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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
    h m
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    ESTILOS:
    h m
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    (s2)
    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    Fijar "Guardar Imágenes"
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    P
    S1
    S2
    S3
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    B2
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    B14
    B15
    B16
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    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LATRO 1 - SOLDADO DE LA NIEBLA (Gene Wolfe)

    Publicado en mayo 09, 2010
    Título de la edición original: Soldier of the Mist

    Este Libro
    está dedicado
    con mi mayor respeto y afecto
    a Heródoto de Halicarnaso

    Primero se combatió en el muro de escudos y luego, cuando ese muro hubo caído, se libró un encarnizado combate cuerpo a cuerpo en el templo consagrado a Deméter...

    HERÓDOTO

    Aunque ésta es una obra de ficción, se basa en hechos ocurridos el año 479 a. C.

    PRÓLOGO

    Hace dos años se descubrió en los sótanos del Museo Británico, oculta por una colección de liras romanas, una urna que contenía varios rollos de papiro, todos aparentemente por utilizar. El museo se quedó con la urna y en cuanto a los rollos dispuso de ellos confiándolos al catálogo de Sotheby’s como Lote 183. Varios rollos de papiro en blanco, posiblemente parte del muestrario de un comerciante egipcio.
    Tras pasar por varias manos se convirtieron en propiedad del señor D. A., coleccionista y marchante de Chicago. Se le ocurrió la idea de que podía haber algo oculto en las varillas a las que se encontraba unido el papiro y las hizo radiografiar. Las radiografías probaron que dichas varillas eran sólidas pero mostraron también hilera tras hilera de diminutos caracteres alfabéticos trazados sobre la hoja (técnicamente hablando, el protokollon) que iba pegada a cada varilla. Teniendo la sensación de que se encontraba al borde de un descubrimiento de auténtica importancia para los eruditos, examinó uno de los papiros mediante una poderosa lente de aumento y descubrió que todas las hojas estaban cubiertas en sus dos lados con una minúscula escritura grisácea, que el personal del museo y el de Sotheby’s habían tomado meramente por unas manchas de polvo. El análisis espectrográfico ha probado que el instrumento utilizado para escribir fue un afilado «lápiz» de plomo. Conociendo el interés que siento por las lenguas muertas, el propietario me ha pedido que efectúe su traducción.
    Con excepción de un breve pasaje escrito en griego bastante pasable, el primer rollo está escrito en latín arcaico y carece de puntuación. El autor, que se llama a sí mismo «Latro» (palabra que puede significar bandido, mercenario, guardaespaldas, esbirro o asesino a sueldo), tenía una lamentable y catastrófica tendencia a las abreviaturas: a decir verdad, resulta raro encontrar en el texto alguna palabra completa y existe una clara posibilidad de que algunas abreviaturas hayan sido interpretadas de modo equivocado. El lector no debería olvidar en ningún momento que toda la puntuación es obra mía: en algunos momentos he añadido detalles que estaban meramente implícitos en el texto y he transcrito de modo más extenso conversaciones que habían sido resumidas.
    Para hacer más fácil la lectura he dividido el texto en capítulos, interrumpiéndolo (siempre que ello ha sido posible) en los puntos donde «Latro» cesaba de escribir. He utilizado como titulo las primeras palabras de cada capítulo.
    En cuanto a los topónimos he seguido el texto original: su redactor algunas veces los escribe tal y como los ha oído pero normalmente los traduce si le resultan inteligibles (o si se lo parecen). «La Colina de la Torre» es probablemente Corinto; «la Larga Costa» es casi con toda seguridad el Ática. En algunos casos resulta claro que Latro se equivoca: da la impresión de haber oído hablar de una persona taciturna como alguien de modales lacónicos (en griego ) y por lo tanto llega a la conclusión de que Laconia quiere decir «el País Silencioso». El error que comete al hacer derivar el nombre de la ciudad más importante de esa región de una palabra utilizada para referirse a una soga o cuerda (en griego ) era cometido por muchas personas carentes de educación en su época. Al parecer poseía cierto conocimiento de las lenguas semíticas y podía hablar el griego con bastante fluidez, aunque o le era imposible leerlo o le costaba mucho.
    Quizá convenga decir algo sobre la cultura en la cual Latro se halló inmerso apenas empezó a escribir. Las gentes no se referían a ellas mismas como griegos, al igual que tampoco lo hacen los habitantes de la nación que hoy en día llamamos Grecia. Si adoptamos nuestro punto de vista actual no se preocupaban demasiado por el vestido o la falta de él, aunque en la mayoría de las ciudades no se consideraba correcto que las mujeres fueran totalmente desnudas, cosa que los hombres si hacían con frecuencia. El desayuno era desconocido: a menos que hubiera estado bebiendo la noche anterior, el griego medio se levantaba con el amanecer y comía por primera vez al mediodía, comiendo por segunda vez al final de la tarde. En tiempos de paz incluso los niños tomaban vino mezclado con agua y en tiempos de guerra los soldados solían quejarse acerbamente de que sólo tenían agua para beber, enfermando frecuentemente a causa de ello.
    Atenas («Pensamiento») sufría una tasa de criminalidad más elevada que Nueva York. La ley que prohibía a las mujeres salir sin compañía de sus casas tenía como fin evitar que fueran atacadas (otra mujer o incluso un niño ya se consideraba una escolta satisfactoria). Las viviendas carecían de ventanas salvo en la primera planta, y a los ladrones se les llamaba «rompe-paredes». Pese al mito moderno, la homosexualidad exclusiva en los varones era bastante rara y generalmente se la condenaba, aunque la bisexualidad resultaba común y aceptada. La policía ateniense estaba compuesta por mercenarios bárbaros, y se les empleaba porque resultaba más difícil corromperles a ellos que a los griegos; su habilidad con el arco resultaba a menudo bastante valiosa en el momento de capturar a los sospechosos.
    Aunque las ciudades-Estado griegas eran mucho más dispares en cuanto a sus leyes y costumbres de lo que está dispuesta a admitir la mayoría de los eruditos, el auge del comercio había logrado unificar un tanto las monedas y unidades de medida. Un óbolo, llamado vulgarmente «escupitajo», podía ser suficiente para pagar una comida no muy espléndida. Los remeros de los barcos de guerra recibían como paga dos o tres óbolos diarios pero, naturalmente, se les alimentaba con cargo a las provisiones del barco. Seis óbolos eran un dracma (o «puñado») y un dracma bastaba para comprar un día entero de trabajo de un mercenario ya entrenado (el cual aportaba siempre su propio equipo) o el servicio de una noche de una de las mujeres que trabajaban para Kaleos. Un estator de oro valía dos dracmas de plata y la moneda de diez dracmas de mayor circulación era llamada «lechuza o búho» por la imagen que llevaba en el reverso. Cien dracmas eran una mina y sesenta minas un talento, aproximadamente unos doscientos gramos de oro o unos trescientos cincuenta de plata.
    El talento se utilizaba también como unidad de peso y equivalía a unos trescientos gramos. La unidad de longitud más comúnmente utilizada era el estadio, palabra de la cual procede el término deportivo empleado hoy día; un estadio equivalía a unos ciento noventa metros aproximadamente.
    Incluso los humanitarios aceptaban la institución de la esclavitud, pues comprendían que la única alternativa a ésta era el genocidio; nosotros, habiendo presenciado el holocausto de los judíos en Europa, deberíamos ser algo cautos a la hora de hacerles reproches. Los prisioneros de guerra eran una fuente básica de ingresos y un esclavo de primera clase podía llegar a costar unas diez minas, el equivalente a treinta y seis mil dólares. El precio medio de un esclavo, sin embargo, era mucho más razonable.
    Si a un norteamericano de instrucción media se le pidiera el nombre de cinco griegos famosos su contestación más probable seria: «Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Pericles». Quienes tengan críticas que hacerle al relato de Latro harían bien recordando antes que, cuando Latro lo escribió, Homero llevaba muerto cuatrocientos años y nadie había oído hablar todavía de Sócrates, Platón, Aristóteles o Pendes. La palabra filósofo no se utilizaba todavía de modo corriente.
    En la Grecia antigua los escépticos eran los que pensaban, no los que se burlaban de las cosas por no creer en ellas. Los escépticos modernos deberían pensar con bastante detenimiento en el hecho de que Latro habla de Grecia tal y como los griegos hablaban de ella. El corredor enviado desde Atenas para pedirle a los espartanos su ayuda antes de que tuviera lugar la batalla de Maratón se encontró con el dios Pan en el camino, y cuando volvió narró fielmente su conversación a la Asamblea ateniense. (Los espartanos, sabiendo muy bien quién gobernaba su tierra, se negaron a ponerse en marcha antes de que llegara la luna llena.)

    GENE WOLFE


    Primera parte

    I

    Lee esto cada día

    Escribo acerca de lo ocurrido recientemente. El médico entró en esta tienda al amanecer y me preguntó si le recordaba. Cuando le dije que no era así, me lo explicó todo. Luego me entregó este pergamino y un punzón hecho con el metal que se usa para fabricar los proyectiles de las hondas, que marca el pergamino como si éste estuviera hecho de cera.
    Mi nombre es Latro. No debo olvidarlo. El médico dijo que todo se me olvidaba muy de prisa a causa de una herida que sufrí durante el combate. Le dio un nombre a mi enfermedad como si ésta fuera un hombre, pero no recuerdo cuál fue. Dijo que debo aprender a escribir lo mejor que pueda y de tal modo seré capaz de leer mis escritos cuando haya olvidado algo. Ésa es la razón de que me entregara el pergamino y el punzón hecho con el pesado metal que se usa para fabricar los proyectiles de las hondas.
    Antes escribí algo a petición suya sobre el polvo. Pareció complacerle que yo fuera capaz de escribir y dijo que la mayoría de los soldados no sabían hacerlo. Dijo también que mis letras estaban trazadas correctamente, aunque algunas tenían formas que desconocía. Luego sostuve en alto la luz y él me enseñó cómo escribía. Sus letras me parecieron muy extrañas. Viene de la Tierra del Río.
    Me preguntó cuál era mi nombre pero no logré hacer que brotara de mis labios. Me preguntó si recordaba nuestra conversación de ayer y le dije que no. Él me dijo que habíamos conversado ya varias veces pero que cuando regresaba yo siempre había olvidado ya todo. Me explicó que unos soldados le habían dicho cuál era mi nombre, Latro, y me preguntó si era capaz de recordar mi hogar. Podía hacerlo, y le hablé de nuestra casa y del arroyo que ríe al pasar corriendo sobre las piedras multicolores. Le describí a mi padre y a mi madre tal y como los veo en mi mente, pero cuando me preguntó sus nombres sólo fui capaz de referirme a ellos como «padre» y «madre». Dijo que en su opinión se trataba de recuerdos muy antiguos, quizá de hacia veinte años o más. Me preguntó quién me había enseñado a escribir pero no pude responderle. Luego me entregó estos objetos.
    Ahora estoy sentado ante la tienda y, habiendo escrito ya todo lo que recuerdo sobre nuestra conversación, escribiré sobre lo que veo, de tal modo que quizá en tiempos venideros pueda examinar lo que he escrito y hallar así algo de valor.
    El cielo está despejado y es de un color azul claro, aunque el sol no ha surgido aún por encima de las tiendas. Hay muchas, muchas tiendas. Algunas están hechas con pieles y otras con tela. Casi todas carecen de adornos, pero veo una que está cubierta con borlas de lana pintada. Después de que se fuera el médico, cuatro camellos que andaban con paso rígido y como a regañadientes pasaron ante mí dirigidos por hombres que gritaban. Ahora acaban de regresar, ya ensillados y adornados con borlas rojas y azules iguales a las de la tienda, levantando una gran polvareda pues los hombres les golpean para que se muevan de prisa.
    Junto a mí pasan con frecuencia soldados; algunos corren, pero ninguno de ellos sonríe. La mayoría son de baja estatura y cuerpo fornido. Llevan negras barbas. Visten pantalones y túnicas con bordados de turquesa y oro sobre sus corseletes de malla. Uno de los que pasó portaba una lanza con una manzana de oro. Fue el primero que me miró a los ojos por lo que le detuve y le pregunté qué ejército era el aquí reunido.
    –Es el ejército del Gran Rey –me dijo.
    Luego me indicó que volviera a sentarme y se marchó con paso rápido.
    Me sigue doliendo la cabeza. De vez en cuando mis dedos van por si solos hasta los vendajes que la cubren, aunque el médico me indicó que no debía tocarlos. Cada vez que siento dolor aprieto con más fuerza el punzón y no los toco. A veces tengo la impresión de que ante mis ojos se cierne una niebla que el sol es incapaz de disipar.
    He vuelto a escribir. He estado examinando la espada y la armadura que se encuentran junto a mi lecho. También hay un casco, con un agujero allí donde fui herido. Junto a él está Falcata y las dos placas que una vez juntas forman el peto. He tomado a Falcata en mis manos y aunque no la había visto antes ella ha parecido conocer muy bien mis dedos. Algunos de los otros heridos que hay en la tienda se han asustado, por lo que he vuelto a guardarla en su vaina. No entienden mi lengua, ni yo tampoco la suya.
    El médico volvió después de haber escrito lo anterior y le pregunté dónde había sido herido. Me dijo que había sido cerca del altar de la Madre Tierra, allí donde el ejército del Gran Rey combatió con el ejército de Pensamiento y los Cordeleros.
    Ayudé un poco a desmontar la tienda. Para quienes no podían caminar había mulas en las que cargar sus literas. Dijo que debía mantenerme junto a los demás y que si llegaba a separarme de ellos debía buscar entonces su mula pinta o a su criado, que sólo tenía un ojo. Me parece que ése es el hombre que se lleva a los muertos. Le dije que llevaría conmigo el pergamino, así como la armadura y la espada colgando de mi cinturón. Mi casco podía ser vendido, pues estaba hecho de bronce, pero no deseaba transportarlo. Después de dárselo lo utilizaron para guardar telas limpias.


    Descansamos un poco junto a un río y escribo con los pies refrescándose en su corriente. No conozco el nombre de este río. El ejército del Gran Rey oscurece el camino a lo largo de muchos kilómetros y yo, habiéndolo visto ahora, no comprendo cómo puede haber sido derrotado y tampoco comprendo la razón de que me uniera a él, ya que un hombre más o un hombre menos nada significa para él. Se dice que nuestros enemigos nos persiguen y que nuestra caballería está ocupada manteniéndolos a raya. Todo esto lo oí por casualidad al distinguir un grupo de jinetes que se acercaban a la retaguardia. Los hombres que dijeron todo eso hablaban como el médico y yo, no en estas palabras que ahora escribo.
    Junto a mí hay un hombre negro. Viste la piel de una bestia cubierta de manchas y su lanza lleva incrustados pedazos de cuerno. A veces habla pero si alguna vez comprendí sus palabras ahora se me han olvidado por completo. Cuando nos encontramos me preguntó por señas si había visto alguna vez hombres como él. Meneé la cabeza y pareció comprenderme. Está observando mis letras con gran interés.
    El río quedó enturbiado durante un rato después de que muchos bebieran de él. Ahora su corriente vuelve a ser clara y puedo ver en ella mi reflejo y el del hombre negro. No se parece a mí y tampoco a los demás soldados del Gran Rey. Señalé mi brazo y mis cabellos y le pregunté si había visto alguna vez a otros como yo. Hizo un gesto de asentimiento y abrió dos bolsitas que llevaba encima: una de ellas contiene una pasta blanca y la otra una pasta bermeja. Me indicó por señas que debíamos ir con los demás y al ponerse en pie vi por encima de su hombro otro hombre, más blanco que yo, reflejado en el río. Al principio creí que se había ahogado pues su rostro estaba debajo del agua, pero me sonrió y agitó la mano señalando hacia más arriba del río, allí donde empieza el ejército del Gran Rey, desvaneciéndose luego con gran rapidez por entre la corriente. Le he dicho al hombre negro que no iré con él pues deseo escribir acerca de este hombre del río mientras pueda hacerlo.
    Tenía la piel blanca como la espuma y la barba tan negra y ensortijada que por un instante creí que era fango del río. Estaba entrado en carnes, como los veteranos más ricos, pero no le faltaba músculo y además tenía cuernos como un toro. Tenía los ojos bravíos y alegres, ese tipo de ojos que dicen: «Yo derribaré la torre». Cuando me hizo ese gesto creí entender que nos veríamos de nuevo y no deseo olvidarle. Su río es frío y suave: nace en las colinas y corre hasta estos parajes para regarlos. Beberé de él una vez más y luego el hombre negro y yo nos iremos.


    Ha llegado ya la tarde. El médico me daría de comer si pudiera encontrarle, estoy seguro de ello, pero me encuentro demasiado cansado como para andar. A medida que iba transcurriendo el día me fui quedando cada vez más débil y mi paso se hizo más lento. Cuando el hombre negro intentó hacerme ir más de prisa le indiqué por señas que se adelantara sin mí. Sacudió la cabeza y creo que me llamó con muchos epítetos desagradables; por último agitó su lanza como si fuese a golpearme con el astil. Yo desenvainé a Falcata. Él bajó su lanza y moviendo el mentón (pues ése es el modo en que señala las cosas) me indicó que mirara detrás nuestro. Bajo el sol, inmóvil en el cielo, había mil jinetes que atravesaban la planicie, siendo sus sombras y las nubes de polvo que levantaban más visibles que ellos mismos. Un soldado herido en la pierna al que le costaba caminar todavía más que a mi dijo que los arqueros y honderos contra los que combatían eran los esclavos de los Cordeleros, y que si alguien cuyo nombre dijo entonces estuviera todavía en el país del sol nos volveríamos contra ellos para hacerles pedazos. Sin embargo, me pareció que temía a los Cordeleros.
    El hombre negro ha prendido un fuego y ha ido entre las tiendas en busca de comida. Tengo la sensación de que haga lo que haga no podrá darme nuevas fuerzas y de que moriré mañana, no a manos de esos esclavos sino derrumbándome de pronto para abrazar la tierra, cubriéndome con ella cual si fuera una capa. Los soldados a los que puedo entender hablan mucho de dioses, maldiciéndolos y maldiciendo a otros (a los nuestros, más de una vez) en su nombre. Me parece haber conocido alguna vez a los dioses, cuando los adoraba junto a mi madre allí donde las parras se entretejían sobre el hogar de algún diosecillo. Ahora incluso su nombre se ha perdido. Aunque fuera capaz de llamarle dudo que viniera ante mis plegarias, pues sin duda esta tierra se encuentra muy, muy lejos de su pequeña morada.


    He recogido algo de madera y la he puesto en nuestra hoguera para que dé más luz y me permita escribir. No debo olvidar lo que ha sucedido, no debo olvidarlo nunca, aunque pese a todo la niebla acabará volviendo y me hará perderme en ella hasta que lea de nuevo lo que ahora escribo.
    Fui hasta el río y dije:
    –No conozco a otro dios más que a ti. Mañana moriré y me hundiré en la tierra junto con los demás muertos. Pero ahora te rezo para que le des siempre buena fortuna al hombre negro, que ha sido conmigo mejor que un hermano. Aquí está mi espada, la misma con la cual le habría matado. ¡Acepta el sacrificio!
    Y, con esas palabras, arrojé a Falcata dentro del río.
    Y el hombre del río apareció al instante, alzándose de la oscura corriente y jugando con mi espada, lanzándola al aire para cogerla de nuevo, a veces por la empuñadura y a veces por la hoja. Junto a él había dos muchachas que habrían podido ser sus hijas, y mientras las amenazaba en broma con la espada ellas intentaban quitársela de entre los dedos. Las tres siluetas brillaban como perlas bajo la luz lunar.
    No tardó en cansarse y arrojó el arma a mis pies.
    –Si pudiera te sanaría –me dijo–, pero eso está más allá de mi poder, aunque el acero y la madera me obedezcan, y tanto el pez como el trigo y la cebada cumplan mis caprichos.
    Su voz era como el susurro apagado de las aguas sin limites.
    –Mi único poder es que devuelvo multiplicado aquello que se me da. Por lo tanto, ahora devuelvo a mi costa de nuevo tu juguete, templado por segunda vez en mi corriente. Ni el bronce ni el hierro ni la madera serán rivales para él, y no te ha de fallar hasta que tú no le falles a él.
    Y con estas palabras tanto él como sus hijas, si es que tales eran, se hundieron otra vez en el agua. Recogí a Falcata pensando en secar su hoja pero descubrí que estaba seca y caliente. En ese momento regresó el hombre negro con pan y carne, y con muchas historias sobre cómo los había robado en la punta de sus dedos, esperando a ser contadas. Comimos y luego él se durmió.


    2

    En la Colina


    Hemos acampado y he olvidado ya gran parte de lo ocurrido desde que vi al Dios Veloz. A decir verdad, he olvidado incluso que llegué a verlo y sólo sé de tal encuentro lo que acabo de leer en el pergamino que escribo.
    La Colina es muy hermosa. Hay edificios de mármol y un maravilloso mercado en ella. Sin embargo, la gente que la habita está asustada y no ama al Gran Rey porque no ha venido hasta aquí con más soldados suyos. Lucharon por él, creyendo que vencería a los ejércitos de Pensamiento y el Cordel, aunque los hijos de esas ciudades descienden de Helen al igual que ellos. Dicen que la gente de Pensamiento odia incluso su nombre y piensa incendiar sus calles, del mismo modo que se comportó el Gran Rey con las calles de Pensamiento. Dicen (después les he oído hablar en el mercado) que se confiarán a la clemencia de los Cordeleros, pero que los Cordeleros no conocen la clemencia. Quieren que permanezcamos aquí, pero dicen que no tardaremos en irnos dejándoles sólo la protección de sus murallas y sus hombres, de entre los cuales los mejores, el Grupo Sagrado, ya han muerto todos. Y creo que es cierto pues ya he oído cómo algunos decían que por la mañana levantaremos el campamento.
    Aquí hay gran abundancia de posadas pero el hombre negro y yo no tenemos dinero, por lo que dormimos fuera de las murallas con los demás soldados del Gran Rey. Ojalá hubiera descrito al médico cuando empecé a escribir, pues soy incapaz de encontrarle ahora entre el gentío. Hay muchas mulas pintas y no escasean tampoco los hombres con un solo ojo, pero ninguno de ellos me ha dicho que sea criado de un médico. Casi todos se niegan a dirigirme la palabra: al ver mis vendajes, piensan que acudo a ellos para mendigar. No deseo mendigar, aunque me parece todavía menos honroso comer lo que roba el hombre negro, tal y como vengo haciendo. Esta mañana intenté conseguir comida en el mercado igual que hace él, pero su habilidad es mayor que la mía. Muy pronto iremos a otro mercado y una vez allí me interpondré entre él y los propietarios de los puestos, tal y como hice esta mañana. No le resulta fácil porque la gente siempre se le queda mirando, pero aun a pesar de ello es muy astuto y tiene éxito con frecuencia incluso cuando le vigilan. No sé cómo lo hace pues me ha repetido muchas veces que no debo mirar en su dirección.


    Mientras el hombre negro habla con sus manos y los demás discuten, escribo estas palabras en el templo del Dios Resplandeciente, que se alza en el ágora, el gran mercado de la Colina. Muchas cosas han ocurrido desde la última vez que pude escribir y no tengo la menor idea de cuál puede ser su significado, así que no estoy demasiado seguro de por dónde debo empezar.
    El hombre negro y yo fuimos a otro mercado después de haber comido un poco y descansar un rato; el mercado era el ágora, en el centro de la ciudad. En él se venden joyas y recipientes de oro y plata, no solamente pan y vino o pescados e higos como en otros mercados. Hay muchos edificios hermosos con pilares de mármol y el suelo está cubierto por losas de piedra como si nada más llegar a él se encontrara ya uno dentro de un edificio similar a aquéllos.
    En el centro de todo esto, rodeada por la multitud ruidosa de los que compran y venden, se encuentra una fuente, y en el centro de la fuente, vertiendo en ella sus aguas, se halla una imagen del Dios Veloz hecha de mármol.
    Al haber leído sobre él en mi pergamino me apresuré hacia la imagen pensando que se trataba del Dios en persona y empecé a llamarle a gritos. En ese momento nos rodearon casi cien personas, algunos soldados del Gran Rey como nosotros pero la mayoría ciudadanos de la Colina. Nos hicieron a gritos muchas preguntas y yo las contesté tan bien como pude. El hombre negro se dedicó a pedirles dinero por señas y en sus manos llovió cobre, bronce y plata, con tal abundancia de monedas que finalmente tuvo que cesar en sus peticiones y las metió en la bolsa que usa para guardar lo que le pertenece.
    Eso causó mala impresión en la multitud y no hubo más monedas, pero entonces llegaron hombres con muchos anillos y dijeron que debíamos ir a la Casa del Sol; cuando el hombre negro dijo que no iríamos allí nos explicaron que el sol es quien todo lo cura y llamaron a unos soldados de la Colina para que les prestaran ayuda.
    De este modo se nos condujo hasta uno de los edificios más hermosos, que tenía columnas y un gran número de amplias escalinatas; allí se me hizo arrodillar ante la profetisa, que estaba sentada sobre un trípode de bronce. Los hombres de los anillos hablaron largo rato con un sacerdote muy delgado, quien les repitió muchas veces y en modos muy distintos que la profetisa no hablaría en nombre del dios mientras no se hiciera una ofrenda.
    Por último, uno de los hombres con muchos anillos mandó a su esclavo que se fuera no sé adónde y tuvimos que aguardar mucho tiempo, y todos los hombres de los anillos hablaron mientras de los dioses y de cuanto sabían acerca de ellos, así como de aquello que les contaron sus padres, sus abuelos y sus tíos. El esclavo regresó finalmente trayendo consigo una esclava muy joven que me llegaba apenas a la cintura.
    Su propietario habló de ella en términos de gran alabanza, haciéndonos ver a todos lo hermoso que era su rostro y jurando que era capaz de leer y que jamás había conocido varón alguno. El oír tal cosa me maravilló, pues por el modo en que ella miraba al esclavo que la había traído hasta aquí vi que lo conocía y no le apreciaba mucho. Sin embargo, no tardé en comprender que el sacerdote delgado no creía las palabras del hombre con muchos anillos más de lo que las creía yo, y quizá aún menos que yo.
    Una vez que éste hubo terminado de hablar, la esclava fue conducida hasta los muros y se le enseñaron las letras que había en ellos. No eran como las que estoy trazando ahora pero me di cuenta de que se trataba de una forma de escritura.
    –Niña, lee para mí las palabras del dios que hace visible y claro el futuro –le ordenó el sacerdote–. Lee en voz alta lo que dice el dios que cura y permite volar a las raudas saetas de la muerte.
    Y la esclava así lo hizo, con fluidez y sin error alguno:


    Aquí el hijo de Leto, tañendo su lira,
    Ilumina nuestros días con el fuego dorado,
    Curando todas las heridas y dando la esperanza divina,
    A quienes en este altar se arrodillan.


    Su voz era clara y dulce, y aunque no se parecía en nada a los gritos que se oyen en el campo de entrenamiento pareció alzarse por todo el mercado dominando su clamor.
    El sacerdote asintió satisfecho y le indicó con un gesto a la esclava que guardara silencio. Luego le hizo una seña a la profetisa y ésta de inmediato fue poseída por el dios al que servía, empezando a retorcerse y aullar sobre su trípode.
    Sus alaridos no tardaron en aquietarse y empezó a hablar con tal rapidez que sus palabras parecían guijarros repiqueteando en el interior de una urna y su voz no era la de una mujer corriente. Sin embargo, no presté demasiada atención a lo que decía pues tenía los ojos clavados en un hombre dorado cuya estatura era muy superior a la de cualquier hombre normal y que había surgido silenciosamente de una estancia del templo.
    Me hizo una señal y fui hacia él.
    Era joven y tenía porte de soldado, pero no había en su cuerpo cicatriz alguna. En su mano izquierda sostenía un arco y un cayado de pastor y en la espalda llevaba una aljaba de flechas doradas. Cuando estuve ante él hincó la rodilla en tierra, como lo haría yo si quisiera hablar con un niño.
    Me incliné ante él y al hacerlo miré hacia los demás, que estaban oyendo a la profetisa en actitudes de gran reverencia y no parecían ver al gigante dorado.
    –Para ellos no estoy aquí –me dijo, respondiendo así a la pregunta que yo no había llegado a formular.
    Me hablaba con dulzura y suavidad, como el vendedor que le explica a su cliente cómo le ha reservado sus mejores mercancías.
    –¿Cómo es posible tal cosa?
    Y durante todo ese tiempo los demás murmuraban y asentían, los ojos clavados aún en la profetisa.
    –Solo al hombre solitario le es dado ver a los dioses –me dijo el gigante–. Para los demás hombres, cada dios es el Dios Desconocido.
    –Entonces, ¿estoy solo? –le pregunté.
    –¿Puedes verme?
    Asentí en silencio.
    –Las peticiones que a mí se dirigen son concedidas algunas veces –continuó–. Pero tú no has venido a mí con ninguna petición. ¿Tienes ahora algo que pedirme?
    Incapaz de hablar o de pensar, sacudí la cabeza.
    –Entonces, te daré los dones que está en mi mano conceder. Escucha cuáles son mis atributos: soy el dios de la adivinación y de la música, de la muerte y de la curación. Soy el que mata a los lobos y soy el amo del sol. Mi profecía es que irás hasta muy lejos buscando tu hogar y no lo encontrarás hasta no haberte alejado por completo de él. Serás capaz de cantar por una sola vez tal y como cantaban los hombres en la Edad de Oro acompañando la música de los dioses. Mucho tiempo después, encontrarás lo que buscas en la ciudad muerta.
    »Aunque tengo el don de la curación no puedo curarte, y tampoco lo haría si pudiera. Caíste junto a un altar de la Gran Madre y a uno de sus altares debes volver. Cuando estés allí te indicará el camino, y cuando todo haya terminado el colmillo del lobo hará volver junto a ella a quien lo envió.
    Y a medida que pronunciaba estas palabras el hombre dorado pareció hacerse más y más borroso, cual si la sustancia de su cuerpo se escapara ya hacia la estancia de la que había surgido unos momentos antes.
    –Mira bajo el sol...
    Cuando hubo desaparecido me puse en pie, quitándome el polvo de mi chitón con las manos. Todos seguían inmóviles ante la profetisa, pero los hombres con muchos anillos estaban empezando ya a removerse y no tardaron en discutir violentamente entre ellos; unos señalaban hacia el más joven, y éste acabó también hablando a gritos y agitando las manos.
    Cuando hubo terminado, los demás empezaron a hablar al unísono y muchos le dijeron lo afortunado que era pues no tardaría en salir de la ciudad. Al oír esto, empezó a gritar de nuevo. No tardé en cansarme de escucharle y me puse a leer lo que hay escrito en el pergamino, escribiendo luego al igual que lo hago ahora, cuando la discusión no se ha apagado todavía y el hombre negro sigue hablando de dinero con las manos y el más joven de los hombres con muchos anillos (aunque a decir verdad no es demasiado joven, pues el pelo empieza ya a ralear en sus sienes), retrocede lentamente cual si se dispusiera a salir corriendo.
    La esclava se vuelve primero hacia mí y luego hacia el hombre negro para, un instante después, contemplarme de nuevo con ojos llenos de duda y curiosidad.


    3

    Io


    La esclava me despertó antes del amanecer. Nuestra hoguera estaba casi apagada y ella había empezado a romper algunas ramas sobre su rodilla para avivarla de nuevo.
    –Lo siento, amo –dijo–. Intenté hacerlo tan silenciosamente como pude.
    Tuve la sensación de que la conocía pero era incapaz de recordar dónde y cuándo nos hablamos encontrado. Le pregunté quién era.
    –Io. Quiere decir... «felicidad», amo.
    –Y yo... ¿quién soy?
    –Sois Latro el soldado, amo.
    Por tres veces me habla llamado «amo».
    –Entonces, Io, ¿eres una esclava? –le pregunté, aunque ya lo había adivinado al ver su peplo hecho pedazos.
    –Soy vuestra esclava, amo. El dios me entregó ayer a vuestro servicio. ¿No lo recordáis?
    Le dije que, en efecto, no lo recordaba.
    –Me llevaron hasta la mansión del dios porque éste no respondería a ninguna pregunta hasta que alguien le hiciera un regalo. Yo era el regalo, y por mi causa poseyó a la sacerdotisa haciéndola enloquecer. Ella dijo que te pertenezco y que debía acompañarte, fueras adonde fueras.
    Un hombre que había estado durmiendo junto a nosotros envuelto en una hermosa capa azul la apartó de golpe y se incorporó al oírla.
    –No recuerdo que sucediera así –dijo–, y yo estaba presente.
    –Eso ocurrió después –replicó Io–, cuando tú y los demás ya os habíais marchado.
    Él la miró con cierto escepticismo y luego dijo:
    –Espero que no te hayas olvidado de mí, Latro. –Cuando comprendió que así había ocurrido, siguió hablando–: Mi nombre es Píndaro, hijo de Pagondas: y soy poeta. Yo soy uno de los que te sacaron del templo de nuestro patrono.
    –Tengo la sensación de que he estado soñando y acabo de abrir los ojos –repuse–, pero no logro recordar qué estaba soñando o qué ocurrió antes de dormirme.
    –¡Ah! –Píndaro extendió la mano hacia su alforja y sacó de ella una tableta de cera y un punzón–. Eso es realmente muy bueno... ¿Te importa que lo ponga por escrito? Quizá pueda servirme en algún momento.
    –¿Escribirlo?
    Algo pareció removerse en mi interior, aunque seguía siendo incapaz de identificarlo con claridad.
    –Sí, para no olvidarlo. Tú haces lo mismo, Latro; ayer me enseñaste tu libro. ¿Sigues conservándolo?
    Miré a mi alrededor y vi el pergamino en el suelo, con el punzón entre la cuerdecilla que lo mantenía enrollado.
    –Por suerte, no ha ido a parar dentro de la hoguera –observó Píndaro.
    –Ojalá tuviera una capa como la tuya...
    –Te compraré una. Tengo un poco de dinero, pues tuve la suerte de heredar un pedazo de tierra hará unos dos años. O quizá tu amigo pueda comprártela, ya que recogió una suma bastante considerable antes de que te sacáramos de la Casa del Dios.
    Miré hacia donde señalaba Píndaro y vi al hombre negro. Seguía dormido o quizá fingiera estarlo, pero no seguirla haciéndolo por mucho tiempo pues en ese mismo instante oí sonar a lo lejos el bramido de los cuernos. A nuestro alrededor, los hombres empezaron a despertar, removiéndose.
    –¿En qué ejército estamos? –pregunté.
    –¿Cómo? ¿Eres un soldado, estás en él y no conoces el nombre de su estratega?
    –Quizá hubo un tiempo que lo conocí –repuse, meneando la cabeza–, ahora ya no lo recuerdo.
    –Lo olvida todo a causa de lo que le hicieron en esa batalla acaecida al sur de la ciudad –dijo Io.
    –Bueno, en tiempos fue Mardonio, pero ha muerto y no estoy seguro de quién se encuentra ahora al mando. Creo que se trata de Artabazus..., al menos, parece ser el que se encarga de todo.
    –Quizá si leo esto podré recordarlo todo –dije, cogiendo mi pergamino.
    –Quizá –añadió Píndaro–, pero si aguardas unos instantes tendrás más luz. El sol está levantándose y pronto tendremos una espléndida vista del lago Copais.
    Tenía sed y por lo tanto pregunté si era allí adonde íbamos.
    –¿Hacia el sol de la mañana? Supongo que hacia ahí va el ejército, si Pausanias y sus Cordeleros tienen algo que decir sobre el asunto. Puede que aún llegue más lejos... Pero tú y yo vamos a la caverna de la Diosa Tierra. ¿No recuerdas lo que dijo la sibila?
    –Yo sí –proclamó Io.
    –Pues entonces, recítaselo –dijo Píndaro con un suspiro–. Siento por temperamento una terrible aversión hacia la mala poesía...
    La muchacha se irguió hasta el máximo de su estatura, que no resultaba ser gran cosa, y cantó los siguientes versos:


    ¡Mira bajo el sol si quieres ver!
    ¡Canta y hazme sacrificios!
    Pero antes el mar angosto habrás de cruzar.
    ¡El lobo que aúlla te ha traído el infortunio!
    ¡A la dueña de ese lobo has de acudir!
    Su fuego arde en la estancia inferior.
    ¡Al Dios Invisible te encomiendo acudas!
    ¡En la tierra de la Muerte yace su templo!
    Allí aprenderás la razón de que sea invisible.
    ¡Canta, pues, y haz resonar las colinas con tu cántico!
    ¡Haz que el rey, la ninfa y el sacerdote bailen en circulo!
    Atrapa en tu hechizo al lobo, al fauno y a la ninfa.


    Píndaro meneó la cabeza, disgustado.
    –¿No te parece acaso la cancioncilla más horrible que hayas oído en toda tu existencia? En el Ombligo del Mundo son capaces de hacer cosas mucho mejores, créeme. Puede que esto te suene a vanidad pero a menudo he pensado que la penosa versificación de nuestro oráculo ciudadano era una admonición dirigida a mí personalmente. «Mira, Píndaro», me está diciendo el dios, «mira lo que ocurre cuando la poesía divina es transmitida por un corazón de fango.» Con todo, debo admitir que está bastante claro, y eso es algo que no ocurre siempre cuando el dios habla en el Ombligo del Mundo. La mitad de las veces lo que dice carece de significado.
    –¿Lo entiendes? –le pregunté, asombrado.
    –Naturalmente. Al menos, la mayor parte. Y es muy probable que incluso esta niña lo entienda.
    Io sacudió la cabeza.
    –Cuando el sacerdote lo explicó no estaba escuchando.
    –A decir verdad –añadió Píndaro–, la mayor parte de la explicación fue obra mía, con lo que logré hacer recaer sobre mí la responsabilidad de este viaje. La gente suele pensar que los poetas tienen todo el tiempo del mundo a su disposición, como si vivieran una especie de verano interminable.
    –Tengo la sensación de que ningún tiempo me pertenece –dije–, exceptuando quizá el día presente. Y mañana, incluso ese día habrá desaparecido...
    –Sí, puedo imaginar lo que sientes. Y mañana tendré que interpretar nuevamente las palabras del dios en beneficio tuyo.
    –Lo escribiré todo –dije, agitando la cabeza.
    –Claro, me había olvidado de tu libro... Muy bien. La primera frase es «Mira bajo el sol, si quieres ver». ¿Eres capaz de entender eso?
    –Supongo que pretende decir que debería leer mi pergamino. Eso es algo que se hace mejor de día, tal y como me indicaste hace un instante.
    –¡No, no! Cada vez que aparece la palabra sol en las sentencias de la sibila, hace referencia al dios. Por lo tanto, el significado de la frase es que la luz de la inteligencia y la comprensión procede de él: se trata de una de sus facultades más conocidas. El verso siguiente, «Canta y hazme sacrificios», quiere decir que debes complacerle si deseas comprender las cosas. Es el dios de la poesía y de la música, con lo que todo hombre que escribe o recita poesía, por poner un ejemplo, le ofrece al hacerlo un sacrificio. Los carneros y toda esa clase de porquerías las acepta cuando provienen de los idiotas y los ricos, que no poseen nada mejor para ofrecerle. Tu sacrificio debe consistir en una canción, y será mejor que te acuerdes bien de ello.
    Le dije que intentarla acordarme.
    –A continuación decía, «Pero antes el mar angosto habrás de cruzar». El dios viene del este, ya que nos ha llegado desde el País de las Grandes Montañas, y se le simboliza mediante el sol que nace. Por lo tanto, allí es donde habrás de hacer tu sacrificio.
    Al oírle asentí, sintiendo cierto alivio al darme cuenta de que no debería ponerme a cantar de inmediato.
    –Pasamos al verso siguiente: «¡El lobo que aúlla te ha traído el infortunio!». El dios nos informa con ello de que tu herida procede de aquel cuyo símbolo es el lobo, y nos indica también que el lobo es uno de los cantores natos del universo, prescribiendo con ello la naturaleza de tu sacrificio, si es que alguna vez debes llegar a sanar. «¡A la dueña de ese lobo has de acudir!» ¡Ajá!
    Píndaro señaló con un dedo el cielo en un gesto más bien melodramático.
    –En mi humilde opinión, aquí tenemos la línea más significativa de todo el poema. Quien te ha herido es una diosa... una diosa cuyo símbolo es el lobo. No puede tratarse más que de la Gran Madre, a la que adoramos bajo muchos nombres, la mayor parte de los cuales se refieren a la madre, a la tierra o a la que concede las cosechas... bueno, a cosas de ese tipo. Además, debes visitar uno de sus templos o altares. Pero hay tanto... ¿de cuál se trata? Por suerte, el dios nos indica amablemente el lugar: «Su fuego arde en la estancia inferior». No puede tratarse sino del famoso oráculo situado en Lebadeia, que se encuentra en una caverna no muy lejos de aquí. Además, dado que no deseamos utilizar el camino de la costa por encontrarse el golfo infestado de naves de Pensamiento, la ruta más segura es la que lleva al Imperio y al País de las Grandes Montañas, lo cual encaja perfectamente con todo lo anterior. Debes ir hasta allí y suplicar que te perdone la ofensa que le infligiste y a causa de la cual fuiste herido de tal forma. Sólo cuando hayas obrado de ese modo podrá curarte el dios, pues de lo contrario al curarte se enemistaría con la diosa, algo que muy comprensiblemente no desea en estos momentos.
    –¿Y el verso siguiente? –le pregunté–. ¿Quién es el Dios Invisible?
    Píndaro agitó la cabeza.
    –Eso no puedo aclarártelo. En Pensamiento existía un altar consagrado al Dios Desconocido y ahora debe de encontrarse seguramente en la Tierra de la Muerte, ya que el ejército lo destruyó todo a su paso. Pero creo que lo mejor será esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos... En esta clase de asuntos ocurre con mucha frecuencia que no se comprende todo hasta no haber dado el primer paso. Mi hipótesis es que cuando hayas visitado a la Gran Madre en la Cueva de Trofonio todo estará mucho más claro. Naturalmente, no siempre le resulta posible a un mortal...
    –¡Mirad! –gritó de pronto Io y su voz infantil resultaba tan aguda que el hombre negro se irguió al instante.
    Se tapaba los ojos con una mano para protegerse del sol, que estaba asomando por encima del lago. También yo me puse en pie para ver mejor y muchos de los soldados que nos rodeaban hicieron un alto en sus ocupaciones para seguir la dirección de su mirada, con lo cual la parte del gran campamento en que nos encontrábamos se quedó repentinamente en silencio.
    Oímos una débil música que procedía de las orillas del lago, y de pronto vimos a un centenar de siluetas que se retorcían en una danza salvaje. Entre las siluetas había cabras y chivos que se agitaban con idéntico frenesí al de los danzarines, asustados quizá por las dos panteras que se distinguían entre la confusión de giros y piruetas.
    –Es el Niño –murmuró Píndaro, indicándome con un gesto que le acompañara.
    Nos unimos al desfile de soldados que se dirigían hacia el lago en busca de agua. Io me cogió de la mano y me miró.
    –¿Nos han invitado a su fiesta?
    Le dije que no lo sabía.
    –Te has convertido en un peregrino –alegó Píndaro, volviéndose hacia nosotros–. No debes ofenderle en estos momentos.
    Descendimos por entre la suave hierba de la primavera y las flores recién brotadas hasta llegar al final de la cuesta. Píndaro iba delante y yo le seguía con Io cogiéndome la mano; el hombre negro iba detrás de nosotros, a cierta distancia, con gesto malhumorado. El sol naciente había convertido el lago en una lámina de oro y el viento del amanecer decidió apartar a un lado sus fúnebres ropajes para engalanarse con cien perfumes distintos. A nuestra espalda sonaron de nuevo las trompetas del ejército, pero aunque muchos soldados retrocedieron apresuradamente al oírlas, nosotros seguimos adelante.
    –Pareces más feliz, amo –dijo Io, volviendo hacia mí su rostro de niña.
    –Lo soy –repuse yo–. ¿Y tú?
    –Si tú lo eres... ¡oh, sí!
    –Dijiste que te llevaron a la casa del dios como ofrenda. ¿No eras feliz al estar ahí?
    –Tenía mucho miedo –admitió ella de mala gana–. Temía que me rebanaran el cuello tal y como hacen con esos pobres animales, y hasta ahora temía que el dios me hubiera entregado en tus manos para ser sacrificada en algún otro lugar. A esa Gran Madre a la que nos lleva el poeta... ¿no se le ofrecen niños como sacrificio?
    –No tengo la más mínima idea, Io, pero aunque eso fuera cierto yo no permitiría que te ocurriera tal cosa. No importa cuál haya podido ser mi ofensa, pues nada sería capaz de justificar tal sacrificio.
    –Pero... ¿y si eso llegara a ser necesario para saber cuál es tu casa y dónde están tus amigos?
    –¿Fue por eso por lo que acudí a la casa del dios?
    –No lo sé –contestó Io pensativa–. Creo que fueron mi antiguo amo y algunos otros hombres los que me hicieron ir allí. Sea como sea, ya estabas ahí cuando me llevaron al templo... Aunque luego estuvimos sentados uno junto a otro durante cierto tiempo y me hablaste de ellos. –Sus ojos se apartaron de los míos para contemplar la hilera de danzarines que circundaban la costa del lago–. ¡Latro, mira cómo bailan!
    Miré hacia donde ella me indicaba y les vi saltar y girar, chapoteando entre el agua, mojando la hierba con el ágil movimiento de sus pies y con el vino que no paraban de beber mientras danzaban. El agudo canto de la siringa y el insistente retumbar del tímpano parecían ahora más próximos y sonoros. Aunque entre ellos había algunos hombres enmascarados, la mayor parte de los danzarines eran mujeres jóvenes, prácticamente desnudas salvo por sus revueltas cabelleras.
    Io se unió a ellas sin perder un instante, seguida del hombre negro y Píndaro, pero yo me quedé inmóvil contemplando a la pequeña Io. Ah, qué alegre me pareció su imagen con los pámpanos coronando su cabeza y, sin embargo, qué preocupada me pareció al mismo tiempo por imitar el baile frenético de aquellas muchachas, aquella nación de niñas inalcanzables y perdidas para siempre mientras durase su danza...
    Tanto Píndaro como el hombre negro abandonaron ese país perdido sin esperanza alguna de volver a él, aunque en un tiempo debieron encontrarse en él como en su propia casa. En cuanto a mí... aunque yo también lo he abandonado me sigue pareciendo muy próximo y en él se encuentran el único hogar y los únicos amigos que soy capaz de recordar.


    4

    Despertar bajo la luna


    He intentado leer este pergamino, mas aunque la luna brillaba con tal luz que mi mano proyectaba una nítida sombra sobre la palidez del papiro me resultó imposible distinguir las letras. A mi lado dormía una mujer, tan desnuda como lo estaba yo y, al igual que yo, mojada por el rocío nocturno. Vi claramente cómo temblaba en sueños, y distinguí la curva de sus muslos y el arco de su cadera, líneas tan bellas que me habrían parecido imposibles de encontrar en esta tierra,
    Miré a mi alrededor buscando algo para cubrirla, pues me pareció razonable pensar que no habríamos decidido echarnos a dormir en el suelo entre todos los demás sin haber traído previamente algo con que taparnos. Al verla dormida había sentido despertar mi virilidad y sentí vergüenza ante ello, deseando encontrar también algo para taparme, pero no había nada.
    No muy lejos creí ver el brillo cristalino del agua. Fui a lavarme, teniendo la misma sensación de quien acaba de abandonar un sueño a medias, pensando que si lograba refrescar el ardor de mi rostro sería capaz de recordar quién era la mujer dormida y cómo había llegado a encontrarme tendido junto a ella sobre la hierba.
    Me adentré en el agua hasta que ésta me llegó a la cintura; estaba más cálida que el rocío nocturno y al entrar en ella tuve la sensación de que me estaba cubriendo con una manta. Me eché un poco de agua en el rostro y al hacerlo descubrí que tenía la cabeza envuelta en tela. Intenté quitarme el vendaje, pero bastó un pequeño esfuerzo para sentir un dolor abrasador como un hierro al rojo que me hizo desistir de inmediato.
    No estoy muy seguro de si fue el agua o el dolor lo que acabó de despertarme, pero los sueños que hasta entonces habían estado flotando por mi mente se esfumaron, dejando un profundo vacío. El agua murmuraba suavemente lamiendo mi pecho y la luna brillaba en el cielo como una pálida lámpara colgada en lo alto para que una virgen pueda volver de noche a su casa. Cuando miré de nuevo hacia la orilla la vi allí en pie, pura y blanca como la luz lunar, sosteniendo en su mano un arco curvado como un creciente lunar y llevando en su ceñidor un haz de flechas. Durante largo tiempo la vi avanzar cuidadosamente por entre las siluetas dormidas que llenaban la orilla y por último ascender por la colina que había detrás hasta llegar a su cima, donde se desvaneció.
    El sol estaba ya surgiendo en el cielo, encendiendo con un brillo diamantino la cresta de cada ola por separado. Tuve la impresión de que ahora lo veía alzarse sobre el lago (pues con la llegada del día me di cuenta de que la extensión de agua era un lago), del mismo modo en que ya lo había visto antes, aunque era incapaz de precisar cuándo. Después de eso he leído partes de mi pergamino y ahora lo entiendo todo mejor.
    Igual que la claridad lunar había parecido interrumpir mi sueño, la luz del sol no tardó en despertar a los otros, que se fueron poniendo en pie dando bostezos y mirando a su alrededor. Volví lentamente hacia la orilla empezando a lamentar el haberme quedado absorto contemplando a la virgen del arco sin buscar con mayor empeño algo con que cubrir a la mujer que había estado durmiendo junto a mí. Seguía dormida, y aproveché ese tiempo para recoger los fragmentos de la jarra de vino que había esparcidos junto a ella arrojándolos al lago. Al lado del pergamino descubrí un chitón, junto a unas armas y una coraza que me pareció eran propiedad mía, y cubrí a la mujer con él.
    Un hombre que tendría unos cuarenta años y la expresión solemne me preguntó si era de su nación, y cuando lo negué me dijo.
    –Pero no eres un bárbaro..., hablas nuestra lengua.
    Iba tan desnudo como yo, pero en lugar de mis vendas su cabeza estaba coronada con yedra y pámpanos. En la mano sostenía una delgada vara de pino en cuya punta se veía una piña.
    –Tu lengua me resulta comprensible –aduje–, pero me es imposible explicarte cómo he llegado a entenderla. Yo... estoy aquí. Eso es todo cuanto sé.
    –No recuerda nada –alegó entonces una joven que había estado escuchando nuestra conversación–. Es mi amo, sacerdote.
    –¡Ah! –repuso éste meneando la cabeza–. Les ocurre a muchos: el Dios del Árbol deja vacías sus mentes. No hay culpa alguna en ello por su parte.
    –No creo que fuera obra del dios –replicó la joven con expresión solemne–. Creo que fue obra de la Gran Madre, o quizá fuera la Madre Tierra o la Señora de los Cerdos.
    –Se trata de la misma diosa, querida mía –respondió amablemente el sacerdote–. Ven y siéntate aquí. No eres tan joven que no puedas acabar entendiendo... –El sacerdote se instaló cómodamente sobre la hierba y, a invitación suya, tanto la joven como yo nos sentamos junto a él–. Por tu acento veo que procedes de nuestra ciudad de la Colina, la de las siete puertas, ¿no?
    Ella asintió en silencio.
    –Pues entonces quiero que pienses en un hombre que seguramente habrás visto con frecuencia en la ciudad. Digamos que se trata de... un alfarero. También es el padre de una joven que se te parece bastante y es el esposo de una mujer tal y como tú serás con el tiempo, y es también el hijo de otra mujer. Cuando nuestros hombres van a la guerra, él recoge su casco, su hoplón y su espada: en el ejército desempeña la función de proteger a otros con su escudo. Y, ahora, dame la respuesta a este acertijo... ¿Qué es?: ¿Un hombre con un escudo, un hijo, un esposo, un padre o un alfarero?
    –Es todo eso a la vez –contestó la joven.
    –Entonces, ¿cómo te dirigirás a él cuando le hables? Suponiendo, claro está, que ignores su nombre.
    La joven se quedó callada.
    –Te dirigirás a él según el sitio en el cual os encontréis en ese instante dado y según lo que de él necesites, ¿verdad? Si le encuentras en el campo de entrenamiento, dirás: «Eh, hombre del escudo»; y si le encuentras en su tienda, entonces dirás: «Alfarero, ¿cuánto vale este plato?».
    »Debes comprender, querida mía, que hay muchos dioses pero no tantos como supone la gente ignorante. Tal es el caso de tu diosa, esa a la que llamas la Señora de los Cerdos. Cuando queremos bendecir nuestros campos la llamamos Diosa del Grano, pero cuando pensamos en ella como madre de todo lo que brota del suelo, desde el árbol a la cebada y desde el animal salvaje hasta el manso, entonces es la Gran Madre.
    –Creo que deberían decirnos sus nombres –observó pensativa la joven.
    –Tienen muchos y, de ser posible, ésa es una de las cosas que me gustaría enseñarte. Cuando vayas a la Tierra del Río tal como fui yo una vez, encontrarás allí a la Gran Madre, aunque el Pueblo del Río no habla de ella igual que nosotros. Un dios o una diosa deben tener un nombre adecuado a la lengua de cada nación.
    –El poeta dijo que tu dios era el Niño –afirmó la joven.
    –Ahí tienes un perfecto ejemplo –sonrió el sacerdote–. Este poeta del que hablas le llamó el Niño cuando habló contigo y al hacer eso estaba obrando de un modo totalmente correcto. Hace unos momentos yo me referí a él como el Dios del Árbol, lo que también es correcto... ¡Vaya, pero si esto es extraordinario!
    Me volví a mirar hacia donde estaba mirando él y vi a un hombre negro como la noche que se nos acercaba. Iba tan desnudo como nosotros pero llevaba una lanza con pedazos de cuerno incrustados.
    –Tal y como le he dicho más de una vez a las ménades y los sátiros de su cortejo, los ritos como los celebrados ayer hacen que el dios se aproxime a nosotros. Y ahora tenemos aquí tal prueba de ello que me parece casi milagrosa. Ven y siéntate junto a nosotros, amigo mío.
    El hombre negro se acuclilló junto a nosotros y realizó una pantomima para beber.
    –Quiere más vino –dijo la joven.
    –¿No habla nuestra lengua?
    –Creo que la entiende un poco, pero jamás abre la boca. Es probable que alguien se riera de él cuando lo intentó.
    El sacerdote sonrió de nuevo.
    –Querida mía, tu sabiduría es mucho mayor de la que corresponde a tu edad. Amigo mío, no tenemos más vino. El que teníamos fue bebido la noche pasada en honor del dios o se derramó en las libaciones. Si deseas beber algo esta mañana, deberás conformarte con el agua.
    Ahuecó su mano y luego le dio la vuelta como si estuviera derramando vino sobre el suelo y acabó señalando hacia el lago.
    El hombre negro asintió como deseando demostrar que le había entendido pero se quedó inmóvil donde estaba.
    –Cuando los insondables poderes del dios –prosiguió el sacerdote– hicieron aparecer aquí a nuestro amigo como ejemplo, estaba a punto de explicar que nuestro dios es llamado comúnmente el Rey de Nysa. ¿Sabe alguno de vosotros dónde se encuentra Nysa?
    Tanto la joven como yo admitimos nuestra ignorancia.
    –Se encuentra en el país de los hombres negros, siguiendo por el río que da nombre a la Tierra del Río. Nuestro dios fue concebido cuando El Que Desciende se fijó durante uno de sus viajes en cierta Semele, una princesa hija del rey que gobernaba en nuestra ciudad de las siete puertas. En ese tiempo éramos una monarquía, ¿comprendéis? –El sacerdote tosió levemente–. El Que Desciende se disfrazó a sí mismo como un mero monarca terrenal y visitó el palacio real de su padre haciéndose invitar; así logró seducirla, aunque no llegaron a casarse.
    La joven movió la cabeza con gesto algo triste.
    –Ay, su esposa Teleia llegó a enterarse de todo. Algunos dicen, por cierto, que Teleia es también la Madre Tierra y la Gran Madre, aunque en mi opinión esto es un error. Tanto si estoy en lo cierto como si no, Teleia también decidió disfrazarse y adoptó la forma de cierta anciana que había sido nodriza de la princesa. «Tu amante pertenece a una realeza más alta que la de la tierra», le dijo a la princesa Semele. «Hazle prometer que te revelará...»
    Un hombre bastante apuesto y más joven que el sacerdote se había unido mientras a nuestro grupo, trayendo con él una mujer cuyo pelo era oscuro como el de las demás mujeres presentes, pero cuyos ojos brillaban como dos violetas.
    –Supongo que no me recuerdas, ¿verdad, Latro? –me dijo el hombre.
    –No –respondí.
    –Temía que fuera así. Soy Píndaro y soy amigo tuyo. La joven... –señaló hacia ella con la cabeza– es tu esclava, Io. Y ésta es..., es...
    –Hilaeira –dijo la mujer. Para entonces había logrado apartar mis ojos de los suyos y me di cuenta de que estaba intentando ocultar sus senos sin que se notara demasiado que lo hacía–. No se suelen intercambiar nombres durante las bacanales pero ahora ya es posible hacerlo. Me recuerdas, ¿verdad?
    –Sé que dormí a tu lado y te cubrí al despertar –repuse.
    –Fue herido por la Gran Madre –explicó Píndaro–. Lo olvida todo muy de prisa.
    –¡Oh, qué terrible! –exclamó Hilaeira, pese a lo cual pude darme cuenta de que le alegraba comprender que había olvidado nuestros actos de la noche anterior.
    Mientras nosotros habíamos estado hablando, el sacerdote había continuado su charla, instruyendo a Io.
    –...y le dio al niño divino la forma de un niño humano –dijo en esos momentos.
    Io debía de haber estado escuchándonos, pues se volvió hacia nosotros y dijo en voz muy baja:
    –Escribe las cosas para recordarlas. Amo, ayer estuviste sentado durante largo tiempo, escribiendo. Luego se te acercó esta mujer y tú enrollaste tu pergamino.
    –Teleia, la Reina de los Dioses, no se dejó engañar. Con hierbas aromáticas y miel logró atraer al niño, haciéndole llegar por fin a la isla de Naxos, donde estaba esperando su guardia personal a las órdenes de su hija, la Señora de Pensamiento.
    Los últimos adoradores estaban ya incorporándose y muchos parecían tan cansados y enfermos que no pude menos que pensar en un ejército derrotado al ver su aspecto. Tuve la sensación de que en el pasado había visto algo parecido a un ejército, pero cuando intenté recordarlo lo único que logré fue ver a un muerto tendido junto al sendero y a otro hombre de barba ensortijada que estaba ensillando su montura.
    El hombre negro, al que la historia del sacerdote no debía de haber tardado en cansar, se había ido hasta el lago para beber. Cuando se volvió me indicó con una seña que me levantara.
    –Dijo que ella era tu esclava –susurró Hilaeira, señalando a Píndaro–. ¿Eres tú el esclavo de ese hombre? –Al ver que no respondía a sus palabras, me dijo–: Un esclavo no puede poseer esclavos y todo esclavo que llegue a comprar pertenece a su amo.
    –No lo sé –repliqué yo–, pero tengo la sensación de que es amigo mío.
    –No sería muy cortés por nuestra parte el marcharnos en tanto que tu joven esclava está siendo instruida –alegó Píndaro–. Luego podemos buscar algo para comer.
    Le hice un gesto al hombre negro para que tomara asiento junto a mí, y así lo hizo.
    –¿Es cierto que no recuerdas nada, ni tan siquiera si eres un esclavo o un hombre libre? –dijo Hilaeira–. ¿Cómo es posible tal cosa?
    –Hay una niebla detrás mío –contesté, intentando que lo entendiera todo–. Está aquí, en el fondo de mi cabeza. Salí de ella cuando desperté a tu lado y fui hasta el lago para lavarme y beber. Sin embargo, tengo la impresión de que soy un hombre libre.
    –Pero la Señora de Pensamiento –seguía diciendo el sacerdote– no recibe en balde este nombre. Es una auténtica sofista y, al igual que hace su ciudad, ella sigue solamente sus propios intereses, sin valorar en lo más mínimo las promesas o el honor. Aunque había ayudado a su madre, salvó el corazón del niño quitándolo de la marmita y se lo llevó a El Que Desciende...
    Siguió hablando durante cierto tiempo y el sonido de su voz me recordaba el que hace el viento al juguetear entre la hierba. Mientras tanto, sus seguidores iban congregándose a nuestro alrededor, aunque no voy a narrar todo lo que sucedió entonces, pues no lo creo importante y debemos partir muy pronto.
    –Así pues –acabó diciendo–, como puedes ver tenemos una relación muy especial con el Niño. Su madre era una princesa de nuestra ciudad, la de las siete puertas, y fue a través de las azules aguas de nuestro lago, que se encuentra allí mismo, como entró en el mundo inferior para rescatarla. Ayer participaste en las celebraciones que conmemoran tal rescate.
    Se quedó callado y reinó un profundo silencio.
    –¿Has terminado? –le preguntó Píndaro.
    El sacerdote asintió con una sonrisa.
    –Podría seguir hablando durante mucho tiempo pero las cabezas jóvenes son como los recipientes pequeños: se llenan muy pronto y no cabe en ellas nada más.
    –Entonces, vámonos –dijo Píndaro, poniéndose en pie–. Por aquí deberíamos encontrar algún campesino dispuesto a vendernos algo que comer.
    –Voy a conducir a los adoradores de regreso a la ciudad –indicó el sacerdote–. Si deseas esperarnos, te indicaré en qué granjas se nos da alimento cada año.
    Píndaro sacudió la cabeza.
    –Vamos a Lebadeia y hoy debemos recorrer una buena cantidad de estadios si queremos llegar mañana hasta la caverna sagrada.
    En los ojos violeta de Hilaeira ardió un destello fugaz.
    –¿Estáis realizando una peregrinación?
    –Sí, se nos ha ordenado ir al oráculo del Dios Poeta. Mejor dicho –añadió Píndaro–, es Latro quien ha recibido tal orden y un comité de nuestros ciudadanos me ha elegido para guiarle.
    –¿Puedo ir con vosotros? No sé qué ha ocurrido, y estoy segura de que no sentiréis grandes deseos de conocer mi vida íntima, pero lo cierto es que en los últimos tiempos me he sentido muy religiosa y mucho más cercana a los dioses de lo que me había ocurrido antes. Por esta razón fui a la bacanal.
    –Naturalmente –repuso Píndaro–. Vaya, no sería de muy buen augurio dar comienzo al viaje negándole a una devota nuestra protección para el camino...
    –¡Maravilloso! –exclamó ella, levantándose de un salto y rozándole brevemente los labios en un beso–. Voy a recoger mis cosas.
    Yo me puse el chitón y la coraza, recogiendo también la espada curva y el ceñidor de bronce que encontré junto a lo demás. Io dice que la espada se llama Falcata y debo reconocer que lleva escrito ese nombre en la hoja. También encontré una máscara pintada: Io dice que me la entregó anoche el sacerdote, cuando yo era un sátiro. La he colgado alrededor de mi cuello con un hilo.
    Nos hemos detenido en esta casa para comer tortas y aceitunas, junto con un poco de queso. Hemos bebido vino y hay aquí un asiento bastante amplio que permite desplegar mi pergamino sobre las rodillas tal y como debe hacerse; lo estoy aprovechando para escribir todo esto. Pero Píndaro dijo hace un momento que deberíamos irnos muy pronto.
    Por encima de la colina se están aproximando unos hombres fornidos y morenos que llevan jabalinas y cuchillos largos.


    5

    Entre los esclavos de
    los Cordeleros


    Es costumbre golpear a los cautivos y maltratarlos. Píndaro dice que ello se debe a que los Cordeleros desprecian a sus esclavos, pero nos consideran como iguales suyos o, como mínimo, todo lo igual a ellos que puede ser quien no pertenezca a su pueblo.
    Yo fui golpeado más que Píndaro o que el hombre negro hasta que encontramos al anciano dormido. Ahora no me pegan ya y tampoco lo hacen mucho con Hilaeira y la muchacha, pero las dos han estado llorando y le han hecho algo a las piernas de la muchacha, de modo que ésta apenas si puede caminar. Cuando me soltaron las manos me encargué de llevarla hasta detenernos aquí.
    Hace un momento vino un centinela y me quitó el pergamino. Le estuve observando y, cuando dejó el campamento para hacer sus necesidades, hablé con la mujer serpiente. Ella le siguió y no tardó mucho en regresar con mi pergamino en su boca. Tiene los dientes muy largos y están huecos. Dice que por ellos puede sorber la vida y que ha bebido hasta saciarse.
    Ahora debo escribir sobre lo primero que recuerdo de este día, antes de que todo se pierda en la niebla: el brillo del sol y los remolinos de polvo blanco que se levantaban a cada paso para teñir de gris mis pies y mis piernas hasta la altura de la rodilla... El hombre negro iba delante de mí. Me volví una vez hacia atrás y vi a Píndaro siguiéndome, y mi sombra, negra como la del hombre negro, se extendía sobre el polvo del camino. Por volverme a mirar recibí un golpe con el astil de una jabalina. El hombre negro lanzó un grito advirtiéndoles de que no debían golpearme y también él fue golpeado. Teníamos las manos atadas a la espalda y yo tenía miedo de que me golpearan la cabeza pues no me era posible protegerla, pero no lo hicieron.
    Cuando hubo acabado la paliza y habíamos reanudado ya la marcha vi a un viejo negro dormido junto al camino, y le pregunté a Píndaro (pues conocía su nombre) si le atarían igual que habían hecho con el hombre negro que nos acompañaba. Píndaro me preguntó a qué hombre me refería y yo señalé tal y como hace el hombre negro con mi mentón hacia él, pero Píndaro no podía verlo, porque se encontraba medio escondido entre las sombras purpúreas de un viñedo.
    Un esclavo de los Cordeleros me preguntó a qué hombre me refería. Se lo dije, pero él me contestó que se trataba únicamente de la sombra del viñedo. Yo respondí que le enseñaría al hombre dormido si me permitía abandonar el camino. Obré de tal modo pensando que si el viejo negro despertaba sentirla deseos de ayudar al hombre negro que estaba prisionero junto a nosotros, y quizá pudiera advertir a alguien de nuestra captura.
    –Ve delante –dijo el esclavo que había estado hablando conmigo–. Enséñame eso que cuentas, pero si echas a correr te unirás a nuestros amigos. Y si no hay nadie ahí volverás a pagar por ellos.
    Salí del camino y me arrodillé junto al anciano dormido.
    –Padre –musité–, padre, despierta y ayúdanos.
    Al tener las manos atadas me era imposible sacudirle para que despertara pero me apoyé en una sola rodilla y le di con la otra no muy fuerte mientras hablaba. Por fin abrió los ojos y se incorporó. Era calvo y la barba rizada que le colgaba hasta el vientre era blanca como la escarcha.
    –¡Por todos los doce que tiene razón! –gritó el esclavo que me había seguido, dirigiéndose a los demás.
    –¿Qué ocurre, hijo mío? –me preguntó el anciano con voz pastosa– ¿Qué está pasando aquí?
    –No lo sé –repliqué yo–. Me temo que piensan matarnos.
    –Oh, no... –Estaba mirando la máscara que llevaba colgada al cuello–. Vaya, si eres un amigo de mi pupilo... No, eso no puede ser. –Se puso en pie tambaleándose, y me di cuenta de que si se había quedado dormido junto al viñedo era porque estaba borracho como una cuba. El hombre negro brilla siempre recubierto por una leve capa de sudor, pero el anciano estaba muy gordo y aún relucía más, dando la impresión de que a su espalda había escondida una fuerte luz–. He perdido una flauta y mi copa –le dijo al esclavo que me había acompañado–. Búscalas, ¿quieres hacerlo, hijo mío? Por el momento no siento deseo alguno de inclinarme.
    La flauta era muy sencilla y había sido tallada en madera al igual que la copa: los dos objetos se encontraban uno junto al otro sobre la hierba.
    Varios esclavos de los Cordeleros habían llegado hasta el lugar y nos rodeaban con ojos llenos de curiosidad. Creo que el hombre negro había sido el primero de tal color que les había sido dado contemplar y ahora se encontraban con otro, más anciano.
    –Si quieres conservar tu flauta y tu copa, anciano –le conminó uno de ellos–, será mejor que nos digas quién eres.
    –Ah, sí, claro que lo haré –respondió él, eructando levemente–, por supuesto que lo haré. Soy el Rey de Nysa.
    –¿Eres el Niño? –le preguntó con voz aguda la joven al oír sus palabras–. Esta mañana un sacerdote dijo que el Niño era el Rey de Nysa.
    –¡No, no, no! –El anciano meneó la cabeza y se llevó la copa a los labios sorbiendo un trago de vino oscuro como el crepúsculo–. Estoy seguro de que no pudo decir tal cosa, niña. Debes saber que... –eructó de nuevo–, que es necesario poner gran cuidado al escuchar o de lo contrario nunca llegarás a hacerte sabia. Estoy totalmente seguro de que al hablar de mi pupilo no expresaba con ese «de Nysa» la propiedad de la corona, sino la simple procedencia de tal lugar. Verás, cuando fue puesto en mis manos era aún muy joven. Me encargué de su educación y me ha recompensado... –eructó por tercera vez–, tal y como puedes ver.
    Uno de los esclavos se rió.
    –Dándote todo el vino que deseas... ¡Muy bien! Ojalá mi amo me recompensara de tal modo...
    –¡Exactamente! –repuso el anciano–. ¡Justamente, así ha sido! Me veo forzado a reconocer que eres un joven de lo más inteligente y astuto.
    Fue entonces cuando vi por primera vez cómo Píndaro había inclinado la cabeza.
    –Viejo, tienes una flauta muy bonita –dijo el esclavo de mayor edad–. Ahora será mejor que escuches lo que voy a decir, pues aquí yo estoy al mando. Debes tocar para nosotros: si lo haces bien podrás conservar tu flauta, pues quitarle su instrumento a un buen músico es una ofensa para los dioses, pero si no tocas bien la perderás y recibirás una buena paliza. Y si no sabes ejecutar ni una sola nota... bueno, entonces habrás pasado el último rato feliz de tu vida.
    Algunos de los demás esclavos lanzaron gritos de aprobación al oírle.
    –Me alegrará hacerlo, hijo, cree que me alegrará mucho hacerlo... Pero no voy a tocar la flauta sin nadie que cante acompañando mi música. ¿Qué hay de este pobre chico con la cabeza herida? Dado que fue él quien me encontró, ¿no sería posible que cantara para acompañar mi música?
    El jefe de los esclavos asintió.
    –Con las mismas leyes que tú. Será mejor que cante bien o cuando le pongamos las manos encima le haremos chillar todo lo que no haya cantado antes.
    El viejo me sonrió y sus dientes brillaron con un resplandor más blanco aún que el de su barba.
    –Muchacho, seguro que tienes la garganta reseca por el polvo del camino. Necesitarás tomar un sorbo para aclararla...
    Llevó su copa hasta mis labios y yo llené mi boca con el vino que contenía. Me resulta imposible describir a qué sabía, y creo que mis sensaciones entonces debieron ser únicamente comparables a las del viñedo ante la tierra, el sol y la lluvia... o quizá ante lo que éstos sienten por el viñedo.
    Después, el anciano empezó a tocar su flauta.
    Y yo empecé a cantar. No puedo describir aquí las palabras de mi canto pues no pertenecían a ninguna lengua que me resulte conocida y, sin embargo, cuando las cantaba me resultaba posible comprenderlas. Hablaban del alba del mundo, cuando los esclavos de los Cordeleros hablan sido hombres libres que sólo servían a su rey y a la Madre Tierra.
    Hablaban también del rey que vino de Nysa y de su porte majestuoso, y de cómo había entregado al Rey de Nysa a la Madre Tierra para que ésta lo adoptara, confiándolo a los cuidados de la Piedra Miliar.
    Los esclavos de los Cordeleros bailaban mientras yo cantaba, agitando sus armas y dando saltos como corderos en la pradera y junto con ellos bailaban también Píndaro y el hombre negro, al igual que la mujer y la joven, pues los nudos que les habían retenido eran semejantes a los que hacen los niños en sus juegos y bastó que se movieran un poco para acabar aflojándolos.
    La canción acabó muriendo entre mis labios y la música cesó de sonar.
    Píndaro se quedó sentado un rato junto a mí delante del fuego mientras los demás dormían.
    –Hoy se cumplieron dos líneas de la profecía –comentó–. ¿Lo recuerdas?
    No pude hacer otra cosa más que negar en silencio.
    –«¡Canta, pues, y haz resonar las colinas con tu cántico! Haz que el rey, la ninfa y el sacerdote bailen en circulo!» El dios... Latro, te has dado cuenta de que era un dios, ¿verdad? El dios era un rey, el Rey de Nysa. Hilaeira fue una ninfa la noche anterior cuando bailamos en honor del Dios que ha Nacido Dos Veces. Y yo soy un sacerdote del Dios Resplandeciente, pues soy poeta. El Dios Resplandeciente te estaba diciendo que deberías cantar cuando así te lo pidiera el Rey de Nysa. Lo hiciste y entonces desató las cuerdas que nos tenían prisioneros, cumpliéndose así correctamente esta parte.
    Le pregunté entonces cuál era la parte que no se había cumplido.
    –No lo sé –confesó–. Quizá todo se haya cumplido tal y como debía, pero... –Agitó pensativamente las ascuas del fuego, supongo que para ganar tiempo y meditar su respuesta. Me di cuenta de que le temblaba la mano–. La verdad es que antes no había visto jamás a un inmortal y tú sí. Supe de ello al hablar de cómo viste al Dios del Río, cuando estábamos en nuestra luminosa ciudad.
    –No me acuerdo –alegué.
    –No, ya pensaba que no lo recordarías. Pero quizá hayas escrito algo de eso en tu pergamino. Deberías repasarlo.
    –Lo haré cuando haya escrito todo lo que aún recuerdo del día actual.
    –Tienes razón –reconoció él con un suspiro–, eso es mucho más importante.
    –Voy a escribir sobre el Rey de Nysa y diré que era tan negro como el hombre negro que nos acompaña.
    –Por eso lo encontramos, claro –dijo Píndaro, asintiendo–. Como Rey de Nysa es monarca de ese hombre, y no hay duda de que él debe de ser un fiel adorador del dios. El ejército del Gran Rey que ahora se retira hacia el norte reclutó soldados entre muchas naciones extrañas. –Píndaro se quedó callado durante unos segundos, los ojos clavados en el fuego–. También es posible que estuviera siguiendo al Niño: se rumorea que actúa de tal modo, y los misterios que celebramos ayer quizá hayan servido para invocar al Niño... después de todo, tal es su finalidad. Dicen que ahí donde ha estado el Niño se encuentra luego dormido a su viejo protector y maestro, y si eres capaz de atarle antes de que despierte puedes entonces obligarle a que te revele tu destino. –Píndaro se estremeció–. Me alegro de que no obráramos así pues tengo la impresión de que no deseo conocer el mío, aunque una vez fui al oráculo de Iamus para interrogarle sobre él. Pero no me gustaría enterarme de mi destino por boca de un dios; resulta imposible discutir con él si no te gusta lo que dice...
    Yo seguía pensando en lo que había dicho al principio.
    –Creía saber muy bien cuál era el significado de la palabra rey pero ahora no estoy demasiado seguro de ello. Cuando dices «el Rey de Nysa», ¿te refieres a lo mismo que pretendes decir al hablar de que el ejército del Gran Rey se está retirando?
    –Pobre Latro... –Píndaro me palmeó levemente el brazo como un hombre intentando calmar a su caballo, pero había tal bondad en su gesto que no me importó–. Sería una gran desgracia que tú, incapaz de aprender nada nuevo, llegaras a perder lo poco que sabes... Podría explicártelo, pero no tardarías en olvidarlo.
    –Lo escribiré –repliqué–, igual que haré con todo lo referente al Rey de Nysa. Mañana podré leerlo todo y lo entenderé.
    –Muy bien, pues. –Píndaro carraspeó y siguió hablando–. En los primeros días las naciones de los hombres eran gobernadas por sus dioses. Nuestro rey era el Tonante y nos gobernaba igual que el Gran Rey gobierna hoy su Imperio. Los hombres y las mujeres le veían cada día y quienes le encontraban podían dirigirle la palabra si eran lo bastante osados. Estoy seguro de que el Rey de Nysa gobernaba de igual modo su pequeña nación, situada al sur de la Tierra de Río. Si Odiseo hubiera llegado a viajar tan lejos quizá hubiera podido encontrarle ahí, sentado en su trono y rodeado por los hombres negros.
    »Los dioses solían unirse a las diosas y de tal modo engendraban nuevos dioses. Tales son las enseñanzas de Homero y Hesíodo, los cuales eran poetas llenos de arte que cantaron de modo insuperable las gestas del Dios Resplandeciente. También era frecuente que los dioses se dignaran unirse a nuestra raza y entonces su descendencia era heroica y de talla superior a la meramente humana, aunque no totalmente divina. Por ejemplo, de ese modo nació Hércules de Alcmena...
    Asentí para darle a entender que seguía sus explicaciones.
    –Con el tiempo los dioses se dieron cuenta de que sus hijos y los hijos de éstos carecían de tronos. –Píndaro hizo una pausa y levantó los ojos hasta el cielo estrellado que con su resplandor parecía burlarse de nuestra pequeña hoguera–. ¿Recuerdas la granja donde comimos, Latro?
    Sacudí la cabeza.
    –Había una silla ante la mesa y en ella debía instalarse el granjero para comer. Tenía una hija, un diablillo de revueltos rizos que andaba por toda la casa gritando y que mientras yo observaba sus travesuras trepó a la silla. Su padre no la castigó por ello, ni siquiera la hizo bajar de la silla, sino que fue hasta ella, le acarició el pelo y la besó. Así ocurrían también las cosas entre los dioses y sus hijos, que se convirtieron en los reyes de los hombres. Los reyes del País Silencioso, al cual se nos conduce ahora, siguen empezando la historia de su orgulloso linaje en el hijo de Alcmena y si fueras a viajar hacia el Imperio por el este encontrarías bastantes lugares donde las Heraclidas, los hijos e hijas de Hércules, gobernaron hasta no hace mucho, e incluso hallarías algunos donde aún lo hacen como vasallos del Gran Rey.
    Le pregunté entonces si el granjero no desearía algún día en el futuro ocupar su silla.
    –¿Quién puede responder a eso? –musitó Píndaro–. Los tiempos venideros lo sabrán, sin duda...
    Y permaneció en silencio, acariciándose pensativamente el mentón y contemplando la hoguera.


    6

    Eos


    La dama del alba se encuentra en el cielo. Conozco su nombre porque hace un instante, cuando desenrollaba este pergamino, lo tocó con su dedo rosado cual una concha y trazó en él estas letras para mi auxilio y beneficio. Las he copiado allí donde ella las dibujó: mirad y ved.
    Recuerdo que estuve escribiendo la noche anterior y también lo que escribí, pero las cosas en sí parecen haberse desvanecido. Espero haber escrito la verdad. Es importante conocer la verdad pues muy pronto sólo sabré aquello sobre lo que he escrito.
    La noche anterior dormí muy poco, aunque enrollé cuidadosamente las hermosas hojas de papiro y las até con su cordoncillo para acostarme pronto. Un esclavo de los Cordeleros me despertó sacudiéndome el hombro.
    –¿Sabes quién soy? –me preguntó, acuclillado junto a mí.
    Le dije que lo ignoraba.
    –Soy Cerdon. Te vi salir del camino cuando...
    Se quedó callado, como esperando a que yo completara la frase.
    –Estoy cansado –repuse–. Quiero dormir.
    –Podría golpearte..., lo sabes, ¿no? Probablemente en toda tu vida no has recibido jamás una auténtica paliza.
    –No lo sé.
    La ira fue extinguiéndose lentamente en su rostro, aunque la luz del fuego seguía revelando su ceño fruncido y sus rasgos oscuros.
    –Claro, eso es lo que ocurre, ¿verdad? El poeta me lo contó... ¿Recuerdas lo que viste entre las parras?
    El recuerdo me había abandonado pero no así la conciencia de lo que había escrito.
    –Vi a un hombre negro, gordo y viejo.
    –Un dios... –murmuró Cerdon, alzando los ojos hasta el cielo, distinguiendo las estrellas incontables que ardían en la noche despejada–. Nunca había visto a uno con anterioridad y jamás conocí a nadie que lo hubiera visto. Fantasmas sí, muchos, pero nunca un dios...
    –Entonces, ¿cómo puedes estar seguro de ello? –le pregunté.
    –Bailamos. También yo bailé... no podía estarme quieto. Era un dios y tú le viste cuando a nosotros nos resultaba imposible hacerlo. Y cuando le tocaste todos fuimos capaces de verle. Todos saben lo que ocurrió...
    La mujer serpiente lanzó un suave siseo. Estaba más allá de la claridad proyectada por el fuego pero las llamas brillaban en sus ojos como cuentas de azabache. «¡Entrégamelo!», decían sus ojos, y pude oír las escamas de su vientre removiéndose impacientes sobre la hierba esponjosa con un ruido semejante al del cuchillo que abandona su vaina.
    –No –dije.
    –Sí, todos lo sabemos –insistió Cerdon–. Y después le vi igual que te estoy viendo a ti ahora, pero no se te parecía... ni a ningún hombre corriente.
    –No –dije de nuevo, cerrando los ojos.
    –¿Conoces a la Gran Madre?
    Abrí de nuevo los ojos, y al encontrarme tendido en el suelo con la cabeza sobre los brazos distinguí los pies de Cerdon y la hierba aplastada por su cuerpo. La hierba parecía negra a la luz del fuego.
    –No –dije por tercera vez–. Quizá haya oído hablar de ella en algún lugar.
    –Los Cordeleros nos llaman esclavos, pero hubo un tiempo en el que fuimos libres. Remábamos en las galeras de Minos pero lo hacíamos a cambio de plata y de compartir su gloria.
    La voz de Cerdon, que antes apenas había parecido un murmullo, se hizo todavía más baja y, aunque tenía las orejas prácticamente pegadas a sus labios, apenas si podía oírle.
    –La Gran Madre era entonces nuestra diosa y lo sigue siendo en la actualidad. El Que Desciende la venció... o eso dicen. La tomó en contra de su voluntad y tal era su potencia que ella dio nacimiento a los Dedos, cinco chicos y cinco chicas. Pero ella le odia por mucho que la inunde con su lluvia y haga pedazos sus robles para demostrar así su fortaleza. Los Cordeleros dicen que los robles les pertenecen, pero eso es imposible. Si fueran suyos, ¿iba acaso a destruirlos?
    –No lo sé –respondí–. Quizá.
    –Los árboles son de ella –murmuró Cerdon–, sólo de ella... Por eso los Cordeleros nos obligan a talarlos y luego hacen que saquemos los tocones del suelo y aremos los campos. Cuando éramos libres todo el País Silencioso estaba cubierto de robles y pinares, pero ahora los Cordeleros dicen que es la Cazadora quien rige en la Isla Roja, sólo porque es hija de El Que Desciende, y quieren hacernos olvidar a la Gran Madre. No la hemos olvidado y jamás lo haremos.
    Quise asentir, pero notaba la cabeza demasiado pesada como para moverla.
    –Hemos sido esclavos pero ahora somos guerreros. Ya has visto mis jabalinas y mi honda.
    No podía recordarlo pero le dije que sí.
    –Hace un año me habrían matado si hubiera osado tocarlas. Sólo ellos tenían armas, y las vigilaban siempre Cordeleros bien armados. Entonces llegó el Gran Rey: nos necesitaban y ahora somos guerreros. ¿Quién puede mantener esclavizados a los guerreros? ¡Nadie, y quien lo intente morirá a manos de ellos!
    –Y tú deseas que te ayude a conseguirlo –repuse, pues estaba claro que a eso había venido.
    –¡Sí!
    Sentí cómo su saliva me rozaba el rostro.
    –Ahora no tienes ningún Cordelero junto a ti, ¿verdad? –me enderecé, frotándome los ojos–. ¿Nos encontramos acaso en el país de los Cordeleros?
    –No tienen país alguno, solamente su ciudad. El País Silencioso es nuestro. Pero... no, no estamos ahí; se encuentra más al sur, en la Isla Roja.
    –Entonces, ¿por qué volver? Tenéis amigos y armas.
    –Nuestras esposas e hijos se encuentran allí. No, debes venir con nosotros. Debes encontrar a la Gran Madre y tocarla. Entonces besaremos el suelo junto a sus pies, pues besar la tierra es como besar sus labios. Haremos que los Cordeleros retrocedan hasta el mar y ella se convertirá en nuestra reina. Tengo tu espada y te la devolveré si decides guiamos. Serás nuestro sacerdote y jefe.
    –Entonces, os guiaré –acepté–. Por la mañana, cuando hayamos descansado y estemos listos para el camino.
    –¡Bien, bien! –dijo Cerdon con una gran sonrisa, y entonces me percaté de que algún golpe le había hecho perder tres dientes–. ¿No olvidarás tu promesa?
    –La escribiré en el pergamino.
    –No –advirtió–, no lo hagas, pues alguien podría leerlo. Pero lo he escrito con el fin de no olvidarlo; esto es todo lo que Cerdon y yo dijimos.
    Cuando se hubo marchado para dormir un poco, la mujer serpiente se acercó hasta mí y me dijo:
    –¿No vas a entregármelo?
    –¿Y quién soy yo para responderte con un sí o un no? –repliqué.
    –Dale algo tuyo –me aconsejó la mujer serpiente–. Báñale o tócale: quizá baste con que le toques para hacerle real.
    –Ahora ya es real –repuse–. Es un hombre de carne y hueso, igual que yo. Pero tú no eres real.
    Lo que había dicho me había impulsado a meditar sobre estas cosas.
    –Menos que sus sueños... –siseó la mujer serpiente. Cuando hablaba emergía de su boca una lengua de fuego azul con dos puntas–. ¿Qué deseas? Quizá pueda conseguirlo para ti...
    –Sólo deseo dormir –respondí–. Quiero dormir y soñar con mi casa.
    –Entonces, tócale tal como te pido y me iré. Los faunos traen siempre sueños, y si me encuentro con uno le ordenaré que te traiga lo que deseas.
    –¿Quién eres? –le pregunté, pues aún seguía pensando en cosas similares.
    –Soy una hija de Enodia.
    Sus ojos se alzaron hacia la luna refulgente que parecía nadar sobre el horizonte acunada en los delgados brazos de una mujer.
    –¿Es ella quien sostiene la cuna? –pregunté–. La veo y no se me ocurriría calificarla de oscura.
    –Ahora es la Cazadora –siseó la mujer serpiente–, y también Selene. Puede que antes de terminar tu misión hayas conocido sus dos aspectos más de lo que te habría gustado.
    Y con estas palabras desapareció.
    Intenté dormir otra vez, pero el sueño se negaba a venir, aunque le vi inmóvil con los ojos cerrados junto a la hoguera. Un instante después se dio la vuelta y se alejó entre las sombras. Entonces pensé que podía escribir un rato, pero me encontraba demasiado cansado por lo que, acercándolo al fuego tanto como me atreví, estuve leyendo un poco.
    Píndaro surgió de entre la oscuridad.
    –Veo que el sueño te rehúye igual que a mí –me dijo–. Eso es una desgracia para un esclavo: un esclavo debe aprender a dormir siempre que le sea posible.
    –¿Somos esclavos? –le pregunté.
    –Ahora, sí. No, somos algo peor aún: somos esclavos de los esclavos de los Cordeleros. Muy pronto nos llevarán ante sus amos y puede que entonces seamos solamente esclavos de los Cordeleros. Eso será mejor que nuestro destino actual, si así quieres considerarlo, pero no me alegrará mucho.
    –¿Tendremos que anudar sus cuerdas?
    Píndaro rió levemente.
    –La verdad es que no hacen cuerdas –repuso–. O, al menos, las hacen igual que cualquier otro pueblo. Si tenemos muy mala fortuna puede que acabemos en las minas, y eso es lo peor que puede ocurrirle a un esclavo.
    Asentí para demostrarle que había comprendido.
    –No creo que eso me ocurra. El pueblo de Pensamiento puede destruir nuestra ciudad luminosa y apoderarse de mis bienes, ya que nos odian; pero incluso en Pensamiento tengo amigos y ciertos talentos que utilizar.
    –Te preocupas por mí y por la joven.
    Miré hacia el otro lado del fuego, donde estaba ella dormida.
    –Y también me preocupo por Hilaeira y por el hombre negro. Si consigo la libertad intentaré que vosotros también la consigáis... Aunque si pudieras cantar ante los Cordeleros tal y como hiciste hoy acompañando la música del dios quizá sirviera de gran ayuda. Les encanta la música coral y no aprecian demasiado a sus solistas, pero creo que nadie sería capaz de resistir tal canción ni soñaría en mantener como esclavo a un cantante semejante. ¿Podrías hacerlo?
    Lo intenté, esperando con ello complacerle, pero fui incapaz de recordar las palabras que había cantado y tampoco logré recordar ninguna otra melodía.
    –No importa –alegó Píndaro–, ya encontraré algún medio para liberarnos a todos. Veo por la expresión de tus ojos que no lo recuerdas. Fue un milagro, y lo has olvidado.
    –Lo siento –repuse, y decía la verdad.
    –No te preocupes, no me has ofendido. –Lanzó un suspiro–. Y siento más pena por ti, Latro, que por hombre alguno de los que he conocido.
    Le pregunté si podía recordar la letra de la canción.
    –No –contestó–, la verdad es que no. Pero recuerdo cuál era su sonido, como un gran rugido similar al que hacen las olas golpeando un acantilado sobre el que atruenan las alondras. Así deberla sonar siempre la poesía...
    Hice un gesto de asentimiento pues me pareció que la estaba recordando.
    –La mía nunca ha sonado así, pero después de haber oído tu canción creo que puedo acercarme algo más a la meta. Escucha:


    Flechas tengo para el corazón del sabio,
    Guiadas por la naturaleza infalible hasta el blanco,
    Pero cuando tiendo mi arco ante la multitud de la llanura,
    Los ignorantes sólo oyen al viento y a él todo lo atribuyen.


    Me preguntó si me gustaba.
    –Mucho –respondí.
    –Bueno, pues a mí no. Pero me gusta más que cualquiera de mis esfuerzos anteriores. En nuestra ciudad resplandeciente hay..., bueno, sería mejor decir que había media docena de poetas que de vez en cuando medían sus fuerzas con la rima. Así nos referíamos a esa labor entre nosotros, «medir las fuerzas», como si no hubiera diferencia alguna entre componer poesía y enfrentarse a un contrincante en el gimnasio. Nos encontrábamos una vez al mes para cantarnos mutuamente nuestras últimas estrofas y fingíamos no darnos cuenta de que ninguna de ellas volvía a oírse jamás. Si tenía la impresión, finalizada la cena, de que la mía había sido la mejor, entonces durante todo el mes siguiente yo andaba tieso como un gallo de pelea por toda la ciudad. ¡Ah, qué orgulloso me sentía de mi pequeña oda a los juegos de Pitias!
    –Supongo que todo el mundo es vanidoso en mayor o menor medida –repuse–. También yo lo soy.
    Píndaro se encogió de hombros.
    –Eres bastante apuesto y eso es indiscutible, al igual que resulta indiscutible la fuerza de la que diste prueba hoy. Pero en cuanto a nosotros..., ahora me doy cuenta de que sólo éramos niños escandalosos que deberían haber callado o crecer hasta convertirse en hombres. Después de escuchar al dios esta tarde quizá algún día pueda llegar a serlo. Ésa es mi esperanza, Latro, no me atrevería a fanfarronear de tal modo ante ti..., sí, de eso se trata, de fanfarronadas, si no estuviera tan seguro de que olvidarás todo lo que te he dicho.
    –Lo escribiré todo –le dije.
    –¡Claro! –Píndaro rió levemente–. Los dioses se han vengado, como siempre.


    Llamamos a la Noche para que oculte nuestros actos,
    Pero la Noche, como diosa, le revela todo al Dios.


    –Eso también me gusta –dije.
    –Lo acabo de componer para ti ahora mismo; aún está caliente a causa de la forja. Sin embargo, puede que haya algo de valor en él. «Necesitamos la noche...»
    –Píndaro, ¿existe realmente un dios de la noche?
    –Como mínimo hay una docena.
    –¿Con un cuerpo como el de una serpiente y una cabeza de mujer..., una mujer de negra cabellera que jamás ha visto peine alguno?
    Me contempló por unos instantes en silencio y acabó removiendo el fuego como había hecho antes.
    –Eso es lo que has visto, ¿no? No se trata de ninguna diosa, claro que no... es alguna especie de monstruo. Teóricamente Hércules limpió de ellos esta parte del mundo, pero Hércules lleva en el Monte unos cuatrocientos años y supongo que están empezando a volver. ¿La estás viendo ahora?
    Meneé la cabeza.
    –Bien. Tenía la esperanza de dormir un poco antes de que esos esclavos empiecen a mover sus perezosas piernas. Si ves de nuevo a tu monstruo, no le toques. ¿Me lo prometes?
    –Lo prometo.
    Estuve a punto de confesar que quizá bastara con tocarle a él, pero no lo hice.
    Píndaro se puso en pie y se estiró lentamente.
    –Entonces, intentaré dormir. Y espero que se trate de un sopor carente de pesadillas y de horrores. Debería imitarte y escribir un aviso dirigido a mí mismo prohibiéndome hablar contigo en la oscuridad. Ay, me falta tu diligencia... Buenas noches de nuevo, Latro.
    –Buenas noches, Píndaro.
    Una vez se hubo ido, un brazo delgado y joven rodeó mi cintura.
    –Te conozco –le dije a la propietaria de ese brazo. Eres Io. He estado leyendo sobre ti en el pergamino.
    –Eres mi amo –repuso la joven–. No tenían ningún derecho a tratarme como lo hicieron. Solo tú tienes derecho a ello.
    –¿Qué te hicieron? –le pregunté; pero ella no quiso responderme. Pasé mi brazo sobre sus hombros y contemplé su rostro iluminado por la hoguera, viendo la multitud de lágrimas que habían surcado esas mejillas cubiertas de polvo–. Si la mujer serpiente vuelve otra vez le diré que no se atreva a tocarte.
    –No es eso –dijo ella, sacudiendo la cabeza–. Me escapé y ahora he recibido mi castigo.
    –¿Huiste de mí, pequeña Io? No se me ocurriría castigarte aunque lo hicieras.
    –Huí del Dios Brillante –dijo ella, sacudiendo de nuevo la cabeza–. Y mentí cuando dije que él me había entregado a tus manos.
    –Quizá así lo hizo –respondí yo. La abracé más estrechamente y contemplé las figuras que guardaban silencio entre las sombras, buscando alguna señal. Pero no encontré ninguna–. No todos los dioses se nos parecen, pequeña Io.




    Segunda parte


    7


    Junto a los barcos varados


    Esta tienda me parece realmente pequeña. Cuando desperté no hace mucho tiempo descubrí el pergamino. Al no poder marcharme de aquí por impedirlo el centinela que hay en la entrada, y no deseando molestar al hombre negro que comparte la tienda conmigo (estaba muy ocupado haciendo una pequeña efigie), decidí leerlo a partir del principio.
    Apenas si había empezado cuando un hombre que llevaba un delicado corselete de bronce entró en la tienda y yo le tomé por el médico sobre el que había leído unos instantes antes. Él me hizo desechar tal idea de inmediato nada más hablar.
    –Me llamo Hipereides, amigo –dijo–, Hipereides, el Trierarca. Ahora soy vuestro amo. ¿Cómo puedes fingir que no me conoces?
    –Temo que se me olvidan las cosas muy rápido –respondí.
    Frunció el ceño con expresión irritada y me señaló con el dedo.
    –¡Ahora si que te he pillado! Si lo olvidas todo, ¿cómo puedes acordarte de eso?
    Le expliqué cómo lo había leído hacía sólo unos instantes y le indiqué el lugar donde estaba escrito: «El médico dijo que todo se me olvida muy de prisa a causa de una herida que sufrí durante el combate».
    –Maravilloso –dijo Hipereides–, ¡maravilloso! Tienes respuesta para todo.
    –No –repuse–, ojalá eso fuera cierto. Si no eres el médico, ¿puedes explicarme dónde me encuentro ahora?
    Había un escabel en un rincón de la tienda. (Lo estoy usando ahora para escribir todo esto.) Lo cogió y tomó asiento en él, indicándome que me sentara en el suelo delante suyo.
    –Las armaduras siempre pesan –me dijo–, aunque de joven no me daba cuenta de ello cuando veía pasar a los soldados en las Panateneas. Muy pronto aprendes a sentarte siempre que te es posible y a ocupar un asiento bien alto para que luego te cueste menos levantarte. –Se quitó el casco, que llevaba una hermosa cresta de crines azules, y se rascó su calva cabeza–. Soy demasiado viejo para esta clase de asuntos, si quieres que te diga la verdad. Luché en el campo de Fenel, muchacho, y de eso hace ya diez años. ¡Ah, qué gran batalla! ¿Quieres oír la historia de esa batalla?
    –Sí –respondí–, me gustaría mucho.
    –¿De veras? ¿No lo dices meramente por complacer a un hombre más viejo que tú?
    –No, realmente me gustaría. Quizá eso me recordara la batalla en la cual fui herido.
    –¿No recuerdas cómo te la conté ayer? No, ya me doy cuenta de que no... No pretendía hacerte tanto daño –tosió levemente–, pero intentaré compensarte por ello, muchacho. Soy un hombre rico en mi país, aunque nadie lo pensaría viéndome así ataviado. Me dedico a negociar con cueros, ¿sabes?, y todo el mundo que comercia con el cuero conoce a Hipereides. –Se calló por unos instantes y su sonrisa se fue esfumando–. Tres naves me impuso la Asamblea...
    –¿Tres naves?
    –Construirlas, equiparlas, pagar los remeros... Costaron..., bueno, no llegarías a creer lo que costaron. ¿Quieres echarles una mirada, muchacho?
    –Sí. Estoy seguro de haber visto naves en algún sitio con anterioridad y son muy interesantes.
    –Claro que sí –dijo Hipereides–. Tú también lo eres.
    Al volverme vi que el hombre negro había dejado la efigie que estaba tallando con su pequeño cuchillo y preguntaba por señas si podía venir con nosotros.
    –Está bien –le dijo Hipereides al centinela de la entrada–. De hecho, creo que ya no haces más falta aquí. Busca a Acetes y pregúntale si tiene algo para ti.
    En la playa había tres barcos cuyas bordas pintadas de rojo estaban llenas de hombres que introducían a martillazos brea y crines entre las cuadernas.
    –Nos alcanzó un vendaval cuando dábamos la vuelta al cabo Malea –explicó Hipereides–. Las cuadernas se aflojaron un poco y cuando llegamos a la Colina de la Torre estaba entrando demasiada agua como para navegar con tranquilidad. Debo admitir que se acaba aprendiendo algo de barcos cuando estás en el negocio del cuero, y creí preferible calafatearlos ahora antes que volver a casa en su estado después del vendaval, corriendo el riesgo de que nada más llegar me entregaran algún mensaje urgente y me ordenaran zarpar de nuevo de inmediato. Sería mal asunto tropezar con unos cuantos bárbaros y descubrir que sus barcos están en mejores condiciones que los míos.
    –¿Quiénes son esos bárbaros? –le pregunté.
    –Pues la flota del Gran Rey, naturalmente... Puedo decirte que les dimos una buena paliza en el Estrecho de la Paz con la ayuda de Bóreas, y la batalla fue magnífica, créeme. Ah, muchacho, ojalá hubieras podido ver nuestros espolones... hasta el bronce está cubierto de señales. Hubo un momento... bueno, no espero que me creas pero te juro que es la pura verdad...; hubo un momento en que el mar estaba tan cubierto de sangre que nuestra línea de flotación se hundió casi un palmo más de lo normal, como si estuviéramos ascendiendo por un estuario. Te juro que cada uno de los hombres que ves aquí luchó como un héroe y cada uno de estos remos se alzó sobre las aguas como una lanza mortífera... –Señaló uno de los barcos–. Esa es mi nave insignia, la Europa. Ciento noventa y cinco hombres para mover sus remos, doce soldados aparte de mí y cuatro Hijos de Escoloti hábiles en el arco. A los soldados no hace falta pagarles, ya que son ciudadanos como yo o forasteros que viven en nuestra ciudad. Pero los remeros, muchacho... ¡Por los dioses, los remeros! cada uno de ellos me cuesta tres óbolos al día, aparte de la comida... ¡y el vino para añadir a su agua! Un dracma al día para cada Hijo de Escoloti y dos para el kiberneta. Eso supone casi doce lechuzas al día solamente para la Europa y con las otras naves se llega a las veinte.
    Se quedó callado unos instantes contemplando el suelo arenoso con el ceño fruncido y luego me miró de nuevo, sonriendo.
    –¿Has comprendido el significado de su nombre, muchacho? Europa fue raptada por el Tonante bajo la forma de un toro, con lo cual cuando la gente ve a Europa piensa en un toro... ¡ah, espera a ver su vela principal! Y, ¿en qué les hace pensar un toro? ¡Pues, naturalmente, en el cuero, ya que el cuero de mejor calidad y resistencia se hace con la piel de toro! Y cuando esta guerra termine, muchacho, habrá muchos escudos por reparar, si quieres saber mi opinión al respecto. Cuero... toro, toro... Europa, Europa... Hipereides. Además, Europa bautizó a todo el continente, y es más grande que el reino de su hermano y Libia juntas, y los bárbaros vienen del otro lado Europa... Europa, Europa... Hipereides. Así pues, ¿a quién le comprarás tu cuero cuando acabe la guerra?
    –Prometo que a vos, señor –repuse. Pero en realidad no hacía sino mirar los barcos y pensar que en toda mi vida no lograría ver algo que fuera obra de los hombres y resultara ni la mitad de bello, aunque olieran a brea y estuvieran algo inclinados sobre sus bordas como tres troncos encallados en la arena–. Si la mujer llamada Europa era tan graciosa y esbelta como esas naves no me extraña que el Tonante decidiera raptarla. Cualquier hombre habría deseado hacerlo...
    Me callé, no deseando evidenciar con mis palabras que no lograba recordar quién era el Tonante.
    Hipereides se había vuelto a poner el casco pero lo llevaba tan hacia atrás que el protector frontal parecía una visera para proteger del sol. Al oírme se lo quitó de nuevo para frotarse la calva.
    –Yo siempre he pensado que debía inclinarse más bien a la abundancia de carnes –dijo–. Me refiero a que... bueno, ¿a qué tipo de mujer le haría gracia que un dios se convirtiera en toro para ella? Además se la llevó en su lomo y el que para ello escogiera la forma de un toro me parece indicar que el peso a transportar resultaba algo considerable... –Me pasó el brazo por los hombros y siguió hablando–. Muchacho, resulta un completo error pensar que si una mujer debe darte placer ha de ser para ello tan lisa y delgada como un joven de la palestra. Cuando volvamos a casa te presentaré una hetaira llamada Kalleos, y entonces verás bien a qué me refiero. Además, es más fácil pillar a una muchacha si tiene algo de carne encima; cuando hayas alcanzado mi edad empezarás a darte cuenta de lo importante que resulta eso.
    Mientras permanecíamos de tal modo contemplando los barcos, el hombre negro se había acercado corriendo hasta ellos y los estaba mirando de arriba abajo. Cuando Hipereides habló de la hetaira regresó de un salto junto a nosotros y se acuclilló ante él, señalando con el mentón hacia los barcos y las olas brillantes, haciendo luego un montón de marcas con los dedos en la arena.
    –Fíjate –me explicó Hipereides–, ha visto la flota bárbara. Los dos tenéis que haberla visto, ya que ibais en su ejército y sus barcos lo iban siguiendo contorneando el Agua.
    –¿Había realmente tal cantidad de ellos? –le pregunté.
    –Más de un millar, y eso sin contar los que transportaban las provisiones de las tropas y las naves especiales que el Gran Rey hizo construir para las monturas. ¡Pero si en todo el Estrecho de la Paz no se podía ver el agua a causa de la sangre y los restos de las naves hundidas...! –Se acuclilló junto al hombre negro–. Aquí se encuentra la Larga Costa y aquí está Encuentro, donde se alzaba mi viejo almacén antes de que le prendieran fuego; Megareos, mi encargado, está ahora al mando de la Eidyia y el hombre que tenía en Ceos se encarga de la Clitia.
    »Nuestra flota se hallaba en Encuentro antes de zarpar para Artemisium. Ahí arriba queda la isla de la Paz, y aquí está Paz. Sólo teníamos trescientos barcos, y los escondimos en esas tres bahías que ofrece la isla la noche anterior. Los míos se encontraban en esta bahía de aquí, al igual que todos los barcos de nuestra ciudad. A un mercader se le puede tener en alta mar durante medio mes, muchacho; pero un navío de guerra debe tocar puerto casi cada noche porque lleva tanta gente a bordo que es imposible almacenar agua suficiente para todos.
    –Ya lo entiendo –repuse.
    –Temístocles iba con la flota, y tenía un esclavo al que mandó cruzar a nado el canal para pedir una audiencia con el Gran Rey. El esclavo dijo que le mandaba Temístocles, lo que era totalmente cierto, y que éste deseaba convertirse en sátrapa de la Larga Costa. Luego advirtió al Gran Rey de que nuestra flota intentaría zarpar al día siguiente sin ser vista para reforzar a la Colina de la Torre. –Hipereides se rió levemente–. Y el Gran Rey se lo creyó todo. Mandó todos los barcos de la Tierra del Río al otro extremo de la bahía para cortarnos el paso. Entonces los estrategas (por lo que he oído fue cosa de Temístocles y de Euríbiades, el Cordelero) hicieron zarpar las naves de la Colina para asegurarse de que nuestros enemigos no podían atacarnos por detrás. Hay mucha gente en la ciudad convencida aún de que los barcos de la Colina desertaron, y te será fácil comprender la razón de ello; el rumor empezó a causa del esclavo, y luego abandonaron al resto de la flota.
    El hombre negro movió su mentón, señalando hacia la playa, y vi entonces a un marinero que se nos acercaba. Hipereides habló con él durante unos instantes y luego nos comunicó que debíamos volver a su tienda.
    –Voy a confiar en vuestro honor –dijo–. No quiero teneros encadenados como a los otros, pero si intentáis huir, tendré que hacerlo. ¿Comprendido?
    Le dije que lo había comprendido.
    –Pero se te acabará olvidando... no me acordaba de ello. –Entonces se volvió hacia el marinero y le dijo–: Quédate junto a ellos hasta que mande alguien para relevarte. No creo que tengas ningún tipo de problemas; lo único que debes hacer es impedir que se marchen.
    El marinero se encuentra ahora junto a nosotros; se llama Lison. Me preguntó si Hipereides me había contado la batalla del Estrecho y le dije que había empezado a contármela, pero entonces había tenido que irse y yo estaba deseoso de escuchar el resto del relato.
    Lison sonrió ante mis palabras y me dijo que Hipereides nos había llevado a contemplar sus barcos el día anterior y había estado contando todo lo sucedido en la batalla mientras admirábamos las naves. Lison había estado tallando pernos y lo había oído casi todo.
    –También te llevó a ver a los demás prisioneros, pues deseaba hacerles preguntas sobre ti. La muchacha te entregó ese pergamino e Hipereides te permitió conservarlo, y también permitió que este hombre tuviera un cuchillo como el mío porque le dio a entender que deseaba hacer alguna efigie en madera.
    Le pregunté la razón de que los demás prisioneros estuvieran encadenados y nosotros no.
    –Porque proceden de la Tierra de las Vacas, naturalmente. Pero tú eres un público ideal para Hipereides: te puede contar sus historias una y otra vez.
    Lison lanzó una carcajada.
    –Supongo que las tres tripulaciones se estarán riendo mucho de mí –le dije
    –Oh, no, estamos demasiado ocupados para ello. De todos modos, las risas se las lleva casi todas Hipereides, no tú. Y no reiríamos tanto a su costa si no le apreciáramos.
    –¿Es un buen comandante?
    –Se preocupa demasiado por las cosas –contestó Lison–, pero sí, lo es. Sabe mucho sobre vientos y corrientes, y es bueno tener a bordo alguien que se preocupe tanto de las cosas. También es bueno como mercader y por eso hemos llegado hasta aquí; siempre sabe encontrar comida barata para nosotros y no le hace falta ahorrar en lo imprescindible como a la mayoría de los capitanes.
    –Me parece extraño tener a un mercader al mando de tres naves de guerra –le comenté–. Pensaba que eso estaría encomendado a un caballista...
    –¿Se haría de tal modo en tu país?
    –No lo sé. Quizá.
    –En Pensamiento nos gusta que los caballistas se ocupen de sus caballos, y ahí es donde deben estar. Pero escúchame bien: si no le estabas mintiendo a Hipereides y realmente no sabes de dónde provienes, lo único que debes hacer es buscar una ciudad donde un caballista pueda estar al mando de una nave de guerra. Supongo que en el Imperio alguna habrá...
    Le pregunté dónde podía encontrarse.
    –Hacia el este, más bien. De todos modos, ¿con quién crees que estábamos combatiendo en el estrecho de la Paz?
    –Con el Gran Rey, por lo que dijo Hipereides.
    –Y el Gran Rey gobierna el Imperio. Tú estabas en su ejército y ahora tenemos en nuestro poder tu espada y esas tapaderas de olla que llevas por coraza. ¿Cómo crees que conseguiste esa herida?
    Meneé la cabeza y de algún lugar me llegó el recuerdo de que en tiempos pasados ese movimiento me había producido dolor, pero ya no ocurría así.
    –En una batalla. El resto, lo ignoro.
    –Ya... pobre hombre. Creo que alguien debería echarle una buena mirada, de todos modos; esos vendajes están tan sucios que se podría atracar en ellos.
    El hombre negro nos había estado escuchando y, aunque no había dicho palabra, pareció entender todo lo que se dijo. Empezó a mover los dedos y explicó que si se le permitía me quitaría los vendajes, que los lavaría (realizó una vívida pantomima de cómo los frotaría con una piedra y luego los golpearía con otra) dejándolos secar al sol y luego volvería a ponérmelos.
    –Ah, bien... –aceptó Lison–. Pero si voy contigo, entonces éste huirá.
    El hombre negro lo negó enfáticamente, cogiéndome de la mano y diciendo por señas que ni él me abandonaría ni yo sería capaz de abandonarle a él.
    –Lo olvidará todo.
    El hombre negro inclinó la cabeza a un lado para demostrar que no entendía esa palabra.
    Lison señaló su propia cabeza y movió el dedo sobre el suelo como si estuviera escribiendo o dibujando y luego pasó la mano sobre sus trazos imaginarios, borrándolos.
    El hombre negro asintió y fingió dibujar también sobre el suelo, indicando luego con el dedo el curso del sol en la bóveda celeste, y cuando éste hubo llegado a su fin hizo el gesto de borrar el dibujo.
    –Ah, le cuesta todo el día olvidar...
    El hombre negro asintió de nuevo y me quitó los vendajes. El marinero y él se fueron andando uno junto al otro, y no tardaron en hacerse amigos.
    En cuanto a mí, he terminado de leer el pergamino. Ahora ya han vuelto y estoy escribiendo, pero tengo la sensación de saber aún menos que nunca. Tantas cosas extrañas, tantos acontecimientos a los que apenas si puedo dar crédito...; se habla de tantas maravillas y gentes que he olvidado en este pergamino... Estoy seguro de que Io era la muchacha que me lo entregó esta mañana, pero, ¿dónde están Píndaro, Hilaeira y Cerdon? ¿Dónde está la mujer serpiente, y cómo hemos llegado el hombre negro y yo hasta el lugar en que estamos ahora?


    8


    En el mar


    Nuestro barco se mueve de tal modo que escribir resulta difícil, pero ya me estoy acostumbrando a ello. Los marineros dicen que a menudo el movimiento es mucho peor y debo aprender a caminar, escribir y beber a bordo de esta nave, aparte de hacer todo lo demás, antes de que el mar se ponga más bravío.
    –Cuando rodeemos el cabo Malea ya puedes olvidarte de tu hogar –dicen; pero me acuerdo de él aunque he olvidado todos los demás sitios.
    Nuestra nave es la Europa, la mayor de las tres, y cuenta con triple hilera de remeros. Los hombres que se encuentran en la de más arriba tienen los remos más largos y se creen los mejores porque desde su altura pueden escupir sobre todos los demás, pero reciben igual paga que ellos. Ahora avanzamos gracias a la vela y los remeros no tienen que trabajar, excepto uno o dos que se entretienen intentando pescar. Dicen que pronto tendrán trabajo más que suficiente. Algunos están durmiendo en los bancos, aunque supongo que todos debieron de dormir la noche pasada.
    Estoy escribiendo en la borda, cómodamente apoyado en el gran poste recto que señala el principio de nuestra nave. Bajo él (lo recuerdo, aunque no puede verse desde mi posición actual) se encuentra el espolón, que no se parece en su forma al de un gallo auténtico: tiene ojos oscuros pintados en la borda, y eso hace que el metal verdoso parezca más el pico de un ave enfadada que no otra cosa, al menos para mí. Cuando me pongo en pie y miro por encima de la borda puedo ver el espolón a través del agua. El agua tiene el mismo color del cielo y es muy clara; pero bajo ella hay un segundo cielo y me resulta imposible ver el fondo.
    Una soga muy gruesa va desde el poste frontal hasta lo más alto del mástil, y en él hay muchas sogas más que van a los dos costados de la nave y a la popa, sirviendo para equilibrar el mástil y permitirle soportar el tirón de la vela. La soga que tengo sobre mi cabeza oscila un poco pero las restantes se encuentran rectas y tensas como jabalinas; tenemos el viento detrás de nosotros y nuestros remeros descansan en sus bancos mientras la vela trabaja para ellos.
    La vela cuelga de una larga verga ahusada que ahora se encuentra casi en lo más alto del mástil. Lleva pintado un toro, no sólo una cabeza tallada como la de popa sino la cabeza y el cuerpo completo; creo que de todos nuestros adornos es el que prefiero. Es negro y tiene la nariz dorada, y sus ojos azules se vuelven hacia la mujer que está sentada sobre su espalda. Su rabo se alza en un gesto valeroso, y tengo la impresión de que si me encontrara en alguna de las otras naves me parecería que sus cascos dorados corren sobre el mar.
    La mujer que monta sobre él tiene el pelo rojo y los ojos azules, así como papada. Está sonriendo y sus manos agarran los cuernos del toro como acariciándolos.
    La larga y estrecha cubierta va desde el lugar en el que estoy sentado hasta la popa, donde hay dos marineros que sostienen los remos del timón y el kiberneta monta guardia vigilándolos tanto a ellos como a la vela. Los prisioneros están encadenados al mástil allí donde éste atraviesa la cubierta.
    El nombre de nuestro capitán es Hipereides. Ha dejado atrás la juventud; tiene la cabeza calva y parece algo entrado en carnes pero anda muy erguido y está lleno de energía. No es tan alto como yo. Vino para hablar conmigo y yo le pregunté el nombre del país que teníamos a la izquierda.
    –Es la Isla Roja, muchacho –me respondió.
    Ello me sorprendió y me eché a reír.
    –No te parece gran cosa como nombre, ¿verdad? Pero es el único que tiene y lo recibió en memoria del viejo Pélope, el cual fue rey hace muchos cientos de años.
    –¿Acaso tenía la cara roja?
    –Eso dicen. Los satíricos hacían chistes sobre él diciendo que ese color rojo venía de tanto beber, o que siempre estaba enfadado, que iba de un lado a otro dando patadas en el suelo y resoplando. Si quieres saber mi opinión personal, ninguna de las dos cosas era cierta. ¿Cómo podía saber su madre que iba a beber tanto? Y quizá estuviera siempre enfadado cuando era pequeño, como bien saben los dioses que les sucede a muchos niños, pero ¿quién ha sabido alguna vez de un hombre que sea llamado de mayor por lo que hizo de pequeño? Si quieres saber mi opinión, muchacho, nació con una de esas marcas rojas en la cara que a veces tienen algunos niños. Bueno, de todos modos ahí esta la Colina de la Torre y la ciudad de los Cordeleros.
    Luego me habló de la batalla de la Paz y de cómo sus barcos se habían ocultado en la bahía que estaba en la isla. Casi de madrugada, cuando el agua aún estaba cubierta de niebla, las naves bárbaras entraron en el estrecho; un vigía las distinguió a través de la niebla y oyó los cánticos de sus remeros, así que envió una señal. Hipereides y sus barcos acudieron entonces, así como todas las naves de la ciudad y las de los Cordeleros.
    –Tendrías que habernos visto, muchacho... ¡Todos los hombres cantaban a gritos el Himno de la Victoria y cada remo se doblaba sobre el agua como un arco!
    Se enfrentaron a los bárbaros espolón contra espolón y los barcos de la Paz surgieron por la bahía detrás de la Cola del Perro, y cogieron a los bárbaros por el flanco; pero había tantas naves suyas que incluso cuando huyeron seguían siendo una gran flota. Nadie sabe dónde están ahora y la mayor parte de los barcos de Pensamiento y los Cordeleros, así como todos los que posee la Colina de la Torre, andan por entre las islas dándoles caza.
    Hipereides dijo que yo debí combatir por el Gran Rey y entonces le pregunté si yo era un bárbaro.
    –No lo eres del todo –repuso–, pues hablas como un hombre civilizado. Además, muchos de los nuestros lucharon junto al Gran Rey... De hecho, había casi tantos de su parte como en nuestro bando. ¿Ves esos que están ahí encadenados? Son de la Colina, es fácil saberlo por su modo de hablar. Su ciudad luchó por él y ahora tenemos la intención de quemarla al igual que él quemó las nuestras.
    El sol estaba muy alto en el cielo y hacia bastante calor, pero la base del mástil quedaba protegida por la sombra de la vela; así que cuando Hipereides fue hacia el kiberneta para hablar con él yo fui hasta los prisioneros. Un arquero los estaba vigilando y miró a Hipereides para ver si le importaba que yo hablara con ellos. Hipereides nos daba la espalda y el arquero no me puso ninguna objeción.
    Quiero escribir sobre los arqueros antes de que se me haya olvidado lo que pretendía anotar. Llevan polainas y gorros altos hechos con pieles de zorro; sus ropas no me parecen nada cómodas, y cuando estaba hablando con los prisioneros el arquero encargado de vigilarles se quitó el gorro y se estuvo abanicando con él.
    Sus grandes arcos curvados están hechos de madera y cuerno, y ahora se doblan en sentido contrario al normal porque no están tensados. Pienso que el modo correcto de llevar las flechas es a la espalda, pero los arqueros llevan colgadas sus aljabas en la cintura, y éstas tienen una tela en la parte superior que se puede doblar sobre la abertura, protegiendo así las flechas del oleaje.
    Los pómulos de los arqueros son lisos y muy rectos; ascienden en una línea ininterrumpida hasta sus ojos altivos y me recuerdan los protectores de los cascos que cubren las mejillas. Sus ojos y su pelo son más claros que los nuestros, y llevan la barba más larga. Cortan la cabellera de sus enemigos muertos y las llevan en sus cinturones, usándolas para limpiarse las manos con ellas. No saben hablar la lengua que yo uso para conversar con Hipereides tan bien como yo puedo hacerlo, y son totalmente incapaces de hablar la lengua en la que ahora estoy escribiendo esto. Huelen a sudor rancio. Eso es todo cuanto sé de ellos.
    No, hay una cosa más y por ella escribí antes todo eso. El arquero que vigila a los prisioneros me mira de un modo distinto al de todos los otros. A veces creo que tiene miedo y otras que desea algún favor de mí. No sé qué puede significar el modo en que me mira, pero he pensado que debería anotarlo en el pergamino para leerlo cuando se me haya olvidado.
    Los prisioneros de la Colina son un hombre, su esposa y su hija. Cuando me acerqué a ellos me llamaron Latro y al principio creí que con ello me estaban calificando de mercenario o bandido. Pero no tienen nada que se les pueda robar y, en cuanto a lo otro, ¿quién habría podido pagarme? Entonces comprendí que Latro era mi nombre y que me conocían. Me senté a su lado en la cubierta y les dije que ahí se estaba algo más fresco; si lo deseaban les dije que podía traerles algo de agua.
    –Latro, ¿has leído ya tu pergamino? –me preguntó el hombre.
    Miré hacia atrás y lo vi apoyado en la proa, donde lo había dejado antes. Le dije al hombre que había estado examinando la nave y no había tenido tiempo de hacerlo.
    La mujer también lo vio y pareció asustarse.
    –¡Latro, el viento se lo puede llevar!
    –No, no se lo llevará –repuse–. El punzón es muy pesado y lo he metido a través de los cordoncillos que atan el pergamino.
    –Es muy importante que lo leas –insistió el hombre–. Te ofreciste a traernos agua pero no hace falta, nos dieron no hace mucho. En lugar de eso deseo que me traigas tu pergamino, y juro por el Dios Resplandeciente que no le causaré ningún daño.
    Vacilé durante unos segundos pero la muchacha dijo, «¡Por favor, amo!», y en su voz había algo a lo que no pude resistirme. Fui hasta la proa, cogí el pergamino y se lo entregué al hombre, el cual escribió unas pocas palabras en la parte al descubierto.
    –No es el mejor modo de hacerlo –le dije–. Si lo desenrollas se puede escribir en la cara interior y luego, cuando se vuelva a enrollar, lo escrito queda así protegido.
    –Pero a veces el escriba utiliza la cara donde yo he escrito cuando desea dejarle un mensaje a una persona que, de otro modo, no llegaría a desenrollar el pergamino. Podría escribir «Aquí están las leyes de la ciudad», por ejemplo.
    –Cierto –admití–, lo había olvidado.
    –Hablas bien nuestra lengua –me dijo–. ¿Puedes leer lo que he escrito?
    Sacudí la cabeza en un gesto de negativa.
    –Creo que he visto letras parecidas con anterioridad pero soy incapaz de leerlas.
    –Entonces deberás escribirlo tú mismo. Escribe «Léeme cada día» en tu propia lengua.
    Cogí el punzón y escribí lo que me había dicho, exactamente encima de donde había escrito él antes.
    –Ahora, si lo lees, sabrás quién eres y dónde nos encontramos –alegó la muchacha.
    Me gustaba su voz y le acaricié la cabeza.
    –Pero, muchacha, hay tanto por leer aquí... Antes lo abrí lo suficiente para ver que el pergamino es muy largo y la letra es muy pequeña. Además, ha sido escrito con este punzón y no con tinta, por lo cual la letra es gris en vez de negra y eso dificulta aún más la lectura. Si conoces todo lo que está ahí escrito podrías contármelo mucho más rápido de lo que tardaría yo en leerlo.
    –Debes ir a la casa de la Gran Madre –me anunció solemnemente la joven y luego me recitó un poema. Cuando hubo terminado, añadió–: Píndaro te estaba llevando allí.
    –Yo soy Píndaro –dijo el hombre–. Los ciudadanos de nuestra ciudad resplandeciente me designaron como guía tuyo. Sé que no lo recuerdas pero te juro que es la verdad.
    Un hombre negro que había estado durmiendo con los marineros se puso en pie y trepó desde un banco hasta la cubierta en la cual nos hallábamos. Tuve la impresión de que nos habiamos conocido antes, y su rostro estaba tan alegre y lleno de animación que al verle no pude sino sonreír.
    –¡Ah! –exclamó al ver mi sonrisa.
    Algunos de los durmientes se agitaron un poco ante su grito y quienes no dormían se nos quedaron mirando. El arquero, que no había dejado de vigilarnos, se llevó la mano al cuchillo que colgaba de su cinturón.
    –No debes ser tan estruendoso, amigo mío –le dijo Píndaro.
    El hombre negro le contestó con una gran sonrisa y se llevó la mano a su corazón, señalando luego el mío y repitiendo después su gesto a la inversa con aire de triunfo.
    –Quiere decir que te conoce –me explicó Píndaro–. Si, es posible que te conozca un poco...
    –¿Es un marinero? –pregunté–. No se parece a los otros.
    –Es camarada tuyo. Cuidaba de ti antes de que Hilaeira te encontrara y antes de que Io y yo te conociéramos. Quizá te salvó la vida en el combate pero cuando te vimos por primera vez te estaba usando para mendigar. –Miró al hombre negro y le dijo–: Por cierto, sacaste un buen montón de dinero con ello. No lo tendrás aún contigo, ¿verdad?
    El hombre negro meneó la cabeza y fingió cortarse el brazo con el cuchillo. Llenó su mano con el invisible flujo de sangre, lo contó como si fuera dinero y a cada moneda imaginaria que dejaba sobre la cubierta iba haciendo un leve chasquido con la lengua. Cuando hubo terminado me señaló con el dedo.
    –Se lo dio a los esclavos esa noche cuando acampamos –explicó la muchacha–, mientras tú estabas escribiendo poesía y hablabas con Latro. Era por los esclavos que Latro mató, porque los esclavos iban a matarle en cuanto llegáramos al País Silencioso.
    –Dudo que los Cordeleros se lo hubieran permitido, pero eso ya no importa. Yo tenía diez lechuzas pero se quedaron en la Colina de la Torre. Preferiría ser prisionero de los Cordeleros que no de la Colina, pero incluso la Colina me parece preferible a Pensamiento... –Píndaro lanzó un suspiro–. Somos enemigos mutuos desde hace mucho tiempo.
    Hipereides me había contado cómo las naves de Pensamiento habían combatido contra los bárbaros, dando a entender con ello que yo también era un bárbaro. Decidí preguntarle a Píndaro si su ciudad y Pensamiento eran aún los peores enemigos.
    Píndaro rió con amargura.
    –Oh, sí, mucho peores. Tú siempre olvidas, Latro, y quizá hayas olvidado también que los hermanos pueden ser enemigos mucho más terribles que los extraños. Nuestros campos son ricos y los suyos pobres, con lo que nos envidiaron desde hace mucho tiempo e intentaron arrebatarnos por la fuerza lo que era nuestro. Luego empezaron a comerciar y cultivaron la viña y el olivo, con lo que pudieron intercambiar el aceite, la fruta y el vino por el pan. Se hicieron también muy hábiles en la cerámica y llegaron a vender sus productos por todo el mundo. Y entonces la Señora de Pensamiento, a la que le gusta la astucia y el comercio, les enseñó dónde había una veta de plata.
    Los ojos del hombre negro se abrieron de repente como platos, y se inclinó hacia Píndaro para no perder ni una sola palabra de lo que decía, aunque tengo la impresión de que no lograba comprenderlo todo.
    –Ya eran ricos y llegaron a serlo mucho más. Entonces nosotros demostramos no ser más sabios de lo que habían sido ellos en el pasado e intentamos quitarles lo que era suyo. Apenas si hallarás una familia en nuestra brillante ciudad que no esté emparentada de un modo u otro con ellos, y te costará encontrar a un hombre en la suya, si no es extranjero, que no sea primo nuestro. Por eso nos tenemos tal odio y sólo hacemos una pausa en ese odio cada cuatro años cuando nuestros campeones le entregan su fortaleza a El Que Desciende; luego volvemos a odiarles con más ahínco que nunca tan pronto como los juegos se terminan.
    Frunció los labios como si fuera a escupir pero pareció pensarlo mejor y no llegó a hacerlo.
    Miré a la mujer y vi que sus ojos tenían el color de las nubes tormentosas, y me pareció mucho más bella que la mujer pintada en nuestra vela. No sentía deseos de pensar tales cosas, pero se me ocurrió que si Píndaro era un esclavo quizá lograra encontrar un modo de comprarla a ella y a la muchacha.
    –¿Y éramos amigos, ya que viajábamos juntos? –le pregunté a ella.
    –Nos encontramos en los ritos del Dios de las Dos Puertas –me dijo, y entonces sonrió recordando algo que yo era incapaz de recordar. Tuve la sensación de que no se opondría a mis deseos y que le gustaría vivir conmigo y dejar a su esposo sin importarle el destino que éste pudiera correr–. Entonces llegaron los esclavos de los Cordeleros –siguió diciendo–, y mientras Píndaro y el hombre negro se enfrentaban a sus primeros enemigos tú mataste a tres de ellos. Pero el resto iba a matarnos a Io y a mí, y Píndaro se interpuso delante tuyo y te detuvo. Por un instante pensé que ibas a matarle también y creo que él pensó lo mismo. Pero bajaste la espada y entonces ellos te ataron las manos y te golpearon, haciéndote besar el polvo ante sus pies. Sí, somos amigos.
    –Me alegra haber olvidado que debí rendirme –le dije.
    Píndaro asintió.
    –Yo también desearía poder olvidarlo. Tu estado me resulta envidiable por más de un motivo. Pero si el Dios Resplandeciente te ha mandado comparecer ante la Gran Madre, debes acudir a ella y curarte, si es posible.
    –¿Quién es la Gran Madre? –le pregunté–. ¿Y qué significa el poema de la joven?
    Entonces me habló de los dioses y de sus costumbres. Le escuché con gran atención al igual que había escuchado antes atentamente el relato que me hizo Hipereides de la batalla en el Estrecho de la Paz, pero aunque ignoro lo que esperaba encontrar en sus narraciones supe al terminar la de Píndaro, como lo había sabido al terminar la de Hipereides, que no lo había encontrado.
    El sol se oculta ya tras nuestra vela y no me ilumina aunque he vuelto a instalarme en la borda; la nave me acuna como una madre a su hijo. Hay voces en las olas, voces que cantan y ríen llamándose entre ellas.
    También escucho con atención esas voces, esperando encontrar en ellas alguna mención de mi hogar y de la familia y los amigos que con toda seguridad debo de tener allí.


    9

    Llega la noche


    Sombras negras surcan el mar como enormes carros. Aunque pronto estará demasiado oscuro para seguir escribiendo continuaré durante todo el tiempo que me sea posible, y si no puedo escribir aquí todo lo necesario iré hasta uno de los fuegos; allí terminaré de hacerlo, y dormiré luego.
    Apenas había dejado a un lado el punzón cuando el kiberneta se dirigió a los marineros, y éstos dejaron de hablar y apostar entre ellos para arriar rápidamente la vela, quitar el mástil y poner en posición los remos.
    Resulta maravilloso viajar en esta nave esbelta y rápida impulsada por la vela, pero aún resulta más espléndido viajar con los remeros esforzándose en sus bancos y el barco saltando sobre las olas a cada golpe de remos para caer luego otra vez sobre ellas con un grito estruendoso. El viento deja de estar detrás del barco y éste crea un viento propio que se puede sentir en el rostro aunque la espuma plateada del oleaje salte por encima de la borda.
    El muchacho empieza a tocar la flauta y los marineros cantan todos siguiendo el compás de su instrumento para no perder el ritmo al remar. En sus canciones llaman a los dioses del mar y éstos acuden a la superficie para oírlas; sus orejas son como conchas y sus cabelleras como las algas arrastradas por la corriente en alta mar. Durante largo tiempo permanecí en la borda contemplándolos y viendo cómo se aproximaba la tierra, sintiendo que yo también era un dios de las aguas.
    Por último, cuando la tierra se encontraba tan próxima que podía distinguir las hojas de los árboles y las piedras de la playa, el kiberneta se acercó a mí y se quedó inmóvil. Al comprender que durante unos instantes no pensaba dar ninguna orden más me arriesgué a decirle lo hermosa que me parecía su nave y las demás, a las que habíamos rebasado y que se distinguían ahora detrás nuestro.
    –No hay nave mejor –me contestó–, y casi ninguna la iguala. Puedes decir lo que quieras de Hipereides pero no ha regateado nada para la Europa. Claro, bien puedes opinar que eso resulta natural ya que él iba a tomar el mando de la nave, pero hay muchos otros que se encontraron en situación idéntica y buscaron la madera más económica posible. Pero Hipereides no obró así, pues tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta de que a bordo de esta nave viajan tanto su vida como su honor.
    –Creo que también debe ser valiente –añadí– para haberse encargado de este barco cuando podría haberse quedado sano y salvo en su hogar.
    –Oh, no, eso le habría resultado imposible –me dijo el kiberneta, mirando hacia la playa–. Algunas veces en la Asamblea se portan como auténticos idiotas pero nunca han llegado a ser tan idiotas como para permitir que quienes proveen a la flota y el ejército se mantengan apartados del combate. De todos modos, tampoco habría estado a salvo en la ciudad: los bárbaros la incendiaron. Claro que podría haber servido en tierra de haberlo deseado... Hubo muchos que así lo hicieron, pero ¡Ah, mira la Clitia! También es un barco precioso. Mi hermano es su kiberneta. ¿Sabes lo que me dijo el poeta?
    Al ignorar quién era el poeta, sacudí la cabeza.
    –Dijo que sus remos cubiertos de espuma la hacían parecer un pájaro con cuatro alas blancas. Y es cierto, no debes hacer sino mirarla y lo verás... Puede que sea un cerdo del País de las Vacas pero de todos modos es un magnifico poeta. ¿Estabas presente cuando cantó para nosotros la noche anterior?
    –Me temo que no lo recuerdo –contesté.
    –¡Ja, ja! Bebiste en exceso y te quedaste dormido... –Me dio un golpe en el hombro y siguió riéndose–. Tienes alma de marino. Cuando se te haya curado esa herida de la cabeza te empezaremos a entrenar con el remo...
    –¿Eran buenos los poemas?
    El kiberneta hizo un gesto de asentimiento.
    –Los hombres no parecían cansarse de oírlos. Voy a pedirle a Hipereides que le haga cantar de nuevo esta noche sus poemas, aunque quizá no me haga falta decírselo... ¡Despacio, ahora! ¡Despacio! –gritó de repente.
    –¿Los barcos van a quedar varados ahí?
    –Naturalmente, chico. Tenemos el viento a favor, así que podríamos bordear el cabo antes de que se ponga el sol y si no fuéramos bien de tiempo quizá decidiera intentarlo. Pero si tuviéramos algún problema no quedaría más remedio que pasar la noche en el mar y eso no es ninguna broma, créeme. Le dije a Hipereides que debíamos intentar atracar y él estuvo de acuerdo. No lejos de aquí hay una aldea llamada Teutrone y quizá podamos comprar pescado fresco allí; nuestras provisiones de la Colina casi han desaparecido.
    Empezó a gritar de nuevo dando órdenes y, de pronto, todos los remos de un costado se quedaron inmóviles después de tocar por última vez el agua. El barco giró en redondo, como una brizna de paja atrapada en un remolino, y un instante después los remos tocaron de nuevo el agua, impulsándonos ahora con la popa hacia la costa. Media docena de marineros saltaron de la popa y empezaron a nadar hacia la playa como focas. Otros dos marineros les arrojaron rollos de cuerda.
    –¡Remos de timón! –gritó el kiberneta, añadiendo después–: ¡Por el flanco!
    En mi rostro debió de notarse el asombro que sentía pues el kiberneta se frotó las manos y, volviéndose hacia mí, dijo:
    –Sí, es una tripulación estupenda. A la mayor parte los escogí en persona y el resto son hombres que trabajaron para Hipereides antes de la guerra.
    En esos momentos apenas si quedaban unas diez personas a bordo: el kiberneta, yo, los soldados (cuyas grebas y petos les habrían hecho hundirse cual piedras si hubieran saltado al mar), el hombre negro, los tres prisioneros y, naturalmente, Hipereides. Una vez desprovista de su tripulación la nave parecía tan ligera que por unos instantes temí que fuera a volcar.
    –¡Venid aquí! –gritó el kiberneta, agitando la mano.
    Los soldados y los prisioneros se dirigieron hacia donde nos encontrábamos, haciendo con ello que la popa se levantara un poco más.
    Los marineros que habían llegado a la playa estaban tirando de las cuerdas. Sentí cómo rechinaba el cabrestante, girando lentamente hasta que sus engranajes agarraron por fin en las muescas. La cubierta empezó a oscilar y todos nos agarramos a la borda.
    –No se te ocurra saltar ahora –advirtió el kiberneta, adivinando lo que pensaba–. El fondo está lleno de rocas.
    La cubierta se había escorado de tal modo que nos resultó difícil avanzar hacia la proa, pero una vez ahí era fácil trepar por el poste y desde él saltar hasta la playa, sin tan siquiera mojarnos los pies.
    Cuando tuve los pies en tierra firme los marineros habían empezado ya a recoger madera para encender un fuego y las otras dos naves se encontraban aproximadamente a un estadio de la playa. El hombre negro y yo les ayudamos a recoger madera, habiéndonos dado cuenta de que para los marineros resultaba una cuestión de honor conseguir los mejores leños antes de que las tripulaciones de las otras dos naves llegaran a la costa.
    Aquí la playa es más bien rocosa y baja, con unos cuantos árboles achaparrados, pero aun así sería injusto decir que el paisaje resulta desagradable. Mientras lo estaba contemplando, un halcón se precipitó por encima del risco y encontró la corriente de aire que se alza del mar, navegando por ella como si fuera una gaviota, con las alas totalmente inmóviles, y al verle percibí por primera vez esta tierra como lo que era: un dedo cubierto de bosque en la mano que la tierra tiende al mar.
    Hipereides escogió a tres soldados y una decena de marineros y se dirigió hacia la aldea para comprar vituallas. Acetes mandó dos soldados al risco para que montaran guardia, en tanto que el resto de nosotros nos quitábamos la ropa para arrojarnos a nadar y limpiarnos. Me di cuenta de que incluso a los prisioneros se les permitía lavarse, aunque a causa de sus cadenas les resultaba imposible nadar. Yo no me interné demasiado en el agua pues no quería mojar los vendajes de mi cabeza. También me di cuenta de que los arqueros se alejaban un poco de los demás para no ser vistos.
    Cuando volví a la playa la joven estaba sentada en una piedra junto a mis posesiones. Le di las gracias por haberlas vigilado y ella me dijo:
    –Amo, no querría que nadie se apoderara de tu manuscrito, pues entonces no podrías saber quién eres y tampoco quién soy yo.
    –¿Quién eres? –le pregunté–. ¿Por qué me llamas amo?
    –Soy tu esclava, Io.
    Le expliqué entonces que la había tomado por una hija de aquellos junto a los que estaba encadenada en el barco.
    –Ya lo sabía –me replicó–. Pero hace poco que los encontramos. Soy tu esclava y te fui entregada como propiedad personal por el Dios Resplandeciente cuando estuviste en la Colina.
    Agité la cabeza, algo confuso.
    –Es la verdad, amo, y puedo jurarlo por el garrote de Hércules. Y si lees tu pergamino descubrirás todo lo que te he contado, así como todo lo referente a la maldición que descargó sobre ti la Gran Madre. De tal modo comprenderás que no es justo mi estado actual –alzó la mano, enseñándome las cadenas–, en tanto que tú puedes andar libre. También yo debería ser libre, para servirte mejor.
    Intenté recordar lo que me había dicho la mujer por la mañana.
    –Los soldados nos capturaron cuando nos dirigíamos hacia algún sitio.
    –No fueron estos soldados, amo. Nos capturaron los esclavos de los Cordeleros y te pegaron, tratándome luego a mí como si fuera ya una mujer y haciéndome sangrar por esa parte, aunque aún no soy una mujer. Hilaeira dice que no tendré ningún niño, aunque ella si podría tenerlo.
    Io suspiró, imagino que recordando todo el dolor y las penalidades que yo he olvidado.
    –Luego nos topamos con soldados auténticos –continuó–, hombres que llevaban escudos, cascos y lanzas muy largas. Hicieron que los esclavos de los Cordeleros nos soltaran y se nos llevaron. Yo escondí tu pergamino, pues tenía miedo de que te lo robaran, y nos enviaron a la Colina de la Torre, pero tengo la impresión de que sus habitantes no deseaban tenernos allí; temen a los Cordeleros, como todo el mundo, y no desean tener prisioneros que les hayan pertenecido. Pero también temen a la gente de Pensamiento, y los soldados de mi ciudad ayudaron a que la suya fuera quemada. Por todo ello, acabaron entregándonos a Hipereides. Él nos separó pero no tardé en comprender que tú le gustabas, y cuando vino a conversar contigo te devolví el pergamino. Lo había guardado bajo mi peplo y até sus cordoncillos alrededor de mi cintura. ¿Lo has leído ya? Te dije que deberías leerlo.
    –No lo sé –contesté yo.
    –Quizá lo hayas leído. Pero si no escribiste nada en él desde la última vez, no importa.
    –Sabes mucho para ser tan joven –le dije, poniéndome el chitón.
    –Hasta el momento eso no me ha servido de mucho. En la Colina pertenecí a una familia muy amable y ahora me encuentro aquí; todo lo que he obtenido de este viaje es un baño. ¿Hablarás con Hipereides para decirle que me quite las cadenas?
    –No es tan fácil desprenderse de las cadenas –repuse, atándome las sandalias.
    –Sí lo es. Las tienen solamente para los marineros indisciplinados y los prisioneros bárbaros y son demasiado grandes para alguien de mi talla. Me aprietan un poco pero puedo sacar el pie. La noche pasada lo hice.
    –Enséñamelo.
    Pasó el pie por encima de la rodilla, sacando la lengua a causa del esfuerzo, y luego empezó a tirar del grillete, el cual era realmente demasiado grande para ella.
    –Entonces estaba sudada –me dijo–, y supongo que de ese modo resulta más fácil. Ahora tengo la piel cubierta de arena.
    –Vas a quedar despellejada.
    –No, de veras. Amo, pon aquí tu mano derecha y aprieta con el pulgar en mi talón. Luego tira con los dedos y dime lo que piensas.
    Obedecí sus instrucciones y el grillete resbaló sobre su pie tan fácilmente como si hubiera sido una ajorca.
    –Estabas bromeando –le dije– ¡Pero si te habría bastado con ponerte en pie y sacudirte un poco para quitártelo...!
    –Quizá bromeaba un poco, sí. ¿No te habrás enfadado conmigo, amo?
    –No. Pero será mejor que vuelvas a ponértelo antes de que te vea alguien más.
    –Creo que eso es imposible –alegó–. Diré que se me cayó estando en el agua y que no pude encontrarlo.
    –Entonces, será mejor que lo escondas bajo las piedras.
    –Conozco un lugar mejor. Lo encontré mientras estabas en el agua. Mira esa gran roca.
    Había un agujero tan grande como la cabeza de un hombre. Cuando metí el brazo en él descubrí que era recto y bastante profundo.
    –Yo no haría eso –me aconsejó Io–. Ahí dentro hay algo que huele bastante mal. –Dejó caer la cadena y el grillete dentro del agujero–. No creo que vuelvan a ponerme otro. Tendrán miedo de que vuelva a perderlo como éste.
    Uno de los marineros que habían vuelto al barco estaba ya de vuelta en la playa con un chisquero de bronce, y me sorprendió ver cómo brillaban los agujeros del metal. El sol se estaba ocultando tras el dedo de tierra, sumergiendo la playa en las tinieblas.
    –Voy a buscarte un poco de comida, amo –dijo lo con voz alegre–. Esa es una de mis misiones.
    –¡No debe de estar preparada aún! –le grité, pero ella no me hizo ningún caso.
    Antes había recogido el pergamino y empecé a seguirla, pero alguien me golpeó suavemente el hombro.
    Era un arquero.
    –No hará nada malo: no es más que una niña –le advertí. Él se encogió de hombros como para demostrar que eso no le importaba lo más mínimo.
    –Me llamo Oior –dijo–, y soy de Escoloti. Tú eres Latro. Oí cómo el hombre y la mujer hablaban de ti.
    Asentí.
    –No conozco este país.
    –Tampoco yo.
    Al oírme pareció sorprendido, pero siguió hablando con expresión decidida:
    –En él hay muchos dioses. En mi tierra hacemos sacrificios al fuego rojo y al aire invisible, así como a la negra tierra, al sol y la luna, a la pálida superficie del agua y al hierro de la espada. Eso es todo. Y no conozco a aquéllos. Me siento inquieto al estar aquí y mi inquietud acabará siendo compartida por todos los demás. –Miró a nuestro alrededor para ver si alguien nos estaba escuchando–. No tengo mucho dinero pero te daré todo lo que está en mis manos.
    Y extendió hacia mí su mano, llena de monedas de bronce.
    –No quiero tu dinero –le dije.
    –Tómalo. Así se hacen amistades en esta tierra.
    Cogí una de las monedas, esperando complacerle de ese modo.
    –Bien –prosiguió–, pero este lugar no es bueno para conversar y pronto habrá comida. Cuando hayamos comido y bebido ve hacia lo alto. –Señaló el risco y su dedo apuntaba al hueco que había entre las negras siluetas de los centinelas mirando al norte y al sur que se recortaban contra el cielo–. Allí es donde debes esperar a Oior.
    Ahora estoy sentado, esperando, y mientras espero he escrito todo lo anterior. El sol se ha ocultado ya y sus últimas luces no tardarán en esfumarse del cielo. Por el horizonte asoma ya la luna, y si el arquero no aparece antes de que me entre sueño, iré hasta una de las hogueras y dormiré junto a ella.


    10

    Bajo la pálida luna


    Escribo junto a la hoguera, y cuando miro a mi alrededor tengo la impresión de que no hay nadie despierto salvo el hombre negro y yo. Él anda arriba y abajo por la playa con el rostro vuelto hacia el mar como si estuviera esperando distinguir alguna vela, y yo escribo.
    Pero sé que hay muchos hombres despiertos. De vez en cuando alguno se incorpora un poco, mira a los demás y vuelve a acostarse en el suelo, El viento suspira entre los árboles y las peñas, pero en el aire hay también otros suspiros que no han nacido del viento.
    Le pregunté a Hipereides si enterraríamos al muerto por la mañana. Me dijo que no, pues hay esperanza de que pronto llegaremos a la ciudad. Si lo conseguimos, el muerto podrá reunirse con su familia, si es que la tiene, y descansar allí para siempre.
    Quizá sea mejor que vuelva al punto en el que dejé de escribir no hace mucho tiempo. Io me trajo algo de comida y vino aunque ya había comido antes, y lo compartimos con la espalda apoyada en una de las rocas más grandes de todo el risco, viendo cómo la luna se iba levantando por encima del mar y gozando con el espectáculo de las hogueras y los barcos varados en la playa.
    Hipereides había sido generoso con la comida y, al no recordar nadie que yo había comido anteriormente durante el día, Io recibió dos raciones completas. Mientras yo fingía comer por segunda vez durante esta jornada, ella iba colocando todo lo que no le gustaba de su ración en mi escudilla, y cuando acabé mi vino y me limpié los dedos con pan para dejar la escudilla en el suelo, ésta se encontraba aún prácticamente llena.
    –Me gustaría tomar un poco.
    Miré a nuestro alrededor para ver quién había hablado y descubrí que un rostro de mujer nos observaba. Antes lo había confundido con una piedra apoyada en otra piedra mucho más grande. Apenas se dio cuenta de que la había visto se puso en pie y vino hacia nosotros. Estaba totalmente desnuda y avanzaba con paso grácil, aunque ya había dejado atrás su primera juventud (al menos por lo que yo pude juzgar a la claridad de la luna) todavía conservaba su belleza. La negra cabellera que le caía hasta la cintura me pareció mucho más frondosa y enredada de lo que habría creído posible en ninguna mujer.
    Cuando estuvo junto a nosotros decidí que sería una celebrante de algún culto, pues aunque no llevaba vestimenta alguna se había atado sobre las caderas a modo de cinturón la piel seca de una serpiente, dejando que la cabeza y la cola colgaran libremente.
    –Toma –le dije, extendiéndole mi escudilla–. Puedes comerlo todo.
    Ella sonrió y meneó la cabeza.
    –¡Amo! –dijo lo con voz ahogada. Tenía los ojos clavados en los míos y le pregunté qué le ocurría–. ¡Ahí no hay nadie! –me contestó.
    –Es tu esclava –susurró la mujer–. ¿No quieres entregármela? Tócala y será mía. Tócame y seré tuya.
    Cuando hablaba sus labios apenas si se movían, y al pronunciar las últimas palabras sus ojos se apartaron hacia la luna.
    –Amo, ¿hay alguien ahí? ¿Hay alguien que no pueda ver?
    –Hay una mujer con el cabello oscuro y que lleva las caderas ceñidas por una piel de serpiente –le expliqué a Io.
    –¿Igual que el hombre que tocaba la flauta?
    No recordaba a tal hombre y no pude hacer más que sacudir la cabeza.
    –Vamos junto al fuego –me suplicó, intentando apartarme de aquel lugar.
    –No te haré daño –susurró la mujer–. He venido a instruirte y a darte un aviso.
    –¿Y la muchacha?
    –Es tuya. Podría ser mía. ¿Qué hay de malo en eso?
    –Vete –le dije a Io–, corre hacia el fuego. Quédate ahí hasta que yo vuelva.
    Salió corriendo como una liebre que siente sobre ella los pesados cascos de los corceles guerreros, saltando entre las rocas hasta perderse de vista.
    –Eres egoísta –acusó la mujer–. Comes y mientras tanto yo paso hambre.
    –Puedes comer igual que lo hice yo.
    –Pero tienes el ingenio pronto, y eso es magnífico. Por desgracia, me resulta imposible masticar esa comida.
    Me sonrió y entonces vi que sus dientes eran muy pequeños y puntiagudos, y que brillaban bajo la luz lunar.
    –Ignoraba que existieran mujeres como tú. ¿Acaso todos los habitantes de esta orilla se te parecen?
    –Ya hemos hablado antes –repuso.
    –Entonces lo he olvidado.
    Estudió mis ojos en silencio y luego se dejó caer con fluidez hasta el suelo, sentándose junto a mí.
    –Si me has olvidado, debes de haber visto muchas cosas nuevas.
    –¿Has venido a enseñarme eso?
    –Ah... –respondió–, es mi rostro lo que no recuerdas.
    Hice un gesto de asentimiento y ella siguió hablando.
    –Y el resto se encuentra ahora dispuesto de modo levemente cambiado. Sí, tienes razón, ésa es una de las cosas que he venido a enseñarte.
    La miré y vi lo bello que era su cuerpo y cuán blanca su piel.
    –Me encantará aprender.
    Su mano acarició mi muslo, pero aunque sus dedos se movían llenos de vida su tacto era frío como el de la piedra.
    –Quizá algún día... ¿Me deseas?
    –Mucho.
    –Entonces, luego, tal y como te dije. Cuando te hayas recobrado de esa herida. Pero ahora hay muchas cosas que debo enseñarte, tal y como prometí antes. –Señaló hacia la luna–. ¿Ves a la diosa?
    –Sí –respondí–, pero ¡qué necio soy! Hace sólo un momento pensé que no era más que una lámpara que ardía en el cielo.
    –Ahora hay una sombra a través de su rostro –me indicó–. Dentro de siete días esa sombra lo habrá cubierto por completo y ella se convertirá en nuestra diosa oscura. Si acude entonces a ti, la verás de ese modo.
    –No lo comprendo.
    –Te cuento todas estas cosas pues sé que una vez se te mostró como una diosa brillante cuando la luna estaba casi llena. Lo que ya ha hecho una vez lo hará de nuevo y es bueno, por lo tanto, que sepas todo esto. A cambio de un precio muy pequeño te contaré más cosas... cosas que te serán de inmenso valor.
    No pregunté cuál era ese precio pues ya lo sabía, del mismo modo que ella sabía que yo lo conocía.
    –¿Podrías llevártela, cogerla para ti? –inquirí–. ¿Incluso sentada junto a la hoguera y acompañada por todos los demás?
    –Podría llevarla conmigo aunque estuviera sentada dentro de esa hoguera.
    –No pagaré tal precio.
    –Aprende a ser sabio –me dijo–. La sabiduría es más valiosa que el oro.
    Yo meneé la cabeza.
    –La sabiduría no tarda en variar, y luego acaba perdiéndose en la niebla para no ser más que un eco percibido confusamente.
    Al decir yo eso ella se incorporó, limpiándose el polvo de las piernas como cualquier otra mujer.
    –Y yo que buscaba enseñarte la sabiduría... Bien te burlaste de mí cuando dijiste que eras un idiota.
    –Si me burlé de ti, lo he olvidado.
    –Sí, eso es lo mejor, olvidar... Pero acuérdate de mí cuando necesites a mi señora bajo cualquiera de sus formas. Recuerda que te ayudé y que aún te habría ayudado más si hubieras sido tan generoso hacia mi como yo lo fui hacia ti.
    –Lo intentaré –asentí.
    –Y ahora te haré mi advertencia, tal y como prometí. La muchacha huyó por esta colina y halló la seguridad, pero muy pronto quien ande por esta colina morirá. ¡Escúchame bien!
    –Eso hago –le dije.
    –Entonces, aguarda a que se produzca esa muerte y luego podrás marcharte sano y salvo. –Se quedó callada, lamiéndose los labios e inclinando la cabeza a un lado como si oyera algún ruido. También yo presté atención y percibí en la distancia el ruido que hace una piedra al rebotar contra otra–. Alguien se acerca –dijo ella–. Me gustaría pedírtelo en ofrenda pero eso significa tu muerte. Date cuenta de que soy amiga tuya, que soy justa y compasiva y que en todos mis tratos obro de modo más que generoso.
    –Oigo tus palabras.
    –No olvides mis enseñanzas y mi aviso. Una cosa más aún... –Fue con paso rápido hasta la roca tras la que había estado esperando cuando la distinguí por primera vez, y desapareció durante unos segundos al agacharse para coger algo del suelo. Luego volvió a mi lado y dejó caer el objeto ante mis pies con un tintineo metálico parecido al de las monedas que cambian de mano–. Aquí las mujeres ponen dagas bajo las cunas de sus hijos –me explicó–, y se dicen la una a la otra que con eso nos mantendrán alejadas; y, aunque no siempre lo consiguen, lo cierto es que no amamos el hierro. –Se inclinó de nuevo, esta vez para limpiarse las manos frotándolas en el suelo–. La razón de que no lo amemos ya la conocerás en el futuro.
    Recogí lo que había dejado caer en el suelo y vi que era una cadena con un grillete en el extremo.
    –No permitas nunca más que tu chiquilla arroje su basura en mi mansión –advirtió la mujer.
    Entonces oí una voz masculina, grave y algo ronca, gritando «¡Latro!». Volví los ojos hacia la dirección de su llamada y cuando miré de nuevo hacia la mujer ésta había desaparecido. La piedra se encontraba apoyada en la roca, como antes; fui hasta ella y la cogí, pero era solamente una piedra corriente y en nada difería de todas las otras, por lo que acabé tirándola a lo lejos.
    –¡Latro! –gritó por segunda vez el hombre.
    –Estoy aquí –le respondí y unos instantes después vi aparecer un gorro de piel.
    –Me alegro de que esperases –dijo el arquero–, pues así estoy seguro de que eres realmente amigo mío.
    –Sí –respondí yo–. Muy pronto volveremos juntos a la hoguera, Oior.
    Hablé de tal modo porque no confiaba ni en la mujer ni en su advertencia, y temía lo que pudiera haberle ocurrido a la muchacha.
    –Pero no antes de que hayamos hablado. –El arquero se quedó callado unos instantes, frotándose el mentón–. Un amigo cree en sus amigos.
    –Eso es cierto.
    –Te dije que no conozco a los dioses de esta tierra.
    Yo asentí; la brillante claridad lunar hacia que fuera tan fácil vernos el uno al otro casi como en pleno día.
    –Y tú no conoces a los míos. Debes creer todo lo que te diga de ellos, pues un amigo nunca le cuenta mentiras a sus amigos.
    –Creeré todo cuanto me digas, Oior –aseguré–. Esta noche he visto ya cosas más extrañas de las que tú puedas contarme.
    Oior tomó asiento en el suelo, donde antes se había instalado la mujer.
    –Come, Latro.
    Yo me senté igualmente en el suelo y la escudilla quedó entre los dos.
    –Ya no quiero comer más.
    –Igual me ocurre a mí, Latro, pero en mi tierra los amigos siempre comparten la comida.
    Cogió un trozo de pan y me entregó la mitad.
    –Aquí también.
    Comí el pan que me había entregado y él comió el suyo.
    –En tiempos nuestra tierra fue gobernada por los Hijos de Cimer –empezó diciendo Oior–. Eran un pueblo poderoso y su reino se extendía del Ister al mar de las Islas. Casi todos dominaban la magia y hacían sacrificios con sus propios hijos a la deidad triple. Artimpasa. Sus brujos acabaron matando al mismísimo hijo del rey, al acólito de Apia. Ella es la Madre de los Hombres y de los Monstruos pero la sangre del muchacho ardió sobre el altar de Artimpasa.
    »Mas el rey llegó a enterarse del sacrificio de su hijo y alzando las manos al cielo declaró la muerte, para que ningún brujo hiciera de nuevo sacrificios entre los Hijos de Cimer. Y envió a sus soldados para que cumplieran su orden, diciéndoles: “¡Matad a todos los brujos! ¡No dejéis a ninguno con vida!”.
    »Siete brujos lograron huir hasta el mar de las Islas. Estuvieron a punto de morir y tuvieron que habitar en el desierto, tallando las piedras en sus riscos para construir con ellas sus viviendas y engendrando con el tiempo una numerosa nación que fue conocida como los Neuri.
    Moví la cabeza, para demostrar que le estaba escuchando.
    –Con el tiempo enviaron de nuevo hechizos contra los Hijos de Cimer, robando la fuerza de sus espadas. Vendieron plata a los Hijos de Escoloti y fueron pagados con caballos pálidos cual la luna y mujeres para sus orgullosos sacerdotes. Así aprendieron de nuestros labios, copiando nuestro atuendo y costumbres.
    »No tardaron en decir: “¡Fuertes son los Hi1os de Escoloti! ¿Por qué viven en el desierto? Deberían atacar a los Hijos de Cimer, pues son un pueblo que gime y languidece viviendo dentro de una tierra digna de grandes señores”. Y acabamos tensando nuestros arcos y les declaramos la guerra.
    »Los Hijos de Cimer fueron dispersados como ramitas ante el vendaval, y nuestros caballos se apacentaron en sus mansiones en tanto que nuestras tiendas se alzaban en sus templos, habiéndonos convertido en príncipes de sus llanuras.
    »Hace mucho tiempo que les vencimos y humillamos. Los cronistas más cuidadosos cuentan los reyes desde que llegamos al país de los Hijos de Cimer, pero eso está fuera de mi conocimiento.
    Lanzó un suspiro, habiendo terminado su relato. Yo creía conocer la razón de que me lo hubiera contado, así que le miré y dije:
    –Pero, ¿qué fue de los Neuri, Oior?
    –¿Cómo puede un simple arquero hablar de brujos? Viven en su vieja tierra, al este del mar de las Islas; pero también viven entre nosotros y nadie puede decir quiénes son. Hablan nuestra lengua y visten como nosotros, sabiendo tensar el arco con idéntica habilidad y amansando con su mano a los caballos que nos pertenecen. Nadie les conoce, si no ha visto el signo.
    –Y tú lo has visto –le animé yo, viéndole vacilar.
    Él abatió la cabeza, reconociéndolo.
    –Apia marcó con su fuego a los Neuri en castigo por haber vertido la sangre del muchacho. Una vez cada año y algunas veces con mayor frecuencia, cada uno de ellos cambia. «Brujo» es palabra tuya, Latro. Neuriano, dicen los Hijos de Escoloti. Apia es la tierra y Artimpasa la luna.
    –Lo entiendo –asentí–. ¿De qué modo cambian?
    –Sus ojos se oscurecen y sus orejas se aguzan, en tanto que sus pies cruzan veloces llanuras.
    Un perro aulló en la lejanía y Oior me cogió fuertemente del brazo.
    –¡Escucha!
    –Es un perro –dije yo–, un perro cantándole a la luna. Nada más... Hay una pequeña ciudad no muy lejos de aquí; el kiberneta la llamó Teutrone. Donde hay gente siempre hay perros.
    –Cuando los Neuri cambian beben la sangre de los hombre y devoran su carne, removiendo la tierra que oculta a los muertos para hacer que despierten.
    –¿Y tú crees que aquí hay uno de ellos?
    Oior asintió.
    –Está en la nave. Ya has visto nuestra nave... ¿Has visto también su parte más baja, allí donde el agua lame los muros de madera?
    Negué con la cabeza.
    –Allí hay arena. También hay agua y vino, pan y carne seca, y muchas otras cosas buenas para comer. He vigilado con frecuencia al hombre, a la mujer y a la joven... ¿comprendes?
    Esta vez asentí.
    –Una vez tuvieron sed y cuando todos hubieron comido nadie se encargó de darles alimento. El hombre habló con Hipereides. Hipereides es bueno, pues ni tan siquiera les ha sacado los ojos. Me dijo que fuera a ese lugar y que trajera de él agua, vino, pan, aceitunas y queso. Cogí lo que me había dicho, y entonces pensé que quizá nunca volviera a bajar hasta allí y que podría ser bueno verlo todo. Estaba donde se encuentran los remeros, allí donde no se sientan.
    –¿En la popa? –le pregunté–. ¿Dónde están los remeros?
    –Me encontraba debajo de ellos y di un paso hacia adelante con la espalda encorvada. Después di dos pasos más, y luego tres. Todo estaba muy oscuro. La comida está donde los remeros porque el agua mala siempre huye cuando la nave es atracada en la playa. Si hubiera dado la vuelta y me hubiera ido entonces, jamás lo habría sabido. Di un paso más hacia adelante y ante mí se abrieron unos ojos. No eran humanos.
    –Así pues, ¿crees que uno de los arqueros es un Neuriano?
    –He visto ojos similares antes –prosiguió Oior–, cuando murió mi hermana. Eran como dos piedras blancas, frías y brillantes. Pero ahora, cuando miro a los ojos de los demás, no consigo ver las piedras. Oigo al hombre y a la mujer cuando hablan e incluso a la muchacha. Tú has sido bendecido por tus dioses y ves cosas que son invisibles. Tú debes mirar en sus ojos.
    –He sido maldecido por nuestros dioses –repuse–, igual que tus Neuri. Además, Hipereides nunca nos creería.
    –Mira... –dijo Oior, sacando la daga de su cinto–. La plegaria de Apia ha sido escrita a lo largo de su filo. Puede enviarlo a la tumba y luego yo cubriré el lugar de piedras. Entonces no podrá volver, a no ser que se quiten las piedras. ¿Querrás mirar?
    –Supón que miro y no logro ver nada –respondí–. ¿Me creerás?
    –Sé que verás algo –afirmó Oior, señalando hacia la luna–. Allí está Artimpasa y tú verás en sus ojos o en los del lobo negro de Apia. Entonces sabrás la verdad.
    –Pero si no veo nada... –insistí–, ¿me creerás?
    Oior asintió.
    –Eres mi amigo y te creeré.
    –Entonces, miraré.
    –¡Bien! –se puso en pie, sonriente–. Ven conmigo. Te llevaré junto a los demás arqueros y diré: «Este es Latro, amigo de los Hijos de Escoloti, amigo de Oior, enemigo de todo lo que es maligno». Diré sus nombres y tú les estrecharás la mano uno a uno mirándoles a los ojos.
    –Entiendo.
    –Los demás estarán escuchando al hombre encadenado, pero los arqueros nunca le escuchan porque cuando habla sus palabras no significan para nosotros más que el graznido de los gansos. Ven, no está muy lejos y conozco bien el camino.
    Resultaba bastante difícil ver el camino a la luz de la luna, ya que en realidad apenas existía un sendero digno de tal nombre, pero Oior se movía con tal facilidad como si estuviéramos andando en pleno día a través de una llanura. Se encontraba a unos cinco pasos por delante de mí cuando un brazo me rodeó el cuello.


    11

    Presa del Neuriano


    Caí de espaldas, medio ahogado, y por un instante noté un largo cuchillo apoyado en mi pecho. Quizá su propietario vacilaba por miedo a que su larga hoja atravesara su propio corazón.
    Hubo un destello de acero y luego un grito resonó en mi oído. Oior volvía corriendo hacia nosotros y de pronto me sentí arrojado a un lado. Tragué saliva, intentando respirar, y oí un crujido de huesos: un sonido horrible pero que me pareció delicioso, pues los huesos que crujían no eran los míos.
    Cuando logré incorporarme Oior estaba limpiando su daga en el cabello que colgaba de su cinto y el arquero que había vigilado a los prisioneros yacía muerto con la cabeza torcida hacia un lado.
    –Gracias –le dije, aún medio ahogado–. Gracias, Oior.
    Si oyó mis palabras no dio señal alguna de ello. Una vez hubo limpiado a conciencia su daga se la guardó nuevamente en su vaina.
    –Gracias, Oior –dije yo, ahora en voz más alta–. Ya éramos amigos, pero ahora lo seremos para toda la eternidad.
    –Tuve suerte –repuso él, encogiéndose de hombros–. Si no la hubiera tenido... Sí, la diosa me ayudó.
    –No tengo dinero, sólo el que tú me diste. Pero se lo diré a Hipereides y estoy seguro de que te recompensará.
    –No se lo digas, Latro, si eres realmente amigo mío –replicó Oior, sacudiendo la cabeza–. Para los hombres de esta tierra los Hijos de Escoloti y los Neuri son un mismo pueblo, y esto no haría sino deshonrarnos a todos. Ve a la hoguera y escucha al hombre encadenado. Yo cavaré un hoyo para este Neuriano con su propio cuchillo y luego lo cubriré de piedras para que no pueda levantarse de nuevo. Mañana seguirá aquí pero nosotros ya nos habremos marchado.
    –Comprendo –dije yo–. Oior, temo ser capaz incluso de olvidar lo que acabas de hacer hoy por mí. Pero debemos ser amigos para siempre; dime que será así.
    Tendió su daga hacia mí y con la otra mano se quitó el arco de la espalda.
    –Pon tu mano en mí arco –me dijo–. Pon la otra mano en mi daga y así juraremos.
    Hice tal y como me indicaba y él señaló con el arco y la daga hacia la luna.
    –Más que hermano –invocó en voz baja y solemne–, aunque muera.
    –Más que hermano –repetí yo–, aunque muera.
    –Cuando lo olvides yo te lo recordaré, Latro –me dijo–, y entonces todo volverá a tu memoria. Ahora, vete.
    Recogí las escudillas y los vasos y me volví para decirle adiós. Ojalá no lo hubiera hecho. Quizá luego lo escriba todo, cuando encuentre las palabras para describir lo que no fue quizá sino un engaño de la luz lunar.
    Después eché a correr y ya casi había llegado hasta la hoguera cuando oí gritos y gemidos. Un grupo de marineros estaba transportando algo a través de la playa, y los que habían estado sentados alrededor del fuego se incorporaron a toda prisa y fueron hacia ellos. Yo también me dirigí hacia el grupo.
    La sangre brotaba aún de las heridas del muerto. Aparté mis ojos para no verle y los marineros que habían estado junto a la hoguera se apiñaron a su alrededor. Si debo decir la verdad, me sentí agradecido por no verlo más.
    Hipereides y el kiberneta se abrieron paso a empujones hasta el muerto. Oí cómo el kiberneta preguntaba dónde le habían encontrado y alguien dijo que había sido junto al agua.
    El kiberneta debió de tocar entonces el cabello del muerto aunque no le vi hacerlo.
    –Está empapado. Me temo que decidió nadar un poco en un mal momento. He visto salir cosas del mar que...
    Si terminó la frase, yo no escuché el resto.
    –Vosotros dos, id a la nave –ordenó Hipereides–. En el almacén hay un rollo de lona embreada. Cortad un pedazo lo bastante grande como para envolverle.
    Dos marineros salieron disparados hacia la nave para obedecerle.
    El hombre negro apareció a mi lado, preguntando por señas si había visto al muerto o si sabía lo que le había ocurrido, no pude estar muy seguro de cuál de las dos cosas quería saber. Negué en silencio, sin mirarle.
    –¡Necesitamos un altar, y de prisa! –gritó Hipereides–. Ocupaos de ello los demás, amontonad esas rocas. Este lugar es tan bueno como cualquier otro...
    Creo que los marineros se alegraron de tener algo en que ocuparse; el altar pareció ir brotando del suelo por sí solo y muy pronto hubo ante mí un pilar de piedras que me llegaba a la cintura, tan largo y grueso como mis dos brazos extendidos.
    Píndaro se reunió con nosotros, acompañado de la mujer y la muchacha.
    –¿Dónde has estado? –me preguntó–. Io dijo que habíais ido al risco y parecía preocupada por ti. Intenté ir pero Hipereides no me lo permitió, y además, nuestra amiga aquí presente no parecía dispuesta a soltarme; supongo que tenían miedo de que nos escapáramos...
    Y entonces, bajando el tono de voz, añadió:
    –Cosa en la que él desde luego acertaba, al menos en lo que a mí respecta.
    –Había algo que Io era incapaz de ver –le expliqué sin demasiada soltura y con voz indecisa–. Y también otras cosas...
    –Será mejor que en el futuro no os separéis de nosotros –aconsejó la mujer.
    Hipereides se acercó a Píndaro y le dijo:
    –Conozco algunas plegarias pero si pudieras componer algo especial...
    –Lo intentaré –contestó Píndaro.
    –Me temo que no vas a tener mucho tiempo para hacerlo.
    –Haré todo lo posible. ¿Cuál era su nombre?
    –Kekrops. Por si te sirve de algo, estaba en el barco de arriba –Hipereides vaciló un instante–. Me gustaría que fuera algo lo bastante corto como para recordarlo después de que me lo repitieras una o dos veces...
    –Lo intentaré –repitió Píndaro y se apartó de nosotros, absorto ya en sus pensamientos.
    El muerto fue tendido ante el altar y sobre éste se prendió una hoguera. Diez marineros que habían jurado tener buenas voces y ninguna sangre sobre sus cabezas le cantaron una letanía al dios del mar: «¡Domador de caballos, creador de olas, devastador de la tierra, sálvanos/ ¡Destructor de barcos, creador de arroyos, vencedor de anclas, cuídanos!». La canción seguía de modo semejante interminablemente.
    Una vez que hubieron terminado, Hipereides, vestido con toda su armadura y llevando además el casco del penacho azud, arrojó un poco de pan al fuego y vació el contenido de una copa de oro.


    Tercer hermano de los grandes dioses,
    Rey de la Muerte por el destino,
    Acepta en nombre del dolorido Kekrops
    El alimento y el vino que te damos.
    Se afanó por su hermano,
    Y éste le maltrató,
    Acepta al marino naufragado
    Caído en la orilla de tu río.


    Un animal aulló no muy lejos de nosotros y la pequeña Io, que estaba sentada a mi derecha, se apretó contra mi costado.
    –No es más que un perro –murmuré–; no tengas miedo. El hombre negro me tocó el hombro, y cuando le miré sacudió la cabeza y enseñó los dientes en una mueca feroz.
    Hipereides dio fin al poema con una voz estentórea de la cual hasta ahora le había creído incapaz.


    Y si al viejo ves flaquear,
    No hallarás remo mejor
    Con el que mover las almas que el Océano encalla
    En la acerba costa de la Muerte.


    –¡Por todos los Doce...! –musitó Píndaro–. ¡No ha olvidado ni una línea, y eso que no habría apostado ni un salivazo por su memoria...!
    Después del poema Hipereides arrojó al fuego habas, almejas y carne, junto con otros objetos. Dos marineros avanzaron hasta la hoguera, luego con odres llenos de agua de mar la apagaron. Otros dos marineros envolvieron presurosos el cuerpo del muerto en la lona y se lo llevaron.
    –Era un poema maravilloso –le dije a Píndaro.
    Él sacudió la cabeza en tanto que a nuestro alrededor los hombres empezaban a incorporarse, volviendo a las grandes hogueras que ardían junto a los barcos.
    –Estoy seguro de que lo era. Mira cuántos están llorando...
    –Eran amigos suyos –dijo Píndaro–, ¿por qué no iban a llorar? ¡Ah, que los Dioses Amables se te lleven! La poesía debe hacer temblar el corazón y...
    Sus ojos estaban también llenos de lágrimas, y para que no pudiera verlas se fue a grandes zancadas, arrastrando tras él su cadena.
    Yo seguía pensando aún en el combate ocurrido en el risco y mis ojos se desviaban hacia el abrupto perfil de los peñascos que se recortaban contra el cielo estrellado. En el risco había una figura muy alta con un cayado y a su lado una silueta más pequeña, como la de un niño.
    La mujer que había estado sentada junto a Píndaro me cogió del brazo.
    –Ven, Latro, es hora de que nos marchemos.
    –No –contesté–. Encárgate de Io. No tardaré en venir. Creo que antes debo hablar con alguien.
    Tanto ella como el hombre negro siguieron la dirección de mis ojos pero estaba claro que eran incapaces de ver nada. Sosteniendo con una mano la cadena que le rodeaba la pierna, la mujer cogió con la otra el brazo de Io y las dos se fueron con paso rápido, seguidas por el hombre negro y un arquero que no era Oior.
    Me había quedado solo y así seguí mientras que la figura de mayor talla bajaba del risco seguida por la otra silueta, que avanzaba con paso lento e inseguro. La primera figura estaba rodeada por un halo luminoso; la segunda carecía de él pero daba la impresión de ser traslúcida, con lo que a veces me resultaba posible distinguir los confusos contornos de las rocas y los árboles que había tras ella. Ninguna de las dos siluetas proyectaba sombra alguna a la claridad lunar.
    Cuando la primera silueta estuvo lo bastante cerca de mí, alcé la mano en un gesto de saludo. A esa distancia pude ver que tanto su cabello como su barba eran de color gris en tanto que su rostro era austero y moreno.
    –¡Saludos! –me respondió él levantando su cayado.
    Su voz era grave y poderosa.
    Le pregunté con toda cortesía de que fui capaz si había venido en busca de Kekrops y me ofrecí a llevarle hasta su cuerpo.
    –No es necesario –me contestó y señaló con su cayado el pie del altar, donde había yacido Kekrops durante la ceremonia.
    Me sorprendió mucho ver que el cuerpo seguía allí, y un instante después lo vi ponerse en pie a pesar de sus heridas y avanzar tambaleándose por la arena hacia nosotros.
    –Temes a los muertos –me dijo el recién llegado, viendo la expresión de mi rostro–. No debes temerles pues nadie te hará menos daño que ellos.
    La segunda silueta había descendido ya todo el risco y mientras hablábamos cruzó la playa hasta reunirse con nosotros. Era un arquero vestido como los de nuestro barco, y le pregunté a mi interlocutor si era el hombre que había intentado matarme.
    –Sí –respondió–, pero ya no volverá a intentarlo. Hasta que no decida liberarlo, es mi esclavo.
    –Es un asesino –repuse–, y espero que le castigarás por sus actos.
    El arquero sacudió la cabeza y ésta giró laciamente sobre su cuello, cual una flor que cuelga de un tallo roto.
    –No puede hablar –me dijo la primera figura–, a menos que antes hables tú con él. Esa es mi ley, y se la hago cumplir a todos mis esclavos.
    –¿Mataste a Kekrops? –le pregunté al arquero muerto–. ¿Puedes negar ahora que tú le asesinaste, teniéndolo junto a ti?
    Mis palabras me parecen muy extrañas ahora que debo ponerlas por escrito, y sólo puedo decir que entonces no me lo parecieron.
    –Spu sólo mató durante la guerra –murmuró el arquero muerto, señalando su ojo con el dedo–. Spu te mataría, Neuriano, para obtener así justicia.
    –Debemos irnos –indicó la silueta del cayado–. No es adecuado que permanezcamos más tiempo sobre la tierra y tengo mucho por hacer. Me he quedado un tiempo solamente para decirte que la madre de mi esposa envía a ésta para que hable contigo. No lo olvides.
    –Haré todo lo que pueda para no olvidarlo –prometí, y él movió la cabeza con satisfacción.
    –Y yo te lo recordaré cuando me sea posible. No sé en qué consiste la compasión, siendo mi naturaleza la que es, pero quizá ella sea compasiva contigo y así pueda yo aprender de ella. Tengo la esperanza de que al menos será justa.
    Dio un paso hacia adelante y tuve la impresión de que con ello bajaba por una escalinata que yo era incapaz de ver. A cada paso que daba hacia adelante se hundía más profundamente en el suelo, seguido por el marino y el arquero.
    –Adiós –dije en voz alta y, mirando al arquero, añadí sin saber muy bien porqué–. ¡Te perdono!
    Al oírme sonrió, y en verdad resultó muy extraño ver sus labios muertos formando una sonrisa, llevándose luego la mano a la frente. Y los tres desaparecieron.
    –¡Aquí estás! –Era el kiberneta, seguido por un marinero que llevaba una jabalina en ristre–. No deberías andar solo por este lugar, Latro, podrías correr peligro. –Siguió hablando, ahora en un tono más bajo–. Me he enterado de que uno de los arqueros planea matarte. Uno de mis hombres entiende un poco esa jerigonza que hablan y les oyó. ¿Te acuerdas de ese hombre? –Señaló al marinero y yo meneé la cabeza en una negativa–. Le escogí porque es fornido y ya se encargó de vigilarte con anterioridad. Se llama Lison y no va a separarse de tu lado... al igual que tú tampoco debes separarte del suyo, ¿comprendido? Ésas son mis órdenes.
    –El arquero que planeaba matarme... ¿se llamaba Spu? –le pregunté yo.
    –Pues... sí –respondió el kiberneta–. ¿Cómo lo sabías?
    –Estaba hablando con él cuando llegasteis y creo que era un hombre sencillo y decente.
    El kiberneta miró a Lison y éste clavó los ojos en el suelo, meneando la cabeza.
    El kiberneta carraspeó un poco y luego me miró.
    –Bueno, si te encuentras nuevamente con Spu antes de que le encontremos nosotros, intenta recordar que quizá esta vez no se muestre tan amistoso como la anterior. Tengo la esperanza de que si ello sucede Lison esté contigo... y más le valdrá que así sea.
    Y, ciertamente, ahora Lison está conmigo, aunque dormido. Sólo yo sigo despierto, al igual que el hombre negro y los centinelas que Hipereides ha dispuesto a nuestro alrededor y junto a las naves. Hace un momento una mujer joven y muy hermosa salió de la nave más grande y, al darse cuenta de que la había visto, se me acercó para hablar. Yo le pregunté quién era y ella sonrío.
    –Pero Latro, si has tenido mi nombre en tus labios durante la mitad del día... ¿Te gustaría verme más gorda y con el cabello rojizo? Puedo hacerlo, si tal es tu deseo.
    –No –repuse–. Eres mucho más hermosa que esa imagen tuya de la vela.
    Su sonrisa se desvaneció al oírme.
    –Y, sin embargo, las muchachas más feas son siempre las más afortunadas. Pregúntale si no a tu pequeña Io...
    No la comprendí y creo que ella se dio cuenta, pero no quiso explicarme el significado de sus palabras.
    –Me he detenido un instante para decirte que voy a ver a la Gran Madre –me explicó–. En tiempos fui sacerdotisa suya y, aunque hace mucho que me arrebataron de su lado, puede que aún signifique algo para ella, por poco que sea. Tú amaste mi belleza en este día y por ello le pediré que sea amable contigo.
    –¿Es compasiva? –le pregunté, recordando lo que me había dicho el señor de la muerte.
    Europa meneó la cabeza.
    –A veces es amable y buena –contestó–, pero entre los muertos no existe la compasión.
    Luego fue hasta el risco y en éste se abrió una puerta para dejarla pasar. Ahora hay otra mujer en el barco. La veo caminar de un lado a otro de la cubierta bajo la claridad lunar, como si estuviera meditando. Lleva en la cabeza un casco con un gran penacho, como el de Hipereides, y en su escudo se retuercen muchas serpientes.
    Su rostro me recuerda el de Oior, pero no tal y como lo he visto siempre sino como lo vi al volverme hacia atrás antes de marcharme y le encontré inclinado sobre el arquero muerto. Cuando lo encontré en la playa y cuando hablamos en lo alto del risco, su rostro moreno y curtido por el sol era tan franco y abierto como el de cualquier marinero, aunque no poseyera su vivacidad y su astucia naturales; era un rostro fuerte y sencillo como lo son los del buey o el corcel del guerrero. Creo que se parecía bastante al mío y aún me gustó más por esa razón.
    Pero cuando me volví a mirarle antes de bajar por la cuesta, su rostro había cambiado por completo aunque todos sus rasgos fueran idénticos. Se había convertido en el rostro de la peor especie posible de erudito, aquella de los hombres que han estudiado muchas cosas escondidas a la gente común y que se han vuelto tan sabios como corruptos con ese estudio. Al ver el cuerpo muerto del arquero, sonrió y acarició su lívida mejilla igual que una madre acaricia la de su hijo.
    Debo recordar eso.


    12

    La Diosa del Amor


    La Señora de las Palomas ha bendecido nuevamente este lugar. Su estatua fue derribada por los bárbaros y éstos le rompieron las dos manos. Cuando llegamos, el hombre negro y yo la pusimos de nuevo erguida sobre su pedestal; Píndaro dice que se trata de un acto piadoso que con toda seguridad nos traerá sus favores. Aunque sus manos siguen yaciendo a sus pies con las palomas posadas aún en sus dedos, ella es la diosa más bella.
    Pero hay gran cantidad de cosas que deseo registrar aquí mientras aún soy capaz de recordarlas.
    Llegamos a la Bahía de la Paz a media mañana, creo, aunque eso está perdido ya entre la niebla. El primer acontecimiento del día que puedo recordar claramente es la imagen de las chozas que se extendían por las laderas, muchas de ellas carentes de techumbre.
    Según me contó Hipereides, fue en esta isla donde hallaron refugio los pobres de su ciudad cuando llegó el ejército del Gran Rey; y en ella permaneció la mayor parte de ellos incluso después de la batalla de la Paz, temiendo que el ejército pudiera volver. Ahora que se ha logrado por fin una victoria decisiva en tierra, están abandonando sus chozas y vuelven a la ciudad.
    En la costa este de la isla hay tres bahías, y la ciudad de la Paz se halla en la más meridional de las tres. En ella viven las familias más ricas que huyeron de la ciudad para venir aquí, habiendo tenido que pagar un caro precio por sus viviendas. Atracamos en la bahía central, pues Hipereides tenía la esperanza de que fuera posible devolver algunas de esas familias pobres a su hogar.
    –Además –me dijo–, aquí estábamos antes de la batalla. Las familias de casi todos mis hombres viven aquí, y también se encuentra en esta bahía gente que nos ayudó mucho.
    Píndaro, que estaba junto a mí escuchando también a Hipereides, pareció interesado y me dijo:
    –Latro, tu herida tuvo lugar en esa batalla que les ha liberado permitiéndoles volver a sus casas. Pero dado que luchabas en el bando equivocado, será mejor que no se lo cuentes a nadie.
    –Y tú será mejor que no salgas del barco –le advirtió Hipereides–. Cuando te oigan hablar con esa lengua tuya salida de la Tierra de las Vacas, lo más seguro es que te lapiden. ¿Acaso no combatiste tú también? No creo que tengas mucho más de cuarenta años y me pareces lo bastante fuerte para ello.
    Píndaro se volvió hacia él, sonriente.
    –Tengo treinta y nueve, Hipereides... La mejor época en la vida de un hombre, como estoy seguro de que recordarás. Pero en cuanto a luchar ya sabes lo que escribió Arquíloco:

    Un piojo afortunado ha robado mi noble escudo.
    Tuve que salir corriendo y en mi huida lo perdí,
    Pues tal es el destino de quienes abandonan el campo pestilente.
    ¿Quién se preocupa por ello? Botín será mañana lo que he perdido hoy.

    Hipereides sacudió un dedo ante él en ademán de advertencia.
    –Vas a meterte en serios problemas, poeta. Hay mucha gente en la ciudad que no le rendirá precisamente honores a tu hábil lengua. Y no creo que piensen tolerarla por mucho tiempo...
    –Pero, buen amo, si voy a meterme en serios problemas tú también te verás implicado en ellos. Por lo tanto, ¿por qué no me liberas? De tal modo, en la guerra siguiente tú serás mi prisionero en vez de serlo yo tuyo. Juro que te trataré como si fueras un príncipe.
    Estábamos avanzando ya impulsados por los remos, pues el viento soplaba del sudoeste y el estrecho corre en línea recta hacia el sur, con lo que resultaba sencillo hacer que las tres naves enfilaran el viento y llegaran de tal modo a la bahía. Ya me resultaba posible distinguir la multitud agrupada en la orilla, y el kiberneta se acercó a nosotros para sugerir que quitáramos el mástil y la vela.
    Hipereides se humedeció un dedo y lo sostuvo en alto.
    –Apenas si hay un soplo de viento. ¿Crees que cambiará al norte más tarde?
    El kiberneta se encogió de hombros.
    –He visto cómo ocurría algunas veces, señor, pero yo no contaría con ello.
    –Tampoco yo tengo mucha fe en que ocurra pero no podemos descartarlo por completo; además, creo que a todos esos chicos les encantaría tener la ocasión de sudar un poco, enseñándoles así a sus mujeres lo duro que trabajan.
    –Algo puede haber de eso. Pero si estuviera en tu lugar, Hipereides, pondría un par de soldados en cubierta o de lo contrario tendremos a bordo tal cantidad de mujeres que nos harán volcar.
    –Ya lo he ordenado –replicó Hipereides–. De todos modos, me alegra que lo mencionaras... supongo que retrasarnos un poco no causará problemas, ¿verdad? Debo hacer un discurso antes a la tripulación.
    –Tendremos que perder cierto tiempo para quitar el mástil.
    –Perfecto. –Hipereides fue hacia proa y agitó los brazos para llamar la atención de todos mientras gritaba–: ¡Subid los remos! ¡Metedlos dentro! Aguador, puedes ir repartiendo un poco mientras hablo. Hombres, ¿cuántos tenéis aún familia en la isla? Al menos, que vosotros sepáis...
    Aproximadamente la mitad de hombres levantaron la mano, Lison incluido.
    –Muy bien. No queremos perder mucho tiempo aquí, así que los demás podéis quedaros en vuestro sitio. El kiberneta irá llamando a los que tengan familia por grupos de remo, uno de babor y otro de estribor, con lo que el número nunca será superior a seis. Si los veis... y me refiero a esposas, hijos, padres y a los padres de vuestra mujer, a nadie más... entonces decidles que vengan hasta el barco y los soldados les permitirán subir. Si no los veis es muy probable que ya se encuentren otra vez en casa, así que volved a vuestro sitio para dejar que venga otro grupo. Yo debo bajar a la costa...
    Hubo unos cuantos gruñidos en voz baja.
    –...para consultar con las autoridades. Acetes y sus hombres mantendrán el orden, y si conocéis lo que es bueno para vosotros obedeceréis cuanto os digan. Mientras se encuentren a bordo, vuestras familias son responsabilidad exclusiva de vosotros mismos. Procurad que no armen escándalo o se les desembarcará... y no exactamente en tierra firme. Nadie debe abandonar la nave hasta que lleguemos a Encuentro. Supongo que estaré de vuelta cuando vuestras familias se encuentren a bordo y el kiberneta les haya encontrado sitio donde instalarse. Apenas haya vuelto nos iremos. Quiero llegar a Encuentro antes del anochecer, ¿me habéis entendido?
    Sus últimas palabras despertaron un ruidoso coro de vítores.
    –¡Y no seré defraudado! Por lo tanto, descansad un poco pues quizá tengáis que romperos la espalda antes de llegar a Encuentro. Ahora... ¡Fuera remos! ¡Atención a la cuenta! –Empezó a llevar el ritmo de los remos golpeando una mano con la otra en tanto que el flautista preparaba su instrumento–. ¡Amo a mi esposa y ella me ama también! ¡Pero no hago sino remar y remar! ¡Amo a mi chica y ella me ama también! ¡Pero no hago sino remar y remar!
    Los remeros empezaron a cantar y muy pronto en la orilla aparecieron hombres sosteniendo cables para el atraque en tanto que un millar de mujeres desaliñadas acogían nuestros barcos gritando nombres ininteligibles que podían pertenecer a cualquiera, sosteniendo en alto a sus criaturas y agitando trapos de todos los colores posibles, incluyendo algunos en los que ya no había ni rastro de color. Hipereides, cuya armadura me había encargado pulir con trapos parecidos a los que blandían las mujeres, apenas logró abrirse paso por la plancha entre el gentío que la rodeaba, y los soldados no tuvieron al final más remedio que utilizar sin miramientos los astiles de sus lanzas para permitirle bajar a tierra.
    De modo realmente asombroso (o eso pensé yo entonces), resultó que entre esas mujeres había unas cuantas que estaban casadas con algunos de nuestros remeros. Una vez terminados los primeros besos y apretones, el kiberneta las instaló en el banco talámico (el cual atravesaba la nave de proa a popa por debajo de la pasarela principal) y amenazó con encerrarlas junto al balasto si nos hacían perder el equilibrio, lo cual les aseguró ocurriría de forma ineluctable si permitían que sus niños empezaran a correr de un lado a otro.
    Un arquero se reunió con nosotros en la proa y se dedicó a observar el gentío.
    –Soy Oior –me dijo–. ¿No te acuerdas de mi?
    Cuando sacudí la cabeza Io me tiró del chitón y susurro:
    –Cuidado, Latro. Ya sabes lo que dijo Lison.
    –Oior no pretende causarle mal alguno a Latro. Spu era el Hijo de Escoloti que deseaba hacerle daño a Latro y ahora Spu ya no está aquí.
    –Yo lo oí –dijo Píndaro, uniéndose a la conversación–. Hipereides piensa que abandonó la nave y se fue a Teutrone. ¿Qué opinas de ello, Oior?
    El arquero se rió.
    –Oior es un Hijo de Escoloti y Oior no piensa. Pregúntale a cualquiera de los tuyos. Pero, dime..., ¿no te apena ver a tantos hombres que ahora saludan de nuevo a sus familias mientras que tú no puedes hacerlo?
    –No tengo apenas familia y doy gracias por ello a los dioses –le contestó Píndaro–. Si la tuviera, ya se habría encargado alguien de reclamar mi herencia. Esperemos que nuestros nobles enemigos aquí presentes se dignen dejarme en posesión de ella; de lo contrario, necesitaré algunos parientes y amigos ricos para que cuiden de mí, y carezco de ellos.
    –Es una pena. Oior tiene esposa. –Extendió la mano a la altura del estómago con el pulgar doblado y los otros cuatro dedos erguidos–. Tantos hijos como dedos. Muchas, muchas hijas... demasiadas para un hombres. ¿Quieres una chica? Juega con alguna y luego cuidarás de ella cuando sea mayor. Tú escoge. Oior vende muy barato.
    Hilaeira se había quedado atónita al oírle.
    –¿Sería realmente capaz de hacer eso? ¿Vendería a sus propias hijas?
    –Naturalmente –le explicó Píndaro–. Todos los bárbaros obran así, excepto los reyes. Y osaría decir que se comportan con gran sabiduría al hacerlo. Es fácil tener niños y luego ocasionan muchos problemas. Estoy de tu parte, Oior, créeme.
    –Les será fácil tenerlos a los hombres –replicó secamente Hilaeira–, pero a nosotras nos suele costar bastante. No lo sé aún por mí misma, pero he ayudado a otras. Pero si mi propia tía...
    –Sí, es alguien de quien ahora no deseamos oír hablar –atajó Píndaro.
    –Tú hablas mucho con el capitán. Oior quiere saber lo que hará el barco ahora en tu opinión.
    –Iremos hasta Encuentro y allí nos aprovisionaremos y haremos reparaciones. El barco se encuentra en bastante buen estado, así que la cosa no debería ocuparnos más de unos dos días. Después de eso quizá nos unamos a la flota; supongo que en estos momentos debe de encontrarse rondando las Islas Circulares con la esperanza de poder atacar a la flota del Gran Rey. O quizá los estrategas tengan ya en mente alguna nueva tarea especial para Hipereides, nunca se sabe...
    –¿Y tú? No solamente tú... esta joven, la mujer, este hombre, el hombre negro...
    –Se nos dejará en la ciudad y los que vengamos de la ciudad resplandeciente seremos vendidos como esclavos, de eso estoy prácticamente seguro. Si me han permitido conservar mis propiedades compraré nuestra libertad y si no... bien, entonces, no podré. Puede que también Latro y el hombre negro sean vendidos y entonces, si me es posible, les compraré, dándoles luego la libertad para que Latro pueda obedecer al oráculo del Dios Resplandeciente. Si los retienen como prisioneros de guerra intentaré encontrar algún medio para ayudarles.
    –No quiero ser una liberta –alegó Hilaeira–. Soy una ciudadana y nací libre.
    –Pero perteneces a una ciudad conquistada –le recordó secamente Píndaro.
    –¿Los arqueros irán a tierra en Encuentro?
    –Sí, claro. Supongo que allí se os pagará, al menos si lo pedís. Entonces podréis volver a vuestro hogar, si ése es vuestro deseo.
    –Oior quizá dejará esta nave y se irá en alguna otra.
    Le pregunté si luchar por quien le pagara era el único modo que tenía de ganarse el sustento.
    –Tú también vives así –repuso–. Es lo que ha explicado este hombre.
    –Ya lo sé –le contesté–. Quería aprender de ti por creer que con ello podría saber algo nuevo sobre mi propia persona. Tienes mujer e hijos. ¿Tienes también casa, quizá una granja?
    Oior meneó la cabeza.
    –Los Hijos de Escoloti no tenemos cosas semejantes. Vivimos en carros y seguimos a la hierba. Oior tiene muchos, muchos caballos. También mucho ganado. Aquí en el sur tenéis cerdos y ovejas. Nosotros nunca las vemos si no es viniendo aquí: son demasiado lentas caminando. No podrían vivir en mi tierra.
    –¿Te da el sol en los ojos, Oior? –le preguntó Píndaro.
    –Sí, sí. Luz del agua.
    Pareció bajar los ojos hacia la cubierta y luego dijo:
    –Los ojos son el arquero. Ahora debo irme.
    –Se portó de un modo bastante raro, ¿no os parece? –inquirió Píndaro una vez que se hubo marchado.
    –¿Te parece raro que un arquero tenga los ojos débiles? –le pregunté–. Supongo que lo es.
    –Sólo eran débiles cuando te miraban a ti, amo –murmuró Io.
    Hipereides volvió cuando se estaba terminando de instalar a la última familia de los marineros, tal y como había prometido. Le acompañaban una docena de jóvenes muy atractivas que llevaban finos atuendos de color amarillo, rosa y carmesí, así como muchas joyas de plata y algunas de oro. Varias de ellas tenían en las manos flautas o tamboriles pero su abundante equipaje lo transportaban unos cargadores a los que se encargó de pagar a la que parecía su jefa.
    Esta era una mujer más bien regordeta, un poco más joven que Hipereides; tenía el cabello rojo y los ojos de un frío tono azul. Cuando nos apartamos del muelle, Hipereides vino a proa acompañado por ella; la nave iba ahora tan cargada que las portillas engrasadas de los remos en la primera hilera casi tocaban el agua.
    –Bien, bien –dijo mirándome–. ¡Un muchacho apuesto! ¿De dónde lo has sacado?
    –Los encontramos a todos en la Colina de la Torre después de salir de los Delfines, tal y como te dije. Es el confidente perfecto... cada día lo olvida todo...
    –¿De veras?
    Nunca habría creído que sus duros ojos pudieran volverse tristes, pero durante un segundo se llenaron de pena.
    –Lo juro. Te lo presentaré, pero mañana no sabrá cuál es tu nombre a menos que lo anote. ¿Lo harás, Latro?
    Deseando complacerla e inquietar un poco a Hipereides, le dije:
    –¿Cómo podría olvidarlo? Nadie sería capaz de olvidar tal mujer, pues una vez se la ha visto debe perdurar para siempre en los ojos de la mente.
    Ella sonrió un poco y cogió mi diestra entre sus dos manos, pequeñas y algo húmedas.
    –Soy Kaleos, Latro. ¿Sabías ya que como hombre resultas magnífico?
    –No –respondí–, pero te agradezco que lo digas.
    –Realmente lo eres. Podrías servirle de modelo a un escultor y quizá acabes por hacerlo. De hecho, si tuvieras dinero serías sencillamente perfecto... No tienes dinero, ¿verdad?
    –Tengo esto –dije yo, enseñándole mi moneda.
    –¡Un óbolo! –rió ella–. ¿De dónde lo has sacado?
    –No lo sé.
    –Hipereides, ¿se trata de una broma? ¿Realmente llegará a olvidarse de quién soy?
    –A menos que lo escriba en ese pergamino que siempre lleva consigo y luego se acuerde de leer lo que ha escrito.
    –¡Maravilloso! –Luego se volvió hacia mí, aún sonriente, y dijo–: Latro, lo que tienes no es realmente dinero porque no te serviría para comprar nada, sólo para un puñado de dulces baratos. Un darico, una mina... eso si es dinero. Hipereides, ¿me dejarás que...?
    Pero él movió la cabeza con algo parecido a la desesperación.
    –Esta guerra ha arruinado por completo el comercio del cuero. En los viejos tiempos claro que sí pero ahora...
    No completó la frase, encogiéndose de hombros.
    –¿Y cómo crees que se ha portado con nosotras, atrapadas aquí con todas esas refugiadas? Latro, pareces bastante fuerte... ¿Sabes boxear o luchar con las manos?
    –Lo ignoro.
    –Le he visto con una espada –dijo Píndaro–, pero sin lanza ni hoplón. Si fuera un estratega, cambiaría a diez hoplitas por él.
    Kaleos se volvió a mirarle.
    –¿Te conozco, cerdo?
    Píndaro asintió.
    –Algunos amigos me invitaron a cenar a tu casa muy poco antes de que llegaran los bárbaros.
    –¡Claro! –exclamó ella chasqueando los dedos–. Eres el poeta. Hiciste que Roda te ayudara en una canción de amor y todo acabó siendo un poco... un poco...
    –Pacífico –dijo Píndaro con expresión servicial.
    –¡Exactamente! ¿Cuál has dicho que era tu nombre?
    –Píndaro, señora.
    –Píndaro, lamento haberte llamado cerdo. Es la guerra, ya sabes... Todo el mundo se porta de modo horrible. Hipereides te dejará ir con él esta noche si sabe lo que le conviene. Ignoro si mi casa se mantiene todavía en pie pero tendrás un buen alojamiento tanto si lo está como si no. Y gratis, si necesitas dinero incluso podría prestarte unos cuantos dracmas hasta que vuelvas a tu hogar.
    Creo que rara vez se habrá quedado Píndaro sin palabras pero ésta fue una de tales ocasiones. Después de que el silencio se prolongara, Hilaeira acabó diciendo:
    –Gracias. Señora, es muy amable por vuestra parte.
    –¡Esperad! –gritó Píndaro, dando un salto en el aire y agitando las manos–. ¡Ya lo tengo... la ciudad está salvada! –Empezó a dar vueltas con los brazos extendidos mirando alternativamente a Io y luego a Hilaeira–. ¡Nuestra libertad! ¡Mis posesiones! ¡Vamos a conservarlas!
    –Es cierto, Hipereides –le explicó Kaleos–. Es obra de los Cordeleros. Nuestra gente deseaba incendiar la Colina y apoderarse de la Tierra de las Vacas, pero los Cordeleros no quisieron ni oír hablar de ello. Quieren asegurarse de que siempre tendremos un enemigo al norte.


    13

    ¡Oh, ciudad coronada de violetas!


    –¡Oh, brillante baluarte de nuestra nación, ahora en ruinas! –exclamó Píndaro.
    Una leve humareda azul se cernía sobre lo que había sido la ciudad de Pensamiento Inmortal, y aunque se encontraba bastante apartada del mar (Encuentro, que se hallaba casi junto a éste, se encontraba en mucho mejor estado) la atmósfera despejada y la brillante luz veraniega revelaban sin piedad cuán poco quedaba de ella.
    –¡Oh, tú, coronada de violetas! –exclamó Píndaro, apartándose del espectáculo.
    –¿Cómo puedes cantar sus alabanzas? –le preguntó Hilaeira–. Esto es lo que nos habrían hecho sus habitantes.
    –Porque escogimos la rendición –le replicó Píndaro–. Y perdimos incluso luchando al lado del Gran Rey. Ellos escogieron la resistencia y vencieron incluso teniéndonos a nosotros como enemigos. Habíamos errado y ellos estaban en lo cierto. Su ciudad fue destruida y la nuestra mereció igual destino.
    –No puedes estar hablando en serio...
    –Sí. Amo nuestra Ciudad Resplandeciente tanto como puede amar un hombre a su hogar y me deleito en su perdurabilidad. Pero estudié aquí con Agatocles y Apolodoro y no puedo decir que todo esto haya sido debido a la justicia de los dioses.
    El hombre negro se indicó a sí mismo con el dedo y luego me señaló a mí como explicándome que habíamos sido testigos de su destrucción. Yo asentí para darle a entender que así era, esperando que nadie más le hubiera visto.
    Hipereides se acercó a la proa frotándose las manos. El viento había cambiado en dirección norte apenas salimos de la bahía y ello le hacia sentirse totalmente seguro de que el favor de los dioses estaba con nosotros.
    –¡Qué barco! Está cargado hasta la borda y aún es capaz de distanciar a los otros. Mira, muchacho, ahí tenemos a la Larga Costa pasando ante nosotros como un rayo: ésa es la tierra que engendró a mi barco y a nosotros mismos. Si hubiera llegado a saber lo bueno que sería habría hecho construir tres trirremes en lugar de sólo uno y los triacóntoros. Bien, lo siento por sus dos patronos pero esto les enseñará que su viejo jefe sigue siendo el mejor.
    –La Clitia ha sacado los remos –anunció de pronto Io con voz aguda–, y ahora la Eidyia está haciendo lo mismo.
    –Ah, queridita mía, creen que así podrán vencemos pero puedes apostar lo que desees a que no lo conseguirán. También nosotros podemos emplear ese truco.
    Unos instantes después nuestra tripulación empezaba a sudar sobre los remos. ¡Amo a mi chico y él me ama también! ¡Pero no hago sino remar y remar! Y lo hacían muy bien, ya que llegamos con un buen largo de distancia sobre la Eidyia y tres sobre la Clitia.
    Fui a reunirme con Kaleos mientras los marineros se ocupaban del mástil. Ella estaba vigilando a sus mujeres, las cuales pasaban el tiempo rechazando a los soldados de Acetes y bromeando con ellos después.
    –Es una vela preciosa, ¿no? –me dijo–. Si debo decirte la verdad, siento que haya llegado el momento de arriarla.
    –No es ni la mitad de hermosa que el original, señora.
    Sus ojos azules brillaron levemente.
    –Latro, tú y yo vamos a llevarnos muy bien...
    –Entonces, señora, ¿iré contigo?
    –Así es. Hipereides no ha firmado todavía la venta, pero hemos sellado el trato con un apretón de manos y esta noche hará el contrato necesario. Verás, Latro, en mi negocio necesito un hombre capaz de mantener el orden: prefiero que no se vea obligado a luchar pero quiero que sepa hacerlo. Solía tener a un liberto llamado Gelo pero tuvo que irse al ejército, y he oído decir que cayó durante las escaramuzas del invierno. Sé cortés, cumple con tu labor, no molestes a mis chicas excepto cuando ellas quieran ser molestadas y te prometo que nunca llegarás a sentir el látigo. Haz que me enfade y... bueno, siempre hacen falta hombres fuertes en las minas de plata.
    –Escribiré lo que has dicho –le expliqué–, y de ese modo no se me olvidará.
    Pero incluso cuando estaba pronunciando esas palabras pensé que no era el esclavo de nadie, por mucho que todos ellos dijeran lo contrario cuando hablaban de mí.
    Apenas el mástil quedó en cubierta, el barco atracó y los marineros y sus familias bajaron a tierra formando un considerable grupo de gente. Yo me dispuse a reunirme con ellos, pero Kaleos me detuvo.
    –Espera hasta que se hayan ido. Si crees que voy a ir con todos ellos hasta la ciudad a pie es que no me conoces todo lo bien que llegarás a conocerme. Si puedo alquilaré una silla de manos, y si eso resulta imposible al menos haremos el viaje con calma y sin tener que soportar a todos esos malditos mocosos.
    –Si me dices lo que pretendes prometerles a los porteadores me encargaré de alquilar una silla para ti y haré que la traigan hasta el barco –le propuse.
    Ella se volvió a mirarme, inclinando levemente la cabeza.
    –Sabes, quizá acabes resultando ser aún mejor adquisición de lo que me había imaginado... Pero se me ocurre otra idea mejor. Ve por la izquierda y toma la calle más angosta que veas; en la tercera puerta a la izquierda hay un hombre que solía alquilar sillas y puede que aún las conserve, incluso si la mayor parte de sus empleados están ahora en la flota. Dile que te manda Kaleos y que pagarás un óbolo por una silla sin cargadores que se la devolverás tú mismo por la mañana. Si no está conforme, arroja la moneda al suelo y coge la silla. Aquí tienes el óbolo y también un dracma por si te pide un depósito por la silla; tráela aquí y luego alquilaremos a uno de esos marineros para que lleve el otro extremo.
    –Creo que puedo encontrar una persona a quien no será necesario pagar, siempre que se le dé comida.
    –¡Aún mejor! Ve a buscarle.
    Le hice una señal al hombre negro y juntos no tuvimos ninguna dificultad en convencer al propietario de la silla para que nos dejara coger una que no pesaba demasiado y tenía los palos bastante largos, así como un dosel pintado por techo.
    –Perdí algo de carne en la isla –nos dijo Kaleos mientras ocupaba el asiento–. Es fácil saberlo por el modo en que me caen los vestidos ahora. Al menos a vosotros os irá bien eso...
    Mientras habíamos estado fuera había encontrado a una docena de marineros para que llevaran los fardos y las ropas de las muchachas, con lo que el resultado final fue convertir nuestro grupo en toda una procesión cerrada por los abigarrados trajes de las jóvenes a los cuales seguían, no muy lejos, los marineros llevando el equipaje. Las mujeres estaban todas de buen humor y les alegraba volver a la ciudad aunque ésta hubiera sido destruida. Cuando llegamos a las piedras que indicaban sus límites, Kaleos hizo que empezaran a tocar sus flautas y tamboriles mientras una mujer alta y hermosa llamada Fie cantaba tocando la lira.
    –Tiene una voz preciosa, ¿verdad? –me preguntó Kaleos. Le dije que sí y no mentía. El hombre negro llevaba la parte delantera de la silla y yo la trasera.
    –Si hubiera aprendido filosofía podría sacarle dos dracmas por noche –gruñó Kaleos–, pero no hubo forma. Es imposible meter nada dentro de su espesa mollera... El año pasado hice que uno de los mejores sofistas de la ciudad le diera instrucción, y después de tres días le pregunté a ella si había aprendido muchas cosas y todo lo que supo decirme fue: «Pero, ¿de qué sirve todo eso?».
    Kaleos meneó la cabeza y prosiguió: «¿De qué sirve, señora?»... ¡Pues para ganar dos dracmas por noche grandísima idiota! Un hombre no pagará jamás tanto dinero si no piensa que está acostándose con alguien que le supera; no importa lo hermosa que sea la chica o lo complaciente que sepa mostrarse con él. No quiere realmente que hable sobre Solón o sobre si el mundo se compone exclusivamente de fuego, de agua, pero desea pensar que podría hacerlo si a él le viniera en gana. ¡Solón...! –Kaleos rió levemente–. Cuando era mucho más joven tuve tratos con una mujer ya mayor que le había conocido. ¿Sabéis lo que le gustaba? Pues le gustaba una chica que fuera capaz de beber tanto como él sin quedarse atrás, eso es lo que me contó la vieja. Acabaron encontrando una, llamada Geta, rubia y enorme, que les costó una fortuna. Estuvo bebiendo con él toda la noche, luego se acostó con él y le dio las gracias por señas, mientras aún estaba en la cama, cuando él pagó dándole una buena propina y se fue a su casa. Después de eso el propietario y el duro... es decir, tú, Latro..., le dijeron que se levantara de la cama y ella se cayó de bruces, rompiéndose la nariz.
    Yo había estado contemplando la humareda que se cernía sobre la ciudad. Le pregunté cómo era posible que la ciudad siguiera ardiendo si había sido destruida, como me pareció entender, el otoño pasado.
    –Oh, eso no son los fuegos de los bárbaros –me explicó Kaleos–. Es sólo el polvo que levantan las obras y la gente que está quemando los escombros para sacarlos de en medio. Unos cuantos volvieron apenas se hubo marchado el ejército del Gran Rey, y a medida que el clima mejoraba a lo largo del año fueron volviendo en número cada vez mayor, ahora, después de la victoria volverán todos los restantes. También está viniendo gente muy adinerada de Argolis, y eso quiere decir que los clientes estarán aquí y no en la isla. Por lo tanto, aquí estamos y todo ese estruendo y esas canciones son para que se enteren bien de que hemos regresado. –Señaló con un dedo hacia lo lejos y me explicó lo que veía–. Allí arriba construirán un nuevo templo para la diosa, sobre la roca sagrada; he oído decir que empezarán en cuanto termine la guerra y puedan encontrar el dinero necesario.
    –Será un lugar magnífico –dije.
    –Siempre lo ha sido. Allí arriba hay un manantial de agua salada creado en la Edad de Oro por el mismísimo Destructor de la Tierra cuando quiso apoderarse de la ciudad. Y hasta el año pasado allí estuvo también el olivo más viejo del mundo entero, el primer olivo, plantado por la diosa en persona. Los bárbaros talaron su tronco y lo quemaron, pero me he enterado de que ha empezado a brotar un nuevo retoño de sus raíces.
    Le dije que me gustaría verlo y que me sorprendía mucho el que los ciudadanos no hubieran luchado hasta la muerte para defender objetos tan preciados.
    –Muchos así lo hicieron. Los tesoreros del templo se vieron obligados a luchar porque la cantidad de riquezas era tal que no pudieron evacuarlas todas a tiempo, y hubo muchos pobres a los que las últimas naves dejaron abandonados. Antes de que el ejército del Gran Rey llegara aquí la Asamblea envió un grupo al Ombligo para preguntar cuál debía ser su rumbo de acción. El dios siempre da buenas respuestas pero normalmente las expresa de tal modo que uno acaba deseando que se hubiera quedado callado. Esta vez dijo que estaríamos a salvo tras murallas de madera. Supongo que lo has entendido...
    Miró hacia atrás para ver si lo había entendido y yo negué con la cabeza.
    –Bien –prosiguió–, pues a nosotros nos pasó igual. La mayoría creyeron que se refería a los barcos, pero había una vieja empalizada de madera alrededor de la colina y algunos creyeron que se refería a ella. La reforzaron todo cuanto pudieron pero los bárbaros la incendiaron con sus flechas ardientes y los mataron a todos.
    Después de contarme eso no pareció tener muchos deseos de seguir hablando y yo me contenté con oír la música de las muchachas y contemplar todo cuanto me rodeaba, viendo la destrucción de Pensamiento la cual ya no había sido demasiado grande como ciudad antes del incendio, o eso me pareció.
    Un poco después Kaleos le indicó al hombre negro que torciera por una calle lateral y una vez en ella nos detuvimos ante una casa que aún tenía dos paredes en pie. Kaleos bajó de la silla y cruzó el umbral destruido con la cabeza alta y el porte orgulloso, sin mirar a derecha ni a izquierda. Sin embargo, vi cómo una lágrima surcaba su mejilla.
    Las muchachas dejaron de tocar y cantar para dispersarse en busca de sus posesiones, aunque creo que ninguna de ellas ha encontrado gran cosa. Los marineros dejaron su carga en el suelo y exigieron su paga. El hombre negro y yo les explicamos (él mediante señas y yo verbalmente) que no teníamos dinero y entramos en la casa para buscar a Kaleos.
    La encontramos en el atrio dando patadas a la basura y escombros que lo llenaban.
    –Por fin estáis aquí –dijo–. ¡Al trabajo! Esta noche tendremos invitados y quiero que todo esto sea limpiado de inmediato.
    –No has pagado a los marineros, señora –le recordé.
    –Eso es porque aún tengo más trabajo para ellos, bobo. Diles que vengan y... no, empezad a trabajar y yo me encargaré de hablar con ellos.
    Hicimos todo cuanto nos fue posible poniendo a un lado los objetos que nos pareció podían ser reparados o que aún servían de algo y quemando el resto, al igual que estaban haciendo mil personas más en toda la ciudad. Muy pronto los marineros se pusieron también a trabajar, arreglando la puerta y poniendo un ladrillo encima de otro para reconstruir los muros. Kaleos preguntó cuántas urnas quedaban aún intactas y le dije que solamente tres.
    –No son suficientes Latro; tu memoria llega hasta un día o algo así... ¿no dijo eso Hipereides?
    Yo no lo sabía pero el hombre negro movió la cabeza, asintiendo.
    –Magnifico. Quiero que vayas al mercado. La mayoría de los vendedores tendrán un puesto o habrán desplegado una tela sobre el suelo, a ésos no les hagas el menor caso. Debes encontrar a un alfarero que tenga su mercancía puesta en un carro. ¿Me has entendido?
    –Sí, señora.
    –Ah, y busca también un carro en el que venden flores. Dile a ése y al otro que te sigan con sus carros y tráelos aquí; compraré todo lo que tengan. No hay nada como las flores cuando no tienes muebles... Tu amigo va a quedarse aquí para trabajar, ¿entendido? Y tampoco tú tendrás tiempo para el ocio: hay mucho que hacer antes de la noche.
    Hice tal y como me había ordenado Kaleos, pero en el camino de vuelta me detuvo un hombre de aspecto bastante extraño y cuyo porte no resultaba agradable. Alrededor de sus flacos hombros llevaba una clámide pálida como el jacinto y en la mano sostenía un gran báculo lleno de nudos y en cuya punta destacaba la efigie de una mujer. Tenía los ojos oscuros y tan saltones que parecían a punto de salir disparados de su cabeza.
    Sosteniendo el báculo a un costado me hizo una gran reverencia al modo oriental. Me pareció que había en ella algo de burla pero, a decir verdad, y dado lo flaco y desgarbado de su cuerpo, así como el desorden de su cabello y sus extraños ojos, en todo su aspecto y sus palabras parecía haber muy poco de serio.
    –Buen señor, os quedaría sumamente agradecido si pudiérais darme una pizca de información. ¿Puedo atreverme a preguntar quién necesita tantas urnas y flores? Comprendo muy bien que no es asunto de mi incumbencia, pero supongo también que no habrá mal alguno en revelármelo y, ¿quién sabe?, quizá pronto me halle en posición tal que me permita haceros algún pequeño favor en señal de gratitud, buen señor. Después de todo, no es otro que el ratón quien roe la red que aprisiona el león, tal y como nos enseñó hace mucho tiempo un sabio esclavo procedente del este.
    –Son para Kaleos, mi dueña –le dije.
    Su boca se abrió con tal amplitud al sonreír que parecía que hubiera en ella más de cien dientes.
    –¡Kaleos, la buena y querida Kaleos! La conozco sumamente bien y somos buenos amigos. No me había enterado de su vuelta a esta gloriosa ciudad.
    –Ha regresado hoy mismo –expliqué.
    –¡Maravilloso! ¿Me permitís que os acompañe? –Miró a su alrededor como intentando conciliar el actual espectáculo de la destrucción con la ciudad tal y como la había conocido–. Ah, pero si tengo entendido que su casa está solamente a unas puertas de aquí, ¿no es cierto? Amigo mío, dile que un viejo admirador dispuesto a presentarle sus respetos aguarda que le conceda un poco de su tiempo. Soy Euricles, el Nigromante.


    14

    Una fiesta muy extraña


    –¿Hubo alguna vez visión semejante? –dijo Píndaro, señalando hacia las filas de flores detrás de las cuales asomaban las paredes derruidas a medio restaurar–. Sí, ahora sí que ésta es ciertamente la ciudad de la Señora de Pensamiento. La gente ha vuelto pero su lechuza anida aún en las ruinas. ¡Ah, qué poema haré de todo esto!
    –Cuando lo escribas no se te olvide decir que yo estuve aquí –exclamó Hipereides tras él–, y que bebí mi vino y abracé a mi muchacha como en los viejos tiempos.
    –No eres un tema adecuado para la gran poesía –repuso Píndaro–. Pero no, nada de eso... Te convertiré en un buen tema y durante mil años tu nombre estará unido al de Aquiles.
    Yo los había ido contando en mi mente a medida que fueron entrando hasta sumar un total de seis: Píndaro, Hipereides, el kiberneta, Acetes y otros dos a los que no reconocí, los capitanes del Eidya y el Clitia. Acetes había alargado la mano y en ella había un fardo de telas.
    –Toma, Latro. Hipereides dice que debes quedártelos.
    Deshice el nudo que cerraba la tela y encontré dentro unos discos de bronce para proteger el pecho y la espalda, así como una espada curva y un ceñidor también de bronce. Me resultó muy extraño tocar el frío metal de la espada y el ceñidor pues yo, que no recordaba nada más, tuve la sensación de que podía acordarme de esos objetos, aunque no podía decir dónde los había llevado y ni tan siquiera cuándo los había perdido. Me abroché el ceñidor y la espada, sabiendo de ellos, tan sólo que me habían pertenecido antes.
    Una vez que hube dejado los discos en la habitación que Kaleos me había cedido, volví al atrio donde ella había recibido a sus invitados, quienes estaban siendo instalados en los divanes comprados por la tarde.
    –Hipereides –dijo, sirviéndole el vino ella misma–, tengo una proposición que hacerte.
    –Nadie podrá decir nunca que encontró a Hipereides poco dispuesto para los negocios –exclamó éste con una sonrisa.
    –Te dije que esta noche no habría nadie aparte de tú mismo y los demás invitados. Si miras a tu alrededor verás que he cumplido mi palabra.
    –Ya me has engañado otras veces –le dijo Hipereides–. Veo que están saliendo las estrellas... Pero no importa, no pienso pedir que me devuelvas a mi esclavo. Sólo te exigiré al negro del que te apoderaste sin mi permiso...
    –Naturalmente –dijo Kaleos–, cuando me lo llevé creí que se trataba de un marinero libre. Puede volver contigo por la mañana. Pero antes, Hipereides, debo decirte que un amigo mío apareció hoy sin avisar al enterarse de que yo había vuelto a la ciudad. Es un hombre de alegría inigualable y no tardarás en descubrir que conoce innúmeras chanzas y relatos sorprendentes, te lo prometo. Si no deseas que se una a la fiesta, sin embargo, no tienes más que decirlo y te juro que nunca llegarás a ver su rostro. Pero si no tienes objeción a ello, te quedaré enteramente agradecida y, por supuesto, ni él ni tú deberéis pagar nada por la fiesta de esta noche. Su nombre es Euricles de Mileto.
    En ese instante apareció una de las mujeres para decirme que la comida ya estaba en la puerta; me dirigí hacia la parte trasera para ayudar al propietario de la fonda y al hombre negro, que la estaban descargando.
    Kaleos llegó justo cuando ya estábamos terminando.
    –¡Bien, bien! Todos están hambrientos... ¿Sabes algo de cocina, Latro?
    –No lo recuerdo –repliqué yo.
    –Me lo suponía... –dijo ella mientras examinaba las bandejas que yo estaba preparando–. Al menos de momento lo estás haciendo bastante bien. Las muchachas se encargarán de llevarlas adentro, ¿comprendido? No quiero que vuelvas a entrar salvo si hay algún problema, y esta noche no espero ninguno en particular, aunque eso nunca se sabe de antemano. Intenta no dormirte y no bebas; de ese modo todo irá bien. Algunas veces las chicas gritan y otras veces gritan... ¿sabes a qué me refiero?
    –Creo que si.
    –Bueno, pues no entres a no ser que griten. ¿Entendido? Y si todas empiezan a chillar al mismo tiempo, entra sin perder ni un instante. No quiero que desenvaines esa espada a menos que sea absolutamente necesario, y no quiero que la utilices, pase lo que pase. Por cierto, ¿de dónde la has sacado?
    –Del Dios Veloz –respondí, y sólo una vez que hube pronunciado esas palabras me di cuenta de que no tenía ni idea de cuál era su significado.
    –Pobre muchacho... –Kaleos me besó levemente en la mejilla–. Fie, querida, haz que algunas de esas rameras perezosas vengan aquí para coger estas bandejas o no tendrá sitio para trabajar. Si no has afinado aún tu lira ya puedes ir haciéndolo, y diles también a las flautistas que cojan sus instrumentos. Pero no empieces hasta que no hayan entrado todas las bandejas.
    –Ya lo sé –dijo Fie–, ya lo sé.
    Kaleos se volvió hacia mí sacudiendo la cabeza.
    –Vino, música y mujeres... ¿qué otra cosa puede precisar un hombre? Eso es lo que me preguntó tu amigo el poeta y, ¿sabes una cosa?, estuve a punto de responderle. Pues, para empezar, necesita carne: ternera y cordero, que me han costado... Bueno, no pienso decir lo que me han costado porque no resulta de buena educación, pero me han salido bastante caros. Y eso sin mencionar el pescado, las tres clases de queso, el pan, los higos y las uvas, la miel... Y mañana tendrás que barrer la mitad de lo que he comprado del suelo donde habrá caído o lo habrán tirado... No me saliste gratis, Latro, permite que te lo diga... –Se quedó callada un instante, observándome–. Sabes, yo también fui esclava...; vengo del norte.
    –Lo había supuesto por el color de tu piel –aduje–. Aquí hay muy poca gente que tenga el cabello rojo o los ojos azules.
    –Soy una Budini..., o lo era. Ahora ya ni tan siquiera recuerdo las palabras de su idioma. Creo que me secuestraron cuando era una niña... –Se quedó nuevamente callada y me miró–. ¿Quieres ser libre, Latro?
    –Soy libre –repliqué–. Sólo que no lo recuerdo...
    Kaleos suspiró.
    –Bueno, mientras no lo recuerdes tendrás que andar con alguien que se acuerde de ello y..., bien, si quieres que te diga la verdad, supongo que yo serviré tan bien para eso como cualquier otra persona.
    Una vez estuvieron listas todas las bandejas me acerqué a la entrada del atrio para escuchar las flautas, pero instantes después apareció Píndaro y me hizo entrar en la cocina.
    –Hipereides te ha vendido a Kaleos –me dijo.
    –Sí, he estado trabajando para ella.
    –Eso me pone en un serio apuro, tal y como tengo la esperanza de que comprendas.
    Le dije que hasta no haber encontrado mi hogar y mis amigos yo sería tan feliz en aquel sitio como en cualquier otro.
    –Tu felicidad, y permíteme hablarte con franqueza, no me preocupa demasiado en estos instantes pero el juramento que hice en el templo del Dios Resplandeciente sí. Prometí llevarte hasta el altar de la Gran Madre y hasta el momento he obrado tan bien como he podido y debo decir que el Dios Resplandeciente me ha recompensado con largueza: he oído tocar a un dios y te he oído cantar. Ese privilegio se concede a muy pocos y ha mejorado mi poesía de un modo casi increíble. Pero si vuelvo a la ciudad sin haber cumplido mi voto...
    –¿Entonces?
    –Puede que me arrebate su don y eso da mucho miedo. Y aunque no lo haga, alguien acabará preguntando por nuestra visita y lo que ocurrió en el altar. ¿Qué voy a decirle? ¿Que Le dejé aquí como esclavo mientras intentaba reunir el dinero necesario para comprar tu libertad? ¿Qué pensarán de mí? Tenemos que hacer algo, pensar algún plan.
    –Lo intentaré –accedí.
    –Sé que lo harás –contestó él, dándome una palmada en el hombro–, y yo haré lo mismo. Y si consigo llevarte hasta el altar puede que te cures y en ese momento ya nos preocuparemos de tu felicidad. Lo más probable es que desees volver a tu tierra natal, y en tal caso podría buscarte pasaje en algún barco de carga. La guerra está a punto de terminar y los mercaderes no tardarán mucho en hacerse nuevamente a la mar.
    –Eso me gustaría mucho –admití–. Volver a mi hogar y encontrar gente a la que no olvidara...
    Por encima del hombro de Píndaro vi cómo la puerta trasera se movía sin hacer ningún ruido. Por un instante distinguí el rostro del hombre negro. Éste, al vernos, se llevó el dedo a los labios indicándome luego que me reuniera con él, y volvió a cerrar la puerta.
    –Será mejor que vuelvas ahí dentro –le dije a Píndaro–, antes de que te echen en falta. Me acordaré de todo.
    –No importa –replicó él–, pensarán que he salido para aliviar mi vejiga.
    –Píndaro, tu Dios Resplandeciente... ¿es muy grande?
    –Es uno de los dioses más grande que hay. Es el dios de la música y de la poesía, de la luz y de la muerte súbita, de los rebaños y las bandadas de aves, de la curación y de muchas cosas más...
    –Entonces, si desea que yo visite ese altar lo haré. Confió en ti para que me guiaras, y pienso que tú deberías confiar en él para que nos guiara.
    Píndaro meneó la cabeza como si estuviera asombrado.
    –Latro, ¿acaso tu sabiduría se debe a que eres incapaz de recordar el pasado?
    Estuvimos hablando durante unos instantes más y él me contó cómo se estaban reparando las naves de Hipereides, mientras que yo le expliqué los trabajos que el hombre negro y yo habíamos realizado para Kaleos.
    –Habéis hecho maravillas –me dijo Píndaro–. Es prácticamente como si estuviéramos cenando en nuestra propia ciudad. ¿Crees que me pedirán que les recite algo?
    –Supongo que sí.
    Píndaro meneó nuevamente la cabeza.
    –Ése es el eterno problema de ser un poeta: todos tus amigos te consideran como una especie de bufón público. Para empeorar las cosas ahora no tengo nada adecuado para la ocasión. Si puedo intentaré escurrir el bulto; quizá pueda proponer que juguemos a cualquier cosa, o que cantemos...
    –Estoy seguro de que se te acabará ocurriendo algo.
    –Preferiría cien veces más pensar en cómo llegar hasta ese altar –murmuró él, girándose ya hacia el atrio.
    Apenas se hubo marchado me dirigí a toda prisa hacia la puerta trasera. El hombre negro me estaba esperando y vi brillar su sonrisa en la oscuridad mientras tendía hacia mí sus brazos en los que sostenía una joven dormida.
    –Io.
    Yo asentí, pues la recordaba de aquella mañana, cuando aún estábamos en el barco de Hipereides.
    El hombre negro entró en la cocina, donde había más luz, y movió los dedos por el aire como si estuviera andando con ellos, mientras seguía sosteniéndola con un solo brazo.
    –¿Todo ese camino? –dije yo–. No me sorprende que esté cansada. Supongo que siguió a Píndaro y los otros manteniéndose lo bastante atrás como para que no la viera nadie.
    El hombre negro me indicó con una seña que le acompañara y la llevó hasta uno de los dormitorios que ahora carecían de techo. Una vez en él, la depositó sobre una pila de vestidos viejos y se llevó el dedo a los labios.
    –No –le dije yo–, si despierta aquí sin saber cómo ha llegado tendrá miedo. –Me resulta imposible decir cómo sabía yo tal cosa; pero lo sabía, al igual que muchas otras cosas. Le toqué suavemente el hombro, diciendo–: Io, ¿por qué has venido tan lejos?
    –¡Oh, amo!
    –Deberías haberte quedado con la mujer –le dije yo.
    –No soy propiedad de ella –murmuró Io–. Te pertenezco.
    –Podría haberte ocurrido cualquier desgracia en el camino y por la mañana tendríamos que haberte llevado otra vez a los barcos.
    –Te pertenezco. El Dios Resplandeciente me envió para que cuidara de ti.
    –El Dios Resplandeciente envió a Píndaro –le contesté–, o al menos eso dice él.
    Io agitó la cabeza de un lado a otro, medio dormida.
    –El oráculo envió a Píndaro. El dios me envió a mí. Me pareció inútil seguir discutiendo.
    –Io, debes guardar silencio y no abandonar esta habitación –le advertí–. Mira, voy a cubrirte con estas ropas para que no tengas frío. Si Kaleos o alguna de sus mujeres te ven harán que te marches; si ocurre tal cosa, ve a la parte trasera de la casa y espérame.
    Había vuelto a quedarse dormida antes de que yo hubiera terminado de hablar. El hombre negro dejó junto a ella una muñeca tallada en madera y luego se acostó al lado de la muñeca.
    –Sí –convine–, es mejor que tenga un protector.
    Él asintió en silencio... y se quedó dormido, creo, antes de que yo hubiera salido de la habitación.
    Ahora estoy sentado en una silla rota cerca de la puerta del atrio y desde aquí puedo oír las canciones de Fie. Tengo una lámpara con un buen pábilo que da una llama brillante y clara, y aquí estoy sentado, contemplado las estrellas y la luna menguante, escribiendo todo lo que ha ocurrido en el día de hoy. Por eso no duermo, y si Kaleos aparece de repente y pretende pegarme puede que la mate. No deseo hacerlo y también yo podría morir antes. Es mejor escribir, por mucho que me ardan y lloren los ojos.


    Ha pasado el tiempo y Fie ya no canta. Píndaro sugirió que jugaran al kotabos y yo, no sabiendo de qué modo se juega, permanecí un rato en el umbral para verles. Píndaro trazó un circulo en el suelo y luego una línea a cierta distancia de éste. Todos se pusieron detrás de la línea y cuando uno acababa el contenido de su copa arrojaba el poso al círculo.
    Una vez que hubieron jugado varias rondas, Euricles propuso que el perdedor de la siguiente narrara una historia y Píndaro le apoyó. El perdedor fue Hipereides, y estoy aquí sentado ahora oyendo la historia mientras escribo, aunque creo que no me tomaré la molestia de anotar lo que relata.


    15

    La mujer que salió de su casa


    Aún no había empezado Fie a contar su historia cuando me despertó una estruendosa carcajada. Sin duda había fallado el tiro a propósito o quizá uno de los hombres la hubiera pellizcado en el momento de tirar, o puede que le hubiera desviado el brazo. Trascribo aquí su relato tal y como lo recuerdo:
    «Érase una vez una mujer cuyo esposo era muy rico pero se negaba siempre a darle dinero. Tenían una gran propiedad en las afueras de la ciudad, y dentro de ella se alzaba una hermosa mansión en la que había muchos esclavos y objetos hermosos; pero ella seguía llevando los mismos vestidos que había traído de la casa paterna y su esposo no quería comprarle ni tan siquiera un peine.
    »Un día se había tendido a llorar sobre un cama y su doncella la encontró de tal guisa. Su doncella era de Babilonia y tan inteligente como suelen ser los habitantes de esa ciudad, por lo que le dijo:
    »–Mi señora, no me resulta difícil imaginar las razones de vuestro llanto. Se debe a que todas las otras damas de estos alrededores tienen amantes que las distraen y les compran brazaletes de plata y curiosidades de la Tierra del Río, así como pájaros capaces de hablar y decirles cuán hermosas son, incluso cuando sus amantes no están presentes para decírselo de viva voz. Y mientras tanto vos, mi pobre señora, sólo tenéis al viejo feo y estúpido con el que os casasteis, un hombre tan miserable y tacaño que no es capaz de regalaros ni un gorrión.
    »–No –repuso su señora–, lloro porque nunca me da dinero.
    »–Eso es lo que yo dije –replicó su doncella–. Después de todo, para las mujeres los hombres y el dinero son lo mismo. ¿Os he contado alguna vez cómo obtienen sus dotes las muchachas de Babilonia?
    »–No –repitió su señora–. Pero te ruego que me lo cuentes, incluso suponiendo que no sea gran cosa como historia; oír una historia aburrida es mucho mejor que estar aquí tendida en este lecho vacío llorando hasta romperme el corazón.
    »–Oh, pero si no es ninguna historia inventada –dijo la doncella–, sino la pura y simple verdad. Cuando una muchacha de mi ciudad ve aproximarse la edad del matrimonio se entrega a cualquier hombre que le guste a cambio de lo que éste desee pagar. De tal modo, las más hermosas no tardan en acumular una gran suma de dinero y obtienen así un esposo apuesto, no tardando en dar a luz muchos hijos bellos y robustos. Por el mismo sistema las muchachas que son feas no obtienen dinero, y ésa es la razón de que los habitantes de Babilonia seamos los más hermosos del mundo entero. (En ese punto del relato, Fie, a la que yo estaba observando desde el umbral, se acarició levemente el pelo y obtuvo una considerable cantidad de risas y aplausos.) Aunque debo decir que vos, mi señora, seríais considerada hermosa en cualquier lugar del mundo.
    »–Eso me parece extremadamente interesante –dijo su señora–, y debo confesar que lo ignoraba por completo. Pero no me sirve de nada saberlo: ya estoy casada y no me hace ninguna falta otra dote.
    »–Cierto –explicó su doncella–, pero... suponed que saliérais de la casa por la noche y le hiciérais al primer hombre apuesto que encontrarais la misma oferta que hacen nuestras muchachas de Babilonia. Entonces habríais conseguido un guapo amante para pasar la noche y no tardaríais en poseer una gran suma de dinero.
    »–La idea me resulta de lo más atractiva –admitió la señora–, pero me parece imposible llevarla a la práctica. Mi esposo duerme a mi lado cada noche. Si se le ocurriera despertar y descubriera que me he ido... Claro que, ahora que has mencionado esa posibilidad, se me ocurre que siempre podría administrarle algún tipo de medicina inocua y no muy potente que le asegurara una noche entera de sueño profundo. ¿No conocerás por casualidad a alguien ducho en tales brebajes?
    »Su doncella sacudió la cabeza con expresión entristecida.
    »–La mayor parte de esos brebajes no sirven para nada, mi señora, e incluso el peor de ellos es muy caro. Pero conozco un truco que vale tanto como una docena de pócimas, siempre que podáis decirme dónde encontrar el último lugar de reposo de una mujer apasionada y de sangre ardiente.
    »–¿De veras? –preguntó su señora–. ¿Magia? ¡Qué fascinante! Sabes, la tumba de mi prima Filis se encuentra muy cerca de aquí... ¿Crees que te serviría?
    »–No lo sé –dijo la doncella–. ¿Le gustaban muchos los hombres?
    »–Extremadamente –respondió su señora–, y cuando murió, uno de los chivos de mi tío estuvo todo un mes entero sin probar bocado.
    »–Entonces resultará perfecta –alegó la doncella–. Esto es lo que debemos hacer: esta noche, durante la cena, tendréis que introducir algo en la comida de vuestro esposo que le haga ponerse enfermo y...
    »–¿Te refieres quizá a una pizca de excremento? –sugirió su señora.
    »La doncella sacudió la cabeza.
    »–No, resultaría demasiado obvio... ¡Ya lo tengo! Está acostumbrado al aceite rancio y no permite que se compre de ninguna otra clase para cocinar. Dadme ese viejo broche para que lo lleve al mercado y lo cambiaré por el aceite más puro y fresco que me sea posible hallar. Ese aceite debería bastar para ponerle enfermo, y entonces pasará la noche durmiendo en el templo del Dios de la Curación, esperando sanar de ese modo. Cuando se haya ido, nosotras dos cogeremos un poco de tierra del jardín y la llevaremos a la tumba de vuestra prima. Una vez allí deberéis humedecer la tierra con cierto fluido que os indicaré, del cual tenéis abundantes provisiones, y con ella haremos una muñeca de barro en la cual pondremos un mechón de vuestro cabello.
    »La señora, encantada, empezó a dar palmadas.
    »–¡Oh, esto es mucho mejor que llorar!
    »–Luego –prosiguió la doncella–, depositaremos la muñeca en su tumba y recitaremos unos versos que os enseñaré previamente. Después de eso, cada vez que deseéis salir por la noche no tendréis más que poner la muñeca de barro ocupando vuestro lugar en la cama. Si vuestro esposo despierta os verá tendida a su lado, y si abraza la muñeca se encontrará con una recepción tal que lo convertirá en vuestro eterno esclavo.
    »–¡Maravilloso! –exclamó la señora; y esa misma noche llevaron a cabo su plan con un éxito completo.
    »A la noche siguiente la señora esperó hasta que su esposo se hubiera dormido, y entonces puso la muñeca a su lado en la cama, pasando a continuación una larga serie de fascinantes aventuras en la ciudad que la dejaron en posesión de una riqueza considerablemente superior a la que había poseído antes.
    »Todo fue bien durante cierto tiempo; ella salía prácticamente cada noche y su esposo nunca tenía la menor queja, aunque ella se dio cuenta de que la muñeca de barro estaba empezando a perder su forma inicial. Cada mañana al volver tenía que moldearla para que se pareciera a la que habían hecho en el cementerio, pero cada noche, al cogerla de nuevo, se encontraba con que la muñeca había engordado un poco más en su parte inferior. Por último no pudo más y acabó contándole el problema a su doncella.
    »–Ay, mi señora –contestó la doncella–, temía que pudiera llegar a suceder esto. En Babilonia metemos estas figurillas en el horno de un alfarero y de ese modo no puede haber ningún problema posterior, pero como no teníais dinero y yo no conocía a ningún alfarero por los alrededores que hubiera estado dispuesto a cooperar sin ser pagado, tuve que pasar por alto esa precaución.
    »–¿De qué estás hablando? –dijo su señora–. ¿Qué le ocurre a la muñeca?
    »–Su estado es tal que no creo que os pareciera nada deseable para vos misma, mi señora –suspiró la doncella–. Si se le permite a la naturaleza que siga su curso muy pronto habrá dos muñecas de barro en vez de una.
    »–¡Qué horrible! –exclamó su señora–. ¿Qué podemos hacer? ¿No podemos sobornar quizá a un alfarero para que la meta ahora en su horno?
    »–Mi señora –repuso la doncella–, lo único que ocurriría ahora es que la muñeca acabaría agrietándose. Creo que lo mejor será enterrar la muñeca una vez más en el mismo lugar de donde la sacamos. Tendréis que dormir junto a vuestro esposo, al menos durante un tiempo, pero eso es algo que no hay modo de evitar. ¿Recordáis por ventura el lugar exacto?
    »–¡Oh, sí –respondió su señora–, la sacamos justo de donde está el manzano.
    »–Entonces, ése será el mejor lugar para enterrarla –alegó la doncella.
    »Y eso hicieron, y la mujer empezó a dormir nuevamente junto a su esposo.
    »Un día, uno de los rivales de éste en los negocios, hombre tan miserable y tacaño como él, se lo encontró en el mercado con expresión no muy alegre.
    »–¿Qué sucede? –le preguntó–. ¿Te ha engañado alguien?
    »Pues le habría dolido grandemente que así hubiera ocurrido y no hubiera sido él quién se beneficiara de tal engaño.
    »–No –repuso el esposo–. Se trata de mi mujer.
    »–Ah... –dijo su rival–. Es algo que ocurre con mucha frecuencia estos días, ya debes de saberlo.
    »–Hasta hace muy poco tiempo –explicó el esposo–, era tan apasionada como hombre alguno habría podido desear. Pero ahora...
    »–Me lo imagino muy bien –dijo su rival–. No es que me haya ocurrido nunca, claro.
    »–Ahora es como abrazar a una mujer de barro –continuó el infortunado esposo–, y no hago más que pensar en el pasado, cuando podía ir a cenar y divertirme cada noche y tener a una hermosa mujer distinta en cada ocasión. Pensé que todo iría mejor al casarme porque en esos tiempos me veía obligado a ofrecer alguna fiesta de vez en cuando y, a decir verdad, me salían bastante caras, pero debo confesar que ahora me parecen mucho mejores los tiempos pasados. Estoy seguro de que eran mejores...
    »–Entonces, todo lo que debes hacer es volver a ellos –le dijo su rival–. Mándala nuevamente con su padre.
    »–¿Devolviendo su dote? –exclamó el esposo–. ¡Debes de estar loco!
    »–Bueno, entonces puedo enseñarte un hechizo que te irá muy bien –le dijo su rival, que no tenía ninguna fe en los hechizos–. Al menos mi abuelo solía jurar siempre por él... Debes cortar un árbol que esté floreciendo y que se encuentre en perfecto estado de salud.
    »–Ahora que lo pienso, el manzano de nuestro jardín lleva floreciendo desde hace unos días –recordó el esposo–, y debo confesar que jamás había visto un árbol tan hermoso.
    »–Entonces, ese árbol te irá de maravilla –dijo su rival–, Debes cortar una de sus ramas y esconderla bajo tu lecho. Cuando quieras salir por ahí para divertirte saca la rama y ponla en tu lado de la cama, diciendo:


    ¡El palo que corto, fuerte y brillante,
    Que sea esta noche recto y galante!


    »–Puedes creerme si te digo que tu mujer no percibirá ninguna diferencia, a no ser que se le ocurra encender la lámpara.
    »Y su rival se alejó, riendo disimuladamente y preguntándose si el hechizo de su abuelo funcionaría o no.
    »Pero el esposo se apresuró a volver a su hogar y, viendo que el manzano del jardín seguía cubierto de flores, le ordenó inmediatamente a su jardinero que aserrara la rama de mayor tamaño.
    »–El árbol morirá –advirtió el jardinero, moviendo la cabeza.
    »–No me importa –replicó el esposo–. Esa rama echa a perder la simetría que deberían poseer todos los objetos de la naturaleza, así que córtala.
    »Y así se hizo, y el esposo llevó la rama al dormitorio que compartía con su mujer, poniéndola bajo el lecho.
    »Esa noche la mujer se dio cuenta de que la cabellera de su esposo olía a flores de manzano, cosa que ciertamente nunca antes había ocurrido.
    »–Vaya, pero si está intentando resultarme atractivo –se dijo a sí misma–. Y quién sabe lo que puede acabar saliendo de esos intentos... Tendré que animarle.
    »Le dio un beso en la mejilla, una cosa llevó a la otra, y durante toda la noche se encontró apasionadamente abrazada hasta que finalmente acabó durmiéndose, agotada.
    »Su esposo regresó al amanecer, guardó nuevamente la rama bajo el lecho y se acostó felicitándose a sí mismo por su inteligencia.
    »Así ocurrió durante varias noches, hasta que por fin, en el momento de mayor pasión amorosa, la mujer dijo:
    »–Aunque tu fuerza y gallardía no flaquean durante toda la noche, querido mío, me doy cuenta de que por las mañanas siempre pareces agotado. Sería mejor que descansaras un poco cuando terminemos.
    »Y ante estas palabras la rama le contestó:
    »–No lo haré, madrastra mía.
    »Lógicamente, la mujer quedó tan sorprendida que encendió la luz.
    »Y bien podréis imaginar su deleite al encontrar que en su lecho no estaba el esposo viejo y arrugado que había supuesto, sino un joven en la flor de la edad con las mejillas cubiertas por un delicado rubor. Apagó la luz sin perder ni un instante y durante un tiempo las noches siguieron transcurriendo con tanta felicidad como hasta entonces.
    »Pero las cosas pronto cambiarían. Una noche se dio la vuelta en el lecho para abrazar a su amante y, con gran disgusto, se encontró acariciando a su esposo. Esto empezó a suceder cada vez más frecuentemente pues su esposo había descubierto que ya no era tan joven como en el pasado, y le dolían amargamente las dentelladas que sus aventuras nocturnas estaban propinándole a su fortuna.
    »Mas cuando su esposo llevaba casi un mes ocupando la cama noche tras noche, la mujer sintió de nuevo el olor de las flores del manzano. Se apresuró a besar los labios de su amante y dijo:
    »–¡Ah, si estuviera muerto! Yo tendría todo su dinero y entonces podríamos vivir juntos el resto de nuestras vidas. Tú no serías tacaño conmigo, ¿verdad que no, amor mío?
    »–Jamás, madrastra mía –le contestó su amante–. Cada primavera haría cambiar nuestra mansión de arriba abajo, y cada otoño haría llover sobre ti los frutos de la tierra.
    »Eso le pareció muy prometedor y para aquel entonces la mujer se había convencido ya de que “madrastra” era sólo el nombre cariñoso con que se complacía en llamarla su amante, dado que por su apariencia él resultaba algo más joven que ella.
    »–Entonces, ¡hazlo! –exclamó ella–. ¡Hazlo esta noche!
    »–Así lo haré, madrastra mía.
    »Y a la mañana siguiente, el hombre y su esposa fueron encontrados muertos por el jardinero, ahorcados con la misma soga. Había un nudo corredizo en cada uno de los extremos y la soga había sido atada a la rama más grande del manzano que había en el jardín.
    »El jardinero y la doncella de la muerta fueron acusados de asesinato y se les juzgó ante el Areópago, pero las muertes fueron dictaminadas finalmente como doble suicidio y tanto el esposo como la esposa fueron enterrados bajo el manzano.


    Al acabar Fie su relato todos rieron aplaudiéndola.
    –Deberé tener cuidado de no contar esa historia a mi tripulación cualquier noche alrededor del fuego –dijo Hipereides–. Si debo confesaros la verdad, creo que uno de cada dos creería a pies juntillas todas esas locuras. ¡Pero si en el último viaje llegaron a decir que teníamos un licántropo a bordo...!
    El kiberneta sacudió la cabeza con expresión entristecida.
    –Todo eso es culpa de los orientales, capitán. Antes éramos un pueblo que creía en la razón, en los Dioses de la Montaña y en nada más. Ahora los dioses pululan por toda la Larga Costa en mayor número aún que a lo largo del Río. Un dios para el vino, y todas esas tonterías...
    –¿Estás diciendo que no crees en el Dios del Árbol? –le preguntó secamente Píndaro–. Pues si me permites que te lo diga, te equivocas de medio a medio.
    –¡Caballeros! ¡Aristócratas! –intervino Kaleos en tono reconciliador–. Es regla de esta casa que no haya discusiones religiosas. Como mucho se puede llegar a un intercambio de pareceres dominado por la tolerancia, pero nada de peleas.
    –Puedo asegurar que hablo por experiencia personal –replicó Píndaro con aire algo ofendido.
    –Yo también –le contestó Kaleos–. He visto hombres que habían sido excelentes amigos durante años y que por esa razón estuvieron a punto de matarse entre ellos. Los dioses son mucho más fuertes que nosotros, así que debemos permitir que libren sus propios combates.
    –Sabias palabras –dijo Euricles–. Y ahora, si se me permite cambiar el tema de conversación con la esperanza de que no resulte tan peliagudo, yo sostengo la opinión de que los cuentos de magia como el que acaba de narrar Fie para entretenemos no deberían ser tomados completamente a broma, Hipereides. Por ejemplo, incluso a nosotros, pobres mortales, nos está permitido atisbar levemente en el futuro... y con ello no pretendo referirme exclusivamente a las preguntas que se le puedan formular a uno u otro dios mediante el oráculo.
    –Quizá –admitió Hipereides–. He oído cosas al respecto que dan mucho que pensar.
    –¡Aja! –exclamó Euricles, contemplando a Hipereides con ojos llenos de admiración–. Amigos míos, ésta es la señal que distingue a una mente sin prejuicios y dotada de amplias miras. El auténtico hombre racional jamás acepta o rechaza sin tener antes alguna prueba... a no ser que se trate de un asunto clara y palpablemente absurdo, como el de esa rama de manzano.
    –Y esa muñeca de barro... –añadió el kiberneta con una risita.
    –¡No, no! –protestó Euricles levantando la mano–. No pienso decir que eso sea factible pero, ciertamente, hay algo real detrás de ello. Los espíritus pueden ser llamados de la tumba, y puesto que sois hombres racionales e ilustrados, os pido que no toméis a burla algo que no entendéis. –Terminó el contenido de su copa y añadió–: Querida mía, me encantaría beber un poquito más de ese néctar.
    –¡Paparruchas! –exclamó el kiberneta.
    –¿Cómo, señor mío? –replicó Euricles, con voz algo pastosa–. ¿Negáis acaso que tales cosas puedan ocurrir? Vaya, pero si yo mismo con ocasión de estar practicando mi oficio... –Euricles eructó estruendosamente–. Disculpadme. Más de una vez he llamado a los muertos ante mí y les he interrogado.
    El kiberneta se rió.
    –Dado que no tengo el menor deseo de ser expulsado por la dueña de esta casa, me abstengo de hacer todo comentario.
    –No me creéis, pero vuestro capitán, aquí presente, os supera en sabiduría. ¿No es cierto, señor?
    –Quizá no del todo –contestó Hipereides.
    –¿Cómo? –Euricles metió la mano dentro de su chitón y sacó una bolsita de cuero–. Aquí dentro tengo diez pájaros, sí, diez pequeñas lechuzas acurrucadas una junto a la otra, y aquí están para testificar si puedo o no hacer lo que he dicho.
    –Es fácil decirlo en circunstancias como éstas –replicó el kiberneta–, pero resulta imposible probarlo.
    –No muy lejos de aquí hay un cementerio –le dijo Euricles–. Estoy seguro de que este magnífico vino... y, naturalmente, no tengo ni la menor objeción a que me sirvas otra copa de él, querida mía... Bien, estoy seguro de que os ha proporcionado el coraje necesario para acompañarme.
    –Si me estáis proponiendo una apuesta –dijo el kiberneta–, me gustaría ver lo que hay dentro de esa bolsa.
    Euricles aflojó los cordones de la bolsa y sacó de ella las monedas. Las hizo tintinear entre sus dedos y luego, con cierta dificultad, las puso una detrás de otra sobre la mesa.
    El kiberneta las examinó y luego dijo:
    –No soy un hombre rico pero apostaré tres monedas de ésas, haciendo antes la salvedad de que seré yo quien juzgue sobre si aparece o no un fantasma.
    Euricles movió la cabeza y estuvo a punto de caerse de la litera al hacerlo.
    –Pero entonces, ¿con qué protección puedo contar yo? Podríais desmayaros o echar a correr y, sin embargo, decir luego que... –Entonces pareció perder el rumbo de sus pensamientos, como suele ocurrirles a los borrachos–. Cualquier cosa –concluyó con voz débil.
    –Me encargaré de guardar el dinero y seré yo quien juzgue –dijo Kaleos–. Si admites que hubo un fantasma, entonces lo pierdes. Lo mismo sucede si te desmayas o echas a correr tal y como ha dicho Euricles. Si no, has ganado. ¿Te parece justo?
    –Totalmente justo –contestó el kiberneta.
    –Sólo tres monedas... –murmuró Euricles–. ¿Y qué hay de las otras siete? Con tres monedas a duras penas si vale la pena que pierda el tiempo...
    –Yo cubro otra moneda –anunció el capitán de la Eidya.
    –Y yo otra –dijo el de la Clitia.
    –¿Y el resto? –Euricles miró a Píndaro–. ¿Quizá vos, señor? Esta noche estoy dispuesto a labrar mi fortuna, si me es posible...
    –No tengo ni un cobre encima –le dijo el poeta–, y Kaleos puede servirme de testigo en cuanto a ello. Y aunque tuviera dinero creo que estaría más dispuesto a jugar contigo que no en tu contra.
    –En ese caso –intervino Hipereides–, yo cubriré las otras cinco monedas. Es más, Píndaro, te dejo dos monedas para que las apuestes... a crédito. Pienso ir de vez en cuando a la Colina y cuando lo haga ya acudiré a ti para cobrar.
    –Siempre que ganes –matizó Píndaro–. Kaleos, si vamos a ir al cementerio, ¿puedo pedir que tengamos a Latro como guardián? Las calles son peligrosas de noche y todos hemos bebido en exceso.


    16

    En la ciudad


    Kaleos me dijo que en principio sólo los soldados llevan armas, y me entregó la vieja capa gris de Gelo para cubrir mi espada.
    Euricles había dicho que el cementerio no estaba lejos de la casa de Kaleos pero me pareció que había bastante distancia. Me pregunté si sería capaz de encontrar otra vez la casa y también si los demás serían capaces de hacerlo, pues todos habían bebido y algunos de ellos estaban ya considerablemente ebrios. De entre las mujeres sólo nos acompañaba Fie. Kaleos había dicho que no pensaba andar tanto ni para ver a un dios, así que mucho menos lo haría por un fantasma; y las demás habían admitido con toda franqueza que si Euricles ganaba su apuesta eran capaces de morirse del susto.
    Kaleos nos había entregado dos antorchas. Yo llevaba una y Fie la otra. Me alegré de que ella tuviera también una antorcha, pues el suelo estaba repleto de ladrillos caídos y guijarros sueltos y los muros que permanecían en pie arrojaban largas sombras que aún parecían más negras gracias a la débil claridad lunar que flotaba sobre ellas. Yo marchaba el primero del grupo y después venía Euricles, indicándome por dónde ir; Kaleos le había entregado una gallina para que sirviera de sacrificio y Euricles la llevaba bajo la capa, desde donde el animal iba lanzando débiles chillidos de protesta. En qué orden iban los demás, si es que guardaban orden alguno, es algo que ignoro, excepto por Fie, que iba la última.
    Cuando llegamos al cementerio, Euricles le preguntó a Hipereides si había alguna persona con la cual deseara hablar en primer lugar.
    –De ser así –le dijo–, probaré primero con ésta como cortesía hacia vos. Me reservo el derecho de invocar a un segundo espectro para que zanje nuestra apuesta en el caso de no tener éxito con el primero. Por ejemplo, ¿tenéis enterrado aquí algún pariente? ¿O quizá alguna otra persona a la que deseéis hacer venir desde el reino de las sombras?
    Hipereides meneó la cabeza y tuve la impresión de que estaba algo asustado.
    –¿No resulta extraño ver a tanta gente aquí? –le pregunté en voz muy baja a Píndaro.
    –¿Te refieres a nosotros? –me replicó él.
    –Y a los demás...
    Con mi mano libre señalé a los que permanecían inmóviles a nuestro alrededor.
    –Latro –susurró Píndaro–, cuando Euricles, el amigo de tu dueña, empiece a ejecutar su ceremonia, tú debes ayudarle.
    Hice un gesto de asentimiento.
    –Si hay por aquí alguien que parezca prestarle atención a la ceremonia pero que no haya venido con nosotros desde la casa de Kaleos, debes tocarle. Limítate a extender la mano y tocarle. ¿Lo harás?
    –Entonces –prosiguió Euricles–, ¿a nadie de vosotros se le ocurre una persona en particular?
    Los tres capitanes menearon la cabeza y el kiberneta les imitó.
    –Entonces buscaré una tumba que me parezca buena para lo que pretendo y trataré de llamar a su ocupante, y del resultado de mi intento dependerá vuestra apuesta. ¿Ha quedado todo claro?
    Todos murmuraron que así era.
    –Bien. Fie, acompáñame. Debo examinar las tumbas y leer sus lápidas. Tú, muchacho, como te llames..., ven también.
    Durante unos minutos fuimos por entre las tumbas y nuestros pies despertaban secos crujidos entre las espigas marchitas que habían sido plantadas en el cementerio. Euricles vacilaba a veces ante una lápida y solía coger un poco de tierra de la tumba para olerla o probarla, en tanto que otras veces se detenía para reseguir con sus dedos las letras trazadas en la piedra. Una débil brisa nos traía los olores de las cocinas y las basuras de la ciudad, así como el de la tierra recién removida.
    Fie lanzó un grito y dejó caer su antorcha, aferrándose a Euricles en busca de protección. La gallina huyó aleteando de entre su capa y Euricles le dio un bofetón a Fie, preguntándole a gritos qué le ocurría.
    –¡Ahí! –exclamó ella, extendiendo un brazo tembloroso.
    Alcé un poco más mi antorcha, vi lo que ella había visto y me acerqué un poco más para examinarlo.
    Una de las tumbas había sido abierta. La tierra había sido apartada formando un montón sobre el que yacían los restos medio podridos de las coronas. El ataúd estaba medio fuera de la tumba, con la parte superior destrozada a golpes, dejando al descubierto el cuerpo de una mujer joven cuyas piernas seguían aún dentro de los restos del féretro. El sudario había sido hecho pedazos, dejándola desnuda salvo por su larga cabellera negra. Olía a muerte y me aparté de ella teniendo la sensación de que la había conocido antes, aunque era incapaz de saber cuándo o dónde.
    –¡Domínate! –le ordenó Euricles a Fie–. No es el momento de que tu seno se ponga a bailar...
    Fie siguió llorando y escondió el rostro en la capa de Euricles.
    –Algo terrible ha ocurrido aquí –dijo Acetes–. Una profanación.
    Su mano reposaba sobre el pomo de su espada.
    –Estoy totalmente de acuerdo –alegó Euricles–. Ha ocurrido algo pero, ¿qué? ¿Quién lo hizo?
    Acetes no supo hacer nada salvo sacudir la cabeza, perplejo.
    Yo le acaricié la mano a Fie y le pregunté si empezaba a encontrarse algo mejor. Una vez que me hubo dicho que sí cogí su antorcha y la prendí de nuevo usando para ello la mía.
    –Soy nada más que un recién llegado a vuestra ciudad –le dijo Euricles a los otros–, pero le debo agradecimiento a mis anfitriones y veo con claridad cuál es mi deber en esta situación. Debemos descubrir lo sucedido e informar de ello a los arcontes. Tanto mi talento como el entrenamiento que poseo y, por encima de todo, el favor con el que me distinguen los dioses ctónicos, me imponen esa obligación: invocaré al espíritu de esta pobre muchacha y por él sabremos quién ha hecho esto y la razón de tal acto.
    –No puedo... –murmuró Fie.
    Aunque había hablado en voz muy baja Euricles la había oído y se volvió hacia ella.
    –¿Qué quieres decir?
    –No puedo verlo, no puedo quedarme aquí inmóvil mientras que... mientras que haces eso que vas a hacer. Me voy. –Se apartó de él, mirándole–. ¡No intentes detenerme!
    –No lo intentaré –repuso Euricles–. Créeme si te digo que comprendo muy bien lo que te ocurre y si pudiera yo mismo me encargaría de acompañarte hasta la casa de Kaleos. Por desgracia, estos caballeros...
    –Se han comprometido en una apuesta que mucho empiezan a lamentar –dijo uno de los capitanes–. Si lo deseas iré contigo, Fie; y en cuanto a la apuesta, uno mi destino al de mi viejo patrón, Hipereides. Si él gana, también yo habré ganado; si pierde, habré perdido.
    –¡No! –Fie clavó en él unos ojos tan llenos de odio que por un instante la creí capaz de lanzarse sobre su rostro–. ¿Piensas acaso que deseo sentir cómo tus sucias manos hurgan bajo mi vestido durante todo el trayecto de vuelta hasta la casa de Kaleos?
    Giró en redondo y se alejó, su antorcha moviéndose agitadamente de un lado a otro mientras se abría paso entre los silenciosos espectadores.
    Euricles se encogió de hombros.
    –Me equivoqué permitiendo que nos acompañara una mujer –dijo–. No puedo hacer más que presentarles mis disculpas a los presentes.
    –Está bien –le apremió Hipereides–, si piensas hacer algo más es mejor que empieces de prisa.
    Y se envolvió apretadamente en su capa, como si tuviera frío.
    Euricles asintió y se volvió hacia mí.
    –Encárgate de buscar a esa gallina, ¿quieres? No creo que haya llegado muy lejos dado lo oscuro que está todo.
    A pocos pasos de distancia crecía un pequeño ciprés y la gallina se encontraba entre sus ramas. No me fue muy difícil cogerla de nuevo.
    Cuando me reuní de nuevo con los hombres que estaban esperando junto a la tumba profanada, Euricles había sacado de algún sitio un cuchillo, y apenas le entregué la gallina le cortó el cuello con un rápido tajo, pronunciando palabras en un idioma que no pude entender. Por tres veces dio la vuelta a la tumba andando con paso lento y solemne mientras iba esparciendo la sangre de la gallina, y al terminar cada una de las vueltas decía en voz muy baja la palabra Tigater, la cual supongo debió de ser el nombre de la muerta. Al dar la tercera vuelta vi cómo ella abría los ojos para observarle y, recordando lo que me había dicho Píndaro, me puse en cuclillas y alargué la mano hacia el interior de la tumba para tocarla.
    Y ella se incorporó de golpe, sacando las piernas del ataúd.
    Oí como Hipereides y todos los demás contenían el aliento y debo confesar que también yo me sobresalté, de modo que me apresuré a retirar la mano que había extendido. Incluso Euricles la estaba contemplando con los rasgos desencajados por el asombro más absoluto.
    Una vez puesta en pie, Tigater se quedó inmóvil, sin mirar ni a Euricles ni a Píndaro, ni a nadie del grupo.
    –Has ganado –admitió Hipereides con un trémulo hilo de voz–. Vámonos de aquí.
    Euricles echó la cabeza hacia atrás y alzó sus flacos brazos hacia la luna.
    –¡He triunfado! –gritó.
    –Cállate –siseó el kiberneta–, o quieres...
    –¡He triunfado! –Euricles señaló el suelo ante él–. ¡Aquí! ¡Ven aquí Tigater! ¡Preséntate ante tu amo!
    La muerta salió obedientemente de su sepulcro y fue hasta donde Euricles le había indicado. A pesar de que andaba, no había en ella vida alguna y se movía cual una muñeca de madera cuyos miembros articulados accionara la mano de un niño.
    –¡Responde! –le ordenó Euricles–. ¿Quién fue el que turbó tu sueño?
    –Tú –respondió la muerta, y al hablar cayó de su boca una moneda, y su aliento hedía a muerte–. Y este hombre... –me señaló sin volverse hacia mí–, este hombre de quien mi rey dice que debe cumplir con lo que se le ordenó.
    –Sí, fui yo quien te despertó, igual que lo hizo este hombre con su antorcha. Pero, ¿quién estuvo cavando aquí y rompió el ataúd en el que reposabas?
    –Yo fui enterrada aquí –dijo la muerta–. Me encontraba muy lejos.
    –Pero, ¿quién removió la tierra? –insistió Euricles.
    –Un lobo.
    –Tuvo que ser el hombre que rompió tu ataúd y no...
    –Un lobo.
    –Creo que habla como el oráculo –aclaró Píndaro en voz baja.
    Euricles asintió con un gesto tan leve que no estuve muy seguro de haberlo visto en realidad.
    –¿Cuál era el nombre del lobo? ¡Habla!
    –Se llamaba Hombre.
    –¿Cómo rompió tu ataúd?
    –Con una piedra.
    –¿Sosteniéndola en sus manos? –le preguntó Euricles.
    –Sí.
    –Esa muchacha estaba en lo cierto –dijo el capitán que se había ofrecido para escoltar a Fie–. Me voy de aquí.
    Y todos, menos Euricles y yo, empezaron a retroceder, apartándose de la tumba profanada.
    –¿No sabéis acaso que ahora es capaz de hacer profecías para nosotros, estúpidos? –dijo Euricles–. Escuchad y podréis oír cómo el velo del futuro es rasgado en mil pedazos. ¡Tigater! ¿Quién ganará la guerra?
    –Los cuervos y los lobos ganan todas las guerras.
    –¿Llegará algún día Kshayarsha, al que tu pueblo llama el Gran Rey, a ser el gobernante de este país?
    –El Gran Rey ha gobernado nuestro país.
    –Eso es lo que dijo el oráculo de los Delfines –le explicó Píndaro a Euricles.


    No aguardéis al caballo y a la guerra,
    Dejad la tierra que os engendró.
    El rey del este gobernará vuestras costas,
    Mas acabará cediendo ante vosotros.


    Creo que Euricles no le oyó.
    –¡Tigater! ¿Cómo puedo llegar a ser rico?
    –Convirtiéndote en pobre.
    –He visto una maravilla esta noche –proclamó de pronto Hipereides–, pero se trata de algo que mucho querría no haber presenciado y soy incapaz de creer que los dioses contemplen con benevolencia estas cosas. Me voy de aquí y quien desee oír más puede hacerlo y, en cuanto a mi respecta, que se atenga luego a las consecuencias. Euricles, dile a Kaleos que perdí la apuesta y que he regresado a mis barcos. Cuando vuelva a encontrarme con ella yo mismo se lo contaré.
    –Voy contigo –dijo el kiberneta, y tanto Acetes como los dos capitanes asintieron.
    –No tan rápido –dijo Píndaro–. Hipereides, tu apuesta conmigo fue de dos lechuzas, y de ese dinero no se encarga Kaleos.
    Hipereides dejó caer las dos monedas en la palma de Píndaro.
    –Si quieres venir con nosotros puedes compartir mi habitación de Encuentro.
    Píndaro meneó la cabeza.
    –Latro y yo volveremos con Kaleos. Mañana vendré a por Io e Hilaeira.
    Estuve a punto de explicarle que Io ya estaba aquí, pero logré contenerme y no decir nada.
    Euricles escupió en sus manos y luego se las frotó.
    –Dado que nos abandonáis, Tigater y yo iremos a la ciudad. Hay allí ciertas personas a las que les encantará contemplar mi victoria. ¡Ven, Tigater!
    –Espera –me dijo Píndaro–. Tenemos que seguir el mismo camino que ellos pero no hay necesidad alguna de que andemos junto a la muerta.
    Permanecí inmóvil viendo cómo se iban mientras que Hipereides y los demás se desviaban hacia el oeste.
    –Píndaro –le pregunté–, ¿por qué tengo tanto miedo?
    –¿Y quién no lo tendría? Yo estaba muerto de terror y creo que lo mismo le ocurre a Euricles, pero su ambición es tal que anula su miedo. –Píndaro rió con nerviosismo–. Tengo la esperanza de que hayas comprendido su pequeño truco, ¿no? Había contado contigo para darle a Euricles algo más de lo que esperaba conseguir, pero nos superaste a los dos y yo también he obtenido algo más de lo que esperaba.
    –No tengo miedo de la muerte –dije–, pero tengo miedo de algo. Píndaro, mira hacia la luna. ¿Qué ves?
    –Que está a punto de convertirse en nueva –respondió, y que se está ocultando detrás de la colina sagrada. ¿Qué hay de especial en ello?
    –¿Puedes ver allí donde aún se alzan unas cuantas columnas? La luna está enredada en ellas... algunas están delante de la luna pero hay otras detrás.
    –No –replicó Píndaro–. No, Latro, eso no lo veo. ¿Nos vamos ya?
    Asentí. Cuando hubimos salido del cementerio y estábamos ya a medio camino de la mansión de Kaleos, Píndaro me dijo:
    –No me sorprende que no tuvieras miedo de la muchacha muerta, Latro. Eres mucho más aterrador tú que ella... La auténtica maravilla es que ella no tuviera aparentemente miedo de ti, aunque quizá sí lo tuviera.
    La puerta estaba cerrada y aunque llamamos nadie acudió para abrir, pero no resultó demasiado difícil encontrar un lugar donde el muro había caído no habiendo sido levantado de nuevo.
    –Mi cuarto tiene aún medio tejado –me dijo Píndaro–. Kaleos me llevó hasta él y me dijo que era el mejor de la casa; probablemente lo sea, exceptuando el suyo propio. Puedes compartirlo conmigo si quieres.
    –No –respondí–, ya tengo un sitio donde dormir.
    –Como desees. –Suspiró y me sonrió–. Esta noche habrás sacado de nuestras aventuras como mínimo una capa, en tanto que yo he conseguido dos lechuzas, y poseí a una mujer. Hay veces en que he ido mucho más lejos y he vuelto con menos. Buenas noches, Latro.
    Fui a la habitación donde estaban durmiendo el hombre negro e Io. Ella se despertó y me preguntó si me encontraba bien. Cuando le dije que así era me contó que Fie había vuelto un poco antes y que Kaleos le había dado una paliza horrible.
    Le aseguré que nadie me había pegado y me tendí junto a ella. No tardó en dormirse pero yo seguía estando asustado y no podía conciliar el sueño. La luna que se había estado ocultando cuando Píndaro y yo caminábamos de vuelta hacia la ciudad se había levantado nuevamente en los cielos, por imposible y contrario a toda razón que pueda parecer, y al verla me recordó el ojo de la muerta cuando lo entreabrió para contemplar a Euricles.
    El alba penetraba por los agujeros del techo. Me senté y escribí todo lo ocurrido desde la última vez en que tuve ocasión de hacerlo. Estoy llegando al final y veo en la parte exterior de mi pergamino que debo leerlo cada día, así que ahora comenzaré. Quizá cuando lo haya leído entenderé a qué se refería la muerta y hacia dónde debo ir.


    17


    Camino de Advenimiento


    Hay muchas posadas. Aunque llegamos cuando aún era de día ya era demasiado tarde para acudir a la casa del dios, y Píndaro ha tomado una habitación para nosotros en esta posada, que se encuentra sólo a unos estadios de distancia. La casa es un cubo hueco que tiene dos pisos, y el cuarto en el que estamos es doble: tiene la misma forma que el brazo de un hombre al curvarse, pero es mucho más grande.
    Lo primero que puedo recordar de este día es la comida con Kaleos y las otras mujeres. Conocía su nombre de algún momento anterior, pues la llamé así cuando traje un poco de carne hervida y fruta, así como el vino y el agua, para preguntarle si podía llevarle algo de comida a Io y el hombre negro. Kaleos me dijo que podían venir aquí y comer en la mesa grande. (Creo que fuimos el hombre negro y yo quienes la pusimos en este lugar, porque cuando llegó el momento sabíamos cómo desmontarla.)
    Las mujeres estaban hablando de lo felices que serían ahora estando de nuevo en la ciudad y de que debían ir al mercado para comprar joyas y vestidos nuevos. Aunque el sol estaba ya en su cenit creo que casi todas llevaban muy poco tiempo levantadas de la cama. En ese momento entró un hombre que bostezó y se frotó luego los dientes con un trozo de tela. Le hice sitio en la mesa y él me dijo:
    –Soy Píndaro. ¿Te acuerdas de mí, Latro?
    –Sí –respondí–, recuerdo cómo nos separamos la noche anterior y esta mañana he leído mi pergamino. Tu nombre aparece ahí escrito con mucha frecuencia. Píndaro, debo encontrar al médico de la Tierra del Río.
    Cuando mencioné la Tierra del Río todas las mujeres callaron para escucharme.
    –¿De quién se trata? –inquirió Píndaro.
    –Es el hombre que me atendió después de la batalla. Me dijo cuál era mi nombre; lo había sabido a través de los hombres que estaban conmigo en el manípulo. ¿Te das cuenta de lo importante que es encontrarle? Esos hombres sabían quién era yo, así que deben saber de dónde vengo.
    –¿Y tú quieres descubrir de dónde vienes? –me preguntó Píndaro–. No habías hablado mucho de eso anteriormente.
    –¡Sí!
    –Creo que está mejorando cada vez más –le dijo a Kaleos–; hasta ahora no le había visto tan cerca de la normalidad. Latro, debes ir al templo de la Gran Madre. ¿Leíste eso también en tu pergamino?
    Le expliqué cómo había leído las palabras del Dios Resplandeciente: «Caíste junto a un altar de la Gran Madre y a uno de sus altares debes volver».
    –Bueno, pues ahí lo tienes perfectamente explicado.
    –¿Quién es la Gran Madre? –preguntó una mujer, y Píndaro la hizo callar con un gesto.
    –No confío en los dioses de esta tierra –repuse.
    Píndaro se encogió de hombros.
    –Un hombre debe confiar en los dioses; no le queda otro remedio...
    –Si en el pergamino se dice la verdad, entonces he visto a muchos más que tú –repliqué–. Tú sólo has visto al Dios Negro...
    El hombre negro me dio un leve codazo y luego abrió y cerró sus manos para explicarme que, como mínimo, había veinte dioses negros distintos.
    –Te creo –le dije–. Pero el pergamino dice solamente que viste a uno de ellos, y lo mismo ocurre con Píndaro. ¿Has visto alguno más?
    Sacudió la cabeza, indicando que no.
    –Latro, ¿pretendes decir realmente que viste a un dios? –me preguntó Kaleos–. ¿Como los que solían aparecerse ante la gente en los tiempos antiguos?
    –No lo sé–contesté–. Lo he olvidado todo, pero está escrito en mi pergamino.
    –Sí, les ha visto –corroboró Píndaro–. Como mínimo ha visto uno pues yo también me encontraba allí y pude verle entonces. También le vio la pequeña Io... Por cierto, Io, recuérdame luego que te pregunte cómo has llegado hasta aquí, al igual que nuestro camarada aquí presente. Creo que ha visto muchos más. Me lo ha dicho en más de una ocasión y después de haber visto al Rey de Nysa, al cual él llama sencillamente el Dios Negro, le creo.
    –Entonces, créeme también cuando digo que nadie debería confiar en ellos. Sin duda, hay algunos mejores que otros: el Dios Veloz, el Dios Resplandeciente y el Rey de Nysa. Pero creo que...
    –¿Sí? –inquirió Píndaro, inclinándose hacia delante para oírme mejor.
    –Creo que incluso los mejores suelen actuar de modo retorcido y engañoso. Incluso en los que desean ser buenos hay malicia... Sí, creo que incluso en Europa. En la mujer serpiente esa maldad ardía con tal fuerza que fui capaz de sentirla con leer lo que había escrito sobre ella.
    Tengo la impresión de que Kaleos no me había estado escuchando con demasiada atención.
    –Pero tú sí que puedes recordarlo todo, mi pequeño poeta. Y tú también, cariño... Tenéis que contarlo todo –dijo Kaleos.
    Y entonces Píndaro e Io le contaron nuestro encuentro con el Dios Negro. Recuerdo que en esos momentos pensé cuán parecido era su relato a lo escrito en el pergamino, así que no voy a transcribir sus palabras. Recuerdo también que me alegró ver cómo se encargaban de hacer el relato en lugar mío, pues tenía hambre y eso me dio tiempo para comer.
    Cuando terminé mis gachas y empecé a mordisquear una manzana aún seguían hablando. Entonces llamaron a la puerta y yo fui hasta ella.
    En el umbral esperaba una mujer bastante hermosa que tenía los ojos azules y algo más oscuros que los de Kaleos.
    –Hola, Latro –me saludó–. ¿Te acuerdas de mí?
    Yo sacudí la cabeza.
    –Soy Hilaeira y llevamos bastante tiempo siendo amigos. ¿Puedo entrar?
    Me hice a un lado y le dije que esa misma mañana había leído cosas de ella en mi pergamino.
    –Apuesto a que ahí no decía que estás más apuesto que nunca –me dijo con una sonrisa–, pero es cierto. Hipereides dice que esta casa se encuentra llena de mujeres; no consigo entender cómo logran mantener apartadas sus manos de ti. ¿Te acuerdas de Píndaro?
    –Sí –respondí–, ahora mismo está comiendo. Creo que si lo deseas Kaleos te invitará a comer con nosotros.
    –Me encantaría. Acabo de llegar de Encuentro y el viaje no es precisamente ningún paseo.
    Volvimos al atrio y una vez allí le dije a Kaleos:
    –Ésta es Hilaeira. ¿Puede comer con nosotros?
    –¡Naturalmente, naturalmente! –aceptó Kaleos–. Hilaeira, querida, debí presentarme a bordo de la Europa y lamento no haberlo hecho. Puedes sentarte a mi lado... Apártate un poco, Eleonora... Puedes servirte lo que prefieras. Como iba diciendo, me habría ofrecido a prestarte ayuda pero creí que eras la esposa del poeta... ¿Cómo llegaste a la ciudad?
    –Andando –le explicó Hilaeira–. Hipereides dice que va contra la ley de aquí que una mujer salga sin acompañante, pero Io había desaparecido y...
    –¡Estoy aquí! –exclamó Io.
    –¡Vaya, así que por fin te encuentro! Bueno, de todos modos, Hipereides no estaba dispuesto a mandar a nadie conmigo; no podía prescindir de ningún marinero y pensó que Píndaro acabarla viniendo. Pero Píndaro no vino y acabé decidiendo correr el riesgo. Pensaba que probablemente le acabaría encontrando por el camino pero, como es natural, no fue así. Hipereides me entregó una carta para ti. –Hilaeira se metió la mano dentro del vestido y la sacó–. Ahora está un poco mojada, me temo...
    –No importa. Léemela, querida, por favor; con tanta luz tengo los ojos tan inundados de lágrimas como los de la pobre Niobe.
    Hilaeira rompió el sello de la carta y examinó lo escrito en ella.
    –¿Estás segura de que debo leerla? Me parece que su contenido es bastante personal y no...
    Todas las mujeres presentes se echaron a reír.
    –Adelante, querida, en esta casa no tenemos secretos.
    –Muy bien. «Mi dulce cariñito: ¿Osaré repetir una vez más cuán maravilloso fue para este viejo y cansado marino reposar su cabeza cubierta de sal sobre tu blanco y divino pecho...?»
    En ese momento Hilaeira fue interrumpida de nuevo por las risas de las mujeres, en tanto que algunas golpeaban la mesa con sus cucharas. Después hubo abundantes interrupciones pero no voy a consignarías aquí.
    –«... Cuando empecé mi viaje al Ombligo y a la Colina de la Torre, estuve totalmente de acuerdo con la decisión tomada por la Asamblea de mandar naves en vez de hacer el viaje por tierra, mas ahora, ¡cuán agotadora montura puede ser un barco! Y, sin embargo, el regreso lo ha compensado ampliamente todo. Gracias, amadísima Kaleos. La segunda parte de tu pago, ¡ay!, tendrá que esperar a mi retorno pues ahora mismo se nos envía para unirnos a la flota. Manda de vuelta a mi esclavo con la silla hoy mismo.» Eso está subrayado –añadió Hilaeira.
    Kaleos se volvió hacia el hombre negro.
    –Tienes que devolver la silla, ¿entiendes? Luego ve al muelle y busca a Hipereides; si no lo encuentras hará que vengan a por ti los arqueros.
    El hombre negro asintió con el rostro inexpresivo y luego se volvió hacia mí, pretendiendo que escribía en la palma de su mano y enarcando una ceja como hace siempre que desea formular una pregunta.
    –Quieres saber si he leído algo de ti en mi pergamino –dije–. Sí, leí sobre ti y sé que fuiste mi primer amigo.
    Se puso en pie abandonando la mesa y no he vuelto a verle desde entonces.
    –«Sé buena con el pobre Latro –prosiguió Hilaeira–; descubrirás que se desvive por hacer cuanto esté en su mano para complacerte. Al menos, siempre se ha portado así conmigo. Píndaro Pagondas, de la Tierra de las Vacas, te habrá contado ya lo que ocurrió la noche anterior; creo que fue la peor aventura de mi vida. ¡Ojalá los Doce me preserven de pasar por otra semejante! Perdí y, por lo tanto, puedes pagar la apuesta a Euricles con el dinero que yo y los demás te entregamos para guardar. Cuando lo hayas hecho, te pido que no le veas nunca más. Créeme, oh dulcísima Kaleos: si hubieras estado con nosotros la noche anterior no desearías volver a verle en toda tu vida. Y ahora, adiós...»
    –¡Espera! –exclamó Kaleos–. Pero si el poeta no me ha contado nada... ¿qué pasó, poeta?
    –Dentro de un instante lo contaré –contestó Píndaro–, permite que acabe.
    –«Y ahora, adiós, querida Kaleos; tu agradecido amante Hipereides se despide. Los Cordeleros dicen que cuando un hombre va a la guerra debe volver con su escudo o tendido sobre él. He puesto el mío a prueba y he descubierto que no flota, así que tengo que volver con él. Hasta entonces te seguirá queriendo tu fiel Hipereides.»
    Cuando las mujeres se hubieron tranquilizado un poco y dejaron de bromear, Píndaro le preguntó a Kaleos:
    –¿Realmente quieres que te cuente lo ocurrido anoche, con todos aquí para enterarse? Te advierto que si debo hablar ante tanta gente diré la verdad. Has sido una generosa anfitriona, Kaleos, así que en el caso de que prefieras oírlo todo en privado...
    –Adelante –le dijo Kaleos.
    –¿Desde el principio?
    Kaleos asintió.
    –Muy bien, entonces empezaré diciendo que cuando Euricles hizo su apuesta me sorprendió lo conveniente que le había resultado la narración de Fie. Cuando dijo que vendría con nosotros, siendo la única entre todas las mujeres que expresó tal deseo... bueno, entonces estuve totalmente seguro de que había gato encerrado. Quizá no había bebido tanto como los demás o quizá tengo un poco más de resistencia, no lo sé. ¿Cuál iba a ser tu parte, Fie?
    –Eso no importa –repuso Kaleos, mientras que Fie, pese a lo hinchado de sus labios, logró balbucear: «Una lechuza».
    –Encontramos una tumba abierta –prosiguió Píndaro–, y al principio creí que eso era obra del mismo Euricles, pero luego comprendí que el riesgo habría sido excesivo. Fie estaba asustada y acudió a él en busca de protección. Eso me indicó que conocía a Euricles mejor que cualquiera de nosotros y que su miedo era auténtico. Si todo hubiera sido fingido estoy casi seguro de que se habría pegado como una lapa a Hipereides, que había apostado la mayor suma de dinero.
    –Sigue –dijo Kaleos con el rostro ceñudo.
    –Cuando estábamos aquí Euricles parecía muy borracho. Supongo que es mejor parecer borracho perdido cuando uno está apostando a que es capaz de invocar a los muertos... Pero en el cementerio era el más sobrio de todos, con excepción de Latro, que no había bebido nada. Fie dijo que se iba, y me pareció que era sincera; pero creo que Euricles lo tomó como parte de algún plan o quiso hacerle creer que eso pensaba para que ella siguiera con su parte del asunto una vez que hubiera recobrado la calma.
    –No la recobró –dijo Kaleos–. Volvió aquí.
    –Ya me doy cuenta de ello. Fie, si estuviera en tu lugar me pondría una rodaja de pepino en ese ojo.
    –Nada de todo lo que has contado habría sido capaz de aterrorizar a Hipereides –dijo Kaleos–. Sigue hablando.
    –De acuerdo, seguiré. Euricles hizo salir a la mujer de la tumba. Ella le obedeció y habló con nosotros, pero estaba claro que era una muerta. Tenía el rostro lívido y sus mejillas empezaban a hundirse hacia dentro.
    Kaleos se inclinó para estar más cerca de él. Sus ojos se habían estrechado hasta convertirse en rendijas.
    –¿Eso hizo?
    Píndaro se encogió de hombros.
    –Sacrificó una gallina y ella se puso en pie y habló. Cuando nos marchamos le acompañó a la ciudad. –Se volvió hacia Fie–: ¿Qué debías hacer? ¿Tenias que actuar solamente como voz oculta o debías aparecer como fantasma?
    –Lo sabías –repuso ella–. Lo supiste todo el tiempo, incluso cuando estábamos aquí antes, esa noche.
    –¿Por qué? ¿Se debe a que aposté con Hipereides? Sabía lo bastante como para imaginar quién iba a ganar una extraña apuesta sugerida por un desconocido. Supongo que también Hipereides es capaz de imaginarlo cuando está sobrio.
    Para aquel entonces las mujeres estaban hablando todas a la vez.
    –Latro, ¿la tocaste? –me preguntó Hilaeira en un murmullo desde el otro lado de la mesa–. ¿Lo recuerdas?
    Yo asentí.
    –Lo cual nos trae de nuevo hasta Latro –le dijo Píndaro–. No puedo regresar a nuestra ciudad hasta que le haya llevado a ese altar de la Gran Madre. No te culparé si no quieres venir, aunque si lo deseas serás bienvenida.
    –Mi difunto padre tenía un conocido aquí por razón de negocios –dijo Hilaeira–. Había pensado que quizá me dejara quedarme un tiempo con él.
    –Claro –asintió Píndaro.
    –Estamos muy cerca de Advenimiento y allí se celebran los misterios de la Diosa del Grano. Me gustaría tanto ser iniciada... Me aceptarán, ¿verdad? ¿Lo harán pese a la guerra?
    –Aceptan a cualquiera que no sea culpable de asesinato, según tengo entendido –le dijo Píndaro–. Pero hay un periodo de estudios necesario... creo que medio año o así. Kaleos, ¿qué sabes de los misterios? ¿Hay alguna razón por la cual Hilaeira no pueda ser iniciada en ellos?
    Kaleos sacudió la cabeza, sonriendo de nuevo.
    –No hay ninguna razón, claro que no. Y mi querida Hilaeira, oí lo que dijiste sobre tu pobre tío... o quien fuera. Querida mía, créeme si te digo que no le necesitas para nada; puedes quedarte aquí conmigo todo el tiempo que desees.
    –¡Oh, eres muy amable! –dijo Hilaeira.
    –Los misterios requieren cierto tiempo, debes entenderlo. Pero estás de suerte porque ahora están a punto de empezar: tendrás que ir y venir de aquí hasta Advenimiento durante todo el verano, y hay un montón de ayunos, ceremonias y cosas similares. Nunca he pasado por todo ello pero conozco gente que lo ha hecho.
    –¿Cambiaron mucho sus vidas? –le preguntó Hilaeira.
    –¿Cómo? Oh, sí, completamente... Cambió toda su mentalidad y me atrevería a decir que el cambio fue para mejorar. Además, resulta muy útil socialmente hablando... ¿Dónde estaba yo? Ah, sí, las abluciones..., hay muchas abluciones, especialmente en el río Iliso. En otoño se te admite a los misterios menores y después de eso, si lo deseas, puedes marchar a tu casa. Un año después vuelves, pasas nuevamente por los misterios menores y luego por los mayores. En ese momento te has convertido en iniciada y eres amiga de la diosa para siempre; cada año puedes acudir a los grandes misterios, aunque no es obligatorio. Los grandes misterios duran cuatro días, y los otros creo que dos. Pero lo que deberías hacer realmente es ir hasta Advenimiento y hablar con los sacerdotes.
    –¿Está muy lejos?
    –No. Si te pones en camino una vez hayas terminado de comer, entonces... pero, ¿qué te ocurre?
    –Es sólo que... la noche anterior Latro dijo que... ¡por todos los dioses!
    Hilaeira también le miraba ahora:
    –Para ser un hombre que ha visto andar a los muertos me pareces un poco nervioso ahora.
    –Debería estarlo. ¡Lo estoy! He sido un imbécil... Io, ¿recuerdas lo que dijo la profetisa? Quiero estar seguro de que mi memoria no me engaña.
    –Creo que si –le contestó Io–. Déjame ver... «Mira bajo el sol...»
    –Más adelante –le indicó Píndaro–. Lo del lobo...
    –«¡El lobo que aúlla te ha traído el infortunio!» –cantó Io–. «¡A la dueña de ese lobo has de acudir! Su fuego arde en la estancia inferior. ¡Al Dios Invisible te encomiendo acudas!»
    –Es suficiente. «El lobo que aúlla te ha traído el infortunio, a la dueña de ese lobo has de acudir, su fuego arde en la estancia inferior.» Kaleos, ¿hay alguna cueva en Advenimiento?
    –No tengo ni la menor idea –respondió Kaleos, meneando la cabeza.
    –Tiene que haberla. Necesitaré a Latro hoy y mañana. ¿Puede venir conmigo? Juro que te lo devolveré.
    –Bueno, supongo que sí. ¿Te importaría explicarme lo que está pasando?
    Píndaro le había dado un mordisco a su manzana y tuvo que masticar y tragarlo antes de poder responder.
    –En mi ciudad presté juramento de que llevaría a Latro al lugar mencionado por la profetisa y creí que ese lugar era el oráculo de Lebadeia, el cual se encuentra sólo a dos días de viaje.
    –¿Consultaste al dios en el Ombligo? –le preguntó Kaleos.
    Píndaro meneó la cabeza.
    –Hay un templo del Dios Resplandeciente y una profetisa en nuestra ciudad. Jamás llegamos a Lebadeia, como te será fácil deducir por nuestra presencia aquí, pero la noche anterior Latro dijo que...
    –Que debíamos confiar en el Dios Resplandeciente si confiábamos en su oráculo –dije yo, interrumpiéndole.
    –Cierto, Latro; ya sé que no lo recuerdas, pero ve a buscar tu pergamino. Mira el principio de todo y dime dónde te hirieron. Ya sabemos dónde tuvo lugar la batalla pero en cuanto al lugar exacto...
    –No me hace falta ir a buscarlo –le dije–. Lo leí esta mañana: fue en el templo de la Madre Tierra.
    Píndaro dejó escapar un prolongado suspiro.
    –Me pareció recordar que alguien decía eso mismo... Y encaja.
    –¿Que encaja dónde? –le preguntó Hilaeira.
    –El lobo es uno de los emblemas de la Gran Madre –explicó Píndaro–, y por tal razón creí que el oráculo se refería a ese altar de la Gran Madre... el cual, dicho sea de paso, se encuentra en una caverna. Pero, ¿no recuerdas lo que nos dijo el sacerdote junto al lago? Me refiero a la mañana siguiente a esa noche en la que nos encontramos por primera vez.
    –Explicó que los dioses tienen nombres distintos para indicar atributos distintos, y que sus nombres varían también según los lugares. Claro que eso ya lo sabía antes...
    Píndaro asintió.
    –¿Y sabes también cómo consiguió su nombre Advenimiento? ¿O la razón de que los misterios se celebren allí?
    –Pensé que así había sido siempre.
    –No, en los tiempos antiguos, Advenimiento, que entonces no se llamaba de tal modo, tenía un rey llamado Celeos. Su pueblo vivía de la caza y de la pesca, así como de recoger frutos silvestres. La Gran Madre estaba buscando a su hija, la cual había sido robada por el que Acoge a Muchos. Bueno, para que la historia no sea demasiado larga, acabó llegando a esa ciudad y le enseñó a Celeos cómo cultivar el grano.
    –¡Ya comprendo! –exclamó Hilaeira.
    –Por supuesto que sí y también yo debería haberlo comprendido mucho antes. La Diosa del Grano es la Gran Madre, y la Gran Madre es la Madre Tierra, la que hace crecer nuestro trigo y nuestra cebada. Su mayor templo se encuentra en Advenimiento y fue cerca de uno de sus templos donde fue herido Latro. El Dios Resplandeciente le estaba indicando a Latro que fuera a esa ciudad, y cuando empecé a llevarle en la dirección errónea tomó sus medidas para estar bien seguro de que acabáramos llegando a nuestro destino correcto. Todo lo que tengo que hacer es llevarle hasta allí, cosa que puedo hacer esta misma tarde, y seré libre de volver a mi hogar.
    –Y entonces, ¿encontraré a mis amigos? –le pregunté–. ¿Me curaré?
    –No lo sé –me respondió Píndaro con solemnidad–. Pero estoy seguro de que al menos habrás dado el primer paso para ello.


    18

    En la mansión de la Gran Madre


    Hoy hice un sacrificio. Hacia el mediodía, Píndaro, Hilaeira, Io y yo fuimos a hablar con un sacerdote. Nos dijo que se llamaba Poliomes y que pertenecía a la familia de los Eumólpidas.
    –El gran sacerdote es elegido siempre de entre nuestra familia –explicó–. Ésa es la razón de que haya tantos de nosotros sirviéndola en un momento dado: todos esperamos que la diosa nos sonría.
    Entonces nos dirigió una sonrisa pues era uno de esos hombres gordos, felices y siempre dispuestos a prestar su ayuda, a los que a veces se encuentra al servicio de los dioses y los reyes, aunque olía a sangre, como supongo deben de oler todos los sacerdotes.
    –Somos los hijos del gran Demofonte –continuó–, al que la diosa habría hecho inmortal si hubiera podido. Debo admitir que eso no es tan honroso como pertenecer al linaje de Hércules, el cual sí llegó a ser inmortal, pero eso es todo lo que fuimos capaces de conseguir. Y ahora, ¿qué puedo hacer para ayudaros, señor? Supongo que ésta debe de ser vuestra esposa y ésta vuestra joven hija. Y él será vuestro hijo, que enfermó o fue herido... Un joven realmente apuesto... ¡es una pena lo que le ha ocurrido! –Rió levemente y siguió hablando–. Sin embargo, este altar no está dedicado a efectuar curaciones, a no ser las del espíritu. Me alegrará enormemente indicaros la dirección de uno que...
    –Tengo la esperanza de que para mí sea un altar curativo –dije yo; y Píndaro le explicó al sacerdote cuáles eran nuestras auténticas relaciones.
    –¡Ah! Entonces, en realidad tenemos aquí a dos grupos aunque hayáis viajado juntos. Ocupémonos primero de la mujer pues creo que su caso resultará un poco más sencillo.
    »Debes entender, hija mía, que hay tres clases de personas que no pueden ser admitidas a los misterios: los asesinos, los magos y los adivinos. Si eres admitida a los misterios (basta incluso con que empieces a realizar las ceremonias de admisión) y se llega a descubrir que perteneces a cualquiera de esas tres categorías, la pena sería la muerte. Pero en estos momentos no hay ninguna pena y ni siquiera necesitas decirme “He matado a una persona” o “Practico la magia”. Todo lo que necesitas hacer es salir de este cuarto y volver a la ciudad. No se hará ni dirá nada más sobre ti.
    –Yo...
    –¿Sí, hija mía?
    –¿Sabéis que algunas veces las muchachas sumergen un espejo en el arroyo cuando hay luna llena? Si miras en él bajo la claridad lunar...
    –¿Qué ves?
    –El rostro de tu esposo... del hombre que va a ser tu esposo. La Virgen Lunar te lo enseña si es que tú también eres virgen.
    Poliomes rió.
    –Me temo que en mi caso ya no hay esperanzas. Tengo cuatro hijos.
    –Yo era bastante buena en eso..., o creía serlo; y ..., bueno, les enseñé a otras muchachas cómo se hacía. Pero ya no me dedico a eso.
    –Ya veo... ¿Miraste en el espejo en su lugar o sencillamente les mostraste de qué modo podían hacerlo?
    –Les mostré cómo podían hacerlo –repuso Hilaeira–. Es imposible hacerlo para otra persona: cada una de las muchachas debe mirar para ver su futuro.
    –¿Y te pagaron algo por tu ayuda?
    Hilaeira sacudió la cabeza.
    –Entonces, hija mía, ten por seguro que no eres ni una maga ni una adivina. ¿Puedo hacer la presunción de que tampoco eres ninguna asesina? En tal caso, puedes asistir a la ceremonia inicial, que será... –Hizo una pausa mientras contaba con los dedos–. Justo dentro de cinco días a partir de hoy, al anochecer. ¿Vives ahora en la ciudad?
    –Estoy en casa de una amiga.
    –Entonces probablemente lo mejor para ti será volver con ella. Aquí hay buenas posadas pero son terriblemente caras, según me han contado, Cuando llegue el quinto día puedes venir aquí tal y como has hecho hoy. Nos reuniremos en la estela durante el ocaso.
    Hilaeira se aclaró la garganta con un sonido que me recordó el croar de una ranita.
    –Santidad, dije que estaba residiendo en Pensamiento, pero no que fuera de Pensamiento.
    Poliomes rió de nuevo.
    –Eres de la Tierra de las Vacas, hija mía. Todos sois de allí salvo vuestro joven amigo aquí presente, y en cuanto a él no logro ni imaginar de dónde puede venir. ¿No te has dado cuenta aún de que en la Larga Costa hablamos de un modo distinto? Para empezar, cuando pronunciamos las palabras «pescado» y «camello» no prolongamos las sílabas igual que...
    –¿No importa entonces?
    Poliomes sacudió la cabeza.
    –Dije que había tres clases de personas a las cuales no se admitía. En realidad hay también una cuarta clase: excluimos a quienes no pueden entender nuestro lenguaje lo bastante bien como para aprender el significado de nuestras ceremonias. E incluso entonces esa exclusión se debe a razones prácticas. Si un bárbaro puede aprender nuestro lenguaje, será bienvenido.
    –¿Y tendré que hacer una ofrenda cuando vuelva aquí dentro de cinco días?
    De nuevo sacudió la cabeza.
    –La mayoría lo hace pero no es obligatorio. Imagino que no eres rica, ¿verdad?
    –No.
    –Entonces mi consejo es que hagas una ofrenda pero que sea pequeña. Quizá un dracma... o un óbolo, si no puedes permitirte mayores lujos. De ese modo tendrás algo que depositar en la crátera y no tendrás que sentirte avergonzada.
    –¿Puedo hacer una pregunta más?
    –Puedes hacer hasta cien, hija mía, si todas son tan cuerdas como las que has venido haciendo hasta ahora.
    –En nuestra ciudad las costumbres son distintas pero aquí me han dicho que una mujer no debe ir sola por la calle. ¿Seré molestada por alguien si vuelvo aquí sola? No creo que para entonces Píndaro siga aquí y es probable que Kaleos no permita venir a Latro.
    Poliomes sonrió.
    –No estarás sola, niña mía: al contrario. Debes pensar que en el Camino Sagrado estarás acompañada por todos los candidatos que aspiran este año a la iniciación. Te prometo que nadie te molestará, y los arqueros no te detendrán ni te preguntarán por qué no llevas escolta. Si estás nerviosa no tienes más que buscar algún hombre decente y ponerte bajo su protección.
    –Gracias –dijo Hilaeira–, os lo agradezco profundamente, Santidad.
    –Y ahora, joven, es tu turno. No eres candidato, ¿verdad?
    –Lo único que desea es presentarse ante la diosa –alegó Píndaro.
    –De todos modos es mejor la pureza incluso para eso. Supongo que no es ni mago ni adivino. ¿Es culpable de haber vertido sangre?
    –No lo recuerda, tal y como ya os he dicho.
    –Creo que he matado a tres esclavos, aunque no lo he escrito –dije–. Tú lo mencionaste luego, Píndaro, y esta mañana lo he leído mientras que tú e Hilaeira seguíais durmiendo.
    –Eran esclavos de los Cordeleros –explicó Píndaro–, y servían como auxiliares en su ejército. La sangre vertida en la batalla no cuenta, ¿verdad?
    Poliomes meneó la cabeza.
    –No implica ninguna culpabilidad. ¿Tienes alguna ofrenda?
    –El Dios Resplandeciente me entregó a él –murmuró Io–. No puede entregarme ahora a la diosa, ¿verdad?
    –Puede hacerlo si así lo desea –respondió Poliomes–. ¿Es tu deseo, joven? Esta pequeña esclava sería una ofrenda magnífica.
    –No. Pero no tengo otra cosa.
    –Puedo entregarle algo de dinero –se apresuró a decir Píndaro.
    –Bien. Joven, te sugiero que utilices lo que te dio tu amigo para comprar un animal y sacrificarlo. La ciudad está llena de gente que los vende, no tendrás ninguna dificultad para ello. Si no andas muy sobrado de fondos, con una gallina será más que suficiente...
    –No, una gallina no... –rechazó Píndaro con un estremecimiento.
    –Perfecto. Un animal más... bueno, más significativo es, naturalmente, un sacrificio mejor. Normalmente quienes hacen sacrificios aquí desean aumentar la fertilidad de sus campos y con una gallina suele bastar. La ofrenda más habitual es un cochinillo.
    –Al igual que Hilaeira, tengo una última pregunta que hacer –dijo Píndaro–. ¿Existen cavernas por aquí? Me doy cuenta de que no puedes revelarnos los misterios pero... ¿hay alguna relación entre las cavernas y la adoración de la diosa?
    Poliomes asintió sin decir palabra.
    –¡Maravilloso! Señor, Santidad, habéis sido muy, muy amable y bondadoso con nosotros. Iremos ahora mismo a buscar el animal del sacrificio y, mientras tanto, ¿quizá un pequeño obsequio para vos...?
    –Oh, sería aceptado con suma gratitud.
    Poliomes bajó la mirada hacia la palma de su mano y, sonriendo dijo:
    –Vuelve cuando sea exactamente mediodía y trae tu sacrificio, hijo mío. Yo estaré presente para ayudarte con la liturgia.
    Una vez fuera del templo, Píndaro dijo:
    –Voy a seguir un pequeña intuición... ¿Habéis oído hablar de la Señora de los Címbalos?
    Meneé la cabeza e Hilaeira hizo lo mismo que yo.
    –Ése es el nombre bajo el cual se adora a la Gran Madre en el País de los Gorros Altos. No la adoran los hijos de Perseo ni de Medea, sino sus esclavos... los habitantes de Lidia y otros pueblos emparentados con ellos. Usan el león y el lobo como emblemas suyos más que nosotros. Latro, ya sé que no te acuerdas de que el oráculo mencionaba a un lobo, a no ser que también lo hayas leído esta mañana. Pero lo mencionó y dijo que deberías cruzar el mar, lo cual probablemente hacía referencia al País de los Gorros Altos. Después de la virilidad, el sacrificio más agradable a los ojos de la Señora de los Címbalos es un novillo.
    –¿Tienes el suficiente dinero? –le preguntó Hilaeira.
    –Siempre que podamos encontrar uno no muy caro... Kaleos me hizo un adelanto y gané un poco más apostando con Hipereides.
    La mayoría de los vendedores de animales sólo trataban con los de tamaño pequeño. Tal y como nos había dicho Poliomes, los cochinillos eran las ofrendas más habituales, en tanto que las gallinas eran las más baratas; pero también había corderos, y finalmente acabamos encontrando un novillo de un año que estaba en venta.
    –Acaban de brotarle los cuernos –dijo Io, acariciando su hocico.
    –Es muy tierno, joven señora –le aseguró el granjero–, no encontraréis carne mejor que la suya.
    –Tiene razón –le dijo Hilaeira–. Tenemos que llevarnos la carne luego, ¿verdad? ¿Querrán cocinarla para nosotros en la posada?
    –A cambio de una parte, supongo que sí –respondió Hilaeira–. Y estoy segura de que si no hay nadie vigilándoles se la quedarán toda y nos entregarán carne de calidad muy inferior.
    –Creo que sería capaz de llevarme a lomos igual que a Kaleos en la vela.
    Píndaro se encargó de hacer el trato con el vendedor y, después de haber amenazado dos veces con marcharse, acabó comprando el novillo por una cantidad que, según él, resultaba excesiva.
    –La gente de aquí se ríe de nosotros por el nombre que le hemos dado a nuestro país –me explicó–, pero tenemos un ganado excelente y no lo cambiaría ni por todos los barcos que hay en la Larga Costa. No te puedes comer un barco, y en cuanto a usarlo para arar sólo se me ocurre que puede hacer surcos en el agua, y nada más.
    El novillo tenía una cuerda en la nariz y nos siguió bastante dócilmente mientras compramos una guirnalda para su cuello y diademas de flores para nosotros, aunque Píndaro no permitió que Io lo montara.
    Quizá debería anotar aquí que el templo de la Diosa del Grano es llamado la Mansión Real, y que Píndaro dijo que no se parecía en nada a ninguno de los que él había visto antes. La verdad es que también yo lo encontré extraño. Es un edificio muy grande en forma cuadrada y su interior está lleno de columnas, de tal modo que una vez dentro de él parece que estés andando por un bosque de piedra. Dicen que el fuego que hay ante la estatua no ha sido extinguido desde que la diosa quiso bañar al niño llamado Demofonte en sus llamas.
    No voy a transcribir las palabras que le dijimos a la diosa antes de hacer el sacrificio porque creo que ello iría en contra de la ley. Una vez terminado el discurso puse mi mano sobre la cabeza del novillo y le supliqué a la diosa que se uniera a mí y a mis amigos en nuestra comida. Poliomes derramó un poco de leche en la oreja del animal, preguntándole si deseaba ir con la diosa. El animal movió la cabeza como asintiendo y entonces Poliomes le cortó el cuello con el cuchillo sagrado, el cual no es de hierro sino de bronce. Luego arrojamos al fuego ciertas partes de su cuerpo, y todos nos sentimos algo más tranquilos.
    –Ha sido un buen sacrificio, ¿verdad que sí, Santidad? –dijo Píndaro sonriendo y poniendo más recta su diadema de flores.
    –Ha sido un sacrificio excelente –le aseguró Poliomes.
    Hilaeira tenía los ojos brillantes y parecía a punto de llorar.
    –Tengo la sensación de que ya soy amiga de la diosa –dijo–. En un momento dado me pareció ver que me sonreía... estoy segura de que me sonrió.
    –Tiene un rostro bondadoso –replicó Poliomes, sonriendo y alzando los ojos hacia la diosa–. Severo, pero...
    –¿Qué sucede? –le preguntó Io.
    Poliomes no le respondió. Hasta entonces sus mejillas habían estado llenas de un saludable color rojizo, pero de pronto se volvieron blancas como la medula de un hueso, y la mano que sostenía la hoja sagrada tembló de tal forma que por un instante temí que la dejara caer.
    Píndaro le cogió del brazo.
    –¿Os encontráis mal?
    –Dejad que me siente –dijo Poliomes con voz entrecortada y, ayudado por Píndaro y por mí, fue hasta el banco más cercano.
    Tenía la frente cubierta de sudor y, una vez sentado, se la limpió con el borde de la túnica.
    –No teníais modo alguno de notarlo –dijo–, no estáis familiarizados con ella tal y como yo lo estoy.
    –¿Qué ocurre? –le preguntó Píndaro.
    –Mi familia es siempre la que proporciona todos los sacerdotes y...
    –Eso ya nos lo habíais dicho.
    –Y por esa razón siempre andamos entrando y saliendo de la Mansión Real, incluso de niños. He visto a la diosa... He visto su estatua algo así como diez mil veces y...
    Todos asentimos, invitándole a seguir.
    –Ahora, quiero que uno de vosotros... tú misma, muchacha... quiero que me la describas. Debo saber si ves lo mismo que veo yo.
    –¿Sólo he de hablar diciendo cómo es? –le preguntó Io–. Es muy grande, más grande que cualquier mujer auténtica. Su cabellera le cubre los hombros y supongo que debe llevarla recogida en la nuca, pero... ¿debo dar la vuelta y mirar?
    –No. Continúa.
    –En su cabeza hay una diadema de margaritas y en su mano lleva grano... se llama una gavilla, ¿verdad? Su otra mano está señalando el suelo.
    El gordo sacerdote dejó escapar su aliento con un prolongado suspiro.
    –Debo ver a mi tío... tiene que aclararme todo esto. Vosotros cuatro, quedaos aquí mismo, no os mováis de aquí. Será mejor que no habléis.
    Se marchó a toda prisa y nos quedamos esperando, en silencio. Yo pensé que en esos momentos el templo debería parecerme pacífico, que el tranquilo oscilar del fuego y el enrejado que formaban la luz del sol y las profundas sombras debería tranquilizarme con su quietud; pero no era así. Al contrario, tuve la sensación de que en el templo había muchos ruidos leves pero perfectamente audibles, como si una bestia enorme se removiera inquieta allí donde no podíamos verla.
    Poliomes no tardó en volver.
    –Nuestro gran sacerdote ha ido a la ciudad; tendré que adoptar yo mismo una decisión sobre todo esto...
    Ahora parecía más tranquilo y en su aliento flotaba el olor algo rancio del vino.
    –Muy bien –prosiguió–, tendréis que aceptar mi palabra; he observado esta efigie muchas veces, y hasta el día de hoy su mano izquierda estuvo siempre apoyada sobre la cabeza del jabalí de piedra que tiene junto a ella.
    Hilaeira abrió la boca de pura sorpresa y Píndaro no pudo evitar que se le escapara un leve silbido.
    –Un milagro..., un gran milagro ha tenido lugar aquí en el día de hoy. El portento es grande... ¿Lo visteis alguno de vosotros, llegasteis a ver cómo se movía su mano?
    Píndaro, Hilaeira y yo negamos en silencio. Io había dado la vuelta al fuego sagrado para examinar la estatua más de cerca.
    –Es una lástima pero estoy seguro de que debió de moverse e indudablemente lo hizo en el instante del sacrificio, cuando todos teníamos los ojos clavados en la víctima –Poliomes hizo una pausa, tragó aire, y siguió hablando–. Habéis oído hablar de la muerta que apareció en la ciudad, ¿no? Se dice que caminó por las calles hasta el canto del gallo y que habló con muchas personas; en la ciudad no se comenta ahora otra cosa. Nadie sabe cuál puede ser su significado, ¡y ahora, esto! ¡Esperad a que se difunda la noticia! ¿Podéis imaginar lo que ocurrirá?
    –Yo sí –dijo Píndaro–, y para entonces espero estar bien lejos de aquí.
    Poliomes siguió hablando como si no le hubiera oído.
    –Esto es algo que todos pueden ver y que luego pueden contarle a sus hijos cuando regresen al hogar. Esto es...
    –En la cabeza del cerdo hay un sitio más claro, allí donde solía estar antes la mano –advirtió Io–. ¡Venid a ver!
    Sin duda dará buena prueba de nuestro asombro el que los cuatro obedeciéramos como niños la orden que nos había dado. Tenía razón: el humo procedente del fuego sagrado había ennegrecido la cabeza del jabalí, pero el mármol agrietado del que se había alzado la mano de la diosa estaba blanco como si hubiera sido recién tallado.
    –Pensad en lo que esto significará para nuestra Mansión Real –dijo Poliomes, frotándose las manos–. ¡Y para los misterios!
    –Yo estuve presente –murmuró Hilaeira.
    –Sí, hija mía, ciertamente... ¡Ciertamente, lo estuviste! Y cuando te hayas adentrado en los misterios... bueno, como ya he dicho, los sacerdotes son escogidos siempre entre los varones de nuestra familia. Pero hay un lugar para una mujer en las ceremonias, y es el más alto de todos.
    Hilaeira le miró con los ojos llenos de un asombro cada vez mayor.
    –También ella pertenece por costumbre a los Eumólpidas pero eso no representa un obstáculo infranqueable. Después de todo, siempre existe la adopción... incluso el matrimonio. El gran sacerdote puede encargarse de todo eso y estoy seguro de que no habrá ninguna discusión en cuanto a quién será el próximo gran sacerdote –dijo Poliomes, sacando el pecho cuanto pudo–. Mi tío es ya mayor y tengo la impresión de que la diosa ha expresado con absoluta claridad sus deseos en lo tocante a quién debe ser su próximo sucesor... Después de todo, cuando tuvo lugar el milagro sólo hubo un sacerdote presente.
    –Pero, ¿qué quiere? –preguntó Io.
    –¿Cómo? –dijo Poliomes volviéndose hacia ella.
    –La diosa... ¿por qué está señalando al suelo?
    –No estoy muy seguro –respondió vacilante el gordo sacerdote–. Cuando ese gesto lo hace una persona dotada de gran autoridad, generalmente significa que alguien o algo debe ser llevado a su presencia...
    Píndaro carraspeó levemente.
    –Un oráculo de nuestra Ciudad Resplandeciente indicó que Latro debía ser llevado ante la diosa.
    –Ah... y él fue quien efectuó el sacrificio. Oficialmente, al menos –recordó Poliomes volviéndose hacia mí–. Joven, debes permanecer esta noche en la Mansión Real, durmiendo en el suelo o sobre uno de estos bancos. Quizá la mismísima diosa se aparezca en tus sueños. De no ser así, creo muy probable que te favorezca mediante algún mensaje.
    Y ésta es la razón de que ahora me encuentre aquí, con la espalda apoyada en una columna y escribiendo a la luz del sol poniente. Esta tarde he tenido mucho tiempo para pensar y tengo la impresión de que más de una vez he sido capaz de percibir el espíritu de una casa cuando yo, un extraño, entraba en ella... aunque no puedo hallar entre la niebla en qué momentos o casas sucedió eso. Un templo es la casa del dios que vive ahí; por eso abro ahora todo mi ser a esta casa de la Diosa del Grano, esperando saber de tal modo si tiene intenciones amistosas respecto a mí.


    No hay nada... o, más bien, sólo la sensación de la eternidad. Es como si estuviera sentado junto a una mujer tan vieja que es incapaz de saber si soy real o si meramente he sido engendrado por su mente trastornada, sin que le importe saber si soy algo más que una sombra o un fantasma. La mosca puede posarse encima de una roca pero, ¿le importa acaso a esa roca, que ha visto cómo transcurrían las eras desde que los dioses caminaron de una colina a otra, lo que le ocurra a la mosca que sólo vive un verano?


    19

    En presencia de la diosa


    He comido la carne, el pan y la fruta que Io me ha traído de la posada, y he bebido también el vino. Un vez que hube terminado extendí la esterilla que había traído Hilaeira y me acosté en ella; pero no me encontraba nada dispuesto a dormir y cuando la ciudad se fue quedando silenciosa me levanté de nuevo.
    Durante cierto tiempo estuve leyendo este pergamino (que debo intentar tener siempre conmigo) a la luz del fuego sagrado, aprendiendo en él de los muchos dioses y diosas que se me han aparecido; y una o dos veces cogí el punzón para añadir algo al relato de los acontecimientos del día de hoy que había escrito antes. Pero, ¿cómo le es posible a un hombre sacar conclusiones de algo que no comprende? No había entendido nada de lo ocurrido y me pareció que sería mejor esperar hasta que la diosa hubiera hablado. Ahora estoy sentado en el mismo sitio que antes para escribir esto.
    Un acólito entró sin prestarme ninguna atención y, murmurando una plegaria, arrojó unas ramas de cedro en el fuego. Las ramas cayeron en él con un golpe tan ruidoso como si el hogar donde arde el fuego sagrado fuera un tambor y no una piedra. Cada vez que me adormilaba ese ruido parecía resonar a través de mi sueño, despertándome.
    La luz del fuego me permitía distinguir claramente la estatua. La mano que señalaba al suelo era la más cercana a las llamas y su luz rojiza la iluminaba de tal modo que parecía resplandecer como el hierro en la fragua. Tuve la sensación de que me estaba pidiendo algo y, despojándome de mi capa, avancé hacia ella con la esperanza de que estando más cerca comprendería de qué se trataba. Al tocar su mano sentí que estaba caliente, pero sólo después de haber apartado la mía miré por fin y vi adónde señalaba.
    Miré al suelo que había entre la piedra del fuego sagrado y el pedestal sobre el cual se alzaba la diosa y vi que estaba más sucio que el de otras partes. Creo que ello es debido al temor que sienten los encargados de limpiarlo a estar tan cerca de la diosa, o quizá ello les esté prohibido. Me arrodillé y limpié la superficie con mis dedos. En el lugar que indicaba su mano vi un anillo de bronce encajado en la piedra, aunque el hueco que lo contenía estaba tan cubierto de suciedad que a duras penas si resultaba posible distinguirlo.
    En ese momento deseé tener conmigo a Falcata, pero no podía llevarla dentro del templo y la había dejado en nuestra posada. Sin embargo, había comido costillas de buey y una vez que hube logrado encajar la punta de la más afilada bajo el anillo éste quedó suelto con bastante facilidad. Luego arrojé la costilla al fuego como una ofrenda adicional y tiré del anillo con ambas manos.
    Conseguí alzar la losa más fácilmente de lo que había esperado, y bajo ella descubrí una angosta escalera junto a la que había una columna de fuego: el hogar del fuego sagrado no estaba al mismo nivel que el suelo del templo, tal y como había creído, sino debajo de él. Bajé por la escalera, menteniéndome tan lejos como pude de las llamas.
    –Te has chamuscado el cabello –dijo una voz de mujer–. Lo sé por el olor, Latro.
    Miré al otro lado del fuego y la vi sentada sobre un estrado al final de la habitación. Era joven y muy hermosa; su cabeza estaba coronada de hojas y flores, y tanto el chitón como el himatión que la cubrían habían sido tejidos también con hojas y flores. Y, sin embargo, pese a toda su juventud y su belleza, pese a todo el colorido perfumado de las flores, había en ella algo aterrador. Cuando llegué al suelo rodeé la columna de fuego y, haciéndole una gran reverencia, le pregunté si era la Gran Madre.
    –No –respondió–, soy su hija. No siendo amigo de mi madre será mejor que me llames la Doncella.
    Con estas palabras se puso en pie y se acercó a mí. Aunque era delgada y parecía frágil, sus ojos me contemplaban desde una altura superior a la mía.
    –Mi madre no puede estar en todos los sitios a la vez, aunque sí esté en muchos. Y, puesto que te habías metido dentro de mi reino, me ofrecí para hablar contigo en su nombre.
    Acarició mi cabello, quitando los fragmentos chamuscados por el fuego y añadió:
    –Mi madre no desea volverte a ver en ninguna circunstancia. ¿No prefieres tratar conmigo?
    –Pero yo debo verla –dije.
    Había leído en el pergamino lo que había dicho el Dios Resplandeciente y los versos de la profetisa y se lo expliqué todo a la Doncella.
    –Te equivocas –me contestó–. El Matador de Lobos se limitó a decir que debías acudir a un altar de mi madre, no que tuvieras que hablar con ella. En cuanto a la sibila, sus palabras no hacen sino interpretar mal lo que dijo el Matador de Lobos y transmitirlo en pésimos versos. Aquí está el fuego y ahora te encuentras en la estancia que hay bajo él, aunque no siempre fue de este modo. Deseabas hablar con mi madre pero soy yo quien está ante ti en lugar de ella; la supero en hermosura y soy una diosa más grande que ella.
    –En tal caso, oh, diosa, ¿puedo suplicaros que me curéis y me permitáis así volver con mis amigos y a mi propia ciudad?
    La Doncella sonrió.
    –¿Deseas recordar tal y como hacen los demás? Si recuerdas, entonces nunca podrás olvidarme.
    –No quiero olvidaros –repuse, pero incluso cuando pronunciaba esas palabras sabía que estaba mintiendo.
    –Muchos lo querrían –dijo–, o al menos eso es lo que creen. ¿Sabes quién soy?
    Sacudí la cabeza.
    –Ya te has encontrado con mi esposo pero incluso él se ha perdido ahora entre los vapores que nublan tu mente. Soy la Reina de los Muertos.
    –Entonces, ciertamente no debo olvidaros. Si los hombres y las mujeres supieran lo hermosa que sois no os temerían tal y como lo hacen.
    –Ya lo saben –alegó la Doncella, sacando de su chitón un tallo de lupina–. Te entrego la flor del lobo, portadora del diente del lobo. ¿Sabes dónde nació?
    Comprendí a qué se refería y le contesté:
    –Bajo la tierra.
    La Doncella asintió.
    –Si antes no hubieran muerto otras diez mil flores, ésta jamás habría llegado a existir. Son los árboles y la hierba que han muerto, al igual que los animales y los hombres que han perecido, los que os envían de nuevo toda la hierba y los árboles que tenéis, igual que ocurre con los animales y con los hombres.
    –Diosa, decís que he entrado en vuestro reino como un intruso... No lo recuerdo, pero si restauráis mi memoria haré cuanto se encuentre en mi mano para pagar mi culpa.
    –¿Y qué hay de tu afrenta contra mi madre?
    –Tampoco me acuerdo de ello –le respondí–, pero siento una honda pena por haberla cometido.
    –Ah, veo que ya no eres tan duro de cerviz como fuiste en el pasado... Si todo esto fuera asunto mío y no suyo quizá haría algo por ti. Pero es asunto suyo y no mío –declaró, mostrando la sonrisa infinitamente llena de amor y bondad de la mujer que no está dispuesta a hacer lo que se la ha pedido–. Le transmitiré tus disculpas y hablaré en favor tuyo con mi mayor elocuencia.
    Creo que percibió la furia que ardía en mis ojos incluso antes de que yo mismo fuera consciente de ella, pues retrocedió un paso sin dejar de vigilarme.
    –¡No!
    Mi mano se alargó en busca de Falcata y entonces supe la razón de que los dioses hubieran prohibido que entraran armas en sus templos.
    –Me amenazas... ¿Ignoras acaso que no puedo ser dañada por un mortal vulgar y corriente?
    –No –repetí yo–; no lo sé. Y tampoco sé si soy un mortal vulgar y corriente. Quizá lo sea y quizá no.
    –Tú y tu espada habéis sido bendecidos por Asopo, pero yo soy mucho más poderosa que él y ahora tu espada no se encuentra aquí.
    –Tenéis razón –repuse–. Sólo cuento con mis manos y haré con ellas todo lo que pueda...
    –Actuarás contra alguien que merece tu respeto como mujer y tu reverencia como diosa.
    –Si no es necesario no las utilizaré. Diosa... Doncella, no quiero causaros daño y tampoco deseo hacérselo a vuestra madre. Pero había venido aquí con la esperanza de que...
    Me pareció entonces que un pedazo reseco de pan se hubiera atascado en mi garganta y fui incapaz de seguir hablando.
    –De ser como los demás hombres. De saber dónde está tu hogar y cuáles son tus amigos.
    –Sí.
    –Pero si me amenazas lo único que conseguirás será la Muerte. De ese modo serás mío al igual que lo son muchos otros: tu hogar será mi reino y tus amigos mis esclavos.
    –Será mejor que vivir de este modo.
    El olor de la tumba llenó la estancia con tal potencia que hizo desaparecer el humo que se alzaba de la madera de cedro que ardía en el fuego. La Muerte brotó del suelo y se quedó inmóvil junto a ella, sosteniendo su negra capa con una mano de esqueleto.
    –Sólo necesito decir «Es tuyo», y tu vida habrá terminado.
    –Me enfrentaré con ella si debo hacerlo.
    Me miró y su sonrisa se hizo aún más cálida.
    –Cuando acabes muriendo por fin, habrá algún monumento en el que se leerá: Aquí descansa el que osó enfrentarse a los dioses. Me ocuparé personalmente de ello, pero en este momento preferiría no verme obligada a cobrarme la vida de semejante héroe en su plena juventud...
    La Muerte se esfumó tan silenciosamente como había venido.
    –Me pediste tres favores y te concederé uno, dejando que lo escojas tú mismo. ¿Quieres ser curado? ¿O quieres volver junto a tus amigos? ¿O prefieres quizá ver nuevamente tu hogar, aunque no te acuerdes de él? Te advierto que escojas el que escojas mi madre hará cuanto pueda para estropearlo, y te advierto también que no pienso hacerte más concesiones. Si me amenazas de nuevo no andarás nunca más por la Tierra de los Vivos.
    Contemplé sus ojos, bellos e inhumanos, y no pude pensar en cuál de los tres favores debía elegir.
    –¿Quieres refrescarte un poco? –me preguntó–. Te ofrezco probar mi vino mientras decides... aunque si bebes mucho de él deberás quedarte conmigo.
    Alegrándome ante cualquier excusa con la que retrasar mi elección le dije:
    –Pero entonces, Doncella, no podría ni ver a mis amigos ni regresar a mi hogar.
    –Los dos me pertenecerán muy pronto. Por ahora eres joven y lleno de valor; ven y comparte mi lecho para que así pueda nacer un héroe aún más grande. Nuestro vino se encuentra ahí, en el columbario.
    Movió la mano y vi una hornacina en la pared. En ella había un jarra polvorienta y una copa que en tiempos debió de servir de castillo a una reina de las arañas. Sentí miedo y se me erizó el cabello.
    –¿Qué lugar...?
    –¿No lo sabes? ¡Ah, qué rápido olvidáis en la superficie! Mejor haría tu raza suplicando la memoria que tú me pides ahora: te encuentras en el megaron del rey Celeos. Contempla sus muros y verás en ellos sentado a Minos, su señor, pintado tal y como era en vida cuando visitó aquí mismo a Celeos. Celeos es ahora mi súbdito y mi esposo, y Minos es uno de nuestros grandes jueces: no hay juez más astuto y capaz de hallar de qué es culpable cada reo que Minos... A tu espalda arde el fuego en el cual mi madre habría purificado al hijo de Celeos... Cuando acabe extinguiéndose, toda esta tierra será nuestra.
    Contemplé lo que me rodeaba, incapaz de hablar.
    –Esta habitación ha esperado pacientemente durante toda una era de tu mundo –continuó–, pero yo no seré tan paciente. ¿Has elegido ya o quieres morir?
    –Escogeré –repuse–. Si pido la memoria sabré quién soy pero quizá me encuentre muy lejos de mi hogar y de mis amigos, y me he dado cuenta de que quienes pueden recordar son generalmente menos felices que yo. Si escojo mi ciudad, sin amigos o recuerdos será para mí un sitio tan extraño como lo es ahora la ciudad de Advenimiento. Por lo tanto, escojo reunirme con mis amigos y, si éstos lo son de verdad, entonces me hablarán de mi pasado y de dónde se halla mi ciudad. ¿He elegido con sabiduría?
    –Habría preferido que me eligieras a mí. Pese a todo, has acabado decidiendo y una gota más se añade al remolino que nos acerca a la destrucción. Tu deseo será concedido tan pronto como sea posible. No llores pidiendo mi auxilio cuando te veas atrapado por la corriente.
    Giró como disponiéndose a marcharse, y entonces vi que su espalda era una masa putrefacta en la que se retorcían los gusanos y las larvas. Contuve el aliento pero logré reunir el valor suficiente para decirle:
    –¿Esperáis aterrorizarme, Doncella? Cada hombre que ha caminado detrás de un arado conoce ya lo que me habéis mostrado, y pese a ello todos seguimos bendiciéndoos.
    Y de nuevo volvió hacia mi su rostro sonriente.
    –Ten cuidado con Auge, mi media hermana, que le ha robado el sur a mi madre. Y conserva mi flor... vas a necesitarla.
    Y mientras pronunciaba estas palabras se fue hundiendo lentamente en el suelo hasta desaparecer.
    La habitación se oscureció de inmediato a pesar del fuego, y sentí que cien espectros que habían sido expulsados de ella por su presencia volvían ahora rápidamente. Junto a Minos había un hombre desnudo con la cabeza de un toro que tenía la mano posada sobre el hombro de Minos: las llamas bailaban sobre su torso musculoso dando la impresión de que se movía. Un instante después, sus pies golpearon el suelo como hace el buey en el pesebre.
    Subí corriendo los escalones aferrando la flor entre mis dedos y bajé con un fuerte golpe la losa. Estuve a punto de arrojar la flor a las llamas, pero sus pétalos azules brillaron a la luz del fuego y entonces vi que era solamente una flor silvestre recién brotada y cubierta de rocío. Me quité la diadema que había sustentado antes tantas flores y descubrí que todas se habían marchitado. La arrojé al fuego y guardé la flor en el último doblez del pergamino.
    Así obré, pues creo que quienes la bendecimos no deberíamos destruir ciegamente lo que ella nos ha entregado.
    Ahora he escrito ya todo lo que recuerdo de este día. La mañana en que llegamos a este lugar y nos encontramos con Poliomes se ha desvanecido ya tan irremisiblemente como mi diadema de flores. He examinado el pergamino para ver si hablé con Píndaro, Hilaeira o Io en la posada pero no hay escrito sobre ello. Tampoco recuerdo el nombre de la posada ni dónde se encuentra. Desearía ir ahora mismo hasta allí y contarle a Píndaro lo sucedido con la Doncella pero sin duda las puertas estarían cerradas aunque lograra encontrarla. He escrito con letra muy pequeña, al igual que lo hago siempre, para aprovechar al máximo este pergamino. Ahora me escuecen los ojos y cuando intento leer lo que dice a la luz del fuego empiezan a saltarme las lágrimas; casi la mitad del pergamino está ya cubierta por las líneas grisáceas de mi escritura. Esta noche no escribiré nada mas.




    Tercera parte



    20

    En mi habitación


    He decidido escribir de nuevo en la casa de Kaleos. Acabo de leer todo lo que había escrito en el pergamino, pero no sé si es cierto y ni siquiera el tiempo transcurrido desde que lo escribí. Lo he leído porque al sacar esta mañana un chitón limpio del arca vi el pergamino y pensé que si alguna vez necesitaba escribir algo podría utilizarlo. Primero escribiré quién soy, pues creo que todo esto sólo dice quién era.
    Soy Latro, al que Kaleos llama su esclavo. También hay aquí una esclava, Io, pero es demasiado joven para hacer labores pesadas. En la casa viven igualmente Lalos, el cocinero, y otro cocinero cuyo nombre he olvidado, pero ellos no son esclavos: esta noche Kaleos les pagó y se fueron a sus hogares. En la casa viven muchas mujeres, pero creo que tampoco son esclavas y no hacen ningún trabajo, limitándose a darles la bienvenida a los hombres que vienen a tenderse en los divanes y a comer y beber con ellas. Antes de que vinieran los hombres algunas de ellas estuvieron burlándose de mí, pero me di cuenta de que no deseaban hacerme nada malo. Kaleos les pagó esta mañana, después de comer.
    Cuando las demás se hubieron ido al mercado, una de ellas habló conmigo.
    –Esta noche iré a la ciudad, Latro. ¿No es maravilloso? –me dijo–. Si deseas venir conmigo, se lo pediré a Kaleos y te dejará hacerlo.
    Sabía que mi nombre era Latro porque ésa y algunas otras cosas están escritas en la puerta de la habitación donde me hallo. Le pregunté por qué razón debería querer visitar la ciudad.
    –No lo recuerdas, ¿verdad? Lo has olvidado, ciertamente...
    Sacudí la cabeza confuso.
    –Ojalá Píndaro no se hubiera marchado a su hogar dejándote aquí –alegó ella con expresión triste–. Kaleos no estaba dispuesta a venderte por la suma de dinero que tenía entonces, pero creo que debió quedarse aquí y pedir que le enviaran más en lugar de ir él mismo a buscarlo.
    Me di cuenta de que estaba preocupada por mí, y le dije que era feliz y que al terminar de servir la comida había tenido tiempo suficiente para comer yo también todo lo que quise.
    –Dijiste que la Doncella te prometió que verías de nuevo a tus amigos; desearía que fuera más rápida cumpliendo sus promesas.
    Entonces supe que no había estado siempre en este lugar y que debo de tener una familia y una ciudad de origen. Hace mucho tiempo hubo un hombre y una mujer enormes y muy altos que cuidaron de mí. Recuerdo que ayudaba a la mujer a quitar las ramas cuando el hombre se encargaba de podar nuestros viñedos. Hablaban conmigo y, aunque podía entender todo lo que decían Kaleos y los demás y era capaz de hablarles igual que ellos hablaban conmigo, sabía que sus palabras no eran como las mías, y en ese lenguaje sólo podía hablar conmigo mismo. Por eso estoy escribiendo ahora. Entonces ignoraba quién era la Doncella porque no había leído el pergamino; cuando quise preguntarle sobre ella, la mujer ya se había marchado.
    Empecé a recoger los platos de la comida y los fui llevando a la cocina. Lalos me había dicho cuál era su nombre cuando fui a por la comida.
    –¿Has oído hablar de los Cordeleros, Latro? –me preguntó cuando volví yo con los platos.
    –No. ¿Quiénes son?
    –Son los mejores soldados del mundo, y la gente dice que no pueden ser derrotados.
    El otro cocinero hizo un ruido grosero con la boca.
    –Eso es lo que dicen pero no he afirmado que fuera cierto. De todos modos, hay un loco de Cordeleros que va de casa en casa haciendo preguntas. Los magistrados no tendrían que haberles dejado entrar, si quieres saber mi opinión al respecto. Naturalmente, son nuestros aliados y supongo que los magistrados no quisieron crearse problemas... Imagina que se hubieran negado a dejarles entrar y que los Cordeleros hubieran acabado entrando a la fuerza. Habiendo ahora tantos hombres en el ejército y la flota, ¿quién puede saber lo que habría ocurrido?
    –Tú, por ejemplo –dijo el otro cocinero–. Y todo el mundo.
    –¿Vendrán aquí también? –le pregunté.
    –Supongo que algunos de ellos acabarán viniendo. Están yendo a todas partes preguntándole a la gente tonterías, como qué comieron ayer y cosas por el estilo...
    –Pues entonces se lo diremos –intervino el otro cocinero–. ¿Qué hay de malo en explicarle a un Cordelero lo que comiste ayer?
    –Sí, se lo diremos –accedió Lalos–, será mejor.
    Recogí el resto de los platos y los cocineros le dijeron a lo que los fuera lavando. El atrio estaba lleno de restos de comida, pero casi todo eran semillas y corazones de manzana.
    –Latro, soy tu señora, Kaleos –me dijo ella–, y quiero que barras todo esto. ¿Sabrás responder cuando alguien llame a la puerta principal?
    Asentí, diciéndole que lo había leído en la puerta de mi habitación.
    –Bien. Y no te olvides de barrer otra vez esta noche cuando todos se hayan marchado. Creo que eres capaz de recordar eso y me gusta que el lugar esté limpio por la mañana... Y, Latro, no importa lo que te digan las chicas pero son ellas las que deben ocuparse de sus cuartos: esas zorras perezosas dejarán que lo ha gas tú a poco que puedan, y quiero que los cuartos estén bien limpios para la noche. Si ves a alguna que no limpia el suyo, dímelo.
    –Lo haré, señora –respondí yo.
    –Y cuando vayas a la puerta esta noche no dejes entrar a ningún borracho a no ser que te enseñe su dinero... y quiero que sea plata, nada de bronce o cobre. Bueno, oro también; deja entrar a cualquiera con oro encima, pero no dejes entrar a nadie que tenga aspecto de pobre, esté sobrio o bebido. Ah, y no saques esa espada torcida que tienes a menos que sea absolutamente necesario. No creo que te haga falta, pero...
    –No, señora.
    –Usa los puños, como hiciste la noche anterior con ese como-se-llame. Y cuando Io haya terminado de lavar los platos envíamela y no permitas que esos dos vagos de la cocina la obliguen a hacer también su trabajo, quiero que me acompañe al mercado. Pienso hacer que traigan a la casa prácticamente todo lo necesario para esta noche pero siempre habrá unas cuantas cosas de las que podría encargarse. Que los mozos de las entregas pasen por la puerta de atrás, y no hables con ellos para nada. Ah, y después de que ya lo tengas todo, no permitas que se queden por la casa a husmear. Confío en ti, Latro.
    Una vez que oscureció empezaron a llegar hombres, la mayoría ya calvos o con el pelo canoso, demasiado viejos para pelear. Les dejé entrar y una vez que estuvieron entretenidos con las mujeres dormí un poco en mi silla junto a la puerta, despertándome sólo al irse el primero de ellos. Unos cuantos se quedaron a dormir con las mujeres en sus cuartos. Cuando el atrio quedó vacío llevé las copas y las escudillas a la cocina para que Io los lavara al día siguiente y me fui a mi habitación.
    Casi todas las luces estaban apagadas y en un rincón había un hombre dormido. Me di cuenta de que resultaría imposible limpiar bien el lugar pero decidí hacerlo tan bien como pudiera. Además, me gustaba estar en el atrio; entre las nubes asomaba una minúscula tajada de luna que manchaba de sombras el muro, y ya no hacía calor. El aire estaba perfumado por las flores que Kaleos había comprado esa tarde.
    Estaba barriendo un rincón en el que había muchas urnas llenas de flores cuando sentí la mano de una mujer en mi hombro. Me volví para ver de quién se trataba pero su rostro estaba oculto por las sombras.
    –Ven, hijo de la guerra –me dijo–. Ya harás eso después... o nunca.
    Sabiendo lo que ella deseaba dejé mi escoba sobre las losas y la busqué entre las flores, sin poder encontrarla hasta que ella decidió mostrarse a mí encendiendo una lamparilla de plata en forma de paloma que colgaba sobre la cama en su habitación.
    No puedo recordar a qué mujeres he poseído. Quizá no haya poseído a ninguna. Sé que para mi fue la primera noche, que ninguna otra habría sido real comparada con ella, y nuestro placer duró una eternidad mientras que las ciudades nacían y morían, y mientras la tuve entre mis brazos el viento suave de la primavera sopló eternamente.
    Mi amante era mitad mujer y mitad niña. Sus mejillas y su cuerpo entero parecían una pálida rosa a la luz que brotaba de la paloma; era delgada pero de formas opulentas, y sus pequeños senos eran perfectos. Tenía los ojos como el cielo del verano, y su cabello era como el fuego y la manteca, como la noche perfumada con mil aromas de frutas maduras.
    –Siempre olvidas –me dijo–, pero de mi te acordarás.
    Asentí, incapaz de hablar. En esos instantes creo que no habría podido ni alzar mi mano.
    –Soy más hermosa que mi rival. Ella posee tres rostros pero ninguno es como el mío. La has olvidado pero a mí nunca me olvidarás.
    –Nunca.
    Su habitación estaba cubierta por cortinajes de terciopelo escarlata que parecían arder suavemente en la penumbra.
    –Y soy mucho más hermosa que Kore, la Doncella –alegó, mientras su voz se volvía amarga y triste–. No hace mucho le entregué mis favores a una pobre criatura llamada Mirra. Mejor habría hecho odiándola: su propio padre la fulminó convirtiéndola en un árbol, un objeto mudo con los miembros de madera inmóvil.
    Un criado con cuernos en la frente agitó sus enormes y blancas mangas para asegurar nuestra intimidad. Ella siguió hablando:
    –Y sin embargo ella le dio un hijo, el más hermoso que se hubiera visto nunca. Lo encerré en un cofre, tal y como lo llamaríais vosotros, para mantenerlo a salvo porque yo tenía amantes que habrían sido capaces de usarlo como si fuera una mujer.
    Asentí, aunque habría preferido que hablase de amor.
    –Confié en ella, en esa muchacha vil que se hace llamar la Doncella, aunque entre sus piernas ha contenido todo el Hades. Abrió el cofre y robó al niño. Supliqué justicia pero ella lo conserva a su lado cuatro lunas cada año. El niño acaba muriendo siempre y de sus venas brota esta flor rojo sangre en la que estamos tendidos.
    –Y aquí me quedaré para siempre –declaré–, pues cada uno de tus besos es nuevo para mí.
    –No lo harás, amante mío. ¡Pronto, demasiado pronto deberás irte! Pero no me olvidarás, así como tampoco olvidarás lo que te he dicho.
    Y entonces me habló al oído en un murmullo, repitiendo de muchos modos distintos la misma historia. No puedo transcribirla aquí pues no la recuerdo y tengo la impresión de que sus palabras se me escapaban en el mismísimo instante en que las oía; aunque quizá lo único que ocurrió es que se sumieron en alguna parte de mi ser que la memoria es incapaz de alcanzar. Me enseñó una manzana de oro; luego hizo girar la paloma para que su luz reflejara en la manzana.
    Y entonces se esfumó y con ella lo hizo también su habitación; y yo me quedé solo, apoyado en mi escoba en el frío atrio. La luna brillaba en lo alto y su creciente plateado era como un glifo cuyo significado era incapaz de entender.
    Cogí una lamparilla y busqué entre las flores intentando hallar la puerta que llevaba a su cuarto, pero cuando la encontré era sólo una anémona escarlata a medio abrir ante la que revoloteaba una minúscula mariposa blanca.
    Logré cogerla con mi mano y la sostuve ante mí; y entonces me pareció que en el corazón de las flores se oía una leve y brillante risa, aunque quizá fuera sólo una gota de rocío.
    Una mujer me tocó el hombro. Era Kaleos y en su aliento se percibía el vino que había estado bebiendo con los hombres.
    –No tienes que ocuparte de eso, Latro –me dijo–. Hurgando entre las flores con una luz... Ya lo harás mañana cuando puedas ver lo que tienes delante. Deja a un lado esa escoba y acompáñame. ¿Sabías que eres un hombre muy apuesto?
    –Gracias –repuse–. ¿Qué deseáis, señora?
    –Sólo tu brazo para llegar hasta mi puerta. Por todos los dioses que esta noche me encuentro bien dispuesta para el lecho y que dormiré como un calcis... Ahí dentro tengo un odre bien lleno, Latro, y te daré un trago antes de que te vayas. No es justo que te pases todo el tiempo trabajando y nunca puedas asistir a una fiesta.
    La llevé hasta su cuarto y una vez allí se dejó caer en la cama. Su peso hizo crujir las tiras que sostienen el colchón de tal modo que por unos instantes creí que se romperían. Me dijo dónde tenía el odre de vino y luego me hizo servir una copa para cada uno. Mientras yo estaba bebiendo la mía apagó la luz de un soplido.
    –He llegado ya a la edad en que el mejor aspecto de una mujer se encuentra en la oscuridad –dijo–. Ven, siéntate a mi lado.
    Mi mano rozó su pecho desnudo.
    –Sabrás cómo abrazar a una mujer, ¿no?
    La oscuridad no era completa, pues yo había dejado la puerta entreabierta apenas una rendija y por ella entraba un delgado rayo luminoso procedente de la paloma de plata; y el rayo me susurraba algo en una voz demasiado débil como para que pudiera oírla. Kaleos había dejado resbalar su ropa hasta las caderas y pude ver sus blancos pechos y la redondez que permanecía oculta por la oscura tela de su vestido. Tuve la sensación de que ver eso debería inspirarme repugnancia, pero no era así, y me pareció, no sé cómo, que Kaleos era la mujer de la anémona, al igual que una palabra escrita es la palabra pronunciada y no solamente un manchón sucio trazado encima del papiro.
    –Bésame –dijo–, y deja que me acueste.
    Hice tal y como decía, y luego le quité las sandalias y tiré de su vestido hasta sacárselo.
    Por entonces ya estaba roncando. Salí de la habitación cerrando la puerta detrás de mí y vine hasta mi cuarto, donde ahora estoy sentado escribiendo estas palabras.


    21

    Eutaktos


    El lochagos llamó cuando yo estaba sirviendo la primera Comida de hoy.
    –Problemas, estoy segura –gimió Kaleos.
    Zoe, que había estado fanfarroneando sobre la gran propina que había conseguido la noche anterior, dijo que quizá fueran buenas noticias.
    –Nunca se sabe –añadió.
    –Todo lo que ocurra antes del amanecer supone malas noticias cuando te duele la cabeza. Cuando llegues a tener mis años ya lo entenderás.
    Se oyeron nuevos golpes, esta vez más fuertes.
    –No está llamando con los nudillos –advirtió Fie– está golpeando la puerta con algo.
    Al abrir la puerta vi que los golpes habían sido dados con la contera metálica de una lanza. Eutaktos y media docena de hoplitas entraron echándome a un lado de un empujón: sus hoplones y corazas les protegían los vientres, pero llevaban los cascos echados hacia atrás y pude golpear a uno en el cuello y derribar a Eutaktos empujándole con la cadera antes de que los demás alzaran sus lanzas. Arrojé mi silla a un lado y desenvainé la espada, y las mujeres empezaron a chillar. Eutaktos se había puesto nuevamente en pie y también él había sacado su espada mientras lo se aferraba a su brazo y gritaba:
    –¡No le mates!
    Él la apartó con una sacudida del brazo y dijo:
    –No le mataremos a no ser que decida arrojarse de cabeza sobre las lanzas. ¿Quién es el dueño de esta casa?
    Kaleos avanzó hacia él, y en su rostro se dibujaba la expresión que utiliza siempre que las mujeres desperdician la comida.
    –Yo soy la dueña y el hombre sobre cuya muerte estás hablando es mi esclavo. Si le matas tendrás que pagar por él. Me costó nueve minas no hace todavía un mes y tengo un recibo firmado por un prominente ciudadano.
    –Tú no eres hija de Hellen.
    –No he dicho que sea ciudadana –replicó Kaleos con voz llena de dignidad–. Dije que el hombre al cual he mencionado lo era, y en este mismo instante se encuentra en el mar mandando un escuadrón de nuestros barcos de guerra. En cuanto a mí, como mujer libre y extranjera residente en la ciudad, estoy protegida por nuestras leyes.
    Eutaktos, con el ceño fruncido, la miró en silencio y luego se volvió hacia mí.
    –¿Cuántos hombres hay aquí?
    –¿Ahora mismo? Tres. ¿Por qué deseas saberlo?
    –Que vengan los demás.
    Kaleos se encogió de hombros y se volvió hacia Fie.
    –Trae a Lalos y Leon.
    –¡Tú! –dijo Eutaktos señalándome con su espada–. ¡Rápido! Dime cómo se llama el hombre que te vendió.
    Yo sacudí la cabeza.
    –Hipereides, señor –dijo Io–. Por favor, no le hagáis daño a Latro... No puede recordar las cosas.
    Los hoplitas, que se habían estado dando codazos unos a otros y no habían parado de hacer muecas mientras contemplaban a las mujeres, se quedaron quietos y callados como si alguien se lo acabara de ordenar. Eutaktos bajó su espada y con un seco chirrido la metió de nuevo en su vaina.
    –Muchacha, ¿dices que se le olvidan las cosas?
    Io asintió, súbitamente avergonzada.
    –Podemos arreglar este asunto en un instante –dijo Eutaktos a Kaleos–. ¿Tienes algún libro de registro?
    –No –dijo Kaleos sacudiendo la cabeza–. Guardo todos mis registros en tablillas de cera.
    –¿Ninguno? ¿Quieres que registremos la casa? No te gustará demasiado que lo hagamos, te lo advierto...
    –Hay algo... el pergamino que usa Latro para escribir. Se le olvidan las cosas, tal y como ha dicho Io.
    –¡Ah...! –Eutaktos intercambió una veloz mirada con otro de los Cordeleros y ambos sonrieron–. Tráelo, mujer.
    –Ignoro dónde lo guarda.
    –No podréis leerlo, lochagos –dijo Fie–. Yo misma lo he intentado, pero escribe en alguna lengua bárbara.
    Nuestros dos cocineros, que esa mañana habían estado manejando las sartenes con gran estruendo y hablando a gritos, estaban ahora callados y medio encogidos junto a ella. El hombre al que había golpeado se puso en pie frotándose el cuello.
    –Él podrá leérmelo –dijo Eutaktos–. Latro, tráeme tu pergamino.
    –Teme que se lo arrebatéis, señor –explicó Io–. No os lo llevaréis, ¿verdad?
    Eutaktos meneó la cabeza.
    –¿Sabes dónde se encuentra?
    –Sé más cosas sobre Latro que cualquier otra persona –asintió Io.
    –Entonces, tráelo. No le haremos daño, ni a ti tampoco.
    Io fue corriendo hasta mi cuarto y no tardó en volver llevando el pergamino en las manos.
    –¡Bien! –dijo Eutaktos–. Y ahora...
    Se oyó un golpe en la puerta y Eutaktos ordenó a uno de los hoplitas que fuera a ver quién llamaba y le hiciera marcharse. Luego se volvió hacia mí y me dijo:
    –Un pergamino excelente que habrá costado por lo menos dos lechuzas... ¿Es demasiado largo para que puedas desenrollarlo del todo?
    Yo asentí.
    –Entonces, hazlo en el suelo para que pueda verlo. Muchacha, sostén el otro extremo.
    El hoplita que había sido enviado a la puerta estaba ya de regreso.
    –Un mensaje urgente, lochagos –anunció–. Un milesio.
    Eutaktos asintió y el soldado hizo entrar a un hombre muy alto y delgado que tenía el pelo como un pajar negro: iba vestido con una capa de color púrpura y llevaba muchos anillos. El recién llegado me miró y luego miró a Kaleos, para acabar volviéndose hacia Eutaktos.
    –¡Que las bendiciones caigan sobre ti, noble guerrero! Debo decirte algo que sólo tus heroicos oídos han de escuchar.
    Kaleos dio un paso hacia adelante, sonriendo.
    –Puedo enseñarte una habitación de lo más cómoda, lochagos, donde os será posible conversar en privado. Aún no hemos tenido tiempo de limpiar después de la noche pasada, pero...
    –No importa –replicó secamente Eutaktos–. Llévanos hasta allí: no tardaremos mucho en arreglar esto. Tú, Latro, enrolla de nuevo tu pergamino y manténlo así. Basias, ocúpate de que lo haga.
    Regresaron apenas unos minutos después; el Cordelero parecía contento en tanto que el Milesio se mostraba apenado. Eutaktos miró a sus hoplitas y les dijo:
    –Este hombre ha venido a decirnos lo que estábamos a punto de saber por nosotros mismos.
    Entonces, recordándome rápidamente, me ordenó:
    –Abre tu pergamino.
    Hice lo que me pedía y cuando llegué al final encontré una flor seca.
    Eutaktos se acuclilló en el suelo junto a mí.
    –¡Hombres, mirad esto! ¿Lo habéis visto todos?
    Los hoplitas asintieron, y unos cuantos dijeron: «Sí, señor».
    –Pues recordadlo: puede que debáis repetírselo a Pausanias. Ya me habéis oído hacer la pregunta y habéis oído que es incapaz de responderme. Visteis cómo desenrollaba su pergamino y también la flor. No olvidéis nada de todo esto –dijo al tiempo que se ponía en pie–. Todo esto es un asunto de la mayor importancia y quien cometa un error sufrirá las consecuencias.
    –Noble Cordelero –empezó a decir el Milesio–, si quisierais...
    –No. Los jonios habéis perdido la cabeza por el oro. Tenemos que librar vuestras batallas para que así podáis conseguirlo, y en esta casa el esclavo más pobre es más rico que cualquiera de nosotros, yo incluido.
    –En tal caso...
    El Milesio se encogió de hombros, se volvió y se dispuso a salir.
    –¡No tan rápido!
    Dos hoplitas se pusieron delante de la puerta, impidiéndole el paso.
    –Te irás cuando yo lo diga y no antes. Obedece las órdenes o pagarás las consecuencias. Latro, vas a venir con nosotros al igual que esa muchacha. ¿Cómo se llama?
    –¡Io! –respondió ella con voz agudizada por el miedo.
    –Mujer –dijo Eutaktos, volviéndose hacia Kaleos–. Si te diriges a Pausanias o a cualquiera de nuestros reyes se te darán las compensaciones adecuadas. ¡Y cierra la boca! Hablas demasiado... Aquí todos habláis demasiado.
    –Señor –dije yo–, tengo una capa y unos cuantos chitones limpios. ¿Puedo cogerlos?
    –Coge lo que te apetezca –asintió él–, mientras lleves contigo ese pergamino. Basias, acompáñale.
    –Euricles, no pensarás ir con ellos, ¿verdad? –inquirió Kaleos.
    –Naturalmente que no –replicó el Milesio.
    Eutaktos se volvió hacia él.
    –Querrás decir «naturalmente que sí». Eres de Mileto, y Mileto está en el Imperio, y el Imperio es nuestro enemigo, por lo cual eres nuestro prisionero. Las maldiciones y la brujería no harán sino lograr que te cortemos el cuello antes de que puedas terminar de pronunciarlas.
    Entonces me fui con Basias y por lo tanto no pude oír el resto de lo que se dijo. Cuando volvimos Io tenía un hatillo a sus pies y una muñeca de madera bajo el brazo. Basias miró con expresión interrogativa a Eutaktos y señaló mi espada.
    –Era mi guardia, lochagos –le explicó Kaleos–. Latro, si quieres guardaré tu espada aquí.
    –No –le dijo Eutaktos–. Basias se encargará de ello. Puede que Pausanias decida entregársela de nuevo.
    A diferencia del frescor de la sombra que reinaba en el atrio de Kaleos, en la calle hacia bastante calor. Me eché mis escasas pertenencias al hombro sosteniéndolas con una mano, y con la otra estreché los dedos de Io en tanto que ella hacía lo mismo. Eutaktos nos precedía clavando los ojos en cada hombre cuyo rostro le parecía algo sospechoso y escupiendo cada vez que algún nuevo olor de la ciudad ofendía su olfato. El Milesio andaba detrás de nosotros con el rostro ceñudo y murmurando en voz baja.
    Basias iba a mi derecha, y a mi izquierda y detrás nuestro iban el resto de los hoplitas, todos con sus largas lanzas y sus capas rojas, además de los grandes escudos pintados con la letra en forma de cuña que los Hombres Carmesíes llaman «el Punzón» y, que encuentro insignia más que adecuada para su País Silencioso. Habrían podido ser muy bien la vanguardia de un ejército de ocupación, y los arqueros que estaban apostados allí donde el camino dejaba la ciudad parecieron bastante aliviados al vernos marchar.
    Entre los Cordeleros, cada hoplita tiene varios esclavos encargados de transportar sus posesiones, erigir su tienda y preparar la comida. Esos esclavos habían comprado vino en la ciudad del que pudimos echar un poco en el agua de beber (pues los hoplitas aún no habían comido nada ese día), y cebollas crudas, gachas de cebada, aceitunas en salmuera y queso. Io dice que se me olvidan las cosas y sé que es cierto, pero entonces me acordé del vino que aún quedaba en la mesa de Kaleos al irnos, así como de los melones y los higos que allí había.
    Antes de comer, Eutaktos envió esclavos a Pensamiento para que llamaran al otro enomotia de sus locos. Una vez terminada la comida, que no duró mucho, ordenó levantar el campamento. Yo le pregunté a Basias cuál era nuestra meta.
    –Volvemos a la Isla Roja –me contestó–, si es que el príncipe se encuentra allí. Desea verte.
    Le pregunté por qué razón, mas no obtuve respuesta alguna.
    –No lo recuerdas –dijo Io–, pero fuimos por mar alrededor de la Isla Roja con Hipereides. Tenía un aspecto bastante agreste y sólo vimos unas cuantas aldeas muy pequeñas en la costa.
    –Demasiados piratas –alegó Basias, asintiendo–. La Colina de la Torre se encarga de comerciar por nosotros.
    El Milesio se había acercado para escuchar nuestra conversación y al oír esas palabras añadió:
    –Y con ello se enriquece.
    –Ése es su problema.
    Basias se volvió y se fue a grandes zancadas.
    –Gente extraña, ¿verdad? –comentó el Milesio–. Ya sé que no puedes reconocerme, Latro, pero soy Euricles, el Nigromante. No hace mucho tiempo que estuviste sosteniendo una antorcha para que yo pudiera ver y ejecutara de tal modo uno de mis mayores prodigios.
    –Volviste a casa de Kaleos y te uniste al grupo de Hipereides –dijo Io–. Roda me lo contó.
    –Cierto –asintió Euricles–, y teniendo eso en cuenta ya debes saber que soy buen amigo de Kaleos, la cual es propietaria legítima de Latro.
    –¡No lo es!
    Euricles la miró de soslayo: pertenece a esa clase de gente que puede enarcar una ceja mucho más que la otra.
    –Latro es un hombre libre y yo soy su esclava. Kaleos dijo que yo le pertenecía pero ni tan siquiera tiene una factura mía que enseñar...
    –Y supongo que tampoco Latro la tendrá, aunque eso no importa demasiado ahora. Por cierto, no le hables a esos Cordeleros de comprar y vender: en todos los pueblos del mundo el comercio es un arte honroso en tanto que el robo no lo es, pero entre los Cordeleros ocurre justamente al revés. Robar es un acto glorioso y digno siempre que no te cojan, pero comerciar ennegrece tanto el buen nombre como tener un puesto de venta en el mercado.
    –No te gustan –dije yo.
    –A nadie le gustan los Cordeleros. Hay gente que les admira y algunos casi les adoran pero a nadie le gustan, y por lo que he visto hoy la verdad es que ni siquiera entre ellos se aprecian demasiado.
    Io le preguntó si había estado alguna vez en la Isla Roja.
    –Más allá del istmo de la Colina de la Torre no hay ni una pieza de dinero –repuso él moviendo la cabeza–. Lo único que puedes encontrar es cebada, habas y sangre. Ya viste de qué modo me trató Eutaktos cuando acudí a él para proporcionarle una información valiosa, ¿no? ¡Me convirtió en su prisionero! Cualquier oficial del ejército de una ciudad decente me habría llenado la boca de plata...
    –Acudiste a los Cordeleros para hablarles de mí.
    –Sí, lo hice, y creo que fue un acto extremadamente inteligente por mi parte. Mira, había oído decir que los Cordeleros estaban recorriendo la ciudad y hacían un montón de preguntas idiotas, pero no prestaban demasiada atención a las respuestas. Le preguntaban a la gente, por ejemplo, que dónde habían cenado y casi todos respondían que en sus casas, y algunos que en casa de un amigo, y uno o dos en una posada o una fonda; pero no parecía importar lo que dijeran, realmente. Y tras haber oído como media docena de historias parecidas, de pronto vi claro que estaban buscando a un hombre incapaz de recordar dónde había cenado. Tenías que ser tú, claro.
    –¿Qué mal te ha hecho mi amo? –preguntó Io.
    Euricles sonrío.
    –Ninguno, ninguno... Pero no creía que fueran a hacerle nada malo, compréndeme; y sigo sin creerlo. A juzgar por lo que dijo Eutaktos, Pausanias puede que incluso desee concederle algún honor. Por otra parte, habrían acabado hallándole tarde o temprano... La verdad es que llegué demasiado tarde, aunque aún puedo acabar sacando algo bueno de todo esto.
    –Creí entender que no deseabas ser prisionero suyo.
    –Cierto, pero lo que más me duele es su ingratitud. Cuando desee irme lo único que debo hacer es volverme invisible y largarme tranquilamente...
    En ese momento el último de los Cordeleros salió de la ciudad y nos marchamos, cada hoplita con sus esclavos andando detrás de él y llevando su escudo, su casco y su lanza junto con el resto de sus posesiones. Io, Euricles y yo íbamos detrás de Eutaktos igual que antes. Ahora estamos acampados junto a un riachuelo; Io me ha recordado que antes de acostarme debo escribir todo lo que ha ocurrido hoy. Una mujer con dos antorchas y dos sabuesos me está haciendo señas desde la encrucijada; cuando haya terminado de escribir esto iré para ver lo que desea.


    22

    La mujer de la encrucijada


    La Madre Oscura me asustó. Ahora se ha ido pero continúo asustado. No habría creído a una mujer capaz de asustarme ni sosteniendo un cuchillo contra mi garganta, pero la Madre Oscura no es ninguna mujer corriente.
    Cuando abandoné la hoguera para hablar con ella me pareció sencillamente una mujer como las que se ven en cualquier aldea. Tenía los ojos oscuros y la cabellera, negra, estaba recogida en una redecilla. Me llegaba sólo hasta el hombro y sostenía una antorcha en cada mano, y de cada una de ellas se alzaba una negra columna de humo que se perdía en el cielo.
    Sus perros eran también negros y muy grandes; al verlos pensé en los que se usan para cazar leones, aunque no me es posible recordar si alguna vez he llegado a presenciar semejante cacería. Los hocicos de sus perros le llegaban a los codos, y a veces erguían de golpe las orejas como hacen los lobos. Su saliva era muy blanca y brillante, incluso cuando hacía ya un tiempo que había caído de sus fauces al suelo.
    –No me conoces –dijo la Madre Oscura–, aunque me has visto cada noche.
    Cuando oí su voz supe que era una reina y me incliné ante ella.
    –Mis perros te podrían hacer pedazos, ¿lo sabes? ¿Crees que serías capaz de resistirles?
    –No, gran señora –respondí–, pues os pertenecen.
    Rió y ante el sonido de su risa cosas oscuras se agitaron entre los árboles.
    –Una buena respuesta. Pero no me llames señora 1 pues esa palabra quiere decir propietaria de la tierra y ella es enemiga mía. Soy Enodia, la Madre Oscura.
    –Sí, Madre Oscura.
    –¿Te olvidarás de mí cuando dejes de verme?
    –Lucharé por no olvidarme, Madre Oscura.
    Rió otra vez y la agitación que de nuevo se oyó entre los árboles me indicó cuán cerca se encontraban las cosas oscuras, tan cerca que casi habría sido posible verlas.
    –Soy la mujer de los venenos, Latro. La mujer del asesinato y los fantasmas, así como de los hechizos que traen la muerte. Soy la Reina de los Neurianos y soy tres en una sola. ¿Me comprendes?
    –Sí, Madre Oscura –repliqué yo–. No, Madre Oscura.
    –Hoy has pasado junto a muchas granjas y en ellas debes haber contemplado mi imagen, tallada en piedra o madera... Tres mujeres que están de pie, espalda contra espalda.
    –Sí, Madre Oscura, vi la imagen. No sabía cuál era su significado.
    Mis dientes parecían luchar dentro de mi boca, y los de arriba se enfrentaban a los de abajo.
    –No lo recuerdas y, sin embargo, has mirado con frecuencia a la luna y me has visto al igual que te he visto yo. Una vez, cuando oí al llamado Dios del Árbol, vine mientras tú permanecías en el agua. Le busqué pero descubrí que no era Aquél a quien buscaba. ¿Recuerdas cómo era yo entonces?
    Incapaz de hablar, sacudí la cabeza.
    Y ella se esfumó igual que se esfuma la oscuridad cuando la luna surge tras una nube, y en su lugar se encontraba la hermosa virgen que había visto junto al lago después de haber dormido con Hilaeira.
    –Ahora lo recuerdas –dijo la virgen y sonrió–. El poder de la tierra es grande, pero yo estoy aquí y ella no.
    Alzó su mano: en ella había un arco, tal y como yo recordaba, y en su cintura había siete dardos. Los sabuesos de la Madre Oscura se agitaron pegando sus hocicos a su mano.
    –Sí –dije yo–, recuerdo. ¡Oh, gracias!
    Me arrodillé ante ella y le habría besado los pies pero los sabuesos se volvieron hacia mí enseñando los dientes.
    –No soy amiga tuya pero tú eres el enemigo de mi enemiga, y cuando me haya ido lo olvidarás todo una vez más.
    –¡Entonces, no te vayas nunca! –le supliqué–. O llévame contigo.
    –No puedo quedarme aquí y te es imposible ir a donde yo iré. Pero he acudido para hablarte del lugar al que muy pronto te dirigirás. Irás a mi tierra... ¿has entendido? Y ahora llámame Cazadora, pues de tal modo me llaman aquí, o Auge.
    –Sí, Cazadora.
    –En el pasado le perteneció a Gea, pero yo mandé mi gente contra ella y lo conquistaron en mi nombre, destruyendo sus altares.
    –Sí, Cazadora.
    –Debes intentar que todo esto no se borre de tu mente, pero como lo olvidarás deseo mandar contigo una esclava para que te lo recuerde. Por suerte, hay a tu lado alguien que ha jurado servirme sin reserva alguna y por tanto me pertenece para ser juguete de mi capricho.
    –También yo te pertenezco, Cazadora.
    –No, aunque sé que eres sincero. Mira esto.
    Extendió su mano y en ella vi retorcerse una pequeña serpiente no más larga que mi dedo.
    –Tómala y manténla sana y salva.
    La tomé pero no tenía lugar donde guardarla. La sostuve en mi mano y un instante después pareció desvanecerse y mi mano quedó vacía.
    –Bien. Más allá, en el camino, hay una granja –dijo la Cazadora, indicando a lo lejos con su arco–. No se encuentra a demasiada distancia y no debes temer que el centinela encargado de ti se despierte. Debes ir a esa granja y hacer que sus moradores te entreguen un odre y una copa. Cuando te encuentres con quien se ha consagrado a mí debes hacer que beba y debes poner mi serpiente dentro de la copa. ¿Me has entendido?
    –Cazadora –le dije–, he perdido tu serpiente.
    –La encontrarás de nuevo cuando llegue el momento. Ahora, vete. Enviaré a mis perros por delante de ti y haré que despierten a los moradores de la granja.
    En ese mismo instante sus perros se lanzaron a la carrera y durante un fugaz segundo les vi correr como flechas por el camino en la dirección que había indicado. Luego, desaparecieron.
    Me volví y empecé a seguirles, sabiendo que tal era el deseo de la virgen. No habría dado aún cincuenta pasos cuando me dominó el deseo de verla nuevamente y miré por encima de mi hombro hacia donde la había dejado.
    Ahora siento deseos de no haberlo hecho, pues ya no estaba. La Madre Oscura ocupaba el lugar en que antes se había encontrado, sosteniendo sus antorchas y las criaturas informes de la oscuridad habían abandonado su refugio de los árboles para rodearla entre el humo y la noche. Oí un alarido y eché a correr, aunque me resulta imposible decir si corría para prestar ayuda a quien había gritado o para huir de la Madre Oscura.
    La granja era como otras cien que había visto; estaba hecha de ladrillo sin pulir y tenía el tejado de caña y paja y el patio estaba rodeado por un murete de barro y palos. La puerta estaba rota y me fue fácil entrar. Una vez en el interior vi que la figura de madera que representaba a las tres mujeres había caído al suelo, aunque los altares que flanqueaban la puerta no habían sido tocados. La siguiente puerta no estaba rota, pero al acercarme a ella un hombre con los ojos desorbitados la abrió de golpe y echó a correr. Habría chocado conmigo al igual que el jinete que embiste a otro jinete de no ser porque yo le cogí del brazo.
    –¿Eres el padre de este hogar? –le pregunté.
    –Sí.
    –Entonces, creo que puedo hacer desaparecer la maldición, pero antes debes entregarme por tu propia voluntad un odre y una copa.
    Sus labios se retorcían, y creo que si en su boca hubiera quedado una pizca de saliva allí mismo habría empezado a echar espumarajos. Los gritos que había oído ya no se escuchaban más, aunque un niño lloraba.
    –Dame el vino –le dije.
    Sin responderme ni una palabra dio media vuelta y cruzó nuevamente la puerta y yo le seguí.
    Su mujer se le acercó; estaba desnuda y lloraba, con el rostro lleno de miedo y dolor. Intentó hablar pero de sus labios sólo podían salir los gemidos inarticulados del miedo y la pena. Él la apartó a un lado, y al verme, ella se acurrucó junto a mi cuerpo buscando protección y la rodeé con el brazo.
    El hombre volvió con un odre de vino y una copa de cristal corriente.
    –Tengo este vino desde hace dos estaciones –alegó, y entonces me di cuenta de que no era más viejo que yo, quizá incluso más joven.
    Le dije que intentara consolar a su mujer y salí de la estancia. Puse nuevamente en su sitio la imagen, vertí un poco de vino en la copa y luego derramé unas cuantas gotas ante cada una de las tres figuras, llamándolas Madre Oscura, Cazadora y Luna. Antes de que hubiera terminado, el silencio reinó de nuevo en la casa y una lechuza ululó en el bosque.
    El granjero y su mujer se acercaron a mí; ella iba vestida con un camisón y llevaba de la mano a una niña bastante más joven que Io. Les dije que ahora creía que no volverían a ser molestados. Me dieron las gracias repetidamente y él trajo una lamparilla, otro odre de vino y copas como la que antes me había entregado. Bebimos todos y la niña sorbió un poco de la copa de su madre para poder dormir luego profundamente, tal y como le indicó ésta. Yo les pregunté qué habían visto.
    La niña sólo supo decir que era una cosa mala y no le hice más preguntas, viendo que ello la asustaba. La mujer dijo que una vieja horrible con los ojos centelleantes se había sentado sobre ella y la había retenido como paralizada mediante un hechizo, imposibilitándole la respiración. El hombre habló de una criatura alada, que no era ni un ave ni un murciélago, que le había perseguido aleteando estruendosamente por toda la casa.
    Les pregunté si alguno de ellos había visto un perro y me dijeron que en la granja tenían uno y le habían oído ladrar. Fuimos a mirar en la caseta que había detrás de la granja y le encontramos muerto, aunque no había ninguna herida ni marca en su cuerpo. El perro era ya viejo y tenía el hocico blanco. El hombre me preguntó si acaso era yo algún archimago, y le respondí que solamente durante esa noche.
    Cuando me fui de la granja una figura apareció en la encrucijada y vi muchas luces diminutas, aunque la Madre Oscura y sus antorchas habían desaparecido. Era el Milesio, y al acercarme a él se sobresaltó, aunque se calmó al verme la cara.
    –¡Latro! –exclamó–. Al menos hay otra persona despierta... ¿Sabes que los Cordeleros ni siquiera han apostado un centinela? Ahí tienes lo que yo llamo hombres confiados...
    Le pregunté qué estaba haciendo.
    –Oh, sólo un pequeño sacrificio a la Triple Diosa. Las encrucijadas como ésta son sagradas para ella siempre que no haya ninguna casa a la vista, y el mejor momento para tales sacrificios es la luna nueva. No le había dado las gracias correctamente por la gran merced que me concedió en la ciudad... y tú estabas allí y lo viste, ¡es una lástima que no lo recuerdes! De todos modos, ésta me pareció una buena oportunidad para hacerlo y justamente entonces se me apareció este pequeño amigo –señaló hacia lo que había sacrificado, un perrito negro–, como saliendo de la nada, y supe que el sacrificio sería claramente propicio.
    –Si no has terminado... –dije yo.
    –Oh, sí, cuando te oí estaba terminando precisamente la última invocación.
    Se agachó y recogió las cosas brillantes que formaban un circulo alrededor del perrito y luego miró con aire de complicidad al odre de vino.
    –Así que le has estado comprando cosas a los campesinos, ¿eh? –dedujo.
    Asentí y le pregunté si estaba consagrado a la Triple Diosa.
    –Sí, ciertamente; lo estoy desde pequeño. Le concede a sus adoradores todo lo que desean; incluso el viejo Hesíodo lo admite en sus versos, aunque ninguno de sus paisanos de entonces parece haberle querido hacer caso. Claro que tiene modos extraños de hacerlo, pero...
    Supe entonces que era la persona de la cual me había hablado la Cazadora; aflojé los cordones que cerraban el odre y llené la copa.
    –¿Qué le has pedido?
    –Poder, naturalmente. El oro es una clase de poder y no la mejor. En cuanto a las mujeres ya he tenido un buen montón, y al final he descubierto que prefiero a los muchachos.
    –El poder te facilitará todos cuantos desees –sugerí para mantenerle distraído–. Los reyes no tienen ninguna dificultad al respecto.
    –Claro que no. Pero el auténtico poder no pertenece a este mundo sino que entra en otra esfera más elevada: me refiero al poder de hacer volver a los muertos e invocar a los espíritus... el conocimiento de las cosas invisibles.
    Tomé un sorbo de la copa y al apartarla de mis labios sentí que la pequeña serpiente se removía en mi otra mano, la cual estaba sosteniendo el odre. Cuando llené suavemente la copa dejé caer la serpiente en su interior.
    El Milesio la apuró de un solo trago.
    –Gracias, Latro, te debo un favor –dijo, y se limpió los labios con el dorso de la mano–. Me gustaría iniciarte en los misterios de la diosa pero se te olvidarán y los misterios no pueden escribirse.
    Volvimos caminando hasta las tiendas de los Cordeleros. Mi cama estaba en la tienda de Basias e ignoro en cuál dormía el Milesio. Me preguntó si podíamos beber otra copa antes de acostarnos y le dije que ya había tomado todo el vino que deseaba pero que sería un placer darle otra copa. La apuró de un sorbo y me deseó las buenas noches.
    Yo intenté corresponder a su deseo pero las palabras parecieron atascarse en mi garganta.
    –Euricles –me dijo, creyendo que había olvidado su nombre.
    –Sí, Euricles... –repuse–. Buena suerte, Euricles. Sé que tu diosa está muy contenta de ti.
    Euricles sonrió y agitó la mano despidiéndose antes de entrar en una de las tiendas.
    Me tendí en mi lecho y tardé un buen rato en dormirme. Ahora el cielo empieza a iluminarse y, aunque preferiría olvidar todo lo ocurrido esta última noche, pienso que será mejor anotarlo en el pergamino.


    23

    En la aldea


    Estoy escribiendo en el atrio de la posada. Eutaktos sentía tales deseos de abandonar Pensamiento que no compró provisiones para el camino de vuelta a la Isla Roja. Creo que quizá pensó que podría comprarlas más baratas una vez lejos de la ciudad y supongo que estaba en lo cierto. Sea como sea nos hemos detenido aquí, y ahora Eutaktos y algunos Cordeleros están comprando comida en el mercado. Yo estoy escribiendo porque aún no he olvidado lo que sucedió la noche anterior, aunque no recuerdo cómo he llegado a encontrarme entre estos Cordeleros.
    El Milesio vino a verme una vez que nos detuvimos aquí y me dijo:
    –Busquemos alguna taberna y te pagaré en ella lo que me diste la noche anterior.
    Fingí que se me había olvidado pero él insistió en que fuéramos a una taberna, diciendo:
    –Basias puede acompañarnos, de ese modo no podrán pensar que intentábamos huir.
    El Milesio, Basias, Io y yo no tardamos en hallarnos cómodamente instalados en una mesa a la sombra; en el centro había una jarra de vino y otra jarra con agua fría, y cada uno de nosotros tenía un vaso delante.
    –Recordarás que la otra noche estábamos hablando sobre la Triple Diosa –me dijo el Milesio–. Al menos, espero que lo recuerdes... Aún no lo has olvidado, ¿verdad?
    Sacudí la cabeza.
    –Puedo recordar cómo levantamos el campamento en las afueras de la aldea la noche anterior y todo lo que ocurrió después de eso.
    –¿Dónde estamos ahora? –preguntó Io–. ¿Estamos muy lejos de Advenimiento?
    –Nos encontramos en Aquernae –respondió el Milesio–, y debemos estar a unos cincuenta estadios de Advenimiento, que será nuestra próxima parada. Si hubiéramos tomado por el Camino Sagrado la distancia habría resultado algo más corta, pero supongo que Eutaktos debió de encontrar demasiado peligroso el ser acusado de impiedad.
    Miró a Basias como buscando que éste confirmara sus palabras, pero el Cordelero se limitó a encogerse de hombros y se llevó el vaso a los labios.
    –Ya he estado en Advenimiento –dijo Io–. Fuimos allí con Latro, Hilaeira y Píndaro. Latro durmió en el templo.
    –¿De veras? ¿Y aprendió algo durante su estancia?
    –Que la diosa no tardaría en devolverle el recuerdo de sus amigos.
    Le pedí a Io que me lo explicara.
    –No sé gran cosa porque no me hablaste con detalle de todo eso. Creo que le dijiste bastante más a Píndaro que a mí y probablemente escribiste mucho más de lo que le dijiste a Píndaro. Todo lo que sé es que viste a la diosa, y que ella te entregó una flor y te prometió que no tardarías en ver de nuevo a tus amigos. Todos éramos amigos tuyos, tanto yo como Píndaro e Hilaeira, pero creo que la diosa no se refería a nosotros. Creo que se refería a los amigos que perdiste al ser herido.
    Basias me estaba mirando con el ceño fruncido.
    –¿Te dio una flor durante tu sueño?
    –No lo sé –respondí yo.
    –Él me dijo que se la había dado –le explicó Io.
    El Milesio hizo girar una lechuza sobre la mesa como si estuviera esperando que ello le inspirase un presagio.
    –Con las diosas nunca se sabe a ciencia cierta... y con los dioses tampoco, claro. Es posible que un sueño en el que ves a una diosa sea más real que un día entero en el que no ves a ninguna... Son cosas de las diosas, y en ellas no hay más ley que su voluntad. Me gustaría ser...
    –¿Una diosa? –pregunté sorprendido.
    –O un dios. Lo que fuera. Me gustaría encontrar un lugar alejado de todos en el que pudiera impresionar a la gente con mis poderes y hacer que me construyeran un templo.
    –Será mejor que eches más agua al vino –le dijo Basias.
    Euricles sonrió.
    –Quizá tengas razón.
    –Beber vino puro sin agua hace que los hombres pierdan la razón..., todo el mundo lo sabe. Los Hijos de Escoloti beben el vino de ese modo y tienen tan poco seso como una cabra salvaje.
    –Sin embargo, he oído decir que en vuestra costa hay pequeñas aldeas que siguen adorando dioses marinos olvidados en todo el resto del mundo.
    Basias tomó otro sorbo de vino.
    –¿Quién se preocupa de lo que puedan hacer los esclavos? ¿Y a quién le importa cuáles sean sus dioses?
    –En la nave de Hipereides había cuatro Hijos de Escoloti, Latro. Pero la misma noche en que murió el marinero uno de ellos se fue y no regresó.
    Basias asintió.
    –¿Y qué te dijo?
    Euricles hizo girar nuevamente su moneda.
    –No todos son Hijos de Escoloti. Algunos son de Neuria, y en la ciudad había uno de ellos.
    –¿Quiénes son? Jamás había oído hablar de ellos.
    –Viven al este de los Hijos de Escoloti y se les parecen mucho en costumbres. Al menos, se parecen cuando los ves...
    Basias volvió a llenar su vaso.
    –Entonces, ¿a quién le importa lo que hagan?
    –Salvo por el hecho de que pueden convertirse en lobos. Bueno, al menos se convierten en lobos; hay quien dice que son incapaces de controlar ese proceso.
    Euricles bajó la voz haciendo que sus palabras sonaran sobrecogedoras.
    –Latro, no puedes recordar cómo hice levantar a esa muerta, allá en la ciudad –prosiguió–; pero uno de ellos había abierto su tumba. Verás, yo había planeado cómo fabricar un fantasma pero cuando vi ese ataúd roto..., en fin, era una ocasión demasiado buena para desperdiciarla.
    El tabernero, que había estado apoyado en la pared no muy lejos de nosotros, avanzó para unirse a nuestra conversación.
    –No he podido evitar oír lo que estabais diciendo sobre hombres capaces de convertirse en lobos. Bueno, la noche anterior sucedió algo bastante raro, aquí mismo, en Aquernae. Una familia entera estaba durmiendo pacíficamente en sus camas, y entonces se oyó un trueno espantoso y la casa entera se llenó de... bueno, no sé cómo les llamáis. La gente empezó a hablar de Sabaktes y Mormo y todas esas cosas como si hubiera sido una broma, pero esos nombres no son para tomarlos a broma, por mucho que estuvieran o no escritos en las paredes de la casa.
    –Supongo que se desvanecieron con el alba –alegó Euricles–. Me gustaría poder quedarme aquí otro día para exorcizarlos y hacerle así un favor a esa buena gente. Mi fama en este terreno llega más allá de los confines del mundo conocido, aunque me cueste proclamarlo... Pero me temo que el noble Eutaktos tiene la intención de ponernos nuevamente en marcha después de haber comido.
    –Ya se han ido –explicó el tabernero–. No he podido hablar personalmente con la familia; pero sé de gente que lo ha hecho, y dicen que cuando estaban a punto de salir huyendo apareció un hombre en su puerta. Dijo que si le daban un odre de vino lo arreglaría todo; se lo dieron y entonces él puso en pie una estatua de las tres diosas que había sido derribada y luego derramó un poco de vino ante cada diosa, y apenas lo hubo hecho se desvanecieron.
    El tabernero se quedó callado unos segundos y nos miró uno a uno; después añadió:
    –Dijeron que era un hombre muy alto y que tenía una cicatriz en la cabeza.
    Euricles bostezó.
    –¿Qué fue del vino? Supongo que no lo usó todo para las libaciones...
    –Oh, el odre de vino se lo llevó y hay quien dice que todo ese asunto de los como-se-llamen es invento suyo para conseguir el vino. En mi opinión, si es hombre capaz de hacer tales cosas, se contenta con un pago extremadamente barato.
    –Yo también me contentaría con semejante pago –dijo Euricles una vez se hubo ido el tabernero, haciendo girar de nuevo su lechuza sobre la mesa como antes–. Pero, claro, todo depende de en nombre de quién se haya obrado el prodigio, ¿verdad? Cuando hice levantarse a esa mujer de entre los muertos tuve el sentido común suficiente como para llevarla ante unas cuantas personas importantes antes de que cantara el gallo; y puedes estar bien seguro de que antes de verla esas personas no eran precisamente mis protectores... pero luego sí lo fueron. Sin embargo, hay gente que desprecia la riqueza... Yo mismo, por ejemplo.
    –Pues nadie lo diría oyéndote hablar –replicó Basias.
    –¿Tienes dinero?
    –Pensaba que esta ronda corría de tu cuenta.
    –Oh, sí; sólo deseo saber cuánto dinero tienes.
    –Un par de óbolos –acabó admitiendo Basias.
    –Entonces, tíralos. No sirven de nada allí donde vamos, o eso es lo que me han dicho. Arrójalos al suelo aquí mismo y estoy seguro de que ese tipo que se acaba de ir estará encantado de recogerlos.
    Basias contempló al Milesio con expresión ceñuda, pero no dijo nada.
    –¿Ves? No desprecias el dinero, ni yo tampoco. La riqueza es incómoda, estúpida y arrogante, y lo único bueno que tiene es que significa dinero. El dinero es muy bello... Fíjate en esta moneda.
    Cogió la lechuza entre sus dedos, y la sostuvo en alto.
    –¿Ves cómo brilla? En un lado tienes el ave: el principio masculino. En el otro tienes a la Dama de Pensamiento: el principio femenino –alegó, haciendo girar la moneda sobre la mesa–. El dinero siempre te da algo en qué pensar.
    –¿Sabes qué hizo Pausanias tras la batalla de Arcilla? –le preguntó Basias.
    El Milesio pareció aburrido ante la pregunta, pero Io, entusiasmada, exclamó:
    –¡Dínoslo!
    –Matamos a Mardonio y nos apoderamos de todas sus cosas, así que Pausanias le dijo a sus cocineros que le prepararan una comida igual a la que habrían preparado para él y su séquito. Luego hizo llamar a todos nuestros oficiales y se la mostró. Yo no estaba ahí, pero Eutaktos sí y me lo explicó todo. Pausanias dijo: «Contemplad la riqueza de esta gente que ha venido a compartir nuestra miseria».
    –Es verídico –asintió el Milesio, haciendo girar todavía su moneda–. Para nuestro tipo de vida la riqueza del Imperio es inconmensurable y, por cierto, su nombre no era realmente Mardonio. Era Marduniya, y eso quiere decir «el guerrero».
    –No lograría pronunciar esa palabra sin desencajarme la mandíbula –replicó Basias.
    –Pues deberás aprender a desencajarte la mandíbula si esperas hacerte rico liberando las ciudades de Asia junto con Pausanias.
    –¿Quién ha dicho que espero hacerme rico?
    –Oh, nadie. Sólo he dicho «si».
    –Hablas demasiado, Euricles.
    –Lo sé, lo sé –admitió el Milesio, incorporándose–. Pero ahora, amables amigos míos, si tenéis la amabilidad de excusarme, tengo que... ¿Dónde irá uno aquí? Supongo que a la parte de atrás.
    Nadie habló durante un instante; después Basias dijo:
    –Me gustaría ir con él.
    Le pregunté por qué no lo hacía.
    –Porque se supone que debo permanecer contigo; pero me gustaría ver lo que esconde bajo toda esa ropa. ¿Lo has visto alguna vez?
    –¿Que si le he visto desnudo? –le pregunté–. No, que yo recuerde.
    –Yo tampoco lo he visto desnudo y no quiero verlo –dijo Io–. Soy demasiado joven para eso.
    Basias la miró sonriendo.
    –Al menos sabes que aún eres demasiado joven, pero la mitad de las chicas no lo saben. De todos modos, si cambias de parecer te enseñaré un buen modo de empezar.
    –Y yo te mataré –le advertí.
    –Quieres decir que lo intentarás, bárbaro...
    –Latro no es ningún bárbaro –dijo Io–. Habla tan bien como tú, e incluso mejor.
    –Hablar sí, pero... ¿sabe luchar?
    –Ya le viste derribar a tu lochagos.
    Basias estaba sonriendo de nuevo.
    –Lo vi, y eso me hizo empezar a pensar... ¿Quieres que luchemos un poco, bárbaro? –me dijo, terminando su vino–. Las mismas reglas que utilizan en Olimpia: nada de golpes o patadas, y nada de presas por debajo de la cintura.
    Me puse en pie y me saqué el chitón. Basias dejó el cinturón con la espada sobre la mesa y se quitó la coraza para sacarse luego el chitón por encima de la cabeza. El tabernero pareció surgir de la nada con media docena de clientes detrás.
    –Es sólo una pequeña competición amistosa –alegó Basias.
    Yo le llevaba una mano de ventaja en cuanto a estatura pero él era un poco más robusto que yo. Cuando extendió su brazo ante mí para que se lo cogiera fue como agarrar una rama de roble. En apenas un segundo me tuvo sujeto por la cintura y un segundo después me encontré tumbado de espaldas en el suelo.
    –Presa fácil –dijo Basias–. ¿Nunca te han enseñado?
    –No lo sé –contesté.
    –Bueno con ésa tenemos una caída. A las tres, pierdes. ¿Quieres intentarlo de nuevo?
    Me froté las manos con el polvo para limpiarlas de sudor y esta vez me levantó por encima de su cabeza.
    –Ahora, bárbaro, si quisiera hacerte daño me bastaría con arrojarte sobre la mesa... pero con eso echaría a perder el vino.
    El atrio de la taberna giró locamente hasta encontrarse allí donde habría debido estar el cielo, y entonces me golpeó igual que un hombre hace con una mosca.
    –Dos caídas para mí. ¿Aún te queda algo de resuello?
    Sentía en mis ojos las lágrimas de vergüenza y me las limpié con el brazo. Uno de los clientes le dijo al tabernero:
    –Cogeré mi óbolo ahora mismo. ¿Por qué no ahorrarse el tiempo y la molestia?
    –Te apuesto otro óbolo –retó Io al cliente una vez que yo hube conseguido ponerme de rodillas.
    –¿Apostar con una criatura? Deja que vea tu dinero... Está bien, pero estarías cometiendo una estupidez aunque fuera el mismísimo Hércules.
    La rama de roble que había imaginado un segundo antes apareció ante mis ojos.
    –No puedo ayudarte –retumbó el hombre gigantesco que la sostenía–, pues va contra las reglas. Pero no va contra ellas que tardes todo lo que puedas en levantarte y será mejor que tardes el máximo.
    Uno de mis pies tocó el suelo pero mantuve la otra rodilla en él mientras me limpiaba la frente.
    –Te está venciendo porque te levanta del suelo, tal y como hice yo con Anteo. Tienes que agarrarte constantemente a él; no puede levantarse a sí mismo.
    Cuando Basias me ofreció otra vez su mano yo me agarré lo más fuerte que pude, cogiéndole por debajo de los brazos igual que me sujetaba él por la cintura.
    –Intentará doblarte la espalda –me advirtió el hombre del garrote–. Retuércete y aprieta. Cada uno de los músculos que hay en tu brazo es un tendón crudo que se está secando al sol, haciéndose cada vez más rígido. ¿Oyes cómo crujen sus costillas? Ahora, clava en su cuello ese mentón tan puntiagudo que tienes...
    Caímos juntos al suelo y, cuando me hube apartado de él, Basias me dijo.
    –Estás aprendiendo. Una caída para ti; esta vez tendrás que darme tú el brazo.
    Le hice girar y descubrí que sus costillas de abajo eran bastante más blandas que las de arriba. Sus brazos ya no eran tan largos ni duros como antes, y con una mano en su cintura y otra en su hombro pude levantarle por encima de mi cabeza.
    –No me arrojaste sobre la mesa –le dije–, así que yo tampoco lo haré.
    El gigante que sostenía la rama de roble señaló al cliente que había apostado con Io.
    –Está bien –asentí, y le tiré a Basias encima, haciéndolo caer.
    El Milesio aplaudió, golpeando la mesa con su vaso de vino.
    –¡Bien! –susurró el gigante. Ahora déjale vencerte.


    24

    ¿Por qué perdiste?


    Io me hizo esta pregunta con la mirada mientras estaba escribiendo.
    –No lo sé –le contesté.
    Luego, pensando en el hombre con el garrote y la razón de que me hubiera hablado tal y como lo hizo, añadí:
    –¿Crees que estaríamos en mejor situación si hubiera ganado? Además, no habría sido justo. Supón que Basias me hubiera arrojado sobre la mesa: eso habría terminado con la competición.
    Basias salió de la taberna con el brazo cubierto de grasa para aliviar el dolor.
    –¿Queda algo de vino?
    Io inclinó la jarra y miró dentro.
    –Aún queda casi media jarra.
    –Pues me vendría muy bien. Tu amo tiene buenas manos, muchacha. Con un poco de entrenamiento podría hacer un buen papel en los Juegos.
    –Será mejor que le eches un poco de agua a eso –le dijo ella–. Te volverá loco.
    –Escupiré dentro y será como si le hubiera echado agua –dijo mirándome–. ¿Realmente ignoras quién eres?
    Agité la cabeza y el Milesio se removió en sueños, gimiendo como una mujer enamorada.
    –Por tu aspecto eres un bárbaro. Jamás heleno alguno ha tenido un perfil como ése, y tampoco ningún ilota. Esa espada tuya parece extranjera también... ¿Tienes armadura?
    –Tenía las piezas del pecho y de la espalda –dijo Io–, unos discos redondos que se colgaba sobre los hombros y luego se ataba en la cintura. Creo que ahora los tiene Kaleos.
    Basias terminó el vino y se llenó otra vez el vaso.
    –Vi muchos discos como esos que dices en los muertos de Arcilla, pero no les sirvieron de gran cosa.
    –Háblanos del combate –le pedí–. Estuviste allí y me gustaría saber lo que sucedió.
    –¿Lo que te sucedió a ti en persona? Eso no puedo explicártelo sin saber en qué lugar estabas –alegó, mojando un dedo en el vino–. Aquí estaba nuestro ejército. Eso es un risco, ¿comprendes?, y ahí arriba está el enemigo.
    Derramó un poco de vino sobre la mesa y continuó explicando la batalla:
    –La llanura se había vuelto negra, tal era su número... Uno de nuestros oficiales, uno que se llama Amomfaretos, le había estado causando problemas a Pausanias. Tendría que haber formado parte del consejo, ¿entiendes? Pero no formó parte de él porque no le llamaron; o el mensaje no le llegó, tal y como sostenía Pausanias, o quizá Pausanias nunca lo envió, tal y como sostenía Amomfaretos. Al final acabaron arreglando las cosas entre ellos y Pausanias puso el taksis de Amomfaretos atrás en reserva para demostrarle cuánto confiaba en él.
    –A mí me parece que no confiaba mucho –opinó Io.
    –No eres un hombre y jamás entenderás la guerra, pero la reserva es la parte más importante de un ejército, y si el ejército empieza a perder la batalla puede convertirse en el lugar más peligroso... Había colinas a la derecha, y detrás de ellas se escondían los hombres de ese sucio lugar que acabamos de abandonar. Nosotros estamos al descubierto, allí donde el enemigo puede vernos; entonces Pausanias da la orden de retroceder.
    –¿Es Pausanias uno de vuestros reyes? –le interrumpió Io–. ¿Y es verdad que tenéis dos?
    –Pues claro que tenemos dos –respondió Basias–. Es el único sistema que realmente funciona.
    –Yo siempre había creído que se pelearían entre ellos.
    –Ya. Pues supón que sólo hubiera uno, algo que ya ha puesto a prueba mucha gente. Si es fuerte se apodera de la esposa de cada hombre y también de sus hijos, haciendo lo que le viene en gana. Pero ahora piensa en nosotros: si uno de los nuestros intentara hacer eso nos aliaríamos con el otro, y ésa es la razón de que no lo hagan. Pero en realidad Pausanias no es rey, es sólo el regente de Pleistarcos.
    Basias me tendió su vaso y eché un poco de mi vino en él, y dejé que hiciera lo mismo con el mío.
    –Aquí está el Molois –prosiguió–, prácticamente seco. Aquí está Hisiae y aquí Argiopium, una aldea que rodea el templo de la Diosa del Grano.
    La hierba que hay bajo mis pies se está volviendo amarilla y el cielo es de un azul tan claro que duelen los ojos. Colinas marrones se alzan al final de la llanura amarilla y oscuras siluetas de jinetes la cruzan una y otra vez. Detrás de ellos se distinguen las rojas capas del enemigo como los hilos de sangre que fluyen de un cadáver. Mardonio monta su corcel blanco rodeado de los Inmortales. Suenan las trompetas y los heraldos gritan la orden de avanzar. Intento mantener unida nuestra centuria; pero los medos con sus arcos y sus enormes escudos de mimbre se abren paso a través de nuestra formación, seguidos luego por lanceros y arqueros que llevan el cuerpo pintado de rojo y blanco. Corremos por la llanura; los más veloces dejan atrás a los más lentos, y los que llevan poco peso van siempre por delante de los más cargados hasta que ya no puedo ver a nadie conocido, sólo el polvo y la multitud de extraños que corren. Por delante mío se alza el muro reluciente de los escudos de bronce y el seto erizado que forman las lanzas.
    La pequeña Io me estaba apretando con un paño mojado sobre las sienes. Un enemigo se inclinaba sobre mi con su penacho oscilando y su capa roja cubriéndole los hombros. Alargué la mano buscando a Falcata, pero ésta había desaparecido.
    –No ocurre nada –me dijo Io–, no ocurre nada, amo.
    El enemigo se irguió.
    –¿Cuánto tiempo ha estado así?
    Era Eutaktos y yo le conocía.
    –No mucho –respondió Io–. Basias mandó a un sirviente de la taberna para que te buscara.
    Intenté decir que ya me encontraba bien, pero mis palabras surgieron de los labios en esta lengua y no en la suya.
    –Habla mucho –le explicó Io a Eutaktos–, pero no se le puede entender. La mayor parte del tiempo no parece verme.
    –Ya me encuentro mejor –dije yo, hablando como ellos.
    –Bien, bien –dijo Eutaktos, arrodillándose a mi lado–. ¿Qué ha ocurrido? ¿Basias te ha golpeado, quizá?
    No entendí a qué se refería.
    –Hemos perdido –le dije–. Aunque pudieron levantar otra muralla de escudos, al refugiarnos tras ella ya no éramos sino una turba aterrorizada. Los medos tomaron las lanzas en sus manos y las partieron y murieron. Las flechas no servían de nada, y soy incapaz de hallar a Falcata.
    –Es su espada –dijo Io.
    Les dije que Marco había muerto y no podía encontrar a Umeri, y que jamás habríamos debido venir a la Tierra del Río.
    –En esto hay magia –aseguró Eutaktos–. ¿Dónde está ese mago?
    –Duerme ahí fuera –respondió Io, señalando hacia el exterior.
    –Puede que estuviera durmiendo antes, pero ahora no se encuentra allí o le habría visto.
    Eutaktos se fue a toda prisa y yo logré sentarme con cierta dificultad.
    –¿Te encuentras mejor, amo?
    La carita infantil de Io estaba tan llena de preocupación que no pude sino reírme al verla.
    –Sí –contesté–, y te reconozco. Pero no consigo acordarme de quién eres.
    –Soy Io, tu esclava. El Dios Resplandeciente me entregó para que fuese tuya. Nos encontrábamos en una habitación oscura y muy angosta que olía a humo.
    –No lo recuerdo –dije–. ¿Dónde estamos?
    –En una taberna.
    Una mujer alta y fea con el pelo negro entró en la habitación y dijo:
    –Hola, Latro. ¿Te acuerdas de mí?
    –¿Latro? –repliqué yo.
    –Sí, eres Latro y yo soy Euricles, a quien te une una gran amistad. También conozco a Kaleos. ¿Recuerdas a Kaleos?
    –Sacudí la cabeza.
    –Se supone que debo curarte –dijo la mujer–, y eso quiero hacer. Pero no sé lo que ha ocurrido..., estaba echando la siesta. Si lo supiera me ayudaría a curarte.
    –¿Recuerdas cómo luchó con Basias? –inquirió Io.
    –Sí. Basias le derribó en dos ocasiones y luego él hizo caer a aquél otras dos veces. Finalmente Basias le derribó de nuevo y ése fue el final de la competición. Bebimos una última ronda y Basias entró en la casa para buscar algo con que curarse el brazo. Latro quería escribir en su pergamino y...
    –Miré a Io e intenté ponerme en pie.
    –Lo tengo aquí mismo, amo –se apresuró a decir ella–, y también tengo el punzón.
    –...y me entró sueño y decidí dormir un poco. ¿Qué sucedió luego?
    –Basias volvió y estuvieron bebiendo un poco; luego Basias le preguntó a Latro si tenía armadura –refirió Io, mirándome–. Basias tiene tu espada, amo, te la está guardando.
    –Sigue –dijo la mujer fea.
    –Dije que no tenía armadura. Entonces Latro le pidió que le hablara de la batalla: supongo que se refería a esa en que murió nuestro Grupo Sagrado. De todos modos Basias sabía a cuál se refería y le estuvo hablando de sus reyes y de la posición en que se hallaban los ejércitos.
    Io se detuvo unos instantes para recuperar el aliento.
    –Entonces Latro gritó y no paró de gritar –prosiguió– y derramó todo el vino. Basias le sujetó por la espalda e intentó derribarle, pero Latro se le escapó. Luego, Basias y muchos hombres que estaban en la casa le cogieron y le hicieron caer al suelo, y él dejó de gritar. Dijo muchas cosas pero era imposible entenderle, y entonces le trajeron hasta aquí. Basias dijo que todo era debido a que no había echado el agua suficiente en su vino pero si la había echado: se puso mucha más que Basias.
    La mujer fea meneó la cabeza, sentándose junto a mí.
    –¿Qué pasaba, Latro? ¿Por qué estabas gritando?
    –Todos gritábamos –repuse–. Corríamos hacia el enemigo y gritábamos. Ellos se retiraban pues les superábamos enormemente en número y parecía que un buen empujón bastaría para poner fin a la guerra. Y entonces se volvieron de pronto contra nosotros como un alce con mil cuernos puntiagudos...
    –Ya veo...
    En el mentón de la mujer había unos cuantos pelos y empezó a estirarlos pensativamente con sus dedos.
    –Eutaktos piensa que esto es brujería –continuó ella–, pero yo estoy empezando a dudarlo y me parece más probable que se trate de malicia por parte de algún morador de la Montaña. Podríamos probar haciendo un sacrificio al Dios de la Guerra. O... Latro, estos Cordeleros tenían un médico llamado Esculapio. ¿Le conoces?
    Sacudí la cabeza.
    –Quizá él fuera mejor, dado que estás bajo su protección o deberías estarlo. Hablaré de ello con Eutaktos y me ocuparé de prepararte un hechizo, invocando a ciertos poderes sobre los cuales no carezco de influencia. Normalmente la salud no es algo que les preocupe en demasía pero quizá sean capaces de hacer algo al respecto.
    Una vez que la mujer fea se hubo marchado, Io quiso permanecer conmigo, pero prefiero que se encargue de averiguar lo que ocurre y vuelva luego a contármelo. Antes de salir hice que me trajera un escabel para poder así escribir todo esto cómodamente. Eutaktos ha dejado dos centinelas en la puerta, pero me han permitido tenerla abierta y me he sentado de forma que la luz caiga sobre mi pergamino.


    Io ha vuelto para contarme que los esclavos de los Cordeleros están construyendo un altar dedicado al Dios de la Curación, del cual me había dicho algo la mujer fea. Dice que Basias ha estado en el gran templo que este dios tiene en la Isla Roja, y que cuando Eutaktos haya hecho un sacrificio por mí tendré que dormir junto a ese altar. Durante su ausencia he estado leyendo el pergamino y ahora sé que he dormido también en el templo de la Diosa del Grano de un modo muy parecido.
    Io dice que Eutaktos tiene intención de partir mañana con rumbo a la ciudad, tanto si el dios aparece como si no; a partir de Advenimiento, el camino que conduce a la Isla Roja es bueno.
    Le pregunté sobre la mujer fea que había prometido preparar un hechizo para mí y ella me dijo que no había tal mujer, que era Euricles de Mileto, el cual llevaba una capa púrpura pero es un hombre. Eso me parece aún más extraño que todos los hechos sorprendentes descritos en mi pergamino.
    El tabernero me trajo la cena y le pedí una lamparilla. Dijo que había perdido una apuesta por culpa mía pero que valió la pena sólo por ver tirado en el suelo al hombre con el que había apostado. Me hizo muchas preguntas sobre quién era yo y de dónde venía pero no pude contestar a ninguna de ellas. Dice que en su oficio ha visto a muchos extranjeros pero que le resultaba imposible adivinar cuál es mi país de origen.
    Le pedí que me dijera de qué nación no procedía. Esto es lo que me dijo: no soy heleno (cosa que ya sabía, naturalmente). No soy de Persépolis (le pedí que me hablara de ese lugar; se trata de la ciudad en que vive el Gran Rey). No soy de la Tierra del Río (eso ya lo sabía, pues me acordaba de haber pensado que nunca habríamos debido ir a esa tierra. De todos modos, está claro que la he visitado y, aunque no sea mi hogar, quizá alguien de allí me conozca). No soy de la Tierra de los Caballos, del País de los Gorros Altos ni del País de los Arqueros. No soy de Caria.
    Ahora estoy más decidido que nunca a descubrir quiénes son mis amigos y dónde está mi hogar, a causa de todo lo que he leído aquí. Tengo la sensación de que por mucho que pueda olvidar todo lo demás, esto no se me olvidará. La Reina de los Muertos me prometió que no tardaría en ver nuevamente a mis amigos, y me pregunto si no estarán también ellos cautivos de los Cordeleros. Me gustaría dormir pero cada vez que cierro los ojos veo el muro de lanzas, los escudos de mimbre tirados en el suelo, los cuerpos de los muertos y las blancas paredes del templo.


    25

    Yo, Euricles, escribo


    Tal y como me ha pedido tu esclava, Io, describiré los acontecimientos de la noche y el día anterior, moldeando sus palabras de forma que puedan ser transcritas adecuadamente aquí. Me lo ha pedido al haber prohibido Eutaktos, el Espartiata que tuvieras el pergamino en tu poder, creyendo que escribir en él ha sido causa de que se trastornara tu mente. Io quiere que se mantenga una crónica de todo lo ocurrido para que le sea posible leértela cuando te devuelvan el libro y yo formo las letras mejor que ella y, además, sé hacerlas más pequeñas.
    Pero antes de escribir tal y como me ha pedido permíteme decirte algo sobre mi persona, pues debes saber, Latro, que quizá el augusto regente te quiera mal, o quizá que te quiera bien, tal y como yo espero sincera y fervientemente que ocurra. Entonces, ¿cómo podrás recordar a tu amigo y compañero en este viaje a la austera y triste isla de Pélope, si no dejo consignado aquí un leve perfil de mi persona para que obre como correctivo de tu memoria vagabunda? Eso haré, pues, tras haber aplacado a la joven Io (feroz como el tábano), la cual se mordisquea los labios por la impaciencia.
    Comienzo, pues, y seré breve: nací en Mileto, en el Asia Menor, habiendo sido mi padre, tal y como siempre me ha asegurado mi madre, un distinguido ciudadano de mi urbe nativa. Cuando sólo tenía once años de edad se me apareció en un sueño la Triple Diosa, señalándome las hojas de cierta planta y animándome a que con su ayuda escapara de otro muchacho de cuyas manos había recibido gran cantidad de injusticias. Tras varios errores descubrí la planta adecuada en el mundo diurno, y logré deslizar una hoja joven y tierna en el brebaje que fingí comer hasta que él me lo arrebató. Antes de morir estuvo enfermo durante varios días; un sabio sacerdote al que sus padres mandaron llamar atribuyó correctamente dicha muerte a los dardos de Aquel que Dispara a lo Lejos, el Deliano.
    Tras la muerte de este muchacho hice muchos, muchos sacrificios (como bien habrás podido imaginar, mi querido amigo), y aunque no sacrifiqué más que ranas, gorriones y otras fruslerías infantiles no me arredra declarar (o, mejor dicho, soy lo bastante impúdico como para hacerlo) que al parecer fueron aceptados muy acertadamente en tanto que ofrenda de un corazón voluntarioso aunque todavía joven. Un año más tarde oí hablar del gran templo que tiene consagrado en Caria, el cual no se encuentra a mucha distancia de mi ciudad. Viajé hasta él, haciendo a pie la mayor parte del camino, y una vez allí le dirigí una plegaria a ese astuto mensajero que le presta a los ladrones las alas de sus pies y logré ofrecer un sacrificio de lo más adecuado consistente en un enorme conejo negro que tenía una luna blanca creciente en la frente. (Dicho animal me hizo ser calurosamente felicitado por el sacerdote, cuya bondad no se me ha olvidado todavía, y pongo a estas delicadas fibras por testigo de ello.)
    Al regresar a Mileto descubrí que mi madre había aprovechado mi ausencia para abandonar la ciudad, unos decían que con destino a Samos y otros que a Quíos. En ello se veía claramente la mano de la diosa, y decidí que sólo a ella tendría por madre desde entonces. Me dediqué a relacionarme todo lo estrechamente que me fue posible con quienes gozaban de su favor y le ofrecí mis servicios a quienes, como el prudente Agamenón, llamado Rey de los Hombres, buscaban alcanzar dicho favor.
    Puedo decir que me lo ha concedido plenamente y no tengo escrúpulos en afirmar que no existe hombre o mujer más hábil que yo en sus misterios y que nadie es más hábil en el tramado de maldiciones, la preparación de venenos o la invocación de fantasmas. Tú mismo pudiste presenciar mi mayor triunfo, Latro, y rezo para que esa divina Trioditis, capaz de ver tan bien el pasado como el presente y el futuro, pueda algún día restaurar aquello que has perdido y de tal modo seas capaz de atestiguarlo.
    En cuanto a mi persona, soy un auténtico hijo de Jon, mucho más alto que el común de los hombres, y he sido bendecido con una constitución de danzarín que resulta más osada y grácil que musculosa. Tengo los ojos prominentes, al igual que los huesos del rostro, y tanto mi nariz como mi boca son delicadas: mi esclarecida frente se halla medio oculta por una abundante cabellera. Si la impaciente Io no tarda en leerte todo esto, me podrás reconocer por mi clámide, la cual ha sido teñida con el agradable color de las moras.
    Como visitante asiduo de su ciudad, no tardé en ganarme la confianza de tu ama, Kaleos, feliz acontecimiento que fue doblemente feliz a causa de la victoria que ya he mencionado. Baste con decir que tú y yo, en compañía de algunos otros entre los cuales no se encontraba incluida Io, la del ojo llameante, fuimos desde la mansión de tu ama a cierto lugar de entierro, y una vez allí descubrimos a Una a la cual restauré, al menos durante un breve periodo, a la Tierra de los Vivos. Todos los que lo vieron quedaron maravillados, y si por ventura te resultara difícil dar crédito a lo que te digo te insto a que vuelvas a la ciudad que hemos abandonado, donde hallarás que ese acontecimiento sigue en boca de todos.
    Y para procurar tu bien he compuesto igualmente un hechizo destinado a calmar tu mente y devolverle la lucidez, cosa que hago tanto a petición tuya como de Eutaktos y que ciertamente habría hecho sólo con que uno de los dos me lo pidiera.
    Para la Luna, una piedra blanca. Para la Cazadora, una de las diminutas puntas de flecha creadas antes del tiempo de los dioses, que el iniciado de vez en cuando puede descubrir. Para la Oscuridad, un cabello negro arrancado de la cabeza de alguien que se haya consagrado por completo... es decir, de mi propia cabeza. Con una espina de zarzal mojada en mi propia sangre escribo sobre una tira de la corteza del ciprés la plegaria que en tu nombre elevo a la diosa. Encierro todo esto en un círculo hecho con piel de gamo y con poderosas invocaciones lo cuelgo alrededor de tu cuello suspendido de un hilo.
    Los sofistas dirían que todo esto (piedra, dardo, cabello, plegaria y cuero) no importa en lo más mínimo y que como mucho puede servir para dirigir las mentes del sacerdote y el suplicante hacia los dioses. Sin embargo, he podido observar que quienes profesan tales creencias no ganan favor alguno y, por lo tanto, yo creo que sirven de algo más. Con el amuleto en su lugar (tal y como me está pidiendo cada vez con mayor insistencia que escriba Io), Eutaktos y yo, junto con Io y algunos otros, te escoltamos hasta el altar que yo había mandado construir a los esclavos. Una vez allí se prendió el fuego sagrado y Eutaktos en persona ofreció un sacrificio en tu nombre y luego te quedaste junto a él, rodeado a cierta distancia por los centinelas.
    Lamento no haber estado presente cuando hablaste con Eutaktos por la mañana pero Io si lo estaba, pues había logrado esconderse cerca con el sigilo y la astucia que tan bien se adecúan a la naturaleza de esos medio bárbaros dedicados a criar ganado de los cuales procede. Su descripción de lo que se habló allí es francamente prolija, pero la resumiré.
    En tu sueño parece que despertaste al oír el crujido de una rama o un palo (o eso dice Io que le contaste a Eutaktos) para ver a un hombre ya anciano, de espalda encorvada y barba blanca como el plumaje de un cisne, que venía desde el bosque. Te pusiste en pie y le preguntaste si era el dios Esculapio, y él lo negó. Cuando insististe en preguntarle si lo era mantuvo que era ciertamente Esculapio, mas que no era ningún dios, sino un simple mortal obligado a servirles. Entonces le preguntaste si no iba a curarte, y él sacudió nuevamente la cabeza diciendo que había sido enviado por la asesina de su madre, a quien sirve como esclavo en su templo de Eubea, para que acudiera al templo de la isla de Anadiómene, pero que nada podía hacer. Un instante después se desvaneció.
    Io dice que al oír esto Eutaktos se enfadó, y gritó que Esculapio no habría utilizado tales palabras para describir a la diosa. Ese fue el instante que elegiste para preguntar (y, amigo Latro, estoy seguro de que podrías haber obrado con mayor sabiduría eligiendo otro momento) si Eutaktos pensaba devolverte a donde estaban tus camaradas, y añadiste que en tu pergamino habías leído lo referente a tu visita a la Reina del Mundo Inferior y que Eutaktos no debía asumir la responsabilidad de oponerse a lo que era voluntad de quien, al final, recibía a todo el mundo en su seno.
    Al oír esto Eutaktos se irritó aún más y ordenó que se te quitara el pergamino (Basias se encargó de ello), y levantamos el campamento. Todo esto ya lo habrás olvidado o, al menos, eso tememos Io y yo. Vayamos ahora a cosas más recientes de las que en el instante actual te encuentras tan bien enterado como lo estamos nosotros (o tal es nuestra esperanza), pero que posiblemente se te habrán escapado cuando Io te lea mis palabras.
    Primero, la diosa. Esculapio, como ya te he explicado era el hijo de su hermano gemelo y fue gestado en el seno de una mortal llamada Coronis; pero durante ese tiempo Coronis fue infiel, y al enterarse de tal infamia la diosa acabó con su vida. El dios, sin embargo, recordando que el niño de su vientre era tan suyo como de ella, le salvó de su pira funeraria, arrebatándole al mismo tiempo de las llamas y del útero materno y entregándolo a la tutela de alguien que le enseñó tanto sobre el arte curativo que llegó a superar en él tanto a su maestro como a todos los demás mortales.
    No puedo creer que llamara asesina a la hermana gemela de su salvador (y padre), pues los dioses tienen el derecho incuestionable de matar a los mortales al igual que nosotros matamos a las bestias y la mujer estaba muy lejos de ser inocente. Me alegra saber, sin embargo, que Esculapio es súbdito de la diosa, al menos en esta parte del mundo: tan alta se encuentra ya ella a los ojos de su devoto Euricles, que nada podría exaltarla más; pero eso puede resultarme útil.
    Ahora, vayamos a los acontecimientos más recientes. Desearás saber cómo hemos llegado Io y yo a poseer tu pergamino aunque tú no puedas disponer de él. La respuesta es que Basias, el Espartiata nos lo ha permitido por la buena disposición que siente hacia Io y hacia ti mismo, diciendo que mientras no se te permita leerlos Eutaktos no hará objeciones al respecto. Esta es la razón de que no te lo dejemos ver y yo esté escribiendo en él.
    Esta noche nos hemos detenido en el camino de Megara, habiendo pasado por Eleusis sin hacer ninguna parada. El regente (o al menos eso comentan los soldados) se encuentra acampado cerca de Megara con su ejército. Megara no está gobernada abiertamente por su ciudad pero es miembro de su liga, y no dudo de que al menos parte de sus tropas son de allí. Cuando lleguemos a Megara en el día de mañana podemos, por lo tanto, esperar que se nos entregue al regente. Me he esforzado en descubrir lo más posible sobre él; Io está de acuerdo en que será mejor que te transmita mis conocimientos por este medio.
    Se dice que es ya todo un hombre con sus veinte años, que su talla es algo superior a la media, que es apuesto aunque con el rostro lleno de cicatrices y que, al igual que todos esos extraños isleños, es muy musculoso. Se dice también que sabe hablar de modo bastante más persuasivo que la mayoría de ellos, pero que puede ser tan seco e hiriente como ellos lo son. Es vástago de su más antigua casa real, la de los Agidas, y por lo tanto se encuentra remotamente emparentado con el gran Licurgo, cuyo código de leyes ha hecho esta nación tan distinta a todas las demás. Concretando, es hijo de Cleombroto, el cual a su vez fue el hijo más joven del rey Anaxandridas; y a través del tal enlace familiar es tío del rey Pleistarco, el cual ascendió al trono paterno el año pasado, siendo su regente en estos momentos. Tiene esposa esperándole en la ciudad y un hijo bastante joven, Pleistoanax.
    En cuanto a su habilidad en la batalla (lo que este pueblo valora por encima de todo lo demás hasta tal extremo que ninguna otra cosa cuenta para ellos), su victoria sobre los Hijos de Perseo, cuyo ejército era enormemente superior al suyo, puede atestiguarla ampliamente y no le hace falta ninguna otra prueba. En cuanto al favor de los dioses, ¿qué soldado puede lograr la victoria sin él?
    Estoy hablando de él con un interés superior al normal, pues un mensajero enviado según dicen por él acaba de llegar y ha ido sin perder un segundo a la tienda de Eutaktos. Al salir de ella para refrescarse un poco se encontró con Io y le preguntó por ti. Ella le acompañó hasta donde estabas y los tres estuvimos hablando durante un rato. Luego, habiendo quedado satisfecho (o eso dice Io) en cuanto a que realmente no recordabas nada, deseó examinar este pergamino y ella le acompañó hasta donde estaba.
    Su nombre es Pasicrates y es un joven muy apuesto, tan alto y de rasgos hermosos como suelen serlo estas gentes, pero tan envarado y ceñudo como todos ellos. Al pedírmelo le enseñé tu pergamino y estuve presente cuando descubrió (como le ha ocurrido a otros) que era incapaz de leerlo. Pese a todo lo desenrolló hasta el final y examinó la flor, colocándola luego otra vez con gran cuidado en su sitio y enrollándolo de nuevo. Me preguntó si había estado presente cuando Eutaktos la encontró; le confirmé que así había sido y le describí la escena. Me preguntó la razón de que Eutaktos hubiera decidido llevarme contigo y a ello repliqué diciendo que mejor haría consultándole a él. Luego deseó saber cuál era mi ciudad y la razón de que hubiera dejado la bella costa jónica para cruzar el Agua. Dada su insistencia acabé describiéndole mi vida tan bien como pude, con un poco más de extensión y detalle de lo que he consignado aquí. También él es servidor de la Triple Diosa, y lo probó enseñándome su espalda y las cicatrices que había recibido al ser azotado ante su altar de Ortia.
    Quizá debería explicarte ahora una costumbre de este pueblo de la cual muy probablemente no estás enterado. Cada año, cuando los jóvenes de ese censo se encuentran a punto de abandonar la tutela de sus profesores y pasar a la de sus oficiales, los mejores y más fuertes son elegidos para celebrar una carrera y un combate en honor de la diosa. Se derrama mucha sangre, y he oído decir que la prueba suele continuar hasta que hay uno o dos muertos entre los jóvenes.
    Debería añadir que, para los jóvenes, el no gritar ni llorar es una cuestión de honor, aunque no puedo decirte lo que le ocurriría a uno de ellos si lo hiciera. Creo que han pasado muchos años desde que sucedió algo parecido, o quizá nunca haya sucedido. Los jóvenes que mueren en silencio son recibidos como sacrificio por la diosa. (¡Ah, qué triste es contar los lugares en que siguen haciendo tales sacrificios, los más agradables a los ojos de la diosa, y descubrir que es más que suficiente con los dedos de una mano!) Los que viven son honrados por encima de todos los demás y se les considera especialmente favorecidos por ella durante el resto de sus días.
    Hablé con este Pasicrates con toda la elocuencia y el encanto oratorio del que soy capaz, virtudes que algunos no han dudado en calificar de grandes. Y no pienso negar que me complacería enormemente conseguir el amor de un joven tan apuesto, consagrado además a la diosa al igual que lo estoy yo mismo... aunque soy incapaz de afirmar por ahora si a él le complacería igual que a mí.
    Pero lo que sí puedo decir, y pienso hacerlo, es que tuve la impresión de que Pasicrates no era totalmente insensible a mis encantos personales. (Cosa que no sucede contigo, querido Latro, aunque vacile a la hora de escribirlo.) Nosotros contemplamos a esta gente que vive sólo para la guerra y que perpetuamente se entrena para el combate y pensamos en lo hermosos que son. Mas, ¿cuáles serán sus pensamientos cuando escuchan por primera vez surgir de nuestros labios los clarines de la elocuencia y los graves redobles de la filosofía? ¿No pensarán acaso que nos hallamos tan por encima de los hombres corrientes como ellos nos lo parecen a nosotros? Me atrevo a tener la esperanza de que así piense el mensajero del gran regente al ver a tu pobre amigo.

    EURICLES DE MILETO

    26

    Pasicrates


    El mensajero del regente me ha devuelto mi pergamino. Me buscó esta mañana y me preguntó si recordaba haberle hablado la noche anterior. Ahora no lo recuerdo, pero debía de acordarme aún cuando hablamos pues le dije que así era.
    –Entonces, ya sabes que soy el mensajero de Pausanias –me dijo.
    Asentí, diciéndole cuánto me sorprendía que no dejase nuestro lento grupo para volver con lo que le hubiera dicho Eutaktos.
    –La única orden que le he traído es que debería continuar la búsqueda si aún no te había encontrado, y que en caso de haberlo hecho tenía que volver lo más de prisa posible. Pausanias desea verte a ti, no a mí. Si volviera corriendo, ¿podrías mantener mi paso?
    Confesé que lo ignoraba, pero que estaba dispuesto a intentarlo.
    –Entonces, correremos hasta ese árbol de la colina y veremos quién dispone de talones más raudos.
    Apenas hubo terminado de pronunciar estas palabras salió disparado como una flecha. Yo le seguí tan rápido como pude; pero aun teniendo las piernas más largas que él no logré alcanzarle, y tuvo tiempo de llegar al árbol, detenerse y dar la vuelta para contemplarme mientras yo me paraba junto a él, jadeando.
    –Podrías correr hasta Megara, pese a todo –alegó–, pero fíjate en esa pobre tortuga.
    Se refería a Basias, el hombre cuya tienda comparto, que hacía todo lo que podía cargado con su coraza y sus grebas, agitando su espada.
    –¡No lograrás tocarnos con eso! –le gritó Pasicrates–. ¡Tendrás que conseguirte una hoja más larga!
    Al darse cuenta de que no estábamos escapando de la columna, Basias dejó de correr.
    –¿Quieres sentarte aquí? –me preguntó Pasicrates–. De todos modos tendrán que subir por esta colina...
    Su rostro poseía esa implacable regularidad que tan atractiva hallamos en una escultura, pero sus ojos parecían tan crueles como los de un armiño. Hice cual si no hubiera percibido su expresión y me tendí a la sombra.
    –¿Cómo perdiste la memoria? ¿Lo sabes? –me preguntó.
    Meneé la cabeza.
    –Quizá la joven lo sepa, o ese Euricles...
    –¿Quiénes son?
    –Amigos tuyos que trajo Eutaktos. Hablé con ellos ayer, y ahora que lo pienso Io estaba presente cuando hablé contigo... Me refiero a la esclava joven, la que dice pertenecerte.
    –Recuerdo a esa muchacha pero no su nombre –dije yo.
    –¿Y en cuanto a Euricles?
    Meneé nuevamente la cabeza.
    –Cuando llegué aquí no pude sino preguntarme por qué razón Eutaktos los había traído. Ahora lo comprendo.
    No hablamos más hasta que Basias se hubo reunido con nosotros.
    –Sólo estábamos echando una carrera –le explicó Pasicrates–. No creo que mi trabajo sufra peligro, pero en caso de que me hieran Latro podría reemplazarme.
    Basias asintió, limpiándose el sudor de la frente con el dedo y arrojándolo al suelo.
    –También sabe luchar.
    –¿Le has puesto a prueba?
    Con el rostro enrojecido y aún jadeando Basias se dejó caer junto a nosotros.
    –Le vencí pero hicieron falta cinco caídas. Es fuerte.
    –Tiene aspecto de serlo. ¿Sabes mucho de él?
    –Se le olvidan las cosas, tiene una esclava y yo me ocupo de guardar su espada. Eso es todo.
    –Ya veo... Latro, ¿cuál es mi nombre?
    –Pasicrates.
    –Cierto. ¿Cómo lo sabes?
    –Me lo dijiste tú mismo –repliqué yo.
    –Por la mañana recuerda todo lo sucedido después de acampar –intervino Basias–, pero se le acaba olvidando. Cuando llegue el mediodía no recordará nada de lo ocurrido antes de haberse despertado.
    –¿Y la muchacha se ocupa de recordar por él?
    –Tenía un pergamino. En él dice que lo lea cada mañana, pero el resto de lo que pone no podemos leerlo. Eutaktos hizo que se lo quitaran.
    –Pues yo deseo que vuelva a tenerlo; hablaré con Eutaktos. Latro, si tuvieras otra vez el pergamino, ¿me lo leerías?
    –Si quieres oírlo... –repuse.
    –¿Se lo leerlas también a Pausanias, nuestro regente?
    –Claro que sí.
    –Bien. Creo que esperaré un poco, pues quizá haya en él algo que él no desee que llegue a mis oídos. Ya veremos lo que ocurre esta noche cuando durmamos en Megara. Basias, ¿qué hay de Euricles? ¿Ayuda también a Latro?
    –Un poco, pero no tanto como la joven.
    –¿Qué piensas de él?
    Basias sonrió.
    –Será mejor que no se exhiba mucho una vez lleguemos a la ciudad. Las mujeres serían capaces de matarle.
    –Me incomoda... –dijo Pasicrates como si hablara consigo mismo.
    –Dale un buen golpe y dejará de hacerlo.
    –No es algo que pueda resolverse de esa forma. Latro, entre nosotros es costumbre que todos los hombres adultos tengan un amigo más joven. ¿Lo entiendes? Es un buen sistema: el joven aprende más y, si acaba metiéndose en problemas, tiene alguien capaz de ayudarle y hablar en favor suyo. Pero esto no es igual...
    No muy interesado, le pregunté qué era entonces. Estaba observando una flor escarlata que se balanceaba mecida por la brisa, cuyo movimiento parecía estar cargado de significado.
    –Es como un hombre y su hija, excepto que la hija es el mismo hombre.
    –Apuesto a que muchos te andan detrás –dijo Basias.
    –Cierto.
    Pasicrates había estado tendido de espaldas sobre la rala hierba de la colina y al decir esto se incorporó.
    –Soy el protegido de Pausanias y eso les gusta –alegó–. Esa es la razón de que me resulte tan familiar y al mismo tiempo tan extraño. Ojalá fuera un esclavo...
    Basias le preguntó por qué, pero Pasicrates no le respondió.
    –Tienes las manos frías –advirtió un instante después–. ¿Te has dado cuenta?
    Unos minutos más tarde la columna nos alcanzó y nos incorporamos a ella. Miré a todos los que la componían buscando a la joven mencionada por Pasicrates y no tardé en hallarla. Para probar si había entendido bien todo lo que se había hablado dije.
    –Tengo buenas noticias, Io. Van a devolverme el pergamino.
    –Eso es maravilloso, ¡y sabes mi nombre!
    –Pasicrates me lo dijo.
    –¿Y dijo que Eutaktos te iba a permitir conservarlo otra vez?
    –Sí, pero no creo que Eutaktos lo sepa todavía. Pasicrates va a ordenárselo.
    Io parecía tener ciertas dudas al respecto.
    –Eutaktos es mucho más viejo que él.
    –Lo sé –repuse.
    Cuando hubimos recorrido unos cuantos estadios más, una mujer bastante alta que llevaba una capa púrpura me alargó el pergamino con el punzón que estoy utilizando ahora metido entre los cordoncillos.
    –Toma, Latro –me dijo–. El lochagos le ordenó a Basias que te lo devolviera. Yo se lo había estado guardando y me dijo que te lo trajera.
    Pasó su brazo alrededor del mío.
    –Fue cosa de Pasicrates –le murmuró Io.
    –¿De veras? Es un joven muy apuesto, pero tu amo lo es más.
    –¿Qué tiene que ver eso?
    –Nada, sólo estaba pensando... –dijo, apretándome el brazo–. ¿Sabes, Latro?, en cierto modo eres bastante afortunado... Si desearas cambiar de nombre no deberías sino decirles a tus amigos que te llamaran a la mañana siguiente por ese nuevo nombre y entonces jamás sabrías que antes habías sido otra persona. Supongo que no sabrás si alguna vez has hecho exactamente eso, ¿verdad?
    –Creo que no. ¿Deseas cambiar el tuyo?
    –Quiere decir «de buena fama» –me explicó, asintiendo–, lo cual supongo que no está nada mal aunque me gustaría algo mejor. ¿Qué opinas de Drakon?
    –¿No debería ser Drakaina?
    Se rió y la joven dijo:
    –Muy gracioso, amo.
    –¿Sabe alguno de vosotros dónde estamos? Pasicrates dijo que nos dirigíamos a Megara.
    Antes de que pudieran contestar Basias se nos acercó, interponiéndose entre Io y yo.
    –Vamos a tomar por esta bifurcación –anunció–. Iréis vosotros tres, yo, Eutaktos y Pasicrates; veremos al regente mientras que los demás preparan el campamento.
    Seguimos un polvoriento sendero que no parecía más importante que el anterior, pero cuando llegamos a la cumbre de la siguiente colina todo cambió igual que se altera el paisaje nocturno con la salida del sol.
    En la llanura se alzaban un millar de tiendas dispuestas en hileras simétricas, y más allá se divisaban los muros blancos de una ciudad; detrás de ellos centelleaba el agua azul tachonada por la blancura de la espuma allí donde el viento, que olía a sal, la removía en un sinfín de olas. Y por último, más allá del mar tumultuoso, surgía la borrosa mancha azulada de una isla.
    Io lanzó un grito de alegría.
    –¡Mirad! ¡Mirad! ¿Es Paz? Fuimos allí en el barco de Hipereides pero no nos permitió desembarcar. ¿Es Paz?
    Basias acarició sus rizos morenos.
    –Así es. Sabes distinguir bien la forma de una isla, jovencita. Si fueras una amazona algún día llegarías a ser una magnífica estratega.
    Io tiró de mi chitón y señaló el mar.
    –Latro, ahí está la Bahía de Paz. Hipereides nos habló de ella: ahí es donde los barcos de Pensamiento vencieron a los bárbaros.
    Pasicrates se volvió en redondo encarándose con ella como una pantera.
    –¡También nuestros barcos lucharon ahí y nuestro estratega Euríbiades estaba al mando de las flotas combinadas!
    –No le grites –dije yo–. Ella no lo sabía y yo tampoco.
    –Pero ahora sí lo recordará –me replicó bruscamente Pasicrates–, aunque sólo sea porque le he gritado. Las lecciones enseñadas con dulzura no tardan en olvidarse, y al final el profesor bondadoso acaba siendo cruel... porque no enseña nada. ¡Basta ya! Le diré a Pausanias que hemos llegado.
    Corre tan bien que a mi parecer sólo el mejor caballo sería capaz de alcanzarle; antes de que hubiéramos dado otro centenar de pasos ya se distinguía la silueta por entre las tiendas.
    –Las mejillas de Io estaban cubiertas de polvo y lágrimas. La abracé, intentando consolarla.
    –Me encuentro bien, amo –dijo ella, y luego añadió–: Tenía razón, nunca se me olvidará. Y tampoco olvidaré su nombre.
    –¿El de Euríbiades?
    –El de Pasicrates –repuso ella meneando la cabeza.
    –¡Mira cuántas tiendas hay! –exclamé para distraerla–. Aquí hay acampado un ejército entero, con miles de soldados. ¿Hemos visto tú y yo alguna vez un ejército acampado con anterioridad, Io?
    –Eso no es nada –murmuró la mujer–. Deberías haber visto el campamento del Gran Rey; era como si una ciudad se hubiera puesto en movimiento, aunque ninguna ciudad del mundo entero habría podido igualarlo, excepto quizá Babilonia.
    Eutaktos debía de tener buen oído, pues entendió su murmullo.
    –Vi ese campamento y mis esclavos saquearon los pabellones de los sátrapas. Si tu Gran Rey estuviera ahora aquí, con nosotros, no creo que tuviera en tan poca consideración este campamento...
    La tienda de Pausanias es más grande que las otras; está cubierta de bordados y como adorno tiene borlas de oro. Creo que debió de ser parte de ese botín al que se refirió Eutaktos. Cuando nos acercamos a ella pude oír voces; una me pareció la de Pausanias mientras que la otra, áspera y algo átona, entendí que pertenecía a un joven acostumbrado a dar órdenes y a ocultar las emociones que pudiera sentir mientras lo hacía. Oí que Pasicrates decía:
    –...un espía del Gran Rey.
    –Un espía es una piedra que puede ser devuelta en la misma dirección en que vino –respondió la otra voz.
    Eutaktos tosió, supongo que para avisar a quienes se hallaban en el interior de la tienda de que habíamos llegado. Después de eso me resultó imposible distinguir más palabras.
    En la puerta hay dos centinelas, hombres de gran estatura no más viejos que Pasicrates, y no dejan que nos acerquemos a ella. Permanecemos a un lado... mejor dicho, son Eutaktos y Basias quienes permanecen a un lado, con la mano en el pomo de su espada. Io, la mujer y yo estamos sentados en el suelo donde yo estoy escribiendo esto, habiendo comprendido al leer cuán útil es escribir para que no se pierda lo sucedido.
    He leído sobre la Dama de las Palomas y tengo la sensación de haber visitado un reino a la vez más grande y más pequeño que el nuestro en este mundo. ¿Qué deseaba de mí? Pues si de algo estoy seguro es de que me hizo ir allí deseando que yo... ¿Obtuvo ese deseo? Incluso habiendo leído dos veces lo que escribí no puedo estar seguro. Sé que era amiga de esa mujer, Kaleos; pero, ¿era Kaleos amiga mía?
    La Dama de las Palomas dijo que no la olvidaría aunque lo olvidase todo. Estaba en lo cierto: cuando he leído su nombre mi carne se ha estremecido ante su recuerdo, y en cuanto al amor respecto a ella fue la única mujer o quizá fue todas las mujeres al mismo tiempo.
    Pero ahora debo apartar su recuerdo y pensar en lo que diré dentro de la tienda. Creo que muy pronto Pasicrates saldrá de ella y nos conducirá ante el regente.


    27

    Pausanias


    El regente ha llenado su tienda con el producto de sus botines. Está sentado sobre cojines escarlata y en la tienda hay alfombras cubiertas de grifos, toros negros sobre los que saltan leones de oro y hombres de extrañas vestiduras con barbas negras y rizadas. El aire es perfumado por lamparillas de oro.
    –Oh, regio Pausanias –anunció Pasicrates–, éste es el hombre traído por Eutaktos el lochagos. Le he examinado y estoy satisfecho en cuanto a su identidad; por lo que he podido juzgar, es el hombre que te fue mostrado en el sueño.
    El regente me miró. Su rostro está cubierto de horribles cicatrices pero tuve la impresión de que sin ellas habría sido igualmente terrible, duro y cruel como el hierro. Quizá una sonrisa flotó por un segundo en sus labios; una de las cicatrices parecía hacerle tensar siempre una de sus mejillas, por lo que no pude estar muy seguro de ello.
    –El hombre que vi llevaba una diadema de flores marchitas... ¡Tú! ¿Llevabas acaso una diadema tal cuando te encontraron mis hoplitas?
    –No lo recuerdo –contesté–. Pero quizá lo haya escrito. ¿Puedo mirarlo?
    Y sostuve en alto mi pergamino.
    Los labios del regente se fruncieron revelando sus dientes, que son más bien grandes y no muy blancos.
    –Bien. Muy bien. ¿Y la flor?
    –Seguía ahí cuando examiné el pergamino, Alteza –repuso Pasicrates–. El lochagos pudo dejarla ahí, pero dudo que lo hiciera.
    –Extiéndelo hasta el final –dijo el regente señalando el pergamino.
    Hice tal y como me ordenaba, sosteniéndolo de forma que pudiera ver la escritura. Al llegar al final, una flor seca cayó en su mano.
    Pasicrates tosió levemente.
    –Quizá debería añadir, Alteza, que el lochagos dice que, al parecer, la noche anterior se celebró una cena en la casa donde hallaron a este hombre. Naturalmente, hubo flores y diademas para los invitados.
    El regente movió la mano en un gesto despectivo.
    –Estoy satisfecho. Ojalá Tisameno estuviera aquí, pero o éste es el hombre o jamás le encontraremos. Además, se le parece. No pude ver esa cicatriz en mi sueño, pero sin duda estaba cubierta por las flores.
    –¿Soñaste conmigo? –le pregunté.
    –Kore en persona –asintió él–, sonriendo y cubierta de flores me dijo: «Por los muchos súbditos que me has entregado, te mostraré un secreto que tan sólo los dioses conocen». Y entonces te vi. ¿Cómo te llamas, por cierto?
    –Latro –contesté.
    –Te vi sentado en una esterilla. Era de noche, pero había un fuego y pude distinguir cómo las llamas se reflejaban en tu cara. Estabas sosteniendo esto y luego lo desenrollaste poniendo la flor dentro; luego lo enrollaste de nuevo en parte y escribiste. La diosa se había ido pero oí su voz. Dijo: «Lo olvidará todo y no sabrá más del pasado que del futuro. ¡Mira bien quién está con él!». En las sombras que había detrás tuyo se veía la silueta de Nike.
    –¿Voy a traerte la victoria?
    Sonriendo aún con su rictus feroz el regente se reclinó de nuevo entre sus cojines.
    –Hay pocos hombres que sean favorecidos por los dioses. Unos cuantos héroes como Perseo y Teseo, o como mi antepasado, Hércules. Los que han sido destinados a... la grandeza.
    Se volvió hacia su mensajero.
    –¿Dónde se hizo esa cicatriz, Pasicrates?
    –No lo sé, Alteza. El lochagos trajo a otros dos con él: una esclava que se encarga de recordar las cosas por él y el mago del que ya os hablé. Están fuera con el lochagos y el ouragos que se encargó de vigilarle durante la marcha.
    –Haz que entren. Todos.
    Eutaktos entró el primero y Basias el último. Creo que estaban un poco asustados.
    El regente sonrió de nuevo al ver a Io.
    –Tú conoces la historia de tu amo, muchacha, o al menos eso me ha dicho Pasicrates.
    Io asintió tímidamente.
    –¿Cómo le hicieron esa cicatriz?
    –No estaba con él, señor.
    –Pero lo sabes. Ah, no te preocupes por mi rostro; los rostros de los que he vencido tienen mucho peor aspecto.
    –Hubo una gran batalla. Nuestros hombres iban con el ejército del Gran Rey pero fueron derrotados. Mi amo luchó en esa batalla, según creo.
    –Eso creo yo también, pero debes explicarme la razón que te mueve a pensar así.
    –Porque cuando el ejército volvió lo trajeron a nuestro templo, y ésa fue la primera vez que le vi.
    –¿Tenía ya entonces esa cicatriz?
    Io meneó la cabeza.
    –Llevaba un vendaje cubierto de sangre.
    –Pero si luchó con los bárbaros, Alteza... –intervino Pasicrates.
    –Eres un muchacho muy apuesto –le atajó el regente–, pero si deseas seguir ocupando tu posición será mejor que aprendas a pensar. ¿A quién se le apareció la Doncella? ¿Quién cuenta con su favor?
    –¡Ah, ya entiendo!
    –Eso espero... Lochagos, me gustan los hombres que consiguen sus objetivos, así como los que no inventan excusas porque no las necesitan. No olvidaré esto.
    Eutaktos permanecía inmóvil y muy erguido.
    –Gracias, Alteza.
    –Este hombre que os acompaña se ha estado encargando de...
    –Latro –dije yo para ayudarle.
    –De Latro, según tengo entendido.
    –Sí, Alteza.
    –Y supongo que mientras tanto ha llegado a conocerle un poco... Voy a encargarle un nuevo trabajo. Puedes volver con tu locos.
    –Gracias, Alteza.
    Eutaktos se marchó con paso orgulloso y no he vuelto a verle.
    –Muchacha, ¿sabes que tu ciudad y la mía ya no son enemigas?
    Io asintió.
    –Eso me dijo Píndaro.
    –¿Un hombre de tu ciudad?
    Io asintió de nuevo.
    –Dijo que nos salvaste.
    –Estaba en lo cierto. Es cierto que vuestros hombres lucharon contra mí y para ser extranjeros lucharon muy bien. Pero cuando una guerra termina, todo termina... o así debería ser. El ejército de Pensamiento deseaba incendiar vuestra ciudad pero yo no se lo consentí. Ahora tu ciudad y la mía son amigas.
    –Espero que siempre lo sean, señor –afirmó Io cortésmente.
    –Y cuando tenga un poco más de tiempo deseo hablar contigo. Si me dices la verdad me ocuparé de que todo vaya bien para ti en el futuro. Tendrás comida y ropas nuevas, y otros jóvenes con los que entretenerte.
    –Gracias, señor –repuso Io–. Pero no os pertenezco; pertenezco a Latro.
    –Sabias palabras, pero dudo que él piense poner objeciones. ¿Piensas poner alguna, Latro?
    Meneé la cabeza.
    –Y este soldado seguirá cuidando de ti... de los tres.
    Miró hacia Basias, que permanecía inmóvil como una estatua con las manos pegadas a los costados, y prosiguió:
    –Un idiota, una muchacha que es casi una niña y un espía no serán demasiado para ti, ¿verdad que no, ouragos? ¿Cuál es tu nombre?
    –¡Basias, Alteza! ¡No, Alteza!
    –Bien. No creo que los dos primeros vayan a darte demasiados problemas, Basias. Puede que el espía sí te dé alguno; en tal caso, mátalo. Si no es capaz de obedecer las órdenes, no quiero que siga vivo.
    –¡No soy ningún espía! –exclamó la mujer de la capa púrpura.
    –Claro que lo eres. Si no lo hubiera sabido antes lo habría sabido ahora dada tu lentitud en negarlo. Eres de Mileto, o eso le dijiste a mi mensajero.
    –Y también soy... –dijo la mujer, asintiendo con la cabeza.
    –Un heleno. Todos lo somos, excepto Latro. Y hubo un gran número de helenos que combatieron a favor del Gran Rey.
    –Yo no combatí en ningún bando.
    –Claro que no; tu rey no es ningún estúpido y sus ministros tampoco lo son. Un solo vistazo a ese rostro bastaría para decirle a cualquier hombre inteligente que serías mucho más útil tras las líneas del enemigo que delante de él. Sé lo que ocurrió en Mileto: el Gran Rey derribó vuestras murallas y os mandó a pastorear cabras. Me gustaría preguntarte cómo te libraste de todo eso, pero estoy seguro de que tienes alguna historia preparada. No te molestes en contarla. Basias tiene su espada... aunque no va a hacerle mucha falta.
    –Estoy protegido...
    –No te encuentras amparado por ninguna ley excepto la nuestra y la nuestra dice que podemos matarte ahora mismo, aquí. Eso le daría a Basias una cosa menos de que preocuparse y si me mientes haré que te retuerzan el cuello.
    –Estaba en el campamento del Gran Rey, Alteza –dijo Basias–. Oí cómo se lo explicaba a Latro.
    El regente extendió las manos y murmuró.
    –Habla o muere. ¿Quién recibió tus informes?
    Aunque habían pasado apenas unos instantes la mujer había tenido tiempo de recobrar la compostura.
    –Creedme, oh regio...
    Con la misma rapidez que habría arrojado su lanza, Basias la cogió del brazo. Ella levantó la mano para arañarle el rostro pero un golpe en la cabeza la envió tambaleándose al otro extremo de la tienda.
    Basias levantó su espada.
    –Espera –ordenó el regente.
    Luego, volviéndose hacia mí, añadió:
    –Vi tu movimiento. Habrías protegido a tu amigo si Basias no hubiera estado aquí. ¿Y si no estuviera? ¿Y si no debieras enfrentarte más que con Pasicrates y conmigo?
    –Si no hubiera sido por los centinelas os habría matado a todos, o lo habría intentado al menos –contesté.
    –¡Amo, no! –exclamó Io con la voz enronquecida por el miedo.
    El regente movió la mano, como apartando a un lado sus temores.
    –Tu amo es un hombre valeroso. Tendrá que serlo, viviendo entre nosotros.
    La mujer se levantó con gestos lentos y vacilantes. Había algo más que lágrimas en sus ojos.
    –No tengo más tiempo que perder con este asunto –le dijo el regente–. Puedes hablar y vivir, o guardar silencio y morir. Elige.
    –Entonces, elijo hablar –dijo la mujer–. ¿Quién haría otra elección?
    Se alisó la capa como hacen todas las mujeres y han hecho siempre aunque ardan las ciudades.
    –Bien. Un espía que ha confesado puede ser útil. Si eres útil puedes vivir y acabar prosperando. ¿Quién recibió tus informes?
    –Artabazus.
    –Cada vez mejor... Y los informes consistían en...
    –En que medio año y unos cuantos regalos harían innecesario combatir.
    –¿No te creyó?
    La mujer meneó la cabeza.
    –Me creyó pero fue incapaz de convencer a Mardonio.
    Basias dejó caer su espada con la punta hacia abajo, y ésta perforó la alfombra sobre la cual se encontraba y se quedó clavada en la tierra que había debajo. Levantó el brazo y se miró la mano con expresión incrédula. Sus dedos estaban hinchados y la piel mostraba una palidez grisácea.
    –Déjame verla –ordenó el regente, y al ver que Basias no le obedecía añadió–: ¡Acércate!
    Basias fue hasta donde estaba sentado el regente como una muñeca movida por hilos y extendió la mano.
    –Tenía una aguja envenenada en su cabello.
    El regente miró a la mujer y le dijo:
    –Dinos cuál es el antídoto.
    –No tengo ninguna aguja, Alteza –repuso ella–. Podéis registrarme si así lo queréis.
    –La escondiste al caer. Puede que valgas más de lo que creía... ¿Cuál es tu nombre?
    –Euricles, Alteza. Hay otras personas que han pensado como vos con anterioridad.
    El regente asintió con expresión ausente.
    –Basias, dile a los centinelas que uno de ellos debe ir en busca de Kichesipos, mi médico personal. Los demás podéis venir a sentaros junto a mí; estoy harto de romperme el cuello para miraros. Coged algunos almohadones si queréis.
    Cogí uno para la mujer y otro más grande para Io y para mí. Al dejarlos en el suelo delante del regente pude oír cómo Basias hablaba con los centinelas fuera de la tienda.
    –Tú también, Pasicrates –dijo el regente, y su mensajero tomó asiento a su derecha sobre otro cojín–. Euricles, cuéntame por qué le diste ese consejo a tu jefe Artabazus.
    –Porque era el mejor que podía darle –contestó la mujer y luego se calló durante unos segundos como meditando lo que iba a decir–. La guerra no es más que el último recurso de la política; la victoria nunca es segura, o al menos, eso creo yo. Un rey que combate cuando podría conseguir sus deseos mediante una copa de sabiduría y un puñado de oro es un estúpido.
    El regente sonrió.
    –¿Crees entonces que tu Gran Rey es un estúpido?
    –El Gran Rey no estaba presente. Mardonio es un buen soldado pero como hombre es un estúpido. Si Artabazus hubiera estado al mando...
    –Si Artabazus hubiera estado al mando, ¿qué habría ocurrido entonces? ¿Qué habría sido de los helenos? Tú eres uno de ellos, tal y como acabas de recordarnos.
    –Seríais gobernados por hombres de nuestra raza, al igual que ahora, tal y como lo están nuestras ciudades de Asia. ¿Qué diferencia habría? ¿Para qué debían morir diez miríadas de hombres?
    –¿Sabes de otros que piensen igual que tú? ¿Quizá en Pensamiento?
    –Estoy seguro de que existen hombres de tales ideas.
    –Eres cuidadoso y yo también lo soy.
    El regente miró primero a Io y luego a mí.
    –Permitid que os sugiera algo sobre lo que quizá no hayáis reparado... quizá debería decir permitídnos, pues he hablado con Pasicrates y piensa como yo.
    La mujer se inclinó hacia adelante para estar más cerca de él mientras sus dedos se movían incesantemente sobre su mejilla.
    –¿Sí, Alteza?
    –Somos cuatro hombres cuyos intereses siguen cursos tan paralelos que resultan prácticamente imposibles de distinguir. Dejad primero que os hable de mi ciudad y del país entero: los Cordeleros somos los mejores soldados del mundo, y el Gran Rey ahora lo sabe. Pero los hombres que conocen la guerra saben que ésta no es un juego: un hombre sabio la evita siempre que ello le es posible, tal y como has dicho hace un momento. En cuanto a la gloria, mi tío Leónidas ganó la suficiente en las Puertas que dan a las Corrientes Cálidas como para que nuestra familia siga abastecida de ella hasta que Tántalo consiga beber... y no pienso decir nada de mi propia batalla. Por lo tanto, nuestro único deseo actual es una paz honrosa.
    La mujer llamada Euricles movió de modo casi imperceptible su cabeza, asintiendo, con los ojos clavados en el regente como hace la serpiente que fascina al pájaro.
    –Nuestro país se encuentra dividido en tal cantidad de ciudades enfrentadas entre sí que resulta imposible contarlas a todas; nadie se ha tomado nunca la molestia de intentarlo. Cada grupito de chozas perdidas en las montañas hace sus propias leyes, acuña su propia moneda y recluta su minúsculo ejército con el que aplastar a su minúsculo vecino. Está claro que precisamos unirnos bajo la tutela de nuestra ciudad más noble... la cual, por una feliz coincidencia, resulta ser aquella a la cual pertenezco.
    –Por una coincidencia todavía más feliz –dijo la mujer–, tengo ahora ante mí a un miembro de la vieja casa real de dicha ciudad, el cual resulta ser además su líder más afamado en estos momentos.
    –Gracias –dijo el regente, moviendo la cabeza en un gesto cortés y benevolente–. Por desgracia, nuestra ciudad no es lo bastante fuerte como para hacer que todas las otras se unan. Lo que es aún más importante, no posee la riqueza suficiente para ello; he pensado muchas veces que habría bastado con que descubriéramos la plata nosotros, en vez de haberlo hecho los de Pensamiento, o quizá con habernos apoderado del tesoro de Creso...
    Se encogió de hombros, sin tomarse la molestia de concluir su frase.
    –Pero suponed que tuviéramos la ayuda o, al menos, la posibilidad de amenazar con tropas adicionales. Digamos que esas tropas fueran de caballería, que tanto escasea aquí. Con esa amenaza y el oro suficiente para hacerles regalos a los hombres de amplias miras y visión de futuro podría conseguirse mucho.
    –Se podría, ciertamente –asintió la mujer.
    –Alteza –musitó Pasicrates–, ¿creéis conveniente hablar de modo tan abierto ante la muchacha?
    –Hablar, ¿de qué modo? ¿Diciendo que busco una paz honorable con el Gran Rey y una posición tal para nuestra ciudad que esté en adecuada relación a sus virtudes? Puede repetirle mis palabras a quien desee.
    –No repetiré nada –dijo Io–. No lo haría nunca, salvo para decírselo a Latro. Pero antes habíais dicho que nuestros intereses seguían cursos paralelos...
    –Tu amo es muy afortunado al tenerte como esclava; ya me he dado cuenta de ello... En cuanto a nuestros intereses ocupémonos primero de Euricles y en seguida llegaremos a vosotros. Euricles sirve al Gran Rey, cosa que ha admitido hace unos instantes. Expresándolo de un modo más directo, está al servicio de Artabazus. Desea ser recompensado por su labor, como todos los hombres, y el Gran Rey quiere recuperar el prestigio que ha perdido aquí y aumentar su gloria. La paz y la unidad bajo un líder que le está agradecido...
    –Alteza –dijo la mujer–, estoy perfectamente convencido de que eso resume a la perfección todos sus deseos. Naturalmente, habrá que consultar antes a una persona que goce de la confianza del rey.
    –Naturalmente... en cuanto a ti, muchacha, tu ciudad está aliada en estos momentos con el Gran Rey, y tal y como te contó tu amigo Píndaro habría sido destruida de no ser por mi ciudad; mis actos van en beneficio vuestro. ¿No queda pues claro que cuanto ayude a vuestros amigos más poderosos os ayuda a vosotros?
    Io meneó la cabeza.
    –A decir verdad, no me importa mi ciudad. Sólo me importa Latro.
    –El cual es un soldado del Gran Rey –repuse–. Príncipe Pausanias, me creéis un idiota porque se me olvidan las cosas, y quizá lo sea. Pero eso siempre lo he recordado, incluso cuando no me acordaba de mi nombre.


    28

    Micala


    Un lugar del cual no creo haber oído hablar nunca antes se encuentra ahora en boca de todos. Las flotas combinadas de Pensamiento y los Cordeleros le han infligido allí otra tremenda derrota a los bárbaros. Algunos dicen que ello tuvo lugar el mismo día de la gran batalla en la cual fui herido, en tanto que otros afirman que seguramente debió de ser después, ya que las noticias no pueden haber tardado tanto en llegar hasta nosotros. A esto replican los primeros que un barco puede sufrir cualquier retraso imaginable a causa de las tormentas y los vientos contrarios, y que las noticias llegaron primero a la ciudad de Pensamiento y que sólo después hemos sabido de ellas.
    –Oh, espero que el hombre negro se encuentre bien –dijo Io–. Ya sé que no le recuerdas, Latro, pero era amigo tuyo antes incluso de que lo fuéramos Píndaro y yo. Cuando te trajeron al templo él iba contigo.
    –¿Crees que estaba en esa batalla? –le pregunté.
    –Tengo la esperanza de que no fuera así, pero es probable que estuviera. Cuando Hipereides te vendió a Kaleos conservó para sí al hombre negro, y pensaba llevar sus barcos para que se reunieran con la flota.
    –Entonces, espero que el hombre negro esté a salvo y que Hipereides haya muerto.
    –No deberías hablar de ese modo, amo. Hipereides no era malo: nos sacó de esa mazmorra en la Colina de la Torre hablando con los guardianes y luego permitió que Píndaro e Hilaeira se marcharan cuando la ley dijo que así debía ser.
    Pero antes de que consigne por escrito los acontecimientos más recientes, debería escribir sobre cosas más antiguas que pueden perderse muy pronto entre la niebla de la cual no consigo liberar a mis pensamientos. El regente nos ha puesto bajo la custodia de su mensajero y éste mandó sus esclavos para que llevaran nuestras pertenencias y las de Basias a su tienda. Nos enseñó dónde se hallaba ésta, cerca de la que ocupa el regente, y nos dijo que debíamos levantar la tienda de Basias junto a la suya. Creo que no recordaba el modo en que debe levantarse una tienda, pero una vez que lo hube extendido todo en el suelo supe lo que debía ir haciendo a cada momento. Io se metió bajo la lona embreada y sostuvo los palos, pasándoselo tan bien que tardamos tres veces lo necesario en levantar la tienda.
    Junto a las ropas de Basias había una espada que Io afirmaba me pertenece; estaba colgada en un cinto, con su vaina. Después de tomarla me sentí inmediatamente mejor; un hombre sin armas es un esclavo. Io dice que Kaleos me permitía llevarla cuando le pertenecía y quizá es la razón de que no sienta animadversión hacia ella, tal y como jura Io que me ocurría.
    Luego vinieron los esclavos de Basias, encogidos y temerosos pensando que se les iba a golpear. Habían estado recogiendo leña cuando les encontraron los esclavos de Pasicrates, y no tardaron mucho en descubrir qué había sido de las pertenencias de su amo. Les expliqué la enfermedad de éste y les ordené que preparasen el tipo de comida que conviene a un enfermo.
    Obré sabiamente al ordenárselo, pues otros esclavos no tardaron en traer a Basias tendido en una litera. Con ellos venía un anciano que dijo ser Kichesipos el Mesenio pero que hablaba igual que lo hacen los Cordeleros y sus esclavos, alargando las sílabas. Basias tenía el brazo negro e hinchado y parecía como si estuviera perdido en un sueño; a veces oía lo que decíamos y a veces era sordo por completo a nuestras palabras, mientras que otras veces era capaz de ver lo que a nosotros nos resultaba imposible distinguir. Quizá ése es el aspecto que ofrezco a los demás, pero lo ignoro.
    –Vuestro amo ha sido mordido por una víbora –les explicó Kichesipos a los esclavos de Basias–, y por la distancia que hay entre las marcas de los colmillos y la severidad de su reacción a la mordedura, es la víbora más grande que he visto jamás. He abierto sus heridas y he extraído el veneno de ellas tan bien como me ha sido posible. No intentéis hacerlo por segunda vez: es inútil, una vez hecho, querer repetirlo. Dejad que repose y cuidad de que no pase frío; dadle de comer si lo desea y no le restrinjáis ningún tipo de alimento o bebida que pida. Con el favor de la diosa es posible que se recupere, pero también es posible que muera.
    Io le preguntó si había algo más que estuviera en nuestra mano hacer.
    –Según tengo entendido, la víbora no ha muerto.
    Yo asentí.
    –Nunca llegamos a verla, señor –indicó Io–. Golpeó a una persona y otra persona dijo que en su cabello había una aguja envenenada.
    Kichesipos meneó la cabeza.
    –Es imposible que una aguja contuviera tanto veneno, y sólo habría dejado una herida. No voy a quitar el vendaje para enseñaros las heridas, pero hay dos. (Luego me maravilló la astucia de la joven Io, pues si le hubiera contado que fue su amo Pausanias quien dijo tal cosa estoy seguro de que Kichesipos jamás habría osado contradecirle.) El que la víbora estuviera muerta podría serle beneficioso –siguió diciendo–. Aún más lo sería poner su carne cruda sobre sus heridas... Mientras siga viva, la víbora refuerza constantemente su veneno, al igual que hace una ciudad con el ejército que ha enviado a la guerra. Aparte de eso, nada más puedo sugerir.
    –Entonces tendréis que examinar a mi amo –dijo Io–. Es posible que el regente real os haya hablado de él tras la conversación que mantuvieron en el día de hoy, pero él no puede recordarlo.
    –Ya me he fijado en su cicatriz. Acércate, joven: deseo tocarla. ¿Quieres arrodillarte? Con ello no cometes ningún acto de sumisión. Dime si te duele.
    Me arrodillé ante él y sentí sus hábiles dedos resbalando por mi sien.
    –¿Eres sacerdote de Esculapio? –le preguntó Io–. Cuando Latro durmió junto a su altar, Esculapio dijo que no podía ayudarle.
    –Me temo que tampoco yo puedo hacerlo –replicó Kichesipos–, al menos sin abrir de nuevo la herida... y eso podría muy fácilmente matarle –dijo, apartando sus dedos de mi cabeza–. Puedes incorporarte. ¿Se te caen los objetos? ¿Tienes tendencia a sufrir mareos o desmayarte?
    Sacudí la cabeza.
    –Eres afortunado, pues tales síntomas serían de esperar en tu caso. ¿Llevabas casco al sufrir la herida?
    Le dije que lo ignoraba.
    –Es cierto, olvidas las cosas. ¿No tienes otro síntoma aparte de ése?
    –Sí –contesté.
    –Se le aparecen los dioses –comentó Io–. A veces...
    Kichesipos suspiró.
    –Alucinaciones ocasionales... Joven, creo que algún cuerpo extraño se ha introducido hasta muy adentro de tu cabeza, llegando al cerebro. Lo más probable, a juzgar por la herida visible, es que sea una astilla de hueso; pero sé de un caso similar en el cual el cuerpo extraño era una punta de flecha. Si puede servirte de consuelo, es muy probable que no empeores, y entra en lo posible que el cuerpo extraño acabe disolviéndose, especialmente si se trata de una astilla de hueso. Si eso llega a ocurrir, es posible... he dicho posible, que la parte dañada pueda llegar a recuperarse, al menos en parte.
    »No concibas demasiadas esperanzas. El proceso tardará años si es que llega a ocurrir y es probable que no ocurra nunca. En cuanto al tratamiento...
    Se detuvo un segundo y se encogió de hombros.
    –Las oraciones nunca caen por completo en saco roto –prosiguió–, y aunque no te cures es posible que recibas algún beneficio de ellas. Siempre está Esculapio, al cual esta joven dice que ya has apelado; y además por todo nuestro país hay altares consagrados a héroes que se dice poseen poderes curativos, aunque emplearan la mayor parte de sus vidas en matar. Puede que alguno de ellos te ayude. Y también están los dioses mayores, si eres capaz de llamar su atención. Mientras tanto, debes aprender a vivir con tu impedimento. ¿Recuerdas mi nombre?
    –Kichesipos.
    –Por la mañana recuerda lo sucedido en la tarde y la noche del día anterior, pero al llegar el mediodía ya lo ha olvidado. Escribe las cosas que le han ocurrido.
    –Excelente.
    –Sin embargo –maticé–, cuando vuelvo a leer lo escrito a veces me pregunto si escribí la verdad.
    –Ya veo... –murmuró Kichesipos moviendo la cabeza–. ¿Has escrito algo hoy?
    –Sí, mientras esperábamos ver al regente.
    –¿Y sentiste la tentación de mentir? No te pregunto si mentiste, solamente si te asaltó la tentación de hacerlo.
    Sacudí la cabeza.
    –Entonces, dudo mucho que hayas mentido en el pasado. Verás, la mentira es un hábito, como el beber demasiado... Escribiste la verdad tal y como la viste, y eso es cuanto un hombre puede hacer.
    –Espero que estés en lo cierto.
    –Debes recordar que en todas las vidas suceden cosas tan extraordinarias que sólo el más inteligente y hábil de los mentirosos podría haberlas concebido. Por ejemplo, piensa en la gran batalla de Micala... ¿has oído hablar de ella?
    Tanto Io como yo sacudimos la cabeza.
    –El regente ha tenido nuevas de ella en el día de hoy, y el noble Pasicrates, que se enteró por boca de mi amo, me habló de ella mientras estábamos conversando sobre tu pobre amigo aquí presente...
    El anciano se detuvo para meditar en lo que iba a decirnos.
    –Micala se encuentra en la costa asiática. El rey Leotíquides encontró a la flota bárbara fondeada allí, y al ser favorables los augurios ordenó de inmediato el ataque. Las tripulaciones de los barcos habían sido reforzadas por un ejército de Susa, y al parecer el combate fue bastante encarnizado. Naturalmente, cuando el combate se prolonga los bárbaros no pueden hacerle frente a unas tropas disciplinadas y acabaron cediendo. Nuestros hombres mantuvieron su formación, claro está, pero unos cuantos hombres de otras ciudades persiguieron al enemigo y por un gran golpe de suerte fueron capaces de llegar a la empalizada antes de que cerraran las puertas. Ése fue el final para los bárbaros, y logramos incendiar más de trescientos barcos.
    Se detuvo un instante y se frotó las manos.
    –Los hombres de cien barcos lograron incendiar trescientos y destruyeron un ejército. Dentro de un siglo, ¿quién podrá creerlo? El Gran Rey construirá más naves, sin duda, y pondrá en pie de guerra nuevos ejércitos pero no será durante este año ni el siguiente.
    –Y mientras tanto –alegué–, necesitará a cada uno de sus hombres.
    –Supongo que sí –asintió Kichesipos moviendo la cabeza.
    Cuando el anciano se marchó ya casi había oscurecido. Les dije a los esclavos que nos prepararan comida y la mujer de la capa púrpura se acercó a nosotros mientras la estábamos tomando.
    –¿Os importaría darme algo? No pude evitar olerla. Ahora soy vuestro vecino, ¿lo sabíais?
    –No –contestó Io–. No sabíamos en qué tienda estabas.
    –Me encuentro en la tienda del apuesto Pasicrates, pero en estos momentos no está ahí y sus esclavos no quieren obedecerme.
    Apenas si había suficiente alimento para Basias, Io y yo, así que fui a la tienda de Pasicrates y encontré a sus esclavos preparando su propia comida. Uno logró huir, pero cuando tuve a los otros dos bien cogidos por el cuello hice entrechocar sus cabezas, y les ordené que nos trajeran comida advirtiéndoles que si desobedecían otra vez a la mujer les metería la cara en los rescoldos del fuego.
    –¿Qué te había dicho? –exclamó la mujer una vez que hube regresado a nuestra tienda–. Cebada, sangre y habas. Después de haber probado las habas y la cebada, creo que prefiero la sangre. Bueno, de todos modos las habas son un alimento muy apropiado para los muertos.
    Le pregunté si tenía intención de morir.
    –No, pero hacia la muerte nos dirigimos. ¿No lo has oído? Vamos a la ciudad para que el regio Pausanias pueda dormir con su esposa y luego al Aqueronte para que pueda consultar con las sombras. El viaje debería resultar muy interesante.
    –¿Quieres decir que visitaremos a los muertos? –le preguntó Io.
    La mujer asintió, y aunque tuve la vaga impresión de que en tiempos la había considerado poco atractiva no pude sino darme cuenta de que iluminado por la hoguera su rostro resultaba muy hermoso.
    –Al menos yo sí y el regente también. Tendrías que haber visto lo contento que se puso cuando alguien le informó de quién era yo. Envió a buscarme de inmediato y pensé que iba a pedirme que le conjurase unos cuantos fantasmas.
    –¿Está muy lejos? –preguntó Io.
    –¿Aqueronte? No, está solamente al otro lado de la tumba.
    Le dije a la mujer que no debía bromear con lo de ese modo.
    –Oh –repuso–, te refieres al camino más largo. No, Io, realmente no está muy lejos. Faltan dos o tres días para llegar a la ciudad de los Cordeleros y luego no creo que quede mucho más hasta llegar al Aqueronte, siempre que nos embarquemos en el golfo tal y como supongo que ocurrirá. Por cierto, ¿podrías prestarme un peine? Creo que he perdido el mío.
    Con un gesto lleno de gracia, lo pareció extraer del aire un pequeño peine de hueso. La mujer lo pasó por su oscura cabellera aunque, a decir verdad, ésta no habría podido estar más revuelta.
    –Voy a dejarlo crecer –alegó–. ¿Te has dado cuenta de que los Cordeleros lo llevan todos muy largo? Se lo peinan solamente antes de la batalla o eso he oído decir. ¿Ves? No hay ningún alfiler envenenado.
    Los esclavos de Pasicrates nos trajeron un cuenco de habas, un poco de pescado ahumado, una hogaza de pan de centeno y una escudilla con vino. Le dije a Io que fuera a ver si Basias había comido y al volver me informó de que estaba sediento, así que le entregué una copa de vino mezclado con agua y la mitad de la hogaza.
    –Sería mejor que tú también comieras algo de eso –indicó la mujer–. No creas que luego encontrarás nada mejor.
    –Tengo la intención de hacerlo –repliqué–. Pero antes, ¿puedo hacerte una pregunta? Tu lengua no es la mía, y a veces tengo la impresión de que no la he aprendido tan bien como hubiera deseado.
    –Claro que puedes.
    –Entonces, explícame por qué todos te llaman Euricles, siendo ése un nombre de varón.
    –¡Ah! –dijo ella–. Así que se trata de una pregunta personal.
    –¿Querrás responder a ella?
    –Siempre que a mi vez pueda hacerte otra.
    –Naturalmente.
    –Se debe a que no han podido adivinar mi auténtica naturaleza. Creen que soy un hombre y tú también lo creíste en un tiempo que ya has olvidado.
    –Intentaré no revelar tu secreto –prometí.
    –Habla de ello si quieres –replicó ella sonriendo–. A Hipocleides le da igual, si es que conoces la expresión.
    En ese mismo instante Io salió de la tienda con la copa de vino llena todavía hasta la mitad.
    –No quiere pan –dijo–. Hablé con sus esclavos y se lo entregué a ellos. Me dijeron que tampoco quiso aceptarlo cuando se lo ofrecieron, pero tomó un poco de vino mezclado con agua.
    La mujer llamada Euricles se estremeció.
    –Dado que no importa el que los demás lo sepan o no, ¿cómo debemos llamarte? –le pregunté.
    –¿Por qué no Drakaina, tal y como tú mismo sugeriste? Drakaina de Mileto... Por cierto, ¿has oído hablar de la batalla y de lo que hicieron los milesios después de ella?
    –No he oído decir nada de los milesios. ¿No les mandaron tierra adentro para que apacentaran cabras? Eso es lo que dijo el regente.
    –Oh, no; eso sólo les ocurrió a algunos miembros de familias prominentes y en realidad no les mandaron para que apacentaran cabras. Les enviaron a Susa en calidad de rehenes, pero cuando la gente de mi bella ciudad oyó hablar de lo ocurrido en Micala se alzaron contra la guarnición bárbara y los mataron a todos.
    –Siendo yo mismo un bárbaro, no estoy demasiado seguro de aprobar tal comportamiento.
    –Tampoco yo lo estoy –arguyó Drakaina–. Pero eso me coloca en una posición bastante dudosa, ¿no? Me gusta esa posición...
    Se levantó y le entregó a Io el peine que le había dejado.
    –¿No piensas hacerme tu pregunta personal?
    Ella movió la cabeza.
    –Me la guardaré. Quizá luego.
    Cuando hubo desaparecido en la tienda de Pasicrates, Io se quedó contemplando su pequeño peine con expresión abatida.
    –Ahora tendré que lavarlo –dijo.


    29

    El País Silencioso


    La tierra gobernada por los Cordeleros es un lugar de montañas abruptas y anchos valles de aspecto fértil. Detrás nuestro quedan las ásperas colinas de la Tierra de los Osos, donde acampamos la noche anterior y donde Basias me despertó con sus gemidos. Io dice que la noche anterior acampamos en las afueras de la Colina de la Torre y que escondió el pergamino tal y como había hecho cuando estuvimos allí prisioneros, temiendo que me lo arrebataran. Dice también que algunos de los soldados procedían de esa ciudad y que al llegar allí abandonaron el ejército.
    Esta mañana, cuando aún nos encontrábamos en la Tierra de los Osos, me pregunté por qué se llamaba de este modo al País Silencioso, y cuando nos detuvimos en la aldea para comer me dirigí hacia una de las casas para interrogar a sus moradores.
    La casa estaba vacía y supuse que estarían todos trabajando en sus campos. Io afirma que Basias está encargado de vigilarme pero se encuentra demasiado enfermo para hacerlo, y Pasicrates, que se había encargado de mi custodia durante la marcha de la mañana, se nos ha adelantado.
    Así pues tuve libertad para ir de casa en casa, agachándome al entrar en ellas por lo bajo de sus dinteles y tosiendo ante el humo que salía de los fuegos. En una de ellas encontré una marmita que hervía sobre las llamas y en otra una torta de cebada a medio comer, pero en ninguna de las casas había hombres, mujeres o niños. Finalmente empecé a pensar que se hallarían escondidos de los ojos mortales por algún medio extraño, o que quizá fueran los espíritus de los muertos a los cuales los Cordeleros habían logrado hacer trabajar.
    La quinta casa en la que entré era una herrería. La forja seguía ardiendo y en ella las tenazas sujetaban aún un pedazo de hierro que relucía a medio moldear. Cuando lo vi supe que el herrero debía de estar muy cerca y le encontré agazapado bajo su banco de trabajo, tapándose con su delantal de cuero. Le hice salir tirando de él y le obligué a levantarse. Su cabeza sucia y tiznada me llegaba al hombro pero su cuerpo era tan musculoso como el de todos aquellos dedicados a su oficio.
    Me pidió perdón muchas veces, y no paraba de repetirme que no había pretendido faltarme al respeto y que sencillamente se había asustado al ver un extraño. Le dije que no pensaba hacerle daño alguno y que tan sólo deseaba preguntarle algunas cosas sobre su país.
    Al oírme decir eso pareció asustarse más que nunca y su rostro se volvió gris como la ceniza. Fingió ser sordo y cuando empecé a gritarle se puso a balbucear un dialecto ininteligible haciendo ver que no me comprendía. Desenvainé a Falcata y apoyé su filo en el cuello del herrero, pero él me aferró por la muñeca y me retorció el brazo hasta hacerme gritar mientras cogía su martillo con la mano libre. En ese instante vi el rostro de la Muerte en persona y contemplé la desnuda sonrisa de su calavera.
    La Muerte se esfumó en un instante y en su lugar vi de nuevo el rostro del herrero, ahora más ceniciento que nunca, con la boca abierta y los ojos a punto de salir de sus órbitas. El ruido que hizo su martillo al resbalar entre sus dedos y golpear contra el suelo pareció demasiado fuerte, como ocurre cuando algún sonido nos despierta del sueño.
    Le solté y cayó lentamente hacia atrás hasta que su cuerpo fue sostenido durante un segundo por la jabalina que le atravesaba la espalda. Bajo la presión de su mismo peso la punta asomó por su pecho, y pude distinguir dos dedos de brillante acero iluminado por la luz de la forja antes de que su cuerpo perdiera el equilibrio y se desplomara en el suelo.
    Un esclavo de los Cordeleros estaba inmóvil en la puerta sosteniendo un segunda jabalina.
    –Gracias –le dije–. Te debo la vida.
    Puso el pie sobre el cuerpo y extrajo su arma, limpiando luego la punta en el delantal del herrero.
    –Esta es mi aldea –alegó–; él fabricó esta jabalina.
    –Pero me habría matado y yo no le había hecho daño alguno.
    –Creyó que se lo harías y, si le hubieran visto hablando con un extraño, eso le habría supuesto la muerte. También yo moriré si me ven hablando contigo.
    –Entonces, no permitamos que nos vean –dije yo.
    Y entre los dos arrastramos el cuerpo del herrero hasta un lugar invisible desde la calle. Una vez lo hubimos escondido tan bien como nos fue posible tapamos las manchas de sangre con tierra y el esclavo me condujo por una puerta trasera hasta un patio donde el edificio de la herrería y grandes montones de carbón de leña nos ocultaban de todos.
    –No te acuerdas de mí –dijo.
    –Casi todo se me olvida –repuse meneando la cabeza.
    –Eso me dijiste después de que vimos al dios negro. Soy Cerdon, Latro. ¿Aún tienes tu pergamino? Quizá escribieras en él de mí aunque te dije que no deberías hacerlo.
    –Entonces, ¿somos amigos? ¿Me salvaste por esa razón?
    –Podemos serlo, si mantienes tu promesa.
    –Si te he prometido alguna cosa, cumpliré lo prometido. Si no te he prometido nada te daré lo que me pidas. Salvaste mi vida.
    –Entonces, ven conmigo hasta el altar de la Gran Madre esta noche. No está muy lejos de aquí.
    Cuando estaba hablando oí un leve ruido: el susurro que hace el vestido de una mujer o quizá el seco roce de una serpiente en el suelo. El ruido cesó y cuando me volví no vi nada.
    –Lo haría con placer si pudiera –le dije–, pero nos iremos tan pronto como los esclavos hayan comido. Esta noche nos encontraremos muy lejos de aquí.
    –Pero, si pudieras, ¿vendrías y no te olvidarías de ello?
    –¿Esta noche? No lo habré olvidado aún; puede que mañana sí.
    –Bien. Iré a buscarte apenas se hayan dormido todos. Tu esclavo nunca nos delatará y el Cordelero que se encuentra en tu tienda está demasiado enfermo para darse cuenta de nada.
    Se puso en pie, disponiéndose a marcharse.
    –Espera –le requerí–. ¿Cuál es la razón de que estuvieras aquí cuando necesité tu ayuda?
    –Te he estado observando desde Megara, sabiendo que era inútil hablar hasta que llegáramos aquí. Sabía que acabaríamos llegando porque nuestra aldea se encuentra en el camino a la ciudad y le pertenece a Pausanias. Cuando te vi sin ningún centinela cerca supe que era mi oportunidad, y por eso fui detrás de ti, esperando poder verte a solas; cosa que conseguí gracias al favor de la Gran Madre.
    –¿Esta herrería pertenece al regente? –pregunté, sin comprender nada.
    –La aldea, los campos y todos nosotros le pertenecemos. Yo ayudé a transportar al Cordelero a tu tienda para que le viera Kichesipos. No me reconociste.
    –No –tuve que admitir.
    –Sabía que no me habías reconocido. Ahora debo irme pero volveré esta noche. No lo olvides.
    –¿Y...?
    Señalé con la cabeza hacia el hombre muerto que había en la herrería.
    –Yo me ocuparé de él –dijo–. A nadie le importará lo que le haya ocurrido.
    Cuando volví al bosquecillo en el que habían comido los hoplitas, éstos se encontraban ya formando su columna de marcha mientras algunos esclavos terminaban de apagar las hogueras y recoger los cacharros. Desfilamos con paso marcial cruzando la aldea al son de las flautas, pero cuando llegamos al río en el que ahora estamos descubrimos el puente en llamas. Aunque los esclavos no tardaron en apagar el fuego el puente había quedado destruido, y se decidió que acamparíamos aquí. De todos modos la gente está muy cansada después de haber cruzado la Tierra de los Osos, y se dice que mañana el puente ya habrá sido reparado.
    Los esclavos de Basias tuvieron que transportarle toda la mañana en una litera, aparte de cargar con nuestra tienda y el resto de las cosas. Les pregunté si el peso no resultaba excesivo para ellos y dijeron que no: habían llevado el mismo peso cuando salieron del País Silencioso para combatir al Gran Rey, pues entonces tenían que transportar raciones suficientes para diez días. Me ofrecí a llevar un extremo de la litera y creo que les habría gustado aceptar pero tenían miedo de que se les pudiera castigar por ello.
    Les pregunté si Basias poseía alguna aldea y si ellos procedían de allí. Me dijeron que sólo tenía una granja y que los tres vivían en ella trabajando la tierra. Se encuentra al sur de la ciudad y creen que les ordenará llevarle hasta esa granja mientras no se recupere. También tiene una casa en la ciudad pero creen que en la granja estará mejor. Si muere, la granja pasará a ser propiedad de un pariente.
    No parecían tener miedo de conversar conmigo, y por eso les dije que había estado en la aldea y que la gente de allí no quiso hablarme. Dijeron que en el ejército las cosas son distintas y bastante mejores y que nadie les delataría por hablar con un extraño cuando tenían que levantar la tienda en que albergarle y preparar su comida: pero que haría bien no hablando con los esclavos de otros Cordeleros. Creo que quizá Basias sea mejor como amo que el regente, aunque posiblemente todo se reduzca al hecho de que no es tan rico. Un hombre que sólo tiene una granja y tres esclavos no puede permitirse el lujo de perder ni a uno solo de ellos.
    Luego entré en la tienda y estuve hablando con él; le expliqué cómo se había incendiado el puente pues cada vez sentía una curiosidad mayor por este extraño país. Aunque no puedo hablar sobre las costumbres de las demás naciones tengo la seguridad de que todas las que he conocido difieren de las de ésta, y en nada de lo que oigo siento sensación alguna de familiaridad.
    Basias se encontraba débil pero creo que no sentía dolor. Io dice que a veces tiene fiebre y se cree nuevamente joven, y que entonces habla de sus viejos maestros; pero cuando hablé con él no ocurrió nada de eso.
    Le hablé del puente y me dijo que los esclavos del otro lado del río lo habrían hecho esperando que tomáramos por otro camino; pensaba que los esclavos de esta zona debían de querer que nos fuéramos de ella lo más de prisa posible. Naturalmente, no le hablé de Cerdon ni de lo ocurrido en la herrería. Me hizo preguntas sobre los campos junto a los que habíamos pasado e inquirió si ya habían sido arados para la siembra de otoño. Eso me sorprendió pues pensaba que él mismo habría podido verlos cuando estábamos en el camino; pero me dijo que había pasado casi toda la mañana durmiendo y que de todos modos poco podía ver desde su litera porque estaba siempre rodeado de otras personas. Le dije que los campos seguían aún cubiertos de rastrojos, quizá debido a que gran cantidad de hombres estaban en el ejército.
    –Es tiempo de arar –musitó–, antes de que vengan las lluvias...
    –Me temo que no podrás arar durante un tiempo, pero estoy seguro de que tus esclavos podrán arreglárselas siempre que tú les des instrucciones al respecto.
    –Yo nunca he arado. Entonces ya no sería un Cordelero, ¿entiendes? Pero es algo que debe hacerse. En la Larga Costa los hoplitas tienen granjas y esclavos pero también ellos trabajan sus tierras. Me gustaría poder hacerlo; la ayuda nos iría muy bien pero tengo que dedicarme al entrenamiento.
    –La guerra casi ha terminado –repuse–. Al menos, eso dicen todos.
    Basias movió su cabeza de un lado a otro.
    –El Gran Rey volverá, y si no lo hace entonces seremos nosotros quienes vayamos allí para saquear Susa y Persépolis. Si no es eso, entonces habrá otra guerra distinta; siempre hay otra guerra.
    Basias quería beber; fui al río de curso perezoso y verdes profundidades para coger un poco de agua que mezclé con vino.
    Mientras sostenía la copa ante sus labios me dijo:
    –Ya no volveré a luchar contigo, Latro. Hoy me vencerías... Pero yo te vencí una vez. ¿Lo recuerdas?
    Sacudí la cabeza.
    –Una vez que acabamos de luchar lo escribiste en tu pergamino. Léelo.
    Un rato después le dejé y me instalé ante la tienda para hacer tal y como me había sugerido. No sabiendo dónde podría encontrar el relato de nuestra lucha y ni tan siquiera si estaría allí consignado, desenrollé el pergamino hasta la mitad y estuve leyendo sobre cómo había visto a Euricles, el Nigromante invocar a una mujer de entre los muertos. Me alegré entonces de la luz del día, y cada vez que leía unas líneas apartaba los ojos del pergamino para contemplar las pacíficas aguas del río que se perdían en la distancia y el delgado hilo de humo negro que se alzaba de los leños carbonizados que los esclavos habían quitado del puente.
    Un rato después, Drakaina tomó asiento a mi lado. Al ver mi cara se rió y me preguntó en qué estaba pensando.
    –Pienso en lo terrible que debe ser poder recordar las cosas... aunque ojalá pudiera hacerlo.
    –¿Por qué, si es algo tan terrible?
    –Porque al carecer de memoria me pierdo a mí mismo y eso es aún peor. Este día es como una piedra que hubiera sido extraída de un palacio para ser llevada luego muy lejos, a tierras donde nadie sabe ni tan siquiera lo que es un muro. Tengo la impresión de que todos los días han sido siempre iguales para mí...
    –Entonces debes gozar de cada día cuando venga –me aconsejó ella–, pues el día presente es lo único que posees.
    Sacudí la cabeza.
    –Piensa en los esclavos de la aldea que hemos dejado atrás: para ellos cada día debe parecerse al anterior. Si pudiera descubrir cuál es mi patria, entonces podría vivir allí tal y como viven ellos y de ese modo sabría gran parte de lo ocurrido el día anterior, aunque fuera incapaz de recordarlo.
    –Una diosa te ha prometido que muy pronto volverás a reunirte con tus amigos –alegó–, o al menos así me lo han explicado.
    Sentí que me invadía una alegría tan grande que me puse a temblar, y antes de darme realmente cuenta de lo que hacia la rodeé con mis brazos y la besé. Ella no me opuso ninguna resistencia y sus labios eran tan fríos como el arroyuelo de piedras multicolores en el que una vez me lavé el rostro y sumergí los pies.
    –Ven –me dijo–. Podemos ir a la tienda de Pasicrates y atar los cordones de la lona. Allí hay vino y sus esclavos nos traerán comida. No hará falta que salgamos de allí para nada hasta mañana.
    La seguí, sin pensar ni un instante en la promesa que le había hecho a Cerdon. La tienda estaba en penumbra; no se oía dentro de ella ni el menor ruido y la atmósfera era agradablemente cálida. La mujer desató los cordones púrpura que ceñían la capa alrededor de su cuello y me dijo:
    –¿Recuerdas qué aspecto tienen las mujeres, Latro?
    –Claro –respondí yo–. No puedo recordar cuándo he visto una, pero de eso sí me acuerdo.
    La capa cayó a sus pies.
    –Entonces, mírame –dijo, pasándose el chitón por encima de la cabeza.
    La curva de sus caderas era como el mar que se mueve aunque no haga viento, y sus pechos se alzaban orgullosos como templos hechos de nieve y cornalina. Alrededor de su cintura llevaba anudada una piel de serpiente. Se dio cuenta de que yo la miraba y la tocó con los dedos.
    –No puedo quitármela –dijo–, pero no hace falta.
    –No –repuse, abrazándola.
    Ella rió, haciéndome cosquillas y besándome.
    –No recuerdas cómo estuvimos sentados uno junto al otro en una ladera de esta misma isla cubierta de montañas, Latro. ¡Ah, cómo te deseaba entonces! Y ahora eres mío...
    –Sí –dije, aunque ya sabía que la respuesta era no, pese a que todo mi ser ardiera a causa del deseo.
    La necesitaba como el hombre que muere de sed necesita el agua, como quien no ha comido en semanas desea el pan o como el hombre de corazón débil ansía la corona; mas no la deseaba como un hombre desea a una mujer, y ante eso nada podía hacer.
    Se rió de mí y habría sido capaz de estrangularla, pero sus ojos me robaron toda la fuerza de las manos y le fue fácil apartarlas de su cuello.
    –Vendré a ti cuando la luna esté alta en el cielo –me dijo–. Entonces serás más fuerte; espérame.
    Y ahora me encuentro sentado ante el fuego escribiendo, esto, con la esperanza de entender algún día lo ocurrido, observando la pálida mariposa que revolotea sobre las llamas y esperando que salga la luna.


    30

    La Gran Madre


    La diosa terrible de los esclavos apareció la noche anterior. La toqué y todos pudieron verla. Fue horrible. El campo se está empezando a despertar pero no hay necesidad de que me apresure a escribir, pues el mercado estará lleno antes de que el puente haya sido reparado. Tendré tiempo de leer esto una y otra vez de forma que nunca se me olvide.
    Cerdon se acercó sigilosamente a la hoguera mientras yo permanecía inmóvil, con los ojos clavados en las llamas, y se agazapó a mi lado.
    –Esta noche hay centinelas –murmuró–, y debemos tener cuidado. Pero el Silencioso se ha ido y eso es más de lo que yo esperaba.
    Creí que Drakaina podía acudir aún y, pensando que Cerdon no pondría inconveniente a que estuviéramos unos instantes juntos, le pregunté quién era el Silencioso y luego añadí:
    –Creía que aquí todos hablabais poco.
    –El joven –dijo Cerdon al tiempo que escupía en el fuego–. Los Silencioso son siempre jóvenes porque los jóvenes no han empezado todavía a dudar.
    –Yo soy joven –repliqué–, y tú también lo eres.
    Al oírme rió levemente.
    –No, tú no eres un Silencioso y tampoco yo lo soy. Además, son más jóvenes que nosotros y son siempre Cordeleros escogidos de las primeras familias, las que poseen aldeas enteras y muchas granjas. ¿Has oído hablar de los jueces?
    Meneé la cabeza, alegrándome ante el nuevo retraso.
    –Los jueces gobiernan. Los reyes fingen gobernar y dirigen a los ejércitos, luchando en primera línea de éstos y muriendo de vez en cuando. Pero nuestra tierra está gobernada por cinco jueces. La ley dice que sólo los reyes pueden hacer la guerra, pero cada año los jueces se reúnen para decidir una guerra que está siempre fuera de la ley.
    –Si cada año hay una guerra nueva –dije yo–, entonces debéis estar combatiendo perpetuamente.
    –Así es –declaró, mirando por encima de su hombro como si estuviera inquieto–. La guerra es siempre contra nosotros.
    –¿Contra vosotros los esclavos? –pregunté, sonriendo–. La gente no hace nunca la guerra contra sus propios esclavos.
    –Eso había oído decir cuando estaba en el norte con el ejército. Los amos de allí se reían al oír eso, tal y como tú has hecho ahora; pero ése es el modo en que aquí ocurren las cosas. Cada año la guerra es votada en secreto y siempre se dirige contra nosotros. Los jueces hablan con los jóvenes, con los hombres que eran muchachos antes de la luna llena, cuando fueron azotados en nombre de Auge. Entonces se convierten en Silenciosos; aparentemente son sólo hoplitas recién incorporados pero en realidad cada uno de ellos es el oído de algún juez. Un Silencioso puede matarnos cuando le venga en gana. Creo que le conoces: su tienda se encuentra más allá. ¿Recuerdas su nombre?
    Era la tienda a la cual me había llevado Drakaina y recordé lo que me había dicho.
    –¿Pasicrates?
    Cerdon asintió.
    –Si la identidad del Silencioso es mantenida en secreto, ¿cómo puedes conocerla?
    –Algo en su mirada les delata. Un Cordelero ordinario... un Igual, como el de tu tienda, puede matar solamente a sus propios esclavos. Si mata a otro hombre, incluso a un Vecino, debe pagar por él. Si un Silencioso te mira y su mano se acerca un centímetro a su daga, ya sea porque los otros te respetan o quizá solamente porque has hablado con un extraño...
    Cerdon se estremeció como hacen los hombres al despertar de un sueño horrible.
    –Es hora de irnos –dijo–, tendríamos que haberlo hecho ya. Tendrás que dejar aquí esa espada.
    Se puso en pie y me indicó que le siguiera.
    Yo me quité a Falcata de la cintura y la dejé dentro de la tienda. Cerdon me precedía a unos tres pasos de distancia.
    –De prisa –apremió, y en ese instante algo se movió junto a su pierna y él lanzó un grito; no sonó muy fuerte pues logró contenerlo tapándose la boca con una mano, pero Io debió de escuchar pues salió corriendo de la tienda cuando yo me arrodillaba junto a él.
    –¡Amo! ¿Qué ha sucedido?
    Le dije que lo ignoraba. Llevé a Cerdon junto a la hoguera y gracias a su luz pude ver dos heridas en su pierna. Cinco veces llené mi boca con su sangre. Io trajo vino y agua una vez que hube terminado; me enjuagué la boca y luego vertimos vino en sus heridas. Para entonces, Cerdon tenía ya el cuerpo cubierto de sudor.
    Le pregunté a Io si los esclavos de Basias se habían despertado también. Ella meneó la cabeza y se ofreció para ir a llamarles.
    –No –repuso Cerdon con voz ahogada.
    –Cuando Basias fue mordido –recordó Io–, el médico del regente explicó que se le debía mantener abrigado.
    Asentí y le dije que me trajera mi capa.
    –Debes ir sin mí –susurró Cerdon.
    –Si lo deseas, iré.
    –Debes ir. Te salvé antes de comer, ¿lo recuerdas?
    –Sí –le contesté–. Iré solo, si tal es tu deseo.
    Io le tapó con mi capa, arropándole bien con la tela, y luego llenó una copa acercándosela a los labios.
    –Sigue el río. Verás una piedra blanca y un sendero. Sigue el sendero; allí hay un bosquecillo en el que nunca cortamos madera, ni para construir... ni para el fuego... Pero habrá hogueras.
    –Lo he comprendido –dije, poniéndome en pie.
    –Espera. Debes tocarla. Tócala y habrás pagado la deuda que tienes conmigo.
    –Lo haré.
    –Yo cuidaré de él, amo –me dijo Io–, y si puede caminar le ayudaré a esconderse cuando llegue el amanecer. Creo que no quiere que llamemos a nadie más.
    Corrí, en parte porque Cerdon me había dicho que debía apresurarme y en parte porque temía a la serpiente. Había centinelas tal y como había dicho, pero fue fácil pasar entre ellos y luego seguir la orilla del río protegido por las sombras. El río (creo que se llama Eurotas) había muerto casi debido al calor del verano y la tierra blanda de las orillas ahogaba el ruido de mis pasos. A mi alrededor reinaba un olor de podredumbre y muerte.
    La piedra blanca había sido puesta junto al sendero como un mojón, o eso me pareció. El gran valle del Eurotas es tierra de trigo y cebada, no de piedras y arena. El camino que nacía junto a la piedra empezaba a subir por la orilla y luego cruzaba campos de rastrojo en los que no había ninguna casa, retorciéndose por entre los pastos de las colinas para llegar finalmente hasta un bosquecillo de árboles achaparrados y tocones mordidos por el hacha.
    Habría sido tan fácil perder el camino bajo la escasa claridad lunar que me pregunto aún cómo pude no extraviarme, aunque me ayudó el hecho de que hubiera sido hollado por muchos pies poco tiempo antes que yo. En los pastos el camino tuvo que ser atravesado muchas veces por los corderos y ovejas, pero las huellas de sus agudos cascos habían sido borradas por otros pies más blandos; una vez en los bosques mis dedos me indicaron que la hierba aplastada junto a los bordes del camino aún seguía humedecida por su propia savia.
    Trepé por dos colinas y la tercera pareció hendirse ante mí como la madera que el hombre parte con el hacha para arrojarla al fuego. Cuando hube pasado por entre esos muros de piedra crucé por un lugar que me recordó una gran sala repleta de columnas; éstas eran troncos cubiertos de musgo, tan suaves a causa de la capa que los revestía que tocarlos era como acariciar una bestia inmensa hecha de robles, anchos como peñascos y tan altos que parecían los mástiles de un navío.
    Un león apareció de entre las tinieblas para entrar en un claro iluminado por la luna; se encontraba a menos de medio estadio y su cabeza de oscura melena giró para contemplarme en silencio. Un momento después volvió a esfumarse entre las sombras. Esperé unos instantes, temiendo encontrarme con él si continuaba avanzando, y mientras permanecía inmóvil, esforzándome por oír el más mínimo sonido, percibí un cántico de voces infantiles.
    Algo de su canción pareció prometerme que en ese lugar encantado no debía temer ni tan siquiera a un león pero, incapaz de confiar en esas promesas, seguí esperando sin moverme. Sin embargo, acabé por avanzar y no tardé en distinguir el rojo destello de las hogueras a través de las hojas. Ya antes había caminado sin hacer ruido pero ahora intenté caminar en un silencio aún mayor, para que me resultara posible ver con qué clase de ceremonia me había encontrado antes de que los adoradores me vieran a su vez.
    El altar era una gran losa apoyada en dos piedras y me llegaba a la cintura. Los niños que había oído bailaban en el espacio que había entre dos hogueras, avanzando con pasos lentos y solemnes bajo la claridad lunar y moviéndose al compás de dos martillos con cabezas de piedra a los que acompañaba el cántico límpido y agudo de sus voces. Detrás de ellos, entre las sombras de los árboles, vi hombres y mujeres que murmuraban como sauces agitados por el viento. Cerdon había dicho que esto era un altar de la Gran Madre y me había indicado que debería tocarla pero no vi diosa alguna.
    El ruido de los martillos se confundía con los latidos de mi corazón. Permanecí durante largo tiempo escuchándolos, oyendo cantar a los niños y observando su danza; las niñas llevaban guirnaldas de flores en tanto que los niños las llevaban de paja.
    El ruido de los martillos cesó de pronto.
    Los niños y niñas que bailaban parecieron quedarse congelados formando un círculo. La mujer que blandía los martillos se puso en pie y otra mujer la guió hacia adelante. La niña que estaba más cerca del altar las acompañó.
    Cuando llegaron hasta la losa de piedra, la mujer y la niña guiaron cuidadosamente a la mujer de los martillos, que era ciega. Ella tocó el altar con sus martillos y los dejó sobre él. Ayudada por otra mujer depositó a la niña sobre el altar, escogió lentamente un martillo y rodeó la losa hasta encontrarse en el extremo de ésta más cercano a la cabeza de la niña.
    Mientras ella andaba yo también me puse en movimiento; era mucho más veloz que ella pero debía correr una distancia mayor. Di la vuelta al claro hasta tener el altar entre los observadores y yo mismo, y cuando alzó el martillo di un grito y me lancé hacia ella.
    Una mujer con el don de la vista se habría detenido para mirarme y yo habría podido tener éxito. Pero la sacerdotisa era ciega y no se detuvo. El martillo de piedra cayó sobre el altar, esparciendo los sesos de la niña por toda la losa.
    Y entonces vi a la Gran Madre; era una anciana que tendría la mitad de mi estatura y se inclinaba sobre la sacerdotisa mojando sus dedos en la sangre. Sí, ciertamente era una diosa, pero estaba enloquecida por la vejez y su vestido estaba roto y cubierto de polvo grisáceo. Pese a la deuda que tenía para con Cerdon no la tocaría si me era posible evitarlo. Me volví en redondo disponiéndome a huir pero algo me golpeó la cabeza y me derribó al suelo.
    Antes de que pudiera levantarme cien esclavos habían caído sobre mí. Algunos llevaban pedazos de madera en tanto que otros sólo contaban con sus puños y sus pies. Uno les gritó a los demás que se apartaran y levantó un gancho; los demás me soltaron y luego se volvieron, huyendo a la carrera como si creyeran que eran ellos quienes iban a morir. Con mi pie golpeé el tobillo del esclavo que blandía el gancho y le derribé de un patada en la rodilla.
    Entonces empezaron a surgir Cordeleros de entre los árboles, avanzando en una formación tan precisa como si estuvieran en el campo de entrenamiento, con sus largas lanzas blandidas al mismo nivel en multitud de manos. Cogí el gancho y maté al esclavo que había intentado matarme, descubriendo entonces que resultaba un arma mucho mejor de lo que había creído.
    Fue entonces cuando comprendí que los otros no veían a la diosa; un hombre cogió a la sacerdotisa por el brazo y se la llevó, ayudado por la otra mujer. Por un instante el hombre permaneció dentro de la Gran Madre, como un fuego envuelto en su propia humareda.
    –No bebo la sangre que ha sido mojada por el hierro –dijo ella.
    Intenté explicarle que no había matado a ese hombre con el gancho para ella, y entonces Drakaina me abrazó de repente.
    –¡Alabada sea Auge! Pensé que te habían matado...
    –¿Cómo has llegado hasta aquí? –le pregunté–. ¿Me estabas vigilando antes?
    Sacudió su hermosa cabeza y las joyas que llevaba en las orejas brillaron como lunas.
    –Vine con los Cordeleros. Mejor dicho, hice que vinieran hasta aquí. Era capaz de encontrar este sitio y a ti, Latro, aunque ellos no pudieran.
    Mientras me decía todo eso los Cordeleros llegaron hasta nosotros. Todos los adoradores habían desaparecido salvo el esclavo muerto y la niña que yacía sobre el altar. También su terrible diosa se había esfumado aunque por unos instantes creí oír su vieja y cascada voz llamando a sus fieles por entre el robledal.


    31

    Las palabras de la Madre Gea


    La profecía de la diosa resuena aún en mis oídos. Debo anotarla aquí aunque si el Silencioso, Pasicrates, llegara a leerla, estoy seguro de que intentaría matarme.
    Él no estaba en el altar de la Gran Madre, pero como pensé que el líder de los Cordeleros podía ser Pasicrates y éstos se habían reunido junto a la losa de piedra para contemplar a la niña muerta le pregunté su nombre.
    –Soy Eutaktos –respondió–. ¿Ya has olvidado la marcha que hicimos juntos desde Pensamiento?
    –Claro que lo ha olvidado, noble Eutaktos –repuso Drakaina–, ya sabéis cuál es su estado. Pero, ¿qué ocurre con el vuestro? ¿No me recordáis?
    –Sé quién sois, señora –dijo Eutaktos en tono cortés–, y puedo ver el servicio que esta noche le habéis vendido a los Cordeleros.
    –¿Qué ha sido de Euricles de Mileto, que os acompañó en vuestra marcha? ¿Dónde se encuentra ahora?
    –Donde le haya enviado el regente –respondió Eutaktos–. ¿Creéis acaso que puedo mezclarme en tales asuntos?
    Se volvió hacia sus hombres y les gritó enérgicamente:
    –¿Qué hacéis todos mirando, idiotas? Sacadla de ahí y haced pedazos ese altar.
    Le pregunté si pensaba enterrar a la niña.
    Eutaktos meneó la cabeza.
    –Que los dioses entierren a sus muertos, ya que nos hacen ocupar de los nuestros. Pero, Latro... –advirtió, suavizando su áspera voz–. La próxima vez no intentes resolver algo semejante tú solo. Pide ayuda.
    Mientras hablaba, ocho hoplitas cogieron el altar por un extremo y lo hicieron caer con gran estruendo. Había unos treinta hoplitas, supongo que todo un enomotia.
    Cuando nos internamos entre los árboles alguien nos arrojó una piedra y así empezó todo. Hasta llegar a la colina hendida hicimos el camino bajo una lluvia de piedras y palos. Un hoplita fue herido en el pie, aunque pudo seguir andando con leve cojera, y poco después otro proyectil le rompió la pierna a otro. Dos de sus compañeros ataron sus capas rojas a los astiles de sus lanzas y lo colocaron encima.
    En la colina hendida las piedras eran mucho más grandes y golpeaban con mayor fuerza porque eran arrojadas por hombres escondidos en la cima. Las que nos habían llegado entre la arboleda creo que habían sido arrojadas por mujeres y chicos. Drakaina y yo no llevábamos armadura y nos detuvimos, pero los hoplitas levantaron sus grandes escudos por encima de sus cabezas y avanzaron. Los gritos que resonaban en la colina y el estruendo de las piedras sobre los escudos de bronce era como el ruido que harían cien fraguas, cien martillos golpeando todos al unísono un centenar de yunques. Todos estábamos aturdidos y éramos incapaces de oír, excepto Drakaina.
    Me cogió por el brazo y me llevó hacia las sombras que habíamos dejado atrás hacía apenas unos momentos.
    –¡Aquí nos matarán!
    –Lo cierto es que ahí si nos matarán. ¿No te has dado cuenta de que los Cordeleros no consiguen pasar?
    Era cierto. Los hoplitas que iban en la retaguardia se habían detenido y ahora retrocedían, apartándose de las piedras.
    –Es probable que tengan obstruido el camino de algún modo, o quizá tengan a cuatro o cinco esclavos con armas allí donde éste se vuelve más ancho, de modo que uno o dos Cordeleros tengan que enfrentarse a todos ellos. Puede que en su falange sean los mejores soldados del mundo, pero dudo que por separado sean muy superiores a los demás hombres.
    El resto de Cordeleros no tardó en seguir a los que se habían retirado. Casi todos ayudaban a un camarada herido con el brazo que sostenía su lanza en tanto que intentaban desviar las piedras con su escudo.
    –¡Volved a los fuegos! –gritó Eutaktos–. Falta poco para el amanecer.
    Drakaina lanzó un alarido y giré a tiempo para ver el brillo de un cuchillo. De pronto Drakaina se esfumó, y la mujer que la había atacado cayó al suelo con una exclamación ahogada.
    Otra mujer y un chico se lanzaron sobre mí desde la oscuridad y yo les derribé con mi gancho, aunque no me enorgullezco de ello. Una vez muertos les examiné y entonces supe que había matado a la mujer de un desconocido y a un muchacho que tendría unos doce años; ella estaba armada con un cuchillo de cocina y él con una hoz 2. Al ver ésta deseé tener conmigo mi espada, aunque el gancho no resultaba nada malo como arma. La mujer que había atacado a Drakaina se retorcía en su agonía pero de ésta no vi señal alguna.
    Me reuní nuevamente con los Cordeleros y ayudé a transportar un herido. Mientras nos abríamos paso hasta el claro siguieron cayendo piedras. Me golpearon dos de ellas pero no me caí y tampoco se me rompió ningún hueso. Cuando hicimos el camino hasta la hendidura de la colina los Cordeleros habían ido en fila, y casi nunca habían parecido darse cuenta de los proyectiles que les arrojaban; pero ahora varios de ellos se metieron en los árboles de vez en cuando y lograron matar a dos esclavos, aunque uno de los Cordeleros no regresó.
    Las hogueras estaban a punto de extinguirse, y mientras algunos se ocupaban de los heridos, otros, yo entre ellos, recogimos toda la madera que nos fue posible encontrar y la echamos al fuego. Cuando oí de nuevo la voz de la diosa en el robledal le dije a Eutaktos que los esclavos no tardarían en atacarnos otra vez.
    Apartó los ojos del Cordelero agonizante al cual había estado atendiendo y me preguntó por qué lo creía así. Antes de que pudiera contestarle un león rugió entre los árboles y un lobo aulló y, como si también ellos fueran leones y lobos, un centenar de voces les respondieron. Cada hombre tenía una piedra y cada uno de ellos se acercó corriendo hasta nosotros antes de lanzarla para hundirse luego otra vez entre las sombras. Recogimos todas las piedras que pudimos hallar y las lanzamos en sentido inverso pero la mayoría de nuestros proyectiles se perdieron en la oscuridad.
    Al final acabaron atacando nuestro círculo. Yo luché con la espalda apoyada en una de las piedras que sostenían el altar, aunque no era lo bastante alta como para darme suficiente protección. Un Cordelero cayó junto a mí, y luego otro, y después de eso ya no oí los gritos de ánimo de Eutaktos. Luché solo, rodeado por un círculo de esclavos armados con garrotes y hachas, y todo ello sucedió en menos tiempo del que me ha ocupado escribirlo.
    La voz quebradiza de la vieja diosa gritó «¡Esperad!», y aunque no creo que los esclavos llegaran a oírla realmente, la obedecieron pese a todo.
    Avanzó con largas zancadas hasta la hoguera; tal abundancia de sangre derramada tenía que haber restaurado su vigor, aunque no le hubiera devuelto la juventud. El león y el lobo correteaban a su alrededor como si fueran perros, y aunque los esclavos de los Cordeleros no podían verla a aquéllos si les vieron y se apartaron aterrorizados. Cuando la diosa se detuvo ante mí yo me convertí de nuevo en un chiquillo, como al enfrentarme con la vieja de la cueva en la colina.
    –Así que eres tú –dijo, viniendo otra vez para visitar a la Madre Gea... Europa transmitió tu mensaje y mi hija me ha dicho lo que te prometió. ¿Te acuerdas de Europa? ¿O de mi hija Kore?
    Si alguna vez las había conocido, ahora se habían perdido entre la niebla, esfumándose de un modo tan irremisible como si jamás hubieran existido.
    –No, veo que no te acuerdas.
    Pese a ser ingente, su voz al hablarme parecía débil y me costaba entenderla por encima del rugido de las bestias y el griterío de los esclavos.
    –¿Por qué no me amenazas ahora con tu arma? –me preguntó–. Amenazaste a Kore. ¿Aún tienes miedo de mi león?
    Agité la cabeza al oírla hablar, pues en el momento en que pronunciaba esas palabras sentí que me inundaban otra vez todos los recuerdos que había tenido de Kore y Europa.
    –Si fuera a matarte, Madre, ¿quién me curaría entonces?
    –Por la loba que dio a mamar a tus padres que estás aprendiendo sabiduría...
    Los esclavos me contemplaban como si yo estuviera loco. Habían bajado sus armas y mientras la Madre Gea hablaba yo bajé la mía, me acerqué a ella y la toqué en el brazo.
    Los esclavos lanzaron un grito tremendo cuando la toqué con mi mano pero en seguida volvieron a callarse. Cuando avanzaron hacia mí muchos lloraban, tanto hombres como mujeres o niños. Creo que también ellos la habrían tocado si les hubiera sido posible, pero el león y el lobo se les plantaron delante, amenazándoles como hacen los perros pastores con las ovejas.
    –¡Diosa! –gritó uno de los esclavos–. ¡Oye nuestra plegaria!
    –Ya la he oído muchas veces –contestó la Madre Gea, y ahora su voz era como el canto de un pájaro que vuela bajo el sol en tierras que han sido sumergidas para toda la eternidad.
    –Durante quinientos años los Cordeleros nos han esclavizado...
    –Y durante quinientos años más os esclavizarán pese a que los superáis siete veces en número. ¿Por qué razón debería ayudaros?
    Al oírla hicieron avanzar a la sacerdotisa ciega, y ésta exclamó:
    –¡Somos tus adoradores! ¿Quién alimentará tus altares si perdemos nuestra fe?
    –Tengo millones de adoradores en otras tierras –repuso la Madre Gea–, y para algunos de ellos aún no estoy vieja ni encorvada.
    Se calló durante unos segundos, chupándose las encías.
    –Pero quiero otro sacrificio esta noche: si me lo concedéis voluntariamente haré todo lo que pueda para liberaros. No es necesario que la víctima muera. ¿Me concederéis ese sacrificio?
    –Sí –respondió la sacerdotisa, y el hombre que había hablado antes dijo también que sí, y después de ellos todos los esclavos gritaron «¡Sí!» al unísono.
    Entonces la Madre Gea les dijo lo que deseaba de él, y la sacerdotisa ciega encontró un pedazo bien afilado de pedernal después de rebuscar en el suelo a cuatro patas, como un animal.
    Por dos veces él intentó golpear pero apartó su mano al ver las primeras gotas de sangre. Aunque la Madre Gea había dicho que su muerte no era necesaria su progenie murió esa noche hasta la generación número diez mil y él lo sabía tan bien como yo. Estaba lejos de la Madre Gea y de mí, y los demás esclavos se habían apiñado a su alrededor, animándole con sus gritos y prometiéndole grandes recompensas, desde un nuevo tejado para su choza hasta una buena cabra lechera. Entonces supe que podía escabullirme en la oscuridad si así lo deseaba pero aguardé, tan fascinado como los otros.
    Por fin logró golpearse sin vacilación y su virilidad quedó inmóvil en su mano, como el despojo que el carnicero levanta para enseñar a quien lo desea. Alguien lo cogió de entre sus dedos y lo depositó sobre el altar mientras que él permanecía inmóvil con las piernas bien separadas, sangrando como una mujer... o, mejor dicho, como el toro que acaban de convertir en buey. Los demás le hicieron tenderse en el suelo y detuvieron su hemorragia con musgo y telarañas.
    –Ahora, oídme –dijo la Madre Gea, irguiendo su espalda.
    Por unos instantes pareció que una luz inmensa ardía por encima nuestro y que solamente su cuerpo se interponía entre nosotros y esa luz, protegiéndonos de ella.
    –Este hombre me está consagrado mientras viva –declaró–. En pago lucharé por vosotros y me esforzaré para que su amo, el príncipe Pausanias, llegue a ser rey de esta tierra.
    Los esclavos murmuraron al oír estas palabras, y unos cuantos protestaron.
    –Creéis que es vuestro mayor enemigo, pero os digo que será vuestro mayor amigo y puede que llegue a ser vuestro rey dándoles la espalda a los de su propio linaje. Sin embargo, es posible que tanto él como yo fracasemos. De ser así, destruiré la ciudad de los Cordeleros...
    Al decir esto los esclavos lanzaron tal rugido que no pude oír el resto de sus palabras.
    –... y entonces deberéis alzaros contra los Cordeleros y vuestras guadañas deberán cortar sus lanzas en tanto que vuestras hoces abatirán sus espadas. Pero antes, arrojad vuestras piedras contra sus cascos: así les habéis derrotado esta noche y debéis recordarlo.
    Entonces se esfumó y el claro pareció muy oscuro y alejado de las tierras de los hombres. Una hoguera estaba agonizando mientras que la otra ya no tenía más que algunas ascuas a medio apagarse. Media docena de hombres hicieron una litera con ramas y bejucos para transportar en ella al hombre que se había castrado a sí mismo, y a esa media docena siguieron otros hombres llevando los cuerpos de quienes habían muerto en el combate. Algunas mujeres me pidieron que fuera con ellas y se ofrecieron a curar mis heridas, pero aún seguía teniéndoles miedo por la mujer que había matado y les dije que debían seguir a sus esposos. Hicieron tal y como les indiqué, dejándome solo con los muertos.
    Aunque el gancho no había sido creado para excavar en el suelo pude abrir una fosa no muy honda en la tierra blanda del claro. Allí enterré a la niña que no había salvado, y sobre su tumba amontoné las piedras que nos habían arrojado. Creo que uno de los Cordeleros muertos era Eutaktos, al cual había conocido en un tiempo ya olvidado. Aunque le quité el casco a varios para estudiar mejor sus rostros me fue imposible estar seguro, pues no había visto a Eutaktos más que unos breves segundos a la luz del fuego.
    Tampoco sabía ya quiénes eran Kore y Europa o cuál había sido su significado antes para mí, aunque pude recordar un tiempo no muy lejano en el que había sabido todo eso. Sus nombres y su recuerdo me turbaban casi tanto como la idea de que el león y el lobo podían rondar aún por las cercanías del claro. Musité las palabras «Kore» y «Europa» incesantemente mientras alimentaba la hoguera agonizante y pasaba leños ardiendo a la otra para encenderla de nuevo; hasta que por fin Kore y Europa dejaron de tener significado alguno para mí, y ya ni tan siquiera fueron nombres.
    Yendo de una hoguera a otra esperé el amanecer antes de cruzar la colina. Los cuerpos de muchos Cordeleros yacían en ese sendero y aún se veían abundantes manchas de sangre, pero los esclavos habían arrastrado los cadáveres a un lado de tal modo que ahora yacían medio ocultos por las sombras bajo los árboles, envueltos en la verde vida de los robles. No creo que los demás Cordeleros puedan encontrarles ahí.
    Desde el lugar donde Drakaina me había cogido del brazo pude ver a la vieja diosa andando por el valle; era una mujer más alta que cualquier mujer normal, a la vez más oscura y más brillante que las copas de los árboles progresivamente encendidas por el amanecer. Creo que se detuvo en la tumba, pues un rato más tarde desapareció ante mis ojos y la oí llorar.
    Cuando hube cruzado por la colina hendida arrojé a un lado mi arma y me apresuré por entre los campos hasta llegar a la orilla del Eurotas, donde ahora estoy escribiendo estas palabras bajo la claridad del sol. Io me encontró aquí, y después de que le hube contado parte de lo sucedido esta noche me curó mis heridas con un poco de ungüento y lloró sacudiendo amargamente la cabeza por el golpe que me había derribado. Luego, llena de orgullo, me llevó hasta donde había escondido a Cerdon entre la paja de nuestras mulas; pero Cerdon había muerto mientras ella dormía, y sus miembros ya estaban rígidos y fríos.


    32

    Aquí, en la ciudad de los Cordeleros


    Los extranjeros son mirados con gran suspicacia. Esta mañana Io, Drakaina y yo fuimos a ver el famoso templo de Ortia. Su recinto, situado en la orilla del río, debió de hallarse en un tiempo separado de la ciudad, pero ahora los Cordeleros han construido sus casas en tal número que llegan hasta los mismos límites del recinto sagrado.
    –En el Imperio amurallamos nuestras ciudades correctamente –alegó Drakaina–. Cuando te encuentras a un lado de la muralla estás dentro de la ciudad, y cuando estás al otro lado de ella estás en el campo. Con toda esta aglomeración de casuchas, ¿quién puede saber dónde se encuentra? Pensamiento estaba casi igual de mal pero allí al menos tenían puestos de vigilancia en los caminos.
    –El Gran Rey derribó vuestras murallas –le recordó Io–. Eso fue lo que dijo el regente.
    Drakaina asintió.
    –La gente de Parsa sabe hacer las cosas tal y como deben hacerse. Los muros simbolizan la ciudad y el derribarlos significa destruirla. Esta ciudad ya ha sido destruida... o quizá sería mejor decir que jamás llegó a existir. Lo que llaman ciudad no es más que la suma de cuatro aldeas y no me asombra que la califiquen de ciudad dispersa.
    Los esclavos apartaban el rostro a un lado cuando pasábamos, e incluso los Vecinos con los que nos encontramos no mostraban deseos de hablar con nosotros. De vez en cuando algún Cordelero nos hacía parar y nos interrogaba, pudiendo ser tanto un hombre como una mujer, y bastantes de ellos nos dijeron que no éramos bienvenidos aquí. Muy pronto aprendimos a responderles que nos alegraría irnos a cualquier otro sitio de permitírnoslo su regente, lo cual tenía la virtud de hacerles callar de un modo muy efectivo.
    Drakaina meneó su hermosa cabeza después de un encuentro semejante.
    –No hay ningún lugar del mundo en el cual los hombres sean menos libres que esta ciudad y ninguno en el cual las mujeres lo sean tanto... excepto quizá el país de las Amazonas, las mujeres que viven sin hombres.
    –¿Son reales? –le preguntó Io–. Una vez Basias me contó que entre ellas yo podría llegar a estratega.
    –Claro que son reales –repuso Drakaina pasando su brazo alrededor del mío–. Pero tendrías que ir muy lejos, al noroeste, llegando mucho más allá de mi propia ciudad. Y tendrías que dejar a Latro aquí conmigo. Las Amazonas no aprecian a los extranjeros más que los Cordeleros, y consideran espías a todos los hombres.
    –Una raza tal no puede existir –repliqué–; morirían en menos de una generación.
    –Se acuestan con los jóvenes de los Hijos de Escoloti y si luego dan a luz una niña le cortan el seno izquierdo para que pueda utilizar el arco. Los niños les granjean el favor de su diosa, o eso he oído decir. Admito, sin embargo, que jamás he visto en persona a una de esas mujeres-guerrero.
    Pensé entonces en el sueño que había tenido la noche anterior y puede que luego lo escriba en mi pergamino.
    –¡Ahí está! –exclamó Io señalando hacia adelante.
    –Justo lo que me había esperado. Aquí no tienen ni la menor idea de qué aspecto debe tener un templo de verdad; nadie podría tener ni idea de ello a no ser que hubieran viajado hacia el este, aunque al menos algunos de los templos que hay por aquí resultan hermosos. Pero éste ni tan siquiera es hermoso; de hecho, si toda esta ciudad fuera destruida nadie podría adivinar contemplando sus ruinas que medio mundo tembló ante su nombre.
    A decir verdad, el templo era más bien pequeño y de construcción muy simple: sus columnas no eran sino postes de madera pintados de blanco. Me quité la espada y luego dejé el ceñidor colgado en uno de ellos.
    –Se supone que debemos hacer una ofrenda –dijo Io–. ¿Habéis visto ese cuenco? Amo, ¿tienes algo de dinero?
    –Yo me ocuparé de eso –repuso Drakaina, arrojando una de las monedas de hierro que usan los Cordeleros de tal modo que resonó en el borde del broncíneo cuenco.
    Al abandonar el brillante pórtico iluminado por el sol para adentramos en el oscuro interior, Io preguntó:
    –¿De dónde la has sacado?
    –¡Calla!
    Lo que más me impresionó fue la antigüedad del templo, y creo que quizá resultaría justo decir que eso era lo único que había impresionante en él. Pero esa antigüedad lo convertía realmente en un lugar sagrado, en el aposento construido para un dios cuando el mundo aún era joven y los hombres todavía no habían olvidado que cuando nos burlamos de los dioses éstos nos castigan abandonándonos.
    Una sacerdotisa con el pelo blanco, pero tan alta como yo y de espalda erguida cual una jabalina, pareció surgir del interior del templo.
    –Bienvenidos –saludó–. Os acojo en esta mansión en nombre de la Cazadora y os doy la bienvenida a esta tierra en nombre de la Casa de Hércules.
    –Es cierto que somos extranjeros aquí, señora –admití–, pero hemos venido a vuestra ciudad siguiendo las órdenes de vuestro regente, el gran príncipe Pausanias, quien no nos permite abandonarla.
    –Sin embargo –se apresuró a matizar Drakaina–, gozamos de la libertad ciudadana y yo soy sacerdotisa de vuestra divinidad.
    La mujer del cabello blanco hizo una reverencia casi imperceptible.
    –Siendo así, podéis realizar sacrificios en este templo siempre que os plazca y nadie os lo impedirá. Si alguien os interroga sobre ello, decidle que tenéis mi permiso. Soy Gorgo, hija de Cleómenes, madre de Pleistarcos y viuda de Leónidas.
    –Entonces, el regente... –empezó a decir Drakaina.
    –Es mi primo y mi nieto. ¿Os gustaría ver la imagen de la diosa?
    Nos llevó hasta una figura de madera llena de grietas y ennegrecida por el tiempo.
    –Se llama Ortia –explicó–, porque fue encontrada de pie donde la veis ahora en los días en que nuestros antepasados conquistaron esta tierra.
    Los ojos saltones de la estatua le daban el aspecto de una loca y en cada mano aferraba una serpiente.
    –La madera es de ciprés, su árbol sagrado. La serpiente de su mano derecha es la del empíreo, y la de su izquierda es la serpiente ctónica. Domina a las dos y se encuentra situada entre ellas, siendo la única deidad que une el cielo a la tierra y el mundo inferior. Cuando aparece aquí suele hacerlo en forma de serpiente.
    –¿Podría ayudar a mi amo? –preguntó Io–. Ha sido maldecido por la Diosa del Grano.
    –Ya he ofrecido sacrificios a nuestra diosa de los tres aspectos en su nombre –añadió Drakaina–. ¿Te acuerdas de Basias, Io? Prometió llevarle un mensaje.
    Drakaina se giró de nuevo y le explicó a la sacerdotisa:
    –Latro se encuentra ahora mucho mejor. Su memoria fue arrebatada y sigue sin poder acordarse de las cosas, pero ahora actúa prácticamente como si le fuera posible hacerlo.
    –La diosa está enfadada –repuse.
    –¿Por qué?
    Gorgo tenía los ojos muy grandes y de un frío color azul difícil de definir, ese azul que parece brillar como el hielo.
    –No lo sé. Pero, ¿no te das cuenta de ello por su modo de mirar a Drakaina?
    La mano de Io voló hacia su boca para ahogar un estallido de risa nerviosa.
    –No –me contestó la sacerdotisa en voz baja y suave–. No puedo verlo pero tú sí puedes. ¿Qué ha hecho esta mujer?
    –No lo sé.
    Incluso en la penumbra del templo pude ver lo pálido que estaba el rostro de Drakaina.
    –Está loco. Reina reverendísima –dijo–. Pasicrates y yo, y esta joven, cuidamos de él.
    –Pasicrates es un joven excelente y un fiel servidor de la diosa.
    –Igual que yo. Si la he disgustado...
    –Serás castigada.
    Después de que Gorgo dijera eso hubo un silencio tan prolongado que acabó siendo insoportable.
    –¿Es aquí dónde se azota a los jóvenes? –preguntó Io.
    –Sí, muchacha –respondió la sacerdotisa, y una de sus comisuras se alzó el grueso de una semilla de cebada–. En esta ciudad las muchachas reciben idéntica educación que los jóvenes, pero al menos eso se nos permite evitarlo. Aquí es donde se deposita la comida del altar y los hombres adultos permanecen justo donde tú estás ahora, así como en el pórtico de fuera y en el exterior del templo, hasta donde llega el recinto sagrado. Los jóvenes deben pasar entre ellos corriendo y coger la comida para regresar otra vez mientras corren y son golpeados. ¿Ves las manchas que su sangre ha dejado en el suelo? De ese modo aprenden lo que las mujeres ya sabemos: que sin mujeres no habría comida para los hombres. Al ser golpeados ese día, jamás lo olvidan. En Éfeso hay una estatua de la diosa que tiene cien pechos pero la lección es la misma.
    Pasicrates nos estaba aguardando cuando salimos del templo.
    –Mi esclavo dijo que habíais ido a visitar la ciudad –nos explicó–, y éste es el primer lugar que casi todos los extranjeros vienen a ver.
    –¿Hay otros? –le preguntó Drakaina.
    –No poseemos la riqueza que tiene la Colina de la Torre –admitió Pasicrates mientras nos alejábamos del templo–, pero nuestra ciudad no carece de interés. El pozo que voy a mostraros es conocido en estos días en todo el mundo civilizado.
    –¿De veras? –dijo Drakaina sonriéndole. Su rostro delgado y demasiado anguloso le daba a todas sus sonrisas una cualidad inquietante–. ¿Es quizá como el que existe en Hisiai, ese que inspira a todos los que beben de él dones proféticos?
    –No –replicó Pasicrates, vacilante–. Estaba a punto de afirmar que no es un pozo mágico, pero ahora que pienso en ello sí que posee poder; y es una clase de poder que puede resultar interesante. Transforma a los hombres en mujeres.
    –Parece que todos se vuelven contra ti, incluyendo a la Cazadora –dijo Io.
    Drakaina pareció tan enfadada que temí por Io, aunque ella lo afrontaba con toda la bravura posible en una joven de su escasa edad.
    –¿De qué se trata? –preguntó Pasicrates–. Cuéntamelo, muchacha.
    –Latro afirma que la diosa está muy irritada con ella. A veces Latro ve cosas que los demás son incapaces de ver. A veces puede ver a los dioses y hablar con ellos.
    –Qué interesante... Debí pensar en hacerte ciertas preguntas sobre todo ello cuando nos conocimos en vez de malgastar tontamente mi tiempo con ese Euricles. Latro, ¿qué viste?
    –Sólo vi que miraba a Drakaina con ojos llenos de furia, como Drakaina miró a Io hace unos minutos.
    –Y es Ortia quien le envía la muerte súbita a las mujeres... Es una pena que no seas un hombre, Drakaina. Por cierto, ¿es tu verdadero nombre?
    Ella fingió no haberle oído.
    –También protege a los animales jóvenes y a los niños –refirió Pasicrates a Io–. ¿Sabías eso? Nuestros jóvenes le rezan antes de ser golpeados y a ella consagran el final de su infancia, aunque suele favorecer más a las muchachas. Si alguien le hace daño a una joven en nuestra tierra puede llegar a pasarlo muy mal a menos que goce de un grado muy alto de su favor...
    –Mientras yo viva –advertí–, quien le haga daño a Io lo pasará muy mal, sea quien sea.
    Pasicrates insistió.
    –Bien podrías llegar a ser el instrumento de su justicia, igual que podría serlo yo.
    Mientras hablábamos habíamos estado paseando por la ciudad y después de un tiempo de silencio me arriesgué a preguntar sobre las casas, diciendo que me parecía extraño ver tantas ventanas en una ciudad tan populosa.
    –Ah, pero ya has estado en Pensamiento aunque no lo recuerdes... –explicó, sonriendo–. Allí siempre piensan en que pueden robarles pero nosotros no pensamos así. Somos demasiado pobres y aquí no hay demasiadas cosas que comprar. Pero ya hemos llegado al pozo. Mirad en su interior y descubriréis que el espectáculo vale la pena.
    Io se adelantó a la carrera y se encaramó al pretil para ver lo que se escondía dentro del pozo.
    –¡Esqueletos! –gritó.
    Pasicrates se acercó al pozo y tomó asiento junto a ella sobre el pretil.
    –¿Sólo ves huesos, joven Io? Con toda seguridad que debe esconderse algo más ahí dentro...
    –Sólo fango y agua.
    –Cierto, tierra y agua. Debéis comprender que soy un guía muy instruido y conozco bien mi oficio: os he traído aquí al mediodía cundo el sol llega lo bastante adentro con sus rayos como para que os resulte posible ver el fondo. El pozo no es demasiado hondo y quizá ésa es la razón de que se haya secado casi por completo. Drakaina, ¿no quieres mirar?
    Miré al interior del pozo y, tal como nos había indicado Pasicrates, el sol llegaba casi hasta la mitad de éste y su luz bastaba para iluminar el resto de sus profundidades. En lo más hondo del pozo había tres hombres de negras barbas con los brazos adornados por gruesos brazaletes de oro; llevaban espadas con pomos de oro cubiertos de muchas gemas. Uno de ellos se agarraba la muñeca mientras su rostro se retorcía en una mueca agónica; otro se cubría el rostro con las manos; y el tercero, mirando hacia arriba, lloraba alargando los brazos hacia mí.
    –El Gran Rey mandó aquí a sus embajadores pidiendo tierra y agua como muestra de nuestra sumisión. Cuando vinieron eran hombres arrogantes, pero cuando les arrojamos ahí dentro para que se apropiaran ellos mismos de lo que habían pedido se convirtieron en mujeres llorosas. Tendríais que haber oído sus gritos... Drakaina, creo que harías mejor echando un vistazo; no pienso empujarte dentro.
    Se apartó del pretil, alejándose unos cuantos pasos.
    –Creí que le gustaba el Gran Rey –dijo lo en voz baja.
    –Está celoso –respondió secamente Drakaina–. El regente me prefiere y Latro creo que comprenderá muy bien eso, aunque es posible que tú no lo entiendas. Cuando fuimos al templo me preguntaste dónde había conseguido la moneda que usé para la ofrenda. Me la entregó el príncipe Pausanias, al igual que me ha entregado otras cosas. ¿Te gusta mi vestido?
    Su mano acarició la suave tela escarlata.
    –Ha sido tejido por mariposas y proviene del otro confín de la tierra; antes fue propiedad de una noble señora de Susa.
    –Es precioso –dijo Io, sinceramente admirada–. Pero ahora que ya vuelves a dirigirme la palabra, ¿puedes decirme cómo lograste explicárselo todo al regente? Cuando te vimos por primera vez eras un hombre en tanto que ahora eres una mujer; y el regente no es como Latro.
    –Le dije la verdad, que la diosa había concedido mi deseo. Eso no ha disminuido la estima que siente por mi, créeme.
    –Ten cuidado –advirtió Io–. Es probable que la diosa decida recobrar lo que te ha regalado.
    Drakaina meneó la cabeza y en ese momento tuve la impresión de que estaba oyendo otra voz que no era la de Io.
    –Me parece haber vivido mucho, mucho tiempo –dijo–, y haber sido lo que soy ahora desde el instante en el que tomaron forma las primeras estrellas.
    Luego paseamos sin rumbo fijo por la ciudad pero en nuestra conversación no hubo nada más que me parezca digno de anotarse aquí, excepto que Drakaina insistió en que hacía cierto tiempo yo le había entregado un esclavo. Cuando le pregunté qué había sido de él me dijo que había muerto.
    Estuvimos viendo a unas mujeres desnudas que corrían y lanzaban el disco; a Io el espectáculo le pareció repugnante. Luego vimos los cuarteles donde dormían los Cordeleros y después volvimos a esta colina fortificada que se alza en el centro de la ciudad, deteniéndonos un rato para contemplar a los esclavos que trabajan en la tumba de Leónidas. Todo esto ocurría en el lugar llamado Pitana, que se encuentra cerca de la colina. Ignoro cuál puede ser el significado del nombre, aunque quizá sea «legión». Al menos, Io dice que hay una mora de ese nombre en el ejército del regente.
    Ahora me encuentro en la fortaleza y escribo mientras los últimos rayos del sol iluminan la muralla. Drakaina vino hace unos instantes para anunciar que éste sería nuestro último día en la ciudad de los Cordeleros.





    Cuarta Parte




    33

    A través de esta garganta sombría


    El oscuro Aqueronte corta las rocas como un cuchillo y acaba hundiéndose en el suelo para seguir su camino hacia la Tierra de los Muertos. No existe lugar alguno en el que éstos se encuentren tan cerca de los vivos y en ningún otro pueden ser invocados con tanta rapidez y facilidad; al menos eso dice Drakaina, que se está preparando ahora para la ceremonia. Mientras la observo, el príncipe Pausanias cava con sus propias manos la fosa votiva mientras Io le da de comer helechos al cordero y la oveja negras que va a sacrificar. Pasicrates y yo hemos llenado jarras con el agua, del Aqueronte y hemos descargado la mula, en la cual había miel, leche, vino y todo lo necesario para después. Estoy escribiendo ahora porque Io dice que he estado demasiado tiempo sin hacerlo, y es cierto que al leer lo último que había escrito he visto que habíamos estado en la ciudad de los Cordeleros mientras que los jóvenes de la guardia del príncipe hablan de ella como un lugar muy lejano.
    Pero escribo también porque no deseo perder el recuerdo del sueño que tuve la noche anterior. Soñé con un barco, un mercante de casco rechoncho en cuya proa había un cisne blanco; tenía la vela muy grande y adornada con anchas rayas y el mástil se inclinaba a un lado. Abrí una escotilla de la cubierta y descendí a una caverna en la cual había una hermosa reina y un rey ceñudo sentados en tronos de piedra negra y envueltos en la pestilencia de la muerte. Tres perros ladraron y la reina dijo:
    –Se ha ido. Su mensaje se cumple...
    Había más, pero se me ha olvidado. Cuando le hablé a Io del barco dijo que era el mismo en que habíamos llegado aquí, y si eso es cierto existe una parte de mi ser que conserva la memoria aunque me sea imposible acceder a mis recuerdos. Estoy seguro de que eso es un buen presagio y quizá signifique un pronto encuentro con mi pasado; puede que ello suceda aquí mismo, entre estas piedras húmedas y tristes. Pausanias ya ha terminado de cavar su fosa y Pasicrates está haciendo oscuras guirnaldas de ruda y cicuta para los animales. Nosotros tenemos diademas hechas con hierbas.


    ¡Ocurrió y lo vi! Drakaina vertió libaciones de miel, leche, vino aromático y agua, esparciendo en el suelo harina de cebada. Mantuvo inmóviles a los animales mientras el príncipe Pausanias pronunciaba la invocación.
    –¡Agidas reales, venid! Aconsejadme y convertiré vuestras tumbas en lugares de peregrinación y sacrificio para el mundo entero. ¿Debo buscar la paz o la guerra? ¿Era cierto mi sueño de que este esclavo me traería la victoria? ¿Cómo puedo llegar a saberlo? ¡Venid, habladme! Os amo en la muerte tal y como os amé en la vida.
    Aunque su mano temblaba alzó la espada y cortó las cabezas del cordero y la oveja negros de tal modo que su sangre fluyó dentro de la fosa. Soltando sus fláccidos cuerpos Drakaina inició un cántico en una lengua que me resultaba desconocida.
    De inmediato la roca que tenía delante se hendió y de ella emergió un rey cubierto de armadura con un cuchillo ensangrentado en la mano, los miembros repletos de heridas y la cabeza oscilando flojamente a un lado. La escena era terrorífica; pero el rey se arrodilló y bebió los vapores que brotaban de la fosa como un pastor bebe de un arroyo, y a medida que bebía sus heridas dejaban de sangrar y su aspecto iba asemejándose más y más al de un hombre vivo. No era hermoso, pues su rostro había sido curtido tanto por el vino como por el cuchillo, pero había en todo él un aura de mando que muy pocos hombres poseen. Drakaina sufrió un ataque y su boca se retorció salvajemente llenándose de espuma. De sus labios salió una voz masculina y feroz como el chasquear del látigo.


    Sobrino, busca la paz y no la muerte.
    No bebas la azul copa del Leteo.
    Busca saber el nombre de aquel a quien se rendirá la fortaleza
    Preguntando a quienes lucharon en el Campo de los Hinojos.


    Al pronunciar esa última palabra, Drakaina lanzó un ronco alarido y la piedra, que se había cerrado, abrió de nuevo sus fauces para acoger al rey muerto, seguido ahora por un cortesano, un hombre muy delgado vestido con ropas estrafalarias y con los cabellos revueltos. Cuando se fueron Drakaina se encontraba débil y mareada, pero se arrastró hasta la fosa para beber la leche que aún quedaba de las libaciones.
    El príncipe tragó aire y vi que su frente estaba perlada de sudor.
    –¿Sirvió eso de algo? ¿Quién se encargará de la exégesis? –preguntó, mientras se limpiaba las manos en el chitón–. Pasicrates, ¿quién habló conmigo?
    Pasicrates miró a Drakaina, y al ver que ésta no se hallaba en condiciones de ayudarle se decidió a hablar.
    –Quizá fuera vuestro tío, el rey Cleómenes. Aunque pereció... –Pasicrates vaciló y luego, en voz mucho más débil, concluyó su frase–: Buscando la muerte.
    –Quieres decir que murió por su propia mano. Puedes decirlo en voz alta: cuando fue hasta Advenimiento profanó las tierras sagradas de la Gran Diosa y de su hija. La naturaleza de su castigo es conocida por todos. ¿Qué hay de la segunda línea?
    –Os advierte contra el vino que le enloqueció y de tal modo, por dicha implicación, os advierte también contra la ofensa a los dioses, en la que él incurrió. Hicisteis tres preguntas, Alteza, y me parece que las dos primeras líneas del poema declamado por vuestro regio tío responden a las dos primeras. Debéis buscar la paz y tenéis que confiar en vuestro sueño, pues no hacerlo significaría ofender a los dioses.
    –Muy bien –asintió Pausanias–. Y los que combatieron en el Campo de los Hinojos son los hoplitas de Pensamiento, que ahora se encuentran asediando la ciudad fortificada de Sestos. Cleómenes luchó contra ellos cuando por dos veces invadieron la Larga Costa. Yo, en cambio, debería ayudarles buscando ahora la paz con su ciudad para luego poder pactar en mejor situación la paz con Persépolis. Al menos, eso parece estar diciendo Cleómenes...
    –Alteza, preguntasteis de qué modo podíais saber si vuestro sueño procedía realmente de los dioses. El rey Cleómenes os insta a preguntar a los hombres de Pensamiento quién puede hacer que se rinda una fortaleza. ¿Por qué no mandar a alguien de vuestro séquito a Sestos? Dicen que es la ciudad mejor protegida del mundo; si cae, entonces sabréis que vuestro sueño venía en verdad de la Doncella. De lo contrario, será su ciudad la que habrá fracasado y no la nuestra. Me parece que tal es el consejo de vuestro regio tío, señor, y no veo que haya en él defecto alguno.
    El rostro de Pausanias, cubierto de cicatrices, se animó por unos instantes en una sonrisa.
    –Sí, los riesgos serán pequeños y el Pueblo de Pensamiento lo tomará como un gesto amistoso por mi parte, dado que Leotíquides se ha retirado. Y aquí el partido aristocrático en particular lo tomará también como un gesto de buena voluntad. Xantipos manda... –dijo riendo levemente–. Y tú, Pasicrates, no tendrías ninguna objeción en cuanto a conducir cien de mis héroes a una nueva guerra de Troya, ¿verdad que no? ¿O quizá debo llamarte ya Aquiles el de los pies ligeros? Sería una aventura muy gloriosa y un hombre podría ganar una considerable reputación con ella.
    Pasicrates bajó la vista al suelo.
    –Permaneceré aquí o me iré según lo ordene mi estratega.
    –Entonces, irás y tendrás los ojos bien abiertos.
    El príncipe se limpió la espada en su capa.
    –Y yo, Alteza, debo ir con él –dije.
    –¡Amo, podríamos morir! –protestó Io.
    –No es necesario que vengas tú también –repuse–. Pero yo debo ir. Si los dioses dicen que le traeré la victoria al regente, entonces debo acompañar a su estandarte.
    –Ya tienes a tu primer voluntario, Pasicrates. ¿Quieres aceptarlo?
    Pasicrates asintió.
    –Alteza, me gustaría llevar a los tres. A Latro por la razón que él mismo acaba de exponer; la prueba no resultaría válida sin él. La joven cuidará de él, y la hechicera puede resultar deseable para... para...
    –Para los términos de la rendición.
    El príncipe se levantó.
    –Exactamente, Alteza.
    –Muy bien. De todos modos, eso me simplificará las cosas en la ciudad: Gorgo no la aprecia en absoluto.
    En cuanto los sinuosos senderos de la montaña nos hubieron traído nuevamente hasta aquí el regente le ordenó a su guardia personal disponerse en falange; esa guardia está formada por trescientos hombres solteros a los que él mismo ha elegido.
    –¡Hoplitas de nuestra ciudad! –clamó–. ¡Cordeleros, oídme! Ya os habéis enterado de la gloriosa victoria lograda en Micala y no hay ni un solo hombre entre vosotros que desee no haber estado allí. Ahora me han llegado nuevas de que nuestros aliados, celosos de nuestra gloria, no están contentos con esa victoria. ¡Cuando nuestros barcos tomaron rumbo hacia el hogar ellos se quedaron al otro lado del Agua y le han puesto sitio a Sestos, la ciudad del Gran Rey!
    Aunque los jóvenes soldados permanecían rígidamente en posición de firmes me di cuenta de que todos se movieron levemente al oír esto, como el bosque cuando oye en la lejanía el trueno que anuncia la tormenta.
    –Cuando regresemos tengo la intención de hablar con los jueces y decirles que deberíamos enviar un ejército para ayudarles, pero... ¿y si Sestos cae antes de que ese ejército llegue? Sabéis muy bien cuán tarde llegamos al Campo de los Hinojos y supongo que os habréis enterado de cómo los hombres de Pensamiento se atribuyen la victoria alcanzada en Paz. Ahora os pregunto, ¿vamos a dejarles afirmar que conquistaron Sestos sin ayuda?
    –¡No! –rugieron trescientas voces al unísono.
    –¡También yo digo no!
    El regente se calló por unos segundos y los jóvenes soldados aguardaron, nerviosos e impacientes.
    –Todos conocéis a Pasicrates y sabéis que dispone de toda mi confianza. ¡Pasicrates, ven aquí!
    Pasicrates abandonó la primera línea de la falange para reunirse con el regente, e incluso yo, al verle con su brillante armadura, pensé que tenía todo el aspecto de un joven héroe.
    –Pasicrates llevará cien voluntarios a Sestos. Los que no deseen ofrecerse como voluntarios, que permanezcan en filas. ¡Voluntarios! ¡Dad un paso hacia adelante y uníos a Pasicrates!
    La falange avanzó como un solo hombre.
    –Él escogerá –gritó el regente–. ¡Pasicrates, elige a tus cien hombres!
    Hace un momento Io me preguntó qué estaba escribiendo.
    –Escribo sobre cómo fueron elegidos los cien voluntarios –le respondí.
    –¿Y lo que hicimos en la garganta sombría cuando murieron los animales negros?
    Le dije que eso ya lo había escrito.
    –¿Crees que todo eso fue real? ¿Crees que el rey Cleómenes habló a través de Drakaina?
    –Sé que era real –contesté–. Le vi.
    –Me gustaría que le hubieras tocado, y entonces yo también habría podido verle.
    Meneando la cabeza, le dije:
    –Te habría dado miedo.
    Y luego le describí su aspecto, narrándole con detalle todo el horror de sus heridas.
    –Ya he visto mucho aunque tú no lo recuerdes. Te vi matar a los esclavos de los Cordeleros y vi a Kekrops después de que el monstruo marino lo matara. ¿Piensas que Pasicrates entendió lo que dijo Cleómenes?
    –Drakaina se irguió al oír esto.
    –¿Lo recuerdas? ¿En qué consistía?
    –¿No lo sabes? Tú pronunciaste esas palabras.
    –No –contestó Drakaina–. No fui yo quien habló y no recuerdo nada.
    Io recitó las cuatro líneas tal y como yo le indiqué y luego añadió:
    –No creo que Pasicrates estuviera en lo cierto. Me parece que Cleómenes deseaba una paz auténtica y no que el regente mandara hombres a Sestos; a eso se refería cuando dijo que el regente debería indagar quién tomó la fortaleza. Si no enviaba hombres allí, no lo sabría.
    –Quería decir que nadie la tomaría –repuso Drakaina–. He visto esa ciudad y podéis creerme: todo lo que dicen es cierto y esa fortaleza es la más inexpugnable del mundo. La gente habla de las murallas de Babilonia, pero están abiertas para permitir el paso del río y de ese modo pudo la gente de Parsa conquistarla por primera vez. Sestos carece de tal debilidad. En cuanto a buscar la paz, Cleómenes sabe que Demarato, el auténtico heredero a la corona más reciente de la ciudad, es consejero del Gran Rey. Naturalmente, espera conseguir un acuerdo por el cual los Agidas conserven la corona más antigua y le entreguen a él la otra. Si se hubiera conseguido tal acuerdo dos años antes, quizá toda la guerra habría podido evitarse.
    Le pregunté si ya se encontraba mejor.
    –Sí, gracias. Me siento débil; pero tengo la impresión de que cuando deje de sentirme débil estaré más fuerte de lo que jamás haya estado. ¿Sabes qué quiero decir?
    Sus manos se han posado sobre sus senos, acariciándolos y saboreando deleites aún por venir.
    –Hay algo dentro de mí que sabe que la mejor parte de mi vida aún no ha llegado.
    –¿Cuántas vidas tienes exactamente? –le preguntó Io–. ¿Existe acaso algún manantial en el que puedas bañarte para recobrar tu virginidad?
    Drakaina sonrió. Cuando sonríe, todo su hermoso rostro parece dominado por el hambre.
    –No revolotees cerca de mí, pajarillo de la alegría, o puede que empieces a cantar una canción muy distinta a la de ahora.
    Io, al oírla, se sentó junto a mis pies.
    –Drakaina, quizá seas tú el ave que tenga una nueva canción por aprender. El príncipe Pausanias te desea, pero ahora estamos con Pasicrates y él te odia.
    –Porque me interpuse entre él y Pausanias... De hecho, me interpuse de un modo absolutamente literal. Pero cuando el regente esté a cien leguas de distancia ya verás como todo es distinto.
    Drakaina se puso en pie con esa gracia fluida que muy pocas mujeres poseen y continuó hablando:
    –De hecho, creo que ahora mismo iré a mantener una primera charla con el noble Pasicrates... Supongo que él se encargará de asignarme camarote en el barco y deseo obtener el del capitán. ¿Quieres apostar conmigo a que no lo consigo?
    Por el oscuro resplandor de su cabellera y la ondulante gracia de su silueta me pareció muy probable que lo consiguiera.
    Cuando por fin se fue, Io me miró torciendo el gesto en una mueca de enfado.
    –Creo que si alguien la tratara del mismo modo en que dices se trató a Cleómenes, seguiría retorciendo el cuerpo hasta el crepúsculo.
    No quería castigar a Io, pero le conté que eso me parecía algo muy feo para oírlo en labios de una joven como ella, por mucho que el nombre de Drakaina signifique «la gran serpiente».
    –Antes solía llamarse Euricles de Mileto –repuso ella–. Sé que no lo recuerdas, Latro, pero así era. Euricles era un hombre y cuando estuvimos viviendo con Kaleos a veces pasaba toda la noche en su habitación. Drakaina dice que su transformación en mujer es obra de la magia. Euricles no me gustaba demasiado, pero lo prefería a Drakaina; y si quieres saber mi opinión te diré que fue ella quien le transformó a él, aunque no se me ocurre cómo lo hizo.
    Le pregunté qué aspecto tenía ese Euricles, y una vez descrito lo reconocí como el hombre que vi caminando detrás del rey Cleómenes.


    Hace muy poco tiempo vino el mensajero del regente para decirme que éste no tardaría en reclamarme. Dijo que debía lavarme y vestir mis mejores ropas y eso hice. Le pregunté si él estaría presente, pero dijo que se marchaba a la ciudad pues debía encargarse de buscar los suministros necesarios para nuestro viaje a Sestos. Un hoplita de la guardia que no vendrá con nosotros en la expedición acudirá dentro de poco a buscarme, según me ha dicho.
    Io me ha informado que, a juzgar por los rumores del campamento, un barco ha traído al hechicero del regente.


    34

    En la tienda del regente


    No había nadie para recibirme.
    –Espera aquí –indicó el joven hoplita que me había acompañado y, cuando se volvía para marcharse, añadió–: No toques nada.
    Creo que nunca he sido un ladrón pero la tienda habría resultado ciertamente tentadora en tal caso. En ella había lámparas de oro, plata y cristal, así como gran abundancia de mullidas alfombras y cojines. En uno de los soportes de la tienda colgaba un cuchillo muy largo con una vaina verde recamada de oro, y un grifo de marfil desplegaba las alas sobre su pico de ébano.
    Estaba admirando el grifo cuando entró el regente, trayendo consigo a un heleno con barba, de aspecto frágil y mirada astuta.
    –Este es el esclavo –dijo el regente, dejándose caer sobre un almohadón–. Latro... Tisameno, mi mantis.
    No conocía esa palabra, y mi ignorancia debió de resultar patente en mi expresión.
    –Soy solamente un humilde lector de las señales del sacrificio –murmuró Tisameno–, un hombre sencillo que consulta a los dioses.
    –Tisameno me aconsejó antes de la batalla de Arcilla, y quienes conocen el resultado de esa batalla saben la razón que le tenga en mucha estima.
    –Su Alteza me ha narrado el sueño y deseaba ver al hombre. A veces su Alteza se divierte accediendo a mis pequeñas demandas. Señor, Latro, me he dado cuenta de que estabas admirando esa estatuilla cuando entramos. ¿Conoces esos monstruos?
    –¿Acaso existen en la realidad? No, nada sé de ellos.
    –Me han contado que viven en el país de esos Hijos de Escoloti que se rebelaron contra la rama real de su pueblo –alegó el regente–, y que atesoran todo el oro que encuentran.
    –Todo ese oro no puede ser tan preciado como esta imagen, Alteza –contesté yo.
    –Tengo entendido que se les halla al norte y al oeste de los isedonios –dijo Tisameno–. Se dice que cuando encuentran a un hombre intentando robar sus tesoros le arrancan un ojo, pero si ese hombre resulta ser ya tuerto, entonces le matan. Sin embargo, Alteza, estimo muy probable que mis informaciones estén equivocadas en tanto que las vuestras sean correctas.
    El regente rió.
    –No, estoy seguro de que eres tú quien acierta. Quien demuestra más inteligencia en estos asuntos es siempre el que los aleja más de nuestras moradas...
    Tisameno asintió, sonriendo.
    –Supongo que no habréis visto esas criaturas, ¿verdad, señor?
    Me encogí de hombros.
    –No tengo modo alguno de saberlo. Por lo que he leído hoy en mi pergamino ya me hallaba en compañía del regente cuando estuvimos en la ciudad de los Cordeleros. Si te ha hablado de mí, seguramente te habrá contado ya que soy incapaz de recordar las cosas.
    –Y, sin embargo, os acordabais del monstruo, señor, pues he visto el recuerdo en vuestros ojos.
    Sacudí la cabeza.
    –Si es que he llegado a saber algo de ellos, ahora no lo recuerdo. Tampoco recuerdo cómo lo aprendí ni dónde.
    El regente rió levemente.
    –Sentaos los dos: no he cumplido muy bien mis deberes como anfitrión hasta ahora. Latro, Tisameno... –dijo, volviéndose hacia el mantis–. ¿Qué nombre prefieres, Tisameno de Elis o Tisameno del Cordel?
    –El que su Alteza elija para honrar con él a su servidor.
    –Entonces, Tisameno de Elis. Latro, Tisameno obtuvo mi permiso para visitar a su familia después de la batalla. Eso fue más bien infortunado pues no se hallaba presente para interpretar mi sueño cuando lo tuve; pero ahora se lo he contado y en lo general tiene la impresión de que aun sin él he logrado comprender su significado.
    –Quería visitar a mis hermanas y sus esposos, señor, pues no he sido favorecido en cuanto a hijos e hijas –suspiró el mantis–. Y el Ineludible me privó de mi pobre esposa durante los últimos Juegos.
    Tosí levemente. No creía que mis próximas palabras fueran a costarme la cabeza. Mas la posibilidad de que así fuera, por ligera que me pareciese, me hizo sentir un escalofrío al pronunciarlas.
    –Con tu permiso, mantis... ¿Por qué me llamas «señor» cuando el regente me ha llamado esclavo?
    –Siempre habla así –repuso el regente con brusquedad.
    –La cortesía es algo que nunca está de más, señor –dijo Tisameno con voz tan suave que apenas si pude oírle–, y en particular la cortesía para con un esclavo. Los esclavos siempre sabemos apreciarla...
    Se volvió hacia mí y añadió:
    –Entonces, no podrás responder a nuestras preguntas y eso es realmente lamentable, pero quizá no tengas objeción si te suplico que lo intentemos.
    –Trae un poco de vino –le dijo el regente a Tisameno–. ¿Quieres una copa, Latro?
    –A esa pregunta me es posible contestar –repuse–. Sí. Pero Io puede contaros más cosas de mí que yo mismo.
    –La interrogué hace poco –explicó el regente–, y pude transmitirle todo lo que supe por ella a Tisameno en muy pocas palabras. Te encontró en la Colina y estabas gravemente herido. Intentaste abrazar una estatua del Dios del Río y te llevaron a su oráculo. El oráculo te entregó la esclava y le encargó a un ciudadano la misión de guiarte hasta la ciudad de Advenimiento. Los tres fuisteis capturados en la Colina de la Torre hasta que os liberó un capitán de Pensamiento. En Advenimiento la diosa se te apareció en un sueño y te prometió devolverte a tus amigos. Luego el lochagos que había enviado en tu busca te encontró y te condujo hasta mí.
    Tisameno sirvió el vino, y éste era tan añejo y bueno que perfumó incluso ese aire ya cargado de perfumes.
    –Gracias –le dije, aceptando la copa que me tendía.
    –No pareces muy complacido. ¿Qué sucede?
    –Me habéis dicho muchas cosas, Alteza, pero ninguna de ellas era la que yo deseaba oír.
    –¿Cuál deseabas oír?
    –Quiénes son mis amigos, dónde se encuentra mi hogar, lo que me sucedió y el modo en que puedo curarme.
    –Tus amigos se encuentran aquí..., al menos, dos de ellos. Yo soy tu mejor amigo, y quien esté de mi lado será igualmente amigo tuyo. ¿Sabes qué promesa se me hizo en el sueño?
    –Sí. Hablamos de ella esta tarde en la garganta.
    –Entonces, quizá también sepas la razón que hay detrás de tal promesa –murmuró Tisameno–. ¿Qué hace de ti un talismán de victoria?
    –No tengo ni la menor idea.
    –Mi primera idea fue que habríamos nacido en el mismo instante –dijo el regente–, y es bien sabido que el destino de niños semejantes se encuentra siempre unido. ¿Qué piensas de ello, Tisameno?
    El mantis no pareció demasiado convencido.
    –Creo que es más joven –dijo mirándome–. Señor, supongo que ignoráis el día de vuestro nacimiento...
    Meneé la cabeza y el regente se encogió de hombros.
    –De todos modos, podría ser cierto. Yo me encuentro en el vigésimo octavo año de mi vida. ¿Crees que ésa podría ser tu edad, Latro? Habla, que no se te golpeará por lo que digas.
    –Alteza, veintiocho años me parecen demasiados y creo que mi edad debe de ser inferior.
    Tisameno se había puesto en pie.
    –Habéis hablado con inteligencia, señor, y estoy de acuerdo con ello. ¿Puedo dirigir vuestra atención una vez más hacia esta admirable talla? ¿Podríais quizá informarme sobre el nombre que se les da a estos monstruos?
    –Se les llama Los que Tienen Garras –respondí.
    –Ya... –murmuró Tisameno–. El dios que te arrebató la memoria al menos te dejó eso. ¿Qué hombre puede comprender sus propósitos y acciones?
    El regente tomó un sorbo de vino.
    –Por lo menos mil veces habré oído decir eso: «¿Quién entiende a los dioses?». Todo el mundo se hace esa pregunta pero nadie la contesta. Ahora ya soy un hombre, y soy casi un rey... ¿Sabes que muchos de nuestros Cordeleros me llaman ya rey Pausanias, Tisameno? Pues lo intentaré, Latro. A ti eso te es posible.
    –No estoy seguro de comprenderos, Alteza –dije yo con toda la cautela que me fue posible.
    –Una vez te califiqué de estúpido, pero desde entonces te he visto el tiempo suficiente como para saber que puedes ser cualquier cosa menos eso.
    –Sin embargo, Alteza, de creer que estoy presente en los consejos de los dioses tened por seguro de que en esta tienda habrá al menos un estúpido.
    –Señor –dijo Tisameno–, estáis empezando a pisar terrenos muy peligrosos.
    –Porque si eso creéis, Alteza, entonces debe de ser cierto, y sería un estúpido si así no os lo dijera.
    El regente miró a Tisameno y le sonrió con su habitual mueca torcida.
    –¿Has visto a qué me refería? Si esto fuera un pentatlón, ganaría cada una de las pruebas.
    –Muy bien, Alteza –repuse–; si estamos unidos quiere decir que en caso de ser vencido, vos lo seríais también.
    –Y además, ganaría la prueba de carros. Pero, Latro, amigo mío... y ahora te estoy llamando amigo, y no esclavo; sabes cosas sin saber ni tan siquiera que las sabes. No recordabas el nombre de esos monstruos alados hasta que se te preguntó, ¿verdad?
    Sacudí la cabeza.
    –Quizá ocurra lo mismo en cuanto a los consejos de los dioses –murmuró Tisameno–. Si logramos hacer que acudan a tu memoria, ¿le hablarás de ello a su Alteza?
    –Si él lo desea, ciertamente que lo haré –contesté–. Pero aunque Io dice que durante un tiempo estuve barriendo los suelos de una mujer en Pensamiento, creo que jamás he barrido la entrada del Olimpo.
    –Entonces, empezaremos con especulaciones mucho más humildes. ¿Reconoces que existen muchos dioses?
    Bebí un poco de vino.
    –Supongo que eso lo reconocen todos los hombres.
    –Una vez le dijiste a su Alteza, y no dudo que hablabas sinceramente, que eras un soldado del Gran Rey.
    –Ésa es la sensación que tengo.
    –Entonces, debéis saber algo de lo bárbaros, señor. Lo cierto es que incluso tenéis que haber desfilado por Parsa, pues eso hizo el ejército del Gran Rey para llegar hasta aquí. ¿Sois consciente de que ellos afirman que sólo existe un dios, al cual llaman Ahuramazda?
    –No sé nada de ellos –le contesté–. Al menos, nada que pueda recordar.
    –Y, sin embargo, le hacen sacrificios al sol y a la luna, así como al fuego, a la tierra y al agua. Es posible que no exista más que un dios, y tened en cuenta que estoy hablando en tanto que sofista, señor; y también es posible que existan muchos dioses. Pero lo que no es posible es que existan uno y muchos. ¿Discrepáis de mí?
    Me encogí de hombros.
    –A veces una palabra se utiliza para dos cosas distintas. Cuando cargué la mula del regente até la carga con cuerda.
    –¡Excelente! –dijo el príncipe Pausanias con una risita–. Pero ahora, viendo que has vencido al pobre Tisameno, déjame jugar a que soy el abogado de Ahuramazda. Digo que al igual que sólo existe un rey en Persépolis, no puede existir más que un dios. ¿Por qué razón iba a tolerar otros? Los destruiría y entonces sólo habría uno. Muéstrame mi error, Latro, si es que puedes.
    –Alteza, si fuerais realmente un mago..., es decir, un sacerdote de ese Ahuramazda... Bien, no creo que hablarais de ese modo. Diríais que no puede haber un solo dios sino que, igual que entre los Cordeleros hay dos reyes, deben existir también dos dioses.
    El regente extendió su copa y Tisameno volvió a llenársela de vino.
    –¿Por qué decís eso, señor?
    –Yo no lo afirmo, pero pienso que los magos si lo afirmarían. Este sería su razonamiento: en el mundo existe el bien y por lo tanto existe un dios del bien, un sabio señor. Pero también existe el mal, por lo cual debe existir igualmente un señor del mal. De hecho, la existencia de uno implica la del otro. No puede existir el bien sin el mal, ni el mal sin el bien.
    –Aquí sabemos que el bien y el mal proceden de los mismos dioses –observó el regente–, pues hemos notado que el mismo hombre puede ser a veces bueno y a veces malo.
    –Alteza, un mago diría lo siguiente: entonces llamaré al bueno Ahuramazda y al malo Angra Manyu, mente maligna. Y si el bien es realmente bueno, ¿no será capaz de eliminar la mentira de mi razonamiento?
    El regente asintió.
    –Sin embargo lo que dices no explica los otros dioses... ni a Orith. ¿Qué sucede con la tierra, el fuego, el viento y todo lo demás?
    Tisameno asintió igualmente, inclinándose hacia mí para oír mejor.
    –Ahora puedo hablar tanto en mi nombre como en el de los magos –repuse–. Me parece que no puede existir el bien sin el mal ni el mal sin el bien. Para un ciego, ¿acaso no es siempre de noche? ¿Existe el día para él? Pienso que si Ahuramazda...
    Mientras yo hablaba uno de los hoplitas de la guardia entró en la tienda. Me callé y él se volvió hacia el regente.
    –El capitán ha llegado, Alteza.
    –Entonces, tendrá que esperar. Continúa, Latro.
    –Si Ahuramazda existe, Alteza, entonces todas las cosas deben servirle. El roble le pertenece tanto como el ratón que roe sus raíces. Sin robles no habría ratones, sin ratones no habría gatos y sin gatos no habría robles. Pero, ¿no debería acaso tener sirvientes más grandes que los robles y los hombres? Estoy seguro de que así debería ser, pues la distancia que hay entre Ahuramazda y los hombres o los robles es enorme; y bien sabemos que cada rey tiene algún ministro cuya autoridad es sólo ligeramente inferior a la suya, y que tales hombres poseen sus propios ministros dotados de poderes similares. Además, la existencia del sol, la luna, la tierra, el fuego y el agua es un hecho indiscutible.
    –Pero la de Ahuramazda no lo es. Acaba tu vino.
    Hice lo que me indicaba y proseguí.
    –Alteza, pensemos en una ciudad tan grande como Susa. Dentro de esa ciudad se alza un palacio igualmente grandioso. Junto al muro del palacio está acurrucado un niño que mendiga, y ese niño soy yo.
    –¿Es Ahuramazda el rey que habita ese palacio?
    Meneé la cabeza.
    –No, Alteza. Al menos, no por lo que yo, Latro, el niño mendigo, he podido ver. Los criados son los señores de ese palacio. Una vez el cocinero me dio carne y un pinche de las cocinas me dio pan. Incluso he podido ver al mayordomo con mis propios ojos, Alteza, y puedo aseguraros que es un gran señor en verdad.
    El regente se puso en pie y tanto Tisameno como yo le imitamos un instante después.
    –Lo es para un niño que mendiga en la calle –repuso el regente–, aunque quizá no lo sea para él mismo. Hablaremos nuevamente de todo esto cuando hayas vuelto de Sestos. ¿Deseas ver tu nave?
    –Me gustaría verla, Alteza –asentí yo–, aunque sea la misma en la que vinimos. Lo he olvidado pero Io dice que vinimos en un barco.
    –Es uno de los que nos trajeron hasta aquí –me explicó mientras abandonábamos la perfumada atmósfera de la tienda para salir a una noche todavía más aromática–, pero no es el mismo en el que viajasteis vosotros y donde vine yo también. Ése me lo llevo otra vez a Olimpia, y otro barco se encargará de llevaros a ti y a Pasicrates hasta Sestos.
    El hoplita y otro hombre estaban esperando fuera.
    –¿Eres el capitán Nepos? –preguntó el regente.
    El capitán dio un paso hacia adelante haciendo una gran reverencia.
    –El mismo, señor.
    Su cabello relucía cual la espuma bajo la claridad lunar.
    –¿Entiendes cuál es tu misión y la aceptas?
    –Debo llevar cien Cordeleros y doscientos setenta esclavos hasta Sestos. Y también debo llevar una mujer, debiendo tener ésta un camarote para ella sola.
    –También llevarás una esclava –le dijo el regente–, junto con el esclavo al que ahora tienes delante.
    –Podemos ocupar el mismo camarote –sugerí–. O podemos dormir en la cubierta, si no hay camarote para nosotros.
    El capitán meneó la cabeza.
    –Casi todo el mundo deberá dormir en la cubierta, y aun así el barco irá atestado.
    –Pero tu barco será capaz de llevarles a todos así como a sus raciones, ¿verdad? –le preguntó el regente.
    –Sí, Alteza, aunque sin demasiadas comodidades.
    –No las necesitan. Sabes que no podrás atracar en Sestos, ¿verdad? Ahora se encuentra asediada y los demás puertos del Quersoneso siguen en manos del Gran Rey.
    El capitán asintió.
    –Les desembarcaré mediante botes, será lo más seguro.
    –Bien. Entonces, acompáñanos. Le he prometido a Latro que vería tu barco y tendrás que señalárselo.
    El regente miró a su alrededor buscando a Tisameno pero éste había desaparecido. El hoplita se ofreció a buscarle pero el regente sacudió la cabeza.
    –Si quieres confiar en los que son como él debes permitirles cierto grado de libertad.
    Nos pusimos en marcha y me dijo:
    –Supongo que deseaba ejercitar un poco las piernas. Tuvimos que convertirle en ciudadano para obtener su ayuda en la batalla, pero de todos modos nunca será un Cordelero.
    Aunque la luna no estaba muy alta en el cielo y su perfil parecía tan curvado como mi espada, la noche era muy clara y en el firmamento se distinguían abundantes estrellas. Subimos hasta un acantilado que dominaba la ciudad y nos permitía una vista magnífica del pequeño puerto.
    –Ahí está el Nausica –indicó el capitán con voz llena de orgullo–, prácticamente en el extremo de la bahía.
    Su barco era sólo una silueta oscura sobre la oscuridad aún más negra del agua pero sentí deseos de estar ya a bordo de él, pues tengo la sensación de que en esta ciudad ya nada me espera.
    –Imagino que estaréis ansioso por volver, capitán –dijo el regente.
    –Ansío serviros, Alteza, pero...
    –Id–dijo el regente moviendo la mano.
    Pensé que volveríamos al campamento, pero el regente siguió inmóvil donde estaba y después de un tiempo me di cuenta de que no estaba mirando el barco sino el mar. Estaba mirando hacia Sestos y el mundo que está más allá.
    Acabó apartando la mirada y me dijo, en voz baja y pausada:
    –Si ese niño que mendiga..., digamos que no se llama Latro, que su nombre es Pausanias... ¿y si ese niño, Pausanias, pudiera acabar conociendo al rey? Debes ayudarme y yo te ayudaré. Te daré la libertad y mucho más aún.
    Dije que no me creía capaz de hacer nada al respecto pero que me alegraría hacer cuanto estuviera en mi mano.
    –Yo creo que puedes hacer mucho. Conoces a los criados, Latro, y quizá puedas convencerles de que me permitan entrar en el palacio.
    Se volvió, disponiéndose a marcharse, y el hoplita que nos había estado siguiendo mientras ascendíamos por el abrupto camino que escalaba el acantilado fue detrás nuestro tan silencioso como antes.
    Mientras volvíamos al campamento pensé en todo lo que el regente había dicho y en todo lo que he dejado anotado aquí. Y sentí una gran desesperación al pensar que me embarcaba en una empresa tan colosal y terrible, aunque no pude decir nada de ello cuando me separé del regente. ¿Cómo le es posible a un hombre, incluso a un príncipe y un regente, penetrar en un palacio que ningún hombre ha contemplado? ¿Cómo podrá hacerse amigo de un monarca que tiene a los dioses por ministros?
    Aún debo escribir algo más, aunque mi mano vacila llegado el momento de hacerlo. Hace apenas unos segundos, cuando estaba a punto de entrar en esta tienda que Io y yo compartimos con Drakaina y Pasicrates, oí rozándome casi la oreja el extraño susurro de Tisameno, diciendo: «¡Mata al hombre que tiene el pie de madera!». Cuando me volví intentando verle, no encontré ni rastro de él.
    No tengo ni idea de lo que esto puede significar ni de quién puede ser el hombre con el pie de madera. Quizá fue sólo un engaño del viento; o quizá voy a volverme loco igual que he perdido mi memoria, envuelta en brumas, y esa voz no era sino un fantasma surgido de esa neblina que todo lo oscurece.


    35

    Los barcos pueden navegar
    en tierra firme


    Nuestro barco está cruzando hoy el istmo. He leído ya gran parte del pergamino y encuentro en él muchas cosas que me confunden; quizá deba consignar en él nuestra travesía antes de que se convierta en otro enigma más.
    Me desperté con Io dormida bajo mi brazo y Drakaina, ya despierta, al otro lado. Dice que esta noche nos hemos unido carnalmente pero no la creo. Aunque es muy hermosa tiene los ojos duros como piedras, y jamás habría sido capaz de unirme a una mujer con una jovencita durmiendo a nuestro lado. Creo que eso es imposible para todo hombre sin que ella despierte; y aunque no puedo acordarme de la noche anterior creo ser capaz de recordar la primera ocasión en que me lo dijo, y ya entonces no me convencieron sus palabras, a pesar de que ella me dijo que había bebido gran cantidad de vino.
    Fuera cierto o no, me levanté y me vestí. Ella hizo lo mismo y un poco después Io se despertó, protestando porque no había tenido ocasión de lavar su peplo cuando estábamos en el mar y tampoco le era posible hacerlo ahora aunque tuviéramos echada el ancla.
    Nuestro barco es más grande que la mayoría de los que he visto en el puerto esta mañana. Io dice que estuvimos esperando todo el día de ayer para que llegara nuestro turno en el canal, pero que siempre es difícil cruzarlo sin sobornar al encargado. Esta mañana el joven que duerme en nuestro camarote hizo levantar a sus cien hombres (duermen en la cubierta con sus esclavos y los marineros, y fue el ruido de sus pies lo que me despertó), ordenándoles remar hasta la ciudad. Io dice que estuvimos viendo ayer los barcos arrastrados por los bueyes en el canal a una velocidad muy inferior a la de un hombre andando (ahora puedo ver que me ha dicho la verdad), y que por ello nosotros también podíamos ir a la ciudad. Si a la Nausica le tocaba entrar en el canal no tardaríamos mucho en alcanzarla de nuevo.
    –Ya hemos estado aquí antes, Latro –me recordó–. Este es el lugar del cual vinieron los soldados que nos liberaron cuando éramos prisioneros de los esclavos que sirven a los Cordeleros. Eso no lo encontrarás en tu pergamino, porque entonces lo guardaba yo. ¿Ves esa colina? Allí arriba nos tuvieron hasta que vino Hipereides y nos dejaron bajo su custodia. Píndaro, Hilaeira y el hombre negro estaban con nosotros y jamás olvidaré el momento en el que nos quitaron los grilletes, tal y como les dijo Hipereides después de hablar con nosotros, y nos permitieron salir a la luz del sol. Desde allí arriba se puede ver toda la ciudad y es realmente hermosa. ¿Quieres verla? Me gustaría echarle una mirada al lugar en el que nos tuvieron.
    –Sí, vayamos –dijo Drakaina–. Quizá vuelvan a encerrarte en él. Pero, ¿nos dejarán subir los centinelas?
    Io asintió.
    –Se lo permiten a todo el mundo. En la cima hay un templo consagrado a la diosa de Kaleos, así como algunos otros templos y edificios.
    La ciudad está llena de gente y todos van muy aprisa de un sitio a otro. Hay muchos esclavos y trabajadores que no llevan ropas a excepción de sus gorros, pero también hay mucha gente rica que tiene anillos de oro, collares y joyas y el cabello untado de perfumes. Hay hombres que se hacen transportar sobre literas. Drakaina dice que en Pensamiento sólo las mujeres y los enfermos las utilizan y esta urbe se parece mucho más al este, su lugar de origen. Los que son verdaderamente ricos poseen sus literas propias y visten igual a cuatro o seis esclavos para que les transporten; y aquéllos deseosos de que se les crea ricos las alquilan, contratando a dos o a cuatro esclavos.
    –Si tuviéramos el dinero –dijo Drakaina–, podríamos alquilar dos y no tendríamos que subir todos esos peldaños. Io y tú podríais ir en una y yo iría en la otra. (Creo que en un principio había planeado sugerir que Io y ella fueran juntas, pero al ver la expresión de su rostro desistió comprendiendo que seria inútil.)
    –Tienes dinero –repuso Io–. El regente fue generoso, según nos has contando, y pagaste al barquero antes. Adelante, alquila una de esas literas, que Latro y yo caminaremos.
    Yo asentí, y en verdad deseaba estirar las pierna, pues tenía la sensación de no haber podido hacer demasiado ejercicio últimamente.
    –No tengo el suficiente –replicó Drakaina–, pero podríamos vender algo.
    Io la miró de soslayo.
    –¿Qué, uno de esos anillos? Nunca he creído que fueran de oro auténtico.
    –No me refería a mis anillos. Pero tenemos otros bienes que vender; bastará con hallar al comprador adecuado.
    Un soldado intentó pasar junto a nosotros empujándonos y Drakaina le cogió del brazo.
    –Ahora no –le dijo el soldado.
    Se detuvo un instante y la miró; al darse cuenta de lo hermosa que era añadió:
    –Búscame esta noche y verás que soy generoso. Me llamo Hipagretas y soy lochagos de la Guardia. Me encontrarás al otro lado del mercado que hay en el Templo del Dios de Piedra, dos puertas hacia el norte.
    –No soy de la Colina de la Torre –le dijo Drakaina–. No me importaría tener un amante tan apuesto y distinguido. Sólo deseaba preguntarte quién está al mando del ejército en esta ciudad.
    –Nuestro estratega se llama Corustas.
    –¿Y dónde podremos encontrarle? ¿Querrás guiamos hasta él?
    –En la ciudadela, naturalmente, pero me es imposible.
    Meneó la cabeza y las plumas purpúreas de su casco oscilaron a un lado y a otro.
    –Me complacería en grado sumo pero tengo asuntos muy importantes que atender.
    Al oír que incluso los soldados de esta ciudad iban de un lado a otro con tanta prisa como si fueran mercaderes no pude por menos que sonreír.
    Drakaina sonrió igualmente.
    –¿No recompensaría el gran Corustas a un oficial que le trajera personas capaces de darle alguna información?
    El lochagos la contempló en silencio durante un instante.
    –¿Tienes información para el estratega?
    –Tengo información y sólo se la daré a él en persona. Aunque supongo que puedo decirte que hemos desembarcado ahora mismo de la nave que transporta al ayudante del gran Pausanias.
    Poco después Drakaina e Hipagretas iban en una gran litera en tanto que Io y yo compartíamos otra; cada una de las literas iba a hombros de cuatro porteadores.
    –Tú y el hombre negro tuvisteis que llegar del mismo modo a Kaleos –me informó Io–, pero sólo erais dos y apuesto a que Kaleos pesa tanto como tú y yo juntos.
    Le pregunté si habíamos tenido que trepar una cuesta tan empinada como ésta y ella meneó la cabeza.
    –Había que subir pero el camino no era tan malo; yo te seguía pero tú lo ignorabas –dijo riéndose levemente–. No dejaba de mirar la litera y me preguntaba cuál de los dos cedería primero, pero los dos resististeis hasta el final.
    Le dije que a ningún hombre le gusta admitir su debilidad ante otro.
    –Muchas mujeres lo hacen y ésa es una de las razones por las que preferimos a los hombres, aparte de por su propensión a ser engañados. Mira, ya se ve el agua. Y ahí está el canal: treinta y seis estadios desde el golfo hasta el Mar de Saros. Al menos, eso dijo el hombre con el que hablamos ayer.
    Le pregunté si Drakaina nos acompañaba entonces.
    Io meneó la cabeza.
    –Se quedó a bordo, y si quieres que te diga mi opinión de por qué lo hizo se debió a que también Pasicrates estaba ahí. Nosotros fuimos con el capitán y ellos parecieron alegrarse mucho al vernos marchar.
    No presté mucha atención a sus últimas palabras. En los pocos peldaños que habíamos recorrido desde que mencionó el agua los porteadores habían doblado una esquina y habían ascendido un poco más, con lo cual la mancha brillante de agua que Io me había indicado se había convertido en un mar azulado y enorme, al igual que una niña se convierte en mujer en apenas tu atención se desvía de ella un momento haciéndose a la vez inquieta y tranquila, atractiva y peligrosa. Y en ese momento me pareció que el mar era el mundo y que todo lo demás, desde la ciudad y los enormes acantilados hasta las naves que flotaban en él y los peces que nadaban en sus profundidades, eran sencillamente cosas superfluas, como los trocitos de paja o las hojitas minúsculas que se pueden ver en un globo de ámbar.
    Yo también era un marinero en ese mar y estaba a merced del viento y el oleaje, perdido entre las nieblas y oyendo a lo lejos las rompientes enfurecidas en la costa rocosa.
    –Ahí está –indicó Io cuando los porteadores dejaron nuestra litera en el suelo ante un edificio de lúgubre aspecto–; estuvimos encerrados ahí dentro, Latro, en un subterráneo al que se bajaba por una larga escalera.
    Drakaina y el lochagos ya habían salido de su litera.
    El interior parecía una caverna, contrastando con el calor y la brillante luz de fuera. Entonces comprendí por qué tantos dioses y diosas habitaban bajo la tierra o entre las nieves perpetuas de las cumbres montañosas: no me cabe duda de que nosotros haríamos lo mismo si no estuviéramos atados a los campos para obtener nuestro sustento.
    Corustas resultó ser un hombre corpulento y algo entrado en carnes que llevaba una coraza de cuero adornada con cabezas de león repujadas. Los rostros feroces de los leones me inspiraron un leve temor y por un instante me pareció ver un león que se erguía ante una turba harapienta amenazándola con garras y colmillos.
    –¿Ibas en la nave con los jóvenes Cordeleros? –preguntó Corustas–. Tengo entendido que no sois Cordeleros, sin embargo.
    Drakaina meneó la cabeza.
    –Vengo del este. Este hombre... que, por cierto, muy poca cosa será capaz de contarte, es un bárbaro y ni él ni yo podemos decirte cuál es su tribu. La muchacha es de la Colina.
    –¿Cuál es vuestra información?
    –¿Cuál es el precio?
    –Eso deberá determinarse cuando la haya oído. Si es capaz de salvar a nuestra ciudad –sonrió–, puede que diez talentos. De lo contrario... mucho menos.
    –Por lo que yo sé, vuestra ciudad no corre ningún peligro inmediato –repuso Drakaina.
    –Magnífico. Te sorprendería saber con cuanta frecuencia acude la gente dispuesta a prevenirme de oráculos y cosas parecidas.
    Sacó un búho de plata de su coraza y lo sostuvo en la palma de su mano.
    –Ahora, dime lo que has venido a contarme y veremos si vale tanto como esta moneda. Mi tiempo no es ilimitado.
    –Está relacionado con un oráculo –dijo Drakaina–, y con un sueño en el cual tiene absoluta confianza el regente.
    Extendió la mano.
    –¿Y está relacionado con mi ciudad?
    –No directamente, pero podría acabar estándolo.
    Corustas se reclinó en su asiento, que estaba hecho de marfil y en el que había incrustados topacios y granates.
    –Vuestro barco es el Nausica, procedente de Egae y con destino a La de los Cien Ojos. A bordo de él van un centenar de jóvenes Cordeleros, enviados por el regente para ofrecer su devoción en el templo de la Reina Celestial como cumplimiento de algún voto sagrado.
    Io ocultó su sonrisa tras su mano y Drakaina dijo:
    –Has estado interrogando a los marineros y eso es lo que se les contó antes de salir.
    –También he interrogado a los Cordeleros –añadió Corustas y al ver que Drakaina callaba, murmuró–: Siempre que fue posible.
    Y dejó caer la moneda en su mano.
    –Ese centenar de hombres no se dirigen hacia adonde tú crees ni a ningún otro lugar situado en la Isla Roja. Tampoco se les envía para que cumplan un voto, ni por ningún otro propósito sagrado.
    –Eso ya lo sabía, naturalmente –repuso Corustas, contemplando atentamente a Drakaina como si intentara llegar a una decisión sobre ella–. Cuando fueron al canal para amenazar a nuestro encargado llevaba armadura completa, y los Argivos no son lo bastante idiotas para permitir que cien Cordeleros armados crucen sus puertas.
    Sacó otra moneda.
    Drakaina sacudió la cabeza.
    –Diez.
    –¡Absurdo!
    –Y a cambio de nada te diré que son hombres escogidos y que reciben sus instrucciones directamente del regente.
    –Supe eso apenas el joven Hipagretas me informó de que, según tú, el ayudante de Pausanias iba en el barco.
    Le pregunté si la Nausica entraría hoy en el canal.
    –¡Ah! –pestañeó Corustas–. Así que al menos sabes hablar... Pero no sabes nada de todo esto.
    –No –le confirmé–, nada.
    –Piensas que una mujer puede obtener más dinero y es menos probable que sea torturada, pero te equivocas en las dos cosas. Para responder a tu pregunta, el que la nave cruce el istmo hoy o nunca depende del mensaje que le envié al encargado del canal, y eso depende a su vez de lo que digamos aquí.
    Se volvió nuevamente hacia Drakaina y le dijo:
    –Cinco monedas por el destino auténtico.
    –Sólo una palabra.
    –De acuerdo, pero nada de trucos.
    –Sestos.
    Por un instante creí que el estratega se había dormido. Sus ojos se cerraron de pronto y su mentón bajó lentamente hasta su pecho. Luego abrió de nuevo los ojos y se irguió en su asiento.
    –¿Verdad que sí? –dijo Drakaina.
    –¿Y fue un sueño el que le indicó tal destino?
    Drakaina se puso en pie anudando las seis monedas de plata dentro de su túnica.
    –Deberíamos marcharnos ya. La muchacha desea ver vuestra ciudad desde la cumbre.
    –Una moneda más por el sueño.
    –Ven, Io. Latro...
    –Tres.
    Drakaina volvió a sentarse.
    –El sueño...
    –¿Quién era? ¿La Cazadora?
    –La Reina de las Profundidades. Si hubiera sido la Cazadora no estaría ahora contándote todo esto. Le prometió que la fortaleza caería poco después de que los jóvenes llegaran, y el regente cree en ella de un modo ciego. Ahora ya sabes lo mismo que yo.
    Mientras contaba otras tres monedas, Corustas le preguntó:
    –¿Por qué la Reina de las Profundidades? Tendría que haber sido el Guerrero, o puede que incluso el Sol.
    Drakaina sonrió.
    –¿Un estratega que nunca ha visto caer una ciudad? Pues, creedme: entonces no hay demasiadas maniobras y la luz escasea, pero hay muchas muertes.
    Una vez fuera le preguntó a los porteadores si el lochagos les había pagado ya, y cuando éstos le dijeron que así había ocurrido les ordenó que nos llevaran hasta el templo de la cima. Ellos protestaron diciendo que se les había pagado solamente por el trayecto desde la ciudad y el retorno hasta el lugar en el que les habíamos hallado.
    –No me molestéis más con vuestra impudicia –les advirtió Drakaina–. Hemos estado conferenciando con el estratega Corustas, y si no pensáis ganar vuestro dinero cual hombres honestos entonces él se encargará de que os azoten en la plaza del mercado.
    Después de decirles esto obedecieron todas sus órdenes.
    El templo era pequeño pero tan hermoso como parecía ya desde abajo: tenía esbeltas columnas de mármol y capiteles delicadamente tallados en los que se veía a una joven ofreciéndole una manzana a tres doncellas.
    Cuando los porteadores estuvieron demasiado lejos como para poder oírnos, Io murmuró:
    –No les hablaste de Latro. Pensé que lo harías.
    –Naturalmente que no. ¿Y si Corustas hubiera decidido quedárselo? ¿Piensas acaso que el regente no habría llegado a suponer que alguien habló demasiado? ¿Y que ese alguien éramos tú o yo? Ahora, admira el paisaje: le dije a Corustas que pensabas hacerlo.
    Io contempló el paisaje y yo la imité, sintiendo que la brisa marina jamás volvería a ser tan pura como hoy y que el sol nunca brillaría con idéntica fuerza. La blanca ciudad de la Colina de la Torre se extendía en dos niveles bajo nosotros, y su golfo, desplegándose hacia el este como un gran camino azulado, nos prometía todas las riquezas intactas de esas tierras tan poco pobladas que hay al occidente. De pronto sentí un gran anhelo y quise estar allí.
    –¡Por los Doce, es la Nausica! –exclamó Io–. ¿La ves, Latro? No está aún en el canal pero ya espera su turno para entrar. ¿Te has fijado en la curva de su proa?
    –Estás hecha toda una joven marinera –dijo Drakaina, sonriendo.
    –El kiberneta me enseñó cuando navegamos con Hipereides, y también he estado hablando con nuestros marineros en vez de sostener mi nariz ante la brisa.
    Una mujer cubierta de joyas y muy perfumada que lucía campanillas de oro en el pelo pasó junto a nosotros y éstas tintinearon cuando se volvió hacia Drakaina para sonreírle: llevaba dos liebres vivas cogidas por las orejas.


    36

    Para llegar a las Puertas Calientes


    Un barco puede seguir dos cursos distintos, tal y como explicó nuestro capitán. Es un hombre ya mayor y algo grueso; tiene el cabello blanco y sus articulaciones parecen algo rígidas pero conoce muy bien el mar. Cuando vio que no le entendía tomó asiento sobre su rollo de cuerda y dibujó la costa con un pedazo de yeso sobre la cubierta para explicármelo.
    –Aquí está el canal por el que pasamos –explicó mientras iba dibujando–. Y aquí están Agua y Paz.
    –¿Ese nombre 3 quiere decir realmente «paz»? –preguntó Io–. Eso es lo que afirma Latro pero yo creo que ahí se ha luchado abundantemente.
    El capitán miró a los lejos, donde bailaban las olas.
    –En los viejos tiempos se acordó con los Hombres Escarlata que no habría incursiones en la isla. En los viejos tiempos, cuando mi abuelo era joven, todo el mundo se apoderaba de lo que podía y en ello no había vergüenza ni deshonor alguno. Cuando un barco llegaba a una ciudad y el patrón pensaba que su tripulación era capaz de conquistarla, lo intentaba. Si te encontrabas a un barco capaz de vencer al tuyo corrías lo más posible, y si no lograbas correr lo suficiente, perdías tu barco. Un hombre sabía siempre el terreno que pisaba. Ahora puede que haya paz y puede que haya guerra, y nunca sabes dónde te encuentras. El año pasado los Hombres Escarlata fueron los mejores marineros de toda la flota del Gran Rey; y cuando digo marineros, a eso me refiero: los que lucharon mejor en el mar fueron los de la Tierra del Río. Y los Hombres Escarlata habrían luchado en Paz si hubieran podido desembarcar. Las viejas promesas ya no importan y las nuevas no duran lo suficiente como para llegar a ser honradas.
    »Los reyes solían buscar lugares donde desearan lo mismo que ellos; entonces hacían un trato honesto y lo cumplían, y si no lo hacían de ese modo caían en desgracia y eran castigados por los dioses al igual que sus pueblos. Ahora todos intentan lograr ventaja mediante engaños. ¿De qué sirve un trato si la otra parte no va a cumplirlo apenas se le ocurra un engaño para romperlo?
    –Pensamiento debe quedar por allí –indicó Io señalando con el dedo.
    –Eso es Encuentro; Pensamiento está encima de la colina. No voy allí con mucha frecuencia y, de todos modos, ya la hemos rebasado. Nos dirigimos hacia ahí.
    Siguió dibujando la costa hacia el norte y luego trazó una larga marca junto a ella.
    –Esa es la Isla del Buen Ganado, un lugar donde hay corderos excelentes. Si lleváramos una tripulación regular nos mantendríamos bien lejos de ella pues ahí el canal es angosto y los vientos proceden casi todos del norte. Pero teniendo a todos esos jóvenes robustos a bordo no hay razón para ello, tal y como dice el noble Pasicrates. Pasaremos la noche en las Puertas Calientes y podrá hacer su sacrificio. No hay nada como un viento suave pero el viento de fresno sopla en la dirección que quieras.
    Cuando hablaba del «viento de fresno» se refería a los remos; éstos eran más largos de lo normal y los manejaban uno o dos hombres puestos en pie. Había veinte a cada lado, y estuve sirviendo en uno junto a otro Cordelero. Ese trabajo es duro y hace que las manos se te llenen de ampollas, pero cantar acaba haciéndolo algo más fácil y fortalece todo el cuerpo. Mi cabeza no puede recordar las cosas durante mucho tiempo, pero mis brazos, mi espalda y mis piernas no olvidan tan fácilmente. Fueron ellos quienes me indicaron que me había acostumbrado a la ociosidad y que deseaban luchar con el gigante azul; eso hice, y me reí al ver a los hombres, que tan a menudo obligan a los pobres animales para que cumplan su voluntad, remando para impulsar al novillo que llevábamos atado al mástil a través del ancho mar.
    Quizá nada de todo esto tiene demasiada importancia, pero son las primeras cosas que recuerdo y por eso las he anotado al despertar de mi sueño.
    Sólo ochenta hombres podrían trabajar en los remos y tenemos a bordo más de cuatrocientos, incluidos Pasicrates, la tripulación y yo mismo, con lo que nuestro descanso era muy superior al tiempo de boga. Cuando el sol se encontraba a medio camino de las montañas que teníamos a la izquierda empezó a soplar el viento detrás de nosotros. La tripulación desplegó las dos velas y recogimos los remos.
    Pasicrates propuso que lucháramos un poco, dado que en la cubierta no había sitio para ningún otro deporte que no fuera el boxeo o la lucha. Una hermosa mujer llamada Drakaina vino a observarnos y se instaló cerca de mí. Lleva un vestido púrpura y muchas joyas; todos los Cordeleros se apresuraron a dejarle un lugar libre, así que debe de ser una persona importante.
    –Huelo el río –dijo volviendo la cabeza en la dirección del viento–, hay cocodrilos en él. ¿Sabes qué son, Latro?
    Respondí que sí y describí su aspecto.
    –Pero no recuerdas cuándo los viste, ¿no?
    Sacudí la cabeza.
    –¿Vas a luchar cuando te llegue el turno? Quiero que arrojes a tu contrincante por la borda en mi honor.
    Es algo que los vencedores hacen a menudo para demostrar su fuerza. Nuestro barco llevaba colgado una cuerda y el perdedor nadaba hacia ella para trepar luego hasta la cubierta; muchos decían que el frío de la zambullida después del calor que reinaba en la cubierta era tan agradable que resultaba mejor perder que ganar. Le prometí a Drakaina que si podía cumpliría su deseo.
    –Eres un buen luchador; te he visto antes. Casi venciste a Basias y creo que habrías podido vencerle si realmente lo hubieras deseado.
    –¿Está Basias aquí? –le pregunté, pues ignoraba los nombres de casi todos los Cordeleros y pensé que quizá podría luchar otra vez con él.
    Drakaina agitó su hermosa cabeza.
    –Ha ido a reunirse con el que Recibe a las Multitudes.
    Al oírla temí estar manchado con su sangre, pues sé que algo anda mal dentro de mí.
    –¿Fui yo quien le mató?
    –No –respondió ella–, fui yo.
    Entonces llegó mi turno para luchar.
    Pasicrates me había emparejado con él. Es muy rápido pero creo que soy un poco más fuerte que él, y tuve la sensación de que iba a conseguir la primera caída sin dificultad; pero justo cuando iba a lanzarle sobre la cubierta se deslizó por debajo de mi brazo y me encontré en la situación del hombre que intenta derribar por la fuerza una puerta abierta.
    La borda me golpeó en la cadera, y Pasicrates cogió mi pierna izquierda por detrás de la rodilla y me lanzó al agua.
    ¡Qué fría estaba y qué bueno era su olor! Tuve la fugaz impresión de que debería resultarme imposible respirar en ella tal y como lo estaba haciendo, pero aunque era mucho más fría que el aire también era mucho más suculenta y me fortaleció como lo hace el buen vino.
    Cuando abrí los ojos me pareció estar suspendido en el cielo igual que el sol; el agua azul me rodeaba por doquier, más oscura por encima y de un azul más pálido y brillante por debajo, allí donde un gran caracol marrón con una concha cubierta de musgo se deslizaba dejando un rastro de saliva.
    –Bienvenido –dijo una voz por encima de mí, y al levantar la cabeza vi a una joven que no sería mucho mayor que Io.
    Tenía el cabello más oscuro que el vestido de Drakaina, tan oscuro que resultaba casi negro, y me dio la impresión de que no era una cabellera tal y como poseen los hombres y mujeres, pareciéndose más a una nube o aureola.
    Intenté hablar pero la boca se me llenó de agua y no pude emitir sonido alguno, sólo unas burbujas que cayeron al pálido suelo para desvanecerse.
    –Soy Toe, hija de Nereo –me dijo la joven–. Tengo cuarenta y nueve hermanas, todas mayores que yo. Sólo podemos aparecer ante los que no tardarán en morir.
    Debió de percibir el miedo en mis ojos porque se rió, y entonces supe que sólo lo había dicho para divertirse asustándome. Tenía los dientes pequeños pero muy puntiagudos.
    –No, la verdad es que no vas a ahogarte. –Negó, cogiéndome la mano–. ¿Tienes la sensación de estarte asfixiando?
    Negué con la cabeza.
    –Entonces, debes comprender que no te ahogarás mientras estés conmigo. Pero cuando me vaya tendrás que bajar de nuevo ahí a no ser que quieras morir. Claro, has de comprender que los mortales no deben vernos demasiado a menudo, pues entonces podrían empezar a pensar en cosas que no deben saber. Las mujeres casi nunca nos ven, pues en cuanto nos ven aprenden esas cosas. Sin embargo, podemos aparecer ante los niños siempre que nos plazca, pues lo olvidan todo igual que tú.
    Avanzó por el agua serpenteando como un reptil, haciéndome una seña para que la siguiera. Grité pero sólo conseguí arrojar un chorro de agua por la boca.
    –Europa me habló de ti. Es bastante amiga mía, aunque está demasiado orgullosa de sí misma porque solía acostarse antes con El que Desciende. A veces, Padre se les aparece a los marinos antes de las tormentas si piensa que van a morir todos en ella. ¿Sabías eso?
    Toe miró por encima del hombro para ver cómo reaccionaba pero yo no hice sino menear la cabeza.
    –Entonces los marinos dicen: «¡Mirad, es el anciano del mar!», y recogen su vela o tiran el ancla y algunas veces sobreviven. ¿No crees que es muy bondadoso por su parte avisarles así?
    Asentí y me di cuenta de que estábamos nadando hacia arriba, ascendiendo como hacen los halcones en la brisa. El caracol marrón parecía ahora muy pequeño, pero a su alrededor vi muchas piernas de hombres moviéndose sin cesar.
    –Y a veces mis hermanas y yo nos mostramos a los barcos que van a chocar con algún escollo. Les gritamos para avisarles, pero nuestras voces son muy agudas cuando estamos fuera del agua y los marinos se dicen entre ellos que cantamos para llevarles a la muerte.
    Por lo que me había dicho supuse la razón de que no hubiera sido capaz de hablar hasta ahora. Agudizando mi voz todo lo que pude dije que eso era muy injusto por parte de los marinos.
    Ella rió al oír mi graznido.
    –Pero a veces lo hacemos. Verás, algunas veces los barcos no están condenados todavía y entonces intentamos hacerles volver para no meternos luego en problemas. Nos peinamos el cabello unas a otras y admiramos nuestra belleza cual si fuéramos mujeres mortales. Normalmente eso siempre les hace venir. No es que estemos haciendo trampas, porque luego solemos acostamos con los que sobreviven al naufragio. Lo hacemos antes de que se encuentren demasiado débiles y sedientos. Pero yo no lo hago, porque soy la más joven. Esta será mi primera vez.
    Hasta que oí esas palabras me había parecido como si hubiera sido arrojado de mi mundo a otro que jamás podría abandonar, y su extraña belleza me había tenido demasiado fascinado como para que se me ocurriera la idea de intentar hacerlo. Ahora comprendí que si podía llegar hasta el aire que había debajo me encontraría de nuevo junto a Drakaina y los hombres que luchaban en la cubierta. Le hice un gesto para que comprendiera lo que pensaba hacer y Toe me cogió por los cabellos.
    –No debes tener miedo –me dijo–. Damos a luz vuestros hijos bajo el mar, para que se ahoguen.
    Al ver mi expresión de horror añadió:
    –Bésame al menos antes de irte, para que así no deba avergonzarme ante mis hermanas.
    Sus brazos delgados y fríos rodearon mi cuello, y cuando sus labios rozaron los míos me pareció que había estado toda mi vida ardiendo de fiebre en tanto que ahora sólo deseaba refrescarme para siempre en la gélida profundidad de los mares del norte, donde la nieve cae suavemente del cielo hasta flotar sobre las olas cual las blancas plumas de los gansos.
    Mi cabeza emergió en la superficie y, al agitarla, el agua marina voló de mis cabellos. Cuando abrí la boca, obligándome a respirar, vomité un chorro de agua como el que brota en esas fuentes en las que hay tallado un rostro humano. El agua tenía un sabor amargo a causa de la sal, y al brotar también de mis fosas nasales me hizo sentir un fuerte escozor.
    Una ola rompió sobre mi cabeza mientras yo me debatía boqueando intentando respirar. No podía recordar si era capaz de nadar bien o no, pero estaba seguro de que me sería imposible nadar tan bien como Toe. De pronto pensé que Pasicrates no me habría lanzado por la borda sin haber estado seguro de que sabía nadar, y antes de que todos esos pensamientos hubieran tenido tiempo material de ordenarse en mi cabeza ya estaba nadando, aunque ignoro hacia dónde.
    Ya casi había oscurecido, y mientras nadaba, sintiendo cómo las olas me levantaban para hacerme caer de nuevo a continuación, las estrellas fueron apareciendo una a una dibujando las siluetas de los dioses y las bestias. Descubrí la Osa Mayor y, guiándome por ella, Polaris. El capitán había dicho que el viento del norte no nos convenía y por ello deduje que habíamos estado navegando rumbo al norte, teniendo la tierra al oeste y la Isla del Buen Ganado al este. Mantuve a Polaris sobre mi hombro derecho y esperé de ese modo llegar a tierra o encontrar la nave.
    Toe saltaba sobre las olas como si brincara de una roca a otra y acabó posándose en una playa, riéndose de mí. Cuando mis pies tocaron la arena desapareció y su risa se convirtió en el sonido de las olas. Durante un largo rato me encontré demasiado exhausto para hacer nada que no fuera permanecer tendido en el suelo como un cadáver arrojado por la marea.
    La sed me hizo incorporarme. Mezclada con la risa suave de las olas oí la burbujeante carcajada de un arroyo, alegre por haber encontrado finalmente el mar y el descanso. Empecé a buscarlo y lo encontré, bebiendo hasta saciarme. Aunque vi el rojo destello de una hoguera y oí voces de hombres a lo lejos no fui hacia ellos hasta haber llenado mi estómago de agua. (No hace mucho le pregunté a Drakaina qué dios había dado forma al mundo y ella me dijo que había sido Fanes, el de las cuatro alas y las cuatro cabezas, que es a la vez macho y hembra. ¡Cuán cruel fue haciendo salados los mares y cuántos habrán muerto a causa de ello!)
    Las voces pertenecían a unos Cordeleros. Cuando les vi no pude evitar preguntarme si acaso Toe no me habría guiado hasta ellos, y me acordé de nuestro capitán diciendo que Pasicrates pretendía hacer un sacrificio a las Puertas Calientes. Vi columnas de piedra y ante ellas había un altar lleno de madera. Pasicrates sostenía el ronzal del novillo, cuyo cuello estaba rodeado por una tosca guirnalda.
    –...E intercede por nosotros, gran Leónidas; interceded por nosotros, oh héroes todos, cuando debamos explicar qué le ocurrió al esclavo Latro. Pues vosotros sabéis que no hubo auténtica victoria sobre él y que no gozó del favor de dios alguno.
    Eso dijo, y al pronunciar la palabra «dios» el cuchillo sagrado entró en el cuello del animal para enviarlo junto a Leónidas.
    Estoy seguro de que nadie habría podido resistir la tentación de ese momento. Me acerqué a la hoguera y proclamé en voz muy alta:
    –No dicen eso los dioses, Pasicrates.
    Incapaz de recordar mi pasado, no puedo afirmar que existan en él muchos instantes culminantes como éste, pero lo dudo. Ver a esos hombres tan duros y fuertes, tan orgullosos de su fuerza y resistencia, boquiabiertos como niños ante mi aparición hizo que toda la fatiga se desvaneciera de mis miembros.
    –Se te permitió arrojarme por la borda para que así pudiera conversar con una nereida, llamada Toe –expliqué–; y ahora ya he vuelto, dispuesto a reanudar nuestro combate. Cuando los demás lucharon fue para conseguir tres caídas... no una.
    Por un instante el silencio fue tan completo que el chasquido del fuego en el altar pareció tan estruendoso como el originado por toda una ciudad en llamas. A lo lejos, en la montaña que los hombres llaman Kalídromos se oyó el rugido de un león, y al oírlo los Cordeleros rugieron también de modo tan fuerte y prolongado que acallaron incluso las olas y el gemido del viento.
    Antes de que su grito se hubiera extinguido Pasicrates y yo nos abrazamos más estrechamente que ninguna pareja de amantes. Ahora conocía su fuerza y él la mía. Intentó levantarme pero yo le apretaba demasiado y muy lentamente fui obligándole a doblarse hacia atrás. Podría haberle partido en dos si lo hubiera deseado, rompiendo su columna vertebral, igual que el soldado enloquecido por la sangre quiebra la jabalina de su enemigo caído en mil pedazos; pero yo no había enloquecido y sólo ansiaba la victoria, no la sangre, y me conformé derribándole.
    Io se lanzó hacia mí riendo como una alondra, con una jarra de vino y un trapo para limpiarme el rostro. Un Cordelero hizo lo mismo por Pasicrates. Otro, quizá uno o dos años mayor, preguntó:
    –¿Y el sacrificio? Esto debe de ser un sacrilegio...
    –Le ofrecemos nuestra fortaleza a Leónidas –replicó Pasicrates–, igual que le fue ofrecida a Patroclo. El ganador completará el sacrificio.
    Cuando volvimos a unirnos en un abrazo, su fuerza era el doble de lo que había sido antes. Luchamos durante lo que pareció una noche entera, pero ninguno de los dos pudo derribar al otro.
    Entonces mi rostro quedó frente al fuego y sus ojos se encontraron con los míos. El rugido del león sonó de nuevo, ahora más cerca, dominando el griterío de los Cordeleros como un cuerno de guerra. Pasicrates pareció quedar paralizado.
    –Hay un león en tus ojos –jadeó.
    –Y un muchacho en los tuyos –respondí yo.
    Le alcé por encima de mi cabeza, apartándole del altar hasta que sentí las olas lamiendo mis tobillos, y le arrojé al mar.
    El león rugió por tercera vez y desde entonces no he vuelto a oírle.


    37

    Leónidas, león de los Cordeleros


    –Oye nuestra plegaria –entoné, vestido de nuevo con el chitón que Io había guardado para mí, coronado por unas pocas flores silvestres y llevando mi ceñidor–. ¡Acepta nuestro homenaje!
    Y entonces, impulsado por un espíritu desconocido, añadí:
    –No te pedimos la victoria, sino el valor.
    Con esas palabras arrojé al fuego el corazón del novillo, envuelto en la grasa que lo cubre, y todos los Cordeleros empezaron a cantar un himno.
    El sacrificio estaba completo. Media docena de esclavos cayeron sobre el novillo y lo hicieron pedazos con hachas y cuchillos. Muy pronto todos tuvieron un palo con una porción de él. También había vino, pan de centeno, queso, aceitunas en salmuera, uvas y pasas.
    –Es la mejor comida que hemos tenido en todo el tiempo que llevamos con este pueblo espantoso, Latro –alegó Io–. Tienes mucha suerte al no recordar lo que hemos estado comiendo.
    –Con esta comida tengo más que suficiente –le contesté. Estaba tan hambriento que me esforcé en masticar lentamente para no ahogarme con la carne.
    –Yo también. Pero no se te ocurra probar jamás su sopa. Nosotros si la hemos probado, y si alguien quisiera echarme otra vez un poco de ese brebaje por la garganta, antes preferiría cortármela.
    Se acercó a los despojos del novillo y cogió otro pedazo de carne pinchándolo en su palo.
    –Esta carne es tan buena como la que tomábamos en casa de Kaleos –continuó– y no se me ocurre ningún modo mejor para alabarla que diciendo eso. De todos modos, si quieres comer un poco más será mejor que cojas pues ya no queda demasiada.
    Sacudí la cabeza.
    –Prefiero tomar alguna otra cosa. El comer sólo carne es malo para la digestión.
    Io se rió.
    –Y pensar que Drakaina se lo está perdiendo...
    –¿Sí? ¿Y dónde se encuentra?
    –Sigue en el barco –repuso Io señalando la bahía, donde podía verse nuestro barco iluminado por la luna–. Pasicrates creyó que tu desaparición se debía a un hechizo de ella. Al menos, eso es lo que dijo. Si quieres mi opinión al respecto, estaba buscando a alguien a quien echarle las culpas y escogió a la persona más adecuada para ello. La mandó de nuevo al barco con las manos atadas detrás de la espalda y la boca amordazada para que no pudiera hacer más magia.
    –Debo hablar con él sobre todo esto –dije yo.
    Sosteniendo aún en la mano un pedazo de pan fui hasta la hoguera ante la que se encontraba sentado y me instalé junto a él, diciéndole:
    –Saludos, nobilísimo Pasicrates.
    –¡Ah! –replicó él–, mi vencedor. Y nada menos que un esclavo... todavía un esclavo. No tendrías que haberme rebajado de ese modo, y ahora los dioses me han castigado por ello.
    –Como tú digas. Eres nuestro comandante, el amo de la nave y de todos los que se encuentran a bordo de ella. Pero si soy un esclavo ya no recuerdo a quién pertenezco. Tu servidor, pues no pienso pronunciar la palabra esclavo, ha venido para suplicarte que liberes a la mujer llamada Drakaina, pues en el día de hoy no me ha causado mal alguno. ¿Te ha causado mal a ti?
    –No –contestó–. Mañana la liberaremos.
    –Entonces, permíteme ir nadando hacia el barco y le diré a la guardia que has ordenado su libertad.
    Me contempló con expresión dubitativa.
    –¿Serías capaz de ir nadando hasta allí si te lo permitiera?
    –Naturalmente.
    –Entonces, no será necesario que vayas.
    Se volvió hacia uno de sus compañeros y le dijo:
    –Coge el bote y un par de marineros y diles que dejen libre a la mujer. Tráela conmigo.
    El hombre asintió y, poniéndose en pie, desapareció en la noche.
    –En cuanto a ti, Latro, deseo que me acompañes. ¿Sabes qué lugar es éste?
    –Lo llaman las Puertas Calientes –dije yo–, pero ignoro la razón por la cual se le da ese nombre. Dado que le hicimos un sacrificio a Leónidas, supongo que debe de ser un héroe y que se encuentra enterrado aquí.
    –Lo estuvo –me explicó Pasicrates–. Nuestra gente exhumó su cuerpo o lo que pudieron encontrar de él y lo mandaron de nuevo a nuestra ciudad. Estaba hecho pedazos.
    Se detuvo un instante con expresión tensa. Escupió en el suelo y continuo:
    El Gran Rey hizo desfilar la cabeza de Leónidas sobre una lanza.
    Mientras caminábamos le pregunté cuál era el olor que invadía la atmósfera. Se parecía al de un huevo podrido pero era tan fuerte que borraba incluso el aroma salobre del mar.
    –Son los manantiales. Salen hirviendo del suelo pero no son puros y frescos como los demás, sino que burbujean y apestan; beber de ellos te haría enfermar y, sin embargo sirven de cura para muchas enfermedades, o eso es lo que me han contado. Es la primera vez que visito este lugar pero en la ciudad me han dicho que por esa razón se llama «las Puertas Calientes», porque conduce a esos manantiales que hierven eternamente.
    –¿Es ahí hacia donde nos dirigimos? –le pregunté.
    –No, vamos a las ruinas del muro. Mis hombres y yo queremos contemplarlo a la luz del día, o eso pensábamos hacer antes de que emergieras de las aguas. Ahora quiero enseñártelo y contarte lo que sucedió en él. Lo olvidarás, pero he empezado a pensar que ello se debe a que eres el oído de los dioses: son ellos los que escuchan y no tú, y son ellos quienes se apropian de los recuerdos que has ido oyendo. Esto es algo que los dioses deberían saber.
    –Ahí está –dije yo, señalando con el dedo–, donde se encuentra ese hombre que está peinándose.
    Podía verle claramente a la luz de la luna, desnudo y musculoso, pasando un peine hecho de pálido nácar por sus largos y oscuros rizos.
    –¿Ves a un hombre peinándose?
    –Sí –contesté–. Y ahora veo a otro... Está arrojando un disco. Pero este muro no puede ser el que buscas, pues no está en ruinas.
    –Debes de estar viendo fantasmas –me contestó Pasicrates–. Aquí fue donde Leónidas y sus Cordeleros ejercitaron sus cuerpos antes de la batalla, preparándolos para el entierro. Estamos solos y el muro yace en ruinas ante nosotros. El Gran Rey lo destruyó para permitir el paso a sus huestes.
    –Entonces, Leónidas debió de morir –dije yo–, y el ejército de tu ciudad fue destruido.
    –No tenía ningún ejército, sólo trescientos Cordeleros y unos cuantos miles de esclavos; él fue el primero en armar a éstos. Tenía también aproximadamente un millar de aliados no muy dignos de confianza. Pero los jueces le habían dicho que mantuviera el control del camino que rodea al Kalidromos y durante tres días resistió a las huestes del Gran Rey, hasta que él y todos sus hombres hubieron muerto. El Gran Rey contabilizó tres millones de hombres, a la hora de registrar sus bajas, incluyendo la mitad de combatientes, los muleros y esclavos de ocupaciones similares.
    –Pero eso es totalmente imposible... –alegué–. Una fuerza tan pequeña jamás habría podido defender el lugar contra tantos hombres.
    –Eso pensó el Gran Rey –Pasicrates se volvió de pronto, encarándose conmigo–. Creo que he sentido una lágrima en mi mano. No eres un Cordelero, Latro. ¿Por qué lloras entonces?
    –Porque debo de haber presenciado esta batalla –repuse, y debo de haber tomado parte en ella. Y lo he olvidado.
    Había una puerta muy angosta en el muro; mientras yo hablaba la puerta se abrió, emergiendo por ella un hombre de barba gris vestido con armadura. Al acercarse a nosotros vi que sólo tenía un ojo y se lo describí a Pasicrates, preguntándole si era Leónidas.
    –No. Debe de ser el mantis de Leónidas, Megistias, quien podía hablar el idioma de todos los animales.
    La voz de Pasicrates parecía tranquila, pero era la calma de quien está empleando toda su fuerza de voluntad para dominar el miedo.
    Un instante después Megistias estuvo ante nosotros. Tenía el rostro pálido y calmado; su único ojo ardía ferozmente a la claridad lunar como el de un viejo halcón medio ciego. Murmuró algo que no entendí y pasó su mano ante mi rostro.
    Luego, desapareció. Yo estaba en primera línea con otros muchos hombres, armados como yo con dos jabalinas, un casco, placas metálicas en el pecho y la espalda y sosteniendo en la mano un escudo rectangular.
    Me volví de cara a los cien y grité:
    –Ahora que los Inmortales han desaparecido, no podríamos aspirar a un honor más grande que el de ser los protectores del Rey Universal, el Rey de las Cuatro Esquinas del Mundo, el Rey de las Tierras, el Rey de Parsa, de Babilonia y de la Tierra del Río, el Rey de Media y de Sumer. Guardemos este honor cual si fuera un tesoro y seamos dignos de él.
    Pero no prestaba demasiada atención a lo que yo mismo estaba diciendo pues había estado hablando en mi propio lengua, y el saber que mis camaradas entendían todas mis palabras hacía que sus cadencias me resultaran mucho más hermosas que ninguna música imaginable.
    Al volverme de nuevo comprendí por qué había hablado. Un grupo de hombres se apartaba de la confusión, abriéndome paso a través de los reclutas que eran impulsados hacia adelante por los látigos de sus oficiales. Pero no había razón alguna para sentir miedo, pues como mucho serían unos treinta.
    A mi orden lanzamos todos juntos la primera jabalina, y luego la segunda. Nuestras jabalinas no eran como las flechas ligeras que disparaban los arqueros; poseían tanto peso como velocidad y eran capaces de atravesar los escudos redondos de nuestros enemigos, así como sus corseletes. Media docena cayeron ante nuestra primera ráfaga y unos cuantos más cayeron ante la segunda. Después, todos los hombres desenvainaron su espada.
    Otra orden y nuestros escudos chocaron entre sí. Nos lanzamos a la carga sintiendo que la inclinación del suelo nos ayudaba.
    –¡Casio!
    El hombre que tenía delante era más alto que yo; llevaba un casco con un gran penacho y su maltrecha armadura conservaba aún restos de oro. Su golpe iba dirigido a mis ojos pero no me miraba a mí sino al Gran Rey, sentado en su trono sobre la colina que teníamos detrás. Yo no era sino un obstáculo momentáneo en su camino, que no tardaría ni un segundo en desaparecer. Quise gritarle que yo era tan hombre como él, que mi honor y mi vida me eran tan preciados como a él los suyos; pero ninguno de los dos tenía el tiempo o el aliento necesarios para malgastarlos gritando.
    Hice girar a Falcata usando toda mi fuerza y el golpe trazó un profundo surco en su escudo. Su bronce apresó mi hoja y la sostuvo, venciendo a quien debía vencerle; un giro de su muñeca bastó para arrebatarme a Falcata de la mano.
    Aunque estaba desarmado seguí impidiéndole el paso, parando cada uno de sus golpes con mi escudo, retrocediendo lentamente ante él. El hombre que estaba a su derecha murió, así como el que estaba a su izquierda. Caí y aún ahora no puedo decir qué me hizo tropezar. Él echó a correr pero yo dejé caer el aro de cuero que sujetaba mi escudo y, tendido en el suelo, lo arrojé contra su espalda.
    Pero no era mi escudo, era solamente la capa sobre la que duermo. Me senté y me froté los ojos, sintiendo que en mis oídos zumbaba aún el estrépito de la batalla. Los cuerpos de los muertos bebían su propia sangre, convirtiéndose en meros durmientes, hombres vivos que aún alentaban y se removían de vez en cuando. Leónidas no era más que una hoguera agonizante. Me puse en pie y vi al ejército del Gran Rey, a los orgullosos jinetes y a los reclutas de cuerpo encogido y temeroso, desvaneciéndose en las laderas suaves del Kalidromos.
    No pude dormir más, aunque tampoco deseaba hacerlo. Alimenté el fuego y estuve hablando un rato con Drakaina, que tampoco dormía. Dice que «Falcata» es el nombre que le doy a mi espada y no el de su especie, pues todas esas espadas se llaman kopis.
    Luego, recordando el mapa dibujado por el capitán de nuestro barco y el modo en que había combatido con Pasicrates sobre la cubierta, anoté todo en mi pergamino, así como también lo ocurrido con Toe la nereida, el sueño y lo demás. Ahora también Io se ha despertado y me ha leído lo que hay escrito en las columnas. Hay tres columnas y en la primera dice:


    La Isla Roja a cuatro mil hombres engendró;
    Tres millones de ellos se rieron hasta morir los tres.


    La segunda dice:


    Contemplas ahora la tumba del brujo Megistias,
    Quien en la cala de Esperqueios a su enemigo mató.
    Este gran profeta la hora de su muerte conoció,
    Mas prefirió morir que dejar a su señor.


    La tercera dice:


    Dile a la Ciudad Silenciosa,
    Que por su causa,
    No imploramos la piedad del tirano,
    Y caímos obedientes a sus leyes.


    Un marinero que oyó cómo Io recitaba estos versos, que tanto a ella como a mí nos parecieron muy hermosos, explicó que habían sido escritos allí por la mano de un viejo llamado Simónides, pero que él no le había conocido personalmente.


    38

    Ha llovido hasta Sestos


    Las olas han estado todo el día mojando la cubierta mientras que el feroz viento, al cual los marinos llaman Helespóntido, agitaba la nave de un extremo a otro. Si es cierto que sopla de esa parte del mundo nos habría resultado imposible hacer nada, tal y como dijo el capitán, pues habría venido directamente sobre nuestra proa junto con las olas. No sucedió así, aunque en realidad procede de esas comarcas del norte que, según dicen, las abejas hacen inhabitables. Pero poniendo la vela tan a estribor como nos fue posible acabamos atravesando el mar encrespado como si fuera grasa caliente, en tanto que la Nausica se debatía como un carro en plena competición, rebasando la isla a la cual los marineros llaman Bote un poco después del amanecer.
    Si se trata de un bote debe de ser un bote en llamas, pues aquí es donde se dice que tiene su taller el Dios Herrero, y la vela del Bote no es sino el humo que se alza de su fragua. Dicen también que ese dios construyó hace mucho un hombre metálico para proteger la Isla de los Mentirosos, pero que su maravillosa creación fue destruida por los hombres que venían en un barco de La que Tiene Cien Ojos.
    Excepto el capitán, unos cuantos marineros y yo mismo, todos los demás sufrieron la enfermedad del mar. El capitán me aseguró que no se trataba de nada serio y que se curarían apenas el mar se hubiera calmado un poco, pues esa enfermedad es sólo un ardid del Dios del Mar para conservar las provisiones de los buenos barcos asegurándose de que sus codiciosos pasajeros no coman más de la cuenta y puedan así hacerle ofrendas.
    Sea cierto o no, la enfermedad del mar afectó a todos los Cordeleros, al igual que a Io y a la dama Drakaina, así como a gran parte de la tripulación. Con tan pocos hombres capaces de trabajar todos éramos necesarios, y me uní a los marineros que aún podían ocuparse de la nave, ayudándoles a veces con el remo que nos dirige o trepando al mástil (lo cual era difícil dado lo resbaladizo que estaba) para recoger la vela o arriarla del todo; e incluso más de una vez tuve que subir por los cordajes para una cosa u otra. Todo esto tuve que hacerlo mientras que la Nausica se debatía como Pegaso, o quizá mejor aún como un jabalí furioso, convirtiendo lo que de otro modo no habría sido más que una pesada labor en un combate prodigioso contra el mar. Entonces pensé cuán feliz debía de ser la vida del marino, y sentí el deseo de que me fuera posible unirme a la tripulación para vivir igual que ellos; pero no le dije nada de todo esto al capitán.
    Hubo un momento en el que el mar pareció dispuesto a tratarme con excesiva severidad. Me encontraba subido a la borda y estaba intentando soltar uno de los cabos de la vela, que se había enredado en el mástil, cuando de pronto sentí que el barco desaparecía bajo mis pies y me vi arrojado al agua. Pero una ola me levantó de inmediato, arrojándome a la cubierta un poco más lejos de donde estaba antes. Tuve la buena suerte de caer sobre mis pies y la tripulación me ha tratado desde entonces con un respeto considerable. Sin embargo, temía que eso pudiera repetirse y que el mar, viendo que me había vuelto orgulloso, me dejara caer esta vez de cabeza o de espaldas; por ello me cuidé mucho de obrar con todos tan humildemente como pude, alabando la salvaje majestad del mar cada vez que teníamos oportunidad de hablar y ofreciéndole una moneda que hallé dentro de una esquina de mi chitón, en la que había hecho un nudo. Es el más viejo de los que tengo y lo llevaba por sugerencia de Io dado el mal tiempo que hacía.
    Un poco después de que el sol hubiera llegado a su cenit el viento nos trajo una fuerte lluvia. El capitán vino para hablar conmigo y entonces se me ocurrió mencionarle la moneda, y le dije que aun no siendo más que una pieza de cobre poco valiosa el Dios del Mar debía de haberla aceptado.
    Estuvo de acuerdo conmigo y me contó entonces la historia del rey Polícrates, la cual anoto aquí esperando me sirva de advertencia en días futuros. Dicho rey era tan afortunado que podía conquistar todo lugar que deseara y era capaz de vencer a todos los ejércitos que se le enfrentaban. Además, era aliado del rey de la Tierra del Río, quien era en esos tiempos el monarca más poderoso del mundo y a quien le unía gran amistad. El rey de la Tierra del Río acabó preocupándose por él y le dijo:
    –Polícrates, amigo mío, los dioses nunca ensalzan a un hombre si no es para derribarle mejor luego, al igual que los muchachos suben jarras a lo alto de una torre para luego lanzarlas al suelo. Tarde o temprano deberás tener un poco de mala suerte. De todas tus posesiones, ¿cuál te es más preciada?
    –Este anillo de esmeraldas –respondió Polícrates–. Procede de mi padre y a causa de su belleza todos los habitantes de mi isla me consideraron como un gran hombre desde la primera vez que lo llevé. Me pidieron que les gobernara en sus asuntos, y eso hago desde entonces con el éxito y la buena fortuna que ya conoces.
    –Siendo así, debes arrojarlo al mar para contentar a los dioses –le aconsejó el rey de la Tierra del Río–. Puede que si lo haces consientan en otorgarte una vejez tranquila.
    Polícrates estuvo pensando en tal consejo durante el viaje de vuelta; acabó quitándose el anillo y, musitando una plegaria, lo arrojó a las olas. Cuando llegó a su hogar le acogieron con una gran fiesta en su honor y le entregaron muchos regalos procedentes del botín obtenido en las ciudades que había incendiado y los barcos que había logrado capturar; hubo quien le entregó una espléndida armadura, mientras que otro le dio un collar de oro y jacinto, y un tercero le obsequió con una capa de biso. Sus súbditos fueron desfilando ante él con sus regalos hasta llegar al último, un pobre pescador.
    –Majestad –le dijo éste–, no tengo nada que ofreceros salvo este pez, el mejor de todos los que he capturado en el día de hoy; pero os suplico que lo aceptéis por ser muestra del espíritu con que acudo a vos.
    –Lo haré –repuso Polícrates cortésmente–. Esta noche, anciano, tú y yo comeremos en mi salón del trono, y podrás ver tu pez encima de mi mesa.
    Al oír sus palabras el viejo pescador sintió una gran alegría. Se hizo a un lado, sacó su cuchillo y abrió el pez disponiéndose a limpiarlo para los cocineros del rey; pero apenas abrió su vientre del interior cayó un precioso anillo de esmeraldas que rodó por el suelo hasta detenerse frente a los pies de Polícrates.
    Al verlo todos prorrumpieron en vítores, creyendo que era una prueba más de que su rey era el favorito de los dioses. Pero Polícrates lloró, sabiendo que su sacrificio había sido rechazado. Muy pronto los hechos probaron que estaba en lo cierto pues uno de los sátrapas del Gran Rey, que por aquel entonces no había conquistado aún la Tierra del Río y consideraba a todos los amigos de su rey enemigos suyos, fue la causa de su muerte.
    Aunque el viento amainó un poco no llegó a cesar, y antes de que cayera la noche distinguimos la masa oscura de la tierra a través de la cortina de agua. Todos los Cordeleros lanzaron gritos de alegría e insistieron en desembarcar de inmediato. El capitán tenía muchas ganas también de que así lo hiciéramos, pues en este lado del país no hay puerto alguno y resulta bastante peligroso para los barcos. Pero mientras se preparaba el bote intentó comprarme, ofreciéndole primero a Pasicrates cuatro minas, luego cinco y por último seis, aunque dijo que necesitaría un año de tiempo para pagar las dos últimas.
    –En tierra se le desaprovechará –manifestó–. Es el mejor marino que he visto jamás y también es un favorito de los dioses.
    –No puedo venderle por ningún precio –le respondió Pasicrates–. Es propiedad del regente y no mía. Quizá seas afortunado por ello: un favorito de los dioses resulta peligroso como hombre.
    De tal modo acabamos desembarcando bajo la lluvia, con todos los Cordeleros regocijándose por anticipado ante la idea de abandonar el barco y lanzando luego amargos juramentos al ver lo difícil que les resultaba mantener secas su armadura y sus raciones. Yo había esperado ver una ciudad pero sólo vi un campamento de tiendas y chozas, con los barcos varados en la playa. Io no sabía nada de Sestos, por lo cual me dirigí a Drakaina y ésta me dijo que la ciudad se encontraba a unos cien estadios tierra adentro. Le gustaba la lluvia tan poco como a los Cordeleros pero parecía tan hermosa con su ropa mojada pegándose al cuerpo y los ojos rodeados por las brillantes gotas del cielo que nada más verla los Cordeleros dejaban de lamentarse y empezaban a hinchar el pecho, fingiendo que las incomodidades del tiempo no les afectaban lo más mínimo.
    Pasicrates, sin embargo, se había instalado sobre una gran roca y observaba el mar. Distinguí en su rostro señales de preocupación y le pregunté qué ocurría cuando bajó de la roca.
    –Esta lluvia marca el fin de la temporada navegable –explicó–. Muy pronto cambiarán las mareas, y las tormentas serán mucho peores que la de esta mañana. Será difícil conseguir suministros y aún más difícil volver a casa cuando la ciudad caiga.
    No estaba muy seguro de lo que pretendía decir, pero según Io debo tomar la ciudad para el regente de los Cordeleros, aunque nadie sabe de qué modo.
    Nuestra marcha hasta Sestos resultó larga y pasamos bastante frío. Los Cordeleros se envolvieron lo mejor posible en sus capas escarlata y Drakaina pagó a dos marineros para que le fabricaran una litera cubierta de lona. Yo arropé a Io todo lo bien que pude con mi capa, y creo que al ser dos no pasamos tanto frío como los demás.
    –¡Estás creciendo aprisa! –le dije–. Cuando pienso en ti siempre tengo la imagen de alguien mucho más pequeño que yo, pero ahora tu cabeza llega ya a mis costillas.
    –A mi edad se crece de prisa –replicó ella–. Además, al viajar contigo he tenido la oportunidad de recibir mucho sol y hacer ejercicio, cosa que la mayoría de las jóvenes nunca consiguen. Y cuando estuvimos con Hipereides y Kaleos la comida fue muy buena. Kaleos te dio esta capa, amo, para que pudieras llevar tu espada de noche por las calles sin que los arqueros te detuvieran. Ya sé que no lo recuerdas pero ésa fue la noche en la cual Euricles apostó a que podía invocar un fantasma.
    –¿Quién es Euricles? –le pregunté.
    –Un hombre al que conocimos. Un mago. Se ha ido y creo que nunca volverá. Supongo que Kaleos le echará de menos. ¿Aún conservas tu pergamino?
    –Sí, lo he guardado en mi fardo con lo demás. También he guardado tus ropas y tu muñeca.
    –Mi muñeca se ha roto –matizó Io, encogiéndose de hombros–. Pero me sigue gustando llevarla conmigo. ¿Estás seguro de que no pesa demasiado? Podría llevar mis cosas; después de todo, soy tu esclava.
    –No. Podría llevar este fardo durante mucho tiempo y supongo que el trayecto será largo; pero no creo que pese más que la impedimenta de los Cordeleros, con sus cascos y lanzas, aparte de su armadura y sus grandes escudos.
    –Pero ellos tienen sus esclavos para que transporten las tiendas, las raciones y todo lo demás –me indicó Io–. Cuando estábamos en la Isla Roja hacían que sus esclavos lo transportaran todo salvo sus espadas. No entiendo por qué no hacen igual aquí. ¿Crees que se debe quizá al miedo de que los esclavos resbalen en el fango si han de llevar tanto peso?
    –Entonces se limitarían a pegarles –repuse–. Ahora estamos en el Imperio y saben que en cualquier momento la caballería del Gran Rey puede cargar contra nosotros.
    Io volvió su rostro cubierto de lluvia hacia mí.
    –¿Cómo lo sabes, amo? ¿Estás empezando a recordar?
    –No. Lo sé, pero ignoro cómo he llegado a enterarme de ello.
    –Entonces, debes escribirlo todo cuando lleguemos a Sestos. Debes escribir todo lo que recuerdes de este día, porque quizá no siempre esté yo contigo. Amo, también oí cómo el capitán intentaba comprarte. Escribe que no eres ningún esclavo, aunque...
    –Lo sé –repliqué–. Pero me habría gustado permanecer en la nave si hubiera sido posible. Un mercante visita muchos puertos, y en esos puertos hay hombres procedentes de muchos lugares distintos.
    –Quizá de ese modo habrías podido descubrir tu hogar... Lo entiendo.
    –Además, el trabajo del barco me gustaba, aunque no tanto la idea de abandonar a mi patrono.
    Io levantó un dedo, llevándoselo a los labios.
    Aún no hemos visto las murallas. La oscuridad era ya absoluta bastante antes de que llegáramos aquí y levantáramos las tiendas. Pasicrates, Io y yo dormiremos en ésta junto con los esclavos de aquél. Drakaina comparte una tienda con dos Cordeleros, y creo que lo hace para que ninguno de ellos pueda molestarla.
    Comimos habas, cebollas y pan vuelto a cocer, y la comida nos pareció bastante escasa después de haber caminado tanto tiempo bajo la lluvia, aunque aún tenemos un poco de vino. Los Cordeleros hicieron bromas sobre ir a Sestos para conseguir más comida, y creo que unos cuantos les robaron provisiones a los soldados de Pensamiento. Me resulta fácil comprender la razón de que estas dos ciudades se aprecien tan poco entre ellas aunque sean aliadas... o amigas, tal y como se dice en su lengua. Los aliados deben ser amigos de obra y no sólo de palabra; de lo contrario su alianza no llegará nunca a ser sincera.
    Esta noche no hay luna y tampoco estrellas, sólo el débil gotear de la llovizna que parece casi niebla. Estoy sentado en la entrada de nuestra tienda, allí donde la hoguera humeante me da la luz suficiente para escribir aun con cierta dificultad. Dicen que ya empieza a escasear la madera para el fuego, pero con cien Cordeleros y más de doscientos esclavos armados a sus órdenes Pasicrates tendrá toda la que necesite; así que cuando las llamas empiezan a bajar me levanto y echo un leño más al fuego.
    Cuando era niño guardábamos las partes más gruesas de nuestras cepas para quemarlas después de la poda; aún me acuerdo de eso. Recuerdo también a mi madre cantando junto al fuego mientras removía el contenido de una pequeña olla negra, y el modo en que me miraba mientras cantaba para ver si me gustaba su canción. Cuando mi padre estaba en casa solía cortar un junquillo y se hacia una flauta con él, de modo que luego el junquillo acompañaba la canción de mi madre. Nuestro dios era Lar, acabo de recordarlo. Mi padre decía que su canción le hacia feliz; y recuerdo cómo entonces yo pensaba que era más sabio que él y siendo orgulloso y amante de guardar secretos, como lo son todos los niños pequeños, no le decía que Lar era la canción y no algo separado de ella. Me acuerdo de estar acostado bajo la piel de lobo y ver cómo Lar relampagueaba de una pared a otra, cantando y jugando conmigo. Yo intentaba cogerle y siempre me despertaba frotándome los ojos para ver a mi madre cantando junto al fuego.


    39

    Máquinas de guerra


    Las torres de asedio y los arietes están esparcidos junto a la ciudad y alrededor de cada uno hay centenares de guerreros dispuestos a protegerlos de una posible salida. De este modo los bárbaros no podrán saber de dónde vendrá el ataque, tal y como me explicó el estratega de Pensamiento, Xantipos. Naturalmente, Pasicrates le preguntó de dónde vendría, pero Xantipos se limitó a menear la cabeza y poner cara de sabio, diciendo que en esos momentos tenía aún varias opciones que estudiar. Yo tuve la impresión de que aún no se había decidido porque en estos momentos no hay ningún lugar lo bastante débil como para permitir el asalto.
    Pero quizá estoy haciendo pasar a mi perro antes que al ganado que debe cuidar. Primero debería decir que Pasicrates, Drakaina y yo fuimos esta mañana a ver a Xantipos y que es un hombre aproximadamente de mi corpulencia, con las sienes ya canosas y con ese aire afable pero reservado que, según me explicó Drakaina, es característico de la vieja aristocracia de Pensamiento.
    Nos dio la bienvenida cordialmente en una tienda carente de todo signo de riqueza o lujo; el suelo de la tienda estaba cubierto con una lona muy gastada y el mobiliario era muy sencillo, como si hubiera sido fabricado allí mismo.
    –Nos complace en grado sumo que los Cordeleros hayan decidido unirse a nosotros –dijo–, y resulta muy alentador ver nuestra vieja amistad renovada ante el enemigo común. ¿Debo suponer que los demás barcos fueron desviados de su curso por la tormenta de ayer? Espero que lleguen sanos y salvos en el día de hoy.
    –¿Por qué? –le preguntó Pasicrates sin demasiada cortesía–. ¿Hacen falta tropas?
    –No, en absoluto. Lo que realmente necesitamos es un agujero a través de esas murallas.
    Xantipos rió levemente y sus agudos ojos grises parecieron incluirnos a todos en su afable diversión.
    –En total, dentro no habrá más que unos quinientos bárbaros, y también algunos miles de helenos que espero cambiarán de bando apenas empiece el asalto.
    Pasicrates asintió.
    –Algo por lo que los helenos son famosos... salvo los hombres de mi ciudad. Entonces, nuestro asalto será...
    –Tan pronto como se haya abierto brecha en los muros, lo cual creo ocurrirá dentro de un mes aproximadamente. ¿Puedo preguntar si es el rey Leotíquides o el príncipe Pausanias quien está al mando?
    –Ninguno de los dos –contestó Pasicrates–. Tampoco vendrán más barcos. Sólo hubo uno y en él hemos venido.
    Me resultó imposible decidir si Xantipos se había quedado realmente sorprendido o si sólo fingía estarlo, pues tuve la impresión de que pertenecía a esa especie de hombres que llevan ya tanto tiempo dominando sus emociones que se han vuelto incapaces de conocerlas realmente, y pueden estar furiosos o perdidamente enamorados sin ser conscientes de ninguna de las dos cosas.
    –Soy el hombre del regente –se identificó Pasicrates sacando el anillo de hierro que llevaba en el dedo y entregándoselo a Xantipos–. Vengo en su nombre.
    –Entonces, a través de tu persona espero que se me permita felicitarle por su gran victoria, y confieso que me supondrá un inmenso placer decírselo a él mismo algún día venidero. Sin duda, en esa gloriosa batalla tú mismo debiste jugar un papel muy importante. ¡Cómo lamento haber estado con la flota! ¿Te importaría dejar a un lado, aunque sólo fuera brevemente, esa a veces incómoda parquedad en el habla por la cual son tan bien conocidos tus conciudadanos y describirme exactamente lo que hiciste... digamos que sólo para deleitarme con el relato de tus acciones y aumentar mis conocimientos de estrategia?
    –Cumplí con mi deber –repuso Pasicrates; luego interrogó al estratega sobre los progresos del asedio, aunque fue muy poco lo que supo a través de Xantipos.
    –Por lo tanto –dijo éste extendiendo las manos–, podrás comprender que lo principal es mantener la flexibilidad que te permite no ceder en el asedio y darte cuenta en el momento adecuado de cuándo ha surgido una oportunidad.
    –Pero tú esperas que Sestos caiga dentro de un mes...
    –Puede que un poco más tarde. Ciertamente, espero que ocurra antes del invierno, aunque también es posible que veamos las primeras fases de su caída. Me han dicho que en la ciudad hay muy pocas provisiones y que sus habitantes no son precisamente como los Cordeleros, acostumbrados a vivir con un pedazo de pan y un puñado de aceitunas.
    –Tus hombres deberían estar ya plantando la cosecha del año próximo.
    –Son casi todos hombres de ciudad –replicó Xantipos sonriendo–. A los Cordeleros os encanta decir que no tenéis soldados... y que entre vosotros sólo hay albañiles, herreros, labradores y todo el resto de oficios imaginables. A veces eso tiene sus ventajas.
    –Y a vosotros –le contestó Pasicrates– os encanta decir que los Cordeleros nada sabemos sobre los asedios.
    Se calló un instante intentando contenerse; al momento se recuperó y dijo:
    –He venido para transmitirte los respetos del regente y...
    –Considéralo hecho.
    Así lo hago. Y debo decirte también que tendremos que compartir las raciones de tus hombres, pues nosotros sólo hemos traído las necesarias para unos cuantos días. Supongo que no desearás poner a prueba nuestra vieja amistad, y a cambio de un pedazo de pan y un puñado de aceitunas encabezaremos vuestro asalto. Lo único que debéis hacer es seguirnos.
    Xantipos seguía sonriendo.
    –Vuestra heroica oferta ha sido debidamente anotada.
    –Descubrirás que el valor de tus hombres aumentará en cuanto sepan que van a ser guiados en el ataque por los hoplitas del Cordel.
    Pasicrates se puso en pie y tanto Drakaina como yo le imitamos.
    –En cuanto a los asedios, sabemos más de lo que piensas. –dijo extendiendo la mano y abriendo los dedos en forma de abanico–. Cuéntalos, Xantipos, pues afirmo que Sestos caerá antes de la cifra a la que llegarás.
    Xantipos no pareció afectado por sus palabras.
    –Entonces, las noticias que me traes son doblemente buenas. No sólo hemos recibido refuerzos de vuestra ciudad, sino que Sestos caerá dentro de cinco días. Pues tengo la esperanza de que tu número cinco hacia referencia a días y no a meses, ¿verdad? Antes de que te vayas, ¿puedo preguntarte por qué razón has traído a nuestra conferencia a este hombre y a esta mujer?
    Y, sin aguardar la respuesta de Pasicrates, se volvió hacia Drakaina:
    –¿Eres de Babilonia, querida mía? Una ciudad maravillosa y justamente afamada por la belleza de sus mujeres. Antes de que empezara esta infortunada guerra tuve el placer de visitarla y tengo la esperanza de volver a ella, a no ser que mis conciudadanos decidan someterme al ostracismo... lo cual, me temo, es más que probable.
    –Puedes preguntar –replicó Pasicrates–, pero no se te responderá.
    Una vez fuera Drakaina dijo:
    –No hubiéramos debido acompañarte. Ahora se nos someterá a vigilancia.
    Pasicrates lanzó un bufido de irritación.
    –¿Artes mágicas, y no eres capaz de sacudirte de encima a un puñado de tenderos? ¿Cómo piensas entrar en la ciudad?
    –No transformándome en murciélago, si era eso lo que tenías en mente. No, a menos que no me quede otro remedio; y de momento aún no he tenido la ocasión de considerar el problema.
    –Yo tampoco –admitió Pasicrates–. Tienes razón; será mejor que le demos una ojeada a las murallas.
    Había dejado de llover, pero nubes grisáceas se cernían sobre Sestos y tuvimos que abrirnos paso a través del fango. Me di cuenta de que algunos soldados de Pensamiento llevaban botas adecuadas para el invierno, pero nosotros seguíamos calzados con sandalias. Desde los muros hasta las distantes colinas se extendían las melancólicas ruinas de las casas que antes habían sido vecinas de la ciudad. Los agujeros que en tiempos fueron sus sótanos estaban ahora llenos de agua negra, y por donde los hombres de Pensamiento habían trazado sus toscos caminos y senderos asomaban los ladrillos rotos y los maderos calcinados,
    No habríamos recorrido ni un par de estadios cuando Io se reunió con nosotros a la carrera, chapoteando por entre el fango con los pies descalzos.
    –¿Qué tal era Xantipos? –preguntó.
    Le dije que si era la mitad de listo contra los bárbaros que lo había sido al tratar con nosotros, la ciudad caería dentro de cinco días tal y como le había prometido Pasicrates.
    –Eso se debía a tu presencia, ¿verdad, Pasicrates?
    El Cordelero fingió no haberla oído y siguió andando a unos cuantos pasos por delante nuestro.
    –Debemos entrar en la ciudad –observó Drakaina–. Eres una joven inteligente, así que intenta mantener los ojos bien abiertos.
    –Ya lo hice –susurró Io–. Puedo hacerte entrar en cuanto lo desees, siempre que no haya nadie mirando.
    Drakaina se detuvo y la contempló sin pestañear.
    –¿Cómo...? Deja, no importa. Cuando estemos solos... Pero, ¿os habéis fijado realmente en esas murallas? El Gran Rey ha convertido esta ciudad en el candado con el cual mantiene aherrojada toda la costa.
    –Entonces, hemos traído la llave, si es cierto el sueño del regente –replicó Io–. Pasicrates asaltará la ciudad dentro de uno o dos días: eso decían los Cordeleros durante vuestra ausencia.
    –Pero si la llave está dentro del arca, ¿quién podrá abrir ésta? –dije yo–. Entraré en la ciudad con Drakaina.
    –Amo, la Doncella te envió aquí. No lo recuerdas pero yo sí, y dijo que aquí hallarías a tus amigos. Si entras en la ciudad puede que las cosas no vayan bien, y además yo tendría que acompañarte. Te pertenezco y tengo que recordar las cosas para ti.
    –¡Desde luego que no! –siseó Drakaina, furiosa.
    –Estoy de acuerdo con ella. No pienso arriesgar tu vida de ese modo, Io. Luego me reuniré contigo si puedo.
    Io señaló hacia lo lejos, sin duda para distraerme.
    –¡Un lago!
    –No –corrigió Drakaina–. Es solamente el estrecho. Unos instantes después estuvimos allí, y tal como había indicado Io el estrecho no superaba en tamaño a un lago pequeño; podíamos ver a los hombres que trabajaban en los muelles de la ciudad situados en la orilla opuesta y, aunque al noroeste su perfil se confundía con el del horizonte, al sudoeste vimos lo que parecía ser el final. Mientras contemplábamos la extensión de agua apareció en ella una trirreme cual si hubiera nacido de la costa pedregosa, y, agitando seis alas blancas, pareció volar a lo largo de las olas hasta unirse a las demás naves que bloqueaban Sestos.
    –Si esto llega al mar –dijo Io–, me sorprende que no desembarquen los suministros en este lugar. Sería mucho más seguro.
    –Sería mucho más peligroso –le expliqué yo–, si esa costa situada al este sigue reconociendo el poder del Gran Rey.
    Pasicrates había estado estudiando la escena en silencio.
    –Fue aquí, pequeña Io –habló por fin–, donde el valeroso Leandro nadó de costa a costa para ver a su amada. Veo que conoces la historia...
    Io asintió.
    –Pero se ahogó una noche y ella se arrojó desde lo más alto de su torre. Ignoraba que éste fuera el lugar.
    Pasicrates le dirigió su sonrisa más acerba.
    –Estoy seguro de que si entrarais en la ciudad os indicarían la torre exacta... y muy probablemente también las manchas de su sangre en el suelo de la calle.
    –No parece estar tan lejos. Apuesto a que podría ir nadando...
    –No lo intentes –le advertí–. ¿No te has dado cuenta de la velocidad con que se aproxima esa nave? La corriente debe de ser muy potente.
    –Por lo que a mí respecta, Io –añadió Drakaina–, podrías intentarlo; pero tu amo está en lo cierto, y además las tormentas son frecuentes. Pasicrates, también tú estás pensando que si alguien pudo nadar hasta allí en el pasado es posible repetir tal viaje en el presente, ¿no?
    El Cordelero asintió con un gesto lento y pensativo.
    –Pero un nadador sólo puede transportar consigo un cuchillo –añadió ella–. Una docena de hoplitas servirían para darle su merecido a un centenar de esos nadadores.
    –No estaba pensando en atacar la ciudad con nadadores –le replicó Pasicrates–. Me estaba preguntando cómo consigue Xantipos su información.
    Giró en redondo el camino que habíamos seguido para venir.
    –La hermosa Hele se ahogó también aquí –comentó Drakaina–, bautizando con su nombre este lugar al caer de espaldas del Carnero Dorado. Debes comprender que estas aguas son peligrosas...
    Miró a Io, sonriéndole como podría sonreírle un armiño a un gorrión, aunque me dio la impresión de que estaba intentando parecer amable con ella.
    –Esa historia no la conozco –repuso Io–. ¿Te importaría hablarme del Carnero Dorado, por favor?
    –Será un placer... Pertenece al Guerrero y vive en el cielo entre el Toro y el Pez. Si me lo recuerdas, en una noche despejada te indicaré dónde queda. Hace mucho tiempo vino a la tierra para intervenir en un asunto relacionado con dos criaturas, Frixos y Hele, que se habían convertido en una carga para su madre adoptiva, Ino. Sin duda el Guerrero había planeado convertir a Frixos en un héroe o en algo parecido. Ahora Ino es llamada la Diosa Blanca, por cierto, y es uno de los aspectos de la Triple Diosa. Fuera como fuere el Carnero estaba decidido a estropear sus planes, por lo cual se atavió con una capa de oro y fue a buscar a las dos criaturas que estaban jugando en un prado, prometiéndoles un paseo encima de su espalda. Apenas estuvieron subidos en ella el Carnero se lanzó a los aires y en el punto más alto de su gran vuelo, aquí mismo, Hele cayó y se ahogó tal y como ya te he explicado.
    –¿Qué fue de su hermano? –preguntó Io.
    –El Carnero lo llevó hasta el este del Euxino, a Ea, creyendo que allí estaría a salvo. Después de entregárselo al rey y encomendarlo a su cuidado, colgó su capa dorada de un árbol y volvió al cielo. Yo fui princesa en Ea y...
    –¡Espera un momento! Creí que esto había ocurrido hace cientos y cientos de años.
    –Vivimos muchas vidas diferentes en cuerpos igualmente distintos –le explicó Drakaina a Io–. Al menos, eso ocurre en algunos de nosotros... Fui princesa en Ea y sacerdotisa de Enodia tal y como lo soy ahora. Le dije a mi padre con toda sinceridad que la diosa había proclamado su futura muerte a manos de un extranjero. Dado que Frixos era el único que había en esos momentos por el lugar, eso acabó con su problema. Luego dejé a mi pitón favorita para que vigilara el vellocino de oro. Y luego...
    Habíamos alcanzado ya a Pasicrates, que se había detenido para examinar una de las rampas que los hombres de Pensamiento estaban construyendo a ras de tierra con capas de troncos cruzados en diagonal para reforzarla.
    –Infantil –dijo.
    Yo me arriesgué a decir que me parecía bastante bien construida.
    –¿Sí? ¿Cómo piensan continuar cuando se aproximen al muro? Allí debe alcanzar su máxima altitud y los defensores dejarán caer sobre ella piedras y lanzas. Puede que también tengan pez hirviendo para derramar sobre sus cabezas.
    –Yo le pondría a cada trabajador un hombre con un escudo –replicó–. Un hoplón es lo bastante grande como para proteger a dos hombres de las piedras y lanzas que les pueden arrojar desde arriba. Además, se podría usar un carro con el techo reforzado para mover los troncos, y la mayor parte del trabajo podría hacerse desde el interior de ese carro siempre que se le quitaran las tablas del suelo. Además, situaría a todos mis arqueros y honderos desde aquí hasta el muro para hacer que mis enemigos se lo pensaran dos veces antes de asomar la cabeza para arrojar lanzas y piedras. En ese parapeto sólo pueden situarse formando una fila, pero mis arqueros y honderos podrían disponerse en cuatro o cinco, de tal forma que por cada uno de sus proyectiles seríamos capaces de arrojarles cuatro o cinco de vuelta.
    Pasicrates se acarició el mentón y no me respondió.
    No tardamos en llegar junto a un carro parecido al que yo le había descrito, del que colgaba un ariete medio roto: sin duda lo habría visto en nuestro camino hacia el estrecho y el recuerdo inconsciente de ese espectáculo me había impulsado a hablar tal y como lo había hecho. Me detuve junto a él y pregunté a los hombres que estaban arreglando el ariete cómo se había llegado a romper éste; uno de ellos me señaló una de las angostas puertas que había en la base del muro.
    –Intentamos derribarla pero ahí dentro tienen un tronco tres veces tan grueso como éste. Lo sujetan con una cadena de tal modo que pueden dejarlo caer y luego recogerlo de nuevo. Cuando nuestro viejo ariete salió de su protección para golpear, ellos dejaron caer su tronco y lo partieron a la altura del bronce, tal y como puedes ver.
    Por joven que sea Pasicrates hasta ese momento jamás había visto en su comportamiento ningún rasgo típico de su edad. Entonces me pareció casi un niño.
    –Diles lo que deben hacer, Latro. Estoy seguro de que lo sabes...
    –Lo que deben hacer, básicamente –contesté yo–, es atrapar ya sea al tronco o a la cadena, con algo que pese demasiado e impida que los hombres de la muralla puedan recobrarlo. Este carro me parece lo bastante pesado como para intentarlo; el techo es de madera muy fuerte y las ruedas son de roble sólido y tan gruesas como mis dos piernas juntas. Los hombres que se encargan de las reparaciones ya están poniendo un tronco más resistente en el ariete, pero si yo estuviera al mando diría que pusieran espigones a sus lados, así como en los del carro. De ese modo el tronco de la muralla se clavaría en ellos cuando lo dejaran suelto.
    Uno de los hombres que había estado trabajando en el ariete colocando el nuevo tronco en sus soportes dejó lo que hacía y se nos acercó.
    –Soy Ialtos. Estoy encargado del ariete y te agradezco tus consejos: haremos buen uso de ellos. Me pareció oír que el Cordelero te llamaba Latro.
    –Ése es mi nombre –asentí–. Al menos, así soy llamado entre los tuyos.
    –Tenemos por aquí un capitán... –dijo, señalando hacia lo lejos–. ¿Ves esa torre montada sobre ruedas? Están cubriendo la parte delantera de cuero igual que los costados para que no puedan prenderle fuego, y él se encarga de supervisar el trabajo. Fingirá ser sordo a todo lo que le digas, si es que me entiendes, pero sabe mucho del cuero y cómo conseguirlo.
    –¡Hipereides! –gritó Io.
    –Ése es su nombre, ya veo que le conocéis. A veces habla de un esclavo que poseyó y que se llamaba Latro. Según Hipereides parece que era un tipo algo simplón, pero cuando le oyes hablar de él se nota que le apreciaba. Se lo cambió a una hetaira por unas cuantas cenas... y creo que, sobre todo, para mantenerle lejos de los combates.
    –Yo no calificaría a Latro de simplón, pero sí olvida todas las cosas de un día al siguiente –repuso Io, al tiempo que contemplaba con expresión algo burlona al Cordelero–. Y en ciertos aspectos también se sale de lo corriente, ¿verdad Pasicrates?
    –Incluso las mujeres que hablan poco terminan hablando en demasía.
    Pasicrates la cogió del brazo para alejarla de Ialtos.
    Io había estado estudiando la torre montada sobre ruedas y de pronto se volvió hacia mí, tirándome de la capa.
    –¡Mira, amo, en lo alto de esa escalera! ¡Es el hombre negro!


    40

    Entre amigos olvidados


    El corazón recuerda siempre aunque ya no permanezca rastro alguno del rostro o la voz. El hombre negro vino corriendo hacia nosotros, dando gritos y agitando los brazos; y aunque ignoro dónde nos conocimos o por qué le aprecio (estoy seguro, sin embargo, de que todo ello estará escrito en algún lugar de mi pergamino), no pude sino sonreír al verle. No pensé en lo que debía hacer ante nuestro nuevo encuentro y le abracé como a un hermano.
    Una vez que hubimos gritado un buen rato y nos hubimos dado abundantes palmadas en la espalda, abrazándonos como dos luchadores, Pasicrates intentó hacerle algunas preguntas, pero él se limitó a sonreír y agitar la cabeza.
    –Te entiende... Bueno, casi todo lo que dices –le explicó Io–. Pero no puede hablar o se niega a hacerlo.
    Drakaina dijo entonces algo en una voz seca e imperiosa y en un idioma inteligible que me recordó el áspero chirriar de las piedras de molino y, para mi asombro y para el de Io, el hombre negro le contestó de inmediato en el mismo idioma.
    –Tu amigo habla la lengua de Aram –le explicó Drakaina a Io–. No tan bien como la gente de Parsa, pero casi tan bien como yo misma.
    –Entonces, pregúntale cómo llegó a hablar esa lengua –le pidió Pasicrates.
    Drakaina le dirigió nuevamente la palabra y una vez que le hubo replicado nos hizo el siguiente relato:
    –Esto es lo que dice: «Durante tres años estuve con el ejército. Fuimos de Nysa a la Tierra del Río, de la Tierra del Río cruzando el desierto hasta el País Escarlata, y luego atravesamos otros muchos lugares». También dice lo siguiente: «Mi rey no es súbdito del Gran Rey, pero el Gran Rey le dio oro y muchos objetos valiosos, jurando que habría paz eterna entre nuestros países si le entregaba mil hombres. Yo partí encabezando a ciento veinte hombres, todos jóvenes de mi propia provincia, y aprendí esta lengua para así poder conocer cuáles eran los deseos de los Señores de Parsa». Lo estoy abreviando todo un poco–añadió Drakaina.
    –Pregúntale cómo encontró a Latro –le pidió Io.
    –Vio que un dios le había tocado y las personas que han sido tocadas como él son sagradas: alguien debe cuidarlas.
    Io empezó a preguntarle dónde estaba Hipereides pero Pasicrates la hizo callar.
    –¿Quiere volver a su tierra?
    Antes de que Drakaina pudiera hablar el hombre negro asintió, y de nuevo empleó la misma lengua.
    –Sí, lo desea enormemente –tradujo Drakaina–. Dice: «Mi padre y mi madre están ahí, así como mis dos esposas y mi hijo, que es muy pequeño».
    Pasicrates asintió levemente.
    –¿Hay más hombres de su tierra dentro de la ciudad?
    –Dice que lo ignora pero no lo cree. Tiene la impresión de que pueden haber ido hacia el sur con el ejército. Dice que si estuviera aquí ya habrían asomado por las murallas para que pudiera verles y supongo que tiene razón: estaba trabajando en esa torre y debía resultar claramente visible desde la ciudad. Centenares de personas tienen que haberle visto...
    –Dile que deseo que lleve un mensaje a la ciudad para mí.
    –¡Pertenece a Hipereides! –protestó Io.
    Creo que no deseaba perder de nuevo al hombre negro cuando hacía tan poco tiempo que le habíamos encontrado.
    –El cual seguramente lo consentirá en bien de nuestra causa, y sin duda será adecuadamente compensado por su ciudad.
    –Dice que Latro y la chica deben venir con él.
    Yo tan sólo sonreí pero Io no pudo reprimir una risita, mirando de soslayo a Pasicrates.
    –¿Por qué razón? –inquirió éste, haciendo caso omiso de ella.
    El hombre negro estuvo entonces hablando un buen rato, tocándose el pelo y señalando con el mentón tanto a Io como a mí. Luego se volvió hacia Sestos e hizo la pantomima de tensar un arco.
    –Dice que no hará lo que le has pedido siendo un esclavo –explicó Drakaina–, y que un esclavo sólo sigue siendo tal cuando lo vigilan. Si vuelve a reunirse con la gente de Parsa será de nuevo un soldado, y como tal no hará lo que le pides a menos que liberes a Latro y a Io. Dice que puedes obligarle a ir a la ciudad pero una vez en ella no transmitirá tu mensaje, y no hará sino contar mentiras.
    Incluso Pasicrates sonrió al oírle.
    –En cuanto a mí –añadió Drakaina–, te recuerdo que soy la persona enviada por tu regente a estos bárbaros... Yo, y no este hombre negro. Ni tan siquiera tú puedes cumplir la misión que se me ha encomendado.
    –Pese a todo, otro mensajero podría resultar útil, especialmente uno que hable su lengua. Su precio es demasiado alto pero me imagino que podrá abaratarlo un poco.
    Dije que estaba dispuesto a entrar en Sestos si tal era su deseo.
    Pasicrates movió la cabeza.
    –Si desaparecieras allí para siempre, ¿cómo podría explicárselo al regente? No; debes quedarte conmigo hasta que la ciudad capitule y volvamos al hogar.
    El hombre negro me indicó la torre con un seña y luego habló con Drakaina.
    –Desea enseñarte lo que ha estado construyendo –me dijo ella.
    –Y yo deseo verlo –le respondí–. Ven, Io.
    Aunque no lo dije, sospechaba que el hombre negro deseaba estar bajo la protección del hombre llamado Hipereides. No me acordaba de él pero Io parecía apreciarle y creí probable que el hombre negro estuviera en lo cierto al pensar que su destino sería mejor con él de lo que podía serlo con el Cordelero.
    –Ya que lo sabes todo sobre la ciencia de los asedios –me dijo Pasicrates cuando estuvimos más cerca de la torre–, explícame en qué consiste este ingenio.
    Le dije que, como bien podía ver, no había demasiado que explicar. Se trataba de una torre sobre ruedas, hecha de madera; tenía la parte de atrás abierta para reducir su peso, pero tanto la parte delantera como los costados estaban cubiertos de planchas para rechazar las flechas, así como con cuero para evitar que la madera pudiera ser incendiada. Antes de que la torre fuera empujada hacia los muros unos hombres usarían largos palos con trapos para empapar el cuero de agua, y además a los lados de la torre se colocarían cubos llenos para que los hombres instalados dentro pudieran usarlos en caso necesario.
    –Nuestros enemigos situarán sus mejores tropas allí donde vaya la torre –replicó.
    –Sí –repuse–, pero dentro de la torre habrá también buenos combatientes.
    El hombre negro había estado rodeando la torre mientras hablábamos y ahora se reunió otra vez con nosotros acompañado por un hombre calvo con una coraza de cuero. Este pareció muy asombrado al vernos y luego sonrió ampliamente.
    –¡Por la Piedra Erguida, Latro y la joven Io! Creí que no os vería de nuevo hasta regresar a Pensamiento. ¿Cómo habéis llegado aquí? ¿Os acompaña ese tal Píndaro?
    Acarició la cabeza de Io y ella le abrazó, pareciendo por unos instantes demasiado emocionada para hablar.
    –Supongo que no debes recordar al poeta Píndaro, ¿verdad, Latro? Y tampoco debes recordar a esa moza que se fue con él, Hilaeira...
    El Cordelero dio un paso adelante.
    –Soy Pasicrates, hijo de Polidectes. Me encuentro aquí en calidad de representante del príncipe Pausanias, hijo de Cleombroto, vencedor de Arcilla y regente de nuestra ciudad.
    –Yo soy Hipereides, hijo de Jon (luego Io me explicó que con ello pretendía decir que era del pueblo jónico y que estaba orgulloso de serlo, en tanto que Pasicrates es del pueblo dórico), comandante de la Europa, la Eidyia y la Clitia –enumeró señalando con la cabeza hacia el oeste–. Están en la playa y casi todos mis hombres se encuentran aquí, trabajando en esos ingenios.
    –Me han dicho que le vendiste este esclavo a una hetaira de tu ciudad...
    –Es cierto: se lo vendí a Kaleos.
    Hipereides se quedó callado durante unos instantes, mirando primero a Pasicrates y luego a Drakaina, como si estuviera preguntándose cuál de los dos iba a causarle más dificultades.
    –No lo hice de un modo legal, naturalmente, pues en mi ciudad las mujeres no pueden tener propiedades: todo se encuentra a nombre de un varón al que llama su sobrino. Le paga una cantidad al año por ello.
    –En mi ciudad obramos de un modo más razonable... No amamos las mentiras. Latro y esta joven son ahora de nuestro regente, ya que tu hetaira se los dio.
    –¡Se suponía que iba a pagar por nosotros! –chilló Io.
    –Pues entonces lo hará, de eso puedes estar bien segura. Pero en nuestra ciudad las criaturas que hablan cuando no deben reciben unos azotes, recuérdalo...
    Pasicrates no había apartado los ojos ni un instante de Hipereides.
    –Comandante –prosiguió–, como estratega de los Cordeleros presentes en Sestos me interesa tu torre. ¿Cómo has podido conseguir que la cima de la torre se encuentre al mismo nivel que la muralla si te era imposible medirla?
    Hipereides tosió levemente.
    –Con todos mis respetos, Estratega, nada de lo que has dicho es del todo cierto. Queremos que la cima de la torre se encuentre algo más arriba que la muralla para que nos sea posible colocar en ella arqueros que tengan buena precisión de tiro sobre el enemigo. También nos fue posible medir la muralla, y eso hicimos. Venid hasta la pared delantera.
    Nos precedió hasta ella y señaló hacia arriba.
    –¿Veis esa puerta? Se abre hacia abajo y estará al mismo nivel que los merlones del parapeto. Como probablemente ya habréis visto, hay una escalera por la parte de atrás, y lo que deberán hacer nuestros hombres es subir corriendo por sus peldaños para saltar a la muralla.
    –Habrá hecho falta un hombre muy valiente para acercarse con una pértiga de medir hasta el muro –señaló Pasicrates–, aunque fuera de noche.
    –Oh, no... –repuso Hipereides, mientras las comisuras de sus labios temblaban con una sonrisa disimulada–. Fui yo mismo quien la midió y lo hice a plena luz del día. Primero utilicé a un arquero... Está aquí mismo. Ven, Oior.
    Un hombre alto y barbudo que vestía unos pantalones muy anchos se acercó a nosotros. Sostenía un martillo en la mano y no vi que llevara el estuche del arco a la espalda ni la aljaba de flechas al cinto; pero supe que el hombre calvo decía la verdad, pues aquel hombre de la barba tenía todo el aspecto de un arquero.
    –Le atamos una soga a la flecha –prosiguió Hipereides–. Oior la disparó de tal modo que se clavó en el suelo al pie de la muralla. Luego cortamos la cuerda y tiramos de la flecha para poder medir la distancia, con lo cual supimos cuánto había desde el sitio en que se encontraba Oior hasta la base del muro.
    –Lo cual no es la altura del muro –precisó Pasicrates–, a no ser que tuvierais una suerte inmensa.
    –No, claro que no. Entonces clavamos una espada en el suelo de modo que su altura fuera un codo exacto. Cuando la sombra del muro tocó el sitio en el que había estado Oior medimos la sombra de la espada y dividimos la longitud de la cuerda por la de la sombra. La respuesta obtenida fue la altura del muro: cuarenta y siete codos.
    Oior el arquero me sonrió y se llevó la mano a la frente, saludándonos.
    Una vez que hubimos vuelto a la tienda de Pasicrates éste despidió a Drakaina y a Io. Luego, una vez solos, extendió la mano hacia mí.
    –Veo que llevas tu espada, Latro –indicó–. Dámela.
    Desabroché la hebilla de mi cinturón.
    –Puedes examinarla todo lo que desees –le dije–, siempre que no pretendas causarme daño.
    –Dámela –repitió.
    Su voz, carente de toda entonación, me indicó lo que pretendía.
    –No –contesté, abrochándome de nuevo el cinturón.
    Lanzó un silbido. Supuse entonces que había debido llegar a la conclusión de que necesitaba un correctivo antes de que examináramos las murallas y quizá incluso antes de ver a Xantipos, pues sus esclavos aparecieron de inmediato, uno llevando dos jabalinas y el otro un látigo, un escorpión de tres colas. Entraron por la parte trasera de la tienda y Pasicrates se situó bloqueando la entrada, con las manos sobre el pomo de su espada.
    –Estos hombres podrán matarme –advertí–, pero no llegaran a golpearme.
    Recordé lo que había dicho antes: que una mujer me había vendido al regente.
    –Y si me matan, ¿qué le dirás a tu amo?
    –La verdad –murmuró Pasicrates–. Sestos no cayó, tú obraste de modo perezoso e insolente, intenté enseñarte disciplina y te resististe.
    Su escudo permanecía apoyado en la pared de la tienda junto a la entrada. Con un gesto lleno de práctica pasó el brazo por el arco de cuero que había detrás y agarró fuertemente la empuñadura.
    –Ahora quítate la espada y luego sácate la capa y el chitón. Actúa como un hombre inteligente...
    –Nadie cree que los Cordeleros seáis inteligentes –repliqué.
    –Pues pronto pensarán lo mismo de nuestros esclavos, si es que no lo piensan ya –alegó mirando a los dos hombres que realmente eran esclavos suyos–. Keiros, Tekmaros, no le matéis.
    Ninguno de los dos estaba bien equipado para capturar vivo a un hombre armado, y lo que ocurrió a continuación habría sido risible de no haber resultado horrendo. El esclavo con el escorpión avanzó primero, azotando el aire para crear un sonido salvaje con el que imaginé tenía la esperanza de atemorizarme. Yo di un paso adelante y lancé un mandoble hacia las tiras de cuero crudo. Él retrocedió de un salto y al hacerlo se empaló a sí mismo en una de las jabalinas que sostenía el otro esclavo detrás suyo.
    Lo horrendo no fue que muriera sino precisamente que no murió. Con la punta de la jabalina enterrada en su espalda siguió vivo, sangrando y con la boca abierta como un pez atrapado por el anzuelo, mientras dejaba caer el escorpión y empezaba a manotear.
    Cogí el látigo y al hacerlo vi que Pasicrates estaba ya casi encima mío. El mango del látigo era de una madera bastante pesada y las tiras de cuero terminadas en púas de plomo tenían aspecto de poder hacer tropezar fácilmente a un hombre, así que lo arrojé a las piernas de Pasicrates.
    Fue demasiado rápido para mí. El mango del látigo resonó contra el bronce de su escudo. Hice girar a Falcata en un golpe hacia abajo, que es el más fuerte de cuantos pueden darse con ella, y una vez más Pasicrates fue demasiado rápido pues levantó su espolón para bloquear mi acero; pero éste logro morder el bronce cual si fuera queso, cortando el escudo hasta el centro, quedando luego libre igual que el lince que salta de una roca.
    Pasicrates gritó con un alarido tan agudo como el de una mujer, aunque incluso mientras chillaba me lanzó una estocada digna de todo hombre y que sólo pude rehuir saltando a un lado.
    Sentí en mi codo la pared de la tienda y vi que el pergamino reposaba sobre el catre no demasiado lejos de mi mano izquierda. Me agaché para recogerlo y eso creo que fue mi salvación. Una jabalina pasó tan cerca de mi cabeza que su ruido me aturdió igual que un golpe físico. La sangre empezó a brotar de mi oído.
    La jabalina había atravesado la pared de la tienda desgarrándola. Salté por la abertura y corrí tambaleándome a lo largo de las tiendas cruzando luego los campos hacia Parsa y Persépolis, hacia el corazón del Imperio, aunque me resulta imposible decir cómo estaba enterado de los nombres de todos esos lugares.
    Una vez que hube llegado a las colinas y me vi incapaz de seguir corriendo encontré esta hondonada entre las rocas y me detuve a reposar, pues el pulso retumbaba en mi cabeza como la risa de un río enorme en plena crecida. Muy pronto las nubes grisáceas que se descolgaban sobre la tierra se abrieron y apareció el sol, como una moneda carmesí clavada en el horizonte detrás mío. Detuve la hemorragia de mi oído con un poco de musgo, limpié la hoja de Falcata en las hojas caídas que había en el suelo y, abriendo mi pergamino, leí lo suficiente de él para comprender lo que debía anotar.
    La tarea de escribir me ha dado el tiempo necesario para recobrar el aliento y escuchar si me perseguían, pero no he oído ningún ruido. Cuando salga la luna volveré a correr. Ante todo es importante no olvidar ahora que estoy huyendo y de qué escapo. «Tengo que recordar las cosas para ti», me dijo la joven Io mientras caminábamos por entre los soldados y las máquinas de asedio de Pensamiento. Ojalá estuviera aquí ahora.


    41

    Estamos en Sestos


    La diosa me ha enviado aquí, y no fue ningún sueño. Resultaría muy fácil escribir que he soñado, al igual que lo han hecho muchos otros en distintos lugares. Pero sé que no fue un sueño, pues estuve soñando antes de que la diosa viniera a mí.
    Era un sueño de amor. La mujer tenía el cabello negro cual las plumas de un cuervo, o al menos eso me pareció a la luz de la luna, y sus ojos brillaban por el deseo. ¡Cómo me abrazaba, apretando mi cuerpo contra el suyo, hundiéndome en ella! En la superficie oscura y calmada de un lago se reflejaban las estrellas de plata, y a lo largo de la orilla hombres con máscaras provistas de cuernos y en las que había reproducidas expresiones de burla y deseo danzaban frenéticamente junto a mujeres coronadas con guirnaldas mientras resonaba el crepitar de los crótalos y el redoble de los tamboriles.
    Entonces me desperté.
    La mujer se había esfumado y los instrumentos guardaban silencio. Mi oreja herida ardía con pulsaciones dolorosas. Las piedras me rodeaban, oscuras y silenciosas. La atmósfera era fría y en ella se notaba ya el peso de la nieve. Oí el murmullo del viento entre los robles, y entonces lo comprendí todo y supe, aunque ignoraba cómo, que ese murmullo era el pensamiento de Júpiter, el dios que gobierna a todos los demás dioses y al que tan poco le importan los hombres. Tuve la impresión de que estaba loco y que ese murmullo era el de sus negros pensamientos repitiéndose una y otra vez, meramente una o dos palabras que resonaban incesantemente mientras rumiaba su venganza.
    Me puse en pie y vi que la noche era como cualquier otra. El viento soplaba por entre los árboles, y la luna en cuarto menguante se cernía por el oeste. A lo lejos sonó el aullido de un lobo. Tenía los miembros rígidos a causa del frío pero no sentía deseos de envolverme nuevamente en mi capa y en vez de ello tuve la sensación de que debía abandonar ese lugar, que debía huir de algún peligro; y aunque ya no recordaba de qué había escapado antes sentí que la amenaza de ese peligro no había disminuido ni un ápice. Estiré mis miembros y al mirar al suelo encontré este pergamino, que recordaba haber escondido entre las rocas.
    Y entonces lancé un grito ahogado y retrocedí tambaleándome, pues vi que había estado durmiendo a unos pasos de un negro abismo. Me pareció un pozo sin fondo o cuando menos de tal profundidad que la plateada luz de la luna y las estrellas jamás lograría llegar hasta él. Temblando arrojé una piedra en su interior y agucé el oído, pero no pude escuchar ningún ruido, aunque estuve guardando silencio durante muchos latidos de mi tembloroso corazón.
    Aunque es posible que mi piedra siga cayendo para siempre en él, algo se movió dentro del abismo. Por más que no tuviera final si era limitado por los lados, y en los costados del abismo vi girar pálidas ondas de luz entre el blanco y el verde, enjambradas como hormigas que se arrastran sobre los muros de las tumbas selladas. A veces me daba la impresión de que las luces iban de un lado del abismo al otro, como murciélagos o luciérnagas.
    –Me encontrarás –dijo una voz a mi espalda–, pues ya he acudido.
    Me volví y vi a una joven que tendría unos quince años sentada sobre una piedra. Su traje había sido tejido con algún oscuro follaje otoñal y en él se confundían los colores de la gridelina, el rojo oscuro y el amarillo; llevaba en la frente una estéfana con una gema de ebonita. Aunque estaba sentada dándole la espalda a la luna pude distinguir claramente su rostro, y tuve la impresión de que se encontraba enferma o hambrienta, como esos niños que venden sus cuerpos en los barrios pobres de las ciudades.
    –Muy pronto te preguntarás qué ha sido de tu pergamino –me dijo–. Yo lo conservaré para ti: ahora, cógelo y abandona mi puerta.
    Cuando la oí hablar tuve más miedo de ella que del abismo y quizá si no la hubiera temido tanto habría obedecido sus palabras.
    –Lo he apretado con lentitud, atándolo luego, y he pasado tu punzón a través de las cuerdecillas. Ponlo en tu cinturón pues tienes mucho que hacer antes de que puedas escribir de nuevo en él.
    –¿Quién eres? –le pregunté.
    –Llámame la Doncella, tal y como hiciste en nuestro primer encuentro.
    –¿Y eres una diosa? Pensé que no...
    Sonrió con amargura.
    –¿Que seguimos entreteniéndonos en las guerras de los hombres? Ya no lo hacemos con tanta frecuencia, pero el Dios Invisible flaquea y ahora ya no estamos perdidos en su luz. Nunca desapareceremos por completo.
    Incliné la cabeza.
    –¿Cómo puedo servirte, Doncella?
    –En primer lugar, apartando la mano de tu espada, hacia donde ha ido de modo involuntario. Créeme, tu acero es impotente contra mí.
    Dejé caer las manos en los costados.
    –Segundo, obrando tal y como te digo, y por lo tanto aliviándome de la obligación que yo misma me he impuesto en bien de mi Madre. No lo recuerdas pero te he prometido que te reunirlas con tus camaradas.
    –Entonces, has sido más bondadosa de lo que merezco –repuse, casi tartamudeando por la alegría que inundaba mi corazón.
    –Actúo por mi Madre y no por ti. No me debes ningún agradecimiento y tampoco te lo debo yo a ti. Si hubieras aceptado los golpes como habría hecho cualquier otro esclavo mi tarea habría sido fácil.
    –No soy un esclavo –repliqué.
    Ella volvió a sonreír.
    –¿Cómo, Latro? ¿Ni tan siquiera mío?
    –Soy tu adorador, Doncella.
    –¡Ah, tan hábil con las palabras como siempre...! No hay hombre capaz de superar a sus dioses, Latro, ni tan siquiera en la falsedad.
    –Dijiste que habías prometido llevarme otra vez con mi pueblo, Doncella. Si eso era falso, mátame ahora mismo.
    –Mantendré la promesa que te hice –alegó relamiéndose–. Pero tengo hambre. ¿Qué pago me darás, Latro, cuando cumpla tu deseo? ¿Cien toros para que humeen sobre mis altares?
    Meneé la cabeza.
    –Si los tuviera, yo mismo me encargaría de sacrificarlos uno por uno, cantando para ti. Pero sólo poseo lo que ves.
    –Tu pergamino, tu espada, tu ceñidor, tus sandalias y esos harapos que vistes. Y tu cuerpo... pero eso pronto me pertenecerá, no importa lo que ocurra. ¿Serias capaz de levantarme un altar con todo lo demás?
    –Con todo, Doncella.
    –¿Y con Io?
    –¿Quién es Io? –pregunté.
    –Una esclava. Dice que es tuya. ¿Me la entregarlas libremente, por propia voluntad?
    Asentí, aunque al hacerlo noté un dolor inmenso.
    –Sólo debes mostrarme dónde se encuentra, Doncella.
    –Entonces, no te la pediré. Tampoco voy a pedirte tu espada, tu pergamino o lo demás. Me conformaré con un sacrificio más sencillo: un lobo.
    –¿Solo un lobo, Doncella? –pregunté sorprendido, sintiendo que mi espíritu daba saltos de alegría–. ¡Eres demasiado generosa y tu misericordia es excesiva!
    –Eso mismo han dicho otros muchos. Sí, un lobo. El lobo es sagrado para mi Madre, tal y como habrías sabido de no olvidarlo todo. Además, yo me encargaré de que este lobo venga a ti y pondré mi sello en él para que lo reconozcas.
    –¿Y no me olvidaré de esto?
    Señaló a lo lejos y, aunque la colina se interponía entre nosotros y el sol naciente, cuando seguí su mano supe que se encontraba allí.
    –En el verano, cuando los días eran largos, perdiste el amanecer antes de que llegara la noche. Ahora los días son más cortos y cuando los lobos aúllen de nuevo te acordarás de mí y de esto. El lobo te atacará, pero tú no le tendrás miedo pues le habrás reconocido.
    –Haré tal y como ordenes, Doncella, y cumpliré tus órdenes con alegría.
    –Quizá no sientas tanta alegría cuando llegue el momento, pero antes debes volver a las murallas de las que huiste y estar en ellas cuando llegue el amanecer. ¿Lo harás?
    –Ahora ya está amaneciendo –repuse–. ¿Puedo correr acaso con tal velocidad? Lo haría si pudiera.
    –Tus enemigos quieren quitarte la vida. Sé cauteloso. Cuando el sol asome por el horizonte verás a una mujer y una joven andando cogidas de la mano. Saca tu espada y entrégasela a la joven. ¿Me has entendido?
    –Haré tal y como me has dicho, Doncella –asentí yo.
    –Entonces encontrarás al lobo, le cogerás por la oreja, cortarás su cuello y dirás mi nombre. Vete, haz lo que te he dicho y mi promesa se cumplirá.
    La ciudad quedaba hacia el oeste, tan lejos que era invisible; pero yo pude verla: distinguí sus muros grisáceos, ensuciados por un centenar de torres, alzándose sobre las tiendas de sus sitiadores. Me lancé en su dirección y la ciudad desapareció, pero yo seguí corriendo, saltando por encima de las piedras y atravesando los campos cubiertos de rastrojos, hasta que por fin llegué a las tiendas que antes había visto falsamente a través de los ojos de la diosa.
    Y entre las tiendas vi a los soldados que despertaban para escupir al suelo como cualquier otro hombre, atraídos por el estruendo de los clarines. Les vi ceñirse su armadura, recoger sus lanzas y los escudos marcados con el buey invertido de Pensamiento y formar lentamente en hileras que no tardaron en irse enderezando bajo las maldiciones de sus enomotarcas. Algunos me contemplaron con curiosidad y yo agité el pergamino sobre mi cabeza para hacerles creer que era un mensajero; ninguno de ellos me detuvo.
    Las tiendas terminaron y llegué a un sitio en el que antes se habían alzado casas y comercios, casi tocando a los muros. Les habían prendido fuego aunque no tuve modo de saber si habían sido los sitiadores o los sitiados. Allí había torres y carros con el techo protegido, así como rampas de barro y madera. Lo peor eran las piedras y las tejas que antes habían sido de las casas, que amenazaban con hacerme tropezar a cada paso. Por un momento distinguí una olla medio rota entre las ruinas, y luego un collar hecho con cuentas de coral al que se le había roto el hilo; y entonces pensé en la miseria y el infortunio de esas pobres mujeres a las que quizá nunca llegaría a ver.
    No tardé en hallarme a un tiro de arco de las murallas. Me lo indicó amablemente un arquero al enviar su dardo velozmente ante mis ojos para enterrarlo en el suelo calcinado a mi derecha, por lo que puse de nuevo el pergamino en mi ceñidor y corrí aún más aprisa.
    El sol estaba ya muy por encima del horizonte detrás mío. La Doncella había dicho que debía entregarle mi espada a la joven «cuando el sol estuviera saliendo» pero me pareció que sería imposible hacerlo. Pese a ello seguí corriendo, o quizá sería mejor decir trotando, alrededor de los muros, buscando a la mujer y a la joven.
    Mi constante tentación era aproximarme demasiado a ellos, pues si hubiera desviado mi ruta en dirección a éstos habría podido hacerla menos larga. Por dos veces un arquero me disparó y sus dardos cayeron prácticamente a mis pies.
    Había completado ya la mitad de mi circuito cuando las vi: una mujer con un vestido púrpura y una muchacha con un peplo gris medio roto, cogidas de la mano, tan escondidas por la sombra del muro que los soldados encima de éste habrían podido matarlas arrojando piedras de haberlo querido.
    En ese mismo instante un herido lanzó un grito y, desenvainando su espada, se arrojó sobre mí. Su valor me asombró pues había perdido el brazo izquierdo no hacia mucho y el muñón seguía cubierto por un vendaje a la altura del codo, mientras que en el vendaje brillaba aún el rojo vivo de su sangre. Había desenvainado mi espada antes de recordar las palabras de la Doncella, quien quizá deseara que yo combatiera sin ella al hombre con un solo brazo que ahora me atacaba. Esa idea me pareció más que justa, pues seguramente aún debía de estar débil a causa de su herida. Corrí hacia la mujer y la joven tan rápido como pude, extendiendo mi espada hacia la joven con la empuñadura por delante.
    Ella la aceptó, pero al volverme vi que otros hombres habían surgido detrás del herido con un solo brazo. Uno cayó con una flecha atravesándole el cuello, pero otros dos cogieron al herido, le quitaron la espada de entre los dedos y lo llevaron hasta un lugar seguro. Mientras les contemplaba sentí que me bañaba una luz dorada: el sol asomaba sobre el muro de la ciudad, trayendo con él un segundo amanecer.
    En ese instante vi que más hombres, cubiertos éstos de armadura, surgían del muro para hacernos prisioneros. Me llevaron a rastras, junto con la mujer y la joven, hasta un umbral tan hundido en el muro que parecía un túnel y al fondo del cual había una puerta, aún más angosta que el umbral con el que comunicaba. La puerta se abrió y nos encontramos dentro de la ciudad sitiada. A lo largo de la pequeña calle se apiñaban casas de dos e incluso tres pisos, muchas con la parte trasera pegada a la muralla. Los hombres que nos habían capturado no parecían diferentes de los que les sitiaban en el exterior, pero acompañándoles había soldados muy distintos, cuyas barbas ensortijadas eran negras en vez de castañas, y que vestían pantalones muy holgados de tela azul, amarilla y verde.
    Nos llevaron a la ciudadela y separaron a la mujer de nosotros, llevándose también con ella a mi espada. Ahora nos encontramos encerrados en esta sala de guardia, donde Io me ha pedido (pues esta muchacha es la esclava cuyo sacrificio le dije a la Doncella que le concedería de pedírmelo) que escriba todo lo ocurrido.


    42

    Aunque no sin ayuda


    He derrotado a tres hombres, guardias del sátrapa de Susa. Eran helenos, aunque en Sestos los helenos no se gobiernan a sí mismos, tal y como me explicó Io cuando hube terminado de escribir sobre nuestra captura. Lo mismo ocurre, según me refirió, con todos los helenos que viven a este lado del Agua.
    –Tanto mejor para ellos –le contesté–, siempre suponiendo que los hombres de Parsa sean sabios y justos. Estos helenos son altivos, codiciosos y turbulentos; puede que sean brillantes pero no sienten realmente cuáles son los deberes de un ciudadano y en qué consiste la majestad del Estado.
    Ella estuvo de acuerdo conmigo y luego me preguntó en voz muy baja si creía que alguien podía estarnos escuchando.
    –No –repuse–. He dicho sencillamente lo que pienso: la verdad, pura y sin adornos.
    –Pero, amo, yo también pertenezco a ese pueblo.
    –Estaba pensando en los hombres. Las mujeres puede que sean algo mejores, aunque sus maneras no me han parecido muy recatadas.
    –Hablas así porque casi todas las que has conocido vivían en casa de Kaleos. ¿Te acuerdas de ella? ¿O de Fie, Zoe o alguna de las otras?
    Meneé la cabeza.
    –Sólo recuerdo la impresión que me han causado esos helenos.
    Y luego, intentando que mis palabras no sonaran tan hirientes, añadí:
    –Sus niños son hermosos y muy buenos.
    –Sólo has tratado con una criatura –me dijo, sonriendo–, y ha sido conmigo. Pero quizá tengas tazón en cuanto a los hombres y las mujeres. ¿Qué sabes de la gente de Parsa?
    –Mandaban a los soldados que nos trajeron a la ciudad, pero aunque estoy seguro de haberles visto antes no consigo recordar dónde.
    –Yo los vi en la Colina. No hablan igual que nosotros y sus mujeres se mantienen todavía más ocultas a la vista que las de Pensamiento. Y ayer vi a uno en el muro; de ese modo supe cómo podía hacer entrar a Drakaina en Sestos.
    Le pregunté si Drakaina era la mujer vestida de púrpura y ella asintió.
    –Quería entrar y hablar con la gente de Parsa en nombre del regente pero no sabía cómo hacerlo. El día anterior, Pasicrates, ella y tú estuvisteis admirando las torres sobre ruedas y vi a un hombre de Parsa en la muralla que la estaba observando. Las joyas que llevaba en la cabeza y los anillos de sus dedos brillaban bajo el sol y por ello supe que debía ser un hombre importante; por el modo en que observaba a Drakaina supe también que si alguna vez ella se acercaba al muro mandaría soldados para que la capturasen. Entonces te peleaste con Pasicrates y tuviste que huir, y pensé que lo mejor sería entrar en la ciudad con ella, pues de ese modo quizá podría conseguir ayuda para ti. Los Cordeleros probablemente querrán matarte si alguna vez logran volver a capturarnos.
    –¿Quién es Pasicrates? –le pregunté, sintiendo que no me gustaba nada la idea de haber estado huyendo de él.
    –Es el jefe de los Cordeleros que hay fuera de las murallas –me explicó Io–. O lo era... Te hablaré de él si quieres, y luego puedes leer tu pergamino. Supongo que vamos a tener mucho tiempo.
    Apenas había pronunciado Io esas palabras cuando la puerta se abrió de golpe. Yo esperaba ver soldados como los que nos habían traído hasta aquí, quizá acompañados por un oficial de Parsa; pero los recién llegados eran todos bárbaros vestidos con pantalones muy anchos y la cabeza envuelta en tiras de tela. En ese mismo instante descubrí que ya sabría cuál sería su apariencia física y el tipo de armas que llevarían; pero como no sabía si lo recordaría hasta que los viera voy a dejar consignado aquí algo sobre ellos.
    Sus manos y caras son las únicas partes del cuerpo que llevan al descubierto; algunas veces se tapan incluso la cara, subiendo la tela que les cubre el cuello protegiéndoles del polvo hasta que la nariz y la boca quedan ocultas. En vez de sandalias usan un tipo de calzado tal que no puede verse ninguna parte de sus pies, y creo que ese calzado debe de resultar muy incómodo. Los helenos visten a menudo ropas de brillantes colores pero siempre son de una sola tonalidad, con la excepción algunas veces de una franja al costado. El pueblo Parsa lleva normalmente una media docena de colores en cada tela, e incluso los soldados que vinieron a buscarnos apenas si se cubrían con armadura.
    Sus lanzas no eran más altas que ellos, y en vez de hierro puntiagudo, que puede servir como segunda punta de la lanza si se rompe el astil a la altura de la primera, sus armas llevan un disco redondo en lo alto. Creo que obran sabiamente al forjarlas de tal modo, pues una lanza tan corta resultaría inútil una vez roto el astil pero el peso de éste siempre le permitirá al soldado darle la vuelta para utilizarla como si fuera una maza. Ese disco de hierro hace que el punto de equilibrio del arma quede desplazado hacia atrás, al igual que ocurre con la segunda punta en las armas de los helenos.
    Los hombres de Parsa llevan siempre sus arcos y aljabas. Tengo la impresión de que ninguna otra raza ama más el arco; los construyen con madera y cuerno, atándolos con tendones de animal, y cuando no los tensan el arco se inclina hacia atrás. Sus flechas son un poco más largas que el antebrazo de un hombre y tienen puntas de hierro; algunas tienen plumas azules y otras plumas grises. La aljaba suele ir con el arco dentro de un estuche de mayor tamaño.
    Sus espadas son cortas y de hoja recta, y tienen doble filo. Las de los soldados que vinieron a buscarnos tienen cabezas de león en la empuñadura talladas en bronce, y la de Artaictes, ante el cual nos llevaron, una cabeza de león hecha de oro. Resultan muy hermosas, pero si debo decir la verdad esas espadas no son más que cuchillos prolongados y con ellas se puede golpear de frente y poca cosa más. Algunos de los hombres de Parsa ni tan siquiera las llevan, pues utilizan hachas de mango largo, igual que haría yo si me viera obligado a escoger entre esas espadas y las hachas. Los hombres que utilizan esas hachas llevan un cuchillo en el cinturón.
    Artaictes tiene la barba ya algo canosa y sus ojos son aún más negros y duros de lo que suele ser corriente entre sus compatriotas. Dado que su gorro está lleno de joyas y lleva muchos anillos pensé que debía de ser el hombre al cual Io vio encima de la muralla. La mujer a la cual Io había llamado Drakaina estaba sentada a su diestra, y no había cruzado las piernas como él sino que las había recogido a un lado doblando las rodillas para enseñar así mejor sus gráciles curvas. Cuando entramos en la estancia se tapó la boca y la nariz con un delgado chal multicolor.
    Él le habló en una lengua que no conozco y ella inclinó la cabeza.
    –En cuanto mi señor lo diga, así se hará.
    Mientras los helenos hablaban, él dijo:
    –Vuestra lengua es más flexible que la mía, particularmente para esta clase de asuntos. ¿No comprenden la nuestra?
    –No, mi señor.
    –Entonces, explícales por qué se les ha traído ante mi presencia.
    Drakaina se volvió de tal modo que aparentaba estar mirando por la ventana de la cámara de audiencias de Artaictes, pero yo sentí sus ojos clavados en mí.
    –Le conté a mi señor lo que le hiciste a Pasicrates y él dijo que no le cabía duda alguna sobre tu capacidad para matar a tres hombres corrientes. Tras sus propios soldados hay una guardia de Sestianos y tres de ellos se han ofrecido voluntariamente para luchar contigo. El combate no se librará con lanzas sino con las manos desnudas, igual que hacen los participantes en el pancracio. ¿Conoces esa prueba? Lo único que está prohibido en ella son las armas.
    Me disponía a preguntar qué le había hecho a Pasicrates (de quien me había dicho que estaba huyendo) cuando Artaictes dio una palmada y un centinela hizo entrar a los luchadores. Todos eran tan altos como yo y su cuerpo musculoso proclamaba que se hallaban pletóricos de fuerza.
    –¡No es justo! –protestó Io.
    Drakaina asintió a sus palabras.
    –Estás en lo cierto pero a los hombres de Parsa no les gustan las fanfarronadas; lo había olvidado. Cada vez que oyen una, consideran una cuestión de honor para ellos hacer que el hombre que la ha pronunciado cumpla aquello de lo que alardeó... o lo que pusieron otros en su boca. Creo que mi señor piensa, además, que Latro ha sido mi amante, aunque ambos sabemos que eso no es cierto.
    –No será porque tú no lo hayas intentado –replicó ella con amargura.
    Yo no dejaba de observar a los tres luchadores. Si conseguía matar a su líder quizá ello desanimara a los otros dos. A menudo los líderes suelen situarse entre sus seguidores, pero en el combate el lugar de honor se encuentra siempre en el flanco derecho. Mientras me quitaba el cinto con la espada, musité:
    –Doncella, ayúdame ahora.
    En ese mismo instante la puerta de la cámara de audiencias de Artaictes se abrió de nuevo y por ella entraron otros dos hombres, tan desnudos como lo estaban los tres primeros. Ninguno de los dos era muy corpulento pero el primero era tan apuesto de rasgos y tan bellamente conformado en todos su miembros que, de inmediato, el resto de los presentes parecieron en comparación repulsivos y contrahechos. El segundo hombre era más viejo que él pero su cuerpo parecía aún fuerte; tenía la piel morena curtida por el sol y el aire libre, y en sus ojos brillaba el fulgor de la astucia. Ninguno de los dos hizo el menor gesto de que pretendieran ayudarme y se quedaron inmóviles junto a la puerta, con los brazos colgados a los lados. Los tres hombres a los que debía enfrentarme ni tan siquiera se volvieron a mirarles.
    –Sois tres contra uno –dijo Artaictes–. Matadle y volved a vuestras ocupaciones.
    Los Sestianos que tenía a la derecha y a la izquierda dieron un paso hacia adelante para, con ese gesto y ayudados por el tercero, rodearme todos a la vez. Supe que ello significaría mi muerte segura y me desplacé hacia la izquierda de tal modo que el hombre de ese flanco tuviera que enfrentarse a mí en solitario, aunque sólo fuera por un instante.
    Lanzó sus brazos hacia mí y yo le golpeé con el puño en el ombligo, dándole al mismo tiempo en el rostro con la coronilla. Él se tambaleó y cayó de espaldas, con la sangre brotándole a chorros de su nariz.
    En ese mismo instante el más viejo de los otros dos hombres se arrojó sobre él pegando su rostro al del caído como en un beso de amantes. Hasta entonces no había estado totalmente seguro de que los demás fueran incapaces de ver a los dos hombres que habían entrado en último lugar, pero ahora lo supe con certeza. Me moví en círculos, haciendo fintas, seguro de que con el retraso no haría sino ganar ventaja.
    Y estaba en lo cierto. El hombre moreno se levantó con la boca teñida de rojo oscuro por la sangre y agarró a uno de mis oponentes por detrás. Aunque éste seguía siendo incapaz de verle, ahora sus movimientos eran menos rápidos.
    –Soy Odiseo, hijo de Laertes, y rey de Itaca –susurró el hombre moreno–. Necesitamos más sangre para el hijo de Peleo.
    –Lo dudo –repliqué yo, pues había notado cómo el otro Sestiano observaba mis ojos y no mis manos.
    –Cuando terminó el combate Drakaina sonrió; pude distinguir sus labios a través de la delgada tela de su chal.
    –Mi señor Artaictes tiene la sensación de que las noticias que le he traído son demasiado importantes para que sigan presas aquí. Además, en la ciudad no quedan provisiones para resistir mucho más y la gente está empezando a hervir las tiras de cuero de sus lechos para comerlas.
    Artaictes dijo algo en voz enfadada pero Drakaina no pareció amedrentarse.
    –Tenía la esperanza de que llegaran refuerzos antes de que la situación empeorara hasta tal extremo, pero no han llegado; por lo tanto, se irá, llevando consigo a su gente y a la de las tierras más lejanas. Planea dejar aquí a los helenos, sabiendo que podrán negociar una rendición cuyos términos dejen intactas sus moradas y las fortificaciones. Cuando haya transmitido las noticias que yo le traigo conseguirá un ejército del Gran Rey y volverá para aplastar a los bárbaros, si éstos han sido lo bastante osados como para quedarse aquí. Le he dicho que habías vendido tu espada al Gran Rey y ahora ha comprobado que eres un luchador digno de ser tomado en consideración. Pregunta si vendrás con él a Susa, donde espera reunirse con el Gran Rey.
    –Sí, ciertamente –respondí yo.
    –¿No eres de los helenos? –preguntó Artaictes en persona, pronunciando las sílabas del idioma heleno con un acento extraño–. Tu aspecto es idéntico al de ellos.
    –No, mi señor.
    –Entonces, pruébalo. Deja que oiga tu lengua nativa pues los helenos no quieren aprender nunca otra salvo la suya.
    Hice tal y como me había pedido, jurando en la lengua con la cual escribo estas palabras que no le debía alianza alguna a Pensamiento ni a ninguna otra ciudad de la Hélade. Pienso que Artaictes no me comprendió pero aparentemente quedó convencido de mi veracidad. Tomó mi espada de entre los almohadones escarlata sobre los que estábamos sentados y me la entregó.
    –Nos iremos durante la noche –dijo–. Los bárbaros estarán durmiendo, salvo unos cuantos centinelas. Nadie debe enterarse de nuestra partida. La gente de esta ciudad le cuenta todo lo que sabe al Caballo Amarillo, sin importar a quién le hayan jurado su lealtad. Debes ir detrás mío y llevarás contigo a esta mujer. Cuida de que no le suceda mal alguno.
    Al decir «Caballo Amarillo» se refería a Xantipos, pero pronunciaba su nombre tal y como yo lo he consignado aquí.
    Cuando hubimos salido de la cámara de audiencias, que estaba cubierta de brillantes tapices, Drakaina me dijo:
    –Antes de partir necesitarás más armas. ¿No te gustaría tener un escudo y una lanza además de tu espada? ¿Y un casco?
    –Cuanto te conocí tenías unos discos metálicos para protegerte el pecho y la espalda, amo –me recordó Io.
    –Me gustaría ciertamente tener un escudo y un casco si es que vamos a combatir –asentí yo–. Pero no quiero lanza, prefiero tener un par de jabalinas.
    La armería se hallaba en la parte más baja de la ciudadela. Pedí un escudo oblongo de tamaño medio pero todos los que tenían eran hoplones, redondos y muy pesados, o peltas en forma de luna y demasiado ligeras.
    –Estos escudos honran a mi diosa –alegó Drakaina, sosteniendo en alto una pelta–. Son los mismos que utilizan los hombres de las jabalinas en Tesalia.
    Le dije que el mimbre cubierto de cuero sólo era capaz de parar las flechas y los proyectiles de las hondas.
    –Eso se debe a que no tienen razón para preocuparse de otras armas –me replicó–. Siempre se mantienen bien lejos de las lanzas.
    Sacudí la cabeza, sabiendo que si esta noche debemos combatir la batalla será dura y sangrienta. No podré huir de las lanzas.
    –Tomad, señor –dijo el armero–, probad éste. De todos los hoplones que tengo aquí es el más pequeño.
    Tiene de ancho un codo y una mano (acabo de medirlo) y su parte frontal es de bronce, como creo lo son todas las de este tipo de escudos; pero detrás de él hay madera y una capa de cuero; tal y como había dicho, era el más ligero de cuantos había probado.
    –¡Ahí hay un casco muy hermoso! –exclamó Io.
    –Puede que resulte hermoso para uno de vosotros –repliqué yo–, pero no quiero que los hombres de Parsa me confundan con un heleno en la oscuridad.
    El armero hizo chasquear los dedos.
    –Esperad un instante, señor: creo tener justamente lo que os hace falta.
    Se fue y volvió unos instantes después con un casco que parecía un gorro alto. Apenas me lo hube probado supe que había sido hecho para mí.
    –He oído hablar del País de los Gorros Altos –dijo Io–, donde llevan gorros parecidos a este casco. Y los arqueros de la nave de Hipereides también tenían gorros así; pero ignoraba que se hicieran cascos con esta forma. ¿Se encuentra muy lejos de aquí ese país?
    –Está al otro lado del Mar de Hele –le explicó el armero–, y después de cruzarlo hay que recorrer un buen trecho por tierra; probablemente tardarías unos tres o cuatro días. ¿Tenéis algún bote?
    Io rió y luego dijo:
    –No pienso ir allí.
    Sus palabras me parecieron un presagio singularmente aciago.
    Cogí también una coraza, pero no uno de esos pesados corseletes de bronce que llevaban los hoplitas, sino una pieza que estaba hecha con muchas capas de tela finamente cosidas entre sí. Espero que me protegerá bastante y su peso no es muy superior al de una buena capa de invierno. Las jabalinas fueron lo más fácil de encontrar, pues en la armería había muchas y excelentes.
    –El sátrapa me ha asignado una casa –dijo Drakaina una vez que hube recogido todo lo que necesitaba–. Ahora voy allí para dormir un poco antes de que llegue la noche. No le gustaría demasiado verme con círculos oscuros alrededor de los ojos.
    Calló durante unos segundos, como si vacilara. Al instante dijo:
    –Te daría con gusto la bienvenida allí pero no estoy segura de que fuera prudente.
    Le dije que prefería subir a la muralla y contemplar un poco el paisaje.
    –Entonces, como desees.
    –Yo puedo indicaros los lugares, señor –sugirió el armero–. Me llamo Oscos.
    –Mi amo no tiene dinero –replicó Io.
    –Pero ha estado hablando con el sátrapa –le contestó Oscos, sonriendo–: así que quizá acabe teniéndolo.
    Luego se volvió hacia mí y me dijo:
    –Nuestra ciudadela está construida en la muralla, señor, en su lado este; de modo que podéis empezar por aquí, y luego torcer hacia la derecha, pasando por entre las torres de guardia.
    Mientras caminábamos por el muro contemplé la llanura y las colinas que se extendían detrás de ella. Tal y como dice Artaictes, los helenos esperan que todo intento de huida se realice en dirección al sur y al oeste. Una marcha no muy larga en esa dirección nos llevaría a un lugar desde el cual podríamos cruzar fácilmente el estrecho en bote, evitando el bloqueo de los barcos. En vez de eso piensa dirigirse al noroeste, cruzando el interior hacia las ciudades portuarias de un mar llamado Propontis. Al encontrarse Oscos conmigo, sin embargo, no pude fijarme en esa parte del terreno más que en las otras, por lo que acabé estudiándolas todas con atención, incluido el puerto, donde los barcos de Sestos asomaban sus mástiles quemados a través del agua sucia.
    Al abandonar la muralla atravesamos un edificio de mármol protegido por eunucos, del cual salían unos cuantos esclavos transportando cestos y cofres.
    –¿Qué edificio es? –preguntó Io.
    Oscos miró hacia él con expresión respetuosa.
    –La casa donde viven las mujeres de nuestro sátrapa.
    Io observó que se parecía más a un sepulcro.
    –Lo fue –contestó Oscos–. He oído decir que usa sepulcros siempre que le es posible; cree que un gineceo sin ventanas resulta mucho más seguro y, ¿quién puede dudarlo?
    Una vez que estuvimos solos, Io comentó:
    –No me gustaría ser Artaictes cuando muera. Los dioses inferiores no apreciarán demasiado que tuviera a sus concubinas en una tumba.
    –¿Quiénes son los dioses inferiores? –le pregunté mientras colgaba mi nuevo escudo, aunque a decir verdad tenía la sensación de conocer al menos a uno de ellos.
    –Son los dioses de los muertos –me explicó ella–. En realidad hay muchos y su rey es El que Recibe a las Multitudes. Su reina es Kore, la Doncella. Bajo el suelo hay todo un país que les pertenece: Ctonios, el mundo de los espectros.
    Estoy escribiendo mientras Io duerme. Cuando llegue la noche viajaré con Artaictes y la gente de Parsa, quizá al mundo de los espectros, ya que he empeñado mi honor. Pero dejaré a Io aquí, tal y como ella misma profetizó. Quizá nunca vuelva a verla. Hace un momento le quité el cabello de su mejilla morena, preguntándome si alguna vez hubo para mí un rostro más querido que el suyo; aun siéndome imposible estar seguro de ello, creo que no puede haberlo. ¡Cómo se reiría de mí si ahora despertara y me encontrara así, llorando por ella!


    43

    Un soldado de la niebla


    Estoy perdido en la noche, rodeado por su neblinas que giran sin cesar. Ya casi he olvidado cómo empezó esta noche.
    Me encontraba tendido sobre un catre en una habitación fría y oscura en la cual sólo había una ventana muy alta, a la cual se accedía por unos angostos peldaños y bajo la que habían tallado un refugio para que lo utilizara un arquero. Creo que había estado durmiendo, y junto a mí dormía una joven.
    Una mujer muy hermosa vino a buscarme y con ella también un lancero de rostro rígido y duro. Yo debía de saber que vendrían a buscarme, pues me levanté de inmediato y me puse la coraza y el casco ayudado por la luz que llevaba el lancero; luego pasé este pergamino por mi cinturón y cogí mi hoplón y las jabalinas. Creo que sabía adónde iba y el porqué, pero también eso está perdido ahora entre la niebla.
    –Dejaremos a Io durmiendo –propuse a la mujer–. Aquí estará a salvo.
    La mujer asintió, sonriendo, y se llevó un dedo a los labios. Antes de morir dijo que su nombre era Euricles.
    Fuimos con paso presuroso por callejas oscuras que apestaban a basura y suciedad para acabar uniéndonos a un grupo de siluetas silenciosas que aguardaban ante la puerta. La mujer me hizo avanzar entre ellas y me dijo:
    –Artaictes y sus guardias vendrán de un momento a otro; entonces nos iremos.
    Le pregunté quiénes eran los demás, pero unos hombres montados a caballo se abrieron paso por entre la gente antes de que pudiera responderme. Su jefe, un hombre barbudo que montaba un caballo blanco, hablaba una lengua que no pude entender, y para mi asombro otro hombre, que se agarraba a su manta de montar, habló después de él en la misma lengua en la que ahora escribo estas palabras. Esto es lo que dijeron:
    –¡En el sagrado y santísimo nombre del Sol! Pueblo mío, ¿os parece desesperada vuestra situación? ¡Reflexionad! Hemos estado aquí cual comadrejas atrapadas en su cubil, con apenas nada para comer y sin tener ni tan siquiera agua limpia que beber. Pero cuando el Sol, la promesa divina de Ahura Mazda, suba a su trono seremos libres, todos y cada uno de nosotros, y estaremos una vez más en el Imperio.
    »Todo eso ocurrirá si obramos como hombres. Los que combaten deben seguir avanzando sin dejar de combatir, y aquellos a los que el combate no les sea necesario deben volver la espalda a la huida y luchar en ayuda de sus hermanos. Jinetes, no huyáis al galope dejando a vuestros hermanos que van a pie para que luchen en solitario. ¡Tened por seguro que el Fresno y la Ceniza llegarían a saberlo! Y yo también lo sabré y todo lo que yo sepa no tardaré en contárselo de viva voz al Gran Rey. Cabalgad contra los flancos de quienes ataquen a vuestros hermanos que van a pie y proteged mi mansión y mi nombre.
    Más cosas llegó a decir, pero el lancero me dio un golpecito en el hombro y no pude oír más. Tenía junto a él dos caballos y me tendió las riendas de un rucio que no paraba de removerse. La mujer me dijo:
    –¿Sabes montar?
    No estaba seguro de ello y le respondí:
    –Cuando no tengo más remedio, sí.
    –Esta noche no tienes más remedio. Monta y este hombre me ayudará a subir.
    Salté a lomos del rucio y descubrí que mis rodillas algo sabían de caballos, tanto si mi mente se acordaba como si no.
    Sonriendo ampliamente, el lancero cogió a la mujer por la cintura y la izó a pulso hasta que la tuve a mi lado. Aunque he olvidado muchas cosas aún recuerdo cómo relucieron sus dientes en la oscuridad, así como lo que sentí al rodearme ella la cintura con el brazo y el olor de su cuerpo, un aroma mezcla de flores y almizcle que me recordó a una pradera bañada por el verano entre cuyas hierbas se oculta una serpiente.
    –Al menos ahora sé la razón de que la gente de Parsa vista a sus mujeres con estos pantalones –me susurró casi al oído, algo enronquecida su voz por la emoción–. Durante todo un millar de años siempre han sabido que al día siguiente quizá tendrían que salir huyendo al galope.
    Alguien gritó una orden y las puertas se abrieron girando hacia nosotros.
    –Quédate al lado de Artaictes –me dijo ella–. Las mejores tropas serán las que no se aparten de él.
    Cuando emprendimos la marcha la niebla que ya cubría el puerto se arrastró lentamente hacia nosotros, y cuando habíamos recorrido medio estadio desde la puerta nos envolvió por completo. Detrás de nuestros caballos se oía el ruido de las carretas.
    –Ahora el enemigo ya se ha enterado –dijo la mujer–. Si las ruedas no hicieran tanto ruido podrías oír los gritos de sus centinelas.
    Señalando hacia las carretas, le pregunté para qué eran.
    –Son las mujeres de Artaictes; van ahí dentro. Su esposa y sus criadas van en la primera, mientras que sus concubinas ocupan las otras. –Vaciló un segundo y luego la oí inhalar bruscamente, como sorprendida–. Pero, ¿dónde está él? ¿Dónde están sus guardias?
    Unas cuantas docenas de soldados con escudos oblongos iban detrás de las carretas y ante ellos marchaba uno con una vara en cuya punta había un águila. Mi corazón estuvo a punto de reventar al verle (igual que me ocurre ahora cuando lo recuerdo de nuevo) pero ignoro la razón de que así fuera.
    Entonces se oyó un grito surgido de un millar de gargantas. Me volví para ver los grandes hoplones y las lanzas del enemigo irrumpiendo a través de la niebla, y por encima de todo ello se alzó una negra nube de flechas, jabalinas y proyectiles de honda. Habían estado esperando a que los últimos soldados que iban a pie salieran por la puerta, sabiendo quizá que los helenos en el interior de la ciudad la iban a cerrar para impedirnos la entrada. Su falange era como un seto móvil erizado de lanzas.
    –¡Corre! –gritó la mujer–. ¡Nos ha engañado! ¡Debe de pensar que soy una espía y estará saliendo de la ciudad por algún otro lugar!
    Antes de que hubiera terminado de hablar yo había hecho girar a mi rucio, y le clavé los talones en el costillar. El animal saltó hacia adelante como un ciervo enloquecido y en apenas un instante pasamos por entre la última carreta y los soldados que seguían al hombre del águila; pero entre la niebla se ocultaba otra falange tan terrible como la primera. Hice girar de nuevo mi caballo y lo azoté con las riendas al ver que una tercera falange empezaba a bloquear el camino, pues aún quedaba un pequeño espacio entre ésta y la segunda y en ese espacio libre apenas si había unos cuantos arqueros y honderos.
    Por muy terribles que pudieran ser esos hombres que pegaban sus escudos unos a otros a la hora de combatir, nosotros pasamos atronando junto a ellos y no fueron capaces de hacernos nada. Arrojé una de mis jabalinas a la izquierda y la otra a la derecha, y aunque no vi morir a mis enemigos sé que las dos debieron cobrarse su precio en vidas. Un arquero barbudo tensó su arma con una flecha que me iba destinada, pero nosotros avanzábamos demasiado rápido para él y un segundo después sentí partirse sus huesos bajo los cascos de mi montura.
    Detrás nuestro venían unos jinetes, hombres de Parsa que cantaban, con el rostro férreo y arcos. Giramos como si compartiéramos un solo cuerpo y sorprendimos a la falange por detrás, hiriendo la blanda espalda de ese monstruo de hierro y bronce, segando a sus hoplitas como si fueran espigas ante la guadaña. Falcata cortó en dos sus lanzas y hendió sus cascos, y los hoplitas murieron derrumbándose sobre la hierba reseca y amarillenta bajo un cielo repentinamente azul.
    Eso es cuanto recuerdo de esos momentos. Cuando levanté la cabeza vi que la niebla había cubierto el lago. En algún lugar cerca de mi oí gritar a la mujer con la que había yacido, y mientras luchaba por levantarme mis dedos tocaron una espada curva medio enterrada en el fango. No estando ni tan siquiera seguro de que fuera la mía, avancé con paso tambaleante por entre los muertos y los agonizantes, buscando a la mujer.
    La encontré allí donde se amontonaban en mayor número los cadáveres. Sus pies habían dispersado a su alrededor una lluvia de joyas que centelleaban a la luz de las estrellas, y un lobo negro le había desgarrado la garganta. Sus patas delanteras aprisionaban su cuello, pero las traseras colgaban fláccidas e inmóviles y supe que tenía la espalda rota.
    Y supe también que era un hombre. Bajo las fauces convulsas del lobo, como bajo una máscara, se ocultaba el rostro de un arquero; y las patas que sujetaban el cuerpo de la mujer eran manos, aunque al mismo tiempo fueran patas cubiertas de vello. Enloquecido por la furia y el dolor, el lobo se arrastró lentamente hacia mí, pero yo no sentí miedo al verle y me limité a impedir que se acercara más apartándole con la punta de mi espada.
    –Más que un hermano –dijo–. La mujer me habría robado.
    Sus enormes fauces no se movían y no hablaba por ellas, pero yo le oí.
    Moví la cabeza, asintiendo.
    –Tenía una daga para los muertos. Tenía la esperanza de que me mataría. Ahora debes ser tú quien lo haga. ¿Te acuerdas, Latro? «Más que hermanos, aunque muera.»
    Más allá del lobo y de la mujer había una muchacha observándome; llevaba en la cabeza una guirnalda de flores y una corona. Su rostro resplandecía con un fulgor impasible y pese a que no había en él expresión alguna sentí su tranquilo placer ante lo que veía.
    –Recuerdo tu sacrificio, Doncella –reconocí–, y veo tu sello sobre la víctima del sacrificio.
    Cogí al lobo por una oreja y le corté el cuello, pronunciando su nombre.
    Había llegado demasiado tarde. La mujer se retorció como un gusano cortado en dos por la reja del arado, y su boca se abrió aún más en tanto que su lengua asomaba por entre los labios.
    La Doncella se esfumó y a mi espalda oí una voz que decía: «Lucio... Lucio...».
    Tardé unos segundo en volverme, y lo que había tomado por la lengua de la mujer era una serpiente cuyas escamas brillaban con una fría luz. La mitad de su cuerpo había salido ya por la boca de la mujer y era más gruesa que mi muñeca. Mi hoja mordió su lomo pero éste parecía más duro que el metal y la serpiente se alejó, retorciéndose con frenesí, hasta perderse entre la noche y la niebla.
    La mujer alzó la cabeza.
    –Euricles –la oí murmurar–. ¡Madre, soy Euricles!
    Y con esa última palabra su cuerpo se desplomó hacia atrás y se fue, dejando tan sólo un cadáver que ya apestaba a muerte.
    También el hombre lobo había desaparecido, y en su lugar había ahora un hombre inmóvil. Fui hasta él y le toqué y vi que tenía la barba cubierta de sangre seca y que su espalda se había doblado como un tallo de hierba pisoteado. Mientras moría, sus manos me dieron las gracias.
    –Lucio... –sonó nuevamente la llamada y sólo entonces, demasiado tarde, le busqué.
    Acabé encontrándole junto al águila rota. Vestía la piel de un león, pero una lanza se había clavado en su muslo y una daga había atravesado su corselete hecho con placas de bronce. El león agonizaba.
    –Lucio... –dijo, hablando mi propia lengua–. Lucio, ¿eres realmente tú?
    No sabiendo qué decir me limité a mover la cabeza, asintiendo. Luego, con toda la suavidad de la que fui capaz, le cogí la mano.
    –¡Qué extraños son los caminos de los dioses! –susurró con voz ahogada y casi inaudible–. ¡Y qué crueles!


    (Éstas son las ultimas palabras
    del primer pergamino.)






    GLOSARIO




    Aquí aparecen relacionados los nombres propios más importantes del relato de Latro. Se han omitido algunos (tales como «Tierra de los Vivos» o «Dios Resplandeciente») cuando su significado parecía obvio, y se definen en él igualmente ciertos términos que podrían plantearle dificultades al lector.



    Acetes. – El comandante de los soldados provistos de escudo y coraza (hoplitas) que viajaban en la trirreme de Hipereides.
    Advenimiento. – Pequeña ciudad cercana a Pensamiento y aliada con ésta. El templo más famoso de la Diosa del Grano, la Mansión Real, se encuentra situado en ella.
    Aea. – Capital de la Cólquida, un viejo reino bárbaro situado bastante al noroeste de Pensamiento.
    Aegia. – Pequeña ciudad situada en la costa norte de la Isla Roja, puerto de origen del Nausica.
    Agamenón. – Antiguo rey y héroe.
    Agatocles. – Famoso músico natural de Pensamiento.
    Agidas. – La más antigua casa real de los Cordeleros.
    Agua. – El mar situado al este de la Hélade: contiene las Islas Circulares y muchas otras.
    Ahuramazda. – Ahura Mazda. Literalmente, Dios Sabio o Sabio Señor; fuerza principal del bien en una mitología donde el mal ocupa un sitio igualmente importante.
    Alcmena. – La madre de Hércules.
    Amomfaretos. – Oficial (su grado sería aproximadamente el de coronel) en el ejército de los Cordeleros.
    Anadiómene. – Uno de los nombres recibidos por la diosa de Kaleos; significa «Nacida del mar».
    Angra Manyu. – Dios del mal opuesto al poder de Ahura Mazda.
    Anteo. – Gigante libio, hijo de Gea.
    Apia. – El nombre dado a Gea por los Hijos de Escoloti.
    Apolodoro. – Famoso maestro de canto.
    Aquernae. – Aldea, aproximadamente a medio camino entre Pensamiento y Advenimiento, situada más al interior que estas dos ciudades.
    Aqueronte. – Río cuyo curso pasa tanto por la Tierra de los Vivos como por la de los Muertos.
    Aram. – País situado entre las Ciudades de los Hombres Escarlata y Babilonia. Su lenguaje es comprendido en casi todo el Imperio.
    Arcilla. – Pequeña ciudad de la Colina, aliada con Pensamiento. Da su nombre a la batalla en la cual fue herido Latro.
    archimago. – Mago de gran poder.
    Areópago. – Colina situada en la ciudad de Pensamiento donde tenían lugar los juicios por asesinato.
    Argiopium. – Aldea próxima a la ciudad de Arcilla.
    Argivos. – El pueblo de los Cien Ojos.
    Argólida. – Península al sudoeste de Pensamiento en la cual se refugiaron las familias ricas cuando llegó a parecer inminente la captura de su ciudad por el ejército del Gran Rey.
    Arquíloco. – Poeta y corsario.
    Artabazus. – General de gran astucia que tomó el mando del ejército del Gran Rey al morir Mardonio.
    Artaictes. – El gobernador de Sestos, nombrado por el Gran Rey.
    Artemisia. – Punto situado más al norte de la Isla del Buen Ganado.
    Artimpasa. – Nombre dado a la Triple Diosa por los Hijos de Escoloti.
    Asopo. – Dios de los ríos y padre de numerosas ninfas. Las piedras redondeadas de vivos colores descubiertas en el lecho de las corrientes de agua que le pertenecían llevan también su nombre.
    Auge. – La Cazadora. Nombre por el cual se la conoce en la Tierra de los Osos; significa «luz brillante».
    Barco. – Isla volcánica situada en el Agua. El dios de quienes trabajan el metal tiene allí una forja. A veces se le conoce también como el Bote.
    Basias. – Ouragos en el locos de Eutaktos.
    Bóreas. – Dios del viento del norte.
    Budini. – Bárbaros de cabellera rubia que habitaban una frondosa comarca cubierta de bosques al noreste de las llanuras dominadas ahora por los Hijos de Escoloti.
    calcis. – Un pájaro que jamás despierta y vuela durante el sueño, induciendo a dormir su proximidad.
    Camino Sagrado. – La ruta que lleva desde Pensamiento hasta Advenimiento.
    Campo de los Hinojos. – Batalla en la cual los hombres de Pensamiento repelieron una invasión por vía marítima del Imperio.
    Celeos. – Antiguo rey de Advenimiento. La Mansión Real de la actualidad está construida sobre las ruinas de su palacio y de él toma su nombre.
    Cerdon. – Uno de los muchos esclavos que trabajan en las propiedades de Pausanias. Habla con Latro en la noche de su captura.
    Cimer. – Fundador epónimo de la tribu bárbara que fue desplazada de sus tierras por los Hijos de Escoloti.
    Colina. – La ciudad dominante en la Tierra de las Vacas. Está totalmente amurallada y tiene siete puertas.
    Colina de la Torre. – La ciudad más rica de toda la Hélade. Se encuentra junto al golfo, en el lado oeste del istmo; el canal utilizado para que los barcos atraviesen el istmo fue construido por ella, encargándose ahora de su control.
    Copais. – Gran lago situado al noroeste de la Colina; sus aguas penetran en la Tierra de los Muertos.
    Coronis. – Princesa de la Tierra de los Caballos y madre de Esculapio. El significado literal de su nombre es «la de los cuernos torcidos», aunque un significado más plausible sería «la de la torre en ruinas».
    Corustas. – Estratega de la Colina de la Torre.
    crotali. – Cascabeles utilizados para la música que normalmente consistían en trozos regulares de madera o huesos suspendidos de un extremo a un armazón sostenido con la mano.
    Ctonios. – El país subterráneo de los muertos.
    Cuerda. – Ciudad dominante del País Silencioso. Se dice que sus soldados son invencibles.
    Cueva de Trofonio. – Una de las muchas entradas que dan a la Tierra de los Muertos.
    Dedos. – Los diez hijos de Gea, cinco varones y cinco hembras, amigos de todos los que trabajan el metal y se ocupan de la magia.
    Delfines. – Ciudad situada en una montaña tierra adentro al oeste de la Colina de la Torre. Su oráculo es el más famoso de todo el mundo.
    Delian. – Normalmente, el Dios Resplandeciente pero también su gemela, la Cazadora. El apelativo deriva del lugar en que nacieron.
    Demarato. – Pretendiente legitimo a la más reciente de las dos coronas de los Cordeleros (la Euripóntida), ahora exiliado en la corte del Gran Rey.
    Demofonte. – Príncipe a quien la Diosa del Grano desea hacer inmortal tras su nacimiento bañándolo en fuego. Sus buenas intenciones se vieron frustradas por la llegada de su madre. Los sacerdotes de la Diosa del Grano en Advenimiento deben pertenecer a su familia.
    Drakaina. – Una lamia. Su nombre significa «la serpiente».
    Éfeso. – Ciudad costera del Imperio habitada por los helenos. Se encuentra a corta distancia al norte de Mileto.
    Eleonora. – Una de las cortesanas empleadas por Kaleos. Su nombre significa «la misericordiosa».
    Eleusis. – Advenimiento.
    Encuentro. – Principal puerto de Pensamiento.
    Enodia. – Nombre de la Madre Oscura que significa «la de los caminos».
    enomotia. – Unidad militar de veinticuatro hombres y un oficial, correspondiente aproximadamente a un pelotón.
    Escoloti. – Antiguo rey bárbaro.
    Esculapio. – El dios de la curación, médico en los tiempos antiguos antes de ser deificado.
    estéfana. – Cinta de oro o plata utilizada para sujetar la cabellera.
    Euboea. – La Isla del Buen Ganado.
    Eumólpidas. – La familia dirigente de Advenimiento, que en tiempos fue su casa real.
    Euríbiades. – Estratega de los Cordeleros.
    Euricles. – Brujo y (al menos, eso afirma) sacerdote por elección propia de la Madre Oscura. Amante de Kaleos.
    Eurotas. – Río de la Isla Roja. Fluye hacia el sur hasta desembocar en el mar; la ciudad de los Cordeleros se halla en su curso.
    Eutaktos. – Lochagos (aproximadamente, capitán) en el ejército de los Cordeleros.
    Euxino. – Isla de gran extensión situada al noreste del Mar de Hele: está unida a dicho mar por el Primer Mar y es mucho más grande que los dos juntos.
    Falcata. – La espada de Latro.
    Fanes. – Dios del este; se dice que creó el universo. Su nombre significa «el que revela las cosas».
    Fie. – La cortesana más importante de todas las que Kaleos tenía a su servicio. Su nombre quiere decir «alta».
    Frixos. – Hermano de Hele.
    Gea. – La más antigua de todas las diosas, adorada por los pobladores aborígenes de la Isla Roja así como en muchos otros lugares. El león es su gato y el lobo su perro; se la asocia también a los cerdos, los gatos, las serpientes y los toros. Habló una vez en Delfines pero ha sido expulsada de ese oráculo por el Dios Resplandeciente. Su nombre significa «la tierra».
    Gelo. – Liberto anteriormente empleado por Kaleos para mantener el orden.
    Golfo. – Extensión de agua situada al oeste de la Colina de la Torre que comunica con el mar únicamente por su extremo occidental.
    Gorgo. – La mujer de mayor alcurnia en toda la ciudad de los Cordeleros; princesa y viuda del heroico rey Leónidas, madre de su niño-rey Pleistarcos y gran sacerdotisa de Ortia.
    gridelina. – El color que adquiere el lino una vez seco: un violeta grisáceo.
    hebético. – Referente o que sugiere a Hebe, diosa de la juventud. La imagen habitual para representar tal idea es un copero joven y hermoso en un banquete (Hebe se encarga de servir el vino a los grandes dioses).
    Hele. – Princesa de la antigüedad que dio su nombre al Mar de Hele ahogándose en él. Su nombre es muy probable que signifique «hija de Helen».
    Helen. – El antepasado epónimo de los helenos.
    Heraclidas. – Personas de linaje real o aristocrático descendientes de Hércules.
    Hércules. – Antiguo héroe poseedor de enorme fortaleza que limpió la Hélade de monstruos y fue convertido en inmortal después de su muerte.
    Heródoto de Halicarnaso. – Llamado «el padre de la historia». Tituló su libro Historia, lo cual significa «investigación».
    Hilaeira. – La mujer que se une a Latro, Píndaro e Io en el lago Copais. Su nombre significa «brillantez».
    Hipagretas. – Lochagos de la Guardia en la Colina de la Torre.
    Hipereides. – Comerciante en cuero procedente de Pensamiento y capitán de la Europa.
    Hipocleides. – El epitome de la indiferencia despreocupada. Uno de los dieciocho pretendientes de una rica heredera. Se cuenta que en sus esponsales empezó a bailar de un modo grotesco. Al decirle su padre que esa broma absurda le había costado el no lograr casarse con ella, Hipocleides contestó que eso le daba igual y siguió bailando.
    hoplón. – Escudo circular de madera ribeteado de cuero y cubierto con la piel de un toro o con bronce. Una letra o símbolo identificando la ciudad del soldado suele ir pintada en el anverso: un garrote, por ejemplo, simboliza a la Colina.
    Ialtos. – Oficial del ejército de Pensamiento.
    Iamus. – El fundador de una familia de profetas.
    Iliso. – Pequeño río de la Larga Costa que desemboca en el Estrecho de la Paz cerca de Encuentro.
    Ino. – Antigua princesa de la Colina, madre adoptiva de Hele y Frixos. Es adorada en muchos lugares de la Isla Roja y su nombre probablemente significa «mi hija».
    Io.– La pequeña esclava que conoce a Latro en la Colina y le sigue posteriormente en todos sus viajes. Como ella misma dice a Latro, su nombre significa «alegría».
    Isedonios. – Tribu bárbara situada a gran distancia en el noreste.
    Isla del Buen Ganado. – Una isla rocosa y de forma alargada que se encuentra al noreste de la Larga Costa.
    Isla Rola. – Una isla de gran extensión situada al sur de la península y unida a ésta por un istmo. El País Silencioso y la Tierra de los Osos son regiones de la Isla Roja y la Colina de la Torre se encuentra en la vertiente occidental del istmo.
    Islas Circulares. – Grupo de islas situado al sur de la Isla Roja que forman una especie de óvalo.
    Ister. – Un gran río que desemboca en el Euxino.
    Kaleos. – Una hetaira de Pensamiento. Su nombre significa «hermosa mía».
    Kalídromos. – La montaña cuyos riscos forman las Puertas de los Manantiales Cálidos.
    Keiros. – Esclavo propiedad de Pasicrates.
    Kekrops. – El marinero asesinado por el Neuriano.
    Khshayarsha. – El Gran Rey.
    Kichesipos. – Esclavo de Pausanias y médico de éste.
    kopis. – Espada curva de un solo filo y de gran peso que tenía el filo en la parte interior de la curva. La espada de Latro, aparentemente, es un kopis. Los cazadores usaban un gran cuchillo de diseño similar para despellejar a sus presas y trocearlas.
    Kore. – La Reina de las Tierras de los Muertos, hija de Gea. Su nombre significa «doncella».
    La de los Cien Ojos. – Ciudad de bastante tamaño situada en la costa este de la Isla Roja.
    La Larga Costa. – Península de forma más o menos triangular que sobresale del continente entre Paz y la Isla del buen Ganado; Advenimiento, Encuentro y Pensamiento se encuentran en ella. Su nombre deriva probablemente de que la costa este y la sudeste son prolongadas y de contornos rectilíneos.
    Lalos. – Cocinero de Kaleos.
    Lar. – Espíritu de la casa.
    Latro. – Un mercenario herido.
    Lebadeia. – Pequeña ciudad situada al oeste del lago Copais donde se encuentra el oráculo de Trofonio.
    Leon. – El otro cocinero de Kaleos.
    Leónidas. – Héroe y rey de los Agidas. Una pequeña fuerza de hombres bajo su mando luchó hasta la extinción total en las Puertas Calientes. Gorgo es viuda suya.
    Leotíquides. – Rey de los Cordeleros a cuyo mando estaban las fuerzas combinadas en la batalla naval de Micala. Pertenece a la más joven de las dos familias reales (Euripóntidas).
    Licurgo. – Autor en su parte principal del código de leyes que rige a los Cordeleros. Era un príncipe de la familia real más joven (Euripóntidas).
    Lison. – Marinero encargado de vigilar a Latro y al hombre negro.
    lochagos. – Oficial al mando de un locos, aproximadamente un capitán.
    Locos. – Unidad militar de cien hombres.
    Malea. – Cabo rocoso situado al sur de la Isla Roja, famoso por sus tormentas.
    Mar de Hele. – Estrecho muy angosto situado entre el Agua y el Primer Mar. Sestos se encuentra en dicho mar.
    Mar de la Isla. – Mar rodeado totalmente de tierra que se encuentra al este del Euxino.
    Mardonio. – Comandante del ejército del Gran Rey que murió en la batalla de Arcilla. Hombre de gran fortaleza y valor, dirigía personalmente en el combate a la guardia del Gran Rey.
    Medos. – Nación estrechamente emparentada con el pueblo de Parsa pero que no les debía vasallaje. Al ser más numerosa, se solía confundir a sus naturales con el pueblo de Parsa.
    Megara. – Pequeña ciudad situada al lado este del istmo que une la Isla Roja con el continente.
    Megareos. – Capitán de la Eidya.
    megaron. – La sala pública de un palacio antiguo. (La palabra se utiliza algunas veces para designar la totalidad del edificio.)
    Megistias. – Vidente y hechicero del rey Leónidas.
    Micala. – Batalla en la cual ardió la fracción de la flota del Gran Rey que había sobrevivido a la batalla de Paz.
    Mileto. – Ciudad del Imperio situada en la costa y habitada por helenos.
    Mirra. – Princesa chipriota, madre de quien fue el más apuesto de todos los hombres.
    Molois. – Río no muy caudaloso situado en la Tierra de las Vacas.
    Mormo. – Sirve a la Madre Oscura.
    Naxos. – Isla situada en el Agua. Pertenece al Imperio.
    Nepos. – Capitán de la Nausica.
    Neuri. – Tribu bárbara de hechiceros y licántropos.
    Nike. – La diosa de la victoria.
    Nysa. – El país del hombre negro, situado al sur de la Tierra del Río.
    Oior. – Arquero embarcado en la Europa.
    Ortia. – La Cazadora, siendo éste el nombre que recibe en el País Silencioso. La famosa estatua de madera de la cual derivó este nombre representaba originalmente a Gea y el nombre significa «enhiesta» o «erguida».
    Oscos. – Armero de Sestos.
    País Escarlata. – Franja costera situada al noreste de la Tierra del Río y dominada por las ciudades de los Hombres Escarlata.
    País Silencioso. – Parte fértil del valle del Eurotas. Está protegido por montañas al norte, al este y al oeste mientras que en el sur lo protege un pantano. El País Silencioso está regido por los Cordeleros.
    Parsa. – El país del Gran Rey, donde se encuentran Persépolis y Susa.
    Pasicrates. – Corredor personal y mensajero de Pausanias.
    Patroclo. – Héroe de la antigüedad, muerto en el sitio de Ilión.
    Pausanias. – Regente de los Cordeleros. Pertenece a la familia de los Agidas.
    Paz. – Isla situada al sur de la Larga Costa. Se llama así también a la ciudad más importante de la isla y al canal que la separa del continente.
    pelta. – Escudo ligero con forma de creciente lunar, hecho de mimbre recubierto con cuero.
    Pensamiento. – Ciudad líder de la Larga Costa y capital intelectual de la Hélade.
    Persépolis. – Capital del Imperio, básicamente un centro religioso y gubernamental.
    Píndaro. – El poeta escogido por los ciudadanos de la Colina para guiar a Latro.
    Pitana. – Una de las aldeas que forman la ciudad de los Cordeleros.
    Pleistarcos. – Niño-rey de los Cordeleros, perteneciente a la familia de los Agidas.
    Pleistoanax. – Hijo de Pausanias.
    Polícrates. – Rey de la antigüedad, muy famoso por su buena fortuna.
    Poliomes. – Sacerdote de la Diosa del Grano en Advenimiento.
    Propontis. – El Primer Mar; une el Mar de Hele con el Euxino.
    Puertas Calientes, Las. – Las Puertas de los Manantiales Cálidos.
    Puertas de los Manantiales Cálidos. – Punto situado en la costa noreste de la Tierra de las Vacas en que hay una playa rodeada por acantilados. El viajero que se dirija hacia el norte llegará a unas fuentes termales poco después de haber atravesado dicho punto.
    Quersoneso. – Península que separa el Mar de Hele del Agua.
    Quíos. – Isla del Imperio habitada por helenos.
    Rabo del Perro. – Lengua de arena que emerge de la isla de Paz.
    Roda. – Una de las cortesanas que trabajaban para Kaleos. Su nombres significa «rosa».
    Sabaktes. – Sirve a la Madre Oscura.
    Samos. – Isla del Imperio habitada por helenos.
    Saros. – El golfo o mar que separa Argolis de Paz. (También una ciudad en ruinas situada en la costa de la Isla Roja que en tiempos controló dicho mar.)
    Selene. – El aspecto brillante de la Triple Diosa. Los otros dos son la Cazadora y la Madre Oscura.
    Semele. – Princesa de la Colina, madre del Niño.
    Sestos. – Ciudad amurallada situada en el mar de Hele.
    Simónides. – Poeta y sofista que escribió los versos que aparecen en las Puertas Calientes.
    Solón. – Autor principal del código de leyes que rige en Pensamiento.
    Spu. – El arquero asesinado por el Neuriano.
    Susa. – La ciudad más grande de Parsa.
    taksis. – Una gran unidad de infantería de tamaño variable. Aproximadamente, una división. Su comandante se encuentra un grado por debajo del estratega.
    Tekmaros. – Esclavo propiedad de Pasicrates.
    Teleia. – La reina de los dioses.
    Temístocles. – El político y estratega más famoso e influyente en la ciudad de Pensamiento.
    Teutrone. – Aldea de pescadores situada en la Isla Roja.
    Tierra de las Vacas. – El área situada al noroeste de la Larga Costa. Está dominada por la Colina.
    Tierra de los Caballos. – Tesalia, el país situado al norte de las Puertas de los Manantiales Cálidos, famoso por su caballería.
    Tierra del Río. – Kemet, la más vieja de todas las naciones.
    Tigater. – La mujer reanimada por Latro y Euricles. Su nombre quiere decir «hija».
    Toe. – La más joven de las Nereidas. Su nombre quiere decir «la veloz».
    triacontor. – Nave de guerra pequeña, provista de 30 remos.
    Trioditis. – La Triple Diosa: Selene, la Cazadora y la Madre Oscura.
    Triple Diosa. – Trioditis, la hermana gemela del Dios Resplandeciente. Fundamentalmente una deidad nocturna, se la asocia en particular con los perros que aúllan a la luna llena; corre en persecución de sus presas bajo la luna en fase creciente o menguante y acosa, invisible, a los desgraciados viajeros que osan andar de noche por los oscuros caminos de la Hélade.
    trirreme. – Nave de guerra de gran tamaño, provista de 170 remos.
    Umeri. – Uno de los camaradas de Latro.
    Xantipos. – Estratega encargado del asedio a la ciudad de Sestos; soldado-político de origen aristocrático y natural de Pensamiento.
    Zoe. – Una de las cortesanas que trabajaban para Kaleos. Su nombre quiere decir «vida».





    ÍNDICE


    Prólogo


    Primera parte


    1. Lee esto cada día
    2. En la Colina
    3. Io
    4. Despertar bajo la luna
    5. Entre los esclavos de los Cordeleros
    6. Eos


    Segunda parte


    7. Junto a los barcos varados
    8. En el mar
    9. Llega la noche
    10. Bajo la pálida luna
    11. Presa del Neuriano
    12. La Diosa del Amor
    13. ¡Oh, ciudad coronada de violetas!
    14. Una fiesta muy extraña
    15. La mujer que salió de su casa
    16. En la ciudad
    17. Camino de Advenimiento
    18. En la mansión de la Gran Madre
    19. En presencia de la diosa


    Tercera parte


    20. En mi habitación
    21. Eutaktos
    22. La mujer de la encrucijada
    23.En la aldea
    24. ¿Por qué perdiste?
    25. Yo, Euricles, escribo
    26. Pasicrates
    27. Pausanias
    28. Micala
    29. El País Silencioso
    30. La Gran Madre
    31. Las palabras de la Madre Gea
    32. Aquí, en la ciudad de los Cordeleros


    Cuarta parte


    33. A través de esta garganta sombría
    34. En la tienda del regente
    35. Los barcos pueden navegar en tierra firme
    36. Para llegar a las Puertas Calientes
    37. Leónidas, león de los Cordeleros
    38. Ha llovido hasta Sestos
    39. Máquinas de guerra
    40. Entre amigos olvidados
    41. Estamos en Sestos
    42. Aunque no sin ayuda
    43. Un soldado de la niebla


    Glosario

    1. La palabra usada por Latro era probablemente despoina (gr ). G. W.
    2. En latín, falx. G. W.
    3. Salamis (en griego, ). Latro traduce la raíz fenicia.

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