía que cuando estuviese casada con el Primer Ministro de Inglaterra, siempre se la reconocería. No sería posible ninguna misión privada, como ésta entonces.
Stephen la llamaba temprano cada mañana y de nuevo tarde por la noche. A menudo, tenía la voz ronca de pronunciar discursos. Ella podía notar su cansancio cuando hablaban.
–Va a ser mucho más reñido de lo que esperábamos, cariño –le dijo–. Los laboristas están luchando duro, y después de más de una década de Gobierno conservador hay muchos que votarán un cambio por cambiar.
La preocupación de su voz era suficiente para que Judith le absolviera completamente de egoísmo por no ayudarla a investigar su identidad. Ella sólo podía comparar su decepción si no se convertía en primer ministro con la que sería su propia angustia si ella se sentase de repente delante de su máquina de escribir y viese que ya no podía hacerlo, que el don había desaparecido...
Para reconciliar su necesidad de terminar el libro con la de continuar su investigación, Judith ponía el despertador cada vez más temprano. Ahora se levantaba a las cuatro de la mañana, trabajaba hasta mediodía, se preparaba un bocadillo y una taza de té y trabajaba hasta las once.
Cada unos cuantos días paseaba por la zona de Kensington, pensando que, con la suficiente concentración, uno de los antiguos edificios de pisos que se alineaban en las preciosas calles podría de repente parecerle familiar. Ahora deseaba poder ver a la niña fantasma corriendo delante de ella, corriendo hasta la entrada de la morada que podía haber sido su hogar. En las alucinaciones que había experimentado, ¿se había visto a sí misma o a Polly?, se preguntó, y fue recompensada por el inmediato pensamiento: «Yo siempre seguía a Polly. Ella corría más...» La ventana que daba al pasado se estaba abriendo un poco más... ¿Por qué tardaban tanto en llegar los certificados de nacimiento?
No era la temporada social en Londres. Fiona luchaba duramente por su propio puesto en el Parlamento. Las fiestas y las cenas para las que Judith recibía invitaciones eran fáciles de rechazar. Prestaba una cuidadosa atención al tiempo y estaba segura de no tener más lapsus de memoria. El doctor Patel la telefoneaba regularmente, y le divertía que su tono al principio de la conversación fuese siempre aprensivo, como si esperase que ella le informase de alguna siniestra aberración.
El 28 de febrero, terminó el primer borrador de su libro, lo leyó de principio a fin y vio que se necesitaría volver a redactar muy poco antes de enviarlo a su editor. Aquella noche llegó Stephen de Escocia, donde había estado haciendo campaña a favor de los candidatos conservadores.
Hacía casi diez días que no se habían visto. Cuando le abrió la puerta, se quedaron un momento mirándose. Stephen suspiró mientras la abrazaba antes de besarla. Judith sintió el calor y la fuerza de sus brazos, el latir de su corazón, mientras él la atraía hacia sí. Sus labios se encontraron y los brazos de ella estrecharon su cuello. De nuevo se daba cuenta de que a pesar de lo profundamente que había amado a Kenneth, en los brazos de Stephen sentía la consumación de todo lo que era posible entre un hombre y una mujer.
Tomando unas copas compararon notas, estando ambos de acuerdo en que el otro parecía exhausto.
–Cariño, estás demasiado delgada –le dijo Stephen–. ¿Cuánto peso has perdido?
–No me he fijado. No te preocupes, lo volveré a recuperar cuando el libro esté listo. Y, por cierto, Sir Stephen, usted también ha perdido unos cuantos kilos.
–Los americanos creen que tienen un mercado para los pollos de goma. Se equivocan. Será mejor que llame a casa y les diga que nos esperen a cenar.
–No es preciso. He mandado a buscar todo lo necesario. Muy sencillo. Chuletas, ensalada y una patata al horno maravillosamente grande para la energía de hidratos de carbono. ¿Será suficiente?
–Y sin ni un componente para desearme suerte o importunarme con los impuestos.
Trabajaron juntos en la diminuta cocina, Judith preparando la ensalada y Stephen proclamándose un maestro en asar chuletas a la perfección. Stephen, arremangado y con un delantal de chef envolviéndole, le parecía a Judith desprenderse visiblemente de las arrugas de fatiga de alrededor de sus ojos.
–Cuando era un muchacho –dijo–, mi madre daba los domingos libres a todos los sirvientes a no ser que tuviéramos invitados de fin de semana. Le encantaba bajar a la cocina y cocinar para mi padre y para mí. Siempre he echado de menos aquellos maravillosos días en los que estábamos totalmente solos. Sugerí que continuásemos la tradición cuando Jane y yo nos casamos.
–¿Qué dijo Jane? –preguntó Judith, sospechando la respuesta.
Stephen rió entre dientes:
–Se quedó consternada.
Echó otra ojeada a las chuletas.
–Unos tres minutos más, creo.
–La ensalada está lista para llevar a la mesa. Las patatas y los panecillos ya están allí.
Judith se enjuagó las manos, se las secó y tomó la cara de Stephen entre sus palmas.
–¿Te gustaría restablecer la antigua tradición? Cuando no soy esclava de la máquina de escribir soy una buenísima cocinera.
Cuatro minutos después, todavía el uno en los brazos del otro, Stephen olfateó y luego exclamó con voz alarmada:
–¡Dios mío, las chuletas!
La búsqueda de la mujer que había colocado la bomba al pie de la estatua del rey Carlos había llegado a un punto muerto. El joven obrero de la construcción, Rob Watkins, había sido interrogado implacablemente, pero en vano. Identificó rápidamente a la mujer con la capa oscura en las fotos tomadas en la estatua del rey Carlos como la mujer a quien había dado la gelignita, pero se atuvo obstinadamente a su historia de que Margaret Carew le había dicho que tenía intención de utilizarlo para demoler una antigua casa de su propiedad de Devonshire. El entorno de Watkins fue investigado de forma exhaustiva. Scotland Yard llegó a la conclusión de que era exactamente lo que parecía ser: un obrero que se tenía por un conquistador, absolutamente desinteresado por la política y de la clase de persona cuyo hermano cogería cualquier cosa que necesitase de una cantera. La repisa de la chimenea de la casa de campo de sus padres en Gales estaba recién hecha con costosas placas de mármol que casaban exactamente con el mármol utilizado en el último trabajo del hermano.
A regañadientes, el comisario adjunto Philip Barnes estuvo de acuerdo con su ayudante principal, el teniente Jack Sloane, en que Watkins había sido engañado por la mujer de cabellos oscuros de la capa. La insistencia de Watkins en que la mujer que se hacía llamar Margaret Carew tenía una cicatriz reluciente en la yema de su pulgar derecho era la única clave en la que podían poner alguna esperanza.
La información de Watkins no se dio a los medios de comunicación. Se le acusó de recibir bienes robados y quedó detenido bajo fianza, que no pudo reunir. La acusación de colaboración con terroristas estuvo suspendida sobre su cabeza, pendiente de su futura cooperación. A cada policía de Inglaterra se le dio una fotografía ampliada de la mujer de cabellos oscuros de unos cuarenta años, con una cicatriz en la mano.
A medida que las elecciones iban acercándose, la historia de la bomba en la estatua fue perdiendo el interés público. Después de todo no había habido ningún malherido. Ningún grupo la había reivindicado. El humor negro empezó a surgir en los programas de televisión.
–El pobre y viejo Carlos. No contentos con haberle cortado la cabeza, trescientos años más tarde intentan hacerlo estallar. Denle un respiro.
Después, el 5 de marzo, hubo una explosión en la Torre de Londres en la sala donde se exhibían las joyas de la corona. Cuarenta y tres personas resultaron heridas, seis de gravedad, y un guardia y un turista americano de edad resultaron muertos.
En la mañana del 5 de marzo, Judith pensó que no estaba satisfecha con su descripción de la Torre de Londres. Le parecía que no había conseguido transmitir el miedo pavoroso que debieron experimentar los regicidas y sus cómplices, quienes fueron instalados allí. Sabía que una visita al lugar que estaba describiendo podía ayudarla a menudo a encontrar la disposición de ánimo que trataba de describir.
El día era brillante y ventoso. Se abrochó la «Burberry», se anudó un pañuelo de seda, sacó los guantes de los bolsillos y decidió no llevar su bolso de bandolera. Las largas horas de trabajo la estaban afectando, admitió, y el peso del bolso hacía que le doliera el hombro. En lugar de cogerlo, guardó dinero y un pañuelo en el bolsillo. No tenía intención de tomar notas. Sencillamente, quería pasear por la Torre.
Como de costumbre, los inevitables turistas llenaban los patios y las salas. Los guías explicaban en una docena de lenguas las historias del enorme palacio.
–En 1066, cuando el duque de Normandía fue coronado rey de Inglaterra, comenzó de inmediato a fortificar Londres frente a un posible ataque. En su origen, la Torre de Londres fue concebida y construida como un fuerte, pero unos diez años después se edificó una enorme torre de piedra que fue conocida como la Torre de Londres.
Era una historia que ella conocía bien, pero Judith se encontró siguiendo al grupo mientras éste era guiado por las torres y piezas seleccionadas para la visita. La pieza de la Bloody Tower en la que Sir Walter Raleigh estuvo prisionero durante trece años fascinaba a los turistas.
–Es más grande que mi propio estudio –comentaba una mujer joven.
«Es un alojamiento mejor que el que muchos de los pobres desgraciados tenían –pensó Judith, y se dio cuenta de que estaba helada y temblando. Una sensación de pánico y temor la invadió y se apoyó contra la pared–. Sal de aquí –se dijo, y luego pensó–: No seas ridícula, ésta es la sensación que quiero comunicar en el libro.»
Con las manos apretadas en los bolsillos, siguió con la visita hasta la Jewel House en los antiguos cuarteles de Waterloo, donde se guardaban las joyas de la corona.
–Desde el tiempo de los Tudor esta torre albergó a prisioneros de alcurnia –explicó el guía–. Durante los años de Cromwell el Parlamento hizo fundir los ornamentos de la coronación y vendió las piedras preciosas. Una lástima. Pero cuando Carlos II fue reinstaurado, todas las galas reales que pudieron encontrarse se reunieron y se hicieron nuevos ornamentos para su coronación en 1661.
Judith cruzó lentamente la cámara inferior de la Jewel House, deteniéndose para mirar la Cuchara de la Unción, la Espada del Estado, la Corona de San Eduardo, la Ampolla del Águila que contenía los santos óleos para ungir al monarca, el Cetro, que tenía el diamante Estrella de África...
«El Cetro y la Ampolla fueron hechos para su coronación –pensó Margaret–. John y yo oímos hablar de todo aquel boato. Óleos para ungir el pecho de un embustero, un cetro para ser sostenido por una mano vengativa, una corona para ser colocada sobre la cabeza de otro déspota.»
Bruscamente, Margaret pasó apresuradamente delante del Alabardero Real.
«La sala donde me tuvieron está en la Torre Wakefield –pensó–. Me dijeron que tenía suerte de no estar en el calabozo mientras esperaba la ejecución. Dijeron que el rey era misericordioso hasta ese punto sólo porque yo era la hija de un duque que había sido amigo de su padre. Pero encontraron maneras de torturarme. ¡Oh, Dios! Hacía tanto frío y se deleitaban en describirme la muerte de John. Murió llamándonos a Vincent y a mí y pusieron su cabeza en un palo donde pudiera verle camino de mi ejecución. Hallett lo planeó todo. Hallett me visitó y se burló de mí con sus relatos de la vida de Edge Barton.»
–Señorita Chase, ¿se encuentra usted bien?
La solícita voz del guardia siguió a Margaret mientras corría ciegamente escaleras de caracol arriba, apartando a los grupos de turistas que se movían lentamente. En el patio se pasó la mano por la frente, notando que la cicatriz era tan reluciente como lo había sido mientras estuvo prisionera allí.
«Hallett me cogió la mano y examinó la cicatriz –recordó–. Me dijo que era una pena que una mano tan bella estuviese tan herida.»
Dándose la vuelta, se quedó mirando los antiguos Cuarteles de Waterloo.
–La corona y las joyas creadas para Carlos II nunca serán puestas sobre la cabeza ni en las manos de Carlos III –prometió.
–De nuevo la mujer con la capa verde oscuro –espetó el comisario adjunto Barnes–. Se ha alertado a todos los policías de Londres para que estén vigilantes y ha conseguido colocar una bomba en la Torre de Londres, ¡nada menos! ¿Qué le pasa a nuestra gente?
–Habían muchísimos turistas, señor –repuso Sloane, con calma–. Una mujer en medio de un grupo no sobresale, y este año se llevan mucho las capas. Me imagino que los policías estarían alerta durante las primeras semanas y que, luego, puesto que no hubo más incidentes, relegarían a la mujer al fondo de sus mentes...
Llamaron a la puerta y el inspector Lynch entró precipitadamente. Sus superiores vieron que estaba agitado.
–Acabo de venir del hospital –anunció–. El segundo guardia de la Jewel House no sobrevivirá, pero está lo suficientemente consciente como para hablar. No hace más que repetir un nombre: Judith Chase.
–¡Judith Chase! –exclamaron a la vez y con el mismo asombro Philip Barnes y Jack Sloane.
–¡Pero hombre, por Dios! –exclamó Barnes–. ¿No sabe quién es? La escritora. Absolutamente maravillosa. –Frunció el ceño–. Un momento. Me parece que he leído que está escribiendo un libro sobre la guerra civil, sobre el período entre Carlos I y Carlos II; quizá tengamos algo. Su fotografía está en la parte posterior de su último libro; lo tenemos en casa. Que alguien salga y lo compre. Podemos comparar la fotografía de la señora con las que tenemos y enseñárselas a Watkins. ¡Judith Chase! ¿En qué clase de mundo vivimos?
Jack Sloane dudó y luego dijo:
–Señor, es muy importante que nadie sepa que estamos investigando a Judith Chase. Yo compraré el libro. No quiero que ni su secretario conozca nuestro interés por ella.
Barnes frunció el ceño.
–¿Por qué?
–Como sabe, señor, la casa de mi familia está en Devonshire, a unos ocho kilómetros de Edge Barton, la casa de campo de Sir Stephen Hallett.
–¿Y?
–La señorita Chase fue huésped de Sir Stephen en Edge Barton el mes pasado. Se rumorea que en cuanto pasen las elecciones, se casarán.
Philip Barnes se dirigió hacia la ventana y miró al exterior. Era un gesto que sus hombres conocían. Estaba sopesando y analizando el posible desastre. Sir Stephen, como ministro del Interior, era el ministro del gabinete a quien concernía la administración de justicia. Sir Stephen, si era elegido Primer Ministro, sería uno de los hombres más poderosos del mundo. Un indicio de escándalo sobre él podía cambiar fácilmente el curso electoral.
–¿Qué dijo el guardia exactamente? –preguntó a Lynch.
Lynch sacó su cuaderno.
–Tomé nota, señor. «Judith Chase. Volvió. Cicatriz.»
La fotografía de Judith, cortada de la solapa del libro, fue mostrada a Rob Watkins.
–¡Es ella! –exclamó. Luego, mientras sus asombrados oyentes esperaban, su expresión se hizo incierta–. No. Miren sus manos. No hay cicatriz. Y la boca, y los ojos. Es como... diferente. ¡Oh!, se parecen. Como si fueran hermanas.
Apartó la fotografía y se encogió de hombros.
–No me importaría salir con ésta. Vean si pueden ustedes proporcionármela.
Horrorizada, Judith se enteró de la explosión de la bomba en la Torre de Londres cuando puso la televisión para ver las noticias de las once.
–Estuve allí esta misma mañana –dijo a Stephen cuando él la telefoneó, unos minutos después–. Sólo quería percibir la atmósfera. Stephen, esa pobre gente. ¿Cómo puede ser alguien tan cruel?
–No lo sé, cariño. Doy gracias a Dios de que no estuvieses en esa sala cuando la bomba explotó. Sólo sé una cosa cierta. Si mi partido gana y me convierto en el Primer Ministro, voy a conseguir por fuerza la pena de muerte para los terroristas, al menos para los que causen víctimas.
–Después de hoy, más gente estará contigo, aunque yo aún no puedo. ¿Cuándo volverás a Londres, cariño? Te echo de menos.
–Seguramente no antes de una semana, pero, Judith, por lo menos estamos en la cuenta atrás. Diez días más hasta las elecciones y, entonces, gane o pierda, iniciaremos un tiempo que será nuestro.
–Ganarás y yo estoy haciendo las últimas correcciones. Me siento enormemente satisfecha de lo que he escrito esta tarde sobre la Torre. Creo que realmente he conseguido transmitir lo que debió ser estar prisionero allí. Me encanta que el trabajo vaya realmente bien. Pierdo totalmente el sentido del tiempo y es una inmersión gloriosa.
Después de despedirse de Stephen, Judith se dirigió al dormitorio y se sorprendió de ver que las puertas de la segunda división del armario, la zona que Lady Ardsley había reservado para su ropa, estuviesen ligeramente entreabiertas. Probablemente no habían cerrado del todo desde el principio, pensó Judith, mientras las unía con firmeza hasta escuchar el clic de la cerradura. No vio la mochila barata que estaba medio escondida tras la hilera de elegantes vestidos y trajes de chaqueta a medida que constituían el guardarropa de Londres de Lady Ardsley.
A las diez de la mañana siguiente, Judith se sobresaltó al oír sonar el timbre del interfono en el vestíbulo.
–Uno de los placeres de Londres es que nadie se presenta sin telefonear antes –pensó.
A regañadientes, dejó su escritorio y fue hasta al interfono. Era Jack Sloane, el amigo de Stephen de Devonshire, solicitándole unos minutos de su tiempo.
Mientras le observaba tomándose el café que prestamente había aceptado, pensó que era un hombre atractivo. De unos cuarenta y cinco años, aproximadamente. Muy británico, con su cabello claro y sus ojos azules. Apocado, con aquel toque de timidez que caracterizaba a tantos ingleses bien educados. Lo había encontrado en muchas de las fiestas de Fiona y sabía que trabajaba para Scotland Yard. ¿Era posible que los rumores acerca de ella y Stephen le hubiesen hecho empezar a inspeccionarla de una forma oficial? Esperó, dejando que él llevase la conversación.
–Fue algo terrible lo de la bomba de ayer en la Torre –explicó él.
–Espantoso –afirmó Judith–. Estuve allí por la mañana, exactamente unas horas antes de que sucediera.
Jack Sloane se inclinó hacia adelante.
–Señorita Chase, Judith, si me lo permite, es por eso por lo que estoy aquí. Aparentemente, uno de los guardias de la zona de las Joyas de la Corona la reconoció. ¿Habló con usted?
Judith suspiró.
–Voy a parecerle una idiota. Había ido a la Torre para conseguir la atmósfera adecuada para uno de los capítulos de mi nuevo libro, que no me parecía correcta del todo. Me temo que cuando estoy concentrada me vuelvo bastante introvertida. Si me habló, no le oí.
–¿A qué hora fue?
–Sobre las diez y media, creo.
–Señorita Chase, intente ayudarnos. Estoy seguro de que usted es una aguda observadora, incluso si, como dice, estaba usted concentrada en su propia investigación. Alguien consiguió introducir una bomba por la tarde. Era uno de esos artefactos de plástico, pero muy toscamente hecho, por lo que hemos visto. No pudo estar ahí más de unos minutos antes de que explotase. En el momento en que el guardia vio la bolsa y la cogió, explotó. Cuando pasó usted el control de seguridad para entrar en la Jewel House, ¿le pareció que los guardias estaban atentos cuando hizo usted pasar su bolso a través del equipo de detección?
–No llevaba bolso ayer. Sólo metí dinero en el bolsillo de mi gabardina –sonrió Judith–. Durante los últimos tres meses he estado investigando por toda Inglaterra y tengo el hombro cansado de tanto llevar libros y cámaras. Ayer vi que no necesitaba nada excepto dinero para el taxi y para la entrada, de modo que me temo que no puedo ayudarle.
Sloane se levantó.
–¿Le importaría coger mi tarjeta? –le preguntó–. A veces vemos algo y, de modo inconsciente, lo arrinconamos. Si hacemos que nuestras mentes lo busquen y lo recuperen, de forma parecida a como utilizamos los ordenadores, es sorprendente lo a menudo que surge información útil. Me alegro de que fuese tan afortunada como para no estar en la Torre en el momento de la explosión de la bomba.
–Estuve en mi escritorio toda la tarde –dijo Judith, indicándole el estudio con un gesto.
Sloane pudo ver el montón de páginas manuscritas junto a la máquina de escribir.
–Parece muy impresionante. Le envidio su talento.
Sus ojos recorrían el piso asimilando la distribución, mientras se dirigían hacia la puerta.
–Después de las elecciones y cuando las cosas se calmen, sé que mi familia tiene muchas ganas de conocerla.
«Sabe lo que hay entre Stephen y yo», pensó Judith. Sonriendo, le tendió la mano.
–Será muy agradable.
Jack Sloane dirigió una rápida mirada hacia abajo. Había una ligerísima señal de una antigua cicatriz, o quizá de una señal de nacimiento en la mano derecha, pero nada parecido a la cicatriz color rojo vivo y en forma de media luna que Watkins había descrito.
«Una mujer muy agradable», pensó, mientras bajaba por las escaleras. Una vez abajo, abrió la puerta exterior justo cuando una mujer anciana subía los escalones con un gran paquete de comestibles. Respiraba entrecortadamente. Sloane sabía que el ascensor no funcionaba.
–¿Puedo ayudarla? –le preguntó.
–¡Oh!, muchas gracias –jadeó la mujer–. Estaba preguntándome si podría subir los tres pisos, y sé perfectamente bien que el criado estará entre los ausentes, como de costumbre.
Luego le miró de hito en hito como si se preguntase si estaría tratando simplemente de tener acceso a su piso.
Jack Sloane sabía lo que estaba pensando.
–Soy un amigo de la señorita Chase, del tercer piso –explicó–. Acabo de dejarla.
El rostro de la mujer se animó.
–Estoy justo al otro lado del rellano. ¡Qué persona tan encantadora! Y tan bonita. Es una magnífica escritora. ¿Sabía usted que Sir Stephen Hallett la visita? ¡Oh!, no debería hablar de esto. Absolutamente descortés por mi parte.
Iban subiendo lentamente las escaleras, Jack con las bolsas. Intercambiaron los nombres. Martha Hayward, le dijo. Señora de Alfred Hayward. Por el matiz de tristeza con el que su voz pronunció el nombre, Jack estuvo seguro de que su esposo ya no vivía.
Depositó los comestibles en la mesa de la cocina de la señora Hayward y, una vez realizada su buena acción, se dispuso a marcharse. Al decir adiós, hizo una pregunta que no esperaba escuchar salir de sus labios.
–¿Lleva capa alguna vez la señorita Chase?
–¡Oh, sí! –respondió la señora Hayward, con entusiasmo–. No se la pone mucho, pero es preciosa. Verde oscuro. Cuando le dije el mes pasado cuánto me gustaba me dijo que la acababa de comprar en «Harrods».
Reza Patel leyó los diarios de la mañana en su consulta. Temblándole la mano al levantar la taza, examinó las fotografías de los muertos y de las víctimas heridas en el atentado de la Torre de Londres. Afortunadamente, o desgraciadamente, la bomba no había llegado a su objetivo. La habían dejado donde más pudiese dañar las coronas reales y los ornamentos de la coronación, pero al cogerla el guardia hizo que la fuerza de la explosión tuviese lugar lejos del recinto de metal pesado donde se hallaban los inestimables tesoros. Las cajas de cristal se habían hecho añicos, pero su precioso contenido no había sido dañado. Tocar el paquete le había costado la vida al guardia y al turista más cercano a él.
Un artículo aparte explicaba la historia de los adornos reales, cómo habían sido rotos y desmantelados después de la ejecución de Carlos I y reconstruidos para la coronación de Carlos II.
–Carlos I y Carlos II otra vez –dijo Patel, con voz angustiada–. Es Judith, lo sé.
–Judith no, Lady Margaret Carew –le corrigió Rebecca–. Reza, ¿no tienes la obligación de ir a Scotland Yard?
Dando un golpe con el puño, respondió:
–No, Rebecca, no. Tengo una obligación con Judith, de intentar liberarla de esta presencia maligna. Pero no sé si puedo hacerlo. Ella es la víctima más inocente de todas, ¿no lo ves? Nuestra única esperanza es su fuerte personalidad. Ana Anderson se hizo esclava de la esencia de la Gran Duquesa Anastasia gustosamente. Judith luchará inconscientemente por su propia identidad. Debemos darle tiempo.
Durante todo el día, Patel intentó repetidamente llamar a Judith, pero sólo le respondió el contestador automático. Justo antes de marchar de la consulta volvió a intentarlo. Respondió Judith, una Judith cuya voz rebosaba de alegría.
–Doctor Patel, he recibido los certificados de nacimiento. ¿Puede usted creer que llevaban una dirección equivocada? Por eso han tardado tanto en llegar aquí. Vivíamos en Kent House, en Kensington Court. ¿Recuerda? Intenté decirle que vivía en Kent Court. Eso está muy cerca, ¿verdad? Si es cierto el nombre de mi madre era Elaine. Mi padre era un oficial de la RAE, el lugarteniente Jonathan Parrish.
–Judith, ¡qué noticias tan buenas! ¿Cuál será el próximo paso?
–Mañana iré a Kent House. Quizás alguien recuerde algo sobre la familia, alguien que entonces fuese joven y que siga viviendo en el edificio. Si eso no funciona, buscaré cómo encontrar documentos de la RAF. Mi única preocupación sobre ello es que Stephen pueda enterarse, si empiezo a husmear en los registros del gobierno; y ya sabe usted cómo piensa.
–Lo sé. ¿Y cómo va el libro?
–En una semana más habré acabado de revisarlo. ¿Sabe que las encuestas señalan que los conservadores están subiendo? ¿No sería maravilloso que cuando yo acabe el libro él gane las elecciones y de regalo encuentre a la familia de la que procedo?
–Sería realmente maravilloso, pero no trabaje demasiado. ¿Ha tenido algún problema de lapsus de tiempo?
–Ni uno. Me siento ante la máquina de escribir y el día se convierte en noche.
Cuando Patel colgó, miró a Rebecca, que estaba al otro teléfono.
–¿En qué piensas? –le preguntó.
–Hay esperanzas. Cuando Judith termine ese libro ya no se concentrará más en la guerra civil. Encontrar sus raíces satisfará en ella un profundo deseo. Su matrimonio con Sir Stephen será una obligación a jornada completa. El control de Lady Margaret sobre su voluntad se desvanecerá. Esperemos y veamos.
El teniente Sloane informó a Barnes, comisario adjunto de Scotland Yard. Sólo se permitió acompañarles en la sala al inspector Lynch.
–¿Ha hablado usted con la señorita Chase? –preguntó Barnes.
Sloane observó que durante las semanas que habían transcurrido desde la explosión de la primera bomba, el delgado rostro de Barnes había empezado a poblarse con hileras de arrugas que bajaban por sus mejillas y cruzaban su frente. Como jefe de la sección antiterrorista, Barnes informaba normalmente al Jefe de la brigada criminal, que era el oficial de más rango de Scotland Yard después del representante del gobierno. Sabía que Barnes había asumido la terrible responsabilidad de no informar a sus superiores de la posible conexión de Judith Chase con los atentados. Cualquiera de ellos hubiera acudido a Stephen Hallett sin dudarlo. Al representante del gobierno le desagradaba Stephen y recibiría con satisfacción cualquier oportunidad para estorbarle. Sloane admiraba la decisión de Barnes de mantener en silencio el nombre de Judith y, al mismo tiempo, no envidiaba sus consecuencias si resultaba un error.
La oficina estaba bastante caldeada, pero el frío y encapotado día hacía que Sloane desease una taza de café. Aborrecía el informe que sabía tenía que dar.
Barnes conectó el interfono e indicó a su secretario que no le pasase ninguna llamada, dudó y luego vociferó:
–Excepto las evidentes.
Apoyando la espalda en su silla, unió sus manos con los dedos hacia arriba, lo que siempre era una señal para su personal de que era mejor que hubiese respuestas a sus preguntas.
–Tú hablaste con ella, Jack –espetó Barnes–. ¿Qué hay de eso?
–No tiene ninguna cicatriz. Sí tiene una ligerísima señal en la mano derecha, pero hay que estar muy cerca de su mano para verla. Estuvo ayer en la Torre por la mañana, no por la tarde. No habló con el guardia, y si él le habló ella no le oyó.
–Entonces su historia encaja con el relato del guardia. ¿Pero qué quiso decir con lo de «volvió»?
–Señor –apuntó Lynch–. ¿No parece tratarse de la misma situación que señaló Watkins, no la misma mujer, sino otra con un tremendo parecido?
–Eso parece. Supongo que deberíamos dar gracias a Dios por no tener que preocuparnos por arrestar a la futura esposa del próximo Primer Ministro, si eso es lo que es –dijo Barnes–. Caballeros, obviamente, el hecho de que el guardia viese a la señorita Chase y de que ella confirmase que había estado en la Torre por la mañana debe formar parte del informe oficial. Pero no hay que poner énfasis, y lo repito, ningún énfasis, en «volvió». Está claro que alguien que se parece a la señorita Chase, la que dijo a Watkins llamarse Margaret Carew, es la mujer que estamos buscando, pero para ser justos tanto con la señorita Chase como con Sir Stephen, su nombre no debe ser mezclado en esto.
El teniente Sloane pensó en su antigua amistad con Stephen y en lo preocupada que se había mostrado Judith Chase cuando habló con ella del atentado.
Ceñudo, en voz baja, dijo:
–Hay un hecho que deben conocer. Judith Chase tiene una capa verde oscuro, cara, que compró en «Harrods» hace aproximadamente un mes.
Judith se detuvo delante de Kent House, 34 Kensington Court, y alzó la vista hacia los almenados antepechos y la adornada torre de un edificio de pisos que había sido diseñado en el estilo Tudor. Mary Elizabeth Parrish y Sarah Courtney Parrish habían sido llevadas a aquella casa después de su nacimiento en el hospital Queen Mary. Llamó al timbre del portero y se preguntó, mientras miraba el mármol deslucido del suelo del vestíbulo, si su mente estaría gastándole jugarretas. ¿Recordaba haber corrido por aquel mármol hasta aquella escalera hacía tanto tiempo?
La mujer del portero rondaba los sesenta años. Llevaba un jersey largo sobre una falda de lana deformada y unos zapatos azules y blancos de cuero de imitación en los pies; su agradable rostro estaba sin maquillar pero enmarcado por un blanco pelo ondulado. Entreabrió la puerta.
–Me temo que no tenemos ni un solo piso por alquilar –dijo.
–No he venido por eso.
Judith entregó su tarjeta a la mujer. Ya había pensado en lo que diría.
–Mi tía tenía una amiga muy querida que vivió en este edificio durante la guerra. Se llamaba Elaine Parrish. Tenía dos niñas pequeñas. Hace mucho tiempo de esto, pero mi tía esperaba poder encontrarlas.
–¡Oh, reina!, no creo que haya ni siquiera documentos. El edificio ha sido vendido una y otra vez y, ¿de qué serviría guardar archivos de gente que se trasladó? ¿Cuántos años hará de eso? ¡Cuarenta y cinco o cincuenta! ¡Es imposible!
La esposa del portero empezó a cerrar la puerta.
–Espere, por favor –le suplicó Judith–. Sé lo ocupada que está pero, ¿y si yo le pagara la pérdida de tiempo?
La mujer sonrió.
–Soy Myrna Brown. Entre, ¿quiere? Hay algunos documentos antiguos en el cuarto del almacén.
Dos horas más tarde, con las uñas estropeadas, sintiéndose polvorienta y sucia por los mugrientos archivos, Judith dejó la oficina y buscó a Myrna Brown.
–Me temo que tiene usted razón. Es totalmente imposible. Ha habido un cambio total en los veinte años de documentos que tiene usted aquí. Sólo hay una cosa. El piso 4.º B. Por lo que parece, no hay ningún registro de cambio de inquilinos hasta hace cuatro años.
Myrna Brown hizo un gesto con las manos.
–Debo de estar tonta. Pues claro. Hace sólo tres años que estamos aquí, pero el portero que se retiró nos habló de la señora Bloxham. Tenía noventa años cuando, finalmente, dejó su piso para ir a una residencia. Más despierta que el hambre, dicen, y se fue protestando, pero su hijo no quería que estuviese sola más tiempo.
–¿Cuánto hacía que estaba aquí? –Judith sintió que se le secaba la boca.
–¡Oh!, desde siempre. Supongo que vino recién casada, con veinte años.
–¿Vive aún?
–No tengo ni la menor idea. No es probable, diría yo. Pero nunca se sabe, ¿verdad?
Judith tragó saliva. Tan cerca. Tan cerca. Para guardar la compostura, echó un vistazo por la pequeña salita con su papel pintado de brillantes flores, su duro sofá de tela de crin y silla a juego, los aparatos de calefacción eléctrica colocados bajo las ventanas largas y estrechas.
Los aparatos de calefacción. Polly y ella habían hecho una carrera. Ella tropezó y cayó contra el calefactor. Podría recordar el horrible olor del cuero cabelludo quemado, la sensación de su pelo al pegarse sobre la superficie de metal. Y, luego, unos brazos sosteniéndola, calmándola, llevándola escaleras abajo y pidiendo ayuda. La voz joven y atemorizada de su madre.
–Seguramente, enviarán el correo de la señora Bloxham a algún sitio.
–La oficina de correos no puede dar direcciones pero, ¿por qué no llamamos a la administración del edificio? Ellos podrían tenerla.
Bastante avanzada la tarde, Judith cruzaba en un coche alquilado las verjas de la Preakness Retirement Home de Bath. Había telefoneado de antemano. Muriel Bloxham seguía viviendo allí, le dijeron, pero se encontraba bastante desmemoriada.
La supervisora la acompañó a la sala «social». Era una zona soleada, de grandes ventanas y cortinas y alfombras luminosas. Cuatro o cinco ancianos sentados en sillas de ruedas se apiñaban alrededor de un aparato de televisión. Tres mujeres que parecían tener cerca de ochenta años hablaban y hacían punto. Un hombre de rostro demacrado y pelo blanco miraba fijamente hacia adelante, efectuando movimientos de dirección con la mano. Al pasar por delante de él, Judith vio que estaba canturreando para sí en un tono notablemente preciso.
–¡Dios mío! –pensó–. Esta pobre gente...
La supervisora debió ver la expresión de su rostro.
–No hay duda de que algunos de nosotros vivimos más tiempo del que nos corresponde, pero le aseguro que todos nuestros huéspedes están muy cómodos.
Judith se sintió reprendida.
–Ya lo veo –repuso en voz baja.
Estoy tan cansada, pensó. El final del libro, el final de la campaña, quizás el final de la pista. Sabía que la supervisora pensaría probablemente que era un familiar de la anciana señora Bloxham... quizás un familiar con complejo de culpabilidad, que estaba haciéndole una apresurada visita obligada.
Se encontraban en la ventana que daba a una zona parecida a un parque.
–Bueno, señora Bloxham –dijo la supervisora, con voz cordial–. Hoy tenemos compañía. ¿No es estupendo?
La mujer, delgada pero erguida en su silla de ruedas, respondió:
–Mi hijo está en Estados Unidos. No espero a nadie más. –Su voz era firme y cuerda.
–Pero, bueno, ¿es ésa forma de tratar a un visitante? –bramó la supervisora.
Judith tocó el brazo de la supervisora.
–Por favor. Estaremos bien.
Había una pequeña mesa y una silla. La sacó y se sentó junto a la anciana.
«¡Qué rostro tan maravilloso! –pensó–. ¡Y qué ojos tan inteligentes todavía!»
El brazo derecho de Muriel Bloxham descansaba sobre la manta que la cubría. Se veía fina y arrugada.
–Y bien, ¿quién es usted? –preguntó Bloxham–. Sé que me estoy volviendo vieja, pero no la reconozco. –Su voz era débil, pero muy clara. Sonrió–. Tanto si la conozco como sino, agradezco su compañía.
Después, una mirada preocupada cruzó su rostro.
–¿Debería conocerla? Me dicen que me estoy volviendo olvidadiza.
Judith se dio cuenta de inmediato de que hablar resultaba un esfuerzo para la anciana. Tendría que llegar a las preguntas inmediatamente.
–Soy Judith Chase. Creo que usted podría haber conocido a mis parientes hace mucho tiempo y quisiera preguntarle por ellos.
Bloxham levantó su mano izquierda y dio una palmada en el rostro de Judith.
–¡Es usted tan bonita! Es americana, ¿verdad? Mi hermano se casó con una americana, pero eso fue hace mucho tiempo.
Judith cerró su mano sobre la mano fría y de venas azuladas de la anciana.
–Yo hablo de hace mucho tiempo –dijo–. Fue durante la guerra.
–Mi hijo estuvo en la guerra –repuso la señora Bloxham–. Le hicieron prisionero, pero al menos volvió. No como otros. –Inclinó la cabeza sobre su pecho y sus ojos se cerraron.
«No sirve de nada –pensó Judith–. No va a recordar.»
Se quedó mirándola mientras la respiración de Muriel Bloxham se hacía regular. Judith se dio cuenta de que se había quedado dormida. Mientras la señora Bloxham dormitaba, examinó cada uno de los rasgos de la anciana.
–Blammy se preocupaba por Polly y por mí. Hacía pastelillos y nos leía cuentos.
Pasó casi media hora hasta que Muriel Bloxham abrió los ojos.
–Lo siento. Esto es lo que ocurre cuando se es tan vieja –dijo. De nuevo sus ojos estaban despiertos.
Judith sabía que no podía perder el tiempo.
–Señora Bloxham, intente pensar. ¿Recuerda una familia nombrada Parrish que vivía en Kent House durante la guerra?
Bloxham negó con la cabeza.
–No. No he oído nunca ese nombre.
–Inténtalo Blammy –suplicó Judith–. Inténtalo.
–Blammy.
El rostro de Muriel Bloxham se animó.
–Nadie me ha llamado así después de las gemelas.
Judith intentó no levantar la voz.
–Las gemelas.
–Sí. Polly y Sarah. Unas niñitas tan bonitas. Elaine y Jonathan se instalaron allí cuando se casaron. Ella, tan rubia; él, de pelo oscuro, alto y guapo. Estaban muy enamorados. Él fue abatido una semana después de que nacieran las gemelas. Yo iba a ayudar a Elaine. Tenía el corazón destrozado. Luego, después de que aquellas bombas cayeran tan cerca, decidió llevarse a las niñas al campo. Ninguno de los dos tenía familia, ¿sabe? Yo dispuse que se alojase con unos amigos míos en Windsor. El día que se marcharon, cayó una bomba cerca de la estación.
La voz de la señora Bloxham se estremeció.
–Terrible. Terrible. Elaine muerta, la pequeña Sarah destrozada, como otros. Ni siquiera pudieron encontrar su cuerpo. Y Polly tan malherida...
–¡Polly no murió!
La cara de la señora Bloxham se quedó sin expresión.
–¿Polly?
–Polly Parrish, Blammy. ¿Qué le sucedió? –Judith notaba que sus ojos se llenaban de lágrimas–. Puedes recordar.
Blammy empezó a sonreír.
–No llores, cariño. Polly está bien. A veces me escribe. Tiene una librería en Beverley, en Yorkshire. Parrish Pages se llama.
–Lo siento, señorita, pero tendrá que marcharse. La he dejado quedarse pasada la hora de visita –intervino la supervisora, con aire de desaprobación.
Judith se levantó, se inclinó y besó la cabeza de la anciana.
–Adiós, Blammy, Dios te bendiga. Vendré otra vez a verte.
Al marcharse, oyó a Muriel Bloxham contarle a la supervisora lo de las gemelas que acostumbraban a llamarla Blammy.
El vasto mecanismo de compilación de información de Scotland Yard comenzó calladamente la investigación sobre la vida de Judith Chase. Al cabo de unos cuantos días, los resultados se amontonaban sobre la mesa del teniente Sloane. Documentos que llegaban hasta la infancia, informes psicológicos, artículos que había escrito para el Washington Post, menciones sociales, notas de la escuela, actividades, clubes, entrevistas discretas con compañeros de trabajo en Washington, con su editor, con su contable.
–Todo viene a ser un canto de alabanza –comentó Sloane a Philip Barnes–. No hay un solo indicio de protesta antigubernamental ni de afiliaciones radicales desde que nació. Tres veces presidenta de su clase en el internado, presidenta del consejo estudiantil en Wellesley, voluntaria en campañas de alfabetización, generosa en las caridades. Es fantástico que no hiciésemos el tonto, señor, revelando que estábamos investigándola.
–Sólo hay una cosa que me llama la atención. –Barnes tenía el libro del año del internado abierto. En su clase de pintura, junto a la habitual breve biografía había una frase que subrayó–: Señorita manitas. Dice que será escritora, pero esperen y observen si no acaba construyendo puentes.
–Esas bombas eran toscas, pero muy efectivas. Si Watkins sólo suministró la gelignita, se precisaba una habilidad mecánica bastante decente para montarlas de forma que escapasen a la detección.
–No creo que eso sea significativo, señor –intervino Sloane–. Mis dos hermanas tienen una habilidad mecánica natural, pero dudo que la utilizasen con propósitos terroristas.
–No obstante, quiero que la vigilancia de la señorita Chase continúe día y noche. ¿Tienen Lynch o Collins algo que informar?
–En realidad no, señor. Pasa la mayor parte de su tiempo en el piso, pero ayer fue a Kent House, en Kensington Court. Preguntaba por una familia que vivió allí hace muchos años... personas que conoció su tía.
–¿Su tía? –Barnes levantó bruscamente la cabeza–. No tiene familia.
Sloane frunció el ceño. Eso era lo que había estado preocupándole.
–Debería haber informado de eso, pero fue desde Kent House hasta una residencia de Bath y habló con una mujer muy anciana, así que parecía algo inocente.
–¿Por quién estaba preguntando?
–No podemos estar seguros, señor. Cuando Lynch intentó hablar con la anciana, estaba ausente. Parece que su mente va y vuelve.
–Entonces le sugiero que visite a esa anciana y vea si puede usted hablar con ella. No lo olvide, Judith Chase era una huérfana de guerra británica. Por lo que sabemos, ha dado con personas del pasado que podrían estar influyendo en ella.
Barnes se levantó.
–Sólo faltan seis días para las elecciones. Todavía están reñidas, pero creo que los conservadores las ganarán. Por ello es por lo que necesitamos dejar absolutamente limpia a Judith Chase antes de que nos encontremos en la embarazosa situación de echar abajo al nuevo gobierno ¡antes incluso de que entre en funciones!
Cuando Judith volvió a casa desde Bath, se sentía como si se hubiese esforzado emocional y físicamente hasta un punto más allá del agotamiento. Tomó un baño caliente, disfrutándolo durante veinte minutos, y después se puso un camisón y una bata. Al mirarse en el espejo vio que estaba mortalmente pálida, que necesitaba urgentemente arreglarse el cabello y que tenía una cara tan delgada que ya no le sentaba bien.
–Tendré que darme un día libre –pensó–. Mañana iré a hacerme un tratamiento facial, una manicura y a arreglarme el pelo...
Dejaría el libro durante un día o dos y luego repasaría las hojas que había apartado para corregir. Y mañana visitaría Parrish Pages, en Beverley, y descubriría si Blammy tenía razón en lo de Polly Parrish...
«¡Polly, viva! Mi hermana –pensó–. Ahora, sólo me daré una vuelta por allí.»
Sabía que no podía darse a conocer a Polly hasta que supiese más de ella. Pero, luego, después de la campaña, Stephen podría hacer que la investigasen. No pondría ninguna objeción a ello mientras nadie conociese la razón de la investigación.
–Pero ella será excelente –se prometió Judith mientras se metía en la cama, demasiado cansada incluso para calentarse un plato de sopa–. Qué casualidad que esté también en el mundo del libro... Me pregunto si habrá intentado escribir alguna vez...
Dormía tan profundamente que el teléfono sonó una docena de veces antes de que pudiera oírlo. La voz preocupada de Stephen la hizo despertar.
–Judith, estaba empezando a preocuparme. ¿Tan cansada estás?
–Tan feliz –respondió–. Voy a tomarme un par de días libres para aclarar las ideas, luego envolveré el libro y lo entregaré.
–Cariño, finalmente no volveré a Londres hasta las elecciones. ¿Te importa?
Judith sonrió.
–Casi me alegro. Tengo un aspecto horrible. Unos cuantos días más me darán la oportunidad de lograr estar presentable.
Se volvió a dormir pensando: Stephen, te quiero... Polly, soy yo... Soy Sarah...
Margaret sentía debilitarse su dominio sobre Judith. Con el libro ahora terminado, sabía que Judith apartaría su atención de la guerra civil. Margaret había utilizado su energía para prepararse para el momento en que pudiera conquistar a Judith. Ahora, sabía que podía copiar la forma de hablar de Judith sin la entonación que Rob Watkins había encontrado tan divertida. Se sentía familiarizada con el mundo de Judith. Hoy se había dado cuenta de lo que para Judith había pasado desapercibido. Las seguían.
Había tanto que hacer. Había elegido ya dónde colocaría la siguiente bomba. ¿Tendría poder para volver a vencer a Judith?
El inspector Lynch pasó buena parte del día siguiente frente al salón de peluquería de «Harrods». Cuando Judith salió, a las cinco en punto, tenía el cabello luminoso, la cara resplandeciente y sus uñas eran elegantes óvalos. Se la veía descansada y feliz.
–Condenada pérdida de tiempo –pensó Lynch, mientras la seguía hasta un restaurante en el que tomó un plato de humeante pasta y bebió Chianti; luego, volvió directamente a su casa–. Es tan terrorista como mi abuela –murmuró para sí, ocupando su puesto en un coche, al otro lado de la calle, ante la puerta del edificio de Judith. Su relevo, Sam Collins, llegaría pronto. A Collins, un oficial de toda confianza, le habían dicho que se había recibido un anónimo implicando a la señorita Chase en los atentados y que, aunque lo consideraban ridículo, tenían que seguir en ello. Le habían advertido que era «estrictamente confidencial».
Aquella noche, Lynch observó que se encendía la luz en la ventana delantera de Judith. Aquello debía de ser el estudio, según la descripción del piso que había hecho el teniente Sloane, de modo que debía estar trabajando de nuevo. Unos minutos después, llegó Collins.
–Vas a tener una noche tranquila, te lo prometo –le dijo Lynch–. No es una trotacalles.
Collins asintió con la cabeza. Era un hombre grueso que daba la impresión de llevar un cubo de comida en la mano. Lynch sabía que también era asombrosamente ágil.
Judith no había pensado trabajar pero después del masaje, el tratamiento facial, la pedicura, la manicura y el arreglo del pelo se sintió tan agradablemente reanimada que creyó que podría ser capaz de revisar las páginas que había señalado para corregir. La alegría de la llamada telefónica que había hecho por la mañana a Beverley la había mantenido resplandeciente durante todo el día. En información le habían dado con presteza el número de Parrish Pages. Había telefoneado y preguntado a qué horas estaba abierta la librería. Luego, como de pasada, había inquirido:
–¿Polly Parrish es todavía la propietaria?
La respuesta había sido:
–¡Oh, sí! Pronto estará aquí. ¿Quiere que la llame ella?
–No es preciso, gracias.
Durante todo el día, Judith había estado pensando:
–Mañana. La veré mañana. Y unos cuantos días más y las elecciones habrán terminado.
Durante las pasadas semanas, había apartado de su mente el pensamiento de los años que le aguardaban con Stephen. En aquel momento, deseaba ir a Edge Barton y pasar días y semanas ininterrumpidas con él.
–¿Días y semanas ininterrumpidas cuando Stephen fuese Primer Ministro? –Judith sonrió tristemente–. ¡Serían afortunados si tenían horas ininterrumpidas!
Apoyando la barbilla en la mano, miró con cariño la diminuta biblioteca de Lady Ardsley, la pieza que ella utilizaba como estudio. Volúmenes antiguos se mezclaban con novelas renacentistas, chucherías victorianas junto a excelentes porcelanas antiguas, un pequeño tapete almidonado descansaba sobre una mesa jacobina verdaderamente hermosa.
Edge Barton, con sus enormes techos altos y salas prodigiosamente grandes, con sus gráciles ventanas y puertas antiguas... El interior precisaba un cuidado delicado y amoroso, el toque de una mujer.
Algunos de los muebles deberían ser tapizados de nuevo. Los cortinajes precisaban ser sustituidos. Judith pensó en lo estupendo que sería dar su toque personal a Edge Barton...
Ponte de nuevo a trabajar. El Royal Hospital.
Era como si una orden pasase por su mente. Sorprendida, se cepilló el cabello hacia atrás y vio que la cicatriz de su mano estaba ligeramente rosada.
–Voy a ir a ver a un cirujano plástico para esta condenada cicatriz –afirmó–. Es absurdo cómo viene y se va.
Pasó rápidamente el manuscrito hasta el último capítulo, donde había marcado el párrafo sobre el Chelsea Royal Hospital. Un edificio precioso y maravillosamente conservado, construido por Carlos II como residencia para veteranos y soldados inválidos.
Los veteranos de Carlos II. ¡Los Simon Halletts del mundo agarrados a las faldas del monarca feliz! Así es como le llamaban, el monarca feliz.. Vincent caído en la batalla, John ejecutado, yo misma engañada y asesinada... y el monarca feliz construyendo una residencia para sus soldados en la que pudieran vivir «como en una residencia o en un monasterio».
Margaret apartó el manuscrito, empujando deliberadamente algunas partes del mismo al suelo, alrededor del escritorio. Se levantó rápidamente, se dirigió al dormitorio y cogió del armario la bolsa que Rob Watkins le había dado. La luz era mejor en la cocina. Llevó allí la bolsa y extendió el contenido sobre la mesa.
Fuera, Sam Collins observaba con creciente interés la sucesión de luces que se encendían en el piso de Lady Ardsley. Judith Chase debía haber salido del estudio sin apagar la luz, de modo que probablemente pensaba volver allí. Eran sólo las ocho menos cuarto. ¿Significaba la luz del dormitorio que se iba a dormir, o quizás a ponerse una ropa más cómoda? Observó que la luz de la cocina se encendía y después consultó el esquema del piso que Sloane le había dado. Las ventanas del estudio, de la cocina, de la sala y del dormitorio daban todas a la calle; la puerta de entrada y el vestíbulo que unían las habitaciones se encontraban en la parte trasera.
Sam observó que el tiempo empezaba a cambiar rápidamente. La noche había sido al principio clara, con estrellas y la luna en cuarto creciente. Ahora, estaba llena de espesas nubes y el aire húmedo amenazaba lluvia. Los escasos transeúntes andaban de prisa, evidentemente ansiosos por llegar rápidamente a sus destinos.
Desde la intimidad de su indefinido coche, Sam siguió vigilando el piso de Lady Ardsley. Mientras lo hacía, la luz de la cocina y después la del dormitorio se apagaron.
«Probablemente sólo se cambió de ropa y se hizo una taza de té», pensó, y empezaba apoyar la cabeza sobre el respaldo cuando se quedó inmóvil. La sombra de la ventana del estudio se había movido. Por un instante, tuvo una clara visión de Judith Chase. Miraba directamente a su coche. Parecía llevar ropa de calle.
Sam se replegó hacia el oscuro interior del coche.
–Sabe que estoy aquí –afirmó–. Está pensando en salir.
Había inspeccionado la zona en su primera noche de trabajo y sabía que había una puerta de servicio en la parte trasera del edificio y un estrecho patio que podía ser utilizado para salir a la calle contigua por entre los edificios.
Esperó un momento y, luego, pensó que Judith dejaría encendida la luz del estudio. Se deslizó fuera del coche y corrió por la acera de cemento que separaba las casas. La puerta trasera se abrió y Judith salió. Sam retrocedió y echó una ojeada por la parte lateral del edificio. Había luz suficiente para ver que vestía una capa oscura.
«Aquel indicio podía tener un objetivo –pensó–. ¡Podía realmente tener alguna relación con los atentados! ¿Qué va a hacer ahora? ¿A reunirse en secreto con terroristas? Con satisfacción, se imaginaba a sí mismo resolviendo el caso del terrorista de Londres. No perjudicará a la antigua carrera», pensó...
Margaret se movió con presteza por entre las calles poco transitadas. El hombre de Scotland Yard estaría ahora sin duda dormitando en su coche. Debajo de la capa llevaba el paquete que había preparado. Iba inocentemente metido en una pequeña cesta de hacer la compra del mercado cercano, con uvas y manzanas a la vista en la apertura que había entre las asas, la clase de cesta con la que uno entraría en un hogar de veteranos. Pronto habría finalizado el horario de visitas. Apenas le quedaba tiempo suficiente.
Silenciosamente, Sam Collins seguía a la delgada figura que cruzaba rápidamente la ciudad dirigiéndose hacia el Támesis. Casi media hora después, cuando ella giró por la Royal Hospital Road, abrió los ojos sorprendido. ¿Qué estaba tramando? ¿Pensaba sólo visitar a un pensionista? ¿Había notado que la estaban siguiendo y había decidido utilizar la puerta trasera sólo para librarse de la molestia de un perseguidor? Llevaba una capa verde oscuro, pero la misma mujer de Sam le había comentado lo mucho que se llevaban las capas aquella temporada y había comprado una para el cumpleaños de su hija.
En el vestíbulo en forma de cúpula del magnífico edificio había un desfile de gente que se movía rápidamente. El reloj de la recepción indicaba las ocho y veinte. Sam observó que Judith se dirigía directamente hacia allí y dejaba sobre el mostrador una pequeña cesta de frutas.
«Cuando le dieran el pase de visitante preguntaría a la recepcionista por el nombre del pensionista a quien visitaba», pensó. Luego, aquel instinto infalible le hizo dirigirse al mostrador y quedarse tras ella, como si él también fuese a solicitar un pase.
–Quisiera visitar a Sir John Carew –dijo Margaret, con voz baja y apremiante.
Margaret se dio vuelta, con los ojos llenos de ira. Vio cómo el hombre corpulento, el hombre que debía haber estado siguiéndola, se quedaba mirando fijamente su mano. La cicatriz resplandecía en aquel momento, con un vivo color púrpura rojizo.
Agarró la cesta del mostrador de recepción y la lanzó al otro lado del vestíbulo, hacia tres mozos que acababan de bajar al vestíbulo.
Instintivamente, Sam supo que el paquete contenía una bomba. En segundos se halló al otro lado de la pieza, lanzándose a cogerlo...
Margaret estaba en el patio cuando explotó la bomba, reduciendo el vestíbulo a escombros que volaban, paredes que se desplomaban y víctimas que gritaban. Los cristales de las ventanas se hicieron añicos. Un trozo dentado le rozó la mejilla mientras se deslizaba hacia la oscura protección de la lluvia, que caía moderadamente.
Reza Patel y Rebecca estaban viendo la televisión en su piso cuando transmitieron la noticia de la tragedia en el Royal Hospital. Cinco muertos, doce heridos graves. Patel, con la cara pálida, telefoneó a Judith. Ella respondió de inmediato.
–Estoy en mi despacho, doctor. Trabajando como de costumbre. –A Patel, su voz le sonó alegre y normal. Luego, Judith se puso a reír–: Sólo espero que mis lectores no reaccionen hacia mi libro como lo he hecho yo esta noche. Me he quedado literalmente dormida leyéndolo.
«He debido quedarme prácticamente inconsciente», pensó Judith, colocando una página que había pasado por alto al recoger el manuscrito del suelo. Apagó la luz del estudio, fue al dormitorio y se desnudó rápidamente. Stephen le había dicho que tenía una reunión hasta muy tarde y que no intentaría llamarla aquella noche.
Se dio cuenta de que le dolían las piernas.
«Uno pensaría que he estado corriendo en la maratón», pensó.
Creyó que una aspirina podría ayudarla a relajarse. Por un momento, se examinó en el espejo del armario mientras buscaba la caja de aspirinas. Su nuevo peinado estaba deshecho. Los rizos de alrededor de la cara se le habían ensortijado y, al echarlos hacia atrás, observó que se encontraban ligeramente húmedos.
«La calefacción del estudio debe de estar demasiado alta –pensó–. Pero yo no sudo nunca...»
Se puso crema en la cara y se asustó al ver una gota de sangre en su mejilla. Tenía un pequeño rasguño. Ella no recordaba haber sentido ningún dolor durante el tratamiento facial, pero la estheticienne tenía las uñas realmente largas...
Al volver a la cama, vio irritada que las puertas del armario de Lady Ardsley estaban de nuevo ligeramente entreabiertas.
«Las ataré –pensó–. ¿No sería terrible que se pasara un día por aquí y pensase que registro sus cosas?»
En la cama, con las luces apagadas, intentó relajarse, pero le dolían las piernas, tenía palpitaciones en la cabeza y una sensación abrumadora de depresión se había apoderado de ella.
«Es por todo el trabajo –pensó–. Y por no haber hablado con Stephen esta noche.»
Murmuró: «Stephen y Polly», pero los nombres no la aliviaron. Desconsolada, sintió como si ambos se alejasen de ella.
Unas profundas arrugas de pesar y cólera estaban grabadas en el rostro del comisario adjunto Barnes. El teniente Sloane y el inspector Lynch, con los ojos enrojecidos de fatiga, lograban mantenerse erguidos en las sillas del despacho de Barnes. Sabían que por muy grave que fuese el problema, Barnes no reconocería la evidencia del cansancio. Ambos habían permanecido en el escenario del atentado toda la noche, pero sin resultado. Un doctor que venía por el pasillo había visto un paquete cruzar volando el vestíbulo y a un hombre corpulento ir corriendo tras él. El instinto le hizo saltar hacia atrás, una reacción que indudablemente le había salvado la vida. Las otras victimas heridas no habían visto a nadie que llevase un paquete. Los tres mozos a cuyos pies había caído la bomba, la recepcionista y el inspector Collins estaban muertos.
–La cuestión –dijo vivamente Barnes– es si Collins iba siguiendo a Judith Chase. Todas las pruebas apuntan hacia ese hecho. La única posibilidad distinta es que alguien saliera de su piso o de otro piso de su edificio e hiciera sospechar a Collins. ¿Ha telefoneado usted a la señorita Chase, Jack?
–Sí, señor, hace aproximadamente una hora. Utilicé la misma débil excusa de que estábamos desesperados por descubrir cualquier pista, por pequeña que fuera, y le pregunté si había recordado algo inusual cuando estuvo en la zona de las joyas de la corona.
–¿Y su respuesta?
–Franca. Absolutamente nada. Repitió lo mucho que se concentra cuando está investigando. Que olvida casi por completo todo lo que sea ajeno a ello.
–¿Detectó algún nerviosismo en su tono?
Lynch frunció el entrecejo.
–Nerviosismo no, señor. Alicaída, más bien. Dijo que había terminado su libro y que le había supuesto un gran esfuerzo. Tenía la intención de quedarse en la cama todo el día, leerlo y enviarlo luego a su agente.
Barnes golpeó la mesa con el puño, un gesto que advertía a sus subordinados que tendrían que aguantar un rapapolvo.
–¿Por qué demonios no nos notificó Collins que dejaba el coche? No le hubiera llevado más de treinta segundos utilizar el teléfono del coche.
–Quizá no tuvo esos treinta segundos, señor.
–O quizá no se molestó en hacerlo. Maldita sea, Sam era uno de nuestros mejores hombres. Salvó una docena de vidas cuando se echó sobre esa bomba. Jack, esa anciana que Judith Chase visitó, ¿qué te dijo exactamente?
–Nada en absoluto, señor. Ni un solo pensamiento coherente. La supervisora me dijo que puede estar absolutamente lúcida y que luego desvaría durante días en un momento dado. La única información que conseguí fue que, en cuanto la señorita Chase se marchó, la señora Bloxham le habló a la supervisora de unas hermanas gemelas de dos años, Sarah y Polly, que acostumbraban a llamarla Blammy.
–¡Gemelas! –saltó el inspector Lynch, olvidando su cansancio–. Señor, como usted sabe, Judith Chase fue encontrada dando vueltas por Salisbury cuando tenía dos años. Nadie la reclamó, aunque era una niña muy bien vestida. ¿Es posible que haya estado intentando encontrar, o que haya podido encontrar, a su familia de origen? ¿Y que haya dado con una hermana gemela?
Barnes se mordió el labio inferior y retiró con impaciencia los mechones de pelo que habían caído sobre su frente.
–¿Una hermana gemela que pueda parecérsele mucho y que pueda tener alguna filiación política peligrosa? Podría tener sentido. Dios, pasado mañana es el día de las elecciones. Tenemos que resolver esto. Judith Chase estaba haciendo preguntas a esa anciana hace sólo dos días. No parece que haya encontrado todo lo que está buscando. De modo que no podemos suponer que ya esté en contacto con personas de su pasado. Si no lo está –y si nosotros podemos descubrir quiénes son y si es necesario advertirla de que no se ponga en contacto con ellas– podemos ser capaces de mantenerla a ella y a Sir Stephen fuera de este asunto. O, si las ha encontrado y de algún modo ha ido a dar con malas compañías, quiero saberlo antes de que Sir Stephen se convierta en el Primer Ministro. ¡Jack!
Sloane se levantó.
–Señor.
–Vuelva a esa residencia. Consiga un psiquiatra. Dígale lo que está usted intentando averiguar. Quizás él tenga una forma de hacerle preguntas a la señora Bloxham si ése es su nombre. Chase interrogó a la mujer del portero de Kent House el otro día, ¿no es así?
–Sí.
–Vaya a ver otra vez a la mujer del portero. También quiero una investigación sobre todos los pensionistas del Royal Hospital, anoche. Descubra quiénes tuvieron visitas que pudieron haberse ido sobre las ocho y media. Hable con esos visitantes. Alguien puede haber visto a Collins y a quien quiera que él siguiera, entrando. Y, por el amor de Dios, asegúrese de que Judith Chase no da un paso sin que alguien vaya detrás de ella.
El teléfono del despacho de Barnes sonó con insistencia. La voz de su secretario era sofocada.
–Siento interrumpirle. El representante del gobierno quiere que sepa que Sir Stephen ha convocado una reunión de urgencia para conocer la marcha de la investigación.
Stephen telefoneó a Judith a las nueve de la mañana siguiente, despertándola del profundo y rendido sueño en el que había caído. Al oír su voz, su mano apretó fuertemente el teléfono. Sentía como si hubiese estado nadando en agua caliente y oscura, intentando llegar a tierra. Haciendo un esfuerzo por despertarse, murmuró su nombre y después se apoyó sobre el codo mientras él decía:
–Estoy en el coche, cariño, a sólo diez minutos. Voy a una reunión de urgencia con Scotland Yard. Tengo que volver directamente al campo, pero ¿qué me dices de una taza de té para un hombre que está loco por verte?
–Stephen, ¡que maravilloso! Pues claro.
Judith colgó el teléfono y se levantó apresuradamente de la cama. En el espejo del cuarto de baño vio que tenía los ojos hinchados de sueño. Una gota de sangre seca señalaba el pequeño corte de la mejilla.
–Tengo un aspecto horrible –pensó.
Tirando de los grifos de la ducha, se quitó el camisón, cogió un gorro de baño y dejó caer el agua primero caliente y luego fría a propósito para sacudirse el letargo.
Una ligera base de maquillaje cubrió el arañazo. Un toque de colorete le ayudó a ocultar la palidez de su rostro y un rápido cepillado alisó el perdido peinado. Una túnica suelta de lana suave con un vivo estampado en naranja, azul, lila y fucsia sobre fondo negro la envolvió en color. Fue corriendo a la cocina, preparó el café y empezó a poner la mesa pequeña de delante de la ventana. Vio algo en el suelo y se inclinó para recogerlo. Era un trozo de alambre retorcido. ¿De dónde procedía?, se preguntó mientras lo tiraba a la papelera. Sonó el interfono. Lo cogió y dijo:
–El café está servido, señor. Suba ahora mismo.
Cuando abrió la puerta a Stephen, se echaron el uno en brazos del otro.
Entre sorbos de café y bocados de tostadas con mermelada, Stephen le contó la horrible noticia del atentado en el Royal Hospital.
–Trabajé hasta tarde y no puse la televisión –dijo Judith–. Stephen, ¿qué clase de mente depravada coloca una bomba en un hogar de veteranos?
–No lo sabemos. Normalmente, algún grupo reivindica la autoría. Cuando eso no sucede, a menudo es una verdadera suerte encontrar al autor. La indignación de la opinión pública es enorme esta mañana. Incluso Buckingham Palace ha expresado de manera oficial su honda preocupación y ha enviado también su condolencia a las víctimas.
–¿Tendrá esto algún efecto sobre las elecciones?
Stephen sacudió la cabeza.
–Querida, odio pasar el resto de mi vida pensando que llegué al cargo porque alguien estaba haciendo estallar Londres, pero mi inflexible postura sobre la pena de muerte para los terroristas está ciertamente marcando una diferencia en las urnas. Los laboristas no cambiarán todavía de parecer sobre la pena de muerte y su clamor a favor de la vida sin libertad provisional parece bastante débil a una nación que tiene que preguntarse si la próxima vez que sus hijos hagan una salida con la escuela para ver un monumento, o vayan al hospital para una amigdalectomía saltarán por los aires.
Los cinco minutos que Stephen había dicho que podía quedarse se convirtieron en treinta. Cuando se fue, dijo:
–Judith, creo sinceramente que voy a ganar las elecciones. Si esto ocurre y cuando esto ocurra, seré llamado a Buckingham Palace y Su Majestad me pedirá que forme un nuevo gobierno. No sería apropiado que vinieses a esa reunión, ¿pero irías conmigo en el coche?
–No hay nada que desee más.
–Yo deseo muchísimo más, pero ése será un buen comienzo para el resto de nuestras vidas.
Stephen la besó de nuevo y cogió el tirador de la puerta. Con un movimiento involuntario, Judith tocó su brazo y le hizo volverse de nuevo hacia ella.
–¿Has escuchado alguna vez aquella antigua canción déjame quedarme, déjame quedarme en tus brazos? –le preguntó, casi con tristeza.
Durante un largo minuto él la apretó contra sí, y Judith se escuchó a sí misma rezar: por favor, no dejes que nada estropee esto. Por favor.
Cuando Stephen se fue, se sirvió otra taza de café y volvió a la cama.
«Probablemente tengo algún virus –insistió–. Por eso me encuentro tan mal. Sabía que aquel día no podría hacer el viaje a Yorkshire–. Me tomaré el día libre y haré la revisión final del manuscrito. No quiero encontrarme así cuando vea a Polly.»
Al mediodía sonó el teléfono. El doctor Patel deseaba saber cuándo tenía la intención de ir a Beverley.
–No iré hasta mañana –respondió Judith–. He decidido posponer el viaje hoy. Creo que debo tener algún microbio. Me siento muy dolorida. Pero puede usted estar seguro de que le llamaré en cuanto la vea.
Reza Patel intentó que su voz pareciese despreocupada.
–Judith, es usted una experta en el siglo XVII. Durante su investigación, ¿se encontró con el nombre de Lady Margaret Carew?
–Desde luego que sí. Una mujer fascinante. Por lo visto, persuadió a su marido para que firmase la sentencia de muerte de Carlos I, perdió a su único hijo en una de las grandes batallas de la guerra civil y luego intentó asesinar a Carlos II cuando éste volvió al trono. Estaba tan condenadamente furioso que se apartó de su camino para asistir a su ejecución.
–¿Conoce la fecha de la ejecución?
–La tengo en alguna parte de mis notas. ¿Por qué lo pregunta?
Patel había previsto la pregunta.
–¿Recuerda cuando nos encontramos en la Portrait Gallery? Otro amigo estuvo allí y creyó reconocer a Lady Margaret en un retrato de grupo. Al menos, se parece mucho a la mujer a quien su rama de la familia repudió. Tiene curiosidad por saberlo.
–Lo buscaré en mis notas. Pero quizá debiera olvidarse de ella. Lady Margaret era muy problemática.
Cuando cortaron la comunicación, Patel se volvió a Rebecca.
–Sé que era peligroso, pero la única esperanza para Judith es hacerla volver al momento de la muerte de Lady Margaret. Si voy a hacer eso, debo saber exactamente cuándo murió. Judith no ha sospechado nada.
Rebecca Wadley se sentía como si constantemente estuviesen dándole el papel de Casandra.
–Mañana a esta hora, tanto si se da a conocer como si no, Judith estará segura de haber encontrado, no sólo a un pariente vivo, sino a una hermana gemela. ¿Por qué iba a volver a ponerse bajo hipnosis? ¿Estás pensando en decirle la verdad?
–¡No! –gritó Patel–. Desde luego que no. ¿No ves lo que eso le haría a Judith Chase? Se sentiría moralmente responsable, por mucho que yo le dijese. Tengo que encontrar un modo de hacerla volver sin que ella conozca la razón.
Rebecca tenía los periódicos de la mañana abiertos sobre la mesa. Estaban llenos de fotografías de la matanza del Royal Hospital.
–Será mejor que lo hagas pronto –dijo a Patel–. Te guste o no, ahora estás protegiendo a una asesina.
El día en cama no ayudó a Judith. Una lectura exhaustiva de su manuscrito le permitió encontrar pequeños errores mecanográficos y frases repetitivas... e hizo que se diera cuenta de que, por una parte, era su mejor libro hasta el momento y, por otra, estaba mucho más en contra de Carlos I y Carlos II de lo que ella se hubiera propuesto jamás cuando empezó a escribirlo.
«He escrito una tesis a favor del parlamentarismo –pensó–, y ahora tendría que reescribir el libro entero para cambiarla.»
De algún modo, no podía sentir la ola de alivio y de bienestar que normalmente acompañaba a la terminación de un libro.
Su sueño fue de nuevo agitado aquella noche y a las cinco de la mañana se rindió y permaneció despierta en el dormitorio excesivamente amueblado de Lady Ardsley.
–Hace seis meses, cuando llegué a Inglaterra, no tenía ni un solo ser humano a quien pudiera considerar familia. Ahora, voy a casarme con el hombre a quien amo y hoy veré a mi hermana gemela. ¿Por qué estoy llorando? –Con impaciencia, se secó las lágrimas de los ojos.
A las seis y media, se levantó para hacer los preparativos del viaje a Beverley. Iba a coger el tren de las ocho.
–Sólo son nervios –se dijo mientras se duchaba y se vestía–. Quiero ver a Polly y tengo miedo de verla.
Tuvo el fugaz pensamiento de que sería sensato llevar su capa nueva, porque la capucha le tapaba bastante la cara, pero por alguna razón pensó que era desagradable. En lugar de eso, cogió su vieja «Burberry» y buscó en el cajón un pañuelo liso y amplio que se anudó a la cabeza. Las grandes gafas oscuras y el pañuelo serían suficientes para ocultar su apariencia, pensó, en el caso de que ella y Polly se parecieran mucho la una y la otra. Camino de la estación se detuvo para hacer una copia de su manuscrito y envió el original, con una nota breve a su agente en Nueva York. Luego, se dirigió a Kings Cross para tomar el tren.
¿Imaginaba solamente –se preguntaba– que en aquel instante recordaba con claridad el momento en el que cayeron las bombas? Su mano buscando a tientas la de su madre, Polly gritando, la oscuridad, el sonido de pasos corriendo y ella detrás, sollozando, pensando que su madre la abandonaba. Al subir al tren, pudo percibir lo altos que habían sido los escalones para una niña de dos años. Al acomodarse junto a una ventana recordó, o creyó recordar, la sacudida del tren cuando salió de la estación de Waterloo. Podía notar el saco sobre el que estaba, duro y rígido. Sacas de correo, pensó, atestadas hasta arriba, cerradas con una cuerda. Tan absorta estaba en el recuerdo que no reparó en el hombre de rostro delgado, de unos cuarenta años, que se sentaba en un asiento detrás del suyo al otro lado del pasillo, ni sospechó que a pesar de que fingía estar absorto en el periódico de la mañana, el inspector David Lynch no le quitaba los ojos de encima. En Scotland Yard también se había producido un importante descubrimiento. El teniente Sloane había visitado la residencia y había encontrado a la señora Bloxham con la cabeza totalmente clara en sus recuerdos. Con la voz temblándole de emoción, le contó lo de las preciosas hermanas gemelas que vivían con su madre viuda en el piso contiguo al suyo, que la madre, Elaine Parrish, había muerto en un bombardeo cuando llevaba a las niñas al campo y que el cuerpo de la pequeña Sarah no había sido nunca encontrado, que Polly poseía su propia librería en Beverley, en Yorkshire. Cuando volvió a la oficina, su alegría por poder dar parte de la información se vio mitigada por la noticia de que Judith iba camino de Yorkshire y era seguida por el inspector Lynch.
–Me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de investigar a Polly Parrish antes de que la señorita Chase se diera a conocer a ella, si ése es su propósito –le dijo al comisario adjunto Barnes.
Había habido otro golpe de suerte, si podía llamársele así, le contaron a Sloane. El interrogatorio de los visitantes del hospital en la noche del atentado había dado resultados. Un hombre que se marchó a las ocho y veinte había cedido el paso a una mujer con una capa verde oscuro, que pasó de largo sin hacer siquiera un gesto con la cabeza. Recordaba haber visto una cicatriz brillante en su mano. A unos cuantos pasos de ella, un hombre corpulento cogió la puerta antes de que se cerrase.
–De modo que volvemos a tener a la señora de la cicatriz y de la capa –resumió Barnes–. Mañana traeremos a Judith Chase para interrogarla.
–¿Con qué pretexto? –preguntó Sloane.
–Con el pretexto de decirle que creemos que la persona que buscamos se le parece mucho y que queremos preguntarle si ha localizado a alguna persona de su familia de origen. También le preguntaremos si conoce a una mujer llamada Margaret Carew.
–¿Y si la conoce? –preguntó Sloane.
–Mañana son las elecciones. Advertiremos a Sir Stephen que se mantenga alejado de ella. Desde luego, si algún periódico conoce su compromiso, puede que aún tenga que dimitir de su puesto como líder del partido y eso significa que otra persona se convertirá en Primer Ministro.
–¡Una pena para él y para el país! –explotó Sloane.
–Una pena peor si la señora de la capa, quien quiera que sea, sigue con su sucio trabajo y se la vincula a él.
El viaje duró tres horas. Judith hizo transbordo en Hull. Desde allí, el camino hasta Beverley fue corto. Mientras caminaba por el mercado era sólo vagamente consciente de la exquisita arquitectura eclesiástica que caracterizaba a la bella ciudad. Un policía la encaminó a Queen Mary Lane, la estrecha calle lateral en la que se encontraba la librería «Parrish». El viento era ligero pero cortante. Se echó el pañuelo hacia adelante y se levantó el cuello del abrigo. Ya llevaba puestas las grandes gafas oscuras. Pasó por delante de una farmacia, de una tienda de comestibles, de una floristería. Luego, vio el letrero. Parrish Pages. Estaba en la librería.
Judith abrió la puerta de la tienda y oyó el ligero tintineo de una campanilla anunciando su llegada. Una mujer joven, de rostro agradable y con grandes gafas redondas, estaba en la caja. Levantó la vista, sonrió y continuó atendiendo a un cliente.
A Judith le alegró ver que había al menos media docena de personas mirando los estantes. Le daba tiempo para observar el interior de la tienda. Era un espacio largo y bastante estrecho en el que cada metro había sido utilizado con provecho sin sacrificar la agradable atmósfera de una librería local. La parte trasera estaba dispuesta a modo de salita con un viejo sofá de piel, una silla de terciopelo de gran tamaño, y mesas auxiliares con lámparas de lectura. Había una mujer sentada, trabajando en una gran mesa de roble, una mujer cuyo perfil le hizo pensar a Judith que se estaba mirando en el espejo. Su corazón empezó a desbocarse y notó que las manos se le humedecían. ¡Polly! ¡Tenía que ser Polly!
–¿Busca usted algún libro en particular? –Era la mujer joven de la caja.
Judith tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
–Sólo miraba, pero estoy segura de que encontraré algo que necesite. Es una tienda muy agradable.
–¿Es la primera vez que viene, entonces? –La dependienta sonrió–. ¡Oh!, Parrish Pages es famosa. La gente viene de muy lejos. Y ¿ha oído hablar de la señorita Parrish?
Judith negó con la cabeza.
–Es una narradora muy conocida. La invitan a todas partes, pero prefiere tener su propio programa en la radio de aquí los domingos y durante la semana da dos clases de narración para niños. Es mucho más fácil hacerlo así que viajando. Está en su despacho. ¿Quiere usted conocerla?
–¡Oh, no! No quiero molestarla.
–No es una molestia. A la señorita Parrish le gusta conocer a nuevos visitantes.
Judith se sintió arrastrada a la parte posterior de la tienda. Estaba de pie delante de su mesa. Polly levantó la vista y Judith sintió que el corazón le latía con violencia en la garganta.
Polly tenía unos kilos más que ella. Su pelo castaño estaba generosamente jaspeado de plata. La cara no tenía maquillaje, pero era bonita de forma natural, con una expresión de fuerza y cordialidad a la vez.
–Señorita Parrish, tenemos a alguien que viene aquí por primera vez –dijo la dependienta.
Polly Parrish sonrió y alargó la mano.
–Muchas gracias por haberse pasado por aquí.
Judith alargó su mano y se dio cuenta de que estaba teniendo contacto físico con su hermana gemela.
–Soy... soy Judith Kurner –dijo, utilizando instintivamente su nombre de casada.
Polly, pensó, Polly. Por un momento estuvo a punto de decir: «Soy yo, soy Sarah», pero sabía que tendría que esperar. Polly era una narradora conocida. Tenía su propio programa y aquella encantadora librería.
«¡Oh, Stephen! –pensó–. ¡No tendremos que esconder a este pariente!»
El inspector Lynch observaba desde el ángulo de un pasillo. Su boca se estrechó como para silbar. Excepto por el pelo, la mujer era exactamente igual que Judith Chase. Si se ocultaban las canas o se ponía una peluca oscura a Polly Parrish se tendría una imagen reflejada de Judith Chase. ¿No sería una bendición que cuando hicieran una inspección sobre Parrish pudieran vincularla a un grupo terrorista? Se dio cuenta al instante de que Judith no iba a darse a conocer a Parrish.
«Está aquí para examinarla –pensó–, Ésa es la razón de ese pañuelo y las gafas oscuras. ¡Es bueno que tenga tanta sensatez!»
Lynch sabía que quería librar a Judith Chase de cualquier sospecha de que fuera la mujer de la capa. La lectura de sus libros y del informe que Scotland Yard había reunido sobre ella había hecho que le gustase y la admirase. Tenía que recordarse que debía seguir siendo completamente objetivo. Después, frunció el ceño:
Exactamente en el mismo momento en que Judith lo vio, se dio cuenta de que Polly Parrish estaba sentada en una silla de ruedas.
Eran casi las seis cuando Judith volvió al piso. Después de dejar a Polly había tomado el té en un pequeño restaurante que había en la esquina de la librería. La camarera irlandesa había respondido con locuacidad a sus hábiles pero aparentemente improvisadas preguntas. Polly Parrish se había criado allí, en Beverley. Una encantadora familia la había llevado a su casa cuando, finalmente, fue dada de alta en el hospital. Tenía la espina destrozada por un bombardeo que había matado a su madre y a su hermana. Vivía sola, en una preciosa casita, a sólo unos cuantos kilómetros de allí. Había aparecido en varias revistas y periódicos. Y, cuando contaba una historia, personas de todas las edades, desde los más pequeños hasta los mayores, se sentaban admiradas y escuchaban con deleite cada una de sus palabras.
–Señorita, se lo digo yo, es como si estuviese contando algo mágico.
–¿Cuenta las leyendas antiguas o inventa sus propias historias? –había conseguido preguntarle Judith a pesar de la tensión de su garganta.
–Ambas cosas. –Después, la camarera hizo una pausa en su narración y dijo–: ¿Sabe? No puedo dejar de pensar que está sola, ¿comprende?
Muchos amigos, pero nadie que le pertenezca realmente.
«Pues ahora ya tiene a alguien que le pertenezca realmente –pensó de nuevo Judith, mientras colgaba su abrigo–. ¡Me tiene a mí!»
En el viaje de vuelta a Londres, otros recuerdos fueron apareciendo en su conciencia. Ella y Polly jugando en el piso de Kent House.
«Teníamos unos cochecitos de muñeca blancos, iguales –recordó Judith–. La capota del mío era amarilla, la del de Polly, rosa.»
El día siguiente era el día de las elecciones. En la estación compró los diarios más importantes. Todos predecían que los conservadores barrerían. Lejos de abrazar el clamor de los laboristas por el cambio, las encuestas mostraban que el votante medio estaba profundamente preocupado por el terrorismo y que la petición de Sir Stephen Hallett para la recuperación de la pena de muerte haría que muchos partidarios acérrimos de los laboristas cruzasen las líneas tradicionales de los partidos para asegurarse de que él se convertía en Primer Ministro.
El libro estaba terminado. Había encontrado a Polly. Mañana, los conservadores ganaban las elecciones y, al día siguiente, Stephen se convertiría en Primer Ministro. ¿Cómo era posible, se preguntaba Judith, que no estuviera rebosante de alegría? ¿Por qué se sentía tan abrumadoramente triste, tan desesperanzada?
La fatiga de la batalla, pensó, mientras se preparaba una ensalada y una tortilla. Se sentó a la mesa de la cocina, leyendo los periódicos mientras comía y recordando que el día anterior por la mañana Stephen y ella habían estado sentados el uno al lado del otro sobre el estrecho asiento. Podía notar el calor de su hombro rozando el suyo, su mano sobre la suya, mientras tomaban el café. Dentro de unos cuantos días, ella estaría abiertamente a su lado. Pasadas las elecciones, se acabaría la necesidad del secreto. Sonrió mientras se servía té de la redonda tetera de porcelana... ¡Aquel molesto columnista Harley Hutchinson, probablemente intentaría afirmar que él lo sabía desde el principio!
Sólo cuando hubo terminado de lavar y secar los platos y una vez guardados entró en su estudio, vio que había un mensaje en el contestador. El teniente Jack Sloane de Scotland Yard le agradecería mucho que pasase por allí por la mañana. ¿Tendría la amabilidad de llamarle para quedar a una hora adecuada?
A las once en punto del día de las elecciones, Sloane se encontraba en la oficina del comisario adjunto Barnes. El semblante de ambos hombres era grave.
–Es un asunto delicado –reconoció Barnes–. Aún no estoy preparado para decirle a la señorita Chase que estamos investigándola. Lynch dijo que Polly Parrish, la hermana, sería sin las canas del pelo una reproducción de Chase. ¿Ha examinado usted los registros de nacimiento y ha leído el expediente de la RAE sobre el padre?
Sloane asintió con la cabeza.
–No había otros hermanos.
–Eso no quiere decir que no pueda haber una prima, o una perfecta extraña que se parezca mucho a la señorita Chase. La única conexión directa que tenemos es que Collins estaba vigilando a Judith Chase y que se encontraba en el hospital cuando explotó la bomba. ¿Sabe usted lo que podría hacer un abogado con un testimonio de este tipo? Reuniría a media docena de mujeres parecidas a Chase y el caso se vendría abajo.
–Y, mientras tanto, habríamos destruido la reputación de Judith Chase.
–Exactamente.
–Esa cicatriz de la que hablan Watkins y los testigos del hospital..., ¿hay alguna posibilidad de que sea simulada, de que se la pinte en la mano como símbolo extraño de alguna clase?
–Hemos sometido a Watkins a un severo interrogatorio acerca de eso. Afirma haberla observado muy de cerca, notado su textura. Dijo que, obviamente, nadie se había molestado en coserla y que la piel estaba toda levantada y arrugada. Para aseverar esta afirmación mencionó que, cuando estuvo en la cama con ella, le pidió que se la restregase por la espalda, porque le producía una gran sensación.
La expresión de Jack Sloane mostraba su disgusto.
–Judith Chase no es la clase de mujer que se iría a la cama con ese patán.
–No sabemos quién es Judith Chase –replicó Barnes, abruptamente–. Y es el momento de que lo descubramos. Le dijo usted que a las once aquí, ¿no?
–Sí señor. Ahora mismo son exactamente las once.
Sloane esperaba que Judith no hiciera esperar al comisario adjunto: Barnes sentía pasión por la puntualidad. No tuvo que preocuparse. En aquel momento, el secretario anunció la llegada de Judith.
El vago desasosiego que había estado sintiendo durante los dos últimos días hizo que Judith se vistiera cuidadosamente. El día tenía un aire primaveral y se había puesto un traje de calle color fucsia, exquisitamente cortado, con una falda ligera y una chaqueta semientallada. Anudado al cuello llevaba un pañuelo negro y fucsia. En la chaqueta, había prendido una aguja de oro en forma de unicornio. Su pequeño bolso «Gucci» de piel negra hacía juego con sus elegantes zapatos de tacón bajo. Llevaba el pelo suelto alrededor de la cara y un maquillaje cuidadosamente aplicado resaltaba los tonos violeta de sus ojos azules.
Al verla, ambos hombres pensaron de inmediato que por su apariencia y modales sería la elección perfecta para convertirla en esposa del Primer Ministro.
Judith alargó la mano para saludar al comisario adjunto Barnes.
Cuando él la tomó, la estudió rápidamente. Ni rastro de cicatriz. Quizá sólo una ligerísima señal de una herida antigua, pero nada más. Indudablemente, no había ni piel levantada ni mancha. Notó un gran alivio... No quería que aquella mujer fuese la culpable.
El teniente Sloane observó la inspección minuciosa que Barnes hacía de la mano de Judith.
–Al menos eso quedará fuera –pensó.
Barnes fue directamente al grano. Su única pista sólida era que un obrero de la construcción había dado un explosivo a una mujer que se hacía llamar Margaret Carew y que aparentemente se parecía muchísimo a Judith.
–Por casualidad, ¿conoce usted, alguien con ese nombre?
–¡Margaret Carew! –exclamó Judith–. Hubo una que vivió en el siglo XVII. He encontrado su nombre en la investigación que he realizado.
Ambos hombres sonrieron.
–Eso no ayuda mucho –repuso Barnes–. También hay diez en el listín telefónico de Londres, tres en Worcester, dos en Baty, seis en Gales. Es un nombre bastante corriente. Señorita Chase, ¿recibió usted alguna visita el martes por la noche?
–¿El martes pasado por la noche? No. Fui a la peluquería, comí en un restaurante y volví directamente a casa. Estuve haciendo la corrección final de mi libro. Lo acabo de enviar. ¿Por qué lo pregunta? –Judith notó que las manos se le humedecían. No la habían invitado a acudir allí simplemente por haber estado en la Torre el mismo día de la explosión.
–¿No salió de su casa?
–No. Comisario, ¿qué está usted dando a entender?
–Señorita Chase, no estoy dando a entender nada. El obrero de la construcción que creemos dio el explosivo a la mujer que ha estado poniendo las bombas vio su fotografía en la solapa posterior de su libro y dijo que la persona que se hacía llamar Margaret Carew se le parece. Dijo con énfasis que no era usted. De hecho, esa mujer tiene una cicatriz en la mano. El guardia de la Torre, antes de morir, pareció decir que usted había vuelto, de modo que aquí tenemos de nuevo a una mujer que aparentemente se le parece. Tenemos instantáneas tomadas en el momento del atentado a la estatua ecuestre, y una mujer con una capa y gafas oscuras, que también se le parece, está en una de ellas colocando el paquete que contenía la bomba al pie de la estatua. Esa fotografía ha sido ampliada muchas veces, y la cicatriz es claramente visible. La cuestión es que hay alguien que se le parece muchísimo perpetrando esas locuras. ¿Tiene usted idea de quién podría ser?
«Saben lo de Polly», pensó Judith. Estaba totalmente segura de ello. Me han estado vigilando.
–¿Quiere usted decir alguien que se me parece lo bastante como para ser mi hermana gemela? Sólo que mi hermana gemela está inválida. ¿Cuánto hace que me siguen?
Barnes respondió a su pregunta con otra:
–Señorita Chase, ¿ha estado usted en contacto con otros miembros de su familia de origen, especialmente con alguno que se le parezca muchísimo?
Judith se levantó. La cicatriz, estaba pensando, la cicatriz. Lady Margaret Carew. Los momentos en blanco de los que había hablado a Patel.
–Sir Stephen asistió aquí hace unos días a una reunión de alto nivel para conocer la marcha de la investigación. ¿Salió a relucir mi nombre?
–No, no salió.
–¿Por qué? Debería estar informado de sus inquietudes. Sloane respondió por Barnes.
–Señorita Chase, incluso en las reuniones al más alto nivel hay filtraciones a la Prensa. Por usted, por Sir Stephen, no queremos que se pronuncie su nombre ni en un susurro en relación con esto. Pero usted puede ayudamos. ¿Tiene usted una capa verde oscuro?
–Sí. No la llevo mucho. Francamente, la que me compré en «Harrods» ha sido tan copiada que parece que la mitad de las mujeres de Londres la lleven esta temporada.
–Lo sabemos. ¿No ha prestado nunca la suya?
–No; no la he prestado. ¿Hay algo más que deseen ustedes de mí?
–No –respondió Barnes–. Por favor, señorita Chase, ¿puedo subrayar...?
–No se moleste en subrayar nada. –Por un acto de pura voluntad Judith consiguió mantener la voz firme.
En silencio, Jack le abrió la puerta. Cuando la cerró tras ella, miró a su jefe.
–Se puso pálida como una muerta bajo el maquillaje cuando mencioné la cicatriz –dijo Barnes–. Que intervengan su teléfono de inmediato.
Cuando Judith volvió a su piso, telefoneó a la consulta de Patel. No había nadie allí. El servicio de contestador le informó de que los doctores Patel y Wadley asistían a un seminario de dos días en Moscú y de que no llegarían hasta bien entrada la noche, lo más pronto.
–Dígale que me llame, sea cual sea la hora en que se ponga en contacto con usted –dijo Judith.
Encendió la televisión y se quedó sentada delante de ella sin moverse. Hubo una parte que mostraba a Stephen votando en su distrito. El cansancio era patente en su rostro, pero en sus ojos había una expresión confiada. Por un momento, miró directamente a la cámara y a Judith le pareció que la miraba directamente a ella.
«Dios mío –pensó–, le quiero tanto.»
Fue hasta su escritorio y abrió el almanaque, comprobando meticulosamente los días de los atentados con sus propios horarios. Con una desesperanza cada vez más profunda, observó que los atentados coincidían con momentos en los que, o bien se había quedado dormida en su mesa, o no se había dado cuenta del paso de muchas horas mientras trabajaba.
La semana anterior al inicio de los atentados, había experimentado intervalos de pérdida de memoria. Le había hablado de ellos al doctor Patel. ¿Por qué Patel le había preguntado la fecha exacta de la ejecución de Margaret Carew? ¿Y por qué se inflamaba aquella cicatriz de su mano?
Volvió a la televisión y ansiosamente esperó vislumbrar a Stephen. Ansiaba estar con él, sentir sus brazos alrededor de ella.
–Te necesito, Stephen –dijo, en voz alta–. Te necesito.
A las tres en punto, él la telefoneó. Su voz sonaba alborozada.
–Nunca se puede decir hasta que se ha terminado, cariño, pero todos los indicios apuntan a que lo hemos conseguido.
–Tú lo has conseguido. –De algún modo, consiguió parecer contenta y feliz–. ¿Cuándo estarás seguro?
–Las urnas no se cierran hasta las nueve y los primeros resultados no llegarán hasta casi la medianoche. Hasta primeras horas de la mañana no se conocerá la tendencia general. Los medios de comunicación predicen una victoria aplastante para nosotros, pero todos sabemos que puede haber contratiempos. Judith, me gustaría que estuvieras conmigo ahora. La espera sería más fácil.
–Sé lo que quieres decir. –Judith cogió con fuerza el teléfono al sentir que su voz se quebraba–. Te quiero, Stephen. Adiós, cariño.
Fue al dormitorio, se puso un camisón cálido y una bata de franela y se metió en la cama. Incluso con las mantas arropándola, no podía dejar de temblar. Una profunda desesperanza hacía su cuerpo pesado e inmóvil. Hasta hacerse una taza de té resultaba un esfuerzo demasiado grande. Hora tras hora estuvo mirando el techo, sin advertir que la luz se convertía en oscuridad.
A las seis de la mañana siguiente, el doctor Patel la llamó desde Moscú.
–¿Algo va mal?
La pregunta rompió lo último que le quedaba de dominio sobre sí misma.
–Usted sabe que sí –respondió–. ¿Qué me hizo? –Su voz se convirtió en un grito–. ¿Qué me hizo cuando estuve bajo hipnosis? ¿Por qué me preguntó sobre Margaret Carew?
Patel la interrumpió.
–Judith, estoy a punto de tomar un vuelo de regreso. Venga a mi oficina a las dos. Tiene que traer consigo la fecha exacta en la que murió Margaret Carew. ¿Tiene esa información?
–Sí, pero ¿por qué? ¡Quiero saber el porqué!
–Tiene que ver con el síndrome de Anastasia.
Judith colgó el teléfono y cerró los ojos. El síndrome de Anastasia. No, pensó. No es posible.
Hizo un esfuerzo por salir de la cama, se levantó, se puso un suéter grueso y pantalones, hizo té y tostadas y encendió la televisión.
Poco después del mediodía, los laboristas reconocieron la derrota. Con los ojos ardientes de angustia, Judith vio a Stephen agradeciendo su victoria en el County Hall. Su discurso dando las gracias por una lucha limpia a sus partidarios locales y a sus oponentes fue muy vitoreado. Desde allí, fue conducido a Edge Barton donde una multitud de personas esperaban su llegada para felicitarle. Permaneció en los escalones estrechando manos, con el rostro lleno de sonrisas.
Judith se quedó mirándole, se quedó mirando la hermosa mansión de piedra que ella había esperado convertir de nuevo en su hogar.
¿De nuevo?, se extrañó.
Stephen saludó con la mano a la multitud por última vez y entró en Edge Barton. Un momento después, Judith oyó el timbre del teléfono.
Sabía que era Stephen. Esforzándose sobremanera, consiguió de nuevo parecer contenta y alborozada.
–Lo sabía, lo sabía. ¡Lo sabía! –gritó–. Felicidades, cariño.
–Ahora mismo voy a ir a Londres. A las cuatro y media me presentaré ante Su Majestad. Rory te recogerá en tu piso a las cuatro menos cuarto y te llevará a casa. Disfrutaremos de unos minutos para nosotros antes de salir hacia Palacio. Sólo quisiera poder llevarte conmigo, pero no sería apropiado. Vendremos a Edge Barton a pasar el fin de semana y haremos entonces nuestro propio anuncio. ¡Oh, Judith! ¡Por fin, por fin!
Con las lágrimas resbalando por sus mejillas y la voz quebrada, Judith consiguió convencer a Stephen de que lloraba de alegría.
Cuando colgó el receptor, empezó a registrar el piso.
En Scotland Yard, el comisario adjunto Barnes y el teniente Sloane se encontraban en la oficina de Barnes, escuchando por décima vez la grabación de la conversación entre Judith y el doctor Patel.
Barnes escuchó asombrado cuando Sloane le explicó la teoría del síndrome de Anastasia de Patel.
–¿Hacer volver a gente de otras épocas? ¿Qué clase de disparate es ése? Pero, ¿es posible que hipnotizase a Judith Chase y la enviase a esas expediciones de atentados? Tengamos una pequeña charla con él antes de que llegue allí la señorita Chase.
Cuando Judith llegó a la consulta del doctor Patel, tenía los labios pálidos. Sus ojos ardían en su rostro, de una palidez mortal. Colgada del brazo llevaba la capa verde oscuro. En la mano sostenía una bolsa abultada. No estaba enterada de que el comisario adjunto Barnes y el teniente Sloane se encontraban en el laboratorio detrás del cristal unidireccional, observándola y escuchándola.
–No pude dormir anoche –dijo a Patel–. Pensé una y otra vez en todo lo que me ha parecido inusual. ¿Sabe usted una cosa? Me sentía molesta porque las puertas del armario de Lady Ardsley reservados para su propio uso estaban siempre abiertas. La cuestión es que no se abrían por sí solas. Alguien las abría. Yo las abría. Ésta es mi capa. Que yo sepa, no la he llevado más de una o dos veces y sólo cuando hacía buen tiempo, pero hay barro en el dobladillo. Las botas que me pongo con ella están sucias. –Arrojó las botas y la capa sobre una silla–. Y mire esto: pólvora, cables. Con esto se podría hacer una bomba casera. –Con cuidado, depositó el paquete sobre la mesa antigua del espejo a juego, que estaba cerca de la puerta–. Me da miedo acercarme a esto pero, ¿por qué lo tengo? ¿Qué me hizo usted?
–Judith, siéntese –ordenó Patel–. Cuando le mostré la cinta de su hipnosis, no se la mostré toda. Lo entenderá mejor si la ve entera ahora.
En el laboratorio, Rebecca Wadley observaba las incrédulas expresiones de los rostros de los oficiales de Scotland Yard, mientras veían la cinta de la hipnosis de Judith.
–Hasta aquí es hasta donde se la mostré antes –repuso Patel, en un momento dado–. Aquí está el resto.
Incrédula, Judith vio cómo la película mostraba el cambio en su actitud, su grito desesperado, su retorcimiento en el sofá.
–Le di demasiada droga. La envió al período de la historia en el que su mente estaba arraigada. Judith, ha demostrado usted mi teoría. Es posible evocar una presencia del pasado, pero no es un poder que pueda ser utilizado. ¿Cuándo murió Lady Margaret Carew?
«Esto no puede estar sucediéndome –pensó Judith–, esto no puede estar sucediéndome a mí.»
–Fue decapitada el diez de diciembre de 1660.
–Voy a hacerla volver de nuevo a ese momento. Usted asistió a esa ejecución. Esta vez, apártese. No la presencie. No mire a la cara de Lady Margaret. El contacto ocular sería extremadamente peligroso. Déjela morir, Judith. Libérese de ella.
Patel apretó el botón de su escritorio y Rebecca salió del laboratorio llevando en una bandeja una aguja intravenosa y una ampolla que contenía el litencum. Sloane y Barnes observaban en silencio tras el cristal unidireccional, ocupado cada uno en sus pensamientos sobre las ramificaciones de lo que estaban presenciando.
Esta vez, Patel dio a Judith la máxima potencia de litencum inmediatamente, y los monitores mostraron que se hallaba en un estado de sedación que reducía las funciones de su cuerpo hasta casi el estado de coma.
Patel se sentó junto al sofá en el que se encontraba ella y puso la mano sobre su brazo.
–Judith, cuando usted estuvo aquí antes, sucedió algo muy malo. Presenció la ejecución de Lady Margaret Carew el 10 de diciembre de 1660. Está yendo hacia atrás, siendo arrastrada a través de los siglos hasta esa fecha y hasta el lugar de la ejecución. Cuando estuvo anteriormente aquí, tuvo usted compasión de Lady Margaret. Intentó salvarla. Esta vez, recuerde que debe darle la espalda. Deje que se vaya a su tumba. Judith, dígame. ¿Es el 10 de diciembre de 1660? ¿Se forma una imagen en su mente?
Lady Margaret subió los escalones hasta la plataforma, donde el verdugo esperaba. Casi había conseguido dominar a Judith, convertirse en ella, y ahora la habían hecho volver hasta este terrible momento. Morir ahora sería traicionar a Vincent y a John. Miró a su alrededor frenéticamente. ¿Dónde estaba Judith? No podía verla entre la multitud de rudas caras de campesinos, rojas por la excitación del momento... Para ellos era un día de paseo ver cómo su cabeza era separada de su cuerpo.
–Judith –llamó–. Judith.
–Hay tanta gente –decía Judith, en voz baja–. Todos gritan. Están deseando ver la ejecución. El rey está en un cercado. ¡Oh!, mira al hombre que está con él. Se parece a Stephen. Ahora sacan a Lady Margaret. Le escupe al rey. Está gritando a Simon Hallett.
No podría identificar a nadie a menos que Margaret Carew tuviese todavía un lazo con ella, pensó Patel.
–Judith, no te quedes. Da la vuelta. Corre.
Margaret vio la parte posterior de la cabeza de Judith. Judith intentaba abrirse paso entre la multitud, pero como la multitud empujaba hacia adelante, la obligaba a volver hasta la plataforma. Margaret estaba en el cadalso. Unas fuertes manos sobre sus hombros la obligaron a arrodillarse. La capucha blanca le fue apretada sobre el pelo.
–¡Judith! –gritó.
–Me está llamando. ¡No me volveré! ¡No lo haré! –gritó Judith. Agitó frenéticamente sus manos. Déjenme pasar. Déjenme pasar.
–Corra –ordenó Patel–. No se vuelva.
–¡Judith! –gritó Margaret–. Mira. Stephen está aquí. Van a ejecutar a Stephen.
Judith giró rápidamente y observó la suplicante y apremiante mirada de Lady Margaret Carew. Empezó a gritar, con un sollozo desesperado y espantoso.
–Judith, ¿qué es eso? ¿Qué sucede? –preguntó Patel.
–La sangre. La sangre que brota de su cuello. Su cabeza. La han matado. Quiero ir a casa. Necesito a Stephen.
–Está volviendo a casa, Judith. Ahora se despertará. Se sentirá sosegada, reconfortada y repuesta. Durante los próximos minutos recordará todo lo que ha sucedido y hablaremos de ello. Y, luego, lo olvidará. Lady Margaret no significará para usted nada más que un personaje que se menciona en su libro. Dejará su capa, las botas, los cables y la pólvora que trajo aquí. Tanto esto como las grabaciones sobre ello serán destruidas. Se casará con Sir Stephen Hallett y conocerá una gran felicidad con él. Ahora, despiértese, Judith.
Abrió los ojos e intentó sentarse. Patel la rodeó con su brazo.
–Muy despacio –advirtió–. Ha hecho usted un viaje largo y difícil.
–Ha sido tan horrible –murmuró–. Creía que sabía lo que les hacían a esas personas, pero ver lo enloquecida que estaba la multitud... Era una excursión para ellos. Pero doctor, ella se ha ido ahora. Se ha ido. Pero, ¿tengo derecho a Stephen? Debo decirle lo que ha sucedido.
–Usted no recordará lo que ha sucedido. Vaya a ver a Stephen. Que sepa lo que tiene que saber de su hermana. Luego, reúnase con ella. Estoy totalmente seguro de que no podría ser su gemela y no ser como usted.
Le corrían las lágrimas por las mejillas. Se las secó con impaciencia y corrió al espejo.
–¿Por qué estoy llorando? –preguntó. Estaba perpleja–. Supongo que es porque soy tan feliz. –Se dirigió despacio hasta el espejo.
–Judith ya está olvidando –dijo Rebecca Wadley al comisario adjunto Barnes y al teniente Sloane.
–¿Espera usted que nos creamos lo que acabamos de ver? –espetó Barnes–. Esos archivos deberán comparecer todos. Enviaremos un policía para aseguramos de que no se toca nada. No es trabajo nuestro decidir los méritos de este caso.
Sloane observaba a Judith. Estaba poniéndose rimmel en las pestañas. Podía ver su reflejo en el espejo de encima de la mesa antigua. Su sonrisa brillaba de felicidad.
–No debería haber tardado tanto –le dijo a Patel–. Stephen no puede estar esperándome. Voy a acompañarle a Palacio cuando vaya a presentarse ante Su Majestad. ¡Oh, doctor!, gracias por ayudarme a encontrar a mi hermana.
Saludó con la mano y se marchó. Sloane sintió frío en el estómago. Una cicatriz brillaba en su mano derecha. En el mismo instante, se dio cuenta de que la bolsa que había traído y colocado sobre la mesa antigua donde se había retocado el maquillaje estaba en un ángulo distinto.
–¡Dios! –gritó–. ¡Salgan de aquí!
Abrió de golpe la puerta del laboratorio, pero fue demasiado tarde. La bomba explotó con un estallido atronador. Pedazos de los cuerpos de Sloane, Barnes, Patel y Wadley se mezclaron con trozos de los archivos, grabaciones y cintas de la destrozada consulta. Luego, las llamas brotaron y todo el edificio se incendió por completo.
Lynch siguió por las calles a la figura que se movía con rapidez. Oyó la explosión al dar la vuelta a la esquina, empezó a correr hacia atrás y luego se dio cuenta de que, a diferencia de otros transeúntes, Judith Chase no dejaba de caminar y ni siquiera volvía la cabeza en la dirección del sonido. En lugar de eso, paró un taxi. Lynch cogió otro y le ordenó que lo siguiera. Buscó en su bolsillo su teléfono portátil y llamó a la central.
Judith se bajó del taxi delante del edificio de pisos en el que vivía y entró en un «Rolls Royce» que la esperaba cuando Lynch se enteró de que el último atentado había tenido lugar en el 79 de Welbeck Street. ¡La dirección de Patel! Pidió que le pusieran con la oficina del teniente Sloane. El secretario le dijo que el teniente Sloane y el comisario Barnes habían ido juntos a ver a un tal doctor Patel. ¿Y su chófer? No, no tenían. Habían cogido uno de los coches sin distintivo.
«¡Dios mío, no! –pensó Lynch–. ¡Estaban en la consulta de Patel cuando la bomba explotó!»
Había una multitud de periodistas y de cámaras ante la casa de Sir Stephen Hallett. Siempre era un momento histórico la presentación del nuevo Primer Ministro ante la Reina. Lynch esperó al otro lado de la calle, oculto por una furgoneta aparcada de la «BBC». Se dio cuenta de que allí nadie parecía saber lo del atentado en la consulta de Patel.
Unos minutos después, la limusina dio despacio la vuelta alrededor de la casa. El conductor aparcó en el bordillo. Las ventanas oscuras protegían el interior del coche de la intrusión de los transeúntes que miraban.
Lynch estaba seguro de que Judith Chase estaba en el coche. Hubo una oleada hacia adelante cuando la puerta delantera de la casa de Hallett se abrió y Sir Stephen salió rodeado de oficiales de seguridad. El chófer salió del coche y le dio la espalda mientras esperaba que el nuevo Primer Ministro bajase por el camino.
Lynch vio su oportunidad. Todo el mundo estaba de cara a la casa y dando las espaldas al coche. Levantando la solapa de su abrigo y bajando el ala de su sombrero, cruzó corriendo la calle y abrió la puerta.
–Señorita Chase... –Y entonces la vio. La vivida cicatriz en su mano derecha, que ella estaba en aquel momento retocando con maquillaje–. Usted es Margaret Carew –dijo, e introdujo la mano en su bolsillo...
Lady Margaret levantó la vista y vio el arma que la apuntaba. He llegado hasta aquí, pensó. Engañé a Judith utilizando el nombre de Stephen. La maté y volví, y ahora se ha terminado.
No se molestó en cerrar los ojos cuando Lynch apretó el gatillo.
El sonido del arma se perdió entre los vítores de la multitud mientras Stephen estrechando las manos de sus seguidores durante todo el camino, se acercaba al coche. Su guardaespaldas se introdujo en el asiento delantero y Rory le abrió la puerta.
–¿Todo arreglado, cariño? –preguntó Stephen, y luego gritó–: Judith, Judith, Judith.
Margaret notó unos brazos a su alrededor, unos labios que le rozaban las mejillas y escuchó un desesperado grito pidiendo ayuda. Se terminó, pensó. Luego, mientras llegaba la oscuridad final y ella se iba camino de la eternidad a buscar a John y a Vincent, supo que había obtenido la máxima venganza. Oyó los sollozos de Stephen, sintió que sus lágrimas se mezclaban con la sangre que se derramaba de su frente.
«Simon Hallett –pensó victoriosamente–. He roto tu corazón del mismo modo que tú rompiste el mío.»
EL TERROR ACECHA LA FIESTA DE EX ALUMNOS
(Terror Stalks the Class Reunion, 1987)
Observa a Kay por el rabillo del ojo. Durante aquellos tres días se había cuidado de permanecer alejado de ella, de que no le cogieran nunca en una foto de grupo con ella. No le había sido difícil. A aquella reunión se habían presentado casi seiscientos alumnos. Durante tres días había tenido los nervios de punta mientras ellos se embarcaban en los tediosos recuerdos de las tonterías de cuando eran escolares durante el tiempo que pasaron juntos en el Garden State High en el distrito de Passaic, en Nueva Jersey.
Kay acababa de comerse un perrito caliente. Debía de haberse notado algo en el labio, porque se pasó la punta del dedo por encima, después rió y se metió el dedo en la boca. Aquella noche él tendría aquellos dedos en sus manos.
Se encontraba de pie al lado de un grupo. Sabía que el peso que había perdido durante aquellos ocho años, la barba que se había dejado crecer, las lentillas en lugar de las gruesas gafas y la calva bajo su escaso cabello, habían cambiado su aspecto mucho más que a la mayoría de los estudiantes. Pero algunas cosas no cambiaban. Ni una sola persona se había acercado a él para decirle:
–¡Donny, qué alegría verte!
Si alguien le había reconocido, había pasado de largo. Como en los viejos tiempos. Podía ver de nuevo la cafetería de la escuela, cuando llevaba el bocadillo en una servilleta de papel e iba de mesa en mesa:
–Lo siento, Donny –musitaban–, no hay sitio.
Finalmente, llegaba el momento en que, sin que le vieran, iba a la escalera de incendio y se comía el almuerzo allí.
Pero ahora se alegraba de que en aquellos tres días nadie le hubiese dado una palmada en la espalda, ni hubiese estrechado su mano o gritado:
–¡Me alegro de verte!
Había podido permanecer fuera de los grupos, observar a Kay, planear lo que iba a hacer. En exactamente media hora más, ella le pertenecería.
–¿En qué clase estabas?
Por un momento no estuvo seguro de que la voz estuviera interrogándole a él. Kay bebía una soda y hablaba con una estudiante que se había graduado en la misma clase que Donny, Virginia no sé cuantos. El pelo de color miel de Kay era más brillante de lo que él recordaba. Pero, ahora, ella vivía en Fénix. Quizás el sol hubiera aclarado su pelo. Se lo había cortado de forma que se le rizaba alrededor del rostro. Antes le llegaba hasta los hombros. Quizás hiciera que se lo dejase crecer de nuevo.
–Kay, déjate crecer el pelo. Tu marido dicta esa ley.
Sería una broma, pero lo diría en serio.
¿Cuál era la pregunta tonta que aquella tonta persona le había hecho? ¡Oh!, el año en que terminó. Se volvió. Entonces, reconoció al hombre, el nuevo director. Había pronunciado el discurso de apertura el martes.
–Acabé hace ocho años –respondió Donny.
–Por eso no te conozco. Yo sólo hace cuatro años que estoy aquí. Soy Gene Pearson.
–Donny Rubel –murmuró entre dientes.
–Han sido tres días fantásticos –continuó Pearson–. Mucha asistencia. Un gran espíritu escolar. En un colegio es lo que se espera, pero en un instituto... es maravilloso.
Donny asintió con la cabeza. Parpadeó como si estuviese moviéndose porque el sol le daba en los ojos. Podía ver a Kay dando la mano a la gente. Iba a marcharse.
–¿Dónde vives ahora? –Pearson parecía decidido a mantener la conversación.
–A unos cincuenta kilómetros de aquí.
Para evitar más preguntas, Donny dijo apresuradamente:
–Tengo un negocio de reparaciones. Mi furgoneta es mi taller. Voy a hacer reparaciones a cualquier parte que no esté a más de una hora de coche. Bueno, encantado de haberle conocido, señor Pearson.
–Quizá quieras dar una charla sobre las salidas profesionales. Los muchachos desean saber que hay alternativas a la facultad... Donny levantó una mano, como si no le hubiese oído.
–Tengo que darme prisa. Saldré a cenar con algunos de los muchachos de mi clase.
No dio a Pearson la oportunidad de contestarle. En lugar de eso, empezó a rodear la zona de picnic. Se había vestido con cuidado; pantalones caqui, un polo azul. La mitad de los chicos vestía prácticamente igual. Había querido mezclarse con la multitud, ser tan poco llamativo como llamativo había sido durante los años que había pasado en aquella escuela. El único chico de la clase que llevaba abrigo cuando todos los demás tenían la chaqueta del uniforme escolar.
Kay caminaba por la arboleda que separaba la zona de picnic del aparcamiento. La escuela colindaba con el parque del distrito, de modo que resultaba ideal para el encuentro. Y también ideal para Donny. La alcanzó justo cuando abría la puerta de su coche.
–Señorita Wesley –dijo–. Quiero decir, señora Crandell.
Pareció alarmarse. Él sabía que dentro de un minuto el aparcamiento estaría lleno de gente. Tenía que darse prisa.
–Soy Donny Rubel –dijo–. Supongo que no me reconoce.
Parecía insegura. Después, aquella sonrisa que él tantas veces había imaginado despierto por la noche, comenzó a aflorar.
–Donny, qué alegría verte. Se te ve tan distinto. ¿Hace mucho que estás aquí? ¿Cómo es que no te he visto?
–Acabo de llegar –explicó–. Usted es la única persona a quien yo quería ver. ¿Dónde se hospeda?
Ya lo sabía. En el «Garden View Motel», en la carretera 80.
–Es perfecto –dijo, cuando ella le respondió–. Un coche me recogerá allí dentro de media hora. He venido en taxi. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda dejarme allí? Podríamos charlar un rato.
¿Sospechaba algo? ¿Recordaría aquella última noche, cuando le dijo que no iba a volver al trimestre siguiente, que iba a casarse, y él se puso a llorar? Ella vaciló y, después, dijo:
–Desde luego, Donny. Estará bien ponernos al día. Sube.
Consiguió agacharse y deshacer el cordón de su zapato de un tirón mientras se dirigía apresuradamente al asiento de pasajeros. Cuando entró en el coche, se inclinó, tomándose un gran trabajo en anudar el cordón del zapato. Si alguien se fijaba en el coche juraría que Kay había salido sola de la zona de picnic.
Kay conducía de prisa. Intentaba olvidar su ligera irritación ante la presencia del joven a su lado. Mike llegaría de Nueva York al cabo de una hora y, después de la forma tan despreciable en que se había comportado con él por teléfono la noche anterior, deseaba desesperadamente arreglar las cosas entre ellos. Aquel reencuentro escolar había sido bueno para ella. Había resultado agradable ver a los profesores con los que había trabajado durante los dos años que había enseñado allí, y agradable reanudar relaciones con sus alumnos. A ella le encantaba enseñar. Ése era uno de los problemas entre ella y Mike. Su trabajo, consistente en montar nuevas fábricas para su empresa, implicaba que nunca permanecían en un lugar fijo más de un año. Doce traslados en ocho años. Cuando la dejó en el motel, le había pedido que solicitase a la empresa un puesto permanente.
–Eso suena a ultimátum, Kay –dijo él.
–Quizá lo sea, Mike –había respondido ella–. Quiero raíces. Quiero tener un hijo. Quiero permanecer en un sitio el tiempo suficiente como para volver a la enseñanza dentro de un tiempo. No puedo seguir mudándome de este modo. Sencillamente, no puedo.
La noche anterior, él había comenzado a decirle que la empresa le había prometido hacerle socio y ofrecerle un puesto permanente en la oficina de Nueva York si efectuaba un último trabajo de montaje y ella colgó el teléfono.
Estaba tan preocupada con sus pensamientos que no se percató del silencio de su pasajero hasta que él dijo:
–Su esposo ha asistido a una reunión de la empresa en Nueva York. Volverá esta noche.
–¿Cómo lo sabes? –Kay miró rápidamente el impasible perfil de Donny Rubel y luego pegó los ojos a la carretera.
–Hablé con personas que habían hablado con usted.
–Creí que sólo habías ido al picnic.
–Usted lo creyó. Eso no es lo que le dije.
Por el respiradero entraba aire frío dentro del coche. La piel de Kay quedó repentinamente fría, como si la agradable tarde de junio se hubiese enfriado. Estaban a menos de un kilómetro y medio del motel. Su pie apretó el acelerador. Algo le advertía que no debía hacer preguntas.
–Todo venía muy bien –dijo–. Mi marido tenía una reunión de negocios en Nueva York. Yo recibí el anuncio del encuentro y...
–Yo leí el Noticias de los Alumnos –dijo Donny Rubel–. Decía: «La profesora favorita de Garden State High vendrá a la celebración.»
–Eso es generosidad –intentó reír Kay.
–Usted no me reconoció. –Donny parecía encantado–. Pero apuesto algo a que no había olvidado que fue al baile de gala conmigo.
Ella daba clases de Inglés y de Canto Coral. La tutora, Marian Martin, había sugerido que Donny Rubel se uniese al coro.
–Es uno de los chicos más tristes que he visto nunca –dijo a Kay–. Es torpe en deporte, no tiene amigos, estoy segura de que es brillante, pero académicamente sólo logra pasar y Dios sabe que, cuando repartió la belleza, el pobre muchacho estaba detrás de la verja. Si podemos introducirle en una actividad en la que pueda hacer amigos...
Recordaba los intensos esfuerzos de Donny y las risas del resto del grupo hasta que, un día que él no estaba, habló con ellos:
–Tengo noticias para vosotros, muchachos. Creo que estáis podridos.
Dejaron de meterse con él, al menos en el coro. Después del concierto de primavera, él acostumbraba a entrar cuando pasaba para hablar con ella. Así fue como se enteró de que no iba al baile de gala. Había invitado a tres chicas y las tres le habían rechazado. Siguiendo un impulso repentino, ella le sugirió que fuera de todos modos y que se sentara a su lado en la cena.
–Soy una de las vigilantes –dijo–. Será agradable que estés conmigo.
Con desasosiego, recordó cómo Donny se había puesto a llorar al final de la noche.
El letrero del motel estaba a la derecha. Decidió simular que no se daba cuenta de que la mano de Donny se había movido y le rozaba la pierna.
–¿Recuerda que en el baile de gala le pregunté si podría verla durante el verano? Me dijo que iba a casarse y que se marchaba. Ha vivido en muchos sitios. He intentado encontrarla.
–¿De veras? –Kay intentó no parecer demasiado nerviosa.
–Sí. La busqué en Chicago hace dos años, pero para entonces ya se había trasladado a San Francisco.
–Siento no haberte encontrado.
–¿Le gusta dar tantas vueltas?
Ahora la mano estaba sobre su rodilla.
–Oiga, amigo, ésa es mi rodilla –dijo, intentando parecer divertida.
–Lo sé. Realmente estás harta de tanto dar vueltas, ¿verdad? Ya no tendrás que hacerlo más.
Kay miró a Donny. Las gafas, gruesas y oscuras, le ocultaban los ojos y media cara pero sus labios estaban fruncidos y parcialmente abiertos. Aspiraba a través de ellos, una nota sibilante, casi inaudible, que tenía un extraño eco.
–Ve hasta el final del aparcamiento y gira a la izquierda detrás del edificio principal –dijo–. Te diré dónde tienes que aparcar.
La mano le apretaba la rodilla. Notó el arma que clavaba contra su costado antes de verla.
–La utilizaré, lo sabes –murmuró.
Aquello no podía estar sucediendo. No hubiera debido dejarle subir nunca. Las manos le temblaron mientras giraba el volante obedeciendo sus instrucciones. Sentía un escalofrío helado en la boca del estómago. ¿Debería intentar llamar la atención, estrellar el coche? Escuchó el sonido del seguro del arma.
–No intentes nada, Kay. Hay seis balas en esta pistola. Sólo necesito una para ti, pero no malgastaré las demás. Párate al lado de esa furgoneta, al otro lado. En el último lugar.
Ella obedeció y luego observó inmediatamente que su coche quedaba totalmente oculto a las ventanas del motel por la furgoneta gris oscuro de la izquierda.
–Ahora, sal despacio por tu puerta y no grites.
Le sujetaba el brazo con la mano. Salió detrás de ella. Le oyó sacar la llave del motor de arranque y dejarla caer al suelo. Con un rápido movimiento la empujó hacia adelante y abrió la puerta lateral de la furgoneta. Con un brazo la levantó y la metió dentro y subió tras ella. La puerta se cerró. Una oscuridad casi total sustituyó al sol del atardecer. Kay parpadeó.
–Donny, no hagas eso –rogó–. Soy tu amiga. Háblame, pero no...
Ella sintió que la empujaban, tropezó y cayó sobre una estrecha cama. Algo cubría su rostro. Una mordaza. Luego, mientras la sujetaba con una mano, le esposó las muñecas con la otra, le encadenó los tobillos y los unió con una pesada cadena metálica. Abrió la puerta lateral de la furgoneta, saltó y la cerró de golpe. Ella oyó que la puerta del conductor se cerraba de un portazo y, un instante después, la furgoneta empezó a moverse. Los esfuerzos desesperados que hizo para atraer la atención golpeando con sus piernas encadenadas contra el costado de la furgoneta fueron vencidos por el ruido de los neumáticos contra el macadán.
Mike se mordió el labio con impaciencia mientras el taxista disminuía la velocidad para permitir que una furgoneta cruzase por delante de ellos en el desvío del motel. Su cuerpo, delgado y disciplinado, vibraba de tensión mientras deseaba que el taxi fuese más de prisa. Se sentía despreciable por la forma en que él y Kay se habían dejado la noche anterior. Había estado a punto de volver a llamarla cuando le colgó, pero conocía a Kay: nunca estaba enfadada mucho tiempo. Y, ahora, podía darle lo que ella quería. Sólo otro encargo, cariño. Un año todo lo más... Quizá seis meses. Luego, me traerán a la oficina de Nueva York deforma permanente, como socio. Si quisiera, podían comprar una casa en aquella zona. A ella le gustaba aquello.
El conductor se detuvo a la entrada del motel.
Mike salió del taxi de un salto. Atravesó el vestíbulo a grandes zancadas.
Kay y él estaban en la habitación 210. Su primera reacción al girar la llave y abrir la puerta fue de amarga decepción. Era algo pronto para que Kay hubiera vuelto pero, de algún modo, había esperado encontrarla. La habitación era típica de un motel: alfombras toscas, colcha beige y marrón, una pesada cómoda doble de roble chapado, la televisión camuflada en un armario y más ventanas que daban al aparcamiento. La otra noche se había limitado a dejar a Kay allí y había salido corriendo hacia Nueva York para la primera reunión de ventas. De mala gana, recordó cómo Kay había arrugado la nariz y había dicho:
–Estas habitaciones... Son todas iguales y he estado en tantas...
Y, no obstante, como de costumbre, había conseguido dar un toque hogareño al lugar. Había flores naturales en un jarrón y, al lado, tres pequeños marcos de plata. En uno de ellos aparecía él, sosteniendo un róbalo a rayas recién pescado; en el otro había una instantánea de Kay frente a su piso de Arizona; en el tercero, una fotografía de Navidades de la familia de la hermana de Kay.
Los libros que Kay se había traído para leer estaban en la mesilla de noche. El peine de nácar, el cepillo y el espejo de mano que habían sido de su madre estaban colocados con gusto sobre la cómoda. Cuando abrió la puerta del armario, percibió el ligero perfume de las bolsitas colgadas de las perchas de raso.
Sin darse cuenta, Mike sonrió. La pulcritud exquisita de Kay era una continua fuente de alegría para él.
Pensó que una ducha rápida le haría bien. Cuando Kay volviera, hablarían y la llevaría a cenar. Un socio de pleno derecho, Kay. Dentro de este año. Han valido la pena todas las mudanzas. Te prometí que sucedería.
Mientras colgaba el traje y ponía su ropa interior, sus calcetines y su camisa en la bolsa de la lavandería, le asaltó el pensamiento de que el cambio constante no le había preocupado nunca porque Kay había conseguido hacer un hogar de cada habitación de motel o de cada piso alquilado en los que habían estado.
A las seis y cuarto, se hallaba sentado a la mesa redonda que daba al aparcamiento, viendo las noticias y esperando oír el ruido de la llave en la puerta. Había preparado una botella de vino del mini-bar de la habitación. A las seis y media, abrió el vino y se sirvió un vaso. A las siete, empezó a ver a Dan Rather, que informaba de una nueva explosión de actividad terrorista. A las siete y media, había desarrollado un disgusto justificativo... Muy bien, de modo que Kay todavía está enfadada conmigo. Si está cenando con amigos, podía haber dejado un recado. A las ocho, llamaba a recepción por tercera vez y una malhumorada telefonista le aseguraba de nuevo que no había absolutamente ningún recado para el señor Crandell de la habitación 210. A las nueve, empezó a buscar en la agenda de teléfonos de Kay y consiguió encontrar el nombre de una antigua alumna que sabía que permanecía en contacto con Kay. Virginia Murphy O’Neil. Respondió a la primera llamada. Sí, había visto a Kay. Kay se había marchado del picnic justo cuando empezaba a terminar. De hecho, Virginia había visto a Kay irse en el coche. Debían ser entre las cinco y cuarto y las cinco y media. Estaba absolutamente segura de que Kay iba sola en el coche.
Cuando acabó de hablar con Virginia O’Neil, Mike llamó a la Policía para preguntar sobre los accidentes ocurridos entre la escuela y el motel y, al saber que no había habido ninguno, informó de que Kay había desaparecido.
Las esposas se le clavaban en las muñecas, los grilletes le magullaban los tobillos, la mordaza la ahogaba.
¿Donny Rubel? ¿Por qué estaba haciéndole esto a ella? De repente, recordó a Marian Martin, la tutora que le había pedido que admitiese a Donny en el coro. Aquella última semana le había dicho a Marian que había invitado a Donny a sentarse en su mesa durante el baile de gala. A Marian le había preocupado.
–Ya lo había oído decir –dijo–. Donny se jactó ante alguien de que le habías pedido que fuese tu pareja. Supongo que es comprensible, por el modo en que los chicos se burlan de él pero, con todo... Bueno, realmente, ¿qué importa? Te marchas, vas a casarte dentro de dos semanas.
Pero ha estado pendiente de mí durante todos estos años.
Kay sintió que el pánico la vencía. Forzó los ojos, pero no pudo verle a través del compartimiento. La furgoneta parecía extraordinariamente ancha y, en la casi total oscuridad, pudo empezar a distinguir el contorno de una mesa de trabajo al otro lado de la cama. Sobre ella, una tabla de corcho sostenía una gran variedad de herramientas. ¿Qué hacía Donny con ellas? ¿Qué estaba planeando hacerle a ella? Mike, ayúdame, por favor.
La carretera parecía subir, serpentear y tener curvas. La estrecha cama se balanceaba, golpeándole el hombro contra el lateral de la furgoneta. ¿Adónde iban? Finalmente, notó que descendían. Más curvas, más golpes, y la furgoneta se detuvo.
Oyó el zumbido del panel al ser bajado.
–Estamos en casa.
La voz de Donny era aguda y triunfante. Un instante después, la puerta lateral de la furgoneta retumbó al ser abierta. Kay se encogió cuando Donny se inclinó hacia ella. Su aliento era rápido y caliente sobre su mejilla cuando le soltó la mordaza.
–Kay, no quiero que grites. No hay nadie en muchos kilómetros a la redonda y solamente conseguirás que me ponga muy nervioso. Promételo.
Ella respiró el aire frío entrecortadamente. Se notaba la lengua pesada y reseca.
–Lo prometo –murmuró.
Él le quitó los grilletes y le frotó los tobillos, solícito. Le abrió las esposas de las muñecas. Puso un brazo a su alrededor y la ayudó a levantarse de la cama. Tenía las piernas entumecidas. Tropezó y él casi la bajó del alto escalón hasta el suelo.
El lugar al que la había llevado era una estropeada casa de madera, situada en un pequeño claro. Un porche hundido sostenía un columpio oxidado. Las ventanas estaban cerradas. Los gruesos árboles que rodeaban el claro tapaban prácticamente los últimos rayos del sol en declive.
Donny la condujo hacia la casa, quitó la cerradura de la puerta, la empujó hacia dentro y encendió bruscamente la luz de arriba.
Se encontraban en una pieza pequeña y mugrienta. Había un piano vertical que hacía tiempo había sido pintado de blanco, pero los trozos pelados mostraban el acabado negro original. Faltaban algunas teclas. Un sofá de terciopelo demasiado relleno y una silla debieron de haber sido de un rojo brillante en otro tiempo. Ahora, estaban descoloridos en tonos púrpura y naranja. Una alfombra de ganchillo manchada cubría el centro del suelo desigual. Sobre una mesa de metal había una botella de champán en una cubitera de plástico y dos vasos. Junto al sofá, una estantería rudimentariamente hecha estaba llena de cuadernos escolares.
–Mira –dijo Donny.
Dio la vuelta a Kay para que quedara frente a la pared, al otro lado del piano. La pared estaba cubierta con una fotografía de gran tamaño de ella sentada junto a Donny, en el baile de gala. Del techo colgaba un cartel inmóvil, toscamente impreso. Decía: «BIENVENIDA A CASA, KAY.»
El detective Jimmy Barrott fue asignado para investigar la llamada de Michael Crandell, el tipo que había informado de la desaparición de su mujer. De camino hacia el «Garden View Motel», se detuvo en un restaurante de comidas rápidas y pidió una hamburguesa y un café.
Comió mientras conducía y, cuando llegó al motel, su ligero dolor de cabeza había desaparecido y se sentía en su habitual cínico yo. Después de veinticinco años en la oficina del fiscal, le parecía que ya lo había visto todo.
El instinto de Jimmy Barrott le decía que aquello era una pérdida de tiempo. Una mujer de treinta y dos años asiste a una celebración y no vuelve a casa puntualmente. Y al marido le entra el pánico. Jimmy Barrott lo sabía todo sobre llegar a casa tarde y no telefonear. Era la razón principal por la que se había divorciado dos veces.
Cuando la puerta de la habitación 210 se abrió, tuvo que admitir que el joven, Michael Crandell, parecía enfermo de preocupación. Un muchacho bien parecido, pensó Jimmy Barrott. Aproximadamente, metro ochenta y cinco. La clase de aspecto robusto que gusta a las chicas. Pero la primera pregunta de Mike sacó a Jimmy de quicio.
–¿Por qué ha tardado usted tanto?
Jimmy se acomodó en una silla junto a la mesa y abrió su libreta.
–Escuche –dijo–. Su esposa se ha retrasado un par de horas en volver. No se la dará oficialmente por desaparecida hasta, al menos, dentro de veinticuatro horas. ¿Se habían peleado ustedes dos?
No le pasó por alto la expresión culpable del rostro de Mike.
–Se pelearon –insistió–. ¿Por qué no me lo cuenta y luego pensamos adónde ha podido ir a tranquilizarse?
Para Mike, no estaba entendiéndolo bien. Kay se hallaba molesta cuando hablaron por teléfono la noche anterior. Le había colgado. Pero no era lo que parecía. Rápidamente, hizo un esbozo de sus vidas. Kay había dado clases en Garden State High durante dos años. Se habían conocido en Chicago en casa de la hermana de ella y se habían casado allí. El no había llegado a conocer a sus amigos de Nueva Jersey. No tenía sentido telefonear a su hermana. Jean, su marido y los niños estaban de vacaciones en Europa.
–Déme una descripción del coche –pidió Jimmy Barrott. Un «Toyota» blanco de 1986. Matrícula de Arizona. Tomó rápidamente el número–. Bastante lejos como para venir en coche –observó.
–Yo tenía unos días libres. Decidimos hacerlos coincidir con la reunión de la empresa y la fiesta de los alumnos. Mañana, deberíamos empezar a volver hacia Arizona.
Jimmy cerró la libreta.
–Mi presentimiento es que está cenando y tomándose una copa sola o con algunos antiguos amigos y que regresará en un par de horas –Echó un vistazo a las fotografías enmarcadas que se hallaban sobre la mesa–. ¿Alguna de éstas es su esposa?
–Ésa.
Había tomado la fotografía en que aparecía frente al apartamento. Era un día caluroso. Kay iba en pantalones cortos y camiseta. Llevaba el cabello sujeto hacia atrás con una cinta. Parecía tener dieciséis años. Con la camiseta pegada al pecho y las largas y delgadas piernas con sandalias abiertas, también se la veía tremendamente sexy. Mike notó que aquella era la reacción que tenía aquel detective.
–¿Por qué no me da esta fotografía? –sugirió Jimmy Barrott. Hábilmente, la sacó del marco–. Si no vuelve a casa en las próximas veinticuatro horas, la daremos como persona desaparecida.
Un instinto hizo que Jimmy Barrott se diera una vuelta por el aparcamiento antes de entrar en su coche. En aquel momento, el aparcamiento estaba casi lleno. Había un par de «Toyotas» blancos, pero ninguno con matrícula de Arizona. Entonces, un coche situado al final del aparcamiento, solitario, llamó su atención. Se acercó paseando hasta él.
Cinco minutos después, golpeaba con fuerza en la puerta de la habitación 210.
–Su coche está en el aparcamiento –dijo a Mike–. Las llaves estaban en el suelo. Parece como si su mujer se las hubiera dejado a usted.
Mientras estudiaba la incrédula mirada del rostro de Mike, sonó el teléfono. Los dos hombres corrieron a contestarlo. Jimmy Barrott lo alcanzó primero, cogió el auricular y lo sostuvo de forma que pudiera oír lo que se decía.
El «hola» de Mike fue casi inaudible. Y, luego, ambos hombres escucharon lo que Kay decía:
–Mike, lamento hacerte esto, pero necesito tiempo para pensar. He dejado el coche en el aparcamiento. Vuelve a Arizona. Todo ha terminado entre nosotros. Me pondré en contacto contigo para solicitar el divorcio.
–No... Kay... por favor... No me iré sin ti.
Hubo un clic. Jimmy Barrott, de mala gana, sintió simpatía por el conmocionado y perplejo joven. Cogió la fotografía de Kay y la dejó sobre la mesa.
–Ésa es exactamente la forma en que me dejó mi segunda mujer –dijo a Mike–. La única diferencia es que mientras yo estaba trabajando hizo que fueran los de las mudanzas. Me dejó con una jarra de cerveza y mi ropa.
La observación atravesó el aturdimiento de Mike.
–Pero, eso es –exclamó Mike–, ¿no lo ve? –dijo, señalando la cómoda–. Los utensilios de aseo de Kay. Ella no se iría sin ellos. Su maquillaje está en el cuarto de baño. El libro que estaba leyendo... –Abrió la puerta del armario–. Su ropa. ¿Qué mujer no se lleva nada personal con ella?
–Le sorprendería saber cuántas –respondió Jimmy Barrott–. Lo siento, señor Crandell, pero tengo que informar de esto como un asunto doméstico.
Volvió a la oficina para archivar el informe y luego se dirigió en coche hasta su casa. Pero, ni siquiera una vez metido en la cama, Jimmy Barrott pudo dormirse. La ropa tan pulcramente colgada, los artículos de aseo tan cuidadosamente colocados... Algo en el estómago le decía que Kay Crandell se los habría llevado. Pero había telefoneado.
¿Realmente?
Jimmy se sentó de golpe. Algunas mujeres telefoneaban. Él sólo tenía la palabra de Mike Crandell de que era la voz de su mujer. Y Mike Crandell y su mujer acababan de pelearse antes de que ella desapareciese.
Pasaron horas y Mike seguía sentado junto al teléfono. Llamará de nuevo, se decía. Cambiará de parecer. Volverá.
–¿Volvería?
Finalmente, Mike se puso en pie. Se desnudó y se dejó caer en la cama, en el lado más cercano al teléfono, dispuesto a coger el receptor a la primera llamada. Después, cerró los ojos y empezó a llorar.
Kay se mordió los labios, intentando no gritar protestando cuando Donny cortó la conexión telefónica. Donny le sonreía solícito.
–Eso ha estado muy bien, Kay.
¿Hubiese cumplido su amenaza? Le había advertido que si no decía exactamente lo que él había escrito y de forma convincente, iría aquella noche al motel y mataría a Mike.
–He estado en tu habitación dos veces esta semana pasada, ¿sabes? –dijo–. Hago trabajos esporádicos en el motel. Fue fácil hacer una llave.
Después la condujo al dormitorio. El mobiliario consistía aquí en una hundida cama doble cubierta con una colcha barata de felpilla, una mesa de juego que hacía las veces de mesilla de noche y una cómoda destartalada.
–¿Te gusta la colcha? –preguntó Donny–. Le dije a la mujer que era un regalo para mi esposa. Dijo que a casi todas las mujeres les gusta la felpilla blanca.
Señaló el peine, el cepillo y el espejo que había sobre la cómoda.
–Son casi exactamente del mismo color que los tuyos.
Abrió el armario.
–¿Te gustan tus nuevos vestidos? Son de la talla cuarenta, como los que tenías en el motel.
Había un par de faldas y camisetas de algodón, un impermeable, una bata y un vestido estampado a flores.
–Hay ropa interior y un camisón en los cajones –continuó Donny, con orgullo–. Y, mira, los zapatos son también de tu talla, un treinta y ocho. Te he comprado zapatillas de lona, mocasines y zapatos de tacón. Quiero que mi mujer vaya bien vestida.
–Donny, no puedo ser tu esposa –murmuró.
Él pareció desconcertado.
–Pero lo vas a ser. Siempre quisiste casarte conmigo.
Fue entonces cuando vio la cadena cuidadosamente doblada en el rincón, junto a la cama, unida a la pared por una placa de metal. Donny observó su expresión horrorizada.
–No te preocupes, Kay. Tengo una en cada habitación. Es sólo porque por la noche yo dormiré en la sala y no quiero que intentes dejarme. Y durante el día tengo que ir a trabajar, de modo que lo he puesto para que estés cómoda en la sala de estar.
La había vuelto a llevar a la sala y, ceremoniosamente, descorchó el champán.
–Por nosotros.
Ahora, mientras Kay le observaba colgar el auricular, la boca se le agrió recordando el sabor del champán, caliente y dulzón, y de las grasientas hamburguesas que Donny había preparado.
Durante la comida, él no había hablado. Luego, le había pedido que terminase el café, que volvería en seguida. Cuando regresó estaba recién afeitado.
–Sólo me dejé crecer la barba para que la gente no me reconociera en el instituto –explicó con orgullo.
Después había hecho que terminase el champán con él y que llamase a Mike. Ahora, suspiraba.
–Kay, debes de estar cansada. Dejaré que te vayas pronto a la cama, pero primero me gustaría leerte un par de capítulos de mi primer libro sobre ti.
Casi con jactancia, se dirigió hacia la estantería y cogió uno de los cuadernos.
–Esto no es real –pensó Kay.
Pero aquello era real. Donny se acomodó en la abultada silla, frente a ella. La habitación estaba helada, pero el sudor bajaba por el rostro de él por sus brazos, y manchaba su polo. Su anormalmente pálida piel estaba acentuada por oscuros círculos bajo sus ojos. Cuando se quitó las gafas de sol, ella se sorprendió de lo azules que eran sus ojos. Los recordaba marrones.
«Son marrones –se dijo–. Debe de llevar lentillas de color. Todo en él es fantasía.»
Él la miró casi con timidez.
–Me siento como un niño de vuelta a la escuela –dijo.
Una chispa de esperanza le hizo pensar a Kay que podía ser capaz de establecer alguna autoridad sobre él, de profesor a alumno. Pero cuando él comenzó a leer, la garganta se le cerró, casi presa de pánico.
–Tres de junio. Anoche fui al baile de gala con Kay –recitó–. Bailamos todas las piezas. Cuando la llevé en coche a casa se puso a llorar entre mis brazos. Me explicó que su familia la obligaba a casarse con un hombre a quien no amaba y que quería que fuese a buscarla cuando fuera capaz de cuidarla. Mi preciosa Kay, te prometo que un día te llamaré mi esposa.
Una noche sin dormir y el no tener nada de café en casa hacían que Jimmy Barrott se sintiese especialmente malhumorado. Después de detenerse a tomar un café, se dirigió hacia la oficina. Cuando el despacho del fiscal se hubo despejado, Jimmy entró tranquilamente.
–Algo huele mal –dijo a su jefe– en ese informe sobre un asunto doméstico, que archivé anoche. Quiero permiso para investigar al marido.
Lacónicamente, le explicó la entrevista con Mike, el hallazgo del coche y la llamada telefónica.
El fiscal escuchó y asintió.
–Empiece a ahondar –dijo–. Dígame si necesita ayuda.
A los primeros indicios del alba, Mike se levantó, se afeitó y se duchó. Esperaba que las primero calientes y luego frías agujas del agua arrastraran la pesadez de su cerebro.
En algún momento, durante las oscuras horas de la noche, su desesperación por la desaparición de Kay se había convertido en la certeza de que ella no le habría abandonado de aquel modo. Sacó un cuaderno de su cartera y entre sorbos de café empezó a apuntar las posibles acciones que podía emprender. Virginia Murphy O’Neil. Ella había estado con Kay al final del picnic. La había visto marcharse. Quizá Kay le hubiese dicho algo que entonces no parecía importante. Iría a casa de Virginia y hablaría con ella. El detective Barrott había visto el coche a las diez, pero nadie sabía a qué hora lo habían dejado allí. Hablaría con los empleados del motel. Quizás alguno hubiese visto a Kay sola o con alguien.
Deseaba sentarse junto al teléfono y esperar, porque Kay podría llamar de nuevo, pero eso era una locura. La sangre de Mike se heló al pensar que quizás ella no pudiese volver a llamar.
Primero, se detuvo en la centralita del motel. La telefonista le aseguró que estaba demasiado ocupada como para dar recados a las personas que llamaban, pero que estaría encantada de tomar cualquier recado que él pudiese recibir. Él hizo que su voz sonase confidencial:
–Escuche, ¿se ha peleado alguna vez con su novio?
Ella rió.
–Cada noche.
–Anoche, tuve una pelea con mi mujer. Me dejó plantado. Ahora tengo que salir, pero estoy casi seguro de que volverá a llamar. Por favor, ¿puede usted conectar la clavija o algo para no olvidarse de darle a ella este recado?
Los ojos de la telefonista, muy maquillados, brillaban de curiosidad. Leyó la nota en voz alta. En letra de imprenta, Mike había escrito:
–Si Kay Crandell telefonea, dígale que Mike tiene que hablar con ella. Estará de acuerdo con todo lo que ella quiera pero, por favor, que deje un número de teléfono o la hora a la que volverá a llamar.
La mirada de la telefonista se llenó de simpatía y de una cierta coquetería.
–No sé por qué iba a ser una mujer tan imbécil como para dejarle plantado –dijo.
Mike le deslizó un billete de veinte dólares en la mano.
–Cuento con usted para que haga de Cupido.
Hablar con empleados que pudiesen haber visto llegar el «Toyota» blanco al aparcamiento no tenía sentido. No había guarda en el aparcamiento. El único guarda de seguridad había estado dentro del motel la mayor parte de la noche.
–Acabo de empezar hoy –dijo a Mike–. De otro modo tampoco estaría aquí. ¡No! Ni el más mínimo problema. –Se rascó la cabeza–. Pensándolo bien, el año pasado cogieron un coche, pero lo abandonaron a unos tres kilómetros de aquí. El propietario dijo que incluso un ladrón podía ver que era un cacharro –acabó, riéndose entre dientes.
Dos horas más tarde, Mike estaba a unos cincuenta kilómetros, sentado al otro lado de la mesa en casa de Virginia O’Neil. Era una mujer joven, pequeña y bien parecida, que había pertenecido al coro de Kay el último año que ella dio clases en Garden State High. La cocina era grande y alegre y daba a una aireada habitación de juegos, atestada de juguetes. Los gemelos de Virginia, de dos años, estaban jugando allí, con una ruidosa y espontánea energía.
Mike no intentó urdir una historia sobre el motivo de su búsqueda de Kay. Le gustó Virginia e instintivamente confió en ella. Cuando hubo terminado, vio su angustiada preocupación reflejada en los ojos de Virginia.
–Es raro –dijo–. Kay no utilizaría esa clase de treta. Es demasiado considerada.
–¿La viste mucho en la fiesta?
Un oso de peluche pasó volando para ir a caer a los pies de Mike. Un instante después, una pequeña figura pasó junto a él como un rayo y lo agarró.
–Tranquilo, Kevin –ordenó Virginia, explicándole a Mike–: Mi tía les regaló ayer estos ositos de peluche a los niños. Dina está abrazando el suyo, Kevin lo ataca.
«Aquello era lo que Kay quería –pensó Mike–. Una casa como aquélla, un par de criaturas.» El pensamiento le ofreció una nueva e inquietante posibilidad.
–¿Hubo mucha gente que llevase a sus hijos a la reunión?
–¡Oh!, había montones de críos por allí.
El rostro de Virginia expresó concentración.
–¿Sabes? Kay parecía realmente algo melancólica cuando cogió a Dina en brazos el otro día, y dijo: «Todos mis alumnos tienen familia. No esperé nunca que esto fuese así para mí.»
Mike se levantó para marcharse unos minutos más tarde.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Virginia.
Él sacó la foto de Kay de su bolsillo.
–Voy a hacer carteles y los repartiré. En la única cosa en la que puedo pensar.
Cuando Donny decidió, finalmente, que era el momento de irse a la cama, le dijo a Kay que se cambiase en el diminuto cuarto de baño. Tenía un pequeño lavabo, un retrete y una ducha provisional. Le dio el camisón que había comprado, un escotado pedazo de nilón transparente, ribeteado con una puntilla de imitación. La bata hacía juego. Mientras se cambiaba, Kay pensó frenéticamente en cómo tratarle si intentaba atacarla. Él podría vencerla con toda seguridad. Su única esperanza era intentar asumir el mando, establecer una relación profesor-alumno.
Pero cuando salió, él no intentó tocarla.
–Métete en la cama, Kay –dijo.
Él abrió la colcha. En la cama había sábanas y fundas de almohada de muselina a flores azules. Se las veía nuevas y tiesas. Ella se dirigió con firmeza hacia la cama.
–Estoy muy cansada, Donny –dijo, tajantemente–. Quiero dormir.
–¡Oh!, Kay, te lo prometo, no te tocaré hasta que estemos casados.
La tapó y, luego, dijo:
–Lo siento, Kay, pero no puedo arriesgarme a que intentes marchar mientras yo esté dormido.
Y entonces le ató los pies a la cadena.
Permaneció despierta toda la noche, intentando rezar, intentando hacer planes, y siendo sólo capaz de murmurar: «Mike, ayúdame. Mike, encuéntrame.» Hacia el alba cayó en un sueño intranquilo. Se despertó para encontrar a Donny mirándola fijamente. Incluso en la penumbra, no cabía confundir la premura de su actitud. Con los dientes apretados, murmuró:
–Sólo quería estar seguro de que estabas cómoda, Kay. Estás tan bonita cuando duermes. Apenas puedo esperar a que nos hayamos casado.
Quería que ella le preparase el desayuno.
–Tu futuro marido tiene buen apetito, Kay.
A las ocho y media, la instaló en la sala de estar.
–Siento tener que cerrar de nuevo los postigos, pero no puedo arriesgarme a que alguien llegue hasta aquí y mire hacia dentro. No es que suceda pero debes entenderlo.
Le ató la pierna a la cadena de la sala de estar.
–La he medido –dijo–. Puedes llegar hasta el cuarto de baño. Sobre la mesa dejo lo necesario para hacer bocadillos, una jarra de agua y unas cuantas sodas. Puedes llegar hasta el piano, quiero que practiques. Y si quieres leer, puedes leer todos mis libros. Todos son sobre ti, Kay. He estado escribiendo sobre ti durante estos ocho años.
Dejó el contestador automático en una jaula de alambre cerrada con candado, cerca del techo.
–Dejaré puesto el contestador, Kay. Oirás a la gente que me llama para darme trabajo. Tomaré los recados desde el teléfono que tengo en la furgoneta, cada hora aproximadamente. Te hablaré entonces, pero tú no podrás hablarme. Lo siento. Tendré un día muy ocupado, de modo que puede que no vuelva hasta las seis o las siete.
Cuando se marchaba, la cogió por la barbilla.
–Échame en falta, ¿querrás cariño?
El beso que le dio en la mejilla fue decoroso. El brazo que tenía alrededor de su cintura la estrechó convulsivamente.
Había cerrado los postigos con pestillo antes de marcharse y la débil luz del techo proyectaba sombras por toda la habitación. Se puso en pie sobre el sofá, estirando la cadena hasta que el grillete le arañó el tobillo, pero le fue imposible alcanzar la jaula de alambre y, además, estaba cerrada con candado. No había posibilidad de hacer ninguna llamada telefónica.
La cadena estaba sujeta a una placa de metal, sujeta a la pared. Cuatro tornillos sostenían la placa. Sí, de algún modo, pudiese desenroscar aquellos tornillos, podría salir. ¿A cuánta distancia estaba de la carretera? ¿Con cuánta rapidez podría avanzar con el grillete en el tobillo y arrastrando la cadena? ¿Qué podría utilizar para desenroscar los tornillos?
Febrilmente, Kay buscó por toda la sala de estar. El cuchillo de plástico que él había dejado se partió en dos cuando intentó girarlo metiéndolo en la cabeza de un tornillo. Frustrada, se le llenaron los ojos de lágrimas. Apartó los cojines del sofá. El tapizado estaba rajado y pudo ver los alambres, pero no hubo forma de poder soltar uno.
Se arrastró hasta el piano. Si alcanzara las cuerdas, quizás hubiese algo afilado que pudiese soltar.
No lo había.
No había forma de aflojar la placa de metal. Su única esperanza sería que alguien pasase por allí mientras él estaba fuera. Pero, ¿quién? Había correo sobre la estantería. La mayoría estaba dirigido a un apartado de correos de Howville. Unas cuantas cartas tenían la dirección de aquel lugar, Timber Lane, número 4, Howville. Cada una tenía el número del apartado de correos escrito en lápiz en el sobre, de modo que Donny no tenía reparto de correo.
Sus ojos fueron a dar sobre las filas de cuadernos escolares blancos y negros. Le había dicho que los leyera. Sacó media docena y se arrastró hasta el sofá. La luz era mortecina y frunció el ceño, concentrada. Se había puesto el vestido que llevaba el día anterior en el picnic, queriendo mantener alguna sensación de su propia identidad. Pero el vestido estaba arrugado y se sentía sucia. Sucia por su presencia en aquel lugar, por el recuerdo de sus manos apretándole convulsivamente la cintura, por su sensación de ser un animal enjaulado con un cuidador enloquecido. Este pensamiento la hizo ponerse casi histérica.
–Contrólate –dijo, en voz alta–. Mike está intentando encontrarte. Te encontrará.
Era como si pudiera sentir la intensidad de su amor.
–Mike. Mike. Te quiero.
Ya no quería dar más vueltas. Quería permanecer en un sitio. Incluso Donny Rubel lo había visto. Y estaba concediéndole aquel deseo. Kay se dio cuenta de que reía en voz alta, una risa de carcajadas, de sollozos, que terminó en un frenesí de lágrimas.
Pero, al menos, le proporcionó una cierta liberación. Al cabo de unos cuantos minutos, se secó la cara con el dorso de la mano y comenzó a leer.
Los libros eran todos iguales. Una odisea, día a día, de una vida de fantasía que comenzaba en aquella noche del baile de gala. Algunos de los pasajes estaban escritos como planes futuros: «Cuando Kay y yo estemos juntos, iremos a Colorado de camping. Viviremos en una tienda y compartiremos la vida rústica y el aire libre de nuestros antepasados. Tendremos un saco de dormir doble y ella estará en mis brazos porque le dan un poco de miedo los sonidos de los animales. La protegeré y la animaré.» Otras veces escribía como si hubiesen estado juntos: «Kay y yo hemos tenido un día maravilloso. Hemos entrado en Nueva York, en South Street Seaport. Le he comprado una blusa nueva y unos zapatos de tacón nuevos. A Kay le gusta ir cogida de mi mano cuando caminamos. Me quiere mucho y no quiere separarse nunca de mí. Hemos decidido que si uno de los dos se pone alguna vez enfermo, no nos arriesgaremos a que nos separen. No nos asusta morir juntos. Estaremos en el cielo para toda la eternidad. Somos amantes.»
A veces, resultaba casi imposible descifrar los prácticamente ilegibles garabatos. Kay ignoró su creciente dolor de cabeza mientras leía libro tras libro. Las profundidades de la locura de Donny la llevaron al borde del pánico. Debía terminar de leer cada uno de los libros. De algún modo, de alguna manera, podría conseguir una clave de cómo persuadirle para que la dejara ir, para que la llevara a algún sitio público. Él escribía constantemente sobre salidas con ella.
A partir de aproximadamente las diez, el teléfono comenzó a sonar. Podía oír los recados que dejaban para Donny. Cada nervio de su cuerpo vibraba con el sonido de las voces impersonales.
Escúchenme, quería gritar. Ayúdenme.
Donny tenía, aparentemente, un servicio de reparaciones. La llamada de una pizzería: ¿podía pasarse lo más pronto posible? Uno de los hornos no funcionaba. Varias amas de casa: ¿podía echarle una mirada al televisor? ¿Al vídeo? Un cristal se había roto. Cada hora, aproximadamente, Donny llamaba para recoger los recados y después dejaba un mensaje para ella.
–Kay, querida, te echo mucho de menos. ¿Ves lo ocupado que estoy? Ya he hecho doscientos dólares esta mañana. Podré cuidarte muy bien.
Después de cada llamada, ella se ponía de nuevo a leer. Una y otra vez, en todos los libros, Donny se refería continuamente a su madre.
«Cuando tenía dieciocho años dejó que mi padre fuese demasiado lejos y quedó embarazada de mí y tuvo que casarse. Mi padre la abandonó cuando yo era un bebé y la culpó a ella de todo. Nunca seré como mi padre. No pondré ni un dedo sobre Kay hasta que estemos casados. De otro modo, ella podría llegar a odiarme también y a no querer a nuestros hijos.»
En el siguiente libro, el penúltimo, se enteró de sus planes.
«En la televisión escuché a un predicador que decía que los matrimonios tienen más posibilidades cuando las personas se han conocido durante cuatro estaciones. Que hay algo en el espíritu humano, del mismo modo que lo hay en la Naturaleza, que precisa ese ciclo. Yo estuve en la clase de Kay en el otoño y en el invierno. Me la llevaré durante la fiesta de ex alumnos. Todavía será primavera. Intercambiaremos nuestras solemnes promesas con sólo Dios como testigo el primer día del verano. Eso será el domingo, 21 de junio. Entonces nos iremos y viajaremos juntos por todo el país, los dos, amantes.»
Aquel día era jueves, 18 de junio.
A las cuatro, se recibió una llamada del «Garden View Motel». ¿Podía pasarse Donny aquella tarde? Un par de aparatos de televisión no funcionaban.
El «Garden View Motel». Habitación 210. Mike.
Donny telefoneó al cabo de pocos minutos. Su voz retumbaba:
–Escucha lo que voy a decir, Kay. Trabajo mucho en el motel. Me gusta que hayan llamado. Me dará la oportunidad de ver si Mike Crandell va a largarse. Espero que hayas estado practicando nuestras canciones. Tengo muchas ganas de cantar contigo esta noche. Adiós por ahora, amor mío.
Había ira en su voz cuando pronunció el nombre de Mike. Tiene miedo, pensó Kay. Si algo desbarata sus planes se volverá loco. No debía provocar su hostilidad. Volvió a colocar los libros en los estantes y se arrastró hasta el piano. Estaba irremisiblemente desafinado. Las teclas que faltaban hacían que cualquier cosa que intentase tocar estuviese llena de sonidos discordantes.
Cuando Donny llegó, eran casi las ocho. Su rostro estaba surcado de arrugas sombrías y amenazadoras.
–Crandell no se va a casa –dijo a Kay–. Está haciendo montones de preguntas sobre ti. Está repartiendo tu fotografía.
Mike estaba en el motel. Mike había sabido que algo no funcionaba. «¡Oh!, Mike –pensó Kay–. Encuéntrame. Iré a cualquier parte, a cualquier lugar. Tendré un hijo en Kalamazoo o en Peoria. ¿Qué importa dónde vivamos mientras estemos juntos?»
Era como si Donny pudiese leer sus pensamientos. Se quedó en el umbral, mirándola coléricamente.
–No hiciste que te creyese cuando le hablaste anoche. Es culpa tuya, Kay.
Empezó a atravesar la habitación en dirección a ella. Ella se echó hacia atrás en el sofá y la cadena tiró del grillete de su tobillo. Un delgado hilo de sangre, caliente y resbaladizo, caía por su carne magullada.
Donny se dio cuenta.
–¡Oh!, Kay, eso te ha hecho daño, ya lo veo.
Se dirigió al cuarto de baño y volvió con un paño caliente y húmedo. Con ternura, levantó la pierna del suelo y la puso sobre su regazo.
–Ahora estará mucho mejor –aseguró, mientras se la envolvía con el paño– y en cuanto esté convencido de que ya has vuelto a enamorarte de mí, te las quitaré.
Se irguió y rozó su oreja con sus labios.
–¿Y si llamásemos Donald Junior a nuestro primer hijo? –preguntó–. Estoy seguro de que será niño.
El jueves por la tarde, Jimmy Barrott fue a las oficinas de la empresa de Michael Crandell la firma de ingeniería «Fields, Warner, Quinland y Brown». Al mostrar su placa, fue conducido al despacho de Edward Fields, quien se sorprendió al saber que Kay Crandell había desaparecido. No, aquel día no había sabido nada de Mike, pero no era extraño. Mike y Kay tenían planeado volver en coche a Arizona. Mike iba a tomarse una semana de vacaciones. ¿Mike Crandell? Absolutamente excelente. De lo mejor. De hecho habían votado admitirle como socio en cuanto terminase un trabajo que iba a comenzar el mes siguiente en Baltimore. Sí, sabían que Kay se sentía molesta por los continuos traslados. La mayoría de las esposas se sentían así. ¿Sabía Jimmy dónde se alojaba Mike?
Jimmy Barrott respondió prudentemente, debía de tratarse de un malentendido.
Edward Fields se puso repentinamente muy serio.
–Señor Barrott –dijo–, si éste es un lenguaje ambiguo y quiere usted decir que está usted investigando a Mike Crandell, hágase un favor a sí mismo y no pierda el tiempo. Apuesto mi propia reputación y la de nuestra empresa por él.
Jimmy telefoneó a la oficina para ver si había algún recado. No lo había y se marchó directamente a su casa. No tenía mucha comida en la nevera y decidió ir a una fonda china de comidas preparadas. Pero, sin saber cómo, se encontró con que su coche se dirigía hacia el «Garden View Motel».
Eran las nueve y media cuando llegó allí. Supo por el recepcionista que Mike había estado repartiendo fotografías de su mujer a todos los empleados y que había dado veinte dólares a la telefonista para que diera un recado a su mujer si llamaba.
–No hubo ningún problema por aquí anoche –dijo, nerviosamente, el empleado–. No pude impedir que repartiera esas fotos, pero ése no es el tipo de publicidad que nos interesa.
A petición de Jimmy, el empleado mostró una de aquellas fotografías, una ampliación de la instantánea, y debajo, con grandes letras de imprenta: KAY CRANDELL HA DESAPARECIDO. PODRÍA ESTAR ENFERMA. TIENE 32 AÑOS, MIDE METRO SESENTA Y TRES CENTÍMETROS, CINCUENTA Y DOS KILOS. IMPORTANTE RECOMPENSA POR INFORMACIÓN SOBRE SU PARADERO. El nombre de Mike y el número de teléfono del motel venían a continuación.
A las diez en punto, Jimmy llamaba a la puerta de la habitación 210. Fue abierta al instante de un tirón y Jimmy notó la intensa decepción del rostro de Mike cuando vio quién estaba allí. A regañadientes, Jimmy aceptó que Mike Crandell parecía un tipo muy preocupado. Su ropa estaba arrugada como si no hubiese dormido más que a ratos. Jimmy pasó despacio por delante de él y vio el montón de fotografías fotocopiadas de Kay sobre la mesa.
–¿Dónde las ha repartido hasta ahora? –preguntó.
–En su mayor parte por los alrededores del motel. Mañana, voy a repartirlas en las estaciones de tren y en las paradas de autobús de las ciudades cercanas y pediré a la gente que las ponga en los escaparates de las tiendas.
–¿No ha sabido usted nada?
Mike dudó.
–¿Ha sabido usted algo? –insistió Jimmy Barrott–. ¿Qué?
Mike señaló el teléfono.
–No confié en que la telefonista se acordase. Puse una grabadora esta tarde. Kay volvió a telefonear mientras yo había ido a por una hamburguesa. Debían ser sobre las ocho y media.
–¿Tenía usted pensado dejar que me meta en esto?
–¿Y por qué debería hacerlo? –preguntó Mike–. ¿Por qué debería usted molestarse con..., ¿cómo le llamó...?, un asunto doméstico? –Había un ligero matiz de histeria en su voz.
Jimmy Barrott fue hasta la grabadora, rebobinó la cinta y apretó el botón «play». Se oyó la misma voz de mujer que había oído el día anterior:
–Mike, estoy realmente harta. Vuelve a casa y no dejes por ahí esas fotografías mías. Es humillante. Estoy aquí porque quiero estar aquí.
Se oyó el sonido del auricular al ser colgado de golpe.
–Mi esposa tiene una voz suave y bonita –dijo Mike–. Lo que oigo es tensión, nada más. Olvide lo que dice.
–Mire –repuso Jimmy, en un tono que para él era amable–. Las mujeres no abandonan un matrimonio sin algo de tensión. Yo lo sé. Incluso mi primera mujer lloró en el proceso de divorcio y ya estaba embarazada de otro tipo. He hablado con las personas para quienes trabaja. Tienen un gran concepto de usted. ¿Por qué no sigue con su trabajo y piensa en lo mucho que tiene? No hay ni una mujer que lo valga.
Observó cómo el rostro de Mike palidecía.
–Llamaron de mi oficina –dijo Mike–. Me han ofrecido un investigador privado para que me ayude. Quizás acepte su ofrecimiento.
Jimmy Barrott se inclinó y sacó la cinta de la grabadora.
–¿Puede usted darme el nombre de alguien que pueda identificar la voz de su esposa? –preguntó.
Mike estuvo sentado con la cabeza entre las manos, durante toda la noche. A las seis y media, salió del motel y se dirigió hacia las estaciones de tren y paradas de autobús de las ciudades vecinas. A las nueve en punto, a Garden State High. Las clases habían terminado por las vacaciones de verano, pero el personal de la oficina trabajaba todavía. Le acompañaron al despacho del director. Gene Pearson. Pearson escuchó atentamente, con su delgado rostro ceñudo y pensativo.
–Recuerdo muy bien a su esposa –repuso–. Le dije que si alguna vez deseaba volver a trabajar aquí podría hacerlo. Por todo lo que sus antiguos alumnos me explicaron, debía de ser una profesora muy buena.
Le había ofrecido un trabajo a Kay. ¿Habría decidido aceptarlo?
–¿Cómo respondió Kay a eso?
Los ojos de Pearson se estrecharon.
–De hecho, dijo: «Tenga cuidado, podría aceptar su ofrecimiento». –Su actitud se hizo repentinamente formal–. Señor Crandell, puedo comprender su preocupación, pero no veo cómo puedo ayudarle.
Se puso en pie.
–Por favor –rogó Mike–. Debe de haber fotografías tomadas en la fiesta. ¿Había un fotógrafo oficial?
–Sí.
–Quiero su nombre. Tengo que conseguir una serie completa de fotografías en seguida. No puede usted negarme eso.
La parada siguiente fue en el fotógrafo de Center Street, a seis manzanas de la escuela. Al menos aquí el único problema era el coste. Hizo el pedido y volvió al motel para escuchar la cinta. A las once y media, volvió al fotógrafo, que había hecho un montón de fotografías 8 X 10 para él de todos los rollos que se habían hecho en la reunión... más de doscientas copias en total.
Con las fotografías bajo el brazo, Mike se dirigió en coche hasta la casa de Virginia O’Neil.
Durante toda la noche del jueves, Kay estuvo despierta sobre el incómodo colchón con sus ásperas sábanas nuevas. La sensación que tenía de que algo en Donny estaba llegando a un nivel explosivo era omnipresente. Después de haber telefoneado y haber dejado el recado a Mike, había hecho la cena para Donny. Él había traído latas de picadillo, verduras congeladas y vino. Le había seguido la corriente, aparentando que era divertido trabajar juntos.
En la cena, había conseguido que hablase de sí mismo, de su madre. Le enseñó una fotografía de su madre, una rubia esbelta de unos cuarenta años, con un bikini adecuado para una adolescente. Pero Kay sintió un aguijón en la piel. Existía un claro parecido entre la madre de Donny y ella. Eran de un tipo similar, tan distintas como de la A a la Z, pero de un mismo tipo en tamaño, rasgos y cabello.
–Volvió a casarse hace siete años –explicó Donny, con voz inexpresiva–. Su esposo trabaja para uno de los casinos de Las Vegas. Es mucho mayor que ella pero sus hijos están locos por ella. Son de su edad. –Donny sacó otra fotografía de dos hombres de unos cuarenta años con los brazos alrededor de su madre–. Ella también está loca por ellos.
Después, volvió su atención a la comida del plato.
–Eres muy buena cocinera, Kay. Me gusta. A mi madre no le gustaba cocinar. Casi siempre comía sólo bocadillos. No estaba mucho en casa.
Después de cenar, tocó el piano y cantó con él. Él recordaba las letras de todas las canciones que ella enseñaba en el coro. Había abierto los postigos para dejar entrar el aire frío de la noche, pero era evidente que no temía ser oído. Ella le preguntó por ello.
–Y nadie viene por aquí –explicó–. El lago no tiene peces. Está demasiado contaminado para nadar. Las demás casas están pudriéndose. Estamos seguros, Kay.
Cuando decidió que era hora de ir a la cama, le quitó la cadena de la pierna y de nuevo la esperó a la puerta del cuarto de baño. Cuando ella salió de la ducha oyó abrirse la puerta, pero cuando la cerró de golpe él no volvió a tocarla. Luego, mientras caminaba rápidamente hacia el dormitorio, Donny le preguntó:
–¿Qué quieres para cena de bodas, Kay? Deberíamos pensar en algo especial.
Ella simuló que consideraba seriamente la cuestión y, luego, sacudió la cabeza y respondió con firmeza:
–No puedo hacer ningún plan para casarme hasta que no tenga un vestido blanco. Tendremos que esperar.
–No había pensado en eso, Kay –le dijo él mientras la acostaba y cerraba el grillete del tobillo.
Se dormía y se despertaba. Cada vez que despertaba, era para ver a Donny de pie, a los pies de la cama, mirándola fijamente. Se le abrían los ojos y ella se obligaba a cerrarlos, pero era imposible engañarle. La débil luz que había dejado en la sala de estar daba sobre la almohada.
–Está bien, Kay. Ya sé que estás despierta. Háblame, cariño. ¿Tienes frío? Dentro de unos cuantos días, cuando nos casemos, te daré calor.
A las siete en punto, le trajo café. Ella se sentó, cuidando de colocar bien la sábana y la manta bajo sus brazos. El «gracias» que murmuró fue acallado con un beso.
–No voy a trabajar en todo el día –anunció Donny–. He estado la noche entera pensando en lo que dijiste de que no tenías vestido para llevar el día de nuestra boda. Hoy te compraré un vestido.
La taza de café empezó a temblar en su mano. Con un poderoso esfuerzo, Kay consiguió permanecer tranquila. Aquélla podía ser su única oportunidad.
–Donny, lo siento –dijo–. Te aseguro que no quiero parecer desagradecida, pero la ropa que me compraste no me va bien. Toda mujer desea escoger su vestido de novia.
–No había pensado en ello –repuso Donny. De nuevo, parecía perplejo y pensativo–. Eso quiere decir que tendré que llevarte a la tienda. No estoy seguro de querer hacerlo. Pero haré cualquier cosa para hacerte feliz.
El viernes por la mañana, a las seis y media, Jimmy Barrott dejó de intentar dormir y fue a la cocina pisando fuerte. Preparó una taza de café, pescó un bolígrafo de la mesa y empezó a hacer anotaciones en el reverso de un sobre.
1. ¿Fue Kay Crandell quien efectuó esas llamadas telefónicas? Pedir a Virginia O’Neil que identifique la voz.
2. Si la voz es la de Kay Crandell, comprobar el nivel de tensión en el laboratorio.
3. Si Kay Crandell hizo las llamadas telefónicas, sabía lo de las fotografías sólo unas horas después de que Mike Crandell empezase a distribuirlas en el motel. ¿Cómo?
La última pregunta borró cualquier residuo final de somnolencia en el cerebro de Jimmy. ¿Podía ser aquello alguna trampa disparatada, tramada por Mike y Kay Crandell?
A las diez y media, Jimmy Barrott era el receptor poco dispuesto de un juego de pelota con el niño de dos años, Kevin O’Neil. Tiró la pelota a Kevin, que la cogió con una mano, pero, al devolverla, Kevin gritó: «micifú». Jimmy falló el fácil tiro.
–«Micifú» es su forma de echarle un maleficio –explicó Virginia. No tuvo ninguna duda en identificar la voz de Kay–. Sólo que no parece ser realmente ella –dijo Virginia–. La señorita Wesley, quiero decir la señora Crandell, ¡caramba!, ella siempre me dice que la llame Kay... Kay tiene mucha alegría en la voz. Siempre parece cordial y animada. Es su voz, pero no es su voz.
–¿Dónde está su marido? –preguntó Jimmy.
Virginia pareció sorprendida.
–Está trabajando. Es comerciante del Intercambio Mercantil.
–¿Es usted feliz?
–Pues claro que soy feliz. –El tono de Virginia era glacial–. ¿Puedo preguntarle el porqué de esa cuestión?
–¿Qué voz tendría usted si se largase, con o sin sus niños, y dejase plantado a su marido? ¿Tensa?
Virginia agarró a Kevin justo antes de que se echara sobre su gemela.
–Detective Barrott, si fuese a dejar a mi marido, me sentaría a la mesa con él y le diría cuándo y por qué me iba. ¿Y quiere usted saber algo? Kay Wesley Crandell lo haría exactamente del mismo modo. Es evidente que está proyectando la forma en que usted cree que actúan las mujeres como Kay y yo. Ahora, si no tiene más preguntas, estoy muy ocupada.
Se puso en pie.
–Señora O’Neil –dijo él–. He hablado con Mike Crandell antes de venir aquí. Tengo entendido que ha pedido copias de las fotografías tomadas en la fiesta y que sobre las doce estará aquí con ellas. Volveré a las doce. Mientras tanto, intente recordar si Kay salió con alguien de por aquí. O déme los nombres de los miembros del cuerpo docente de los que era amiga.
Virginia separó a los gemelos, que se peleaban en aquel momento por la custodia del oso de peluche disponible. Sus modales cambiaron.
–Está empezando a gustarme usted, detective Barrott –dijo.
El mismo pensamiento que se le había ocurrido a Jimmy Barrott sobre el modo en que habría sabido que él estaba mostrando su fotografía, sólo unas horas después de haberlas repartido en el motel, acudió a la cabeza de Mike mientras se dirigía en coche hacia la casa de Virginia O’Neil con los montones de fotografías de la fiesta.
Cuando Virginia abrió la puerta, Mike estaba casi histérico. La visión del sombrío rostro de Jimmy Barrott fue como dar otra vuelta al ya tenso resorte que era su sistema nervioso.
–¿Qué está usted haciendo aquí? –Su brusca pregunta fue casi un grito.
Se percató de que la mano de Virginia O’Neil descansaba sobre su brazo, de que la casa parecía anormalmente tranquila.
–Mike –dijo Virginia–, el detective Barrott quiere ayudarnos. Tres compañeras de nuestra clase están aquí; hemos hecho algunos bocadillos. Estudiaremos juntos las fotografías.
Por segunda vez en dos días, Mike sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos. Esta vez, consiguió hacerlas bajar. Le presentaron a las otras jóvenes, Margery, Joan y Dotty, todas estudiantes del Garden State High en los años en que Kay había dado clases allí.
–Éste es Bobby... vive en Pleasantwood. Ése con el que Kay habla en la foto es John Durkin. Su mujer está con él. Ése es...
Era Jimmy Barrott quien pegaba cada fotografía a una cartulina de gran tamaño, señalaba las cabezas de las personas en cada una con un número y luego hacía que las jóvenes identificaran a todo aquel que conocían. Pronto fue evidente que había demasiadas personas que nadie podía recordar en grupos que rodeaban a Kay.
A las tres en punto, Jimmy dijo:
–Lo siento, pero no vamos a ninguna parte. Sé que tienen un nuevo director en la escuela. No nos servirá de nada pero, ¿hay algún profesor que haya estado durante mucho tiempo allí y que pueda ser capaz de identificar a antiguos alumnos que ustedes no conocen?
Virginia y sus amigas intercambiaron largas y pensativas miradas. Virginia habló por todas ellas.
–Marian Martin –respondió–. Ha estado en Garden State desde el día en que se inauguró. Se retiró hace dos años. Ahora vive en Litchfield, Connecticut. Creíamos que asistiría a la fiesta, pero tenía otros compromisos que no pudo romper.
–Es la que necesitamos –repuso Jimmy Barrott–. ¿Tiene alguien su número de teléfono o su dirección?
El rayo de esperanza que había significado para Mike el que Jimmy Barrott estuviera ahora de su parte se convirtió en una llama. Las personas trabajaban con él, estaban intentando ayudarle, Kay, espérame. Deja que te encuentre.
Virginia buscaba en su agenda.
–Aquí está el número de teléfono de la señorita Martin.
Empezó a marcar el número.
Vina Howard había alcanzado la ambición de toda su vida cuando abrió la tienda «Clothes Cartel» en Pleasantwood, Nueva Jersey. Había sido ayudante de compras en «J.C. Penney» antes de su matrimonio, inexorablemente infeliz. Cuando, después de dieciocho años, dejó finalmente a Nick Howard, volvió a su casa de soltera a tiempo para cuidar de sus ancianos padres durante una serie de ataques al corazón y achaques. Tras su muerte, Vina vendió la vieja casa, compró un piso pequeño y realizó su ansiado sueño: abrir una tienda de ropa que proveyese al moderno habitante de los barrios periféricos con un presupuesto reducido. Posteriormente, se le ocurrió añadir una línea de ropa que atrajese a la hija adolescente del mismo. Y fue aquel error el que se convirtió en un disgusto diario.
El viernes por la mañana, el 19 de junio, Vina estaba arreglando los vestidos en la percha, limpiando el cristal del mostrador de bisutería, colocando bien las sillas de la zona de probadores y murmurando para sí:
–¡Qué criaturas tan horribles! Vienen aquí y se lo prueban todo. Ensucian los cuellos de maquillaje. Lo dejan todo por el suelo. Ésta es la última temporada que proveo a estos desaliñados.
Vina tenía una razón legítima para estar molesta. Acababa de instalar un papel muy caro en la pared de la minúscula zona de probadores, y alguno de aquellos gamberros había escrito la habitual palabra de cuatro letras en toda una pared. Finalmente, había logrado limpiarla, pero el papel estaba manchado y hecho trizas.
No obstante, el día había comenzado de forma bastante agradable. Sobre las diez y media, la hora en que su ayudante Edna llegaba, la tienda estaba llena y la caja registradora no paraba de sonar.
A las tres y cuarto, hubo un momento de calma y Vina y Edna pudieron tomar tranquilamente una taza de café. Edna le prometió que su marido podría seguramente estirar el papel que quedaba para restaurar la zona dañada de los probadores. Una Vina visiblemente animada sonreía cordialmente cuando se abrió la puerta de la tienda y entró una pareja, una bonita joven de unos veintiséis o veintiocho años, con una camiseta y una falda de aspecto barato, y un hombre con aire sombrío, de aproximadamente la misma edad, abrazándole estrechamente la cintura. Su cabello, rojo oscuro y rizado, parecía recién salido de la peluquería. Los ojos, de color azul claro, brillaban. Había algo raro en ellos, pensó Vina. Su sonrisa se hizo artificial. Últimamente había habido en la zona una serie de robos relacionados con droga.
–Queremos un vestido blanco largo –pidió el hombre–. Talla cuarenta.
–La temporada de los bailes de gala ha terminado –informó Vina, inquieta–. No tengo una selección demasiado extensa de vestidos largos.
–Debe ser un vestido adecuado para una boda.
Vina se dirigió a la mujer joven.
–¿Ha pensado usted en algún estilo en particular?
Kay intentaba desesperadamente encontrar una forma de comunicarse con aquella mujer. Por el rabillo del ojo veía que la dependienta de la caja notaba algo raro en Donny y en ella. Aquella extravagante peluca roja que él llevaba. También sabía que la mano derecha de Donny estaba tocando el arma en el interior de su bolsillo y que el menor intento por su parte de alertar a aquellas mujeres sería sentenciarlas a muerte.
–Algo en algodón –pidió–. ¿Tiene bordado inglés? ¿o quizá lanilla fina?
Vio los probadores. Tendría que entrar sola allí para cambiarse... Quizá pudiera dejar un mensaje. Cuantos más vestidos se probase, más tiempo tendría.
Pero sólo tenían un vestido blanco largo en bordado inglés de la talla cuarenta.
–Nos lo quedamos –decidió Donny.
–Quiero probármelo –dijo Kay, con firmeza–. El probador está aquí mismo –indicó. Fue hasta allí y apartó la cortina–. Mira.
Apenas era suficientemente grande para una persona. La cortina no llegaba hasta el suelo.
–Bien, puedes probártelo –resolvió Donny–. Esperaré fuera. –Y vetó con firmeza el ofrecimiento de Vina de ayudar a Kay–. Déle solamente el vestido.
Kay se quitó rápidamente la camiseta y la falda. Frenéticamente, miró alrededor del pequeño cubículo. En un estante estrecho había una caja con un par de alfileres pero ningún lápiz. No había forma de dejar un mensaje. Se metió el vestido por la cabeza y luego cogió un alfiler. El papel de un lado del cubículo estaba manchado y estropeado. En el otro lado intentó escribir la palabra SOCORRO rascando. El alfiler era fino. Resultaba imposible moverlo con rapidez. Consiguió una S grande y serrada.
–Date prisa, cariño.
Corrió la cortina.
–No llego a esos botones de la espalda –dijo a la dependienta.
Mientras abrochaba los botones. Vina miró nerviosamente a la caja. Edna asintió ligeramente con la cabeza. Deshazte de ellos, era lo que le estaba diciendo.
Kay se miró en el espejo, que llegaba hasta el suelo.
–No lo veo bien del todo –dijo–. ¿Tiene otra cosa?
–Nos llevaremos éste –interrumpió Donny–. Estás muy guapa con él.
Sacó un fajo de billetes.
–Date prisa, cariño –ordenó–. Llegamos tarde.
En el probador, Kay se quitó el vestido, lo dio por un lado de la cortina, se puso rápidamente la camiseta y la falda y cogió otra aguja. Con una mano simuló repasarse el pelo; con la otra, intentó comenzar la letra O en el papel, pero era imposible. Se dio rápidamente la vuelta cuando oyó a Donny abrir la cortina.
–¿Por qué tardas tanto, cariño? –preguntó.
Estaba de espaldas contra la pared en la que había comenzado a escribir. Ella siguió pasándose los dedos por el pelo como si intentase alisarlo. Dejó caer el alfiler detrás suyo y observó cómo los ojos de Donny abarcaban el pequeño cubículo. Después, aparentemente satisfecho, le cogió la mano y, con la caja bajo el brazo, la hizo salir apresuradamente de la tienda.
Marian Martin acababa de terminar de plantar sus nuevas azaleas cuando el sonido del teléfono la hizo entrar en la casa. Era una mujer alta, de sesenta y seis años, con un cuerpo disciplinado y en forma, con el pelo muy corto y rizado alrededor de la cara, ojos marrones y vivos y unos modales amables sin caer en la exageración. En los dos años transcurridos desde que se retiró de su puesto como tutora jefe en Garden State High y se trasladó a aquella tranquila ciudad de Connecticut, se había dedicado con alegría a la ocupación para la que nunca había tenido tiempo suficiente. Ahora, su jardín inglés era todo su orgullo. La llamada telefónica de aquel viernes por la tarde no fue, por tanto, una interrupción recibida con agrado pero, cuando hubo escuchado a Virginia O’Neil, Marian se olvidó de sus dalias por plantar.
«Kay Wesley –pensó–. Una profesora nata. Siempre había estado dispuesta a encargarse de muchachos que no iban bien. Todos sus alumnos estaban locos por ella. Kay, desaparecida.»
–Tengo un par de recados por hacer –dijo a Virginia–. Pero puedo ponerme en camino sobre las seis. Tardaré unas dos horas. Tened las fotografías listas. No hay una sola criatura que haya ido a Garden State cuya cara me sea desconocida.
Al colgar, le vino a Marian a la memoria Wendy Fitzgerald, alumna de ultimo año del Garden State, que veinte años antes había desaparecido durante un picnic escolar. Su asesino había sido Rudy Kluger, el chico para todo de la escuela. Rudy debe de salir de la cárcel por estas fechas. La boca de Marian se secó. Eso no, por favor.
A las cinco cuarenta y cinco, iba camino de Nueva Jersey, con el maletín tirado en la parte trasera del coche. Los detalles de los horribles momentos transcurridos desde que se dio a Wendy Fitzgerald por desaparecida hasta el día en que se encontró su cuerpo llenaban la mente de Manan. Tan absorta se hallaba en su aprensión por Rudy que dejó en lo profundo de su subconsciente el fugaz pensamiento de que se le estaba escapando algún incidente relacionado con Kay.
Virginia colgó el teléfono.
–La señorita Martin estará aquí sobre las ocho –dijo.
Jimmy Barrott echó hacia atrás la silla.
–Tengo que pasar por la oficina. Si esa tutora se presenta con algo esta noche, con cualquier cosa, llamen a este número. Si no, volveré por la mañana.
Y entregó a Virginia una tarjeta con las puntas algo dobladas.
Las demás jóvenes también se pusieron en pie. También ellas volverían para trabajar con la señorita Martin por la mañana.
Mike se levantó.
–Yo voy a repartir más carteles. Luego, volveré al motel. Siempre hay la posibilidad de que Kay telefonee de nuevo.
Esta vez, clavó las fotografías de Kay en los postes telefónicos de las principales calles de las ciudades que atravesaba y en las grandes galerías de tiendas de la zona. En Pleasantwood, casi tuvo un roce con una furgoneta que le adelantó rápidamente mientras estaba en el aparcamiento municipal.
–Condenado loco –pensó Mike–. Va a matar a alguien.
Donny había aparcado la furgoneta en el aparcamiento municipal, detrás de «Clothes Cartel». Cuando salieron de la tienda, mantuvo su brazo alrededor de Kay fuertemente hasta que llegaron a la furgoneta, luego abrió la puerta lateral y la empujó suavemente hacia adelante. Kay miró desesperadamente al corpulento joven que estaba a punto de poner en marcha su coche dos aparcamientos más allá. Por un instante, cruzó su mirada con él y, luego, sintió la punta de la pistola apretada contra su costado.
–Hay un niño pequeño en la parte trasera de ese coche, Kay –repuso Donny, suavemente–. Si haces un solo ruido, ese chico y el niño morirán.
Las piernas se le acartonaron mientras tropezaba con el escalón.
–Aquí está el paquete, cariño –dijo Donny, en voz alta. Se quedó mirando al coche cercano mientras pasaba por delante, luego subió a la furgoneta de un salto y cerró violentamente la puerta.
–Querías hacerle una seña a ese tipo, Kay –siseó.
La mordaza que le puso en la boca estaba cruelmente apretada. Sus manos eran ásperas cuando le cerró las esposas, le encadenó los pies y aseguró la cadena entre ellos. Dejó caer la caja a su lado, en el camastro.
–Recuerda por qué hemos comprado ese vestido, Kay, y no mires a otros hombres.
Abrió un momento la puerta, miró alrededor, luego la abrió un poco más y bajó. En el momento en que la luz entró en la furgoneta, la mirada de Kay dio sobre un objeto largo y delgado que yacía sobre el suelo, junto a la mesa de trabajo.
Un destornillador.
Si tuviese el destornillador podría soltar la placa de metal de la pared de la casa, tendría una oportunidad de escapar mientras Donny trabajaba.
La furgoneta dio un salto hacia adelante. Donny debía de estar al límite para conducir tan de prisa. Que la Policía le vea, rogó, por favor. Pero después la furgoneta disminuyó perceptiblemente la velocidad. Debió darse cuenta de que conducía demasiado de prisa.
Se puso de costado, dejó caer con cuidado sus manos esposadas y con las puntas de los dedos intentó alcanzar el destornillador. Enfurecida, lágrimas de frustración empañaron sus ojos y se las sacudió con impaciencia. En la penumbra, apenas podía vislumbrar el largo y delgado contorno de la herramienta, pero por muy desesperadamente que lo intentó, hasta que las esposas quemaron los huesos de sus muñecas, estaba fuera de su alcance.
Giró sobre su espalda y arrastró las manos hacia arriba hasta que descansaron sobre sus rodillas. La cama crujía mientras hacía esfuerzos por sentarse, colgaba las piernas y movía rápidamente el cuerpo hasta situarse en el borde de la cama y estirar las piernas hacia el destornillador. Estaba a menos de dos centímetros y medio de su alcance. Ignorando el punzante dolor de los grilletes, que se le clavaban en las piernas, estiró las puntas de sus sandalias hasta que notó la delgada hoja y la agarró entre las suelas de las sandalias empujando el destornillador hacia la cama. Por fin, estaba exactamente debajo de ella. Levantó las piernas, se tumbó sobre la espalda y de nuevo dejó caer las manos por un lado, hacia el suelo. La carne magullada le enviaba inflamadas señales de dolor que ya no sentía porque sus dedos estaban agarrando el mango del destornillador, cerrándose a su alrededor, cogiéndolo, levantándolo.
Por un momento descansó, boqueando por el esfuerzo, exultante en su victoria. Luego, sus dedos apretaron la herramienta mientras un nuevo pensamiento acudía a su mente. ¿Cómo podría introducirlo en la casa? No había sitio para esconderlo en su persona. La barata camiseta se le pegaba al cuerpo, la falda de algodón no tenía bolsillo, las sandalias eran abiertas.
Estaban casi llegando a la cabaña. Podía notar el movimiento de la furgoneta mientras serpenteaba, giraba y daba saltos por la carretera de tierra. La caja del vestido dio una sacudida y rozó su brazo. La caja del vestido. La dependienta había atado la cuerda alrededor de la caja con un doble nudo. Posiblemente, no podría deshacerlo. Con cuidado, Kay deslizó los dedos entre la tapa y el fondo de la caja y luego, lentamente, empezó a meter el destornillador por la abertura que sus dedos habían hecho. Notó que la tapa se rompía por un lado.
La furgoneta se detuvo. Desesperadamente, empujó el destornillador hacia dentro, intentando introducirlo entre los pliegues del vestido, y consiguió poner la caja sobre un lado antes de que se abriera la puerta.
–Estamos en casa, Kay –anunció Donny, con voz apagada.
Ella rogaba que no observara las nuevas marcas inflamadas de sus muñecas y tobillos, ni el desgarro de la caja. Pero sus movimientos al abrir la cadena y las esposas fueron automáticos. Se puso la caja bajo el brazo sin mirarla, abrió la puerta de la cabaña y la empujó hacia dentro rápidamente, como si tuviese miedo de que le hubieran seguido. El interior de la cabaña era sofocante.
Todos los instintos de Kay le decían que debía intentar calmarle de alguna forma.
–Tienes hambre –dijo–. No has comido desde hace horas.
Había preparado la comida cuando él volvió a la casa a la una, pero estaba demasiado inquieto para comer.
–Te haré un bocadillo y una limonada –sugirió–. Lo necesitas.
Él dejó caer la caja del vestido sobre el sofá y se la quedó mirando.
–Dime lo mucho que me quieres –ordenó. Las pupilas de sus ojos estaban ahora muy dilatadas y su mano le apretaba la muñeca más que las esposas. Respiraba con un jadeo corto y desigual.
Aterrorizada, Kay se echó hacia atrás hasta que el áspero terciopelo del sofá rozó sus piernas. Él estaba a punto de estallar. Si intentaba aplacarle con mentiras se daría cuenta inmediatamente. En lugar de eso, le dijo, tajantemente:
–Donny, a mí me gustaría saber algo más de por qué me quieres tú. Dices que me quieres, pero siempre te enfadas conmigo. ¿Cómo puedo seguir creyéndote? Lee para mí uno de tus libros mientras preparo algo para comer. –Forzó una nota de fría autoridad en su voz–. Donny, quiero que me leas ahora.
–Por supuesto, señorita Wesley, ahora le leeré. –Su voz perdió la irritación del enfado y se hizo aguda, casi adolescente–. Pero primero tengo que ver los recados.
Había dejado el teléfono sobre la mesa, junto al sofá, cuando salieron. Ahora, cogió de su bolsillo un cuaderno y un lápiz y apretó el botón de play. Había tres recados. Uno de una ferretería: ¿Podría ir Donny mañana? Su mecánico estaba enfermo. Otro del «Garden View Motel»: necesitaban ayuda para instalar un equipo electrónico para un seminario. Le necesitaban para que trabajase durante toda la tarde.
La última llamada era evidentemente de un hombre mayor. Había un marcado resuello asmático en su voz vacilante cuando se identificó. Clarence Gerber. ¿Podría pasarse Donny y echar un vistazo al tostador? No calentaba y su mujer estaba quemando todo el pan intentando hacer tostadas en el horno. Seguía una risa forzada y: «Ponnos al principio de la lista, Donny. Llama y dinos cuándo vendrás.»
Donny dejó su libreta, rebobinó la cinta y esta vez se puso en pie sobre el sofá para colocar el contestador en la caja de alambre.
–No puedo soportar a ese viejo de Gerber –explicó a Kay–. No importa las veces que le diga que no lo haga... cuando estoy arreglando algo suyo... se mete en la furgoneta y se pone a hablarme mientras trabajo. Y tengo que ir primero al motel. Me pagan al momento. He ahorrado mucho dinero para nosotros Kay. –Bajó del sofá–. Y ahora te voy a leer. Dime qué libros no has visto todavía.
»Me di cuenta desde aquel primer día, en el coro, cuando Kay me puso las manos sobre el pecho y me dijo que cantara, que había algo especial y hermoso entre nosotros» –leía Donny, mientras bebía limonada. Su voz se calmó mientras hablaba de las muchas veces que ella le había telefoneado y le había pedido que fuese a verla. Sentada frente a él, a Kay le resultaba casi imposible tragar. Una y otra vez, repetía él lo feliz que sería muriendo con ella, lo glorioso que sería morir defendiendo su derecho a ella.
Terminó de leer y sonrió.
–¡Ah!, me olvidaba –dijo. Alargando la mano, se quitó la rizada peluca roja, revelando su calva cabeza de escaso pelo moreno. Se inclinó hacia abajo y se quitó las lentillas azules por primera vez. Sus pupilas, de un marrón turbio con curiosas manchas verdes, se quedaron mirándola.
»¿Te gusta más cuando soy yo mismo? –le preguntó. Sin esperar respuesta, dio la vuelta a la mesa y la hizo levantar.
»Tengo que ir al motel. Voy a instalarte en la sala de estar, Kay.
En «Clothes Cartel», Vina Howard y su ayudante, Edna, pasaron unos cinco minutos chismorreando, discutiendo sobre la pareja que había comprado el vestido blanco de bordado inglés.
–Juraría que los dos eran drogadictos –apuntó Edna–. Pero, escucha, ambas estábamos de acuerdo en que ese vestido era un error. Estabas a punto de rebajarlo, ¿verdad? Y ahora te han pagado el precio total. Y además al contado.
Vina estuvo de acuerdo.
–Pero todavía sigo diciendo que él tenía aspecto extraño. Se tiñe el pelo. Podría jurarlo.
La puerta se abrió y entró una nueva cliente. Vina le ayudó a seleccionar varias faldas y luego la acompañó a los probadores. Su estallido de indignación sorprendió tanto a Edna como a la cliente.
–Mira –explicó Vina. Con un tembloroso dedo señalaba la dentada S de la pared–. Ella era peor que él –dijo, irritada–. Ahora no tendremos bastante papel para arreglar las dos paredes. Me gustaría ponerle las manos encima.
Ni siquiera las exclamaciones de simpatía de la cliente ni de Edna, poniendo otra vez de relieve que había vendido el vestido de bordado inglés sin rebajarlo, aplacaron la sensación de atropello de Vina.
Vina siguió revolviéndose en su interior, hasta el punto de que a las seis, cuando cerró la tienda y empezó a caminar las tres manzanas que había hasta su casa, se quedó mirando de frente el cartel colgado del poste de teléfonos y no percibió que la mujer cuyo rostro veía era la misma criatura miserable que le había estropeado el resto del papel.
Eran casi las nueve cuando Mike volvió al «Garden View Motel». La noche se había vuelto cálida y sofocante y se le formaron gotas de sudor en la frente en cuanto abandonó el aire acondicionado del coche. Empezó a caminar hacia el motel. Un vahído le hizo detenerse e intentar calmarse apoyándose en el coche que tenía delante, una furgoneta gris oscuro. Se dio cuenta de que no había comido nada desde que había tomado el bocadillo en casa de Virginia. Fue directamente a la habitación y comprobó el contestador. No había mensajes.
La cafetería estaba todavía abierta. Sólo había tres o cuatro mesas ocupadas. Pidió un bocadillo de carne y café. La camarera le dirigió una sonrisa de simpatía.
–Usted es el hombre cuya mujer ha desaparecido... Le deseo buena suerte. Estoy segura de que todo saldrá bien. Tengo ese presentimiento.
–Gracias.
«Ojalá yo tuviera ese presentimiento –pensó Mike–. Por otra parte, al menos las personas veían la fotografía de Kay.»
La camarera le dejó y volvió con una bolsa de comida preparada y un cheque para el hombre que se sentaba dos mesas más allá.
–Hoy trabajas hasta tarde, ¿verdad Donny? –preguntó.
Eran más de las seis cuando Donny se fue con la furgoneta. En cuanto el sonido del motor se hubo desvanecido, Kay introdujo la mano en la caja del vestido buscando el destornillador. Si pudiera soltar la placa de metal de la pared, podría llegar hasta el teléfono. Pero cuando examinó el grueso candado de la jaula, supo que sería inútil. Sería la placa de metal o nada.
Se dirigió hacia la placa y se acurrucó en el suelo. Los tornillos estaban tan firmemente apretados como si hubiesen sido soldados a la placa. El destornillador era pequeño. Pasaron unos minutos, media hora, una hora. Ignorando el calor, el sudor que mojaba su cuerpo, el agotamiento de sus dedos, siguió trabajando. Finalmente, fue recompensada. Uno de los tornillos empezó a girar. Con paralizante lentitud, cedió. Finalmente, se soltó por completo. Con cuidado, lo apretó sólo lo suficiente para que no oscilase y comenzó con el siguiente tornillo. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuánto tiempo estaría fuera Donny?
Al cabo de un momento, la insensibilidad se apoderó de ella. Trabajaba como un robot, sin hacer caso del dolor que le atravesaba las manos y los brazos, ni de los calambres de las piernas. Acababa de notar que el segundo tornillo empezaba a moverse cuando se dio cuenta de que el ligero sonido que había oído era el de la furgoneta.
Frenéticamente, se arrastró hasta el sofá, deslizó el destornillador entre los muelles y cogió el libro que Donny había dejado sobre el sofá.
La puerta se abrió chirriando. Los fuertes pasos de Donny resonaron en las tablas. Sostenía una bolsa en la mano.
–Te he traído una hamburguesa y una soda, Kay –dijo–. He visto a Mike Crandell en la cafetería. Tu fotografía está por todas partes. No ha sido buena idea que me hicieras llevarte de compras. Vamos a adelantar nuestra boda un día. Tengo que ir al motel por la mañana... Les parecerá raro que no aparezca. Y me deben dinero. Pero cuando vuelva, nos casaremos y nos iremos de aquí.
La decisión parecía haberle calmado. Se dirigió hacia ella y puso la bolsa sobre el sofá.
–¿No te gusta que siempre que consigo algo para mí piense en ti?
El beso que le dio en la frente fue prolongado.
Kay intentó no demostrar repulsión. Al menos, con la débil luz no percibiría lo hinchadas que tenía las manos. E iba a ir a trabajar al motel al día siguiente por la mañana. Aquello quería decir que sólo le quedaban unas cuantas horas antes de desaparecer con él.
Donny se aclaró la garganta.
–Voy a ser un novio tan nervioso, Kay –dijo–. Practiquemos ahora nuestras promesas de matrimonio. «Yo, Donald, te tomo a ti, Kay...»
Había memorizado totalmente la ceremonia tradicional del matrimonio. La mente de Kay estaba llena del recuerdo de cuanto dijo: «Yo, Katherine, te tomo a ti, Michael...» «Oh, Mike –pensó–, Mike.»
–¿Y bien, Kay? –El tono irritado volvía a la voz de Donny.
–Yo no tengo tan buena memoria como tú –respondió–. Quizá sería mejor que escribieses las palabras para poder practicar mañana, mientras estés trabajando.
Donny sonrió. A la débil y oscura luz, sus ojos se veían hundidos en las cuencas y su rostro, delgado hasta parecer esquelético.
–Creo que eso estaría bien –dijo–. Y, ahora, ¿por qué no te comes la hamburguesa?
Aquella noche Kay mantuvo los ojos resueltamente cerrados y se esforzó para que su respiración pareciese tranquila. Era consciente de que Donny iba y venía y la observaba, pero su mente se concentraba solamente en el hecho de que, incluso consiguiendo desprender la placa de metal antes de que llegase, no era seguro que pudiera escapar de él. ¿Hasta dónde podría llegar en aquellos bosques desconocidos, con un pie encadenado y arrastrando el peso de la placa y la cadena?
Había mucho tráfico en la carretera 95 en dirección al Sur. A las seis y media, Marian Martin se dio cuenta de que el ligero y persistente dolor de cabeza que empezaba a dominarla se debía, probablemente, a haber comido sólo un pequeño bocadillo para almorzar. Una taza de té y un panecillo, pensó con ansia. Pero la sensación de urgencia que iba apoderándose cada vez más de ella le hizo mantener el pie sobre el acelerador hasta que a las ocho menos diez se detuvo delante de la casa de Virginia O’Neil, en Jefferson Township.
Virginia había dispuesto queso, galletas y una jarra de vino helado en la sala de estar. Agradecida, Marian mordisqueó el queso, tomó unos sorbos de Chablis y apreció la habitación, agradablemente amueblada, con su piano de cola lleno de partituras.
Las partituras desataron los recuerdos de Marian.
–Tú tocabas el piano en la clase de Kay Wesley, ¿verdad?
–No durante todo el curso. Sólo en el último trimestre que Kay dio clases.
–¿Qué estoy intentando recordar sobre esa clase? –se preguntó Marian en voz alta, con impaciencia.
La cena consistió en pollo a la cazuela con una mezcla de arroz salvaje y ensalada, pero, a pesar de lo hambrienta que estaba, Marian apenas se enteró de lo que tragaba. Insistió en examinar las fotografías de la fiesta mientras comía. Rudy Kluger era alto y delgado. Tenía treinta y pocos años cuando asesinó a Wendy Fitzgerald. Eso quiere decir que ahora tendrá unos cincuenta. Marian pasaba las fotografías rápidamente. Los primeros graduados tendrían unos cuarenta años. No debía de haber demasiados hombres mayores en las fotos.
No los había. Los pocos que vio no se parecían a Rudy ni remotamente. Mientras pasaba las fotografías, Virginia la informó de que Mike estaba repartiendo la fotografía de Kay por las ciudades de los alrededores, de que el detective del caso pareció dudar al principio de que se tratase de una desaparición real, pero ahora estaba ayudando activamente.
–Estará en su oficina esta noche hasta bastante tarde, supongo –dijo Virginia–. Me dijo que le telefonease si creíamos haber encontrado algo.
Acercó la silla para sentarse junto a Marian mientras Jack quitaba la mesa y ponía unas tazas de café. Virginia cogió una fotografía.
–Ve –dijo–, esto era casi el final. Kay acababa de comerse un perrito caliente. Empezó a despedirse de las personas que había a su alrededor. Yo fui la última con quien habló. Luego, fue por el camino hasta el aparcamiento.
Marian miró detenidamente la fotografía. Kay estaba de pie muy cerca del camino, pero algo llamó la atención de Marian en el bosque que daba al aparcamiento.
–¿Tienes una lupa? –pidió.
Unos minutos más tarde, estaban de acuerdo. Casi escondido tras un gran olmo próximo al aparcamiento, había algo que podía ser un hombre intentando evitar ser visto.
–Probablemente esto no signifique nada –opinó Marian, intentando mantener la voz firme–. Pero quizá fuera una buena idea que hablase ahora con ese detective.
Jimmy Barrott se encontraba en su despacho cuando recibió la llamada. De hecho, estaba examinando los archivos de un tal Rudy Kluger que veinte años antes había «matado y asesinado» a una estudiante de dieciséis años en Garden State High, después de acecharla en el bosque cercano a la zona del picnic. Rudy Kluger había sido puesto en libertad de la prisión estatal de Trenton hacía seis semanas y ya había infringido su libertad condicional no presentándose ante el oficial que le correspondía.
Jimmy Barrott sintió una opresión en el pecho al oír decir a la antigua tutora que en una fotografía creía haber visto a alguien oculto en el bosque exactamente cuando Kay Crandell se iba y que la preocupaba terriblemente Rudy Kluger.
–Señorita Martin –dijo Jimmy Barrott–, se lo voy a decir francamente. Rudy Kluger ha salido de la cárcel. Ahora, estamos avisados respecto a él pero, ¿podría hacerme un favor? haga como si ese Kluger no existiera. Examine de nuevo esas fotografías con una mente abierta. No sé por qué, pero tengo la sensación de que va usted a dar con algo que nos ayudará.
Tenía toda la razón sobre lo de tener una mente abierta, lo sabía. Marian colgó el teléfono y empezó a examinar de nuevo las fotos.
A las once y media, no podía mantener los ojos abiertos.
–Ya no soy tan joven como antes –dijo, disculpándose.
La habitación de huéspedes estaba en el segundo piso, al otro lado del cuarto de los niños. Con todo, Marian oyó vagamente gemir a uno de los gemelos en medio de la noche. Volvió a dormirse pero, en aquel breve momento de vigilia, se dio cuenta de que algo la inquietaba, algo que había visto en las fotos y que era absolutamente vital recordar.
Clarence Gerber no durmió bien aquel viernes por la noche. Nada le gustaba más a Brenda que los barquillos hechos con la tostadora, y la tostadora no funcionaba desde hacía dos días. Como decía Brenda, no valía la pena comprar otra nueva cuando Donny Rubel podía arreglar la vieja y dejarla como nueva por diez dólares.
Durante aquella noche inquieta, Clarence reflexionó que el verdadero problema del retiro era que uno no tenía nada que hacer cuando se despertaba y que eso significaba que no había nada de que hablar. Ahora, las dos hermanas de Brenda rondaban tanto por la casa que nunca lograba decir una palabra. Siempre le interrumpían cuando empezaba a hablar.
A las cinco de la mañana, cuando Brenda gruñía y resoplaba a su lado, lo más lejos que podía de su cuerpo sin caer de la cama de matrimonio Clarence concibió un plan. Quizá no valía el tiempo de Donny ir hasta allí por un trabajo de diez dólares, pero Clarence había encontrado una solución. En una o dos ocasiones no tenía dinero en efectivo para pagar a Donny la reparación, así que le había enviado un cheque por correo. Tenía su dirección. Por Howville. Timber Lane. Eso era. Cerca de aquellos lagos a los que Clarence acostumbraba a ir a nadar cuando era niño. Más tarde, por la mañana, localizaría la casa de Donny, dejaría la tostadora si él no estaba y una nota diciendo que pasaría a recogerla en cuanto Donny la tuviese lista.
El sueño hizo que los párpados de Clarence empezaran a cerrarse. Tenía una media sonrisa en el rostro mientras se quedaba dormido. Era estupendo tener un plan, tener algo que hacer cuando te despertaras.
Mucho antes del amanecer, Kay oyó el sonido de una actividad ruidosa en la sala de estar. ¿Qué estaba haciendo Donny? Era un ruido sordo de objetos que caían. Donny estaba haciendo las maletas. La inevitabilidad de lo que aquellos ruidos de estirar y arrastrar significaban hicieron que Kay apretara los puños sobre su boca. Si alguna vez fuera realmente preciso permanecer tranquila para evitar sus sospechas, sería durante aquellas próximas horas. La única posibilidad que tenía de escapar de él era mientras terminaba sus últimos trabajos y entregas, aquella mañana. Si sospechaba algo se iría con ella de inmediato.
Fue capaz de fingir una sonrisa soñolienta cuando él le llevó una taza de café a las siete.
–Estás tan pensativo, Donny –murmuró mientras se sentaba, cuidando también de sujetar las mantas bajo los brazos.
Él parecía complacido. Llevaba unos pantalones azul oscuro y una camisa blanca de manga corta. En lugar de sus habituales zapatillas, se había calzado unos zapatos marrón claro muy brillantes. Evidentemente, se había tomado un especial cuidado con el pelo. Estaba pegado a su cabeza como si hubiese utilizado laca. Sus ojos de color turbio ardían de excitación.
–Ya lo he calculado todo, Kay –dijo–. Cargaré la mayoría de las cosas en la furgoneta antes de irme. Así, en cuanto vuelva podremos casarnos y tomar nuestro almuerzo de bodas. Tendrá que ser almuerzo porque no quiero esperar hasta la noche. Entonces, nos iremos. Voy a dejar ahora mismo un mensaje en el contestador diciendo que estoy de vacaciones. A mis mejores clientes les diré esta mañana que me caso. Así, nadie pensará que sea raro que no volvamos durante un tiempo.
Evidentemente, sus planes le complacían. Se inclinó y besó a Kay en la cabeza.
–Quizá cuando tengas un hijo vayamos a visitar a mi madre. Siempre se reía de mí cuando le decía que nunca llegaba a ninguna parte con las chicas. Siempre me decía que la única forma que tendría de conseguir una chica sería atándola. Pero cuando vea lo bonita que eres y lo mucho que queremos a nuestro hijo, apuesto a que pedirá disculpas...
No quería que Kay se vistiera antes de desayunar.
–Ponte la bata.
La excitación de su cuerpo le acercaba casi a la fiebre. Ella no quiso andar por allí sólo con el ceñido camisón y la bata.
–Donny, hace mucho frío. Déjame tu gabardina mientras esperamos.
Él había dejado fuera unos cuantos utensilios y el pote del café, la tostadora y dos platos. Todo lo demás estaba empaquetado.
–Nos alojaremos en tiendas y en cabañas casi todo el tiempo, hasta que lleguemos a Wyoming, Kay. A ti te gusta vivir sin comodidades, ¿verdad?
Tuvo que morderse los labios para reprimir una carcajada histérica. Ella había considerado pisos amueblados, muchos de ellos muy confortables «sin comodidades». Mike. Mike. Pensar en su nombre convirtió las carcajadas que le venían en un flujo de lágrimas. No lo hagas, se advirtió, no lo hagas.
–¿Estás llorando, Kay?
Donny se inclinó desde el otro lado de la mesa y la miró. De algún modo, se tragó la necesidad de llorar.
–Por supuesto que no. –Intentó parecer sin aliento y bromear–. Todas las novias están nerviosas antes de casarse.
La amplia separación entre sus labios y sus dientes era la caricatura de una sonrisa.
–Termínate el desayuno, Kay. Tienes que hacer la maleta.
Le enseñó una maleta de un rojo intenso.
–¡Sorpresa! La he comprado para ti.
Pero no dejó que se pusiera los téjanos y la camiseta.
–No, Kay. Guárdalo todo excepto el vestido de novia.
A las nueve y media, se marchó prometiendo no estar fuera más de dos o tres horas. En la sala de estar, sus dos viejas maletas rodeaban la roja nueva de ella. Sólo quedaba la fotografía de ellos en el baile de gala, en la pared.
–Intercambiaremos nuestras promesas delante de ella –había dicho Donny.
El vestido de bordado inglés le apretaba demasiado por los hombros. Le tiraba, y se rompió cuando intentaba alcanzar el destornillador del fondo de los muelles. Kay cogió el destornillador con la mano, luego lo dejó e hizo pedazos cuidadosamente el trozo de papel en el que Donny había escrito para ella los votos de matrimonio. La mataría de todos modos. Podía muy bien desafiarle allí, donde al menos su cuerpo podría ser encontrado algún día y Mike podría así dejar de buscarla.
Con la calma de la desesperación, cogió el destornillador, se levantó del sofá y se dirigió hacia la placa de metal, arrastrando con ella la pesada cadena. Se agachó, desenroscó el tornillo ya flojo, lo dejó caer sobre el suelo e introdujo la cabeza del destornillador en el segundo tornillo, el que ya había empezado a aflojar la tarde anterior.
Mike llegó a la casa de O’Neil a las nueve en punto.
Era un precioso día de junio, de un sol radiante. «Parecía extraño que algo pudiera ir mal en un día como aquél», pensó Mike. Como en sueños, observó a un hombre joven poniendo en marcha un regador giratorio en el césped contiguo. A su alrededor, las personas hacían los trabajos habituales de los sábados por la mañana o iban a jugar al golf, o se iban de excursión con sus hijos. Durante las últimas tres horas, él había estado clavando más copias de la fotografía de Kay sobre los postes telefónicos de los clubes de natación de los alrededores.
Llamó golpeando suavemente a la puerta y después entró. Los demás estaban ya alrededor de la mesa de la cocina. Virginia y Jack O’Neil, Jimmy Barrott y las tres compañeras de clase de Virginia. Mike fue presentado a Marian Martin. De inmediato, percibió una nueva tensión en la habitación. Temiendo preguntar, miró de frente a Jimmy Barrott.
–Dígame lo que sabe.
–No sabemos nada –informó Jimmy Barrott–. Creemos que la señorita Martin puede haber descubierto a alguien escondiéndose en el camino en el momento en que Kay dejaba el picnic. Estamos haciendo ampliar esa copia. Ni siquiera estamos seguros de que no se trate de una rama de árbol o cualquier otra cosa. –Dudó como si fuera a seguir y luego dijo–: Sugiero que no perdamos el tiempo. Sigamos identificando a las personas de esas fotografías.
Los minutos pasaban. Mike estaba sentado, impotente. No podía ayudar de ninguna forma. Pensó en dirigirse a ciudades algo más lejanas, que todavía no hubiese llenado de fotografías de Kay, pero algo le mantenía allí. Tenía la sensación de que el tiempo se acababa. Estaba seguro de que todos la tenían.
A las nueve y media, Marian Martin sacudió la cabeza con impaciencia.
–Creí que conocería todas las caras, tonta de mí. Las personas cambian tanto... Lo que necesito es una lista de los estudiantes que se apuntaron a la fiesta. Eso ayudará.
–Es sábado –dijo Virginia–. La oficina está cerrada, pero llamaré a Gene Pearson a su casa. Vive a cuatro manzanas de la escuela. Es el director de Garden State –indicó a Mike.
–Le conozco.
Mike pensó en la anterior renuencia de Pearson.
Pero cuando llegó, escasamente treinta minutos más tarde, era evidente que Gene Pearson, igual que Jimmy Barrott, había cambiado de actitud. Iba sin afeitar, parecía haberse vestido con lo primero que había encontrado a mano y pidió perdón por haber tardado tanto.
Pearson entregó a Marian la lista de las personas que habían asistido a la fiesta.
–¿En qué puedo ayudar? –preguntó.
El teléfono sonó. Todos se sobresaltaron. Virginia cogió el auricular.
–Es para usted –dijo a Jimmy Barrott.
Mike intentó descifrar la expresión de Jimmy, pero no pudo.
–De acuerdo. Léale sus apestosos derechos y asegúrese de que firma la declaración –dijo Jimmy–. Ahora mismo voy.
La habitación estaba mortalmente silenciosa. Jimmy colgó el receptor y miró a Mike.
–Hemos estado intentando encontrar a un tipo llamado Rudy Kluger, que acababa de salir de la prisión. Estuvo condenado veinte años por asesinar a una chica a quien secuestró en la zona de picnic próxima a Garden State High.
Mike sintió una opresión en el pecho mientras esperaba.
Jimmy se humedeció los labios.
–Puede no tener nada que ver con la desaparición de su mujer, pero acaban de coger a Kluger en esos mismos bosques. Intentaba abordar a una joven que hacía jogging.
–Y pudo haber estado allí el miércoles –apuntó Mike.
–Es posible.
–Iré con usted.
Kay, pensó Mike, Kay.
Como si de repente sintieran que su trabajo era inútil, todos los que estaban en la mesa dejaron las fotografías. Una de las compañeras de la clase de Virginia empezó a sollozar.
–Mike, Kay te telefoneó anteanoche –le recordó Virginia.
–Pero no anoche. Y ahora Kluger está intentando coger a otra persona.
Mike siguió a Jimmy Barrott hasta el coche. Era consciente de que debía estar sufriendo una reacción de shock. No sentía nada en absoluto, ni dolor, ni pena, ni ira. De nuevo murmuró el nombre de Kay, pero no le produjo ninguna emoción.
Jimmy Barrott estaba dando marcha atrás con el coche cuando Jack O’Neil salió disparado de la casa.
–¡Espere! –gritó–. Le llaman de su oficina. Una mujer llamada Vina Howard vio uno de esos carteles con la fotografía de Kay y jura que Kay estuvo en su tienda de ropa, en Pleasantwood, ayer por la tarde.
Jimmy Barrott echó el freno de golpe. El y Mike salieron del coche de un salto y se dirigieron corriendo hacia la casa. Jimmy agarró el teléfono. Mike y los demás se arremolinaron a su alrededor. Jimmy hizo preguntas y gritó instrucciones. Colgó y se dirigió a Mike.
–Esta tal señora Howard y su ayudante juran que era Kay. Iba con un tipo de unos veintitantos años. La señora Howard pensó que iban drogados, pero después de hablar con mi gente se dio cuenta de que Kay estaba probablemente aterrorizada. Kay escribió la letra S arañando la pared del probador.
–Un tipo de veintitantos –exclamó Mike–. Eso significa que no puede ser Kluger. –El alivio se mezclaba con un nuevo temor–. Intentó escribir algo en el probador. –Su voz se quebró mientras murmuraba–: Una palabra que comienza con S...
–Puede haber intentado escribir SOCORRO –espetó Jimmy Barrott–. La cuestión es que, al menos, sabemos que no estaba con Kluger.
–¿Pero qué estaba haciendo en una tienda de ropa?– preguntó Jack O’Neil.
El rostro de Jimmy Barrott manifestaba incredulidad.
–Ya sé que suena disparatado, pero estaba comprando un traje de novia.
–Tengo que hablar con esa mujer –dijo Mike.
–Ella y su ayudante vendrán aquí en cuanto un coche patrulla pueda traerlas –dijo Jimmy Barrott. Señaló la mesa–. Existe la posibilidad de que puedan identificar al tipo con el que estaba su mujer por esas fotos.
Al acercarse a Howville, Clarence Gerber se sorprendió de ver cómo habían cambiado las cosas. En sus tiempos, era verdaderamente rústico, con montañas y lagos escondidos. Nunca se desarrolló como la mayoría de las ciudades de los alrededores. La contaminación había comenzado años atrás. Los residuos de las fábricas habían destruido la posibilidad de bañarse y de pescar. Pero no estaba preparado para la absoluta desolación de la zona. Las casas se deterioraban como si hubiesen sido abandonadas para siempre. Escombros y restos de coches formaban montones de herrumbre en las hondonadas de los lados de la carretera. Qué extraño que un chico como Donny Rubel permaneciera allí, pensó Clarence.
Volvieron a él recuerdos hacía mucho tiempo enterrados. Timber Lane no salía directamente de la carretera. Debía tomar aquella bifurcación dos o tres kilómetros más abajo de la carretera, seguir unos ocho kilómetros y, luego, a la derecha por un camino de tierra que se convertía en Timber Lane.
Clarence estaba satisfecho del día soleado, satisfecho de que su coche, que tenía once años, se portase tan bien. Le acababa de cambiar el aceite y, aunque jadeaba un poco en las cuestas, «igual que yo», diría, era un coche bueno y fuerte. No como los trozos de hojalata que hoy día llamaban coches y con cuyos precios se hubieran podido comprar mansiones en sus tiempos.
Las hermanas de Brenda habían llegado antes de que hubiera tomado siquiera una taza de café. Todas estuvieron encantadas de verlo marchar, mientras charlaban todo el rato de aquel tipo que iba pegando fotografías de su mujer desaparecida por toda la región. Clarence intentó imaginarse a Brenda desaparecida. Se rió entre dientes. Nunca le demandarían por perturbar la paz pegando su fotografía por ahí.
Encontró la bifurcación en la carretera. Mantente a la derecha, se dijo. El letrero de Timber Lane podía haber desaparecido, pero la conocería cuando la viera. El tostador estaba en el coche, a su lado. Se había acordado de llevar una hoja de papel blanco y un sobre. Si Donny no estaba en casa, le escribiría una nota. Quizá pudiera hacer una buena visita a Donny cuando volviera a recoger el tostador. Seguramente, Donny debía sentirse solo viviendo por allí. No parecía haber un alma en kilómetros a la redonda.
El segundo tornillo estaba en el suelo. El tercero empezaba a soltarse. Kay hacía girar su peso de lado a lado mientras daba vueltas al mango del destornillador. Notaba que algo estaba aflojándose. ¡Oh Dios!, por favor, que no se rompa. ¿Cuánto hacía que se había ido? ¿Una hora al menos? El teléfono había sonado dos veces y la persona que llamaba recibía el mensaje de las vacaciones, pero Donny no llamó. Se enderezó y se secó el sudor de la frente. Un mareo le advirtió que estaba casi exhausta, sus piernas tenían calambres. Lamentando malgastar el tiempo, se puso en pie y se estiró. Se volvió y su mirada fue a dar en la fotografía del baile de gala de la pared de enfrente. Sintiendo náuseas, volvió a agacharse y, con un nuevo estallido de energía, hizo dar vueltas al mango del destornillador. De repente, giró rápidamente en su mano. El tercer tornillo estaba suelto. Lo sacó y, por primera vez, se atrevió a esperar realmente una oportunidad.
Y, entonces, oyó el sonido de un coche, un ruido de frenos. No, no, no. Entumecida, dejó el destornillador en el suelo y cruzó las manos. Que viera lo que estaba haciendo. Que la matase allí y en aquel mismo momento.
Al principio, creyó que eran imaginaciones suyas. No podía ser. Pero lo era. Alguien estaba golpeando la puerta. La voz de un hombre mayor gritaba:
–¡Eh! ¿Hay alguien en casa?
El ulular de la sirena del coche patrulla y la loca carrera saltándose los semáforos en rojo, hicieron que los dieciséis kilómetros desde Pleasantwood hasta la casa de O’Neil, en Jefferson Township, parecieran una eternidad a Vina Howard y a su ayudante, Edna. Yo vi aquella fotografía de la mujer anoche, se reprochaba Vina en silencio, y todo lo que me preocupó fue el papel de la pared. Si, al menos... Debiera haber sido evidente que había algo raro. Aquel tipo tenía tanta prisa. Ella insistió en probarse el vestido, intentó perder tiempo pidiendo otros. Él descorrió la cortina del probador como si no confiase en ella. Y en todo lo que pensé fue en el empapelado.
Jimmy Barrott interrumpió a Vina cuando intentó decir todo aquello en la casa de O’Neil.
–Señora Howard, por favor. Creemos que quienquiera que raptase a Kay Crandell puede estar en estas fotografías, ¿por qué no las examina ahora? ¿Está usted segura de que tenía el pelo rojo? ¿Segura de que sus ojos eran azules?
–Del todo –respondió Vina–. De hecho, ¿verdad que comentamos que parecía acabar de arreglarse el pelo?
Marian Martin se levantó de la mesa.
–Siéntense aquí. Quiero volver a repasar la lista otra vez.
La terrible sensación de que había pasado algo por alto la corroía... ¿Por qué le estaba estallando en su interior? Se fue a la habitación de juegos. Gene Pearson la siguió.
Virginia hizo señas a sus amigas. Se agruparon en un sofá semicircular al otro lado de la habitación, frente a Marian Martin y Gene Pearson.
Mike permaneció en la mesa mirando los serios rostros de las dos mujeres de mediana edad que habían visto a Kay el día anterior. Pleasantwood. Él había estado allí.
–¿A qué hora dicen que estuvo Kay en su tienda? –preguntó a Vina.
–Sobre las tres. Quizá las tres y cuarto.
Él había salido de aquella casa el día anterior a las tres y se había dirigido directamente a Pleasantwood. Debía haber estado en aquella ciudad mientras Kay estaba allí. La ironía le hizo desear aplastar la pared con sus puños.
Jack O’Neil iba haciendo un montón con las fotografías una vez que Vina y Edna las rechazaban.
–No le puede pasar inadvertido –dijo Vina a Jimmy Barrott–. Todo lo que hay que hacer es buscar ese pelo.
Hizo una pausa y tomó una fotografía.
–¿Sabe? Es curioso. Hay algo en este...
–¿El qué? –preguntó, bruscamente, Jimmy Barrott.
–Hay algo tan familiar. –Vina se mordió el labio, irritada–. ¡Oh!, estoy perdiendo el tiempo. Ya sé lo que es. Estoy mirando su fotografía. –Y señaló hacia el estudio en el que Gene Pearson repasaba con Marian la lista de los asistentes a la fiesta.
Edna le cogió la foto.
–Ya sé lo que quieres decir, pero... –Su voz se desvaneció poco a poco. Siguió examinando la fotografía–. Parece tonto –dijo–, pero hay algo en ese hombre de la barba y las gafas oscuras...
En el estudio, Marian Martin estaba considerando la lista de alumnos desde un punto de vista distinto. Buscaba un nombre que, por alguna razón, le hubiera pasado inadvertido. Estaba empezando a leer la lista de la R cuando algo que Virginia decía llamó su atención.
–¿Recordáis cómo queríamos vestirnos todas como Kay Wesley? Pudo haber sido la reina del baile cuando fue la acompañante de nuestro baile de gala.
El baile de gala, pensó Marian Martin. Eso es lo que he estado intentando recordar. Donny Rubel, aquel chico extraño e introvertido que sentía aquella pasión por Kay. Sus dedos recorrieron rápidamente la página. Se había apuntado a la fiesta, pero no le había visto en ninguna de las fotografías. Por eso su nombre no le había llamado la atención.
Virginia miró a sus compañeras.
–Yo no le vi –contestó despacio. Las demás asintieron con la cabeza–. He oído decir que tiene una especie de negocio de reparaciones, pero siempre fue un solitario –prosiguió Virginia–. Dudo que hiciese caso a nadie de la escuela después de graduarnos. Creo que hubiese reparado en él si hubiera aparecido por allí.
–Donny Rubel –intervino Gene Pearson–. Estoy seguro de haber hablado con él. Incluso mencionó su negocio de reparaciones. Le pregunté si hablaría en el día de las salidas profesionales. Fue al final del picnic. Tenía tanta prisa que me desairó.
–Algo grueso –apuntó Marian–. De pelo castaño oscuro, ojos marrones. Menos de metro ochenta.
–No. Aquel chico era bastante delgado. Llevaba barba y tenía muy poco pelo. De hecho, me sorprendió que me dijera que se había graduado hacía sólo ocho años. Un momento. –Gene Pearson se levantó y se pasó la mano por la barba incipiente de su cara–. Está en una de esas fotografías conmigo. Voy a buscarla.
Como una sola persona, Pearson, Marian Martin, Virginia y sus compañeras salieron corriendo del estudio hacia la cocina. Vina Howard acababa de coger la fotografía de Pearson y Donny Rubel de la mano de su ayudante.
–¡Llevaba una peluca! –gritó Vina–. Por eso pensamos que tenía el pelo tan arreglado. Ése es el hombre que vino a mi tienda.
Marian Martin, Virginia y sus amigas miraron al delgado y barbudo extraño a quien ninguna de ellas había reconocido. Pero Gene Pearson gritó:
–¡Ése es Rubel! ¡Ése es Rubel!
Jimmy Barrott cogió la lista de la mano de Marian. La dirección de Donny Rubel figuraba junto a su nombre:
–Timber Lane, Howville –leyó–. Eso está a unos veinticinco kilómetros de aquí. El coche patrulla está fuera –indicó a Mike–. Vamos.
Clarence Gerber no podía creer lo que oía. Una voz de mujer gritaba desde dentro de la casa que fuese a buscar ayuda, que telefonease a la Policía, que les dijera que era Kay Crandell. Pero, ¿y si aquello era una broma o quienquiera que estuviese en el interior estuviera drogado o algo así? Clarence decidió intentar mirar dentro. Pero era imposible abrir las puertas y los postigos.
–No pierda el tiempo –gritó Kay–. Volverá en cualquier momento. Vaya a buscar ayuda. Le matará si le encuentra aquí.
Clarence dio un último empujón al postigo de la ventana delantera. Estaba cerrado con cerrojo desde el interior.
–Kay Crandell –repitió en voz alta, dándose cuenta en aquel momento de por qué el nombre le era familiar. Aquella era la mujer de la que aquella mañana hablaban Brenda y sus hermanas, aquella cuyo marido iba pegando carteles. Sería mejor que fuera rápidamente a la Policía. Olvidando por completo el tostador que había dejado en el porche, Clarence se metió de nuevo en el coche e intentó sacar velocidad a la vieja máquina mientras jadeaba y gruñía subiendo el camino de tierra, con sus curvas y baches.
Kay oyó que el coche se marchaba. Que llegue a tiempo, que llegue a tiempo. ¿A qué distancia habría un teléfono? ¿Cuánto tiempo tardaría la Policía en llegar? ¿Diez minutos? ¿Quince? ¿Media hora? Podría ser demasiado tarde. El cuarto tornillo estaba todavía firmemente en su lugar. Nunca podría aflojarlo. Pero quizá sí. Con tres tornillos menos, pudo utilizar el destornillador para arrancar una esquina de la placa de metal de la pared. Empezó a meter la cadena en la brecha hasta que pudo con las dos manos. Arqueó la espalda, estiró los brazos y arrastró con ella la cadena hasta que fue recompensada al oírla crujir y desgarrarse; luego, cayó hacia atrás al separarse la placa de metal de la pared, todavía con un pedazo de yeso viejo pegado a ella.
Kay se levantó, notando un fino hilillo de sangre donde su cabeza había rozado contra una esquina del sofá. La placa de metal era pesada. La cogió bajo un brazo, se enrolló la cadena a la muñeca y se dirigió hacia la puerta.
El sonido familiar de la furgoneta entrando en el claro asaltó sus oídos.
La excitación que crecía en Donny había llegado a un grado febril. Se había desembarazado de todos los trabajos. Había explicado a todos sus clientes que iba a casarse y que se tomaba unas largas vacaciones. Parecieron sorprendidos y, luego, dijeron lo mucho que se alegraban por él y que iban a echarle de menos. Le pidieron que les dijera cuándo volvería.
Nunca volvería. Por todas partes adonde iba, veía las fotografías de Kay. Mike Crandell estaba buscándola por todas partes. Donny buscó la pistola en el bolsillo interior de su chaqueta. Mataría a Mike, a Kay y se mataría él antes de perderla.
Pero no quería pensar en ello. Todo iría bien. Se había ocupado de todo. Él y Kay se casarían dentro de unos minutos y celebrarían su almuerzo de bodas. Había comprado champán y unas cuantas cosas en la tienda de delicatessen y un pastel de coco que se parecía un poco a un pastel de bodas. Luego, se marcharían. Aquella noche estarían en Pennsylvania. Él conocía algunos buenos campings allí. Le inquietaba no haber tenido tiempo de comprar un camisón de novia a Kay, pero el que había estado llevando era realmente bonito.
Llegó a la bifurcación de la carretera. Otros diez minutos.
Esperaba que Kay hubiese memorizado la ceremonia nupcial. Una novia de junio. Deseaba haberse acordado de comprarle flores. La recompensaría.
–Tu marido te cuidará, Kay –dijo, en voz alta.
El sol era tan brillante que incluso con gafas de sol empezó a parpadear. Feliz es la novia sobre la que hoy brilla el sol. Pensó en el pelo atornasolado de Kay. Aquella noche, su cabeza reposaría sobre su hombro. Sus brazos estarían alrededor de él. Ella le diría lo mucho que le quería.
Oyó acercarse al viejo coche antes de verlo. Tuvo que apartarse a un lado para dejarlo pasar. Vislumbró un disperso cabello blanco y un tipo delgado inclinado sobre el volante. Había puesto unos grandes letreros que decían NO PASAR en la última curva del camino hacia su casa y, de todos modos, nadie se molestaría en acercarse a una casa tapiada con tablones. Con todo, Donny sintió que su cuerpo se estremecía de ira. No quería gente fisgoneando.
Temerariamente, apretó el pie sobre el acelerador. La furgoneta rebotaba por la serpenteante carretera. Cabello blanco disperso. Aquel coche. Él lo había visto antes. Mientras detenía el coche, Donny recordó la llamada telefónica del día anterior. Clarence Gerber. Ése era el tipo del coche.
Saltó de la furgoneta y empezó a correr hacia la casa y luego vio la tostadora en el porche. Recordó la forma nerviosa en que Gerber conducía, como si estuviese intentando hacer correr más al coche. Gerber iba a buscar a la Policía.
Donny subió de nuevo a la furgoneta de un salto. Alcanzaría a Gerber. Aquel viejo cacharro que conducía no podía ir a más de sesenta por hora. Le haría salir de la carretera. Y entonces... Donny puso en marcha la furgoneta, y su boca era una línea delgada, implacable. Y luego volvería allí y se cuidaría de Kay, que ahora sabía que le había traicionado.
Mike se sentó al lado de Jimmy Barrott en la parte trasera del coche patrulla, escuchando ulular la sirena. Kay está a veinticinco kilómetros, a veinte, a quince.
«Dios, por favor, si existes, y sé que existes, cualquier cosa que quieras de mí, juro que la haré. Por favor», pensaba.
El paisaje había cambiado bruscamente. De repente, ya no estaban en bonitas ciudades de las afueras con céspedes bien cuidados y rosales florecientes. La carretera estaba rodeada de hondonadas llenas de escombros. El tráfico casi había desaparecido.
Jimmy Barrott estudiaba un mapa de carreteras de la zona.
–Apuesto algo a que no ha habido ni un solo indicador de caminos por aquí en veinte años –murmuró–. Iremos a dar a una bifurcación de la carretera en un kilómetro y medio aproximadamente –gritó al policía que conducía–. Gire a la derecha.
Estaban casi en la bifurcación cuando el conductor frenó de repente para evitar atropellar a un anciano que se tambaleaba en medio de la carretera, con el cabello lleno de sangre pegado a la cabeza. En la hondonada de abajo pudieron ver un coche en llamas. Jimmy abrió la puerta de golpe, saltó e hizo subir al anciano al coche patrulla.
Clarence Gerber jadeaba.
–Me sacó de la carretera. Donny Rubel. Tiene a Kay Crandell.
Con total incredulidad Kay escuchó el chirriar de los neumáticos de la furgoneta al salir corriendo de nuevo carretera abajo. Donny debe de haber visto el coche que conducía el anciano, debe de haber sospechado algo. No dejes que Donny le haga daño, rogó a Dios, que parecía silencioso y lejano. Fue cojeando hasta la puerta, descorrió los cerrojos y la abrió de un tirón. Si aquel anciano conseguía llegar a un teléfono, tendría todavía una oportunidad. Podría conseguir esconderse en el bosque hasta que llegase ayuda. No valía la pena intentar huir. Apenas podía moverse con el peso que arrastraba. Algún instinto le hizo cerrar la puerta tras ella. Si Donny registraba la casa, eso le daría unos minutos adicionales.
¿Dónde debería intentar esconderse? El brillante sol estaba alto en el cielo, atravesando despiadadamente cada claro entre las ramas de los ásperos y crecidos árboles. Él estaría seguro de que ella trataría de huir por la carretera. Fue tambaleándose hacia el bosque del otro lado del claro y se dirigió hacia un grupo de arces. Apenas lo había alcanzado cuando la furgoneta subió corriendo por la carretera y se detuvo. Vio a Donny caminar con pasos deliberados y precisos, pistola en mano, hacia la casa.
–Créame. Sé adonde voy –dijo Clarence Gerber a Jimmy Barrott, con voz quebrada y temblorosa–. He estado allí hace cinco minutos.
–El mapa dice... –Jimmy Barrott pensaba evidentemente que Gerber se confundía.
–Olvide el mapa –ordenó Mike–. Hágalo como él dice.
–Es una especie de atajo –explicó Clarence.
Le resultaba difícil hablar. Se sentía algo aturdido. Apenas podía creer lo que había sucedido. En un momento estaba conduciendo, todo lo de prisa que podía obligar a su viejo coche, y al minuto siguiente le cortaban y le obligaban a ir a la derecha. Apenas había vislumbrado la furgoneta de Donny Rubel cuando notó que las ruedas se salían del camino. Con cualquier otro coche se hubiera matado, pero se había agarrado al volante y a la vida hasta que el coche dejó de dar vueltas. Olió la gasolina y supo que tenía que salir rápidamente. La puerta del conductor estaba clavada contra el suelo, pero consiguió abrir la puerta contraria y luego subir la hondonada.
–Por ahí abajo –indicó al conductor–. Escúcheme, ¿quiere? Ahora la siguiente a la derecha, por el letrero de NO PASAR. Su casa está en un claro, unos veinte metros hacia abajo.
Mike observó cómo Jimmy Barrott y los policías sacaban sus armas.
Kay, está ahí para mí, está ahí. Está viva. Por favor. El coche patrulla irrumpió en el claro y se detuvo detrás de la furgoneta de reparaciones de Donny Rubel.
Kay observó a Donny abrir la puerta y apartarla de una patada. Casi podía percibir su furia al darse cuenta de que ella se había ido. La cabaña estaba a menos de tres metros del grupo de árboles en el que se había escondido. Que empiece a buscar en la carretera, suplicó.
Un instante después apareció encuadrado en el umbral, mirando a su alrededor como un loco, con el arma apuntando hacia adelante. Ella apretó los brazos contra los costados. Si miraba en aquella dirección, el vestido blanco de bordado inglés se vería por entre las hojas y las ramas. Cualquier movimiento haría que la cadena hiciese ruido.
Oyó el sonido del vehículo que se acercaba en el mismo momento en que vio a Donny saltar hacia el interior de la casa. Pero no cerró la puerta. En lugar de eso, se quedó allí, esperando. El coche se detuvo detrás de la furgoneta. Kay vio destellar la luz roja. Un coche de Policía. Tengan cuidado, pensó, tengan cuidado. A él no le importa a quién mate. Vio a dos policías uniformados descender del coche. Habían aparcado en el lateral de la casa. Las ventanas estaban tapadas con tablones. No había forma de que pudieran ver a Donny, que en aquel momento estaba saliendo al porche, con una temeraria caricatura de sonrisa en el rostro. La puerta trasera del coche patrulla se abrió. Salieron dos hombres. Mike. Mike estaba allí. Los policías habían sacado sus armas. Se movían cautelosamente, pegados al lateral de la casa. Mike estaba con ellos. Donny cruzaba el porche de puntillas. Dispararía cuando dieran la vuelta a la esquina. A él no le importaba morir. ¡Mataría a Mike!
El claro estaba completamente silencioso. Incluso los graznidos de los gallos y el zumbido de las moscas habían cesado. Kay tuvo la breve sensación de que era el fin del mundo. Mike había pasado delante. Estaba sólo a unos cuantos metros de la esquina del porche en la que Donny esperaba.
Kay salió de detrás del árbol.
–Estoy aquí, Donny –gritó.
Le vio correr hacia ella, intentó apretarse contra el árbol, sintió la bala rozarle la frente, oyó el sonido de otras armas disparando y vio a Donny doblarse en el suelo. Un momento después, Mike corría hacia ella. Sollozando de alegría, Kay avanzó dando traspiés hacia el claro y hacia los brazos que corrían a abrazarla.
Jimmy Barrott no era hombre sentimental, pero tenía los ojos sospechosamente húmedos al observar a Kay y Mike, recortados contra los árboles, abrazándose como si nunca fueran a soltarse.
Uno de los policías se inclinó sobre Donny Rubel.
–Ha muerto –dijo a Jimmy.
El otro policía había vendado la cabeza de Clarence Gerber.
–Es usted fuerte –dijo a Clarence–. Por lo que puedo ver son rasguños en su mayoría. Le llevaremos a un hospital.
Clarence iba tomando nota de cada detalle para contárselo a Brenda y sus hermanas. La forma en que Kay Crandell había intentado atraer el disparo de Donny Rubel, la forma en que Donny había corrido hacia ella, gritándole. La forma en que aquella joven pareja se estaba abrazando, llorando ahora el uno en brazos del otro. Echó un vistazo alrededor para poder después describir la cabaña. Las mujeres querrían conocer cada uno de los detalles. Su mirada dio con algo en el porche y se apresuró a reclamarlo. Aunque fuese un héroe, sería muy propio de Brenda recordarle que había olvidado llevarse el tostador a casa.
DÍA DE SUERTE
(Lucky Day, 1986)
Era un frío miércoles de noviembre. Nora caminaba de prisa, agradeciendo que el Metro estuviese sólo a dos manzanas. Ella y Jack habían tenido la suerte de encontrar un apartamento en la Claridge House cuando se inauguró, hacía seis años. Por la forma en que los precios se habían puesto por las nubes para los nuevos inquilinos, nunca hubieran podido permitirse uno en aquel edificio ahora. Y su situación entre la Ochenta y siete y la Tercera lo hacía accesible a metros y autobuses. También a los taxis, pero los taxis no estaban incluidos en su presupuesto.
Hubiera deseado llevar encima algo más grueso que la chaqueta que había conseguido en la fiesta final de la última película en la que había trabajado. Pero, con el nombre de la película marcado en el bolsillo del pecho, era un recuerdo visible del hecho de que realmente tenía una sólida experiencia como actriz.
Se detuvo en la esquina. El semáforo estaba verde, pero los coches giraban e intentar cruzar era jugarse la vida. A la semana siguiente, sería el Día de Acción de Gracias. Entre el Día de Acción de Gracias y Navidad, Manhattan sería un gran aparcamiento. Intentó no pensar en que ahora Jack no tendría las pagas de Navidad de Merrill Lynch. Durante el desayuno había confesado que había entrado en la reducción de personal de Merrill Lynch, pero aquel día empezaba un nuevo trabajo. Otro trabajo nuevo.
Cruzó corriendo la calle mientras el semáforo se ponía rojo librándose por poco del taxi que embestía por el otro lado del cruce. El conductor le gritó por detrás:
–No conservarás tu buen aspecto si te manchas, chata.
Nora se dio la vuelta. Estaba haciéndole un gesto insultante con el dedo. En una acción refleja, se lo devolvió, y luego, se avergonzó de sí misma. Bajó rápidamente la manzana ignorando escaparates y bordeando a la mendiga que se arrellanaba ante uno de ellos.
Iba a entrar en las escaleras del Metro cuando oyó que pronunciaban su nombre.
–¡Eh!, Nora, ¿no saludas?
Desde detrás del quiosco, Bill Regan le alargó un ejemplar doblado del Times arrugando su correosa cara en una sonrisa que descubría demasiado unos brillantes dientes falsos.
–Estás soñando despierta –acusó.
–Supongo que sí.
Ella y Bill se habían conocido por su diario encuentro matinal. Bill era un mozo de reparto retirado que llenaba sus días ayudando al quiosquero ciego en las horas punta de la mañana y, después, trabajando como mensajero.
–Me mantiene ocupado –había explicado a Nora–. Desde que May murió, estar en casa es demasiado solitario. Esto me da algo que hacer. Me encuentro con mucha gente agradable y me da ocasión de charlar. May siempre decía que yo era un gran charlatán.
Había cometido el error de invitar impulsivamente a Bill a subir a tomar una copa cuatro meses antes, en el aniversario de la muerte de May. Ahora, él había tomado por costumbre visitarla cada semana o cada quince días con cualquier excusa. Jack estaba harto. Una vez en el apartamento, Bill permanecía sin moverse durante al menos dos horas hasta que ella finalmente conseguía que se marchase o bien le invitaba a cenar.
–Tengo un presentimiento, Nora –dijo Bill–. El presentimiento de que es mi día de suerte. Esta tarde sale el gordo.
La lotería estatal ascendía a trece millones de dólares. No había habido ningún billete premiado en seis semanas.
–Olvidé comprar un billete –dijo Nora–. Pero no me siento afortunada. –Buscó unas monedas en su bolsillo–. Será mejor que me dé prisa. Tengo una audición.
–Suerte. –Bill estaba evidentemente orgulloso de su jerga del mundo del espectáculo–. Te lo vengo diciendo. Eres el vivo retrato de Rita Hayworth cuando hizo Gilda. Vas a ser una estrella.
Por un momento, sus ojos se cruzaron. Nora se sintió extrañamente helada. La expresión habitualmente apenada había desaparecido de los ojos azul pálido de Bill. Mechones de un pelo blanco amarillento caían por su frente. Su sonrisa parecía haberse helado.
–De una forma u otra, quizás ambos tengamos suerte –repuso–. Hasta luego, Bill.
En el teatro ya había noventa aspirantes delante de ella. Le dieron un número e intentó encontrar un sitio para sentarse. Un rostro familiar se le acercó. El año anterior, ella y Sam habían hecho unos pequeños papeles en una película de Bogdanovich.
–¿Para cuántos papeles están probando? –preguntó ella.
–Para dos. Uno para ti y uno para mí.
–Muy divertido.
Era la una cuando tuvo la oportunidad de leer. Resultaba imposible saber si lo había hecho bien. El productor y el autor estaban sentados con los rostros impasibles.
Fue a un mostrador a buscar un impreso y, luego, a una audición para una película industrial de J. C. Penney. No estaría mal conseguir eso; al menos significaría tres días de trabajo.
Había pensado pasarse todavía por otro sitio para dejar una fotografía, pero a las cuatro y media decidió olvidarlo y volver a casa. El inexorable sentimiento de inseguridad que la había acompañado durante todo el día se había convertido en una negra nube de aprensión. Fue andando hasta el Metro; llegó al andén justo cuando el tren salía y se acomodó, con cansada resignación, en un banco lleno de inscripciones.
Tuvo tiempo de hacer lo que no había querido hacer en todo el día: pensar. En Jack. En el hecho de que el apartamento iba a venderse y no podían comprarlo. En que Jack había cambiado de empleo otra vez. Incluso en Manhattan había muchas empresas de inversión. Nunca había oído hablar de aquella... como se llamara.
Había que arrostrarlo. Jack odiaba vender acciones. Se había dedicado a ello sólo para poder tener unos ingresos mientras ella intentaba triunfar como actriz, y escribía durante los fines de semana. Habían llegado a Nueva York con los diplomas escolares todavía húmedos, los anillos de boda aún nuevos, segurísimos de resplandecer en Manhattan. Y, ahora, seis años más tarde, la frustración de Jack se revelaba de mil maneras.
Un tren atestado entró pesadamente en la estación. Nora subió, abriéndose paso con dificultad hasta más allá de la puerta y cogiéndose a una anilla. Mientras se mantenía firme en el oscilante vagón, observó que debía haber comenzado a llover. Las personas junto a las que se hallaba tenían los abrigos húmedos y el fuerte y rancio olor de los zapatos mojados impregnaba el vagón del Metro.
El apartamento era un agradable puerto al final del día. Su vista abarcaba el East River, el puente Triborough y la Gracie Mansion. Nora no podía ni imaginar que ninguno de los dos hubiese nacido en Manhattan. Ellos, sencillamente, eran neoyorquinos. Si al menos pudiese conseguir un papel continuado en una serie, podría mantener la economía familiar durante un tiempo y darle a Jack la oportunidad de escribir. Había estado a punto un par de veces. Sucedería.
No debería de haberle pinchado aquella mañana. Se había sentido tan avergonzado cuando admitió que había perdido el trabajo de Merrill Lynch... ¿Se había vuelto inconscientemente tan crítica que él ya no podía hablar con ella, o estaría él perdiendo tanto su confianza en sí mismo? Te quiero, Jack, pensó. Entró de prisa en la cocina y sacó de la nevera un trozo de queso de Cheddar y un racimo de uvas. Las tendría preparadas junto con la garrafa de vino para cuando llegase a casa. Preparar la bandeja, sacar las copas de vino, arreglar los cojines del sofá y bajar las luces de modo que tuviesen un brillo suave y subrayasen el panorama de la línea del horizonte alivió la sensación de preocupación de Nora. Fue al entrar en el dormitorio para ponerse una túnica cuando vio parpadear la luz del contestador automático.
Había un mensaje. Era de Bill Regan. Con una voz que era un jadeo excitado y chillón, le dijo:
–Nora, no salgas. Tengo que celebrarlo contigo. Acabaré sobre las siete. Nora, te lo dije. Lo sabía. Es mi día de suerte.
¡Oh, Dios mío! Justo lo que Jack necesitaba, que Bill Regan viniese aquella noche. Día de suerte. Tenía que ser la lotería. Probablemente habría vuelto a ganar algunos cientos de dólares. Ahora, se quedaría con seguridad toda la noche o insistiría en llevarles a una cafetería a cenar.
Cuando Jack iba a llegar tarde, siempre llamaba. Aquella tarde no lo hizo. A las seis, Nora comió un trozo de queso y a las seis y media se sirvió un vaso de vino. Si por lo menos Jack hubiese llegado pronto esta noche. Hubiesen tenido un poco de tiempo antes de que Bill apareciera.
A las siete y media, ninguno de los dos había llegado. No era propio de Bill llegar tarde. Hubiera llamado, con toda seguridad si hubiese cambiado de idea sobre lo de venir. La exasperación se mezcló con la preocupación. Tanto si venía como si no, la tarde estaba ya perdida. ¿Y, dónde estaba Jack?
Sobre las ocho, Nora no sabía qué hacer. No podía recordar el nombre de la nueva empresa de Jack. El servicio de mensajeros del edificio Fisk, en el que Bill trabajaba, en la Calle 57 Oeste, estaba cerrado. ¿Habría habido un accidente? Si, al menos, hubiese visto las noticias locales. Y Bill siempre atravesaba Central Park cuando iba a su casa. Decía que le iba bien el ejercicio. Hasta cuando llovía lo hacia. Treinta manzanas a través del parque. En una noche como aquella no debía haber gente haciendo jogging. ¿Le habría sucedido algo?
Jack llegó a las ocho y media. Su cara delgada e intensa estaba mortalmente pálida y sus pupilas, dilatadas. Cuando corrió hacia él, la abrazó y empezó a mecerla suavemente.
–Nora, Nora.
–Jack, ¿qué ha pasado? ¡Estaba tan preocupada! Tú y Bill, los dos tan tarde.
Él se apartó.
–No me digas que estás esperando a Bill Regan.
–Sí, ha telefoneado. Se suponía que estaría aquí sobre las siete. Jack, ¿qué te pasa? Siento lo de esta mañana. No quería molestarte. Jack, no me importa que hayas cambiado de trabajo. Sólo estoy preocupada por ti... Quizá pudiera dejar de actuar durante un tiempo y conseguir un trabajo con unos ingresos regulares. Te daré tu oportunidad. Jack, te quiero.
Oyó un sonido ahogado y luego sintió que sus hombros empezaban a moverse convulsivamente. Jack estaba llorando. Nora le hizo bajar la cabeza y la acunó contra su rostro.
–Lo siento. No sabía que era tan duro para ti.
Él no respondió, sólo la sostuvo contra él. Nora y Jack. Se habían conocido hacía diez años, en su primer día en Brown. A ella le atrajo la tranquila intensidad que percibía en él, su rostro delgado e inteligente, la rápida sonrisa que hacía desvanecer su expresión normalmente seria. Chico encuentra chica. Ninguno de ellos había prestado atención a nadie más después de aquel primer encuentro.
Entonces, le hizo quitarse rápidamente su «Burberry» de imitación.
–Jack, ¡estás empapado!
–Supongo que sí. ¡Oh, Dios!, cariño, quiero hablar contigo, pero esperaré. Dices que Bill va a venir –empezó a reír y, luego, de nuevo le subieron lágrimas a los ojos.
Como un niño obediente, siguió su orden de tomar una ducha caliente. Algo había sucedido, pero no podrían hablar hasta que Bill Regan hubiese acudido y se hubiese marchado.
¿Y Bill Regan? Vivía en Queens. Les había enseñado unas fotografías de la ruinosa casita. Quizá su número de teléfono estuviera en la guía. Parecía imposible que se hubiera olvidado de ir, pero tenía setenta y cinco años.
Había una docena de William Regan en la guía de Queens. Sin esperanzas, Nora se devanaba los sesos para intentar recordar una dirección. Colgó y buscó su lista de tarjetas de Navidad. El año anterior había pedido a Bill su dirección para poder enviarle una postal. Armada con la información apropiada, marcó de nuevo el número de la operadora y consiguió el número. Pero no hubo respuesta en el teléfono de Bill.
Oyó un agudo ruido metálico en el interior del dormitorio. ¿Qué demonios estaba haciendo Jack? La pregunta atravesó su mente y se desvaneció mientras volvía a marcar el número de Bill. Sencillamente, no estaba en casa.
Jack salió en pijama y con la bata de baño. Parecía más calmado, aunque su intensidad hacía trepidar el aire como si tuviese electricidad estática. Bebió un vaso de vino de un trago y atacó vorazmente la bandeja de queso.
–Debes estar muerto de hambre. Me queda un poco de salsa de spaguetti de la otra noche.
Pidiendo disculpas, Nora se dirigió hacia la cocina.
Jack la siguió.
–No soy un inútil.
Empezó a hacer una ensalada mientras ella ponía a hervir el agua para la pasta. Un instante después, oyó un fuerte resoplido. Se giró en redondo. Jack se había hecho un corte profundo en el dedo y sangraba a borbotones. Le temblaban las dos manos. Intentó disipar su preocupación.
–¡Qué cosa más tonta! Se me ha resbalado el cuchillo. Nora, no es nada. Ponme una tirita o algo.
Ella no pudo persuadirle de que el corte era profundo, de que podía precisar puntos.
–Te digo que no es nada –repetía.
–Jack, algo va mal. Dímelo, por favor. Si has perdido tu maldito trabajo nuevo, olvídalo. Nos las arreglaremos.
Él empezó a reír, con una risa triste que procedía de algún lugar profundo de su pecho, una risa que parecía burlarse de ella y excluirla.
–¡Oh!, cariño, lo siento –consiguió decir, por fin–. ¡Dios mío! qué tarde más loca. Vamos, ponme un par de tiritas y comamos. Hablaremos más tarde. Ahora estamos los dos demasiado nerviosos.
–Pondré tres cubiertos por si Bill aparece.
–¿Y por qué no cuatro? Quizás haya encontrado a una rubia.
–¡Jack!
–¡Demonios! Comamos algo y acabemos con ello.
Comieron en silencio, y el lugar vacío a la derecha de Nora era un silencioso recordatorio del hecho evidente de que Bill debía haber llegado hacía rato. Bajo la temblorosa luz de las velas, la venda del dedo de Jack empezó a adquirir un tono rojo brillante que pronto se convirtió en una mancha marrón oscura.
La salsa boloñesa era la especialidad de Nora, pero su garganta era incapaz de abrirse. Su color resultaba tan parecido a la sangre del dedo de Jack. La sensación de aprensión hacía que la tensión convirtiese los músculos de sus hombros en nudos. Finalmente, echó hacia atrás su silla.
–Tengo que llamar a la Policía y preguntar si se ha informado de algún accidente ocurrido a alguien que responda a la descripción de Bill.
–Nora, Bill hace repartos por todo Manhattan. ¡Por Dios santo! ¿por qué barrio vas a empezar?
–Con cualquiera que lleve Central Park. Si hubiese tenido algún accidente o se hubiese puesto enfermo mientras trabajaba, alguien le habría llevado al hospital. Pero ya sabes lo absurdo que es con lo de atravesar el parque caminando.
Llamó al distrito local.
–El parque tiene su propio distrito: el vigésimo segundo. Le doy el número.
El sargento de la Comisaría que la atendió era sinceramente tranquilizador.
–No, señora, no nos han informado de ningún problema en el parque. Incluso los asaltantes intentan no mojarse esta noche. –Se rió de su propia ocurrencia–. Por supuesto, estaré encantado de tomar su nombre y descripción y su número de teléfono. Pero no se preocupe. Probablemente, sólo se habrá retrasado.
–Si hubiese ido al hospital porque no se sentía bien, ¿lo sabrían ustedes?
–Debe usted estar de broma. Los únicos pacientes de urgencia que comprobamos son los que llegan con heridas de bala o de cuchillo, o los que llevamos nosotros mismos. No se puede enviar a un policía cada vez que alguien tiene dolor de estómago. ¿De acuerdo?
–Entonces, ¿cree usted que debería llamar yo misma a urgencias?
–No hará ningún daño.
Rápidamente, Nora contó a Jack lo que le había dicho el policía y se dio cuenta de que parecía algo más calmado.
–Yo buscaré los números y tú marcas –propuso.
Empezaron con los principales hospitales de Manhattan. Un hombre cuya descripción parecía coincidir con la de Bill había sido llevado al Roosevelt sin documentos de identificación. Le había atropellado un coche sobre las seis y media en la Calle 57, cerca de la Octava avenida. Si era Bill Regan, ¿podría ir Nora a identificarlo? Estaba en coma y necesitaban ponerse en contacto con familiares suyos para pedir permiso para operarlo.
Estaba segura de que era Bill.
–Tiene una sobrina en alguna parte de Maryland –dijo–. Si es Bill, puedo ir a su casa y buscar su nombre.
Ella no quería que Jack fuese, pero él insistió. Se vistieron en un silencio sombrío, mientras el vendaje, todavía húmedo de sangre, del dedo de Jack iba trazando líneas en su ropa interior, en el suéter y en los téjanos. Al ponerse las «Adidas», él señaló la cama:
–No puedo decirte las ganas que tenía de estar en la cama contigo esta noche.
–¿En pasado?
La respuesta fue automática. El rostro de Bill apareció en su mente. Aquel querido viejo, con la soledad como componente básico de su expresión, con su necesidad de charlar, charlar y charlar, intentando mantener a alguien con él, hacer que alguien le escuchara...
Y Nora, me dije, no puedes quedarte mucho más tiempo en Queens. La casa no es buena sin May. Hay que reparar el tejado y da mucho trabajo. Un poco de suerte y estaré en Florida, con los demás jubilados. Incluso, quizás algún lugar de retiro como Cocoon, donde puedes llegar a hacer muchos nuevos amigos.
Cogieron un taxi hasta el hospital Roosevelt. La víctima del accidente estaba en una zona con cortinas de la sala de urgencias, llevaba tubos en la nariz, la pierna en una tablilla y un suero goteaba líquido en su brazo. Su respiración era violenta y esporádica. Nora buscó la mano de Jack mientras miraba. Los ojos del hombre estaban cerrados y una venda cubría la mitad de su cara. Pero los delgados mechones de pelo gris eran demasiado escasos. Bill tenía una espesa mata de pelo. Debería haber recordado decírselo.
–No es el señor Regan –informó Jack al doctor.
Mientras se apartaban, Nora sugirió a Jack quedarse para que le examinaran el dedo.
–Salgamos de aquí –respondió él.
Se dieron prisa, deseando ambos apartarse del olor a medicina y desinfectante, de la visión de una camilla que entraba.
–Una motocicleta –decía un celador–. El crío tonto pasó muy cerrado por delante de un autobús.
Parecía enfadado y frustrado, como si le venciera el peso de la miseria humana autoimpuesta.
El teléfono estaba sonando cuando llegaron a casa. Nora corrió para cogerlo.
Era el sargento de Policía que había estado tan jocoso cuando había hablado con él anteriormente.
–Señora Barton, temo que su presentimiento era cierto. Hemos encontrado un cuerpo sin vida en Central Park, cerca de la Calle 74. Los documentos de la cartera le identifican como William Regan. Quisiéramos pedirle que efectuara una identificación definitiva.
–Su pelo... ¿Es espeso...? ¿De un blanco amarillento pero abundante, realmente abundante para un anciano? ¿Sabe? Es que no era el otro hombre. Un error. Quizás éste también lo sea.
Pero ella sabía que no era un error. Ella había sabido aquella mañana que algo iba a sucederle a Bill. En el momento en que le había dicho adiós, lo había sabido. Sintió que Jack le cogía el teléfono. Paralizada, escuchó cómo él decía que sí, que ahora mismo iría al depósito de cadáveres para identificarlo.
–No quisiera que mi mujer tuviera que pasar... De acuerdo, lo comprendo –colgó el teléfono y se volvió hacia ella.
Como a través de un cristal hecho añicos, ella vio formarse alrededor de su boca un tinte grisáceo y un pequeño músculo saltarle en la mejilla. Él alargó la mano para calmarlo y, mientras ella le miraba, respingó de dolor. Por la venda salió un chorro rojo. Luego, Jack la rodeó con sus brazos.
–Cariño, estoy seguro de que es Bill. Quieren que vayamos ambos. Me gustaría poder ahorrártelo, pero quieren hablar contigo. Bill tenía la cabeza rota. No hay dinero en su cartera. Creen que fue un ladrón.
Sus brazos eran como vendas de acero aplastándola. Intentó apartarle.
–Me estás haciendo daño...
Él no parecía oírla.
–Nora, terminemos con esto. Intenta pensar que Bill ha tenido una larga vida. Mañana... cariño, mañana... Espera y verás. El mundo entero, todo, parecerá distinto..., será distinto.
Incluso a través de las olas de emoción que la embargaban, dándole una sensación de incredulidad y dolor, Nora fue consciente de lo distinta que era la voz de Jack, aguda, casi histérica.
–Jack, déjame ir –Su propia voz fue un grito.
Él dejó caer los brazos y se quedó mirándola.
–Nora, lo siento. ¿Te estaba haciendo daño? No me daba cuenta... ¡Dios mío!, acabemos con esto.
Por tercera vez en menos de dos horas, llamaron un taxi. Esta vez tuvieron que esperar unos minutos largos y fríos. Doce mil taxis en Manhattan, y todos ocupados.
La lluvia estaba convirtiéndose en aguanieve. Trozos de granizo eludían la protección del paraguas e iban a dar contra el rostro de Nora. Ni siquiera su gabardina, forrada de la piel de borrego de la chaqueta que tenía en la Facultad, podía impedirle tiritar. La gabardina de Jack estaba demasiado mojada como para ponérsela y su abrigo estaba empapándose porque él se movía hacia atrás y hacia adelante inútilmente. Finalmente, un taxi con un letrero de fuera de servicio se detuvo delante de ellos. La ventana se abrió un poco.
–¿Hasta dónde van?
–A... Quiero decir entre la Treinta y uno y la Uno.
–De acuerdo. Suban.
El taxista era locuaz.
–Conducir es un asco. Yo me recojo temprano. Hace una buena noche para estar en casa en la cama.
Ahora, Bill debía estar en su propia casa, en aquella pequeña y gastada casita de madera que él y su May compraron juntos en 1931. Debía haber muerto en su propia cama, pensaba Nora. No se merecía yacer en medio del frío y la lluvia. ¿Cuánto tiempo habría estado allí? ¿Habría muerto instantáneamente? Al menos que así fuera, rogaba.
Era evidente que el hombre que se les acercaba cuando entraron en el edificio estaba esperándoles. Parecía rondar los cuarenta años, tenía el cabello color arena y los ojos pequeños y vivos. Se presentó como el detective Peter Carlson y les condujo a una pequeña oficina.
–Estoy completamente seguro de que van ustedes a confirmar la identificación cuando vean el cuerpo –dijo–. Si se ven con fuerza para ello, me gustaría hacer esa identificación inmediatamente. Si creen que verle va a trastornarles, quizá fuera mejor que hablásemos primero.
»Quiero estar seguro.
Ella sabía que estaba examinándoles. ¿Qué veía? Debían de parecer un par de mojados. ¿Estaría preguntándose por qué había llamado tan insistentemente para informar de una posible víctima, antes incluso de que fuese encontrado? Pero las denuncias de personas desaparecidas siempre eran así, ¿no? Posible víctima de juego sucio.
El pie de Jack golpeaba el suelo –con un ruido entrecortado continuo y molesto–, Jack, que siempre parecía tan tranquilo, que tenía que ser pinchado para admitir dolor o preocupación. El día había empezado con ella riñéndole. ¿Habría penetrado en algún caparazón protector que él necesitaba?
Como a la indicación de algún apuntador escondido, los tres se pusieron en pie.
–No llevará mucho tiempo.
Ella esperaba que les llevase a un sitio donde hubiera hileras de losas. Así lo hacían en las películas. Pero el detective Carlson les condujo por un pasillo hasta una vidriera con cortina. Incongruentemente, a Nora le recordó las vidrieras de las salas de neonatos de los hospitales, de la primera vez que vio al hijo de su hermano. Cuando retiraron la cortina, lo que vio no fue un recién nacido bramando vigorosamente, sino la inmóvil y exangüe cara de Bill Regan. Le habían tapado hasta el cuello con una sábana, le habían cerrado la boca con esparadrapo y un feo golpe cubría su frente, desgreñando el pelo, que, ahora, muerto, parecía fino y lacio.
–No hay duda –dijo Jack. Con sus manos sobre los hombros de ella, intentaba retirarla de la vidriera. Por un momento, parecía haberse quedado helada en el sitio, mirando fijamente la boca de Bill. Era como si le hubiesen quitado el esparadrapo, lo hubiese sustituido la sonrisa demasiado brillante y en sus oídos escuchara de nuevo la voz esperanzada y áspera.
–Tengo un presentimiento, Nora, el presentimiento de que es mi día de suerte.
Arriba, en la oficina, contó al detective Carlson aquella conversación, el hecho de que Bill tenía realmente suerte en la lotería. Varias veces, había ganado algunos cientos de dólares y siempre estaba seguro de que le tocaría el gordo.
–Cuando dijo «día de suerte» quería decir la lotería. Estoy segura. Creo que incluso es posible que fuese uno de los ganadores.
–Sólo hubo un ganador –replicó el detective Carlson–. Por lo que sé, no se ha presentado nadie.
Ella le vio garabatear en su cuaderno, tomando notas.
–¿Está segura de que Bill Regan tenía un billete?
–Me dijo que lo tenía.
–Bueno, no llevaba ninguno cuando le encontramos. Pero quienquiera que robase su cartera pudo llevarse el billete con el dinero y no saber siquiera lo que tenía. Pero supongamos por un momento que fuera uno de los ganadores. ¿Es probable que lo fuese diciendo por ahí? Llevar un billete de lotería es como llevar dinero en efectivo.
Nora no se dio cuenta de que una ligera sonrisa había aparecido en su rostro. Se apartó el pelo de la frente, notándose los rizos producidos por la lluvia.
–Te pareces a Rita Hayworth en Gilda –decía a menudo Bill. En aquel momento, deseaba haberle dicho que había alquilado Gilda y que había comprobado que, por fortuna, había un gran parecido. A Bill le hubiera gustado oír aquello. Pero, ¡era tan difícil meter baza con él! Eso era lo que el detective Carlson había preguntado.
–Bill era un charlatán –repuso–. Lo hubiera dicho.
–Pero usted me ha contado que no concretó nada al teléfono. Sólo dijo que era su día de suerte. Eso hubiera podido querer decir un aumento..., una buena propina al entregar algo..., encontrar dinero en la calle. Cualquier cosa, ¿no?
–Yo creo que tenía que ver con la lotería –insistió Nora.
–Lo comprobaremos, pero ha habido una serie de asaltos en esa zona durante las últimas tres semanas. Cogeremos a quien lo esté haciendo, se lo prometo..., y si mató al señor Regan, pagara por ello.
Mató al señor Regan... Ella nunca había pensado en Bill como en el «señor Regan».
Miró a Jack. Estaba observando fijamente el suelo y los golpecitos entrecortados de su pie habían comenzado de nuevo. Y, entonces, empezó a suceder algo. La habitación se cerraba a su alrededor. Se caía y no podía respirar. Intentó decir «Jack», pero no pudo mover los labios. Sintió cómo se deslizaba de la silla.
Cuando abrió los ojos, estaba tumbada sobre el duro sofá de plástico. Jack sostenía un paño frío sobre su cabeza. Desde lo que parecía una distancia inmensa, oyó al detective Carlson preguntar a Jack si quería una ambulancia.
–Estoy bien.
Ahora podía hablar, con una voz tan baja que Jack tuvo que agacharse para oír sus palabras. Sus labios rozaron su mejilla.
–Quiero ir a casa –murmuró.
Aquella vez no tuvieron que esperar un taxi. Carlson, ahora con unos modales menos formales, mandó a buscar un coche patrulla. Nora intentó disculparse:
–Creo que no me había desmayado en la vida... Es este horrible presentimiento que he tenido todo el día y que después se ha convertido en realidad...
–Ha sido usted de gran ayuda. Me gustaría que todo el mundo se preocupase del mismo modo por estos ancianos.
Se dirigieron hacia la puerta principal, de nuevo formando un curioso trío. Ambos hombres la sujetaban, con una mano firme bajo cada brazo. Fuera, estaba dejando de llover, pero la temperatura había bajado bruscamente. Ahora, el aire frío era bien recibido. ¿Se imaginaba solamente que había olido a formaldehído dentro de aquel edificio?
–¿Y que pasará a continuación? –preguntó Jack a Carlson mientras el coche patrulla arrancaba.
–Depende mucho de la autopsia. Aumentaremos la vigilancia del parque. Es un disparate que cualquiera camine esa distancia en una noche como ésta. Sólo teníamos coches patrulla, no agentes de paisano. Estaremos en contacto.
Aquella vez fue Jack quien insistió en que tomase una ducha caliente, Jack quien esperaba con una limonada y un somnífero cuando salió del cuarto de baño.
–Un somnífero. –Nora miró la cápsula roja y amarilla–. ¿Cuándo has tomado somníferos?
–¡Oh! en la revisión del mes pasado mencioné que tenía problemas para dormir.
–¿Y a qué crees que es debido?
–A un poco de depresión. Nada importante, pero no quería que te preocupases. Venga, métete en la cama.
Un poco de depresión. Y no se lo había dicho. Nora pensó en todas las noches que había estado hablándole de los buenos papeles que había conseguido... «Sólo son un par de días de trabajo pero, escucha, Mike Nichols la dirige...» las reseñas críticas de su primer papel decente fuera de Broadway la primavera anterior. Jack había compartido su satisfacción, le había preguntado si seguiría aguantándole cuando se convirtiera en estrella y había vuelto a su sucesión de trabajos de venta de bonos de inversión. La novela que finalmente había terminado casi había tenido éxito en varias editoriales.
–No es exactamente lo que nosotros queremos, pero pásese otra vez por aquí.
El desaliento en sus ojos cuando dijo:
–Después de todo el día de intentar vender cuando sé que no soy un vendedor, de intentar alegrarme si la cotización sube o si alguna condenada emisión consigue triplicar la cotización cuando me importa un comino, no sé, Nora, es como si los jugos se hubieran gastado. Voy a la máquina de escribir y nada de lo que intento poner en el papel sale como yo quiero. Pero sé que está ahí. Sólo que no puedo encontrar mi propia voz sabiendo que el lunes volveré a ese zoo.
Ella no le había escuchado realmente. Le había dicho lo orgullosa que estaba de que su primera novela no hubiese sido rechazada del todo, que algún día, cuando fuera famoso, explicaría la historia de esos primeros rechazos; todo formaba parte del juego.
El dormitorio también le servía a Jack de despacho. Su máquina de escribir estaba en la maciza mesa de roble que habían comprado de segunda mano. Había botellines de tinta correctora, una jarra sin asa para poner los lápices y rotuladores brillantes, el montón de papel que era su nuevo manuscrito, el montón que ella veía que ya no crecía.
–Venga, bebe esta limonada y los dos nos tomaremos un somnífero.
Ella obedeció, sin confiar en sí misma para hablar, preguntándose si su amor por él estaba desbordándose ante sus ojos.
No era de extrañar que Bill hubiese necesitado tanto la compañía. Si le sucediera algo a Jack, ella no querría despertarse.
Jack se metió al otro lado de la cama, le cogió el vaso y apagó la luz. Sus brazos la buscaron.
–¿Cómo es aquella canción de «dos personas soñolientas»? Si me hubiese dicho alguien que este día iba a resultar así...
Nora durmió profundamente y se despertó por la mañana con la sensación de haber experimentado sueños que no recordaba. Le costaba abrir los ojos, sus párpados parecían estar pegados. Cuando, finalmente, consiguió apoyarse en un brazo, fue para darse cuenta de que Jack ya se había levantado. Las agujas del reloj estaban ambas en el nueve. Las nueve menos cuarto. Nunca dormía hasta tan tarde. Intentando sacudirse la modorra, se puso la bata y fue a la cocina. El café la reanimó, Jack había hecho zumo de naranja, otro de las docenas de pequeños gestos que ella daba por descontados. Sabía lo mucho que le gustaba el zumo recién hecho, aunque él se conformaba con el zumo envasado.
Ya se había vestido para ir a trabajar. No parecía haber perdido en absoluto la tensión de la noche anterior. Oscuros círculos bajo sus ojos sugerían que el somnífero le había hecho poco efecto. Cuando la besó, sus labios estaban secos y febriles.
–Ahora sé cómo conseguir paz y tranquilidad aquí por las mañanas. Tómate una dosis que te deje fuera de combate.
–¿A qué hora te has levantado?
–Sobre las cinco. O quizás a las cuatro. No lo sé.
–Jack, no vayas a trabajar. Siéntate y hablemos. Hablemos de verdad. –Intentó sofocar un bostezo–. ¡Oh, Dios mío!, no puedo despertarme. ¿Cómo se toma la gente esas cosas cada noche?
–Escucha, tengo que irme. Tengo que ocuparme de algunas cosas... De todos modos, tú vuelve a la cama y duerme. Yo vendré pronto a casa, no más tarde de las cuatro, y esta noche nosotros... Esta noche será especial.
Otro bostezo y la sensación de que sus ojos querían cerrarse hicieron a Nora comprender que aquél no era el momento de intentar sondear a Jack.
–Pero si vas a llegar tarde llama. Anoche estuve preocupada.
–No llegaré tarde, te lo prometo.
Nora apagó la cafetera, bebió el vaso de zumo de naranja camino de la cama y al cabo de tres minutos estaba de nuevo dormida. Aquella vez durmió sin soñar y cuando el teléfono la despertó, dos horas después, sentía la cabeza más despejada.
Era el detective Carlson.
–Señora Barton, pensé que quería saberlo. Llamé a la empresa de mensajeros en la que trabajaba Bill Regan. Volvió allí sobre las seis de la tarde, justo antes de cerrar. Un par de hombres estaban casi terminando. Estaba nervioso, feliz. Habló de que era su día feliz, pero cuando le preguntaron qué quería decir, no quiso contestar. Sólo estaba misterioso. La autopsia está prevista para esta tarde, pero creemos que, por el golpe que tenía en la cabeza y la cartera vacía, probablemente fue atacado por el asaltante que estamos intentando atrapar.
«Se equivocan», pensó Nora. Intentó no parecer crítica cuando dijo:
–Lo que me extraña es que si fue asaltado, ¿por qué no le quitaron la cartera? No creo que Bill llevase más que unos cuantos dólares. ¿Tenía muchas monedas en los bolsillos o fichas?
–Un par de dólares en moneda y unas seis fichas. Señora Barton, sé que no se siente satisfecha porque se preocupaba usted mucho por el señor Regan. Si un asaltante tiene tiempo, deja la cartera en la víctima. De ese modo, si le cogen no la lleva encima. El viejo tenía unos bolsillos muy profundos. Si el asaltante revisó la cartera y obtuvo lo que quería, no perdería el tiempo en buscar monedas. Usted no puede saber con seguridad si el señor Regan llevaba dinero o no, ¿verdad?
–Por supuesto que no.
»¿Y han buscado el billete de lotería?
Entonces la voz de Carlson se hizo más seria, con un indicio de desaprobación claramente evidente.
–No había ningún billete de lotería, señora Barton.
Cuando Nora colgó, se repetía con insistencia una frase de la conversación telefónica. No se siente satisfecha. No, no lo estaba.
Estás loca, se dijo cuando iba rápidamente calle abajo. El tiempo había cambiado de forma dramática. Aquel día era soleado, la brisa era suave... Un día más apropiado para abril que para noviembre. Mejor así. Estaba encantada de poder llevar la chaqueta de la película. Su gabardina y el abrigo de Jack todavía estaban húmedos del viaje al depósito de cadáveres, la noche anterior. La trinchera que Jack había llevado el día anterior al trabajo también estaba mojada.
Aquella mañana había tenido que ponerse su abrigo viejo. Un vagabundo estaba ordenando la colección de bocadillos a medio comer que había cogido del cubo de la basura. ¿Dónde estaría la mendiga de ayer?, se preguntó Nora. ¿Habría encontrado refugio anoche?
En el quiosco de periódicos desvió la mirada. El ciego propietario del quiosco debía estar sorprendido de que Bill no hubiese aparecido aquella mañana, pero ella no tenía ánimos para contarle lo de Bill en aquel momento.
Tomó el expreso de la avenida Lexington hasta la Calle 59, hizo transbordo al tren RR y se dirigió hacia el edificio Fisk. El servicio de mensajeros «Dynamo Express» se encontraba en una única sala del quinto piso. Los muebles eran solamente una mesa con una centralita, unos cuantos archivadores de tres cajones de color gris ejército y dos largos bancos en los que esperaban varios hombres mal vestidos. Mientras ella cerraba la puerta, el hombre de la mesa gritó:
–Tú, Louey, ve a la Calle 40. Recoger para ir a Broadway y a la Noventa. Ahora, léemelo para que vea que lo has entendido bien. No puedo teneros perdiendo el tiempo en direcciones equivocadas.
El enjuto anciano del centro del banco se puso en pie de un salto, ansioso por agradar. Mientras Nora observaba, leyó con dificultad las instrucciones en un inglés vacilante.
–Muy bien. Adelante.
Por primera vez, el hombre de la mesa miró a Nora. Su cabeza estaba cubierta con un pequeño postizo mal colocado. Unas exageradas patillas cubrían sus rechonchas mejillas, que desentonaban extrañamente con una nariz afilada y pequeña. Los ojos, de un color cobre mugriento, la miraban de arriba abajo, desnudándola mentalmente.
–¿Qué puedo hacer por usted, encantadora dama? –La voz era ahora zalamera, absolutamente distinta al tono sarcástico e intimidante del momento anterior.
Cuando ella se dirigía hacia él, se encendieron las luces de la centralita y sonó un timbre. Tocó varios botones.
–Mensajeros «Dynamo Express», un momento –sonrió a Nora–. Que esperen.
Ya sabía lo de Bill.
–Esta mañana vino un policía por aquí haciendo preguntas. Viejo charlatán. ¡Dios mío! No callaba nunca. Tenía que gritarle para que no perdiera el tiempo en cada sitio al que iba. Tuve quejas.
Nora se dio cuenta de que debía de haber dado un respingo.
–Desde luego, cuando digo «gritar» me refiero a que le decía: «Vamos, Regan, no todo el mundo desea conocer la historia de tu vida. Apuesto algo a que me habló de usted. Usted es la actriz. Dijo que se parecía a Rita Hayworth. Por una vez tenía razón... Espere un momento, tengo que atender algunas de esas llamadas.
Se quedó junto a la mesa mientras él contestaba las llamadas, anotaba información y enviaba mensajeros cuando volvían a la oficina. Entretanto, consiguió hacerle algunas preguntas.
–Ya lo creo, Bill estaba muy nervioso anoche –informó el gerente–. Hablaba de que era su día de suerte, pero no quiso decir por qué. Le pregunté si había encontrado una puta, bromeando.
–¿Cree que pudo habérselo dicho a alguien más?
–Yo también me lo pregunto.
–¿Tiene una lista de los sitios a los que fue ayer? Me gustaría hablar con las personas con las que habló. Si iba generalmente a las oficinas, quizá llegase a conocer a las recepcionistas o algo así.
–Supongo.
Empezaba a sentirse molesto, pero buscó la lista. El día anterior había sido un día atareado. Bill había hecho quince repartos. Nora empezó con el primero: 101 Park Avenue, «Sandrell y Woodworth», recoger un sobre a la recepcionista del piso 18 y entregarlo en el 205 de Central Park South.
La recepcionista del piso decimoctavo, que tenía un agradable aspecto de matrona, recordaba a Bill.
–¡Oh! Claro, es un anciano muy agradable. Le tenemos mucho por aquí. Una vez me enseñó la fotografía de su esposa. ¿Sucede algo?
Nora esperaba la pregunta y sabía cómo iba a contestarla.
–Tuvo un accidente anoche. Quiero escribir a su sobrina. Había dejado un mensaje en mi contestador automático diciendo que era su día de suerte. Me gustaría contarle eso a ella, lo que quería decir. ¿Habló de ello con usted?
La recepcionista se había dado cuenta, evidentemente, de que había sido un accidente mortal y una fugaz preocupación por el hombre a quien había conocido superficialmente pasó como una nube por su cara.
–¡Oh! Lo siento. No. Bueno, sí. En realidad estaba muy ocupada, de modo que sólo le di el sobre y le dije: «Que tengas un buen día, Bill.» Y él dijo algo como: «Tengo el presentimiento de que es mi día de suerte.»
Sin darse cuenta, la mujer imitó la voz de Bill. Nora sintió un escalofrío al escucharla.
–Eso fue exactamente lo que me dijo.
Su parada siguiente fue el edificio de Central Park South. El conserje recordaba a Bill.
–¡Oh! sí, ya lo creo. Dejó un sobre para el señor Parker. Del contable, creo. Yo llamé arriba por teléfono para ver si tenía que subirlo hasta la puerta, pero el señor Parker dijo que me lo dejase a mí, que él estaba a punto de bajar. No, no habló. Supongo que no le di ocasión. El despacho del correo está lleno a esa hora.
Parecía como si el día anterior todo el mundo hubiese estado demasiado ocupado para Bill. Una secretaria de una oficina de Broadway, delgada como un lebrel, explicó a Nora que ella nunca animaba a los mensajeros a que se quedasen por allí, rondando.
–Son como los mozos de reparto. En cuanto les vuelves la espalda te roban el monedero.
Su gesto de hombros como diciendo «ya sabes de qué va» invitaba a Nora a compartir su desprecio por los ladronzuelos que tenía que soportar.
Después de aquella parada, comprendió que nunca conseguiría terminar la lista si no se repartía mejor el tiempo. Bill había cruzado desde el Este al Oeste, había hecho unas cuantas paradas en el centro de la ciudad, tres en las Cincuenta, dos en las Treinta, cuatro en la parte baja de la Quinta Avenida y dos alrededor de Wall Street. En lugar de seguir exactamente su ruta, empezó a agrupar las visitas por zonas. Las dos primeras fueron inútiles. Nadie recordaba siquiera quién había recogido la entrega. La tercera, una autora que había enviado el manuscrito a su agente, habló con Nora, desde el teléfono del vestíbulo de su hotel. Sí, ayer pasaron a recoger un encargo. Por supuesto que no se había puesto a hablar con el mensajero. ¿Había algún problema? No me diga que el manuscrito no fue entregado.
A las tres en punto, Nora vio que no se había preocupado por comer, que era una diligencia inútil, que Jack iba a llegar temprano a casa y que ella quería estar allí para él. Y, entonces, habló con el joven vendedor de la exposición de pianos.
Levantó la vista esperanzadamente cuando ella entró. La exposición estaba vacía a no ser por los pianos y los órganos, que se hallaban esparcidos en ángulos distintos para mostrar sus mejores características. Un cartel: HAZ DE LA MÚSICA UNA PARTE DE TU VIDA, estaba exactamente detrás de un pequeño órgano que tenía una muñeca del tamaño de un niño de cuatro años sentada en el banco, con sus regordetes dedos de algodón reposando sobre las teclas.
La desilusión momentánea del vendedor porque Nora no era un posible cliente desapareció ante la perspectiva de pasar un rato con otro ser humano. No pensaba quedarme en el negocio de la música, le dijo a Nora. Era realmente aburrido. Incluso el director reconocía que los buenos tiempos habían sido hacía seis o siete años. Todo el mundo quería entonces un piano. Ahora, olvídalo.
¿Ayer? ¿Un mensajero? Con unos dientes de aspecto curioso. ¡Oh! sí, un tipo agradable. ¿Que si había hablado? ¡Ya lo creo! Estaba muy nervioso. Me dijo que era su día de suerte.
–¿Quiere decir que dijo que se sentía afortunado? –preguntó rápidamente Nora.
–No, no era eso. Recuerdo que lo que dijo fue que era su día de suerte. Pero eso fue todo lo que dijo y me guiñó el ojo cuando le pregunté qué quería decir.
Sólo había un sitio al que Bill hubiese podido ir después de aquella entrega. Había ido a la tienda de pianos a las cuatro y diez. Justo después de haber dejado el recado en el contestador. Y la parada anterior a la tienda de pianos había sido donde el contable que aceptó la entrega le había explicado a ella:
–Sí, el viejo dijo algo de que se sentía afortunado o algo así. Yo estaba al teléfono y le dije adiós con la mano. Estaba hablando con el jefe y no pude escucharle.
–Estoy seguro de que dijo que se sentía afortunado porque yo recuerdo que pensé que yo me sentía fatal.
Se había sentido afortunado a las cuatro menos cuarto. A las cuatro y diez, en la siguiente parada había tenido suerte. Tengo razón, pensó Nora, lo sabía. La lotería había salido en algún momento entre las tres y media y las cuatro. ¿Tenía Bill uno de los billetes ganadores? Se detuvo para tomar un café rápidamente en un bar de Madison Avenue. La radio estaba encendida. Ayer hubo mil doscientos ganadores de mil dólares, tres ganadores de cinco mil dólares y un ganador de trece millones de dólares. El locutor sugería que todos aquellos que hubiesen comprado un billete en Manhattan comprobasen los números.
Supongamos que Bill hubiese ganado cinco mil dólares. Aquello hubiera sido una fortuna para él. Un par de veces había ganado unos cientos de dólares. Era un disparate cómo a algunas personas parecía tocarles repetidamente. Nora revisó la lista. Podía eliminar todos los sitios a los que Bill había ido antes de las tres y media. Eso hacía que sólo le quedase un lugar más adonde ir. Con consternación vio que era en el World Trade Center. Pero ya que había llegado hasta allí... Lo comprobaría y luego se iría a casa.
Al entrar en el Metro por octava vez durante aquel día, Nora se preguntó cómo había conseguido Bill mantener aquel empleo. ¿Había reconocido alguna vez que la gente no se molestase en escucharle, o que su día se había alegrado por el encuentro con alguien como aquel joven vendedor que había recibido la compañía con agrado?
El Metro iba lleno. Eran las tres y cuarto. Normalmente, no se iba demasiado mal, a mediodía, sólo en las horas punta había que cogerse a una correa o a una barra. El hombre corpulento que iba a su lado se apoyaba deliberadamente contra ella cuando el tren se balanceaba. Ella se apartó rápidamente de él.
La planta baja del World Trade Center se hallaba llena de gente que andaba de prisa, cruzando el vestíbulo con un propósito determinado, desapareciendo por los subterráneos, atajando hacia los otros edificios, metiéndose en restaurantes y en tiendas. La mayoría iba bien vestida. Nora perdió cinco minutos al dirigirse por error al edificio número dos en lugar de al número uno.
El piso cuarenta y dos era su destino. Mientras subía, se preguntó por qué el nombre de la empresa le sonaba familiar.
Probablemente, por haberlo estado mirando todo el día.
«Lyons y Becker» era una firma inversora. No demasiado grande, podía ver. Eso era bueno. La posibilidad de que alguien recordase a Bill sería mayor.
La oficina exterior era pequeñita pero bien dispuesta. Detrás de ella, Nora podía ver el interior de algunos de los compartimientos en los que serios jóvenes de ambos sexos comerciaban con acciones y bonos.
La recepcionista no recordaba haber visto a Bill.
–Pero, espere un momento, yo estaba haciendo un descanso en aquel momento. Déjeme preguntarle a la chica que me sustituyó.
Una rubia de piernas delgadas y pechos excesivamente generosos era la sustituía. Durante un momento, escuchó, perpleja, y luego empezó a mostrar una amplia sonrisa.
–¡Oh! ya lo creo –dijo–. ¿Dónde tengo la cabeza? Claro que me acuerdo de aquel viejo. Casi olvidó su recado.
Nora esperó.
–Estaba entregándoselo cuando se dio la vuelta y reconoció a uno de nuestros vendedores. –Se volvió hacia su compañera–. Ya sabes quién, Jack Barton, el atractivo chico nuevo.
Nora sintió una fría punzada en la boca del estómago. Por eso le había sonado familiar aquel sitio. Era la empresa sobre la que tan de mala gana le había hablado Jack el día anterior. Su nuevo trabajo.
–De lodos modos, el viejo reconoció a Jack y pareció realmente sorprendido. Dijo: ¿es ése Jack Barton? ¿Trabaja aquí? Y yo le respondí que sí. Jack estaba saliendo exactamente por aquella puerta. –Señaló con la cabeza la puerta de un empleado, al otro lado de la sala–. Y el viejo se puso tan nervioso. Dijo: «Tengo que contarle a Jack lo de mi día de suerte.» Tuve que gritarle para que cogiera el paquete. Por el amor de Dios, ¿había venido para eso, no?
Tenía que haber una razón por la que Jack no le hubiera dicho que había visto a Bill. ¿Cuál?
Nora intentó dominar el miedo que confirmaba el desasosiego del día anterior comprando un periódico y leyéndolo en el trayecto del Metro, pero las letras bailaban delante de sus ojos. Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue ir al cuarto de baño, donde sus abrigos colgaban de la barra de la cortina de la ducha. El que ella había llevado la noche anterior estaba completamente seco, aunque habían permanecido bajo la lluvia durante diez minutos. El abrigo que Jack se había puesto para ir al hospital y al depósito, su abrigo bueno, estaba todavía ligeramente húmedo. Pero su trinchera, la que vestía cuando había vuelto la noche anterior, estaba aún empapada... No había venido andando solamente desde el Metro. Recordó de nuevo el resplandeciente nerviosismo, la tensión que crepitaba como corriente de energía alrededor de su cuerpo, la forma en que la había abrazado y había llorado.
¿Cuánto había caminado la noche anterior? ¿Por qué había ido caminando? ¿Quién estaba con él...? O, ¿a quién había estado siguiendo?
–¡Dios mío, por favor, no! –murmuró–. No.
Había llegado a casa y ella le había hecho ducharse y había llamado a la Policía. Cuando salió del dormitorio, la había ayudado a hacer las llamadas. Había buscado los números. Pero ella estaba al teléfono cuando él salió. Y, antes de eso había oído aquel extraño sonido, aquel sonido metálico, y sé había preguntado qué estaría haciendo.
Como una prisionera que se encaminara hacia una muerte inexorable, se dirigió al dormitorio y buscó en el armario la caja de metal que contenía sus papeles importantes, su certificado de matrimonio, las pólizas del seguro, los certificados de nacimiento. Llevó la caja a la cama y la abrió. El certificado de nacimiento de Jack estaba encima de todo. Lentamente, levantó los papeles uno por uno hasta que llegó al último, un billete de lotería rosa y blanco. «No, Jack –pensó–. No. Tú no. No por mil dólares. No podrías. No lo harías. Tiene que haber una explicación.»
Pero cuando comparó los números con los números premiados que aparecían en el periódico, lo comprendió. Tenía en la mano el billete que valía trece millones de dólares.
Bill Regan sabía que iba a ser afortunado. Ella sabía que algo terrible se cernía sobre ella. Miró alrededor de la habitación a ciegas, intentando encontrar una respuesta. El manuscrito estaba junto a la máquina de escribir de Jack, el manuscrito que no avanzaba porque él estaba quemado. Los somníferos de Jack para «una pequeña depresión». Luego, recordó cómo le había sondeado despiadadamente el día anterior por la mañana hasta que con un susurro embarazado musitó el nombre de su nueva empresa y le dijo que Merrill Lynch le había dejado marchar... y, luego, añadió con un intento de dignidad:
–Parte de la reducción de plantilla. Fue sólo porque yo era de los últimos incorporados. No tenía nada que ver con el rendimiento.
Así que ayer Bill le había contado lo de su billete y algo se había roto en Jack. Debió de esperar que Bill saliera del Fisk Building y le siguió por el parque.
¿Qué iba a hacer? Rechazándolo con violencia, Nora desdeñó el pensamiento de que debía ponerse en contacto con la Policía. Jack era su vida. Se mataría antes que abandonarle.
Es mi día de suerte. Bill quería ir a Florida, donde podría vivir en una residencia con personas interesantes, como las de Cocoon. Se había merecido aquella oportunidad.
Nora estaba sentada en el sofá de la sala cuando la llave giró y Jack llegó a casa. Había conseguido concentrarse en pensar que la tapicería estaba realmente gastada y que unas fundas nuevas no ocultarían los hundidos cojines. Aunque sólo eran las cuatro y cuarto, empezaba a anochecer y recordó que sólo estaban a un mes del día más corto del año.
Se levantó al abrirse la puerta. Jack llevaba los brazos llenos de rosas de tallo largo.
–Nora.
La tensión ya había desaparecido. Él se había afligido con ella por Bill Regan la noche anterior, pero aquélla era su noche.
–Nora, siéntate y espera. Cariño, espera hasta que veas lo que nos ha sucedido. Podré escribir, podrás tener criada, compraremos este piso, compraremos una casa en el Cabo. Estamos arreglados para el resto de nuestras vidas. Arreglados. Quise decírtelo ayer cuando vine a casa. Pero no quería que Bill Regan nos interrumpiese. Por ese esperé. Y luego, con lo que sucedió, me fue imposible decírtelo.
–Viste a Bill ayer.
Jack pareció confundido.
–No, no le vi.
–Te siguió cuando saliste de la oficina, a las cuatro.
–Entonces, no me alcanzó. ¿No lo entiendes, Nora? Oí los números premiados en la lotería de ayer. Y me parecieron conocidos. Era un disparate. Lo escogí al azar. Normalmente, si compro un billete lo hago por nuestro aniversario, tu cumpleaños, o algo así. Y no podía encontrar el maldito billete.
Jack, no mientas, no mientas.
–Me estaba volviendo loco. Y entonces me acordé. Cuando limpiaba mi mesa en Merrill Lynch, la semana pasada, estaba encima de todo. A menos que lo hubieran tirado, tenía que estar en uno de los archivos que estaba ordenando. Corrí hacia allí y los revisé todos y cada uno de ellos. Nora, estaba volviéndome loco. Y entonces lo encontré. No podía creerlo. Creo que me dio un shock. Vine andando hasta casa. Y entonces me ofreciste dejar tu carrera por mí. Debiste pensar que estaba chiflado cuando empecé a llorar. Me moría por decírtelo, pero cuando pensé que el pobre y viejo Bill iba a entrometerse, tuve que esperar. Tenía que ser exclusivamente nuestra noche.
Él no parecía darse cuenta de su falta de reacción. Alargándole las flores, le dijo:
–Espera a que te lo enseñe. –Y entró corriendo en el dormitorio.
El teléfono sonó. Lo cogió de forma automática y luego deseó no haberlo hecho. Pero era demasiado tarde.
–¿Diga?
–Señora Barton, soy el detective Carlson –dijo, con voz afable–. Debo decirle que tenía usted razón.
–¿Tenía razón?
–Sí. Insistió usted tanto que volvimos a revisar su ropa. El pobre viejo tenía un billete de lotería pegado al forro de su gorra. Ganó mil dólares ayer. Y le agradará saber que no fue asaltado. Supongo que la excitación resultó demasiado fuerte para él. Murió de un severo ataque al corazón. Debió golpearse la cabeza contra una piedra al caer.
–No..., no..., no.
El grito de Nora se unió al gemido de Jack, que salía corriendo del dormitorio, con la caja fuerte en la mano y las cenizas del billete de lotería flotando y yendo a la deriva por entre sus dedos.
VISIÓN DOBLE
(Double Vision, 1988)
Jimmy Cleary se agazapó en los arbustos que había frente al jardín del apartamento de Caroline, en Princeton. Su espeso pelo castaño caía sobre su frente y se lo echó hacia atrás con el estudiado gesto que se había convertido en amaneramiento. La tarde del mes de mayo era irracionalmente desapacible y fría. A pesar de ello, el sudor impregnaba su chándal. Se humedeció los labios con la punta de la lengua. Todo su cuerpo se estremecía de emoción nerviosa.
Hacía cinco años aquella misma noche, había cometido el error de su vida. Había matado a la chica equivocada. Él, el mejor actor del mundo entero, había estropeado la escena final. Ahora iba a rectificar aquel error. Esta vez no habría equivocaciones.
La puerta trasera del apartamento de Caroline daba al aparcamiento. Durante las últimas noches había estudiado la zona. La noche anterior había desenroscado la bombilla del exterior de su apartamento, de modo que ahora la entrada posterior estaba en penumbra. Eran las ocho y cuarto; era el momento de entrar.
Del bolsillo sacó una herramienta semejante a una espiga, la introdujo en la cerradura y la hizo girar hasta que oyó el clic del cilindro. Con las manos enguantadas, dio la vuelta al tirador y abrió la puerta sólo lo suficiente como para deslizarse en su interior. La cerró con llave. Había una cadena interior que probablemente ella echaba por las noches. Aquello estaba bien. Esa noche, ella cerraría con los dos en el interior. A Jimmy le proporcionaba un notable placer contemplar a Caroline cerrando cuidadosamente la casa. Sería como la historia del fantasma que terminaba: «Ahora estamos encerrados para toda la noche.»
Se encontraba en la cocina, que daba directamente a la sala de estar a través de un arco. La noche anterior se había escondido al otro lado de la ventana de la cocina y había estado observando a Caroline. Había plantas en el alféizar, de modo que la sombra no llegaba hasta abajo. A las diez, salió del dormitorio con un pijama a rayas rojas y blancas. Mientras miraba las noticias, estuvo haciendo gimnasia, doblando la cintura de manera que su pelo rubio le iba de hombro a hombro.
Después volvió a su habitación, donde probablemente estuvo leyendo un rato, porque tuvo la luz encendida durante casi una hora. Pudo haber terminado fácilmente con ella en aquel momento, pero su sentido del drama le hacía querer esperar el aniversario exacto.
La única iluminación procedía de las farolas de la calle, pero no había muchos sitios donde esconderse en el apartamento. Era una idea interesante: podía esperar allí mientras ella leía, se adormecía y apagaba la luz; esperar hasta que dejase de moverse y su respiración se hiciese apacible. Entonces, podría salir fácilmente, arrodillarse a su lado, observarla del mismo modo que había observado a la otra chica, y después despertarla. Pero, antes de decidirse, vería si tenía otras posibilidades.
Cuando abrió la puerta del armario del dormitorio, se encendió automáticamente la luz. Jimmy vislumbró una maleta casi llena. Cerró rápidamente la puerta. Allí no había sitio para esconderse.
Imagínate a una mujer a la que le quedan menos de dos horas de vida. ¿Lo nota? ¿Sigue su habitual rutina? Estas eran las preguntas hipotéticas que Cory Zola había planteado una noche en la clase de actuación. Cory era un famoso profesor que sólo aceptaba a los estudiantes que consideraba tenían las cualidades para convertirse en estrellas. Me puso en su clase particular la primera vez que hice la prueba ante él, recordó Jimmy en aquel momento. Él sabe distinguir el talento.
No había sitio para esconderse en la sala de estar. No obstante, la puerta principal daba directamente a ella y había un armario en un ángulo adecuado. La puerta del armario estaba abierta unos centímetros. Rápidamente se dirigió hacia él para inspeccionarlo.
El armario no tenía iluminación automática. Sacó una linterna delgada como un lápiz del bolsillo enfocó el haz de luz hacia el interior, que era inesperadamente profundo. Una pesada bolsa con un vestido, encajado entre voluminosas capas de plástico, colgaba en la parte delantera. Era el motivo por el que la puerta no estaba cerrada. Habría chafado el vestido. Apostaba cualquier cosa a que era su vestido de novia. La otra tarde, cuando la siguió, se había detenido en una tienda de vestidos de novia y había permanecido allí durante casi media hora, probablemente para una última prueba. Quizá la enterrasen con aquel vestido.
La cascada de plástico creaba un lugar perfecto para esconderse. Jimmy se metió en el armario, se deslizó entre dos abrigos de invierno y los juntó. ¿Y si Caroline iba a aquel armario y le encontraba? Lo peor que podía pasar sería no poder matarla exactamente como había planeado. Pero aquellas maletas del otro armario estaban casi llenas. Probablemente ya habría terminado de hacer las maletas. Sabía que se iba en avión a St. Paul por la mañana. Se casaba a la semana siguiente. Ella creía que iba a casarse la semana siguiente.
Jimmy salió fácilmente del armario. A las cinco, había esperado a Caroline ante la State House de Trenton en el coche que había alquilado. Ella había trabajado hasta tarde. Después, la siguió hasta el restaurante en el que se encontró con Wexford. Se quedó fuera y no se marchó hasta que, por la ventana, les vio encargar la cena. Entonces, había ido directamente hasta allí. Ella no volvería hasta, al menos, una hora. Se sirvió una lata de soda de la nevera y se acomodó en el sofá. Era el momento de prepararse para el tercer acto.
Había comenzado hacía cinco años y medio, en el último semestre del Rawlings College de Bellas Artes, en Providence. Él seguía los estudios de actuación del curso de teatro. Caroline se había especializado en dirección. Él había participado en un par de las obras que ella había dirigido. Como estudiante de penúltimo año, había representado a Biff en La muerte de un viajante. Estuvo tan fantástico que la mitad de la escuela empezó a llamarle Biff.
Jimmy sorbió la soda. El recuerdo le había llevado a la Facultad, al grupo de teatro de los estudiantes de último curso. Él era el protagonista. El presidente de la Facultad había invitado a un viejo amigo, un productor de la «Paramount», como invitado para la noche del estreno y corría la voz de que el productor estaba buscando un nuevo talento. Desde el principio, Caroline y él habían estado en completo desacuerdo sobre su interpretación del papel. Entonces, dos semanas antes de la noche del estreno, ella le quitó el papel y se lo dio a Brian Kent. Todavía podía verla, con su pelo rubio recogido a la manera griega, su blusa de cuadros metida dentro de los téjanos y su mirada seria y preocupada.
–No estás del todo bien, Jimmy. Pero creo que resultarás perfecto en el segundo papel, el del hermano.
Segundo papel. El papel del hermano tenía unas seis líneas. Hubiera querido suplicar, rogar, pero sabía que era inútil. Cuando Caroline Marshall hacía un cambio en el reparto era inamovible. Y él tenía el presentimiento de que, de algún modo, tener el papel principal de aquella obra era crucial para su carrera. En aquella fracción de segundos decidió matarla y comenzó a actuar de inmediato. Rió, con risa ahogada, mortificada y despreocupada, y dijo:
–Caroline, he intentado reunir el valor de decirte que estoy tan atrasado en los trabajos del trimestre, que ni siquiera puedo pensar en actuar.
Ella se había dejado engañar. Y pareció sentirse aliviada. El productor de la «Paramount» acudió. Invitó a Brian Kent a la costa para hacerle una prueba para una nueva serie. El resto, como decimos en Hollywood, pensó Jimmy, era historia. Después de casi cinco años, la serie estaba todavía entre los diez primeros puestos y Brian Kent acababa de firmar un contrato por tres millones de dólares para hacer una película.
Dos semanas después de graduarse, Jimmy fue a St. Paul. La casa de la familia de Caroline era prácticamente una mansión, pero él se dio cuenta rápidamente de que la puerta lateral no estaba cerrada con llave. Atravesó el piso de abajo, subió la amplia y majestuosa escalera y pasó por delante del dormitorio principal. La puerta se hallaba entreabierta. La cama estaba vacía. Entonces, abrió la puerta del dormitorio contiguo y la vio: estaba allí, echada y dormida. Todavía podía ver los contornos de su habitación, la cama de columnas, de bronce, el brillo sedoso de las caras y suaves sábanas de percal. Recordaba cómo se había inclinado sobre ella mientras estaba en la cama, hecha un ovillo, con su reluciente pelo rubio sobre la almohada. Él murmuró: «Caroline», y ella abrió los ojos, le miró y dijo: «No».
Le echó los brazos por encima y le cubrió la boca con las manos. Ella escuchaba, con los ojos aterrorizados, mientras él le susurraba que iba a matarla, que si no le hubiese quitado el papel principal, el productor de la «Paramount» le hubiese visto a él en lugar de a Brian Kent. Finalmente, le dijo:
–Ya no vas a dirigir nada más, Caroline. Tienes un nuevo papel. El de víctima.
Había intentado librarse de él, pero la había echado hacia atrás y le había pasado la cuerda alrededor del cuello. Sus ojos se dilataron y le miraron, encendidos. Alzó las manos, con las palmas extendidas, suplicándole, y luego las manos cayeron sin fuerza sobre la sábana.
Al día siguiente, no podía esperar a leer en los periódicos: «Hija de un prominente banquero de St. Paul, asesinada.» Recordaba cómo se había reído y luego llorado de frustración al leer las primeras frases. El cuerpo de Lisa Marshall, de 21 años de edad, fue encontrado por su hermana gemela esta mañana.
Lisa Marshall. Hermana gemela.
La historia seguía: La joven había sido estrangulada. Las gemelas estaban solas en la casa familiar. La Policía no ha podido interrogar a Caroline Marshall. Al ver el cuerpo de su hermana, entró en un shock profundo y está siendo tratada con calmantes.
Se lo contaría a Caroline aquella noche, algo más tarde. Durante todos aquellos años en Los Ángeles, había estado suscrito a los diarios de Minneápolis-St. Paul, esperando noticias sobre el caso. Luego, leyó que Caroline estaba prometida y que iba a casarse el 30 de mayo... a la semana siguiente. Caroline Marshall, abogada del cuerpo administrativo del procurador general de Trenton, Nueva Jersey, se casaba con un profesor adjunto de la Universidad de Princeton, el doctor Sean Wexford. Wexford había sido estudiante de la escuela universitaria de graduados cuando Jimmy estaba en Rawlings. Jimmy le tuvo en un curso de psicología. Se preguntaba cuándo se habrían juntado Caroline y Wexford. No salían juntos cuando Caroline estudiaba en Rawlings. Estaba seguro de ello.
Jimmy sacudió la cabeza. Llevó la lata vacía de soda a la cocina y la tiró al cubo de la basura. Caroline podía volver en cualquier momento. Fue al cuarto de baño y se sobresaltó por el ruidoso flujo de agua del inodoro. Luego, con infinito cuidado, se introdujo en el armario y colocó los abrigos de invierno a su alrededor. Buscó el trozo de cuerda en el bolsillo de su chándal. Lo había cortado del mismo rollo del grueso aparejo de pesca que había utilizado para su hermana. Estaba preparado.
–¿Un capuccino, cariño?
Sean sonreía al otro lado de la mesa, iluminada por una vela. Los ojos azul oscuro de Caroline estaban pensativos con aquella mirada de tristeza absoluta que a veces tenían. Era comprensible aquella noche. Era el aniversario de la última noche que había pasado con Lisa.
Para intentar distraerla, dijo:
–Me sentí como un elefante en una tienda de porcelana cuando recogí tu vestido esta tarde.
Caroline enarcó las cejas.
–¿Lo miraste? Trae mala suerte.
–No me dejaron ni acercarme a él. La vendedora estuvo todo el rato disculpándose por no poder enviarlo.
–He corrido tanto este último mes que he perdido peso. Tuvieron que meterlo.
–Estás demasiado delgada. Tendremos que engordarte en Italia. Pasta tres veces al día.
–Casi no puedo esperar.
Caroline sonrió desde el otro lado de la mesa. Le gustaba lo grande que era Sean, la forma en que su pelo color de arena parecía siempre algo despeinado, el humor de sus ojos grises.
–Mi madre me llamó por teléfono esta mañana. Sigue estando preocupada porque mi vestido no tiene mangas. Me recordó dos veces que la broma en Minnesota es preguntar: «¿Qué día era verano?»
–Yo me presto voluntario para mantenerte caliente. Tu vestido está en el armario de delante. Por cierto, será mejor que te devuelva tu otro juego de llaves.
–Guárdalo. Si olvido algo, podrás traerlo contigo la semana próxima.
Cuando dejaron el restaurante, Caroline le siguió hasta la espaciosa casa victoriana que sería la suya cuando volvieran de la luna de miel. Ella iba a dejar su coche en el segundo garaje mientras estuvieran fuera. Sean fue con su coche hasta delante de la casa, lo aparcó y subió al de ella. Ella pasó al otro lado y él la condujo hasta su casa, rodeándola con su brazo.
Jimmy se sentía orgulloso de encontrarse bien tras una hora de permanecer inmóvil y en pie. Estaba en forma debido al gimnasio y a todas las lecciones de baile.
Se había pasado los últimos cinco años estudiando, llamando a las puertas, intentando acceder a los encargados de los repartos de papeles, llegando cerca y luego cerrándole la puerta. Para conseguir un buen agente había que demostrar que habías tenido algunos papeles buenos. Y para que te enviasen a los buenos distribuidores de papeles necesitabas un agente emprendedor. Y, a veces, tenía que escuchar al último asesino: «Usted es un tipo a lo Brian Kent, y eso no le ayuda.»
El recuerdo enfurecía a Jimmy, y sacudió la cabeza. Y todo aquello después de que su madre hubiese persuadido a su padre para que le mantuviera durante un año para, como él lo llamaba, «intentar actuar».
Jimmy sintió de nuevo la antigua cólera. A su padre no le había gustado nunca lo que hacía. Cuando Jimmy estuvo tan estupendo en La muerte de un viajante, ¿había estado orgulloso su padre? No. Él quería aplaudir a un hijo que jugara de defensa, un contendiente en el Trofeo Heisman.
Jimmy no se molestó en pedir más cuando se acabó el dinero de su padre. Aproximadamente cada mes, su madre le enviaba lo que había podido sacar del presupuesto familiar. El viejo podía tener mucho, pero seguro que era tacaño. Pero amigo, lo que le hubiese gustado que James Junior hubiera sido el que hubiese firmado el contrato de Brian Kent por tres millones de dólares la semana pasada. «¡Ése es mi hijo!», hubiera dicho.
Así es como hubiera sido la escena si cinco años antes Caroline no le hubiera quitado el papel para dárselo a Brian Kent.
Jimmy se puso rígido. Percibió sonido de voces en la puerta principal. Caroline. No estaba sola. La voz de un hombre. Jimmy se apretó contra la pared. Cuando la puerta se abrió y la luz se encendió de golpe, miró hacia abajo y se quedó inmóvil. La luz se filtraba dentro del armario. Estaba seguro de que no podían verle, pero las puntas de sus gastadas bambas apuntando hacia fuera, gritaban su presencia.
Caroline echó un vistazo a la sala de estar cuando se encendió la luz. Aquella noche, por alguna razón, el apartamento parecía distinto, extraño. Pero, claro, era sólo porque era aquella noche. El aniversario de Lisa. Rodeó a Sean con sus brazos y él le acarició suavemente la nuca.
–¿Sabes que has estado muy lejos toda la noche?
–Siempre estoy atenta a cada una de tus palabras. –Fue un intento de animarse que fracasó. Su voz se quebró.
–Caroline, no quiero que estés sola esta noche. Deja que me quede contigo. Mira, ya sé por qué quieres estar sola y lo comprendo. Vete al dormitorio. Yo me echaré en el sofá.
Caroline intentó sonreír.
–No, estoy bien, de verdad. –Le echó los brazos al cuello–. Abrázame fuerte un minuto y luego vete de aquí –dijo–. Pondré el despertador a las seis y media. Me va mejor acabar de hacer las maletas por la mañana. Ya me conoces. Activa por la mañana. Apagada por la noche.
–No me había dado cuenta.
Los labios de Sean acariciaron su cuello, la frente, encontraron sus labios. La abrazó, notando la tensión en su delgado cuerpo. Aquella noche, ella le había dicho:
–Cuando pasa el aniversario, estoy realmente bien. Es sólo que un par de días antes es como si Lisa estuviera conmigo. Es una sensación que va en aumento. Como hoy. Pero sé que me encontraré bien mañana, que me iré a casa para preparar la boda y que seré feliz.
A regañadientes. Sean soltó a Caroline de sus brazos. Se la veía muy cansada en aquel momento y, por extraño que pareciera, eso la hacía parecer más joven. Tenía veintiséis años y en aquel momento hubiera podido pasar por una de sus alumnas de primero. Se lo dijo.
–Pero eres más bonita que cualquiera de ellas –concluyó–. Va a ser terriblemente maravilloso despertarme y verte a ti lo primero por la mañana durante el resto de mi vida.
El cuerpo de Jimmy Cleary estaba empapado de sudor. ¿Y si ella dejaba que Wexford pasara la noche allí? Seguramente le verían por la mañana cuando Caroline cogiera el vestido de novia del armario. Estaban abrazados el uno al otro a menos de dos palmos de donde él estaba. ¿Y si uno de ellos olía el sudor de su cuerpo? Pero Wexford se iba.
–Estaré aquí a las siete, cariño –dijo a Caroline.
«Y la encontrarás como ella encontró a su hermana –pensó Jimmy–. Así es como la imaginarás por la mañana durante el resto de tu vida.»
Caroline echó el cerrojo detrás de Sean. Por un momento, estuvo tentada de volver a abrir inmediatamente, llamarle, decirle sí, quédate conmigo. No quiero estar sola. Pero no estoy sola, pensó al apartar la mano del tirador. Lisa está tan cerca de mí esta noche. Lisa. Lisa.
Entró en el dormitorio y se desvistió rápidamente. Una ducha caliente la ayudó a mitigar la tensión que sentía en los músculos del cuello y de la espalda. Recordaba la forma en que las manos de Sean habían acariciado aquellos músculos. «Le quiero tanto», pensó. Su pijama a rayas rojas y blancas estaba en el colgador de la puerta del cuarto de baño. Había comprado lencería y camisones en una tienda de Madison Avenue cuando lo había visto.
–Si le gusta, será mejor que se decida pronto –había dicho la vendedora–. Sólo tenemos uno en rojo. Es cómodo y muy bonito.
Uno. Aquello había hecho decidirse a Caroline. Una de las cosas más difíciles en aquellos cinco años había sido romper la costumbre de comprar dos de cada cosa. Durante años, si veía algo que le gustaba, compraba dos automáticamente. Lisa hacía lo mismo. Eran exactamente de la misma talla, la misma altura, el mismo peso. Incluso sus padres tenían problemas para distinguirlas. Cuando estaban en el penúltimo curso de instituto, su madre les había instado a comprarse vestidos distintos para el baile de gala. Compraron por separado en almacenes distintos y llegaron a casa con el mismo vestido de muselina con motas bordadas en azul y blanco.
Al año siguiente, llorando, acordaron con sus padres y con el psicólogo de la escuela que se harían un favor si iban a distintas Universidades y no hablaban de que eran gemelas idénticas.
–Ser íntimas es maravilloso –dijo el psicólogo–, pero tenéis que pensar en vosotras mismas como individuos. No desarrollaréis toda vuestra capacidad a menos que os dejéis sitio la una a la otra.
Caroline fue a Rawlings, Lisa a California del Sur. En la Facultad, a Caroline le encantaba en secreto que la gente pensase que había escrito en su propia foto «A mi mejor amiga». Incluso se graduaron el mismo día. Su madre fue con Lisa. Papá fue a la graduación de Caroline.
Caroline se dirigió a la sala de estar, recordó echar la cadena a la puerta trasera, encendió la televisión y con indiferencia empezó a doblarse a un lado y a otro. Había un anuncio de un seguro de vida. «¿No es un consuelo saber que su familia será atendida después de que usted se haya ido?» Caroline quitó de golpe la televisión. Apagó la luz de la sala de estar, fue rápidamente al dormitorio y se deslizó bajo las mantas. Se puso de lado, dobló las piernas contra su cuerpo y hundió su rostro entre las manos.
Sean Wexford no podía librarse de la sensación de que debería de haberse negado rotundamente a dejar a Caroline. Se quedó unos minutos sentado en el coche, mirando la puerta. Pero ella necesitaba estar sola. Meneando la cabeza. Sean cogió las llaves del coche.
De vuelta a casa, sus emociones alternaban entre su preocupación por Caroline y la ilusión de que, en una semana a partir del día siguiente, estarían casados. Qué parado se había quedado el año anterior cuando la vio corriendo delante de él en el recinto de Princeton. Ella había asistido solamente a una de sus clases en Rawlings. En esos días, trabajaba tanto en su tesis doctoral, que ni siquiera había pensado en salir con ella. Aquella mañana, hacía un año, ella le había hablado de ir a la Columbia Law School, trabajar para un juez del tribunal supremo de Nueva Jersey y luego ir a trabajar a la oficina del procurador general, en Trenton. Y, recordó Sean mientras conducía el coche hacia su casa, tomando aquella taza de café, ambos supimos lo que nos estaba sucediendo. Aparcó el coche de Caroline detrás del suyo y se dirigió hacia la casa sonriendo al pensar que pronto sus coches estarían siempre juntos en el aparcamiento.
A Jimmy Cleary le sorprendió que Caroline apagase tan repentinamente el televisor. Pensó de nuevo en las preguntas que Cory Zola había apuntado en la clase de actuación: Imagínate a una mujer a la que le quedan menos de dos horas de vida. ¿Lo nota? ¿Sigue su habitual rutina? Caroline podía estar percibiendo el peligro. Cuando volviera a clase, plantearía de nuevo esa cuestión.
–En mi opinión –diría–, se aviva el espíritu al prepararse a dejar el cuerpo.
Le daba la impresión de que Zola encontraría profunda su penetración psicológica.
Jimmy sintió un calambre en la pierna. No estaba habituado a estar de pie absolutamente inmóvil durante tanto rato, pero podía hacerlo durante el tiempo que fuera necesario. Si la intuición de Caroline estaba avisándola del peligro, prestaría atención incluso al menor sonido. Las paredes de aquel apartamento ajardinado no eran gruesas. Un grito y alguien podía oírla. Se alegraba de que hubiera dejado la puerta del dormitorio abierta. No tendría que preocuparse por el crujido de la puerta cuando se dirigiese hacia ella.
Jimmy cerró los ojos. Quería repetir la situación exacta del momento en que despertó a su hermana. Una rodilla sobre el suelo, junto a la cama, los brazos dispuestos a envolverla y las manos en posición de taparle la boca. De hecho, había permanecido arrodillado uno o dos minutos antes de despertar a la otra chica. Probablemente no se arriesgaría a ese lujo ahora. Caroline dormiría ligeramente. Su espíritu estaría latiéndole con violencia para mantenerle alerta.
Alerta. Una bonita palabra. Una palabra para susurrarla desde el escenario. Ahora tendría una carrera teatral. Broadway. No se acercaba a lo que te pagaban por una película, pero daba prestigio. Su nombre en la marquesina.
Caroline le traía mala suerte y estaba a punto de quitarla de en medio.
Caroline estaba acurrucada en la cama, temblando. El suave edredón de plumón no podía mitigar el temblor. Tenía miedo, tanto miedo. ¿Por qué?
–Lisa –murmuró–. Lisa, ¿fue así como te sentiste? ¿Te despertaste? ¿Sabías lo que te estaba sucediendo? ¿Te oí gritar aquella noche y volví a quedarme dormida?
Aún no lo sabía. Era sólo una impresión, una imagen borrosa y nebulosa que le llegó en las semanas que siguieron a la muerte de Lisa. Ella y Sean habían hablado de ello.
–Creo que pude haberla oído. Quizá si me hubiese obligado a despertarme...
Sean le hizo comprender que su reacción era la típica de las familias de las víctimas. El síndrome del «si, al menos». En aquel último año, a través de él y con él, había empezado a experimentar paz, curación. Excepto en aquel momento.
Caroline se dio la vuelta en la cama y se obligó a estirar las piernas y los brazos. «La angustia irracional y la profunda tristeza son los síntomas de la depresión», había leído. La tristeza, de acuerdo, pensó. Es el aniversario, pero no me rendiré ante la angustia. Recuerda los momentos felices con Lisa. Aquella última noche.
El padre y la madre se habían ido a un seminario de banqueros en San Francisco. Ella y Lisa habían pedido pizza, bebido vino y se habían abrumado charlando de la decisión de Lisa de ir a la Facultad de Derecho. Caroline había hecho los exámenes de admisión de la Facultad de Derecho, pero no estaba todavía segura de lo que quería hacer.
–Realmente, me encantaba estar en el grupo de teatro –había contado a Lisa–. No soy una buena actriz, pero puedo intuir una buena actuación. La obra fue bien y Brian Kent, que yo sabía que era perfecto para el primer papel, fue escogido por un productor. No obstante, si me saco una licenciatura en Derecho quizá podamos abrir un bufete y decirle a la gente que le damos el doble de lo que vale su dinero.
Se habían acostado a las once. Sus habitaciones eran contiguas. Normalmente dejaban la puerta abierta, pero Lisa quería ver un programa de televisión y Caroline tenía sueño, de modo que se tiraron unos besos y Caroline cerró la puerta. «Si, al menos, la hubiese dejado abierta –pensaba–. Seguramente la habría oído si tuvo la posibilidad de gritar.»
A la mañana siguiente, no se despertó hasta después de las ocho. Recordaba que se sentó en la cama y se desperezó pensando en lo bueno que era haber terminado las clases. Como regalo de final de curso, a ella y a Lisa les habían ofrecido un viaje a Europa aquel verano.
Caroline recordaba cómo había saltado de la cama, decidida a preparar café y zumo y llevárselos a Lisa en una bandeja. Preparó el zumo mientras se hacía el café, luego puso los vasos, las tazas y la cafetera en una bandeja y subió las escaleras.
La puerta de Lisa estaba un poco abierta. Acabó de abrirla con el pie y dijo:
–Despiértate, nena. Tenemos hora para jugar al tenis dentro de una hora.
Y entonces vio a Lisa. Con la cabeza desplomada de forma artificial, la cuerda apretada en el cuello, los ojos muy abiertos y llenos de miedo y las palmas extendidas como si intentase empujar a alguien. Caroline soltó la bandeja, salpicándose las piernas con el café, consiguió llegar al teléfono dando tumbos y marcar el 911, y luego se puso a chillar, a chillar hasta que se le quebró la garganta en un sonido áspero y gutural. Se despertó en el hospital tres días después. Le dijeron que la Policía la había encontrado echada junto a Lisa, con la cabeza de Lisa sobre su hombro.
La única pista, la embarrada huella parcial de una zapatilla deportiva exactamente delante de la puerta lateral.
–Y, luego –como les dijo más tarde el jefe de los detectives–, él o ella fue lo suficientemente educado o educada como para restregar el resto del barro en el felpudo.
Si al menos hubieran encontrado al asesino de Lisa, pensaba Caroline mientras estaba echada a oscuras. Todos los detectives creían que era alguien que conocía a Lisa. No había intento de robo. Ni intento de violación. Habían interrogado exhaustivamente a los amigos de Lisa, a sus compañeros de Facultad. Había un joven en su clase que estaba obsesionado por ella. Había sido un sospechoso, pero la Policía nunca pudo probar que estuviera en St. Paul aquella noche.
Investigaron un error de identidad, en particular cuando supieron que ninguna de las dos había contado a sus amigos de Facultad que tenía una hermana gemela idéntica.
–Al principio, no lo dijimos porque habíamos prometido no hacerlo. Fue un juego para nosotras –explicó Caroline.
–¿Y los amigos de la Facultad que les visitaban en casa?
–No traíamos a casa a los amigos de la Facultad. Estábamos encantadas de tener tiempo para estar juntas durante las vacaciones y los descansos escolares.
«¡Oh! Lisa –pensaba ahora Caroline–. Si al menos supiera por qué. Si al menos hubiera podido ayudarte aquella noche.»
No tenía sueño, pero se sintió repentinamente cansada.
Finalmente, sus párpados empezaron a cerrarse.
«¡Oh! Lisa –pensó–, yo quería que tú también tuvieses una felicidad como la mía. Si pudiese compensarte un poco.»
La ventana estaba un poco abierta por la parte inferior. Unas cerraduras laterales evitaban que pudiera levantarse más hacia arriba. En aquel momento, una fuerte ráfaga de viento hizo que la persiana vibrase. Caroline se levantó de un salto, vio lo que había sucedido y se dejó caer de nuevo contra las almohadas. «Basta –se dijo–, basta.» Deliberadamente, cerró los ojos y, al cabo de un momento, cayó en un ligero sueño lleno de pesadillas, un sueño en el que Lisa intentaba llamarla, intentaba advertirla.
Era el momento. Jimmy Cleary podía percibirlo. El crujir de las sábanas había cesado. Absolutamente ningún sonido procedía del dormitorio. Se deslizó entre las prendas que le habían ocultado y apartó la bolsa que contenía el vestido de Caroline. Las bisagras chirriaron levemente cuando abrió la puerta del armario, pero no hubo ninguna reacción dentro de la habitación. Se dirigió por la sala de estar hacia el lado de la puerta del dormitorio. Caroline tenía una luz piloto conectada a uno de los enchufes, que proporcionaba la claridad suficiente como para que él pudiera ver que dormía intranquila. Su respiración era uniforme pero poco profunda. Varias veces movió la cabeza de lado a lado como si estuviera protestando por algo.
Jimmy buscó la cuerda en el bolsillo. Le satisfacía extraordinariamente saber que procedía del mismo rollo de hilo que había utilizado con la hermana. Llevaba incluso el mismo chándal que se había puesto hacía cinco años y los mismos zapatos deportivos. Sabía que era algo arriesgado guardarlos, por si los policías le interrogaban alguna vez, pero nunca había sido capaz de tirarlos. En lugar de eso, los guardó junto con otras cosas en un almacén que había alquilado, donde nadie hacía preguntas. Por supuesto, había utilizado un nombre distinto.
Se acercó de puntillas hasta el lado de la cama de Caroline y se arrodilló. Pudo saborear el observarla durante un minuto entero antes de que sus ojos se abrieran aturdidos y sus manos le tapasen la boca.
Sean estuvo viendo las noticias de las diez, se percató de que no tenía nada de sueño y abrió el libro que quería leer. Minutos más tarde, lo dejaba de lado con impaciencia. Algo no iba bien. Podía percibirlo de forma tan tangible como si viera salir humo de la habitación contigua y supiera que había fuego en la casa. Telefonearía a Caroline. Para ver cómo le iba. Por otra parte, quizá hubiera conseguido quedarse dormida. Se dirigió hacia el mueble bar y se sirvió una generosa medida de whisky escocés en un vaso. Unos cuantos sorbos le ayudaron a pensar que probablemente estaba actuando como una vieja chismosa y asustadiza.
Caroline abrió los ojos cuando oyó susurrar su nombre. «Es una pesadilla –pensó–, he estado soñando.» Empezó a gritar y entonces sintió que una mano le apretaba la boca, una mano tuerte y musculosa que le estrujaba los pómulos, le mantenía los labios apretados y casi le cubría los agujeros de la nariz. Boqueó, luchando por respirar. La mano bajó un centímetro y pudo respirar. Intentó apartarse, pero el hombre la sujetaba con el otro brazo. Tenía su rostro junto al de ella.
–Caroline –murmuró–, he venido a corregir mi error.
La luz de noche proyectaba extrañas sombras sobre la cama. Aquella voz. La había oído antes. El perfil de su ancha frente, de la mandíbula cuadrada. Los fornidos hombros. ¿Quién?
–Caroline, la excelente directora.
Entonces reconoció la voz. Jimmy Cleary. Jimmy Cleary, y en el mismo instante supo por qué. Como la escena de una película, el momento en que le dijo a Jimmy que, sencillamente, no era el adecuado para el papel pasó por la mente de Caroline como un relámpago. Se lo había tomado tan bien. Demasiado bien. Ella no había querido darse por enterada de que fingía. Había sido más fácil simular que él estaba de acuerdo con su decisión. Y mató a Lisa cuando quería matarme a mí. Es culpa mía. Un gemido se deslizó por sus labios y desapareció contra la palma de la mano de él. Culpa mía, culpa mía.
Y, entonces, oyó la voz de Lisa tan claramente como si Lisa estuviese susurrándole al oído, como si estuviera de nuevo diciéndole secretos, como cuando lo hacían de niñas. No es culpa tuya, pero será culpa tuya si le dejas matar de nuevo. No dejes que eso les suceda a mamá y a papá. Que no le pase a Sean. Hazte mayor por mí. Ten hijos. Ponle mi nombre a una. Tienes que vivir. Escúchame. Dile que no se equivocó. Dile que tú también me odiabas. Te ayudaré.
El aliento de Jimmy Cleary le llegaba caliente a su mejilla. Hablaba del papel, de que Brian Kent fue contratado por el productor, del nuevo contrato de Brian.
–Voy a matarte exactamente del mismo modo que maté a tu hermana. Un actor insiste en su papel hasta que le queda perfecto. ¿Quieres escuchar lo último que le dije a tu hermana?
Levantó ligeramente la mano para que ella pudiera responderle.
Dile que tú eres yo.
Durante una fracción de segundo, Caroline tuvo de nuevo seis años. Ella y Lisa estaban jugando en los cimientos de una casa que se construía cerca de la suya. Lisa, siempre más atrevida, siempre con pie firme, la guiaba por entre los montones de bloques de cemento de ceniza.
–No seas miedosa –apremiaba–. Sígueme.
Se oyó murmurar.
–Me encantaría saberlo todo. Quiero saber cómo murió, para poder reírme. En realidad, mataste a Caroline. Yo soy Lisa.
Sintió que la mano le abofeteaba la boca con una furia salvaje.
Alguien había reescrito el guión. Furiosamente, Jimmy hundió los dedos en sus pómulos. ¿En los pómulos de quién? ¿En los de Caroline? Si ya la había matado, ¿por qué no había cambiado su suerte? Sin mover el brazo que tenía sobre su pecho, buscó la cuerda en el bolsillo delantero de su chándal. Acaba con ello, se dijo. Si ambas están muertas, seguro que tendrás a Caroline.
Pero era como estar en el escenario en el tercer acto sin saber cómo terminaba la obra. Si el actor no conocía el punto culminante, ¿cómo podía esperarse que la audiencia sintiera tensión alguna? Porque había una audiencia, una audiencia invisible llamada destino. Tenía que estar seguro.
–Si intentas gritar, no llegarás ni a dar un grito –dijo–. Eso fue todo lo que le salió a tu hermana.
Ella oyó a Lisa aquella noche.
–Así que asiente con la cabeza si prometes no gritar. Hablaré contigo. Quizá si me convences te deje vivir. Wexford quiere que tú seas lo primero que vea por la mañana durante el resto de su vida, ¿no es así? Le oí decir eso.
Jimmy Cleary estaba allí cuando llegaron ellos. Caroline sintió que la oscuridad se cerraba sobre ella.
¡Haz lo que dice! No te atrevas a desmayarte. La voz mandona de Lisa.
–La duquesa ha hablado –acostumbraba a decirle Carolina, y se reían juntas.
Jimmy dobló el brazo que tenía sobre el cuerpo de Carolina, dio un tirón de la cuerda que había puesto alrededor de su cuello y le hizo un nudo corredizo. Era el doble del trozo que había utilizado la última vez. Se le había ocurrido que en aquella ocasión haría un doble nudo, un gran gesto final, al salir del foco de la muerte.
La mayor longitud de la cuerda le permitía manipularla. Con calma le dijo que saliera de la cama, que tenía hambre –quería que ella le preparase un bocadillo y un café–, que iba a sostener el extremo de la cuerda y tiraría de ella hasta estrangularla si levantaba la voz o intentaba algo raro.
Haz lo que dice.
Obedientemente, Caroline se sentó mientras Jimmy levantaba el peso de su brazo de encima de su cuerpo. Sus pies tocaron la fina madera del suelo. Automáticamente, buscó las zapatillas. «Puedo estar muerta dentro de unos segundos y me preocupo por ir descalza», pensó. Al inclinarse hacia adelante la cuerda le hizo daño en el cuello.
–No... por favor –dijo, con pánico en la voz.
–¡Cállate! –Notó las manos de Jimmy Cleary en su cuello, aflojando la cuerda–. No te muevas tan rápidamente y no vuelvas a levantar la voz.
Juntos atravesaron la sala de estar y entraron en la cocina. La mano de él reposaba en su nuca. Sus dedos agarraban la cuerda. Incluso floja, ella podía sentir su presión, como una cinta de acero. En su imaginación veía la lista gris clavada en la garganta de Lisa. Por vez primera empezó a recordar el resto de aquella mañana. Marcó el 911 y comenzó a gritar. Luego, dejó caer el auricular. El cuerpo de Lisa estaba casi al borde de la cama, como si en el último momento hubiese intentado escapar. Tenía la piel tan azul que creía que tenía frío, que debía calentarla, recordó Caroline mientras abría la puerta de la nevera. Corriendo di la vuelta a la cama, me metí, puse mis brazos a su alrededor y empecé a hablarle intentando quitarle la cuerda de alrededor de su cuello y luego sentí como si me cayera.
Ahora, la cuerda estaba alrededor de su cuello. Por la mañana, ¿la encontraría Sean del mismo modo que ella había encontrado a Lisa?
No. No debe suceder. Haz el bocadillo. Hazle café. Actúa como si los dos estuvieseis representando en una gran escena. Dile lo mandona que yo era. Vamos. Coge todas las cosas buenas y dales la vuelta. Cúlpame del mismo modo que él te está culpando a ti.
Caroline miró el refrigerador y tuvo un repentino sentimiento de gratitud por haber pospuesto el vaciarlo. Siempre tenía cosas a mano para hacer bocadillos a Sean; la mujer de la limpieza iba a ir por la mañana para llevárselas a casa. Sacó jamón, queso y pavo, lechuga, mayonesa y mostaza. Recordaba que en la escuela, cuando el personal del reparto salía tarde a tomar algo, Jimmy Cleary siempre pedía un bocadillo variado.
¿Cómo hubiera yo podido saber eso? Pregúntale lo que quiere.
Levantó la vista. La única luz procedía del refrigerador, pero sus ojos iban adaptándose a la oscuridad. Podía ver claramente la inequívoca mandíbula cuadrada que endurecía el rostro de Jimmy Cleary y la ira y la confusión de su expresión. Tenía la boca seca de miedo y murmuró:
–¿Qué tipo de bocadillo quieres? ¿De pavo? ¿De jamón? Tengo pan integral y panecillos italianos.
Notaba que había pasado la primera prueba.
–De todo. Metido en un panecillo.
Sintió que la cuerda se aflojaba ligeramente. Puso a calentar el agua. Hizo el bocadillo rápidamente, poniendo pavo y jamón sobre el queso, repartiendo la lechuga, esparciendo mayonesa y mostaza por todo el panecillo.
La hizo sentar a su lado a la mesa. Ella se sirvió también café y se obligó a beberlo. La cuerda le apretaba el cuello. Movió la mano para aflojarla.
–No lo toques –dijo él. Y la aflojó ligeramente.
–Gracias.
Le observó devorar el bocadillo.
Háblale. Tienes que convencerle antes de que sea demasiado tarde.
–Creo que me dijiste tu nombre, pero realmente no lo entendí.
Él tragó el último pedazo de bocadillo.
–En la marquesina es James Cleary. Mi agente y mis amigos me llaman Jimmy.
Él estaba tragando el café. ¿Cómo podía hacer que la creyera, que confiara en ella? Desde donde estaba sentada, Caroline podía ver el perfil del armario delantero. Antes estaba casi cerrado. Debía de haberse escondido allí. Sean había querido quedarse con ella. Si le hubiera dejado quedarse. En aquellos primeros dos años después de la muerte de Lisa había habido momentos en los que acabar el día parecía una lucha demasiado grande. Sólo las duras exigencias de la Facultad de Derecho habían evitado que cayera en una depresión suicida. Ahora, podía ver el rostro de Sean, tan inexpresivamente querido. «Quiero vivir –pensó–. Quiero el resto de mi vida.»
Jimmy Cleary se sentía mejor. No se había dado cuenta de lo hambriento que estaba. De algún modo, aquella vez estaba resultando mejor que la anterior. Ahora, estaba actuando en una escena de gato y ratón. Ahora, él era el juez. ¿Era Caroline aquélla? Quizá no se había equivocado la vez anterior. Pero si había destruido a Caroline, ¿por qué no había acabado su mala suerte? Terminó su café. Enroscó los dedos al extremo de la cuerda, tirando de ella un poco más. Alargó el brazo y encendió la lámpara de la mesa. Quería poder estudiar su cara.
–Así que dime –dijo, con seguridad–. ¿Por qué debería de creerte? Y si te creo, ¿por qué debería dejarte vivir?
Sean se desnudó y se duchó. Se miró resueltamente al espejo del cuarto de baño. Dentro de diez días cumpliría treinta y cuatro años. Caroline cumpliría veintisiete al día siguiente. Celebrarían sus cumpleaños en Venecia. Sería fantástico sentarse con ella en la plaza de San Marcos, beber vino y escuchar los dulces sones de los violines viendo las góndolas deslizarse. Era una imagen que había acudido a su mente varias veces en las pasadas semanas. Esta noche era como si estuviera dibujando en blanco. Aquella imagen, simplemente, no se formaba.
Tenía que hablar con Caroline. Se puso una gruesa toalla alrededor y se dirigió hacia el teléfono de la mesilla de noche. Era casi medianoche. A pesar de eso, marcó su número. «A la porra con pedir disculpas –pensó–. Simplemente, le diré que la quiero.»
–No es fácil ser una gemela. –Caroline inclinaba la cabeza para poder mirar directamente a la cara de Jimmy Cleary.
»Mi hermana y yo nos peleábamos mucho. Yo acostumbraba a llamarla la duquesa. Era tan mandona. Ya cuando éramos pequeñas hacía cosas de las que me culpaba a mí. Acabé por odiarla. Ésa es la razón por la que íbamos a Facultades en las puntas opuestas del continente. Quería librarme de ella. Yo era su sombra, su imagen reflejada, una no-persona. Aquella última noche, quería ver la televisión y su televisión se había roto, así que me hizo cambiarle la habitación. Cuando la encontré aquella mañana, supongo que tuve un colapso. Pero, ya ves, ni siquiera mi madre y mi padre percibieron el error.
Caroline abrió mucho los ojos. Bajó la voz haciéndola íntima, confidencial.
–Eres un actor, Jimmy. Tú puedes comprenderlo. Cuando volví en mí me llamaban Caroline. Las primeras palabras que dijo mi madre cuando me desperté fueron: «¡Oh! Caroline, gracias a Dios que no fuiste tú.»
Muy bien. Estás influyéndole.
Tenía de nuevo seis años. Estaban jugando en los cimientos. Lisa iba cada vez más de prisa. Caroline había mirado hacia abajo y le había dado vértigo. Pero siguió intentando mantenerse a la altura de su hermana.
Jimmy estaba divirtiéndose. Se sentía como un agente de reparto pidiéndole a un aspirante que hiciera una interpretación en frío.
–Así que de ese modo decidiste ser Caroline. ¿Cómo lo conseguiste? Caroline fue a Rawlings. ¿Qué sucedió cuando los amigos de Rawlings de Caroline aparecieron?
Caroline acabó su café. Podía ver las chispas de locura en los ojos de Jimmy Cleary.
–Realmente no fue difícil. Shock. Ésa era la excusa. Simulé no recordar a mucha gente que las dos conocíamos. Los doctores la llaman amnesia psicológica. Todo el mundo fue muy comprensivo.
O era una condenada buena actriz o estaba diciendo la verdad. Jimmy se sentía intrigado. Empezó a notar que su cólera disminuía. Aquella chica era distinta de Caroline. Más suave, más agradable. Sintió una afinidad con ella, una afinidad pesarosa. Pero no importaba, no podía dejarla vivir. El único problema era que si él había matado a Caroline, si ella no mentía... y aún no estaba seguro..., ¿por qué la mala suerte no había terminado hacía cinco años?
Aquel atractivo pijama rojo y blanco que llevaba. Puso la mano sobre su brazo y luego la retiró. Tuvo un pensamiento repentino.
–¿Y Wexford? ¿Cómo te encontraste con él?
–Tropezamos el uno con el otro. Yo le oí gritar «Caroline» y supe que era alguien a quien se suponía que conocía. Me dijo su nombre en cuanto me alcanzó corriendo y a continuación habló de que me tenía en clase, así que fingí.
Recuérdale a Jimmy que a Sean no le importaba la Caroline real en Rawlings. Hazle ver que se enamoró de ti en seguida.
Jimmy se movió, inquieto. Caroline continuó:
–No puedo decirte cuántas veces me ha dicho Sean que soy una persona mucho más agradable ahora. Es porque no soy la misma persona. ¿No te parece estupendo? Me encanta que compartas mi secreto, Jimmy. Durante los últimos cinco años has sido mi secreto bienhechor y por fin te he conocido. ¿Quieres más café?
¿Estaba intentando abrumarle? ¿De veras? Él tocó su codo.
–Más café me parece bien.
Se quedó de pie detrás de ella, ligeramente a un lado, mientras ella encendía el fuego para calentar el agua. Una chica muy linda. Pero se daba cuenta de que no podía dejarla vivir. Se acabaría el café, la llevaría de nuevo al dormitorio y la mataría. Primero le contaría lo de la mala suerte. Echó un vistazo al reloj. Eran las doce y media. Había matado a la otra hermana a las doce cuarenta, de modo que el momento era perfecto. Le vino a la mente una imagen de cómo la otra chica había extendido sus manos como si quisiera arañarle, cómo le habían brillado y se le habían salido los ojos. A veces soñaba con ello. Durante el día, el recuerdo le hacía sentirse bien. Por la noche, le hacía empezar a sudar.
El teléfono sonó.
La mano de Caroline agarró el asa del pote convulsivamente. Sabía que era Sean. Otras noches, cuando a él le parecía que estaba muy deprimida y probablemente despierta, la telefoneaba.
Convence a Jimmy de que tienes que responder al teléfono. Debes hacer que Sean sepa que le necesitas.
El teléfono sonó una segunda, una tercera vez.
El sudor corría por la frente y el labio superior de Jimmy.
–Olvídalo –dijo.
–Jimmy, estoy segura de que es Sean. Si no respondo pensará que algo va mal. No le quiero aquí. Quiero hablar contigo.
Jimmy lo pensó. Si era Wexford, probablemente ella tendría razón. El teléfono sonó de nuevo. Estaba conectado a un contestador automático. Jimmy apretó el botón que hacía audible la conversación, levantó el receptor y se lo tendió. Después estiró la cuerda dé modo que le hacía daño en la garganta.
Caroline sabía que no podía permitirse que su voz sonara temblorosa.
–Hola –consiguió parecer medio dormida y fue recompensada por la ligera relajación de la presión de la cuerda sobre su cuello.
–Caroline, cariño, ¿estabas dormida? Lo siento. Me preocupaba que te sintieras deprimida. Sé lo que esta noche significa para ti.
–No, me gusta que hayas llamado. No estaba verdaderamente dormida.
»Sólo había empezado a amodorrarme.
«¿Qué puedo decirle?», se preguntaba Caroline desesperadamente.
El vestido. Tu vestido de novia.
–Es bastante tarde –oyó decir a Sean–. ¿Terminaste finalmente de hacer las maletas esta noche?
Jimmy le dio unos golpes en el hombro y asintió con la cabeza.
–Sí, me sentía muy despierta y por eso terminé.
Jimmy se veía impaciente. Le hizo señal de que cortase pronto. Caroline se mordió el labio. Si no lo hacía, sería el final.
–Sean, cariño, te quiero por haberme llamado y estoy bien, de verdad. Estaré lista a las siete y media. Sólo una cosa. Cuando empaquetaron mi vestido, ¿te acordaste de pedirles que rellenasen bien las mangas para que no se arrugasen? –Pensó, que Sean no me descubra.
Sean notó que los dedos que sostenían el auricular se le llenaban de un sudor frío. El vestido. El vestido de Caroline no tenía mangas. Y había algo más. Su voz resonaba. No estaba en la cama. Estaba en el teléfono de la cocina y había puesto el botón del altavoz. No estaba sola. Con un supremo esfuerzo, mantuvo la voz serena.
–Cariño, puedo jurarte sobre un montón de biblias que la vendedora me dijo algo de eso. Creo que tu madre había telefoneado también para recordárselo. Ahora, escucha, duerme un poco. Te veré por la mañana y recuerda: te quiero.
Consiguió colgar sin que el auricular golpease con violencia, luego dejó caer la toalla y sacó su chándal del armario. Las llaves del apartamento de Caroline estaban en la cómoda, junto a las llaves de su coche. ¿Debería perder el tiempo de llamar a la Policía? Con el teléfono de su coche. Les llamaría mientras iba de camino. «¡Dios mío! –pensó–, por favor...»
Sean había comprendido. Caroline colgó el receptor y miró a Jimmy.
–Has hecho un buen trabajo –dijo él–. Y ¿sabes?, estoy empezando a creerte.
La llevó de nuevo al dormitorio y la obligó a tumbarse. Puso su brazo sobre ella, exactamente del mismo modo en que había sujetado a su hermana. Luego, le explicó lo que su profesor, Cory Zola, le había dicho sobre la mala suerte.
–Estábamos haciendo una escena de duelo la semana pasada en clase y supongo que me volví loco. Corté al otro estudiante. Zola se enfadó mucho conmigo. Intenté explicar que había estado pensando en esta mala suerte que alguien me ha echado y en cómo está estropeándolo todo. Me dijo que no volviera a clase hasta que me librase de ello. Así que, aunque crea que maté a Caroline la última vez, todavía tengo que desprenderme de esta sensación porque no puedo volver a clase hasta haberme librado de ella. Y en mi libreto, Lisa... ése es tu verdadero nombre, ¿no...? tú la has heredado.
Le brillaban los ojos. Tenía la expresión vacía, fría. «Está loco –pensó Caroline–. Sean tardará quince minutos en llegar aquí. Han pasado tres minutos. Doce minutos más. Lisa, ayúdame.»
Brian Kent es el gafe. Extraños en un tren.
Tenía la boca muy seca. Su rostro estaba tan cerca del de ella. Podía oler el sudor que le caía del cuerpo. Notaba que sus dedos estaban empezando a tirar de la cuerda. Consiguió adoptar una voz desapasionada.
–Matándome no resolverás nada. Brian Kent es el gafe, no yo. Cuando él se aparte de tu camino, tendrás tu oportunidad. Y si yo le mato, tú tendrás un dominio sobre mí como el que yo tengo sobre ti.
La asombrada interrupción de su respiración le dio alguna esperanza. Ella le tocó la mano.
–Deja de jugar con esa cuerda, Jimmy, y escúchame dos minutos. Deja que me siente.
De nuevo, el recuerdo de cuando jugaban a imitar al guía en los cimientos de aquella casa nueva cruzó por su mente. Hubo un momento en que llegaron a un profundo agujero que habían dejado para una ventana. Lisa había saltado. Caroline, unos pasos detrás de ella, vaciló, cerró los ojos y saltó, salvando apenas la abertura. En aquel momento, estaba dando un salto. Si fallaba, se acabaña todo. Sean estaba en camino. Ella lo sabía. Tenía que seguir viviendo durante los siguientes once minutos.
Jimmy alzó el brazo, permitiéndole sentarse. Ella encogió las piernas contra su cuerpo y enlazó sus manos sobre las rodillas. La cuerda se clavaba en los músculos de su cuello, pero no se atrevió a pedirle que la aflojara.
–Jimmy, me has dicho que tu gran problema es que te pareces demasiado a Brian Kent. ¿Y si le sucediera algo a Brian? Necesitarían un sustituto. De modo que, conviértete en él. Sustitúyelo de la misma forma en que yo sustituí a Caroline. Si tiene un accidente repentino, se desesperarán por encontrar a alguien que haga esa película. ¿Por qué no puedes ser tú?
Jimmy sacudió el sudor de su frente. Ella estaba sugiriéndole una nueva interpretación del papel que Brian jugaba en su vida. Siempre se había concentrado en convertirse en una estrella, en ser más grande que Brian, superior a él, en que le dieran una mesa mejor en los restaurantes, en verle apagarse. Pero ni siquiera una vez había imaginado que Brian desapareciera, sencillamente de la escena. Y aunque matase a aquella chica, a Lisa, porque ahora creía que era Lisa, Brian Kent seguiría todavía firmando contratos y posando para páginas dobles en la revista People. Y, aún peor, los agentes continuarían diciéndole que era un tipo a lo Brian Kent.
¿La creía? Caroline intentó humedecerse los labios con la lengua. Los tenía tan secos que le resultaba difícil hablar.
–Si me matas ahora, te encontrarán. Jimmy, los policías no son tontos. Siempre se preguntaron si habían matado o no a la gemela equivocada.
Él escuchaba.
–Jimmy, podemos lograr hacer Extraños en un tren. ¿Recuerdas el argumento? Dos personas intercambian asesinatos. No hay ningún motivo. La diferencia es que nosotros lo llevaremos a cabo. Tú ya has hecho tu parte. Tú quitaste a Caroline de en medio para mí. Ahora, deja que yo me deshaga de Brian Kent para ti.
Extraños en un tren. Jimmy había hecho una escena de aquella película en clase. Había estado superior. Cory Zola le había dicho:
«Jimmy, eres un actor nato.» Sus ojos revolotearon por el rostro de ella. Mírala, sonriéndole. Tenía aplomo. Si había conseguido convencer a su familia de que era Caroline, podía ser capaz de hacer planes respecto a Brian Kent y quitarlo de en medio. Pero, ¿qué garantía tenía de que no empezaría a llamar a la Policía en cuanto la dejase? Se lo preguntó.
–Pero, Jimmy, tienes la mejor garantía del mundo. Sabes que soy Lisa. No comprobaron las huellas digitales de Caroline con nuestras partidas de nacimiento. Podrías traicionarme. ¿Sabes lo que eso sería para mis padres, para Sean? ¿Crees que podrían perdonarme alguna vez? –dijo, mirando directamente a los ojos de Jimmy, esperando su opinión.
Sean salió corriendo de la casa, al momento, se mordió los labios con furiosa frustración. El coche de Caroline bloqueaba el suyo. Quería poder llamar a la Policía mientras iba de camino. Volvió a entrar corriendo en la casa, cogió las llaves del coche de ella, lo apartó del camino y subió al suyo. Mientras salía a la calle a toda velocidad, cogió el teléfono del coche de un tirón y marcó el 911.
Jimmy empezaba a experimentar una deslumbrante sensación de renacimiento. ¿Cuántas veces había visto a Brian Kent en Los Ángeles pasar por delante en aquel «Porsche» suyo? Habían ido juntos a la escuela durante cuatro años, pero Brian nunca hizo más que saludarle fríamente con la cabeza si se topaban el uno con el otro. Cuánto mejor sería que Brian no existiera. Y Lisa, ella era Lisa, estaba convencido de ello, tenía razón. Tendría un control sobre ella. Deliberadamente, aflojó la presión de la cuerda, pero no se la quitó del cuello.
–Digamos que te creo. ¿Cómo te lo cargarías?
Caroline luchó por apartar la delirante sensación que acompañaba a la esperanza. ¿Qué podía decirle?
Irás a la costa. Buscarás a Brian.
Desesperadamente, buscó una trama plausible. Otra vez tenía seis años, cuando saltó, casi rozando los cimientos. Los espacios vacíos entre los bloques de cemento se hacían cada vez más anchos.
Veneno. Veneno.
–Sean tiene un amigo, un profesor especializado en Historia de la Medicina. La semana pasada, en una cena, estuvo contándonos los muchos venenos que hay que no pueden detectarse. Nos describió uno de ellos, cómo prepararlo exactamente con las cosas que se tienen en el botiquín. Todo lo que se precisa son unas cuantas gotas. El mes que viene, cuando vuelva de mi luna de miel, tengo que ir a California a prestar declaración sobre un asunto. Llamaré a Brian. Después de todo, yo, quiero decir Caroline, le dio su gran oportunidad. ¿De acuerdo?
Ten cuidado.
Había tenido un desliz. Pero Jimmy no parecía haberlo notado. Escuchaba atentamente. El sudor había hecho que el pelo se le rizara, de modo que le caía en húmedos rizos sobre la frente. No recordaba que tuviera el pelo tan rizado. Debía haberse hecho un moldeado. Ahora, lo llevaba cortado exactamente como la fotografía reciente que había visto de Brian Kent.
–Estoy segura de que estará encantado de verme –prosiguió. Como si estirase las piernas debido a un calambre, las pasó lentamente sobre el borde de la cama.
Él buscó y rodeó el extremo de la cuerda con la mano. Ella puso su mano sobre la suya.
–Jimmy, hay un veneno que tarda una semana, diez días en actuar. Los síntomas no aparecen hasta al cabo de tres o cuatro días. Aunque hubiera una investigación, ¿quién iba a relacionar el que Brian tomase café con una antigua amiga de la Facultad, recién casada con un profesor de Princeton, con un asesinato? Es el escenario perfecto.
Jimmy se dio cuenta de que estaba asintiendo con la cabeza. La noche se había convertido en un sueño, un sueño que haría que su vida entera comenzara de nuevo. Podía confiar en ella. Con claridad deslumbrante, aceptó la verdad de lo que ella le había indicado. Mientras Brian Kent estuviese vivo, él, que era el actor más grande del mundo, seguiría pasando inadvertido. La luz piloto del dormitorio se convirtió en unas candilejas. La habitación oscurecida era el teatro en el que se sentaba la audiencia. El se hallaba en el escenario. La audiencia aplaudía con aprobación. Saboreó el momento y, luego, acarició a Caroline por debajo de la barbilla... A Caroline no, a Lisa...
–Te creo –murmuró–. ¿Cuándo vas a ir a California exactamente?
Espera. Estás casi salvada.
Iban corriendo cada vez más de prisa por encima de los cimientos. Ella no podía seguir. Caroline sintió que su voz se quebraba al responder:
–La segunda semana de julio.
Las dudas que le quedaban a Jimmy se desvanecieron. Kent tenía que comenzar su nueva película la primera semana de agosto. Si para entonces había muerto, se desesperarían buscando un sustituto.
Se levantó e hizo que se levantara Caroline.
–Déjame quitarte eso del cuello. Pero recuerda que llevo la cuerda aquí, en el bolsillo, por si alguna vez vuelvo a necesitarla. Ahora, me voy. Hemos hecho un trato, pero si no cumples con tu parte, alguna noche, cuando tu profesor esté fuera, o alguna tarde, cuando te detengas ante un semáforo rojo, yo estaré allí.
Caroline sintió que la cuerda se aflojaba y notó cómo él se la sacaba por la cabeza. Sollozos histéricos de alivio subieron por su garganta.
–Es un trato –consiguió decir.
Él clavó los dedos en sus hombros y la besó en la boca.
–No sello acuerdos con apretones de mano –dijo–. Es una pena que no tenga más tiempo. Podrías gustarme.
Su caricatura de sonrisa se convirtió en una mueca meditabunda con la que mostraba todos los dientes.
–Siento como si el gafe ya hubiera desaparecido. Vamos.
Fue con ella hasta la puerta trasera. Extendió la mano para quitar la cadena.
Caroline pudo vislumbrar el reloj de la pared de la cocina. Habían pasado doce minutos desde que Sean había telefoneado. En treinta segundos, Jimmy se habría marchado y ella podría poner la cadena y obstruir la puerta. Dentro de unos minutos. Sean estaría allí.
Otra vez recordaba cuando tenía seis años, cuando corría por los cimientos. Ella miró abajo. Estaba a unos dos metros y medio o tres del suelo, en el que sobresalían trozos de cemento roto. Lisa había dado el último salto sobre el espacio dejado para una puerta...
Jimmy abrió la puerta. Pudo sentir una fría ráfaga del aire de la noche en su rostro. Él se volvió hacia ella:
–Ya sé que nunca has tenido la oportunidad de verme actuar, pero soy un actor realmente bueno.
–Ya sé que eres un gran actor –se oyó decir Caroline–. Después de La muerte de un viajante, ¿no te llamaba todo el mundo Biff en la escuela?
En los cimientos, había vacilado en aquel momento antes de dar el salto final detrás de Lisa. Había perdido impulso. Cayó y se golpeó la frente contra el cemento. Con un temor enfermizo, supo que una vez más no había logrado seguir a Lisa.
La puerta se cerró de golpe. Durante una fracción de segundo, ella y Jimmy se quedaron mirándose.
–Lisa no podía saber eso –murmuró Jimmy–. Has estado mintiéndome. Tú eres Caroline.
Sus manos se abalanzaron sobre su cuello. Ella intentó gritar mientras retrocedía, se volvía y daba traspiés hacia la puerta principal. Pero de sus labios sólo salió un gemido sordo.
Sean corría por las calles silenciosas. La telefonista del 911 estaba preguntándole el nombre, el lugar desde donde llamaba, cuál era la naturaleza de la urgencia.
–Que un coche patrulla vaya a Priscilla Lane, número 81, apartamento 1-A –gritó–. No importa cómo sé que pasa algo. Que vaya un coche allí.
–¿Y cuál es la naturaleza de la urgencia? –repetía la telefonista.
La mano de Jimmy se apoyó de golpe contra la puerta principal cuando ella intentó correr la llave. Caroline se agachó al pasar por delante de él y corrió alrededor de la butaca. En la oscura luz, se vislumbró en el espejo de encima del sofá y detrás de ella vio la amenazadora presencia de él. Su aliento caliente le daba en el cuello. Si sólo pudiese vivir otro minuto más. Sean llegaría. Antes de que hubiera podido completar el pensamiento, Jimmy había saltado por encima de la butaca. Estaba delante de ella. Vio la cuerda en sus manos. Él le hizo dar la vuelta. Sintió que le estiraban del pelo, la cuerda en el cuello, y vio su reflejo en el espejo de encima del sofá. Se dejó caer sobre las rodillas y la cuerda le apretó. Intentó huir de él a gatas, le sintió inclinarse sobre ella.
–Se acabó, Caroline. Realmente te toca ser la víctima.
Sean giró por la calle de Caroline. Los frenos chirriaron cuando los apretó delante de la casa. En la distancia, podía oír sirenas. Corrió hacia la puerta e intentó abrir con el tirador. Golpeó la puerta con un puño mientras buscaba las llaves en el bolsillo. Recordaba que la condenada cerradura de seguridad no había sido instalada de forma adecuada. Había que tirar de la puerta hacia delante para que girase. En su angustia, no podía encajar la llave en la cerradura de seguridad. Tuvo que dar tres vueltas a la llave antes de que la cerradura se abriera. Luego, la otra llave para la cerradura normal. Por favor...
Estaba arrodillada, agarrando la cuerda. La estaba ahogando. Podía oír a Sean golpeando la puerta, llamándola. Tan cerca, tan cerca. Los ojos se le abrieron mientras la cuerda le cortaba la respiración. Olas de oscuridad le pasaban por encima. Lisa... Lisa... lo intenté.
No estires. Inclínate hacia atrás. Inclínate hacia atrás, te lo digo yo.
En un esfuerzo final por salvar su vida, Caroline intentó echarse hacia atrás, deslizar su cuerpo hacia Jimmy en lugar de apartarse de él. Por un instante, la presión sobre su garganta se aflojó. Pudo inspirar antes de que la cuerda empezara a apretarle de nuevo.
Jimmy se cerró a los sonidos de los golpes y los gritos. No importaba nada en el mundo entero, excepto matar a aquella mujer que había arruinado su carrera. Nada.
La llave giró. Sean abrió la puerta de golpe. Su mirada dio sobre el espejo de encima del sofá y se quedó sin sangre en las venas.
Los ojos de Caroline brillaban, se desorbitaban, boqueaba y tenía la boca abierta, las palmas de las manos extendidas y las uñas de los dedos como garras. Una corpulenta figura en chándal se inclinaba sobre ella, estrangulándola con una cuerda. Por un instante. Sean se quedó clavado, incapaz de moverse. Luego, el intruso levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron en el espejo. Mientras Sean le observaba, en aquel segundo, todavía incapaz de moverse, vio la aterrada expresión que apareció en la cara del otro hombre, le vio dejar caer la cuerda de las manos y echarse los brazos sobre la cara.
–¡Apártate de mí! –gritó Jimmy–. No te acerques. ¡Apártate!
Sean se dio la vuelta. Caroline estaba en el suelo, agarrando la cuerda que la ahogaba. Se lanzó al otro lado de la habitación y embistió al hombre que la atacaba. La fuerza del golpe envió a Jimmy contra la ventana. El sonido de los cristales al romperse se unió a sus gritos y al ulular de las sirenas, mientras los coches patrulla frenaban hasta detenerse.
Caroline sintió que unas manos estiraban de la cuerda. Oyó a su garganta emitir un quejido grave. Entonces, la cuerda se soltó y una bocanada de aire llenó sus pulmones. La oscuridad, una dulce y grata oscuridad, la envolvió.
Cuando se despertó se hallaba tendida en el sofá, con un paño frío alrededor del cuello. Sean estaba sentado a su lado, acariciándole las manos. La sala estaba llena de policías.
–¿Jimmy? –Su voz fue un sonido áspero y ronco.
–Se lo han llevado. ¡Oh! cariño. –Sean la incorporó, la envolvió entre sus brazos, apoyó su cabeza contra su pecho y acarició su cabello.
–¿Por qué empezó a gritar? –murmuró–. ¿Qué sucedió? Unos segundos más y hubiese muerto.
–Vio lo mismo que yo. Estabas reflejada en el espejo de encima del sofá. Está completamente loco. Creyó ver a Lisa. Creyó que volvía para vengarse.
Sean no quiso dejarla sola. Cuando los policías se hubieron ido, se tendió junto a ella en el amplio sofá, echó sobre ellos la colcha de estambre y la abrazó.
–Intenta dormir un poco.
Segura en sus brazos, más allá del agotamiento, consiguió adormecerse.
A las seis y media, la despertó.
–Será mejor que te prepares –dijo–. Si estás segura de encontrarte bien, iré corriendo a casa a ducharme y vestirme.
La brillante luz del sol se derramaba por la habitación.
Hacía cinco años, había ido aquella mañana a la habitación de Lisa y la había encontrado. Esta mañana se había despertado entre los brazos de Sean. Extendió las manos, sostuvo su rostro entre sus manos y le agradó la tenue barba de sus mejillas.
–Estoy bien. De verdad.
Cuando Sean se marchó, se dirigió al dormitorio. Deliberadamente, se quedó mirando la cama, recordando cómo se había sentido al abrir los ojos y encontrarse con Jimmy Cleary. Se duchó, dejando que el agua caliente cayese durante unos minutos sobre su cuerpo, sobre su pelo, queriendo borrar todo rastro de su presencia. Se puso un mono de color caqui, y se ajustó un cinturón trenzado al talle. Mientras se cepillaba el pelo, vio el cardenal rojo púrpura alrededor de su cuello. Rápidamente, volvió la cabeza.
Era como si el tiempo estuviese en suspenso, esperando que ella completase lo que debía ser completado. Cerró su maleta y la puso con el bolso cerca de la puerta. Luego, hizo lo que sabía que tenía que hacer.
Se arrodilló en el suelo, de la misma forma en que había estado arrodillada cuando Jimmy Cleary intentó estrangularla. Arqueó el cuerpo hacia atrás y miró el espejo. Era lo que ella esperaba. La parte inferior del espejo quedaba unos centímetros por encima de la línea de su pelo. No había forma de que ella pudiera haberse reflejado allí. Jimmy tenía razón: había visto a Lisa.
–Lisa, Lisa, gracias –murmuró.
No sentía que fuese a haber respuesta. Lisa se había ido y Caroline sabía que se había marchado. Por última vez, el pensamiento de que había sido la causa de la muerte de Lisa llenó su conciencia y, luego, fue dominado. Había sido un acto del destino y no iba a insultar la memoria de Lisa meditando sobre ello. Se puso en pie y entonces se reflejó en el espejo. Tiernamente, levantó las yemas de sus dedos hasta sus labios y tiró un beso.
–Adiós, te quiero –dijo, en voz alta.
Oyó detenerse un coche en la calle. Era el coche de Sean. Caroline se apresuró a ir hacia la puerta, la abrió de golpe empujó la maleta y el bolso hacia fuera, cogió la bolsa envuelta en plástico que contenía su vestido de novia y, sujetándolo entre los brazos, cerró de un portazo tras ella y corrió a encontrarse con él.
EL ÁNGEL PERDIDO
(The Lost Angel, 1986)
La noche antes de Nochebuena nevaba; un continuo flujo de pequeñas bolitas azotaba el aire, se asentaba sobre las ramas desnudas y se agrupaba encima de los tejados. Al amanecer, la tormenta empezó a amainar y un sol incierto se abrió camino a través de las nubes.
A las seis, Susan Ahearn se levantó de la cama, puso el termostato e hizo café. Temblando, apretó la taza entre sus manos. Tenía siempre tanto frío... Probablemente era por todo el peso que había perdido desde que Jamie desapareció.
Cincuenta kilos no eran suficientes para cubrir su metro setenta y dos; sus ojos, del mismo azul verdoso que los de Jamie, parecían demasiado grandes para su cara; sus pómulos se habían hecho prominentes; incluso su pelo castaño se había oscurecido convirtiéndose en un moreno oscuro que acentuaba la pálida y ojerosa mirada, ahora habitual en ella.
Se sentía infinitamente mayor de sus veintiocho años; hacía tres meses había pasado ese importante cumpleaños siguiendo otra pista falsa. La niña descubierta en un hospicio de Wisconsin no era Jamie. Volvió a meterse corriendo bajo las mantas mientras el aire caliente silbaba y retumbaba en la aislada casa, a treinta y cinco kilómetros al oeste de Chicago.
El dormitorio tenía una extraña apariencia de inacabado. No había cuadros en las paredes, ni cortinas en las ventanas, ni alfombras, ni esteras sobre el suelo de madera de pino. Había unas cajas cerradas amontonadas de cualquier manera en el rincón, al lado del armario. Jamie había desaparecido justo antes de que fueran a dejar aquella casa.
Había sido una noche larga. Había pasado la mayor parte despierta, intentando vencer el miedo que era su constante compañero. ¿Y si no encontraba nunca a Jamie? ¿Y si Jamie se convertía en uno de esos niños que, simplemente, desaparecen? Ahora, para conjurar la vaciedad de la casa, el desnudo quejido del viento, el crujir de las ventanas, Susan empezó a fingir.
–Eres muy madrugadora –dijo.
Se imaginó a Jamie con su camisón de franela rojo y blanco, cruzando trabajosamente la habitación y subiéndose a la cama con ella.
–Tienes los pies helados...
–Ya lo sé. La abuela diría que voy a coger un catarro de muerte. La abuela siempre dice eso. Tú dices que la abuela es pesimista. Cuéntame la historia de Navidad.
–No me digas lo que dice la abuela. Su sentido del humor no es fantástico. –Con sus brazos alrededor de Jamie, arropándola con las mantas–. Ahora te contaré lo que haremos en Nueva York en Nochebuena. Después de nuestro paseo por Central Park en un coche de caballos, almorzaremos en el «Plaza», que es un hotel grande y bonito. Y justo al otro lado de la calle...
–Iremos a ver la tienda de juguetes.
–La tienda de juguetes más famosa que hay en el mundo. Se llama «F A O Schwarz». Tiene trenes, muñecas, marionetas, libros y de todo.
–¿Podré escoger tres regalos...?
–Creí que eran dos. Bueno, que sean tres.
–Y entonces le haremos una visita al niño Jesús en St. Pat...
–En realidad es la catedral de St. Patrick, pero los irlandeses somos una gente muy cordial. Todo el mundo le llama St. Pat...
–Cuéntame lo del árbol... y lo de los escaparates como del país de las hadas...
Susan se tomó el último trago de café con un nudo en la garganta. El teléfono empezó a sonar e intentó dominar el salvaje brinco de esperanza mientras lo cogía. ¡Jamie! ¡Que sea Jamie!
Era su madre que la llamaba desde Florida. El tono abatido que se había convertido en la voz con la que hablaba normalmente su madre desde la desaparición de Jamie era muy marcado aquel día. Con determinación, Susan hizo que su voz sonase positiva.
–No, mamá. Ni una palabra. Pues claro que te hubiera telefoneado... Es difícil para todos nosotros. No, estoy segura de que quiero quedarme aquí. No olvides que llamó una vez por teléfono... Por el amor de Dios, mamá. No, no creo que esté muerta. Dame un respiro. Jeff es su padre. A su modo, la quiere...
Colgó llorando, mordiéndose el labio para no deshacerse en una cólera histérica, con todos los demonios desatados. Ni siquiera su madre sabía lo malo que era realmente.
Hasta el momento, se habían presentado seis cargos para el arresto de Jeff. El empresario con el que creyó casarse era en realidad un ladrón internacional de joyas. La razón de aquella remota casa en aquel remoto barrio era porque había sido un buen escondite para él. Se había enterado de la verdad la primavera anterior, cuando unos agentes del FBI habían ido a arrestar a Jeff, justo después de que se hubiera marchado en uno de sus «viajes de negocios». No volvió nunca, de modo que ella puso la casa en venta. Estaba haciendo planes para trasladarse a Nueva York... los cuatro años que había pasado allí en la Facultad habían sido los más felices de su vida. Luego, unas cuantas semanas después de su desaparición, Jeff fue al jardín de infancia de Jamie y se la llevó. Aquello había sucedido hacía siete meses.
Camino del trabajo, Susan no podía librarse del miedo que la llamada de su madre había provocado. ¿Crees que Jamie está muerta? Jeff era totalmente irresponsable. Cuando Jamie tenía seis meses la dejó sola en la casa para salir a buscar cigarrillos. Cuando tenía dos años no se dio cuenta de que se había metido en el agua hasta por encima de la cabeza. Un guarda la salvó. ¿Cómo podía estar cuidándola ahora? ¿Por qué la había querido?
La oficina inmobiliaria tenía un aspecto alegre con la decoración navideña. Las dieciséis personas con las que trabajaba formaban un grupo agradable y Susan agradecía las miradas esperanzadoras que le ofrecían cada mañana. Todos querían oír buenas noticias sobre Jamie. Aquel día, nadie estaba interesado en trabajar mucho, pero ella se mantenía ocupada revisando papeles para futuros cierres. Todo lo que llevaba era un recordatorio continuo. Los Wilkes, una pareja que compraba su primera casa porque esperaban un hijo; los Conway, que vendían su gran casa para trasladarse más cerca de sus nietos.
Mientras terminaba de hablar con la señora Conway, notó que las familiares lágrimas le subían a los ojos y volvió la cabeza.
Joan Rogers, la agente de la mesa contigua, estaba leyendo una revista. Con una punzada de dolor, Susan vio el título del artículo: «Los niños no son siempre ángeles el día de Navidad». Caprichosas fotografías de niños vestidos de blanco y con halos salpicaban la página.
Susan se la quedó mirando, luego extendió la mano y arrebató frenéticamente la revista de las manos de Joan. El ángel de la parte superior derecha. Una niñita. Con el pelo tan rubio que era casi blanco..., pero los ojos, la boca, la curva redonda de su mejilla...
–Jamie –murmuró Susan. Abrió el cajón de su mesa de golpe, buscó apresuradamente en su interior y encontró un rotulador brillante. Con dedos temblorosos, cubrió el rubio cabello de la niña de la fotografía con el tono marrón cálido del rotulador y observó que la imagen del ángel se hacía idéntica a la fotografía enmarcada que había sobre su mesa.
Jamie miraba pensativamente por la ventana del dormitorio la fría escena invernal del exterior e intentaba no escuchar las voces que se peleaban. Papá y Tina volvían a estar enfadados. Alguien del edificio de apartamentos había enseñado a papá su fotografía en la revista.
Papá estaba gritando:
–¿Qué estás intentando conseguir? Acabaremos todos en la cárcel. ¿Cuántas veces más ha posado?
Habían llegado a Nueva York al final del verano y papá empezó a hacer muchos viajes sin ellas. Tina decía que se aburría y que bien podía posar de modelo. Pero la mujer a quien se dirigió dijo:
–No necesito a nadie más de su tipo, pero la pequeña puede servirme.
Posar para la fotografía del ángel había sido fácil. Le habían pedido que pensara en algo agradable, de modo que había pensado en Nochebuena y en cómo mamá y ella habían planeado pasarla en Nueva York aquel año. Ahora, ella se encontraba en Nueva York y estaba cerca de todos los sitios a los que ella y mamá habían pensado ir..., pero no era lo mismo, en absoluto, con papá y Tina.
–¡Te he preguntado cuántas veces ha posado! –gritó papá.
–Dos o tres veces –gritó Tina.
Aquello era una mentirijilla. Había ido al estudio montones de veces mientras papá estaba fuera. Pero cuando él se hallaba en Nueva York, Tina les decía que estaba ausente.
En aquel momento. Tina decía:
–¿Qué esperas que haga mientras estás fuera? ¿Leer al doctor Seuss y jugar a las cartas?
Abajo, en la calle, la gente se apresuraba como si tuviera frío. Había nevado durante la noche, pero la nieve se había fundido bajo las ruedas de los coches y se había convertido en sucios montones de fango. Sólo con el rabillo del ojo podía ver Central Park, donde la nieve era tan bonita como se suponía.
Jamie se tragó el nudo en la garganta. Sabía que el niño Jesús llegaba en Nochebuena. Cada día había rezado para que aquel año, cuando Dios trajese al niño Jesús, trajese también a mamá. Pero papá le había dicho que mamá estaba todavía muy enferma. Y aquella noche iban a subir otra vez a un avión y a irse a otro sitio. Tenía un nombre parecido a bananas. No. Era Ba-ha-mas.
–¡Jamie!
La voz de Tina parecía muy enfadada cuando la llamó. Sabía que a Tina no le gustaba. Siempre estaba diciéndole a papá:
–Ella es hija tuya.
Papá estaba sentado a la mesa con su albornoz. La revista con su fotografía estaba tirada en el suelo y él leía el periódico. Normalmente, decía: «Buenos días, princesa», pero hoy ni se dio cuenta de que le daba un beso. Papá no se portaba siempre mal con ella. La única vez que la había abofeteado fue cuando intentó telefonear a mamá. Acababa de escuchar la voz de mamá al teléfono diciendo: «Por favor, deje un mensaje», cuando papá la pilló. Ella pudo decir: «Espero que estés mejor, mamá, te echo de menos» antes de que papá colgase de golpe el teléfono y la abofetease. Después de aquello, cerraba el teléfono con candado siempre que él o Tina no estaban allí. Papá dijo que mamá estaba tan enferma que le haría daño intentar hablar, pero mamá no parecía enferma cuando dijo: «Por favor, deje un mensaje.»
Jamie se sentó a la mesa donde esperaban los cereales y el zumo de naranja. Eso era todo lo que Tina ponía en la mesa para ella.
Papá frunció el ceño y pareció furioso cuando leyó en voz alta:
–Los sirvientes creen que el más bajo de los dos ladrones puede haber sido una mujer. –Luego, papá dijo–: Te dije que aquel traje era una revelación.
Tina se inclinó por encima de su hombro. Llevaba la bata abierta y se le veía el camisón. Tenía todo el pelo enmarañado y hacía anillos de humo mientras leía:
–Quizás un trabajo desde dentro. ¿Qué más quieres?
–Será mejor que nos vayamos –dijo papá–. Hemos trabajado demasiado en esta ciudad.
Jamie pensó en todos los apartamentos que habían ido a ver.
–¿Tenemos que irnos a Ba-ha-mas? –preguntó. Parecía tan lejos. Cada vez más lejos de mamá–. Me gustó el apartamento de ayer –se apresuró a decir. Jugó con los cereales, dando vueltas a la cuchara–. ¿Te acuerdas que le dijiste a aquella señora que pensabas que era exactamente lo que estabas buscando?
Tina rió.
–Bueno, en cierto modo lo era, nenita.
–Cállate.
Papá parecía muy enfadado. Jamie recordaba cómo el día anterior, la mujer que les había enseñado el apartamento había dicho que qué familia tan bonita eran. Papá y Tina iban muy arreglados, con la ropa que se ponían cuando iban a ver apartamentos, Tina llevaba el pelo recogido en un moño y no se había maquillado demasiado.
Después del desayuno. Tina y papá fueron a su dormitorio. Jamie decidió ponerse los pantalones púrpura y la camisa de manga larga a rayas que llevaba el día en que papá fue a la escuela a decirle que mamá estaba enferma y que tenía que llevarla a casa. Aunque se le estaban quedando pequeños, le gustaban más que nada de su ropa nueva. Recordaba cuándo se los había comprado mamá.
Se cepilló el pelo y se sorprendió de ver lo raro que parecía ahora. Era exactamente del mismo color que el de Tina y cuando salían papá hacía que llamase «madre» a Tina. Ella sabía que Tina no era su madre, pero a mamá siempre la llamaba «mamá», de modo que no le molestaba demasiado. Era un nombre distinto para una persona distinta.
Cuando volvió a la sala de estar, papá y Tina estaban vestidos para salir. Papá llevaba una maleta que parecía pesada.
–No me desagradará dejar esta casa esta noche –decía.
A Jamie tampoco le gustaba estar allí. Sabía que era agradable vivir a sólo una manzana de Central Park, pero aquel apartamento era oscuro y desordenado, el mobiliario era viejo y la estera tenía un roto. Papá siempre decía a las personas que les enseñaban sus apartamentos lo deseosos que estaban de tener una residencia realmente adecuada en Nueva York.
–Tina y yo vamos a salir un momento –dijo papá–. Cerraré la puerta con llave para que estés segura. Lee o mira la televisión. Luego, Tina te llevará a comprar ropa de verano para las Bahamas y podrás escoger un par de regalos de Navidad. ¿A que será divertido?
Jamie consiguió devolverle la sonrisa y sus ojos revolotearon alrededor del teléfono. Papá había olvidado poner el candado. Cuando se fueran llamaría otra vez a mamá. Quería hablar con mamá de las Navidades. Papá no se enteraría.
Esperó unos minutos para asegurarse de que se habían marchado. Luego, cogió el auricular. Había repetido el número cada noche antes de dormirse para no olvidarlo. Incluso sabía que había que marcar el «1» primero. Pronunciando los números en voz alta, marcaba mientras decía:
–Uno... tres, uno, cinco, cinco, cuatro...
La llave giró en la puerta. Oyó a papá maldecir y dejó caer el teléfono antes de que él se lo quitara. Él escuchó, oyó la señal de llamada, colgó el receptor y puso el candado en él antes de decir:
–Si no fuese Nochebuena, te daría un tortazo.
Había vuelto a marcharse. Jamie se encogió en la gran butaca, se abrazó las piernas y puso la cabeza sobre las rodillas. Sabía que era demasiado mayor para llorar. Tenía casi cuatro años y medio. A pesar de eso, tuvo que morderse el labio para evitar que le temblase. Pero al cabo de un minuto, pudo jugar a hacer ver.
Mamá estaba con ella e iban a tener su Nochebuena especial. Primero irían a dar un paseo en caballo por Central Park. Los caballos tintinearían porque llevaban cascabeles. Luego almorzarían en el gran hotel. Inquieta, se dio cuenta de que no podía recordar el nombre del hotel. Frunció el ceño, intentando con todas sus fuerzas volver a recordarlo. Podía ver el hotel en su imaginación. Ella había hecho que papá le enseñase dónde estaba. Así pudo recordar. El «Plaza». Después del almuerzo, atravesarían la calle para ir a la tienda de juguetes. «F A O Swarzzz»... Escogería dos juguetes. No, pensó Jamie, mamá había dicho que podía escoger tres.
–Bajaremos por la Quinta Avenida para hacerle una visita al niño Jesús y luego...
Tina decía que era una pelmaza preguntando siempre dónde estaba todo. Pero, ahora, sabía exactamente cómo ir a la Quinta Avenida desde allí y cómo encontrar todos los sitios que mamá y ella habían planeado ver juntas. Mamá había ido al colegio en Nueva York. Pero de eso hacía mucho tiempo... Quizá mamá hubiese olvidado cómo ir a los sitios, pero Jamie lo sabía. Cerró los ojos, deslizó su mano en la de mamá y dijo:
–El árbol grande y bonito está bajando por allí...
El número de teléfono de la revista estaba en la cabecera. Los dedos de Susan volaban sobre el disco: 212... Olvidando que las demás personas de la oficina estaban agrupándose alrededor de su mesa, esperó mientras el teléfono continuaba sonando. Que no hayan cerrado hoy, que no hayan cerrado.
La telefonista que, finalmente, respondió, intentó ser servicial.
–Lo siento, pero no hay ya casi nadie. ¿Una niña modelo? Esa información debería hallarse en el departamento de contabilidad y está cerrado. ¿Puede usted llamar el veintiséis?
Con un torrente de palabras, Susan le contó lo de Jamie.
–Tiene usted que ayudarme. ¿Cómo pagan a una niña que hace de modelo? ¿No tienen ustedes una dirección?
La telefonista interrumpió.
–Espere. Tiene que haber algún modo de saberlo.
Los minutos pasaban. Susan agarraba con fuerza el auricular, apenas consciente de que alguien la cogía por los hombros. Joan, la querida Joan, que estaba leyendo el artículo.
Cuando la recepcionista volvió, estaba exultante.
–He encontrado a uno de los directores en casa. Los niños que utilizamos para ese artículo eran de la Agencia de Modelos Lehman. Aquí está el número.
Pusieron a Susan con Dora Lehman. Al fondo, podía oír el ruido de una fiesta de Navidad. La voz estridente, pero cordial, de Lehman dijo:
–Sí, Jamie es una de mis niñas. Tiene que estar por aquí. Hizo un gran trabajo la semana pasada.
–¡Está en Nueva York! –gritó Susan. Percibió confusamente los vítores que daban a sus espaldas.
Dora Lehman no tenía la dirección de Jamie.
–Esa tal Tina recogía aquí los cheques de Jamie. Pero tengo un número de teléfono. Debía utilizarlo sólo si tenía un trabajo verdaderamente importante. Tina me dijo que simulara que tenía un número equivocado si contestaba su marido.
Susan garabateó el número, con gran impaciencia, y consiguió no colgar mientras la señora Lehman la animaba a pasarse por allí con Jamie cuando fuese a Nueva York.
Joan le impidió llamar.
–Sólo conseguirás ponerles sobre aviso. Tenemos que hablar con la Policía de Nueva York. Ellos pueden averiguar la dirección. Tú saca un billete de avión.
Después de todos los meses de espera, poder hacer algo. Alguien buscó los horarios de vuelo. El siguiente avión que podía tomar salía de O’Hare a medianoche. Pero cuando intentó hacer una reserva, la empleada casi se rió.
–No hay ni una plaza vacante para salir hoy de Chicago –informó.
Suplicando, consiguió finalmente hablar con un vicepresidente.
–Usted saldrá de aquí –dijo–. Subirá a ese vuelo aunque tengamos que despachar al piloto.
Joan había acabado de hablar con la Policía de Nueva York cuando Susan colgó el teléfono. A Susan le costó un poco percibir que la cara de Joan estaba sombría, que la excitación había desaparecido de sus ojos.
–Jeff acaba de ser arrestado por un robo que él y esa Tina, la mujer con la que vive, cometieron anoche. Un vecino creyó ver a Jamie y a la mujer llegar en taxi mientras le conducían a él a un coche patrulla. Si Tina sabe que Jeff está detenido. Dios sabe adonde irá con Jamie.
Papá y Tina no estuvieron fuera mucho tiempo. Jamie conocía las horas y ambas manecillas estaban en las once cuando volvieron. Tina le dijo que se pusiera el abrigo porque iban a ir a «Bloomingdale’s».
Era divertido ir de compras con Tina. Hasta Jamie se dio cuenta de que la dependienta que les vendió la ropa se sorprendía de que Tina actuase como si no le importara lo que compraba. Dijo:
–¡Oh!, necesita un par de bañadores, pantalones cortos y camisas. Con eso tendrá suficiente.
Luego, fueron al departamento de juguetes.
–Tu padre ha dicho que podías escoger un par de cosas –dijo Tina.
Ella realmente no quería nada. Las muñecas, con sus ojos de botones brillantes y vestidos rizados, no parecían tan bonitas como la muñeca de trapo de Minnie Mouse con la que acostumbraba a dormir en casa. Pero Tina se enfadaba tanto cuando decía que no quería nada que señaló unos libros y los pidió.
Cogieron un taxi de vuelta al apartamento, pero cuando el conductor frenó junto a la acera. Tina empezó a actuar de un modo extraño. Había dos coches de Policía aparcados allí y Jamie vio a papá andando entre dos policías. Ella empezó a señalarle, pero Tina le pellizcó la rodilla y dijo al conductor:
–He olvidado una cosa. Llévenos de nuevo a «Bloomingdale’s», por favor.
Jamie se encogió en el asiento. Papá había hablado aquella mañana de la Policía. ¿Tenía problemas, papá? No se atrevió a preguntárselo a Tina. Tina estaba enfurruñada y los dedos con los que pellizcaba la rodilla de Jamie todavía seguían en el aire, listos para volver a hacerlo.
De nuevo en «Bloomingdale’s», Tina hizo compras sólo para ella. Compró una maleta, un vestido, un abrigo y un sombrero, y un par de grandes gafas oscuras. Cuando Tina lo hubo pagado todo, quitó las etiquetas y dijo a la dependienta que había decidido estrenar su ropa nueva.
Cuando salieron de «Bloomingdale’s», parecía una persona distinta. Su chaqueta de visón blanco y los pantalones de cuero estaban en la maleta. El abrigo nuevo era negro, como el que llevaba cuando iban a mirar apartamentos; el sombrero le cubría todo el pelo y las gafas oscuras eran tan grandes que apenas se le veía la cara.
Jamie tenía tanta hambre... Durante todo el día sólo había tomado los cereales y el zumo de naranja. La calle estaba llena. La gente pasaba llevando paquetes. Algunos parecían preocupados y cansados, otros felices. Había un Papá Noel en la esquina y la gente dejaba dinero en la caja que había junto a él.
Cerca de la esquina vio un puesto de perritos calientes con una sombrilla encima. Tímidamente, Jamie tiró de la manga de Tina.
–¿Puedo comer... Estaría mal que te pidiera...? –Por algún motivo tenía un gran nudo en la garganta. Tenía tanta hambre... No sabía por qué papá estaba con los policías y sabía que no le gustaba a Tina.
Tina intentaba hacer señas a un taxi.
–Eres una pelmaza –contestó–. Bueno, pero de prisa.
Jamie pidió un perrito caliente con mostaza y una «Coca-Cola». El taxi llegó antes de que el hombre le añadiese la mostaza y Tina exclamó:
–¡Rápido! ¡Ponle la mostaza!
En el taxi, Jamie intentó comer con cuidado para no dejar caer ninguna miga. El conductor se volvió y dijo a Tina:
–Sé que la niña no puede leer, pero ¿y usted?
–¡Oh!, lo siento, no me había dado cuenta.
Tina señaló el cartel.
–Eso dice que no puedes comer en este taxi. Espera a que lleguemos a Port Authority.
Port Authority era un edificio enorme, muy enorme, con muchísima gente. Se pusieron a hacer una cola muy larga. Tina seguía mirando a su alrededor, como si temiese algo. Cuando llegaron al mostrador, preguntó por los autobuses que iban a Boston. El hombre dijo que había uno a las dos y veinte que podían coger. Entonces, un policía empezó a caminar hacia ellas. Tina volvió la cabeza y exclamó en voz baja:
–¡Oh, Dios mío!
Jamie se preguntaba si el policía iría a hacerlas subir a un coche en la forma en que se habían llevado a papá. Pero no se acercó a ellas en absoluto. En lugar de eso, empezó a hablar con dos hombres que discutían a gritos. Mamá le decía que los policías eran sus amigos, pero ella sabía que en Nueva York era distinto, porque papá y Tina tenían miedo de ellos.
Tina la llevó a un sitio donde había algunas personas sentadas en una hilera de sillas. Una anciana estaba dormida con la mano sobre su maleta. Tina le dijo:
–Ahora, Jamie, espérame aquí. Tengo que ir a un recado y puede que me lleve tiempo. Acábate el perrito caliente, la «Coca-Cola» y no hables con nadie. Si alguien habla contigo, dile que estás con esa señora.
Jamie se alegró de sentarse y tener ocasión de comer. El perrito caliente estaba frío y hubiera deseado que tuviese mostaza pero, con todo, estaba bueno. Observó a Tina subir por la escalera mecánica.
Esperó mucho, mucho tiempo. Al cabo de un rato, le pesaron los ojos y empezó a quedarse dormida. Cuando se despertó, había mucha gente que pasaba corriendo, como si llegasen tarde para algo. La anciana junto a la que estaba sentada la sacudía.
–¿Estás sola? –parecía preocupada.
–No. Tina va a volver. –Le costaba hablar. Estaba todavía muy dormida.
–¿Hace mucho que estás aquí?
Jamie no estaba segura, así que volvió a responder:
–Tina va a volver.
–Muy bien, entonces. Tengo que coger mi autobús. No hables con nadie hasta que Tina vuelva.
La anciana cogió su maleta como si pesara y se marchó.
Jamie tenía que ir al lavabo. Tina se enfadaría mucho si no la esperaba, pero no podía aguantar sin ir al lavabo. Se preguntó dónde estaría y cómo podría encontrarlo si no podía hablar con nadie. Luego, oyó que la mujer que estaba sentada detrás de ella decía a su amiga:
–Vamos al retrete antes de marcharnos.
Jamie sabía que aquello quería decir que iban a ir al lavabo. Tina siempre hablaba del retrete. Cogió el paquete con sus vestidos nuevos y sus libros y las siguió muy de cerca para que pareciera que iba con ellas.
En el lavabo había muchas personas, algunas de ellas con niños, de modo que fue fácil entrar y salir de uno de los inodoros sin que nadie le prestase atención. Se lavó las manos y dejó el sucio lavabo tan rápidamente como pudo. Por primera vez, se fijó en el gran reloj de la pared. La aguja pequeña estaba en las cuatro. La grande en la una. Eso quería decir que eran las cuatro y cinco. El hombre del mostrador le había dicho a Tina que el autobús siguiente salía a las dos y veinte.
Jamie se detuvo al darse cuenta de que Tina no había pensado en ningún momento coger aquel autobús con ella... Tina no iba a volver.
Jamie sabía que si se quedaba allí algún policía empezaría a hablar con ella. No sabía a dónde ir. Papá no estaba en casa y Tina se había marchado. Quizá si llamase a mamá, aunque estuviera enferma, enviaría a alguien a buscarla. Pero no tenía dinero. Tenía tantas ganas de ver a mamá. Sabía que iba a ponerse a llorar. Era Nochebuena y ella y mamá deberían estar juntas.
Las grandes puertas del final de la sala... La gente entraba y salía. Aquél debía de ser el camino para ir a la calle. El paquete era pesado. La cuerda de la caja atravesaba sus guantes. Ya sabía lo que podía hacer. El apartamento estaba entre la Calle 58 y la Séptima Avenida. Esa era la dirección que Tina y papá daban siempre al conductor del taxi. Si pudiera encontrar el apartamento, podía andar una manzana más hasta Central Park. Desde allí sabía ir al «Plaza». Jugaría a hacer ver. Haría ver que mamá estaba con ella y que habían paseado en coche de caballos por Central Park y que habían almorzado en el «Plaza». Luego, iría a la tienda de juguetes que había al otro lado de la calle, frente al «Plaza», como ella y mamá habían planeado. Bajaría por la Quinta Avenida y haría una visita al niño Jesús y vería el gran árbol y los escaparates de «Lord y Taylor’s».
Estaba fuera, en la calle. Se estaba haciendo oscuro y notaba el viento cortante en las mejillas. Tenía frío en la cabeza, sin gorro. Un hombre con un suéter gris y un delantal blanco vendía periódicos. No quería que supiera que estaba sola, de modo que señaló hacia una mujer que llevaba un niño en brazos y que luchaba por abrir la sillita de paseo.
–Tenemos que ir a la Calle 58 con la Séptima Avenida –dijo al hombre.
–Tienen un buen paseo –repuso. Movió la mano–. Está a dieciocho manzanas subiendo por ahí y una manzana hacia el otro lado.
Jamie esperó a que se pusiera a dar cambio a alguien para cruzar corriendo la calle y empezó a caminar por la Octava Avenida hacia arriba, una figura diminuta con un anorak rosa y un casquete de pelo rubio blanquecino enmarcándole la cara.
El avión salió con retraso y tardó una hora y cuarenta minutos en llegar al aeropuerto de La Guardia. Eran las tres cuando aterrizaba. Susan corrió por la terminal, intentando cerrar los oídos a las alegres bienvenidas que recibían otros pasajeros que bajaban del avión.
Mientras el taxi culebreaba a través del tráfico del puente de la Calle 59, intentó no recordar que aquél era el día que ella y Jamie habían planeado pasar en Nueva York. Hacía frío y estaba nublado y el conductor le dijo que se esperaba que nevase otra vez.
Llevaba la visera del coche llena de fotografías de su familia.
–Terminaré después de esta carrera y me iré a casa con los niños. ¿Tiene usted niños?
En la Comisaría de Policía, el teniente Garrigan la esperaba en su despacho.
–¿Han encontrado a Jamie?
–No, pero puedo asegurarle que estamos vigilando todos los aeropuertos y estaciones de autobús. –Le enseñó una fotografía–. ¿Es este su antiguo marido, Jeff Randall?
–¿Es así como se llama ahora?
–En Nueva York es Jeff Randall, En Boston, Washington, Chicago y una docena de ciudades más, es otro. Parece que él y su amiga han estado haciéndose pasar por forasteros ricos que buscaban un piso de propiedad en Nueva York. Llevar con ellos a la niña les hacía actuar de forma más convincente. Él llevaba unos billetes de avión... Tenían planeado ir a Nassau en avión esta noche.
Susan vio la compasión en sus ojos.
–¿Puedo hablar con Jeff? –preguntó.
No había cambiado durante el último año. El mismo pelo castaño ondulado, los mismos inocentes ojos azules, la misma sonrisa dispuesta, los mismos modales protectores.
–Susan, qué alegría verte. Tienes muy buen aspecto. Más delgada, pero te sienta bien.
Parecían viejos amigos que se encontraban por casualidad.
–¿Dónde se ha llevado a Jamie esa mujer? –preguntó Susan. Apretó las manos, temerosa de golpearle la cara con los puños.
–¿De qué hablas?
Estaban sentados el uno frente al otro en la pequeña y atestada oficina. El aire imperturbable de Jeff hacía parecer un espejismo las esposas de sus muñecas. Los policías que le rodeaban podían haber sido estatuas, por el modo tan total de ignorarlos. El teniente estaba todavía detrás de su mesa y la compasión había desaparecido de sus ojos.
–Ya se expone usted a pasar en prisión bastantes años, como para añadir un cargo de secuestro –dijo–. Imagino que su ex esposa retiraría esa acusación si encontrásemos de inmediato a su hijita.
No iba a contestar a ninguna pregunta, ni siquiera cuando el dominio de Susan se vino abajo y le gritó:
–Te mataré si le ocurre algo.
Se mordió la mano para ahogar los sollozos que le subían mientras se llevaban a Jeff.
El teniente la condujo a una sala de espera en la que había un asiento de cuero y algunas revistas viejas. Alguien le trajo café. Susan intentó rezar, pero no podía encontrar palabras. Sólo un pensamiento se repetía en su mente, insistente: Quiero a Jamie. Quiero a Jamie.
A las cuatro y diez, el teniente Garrigan le informó de que un empleado de Port Authority recordaba que una mujer con una niña que coincidía con la descripción de Jamie había comprado billetes para el autobús de las dos y veinte que iba a Boston. Estaban enviando telegramas para que se registrase en alguna de las paradas de descanso. A las cuatro y media, se supo que no estaban en el autobús. A las cinco menos cuarto, Tina fue localizada en el aeropuerto de Newark cuando intentaba subir a un avión que se dirigía hacia Los Ángeles.
El teniente Garrigan intentó parecer optimista cuando contó a Susan lo que habían averiguado.
–Tina dejó a Jamie sentada en la sala de espera de la terminal de Port Authority. Uno de los policías de la estación se hallaba aún de servicio. Recuerda haber visto a una niña que responde a su descripción saliendo con dos mujeres.
–Pueden haberla llevado a cualquier parte –murmuró Susan–. ¿Qué tipo de gente no llevaría a una niña perdida a la Policía?
–Algunas mujeres se llevarían a una niña perdida primero a casa y preguntarían a sus maridos qué hacer –respondió el teniente–. Créame, es mucho mejor para usted que haya sucedido eso. Quiere decir que está a salvo. No me gustaría pensar que Jamie está vagando sola por Manhattan hoy. Hay muchísimos tipos raros por las calles durante las fiestas. Intentan encontrar a niños que se han separado de los adultos.
Debió ver el terror en la cara de Susan, porque añadió rápidamente:
–Intentaremos hacer un llamamiento por las emisoras de radio y poner su fotografía en las noticias de la noche. Esa tal Tina dice que Jamie conoce la dirección del apartamento y el número de teléfono. Tenemos un oficial en la casa por si llama alguien. Quizá le gustara esperar allí. Está sólo a unas manzanas de distancia. La enviaré en un coche patrulla.
Un policía joven veía la televisión en la sala de estar. Susan recorrió el apartamento y vio un plato con unos cuantos cereales secos sobre la mesa del comedor y los libros para colorear amontonados a un lado. La habitación más pequeña... La cama estaba por hacer, con la huella de una cabeza sobre la almohada. Jamie había dormido allí aquella noche. El camisón estaba doblado sobre la silla. Lo cogió y lo apretó contra sí como si Jamie fuera a materializarse de algún modo. Jamie había estado allí hacía sólo unas cuantas horas, pero la sensación de su presencia no se hallaba en aquella habitación.
Susan sintió que se le cerraban los pulmones, los labios le temblaban y la histeria le subía por el pecho. Fue hacia la ventana, la abrió y sorbió el aire fresco. Miró hacia abajo y pudo ver el tráfico de la Séptima Avenida. Hacia la izquierda. Central Park South estaba lleno de caballos y de carruajes. Los ojos se le empañaron al ver a una familia girar desde la Séptima Avenida hacia Central Park South. La madre y el padre iban delante. Sus tres hijos les seguían, los dos chicos empujándose el uno al otro y la niña pequeña siguiéndoles muy de cerca.
Nochebuena. Ella y Jamie debían haber estado allí, juntas. Iban a pasar un día especial. Un pensamiento repentino, irracional, atravesó la mente de Susan: ¿Y si a pesar de todo Jamie no estuviera con aquellas mujeres...? ¿Y si estuviera sola?
El policía, con su atención totalmente desviada de la televisión, anotó los lugares que ella nombraba.
–Llamaré al teniente –prometió–. Peinaremos la Quinta Avenida buscándola.
Susan cogió su gabardina.
–Yo también.
Los pies de Jamie estaban tan cansados. Había andado, andado y andado. Al principio contaba cada manzana, pero luego vio que los letreros de las esquinas indicaban los números. Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro. No le gustaba andar por allí. No había ningún escaparate bonito y las mujeres que se apoyaban contra los edificios o en los umbrales vestían igual que Tina.
Tuvo buen cuidado en pasear cerca de madres y padres y de otros niños. Mamá se lo había dicho:
–Si alguna vez te pierdes, acércate siempre a alguien que vaya con niños.
Pero ella no quería hablar con ninguna de aquellas personas. Quería jugar a hacer ver.
Cuando llegó a la Calle 58 la reconoció. Lo supo por las tiendas. Aquél era el sitio donde compraban la pizza. Aquél era el quiosco donde papá compraba los diarios. E) apartamento estaba en aquella manzana.
Un hombre se le acercó y le cogió la mano. Ella intentó apartarse, pero no pudo.
–¿Estás sola, verdad, preciosa? –murmuró.
Él no quería soltarle la mano. Sonreía, pero por alguna razón daba miedo. Era difícil verle los ojos porque eran muy pequeños. Llevaba una chaqueta sucia y los pantalones le colgaban. Sabía que no debía decirle que estaba sola.
–No –contestó, rápidamente–. Mamá y yo tenemos hambre. –Y señaló la pizzería y una señora que estaba comprando pizza miró hacia allí y esbozó una sonrisa.
El hombre soltó su mano.
–Creí que necesitabas ayuda.
Jamie esperó hasta que él cruzó la calle y luego empezó a correr manzana abajo. Cuando estuvo tres edificios más allá, vio detenerse un coche de Policía delante de la casa del apartamento. Por un momento, tuvo miedo de que hubieran ido a cogerla también a ella. Pero entonces una mujer salió y se metió corriendo dentro del edificio y el coche se marchó. Se frotó los ojos con el dorso de la mano. Era tan de niña pequeña llorar.
Cuando llegó al edificio del apartamento, mantuvo baja la cabeza. No quería que alguien la viese y quizá la detuviese y se la llevase también a la cárcel. Pero la caja era tan pesada... Al pasar por delante del edificio, se detuvo un minuto y puso la caja detrás de los maceteros de piedra. Quizá pudiera dejarla allí un momento. De todos modos, aunque alguien la cogiera, ella no iba a necesitar ni un traje de baño ni pantalones cortos. No iba a ir a Ba-ha-mas.
Era mucho más fácil caminar sin la caja. Giró por la esquina y miró hacia atrás. El hombre de la chaqueta sucia estaba siguiéndola. Eso le dio un poco de miedo. Se puso contenta porque algunas personas pasaron por su lado, una madre, un padre y dos hijos. Se apresuró a caminar cerca de ellos. El grupo llegó a la esquina y giró a la derecha. Ella sabía que aquél era el camino por el que se suponía debía ir. Central Park estaba al otro lado de la calle. Se quedó mirando a unas personas que se apeaban de uno de los carruajes. Ya podía empezar a jugar al juego de hacer ver.
Susan pasó de prisa por Central Park South, yendo de uno a otro de los conductores de los cabriolés. Los arreos de los caballos estaban entretejidos de cintas y cascabeles. Los carruajes se iluminaban con luces rojas y verdes.
Los conductores querían ayudar. Todos examinaron la fotografía de Jamie en la revista.
–¡Qué niña tan bonita... Parece un ángel!
Todos prometieron mantenerse alerta. En el «Plaza», Susan habló con el portero, con los recepcionistas, con las azafatas del «Palm Court». El vestíbulo estaba radiante de decoraciones navideñas. El restaurante «Palm Court», en el centro del vestíbulo, se hallaba atestado de personas bien vestidas que tomaban cócteles, de compradores retrasados, cansados, que disfrutaban de un té y unos exquisitos bocadillos.
Susan sostenía la revista abierta por la fotografía de Jamie. Una y otra vez, preguntaba:
–¿La ha visto?
Por un momento, se entrevió en el espejo que había junto a los ascensores. La humedad había hecho que su pelo se rizase alrededor de la cara y en los hombros. Su cara estaba tan pálida, pero era la cara que Jamie tendría cuando creciese. Si crecía.
Nadie en el «Plaza» recordaba haber visto a una criatura sola. «P A O Schwarz» era su siguiente parada. La tienda de juguetes estaba llena de compradores de última hora, que adquirían osos de peluche, juegos y muñecas con avidez. Nadie recordaba haber visto a una niña que no fuera acompañada. Fue al segundo piso. Una dependienta examinó pensativamente la fotografía.
–No puedo estar segura. Estoy demasiado ocupada, pero había una niña pequeña que pidió coger una muñeca de trapo de Minnie Mouse. Su padre se la quiso comprar, pero ella dijo que no. Me pareció raro. Sí, realmente, tenía un gran parecido con esta niña.
–Pero estaba con su padre –murmuró Susan, añadiendo–: Gracias. –Y se dio la vuelta tan rápidamente que no oyó a la dependienta decir que, por supuesto, ella creyó que era su padre.
La dependienta se quedó con la vista clavada tras Susan cuando ésta entró en el ascensor. Pensándolo bien, ¿qué niña que evidentemente desea una muñeca no deja que su padre se la compre? Y había algo horripilante en aquel tipo. Ignorando a un cliente apremiante, la dependienta corrió desde detrás del mostrador para alcanzar a Susan. Demasiado tarde... Susan ya había desaparecido.
Ver la muñeca de Minnie Mouse había hecho que a Jamie le entrasen ganas de llorar y llorar. Pero no podía dejar que aquel hombre le comprase un regalo. Ella lo sabía. Tenía miedo de que estuviera siguiéndola todavía.
Fuera de la tienda de juguetes, las calles ya no estaban tan llenas. Ella se imaginó que todos se iban a casa. En una de las esquinas, había gente cantando villancicos. Se detuvo y les escuchó. Sabía que el hombre que estaba siguiéndola también se había detenido. Las cantantes llevaban gorras en lugar de sombreros. Una de ellas le sonrió cuando acabó la canción. Jamie le devolvió la sonrisa y la mujer preguntó:
–Pequeña, no estás sola, ¿verdad?
No era realmente decir una mentirijilla, porque ella estaba imaginando que estaba con mamá. Jamie respondió.
–Mamá está conmigo. Está allí –y apuntó a la multitud de gente que miraba escaparates en una tienda y corrió hacia ella.
En la catedral de St. Patrick se detuvo y miró a su alrededor. Finalmente, encontró el pesebre. Había mucha gente de pie alrededor, pero el niño Jesús no estaba en la cuna. Un hombre ponía velas nuevas en los candelabros y Jamie oyó a una señora preguntar dónde estaba la estatua del Niño.
–Se pone durante la misa de medianoche –respondió el hombre.
Jamie consiguió encontrar un sitio justo delante de la cuna. Murmuró la oración que había repetido durante tanto tiempo.
–Cuando Tú vengas esta noche, trae también a mamá. Por favor.
Entraba mucha gente en la iglesia. El órgano empezó a tocar. A ella le gustaba mucho su sonido. Sería fantástico estar allí un rato sentada, allí que era bonito y se estaba caliente, y descansar. Pero, de algún modo, haberle dicho a la señora que cantaba que su mamá estaba con ella hacía que le pareciera real. Ahora, iría al árbol y, luego, a los escaparates de «Lord y Taylor’s». Después de eso, si el hombre todavía la seguía, quizá le preguntase qué tenía que hacer. Quizá si ella le gustaba lo bastante como para seguirla fuera que quería cuidarla realmente.
Los ojos de Susan escrutaban los rostros de los niños al pasar. Una niña pequeña la hizo contener el aliento, con el pelo rubio y una chaqueta roja. Pero no era Jamie. Cada pocas manzanas, voluntarios vestidos como Santa Claus recogían dinero para caridad. A cada uno de ellos le enseñó la fotografía de Jamie. Un coro del Ejército de Salvación cantaba en la esquina de la Calle 53. Una de las cantantes había visto a una niñita que ciertamente se parecía a Jamie, pero la niña le había dicho que estaba con su madre.
El teniente Garrigan la alcanzó justo cuando estaba a punto de entrar en la catedral. Iba en un coche patrulla. Susan vio la compasión en sus ojos al verla sostener la fotografía.
–Me temo que está usted perdiendo el tiempo, Susan –dijo–. Un conductor de autobús de la «Trailways» dijo que dos mujeres y una niña pequeña iban en su trayecto de las cuatro y diez que salía de Port Authority, Eso concuerda con la hora en que el policía de la estación les vio salir.
Susan tenía los labios acartonados.
–¿Dónde fueron?
–Las dejó en Pascack Road, en Washington Township, Nueva Jersey. La Policía de allí está cooperando totalmente. Todavía creo que podemos esperar una llamada telefónica de esas mujeres... si es que se la llevaron ellas. La «CBS» acepta que haga usted un llamamiento especial justo antes de las noticias de las siete, pero tendremos que darnos prisa.
–¿Podríamos ir hasta la Quinta, a «Lord y Taylor’s»? –preguntó Susan–. No sé... Tengo ese presentimiento.
Ante su insistencia, el coche patrulla fue despacio. La cabeza de Susan giraba de lado a lado mientras intentaba ver a los transeúntes a ambos lados de la calle. Con tono monótono, contó que una dependienta había visto a una niña parecida a Jamie, pero que aquella niña estaba con su padre; que una mujer del Ejército de Salvación que cantaba villancicos había visto a una niña como Jamie que estaba con su madre.
Insistió en que se detuvieran delante de «Lord y Taylor’s». Había gente haciendo cola pacientemente para pasar por delante de los escaparates, arreglados como si fueran un cuento de hadas.
–Sólo creo que si Jamie estuviese en Nueva York y recordara... –Se mordió el labio. Sabía que el teniente Garrigan pensaba que se comportaba de un modo absurdo.
La niña pequeña con el anorak azul y verde. Aproximadamente de la talla de Jamie. No. La niña casi escondida detrás del hombre corpulento. La estudió ansiosamente y luego negó con la cabeza.
El teniente Garrigan le tocó la manga.
–Creo de verdad que lo mejor que puede hacer por Jamie es emitir el llamamiento por televisión.
De mala gana, Susan aceptó.
Jamie miraba a los patinadores. Pasaban casi rozando, dando vueltas a la pista por delante del árbol de Navidad, como muñecos vueltos a la vida. Antes de que papá se la llevase, mamá y ella habían ido a patinar a un estanque cerca de su casa... Mamá le había regalado unos patines de principiante.
El árbol era tan alto que se preguntaba cómo habrían podido ponerle luces. El año anterior, mamá se había subido a una escalera para arreglar su árbol y Jamie le había ido dando los adornos.
Jamie apoyó la barbilla entre las manos. Podía ver justo por encima de la baranda para mirar abajo a la pista. Con la imaginación empezó a hablar con su mamá.
–¿Podremos venir a esquiar aquí el año que viene? ¿Me vendrán todavía bien los patines? O quizá podremos darlos y comprar otros más grandes...
Podía ver a mamá sonreír y responder:
–Claro que sí, tesoro.
O, quizá de broma, diría:
–No, creo que te estrujaremos los pies para que te entren en los patines viejos.
Jamie se apartó del árbol. Le quedaba un único sitio más que ver, los escaparates de «Lord y Taylor’s». El hombre y la mujer de su lado iban cogidos de la mano. Tiró del brazo a la señora.
–Mi madre me ha pedido que le pregunte dónde está «Lord y Taylor’s».
Doce manzanas más. Eso era mucho, pero tenía que terminar el juego de hacer ver. Empezaba a nevar más fuerte. Metió las manos en las mangas e inclinó la cabeza para que la nieve no le entrase en los ojos. No miró para ver si el hombre todavía la seguía, sabía que así era. Pero, mientras caminase cerca de otras personas, no se acercaría demasiado.
El coche patrulla se detuvo delante de los estudios de la «CBS», en la Calle 57, cerca de la Onceava Avenida. El teniente Garrigan entró con ella. Les enviaron arriba y un ayudante de producción habló con Susan.
–Vamos a llamar a esta sección «El ángel perdido». Haremos un primer plano de la fotografía de Jamie y luego podrá usted efectuar un llamamiento especial.
Susan esperó en un rincón del estudio de televisión. Algo parecía ir a estallar en su interior. Era como si pudiera escuchar la voz de Jamie llamándola. El teniente Garrigan esperaba con ella. Le cogió por el brazo.
–Dígales que enseñen la foto. Y que otra persona haga el llamamiento. Yo tengo que volver.
Un fuerte siseo le hizo comprender que había levantado la voz y que podía ser captada por los micrófonos. Sacudió la manga del teniente.
–Por favor, tengo que volver.
Jamie esperaba en la cola para pasar por delante de los escaparates de «Lord y Taylor’s». Eran tan bonitos como mamá le había prometido, como cuadros de sus libros de cuentos de hadas, salvo que las figuras se movían, se inclinaban y saludaban. Se encontró devolviéndoles el saludo. Eran personas simuladas. Era casi como si ellas comprendieran el juego de hacer ver.
–El año que viene –murmuró Jamie–, mamá y yo volveremos juntas.
Quería quedarse allí, seguir viendo las preciosas figuras que se inclinaban, giraban y sonreían, pero alguien iba diciendo:
–Por favor, sigan hacia delante. Gracias.
El problema era que el juego se había terminado. Había estado en todos los sitios a los que mamá y ella habían pensado ir. Ahora no sabía qué hacer. Tenía la frente mojada de nieve y se apartó el pelo hacia atrás. Sentía el aire frío y húmedo en su cabeza.
No quería dejar de mirar los escaparates. Se apretó contra la cuerda para que la gente pudiera pasar.
–Te has perdido, ¿verdad, nena?
Levantó la vista. Era el hombre que había estado siguiéndola. Hablaba tan bajo que apenas podía oírle.
–Si sabes dónde vives, puedo llevarte a casa –susurró.
Un rayo de esperanza creció en su pecho.
–¿Llamaría usted, por favor, a mi madre? –preguntó–. Sé el número.
–Claro que sí. Vámonos ahora.
Quiso darle la mano.
–Por favor, sigan adelante –dijo, de nuevo, la voz.
–Vamos –murmuró el hombre–. Tenemos que irnos.
A Jamie le dolía algo. Era algo más que estar cansada, tener frío y hambre. Tenía miedo. Se pegaba al borde de los escaparates, se quedaba mirando las muñecas y murmuraba su oración al niño Jesús.
–Por favor, por favor, que mamá venga ahora.
El coche patrulla se detuvo.
–Sé que piensa que estoy loca –dijo Susan. Su voz se fue apagando mientras examinaba la aún densa multitud alrededor de los escaparates. La nieve empezaba a caer con fuerza y la gente iba subiéndose los cuellos de los abrigos y echando hacia adelante los pañuelos y las capuchas. Había muchos niños en la cola, pero resultaba imposible ver sus caras porque se encontraban mirando los escaparates. Estaba abriendo la puerta cuando oyó al teniente Garrigan decir al conductor.
–Sam, ¿ves quién está en la cola? Es aquel tipo asqueroso que aborda a las criaturas para abusar de ellas y que no se presentó ajuicio. ¡Vamos!
Sobresaltada, Susan observó cómo iban corriendo por la acera, pasaban entre la cola, cogían por los brazos a un hombre delgado con una chaqueta sucia y le llevaban corriendo al coche patrulla.
Y, entonces, la vio. La pequeña figura que no se volvió como el resto de los asombrados espectadores, la pequeña figura con la cabeza del extraño pelo rubio blanquecino que le rodeaba las mejillas y el cuello, que sí eran familiares.
Deslumbrada, Susan se dirigió hacia Jamie. Con los brazos abiertos, hambrientos, se inclinó y escuchó mientras Jamie seguía rogando:
–Por favor, por favor, que mamá venga ahora.
Susan se puso de rodillas.
–Jamie –susurró.
Jamie creyó que todavía estaba jugando a hacer ver.
–Jamie.
No era el juego. Jamie se dio la vuelta y sintió que unos brazos la rodeaban. Mamá. Era mamá. Cerró sus brazos alrededor del cuello de mamá. Hundió su cabeza en el hombro de mamá. Mamá la estaba abrazando tan fuerte. Mamá la mecía. Mamá repetía su nombre una y otra vez.
–Jamie. Jamie.
Mamá estaba llorando. Y a su alrededor la gente sonreía y vitoreaba y aplaudía. Y en los escaparates de cuento de hadas, las bellas muñecas saludaban con la mano y se inclinaban.
Jamie acarició la mejilla de mamá.
–Sabía que vendrías –murmuró.
FIN