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mayo 16, 2010
El hombre bajito con el escaso cabello gris y su vulgar traje de color rojo brillante, se detuvo en la esquina de las calles State y Randolph para comprar un microdiario, el Sun Tribune de Chicago, del día 21 de marzo de 1999. Nadie se fijó en él, cuando entró en el superalmacén de la esquina de enfrente, y se sentó a una mesa vacía. Dejó caer una moneda en el automático y mientras la máquina le servía café, miró los titulares escritos en la página diminuta que tenía unas dimensiones de siete por diez centímetros. Sus ojos eran extraordinariamente agudos; podía ver fácilmente los titulares sin la ayuda del microlector. Pero ni en la primera ni segunda página había nada que le interesara; se referían a asuntos internacionales, al tercer cohete que se había lanzado en viaje a Venus y el último desfavorable informe de la novena expedición lunar. Pero en la página tres había dos reportajes sobre las actividades del hampa y sacó un pequeño microlector del bolsillo y lo colocó encima de la página, para leer aquella información mientras bebía el café.
El hombre bajito se llamaba Bela Joad. Este era su nombre verdadero, pero había usado tantos nombres en tantos lugares diferentes, que solamente una memoria fenomenal podía haber llevado el registro de todos ellos, pero él tenía una memoria fenomenal. Ninguno de aquellos nombres había aparecido nunca en los periódicos, ni tampoco su rostro ni su voz habían sido vistos ni oídos en las pantallas de televisión. Menos de una docena de personas, todas ellas desempeñando cargos de importancia en varias jefaturas de Policía, sabían que Bela Joad era el primer detective del mundo.
No estaba a sueldo de ningún Departamento de Policía, no recibía primas ni dinero para sus gastos y nunca había cobrado ninguna recompensa. La razón de aquello podía ser que tenía medios propios de fortuna y se complacía en la investigación del crimen como simple amateur. Pero también podía ser que ganase dinero, gracias a sus actividades contra el crimen, o que consiguiese que los bandidos pagasen de un modo u otro, los gastos de sus campañas contra ellos.
Cualquiera que fuese la razón, él no trabajaba para nadie; trabajaba contra el crimen. Cuando un delito o una serie de delitos le interesaban, se dedicaba a su investigación, a veces de acuerdo con el jefe de Policía de la ciudad donde se habían cometido, a veces operando sin el conocimiento de la Policía, hasta que se presentaba en la oficina del jefe, para entregarle las pruebas que permitirían realizar las detenciones necesarias y obtener las merecidas condenas.
El nunca había aparecido, ni siquiera como testigo, en las salas del juzgado. Y mientras él conocía a los principales personajes del hampa en una docena de ciudades, no había ningún delincuente que pudiese identificarlo, excepto bajo alguna identidad falsa, con otra apariencia, que rara vez volvía a utilizar.
Ahora, mientras bebía su café matinal, Bela Joad leía con atención, a través de su microlector, los dos reportajes del Sun Tribune que le habían llamado la atención. Uno se refería a un caso que había sido uno de sus pocos fracasos, la desaparición, posiblemente el secuestro, del Doctor Ernst Chappel, profesor de criminología en la Universidad de Columbia. El titular decía: «Nueva Pista en el Caso Chappel» pero después de leer toda la información, el detective se dio cuenta de que la pista era nueva sólo para aquel periódico; él mismo la había seguido hasta un callejón sin salida, hacía ya dos años, cuando Chappel acababa de desaparecer.
La otra información se refería a un tal Paul (Gyp) Girard, que había sido absuelto del asesinato de su principal competidor en el control de las casas de juego del Norte de Chicago. Joad leyó el reportaje con minuciosa atención.
Seis horas antes, sentado en una cervecería de Nuevo Berlín, Alemania Occidental, había escuchado las primeras noticias sobre aquella absolución por la pantalla de televisión pública, sin detalles. Había salido en el primer estratoavión para Chicago.
Cuando hubo terminado de leer el microdiario, apretó el botón de su radioreloj de pulsera, el cual estaba en sintonía automática con la estación horaria más próxima y pudo escuchar, con el volumen necesario para que sólo él oyera: «Las nueve y cuatro minutos». Sin duda, el jefe de Policía, Dyer Rand, ya estaría en su despacho.
Nadie se fijó en él cuando dejó el superalmacén. Nadie le prestó atención, mientras caminaba con la muchedumbre a lo largo de la calle Randolph, hasta llegar al gran edificio que albergaba la jefatura de Policía, situado en la esquina de la calle Clark.
La secretaria del jefe Rand aceptó su tarjeta - no la suya verdadera, pero una que Rand podría reconocer fácilmente - sin mirarle dos veces.
Rand le estrechó la mano por encima de su escritorio y luego apretó el botón de su comunicador interno, encendiendo una señal en la mesa de su secretaria que significaba: «Que no se me moleste». Se inclinó hacia atrás en su sillón giratorio y cruzó las manos por encima de los severos y pequeños tres centímetros cuadrados de su camisa violeta y amarilla. Luego dijo:
- ¿Ha leído las noticias de la absolución de Gyp Girard?
- Por eso estoy aquí.
Rand sonrió y luego volvió a quedarse serio.
- Las pruebas que me envió - dijo - eran perfectas, Joad. Debían haber significado una condena a la silla. Pero quisiera que me las hubiera traído en persona, en vez de enviarlas por correo, o que hubiera habido alguna forma de ponerme en contacto con usted. Le habría dicho que posiblemente no íbamos a conseguir que el tribunal le condenase. Joad, algo terrible está sucediendo. Tengo la impresión que usted es la última esperanza que me queda. Si hubiese tenido la oportunidad de hablarle antes...
- ¿Hace dos años?
Rand pareció sorprendido.
- ¿Por qué dice eso?
- Porque hace dos años que el Dr. Chappel desapareció en Nueva York.
- ¡Oh! - dijo Rand -. No, no hay ninguna conexión entre los dos casos.
- Pensé que quizá sabía algo del asunto, cuando mencionó los dos años. No ha estado sucediendo durante tanto tiempo, desde luego, pero es bastante cerca.
Se levantó de su escritorio de plástico y empezó a caminar a lo largo de su oficina.
- Joad - dijo -, durante el pasado - teniendo en cuenta sólo este tiempo, aunque realmente empezó hace cerca de dos años -, de cada diez delitos importantes cometidos en Chicago, siete no han podido ser resueltos. Técnicamente sin solución, desde luego; de cada cinco de esos siete, sabemos quién es el culpable, pero no lo podemos probar. No podemos conseguir que los condenen.
»El hampa nos está venciendo, Joad, mucho más de lo que han hecho en cualquier época desde la era de la prohibición, hace setenta y cinco años. Si esto sigue, vamos a volver a días como aquellos y aún peores.
»Durante los veinticuatro años últimos hemos conseguido condenar a los culpables de ocho de cada diez delitos importantes. Inclusive veinte años atrás - antes de que el uso del detector de mentiras en los Tribunales fuese declarado legal - teníamos un porcentaje superior al que conseguimos ahora. Allá por la década del 1970 al 1980, por ejemplo, conseguíamos el doble de condenas de las que obtenemos ahora; podíamos condenar a los responsables de seis de cada diez crímenes. Este año pasado, sólo han sido tres de cada diez.
»Y el caso es que conozco la razón, pero no sé qué hacer para remediarlo. La razón es que los criminales han dominado el detector de mentiras.
Bela Joad asintió. Luego dijo suavemente:
- Unos cuantos siempre han conseguido engañarlo. El aparato no es perfecto. Los jueces siempre aconsejan a los jurados que recuerden que las indicaciones del detector de mentiras tienen un alto grado de probabilidad, pero no son infalibles; que los resultados obtenidos deben ser considerados como posibles pero no definitivos y que siempre debe haber otra evidencia para apoyarlos. Y siempre han existido algunos raros individuos que pueden contar el más grande embuste delante del detector, sin que las agujas de los gráficos se muevan ni una sola vez.
- Uno en un millón, de acuerdo. Pero, Joad, en estos últimos tiempos, casi todos los jefes del hampa han podido engañar al detector.
- Quiere decir los delincuentes profesionales, no los aficionados.
- Exactamente. Sólo los habituales del delito, los profesionales, miembros del hampa. Si no fuese por eso, pensaría..., no sé lo que pensaría. Quizá que toda la teoría del detector está equivocada.
- Podría eliminar el uso del detector en los Tribunales - dijo Joad - Se han obtenido condenas antes de que su uso fuese legalizado; y antes de que se inventara el detector.
Dyer Rand suspiró y se dejó caer en su sillón neumático.
- Me gustaría hacerlo si pudiera. En este momento quisiera que nunca se hubiese inventado este aparato, o que su uso se haya introducido en los Tribunales. Pero no olvide que la ley que lo legaliza, concede a las dos partes el derecho de pedir su uso ante los jueces. Si un criminal sabe que puede engañarlo, exigirá su uso aunque nosotros no queramos. Y ya me dirá qué posibilidad hay de que un jurado lo condene, cuando el acusado exige el uso del detector de mentiras y éste confirma su inocencia.
- Muy poca, desde luego.
- Menos que nada, Joad. Tomemos este asunto de Gyp Girard, que fue absuelto ayer. Yo sé que él mató a Pete Bailey. Usted lo sabe. Las pruebas que me envió fueron, en circunstancias normales, definitivas. Y sin embargo yo sabía que íbamos a perder el caso. No me habría molestado en llevarlo a los tribunales, si no fuera por una sola cosa.
- ¿Cuál?
- Para hacerle venir aquí, Joad. No tenía ningún otro recurso para ponerme en contacto con usted, y tenía la esperanza de que si leía las noticias de la absolución de Girard, después de las pruebas que me había dado, no dejaría de venir a verme, para saber qué había pasado.
Se levantó y volvió a pasearse por la oficina.
- Joad, voy a volverme loco. ¿Cómo es posible que toda el hampa pueda engañar al detector? Esto es lo que quiero saber y va a ser el caso más importante de toda su vida. Tómese un año o cinco, Joad, pero resuélvalo. Fíjese en la historia de las fuerzas de la Ley. Siempre la policía ha tenido ventaja sobre los criminales en el campo de la ciencia. Ahora los criminales, por lo menos en Chicago, nos llevan ventaja a nosotros. Y si la situación sigue así, si no conseguimos encontrar la respuesta, nos dirigimos hacia una nueva edad media, cuando no era seguro para ningún hombre ni mujer el caminar por la calle después de anochecido. Los mismos fundamentos de nuestra sociedad pueden ser derribados. Nos encontramos enfrentados a algo maligno y muy poderoso.
Bela Joad cogió un cigarrillo de la cajita que había encima del escritorio de Rand; se encendió automáticamente tan pronto como lo tuvo en los labios. Era un cigarrillo verde y Joad sacó dos nubecillas de humo verde por la nariz, antes de contestar, casi sin interés aparente:
- ¿Tiene alguna sugestión que ofrecer, Rand?
- He tenido dos ideas - dijo Rand -, pero ya las he desechado. La primera es de que las máquinas habían sido preparadas, con el fin de que declarasen a favor de los delincuentes. La segunda es de que los técnicos que las hacen funcionar, se habían puesto de acuerdo con los acusados. Pero he hecho que se investigara tanto a los hombres como a las máquinas, desde todos los puntos de vista posibles y no he podido encontrar nada sospechoso. En los casos importantes he tomado precauciones especiales. Por ejemplo, el detector que usamos en el juicio de Girard era nuevo, recién salido de la fábrica y lo comprobé en esta misma oficina. - Rand se rió -. Puse al Capitán Burke bajo el aparato y le pregunté si era fiel a su esposa. Me contestó que sí y casi rompe la aguja. De aquí salió para el Tribunal, bajo custodia especial.
- ¿Y el técnico que lo hizo funcionar?
- Yo mismo me senté a los controles. Fui a aprender su uso, por las noches, durante cuatro meses.
Bela Joad asintió.
- De modo que no es la máquina ni el técnico. Hemos eliminado estas posibles causas y ahora puedo investigar de aquí en adelante.
- ¿Cuánto tiempo le va a llevar, Joad?
- No tengo la menor idea.
- ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Algo que necesite para empezar a trabajar?
- Sólo una cosa, Dyer. Necesito una lista de los delincuentes que han conseguido vencer al detector y el expediente de cada uno de ellos. Sólo de aquellos en los que estemos totalmente seguros de que han cometido los crímenes imputados. Si hay alguna duda razonable, no los ponga en la lista. ¿Cuándo podré tener esta lista?
- Ahora mismo; la tenía hecha pensando en el día que podríamos hablar de este asunto. Es un informe muy largo, de modo que lo he microcopiado - dijo Rand, mientras entregaba a Bela Joad un pequeño sobre.
- Gracias - dijo Joad - No vendré a verle a menos de que tenga alguna información importante o necesite su cooperación. Creo que lo primero que voy a hacer, va a ser preparar un asesinato para que podamos poner al asesino enfrente del detector.
Los ojos de Dyer Rand se abrieron.
- ¿A quién se va a asesinar?
- A mí - dijo Bela Joad sonriendo.
Cuando llegó a su hotel, sacó el sobre que Rand le había dado y pasó varias horas estudiando los microfilms con su microlector de bolsillo, hasta que pudo repetir palabra por palabra su contenido, de memoria. Luego quemó los films y el sobre.
Después de aquello, Bela Joad pagó su cuenta en el hotel y desapareció, pero un hombre bajito que no se parecía ni remotamente a Joad, alquiló un cuarto en un hotel barato, bajo el nombre de Martin Blue. El hotel estaba en Lakeshore Drive, que entonces era el corazón del hampa de Chicago.
El mundo criminal de Chicago había cambiado menos, en cincuenta años, de lo que uno podía suponer. Las pasiones humanas no cambian, o lo hacen muy lentamente. Era cierto que ciertos delitos habían disminuido apreciablemente, pero por el contrario, el juego había aumentado. La seguridad y el bienestar de que todos disfrutaban, era quizás un factor dominante en ese aumento. Ya no había necesidad de ahorrar para la vejez como, en épocas pasadas, habían hecho unos cuantos.
El juego era un campo propicio para los criminales y ellos cultivaban ese campo adecuadamente. Una técnica muy adelantada había aumentado el número de formas de juego, y al mismo tiempo había mejorado la eficiencia de los sistemas utilizados para dar ventaja a los fulleros. El juego con trampa era un negocio enorme y, diariamente ocurrían muertes y luchas entre bandas que se disputaban los derechos territoriales para sus casas de juego, del mismo modo que habían luchado por las mismas causas en los días idos de la prohibición, cuando el alcohol era el rey del crimen. Aún existían cabarets y clubs nocturnos, pero ése era un negocio de menor importancia. La gente había aprendido a beber con moderación. Y las drogas era una cosa pasada, aunque aún se hacía algún tráfico en ellas.
Todavía habían robos y atracos, aunque no con tanta frecuencia como cincuenta años atrás.
El asesinato era ligeramente más frecuente. Sociólogos y criminólogos diferían respecto a las razones para este aumento en los delitos de esa categoría.
Las armas de defensa y ataque habían, desde luego, mejorado mucho, pero no incluían las atómicas. Todas las armas atómicas y subatómicas eran rígidamente controladas por el Ejército y nunca eran usadas, ni por la policía ni por los delincuentes. Eran demasiado peligrosas; la pena de muerte era obligatoria para cualquiera a quien se encontrara en posesión de un arma atómica.
Pero las pistolas y revólveres que poseían el criminal de 1999, eran muy eficaces. Eran mucho más pequeñas, más compactas y completamente silenciosas. Tanto las pistolas como las municiones estaban hechas de magnesio superduro y eran muy ligeras. El arma más común era la pistola del calibre 16 - tan mortal como la 45 del tiempo pasado, porque los diminutos proyectiles eran explosivos - y hasta una pequeña pistola de bolsillo contenía de cincuenta a cien balas.
Pero volvamos a Martin Blue, cuya entrada en el mundo del hampa coincidió con la desaparición de Bela Joad del hotel de este último.
Se vio muy pronto que Martin Blue no era un hombre agradable. No tenía medios de vida aparente, aparte del juego y parecía perder, en pequeñas cantidades, más de lo que ganaba. Casi se vio metido en dificultades por una cuestión de un cheque sin fondos, que entregó para saldar sus pérdidas en un garito, pero pudo evitar que lo liquidaran pagando al día siguiente en efectivo. Lo único que leía era el Microdiario de las carreras y bebía mucho, casi siempre en una taberna con una sala de juego clandestina en la trastienda que antes había sido propiedad de Gyp Girard. Una vez le dieron una paliza, porque defendió a Gyp Girard ante un comentario del actual propietario, quien dijo que Gyp había perdido el valor y se había vuelto honrado.
Durante una temporada la suerte se volvió contra Martin y éste se vio tan apurado que tuvo que emplearse como camarero, en el bar de un garito en el Boulevard Michigan, llamado Sucio Joe, quizá porque el dueño del local, Joe Zatelli, era considerado como uno de los hombres más bien vestidos de Chicago, y eso en los años de fin de siglo, cuando los trajes de piel de leopardo (piel sintética, pero más fina y cara que la verdadera piel de leopardo) eran muy comunes y todo el mundo usaba ropa interior de seda plástica.
Entonces le sucedió una cosa muy graciosa a Martin Blue. Joe Zatelli lo mató. Lo sorprendió, después de haber cerrado, mientras robaba la caja del bar y en el momento en que Martin daba media vuelta para huir, Zatelli disparó. Hizo tres disparos para asegurarse. Y luego Zatelli, quien nunca había confiado en los cómplices, puso el cuerpo en su coche y lo abandonó en una calleja detrás de un teleteatro.
El cuerpo de Martin Blue se levantó y se fue a ver al jefe Rand para decirle personalmente lo que quería que se hiciera.
- Se ha arriesgado mucho, Joad - dijo Rand.
- No lo crea - contestó Blue -. Yo había puesto cartuchos de fogueo en su pistola y estaba bien seguro de que usaría aquella arma. Y no se va a enterar de qué clase de cartuchos lleva, a menos de que se trate de matar a otra persona. Tienen toda la apariencia de cartuchos verdaderos. Y además llevaba un chaleco especial bajo el traje. Flexible para facilitar los movimientos y acolchado por encima para que parezca carne al contacto, y desde luego no pudo sentir el latido del corazón cuando me cogió para llevarme al coche. Y estaba preparado para emitir un sonido como el de las balas explosivas al estallar en el interior.
- ¿Y qué habría pasado si hubiese cambiado de pistola o de balas?
- ¡Oh!, ese chaleco es a prueba de balas de cualquier arma, excepto las atómicas. El peligro estaba en que se le ocurriese alguna forma extravagante de hacer desaparecer el cuerpo. Me las habría arreglado, desde luego, pero se habría estropeado el plan que me ha costado tres meses de preparación. Pero tenía bien estudiada su forma de operar y estaba seguro de lo que haría. Y ahora esto es lo que quiero que haga usted, Dyer.
Los periódicos y programas de televisión de la mañana siguiente, difundieron la noticia de que había sido encontrado el cuerpo de un hombre sin identificar, en cierta callejuela de los barrios bajos. Al mediodía se informó al público de que el muerto había sido identificado como un tal Martin Blue, un ratero de poca categoría que había vivido en Lakeshore Drive, en el corazón de Chicago. Y a la noche, ya se rumoreaba en todos los bares y cabarets de la ciudad que la policía sospechaba de Joe Zatelli, que había sido el patrón de Martin Blue, y que posiblemente lo iban a detener para ponerle ante el detector.
Varios agentes de paisano vigilaron el local de Zatelli, tanto la entrada principal como la trasera, para ver dónde iría si es que salía a la calle. Vigilando el frente del local había un hombre pequeño, con la estatura de Bela Joad o Martin Blue. Desgraciadamente, a Zatelli se le ocurrió salir por la puerta trasera y consiguió despistar a los detectives que le siguieron la pista.
Lo detuvieron a la mañana siguiente, a pesar de todo, y lo llevaron a jefatura. Lo pusieron enfrente del detector de mentiras y le preguntaron qué sabía sobre Martin Blue. Zatelli admitió que Blue había trabajado para él, pero que lo había visto por última vez, cuando Martin había dejado el trabajo, la noche del asesinato. El detector indicó que no mentía.
Entonces los policías se sacaron un as de la manga. Hicieron entrar a Martin Blue en la habitación donde se estaba interrogando a Zatelli. Pero la jugada falló. Las agujas del detector no se movieron ni una fracción de milímetro y Zatelli contempló a Blue y luego a sus interrogadores con gran indignación.
- ¿Qué significa esto? - exigió -. Este tipo ni siquiera está muerto, ¿y me están preguntando si es que yo lo he matado?
Los policías aprovecharon la ocasión de tener a Zatelli allí, para preguntarle sobre unos cuantos crímenes que podía haber cometido, pero pronto se hizo aparente de acuerdo a sus contestaciones y al detector de mentiras que no había cometido ninguno de ellos. Al final lo pusieron en libertad.
Desde luego aquello fue el fin de Martin Blue. Después de mostrarse ante Zatelli en la jefatura, igual podía estar muerto en aquella calleja, para lo que les iba a servir de ahora en adelante.
Bela Joad comentó con el jefe Rand.
- Bien, de todos modos, ahora lo sabemos.
- ¿Qué es lo que sabemos?
- Tenemos la seguridad de que el detector está siendo engañado sistemáticamente. Era posible que se hubieran cometido una serie de detenciones equivocadas con anterioridad. Inclusive las pruebas que le di contra Gerard podían haber estado equivocadas. Pero ahora sabemos que Zatelli venció a la máquina. Solamente siento que Zatelli no hubiera salido por la puerta principal, de modo que yo hubiese podido seguirle; ahora podríamos tener el caso completamente resuelto, en vez de conocer sólo una parte de él.
- ¿Va a regresar? ¿Tendremos que empezar de nuevo? Sí, pero no del mismo modo. Esta vez tengo que estar en el otro extremo de un asesinato, y voy a necesitar su ayuda para eso.
- La tendrá. Pero, ¿no quiere decirme qué es lo que piensa hacer?
- Me temo que no me es posible, Dyer. Es sólo una idea muy vaga. En realidad, la he tenido desde que empecé a trabajar en este asunto. ¿Querrá hacerme otro favor, Dyer?
- Desde luego. ¿Qué es?
- Ponga uno de sus hombres a seguir a Zatelli y que vigile todo lo que haga de ahora en adelante. Ponga otro en la pista de Gyp Girard. En realidad, quisiera que usara todos los hombres de que pueda disponer y que vigilen a cada uno de los hombres de los que estamos seguros de que se han burlado del detector durante estos dos últimos, años. Y que se mantengan siempre a distancia, que no dejen que esos tipos se den cuenta de que están siendo seguidos. ¿Podrá hacerlo?
- No sé qué es lo que busca, pero lo haré. ¿No puede decirme nada? Joad, esto es importante. No olvide que no se trata de un caso rutinario. Esto es algo que puede llevar al derrumbe de la ley.
Bela Joad sonrió.
- El asunto no es tan grave, Dyer. La ley que se pueda aplicar contra el hampa, desde luego. Pero usted está consiguiendo su porcentaje usual de condenas para los crímenes y delitos que no son cometidos por profesionales.
Dyer Rand lo miró confuso.
- ¿Y qué es lo que esto tiene que ver con nuestro caso?
- Quizá tenga mucha importancia. Es por esto que aún no le puedo decir nada. Pero no se preocupe. - Joad se inclinó a través de la mesa y golpeó en el hombro del jefe, y en aquel momento los dos parecían, aunque ellos no se dieran cuenta, como si un «foxterrier» le extendiera la pata a un gran «San Bernardo».
- No se preocupe, Dyer. Le prometo que le traeré la solución. Aunque quizá no podrá hacer uso de ella.
- ¿Sabe realmente lo que está buscando?
- Sí. Estoy buscando a un criminólogo que desapareció hace más de dos años. El Dr. Ernst Chappel.
- ¿Usted cree...?
- No estoy seguro. Por esto quiero encontrar al Dr. Chappel.
Y esto fue todo lo que Rand pudo conseguir de Joad. Bela Joad abandonó la oficina de Dyer Rand y regresé al hampa.
Y en el bajo mundo de Chicago apareció una nueva estrella. Quizá deberíamos llamarla una nova más bien que simplemente una estrella, tan rápidamente se convirtió en famoso o notorio. Físicamente, era un hombre bajito, no más alto que Bela Joad o Martin Blue, pero no era una persona de maneras corteses como Joad ni una hiena como Blue. Tenía lo necesario para imponerse en un mundo de malhechores y sabía utilizar bien sus cualidades. Se hizo el dueño de un pequeño club nocturno, pero era sólo para cubrir las apariencias. Detrás de esa fachada, sucedían muchas cosas, cosas de las que la policía aún no podía acusarle, y las que no parecían conocer, pero el bajo mundo estaba bien enterado.
Su nombre era Willie Ecks, y nadie en el mundo del hampa hizo amigos y enemigos con mayor rapidez. Tenía muchos de cada; los primeros eran poderosos y los segundos peligrosos. En otras palabras, ambos eran el mismo tipo de personas.
Su breve carrera fue verdaderamente - si me permiten seguir con mi símil celestial - meteórica. Y por una vez ese símil gastado e inexacto ha sido usado correctamente. Los meteoros no se elevan, como sabe cualquiera que haya estudiado meteorología, la cual no tiene nada que ver con los meteoros. Los meteoros caen, a veces con gran estruendo. Y eso es lo que le sucedió a Willie Ecks cuando se hubo elevado lo bastante.
Tres días antes, el peor enemigo de Ecks había desaparecido de entre el seno de sus amigos. Dos pistoleros de su banda esparcieron el rumor de que la policía lo había detenido, pero eso era evidentemente un intento de prepararse la coartada, ya que tenían la intención de vengarlo. El rumor fue desacreditado, cuando a la siguiente mañana, se supo que el cuerpo del gangster había sido hallado, con un peso en los pies, en el Lago Azul del Parque Washington.
Y al anochecer del mismo día se empezó a comentar en todos los clubs y en todas las tabernas, que la policía tenía pruebas de quién era el asesino - que había usado un arma atómica prohibida - y que planeaban la detención de Willie Ecks para interrogarlo. Estas cosas se saben rápidamente aunque no se quiera que los demás se enteren.
Fue en el segundo día que había pasado Willie Ecks escondido en un hotel barato en la calle North Clark, un hotel antiguo con ascensores y ventanas en las paredes, y donde sólo unos cuantos amigos fieles sabían que se había refugiado, que uno de esos fieles amigos llamó de cierta manera a la puerta y fue inmediatamente admitido.
El nombre del recién llegado era Mike Leary, y era un acérrimo amigo de Willie y enemigo del caballero que, según los periódicos, había sido hallado en el Lago Azul.
Sus primeras palabras fueron:
- Creo que estás en un lío, Willie.
- Sí - contestó Willie. No había usado depilatorio facial durante los dos últimos días y su cara estaba azul por la barba y aún más azulada por el miedo.
Mike le dijo:
- Hay una salida, Willie. Te va a costar diez de los grandes. ¿Puedes conseguirlos?
- Los tengo. ¿Cuál es la salida?
- Hay un hombre. Yo sé cómo encontrarlo. Nunca lo he usado, pero lo haría si me viera en un lío como el tuyo. El puede arreglar tu asunto, Willie.
- ¿Cómo?
- Te enseñará cómo puedes engañar al detector de mentiras. Puedo conseguir que venga aquí y que arregle esta cuestión. Entonces puedes dejar que las policías te detengan para interrogarte, ¿comprendes? Tendrán que dejarte en libertad o si te llevan ante el juez, no conseguirán que te condenen.
- ¿Y qué pasará si me preguntan, respecto... bien, no importa, sobre otras cosas que puedo haber hecho?
- Ese amigo lo arreglará todo. Por los cinco mil te pondrá en condiciones de que puedas enfrentarte con ese detector y de que no puedan acusarte de nada.
- Antes has dicho diez mil.
Mike Leary hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.
- Yo también tengo que vivir, ¿no es así, Willie? Y me has dicho que tenías los diez grandes, de manera que debes estar dispuesto a pagarlos para salir de este atolladero.
Willie Ecks discutió con él, pero todo en vano. Tuvo que darle a Mike cinco billetes de mil dólares como pago por su intervención en el asunto. No es que ese dispendio le importase mucho, ya que los que pagó fueron billetes de mil dólares muy especializados. La tinta verde con que estaban impresos, se convertiría en violeta dentro de unos días. Ni siquiera en el año 1999 es posible hacer pasar un billete de mil dólares de color violeta, de modo que cuando los billetes cambiasen, Mike Leary también se pondría de color violeta, pero entonces ya sería demasiado tarde para que pudiese remediarlo.
Ya era bien entrada la noche, cuando llamaron a la puerta de la habitación que Willie Ecks ocupaba en aquel hotel Este; es levantó de donde estaba leyendo los periódicos de la tarde y apretó un botón que hizo que la puerta se volviese transparente desde el interior.
Estudió con atención al hombre de aspecto corriente que estaba en el exterior. No puso ninguna atención a los contornos faciales ni al desaliñado traje amarillo que llevaba. Se fijó bastante en los ojos, pero principalmente estudió la forma y colocación de las orejas y las comparó mentalmente con las orejas que había visto en las fotografías que había examinado concienzudamente.
Por fin Willie Ecks volvió a ponerse la pistola en el bolsillo y abrió la puerta.
- Entre - dijo.
El hombre del traje amarillo entró y Willie Ecks cerró la puerta con cuidado y luego dio la vuelta a la llave.
- Estoy muy contento de verle, Dr. Chappel.
Su voz tenía un tono de convicción y en realidad el hombre llamado Willie Ecks estaba satisfecho de su trabajo.
Ya eran las cuatro de la mañana cuando Bela Joad se encontró delante de la puerta del departamento de Dyer. Tuvo que esperarse, allí en el pasillo tenuemente iluminado, el tiempo que necesitó el jefe de Policía para levantarse de la cama y llegar hasta la puerta y luego poner en funcionamiento el tablero transparente por un lado y opaco por el otro y examinar a su visitante.
La cerradura magnética suspiró suavemente y la puerta se abrió. Los ojos de Rand estaban soñolientos y su cabello revuelto. Llevaba unas zapatillas de plástico y un pijama de neonylon arrugado.
Se hizo a un lado para permitir la entrada a Joad y éste pasó hasta el centro de la habitación y se quedó mirando a su alrededor con curiosidad. Era la primera vez que entraba en las habitaciones particulares de Rand. El departamento era como el de cualquier otro soltero de buena posición de aquella época. El mobiliario era sencillo y funcional, cada pared pintada en un tono pastel diferente, levemente fluorescente, emitía un agradable calor radiante, y la suave pero constante caricia de los rayos ultravioleta mantenía a las personas que podían permitirse aquella clase de instalación, saludablemente bronceadas. La alfombra tenía un dibujo de cuadros alternados, de color beige y gris, con piezas sueltas y cambiables, de modo que se compensara el uso en sus diferentes partes. Y el techo, desde luego, era un espejo de una sola pieza, que daba la sensación de altura y espacio.
Rand dijo:
- ¿Buenas noticias, Joad?
- Sí, pero ésta es una entrevista no oficial, Dyer. Lo que voy a decirle tiene que quedar en secreto entre nosotros dos.
- ¿Qué quiere decir?
- Aún parece dormido, Dyer - dijo Joad - Tomemos una taza de café, ¿no? Lo despertará y yo lo necesito.
- Muy bien - dijo Rand. Entró en la pequeña cocina y apretó el botón que calentaba la cafetera automática.
- ¿Lo quiere con coñac? - preguntó desde allí.
- Sí, muchas gracias.
En un minuto, Rand regresó con dos tazas de fragante y humeante café. Esperó con impaciencia hasta que estuvieron confortablemente sentados y hubieron tomado el primer sorbo de café, y entonces preguntó:
- ¿Bien, Joad?
- Antes de empezar, quiero repetir que esta entrevista no es oficial, Dyer. Puedo darle la solución completa del caso, pero solamente lo haré en el bien entendido de que la olvidará cuando yo salga de aquí; que nunca se lo contará a otra persona y de que no tomará ninguna iniciativa a consecuencia de lo que yo le diga.
Dyer Rand se quedó mirando a su huésped incrédulamente.
- ¡No puedo prometerle nada de esto! - dijo -. Soy el jefe de Policía, Joad. Tengo mis deberes para con mi puesto y el pueblo de Chicago.
- Por eso vine aquí, a su departamento, en vez de ir a su oficina. Ahora no está trabajando, Dyer. Esta es su casa y puede hablar como particular.
- Pero...
- ¿Me lo promete?
- ¡No!
- Entonces siento haberle despertado. - Bela Joad suspiró, dejó la taza y empezó a levantarse.
- ¡Espere! No puede hacer eso. No puede irse ahora sin contarme nada.
- ¿Que no puedo?
- Está bien, conforme. Prometeré. Supongo que debe tener buenas razones para pedir algo tan extraordinario, ¿no es así?
- Sí, tengo poderosas razones.
- Bien, entonces aceptaré su palabra de que esto debe de ser así.
Bela Joad sonrió.
- Bien - dijo -. Entonces voy a darle el informe de mi último caso. Porque éste es el último caso en el que trabajo, Dyer. De ahora en adelante me dedicaré a otra clase de trabajo.
Rand lo miró con sorpresa.
- ¿Cómo?
- Voy a enseñar a los malhechores cómo engañar al detector de mentiras.
El jefe de Policía, Dyer Rand, dejó su taza lentamente y se puso en pie. Avanzó un paso hacia el hombre bajito, quien tenía la mitad de su peso y que seguía sentado en la silla de respaldo inclinado.
Bela Joad aún sonreía.
- No lo haga, Dyer - dijo -. Por dos razones. La primera es que no me tocará y yo podría herirle y no quiero. La segunda es que puedo explicárselo todo y es completamente honesto. Siéntese.
Dyer Rand se sentó.
Bela Joad dijo:
- Cuando me explicó que este caso era importante, ni usted mismo sabía hasta dónde llegaba su importancia. Y aún lo será más. Chicago es solamente el principio. Y de paso, gracias por los informes que le pedí. Son exactamente lo que esperaba.
- ¿Los informes? Si todavía están en mi oficina de la jefatura.
- Estaban. Los he leído todos y después los he destruido. Las copias también. Olvídese de ellos. Y no preste demasiada atención a sus estadísticas. También las he leído.
Rand frunció el ceño.
- ¿Y por qué debo olvidarlas?
- Porque confirman lo que Ernie Chappel me ha contado esta noche. ¿Sabe usted, Dyer, que el número de delitos importantes ha descendido mucho más en este último año que el porcentaje en que ha bajado el número de sus condenas obtenidas?
- Ya me he fijado en este detalle. ¿Quiere decir que existe una relación?
- Sin duda alguna. La mayoría de los delitos, un elevado porcentaje del total, son cometidos por delincuentes profesionales, reincidentes. Y, Dyer, esto aún va más lejos. De un total de varios miles de delitos cometidos al año, el noventa por ciento son cometidos por unos cuantos centenares de criminales profesionales. Y dígame, ¿se ha fijado en que el número de criminales profesionales en Chicago ha quedado reducido en un tercio en los dos últimos años? Pues lo ha hecho. Y ésta es la razón de que el número de delitos haya disminuido.
Bela Joad tomó otro sorbo de café y entonces se inclinó hacia delante.
- Gyp Girard, según sus informes, tiene ahora un puesto de refrescos en el West Side, y no ha cometido ningún delito durante todo el año pasado. Desde que consiguió vencer al detector de mentiras. - Siguió contando con los dedos - Joe Zatelli, que era uno de los tipos más duros en el North Side, ahora está llevando su restaurante decentemente. Carey Hutch, Wild Bill Wheeler. - La lista es muy larga. - Usted tiene los informes, y éstos no están completos porque hay muchos nombres que no están en la lista, gente que fueron a ver a Ernst Chappel para que les enseñara cómo engañar al detector de mentiras y después de todo no fueron arrestados. Y nueve de cada diez de ellos - y quizá me quedo corto - no han cometido ningún delito desde entonces
Dyer Rand dijo:
- Continúe, escucho.
- Mi primera investigación del caso Chappel me demostró que había desaparecido voluntariamente. Y ahora sé que Chappel es honrado y un gran hombre. Sabía que no estaba loco, porque era un psiquiatra al mismo tiempo que un criminólogo. Un psiquiatra tiene que estar cuerdo.
»De modo que comprendí que había desaparecido por alguna razón importante. Y cuando, hace nueve meses, me contó usted lo que estaba pasando en Chicago, empecé a sospechar que Chappel podía estar aquí realizando sus proyectos. ¿Empieza a comprender?
- Muy poco.
- Bien, espere. Lo entenderá cuando se forme una idea de cómo un experto psiquiatra puede ayudar a los criminales a engañar al detector.
- ¿Puede hacerlo? Pero... yo...
- Exactamente. Por la forma más elemental de tratamiento hipnótico. Algo que cualquier buen psiquiatra podía hacer hace cincuenta años. Los clientes de Chappel, que desde luego, no saben quién es él ya que para ellos Chappel es un personaje misterioso del hampa, que les ayuda a escapar de la policía, le pagan bien y le dicen qué crímenes serán los que les puede preguntar la policía, si los arrestan. El les dice que incluyan en su relación todos los delitos que hayan cometido en su vida, de modo que la policía no puede cogerles por algún asunto pasado. Y entonces...
- Espere un poco - interrumpió Rand - ¿Cómo puede conseguir que se confíen hasta ese punto?
Joad hizo un gesto de impaciencia.
- Muy sencillo. No le confiesan un solo crimen, ni siquiera a él. El sólo les pide una lista que incluya todo lo que hayan hecho en su vida. Pueden añadir alguna mentira y él no puede saber qué delitos son los verdaderos. De manera que eso no importa.
»Entonces los somete a una ligera hipnosis y les asegura que no son delincuentes ni nunca lo han sido y que nunca han hecho nada de las cosas escritas en la lista que les vuelve a leer. Y eso es todo.
»De modo que cuando les pone enfrente del detector y se les pregunta si es que han hecho esto o aquello, ellos pueden contestar que no y estar convencidos de ello. Por eso el aparato no puede indicar que mientan. Por esa razón Joe Zatelli no se inmutó cuando vio a Martin Blue entrar en aquella habitación. No recordaba que Blue estuviese muerto, excepto por lo que había leído en los periódicos.
Rand se inclinó.
- ¿Dónde está Ernst Chappel?
- No se le debe molestar, Dyer.
- ¿Que no se le debe molestar? ¡Es el hombre más peligroso que existe!
- ¿Para quién?
- ¿Cómo que para quién? ¿Está loco, Joad?
- No estoy loco. Es el hombre más peligroso que existe, pero sólo para los criminales. Fíjese, Dyer. Cuando un delincuente empieza a ponerse nervioso porque la policía lo va a detener, envía a buscar a Ernie o lo va a ver. Y Ernie lo limpia de todos sus pecados y además le convence de que no es un criminal.
» De modo que en nueve de cada diez casos, el individuo en cuestión deja de ser criminal. Dentro de diez o veinte años Chicago no va a tener hampa. El crimen organizado por los criminales profesionales no existirá. Siempre existirán los aficionados, pero comparativamente éstos no tienen importancia. ¿Qué le parece si tomamos un poco más de café?
Dyer Rand se dirigió a la cocina y lo sirvió. Ahora estaba completamente despierto, pero andaba como un sonámbulo.
Cuando volvió, Joad le dijo:
- Y ahora que me he asociado con Ernie, vamos a extender la organización a todas las ciudades del mundo en las que exista un bajo mundo que valga la pena. Adiestraremos personal escogido; ya me he fijado en dos de sus hombres y puede ser que pronto me los lleve conmigo. Vamos a seleccionar nuestros apóstoles - más o menos una docena - muy cuidadosamente. Tienen que poseer las cualidades necesarias para ese trabajo.
- Pero, Joad - protestó Rand -, ¿qué me dice de todos los crímenes que van a quedar sin castigo; de los criminales que escaparán a la justicia?
Bela Joad bebió el resto de su taza de café y se levantó.
- ¿Y qué importa más - dijo -, castigar criminales o terminar con el crimen? O si quiere mirarlo desde un punto de vista moral, ¿debe castigarse a un hombre por un crimen que no recuerda haber cometido, cuando ya no es un criminal?
Dyer Rand suspiró.
- Creo que tiene razón. Yo mantendré mi promesa.
Supongo que ya no le veré más.
- Probablemente, no, Dyer. Y voy a adelantarme a lo que va a decir. Sí, brindaremos juntos en despedida. Una copa de licor, sin el café.
Dyer Rand trajo dos vasos.
- ¿Bebamos por Ernst Chappel? - dijo.
Bela Joad sonrió.
- Lo incluiremos en el brindis, Dyer - dijo -. Pero vamos a beber por todos los hombres que trabajan para terminar su obra. Los médicos trabajan por el día en que la raza será tan fuerte que no serán necesarios médicos; los abogados trabajan por el día en que los pleitos no serán necesarios. Y los policías, criminólogos y detectives trabajan por el día en que ya no serán necesarios, porque el crimen no existirá.
Dyer Rand asintió seriamente y levantó su copa.
Luego bebieron.
FIN