Publicado en
junio 27, 2010
“La tradición y el pasado sólo son reales cuando son
tocados --- y a veces avasallados --- por la imaginación
poética del presente”
Carlos Fuentes. Geografía de la novela.
“Ahora estoy convencido de que la literatura, la de hoy
por lo menos, es una mierda, una vanidad inútil, un ruido
que se añade a la música de los siglos, cuando escribir
era todavía algo valioso. Ya no sabemos escribir historias,
y Medellín jamás tendrá su Balzac”
Héctor Abad Faciolince. Basura.
Por: Orlando Mejia Rivera.
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Héctor Abad Faciolince, novelista, cuentista, periodista y traductor del italiano al español (de autores como Umberto Eco, Bufalino y Lampedusa), nació en Medellín en el año de 1958. Fue el director de la revista de la universidad de Antioquia y ha sido columnista en el periódico El Espectador y en la revista Cromos. En la actualidad es colaborador de la revista literaria El Malpensante y de Cambio, donde se ha caracterizado por la irreverencia y el decir las cosas por su nombre, en una nación que todavía le rinde culto a la mentira y a las hipócritas “buenas maneras”.
Su vida ha transcurrido más tiempo fuera del país que en su ciudad natal, pues durante unos diez años, y a raíz del asesinato de su padre (médico salubrista, ensayista, profesor universitario e intelectual de izquierda), vivió en Italia. Luego retornó a Colombia, pero en los últimos años reside entre Medellín y cualquier ciudad del mundo dando conferencias, seminarios de literatura o escribiendo de ciudades extrañas como, por ejemplo, El Cairo. Estudió periodismo en la Universidad de Antioquia y Literaturas y lenguas modernas en la universidad de Turín.
Autor del libro de cuentos Malos pensamientos (1991), de las novelas Asuntos de un hidalgo disoluto (1994), Fragmentos de amor furtivo (1998), Basura (2000), y del inclasificable texto Tratado de culinaria para mujeres tristes (1997). Con su novela Basura ganó, en marzo de 2000, el I premio de narrativa americana innovadora organizado por Casa de América de Madrid y la editorial española Lengua de trapo.
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Imagino a Héctor Abad como el novelista en la biblioteca de Babel de Borges: recorre los estantes de los libros arquetipicos y eternos, los abre, los lee, y luego los olvida. Después se sienta y escribe sus versiones de las mismas historias que siempre han sido la literatura, pero renovadas con el lenguaje y la mirada de un lector-escritor contemporáneo que juega a parodiar los clásicos y los autores que fundaron los géneros narrativos.
Por eso es lógico y obvio encontrar en los libros de Abad Faciolince los ecos intertextuales de obras, escritores y temas literarios. En Asuntos de un Hidalgo disoluto donde las memorias de Gaspar Medina están recorridas por la parodia a Don quijote de Cervantes, a Gargantua y Pantagruel de Rabelais, al Candido o el optimismo de Voltaire, a Jacques el fatalista de Diderot, a la novela picaresca española y al tema medieval del amor cortes (como lo analiza bien el crítico Mauricio Vélez Upegui) .
Los consejos del Tratado de culinaria para mujeres tristes son la síntesis paródica de la obra "ligera" del poeta romano Ovidio: desde su Arte de amar, Remedios de amor, hasta De los Medicamentos de la cara, manual de maquillaje. Pero también es la recreación de un género literario que nació en la Edad Media, cuando debido a que los hombres europeos se alistaron de forma masiva en las guerras de las cruzadas religiosas, las mujeres quedaron en sus casas y se convirtieron en las principales lectoras de la época. Como ahora, cuando empieza a predominar las escritoras y las lectoras de ficción, pues los hombres están muy ocupados con las nuevas "guerras" de las tecnologías del mercado y las transnacionales de la globalización.
En Fragmentos de amor furtivo la historia de amor y sexo entre Rodrigo y Susana, en medio de la "peste de plomo" de Medellín, está presente la atmósfera del Decamerón de Bocaccio y la Sherezada de las Mil y una noches cuando Susana relata a Rodrigo las historias de su pasado erótico, para curarlo del mal de la impotencia, y así evitar que otra cabeza, la más importante la del segundo piso, ruede por el suelo para siempre.
En Basura Héctor Abad parodia no un libro ni un tema literario, sino una idea de la teoría crítica, "el grado cero de la escritura" que el francés Barthes pronosticaba para los narradores de la modernidad: Si ya todo está escrito y la idea de la literatura como sublime camino de la búsqueda de la verdad y la transformación social del mundo, sólo produce hoy una risa sarcástica o un suspiro de nostalgia, entonces... ¿Qué queda? quizá el silencio, o la levedad (a lo Italo Calvino) de parodiar y reescribir, de reemplazar con humor negro la antigua trascendencia de la literatura, pero, sin esperar ya nada, pues el escritor moderno es consciente de la inutilidad de su obra y de la ficción misma.
Basura es la novela trágica de ese lúcido narrador en la biblioteca de Babel, atragantado de palabras de otros, que vuelve a recordar todo lo que leyó y al compararse con los libros arquetipicos de los estantes, sabe qué o se vuelve humilde y asume su papel de "re-creador" de la literatura, o se llena de ira y angustia y se bloquea como escribidor al pretender crear "una obra maestra". Abad Faciolince al contrario de su personaje Bernardo Davanzati (un escritor amargado, -- nunca escribió nada que le gustara -- y fracasado -- los críticos destrozaron su primera novela publicada --, que sólo sigue escribiendo para botar a la basura) escogió la primera vía: escribir y divertirse, jugar con él mismo y el lector, pensar con el cuerpo (como enseñaban los chinos) y, de forma paradójica, mostrar realidades y honduras "míticas" del "Ser colombiano" mediante los vehículos narrativos de la tradición cultural y la re-escritura de los textos de la literatura universal. Además la parodia es la fuente originaria de la novela moderna. A veces se olvida, sobre todo a los petulantes que se creen originales o que exigen originalidad de otros, que Cervantes escribió el Quijote como parodia de las novelas de caballería.
El mundo literario de Héctor Abad, que poco a poco se hace más sólido y gratificante para el lector, me recuerda esa otra genial idea de Borges: la mejor literatura se ha hecho por aquellos que nunca han pretendido escribir "grandes obras maestras", sólo escribir, así no más, como un acto fisiológico, como lo más auténtico del Davanzati de Héctor Abad: "Escribo y sé que nunca nadie va a leer lo que escribo, escribo porque tengo el vicio incurable de escribir, escribir como quien orina, ni por gusto ni y a pesar suyo, sino porque es lo más natural, algo con lo que nació, algo que debe hacer diariamente para no morirse y aunque se esté muriendo" . Veamos algunas metáforas y temáticas literarias que están en la obra de Héctor Abad y que lo hace, en mi concepto, otro escritor de la Generación mutante que ha contribuido a renovar la tradición de la literatura colombiana.
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Héctor Abad también utiliza la ironía y la parodia para recrear su olvido y su memoria en un juego de amor-odio hacia el Medellín de su infancia y adolescencia.
En el cuentario Malos Pensamientos sus personajes son en su mayoría adolescentes, que recorren las calles del centro de Medellín como observadores incómodos de un mundo pauperizado y violento. En el cuento Mañana por la mañana el joven protagonista va en una buseta de transporte público y mientras tanto "miró hacia la calle (gamines, pordioseros, carretillas cargadas de frutas, vendedores de cigarrillos menudiados, cáscaras de naranjas por el suelo) y logró detestar a la ciudad que tantas veces había intentado querer" . Más adelante llega al sector del pasaje Junín y no puede evitar pensar que "Junín es un pasaje peatonal repleto de mendigos" porque para el personaje los vendedores ambulantes son, en realidad, mendigos disimulados.
En el cuento La política del amor dos jóvenes enamorados, Aurelio y Marcela, son masacrados, con el argumento de que eran "unos cochinos", por unos vándalos que los encuentran teniendo sexo en un rincón oscuro de una calle. La voz narrativa en tercera persona reflexiona con un tono de ira ante este hecho: "Lo que da rabia contar es que Aurelio y Marcela vivían en un sórdido lugar de Sudamérica. Les había tocado nacer en una ciudad en la que noche a noche todo se había vuelto peligroso, hasta el amor" .
La Medellín de Malos Pensamientos es una ciudad hostil, vista desde un medio social que diferencia muy bien el centro y su marginalidad de otros barrios más tranquilos y limpios. Sin embargo, acá también aparecen los personajes que viven en el Poblado pero que están enajenados por sueños foráneos: la señora elegante que sólo desea ir de vacaciones a Cayo Biscayne mientras sus hijos están metidos en la drogadicción y el narcotráfico y su relación conyugal es un desastre.
Esta mirada ambivalente y crítica de la Medellín de mediados de los setenta y de los ochenta, esbozada en Malos Pensamientos, se convierte en el núcleo narrativo de su novela Fragmentos de amor furtivo. Allí la diferencia afectiva y simbólica entre dos ciudades que conviven en un mismo espacio geográfico es evidente: está la Medellín "de abajo", la del centro, la de la peste del plomo y las muertes violentas, esa ciudad ajena y terrorífica para Rodrigo y Susana, los dos amantes del Poblado, que se encerraban en "las fortalezas de las colinas mientras abajo la peste hacía estragos" y sentían que "el resto de Medellín, es decir casi todo Medellín, era invivible para ellos. No sabían nada de la otra ciudad. La de los pobres, la de los muertos" .
Esa visión negativa de la ciudad es refrendada también por Bernardo Davanzati, el escritor frustrado de Basura, quién recuerda que fue feliz en ciudades como Nueva York, La Habana, París, Berlín e, incluso, en Bogotá, pero en cambio " En Medellín no había sino muertos(.)En Medellín te matan si conversas" y la Virgen Manca, personaje de un cuento de Davanzati,"ponía las noticias de Radio Paisa (¿Cómo amaneció Medellín?) para saber a quién habían matado por la noche, todos los días la misma vaina, veinte o treinta muchachos de los barrios pobres, más uno o dos secuestrados en el Poblado" .
Pero, por otra parte, tanto en Malos Pensamientos, como en la relación erótica de Rodrigo y Susana, e incluso, en los recuerdos infantiles y adolescentes de Gaspar Medina (el protagonista de Asuntos de un Hidalgo disoluto) aparece en Abad Faciolince otra memoria de Medellín: la de los besos, los rostros, los sexos, los cuerpos hermosos de las mujeres paisas que con su ternura y su lascivia logran que esa ciudad violenta y, a veces, aterradora, muestre también su alma femenina.
En Fragmentos de amor furtivo Abad Faciolince ha logrado revelar una ciudad interior donde el sexo y el amor de sus habitantes son más profundos, más vitales, como si hubiese sido necesario copular, besar e imaginar con mayor intensidad para contrarrestar cada muerte anónima y violenta, y mientras las bombas explotan en las calles y retumban los sonidos de patrullas y ambulancias, los gritos de placer y los orgasmos de Rodrigo y Susana intentan opacar los ruidos de la muerte.
Abad Faciolince que huye en su narrativa hacia geografías europeas (la Italia de Asuntos de un hidalgo disoluto) y pasados literarios (el paródico tratado medieval de Culinaria para mujeres tristes y la paródica novela picaresca de Asuntos) busca en su cosmopolitismo narrativo olvidar la memoria de la Medellín "asediada por la peste" del plomo, pero, de manera paradójica, lo que logra es tenerla presente a pesar de su esfuerzo por olvidar, como refiere en una de las recetas del tratado de culinaria "Así mismo, en los sabores, si quieres recordar, en casi todos hallarás reminiscencias y creerás descubrir en la polenta el aroma de la arepa. Si quieres olvidar, en cambio, reconocerás que el olor de las trufas no se parece a nada conocido, que la amargura de la radicchio nada tiene que ver con el zapote. Y olvidarás para siempre el sabor del tamarindo, la avara consistencia del mamoncillo, el empalagoso olor de la guayaba" .
Lo que el escritor no pudo olvidar y, por el contrario, es su memoria del "agua de tilo y la magdalena" es el olor de las mujeres que amó o creyó amar y que, de una manera explícita o implícita, nos llevan al Medellín de los ochenta, ese otro fragmento del arquetipo paisa, que representa la unión de los contrarios: en medio de la guerra y de la muerte resurge el amor invencible de sus habitantes; amor en la etimología del latín medieval significaba A: sin , Mor: muerte. La Medellín de Héctor Abad es una mujer que nunca podremos desnudar por completo, por eso la seguiremos amando y deseando para siempre.
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De otro lado, el tema de la relación entre la escritura, la lectura y la banalidad de la vida humana es otra de las obsesiones narrativas de Héctor Abad. Gaspar Medina, el hidalgo disoluto que había publicado una "colección de viejos ensayos sobre la doble escatología de Quevedo, la metafísica y la defecatoria" decide dictar sus memorias, a su secretaria y esposa Cunegunda Bonaventura, cuando ya se siente muy viejo y ha decidido suicidarse después de terminar el libro; al llegar al final de sus recuerdos le dice al lector: "He escrito para aprender a ser otro. Para lo mismo he leído. Esta prosa charlatana habrá apresado algo de lo que mi vida quiso ser" .
La escritura de Gaspar logra reconstruir y dar sentido a posteriori a una serie de fragmentos vivenciales que si no son narrados no pueden ser comprendidos. Se escribe y se lee para quitar un poco el sabor de la banalidad y la tontería de las acciones de nuestra vida, y Gaspar Medina se inventa a sí mismo mientras recuerda lo que fue y vivió, porque únicamente la lectura y la escritura "me da fuerzas para sobrevivir a esta podredumbre del tiempo que me crece por dentro" .
En Fragmentos de amor furtivo la narración de historias que hace Susana a Rodrigo es terapéutica, pues no sólo cura su impotencia, sino también aplaza la futura separación de ambos y les da la ilusión de que mientras hablen y narren la muerte no vendrá por ellos. Como los jóvenes en la epidemia de peste bubónica del Decamerón de Bocaccio, o el personaje médico de La peste de Camus, Rodrigo y Susana hablan y se cuentan para exorcizar la muerte absurda que llega de la ciudad, "porque Susana, como todo el mundo, no era más que las historias que contaba, no era más que las palabras que salían de su cabeza" .
La relación entre las palabras y la muerte ya la vislumbró Heidegger al decir que pensar este nexo era recordar que el ser habitaba el lenguaje, porque se sabía un "ser para la muerte". La literatura es curación, o por lo menos alivio sintomático del miedo metafísico a la muerte, pues como dice Deleuze: "La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: "nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión". Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz. La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal" .
Susana, como Sherezada, sabe que cuando guarde silencio aparecerá el tedio y el aniquilamiento de su pasión erótica por Rodrigo, de allí que le haga "una mascarilla mortuoria" y le muestre su galería secreta con la totalidad de mascarillas de sus antiguos amantes. Al llegar el silencio, al agotarse las historias, los recuerdos de la vida se convierten en un museo de la muerte, esas imágenes congeladas de lo que fuimos y fueron esos otros que creímos amar y desear gracias a las palabras, a la vida transformada en literatura para intentar combatir así la destrucción final.
Pero es en Basura donde Héctor Abad coloca en el centro de la trama el tema problemático de escritura y existencia, de para qué y por qué escribimos, de cómo leemos los libros ajenos y percibimos las vidas de otros. Davanzati es un escritor que renuncia a la seguridad económica de la gerencia de un banco, porque siente que su vocación por la literatura es visceral, y la escritura es un destino que nunca podrá abandonar. LLega el fracaso con su primer libro, Diario de un Impostor, entendido éste como los comentarios despiadados de los críticos literarios de oficio, que son como "torturadores" y, de otro lado, de la ausencia de lectores y por ello sus libros se pudren en los estantes de las librerías, hasta que los guardan en las bodegas de la editorial.
Amargado y decepcionado (su mujer además se va de su lado y se lleva su hija pequeña), decide convertirse en "mula" del narcotráfico para hacer dinero y dedicarse a escribir, sin que tenga que vivir de sus libros y, luego de varios "viajes" exitosos, es atrapado y pasa varios años en una cárcel de los Estados Unidos. Al volver a Medellín se encierra en un apartamento y la gente se olvida de él. Nunca vuelve a publicar nada, pero su vecino del apartamento de abajo descubre que Davanzati sigue escribiendo para botar luego a la basura sus cuentos, novelas, páginas autobiográficas, etc.
Su "nuevo" lector, aprende a descubrir luminosidades literarias en medio de la mediocridad de su prosa y le toma cariño a ese viejo solitario y resentido que prefirió escribir a vivir y que, al final, no logró hacer una obra y su vida fue sacrificada en vano. Un día, después de muchos años, Davanzati siente que "algo se ha roto" y toma la decisión de dejar de escribir para sí mismo. Envía una carta a su exmujer y le dice que su dinero y sus bienes serán para la hija que nunca volvió a ver y lo último que el vecino encuentra en la basura es su declaración desengañada de su derrota como escritor y como ser humano :
Hay que decir lo mismo de otra forma, y eso es muy difícil, o hay que decir mentiras,
y tanto lo uno como lo otro es la literatura, una inmensa mentira que parece verdad y
una amena manera de decir lo mismo. Se me han acabado las mentiras y no puedo
escribir lo mismo de distinta manera, así que dejo de escribir. A ella, a esa mentira,
sacrifiqué mi vida, o no mi vida (que es una miseria insignificante, que es un desfile de
años vacíos en los que no hice nada, una sucesión de comidas, paseos, decepciones
y brevísimas alegrías que carecen de importancia) sino aquello que mi vida podría ha
ber sido: el contacto con alguien, el amor a alguien. Me he pasado treinta años trotando
con dos índices sobre las teclas o apretando un palito entre mis dedos cuando debí
haber estado tocando la piel de un cuerpo. Pude haberlo hecho y no lo hice y no me
lo perdono. Con menos rencor, con más insistencia, podría haberlo hecho. Ahora ya
es muy tarde y aunque no vaya a morirme mañana nada puede rescatarse. La más
amada piel, la piel que es casi como mi piel era, es la piel de una extraña.
Lo declaro por escrito: la escritura me robó eso: lo que yo más quería, otra persona.
Odio lo que he escrito, tanto lo publicado como lo perdido. Odio lo que soy, y lo
único que he sido son estas torpes palabras que he intentado juntar.
Davanzati representa esa "tentación del fracaso" que sienten los escritores en una época actual donde la literatura ha dejado de tener un lugar "en el conocimiento del mundo". Pero, a la vez, es de esa legión de escribidores que le chupan la sangre a su existencia para insuflar jirones de vida a sus obras literarias. Suicida transfusión de energía, que la mayoría de las veces termina en el fracaso total, como le sucedió a Davanzati: ni vida plena ni obra literaria.
El peruano Julio Ramón Ribeyro en sus Prosas Apatridas nos ha recordado, con frases descarnadas, ese dilema entre vivir y escribir que es para algunos el gran problema y para otros afortunados es un falso dilema, pues su vida se alimenta de la literatura y su literatura se fortalece con la vida del escritor, sin secarla ni matarla. Ribeyro, del grupo de Davanzati, se quejaba de que: "En algunos casos, como el mío, el acto creativo está basado en la autodestrucción. Todos los demás valores --- salud, familia, porvenir, etc --- quedan supeditados al acto de crear y pierden vigencia. Lo inaplazable, lo primordial, es la línea, la frase, el párrafo, que uno escribe, que se convierte así en el depositario de nuestro ser, en la medida de que implica el sacrificio de nuestro ser" .
Si en un polo está el símbolo de Flaubert y la vida al servicio de la literatura, y en el otro polo está Hemingway y la literatura como mapa de la vida, el Davanzati de Héctor Abad es la posibilidad del abismo para cualquier escritor, tanto de los cercanos a Flaubert como a Hemingway, es la pesadilla de escribir y vivir en vano, "la tentación del fracaso" que es el título que Ribeyro dio a sus memorias literarias.
Sin embargo Davanzati y su conflicto con la literatura tiene otro nudo problemático: ¿Haber escrito garantiza que se continuará escribiendo? ¿sentir que "algo se ha cerrado" y no se podrá volver a juntar palabras no es el gran temor de todo escritor? ¿Y que en medio del flujo de las palabras esté acechando el silencio? Acá la obra de Héctor Abad comparte la temática de una novela reciente de Enrique Vila Matas (titulada Bartleby y compañia): la relación entre escritura y silencio.
Vila-Matas, novelista español, ha publicado un fascinante libro donde por medio de un diario apócrifo un escritor que ha dejado de escribir, trata de exorcizar su impotencia ante las palabras, mediante la enumeración de múltiples poetas y narradores que escribieron una primera obra y luego entraron en un periodo de absoluto silencio creativo. A esta situación la denomina el autor "síndrome de Bartleby" en honor al personaje del cuento de Melville que decide renunciar a ser escritor y prefiere volverse un escribano anónimo de una oficina de abogados, perdida en un edificio viejo de Nueva York.
El interrogante que atraviesa toda la novela es ¿por qué escribir para algunos es el primer movimiento que los conduce al silencio definitivo? Las respuestas son variadas. Desde Rulfo que inventa la anécdota de que sus relatos se los contaba "su tío Ceferino y este se murió", pasando por la filosófica crisis del poeta austríaco Hofmannsthal, quién se da cuenta de que las palabras no son capaces de expresar siquiera la emoción de sentir "un rastrillo abandonado en el campo", hasta la frase rotunda de Oscar Wilde, pronunciada viejo y enfermo en París y cercano a la muerte: "Cuando no conocía la vida, escribía; ahora que conozco su significado, no tengo nada más que escribir".
Sin embargo, los pensamientos más profundos sobre este tema han provenido del Oriente. Lao tse el autor del Tao Te King es consciente de que uno sólo habla y escribe de lo que no sabe y por eso cuando calla es que empieza a saber. De hecho la leyenda refiere que él fue obligado a escribir el Tao, para poder abandonar el país de la China y perderse entre las montañas nevadas y los bosques de bambú del lejano Tíbet. Basho, el poeta japonés que perfeccionó el Haikú, refería que las palabras sólo debían servir de puente entre un silencio y otro silencio y Li Po, que murió ahogado al abrazar el reflejo de la luna sobre un lago, decía en medio de la embriaguez del vino que la escritura era como el corazón de las mujeres: algo imposible de conocer en su esencia.
Pero escribir tiene que ver con la condición humana y quizá escribimos para eternizar la fugacidad de la vida y de alguna forma negar la realidad de la muerte. El gran silencio es la muerte y las palabras escritas son el rito que antecede al funeral. Somos hijos del tiempo y de las palabras escritas en el tiempo y también del silencio de la eternidad, de ahí la paradoja, esa extraña contradicción de vivir como seres mortales y de pensar, soñar y escribir como si fuéramos, en el fondo, criaturas inmortales. Davanzati, al igual que Gaspar medina, sólo deja de escribir cuando presiente que va a llegar el final de su vida, pero mientras escribió guardó la esperanza, ya no de los triunfos externos y de la fama social, sino de robarle el aire a la muerte, de triunfar sobre su propia insignificancia física y dejar que la imaginación lo trasladará a múltiples espacios y tiempos diferentes a los de su vida cotidiana.
Al final de la novela, Anapaola, una antigua amiga de Bernardo, le hace caer en la cuenta al vecino lector que Davanzati se secó por dentro y que además era sordo y había perdido la capacidad de oír a los otros; pero también que su fracaso como escritor y persona a lo mejor no tuvo que ver con que escribiera mal o bien, sino con su incapacidad de entender que "Aunque todo en últimas vaya a parar a la basura uno no puede vivir en consecuencia y menos anticipando el futuro;" .
Giro extraño y final toma la metáfora de Davanzati: Si el escritor entiende que escribir es su destino inevitable, debe renunciar a creer en las categorías sociales del "éxito" o el "fracaso" y disfrutar del acto de leer y escribir, y no esperar nada, ni fama, ni lectores, ni críticos comprensivos, y así Davanzati se transformará en Kafka, añorando escribir las veinticuatro horas, en el sótano de su casa y siendo feliz entre las palabras y los rostros de sus personajes. Acá se revela el símbolo contradictorio que es Davanzati, pues pudo ser feliz como Canetti dice en el texto que sirve de Epígrafe a Basura: "Cómo se imagina él la felicidad: una vida entera leyendo tranquilamente y escribiendo sin enseñarle nunca a nadie una palabra de lo escrito, sin publicar una palabra". Pero se amargó pensando en la resonancia externa de su literatura.
Al contrario de Davanzati, Héctor Abad escribe con el instinto del “animal kafkiano” y por eso se ha liberado de las neurosis creativas de su personaje. El autor disfruta de ser novelista en la biblioteca de Babel con sus reescrituras, y se ríe y divierte al lector, quizá porque la levedad y la buena literatura se produce cuando el escritor entiende el profundo mensaje del ciego bibliotecario Borges, que con un guiño y una sonrisa le dijo a Héctor Abad y a todos los narradores de estos tiempos del “supermercado universal”: "Mientras escribo me siento justificado; pienso: estoy cumpliendo con mi destino de escritor, más allá de lo que mi escritura pueda valer. Y si me dijeran que todo lo que yo escribo será olvidado, no creo que recibiría esa noticia con alegría, con satisfacción pero seguiría escribiendo, ¿Para quién?, para nadie, para mí mismo".
II
“LA ORIGINALIDAD NO CONSISTE EN HACER ALGO DISTINTO A LO QUE YA SE HIZO, CONSISTE EN ALGO IMPOSIBLE: EN HACER MEJOR LO QUE YA SE HIZO, O EN VOLVER A HACERLO CON LOS INGREDIENTES DE AHORA”
(Conversación con Héctor Abad Faciolince)*
Héctor Abad es de Medellín y tiene temporadas de habitar su ciudad natal, pero en los últimos años se la pasa viajando por el mundo. Ha vivido en Italia, Madrid y en este momento se encuentra en la ciudad americana de Boston.
Orlando Mejía Rivera: Vargas LLosa habla de "los demonios interiores" del escritor que son los que llevan a los temas literarios, ¿cuáles han sido sus "demonios" personales (experiencias vitales), demonios culturales (libros, autores, películas) y demonios históricos (episodios sociales que lo marcaron)?.
Héctor Abad Faciolince: Yo no creo en nada, ni en dioses ni en diablos ni en demonios, aunque sean interiores. A duras penas creo que estoy vivo. Eso de los demonios son cosas que se inventan los escritores cuando ya llevan más de mil entrevistas, para salir del paso. Para mí escribir es un oficio honrado, como el de médico o carpintero; además me gusta este oficio, y es lo único que más o menos sé hacer. Fracasaría a la semana como cajero de banco o como alcalde de pueblo.
Las experiencias que me marcan no son cosas excepcionales, sino cotidianas; cada día aprendo algo. Yo no escribo con los demonios sino con la memoria o, mejor dicho, con el olvido. El olvido es el gran filtro, el gran “decididor”, el olvido es el otro nombre de la imaginación: escribo con lo vivido, lo leído y lo oído, pero filtrado por la memoria, es decir, por el olvido. Yo no sé nada; el olvido sí sabe.
Escribo con lo que no olvido, y además el olvido es creativo, porque cree recordar, pero recuerda mal: eso es la fantasía, un mal recuerdo, o mejor dicho un recuerdo deformado por el olvido...
Sin embargo, me he quedado pensando y me parece que fui injusto con la respuesta que di a la primera pregunta de su cuestionario; tal vez es cierto que yo no crea ni en los demonios metafóricos, pero en realidad sí hago una literatura poblada de fantasmas. Así que le voy a transcribir la presentación que hice en México de mi novela , cuyo tema es, precisamente, los fantasmas.
UNO Y SUS FANTASMAS
Los seres humanos somos unos fabricantes de fantasmas. A nosotros el mundo material, tal como es, no nos basta, y por superpoblado que esté le añadimos día a día otras presencias ficticias, imaginadas, es decir, fantasmagóricas. En la Tierra habitan, como mínimo, el doble de las personas que viven en la Tierra. En este planeta vivimos 6 mil millones, pero cada uno de nosotros tiene por lo menos un muerto que se pasea, que vive, que va a todas partes con nosotros, metido en esa errante maleta de ideas que es nuestra cabeza.
Así como a Hamlet se le aparece el fantasma de su padre, nosotros también, en nuestra imaginación, conversamos con nuestros muertos, los traemos a nuestra memoria aunque sólo sea con esa vaga y deleznable consistencia de los sueños, les preguntamos qué opinan sobre lo que hacemos, nos preguntamos qué opinarían sobre lo que somos. Y ellos, si tenemos suficiente suerte o imaginación, nos contestan.
No es sólo Don Quijote el que duda y el que sabe que las personas no son tal como se nos presentan, sino que casi siempre hay algo más que se esconde detrás de las engañosas apariencias. Por algún secreto arte de encantamiento, todas las personas se nos ocultan, no son exactamente lo que parecen, son más o son menos de lo que vemos. Cuando conocemos a alguien intentamos descifrar esa cara nueva, ese aspecto que estrena espacio en la máquina de nuestros sentidos. Los pesamos y sopesamos de inmediato, los pasamos por un fino cedazo que nos informa edad, oficio, dinero, inteligencia, atractivo. Les dirigimos las primeras palabras (cargadas de señales sinceras o engañosas de nosotros mismos incluso cuando inquirimos sobre ellos) y al mismo tiempo la imaginación, la loca de la casa que decía Santa Teresa, empieza a disparar fantasías –o hipótesis, como diría la ciencia–, es decir, a producir un montón de fantasmas que intentan apoderarse, poseer a esa persona por aproximaciones sucesivas.
Los otros son presencias fantasmagóricas que se van precisando con la observación y con el tiempo. Hasta la persona amada, sobre todo la persona amada, es un jeroglífico que no acaba de despejarse nunca del todo. Por como se tarda Fulano en contar el dinero para pagar la cuenta, le atribuimos una personalidad, un fantasma de avaro; por cómo nos mira o no nos mira Zutana, le damos su fantasma de coqueta, de santurrona, de madre, de puta, de calculadora, de buena, de falsa buena, de rica, de tonta, de peligrosa, etc. ¿Y en últimas quién es esta mujer, cualquier mujer, es ella o sus fantasmas? La fantasía simula las actuaciones futuras de esa persona y comprueba si es así o no es así, si corresponde a eso que nos imaginábamos. En eso se nos va la vida, en tratar de entender y de conocer a los otros, a esa inmensa cantidad de gente con su ejército de fantasmas.
Hablamos, pues, con nuestros muertos, y a los vivos les atribuimos un montón de fantasmas que tal vez se parecen y tal vez no se parecen a ellos mismos. Pero hay muchas otras fuentes de fantasmas. En veinte años de Papado el Pontífice actual ha hecho santos o beatos a más de mil personas.
Se imaginan, mil y pico de presencias supraterrenales nuevas a las que uno les puede pedir no sólo intercesión por sus pecados sino incluso milagros: que mi madre no se muera de ese cáncer, que me gane la lotería, que aparezcan las llaves, que llueva, que no llueva...
Las religiones, todas las religiones –esa insaciable rama de la literatura fantástica que diría Borges– son verdaderos emporios industriales para la fabricación de fantasmas. Fantasmas personales o geográficos. El Limbo, por ejemplo, según el último Catecismo de la Iglesia Católica, desapareció de la geografía del más allá; pero durante siglos hubo un país maravilloso situado después de la muerte adonde iban los niños sin bautizar y los hombres buenos de otras religiones; no gozaban, como en el Paraíso, pero tampoco sufrían como en el Infierno. Y la cantidad de dioses que hemos fabricado a lo largo de la historia: Bachué, la diosa tetona de los Chibchas, Quetzalcoatl, Zeus, Apolo, Júpiter, la Santísima Virgen, en México la da Guadalupe, en Colombia la de Chiquinquirá, más allá la de Fátima o la de Lourdes.
Y muchos otros fantasmas en un mundo que queremos hechizado, que no nos basta que esté poblado de músculos y lo poblamos de fantasmas. Los monstruos que creamos y que no nos dejan dormir: íncubos, súcubos, dragones, abominables hombres de las nieves, ovnis, diablos, unicornios, minotauros, ángeles buenos y malos, la Patasola, el Mohán, el clon de Hitler que vive en Brasil... Estamos invadidos de fantasmas, estamos rodeados de fantasmas, los muertos que hablan en Pedro Páramo son una gran metáfora de toda nuestra existencia poblada con las voces de los muertos, llena de presencias inexistentes pero con una consistencia casi tan innegable como la de las piedras.
Y fuera de todo lo anterior, para añadir caos y fantasmas a esta explosión de fantasmagoría que es la vida, el ser humano se inventó ese juguete fantástico de la literatura. ¿Habrá una persona más real que Celestina, aunque nunca haya existido? Y madame Bovary, y Ana Karenina, y Ulises y Aureliano Buendía y Joseph K., Adán y Eva, el Comendador de Fuenteovejuna, Macbeth, Funes el memorioso, Juvencio Nava... ¿Para qué seguir? Hay más personajes en la literatura que personas en la China. Los seres humanos somos insaciables: queremos presencias, presencias, buscamos evadir nuestra definitiva soledad, no hacemos otra cosa que luchar por no estar solos y como los vivos no nos dan abasto, entonces vivimos en perpetua conversación con los fantasmas. Por eso leemos novelas y para eso vemos telenovelas.
Para ser franco, yo no creo que en esta novela que vengo a presentarles se cree ningún fantasma memorable. Pero también aquí hay, modestamente, una especie de indagación sobre otro tipo de fantasmas que los seres humanos también nos fabricamos. Fantasmas son todas esas presencias que hubo en el pasado de las personas que amamos y fantasmas son esas presencias futuras que, como ladrones sigilosos, tememos que nos arrebaten a la persona amada.
Susana cuenta, en esta novela, su colección de fantasmas. ¿Habrá algo más fantasmagórico que un amante del pasado? Que esté muerto o esté vivo no importa, difuntos y vivos, cuando son del pasado, adquieren una consistencia parecida, de fantasmas que desaparecen y a veces se aparecen. Creo que es bastante común que nosotros, hombres y mujeres, nos entreguemos a veces a una misma fantasía, a un mismo ejercicio de memoria.
En una noche solitaria o aburrida, en una espera inútil en la sala del dentista o en un aeropuerto, nos entregamos a hacer el recuento de los amantes o las amantes del pasado. Volvemos a verlas y a abrazarlas en la memoria, repetimos los gestos, los besos, las palabras. A veces de todo eso no queda nada: basura, cenizas, polvo, asco. Otras veces esos fantasmas resucitan e incluso –como dicen los padres de la Iglesia– son capaces de nuevo de encendernos la carne. Y es una maravilla, es como si uno recordara un plato insuperable que se comió hace seis años en Barcelona y de repente las papilas volvieran a sentir ese favor del buen sabor del vino, la precisa consistencia y sensación del bogavante. Pero no; los fantasmas culinarios son lábiles. Los fantasmas eróticos, en cambio, si no encienden la carne, no cabe duda de que encienden la imaginación. Son, sí, fugaces, evanescentes, difíciles de abrazar, pero a veces encarnan en la fantasía, como en los sueños, y parecen tan reales como la realidad, e incluso mejores en ocasiones, con la piel más tersa, con el aliento de los mejores días, con menos inconvenientes prácticos (no hay que cuidarse mucho por el papiloma, no hay que levantarse a acompañarlos a la casa a las tres de la madrugada).
En este libro Susana, en las palabras, hace, revive poco más o menos lo que todos hacemos en la imaginación, en el recuerdo. Susana habla sin recato, así como todos recordamos, sin recato, y hace el recuento erótico de sus amantes. Mientras tanto, Rodrigo la escucha aterrado y embelesado a la vez. Esos fantasmas de Susana son el tema de esta novela; lo que ella recuerda y lo que Rodrigo, su amante actual, teme. Son el pasado de ella que revive, el presente de ambos que vive “entre fantasmas” (para usar el hermoso título de F. Vallejo), entre los temores de él y la risa de ella, y son, por último, el futuro amenazante que se insinúa. Son dos amantes que hablan de amor y de sus amores en una ciudad sitiada por la violencia. Son dos personas que se sumergen en la fantasía, en los fantasmas, para soportar mejor el peso de los muertos y de la muerte que acecha. Ambos temen y saben que también ellos, en breve, se convertirán también en fantasmas. Susana y Rodrigo saben, como sabemos todos, que tarde o temprano no serán otra cosa que fantasmas. Y para no espantarse, como un homenaje a los fantasmas que serán, dedican estas noches de su vida a hablar de los fantasmas que fueron.
OMR: ¿Cómo escribe ?, es decir, el rito o método que tiene para escribir.
HAF: No tengo ídolos ni me gustan los ritos. Escribo como quien come, todos los días y mejor sentado ante una mesa. A mañana, tarde y noche, según el apetito. A veces tengo también períodos, largos o cortos, de anorexia literaria. Escribo en computador cuando estoy en la casa y en libretas cuando estoy fuera. Mi primer trabajo fue en una empresa de administración de edificios y mi función consistía en escribir cartas. Sigo en lo mismo. Soy muy buen mecanógrafo, escribo sin mirar el teclado y con los diez dedos. No sé si escribo bien; de lo que sí estoy seguro es de que escribo rápido.
OMR: ¿Cuál es su opinión de la crítica colombiana, siente que su obra, de una u otra forma, es afectada por la crítica?
HAF: Que yo sepa, la crítica literaria no existe en Colombia. Hay unos cuantos reseñistas de periódicos y muchos profesores de universidad que publican capítulos de tesis llenos de notas abstrusas. A los segundos no les entiendo lo que escriben; a los primeros no les hago caso en lo que escriben. Trato de no leerlos. Son un fastidioso zumbido de abejorros y a los abejorros lo mejor que se puede hacer es darles un papirotazo.
OMR: Cuando está escribiendo tiene en su mente un "lector ideal", o sea, escribe para otros, teniendo en cuenta a otros, o no piensa en el lector.
HAF: Para mí la escritura es una forma de pensar, de aclararme las ideas, y esto es así, precisamente, porque sé que habrá otros ojos que intentarán entenderme. Para mí la claridad es uno de los primeros objetivos que debe alcanzar la prosa. Si no escribiera para otros, lo que me saldría sería un caos parecido al que hay en mi cerebro; escribo para otros porque es el mejor método de organizar ese caos, de darle al menos una apariencia de orden. Escribo para el lector culto y para el inculto; cualquiera que sepa leer puede entender lo que escribo, aunque sea a niveles distintos.
OMR: ¿Piensa que las nuevas formas tecnológicas como discos digitales, hipertextos de revistas y libros en internet, cómics, etc, son una alternativa importante en su escritura y posterior difusión? ¿Cuál es su relación con estas tecnologías?
HAF: No sé si puedan ser una alternativa. Uso internet para leer periódicos, no para buscar literatura, para la cual prefiero los libros, todavía. Ni tengo página en internet ni me interesa tenerla ni he pensado nunca en poner mis libros en la red. Puede que en el futuro cambie de opinión. Internet me parece una herramienta maravillosa y los “Emilios” han marcado el renacimiento de la correspondencia, que era un género bastante olvidado.
Gracias al computador mucha gente ha vuelto a las letras, al texto, a la carta, a la lectura. Este nuevo uso de la tecnología me parece maravilloso. Escribo unas diez cartas al día desde que existe el “e-mail”; antes no escribía ese número ni al mes. Así como en los tiempos de Proust se mandaban noticas dentro de la misma ciudad, para invitar a almorzar, por ejemplo, hemos regresado a eso mismo ahora, gracias al estupendo invento del computador y del “e-mail”.
OMR: ¿Cree en la "originalidad" literaria?, o ¿cuál es su idea de "originalidad" en la literatura?
HAF: Creo en la originalidad del Siglo de Oro: creo que Quevedo escribió los mejores sonetos de la lengua española imitando a Petrarca, y lo mismo hizo Shakespeare en la lengua inglesa. Creo que somos enanos –como decía Newton- que nos apoyamos en hombros de gigantes. La originalidad consiste en tener buen oído en la literatura y en la calle (las verduleras pueden escribir poemas, sólo que no se dan cuenta, un escritor sí, porque ha leído más), y en saber olvidar. También consiste en saberse oponer al mal poeta y al mal escritor que todos llevamos dentro. Para oponerse a ese cursi interior, hay que conocer muy bien las obras de los grandes escritores.
La originalidad no consiste en hacer algo distinto a lo que ya se hizo (eso es muy fácil); consiste en algo imposible: en hacer mejor lo que ya se hizo, o en volver a hacerlo con los ingredientes de ahora. Hay que perseguir ese sueño como si fuera posible, aunque sepamos de entrada que no será posible o que será posible a unos pocos elegidos que probablemente no somos nosotros.
OMR: ¿Qué obra de otro (novela o cuento) quisiera reescribir o darle otra versión?
HAF: Nunca se me ha ocurrido hacer algo así. Bebo, robo, copio, de infinidad de escritores. Pero de una manera indirecta, transversal. Tan indirecta que a veces ni yo mismo me doy cuenta. Lo que escribo está lleno de huellas de mis lecturas, huellas explícitas o implícitas, que algunos lectores captan y otros no. Copiar a otros autores (a grandes autores) tiene algo muy bueno: a veces algunos críticos incautos creen que te critican a ti, y están criticando a Diderot o a Montaigne o a Eliot.
OMR: ¿Vive de la literatura, o piensa que va a vivir de ella?
HAF: Desde que empecé a trabajar vivo de la escritura, de golpear las teclas con los dedos, pero por ahora vivo más del periodismo que de los libros de narrativa. Si llego a vivir de los libros, magnífico, pero no es eso lo que persigo. Seguiría escribiendo aunque me estuviera muriendo de hambre. Tengo más hambre de escribir que de comer. Para ganar plata hay caminos más expeditos. No creo, como Saramago, que todos los escritores deberían ser pobres; creo que no les conviene ser ricos, eso sí. Y que tampoco les conviene que se dejen aplastar económicamente. Por eso, jamás escribo gratis para un periódico.
OMR: ¿Siente que ha alcanzado la madurez narrativa o en cuál estado cree que se encuentra?
HAF: Todos los libros que he publicado me dan vergüenza y quisiera no tener que verlos ni hablar de ellos, ni releerlos. Ojalá algún día esté de verdad contento con algo escrito por mí. Tal vez la madurez sea una especie de serenidad que se obtiene porque uno se va volviendo ciego ante sus propios defectos, caídas, imperfecciones, tonterías. En ese sentido espero no madurar jamás.
OMR: ¿Cuál es su concepto del compromiso social y político que debe, o no, tener el escritor?, ¿refleja acaso su obra la Colombia que vivimos hoy?
HAF: La novela sigue siendo un espejo que se pasea por un camino, según la célebre definición de Stendhal. Ese espejo, sin embargo, en este momento, está hecho añicos, se volvió trizas. Esto no quiere decir que los fragmentos no reflejen nada; reflejan eso, fragmentos, pedazos deshilvanados de realidad. El exceso de estímulos del presente nos obliga a esa loca fragmentación, a ese efecto de caleidoscopio. Le toca al lector recomponer la idea general.
No veo porqué a un novelista se le tenga que pedir más compromiso social que a un compositor; una novela es (o aspira a ser) una obra de arte, como una cantata. Los cambios sociales y económicos les corresponde hacerlos a los gobiernos (políticos, dirigentes), a los guerrilleros, no a los escritores. Las novelas son muy mal camino para mejorar las leyes o para movilizar a los pueblos. Que cada quien haga bien lo que le corresponde es una buena manera de mirar el compromiso social.
OMR: ¿Cuál es su relación con las editoriales comerciales? , ¿Cree que sí hay, o no, alternativas de publicación en Colombia?
HAF: Mi relación con los editores ha tenido altibajos. Mi tercer libro lo tuve que publicar por mi cuenta, después de la negativa de más de siete editoriales. De mi primera novela jamás me pagaron un centavo de derechos, a pesar de que hicieron dos ediciones. Con la editorial Alfaguara no tengo sino motivos de agradecimiento: es una editorial seria, paga anticipos, cada seis meses cancela los derechos de autor, defiende el libro, lo lleva a otros países, sus editores son amables, respetuosos y serios.
No puedo pedir más. Hay que anotar, eso sí, que Alfaguara no es una editorial colombiana. En todo caso el fracaso siempre tiene que estar en el horizonte de cualquier escritor. El que no tenga el pellejo para aguantar el fracaso, es mejor que cambie de profesión. Lo constante en la escritura es el fracaso, y no sólo editorial.
OMR: ¿En su concepto cuál es la obra suya con la que más satisfecho se siente y por qué?
HAF: De ninguna me siento satisfecho. Las publico para salir de ellas, para poder pasar a otra cosa. Ni siquiera soporto la palabra “obra” para lo que yo hago, que son garabatos a medio armar. Del libro que más insatisfecho me siento es del primero, Malos pensamientos.
OMR: ¿Lee literatura colombiana, a sus colegas de generación? por qué sí o no.
HAF: A los escritores colombianos los leo por casualidad, si algo cae en mis manos y creo que me puede gustar. No los leo por convicción, ni los busco, ni considero un deber leer a la gente que nació en este mismo lote de terreno que va del Amazonas al Caribe y del Pacífico al Orinoco. El nacionalismo en lo político es un cáncer mental, una aberración del espíritu; el nacionalismo literario es una aberración aun más profunda que esa otra aberración.
No veo porqué tenga que leer más autores colombianos que mexicanos o japoneses o austríacos. Leo lo que quiero, sin preguntarme dónde nació el autor, que es lo de menos. Entre lo que leo, a veces hay colombianos, de ahora y de antes. Hay otro riesgo: como dice Bufalino, los escritores coetáneos no se leen entre ellos, se vigilan. Renuncio a ese absurdo oficio de vigilancia; eso se convierte en capillas de envidias o de elogios mutuos; no me interesa ni lo uno ni lo otro.
FIN