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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
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    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
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    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL OJO DE DIOS - LOS MISTERIOS DE KATHRYN SWINBROOKE 2 (C. L. Grace)

    Publicado en junio 27, 2010
    A George Witte,
    editor jefe de St. Martin's Press,
    con mi gratitud y reconocimiento
    por toda su ayuda
    a lo largo de los años.

    ÍNDICE
    Información Histórica 4
    Mapa de calles de Canterbury h.1471 5
    EL OJO DE DIOS
    Prólogo 6
    Capítulo 1 14
    Capítulo 2 27
    Capítulo 3 38
    Capítulo 4 52
    Capítulo 5 62
    Capítulo 6 72
    Capítulo 7 80
    Capítulo 8 91
    Capítulo 9 102
    Capítulo 10 115
    Capítulo 11 126
    Capítulo 12 138
    Epílogo 154
    RESEÑA BIBLIOGRÁFICA 156


    Información Histórica
    En 1471, la cruenta guerra civil por la corona de Inglaterra entre las Casas de York y de Lancaster llegó a su brutal término con las victorias yorquistas en Barnet, en abril de 1471, y Tewkesbury, en mayo de 1471. La guerra se había iniciado durante el reinado del inepto rey Enrique VI de Lancaster. Enrique, hombre honrado y piadoso, gustosamente hubiera cedido el trono a sus primos de la Casa de York, si su poderosa y ambiciosa consorte Margarita de Anjou no hubiera protegido sus intereses. Durante algún tiempo, se produjeron encarnizados combates, con numerosas bajas en ambos bandos. El jefe de la Casa de York, Ricardo, duque de York, virrey y gobernador de Manda, y su primogénito Edmundo quedaron atrapados en Wakefield y fueron cruelmente asesinados. Los tres hijos menores del duque: Eduardo de York, Ricardo, duque de Gloucester, y Jorge, duque de Clarence, con la eficaz ayuda de Ricardo Neville, conde de Warwick, asumieron entonces el liderazgo de la causa yorquista. Eduardo demostró ser un capacitado general, pero se ganó la enemistad de Warwick y de su hermano Jorge al contraer matrimonio con una hermosa viuda llamada Isabel Woodville. Tanto Warwick como Clarence se pasaron al bando de los Lancaster, aunque Clarence regresó después a sus antiguas alianzas familiares. La victoria de la casa de York en 1471 tuvo como consecuencia la muerte de Warwick, el encarcelamiento de Margarita de Anjou y el asesinato de Enrique VI en la Torre de Londres. Esta época, más que ninguna otra, merece el pareado del cuento de «El vendedor de indulgencias» de Chaucer: «Ese ladrón secreto que Muerte se llama y que a todos nos mata».

    * * *

    Mapa de calles de Canterbury
    h.1471




    1. Callejón de Ottemelle
    2. Callejón de Hethernman
    2a. Hospital de Clérigos Pobres
    3. Iglesia de Santa Mildred
    3a. Castillo de Canterbury
    4. Calle Mayor
    5. Casa del Gremio
    6. La Mercería
    7. Edificios de la catedral de Christchurch
    8. Queningate
    9. Iglesia de Santa Cruz
    10. Burgate
    11. Buttermarket/Bullstake
    12. Westgate
    13. Posada de Fastolf
    14. Kingsmead




    Prólogo
    Domingo de Pascua, 14 de abril de 1471
    Ricardo Neville, conde de Warwick, salió de su tienda y escudriñó los alrededores a través de la brumosa oscuridad. Oía, procedente de todos los rincones del campamento, el rumor de sus hombres, que se armaban para la batalla. Warwick observó que la espesa niebla se acercaba desde Deadman's Bottom junto al bosque de Wrotham, cubriendo como una sábana el campo de Barnet, lo cual impediría la utilización de las pequeñas culebrinas que había llevado consigo. La niebla hacía que su armadura resultara pegajosa al tacto mientras que, en la parte exterior de su pabellón, los estandartes de la Clava colgaban flaccidamente de sus astas. ¿Un presagio de futuros acontecimientos? Warwick rozó con la mano el medallón que colgaba de su cuello y acarició el refulgente zafiro. Bajó la vista para contemplarlo y musitó una oración. Los hombres lo llamaban el Ojo de Dios, pero ¿estaría Dios de su parte aquel día? A lo lejos, Eduardo de York junto a sus sanguinarios hermanos Ricardo de Gloucester y Jorge de Clarence, avanzaba desde Barnet decidido a enfrentarse con él y destruirlo sin piedad.
    Warwick tragó saliva y procuró dominar una repentina punzada de temor. Si venciera, el camino hacia Londres quedaría libre. Devolvería la corona al piadoso Enrique VI o, en caso de que los yorquistas ya lo hubieran matado, ¿sentaría tal vez a otro en el trono? Sonó un clarín. Tomando el yelmo adornado con un vistoso penacho de plumas blancas y amarillas, Warwick se internó en la oscuridad. Los caballeros y escuderos de su Casa se congregaron a su alrededor. Un paje le trajo su caballo mientras los mensajeros de sus capitanes aguardaban órdenes. Obedeciendo a una señal de su mano protegida por un guantelete, su séquito armado avanzó un poco más a través de la bruma. Una vez fuera del campamento, Warwick montó en su cabalgadura y contempló su ejército ya formado en orden de batalla: las líneas de hombres armados se extendían hacia la neblinosa penumbra.
    El ejército estaba dispuesto en tres grandes falanges: su hermano menor Juan Neville, marqués de Montagu, en el centro; el duque de Exeter a la izquierda; y, el conde de Oxford a la derecha.
    Sonó una trompeta, a la cual siguieron burlas e insultos cuando un grupo de hombres a caballo surgió de las sombras galopando hacia ellos. Warwick distinguió la cruz de madera que llevaban los jinetes y el lienzo blanco que la envolvía. Miró a sus hombres y los vio ocupados en la tarea de colocar las flechas en sus arcos.
    —¡Vienen en son de paz! —les advirtió—. ¡Son mensajeros desarmados!
    Él, Montagu y Exeter cabalgaron hacia el grupo de jinetes yorquistas apretujados alrededor de su signo de paz. Warwick dejó que su caballo se adelantara lentamente. ¿Cuántos eran?, se preguntó. ¿Cuatro, cinco? ¿Y si se tratara de una trampa? ¿Y si, detrás de los jinetes, unos hábiles arqueros ya tuvieran las flechas dispuestas en los arcos? Warwick refrenó su gigantesco caballo de batalla y se incorporó sobre los estribos.
    —¿Sois mensajeros? —preguntó, alzando la voz.
    —Acudimos en son de paz —gritó a su vez el hombre que encabezaba el grupo—. Venimos desarmados para traeros unos mensajes de Su Majestad el Rey.
    —¡No sabía que el rey Enrique estuviera de vuestra parte! —respondió Warwick en tono de mofa mientras sus ojos escudriñaban la oscuridad más allá del grupo de hombres.
    —¡Venimos de parte del ungido del Señor, el rey Eduardo IV, rey de Inglaterra, Irlanda, Escocia y Francia por la gracia de Dios!
    Warwick captó el leve acento irlandés de su interlocutor y sonrió para sus adentros. Conocía a aquel hombre: era Colum Murtagh, a quien el padre de Eduardo de York había salvado de la horca. Murtagh, mariscal de la Casa yorquista y principal explorador y mensajero de Eduardo, no era un asesino. Warwick clavó las espuelas y avanzó montado en su gran caballo de batalla, seguido por sus generales. Se detuvo ante Murtagh a menos de un palmo de distancia al tiempo que estudiaba el moreno rostro del irlandés y su húmedo cabello negro como ala de cuervo bajo el gorro de malla y el pardo capuchón protector.
    —¿Estáis bien, irlandés?
    —Sí, mi señor.
    —¿Y vuestro mensaje?
    —Condiciones muy honrosas de Su Majestad, muy ventajosas para vos, señor conde, si las queréis aceptar.
    Warwick oyó los enojados murmullos de su séquito. Habían comprendido el mensaje. En otros tiempos, en una época más dorada, Warwick y Eduardo de York habían estado más unidos que David y Jonatán y eran como hermanos, ligados por la amistad y los solemnes juramentos. Aquella relación había quedado destruida, pero, aun así, el de York seguía confiando en ganarse la voluntad de Warwick.
    —¿Y a mis compañeros? —preguntó Warwick. ¿A estos hombres que han estado a mi lado en la gran causa? ¿Qué les ofrece el Rey?
    —No les ofrece nada, mi señor.
    Warwick esbozó una forzada sonrisa y asintió con un gesto. Cuando se movió, el irlandés captó el brillante destello del zafiro de su medallón de oro. Warwick observó la dirección de su mirada y acarició cuidadosamente la joya.
    —Oro y joyas, irlandés —susurró—. Oro y joyas les ofrecería yo a todos a cambio de una paz honrosa.
    —Pues entonces, confiad en la clemencia del Rey, mi señor.
    Warwick tomó las riendas de su montura y sacudió la cabeza.
    —¡Me niego a hacerlo!
    —¡En tal caso —añadió el irlandés, levantando la voz para que todos le oyeran—, el Rey os considera a todos rebeldes y traidores, y os promete una cruenta muerte si sois apresados en el campo de batalla!
    —¿Algo más, irlandés?
    Murtagh apartó su caballo.
    —¿Qué otra cosa esperabais?
    Warwick espoleó su montura y el irlandés se volvió para contemplarlo con expresión alarmada, mientras acercaba la mano al lugar donde hubiera tenido que estar la empuñadura de su espada.
    —¡Paz, paz, heraldo! —lo tranquilizó Warwick en voz baja—. No os tengo malquerencia, Murtagh. Teníais una tarea que cumplir y lo habéis hecho muy bien. —Cogió la mano del irlandés y deslizó en ella una moneda de oro—. ¡Tomad! —añadió en tono apremiante—. Si la batalla fuera desfavorable a York, mostrádsela a cualquiera de mis capitanes. Vuestra vida será respetada.
    El irlandés estudió atentamente la moneda de oro.
    —Si os resultara desfavorable a vos —contestó—, tal como seguramente sucederá, mi señor, la gastaré en misas por la paz de vuestra alma.
    Murtagh hizo dar media vuelta a su caballo y encabezó el regreso del pequeño grupo yorquista hacia el camino de Barnet.
    Warwick los observó mientras se alejaban. Se volvió y dirigió una alegre sonrisa a sus generales. Con aquella jovial manifestación de confianza, pretendía borrar sus sombríos pensamientos y la inquietud de sus rostros.
    —Llegarán enseguida —señaló—. Será mejor que ocupéis vuestras posiciones, señores.
    Se quitó los guanteletes y estrechó las manos de sus generales, quienes fueron retirándose hasta que sólo quedaron él y su hermano Juan.
    —Tienes que combatir a pie —declaró bruscamente su hermano—. Los hombres están inquietos, hablan de traición y felonía. Dicen... —se interrumpió vacilante.
    —Sé lo que dicen —continuó en su lugar Warwick con voz pausada—. Que los grandes señores de la tierra combatirán a caballo para poder alejarse como el viento hacia el puerto más cercano, abandonando a los campesinos a su suerte en caso de que la batalla les sea desfavorable. —Warwick, con el cuerpo protegido por una impresionante armadura, se incorporó en la silla de montar y extrajo su enorme espada de la vaina, atada al arzón de la silla. Después arrojó las riendas de su caballo de batalla a su hermano—. ¡Da la orden, Juan! Todos nosotros combatiremos a pie. ¡Lleva de nuevo mi caballo a las líneas junto con los demás!
    Juan se alejó al galope, seguido por el caballo de Warwick en medio de la nube de salpicaduras de barro que los poderosos cascos de la bestia levantaban a su alrededor. Una vez más, Warwick recorrió las grandes falanges de hombres protegidos por recias armaduras e inmediatamente asumió el mando, rodeado por los caballeros de su Casa, justo detrás de la falange central de Montagu. Miró por encima de las cabezas de los hombres y observó que la densa niebla se estaba desplazando, pero aún no se había disipado del todo. Pidió silencio y, apoyando las manos en la gran empuñadura de su espada, aguzó el oído, atento a cualquier sonido que pudiera venir desde más allá de la oscuridad. No oyó nada, cerró los ojos y musitó una oración. En el momento en que un paje se le acercaba para hacerle saber que eran tan sólo las ocho de la mañana, Warwick percibió de repente el confuso y amortiguado rumor del enemigo que se acercaba. Ordenó inmediatamente que se desplegaran los estandartes de batalla, pero éstos colgaban flaccidos debido a la humedad. Hizo una seña con la cabeza a sus trompetas y levantó la mano.
    —¡Por Dios, por el rey Enrique y por San Jorge! —gritó.
    Las trompetas atronaron en la oscuridad y las tres falanges de batalla con sus arqueros y ballesteros empezaron a disparar contra la muralla de niebla. Las trompetas de los yorquistas respondieron con el mismo estruendo; se oyeron unos poderosos gritos y Warwick sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho al ver surgir de la niebla filas y más filas de hombres protegidos por cotas de malla.
    —¡Adelante! —gritó.
    Moresby, el capitán de la guardia, repitió la orden; los abanderados se adelantaron e, irrumpiendo con estrépito en la espectral penumbra, ambos ejércitos se enzarzaron en una violenta refriega de espadas, lanzas y hachas de batalla, dando tajos en todas direcciones. En el aire resonaban las maldiciones, las plegarias, los quejidos de los moribundos y las exclamaciones de espanto y dolor mientras los hombres luchaban en medio de la confusión y la oscuridad, empapando de sangre la blanda tierra. Warwick se enjugó el sudor de la frente y distinguió vagamente el estandarte de su hermano. A su lado, el gran estandarte azul y oro de la Casa de York mostraba un radiante sol en todo su esplendor. Unos gritos a su izquierda le obligaron a volver la cabeza. En lo alto de un cerro, un enorme estandarte con un rojo jabalí rampante estaba obligando a los hombres de Exeter a retroceder hacia el lugar donde él se encontraba. Ricardo de Gloucester, el hermano de Eduardo de York, pretendía tomar su retaguardia. Warwick ordenó a gritos que el grueso de su reserva se apresurara a prestar ayuda a Exeter. El rojo jabalí rampante desapareció. Warwick lanzó un suspiro de alivio, acarició el Ojo de Dios y le suplicó a su glorioso patrón San Miguel Arcángel que acudiera en su auxilio. Oyó un grito procedente de la refriega que se desarrollaba delante y vio otros estandartes yorquistas alrededor del de su hermano. El propio rey Eduardo se había puesto al frente de unas fuerzas de relevo que se estaban abriendo camino para enfrentarse con Montagu. Warwick se adelantó con su pequeño contingente de hombres. En cuestión de pocos minutos se convirtió en una parte más de aquella muralla de acero y de yelmos que repartía tajos y hachazos a cualquier cosa que se viera a través de las rendijas de las viseras de los yelmos. Los yorquistas empezaron a retirarse. Empapado en sudor, Warwick retrocedió con su armadura de plata repujada en oro, regalo personal de Luis XI de Francia, y ahora cubierta por una capa de salpicaduras de sangre y fragmentos de hueso. Rodeado de sus escuderos y pajes, se quitó el yelmo y miró a su alrededor, tratando de recuperar el resuello. Se volvió hacia el escudero que tenía al lado y lo asió por el hombro.
    —¡Brandon! —exclamó—. ¡La victoria es nuestra, Brandon!
    De repente, desde la densa bruma que había a su izquierda, sonaron unos gritos acompañados de un súbito movimiento. Unos arqueros se estaban abriendo camino, disparando flechas contra cualquier jinete que se les pusiera por delante.
    —¡Traición! ¡Traición! —gritaban los hombres.
    —¡En el nombre de Dios! —clamó Warwick—. ¡Brandon, los hombres de Montagu están atacando a Oxford!
    Warwick cruzó el campo de batalla, pero el daño ya estaba hecho. Oxford, que había conseguido rechazar a una parte de los yorquistas, había regresado inesperadamente. Y los hombres de Montagu, en la creencia de que era el enemigo, lo habían recibido con una descarga de flechas. A su vez, los soldados de Oxford, pensando que habían sido traicionados, a la voz de «traición», se habían dispersado y habían emprendido la huida. Ahora los que gritaban eran los hombres de Montagu. El terror se propagó por el frente de batalla, el cual empezó a quebrarse mientras los hombres daban media vuelta para escapar de aquel infierno. Los mensajeros se acercaban corriendo casi sin resuello y con los ojos inyectados en sangre. ¡Montagu había caído! ¡Juan Neville había muerto! Warwick soltó un gruñido, pero no tenía tiempo para prestar atención. El número de fugitivos aumentaba por momentos. Los hombres se alejaban, arrojando las armas y quitándose la armadura.
    —Aidez-moi! —gritó el conde.
    Señaló con su espada el frente de batalla, instando a los últimos miembros de su Casa a que siguieran avanzando mientras él y unos cuantos escuderos permanecían de pie bajo su estandarte, pero todo fue en vano. Los frentes de batalla se curvaban, se estremecían y se rompían. Cualquier apariencia de orden había desaparecido y hasta los caballeros de su Casa repetían a voces que la batalla se había perdido. Asiendo fuertemente en su mano el Ojo de Dios, Warwick miró a su alrededor y abrió la boca para gritar, pero no le salieron las palabras. Una flecha pasó silbando junto a su rostro mientras unos soldados con la librea de la Casa de York surgían de repente ante él. Brandon, Moresby y los demás echaron a correr. Warwick también trató de hacerlo, respirando con entrecortados jadeos. El acero le impedía moverse con rapidez y las perspectivas de la muerte y la derrota parecían enroscarse a su alrededor como serpientes.
    —Tout est perduf —exclamó en un susurro.
    En aquel momento, apareció ante sus ojos el frente de la caballería. «¡Gracias, Dios mío!» Brandon se estaba acercando a él con su montura, pero Warwick tropezó, cayó sobre el barro, se levantó y se inclinó hacia delante. A su espalda, unos soldados yorquistas de a pie empezaron a saltar y a ladrar como perros. Consiguió llegar hasta su caballo, se agarró a la brida, pero descubrió que no tenía fuerzas para montar.
    —Mi señor —comenzó Moresby, tomando su mano y mirándolo con inquietud, mientras le indicaba a Brandon con un gesto de la mano que procurara dominar los nerviosos caballos—. Debéis huir, mi señor.
    Warwick se arrancó del cuello el Ojo de Dios y lo depositó en las manos de Brandon.
    —¡Tómalo! —dijo jadeando—. Entrégalo a los monjes de Canterbury. Es mi último regalo. ¡Pídeles que recen por mi alma!
    Moresby y Brandon iban a protestar, pero Warwick los apartó a un lado. Los jóvenes montaron a toda prisa mientras un grupo de yorquistas se abalanzaba sobre Warwick. El conde se volvió y trató de luchar, pero fue empujado al suelo con la visera levantada. Un soldado de a pie se sentó sobre su pecho y le hundió un puñal en la garganta. El cuerpo del conde se sacudió mientras su vida y sus ambiciones se extinguían como la llama de una vela.
    En medio de la oscuridad, Brandon y los demás jinetes se alejaron justo en el momento en que Colum Murtagh, el mensajero del Rey, se reunía con el grupo de soldados que se dedicaba a arrancar ávidamente la rica armadura del cuerpo de Warwick.
    —¡Está muerto! —aulló uno de ellos—. ¡El enemigo ha muerto! ¡Se acabaron los días del gran Warwick! —Levantó la vista hacia Colum—. Llegáis demasiado tarde para el botín. ¡Son las reglas de la guerra! ¡Es nuestro! ¡Nosotros lo hemos matado y su armadura nos pertenece!
    —Había venido para salvarle la vida —musitó Colum, contemplando con tristeza el pálido cadáver de Warwick, ahora desnudo excepto por el taparrabo.
    —¿Y eso para qué sirve? —preguntó a gritos otro soldado, brincando con el dorado yelmo de Warwick en la punta de su lanza.
    Colum sacudió la cabeza.
    —Para nada —respondió—. Pero Su Majestad el Rey exige el medallón con su valioso zafiro.
    —¿Qué medallón? —preguntaron a voces los soldados—. ¡Juramos por Dios que no hemos encontrado ninguna cruz ni alhaja!
    Colum insistió en que vaciaran sus bolsas. Al final, convencido de su sinceridad, aunque no de su honradez, dio media vuelta con su caballo y regresó junto al Rey para comunicarle que el conde de Warwick había muerto y que el Ojo de Dios había desaparecido sin dejar rastro.


    La encrucijada estaba bañada por la luz de la luna llena y las cadenas de la horca brillaban como si fueran de plata bajo su resplandor. El cadáver que colgaba de la cuerda medio podrida permanecía absolutamente inmóvil y parecía estar escuchando algún sonido en los desolados páramos que bordeaban el camino que, desde Canterbury, conducía hasta la costa. La mujer que aguardaba en las sombras precisaba de grandes esfuerzos para no moverse. El mensaje había sido muy simple. Tenía que aguardar allí hasta la medianoche, sin embargo, estaba deseando huir. Se echó la pelirroja melena hacia atrás y sintió que el sudor le bajaba por las mejillas.
    —Hubiera podido negarme, por supuesto —murmuró por lo bajo.
    Se mordió el labio. Pero entonces, ¿qué habría ocurrido? «Si yo no hubiera venido aquí, habrían ido a buscarme», pensó. Oyó a su espalda un susurro sobre la hierba. Una rama se quebró. Se volvió, acercando la mano a la daga que llevaba al cinto. No había nadie, sólo un zorro plateado cruzando el claro delimitado por unos arbustos más allá de la encrucijada. El zorro se detuvo bruscamente, enderezó las orejas y la miró, levantando ligeramente una pata delantera. El animal movió la cabeza y, al ver el apagado brillo rojizo de sus ojos, la mujer emitió un gemido de terror. ¿Era un animal? ¿O algún malévolo fantasma nocturno? ¿Tal vez un demonio en forma de animal? El zorro la miró de nuevo, contrajo el hocico y se alejó corriendo. La mujer cerró los ojos, lanzó un profundo suspiro y se colocó otra vez de cara a la horca. Ahogó un grito al distinguir a una encapuchada figura de pie junto al patíbulo. Hubiera deseado agacharse para que no la vieran, pero la sombra sabía que estaba allí. Una mano enguantada se alzó y le hizo señas para que se acercara. Se quedó paralizada, se le secó la boca y el corazón le empezó a latir como el redoble de un tambor.
    —¡Ven! —le ordenó la voz en un suave susurro—. ¡Ven aquí, Megan!
    La mujer hubiera dado cualquier cosa para que no le temblaran las piernas. Tenía el vestido empapado en un frío sudor cuyo efecto se combinaba con el del gélido aire nocturno.
    —¿Acaso no quieres venir? —preguntó la dulce voz—. No tienes nada que temer.
    Megan salió de detrás de los arbustos y se acercó muy despacio al desconocido.
    —Vamos, acércate un poco más —repitió la voz con cierta irritación, como la de un benévolo progenitor a punto de perder la paciencia con su recalcitrante hija.
    Megan se acercó y trató de dominar el miedo que amenazaba con dejarla convertida en una simple sucesión de sollozos o gritos histéricos. Sabía que debía impedir que le ocurriera eso, pues, en tal caso, el desconocido podría sospechar que planeaba algún ataque o alguna secreta emboscada. Por otra parte, si daba media vuelta y echaba a correr, él se encargaría de que aquélla fuera su última noche en la tierra. Megan se pasó la lengua por los resecos labios, avanzó con la cabeza muy erguida y se acercó tanto que la inundó el hedor de putrefacción de la horca. Pudo ver el cadavérico cráneo y el rostro del ahorcado que, vuelto hacia un lado bajo la pálida luz de la luna, parecía mirarla con una sonrisa. El desconocido había sabido elegir muy bien el lugar que ocupaba. La capa con capucha le envolvía todo el cuerpo y la máscara que le cubría el rostro sólo dejaba al descubierto unos blancos y afilados dientes y el perverso brillo del único ojo sano que tenía.
    —He venido —declaró Megan—. He venido tal como me pediste.
    —Por supuesto que sí.
    La voz del encapuchado había adquirido ahora un suave deje gaélico. De repente, éste alargó la mano y asió a Megan por el hombro, apretando con fuerza como si fuera un torno de banco. Megan cerró los ojos y soltó un gemido de terror.
    —¡Mira a tu alrededor, Megan! —le ordenó, sacudiéndola—. ¡Mira a tu alrededor!
    Aflojó la presión y la mujer le obedeció, contemplando los altos y oscuros árboles del bosque de Blean que la rodeaban.
    —Un extraño lugar —murmuró el hombre—. Dice la gente que aquí los magos se envuelven en pellejos de animales con los peludos rabos todavía sujetos. Carecen de rostro e invocan a Merderus, la Reina de la Noche, para que acuda en su auxilio. ¿Tú lo crees? En Irlanda lo hacemos.
    A pesar del cadencioso acento del encapuchado, Megan hubiera deseado poder decirle la verdad y confesarle que le tenía más miedo a él que a toda una legión de brujas volando a través de los cuartos de la luna para acudir a algún aquelarre o a alguna misa sacrilega.
    El hombre lanzó un suspiro.
    —Dicen que la guerra ha terminado —añadió como si ambos se estuvieran intercambiando chismes—. ¿Tú lo sabías, muchacha? —preguntó, soltando una repentina carcajada—. Pues claro que lo sabes. Los lancastristas no son más que un montón de cadáveres y su sangre empapa las colinas de Barnet y Tewkesbury. El rey Eduardo IV ha regresado junto a los suyos con su preciosa reina y sus crueles hermanos. Y todo el mundo tiene que volver a casa. Se acabaron las matanzas, ahora sólo habrá paz hasta la próxima vez.
    —¿Qué quieres? —preguntó Megan, tartamudeando.
    —Tú ya sabes lo que queremos —replicó el hombre—. Eduardo IV ha resuelto sus agravios con la Casa de Lancaster. Ahora nosotros tenemos que resolver los nuestros y tú nos echarás una mano a su debido tiempo, ¿verdad? Cuando se reciba el mensaje, tú harás lo que yo te diga, ¿no es cierto? Corre por nuestras venas la misma sangre que la del traidor Colum Murtagh.
    Megan, más pálida que la cera, lo miró aterrorizada.
    —¡Júralo! —le ordenó el forastero con voz sibilante, tomando su mano para apoyarla contra el cadalso cubierto de cieno.
    —¡Júramelo a mí, Padraig Fitzroy!
    Megan ya no pudo soportar por más tiempo el terror.
    —¡Lo juro! —gritó—. ¡Lo juro! ¡Lo juro! ¡Lo juro!
    Consiguió liberar la mano que él mantenía presa y cayó de rodillas entre sollozos con el largo cabello flotando a su alrededor. Cuando levantó la vista, el encapuchado había desaparecido. La encrucijada se había quedado desierta y sólo rompía el silencio el crujido del patíbulo azotado por un frío y rápido viento del sudoeste. Megan se alisó el pelirrojo cabello empapado de sudor y contempló la noche que la rodeaba. Era de origen irlandés y conocía los horrores de las enemistades entre los clanes: los Sabuesos del Ulster estaban en Inglaterra, persiguiendo a su amo. Colum Murtagh era su presa y ella tendría que ser la carnada.

    Capítulo 1
    —¡Enseñadme la herida!
    El soldado se remangó el jubón de cuero y la sucia camisa blanca de lino que llevaba debajo. En su flaco, moreno y musculoso brazo tenía una larga herida supurante justo por encima de la muñeca. La mujer se inclinó y la olfateó suavemente. Examinó el pus amarillo verdoso y percibió una leve vaharada de putrefacción. La herida se había convertido ahora en una enconada roncha y el veneno había creado un pequeño círculo rojo que se estaba extendiendo al resto del brazo.
    —¿Me la vais a curar u os la vais a comer? —preguntó el soldado en tono de burla.
    Kathryn Swinbrooke, sangradora, boticaria y médica, le miró con dureza.
    —La herida está supurando —replicó en tono cortante—. El que os la ha curado era un ignorante.
    —¡En tal caso, señora Swinbrooke, ése soy yo!
    Kathryn esbozó una leve sonrisa.
    —Os ruego que os deis la vuelta —dijo—. Thomasina —añadió, dirigiéndose a su rolliza y risueña ayudante—, pásame el cuchillo.
    Thomasina se hallaba sosteniendo la hoja de un largo cuchillo sobre la llama de una vela. Ella no sabía por qué, pero Kathryn siempre insistía en que lo hiciera, tal como siempre había hecho su padre, el pobre médico Swinbrooke que ahora descansaba bajo una fría losa de la iglesia de Santa Mildred de Canterbury.
    Thomasina empezó a soñar despierta. Imaginaba que se encontraba todavía en su casa del callejón de Ottemelle, donde ella se pasaba el rato dando la tabarra a Agnes, la moza de la cocina, y escuchando la cháchara del joven Wuf. Pero no, por culpa de aquel maldito irlandés de Colum Murtagh, ella, su ama y el aventurero irlandés se encontraban en el mismísimo centro de Londres, preparándose para subir río arriba y ser recibidos en audiencia por el Rey. Sólo que Murtagh aún no había terminado de vestirse y Kathryn se dedicaba a curar la muñeca de aquel hosco capitán de la guardia que había acudido allí para escoltarlos en su travesía por el Támesis hasta la Torre.
    —Thomasina, ¿estás durmiendo?
    Thomasina levantó los ojos sobresaltada, esbozó una sonrisa de disculpa y le entregó a su ama el afilado cuchillo de mango de marfil.
    —No deberíais hacerlo —le dijo en tono quejumbroso—. Es vuestro mejor vestido de tafetán —añadió, contemplando con expresión de reproche la tela de color leonado, como si buscara en ella alguna mancha o tiznadura.
    —Es sólo un corte, Thomasina. Lo limpio y nos vamos. —Kathryn miró con una sonrisa al soldado—. Puede que os duela un poco.
    El soldado, que llevaba el cabello muy corto y no se había rasurado el duro y curtido rostro, asintió con la cabeza, medio turbado ante la amabilidad de aquella dama que olía tan bien. Mientras Kathryn empezaba a cortar ligeramente la herida, el soldado la estudió con interés. «Le falta algo de carne», pensó; su cabello negro como el azabache estaba entreverado de algunas hebras de plata y su rostro mostraba una expresión ligeramente severa, pero, aun así, él no pudo por menos que admirar en secreto su alabastrina tez, sus bien dibujadas cejas y la recta y pequeña nariz que en aquellos momentos olfateaba el pus que se escapaba de la inflamada herida.
    —¿Cómo ocurrió? —preguntó Kathryn, alzando el rostro.
    No, se dijo el soldado rectificando, aquella mujer era muy hermosa. Tenía unos carnosos labios rojos y unos serenos y sinceros ojos tan grises como el mar.
    —¿Cómo ocurrió? —repitió la mujer.
    —Me corté —explicó el soldado, apartando la mirada—. Con un trozo de cota de malla oxidada.
    —Si alguna vez os vuelve a suceder —advirtió Kathryn con expresión severa en la que, sin embargo, el soldado alcanzó a ver un destello burlón—, lavad la herida tal como ahora voy a hacer yo.
    Antes de que el soldado pudiera protestar, Kathryn juntó los bordes de la herida para que saliera sangre y pus y después le vertió encima una jarra de agua caliente que lo obligó a hacer una mueca de dolor, aplicó con sus suaves y delicados dedos un poco de ungüento alrededor de la herida y, finalmente, tomó de un cestito que sostenía la atemorizada Thomasina un rollo de una venda tan fina como la gasa y la enrolló fuertemente alrededor de la muñeca.
    —¡Ya está! —dijo, asegurándola con un pequeño alfiler—. Eso impedirá que se mueva la venda.
    El soldado desplazó el peso de su cuerpo de uno a otro pie. Kathryn sonrió para sus adentros, congratulándose de que una pequeña muestra de amabilidad hubiera sido capaz de modificar hasta semejante extremo la actitud de una persona. Cuando había entrado en la posada con su cónico yelmo bajo el brazo, su jubón de cuero, sus calzones de lana, sus pesadas botas, el talabarte con la espada desenvainada echado al hombro y dos dagas al cinto, el capitán parecía un hombre muy fiero.
    —Vengo —anunció— para escoltar a maese Murtagh, mariscal de la Casa del Rey y comisario especial del Rey en Canterbury, y a la señora Kathryn Swinbrooke, médica de la misma ciudad, hasta la presencia de Su Majestad el Rey en la Torre.
    Colum, que apenas había empezado a desayunar, le contestó en tono malhumorado que tendría que esperar. Mientras Murtagh subía a su habitación, Kathryn había observado que el capitán se acariciaba el brazo izquierdo, le había preguntado la causa e inmediatamente había insistido en aplicarle una cura.
    —¿Qué os debo, señora? —preguntó ahora el soldado.
    Kathryn sacudió la cabeza.
    —Si nos lleváis sanos y salvos a la Torre, no os cobraré nada.
    El soldado carraspeó, murmuró unas palabras de agradecimiento, salió al patio adoquinado y dio órdenes a una pequeña escolta de arqueros que allí esperaban entretenidos en comerse con los ojos a las mozas y las criadas.
    —Ya estoy listo —anunció Colum, bajando la escalera.
    Le arrojó un beso a Thomasina, la cual le miró con semblante enfurecido, y se inclinó en burlona reverencia ante Kathryn.
    —Muy galante estáis hoy —apuntó Kathryn en tono de chanza.
    Después estudió al irlandés. Este llevaba el rebelde cabello negro impecablemente peinado y se había rasurado cuidadosamente el moreno rostro. A pesar de haberse pasado toda la noche de jarana con un amigo en una taberna de Cheapside, sus ojos azules estaban más claros que un cristal y su rostro, que a Kathryn le recordaba el de un halcón de caza, aparecía sonriente y descansado. Colum iba vestido con sus mejores galas: una blanca camisa de Holanda, un jubón de color morado ribeteado de lana que le llegaba hasta media pantorrilla y unos multicolores calzones a juego. También llevaba puesto su impresionante talabarte de guerra alrededor de la cintura, con su larga daga y su espada de ancho puño.
    —¿Os parece oportuno llevar todo eso? —le preguntó Kathryn—. Creo que me habíais explicado que en presencia del Rey...
    —Bueno, me lo tendré que quitar —repuso Colum, sacudiéndose el polvo de la acolchada pechera del jubón—. Pero es que nos encontramos en Londres, Kathryn, y las calles de aquí están llenas de toda suerte de bribones. ¡Pero venid, ya es hora de irnos!
    Colum salió al patio. Los arqueros se levantaron de un salto y, en cuanto el capitán hubo colocado tres hombres delante de ellos y tres detrás, cruzaron el callejón del Zamarro, salieron a Walbrook y bajaron al Steelyard cerca de Dowgate donde la barcaza real los estaba esperando. Kathryn asió el brazo de Colum; hacía buen tiempo y la gente se había echado a la calle. Muchos subían por Cheapside y otros, como ellos, bajaban hacia el río. Los aleros de los grandes edificios cuyos muros tan blancos como la nieve formaban un fuerte contraste con el reluciente entramado negro de madera que adornaba sus fachadas, apenas permitían percibir el débil sol matinal. Colum le murmuró a Kathryn que tuviera cuidado. Ella se levantó la orla de la falda y, rodeando los charcos para no mojarse, arrugó la nariz ante la cloaca descubierta que discurría por el centro del camino. Sin embargo, el bullicio y ajetreo de las calles le encantaba: los buhoneros y los caldereros corrían de un lado para otro anunciando sus artículos mientras los mercaderes, con sus grandes castoreños y sus capas acolchadas, conversaban en las esquinas, comentando qué barcos habían llegado y qué mercancías se podían adquirir. El cortejo de una boda que se dirigía a una iglesia de la Trinidad se abrió paso entre un ruidoso grupo de jóvenes de ambos sexos, cuyos rostros ya estaban arrebolados por la bebida. Los mendigos gimoteaban en las esquinas de las callejuelas y un vendedor de indulgencias, vestido de pies a cabeza con unos sucios ropajes de color blanco, trataba de vender unas bulas redactadas sobre unos viejos trozos de pergamino. Los niños azuzaban a los perros y las comadres charlaban en los portales. Dos frailes con los rostros casi enteramente cubiertos por las capuchas de sus hábitos caminaban detrás de un hombre, un falsificador condenado a acarrear una enorme piedra de uno a otro extremo de la ciudad.
    La cabeza de Kathryn giraba, pasando de un espectáculo a otro. Al final, ésta desistió de su intento de evitar la suciedad y se apoyó con más firmeza en el brazo del irlandés, el cual caminaba resueltamente detrás de los arqueros con la mano libre descansando sobre la empuñadura de su daga. Colum estudió cuidadosamente a la gente, procurando no prestar atención al incesante torrente de preguntas de Thomasina que lo seguía jadeando y casi con la lengua fuera. Se alegraba de que Kathryn asiera con tal fuerza su brazo. La médica había manifestado su deseo de trasladarse a Londres para comprar especias y él había tenido sumo gusto en acompañarla, pues quería exhibirla en la corte y, al mismo tiempo, mostrarle la gran confianza que tenían depositada en él todos los señores de la guerra yorquistas que lo esperaban en la Torre. Pese a todo, Colum se sentía inquieto. Nacido en los salvajes y verdes valles de Irlanda, estaba acostumbrado a los establos, los caballos y los campos abiertos y no le gustaban las angostas callejuelas de las ciudades, las masas de cuerpos que no se lavaban y los ladrones que parecían proliferar como las ratas alrededor de un montón de estiércol. Se volvió ligeramente de lado; sí, alguien lo seguía, un encorvado hombrecillo de ralo cabello gris, mirada furtiva y larga y puntiaguda nariz. Colum lo miró enfurecido; podía identificar a los ladronzuelos de un solo vistazo. Al parecer, el muy bribón estaba al acecho de los miembros de su grupo o quizá de los viandantes que se detenían al paso de aquella pareja tan elegante que caminaba por la calle, escoltada por una pequeña compañía de arqueros reales. Sin embargo, aquel sujeto no suponía ninguna grave amenaza y, por consiguiente, decidió no prestarle atención. No les tenía el menor miedo a los ladrones de Londres; en cambio, los Sabuesos del Ulster ya eran otra cosa. Lo habían condenado por traidor y habían jurado cortarle la cabeza, ¿y qué mejor lugar que una abarrotada calle de Londres, donde se podía disparar fácilmente una saeta de ballesta o deslizar rápidamente un puñal entre las costillas de un hombre?
    —Colum, ¿qué pensáis que desea el Rey de vos?
    El irlandés hizo una mueca.
    —Cualquiera sabe, mi señora Kathryn. La carta la envió su hermano Ricardo de Gloucester. Me convocaba a una reunión con el Rey el día veinticinco de julio, festividad de Santiago Apóstol, en la capilla privada del Rey en la Torre. ¡Sólo Dios sabe para qué!
    Kathryn le oprimió el brazo.
    —¿Estáis preocupado, Colum?
    —«En medio de la vida, nos hallamos con la Muerte» —contestó él en tono burlón.
    Ahora fue Kathryn quien hizo una mueca. A veces, lamentaba haberle regalado un ejemplar de la obra de Chaucer. El irlandés, que era un lector empedernido, solía deleitarla tanto a ella como a Thomasina con citas de fragmentos de los Cuentos de Canterbury de Chaucer.
    —¿A qué cuento pertenece esta cita? —le preguntó, tomándole el pelo.
    Colum levantó el dedo como un severo preceptor.
    —No, la más docta de todos los médicos, eso no pertenece al maestro Chaucer sino a la Biblia, que es la historia de Dios —replicó sonriendo—. Aunque es cierto, tal como dice el vendedor de indulgencias de Chaucer que: «Busco aquí el arrugado rostro de la pálida Muerte».
    La sonrisa de Kathryn se desvaneció de golpe.
    —¡Aquí! —exclamó en un susurro—. ¿Aquí en Londres? ¿Rodeado por los arqueros reales?
    —Pues sí —repuso Colum, bajando la voz—. Mis compañeros, los autoproclamados Sabuesos del Ulster, no respetan a las personas. Corro más peligro aquí que en cualquier camino desierto.
    Ya no pudieron seguir conversando porque habían llegado a la orilla del río, desde donde inmediatamente bajaron por los resbaladizos peldaños para saltar a la barcaza real, en cuyos cómodos asientos Kathryn, Colum y Thomasina se instalaron bajo una toldilla de cuero. Los arqueros subieron a bordo detrás de ellos. El capitán dio unas órdenes y los cuatro remeros se apartaron de los peldaños y situaron la embarcación en mitad de la corriente. A pesar del cambio de la marea, la barcaza parecía volar sobre la superficie del agua cuando pasó bajo los arcos del puente de Londres, donde el río se agitaba y rugía como el agua en una caldera. Kathryn, un poco asustada por la rapidez y el ímpetu de la corriente, apartó la mirada. Pero tuvo que cerrar los ojos horrorizada al distinguir en la parte superior del puente estacas con las putrefactas cabezas de unos traidores. Colum, siguiendo la dirección de su mirada, trató de distraerla, señalándole distintos lugares de interés: las blancas escalinatas de los palacios, los altos chapiteles de algunas iglesias y los variados barcos que surcaban las aguas del río... galeras venecianas, amplias kogges del Báltico cargadas hasta los topes y grandes bajeles reales de guerra.
    Al final, llegaron a la Torre. A pesar del sol, la fortaleza ofrecía un aspecto tremendamente siniestro y sombrío. Desembarcaron y echaron a andar por el camino que conducía a la Puerta del León, fuertemente custodiada por soldados que lucían la librea real o bien la del Jabalí Rojo de Gloucester o la del Toro Dorado de Clarence. Los guardias examinaron los documentos y después otros hombres los acompañaron a través de unos estrechos y tortuosos pasillos. Kathryn miró con inquietud a su alrededor. ¿No era allí, pensó, donde hacía muy poco tiempo, tras el triunfal regreso de los grandes señores yorquistas de sus victorias en Barnet y Tewkesbury, el anciano rey Enrique, que algunos consideraban un santo y otros un loco, había sido mortalmente apuñalado? Doblaron una esquina y cruzaron el césped del patio interior para dirigirse a la impresionante y blanca torre del homenaje, pasando por delante de unos soldados que, sentados sobre la hierba, estaban sacando brillo a sus camisotes con unos trapos viejos y unos cuencos de arena seca. Al pie de los peldaños de la puerta de la torre del homenaje, los miembros de la escolta se despidieron de ellos. El capitán manifestó una vez más su agradecimiento y, antes de que Colum pudiera preguntarle a Kathryn por qué lo hacía, apareció un chambelán vistosamente ataviado de azul, rojo y oro y les franqueó solemnemente la entrada. Subieron otro tramo de escalera y entraron en la capilla de San Juan. Dos caballeros abanderados, con los rasgos de sus rostros ocultos por unos pesados yelmos cónicos de anchos nasales, montaban guardia a la entrada de la capilla con las espadas desenvainadas. Colum se quitó el talabarte, se lo entregó a uno de ellos y entró en la capilla con Kathryn.
    Kathryn se quedó sin respiración al contemplar la blanca y deslumbradora belleza de aquel lugar. Las columnas estaban pintadas de brillantes colores, el suelo era de piedra pulida y las paredes habían sido cubiertas con colgaduras doradas, pero lo que más le llamó la atención fue el grupo de personas sentadas al fondo de la capilla, ante el altar. Mientras el chambelán se adelantaba, Colum inclinó la cabeza y le indicó a Kathryn en un susurro:
    —Su Majestad el Rey y su esposa la reina Isabel. Detrás están los hermanos de Su Majestad; el rubio es Ricardo de Gloucester y el otro, Jorge de Clarence. ¡El Rey es hombre de fiar, pero guardaos de los demás!
    Kathryn miró hacia el fondo de la capilla. En el aire se aspiraba la fragancia del incienso y las velas del altar todavía humeaban cuando un monje con la cabeza tonsurada y revestido con alba y estola empezó a retirar las valiosas vinajeras una vez finalizada la misa de última hora de la mañana. Kathryn estudió al grupo de personajes que conversaban entre sí: el Rey resplandecía con su túnica de raso azul oscuro y un rosario de plata alrededor de la dorada cabeza. Eduardo, un gigante cuya estatura superaba con mucho el metro ochenta, era el guerrero más grande de su tiempo y, si se pudiera dar crédito a los escandalosos rumores que corrían, un hombre muy peligroso para las damas. Su esposa, Isabel Woodville, parecía la reina de las nieves con su hermoso cabello de color blanco plateado y un rostro que hubiera podido resultar sorprendentemente agraciado de no haber sido por su desdeñosa expresión que lo afeaba. Los dos príncipes eran, tal como había dicho Colum, unos valientes pero peligrosos guerreros. Ricardo de Gloucester, con su rubio cabello, su pálido y enjuto rostro y sus grandes ojos verdes, le recordó a Kathryn un gato que tenía su padre. Un hombre apuesto, pensó... demasiado apuesto, de una belleza casi femenina, con sus dorados rizos y la boca fruncida en un mohín petulante. El chambelán esperó a que el soberano lo mirara y entonces hincó la rodilla en tierra y musitó unas palabras, señalando con la cabeza a Colum y Kathryn. Eduardo se levantó, se colocó bien la corona, le guiñó picaramente el ojo a Kathryn y les indicó con un gesto de la mano que se acercaran.
    Colum y Kathryn le obedecieron para después arrodillarse ante él. El Rey los hizo permanecer en aquella posición mientras volvía la cabeza con el fin de asegurarse de que tanto el chambelán como el capellán ya se habían retirado y entonces le ordenó a Gloucester que comprobara que todas las puertas estuvieran debidamente cerradas. Kathryn no salía de su asombro. Pensó que ojalá Thomasina hubiera podido entrar. Sin embargo, Colum había insistido mucho: sólo podían comparecer ante la presencia del Rey las personas específicamente invitadas y Thomasina no era una de ellas.
    —De pie, Colum.
    La voz del Rey resultaba suave y sonora a la vez. Se quitó la capa forrada de armiño, se levantó y bajó las gradas del altar con la mano extendida.
    —Sed bienvenida, señora Swinbrooke.
    Kathryn contempló el ancho, moreno y hermoso rostro del soberano. Eduardo era un rey de pies a cabeza, con su nariz ligeramente aguileña, su rubio bigote y su dorada barba cuidadosamente recortada; sus ojos intensamente azules mostraban una expresión amable y burlona a la vez. Kathryn recordó las palabras de Colum... sobre la habilidad del Rey para lograr que hasta el más humilde de los subditos de su reino se sintiera a gusto en su presencia.
    —Señora Kathryn, sed bienvenida —repitió el monarca.
    Kathryn se ruborizó y tartamudeó unas palabras de gratitud.
    El Rey le cubrió la mano con la suya.
    —Tenéis razón, Colum. —Soltó la mano de Kathryn y se volvió para darle al irlandés una palmada en el hombro—. Una hermosa y sabia mujer, un insólito tesoro.
    Eduardo le dirigió una pícara sonrisa a la Reina, quien se la devolvió forzadamente antes de mirar con rabia mal contenida a Kathryn. Gloucester rodeó el trono, seguido de Clarence. Ambos estrecharon la mano de Colum y besaron cortésmente la de Kathryn. Afiladas dagas en fundas de terciopelo, pensó ella. Gloucester parecía bastante amable a pesar de su torcida sonrisa; en cambio, la arrogante expresión de desprecio y los afectados modales de Clarence despertaron su inmediata antipatía y la indujeron a creer que el príncipe se estaba burlando de ella, por cuyo motivo dejó bruscamente de sonreír. Por encima del hombro de Clarence, Kathryn captó la mirada hosca que a su vez el Rey dirigía a su hermano.
    —Clarence es traicionero —le había advertido Colum durante el viaje a Londres—. Luchó con Warwick y los lancastristas. Cambió de bando justo antes de la batalla de Barnet. Algún día, se moverá demasiado despacio y el Rey exigirá su cabeza.
    Kathryn contempló a aquellas cuatro poderosas personas en cuyas manos descansaba el reino. Procuró disimular su zozobra al percatarse del repentino silencio que se había producido en la capilla. El Rey se inclinó hacia delante y golpeó el suelo con un suave borceguí adornado con piedras preciosas mientras apuntaba con un dedo a Colum.
    —Y bien, irlandés, ¿cómo están mis cuadras de Kingsmead?
    —El edificio se está reconstruyendo, Majestad. Las dehesas ya han sido preparadas y por lo menos las cuadras están listas para acoger vuestros caballos.
    El Rey tamborileó con los dedos sobre el brazo de su asiento.
    —¿Y cómo está Canterbury?
    —Es leal a Vuestra Majestad.
    Eduardo hizo una mueca y apartó la mirada.
    —¿Y el rebelde Nicholas Faunte?
    Colum se agitó presa de una gran inquietud, pues no sólo era el mariscal de las cuadras del Rey en Kingsmead sino también su comisario especial en Canterbury. La ciudad había prestado su apoyo a Warwick y a los lancastristas en la recién terminada guerra civil y su alcalde Nicholas Faunte era ahora un traidor y un fugitivo. Colum conocía a su regio amo. En cuanto Eduardo tomaba la decisión de que un hombre tenía que morir, tanto si se trataba de un príncipe como de un mendigo, aquel hombre acababa en el tajo; Eduardo no había olvidado que el apoyo de Faunte a los lancastristas había estado a punto de costarle la pérdida del control sobre los importantes caminos que conducían a Dover.
    —O sea que aún no lo habéis capturado, ¿verdad? —inquirió Clarence, rodeando el trono de su hermano con los pulgares introducidos en el precioso ceñidor bordado que le rodeaba el talle.
    —No lo he capturado —repuso Colum, sin apartar los ojos del Rey— porque he estado ocupado en otros menesteres, mi señor. Tal como sabe Vuestra Majestad, la traición es una mala hierba de raíces muy profundas.
    Clarence captó la insinuación y se ruborizó. Gloucester inclinó la cabeza para disimular una sonrisa mientras el Rey miraba a Colum.
    —Faunte será capturado —replicó muy despacio el Rey—. Maese Murtagh tiene ahora otras cosas en qué pensar. —Después sus ojos se desplazaron rápidamente hacia Kathryn—. Y vos, señora Swinbrooke, ¿habéis acogido a este irlandés en vuestra casa?
    —Sólo le he ofrecido alojamiento, Majestad —puntualizó Kathryn—. Soy una honrada viuda. Mi padre ejercía la medicina en Canterbury.
    —¿Y vuestro difunto marido?
    La turbación de Kathryn se intensificó y la indujo a bajar la cabeza.
    —Vuestro marido —repitió el Rey, inclinándose hacia delante—. Alexander Wyville, especiero de profesión que, si no estoy equivocado, se unió a las fuerzas de maese Faunte.
    —Hubo muchos que siguieron a los Lancaster —terció bruscamente Colum—. ¡La señora Swinbrooke no es culpable de este delito, Majestad!
    —Nadie ha dicho aquí que lo fuera —intervino la Reina, hablando con una voz tan suave y arrulladora como la de una paloma.
    —Mi esposo —intervino Kathryn en tono desafiante— siguió los dictados de su corazón.
    —¿Pero está muerto? —preguntó Clarence.
    Kathryn se encogió de hombros.
    —Para mí lo está, mi señor. Pero sólo Dios sabe si vive o no. —Kathryn decidió olvidar la prudencia. No podía creer que la hubieran llamado allí para interrogarla acerca de su vida privada—. Es posible que Alexander Wyville esté con Faunte —añadió—. Puede que esté en Francia. Puede estar en el cielo o en el infierno. Incluso puede que esté en vuestra casa, Majestad, o en vuestra ciudad. A fin de cuentas, hay muchos que apoyaron a los Lancaster, tal como maese Murtagh acaba de decir, y, sin embargo, ahora duermen tranquilamente entre sábanas de seda.
    Colum se acercó ligeramente a Kathryn para darle un codazo de advertencia. El Rey la observó con semblante enfurecido, pero inmediatamente empezó a batir palmas y se reclinó contra el respaldo del trono entre risas, volviendo la cabeza hacia su hermano Ricardo.
    —¡He ganado la apuesta! —rugió, dirigiéndole una sonrisa a Kathryn—. Cuando os hemos visto al fondo de la capilla, he aceptado la apuesta de mi hermano. Yo le he dicho que una mujer sabia no mantendría la boca cerrada.
    —Yo siempre estoy dispuesta a decir la verdad —replicó secamente Kathryn, molesta por el hecho de haber sido objeto de una apuesta.
    La sonrisa de Eduardo se ensanchó y hasta la Reina pareció tranquilizarse ligeramente. Ricardo se mordió el labio y meneó el dedo en dirección a Colum. Sólo Clarence miraba con expresión enfurruñada al irlandés. Eduardo volvió a batir palmas.
    —¡Ya basta! ¡Ya basta! Maese Murtagh, ¿estáis bien?
    —Sí, Majestad.
    —Pues entonces, sigamos adelante con este asunto.
    El Rey se quitó la corona de la cabeza y se volvió ligeramente en su trono, cruzando las piernas mientras jugueteaba con la sortija de brillantes que adornaba uno de sus dedos.
    —Maese Murtagh, ¿recordáis Barnet?
    —Sí, Majestad, una sangrienta batalla.
    —No, no —dijo el rey, haciendo un gesto con la mano—. Me refiero a cuando le comunicasteis mi desafío a Warwick antes del comienzo de la batalla. Me dijisteis que el conde lucía un medallón de oro con un hermoso zafiro, ¿verdad?
    —Sí, Majestad, lo vi con tanta claridad como ahora os estoy viendo a vos.
    —¿Y después de la batalla —prosiguió Eduardo—, cuando regresasteis para ver si la vida de Warwick había sido respetada?
    —El medallón había desaparecido.
    —¿Estáis bien seguro? —preguntó Clarence, ronroneando como un gato, con una mano apoyada en el respaldo del asiento del Rey.
    Colum captó la velada insinuación y curvó el labio en una mueca de desprecio.
    —Aparta la mano de mi asiento, hermano —ordenó Eduardo en un susurro—. Si el medallón hubiera estado allí, Colum lo hubiera recogido.
    Sintiéndose reprendido, Clarence se apartó. Kathryn se preguntó por qué motivo era tan valioso aquel medallón. El interés de Clarence resultaba evidente. La Reina se había inclinado hacia delante y escuchaba con las manos fuertemente entrelazadas sobre su regazo. Gloucester permanecía de pie con las piernas separadas, un hombro ligeramente más levantado que el otro, los ojos entornados y el cuerpo en tensión.
    —Quiero ese medallón —añadió Eduardo—. Y vos, maese Murtagh, lo encontraréis. Me lo debéis a mí y a mi padre.
    El Rey clavó la mirada en su mariscal irlandés, recordándole en silencio que su padre, el rey Ricardo de York, cuando era virrey y gobernador de Irlanda, lo había hecho prisionero junto con otros rebeldes y se compadeció de él porque era sólo un muchacho. Después lo había acogido en su casa, lo educó como escudero y le hizo desarrollar las especiales dotes que tenía para el manejo de los caballos.
    —Dios conceda el eterno descanso al alma de vuestro padre —repuso Colum.
    —Sí, que Dios se lo conceda —contestó Eduardo, mirando hacia el fondo de la nave de la capilla como si quisiera conjurar el espectro de su progenitor—. Ya sabéis cómo murió, Colum, atrapado en los yermos y desolados páramos de las afueras de Wakefield. Los lancastristas lo hicieron prisionero a él y a mi hermano mayor Edmundo, que ahora hubiera tenido que ocupar el trono en mi lugar. Los decapitaron, colocaron en sus cabezas unas coronas de papel y después las exhibieron ensartadas en unas picas en lo alto de la Micklegate Bar de York, su propia ciudad, ¡para que los plebeyos se burlaran de ellos y los cuervos se llenaran el vientre! —Eduardo cerró su mano en un puño y se la acercó a la boca, se mordió los blancos nudillos y después parpadeó como si quisiera apartar de su mente aquellos espectros—. Todos han desaparecido —añadió en un susurro—. Y los que obraron esa iniquidad también se han hundido en las tinieblas. Eliminados con la misma violencia con que ellos eliminaron a mi padre. ¿Lo recordáis, Colum?
    —Sí, Majestad, ¿cómo podría olvidarlo? Yo también fui capturado en aquella batalla. Y respetaron mi vida sólo porque era un plebeyo.
    —¡Ya basta! ¡Ya basta! —Eduardo se incorporó en su asiento—. Colum, mi padre trajo de Irlanda un precioso medallón de oro macizo con un zafiro en el centro cuyo brillo es tan intenso que lo llaman el Ojo de Dios. Mi padre siempre lo tenía cerca de su persona, pero raras veces lo lucía, pues se trataba de algo que despertaba la codicia de muchos y hubiera sido capaz de convertir a un hombre honrado en un bribón. Ahora bien, tal como vos sabéis, el gran amigo y aliado de mi padre era por aquel entonces Ricardo Neville, conde de Warwick. Unos días dorados, Colum, antes de que Warwick se convirtiera en un traidor.
    El Rey sonrió tristemente.
    Tal como reza el dicho, «los lirios que se pudren apestan mucho más que las malas hierbas». Antes del inicio de la batalla en Wakefield —añadió, pasándose la lengua por los labios—, mi padre y el conde de Warwick hicieron un solemne juramento. Mi padre le ofreció el medallón a Warwick como regalo y en prueba de amistad. A su vez, Warwick juró que, si alguna vez él se volviera contra la Casa de York, legítima heredera de la Corona, el medallón sería devuelto a mi padre o a sus descendientes.
    —Y ahora ha desaparecido —intervino Gloucester, inclinándose hacia delante para clavar en Murtagh unos fríos ojos verdes que a duras penas podían disimular su furia—. Al principio, Su Majestad y yo pensamos que algún soldado se habría apoderado de él durante la batalla o que algún ladrón de campamentos lo robó. —Gloucester sacudió la cabeza—. Pero hemos buscado por todas partes. Hemos enviado a los mercados investigadores especiales y espías. Hasta hemos avisado a nuestros legados en las cortes extranjeras, pero el Ojo de Dios no ha sido visto en ninguna parte. —Gloucester miró a su hermano y éste asintió con la cabeza, instándole a seguir adelante—. Hemos interrogado a distintas personas. Sabemos que Warwick llevaba el medallón durante la batalla, incluso cuando sus tropas se dispersaron y emprendieron la huida. Sin embargo, cuando lo abatieron, el Ojo de Dios había desaparecido. En resumen, maese Murtagh —concluyó Gloucester, extendiendo las manos—, la solución es muy sencilla. Warwick debió de entregarle el medallón a alguien.
    Gloucester hizo una pausa y levantó los ojos hacia los arcos de madera que sustentaban el techo.
    Kathryn lo estudió detenidamente. El príncipe era de baja estatura, pero poseía más fuerza y determinación que el mismísimo Rey. Sus ojos estaban inyectados en sangre y no hacía más que jugar con el anillo de su dedo y con el puño de su daga. Un hombre inquieto y atolondrado, pensó Kathryn, muy dado a la irritación y la impaciencia, pero también peligroso, a juzgar por la severa y taimada expresión de su rostro y la dureza de sus inquietos ojos verdes. Le pareció que el príncipe era un poco contrahecho e incluso ligeramente jorobado, pero así solía moverse Gloucester, con cortos y bruscos movimientos, seguidos de largos períodos de silencio en cuyo transcurso permanecía casi tan inmóvil como una estatua. Al levantar la cabeza, sus ojos se cruzaron con los de Kathryn.
    —La Casa de York —añadió el príncipe en un susurro—, el Rey y yo mismo queremos recuperar el Ojo de Dios. —Golpeó el suelo de mármol con su bota—. Lo tiene Brandon —terminó diciendo.
    Colum le miró con expresión inquisitiva.
    —Brandon —repitió el Rey, levantándose y desperezándose hasta que le crujieron todos los músculos del cuerpo. A continuación, bajó lentamente las gradas del altar, acariciando con sus dedos la rígida franja de brocado que adornaba su túnica a la altura del estómago—. Brandon era uno de los principales escuderos de Warwick. Huyó de Barnet después de la batalla, pero fue posteriormente capturado en las afueras de Canterbury. Como muchos otros miembros del ejército de Warwick, fue encerrado en la cárcel más cercana, que, en su caso, resultó ser el castillo de Canterbury. Bueno, pues... —El Rey empezó a pasear arriba y abajo y, mientras lo contemplaba, Kathryn pensó que parecía un maestro de escuela dando una importante lección— al principio, Brandon fue tratado como un prisionero más. En circunstancias normales, hubiera permanecido varios meses en la cárcel y después lo hubieran soltado. Pero mi hermano Gloucester descubrió que Brandon había sido probablemente el último hombre que había visto a Warwick con vida. En caso de que no tuviera el medallón, sabría por lo menos dónde estaba. —El Rey soltó una seca carcajada—. Ahora la caprichosa rueda de la fortuna ha dado otra vuelta. Hemos hecho averiguaciones en el castillo de Canterbury y hemos descubierto que Brandon ha muerto de unas calenturas y se ha hundido en las tinieblas, llevándose a la tumba el secreto del Ojo de Dios. —El Rey miró a su hermano menor—. Pero nosotros no creemos que sucediera así, ¿verdad, Ricardo?
    Gloucester sacudió la cabeza sin apartar los ojos de los de su hermano. El Rey se acercó a Colum y le dio una palmada en el pecho.
    —Ahora ya sabéis por qué os necesitamos, Colum. Debéis ir al castillo de Canterbury y establecer las circunstancias que rodearon la misteriosa muerte de Brandon.
    —¿Misteriosa, sire?
    —Sí, ¿cómo es posible que un joven que estaba sano y en la plenitud de sus fuerzas muriera tan de repente?
    —¿Sospecháis de alguien del castillo, Majestad?
    —No, no necesariamente, pero es posible que Brandon se fuera de la lengua. Debió de revelar algo acerca del paradero del Ojo de Dios.
    Colum miró a Kathryn.
    —Sí, ya sé lo que estáis pensando —continuó el Rey—. Puede que Brandon lo llevara encima cuando lo capturaron.
    —¿Quién lo capturó, Majestad?
    —Robard Fletcher, el ayudante del alcaide del castillo, un hombre de inquebrantable fidelidad al Rey, un soldado a la antigua usanza. Ha comparecido ante nuestro Tribunal Real y ha jurado sobre las sagradas reliquias que Brandon no llevaba nada encima.
    —¿Y el alcaide William Webster? —preguntó Colum.
    —Él no sabe nada y lo mismo se puede decir de nuestro común amigo el maestro de armas Simon Gabele.
    Colum desvió la mirada mientras el Rey se reía por lo bajo.
    —Sí, Colum, vuestro viejo amigo Simon, el padre de esa beldad de cabello negro como ala de cuervo llamada Margotta. —Eduardo regresó a su asiento, se sentó y levantó los ojos al techo—. Quiero recuperar el medallón —susurró—. Pertenece a la Casa de York. —Sus ojos se posaron en Kathryn—. Señora Swinbrooke, ¿tenéis alguna pregunta?
    Kathryn hubiera deseado preguntar quién era Margotta, pero pensó que no era el momento ni el lugar.
    —Majestad —contestó—, creo que vos ya sabéis cuál es mi pregunta.
    El Rey se inclinó hacia delante.
    —Sí, permitid que la adivine. ¿Por qué razón Su Majestad el Rey, la Reina y los príncipes sus hermanos requieren los servicios de la señora Kathryn Swinbrooke, médica, sangradora y tal vez viuda del lancastrista Alexander Wyville? —El Rey hizo una pausa—. Dejad que os responda, hermosa dama, y, de este modo, os ahorraré los sonrojos. —La voz de Eduardo se endureció mientras enumeraba los puntos, marcándolos con sus gruesos y rechonchos dedos—. En primer lugar, Bourchier, el arzobispo de Canterbury, y ese pequeño escribano suyo llamado Luberon que parece tener el don de la ubicuidad, juran que sois honrada y lo mismo jura mi comisario Colum Murtagh aquí presente. En segundo lugar, prestasteis un buen servicio a la Corona y a la Iglesia, ayudándolas a atrapar a aquel envenenador que tantos estragos había causado entre los peregrinos que acudían a rezar ante el sepulcro de Becket. Podéis utilizar vuestros conocimientos en nuestro provecho. —El Rey extendió las manos—. ¿Qué más puedo decir? Devolvedme el Ojo de Dios, Colum. Depositadlo en mis manos y jamás me olvidaré de vos.
    El Rey se volvió y le dijo algo en voz baja a la Reina. Colum lo interpretó como una señal de despedida. Él y Kathryn se inclinaron en señal de reverencia y bajaron por la pequeña nave de la capilla para dirigirse a la puerta. Kathryn siempre recordaría aquella escena como un cuadro regio. Eduardo, envuelto en sedas y brocados, afable y ligeramente fanfarrón, pero con unos fríos y amenazadores ojos azules. La reina Isabel, más fría que el hielo. Gloucester, tan tenso como un lebrel a punto de lanzarse a la carrera. Y Clarence, ¿por qué estaba tan taciturno? Kathryn oprimió la mano de Colum.
    —¿Les habíais dicho vos que yo era una mujer bella y sabia? —le preguntó en tono ligeramente irónico.
    Colum se ruborizó.
    —¿Y os habéis creído todo lo demás? —susurró ella.
    —Si me lo creyera —respondió Colum—, ¡igual debería creer que los cerdos tienen alas!
    —En cuyo caso —replicó Kathryn en voz baja—, ¡encontraremos carne de cerdo en los árboles de Canterbury!

    Capítulo 2
    Abandonaron la capilla y se reunieron con la locuaz Thomasina, la cual, durante la entrevista que ellos habían mantenido con el Rey, se había pasado el rato chismorreando con los guardias. Detrás de los anchos nasales de sus yelmos, ambos hombres sonreían de oreja a oreja.
    —¡Adiós, dulce Thomasina! —le gritó uno de ellos.
    Al llegar a los peldaños, Thomasina se volvió.
    —¡Dulce Thomasina! —repitió, imitando el tono de voz del guardia—. ¡Quién pudiera pillaros a los dos y estrujaros tan fuerte que perdierais el sentido!
    Con las risas de los soldados resonando todavía en sus oídos, Thomasina siguió a su ama y a Colum, bajando los peldaños y cruzando el prado interior de la Torre. Después se volvió hacia Kathryn y le disparó una apresurada descarga de preguntas.
    —¿Cómo es el Rey, señora? ¿Es tan alto como dicen? ¿Es muy apuesto? ¿Tiene las piernas fuertes? Los hombres que son buenos en la cama siempre tienen las piernas fuertes. ¿Y la Reina? ¿Es hermosa? ¿Qué os han dicho? ¿Está en apuros el irlandés? —preguntó en tono esperanzado.
    Colum y Kathryn siguieron caminando sin prestarle atención.
    —¿Y a mí por qué no me han dejado entrar? —insistió Thomasina—. ¿Por qué el Rey no ha querido ver a una buena inglesa y, en cambio, muestra su favor a los andrajosos irlandeses?
    Colum se detuvo y se volvió a mirarla con semblante muy serio.
    —Tal como diría el sabio de Chaucer: «¡Oh, flor de paciencia conyugal!», retén la lengua de una vez.
    —Si tuviera que retener la vuestra, necesitaría un capazo —replicó Thomasina—. Mi padre siempre me decía: «Nunca te fíes de un irlandés: tienen las lenguas como puñales y son más embusteros que las fieras infernales».
    Colum la miró sonriendo.
    —«Fue toda su vida una digna mujer —repuso, citando nuevamente a Chaucer— y cinco maridos tuvo en la puerta de la iglesia.»
    —¡Tres! —le replicó Thomasina, apurando el paso para alcanzar a Kathryn, que aún estaba sumida en sus propias reflexiones sin prestar la menor atención a las habituales chanzas entre Colum y su doncella.
    Kathryn estaba a punto de intervenir cuando oyó que alguien los llamaba por su nombre, tanto a ella como a Colum. Ambos se volvieron y divisaron a Gloucester, tocado con un sombrero de plumas, que corría por el prado de la Torre en dirección a ellos.
    —¡No tan deprisa, irlandés! —Gloucester se quitó el sombrero y trató de recuperar el aliento—. Mi hermano el Rey está muy satisfecho de vos. —Sus perspicaces ojos verdes estudiaron detenidamente a Colum y Kathryn—. ¿Os lo habéis creído todo? —inquirió en voz baja.
    —El Rey ha dicho la verdad —respondió Kathryn.
    —¿Pero...? —añadió Gloucester.
    —La verdad puede ser tan larga como un trozo de cuerda —concluyó Kathryn—. ¿Hay algo más, mi señor?
    —Sí —contestó Gloucester, lanzando un suspiro—. Sin embargo, en cuanto hayamos recuperado el Ojo de Dios, el resto será cosa nuestra. Pero venid, os voy a contar algo más.
    Les hizo señas con la mano para que apuraran el paso; cruzó con ellos el recinto de la Torre y, a través de una poterna, los cuatro salieron a la angosta callejuela de Petty Wales. Kathryn miró a Colum, pero el irlandés sacudió la cabeza, acercándose un dedo a los labios para pedirle silencio y con otro ademán le indicó que mirara hacia atrás. Kathryn se volvió y estuvo a punto de lanzar un grito al ver que cuatro figuras encapuchadas los seguían como fantasmas.
    —Son los perros de Gloucester —le explicó Colum en un susurro—. Dondequiera que él vaya, ellos lo siguen. No se fía de nadie.
    Atravesaron la Judería Pobre con sus destartaladas casas de paredes desconchadas y sus calles llenas de basura, cruzaron el callejón de Mark y bajaron por Dunstan del Este, donde Gloucester se detuvo delante de un gran edificio de tres pisos con fachada de entramado de madera. Tanto la madera como el yeso estaban pintados de negro y las ventanas se habían coloreado de tal forma que se pudiera mirar desde dentro, pero no desde fuera. La enorme puerta principal era de roble macizo y estaba reforzada con herrajes y tachones metálicos. Gloucester apoyó una mano en la aldaba metálica en forma de guantelete.
    —¿Habéis estado aquí alguna vez? —le preguntó a Colum.
    El irlandés negó con la cabeza.
    —Pues bien venido a la Casa de los Secretos.
    Gloucester tomó la aldaba y llamó tres veces.
    Se abrió una pequeña reja en la parte superior de la puerta.
    —¿Qué nombre? —preguntó una voz en un susurro.
    —El Esplendor del Sol —respondió Gloucester.
    Alguien corrió unos pestillos desde dentro y abrió la puerta. Entraron en un oscuro pasadizo iluminado por el brillo espectral que despedían unas velas desde unos candelabros de la pared. En el pasadizo se aspiraba un suave perfume, el suelo brillaba como un espejo y las paredes estaban revestidas de oscuros paneles de madera. Kathryn se estremeció; unos soldados uniformados con una especie de hábitos de monje montaban guardia en unos pequeños nichos abiertos en las paredes. Kathryn no hubiera reparado en ellos de no haber sido por los destellos que la luz de las velas arrancaba de sus espadas desenvainadas. Gloucester avanzó por el pasadizo mientras la misteriosa figura que había abierto la puerta lo seguía cual fantasma. Cruzaron un pequeño vestíbulo cuyas paredes aparecían recubiertas de colgaduras de púrpura y oro. El parpadeo de las velas proyectaba charcos de luz hacia una impresionante escalinata cuyos peldaños se perdían en la oscuridad del piso superior.
    —¿Qué es este lugar? —murmuró Kathryn.
    Sus palabras resonaron como una campana en la oscuridad.
    Colum acercó la mano a la daga. Thomasina, habitualmente tan charlatana, miraba a su alrededor con cara de niña asustada. Gloucester debió de oír las palabras de Kathryn, pues volvió sobre sus pasos con sus cetrinas facciones espectralmente iluminadas por la luz de las velas.
    —Ésta es la Casa de los Secretos —le explicó en un susurro—. Aquí los escribanos del Rey trabajan en distintas cancillerías. Cada estancia es una cancillería. Una cancillería para el Papado, otra para los Países Bajos, el Imperio, Francia, los reinos de Castilla y Aragón, Borgoña. Los escribanos reúnen información y tamizan los chismorreos de las cortes y los mercaderes. Tenemos enemigos, señora Kathryn, tanto en casa como fuera, ¡y es menester acabar con ellos! —En sus ojos se encendió un destello de fanatismo—. Francisco de Bretaña mantiene felizmente en su corte a Enrique Tudor, el conde de Oxford y otros agitadores lancastristas. Otros más cercanos a nuestro Rey llevan a cabo un doble juego. Es mi deber, señora, arrancar las malas hierbas sin echar a perder las flores. Pero venid conmigo.
    Los guió por una escalinata hasta la segunda galería de la casa y llamó suavemente a una puerta. Un sonriente escribano con una pluma de ave detrás de la oreja abrió la puerta, hizo una reverencia y les franqueó la entrada.
    Kathryn miró a su alrededor. La estancia era un hervidero de actividad. Adosados a las paredes encaladas había varios altos escritorios con sus correspondientes banquetas, cada uno de ellos ocupado por un escribano cuya pluma de ave chirriaba sobre los pergaminos recién alisados. Los escritorios estaban iluminados con dos grandes velas colocadas en candeleras de hierro y en el centro de la estancia había una gran mesa enteramente cubierta por rollos de pergamino.
    —Ésta es la cancillería de Inglaterra —explicó Gloucester—. O, por lo menos, de los condados que hay al sur del Trent. —Acercó una pequeña banqueta—. Os quiero hacer un favor, señora. Os ruego que os sentéis.
    Mientras Thomasina y Colum permanecían de pie a su espalda y Gloucester se apoyaba contra la mesa, mirándola con una solícita sonrisa de hermano mayor, Kathryn se sentó cuidadosamente. El hermano del Rey le rozó suavemente la mejilla con unos dedos tan fríos como el hielo, pero ella no se inmutó.
    —Sois la viuda de Alexander Wyville —empezó diciendo Gloucester—, un joven boticario que vivía en la parroquia de Santa Mildred y decidió unir su destino al de la Casa de Lancaster. Probablemente abandonó Canterbury en la primavera de 1471 en compañía del alcalde rebelde Nicholas Faunte. ¿Digo verdad?
    Kathryn asintió con la cabeza.
    —¿Digo verdad? —repitió Gloucester.
    —No lo sabemos —confesó lentamente Kathryn—. Alexander... —hizo una pausa— Alexander podía perder los estribos cuando bebía más de la cuenta. —Kathryn inclinó la cabeza y empezó a tirar de un hilo suelto de la orla de su capa—. Corren rumores —añadió sin alterar el tono de su voz— de que pudo suicidarse, arrojándose al río Stour. Encontraron su capa en la orilla, pero...
    Dejó la frase sin terminar.
    —¿Pero vos no sabéis si se encuentra vivo o muerto? —inquirió Gloucester.
    Kathryn asintió, consciente de la presencia de los escribanos que la rodeaban.
    No se atrevía a revelarle a nadie la verdad. Que Alexander era un borrachín y solía pegarle. Y que su padre en su lecho de muerte le había revelado que estaba tan harto de su degenerado yerno que había intentado envenenarlo. Y ella se había quedado en la incertidumbre, sin saber si Alexander había huido, había sido envenenado o se había suicidado realmente. Sin embargo, el cadáver no había sido encontrado y ella no había oído nada acerca del paradero de su marido.
    —La señora Swinbrooke tiene razón —terció suavemente Colum—. Es posible que Wyville haya muerto o que esté escondido.
    —¿Es cierto, señora —añadió Gloucester, haciendo caso omiso de la interrupción de Colum—, es cierto, señora —repitió—, que alguien os acusó de haberlo asesinado y os envió unas cartas de chantaje a propósito de esta cuestión?
    Kathryn se quedó petrificada. Había recibido efectivamente unas cartas de chantaje, pero después, por una misteriosa razón, había dejado de recibirlas y ella se había olvidado del asunto. A veces, se preguntaba si Colum o Thomasina sabrían algo más de lo que le decían. Volvió la cabeza y vio que su ayudante la miraba con semblante impasible. Una vez recuperada del sobresalto que había experimentado al entrar en la Casa de los Secretos, Thomasina contemplaba ahora con expresión protectora a su ama, tras haberse jurado a sí misma, por una de las pocas veces en su vida, mantener la boca cerrada, a pesar de conocer muy bien la verdad. Alexander Wyville era un degenerado, un borracho que maltrataba a su mujer y que ocultaba su auténtica condición bajo un barniz de corteses modales y buenas maneras. Tras haber vomitado el veneno que le había administrado el médico Swinbrooke, se había refugiado en casa de su antigua amante, la oronda y lujuriosa viuda Gumple, la cual le había proporcionado ropa limpia y un poco de dinero para que pudiera abandonar Canterbury. Thomasina conocía la verdad, vaya si la conocía, pero lo único que deseaba era que aquel poderoso y siniestro príncipe dejara en paz a su ama.
    Gloucester se incorporó.
    —Señora, no es mi intención fisgonear sino ayudar. El Rey está muy complacido con vuestros servicios y una de las razones por las cuales os he conducido aquí —y esbozó una leve sonrisa— es la de comunicaros nuevas de vuestro desaparecido esposo.
    Kathryn se quedó repentinamente helada y sintió que se le encogía el estómago.
    —¿Dónde? —preguntó con voz entrecortada.
    Gloucester chasqueó los dedos.
    —¡Walter! —dijo, llamando al escribano que les había abierto la puerta—. ¿El memorándum sobre Alexander Wyville?
    El risueño escribano sonrió y, acercándose un dedo a los labios, empezó a rebuscar entre los rollos de pergamino amontonados en unos estantes que llegaban desde el suelo hasta el techo.
    —¡Ah! —exclamó, sacando un pequeño rollo, deshaciendo el nudo del cordel rojo y entregándoselo a Gloucester—. Aquí están todos los datos sobre los traidores que siguieron a Faunte, mi señor.
    Gloucester ordenó al escribano que acercara una vela y desenrolló el pergamino.
    —Unas cuantas anotaciones —indicó en voz baja—. Según los informes, Alexander Wyville se encontraba en Leamington cuando Warwick reunió sus tropas. Estaba con el traidor cuando cruzaron Hertfordshire para dirigirse a Barnet, pero no ha sido vuelto a ver desde entonces.
    Kathryn sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. No sabía si alegrarse o entristecerse, pero se consolaba en cierto modo sabiendo que su padre no había asesinado a Alexander.
    —Mi señor —murmuró—, os expreso mi más profundo agradecimiento. Si alguna vez tuvierais más noticias...
    Gloucester se encogió de hombros a su extraña manera y se sentó a la mesa, sosteniendo el pergamino sobre sus rodillas.
    —Gracias a vuestro buen amigo maese Murtagh. Él me pidió que hiciera indagaciones.
    Kathryn se mordió el labio. El irlandés no debería haberse metido en sus asuntos, pensó, pero, en el fondo de su corazón, comprendió que Colum lo había hecho con buena intención.
    —En caso de que tengamos ulteriores noticias —añadió Gloucester—, os las enviaremos. Pero si Wyville está vivo y regresa, ¿qué ocurrirá, señora? —El príncipe levantó una mano—. Si me está permitido preguntároslo.
    —Os daré la misma respuesta que he dado a otros —respondió valerosamente Kathryn—. Me casé con Alexander Wyville en la creencia de que era un hombre, pero resultó ser otro. El padre Cuthbert, curador del hospital de Clérigos Pobres de Canterbury y confesor mío, me ha explicado que si Alexander regresara, yo debería apelar a los tribunales eclesiásticos para obtener la anulación. —Kathryn respiró hondo—. Dice, mi señor, que si yo hubiera sabido cómo era Alexander realmente no me habría casado con él. ¡Y juraré ante los tribunales que es cierto!
    —¿O sea —concretó Gloucester— que pediríais una declaración de la Santa Madre Iglesia, alegando que vuestro matrimonio no se hubiera tenido que celebrar y decretando la anulación del vínculo?
    Kathryn asintió con la cabeza, tirando de nuevo del hilo suelto de su capa.
    —Son cuestiones del corazón y la conciencia —musitó—. Ya he dicho suficiente, mi señor.
    —Cierto, cierto. —Gloucester se apresuró a levantarse—. Pero ¿quién sabe?, a lo mejor vuestro esposo halló la muerte en Barnet. Cuatro mil soldados resultaron muertos allí y ahora yacen en una fosa común. Tal vez hubiera sido lo mejor.
    Kathryn captó el tono de amenaza de su voz y decidió mantener una seria conversación con el irlandés. No deseaba que ningún siniestro señor cometiera un asesinato en su nombre.
    —Hay otros asuntos —prosiguió Gloucester, dándole a Murtagh una palmada en el hombro mientras miraba con una deslumbradora sonrisa a Thomasina—. Y vos, señora, no pongáis esta cara tan seria. Pretendo ayudar a vuestra ama.
    Antes de que a Thomasina se le ocurriera una respuesta adecuada, Gloucester salió con ellos al pasadizo y los acompañó, bajando por una galería hasta llegar a otra estancia muy parecida a la que acababan de dejar. Una vez dentro, Gloucester agarró a Colum por el brazo.
    —Sabemos muy poco acerca de Brandon y de los miembros del séquito de Warwick que huyeron de Barnet —declaró, mordiéndose el labio—. Lo más probable es que se encuentren allende los mares, aunque descubrimos el cuerpo de uno de ellos, el capitán de la guardia de Warwick Reginald Moresby, en una zanja en las inmediaciones de Rochester. Llevaba todavía la librea del Oso y la Clava. Sólo lo pudimos identificar por un anillo de sello. —Gloucester hizo una mueca de desagrado—. Sus facciones resultaban irreconocibles.
    —¿Quién lo mató? —preguntó Colum.
    Gloucester se encogió de hombros.
    —Probablemente unos salteadores de caminos, unos malhechores. —El príncipe lanzó un suspiro—. Si hubiéramos podido descubrir un poco antes el paradero de Brandon, pero la guerra, el caos...
    Su voz se apagó mientras sus ojos miraban hacia el fondo de la estancia.
    —¿Cabe la posibilidad de que Moresby tuviera en su poder el medallón? —preguntó Kathryn.
    —Lo dudamos. Si él lo hubiera llevado encima, los ladrones habrían intentado venderlo enseguida. Pero no se ha recibido la menor noticia acerca del paradero de la joya.
    —Claro —terció Colum—, estando Moresby muerto y los demás huidos, Brandon es nuestro único eslabón con cualquier cosa que le haya podido suceder al Ojo de Dios.
    —Aunque muriera en circunstancias un tanto misteriosas —dijo irónicamente Gloucester—. Ahora tenemos que descubrir la verdad —añadió con una triste sonrisa—. Cualquiera que ésta sea.
    El príncipe se apartó para intercambiar unas palabras con el escribano. Cuando regresó, dejó de lado tanto a Kathryn como a Thomasina, se situó delante de Colum con el cuerpo ligeramente torcido y un hombro más levantado que el otro y se mordió el labio inferior con sus blancos dientes superiores mientras jugueteaba con un trozo de pergamino que sostenía en sus manos.
    —El Ojo de Dios os debería preocupar por más de una razón, maese Murtagh. Es muy posible que vos y Brandon fuerais las últimas personas que lo vieron. Bueno pues, esto es confidencial, mi padre se llevó el medallón de la catedral de San Patricio de Dublín cuando era virrey y gobernador de Irlanda. —Gloucester observó la expresión de asombro del irlandés—. Sí, hubo muchas discusiones acerca de si lo cogió o se lo regalaron. Tal como posiblemente sepáis, irlandés, ese medallón tiene una larga y complicada historia. —Gloucester se acarició la barbilla con una enjoyada mano—. Cuenta la leyenda que se hizo con el oro de los druidas mientras que la piedra llamada el Ojo de Dios parece ser que procede de la corona de los antiguos reyes de Irlanda. —Gloucester se encogió una vez más de hombros—. ¡Para no cansaros más, maese Murtagh, os diré que algunos de vuestros paisanos de Irlanda quieren recuperar el Ojo de Dios! ¡Son los mismos que quieren cortaros la cabeza!
    —¡Los Sabuesos del Ulster! —exclamó Colum.
    —Los mismos —confirmó Gloucester, contemplando el trozo de pergamino que sostenía en la mano—. Por eso quiero facilitaros dos informaciones. Según la primera de ellas, los mercaderes de Bristol hablan de un irlandés de largo cabello pelirrojo y un parche negro en un ojo que le estuvo haciendo preguntas a uno de los principales orfebres de la ciudad acerca de un medallón de oro. La segunda información dice que, dos semanas después, ese mismo irlandés se encuentra en Londres y no sólo se dedica a hacer el mismo tipo de indagaciones con los orfebres de Cheapside sino que, además, suele visitar las tabernas que frecuentan los escribanos de la Cancillería. Y les ha interrogado acerca del paradero de su antiguo compañero de armas Colum Murtagh.
    Colum palideció intensamente y miró con expresión consternada a Gloucester.
    —¿Conocéis a ese hombre? —le preguntó Kathryn con inquietud.
    —Padraig Fitzroy —aseguró Colum en tono pausado—. Hace mucho tiempo éramos unos muchachos que corrían por los oscuros bosques y los verdes valles de los alrededores de Dublín. Unos jóvenes cachorros de los Sabuesos del Ulster.
    Gloucester arrojó el trozo de pergamino sobre la mesa.
    —He cumplido lo que había prometido —declaró—. Más no puedo hacer.
    Abandonaron la estancia, bajaron por la escalinata, pasaron por delante de los silenciosos guardias y salieron a la calle donde el príncipe se despidió bruscamente de ellos. Colum, Kathryn y Thomasina permanecieron unos instantes sumidos en sus propias reflexiones sin prestar atención al clamor y el griterío de los comerciantes de Londres. Colum sacudió la cabeza para librarse de sus ensoñaciones y asió el brazo de Kathryn.
    —¿Recordáis el cuento de «El vendedor de Indulgencias?» —le preguntó bruscamente.
    —¡Oh, no! —replicó Kathryn, exasperada—. ¡Colum, a los dos nos gustan mucho los Cuentos de Canterbury, pero ahora no!
    Colum sonrió levemente.
    —No, quiero decir que, cuando Gloucester hablaba, he recordado a aquellos tres juerguistas que iban en busca de la Muerte y la encontraron en una olla de oro. Sólo que esta vez es un medallón de oro con un precioso zafiro, ¡y hay más de tres dispuestos a matar por él!
    —Los sombríos pensamientos de un estómago vacío —rezongó Thomasina— sólo sirven para acrecentar la tristeza.
    —¿Eso también lo dijo Chaucer? —ironizó Colum.
    —¡No, maldita sea, pero es verdad de todos modos!
    Colum se disculpó entre risas. Bajaron por la calle y doblaron la esquina de una callejuela donde habían visto la enseña dorada de una espaciosa taberna. Ésta se encontraba llena de comerciantes, caldereros y buhoneros que habían aprovechado un momento para comer algo antes de reanudar sus faenas cotidianas. Los parroquianos se hallaban ocupados en la tarea de burlarse de tres tuertos que interpretaban una extraña danza a cambio de los peniques que les arrojaban. Kathryn contempló con semblante compasivo a los tres pobres pordioseros, al chiquillo que los acompañaba con una flauta haciendo sonar una estridente melodía y a una vieja que tocaba desganadamente un pequeño tambor.
    —Londres es un lugar muy cruel —observó.
    —Y muy ruidoso —replicó Colum.
    Asió por el hombro a un sollastre, fue en busca del tabernero y le alquiló una habitación del piso de arriba con una mesa y unas banquetas. Un mozo les subió una jarra de vino aguado y una empanada de carne todavía en buenas condiciones y no excesivamente disfrazada con hierbas y especias. Los tres se pasaron un buen rato comiendo en silencio hasta que Colum apartó a un lado su plato de pan duro.
    —Extraño hombre ese Gloucester y su Casa de los Secretos —comentó, secándose la boca con el dorso de la mano mientras Kathryn tomaba un sorbo de su copa de peltre—. Una vez durante la guerra —añadió—, cuando Eduardo de York tuvo que huir a los Países Bajos, estuvimos en el puerto de Dordrecht donde había una casa con una sala llena de espejos. El propietario era un vidriero que había hecho aquellos grandes espejos para diversión de un acaudalado y noble señor. Al parecer, el señor pasó por un mal momento y el vidriero se quedó con los espejos, los instaló en su casa y cobraba a quien quisiera verlos. Yo visité la casa porque estaba aburrido y no tenía nada que hacer. La sala era muy pequeña, pero tenía todas las paredes llenas de espejos, cada uno de los cuales daba una imagen deformada de lo que reflejaba.
    Thomasina chasqueó la lengua con semblante irritado.
    —¿Qué estáis diciendo, irlandés? ¿Por qué tenéis que explicaros siempre con parábolas?
    —¡Calla, Thomasina! —la interrumpió Kathryn—. Colum habla de la verdad. Todo lo que hemos averiguado esta mañana es como aquella sala de los espejos, deformado y retorcido. ¿No es cierto, Colum?
    El irlandés miró enfurecido a Thomasina.
    —Vamos a repasar lo que hemos visto —replicó, apartando las copas y apoyando los codos sobre la mesa—. Primero, nuestra noble familia real. Eduardo bebe los vientos por su reina, pero ella aborrece a sus dos cuñados y, muy especialmente, a Clarence, que ya ha intentado traicionar a la Casa de York. En segundo lugar, ¿por qué razón es tan valioso para el Rey ese zafiro llamado el Ojo de Dios? ¿Y por qué ahora? En tercer lugar, ¿lo tenía Brandon en su poder? Y, en caso afirmativo, ¿dónde se encuentra en estos momentos? Por último, la visita que hemos hecho con Gloucester a la Casa de los Secretos. Sabemos que vuestro esposo abandonó sano y salvo Canterbury, pero ¿murió junto con los demás en Barnet? —Colum miró con una sonrisa a Kathryn—. Por lo menos, podemos exorcizar dos fantasmas: el de que vuestro padre asesinara a Wyville y el de que Alexander se suicidara. —Colum contempló la superficie de la mesa—. Puede que hubiera alguien más en Canterbury que ya supiera la verdad y por eso dejasteis de recibir las cartas de chantaje. ¿No estáis de acuerdo, Thomasina?
    La doncella le miró con rostro impenetrable. Había jurado no decirle a nadie cómo había descubierto que la viuda Gumple era la autora de las cartas. Y tampoco que ella, Thomasina, había amenazado a la muy bruja con terribles represalias en caso de que siguiera enviándolas. Colum se encogió de hombros ante su silencio.
    —Finalmente, están los Sabuesos del Ulster, que quieren no sólo mi cabeza sino también el Ojo de Dios.
    —¿Vos los traicionasteis? —preguntó Kathryn.
    Colum sostuvo con sus dos manos la copa de vino.
    —¡Jamás! Cuando me capturaron, yo tenía unos quince o dieciséis veranos. Me sentenciaron a muerte y ya estaba al pie del patíbulo cuando York me indultó. —Posó la copa—. Los demás, excepto otro como yo, fueron ahorcados, entre ellos un hermano de Fitzroy. En cuanto mis antiguos compañeros se enteraron de lo ocurrido, llegaron a una conclusión equivocada. Y yo me convertí en un traidor, responsable de la captura y ejecución de todos aquellos hombres. —Colum sonrió amargamente—. Y ahí está lo malo. No puedo proclamar mi inocencia y, si lo hiciera, no me creerían. Sólo una persona conoce la verdad, John Tuam. Él también fue indultado, pues tenía dos años menos que yo.
    —¿Y dónde está ahora?
    —Es hermano lego de los dominicos aquí en Londres. Antes de abandonar la ciudad, le enviaré un aviso. Un mensaje sencillo: «Fitzroy nos persigue». Por lo menos, estará advertido.
    Poco después salieron de la taberna. Colum entró en una tienda de pergaminos, escribió una breve nota y le pagó un penique al aprendiz para que se la entregara al hermano John Tuam del monasterio de los dominicos. A continuación bajaron a Qeenshite, donde Kathryn mantuvo unas duras pero fructíferas negociaciones con distintos mercaderes de especias acerca de la compra de azafrán, menta, semillas de angélica, calamina, clavo molido, albahaca y tomillo. A continuación, se dirigió al patio de un carretero para, previa firma de un contrato redactado por un cansado escribiente, alquilar unos carros en los que pensaba transportar las especias a su casa del callejón de Ottemele en Canterbury. Cuando terminó, ya estaba oscureciendo. Colum, con el semblante todavía alterado por el recuerdo de Fitzroy, insistió en que volvieran a la posada con el fin de preparar el viaje de regreso a Canterbury a primera hora de la mañana del día siguiente.


    En el monasterio de los dominicos, el hermano John Tuam ya había recibido la nota de Colum. La estudió detenidamente, la arrojó al fuego de un brasero y se fue a rezar a la iglesia del monasterio. La nota había sido un brusco recordatorio de un pasado que había abandonado con su violencia, el fragor de las espadas y las repentinas emboscadas. Como Colum, él también había estado en el patio del castillo de Dublín con la soga del verdugo alrededor del cuello mientras sus compañeros eran empujados y obligados a subir uno tras otro por los peldaños del patíbulo para acabar colgando en lo alto como muñecos rotos. Sólo él y Colum se habían salvado. Después, Murtagh había entrado al servicio de York, pero él había interpretado el indulto como un signo de la voluntad de Dios. Cuatro años más tarde, a petición suya, había sido enviado al monasterio de los dominicos de Londres. John levantó los ojos hacia el enorme crucifijo, con su torcida imagen de Cristo crucificado.
    —Había olvidado el pasado —susurró—. Pero el pasado no se ha olvidado de mí, dulcísimo Jesús mío. No soy un traidor, no soy un Judas. ¡No tengo las manos manchadas de sangre!
    Aún estaba rezando con toda devoción cuando el limosnero le dio una palmada en el hombro.
    —Hermano John, hermano John, ¿os ocurre algo?
    Tuam alzó el rostro y miró al anciano fraile.
    —No, padre, estaba recordando simplemente mis pasadas fechorías —contestó en tono de chanza.
    —A Dios no le interesa el pasado —observó el limosnero—. Sólo el presente. Tenemos visita, John.
    Tuam sonrió y se levantó. Hizo una genuflexión en dirección a la lámpara del sagrario y siguió al padre limosnero cruzando el claustro para salir al gran patio que se abría delante de la entrada principal. El lugar se encontraba lleno de mendigos, los tristes y desventurados desechos de la vida de Londres: los tullidos, los mutilados, los que no podían valerse por sí mismos. Todos los días, al amanecer y al ponerse el sol, acudían a los dominicos por una hogaza de pan, un poco de cecina y una jarra de cerveza. Sobre unas largas mesas de tijera, los frailes ya tenían preparada la comida. En cuanto aspiraban los deliciosos aromas, a los mugrientos pordioseros se les hacía la boca agua. John tomó un cesto y se abrió paso entre ellos, procurando sonreír ante los desfigurados rostros, un hombre con un ojo arrancado, otro con la nariz partida de arriba abajo, una mujer a la que le faltaba una oreja y otra con ambas piernas cortadas a la altura de las rodillas, todos ellos alargando las sucias y ennegrecidas manos hacia él.
    —Que Cristo te bendiga, hermano. Que Cristo te bendiga, hermana.
    John repitió la frase que siempre utilizaba durante la distribución del pan. Llegó a la parte de atrás donde un hombre permanecía acurrucado en el suelo. John distinguió un retazo de cabello pelirrojo cuando apartó la raída manta que lo cubría. Sacudió al hombre y acercó a su nariz una pequeña hogaza de pan.
    —Que Cristo tenga compasión de ti, hermano.
    De repente, el mendigo se volvió con la cara más fresca que una rosa. Asió la mano de John con un puño de hierro y, sin darle tiempo de apartarse o retroceder, le hundió una larga daga en el pecho.
    —¡Que Cristo tenga compasión de ti, Judas! —bisbiseó Padraig Fitzroy.
    Antes de que Tuam se desplomara al suelo, el asesino huyó como una sombra a través de la puerta abierta.

    Capítulo 3
    Kathryn y Colum permanecían sentados alrededor de la mesa de la desnuda sala superior del castillo de Canterbury, aguardando a que los demás tomaran asiento. Al otro lado de las angostas ventanas empezaba a oscurecer. Hacía sólo unas horas que ambos habían regresado a la ciudad y Colum había solicitado inmediatamente ser recibido por el alcaide y los principales miembros de su casa. Ahora éstos entraban arrojando unas alargadas sombras oscuras sobre los muros débilmente iluminados de la estancia. Sir William Webster, con el rubicundo rostro contraído en una mueca de preocupación, no cesaba de enjugarse la calva, la frente y los trémulos carrillos con un sucio pañuelo. Su ayudante Fletcher, enjuto y demacrado, mostraba un rostro ceniciento y una mirada cansada bajo una alborotada mata de grasiento cabello. Llevaba una gastada chaqueta de cuero y, debajo de ella, una camisa blanca no demasiado limpia. El maestro de armas Gabele era un típico soldado de moreno rostro arrugado y cabello muy corto. Permanecía de pie, envuelto en su gruesa capa militar. El padre Peter, el capellán, parecía muy nervioso y miraba a su alrededor con semblante adusto. A su lado estaba el irascible y avinagrado escribano Fitz-Steven, de ojos saltones, boca entreabierta y un grasiento cabello negro que contribuía a acentuar más si cabe el desagradable aspecto de su figura. Se hicieron rápidamente las presentaciones y Kathryn captó una fugaz expresión de desprecio en los ojos del escribano y el cura. Estaba acostumbrada a los insultos silenciosos y se limitó a dirigirles una fría mirada.
    —¿Por qué está aquí la buena doctora? —preguntó Fitz-Steven, interrumpiendo groseramente las iniciales palabras de cortesía de Colum.
    —Estoy aquí, maese escribano —contestó Kathryn, haciendo caso omiso de la mirada de advertencia de Colum—, porque Su Majestad el Rey así lo exige. Está altamente preocupado por la muerte de un prisionero, el escudero Brandon. ¿Cuándo murió? —preguntó en tono implacable.
    Los inquietos ojillos de Webster parpadearon repetidamente. Después se humedeció los carnosos labios con la lengua, visiblemente temeroso de que el Rey lo culpara de la muerte de Brandon.
    —¿Cuándo murió? —inquirió ahora Colum.
    —Hace un mes, la víspera de San Juan —contestó el alcaide tartamudeando—. Pero nosotros no tuvimos la culpa. Estaba bien atendido y alimentado. Murió de unas calenturas.
    —¿Quién cuidaba de él? —preguntó Kathryn.
    —Yo —contestó el capellán, mirando con una débil sonrisa a Kathryn—. Contrajo unas fiebres. No pudimos hacer nada. Murió poco antes del anochecer de la víspera de San Juan. Fue colocado en un ataúd y ahora descansa en el pequeño cementerio que hay detrás de las dependencias anexas del castillo.
    —¿Dijo algo acerca de un medallón con un zafiro llamado el Ojo de Dios? —continuó Kathryn.
    Todos sacudieron la cabeza con expresión desconcertada.
    —¿Cómo fue capturado? —preguntó Colum.
    —En el camino al norte de Canterbury —respondió Fletcher con voz chirriante, estirando un huesudo cuello, en el cual la nuez se movía arriba y abajo como un trozo de corcho sobre el agua—. Yo lo capturé. Nos habíamos enterado de la victoria del Rey en Barnet. Sus escribanos ya nos habían enviado órdenes de detención contra Nicholas Faunte y otros agitadores. Tomé unos cuantos jinetes armados y recorrimos el camino principal. Encontramos el caballo de Brandon en un campo y al escudero durmiendo a su lado tan apaciblemente como un niño de pecho. —Fletcher asintió enérgicamente con la cabeza—. No cabía la menor duda de que era un rebelde. La cabalgadura estaba agotada y el propio Brandon llevaba puesto todavía un camisote de malla e iba enteramente cubierto de polvo y barro.
    —¿En qué fecha fue eso? —preguntó Kathryn.
    Fletcher tamborileó con los dedos sobre la mesa.
    —Fue un domingo; sí, el domingo, veintiocho de abril.
    «Dos semanas después de la batalla de Barnet», pensó Kathryn. Contempló a los hombres reunidos a su alrededor; la mezcla de desprecio y temor que mostraban hacía de ellos un heterogéneo grupo. Hizo mentalmente un resumen de todo lo que había averiguado: Brandon había sido capturado el 28 de abril de 1471 y, seis días más tarde, los últimos lancastristas habían sido derrotados en Tewkesbury. El reino se hallaba sumido en el desconcierto. En el momento en que los yorquistas se dieron cuenta de que su búsqueda del Ojo de Dios resultaría inútil y empezaron a sospechar de Brandon, éste había muerto en una celda del castillo el día 23 de junio.
    —¿Y fue conducido directamente al castillo? —inquirió Colum.
    —Sí —repuso Webster—. Yo mismo lo interrogué en esta sala y él no trató de ocultar su identidad. Contestó con orgullo que había sido el escudero personal de Ricardo Neville, el difunto conde de Warwick. Por consiguiente, lo encerré en una mazmorra y escribí una carta al canciller de Londres. Sin embargo, la guerra civil aún no había terminado, la reina Margarita había desembarcado en los Países Bajos, en Tewkesbury había tenido lugar una encarnizada batalla, la anarquía reinaba por doquier y, como consecuencia de todo ello, no recibimos la respuesta hasta hace unas dos semanas. Ricardo, duque de Gloucester, envió a uno de sus escuderos para interrogar a Brandon, pero éste ya había muerto.
    —¿Cómo se comportaba Brandon? —preguntó Kathryn.
    —Yo era su carcelero —replicó Gabele en tono malhumorado, ignorando a Kathryn y dirigiéndose a su antiguo compañero Murtagh—. Lo sacamos de la mazmorra inferior y lo colocamos en una celda más cómoda, justo bajo la torre del homenaje. Era un soldado bastante abierto y locuaz, pero no dijo nada de interés. Parecía alegrarse de que la guerra hubiera terminado. Lamentaba la muerte del conde, pero esperaba que el Rey, en su nueva remesa de indultos, ordenara su puesta en libertad.
    —En las seis semanas que Brandon pasó aquí, ¿jamás hizo el menor comentario sobre el Ojo de Dios? —prosiguió Kathryn.
    Gabele negó con la cabeza.
    —¿Qué es este brillante?
    —Había pertenecido a su difunto señor, el conde de Warwick.
    —No, no comentó nada —confirmó Gabele, incorporándose en su banqueta—. Pero habló de Warwick y, especialmente, de su muerte.
    —Repetid lo que dijo —le ordenó Colum.
    —Bueno, describió los últimos momentos de la batalla de Barnet. La ruptura del frente. La confusión que provocó la llegada de Oxford y la huida de los hombres de Warwick en medio de la oscuridad. Dijo que él regresó a las líneas de la caballería, tomó el caballo del conde y le gritó a éste que se acercara. Pero Warwick no podía correr a causa del peso de la armadura, todo el campo estaba lleno de barro y los soldados de York ya se estaban acercando. Warwick les dijo a los suyos que huyeran. Lo ordenó expresamente y Brandon obedeció. Se alejó en la oscuridad mientras los gritos de triunfo de los soldados enemigos resonaban en sus oídos. Comprendió que habían matado a su señor. Aún estaba avergonzado de lo ocurrido, pero ¿qué hubiera podido hacer él?
    Colum asintió comprensivamente con la cabeza.
    —¿Qué más? —intervino bruscamente Kathryn, molesta por las significativas miradas que Colum y Gabele se habían intercambiado.
    —¿Qué queréis decir? —inquirió Gabele con cierta inquietud.
    —Bueno, pues... —repuso Kathryn, apoyando las manos sobre la mesa. Se preguntó por un instante si Thomasina estaría limpiando la mesa de las medicinas en su casa del callejón de Ottemele. Esperaba una larga cola de enfermos al día siguiente. Se frotó los ojos. Estaba cansada. Decidió para sí que anotaría todo lo que había averiguado durante aquella reunión—. Lo que quiero decir —continuó—, es que Brandon huyó del campo de batalla de Barnet a primeras horas del domingo, catorce de abril. Y fue capturado dos semanas más tarde. ¿No explicó dónde había estado ni qué había hecho?
    —Pues sí —repuso Webster—. Brandon temía tropezarse con los habituales ladrones que suelen aparecer siempre que termina una batalla. Vos, maese Murtagh, sois un soldado y ya sabéis lo que ocurre. Algunos toman prisioneros y otros creen que es más fácil cortarle la garganta a un hombre.
    —Pero ¿qué había estado haciendo Brandon hasta entonces? —repitió Kathryn, interrumpiéndole fríamente.
    —Había permanecido escondido en el campo, comprando comida en algunas granjas y procurando ocultarse de los soldados del Rey.
    —¿Le preguntasteis por qué razón se había dirigido a Canterbury?
    Webster parpadeó de asombro. Después lanzó una penetrante mirada a aquella fría y valerosa mujer a la que nadie conseguía desviar de las cuestiones que le interesaban. El alcaide miró a Colum y éste asintió imperceptiblemente con una seña que también Kathryn captó.
    —Os ruego que respondáis a mi pregunta —insistió.
    —Se lo pregunté —replicó cuidadosamente Webster—. La verdad, señora Swinbrooke, Brandon sólo dijo que estaba cansado y hambriento y tenía mucho frío. Intentaba llegar a Canterbury y buscar cobijo en el priorato de Christchurch.
    Colum estaba a punto de tomar él la palabra para continuar el interrogatorio, pero Kathryn apoyó una mano en su brazo.
    —Sir William, cuando Brandon fue apresado y conducido aquí, ¿vos sabíais que se trataba de un fugitivo de la batalla?
    Webster asintió con la cabeza.
    —Y probablemente lo sometisteis a un largo interrogatorio. ¿Conserváis las actas?
    —Sí, sí —respondió el escribano Fitz-Steven, impresionado por el valor de Kathryn y deseoso de complacerla—. Sir William, ¿queréis que vaya por ellas?
    Webster contestó afirmativamente y todos permanecieron sentados en silencio hasta que Fitz-Steven regresó casi sin resuello con un trozo de pergamino en una mano y una vela en la otra. El escribano tomó asiento en su banqueta.
    —«Robert Brandon —empezó a leer—, fugitivo de la batalla de Barnet, escudero del difunto traidor Richard Neville, conde de Warwick, capturado por Fletcher, ayudante del alcaide, en el llamado Campo del Alfarero, justo al norte de Canterbury. Apenas llevaba nada encima, excepto un cinturón, una daga, una bolsa y una espada ligeramente torcida. —Fitz-Steven respiró hondo—. Hizo una plena confesión de su traición y se encomendó a la clemencia del Rey. —Fitz-Steven levantó la cabeza y deslizó el dedo sobre la apretada escritura del pergamino—. Desde su huida de Barnet, Brandon se había separado de sus compañeros y había permanecido oculto en la campiña al norte de la ciudad. Había decidido no visitar su lugar de nacimiento, donde tenía parientes y conocidos en la parroquia de Santiago el Menor de Maidstone.» —Fitz-Steven arrojó el pergamino sobre la mesa y se encogió de hombros—. Eso es todo, señora.
    —¿O sea que no dijo nada acerca de sus compañeros? —inquirió Colum.
    Webster sacudió la cabeza.
    —No, Brandon afirmó que, después de la batalla, cada cual escapó por su cuenta, aunque Reginald Moresby, el capitán de la guardia de Warwick, trató de imponer un poco de orden.
    —Ha muerto —dijo Kathryn, interrumpiéndole—. El cadáver de Moresby fue descubierto, gravemente desfigurado, en una zanja de las afueras de Rochester.
    Webster se encogió de hombros.
    —¿Qué más da? Es comprensible que Brandon no quisiera decir nada acerca de sus amigos. Excepto él y Moresby, es probable que los demás miembros del séquito de Warwick llegaran a algún puerto y cruzaran el canal para refugiarse en algún país extranjero.
    —¿Hizo Brandon especial amistad con alguien de aquí durante sus seis semanas de cautiverio?
    —Más bien no —respondió Gabele, sacudiendo la cabeza—. Mi hija Margotta lo visitó algunas veces. Yo hablé con él acerca de la guerra, pero nada de particular. Había otro prisionero en la celda contigua y el muro que las separa tiene una pequeña brecha. Sospecho que él y Brandon debían de comunicarse en voz baja.
    —¿Quién era? —preguntó Colum.
    —Un asesino llamado Nicholas Sparrow —repuso Webster—. En el transcurso de una reyerta en una taberna de Westgate apuñaló mortalmente a un hombre en la garganta. Lo manteníamos custodiado aquí a la espera de la próxima sesión de los tribunales del condado.
    —¿Y dónde está Sparrow ahora?
    Webster inclinó la cabeza.
    Los restantes miembros de su casa parecían tan turbados como él.
    —¿Y bien? ¿Dónde está el asesino Nicholas Sparrow? —repitió Colum.
    —Escapó —casi gimió Webster—. Por Dios bendito, maese Murtagh, resultaba muy fácil hacerlo. Según la costumbre, él y Brandon salían durante una hora a tomar un poco el aire y pasear por el prado que hay delante de la torre del homenaje. —Webster se mordió el labio—. Ahora tenemos muy pocos soldados aquí. Algunos se unieron a Faunte, otros se fueron al sur para reunirse con el Rey y, después de la guerra, los que quedaban en la guarnición fueron destinados a patrullar los caminos y los vados de los ríos. ¡Gracias a eso precisamente atrapamos a Brandon!
    Kathryn recordó el aspecto del castillo al entrar. La impresionante torre del homenaje construida con argamasa y pedernal, el prado empapado por la lluvia y, al fondo, unas arcadas y las altas murallas del patio interior del castillo y el palenque.
    —¿Y cómo demonios pudo fugarse? —preguntó—. Sin duda debía de saber algo acerca de Brandon.
    —De lo único que estamos seguros —replicó Gabele en tono desafiante— es de que Brandon salió a disfrutar de su hora al aire libre y después volvió a la celda. Sparrow lo hizo más tarde. El sol estaba a punto de ponerse y Sparrow se encontraba solo en el prado, pero nosotros pensamos que no había ningún peligro, pues iba encadenado y tenía las muñecas y los tobillos aherrojados. Ignoramos cómo consiguió que el carcelero le permitiera acercarse a un pequeño hueco de un muro para exonerar el vientre. Al parecer, Sparrow enrolló la cadena alrededor del cuello del carcelero, le arrebató las llaves, se quitó las esposas, se puso la ropa del muerto y salió a Winchepe a través de la puerta del castillo.
    —Tardamos algún tiempo en descubrir que Sparrow se había escapado —añadió Webster, prosiguiendo el apesadumbrado relato—. Todo el mundo pensaba que había regresado a su celda. Sólo cuando le llevaron la comida y la bebida se descubrió el error. —Webster lanzó un cansado suspiro—. Se ha enviado un informe al alguacil del condado. Se han publicado bandos pidiendo su captura, pero ahora ya podría estar en Gales, Escocia e incluso al otro lado del canal.
    Kathryn miró a Colum, preguntándose si éste compartía sus sospechas. ¿Habría conseguido Sparrow ganarse la confianza de Brandon? ¿Habría huido tras haber hecho algún pacto sobre el Ojo de Dios?
    —¿Cuánto tardó Brandon en caer enfermo después de la fuga de Sparrow?
    —Unos cinco días —informó Peter el capellán—. Al principio, pensé que no era nada serio, pero después le dieron unas calenturas que alteraron los humores de su cuerpo. Probé cuantos remedios conocía, pero murió. Le administré los últimos sacramentos. El cuerpo fue ungido. Celebré una misa cantada en la capilla del castillo y el pobre Brandon fue enterrado en el viejo cementerio junto a los olvidados prisioneros que aquí han fallecido.
    —¿Y no se ha sabido nada más de Sparrow? —inquirió Colum.
    Webster sacudió la cabeza.
    —Nada en absoluto.
    En algún lugar de la parte superior de los muros del castillo un centinela llamó a un compañero y se oyó el tañido de una campana, convocando a los hombres de la guarnición al rezo de vísperas antes de la cena en la sala. Los hombres sentados alrededor de la mesa se estaban empezando a poner nerviosos. Webster miró ostensiblemente la llama de la vela que marcaba las horas y que ya se estaba acercando al anillo rojo de la siguiente hora.
    —¿Alguna pregunta más? —murmuró.
    —¿Estáis seguro —continuó Colum, levantándose— de vuestra lealtad al Rey? ¿Estáis todos seguros de que Brandon no hizo ninguna mención al Ojo de Dios?
    Todos asintieron con aspereza. Colum se tensó y observó a Webster.
    —¿Y Brandon no dijo nada más?
    El alcaide negó con la cabeza, pero Kathryn se preguntó por qué razón se mostraba tan nervioso y alterado.
    —Y vos, padre... —Colum miró al capellán—. ¿Vos le administrasteis los santos óleos y colocasteis la tapa del ataúd?
    —En efecto.
    —Decidme, padre —terció Kathryn—. Sé que no podéis quebrantar el secreto de confesión, pero debisteis de absolver a Brandon de sus pecados, ¿no es cierto?
    El capellán asintió con la cabeza.
    —Lo cual significa —prosiguió Kathryn— que, cuando habló con vos, Brandon debió de hacer algún comentario acerca del paradero del medallón.
    El capellán la miró sin responder. Kathryn comprendió que no accedería a discutir con ella el asunto.
    —Muy bien —dijo, cambiando de tema—. ¿Quién lo cuidó?
    —Mi hija —contestó Gabele—. Y, a veces, el padre Peter. ¿Por qué lo preguntáis?
    —Bueno... —Kathryn abrió enormemente los ojos con expresión de fingida inocencia—. Maese Gabele, vos sois un soldado y estaréis familiarizado sin duda con la fiebre de los campamentos. En su delirio, los hombres suelen hablar.
    —Brandon no lo hizo —replicó Gabele—. Y, además, se trataba de otro tipo de fiebre. Empezó a debilitarse, le dieron unas calenturas y sudaba profusamente. —Gabele volvió la cabeza para mirar al alcaide—. Sir William, nos quedan otros asuntos pendientes. Maese Murtagh, ¿tenéis alguna pregunta más?
    —No, pero nos interesaría visitar las celdas donde estuvieron recluidos Brandon y Sparrow. Por cierto, ¿dónde se encuentran los efectos personales del prisionero?
    —Guardados en una bolsa sellada en el almacén del castillo.
    —Tendremos que examinarlos —declaró Colum—. ¿Quién más estaba en el castillo cuando se produjeron los hechos?
    El alcaide se encogió de hombros.
    —Simplemente la pequeña guarnición, los criados y los sollastres.
    —No, quiero decir si hubo alguien más que mantuvo tratos con el prisionero.
    —Mi hija Margotta, tal como ya os he dicho —repuso Gabele—. Ah, bueno, y también el Hombre Recto.
    —¿El Hombre Recto? —repitió Colum.
    —Bueno, se hace llamar así. Es un vendedor de bulas que suele andar por ahí con reliquias e indulgencias de toda la cristiandad. Un personaje muy extraño.
    —Le ofrecí alojamiento —interrumpió Webster—. Dijo que las posadas y tabernas de Canterbury eran demasiado caras. —El alcaide agitó los dedos en el aire—. Bien sabe Dios que aquí nos sobra espacio.
    A Kathryn no le quedó más remedio que mostrarse de acuerdo. Canterbury atraía como un imán a los vendedores de reliquias, los curanderos religiosos y los falsarios, todas las pulgas humanas que se alimentaban de la superstición de la gente. En verano, las posadas de Canterbury se llenaban de peregrinos y el alcaide, al igual que los ciudadanos particulares, siempre estaba dispuesto a alquilar una cama.
    —Deberíamos verle —insistió Kathryn—. De hecho, deberíamos hablar con cualquier persona que haya mantenido tratos con el prisionero.
    El alcaide pareció estar de acuerdo y terminó la reunión. Colum y Kathryn permanecieron en la sala mientras los distintos miembros de la casa del alcaide se retiraban. Casi todos ellos murmuraban por lo bajo y miraban de soslayo, especialmente a Kathryn, sintiéndose humillados por el hecho de haber sido interrogados por una mujer. Fletcher, Fitz-Steven y Gabele se detuvieron a cuchichear junto a la puerta.
    —Sois una mujer muy dura —le susurró Colum a Kathryn, hablando a través de la comisura de la boca sin apenas mover los labios—. Habéis sido muy insistente con las preguntas.
    —¡Tengo muchas cosas que hacer! —replicó Kathryn—. No veo por qué razón la gente no contesta a las preguntas que yo hago.
    Colum se inclinó hacia ella y la miró fijamente a los ojos.
    —¿Qué opináis de todo esto? —le preguntó.
    —Alguien miente. Hay tres cosas que me llaman la atención. Primera, la muerte de Brandon: era un joven fuerte y sano y estaba encerrado en una celda cómoda. ¿Por qué sucumbió a la fiebre de las prisiones con unos síntomas tan extraños? Casi todos los enfermos tienen mucha fiebre y deliran.
    —¿Y la segunda?
    —Me parece muy raro que Brandon no mencionara para nada el Ojo de Dios. Finalmente, la fuga de Sparrow . El apellido le cuadra de maravilla —concluyó Kathryn con ironía—. ¡Voló literalmente por encima de las murallas del castillo!
    Colum dio una palmada a la empuñadura de su daga.
    —Esas fugas son bastante habituales —replicó—. Precisamente en la próxima sesión del Parlamento se discutirá una ley en la que se tendrán en cuenta las quejas de los honrados ciudadanos a propósito de la facilidad con la cual los presos salen de las cárceles o se fugan sin el menor esfuerzo. En cuanto a las fiebres...
    Colum estaba a punto de añadir algo más, pero en aquel momento Gabele se acercó a ellos. Dejando totalmente de lado a Kathryn, estrechó la mano de Murtagh.
    —Me alegro de volver a veros, irlandés. Y me complace que la fortuna os haya sido favorable. —El maestro de armas se volvió para mirar con una radiante sonrisa a Kathryn—. Señora Swinbrooke, os pido disculpas por mis bruscas respuestas, pero, tal como este irlandés os explicará, mis modales son más propios del campamento que de la corte.
    Kathryn, sorprendida, aceptó la disculpa admirando en su fuero interno su gallardía.
    —No tenía intención de ser tan insistente —repuso con un leve tartamudeo.
    Gabele levantó una mano.
    —Ya basta. Venid, os mostraré lo que deseáis ver.
    Abandonó con ellos la sala y los acompañó a la planta baja de la torre del homenaje. Abrió una puerta tachonada de hierro y, tomando una antorcha de pez de la pared, los acompañó a las celdas.
    Había seis en total, tres a cada lado del húmedo y mal iluminado pasadizo. La que abrió Gabele era espaciosa y bien ventilada y, en la parte superior de la pared, tenía una reja, a través de la cual penetraban la luz y el aire fresco del exterior. Las paredes estaban encaladas y la estancia disponía de una mesa, una desvencijada banqueta y un sencillo crucifijo en la pared. Los juncos que cubrían el suelo se encontraban sorprendentemente limpios. Gabele señaló las palmatorias de metal y la lámpara de aceite que había sobre la mesa.
    —Ésta es la celda que ocupaba Brandon —explicó.
    Después se tendió en la cama, desenvainó la daga, hurgó en la pared y desprendió un ladrillo con facilidad.
    —Al parecer, lo mismo se puede hacer en la celda de al lado.
    —¿Y eso fue obra de Sparrow o de Brandon? —preguntó Colum.
    Gabele sacudió la cabeza.
    —No, eso lo hizo otro prisionero hace tiempo. —Volvió a colocar el ladrillo en su sitio y se levantó—. Tendríamos que llamar a un albañil para que lo arreglara. Pero el alcaide es un hombre compasivo —añadió sonriendo—. No es fácil que alguien pueda escapar del castillo de Canterbury y no tiene nada de malo que los prisioneros se comuniquen entre sí.
    —¿Quién está autorizado a bajar aquí? —intervino Kathryn.
    —Bueno, pues, yo mismo y todos los que habéis conocido en la sala de arriba. No somos crueles, señora Swinbrooke. El padre Peter bajaba para administrar los sacramentos. Webster y Fletcher cuidaban de que todo estuviera en orden. Margotta les llevaba la comida o simplemente bajaba para conversar un rato con ellos. Y, como es natural, siempre que tenemos prisioneros aquí, un soldado monta guardia en el pasadizo.
    Gabele los acompañó de nuevo arriba y entró con ellos en la espaciosa y sombría sala del castillo. Al fondo, el alcaide y los miembros de su casa estaban cenando. Habían encendido la chimenea, pero el tiro no debía de ser muy bueno, pues una parte del humo se dispersaba en el aire, mezclándose con el aroma del pan recién hecho y el pescado hervido. El escribano Fitz-Steven se levantó y se acercó a ellos. Llevaba una bolsa de cuero sellada con un trozo de cordel y un poco de cera. Molesto por el hecho de que lo hubieran obligado a levantarse de la mesa, le arrojó la bolsa a Gabele.
    —¡Los efectos personales de Brandon! Detallados y sellados y ahora propiedad de la Corona por si tuvieran algún valor.
    Girando sobre sus talones, Fitz-Steven regresó a grandes zancadas a la mesa del fondo.
    Gabele le guiñó el ojo a Kathryn mientras Colum desenvainaba la daga, cortaba la cuerda de la bolsa y sacaba las patéticas pertenencias, depositándolas en un banco. Unos calzones, una chaqueta de cuero, una camisa de lino muy sucia y un talabarte con bolsas y vainas para la daga y la espada. Gabele dio unas palmadas a una de las vainas.
    —Las armas eran de muy buena calidad. Ahora las tenemos en la armería.
    En el fardel había unas cuantas monedas, un juego de dados y un trozo de pergamino enrollado. Colum se lo entregó a Kathryn, la cual se acercó a la antorcha y lo desenrolló.
    —No es nada —comentó Gabele—. Una simple oración.
    —Levate oculos ad montes. Levantad los ojos hacia las montañas —tradujo Kathryn.
    —¿Qué es eso? —preguntó Colum.
    —«Levantad los ojos hacia las montañas —repitió Kathryn—. De donde viene mi salvación.» Pertenece a un salmo. Al parecer, es una plegaria muy difundida entre los prisioneros. —Hizo una pausa, recordando el parpadeo de las velas en la celda de Brandon y el momento en que Gabele había sacado el ladrillo de la pared—. Brandon garabateó las mismas palabras en su celda —murmuró.
    —Sí, en la pared, justo sobre la cabecera de la cama —continuó el maestro de armas—. No olvidéis, señora, que Brandon esperaba el indulto y una pronta puesta en libertad. Todos los soldados tienen una oración preferida. —Miró con una sonrisa a Colum—. ¿Recordáis la vuestra, irlandés?
    Colum, que estaba ocupado examinando los efectos personales del difunto, levantó la vista, turbado.
    —¿Cuál era? —preguntó Kathryn, acercándose intrigada.
    —¿Por qué no se la decís, irlandés? —insistió Gabele en tono burlón.
    Murtagh soltó el talabarte, miró a Kathryn y cerró los ojos.
    —«Oh, Dios mío, trátame hoy como yo te trataría a ti, si yo fuera Dios y tú fueras Murtagh.»
    Kathryn batió palmas sonriendo.
    —No sabía que fuerais un teólogo, Colum.
    Las bromas cesaron en cuanto el grupo de la mesa del fondo terminó de cenar. Webster cruzó la sala, acompañado por dos de los comensales. El primero de ellos, una mujer que tenía una preciosa mata de cabello negro como ala de cuervo y llevaba un vestido marrón con cuello y puños blancos, se dirigió con paso decidido hacia el lugar donde se encontraban Colum y Kathryn. Era más bien menuda, tenía unas tersas y sonrosadas mejillas, unos grandes ojos oscuros y unos labios entreabiertos en una gentil sonrisa. Mientras Webster musitaba unas excusas y se retiraba, la joven besó en la mejilla a Gabele y después, lanzando exclamaciones de alegría, tomó la mano de Colum.
    —¡Habéis vuelto para casaros conmigo, irlandés!
    Colum se rió sin poder disimular su turbación y, asiendo a la mujer por los hombros, la besó en ambas mejillas.
    —Estáis tan hermosa como siempre, Margotta. —Se volvió para hacer las presentaciones—. La señora Kathryn Swinbrooke, Margotta Gabele, una auténtica descarada.
    Kathryn miró sonriendo a la muchacha y maldijo por lo bajo la leve punzada de celos que su presencia le acababa de producir. Pero inmediatamente centró su atención en el acompañante de Margotta, uno de los personajes más extraños que jamás hubiera visto en su vida. Era alto y de buena figura, su terso y juvenil rostro aparecía enmarcado por un cabello teñido de amarillo que le llegaba hasta los hombros e iba extravagantemente vestido de cuero negro de la cabeza a los pies. No llevaba espada ni daga sino un ancho cinturón con bolsillos y un grueso cordón alrededor del cuello con algo que parecían fragmentos de huesos de animales. Mientras se adelantaba hacia la luz de la antorcha, el curioso personaje se alisó el cabello hacia atrás como una mujer y Kathryn vio brillar en los lóbulos de sus orejas unos baratos pendientes. El hombre levantó una mano enguantada de negro hacia el cielo.
    —Soy el servidor del Señor —anunció con una hueca voz sepulcral—. ¡El Hombre Recto!
    Por una vez en la vida, Kathryn vio a Colum totalmente desconcertado mientras contemplaba a aquel extraño sujeto de cabello teñido, vestido de negro como un cuervo.
    —Maese Murtagh, señora Swinbrooke, permirtidme que os presente al Hombre Recto —declaró Gabele con expresión grave—. Peregrino de Aviñón, Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela.
    —Sí —dijo el Hombre Recto, interrumpiéndole—. ¡Y más todavía! ¡He visto al Gran Kan de Tartaria! ¡La Horda de Oro de Kubilai Kan y los gélidos pastos del Hindu-Kush!
    Kathryn se mordió el labio para reprimir la risa, pues el vendedor de indulgencias estaba echando mano de todos los habituales trucos de su oficio. El extraño atuendo, la engolada voz y las exóticas historias. Y, sin embargo, el Hombre Recto parecía el más hábil de entre todos los bribones de su clase que ella conocía. El sujeto trazó una bendicición en el aire y después tomó la dócil mano de Colum entre las suyas.
    —Hermano en Cristo —entonó—, me complace conoceros. ¿Deseáis hablar conmigo acerca de un hombre llamado Brandon, prisionero en Cristo cuya alma ya ha comparecido ahora ante la presencia de Dios? Recemos para que sufra el fuego del purgatorio y no el del infierno, pues, tal como dice el Buen Libro, «Es terrible en verdad que el alma mortal caiga en las manos del Dios viviente».
    Kathryn miró por el rabillo del ojo a Margotta, la cual parecía ensimismada contemplando el suelo, aunque la delataban sus hombros estremecidos por la risa. No pudo saber si su regocijo se debía a la pasmada expresión de asombro de Colum o bien a las bufonadas del Hombre Recto.
    —Muy cierto, muy cierto —repuso Colum, recuperando la compostura mientras señalaba el banco y apartaba a un lado las pertenencias de Brandon—. Os ruego que os sentéis.
    El vendedor de indulgencias levantó una mano.
    —No, señor, yo siempre permanezco de pie cuando hablo con un hermano. Tal como dice el Buen Libro: «El justo permanece de pie con el rostro siempre vuelto hacia el Señor».
    —¿Cuál es vuestro verdadero nombre? —le preguntó Colum, harto de sus bufonadas.
    —¿Y qué es un nombre? —replicó el vendedor de indulgencias, señalando con la mano los juncos que alfombraban el suelo—. La hierba es la hierba, se llame como se llame. Y todos nosotros somos como la hierba del campo que hoy existe y mañana ya no está. No tengo nombre ni pasado. Mantengo mi rectitud en presencia del Señor.
    Colum empujó los juncos del suelo con el pie.
    —Soy el comisario del Rey en Canterbury —murmuró en tono amenazador—. Y vos, señor, sois un subdito del Rey. Estáis en este castillo y hablasteis con un prisionero del Rey llamado Brandon. Tengo derecho a preguntaros quién sois y de dónde venís.
    El vendedor de indulgencias echó la cabeza hacia atrás como un pájaro enfurecido y miró a Colum con los ojos entornados.
    —Mi nombre es Hombre Recto —repitió. Sin embargo, al reparar en la creciente irritación del irlandés, abrió su talega, sacó un puñado de grasientos pergaminos y se los entregó—. Eso son cartas y autorizaciones de paso.
    Colum se las pasó a Kathryn, la cual las estudió rápidamente.
    —Tiene razón —dijo—, están firmadas por administradores portuarios, magistrados y alguaciles y en ellas se declara que la persona que dice llamarse el Hombre Recto es un vendedor de indulgencias y tiene plena autorización para ejercer dicha actividad. Algunas de ellas están selladas y, por consiguiente, no pueden ser falsificaciones.
    Se las devolvió al vendedor de indulgencias y éste le dio las gracias con una sonrisa.
    —Muy bien pues, pero ¿qué estáis haciendo en Canterbury?
    El vendedor de indulgencias dio unas palmadas a su fardel.
    —Llevo indulgencias y bulas de Roma. Cartas de absolución y reliquias de santos varones y mujeres que nos han mostrado el camino de la santidad. —Señaló los huesecitos blancos que colgaban alrededor de su cuello—. Las podéis comprar a un precio muy razonable, señor, un nudillo de una de las siete mil vírgenes de Colonia. Y esto que aquí veis, señor —añadió, señalando otro—, es una parte del cráneo del buen ladrón y esto es una costilla del buen samaritano.
    —¡Ya basta! —rugió Colum.
    Kathryn dirigió una mirada de advertencia al vendedor de indulgencias. El hombre tragó saliva y sonrió temerosamente al irascible irlandés.
    —¡Os he hecho una pregunta! —insistió Colum.
    —Y yo os la voy a contestar. Estoy en Canterbury para ejercer mi oficio entre los peregrinos. Podéis comprobarlo si queréis, señor, pero ya he presentado mis cartas al Ayuntamiento y a la catedral. Pedí cama y alojamiento en las posadas del Tablero, el Tabardo, el Esplendor del Sol e incluso el hospital de Clérigos Pobres, sin embargo, como Nuestro Señor, no encontré sitio en las posadas. Entonces me vine al castillo y, a cambio de un precio convenido, tengo una cama limpia, y me ofrecen desayuno y la última comida del día en la sala.
    —Muy bien —continuó Colum en voz baja—. ¿Y qué podéis decirme de maese Brandon?
    El vendedor de indulgencias extendió teatralmente las manos.
    —Era un prisionero, señor. Pensé que, a lo mejor, le interesaría alguna de mis reliquias o, si las cosas se pusieran peor, alguna bula o carta de indulgencia papal.
    —¿Y le interesó?
    —Pues no, señor. Él tenía puestas todas sus esperanzas en la libertad.
    —¿Cuántas veces hablasteis con él?
    —Sólo una, señor.
    —¿Y Sparrow, el otro prisionero?
    —Se trataba de un auténtico hijo de Satanás. Brandon era muy amable, pero Sparrow parecía una fiera infernal. Me expulsó de su celda y me tildó de bribón.
    La expresión de indignada inocencia del vendedor de indulgencias fue demasiado para Colum, el cual se giró hacia Margotta que aún se estaba esforzando por reprimir la risa.
    —¿Y vos, Margotta? —preguntó.
    La joven le sonrió con picardía.
    —Brandon era muy gentil, amable y cortés.
    —Sí, sí, sí, eso ya lo sabemos —la interrumpió Colum con impaciencia—. Pero ¿qué más?
    —Estaba muy solo y parecía muy triste. Hablaba de sus tiempos en Maidstone y de la muerte de Warwick.
    —¿Habló de alguna otra cosa?
    —¿Como qué?
    —De un medallón de oro con un precioso zafiro llamado el Ojo de Dios.
    —No, Colum, por Dios. ¿Qué podía tener que ver con eso un pobre escudero?
    Kathryn captó el brillo de codicia de los ojos del vendedor de indulgencias.
    —Un medallón de oro y un precioso zafiro —musitó el Hombre Recto—. ¿Tenía Brandon algo así en su poder?
    —Es posible —respondió Kathryn.
    El vendedor de indulgencias soltó un silbido por lo bajo.
    —Ahora comprendo vuestro interés —dijo sonriendo.
    —Señora Gabele —añadió Kathryn—, ¿vos hablasteis con Sparrow?
    —¡Por supuesto que no! ¡Era un miserable y un tunante!
    Colum lanzó un suspiro.
    —Bien, en cualquier caso os agradezco que hayáis venido.
    Margotta le sonrió de nuevo y le dio un suave beso en la mejilla.
    —Me alegro de volver a veros, Colum —susurró.
    Después se retiró junto con el vendedor de indulgencias.


    Kathryn esperó a que se alejaran.
    —Estáis hecho todo un trovador, irlandés. ¿Acaso tenéis una enamorada en cada ciudad?
    Colum le guiñó el ojo.
    —Pues sí, y también en todos los campamentos. He combatido con Gabele desde la marca galesa hasta la frontera escocesa. Margotta siempre ha sido muy coqueta. —Apartó la vista, turbado—. Tiene una habilidad especial para tirar de la lengua a los hombres y, sin embargo, es muy extraño que ni ella ni nadie más del castillo hayan oído hablar a Brandon del Ojo de Dios.
    —¿Y qué ocurriría si el zafiro hubiera estado en poder de Moresby y no de Brandon? —inquirió Kathryn—. Puede que lo tengan todavía los malhechores que lo mataron.
    Colum empujó los juncos del suelo con el pie.
    —No —contestó en tono malhumorado—, seguramente Warwick se lo entregó a su escudero. He servido como mariscal de la Casa Real y he tenido el dudoso honor de interrogar a muchos ladrones. Un malhechor hubiera intentado venderlo enseguida, antes de que otro se lo robara. —Colum se mordió el pulgar—. Quisiera saber cómo murió Moresby —añadió en un susurro—. ¿Fueron unos malhechores o quizás otros sujetos? Creo que sólo Brandon podría responder a esta pregunta. Pero salgamos, aquí ya hemos terminado de momento.
    Él y Kathryn recogieron sus capas, se despidieron, cruzaron el patio y el palenque del castillo y salieron a Winchepe a través de una poterna. Recorrieron varios callejones en medio de la penumbra del anochecer y subieron hacia Wistraet. Cuando llegaron a la pequeña puerta que daba acceso a aquella calle, un hombre surgió repentinamente de las sombras. Colum acercó la mano a la espada.
    —¡Haya paz, mi señor! —Holbech, el fornido lugarteniente que Colum tenía en Kingsmead se acercó al charco de luz de la antorcha que ardía por encima de la puerta—. Buenas noches, señora. He estado en vuestra casa del callejón de Ottemele. Thomasina me ha soltado un sermón de los suyos y me ha dicho que vos y Murtagh estabais en el castillo. Por eso os esperaba aquí.
    —¿Qué ocurre? —preguntó Colum.
    —Un mensajero de su alteza el duque de Gloucester, señor. Vuestro amigo John Tuam, un hermano lego del convento de los dominicos, ha muerto misteriosamente apuñalado. El mensajero del príncipe ha dicho que vos sabríais lo que eso significa.
    —¡Oh, Dios mío! —exclamó Colum, consternado. Avanzó unos pasos, se apoyó contra el muro de la cervecería y contempló la luz que se escapaba a través de las rendijas de las pequeñas ventanas sin apenas prestar atención a los gritos de los borrachos que estaban armando bulla en el interior—. ¡Pobre John! —murmuró, recordando al alocado jovenzuelo que corría por las verdes laderas de las colinas, saltando como un gamo—. ¡Ha muerto! —añadió, contemplando las sombras de la callejuela—. ¡Cristo Jesús, ten compasión de su alma!
    Kathryn se acercó a él.
    —Están aquí, ¿verdad? —le preguntó, presa de un repentino temor. A pesar de sus bruscos modales y su exaltado temperamento, de sus extraños cambios de humor y sus burlonas sonrisas, su afecto por aquel enigmático irlandés no había hecho más que crecer—. ¡Corréis peligro, Colum!
    Colum tomó su mano y la oprimió suavemente.
    —Yo siempre corro peligro, Kathryn, pero tenéis razón, ¡esos perros están cada vez más cerca!
    Kathryn retiró la mano y reanudó su camino.
    —¡Mujer! —la llamó Colum en voz baja—. No estaréis angustiada por mí, ¿verdad, Kathryn Swinbrooke?
    —No soy vuestra mujer, Colum —replicó Kathryn sin atreverse a volver la cabeza y mostrar su rostro—. Por más que vos les hayáis dicho otra cosa a vuestros amos de Londres.
    —Pues entonces, ¿qué sois?
    Kathryn dejó la pregunta momentáneamente en el aire, tal como había hecho siempre desde que conociera al irlandés.
    —¿Pues qué sois entonces? —repitió Colum en tono apremiante—. ¿Soy yo acaso como Wuf, el huérfano que tenéis bajo vuestra custodia?
    Kathryn volvió parcialmente la cabeza y le miró sonriendo.
    —Ahora soy la madre de Wuf —replicó en tono burlón—. Pero vos, irlandés, ¡tendréis que conformaros de momento con que yo sea vuestro ángel de la guarda!

    Capítulo 4
    —¡Dejadme entrar! ¡No tenéis ningún derecho a impedirme el paso!
    Plantada en mitad del callejón de la Judería de la parroquia de Santa María Redman, Kathryn tenía las mejillas intensamente arreboladas a causa de la furia. Miró con rabia mal contenida a los dos siniestros recogedores de cadáveres que montaban guardia junto a la puerta de una casita, en la cual alguien había dibujado con llamativos trazos la cruz roja de la peste. Los dos recogedores de cadáveres, unos feos hermanos con cara de mastines y mejillas picadas de viruela, sacudieron obstinadamente la cabeza con los pulgares metidos en los cintos y miradas amenazadoras.
    —Ya conocéis las normas, señora —respondió uno de ellos—. Cuando la peste visita una casa, todas las puertas y ventanas se tienen que cerrar y hay que pintar la cruz roja en la puerta. Los de dentro no pueden salir y los de fuera no pueden entrar.
    Kathryn se acercó a ellos con gesto amenazador.
    —Soy médica —explicó—. En esta casa viven dos ancianas hermanas, las señoras Maude y Eleanor Venables. Puede que su criada haya muerto efectivamente a causa de la peste, pero ya ha sido enterrada y ellas están sanas. ¡Tengo derecho a hablar con ellas!
    —La parroquia nos ha encargado velar por el cumplimiento de las normas ciudadanas —repuso en tono engolado el más feo de los dos—. Las ancianas morirán y sus cadáveres serán conducidos a las fosas que hay al otro lado de las murallas de la ciudad —añadió, sacándose el pulgar del cinto.
    Thomasina y el joven Wuf, que habían permanecido hasta entonces en un discreto segundo plano detrás de Kathryn, se adelantaron juntos. Wuf pegó una carrerilla y le propinó al hombre un fuerte puntapié en la espinilla. El recogedor de cadáveres lanzó un grito de dolor. Su hermano trató de agarrar a Wuf, pero el muchacho se escondió detrás de la falda de Kathryn. Con la holgada capa ondeando a su alrededor, Thomasina avanzó hacia ellos como un bajel de guerra y le entregó a Kathryn un cesto de pomadas y ungüentos cual si fuera un hacha de batalla.
    —¡Sucios y miserables cobardes! —rugió mientras su ancho rostro se congestionaba más de lo que ya lo estaba y en sus negros ojillos se encendía una chispa de cólera—. ¡No os atreváis a tocar a mi señora!
    Los recogedores de cadáveres retrocedieron para esconderse detrás de su pringosa carretilla de mano.
    —Es amiga personal de Ricardo, duque de Gloucester, médica al servicio de la ciudad de Canterbury y amiga íntima del comisario del rey lord Colum Murtagh —añadió Thomasina.
    Kathryn se mordió el labio para disimular una sonrisa ante la súbita elevación de rango que su ayudante acababa de otorgarle al irlandés. Thomasina miró enfurecida al pequeño grupo de personas que se habían congregado en la angosta callejuela.
    —¿Vais a permitir que esos dos desalmados impidan una obra de misericordia? —les preguntó, señalando con el dedo a los dos recogedores de cadáveres—. ¡Sois unos malditos ladrones! —tronó—. Sé muy bien lo que os proponéis. Retiráis los muertos y cualquier cosa de valor que haya en las casas. Estas dos ancianas tienen muchos bienes de fortuna y vosotros lo sabéis.
    Los presentes acogieron sus palabras con un murmullo de aprobación.
    —¡Sí, pero vosotras podríais extender la peste! —replicó uno de los recogedores de cadáveres, ganándose con ello una aprobación todavía más entusiasta.
    Kathryn observó que una pequeña persiana se abría momentáneamente y se volvía a cerrar. Contempló impotente la cruz roja de la puerta. Si se diera por vencida y se retirara, Maude y Eleanor creerían que las había abandonado. Puede que no murieran a causa de la peste, pero morirían sin duda de hambre y desesperación.
    —¡Voy a entrar en esta casa! —anunció con firmeza.
    Uno de los recogedores de cadáveres trató de cerrarle el paso.
    —¡Ya basta! ¡Ya basta!
    Un risueño hombrecillo calvo emergió del grupo de personas y se acercó a los dos recogedores de cadáveres. Vestía una larga capa de color verde forrada con piel de ardilla. Su mofletudo rostro, su pecho echado hacia fuera y el contoneo de sus andares le conferían toda la dignidad de un gorrión enfurecido. Simon Luberon, escribano de su eminencia el arzobispo de Canterbury y miembro del concejo municipal, sabía muy bien cuáles eran sus derechos. Se volvió y le guiñó rápidamente el ojo a Kathryn.
    —¿Quién sois vos, pequeño bicharraco? —le preguntó uno de los dos bribones.
    Simon Luberon le puso enseguida en antecedentes. El recogedor de cadáveres le miró con expresión avergonzada y musitó unas palabras de disculpa.
    —Soy un funcionario municipal —proclamó Luberon, levantando la voz para que todo el mundo le oyera—. ¡Y vos, señor, podríais perder el puesto por la contumacia de vuestro lenguaje!
    —Estamos cumpliendo simplemente con nuestro deber —murmuró el otro.
    —¡Vuestro deber! Os voy a hacer una solemne pregunta, señor. —Luberon levantó un trémulo dedo—. ¿Hay alguien en esta casa que esté enfermo de peste?
    —Lo hubo.
    —Esa no era mi pregunta —continuó Luberon en tono de reproche—. Según la Norma Municipal Número 738 y el Codex Medicus, amén de la Cláusula Número 4 de la ley aprobada en el Parlamento durante el tercer año de reinado de nuestro buen rey Enrique IV, una casa en la que alguien ha muerto de peste se tiene que aislar. No obstante, las personas sanas que quedan dentro pueden recibir cuidados médicos.
    Los dos recogedores de cadáveres, totalmente desconcertados por la prolija, aunque inexacta, cita de las disposiciones legales que acababa de hacer Luberon, decidieron darse por vencidos y se alejaron con su carretilla de mano, murmurando por lo bajo que aquellas dos brujas morirían muy pronto de todos modos.
    La muchedumbre se dispersó y entonces Kathryn tomó la mano del hombrecillo y clavó la mirada en sus ingenuos ojos azules.
    —Habéis estado magnífico, Simon —le dijo en voz baja.
    El escribano se agitó con visible turbación.
    —No ha sido nada —contestó sin apartar la mirada de su rostro—. Esta mañana me he tropezado con maese Murtagh cuando se dirigía a Kingsmead. Me dijo que habíais estado en Londres y que ahora habéis regresado a Canterbury por un asunto del Rey.
    Kathryn asintió con la cabeza. Luberon la miró expectante.
    —Si necesitamos vuestra ayuda, Simon, tened por seguro que os la pediremos.
    Luberon esbozó una sonrisa.
    —Y otra cosa —añadió Kathryn—, ¿qué hay de mi instancia de concesión de licencia para el comercio de especias?
    Luberon extendió las manos.
    —Ya sabéis, señora, que, en las difíciles circunstancias que estamos atravesando, el Rey ha suspendido el concejo municipal y, por consiguiente, el gremio de especieros no se ha reunido. Hay algunos que se opondrán a vuestra petición.
    —¿Por qué? ¿Porque soy una mujer?
    —No, Kathryn, porque sois una triunfadora. —Luberon sonrió abiertamente—. Si no lo fuerais, seguramente estarían encantados de veros hacer el ridículo. —El escribano le dio a Kathryn una tranquilizadora palmada en la muñeca—. Haré lo que pueda. ¿Os habéis enterado de la noticia?
    Kathryn sacudió la cabeza.
    El mendigo Nariz Pelada la había llamado a la salida del callejón de Ottemele, pero ella había apurado el paso para que el locuaz pordiosero no la entretuviera. Luberon miró teatralmente a su alrededor.
    —Han vuelto a ver al rebelde Faunte, acechando por los alrededores del bosque de Blean. Dicen que no está solo.
    Kathryn se mordió el labio. Le había encomendado a Luberon la cuestión de su esposo Alexander y el pequeño y diligente escribano le había prometido averiguar cuanto le resultara posible. Ambos sabían que no era muy probable que Alexander estuviera en compañía del alcaide fugitivo y de los demás traidores que se ocultaban en los bosques del norte de Canterbury. Luberon le palmeó de nuevo la muñeca, le dijo que la mantendría informada y se alejó a toda prisa.
    —Si hay algo que no sepa este hombre es porque no merece la pena saberse —murmuró Thomasina.
    —Es una persona con buenas intenciones —respondió Kathryn, llamando a la puerta marcada con la cruz roja.
    Contempló el angelical rostro de Wuf y acarició suavemente su corto cabello rubio.
    —Has sido muy valiente, Wuf, pero el puntapié que le has pegado al recogedor de cadáveres hubiera podido tener malas consecuencias.
    El huérfano sonrió de oreja a oreja mientras contemplaba con admiración a aquella reservada, pero generosa mujer que le había proporcionado un techo, un hogar y una cama.
    —Prométeme que no lo volverás a hacer —concluyó Kathryn en tono de advertencia.
    El chico se lo prometió solemnemente y, cuando Kathryn se volvió para llamar de nuevo a la puerta, le sacó la lengua a la enfurecida Thomasina.
    Hubiera podido estallar otra trifulca si en aquel momento no se hubiera abierto la puerta. Las dos ancianas, apretujadas la una contra la otra, miraron a Kathryn con sus arrugados rostros y sus cansados ojos llenos de ansiedad.
    —Os hemos oído, señora —dijo Eleanor—. Son unos hombres terribles.
    —No temáis —contestó Kathryn, entrando en la casa—. Todo se arreglará.
    Ambas hermanas condujeron a Kathryn y a sus acompañantes a una pequeña solana. Kathryn miró complacida a su alrededor. Los juncos del suelo, recién renovados, estaban impecablemente limpios, las paredes se habían frotado con una mezcla de agua y cal y el fuego de la chimenea proporcionaba un suave calor que no achicharraba.
    —Hemos hecho todo lo que vos nos dijisteis —añadió Maude—. No hemos visto ninguna rata. Procuramos matar todas las moscas, así que ahora apenas queda ninguna. Eliminamos todos los desperdicios y sólo bebemos agua del pozo, aunque ahora tendríamos que volver a llenar el tonel.
    —Thomasina se encargará de eso —aseguró Kathryn, tranquilizándola—. Volveremos más tarde. Otra cosa, ¿coméis sólo pan tierno y recién hecho?
    Ambas damas asintieron solemnemente con la cabeza.
    Kathryn envió a Thomasina a echar un vistazo a la despensa, la cocina y los dormitorios mientras ella invitaba a las dos ancianas a sentarse. Wuf se situó a su lado y, chupándose el pulgar, estudió con curiosos ojos de lechuza a las dos mujeres. Kathryn les había explicado una y otra vez tanto a él como a Thomasina que aquella casa no suponía ningún peligro: ahora lo repitió una vez más para que las ancianas se tranquilizaran.
    —Veréis —les explicó—, es posible que vuestra criada Miriam no muriera a causa de la peste. Muchas veces la peste se manifiesta con los mismos síntomas de una enfermedad que, según mi padre me enseñó, se llama pelagra.
    —¿Queréis decir el mal de San Antonio? —balbució Maude.
    —Justamente —respondió Kathryn—. Al igual que ocurre con la peste, la piel enrojece, se seca y se agrieta. A veces salen pústulas, granos y tumores, hay calenturas, sangre en la orina y heces infectadas o descomposición.
    —Miriam tenía todo eso —confirmó Maude.
    —Y nosotras también tuvimos algo parecido —añadió Eleanor—. Pero ahora ya no.
    —Sí —dijo Kathryn, tratando de calmar su inquietud—. Debéis tener mucho cuidado con el pan que coméis o con cualquier otra cosa que contenga trigo o maíz. Y muy especialmente con el pan de centeno. Si tomáis cualquier alimento que se haya hecho con maíz o centeno infectado, volveréis a experimentar esos síntomas. Por consiguiente, conviene que comáis pan de buena calidad y expulséis los humores perjudiciales del cuerpo con agua fresca de manantial. Os recuperaréis. Procurad lavaros bien las manos y las uñas y cuidad de que esta habitación esté siempre muy limpia. Cambiad los juncos cada dos días.
    Las ancianas asintieron con la cabeza.
    —Y quemad los viejos.
    —Eso ya lo hacemos —aseguró Eleanor—. Tenemos nuevos haces de juncos en el jardín.
    —¿Y la medicina, señora? —le preguntó Maude.
    —Sí, sí. —Kathryn tomó el cesto que llevaba Thomasina y sacó cuatro hogazas de pan recien hecho, un lienzo de lino con tiras de cecina, una botellita de vino y un frasco de una bebida de hierbas que ella misma había preparado. Señalándolo con la mano, dijo—: Tomaréis una cucharada cada una todas las noches antes de acostaros.
    —¿Por qué? ¿Eso nos dará fuerzas?
    —Por supuesto que sí —replicó Kathryn sin añadir que la poción contenía también un suave somnífero para calmar su agitación nerviosa.
    Thomasina regresó, anunciando que ya había llenado el tonel de agua y que todo estaba en orden tanto en la cocina como en la despensa. Kathryn tranquilizó una vez más a las ancianas, tomó las monedas que éstas le ofrecieron y salió de nuevo al callejón de la Judería. Sólo al llegar a la esquina se detuvo y empezó a patear el suelo.
    —¡Qué barbaridad! —exclamó, dirigiéndose a Thomasina—. ¡Cuando alguien tiene calenturas, pústulas o flujos de sangre, todo el mundo se cree que es la peste! A veces pienso que hay tantas personas que mueren a causa del miedo que le tienen a la peste como de la peste propiamente dicha.
    —¿Y qué tiene que ver el agua? —preguntó Wuf, saltando alternativamente sobre uno y otro pie—. ¿Qué tiene eso de especial, señora?
    Kathryn le acarició la mejilla con un dedo.
    —Te juro por Dios que no lo sé, pero un famoso médico de Salerno...
    —¿Y dónde está eso?
    —En Italia. Y, antes de que me lo preguntes, Wuf, te diré que Italia está en el mar Mediterráneo, a medio camino de Jerusalén.
    El muchacho abrió de nuevo la boca, mirándola con asombro. Kathryn le rozó suavemente los labios con su dedo.
    —Este médico —continuó— descubrió que el agua pasada o salobre puede extender la infección. Escribió un famoso tratado y mi padre lo estudió. Ahora bien, cuando mi padre, que en paz descanse, vino a Canterbury, observó que los monjes del priorato de Christchurch apenas sufrían enfermedades. Y lo atribuyó a dos cosas.
    —La comida y el agua —declaró Thomasina, interrumpiendo triunfalmente a su señora.
    —Sí —confirmó Kathryn—. Los monjes comen carne y fruta fresca y reciben el agua en toneles de madera de olmo desde fuentes y manantiales incontaminados.
    —Los curas siempre viven más —observó Wuf—. Cuando yo seguía el campamento, los soldados decían que, si pudieran volver a nacer, serían curas y así vivirían más tiempo.
    Kathryn le miró sonriendo.
    —Puede que tengan razón, pero yo he observado lo mismo en algunos de mis pacientes. ¿Recuerdas a Mollyns el panadero?
    —Sí, huele que apesta.
    —Pero raras veces padece infecciones. Come muchas manzanas y sólo bebe agua de un pozo que hay cerca de su molino. —Kathryn giró la cabeza para mirar calle abajo—. Espero que estas dos señoras se curen. Creo que los recogedores de cadáveres...
    —¡Son unos malvados! —exclamó Thomasina.
    —Qué le vamos a hacer.
    Kathryn abandonó el callejón de la Judería y pasó por delante del hospital de Clérigos Pobres de Santa María en su camino hacia el callejón de Ottemele. A ambos lados se abrían tortuosas y estrechas callejuelas que subían a Burgate o bajaban al castillo. Caminaba con mucho cuidado para no pisar la basura putrefacta que, acumulada en la zanja del centro de la calle, se había dispersado sobre los adoquines por efecto de las lluvias matinales, procurando al mismo tiempo mantener los ojos muy abiertos, pues casi todas las casas de la calle de la Granza tenían uno o dos pisos de altura y todavía era muy temprano, así que cabía la posibilidad de que las criadas y los sollastres arrojaran desperdicios desde las ventanas con la aviesa esperanza de alcanzar a alguien. Más abajo, el pequeño mercado era un hervidero de actividad: los granjeros, con los carritos de mano llenos a rebosar, vendían mantequilla, huevos, trigo, lana, verdura y aves desplumadas mientras los buhoneros iban de un lado a otro, exhibiendo en sus bateas cintas de seda, encajes, botones y hebillas.
    Más allá del mercado se encontraban las tiendas propiamente dichas: cererías, curtidurías, mercerías, sastrerías, vidrierías y otros muchos establecimientos. Kathryn se detuvo para admirar unos preciosos guantes de piel que se exponían en un tenderete. Wuf siguió adelante chasqueando los labios para observar a unos aprendices que, vestidos con sus jubones de cáñamo o cuero, amasaban la harina en las tahonas. Kathryn le dio alcance y le compró una pequeña hogaza de pan de jengibre en forma de figura humana. El muchacho hincó el diente en la dulce pasta y Kathryn ya estaba a punto de reanudar su camino cuando un grupo de mendigos se abrió paso entre la gente. Su andrajoso cabecilla, blandiendo descaradamente un bastón, se dirigió a la vieja cruz de piedra y se subió al peldaño que la rodeaba mientras los discípulos se apretujaban a su alrededor. Inmediatamente, empezó a soltar una apasionada perorata sobre cómo, tras haber combatido por el buen rey Eduardo, todos ellos se habían quedado en la calle sin nada más que lo puesto.
    —Pobre hombre —murmuró Wuf entre bocado y bocado de pan de jengibre.
    —¡Qué va! —replicó Thomasina por lo bajo—. Es un cuentista y un falsario.
    —¿Un qué?
    —Un embaucador. Un embustero. Apuesto a que en su vida ha empuñado una espada.
    De repente, uno de los andrajosos mendigos que acompañaban al mentiroso, pegó un brinco y se puso a gemir y a gritar antes de desplomarse al suelo, presa de unas violentas convulsiones. La gente se congregó de inmediato a su alrededor. Kathryn observó cómo el cabecilla le birlaba rápidamente la bolsa a un hombre mientras los restantes componentes del grupo se desplegaban en todas direcciones para adueñarse de un fardel por aquí o aligerar un bolsillo por allá.
    —¡Ya basta! —gritó Kathryn, acercándose.
    El falsario y los demás echaron a correr. Kathryn se abrió paso entre la gente y se arrodilló junto al convulso mendigo. Sus brazos y sus piernas experimentaban unas extrañas sacudidas, sus ojos estaban en blanco y de su boca se escapaban unos espesos espumarajos.
    —¡Ha sufrido un ataque! —gritó uno de los presentes.
    —¡Está tan sano como vos o como yo! —le contestó Kathryn, soltándole al mendigo un repentino bofetón.
    Los gemidos y las convulsiones cesaron como por arte de ensalmo mientras el hombre la miraba, estupefacto. Kathryn le introdujo los dedos en la boca. El mendigo trató de oponer resistencia, pero Kathryn le pellizcó las ventanas de la nariz y sacó un pequeño objeto de color blanco, sosteniéndolo en alto para que todo el mundo lo viera.
    —¡Un trozo de jabón! —sentenció—. Este hombre es un cuentista y sus compañeros son unos vulgares ladronzuelos.
    Arrojó el jabón al suelo mientras los corchetes del mercado sujetaban al todavía sorprendido mendigo y los mirones examinaban sus pertenencias para comprobar qué pérdidas habían sufrido. Después Kathryn reanudó su camino y dobló la esquina del callejón de Ottemele, donde estuvo casi a punto de chocar con la viuda Gumple, la rolliza y arrogante comadre que dominaba el consejo parroquial de Santa Mildred. Desde hacía varias semanas, la viuda se mostraba muy amable con ella. Su blanco y mofletudo rostro se arrugó en una sonrisa de disculpa.
    —Perdonadme —balbuceó—. Os pido perdón, señora.
    —Buenos días, señora Gumple. ¿Os ocurre algo?
    —No, no —apenas susurró la mujer mientras su rostro se teñía de arrebol; a continuación se recogió la orla del vestido y se alejó a toda prisa.
    Kathryn la contempló mientras se alejaba.
    —¡Pero bueno! —murmuró—. ¿Qué le pasa a esta mujer?
    Thomasina reprimió una sonrisa. Ella guardaría su secreto y la viuda Gumple se quedaría en su sitio y no seguiría enviando perversas cartas anónimas acerca del paradero de Alexander Wyville. Kathryn enarcó las cejas y se llevó un sobresalto cuando un joven con el rubio cabello alborotado y el rostro empapado de sudor salió repentinamente de un portal.
    —Buenos días, señora Swinbrooke.
    Kathryn miró exasperada a Goldere el escribano. Su presunto pretendiente estaba más ridículo que nunca con un ceñido jubón marrón, unos ajustados calzones amarillos con relleno en la entrepierna y sus llamativos zapatos puntiagudos.
    —¿Qué os sucede, Goldere?
    Los llorosos ojos del hombre parpadearon mientras su mano se deslizaba hacia su entrepierna.
    —Tengo una pequeña dolencia, señora. Unos picores...
    Kathryn lanzó un suspiro de desesperación. El mismo Goldere de siempre con la misma dolencia de siempre. Se apartó a un lado y siguió adelante.
    —¡Os aconsejo que vayáis a ver a vuestro médico! —le dijo en voz baja.
    Goldere la hubiera seguido acosando si, en el momento de volverse para darle alcance, Thomasina no le hubiera propinado un empujón y lo hubiera enviado al otro lado de la callejuela. Antes de que pudiera recuperarse, Kathryn, Thomasina y Wuf cruzaron el umbral de su casa.
    El escribano se quedó allí plantado, rascándose la cabeza. De repente, Wuf asomó el rostro por la puerta y, extendiendo la mano, le hizo un gesto obsceno. Y lo hubiera repetido si Kathryn no lo hubiera agarrado por el pescuezo para atraerlo al interior de la casa.
    —¡Ya basta! —le ordenó con voz sibilante—. Goldere merece más compasión que burlas.
    Wuf se libró de su presa y, muerto de risa, salió corriendo al jardín, donde a punto estuvo de derribar al suelo a la criada Agnes, la cual se acercaba presurosa para informar a su ama de la llegada de unos visitantes. Kathryn le entregó su capa y se dirigió a una tranquila y desierta estancia de la parte anterior de la casa cuyos grandes ventanales habían sido tapados con tablones de madera.
    Contempló los vacíos mostradores, estantes y armarios adosados contra la pared. Vacíos y polvorientos, pensó, como sus sueños de la época en que había sido cortejada por el apuesto boticario Alexander Wyville. Ambos habían planeado abrir una tienda y vender hierbas no sólo domésticas sino también raras y exóticas importadas del extranjero. Kathryn se alisó la falda con las manos; en cuestión de un año todo se había convertido en una pesadilla. Alexander resultó ser dos hombres en uno: un sereno y reposado boticario y un borracho y violento marido. La brecha entre ambos hombres se convirtió en un abismo insalvable.
    —Si por lo menos... —murmuró Kathryn.
    —Señora.
    Kathryn experimentó un sobresalto. Thomasina estaba en la puerta.
    —Señora —repitió Thomasina—. Les he dicho a vuestros pacientes que esperen en el jardín. Hay alguien especial que desea veros.
    —¿Quién es?
    —El médico Roger Chaddedon.
    Kathryn no supo si alegrarse o si lamentarlo. Siguió a Thomasina hasta la amplia y espaciosa cocina donde esperaba Chaddedon quien, al verla aparecer, se levantó empujando hacia atrás la silla que ocupaba en la cabecera de la mesa, mientras una sonrisa de complacencia iluminaba su amable y melancólico rostro. Kathryn observó que llevaba el negro cabello cuidadosamente peinado y vestía una elegante túnica azul ribeteada de armiño, ceñida por un caro y reluciente cinturón de cuero.
    —Kathryn —empezó Chaddedon, tomando sus manos entre las suyas—. ¿Recibisteis mi carta?
    —Sí, en efecto —repuso Kathryn tartamudeando.
    Chaddedon se encogió de hombros.
    —¿Estáis incómoda?
    —Más bien me resulta extraño —replicó Kathryn sin apenas prestar atención al murmullo de voces procedentes del jardín, donde Wuf estaba distrayendo a sus pacientes—. ¡Por el amor de Dios! —continuó, molesta por la perpleja expresión de Chaddedon—. ¡Reparad en nuestra situación, Roger! Vos sois un miembro del colegio, un poderoso grupo de médicos de Queningate. ¿Cómo puedo responder a vuestra invitación, siendo yo la responsable de haber enviado al patíbulo por envenenador al suegro de uno de esos médicos?
    —Eso a mí no me concierne —afirmó categóricamente Chaddedon.
    —Pero me concierne a mí, Roger. Tengo mis pacientes y mi trabajo. Mi marido ha desaparecido...
    —Y el irlandés —añadió Chaddedon.
    —Sí, Roger, también el irlandés.
    —¿Vive aquí?
    —No, se aloja aquí porque la mansión de Kingsmead no está en las debidas condiciones para ser habitada. Roger —indicó Kathryn en tono pausado—, eso es asunto mío.
    El médico desvió la mirada.
    —Deberíais tener cuidado —musitó.
    —No os preocupéis por eso —declaró Thomasina, entrando en la cocina desde el jardín—. ¡Mientras yo esté aquí, la señora Swinbrooke estará a salvo hasta del mismísimo Rey!
    Chaddedon, comprendiendo que la entrevista amenazaba con agriarse, esbozó una sonrisa y recogió un paquetito que había dejado apoyado contra una pata de la mesa.
    —Dijisteis que os interesaba mucho esta obra. ¡Es el Herbarium de John Ardene!
    Kathryn lo acarició suavemente con sus dedos. Sabía que Chaddedon esperaría con ansia a que ella se lo devolviera.
    —Gracias —contestó alegremente—. Lo estudiaré con atención y me encargaré de que os sea devuelto.
    Chaddedon recogió su capa.
    —No me digáis que tendré que esperar hasta entonces para volver a veros.
    Kathryn se limitó a sonreír. Después acompañó a Chaddedon por el pasillo hasta la puerta y la cerró a su espalda, turbada por la embarazosa despedida.
    —Se trata de un buen hombre —afirmó Thomasina desde la cocina—. Es viudo y un médico excelente.
    —¡Vamos, cállate ya, Thomasina! —refunfuñó Kathryn, acariciándose la mejilla con la mano. Le gustaba Chaddedon, pero...—. ¿Pero qué? —se preguntó en un susurro, de pie en el desierto pasillo.
    Pensó en el irlandés y comprendió lo que ocurría: Chaddedon, miembro de una poderosa hermandad, representaba la seguridad y la estabilidad.
    Colum, en cambio, era otra cosa: la atemorizaba un poco, pero su presencia provocaría un profundo cambio en su vida.
    —No deberíais ser tan desagradecida —continuó Thomasina desde el fondo del pasillo.
    —¡Thomasina! —le advirtió Kathryn.
    —No he dicho nada —replicó Thomasina con una fingida vocecita infantil—. Supongo que Chaddedon tiene razón, hay que tener en cuenta al irlandés.
    Kathryn pasó por su lado y entró en la cocina, procurando no prestar atención a los desaforados gritos de Wuf desde el jardín.
    —¿Quién hay ahí fuera?
    —Nariz Pelada y Henry el saquero.
    —¿Qué le ocurre?
    —Se ha pinchado el dedo con una aguja sucia.
    —¿Y quién más?
    —Edith, la hija de Fulke el curtidor —respondió Thomasina—. Nada grave. Dolores y molestias.
    —Pues entonces vamos a preparar unas vendas, una olla de agua caliente, una vela encendida y cestos de ungüentos y hierbas. —Kathryn tomó el libro que Chaddedon le había entregado—. Quién sabe, Thomasina, ¡puede que aquí encontremos algo para acabar con las chácharas de Nariz Pelada!

    Capítulo 5
    Kathryn despachó rápidamente a sus numerosos pacientes; Henry el saquero tenía una pequeña herida que ella cauterizó y limpió con vino, aplicándole finalmente una pomada hecha con prímula seca. Edith, la hija de Fulke el curtidor, entró sujetándose el vestido y con la cara tan blanca como la nieve. Anunciaba, llena de alarma, que se le estaba escapando la sangre del vientre. Temiendo que se tratara de alguna lesión interna, Kathryn la examinó con atención y después la miró, procurando reprimir una sonrisa... lo único que le ocurría a Edith era que había empezado a menstruar.
    Sentó a la muchacha en una banqueta y le explicó cuidadosamente lo que aquello significaba, subrayándole la importancia de que se lavara regularmente y, durante la menstruación, usara unos lienzos de lino que ella le facilitaría.
    Edith, sin embargo, no acababa de estar convencida.
    —Me duele —insistió, levantando hacia Kathryn sus ojos oscuros rebosantes de preocupación—. ¡Me duele el vientre y la espalda!
    Kathryn le dio un frasquito de agua de rosas con angélica triturada.
    —Esto te aliviará el dolor —le aseguró.
    La chica se fue, aparentemente satisfecha.
    A continuación, entró Clem el zapatero, quejándose de una persistente tos.
    —Por la noche es peor —explicó.
    Después de haberle auscultado, Kathryn recordó la vez en que su padre la había llevado al polvoriento taller de aquel hombre.
    —Lo que tienes que hacer, Clem, es limpiar más a menudo la tienda para que circule mejor el aire.
    —¿Eso es todo? —exclamó él.
    Kathryn le entregó un tarrito que Thomasina había preparado.
    El zapatero lo miró con recelo.
    —¿Y esto qué es? ¿Y cuánto me va a costar?
    —¡Vamos, Clem! —amenazó Kathryn con un dedo índice lleno de reproche—. Tú eres un comerciante y yo también lo soy. Eres uno de los mejores zapateros de Canterbury. Lo sé porque calzo ahora mismo unos zapatos tuyos. Sólo te voy a cobrar dos chelines.
    El rostro del zapatero se iluminó.
    —¡Será tacaño! —murmuró Thomasina entre dientes.
    Aquello ofendió al zapatero.
    —¡Dejemos el dinero! —declaró alegremente—. Os haré un par de botas, señora, unos borceguíes y unas estupendas sandalias de cuero para el chico.
    —Trato hecho —accedió Kathryn, estrechando la mano del zapatero con una sonrisa en los labios.
    —¿Y yo qué? —protestó Thomasina.
    —No tengo cuero suficiente para cubrirte los tobillos —replicó Clem, apartándose rápidamente para esquivar el manotazo de Thomasina al tiempo que tomaba el tarro que ésta había depositado sobre la mesa—. ¿Esto qué es?
    —Una mixtura de escordio, ruda, comino y pimienta. Lo tienes que hervir todo junto con miel —le explicó Kathryn— y tomar una cucharada llena hasta el borde por la mañana y por la noche. Dentro de una semana estarás mejor. En caso contrario, vuelve.
    Siguieron otros pacientes y al final entró Nariz Pelada, el hombre más charlatán de todo Canterbury, con su pobre rostro torcido, la nariz desfigurada por un corte y una cicatriz en el lugar donde antes estaba la oreja, ansioso por contar las noticias que traía.
    Kathryn suspiró rogándole a Dios que le diera paciencia.
    —Bueno, Nariz Pelada, ¿qué es lo que ocurre?
    —Han visto a Faunte en el bosque de Blean —anunció Nariz Pelada—. ¿Ya os habéis enterado del asesinato del sacerdote de Rye? Tres de sus feligreses, impulsados por los más malignos espíritus, se confabularon contra él. El buen hombre se disponía a ir a la iglesia para celebrar la misa cuando aquellos emisarios de Satanás, aguijoneados por los malos sentimientos y por el odio, se acercarón a la puerta de la sacristía y lo enviaron al sepulcro. Le ataron una cuerda alrededor del cuello y...
    —¡Nariz Pelada! —reconvino Kathryn.
    El mendigo parpadeó.
    —Se han visto fantasmas —continuó, cambiando teatralmente de tema—, una siniestra luz verdosa delante del priorato de San Gregorio, de un metro y medio de altura por un metro de anchura.
    —¡Nariz Pelada! —advirtió esta vez Thomasina.
    —Un sastre de Chatham estuvo jugando a los dados con el demonio. Se reunieron en el cementerio...
    —¡Cállate, Nariz Pelada! —le gritó Thomasina.
    —Ah, por cierto, un irlandés ha estado preguntando por vos, señora.
    —No digas sandeces. ¿Por qué iba Colum a preguntarte por mí?
    —Oh, no, señora, es otro. Pelirrojo y con un parche en un ojo —explicó Nariz Pelada, alegrándose de haber podido captar finalmente la atención de Kathryn—. Alto y corpulento era, vaya que sí.
    Kathryn se inclinó hacia el mendigo.
    —¿Qué es lo que te dijo, Nariz Pelada?
    —Pues preguntó por vos y por maese Murtagh. Quería saber dónde vivía el irlandés y qué hacía.
    —¿Y tú le dijiste lo que sabías?
    —Pues claro, señora, me dio seis peniques.
    Kathryn se incorporó y se acercó a la puerta de la cocina, cubriéndose la garganta con la mano sin poder dominar los temblores que le estremecían el cuerpo. Los Sabuesos del Ulster estaban en Canterbury y buscaban a Colum.
    —Y otra cosa —gritó Nariz Pelada, encantado de haber conseguido despertar semejante interés con sus palabras—. También han visto espectros en las afueras de Canterbury, suenan voces sin cuerpo alrededor de los patíbulos de la encrucijada y ronda por allí una bruja pelirroja.
    —¡Ya basta! —le ordenó Kathryn, regresando a la mesa—. Y ahora dime qué te pasa, Nariz Pelada.
    —Tengo calentura y se me ha metido el frío en la cabeza.
    Kathryn lanzó un suspiro y le pidió a Thomasina un poco de artemisa, manzanilla y tomillo, una pequeña cantidad de miel y una cucharada de mostaza. Lo mezcló todo en un tarrito, le añadió un poco de agua y lo puso a hervir sobre el fuego, indicándole a Nariz Pelada que volviera más tarde por el brebaje. Rechazó amablemente el penique que el mendigo le ofreció y lo acompañó a la puerta sin que él dejara ni un solo instante de parlotear como una ardilla. Después volvió a la cocina, donde se encontraba Thomasina inclinada sobre el fuego.
    —El irlandés corre peligro, ¿verdad, señora?
    —Pues sí, Thomasina, pero déjame pensar.
    Kathryn se lavó las manos en un cuenco de agua de rosas, se las secó con una servilleta y se dirigió a su pequeño gabinete de escritura. Se sentó junto al escritorio de su padre y clavó los ojos en la desnuda pared mientras los pensamientos se arremolinaban en su mente y el pánico se iba apoderando poco a poco de ella.
    —¡Por Dios bendito, Kathryn! —musitó—. Procura calmarte.
    Tomó un rollo de pergamino, lo alisó y trató de serenarse. Afiló una pluma de ave y mordisqueó la punta.
    —Lo anotaré todo —susurró.
    Y cerró los ojos mientras trataba de recordar todo lo que ella y Colum habían averiguado. La noticia de Nariz Pelada le había provocado un sobresalto, pero quizá si se ponía a escribir e intentaba concentrarse conseguiría reducir la cuestión a sus justos límites, por lo menos hasta que Colum regresara de Kingsmead.
    Primo [escribió, con grandes y decididos trazos; a continuación se reclinó contra el respaldo del asiento y contempló cómo la tinta verde azulada se secaba rápidamente sobre el pergamino]: El 14 de abril de 1471, Ricardo Neville, conde de Warwick, resultó muerto en Barnet. Cuando Colum habló con él, el conde llevaba el medallón de oro con el zafiro llamado el Ojo de Dios. Sin embargo, después de haber terminado la batalla, y muerto Neville, tanto el medallón como el zafiro habían desaparecido.
    Secundo: El medallón es de origen celta. El padre del Rey actual, Ricardo, duque de York, probablemente lo cogió de la catedral de Dublín y lo entregó a Neville como prenda de amistad.
    Tertio: Es muy posible que Neville le entregara el medallón a su escudero Brandon, el cual fue capturado al norte de Canterbury el 28 de abril; sin embargo, no se encontró ni rastro del zafiro. ¿Dónde estuvo Brandon durante el período comprendido entre la batalla de Barnet y el día en que fue capturado? ¿Qué les ocurrió a sus compañeros? ¿En qué circunstancias murió Moresby, el capitán de la guardia de Neville? ¿Por qué los carceleros del castillo de Canterbury no obtuvieron información alguna de Brandon? ¿Habló Brandon con Sparrow? ¿Cómo murió Brandon? ¿Hubo alguna relación entre la fuga del asesino Sparrow y el Ojo de Dios?
    Quarto: ¿Dónde está el Ojo de Dios? ¿Lo tenía Brandon en su poder o acaso lo escondió en algún sitio? ¿Pretenden los Sabuesos del Ulster recuperarlo y, al mismo tiempo, asesinar a Colum?
    Kathryn fue interrumpida en ese punto por la llegada de otros pacientes. Regresó a la cocina para atenderlos, sin prestar atención a Thomasina que parloteaba sin cesar mientras ella recetaba marrubio para una irritación de garganta y un brebaje de salvia para unas encías irritadas, y aplicaba emplastos y ungüentos a distintos cortes y heridas. Después volvió al gabinete de escritura y reanudó su trabajo.
    Quinto: Aunque el medallón y el Ojo de Dios son indudablemente valiosos, ¿por qué tiene el Rey tanto empeño en recuperarlos?
    Kathryn recordó su encuentro con el Rey en la Torre de Londres y el siniestro silencio de la Casa de los Secretos.
    Sexto: ¿Acaso alguna persona del castillo de Canterbury posee información sobre el Ojo de Dios? Webster parecía un poco nervioso y, por otra parte, aquel extraño vendedor de indulgencias, el Hombre Recto, ¿tuvo algo que ver con el asunto?
    Séptimo: ¿Y mis propias inquietudes? Está claro que Alexander Wyville huyó de Canterbury, pero ¿sigue vivo?
    Octavo: Colum Murtagh. ¿Qué pienso realmente de él?
    Kathryn tomó la pluma, borró la última pregunta y empezó a examinar las anteriores.
    Thomasina le llevó con una jarra de cerveza y una fuente con pan y queso. Kathryn le dio las gracias y comió y bebió con la mente ausente. Dejó vagar sus pensamientos, procurando centrarse en las certezas y apartar a un lado las preguntas para las que no tenía respuesta. Al final, llegó a una firme conclusión. La muerte de Brandon había sido demasiado casual y misteriosa. ¡Un joven escudero rebosante de salud y extremadamente bien cuidado había muerto repentinamente a causa de unas calenturas! En su mente se agitaban toda suerte de posibilidades. ¿Lo habrían asesinado? ¿Habría muerto realmente? Y la extraña fuga del asesino Sparrow... Kathryn se acarició la mejilla con la pluma, gozando de la agradable sensación de las sedosas y suaves plumas sobre su rostro. Brincó sobresaltada al oír unas fuertes llamadas a la puerta; enrolló rápidamente el pergamino, guardó la pluma en su estuche y tapó el tintero. Sonaron voces en la cocina, mezcladas con las secas respuestas de Thomasina. Se levantó, se alisó la falda y salió al largo pasillo. En la cocina encontró a Gabele y Fletcher con los rostros demudados por el temor.
    —¿Qué ocurre? —preguntó, acercándose a la puerta del jardín para cerrarla.
    —Sir William Webster, señora —explicó Fletcher—. Ha muerto desnucado. Cayó de la torre del homenaje.
    —¿Y eso cuándo ha sido?
    —Esta mañana a primera hora, señora, justo al romper el alba —continuó Gabele—. Un guardia le vio dando su habitual paseo por la torre. A sir William le gustaba contemplar el amanecer, pues decía que eso lo ayudaba a pensar con más claridad.
    —¿Estaba solo?
    —Sí, como siempre. Sir William insistía mucho en eso. Los centinelas del camino de ronda del parapeto de abajo siempre lo veían allí, tanto si llovía como si lucía el sol.
    —¿Y qué ocurrió?
    —Tal como ya he dicho, estaba allí tan tranquilo como siempre cuando, de repente, el guardia oyó un grito, se volvió y vio caer el cuerpo de sir William.
    —¡Por todos los santos! —exclamó Fletcher por lo bajo—. Qué desgracia tan grande. El rostro de sir William está casi irreconocible.
    —Pero ¿cómo ha podido ocurrir? —preguntó Kathryn, recordando la poderosa muralla almenada de lo alto de la torre—. No es posible que sir William haya resbalado y, por otra parte, era un hombre lo bastante juicioso como para no subirse a un merlón.
    Fletcher bajó la vista al suelo.
    —Puede haber sido un suicidio, señora —dijo Gabele.
    —¿Un suicidio? ¿Por qué?
    —Sir William estaba muy apenado por la fuga de Sparrow y la muerte de Brandon. Y lo estaba mucho más tras descubrir que Brandon guardaba un secreto que el Rey ansiaba poseer.
    Kathryn se volvió de espaldas a ellos y contempló el saquito de cebollas que colgaba de una viga del techo al lado de una lonja de tocino. «¿Un suicidio? —pensó—. ¡Ni hablar! ¡Esto es un asesinato! Demasiadas muertes en el castillo de Canterbury, demasiados secretos, demasiadas coincidencias no aclaradas.» Se volvió de nuevo hacia ellos.
    —Maese Gabele, ¿cómo estaba ayer sir William?
    —Aunque un poco taciturno y preocupado, se pasó el día entero atendiendo asuntos del castillo.
    —¿Y estáis seguros de que no había nadie con él en la torre?
    Gabele se humedeció los labios con la lengua.
    —Sí, señora Swinbrooke, lo estamos. Para subir a la torre utilizaba una trampa. Sir William siempre la cerraba a su espalda.
    —¿Y nadie ha subido allí todavía?
    —No, hemos considerado oportuno que maese Murtagh ordene la apertura de la trampa. Ya sé lo que estáis pensando, señora... la muerte de sir William podría ser consecuencia de una mala jugada y no de un accidente o un deliberado deseo de morir y la torre revelará la verdad. —Gabele levantó la mano para acallar a Kathryn anticipándose a sus preguntas—. Sir William actuaba siempre con gran cautela. El suelo del tejado de la torre es de una piedra tan lisa y suave como la superficie de un estanque helado. Webster la había mandado cubrir con por lo menos dos pulgadas de fina arena. —El maestro de armas carraspeó—. He colocado a un guardia en la escalera que conduce a la trampa.
    Kathryn asintió y estaba a punto de formular otras preguntas cuando la puerta del jardín se abrió de par en par y Wuf irrumpió repentinamente en la cocina.
    —¡Tengo una babosa! —gritó—. ¡Mira, Thomasina!
    Corrió al hogar, junto al cual la enfermera permanecía de pie en silencio, con un ojo en los borbollones de la marmita y otro en los dos visitantes de Kathryn. Thomasina acarició suavemente la cabeza del muchacho, procurando reprimir las lágrimas. La súbita entrada de Wuf había sido un claro reflejo del pasado. ¿Podían las cosas ocurrir dos veces?, se preguntó. Hacía mucho tiempo, toda una vida, durante el primero de sus tres matrimonios, su hijito Thomas había entrado corriendo en la casa para mostrarle un caracol. Dos semanas después, el niño había muerto a causa del mal del sudor . Thomasina se mordió el labio y se inclinó hacia el muchacho, olvidándose por completo de su señora y de los visitantes. «Me debo de estar haciendo vieja —pensó—, se me va la cabeza.» Maldijo en silencio las lágrimas que le escocían los ojos.
    —¡Vamos, Wuf! —le dijo al chico.
    Y, tomándolo de la mano, salió al jardín para ver si podían encontrar más babosas.
    Los dos hombres, desconcertados por la brusca interrupción y por las cortantes preguntas de Kathryn, empezaron a mover los pies con inquietud.
    —Señora —concluyó Gabele—, os he dicho lo que sabemos. El cuerpo de Webster ya ha sido depositado en el ataúd. Pensamos que debíamos comunicárselo a maese Murtagh.
    —Está en Kingsmead —repuso Kathryn, cruzando la estancia para tomar la capa colgada en la percha de la pared—. Yo os acompaño —añadió—. Es lo que él habría querido.
    Salió al jardín y le explicó rápidamente a Thomasina adonde iba. La criada, que se encontraba sentada en un pequeño banco de madera mirando a Wuf, apartó el rostro para que Kathryn no pudiera ver sus lágrimas.
    —¿Te ocurre algo, Thomasina?
    —No, no es nada, señora. —Trató de sonreír mientras señalaba con el dedo a Wuf—. Sólo un rayo de sol del pasado.


    Kathryn entró en Kingsmead en compañía de Fletcher y Gabele. Los tres avanzaron con sus cabalgaduras por el embarrado camino que serpeaba entre las grandes dehesas y los prados hasta llegar al grupo de edificios anexos de la mansión que se levantaba al otro lado de una arboleda. A medida que se iban acercando, se hacía más perceptible el rumor de los martillos y las sierras de los carpinteros y albañiles. Hasta en los campos que habían cruzado se veían señales de la llegada de Colum. Se habían colocado nuevas vallas, podado setos, cavado zanjas y arreglado verjas. Mientras atravesaban la arboleda, Kathryn se detuvo para contemplar la vieja mansión todavía inhabitable a pesar de la buena marcha de las obras de reforma. Albañiles y picapedreros se afanaban en los muros. Las cubiertas de los tejados se habían retirado y los carpinteros estaban sustituyendo las vigas y los cabios mientras un trastejador y su aprendiz descargaban sacos de rojas tejas de un carro y los depositaban cuidadosamente sobre unas tablas de madera. Todo el lugar parecía una colmena en verano. Unos soldados contratados por Holbech se dedicaban a practicar el tiro con arco en el prado que se extendía delante de la casa. Más allá, alrededor de las tiendas y las cabanas, las mujeres de los soldados cuidaban de las hogueras que habían encendido para cocinar mientras una caterva de mugrientos chiquillos corría de un lado a otro persiguiendo entre gritos a unos escandalosos perros y poniendo su granito de arena al tumulto general. Kathryn y sus acompañantes desmontaron. Un mozo la reconoció y se acercó a toda prisa para sujetar las riendas de su caballo. El fornido sargento Holbech con su mujer, la pelirroja irlandesa Megan aferrada a su brazo como una sanguijuela, se adelantó e inclinó la cabeza a modo de saludo.
    —¿Ocurre algo, señora? —Hablaba con el gutural acento típico de Yorkshire.
    Despachó con un parpadeo de los ojos a Fletcher, pero estudió con detenimiento a Gabele, apuntándolo con su grueso dedo.
    —¿Vos sois...?
    —Simon Gabele, maestro de armas del castillo de Canterbury.
    Holbech esbozó una sonrisa y le tendió la mano.
    —Soy Holbech. Combatí con vos en Townton.
    —Una encarnizada batalla, maese Holbech.
    —Muy cierto y hombres excelentes murieron en ella. Señora Swinbrooke... —Holbech se volvió hacia Kathryn— maese Murtagh está en las cuadras.
    Mientras los hombres conversaban, Kathryn se había dedicado a contemplar en silencio la llamativa cabellera de la mujer, la cual, a su vez, la había estado mirando a ella con semblante impasible. Kathryn estaba fascinada. Jamás en su vida había visto una melena más hermosa. Era tan larga que los bucles le llegaban hasta la cintura, formando un fuerte contraste con la alabastrina blancura de su rostro y el intenso color verde de sus ojos ligeramente oblicuos. Admiraba en su fuero interno el orgullo y la intrepidez de Megan, pero no podía olvidar los refunfuños de Colum.
    —¡Megan es una fuente de conflictos! —le había dicho aquél una vez—. Ama a un hombre por capricho, pero, en cuanto ve a otro que le llama más la atención, lo suelta como una brasa encendida y corre en busca del otro.
    El principal pensamiento de Kathryn, mientras Holbech los acompañaba a las cuadras, era el de si Megan se habría encaprichado o no de Colum.
    —¿Os gusta mi sortija, señora?
    Megan alargó la mano hacia Kathryn para mostrar la sortija de nácar engarzada en plata que lucía en su blanco y delicado dedo.
    —Es preciosa —declaró Kathryn—. Os sienta muy bien, Megan.
    —Me la he ganado —dijo la joven. Echó la cabeza hacia atrás y apretó el brazo de Holbech—. ¿Verdad?
    El lugarteniente tragó saliva avergonzado y empezó a llamar a Murtagh a gritos antes de entrar en el patio adoquinado. Colum salió de una cuadra, llevando por la brida a un espléndido ruano. El animal renqueaba y mantenía la pata anterior derecha levantada, y todo su aspecto delataba que padecía enormemente.
    —Kathryn.
    Colum le entregó las riendas a Holbech, al tiempo que se le borraba la sonrisa del rostro, pues se había dado cuenta de la presencia de Fletcher y Gabele.
    —¿Qué ocurre?
    Gabele se lo explicó en breves y lacónicas frases. Colum asentía y le hacía las mismas preguntas que poco antes le había hecho Kathryn. Estaba a punto de añadir algo más cuando observó que Megan, apoyada en el brazo de Holbech, escuchaba sus palabras quizá con excesivo interés.
    —Holbech —indicó suavemente—, id a vigilar a los trabajadores. Creo que uno de los carpinteros está borracho como una cuba. —Esperó a que Holbech y la chica se hubieran alejado lo bastante como para no poder oírle—. O sea que sir William ha muerto. —Jugueteó con las riendas y después se volvió para acariciar al caballo y susurrarle unas palabras de cariño—. Supongo que debería acompañaros, pero... —dio unas palmadas al flanco del animal— Pulcher sufre fuertes dolores.
    Kathryn contempló los dulces y líquidos ojos del caballo.
    —¿Qué le ocurre? —preguntó.
    —No lo sé. Ayer lo herraron y no sé qué tiene.
    —Dejadme que le eche un vistazo.
    Murmurándole al caballo unas palabras en gaélico, Colum levantó con mucho cuidado la pata enferma. Kathryn se agachó y observó una hinchazón justo por encima del casco. Después examinó detenidamente la herradura.
    —Un clavo se ha hundido demasiado y le roza la carne —explicó Colum—, pero no comprendo por qué le duele tanto.
    —No creo que sea eso —afirmó Kathryn—. Seguramente el casco ya estaba inflamado antes de que lo herraran y el clavo ha agravado la situación.
    —Mandaré que le quiten las herraduras —declaró Colum, mordiéndose el labio con expresión irritada, pues sabía que semejantes lesiones podían provocar una cojera permanente—. ¿Y después qué? —preguntó.
    —Haced un emplasto con jugo de musgo fresco, colocadlo alrededor del casco y cambiadlo dos veces al día.
    —¿Estáis segura de que se curará?
    Kathryn se levantó sonriendo.
    —Si no se cura, os permitiré que os paséis todo el día soltándome citas de Chaucer.
    Colum contempló la herradura de la pata enferma.
    —El herrero hubiera tenido que darse cuenta —murmuró, dirigiéndose a la entrada del patio con el rostro blanco de furia—. ¡Holbech! —rugió—. ¿Dónde demonios os habéis metido, Holbech?
    Su lugarteniente se acercó corriendo, seguido de Megan con el pelirrojo cabello flotando a su espalda como un velo.
    —¡Id en busca de ese maldito herrero! —gritó—. ¡Pegadle una patada en el trasero! Se pasará un mes sin beber vino. Me ha dejado cojo a Pulcher. Tiene que quitarle las herraduras y aplicar emplastos de musgo dos veces al día. Si el caballo no mejora dentro de una semana, ¡ahorcaré a ese malnacido!
    Después fue a lavarse las manos al pozo, ensilló un caballo y abandonó Kingsmead con Kathryn y sus dos acompañantes. Gabele y Fletcher cabalgaban detrás, levemente atemorizados por el malhumor de Colum. Kathryn permitió que el mariscal se desahogara un buen rato, soltando maldiciones en inglés y en gaélico y comentando lo que le iba a hacer al herrero.
    Atravesaron la campiña, dejaron atrás el humo y el hedor de las curtidurías del callejón del Norte y cruzaron la calle de San Dunstan. Al pasar por Westgate y antes de girar a la izquierda para entrar en Canterbury por la puerta de Londres, vieron los chapiteles de la iglesia de la Santa Cruz elevándose majestuosamente hacia el cielo. Colum estaba todavía tan disgustado que casi no prestaba atención a los comentarios que le hacía Kathryn acerca de la muerte de sir William. Al final, poco antes de doblar la esquina del callejón del Castillo, Kathryn refrenó su montura, contempló el gentío que se apretujaba alrededor de los tenderetes y las casetas del pequeño mercado e, inclinándose hacia un lado, tomó la mano de Colum.
    —Tengo otra noticia, irlandés.
    Colum aún estaba medio perdido en sus reflexiones.
    —Irlandés —insistió Kathryn—, los Sabuesos del Ulster están en Canterbury; Fitzroy ha estado preguntando por vos.
    La mano de Colum se deslizó hacia la empuñadura de la espada que colgaba del arzón.
    —¿Cómo lo sabéis?
    Kathryn le refirió lo que Nariz Pelada le había contado.
    —Padraig Fitzroy —repuso Colum—. O sea que, al final, ese malnacido me ha encontrado.
    —¿Le tenéis miedo?
    —Sí y no. En un verde prado, cara a cara con la espada y el escudo, le podría cortar la cabeza.
    Colum miró a su alrededor y contempló a los encapuchados mendigos, los monjes con sus cogullas, los mercaderes con sus castoreños, los ricos y poderosos mezclados con los ladronzuelos y los bribones de la ciudad. «Cuánta gente por todas partes —pensó—, en las entradas de las tabernas o las esquinas de las calles, peregrinos y forasteros, yendo y viniendo de un lado para otro con sus extraños atuendos y sus improvisados ropajes.»
    —Fitzroy no pretende enfrentarse conmigo en un campo —musitó—. Es un asesino y ahora mismo podría estar vigilándonos oculto entre el gentío. No, cuando decida atacar lo hará como un ladrón en la noche, de una forma repentina e inesperada. —Colum sintió un estremecimiento entre las paletillas y espoleó su montura—. Os voy a hablar con toda franqueza, Kathryn —dijo en tono de advertencia—. No le abráis la puerta a ningún desconocido. Fitzroy no respeta a nadie.

    Capítulo 6
    Una vez en el castillo, Gabele y Fletcher los acompañaron a través de todo un laberinto de pasillos hasta llegar a los peldaños de la entrada de una pequeña capilla. El ataúd de reluciente madera rodeado por unos cirios de color rojo había sido colocado sobre una mesa de tijera delante del sencillo altar de piedra. Kathryn percibió un hedor de putrefacción semejante al de un depósito de cadáveres. Gabele retiró la tapa del ataúd.
    —No la he clavado —explicó, mirando furtivamente a Kathryn—. Pensé que, a lo mejor, querríais verlo.
    Kathryn miró pero apartó el rostro inmediatamente. El cadáver de Webster no había sido adecentado para el entierro. Llevaba todavía las prendas con las que había muerto, y la parte superior de su cuerpo estaba destrozada mientras que su machacada cabeza se había hundido entre los hombros. Kathryn tragó saliva y se enfrentó de nuevo al cuerpo para estudiarlo con detenimiento, recordando las palabras de su padre.
    «Nunca le tengas miedo a un cadáver, Kathryn. Es sólo la cáscara de la cual ha desaparecido el espíritu. Trátalo con cuidado y recuerda que no hay nada que temer.»
    Le pidió a Gabele que retirara por completo la tapa y, tomando la cabeza de Webster entre sus manos, le dio la vuelta.
    —Una parte del rostro ha quedado destrozada —empezó, dando a sus palabras un tono firme y profesional—. La caída ha sido muy fuerte y los huesos del cuello y los hombros están rotos. —Señaló el lado izquierdo de la cara—. Éste es el lado por donde se ha estrellado contra el suelo. —Alzó los ojos, pero los tres hombres habían apartado el rostro—. ¡Vamos, por Dios —susurró—, todos vosotros habéis visto cadáveres otras veces!
    Colum se acercó.
    —Por favor —le pidió Kathryn—, dad la vuelta al cadáver.
    Colum así lo hizo y Kathryn se inclinó para examinar detenidamente la destrozada cabeza del difunto. Estaba a punto de retirar la mano cuando notó algo detrás de la oreja derecha y, enderezando la espalda, musitó:
    —Qué extraño.
    —¿Qué ocurre? —preguntó Gabele.
    —Bueno —respondió Kathryn—, decís que sir William cayó desde lo alto de la muralla de la torre. —Utilizó la mano para indicarlo—. El cuerpo tuvo que dar la vuelta y girar como una piedra. Pero resulta que sir William se estrelló contra el suelo sobre el lado izquierdo. De ahí las lesiones que se observan en este lado del rostro y de la cabeza. En su caída, no rozó la muralla y por eso el lado derecho de la cabeza y el rostro está relativamente intacto.
    —¿Y bien? —inquirió Colum.
    —¿Por qué tiene un bulto detrás de la oreja izquierda? —replicó Kathryn—. Responderé claramente a la pregunta. Antes de precipitarse al vacío desde la torre, sir William fue golpeado en la parte posterior de la cabeza.
    —¿Eso significa que había alguien más en la torre con sir William? —preguntó Fletcher.
    —Por lo visto, sí.
    —Pero eso es imposible —declaró Gabele—. Sir William cerró la trampa a su espalda y los guardias del camino de ronda del parapeto de abajo sólo le vieron a él.
    —¿Pudo alguien haber estado esperando a sir William en la torre? —intervino Colum.
    —¡Imposible! —repuso Gabele—. Allí no hay ningún sitio donde esconderse. Además, sir William estuvo un buen rato paseando antes de caer. Si hubiera visto algo, habría dado la voz de alarma.
    —De nada sirven las conjeturas —interrumpió Kathryn—. Maese Gabele, ¿decís que la trampa de la torre aún está cerrada con candado?
    —Sí.
    —Pues ya es hora de que subamos a ver, ¿no os parece?
    Gabele mandó llamar a los centinelas, tres mozos del campo que montaban guardia en el parapeto bajo la torre del homenaje. Los tres aseguraron haber visto a sir William.
    —Claro que sí —confirmó uno de ellos, un joven de dientes muy separados—. Sir William, que en paz descanse, siempre subía a la torre con su castoreño y su capa militar. Yo lo saludé con la mano y él me devolvió el saludo.
    —¿Viste a alguien más allí arriba? —le preguntó Kathryn.
    —¡No olvidéis, señora, que nosotros estábamos en el camino de ronda del parapeto, mirando hacia arriba desde unos veinte metros más abajo! De todos modos, no vimos a nadie. La única cosa que llegamos a distinguir fue el resplandor de las llamas del brasero que sir William siempre encendía para calentarse un poco.
    —¿Y esta mañana lo visteis?
    —Sí.
    —¿Qué aspecto tenía sir William?
    —Tal como ya he dicho —repuso el chico de los dientes separados—, lo saludé con la mano. Él me saludó con la suya y pronunció unas palabras, pero no las pude oír muy bien porque estaba demasiado lejos.
    —¿Y no notasteis nada extraño?
    —No —respondieron los tres a coro.
    —¿Y visteis la caída de sir William?
    —Bueno, señora, nosotros estábamos paseando por el camino de ronda —terció otro—. Nuestra misión es vigilar la ciudad desde lo alto de las murallas. Llevábamos varias horas allí. De repente, oímos un grito. Yo me vuelvo y veo una borrosa mancha de color. Oigo un golpe sordo, me asomo y veo el cuerpo de sir William en el patio de abajo.
    —¿Oísteis un grito? —inquirió Colum.
    —Eso es lo que he dicho.
    Colum sacudió la cabeza, desconcertado.
    —Maese Gabele... —indicó, depositando una moneda sobre la mesa—. Un trago para estos tres veteranos, pero sólo cuando hayamos abierto la trampa.
    Gabele, Fletcher y los tres serviciales soldados acompañaron a Kathryn y a Colum a lo largo de toda una serie de pasillos y una escalera de caracol que conducía a la parte superior de la torre. Los peldaños resultaban muy estrechos y empinados y, durante la subida, todos tuvieron que detenerse varias veces para recuperar el resuello. La escalera de piedra terminaba delante de una gran trampa de madera que daba acceso al tejado del exterior. Al mirar a su derecha, Kathryn vio una tronera del tamaño de un hombre cuyos postigos estaban atrancados.
    —Eso está justo bajo la torre —señaló.
    —Sí, señora.
    —¿Para qué sirve?
    —Es una pequeña salida de emergencia —explicó Colum—. Si el castillo sufriera un ataque, los sitiadores acercarían escalas o torres de asedio a la torre del homenaje. Entonces los defensores abrirían esta puerta y podrían derribar las escalas o prender fuego a las torres de asedio.
    —¿Y por aquí no podrían entrar los sitiadores? —preguntó Kathryn.
    —No —respondió Gabele sonriendo—, la puerta estaría protegida y dos buenos arqueros la podrían defender hasta el día del Juicio Final.
    Kathryn contempló los postigos de madera.
    —¿Y eso qué más da? —intervino Fletcher en tono burlón—. No pensaréis que a sir William lo arrojó alguien al vacío, ¿verdad? —pero se ruborizó al percibir la enfurecida mirada de Kathryn—. ¡Lo que quiero decir, señora, es que él se encontraba en la torre y la trampa estaba cerrada!
    Colum decidió poner término a la turbación del ayudante del alcaide y ordenó a los soldados que hicieran uso del enorme tronco que habían subido desde el patio. Sudando y soltando maldiciones, los jóvenes empezaron a golpear la trampa con el tronco. Al final, consiguieron astillar la madera, la trampa se estremeció y abrieron un boquete. Colum les ordenó que se apartaran, abrió la trampa y salió al tejado de la torre del homenaje. Kathryn lo siguió y se quedó casi sin respiración al percibir el azote del viento que le alborotaba el cabello. Observó que los cerrojos y las armellas del interior y el exterior de la trampa estaban sueltos. Caminó con cuidado hasta las almenas, miró hacia abajo y se apartó inmediatamente, aturdida por el vértigo de la impresionante altura. Gabele asomó la cabeza por la trampa, pero Colum le ordenó que se quedara donde estaba mientras él examinaba la parte superior de la torre. En el rincón más alejado, vio un brasero de carbón que sólo contenía un montón de blanca ceniza. Se arrodilló para examinar cuidadosamente las huellas que se observaban en la fina capa de arena que cubría la superficie.
    —¡Santo cielo! —exclamó en un susurro—. ¡Kathryn, venid aquí!
    Kathryn se acercó cautelosamente. Colum le mostró las huellas.
    —¡Son de Webster! —aseguró—. Las mismas en todas partes. No hay la menor señal de que hubiera otra persona con él aquí en la torre. —Miró a su alrededor, sacudiéndose la arena de las manos—. ¿Estáis segura, señora, de que a Webster lo golpearon por detrás? Si así fuera, todo resultaría muy misterioso. Un hombre sube a lo alto de la torre y cierra la trampa a su espalda. Los centinelas han asegurado que se quedó un buen rato. La arena indica que aquí no había nadie escondido; además, no hay lugar alguno donde ocultarse. Por consiguiente, ¿cómo pudo el asesino entrar a través de una trampa cerrada, pisar la arena sin dejar huella, inmovilizar al alcaide sin forcejear con él, golpearlo en la cabeza y arrojarlo desde las almenas sin que los guardias de abajo se dieran cuenta? ¿Y después... —Colum lanzó un suspiro— abandonar la torre, dejando la trampa cerrada por la parte exterior?
    Kathryn meneó la cabeza enfurecida, regresó a las almenas y asomó la cabeza. Abajo, en línea recta, se encontraba el patio rodeado por la muralla en cuyo camino de ronda montaban guardia unos centinelas. Volvió a sacudir la cabeza y regresó junto a Colum.
    —Ya he visto suficiente —musitó.
    Los que aguardaban en la escalera se apartaron a un lado para que Colum y Kathryn pudieran entrar y después bajaron todos juntos. Gabele mandó retirarse a los soldados y ordenó la presencia del capellán Peter y el escribano Fitz-Steven. Todos se reunieron en la espaciosa y sombría sala, sentados en unas incómodas banquetas al pie del estrado de la mesa. Colum inició el procedimiento.
    —Bien, nos encontramos ante un misterio —declaró.
    Hizo una pausa al ver entrar a Margotta. La joven le dedicó una pícara sonrisa y se sentó al lado de su padre, Gabele.
    Kathryn levantó la mano.
    —Maese Murtagh, aquí falta alguien. ¿Dónde está nuestro amigo el Hombre Recto, el vendedor de indulgencias?
    —Se ha ido a la ciudad —explicó Peter el capellán—. La temporada de los peregrinos está en pleno apogeo y el hombre confía seguramente en hacer muy buen negocio.
    —¿Se encontraba en el castillo cuando Webster murió? —preguntó Kathryn.
    —Sí —respondió Fitz-Steven el escribano—. Se fue poco antes de vuestra llegada. Pero ¿a qué viene todo esto? Yo creía que sir William se había caído o se había suicidado.
    —Eso es lo que pensábamos todos —murmuró Fletcher—. Pero la señora Swinbrooke aquí presente cree que alguien puede haber golpeado a sir Willian en la cabeza y haberlo empujado.
    —¡Qué disparate! —exclamó Fitz-Steven con voz engolada—. ¿Quién iba a matar a sir William y por qué razón? ¿Qué pruebas tenéis? —El escribano miró desdeñosamente a Kathryn—. Sir William era un hombre solitario y reposado. No tenía enemigos.
    —No puedo responder a vuestras preguntas, maese escribano —repuso Kathryn—. Si pudiera, resolvería todos los misterios de este mundo. Yo no he dicho que sir William tuviera enemigos. Pero, a lo mejor, sospechaba algo.
    —¿Como qué?
    —La verdad acerca de la fuga de Sparrow. O de la muerte de Brandon. O acerca del paradero del Ojo de Dios.
    —¡Tonterías! —exclamó el capellán.
    —Pues sí. Y una de estas tonterías en particular —prosiguió Kathryn con vehemencia— alcanzó a sir William en el lado derecho de la cabeza, detrás de la oreja. Y quiero preguntaros algo a todos. ¿Alguno de vosotros se reunió con sir William en la torre?
    Fitz-Steven se levantó.
    —No tengo por qué responder a las preguntas de una simple mujer.
    —¡En tal caso vuestra madre y yo tenemos muchas cosas en común! —replicó Kathryn.
    Fitz-Steven acercó el rostro al suyo.
    —He oído hablar de vos, Swinbrooke —dijo con voz sibilante mientras su sudoroso rostro se torcía en una perversa sonrisa—. Sí, de vos, con vuestra arrogancia y vuestro donaire, vuestros conocimientos sobre las ciencias naturales y vuestro nombramiento para el concejo o lo que queda de él.
    —Y de mí, ¿habéis oído hablar? —Colum se levantó y agarró al escribano por el hombro—. Podéis creerme, señor, yo no soy famoso ni por mi apostura ni por mi paciencia y esta última la estáis poniendo a muy dura prueba. Soy el comisario del Rey en este asunto y, como no os andéis con cuidado, tendré que daros unas breves lecciones sobre la cortesía debida a una dama.
    Kathryn levantó la mano mientras Fitz-Steven abría la boca para protestar.
    —Por favor, señor. Os ruego que os sentéis —le dijo con una sonrisa forzada—. Mis preguntas son bienintencionadas.
    El escribano volvió a sentarse en la banqueta.
    —En tal caso, os responderé, señora. No subí para nada a la torre y no observé nada extraño en el comportamiento de Webster. —Fitz-Steven carraspeó—. Tal vez un poco abatido y preocupado por la posibilidad de haber traicionado la confianza del Rey, pero nada más.
    Los demás repitieron su respuesta como un eco.
    —¿Estáis seguros? —insistió Colum.
    —No, eso no es enteramente cierto —intervino Peter el capellán—. Si por algo estaba preocupado sir William, señor, no era por la muerte de Brandon, pues la vio como la voluntad de Dios. —El cura se mordió el labio—. Le preocupaba más la fuga de Sparrow. Ayer, poco antes del anochecer, me pidió que saliera con él al prado que hay delante de la torre del homenaje. Allí interpretó una extraña pantomima, pidiéndome que yo actuara como si fuera Sparrow mientras él hacía el papel del pobre carcelero que fue asesinado.
    —¿Y por qué lo hizo?
    —No lo sé. Me pidió que me situara en el centro del prado.
    —Ah, sí —le interrumpió Gabele—. Os vi y me pregunté qué estaríais haciendo allí afuera.
    —Bueno pues, hice lo que él me pidió. Sir William interpretaba el papel del carcelero asesinado. Tratamos de reconstruir las circunstancias de la fuga de Sparrow. Yo me dirigí a un rincón, sir Willliam me siguió y después sacudió bruscamente la cabeza y se alejó. Eso fue todo.
    —Anoche estuvo muy taciturno —terció Margotta—. En la mesa se limitó a picar un poco de comida y se retiró muy temprano. Murmuró algo sobre vos, Colum. Dijo que tenía que veros.
    —¿Hay algo más? —preguntó Kathryn suavemente.
    Todos sacudieron la cabeza. Colum anunció que había terminado, rechazó el refrigerio que le ofrecía Gabele y aseguró que ya encontraría por sí mismo la salida del castillo. Sin embargo, esperó a que los demás abandonaran la sala.
    —Kathryn, ¿estáis segura de que Webster recibió un golpe en la cabeza antes de caer?
    —Completamente. ¿Y sabéis una cosa, Colum? No creo que los guardias oyeran gritar a sir William. El grito lo debió de lanzar otra persona. Sospecho que el pobre alcaide estaba inconsciente cuando lo enviaron a la eternidad. Fue asesinado a causa de lo que sabía y se trata de algo relacionado con la fuga de Sparrow.
    Ambos abandonaron la sala, se detuvieron brevemente en el prado del exterior y se acercaron al oscuro hueco de la muralla donde había tenido lugar el fatídico encuentro entre Sparrow y su desventurado carcelero. Colum sacudió la cabeza.
    —Sólo Dios sabe lo que pretendía averiguar Webster. Puede que, a su debido tiempo, nosotros lo descubramos.
    Recogieron sus caballos y regresaron a la ciudad. Kathryn le pidió a Colum que la acompañara, pues tenía que hacer unas cuantas visitas en el hospital de Clérigos Pobres. El irlandés accedió a su petición y juntos doblaron la esquina del callejón del Buey y bajaron por la calle del Mayordomo. El sol había sacado a la gente de sus casas. Los peregrinos estaban saliendo de las posadas para acudir a venerar el sepulcro de Santo Tomás Becket en la gran catedral, y era tal el bullicio y ajetreo de las calles que tuvieron que desmontar y conducir a sus caballos por la brida. Al pasar por la calle de Crocchere, Kathryn oyó que la llamaban por su nombre y soltó un gruñido por lo bajo al ver a su pariente Joscelyn en compañía de su malhumorada esposa, abriéndose paso entre la multitud para acercarse a ella.
    —Buenos días, Kathryn. Y vos también los tengáis, maese Murtagh —saludó Joscelyn mientras su alargado rostro se iluminaba con una falsa sonrisa.
    «Cerdo mojigato», pensó Kathryn, estudiando la relamida expresión de su pariente sin prestar atención a la desdeñosa mueca de su mujer. Joscelyn era primo de su padre y se dedicaba al comercio de especias. A pesar de su aparente afabilidad, no era demasiado amigo suyo. Mientras ambos se intercambiaban unos comentarios intrascendentes, la mujer de Joscelyn no dejó de observar a Colum con mal disimulado desprecio, hasta que el irlandés le pegó un susto, dirigiéndole la mirada más siniestra de la que era capaz.
    —Tengo mucho que hacer —Kathryn sonrió y recogió las riendas de su caballo—. Me esperan en el hospital.
    —Sí, sí, mi dulce prima. Por cierto, ¿cómo va tu solicitud de licencia?
    —Tiene que estudiarla el gremio, pero yo ya estoy haciendo acopio de existencias. Un mercader de Londres llamado Richard Swinforfield me ha prometido enviarme clavo, nuez moscada, azafrán, azúcar, canela, jengibre... y también un poco de cilantro, semillas de anís y alforfón... —explicó Kathryn, procurando reprimir la risa—. También he pedido canela de China, ácoro y áloes importados del extranjero.
    —¿Y todo eso lo piensas vender en tu tienda? —exclamó Joscelyn cuya falsa afabilidad había sido repentinamente sustituida por una sincera ansiedad.
    —¡Pues claro! Ahora que la guerra ha terminado hay mucha demanda, sobre todo de ruda para mantener frescos los juncos del suelo y evitar las infecciones. —Kathryn se encogió de hombros, disfrutando de la situación—. Tal como tú sabes, Joscelyn, lo necesito también para mis medicinas. ¿Has leído alguna vez a Teofrasto?
    Joscelyn sacudió tristemente la cabeza.
    —Según él —añadió Kathryn—, las especias son una ayuda para la medicina. O, tal como acertadamente dijo Hipócrates: «Que el alimento sea tu medicina y que la medicina sea tu alimento».
    —Sí, sí, muy cierto —concedió Joscelyn, levantando una mano a modo de saludo antes de retirarse precipitadamente—. En ese caso, prima, espero que tu solicitud sea atendida.
    Tomando a su malhumorada esposa del brazo, Joscelyn se perdió entre la gente mientras Katryn se partía de risa.
    —No os aprecia —dijo Colum—. Y vos no lo apreciáis a él. ¿A qué viene vuestro regocijo?
    Kathryn se enjugó las lágrimas de los ojos.
    —Pero ¿es que no lo veis, Colum? Si de mi primo Joscelyn dependiera, yo estaría casada con un aburrido mercader y sabría cuál es mi sitio. En su lugar, ejerzo la medicina y ahora quiero vender especias y hacerle la competencia. Y eso a Joscelyn no le gusta. Lo que el viejo Chaucer escribió a propósito del médico es cierto en el caso de mi primo Joscelyn. —Kathryn esbozó una triste sonrisa—. Y puede que también en el mío. ¿Cómo lo dice? «Pues el oro era para el médico un cordial, y por eso amaba el oro de modo especial.»
    —No lo creo —declaró Colum en voz baja.
    —¿No creéis qué? ¡Y no habléis en susurros!
    —No creo que vos améis el dinero —repitió Colum, quitando cuidadosamente un hilo suelto del vestido de Kathryn—. Si vos lo amarais, ¿qué esperanza habría para los demás? Tal como dice el poeta: «Si el oro se oxida, ¿qué hará el hierro?».
    Subieron charlando y bromeando por la calle del Mayordomo. Kathryn se detuvo en el hospital de Clérigos Pobres situado justo al otro lado del callejón de los Halcones. Mientras Colum ataba los caballos, entró para ver al padre Cuthbert, el curador del hospital. Sin embargo, el anciano cura no estaba, por lo que ambos reanudaron su camino entre los empujones de la gente hasta llegar al callejón de Hethenman y, desde allí, a la calle Mayor.
    —¿Adónde vais ahora? —preguntó Colum.
    —Si vos fuerais un vendedor de indulgencias —replicó Kathryn—, ¿adónde iríais?
    Colum asintió con la cabeza, sonriendo.
    Acababan de pasar por delante del Ayuntamiento y se estaban abriendo paso entre la muchedumbre que rodeaba el Tablero de la Esperanza, la mayor taberna de Canterbury, en la que solían congregarse los peregrinos, cuando un sudoroso y arrebolado Luberon les dio alcance. Al principio, ninguno de los dos pudo comprenderle, pues el escribano hablaba tratando al mismo tiempo de recuperar el resuello. Colum le indicó que primero se calmara.
    —Bueno —acertó a decir finalmente Luberon con la voz entrecortada por el esfuerzo—. ¡Tenéis que venir enseguida! —respiró hondo y bajó la voz—. ¡Acaban de sacar un cadáver del río!
    Kathryn cerró los ojos y emitió un leve gemido.
    —Sí —añadió Luberon—. Maese Murtagh, vos sois el comisario del Rey y actuáis como forense en estos asuntos y vos, señora Swinbrooke, ejercéis la medicina.

    Capítulo 7
    Luberon los acompañó calle Mayor arriba, explicándoles que el cuerpo había sido conducido al depósito de cadáveres de la parroquia de Todos los Santos, un destartalado cobertizo situado al fondo de un cementerio cubierto de malas hierbas.
    Al llegar allí, Luberon se detuvo con la mano apoyada en el pestillo.
    —He pensado que desearíais verlo —dijo—. En primer lugar, alguien tiene que tomar disposiciones acerca del cadáver, lo mandan las ordenanzas municipales. En segundo lugar, y eso es lo más extraño, no se ha informado de la desaparición de nadie y, sin embargo, se trata de un hombre fuerte, sano y bien alimentado. Y, en tercer lugar... —añadió mirando con una sonrisa a Colum— no sé si es algo relacionado con los trastornos que se han producido a raíz de la guerra.
    Sin dejar de hablar, los acompañó al oscuro interior, donde se aspiraba un fuerte olor a pescado y agua putrefacta. Después encendió una antorcha y levantó la tapa del improvisado ataúd. Kathryn trató de no mirar hacia el lugar donde hubiera tenido que estar la cabeza. Aquello le produjo una tan escalofriante y macabra sensación que tuvo que sujetarse a la mesa, sobre la cual se había depositado el ataúd.
    —Lleva algún tiempo en el agua —observó Colum.
    Kathryn contempló el hinchado cuerpo azulado, empapado de agua de río. El cadáver mostraba las huellas de la acción de los peces mientras que la sangre alrededor del cuello cortado aparecía reseca y aterronada.
    —¿Dónde lo encontraron? —preguntó Kathryn.
    —Flotando bajo uno de los arcos de la antigua muralla de la ciudad por los que discurre el río. Dos chiquillos que jugaban por allí lo vieron atrapado en unas cañas. Alguien llamó a los guardias y el cuerpo fue conducido aquí. Los forasteros que mueren en Canterbury, si el cadáver no es reclamado, siempre se entierran en Todos los Santos.
    Colum tomó la antorcha y la inclinó un poco más. Unos fragmentos de brea se desprendieron y chisporrotearon sobre el mojado cadáver.
    —¿Qué estáis pensando, Kathryn?
    Kathryn ya se había recuperado un poco y había conseguido vencer las náuseas.
    —Es un joven fornido y de buena figura —repuso.
    —¿Creéis que todo eso puede estar relacionado con los acontecimientos del castillo?
    —¿Os referís a Sparrow?
    —Sí. A fin de cuentas, nadie le conocía en Canterbury y su muerte podría pasar inadvertida —apuntó Colum.
    —En tal caso, ¿por qué lo han asesinado, cortándole la cabeza? —reflexionó Kathryn—. ¡Tened por cierto que esto es un asesinato! —Señaló con los dedos el cuello del cadáver—. La herida es antigua. Este hombre no perdió la cabeza en el río sino que se la cortaron con un hacha o una espada. —Sonrió levemente a Luberon—. Mi señor escribano, creo que ya hemos visto suficiente.
    Luberon volvió a colocar la tapa del ataúd y Kathryn salió, alegrándose de poder respirar una bocanada de aire fresco.
    —¿Qué es lo que ha ocurrido en el castillo? —preguntó Luberon, dándoles alcance—. Me he enterado de la caída de Webster.
    Kathryn miró a Colum y éste asintió con la cabeza.
    —Es el escribano de la ciudad —comentó el irlandés, dándole al bajito y rechoncho sujeto una palmada en el hombro—. Y, si no se lo decimos, maese Luberon se morirá de curiosidad.
    Salieron de Todos los Santos y entraron en la taberna del callejón de Best, donde Kathryn, tras haber hecho jurar al escribano guardar silencio, refirió brevemente los acontecimientos del castillo.
    —¿O sea —susurró Luberon— que tenéis un prisionero que muere inesperadamente, otro que se escapa de manera inexplicable y un alcaide que recibe un golpe en la parte posterior de la cabeza y es arrojado al vacío desde la torre? A mi modo de ver —añadió, tomando un sorbo de vino—, tenéis muy pocas pruebas sobre las que basaros, mi señora Kathryn. Brandon ha muerto y ha sido enterrado. La muerte de Webster es un misterio incomprensible. Conozco la torre del homenaje del castillo de Canterbury y sabía de la costumbre de Webster de pasear solo allí arriba. En cuanto al cadáver decapitado... —Luberon hizo una mueca de desagrado— ¿cómo es posible que atraparan y decapitaran tan fácilmente a Sparrow, teniendo en cuenta que era un hombre tan violento?
    —Siempre y cuando se trate de Sparrow. —Kathryn deslizó un dedo por el borde de su copa y contempló a un grupo de mercachifles que jugaban a los dados en un rincón—. El cadáver que acabamos de ver estaba bien alimentado y no era el de un prisionero encerrado en una celda del castillo de Canterbury. En segundo lugar, maese Luberon, aquí nos podéis echar vos una mano: a los prisioneros les aherrojan las muñecas y los tobillos, ¿verdad?
    —En efecto, señora, y, además, hay una cadena muy gruesa que une las esposas de las muñecas con los grilletes de los tobillos.
    —Bueno, pues —prosiguió Kathryn—, el cadáver que hemos examinado no mostraba señal alguna de esposas o grilletes. Por consiguiente, mi señor escribano, debéis hacer constar en vuestro informe que el cadáver pertenece a un forastero y disponer todo lo necesario para que el difunto sea debidamente enterrado.
    —Si encontráis la cabeza —indicó Colum secamente, al tiempo que apuraba su copa—, hacédnoslo saber.
    —¡No, un momento! —Luberon le hizo señas a Colum de que no se levantara—. ¿El tal Brandon puede que llevara consigo un precioso medallón y fue apresado al noroeste de la ciudad?
    —Eso nos dijeron. ¿Por qué?
    —Pensad un poco, maese Murtagh. El conde de Warwick sabía que iba a morir y también sabía que el medallón era sagrado. Pues bien... —Luberon se frotó la barbilla—, vosotros, maese Murtagh y señora Swinbrooke, ¿qué hubierais hecho con semejante medallón, sabiendo que estabais a las puertas de la muerte?
    Kathryn sonrió y se inclinó hacia delante para besar a Luberon en la frente. El escribano enrojeció como un tomate.
    —¡Pues claro, el más sutil de los escribanos, lo hubiera entregado a una iglesia o al sepulcro de un santo. ¡Y el mayor sepulcro sagrado de Inglaterra es el de Santo Tomás de Canterbury!
    Colum dio unas palmadas a la superficie de la mesa.
    —¿Y si a Brandon lo hubieran apresado... no a la ida sino a la vuelta de Canterbury? Pero en tal caso, los monjes de Christchurch hubieran informado al rey de la recepción de semejante ofrenda, ¿verdad?
    —No necesariamente —repuso Luberon—. Los monjes son muy listos, lo cual significa que podrían guardar el medallón y revelar su existencia sólo al cabo de varios años. —Luberon apuró su copa de vino y se levantó de un salto—. ¿Tenéis algún otro asunto pendiente en Canterbury? —preguntó.
    —Estamos buscando a un vendedor de indulgencias.
    —¿Un sujeto que lleva el cabello teñido de amarillo, viste enteramente de negro y se hace llamar el Hombre Recto?
    Kathryn asintió con la cabeza.
    —Está en la cruz de piedra del Buttermarket. Mirad —sugirió Luberon, echando un vistazo a la vela que marcaba las horas desde su candelero de hierro—, vosotros vais a ver a vuestro vendedor de indulgencias y dentro de una hora os reunís conmigo junto al sepulcro del Príncipe Negro en la catedral. Haré unas cuantas averiguaciones. Si nuestros buenos monjes tienen en su poder esa sagrada reliquia... —el escribano se dio unos golpecitos con el dedo en la nariz— me lo dirán.
    Luberon salió de la taberna. Colum y Kathryn lo siguieron, bajando por el callejón de Best para regresar a la calle Mayor, llena a rebosar de peregrinos, comerciantes, buhoneros y mercachifles. Desde allí subieron por la Mercería hacia el Buttermarket. Delante de la posada del Sol se había congregado una gran multitud alrededor de un charlatán, llamativamente vestido de verde, rojo y escarlata. El hombre iba montado en un caballo de aspecto corriente y prometía una moneda de plata a quienquiera que pudiera montar el animal. No obstante, si la persona cayera, él, Saladin, antiguo custodio de las cuadras imperiales de Colonia, recibiría seis peniques. La gente acogió sus palabras con grandes carcajadas y muchos levantaron la mano, dispuestos a aceptar la apuesta. Kathryn contempló la apacible jaca, con sus recias ancas, su suave boca y sus líquidos ojos castaños.
    —Parece muy tranquila —comentó en voz baja.
    Colum sacudió la cabeza sonriendo.
    —Conozco a este sujeto —dijo—. Ahora veréis, Kathryn.
    Saladin ya había desmontado y, a cada movimiento que hacía, los pequeños cascabeles de plata cosidos a su túnica acolchada tintineaban alegremente. Un joven mercader de arrogante rostro montó en el caballo y lo instó dulcemente a caminar. La multitud empezó a soltar gritos de burla. El animal avanzó cual si fuera un cansado jamelgo, pero, en el momento en que el mercader soltó las riendas y extendió las manos, el charlatán gritó:
    —Flectamus genua!
    Inmediatamente el caballo dobló las cuatro patas, el mercader cayó al suelo y los gritos y burlas de la multitud cesaron de golpe.
    —Levate et vade! —gritó a continuación.
    La jaca se levantó, dio media vuelta y regresó trotando junto a su amo, el cual la recompensó con una manzana azucarada. El joven mercader, con sus ricos ropajes manchados de polvo y barro, se incorporó enfurecido. Sin embargo, el voluble ánimo de la multitud se había puesto de parte del charlatán, por lo que el joven no cesó de recibir insultos hasta que accedió de mala gana a pagar la apuesta.
    Colum tomó a Kathryn por el codo y ambos reanudaron su camino.
    —Le he visto utilizar este truco en muchas ciudades —explicó—. Y, aunque la gente se da cuenta, siempre cree que no la podrán engañar.
    Kathryn volvió la cabeza al oír los rugidos de la multitud mientras otra incauta víctima aceptaba la apuesta del charlatán. Al final, se apartaron del gentío y cruzaron el Buttermarket, donde Kathryn vio inmediatamente al Hombre Recto.
    De pie en el peldaño superior de la cruz de piedra del mercado, el vendedor de indulgencias invitaba a los presentes a escuchar sus palabras.
    —Amigos y hermanos en Cristo —decía con voz chillona, estudiando con sus ardientes ojos a la multitud—, he viajado por tierra y por mar, he sufrido muchas penalidades por Cristo con tal de traeros lo que ahora vais a ver. —Mostró un rollo de pergamino con un sello de lacre en su extremo—. Sellado por el mismísimo Santo Padre de Roma. ¡Esta bula, esta carta papal, os absolverá de todos vuestros pecados o, si habéis sido recientemente absueltos, os librará de miles de años en el Purgatorio! Y lo que es más... —El vendedor de indulgencias levantó en alto unas abultadas alforjas—. Tengo aquí varias reliquias, unos objetos sagrados garantizados por el arzobispo de Burdeos, el obispo de Clermonty el cardenal Humberto de Santa Priscila Extramuros: ¡madera de la barca de San Pedro, un martillo usado por San José, un fragmento del velo de la Virgen y un trozo de la vara que utilizó Aarón cuando se enfrentó con los magos del faraón!
    Kathryn y Colum, situados detrás del grupo de mirones, escuchaban atónitos la sarta de sandeces del vendedor de indulgencias, asombrándose de que la gente pudiera ser tan crédula y estúpida. Muchos ya habían empezado a rebuscar en sus bolsas y estaban alargando las manos para comprar.
    —¡Santo cielo! —exclamó Kathryn—. Este hombre es un bribón y un charlatán.
    —«Este vendedor de indulgencias —entonó Colum— tenía el cabello amarillo como la cera y tan lacio como las hebras de lino. Su talega —añadió, citando a Chaucer— estaba llena de indulgencias recién traídas de Roma.» Qué curioso —musitó pensativamente.
    —¿A qué os referís?
    —Al parecido entre este charlatán y el vendedor de indulgencias de Chaucer.
    Al final, el Hombre Recto dio por finalizado su indigno espectáculo. La muchedumbre se dispersó y él tomó sus alforjas y se encaminó directamente hacia el lugar donde se encontraban Colum y Kathryn. Kathryn sabía que había reparado en ellos durante su sermón. De cerca, su aspecto resultaba todavía más desagradable que en el castillo, con su cabello teñido de rubio chillón y un rostro tan pastoso que Kathryn no pudo por menos que sospechar que se aplicaba afeites.
    —Concedednos un momento, mi señor vendedor de indulgencias, pero no para hablar de vuestras reliquias.
    El Hombre Recto esbozó una sonrisa.
    —Me preguntaba cuándo vendríais. Me he enterado de la noticia. Webster ha muerto y su alma ya ha volado al cielo, pero no, maese Murtagh, yo no sé nada al respecto e ignoro la razón de lo ocurrido.
    —Os habéis expresado muy bien —repuso Colum—. ¿Cuánto tiempo tenéis intención de permanecer en Canterbury, señor?
    —¿Qué longitud tiene un trozo de cuerda? —replicó el Hombre Recto, tomando sus bártulos para marcharse.
    —Mi señor vendedor de indulgencias, adonde vayáis o dónde os alojéis es cosa vuestra, pero si abandonáis Canterbury sin mi permiso ordenaré vuestra búsqueda.
    El vendedor de indulgencias se limitó a trazar una bendición en el aire y se alejó sin prestar la menor atención a la advertencia de Colum.
    —Será mejor que nos vayamos —indicó Kathryn—. Luberon nos estará esperando.
    Colum contempló la espalda del vendedor de indulgencias.
    —Hay dos cosas muy raras —murmuró—. Primero, ¿por qué nuestro vendedor de indulgencias se parece tanto al de Chaucer? Y segundo, ¿por qué incomprensible razón se dirigió al castillo de Canterbury?
    —¿Estáis seguro de que no es un miembro de los Sabuesos del Ulster? —sugirió Kathryn—. Si el asesino ataca, Colum, o bien lo hará en secreto o bien fingirá ser alguien que no es.
    —No, no. Vamos a ver a Luberon.
    Pasaron por delante de la posada del Sol, cruzaron la Christchurch Gate y entraron en la gran catedral por el pórtico sur. La nave estaba abarrotada de peregrinos que conversaban en murmullos mientras hacían cola para rezar ante el sepulcro del santo. Colum y Kathryn se abrieron paso entre ellos y bajaron por uno de los cruceros hacia el sepulcro del Príncipe Negro donde Luberon los estaba esperando.
    —Llevo mucho rato aquí —les reprochó éste.
    Kathryn le pidió disculpas.
    —Pero, en realidad, no lo siento —reconoció Luberon—. Maese Murtagh, ¿habéis visto cuánta belleza?
    —Cada vez que vengo aquí, mi señor escribano, no salgo de mi asombro.
    Colum contempló las vidrieras de brillantes colores, a través de las cuales la luz del sol se transformaba en un impresionante arco iris que cautivaba el corazón y deslumhraba la vista. Sus ojos se posaron en el sepulcro de mármol del Príncipe Negro y admiraron la efigie del caballero con las manos juntas, la piedra labrada con el lema Ich Dien y las vivas tonalidades de sus ropajes.
    —¿Habéis formulado nuestra pregunta? —inquirió bruscamente Colum.
    —Sí —repuso Luberon—. Ningún escudero o miembro de la casa del conde de Warwick vino a Canterbury. No se habló para nada de ningún medallón de oro ni de ningún zafiro llamado el Ojo de Dios. —Luberon se encogió de hombros—. Lo siento, pero no he podido averiguar nada más.
    Colum golpeó impacientemente el suelo con los pies.
    —¿Pues qué estaba haciendo Brandon en las inmediaciones de Canterbury cuando fue capturado? Si hubiera tenido intención de venir a la catedral, habría llevado consigo el medallón.
    —Sin embargo, el prior ha comentado algo muy curioso —añadió Luberon—. Al exponerle yo los pormenores de la captura de Brandon, ha señalado que hace tres años Warwick y los suyos vinieron en peregrinación aquí. Los monjes agasajaron al conde y a sus escuderos en el refectorio. Brandon formaba parte del séquito. El prior lo recuerda como un joven astuto y taimado que afirmó haber nacido y haberse criado en Maidstone.
    —Qué extraño —observó Colum mirando a Kathryn— que un escudero de alto rango que conocía bien la ciudad y era tremendamente astuto e ingenioso se dejara capturar tan fácilmente. Sólo podemos hacer una cosa —concluyó en tono desafiante—. Hay que exhumar el cuerpo de Brandon. Puede que el cadáver nos diga algo.
    Dejaron a Luberon en la catedral y cruzaron el recinto exterior.
    —¿Pensáis hacerlo? —quiso saber Kathryn—. ¿Vais a exhumar el cuerpo de Brandon? ¿Y eso qué demostrará? ¿Quién lo reconocerá?
    Colum contempló a los peregrinos que salían por el gran pórtico de la catedral.
    —Ojalá encontráramos a alguien que lo hubiera conocido bien y pudiera identificarlo —repuso—. Tal vez alguien que hubiera combatido con él en Barnet. —Colum esbozó una amarga sonrisa—. Pero es que, además, hay un obstáculo. ¿Quién sería lo bastante insensato como para proclamar que había estado en el bando perdedor en la reciente rebelión contra el Rey?
    —¿Creéis acaso que Brandon podría estar vivo?
    —Es posible. A lo mejor, fue Sparrow el que murió. Cualquier cosa que... —Colum jugueteó con la empuñadura de su daga—. Hay que exhumar el cadáver de Brandon.
    Abandonaron el recinto de la catedral y recogieron sus caballos en la posada del Sol. Colum tomó el camino de Kingsmead y Kathryn contempló cómo se alejaba, deseando hablar sinceramente con él y, sobre todo, que él le confiara todas sus suposiciones.
    Mientras él subía por la calle del Sol, Kathryn adivinó por su postura que no estaba tranquilo, pues volvía constantemente la cabeza y sus ojos buscaban entre la multitud la presencia de un posible asesino.
    —¡Oh, Dios mío! —rezó—. Te suplico que no ocurra nada.
    Respiró hondo y miró con una sonrisa a un pilluelo que se había acercado a ella para ayudarla a montar. Le dio al chico una moneda y cabalgó con aire ausente entre la multitud, bajando por la Mercería para entrar en el callejón de Hethenman. Se detuvo en la casa de las hermanas Maude y Eleanor para cerciorarse de que estuvieran bien. Tuvo que llamar con insistencia antes de que una pálida y enfermiza Eleanor le abriera la puerta.
    —¿Qué sucede? —le preguntó a la anciana, entrando en la casa y rodeándole los hombros con su brazo mientras ella la acompañaba a la solana, donde su hermana permanecía acurrucada en una silla, sujetándose el vientre.
    En la estancia se aspiraba un fétido olor a rancio.
    —Hemos estado enfermas —explicó Eleanor en voz baja, cubriéndose el estómago con las manos—. Y, además, hemos tenido flujo. —La anciana rompió a llorar—. Me siento sucia.
    Kathryn la invitó a sentarse.
    —¿Habéis comido sólo lo que yo os dije?
    Eleanor asintió con la cabeza.
    —¿Estáis segura?
    Otro asentimiento con la cabeza. Kathryn aplicó el dorso de la mano a la mejilla de Maude; le notó la piel ligeramente caliente y observó que sus labios estaban resecos y tenían las comisuras agrietadas y que sus ojos habían perdido el brillo. Kathryn disimuló su exasperación. «No tiene sentido —pensó—. La pelagra es una enfermedad muy sencilla. Cuando se eliminan las causas, los síntomas desaparecen. Por consiguiente, ¿por qué se han vuelto a manifestar?»
    Hizo todo lo que pudo por consolar a las hermanas.
    —Volveré —les prometió—. Os traeré un poco de miel hervida con sal, manteca y un poco de cera.
    Abandonó a toda prisa la casa y regresó al callejón de Ottemele. Thomasina la estaba esperando para soltarle la habitual letanía de delitos cometidos por Wuf, pero Kathryn ni siquiera la escuchó.
    —Eleanor y Maude tienen un poco de fiebre —informó—. ¡Cualquiera sabe por qué!
    Agnes le sirvió un poco de vino aguado y dos empanadas de avena. Kathryn se lavó las manos, comió muy deprisa, se dirigió a su gabinete de escritura y abrió el Herbarium de Ardene. Tomó una pluma de ave y un trozo de pergamino y anotó rápidamemte los síntomas que había observado.
    —Pero ¿cuál puede ser la causa? —se preguntó, clavando los ojos en la pared.
    Las ancianas habían cumplido las recomendaciones que ella les había hecho sobre la limpieza de la casa y la necesidad de lavarse regularmente las manos y el rostro. Pero aquella enfermedad le recordaba algo que no podía precisar... Cerró los ojos y asió los bordes del escritorio, procurando hacer memoria acerca de un paciente al que su padre había tratado. Recordaba los síntomas, idénticos a los de Maude y Eleanor, pero ¿cómo los había tratado su padre? Pasó las páginas del Herbarium. Un párrafo le llamó la atención, Digitalis purpurea.
    —¡Digital! —exclamó en un susurro.
    Regresó a la cocina, salió al jardín y avanzó entre los cuadros de hierbas hasta encontrar lo que estaba buscando. La digital ya había florecido y sus apagados colores rosa y púrpura estaban empezando a desvanecerse, pero la planta presentaba un espléndido aspecto, a la espera de una nueva floración. Se agachó y acarició las vellosas hojas, preguntándose de qué forma las dos ancianas habrían entrado en contacto con una planta tan peligrosa.
    —Señora —llamó Thomasina, acercándose a su espalda.
    —Digital —repitió Kathryn, levantándose y volviendo la cabeza—. Thomasina, ¿cómo es posible que dos ancianas hayan estado tomando digital?
    —Eso las hubiera matado —afirmó Thomasina.
    —¡No, nada de eso! Si se toma en pequeñas cantidades, puede provocar los mismos síntomas que ellas presentan: vértigo, náuseas y vientre bilioso. ¿Estás segura de que el agua era fresca?
    —Pues claro, señora, el tonel estaba limpio y era agua pura de lluvia.
    Kathryn entró de nuevo en la casa, seguida por Thomasina.
    —A no ser —añadió Katryn— que alguna persona les haya estado dando otro tipo de comida. Pero me lo hubieran dicho. —De repente, sintió que un gélido estremecimiento le recorría la columna vertebral—. ¡Wuf! —llamó.
    Se oyeron unas apresuradas pisadas en la escalera e inmediatamente el niño entró brincando en la cocina. Kathryn se agachó a su lado.
    —Wuf, ve corriendo al Ayuntamiento y busca al escribano maese Simon Luberon.
    —Ah, sí, ya lo conozco, el gordo y bajito.
    —Sí, Wuf, el gordo y bajito. Dile que vaya enseguida con unos guardias a la casa de la peste del callejón de la Judería Vieja.
    —¿Y vos dónde estaréis, señora?
    —Estaré allí.
    Kathryn le hizo repetir el mensaje. Wuf salió corriendo mientras Thomasina tomaba su capa y la de su señora y daba instrucciones a Agnes la sirvienta. Después, ambas mujeres salieron al callejón de Ottemele.
    Nariz Pelada se acercó para agradecerle a Kathryn la medicina, pero ella no se detuvo. Al llegar a la esquina, Goldere el escribano, rascándose la entrepierna, trató de cerrarles el paso. Una mirada de Thomasina bastó para que se apartara. Kathryn ya había decidido lo que iba a hacer. Rechazando las protestas de Thomasina, entró en la mohosa oscuridad del Descanso del Viajero, justo a la vuelta de la esquina del callejón de la Judería Vieja.
    —¡Qué asco! —murmuró Thomasina—. Esto apesta a cerveza y cebollas. Señora, ¿qué demonios estáis haciendo aquí?
    Kathryn se detuvo junto a la entrada, miró a su alrededor y, al ver a los dos recogedores de cadáveres, sonrió y los saludó con la mano, acercándose a ellos tan mansa como una cordera.
    —Señores, os debo una disculpa.
    Los dos recogedores de cadáveres, con la boca y la barbilla cubiertas de espuma de cerveza, la miraron asombrados.
    —¿De qué estáis hablando? —farfulló uno de ellos.
    —De las dos ancianas Maude y Eleanor. Vosotros teníais razón. ¡Tienen la peste! O eso o una fiebre terciana.
    —¿Ya se han muerto?
    —No, pero no tardarán. —Kathryn se encogió de hombros—. Las acabo de visitar. Ya no se puede hacer nada por ellas como no sea comunicároslo a vosotros, tal como establecen las ordenanzas municipales.
    Dicho lo cual, dio media vuelta, regresó a la puerta y bajó corriendo por el callejón de la Judería Vieja.
    Una ojerosa Eleanor contestó a su apremiante llamada y le franqueó amablemente la entrada mientras Thomasina protestaba por lo bajo sin comprender la razón de aquellas prisas tan impropias de unas damas.
    —Venid —ordenó Kathryn, dirigiéndose con Eleanor a la solana—. Pronto vamos a recibir visitas. Thomasina, ve al tonel del agua con una bandeja de cuatro... mejor dicho, de seis vasos, llénalos hasta el borde, pero no bebas de ninguno de ellos.
    Kathryn sonrió al ver que el asombro de Thomasina era sustituido por una sagaz sonrisa de repentina comprensión. La doncella hizo lo que le mandaban y regresó con los vasos a la solana, donde Kathryn ordenó que todo el mundo guardara silencio. Las enfermas y debilitadas ancianas obedecieron. Kathryn se sentó en una banqueta y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás.
    —Ya vendrán —dijo en un susurro.
    Calculó el tiempo que habría empleado Wuf en ir al Ayuntamiento y buscar a Luberon y confió en que el escribano llegara después que sus visitantes. Muy pronto su paciencia se vio recompensada. Se oyó una urgente llamada a la puerta. Kathryn hizo un gesto con la mano para pedir silencio. Tras otra serie de llamadas, abrieron la puerta y se oyeron unas pisadas en el pasillo. Los dos recogedores de cadáveres entraron en la solana. Kathryn no supo si éstos se sorprendieron más de ver a las dos ancianas vivas o de verla a ella y a Thomasina tranquilamente sentadas allí como si tal cosa.
    —¿Qué es eso? —rezongó uno de ellos—. ¿Qué significa esta tontería?
    —Pues nada, que Maude y Eleanor se han puesto enfermas. —Kathryn se levantó sonriendo y tomó dos vasos de agua de la bandeja—. Por favor, bebed un poco de agua fresca del tonel.
    Los recogedores de cadáveres tomaron los vasos.
    —Yo nunca bebo agua —se apresuró a contestar uno de ellos.
    —Pero esta vez la beberéis. ¡En realidad, todos vamos a beber! —Kathryn repartió los otros vasos—. Mirad, si vosotros no bebéis, lo haré yo.
    Mientras se acercaba el vaso a los labios, observó que el hombre la miraba aterrorizado.
    —¡No, no lo hagáis! —exclamó.
    Kathryn apartó el vaso.
    —¿Por qué no?
    —¡Cállate! —le ordenó el mayor de los hermanos al otro—. ¡Cállate, estúpido cobarde!
    —¿Y por qué tiene que callarse? —preguntó Kathryn—. Al final, no tendrá más remedio que confesar. El tribunal del barrio se reunirá, se mandará llamar a todos los vecinos y todo el mundo jurará que evitó esta casa, siguiendo vuestras instrucciones.
    Miró a Eleanor y vio que ésta asentía con la cabeza para confirmar sus palabras.
    —Las únicas personas que visitamos esta casa fuimos vosotros y yo. Yo vine como médica, mandé limpiar el tonel del agua y comprobaba regularmente su pureza. En cambio, todo el mundo sabe que vosotros acosabais a estas damas.
    —¡Venga ya! —replicó el recogedor de cadáveres.
    —¡Es verdad! —gritó Maude—. Vinisteis a esta casa justo ayer. Dijisteis que lamentabais el daño que nos habíais causado, pero que os habíais limitado a cumplir con vuestro deber. Después nos pedisteis un poco de agua.
    El recogedor de cadáveres tomó el vaso que su hermano sostenía en la mano y lo posó ruidosamente sobre la mesa al lado del suyo.
    —¡No tengo por qué escuchar semejantes disparates! —escupió.
    —No os entretendremos demasiado —replicó Kathryn—. Y no amenacéis con cometer actos de violencia. Vinistesis a esta casa con una bolsita de digital que vertisteis en el tonel del agua. De esta manera, las damas enfermarían, se debilitarían y morirían. Y entonces vosotros os podríais apoderar de todo lo que quisierais.
    —Eso no es verdad —musitó el más joven.
    —Vaya si lo es —repuso Kathryn—. Y ahora tendréis que elegir entre comparecer ante el comisario del Rey en Canterbury bajo la acusación de intento de asesinato o aceptar el indulto real y confesarlo todo.
    Cuando el recogedor de cadáveres se disponía a contestar se oyó una ensordecedora llamada a la puerta. Thomasina fue a abrir y regresó con Luberon y una partida de guardias.
    —¿Qué es lo que ocurre? —jadeó el escribano. Traía el semblante contraído en una mueca de oficial preocupación.
    Detrás de los guardias, Wuf brincaba arriba y abajo, llamando a gritos a la señora Swinbrooke. Kathryn tomó su capa.
    —Os diré tres cosas, maese Luberon. Primero, dejo aquí a Thomasina y me llevo a Wuf a casa. Segundo... —señaló a los recogedores de cadáveres— estos hombres son culpables de asesinato en grado de tentativa —añadió, pasando por delante de ellos.
    —¿No dijisteis que eran tres cosas? —preguntó Luberon.
    —¡Ah, sí, qué tonta soy! ¡No se os ocurra beber agua!
    —¿Por qué? —inquirió Luberon.
    —¡Preguntádselo a ellos! —Kathryn miró acusadoramente a los dos recogedores de cadáveres. Los hombres permanecían de pie con la cabeza tan inclinada en un gesto de profundo abatimiento que ella apenas podía distinguirlos. Los mismos cuerpos, pero con distintas cabezas, pensó, recordando el cadáver decapitado que se había extraído del río—. ¿Y si...? —musitó para sus adentros.
    —¿Decíais? —le preguntó Luberon.
    Kathryn miró al pequeño escribano.
    —El cadáver decapitado —dijo—. El que vos nos mostrasteis. ¿Sería posible que mañana lo colocaran en un ataúd y lo condujeran al castillo?
    Luberon se encogió de hombros.
    —Pensábamos enterrarlo esta tarde, pero podría retrasarlo.
    —Os ruego que lo hagáis —le pidió Kathryn con aire ausente—. Es posible que haya cometido un terrible error.

    Capítulo 8
    A la mañana siguiente, Kathryn bajó a la iglesia de Santa Mildred, donde oyó misa en una capilla. En cuanto el celebrante hubo pronunciado el Ite, Missa est, Kathryn le encendió unas velas a la imagen de la Virgen y se fue a rezar al sepulcro de su padre. Allí contempló la inscripción que ella misma había compuesto para el eterno descanso de su alma y se pasó un rato recordando su juventud: cómo cabalgaba al lado de su padre por las calles de Canterbury, cómo ella y Thomasina salían al campo en busca de ciertas hierbas y plantas. Parpadeó para evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas, y depositó un beso en las yemas de los dedos que apoyó contra la fría lápida gris.
    —Te echo de menos —susurró.
    Después hizo una genuflexión en dirección al altar mayor y abandonó la iglesia. Una vez fuera, se sentó en un plinto de piedra del pórtico para disfrutar del sol mientras contemplaba el paso de los carros y las acémilas que bajaban hacia el Buttermarket. Recordó su visita al castillo y confió en que sus conjeturas acerca del cadáver pescado en el Stour resultaran acertadas.
    —Kathryn, ¿acaso estáis soñando conmigo?
    Se cubrió los ojos con la mano para protegerlos del sol y los levantó hacia Colum. Éste le señaló con la mano el pórtico de la iglesia.
    —He ido a Kingsmead y he vuelto para tomarle un poco el pelo a Thomasina. Después he recogido vuestro caballo en la cuadra. —Se inclinó hacia delante y le rozó suavemente la mejilla con su guante—. ¿De veras estabais soñando conmigo, Kathryn?
    Kathryn le devolvió la sonrisa.
    —¿Y qué si así fuera, irlandés?
    —Pues lo consideraría una recompensa suficiente a cambio de una dura jornada de trabajo —repuso Colum.
    Kathryn entornó los ojos. Estaba a punto de devolverle la gracia, cuando vio aparecer de repente a la viuda Gumple que subía por el camino con la cara contraída en una mueca tan agria cual si estuviera tragándose un amargo limón. Su amplio y holgado vestido y su ridículo tocado le conferían el aspecto de una barriguda embarcación navegando a toda vela.
    —Buenos días, señora Swinbrooke —saludó Gumple con voz meliflua.
    —Buenos días os dé Dios, viuda Gumple. ¿Cómo estáis?
    La viuda Gumple inclinó la cabeza con gesto condescendiente y miró de soslayo a Colum con evidente nerviosismo. Al ver que éste le devolvía la mirada con mal disimulada furia, entró inmediatamente en la iglesia, para cuidar, tal como ella explicaba, «de las cosas del Señor».
    —Una simple excusa para chismorrear —había comentado Thomasina en cierta ocasión—. ¡Esta vaca no ha rezado una oración como es debido en toda su vida!
    Colum contempló la espalda de la viuda.
    —¿Ibais a decir algo, señora Swinbrooke, o ahora ya no os atrevéis? —inquirió, ayudando a Kathryn a levantarse—. ¿Acaso os dan miedo las lenguas viperinas?
    Kathryn se sacudió el polvo de la falda.
    —¿Miedo decís, irlandés? —replicó con burlona curiosidad—. ¿Miedo de qué?
    —De las lenguas viperinas.
    —¿Y de qué podrían hablar esas lenguas viperinas, si es que se puede saber? —añadió suavemente Kathryn.
    Colum respiró hondo.
    Como siempre, Kathryn lo estaba atrayendo a una de sus inteligentes trampas.
    —De mí —respondió vacilante.
    —¿Qué queréis decir, irlandés?
    —Bueno, pues que me alojo en vuestra casa —tartamudeó.
    —Wuf también.
    —Pero yo soy un hombre —adujo Colum.
    —Ah, ¿sí? —replicó Kathryn—. ¿Y por qué iban a comentar las lenguas viperinas el hecho de que vos seáis un hombre?
    Colum ya no pudo soportarlo por más tiempo y la asió por el codo.
    —Bueno, basta ya, preciosa mía, sabéis muy bien a qué me refiero.
    Kathryn lo miró sonriendo.
    —Vos sois un amigo, Colum, un querido e íntimo amigo. Confío en vos. Si os fuerais, no pasaría ni un solo día sin que pensara en vos. Pero...
    —¿Pero qué...? —inquirió Colum.
    Kathryn señaló la iglesia con un gesto de la mano.
    —Acabo de rezar junto a la tumba de mi padre —repuso, asiendo la muñeca de Colum—. Hace años, Murtagh, un hombre como vos me hubiera hecho perder la cabeza —añadió sonriendo—. En todos los sentidos. Sin embargo, a medida que nos hacemos mayores, Colum, la vida se tuerce y todos tenemos que esforzarnos para que no nos tuerza a nosotros. —Hizo una pausa para contemplar a un pregonero que bajaba con paso cansino hacia el mercado. Lo seguía un alguacil que conducía a un pescadero hacia los cepos, con un collar de pescado podrido alrededor del cuello, para que le sirviera de escarmiento a él, que había intentado venderlo, y a otros de advertencia—. Alexander Wyville —añadió—, no la lengua viperina de la viuda Gumple. Ése es el fantasma que obsesiona mi alma. Decía que me amaba, pero no era más que un borracho pendenciero.
    —¿Y pensáis lo mismo de mí? —replicó Colum.
    —No, no —aseguró Kathryn, colgándose de su brazo mientras se dirigía con él hacia la verja—. Wyville era un borracho pendenciero, pero puede que esté vivo y, por consiguiente, a los ojos de Dios yo sigo estando casada. Y, sin embargo —añadió con un suspiro—, eso no son más que los restos del naufragio que flotan sobre la superficie del río; debajo está el daño. El alma también sufre heridas, Colum. Y lo malo es que tardan mucho en cicatrizar.
    Colum vio las lágrimas que pugnaban por escapar de sus ojos.
    —Bueno —concluyó, oprimiéndole la mano—, el hecho de que soñéis conmigo es mucho más de lo que cualquier irlandés podría pedir. —Después empezó a bromear otra vez, comprendiendo que hubiera sido una crueldad insistir. Recogieron sus caballos y bajaron muy despacio por Winchepe en dirección al castillo—. O sea que maese Luberon ya tendrá el cadáver preparado, ¿verdad? ¿Qué esperáis demostrar?
    Kathryn se detuvo para enrollarse las riendas del caballo alrededor de la muñeca. Como había mucha gente por la calle, ambos habían optado por ir a pie y llevar sus monturas por la brida. Los tenderetes no daban abasto y en el aire se escuchaban las maldiciones y los gritos de los carreteros:
    —¡Abrid paso! ¡Abrid paso!
    Kathryn esperó hasta que dejaron atrás el gentío.
    —Le he pedido a Luberon que lleve el cadáver al castillo porque creo que allí lo podrán identificar. Es posible que me haya equivocado. El cadáver pertenecía a un hombre fuerte y bien alimentado, por eso llegué a la conclusión de que no podía ser el de un prisionero. Sin embargo, Sparrow era joven y fuerte. Tuvo que serlo para poder inmovilizar al carcelero. —Kathryn se encogió de hombros—. Además, Webster era, al parecer, un carcelero muy compasivo y dudo mucho que algún prisionero del castillo de Canterbury pasara hambre. Puede que la comida no fuera buena, pero sí abundante.
    —Pero vos asegurasteis que no había señales de esposas ni grilletes alrededor de las muñecas y los tobillos del cadáver.
    —Vos hubierais tenido que reparar en mi error —replicó Kathryn, malhumorada.
    —¿A qué os referís? —insistió Colum, con evidente ánimo provocativo—. ¿Acaso me estáis haciendo un reproche, señora Swinbrooke?
    —Decidme una cosa, irlandés. Vos habéis sido mariscal del Rey, ¿verdad? —replicó Kathryn, devolviéndole la pelota.
    Colum asintió con la cabeza.
    —¿Encarcelabais a los hombres?
    Colum asintió.
    —¿Y a cuántos de ellos les colocabais esposas y cadenas?
    Colum sonrió y rozó con un cariñoso gesto de su dedo la punta de la nariz de Kathryn.
    —Sois una mujer muy lista —declaró, dando una palmada a su caballo para que siguiera caminando—. ¡Pues claro! El hecho de que Sparrow llevara esposas cuando escapó no significa que las llevara constantemente. En la celda se las debían de quitar. Y sólo se las ponían cuando lo sacaban al prado del castillo.
    —Lo cual no facilita nuestra labor —agregó Kathryn.
    —¿En qué sentido? —preguntó Colum.
    —Bueno... —contestó Kathryn muy despacio—. Sparrow se fugó matando al carcelero y quitándose las esposas. Ah, por cierto —y le guiñó el ojo a Colum—, no preguntamos qué habían hecho con ellas. Sea como fuere, Sparrow se fugó del castillo. No le debió de costar mucho, pues ya estaba oscureciendo y la guarnición del castillo había quedado reducida a su mínima expresión. Y ahora, irlandés, ¿qué haríais vos si fuerais un prisionero evadido?
    Colum arqueó una ceja.
    —Robaría un poco de comida, un caballo, una espada, una daga y todo lo que pudiera. E interpondría la mayor distancia posible entre mi persona y Canterbury.
    —Y, sin embargo, Sparrow no lo hizo —reflexionó Kathryn—. Supongo que se debieron de publicar bandos. Cualquier prisionero evadido se hubiera apresurado a alejarse a muchas leguas de distancia, antes de que los honrados ciudadanos estuvieran al corriente de su recién recuperada libertad. —Kathryn contempló la siniestra torre del homenaje del castillo y pensó en la caída mortal de Webster—. Algo retuvo a Sparrow en Canterbury —añadió—. Al parecer, sufrió una muerte violenta, pero ¿a manos de quién? De alguien lo bastante despiadado no sólo para matarle sino también para decapitar su cadáver y arrojar el cuerpo al Stour.
    —Si sigo bien vuestro razonamiento —la interrumpió Colum—, ¿queréis decir que la persona que mató a Sparrow le tenía miedo? ¿Chantaje?
    —¿Sabía Sparrow algo acerca de la muerte de Brandon? —cuestionó Kathryn a su vez—. ¿Y quiso sacar provecho de lo que sabía?
    —Pero ¿qué podía saber? —continuó Colum—. ¿Y si Sparrow hubiera sometido a chantaje a Webster? ¿Y si el alcaide hubiera matado a Sparrow y arrojado su cuerpo al Stour y después se hubiera arrepentido de su acción y se hubiera suicidado, lanzándose al vacío desde lo alto de la torre del homenaje?
    Kathryn guió su caballo hacia el puente levadizo.
    —Estamos haciendo simples conjeturas sin fundamento —concluyó—. Aún tenemos que averiguar si el cadáver corresponde realmente a Sparrow.
    Encontraron a Luberon en el patio, apoyando alternativamente el peso de su cuerpo en uno y otro pie, al lado de un enorme carro de cuatro ruedas. Al verles, el escribano les hizo señas de que se acercaran.
    —Llevo un buen rato aquí —soltó sin andarse con rodeos—. Señora Swinbrooke, este cadáver tiene que ser enterrado. —Contempló las gallinas que picoteaban por el suelo y los lebreles que holgazaneaban bajo los rayos del sol matinal, imperturbablemente ajenos a la dureza de sus palabras—. Nadie —se quejó, echando el pecho hacia fuera—, nadie parece saber quién soy. ¡Me he acercado al escribano Fitz-Steven, pero el muy miserable me ha dicho que me largara!
    Kathryn tomó la mano del hombrecillo en la suya.
    —Os lo agradezco mucho, Simon. Y Colum también. Y ahora —añadió picaramente—, vais a ver cómo nuestro irlandés despabila a la gente de esta casa.
    Colum ya se estaba acercando a un mozo de cuadra que había visto sentado en los peldaños de la entrada de la torre del homenaje sin hacer nada. Tras espetarle unas órdenes secas como latigazos, el hombre se levantó de un salto y salió más rápido que una liebre. Uno a uno, los oficiales de la guarnición se fueron congregando con evidentes muestras de desagrado en el patio. Y todos, excepto Gabele y Fletcher, saludaron a Colum y Kathryn con expresión ceñuda.
    —¿Y ahora qué pasa? —se quejó Fitz-Steven.
    —Os hemos devuelto a vuestro prisionero —repuso Colum—. Por lo menos, creemos que es él. Quiero aprovechar también para presentaros a maese Simon Luberon, secretario del arzobispo de Canterbury y primer escribano del concejo municipal, un hombre cuyo malhumor podría hacerle la vida muy difícil a cualquier persona de este castillo.
    Luberon fue saludado con toda una serie de hipócritas sonrisas, restregamientos de pies por el suelo y una petición de disculpa por parte de FitzSteven.
    —¿Qué sucede? —inquirió suavemente Gabele—. ¿Nos habéis devuelto a Sparrow?
    Kathryn se acercó al carro y retiró la tapa del ataúd.
    —Bueno, casi todo —respondió, arrugando la nariz al percibir el agrio hedor que se escapaba del malparado ataúd.
    Colum les indicó a todos que se acercaran.
    —Uno a uno, por favor.
    Se encaramó al carro y ayudó a cada uno de los miembros de la guarnición a subir. Fitz-Steven fue el primero e inmediatamente vomitó y bajó de un salto para gran satisfacción de Luberon. Los demás fueron más pragmáticos. Peter el capellán trazó una apresurada bendición en el aire, inclinó la cabeza y se retiró. Fletcher, en cambio, contempló un buen rato el cadáver decapitado.
    —¡Dadle la vuelta! —graznó, haciéndole una indicación a Colum—. Haced lo que os digo.
    Colum así lo hizo. Fletcher señaló una imperceptible cicatriz rosada que cruzaba la base de la columna vertebral del difunto.
    —Es Sparrow —afirmó—. Reconozco esta cicatriz. —Señaló las manos del hombre—. Si examináis la palma de la mano derecha, veréis que la piel está arrugada. Sparrow me dijo que se había quemado la mano una vez que le arrojó un trozo de carbón encendido a un representante de la ley durante una reyerta en una taberna.
    Colum rozó con el dedo la blanca y esponjosa carne.
    —Efectivamente, aquí se ven unas arrugas —confirmó, volviéndose—. ¿Y vos, Gabele?
    El maestro de armas sacudió la cabeza.
    —Si Fletcher lo ha identificado, me basta —aseguró, dándose unas palmadas en el vientre—. Acabo de desayunar. No quisiera ofrecer un espectáculo lamentable.
    Colum volvió a colocar la tapa del ataúd en su sitio y saltó del carro, inclinándose ante Luberon en una burlona reverencia.
    —Maese Simon, os doy las gracias.
    —¿Deseáis que me quede? —Luberon miraba a Kathryn con expresión expectante.
    Kathryn sacudió la cabeza.
    —Ya os hemos apartado demasiado tiempo de vuestros importantes deberes —repuso sonriendo—. Os informaré, Dios mediante, de todo lo que ocurra aquí. Entre tanto, señores —añadió, dirigiéndose a los demás—, ¿podríais dedicarnos un poco de tiempo?
    Mientras Luberon llamaba a gritos a su carretero, Colum y Kathryn se pusieron al frente del grupo de maldispuestos oficiales de la guarnición y entraron con ellos en la sala principal de la torre del homenaje. Cuando los demás ya se habían congregado alrededor del mortecino fuego de la gran chimenea, Kathryn se apartó con Colum.
    —Esta vez —le propuso—, vamos a interrogarlos uno a uno.
    Colum asintió, mientras Gabele se acercaba con semblante preocupado.
    —Irlandés, ya nos hacemos cargo de lo que deseáis ahora. No obstante, éste es uno de los castillos del Rey y nosotros tenemos responsabilidades que cumplir. El padre Peter aún ha de decir la misa. La guarnición espera órdenes y debemos examinar los almacenes.
    Colum señaló la vela que marcaba las horas, chisporroteando en su soporte de hierro en un rincón de la chimenea. La llama se encontraba a medio camino entre el rojo círculo de las diez y el de las once.
    —A las once —indicó—. Pero esta vez, Simon, quisiéramos hablar con cada uno de vosotros individualmente. Y sí, vuestra suposición era acertada. Sparrow se fugó de este castillo. Creemos que quienquiera que lo asesinara reside aquí y tiene algo que ocultar.
    Gabele enarcó las cejas asombrado.
    —Pero eso no se lo digáis a nadie —añadió Kathryn.
    Gabele asintió con la cabeza y se retiró para dirigir unas palabras en voz baja a sus compañeros. Éstos le miraron con rabia y soltaron unos gruñidos de desagrado, pero se retiraron. Gabele ofreció vino a Colum y Kathryn, invitación que declinaron. Cuando la sala se quedó vacía, Colum colocó una silla y dos banquetas en un rincón, bajo una colección de polvorientos y maltrechos escudos. Kathryn miró a su alrededor.
    —No está muy limpio que digamos —murmuró.
    —Los castillos no suelen estarlo —repuso Colum.
    —¿Cómo será la vida aquí? —se preguntó Kathryn—. Recuerdo que de niña contemplaba las murallas y las torres. Veía las banderas ondeando al viento y pensaba que un castillo debía de ser un lugar maravilloso: construcciones de cuento de hadas, llenas de valerosos caballeros y damas vestidas de seda, pero también misteriosos y oscuros pabellones con terribles mazmorras y palenques en los que se celebraban torneos y se oían los ecos del entrechoque del acero y los cascos de los caballos.
    —Pero mujer, por Dios, eso no son más que sueños —repuso Colum, indicándole la silla mientras contemplaba las alfardas ennegrecidas por el humo y los paños de la pared que colgaban a ambos lados de la chimenea—. Santo cielo, Kathryn, echad un vistazo a todas estas colgaduras apolilladas. —Propinó un puntapié a los amarillentos juncos que cubrían el suelo—. Los castillos son los lugares más aburridos del mundo. Cecina rancia y de mala calidad y un vino que le hiela a uno el estómago. —Colum soltó una seca carcajada—. Y los oficiales no son mejores, —añadió—. Cada uno de ellos tiene algo que ocultar. Y ahora están todos muertos de miedo. —Observó la asombrada expresión del rostro de Kathryn—. Sí, todos son soldados: Gabele y Fletcher combatieron en los ensangrentados campos de Towton y Wakefield, Fitz-Steven y el padre Peter han sido escribanos de campamento. Son hombres que, a causa de su oscuro pasado, no recibirán prebendas de ningún obispo y no serán promovidos a cargo alguno en la casa de ningún señor. Durante algún tiempo, la guerra entre las Casas de York y Lancaster cambió su situación. —Los ojos de Colum brillaron de entusiasmo—. ¡Qué días tan emocionantes, Kathryn! Las veloces marchas contra el enemigo, los estandartes y los pendones ondeando al viento. Los caballos de batalla piafando, filas y más filas de jinetes, flechas que surcaban el aire y oscurecían el cielo. Hasta yo lo echo de menos. —Colum hizo una pausa—. Cierto que la muerte te acompaña dondequiera que vayas, pero eso es inevitable. Si perteneces al bando perdedor, te salvas porque eres un plebeyo, o aún mejor, puedes cambiar de bando. Si estás con los vencedores, te aguardan los más ricos botines. —Colum señaló con un amplio gesto de la mano la sombría sala—. Ahora todo eso ha terminado. Sólo queda el aburrido servicio en la guarnición y eso que Canterbury es una buena plaza. ¿Os imagináis cómo debe de ser la vida en Alnwich o en la frontera escocesa? Y ya no digamos en los desolados páramos de la marca galesa.
    Kathryn se inclinó hacia delante.
    —¿O sea que cualquiera de estos hombres es capaz de matar?
    —Por supuesto que sí. —Colum ahogó una carcajada—. Todos somos asesinos, Kathryn. Los mercenarios no conocemos otra cosa. Apuesto a que el padre Peter le ha rebanado la garganta a un hombre tras haberlo oído en confesión.
    —¿Incluso una persona como Gabele?
    —Bueno, no cabe duda de que tiene su honor. Es un buen compañero y cumple su palabra, pero aquí estamos hablando de riqueza. De un zafiro capaz de deslumbrar las almas de estos hombres, un medio de escapar del aburrimiento de esta vida tan vulgar. —Colum hizo una pausa mientras un criado entraba en la sala y echaba otro tronco en la chimenea—. Eso dificulta nuestra labor —añadió mientras el criado cerraba la puerta a su espalda—. Los prisioneros raras veces son maltratados en los castillos. Se les considera más bien una distracción. ¿Recordáis lo que nos dijeron de Brandon? Todos bajaban a las mazmorras, incluso el Hombre Recto. El aburrimiento es también la razón de que se ofreciera alojamiento a semejante criatura. —Colum jugueteó con su muñequera de cuero—. Y, por más que ellos digan lo contrario, es evidente que Brandon debió de comentar algo acerca del Ojo de Dios a alguno de estos oficiales o tal vez a todos.
    Kathryn se sobresaltó al abrirse la puerta de repente y entrar Gabele.
    —Bueno —el maestro de armas señaló la vela—. Vamos, irlandés, ya podéis empezar con vuestras preguntas. —Se sentó en una banqueta y se enjugó el sudor de la frente con el reverso de la manga—. Dios mío, no sabéis cuánto desearía poder irme de aquí. —Miró con una sonrisa a Kathryn—. Antes preferiría hacer una semana de marcha que pasarme un solo día revisando los almacenes del castillo.
    Kathryn contempló el duro rostro del soldado y recordó las palabras de Colum. ¿Habría sido capaz aquel hombre de reunirse con Sparrow en algún solitario bosque cerca de la orilla de Stour, matarle y cortarle la cabeza?
    Gabele se rascó la cerdosa mejilla con sus sucias uñas.
    —¿Y bien, señora?
    —¿Hablasteis vos con Brandon?
    —Pues claro, todos hablamos con él. ¿Por qué no? Era un joven escudero muy simpático. Contaba unas historias muy curiosas.
    —¿Y vuestra hija le llevaba la comida?
    —Algunas veces. También a veces lo hacía yo y otras el padre Peter o Fitz-Steven. —Y sonriendo abiertamente a Colum añadió—: Fletcher también le tenía simpatía.
    —¿Y Sparrow? —continuó Kathryn.
    —Bueno, ése era un malnacido. También hablábamos con él, pero estaba deseando fugarse para escapar de la soga del verdugo.
    —¿Hablaban los dos prisioneros entre sí?
    —Ya os mostré el ladrillo suelto del muro que separaba las celdas. Por supuesto que lo hacían.
    —¿Y qué me decís de la fuga de Sparrow? —intervino Colum—. Cuando lo sacaron al prado, iba encadenado y llevaba las esposas puestas.
    —Sí, siempre salía así.
    —¿Y quién se encargaba de encadenarlo?
    —Yo —repuso Gabele con otra sonrisa—. Si bajáis a las mazmorras, veréis que en el exterior de cada celda cuelgan un juego de esposas, unas cadenas y unos grillos.
    —¿Y dónde están las de Sparrow? —preguntó Colum.
    Gabele hizo una mueca.
    —Sparrow se las llevó. Por Dios bendito, irlandés, ya habéis visto el castillo. Aquí hay más palomas que soldados. Supongo que Sparrow golpeó al carcelero hasta dejarlo inconsciente y después lo estranguló. No olvidéis que ya había oscurecido. Sparrow se llevó su ropa, la daga y las esposas. Unas cadenas sueltas son tan letales como una maza.
    —¿Conocíais vos a Sparrow antes de su encarcelamiento? —preguntó esta vez Kathryn.
    Gabele negó con la cabeza.
    —¿Y a Brandon?
    De nuevo se limitó a menear la cabeza.
    —¿Sabéis algo acerca del asesinato de Sparrow?
    El maestro de armas extendió las manos.
    —Por el amor de Dios, señora, ¿por qué iba yo a matar a Sparrow?
    Kathryn no podía responder, de modo que dio las gracias y Gabele se retiró.
    A continuación entró Fletcher quien respondió prácticamente de manera idéntica a las mismas cuestiones, excepto cuando Colum le preguntó por Brandon.
    —¿Hablabais a menudo con el prisionero?
    A Kathryn le pareció que Fletcher iba a negarlo.
    —Y bien, ¿hablasteis con él? —insistió.
    Fletcher se secó las sudorosas palmas de las manos en su sucio jubón.
    —Sí, sí —admitió con un hilo de voz—. Yo lo capturé y le tenía cierto aprecio.
    Al darse cuenta de la tristeza que reflejaban sus ojos, una idea atravesó la mente de Kathryn.
    —Vos sois soltero, ¿no es cierto, maese Fletcher?
    El hombre se ruborizó intensamente.
    —Apreciaba mucho a Brandon —explicó, tartamudeando—. Era gracioso. Me hacía reír.
    —¿Y Sparrow? ¿También os hacía reír? —inquirió Colum con gravedad.
    —Sparrow era un malnacido astuto y despiadado —replicó Fletcher—. Y el carcelero muy torpe. Es comprensible que un hombre como Sparrow aprovechara cualquier oportunidad.
    —¿Y la muerte de Webster? ¿Y su extraño comportamiento en el prado?
    —No creo que sir William haya sido asesinado —se apresuró a responder Fletcher—. Había perdido a dos prisioneros y el Rey estaba muy enojado. —Fletcher jugueteó con la empuñadura de su daga—. Si no tenéis más preguntas, maese Murtagh, será mejor que vuelva a mis ocupaciones.
    Colum accedió y, tras contemplar cómo se alejaba, le guiñó el ojo a Kathryn.
    —Ése es otro aspecto de la vida de una guarnición —comentó—. No todos los hombres son lo que aparentan.
    Fitz-Steven entró a continuación y se mostró tan malhumorado como de costumbre. A pesar de la fiera mirada de Colum y de las insistentes preguntas de Kathryn, apenas le sacaron nada. Casi todas sus respuestas fueron simples gruñidos o sacudidas de cabeza. Kathryn captó un destello de odio en sus ojos. «No os gusto —pensó—, y sois lo bastante malo como para matar y lo bastante duro como para ocultarlo.»
    Colum lo despidió fríamente y enseguida se presentó el padre Peter, comentando en voz baja que se había manchado la sotana con el sebo de una vela.
    Kathryn le hizo las mismas preguntas acerca de la muerte de Brandon y recibió las mismas respuestas.
    —Se puso enfermo —explicó el cura—. Fue una enfermedad muy rápida. Le administré los últimos sacramentos. Lo demás ya lo sabéis —añadió, encogiéndose de hombros.
    —¿Y Webster? —inquirió Kathryn—. ¿Hablasteis con el alcaide la víspera de su muerte?
    —No —repuso el padre Peter—. Pero sé que había bebido mucho. Toda aquella pantomima que hizo en el prado del castillo. Quería reconstruir la fuga de Sparrow y yo le seguí la corriente, pero me pareció absurdo.
    —Y respecto a los dos prisioneros, ¿hablasteis con ellos? —intervino ahora Colum.
    —Bueno, todo el mundo hablaba con Brandon: Fitz-Steven, Webster, Gabele. —El cura esbozó una insinuante sonrisa—. Fletcher se pasaba horas con él.
    —¿Y vos no conocíais de antes ni a Brandon ni a Sparrow? —añadió Kathryn.
    El cura parpadeó y se pasó nerviosamente la lengua por los labios.
    —Conocíais a Sparrow de antes, ¿no es cierto? —insistió ella.
    El cura asintió con la cabeza.
    —Hace diez años —confesó—, yo estaba con el conde de Pembroke cuando éste se enfrentó con el Rey en Mortimer's Cross. Sparrow era por aquel entonces un joven arquero, pero ya tenía muy malas inclinaciones.
    —O sea —Colum sonrió—, que vos estabais con los lancastristas, ¿no es así?
    El capellán soltó una carcajada.
    —Todos los del castillo estaban con ellos. Nosotros no somos como vos, irlandés, que disfrutáis del favor de los príncipes —añadió en tono despectivo—. Hasta Gabele combatió en el bando de Warwick durante algún tiempo.
    —¿Conocíais bien a Sparrow? —continuó Kathryn.
    —No, él ni siquiera me reconoció, pero yo sí a él. Le vi matar a un hombre la víspera de la batalla de Mortimer's Cross. Lo estranguló en una letrina del campamento. —El cura apartó la mirada—. Me hubiera alegrado de que lo ahorcaran. —Se rascó una mancha de sebo de la sucia sotana—. No sé nada más.
    En cuanto el cura se retiró, Colum y Kathryn recogieron sus caballos en las cuadras y abandonaron el castillo sin despedirse de nadie. Cabalgaron un buen rato en silencio. Colum dejó ir un comentario sobre el tiempo, pues el cielo estaba encapotado y había empezado a caer una ligera llovizna. Al llegar a la iglesia de Santa Mildred, refrenó su montura y señaló con la cabeza el castillo.
    —Ya es suficiente para un día —afirmó.
    —Pero faltaban dos personas —replicó Kathryn—. Margotta y el Hombre Recto.
    —Bueno, Margotta no puede haber matado a Sparrow. Si tiene algo que ver, será sólo en calidad de cómplice.
    —¿Y el Hombre Recto?
    Colum sacudió la cabeza.
    —El vendedor de indulgencias estará ocupado, vendiendo sus vulgares baratijas en la ciudad. No olvidéis, Kathryn, que es un forastero. Si hubiera hecho algo impropio en el castillo, cualquier cosa, por pequeña que fuera, los demás nos lo hubieran dicho. Bueno... —Colum levantó los ojos al cielo—. ¡Me voy a Kingsmead a ver qué están haciendo esos malditos holgazanes!
    Se inclinó y le dio a Kathryn un beso en la mejilla. Ella se acarició con aire ausente el lugar donde Colum la había besado y le vio alejarse en dirección a Westgate. Después desmontó y bajó por el callejón de Ottemele, conduciendo el caballo por la brida. Colum tenía razón, pensó, la joven Margotta no podía haber matado a un hombre como Sparrow. Sin embargo, tenía sus dudas acerca del Hombre Recto. ¿Y si hubiera puesto algo en la comida de Brandon? ¿Y si le hubiera clavado un cuchillo a Sparrow? Además, vestido de negro, el vendedor de indulgencias hubiera podido recorrer el oscuro castillo como un fantasma.
    Kathryn dejó el caballo en la cuadra y se dirigió a pie a su casa. Encontró la cocina desierta. Thomasina se había ido al mercado. Decidió dirigirse a su particular cancillería y allí trató de ordenar sus confusos pensamientos. Abrió el tintero, tomó la pluma y anotó los nombres de los que vivían en el castillo.
    Tachó el nombre de Margotta y llegó a la conclusión de que todos los demás tenían fuerza y medios suficientes para matar a Brandon y arrojar a Webster al vacío desde lo alto de la torre del homenaje.
    —¿Y si los asesinos fueran dos personas totalmente independientes la una de la otra? —se preguntó en un susurro.
    Tamborileó con los dedos sobre el pergamino. Fletcher estaba tan enamorado de Brandon como un mozo lo hubiera podido estar de una moza. Cabía la posibilidad de que el capellán Peter se sintiera agraviado por Sparrow. ¿Y la muerte de Webster? Kathryn suspiró y dejó caer la pluma con exasperación.
    —Ojalá Colum hubiera regresado conmigo —rezongó.
    Oyó un rumor en el jardín y abrió la puerta de atrás. Agnes estaba arrodillada junto a uno de los arriates de flores del fondo, envuelta en su capa marrón y con la capucha puesta para protegerse de la lluvia.
    —Agnes, ¿cuánto rato hace que se fue Thomasina?
    —Yo no soy Agnes.
    La figura se volvió y el descarado rostro de Wuf asomó por debajo de la capucha. El muchacho se acercó corriendo a Kathryn.
    —Thomasina ha salido a comprar. Agnes está con ella. Yo estoy buscando babosas y por eso me he puesto la capa de Agnes.
    Kathryn le besó la cabeza.
    —Pues será mejor que te la quites antes de que vuelva Thomasina —le indicó cariñosamente.
    Después regresó a su cancillería y volvió a estudiar la lista de nombres. Se estremeció mientras trazaba un círculo alrededor de cada uno de ellos.
    —¿Y si fuera una conspiración? —se preguntó en voz baja—. ¿Y si todos estuvieran implicados en los asesinatos de Brandon, Sparrow y Webster?

    Capítulo 9
    Kathryn y todos los miembros de su casa acababan de cenar y ella se disponía a preparar algunas medicinas para sus pacientes cuando, de repente, su tarea se vio interrumpida por unos fuertes golpes en la puerta. Wuf ya se había acostado y Thomasina estaba ocupada en la despensa mientras que Colum, extrañamente taciturno, permanecía sentado delante de la chimenea, tratando de remendar una de las bridas de su caballo con una enorme aguja y un resistente hilo. Thomasina se había ofrecido a hacerlo, pero Colum había declinado la oferta refunfuñando y asegurando que él era muy capaz de arreglárselas solo. Y ahora estaba pinchando furiosamemte el cuero mientras se preguntaba qué iba a hacer con aquellos recogedores de cadáveres que ya lo habían confesado todo. Thomasina se dirigió a la puerta y acompañó a los dos visitantes, Fletcher y Gabele, a la cocina. Ambos iban armados, llevaban botas y espuelas y parecían muy nerviosos.
    —¿Qué ha ocurrido? —exclamó Colum, arrojando la brida al suelo—. ¿Más complicaciones en el castillo?
    —No, irlandés —repuso Gabele, adelantando ligeramente un pie mientras se golpeaba suavemente la pierna con la fusta—. Traigo órdenes de su excelencia el duque de Gloucester.
    Kathryn salió de su gabinete de escritura.
    —¿Está aquí, en Canterbury? —preguntó sorprendida.
    —Sí, ha pasado por el castillo para comer un bocado y tomar una copa de vino. Le acompañan sus escuderos... Lovell, Ratcliff, Catesby y los demás. Son portadores de órdenes directas del Rey y vienen a reclutar hombres tanto del castillo como de Kingsmead. Mañana por la mañana saldremos a cazar a Faunte. Gloucester está decidido a capturarlo, juzgarlo y ahorcarlo el mismo día.
    Colum soltó un silbido por lo bajo.
    —¿Y por qué ahora? —inquirió Kathryn.
    —Su excelencia no ha dado muchas explicaciones —contestó Fletcher—. Pero los espías del Rey han informado de que mañana Faunte podría abandonar su refugio del bosque para dirigirse a uno de los puertos de Kent y embarcar allí rumbo a algún país extranjero.
    Colum tomó las botas que había puesto a secar en un rincón de la chimenea e hizo ademán de ponérselas.
    —Está claro —afirmó—. Nuestro noble rey jamás se olvida de los traidores. Poco antes de enfrentarse con Warwick en Barnet, maldijo a Faunte por haber provocado un levantamiento contra él en Canterbury y haber cerrado el camino de Dover.
    Kathryn miró a través de la ventana.
    —¡Pero ya ha oscurecido! —exclamó—. Malo es recorrer las calles de Canterbury en mitad de la noche, pero mucho peor es intentar perseguir a alguien por los bosques de Kent.
    Colum se levantó y se oyó el tintineo de las espuelas de sus botas mientras se acercaba a un gancho de la pared para tomar su talabarte de cuero.
    —No, no, probablemente iremos a Kingsmead y allí Gloucester nos expondrá sus planes. Seguramente querrá que la cacería ya esté en marcha al rayar el alba. Si Faunte abandona su refugio, lo más probable es que lo haga temprano cuando los caminos están desiertos y la campiña todavía duerme.
    Colum rechazó amablemente la comida y el vino que Kathryn le ofrecía. Después tomó su capa y su silla de montar, le dirigió una confiada sonrisa a Kathryn y salió a la calle con Fletcher y Gabele.
    —Ah, por cierto —apuntó Kathryn.
    Gabele y Fletcher se detuvieron.
    —¿Habéis descubierto algo sobre la muerte de Webster?
    Gabele hizo una mueca con los labios hacia fuera.
    —Se lo hemos contado todo a Gloucester, pero no, señora, Webster yace en su tumba y todavía no sabemos si se arrojó, si resbaló o si lo empujaron.
    Kathryn le dio las gracias, cerró la puerta y se apoyó en ella con los ojos cerrados. «Gracias, Dios mío —pensó—, por lo menos Colum estará a salvo, rodeado por Gloucester y sus hombres.»
    Regresó a la cocina donde la adormilada Agnes estaba quitando la mesa y disponiendo la masa, los cuencos, las jarras y las bandejas para cocer el pan a primera hora de la mañana. Thomasina la ayudó y después la regañó cariñosamente ordenándole que se fuera a la cama. Kathryn estudió detenidamente a la pequeña criada. A pesar de su evidente cansancio, no hacía más que manosear una bolsita que se había puesto colgada del cuello.
    —Agnes —la llamó, sentándose en el banco de la mesa—. ¡Ven aquí!
    La criada se acercó a toda prisa, ansiosa por complacerla. Kathryn le sonrió.
    —Siéntate.
    La criada así lo hizo, mirando de soslayo a su ama.
    —Agnes, ¿cuánto tiempo llevas con nosotros?
    La criada se rascó la mejilla.
    —Creo que tengo trece años. Vuestro padre me trajo aquí hace siete. Desde el hospital de Expósitos.
    Kathryn sonrió de nuevo. Recordaba muy bien aquel día. Su padre siempre se preocupaba por los niños perdidos y abandonados. Había ido al hospital para atender a una de las monjas y había regresado a casa con la niña. Nadie le había pedido jamás a Agnes que hiciera de criada y, cuando Kathryn había intentado impedirlo, la niña se había pasado varios días llorando.
    —Agnes, ¿qué llevas en esta bolsa?
    —Oh, señora, las monedas que vos me dais. Serán mi dote.
    —¿Y ya has elegido al afortunado? —le preguntó Kathryn, mordiéndose el labio.
    —No, pero... —respondió la muchacha, ruborizándose.
    —¿Estás segura? —insistió Kathryn en tono burlón.
    —Me gusta Pelo de Gusano.
    —¿Quién?
    —Pelo de Gusano, el monaguillo de Santa Mildred.
    Kathryn recordó a un muchacho con cara de ángel y unos pelos tan grasientos que los tenía siempre de punta como si fueran alcayatas. Tuvo que cubrirse la boca con la mano para disimular su risa.
    —Agnes, ¿eres feliz aquí? ¿Te puedo ayudar en algo?
    La niña la miró con la cara muy seria.
    —¿Por qué, señora? ¿No estáis contenta de mí?
    Kathryn agitó las manos al ver las lágrimas que pugnaban por asomar a los ojos de la niña.
    —¡No, no! Pues claro que lo estoy. ¿Thomasina y Wuf te tratan bien?
    —Wuf es un pillastre —repuso Agnes—. A Thomasina y a mí nos tiene fritas.
    Kathryn asintió con la cabeza.
    —Será mejor que te vayas a la cama —aconsejó.
    La criada se alejó corriendo.
    —Por cierto, Agnes.
    —¿Sí, señora?
    —No te preocupes por la dote. Lo que es mío es tuyo.
    La niña miró a su ama con los ojos como platos.
    —Quién sabe —concluyó Kathryn sonriendo—, a lo mejor, Pelo de Gusano podría venir a cenar aquí alguna noche con nosotras.
    Agnes asintió con la cabeza y salió al pasillo. Thomasina empezó a tararear como un abejorro mientras iba de un lado para otro en la cocina, comentaba chismes del barrio, decía que le iba a dar un tirón de orejas a Goldere por su desvergüenza y se preguntaba si alguna vez Nariz Pelada conseguiría cerrar la boca.
    Kathryn sonrió para sí misma pensando en quién hacía, precisamente, semejante comentario.
    —¿Se va a quedar el irlandés a vivir aquí? —preguntó bruscamente Thomasina.
    —¿Por qué?
    —Parece que se ha hecho el amo de la casa —declaró Thomasina, mirando con expresión desafiante a su señora.
    —Me gusta —explicó Kathryn—. Me gusta de verdad, Thomasina.
    —Pero no es como Chaddedon.
    —Sí lo es —replicó Kathryn con enojo—. Bueno, es distinto, pero honrado a carta cabal.
    —¡Siempre está de malhumor!
    Kathryn lanzó un suspiro.
    —Está preocupado. No tiene suerte en el asunto que le ha encomendado el Rey y teme el ataque de un asesino.
    El rostro de Thomasina se ablandó. Se agachó al lado de su señora y le acarició suavemente el dorso de la mano.
    —Kathryn, no olvidéis que es un soldado, un cortesano que goza del favor de los príncipes. Si bailáis al son que ellos tocan, viviréis constantemente en peligro. Bueno, mañana va a venir Torquil el carpintero. Le tenemos que arreglar el brazo y bien sabéis que es como un niño.
    Kathryn se levantó sonriendo.
    —Tráeme un poco de nueza, Thomasina —dijo— y también una poción de belladona. ¡Y ponte guantes!
    —Ya lo sé —rezongó Thomasina, armando alboroto por el pasillo.
    Minutos después regresó con dos lienzos de lino que contenían unas gruesas y tuberosas raíces de nueza y algunas resecas y arrugadas bayas. Kathryn se puso también unos guantes, arrancó las bayas y las ásperas hojas y, tomando un mortero, empezó a triturar el tallo para extraer el jugo. Se detuvo, lo contempló arrugando la nariz al percibir su agridulce aroma y recordó el consejo de su padre.
    «Muchas cosas naturales, Kathryn —solía decirle su padre— contienen mortíferos venenos. He visto a más personas morir por haber comido una planta que no debían que a causa de heridas de guerra. ¡Recuerda que la nueza y la belladona son las más peligrosas!»
    Kathryn siguió triturando la planta. Su padre no sabía ni el cómo ni el porqué, pero le había advertido que el jugo podía ser peligroso aunque uno se lavara las manos después.
    «A su manera, la piel lo aspira —le decía—. Una vez le oí explicar a un árabe en Salerno el cómo y el porqué, pero era algo muy difícil de entender.»
    Kathryn tomó el pequeño cuenco de madera y vertió cuidadosamente el contenido en un frasquito. Una pequeña parte la utilizaría mezclada con agua para curar los sabañones; el resto, mezclado con una tintura de vino, aliviaría la tos, sobre todo la de los niños. Después tomó la belladona y examinó las ovaladas hojas de apagado color verde oscuro y las colgantes flores púrpura en forma de campanillas que ya se estaban secando. Colocó la hierba sobre una tabla de madera y empezó a machacar la raíz y las hojas para extraer el jugo. Cuando se trituraba, el olor de la planta era todavía más desagradable. Kathryn salió a pasear un rato por el jardín, preguntándose cuándo recibiría la mercancía que había encargado en Londres. Entró de nuevo en la cocina y reanudó cuidadosamente su tarea, pues la belladona resultaba una planta muy cara que sólo crecía en terrenos calizos, y era una de las hierbas por la que más tenían que pagar los especieros y los boticarios. Al final, terminó y mezcló en una tacita un poco de nueza con una pizca de belladona. A la mañana siguiente se lo administraría a Torquil el carpintero para aliviarle el dolor. Después, ella y Thomasina limpiaron los recipientes y la superficie de la mesa con agua hirviendo.
    Kathryn dejó a Thomasina en la despensa y regresó a su gabinete de escritura. Se estremeció al oír el grito de una lechuza desde el jardín. ¿No decía Thomasina que el grito de un ave nocturna era un mal presagio?
    —¡Por el amor de Dios, Kathryn! —se dijo—. Eres una mujer, no la hija de Thomasina.
    Abrió un pequeño cofre y sacó el pedazo de pergamino en el que antes había estado escribiendo. Acercando un poco más la trémula llama de las velas, leyó atentamente lo que había puesto. Llegó a la conclusión de que la muerte de Brandon era un misterio y de que Colum tenía razón: la exhumación del cadáver era el único hilo suelto del que podían tirar. Se reclinó contra el respaldo de su asiento, cerró los ojos y reflexionó acerca de la caída de Webster desde lo alto de la torre del homenaje del castillo de Canterbury. Se imaginó al alcaide paseando por la torre y los chisporroteos de las llamas del brasero agitadas por la brisa matinal. ¿Por qué razón un hombre que estaba a punto de suicidarse hubiera encendido un brasero para calentarse?, se preguntó. ¿Y por qué motivo se hubiera puesto a pasear? Y aquella magulladura detrás de la oreja derecha. ¿Cómo se la habría producido? ¿Y cómo habría subido el asesino a lo alto de la torre sin que lo vieran ni el alcaide ni los guardias y cómo habría atacado al alcaide y arrojado su cuerpo inconsciente sobre el parapeto? ¿Cómo habría podido el asesino abandonar la torre, dejando la trampa cerrada por el otro lado? Kathryn se imaginó a los centinelas, paseando arriba y abajo por el camino de ronda del parapeto. Habían visto una mancha de color mientras Webster se precipitaba al vacío y habían oído su grito de muerte. ¡Un grito de muerte! Kathryn abrió los ojos.
    —¿Cómo podía gritar si estaba inconsciente?
    Experimentó un estremecimiento de emoción en el estómago. Llevaba todo el día pensándolo: el grito debió de proceder de otra persona. ¡El asesino!
    —Pero ¿cómo? —se preguntó en voz alta—. ¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Y por qué?
    Kathryn se mordió el labio. Nadie había observado nada extraño en el comportamiento de Webster, dejando aparte aquella mascarada con el cura: el intento de reconstruir las circunstancias que habían conducido a la fuga de Sparrow.
    —Es eso —murmuró—. Alguien debió de inquietarse al ver lo que estaba haciendo Webster en el prado. Pero ¿qué era lo que el alcaide había descubierto?
    Le dio un vuelco el corazón al oír una insistente llamada a la puerta. Las pisadas de Thomasina se alejaron por el pasillo y volvieron a acercarse.
    —Señora, hay un pobre hombre aquí afuera, tiene todo el brazo ensangrentado.
    —Llévalo a la cocina —ordenó Kathryn.
    Tomó el estuche de los instrumentos y se dirigió a la cocina, donde Thomasina estaba ayudando al hombre a sentarse en una banqueta. El desconocido parecía sufrir muchos dolores, mantenía el tronco doblado y se sujetaba el brazo derecho. Kathryn vio las manchas de sangre en el suelo recién fregado de la cocina.
    —¿Quién sois? —le preguntó al hombre.
    El desconocido mantenía la cabeza inclinada y la capucha echada sobre el rostro cuando Kathryn se acercó para examinarle el brazo. De repente, el hombre se incorporó y sacó una pequeña ballesta de debajo de su capa, con la flecha ya colocada en la ranura. Kathryn lanzó una exclamación y retrocedió. Thomasina, que estaba calentando agua sobre el fuego, oyó el grito de asombro y se volvió. De un solo vistazo comprendió el peligro y avanzó con gesto amenazador; entonces el desconocido echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto una mata de cabello pelirrojo que le enmarcaba el rostro y le llegaba hasta los hombros. El parche que le cubría el ojo derecho confería a su pálido y enjuto semblante una apariencia todavía más siniestra. Kathryn contempló sus exangües labios y adivinó quién era.
    —¿Sois Fitzroy?
    El hombre ladeó la cabeza.
    —A eso llamo yo una mujer inteligente —declaró—. Más lista que el hambre y más afilada que un cuchillo. —Desplazó ligeramente la ballesta, apuntando directamente al estómago de Thomasina—. Y tú debes de ser la ayudante, ¿verdad? ¡No seas tonta y no cometas ninguna imprudencia si no quieres que el viejo Padraig se vea obligado a matarte!
    —Siéntate, Thomasina —le ordenó Kathryn—. No creo que maese Fitzroy nos quiera causar el menor daño.
    El ojo sano del sujeto estudió fríamente a Kathryn.
    —Sois muy agraciada —afirmó—. No hay como el viejo Colum para encontrar un refugio placentero.
    —¡Calla la cochina boca! —gritó Thomasina—. ¡La señora Swinbrooke está muy por encima de ti!
    Padraig movió la ballesta y la dirigió con furia hacia Thomasina.
    —Escúchame bien, bruja del demonio, he matado toda suerte de cosas que se mueven, hombres, mujeres e incluso alguna que otra vieja.
    —Te debió de ser muy fácil, supongo —replicó Thomasina—. ¡Sobre todo, si estaban de espaldas!
    Fitzroy soltó una carcajada.
    —No os voy a hacer ningún daño a ninguna de las dos —les aseguró. Retrocedió e hizo un gesto con la mano—. Os lo ruego, señora Swinbrooke, no cometáis ninguna estúpida imprudencia.
    —¿Habéis venido para matar a Colum?
    —Sí, a Colum, el irlandés de los ojos negros. Ha sido juzgado por nuestro consejo y declarado traidor.
    —No es un traidor —repuso Kathryn, esforzándose por reprimir el temblor de sus piernas y aligerar su entrecortada respiración—. Os digo que no es un traidor —repitió con firmeza—. Era sólo un muchacho cuando York lo llevó consigo. ¿Qué hubierais hecho vos? ¿Aceptar un indulto o dejar que os ahorcaran?
    —Mi hermano no tuvo otra opción. Murió colgado de una soga inglesa. —Fitzroy se acarició el parche del ojo—. Y después, cuando me apresaron a mí, me arrancaron este ojo.
    Durante unos segundos, Kathryn captó una expresión de tristeza en el duro rostro de aquel hombre.
    —Así es el mundo, Kathryn. ¿Puedo llamaros Kathryn? —preguntó Fitzroy sin esperar la respuesta—. Antes éramos muy amigos Colum y yo, más rápidos que unos gamos. Tan veloces como los halcones cuando se abaten sobre una presa. Eramos como hermanos.
    —¿Y ahora habéis venido a matarlo?
    —Sí, supongo que no le extrañará. Seguro que me está esperando, ¿verdad?
    —¿Y el Ojo de Dios? —preguntó repentinamente Kathryn.
    La sonrisa de Fitzroy se ensanchó.
    —Sí, nos gustaría recuperarlo. Si Colum nos prometiera entregárnoslo, podríamos considerar la posibilidad de un indulto.
    Kathryn percibió el movimiento de uno de los músculos de la mejilla de Fitzroy.
    —Estáis mintiendo —susurró—. Lo mataréis haga lo que haga. ¡No me mintáis!
    Fitzroy asintió con la cabeza.
    —¡Mirad! —Kathryn señaló con el dedo la sangre que chorreaba del brazo del hombre—. ¡Estáis herido!
    —No. —Fitzroy desvió la ballesta, introdujo una mano por la manga del otro brazo y sacó una esponjita empapada de sangre—. La mojé en el arroyo del matadero. —La arrojó al suelo y la esponja soltó unas gotas escarlata—. Es algo que siempre da resultado, ¿sabéis?
    —Colum no está aquí —declaró Kathryn en tono desafiante.
    —Ya lo sé, pero tenemos que seguir el ritual. Traedme una copa de vino, depositadla sobre la mesa, añadid un poco de vinagre y, a su lado, colocad un pedacito de pan cubierto con sal.
    —¿Por qué?
    —¡Haced lo que os digo, mujer, y recordad que estoy apuntando a Thomasina!
    Kathryn obedeció. Escanció vino en una copa, le echó una gota de vinagre y colocó a su lado el pan con la sal.
    —¿Os apetece un poco de vino? —le preguntó a Fitzroy en tono esperanzado.
    Fitzroy se acercó a ella y le acarició suavemente la mejilla.
    —Sois una muchacha muy valiente, Kathryn, pero yo no tengo un pelo de tonto. ¿Una copa de vino con algo dentro para que me quede dormido?
    Kathryn se secó las sudorosas palmas de las manos en el vestido sin apartar los ojos del irlandés.
    —¿Por qué? —preguntó.
    —Jamás hubiera tenido que aceptar el indulto del rey inglés.
    —¿Y por qué después de tanto tiempo?
    Fitzroy retrocedió.
    —¿Acaso él no os lo ha dicho, Kathryn? Yo soy el cuarto que mandan. Los otros tres jamás regresaron. Y ahora, Kathryn... —Fiztroy le indicó a Thomasina con un gesto de la mano que se levantara—. Daos la vuelta las dos de cara al fuego de la chimenea.
    Kathryn señaló el pan y el vino.
    —No os preocupéis por eso —dijo Fitzroy sonriendo—. Colum lo comprenderá. Y ahora daos la vuelta, por favor.
    Kathryn y Thomasina no tuvieron más remedio que obedecer. Oyeron el rumor de las pisadas de Fitzroy y el sonido de la puerta cerrándose a su espalda en cuanto él hubo salido a la oscura callejuela. Kathryn se dejó caer en una banqueta.
    —Bueno, es la última vez que hacemos esto, Thomasina.
    Su ayudante se acercó a ella y, al rodearle los hombros con su brazo, notó que estaba temblando.
    —No, no será la última, señora —dijo, acariciando suavemente el negro cabello de Kathryn—. Si alguien está gravemente herido, vos lo ayudaréis. —Se dirigió a la despensa y regresó con una copa de gran tamaño llena a rebosar de clarete—. Vamos —añadió, tratando de convencerla—. Bebed muy despacio. ¡La culpa la tiene este maldito irlandés! ¿Por qué habrá tenido que traer sus problemas a esta casa?
    Kathryn tomó un sorbo de vino.
    —Si lo mataran, Thomasina, si muriera... —asió la mano de Thomasina y se volvió a mirarla—. Creo que algo dentro de mí moriría también.
    —¡Tonterías! —replicó Thomasina.
    Después empezó a ir de acá para allá, limpiando la sangre del suelo y haciendo mil cosas para que Kathryn no viera las lágrimas de sus ojos.
    —¡Maldito irlandés! ¡Y malditos sean todos los hombres!
    Al final, Thomasina se cansó de soltar maldiciones. Ella y Kathryn apagaron el fuego de la chimenea y las velas y se retiraron a descansar. El vino ayudó a Kathryn a sumirse en un sueño reparador.


    A la mañana siguiente, Wuf la despertó muy temprano, golpeando la barandilla de la escalera con la espada de madera que le había hecho Colum. Se lavó, se vistió y desayunó en la cocina. Agnes, más contenta que unas pascuas, encendió el fuego de la chimenea sin prestar atención a los sombríos rostros de las taciturnas Kathryn y Thomasina. Por suerte, los pacientes no tardaron en llegar, entre ellos, Torquil el carpintero. Kathryn los atendió a todos con eficacia y rapidez y se entregó por entero a la tarea que tenía entre manos, procurando apartar la vista de la copa de vino y el trozo de pan con sal. Thomasina se ofreció a tirar ambas cosas.
    —No —dijo Kathryn—. Es un mensaje para Colum, él decidirá lo que quiere hacer.
    Siguió atendiendo a sus pacientes. La última fue la pequeña Edith, que seguía sujetándose el estómago. Kathryn se compadeció de ella y le dio un brebaje de hierbas muy caras, hecho con el jugo de las hojas verdeazuladas de la ruda que, según decían, aliviaba los dolores menstruales. Cuando la niña se fue, Kathryn se lavó las manos y bajó a la desierta iglesia de Santa Mildred para enceder una vela y arrodillarse ante el altar de la Virgen, tal como su padre le había enseñado. Rezó una oración por el eterno descanso de su alma y por su propia paz de espíritu. Aún estaba trastornada por los acontecimientos del castillo y asustada por el futuro de Colum. No podía concentrarse y decidió ir a ver al padre Cuthbert al hospital de Clérigos Pobres. Encendió otra vela y salió de la iglesia. En la esquina del callejón de Ottemele, vio a Nariz Pelada, rodeado por un pequeño grupo de personas. El autoproclamado heraldo del barrio estaba soltando su habitual sarta de chismorreos. Esta vez Kathryn se detuvo a escuchar.
    —Pues sí —decía Nariz Pelada, levantando la voz—. El rebelde Nicholas Faunte ha sido capturado cuando intentaba cruzar los bosques de Kent. Él y otros cinco están en el Ayuntamiento, donde serán juzgados y ahorcados. Su excelencia el duque de Gloucester está muy contento. Ha mandado publicar un bando en el que anuncia que, una vez muerto Faunte, el Rey devolverá los privilegios a la ciudad.
    Las palabras de Nariz Pelada fueron acogidas con jadeos y suspiros. Kathryn subió a toda prisa por el callejón de Ottemele para abrir con tal violencia la puerta de su casa que a punto estuvo de derribar a la pobre Agnes, quien en aquel momento cambiaba los juncos del suelo. Colum se encontraba en la cocina con el rostro ojeroso y fatigado, cubierto de arriba abajo de barro reseco. Cuando ella entró, apenas movió la cabeza, pues mantenía la vista clavada en la copa de vino y el pedazo de pan colocados en el centro de la mesa. Thomasina y un Wuf insólitamente taciturno permanecían de pie al lado de la chimenea, mirando al irlandés con unos ojos tan redondos como los de las lechuzas, a la espera de su reacción.
    —¿Os habéis enterado de la noticia, señora Swinbrooke? —Colum se pasó una mano por el alborotado cabello negro mientras su mirada permanecía fija en el mismo lugar. Después se desabrochó el talabarte y lo arrojó al suelo.
    —Sí, me he enterado —dijo Kathryn, sentándose delante de él—. ¿Y os ha hablado Thomasina de nuestro visitante?
    El irlandés por toda respuesta se inclinó hacia delante y, de un manotazo, arrojó al suelo la copa de vino y el trozo de pan, lo cual sobresaltó momentáneamente a Kathryn.
    —¡Maldito sea! —gritó Colum—. ¡Maldita sea su negra alma!
    Wuf rompió a llorar y se apretujó contra Thomasina. Kathryn volvió la cabeza y les indicó por señas que se retiraran. Thomasina no necesitó que se lo repitieran dos veces. Por su parte, Agnes estaba alargando al máximo la tarea de cambiar los juncos del pasillo, como si temiera entrar en la cocina.
    —¿Qué significa todo esto, Colum? —preguntó Kathryn.
    El irlandés la miró con los ojos inyectados en sangre y rodeados por unas profundas ojeras. Después se rascó la barbilla.
    —¿Qué significa? —repitió Kathryn—. Fitzroy dijo que él era el cuarto que venía por vos.
    —Es cierto —admitió Colum, lanzando un suspiro—. Mandé a los otros tres al infierno. Y esto... —señaló con la mano la copa del suelo— es lo que siempre utilizan como advertencia. La copa de la amargura y el pan del dolor. —El irlandés esbozó una triste sonrisa—. Fitrzroy me está diciendo que mi muerte está muy próxima.
    —¿Y vos tenéis miedo? —preguntó Kathryn, arrepintiéndose inmediatamente de sus palabras.
    Colum enderezó la espalda, apoyó los codos sobre la mesa, se cubrió la boca con las manos y le dirigió una extraña mirada.
    —¿Miedo? ¿Miedo yo de Fitzroy? No, no le tengo miedo, Kathryn. Me duele que haya venido aquí a dejar su sucio mensaje. Le hubiera respetado más si hubiera ido a Kingsmead. Pero él siempre se comporta de la misma manera. Siempre ha sido un poco rufián. Podéis tener por cierto que lo voy a matar. ¡No sé cómo ni cuándo, pero lo haré!
    Colum se negó a decir más. Thomasina regresó y, sin que nadie se lo pidiera, le sirvió pan, queso y una jarra de vino. Después Colum subió al piso de arriba para afeitarse, lavarse y cambiarse de ropa. Cuando bajó, parecía un hombre distinto, casi feliz. Kathryn comprendió que la visita de Fitzroy ya era un asunto cerrado y que Colum estaba deseando contarle los pormenores de la captura de Faunte.
    —Lo traicionaron —explicó, sentándose delante de la chimenea para ponerse las botas—. Sus seguidores habían quedado reducidos a seis. Uno de ellos envió un mensaje a un poderoso miembro del Parlamento de Londres, ofreciéndose a traicionar a Faunte a cambio del indulto. Lo capturamos cuando salía del bosque, tal como un halcón caza una paloma. Se dirigían a un puerto y se rindieron sin oponer resistencia.
    —¿Y dónde están ahora? —quiso saber Kathryn.
    —Faunte y otros cinco están en el Ayuntamiento. Los juzgarán al mediodía y los ahorcarán a la una de la tarde. O, por lo menos, a Faunte. El traidor ya ha sido indultado y puesto en libertad. —Colum miró a Kathryn y le guiñó el ojo—. Quiero que me acompañéis. Es más, el duque ha insistido mucho en ello.
    —¿Por qué? ¿Acaso Faunte sabe algo de Wyville, Colum?
    —Será mejor que me acompañéis —repitió Colum.
    Kathryn le dejó instrucciones a Thomasina y se preparó a toda prisa. Entre tanto, Colum fue a recoger los caballos a la taberna del final de la calle. Cuando aún no habían llegado ni siquiera a la mitad del callejón de Hethenman, Kathryn se dio cuenta de que la noticia de la captura de Faunte ya se había difundido por toda la ciudad. Cuando doblaron la esquina de la calle Mayor, la gente empezaba a salir de sus casas. Colum tuvo que abrirse paso para subir los peldaños de la entrada del Ayuntamiento, totalmente ocupados por los hombres de Gloucester, no sólo por los soldados con sus cónicos yelmos de acero y sus camisotes de malla, sino también por los arqueros con sus chaquetas de cuero y sus sombreros de color verde. En lo alto de los peldaños, tres heraldos llevaban los escudos de armas de Inglaterra, York y Gloucester. A la entrada del Ayuntamiento, uno de los seguidores de Gloucester, un hombre de pesados párpados y nobles facciones que se presentó como lord Francis Lovell, les indicó un pasillo repleto de soldados, chambelanes y criados.
    Encontraron a Gloucester en la cámara superior del concejo, sentado junto a una reluciente y alargada mesa de madera de roble que utilizaban los regidores municipales para sus reuniones. Estaba hablando en voz baja con Gabele y Fletcher mientras, en un extremo de la mesa, un atareado Luberon preparaba pergaminos, tinta y cera para el inminente juicio. En cuanto vio a Colum, Gloucester mandó retirarse a los dos oficiales y, con un gesto de la mano, invitó a Kathryn y al irlandés a acercarse. Con el tronco torcido hacia un lado como de costumbre, el duque se levantó y estrechó con firmeza la mano de Colum y se acercó los dedos de Kathryn a los labios.
    —Señora Swinbrooke —dijo—, una vez más tengo el placer de saludaros.
    Kathryn sonrió a pesar de la inquietud que la embargaba. Con su media armadura y su gorro de malla, Gloucester, fatigado el rostro y sin rasurar, parecía todavía más peligroso que el gentil cortesano que ella había conocido en Londres. El duque se sentó y empezó a tamborilear con los dedos sobre la superficie de la mesa.
    —Estamos sumamente complacidos —manifestó—. Sumamente complacidos de vos, Colum. —Sus verdes ojos de gato estudiaron al irlandés—. Si no hubierais conocido tan bien los caminos, Faunte se nos habría escapado de las manos. Ahora comparecerá en juicio y vos, señora Swinbrooke, seréis testigo del juicio. Nuestro leal servidor Luberon el escribano y yo mismo, bajo las cédulas emitidas por mi buen hermano el Rey, seremos los jueces de Faunte. Vos, maese Murtagh, me prestaréis ayuda, al igual que mis leales servidores Lovell, Catesby y Ratcliffe. —El duque observó la mirada de incredulidad de Kathryn—. Ya sé lo que estáis pensando, señora —añadió en tono cortante—. No será un juicio con jurado, pero así es la guerra. Faunte es un rebelde y un traidor. Cuando esta mañana lo hemos encontrado, yo llevaba el estandarte desplegado del Rey de Inglaterra. Al verlo, Faunte ha emprendido la huida, lo cual constituye una traición. Será juzgado y condenado según las leyes de la guerra. Y ahora... —el duque se levantó y se inclinó hacia delante, apoyando las manos sobre la mesa—. Vayamos a este asunto del Ojo de Dios, irlandés. —Los fríos y duros ojos de Gloucester se clavaron en Colum—. ¡No ha habido éxito de momento! Pero habrá que esperar un poco más. Tenéis nuestro permiso para exhumar el cadáver de Brandon.
    —Pero ¿quién lo podrá identificar? —inquirió Colum.
    Los labios de Gloucester se torcieron en una sonrisa mientras su mirada se desviaba hacia Kathryn.
    —Hablad con Faunte y con sus compañeros —replicó—. Estamos dispuestos a ser clementes. Faunte tiene que morir, pero los demás no es necesario que lo hagan. Ah, señora Swinbrooke, preguntadle a Faunte y a sus seguidores por Alexander Wyville. —Al ver palidecer a Kathryn, el duque añadió en un susurro—: No, no temáis, dejad que os digan lo que saben.
    Volvió a sentarse, llamó a gritos al capitán de su guardia y le ordenó que acompañara a Colum y Kathryn a las celdas del sótano del Ayuntamiento.
    Minutos después, Colum y Kathryn entraron en la maloliente celda de Faunte, una pequeña y estrecha estancia sin rejas ni ventanas, iluminada tan sólo por la vacilante llama de una antorcha que ardía en un oxidado candelero de la mohosa pared. Nicholas Faunte, antaño orgulloso alcalde de Canterbury, se encontraba acurrucado sobre un sucio saco que hacía las veces de cama. Kathryn lo recordó en tiempos mejores. Apenas pudo dar crédito a sus ojos cuando ella y Colum se sentaron en las banquetas que les ofreció el guardia. El rostro de Faunte estaba casi oculto por su desgreñado cabello y su descuidada barba y sólo se le veían las mugrientas mejillas y los ojos infinitamente tristes. Iba vestido con andrajos y tenía las manos esposadas y los pies aherrojados. Cada vez que se movía, se oía el chirrido de las esposas. Kathryn experimentó una punzada de compasión al ver la cadena que unía las esposas con los grilletes de los tobillos y lo obligaba a mantener los hombros inclinados hacia delante como si fuera jorobado y contrahecho. Faunte miró a Colum y éste apartó los ojos.
    —¿Qué queréis ahora, irlandés? —murmuró Faunte—. ¿Habéis venido para burlaros de mí o para torturarme? —Levantó una esposada mano y se rozó cuidadosamente la magulladura morada que tenía sobre el ojo izquierdo—. Esto no era necesario —susurró.
    —Lo siento muchísimo —dijo Colum.
    —Ha sido cuando me han bajado aquí —explicó Faunte.
    Kathryn se dio cuenta de que también sus labios estaban ensangrentados. Colum se volvió y llamó al guardia.
    —Una bota de vino —le ordenó.
    El hombre parecía a punto de negarse a obedecer.
    —¡Tráela ahora mismo si no quieres pasarte un mes cavando letrinas! —rugió Colum enfurecido.
    El guardia se encogió de hombros y se retiró. Regresó con una bota de vino. Colum levantó cuidadosamente la cabeza del prisionero y acercó la bota a sus labios. Faunte bebió ávidamente hasta que se atragantó y tosió.
    —Dejadla aquí —le rogó a Colum mientras éste apartaba la bota—. Cuando os vayáis, dejadla aquí, os lo suplico. Ningún hombre debería morir sereno.
    Mientras Colum depositaba la bota de vino al lado de su banqueta, Faunte señaló con la cabeza a Kathryn.
    —¿Quién es y por qué está aquí?
    —Me llamo Kathryn Swinbrooke, mi padre era médico en el callejón de Ottemele.
    —¿Swinbrooke? —Faunte echó la cabeza hacia atrás—. Ah, sí, lo recuerdo. Un buen médico. —Se inclinó hacia delante y la cadena le tiró del cuello y las manos—. ¿O sea que vos sois su hija? —El antiguo alcalde experimentó un acceso de tos—. No os he hecho ningún daño.
    —No, señor, no me lo habéis hecho —respondió Kathryn—, pero es posible que hayáis conocido a mi esposo el boticario Alexander Wyville. Se incorporó al bando de vuestro señor a principios de este año.
    —Fueron días de gloria —comentó Faunte con nostalgia—. Yo estaba convencido de que Warwick alcanzaría la victoria en Barnet. ¿Qué aspecto tenía vuestro marido?
    —Alto y rubio, nariz fina, cara rasurada y un pequeño antojo en la mejilla.
    Faunte sacudió la cabeza.
    —Hay muchos así —murmuró—. Y muchos han muerto. Pero, un momento, ¿un boticario decís? Sí, lo recuerdo. —Faunte se rascó la cara entre un chirriar de cadenas—. Dos hombres en uno; cuando estaba sereno, lo hacía todo muy bien y su comportamiento era ejemplar, pero cuando bebía no había quién lo aguantara. —Faunte volvió a sacudir tristemente la cabeza—. Parecía un poco misterioso y taimado. Pero no se hacía llamar Wyville sino Robert... sí, Robert Lessinger.
    Kathryn sintió que se le encogía el estómago.
    —¿Lessinger, estáis seguro?
    —Sí, ¿por qué?
    —Era el apellido de su madre.
    —Bueno, pues así se hacía llamar y, antes de que me lo preguntéis, señora, os diré que no sé si está vivo o muerto. Formaba parte de mis tropas en Barnet, pero después... —Faunte hizo una mueca de desprecio—. Casi todos huyeron como conejos. Lessinger o como se llamara, también.
    —¿Conocíais a Brandon? —le preguntó bruscamente Colum.
    —¿El escudero de Warwick?
    —El mismo. ¿Lo visteis en Barnet?
    Faunte se encogió de hombros.
    —De lejos. ¿Por qué? ¿Acaso él y los otros desgraciados han sido capturados?
    —¿Los otros? —inquirió Kathryn.
    —Sí. Cuando York atacó y Warwick cayó, se oyó el grito de Sauve qui peut! y todos los hombres quedaron abandonados a su destino. Algunos días después, nos alarmó la noticia de la presencia de unas tropas a caballo y decidimos tenderles una emboscada. Pensábamos que eran perseguidores, pero aún llevaban la divisa de Warwick... Eran Brandon, Moresby y otros cuatro compañeros de la batalla.
    —¿Cuatro? —le interrumpió Colum.
    —Pues sí, pero yo no tuve ningún trato con ellos. Podéis preguntárselo a uno de mis compañeros. Sí, a Philip Sturry. —Faunte soltó una carcajada—. Creo que está por aquí y no tiene mucho que hacer. Yo no hablé con ellos, pero Sturry, Moresby y el escudero Brandon se pasaron un rato intercambiando chismes. El escudero confirmó la muerte de Warwick y expresó su esperanza de llegar a Canterbury. Pensaban abandonar la protección de los bosques para dirigirse a Harbledown. —Faunte se encogió de hombros—. Eso es todo lo que sé.
    Colum asintió con la cabeza y ayudó a Kathryn a levantarse.
    —Lo siento mucho —repitió, tomando la bota de vino para entregársela a Faunte—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
    —¿Sería posible un indulto?
    Colum sacudió la cabeza y Faunte acunó la bota en sus brazos.
    —Pues entonces, saludad de mi parte al Sol. —El antiguo alcalde sonrió—. Bebed una copa de clarete por mí en una tibia tarde estival. Ah, y pedidle a Gloucester un cura.

    Capítulo 10
    Sturry y los demás compañeros de Faunte se encontraban apretujados en la celda contigua. Parecían muy animados, se alegraban de que sus juicios ya hubieran terminado y confiaban en que, a diferencia de su señor, no tuvieran que pagar su oposición al Rey con la máxima pena. Sturry era un risueño hombrecillo tremendamente locuaz. Su cabello debía de ser rubio, pero lo llevaba tan sucio y tan cubierto de barro que apenas se notaba. Como los de Faunte, su barba y su bigote habían crecido hasta el extremo de parecer una enmarañada mata de maleza. Ni él ni sus compañeros eran de Canterbury sino de las aldeas y ciudades de los alrededores, por lo que no reconocieron a Kathryn ni ella a ellos. Lo primero que hizo Colum fue asegurarles que todo iría bien y que Ricardo de Gloucester no les haría pagar todo el precio de su traición.
    —Os diré más —añadió—, si nos podéis ayudar en nuestras actuales investigaciones, sólo Dios sabe lo que nuestro bondadoso duque estaría dispuesto a hacer.
    Sturry se rascó la barba y tiró de sus enredados extremos.
    —No declararemos nada en contra de Faunte —afirmó— y tampoco aportaremos ninguna información. Aunque seamos hombres derrotados, maese Murtagh, nosotros no traicionamos a nuestros amigos.
    —No, no —repuso Colum—, lo que más nos interesa es vuestro encuentro con Moresby y sus compañeros después de la derrota de Warwick en Barnet.
    —¡Ah! —exclamó Sturry sonriendo—. ¿Por qué no hablar claro, irlandés? A vosotros lo que realmente os interesa es lo que llevaban.
    —Bien, pues habladme de ello —le ordenó Colum.
    Sturry meneó la cabeza.
    —Yo no sé lo que era, pues tanto Brandon como Reginald Moresby, el capitán de la guardia de Warwick, se mostraron muy reservados acerca de lo que guardaban. —Sturry cambió de postura para aliviar las molestias del roce de las esposas contra sus muñecas—. No hay que ser un sabio de Oxford, irlandés, para atar cabos. Brandon y Moresby no perdieron de vista el fardel ni un solo instante. Además, acababan de esquivar las patrullas yorquistas y estaban deseando llegar cuanto antes a Canterbury. —Sturry miró de soslayo a Colum—. ¿Qué llevaban en la bolsa? —preguntó—. ¿Algún objeto de valor perteneciente al difunto conde?
    Colum se encogió de hombros.
    —¿Comentaron Brandon o Moresby algo más? —insistió Kathryn.
    —Maldijeron su suerte y la de Warwick. Explicaron que irían a Canterbury, cumplirían la tarea que les habían encomendado y después se esconderían o embarcarían rumbo al extranjero.
    —¿Cómo era Brandon?
    —Refinado y sagaz. —Sturry olfateó el aire—. Físicamente era un hombre ágil y fuerte y tenía el cabello rubio como la arena. Pero el que mandaba era Moresby. Ejercía mucha influencia sobre los demás.
    —¿Quiénes eran los demás?
    —Los escuderos de la casa de Warwick.
    —Escuchad. —Kathryn se agachó, procurando vencer la repugnancia que le inspiraba la pestilente celda—. ¿Os comunicaron Moresby y Brandon el camino que iban a seguir para dirigirse a la ciudad?
    —No, simplemente dijeron que abandonarían el bosque, se esconderían de día y cabalgarían de noche. Ya habían decidido esconderse en Sellingham. ¿Conocéis el lugar, señora?
    Kathryn asintió.
    —Una desierta aldea situada a unas cuatro leguas al norte de Canterbury. Hay una vieja iglesia y unas ruinas. Fue uno de los lugares más devastados por la peste.
    Sturry asintió a su vez, los ojos chispeantes de excitación.
    —Justamente. Brandon dijo que se dirigiría con su grupo hacia allí y Moresby nos invitó a acompañarlos, pero Faunte declinó la oferta. Después nos separamos.
    Colum y Kathryn le dieron las gracias y, cuando ya se disponían a retirarse, Sturry gritó:
    —¡Irlandés! ¿Intercederéis ante Gloucester por nosotros?
    —Sí.
    —¿Y tendréis la bondad de enviarnos un poco de agua y comida, por amor de Dios?
    Colum prometió hacer todo lo que pudiera. Al salir le pidió al capitán de la guardia como un favor personal que cuidara de que los prisioneros recibieran comida y bebida.
    Después ambos regresaron a la cámara del Ayuntamiento donde Gloucester estaba acabando de organizar el tribunal. El duque le indicó a Colum un asiento vacío y le presentó a sus seguidores. Kathryn los estudió rápidamente. Todos eran soldados de curtidos rostros y mirada siniestra. Un grupo de halcones administraría justicia: poca compasión debía esperar Faunte.
    —Ya tendríamos que empezar —señaló uno de los hombres del duque—. Vuestra excelencia dijo que Faunte debería ser ahorcado antes de una hora.
    —Con la venia de vuestra excelencia —Colum se levantó y dio unas palmadas sobre la mesa—. ¿Me permite vuestra excelencia hacer una petición?
    Gloucester asintió.
    —Faunte es un traidor —comenzó—, pero suplico clemencia a vuestra alteza para sus seguidores, especialmente para Sturry que podría sernos útil en otro asunto.
    Gloucester se giró a medias para estudiar el rostro de Colum.
    —Si vuestra excelencia recuerda —añadió Colum—, vuestro hermano suele ejecutar a los cabecillas, pero se muestra clemente con los seguidores.
    Gloucester levantó una mano enguantada de verde, de cuyo anillo la débil luz del sol arrancaba fulgurantes destellos, y le hizo señas a Colum de que se acercara. El irlandés así lo hizo y se inclinó ante el asiento de alto respaldo del duque. Gloucester le susurró algunas palabras a las que Colum respondió. Después el príncipe asintió y añadió algo más antes de despedirlo con un chasquido de los dedos.
    —Faunte será juzgado —resolvió Gloucester, incorporándose en su asiento—. Los demás permanecerán un mes en sus celdas. Serán indultados y puestos en libertad cuando sus familias paguen por cada uno de ellos una multa de cien marcos. Sturry será una excepción. Será liberado y encomendado a vuestra custodia, irlandés. Si presta ayuda, será puesto en libertad.
    Inmediatamente dio comienzo el juicio de Faunte. El prisionero, todavía encadenado, fue conducido a la cámara. Luberon, con voz potente, enumeró las acusaciones y Kathryn no pudo por menos que admirar el valor del antiguo alcalde de Canterbury, el cual no quiso negar ninguna de las acusaciones.
    —Combatí —declaró— por el ungido del Señor, Enrique VI, que en paz descanse, rey de Inglaterra por la gracia de Dios. Si tengo que morir —añadió sonriendo—, moriré a su servicio. Ningún rey tuvo jamás mejor siervo que yo.
    Kathryn siguió paso a paso el cumplimiento de todas las formalidades mientras el juicio se iba acercando inexorablemente a su fin. Duró media hora todo lo más y después Luberon tomó un lienzo de seda negra y lo colocó cuidadosamente sobre la cabeza de Gloucester.
    —Nicholas Faunte —concluyó Gloucester—, habéis sido declarado culpable de traición y de haberos levantado en armas contra vuestro legítimo soberano Eduardo IV, rey de Inglaterra, Irlanda, Escocia y Francia. ¡Oíd ahora la sentencia de este tribunal! —La voz de Gloucester adquirió una nota más sombría—. ¡Seréis sacado de aquí en una narria y conducido al lugar legalmente reservado a las ejecuciones, donde seréis ahorcado, arrastrado por caballos y descuartizado; se os arrancarán las entrañas; vuestra cabeza será cercenada y las distintas partes de vuestro cadáver serán enviadas a los lugares del reino que el Rey disponga! ¡Que el Señor tenga misericordia de vuestra alma!
    Faunte palidecido levemente al oír las terribles palabras de Gloucester.
    —Pido clemencia al tribunal.
    —¡No hay clemencia! —gritó uno de los seguidores de Gloucester.
    El duque levantó una mano.
    —¿Y mi familia? —continuó Faunte.
    —Nosotros no combatimos contra las mujeres y los niños —repuso Gloucester.
    —Un sacerdote, deseo ser absuelto de mis pecados —solicitó el prisionero, levantando las esposadas manos—. ¡Soy de noble cuna! Suplico que mi pobre cuerpo sea liberado de las indignidades de la sentencia. ¡La muerte es suficiente!
    —¡Petición denegada! —clamaron los seguidores del duque al unísono.
    Colum miró a Kathryn y ésta le devolvió la mirada sin pestañear: sus ojos lo decían todo. Colum alzó la mano para pedir la palabra a lo que Gloucester respondió con un gesto afirmativo.
    —Excelencia, Faunte nos ha sido de gran ayuda, informándonos sobre ciertas cuestiones.
    Gloucester, por toda respuesta, le lanzó una mirada que cortaba el aire.
    —Era muy apreciado en estas tierras —añadió Colum con un leve tartamudeo—. La clemencia es propia de los grandes príncipes.
    Gloucester apartó a un lado los papeles que tenía delante.
    —¡La sentencia se limitará exclusivamente a la muerte! —decretó, llamando por señas al capitán de su guardia—. Que se busque un sacerdote para el traidor. ¡En cuanto termine, sacadlo de aquí y ahorcadlo!
    El tribunal se disolvió. Gloucester y sus seguidores se reunieron para discutir en privado. Colum, muy pálido y visiblemente tenso, se acercó a Kathryn, quien le oprimió suavemente el brazo:
    —Habéis hecho una noble acción.
    El irlandés la miró con tristeza.
    —¿Por qué lo decís? ¿Porque he conseguido suavizar la sentencia? —Lanzó una ojeada alrededor y bajó la voz—: Ojalá pudiera atribuirme el mérito de esta acción, pero el propio Gloucester me indicó que abogara en favor de Faunte. La prolongada agonía de un hombre tan famoso hubiera podido despertar las simpatías de la gente. —Colum desvió la mirada—. Ninguno de los demás quiso hacerlo. ¡Vamos, salgamos de aquí!
    Fuera, todos los pasillos y las escaleras estaban abarrotados de soldados, deseosos de ver cómo conducían a Faunte por última vez a su celda, seguido de un fraile vestido con el pardo hábito franciscano.
    —¿Por qué será que el olor de la muerte atrae tanto a la gente? —susurró Colum.
    Y tomando del brazo a Kathryn, la guió hasta una puerta que se encontraba en la mitad del pasillo. Se trataba de un pequeño y polvoriento gabinete de escritura que en aquellos momentos estaba vacío, pues los escribanos se habían reunido con la muchedumbre que aguardaba en las calles de abajo la salida de Faunte.
    —¿Cuál es vuestra opinión? —quiso saber Colum.
    —Gloucester sería un mal enemigo.
    Colum sonrió.
    —No, me refería a lo que hemos averiguado.
    Kathryn contempló los polvorientos marcos de las ventanas, observando las enormes telarañas de los rincones y las mesas manchadas de tinta.
    —Tenemos que exhumar el cadáver de Brandon, por más que no exista apenas la menor diferenda entre el Brandon descrito por Sturry y el prisionero del castillo de Canterbury.
    —¿Y qué más?
    Kathryn frunció los labios, sintiéndose ligeramente turbada, pues ella y Colum raras veces permanecían a solas en la misma habitación. Recordó las duras miradas de los hombres que acababan de condenar a muerte a Faunte y comprendió las diferencias que los separaban a ella y al irlandés. Procedían de mundos distintos. Puede que Thomasina tuviera razón; Chaddedon pertenecía a su mundo mientras que Colum era un guerrero que trataba con la muerte, las crueles medidas y los severos juicios. Oyó el griterío del exterior: Faunte ya se habría confesado y ahora lo estarían conduciendo al improvisado patíbulo levantado en el Buttermarket.
    —¿Qué más habéis pensado? —repitió Colum.
    —No cabe duda de que Gloucester deseaba la muerte de Faunte, pero en el Ojo de Dios tiene que haber algo especial. ¿Qué secreto puede encerrar?
    —¿Y la cuestión de Lessinger? —inquirió Colum, mirándola gravemente.
    —Para mí —repuso Kathryn—, siempre será Alexander Wyville. No me importa —añadió— cómo se llame o dónde esté; si regresa, me enfrentaré a él. —Jugueteó con el anillo de su dedo—. «Suficiente es para el día el mal que en él se encierra» —murmuró, contemplando las motas de polvo que danzaban en los rayos de sol que la ventana de parteluz dejaba penetrar.
    Colum se apartó de la mesa, contra la cual estaba apoyado y abrió la puerta.
    —Pues entonces, vamos. Sturry será puesto en libertad, le rasurarán la barba, le darán un baño y le cambiarán la ropa y, entre tanto, nosotros iremos al castillo a sacar al pobre Brandon de su tumba.
    Bajaron a la planta inferior y, cuando ya estaban a punto de abandonar el Ayuntamiento, Kathryn distinguió un retazo de cabello pelirrojo. Era Megan que se acercaba llamando a grito pelado a Colum.
    —¿Qué ocurre, mujer?
    —Es Pul... —Megan trataba de pronunciar el nombre del caballo.
    —¡Pulcher! —dijo Colum.
    —Sí, se ha escapado cuando no había nadie. Lo he seguido hasta el patíbulo de la encrucijada, pero...
    Megan agitaba las manos y sus grandes ojos verdes parecían aún mayores mientras los miraba con el rostro más pálido que la cera.
    —Claro —rezongó Colum—. Todos los hombres están en Canterbury, y en Kingsmead sólo han quedado las mujeres y los niños. ¡Vamos, Kathryn!
    Se dirigieron a pie a la Burghgate. Megan apuró el paso para darles alcance, comentando la fogosidad del caballo. Subieron unos peldaños y Kathryn volvió la cabeza para mirar hacia el Buttermarket por encima de las cabezas de la muchedumbre que allí se había congregado. Vio fugazmente al verdugo vestido de negro y el gran patíbulo de dos brazos elevándose hacia el cielo. Faunte, apoyado contra la barandilla del cadalso, se estaba dirigiendo a la multitud, pero ella no pudo oír sus palabras. Colum la instó a apurar el paso. Recogieron los caballos que habían dejado en una cercana cuadra y, con Megan montada tras él, Colum se despidió de Kathryn.
    —Voy a buscar al caballo —le dijo—. Sacaré a Sturry de la celda del Ayuntamiento y después iremos al castillo. —Sujetando las riendas, añadió—: Tened mucho cuidado, Kathryn. ¡No le abráis la puerta a nadie!
    Kathryn asintió con la cabeza sin prestar atención a la maliciosa sonrisa que iluminaba el rostro de Megan cuando rodeó con su brazo la cintura de Colum. Los contempló alejarse y, dando media vuelta con su montura, bajó muy despacio por una callejuela que desembocaba en el callejón del Caballo Blanco. A su espalda, la multitud enmudeció por espacio de unos breves segundos. Le pareció percibir el rumor de la escalera del patíbulo en el momento de ser empujada e inmediatamente se oyó un salvaje rugido de aprobación. Se preguntó por qué razón la gente era tan aficionada a la contemplación de las muertes violentas y evocó las palabras de su padre: «Recuerda siempre, Kathryn, que somos medio ángeles y medio bestias. Por desgracia, con harta frecuencia prevalece lo segundo». Kathryn lanzó un suspiro, confiando en que Colum no corriera ningún peligro. Trató de apartar de su mente la punzada de desagrado que había sentido al ver a Megan sentada detrás del irlandés con el pelirrojo cabello agitado por la brisa. Irían a la encrucijada, cerca del viejo patíbulo... Se detuvo en seco, experimentó una sacudida de temor y se acercó una mano al estómago.
    —Oh, Señor —musitó—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué dijo Nariz Pelada sobre las voces incorpóreas que se habían oído en la encrucijada? ¿Y sobre una bruja pelirroja? ¡Y ahora Colum se dirige hacia allí!
    Dio media vuelta con su caballo, lo espoleó hundiendo los tacones en sus costados y regresó a la calle Mayor. Aún había mucha gente y tuvo que perder un poco de tiempo en abrirse paso por las callejuelas que desembocaban en el callejón de Hethenman y, desde allí, doblar la esquina de Todos los Santos. Subió por Kingsbury hasta la calle de San Pedro, Westgate y el puente que cruzaba el Stour. No era muy buena amazona y el gentío le impedía avanzar. De vez en cuando le dirigían insultos y hasta le arrojaban puñados de barro, pero al final consiguió cruzar la enorme boca abierta de la Westgate y enfiló la calle Dunstan, tomando el camino del norte a través de los senderos campestres que conducían a Kingsmead. Al pasar por delante de la mansión iluminada por los últimos rayos del sol vespertino, rechazó rápidamente la idea de entrar a pedir ayuda, al tiempo que deseaba desesperadamente que Wuf y Thomasina estuvieran con ella. No veía ni rastro de Colum ni de Megan; el irlandés era un excelente jinete y habría cabalgado mucho más rápido. No obstante, un campesino que estaba cavando unas zanjas más allá de la mansión le explicó que había visto a un hombre y a una mujer pelirroja cabalgando en dirección a la encrucijada y le aseguró que aquél era el camino.
    —Todo el mundo se dirige hacia allí. Bueno —añadió al ver su mirada de extrañeza—, una hora antes de que pasaran por aquí el soldado y la pelirroja, vi pasar a otro hombre y muy raro por cierto, con un parche negro sobre el ojo.
    Kathryn se lanzó al galope. Poco antes de llegar al recodo del camino, desmontó, tomó su cabalgadura por la brida y avanzó muy despacio sin apartarse de los arbustos del tupido seto. Desde el recodo del sendero distinguía la parte superior del patíbulo de tres brazos. Se acercó un poco más. Colum se encontraba a escasa distancia del lugar desde el cual Fitzroy lo estaba apuntando con una ballesta cargada. Cubriéndose el rostro con las manos, Megan permanecía tendida sobre la hierba al lado de Fitzroy, sollozando muy quedo. Por su parte, Fitzroy, sin dejar de apuntarle ni por un instante con su pesada ballesta brabanzona, parecía burlarse de Colum y, cada vez que el irlandés intentaba acercarse a él, le gritaba que no se moviera. Kathryn contempló la escena horrorizada.
    —Lo va a matar —murmuró—. Si salgo corriendo, nos podría matar a los dos. ¿Qué puedo hacer? —Cerró los ojos y musitó una oración. Después se incorporó y gritó—: ¡Deteneos, Fitzroy!
    La estratagema dio resultado. Fitzroy miró sorprendido hacia el sendero y entonces Colum aprovechó para abalanzarse sobre él y lo obligó a soltar la ballesta. Ambos hombres forcejearon en el suelo. Fitzroy apartó a Colum de un puntapié, se incorporó, retrocedió y tomó el gran mandoble que había dejado apoyado contra el patíbulo. Colum desenvainó su espada y, mientras Kathryn se acercaba corriendo a ellos, ambos iniciaron una siniestra danza de la muerte, con las espadas a la altura del pecho y las piernas ligeramente separadas.
    Fitzroy respiró hondo.
    —A fe mía que esto es igual que cuando éramos chicos, ¿verdad, Colum? ¿Recuerdas aquellas espadas de madera y a aquellos dos andrajosos chiquillos que simulaban ser caballeros en un mundo caballeresco?
    Colum no vaciló.
    —¡Que Dios me perdone, Padraig, pero te voy a matar! —exclamó en un susurro.
    —¡Estás perdonado!
    Fitzroy atacó adelantando la espada, después retrocedió y, describiendo un amplio arco, apuntó hacia el cuello de Colum. Murtagh hizo una finta. Sólo el chirrido y el silbido del acero quebraban el silencio del bosque. Kathryn contemplaba la escena impotente. Deseó tener una daga; que se fueran al infierno las reglas de la caballería, aquello era un combate a muerte. Fitzroy quería matar a Colum y era lo bastante despiadado como para no dejar ningún testigo vivo de su acción. Al principio, le pareció que Murtagh se movía con torpeza, pero, a medida que proseguía la danza mortal, la habilidad y la confianza del irlandés fueron ganando terreno y le permitieron obligar a Fitzroy a acercarse una y otra vez a su territorio sin que él tuviera que abandonar en ningún momento el lugar que había elegido. A veces, las hojas de las espadas simplemente se rozaban como las rápidas lenguas de las serpientes y otras describían amplios arcos, seguidos de cortes y quites. Ambos hombres estaban empapados de sudor. Megan se incorporó acariciándose la hinchada mejilla que le había dejado el puñetazo de Fitzroy.
    —¡Me duele! —gimoteó—. ¡Me duele mucho!
    —¡Calla la boca, bruja estúpida! —bisbiseó Kathryn—. ¡Eso no es nada comparado con lo que yo te voy a hacer!
    Megan se quedó en silencio y apoyó la cabeza sobre las rodillas mientras los dos espadachines se trababan y se volvían a separar, con los brazos cada vez más pesados y los rostros cubiertos por gruesas gotas de sudor. Ambos se detuvieron para recuperar el resuello. Una vez más, las espadas se levantaron. Colum se volvió de lado, levantó los brazos y sostuvo la espada a la altura de sus ojos. Fitzroy hizo un movimiento. Kathryn apenas pudo ver lo que ocurrió a continuación. La espada de Colum salió disparada, derribó a Fitzroy y después, con un sibilante tajo, le cortó limpiamente la cabeza. Ésta brincó como una pelota sobre la hierba mientras un gran arco de sangre se escapaba a borbotones de la herida. Kathryn apartó el rostro y se agachó sobre la hierba, tratando de vencer el terror que se había apoderado de ella. Sintió unos dedos sobre su cabello, levantó la vista y encontró a Colum a su lado respirando afanosamente, con la mano apoyada en la gran empuñadura de su espada.
    —Lo dije una vez y lo vuelvo a repetir —jadeó Colum—. ¡Sois una mujer encantadora, señora Swinbrooke, y, si alguien lo niega, es un embustero!
    Kathryn contempló el torso decapitado, a cuyo alrededor la sangre estaba formando un ennegrecido charco.
    —¡Que Dios le conceda el eterno descanso! —susurró Colum—. Fue un buen hombre hasta que el odio se adueñó de su corazón. —Arrojó la espada al suelo y se agachó al lado de Kathryn—. Es el demonio que todos llevamos en el alma. Empezamos matando para defendernos, pero, al final, a algunos les acaba gustando y se les despierta un insaciable apetito de muerte. —Se secó el sudor del rostro con la manga del jubón—. O, tal como dice Chaucer: «Oh, traicionera homicida, oh, maldad».
    Kathryn se inclinó hacia él y le limpió las mejillas con su pañuelo.
    —¡Como volváis a citar otra vez a Chaucer, yo misma os arrancaré la cabeza, irlandés!
    Se incorporó lanzando un profundo suspiro. Colum, todavía jadeante, se levantó a su vez.
    —Dejad a Fitzroy —rezongó—. Enviaré a otros para que lo entierren.
    —Oh, maese Murtagh. —Megan se acercaba a gatas hacia él. Cuando levantó la cabeza, Colum vio en su rostro la viva imagen del terror y la aflicción—. ¡Tuve que hacerlo! —explicó gimoteando—. ¡Me ordenó venir aquí, a esta encrucijada! ¡Dijo que, si no os podía cortar la cabeza a vos, me la cortaría a mí!
    —¡Y si yo se lo digo a Holbech —murmuró Colum— os la cortará él, por muy pelirroja que seáis! Por lo que más queráis, mujer, levantaos —le dijo, apartando el rostro—. ¡Si vos no decís nada, yo tampoco lo haré! —añadió con una sonrisa en los labios—. A lo mejor, le cuento a Holbech que éste os secuestró. —Su sonrisa se ensanchó—. Sí, me gusta la idea del esforzado caballero que salva a una dama en apuros. Tal como dice Chaucer...
    Kathryn le dirigió una mirada de advertencia.
    —Vamos a dejarlo —dijo Colum—. Tenemos que recoger los caballos.
    —¿Dónde está Pulcher? —preguntó Kathryn, al tiempo que ayudaba a la mujer a levantarse y le daba unos suaves golpecitos con el pañuelo en la magulladura de la mejilla—. Lavaos con agua de hamamelis —le dijo con aire de experta—. Y aplicaos un poco de carne cruda. Dentro de pocos días, seréis tan bella y peligrosa como siempre.
    Colum se acercó al lindero del bosque, se puso los dedos en la boca, soltó un largo silbido e inmediatamente aparecieron Pulcher y su propio caballo, tan dóciles y reposados como si hubieran estado dando un agradable paseo por el campo. El irlandés examinó cuidadosamente a su caballo preferido.
    —Yo no he hecho nada —lloriqueó Megan.
    —¡Si hubierais hecho algo, os cortaría el pelo al rape! Vamos.
    Colum ayudó a Megan a montar en su propio caballo, montó en el del difunto Fitzroy, fue en busca del de Kathryn y los tres regresaron a Kingsmead, seguidos al trote por Pulcher.
    Al llegar a la mansión, Colum instó a Kathryn a quedarse, pero ésta se sentía indispuesta y deseaba regresar a casa cuanto antes. Colum le dijo que comprobaría que todo estuviera en orden en Kingsmead, dispondría la puesta en libertad de Sturry y más tarde se reuniría con ella en el callejón de Ottemele.


    Kathryn regresó a Canterbury y observó que la ciudad estaba muy silenciosa y apagada tras la precipitada ejecución que había tenido lugar horas antes. El maltrecho cadáver de Faunte colgaba ahora de las almenas de Westgate.
    —Lo descuartizarán y después enviarán las distintas partes a otras ciudades para que adornen sus puertas —le explicó un locuaz centinela.
    Kathryn inclinó la cabeza y siguió adelante. De repente, se sintió muy débil y comenzó a temblar, recordando la sangrienta lucha que acababa de presenciar y la fría crueldad de Colum. La contemplación de los restos del desventurado Faunte fue demasiado para ella. El murmullo de la multitud que la rodeaba le sonó extraño. Sentía náuseas y un ligero mareo. Pasó por delante del Hombre Recto. Mientras los labios del vendedor de indulgencias seguían soltando disparates, sus grandes ojos parecieron estudiarla con interés. Kathryn espoleó su caballo y musitó una oración:
    —¡Dios mío, no dejes que me desmaye!
    Tiritaba de frío y, sin embargo, tenía las manos tan pegajosas que las riendas le resbalaban entre los dedos. Dobló varias esquinas como si estuviera soñando hasta que, de pronto, su caballo se detuvo bruscamente.
    —¡Sigue! —le ordenó ella en tono apremiante—. ¡Sigue!
    —¿Qué ocurre, señora?
    Thomasina estaba ante ella contemplándola.
    —Tengo que regresar a casa —respondió Kathryn con un hilillo de voz.
    Miró a su alrededor. Estaba en casa. El caballo se había detenido delante de la puerta del callejón de Ottemele. Al parecer, Kathryn se había inclinado hacia un lado y había llamado a la puerta y ahora Thomasina, Agnes y Wuf se encontraban en el umbral alzando la cabeza hacia ella con inquietud. Kathryn hizo acopio de toda su dignidad. Desmontó y le arrojó las riendas a Wuf.
    —Sé buen chico y llévalo a la cuadra, por favor —le pidió.
    Inmediatamente Thomasina la sujetó por el brazo y contempló con honda preocupación su pálido y desencajado rostro y las sombras oscuras que rodeaban sus ojos.
    —No me ocurre nada —musitó Kathryn, pero permitió que Thomasina la ayudara a subir la escalera y la acompañara a su habitación. Una vez allí, se tendió en la cama y, tomando una pequeña almohada que solía utilizar de niña, la oprimió contra su estómago, tratando de concentrarse en su respiración para aliviar las palpitaciones que sentía—. Colum ha matado a un hombre —explicó, clavando los ojos en el dosel de la cama—. Ha matado al hombre que ayer estuvo aquí, le ha cortado la cabeza como se corta una flor, Thomasina, y después se ha quedado tan tranquilo.
    Thomasina se sentó en la cama y acarició suavemente el dorso de la gélida mano de su señora.
    —Tienen que ser así —le respondió en un susurro—. Así es el mundo de los soldados. Si se detuvieran a pensar y a reflexionar, harían lo que vos estáis haciendo ahora, estremecerse de horror. Mi segundo marido era así —añadió—. Era soldado, sus muslos parecían troncos de árbol, y en cuanto tenía ocasión me lanzaba a la cama. Pero por la noche padecía unas espantosas pesadillas. Ah, aquí está Agnes con un poco de pan y vino.
    Obligó a Kathryn a incorporarse, hizo que comiera un poco de pan candeal recién hecho y la ayudó a beber el vino mezclado con una infusión de hierbas mientras le susurraba a Agnes que encendiera la chimenea y trasladara a la habitación uno de los braseros con ruedas que había en la galería del exterior. Kathryn empezó a tranquilizarse mientras su cuerpo entraba en calor, adormecida por la cháchara deliberadamente intrascendente de Thomasina. Dejó la copa y se sumió en un profundo sueño.
    Thomasina la despertó dos horas más tarde. Kathryn abrió los ojos, percibió el dulce sabor del vino en la boca y se sintió más fuerte. Trató de olvidar las pesadillas que había tenido, se lavó la cara y las manos con un cuenco de agua de rosas, se peinó el cabello, se puso otro velo y bajó a la cocina, donde Colum y un bien alimentado y elegante Sturry permanecían sentados delante del fuego del hogar. Colum se había lavado y rasurado la barba y, exceptuando los cansados ojos entrecerrados a causa de la falta de sueño, ya no mostraba la menor huella del combate disputado unas horas atrás. En cambio, Sturry estaba más contento que un grillo en primavera y no paró de hablar mientras Thomasina le servía caldo caliente y vino aguado. Kathryn le preguntó si había conocido a alguien que se llamara Wyville o Lessinger, pero Sturry se limitó a sacudir la cabeza y siguió parloteando.
    Después de comer, Kathryn, Colum y Sturry se dirigieron al castillo. Ya estaba oscureciendo, los tenderetes del mercado ya se habían retirado y los ciudadanos regresaban presurosos a sus casas o bien respondían a las campanas de las iglesias que anunciaban el rezo de vísperas. Kathryn cabalgaba detrás de Colum y del parlanchín Sturry hasta que, al entrar en Winchepe, Colum retrocedió con su montura y se situó a su lado.
    —Thomasina me ha dicho que estabais un poco indispuesta, Kathryn.
    —Bueno, no es para tanto —respondió Kathryn en tono malhumorado—. Estoy acostumbrada a ver ahorcar a un hombre y decapitar a otro en un mismo día. —Miró enfurecida a Colum—. ¿A vos no os inquieta eso?
    —Sí, así es —afirmó Colum, dándose unas palmadas en la sien—. Pero procuro no pensar en ello, Kathryn...
    Se le quebró la voz. Hubiera deseado darle las gracias, pero no era el momento.
    Entraron en el castillo. Unos mozos se hicieron cargo de sus monturas y un mayordomo los acompañó a la sala principal, donde tuvieron que esperar un buen rato junto a la puerta, mientras los miembros de la casa terminaban de cenar. Kathryn permaneció sentada en silencio, alegrándose de que Colum se hubiera salvado. Trató de recordar algo que había visto durante su visita a la celda de Faunte en el Ayuntamiento. Sacudió la cabeza. Su cerebro estaba demasiado cansado como para poder analizar cuestiones escurridizas. Señaló con un gesto a los comensales sentados alrededor de la mesa del estrado.
    —¿Nos esperaban? —preguntó.
    —Sí —contestó Colum—, pero no saben lo que queremos..
    Una vez terminada la cena, Fletcher, Gabele, Margotta, Fitz-Steven el escribano, Peter el capellán y el Hombre Recto, tan extravagantemente vestido como de costumbre, se reunieron con ellos alrededor de la gran chimenea.
    —Ya es muy tarde, irlandés —dijo Gabele—. ¿Y éste qué hace aquí? —preguntó, señalando con la cabeza a Sturry.
    —Ha obtenido el indulto real —repuso Colum—. Está aquí para ayudarme.
    —¿De qué manera?
    —Seguramente es una de las últimas personas que vieron a Brandon antes de su captura.
    El grupo guardó silencio.
    —Cuento con la autorización de su excelencia el duque de Gloucester para exhumar el cadáver de Brandon —añadió Colum—. ¡Y quiero hacerlo ahora mismo!
    —¡Por el amor de Dios! —exclamó Peter el capellán—. Eso es un sacrilegio. El cementerio del castillo es un lugar sagrado.
    —Y yo soy un leal servidor del Rey que busca no sólo su justicia sino también la de Dios —replicó Colum—. El cadáver de Brandon se tiene que exhumar.
    —¡Pero si ya se estará descomponiendo! —gritó Fitz-Steven el escribano—. Estará medio podrido y olerá muy mal.
    —¡Que exhumen el cadáver! —le ordenó Colum a Gabele—. Cuando hayáis levantado la tapa del ataúd, avisadnos.
    —¿Y adónde tendremos que conducirlo?
    —A ningún sitio. Se puede hacer justicia con tanta eficacia bajo la luz de una antorcha como en pleno día.
    Fletcher iba a protestar, pero Colum le interrumpió.
    —Hablo en nombre del Rey —repitió—. ¡Quiero que se exhume el cuerpo de Brandon ahora mismo y, hasta que eso se haga, nadie podrá abandonar el castillo!
    —Pero ¿y mi negocio? —gimoteó el Hombre Recto—. ¡Es la obra de Dios! Las tabernas de la ciudad están llenas de cansados peregrinos.
    —¡Tendréis que esperar un poco! —le replicó secamente Colum—. Hasta que yo haya examinado el rostro de Brandon... ¡o, por lo menos, lo que quede de él!

    Capítulo 11
    Todos abandonaron la sala, excepto Kathryn y Colum. Sturry subió al estrado de la mesa para recoger las sobras de la cena. Colum sonrió.
    —Quiere ponerse al día en todo lo que se ha perdido —comentó.
    —¿Y qué será de él después?
    Colum se encogió de hombros.
    —Dejaré que se vaya. Regresará junto a su familia y esperará tiempos mejores.
    —¿Qué queréis decir? —inquirió Kathryn en tono socarrón.
    Colum se inclinó hacia delante, apoyando las manos sobre las rodillas.
    —¿Acaso vos creéis que la guerra civil ha terminado, Kathryn? La estrella de York está en ascenso, pero, en Bretaña, Enrique Tudor trama una rebelión y una invasión. Es el refugio de todos los rebeldes y los que consiguieron huir de Barnet. No, no —continuó Colum, meneando la cabeza—. El baile aún no ha terminado. Los hijos del Rey son todavía muy pequeños y, si algo le ocurriera a Eduardo, Gloucester y Clarence están aguardando como lobos en la oscuridad, tenedlo por seguro.
    Kathryn se arrebujó en su capa y miró a su alrededor, contemplando la danza y los brincos de las sombras que el fuego de la chimenea proyectaba en la pared. «Tendría que estar en mi casa del callejón de Ottemele —pensó—, preparando pociones y elixires; sanando heridas, consolando a mis pacientes, charlando con Thomasina o dejando que Wuf me tomara el pelo.»
    —Todo esto no me gusta —murmuró—. Si la rueda de la fortuna vuelve a cambiar, Colum, vos podríais interpretar el papel de Faunte.
    Colum extendió una mano hacia el fuego y la miró directamente a los ojos.
    —No lo creo, Kathryn. Mis días de soldado ya han tocado a su fin.
    Desde el fondo de la sala, Sturry lanzó una exclamación de placer y regresó con un muslo de pollo en una mano y una copa de clarete en la otra. El antiguo lancastrista se pasó un buen rato contándoles sus aventuras en los páramos de Kent hasta que Fitz-Steven se acercó a ellos con semblante peocupado.
    —Se ha sacado el ataúd y se ha levantado la tapa... —anunció.
    —¿Y bien? —inquirió secamente Colum.
    —Será mejor que vos mismo lo veáis, señor.
    Salieron con él del castillo y cruzaron el patio y el palenque para dirigirse al pequeño cementerio, un lugar cubierto por la maleza, en el que unos siniestros tejos se elevaban en medio de las sombras espectralmente acentuadas por el cerco de luz de una lejana antorcha. Un ave nocturna emitió un grito desde un árbol mientras unos murciélagos de largas alas volaban en círculo y descendían en picado sobre el trasfondo de un cielo tachonado de estrellas. Kathryn tosió y Sturry soltó una maldición arrojando el muslo de pollo al suelo al percibir las vaharadas de putrefacción que la fresca brisa llevaba consigo. El grupo que rodeaba el ataúd abierto ofrecía un macabro espectáculo bajo la luz resplandeciente de las llameantes antorchas. Colum y Kathryn contemplaron el improvisado ataúd. La cabeza del cadáver estaba ligeramente torcida y el rostro en descomposición aparecía vuelto hacia un lado.
    —¡Oh, Dios mío! —exclamó Colum.
    Tomó una antorcha y examinó el ataúd, la parte interior de la tapa, y los dedos cubiertos de ennegrecida sangre reseca.
    Kathryn siguió la dirección de su mirada.
    —¡Oh, Señor, ten piedad de nosotros! —musitó—. ¡Lo enterraron vivo!
    —¡Imposible! —gimoteó con trémula voz Peter el capellán—. ¡Yo le administré los últimos sacramentos de la Santa Madre Iglesia! ¡Estaba muerto! ¡Os aseguro que estaba muerto!
    —Observad la torsión del cuerpo —gruñó Colum—. Examinad las uñas de los dedos y la tapa del ataúd. Volvió en sí cuando estaba bajo tierra; trató de salir, pero murió por falta de aire.
    Kathryn tomó una antorcha, se comprimió las ventanas de la nariz y examinó el cadáver.
    —Estos casos son frecuentes —explicó—. A veces, es difícil certificar una muerte. Algunas personas piden que les claven un puñal en el corazón o que les corten las muñecas por temor a recuperar el conocimiento.
    —Pero ¿es Brandon? —inquirió Colum.
    —¡Vaya si es Brandon! —respondió bruscamente Sturry. Estaba muy pálido y se sujetaba el estómago con las manos, maldiciendo probablemente el muslo de pollo que se había comido. Cubriéndose la boca y la nariz con la mano, se agachó para examinar el cadáver y después se volvió a levantar, sacudiéndose el polvo de las rodillas—. ¡Juro por lo más sagrado que este hombre es Brandon! —declaró.
    —¿Cómo lo podéis asegurar? —le preguntó Colum—. El cadáver ya se está empezando a descomponer.
    —Pero no lo bastante como para que no se puedan identificar sus facciones —replicó Sturry—. Maese Murtagh, id si queréis al Ayuntamiento y hablad con mis compañeros. Ellos también conocieron a Brandon y os dirán la verdad. Si estuviera en presencia del Santísimo Sacramento —añadió en tono desafiante—, haría el juramento que exige la Iglesia y declararía lo mismo.
    Agitó la mano en dirección a Colum, tragó saliva y a punto estuvo de tropezar con una lápida mientras retrocedía de espaldas.
    Colum tiró a Kathryn de la manga y ambos se apartaron del grupo.
    —¡Que Dios nos ayude! —murmuró Kathryn—. Brandon ha muerto, Moresby también y el resto del grupo ha desaparecido. —Asió la muñeca de Colum—. ¡Puede que hayan matado a Moresby y ahora ya se encuentren allende los mares con el Ojo de Dios!
    El irlandés propinó un puntapié a la hierba.
    —¡Maldita sea! Y yo que me preguntaba si el verdadero Brandon aún estaría vivo y escondido en algún sitio. —Lanzó un suspiro—. Ahora descubrimos que Brandon fue capturado y lo enterraron vivo. Qué desgracia, Kathryn. Quizá Webster se suicidara —añadió, esbozando una siniestra sonrisa—. Cuando Gloucester se entere...
    Dejó la amenaza colgando en el aire y se reunió de nuevo con los demás, dando unas sonoras palmadas para acallar el clamor que se había levantado.
    —¡Ya basta! —ordenó—. Hemos visto suficiente. Maese Fletcher, disponed que el ataúd se vuelva a enterrar. En cuanto a los demás, tenemos que discutir ciertas cuestiones en la sala.
    Las personas que se sentaron alrededor de la mesa del estrado parecían muy asustadas y todas, incluso Gabele y el Hombre Recto, mostraban un semblante muy pálido y miraban a su alrededor con expresión abatida. Colum permitió que les sirvieran un poco de vino antes de tomar la palabra.
    —Vamos a examinar primero lo que sabemos. La mañana del pasado domingo de Pascua —comenzó— Ricardo Neville, conde de Warwick, resultó muerto en Barnet. Confió un valioso medallón de oro con un zafiro llamado el Ojo de Dios a su fiel escudero Brandon, seguramente con el conocimiento de Moresby, el capitán de su guardia. Warwick murió y ahora nosotros sabemos que Brandon, Moresby y por lo menos otros cuatro seguidores suyos huyeron y se ocultaron, probablemente con el propósito de llevar el medallón al priorato de Christchurch de Canterbury, pero les ocurrió algo. Moresby fue misteriosamente asesinado y los demás han desaparecido; Fletcher aquí presente capturó a Brandon cuyo cadáver acabamos de ver. Señora Swinbrooke, ¿qué más sabemos?
    Kathryn observaba al pálido capellán.
    —Según nos han dicho las personas aquí presentes —respondió lentamente—, Brandon fue encerrado en una celda contigua a la de un asesino llamado Sparrow. Puede que hablara con aquel hombre que posteriormente se fugó. No lo sabemos, pues la muerte y el asesinato de Sparrow siguen siendo un misterio.
    El irlandés se encogió de hombros.
    —Brandon —prosiguió Kathryn— apenas explicó nada a persona alguna. Cayó enfermo y, según las pruebas de que disponemos, murió. Nuestro buen capellán aquí presente habló con él y le administró finalmente la extremaunción.
    —Es cierto —lloriqueó el cura, levantándose—. ¡Dios es mi testigo, señora, digo la verdad! ¡Le dieron unas calenturas y murió!
    —¿Y cómo supisteis que estaba muerto? —inquirió Kathryn.
    —No se percibía el latido de la vida ni en su garganta ni en su muñeca —explicó el cura—. No se advertía ninguna señal de respiración.
    —¿Utilizasteis un espejo? —insistió Kathryn—. ¿O acercasteis un trozo de cristal a su boca y su nariz?
    —Por supuesto que no —repuso el cura, volviendo a sentarse—. ¡Jesucristo es mi testigo, señora, de que le creí muerto!
    —Murió por la tarde —explicó Fletcher—. Lo colocaron en una caja y lo enterraron al anochecer... ¡Dios mío, cómo debió de sufrir el pobrecilio!
    —Lo cual nos lleva finalmente a la misteriosa caída de Webster desde lo alto de la torre —lo interrumpió Colum, mirando a su alrededor para estudiar los rostros de los presentes—. En nombre de vuestra lealtad al Rey —añadió despacio—, ¿puede alguien de vosotros arrojar alguna luz sobre estos misterios?
    Todos menearon la cabeza y negaron a coro. Colum dio la reunión por concluida, se levantó y se desperezó hasta que le crujieron los huesos.
    —Nadie —ordenó—, ninguna persona de este castillo deberá abandonarlo sin mi consentimiento, excepto vos, maese Sturry. —Abrió su bolsa, sacó un pequeño rollo de pergamino atado con una cinta roja y lo depositó en la mano de Sturry junto con una moneda de plata—. Podéis ir a donde queráis. En cuanto a los demás, quienquiera que abandone Canterbury, y eso os incluye también a vos, mi señor vendedor de indulgencias, ¡será declarado asesino, ladrón y traidor!
    Colum y Kathryn salieron de la sala, recogieron sus caballos y regresaron lentamente a la ciudad y a la cálida seguridad de la casa del callejón de Ottemele sin hacer apenas comentario alguno. Tras haberse despojado de las capas, ambos se sentaron alrededor de la mesa de la cocina, sumidos en sus propios pensamientos y en las consecuencias de lo que habían descubierto aquella noche.
    —Una jornada muy movida —comentó Kathryn mientras Thomasina les servía una fuente con cerveza, jamón ahumado, pan y queso—. He descubierto que Alexander Wyville se hace llamar ahora Robert Lessinger. El alcalde Faunte ha sido ahorcado. Vos habéis matado a un amigo de la infancia que os perseguía para acabar con vos. Nos hemos enterado que de Brandon huyó de Barnet con el Ojo de Dios, pero el zafiro ha desaparecido. Moresby fue asesinado. Brandon fue capturado, pero lo enterraron vivo. —Kathryn apartó su plato y apoyó los codos sobre la mesa—. Además, no tenemos ni idea de cómo asesinaron a Webster e ignoramos dónde están los antiguos compañeros de Brandon y, sobre todo, el paradero del Ojo de Dios.
    Colum tomó un sorbo de su jarra.
    —Todo eso sería más que suficiente para arrastrar a un hombre a la bebida —dijo sonriendo amargamente—. ¿Tenéis alguna sospecha?
    —En el castillo he preferido mentir —explicó Kathryn—. No hubo ningún error. Brandon fue enterrado vivo a propósito. Sospecho que le administraron cicuta. ¿Sabéis algo acerca de sus propiedades?
    Colum negó con la cabeza.
    —Es una planta silvestre muy común —explicó Kathryn—. Su denominación latina es Conium maculatum y es muy venenosa. Los griegos se la dieron a beber a Sócrates y, según una historia que mi padre me contó, el dios Prometeo les entregó el fuego a los mortales en un tallo de cicuta. La cicuta es peligrosa no sólo por su carácter venenoso sino también porque su aspecto es muy parecido al del perejil y el hinojo. Una equivocación puede tener fatales consecuencias. Además, existen muchas variedades; la cicuta mayor y la menor son especialmente peligrosas. Crecen en los setos vivos, en las zanjas y en los bosques. La cicuta tiene un desagradable sabor amargo y huele muy mal, aunque ambas cosas se pueden disimular con el vino.
    —¿O sea que a Brandon le administraron cicuta?
    —Todos los síntomas parecen indicar que sí. Elevada temperatura, cansancio, aumento de la frecuencia de los latidos del corazón; al final, la víctima se hunde en un profundo sueño o sopor que acaba en la muerte.
    Kathryn jugueteó con su jarra. Colum la miró de soslayo, tratando de reprimir una punzada de temor. «Es peligrosa —pensó—. Yo mato con la daga o la espada, pero ella puede utilizar una hierba aparentemente inofensiva para asesinar.»
    —Recuerdo un proverbio griego —murmuró Colum—. «Yo era un hombre sano hasta que conocí a los médicos.» Me dais miedo, señora Swinbrooke.
    Kathryn se encogió de hombros.
    —Casi todo el mundo teme a los médicos. El conocimiento de las hierbas es muy peligroso, sobre todo el de las plantas como la cicuta. Una vez atendí a un niño que había ingerido una pequeña cantidad. Los síntomas eran muy similares a los de Brandon: el niño parecía muerto.
    —¿Estáis diciendo que alguna persona de la guarnición del castillo le administró a Brandon esa hierba? ¿Cae en un profundo sueño, el cura le administra los últimos sacramentos, lo entierran a toda prisa y recupera el conocimiento en la tumba?
    —Sí, eso estoy diciendo —respondió Kathryn—. El pobrecillo se debió de sentir atrapado, débil y mareado al tiempo que luchaba por respirar. Probablemente estuvo una hora consciente antes de volver a desmayarse.
    Colum golpeó la tabla de la mesa.
    —Pero ¿quién y por qué?
    —Esperad. —Kathryn se levantó, se dirigió a su gabinete de escritura y regresó con un viejo y grasiento rollo de pergamino—. Vamos a seguir el camino de Brandon desde Barnet. —Limpió la mesa y desenrolló el tosco mapa de Kent dibujado por su padre—. Ahora sabemos —dijo señalando con el dedo Canterbury y los caminos del norte— que, tras la derrota de Warwick en Barnet, Brandon tomó la dirección de Canterbury. Durante algún tiempo, él y sus compañeros se ocultaron en el bosque de Blean, donde encontraron a Faunte y a sus seguidores. Más tarde, abandonaron el refugio del bosque y se dirigieron a la desierta aldea de Sellingham. —Kathryn se encogió de hombros—. Y después, ¡nada! Moresby es aparentemente asesinado por unos malhechores, Brandon es capturado y los demás desaparecen.
    —¿Qué proponéis que hagamos?
    —No regresar al castillo de Canterbury sino visitar y examinar esta aldea abandonada. ¿Y si Brandon hubiera ocultado el Ojo de Dios allí? —Kathryn enrolló el mapa—. Mejor hacer eso que nada.
    —Si él va... —declaró Thomasina desde la puerta de la despensa, apuntando con el dedo a Colum— ¡yo también voy!
    —¿Y qué hacemos con Wuf?
    —Agnes estará aquí, puede cuidar de él. Pero vos, señora Kathryn, no podéis ir por esos campos con un bárbaro soldado irlandés.
    —Sí, creo que es mejor que nos acompañéis —intervino Colum—. Tanto vuestra señora como yo necesitaremos protección.
    Thomasina le miró con rabia mal contenida y se retiró hecha una furia. Colum se frotó la cara.
    —Tendremos que salir con las primeras luces del alba. ¿Y vuestros pacientes?
    —Eso puede esperar. Tenemos que resolver esta cuestión, Colum. —También Kathryn se frotó los ojos—. Esto tiene que terminar como sea. O descubrimos la verdad o admitimos ante su excelencia el duque de Gloucester que es un misterio sin solución y que ni el Rey ni nadie podrá recuperar el Ojo de Dios.
    —¿Estáis cansada, Kathryn?
    —Pues sí —repuso Kathryn, mirándole con expresión abatida.
    —No, no me refería a eso —se apresuró a añadir Colum—. Quiero decir que, antes de mi llegada a Canterbury, vuestra vida era... más bien apacible. Teníais vuestro trabajo, vuestras aspiraciones...
    Kathryn se levantó.
    —Sí, Colum, todo era muy apacible. —Recogió su capa con una sonrisa—. Pero lo mismo podría decirse de un cementerio —añadió sin dejar de sonreír.
    Abandonó la cocina antes de que a Colum se le pudiera ocurrir una respuesta adecuada. Una vez en su habitación, Kathryn se sentó en la cama y, mientras se desataba las cintas de encaje del corpiño, pensó en las preguntas de Colum.
    «¿Qué ocurriría si él no estuviera aquí? —se preguntó—. No habría Ojo de Dios, ni Sabuesos del Ulster, ni asesinatos. Pero ¿qué tendría yo? El recuerdo de Alexander Wyville me seguiría atormentando y yo flotaría sin rumbo como una hoja llevada por la corriente.» Se mordió el labio y siguió reflexionando: la violencia formaba parte de su vida. Alexander Wyville había iniciado la danza y ahora ella tenía que llegar hasta el final. Cerró los ojos y pensó en su marido... recordó su rostro el día de la boda y las mismas facciones arreboladas por el vino y la furia.
    —¡No te quiero! —musitó—. ¡Que Dios me perdone, pero me da igual que estés vivo o muerto. Y, si vuelves, utilizaré todas las influencias que tenga, incluida la del propio Colum, para que los tribunales eclesiásticos anulen nuestro matrimonio.
    Terminó de desnudarse, se lavó con una esponja y una pastillita de jabón de Castilla, se secó cuidadosamente el cuerpo y se puso el camisón. Entró Thomasina, colocó un calentador entre las sábanas y le ofreció una taza de leche caliente con nuez moscada. Kathryn permitió que su ayudante la mimara y le prometió solemnemente que, al día siguiente, ella los acompañaría. Después se bebió la leche, apagó las velas y se deslizó entre las sábanas, cubriéndose la cabeza con las mantas como hacía de pequeña. Se desperezó un poco más tranquila y adormilada y dejó que sus pensamientos vagaran libremente... si pudiera recordar lo que había visto en la celda de Faunte. De pronto, le vino a la mente la imagen del Hombre Recto y recordó los versos de «El vendedor de indulgencias» de Chaucer:
    ¿Tan peligroso es encontrar a esta Muerte?
    Por Dios que buscarla he por caminos y fuertes.
    —¿Cuándo la volveré a encontrar? —se preguntó en un susurro—. ¿O acaso la muerte me acompaña siempre?
    Cerró los ojos y se sumió en una profunda modorra.


    Se pusieron en camino a primera hora de la mañana siguiente. Thomasina había preparado unas cestas con pan, queso, cecina y un poco de vino. Dejó detalladas instrucciones a la adormilada Agnes y profirió las más terribles amenazas contra Wuf en caso de que no se comportara debidamente. Kathryn le ordenó a Agnes que enviara a los pacientes más graves al médico Chaddedon y les dijera a los demás que aguardaran su regreso.
    —Ah, y dile a Wuf —añadió— que vaya a ver a las hermanas del callejón de la Judería; supongo que ya deben de estar bien, pero conviene que nos aseguremos.
    Colum, reconfortado por un buen sueño reparador, preparó y ensilló los caballos. Llevaba el talabarte ajustado alrededor de la cintura y una ballesta sobre la silla.
    —¿Y qué ocurrirá en Kingsdmead? —preguntó Kathryn.
    —Holbech es un hombre tremendamente enérgico. Sólo me espera cuando me ve. De todos modos, la mansión se encuentra todavía bajo los efectos de la visita de Gloucester. —Colum miró con una sonrisa a Kathryn—. Megan se alegra de que haya otras cosas en qué pensar.
    —¿Ya se ha ido el duque?
    —Sí, este Gloucester es tan despiadado como siempre. Vino para matar a Faunte y ahora ya ha completado la tarea que se había propuesto llevar a cabo en favor de su querido hermano. Antes de abandonar el Ayuntamiento, el duque me ordenó que acudiera a Londres esta misma semana para presentarle un informe acerca de los progresos que estamos haciendo en nuestros esfuerzos por recuperar el Ojo de Dios. —Colum sonrió con desesperanza—. Si hoy no descubrimos nada, una semana será demasiado.
    Montaron en sus caballos y, tras despedirse de Agnes y Wuf, abandonaron el callejón de Ottemele y subieron por la calle del Mayordomo en dirección a Westgate. La ciudad aún estaba dormida. Era todavía demasiado temprano para que las campanas de las iglesias anunciaran la misa de la mañana. De vez en cuando, alguna prostituta llamativamente vestida cruzaba la calle para escapar de las garras de los adormilados miembros de la guardia que hacían la ronda, armados con sus garrotes. En el callejón de Hethenman, los recogedores de estiércol se hallaban ocupados en la tarea de cargar en sus enormes carros de cuatro ruedas toda la basura y la suciedad de los albañiles. El hedor era tan insoportable que Colum, Kathryn y Thomasina tuvieron que cubrirse la boca y la nariz con la orla de sus capas sin prestar atención a la rechifla de los recogedores de estiércol que se divertían en medio del caos que estaban causando. Dos deudores de la prisión de la ciudad, encadenados juntos de pies y manos, recorrían las calles pidiendo limosna. En los cepos que había delante del convento de los dominicos cerca de la puerta de San Pedro, un grupo de borrachos jaraneros ya estaba siendo alineado para soportar durante todo el día los insultos de los mismos ciudadanos cuyo descanso tan cruelmente habían turbado la víspera.
    La Westgate estaba abierta para que los carros llenos a rebosar de productos del campo la pudieran cruzar en dirección al Buttermarket. Kathryn cerró los ojos mientras pasaban por debajo del arco y musitó una oración por el eterno descanso del alma del pobre Faunte. Continuaron ascendiendo y, después de dejar atrás la iglesia de San Dunstan, atravesaron la encrucijada para tomar el camino de Whitstable, donde las tabernas y alquerías que bordeaban el sendero cedían el lugar a la campiña. Los verdes campos ya estaban punteados de campesinos que preparaban la cosecha mientras sus hijos brincaban en los trigales, armados con hondas para espantar a los cuervos y las cornejas. El cielo resplandecía y las nubes grises se habían dispersado bajo los poderosos rayos del sol. Se detuvieron en una pequeña y mohosa cervecería para tomar un frugal desayuno consistente en vino aguado y gachas de avena. Kathryn, que llevaba consigo el mapa de su padre, y Thomasina le indicaron a Colum la ruta que debían tomar.
    Los caminos y senderos estaban casi todos desiertos, a excepción de algún que otro buhonero, calderero o cura iletrado que empujaban un carrito de mano con sus pobres pertenencias. De vez en cuando, sobre todo en las tabernas y las cervecerías, se tropezaban con grupos de emocionados peregrinos que se dirigían a Canterbury, ansiosos de postrarse ante el más venerado sepulcro de santo de toda la cristiandad. En una ocasión, Colum y sus acompañantes se perdieron, pero un legañoso aldeano de rubicundas mejillas los guió de nuevo al camino. Aproximadamente una hora después del mediodía, doblaron un recodo de un angosto sendero cubierto de maleza que conducía a la aldea abandonada. Al ver que los caballos tenían dificultades para avanzar, decidieron desmontar, procurando esquivar las colgantes ramas de los arbustos mientras maldecían por lo bajo los espinos en los que quedaban prendidas sus ropas. Sólo el gorjeo de algún pájaro o el zumbido de las abejas que revoloteaban alrededor de las grandes y perfumadas flores silvestres quebraban de vez en cuando el silencio del aire. Al final, dejaron atrás los matorrales y entonces, en un pequeño hueco de la ladera de la colina, aparecieron ante ellos las ruinas de la desierta aldea.
    —¡Dios misericordioso! —exclamó Colum, dando unas palmadas a su montura.
    Contemplaron las casas en ruinas. Las que eran de piedra habían perdido techumbre, mientras que de las de juncos y argamasa no quedaban más que unos montones de basura. Kathryn señaló el abandonado molino junto a la orilla de un arroyuelo, la taberna sin tejado, con la estaca de la enseña torcida e inclinada hacia un lado y el prado de la aldea enteramente cubierto por las malas hierbas. Más allá se levantaba la sencilla iglesia que, en realidad, no era más que una capillita. La nave carecía de techumbre y la cuadrada torre de su extremo oriental mostraba los efectos de las inclemencias del tiempo y se había convertido en la morada de multitud de grajos y cornejas que, con sus roncos graznidos, manifestaban su desagrado ante la presencia de los extraños, al tiempo que revoloteaban por encima de sus cabezas.
    —¿Por qué? —se preguntó Colum—. ¿Por qué esta desolación?
    —Mi abuelo me lo explicó —respondió Thomasina, enjugándose el sudor del rostro—. Me contó que vino la gran muerte. Mucho peor que el mal del sudor. Ciudades enteras desaparecieron. Dicen que dos de cada tres personas murieron.
    —Thomasina tiene razón —convino Kathryn, adelantándose con su montura—. Hay ciudades y aldeas como ésta a todo lo largo y lo ancho del reino. —Explicó con un estremecimiento—. Y ahora son tan sólo morada de fantasmas y espectros.
    —Alguien ha estado aquí —observó Colum, agachándose y removiendo con su daga la débil y escasa hierba—. Por aquí han pasado caballos, los excrementos ya están secos y empiezan a agrietarse.
    Decidieron hacer un recorrido por la aldea. Kathryn procuraba no pensar en la sensación de hormigueo que experimentaba entre las paletillas. Como si alguien la estuviera observando o como si los fantasmas de los seres que antaño habían vivido en aquel lugar estuvieran molestos por la repentina invasión de su territorio. El silencio del lugar resultaba opresivo. A veces, a Kathryn le parecía oír pisadas, lentos latidos al otro lado de los muros o susurros de puertas que se abrían. Trató de atribuir aquellas absurdas sensaciones a su calenturienta imaginación y a la siniestra atmósfera del lugar.
    A Colum y Thomasina les ocurría lo mismo. Sólo rompían su vigilante silencio cuando descubrían huellas de jinetes, pertenecientes sin duda a las monturas de los hombres que acompañaban a Brandon.
    —¿Por qué debieron de venir? —reflexionó Colum.
    —Se comprende muy bien —apuntó Kathryn de pie junto al molino abandonado—. ¿No os dais cuenta, Colum? Es un lugar siniestro y solitario, un escondite ideal. —Se mordió el labio, levantando la vista hacía las cornejas que volaban en círculo alrededor de la vieja torre de la iglesia—. Supongo que algún hombre del grupo de Brandon conocía este lugar, aunque sólo Dios sabe lo que ocurrió aquí —concluyó en voz baja.
    Reanudaron la búsqueda, entrando de vez en cuando en alguna casa abandonada. De repente, Colum lanzó un grito.
    —¡Kathryn, venid aquí!
    Kathryn dejó su caballo y cruzó una ruinosa puerta. Colum le señaló un montón de negras cenizas en un rincón y, cerca de él, un pequeño montículo de excrementos de caballo.
    —Está claro que Brandon estuvo aquí, pero, al parecer, ha habido alguien más y hace muy poco, por cierto. —Colum se acercó a los excrementos y los empujó con la punta de la bota—. Estos están todavía frescos.
    Prosiguieron su tarea y encontraron nuevos signos de una visita más reciente.
    —Dos jinetes en dos ocasiones distintas —observó Colum—. Dos jinetes estuvieron aquí, pero ¿en busca de qué?
    —El único lugar que nos queda —apuntó Kathryn— es la iglesia. —Miró hacia el lugar donde Thomasina se había sentado con expresión abatida sobre un murete medio derrumbado—. Quizá ya sería hora de que descansáramos y comiéramos algo.
    Ataron los caballos en el antiguo cementerio de la iglesia y entraron a través de un boquete de la torre que los condujo directamente a la nave del pequeño templo. La iglesia aparecía desolada y vacía y su techumbre había desaparecido. Las grisáceas paredes se encontraban cubiertas de líquenes y musgo y las columnas que dividían la nave de los estrechos cruceros estaban empezando a desconcharse y desmoronarse por efecto del viento y la lluvia. Kathryn miró a su alrededor. El viejo akar adosado al ábside de la iglesia seguía en su sitio. En el muro había un pequeño hueco para las vinajeras del ofertorio, un mural casi borrado y, a ambos lados del presbiterio, dos grandes concavidades en el lugar antaño ocupado por el antealtar.
    —Qué triste me resulta pensar que antes había gente que venía a rezar y adorar a Dios aquí —murmuró Kathryn.
    Thomasina lanzó un grito cuando un pájaro que anidaba en lo alto del muro de la iglesia levantó el vuelo con un ruidoso batir de alas.
    —¡Vamos! —la animó Kathryn, depositando los cestos en el suelo.
    Se pasaron un rato comiendo y bebiendo en silencio. Cuando terminaron, los tres bajaron por la nave de la iglesia.
    —¡Si veis algo —indicó Colum—, avisadme!
    —Aquí no hay nada —rezongó Thomasina, dando un puntapié al suelo cubierto de musgo.
    Kathryn bajó por uno de los cruceros, pasando los dedos por los liqúenes que crecían en el muro.
    —¿Qué edad le calculáis a esta iglesia? —preguntó Colum—. Me recuerda las capillas de Irlanda.
    —Es muy antigua —respondió Kathryn con aire ausente—. Por su sencillez y pureza de líneas, podría haberse construido antes de la conquista normanda.
    Regresó al presbiterio y se apoyó contra el altar. Lo empujó, pero no percibió el menor movimiento. Se miró los pies y vio más musgo y también unas ramas y unas grietas en el suelo. Recordó el consejo de su padre, que ella siempre tenía en cuenta cuando trataba a sus pacientes.
    «Procura descubrir lo extraño y lo que se sale de lo corriente.»
    Bajó la vista y gritó:
    —¡Colum!
    —¿Qué ocurre? —repuso éste, acercándose.
    —Pues que aquí hay unas ramas, unos trozos de corteza y unas grietas en el suelo, pero arriba no hay ninguna copa de árbol y aquí no se ha encendido ninguna hoguera.
    Kathryn se arrodilló y apartó las ramas. Colum salió de la iglesia y sacó de las alforjas una vela de junco.
    Regresó y la encendió; sombras procedentes de la llama danzaron sobre la piedra.
    —Aquí hay una letra —señaló Kathryn, apartando otras ramas y la tierra que las cubría—. Y alguien ha quitado el musgo. ¡Mirad, hay más letras!
    Thomasina se acercó corriendo mientras Colum inclinaba la vela de junco hacia delante y le entregaba a Kathryn su daga para que apartara más fácilmente la tierra.
    —Levate! —exclamó Kathryn, presa de una incontenible emoción—. Levate oculos ad montes! Levantad los ojos hacia las montañas —tradujo, sonriendo hacia Colum—. Es la misma oración que Brandon grabó en el muro de su celda en el castillo de Canterbury.
    —¿Y por qué está aquí?
    —Esto es una especie de lápida sepulcral —contestó Kathryn—. Probablemente aquí debajo hay una tumba perteneciente a algún olvidado y lejano señor del lugar. Según la tradición —añadió—, cuando el alma abandona el cuerpo los ángeles y los demonios se la disputan y por esta razón la gente desea ser enterrada en un lugar sagrado.
    Colum estaba cavando con la daga bajo la luz de la vela de junco.
    —Hay una brecha y se puede levantar la lápida —dijo.
    Tras haber apartado la tierra que la cubría, consiguió hacer palanca y levantar la pesada lápida, utilizando unos trozos de madera, su espada, la vaina y la daga.
    —Seguramente hay un medio más fácil —rezongó—, pero no lo conozco.
    Kathryn y Thomasina le echaron una mano. Cuando levantaron y apartaron la losa, el olor de moho que salía del interior del sepulcro los hizo toser y estornudar. En cuanto el polvo que habían levantado se volvió a posar, distinguieron unos peldaños que bajaban al interior. Con la vela de junco en la mano, Colum descendió cuidadosamente. Kathryn se disponía a seguirlo cuando la repentina exclamación de horror del irlandés le hizo experimentar un sobresalto tan grande que se le pusieron los pelos de punta.
    —¿Qué ocurre, Colum?
    —¡Oh, Dios mío! —gritó Colum—. ¡Oh, pobrecillos!
    Kathryn bajó corriendo a pesar de que los peldaños se estaban desmoronando. Estuvo casi a punto de lanzar a su vez un grito de terror cuando, al llegar abajo, extendió la mano y rozó el frío y blanco brazo de un esqueleto que se proyectaba hacia fuera desde un ataúd medio podrido. Se volvió y vio a Colum bajo un charco de luz, rodeado por unas sombras.
    —Colum, esto no es más que un simple panteón.
    —No, no —susurró Colum con voz ronca entrecortada—. Es un foso de asesinatos. —Levantó en alto la vela de junco—. ¡Mirad, Kathryn!
    Kathryn se acercó y contempló horrorizada los putrefactos cadáveres de cuatro hombres tendidos en el suelo, con la carne del rostro y las manos encogida y reseca. Yacían con las cuencas de los ojos vacías y las bocas abiertas. Tomando la vela de junco, Kathryn se acercó y se arrodilló junto a ellos. Apartó una sucia, rota y mohosa capa y distinguió en el sayo del hombre un dibujo casi imperceptible: un oso encadenado y con un bozal, sosteniendo en sus garras una nudosa clava.
    —El escudo de armas de Warwick —afirmó Colum—. Acabamos de encontrar al resto del grupo de Brandon.
    Kathryn reprimió las náuseas que sentía y examinó cuidadosamente cada uno de los cadáveres y especialmente los cráneos y la pechera de sus jubones.
    —No se observa el menor signo de violencia. No hay ninguna señal en los cráneos y no hay sangre en la ropa. Es una simple conjetura, Colum, pero creo que a estos hombres los dejaron morir de hambre aquí dentro.
    Colum acababa de descubrir una pequeña alforja de cuero en un hueco de la pared. La tomó, cortó los cierres medio podridos y sacó un medallón de oro; incluso en aquella oscuridad, el zafiro captó el débil resplandor de la vela de junco para lanzar destellos tan brillantes como una estrella.
    —¡El Ojo de Dios! —exclamó Colum, depositando la joya en la mano de Kathryn—. ¡Hemos encontrado el Ojo de Dios!
    Kathryn se levantó, procurando no golpearse la cabeza con la baja bóveda del sepulcro, y contempló el medallón de oro en forma de rombo. Se trataba de una bellísima pieza trabajada con gran maestría, una pura filigrana de oro labrada según el estilo celta y, sin embargo, no era nada en comparación con el fulgurante zafiro engastado en el ángulo superior, por encima de la cabeza de Jesucristro.
    —¡Qué hermosura! —exclamó Kathryn.
    Estaba tan absorta en la contemplación de la joya que casi se había olvidado de Thomasina, cuando ésta se acercó y lanzó un grito de horror ante el terrible espectáculo, grito que inmediatamente se trocó en otro de alegría al descubrir el medallón.
    —Esto vale una fortuna —susurró—. No me extraña que el duque de Gloucester lo quiera recuperar. ¡Los hombres serían capaces de matar por eso!
    —Y ya lo han hecho —repuso Kathryn alzando la vista. Miró de nuevo por el rabillo del ojo uno de los putrefactos rostros y añadió—: Salgamos de aquí.
    Al mover Colum la vela, Kathryn distinguió unos arañazos recientes en el muro. Bajo la trémula luz consiguió leer los nombres toscamente grabados: «Appleby, Claver, Durston y Farrol. Jesús, ten piedad». Miró a Colum y susurró:
    —Una última y terrible plegaria.
    —Sí —asintió Colum—. Lo cual demuestra que Brandon y Moresby no estaban con ellos.
    Subieron los peldaños y volvieron a colocar la lápida en su sitio.
    —¿Qué creéis que ocurrió? —preguntó Thomasina.
    —No lo sé —dijo Colum—, pero tendremos que pensarlo. No sé cómo ni por qué, ¡pero algún demonio del infierno asesinó a estos cuatro hombres, dejándolos morir aquí dentro!

    Capítulo 12
    Abandonaron la desierta aldea, no sin que antes Colum jurara que enviaría a unos hombres para que dieran una digna sepultura a los cadáveres. El día ya empezaba a declinar. Cabalgaron silenciosa y rápidamente, pero, aun así, ya era de noche cuando llegaron a Canterbury.
    Kathryn, en su calidad de médica, disponía de la llave de una de las poternas de la ciudad, cerca de Westgate. Una vez dentro, se dirigieron al callejón de Ottemele. La casa estaba muy tranquila, pues Wuf ya se había ido a la cama y Agnes se había quedado dormida con la cabeza apoyada sobre la mesa de la cocina. La niña se despertó, bostezó y se desperezó, asegurándole a su ama que todo había ido muy bien. Thomasina la acompañó inmediatamente a la cama mientras Kathryn y Colum se sentaban a la mesa. Thomasina regresó anunciando que les iba a servir algo de comer y beber.
    Kathryn estaba dolorida a causa del roce de la silla de montar y deseaba simplemente bañarse, cambiarse de ropa e irse a dormir, pero no podía quitarse de la cabeza la escena del sepulcro... aquella sombría cueva con sus patéticos cadáveres y el bellísimo Ojo de Dios que Colum ya había guardado dentro de un cofre en su habitación.
    —¿Por qué? —se preguntaba Kathryn—. ¿Por qué tuvieron que morir de esa manera?
    —Lo que a mí me preocupa —soltó Colum— es que todos hayan muerto: los cuatro de la tumba, Moresby en una zanja y Brandon asesinado en el castillo de Canterbury.
    —Fueron asesinados —siguió Kathryn—. Cuatro hombres sanos y fuertes no hubieran permanecido encerrados en un sepulcro, aceptando su destino sin oponer resistencia.
    —Creo que los debieron de encerrar allí quizá para ocultarlos de sus perseguidores —apuntó Colum— o tal vez para que no huyeran con la joya. Les debieron de prometer que regresarían por ellos y sellaron la tumba. Ya visteis lo mucho que nos costó entrar desde arriba. Una vez colocada la lápida, aquellos desventurados no pudieron empujarla desde dentro.
    Kathryn se encogió de hombros.
    —Ha ocurrido otras veces. Ha habido muertes de niños muy parecidas en las desiertas ruinas que rodean Canterbury.
    Hizo una pausa mientras Thomasina les servía vino, unas hogazas de pan candeal, unas lonchas de queso y unos trozos de jamón seco. Tomó muy despacio un sorbo de vino aguado. Se sentía tan cansada que estaba segura de que, si bebía demasiado, le ocurriría lo que a Agnes y se quedaría profundamente dormida sobre la mesa de la cocina. Tiró con aire ausente del cordón que le rodeaba la cintura.
    —Lo único que podemos deducir es que Brandon escapó —dijo—. Y los que se quedaron en el sepulcro conservaron en su poder el Ojo de Dios como garantía de su regreso.
    —Pero ¿por qué no regresó? —preguntó Colum—. ¿O acaso era Moresby el que tenía que regresar?
    Kathryn se mordió el labio.
    —No —respondió—, era Brandon. Conocía la frase Levate oculos ad montes, que era la clave del lugar donde estaban sus compañeros y el Ojo de Dios. Pero entonces lo capturaron y no pudo volver. Seguramente quería hacerlo en cuanto le concedieran el indulto y lo pusieran en libertad, pero lo asesinaron misteriosamente.
    —En cuyo caso, ¿qué es lo que tenemos ahora? —prosiguió Colum, exasperado.
    Kathryn miró a Thomasina, la cual iba de un lado para otro en la cocina, alegrándose de haber dejado a su espalda las macabras tumbas, las desiertas aldeas y el cansado viaje a lomos de un jamelgo.
    —Aquí hay algo que no encaja —reflexionó Kathryn—. Primero, ¿qué hacía Moresby? —Se humedeció los labios con la lengua—. ¿Acaso Moresby y Brandon abandonaron a aquellos hombres en la tumba? ¿Mató Brandon a Moresby y después se dejó capturar con la esperanza de que le concedieran el indulto, lo dejaran en libertad y pudiera regresar para ir en busca del Ojo de Dios? Si así fuera —terminó diciendo—, ¡Brandon era un cruel asesino y merece arder en el infierno!
    —Pero ¿por qué razón habría entregado Moresby su vida tan tontamente? —preguntó Colum—. Estamos olvidando una cosa. Primero, ¿a quién pertenecía el cadáver que se encontró en la zanja? ¿Cómo sabemos que se trataba de Moresby? Segundo, hemos descubierto las huellas de los compañeros de Brandon en aquella aldea abandonada, pero también hemos encontrado señales de la presencia de otros jinetes en aquel lugar. ¿Quiénes eran? —Colum lanzó un suspiro y meneó la cabeza—. ¿Es posible, Kathryn, que alguien más siguiera a Moresby, Brandon y sus compañeros después de la batalla de Barnet?
    —Puede que sí —repuso Kathryn, metiéndose un trozo de queso en la boca. Bajó la vista y, cuando volvió a levantar los ojos vio que Colum se había quedado medio dormido con una mano alrededor de su copa de vino—. Vamos —le dijo dulcemente—, ya es hora de que nos acostemos. Lo demás puede esperar.
    Colum parpadeó y se frotó la mejilla.
    —Por lo menos, hemos recuperado el Ojo de Dios —dijo.
    Se levantó tambaleándose y acarició suavemente la cabeza de Kathryn. Después le arrojó un beso a Thomasina y empezó a subir los peldaños de la escalera, anunciando que, a la mañana siguiente, si Dios así lo quería, estaría más descansado y podría pensar con más claridad.
    Kathryn ayudó un poco a Thomasina en la cocina y después se dirigió a su gabinete de escritura. Alisó un trozo de pergamino y, tomando la pluma, anotó rápidamente lo que habían descubierto. Se reclinó contra el respaldo de su asiento, se quedó un rato adormilada y después se levantó y regresó a la cocina para beberse un cuenco de agua. Seguía tirando distraídamente del cordón de su cintura y jugueteando con la borla dorada de su extremo cuando de repente, al dar un tirón demasiado brusco, le vino a la mente Faunte, encadenado y esposado en su celda.
    —¡Dios misericordioso! —exclamó en voz baja—. Pues claro, eso es lo que Webster descubrió.
    Regresó apresuradamente a la cocina, se lavó la cara con agua fría y le pidió a Thomasina que encendiera el fuego de la chimenea, pues tenía intención de quedarse allí.
    —¿Cuánto tiempo? —le preguntó Thomasina en tono quejumbroso.
    —Todo el que haga falta.
    Fue en busca de su bandeja de escritura y la dejó sobre la mesa. Después salió a tomar un poco el fresco aire del jardín y levantó los ojos hacia el cielo tachonado de estrellas.
    —¡Al final —musitó—, el misterio se ha desvelado, gracias a Dios!
    Entró de nuevo en la cocina y se puso a escribir rápidamente y sin el menor esfuerzo, como si se estuviera contando a sí misma una historia. Thomasina no cesaba de moverse a su alrededor, cloqueando como una gallina enojada. Al final, se resignó y se sentó a su lado, contemplando los grandes trazos de la pluma sobre el pergamino.
    —Siempre fuisteis muy porfiada —murmuró—. Ya de pequeña erais tremendamente tozuda.
    —Creo que ya sé quién es el asesino —le explicó Kathryn, asiendo a Thomasina por la muñeca—. Sé lo que ocurrió, Thomasina. Sé quién asesinó al prisionero del castillo. Y creo que sé incluso cómo murió Webster.
    —¿Y cómo lo sabéis?
    —Me lo ha dicho un trozo de cordón.
    Después, Kathryn ya no quiso añadir nada más. Terminó de escribir, enrolló el pergamino, lo ató con un trozo de cinta escarlata y se retiró a descansar. Sólo durmió unas cuantas horas y se despertó antes del amanecer. Se lavó y vistió a toda prisa y llamó a gritos a Colum, diciéndole que no fuera tan perezoso, pues tenían muchas cosas que hacer. A Colum siempre le costaba despertarse por la mañana. Sólo cuando se hubo lavado y rasurado la barba, accedió a sentarse en la cocina con Kathryn. Ella esperó a que desayunara y después le pidió a Thomasina que fuera en busca de Wuf y Agnes.
    Todos se sentaron en la cocina medio muertos de sueño. Wuf tenía sed y Thomasina le sirvió una taza de suero de leche y otra a Agnes. Sentado en una banqueta al lado de la chimenea, Colum admiró en su fuero interno a Kathryn; apenas había dormido y, sin embargo, tenía las mejillas arreboladas a causa de la emoción y sus ojos parecían bailar de alegría.
    —Siéntate, Thomasina —comenzó primero Kathryn—. Vamos a jugar a un juego.
    Wuf se levantó de un salto y empezó a batir palmas.
    —¿Yo también podré jugar?
    —Sí. Colum, quiero que atéis las manos y los pies de Wuf, tal como las tenía el pobre Faunte en el Ayuntamiento.
    Wuf lanzó gritos de entusiasmo, pero se quedó quieto mientras Colum iba en busca de una cuerda y hacía lo que Kathryn le había pedido. El niño se levantó con las manos y los pies atados y un trozo de cuerda entre las ataduras de los tobillos y las de las muñecas.
    —No te rías, Wuf —dijo Kathryn—. Agnes, ponte a su lado.
    Agnes obedeció, mirando asombrada a su ama.
    —Y ahora, Wuf, recuerda que es sólo un juego —le advirtió Kathryn—. Intenta rodear el cuello de Agnes con las manos.
    Se produjo una confusión absoluta. Agnes se echó rápidamente hacia atrás y Wuf brincó arriba y abajo antes de caer riéndose sobre los juncos del suelo. Colum miró a Kathryn.
    —¿Sparrow y el carcelero? —le preguntó.
    —Pues claro —repuso Kathryn—. No, Wuf, no me preguntes nada. Colum, cortadle las ataduras.
    Colum liberó al muchacho. Sin dejar de reírse, Wuf se acercó corriendo a Kathryn y le dio un abrazo.
    —¿Qué es todo esto? —preguntó Thomasina.
    —Estamos tratando de atrapar a un asesino —explicó Kathryn—. ¿Recordáis a las ancianas hermanas Eleanor y Maude? Todo el mundo pensaba que habían contraído la peste, pero nosotras sabíamos que, en realidad, era la pelagra. Lo de nuestro asesino del castillo es algo parecido. Nos ha expuesto unos hechos que, en realidad, deforman la verdad. —Miró con una sonrisa a Colum—. Pensábamos que Sparrow había matado al carcelero y le había quitado la llave para abrir las esposas. Pero huyó y más tarde trató de chantajear al asesino de Brandon en el castillo y fue entonces cuando lo mataron. Estaba tirando distraídamente del cordón de mi vestido —añadió, meneando la cabeza— cuando, de pronto, me di cuenta de que una cuerda o una cadena muy tensas impiden el movimiento.
    —¡O sea —dedujo Colum— que a Sparrow le debieron de quitar las esposas antes de que matara al carcelero! Y después su cómplice lo dejó escapar y finalmente lo asesinó para que no lo delatara.
    —Exactamente —repuso Kathryn—. He aplicado la misma lógica a los restantes asesinatos, negándome a dar por bueno lo que nos habían dicho. Y ahora, Wuf... —Kathryn señaló la puerta—. Si yo te dijera que esta puerta está cerrada por fuera y tú quisieras salir, ¿qué harías?
    —Saltar por la ventana —contestó Wuf.
    —No, no —dijo Kathryn, riéndose—. Supongamos que la cocina no tiene ventanas.
    —Buscaría un martillo o un tronco y la derribaría —contestó resueltamente Wuf, alegrándose de poder ser el centro de la atención de Kathryn.
    —¿Y si tuvieras mucha prisa? —añadió Kathryn—. Supongamos que se hubiera declarado un incendio. En cuanto salieras al jardín, seguro que no te tomarías la molestia de comprobar que estabas equivocado y que la puerta estaba cerrada por dentro y no al revés.
    Colum se dio una palmada en el muslo.
    —¡La trampa del castillo!
    —Mis sospechas empezaron cuando me pregunté cómo era posible que Webster hubiera gritado, estando inconsciente —explicó Kathryn.
    —Pero a Webster lo vieron en lo alto de la torre.
    —¿Estáis seguro? —continuó Kathryn—. Hace unos días, regresé a esta casa y creí que Agnes estaba en el jardín porque vi su capa de color pardo, pero era Wuf. ¡No, no! —se interrumpió y levantó una mano para calmar a Agnes—. Ahora no es el momento de empezar a discutir por eso. ¿No os dais cuenta, Colum? Los asesinatos fueron muy sencillos. Nosotros vimos unas imágenes deformadas. Brandon murió, pero en realidad fue envenenado. ¿Se fugó Sparrow? No, más bien dejaron que se escapara. Webster fue visto en lo alto de la torre y la trampa estaba cerrada por fuera. Pero ¿de veras estaba él allí? ¿Y es cierto que la trampa estaba cerrada por fuera?
    —Pues entonces, ¿quién es el asesino? —preguntó Colum.
    Kathryn se frotó los ojos.
    —Bueno, aquí tenemos otra imagen deformada. Brandon, Moresby y los otros cuatro abandonaron Barnet con el Ojo de Dios. Pero después de nuestra visita a Sellingham, hemos visto los cadáveres de todos ellos, ¿menos...?
    —Menos el de Moresby —contestó Colum.
    —Sí —continuó Kathryn tomando aliento—. Menos el de Moresby. ¿De veras ha muerto? ¿Ocupó alguien su lugar? Vamos a aclarar esta cuestión. —Kathryn se levantó y se situó de pie ante la chimenea—. ¿Quién del castillo podría no ser lo que afirma ser?
    —El vendedor de indulgencias.
    —¿Y quién del castillo puede recorrerlo a su antojo?
    —El vendedor de indulgencias —repitió Colum, seguido esta vez de Wuf, Thomasina y Agnes que le corearon.
    —En tal caso, irlandés, ya es hora de que nos presentemos en el castillo, antes de que alguien lo abandone.
    —¿Puedo ir? —preguntó Wuf.
    Kathryn le besó la cabeza.
    —No, tú y Agnes ya nos habéis ayudado mucho.
    Después, ella y Colum tomaron sus capas, se despidieron de los demás y se dirigieron a las cuadras.
    —¿Pensáis —comenzó Colum—, es decir, ya sabéis quién es el asesino?
    —Hay algo que todavía me preocupa —explicó ella—. Hace muy poco, dos jinetes visitaron en dos ocasiones distintas la aldea abandonada, ¿verdad?
    Colum asintió al tiempo que se acariciaba un corte que se había hecho en la mejilla por afeirtarse con demasiada prisa.
    —Conozco las huellas de los caballos —aseguró—. En eso no me puedo engañar.
    —En tal caso, quizá debamos reconsiderar quién tenía acceso a Brandon, Sparrow y la trampa de la torre.
    Recogieron sus caballos en la cuadra y tomaron el camino del castillo. En Winchepe, poco antes de cruzar las puertas, Kathryn se detuvo.
    —Mientras yo entretengo a los demás, quiero que examinéis la cerradura de aquella trampa —dijo. Y, con una atinada cita de la «Viuda de Bath» de Chaucer, le impartió una concisa lección acerca de lo que ella llamaba lo evidente. Al final, Colum le dio la razón y se apartó a un lado con su montura para permitir que dos enormes carros entraran ruidosamente en el castillo.
    —Pero ¿qué prueba tenemos?
    —Ninguna —contestó animadamente Kathryn—. Por lo menos, todavía no. Pero, en cuanto estemos en el castillo, vos deberéis hacer lo que os he pedido.
    Colum tomó el delicado dedo con el que ella lo estaba apuntando y se lo oprimió suavemente.
    —¿Sabéis una cosa? —dijo, adelantándose con su montura—, siempre he pensado que Thomasina sería una excelente viuda de Bath. Sin embargo, tras haberos oído hablar a vos, ya no estoy tan seguro.
    Kathryn le sacó la lengua a su espalda antes de ponerse de nuevo a su lado.
    —Colum, ¿no estáis preocupado? Os veo...
    —¿Resignado?
    —Sí, resignado.
    Colum sacudió la cabeza.
    —He vivido toda la vida con la muerte, Kathryn. He luchado en batallas y emboscadas, he acuchillado y dado hachazos en las aldeas, los campos y las riberas de algunos ríos. He perseguido y me han perseguido —añadió, tensando las riendas de su montura—. Cuando vives así, se te endurece el corazón. ¿Creéis que el Rey o Gloucester se preocupan por Brandon? Lo que ellos quieren es el medallón.
    En cuanto entraron en el recinto del castillo, Colum dejó de hablar. Un soñoliento mozo se hizo cargo de sus cabalgaduras, mientras otro se dirigía al interior para anunciar a sus habitantes que maese Murtagh les esperaba en la gran sala.
    Uno a uno fueron llegando. Fitz-Steven el escribano tenía el cabello alborotado y aún no se había afeitado. Lo habían arrancado directamente de la cama y parecía muy enojado. Peter el capellán se mostraba inquieto. Gabele miraba a su alrededor con rostro impenetrable y el Hombre Recto ofrecía un aspecto tan estrafalario como de costumbre. Al final, apareció un encolerizado Fletcher que habló en nombre de todos.
    —Ya estoy harto de todo esto —gritó, mirando enfurecido a Kathryn—. ¡Harto de que me llamen y me manden de acá para allá! ¿Dónde está el irlandés?
    —No tardará —respondió Kathryn—. Ha ido a ver una cosa.
    —¿Cómo? —rezongó Fitz-Steven.
    —No pasa nada —le atajó Colum, entrando en la sala y sentándose al fondo de la mesa del estrado, directamente delante de Kathryn—. Como os veo muy impacientes a todos, os voy a hacer un breve resumen.
    Colum desoyó los murmullos de reproche e hizo una sucinta descripción de lo que había ocurrido en el castillo a lo largo de los últimos días.
    —¿Y dónde está la novedad? —replicó Peter el capellán.
    —En realidad, no hay ninguna —admitió Colum sonriendo—. Ah, por cierto, señora Swinbrooke, he echado un vistazo donde vos me habéis dicho y tenéis razón.
    —Bueno pues, ¿a qué habéis venido? —intervino Gabele.
    —En primer lugar —repuso Kathryn—, hemos encontrado el Ojo de Dios. —Estudió rápidamente los rostros de los presentes para calibrar su reacción—. Pero hay una cosa que sigo sin entender —añadió—, y es la muerte de Webster. Maese Gabele, ¿dijisteis que sir William había estado paseando por la torre?
    —En efecto.
    —¿Y que los guardias le oyeron gritar antes de morir?
    —Sí.
    —¿Y vos subisteis a la torre?
    —Ya os lo he explicado —contestó Gabele—. No pude levantar la trampa porque Webster la había cerrado por el otro lado. Ordené que nadie se acercara allí hasta que llegara el irlandés.
    —La trampa estaba cerrada por fuera, pero abierta por el lado de la escalera, ¿no es así?
    Gabele se humedeció los labios con la lengua.
    —¿Sí o no? —insistió Kathryn.
    —Pues claro.
    —En ese caso —terció Colum—, acabo de examinar la trampa. Las cerraduras de ambos lados han sido sustituidas.
    —Naturalmente que sí. Se estropearon cuando derribamos la trampa —explicó Fletcher.
    —Sí, pero cuando las he vuelto a examinar detenidamente el cerrojo del lado de la torre se había cambiado, a pesar de que allí no se observa la menor señal de forzamiento como, por ejemplo, la madera astillada, cosa que necesariamente hubiera tenido que ocurrir cuando los soldados derribaron la trampa. —Colum tamborileó suavemente con los dedos sobre la superficie de la mesa—. Y lo más curioso es que el cerrojo del lado de la escalera también se ha cambiado. ¿Por qué? Si hubiera estado descorrido, no hubiera debido romperse.
    —¿Qué estáis insinuando? —preguntó bruscamente Gabele.
    —Bueno... —Colum levantó la mano—. Hay una trampa con un cerrojo en cada lado. En el lado de la torre, parece ser que Webster lo corrió y nosotros forzamos la trampa. Sin embargo, no se ve la menor señal de fuerza. En el lado de la escalera... —Colum señaló el otro lado de su mano— que hubiera tenido que estar descorrido, se observan visibles señales de forzamiento.
    —En otras palabras —añadió Kathryn, clavando los ojos en el pálido rostro de Gabele—, la trampa sólo estaba cerrada por el lado de la escalera y no por el de la torre y, por consiguiente, ahora os tendré que decir lo que ocurrió. El alcaide se dirigió a la torre y subió los peldaños para dar su acostumbrado paseo matinal. Vos, maese Gabele, que acechabais en la sombra, le golpeasteis la parte posterior de la cabeza, tomasteis su capa y su castoreño y empezasteis a pasear arriba y abajo como si fuerais el alcaide. Los guardias sólo vieron lo que esperaban ver y, desde el lugar donde se encontraban bajo la grisácea luz del amanecer, no podían distinguir los rasgos de vuestro rostro. Hicisteis todo lo que Webster hubiera hecho: pasear arriba y abajo, encender el brasero e incluso saludar a los guardias de abajo. Desde tanta altura, la voz de un hombre suena muy parecida a la de otro. Después abandonasteis la torre y la cerrasteis por dentro.
    —¡Eso es un disparate! —gritó el maestro de armas.
    Colum, sentado a su lado, le asió la muñeca.
    —Después le volvisteis a poner a Webster la capa y el castoreño —prosiguió Kathryn— y mirasteis a través de las rendijas de los postigos de la salida de emergencia, la gran ventana de madera que hay justo debajo de la trampa de la torre, esa que se abre en la pared, ¿recordáis?
    Gabele no se atrevió a mirarla.
    —Visteis que los centinelas estaban cansados y muertos de frío después de una larga noche de guardia. Descorristeis la aldaba, esperasteis a que estuvieran de espaldas y empujasteis el cuerpo del pobre Webster a través de la ventana. En el momento de cerrar la ventana, lanzasteis un grito, los guardias se volvieron, vieron una mancha de color, oyeron el grito y llegaron a la lógica conclusión de que Webster se había caído o bien se había arrojado desde lo alto de la torre. —Kathryn hizo una pausa—. Jamás lo hubiera adivinado —añadió— si vos hubierais golpeado a Webster en el mismo lado de la cabeza que se estrelló contra el suelo.
    Gabele se levantó muy despacio.
    —¡Sois una perra embustera! —dijo, soltando un gruñido.
    Colum se inclinó hacia delante y rozó el cuello del maestro de armas con la punta de su daga mientras, con la otra mano, le sacaba el puñal de la vaina.
    —¡Os ruego que os sentéis!
    Gabele así lo hizo. Si las miradas pudieran matar, la cabeza de Kathryn hubiera saltado rebotando de sus hombros.
    —Pero yo creía que el cerrojo del lado exterior de la trampa de la torre estaba roto —dijo Peter el capellán—. Vos lo tuvisteis que ver, maese Murtagh.
    Colum se encogió de hombros.
    —Pensándolo bien, lo que yo vi fue que la armella que sujetaba el cerrojo estaba suelta para que pareciera que había sido forzada. Lo debió de hacer Gabele antes de abandonar la torre.
    Fletcher se levantó de un salto y apuntó con un dedo acusador a Gabele.
    —El irlandés tiene razón. Regresasteis y dijisteis que la trampa estaba cerrada por fuera y nosotros os creímos. Nadie fue a comprobarlo. Obedeciendo vuestras órdenes, nadie subió.
    —¡Miente! —chilló Gabele—. El irlandés no puede demostrar lo que dice. Yo cambié... —dejó la frase sin terminar al darse cuenta de la enormidad de lo que estaba confesando.
    —Luego lo hicisteis, ¿no es cierto? —preguntó serenamente Kathryn.
    Gabele apartó la mirada.
    —Sé muy bien que sí —continuó luego Kathryn—. Sustituisteis los dos cerrojos. Colum lo ha comprobado cuando ha subido a la torre esta mañana. —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa—. ¿Y por qué razón lo hicisteis, maese Gabele? ¿Por qué cambiasteis los dos cerrojos? El del lado de la escalera no hubiera tenido que estar roto. ¿Por qué cambiarlo entonces? ¿Y por qué lo hicisteis vos mismo? ¿Acaso en el castillo no hay un carpintero?
    —Un momento —la interrumpió Fitz-Steven, golpeando la mesa con la mano—. ¿Estáis diciendo, señora, que Gabele esperó a Webster en la oscuridad de la escalera, le propinó un golpe en la cabeza, le quitó la capa y el sombrero y después se hizo pasar por el alcaide en la torre?
    Kathryn asintió con la cabeza.
    —¿Y después —añadió el escribano— aflojó las armellas del cerrojo del lado exterior de la trampa, cerró la trampa por el lado de la escalera, le volvió a poner a Webster la capa y el sombrero y arrojó el cuerpo del pobrecillo por la salida de emergencia?
    —Sí, lo habéis entendido muy bien, mi señor escribano. Recordad que eran las primeras luces del alba. Los guardias estaban cansados y se encontraban de espaldas.
    Fitz-Steven se rascó la barbilla.
    —Lo admito, señora, pero ¿por qué, cuando forzamos la trampa, no os disteis cuenta de que el cerrojo de la parte interior estaba corrido?
    —Muy sencillo —terció Colum—. Gabele había ordenado que nadie subiera a la torre hasta que yo llegara. En segundo lugar, la escalera estaba muy oscura. En tercer lugar, aunque nos hubiéramos dado cuenta, ¿habría tenido alguna importancia en aquel momento? Gabele hubiera podido aducir que lo había hecho por motivos de seguridad. Finalmente, lo más importante, ¿recordáis cómo subimos a la torre? Gabele subió primero y ordenó a los guardias de arriba que forzaran la trampa para evitar de ese modo que nosotros pudiéramos observar algo raro.
    —Pero ¿por qué? —preguntó el capellán.
    —Creo que Webster fue asesinado —explicó Kathryn— porque comprendió que la fuga de Sparrow no había sido accidental. Por eso escenificó con vos aquella pequeña representación en el prado del castillo la víspera de su muerte. Todo el mundo creía que el carcelero había sido estrangulado. Pero ¿cómo hubiera podido Sparrow hacer tal cosa si iba esposado y tenía las esposas encadenadas a los grilletes que le rodeaban los tobillos? ¿Cómo puede uno, en semejante situación, levantar las manos para estrangular a un hombre? No. —Kathryn meneó la cabeza—. Alguien manipuló las esposas para que no se cerraran debidamente.
    —Claro —intervino Peter el capellán—. El alcaide se comportó de una manera muy rara y me acompañó a aquel hueco de la muralla, juntando las manos sobre su pecho como en actitud de oración. Después me miró, musitó no sé qué de que tenía que hablar con el irlandés, giró sobre sus talones y se retiró. Webster debió de comprender que las esposas de Sparrow estaban sueltas, aunque Sparrow —añadió el cura— hubiera podido golpear primero al carcelero y haberle quitado las llaves.
    —Muy cierto —dijo Colum—, pero eso hubiera exigido un forcejeo o alguna forma de lucha. Según lo que nos contaron, Sparrow se dirigió a aquel oscuro rincón de la muralla, el carcelero lo siguió y Sparrow lo estranguló. El carcelero fue pillado completamente desprevenido. Después, Sparrow se cambió de ropa y desapareció. —Colum se encogió de hombros—. El hecho de que las esposas de Sparrow hubieran sido manipuladas, significa que éste contaba con un cómplice en el castillo. Y eso es lo que Webster sospechaba.
    —¿Y Sparrow? —continuó el capellán.
    —Bueno, pues con el pretexto de prolongar el trato que ambos habían hecho, Gabele se reunió más tarde con él en los desiertos prados de las riberas del Stour: allí lo mató, decapitó el cadáver y lo arrojó al río.
    —Cuando condujimos el cadáver de Sparrow aquí —añadió Kathryn—, llegamos a la conclusión de que éste se había fugado probablemente por sus propios medios. Sin embargo, Webster sabía que no era así. Nosotros nos concentramos en la posibilidad de que Sparrow hubiera intentado chantajear a alguien del castillo y este alguien lo hubiera asesinado para quitárselo de encima. —Kathryn se encogió de hombros—. La verdad fue justo lo contrario. Permitieron que Sparrow escapara para evitar que contara lo que sabía.
    —¿Y por qué iba yo a hacer todo eso? —preguntó Gabele.
    —¡Aja! —Kathryn empujó su asiento hacia atrás—. Ahora llegamos al meollo de la cuestión. Brandon es encarcelado en el castillo de Canterbury. Mantiene la boca cerrada, pero empieza a insinuarle a Gabele su gran secreto; conoce el lugar donde se oculta un valioso tesoro. No le facilita ninguna clave, excepto una cita de los salmos: Levate oculos ad montes, levantad los ojos hacia las montañas.
    —¿Y qué razón hubiera tenido Brandon para revelarle todo eso a Gabele? —preguntó Fletcher.
    —La posibilidad de recibir un mejor trato y alcanzar rápidamente el indulto —explicó Colum—. Brandon era un asesino. Una vez libre, Gabele se hubiera convertido simplemente en un nuevo obstáculo que él debería eliminar. Hasta que llegara ese momento... —Colum extendió las manos— Gabele recibiría retazos de información como, por ejemplo, que el tesoro estaba escondido en una iglesia. Por su parte, Gabele, procurando disimular su codicia, hizo un pacto con Brandon, pero Sparrow, a través de la rendija que comunicaba las celdas, se enteró de lo que ocurría.
    —Y entonces Sparrow —intervino Kathryn prosiguiendo el relato— chantajeó a Gabele: o le facilitaba la fuga o él se lo contaba todo a Webster. Gabele accedió a facilitarle la fuga, abrió las esposas de Sparrow y, aprovechando la primera ocasión, Sparrow mató al carcelero y se fugó. Gabele a su vez mató a Sparrow, pero entonces se dio cuenta de que Webster sospechaba de él y decidió matar también al alcaide.
    —Pero ¿por qué? —preguntó el Hombre Recto.
    Kathryn observó que los afectados gestos del vendedor de indulgencias habían sido sustituidos por una expresión de frío recelo.
    —Pero ¿por qué mató Gabele al prisionero? —insistió el Hombre Recto, inclinándose hacia delante para mirar fijamente a Kathryn.
    —Pues porque llegó a la conclusión de que, si el tesoro estaba escondido en una iglesia, había de tratarse de un lugar abandonado. Gabele conocía los alrededores de Canterbury y la desierta aldea de Sellingham y decidió probar suerte. Al fin y al cabo, dispondría de todo el tiempo que quisiera y, una vez hubiera eliminado a Brandon, él no tendría que compartir el botín con nadie. Además, enviando a Brandon y Sparrow a reunirse con el Sumo Hacedor, su buena fama estaría a salvo. —Kathryn se reclinó contra el respaldo de su asiento—. No le resultó difícil planear la muerte de Brandon —añadió—. La cicuta abunda tanto en los campos como la hierba. Margotta, su hija, le servía la comida a Brandon por lo tanto era muy fácil para él encontrar la ocasión de mezclar el veneno con la comida. A la repentina indisposición le seguirían unas calenturas y una pérdida del conocimiento, tras lo cual el prisionero moriría sin poder protestar ni darse cuenta de que había sido engañado.
    —¿Y no creéis que Brandon habría sospechado algo? —susurró Fletcher.
    —¿Y qué si hubiera sospechado? —replicó Colum—. ¿Qué habría podido decir? ¿Confesarle al padre Peter o a Webster que lo estaban envenenando porque conocía el escondrijo de un gran tesoro? Por muy asesino que fuera, dudo mucho que Gabele se molestara en pensar en la posibilidad de que el prisionero perdiera el conocimiento y despertara en la tumba para acabar muriendo de la forma más horrible que imaginar cupiera.
    —¿Y por qué razón Gabele no encontró el tesoro? —continuó Fletcher.
    Kathryn miró al maestro de armas, el cual permanecía sentado con ambas manos apoyadas sobre la mesa, perdido en sus propios pensamientos. La palidez de su rostro y el encorvamiento de sus hombros constituían una prueba evidente del acierto de sus deducciones.
    —Lo buscó, pero le pasó inadvertida la oración de Brandon, y lo mismo le ocurrió a la otra persona que también buscaba el Ojo de Dios.
    El Hombre Recto dio unas palmadas sobre la mesa.
    —¿De qué otra persona se trata? ¿Y cómo se había enterado de la existencia del medallón?
    Kathryn miró con una sonrisa al vendedor de indulgencias.
    —Creo que vos ya lo sabéis —le susurró—. Vos no sois quien decís ser; vuestro nombre es Reginald Moresby, capitán de la guardia del difunto conde de Warwick, muerto recientemente en la batalla de Barnet.
    El vendedor de indulgencias le mantuvo la mirada sin inmutarse.
    —Estoy en lo cierto, ¿verdad? —Kathryn hubiera jurado que los ojos del hombre le sonreían—. Es la única explicación lógica.
    —No tenéis nada que temer —intervino Colum—. Os juro por lo más sagrado, maese Moresby, que, si decís la verdad, yo os garantizaré personalmente el indulto del Rey.
    El vendedor de indulgencias estaba a punto de protestar, pero al final lanzó un suspiro y, arrancándose el extravagante collar de reliquias que llevaba alrededor del cuello, lo arrojó sobre la mesa.
    —Si no hay más remedio —murmuró—, no hay más remedio. Permitidme, señora Swinbrooke, contaros una historia que os helará la sangre en las venas. Soy Reginald Moresby, de Newport en Shropshire, capitán de la guardia del difunto y muy amado conde de Warwick. Que el Señor nos perdone, pues tanto Brandon como yo huimos de Barnet con el Ojo de Dios. Nos pasamos varias semanas escondidos en los bosques y en desiertos parajes, lejos de las encrucijadas y los caminos. Mi principal propósito era el de llegar al priorato de Christchurch de Canterbury y después cabalgar hacia el sur hasta Dover y embarcar allí rumbo a Francia. Sin embargo, la campiña estaba llena de soldados yorquistas. Eramos seis, incluido yo mismo, los más fieles seguidores de Warwick, o eso creía yo por lo menos. Brandon tenía en su poder el Ojo de Dios y decía conocer una aldea abandonada y una iglesia en la que podríamos esconder nuestro tesoro. Esta información se la facilitamos a Nicholas Faunte cuando lo encontramos escondido en el bosque de Blean. —Moresby se humedeció los labios con la lengua—. Después de nuestro encuentro con Faunte, decidimos separarnos. Yo dejé a Brandon y a los otros cuatro y me fui con la intención de averiguar qué había ocurrido con el cuerpo de Warwick y establecer al mismo tiempo el camino más seguro para llegar a Canterbury y, desde allí, trasladarme a Dover. Los demás miembros del grupo confiaban plenamente en mí y yo dejé en sus manos el Ojo de Dios. —Moresby se encogió de hombros—. La joya era también una garantía de mi regreso. Me pasé varias semanas por los caminos y perdí mucho tiempo, escondiéndome de un grupo de yorquistas salteadores de caminos. Habíamos acordado reunimos en Sellingham. Llegué a la aldea. Mis compañeros habían estado allí, pero no encontré ni rastro de ellos. Empecé a investigar, sin embargo eso resultaba todavía muy peligroso, así que decidí permanecer escondido, pensando que mis compañeros habrían seguido adelante.
    —¿Por qué os disfrazasteis de vendedor de indulgencias? —preguntó Kathryn.
    Moresby esbozó una triste sonrisa.
    —Me pareció lo más apropiado. ¿Conocéis a Chaucer, señora Swinbrooke?
    —¡Más de lo que os imagináis! —repuso Kathryn.
    Colum carraspeó.
    Moresby se pasó los dedos por su extraño cabello teñido de amarillo.
    —En el cuento «El vendedor de indulgencias» —añadió—, unos jóvenes acaban matándose unos a otros a causa de un precioso tesoro escondido. Bueno pues, cuando visité por primera vez la aldea abandonada y no encontré a nadie, pensé que Brandon y los demás se habrían visto obligados a huir. Después me enteré de la captura y el encarcelamiento de Brandon en el castillo de Canterbury. No encontré ni rastro de los demás y empecé a preguntarme si no se habría cometido algún horrible crimen. Me vino a la memoria el cuento de «El vendedor de indulgencias» de Chaucer y, por extraño que os parezca, en una taberna de las afueras de Maidstone, coincidí con uno de esos personajes. Observé que aquel hombre podía viajar a lo largo y a lo ancho del reino sin que nadie le molestara y le compré por un penique todas sus reliquias, sus ropajes y sus autorizaciones. En una zanja encontré un desfigurado cadáver medio podrido, le di mis ropas y mis pertenencias, me convertí en el Hombre Recto y vine directamente a Canterbury. —Moresby extendió las manos—. El resto ya lo sabéis. Me presenté ante sir William Webster, explicándole que las posadas y las tabernas estaban llenas y le pregunté si podía ofrecerme una cama en el castillo. Como es natural, me contestó que sí. Esperé la primera oportunidad que se me ofreció y visité a Brandon. —El capitán hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Fue después de la fuga de Sparrow. Brandon se mostró muy arrogante. Sabía quién era yo, pero no podía delatarme sin delatarse a sí mismo. Me aseguró que desconocía el paradero de los demás miembros del grupo así como el del Ojo de Dios. —Moresby meneó la cabeza—. Yo sabía que mentía. —Miró desconcertado a Colum—. Regresé varias veces a la aldea abandonada, pero no encontré nada. ¿Cómo conseguisteis vosotros descubrir el Ojo de Dios?
    Colum se lo explicó. Todos los presentes escucharon en sobrecogido silencio la descripción que hizo el irlandés del descubrimiento del sepulcro bajo el suelo de la iglesia abandonada. Moresby, intensamente pálido y boquiabierto de asombro, no intentaba siquiera enjugarse las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
    —¿Así los encontrasteis? —musitó apenas.
    —Sí —le respondió Colum en un murmullo.
    Moresby se cubrió el rostro con las manos.
    —¡Oh, Dios mío, ten misericordia de ellos! —exclamó entre sollozos—. ¡Oh, Cristo Jesús, ten misericordia de ellos! ¡Y que Dios maldiga a Brandon! —añadió, echando la cabeza hacia atrás—. Él los asesinó, ¿verdad?
    —Creo que sí —asintió Colum—. Brandon conocía la existencia del sepulcro. Quería apoderarse del Ojo de Dios e hizo planes. Éstos consistían en atraeros a todos hasta aquella iglesia y enterraros vivos en el sepulcro. La lápida está hecha de tal manera que se puede levantar desde fuera, pero no desde dentro. Debió de convencer a sus compañeros de que era un buen escondrijo, se inventó alguna excusa para dejar a los otros cuatro y les entregó el Ojo de Dios como garantía de su regreso. Cuando se cerró la lápida, los pobrecillos no debieron de imaginar que jamás se volvería a abrir. —Colum miró de soslayo a Gabele, el cual se había convertido de repente en una sombra de sí mismo—. Puede que Gabele sea un asesino, pero Brandon era un demonio en forma humana. Sabía que aquellos hombres morirían y, en caso de que vos regresarais, se habría inventado cualquier excusa que justificara la desaparición de la joya. Puede que hubiera esperado varios años hasta sacar el tesoro de su escondrijo.
    —Pero ¿por qué razón se dejó capturar tan fácilmente? —intervino Fletcher—. Porque yo capturé a ese asesino durmiendo en campo abierto al lado de su caballo.
    —Ya os lo he dicho —repuso Kathryn—. Brandon deseaba ser capturado. Pasaría un tiempo en prisión, sería indultado, regresaría a la vida normal y se tomaría las cosas con más calma.
    —En tal caso —terció Peter el capellán—, ¿por qué no utilizó un nombre falso?
    —Se lo pregunté —le respondió Moresby entristecido—, pero el muy malnacido se limitó a sonreír. Más tarde comprendí lo listo que había sido —añadió, soltando una amarga carcajada—. En primer lugar, como antiguo escudero de Warwick, podía afirmar, llegado el caso, que no sabía nada del Ojo de Dios, y sembrar de este modo la semilla de la sospecha de que el conde lo hubiera entregado a otro. En segundo lugar, era una manera de obligarme a callar, pues si yo hubiera confesado ser Moresby habría tenido que responder a ciertas preguntas un tanto embarazosas.
    —Padre. —Margotta surgió de las sombras en las que había permanecido escondida hasta aquel momento. Estaba más pálida que un fantasma y su hermoso rostro aparecía ahora macilento—. Padre —repitió con la voz ronca—, ¿qué es todo esto?
    —¡Oh, Dios mío! —gimió Gabele.
    Kathryn le dirigió una rápida mirada a Colum e hizo acopio de valor.
    —¡No os mováis! —le ordenó a la chica.
    —¿Qué queréis decir? —replicó Margotta acercándose con paso vacilante a su padre.
    —¿Fuisteis su cómplice? —le preguntó Kathryn en tono acusador—. No olvidemos que vos le llevabais la comida al prisionero.
    —¡Callaos, astuta bruja! —gritó Gabele desde el fondo de la mesa—. Mi hija no sabía nada de todo esto, aunque yo lo hice por ella. —El maestro de armas se dirigió enfurecido a Colum—. ¡La joya hubiera sido mi recompensa por mis muchos años de duro servicio y crueles sufrimientos!
    Colum lo agarró por el brazo. Gabele se soltó de su presa y se levantó.
    —Todo lo que habéis dicho es cierto, pero mi hija es inocente. —El maestro de armas apuntó con el dedo a Fitz-Steven—. Que esta boñiga asquerosa redacte mi confesión y yo la firmaré. —Después le ofreció las muñecas a Fletcher—. Vamos, maldito holgazán, ponedme las cadenas, ¿o acaso no sabéis cuál es vuestra obligación?
    Colum le hizo una señal con la cabeza.
    —Llevároslo —ordenó—. Y cuidad de la chica.
    Fletcher desenvainó la espada y echó a correr, llamando a gritos a los soldados. Minutos después, Gabele, seguido por su llorosa hija, fue sacado de la sala. Colum tomó su capa.
    —Ya hemos terminado —dijo—. Ahora se tendrá que hacer lo que ordene el Rey, pero, gracias a Dios, ¡yo ya he terminado!
    Kathryn tomó su capa. Ya estaban a punto de abandonar la sala cuando Moresby les dio alcance.
    —¿Cómo lo descubristeis?
    Kathryn tiró del cordón de su vestido.
    —Por un trozo de cuerda —respondió, mirando con una sonrisa al perplejo Moresby—. En cuanto comprendí que alguien había abierto las esposas de Sparrow, deduje que éste había de tener un cómplice. Gabele podía haberlo hecho y además era quien estaba autorizado a abrir y cerrar la trampa de la torre. —Kathryn se encogió de hombros—. El resto vino por sí solo.
    —¿Y yo? —preguntó Moresby.
    —Una cuestión de pura lógica. Sabíamos que Brandon y los demás habían muerto. Sabíamos que Gabele había visitado Sellingham, pero ¿quién más lo había hecho? La única muerte que levantaba sospechas era la vuestra. —Kathryn volvió a sonreír—. Vuestra presencia aquí podía ser una coincidencia, pero vuestro parecido con el vendedor de indulgencias de Chaucer era muy misteriosa. —Kathryn lanzó un suspiro—. ¡Gracias al irlandés, hay muy pocas cosas de Chaucer que yo no sepa!
    —¿Cumpliréis vuestra palabra, irlandés? —preguntó de pronto Moresby.
    Colum asintió.
    —Sí. Y os aconsejo que os refugiéis en el priorato de Christchurch. El Rey es un hombre clemente. Yo también hubiera hecho lo mismo que vos. —Colum lo examinó de arriba abajo—. Pero, primero, os aconsejo que toméis un buen baño y os lavéis el cabello. Si supierais la pinta tan horrible que tenéis.
    —Recibiré el indulto —declaró Moresby—. Pero antes de un mes me reuniré con Enrique Tudor en Bretaña.
    Colum se encogió de hombros.
    —Allá vos.
    —No, no —replicó Moresby con dulzura—. Algún día la rueda de la inconstante fortuna girará y yo no olvidaré vuestra noble acción, irlandés.
    Moresby giró sobre sus talones y se retiró hacia el fondo de la sala.


    Colum y Kathryn recogieron sus caballos en las cuadras, abandonaron el castillo y salieron a Winchepe.
    —¿Qué vais a hacer ahora? —quiso saber Kathryn.
    —Llevaré el Ojo de Dios a Londres —le explicó Colum.
    Se detuvo para darle a su caballo una cariñosa palmada en el cuello y levantó los ojos hacia los oscuros aleros de las casas. Después se inclinó hacia Kathryn.
    —Ya sé por qué el Ojo de Dios le interesaba tanto a Gloucester —susurró—. El medallón se puede abrir. Dentro encontré una pequeña tira de pergamino enrollada, una promesa por escrito firmada por Jorge, duque de Clarence.
    Kathryn se quedó helada.
    —Está fechada seis meses antes de la batalla de Barnet —continuó Colum—. En ella Clarence jura que apartará a sus propios hermanos y a todos los hijos de éstos de la herencia de Inglaterra. A cambio, Warwick lo tendría que ayudar a convertirse en rey y él, a su vez, nombraría primer ministro a Warwick. Menudo embrollo, ¿verdad, señora Swinbrooke?
    —¿Sacaréis el pergamino del medallón? —preguntó Kathryn con curiosidad.
    —No y tampoco diré que lo he visto. Lo dejaré donde lo encontré.
    —¿Qué ocurrirá?
    Colum tomó las riendas de su montura.
    —Clarence morirá. Mirad bien lo que os digo, señora Swinbrooke. El cuento de «El vendedor de indulgencias» puede aplicarse no sólo a Brandon y a sus compañeros sino también a los tres grandes príncipes de Londres. Los tres han encontrado el tesoro, es decir, la corona de Inglaterra, y yo creo que se matarán unos a otros por él.
    Kathryn se inclinó hacia él y le oprimió la mano.
    —Como dice el «Cuento del caballero»: Allí vi yo la locura proclamando su furia, la rebelión armada, los gritos y las crueles injurias.
    Colum la miró.
    —¿Y eso qué quiere decir?
    —No pongáis vuestra confianza en los príncipes, irlandés. Moresby tiene razón. La rueda de la fortuna volverá a girar. Procurad manteneros apartado de Gloucester y los de su clase.
    —«Oh, espejo de paciencia conyugal» —replicó Colum en tono burlón, sonriendo de oreja a oreja.
    Kathryn le dio un pellizco en la pierna, espoleó su montura y volvió la cabeza, mirando con fingida severidad al sonriente irlandés.

    * * *

    Epílogo
    En esta novela se incluyen varios temas. En primer lugar, el medallón conocido como el «Ojo de Dios» existe realmente, aunque hoy en día se conoce con el nombre de Joya Middleham. Se trata de un medallón del siglo XV con un zafiro de gran tamaño, en cuyo anverso aparece una representación de la Trinidad con la inscripción Ecce agnus dei qui tollis peccata mundi miserere nobis : tetragrammaton ananizapta . El reverso muestra una escena de la Natividad, con el Niño tendido en el suelo, rodeado por un halo de luz. El reborde contiene figuras de santos. El medallón se encontró en las inmediaciones del castillo de Middleham en el norte de Yorkshire, cuna de los Neville y del rey Ricardo III.
    La batalla de Barnet, la confusión a propósito del ataque de Oxford y la muerte de Warwick están debidamente descritas por los cronistas de la época. Ricardo Neville, conde de Warwick, había sido inicialmente un poderoso partidario de la Casa de York y había mantenido estrechos vínculos con uno de los príncipes yorquistas, Jorge, duque de Clarence. La traición de Clarence jamás fue olvidada por su regio hermano Eduardo IV ni por la bella y ambiciosa esposa de éste, Isabel Woodville, la cual aseguró que, mientras Clarence viviera, éste constituiría una amenaza tanto para ella como para sus dos hijos pequeños. De hecho, hubo una profecía según la cual, a la muerte de Eduardo IV, alguien cuyo nombre empezaba por la letra G se apoderaría del trono. Todo el mundo pensó que la profecía se refería a Jorge , duque de Clarence. Poco después de los acontecimientos descritos en esta novela, se dice que Clarence fue asesinado ahogándolo en una cuba de malvasía en la Torre de Londres. De acuerdo con la tradición, Ricardo, duque de Gloucester (sobre el cual la profecía resultó más acertada), fue al autor del asesinato. Doce años más tarde, en 1483, Gloucester, que amaba a su hermano, pero odiaba a su cuñada, se apoderó de la corona de Inglaterra y mandó encerrar a sus dos sobrinos en la Torre.
    El Canterbury medieval y la caída de su alcalde Faunte están fielmente descritos en la novela. Lo mismo cabe decir de los brebajes utilizados por la señora Swinbrooke, todos los cuales proceden de libros de hierbas medievales y han adquirido renovada fama en el siglo XX como remedios de la medicina alternativa.
    La profesión de médica y boticaria de la señora Swinbrooke es igualmente fiel a la realidad. En la primera obra de la serie, señalé que las médicas solían ser contratadas incluso por los representantes de la realeza mientras que, en el mismo período en que Kathryn vivió, las monjas de Syon on the Thames se hicieron famosas como las mejores cirujanas y médicas de Europa. Tal como escribe N. V Lyons en su obra Medicine in the Medieval World (McMillan Education, 1984): «Ya en el siglo XI, se sabía de algunas mujeres que ejercían la medicina».
    Sólo cuando el ejercicio de la medicina quedó regulado por una ley del Parlamento en 1521, las mujeres se vieron despojadas de este importante papel.
    P. C. Doherty (C. L. GRACE)
    * * *


    RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
    C. L. GRACE
    C. L. Grace es un pseudónimo de P. C. Doherty.
    Paul Doherty nació nació en Middlesbrough (noreste de Inglaterra) en 1946. Estudió para el sacerdocio católico en Durham durante tres años, pero decidió no seguir adelante. Fue a la Universidad de Liverpool, donde se licenció en Historia con honores y obtuvo una beca estatal para el Exeter College de Oxford. Allí conoció a su esposa Carla Lynn Corbitt. Continuó sus estudios, pero decidió que el mundo académico no era para él y se convirtió en un maestro de escuela secundaria. Paul trabajó en Ascot, Nottingham y Crawley West Sussex, antes de ser nombrado como director de Trinity Catholic School en septiembre de 1981.
    Finalizó su doctorado sobre el reinado de Eduardo II de Inglaterra y, en 1987, comenzó a publicar una serie de misterios históricos ambientados en la Edad Media, Grecia clásica, el antiguo Egipto y otros lugares. Ha publicado bajo varios seudónimos: CL Grace, Paul Harding, Ann Dukthas y Anna Apostolou pero ahora sólo escribe en su propio nombre. Paul también ha escrito varios títulos de no ficción: una vida de Isabel la Loba de Francia, esposa de Eduardo II de Inglaterra, así como el estudio del posible asesinato de Tutankamón, el niño faraón de la 18 dinastía de Egipto, y un estudio sobre el destino real de Alejandro el Grande.
    Paul y Carla viven en las fronteras de Londres y Essex, no lejos de Epping Forest con seis de sus. Es director de una escuela de Essex y da conferencias en una serie de organizaciones de los misterios históricos sobre los que ha escrito. Su esposa Carla es propietaria de dos caballos a los que entrena, para la exhibición y doma.
    EL OJO DE DIOS
    Año de gracia de 1471. La guerra entre las casas de York y de Lancaster ha concluido, pero el sangriento conflicto ha dejado muchas llagas y cuentas pendientes. Entre ellas, la desaparición del Ojo de Dios, un medallón de enorme valor que el conde de Warwick lucía en el campo de batalla, pero que no se halló luego en su cadáver degollado.
    Para averiguar el paradero de la joya el Rey elige a dos peculiares comisionados: el irlandés Colum Murtagh, comisario real de Canterbury, y la avispada Kathryn Swinbrooke, una mujer que ejerce el arte de la medicina y que ha probado ya en el pasado su singular aptitud para descifrar misterios. Ambos tendrán que abrirse paso a través de una espesa trama de crimen y codicia –entre oficiales, buhoneros y soldados de fortuna– antes de llegar a contemplar el brillo inigualable del Ojo de Dios.
    LOS MISTERIOS DE KATHRYN SWINBROOKE
    1. A Shrine of Murders (1993) / Santuario de asesinos
    2. The Eye of God (1994) / El ojo de Dios
    3. The Merchant of Death (1995) / El mercader de la muerte
    4. The Book of Shadows (1996) / El libro de las tinieblas
    5. Saintly Murders (2001)
    6. A Maze of Murders (2003)
    7. A Feast of Poisons (2004)
    * * *


    © 1993 by P. C. Doherty
    Título original: A Shrine of Murders
    Traducción: José Manuel de Prada Samper
    Editor original: St. Martin's Press, Mayo/1993

    ©Ediciones B, S.A., 1999
    1ª edición: abril 1999
    ISBN: 84-406-8990-X
    Depósito legal: B. 12.091-1999
    Impreso por LITOGRAFÍA ROSES
    Printed in Spain

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