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mayo 16, 2010
En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que guardan la memoria estos números son hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.
Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios, hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo mis párpados, historias cuyo vago desenlace flota por último indeciso, en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.
No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas, los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como con un hilo de luz, los tres temas en fin sobre que yo hago mil y mil variaciones, en las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.
I
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Da entrada a esta calle, por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas.
Debajo de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de su cordel y sus votos de cera.
Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adorno que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos al capricho en un paredón grietado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte. Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas, una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; las de más allá, unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro. El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad, la casa de un alfaquí habitada por un canónigo, una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano, un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre, mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno.
He aquí todo lo que se encuentra en esta calle, calle construida en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba una saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.
Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese ni aun por casualidad el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.
Una tarde, sin embargo, el pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con su marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.
Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella fue el notar que, cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana o mejor dicho, de la cortinilla o, más claro todavía, de la mujer que la había levantado porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde; pasé con cuidado; apreté los tacones aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a levantar. La verdad es que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con la imaginación, me pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos y yo, desde lejos, volvía a ella por última vez los ojos.
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! ¡Qué historias imposibles no forjaría en mi mente! Yo la conocía. Ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.
La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia, como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba, pensando en... ¡Quién sabe! Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía, despertó en mi alma aquella ventana, mientras permanecí en Toledo...!
Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo, de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo le llamo la fecha de la ventana.
Al cabo de algunos meses, volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo de mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y, provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos Cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.
Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos por entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones a través del desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población y como escondida en uno de sus más apartados rincones.
La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, corros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa yerba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.
Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas, y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.
Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillo de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando así mismo la atención y deslumbrando los ojos una miríada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel y que, examinadas de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas que, refractando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas y deslumbrantes.
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.
Los edificios que dibujaban su forma irregular no eran tampoco menos extraños y dignos de estudio. Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores y su farol rodeado de una pared de alambre que defiende sus ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.
Otro frente lo constituía un paredón negruzco lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo. Un paredón altísimo, formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredadera.
Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo o suspendiéndome durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban en su alrededor.
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle. Y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera me apercibí a trazar, aunque ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar aquí con dos obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.
Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos renglones, pueda formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.
Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura, sus muros engalanados con largas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas, y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.
El opulento árabe que poseía este edificio lo abandona al fin. La acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba; y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven, por una parte, trozos de alicatado reluciente, por otra, artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro que da entrada a un salón gótico severo e imponente.
Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas y éstas, a su vez, fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros y, aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.
Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen entre las hojas de acanto sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a un tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.
Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.
Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos, en el ala de los tejados; las golondrinas, en los doseles de granito; y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.
Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contrastes, de poesía y de recuerdos como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.
Ya lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera; el sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad; la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente cuando, absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo. Veía claramente sucederse las épocas y derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres dejar lugar a otras mujeres, y las primeras y las que venían después convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres. Luego... ¡Qué sé yo!, todo confuso, muchas cosas revueltas, tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores, celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo, al pie del crucifijo un libro abierto y sobre el libro una calavera, salones severos y grandiosos cubiertos de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos: monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de continente altivo y andar majestuoso.
Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas no pueden recordarse, de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y, pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento.
Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima que, saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces, como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí, no era posible que me equivocase: estaba solo, completamente solo en la plaza.
En balde esperé la noche clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador. Inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más...
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo dejando allí como una carga inútil y ridícula todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné a guardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreírme.
Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de un año durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio a todas horas y con todos sus detalles, después, con menos frecuencia y por último con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión o de un sueño. No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria, salí preocupado a recorrer las calles sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.
El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas como notas perdidas de una sinfonía misteriosa ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el rostro a su contacto y hasta diríase que helaba el alma con su soplo glacial.
Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos absorto en mil confusas imaginaciones y, contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta. Ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.
El cielo cerraba de cada vez más oscuro. El aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando, sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.
Al encontrarme en aquel lugar, salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.
Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal: estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza: Pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.
Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado que parecía como acometido de un vértigo.
Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo en carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.
A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.
Varié de idea, y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.
La iglesia era alta y oscura; formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento, cuajada de angelones con escudos, grifos cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veían multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.
Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata de cobre pendientes de las bóvedas, de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas.
A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor bajaban en aquel momento sus gradas, cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano, y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros, que se movían entre las tinieblas contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos, una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares, un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras: he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.
Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.
Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda sima de una montaña un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y vuela su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire, cubriendo sus huesos amarillos con un sudario sobre el que se cree ver dibujarse sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.
El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacían resaltar por oscuro, bañándola en una dudosa sombra.
Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.
La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que la ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores, como todas las mujeres.
Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado había besado tantas veces...
La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía al pasar los vidrios de color de las ojivas.
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.
Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron por último de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño. El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte, abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes, con sus voces profundas y huecas, comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.
-¡De profundis clamavi ad Te! -decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.
-¡Dies irae, dies illa! -le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo y en tanto las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.
Yo estaba conmovido; no, conmovido no; aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...
Aún estaba clavado en aquel lugar, con los ojos extraviados, temblorosos y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas y formando dos largas hileras la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto y pude verle el rostro. Al mirarlo tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer: no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor del que, al descender a éste, algunas no pierden del todo la memoria.
Di dos pasos adelante: quise llamarla, quise gritar; no sé; rne acometió como un vértigo; pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna.-, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por sus cien bocas de metal y las campanas de la torre comenzaron a repicar, volteando con una furia espantosa.
Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor, buscando los padres, la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.
-Tal vez era sola en el mundo -dije, y no pude contener una lágrima.
-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.
-¿La conoce usted? -la pregunté.
-¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y -la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
-Y, ¿por qué profesa?
-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿Qué había de hacer?
-¿Y quién era ella?
-Hija del administrador del conde C***, al cual serví y hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.
Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo.
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte. Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer y de donde no se borrará nunca. Algunas veces, recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado: algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas? ¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?
El Contemporáneo 20, 22 y 24 de julio, 1862
FIN