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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    Widget 4 Widget 5 Widget 6
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    LAS HISTORIAS COMPLETAS - VOL. II (Isaac Asimov)

    Publicado en mayo 02, 2010
    Título original: The Complete Stories II
    (extracto)

    Índice
    Introducción 3
    ¡No tan definitivo! 6
    La novatada 23
    Sentencia de muerte 39
    Callejón sin salida 56
    Pruebas circunstanciales 78
    La carrera de la Reina Roja 100
    El día de los cazadores 125
    En las profundidades 134
    Al estilo marciano 155
    El dedo del mono 198
    Las campanas cantarinas 208
    La piedra parlante 224
    Exploradores 243
    Reunámonos 257
    Paté de hígado 273
    Galeote 288


    Introducción
    En los dos primeros volúmenes de mis cuentos completos (éste es el segundo) reúno más de cincuenta relatos, y todavía quedan muchos más para volúmenes futuros.
    Debo admitir que incluso a mí me deja un poco atónito. Me pregunto dónde encontré tiempo para escribir tantos cuentos, considerando que también he escrito cientos de libros y miles de ensayos. La respuesta es que me he dedicado a ello durante cincuenta y dos años sin pausa, de modo que todos estos cuentos significan que ya soy una persona de cierta edad.
    Otra pregunta es de dónde saqué las ideas para tantas historias. Me la plantean continuamente.
    La respuesta es que, al cabo de medio siglo de elaborar ideas, el proceso se vuelve automático e incontenible.
    Anoche me encontraba en la cama con mi esposa y algo me estimuló la imaginación.
    —Acaba de ocurrírseme otra historia sobre deseos frustrados —le dije.
    —¿Cómo es? —me preguntó.
    —Nuestro héroe, que ha sido bendecido con una esposa tremendamente fea, le pide a un genio que le conceda una mujer bella y joven en la cama por las noches. Se le concede el deseo con la condición de que en ningún momento debe tocar, acariciar y ni siquiera rozar el trasero de la joven. Si lo hace, la joven se transformará en su esposa. Cada noche, mientras hacen el amor, él no es capaz de apartar las manos del trasero, y el resultado es que todas las noches se encuentra haciendo el amor con su esposa .
    Lo cieno es que cualquier cosa me hace pensar en un cuento.
    Por ejemplo, estaba revisando las galeradas de un libro mío cuando me llamó el director de una revista. Quería un cuento de ciencia-ficción inmediatamente.
    —No puedo —le dije—. Estoy liado con unas galeradas.
    —Déjalas.
    —No.
    Colgué. Pero al colgar pensé qué cómodo sería tener un robot que pudiera corregir las galeradas por mí. De inmediato dejé de revisarlas, pues se me había ocurrido un cuento. Lo encontraréis aquí como Galeote.
    Mi cuento favorito en esta compilación es El hombre bicentenario. Poco antes de iniciarse el año 1976, el del bicentenario de Estados Unidos, una revista me pidió que escribiera un cuento con ese titulo.
    —¿Acerca de qué? —pregunté.
    —Acerca de cualquier cosa. Sólo tenemos el título. Reflexioné. Ningún hombre puede ser bicentenario, pues no vivimos doscientos años. Podría ser un robot, pero un robot no es un hombre. ¿Por qué no un cuento sobre un robot que desea ser hombre? De inmediato comencé El hombre bicentenario, que terminó por ganar un premio Hugo y un Nebula.
    En cierta ocasión, mi querida esposa Janet tenía un fuerte dolor de cabeza, pero aun así se sintió obligada a prepararle la cena a su amante esposo. Resultó ser una cena exquisita y —como soy un amante esposo— comenté:
    —Deberías tener jaquecas más a menudo.
    Y ella me arrojó alguna cosa y yo escribí el cuento Versos luminosos.
    Un joven colega murió en 1958 y le hicieron una simpática nota necrológica en el New York Times. Fue en aquellos viejos tiempos en que los escritores de ciencia-ficción no gozaban de gran notoriedad. Me puse a cavilar si, cuando yo pasara a la gran máquina de escribir del cielo, el New York Times se dignaría mencionarme a mi también. Hoy sé que lo hará, pero entonces no lo sabía. Así que tras muchas cavilaciones escribí Necrológica.
    Una vez tuve una discusión acalorada con el director de una revista. Él deseaba que yo introdujera una modificación en un cuento y yo me negaba; no por pereza, sino porque pensaba que estropearía el cuento. Al final, se salió con la suya (como es habitual), pero yo me desquité escribiendo El dedo del mono, que es una buena descripción de lo que sucedió.
    La directora de una publicación me pidió una vez que escribiera un cuento sobre un robot femenino, pues hasta aquel momento todos mis robots eran masculinos. Acepté sin objeciones y escribí Intuición femenina. Lo que mejor recuerdo de ese cuento es que no entendí que la mujer lo quería para ella. Creí que me estaba dando un consejo desinteresado. En consecuencia, cuando terminé el cuento y otro director me pidió uno con toda urgencia, me dije: Pues ya lo tengo. Y cuando la directora se enteró recibí una lluvia de insultos.
    Algunos cuentos surgen cuando otra persona hace un comentario casual. Cuentos tales como Reunámonos y Lluvia, lluvia, aléjate son ejemplos de ello. No me siento culpable por inspirarme en frases ajenas. Ya que los demás no van a hacer nada con ellas, ¿por qué no usarlas?
    Pero lo cierto es que los cuentos surgen de cualquier cosa. Sólo hay que mantener los ojos y los oídos abiertos y la imaginación en marcha. Una vez, durante un viaje en tren, mi primera esposa me preguntó de dónde sacaba las ideas, y respondí:
    —De cualquier parte. Puedo escribir un cuento sobre este viaje en tren. —Y comencé a escribir a mano.
    Pero ese cuento no figura en este volumen.
    ISAAC ASIMOV

    ¡No tan definitivo!
    Nicholas Orloff se insertó el monóculo en el ojo izquierdo con todo el espíritu británico incorruptible de un ruso educado en Oxford y dijo en tono de reproche:
    —¡Pero, mi querido señor secretario! ¡Cincuenta mil millones de dólares!
    Leo Birnam levantó los hombros con aire cansado y dejó que el flaco cuerpo se envarase todavía más contra el respaldo del asiento.
    —La incautación ha de llevarse a cabo, comisario. El Gobierno del Dominio, aquí en Ganímedes, empieza a perder la cabeza. Hasta el momento, los he retenido, pero como secretario de asuntos científicos tengo escaso poder.
    —Lo sé, pero... —y Orloff abrió las manos en gesto de desamparo.
    —Eso me figuro —convino Birnam—. El Gobierno del Imperio encuentra más cómodo mirar en sentido opuesto. Hasta el presente han mantenido en todo momento esta actitud. Hace un año que intento hacerles comprender la clase de peligro que se cierne sobre el Sistema entero; pero parece una tarea imposible. Apelo a usted, señor comisario. Usted es nuevo en el cargo y puede enfocar este asunto de Júpiter con mirada libre de prejuicios.
    Orloff tosió y se miró la punta de las botas. En los tres meses que habían transcurrido desde que sucedió a Gridley como comisario colonial había catalogado como no leído todo lo relativo a «esos condenados delirium tremens jupiterinos» Actuó así de acuerdo con la política habitual del gabinete, que había clavado la etiqueta de «material inútil» al mencionado asunto mucho antes de que él entrara a ocupar su cargo.
    Pero ahora que Ganímedes se alborotaba, se encontraba con que le habían enviado a Jovópolis (la capital de Júpiter) con instrucciones para que mantuviera sujetos a los «malditos provincianos» Era una misión comprometida.
    Birnam había tomado la palabra:
    —El Gobierno del Dominio ha llegado a un punto en el que necesita el dinero con tanto apremio, en realidad, que si no lo consigue pondrá todo el asunto a la luz pública.
    La flema de Orloff se evaporó de súbito. Con mano rápida cogió el monóculo, que se le caía.
    —¡Mi querido compañero!
    —Ya sé qué significaría eso. Les he aconsejado que no lo hagan; pero el paso está justificado. Cuando el asunto se haga público, cuando la gente lo conozca bien, el Gobierno del Imperio no continuará en el poder ni una semana más. Y cuando entren los tecnócratas nos darán todo lo que les pidamos. La opinión pública se encargará de ello.
    —Pero además provocarán ustedes el pánico y la histeria...
    —¡Sin duda! Por eso titubeamos. Sin embargo, puede dar a esta entrevista el nombre de ultimátum. Queremos el secreto, lo necesitamos, pero, mucho más aún, necesitamos dinero.
    —Comprendo. —Los pensamientos de Orloff corrían velozmente y no llegaban a ninguna conclusión agradable—. En tal caso, sería aconsejable investigar el caso con más atención. Si usted tiene los papeles relativos a las comunicaciones con el planeta Júpiter...
    —Los tengo —respondió secamente Birnam—, como también los tiene el Gobierno del Imperio, en Washington. Eso no servirá de nada, comisario. Es el mismo bocado que han mascado los funcionarios de la Tierra este último año, y que no nos ha llevado a ninguna parte. Quiero que venga usted conmigo a la Estación del Éter.
    El ganimediano se había levantado de la silla y miraba con ojos inflamados a Orloff desde sus dos metros de estatura.
    Orloff se puso colorado.
    —¿Me está dando órdenes?
    —En cierto modo, sí. Le digo que no hay tiempo. Si se propone actuar, debe hacerlo enseguida; o, de lo contrario, abstenerse por completo —Birnam hizo una pausa; luego añadió—: No le importará andar, espero. De ordinario no se permite que los vehículos de motor se acerquen a la Estación del Éter; además, aprovecharé el paseo para explicarle unos cuantos datos del problema. Sólo está a unos tres kilómetros de aquí.
    —Andaré —fue la brusca respuesta.
    El recorrido cuesta arriba hasta llegar a poca distancia de la superficie lo hicieron en silencio. Un silencio que rompió Orloff cuando penetraron en la mortecina luz de la antesala.
    —Hace frío aquí. .
    —Lo sé. Cuesta mucho mantener la temperatura al nivel conveniente en este lugar, tan cerca de la superficie. Pero hará más frío fuera. ¡Tome!
    Birnam había dado un puntapié a una puerta cerrada y estaba señalando las prendas colgadas del techo.
    —Póngaselas. Las necesitará.
    Orloff las manoseaba con aire dubitativo.
    —¿Serán bastante gruesas?
    Birnam se embutía dentro de su propio traje mientras contestaba:
    —Están calentadas eléctricamente. Las encontrará bastante cálidas. ¡Eso es! Meta los bajos de las perneras dentro de las botas y átelas bien.
    Después se volvió y, soltando un gruñido, bajó un cilindro de gas a doble compresión de un estante lateral del armario. Echó una mirada a la esfera indica dora; luego abrió la espita y se oyó un leve siseo de gas que salía. Lo olisqueó con satisfacción.
    —¿Sabe manejar un aparatito de éstos? —preguntó, atornillando al caño de salida un tubo flexible de malla metálica, en cuyo extremo había un extraño objeto de cristal transparente, curiosamente curvado.
    —¿Qué es eso?
    —¡Una mascarilla de oxígeno! La atmósfera de Ganímedes está compuesta de argón y nitrógeno, casi al cincuenta por ciento. No es muy respirable, que digamos. —Levantó el doble cilindro hasta el lugar preciso de la espalda de Orloff y se lo sujetó en el aparejo.
    Orloff se tambaleó.
    —¡Cuánto pesa! No podré andar más allá de tres kilómetros con eso.
    —Ahí fuera ya no pesará tanto. —Birnam señaló hacia arriba con un despreocupado movimiento de la cabeza e hizo descender la mascarilla de cristal sobre la cabeza de Orloff.
    —Basta con que se acuerde de inspirar por la nariz y espirar por la boca, y no tendrá problemas. Por cierto, ¿ha comido algo hace poco?
    —He almorzado antes de venir a visitarle.
    —¡Vaya!, es un poco inconveniente —a continuación sacó un pequeño recipiente metálico del bolsillo y lo entregó al comisario—. Póngase una de estas píldoras en la boca y no deje de chuparla.
    Orloff manoseaba torpemente con los guantes puestos, aunque por fin logró sacar un esferoide marrón del bote y ponérselo en la boca, mientras subía detrás de Birnam por una rampa de poca pendiente. El tabique que cerraba el extremo del pasillo se deslizó suavemente a un lado cuando llegaron cerca de él, y un leve suspiro de aire se escapó hacia la tenue atmósfera de Ganímedes.
    Birnam cogió al otro por el brazo y lo sacó al exterior.
    —He llenado su tanque de aire hasta reventar —le gritó—. Inspire profundamente y no deje de chupar la píldora.
    Cuando cruzaron el umbral, la gravedad retornó y Orloff, después de un horrible momento de aparente levitación, sintió que el estómago le daba un salto mortal y le estallaba.
    Dio una boqueada y palpó la píldora con la lengua en un desesperado intento por dominarse. La mezcla de los cilindros de aire, muy rica en oxígeno, le quemaba la garganta; pero poco a poco Ganímedes se afianzó. El estómago retornó a su puesto habitual con un estremecimiento. Orloff intentó andar.
    —Tómelo con calma, ahora —escuchó la voz apaciguadora de Birnam—. Esto le sucede a uno las primeras veces que cambia de campo de gravedad bruscamente. Ande despacio y acomódese al ritmo, si no quiere dar un traspié. Así va bien, ya empieza a tomarle el pulso.
    El suelo parecía elástico. Orloff sentía la presión del brazo de su acompañante, que le sujetaba a cada paso para impedir que saltara demasiado alto. A medida que iba cogiendo el ritmo, daba unos pasos más largos... y más a ras del suelo. Birnam seguía hablando, con la voz un poco apagada por la suelta faja de cuero que llevaba delante de la boca y la barbilla.
    —Cada cual a su propio mundo —dijo con una sonrisa—. Hace unos años visité la Tierra, con mi esposa, y lo pasé terriblemente mal. No podía aprender a caminar por la superficie de un planeta sin una mascarilla pegada a la nariz. Me asfixiaba a cada momento, se lo aseguro. La luz del sol era demasiado viva; el cielo, excesivamente azul; la hierba, de un verde muy intenso. Y los edificios se levantaban en la propia superficie. Nunca olvidaré la ocasión en que quisieron hacerme dormir en una habitación veinte pisos más arriba del suelo, con la ventana abierta de par en par y la luna brillando sobre aquel cuadro.
    »Regresé en la primera nave espacial que hacía el trayecto, y no pienso volver allá jamás. ¿Cómo se siente ahora?
    —¡Muy bien! ¡Estupendamente!
    Pasado el primer malestar, a Orloff le divertía mucho encontrar tan poca gravedad. Paseó una mirada por su alrededor. Cubrían el montuoso y quebrado suelo unos arbustos de anchas hojas y ramas bajas, ordenados en filas de un modo que revelaba un esmeradísimo cultivo.
    Birnam respondió a la tácita pregunta:
    —El aire contiene suficiente anhídrido carbónico como para dar vida a las plantas, y éstas poseen la facultad de fijar nitrógeno atmosférico. He ahí la causa de que la mayor fuente de riqueza de Ganímedes sea la agricultura. Estas plantas valdrían su peso en oro como fertilizantes allá en la Tierra, y lo duplicarían y triplicarían aún como fuente de un centenar de alcaloides que no se encuentran en ninguna otra parte del Sistema. Además, por supuesto, todo el mundo sabe que el «hoja-verde» ganimediano ha dejado al tabaco terrestre fuera de combate.
    El runruneo de un cohete estratosférico adquiría un timbre agudo en la enrarecida atmósfera. Orloff levantó la vista.
    Se detuvo en seco, ¡y se olvidó de respirar! Era la primera vez que veía Júpiter en el firmamento.
    Una cosa es ver a Júpiter, frío y arisco, sobre el telón de fondo color ébano del espacio... A novecientos mil kilómetros tiene ya un aire bastante majestuoso. Pero en Ganímedes, al aparecer apenas sobre las montañas, con la silueta dulcificada y hasta levemente difuminada por la leve atmósfera, brillando mansamente en un cielo violeta en el que sólo unas pocas estrellas fugaces osan competir con el gigante jupiterino... allá no hay combinación alguna de palabras capaz de describir su magnificencia.
    Al principio, Orloff se empapó del giboso disco en silencio. Era gigantesco, su diámetro aparente multiplicaba por treinta y dos el del Sol, visto desde la Tierra. Las rayas destacaban como débiles capas de color sobre un fondo amarillo, y la Gran Mancha Roja era una laguna anaranjada de forma oval cerca del borde oeste.
    Finalmente, Orloff murmuró con voz débil:
    —¡Qué hermoso!
    También Leo Birnam miraba; pero en sus ojos no había ni rastro de admiración. Sólo sentía el cansancio mecánico de quien contempla un espectáculo conocido. Su semblante mostraba una expresión de enfermiza antipatía. La faja de la barbilla escondía la torcida sonrisa de sus labios, pero el apretón que dio al brazo de Orloff marcó cardenales a través de la dura tela del traje de superficie.
    —Es el panorama más horrible de todo el Sistema —dijo pausadamente.
    Orloff dedicó una renuente atención a su compañero.
    —¿Eh? —después, en tono desabrido—: ¡Ah, sí, esos misteriosos jupiterinos!
    Con lo cual el ganimediano se volvió enojado y empezó a dar unas elásticas zancadas de casi cinco metros de longitud. Orloff le seguía trabajosamente, guardando el equilibrio con dificultad.
    —Cuidado —imploraba jadeando. Pero Birnam no le escuchaba. Hablaba en tono frío, cáustico:
    —Ustedes, los de la Tierra, pueden permitirse él lujo de ignorar a los de Júpiter. No saben nada de ese monstruo. En el firmamento de ustedes es una simple cabeza de alfiler, una caquita de mosca. Ustedes no viven aquí en Ganímedes, viendo ese coloso malévolo sobre sus cabezas. Plantado en el cielo quince horas seguidas, ocultando Dios sabrá qué en su superficie. Escondiendo algo que espera y espera, y trata de salir al ataque. ¡Como una bomba gigante que sólo desea estallar!
    —¡Tonterías! —consiguió articular Orloff—. ¿Quiere acortar el paso? No puedo seguirle.
    Birnam redujo las zancadas a la mitad, y dijo en tono seco:
    —Todo el mundo sabe que Júpiter está habitado, pero prácticamente nadie se para nunca a pensar qué significa eso. Yo le digo que esos jupiterinos, sean lo que fueren, han nacido para la púrpura. Son los gobernantes naturales del Sistema Solar.
    —Histerismo puro —musitó Orloff—. Hace un año que al Gobierno del Imperio no le llega otra música de este Dominio.
    —Y ustedes la escuchan encogiéndose de hombros. Pues, ¡oiga! Júpiter, descontando el espesor de su atmósfera colosal, tiene más de ciento cuarenta mil kilómetros de diámetro. Esto significa que posee una superficie más de cien veces mayor que la Tierra, y más de cincuenta veces mayor que todo el Imperio Terrestre. Y en población, recursos, potencial de guerra, rige la misma proporción.
    —Simples números...
    —Sé lo que quiere decir —continuó Birnam, apasionadamente—. Las guerras no se hacen con números, sino con ciencia y organización. Los jupiterinos tienen ambas cosas. En el cuarto de siglo que hace que nos comunicamos con ellos, nos hemos enterado de muchas cosas. Conocen la energía atómica y la radiactividad. Y en un mundo de amoníaco a gran presión (un mundo, dicho de otro modo, en que casi ningún metal puede existir como tal durante mucho tiempo por la tendencia que tienen a formar compuestos de amonio solubles), han logrado edificar una civilización muy compleja. Esto significa que han tenido que servirse de plásticos, vidrios, silicatos y materiales de construcción sintéticos de una u otra especie. De lo cual se deriva que existe ahí una química tan adelantada como la nuestra, al menos, y yo me inclinaría en favor de la posibilidad de que lo esté más aún.
    Orloff tardó un buen rato en contestar. Luego dijo:
    —Pero ¿qué certeza poseen con respecto al último mensaje de los de Júpiter? Allá en la Tierra nos inclinamos a dudar que los jupiterinos puedan ser tan irrazonablemente beligerantes como se los ha descrito.
    El ganimediano soltó una carcajada breve.
    —Después del último mensaje han roto toda comunicación, ¿no es cierto? Es un gesto que no parece demasiado amistoso, ¿verdad? Le aseguro que por nuestra parte, salvo ponernos cabeza abajo y pies en alto, lo hemos intentado todo por establecer contacto con ellos. Espere, no hable. Permita que le explique unas cosas. Aquí en Ganímedes, un grupito de hombres ha trabajado durante veinticinco años, partiéndose el pecho y el alma, por hallar el significado de una serie de chasquidos variables de nuestros aparatos de radio, cargados de ruidos parásitos y deformados por la gravedad; porque los tales chasquidos eran nuestra única conexión con los seres inteligentes que pudiera haber en Júpiter. Era tarea para todo un mundo de científicos, pero nunca tuvimos más de un par de docenas a la vez en la Estación. Yo me conté entre ellos desde el mismo comienzo y, como filólogo, contribuí a formar e interpretar el código que se desarrolló entre nosotros y los jupiterinos; de modo que, como puede ver, hablo con bastante conocimiento del asunto.
    »Fue una tarea infernal, que le descorazonaba a uno. Hubieron de transcurrir cinco años antes de que pasáramos de los chasquidos elementales de la aritmética: tres y cuatro dan siete; la raíz cuadrada de veinticinco es cinco; el factorial de seis es setecientos veinte. Después de esto, a veces transcurrieron meses enteros sin que pudiéramos elaborar y comprobar, mediante nuevas comunicaciones, ni un fragmento de pensamiento siquiera.
    »Pero (y ahí está el quid de la cuestión) por la fecha en que los jupiterinos rompieron las relaciones, los entendíamos del todo. No había más probabilidades de incurrir en un error de interpretación que de que Ganímedes pudiera salirse repentinamente de su órbita alrededor de Júpiter. Y su último mensaje fue una amenaza, y una promesa de destrucción. ¡Ah, no cabe duda! ¡No cabe duda!
    Estaban cruzando por un desfiladero poco profundo en el que la amarilla luz de Júpiter cedía el puesto a una viscosa oscuridad.
    Orloff se conturbó. Nunca le habían presentado el caso de esta manera.
    —Pero el motivo, amigo mío —contestó—. ¿Qué motivo les dimos...?
    —¡Ninguno! He aquí lo que sucedió, sencillamente: los jupiterinos habían descubierto, por nuestros mensajes (dónde y cómo precisamente no lo sé) que nosotros no éramos jupiterinos.
    —Naturalmente.
    —Para ellos no fue «naturalmente» En toda su historia, nunca se habían topado con inteligencias que no fuesen jupiterinas. ¿Por qué habían de hacer una excepción en favor de las del espacio exterior?
    —Usted ha dicho que son científicos —el tono de Orloff había adquirido una recelosa frialdad—. ¿No habían de comprender que entornos distintos originarían forzosamente una vida distinta a la suya? Nosotros lo sabíamos y nunca pensamos que los jupiterinos fuesen como los terrícolas, aunque jamás habíamos encontrado otras inteligencias sino las de la Tierra.
    Volvían a encontrarse bajo la empapadora inundación de luz de Júpiter; a la derecha relumbraba con fulgor ambarino una extensa depresión helada.
    Birnam respondió:
    —He dicho que son químicos y físicos..., pero no he dicho que fuesen astrónomos. Júpiter, mi querido comisario, está envuelto en una atmósfera de cinco mil kilómetros, o más, de espesor, y esa capa de gas esconde todos los astros, excepto el Sol y los cuatro satélites mayores de Júpiter. Los jupiterinos no saben nada de entornos extraños al suyo.
    —Por consiguiente, supusieron que nosotros éramos seres extraños —reflexionó Orloff—. ¿Y luego?
    —A su modo de ver, no siendo nosotros habitantes de Júpiter, no somos personas. Vino a resultar que todo no-jupiterino era, por definición, un «gusano» —Birnam se adelantó a la protesta automática de Orloff—. A sus ojos, digo, gusanos éramos, y gusanos somos. Más aún, éramos unos gusanos que habían tenido la singular y descarada osadía de intentar entablar tratos con ellos, los jupiterinos... con seres humanos. He ahí el último mensaje que nos enviaron, palabra por palabra: «Los jupiterinos somos los dueños. No hay sitio para gusanos. Os destruiremos inmediatamente» Dudo que en este mensaje hubiera ninguna animosidad... era, tan sólo, la fría enunciación de un hecho. Pero lo decían en serio.
    —¿Por qué, de todos modos?
    —¿Por qué extermina el hombre a la mosca doméstica?
    —Ea, señor mío. ¡No presentará en serio una analogía de tal naturaleza!
    —¿Por qué no, dado que es cierto que los jupiterinos nos consideran una especie de mosca doméstica, una variedad insoportable de mosca doméstica que aspira a poseer inteligencia?
    Orloff hizo un último intento.
    —Sinceramente, señor secretario, parece imposible que un ser inteligente adopte semejante actitud.
    La réplica fue inmediata, preñada de sarcasmo:
    —¿Conoce usted muy a fondo algún otro tipo de inteligencia que no sea la nuestra? ¿Se considera documentado para aprobar un examen sobre psicología jupiterina? ¿Sabe acaso cuan extraños puedan ser físicamente los jupiterinos? Piense nada más en la fuerza de gravedad de su mundo, dos veces y media superior a la terrestre; en sus océanos de amoníaco... a los que se podría arrojar la Tierra entera sin levantar una rociada digna de mención; en su atmósfera de cinco mil kilómetros, aplastada hacia el suelo por la tremenda gravedad y alcanzando densidades y presiones en sus capas inferiores comparadas con las cuales los fondos oceánicos de la Tierra han de parecer casi un semivacío. Yo le digo a usted que hemos intentado imaginarnos qué clase de vida puede existir bajo esas condiciones, y hemos abandonado el empeño. Resulta totalmente incomprensible. ¿Espera, pues, que sea algo más fácil comprender la mentalidad de esos seres? ¡Nunca! Acepte el hecho tal como es. Intentan destruirnos. Es todo lo que sabemos y todo lo que necesitamos saber. —Terminado este discurso, levantó la enguantada mano y señaló con el índice—: Ahí delante está la Estación del Éter.
    Orloff movió la cabeza a ambos lados.
    —¿Bajo el suelo?
    —¡Ciertamente! Todo menos el Observatorio. Que es aquella cúpula de acero y cuarzo de la derecha; la pequeña.
    Se habían detenido delante de dos grandes piedras que flanqueaban un talud de tierra, y de detrás de cada una de ellas emergió un soldado con el uniforme naranja ganimediano y mascarilla de oxígeno, avanzando hacia ellos con los desintegradores preparados. Birnam levantó la cara de modo que le diera la luz de Júpiter, y los soldados saludaron y se hicieron a un lado. Uno de ellos gritó una palabra corta ante el micrófono que llevaba en la muñeca: la entrada disimulada que había entre las dos grandes piedras se abrió, y Orloff penetró, detrás del secretario, en la boca de la cámara de aire.
    Antes de que la puerta se cerrara, aislándolos por completo de la superficie, el terrícola pudo dirigir una última ojeada al dilatado Júpiter.
    ¡Ya no le parecía hermoso!
    Orloff no se volvió a sentir normal hasta haberse sentado en el recargado sillón del despacho particular del doctor Edward Prosser. Dando un suspiro de completa relajación, se colocó el monóculo bajo la ceja.
    —¿Le molestaría al doctor Prosser que fumase aquí, mientras esperamos? —preguntó.
    —Adelante —contestó Birnam, despreocupado—. Lo que a mí me gustaría sería ir a sacarle de la tarea en que esté perdiendo el tiempo ahora, sea la que fuere; pero es un tipo raro. Con él, conseguiremos más si aguardamos hasta que esté de humor para recibirnos. —Y sacó del estuche un nudoso palito de tabaco verdusco, cuya punta mordió con rabia.
    Detrás del humo de su propio cigarrillo, Orloff sonreía.
    —No me importa esperar. Todavía tengo que decirle algo. Mire, de momento, usted, señor secretario, casi me ha hecho perder los estribos; pero después de todo, y aun dando por seguro que los jupiterinos tengan malas intenciones para cuando puedan echarnos mano, continúa en pie un hecho incontrovertible —y en este punto espació enfáticamente las palabras—, el de que no pueden.
    —Se trata de una bomba sin mecha, ¿eh?
    —¡Exacto! Es la mismísima simplicidad, y no vale la pena discutirlo. Reconocerá usted, supongo, que los jupiterinos no pueden salir fuera de Júpiter en ninguna circunstancia.
    —¿En ninguna circunstancia? —había un retintín burlón en la calmosa respuesta de Birnam—. Analicemos este punto —clavó la mirada en la brasa púrpura de su cigarro, y continuó—: Es una vieja cantinela la de que los jupiterinos no pueden salir fuera de Júpiter. Así lo han pregonado los sensacionalistas de la Tierra y de Ganímedes y se ha derramado una buena ración de sentimentalismo sobre esas infortunadas inteligencias que están atadas de modo irrevocable a la superficie y han de levantar eternamente la vista al universo exterior, mirando, observando, interrogándose, sin poder alcanzarlo jamás.
    »Pero, veamos, al fin y al cabo, ¿qué es lo que sujeta a los jupiterinos a su planeta? ¡Dos factores! ¡Nada más! Primero: el intenso campo de gravedad del planeta, dos veces y media superior a la normal de la Tierra. Orloff hizo un signo afirmativo.
    —¡Es tremendo! —convino.
    —Además, el potencial gravitacional de Júpiter es peor todavía, porque, debido a su gran diámetro, la intensidad del campo decrece, con la distancia, diez veces menos de prisa que en la Tierra. Es un problema terrible... pero ya lo han solucionado.
    —¿Eh? —exclamó Orloff, palideciendo.
    —Tienen la energía atómica. La gravedad (ni aun la de Júpiter) no es nada si has logrado que los núcleos atómicos inestables trabajen para ti.
    Orloff apagó el cigarrillo aplastándolo con gesto nervioso.
    —Pero su atmósfera...
    —Sí, eso es lo que los detiene. Viven en el fondo de un océano de atmósfera de cinco mil kilómetros de profundidad, y la tremenda presión comprime el hidrógeno Que la compone hasta una densidad que se aproxima a la del hidrógeno sólido. Continúa en estado gaseoso porque la temperatura de Júpiter se mantiene por encima del punto crítico; pero trate de imaginarse la presión que origina el gas hidrógeno a una densidad que sea la mitad de la del agua. Le sorprenderá el número de ceros que tendrá que escribir.
    »No hay nave espacial, ni metálica, ni de ninguna otra sustancia, capaz de resistir semejante presión. Ninguna nave espacial terrestre podría aterrizar en Júpiter sin aplastarse como una cáscara de huevo, y tampoco ninguna nave espacial jupiterina podría abandonar su planeta sin estallar como una pompa de jabón. Este problema no lo han resuelto todavía; pero, con el tiempo, lo resolverán. Quizá mañana, quizá tarden cien años, o mil. No lo sabemos; pero cuando lo hayan solucionado, los jupiterinos se nos habrán echado encima. Y esto se puede solucionar de una manera específica.
    —No veo cómo...
    —¡Mediante campos de fuerza! Nosotros los tenemos ya; usted lo sabe.
    —¡Campos de fuerza! —Orloff parecía profundamente asombrado, y mascó y remascó la palabra varias veces para sí mismo—. Los utilizan como escudos contra los meteoros para las naves en la zona de los asteroides..., pero no veo cómo aplicarlos al problema jupiterino.
    —El campo de fuerza ordinario —explicó Birnam— es una débil zona rarificada de energía que se extiende por unos ciento cincuenta kilómetros o más fuera de la nave. Detendrá meteoros, aunque no es ni más ni menos que vacío éter para un objeto como una molécula de gas. Pero ¿qué pasa si se coge esa misma zona de energía y se comprime hasta el espesor de dos milímetros? Las moléculas rebotarían en ella; así: ¡ping-g-g-g! Y si se utilizaran generadores más potentes y se comprimiera el campo hasta dos décimas de milímetro, las moléculas rebotarían incluso arrastradas por la increíble presión de la atmósfera de Júpiter... y entonces, si se construyera una nave en el interior... —dejó la frase colgando en el espacio. Orloff se había puesto pálido.
    —¡No estará insinuando que es posible lograrlo!
    —Le apuesto lo que usted quiera a que los jupiterinos lo están intentando. Y nosotros estamos tratando de hacerlo aquí precisamente, en la Estación del Éter. El comisario colonial acercó la silla a la de Birnam y cogió al ganimediano por la muñeca.
    —¿Por qué no bombardeamos nosotros Júpiter con bombas atómicas? ¿Por qué no le damos un repaso de cabo a rabo, quiero decir? Con su gravedad y su extensión superficial, no se puede errar el tiro.
    —Habíamos pensado en ello —objetó Birnam, con una débil sonrisa—. Pero las bombas atómicas no harían más que practicar orificios en la atmósfera. E incluso, suponiendo que pudiéramos penetrar más, divida usted la superficie del gran planeta por el área que destruye una sola bomba y hallará el número de años que deberíamos pasar bombardeándolo para empezar a causarle un daño apreciable. ¡Júpiter es enorme! ¡No lo olvide!
    El cigarro se le había apagado, pero no se acordó de volver a encenderlo. Con voz baja y tensa, continuó:
    —No, no podemos atacar a los jupiterinos mientras estén en Júpiter. Hemos de aguardar a que salgan... y cuando salgan nos superarán en número. La diferencia numérica será terrible, aterradora... De modo que nosotros tenemos que superarlos en ciencia.
    —Pero —interpuso Orloff, y se percibía un fascinado espanto en su voz—, ¿cómo podemos saber de antemano qué tienen?
    —No podemos saberlo. Nos vemos obligados a reunir todo cuanto podamos y esperar que ocurra lo mejor. Pero una cosa sí que sabemos que habrán de tenerla, y esa cosa es campos de fuerza. Sin ellos, no pueden salir. Y si ellos los tienen, nosotros debemos tenerlos también, y ése es el problema que hemos de resolver aquí. Los campos de fuerza no nos asegurarán la victoria; pero sin ellos, no cabe duda de que sufriremos una derrota inevitable. Ahora, pues, ya sabe por qué necesitamos dinero... Y más que dinero. Necesitamos que la misma Tierra se ponga manos a la obra. Es preciso empezar una carrera de armamentos científicos y subordinarlo todo a ella. ¿Comprende?
    Orloff se había puesto en pie.
    —Birnam, estoy con usted... total, absolutamente con usted. Puede contar conmigo, allá en Washington.
    No se podía dudar de su sinceridad. Birnam estrechó y sacudió la mano que se le ofrecía... y en aquel momento entró furiosamente en la estancia un hombre que más bien parecía un duendecillo.
    El recién llegado hablaba a sacudidas rápidas, dirigiéndose exclusivamente a Birnam:
    —¿De dónde viene? Hemos tratado de establecer contacto con usted. El secretario nos ha dicho que no estaba allí. Diez minutos después, se presenta personalmente. No lo entiendo —al mismo tiempo revolvía desmelenadamente por su escritorio.
    Birnam sonrió.
    —Si puede tomarse el tiempo necesario, doctor, podrá saludar al comisario colonial Orloff.
    El doctor Edward Prosser giró sobre la punta del pie, como un bailarín de ballet, y miró de pies a cabeza al terrícola un par de veces.
    —El nuevo, ¿eh? ¿Nos concede dinero? Debería concedérnoslo. Hace mucho tiempo que estamos pasando la maroma. El caso es que quizá no necesitemos nada. Depende. —Había vuelto a su mesa.
    Orloff parecía un poquitín desconcertado; pero Birnam le guiñó el ojo en señal de inteligencia, mientras él se contentaba con una mirada vidriosa a través del monóculo.
    Prosser saltó hacia un librito de cuero negro escondido en los recovecos de un casillero, se derrumbó enseguida en el sillón giratorio y se puso a dar vueltas.
    —Me alegra que haya venido, Birnam —dijo, hojeando el librito—. Tengo que enseñarle una cosa. Y también al comisario Orloff.
    —¿Por qué nos ha hecho esperar? —preguntó Birnam—. ¿Dónde estaba?
    —¡Trabajando! ¡Trabajando como un condenado! Me he pasado tres noches sin dormir. —Levantó los ojos y su carita menuda, arrugada, se sonrojó de contento—. De pronto, todo se ha colocado en su sitio. Lo mismo que en un rompecabezas. Nunca había visto cosa parecida. Nos mantiene la esperanza. Se lo digo.
    —¿Ha conseguido los campos de fuerza comprimidos que busca? —preguntó Orloff con repentino entusiasmo. Prosser pareció molesto.
    —No, eso no. Otra cosa. Vengan. —Dirigió una mirada encendida a su reloj y saltó fuera del sillón—. Disponemos de media hora. Vámonos.
    Fuera les esperaba un coche anticuado, con motor eléctrico. Prosser hablaba excitado mientras lanzaba el ronroneante vehículo rampas abajo, hacia las profundidades de la Estación.
    —¡La teoría! —exclamó—. ¡La teoría! Tiene una importancia enorme la teoría. Presentas un problema a un técnico, y anda hurgando y revolviendo a diestro y siniestro. Perderá el tiempo de varias vidas. Y no llegará a ninguna parte. No hará sino andar a tientas. Un verdadero científico trabaja con teorías. Dejemos que las matemáticas resuelvan sus problemas —rebosaba de autocomplacencia.
    El coche se detuvo a un palmo de una gran puerta de dos hojas, y Prosser bajó atropelladamente, seguido con más calma por los otros dos.
    —¡Por aquí! ¡Por aquí! —iba indicando. Abrió la puerta y los guió pasillo abajo para subir después un estrecho tramo de escaleras hacia un pasillo angosto que rodeaba una espaciosísima habitación de tres niveles. Orloff reconoció el brillante elipsoide de acero y cuarzo erizado de tubos de dos niveles más abajo. Era un generador atómico.
    Se caló el monóculo y se puso a observar el incesante ir y venir por aquella planta inferior. Un hombre equipado con unos grandes auriculares y sentado en un alto taburete delante de un cuadro de control tachonado de esferas, levantó la vista y saludó con la mano. Prosser le devolvió el saludo del mismo modo y sonrió.
    —¿Aquí crean los campos de fuerza? —preguntó Orloff.
    —¡En efecto! ¿No ha visto nunca ninguno?
    —No. —El comisario sonrió con cara triste—. Ni siquiera sé qué es un campo de fuerza; sólo sé que se Puede utilizar como coraza protectora contra meteoritos.
    —Es muy sencillo —explicó Prosser—. Toda la materia está compuesta de átomos. A los átomos los mantienen unidos las fuerzas interatómicas. Quite los átomos, y deje las fuerzas interatómicas. Eso es un campo de fuerza.
    Orloff parecía estar in albis. Birnam soltó una risa gutural y se rascó detrás de la oreja.
    —Esta explicación me recuerda el sistema que empleamos en Ganímedes para suspender un huevo en el aire a más de kilómetro y medio de altura. Se hace así: Buscas una montaña de la altura deseada, exactamente, y pones el huevo en la cumbre. Luego, manteniendo el huevo donde está, quitas la montaña de debajo. Eso es todo.
    El comisario colonial echó la cabeza atrás para reír más a gusto. El irascible doctor Prosser adelantó los labios en un gesto de profundo desagrado.
    —Vamos, vamos. No es una broma, ya lo saben. Los campos de fuerza tienen gran importancia. Hemos de estar preparados para recibir a los jupiterinos, cuando vengan.
    Un repentino zumbido áspero, procedente de abajo, hizo apartar a Prosser de la barandilla.
    —Vengan acá, detrás de esta pantalla —balbuceó—. El campo de veinte milímetros está ascendiendo. Da una radiación perjudicial.
    El zumbido se redujo hasta casi un silencio absoluto, y los tres hombres salieron otra vez al pasillo. No se había producido ningún cambio, en apariencia; pero Prosser sacó la mano por encima de la barandilla y dijo:
    —¡Toquen!
    Orloff extendió un dedo cauteloso, abrió la boca pasmado y golpeó con la palma de la mano. Era como si uno empujase una esponja de goma muy blanda o unos muelles de acero súper elásticos.
    También Birnam hizo la prueba.
    —Es mejor que todo lo que habíamos hecho hasta ahora, ¿verdad? —a Orloff le explicó—: Una pantalla de veinte milímetros es aquella capaz de resistir una atmósfera con una presión de veinte milímetros contra el vacío, sin que se produzca ninguna filtración apreciable.
    El comisario movió la cabeza, asintiendo.
    —¡Ah, ya! De modo que para cerrar el paso a la atmósfera de la Tierra necesitarían una pantalla de setecientos sesenta milímetros.
    —¡Exacto! Esa sería una pantalla de una unidad de atmósfera. Bueno, Prosser, ¿por esto estaba tan excitado?
    —¿Por esta pantalla de veinte milímetros? Claro que no. Puedo llegar hasta los doscientos cincuenta milímetros, utilizando el pentasulfito de vanadio activado en la escisión del praseodimio. Pero no es necesario. Los técnicos lo harían, y en cualquier momento todo esto estallaría. El científico comprueba la teoría y anda despacio —guiñaba el ojo—. Ahora estamos endureciendo el campo. ¡Miren!
    —¿Nos metemos detrás de la pantalla protectora?
    —Ya no es necesario. La radiación sólo es peligrosa al comienzo.
    El zumbido se oyó nuevamente, aunque no tan fuerte como antes. Prosser le gritó algo al encargado del cuadro de mandos, quien contestó con un amplio ademán.
    Luego el hombre de los controles agitó el cerrado puño, y Prosser exclamó:
    —¡Hemos pasado de los cincuenta milímetros! ¡Toquen el campo!
    Orloff extendió la mano y empujó con curiosidad. ¡La goma esponjosa se había endurecido! Intentó pellizcarla con el índice y el pulgar (tan perfecta era la ilusión), pero en este caso la «goma» se desvanecía en aire y no ofrecía ninguna resistencia.
    Prosser chasqueó la lengua, irritado.
    —En ángulo recto con la fuerza no se encuentra resistencia alguna. Eso es de mecánica elemental.
    El hombre de los controles estaba haciendo señas otra vez.
    —Hemos pasado de los setenta —explicó Prosser—. Ahora vamos más despacio. El punto crítico está en los 83'42 —de pronto se inclinó por encima de la barandilla y dio sendos puntapiés a sus dos acompañantes—. ¡Apártense! ¡Peligro! —Y luego chilló—: ¡Cuidado! ¡El generador va a dar un salto!
    El zumbido había llegado a un ronco máximo y el hombre de los mandos manipulaba frenético de una a otra palanca. En el interior del corazón de cuarzo del generador atómico central el fulgor rojo oscuro de los átomos que se escindían había adquirido un brillo claro Peligroso.
    El zumbido se interrumpió, se produjo un rugido reverberante y una onda de aire mandó a Orloff contra la pared.
    Prosser se levantó como una flecha. Tenía un corte sobre el ojo.
    —¿Herido? ¿No? ¡Bien, bien! Esperaba algo así. Debía habérselo advertido. Bajemos. ¿Dónde está Birnam?
    El ganimediano se levantó del suelo y se sacudió la ropa.
    —Aquí estoy. ¿Qué ha explotado?
    —No ha explotado nada. Se habrá desarreglado algo. Vamos, bajemos. —Se secaba la frente con el pañuelo, mientras emprendía el descenso, delante de los otros dos.
    Al acercarse el profesor, el hombre de los mandos se quitó los auriculares y bajó del taburete. Parecía cansado; tenía la cara, llena de manchas de suciedad, empapada en sudor.
    —El maldito aparato ha empezado a moverse a 82'8, jefe. Por poco me coge.
    —Por poco, ¿no es cierto? —refunfuñó Prosser—. Dentro de los límites de error, ¿verdad? ¿Cómo está el generador? ¡Eh, Stoddard!
    El técnico aludido respondió desde su puesto en el generador:
    —El tubo 5 ha quedado inutilizado. Tardaremos dos días en cambiarlo.
    Prosser se volvió, satisfecho, y dijo:
    —Ha salido bien. Ha ocurrido como me figuraba, exactamente. Problema resuelto, caballeros. Se acabaron las preocupaciones. Volvamos a mi despacho. Tengo que comer. Y luego necesito dormir.
    No hizo nuevas alusiones al tema hasta que volvió a encontrarse detrás de la mesa del despacho. Y entonces lo hizo entre bocado y bocado -unos bocados enormes- de emparedado de hígado con cebolla.
    —Recuerde el trabajo sobre tensión espacial que hicimos en junio pasado —dijo, dirigiéndose a Birnam—. Fracasó. Pero continuamos dándole al yunque. Finch logró unas indicaciones la semana pasada, y yo las desarrollé. Y todo encajó en su puesto. Suave como grasa de pato. Jamás había visto cosa parecida.
    —Siga —invitó Birnam tranquilamente. Conocía bastante bien a Prosser y se abstuvo de manifestar impaciencia.
    —Ustedes han visto lo que ha ocurrido. Cuando un campo llega a los 83'42 milímetros se vuelve inestable. El espacio no soporta la tensión. Se dobla, y el campo estalla. ¡Bum!
    Birnam puso una cara muy larga, y los brazos del sillón de Orloff crujieron bajo una presión repentina. Un rato de silencio, y luego Birnam dijo en tono inseguro:
    —¿Quiere decir que no son posibles campos de fuerza más intensos?
    —Claro que son posibles. Se pueden crear. Pero cuanto más densos, más inestables. Si hubiese puesto en marcha el campo de doscientos cincuenta milímetros, habría durado una décima de segundo. Luego, ¡blummm! ¡Habría volado la Estación! ¡Y a mí mismo! Los técnicos lo habrían hecho. Al científico le advierte la teoría. Si el científico trabaja con cuidado, como lo he hecho yo, no pasa nada malo.
    Orloff se metió el monóculo en el bolsillo del chaleco y dijo con voz trémula:
    —Pero si un campo de fuerza es lo mismo que las fuerzas interatómicas, ¿cómo es que el acero posee una fuerza de cohesión interatómica tan potente sin deformar el espacio? Ahí hay una laguna.
    Prosser le miró irritado.
    —No hay laguna. La fuerza crítica depende del número de generadores. En el acero, cada átomo es el generador de un campo de fuerza. Eso significa unos diez mil millones de trillones de generadores por cada gramo de materia. Si nosotros pudiéramos utilizar tantos... Tal como están las cosas, un centenar de generadores sería el límite práctico. Esto sólo eleva el punto crítico a noventa y siete, más o menos —el profesor se puso en Pie y continuó con repentina vehemencia—: No. El problema está resuelto, se lo digo. Es absolutamente imposible crear un campo de fuerza capaz de soportar la atmósfera de la Tierra por más de una centésima de segundo. Por tanto, la atmósfera de Júpiter queda fuera de discusión. Los fríos números lo dicen así; respaldaos por los experimentos. ¡El espacio no lo permite!
    »Y los jupiterinos que se esfuercen cuanto quieran. ¡No podrán salir! ¡Es definitivo! ¡Es definitivo! ¡Es definitivo!
    Orloff dijo:
    —Señor secretario, ¿puedo enviar un espaciograma desde algún punto de la Estación? Quiero explicar a la Tierra que regreso en la primera nave y que el problema jupiterino queda liquidado... completamente y por mucho tiempo.
    Birnam no dijo nada, pero el alivio que se veía en su rostro mientras estrechaba la mano del comisario, transfiguraba la flaca vulgaridad de sus facciones de una manera increíble.
    Y el doctor Prosser repetía, moviendo la cabeza a sacudidas, como un pajarillo:
    —¡Eso es definitivo!
    Hal Tuttle levantó la vista cuando el capitán Everett de la nave espacial Transparent, la más nueva de las Comet Space Lines, entraba en su cámara particular de observación, sita en el morro de la nave. El capitán decía:
    —Acabo de recibir un espaciograma de nuestras oficinas de Tucson. Hemos de recoger al comisario colonial Orloff en Jovópolis (Ganímedes) y volverlo a la Tierra.
    —Bien. ¿No hemos divisado ninguna nave?
    —¡No, no! Estamos muy lejos de los caminos espaciales de las líneas regulares. La primera noticia que tendrá de nosotros el Sistema será el aterrizaje del Transparent en Ganímedes. Será la mayor hazaña en viajes espaciales desde la primera visita a la Luna —de pronto, moderó el tono de voz— ¿Qué pasa, Hal? Quien triunfa ahora eres tú al fin y al cabo.
    Hal Tuttle levantó los ojos y los fijó en la negrura del espacio.
    —Supongo que sí. Diez años de trabajo, Sam. Perdí un brazo y un ojo en aquella primera explosión, pero no me lamento. Es la reacción que ha venido después lo que me intranquiliza. Solucionado el problema, el trabajo de mi vida ha terminado.
    —Como han terminado todas las naves con casco de acero del Sistema.
    Tuttle sonrió.
    —Sí. Es difícil comprenderlo, ¿verdad? —con un ademán, señaló al exterior—. ¿Ves las estrellas? Buena parte del tiempo no hay nada entre ellas y nosotros. Me da una especie de náusea —ahora su voz sonaba cavilosa—. Durante nueve años, trabajé en balde. Yo no era un teórico, y jamás supe hacia dónde me encaminaba en realidad... Simplemente, probaba y volvía a probar; todo. Hice una prueba demasiado fuerte, y el espacio no lo resistió. Pagué con un ojo y un brazo, y empecé de nuevo.
    El capitán Everett cerró el puño y golpeó el casco... la coraza a través de la cual brillaban las estrellas sin el menor obstáculo. Se oyó el sordo impacto de la carne al chocar contra una superficie que no cedía; aunque no hubo reacción alguna de la invisible pared.
    Tuttle hizo un movimiento afirmativo:
    —Es suficientemente sólida, ahora..., aunque se forma y se deshace ochocientas mil veces por segundo. Me dio la idea la lámpara estroboscópica. Ya las conoces, se encienden y apagan continuamente con tal rapidez que dan la impresión de una luz fija.
    »Y lo mismo ocurre con este casco. No está presente el tiempo necesario para deformar el espacio, ni está ausente el tiempo que se precisaría para permitir un escape apreciable de atmósfera. Y el efecto concreto es el de una dureza mayor que la del acero.
    Entonces hizo una pausa y añadió muy despacio:
    —Y no puede decirse a qué extremo podemos llegar. Acelerar el efecto de intermisión. Lograr que el campo aparezca y desaparezca millones de veces por segundo..., centenares de millones. Se pueden lograr campos bastante intensos como para resistir una explosión atómica. ¡La labor de mi vida!
    El capitán Everett dio una palmada en el hombro a su compañero.
    —Deja eso, amigo. Piensa en el aterrizaje en Ganímedes. ¡Diablos! Será una publicidad tremenda. Piensa en la cara que pondrá Orloff, por ejemplo, cuando vea que ha de ser el primer pasajero de la historia que viaje en una nave espacial con un campo de fuerza Por casco. ¿Qué impresión te parece que le causará?
    Hal Tuttle se encogió de hombros.
    —Me imagino que se sentirá muy satisfecho.

    La novatada
    El campus de la Universidad de Arturo, en el segundo planeta de Arturo, Eron, resulta un lugar aburrido y demasiado caluroso durante las vacaciones de mediados de año, de modo que Myron Tubal, estudiante de segundo año, encontraba la vida aburrida e incómoda. Por quinta vez en aquel día, entró a mirar en la Sala de Estudiantes en un desesperado intento de localizar a algún conocido, y al final se vio recompensado al encontrar a Bill Sefan, un jovencito de piel verde, procedente del quinto planeta de Vega.
    A Sefan, lo mismo que a Tubal, le habían suspendido en biosociología y se quedaba durante las vacaciones preparándose para un examen de recuperación. Casos así tejen fortísimos lazos entre dos estudiantes.
    Tubal refunfuñó un saludo, dejó caer su corpachón sin pelo -era nativo del propio Sistema Arturiano- en el sillón mayor y dijo:
    —¿No has visto todavía a los de primer año?
    —¿Ya? ¡Faltan seis semanas para el comienzo del semestre de otoño!
    Tubal bostezó.
    —Esos pertenecen a una raza especial. Son la primera remesa del Sistema Solar..., en número de diez.
    —¿El Sistema Solar? ¿Te refieres a ese sistema nuevo que se unió a la Federación Galáctica hace tres o cuatro años?
    —Al mismo. A su capital mundial la llaman Tierra, creo.
    —Bueno, ¿y qué pasa con ellos?
    —No mucho. Están aquí ya, y nada más. Algunos tienen cabello en el labio superior, y a fe que les da un aire bastante tonto. Por lo demás, tienen el mismo aspecto que cualquier tipo humanoide.
    En este preciso instante se abrió la puerta y el pequeño Wri Forase entró corriendo. Pertenecía al segundo planeta de Deneb, y la pelusa corta y gris que le cubría la cabeza y la cara se erizaba de agitación, al tiempo que sus grandes ojos violeta centelleaban excitados.
    —Oye —trinó excitado—, ¿habéis visto a los terrícolas?
    Sefan exhaló un suspiro.
    —¿Es que nadie cambiará nunca de tema? Tubal me estaba hablando de ellos en este momento.
    —¿De veras? —Forase parecía desilusionado—. Pero..., pero ¿te ha dicho que ésos pertenecen a esa raza anormal que armó tanto alboroto cuando el Sistema Solar entró en la Federación?
    —A mí me han parecido muy normales —dijo Tubal.
    —No hablo de ellos desde el punto de vista físico —explicó el denebiano en tono disgustado—. Me refiero al aspecto mental del caso. ¡A la psicología! ¡Ahí está la cuestión! —Forase se haría psicólogo, con el tiempo.
    —¡Ah, eso! Bueno, ¿qué les pasa?
    —Su psicología de grupo, como raza, está completamente desviada —parloteó Forase—. En vez de ser menos emocionales cuando se hallan agrupados, como ocurre con todas las demás especies de humanoides conocidas, a ellos les sucede lo contrario. En grupos, esos terrícolas se amotinan, son presa del pánico, enloquecen. Cuantos más sean, peor. ¡Que Dios me ayude, si hasta hemos inventado una notación matemática nueva para resolver el problema! ¡Mirad!
    Y sacó el cuaderno de bolsillo y el lápiz con rápido movimiento; pero la mano de Tubal se cerró sobre ellos antes de que hubiera podido marcar ni la más leve huella.
    Tubal exclamó:
    —¡Búa! Se me ha ocurrido una idea despampanante.
    —¡Imagínate! —murmuró Sefan. Tubal no le hizo caso. Sonrió nuevamente y se frotó la calva cabeza con mano pensativa.
    —Escuchad —dijo, con repentina animación. Y al momento bajó la voz hasta convertirla en un murmullo conspiratorio.
    Albert Williams, recién llegado de la Tierra, se revolvió en sueños y advirtió la presencia de un dedo que le tentaba entre las costillas segunda y tercera. Abrió los ojos, volvió la cabeza, miró con aire estúpido... y luego se incorporó como un rayo y estiró el brazo hacia el interruptor de la luz.
    —No te muevas —ordenó la figura sombría junto a su cama. Se oyó un chasquidito sofocado, y el terrícola se encontró en el centro del perlino chorro de una lámpara de bolsillo.
    Parpadeando, preguntó:
    —¿Qué recondenado demonio eres tú?
    —Vas a levantarte de la cama —contestó estólidamente la aparición—. Vístete y ven conmigo.
    Williams hizo una mueca salvaje.
    —Intenta obligarme.
    No hubo respuesta, pero el chorro de luz se movió levemente y descendió sobre la otra mano de la sombra. Esta otra mano empuñaba un «látigo neurónico», esa arma pequeña y bonita que paraliza las cuerdas vocales y retuerce los nervios en nudos de agonía. Williams deglutió con dificultad y se levantó. Se vistió en silencio, y luego dijo:
    —Muy bien, ¿qué quieres?
    La deslumbrante cinta hizo un gesto, y el terrícola se encaminó hacia la puerta.
    —Sigue andando adelante —ordenó el desconocido.
    Williams salió del cuarto, anduvo por el silencioso pasillo y bajó ocho pisos sin atreverse a mirar atrás. Fuera, en el campus, se detuvo, y sintió un objeto metálico que le presionaba en los riñones.
    —¿Sabes dónde está el Salón Obel?
    Williams movió la cabeza afirmativamente y echó a caminar. Dejó atrás el Salón Obel, dobló a la derecha en la avenida de la Universidad y al cabo de un kilómetro salió de todo camino, más allá de los árboles. En la oscuridad se recortaba vagamente la mole de una nave espacial, con las escotillas bien cerradas. Tan sólo una débil luz aparecía por la rendija del cierre hermético entreabierto.
    —¡Entra!
    Le empujaron escaleras arriba y le hicieron entrar en una habitacioncita. Williams parpadeó, miró a su alrededor y contó en voz alta:
    —... siete, ocho, nueve y, conmigo, diez. Nos han cogido a todos, me figuro.
    —No es una suposición —refunfuñó agriamente Eric Chamberlain—. Es una certidumbre —y se frotaba una mano—. Hace una hora que estoy aquí.
    —¿Qué te pasa en la muñeca? —preguntó Williams.
    —Me la he dislocado en la mandíbula de la rata que me ha traído aquí. La tiene dura como el casco de una nave espacial.
    Williams se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada contra la pared.
    —¿Alguien tiene idea de a qué viene todo esto?
    —¡Un secuestro! —dijo el pequeño Joey Sweeney. Los dientes le castañeteaban.
    —¿Por qué diablos? —bufó Chamberlain—. Si entre nosotros hay algún millonario, yo no me había enterado. ¡Por mi parte, no lo soy!
    —Oídme, no queramos hurgar más abajo del fondo —dijo Williams—. Esos tipos no pueden ser criminales. Parece razonable pensar que una civilización que ha perfeccionado la psicología hasta las alturas conseguidas por esta Federación Galáctica, habría de ser capaz de desarraigar el crimen sin ningún esfuerzo.
    —Serán piratas —gruñó Lawrence Marsh—. Yo no lo creo; es una sugerencia, nada más.
    —¡Tonterías! —exclamó Williams—. La piratería es un fenómeno de frontera. Esta región del espacio vive en plena civilización desde hace decenas de miles de años.
    —A pesar de todo, tenían armas —insistió Joe—, y eso no me gusta. —Se había dejado los lentes en el cuarto y miraba a su alrededor con ansiedad de miope.
    —Eso no significa mucho —respondió Williams—. Ea, yo me decía: Aquí estamos nosotros, diez estudiantes de primer curso recién llegados a la Universidad de Arturo. Y la primera noche que pasamos aquí nos sacan misteriosamente de nuestras habitaciones y nos amontonan en una nave espacial. Esto a mí me sugiere algo. ¿Qué os parece?
    Sidney Morton levantó la cabeza de los brazos el tiempo suficiente para decir, adormilado:
    —También a mí se me había ocurrido. Parece como si hubiéramos de aguantar una novatada. Amigos, creo que los de segundo año se están divirtiendo soberanamente con nosotros.
    —Exacto —convino Williams—. ¿Alguien tiene otras ideas?
    Silencio.
    —Está bien, pues; entonces no podemos hacer nada sino esperar. Personalmente, voy a recuperar el sueño perdido. Si me necesitan, ya me despertarán.
    En aquel momento se produjo una sacudida, y perdió el equilibrio.
    —Bien, ya estamos en marcha, dondequiera que vayamos.
    Momentos después, Bill Sefan titubeó un instante antes de entrar en el cuarto de control. Cuando entró por fin fue para enfrentarse con un Wri Forase terriblemente excitado.
    —¿Cómo va? —preguntó el denebiano.
    —Mal —respondió con acritud Sefan—. Que me cuelguen si tienen miedo. Se disponen a dormir.
    —¿A dormir? ¿Todos? Pero ¿qué decían?
    —¿Cómo voy a saberlo? No hablaban galáctico, y yo no saco nada en claro de su jerigonza infernal.
    Forase levantó las manos con disgusto. Tubal habló por fin:
    —Oye, Forase, yo me estoy perdiendo una clase de biosociología, y no puedo permitírmelo. Tú has garantizado la psicología de esta treta. Si resulta un fracaso, no quedaré demasiado contento.
    —¡Vaya, por el amor de Deneb! —jadeó Forase desesperadamente—. ¡Sois un par de gallinas! ¿Acaso esperabais que se pusieran a chillar y a patalear desde el primer momento? ¡Chamusqueante Arturo! Esperad hasta que lleguemos al Sistema Espigano, ¿queréis? Cuando aterricemos, llegada la mañana... —soltó una risita repentina—. Va a ser la treta más ingeniosa desde que ataron aquellos murciélagos hediondos al órgano oróntico la Noche del Concierto.
    Tubal compuso una sonrisa, pero Sefan se arrellanó en su asiento y comentó pensativamente:
    —¿Qué pasa si alguien (digamos, el presidente Wynn) se entera de esto?
    El arturiano que estaba en los mandos levantó los hombros.
    —No es más que una novatada. Le darán poca importancia.
    —No te hagas el tonto, M. T. Esto no es cosa de niños. El planeta Espiga Cuatro, todo el Sistema Espigano en realidad, les está prohibido a las naves galácticas, y vosotros lo sabéis. Allá existe una raza sub-humanoide, y se ha decretado que han de desarrollarse completamente libres de interferencias hasta que descubran los viajes interestelares por sí mismos. Tal es la ley, y son muy rigurosos en su cumplimiento. ¡Espacio! Si se enteran de esto, tenemos baile por una buena temporada.
    Tubal giró en el asiento.
    —¿Cómo, por Arturo, esperas que Presi Wynn (¡maldito sea su recio pellejo!) se entere de esto? Ahora bien, fíjate, yo no digo que la aventura no circule por el campus, porque si la hemos de mantener en secreto entre nosotros pierde la mitad de la gracia. Pero ¿cómo van a enterarse de los nombres? Nadie nos delatará. Y lo sabéis.
    —De acuerdo —admitió Sefan, encogiéndose de hombros. Entonces Tubal exclamó:
    —¡Preparados para el hiperespacio! —Oprimió los mandos y se notó aquel raro desquiciamiento interno que señalaba la salida del vehículo del espacio normal.
    Los diez terrícolas estaban bastante angustiados y se les notaba en la cara. Lawrence Marsh volvió a dirigir una mirada oblicua a su reloj.
    —Las dos treinta —dijo—. Hace ya treinta y seis horas. Ojalá dieran la aventura por terminada.
    —Esto no es una novatada —se lamentó Sweeney—. Dura demasiado.
    Williams se puso encarnado.
    —¿Por qué diablos parecéis todos medio muertos? Nos han dado de comer regularmente, ¿verdad? No nos han atado, ¿verdad que no? Yo diría que se ve clarísimo que nos cuidan con toda atención.
    —O —replicó Sidney Morton con tartajeo descontentadizo— nos engordan para el sacrificio.
    Aquí se interrumpió, y todos se pusieron tensos. Habían experimentado una sacudida interna inconfundible.
    —¡Tomad nota! —dijo Eric Chamberlain con frenesí repentino—. Volvemos a encontrarnos en espacio normal, lo cual significa que sólo estamos a un par de horas, máximo, del lugar adonde nos dirijamos. ¡Tenemos que hacer algo!
    —Eso, eso —bufó Williams—. Pero ¿qué?
    —Somos diez, ¿verdad? —gritó Chamberlain, hinchando el pecho—. Pues bien, hasta el momento yo sólo he visto a uno de ellos. La próxima vez que entre (y se acerca la hora de que nos den otra comida) nos echaremos encima de él todos a la vez.
    Sweeney puso cara de mareo.
    —¿Y el látigo neurónico que lleva siempre?
    —No nos matará. Por lo demás, no puede alcanzarnos a todos antes de que le hayamos amarrado al suelo.
    —Eric, eres un tonto —dijo llanamente Williams. Chamberlain se sonrojó, y aquellas manos suyas de recios dedos se cerraron lentamente en sendos puños.
    —Me siento con ganas de practicar un poco el arte de la persuasión. Vuelve a llamarme eso, ¿quieres?
    —¡Siéntate! —Williams casi ni se molestó en levantar la vista—. Y no te esfuerces tanto en justificar mi calificativo. Todos estamos nerviosos, tensos, pero esto no significa que tengamos que volvernos locos por completo. Todavía no, al menos. En primer lugar, aun pasando por alto el látigo, echarnos sobre nuestro carcelero no daría frutos demasiado buenos.
    »Hasta el momento sólo hemos visto a uno; pero ese uno es del Sistema Arturiano. Mide más de dos metros y pasa de los ciento treinta kilogramos. Nos barrería a todos, a los diez, con los puños nada más. Pensaba que ya habías disputado un asalto con él, Eric.
    Hubo un silencio denso. Williams añadió:
    —Y aun suponiendo que pudiéramos ponerlo fuera de combate y acabar igualmente con todos los otros que haya en la nave, resulta que no tenemos la menor idea de dónde estamos, ni sobre cómo regresar, ni siquiera de cómo gobernar la nave —hizo una pausa. Luego añadió—: ¿Qué?
    —¡Tonterías! —Chamberlain se volvió y alimentó su furor en silencio.
    La puerta se abrió de un puntapié y el arturiano gigante entró. Con una mano, vació el saco que traía, mientras la otra los apuntaba cuidadosamente con el látigo neurónico.
    —La última comida —gruñó.
    Hubo una agitación general en pos de los botes que rodaban, todavía tibios del reciente calentamiento. Morton miró él suyo con enojo.
    —Oiga —dijo tartamudeando en galáctico—-, ¿no nos podrían cambiar el menú? Ya estoy cansado de esta corrompida conserva de ustedes. ¡Este es el cuarto bote!
    —¿Y qué? También es vuestra última comida —le espetó el arturiano. Y salió.
    Una parálisis horrorizada los dominó a todos.
    —¿Qué ha querido decir con eso? —arguyó uno con voz quebrada.
    —¡Van a matarnos! —Sweeney abría unos ojos muy redondos; su voz era cortante.
    Williams tenía la boca seca, y sentía una cólera irracional contra el espanto contagioso de Sweeney. Hizo una pausa -el muchacho sólo contaba diecisiete años- y luego dijo con aspereza:
    —Dejemos eso, ¿queréis? Y comamos.
    Dos horas después notó la estremecida sacudida indicadora de que habían aterrizado y el viaje había llegado a su fin. En todo aquel rato, nadie había dicho nada; pero Williams advertía que el sudario del miedo los asfixiaba más y más a medida que pasaban los minutos.
    Espiga se había hundido en un aura carmesí bajo el horizonte, y soplaba un viento glacial. Los diez terrícolas, apiñados miserablemente en la cima de la montaña, sembrada de pedruscos, observaban a sus raptores con semblante huraño. El fornido arturiano, Myron Tubal, tomó la palabra, mientras el vegano de cutis verde, Bill Sefan, y el pequeño denebiano velloso, Wri Forase, se mantenían plácidamente en segundo término.
    —Ahí tenéis fuego —decía el arturiano malhumorado—. Hay leña abundante por los contornos para alimentarlo. Así las fieras se mantendrán apartadas. Antes de irnos, os dejaremos un par de látigos, que os servirán de protección, si os molesta algún aborigen del planeta. En lo tocante a comida, agua y albergue, será preciso que pongáis en juego vuestro ingenio.
    Y se volvió. Chamberlain soltó un rugido repentino y saltó hacia el arturiano que se alejaba. Un simple movimiento, sin esfuerzo, del brazo del otro, le mandó para atrás, tambaleándose.
    La portezuela se cerró detrás de los tres hombres espaciales. Casi inmediatamente, la nave se levantó del suelo y ascendió disparada. Por fin, Williams rompió el silencio glacial.
    —Han dejado los látigos. Yo cogeré uno, y tú, Eric, puedes coger el otro.
    Uno tras otro, los terrestres se sentaron, de espaldas al fuego, llenos de miedo, casi de pánico. Williams se esforzaba en sonreír.
    —Por aquí hay caza abundante; esta región está bien poblada de bosques. Ea, chicos, somos diez, y los que se han ido volverán, más pronto o más tarde. Demostrémosles que los de la Tierra sabemos resistir. ¿Qué decís, muchachos?
    Y prosiguió hablando, sin decir nada en concreto. Morton replicó, desanimado:
    —¿Por qué no te callas? Con tu charla no remedias nada.
    Williams abandonó. Iba sintiendo un frío intenso en la boca del estómago.
    El crepúsculo se oscureció, volviéndose noche, y el círculo de luz alrededor de la lumbre se redujo a un pequeño espacio parpadeante, que terminó en sombras. Marsh exclamó súbitamente, abriendo los ojos de par en par:
    —Viene alguien..., ¡alguien viene hacia aquí!
    El revuelo que se armó luego se petrificó en actitudes de atención tan profunda que se les veía conteniendo el aliento.
    —Estás loco —empezó Williams en tono áspero. Pero se calló en seco ante el ruidito escurridizo e inconfundible que llegaba a sus oídos.
    —¡Empuña el látigo! —le gritó entonces a Chamberlain.
    Joey Sweeney fue presa de una risa súbita, una carcajada aguda, violenta.
    Y después desgarró el aire un súbito chillido, y las sombras cargaron contra ellos.
    No sólo allí ocurrían novedades.
    La nave de Tubal se apartaba perezosamente del cuarto planeta de Espiga, con Bill Sefan en los controles. Tubal, por su parte, se hallaba en su abarrotado compartimiento, limpiando una gran botella de licor denebiano de un par de tragos.
    Wri Forase contemplaba la operación con semblante triste.
    —Cuesta veinte vales cada botella —comentó—, y me quedan ya muy pocas.
    —Pues no me dejes ser un aprovechado —respondió, magnánimo, Tubal—. Sigue a mi compás, botella por botella. No tengo inconveniente.
    —Con un trago de los tuyos —refunfuñó el denebiano—, me quedaría sin sentido hasta los exámenes de otoño.
    Tubal le prestaba muy poca atención.
    —Esto —empezó—, pasará a la historia del campus como la gran novatada...
    En ese momento se oyó un ping-g-g-g, ping-g-g-g, vivo, penetrante, apenas amortiguado por los tabiques de separación, y las luces se apagaron.
    Wri Forase se sintió fuertemente apretado contra la pared. Esforzándose por recobrar el aliento, tartamudeó con dificultad:
    —¡Vo... voto al Espacio! ¡Va... vamos a ple... plena aceleración! ¿Qué... qué le pasa al regulador?
    —¡Maldito sea el regulador! —rugió Tubal, poniéndose en pie—. ¿Qué le pasa a la nave?
    Tubal cruzó la puerta dando traspiés y se internó por el pasillo, igualmente oscuro, seguido de Forase, que se arrastraba detrás de él. Cuando irrumpieron en el cuarto de mandos, encontraron a Sefan en medio de las mortecinas luces de emergencia, con la verde piel brillando de sudor.
    —Un meteoro —graznó—. Nos ha desquiciado los distribuidores de energía, y ahora se convierte toda en aceleración. Luces, unidades de calefacción y radio, todo está fuera de uso, y los ventiladores apenas se mueven —luego añadió—: Además, la Sección Cuatro está perforada.
    Tubal miró enfurecido a su entorno.
    —¡Idiota! ¿Cómo no has tenido el ojo atento al indicador de masas?
    —¡Si lo he tenido, so hipertrofiado montón de materia! —aulló Sefan—. ¡Pero no ha indicado nada! ¿No es eso lo que te esperarías precisamente de un cacharro de segunda mano, alquilado por doscientos vales? El meteorito ha pasado por delante de la pantalla como si fuese éter vacío.
    —¡Cállate! —Tubal abrió de un tirón los guardatrajes y gruñó—: Todos son modelos arturianos. Debería haberlo revisado. ¿Puedes manejar uno de ésos, Sefan?
    —Acaso —el vegano se rascaba la oreja con expresión dudosa.
    En cinco minutos Tubal se metió dentro del recinto, y Sefan, tropezando torpemente, le siguió. Tardaron media hora en regresar.
    Tubal se quitó la escafandra.
    —¡Telón!
    Wri Forase abrió la boca en un grito sofocado.
    —¿Quieres decir que... esto es el fin?
    El arturiano movió la cabeza.
    —Podemos repararlo, pero requerirá tiempo. La radio está definitivamente destrozada, o sea, que no podemos pedir socorro.
    —¡Pedir socorro! —Forase parecía atónito—. Es lo que nos hace falta, ni más ni menos. ¿Cómo explicaríamos que nos encontremos en el Sistema de la Espiga? Antes que enviar llamadas radiofónicas, tanto daría que nos suicidáramos. Siempre que podamos regresar sin ayuda de nadie, estamos a salvo. Perder unas cuantas clases más no nos perjudicará demasiado.
    La voz de Sefan se puso opaca y se quebró.
    —Pero ¿y aquellos asustados terrícolas de Espiga Cuatro?
    Forase abrió la boca, pero no salió de ella palabra alguna. Volvió a cerrarla, y si hubo alguna vez un humanoide con aspecto mareado, ése era Forase.
    Y estaban sólo en el comienzo.
    Necesitaron día y medio para desenredar las líneas de energía de aquel cachivache espacial. Tardaron otros dos en desacelerar hasta un punto de regreso que no ofreciese riesgo. Y tardaron cuatro días en regresar a Espiga Cuatro. Total: ocho días.
    Cuando la nave sobrevoló nuevamente el lugar donde habían abandonado a los terrícolas, era media mañana, y la faz de Tubal, mientras inspeccionaba el área mediante el televisor, parecía un estudio de cara larga. Poco después rompía un silencio que hacía mucho rato se había hecho viscoso.
    —Se me antoja que hemos metido la pata en todo lo que podíamos meterla. Los desembarcamos en las mismas inmediaciones de un poblado de indígenas. Y no se ve rastro de los terrícolas.
    —Mal asunto —dijo Sefan, moviendo la cabeza apesadumbrado.
    Tubal hundió la suya entre los largos brazos hasta los mismos codos.
    —Esto es demasiado. Si no han perecido de miedo, han caído en manos de los indígenas. Violar sistemas solares prohibidos es delito suficiente..., pero lo de ahora se trata ya, pura y simplemente, de asesinato, creo yo.
    —Lo que tenemos que hacer —dijo Sefan— es aterrizar ahí y ver si queda alguno con vida. Se lo debemos. Después... —Y se le hizo un nudo en la garganta.
    Forase terminó, en un murmullo:
    —Después viene el expulsarnos de la Universidad, la psico-revisión... y el trabajo manual para toda la vida.
    —¡Olvídalo! —ladró Tubal—. Afrontaremos esos problemas cuando se planteen.
    Lenta, muy lentamente, la nave descendió en círculo y acabó descansando en el calvero pedregoso donde, ocho días antes, habían dejado abandonados a los diez terrícolas.
    —¿Cómo hemos de tratar con los indígenas? —Tubal se volvía hacia Forase con los bordes de las órbitas enarcados (naturalmente, no tenía cejas)—. Vamos, hijito, proporcióname algo de psicología sub-humanoide. Nosotros somos tres, solamente, y no quiero problemas.
    Forase levantó los hombros y el velloso rostro se le cubrió de arrugas de perplejidad.
    —Estaba pensando en eso, precisamente, Tubal. No sé ninguna.
    —¿Qué? —estallaron a la vez Sefan y Tubal.
    —Nadie sabe —añadió presurosamente el denebiano—. Al fin y al cabo, no se admite a los humanoides en la Federación hasta que están completamente civilizados, y entretanto los tenemos en cuarentena. ¿Suponéis que se nos ofrecen muchas ocasiones de estudiar su psicología?
    El arturiano se sentó pesadamente.
    —Esto se pone mejor y mejor por momentos. Piensa caravellosa, ¿quieres? ¡Indícanos algo!
    Forase se rascó la cabeza.
    —Pues... hummm..., lo mejor que podemos hacer es tratarlos como a humanoides normales. Si nos acercamos a ellos despacio, con las palmas de las manos extendidas, no hacemos movimientos repentinos y conservamos la calma, deberíamos salir adelante. Pero, recordadlo, digo que deberíamos. No estoy seguro de que resulte, así.
    —Vayamos y busquemos la seguridad en el desastre —instó en tono impaciente Sefan—. Al fin y al cabo, no importa mucho. Si me matan aquí, no tendré que volver a casa. —Su faz adquirió una expresión atormentada—. ¡Cuando pienso en lo que va a decir mi familia...!
    Salieron de la nave y olisquearon la atmósfera del cuarto planeta de Espiga. El sol estaba en el cenit, plantado allá arriba como una gran pelota de color naranja. En el bosque, un ave emitió un graznido cascado. Luego descendió un silencio total.
    —¡Hummm! —exclamó Tubal, con los brazos en jarras.
    —Basta para darle sueño a uno. Ni el menor signo de vida. ¿En qué dirección se encuentra el poblado?
    Hubo una disputa sobre el tema, con tres opiniones distintas; aunque no duró mucho. El arturiano primero, los otros dos pisándole los talones, bajaron por la pendiente en dirección al desparramado bosque.
    Unos treinta y cinco metros adentro de la espesura, los árboles adquirieron vida con el movimiento de una oleada de indígenas que se descolgaban de las ramas.
    Wri Forase quedó fuera de combate en el mismo comienzo de la avalancha. Bill Sefan se tambaleó, defendió su posición momentáneamente, y luego cayó de espaldas con un gemido.
    Sólo quedaba en pie el fornido Myron Tubal. Con las piernas muy separadas y emitiendo unos roncos ¡juipis!, repartía golpes a diestro y siniestro. Los indígenas le golpeaban a él y salían disparados como gotas de agua de un volante en rotación. Dirigiendo su propia defensa según el principio del molino de viento, fue retrocediendo hasta situarse de espaldas a un árbol.
    Con lo cual se equivocó. En la rama más baja de aquel árbol se escondía un indígena más cauteloso y sesudo que sus compañeros. Tubal había advertido ya que los nativos estaban dotados de recias colas musculosas, y había anotado el hecho en su mente. De todas las razas de la Galaxia, sólo otra, la Homo Gamma Cepheus, poseía cola. Lo que no había advertido, sin embargo, era que dichas colas eran prensiles.
    Cosa que descubrió casi inmediatamente, porque el indígena de la rama del árbol hizo descender la suya, rodeó con ella el cuello de Tubal y apretó.
    El arturiano se revolvía furiosamente, sufriendo lo indecible, pero logró arrancar del árbol a su atacante. No obstante, aunque colgando cabeza abajo y girando de un lado para otro en anchos arcos, continuaba rodeando el cuello del otro y oprimiéndolo con más fuerza cada vez.
    El mundo se oscureció. Antes de dar contra el suelo, Tubal había perdido ya el conocimiento.
    Tubal volvió en sí poco a poco, advirtiendo con disgusto la dolorida rigidez del cuello. En vano quiso remediarla con un masaje, pero tardó unos segundos en darse cuenta de que lo habían atado sólidamente. El hecho le indujo a despabilarse por completo. Lo primero que advirtió fue que estaba tendido boca abajo; lo segundo, el horrible estrépito que reinaba a su alrededor; lo tercero, que Sefan y Forase estaban atados junto a él... y, por último, que no podía romper las ligaduras.
    —¡En, Sefan, Forase! ¿Me oís?
    Fue Sefan el que contestó alegremente:
    —¡Oh, cabra dragoniana! Creíamos que habías perdido los sentidos para siempre.
    —Yo no muero tan pronto —refunfuñó el arturiano—. ¿Dónde estamos?
    Hubo una corta pausa.
    —En el poblado de los indígenas, me figuro —respondió Wri Forase en tono apagado—. ¿Habías oído jamás un ruido como éste? El tambor no ha parado ni un minuto desde que nos han echado aquí.
    —¿No habéis visto, por azar...?
    Unas manos se posaron en él y notó que le hacían rodar. Ahora se encontraba en posición de sentado, y el cuello le dolía más que nunca. Bajo el sol de primeras horas de la tarde brillaban unas ruinosas chozas de bardas y troncos verdes. Los tres expedicionarios estaban rodeados de un corro de indígenas de oscura piel y larga cola. Serían en número de centenares, todos tocados con plumas y armados de unas lanzas cortas equipadas con amenazadoras púas.
    Todos tenían los ojos fijos en la hilera de figuras misteriosas sentadas en el suelo, en primera fila y sobre las cuales fijó Tubal una mirada colérica. Se veía claramente que eran los jefes de la tribu. Vistiendo prendas chillonas adornadas con orlas y confeccionadas con pieles mal curtidas, multiplicaban su aire bárbaro mediante unas altas máscaras de madera que caricaturizaban el rostro humano.
    El enmascarado monstruo que se hallaba más próximo a los humanoides se acercó a éstos con paso mesurado.
    —Hola —les dijo—. ¿Tan pronto y ya de regreso?
    Tubal y Sefan permanecieron largo rato sin decir nada en absoluto, mientras Wri Forase era víctima de un interminable acceso de tos.
    —Eres uno de aquellos terrícolas, ¿verdad que sí? —inquirió por fin Tubal, después de una profunda inhalación.
    —Muy cierto. Soy Al Williams. Puedes llamarme Al, simplemente.
    —¿Todavía no te han matado?
    —No nos han matado a ninguno —respondió Williams con gozosa sonrisa—. Muy al contrario. Caballeros —añadió con una extraña reverencia—, les presento a los nuevos... hmmm..., los nuevos dioses de la tribu.
    —Los nuevos... ¿qué? —Forase, que seguía tosiendo, se quedó boquiabierto.
    —... pues... pues, dioses. Lo siento, pero no sé la palabra que expresa «dios» en galáctico.
    —¿Qué representáis, vosotros los «dioses»?
    —Somos una especie de entidades sobrenaturales, objetos que han de ser adorados. ¿Lo entiendes?
    Los humanoides les miraban abatidos.
    —Sí, ciertamente —sonrió Williams—, somos personas muy poderosas.
    —¿Qué estás diciendo? —exclamó Tubal, indignado—. ¿Por qué han de pensar que poseéis un gran poder? Físicamente, vosotros los terrestres estáis por debajo del término medio; ¡muy por debajo!
    —Lo que importa es el efecto psicológico —explicó Williams—. Si nos ven aterrizar en un vehículo grande, rutilante, que cruza el aire misteriosamente, y luego despega entre un chorro de llamas de cohete, han de considerarnos sobrenaturales, es forzoso. Es psicología bárbara elemental.
    Mientras Williams continuaba, a Forase se le salían los ojos de las órbitas.
    —Oye —intervino Sefan—, me parece que nos estás tomando el pelo. Si se figuraron que vosotros erais dioses, ¿cómo no pensaron lo mismo de nosotros? También íbamos en la nave, y...
    —Ahí —le interrumpió Williams—, es donde empezamos a intervenir nosotros. Con dibujos y por signos, les explicamos que vosotros erais demonios. Cuando por fin regresasteis (¡y podéis figuraros la alegría que tuvimos al ver regresar esa nave!) ellos ya sabían qué tenían que hacer.
    —¿Y qué son «demonios»? —preguntó Forase con generosa ostentación de susto en la cara. Williams exhaló un suspiro.
    —¿Es que vosotros, la gente de la Galaxia, no entendéis nada?
    Tubal movió lentamente el dolorido cuello.
    —¿Y si nos dejaseis marchar ya? —murmuró—. Tengo calambres en el cuello.
    —¿Para qué tanta prisa? Al fin y al cabo os han traído aquí para sacrificaros en nuestro honor.
    —¡Sacrificarnos!
    —Claro. Van a descarnaros con cuchillos.
    Hubo un silencio cargado de horror.
    —¡No nos vengas con semejantes gases de cometa! —Tubal consiguió sonreír por fin—. ¡No somos terrícolas que se asustan y se dejan llevar por el pánico, ya sabéis!
    —¡Oh, claro, lo sabemos! Por nada del mundo quisiera engañaros. Pero la sencilla psicología salvaje corriente siempre se inclina por un poquito de sacrificio humano, y...
    Sefan se revolvía dentro de las ligaduras y trataba de lanzarse, furioso, contra Forase.
    —¡Pensaba que dijiste que nadie sabía nada de psicología sub-humanoide! Tratabas de disimular tu ignorancia, ¿verdad, so arrugado, velloso ojos de rana, hijo mestizo de un lagarto vegano? ¡En bonito lío nos encontramos ahora!
    Forase se encogió para apartarse.
    —¡Eh, espera! Sólo...
    Williams decidió que la broma ya había durado bastante.
    —Tranquilizaos —gritó—. La novatada, tan bien estudiada, que querías hacernos os ha estallado en las narices. Ha sido un hermoso estallido; pero no vamos a llevar las cosas demasiado lejos. Creo que ya nos habéis divertido bastante, amigos. En estos momentos Sweeney está con el jefe indígena, explicándole que vamos a marcharnos y que os llevaremos con nosotros. Francamente, yo despegaría ya, de buena gana... Esperad un minuto; Sweeney me está llamando.
    Cuando regresó, unos momentos después, Williams tenía una expresión peculiar; su semblante aparecía un poco verdoso. Lo cierto es que se ponía más verde por segundos.
    —Parece —explicó, como queriendo tragarse la nuez de Adán—, que ahora nos ha estallado en nuestras propias barbas una contra-novatada. El jefe indígena ¡se empeña en que tenga lugar el sacrificio!
    Hubo un silencio meditativo, mientras los tres humanoides estudiaban la situación. Por unos momentos, ninguno de ellos pudo pronunciar ni una sola palabra.
    —Le he dicho a Sweeney —añadió Williams, sombrío— que vuelva allá y le explique al jefe indígena que si no hace lo que le indiquemos, algo terrible le sucederá a su tribu. Pero es pura fanfarronada, y acaso no se deje engañar. Hummm... lo siento, muchachos. Creo que nos hemos pasado de la raya. Si la cosa se pone verdaderamente fea, os cortaremos las ligaduras y huiremos todos juntos.
    —Córtalas ahora —gruñó Tubal, sintiendo que se le helaba la sangre—. ¡Terminemos con esto de una vez!
    —¡Espera! —gritó Forase en tono vehemente—. Deja que el terrestre emplee un poco su psicología. Adelante, terrestre. ¡Concentra la mente!
    Williams pensó hasta que ya empezaba a dolerle el cerebro.
    —Mirad —dijo con voz débil—, desde que fuimos incapaces de curar a la esposa del jefe, hemos perdido bastante prestigio como divinidades. La pobre murió ayer —y movió la cabeza como aprobando una idea que se le había ocurrido—. Lo que necesitamos es un milagro impresionante. Eh, amigos, ¿tenéis algo en los bolsillos?
    Se arrodilló junto a ellos y se puso a cachearlos. Wry Forase tenía un lápiz, un cuaderno de bolsillo, un peine con púas de estaño, polvos contra el prurito, un fajo de vales y unas cuantas cosas más. Sefan poseía una colección de material vario similar.
    En cambio, del bolsillo trasero de Tubal sacó un objeto pequeño, negro, parecido a un arma, con una empuñadura enorme y un cañón corto.
    —¿Qué es esto?
    Tubal frunció el ceño.
    —¿Y para eso llevamos tanto rato ahí sentados? Eso es un soplete de mano que yo utilicé para reparar una perforación de la nave. No vale nada; ya casi no le queda corriente.
    A Williams se le iluminaron los ojos. Todo su cuerpo se galvanizó de excitación.
    —¡Eso crees tú! Vosotros, la gente de la Galaxia, nunca veis más allá de vuestras narices. ¿Por qué no vais a pasar una temporada a la Tierra, y volveréis con nuevos puntos de vista?
    Williams se alejó corriendo hacia sus compañeros de conspiración.
    —Sweeney —gritaba—, dile a ese condenado jefe con cola de mono que dentro de un segundo, nada más, voy a enfadarme y derrumbaré el firmamento entero sobre su cabeza. ¡Ponte duro!
    Pero el jefe no aguardaba el mensaje. Hizo un gesto de desafío, y los indígenas iniciaron un asalto masivo. Tubal rugió; sus músculos golpeaban las ligaduras. El soldador de Williams entró en acción, el débil rayo eléctrico saltó adelante.
    La choza indígena más próxima se encendió en llamas. Luego se incendió otra... y otra... y otra más... Y entonces la pistola de soldar se apagó.
    Pero ya había cumplido su misión. Era bastante. No quedaba en pie ni un solo indígena. Todos se arrastraban con el rostro pegado al suelo, gimiendo y pidiendo perdón a grandes gritos. El que gemía más y daba mayores voces era el jefe.
    —Dile —le ordenó Williams a Sweeney— que esto ¡no es más que una insignificante muestra de lo que pensamos hacer con él!
    Dirigiéndose a los humanoides, mientras les cortaba las ligaduras de cuero, añadió en tono complacido:
    —Sencillamente, un poco de psicología salvaje corriente.
    Sólo cuando ya volvían a estar en la nave y otra vez en el espacio, Forase pudo tragarse el orgullo.
    —¡Pero si yo pensaba que los terrestres no habían cultivado aún la psicología matemática! ¿Cómo sabías todo eso sobre los sub-humanoides? ¡En la Galaxia, nadie ha llegado a un punto tan elevado todavía!
    Williams sonrió.
    —Mira, nosotros poseemos algunos conocimientos prácticos, empíricos, sobre el funcionamiento de la mente no civilizada. Ya ves, venimos de un mundo en el que la mayoría de la gente está todavía, por así decirlo, sin civilizar. Por lo tanto ¡hemos de poseerlos!
    Forase movió la cabeza pausadamente, en señal afirmativa.
    —¡Vaya terrícolas locos! Al menos, este pequeño episodio nos ha enseñado una cosa.
    —¿Cuál?
    Forase volvió a echar mano del argot terrestre, y dijo.
    —Nunca te pongas pesado con un puñado de dementes. ¡Podrían llegar mucho más lejos de lo que imaginabas!

    Sentencia de muerte
    Brand Gorla sonrió incómodo.
    —Estos bichos exageran, ya sabe.
    —¡No, no, no! —Los ojos albino rosados del hombrecillo se abrieron súbitamente—. Dorlis era grande cuando todavía no había entrado en el Sistema Vegano ningún hombre. Era la capital de una Confederación Galáctica mayor que la nuestra.
    —Bien, entonces digamos que era una capital antigua. Lo admitiré y dejaré el resto para un arqueólogo.
    —Los arqueólogos no sirven. Lo que yo he descubierto requiere un especialista en su propio campo. Y usted forma parte de la Junta.
    Brand Gorla parecía dubitativo. Se acordaba de Theor Realo en su último año de estudiante... un pequeño ser humano mal formado que acechaba por alguna parte en el trasfondo de sus recuerdos. Hacía muchísimo tiempo, pero el albino había sido un tipo raro. Eso se recordaba sin ninguna dificultad. Y seguía siéndolo.
    —Intentaré ayudar —dijo Brand—, si me dice usted qué quiere.
    Theor le miraba vivamente.
    —Quiero que exponga ciertos hechos ante la Junta. ¿Me promete hacerlo?
    Brand se escabullía.
    —Aunque le ayude, Theor, tendré que recordarle que soy un miembro joven de la Junta Psicológica. No tengo mucha influencia.
    —Debe hacer cuanto pueda. Los hechos hablarán por sí mismos. —Al albino le temblaban las manos.
    —Adelante. —Brand se resignó. Se trataba de un antiguo condiscípulo. No se podía ser demasiado tajante en ciertas cosas.
    Brand Corla recostó la espalda en el asiento y se relajó. La luz de Arturo brillaba a través de las ventanas, que tocaban al techo, difundida y suavizada por el cristal polarizador. Pero hasta esa versión diluida de la luz solar resultaba excesiva para los rosados ojos del otro, que se hacía pantalla con la mano mientras hablaba.
    —He vivido veinticinco años en Dorlis, Brand —dijo—. He penetrado en lugares que nadie sabía que existieran, y he descubierto cosas. Dorlis fue la capital cultural y científica de una civilización mayor que la nuestra. Sí, lo fue, y particularmente en sicología.
    —Las cosas pretéritas siempre parecen mayores —Brand se dignó sonreír—. Existe un teorema en este sentido, que encontrará usted en cualquier texto elemental. Los estudiantes de primer año lo llaman, invariablemente, el teorema de «GOD» (ya sabe, de Dios, en inglés). Es por las iniciales de la expresión inglesa de Good-Old-Days (o sea, «Los buenos tiempos antiguos»), ya sabe. Pero continúe.
    Theor frunció el ceño ante aquella digresión y procuró disimular los inicios de una mueca sarcástica.
    —Siempre se puede echar por la borda un hecho desagradable pegándole una etiqueta. Pero contésteme a esto: ¿Qué sabe usted de ingeniería psicológica?
    —No existe tal cosa —replicó Brand encogiéndose de hombros—. Al menos en el sentido matemático estricto. Toda la propaganda y todo lo que se anuncia no es sino una tosca forma de ingeniería psicológica de «si no la yerro la acierto»... muy eficaz en ocasiones. Acaso usted quiera decir esto mismo.
    —De ningún modo. Quiero decir experimentos auténticos, con grandes masas de gente, bajo condiciones controladas y por un período de años.
    —Se habló mucho de esas cosas; pero no son factibles en la práctica. Nuestra estructura social no soportaría gran cantidad de tales experimentos, y no sabemos bastante todavía para montar controles efectivos.
    Theor dominaba su excitación.
    —Pues los antiguos sí sabían bastante. Y montaron controles.
    Brand reflexionó flemáticamente.
    —Asombroso e interesante, pero ¿cómo lo sabe?
    —Porque encontré los documentos relativos al caso. —Hizo una pausa; le faltaba el aliento—. Un planeta entero, Brand. Un mundo completo elegido convenientemente, poblado de seres sometidos a un control estricto desde todos los ángulos. Estudiados, clasificados, y sujetos a experimentación. ¿No se imagina el cuadro?
    Brand no notaba ninguno de los signos habituales de trastorno mental. Una investigación más a fondo, quizá... Respondió, inalterable:
    —Debe haber sufrido un error de interpretación. Es totalmente imposible. No se puede controlar así a los seres humanos. Demasiadas variables.
    —He ahí la cuestión, Brand. No eran humanos.
    —¿Qué?
    —Eran robots positrónicos. Todo un mundo de robots, Brand, sin otra cosa que hacer que vivir y reaccionar y ser observados por un equipo de psicólogos de verdad.
    —¡Es una locura!
    —Tengo pruebas... porque el mundo de los robots sigue existiendo. La Primera Confederación cayó en pedazos, pero aquel mundo de robots continuó en marcha. Todavía existe.
    —¿Cómo lo sabe?
    Theor Realo se puso en pie.
    —¡Porque he vivido allí estos últimos veinticinco años!
    El director de la Junta se quitó la bata de ribetes encarnados y se metió la mano en el bolsillo para sacar un cigarro largo, nudoso y decididamente no oficial.
    —Absurdo —refunfuñó— y demente por completo.
    —Eso es —asintió Brand—, y no puedo soltárselo a la Junta así por las buenas. No me escucharían. Primero tengo que exponérselo a usted, y luego, si usted puede respaldarlo con su autoridad.
    —¡Oh, qué locura! Jamás me habían contado nada tan... ¿Quién es el sujeto?
    —Un chiflado, lo reconozco —suspiró Brand—. Estaba en mi clase, en la Universidad de Arturo, y ya entonces era un albino medio loco. Inadaptado como el diablo, loco por la historia antigua; la clase de sujeto que cuando se le mete una idea en la cabeza la lleva hasta el fin a base de darle y darle, terca, calladamente. Dice haber andado husmeando por Dorlis veinticinco años seguidos. Consiguió una información completa sobre toda una civilización, prácticamente.
    El director de la Junta chupaba el cigarro con furia.
    —Sí, lo sé. En los seriales del telestato, el aficionado brillante es siempre el que descubre las grandes cosas. El francotirador. El lobo solitario.
    —¡Tonterías! ¿Ha consultado usted al Departamento de Arqueología?
    —Sí. Y obtuve un resultado interesante. A nadie le importa Dorlis. Vea usted, ya no se trata de historia antigua siquiera, sino de quince mil años atrás. De un mito, prácticamente. Los arqueólogos que se precian no pierden demasiado tiempo en ello. Es precisamente el descubrimiento que un lego, borracho de libros y con la mente dirigida en una sola dirección, había de realizar. Después, por supuesto, si la cuestión sale bien, Dorlis se convertirá en el paraíso de los arqueólogos.
    El jefe de la Junta torció el vulgar semblante en una mueca espantosa.
    —Esto no halaga mucho nuestro amor propio. Si hay algo de verdad en lo que me dice, la llamada Primera Confederación debió tener un conocimiento de la psicología tan superior al nuestro que nosotros, en comparación, no somos sino unos pobres imbéciles delirantes. Además, debieron construir unos robots positrónicos setenta y cinco veces superiores a todo lo que nosotros hemos proyectado siquiera. ¡La Galaxia! ¡Piense en las matemáticas que se requiere!
    —Mire, señor, he consultado a casi todo el mundo. No le explicaría a usted el asunto si no estuviera seguro de haber comprobado todos los extremos. Lo primero que hice fue acudir a Blak, que es matemático consejero de la unidad de robots. Y él dice que eso no tiene límite. Con el tiempo, el dinero y el progreso en psicología suficientes (no olvide este punto) se podrían construir robots así ahora mismo.
    —¿Qué pruebas tiene?
    —¿Quién? ¿Blak?
    —¡No, no! El amigo de usted. El albino. Usted ha dicho que tenía documentos.
    —Los tiene. Los traigo aquí. Tiene documentos... y no se puede negar su antigüedad. Desde el domingo pasado estuve haciéndola comprobar de todas las formas posibles. Yo no sé leerlos, naturalmente. No sé si hay alguien que sepa, excepto Theor Real.
    —Lo cual equivale a tener que guardar las armas en el almacén, ¿verdad? Tenemos que aceptar la palabra del albino.
    —Sí, en cierto modo. Aunque no pretende saber descifrar más que algunos fragmentos. Dice que eso está emparentado con el centauriano antiguo, y yo he ordenado a unos lingüistas que se pongan a estudiarlo. Se podrá descifrar el texto, y si la traducción de mi amigo no es fiel, lo sabremos.
    —Muy bien. Veámoslo.
    Brand Gorla sacó los documentos montados en plástico. El jefe de la Junta los apartó y cogió la traducción. Mientras leía iban elevándose unas columnas de humo.
    —Hummm —comentó—. Supongo que los demás datos estarán en Dorlis.
    —Theor sostiene que hay de cien a doscientas toneladas de planos y modelos, en total, nada más que sobre el cerebro de los robots positrónicos. Siguen guardados allá, en el sótano de origen. Pero esto es lo que menos importa. Él ha estado personalmente en el mundo de los robots. Se procuró foto-moldes, grabaciones teletipo, toda clase de detalles. No están acoplados; son, evidentemente; el trabajo de un lego que casi no sabe nada de psicología. Pero aun así, ha conseguido reunir datos suficientes para demostrar de un modo bastante concluyente que el mundo en que se encontraba no era..., no era... pues... natural.
    —Y eso, ¿lo trae aquí también?
    —Todo. La mayor parte está en microfilm, pero he traído el proyector. Aquí tiene los oculares.
    Una hora después, el jefe de la Junta decía:
    —Mañana convocaré una reunión y presentaré el caso.
    Brand Gorla sonrió tensamente.
    —¿Enviaremos una comisión a Dorlis?
    —Eso será —contestó secamente el otro— cuando consigamos (si la conseguimos) una adjudicación de la Universidad para este asunto. Mientras, confíeme este material, por favor. Quiero estudiarlo un poco más.
    Teóricamente, el Departamento Gubernamental de Ciencia y Tecnología ejerce el control administrativo de todas las investigaciones científicas. Sin embargo, en la realidad, los grupos de investigación pura de las grandes universidades son cuerpos perfectamente autónomos y, por regla general, el Gobierno no se preocupa de discutirles esa autonomía. Pero una regla general no es una regla universal.
    De modo que, si bien el jefe de la Junta arrugó el ceño, se enfureció y juró, no pudo negar una entrevista a Wynne Murry. Para dar a este último el título que le corresponde, diremos que era Subsecretario Encargado de Psicología, Psicopatía y Tecnología Mental. Además, era, por derecho propio, un psicólogo de categoría.
    Así pues, el jefe de la Junta podía contemplarle con mirada furiosa, pero nada más.
    El secretario Murry pasó por alto, alegremente, aquella mirada de fuego. Se frotó el mentón contra la ropa y dijo:
    —Viene a resultar un caso de información insuficiente. ¿Lo expresaremos así?
    El jefe de la Junta replicó con frialdad:
    —No veo qué información quiere. La opinión del Gobierno en materia de adjudicaciones universitarias vale únicamente como consejo, y, en este caso, podría decir yo, el consejo no es acogido con gusto.
    Murry alzó los hombros.
    —No tengo nada que decir contra la adjudicación. Pero ustedes no abandonarán el planeta sin el permiso del Gobierno. Y ahí es donde entra en juego la insuficiencia de la información.
    —No hay otra información que la que le hemos dado.
    —Pero las noticias se han filtrado al exterior. ¡Con tanto secreto infantil e innecesario!
    El viejo psicólogo se sonrojó.
    —¡Secreto! Si no conoce el estilo de vida académico, yo no puedo remediarlo. No se pueden poner en conocimiento del público las investigaciones, y en especial las más importantes, hasta que se han logrado progresos concretos. Cuando regresemos, le enviaremos copias de todos los documentos que publiquemos.
    Murry movió la cabeza.
    —Hum... hum... No basta. Irá usted también a Dorlis, ¿verdad?
    —Hemos informado al Departamento de Ciencia en este sentido.
    —¿Por qué?
    —¿Por qué quiere saberlo?
    —Porque ha de tratarse de algo muy importante; de no ser así, no iría personalmente el jefe de la Junta. ¿Qué es eso de una civilización más antigua y un mundo de robots?
    —Bien, pues ya está enterado.
    —Sólo de vagas nociones que hemos logrado recoger por ahí. Quiero los detalles.
    —Ahora no los tenemos. No los sabremos hasta que estemos en Dorlis.
    —Entonces, iré con ustedes.
    —¿Qué?
    —Ya ve, yo también quiero conocer los detalles.
    —¿Por qué?
    —Ah —Murry estiró las piernas y se levantó—, ahora es usted quien pregunta inútilmente, vamos. Sé que a las universidades no les entusiasma mucho la supervisión del Gobierno; y sé que no puedo esperar ninguna ayuda voluntaria de ninguna fuente académica. Pero, ¡por Arturo!, esta vez tendré una colaboración, y no me importa que luchen poco o mucho. La expedición de ustedes no irá a ninguna parte, si no me integro yo en ella... como representante del Gobierno.
    Como mundo, Dorlis impresionaba poco. Su importancia en la economía galáctica era nula; estaba alejado de las grandes rutas comerciales; sus indígenas eran atrasados e incultos; su historia, oscura. Y sin embargo, en los montones de derribos que cubrían una antigua civilización, había oscuras pruebas de un advenimiento de llamas y destrucción que arruinaron el Dorlis de tiempos anteriores... la mayor capital de una Federación mayor.
    En algunos lugares de aquellas ruinas, unos hombres de un mundo nuevo hurgaban, tanteaban y trataban de comprender.
    El jefe de la Junta movió la cabeza y se echó hacia atrás el canoso cabello. Hacía una semana que no se afeitaba.
    —Lo malo es —dijo— que no tenemos puntos de referencia. Lograremos descifrar el idioma, supongo, pero nada se puede hacer con la numeración.
    —Yo creo que ya se ha logrado mucho.
    —¡Palos de ciego! Juegos de adivinanzas fundados en las traducciones de su amigo el albino. No cimentaría ninguna esperanza en tales terrenos.
    —¡Tonterías! —replicó Brand—. Usted invirtió dos años en la Anomalía Nimia, y hasta el momento sólo ha invertido dos meses en esto, que requiere un trabajo mil veces mayor. No es eso lo que le fastidia —Brand hizo una mueca malhumorada—. No se necesita ser psicólogo para ver que lleva pegada a su persona la condición de miembro del Gobierno.
    El jefe de la Junta mordió la punta de un cigarro y la escupió a metro y medio. Luego dijo pausadamente:
    —Tres son las cosas que más me irritan de ese idiota obstinado. Primera, no me gusta que el Gobierno interfiera. Segunda, no me gusta tener a un extraño husmeando por ahí cuando nos hallamos en la cumbre de lo más grande que se ha dado en la historia de la psicología. Tercera, ¿qué requetestrellas quiere? ¿Qué objetivo persigue?
    —No lo sé.
    —¿Qué habría de perseguir? ¿Ha pensado usted en ello siquiera?
    —No. Francamente, no me importa. Si yo fuera usted, le ignoraría.
    —¡Usted sí! —respondió en tono violento el jefe de la Junta—. Usted piensa que basta tan sólo con ignorar la participación del Gobierno en este asunto. Le supongo informado de que Murry se da el título de psicólogo...
    —Lo estoy.
    —E imagino que sabe que demuestra un interés devorador por todo lo que hemos hecho.
    —Cosa muy natural, diría yo.
    —¡Ah! Y sabe además... —bajó la voz tan instantáneamente que a Brand le sorprendió—. Muy bien, Murry está en la puerta. Tómelo con calma.
    Wynne Murry saludó con una sonrisa, pero el jefe de la Junta movió la cabeza sin sonreír.
    —Bueno, señor —dijo Murry en tono fanfarrón—, ¿sabe que llevo cuarenta y ocho horas de pie? Ustedes tienen algo aquí. Algo gordo.
    —Gracias.
    —No, no. Hablo en serio. El mundo de los robots existe.
    —¿Se figuraba que no?
    El secretario levantó los hombros con aire amistoso.
    —Uno posee cierto escepticismo innato. ¿Qué planes tienen para el futuro?
    —¿Por qué lo pregunta? —El jefe de la Junta escupía las palabras como si se las arrancasen una a una.
    —Para ver si coinciden con los míos.
    —¿Y cuáles tiene usted?
    —No, no —objetó el secretario, siempre risueño—. Usted primero. ¿Cuánto tiempo piensa estar aquí?
    —Todo el que se necesite para empezar un estudio a fondo de los documentos del caso.
    —Eso no significa nada. ¿Qué entiende por empezar un estudio a fondo?
    —No tengo la menor idea. Puede requerir años enteros.
    —¡Ah, maldición!
    El jefe de la Junta enarcó las cejas y no dijo nada.
    El secretario se miraba las uñas.
    —Doy por supuesto que usted sabe dónde está situado ese mundo de robots.
    —Naturalmente. Theor Realo estuvo allí. Hasta el momento, los informes que nos dio han resultado muy exactos.
    —Es cierto. ¡El albino! Bien, ¿por qué no vamos allá?
    —¡Ir allá! ¡Imposible!
    —¿Puedo preguntar por qué?
    —Mire —respondió el jefe de la Junta con reprimida impaciencia—, usted no está aquí por invitación nuestra, y tampoco le pedimos que nos diga lo que debemos hacer; pero sólo para demostrarle que no busco pelea, voy a obsequiarle con un pequeño tratamiento metafórico de la cuestión. Suponga que nos regalan una máquina enorme y complicada, compuesta de materiales y principios de los que casi no sabemos nada. Es tan grande que ni siquiera podemos distinguir la relación entre sus diversas partes, por no hablar ya de la finalidad de toda ella. Pues bien, ¿me aconsejaría usted que atacase las misteriosas y delicadas partes móviles de la máquina con un rayo fulminante antes de saber cómo se maneja todo aquello?
    —Comprendo su postura, naturalmente, pero se está convirtiendo en un místico. La metáfora es bastante forzada.
    —En modo alguno. Esos robots positrónicos fueron construidos según principios que, por el momento, nosotros desconocemos en absoluto y los hicieron para lograr objetivos que no podemos imaginar. Lo único que sabemos, más o menos, es que los pusieron aparte, completamente aislados, para que se labraran su destino por sí mismos. Destruir tal aislamiento sería destruir el propio experimento. Si vamos allá en grupo, introduciendo factores nuevos, imprevistos, provocando reacciones no apetecidas, lo arruinaremos todo. El menor trastorno...
    —¡Cuentos! Theor Realo estuvo allá.
    El jefe de la Junta perdió la paciencia de repente.
    —¿Cree que no lo sé? ¿Se imagina qué habría sucedido si ese maldito albino no hubiera sido un fanático ignorante, desprovisto de las más elementales nociones de psicología? ¡La Galaxia sabrá qué daños ha causado el idiota ese!
    Hubo un silencio. El secretario se golpeaba los dientes con una uña pensativa.
    —No sé... No sé. Pero tengo que descubrirlo. Y no puedo esperar años enteros.
    Murry se fue, y el jefe de la Junta se volvió, echando chispas, hacia Brand.
    —¿Y cómo vamos a impedirle que se traslade al mundo de los robots, si le viene en gana?
    —No sé cómo podrá ir si nosotros no se lo permitimos. Él no es el jefe de la expedición.
    —Ah, ¿no lo es? Eso es lo que iba a decirle a usted momentos antes de que entrase él. Desde que llegamos, han aterrizado en Dorlis tres naves de la flota.
    —¿Qué?
    —Lo que oye.
    —Pero ¿para qué?
    —Eso, hijo mío, es lo que yo tampoco entiendo.
    —¿Le importa que pase? —preguntó en tono campechano Wynne Murry, y Theor Realo levantó repentinamente unos ojos ansiosos de los papeles, irremediablemente desordenados, que tenía sobre la mesa.
    —Entre. Le dejaré un asiento libre.
    El albino, con los nervios en tensión, despejó una silla.
    Murry se sentó, haciendo cabalgar, una sobre otra, sus largas piernas.
    —¿Le han dado un trabajo aquí también? —con el mentón indicaba la mesa escritorio.
    Theor movió la cabeza y sonrió débilmente. Con gesto casi automático, amontonó los papeles y los volvió boca abajo.
    En los meses transcurridos desde que había regresado a Dorlis con un centenar de psicólogos, más o menos famosos y renombrados, se había sentido relegado, cada vez más, del centro de los acontecimientos. Ya no quedaba sitio para él. Salvo cuando contestaba las preguntas que le hacían sobre la verdadera situación del mundo de los robots, que sólo él -y nadie más- había visitado, no representaba ningún papel. Y aun ahí descubría, o creía descubrir, una cólera reprimida de que hubiera sido él quien lo visitara, y no un científico competente.
    Era irritante. Sí, en cierto modo siempre había sido igual.
    —Usted dispense... —había dejado sin respuesta la última observación de Murry.
    —Digo que es muy raro que no le hayan asignado una misión. ¿Verdad que fue usted quien descubrió ese mundo?
    —Sí —el albino se animaba—. Pero se me escapó de las manos. Salió fuera de mi alcance.
    —Sin embargo, usted estuvo en el mundo de los robots.
    —Pero me dicen que fue un error, que hubiera podido arruinarlo todo.
    —Lo que les revienta —contestó el otro, con una mueca—, creo yo, es que usted posee un montón de datos de primera mano que ellos no tienen. No se deje engañar por los caprichosos títulos que se dan y no se considere una insignificancia. Vale más un lego con sentido común que un especialista ciego. Usted y yo (que también soy lego en la materia, ya sabe) hemos de defender nuestros derechos. Ea, coja un cigarrillo.
    —No fumo... Cogeré uno, gracias.
    El albino sentía una gran corriente de simpatía por aquel hombre tan alto que tenía delante. Puso los papeles boca arriba otra vez y encendió el cigarrillo con mano valiente, aunque insegura.
    —Veinticinco años —Theor hablaba con precaución, sorteando los imperiosos deseos de toser.
    —¿Contestaría a unas cuantas preguntas sobre ese mundo?
    —Supongo que sí. Es para lo único que me utilizan ahora. Pero ¿no sería mejor que se las hiciera a ellos? A estas horas ya lo tendrán todo descifrado, probablemente —Theor lanzaba el humo tan lejos de sí como podía.
    —Con franqueza —replicó Murry—, no han empezado todavía, y yo quiero los datos sin el riesgo de una traducción psicológica incorrecta. En primer lugar, ¿qué clase de personas (o cosas) son esos robots? No tiene ninguna foto-impresión de ellos, ¿verdad que no?
    —Pues, no. No me gustaba tomarlas. Pero no son cosas. ¡Son personas!
    —¡No! ¿Tienen figura de... de personas?
    —Sí... en gran parte. Exteriormente, por lo menos. Yo me traje unos estudios microscópicos que pude conseguir sobre la estructura celular. Los tiene el jefe de la Junta. Por dentro son distintos, ya sabe, muy simplificados. Pero usted no se daría cuenta. Son interesantes... y simpáticos.
    —¿Son más sencillos que la vida del planeta donde viven?
    —¡Oh, no! Es un planeta muy primitivo. Y... y... —le interrumpió un acceso de tos. Apagó el cigarrillo, aplastándolo lo más disimuladamente que pudo—. Poseen una base protoplasmática, ya sabe. No, creo que tengan la menor idea de que son robots.
    —No. No imaginaba que fueran a tenerla. Y en ciencia, ¿cómo están?
    —No lo sé. Nunca tuve ocasión de verlo. Y todo es tan diferente... Creo que se necesitaría ser un experto para comprenderlo.
    —¿Tenían máquinas?
    El albino parecía sorprendido.
    —Pues claro. Muchísimas, y de todas clases.
    —¿Grandes ciudades?
    —¡Sí!
    En los ojos del secretario asomaba una mirada pensativa.
    —Y usted los aprecia. ¿Por qué?
    Theor Realo se animó de repente.
    —No lo sé. Simplemente, eran amables. Nos llevábamos bien. No me molestaban para nada. No sabría señalar una causa concreta. Quizá se deba a que me cuesta tanto seguir adelante, de regreso a mi país, y a que no era tan difícil tratar con ellos como con personas de verdad.
    —¿Eran más acogedores?
    —No... No puedo afirmarlo. Nunca me aceptaron del todo. Yo era extranjero, al principio no conocía su idioma... y todas esas cosas. Pero —el albino levantó los ojos con repentina animación— yo los comprendía mejor. Adivinaba mejor lo que pensaban. Yo... pero no sé el porqué.
    —Hmm... hmm... hmm. Bueno..., ¿otro cigarrillo? ¿No? Tengo que darle una paliza a la almohada. Se hace tarde. ¿Qué le parece una partida de golf conmigo mañana? He preparado un pequeño campo. Servirá. Venga. El ejercicio le renovará el aire de los pulmones.
    Sonrió y se fue. Y murmuró una frase para su coleto: «Parece una sentencia de muerte.» Y silbando pensativamente se encaminó hacia sus aposentos.
    Se repetía la frase al día siguiente cuando se encontraba delante del jefe de la Junta, con la cintura ceñida por el fajín del cargo. No se sentó.
    —¿Otra vez? —exclamó el jefe de la Junta con aire de fatiga.
    —¡Otra vez! —asintió el secretario—. Pero ésta para ir al grano de verdad. Es posible que tenga que tomar la dirección de su grupo.
    —¿Qué? ¡Imposible, señor! No prestaré oídos a semejante proposición.
    —Tengo el nombramiento —Wynne Murry sacó el cilindro de metaloide que se abría con sólo una presión del pulgar—. Tengo plenos poderes y los puedo utilizar según mi propio criterio. Firma, como observará usted, el presidente del Congreso de la Federación.
    —Ya... Pero ¿por qué? —el jefe de la Junta, haciendo un gran esfuerzo, respiraba normalmente—. Aparte de un despotismo arbitrario, ¿hay algún otro motivo?
    —Y muy poderoso, señor. En todo momento, ustedes y nosotros hemos considerado esta expedición desde ángulos muy distintos. El Departamento de Ciencia y Tecnología no contempla el mundo de los robots desde el punto de vista de una curiosidad científica, sino desde el de su posible interferencia con la paz de la Federación. No creo que usted se haya detenido nunca a considerar el peligro que encierra ese mundo de robots.
    —No veo ninguno. Está perfectamente aislado y es del todo inofensivo.
    —¿Cómo puede saberlo?
    —Por la naturaleza misma del experimento —gritó enojado el jefe de la Junta—. Los primeros que lo proyectaron querían un sistema lo más completamente cerrado posible. Y aquí los tiene en un lugar que no podría hallarse más alejado de las rutas comerciales, en una región del espacio muy escasamente poblada. El objetivo fundamental era que los robots se desenvolvieran libres de interferencias.
    Murry sonrió.
    —No estoy de acuerdo sobre este punto. Mire, lo malo de usted es que es un teórico. Usted mira las cosas tal como deberían ser, y yo, que soy un hombre práctico, las miro tal como son. No se puede montar ningún experimento para dejar que siga indefinidamente por su propio impulso. Se da por descontado que en alguna parte hay un observador, por lo menos, que vigila y modifica la situación según indican las circunstancias.
    —¿Y entonces? —preguntó estólidamente el jefe de la Junta.
    —Entonces, los observadores de este experimento, los antiguos psicólogos de Dorlis, desaparecieron con la Primera Confederación, y el experimento ha seguido, por su propio impulso, durante quince mil años. Se acumularon pequeños errores, convirtiéndose así en errores grandes, que introdujeron factores extraños que provocaron nuevos errores. Es una progresión geométrica. Y no ha habido nadie que la interrumpiera.
    —Pura hipótesis.
    —Quizá. Pero a usted sólo le interesa el mundo de los robots, y yo tengo que pensar en toda la Federación.
    —¿Y qué peligro, exactamente, puede representar el mundo de los robots para la Federación? Por Arturo, que no sé adonde quiere ir a parar, señor mío.
    Murry suspiró.
    —Lo diré llanamente, pero no me critique si le parezco melodramático. La Federación no ha librado una guerra interna durante siglos. ¿Qué ocurrirá si entramos en contacto con esos robots?
    —¿Teme a un solo mundo?
    —Es posible. ¿Qué sabemos de su ciencia? Los robots son capaces de comportamientos raros, a veces.
    —¿Qué ciencia pueden poseer? No son superhombres electro-metálicos. Son débiles criaturas protoplasmáticas, pobre imitación de la verdadera humanidad, construidas alrededor de un cerebro positrónico adaptado a una serie de leyes psicológicas humanas simplificadas Si lo que le asusta es la palabra «robot»...
    —No, no me asusta la palabra; pero he hablado con Theor Realo. Es el único que los ha visto, ya sabe.
    El jefe de la Junta soltaba, a chorro, una serie de maldiciones calladas. El fallo estaba en haber dejado que un engendro de lego retrasado mental se metiera entre piernas y se situara en un lugar donde poder charlar y hacer daño.
    —Tenemos el relato completo de Realo —contestó—, y lo hemos evaluado total y expertamente. Se lo aseguro, no encierra ningún peligro. El experimento tiene un carácter tan exclusivamente académico que no le dedicaría ni dos días si no fuese por el tremendo alcance que ofrece la cuestión. Por lo que nosotros vemos, el objetivo en sí consistía en construir un cerebro positrónico que contuviera modificaciones de un par de axiomas fundamentales. No hemos examinado bien los detalles, pero han de ser de segundo orden, pues se trataba del primer experimento de esta naturaleza jamás puesto en marcha, y hasta los grandes psicólogos míticos de aquellos días habían de avanzar paso a paso. Esos robots, se lo digo, no son ni superhombres ni bestias. Se lo aseguro... como psicólogo.
    —Lo siento. Yo también lo soy. Un poco más a ras de suelo, me temo. Eso es todo. ¡Pero hasta pequeñas modificaciones...! Piense en el espíritu general de combatividad. Este no es el término científico; pero no estoy de humor para tecnicismos. Ya sabe qué quiero decir. Nosotros, los humanos, solíamos ser combativos. Al fin hemos eliminado aquella pasión. Un sistema político y económico estable no alienta el derroche de energías en combates. No se trata de un factor de supervivencia. Pero suponga que los robots sí lo sean. Suponga que, como resultado de una evolución equivocada durante los milenios que no los ha vigilado nadie, se hayan vuelto mucho más combativos de como los hicieron sus primeros creadores. Serían entonces unos vecinos muy incómodos.
    —Y suponga que todas las estrellas de la Galaxia se convirtiesen en novas. No nos angustiemos por cosas imaginarias.
    —Queda otro punto —Murry pasó por alto el vivo sarcasmo de su interlocutor— A Theor Realo le gustaban esos robots. Los quería más que a la gente de verdad. Se sentía en su sitio allí, y todos sabemos que ha sido un inadaptado total en su propio mundo.
    —¿Qué significa eso? —preguntó el jefe de la Junta.
    —¿No lo ve? —Wynne Murry enarcó las cejas—. A Theor Realo le gustan los robots porque es como ellos, evidentemente. Le garantizo desde este mismo instante que un análisis psíquico completo de Theor Realo pondría de manifiesto la modificación de varios axiomas fundamentales, y los mismos, precisamente, que los de los robots.
    »Y fíjese usted en que —el secretario continuaba sin interrumpirse— Theor Realo trabajó un cuarto de siglo para demostrar un hecho determinado, cuando toda la ciencia se habría reído de él hasta dejarlo sin aliento, sí lo hubiera sabido. Hay un fanatismo tremendo en eso; una genuina y sincera perseverancia inhumana. ¡Esos robots son así, probablemente!
    —No me brinda ninguna lógica. Arguye usted como un maniaco, como un idiota lunático.
    —No necesito pruebas matemáticas estrictas. Tengo que proteger la Federación. Me basta con una duda razonable, y ésta existe, usted lo sabe. Los psicólogos de Dorlis no eran tan superiores. Habían de progresar paso a paso, como usted mismo ha observado. Sus humanoides (no los llamemos robots) eran simples imitaciones de seres humanos, pero no podían ser muy buenas. Los humanos poseemos ciertos sistemas de reacción muy complejos, complicadísimos..., elementos tales como conciencia social, una tendencia a establecer sistemas éticos, y cosas más corrientes, como la caballerosidad, la generosidad, la honradez, etc., etc., que, sencillamente, no se pueden copiar. No creo que esos humanoides puedan poseer tales sistemas. Pero sí han de tener perseverancia, que implica en la práctica tenacidad y combatividad, si no me hice una idea falsa de Realo. Pues bien, si han conquistado un atisbo de ciencia al menos, no los quiero corriendo sueltos por la Galaxia, aunque nosotros los superemos mil o un millón de veces en número. ¡No pienso permitírselo!
    El semblante del jefe de la Junta había adquirido una expresión de inquietud.
    —¿Qué se propone hacer?
    —Todavía no lo he decidido. Pero creo que voy a organizar un desembarco en pequeña escala en el planeta.
    —Eh, espere. —El viejo psicólogo se había puesto en pie y rodeaba la mesa. Ahora cogía al secretario por el codo—. ¿Está seguro de lo que hace? Las posibilidades de ese experimento masivo quedan fuera de todo posible cálculo previo que hagamos usted o yo. No puede saber qué destruirá.
    —Lo sé. ¿Cree que me divierte lo que estoy haciendo? Este no es un trabajo de héroe. Soy bastante psicólogo para saber qué clase de investigación está en marcha; pero me han enviado aquí para proteger a la Federación, y me propongo hacerlo lo mejor que sepa y pueda... Cierto que se trata de una tarea cochina, pero no puedo remediarlo.
    —No es posible que lo haya meditado a fondo. ¿Qué puede saber de la visión que nos proporcionaría sobre las ideas fundamentales de la psicología? Esto equivaldría a la fusión de dos sistemas galácticos, que podría elevarnos hasta cimas que importarán en conocimiento y poder un millón de veces más que todo el daño que pudieran causar los robots, aunque fuesen superhombres electro-metálicos.
    El secretario se encogió de hombros.
    —Ahora es usted el que juega con posibilidades vagas.
    —Oiga, le haré un trato. Bloquéelos. Aíslelos con sus naves. Monte guardias. Pero no los toque. Denos más tiempo. Denos una oportunidad ¡Debe hacerlo!
    —Lo había pensado. Pero tendría que conseguir el consentimiento del Congreso. Sería muy caro, ya sabe.
    El jefe de la Junta se dejó caer en el sillón con furiosa impaciencia.
    —¿De qué clase de gastos está hablando? ¿Se da cuenta de la importancia y la cuantía de los beneficios, si tenemos éxito?
    Murry reflexionó; luego, con una media sonrisa, dijo:
    —¿Y si progresan hasta poder realizar vuelos interestelares?
    El jefe de la Junta se apresuró a prometer.
    —Entonces, retiraré mis objeciones.
    —Tendré que entendérmelas con el Congreso. —El secretario se levantó.
    El semblante de Brand Gorla permanecía cuidadosamente impasible mientras contemplaba la curvada espalda del jefe de la Junta. Las alegres y entusiasmadas charlas dirigidas a los miembros de la expedición que estuvieran libres carecían de sustancia. Brand Gorla las escuchaba irritado.
    —¿Qué haremos ahora? —preguntó.
    El jefe de la Junta encogió los hombros, pero no se volvió.
    —He mandado llamar a Theor Realo. El locuelo salió para el continente Oriental la semana pasada...
    —¿Por qué?
    La interrupción encendió en ira al viejo.
    —¿Cómo puedo entender lo que haga aquel engendro? ¿No ve que Murry tiene razón? Psíquicamente, Theor es anormal. No deberíamos dejarle suelto, sin vigilancia. Si se me hubiera ocurrido algún día mirarle dos veces seguidas, no le habría dejado. De todos modos, ahora regresará y se quedará aquí —bajó la voz hasta un leve murmullo—. Debía haber llegado hace dos horas.
    —Es una situación imposible, señor —dijo llanamente Brand.
    —¿Lo cree?
    —¿Cree usted que el Congreso aceptará que se patrulle indefinidamente el mundo de los robots? Cuesta mucho dinero, y el ciudadano medio de la Galaxia no considerará que ello justifique el aumento de los impuestos. Las ecuaciones psicológicas degeneran en axiomas de sentido común. En realidad no entiendo cómo Murry se avino a consultar al Congreso.
    —¿No? —El jefe de la Junta acabó por ponerse frente a su subordinado—. Mire, el muy tonto se considera psicólogo, ¡la Galaxia nos ayude!, y éste es su punto débil. Se adula a sí mismo diciéndose que en el fondo de su corazón no querría destruir el mundo de los robots, pero que el bien de la Federación lo exige. Por eso aceptará encantado todo pacto razonable. El Congreso no lo soportará indefinidamente; no es preciso que me lo diga —hablaba sosegada, pacientemente—. Pero yo pediré diez años, dos, seis meses..., todo lo que pueda conseguir. Y algo lograré. En ese tiempo, nos enteraremos de cosas nuevas sobre dicho mundo. Sea como fuere, reforzaremos nuestra posición y renovaremos el acuerdo, cuando expire. Todavía salvaremos la empresa.
    Hubo un corto silencio, y el jefe de la Junta suspiró:
    —Bueno, aquí está. Muy bien, Gorla, siéntese; me pone nervioso. Echémosle un vistazo.
    Theor Realo cruzó la puerta como un cometa y se detuvo, jadeando, en el centro de la habitación. Luego miró a ambos con ojos débiles, semientornados.
    —¿Cómo ha ocurrido todo esto?
    —¿Todo el qué? —inquirió fríamente el jefe de la Junta—. Siéntese. Quiero hacerle unas preguntas.
    —No. Contésteme primero usted a mí.
    —¡Siéntese!
    Realo se sentó. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
    —Van a destruir el mundo de los robots.
    —No se inquiete.
    —Usted mismo dijo que lo harían si los robots descubrían los viajes interestelares. Usted lo dijo. ¡So tonto! ¿No ve...? —se le quebró la voz.
    El jefe de la Junta frunció el ceño, desazonado.
    —¿Quiere calmarse y hablar con sentido?
    El albino rechinó los dientes y emitió las palabras con esfuerzo.
    —Es que conocerán los viajes interestelares dentro de muy poco tiempo.
    Los dos psicólogos se lanzaron hacia el hombrecillo.
    —¿Qué?
    —Bueno... bueno, ¿qué se imaginan? —Realo dio un salto con toda la furia de su desesperación—. ¿Creen que aterricé en un desierto o en medio de un océano y exploré un mundo yo solito? ¿Piensan que la vida es un libro de historietas? Ellos me capturaron apenas aterricé y me llevaron a una gran ciudad. Al menos, yo creo que era una gran ciudad. Era diferente de las nuestras. Tenía... Pero no se lo diré.
    —No piense en la ciudad —chilló el jefe de la Junta—. Le capturaron. Continúe.
    —Y me estudiaron. Estudiaron mi máquina. Luego, una noche, me marché para avisar a la Federación. Ellos no sabían que me marchaba. No querían que me marchase —la voz se le quebró—. Y yo me habría quedado de buena gana, pero la Federación debía saberlo.
    —¿Les explicó algo de su nave?
    —¿Cómo podía explicárselo? No soy mecánico. No conozco la teoría ni la construcción. Pero les enseñé a manejar los mandos y les dejé mirar los motores. Esto es todo.
    Brand Gorla dijo en un murmullo:
    —Entonces, no hallarán la manera. Con eso no les basta.
    La voz del albino se elevó en un grito repentino de triunfo:
    —Oh, sí, la hallarán. Los conozco. Son máquinas, ya saben. Trabajarán sobre el problema. Y volverán sobre él. No lo abandonarán nunca. Y lo resolverán. Recogieron de mí datos suficientes. Apuesto a que les bastarán.
    El jefe de la Junta le dirigió una larga mirada y le volvió la espalda con aire de cansancio.
    —¿Por qué no nos lo explicó?
    —Porque ustedes me arrebataron mi mundo. Yo lo descubrí; solo; absolutamente solo. Y cuando hube hecho todo el trabajo realmente importante y les invité a participar, me echaron fuera. No supieron obsequiarme sino con lamentaciones porque había aterrizado en ese mundo y acaso lo hubiera estropeado todo por interferir. ¿Por qué habría de contárselo? Descúbranlo por sí mismos, si son tan sabios que pueden darse el gustazo de despacharme a puntapiés.
    El jefe de la Junta pensaba con amargura: «¡Mal dotado! ¡Complejo de inferioridad! ¡Manía persecutoria! ¡Estupendo! Todo encaja ahora, cuando nos hemos tomado la molestia de alejar los ojos del horizonte y ver lo que teníamos ante las propias narices. Ahora que todo se ha perdido.»
    —Muy bien, Realo —dijo en voz alta—. Todos salimos derrotados. Váyase.
    Brand Gorla preguntó, con voz tensa:
    —¿Se acabó? ¿Se acabó de verdad?
    El jefe de la Junta respondió:
    —Se acabó verdaderamente. El experimento primitivo, como tal, ha terminado. Las distorsiones creadas por la visita de Realo serán sobradamente importantes para convertir todo lo que estamos estudiando aquí en un lenguaje muerto. Además... Murry tiene razón. Si llegan a descubrir los viajes interestelares, serán peligrosos.
    —Pero ustedes no van a destruirlos —gritaba Realo—. No pueden destruirlos. No han hecho ningún daño a nadie.
    No le respondieron, y él siguió delirando:
    —Me vuelvo allá. Les avisaré. Estarán preparados. Les avisaré.
    Retrocedía hacia la puerta, con el delgado y blanco cabello hirsuto y los ojos, de encarnados bordes, saliéndosele de las órbitas.
    El jefe de la Junta no se movió para detenerle cuando salió disparado.
    —Déjele que se vaya. Aquello fue su vida. Ya no me importa.
    Theor Realo se lanzó hacia el mundo de los robots a una velocidad que casi le sofocaba.
    Allá lejos, al frente, había la mota de polvo de un mundo aislado lleno de imitaciones artificiales de seres humanos bregando y luchando como partes que eran de un experimento periclitado. Abriéndose paso a ciegas hacia la nueva meta de los viajes interestelares, que habían de ser su sentencia de muerte.
    Se dirigía hacia aquel mundo, hacia la misma ciudad donde lo «estudiaron» la primera vez. La recordaba bien. Su nombre estaba formado por las dos primeras palabras que aprendió del idioma de aquella gente: ¡Nueva York!

    Callejón sin salida
    “Una sola vez en toda la historia galáctica se descubrió una raza de seres inteligentes.”
    Ligurn Vier, Ensayos de historia
    I
    De: Oficina de Provincias Exteriores.
    A: Loodun Antyok, Administrador Público Jefe, A-8.
    Tema: Supervisor Civil de Cefeo 18, Situación Administrativa como:
    Referencias:
    (a) Decreto del Concejo 2.515, del año 971 del Imperio Galáctico, titulado «Nombramiento de Funcionarios del Servicie Administrativo, Métodos para el, Revisión de».
    (b) Ordenanza Imperial, Ja 2374, fechada 243/ 975 G. E.
    1. En virtud de la referencia (a) queda usted nombrado por la presente para el cargo aludido en el tema. La jurisdicción del citado cargo de supervisor civil de Cefeo 18 se extenderá sobre los vasallos no-humanos del emperador que vivan en el planeta bajo las cláusulas de autonomía expresadas en la referencia (b).
    2. Los deberes del cargo del tema abarcarán la supervisión general de todos los asuntos internos no-humanos, la coordinación de los comités investigadores e informadores autorizados por el Gobierno, y la preparación de informes semestrales sobre todas las fases de asuntos no-humanos.
    C. Morly, jefe de la O. de P. E., 12/977 G. E,
    Loodun Antyok había escuchado muy atento, y ahora sacudía blandamente la redonda cabeza.
    —Amigo, me gustaría ayudarle; pero ha cogido por los cuernos al toro que no debía coger. Será mejor que lleve este asunto a la Oficina.
    Tomor Zammo volvió a derrumbarse sobre el sillón y se frotó furiosamente el pico que tenía por nariz, se pensó mejor lo que iba a decir y, en su lugar, respondió sosegadamente:
    —Sería lógico, pero no práctico. Ahora no puedo hacer un viaje a Trantor. Usted es el representante de la Oficina en Cefeo 18. ¿Está completamente inerme?
    —Pues, hasta como supervisor civil, tengo que moverme dentro de los límites de la política de la Oficina.
    —Bien —gritó Zammo—, entonces dígame qué política sigue la Oficina. Soy jefe de un comité investigador científico, bajo autorización imperial directa y se me supone investido de los poderes más amplios; sin embargo, a cada recodo del camino me veo detenido en seco por las autoridades civiles, que no saben sino soltarme el grito de loro de «política de la Oficina» para justificarse. ¿Qué es política de la Oficina? Todavía no me han dado una definición aceptable.
    La mirada de Antyok permanecía directa e inalterada.
    —Tal como yo lo veo —dijo—, y esto no es oficial, de modo que no me lo puede exigir luego, la política de la Oficina consiste en tratar a los no-humanos lo más decentemente que se pueda.
    —Entonces, ¿qué autoridad tienen...?
    —¡Ssssttt! No sirve de nada levantar la voz. La verdad es que Su Majestad Imperial es muy humanitario discípulo de la filosofía de Aurelion. Puedo decirle por lo bajo que se sabe muy bien que fue el emperador en persona el primero en sugerir que se estableciera este mundo. Puede usted apostar a que la política de la Oficina se sujetará muy estrictamente a las ideas imperiales. Y también puede apostar a que yo no puedo navegar contra esa clase de corriente.
    —Bien, hijo mío —los carnosos párpados del fisiólogo retemblaron—, si adopta esa actitud, perderá el puesto. No, no mandaré que le echen. No insinuaba tal cosa, ni mucho menos. Simplemente, el puesto se disipará debajo de sus pies, ¡porque aquí no se hará absolutamente nada!
    —¿De veras? ¿Por qué? —Antyok era bajo, rosado y regordete, y a su mofletuda cara solía serle difícil mostrar otra expresión que la de una blanda y alegre cortesía... pero ahora estaba muy serio.
    —Usted no lleva mucho tiempo aquí. Yo, sí —Zammo frunció el ceño—. ¿Le molestará que fume? —sostenía en la mano un cigarro nudoso y duro, y lo encendió despreocupadamente a fuertes chupadas. Después continuó en tono áspero—: Aquí no caben humanitarismos, gobernador. Usted trata a los no-humanos como si fueran humanos, y esto no le resultará bien. En realidad, no me gusta la palabra «no-humanos». Son animales.
    —Son inteligentes —adujo mansamente Antyok.
    —Bueno, animales inteligentes, pues. Presumo que los dos términos no se excluyen. Sea como fuere, inteligencias distintas mezcladas en un mismo terreno no pueden dar buenos resultados.
    —¿Propone que los matemos a todos?
    —¡No, Galaxia! —Hizo un ademán con el cigarro—. Propongo que los miremos como objetos de estudio, y solamente eso. Si se nos permitiera, podríamos aprender muchas cosas de esos animales. Conocimientos, permítaseme señalar, que se podrían aprovechar en beneficio inmediato de la raza humana. Ahí tiene usted humanidad. Ahí tiene el bien de las masas, si le interesa el culto invertebrado de Aurelion.
    —¿A qué se refiere, por ejemplo?
    —Para citar lo más obvio... habrá oído hablar de su química, supongo.
    —Sí —reconoció Antyok—. He hojeado la mayoría de comunicaciones de los no-humanos publicadas en los diez últimos años. Espero hojear otras.
    —Humm. Bueno... Entonces, todo lo que debo decir es que su terapia química es muy completa. Por ejemplo, he sido testigo presencial, de la curación de un hueso fracturado, lo que se entiende por hueso fracturado entre ellos, empleando una píldora. El hueso quedó entero y sano en quince minutos. Naturalmente, ninguna de sus drogas causaría un beneficio a los humanos. La mayoría nos matarían rápidamente. Pero si descubriésemos cómo actúan en los no-humanos... en los animales...
    —Sí, sí. Comprendo la importancia que tendría.
    —Ah, ¿lo comprende? Eso me halaga. Un segundo punto es el de que esos animales se comunican de una manera desconocida.
    —¡Por telepatía!
    Los labios del científico se contorsionaban mientras iba repitiendo:
    —¡Telepatía! ¡Telepatía! ¡Telepatía! Lo mismo podría haber dicho mediante una poción de bruja. Nadie sabe nada de la telepatía salvo su nombre. ¿Cuál es el mecanismo de la telepatía? ¿Cuáles son sus elementos fisiológicos y psíquicos? Me gustaría descubrirlo, pero no puedo. Si he de escucharle a usted, la política de la Oficina lo prohíbe.
    —Oiga... Perdóneme, doctor, pero no le entiendo bien. ¿Cómo se lo impiden? Seguro que la Administración Civil no ha intentado siquiera obstaculizar la investigación científica sobre esos no-humanos. Por supuesto, no puedo responder enteramente de lo que hiciera mi antecesor; en cuanto a mí...
    —No se ha producido ninguna interferencia directa. No aludía a eso. Pero, ¡por la Galaxia, gobernador! Nos ata las manos el espíritu de todo el montaje. Ustedes nos mandan que los tratemos como a seres humanos. Les permiten que tengan su jefe propio y una autonomía interna. Los miman y les conceden lo que la filosofía de Aurelion llamaría «derechos». Yo no puedo tratar con su jefe.
    —¿Por qué no?
    —Porque se niega a darme carta blanca. No nos permite realizar experimentos con un sujeto, cualquiera que sea, sin el consentimiento de éste. Los dos o tres voluntarios que conseguimos nunca fueron demasiado brillantes. Es una situación imposible.
    Antyok levantó los hombros desamparado. Zammo continuó:
    —Por añadidura, es absolutamente imposible aprender nada que valga la pena sobre el cerebro, la fisiología y la química de esos animales si no podemos echar mano de disecciones, experimentos dietéticos y drogas. Ya sabe, gobernador, la investigación científica es un juego duro. El humanitarismo no tiene mucha cabida en ella.
    Loodun Antyok se daba unos golpecitos en el mentón con índice dubitativo.
    —¿Tan difícil ha de ser? Esos no-humanos son criaturas inofensivas. Seguramente la disección... Quizá si usted los abordara de otra manera... Tengo la sospecha de que se gana su enemistad. Quizá adopte una actitud un tanto despótica.
    —¡Despótica! Yo no soy uno de esos psicólogos lloriqueantes tan en boga estos días. No creo que se pueda resolver un problema que requiere disecciones enfocándolo con lo que se suele llamar la «actitud personal acertada», según la jerga de la época.
    —Lamento que piense así. A todos los administradores de categoría superior a A-4 se les exige una formación socio-psicológica.
    Zammo se quitó de la boca el pedazo de cigarro que tenía, y volvió a metérselo después del adecuado intervalo despectivo.
    —Entonces, convendrá que emplee un poco de su técnica en la Oficina. Ya sabe, yo tengo amigos en la corte imperial.
    —Bueno, vamos, no puedo ir a plantearles el asunto así por las buenas. La política fundamental no entra en mi jurisdicción, y estas cosas sólo las puede iniciar la Oficina. Pero, ya sabe, podríamos ensayar un método indirecto. —Con una leve sonrisa, añadió—: Estrategia.
    —¿De qué clase?
    Antyok levantó de pronto un índice, mientras dejaba caer ligeramente la otra mano sobre las hileras de informes encuadernados en gris apilados junto a su sillón.
    —Pues mire, los he repasado casi todos. Son aburridos, pero contienen algunos hechos. Por ejemplo, ¿cuándo nació el último ser no-humano en Cefeo 18?
    Zammo meditó muy poco.
    —No lo sé. Y no me importa.
    —Pero a la Oficina, sí. En Cefeo 18 no ha nacido ni un solo niño no-humano... en los dos años que hace que se ha establecido este mundo. ¿Sabe usted la causa?
    El fisiólogo se encogió de hombros.
    —Hay demasiados factores involucrados. Habría que estudiarlo.
    —De acuerdo, pues. Supongamos que usted redacta un informe...
    —¡Informes! He escrito veinte.
    —Redacte otro. Haga resaltar los problemas no resueltos. Dígales que tiene que cambiar de métodos. Exponga el problema del promedio de nacimientos. La Oficina no se atreverá a ignorarlo. Si los no-humanos mueren, alguien tendrá que responder ante el emperador. Usted ve que...
    Zammo le miró fijamente, con ojos sombríos»
    —¿Con eso moveremos el caso?
    —Hace veintisiete años que trabajo para la Oficina. Sé cómo funciona.
    —Lo pensaré —Zammo se levantó y salió con paso gallardo. La puerta se cerró de golpe detrás de él.
    Horas después, Zammo la decía a un colaborador suyo;
    —Antes que nada, es un burócrata. Nunca abandonará las ortodoxias del papeleo ni se atreverá a jugarse el pellejo. Hará muy poca cosa por sí mismo; aunque quizá haga algo más si lo utilizamos como conducto.
    De: Cuartel General Administrativo, Cefeo 18. A: O. de P. E.
    Tema: Proyecto 2.563 de Provincias Exteriores, Parte II - Investigación Científica de no-humanos en Cefeo 18, Coordinación de la.
    Referencias:
    (a) Carta de la O. de P. E. Cef-N-CM/jg, 100.132, fechada en 302/975 G. E.
    (b) Carta Ad. C. G.-Cef 18. AA-LA/mn, fechada en 140/977 G. E.
    Contenido:
    1. Grupo Científico 10 División de Física y Bioquímica, informe titulado «Características fisiológicas de los no-humanos de Cefeo 18, Parte XI», fecha 172/977 G. E
    2. El contenido 1, incluido en la presente, lo enviamos para información de la O. de P. E. Conviene observar que la Sección XII, párrafos 1-16 del Cont. 1, se refiere a posibles cambios en la política actual de la O. de P. E, en relación a los no-humanos, en vistas a facilitar investigaciones físicas y químicas en la actualidad, procediendo bajo la autorización de la referencia (a).
    3. Se somete a la consideración de la O. de P. E. que la referencia (b) ha discutido ya posibles cambios en los métodos de investigación y que Ad. C. G.-Cef 18 sigue opinando que tales cambios son prematuros todavía. A pesar de todo, sugiere que la cuestión del promedio de nacimientos de no-humanos sea objeto de un proyecto de la O. de P. E. asignado a Ad. C. G.-Cef 18 en vista de la importancia que el Grupo Científico ha concedido al problema, como se evidencia en la Sección V del Contenido 1.
    L. Antyok, Superv. Ad. C. G.-Cef 18, 174/977
    De: O. de P. E.
    A: Ad. C. G.-Cef 18.
    Tema: Proyecto 2.567 Provincia Exterior - Investigaciones Científicas de los no-humanos de Ce-feo 18, Coordinación de.
    Referencia:
    (a) Carta Ad. C. G.-Cef 18. AA-LA/mn, fecha 174/977 G. E.
    1. En respuesta a la sugerencia contenida en el párrafo 2 de la referencia (a) se considera que la cuestión del promedio de nacimientos de no-humanos no cae dentro de la jurisdicción de Ad. C. G.-Cefeo 18. En vista del hecho de que el Grupo Científico 10 ha informado de que la pretendida esterilidad puede ser debida probablemente a deficiencias químicas del suministro de alimento, todas las investigaciones a realizar en este campo quedan confiadas al Grupo Científico 10 como propiamente autorizado.
    2. Las tareas de investigación de los diversos Grupos Científicos continuarán de acuerdo con las normas actuales sobre la cuestión. No se prevé ningún cambio de política.
    C. Morily, jefe de O. de P. E., 786/977 G. B.
    II
    El periodista, por flaco y desgarbado en los gestos, parecía sombríamente alto. Se llamaba Gustiv Bannerd, y su fama iba acompañada de una auténtica capacidad... dos cosas que no siempre andan juntas, a pesar de las máximas de la moral elemental.
    Loodun Antyok le tomó las medidas con recelo y dijo:
    —De nada serviría negar que tiene usted razón. Pero el informe del Grupo Científico tenía carácter confidencial. No comprendo cómo...
    —Se filtró —concluyó Bannerd, empecinado—. Todo se filtra.
    Antyok estaba claramente desconcertado; su rosado semblante se arrugaba levemente.
    —Entonces, tendré que tapar el agujero que hay aquí. No puedo dar paso libre a su crónica. Tiene que eliminar primero toda alusión a quejas del Grupo Científico. Usted lo comprende, ¿verdad?
    —No —Bannerd estaba sobradamente tranquilo—. Es una cosa importante, y yo tengo mis derechos, según el decreto imperial. Yo creo que el Imperio debería saber lo que pasa.
    —Es que no pasa —replicó Antyok, desesperado—. Todo lo que usted alega es falso. La Oficina no cambiará de política. Le he enseñado las cartas.
    —¿Cree que puede enfrentarse a Zammo cuando presiona con toda su fuerza? —preguntó burlonamente el periodista.
    —Lo haré..., si le creo equivocado.
    —¡Sí! —puntualizó Bannerd llanamente. Luego, con súbita vehemencia, dijo—: Antyok, el Imperio tiene una cosa muy importante aquí; una cosa mayor de lo que el Gobierno parece advertir. Y la están destruyendo. Están tratando a esas criaturas como animales.
    —En verdad... —empezó Antyok en tono débil.
    —No me hable de Cefeo 18. Es un parque zoológico. Es un zoo de primera clase, donde sus anquilosados científicos atormentan a esas pobres criaturas pinchándolas con palos por entre los barrotes. Ustedes les echan comida; pero al mismo tiempo las tienen en jaulas. ¡Lo sé! Hace dos años que son el tema de mis reportajes. Casi estuve viviendo con ellas.
    —Zammo dice...
    —¡Zammo! —repitió el periodista con desprecio.
    —Zammo dice —insistió Antyok con atormentada firmeza— que en realidad los tratamos demasiado como a seres humanos.
    Las largas y rectas mejillas del periodista se tensaron.
    —Zammo es más bien pariente de los animales, por derecho propio. Es un fanático de la ciencia. Nos pasaríamos con unos cuantos menos como él. ¿Ha leído usted las obras de Aurelion?
    Esta última pregunta la espetó de modo súbito.
    —Humm. Sí. Comprendo al emperador...
    —El emperador se inclina hacia nosotros. Lo cual es bueno... mucho mejor que montar la persecución del último reino.
    —No sé adonde se encamina usted.
    —Esos extraños pueden enseñarnos muchas cosas. ¿Comprende? Cosas que no les sirven de nada a Zammo y a su Grupo Científico; no son telepatía, no son química. Son una manera de vivir y de pensar. Los extraños no tienen delincuentes, no tienen inadaptados. ¿Qué esfuerzo se está llevando a cabo para estudiar su filosofía? ¿O para aprender de ellos en cuanto a planificación social?
    Antyok se puso pensativo; se le alisó la rolliza cara.
    —Es una consideración interesante. Sería un problema para psicólogos...
    —Ni pensarlo. La mayoría son unos charlatanes. Los psicólogos señalan problemas; pero dan soluciones falaces. Necesitamos hombres de Aurelion. Hombres de la Filosofía...
    —Pero oiga, no podemos convertir a Cefeo 18 en... en un estudio metafísico.
    —¿Por qué no? Puede hacerse fácilmente.
    —¿Cómo?
    —Olvídese de la observación de tubos de ensayo. Permita que los extraños organicen una sociedad libre de humanos. Concédales una independencia sin trabas y permita una mezcla de filosofías...
    Antyok dejó oír su nerviosa réplica:
    —Esto no se puede hacer en un día.
    —Pero podemos empezar en un día.
    El gobernador dijo pausadamente:
    —Bien, yo no puedo impedirle que lo intente —se puso confidencial; sus mansos ojos se volvieron pensativos—. De todos modos, si publica el informe del Grupo Científico 10 y lo denuncia fundándose en motivos humanitarios, usted mismo se segará la hierba bajo los pies. Los científicos son gente poderosa.
    —Y nosotros, los de la Filosofía, también.
    —Sí, pero hay un camino fácil. No es necesario que despotrique. Sencillamente, haga notar que el Grupo Científico no resuelve sus problemas. Hágalo sin sentimentalismos y deje que los lectores mediten el punto de vista de usted por sí mismos. Coja el problema del promedio de nacimientos, por ejemplo. Ahí tiene algo interesante. Por todo lo que la ciencia es capaz de hacer los no-humanos pueden extinguirse en una generación. Señale que se necesita un enfoque más filosófico O escoja algún otro punto evidente Utilice su propio buen criterio, ¿eh? —Antyok dirigía una sonrisa conciliadora al periodista, al mismo tiempo que se levantaba—. Pero, por amor de la Galaxia, no promueva un asunto feo.
    Bannerd estaba rígido y poco asequible.
    —Quizá tenga razón.
    Más tarde, Bannerd escribía a su amigo, en un mensaje por cápsula: «No es inteligente, en modo alguno. Está desorientado; no tiene una línea que le guíe por la vida. Sin duda, es perfectamente incompetente para su puesto. Pero es maniobrero y hombre de componendas; sortea las dificultades mediante compromisos y prefiere hacer concesiones que adoptar una postura inflexible. En este sentido, puede ser valioso. Tuyo en Aurelion.»
    De: Ad. C. G.-Cef 18. A: O. de P. E.
    Tema: Promedio de nacimientos de no-humanos en Cefeo 18, Reportaje sobre el.
    Referencias:
    (a) Carta Ad. C, G.-Cef 18. AA-LA/mn, fecha 174/977 G. E.
    (b) Decreto Imperial, Ja 2374, fechado en 243/ 975 G. E.
    Contenido:
    1-G. Reportaje de Bannerd, fechado en Cefeo 18, 201/977 G. E.
    2-G. Reportaje de Bannerd, fechado en Cefeo 18, 203/977 G. E.
    1. La esterilidad de los no-humanos de Cefeo 18, comunicada a la O de P E. en la referencia (a) ha sido tema de reportajes periodísticos de la prensa galáctica. Dichos reportajes van incluidos en la presente para información de la O. de P. E. como Contenidos 1 y 2. Aunque los mencionados reportajes se fundan en material considerado confidencial y no abierto al público, el citado reportero defendió su derecho de libre expresión según los términos de la referencia (b).
    2. En vista de la publicidad inevitable y de las malas interpretaciones, también ahora inevitables, por parte del público en general, solicitamos que la O. de P. E. indique la política futura sobre el problema de la esterilidad de los no-humanos.
    L. Antyok, Superv. Ad. C. G.-Cef 18, 209/977 G. E.
    De: O. de P. E. A: Ad. C. G.-Cef 18.
    Tema: Promedio de nacimientos de no-humanos en Cefeo 18, Investigación del.
    Referencias:
    (a) Carta Ad. C. G.-Cef 18. AA-LA/mn, fecha 209/977 G. E.
    (b) Carta Ad. C. G.-Cef 18. AA-LA/mn, fecha 174/977 G. E.
    1. Se tiene el propósito de investigar las causas y los medios de evitar el desfavorable fenómeno en el ritmo de nacimientos mencionado en las referencias (a) y (b). Por ello se ha montado un plan titulado «Promedio de nacimientos de no-humanos en Cefeo 18, Investigación del», al cual, en vista de la importancia crucial del asunto, se le ha concedido una prioridad AA.
    2. El número asignado al plan en cuestión es el 2.910, y todos los gastos que depare se cargarán a la Asignación número 18/78.
    C. Morily, jefe O. de P. E., 223/977 G. E.
    III
    Si el mal humor de Tomor Zammo disminuyó dentro de los terrenos de la Estación Experimental del Grupo Científico 10, su amabilidad, en cambio, no había mejorado. Antyok se hallaba de pie, en solitario, junto a la ventana de observación del laboratorio principal.
    Este laboratorio principal de campo era un espacioso patio dotado con el medio ambiente propio de Cefeo 18 para incomodidad de los experimentadores y conveniencia de los experimentados. Por la ardiente arena y a través del aire, seco y rico en oxígeno, resplandecía el fulgor de los cálidos y blancos rayos solares. Bajo aquel fuego, los no-humanos, unos seres rojo-ladrillo, membrudos y de piel arrugada, se amontonaban posados sobre los cuartos traseros, en postura de descanso de uno en uno, o de dos en dos.
    Zammo salía del laboratorio y se detuvo, sediento, a beber un poco de agua; luego levantó la vista. El labio superior, mojado, le relumbraba.
    —¿Le gustaría entrar ahí dentro?
    Antyok movió la cabeza negativamente, muy resuelto.
    —No, gracias. ¿A qué temperatura están en este momento?
    —A cincuenta y cuatro grados centígrados, si hubiera sombra. Y se quejan de frío. Es la hora de beber. ¿Quiere ver cómo beben?
    Del surtidor del centro del patio brotó un chorro de agua y las figurillas de los extraños se pusieron en pie inseguras y arrancaron a correr a saltos, vivamente, a un trote medio muy elástico. Después se arremolinaron junto al agua, empujándose unos a otros. El centro de sus rostros quedó desfigurado de pronto por la proyección de un tubo carnoso largo y flexible, que introducían en el chorro y lo retiraban goteando.
    La maniobra se prolongó varios minutos. Los cuerpos se hinchaban; las arrugas desaparecían. Los no-humanos se retiraban poco a poco, caminando hacia atrás, con el tubo aspirador entrando y saliendo de sus rostros, antes de quedar reducido por fin a una masa rosada, arrugada, encima de una boca ancha y sin labios. Entonces fueron a tenderse a dormir en grupos, en los rincones sombreados, redondos y satisfechos.
    —¡Animales! —exclamó Zammo con desprecio.
    —¿Cuántas veces beben? —preguntó Antyok.
    —Cuantas quieren. Pueden aguantar una semana sin beber, si es preciso. Nosotros los abrevamos todos los días. Tienen el depósito de reserva debajo de la piel. Comen al atardecer. Ya sabe, son vegetarianos.
    Antyok sonrió satisfecho.
    —Es bonito procurarse un poco de información de primera mano de vez en cuando. No puedo pasarme todo el tiempo leyendo informes.
    —¿Es bonito? —sin darle importancia añadió—: ¿Qué noticias hay? ¿Qué hay de los muchachos con pantaloncitos de encaje de Trantor?
    Antyok alzó los hombros, dubitativo.
    —Por desgracia, no conseguimos que la Oficina dé una respuesta clara. Como el emperador simpatiza con los aurelionistas, el humanitarismo está a la orden del día. Ya lo sabe usted.
    Hubo una pausa durante la cual el gobernador se mordía el labio, indeciso.
    —Además, ahora tenemos este problema del promedio de nacimientos. Ya sabe, al final lo han asignado a Ad. C. G., y con prioridad doble A, encima.
    Zammo refunfuñó algo, en voz baja. Antyok dijo:
    —Es posible que usted no se dé cuenta, pero ese proyecto tendrá preferencia sobre todos los demás trabajos que se lleven a cabo en Cefeo 18. Es importante. —En seguida se volvió hacia la ventana de observación e inquirió pensativamente, sin el menor asomo de preámbulo—: ¿Cree usted que esas criaturas pueden ser desdichadas?
    —¡Desdichadas! —explotó Zammo.
    —Bueno, pues —se apresuró a rectificar Antyok—, mal ambientadas. ¿Me entiende? Es difícil procurar un medio ambiente propicio a una raza de la que sabemos tan poco.
    —Oiga, ¿ha visto alguna vez el mundo de donde las trajimos?
    —He leído los informes...
    —¡Informes! —dijo con infinito desprecio—. Yo lo he visto. A usted, esto de ahí quizá le parezca un desierto; pero para esos diablos es un paraíso rezumante. Tienen todo el alimento y toda el agua que pueden engullir. Tienen un mundo para ellos solos, con vegetación y cursos de agua naturales, en lugar de un terrón de sílice y granito metido en cavernas para hacer crecer en él, a la fuerza, unos hongos, y en lugar de obtener agua calcinando yeso. Antes de diez años habrían muerto todos, no habría quedado una sola de esas bestias. Nosotros las hemos salvado. ¿Desdichadas? Pu-a-a-a, si lo son no tienen la mitad de decencia que la mayoría de los animales.
    —Bueno, quizá. Sin embargo, se me había ocurrido una idea.
    —¿Una idea? ¿Qué idea? —Zammo sacó un cigarro.
    —Quizá ustedes podrían sacarle provecho. ¿Por qué no estudiar a esas criaturas de una manera más integrada? ¿Por qué no dejar que desarrollen su propia iniciativa? Al fin y al cabo, tenían una ciencia altamente evolucionada. Los informes la mencionan muy a menudo. Denles problemas que solucionar.
    —¿Como por ejemplo...?
    —Oh... oh —Antyok agitaba las manos desamparado—. Los que ustedes crean más provechosos. Por ejemplo, naves espaciales. Métanlas en el cuarto de control y estudien sus reacciones.
    —¿Por qué?
    —Porque la reacción de sus mentes ante instrumentos y controles adaptados al temperamento humano puede enseñarles muchísimo a ustedes. Además, creo que resultaría un aliciente más efectivo que todos los que han empleado. Conseguirá más voluntarios, entre esos extraños, si piensan que van a realizar un trabajo interesante.
    —Ya está saliendo el psicólogo que hay en usted. Humm. De momento, la idea parece mejor de lo que resultará, sin duda, en la realidad. Consultaré con la almohada. ¿Y dónde conseguiría el permiso, en todo caso, para dejarles manejar naves espaciales? No tengo ninguna a mi disposición, y seguramente, recorrer toda la cadena burocrática para que nos dieran una, requeriría mucho papeleo.
    Antyok meditaba; la frente se le arrugó ligeramente.
    —No han de ser forzosamente naves espaciales. A pesar de todo... si usted quisiera redactar otro informe y hacer la sugerencia como por propia iniciativa... insistiendo en ella, ¿comprende?... quizá encontrase la manera de enlazarla con mi proyecto sobre la natalidad. Con una prioridad doble A se obtiene prácticamente todo lo que se quiere, ya sabe, no hay preguntas.
    Zammo manifestó una falta de interés casi desconsiderada.
    —Bueno, quizá. Entretanto, tengo en marcha unas pruebas sobre el metabolismo basal, y se me hace tarde. Lo pensaré. No deja de ser una idea.
    De: Ad. C. G.-Cef 18.
    A: O. de P. E.
    Tema: Provincia Exterior Proyecto 2.910, Parte I - Promedio de nacimientos de no-humanos en Cefeo 18, Investigación del.
    Referencia:
    (a) Carta O. de P. E. Cef-N-CM/car, 115.097, 223/977 G. E.
    Contenido:
    1. Grupo Científico 10 informe Físico y Bioquímico, Parte XV, fecha 220/977 G. E.
    1. Adjuntamos el contenido 1 para información de la O. de P. E.
    2. Dedicamos atención especial a la sección V, párrafo 3 del contenido 1 en el que se pide que se asigne una nave espacial al Grupo Científico 10 para utilizarla en investigaciones aceleradas autorizadas por la O. de P. E. La Ad. C. G.-Cef 18 considera que tales investigaciones pueden servir muy eficazmente para aumentar la efectividad del trabajo emprendido en el proyecto del tema, autorizado por la referencia (a). En vista de que la O. de P. E. ha concedido alta prioridad al proyecto del tema, se sugiere que se tome inmediatamente en consideración lo que solicita el Grupo Científico.
    L. Antyok, Superv. Ad. C. G.-Cef 18, 240/977
    De: O. de P. E. A: Ad. C. G.-Cef 18.
    Tema: Provincia Exterior, Proyecto 2.910 - Promedio de nacimientos de no-humanos en Cefeo 18, Investigación del.
    Referencia:
    (a) Carta Ad. C. G.-Cef 18. AA-LA/mn, fecha 240/977 G. E.
    1. La Nave de Entrenamiento AN-R-2.055 queda a disposición de Ad. C. G.-Cef 18 para emplearla en la investigación sobre los no-humanos de Cefeo con respecto al tema del proyecto y otros autorizados de P. E., como se pedía en el Contenido 1 para la referencia (a).
    2. Se pide urgentemente que se acelere por todos los medios posibles el trabajo en el tema del proyecto.
    C. Morily, jefe O. de P. E., 251/977 G. E.
    IV
    El pequeño y rojizo ser debía de haber soportado más incomodidades de lo que su porte quería admitir. Estaba cuidadosamente inmerso en una temperatura que hacía andar a sus compañeros humanos con la camisa desabrochada y sudando a mares.
    Tenía una voz aguda y una expresión cuidada:
    —A esta temperatura tan baja, el ambiente me parece húmedo, aunque no hasta un extremo insoportable.
    Antyok sonreía.
    —Ha sido muy amable viniendo; pero una prueba realizada en la atmósfera que tenían ustedes allá... —la sonrisa se había vuelto triste.
    —No importa. Ustedes, los habitantes del otro mundo, han hecho por nosotros más de lo que supimos hacer nunca nosotros mismos. Es un favor al que yo sólo correspondo muy imperfectamente al soportar alguna incomodidad —siempre parecía expresarse de una manera indirecta, como si enfocara los pensamientos de costado, como si hablar lisa y llanamente fuese contrario a la etiqueta.
    Gustiv Bannerd, sentado en un ángulo de la habitación, con una larga pierna cabalgando sobre la otra, movía la pluma ágilmente, y dijo:
    —¿Verdad que no les molestará que tome nota?
    El cefeidano no-humano dirigió una breve mirada al periodista:
    —No tengo inconveniente.
    Antyok insistía en dar explicaciones:
    —Ahora no se trata de una simple visita de sociedad, señor. No le habría sometido a ninguna molestia para eso solamente. Hay problemas importantes que considerar, y usted es el jefe de su pueblo.
    —Estoy convencido de que le animan a usted muy buenas intenciones —respondió el cefeidano, moviendo la cabeza afirmando—. Tenga la bondad de continuar.
    El gobernador tenía serias dificultades para traducir sus pensamientos en palabras.
    —Es un asunto —dijo— muy delicado y que no abordaría nunca, si no fuese por la grandísima importancia de la... humm... de la cuestión. Yo soy únicamente el portavoz de mi Gobierno...
    —Mi pueblo considera que el Gobierno del otro mundo es muy bondadoso.
    —Pues, sí, son bondadosos. Por esta razón los acongoja el hecho de que el pueblo de usted ya no se reproduzca.
    Antyok hizo una pausa y aguardó con ansiedad una reacción que no se produjo. La cara del cefeidano permanecía inmóvil, a excepción del leve y tembloroso movimiento del arrugado sector correspondiente al deshinchado tubo de aspiración de líquidos. Antyok continuó:
    —Es un asunto que no me decidía a plantear debido a sus aspectos extremadamente personales. El principio fundamental de mi Gobierno en estas materias es el de la no interferencia; por ello hemos hecho cuanto hemos podido por estudiar el problema sin molestarles a ustedes. Pero, francamente, hemos...
    —¿Han fracasado? —terminó el cefeidano, advirtiendo la pausa del otro.
    —Sí. O al menos, no hemos sabido descubrir ninguna deficiencia concreta al reproducir el medio ambiente exacto del mundo de origen de ustedes; por supuesto, con las modificaciones necesarias para hacerlo más habitable todavía. Naturalmente, se piensa que debe existir alguna deficiencia química. Por ello le suplico tenga la buena voluntad de ayudarnos en esta cuestión. Su pueblo de usted está muy adelantado en el estudio de su propia bioquímica. Si usted no quiere, o si prefiere no...
    —No, no, puedo ayudarles —el cefeidano parecía muy animado en este sentido. Las lisas superficies de su cráneo, sin pelo y con la piel suelta, se arrugaban reaccionando de una manera singular a una emoción incierta—. No es ésa una cuestión que ninguno de nosotros hubiera pensado que pudiera acongojarles a ustedes, los habitantes del otro mundo. El hecho de que así ocurra no es sino otra prueba más de su benévola amabilidad. Este mundo de aquí nos parece un paraíso en comparación con el que nosotros habitábamos. No falta nada. Las condiciones que se nos brindan aquí sólo las conocíamos por las leyendas de nuestro Siglo de Oro.
    —Pues...
    —Pero hay una cosa; una cosa que quizá usted no entienda. No podemos esperar que inteligencias distintas piensen del mismo modo.
    —Intentaré comprender.
    La voz del cefeidano se había dulcificado, aumentando en tonos bajos, líquidos:
    —En nuestro mundo de origen, nos moríamos; pero luchábamos. Nuestra ciencia, desarrollada a lo largo de una historia más antigua que la de ustedes, perdía el combate; pero aún no lo había perdido del todo. Quizá se debiera a que nuestra ciencia era fundamentalmente biológica, antes que física como la de ustedes. Su pueblo descubrió nuevas formas de energía y alcanzó las estrellas. Nuestro pueblo descubría verdades nuevas en el campo de la sicología y la psiquiatría y edificaba una sociedad laboriosa, libre de enfermedades y delitos.
    »No es necesario que nos preguntemos cuál de los dos enfoques merece más elogio; pero no cabe ninguna duda acerca de cuál cosechó al final los mayores triunfos. En nuestro mundo agonizante, sin medios de vida ni fuentes de energía, nuestra ciencia biológica no podía hacer otra cosa que dulcificar la muerte.
    »Y sin embargo, luchábamos Desde hacía siglos nos abríamos camino, tanteando y volviendo a tantear, hacia la energía atómica, y poco a poco empezaba a brillar la chispa de la esperanza de que conseguiríamos vencer los límites bidimensionales de nuestra superficie planetaria y alcanzaríamos las estrellas. En nuestro sistema no había otros planetas que nos sirvieran de etapas. No teníamos nada hasta la estrella más próxima, que distaba unos veinte años-luz, y no teníamos idea de la posibilidad de que existieran otros sistemas planetarios, sino que más bien nos inclinábamos por creerlo al revés.
    »Pero todo tipo de vida tiene tendencia a sobrevivir, aunque sea inútilmente. En los últimos días ya sólo quedábamos cinco mil. Cinco mil, nada más. Y nuestra primera nave estaba lista. Una nave experimental. Seguramente habría fracasado. De todos modos, habíamos deducido ya, acertadamente, todos los principios de propulsión y navegación.
    Hubo una larga pausa; los ojillos negros del cefeidano parecían vidriosos al rememorar el pasado.
    —¿Y entonces llegamos nosotros? —interpuso el periodista, desde su rincón.
    —Y entonces llegaron ustedes —convino sencillamente el cefeidano—. Y todo cambió. Energía la teníamos a pedir de boca. Disponíamos de un mundo nuevo, a nuestra medida, un mundo ideal de verdad. Si los problemas sociales los habíamos solucionado tiempo atrás nosotros mismos, nuestros más difíciles problemas de medio ambiente nos los solucionaron otros, y de un modo no menos completo.
    —¿Entonces? —aguijoneó Antyok.
    —Entonces... hubo algo que no marchaba bien. Nuestros antepasados habían luchado siglos y siglos por alcanzar las estrellas, y entonces, de pronto, resultó que pertenecían ya a otros. Habíamos luchado por la vida, y nos encontramos con que la vida era un regalo que otros seres nos ponían en las manos. Ya no hay motivo para luchar. Ya no hay nada que conseguir. Todo el universo es propiedad de la raza de ustedes.
    —Este mundo les pertenece —dijo afablemente Antyok.
    —Por consentimiento. Es un regalo. No nos pertenece por derecho propio.
    —A mi entender, ustedes se lo han ganado.
    El cefeidano tenía los ojos clavados en el semblante del otro.
    —Usted está cargado de buenas intenciones, pero dudo que lo comprenda. No tenemos adonde ir, salvo este mundo que nos han regalado. La función de la vida consiste en luchar, y esta función nos la han arrebatado. La vida ya no puede interesarnos. No tenemos descendencia... porque no queremos. Es nuestra manera de apartarnos del camino de ustedes.
    Distraídamente, Antyok había sacado el fluoro-globo del asiento de la ventanilla y lo hacía girar sobre la base. Al girar, la chillona superficie reflejaba luz, y su mole, de casi un metro de altura, flotaba en el aire con gracia y ligereza incongruentes. Después Antyok preguntó:
    —¿Es la única solución que se les ocurre? ¿La esterilidad?
    —Otra sería escapar —susurró el cefeidano—, pero ¿en qué lugar de la Galaxia hay sitio para nosotros? Es toda de ustedes.
    —Efectivamente, si quieren ser independientes no queda ningún lugar más próximo que las Nubes de Magallanes. Las Nubes de Magallanes...
    —Y ustedes no nos dejarían marchar. Lo hacen todo con buena intención, ya lo sé.
    —Sí, lo hacemos con buena intención... pero no podríamos dejarles marchar.
    —Es una bondad equivocada.
    —Quizá; pero ¿no podrían consolarse? Poseen un mundo.
    —Es un fenómeno que no se puede explicar bien. Ustedes tienen mía mente distinta. No podríamos consolarnos. Creo, gobernador, que ha pensado sobre esto en otras ocasiones. El concepto de callejón sin salida en el que nos sentimos atrapados no es nuevo para usted.
    Antyok levantó la vista, estremecido, y con una mano detuvo el fluoro-globo.
    —¿Es que me lee el pensamiento?
    —Es sólo una suposición. Y acertada, me parece.
    —Sí..., pero ¿puede leerme el pensamiento? El pensamiento de los seres humanos en general, quiero decir. Es un punto interesante. Los científicos dicen que no, pero a veces me pregunto si no será, sencillamente, que no quieren. ¿Puede contestarme? O quizá le retengo indebidamente.
    —No..., no... —pero el pequeño cefeidano se envolvió mejor en el abrigo y escondió el rostro, por un momento, en la esterilla del cuello, calentada eléctricamente—. Ustedes, los del otro mundo, hablan de leer mentes. No, no es eso, en absoluto; pero tampoco sabría explicar en modo alguno qué es
    Antyok musitó el antiguo proverbio:
    —No se le puede explicar qué es la vista a un ciego de nacimiento.
    —Sí, así es, exactamente. Ese sentido al que ustedes llaman muy equivocadamente «leer el pensamiento» no se nos puede aplicar a nosotros No se trata de que no podamos recibir las sensaciones adecuadas; se trata de que ustedes no las transmiten, y nosotros no sabríamos explicarles la manera de hacerlo.
    —Humm-mm-mm.
    —Naturalmente, hay ocasiones, momentos de gran concentración mental o tensión emocional por parte de uno de ustedes, en que algunos de nosotros, los más expertos en este sentido, los de mirada más penetrante, por así decirlo, descubrimos algo. Es una cosa incierta; sin embargo, yo mismo me he preguntado a veces...
    Con gran cuidado, Antyok volvió a poner el fluoro-globo en rotación. Su rosado semblante parecía absorto en meditaciones, mientras sus ojos permanecían fijos en el cefeidano. Gustiv Bannerd estiró los dedos y releyó las notas tomadas, moviendo los labios en silencio.
    El fluoro-globo seguía girando, y poco a poco parecía que el cefeidano se iba poniendo tenso, mientras sus ojos se desviaban hacia el coloreado tornasol de la frágil superficie del globo.
    —¿Qué es eso? —preguntó al cabo de unos momentos.
    Antyok tuvo un sobresalto; luego su rostro se distendió en una placidez casi de risa
    —¿Esto? Una moda galáctica de tres años atrás. Lo cual significa que este año es ya una reliquia irremediablemente anticuada. Es un artificio perfectamente inútil, pero bonito. Bannerd, ¿podría regular las ventanas de modo que no haya transmisión?
    Se oyó el leve chasquido de un contacto, y las ventanas se convirtieron en curvadas regiones de oscuridad, mientras en el centro de la habitación el fluoro-globo devenía súbitamente el foco de un resplandor rosáceo que parecía saltar al exterior a oleadas. Antyok, figura escarlata en una sala escarlata, colocó el globo sobre la mesa y lo hizo girar con una mano que iba goteando en rojo. A medida que el fluoro-globo giraba, sus colores iban cambiando, cada vez más de prisa, se mezclaban unos instantes y luego se disociaban en contrastes más extremados.
    Antyok hablaba en medio de una atmósfera imponente de arco iris fundido, cambiante.
    —La superficie es de un material que manifiesta una fluorescencia variable. Casi no tiene peso, es extremadamente frágil, pero está equilibrado giroscópicamente, de manera que, con la precaución normal, pocas veces cae. Es bastante bonito, ¿no le parece?
    Se oyó la voz del cefeidano que llegaba de algún punto de la sala:
    —Extremadamente bonito.
    —Pero ha dejado va de interesar; sigue existiendo después de haber pasado de moda.
    La voz del cefeidano sonaba abstraída:
    —Es muy bonito.
    Bannerd, ante un gesto de su jefe, iluminó la sala de nuevo, y los colores desaparecieron. El cefeidano dijo:
    —He ahí una cosa que a mi gente le gustaría. —Miraba el globo, fascinado.
    Antyok se levantó.
    —Será mejor que se vaya. Si se queda más tiempo, la atmósfera puede producirle efectos perjudiciales. Le doy las gracias humildemente por su amabilidad.
    —Yo se las doy humildemente a usted por la suya. —El cefeidano también se había levantado.
    —Ah, de paso —dijo Antyok—, la mayoría de su gente ha aceptado nuestro ofrecimiento de dejarles estudiar la construcción de nuestras naves espaciales. Supongo que usted comprende que nos proponíamos estudiar cómo reaccionan ante nuestra tecnología. Confío que este proceder estará de acuerdo con el sentido ético de usted.
    —No es necesario que me dé excusas. Yo mismo tengo ahora las piezas de un piloto humano. Ha sido muy interesante. Nos recuerda los trabajos que nosotros habíamos hecho... y nos hace ver lo cerca que estábamos de la meta.
    El cefeidano se marchó, y Antyok se sentó, con el ceño fruncido.
    —Bueno —le dijo a Bannerd, con acento algo tajante—. Confío que recordará lo que hemos convenido. No puede publicar esta entrevista.
    —Muy bien —respondió Bannerd, levantando los hombros.
    Antyok continuaba en su sillón, jugueteando con la pequeña figurilla de metal de la mesa escritorio.
    —¿Qué opina sobre esta cuestión, Bannerd?
    —Esos seres me dan lástima. Creo comprender su estado de ánimo. Hemos de educarlos para que lo superen. La Filosofía puede lograrlo.
    —¿Lo cree de veras?
    —Sí.
    —No podemos dejarles marchar, claro está.
    —Oh, no. Ni hablar. Nos queda demasiado que aprender de ellos. Esta sensación que tienen ahora representa solamente una fase pasajera. Cambiarán de parecer, sobre todo cuando les concedamos la independencia más completa.
    —Quizá. ¿Qué opina de los fluoro-globos, Bannerd? Le han gustado. Quizá deberíamos encargar varios millares. La Galaxia sabe que por estos días infestan el mercado, y están baratos.
    —Parece buena idea —asintió Bannerd.
    —Sin embargo, la Oficina no estará de acuerdo. Los conozco.
    El periodista entornó los ojos.
    —Y no obstante, podría ser lo más indicado. Necesitan cosas nuevas que les atraigan.
    —¿Sí? Bueno, pues quizá se pudiera hacer algo. Yo podría incluir la reseña que ha hecho usted de la entrevista en un informe mío y cargar un poco el acento en la cuestión de los globos. Al fin y al cabo, usted es miembro de la Filosofía y puede tener influencia cerca de gente importante cuya palabra pesara mucho más que la mía en la Oficina. ¿Me comprende...?
    —Sí —musitó Bannerd—. Sí.
    De: Ad. C. G.-Cef 18
    A: O. de P. E.
    Tema: Proyecto 2.010 de P, E. Parte III. Promedio de nacimientos de no-humanos en Cefeo, Investigación del.
    Referencia:
    (a) Carta O. de P. E. Cef-N-CM/car, 115.097, fecha 223/977 G. E.
    Contenido:
    1. Reseña de la conversación entre L. Antyok, de Ad. C. G.-Cef 18, y Ni-San, juez supremo de los no-humanos en Cefeo 18
    1. El Contenido 1 va adjunto en ésta para información de la O. de P. E.
    2. La investigación del tema proyecto emprendido en respuesta a la autorización de la referencia (a) la continuamos según las nuevas directrices indicadas en el contenido 1. La O. de P. E. puede estar segura de que se emplearán todos los medios para combatir la nociva actitud psicológica que prevalece actualmente entre los no-humanos.
    3. Es de notar que el juez supremo de los no-humanos de Cefeo 18 manifestó interés por los fluoro-globos. Se ha iniciado una investigación preliminar sobre este hecho de la psicología no-humana.
    L. Antyok, Superv. Ad. C. G.-Cef 18, 272/977 G. E.
    De: O. de P. E. A: Ad. C. G.-Cef 18.
    Tema: Proyecto 2.910 de P. E.; Promedio de nacimientos de no-humanos en Cefeo 18, Investigación del.
    Referencia:
    (a) Carta Ad. C. G.-Cef 18. AA-LA/mn, fecha 272/977 G. E.
    1. Con referencia al contenido 1 de la referencia (a) el Departamento de Comercio ha destinado cinco mil fluoro-globos para ser transportados a Cefeo 18.
    2. Se recomienda que Ad. C. G.-Cef 18 utilice, para calmar la insatisfacción de los no-humanos, todos los métodos que no estén en contradicción con la necesidad de obedecer las proclamas imperiales.
    C. Morily, jefe, O. de P. E., 283/977 G. E.
    V
    La comida había terminado, habían traído el vino y sacado los cigarros. Se habían formado grupos de interlocutores, y el capitán de la flota mercante constituía el centro del más numeroso. Su brillante uniforme blanco oscurecía bastante los de sus oyentes
    Su discurso tenía un tono más bien complacido:
    —El viaje no ha sido nada. En otra ocasión tuve más de trescientas naves bajo mi mando. Sin embargo, nunca había transportado un cargamento como éste. ¡Por la Galaxia! ¿Qué quieren hacer ustedes con cinco mil fluoro-globos, en este desierto?
    Loodun Antyok se rió con carcajada suave.
    —Son para los no-humanos. Confío que no haya sido una mercancía difícil de transportar.
    —No, difícil no. Pero voluminosa. Son frágiles, y no podía cargar más de veinte en una nave, dadas las normas del Gobierno sobre embalaje y precauciones contra rupturas. Pero supongo que el Gobierno sabrá qué hace con su dinero.
    Zammo sonrió.
    —¿Es la primera experiencia que tiene de los métodos del Gobierno, capitán?
    —¡No, Galaxia! —estalló el astronauta—. Yo procuro evitarlo, por supuesto, pero a veces uno se ve en el lío, quieras o no quieras. Y vaya asco si uno se mete; ésa es la verdad. ¡Conducto oficial! ¡Papeleo burocrático! Basta para cortarle el crecimiento a uno y coagularle la sangre. Es un tumor, una vegetación cancerosa de la Galaxia. Yo suprimiría de un manotazo todo ese estorbo.
    —Es usted injusto, capitán —protestó Antyok—. No lo comprende.
    —¿Sí? Bueno, pues, como perteneciente a esa burocracia —pronunció la palabra sonriendo amablemente—, ¿qué le parece si nos explicara cómo ve usted la situación, gobernador?
    —Pues, miren —Antyok parecía un poco confuso—, gobernar es un asunto serio y complicado. En este Imperio nuestro, hemos de preocuparnos de millares de planetas y de billones de personas. Casi queda fuera de toda facultad humana supervisar la tarea del Gobierno sin una organización férrea. Creo que en la actualidad, nada más los funcionarios del Servicio Administrativo imperial suman unos cuatrocientos millones, y para coordinar sus esfuerzos y reunir sus conocimientos, es indispensable que exista eso que usted llama burocracia y papeleo. Hasta el menor paso, por absurdo que pueda parecer, por molesto que pueda resultar, tiene alguna utilidad. Cada pedazo de papel es un hilo de unión del trabajo de cuatrocientos millones de seres humanos. Suprima usted el Servicio Administrativo y habrá suprimido el Imperio; y con él desaparecerán la paz, el orden y la civilización interestelares.
    —¡Vamos...! —exclamó el capitán.
    —No. Lo digo en serio —tan en serio que casi se había quedado sin aliento—. Las normas y el sistema del montaje administrativo han de ser suficientemente minuciosos, completas y rígidas para que en caso de haber funcionarios incompetentes, y a veces se nombra uno, sí, pueden reírse, pero también hay científicos incompetentes, y periodistas, y capitanes, en caso de haber algunos funcionarios incompetentes, digo, no causen mucho perjuicio. Porque, en el peor de los casos, el sistema marcha por sí mismo.
    —Sí —refunfuñó el capitán, con acritud—, ¿y si nombran a un administrador capaz? Entonces éste queda atrapado dentro de la misma telaraña rígida y se ve sumido forzosamente en la mediocridad.
    —En modo alguno —replicó Antyok con calor—. Un hombre capaz sabe maniobrar dentro de los límites de las normas y conseguir lo que desea.
    —¿Cómo? —preguntó Bannerd.
    —Pues..., pues... —de repente, Antyok se sentía incómodo—. Un método consiste en procurarte la calificación de prioridad A, o doble A, si es posible, para tu empresa.
    El capitán echaba la cabeza para atrás con objeto de soltar una tremenda carcajada; pero no llegó a oírsele, porque la puerta se abrió de golpe y unos hombres asustados se precipitaron dentro de la habitación.
    —Señor, las naves han desaparecido —gritaban—. Los no-humanos se han apoderado de ellas por la fuerza.
    —¿Qué? ¿Todas?
    —Sí, todas. Naves y criaturas...
    Dos horas después volvían a estar reunidos los cuatro, a solas en la oficina de Antyok. Este decía fríamente:
    —No han cometido ningún error. No han dejado ni una sola nave, ni siquiera la de entrenamiento, Zammo. Y no hay una sola nave del Gobierno disponible en toda esta mitad del Sector. Para cuando hayamos podido organizar la persecución, se encontrarán ya fuera de la Galaxia y a mitad de camino de las Nubes de Magallanes. Capitán, la responsabilidad de montar una guardia conveniente le incumbía a usted.
    El capitán exclamó:
    —Era el primer día que pasábamos fuera del espacio. ¿Quién podía saber...?
    Zammo interrumpió acaloradamente:
    —Espere un poco, capitán. Voy empezando a comprender. Antyok —dijo ahora con tono duro—, usted ha proyectado todo esto.
    —¿Yo? —Antyok presentaba una expresión singularmente fría, casi indiferente.
    —Esta misma noche nos ha dicho que un gobernador inteligente podía lograr que le asignaran una empresa con una prioridad A para lo que quisiera llevar a cabo. Usted consiguió esta asignación para, ayudar a los no-humanos a huir.
    —¿De veras? Usted perdone, pero ¿cómo es eso posible? Fue usted precisamente, en uno de sus informes, quien aludió al tema del descenso de la natalidad. Y fue Bannerd, aquí presente, el que con sus artículos sensacionalistas asustó a la Oficina hasta hacerles convertir la empresa en una de doble prioridad especial. Yo no he tenido nada que ver con todo ello.
    —Usted sugirió que yo mencionase el promedio de natalidad —arguyó Zammo, violentamente.
    —¿Yo? ¿De veras? —replicó Antyok sosegadamente.
    —Ah, y el caso es —bramó de súbito Bannerd— que usted sugirió que mencionase el promedio de nacimientos en mis artículos.
    Los tres le habían rodeado y lo acorralaban. Antyok se arrellanó en el sillón y dijo tranquilamente:
    —No sé qué quieren decir con eso de sugerencias. Si me están acusando, tengan la bondad de atenerse a pruebas, pruebas legales Las leyes del Imperio reclaman material escrito, filmado o trascrito, o declaraciones de testigos. Todas mis cartas como gobernador están archivadas aquí, en la Oficina y en otros sitios. Yo no he solicitado nunca una empresa con prioridad A. La Oficina me la asignó, y los responsables de que me la asignaran fueron Zammo y Bannerd. Al menos por escrito.
    La voz de Zammo era casi un gruñido inarticulado.
    —Usted me engatusó para que enseñara a esas criaturas a manejar una nave espacial.
    —Eso lo sugirió usted. Tengo archivado el informe que redactó proponiendo que se estudiaran sus reacciones ante los instrumentos humanos. Y también lo tiene la Oficina. Las pruebas..., las pruebas legales son claras. Yo no he tenido nada que ver en todo ello.
    —¿Ni siquiera con los globos? —preguntó Bannerd.
    —Jamás pedí ninguno —respondió fríamente Antyok—. Eso fue una idea de la Oficina, aunque me figuro que los amigos de Bannerd, los de la Filosofía, respaldaron la idea.
    Bannerd se estaba asfixiando. De pronto escupió:
    —Usted le preguntó al jefe de los cefeidanos si sabía leer el pensamiento. Usted le indujo a manifestar interés por los globos.
    —Vamos, vamos. Usted redactó personalmente la reseña de la conversación, que también tengo archivada. No podrá demostrar lo que dice —Antyok se puso en pie—. Tendrán que dispensarme. Debo preparar un informe para la Oficina.
    Ya en la puerta, se volvió.
    —En cierto modo, el problema de los no-humanos ha quedado solucionado, aunque sea solamente a gusto de ellos. Ahora se reproducirán, y tendrán un mundo que se habrán ganado por sí mismos. Era lo que querían.
    »Otra cosa. No me acusen de tonterías. Llevo veintisiete años en el Servicio, y les aseguro que las pruebas escritas que he dejado bastan y sobran para demostrar que he obrado con toda fidelidad y pulcritud en todo lo que hice. Y, capitán, me alegraría mucho continuar nuestra conversación de hace un rato, cuando a usted le vaya bien, para explicarle cómo un gobernador capaz sabe mantenerse dentro de los trámites burocráticos y, no obstante, conseguir lo que quiere.
    Llamaba la atención que una cara tan redonda, lisa, infantil, pudiera mostrar una sonrisa tan sardónica.
    De: O. de P. E.
    A: Loodun Antyok, Administrador Público Jefe, A-8.
    Tema: Servicio Administrativo, Permanecer en el.
    Referencia:
    (a) Decisión Tribunal. Ser Ad. 22.874-Q, fecha 1/978 G. E.
    1. En vista de la favorable opinión expresada por la referencia (a) queda usted absuelto por la presente de toda responsabilidad por la huida de los no-humanos de Cefeo 18. Se le pide que esté preparado para su próximo nombramiento.
    R. Horpritt, jefe, Ser Ad., 15/978 G. E.

    Pruebas circunstanciales
    Francis Quinn era un político de nueva escuela. Ésa, por supuesto, es una expresión carente de significado, como son todas las expresiones de este tipo. La mayoría de las «nuevas escuelas» de que disponemos se hallan duplicadas en la vida social de la antigua Grecia, y quizá, si supiéramos algo más al respecto, en la vida social de la antigua Sumeria y también en las moradas lacustres de la Suiza prehistórica.
    Pero, para salirnos de lo que promete ser un insípido y complicado principio, será mejor afirmar rápidamente que Quinn nunca aspiró a ningún cargo, ni persiguió votos, ni lanzó discursos ni llenó urnas. Del mismo modo que Napoleón no apretó un gatillo en Austerlitz.
    Y puesto que la política crea extraños compañeros de cama, Alfred Lanning se sentó al otro lado del escritorio con sus densas cejas blancas muy ceñudas encima de sus ojos cuya agudeza había afilado su impaciencia crónica. No se sentía complacido.
    El hecho, de ser conocido por Quinn, no le hubiera irritado en lo más mínimo. Su voz era amistosa, quizá de un modo profesional.
    —Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor Lanning.
    —He oído hablar de él. Como mucha otra gente.
    —Sí, yo también. Tal vez piense usted votarle en las próximas elecciones.
    —No sabría decirle. —Había un inconfundible rastro de acidez en su voz—. No he seguido la política últimamente, de modo que no sé si se presenta para algún cargo.
    —Puede que sea nuestro próximo alcalde. Por supuesto, ahora tan sólo es un abogado, pero con el tiempo...
    —Sí —interrumpió Lanning—, ya he oído esa frase antes. Pero me pregunto si no será mejor que nos dediquemos a nuestros asuntos.
    —Estamos dedicándonos a nuestros asuntos, doctor Lanning. —El tono de Quinn era muy amable—. Es de mi mayor interés mantener al señor Byerley como fiscal del distrito como máximo, y es de su mayor interés el ayudarme a conseguirlo.
    —¿De mi mayor interés? ¡Oh, vamos! —Lanning frunció las cejas.
    —Bien, digamos entonces del mayor interés para la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos. He venido a usted como director honorario de investigación, porque sé que su relación con ellos es la de, digamos, «consejero principal». Es usted escuchado con respeto, y sin embargo su relación con ellos ya no es tan estrecha como para que no pueda disponer de una considerable libertad de acción; incluso aunque la acción sea en cierto modo poco ortodoxa.
    El doctor Lanning guardó silencio durante un momento, rumiando sus pensamientos. Más suavemente, dijo:
    —No le sigo en absoluto, señor Quinn.
    —No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Le importa? —Quinn encendió un delgado cigarrillo con un encendedor de delicada simplicidad, y su rostro de altos pómulos adoptó una expresión de suave regocijo—. Hemos hablado del señor Byerley..., un personaje extraño y colorista. Hace tres años era un completo desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre de fuerza y habilidad, y por supuesto el más capaz e inteligente fiscal que nunca haya conocido. Desgraciadamente, no es amigo mío...
    —Comprendo —dijo Lanning mecánicamente, contemplando sus uñas.
    —Tuve ocasión —prosiguió Quinn en un tono neutro— de investigar al señor Byerley el año pasado..., de una forma muy exhaustiva. Siempre resulta útil, ¿sabe?, someter la vida pasada de los políticos reformistas a una indagación inquisitiva. Si supiera usted la de veces que esto ha ayudado... —Hizo una pausa para sonreír seriamente a la resplandeciente punta de su cigarrillo—. Pero el pasado del señor Byerley es completamente anodino. Una vida tranquila en una pequeña ciudad, una educación universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de coche con una lenta recuperación, la escuela de leyes, la llegada a la metrópoli, su cargo de fiscal.
    Francis Quinn agitó lentamente la cabeza, luego añadió:
    —Pero su vida actual. Ah, eso sí es notable. ¡Nuestro fiscal del distrito no come nunca!
    Lanning alzó bruscamente la cabeza, los ojos sorprendentemente agudos.
    —¿Perdón?
    —Nuestro fiscal del distrito no come nunca. —Efectuó la repetición marcando bien las sílabas—. Espere, modificaré ligeramente esto. Nunca ha sido visto comienzo o bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende el significado de la palabra? ¡No raras veces, sino nunca!
    —Lo encuentro increíble. ¿Puede confiar usted en sus investigadores?
    —Puedo confiar en mis investigadores, y no lo encuentro increíble en absoluto. Es más, nuestro fiscal del distrito nunca ha sido visto bebiendo..., tanto en sentido acuoso como alcohólico..., ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo que con esto ya es suficiente.
    Lanning se reclinó en su silla, y entre ellos se produjo el absorto silencio de desafío y respuesta, y luego el viejo roboticista agitó la cabeza. —No. Sólo existe una cosa que esté intentando usted implicar, si emparejo sus afirmaciones con el hecho de que usted me las presenta, y eso es imposible.
    —Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning.
    —Si me dijera usted que tenemos a Satán enmascarado, habría una remota posibilidad de que le creyera.
    —Le digo que es un robot, doctor Lanning.
    —Le digo que es la afirmación más imposible que haya oído en mi vida, señor Quinn.
    De nuevo el combativo silencio.
    —De todos modos —y Quinn aplastó la colilla de su cigarrillo con un elaborado cuidado—, tendrá que investigar usted esta imposibilidad con todos los recursos de la compañía.
    —Le aseguro que no puedo hacerme cargo de algo así, señor Quinn. No estará sugiriendo usted seriamente que la compañía tome parte en la política local.
    —No tiene otra elección. Supongamos que hago públicas mis averiguaciones sin pruebas. La evidencia es lo suficientemente circunstancial.
    —Si le conviene hacerlo.
    —No, no me conviene. Serían mucho más preferibles las pruebas. Y no le conviene a usted, puesto que la publicidad sería muy dañina para su compañía. Está usted perfectamente informado, supongo, de las estrictas leyes contra el uso de robots en los mundos habitados.
    —¡Por supuesto! —exclamó con una cierta brusquedad.
    —Usted sabe que la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos es la única constructora de robots positrónicos en el sistema solar, y si Byerley es un robot, es un robot positrónico. Es también consciente de que todos los robots positrónicos son alquilados, y no vendidos; que la compañía sigue siendo la dueña de cada robot, y que por lo tanto es responsable de todas sus acciones.
    —Resulta muy fácil, señor Quinn, probar que la compañía nunca ha manufacturado un robot de características humanoides.
    —Pero ¿puede hacerse? Estoy discutiendo meramente posibilidades.
    —Sí. Puede hacerse.
    —Secretamente, imagino también. Sin quedar registrado en sus libros.
    —No el cerebro positrónico, señor. Hay implicados en él demasiados factores, y están los estrictos controles gubernamentales.
    —Sí, pero los robots se gastan, se rompen, se descomponen..., y son desmantelados.
    —Y los cerebros positrónicos vueltos a utilizar o destruidos.
    —¿Realmente? —Francis Quinn se permitió un rastro de sarcasmo—. ¿Y si uno resultara, accidentalmente, por supuesto, no destruido..., y resultara que existía una estructura humanoide aguardando a un cerebro? —¡Imposible!
    —Eso tendrá que probárselo usted al gobierno y al público, así que, ¿por qué no me lo prueba a mí ahora?
    —Pero ¿cuál podría ser nuestro propósito en ello? —preguntó exasperado Lanning—. ¿Cuál sería nuestra motivación? Concédanos al menos un mínimo de buen sentido.
    —Mi querido señor, se lo suplico. La compañía se sentiría tremendamente agradecida de que varias regiones permitieran la utilización de robots positrónicos humanoides en mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero los prejuicios del público hacia tal práctica son demasiado grandes. Supongamos que los acostumbran ustedes primero a tales robots... Veamos, tenemos a un hábil abogado, un buen alcalde..., y resulta que es un robot. ¿No compraría usted nuestros mayordomos robots?
    —Absolutamente fantástico. Un humorismo que roza casi lo ridículo.
    —Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O sigue prefiriendo intentar probarlo en público?
    La luz estaba disminuyendo en la oficina, pero aún no era lo suficientemente oscuro como para que no se apreciara el enrojecimiento de frustración en el rostro de Alfred Lanning. Lentamente, el dedo del roboticista pulsó un botón, y los iluminadores de la pared cobraron una suave vida.
    —Bien—gruñó—, veámoslo.
    El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía cuarenta años según su certificado de nacimiento y cuarenta según su apariencia..., pero era una apariencia saludable y bien alimentada; una apariencia que hacía pensar automáticamente en lo imprecisa que puede llegar a ser la expresión de «aparenta su edad».
    Eso era particularmente serio cuando se reía, y ahora estaba riéndose. Su risa brotaba fuerte y continua, se detenía unos instantes, luego empezaba de nuevo...
    Y el rostro de Alfred Lanning se contrajo en un rígidamente amargo monumento a la desaprobación. Hizo un gesto medio esbozado a la mujer que se sentaba a su lado, pero sus delgados labios sin sangre simplemente se fruncieron un poco.
    Byerley consiguió recuperarse casi hasta la normalidad.
    —Realmente, doctor Lanning..., realmente... Yo..., yo... ¿un robot?
    Lanning mordió sus palabras a medida que iba pronunciándolas.
    —No es una afirmación mía, señor. Me sentiría completamente satisfecho sabiendo que es usted un miembro de la humanidad. Puesto que nuestra compañía nunca lo ha fabricado a usted, estoy completamente seguro de que lo es..., en un sentido legal, al menos. Pero puesto que nos ha llegado de una manera seria la presunción de que es usted un robot, y esa presunción nos ha llegado por parte de un hombre de una cierta categoría...
    —No mencione su nombre, si eso ha de hacer saltar una esquirla del bloque de granito de su ética, pero déjeme suponer que se trata de Frank Quinn, sólo como un complemento más a la conversación, y prosigamos.
    Lanning dejó escapar un seco y cortante bufido ante la interrupción, e hizo una seca pausa antes de añadir fríamente:
    —... por un hombre de una cierta categoría, sobre cuya identidad no estoy interesado en jugar juegos adivinatorios, me veo obligado a pedirle su colaboración para demostrar lo contrario. El mero hecho de que esa presunción pueda ser emitida y hecha pública por los medios de que ese hombre dispone sería un mal golpe para la compañía a la que represento..., aunque la acusación nunca fuera probada. ¿Me comprende?
    —Oh, sí, su posición me resulta bastante clara. La acusación en sí es ridícula. La posición en que se encuentra usted no. Le pido perdón, si mi risa le ha ofendido. Fue de lo primero de lo que me reí, no de lo segundo. ¿Cómo puedo ayudarle?
    —Es muy sencillo. Lo único que tiene que hacer es sentarse ante un plato de comida en un restaurante en presencia de testigos, dejar que le sean tomadas algunas fotos, y comer.
    Lanning se echó hacia atrás en su silla, habiendo pasado lo peor de la entrevista. La mujer a su lado observó a Byerley con una expresión aparentemente absorta, pero no contribuyó en nada.
    Stephen Byerley cruzó los ojos con los de ella por un instante, se sintió atraído por ellos, luego se volvió de nuevo hacia el roboticista. Por unos instantes sus dedos juguetearon con el pisapapeles de bronce que era el único adorno sobre su escritorio.
    —Me temo no poder complacerles —dijo con suavidad.
    Alzó una mano.
    —No, espere, doctor Lanning. Comprendo el hecho de que todo este asunto resulta desagradable para usted, que se ha visto obligado a ello en contra de su voluntad, que tiene la sensación de que está representando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, el asunto me afecta aún más íntimamente a mí, de modo que sea tolerante.
    »En primer lugar, ¿qué le hace pensar que Quinn..., ese hombre de una cierta categoría, ya sabe..., no le está engañando a fin de obligarle a hacer precisamente lo que está usted haciendo?
    —Porque me parece muy improbable que una persona de una reputación así la ponga en peligro de una manera tan ridícula, a menos que esté convencido de que lo que dice es cierto.
    Había poco humor en los ojos de Byerley.
    —Usted no conoce a Quinn. Puede convertir en terreno seguro el reborde de una montaña donde ni siquiera se sostendría una cabra montes. Supongo que le mostró los detalles de la investigación que afirma ha hecho sobre mí.
    —Los suficientes como para convencerme de que traería demasiados problemas al hacer que nuestra compañía tuviera que desmentirlos cuando usted puede hacerlo mucho más fácilmente.
    —Entonces, usted le cree cuando dice que yo nunca como. Usted es un científico, doctor Lanning. Piense en la lógica que eso requiere. Nunca he sido observado comer, luego nunca como, lo cual era lo que queríamos demostrar. ¡Oh, vamos!
    —Está utilizando usted tácticas de abogado en un tribunal para confundir una situación que realmente es muy sencilla.
    —Al contrario, estoy intentando clarificar algo que entre usted y Quinn están haciendo muy complicado. Veamos, no duermo mucho, lo cual es cierto, y por supuesto nunca duermo en público. Nunca me ha gustado comer con gente..., una idiosincrasia que es poco habitual y probablemente refleja un carácter neurótico, pero que no hace daño a nadie. Mire, doctor Lanning, déjeme presentarle un caso supuesto. Supongamos que tenemos a un político que está interesado en derrotar a un candidato reformista a cualquier precio, y mientras está investigando su vida privada descubre algunas rarezas como las que acabo de mencionar.
    »Suponga además que a fin de hundir más efectivamente al candidato, acude a su compañía considerándola como el agente ideal. Cabe esperar que diga: "Fulano es un robot porque casi nunca come con gente, y nunca lo he visto dormirse en medio de un caso; y una vez atisbé a través de su ventana en medio de la noche y lo vi allí, en pie y leyendo un libro; y miré en su nevera y no tenía comida en ella".
    »Si le dijera eso, usted llamaría a los loqueros para que se lo llevaran. Pero en vez de ello le dice: "Nunca duerme; nunca come", y la impresión de esa afirmación lo ciega a usted hasta ante el hecho de que tales afirmaciones son imposibles de probar. Usted cae en sus manos y le sigue el juego.
    —Independientemente, señor —empezó Lanning, con una amenazadora obstinación—, de que considere usted serio o no este asunto, lo único que requiere es que efectúe usted la comida que he mencionado para terminar con todo el asunto.
    De nuevo Byerley se volvió hacia la mujer, que seguía contemplándole inexpresivamente.
    —Perdón. ¿He captado correctamente su nombre, doctora Susan Calvin?
    —Sí, señor Byerley.
    —Es usted la psicóloga de la U. S. Robots, ¿no?
    —Robopsicóloga, por favor.
    —Oh, ¿son mentalmente tan distintos los robots de los hombres?
    —Están a mundos de distancia. —Se concedió una helada sonrisa—. Los robots son esencialmente decentes.
    El humor se asomó a las comisuras de la boca del abogado.
    —Bien, ese ha sido un duro golpe. Pero lo que deseaba decir era esto. Puesto que es usted una psic..., una robopsicóloga, y una mujer, apostaría a que usted ha hecho algo en lo que el doctor Lanning ni siquiera ha pensado.
    —¿Y qué es ello?
    —Ha traído usted algo comestible en su bolso.
    Algo indefinido cruzó por la adiestrada indiferencia de los ojos de Susan Calvin.
    —Me sorprende usted, señor Byerley—dijo.
    Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Lentamente, se la tendió. El doctor Lanning, tras la sorpresa inicial, siguió el lento movimiento de una a otra mano con ojos muy alertas.
    Lentamente, Stephen Byerley dio un mordisco, masticó, y lentamente tragó.
    —¿Ve, doctor Lanning?
    El doctor Lanning sonrió con un tangible alivio, haciendo que incluso sus cejas parecieran benevolentes. Un alivio que sobrevivió por un frágil segundo.
    Susan Calvin dijo:
    —Por supuesto, sentía curiosidad por ver si iba usted a comérsela, pero en el presente caso eso no prueba nada.
    Byerley sonrió.
    —¿No lo hace?
    —Por supuesto que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuera un robot humanoide, sería una perfecta imitación. Es casi demasiado humano como para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y observando seres humanos durante todas nuestras vidas; sería imposible engañarnos con algo que simplemente fuera parecido. Tendría que ser perfecto. Observe la textura de la piel, la calidad de los iris, la formación ósea de la mano. Si es un robot, me gustaría que la U. S. Robots lo hubiera hecho, porque es un buen trabajo. ¿Supone pues que cualquiera capaz de prestar atención a tales detalles olvidaría la inclusión de unos cuantos artilugios para cuidar de cosas tales como comer, dormir, eliminar los desechos? Quizá tan sólo para usos de emergencia; como, por ejemplo, para prevenir una situación como la que se ha planteado ahora aquí. De modo que una comida no probará realmente nada.
    —Espere —gruñó Lanning—. No soy enteramente el estúpido en que ustedes dos quieren convertirme. No estoy interesado en el problema de la humanidad o inhumanidad del señor Byerley. Estoy interesado en sacar a la compañía de un lío. Una comida en público terminará con el asunto y lo dejará liquidado no importa lo que Quinn haga. Podemos dejar los detalles más sutiles a los abogados y a los robopsicólogos.
    —Pero doctor Lanning —dijo Byerley—, olvida usted la política de la situación. Me siento tan ansioso por ser elegido como Quinn por detenerme. Incidentalmente, ¿ha observado usted que ha utilizado su nombre? Ha sido un inocente truco mío; sabía que usted acabaría pronunciándolo antes de que termináramos esta entrevista.
    Lanning enrojeció.
    —¿Qué tienen que ver las elecciones con esto?
    —La publicidad funciona en los dos sentidos, señor. Si Quinn desea llamarme robot, y tiene el valor de hacerlo, yo tengo el valor de jugar el juego a su manera.
    —¿Quiere decir que usted... ? —Lanning estaba francamente asombrado.
    —Exactamente. Quiero decir que voy a dejar que siga adelante, elija su cuerda, pruebe su resistencia, corte la longitud necesaria, haga el nudo, meta su cabeza en él, y sonría. Yo puedo encargarme de lo poco que queda por hacer.
    —Se muestra usted muy confiado en sí mismo.
    Susan Calvin se puso en pie.
    —Vámonos, Alfred, no vamos a hacerle cambiar de opinión.
    —¿Lo ve? —Byerley sonrió suavemente—. También es usted una homopsicóloga.
    Pero quizá no toda la confianza que el doctor Lanning había observado estaba presente aquella tarde, cuando el coche de Byerley aparcó en la cinta automática que conducía al garaje subterráneo, y el propio Byerley cruzó el sendero hasta la parte delantera de su casa.
    La figura en la silla de ruedas alzó la vista cuando entró, y sonrió. El rostro de Byerley se iluminó con afecto. Se dirigió hacia allí.
    La voz del inválido era un susurro ronco y raspante que brotaba de una boca retorcida para siempre hacia un lado, en mitad de un rostro cuya mitad era tejido cicatricial.
    —Llegas tarde, Steve.
    —Lo sé, John, lo sé. Pero hoy me he tenido que enfrentar con un peculiar e interesante problema.
    —¿De veras? —Ni el retorcido rostro ni la destrozada voz podían mostrar expresión, pero había ansiedad en sus claros ojos—. ¿Nada que puedas manejar?
    —No estoy exactamente seguro. Puede que necesite tu ayuda. Tú eres el genio de la familia. ¿Quieres que te lleve al jardín? Hace una tarde maravillosa.
    Dos fuertes brazos alzaron a John de la silla de ruedas. Suavemente, casi acariciándole, los brazos de Byerley pasaron en torno a sus hombros y por debajo de las inútiles piernas del inválido. Lenta y cuidadosamente, cruzó las distintas habitaciones, descendió la suave rampa que había sido construida pensando en una silla de ruedas, y salió por la puerta trasera al cercado jardín detrás de la casa.
    —¿Por qué no me dejas utilizar la silla de ruedas, Steve? Esto es ridículo.
    —Porque prefiero cargarte yo. ¿Tienes alguna objeción que hacer? Sabes que estás tan contento de salir de ese buggy motorizado por un rato como yo de verte fuera de él. ¿Cómo te sientes hoy?
    Depositó a John con infinito cuidado sobre la fresca hierba.
    —¿Cómo debería sentirme? Cuéntame acerca de tu problema.
    —La campaña de Quinn va a estar basada en el hecho de que afirma que soy un robot.
    John abrió enormemente los ojos.
    —¿Cómo lo sabes? Es imposible. No lo creo.
    —Oh, vamos, te digo que es así. Ha conseguido que uno de los principales científicos de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos venga a verme para discutir conmigo.
    Lentamente, las manos de John retorcieron la hierba.
    —Entiendo. Entiendo.
    —Pero podemos dejar que elija él el terreno —dijo Byerley—. Tengo una idea. Escúchame, y dime si podemos hacerlo...
    La escena, tal como se desarrolló en la oficina de Alfred Lanning aquella noche, fue un conjunto de miradas. Francis Quinn miró meditativamente a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba salvajemente clavada en Susan Calvin, la cual a su vez miraba impasiblemente a Quinn.
    Francis Quinn rompió todo aquello con un forzado intento de parecer alegre.
    —Todo un bluff. Va inventando sobre la marcha.
    —¿Va usted a jugar a eso, señor Quinn? —preguntó la doctora Calvin, indiferentemente.
    —Bueno, es el juego de ustedes realmente.
    —Mire —Lanning cubrió su definido pesimismo con una bravata—, nosotros hemos hecho lo que usted nos pidió. Hemos visto al hombre comer, somos testigos de ello. Es ridículo suponer que es un robot.
    —¿Usted piensa así? —lanzó Quinn a Calvin—. Lanning dijo que era usted una experta.
    —Mire, Susan... —dijo Lanning, casi amenazadoramente.
    —¿Por qué no la deja hablar a ella? —interrumpió secamente Quinn—. Lleva sentada aquí media hora imitando a un poste.
    Lanning se sentía definitivamente acosado. De lo que experimentaba en aquel momento a la paranoia incipiente había tan sólo un paso.
    —Muy bien —dijo—. Diga lo que tenga que decir, Susan. No la interrumpiremos.
    Susan Calvin lo miró sin el menor rubor, luego clavó sus fríos ojos en el señor Quinn.
    —Sólo hay dos formas de probar definitivamente que Byerley es un robot, señor. Hasta ahora usted está presentando solamente evidencias circunstanciales, con las cuales puede acusar, pero no probar..., y creo que el señor Byerley es lo suficientemente listo como para contrarrestar ese tipo de material. Usted probablemente piensa lo mismo, o de otro modo no hubiera venido aquí.
    »Los dos métodos de probar algo son el físico y el psicológico. Físicamente, puede usted disecarlo o utilizar los rayos X. Cómo hacer eso es su problema. Psicológicamente, su comportamiento puede ser estudiado, porque si es un robot positrónico, debe de conformarse a las tres leyes de la robótica. Un cerebro positrónico no puede ser construido sin ellas. ¿Conoce usted las leyes, señor Quinn?
    Se las recitó lentamente, claramente, citando palabra por palabra el famoso texto en negritas que figuraba en la primera página del Manual de robótica.
    —He oído hablar de ellas —dijo Quinn negligentemente.
    —Entonces el asunto es fácil de seguir —respondió secamente la psicóloga—. Si el señor Byerley quebranta alguna de esas tres leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este procedimiento funciona solamente en una dirección. Si no quebranta ninguna de las reglas, no prueba nada ni en uno ni en otro sentido.
    —¿Por qué no, doctora? —Quinn alzó educadamente las cejas.
    —Porque, si se detiene usted a pensar en ello, las tres leyes de la robótica son los principios guía esenciales de un buen número de los sistemas éticos del mundo. Por supuesto, se supone que todo ser humano posee el instinto de la auto conservación. Eso se corresponde a la Tercera Ley en un robot. Igualmente, cualquier ser humano «bueno», con una conciencia social y un sentido de la responsabilidad, se supone que se someterá a la autoridad constituida; escuchará a su doctor, a su médico, a su gobierno, a su psiquiatra, a sus semejantes; obedecerá las leyes, seguirá las reglas, se adaptará a las costumbres..., incluso cuando interfieran con su comodidad o su seguridad. Eso se corresponde a la Segunda Ley para un robot. Igualmente, todo ser humano «bueno» se supone que amará a los demás como a sí mismo, protegerá a sus semejantes, arriesgará su vida por salvar otra. Esa es la Primera Ley para un robot. Para decirlo en pocas palabras..., si Byerley sigue todas las leyes de la robótica, puede ser un robot, y puede ser simplemente un hombre excepcionalmente bueno.
    —Pero —murmuró Quinn—, me está usted diciendo que no puede probar que sea un robot.
    —Puedo ser capaz de probar que no es un robot.
    —Esa no es la prueba que quiero.
    —Tendrá usted la prueba tal como exista. Usted es el único responsable de sus propios deseos.
    En aquel momento la mente de Lanning saltó de pronto sobre el asomo de una idea.
    —¿No se le ha ocurrido a nadie que la de fiscal del distrito es una ocupación más bien extraña para un robot? —gruñó en voz alta—. La persecución de seres humanos..., sentenciarlos a muerte..., causarles un daño infinito...
    Quinn se mostró repentinamente ansioso.
    —No, no sacará usted nada por ese camino. Ser fiscal del distrito no lo convierte en humano. ¿No conoce acaso su historial? ¿No sabe que se jacta de que nunca ha perseguido a un inocente, que hay montones de gente que no ha sido enjuiciada porque la evidencia contra ellos no le satisfacía, aunque hubiera podido convencer a un jurado de su culpabilidad y hacer que dictaran sentencia de atomización? Pues así es.
    Las flacas mejillas de Lanning temblaron.
    —No, Quinn, no. No hay nada en las leyes de la robótica que dé una concesión a la culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar jamás si un ser humano merece o no la muerte. No es él quien decide. No puede dañar a un ser humano..., variedad canalla, variedad ángel.
    Susan Calvin sonó cansada.
    —Alfred —dijo—, no diga estupideces. ¿Qué ocurriría si un robot se encontrara con un loco a punto de pegar fuego a una casa llena de gente? Detendría al loco, ¿no?
    —Por supuesto.
    —Y si la única forma de detenerlo fuera matándolo...
    Un débil sonido brotó de la garganta de Lanning. Nada más.
    —La respuesta a eso, Alfred, es que haría todo lo posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot debería ser sometido a psicoterapia porque era fácil que se volviera loco ante el conflicto que se le había presentado..., el quebrantar la Primera Ley para adherirse a la Primera Ley a un nivel superior. Pero un hombre habría muerto, y un robot lo habría matado.
    —Bien, ¿está Byerley loco? —preguntó Lanning, con todo el sarcasmo que pudo conseguir.
    —No, pero no ha matado a nadie con sus propias manos. Ha expuesto hechos que pueden representar que un ser humano en particular es peligroso para la gran masa de otros seres humanos que llamamos sociedad. Protege al mayor número, y así se adhiere a la Primera Ley en su máximo potencial. Hasta ahí es hasta donde llega. Es el juez quien luego condena al criminal a muerte o a prisión, una vez el jurado decide sobre su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el verdugo quien lo mata. Y el señor Byerley no ha hecho más que determinar la verdad y ayudar a la sociedad.
    »De hecho, señor Quinn, he examinado la carrera del señor Byerley desde el momento mismo en que usted atrajo nuestra atención sobre este asunto. Observé que nunca ha solicitado la pena de muerte en sus conclusiones al jurado. Observé también que ha hablado a menudo en favor de la abolición de la pena capital y que ha contribuido generosamente al sostenimiento de instituciones investigadoras dedicadas a la neurofisiología criminal. Aparentemente, cree más bien en la cura que en el castigo del crimen. Encontré todo eso muy significativo.
    —¿De veras? —Quinn sonrió—. ¿Significativo de un cierto olor a roboticidad, quizá?
    —Quizá. ¿Por qué negarlo? Acciones como ésas pueden proceder solamente de un robot, o de un ser humano muy honorable y decente. Pero entiéndalo, no puede usted diferenciar entre un robot y el mejor de los seres humanos.
    Quinn se reclinó en su silla. Su voz tembló de impaciencia.
    —Doctor Lanning, es perfectamente posible crear a un robot humanoide que duplique perfectamente la apariencia de un ser humano, ¿verdad?
    Lanning meditó unos momentos.
    —Es algo que se ha hecho experimentalmente en la U. S. Robots —dijo, reluctante—, sin la adición de un cerebro positrónico, por supuesto. Utilizando óvulos humanos y control hormonal, es posible hacer crecer carne humana y piel sobre un esqueleto de plástico de silicona porosa capaz de desafiar cualquier examen externo. Los ojos, el pelo, la piel serían realmente humanos, no humanoides. Y si usted inserta en él un cerebro positrónico, así como todos los demás dispositivos que desee, en su interior, tendrá un robot humanoide.
    —¿Cuánto tiempo se tardaría en hacer uno? —preguntó secamente Quinn.
    Lanning volvió a pensárselo.
    —Si tuviera usted todo el equipo..., el cerebro, el esqueleto, los óvulos, las hormonas adecuadas y las radiaciones..., digamos unos dos meses.
    El político se levantó envaradamente de su silla.
    —Entonces veremos cuál es el aspecto del interior del señor Byerley. Eso va a crear una cierta publicidad para la U. S. Robots..., pero ya les di su oportunidad.
    Lanning se volvió impaciente hacia Susan Calvin, cuando estuvieron solos.
    —¿Por qué insiste usted...?
    Y, sintiéndolo realmente, ella respondió, rápida y cortante:
    —¿Qué es lo que quiere..., la verdad o mi dimisión? No mentiré por usted. La U. S. Robots puede cuidar de sí misma. No se vuelva un cobarde.
    —¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y empiezan a caer ruedas y engranajes? —preguntó Lanning—. ¿Qué ocurrirá entonces?
    —No abrirá a Byerley —dijo Calvin desdeñosamente—. Byerley es, como mínimo, tan listo como Quinn.
    La noticia estalló en la ciudad una semana antes de la nominación de Byerley. Pero «estalló» no es la palabra adecuada. Llegó a la ciudad infiltrándose, arrastrándose. Primero sonaron algunas risas, y la gente no le dio mucha importancia al asunto. Pero a medida que Quinn iba apretando lentamente las clavijas, de una forma muy medida, las risas fueron haciéndose forzadas, y se introdujo un elemento de hueca inseguridad, y la gente empezó a preguntarse.
    La convención en sí adoptó el aire de un intranquilo semental. No se había planeado ninguna candidatura alternativa. Hacía tan sólo una semana, nadie pensaba que pudiera haber otra persona capaz de ser nominada excepto Byerley. Ni siquiera ahora había un sustituto. Tenían que nominarlo a él, pero la confusión en torno al asunto era completa.
    La cosa no hubiera sido tan mala si el individuo medio no se hallara desconcertado entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional insensatez, si era falsa.
    Al día siguiente de que Byerley fuera nominado automáticamente, mecánicamente..., un periódico publicó al fin el resumen de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, «experta en robopsicología y positrónica de fama mundial».
    Lo que produjo aquella entrevista puede ser descrito popular y sucintamente como infernal.
    Era lo que estaban esperando los fundamentalistas. No eran un partido político; no pretendían ser una religión formal. Esencialmente eran aquellos que no se habían adaptado a lo que en una ocasión había sido llamado la era atómica, en los días en los que el átomo era una novedad. En realidad, eran los defensores de la vida sencilla, que aspiraban a vivir una vida sencilla que aquellos que la habían vivido en su tiempo no la habían considerado probablemente tan sencilla, pese a ser ellos también practicantes convencidos de la misma.
    Los fundamentalistas no necesitaban nuevas razones para detestar a los robots y a los fabricantes de robots; pero una nueva razón como la acusación de Quinn y el análisis de Calvin era suficiente como para hacer que el aborrecimiento se hiciera audible.
    Las enormes plantas de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos eran una colmena de guardias armados. Se estaban preparando para la guerra.
    En la ciudad, la casa de Stephen Byerley hormigueaba de policías.
    La campaña política, por supuesto, perdió toda otra óptica, y pareció una campaña únicamente en el sentido de que era algo que llenaba el lapso de tiempo entre la nominación y la elección.
    Stephen Byerley no permitió que el agitado hombrecillo lo distrajera. Siguió tranquilamente imperturbable ante los uniformes que formaban una especie de telón de fondo. Fuera de la casa, más allá de la hilera de hoscos guardias, periodistas y fotógrafos aguardaban de acuerdo con sus tradiciones de casta. Una animosa cadena de televisión tenía incluso un scanner enfocado en la vacía entrada de la casa sin pretensiones del fiscal, mientras un locutor sintéticamente excitado llenaba aquel vacío con hinchados comentarios.
    El agitado hombrecillo avanzó. Tendió una hoja de papel llena de complicados formulismos.
    —Esto, señor Byerley, es una orden del tribunal autorizándome a registrar esta propiedad en busca de la presencia de ilegales..., esto... hombres mecánicos o robots de cualquier clase.
    Byerley se levantó a medias, y tomó el papel. Lo miró con indiferencia, y sonrió mientras lo devolvía.
    —Todo en orden. Adelante. Haga su trabajo. Señora Hoppen —dijo, dirigiéndose a su ama de llaves, que apareció reluctantemente desde la habitación contigua—, por favor vaya con ellos, y ayúdeles en lo que pueda.
    El hombrecillo, cuyo nombre era Harroway, dudó, enrojeció apreciablemente, fracasó estrepitosamente en sostener la mirada de los ojos de Byerley, y murmuró a los dos policías que le acompañaban:
    —Vamos.
    Volvió al cabo de diez minutos.
    —¿Ha terminado? —preguntó Byerley, en el tono de una persona que no está particularmente interesada ni en la pregunta ni en la respuesta.
    Harroway carraspeó, hizo una arrancada en falso en tono de falsete, y empezó de nuevo, irritado:
    —Mire, señor Byerley, nuestras instrucciones especiales son de registrar la casa muy a fondo.
    —¿Y no lo han hecho?
    —Se nos dijo exactamente qué era lo que teníamos que buscar.
    —¿Sí?
    —En pocas palabras, señor Byerley, y para no andarnos con circunloquios, se nos ha dicho que lo registráramos a usted.
    —¿A mí? —preguntó el fiscal con una sonrisa que cada vez era más amplia—. ¿Y cómo pretenden hacerlo?
    —Hemos traído con nosotros una unidad de radiaciones Penet...
    —¿Entonces su idea es someterme a una sesión de rayos X? ¿Tienen autorización para ello?
    —Vio usted mi orden.
    —¿Puedo verla de nuevo?
    Harroway, con su frente brillando con algo más que entusiasmo, le entregó la orden por segunda vez.
    Con voz llana, Byerley dijo:
    —Leo aquí como descripción de lo que hay que registrar, cito: «La casa perteneciente a Stephen Alien Byerley, situada en el 355 de Willow Grove, Evanstron, junto con cualquier garaje, almacén u otras estructuras o edificios a él pertenecientes, junto con todos los terrenos a él pertenecientes...», y así. Completamente en orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada acerca de registrar mi interior. Yo no formo parte de mi propiedad. Puede registrar usted mis ropas si cree que llevo un robot escondido en el bolsillo.
    Harroway tenía muy claro en su mente a quién debía aquel trabajo. Y no tenía la menor intención de echarse atrás ante aquella oportunidad de conseguir un puesto superior con una paga mucho más alta.
    —Mire —dijo, con el débil eco de una bravata—, tengo autorización para registrar todos los muebles de su casa, y cualquier otra cosa que encuentre en ella. Usted está en ella, ¿no?
    —Una notable observación. Estoy en ella. Pero no pertenezco a ella. No soy una pieza de mobiliario. Como ciudadano adultamente responsable, tengo el certificado psiquiátrico que lo prueba, poseo ciertos derechos bajo las leyes regionales. Registrarme a mí representa violar mi derecho a la intimidad. Este documento no es suficiente.
    —Seguro, pero si usted es un robot, no tiene ningún derecho a la intimidad.
    —Cierto..., pero este documento sigue sin ser suficiente. Me reconoce implícitamente como un ser humano.
    —¿Dónde? —Harroway lo miró fijamente.
    —Donde dice: «La casa perteneciente a», y lo que sigue. Un robot no puede tener propiedades. Y puede decirle usted a su empleador, señor Harroway, que si intenta extender un documento similar en el cual no se me reconozca implícitamente como un ser humano, se verá enfrentado inmediatamente a un requerimiento judicial y una demanda civil, que le obligarán a probar que soy un robot mediante elementos de convicción que posea actualmente, o en caso contrario a pagarme una indemnización astronómica por intentar privarme ilegalmente de mis derechos bajo la ley regional. Le dirá usted todo eso, ¿quiere?
    Harroway se dirigió hacia la puerta. Se volvió.
    —Es usted un abogado marrullero. —Llevaba la mano en el bolsillo. Por un momento permaneció de pie allí. Luego se alejó, sonrió al scanner de la televisión, que seguía enfocado en la entrada, saludó con la mano a los periodistas y gritó—: Tendremos algo para vosotros mañana, chicos. Y no estoy bromeando.
    En su coche, se reclinó en el asiento, extrajo el pequeño mecanismo de su bolsillo, y lo inspeccionó cuidadosamente. Era la primera vez que tomaba una fotografía por reflexión de rayos X. Esperaba haberlo hecho correctamente.
    Quinn y Byerley nunca se habían encontrado solos frente a frente. Pero el visiofono era algo muy parecido a ello. De hecho, aceptada literalmente, quizá la frase fuera acertada, pese a que para cada uno de ellos el otro no fuera más que la luz emitida por un conjunto de fotocélulas.
    Fue Quinn quien inició la llamada. Fue Quinn quien habló primero, y sin ninguna ceremonia particular.
    —Tal vez le interese saber, Byerley, que tengo intención de hacer público el hecho de que lleva usted un escudo protector contra las radiaciones Penet.
    —¿De veras? En ese caso, permítame decirle que muy probablemente acaba usted de hacerlo público ya. Tengo la noción de que nuestros emprendedores representantes de la prensa tienen interceptadas mis distintas líneas de comunicación desde hace un cierto tiempo. Sé que tienen las líneas de mi oficina llenas de agujeros; es por eso precisamente por lo que he permanecido la mayor parte del tiempo en mi casa durante las últimas semanas.
    Byerley se mostraba amistoso, casi charlatán.
    Quinn apretó fuertemente los labios.
    —Esta llamada está protegida... absolutamente. La estoy haciendo corriendo un cierto riesgo personal.
    —Debería haberlo imaginado. Nadie sabe que es usted quien está detrás de esta campaña. Al menos, nadie lo sabe oficialmente. Aunque nadie no lo sepa extraoficialmente. No me preocupa. ¿Así que llevo un escudo protector? Supongo que lo descubrió cuando su cachorro del otro día con su máquina fotográfica a radiaciones Penet sólo obtuvo una película velada por sobre exposición.
    —¿Se da cuenta, Byerley, de que resultará obvio para todo el mundo que usted no se atreve a enfrentarse a un análisis por rayos X?
    —¿Y de que usted, o sus hombres, provocaron una invasión ilegal de mi derecho a la intimidad?
    —Y un infierno van a preocuparse por ello.
    —Pueden hacerlo. Es algo más bien simbólico de nuestras dos campañas, ¿no cree? A usted le preocupan muy poco los derechos de los ciudadanos individuales. A mí me preocupan mucho. No me someteré a ningún análisis por rayos X, puesto que deseo mantener por principio la inviolabilidad de mis derechos. Del mismo modo que mantendré los derechos de los demás, cuando sea elegido.
    —Sin duda su oratoria será fenomenal cuando diga todo eso, pero nadie le va a creer. Suena un poco demasiado ampuloso como para ser cierto. Otra cosa —un repentino y crispado cambio—: El personal de su casa no estaba completo la otra noche.
    —¿En qué sentido?
    —Según el informe —hojeó algunos papeles ante él, que apenas eran visibles por la visio-pantalla—, faltaba una persona..., un inválido.
    —Como dice usted muy bien —dijo Byerley, atonalmente—, un inválido. Mi viejo maestro, que vive conmigo y que ahora está en el campo..., donde lleva dos meses. Un «imprescindible descanso» es la palabra habitual aplicada a este caso. ¿Tiene su permiso?
    —¿Su maestro? ¿Algo parecido a un científico?
    —Un abogado en sus tiempos..., antes de quedar inválido. Posee un título gubernamental en investigación biofísica, con un laboratorio propio, y hay una descripción completa del trabajo que está haciendo, debidamente documentado. Se halla a su disposición si le interesa. Es un trabajo sin importancia, pero completamente inofensivo, y un pasatiempo apasionante para un... para un pobre inválido. Entiéndalo, intento ayudar tanto como me es posible.
    —Entiendo. ¿Y qué es lo que sabe ese... maestro... acerca de la fabricación de robots?
    —No puedo juzgar la amplitud de sus conocimientos en un campo con el que no estoy familiarizado.
    —¿No habrá tenido su amigo acceso a cerebros positrónicos? —Pregúnteselo a sus amigos de la U. S. Robots. Ellos tienen que saberlo.
    —Se lo diré francamente, Byerley. Su inválido maestro es el auténtico Stephen Byerley. Usted es el robot que él creó. Podemos probarlo. Fue él quien sufrió el accidente de automóvil, no usted. Habrá formas de comprobar los archivos.
    —¿De veras? Hágalo, entonces. Le deseo toda la suerte del mundo.
    —Y podemos registrar el «lugar en el campo» de su maestro, y ver lo que podemos encontrar allí.
    —Bueno, no lo creo, Quinn. —Byerley sonrió ampliamente—. Por desgracia para usted, mi maestro es un hombre enfermo. Su lugar en el campo es un lugar de descanso. Su derecho a la intimidad como ciudadano adultamente responsable es naturalmente más fuerte aún de lo normal, dadas las circunstancias. No conseguirá usted obtener una orden para entrar en su propiedad sin presentar una causa justa. De todos modos, le garantizo que yo voy a ser el último en impedir que lo intente.
    Hubo una pausa de moderada longitud, y luego Quinn se inclinó hacia delante, de tal modo que la imagen de su rostro se expandió y las finas arrugas de su frente se hicieron visibles.
    —Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No puede resultar elegido.
    —¿No puedo?
    —¿Cree usted que puede? ¿Supone que el hecho de que no haga ningún intento por demostrar la falsedad de la acusación de ser un robot, cuando podría hacerlo fácilmente, sólo con quebrantar una de las tres leyes, consigue algo excepto convencer a la gente de que es usted un robot?
    —Hasta el momento, todo lo que veo es que de ser un vagamente conocido pero aún oscuro abogado metropolitano, me he convertido ahora en una figura mundial. Es usted un buen publicista.
    —Pero usted es un robot.
    —Eso es lo que dicen, pero nadie lo ha probado.
    —Ha quedado suficientemente probado para el electorado.
    —Entonces relájese..., ha vencido usted.
    —Adiós —dijo Quinn, con su primer toque de perversidad, y la pantalla del visiofono se apagó.
    —Adiós —dijo imperturbable Byerley a la vacía pantalla.
    Byerley trajo a su «maestro» de vuelta la semana antes de las elecciones. El aero-coche descendió rápidamente en una parte inconcreta de la ciudad.
    —Te quedarás aquí hasta después de las elecciones —le dijo Byerley—. Será mejor que te mantengas apartado de la circulación por si las cosas van mal.
    La ronca voz que brotó dolorosamente de la retorcida boca de John parecía tener acentos preocupados.
    —¿Hay peligro de violencia?
    —Los fundamentalistas amenazan con ello, así que supongo que lo hay, en un sentido teórico. Pero realmente no lo espero. Los Fundy no tienen auténtico poder. Son simplemente el eterno factor irritante que puede llegar a provocar un tumulto al cabo de un cierto tiempo. ¿No te importa quedarte aquí? Por favor. No seré yo mismo si tengo que preocuparme por ti.
    —Oh, me quedaré. ¿Sigues pensando que todo va a ir bien?
    —Estoy seguro de ello. ¿Nadie te molestó allí arriba?
    —Nadie. Estoy seguro.
    —¿Y por tu parte todo fue bien?
    —Perfectamente. No habrá ningún problema en ese sentido.
    —Entonces cuídate, y mira la televisión mañana, John.
    Byerley le dio un fuerte apretón a la retorcida mano que se apoyaba en la suya.
    La frente de Lenton era un ceñudo bosquejo de arrugas en suspenso. Desempeñaba el poco envidiable trabajo de director de la campaña de Byerley en una campaña que no era una campaña, para una persona que se negaba a revelar su estrategia y se negaba a aceptar la estrategia de su director de campaña.
    —¡No puedes hacerlo! —era su frase favorita. Había llegado a convertirse en su última frase—. ¡Te lo digo, Steve, no puedes hacerlo!
    Se detuvo delante del fiscal, que pasaba el rato hojeando las páginas mecanografiadas de su discurso.
    —Deja eso, Steve. Mira, esa multitud ha estado organizada por los Fundy. No van a escucharte. Lo más probable es que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso delante de un público? ¿Qué hay de malo en una grabación, una simple grabación visual?
    —Tú quieres que gane las elecciones, ¿verdad? —preguntó suavemente Byerley.
    —¡Ganar las elecciones! No las vas a ganar, Steve. Todo lo que estoy haciendo es intentar salvar tu vida.
    —Oh, no corro ningún peligro.
    —No corres ningún peligro. No corres ningún peligro. —Lenton emitió un extraño sonido raspante en su garganta—. ¿Quieres decir que vas a salir realmente a ese balcón frente a cincuenta mil locos idiotas con la intención de meter un poco de buen sentido en sus cabezotas..., desde un balcón, como un dictador medieval?
    Byerley consultó su reloj.
    —Dentro de cinco minutos..., tan pronto como las líneas de televisión estén libres.
    La observación que profirió Lenton como respuesta es absolutamente irreproducible. La multitud llenaba una amplia zona despejada de la ciudad. Árboles y casas parecían brotar de los cimientos mismos de la masa humana. Y a través de las ultra ondas, el resto del mundo observaba. Eran unas elecciones puramente locales, pero de todos modos la audiencia era mundial. Byerley pensó en aquello, y sonrió.
    Pero no había nada de qué sonreír en la propia multitud. Había banderas y pancartas, relativas a todos los aspectos posibles de su supuesta roboticidad. La actitud hostil iba ascendiendo lenta y tangiblemente en la atmósfera.
    Desde un principio el discurso fue un fracaso. Competía con los rudimentarios gritos de la multitud y las rítmicas consignas de los Fundy que formaban islas de multitud dentro de la multitud. Byerley habló lentamente, fríamente...
    En el interior, Lenton se tiraba del pelo y gruñía..., y aguardaba la aparición de la sangre.
    Hubo una agitación en las primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso y protuberantes ojos, con ropas demasiado cortas para la longitud de sus miembros, estaba abriéndose paso por entre los demás. Un policía fue tras él, abriéndose paso lentamente, como pudo. Byerley le hizo un gesto de que lo dejara, furioso.
    El delgado hombre estaba ahora directamente debajo del balcón. Sus palabras ascendieron por encima del rugir general.
    Byerley se inclinó hacia delante.
    —¿Qué es lo que dices? Si tienes alguna pregunta legítima que hacer, la contestaré. —Se volvió hacia uno de los guardias que permanecían a su lado—. Háganlo subir aquí.
    Hubo una repentina tensión en la multitud. Gritos de «Silencio» brotaron desde varios lados, y se convirtieron en un griterío generalizado, luego fueron descendiendo poco a poco. El delgado hombre, jadeante y enrojecido, se enfrentó a Byerley.
    —¿Tienes alguna pregunta que hacer?—dijo Byerley.
    El delgado hombre se lo quedó mirando, y dijo con voz ronca:
    —¡Pégame!
    Con una brusca energía, adelantó la barbilla, aguardando el golpe.
    —¡Vamos, pégame! Dices que no eres un robot. Pruébalo. No puedes golpear a un ser humano, monstruo.
    Hubo un repentino, absoluto, mortal silencio. La voz de Byerley lo puntuó.
    —No tengo ninguna razón para pegarte.
    El delgado hombre se echó a reír estentóreamente.
    —No puedes pegarme. No vas a pegarme. No eres humano. Eres un monstruo, un producto fabricado por el hombre.
    Y Stephen Byerley, apretando fuertemente los labios, delante de miles de personas que lo contemplaban directamente y millones que lo observaban a través de las pantallas, lanzó hacia delante su puño con un fuerte impulso y alcanzó sonoramente al hombre en la mandíbula. El hombre que lo había desafiado retrocedió y se derrumbó bruscamente, sin ninguna otra expresión en su rostro más que una absoluta, absoluta sorpresa.
    —Lo siento —dijo Byerley—. Llévenselo y vean que sea bien atendido. Quiero hablar con él cuando haya terminado.
    Y cuando la doctora Calvin, desde su espacio reservado, volvió a su automóvil y se dispuso a marcharse, solamente un periodista se había recuperado lo suficiente de la impresión como para correr tras ella, y gritarle una pregunta que nadie oyó.
    Susan Calvin respondió por encima de su hombro:
    —Es humano.
    Aquello era suficiente. El periodista echó a correr en su propia dirección.
    El resto del discurso pudo describirse como «pronunciado, pero no oído».
    La doctora Calvin y Stephen Byerley se encontraron de nuevo... una semana después de que prestara juramento en la toma de posesión de su cargo de alcalde. Era tarde..., pasada la medianoche.
    —No parece usted cansado —dijo la doctora Calvin.
    El recién elegido alcalde sonrió.
    —Puedo resistir bastante sin dormir. No se lo diga a Quinn.
    —No lo haré. Pero, ya que usted lo ha mencionado, debo reconocer que la historia de Quinn era interesante. Es una pena haberla desperdiciado. Supongo que sabe usted cuál era su teoría.
    —Parte de ella.
    —Era altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un magnífico orador, un gran idealista..., y con un cierto interés hacia la biofísica. ¿Está usted interesado en la robótica, señor Byerley?
    —Sólo en sus aspectos legales.
    —Aquel Stephen Byerley sí lo estaba. Pero se produjo un accidente. La esposa de Byerley murió; él mismo sufrió algo peor que la muerte. Perdió sus piernas; perdió su rostro; perdió su voz. Parte de su mente resultó... alterada. No quiso someterse a la cirugía plástica. Se retiró del mundo, renunciando a su carrera legal... Sólo le quedaron su inteligencia, y sus manos. De alguna forma logró obtener algunos cerebros positrónicos, incluso uno realmente complejo, uno que poseía la gran capacidad de formar juicios sobre problemas éticos..., lo cual es la función robótica más alta desarrollada hasta el presente.
    »Hizo crecer un cuerpo en torno a él. Lo adiestró para que fuera todo lo que él hubiera debido ser y ya no era. Lo envió al mundo como Stephen Byerley, mientras él se quedaba detrás como el viejo e inválido maestro que nadie veía nunca...
    —Desgraciadamente —dijo el recién elegido alcalde—, yo arruiné toda esa historia golpeando a un hombre. Los periódicos dijeron que su veredicto oficial en aquella ocasión fue que yo era humano.
    —¿Cómo ocurrió todo aquello? ¿No le importaría decírmelo? No pudo tratarse de algo accidental.
    —No lo fue enteramente. Quinn hizo la mayor parte del trabajo. Mis hombres empezaron a difundir lentamente el hecho de que yo nunca había golpeado a un hombre; que era incapaz de golpear a un hombre; que si no lo hacía bajo una abierta provocación, aquello sería una prueba segura de que era un robot. De modo que arreglé las cosas para pronunciar un discurso cualquiera en público, con todo tipo de publicidad por todas partes, y casi inevitablemente, un estúpido picó el anzuelo. En esencia, fue lo que yo llamaría un truco de leguleyo. Uno en el cual la atmósfera artificial que ha sido creada hace todo el trabajo. Por supuesto, los efectos emocionales hicieron que mi elección resultara inevitable, como yo pretendía.
    La robopsicóloga asintió.
    —Veo que se inmiscuye usted en mi campo..., como todo político que se precie, supongo. Pero lamento enormemente que las cosas terminaran como han terminado. ¿Sabe?, me gustan los robots. Me gustan considerablemente más que los seres humanos. Si pudiera ser creado un robot capaz de convertirse en un ejecutivo civil, creo que lo haría insuperablemente bien. Gracias a las leyes de la robótica, sería incapaz de hacer daño a ningún ser humano, incapaz de ninguna tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicios. Y después de haber servido durante un decente período de tiempo, podría retirarse, aunque fuera inmortal, porque le resultaría imposible hacer daño a los seres humanos haciéndoles saber que habían sido gobernados por un robot. Sería ideal.
    —Excepto que un robot podría fallar, debido a las insuficiencias inherentes de su cerebro. El cerebro positrónico nunca ha igualado las complejidades del cerebro humano.
    —Tendría consejeros. Ni siquiera un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.
    Byerley observó a Susan Calvin con un grave interés.
    —¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
    —Sonrío porque el señor Quinn no pensó en todo.
    —¿Quiere decir que hay algo más en esa historia suya?
    —Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, ese Stephen Byerley del que hablaba el señor Quinn, ese hombre inválido, permaneció aislado en el campo por alguna misteriosa razón. Regresó a tiempo para ese famoso discurso suyo. Y, después de todo, lo que el viejo inválido hizo una vez, podía "volver a hacerlo una segunda vez, particularmente teniendo en cuenta que el segundo trabajo sería mucho más sencillo en comparación con el primero.
    —No comprendo en absoluto.
    La doctora Calvin se levantó y alisó su vestido. Obviamente se preparaba para marcharse.
    —Quiero decir que hay una circunstancia en la cual un robot puede golpear a un ser humano sin infringir la Primera Ley. Solamente una circunstancia.
    —¿Y cuál es?
    La doctora Calvin estaba en la puerta. Dijo suavemente:
    —Cuando el ser humano que debe ser golpeado es simplemente otro robot.
    Sonrió ampliamente, y su delgado rostro resplandeció.
    —Adiós, señor Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años... para el cargo de coordinador.
    Stephen Byerley dejó escapar una risita.
    —Debo responderle que esa es una idea un tanto improbable.
    La puerta se cerró tras la mujer.

    La carrera de la Reina Roja
    Ahí tienen un rompecabezas. ¿Es un delito traducir al griego un libro de texto de química?
    O digámoslo de otro modo: si una de las mayores centrales atómicas del país queda completamente destruida en un experimento no autorizado, ¿ha de haber forzosamente un delincuente cómplice del hecho?
    Estos problemas sólo se presentaron con el tiempo, por supuesto. Empezamos con la central atómica... agotada. Quiero decir auténticamente agotada. No sé exactamente la magnitud de la potencia fisionadora... pero en dos relampagueantes microsegundos, lo tuvo todo fisionado.
    No hubo explosión. No hubo una densidad indebida de rayos gamma. Se trataba simplemente de que las partes móviles de la estructura entera se habían fundido. Todo el edificio principal estaba algo caliente. La atmósfera, en más de dos kilómetros a la redonda, se puso suavemente templada. Quedó tan sólo un edificio muerto, inútil, cuyo reemplazo costó después cien millones de dólares.
    Ocurrió a eso de las tres de la madrugada, y hallaron a Elmer Tywood solo en la cámara central de alimentación. Se puede resumir en poco espacio lo que se encontró.
    1. Elmer Tywood -doctor miembro de Esto y socio honorario de Aquello, en otro tiempo joven colaborador del primitivo Proyecto Manhattan y actualmente profesor activo de Física Nuclear- no era un entrometido. Tenía un Pase Clase A Sin Restricciones. Pero no se halló dato alguno acerca del objetivo que pudiera haberle guiado allí en aquellos momentos. Una mesa sobre ruedecillas contenía instrumental cuya fabricación no constaba en ninguna parte que se hubiera solicitado jamás. También eso constituía una sola masa fundida... no demasiado caliente para tocarla.
    2. Elmer Tywood estaba muerto. Se hallaba tendido junto a la mesa; la cara, congestionada, casi negra. No se apreciaba ningún efecto de radiación. No se notaba fuerza externa de ninguna clase. El médico dijo que había sido una apoplejía.
    3. En la caja fuerte del despacho de Elmer Tywood encontraron dos artículos desconcertantes: veinte hojas de papel de escribir de 35x45, llenas de algo que parecía cálculos matemáticos, y un volumen tamaño folio en un idioma extranjero, que resultó ser griego. Y el asunto traducido a tal idioma resultó ser química.
    El secreto con que se envolvió el desastre fue tan aterrador que todo lo que se refería al mismo quedaba muerto. Es la única palabra que puede describirlo. Veintisiete hombres y mujeres, contados todos, incluidos el secretario de Defensa, el secretario de Ciencia y dos o tres más de tan elevada jerarquía que el público en general no los conocía en absoluto, entraron en la central generadora durante el período de investigación. A todos los que habían estado en la central aquella noche, al físico que identificó a Tywood, al médico que lo examinó, los sometieron a un virtual arresto domiciliario.
    Ningún periódico conoció la noticia. Ningún locutor de radio o de televisión la supo. Unos pocos miembros del Congreso se enteraron de algún fragmento.
    ¡Y era muy natural! Cualquier persona, grupo o nación capaces de extraer la energía disponible del equivalente de veinte a cincuenta kilogramos de plutonio sin hacerlo estallar tenía la industria de América y su defensa tan por completo en la palma de la mano que la luz y la vida de ciento sesenta millones de personas se podían apagar entre dos bostezos.
    ¿Fue Tywood? ¿O Tywood y otros? ¿O simplemente otros, a través de Tywood?
    ¿Y mi empleo? Yo era el señuelo, o el hombre de paja, si lo prefieren. Alguien ha de rondar por la universidad y obtener información sobre Tywood. Al fin y al cabo, había desaparecido. Podía tratarse de una amnesia, un atraco, un secuestro, un asesinato, una fuga, una demencia, un accidente... Yo podía dedicarme a esta tarea durante cinco años seguidos y coleccionar miradas hoscas y acaso desviar la atención. Sin duda alguna, la cosa no anduvo por estos caminos.
    Pero no crean que estuve en el ajo de la cuestión desde el principio y por completo. No era uno de los veintisiete hombres que he mencionado al principio, aunque mi jefe sí lo era. Pero sabía algo, lo suficiente para ponerme en marcha.
    El profesor John Keyser se dedicaba también a la física. No llegué hasta él inmediatamente. Debía llenar un montón de formalidades rutinarias del modo más concienzudo que supiera. No tenía sentido alguno. Pero era muy necesario. El caso es que ahora estaba en la oficina de Keyser.
    Las oficinas de los profesores son características. Nadie les quita el polvo sino alguna cansada mujer de la limpieza que entra y sale arrastrando los pies a las ocho de la mañana. Pero, de todos modos, el profesor nunca se fija en el polvo. Montones de libros, no demasiado ordenados. Los más cercanos a la mesa son los que el profesor lee más; las conferencias se las copia de allí. Los que están fuera del alcance de la mano se encuentran donde los dejó, al devolverlos, un estudiante que los pidió prestados. También hay revistas profesionales que parecen baratas y son endiabladamente caras, esperando por allí hasta que quizá algún día alguien las lea. Y abundancia de papeles en la mesa; algunos con frases garabateadas.
    Keyser era un hombre mayor, de la generación de Tywood. Tenía la nariz grande y bastante rojiza, y fumaba en pipa. Sus ojos tenían esa mirada campechana y nada rapaz que casa bien con un empleo académico... sea porque esa clase de empleo atrae a esa clase de hombre, sea porque tal tipo de empleo produce tal tipo de hombre.
    —¿A qué trabajo se dedica ahora el profesor Tywood? —pregunté.
    —Investigaciones físicas.
    Respuestas similares rebotan en mi rostro. Unos años atrás solían volverme loco. En esta ocasión, dije, simplemente:
    —Eso ya lo sabemos, profesor. Son los detalles lo que busco.
    Él me guiñó el ojo con aire tolerante:
    —Sin duda los detalles no le servirán de mucho, a menos que usted también sea un físico investigador. ¿Importa mucho... dadas las circunstancias?
    —Quizá no. Pero ha desaparecido. Si le ha ocurrido algo que se deba... —esbocé muy intencionadamente un gesto de pelea— a un juego sucio, la causa puede nacer del trabajo que estuviera haciendo... A menos que sea un hombre rico y lo hayan eliminado por dinero.
    —Los profesores de universidad no suelen ser ricos —objetó Keyser con una risita seca—. La mercancía que expendemos suele ser poco apreciada por abundar muchísimo en el mercado.
    Yo pasé por alto la observación, porque sé que mi aspecto me perjudica. En realidad terminé los estudios con la calificación de «muy bueno», traducida al latín para que el presidente de mi colegio pudiera leerla, y en toda mi vida nunca he jugado un partido de rugby. Pero mi aspecto físico parecía decir exactamente lo contrario.
    —Entonces, sólo podemos tomar en consideración su trabajo —comenté.
    —¿Piensa en espías? ¿En intrigas internacionales?
    —¿Por qué no? ¡Ha ocurrido otras veces! Al fin y al cabo, es un físico nuclear, ¿verdad?
    —Lo es. Pero también hay otros. También lo soy yo.
    —Ah, pero quizá él sepa algo que usted no sabe.
    Keyser apretó los dientes. Cogidos por sorpresa, los profesores se comportan exactamente igual que las demás personas. Keyser replicó, envarado:
    —Según recuerdo, Tywood ha publicado documentos sobre el efecto de la viscosidad de los líquidos en las proximidades de la línea de Rayleigh, sobre ecuaciones de campo de órbitas elevadas y sobre el espía en las órbitas de acoplamiento de dos nucleones, pero su trabajo principal versa sobre momentos cuadrupolares. Yo soy bastante competente en estas materias.
    —¿Trabaja ahora en momentos cuadrupolares? —quería abstenerme de poner el dedo en la llaga de nadie, y creo que lo conseguí.
    —Sí... en cierto modo —casi restañaba los dientes—. Es posible que acabe por llegar a la fase experimental. Parece haber pasado la mayor parte de su vida trabajando en las consecuencias matemáticas de una teoría especial suya propia.
    —Como éstas —y le arrojé una hoja.
    Era una de las que había en la caja fuerte de Tywood. Lo más probable, sin embargo, era que aquello no significara nada, aunque sólo fuera por haberse encontrado en la caja fuerte de un profesor. Es decir, a veces los profesores ponen cualquier papel en la caja fuerte apremiados por la necesidad del momento, porque el cajón de la mesa donde deberían guardar el papelito en cuestión está lleno de ejercicios de examen sin calificar. Y, por supuesto, después nunca sacan nada. Habíamos encontrado en dicha caja fuerte empolvados frascos de cristales amarillentos con unas etiquetas apenas legibles; unos libritos mimeografiados que databan de la Segunda Guerra Mundial, con la calificación de «Reservados»; una copia de un antiguo anuario del colegio; algunas cartas relativas a un posible empleo de director de investigaciones de la American Electric, con fecha de diez años atrás, y, por supuesto, unos papeles de química en griego.
    La hoja suelta también se encontró allí. Estaba enrollada como un diploma académico, con una anilla de goma sujetándola y sin ninguna etiqueta ni ningún título descriptivo. Unas veinte hojas aparecían cubiertas de señales de tinta, meticulosas y diminutas...
    Yo tenía una hoja de aquel pliego. No creo que nadie en el mundo tuviera más de una. Y estoy seguro de que ningún hombre, excepto uno, supiera que la pérdida de aquella hoja determinada y la pérdida de la vida de aquel hombre determinado serían dos acontecimientos tan simultáneos como el Gobierno pudiera conseguir.
    Por ello le arrojé la hoja a Keyser como si fuese un papel que hubiera encontrado en el campus arrastrado por el viento.
    Keyser lo miró con gran atención, y lo volvió del dorso, que estaba en blanco. Sus ojos recorrieron desde la línea superior a la inferior, y después subieron de la inferior a la superior.
    —No sé a qué se refiere esto —dijo, las palabras le parecieron ácidas hasta a él.
    No respondí nada. Me limité a doblar el papel y me lo volví a guardar en el bolsillo interior de la chaqueta.
    Keyser añadió en tono petulante:
    —Ustedes los legos se equivocan al pensar que a los científicos les basta con mirar una ecuación y decir: «Ah, sí...» y luego pueden ponerse a escribir un libro sobre ella. La matemática no posee una existencia propia; no es más que un código arbitrario ideado para describir observaciones físicas o conceptos filosóficos. Cada hombre puede adaptarlo a sus necesidades particulares. Por ejemplo, nadie puede mirar un símbolo y estar seguro de lo que significa. Hasta la fecha, la ciencia ha utilizado todas las letras del alfabeto, mayúsculas, minúsculas y en bastardilla, y cada una de ellas simboliza diversas cosas. Ha utilizado letras en negrita, letras góticas y letras griegas, lo mismo mayúsculas que minúsculas; subrayados, superrayados, asteriscos y hasta letras hebreas. Científicos distintos utilizan símbolos diferentes para el mismo concepto e idéntico símbolo para conceptos distintos. De modo que si usted le enseña a uno, quienquiera que sea, una página suelta como ésa, sin darle noticia de la materia investigada ni de la simbología particular empleada, la persona en cuestión no le hallará ningún sentido.
    —Pero usted ha dicho que trabajaba en momentos cuadrupolares —le interrumpí—. ¿Y esto no le da ningún sentido? —me di unos golpecitos en el lugar del pecho donde la hoja de papel había ido practicando un agujero en la chaqueta durante dos días.
    —No sabría descifrarlo. No he visto ninguna de las relaciones corrientes que esperaba estuvieran implicadas. Al menos no he reconocido ninguna. Aunque, evidentemente, no puedo comprometerme.
    Hubo un corto silencio, al cabo del cual, dijo:
    —Le daré una indicación. ¿Por qué no consulta a sus alumnos?
    Yo enarqué las cejas.
    —¿Quiere decir en sus clases?
    —¡No, por amor de Dios! —parecía molesto—. ¡Sus alumnos en investigación! ¡Los candidatos al doctorado! Han trabajado con él. Conocen los detalles de su labor mejor que yo y que nadie de esta facultad, y podrían saber de qué se trata.
    —Es una buena idea —dije en tono indiferente. Y lo era. No sé por qué, pero a mí no se me hubiera ocurrido jamás. Me imagino que será porque parece muy natural suponer que cualquier profesor ha de saber más que ningún estudiante.
    Keyser se cogió la solapa, al mismo tiempo que yo me levantaba para salir.
    —Por lo demás —dijo—, me parece que sigue usted una pista equivocada. Se lo digo en confianza, ¿comprende?, y no lo diría jamás si no fuera por lo extraordinario de las circunstancias; pero a Tywood no se le considera una gran figura en la profesión. Ah, sí, es un buen profesor, lo reconozco; pero los documentos que ha publicado sobre investigaciones no han gozado nunca de mucho aprecio. Siempre tendió hacia vagas elucubraciones teóricas, no respaldadas por pruebas experimentales. Ese papel que trae usted constituye, probablemente un ejemplo más. No es posible que nadie quisiera..., quisiera raptarle por una cosa así.
    —¿De veras que no? Comprendo. ¿Tiene alguna idea de por qué se ha marchado, o adonde ha ido?
    —Nada en concreto —respondió haciendo un puchero con los labios—, pero todo el mundo sabe que está enfermo. Tuvo un ataque hace un par de años que le obligó a dejar las clases por un semestre. Y no se repuso del todo. El costado izquierdo le quedó paralizado durante un tiempo; todavía cojea. Otro ataque le mataría. Y puede sobrevenirle en cualquier momento.
    —Entonces, ¿cree que ha muerto?
    —No sería imposible.
    —Pero ¿dónde está el cadáver, entonces?
    —Pues... eso es lo que debe descubrir usted, supongo.
    Lo era. Y me marché.
    Me entrevisté con cada uno de los cuatro alumnos de investigaciones de Tywood en un volumen de caos llamado laboratorio de investigación. Esos laboratorios de investigaciones para estudiantes suelen tener a dos esperanzados trabajando en ellos, es decir, una población flotante de dos, porque cada año, poco más o menos, se van reemplazando.
    Por consiguiente, el laboratorio tiene sus pilas de equipo en hileras. En los bancos del aposento se encuentra el instrumental de uso inmediato, y en tres o cuatro cajones más cercanos están los recambios y suplementos de uso más probable. En los cajones más distantes, en los estantes más próximos al techo, en rincones apartados, quedan descoloridos restos de pasadas generaciones de estudiantes..., trastos raros que nunca se utilizan ni nunca se tiran a la basura. Se suele afirmar, por cierto, que ningún estudiante investigador conoció jamás todo lo que contenía su laboratorio.
    Los cuatro estudiantes de Tywood estaban preocupados. Aunque tres de ellos lo estaban principalmente por su situación personal. Es decir, por el efecto posible de la ausencia de Tywood en la situación de su «problema». Deseché a los tres mencionados -confío que ahora ya tienen sus diplomas- y llamé al cuarto.
    Era el que tenía un aspecto más demacrado y el que se había mostrado menos comunicativo; cosa que yo tomaba por un signo esperanzador.
    En este momento estaba sentado muy erguido en la silla de duro respaldo que había a la derecha de la mesa, mientras yo me arrellanaba en un crujiente sillón giratorio y me apartaba el sombrero de la frente. Se llamaba Edwin Howe y, más tarde, también consiguió el diploma. Lo sé porque ahora es un tío importante del Departamento de Ciencia.
    —Me figuro que usted hace el mismo trabajo que los otros muchachos —dije.
    —Todo es trabajo nuclear, en cierto modo.
    —¿Pero no es exactamente el mismo?
    Él movió la cabeza despacio.
    —Escogemos aspectos distintos. Ya sabe usted, uno tiene que inclinarse por una cosa muy concreta, de lo contrario no podrá publicar nada. Todos hemos de conquistar nuestros títulos.
    Lo dijo exactamente igual que usted o yo diríamos: «Tenemos que ganarnos la vida.» Y acaso sea la expresión equivalente para ellos.
    —Muy bien —contesté—. ¿Qué aspecto ha escogido usted?
    —Yo hago las matemáticas —respondió él—. Quiero decir, con el profesor Tywood.
    —¿Qué clase de matemáticas?
    Él sonrió levemente, envolviéndose en la misma clase de atmósfera que yo había observado en el caso del profesor Keyser aquella mañana. Una especie de atmósfera de «¿Y cree de verdad que yo puedo explicar mis profundos pensamientos a un tontucio como usted?»
    No obstante, lo que dijo en voz alta fue:
    —Sería un poco complicado explicarlo.
    —Yo le ayudaré —aduje—. ¿Sería algo como eso? —Y le arrojé la hoja de papel.
    Este ni siquiera le echó una ojeada general. Se limitó a cogerla al instante y emitió un leve gemido:
    —¿De dónde la ha sacado?
    —De la caja fuerte de Tywood.
    —¿Tiene también las otras?
    —Están bien guardadas —contesté, saliendo por la tangente.
    Él se tranquilizó un poco; sólo un poco.
    —No se la habrá enseñado a nadie, ¿verdad que no?
    —Se la he enseñado al profesor Keyser.
    Howe emitió un sonido descortés con el labio inferior y los incisivos superiores.
    —Ese jumento. ¿Y qué ha dicho?
    Yo puse las palmas de las manos cara arriba, y Howe soltó la carcajada. Luego dijo, con aire distraído:
    —Bueno, eso son garabatos que suelo hacer yo.
    —¿Y a qué se refieren? Póngalos de modo que yo pueda entenderlos.
    Noté un claro titubeo. Y él me dijo:
    —Mire. Esto es materia confidencial. Ni siquiera los otros estudiantes de Papá saben nada de ello. Tampoco yo creo saberlo todo. Ya sabe, en este caso no se trata de perseguir un diploma; se trata del Premio Nobel de Papá Tywood, y significará para mí el cargo de profesor auxiliar en el Instituto Tecnológico de California. Esto ha de ser publicado antes de que nadie hable de ello.
    Yo moví la cabeza muy despacio y hablé dando un acento muy suave a mis palabras:
    —No, hijo. Usted está en un error. Tendrá que hablar de esto antes de que se publique, porque Tywood ha desaparecido y quizá haya muerto, o acaso no. Y si ha muerto, quizá lo hayan asesinado. Y cuando el departamento sospecha que se ha cometido un asesinato, todo el mundo habla. De modo que la cosa se le pondrá fea, muchacho, si intenta quedarse algo en secreto.
    El truco salió bien. Yo sabía que saldría, porque todo el mundo lee novelas policíacas y se sabe todos los clisés. El estudiante saltó de la silla y fue soltando las palabras como si tuviera el libreto delante.
    —Sin duda —dijo—, no sospechará usted que yo..., yo sea capaz de una cosa así. Oiga..., oiga, mi carrera...
    Le empujé hacia la silla de nuevo con las primeras gotitas de sudor en la frente. Por mi parte, recité el segundo párrafo:
    —Yo no sospecho nada de nadie todavía. Y si habla, camarada, no se hallará en ningún conflicto.
    El muchacho estaba dispuesto.
    —Todo lo que voy a decirle ahora es estrictamente confidencial.
    Pobre chico. No sabía el sentido de la palabra «estrictamente». No permaneció nunca fuera de la mirada de un agente desde aquel instante hasta que el Gobierno decidió enterrar el caso con el único comentario final de «?». Sí, entre comillas. Y no bromeo. Hasta la fecha, el caso no está ni abierto ni cerrado. Está simplemente «?».
    Él dijo, dubitativo:
    —Supongo que usted sabe qué es tiempo de traslación.
    Claro que sabía qué era. Mi chico mayor tiene doce años y se empapa de los programas de tele de la tarde hasta que se hincha visiblemente con la bazofia que absorbe por los ojos y los oídos.
    —¿Qué me dice del tiempo de traslación? —pregunté.
    —En cierto sentido, podemos realizarlo. En realidad es lo que podríamos llamar traslación micro-temporal...
    Faltó poco para que yo perdiera la paciencia. La verdad es que creo que la perdí. Parecía obvio que trataba de engañarme; y sin ninguna finura. Estoy acostumbrado a que la gente piense que tengo cara de tonto, ¡pero no tanto! Así pues, con voz muy gutural, pregunté:
    —¿Quiere usted decirme que Tywood se encuentra en alguna parte del tiempo, lo mismo que Ace Rogers, el Agente del Tiempo Solitario? —Ese era precisamente el programa favorito de mi chico. Aquella semana Ace Rogers, sólito, sin ayuda de nadie, le paraba los pies a Gengis Khan.
    Pero el muchacho puso una cara tan disgustada como debía tenerla yo.
    —No —gritó—. Yo no sé dónde está Papá. Si usted me hubiera escuchado, he dicho «traslación micro-temporal». No, esto no es un espectáculo de la tele, ni es magia; se da el caso de que esto es ciencia. Por ejemplo, le supongo enterado de la equivalencia materia-energía.
    Hice un signo afirmativo malhumorado. Lo sabe todo el mundo, desde lo de Hiroshima, en la penúltima guerra.
    —De acuerdo, pues —continuó él—, eso vale como punto de partida. Mire, si coge una masa material y le aplica una traslación temporal, ya sabe, la hace retroceder en el tiempo, usted crea realmente materia en el punto del tiempo al que la envía. Para ello tiene que emplear una cantidad de energía equivalente a la cantidad de materia que ha creado. En otras palabras, para enviar un gramo, o un kilogramo para el caso, de lo que sea atrás en el tiempo, tiene que desintegrar este gramo, o este kilogramo de materia por completo, para procurarse la energía que se precisa.
    —Humm-mm-mm —dije yo—, esto sería crear esa cantidad de materia en el pasado. ¿Y no destruye usted la misma cantidad de materia al quitarla del tiempo presente? ¿No significa eso crear la cantidad equivalente de energía?
    Él parecía tan molesto como un sujeto sentado sobre un abejorro que no estuviera muerto. Por lo visto, nunca se admite que los legos puedan discutir con los científicos.
    —Yo trataba de simplificar para que usted pudiera entenderlo —me dijo—. En realidad, es mucho más complicado. Sería muy bonito que pudiéramos utilizar la energía de la desaparición para producir una reaparición, pero eso sería trabajar en círculos, créame. Las exigencias de la entropía lo impedirían. Para expresarlo de un modo más riguroso, la energía se precisa para vencer la inercia del tiempo y actúa precisamente de tal modo que la energía en ergios necesaria para mandar al pasado una masa, en gramos, es igual a esa masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz en centímetros por segundo. Lo cual resulta ser la ecuación de equivalencia masa-energía de Einstein. Puedo darle la fórmula matemática, ya sabe.
    —Lo sé —procuré suavizar y volver a su sitio parte de aquella mal empleada vehemencia—. Pero, todo eso, ¿lo comprobaron experimentalmente? ¿O lo han calculado sobre el papel, nada más?
    Evidentemente, lo que importaba era que continuara hablando.
    En los ojos del muchacho había esa luz singular que me han dicho que se enciende en los de todo estudioso investigador cuando le piden que hable del problema que le obsesiona. Lo discutirá con cualquiera, hasta con un «simple patán»... que era lo que convenía en aquel momento.
    —Vea usted —dijo con el acento del hombre que te comunica la trampa de un negocio sucio—, el origen de toda esa cuestión fue el asunto ese del neutrino. Desde finales de los años treinta están buscando el neutrino, y no lo han encontrado. Es una partícula subatómica sin carga y con una masa mucho menor todavía que la del electrón. Naturalmente, es casi imposible localizarlo, y no lo ha sido todavía. A pesar de lo cual, siguen buscando; porque, suponiendo que exista, las energías de algunas reacciones nucleares no se pueden equilibrar. Así pues, Papá Tywood tuvo la idea, hace unos veinte años, de que una parte de energía iba desapareciendo, en forma de materia, atrás en el tiempo. Nos pusimos a trabajar en ello, o sea, se puso él, y yo he sido el primer estudiante que ha colaborado con él en esta investigación.
    »Evidentemente, teníamos que trabajar con cantidades de materia pequeñísimas y... bueno, fue un golpe genial por parte de Papá que se le ocurriera utilizar vestigios de isótopos radiactivos. Ya sabe usted, siguiendo su actividad con contadores, se puede trabajar hasta con unos pocos microgramos. La variación de la actividad con el tiempo debería seguir una ley muy definida y sencilla que no se ha alterado jamás por ninguna condición de laboratorio conocida.
    »Bien, nosotros habíamos mandado una motita quince minutos atrás, digamos, y quince minutos antes de que lo hiciéramos, todo estaba dispuesto automáticamente, comprenda usted, la cuenta saltó a casi el doble de lo previsto, descendió al valor normal, y después se desplomó, en el momento que lo mandábamos para atrás, por debajo de lo que normalmente hubiera debido ser. Comprenda, el material se remontó sobre sí mismo en el tiempo, y durante quince minutos lo contamos duplicado...
    Yo le interrumpí:
    —¿Quiere decir que tenían los mismos átomos existiendo en dos sitios al mismo tiempo?
    —Sí —respondió con leve sorpresa—, ¿por qué no? Por eso utilizamos tanta energía: el equivalente para crear dichos átomos —luego siguió precipitadamente—: Voy a decirle en qué consiste mi trabajo particular. Si se manda quince minutos atrás el material, aparentemente se manda, al mismo lugar con respecto a la Tierra, a pesar de que ésta en quince minutos ha recorrido unos veinticinco mil setecientos cincuenta kilómetros alrededor del Sol, y el propio Sol recorre otros millares de kilómetros, etc., etc. Pero hay ciertas menudas discrepancias que yo he analizado y que resultan debidas, posiblemente, a dos causas.
    »Primera: existe un efecto de rozamiento (si se puede emplear esta expresión), de manera que la materia se desvía un poco con respecto a la Tierra; dependiendo de cuanto se haga retroceder en el tiempo, y de la naturaleza de dicho material. Por otro lado, parte de la discrepancia sólo se puede explicar presuponiendo que el paso a través del tiempo requiere a su vez cierto tiempo.
    —¿Cómo es eso? —exclamé.
    —Lo que quiero decir es que parte de la radiactividad se distribuye uniformemente por el tiempo de traslación como si el material sometido a prueba hubiese reaccionado durante la marcha atrás en el tiempo según una cantidad constante. Mis cálculos muestran que... mire, si usted tuviera que ser trasladado para atrás en el tiempo, envejecería un día por cada cien años. O, para expresarlo de otro modo, si usted pudiera estar observando una esfera que registrara el tiempo en el exterior de una «máquina de tiempo», su reloj andaría veinticuatro horas mientras la esfera registradora retrocedería cien años. Esa es una constante universal, creo, porque la velocidad de la luz es asimismo una constante universal. Sea como fuere, ése es mi trabajo.
    Al cabo de unos minutos de digerir lo que acababa de escuchar, pregunté:
    —¿De dónde sacaban la energía necesaria para sus experimentos?
    —Montaron una línea especial de la central generadora. Papá es un pez gordo aquí, y logró que se la concedieran.
    —Humm-mm-mm. ¿Cuál fue la mayor cantidad de materia que mandaron hacia el pasado?
    —Pues... —y levantó la vista al techo— creo que una vez mandamos para atrás una centésima de miligramo. O sea, diez microgramos.
    —¿Intentaron alguna vez enviar algo al futuro?
    —Eso no resulta —contestó—. Es imposible. No se pueden cambiar los signos de ese modo, porque la energía requerida se vuelve más que infinita. Es una proposición en un solo sentido.
    Yo clavaba la vista en mis uñas.
    —¿Cuánta materia podría enviar para atrás en el tiempo si fisionara..., digamos unos cien kilogramos de plutonio? —yo me decía que, en todo caso, los hechos se volvían demasiado evidentes.
    La respuesta no tardó en venir:
    —En la fisión del plutonio —dijo—, no se convierte en energía más allá de un dos por ciento de la masa. Por consiguiente, cien kilogramos de plutonio, consumidos totalmente, mandarían hacia el pasado uno o dos kilogramos.
    —¿Y eso es todo? ¿Podrían controlar esa energía? Quiero decir que un centenar de kilogramos de plutonio significan una explosión mayúscula.
    —Todo es relativo —replicó él un tanto pomposo—. Si se coge toda esa energía y se suelta en pequeñas cantidades cada vez, se puede manejar. Si se soltara toda de golpe, pero se utilizase con la misma rapidez con que se libera, también se podría controlar. Al enviar materia hacia el pasado, la energía se puede utilizar más aprisa todavía de lo que se produce incluso mediante la fisión. Teóricamente, por lo menos.
    —Pero ¿cómo se desembarazan de ella?
    —Se distribuye a través del tiempo, naturalmente Por supuesto, el tiempo mínimo a través del cual se puede trasladar materia dependería, por tanto, de la masa de materia. De otro modo, uno se expone a tener una densidad de energía demasiado grande con relación al tiempo.
    —Muy bien, muchacho —dije yo—. Voy a llamar al cuartel general, y ellos enviarán un agente que le acompañará a casa. Usted se quedará allí un tiempo.
    —Pero... ¿por qué?
    —No será mucho tiempo.
    No fue mucho... y después se lo compensaron.
    Yo pasé la tarde en el cuartel general. Teníamos una biblioteca allá..., una biblioteca muy especial. La mañana siguiente a la explosión, dos o tres agentes se habían ido calladamente a las bibliotecas de física y química de la Universidad. Eran expertos en la cuestión. Estos agentes localizaron todos los artículos que Tywood había publicado en todos los periódicos científicos y habían arrancado hasta la última página de los mismos. Por lo demás, no estropearon nada.
    Otros hombres repasaron archivos de revistas y listas de libros. Al final se montó en el cuartel general una habitación que representaba una «Tywoodeca» completa. No se había perseguido un objetivo concreto al hacerlo así. Representaba tan sólo un ejemplo de la perfección y la amplitud -la totalidad, diríamos- con que se enfocaba un problema de esta índole.
    Yo revolví toda aquella biblioteca. No los documentos científicos. Sabía que no encontraría en ellos nada de lo que buscaba. Pero Tywood había escrito una serie de artículos para una revista veinte años atrás, y ésos sí los leí. Y me tragué toda muestra de correspondencia particular que pudieron reunir.
    Después, me limité a sentarme a meditar... y me asusté.
    Me acosté a eso de las cuatro de la madrugada y tuve pesadillas.
    A pesar de lo cual estaba en el despacho particular del jefe a las nueve de la mañana.
    Es un hombre fornido, el jefe, con pelo gris acero, perfectamente alisado. No fuma, pero tiene una caja de cigarros en el despacho y cuando quiere pasar unos segundos sin decir nada, coge uno, lo hace rodar un poco, se lo clava en medio de los labios y lo enciende con mucho cuidado. Por entonces, o ya tiene algo que decir, o no tiene que decir nada en absoluto. Y suelta el cigarro en el cenicero y deja que se consuma solo.
    Solía gastar una caja de cigarros cada tres semanas, y todas las Navidades la mitad de los regalos que recibía contenían cajas de cigarros.
    Sin embargo, ahora no cogía ninguno. Se limitaba a cerrar las manazas, juntando ambos puños sobre la mesa, y a mirarme con la frente arrugada.
    —¿Qué se fragua?
    Se lo expliqué. Muy despacio, porque la traslación micro-temporal no le sienta bien a nadie, especialmente si uno la llama viaje en el tiempo, como lo hice yo. Como signo de lo seria que estaba la cosa diré que no me preguntó más que una sola vez si estaba loco.
    Cuando hube terminado, nos quedamos mirándonos fijamente el uno al otro. Por fin él dijo:
    —¿Y usted cree que intentó mandar algo hacia el pasado..., algo entre medio kilo y un kilo... y que así fue como mandó por los aires una central entera?
    —Parece una explicación lógica —respondí.
    Y le dejé en paz un rato. Él meditaba, y yo quería que siguiera haciéndolo. Quería que pensara, si fuera posible, en lo mismo que estaba pensando yo; para que así no tuviera que explicárselo...
    Porque me repugnaba tener que explicárselo...
    En primer lugar, porque era una locura. Y en segundo, porque era demasiado horrible.
    Así pues, guardé silencio, y él continuó pensando, y de vez en cuando sus pensamientos salían a la superficie.
    Al cabo de un rato, dijo:
    —Suponiendo que el estudiante, Howe, le haya dicho la verdad y, de paso, será conveniente que compruebe sus cuadernos de notas, que espero habrá depositado usted...
    —Toda el ala de aquel piso está fuera de jurisdicción, señor. Edwards tiene los cuadernos de notas.
    —Muy bien —prosiguió el jefe—. Suponiendo que nos contara todo lo que sabe, ¿por qué saltó Tywood de menos de un miligramo a casi medio kilo? —sus ojos descendieron hasta mí, con una mirada dura—. Ahora usted se está concentrando en el aspecto de viaje por el tiempo. Deduzco que para usted ése es el punto crucial y la energía que se precisa no es más que un detalle incidental, puramente incidental.
    —Sí, señor —dije en tono sombrío—. Eso pienso, exactamente.
    —¿No ha reflexionado que podría equivocarse? ¿Qué podría haber invertido la cuestión?
    —No le comprendo bien.
    —Pues mire, usted dice que ha leído todo lo de Tywood. De acuerdo. Era uno de aquel puñado de científicos de después de la Segunda Guerra Mundial que lucharon contra la bomba atómica; querían un estado universal... Está enterado, ¿no?
    Yo asentí.
    —Padecía un complejo de culpabilidad —afirmó el jefe con energía—. Había ayudado a producir la bomba y por las noches no podía dormir pensando en lo que había hecho. Alimentó este miedo durante años y años. Y aunque la bomba no se empleó en la Tercera Guerra Mundial, ¿se imagina lo que debía significar para él cada día de incertidumbre? ¿Puede imaginarse el horror que retorcía su alma mientras esperaba que otros tomaran la decisión, hasta que se llegó por fin al Compromiso del Sesenta y Cinco?
    »Tenemos un análisis psiquiátrico completo de Tywood y varios otros congéneres suyos, realizado durante la última guerra. ¿Lo sabía usted?
    —No, señor.
    —Es cierto. Después del sesenta y cinco dejamos de preocuparnos, por supuesto, dado que con el establecimiento del control mundial en materia de energía atómica, la recogida de reservas de bombas atómicas en todos los países y el establecimiento de investigaciones conjuntas entre las varias esferas de influencia del planeta, la mente científica se sintió libre de la mayoría de conflictos éticos que la atormentaban.
    »Pero lo que se averiguó por aquellos días era cosa grave. En 1964, Tywood tenía un morboso odio subconsciente contra la idea misma de la energía atómica. Empezó a cometer errores; equivocaciones serias. Llegó el momento en que hubimos de apartarle de toda clase de investigaciones. Y lo mismo sucedió con varios otros, aunque la situación se presentaba mal por aquellos días. Acabábamos de perder la India, si lo recuerda.
    Considerando que yo me encontraba en la India en aquellos momentos, había de acordarme. Pero seguía sin ver adonde se dirigía.
    —Bueno —prosiguió—, ¿qué pasaría si alguna reminiscencia de aquella actitud quedó enterrada en el subconsciente de Tywood hasta el final? ¿No ve usted que ese viaje por el tiempo es un arma de doble filo? ¿Por qué mandar una cantidad de cualquier sustancia hacia el pasado, al fin y al cabo? ¿Por el gusto de realizar una demostración? Habría demostrado su teoría lo mismo si sólo enviaba una fracción de miligramo. Supongo que con ello bastaba para que le dieran el Premio Nóbel.
    »Pero había una cosa que podía lograr con medio kilo de materia, y no con un miligramo, y esta cosa era dejar agotada una central generadora. De modo que esto es lo que debió de proponerse. Había descubierto una manera de consumir cantidades inconcebibles de energía. Mandando al pasado cuarenta kilogramos de polvo podía destruir todo el plutonio existente en el mundo; podía agotar la energía atómica por un período indefinido.
    Yo no estaba nada impresionado, pero traté de que no se notara demasiado. Y me limité a decir:
    —¿Le cree capaz de imaginarse que podría salir incólume de la aventura más de una vez? La suposición se funda en el hecho de que no era un hombre normal. ¿Cómo sabe si era capaz de imaginarse que sí podría? Además, podría haber detrás de él otros hombres, con menos ciencia y más cerebro, perfectamente dispuestos a seguir adelante a partir de este punto.
    »¿Se ha localizado ya a alguno de tales hombres? ¿Hay pruebas de que existan?
    Una corta espera, y su mano fue hacia la caja de cigarros. Su mirada examinaba atentamente el que había cogido y lo volvía ora de esta punta, ora de la otra. Un poco más de espera. Yo tenía mucha paciencia.
    Luego lo soltó decididamente, sin encenderlo.
    —No —dijo. Me miró fijamente; me contempló de hito en hito como si quisiera penetrarme con la mirada y dijo—: Entonces, ¿todavía no le convence la suposición?
    Yo levanté los hombros.
    —Bueno... No me parece acertada.
    —¿Tiene una idea propia?
    —Sí. Pero no me decido a hablar de ella. Si me equivoco, soy el hombre más equivocado que haya existido en el mundo; pero si acierto, soy el más acertado.
    —Escucho —dijo él, llevando la mano debajo de la mesa.
    Era el cierre hermético. La habitación estaba acorazada, perfectamente aislada para el sonido y para toda clase de radiaciones, excepto en caso de explosión nuclear. Y con la disimulada señal aparecida fuera en la mesa de su secretaria, ni el presidente de Estados Unidos habría podido interrumpirnos.
    Yo me arrellané en el asiento y dije:
    —Jefe, ¿recuerda por casualidad cómo conoció a su esposa? ¿Fue por una cosa sin importancia?
    Debió considerar mi pregunta un non sequitur. ¿Qué otra cosa podía parecerle? Pero ahora me daba rienda suelta, y tendría sus buenos motivos, supongo. De modo que se limitó a sonreír y respondió:
    —Yo estornudé, y ella se volvió. Era en la esquina de una calle.
    —¿Por qué motivo estaba usted en aquella esquina en aquel momento? ¿Por qué estaba ella? ¿Recuerda qué le hizo estornudar? ¿Dónde cogió el resfriado? ¿O de dónde vino la motita de polvo? Imagine el sinfín de factores que hubieron de coincidir en el lugar y el momento precisos para que usted conociera a su esposa.
    —Supongo que nos habríamos conocido en otro momento, si no nos hubiéramos encontrado entonces.
    —No sabe si se habrían conocido. ¿Cómo sabe a quién no ha conocido nunca porque en una ocasión en que podía volverse a mirar atrás no se volvió, porque en una ocasión en que habría podido llegar tarde no llegó tarde? La vida de usted se bifurca en cada instante, y usted emprende por una de las bifurcaciones casi al azar; y lo mismo hacen las demás personas. Empiece veinte años atrás y las bifurcaciones se separan más y más con el transcurso del tiempo.
    »Usted estornudó y conoció a una chica: aquélla y no otra. Como consecuencia, usted tomó ciertas decisiones, y la chica también las tomó; y las tomó asimismo la chica a quien usted no conoció y también el hombre que la conoció a ella, y la gente que conocieron todos ustedes en lo sucesivo. Y su familia y la familia de aquella muchacha... y sus hijos.
    »A causa de haber estornudado usted hace veinte años, quizá hayan fallecido cinco personas, o cincuenta, o quinientas que podrían estar vivas; o acaso estén vivas unas personas que estarían muertas. Lleve el ejemplo doscientos años atrás, o dos mil años atrás, y un estornudo incluso de una persona que no figure en ningún libro de historia, podría significar que ninguno de los que vivimos ahora estuviera en este mundo.
    El jefe se rascó el pescuezo.
    —Sí, ondas que se ensanchan. Leí un cuento una vez...
    —También lo leí yo. No es una idea nueva..., pero me gustaría que la meditara un poco, porque quiero leerle un artículo del profesor Elmer Tywood en una revista de hace veinte años. Era inmediatamente antes de la última guerra.
    Tenía copias de la película en el bolsillo, y la blanca pared servía de magnífica pantalla, para lo cual estaba destinada precisamente. El jefe hizo ademán de volverse cara a ella; pero yo lo detuve con un gesto.
    —No, señor —le dije—. Quiero leérselo yo. Quiero que usted escuche.
    Él se recostó de nuevo.
    —El artículo —proseguí— se titula: ¡El primer gran fracaso del hombre! Recuerde, esto era inmediatamente antes de la guerra, cuando la amarga desilusión que produjo el fracaso final de las Naciones Unidas estaba en su punto álgido. Lo que le leeré son unos extractos de la primera parte del artículo. Dicen así:
    »...Que el Hombre, con su progreso técnico, no haya sabido solucionar los grandes problemas sociológicos de la actualidad es la segunda gran tragedia que le ha sobrevenido a la raza. La primera, y acaso la mayor, consistió en que, en otro tiempo, estos mismos grandes problemas sociológicos sí fueron solucionados; y sin embargo aquellas soluciones no resultaron permanentes, porque entonces no existía la perfección técnica que poseemos hoy.
    »Era como tener pan sin mantequilla, o mantequilla sin pan. Nunca ambas cosas a la vez...
    »Pensemos en el mundo helénico, del que arrancan en realidad toda nuestra filosofía, nuestras matemáticas, nuestro arte, nuestra ética, nuestra literatura..., toda nuestra cultura... En los días de Pericles, Grecia, como nuestro propio mundo en microcosmos, era una sorprendente amalgama de ideologías contradictorias y maneras de vida conflictivas. Pero luego vino Roma, que adoptó la cultura, e impuso, por la fuerza, la paz. No cabe duda, la Pax Romana sólo duró doscientos años; pero desde entonces no ha existido ningún período semejante...
    »La guerra quedó abolida. El nacionalismo no existía. El ciudadano romano lo era de todo el Imperio. Pablo de Tarso y Flavio Josefo eran ciudadanos romanos. Españoles, norteafricanos, ilirios vistieron la púrpura. Existía la esclavitud, pero era una esclavitud indiscriminada, impuesta como castigo, en la que se caía como sanción por el fracaso económico, traída por las diversas fortunas de la guerra. Nadie era esclavo natural... por culpa del color de su piel o de su lugar de nacimiento.
    »La tolerancia religiosa era completa. Si se hizo una excepción muy pronto en el caso de los cristianos fue porque ellos se negaban a aceptar ese principio de tolerancia; porque se empeñaban en que sólo ellos sabían la verdad... un principio que la civilizada Roma aborrecía...
    »Con toda la cultura occidental bajo una sola polis, con el cáncer de los particularismos religiosos y nacionales ausente, con una civilización elevada entronizada..., ¿cómo no supo el Hombre conservar lo conquistado?
    »Fue porque, tecnológicamente, el antiguo helenismo continuaba atrasado; porque sin una civilización de máquinas, el precio del ocio -y por ende de la civilización y la cultura- de unos pocos era la esclavitud de muchos. Porque la civilización no encontraba los medios para traer comodidad y bienestar para toda la población.
    »Por ello las clases oprimidas se volvieron hacia el otro mundo, y hacia religiones que menospreciaban los beneficios materiales de éste..., de modo que fue imposible cultivar la ciencia, en su verdadero sentido, durante más de mil años. Más adelante, a medida que el ímpetu inicial del helenismo se desvanecía, al Imperio le faltó la fuerza técnica para derrotar a los bárbaros. En realidad no fue hasta después del año 1500 cuando la guerra se convirtió suficientemente en función de los recursos industriales de una nación para permitir que la gente establecida en un país pudiera derrotar fácilmente a los nómadas y las tribus invasoras...
    »Imaginen, pues, si los griegos antiguos hubiesen aprendido unos atisbos nada más de la química y la física modernas. Imaginen si el crecimiento del Imperio hubiera ido acompañado del crecimiento de la ciencia, la técnica y la industria. Imaginen un Imperio en el que las máquinas hubieran sustituido a los esclavos, en el que todos los hombres hubieran gozado de una parte decente de los bienes del mundo, en el que la legión se hubiera convertido en la columna acorazada contra la cual ningún bárbaro pudiera levantarse. Imaginen un Imperio que, por consiguiente, se hubiera extendido por todo el mundo, sin prejuicios nacionales ni religiosos.
    »Un Imperio de todos los hombres..., todos hermanos..., eventualmente todos libres...
    »Si la Historia se pudiese cambiar; si aquel primer gran fracaso se hubiera podido impedir...
    Y en este punto me detuve.
    —¿Entonces? —preguntó el jefe.
    —Entonces —respondí— me parece que no es nada difícil relacionar todo eso con el hecho de que Tywood volase una central entera en su ansiedad por enviar algo al pasado, mientras en la caja fuerte de su oficina encontrábamos capítulos de un libro de química traducido al griego.
    La cara del jefe iba cambiando, mientras meditaba. Después comentó en tono espeso:
    —Pero no pasó nada.
    —Lo sé. Pero, oiga, el alumno de Tywood me ha dicho que se tarda un día en retroceder un siglo en el tiempo. Suponiendo que el objetivo perseguido fuese la Grecia antigua, hemos de retroceder veinte siglos, y, por tanto, necesitamos veinte días.
    —Pero ¿se puede detener el proceso?
    —Yo no lo sé. Tywood quizá lo supiera. Pero ha muerto.
    La enormidad de aquel asunto se presentó ante mí, de repente, de un modo mucho más vivo y claro que la noche anterior...
    Virtualmente, toda la humanidad se hallaba sentenciada a muerte. Y al paso que esto se reducía a una horrible abstracción, había un hecho concreto que la convertía en una realidad insoportable: el hecho de que yo me incluía también en ella. Y mi esposa, y mi hijo.
    Además, se trataba de una muerte sin existencia anterior. Una cesación de la vida, nada más. El final de un aliento. El desvanecimiento de un sueño. El correr de una sombra hacia el no-espacio y el no-tiempo eternos. La verdad era que aquello no sería morir; sería, simplemente, no haber nacido nunca.
    ¿O acaso existiría yo? ¿Existiría yo..., mi individualidad..., mi ego..., mi alma, si quieren llamarlo así? ¿Otra vida? ¿En otras circunstancias?
    Nada de eso lo pensé con palabras entonces. Pero si en aquella situación un nudo frío en el estómago pudiera traducirse en palabras, sonaría de un modo parecido, creo.
    El jefe siguió, vigorosamente, por el camino de mis pensamientos.
    —Entonces, disponemos de unas dos semanas y media. No hay tiempo que perder. Vamos.
    Sonreí con la mitad de los labios nada más.
    —¿Qué haremos? ¿Perseguir el libro?
    —No —replicó él fríamente—, pero hay dos cursos de acción que debemos seguir. Primero, es posible que usted se haya equivocado por completo. Todo ese razonamiento circunstancial puede resultar una falsa orientación, que quizá nos hayan puesto delante ex profeso para encubrir la auténtica verdad. Hay que comprobarlo.
    »En segundo lugar, es posible que acierte..., pero ha de haber alguna manera de detener el libro, distinta a la de perseguirlo con una máquina de tiempo, quiero decir. En tal caso, hemos de descubrir cuál es.
    —Sólo querría decir, señor, que si es una falsa pista, sólo un loco la consideraría verosímil. De modo que, supongamos que estoy en lo cierto, y supongamos que no hay manera de detener el proceso.
    —Entonces, joven, voy a estar muy ocupado durante dos semanas y media, y le aconsejo que usted también lo esté. El tiempo se nos pasará más aprisa de este modo.
    Naturalmente, tenía razón.
    —¿Por dónde empezamos? —pregunté.
    —Lo primero que necesitamos es una lista de todos los subordinados y subordinadas de Tywood que cobran un sueldo del Gobierno.
    —¿Por qué?
    —Razonemos. Es su especialidad, ya sabe. Tywood no sabía griego, creo que podemos suponerlo sin temor a equivocarnos; entonces, la traducción ha debido hacerla otra persona. No es probable que nadie hiciera un trabajo así de balde, y tampoco lo es que Tywood lo pagara de sus fondos particulares... y menos con un salario de profesor.
    —Es posible —señalé— que le interesara un secreto más riguroso que el que permite recurrir a un empleado del Gobierno.
    —¿Por qué? ¿Qué peligro corría? ¿Es delito traducir al griego un libro de química? ¿Quién deduciría de este simple hecho una trama como la que usted ha descrito?
    Tardamos media hora en dar con el nombre de Mycroft James Boulder, anotado como «Informador», y descubrir que en el Catálogo de la Universidad se le mencionaba como profesor auxiliar de Filosofía, y comprobar por teléfono que entre los diversos méritos que le adornaban figuraba el de conocer a la perfección el griego ático.
    Lo cual fue una coincidencia... porque cuando el jefe levantaba la mano hacia el sombrero, el teletipo de intercomunicación de los despachos dio un chasquidito y resultó que Mycroft James se hallaba en la antesala, después de dos horas de insistir continuamente en que quería ver al jefe.
    Este volvió a dejar el sombrero y abrió la puerta del despacho.
    El profesor Mycroft James Boulder era un hombre gris. Tenia el cabello cano y los ojos grises. Vestía, además, traje gris.
    Pero, sobre todo, tenía una expresión gris; gris por una tensión que parecía retorcer todas las líneas de su delgado semblante.
    Boulder dijo mansamente:
    —Hace tres días que solicito audiencia con un hombre responsable. Y no puedo llegar a un nivel más alto que el de usted.
    —Acaso el mío sea suficientemente elevado —respondió el jefe—. ¿Qué le ocurre?
    —Interesa muchísimo que me concedan una entrevista con el profesor Tywood.
    —¿Sabe dónde está?
    —Estoy completamente seguro que está bajo custodia del Gobierno.
    —¿Por qué?
    —Porque sé que planeaba un experimento que implicaba el quebrantamiento de las normas de seguridad. Los acontecimientos ocurridos, por lo que yo sé y puedo colegir, fluyen naturalmente de la suposición de que las normas de seguridad han sido, efectivamente, quebrantadas. He de suponer, pues, que al menos se ha intentado el experimento. Debo descubrir si ha concluido felizmente.
    —Profesor Boulder —dijo el jefe—, creo que usted sabe leer griego.
    —Sí, sé... —respondió en tono frío.
    —Y ha traducido textos químicos para el profesor Tywood cobrando con dinero del Gobierno.
    —Sí... en calidad de asesor legalmente empleado.
    —Sin embargo, tal traducción, dadas las circunstancias, constituye un delito, porque le hace a usted cómplice del delito de Tywood.
    —¿Puede establecer alguna relación?
    —¿Y usted puede no establecerla? ¿O no está enterado de las ideas de Tywood sobre un viaje por el tiempo?, o... ¿cómo lo llaman ustedes...? ¿Traslación micro-temporal?
    —¿Ah? —Boulder sonrió levemente—. De modo que se lo ha explicado.
    —No, no me lo explicó —replicó ásperamente el jefe—. El profesor Tywood ha muerto.
    —¿Qué? —a continuación añadió—: No le creo.
    —Falleció de apoplejía. Mire esto.
    Tenía una fotografía de las tomadas la primera noche de la caja fuerte de la pared. La faz de Tywood aparecía alterada, pero reconocible... Estaba tendido en el suelo, y muerto.
    La respiración de Boulder se entrecortó. Estuvo mirando la fotografía tres largos minutos, según el reloj eléctrico de la pared.
    —¿Dónde está eso? —preguntó,
    —Es la central atómica.
    —¿Había terminado su experimento?
    El jefe se encogió de hombros.
    —No podemos saberlo. Cuando lo encontramos había perecido ya.
    Boulder tenía los labios apretados y descoloridos.
    —Hay que determinarlo como sea. Es preciso nombrar una comisión de científicos, y, si es necesario, hay que repetir el experimento...
    El jefe se limitó a mirarle y cogió un cigarro. No le había visto pasar nunca tanto rato... y cuando lo dejó consumido, dijo:
    —Hace veinte años, Tywood escribió un artículo para una revista...
    —¡Ah! —el profesor curvó los labios—. ¿Esto es lo que les ha dado la pista? Pueden pasarlo por alto. Ese hombre no es más que un científico físico y no sabe nada ni de historia ni de sociología. Son sueños de colegial, nada más.
    —Entonces usted no cree que enviando la traducción que hizo hacia el pasado se pueda inaugurar un Siglo de Oro, ¿verdad que no?
    —Claro que no. ¿Cree usted que se pueden inculcar los acontecimientos y progresos de dos mil años de trabajo lento a una sociedad que no esté preparada para ellos? ¿Piensa usted que un gran invento o un gran principio científico nace hecho y derecho en la mente de un genio divorciado de su medio ambiente cultural? Newton retrasó veinte años la publicación de la ley de la gravitación universal porque la cifra entonces en boga del diámetro de la Tierra ofrecía un error de un diez por ciento. Arquímedes estuvo a punto de inventar el cálculo infinitesimal; pero no llegó a hacerlo porque no conocía las cifras arábigas, inventadas por algún hindú anónimo, o por un grupo de hindúes.
    »Para el caso, la simple existencia de una sociedad esclavista en la Grecia y la Roma antiguas significa que las máquinas no podían atraer demasiada atención, puesto que los esclavos resultaban mucho más baratos y más adaptables. Y apenas se podía esperar que los hombres de verdadero nivel intelectual gastaran sus energías en ingenios ideados para trabajos manuales. El mismo Arquímedes, el mayor ingeniero de la Antigüedad, se negó a publicar ninguno de sus inventos prácticos; sólo las abstracciones matemáticas. Y cuando un joven le preguntó a Platón para qué servía la geometría, le expulsaron inmediatamente de la Academia como a hombre de alma mezquina, no-filosófica.
    »La ciencia no progresa dando un gran salto hacia delante, sino que avanza lentamente en las direcciones que le permiten las grandes fuerzas que moldean la sociedad y que, a su vez, son moldeadas por ésta. Ningún gran hombre avanza sino a hombros de la sociedad que le rodea...
    En este punto, el jefe le interrumpió:
    —Entonces, ¿y si nos explicara qué papel representó usted en el trabajo de Tywood? Aceptaremos su palabra de que la historia no se puede cambiar.
    —Oh, sí se puede; aunque no a propósito... Mire usted, cuando Tywood requirió mis servicios por primera vez para que tradujese algunos fragmentos de libros de texto al griego, yo acepté por el dinero que con ello ganaría. Pero él quería la traducción sobre pergamino; se empeñaba en que utilizara la terminología del griego antiguo, el lenguaje de Platón para emplear sus propias palabras, independientemente del giro que tuviera que dar al significado literal de los párrafos, y lo quería escrito a mano, en rollos.
    »Sentí curiosidad. Yo también encontré ese artículo de revista. Me resultaba difícil sacar las conclusiones obvias, dado que las conquistas de la ciencia moderna sobrepasan las especulaciones de la filosofía en tantísimos aspectos. Pero con el tiempo supe la verdad, y entonces comprendí que la teoría de Tywood de cambiar el curso de la historia era demasiado infantil. Hay veinte millones de variables para cada instante del tiempo, y ningún sistema matemático, ninguna psicohistoria matemática, si se me permite acuñar una frase, se ha desarrollado todavía lo suficiente como para manejar ese océano de funciones variables.
    »En resumen, cualquier variación de los acontecimientos de dos mil años atrás cambiaría toda la historia subsiguiente, pero no de una manera predecible.
    El jefe sugirió con falso sosiego:
    —Lo mismo que la chinita que inicia el alud, ¿no?
    —Exacto. Veo que tiene cierta idea de la situación. He meditado profundamente semanas y semanas antes de entrar en acción, y me he dado cuenta de que debía actuar..., debía actuar.
    Se oyó un bramido bajo. El jefe se había puesto en pie y el sillón se caía para atrás. El jefe rodeó la mesa; tenía ya una mano en la garganta de Boulder. Yo daba un paso para detenerle; pero él me apartó con un gesto...
    Sólo apretaba un poco la corbata. Boulder podía seguir respirando. Se había puesto muy pálido, y mientras el jefe estuvo hablando, él se limitó a esto: a respirar. El jefe dijo:
    —Claro, veo perfectamente cómo decidió que debía actuar. Sé que algunos de ustedes, filósofos débiles mentales, creen que es preciso arreglar el mundo. Quieren echar el dado otra vez para ver qué sale. Quizá ni siquiera les importe si seguirán vivos en la nueva decoración, o que nadie pueda saber qué han hecho ustedes. Pero han de crear a pesar de todo. Han de darle otra oportunidad a Dios, por decirlo de algún modo.
    »Quizá sea que, sencillamente, quiero vivir; pero el mundo podría ser peor. Podría ser peor de veinte millones de maneras distintas. Un sujeto llamado Wilder escribió una vez una obra teatral titulada La piel de nuestros dientes. Quizá la haya leído usted. Sostenía la tesis de que la humanidad ha sobrevivido por eso precisamente, por la piel de los dientes. No, no voy a hacerle un discurso sobre la Era Glaciar que casi nos barre. No sé bastante. Ni siquiera le hablaré de la victoria de los griegos en Maratón, ni de la derrota de los árabes en Tours, ni de los mongoles retrocediendo en el último instante, sin haber sido derrotados siquiera... porque no soy historiador.
    »Pero coja el siglo veinte. Los alemanes fueron detenidos en el Mame dos veces durante la Primera Guerra Mundial. Lo de Dunkerque sucedió en la Segunda Guerra Mundial, y fuera como fuese, los alemanes fueron detenidos en Moscú y Stalingrado. En la última guerra habríamos podido utilizar la bomba atómica, y no la empleamos, y cuando parecía que ambos bandos iban a emplearla se produjo el Gran Compromiso..., precisamente porque el general Bruce se retrasó al despegar del aeropuerto de Ceilán el tiempo suficiente para recibir el mensaje directamente. Uno después de otro, así por este estilo, golpes de buena suerte a lo largo de toda la historia. Por cada «si», condicional, que no se produjo y que nos habría elevado a la cumbre en caso de haberse producido, hubo veinte «síes» que no se produjeron y que nos habrían llevado al desastre en caso de producirse.
    »Ustedes han apostado a esta posibilidad contra veinte; han apostado todas las vidas de la Tierra. Y han hecho la apuesta en firme, además, porque Tywood envió realmente el texto en cuestión al pasado.
    La última frase la pronunció muy lenta y marcada, al mismo tiempo que abría la mano, de modo que Boulder pudiera caer y derrumbarse sobre la silla.
    Pero Boulder se puso a reír.
    —¡So jonio! —exclamó con amargura—. ¡Cuán cerca puede estar del blanco, y por qué gran distancia puede errarlo! Entonces Tywood ¿envió su libro al pasado? ¿Está seguro?
    —En el lugar del suceso no se encontró ningún texto de química en griego —dijo sombrío el jefe—. Y habían desaparecido millones de calorías de energía. Lo cual no cambia el hecho, sin embargo, de que disponemos de dos semanas y media para... para divertirle a usted de lo lindo.
    —Bah, tonterías. No me salga con dramatismos estúpidos, por favor. Escúcheme, e intente comprender. Hubo en otro tiempo unos filósofos griegos, llamados Leucipo y Demócrito, que elaboraron una teoría atómica. Decían que toda materia está compuesta de átomos. Las clases de átomos eran distintas y no podían cambiar de carácter, y por las distintas combinaciones entre unos y otros formaban las diversas sustancias que se encuentran en la naturaleza. Esa teoría no era fruto de experimentos ni de la observación. Surgió, por lo que fuese, ya completa y ultimada.
    »El poeta didáctico romano Lucrecio, en su De Rerum Natura -De la naturaleza de las cosas-, elaboró más aún dicha teoría, de forma que logró darle, en toda su extensión, un carácter asombrosamente moderno.
    »En la época helenística, Hero construyó una máquina de vapor, y las armas de guerra casi llegaron a mecanizarse. A dicho período se le ha dado el nombre de Edad Mecánica Abortada, porque terminó perdiéndose en la nada, pues, por lo que fuere, ni creció fuera de su entorno social y económico ni encajó en él. La ciencia alejandrina fue un fenómeno raro y bastante inexplicable.
    »También se puede mencionar la antigua leyenda romana sobre los libros de la Sibila que contenían informaciones misteriosas, recibidas directamente de los dioses...
    »En otras palabras, caballeros, si bien ustedes tienen razón al pensar que cualquier cambio en el curso de los acontecimientos pasados, por pequeño que sea, tendría unas consecuencias incalculables, y si bien yo también creo que aciertan al suponer que cualquier cambio producido al azar tendría muchas más probabilidades de empeorar la situación que de mejorarla, debo hacerles notar que, no obstante, se equivocan por completo en sus conclusiones finales.
    »Porque ESTE es el mundo resultante de que FUERA enviado, hacia el pasado, el texto griego de química,
    »Esta ha sido una carrera de la Reina Encarnada, si se acuerdan ustedes de A través del espejo. En el país de la Reina Encarnada, uno tenía que correr tan aprisa como pudiera para continuar, simplemente, en el mismo sitio. ¡Así ha sucedido en este caso! Tywood pudo pensar que estaba creando un mundo nuevo, pero fui yo quien preparó las traducciones, y tuve buen cuidado de que sólo se incluyeran aquellos trozos que dieran cuenta de los raros fragmentos de conocimiento que los antiguos consiguieron, al parecer, de ninguna parte.
    »Y la única intención que me animaba, con tanto correr y correr, era la de quedarme en el mismo sitio.
    Pasaron tres semanas; tres meses; tres años. No sucedió nada. Cuando no sucede nada, uno no tiene ninguna prueba. Abandonamos todo intento de explicación, y terminamos, el jefe y yo, por dudar nosotros mismos de todo aquello.
    El caso no quedó cerrado. A Boulder no se le podía considerar un criminal sin tenerle al mismo tiempo como un salvador del mundo, y viceversa. Se le ignoró. Y al final el caso no quedó resuelto, ni cerrado, sino simplemente puesto en un archivo para él solo, bajo la denominación de «?», y lo enterraron en el sótano más profundo de Washington.
    Ahora el jefe está en Washington, y es un pez gordo. Yo soy jefe regional de la Oficina.
    En cambio, Boulder sigue de profesor auxiliar. En la Universidad se asciende muy despacio.

    El día de los cazadores
    Empezó la misma noche que terminó. No fue gran cosa. Sólo que me fastidió; y sigue fastidiándome.
    Joe Bloch, Ray Manning, y yo estábamos agazapados alrededor de nuestra mesa favorita del bar de la esquina, con una velada entera en las manos y una barahúnda de charlas con que tirarla por la borda. He ahí el comienzo.
    Joe Bloch puso el asunto en marcha al hablar de la bomba atómica y de lo que consideraba que se podía hacer con ella, y exclamando que quién lo habría pensado cinco años atrás. Yo repliqué que infinidad de personas lo habían pensado cinco años atrás y escribieron narraciones sobre el tema y que ahora tendrían un trabajo ímprobo tratando de llevarles la delantera a los periódicos. Lo cual nos condujo a una discusión general acerca de cómo un montón de cosas dementes podían resultar verdaderas, sazonada con un montón de «por ejemplo»
    Ray dijo que había oído decir a alguien que un científico famoso había mandado un bloque de plomo para atrás en el tiempo durante dos segundos, o dos minutos, o dos milésimas de segundo... no sabía bien cuál de los tres casos. Dijo que el científico no explicaba nada a nadie porque no creía que nadie le creyese.
    Por lo cual yo pregunté, con bastante sarcasmo, cómo se había enterado él... Ray quizá tenga montones de amigos, pero yo tengo los mismos, y ninguno de ellos conoce a ningún científico famoso. Pero él replicó que no importaba cómo se hubiese enterado y que podíamos tomarlo o dejarlo.
    Después de lo cual no tuvimos más remedio que hablar de máquinas de viajar en el tiempo y de qué pasaría si, supongamos, uno retrocediese unos años y matase a su propio abuelo y de por qué no venía ninguna persona perteneciente ya al futuro a decirnos quién ganaría la próxima guerra, o si habría una próxima guerra, o si quedaría algún lugar de la Tierra donde se pudiera vivir después de la contienda, sin importar quién hubiera vencido.
    Ray opinaba que nada más que se pudiera saber quién iba a ganar la séptima carrera mientras se corría la sexta ya sería algo.
    Pero Joe se pronunció en otro sentido. Dijo:
    —Lo malo en vosotros, muchachos, es que sólo tenéis guerras y carreras en la mente. Yo tengo curiosidad. ¿Sabéis qué haría si tuviese una máquina del tiempo?
    Claro, quisimos saberlo inmediatamente, dispuestos a dedicarle la risotada habitual, fuera lo que fuese.
    Él prosiguió:
    —Si yo tuviera una, retrocedería en el tiempo un par de millones de años, o cinco, o cincuenta millones, y averiguaría qué les pasó a los dinosaurios.
    Palabras que tuvo que lamentar amargamente, porque tanto Ray como yo opinamos que aquello no tenía sentido, en absoluto. Ray dijo que a quién le importaban un pepino los dinosaurios, y yo dije que sólo sirvieron para dejar un revoltijo de esqueletos con los que ocuparse esa gente bastante chiflada para ir a desgastar suelos de museos, y que se habían portado estupendamente al quitarse de en medio y dejar sitio a los seres humanos. Naturalmente, Joe replicó que con respecto a ciertos seres humanos que él conocía -y aquí nos dirigió una mirada severa-, habría sido mejor seguir con los dinosaurios. Pero nosotros no le hicimos caso.
    —Vosotros, cabezas de chorlito, podéis reíros y aparentar que sabéis algo; pero si os portáis así es porque no poseéis ni una pizca de imaginación —dijo él—. Los dinosaurios eran unos bichos dignos de ser tenidos en cuenta. Había millones, de todas clases; grandes como casas, y estúpidos como casas, también... por todas partes. Pero luego, repentinamente, ahí va... —y chasqueó los dedos—, no queda ni uno.
    —¿Cómo fue? —quisimos saber nosotros.
    Pero él estaba apurando la cerveza y llamaba a Charlie con un ademán, mostrándole una moneda en señal de que quería pagarla, y se limitó a encogerse de hombros.
    —No lo sé. Eso es lo que descubriría, precisamente.
    Y no hubo más. La cuestión habría quedado resuelta. Yo hubiera dicho algo, y Ray habría salido con alguna ocurrencia, y los tres habríamos pedido otra cerveza y quizá hubiésemos hecho algún comentario sobre el tiempo y sobre el equipo de los Brooklyn Dodgers y después nos habríamos despedido sin volver a pensar más en dinosaurios.
    Pero no lo hicimos así, y ahora nunca tengo otra cosa que dinosaurios en la cabeza, y me dan náuseas.
    Y no lo hicimos porque hete ahí que el tío borracho de la mesa vecina levanta la vista de pronto y grita.
    —¡Eh!
    No le habíamos visto. Por regla general no nos dedicamos a ir por los bares mirando a borrachos desconocidos. Por mi parte, bastante trabajo me da llevar la cuenta de los borrachos a quienes sí conozco. El sujeto en cuestión tenía ante sí una botella ya medio vacía, y en la mano un vaso todavía medio lleno.
    —¡Eh! —repitió. Todos le miramos, y Ray dijo:
    —Joe, pregúntale qué quiere.
    Joe era el que estaba más cerca del borracho. Inclinó la silla hacia atrás y preguntó:
    —¿Qué quiere?
    —¿No les he oído mentar a los dinosaurios, caballeros? —contestó el beodo.
    El hombre estaba un poco confuso nada más, y tenía unos ojos que parecían manar sangre, y sólo se distinguía que su camisa fue blanca, en otro tiempo, por pura suposición..., pero el efecto que nos causó probablemente se debería a su manera de hablar. No eran palabras de borracho, si comprenden qué quiero decir.
    Sea como fuere, Joe se suavizó y dijo:
    —Sin duda. ¿Le interesa saber algo en particular?
    El hombre nos dedicó una especie de sonrisa. Era una sonrisa extraña; empezaba en los labios y terminaba inmediatamente antes de llegar a los ojos. Y respondió:
    —¿No querían construir una máquina del tiempo para retroceder y averiguar qué les ocurrió a los dinosaurios?
    Vi perfectamente que Joe sospechaba que el sujeto iba a prepararnos un timo. Yo abrigaba idéntica sospecha. Joe dijo:
    —¿Por qué? ¿Quiere ofrecerse a construir una para mí?
    El borracho exhibió una confusión de dientes y replicó:
    —No, señor. Podría, pero no quiero. ¿Sabe por qué? Pues porque hace un par de años construí una para mí y retrocedí hasta la Era Mesozoica y descubrí qué les había ocurrido a los dinosaurios.
    Más tarde, miré cómo se escribe exactamente «Mesozoica», y por eso estoy seguro de que lo escribo bien, si es que ustedes se lo preguntaban, y hallé que la Era Mesozoica es la época en la que los dinosaurios hacían lo que a un dinosaurio le corresponde hacer. Aunque, por supuesto, a la sazón era como si me hablasen en acertijos, y más bien tendía a dar por descontado que nuestro interlocutor estaba un poco chiflado. Joe afirmó luego que él ya estaba enterado de la Mesozoica ésa; pero tendría que perorar largo y tendido si quería que Ray y yo le creyéramos.
    A pesar de todo, las palabras del vecino de mesa obraron su efecto igualmente, y le invitamos a trasladarse a la nuestra. Yo me figuré, imagino, que podíamos escucharle un rato, y luego quizá pudiéramos ayudarle a despachar la botella, y probablemente los otros habían tenido la misma idea... Sin embargo, el hombre sujetaba la botella fuertemente con la diestra al sentarse entre nosotros, y no la abandonó ni por un momento.
    Ray inquiría:
    —¿Dónde construyó usted una máquina del tiempo?
    —En la Universidad de Midwestern. Trabajábamos en ella mi hija y yo.
    El caso es que hablaba como los de la enseñanza.
    —¿Dónde la tiene ahora? ¿En el bolsillo? —intervine yo.
    El desconocido no parpadeó siquiera. No nos devolvía nunca el golpe, por más que nos hiciésemos los graciosos. Seguía hablando consigo mismo en voz alta, como si el whisky le hubiese soltado la lengua y no le importase que continuáramos allí o nos marchásemos.
    —La destrocé —dijo—. No la quería. Estaba harto de ella.
    No le creíamos. No le dábamos ni un triste comino de crédito. Conviene que lo tengan muy en cuenta. Y es muy lógico que no le creyésemos; porque si un individuo inventase una máquina del tiempo, podría forrarse de millones..., podría hacerse con todo el dinero del mundo, sabiendo con toda seguridad lo que había de ocurrir en la Bolsa, en las carreras de caballos y en las elecciones. No me importaban los motivos que tuviera... Además, ninguno de nosotros creería en eso de los viajes por el tiempo, porque, insisto, ¿qué pasaría si uno matase a su propio abuelo? Bueno, no importa.
    Joe dijo:
    —Sí, claro, la hizo pedazos. Claro que sí. ¿Cómo se llama usted?
    Pero el otro no contestó a esta pregunta, en ningún momento. Se la hicimos varias veces más, y terminamos llamándole.
    Él vació el vaso por completo y volvió a llenárselo pausadamente. Como no nos ofreció whisky, bebimos unos sorbos de cerveza.
    —Bien, continúe —dije yo entonces—. ¿Qué les pasó a los dinosaurios?
    Pero no nos lo dijo en seguida. Clavaba la mirada en el centro de la mesa, y a ésta dirigía sus palabras:
    —No sé cuántas veces me envió Carol hacia el pasado... unos pocos minutos nada más, o unas horas, antes de que diera el gran salto. No me importaban los dinosaurios; sólo quería ver cuán lejos me llevaba la máquina con la reserva de energía que tenía disponible. Supongo que me exponía a un gran peligro, pero ¿es la vida tan maravillosa? Por aquel entonces bramaba la guerra... ¿Una vida más?
    Casi habría podido decirse que el hombre mimaba y acariciaba el vaso, como si pensara en cosas de tipo general; luego pareció colocar un papel en su mente y seguir la pauta sin desviación alguna.
    —Hacía sol —dijo—, hacía sol y el dia estaba resplandeciente, y el suelo duro y seco. No había ciénagas, ni helechos. No había ninguno de los aderezos del Cretáceo que solemos asociar con los dinosaurios...
    En fin, creo que es eso lo que dijo. No siempre lograba retener las palabras sabias, de manera que a partir de este momento me limitaré a lo que recuerdo bien. Luego comprobé los sonidos que daba a las palabras, y debo decir que a pesar del licor que había despachado, las pronunciaba sin tartamudear.
    Quizá fuera eso lo que nos fastidiaba. Parecía perfectamente familiarizado con todo, y las frases fluían de su lengua como si nada.
    —Se trataba de una era reciente, el Cretáceo sin duda —prosiguió—. Los dinosaurios habían emprendido ya la retirada..., todos excepto los pequeños, con los cinturones de metal y las armas.
    Se me antoja que Joe hundió la nariz, de golpe, dentro de la cerveza y resbaló en semicírculo alrededor del vaso, cuando el profesor soltó la aseveración anterior con voz un tanto plañidera.
    Joe tenía la voz de un loco.
    —¿Que dinosaurios pequeños? ¿Y con qué cinturones de metal? ¿Y con qué armas?
    El profesor le miró por un segundo nada más; luego dejó que sus ojos resbalasen de nuevo hacia la nada.
    —Eran unos reptiles pequeños, de unos ciento veinte centímetros de altura. Se sostenían sobre las patas traseras, con una gruesa cola detrás, y tenían unos antebracitos con dedos. Llevaban en la cintura anchos cintos metálicos, de los que colgaban las armas... Pero no eran armas que disparasen balas; eran proyectores de energía.
    —¿Qué eran? —pregunté—. Oiga, ¿cuándo ocurría eso? ¿Hace millones de años?
    —En efecto —contestó él—. Eran reptiles. Estaban cubiertos de escamas y carecían de párpados, y probablemente ponían huevos. Pero utilizaban pistolas energéticas. Había cinco allí. Se echaron sobre mí apenas salí de la máquina. Debía de haber millones por toda la faz de la Tierra..., millones. Desparramados por todas partes. Debían de ser los reyes de la Creación entonces.
    Me figuro que en este punto fue cuando Ray creyó tenerle cogido, porque apareció en sus ojos esa mirada de tío enterado que hace que te den ganas de darle un golpe en la cabeza con una jarra de cerveza vacía. Porque si se le diera con una llena se perdería la cerveza.
    —Oiga, profesor —dijo—, en número de millones, ¿eh? ¿Acaso no hay por ahí fulanos que no hacen otra cosa que hallar huesos antiguos y liarse con ellos hasta deducir qué aspecto tenía un dinosaurio? Los museos están llenos de esqueletos de esa clase, ¿verdad que sí? Bueno, pues ¿dónde encontraría uno rodeado de un cinturón de metal? Si había millones, ¿qué ha sido de ellos? ¿Dónde están los huesos?
    El profesor suspiró. Había sido un suspiro auténtico, de verdad, triste. Acaso se diera cuenta por primera vez de que estaba hablando solamente con tres sujetos que vestían mono, en un bar. O quizá no le importase.
    —Fósiles no se encuentran muchos —dijo—. Piensen en la multitud de animales que han vivido sobre la Tierra. Piensen en cuántos millones... y billones. Y luego recuerden cuán poquísimos fósiles encontramos... Y aquellos lagartos eran inteligentes. Recuérdenlo. No iban a dejarse cazar por aludes de nieve, ni caerían en la lava, excepto por accidente fatal. Piensen en cuán pocos hombres fósiles tenemos..., aun incluyendo los hombres-mono tan poco inteligentes de un millón de años atrás.
    El hombre clavaba los ojos en el vaso medio lleno y lo hacía rodar incansablemente.
    —¿Qué manifiestan los fósiles, en fin de cuentas? —exclamó—. Los cinturones metálicos se oxidan y no dejan nada. Aquellos lagartos tenían la sangre caliente. Yo lo sé, pero los huesos petrificados no sirven para demostrarlo. ¡Qué diablos! Dentro de un millón de años, observando un esqueleto humano, ¿podrían adivinar ustedes qué aspecto tiene ahora Nueva York? ¿Podrían distinguir a un hombre de un gorila, sólo mediante los huesos, y deducir cuál de los dos construyó la bomba atómica y cuál comía plátanos en un zoo?
    —¡Eh! —le interrumpió Joe, protestando sin reparos—. El patán más simple sabe diferenciar el esqueleto de un gorila del de un hombre. El hombre tiene el cerebro mayor. Cualquier estúpido sabría decir cuál de los dos poseía el don de la inteligencia.
    —¿De veras? —El profesor rió para sí mismo, como si aquello fuera tan obvio que hubiera de considerarse una vergüenza inexcusable el perder tiempo en ello—. Ustedes lo juzgan todo según el tipo de cerebro que el hombre ha logrado desarrollar. La evolución tiene diversos modos de hacer una misma cosa. Las aves vuelan de una manera; los murciélagos vuelan de otra. La vida tiene infinidad de tretas para todo... ¿Qué cantidad de cerebro creen ustedes que utilizan? Una quinta parte, aproximadamente. Eso dicen los psicólogos. Por lo que ellos saben, y por lo que sabe todo el mundo, el ochenta por ciento de nuestro cerebro no nos presta el menor servicio. Todo el mundo funciona a marcha lenta, excepto, quizá, unas cuantas figuras de la Historia. Por ejemplo, Leonardo da Vinci, Arquímedes, Aristóteles, Gauss, Galois, Einstein...
    Yo no había oído nombrar a ninguno de ellos, exceptuando a Einstein; pero no me delaté. Todavía mencionó unos cuantos más; yo he puesto solamente los que he recordado. Y en esto él dijo:
    —Aquellos pequeños reptiles tenían unos cerebros menudos, quizá la cuarta parte de los nuestros, o quizá menos todavía; pero los usaban del todo, hasta el último trocito. Puede que sus huesos no lo demuestren, pero eran inteligentes; inteligentes como los seres humanos. Y eran los dueños de la Tierra.
    En este punto, Joe tuvo una ocurrencia buena de verdad. Por un rato pareció que había cogido al profesor en una trampa, y yo me alegraba infinito que hubiera tenido aquella idea.
    —Oiga, profesor —dijo—, si aquellos lagartos eran tremendamente listos, ¿cómo no dejaron ningún resto? ¿Dónde están sus ciudades y sus edificaciones y el sinfín de instrumentos que hallamos todos los días, cuchillos de piedra y otras cosas, dejados por el hombre de las cavernas. ¡Diablos!, si los seres humanos fueran a largarse de la faz de la Tierra, piense en la enormidad de material que dejaríamos como prueba de nuestro paso. No se podría andar un par de kilómetros sin encontrar una población. Y carreteras y ¡qué sé yo!
    Pero, sencillamente, al profesor no había quien lo parase. Sin perder los estribos, replicó al momento:
    —Sigue juzgando las otras formas de vida según los raseros humanos. Nosotros construimos ciudades, y carreteras, y aeropuertos, y todo lo demás que va con nuestro modo de ser... y ellos no los construían. Estaban organizados según un plan diferente. Su manera de vivir se diferenciaba de la nuestra ya desde el principio. Ellos no vivían en ciudades. No tenían un arte como el nuestro. No sé con seguridad qué tenían, porque era una cosa tan ajena a la nuestra que yo no la comprendía, salvo las armas. Esas eran iguales. Curioso, ¿no?... Por lo que sé, acaso tropecemos continuamente con restos que nos dejaron y no sabemos reconocerlos siquiera.
    A la sazón, yo ya estaba harto de aquel juego. Sencillamente, no se podía cazar al sujeto aquel. Cuanto más agudo te mostrabas tú, más agudo se mostraba él.
    —Oiga —dije—. ¿Cómo está tan enterado de esas cosas? ¿Qué hacía usted? ¿Vivir con ellos? ¿O acaso ellos hablaban inglés? O acaso usted habla el lenguaje de los lagartos... Díganos unas cuantas palabras de ese lenguaje.
    Me parece que también empezaba a perder la cabeza, a mi vez. Ya saben qué pasa. Un fulano te cuenta algo que no puedes creer porque es demasiado inverosímil, pero no consigues que confiese que está mintiendo.
    En cambio el profesor no perdía la cabeza. Se estaba llenando el vaso otra vez, con gran parsimonia.
    —No —dijo—, yo no hablaba, y ellos tampoco. Sencillamente, me miraban con aquellos ojos duros, fríos y fijos, ojos de serpiente, y yo sabía qué estaban pensando, y veía que ellos también sabían qué estaba pensando yo. No me pregunten cómo se producía el fenómeno. Se producía, y nada más. Siempre. Yo sabía que habían salido a una expedición de caza, y sabía que no iban a soltarme.
    Y dejamos de hacerle preguntas. Nos limitábamos a mirarle. Después Ray dijo:
    —¿Qué sucedió? ¿Cómo pudo escapar?
    —Fue fácil. Un animal se escabulló hacia el otro lado de la cima de la colina. Era largo, quizá unos tres metros, y estrecho, y corría pegado al suelo. Los lagartos se excitaron. Yo percibía su excitación a oleadas. Era como si se olvidaran de mí en una sola y cálida eclosión de sed de sangre... Y salieron disparados. Yo me metí dentro de la máquina, regresé y la destruí.
    Era el final menos espectacular que hubiera escuchado jamás. Joe emitió un sonido gutural.
    —Bueno, ¿y qué fue de los dinosaurios?
    —Ah, ¿no lo entienden? Yo creía que quedaba sobradamente claro... Fueron aquellos pequeños lagartos inteligentes los que se encargaron de la limpieza. Eran cazadores... por instinto y por vocación. Era la pasión de su vida. No cazaban en busca de alimento, sino de diversión.
    —¿Y barrieron a todos los dinosaurios de la Tierra?
    —Al menos a todos los que vivieron por aquella época, a todas las especies contemporáneas suyas. ¿No lo creen posible? ¿Cuánto tiempo tardamos nosotros en barrer los rebaños de bisontes, que constaban de centenares de millones de cabezas? ¿Qué fue del dodo, en pocos años? Supongan que nos dedicásemos a la tarea con verdadero empeño. ¿Cuánto durarían los leones, y los tigres, y las jirafas? ¡Por la época en que yo vi aquellos lagartos ya no quedaba ninguna pieza de caza mayor..., ningún reptil que sobrepasara los cuatro metros y medio! Todos habían desaparecido. Aquellos diablillos se entretenían ya cazando a los pequeños y escurridizos, y seguramente en lo más íntimo de sus corazones lloraban de añoranza de los viejos y hermosos tiempos.
    Todos permanecíamos callados, contemplando las vacías botellas de cerveza y meditando lo que acabábamos de escuchar. Aquel número inmenso de dinosaurios... grandes como casas... matados por los lagartos pequeños, con armas. Matados por diversión.
    Y entonces Joe se inclinó sobre la mesa, posó la mano, con gesto desenvuelto, en el hombro del profesor, y lo zarandeó.
    —Eh, profesor —dijo—, en ese caso, ¿qué les ocurrió a los lagartos pequeños, los que iban armados? ¿Eh? ¿Volvió usted allá alguna vez para averiguarlo?
    El profesor levantó la vista con una expresión en los ojos, como si se hubiera extraviado.
    —¿Todavía no lo ven? Ya empezaba a ocurrirles entonces. Lo vi en sus ojos. Se estaban quedando sin caza mayor..., sin diversión. Por consiguiente, ¿qué esperaría que hiciesen? Se dedicaron a otra caza..., la mayor y más peligrosa de todas... y se divirtieron de veras. Y siguieron la cacería hasta exterminar la especie.
    —¿Qué caza? —preguntó Ray. Él no lo entendía; en cambio Joe y yo sí lo comprendimos.
    —Ellos mismos —respondió el profesor con voz fuerte—. Agotados los otros, se lanzaron contra ellos mismos hasta que no quedó ninguno.
    De nuevo nos callamos para pensar en aquellos dinosaurios grandes como casas, todos exterminados por los pequeños lagartos provistos de armas. Luego pensamos en los mismos lagartos armados y en cómo tenían que mantener sus armas en acción incluso cuando ya no podían dirigirlas sino contra su propia especie.
    —¡Pobres lagartos estúpidos! —exclamó Joe.
    —¡Si —dijo Ray—, pobres lagartos dementes!
    Y lo que sucedió entonces nos asustó de verdad. Porque el profesor se puso en pie de un salto, con unos ojos que parecían querer salirse de las órbitas y venir disparados hacia nosotros.
    —¡Malditos locos! —gritó—. ¿Cómo se quedan sentados ahí lloriqueando por unos reptiles que se extinguieron hace cien millones de años? Aquélla fue la primera inteligencia que apareció sobre la Tierra, y terminó de este modo. Eso ya pasó. Pero nosotros somos la segunda inteligencia... ¿y cómo diablos se figuran que vamos a terminar nosotros?
    El profesor empujó la silla y se encaminó hacia la puerta. Pero de pronto se plantó un momento allí, antes de salir definitivamente, y gritó:
    —¡Pobre humanidad estúpida! Adelante, lloren por eso.

    En las profundidades
    1
    Al final, todos los planetas tienen que perecer. Su muerte puede ser rápida, si el Sol estalla. Y puede ser lenta cuando el Sol se apaga y los océanos se convierten en hielo. En este último caso, la vida inteligente tiene posibilidad de sobrevivir.
    Esta subsistencia puede dirigirse hacia fuera, en dirección al planeta más próximo al sol moribundo o a otro planeta que gire en tomo a otro sol. Este camino de salvación le estará vedado si por desgracia no hubiese otro planeta de importancia que gravitase en torno a su sol, o si no hubiese otra estrella a menos de quinientos mil años luz.
    La supervivencia puede dirigirse hacia el interior, al núcleo del planeta. Siempre es una solución. Una nueva morada se edificará en las profundidades subterráneas, y el calor del centro del planeta proporcionará la energía necesaria. Esa tarea puede requerir miles de años, pero un sol moribundo se enfría con gran lentitud.
    Pero el calor central también se agota con el tiempo. Cada vez hay que excavar madrigueras más profundas, hasta que el planeta ve acercarse su fin.
    Y este fin se estaba aproximando.
    Las redes de neón brillaban indiferentes en la superficie del planeta, incapaces de agitar los charcos de oxígeno formados en los valles. De vez en cuando, durante el largo día, el sol, recubierto a medias por una corteza, brillaba brevemente con un apagado resplandor rojizo, y las charcas de oxígeno burbujeaban un poco. Por la noche, una escarcha blanco-azulada de oxígeno recubría las charcas, y sobre las rocas desnudas caía un nuevo rocío de neón.
    A más de mil kilómetros bajo la superficie, subsistía aún una última burbuja de calor y de vida.
    2
    Las relaciones de Wenda con Roi eran tan íntimas como se quiera imaginar, más íntimas en realidad de lo que resultaba prudente que ella supiese.
    Sólo se le había permitido a Wenda que entrase en el ovario una vez en su vida y se le dijo muy claramente que debía conformarse con aquella sola vez.
    El razólogo le había dicho:
    —No te ajustas a la norma, Wenda, pero eres fecunda y te probaremos de nuevo. Tal vez dé resultado.
    Ella quería que diese resultado. Lo deseaba desesperadamente. Desde el principio de su vida supo que su inteligencia era deficiente y que nunca sería más que una obrera. Le causaba angustia la idea de que pudiese fallar en el cumplimiento de sus deberes hacia la raza y anhelaba que se le presentase aunque fuese una sola ocasión de cooperar en la creación de otro ser. Aquello se convirtió en una obsesión para ella.
    Puso el huevo en un ángulo del cubículo y volvió después a observarlo. El proceso «casual» que removía a los huevos durante la inseminación mecánica -con el fin de asegurar una distribución uniforme de los genes- apenas hizo que su huevo, junto a los demás, se balancease ligeramente, lo cual fue una verdadera suerte.
    Mantuvo su discreta vigilancia durante el período de maduración, observó al pequeño que salió de aquel huevo concreto que era el suyo, se fijó en sus características físicas y le vio crecer.
    Era una cría sana y fue aceptada sin reservas por el razólogo. En una ocasión, ella dijo, como por casualidad:
    —Observe ese pequeño, el que está allí sentado. ¿Está enfermo?
    —¿Cuál? —El razólogo estaba visiblemente sorprendido, pues una cría enferma a aquella edad constituiría una falta para su reputación profesional—. ¿Te refieres a Roi? No digas bobadas. Ojalá todos nuestros jóvenes estuviesen como él.
    Al principio, ella se sentía muy satisfecha de sí misma pero luego empezó a preocuparse y por último estaba francamente asustada, pues llegó a la conclusión que no podía dejar de ver al joven. Vigilaba atentamente sus estudios y contemplaba sus juegos. Se sentía dichosa al tenerlo cerca, triste y abatida cuando estaba lejos. Como desconocía el significado de aquellos síntomas, se sentía avergonzada.
    Debiera haber visitado al mentalista a fin de obtener un diagnóstico certero, pero intuía que aquello no era una aberración leve que podía curarse retorciendo una neurona. Era una auténtica manifestación psicopática. Estaba segura. Si lo descubrían, la encerrarían o tal vez practicarían con ella la eutanasia, para suprimir una consumidora inútil de la energía rigurosamente racionada de que podía disponer la raza. Podían llegar incluso a aplicar también la eutanasia a la cría salida de su huevo, si llegaban a averiguar quién era.
    Ella se había esforzado por luchar contra aquellas tendencias anormales y hasta cierto punto lo logró. Fue entonces cuando se enteró de que Roi había sido escogido para efectuar el largo viaje y esto la llenó de pena y desesperación, así es que marchó a ver a su hijo en uno de los corredores vacíos de la caverna, situado a varios kilómetros del centro de la ciudad. ¡La ciudad! Sólo existía una.
    Aquella caverna particular había sido cerrada en vida de Wenda y ella lo recordaba bien. Los ancianos hicieron los cálculos pertinentes usando los datos de las medidas de la caverna, los habitantes que contenía y la energía necesaria para alimentarla, y luego decidieron oscurecerla. Su escasa población fue trasladada a una zona más próxima al centro y el número de asistentes a la siguiente sesión del ovario fue reducido.
    Wenda descubrió que el nivel mental de Roi era poco profundo en el plano conversacional, como si la mayor parte de su mente estuviese dedicada a alguna contemplación.
    «¿Tienes miedo?», pensó dirigiéndose a él.
    «¿Porque he venido aquí a pensar?» Vaciló un poco y luego dijo:
    —Si, tengo miedo. Es la última oportunidad de la raza. Si fracaso...
    «¿Tienes miedo por ti mismo?»
    Él la miró estupefacto y la corriente mental de Wenda tembló de vergüenza ante su propio atrevimiento.
    —Querría ir yo en tu lugar —dijo Wenda.
    —¿Crees que realizarías mejor la misión? —preguntó Roi.
    —Oh, no. Pero si fracasase y... no pudiera regresar, mi pérdida no tendría tanta importancia.
    —La pérdida sería la misma —dijo él, reposadamente—, tanto si fuese la tuya como la mía. Lo que se perdería de verdad sería la existencia de la raza.
    La existencia de la raza era lo último en que Wenda pensaba en aquellos momentos. Lanzó un suspiro:
    —Es un viaje tan largo...
    —¿Cuál es su duración? —preguntó él sonriendo—. ¿Lo sabes?
    Ella vaciló, pues no quería mostrarse estúpida ante su hijo.
    —Por lo que he podido oír, hasta el Primer Nivel —dijo, cautelosa.
    Cuando Wenda era pequeña y los corredores con calefacción se extendían a mayor distancia de la ciudad, ella los exploró, como hacían los chicos. Pero un día, a mucha distancia, cuando el frío del aire ambiente era intenso, llegó a una sala cuyo piso ascendía en suave pendiente, aunque al poco trecho se hallaba bloqueado por una inmensa obstrucción, encajada fuertemente del techo al suelo y de pared a pared.
    Detrás de aquella barrera, según supo, después, mucho tiempo después, se extendía el Nivel Setenta y Nueve; sobre éste el Setenta y Ocho, y así sucesivamente.
    —Vamos más allá del Primer Nivel, Wenda.
    —Pero si no hay nada después del Primer Nivel.
    —Así es. No hay nada. Allí termina toda la materia sólida del planeta.
    —Pero ¿cómo puede existir algo inexistente? ¿Es aire lo que hay?
    —No, no, he dicho nada. El vacío. Supongo que sabes lo que es el vacío.
    —Sí, pero el vacío se hace con bombas y luego se mantiene cerrando herméticamente el recipiente.
    —Esto es lo que hacen los Servicios de Conservación. Pero más allá del Primer Nivel no hay otra cosa que una cantidad infinita de vacío que se extiende en todas direcciones.
    Wenda meditó un momento. Luego preguntó:
    —¿Ha estado alguien allí, alguna vez?
    —Por supuesto que no. Así figura en los archivos.
    —¿Y si los archivos estuviesen equivocados?
    —No pueden estarlo. ¿Sabes qué extensión de espacio voy a recorrer?
    La corriente mental de Wenda negó, abrumada.
    —Conoces la velocidad de la luz, supongo —dijo Roi.
    —Desde luego —se apresuró a replicar ella. Era una constante universal que hasta los niños sabían—. Mil novecientas cincuenta y cuatro veces el tiempo invertido para cubrir en un segundo toda la longitud de la caverna, ida y vuelta.
    —Exacto —dijo Roi—, pero si la luz tuviese que recorrer la distancia que yo voy a cubrir en mi viaje, necesitaría diez años.
    —Te burlas de mí —dijo Wenda—. Estás tratando de asustarme.
    —¿Por qué tendría que asustarte? —contestó él, levantándose—. Pero ya he perdido aquí bastante tiempo...
    Uno de sus seis miembros prensiles se apoyó levemente sobre uno de los suyos, en una demostración de amistad. Wenda, presa de un impulso irracional, sintió deseos de apretarlo fuertemente, de no dejar que se fuese.
    Por un momento sintió pánico temiendo que él sondeara su mente por debajo del nivel conversacional y sintiera asco y no la mirara jamás a la cara, o incluso que pudiese denunciarla para que la sometiesen a tratamiento. Luego se tranquilizó. Roi era normal, no un enfermo como ella. Jamás se le ocurriría, por ninguna causa ni motivo, la idea de trasponer el nivel conversacional de una mente ajena.
    «¡Qué guapo es!», pensó cuando él se alejaba. Sus extremidades prensiles eran rectas y fuertes, sus cirros vibrátiles, también prensiles y que le servían para manipular cosas, eran numerosos y delicados y sus manchas ópticas tenían un brillo opalescente de una belleza que sobrepasaba a todas cuantas ella había visto.
    3
    Laura se arrellanó en su asiento. ¡Qué suaves y cómodas eran aquellas butacas! ¡Y qué agradables y acogedores el interior duro, plateado e inhumano!
    La canastilla con el bebé reposaba en el asiento contiguo.
    Levantó una punta del cobertor y atisbó el gorrito fruncido. Walter dormía. Su carita era tersa y redonda y sus párpados dos pequeñas medias lunas que cerraban sus ojitos.
    Un mechón de pelo castaño claro le cruzaba la frente, con suma delicadeza. Laura se lo ocultó debajo del gorro.
    Pronto sería la hora de darle el biberón y ella confiaba en que su hijito no se diera cuenta del extraño ambiente que le rodeaba. La azafata era muy amable, pues le guardaba los biberones en una pequeña nevera.
    La pareja que ocupaba los asientos del otro lado del pasillo la estaba mirando de aquel modo peculiar que indicaba que les encantaría hablar con ella, si se presentaba un pretexto para ello. Eso ocurrió cuando ella levantó a Walter de su cuna y lo puso, como un muñeco envuelto en su blanco algodón, sobre su regazo.
    Un niño es siempre un pretexto para iniciar una conversación entre extraños.
    Así pues, la señora del otro lado del pasillo dijo:
    —¡Qué monada de niño! ¿Qué edad tiene?
    Laura, que había extendido una manta sobre su regazo y estaba cambiando los pañales a Walter, contestó a través de los imperdibles que tenía en la boca:
    —Cumplirá cuatro meses la semana que viene.
    El niño, agradecido por el cambio de pañal, sonrió a la señora abriendo la boquita en una sonrisa húmeda y pícara.
    —Mira cómo sonríe, George —dijo la señora.
    George sonrió a su vez y cruzó sus manos gordezuelas, diciendo:
    —Abu, abu.
    Walter rió agudamente y lanzó un hipo.
    —¿Cómo se llama, querida? —preguntó la señora.
    —Walter Michael —respondió Laura—. Como su padre. Ya se habían abierto las compuertas. A continuación, Laura supo que aquella simpática pareja era el matrimonio Ellis, y que se llamaban George y Eleonor, que estaban de vacaciones y que tenían tres hijos, dos chicas y un chico, todos mayores. Las dos muchachas estaban casadas y una tenía ya dos hijos.
    Laura escuchaba con expresión risueña en su cara delgada. Walter -su marido- decía siempre que se fijó en ella precisamente porque sabía escuchar.
    Walter -el niño-, empezaba a patalear. Laura le liberó los bracitos para que se moviese a su antojo.
    —¿Tendría usted la bondad de calentarme el biberón? —pidió a la azafata.
    Laura explicó el número de biberones que tomaba Walter al día, su fórmula exacta... y que los pañales le escaldaban las piernecitas.
    —Espero que hoy le sentará bien la leche —dijo preocupada—. Con estos movimientos...
    —Vamos, vamos —dijo la señora Ellis—, aún es muy pequeño para que esas cosas le molesten. Además, estos aviones son maravillosos. Si no mirase por la ventanilla, apenas creería que estamos en el aire. ¿No te parece, George?
    Pero el señor Ellis, un hombre rudo que no se andaba con rodeos, espetó:
    —Me sorprende que viaje usted en avión con un niño tan pequeño.
    La señora Ellis le miró frunciendo el ceño.
    Laura apoyó a Walter en su hombro y le dio unas cariñosas palmaditas en la espalda. El atisbo de un suave lloriqueo acabó cuando sus deditos pudieron asir las sedosos y rubios cabellos de su madre para hurgar luego en el moño suelto que llevaba recogido sobre la nuca.
    —Lo llevo para que lo vea su padre —dijo—. Walter aún no conoce a su hijo.
    El señor Ellis parecía perplejo y se disponía a decir algo, pero su mujer se adelantó:
    —¿Está en el ejército su esposo, querida?
    —En efecto. —El señor Ellis abrió la boca en un «Oh» silencioso y luego volvió a cerrarla—. Está destinado en las afueras de Davao e irá a esperarme al campo de aviación de Nichols —prosiguió Laura.
    Antes de que la azafata volviese con el biberón, ellos ya se habían enterado de que su marido era sargento de primera clase del Cuerpo de Intendencia, que llevaba cuatro años en el ejército, que se habían casado hacía dos años, que él estaba a punto de ser licenciado y que pasarían una larga luna de miel allí antes de regresar a San Francisco.
    La azafata le dio el biberón. Laura tomó a Walter en brazos y le acercó la botella a la boca. Acto seguido le introdujo la tetilla entre los labios, y el niño empezó a chupar con fruición. Ascendieron burbujitas con la leche, mientras las manos del bebé golpearon inútilmente al cálido cristal y sus ojitos azules miraron fijamente a su madre.
    Laura abrazó tiernamente a su pequeño Walter, pensando que, a pesar de todas las molestias y disgustos que causaban los niños, tener un hijo era algo maravilloso.
    4
    «Teoría —pensó Gan—, siempre teoría.» Los habitantes de la superficie, aproximadamente un millón de años antes, podían ver el Universo, notar su presencia directa. A la sazón, con más de mil kilómetros de roca sobre su cabeza, la raza sólo podía hacer cábalas y conjeturas basándose en las temblorosas agujas de sus instrumentos indicadores.
    Era una simple teoría la que afirmaba que las neuronas cerebrales, además de su potencial eléctrico ordinario, emitían otra especie de energía completamente distinta. Una energía que no era electromagnética y por lo tanto no tenía que arrastrarse lentamente como la luz. Una energía que estaba únicamente relacionada con las más elevadas funciones del cerebro y que por ello era la característica única y distinta de los seres racionales e inteligentes.
    Fue una aguja la que, al moverse imperceptiblemente, señaló la presencia de aquel campo de energía que había penetrado en el interior de la caverna y fueron otras agujas las que localizaron el origen de aquel campo en una dirección determinada, situada a diez años-luz No había duda de que una estrella se les había acercado mucho durante el tiempo transcurrido desde que los habitantes de la superficie señalaron la más próxima a quinientos años luz. Pero, ¿y si la teoría estuviese equivocada?
    —¿Tienes miedo?
    Gan irrumpió en el nivel conversacional del pensamiento sin advertencia previa causando un notable sobresalto en la superficie del cerebro de Roi, que en aquel momento estaba tarareando.
    —Es una gran responsabilidad —dijo Roi.
    Gan pensó: «Otros hablan de responsabilidad». Durante generaciones, un director técnico tras otro había estado trabajando en el resonador y en la Estación Receptora, pero era en su época cuando habría de darse el paso decisivo. ¿Qué sabían los demás de responsabilidad?
    —Efectivamente, lo es. Hablamos con mucha facilidad de la extinción de la raza, pues presumimos siempre que se producirá algún día pero no ahora, en nuestra época. Sin embargo, así será. ¿Entiendes? Así será. Lo que hoy vamos a hacer consumirá las dos terceras partes de nuestras reservas totales de energía. No nos quedará bastante para intentarlo de nuevo. Ni quedará bastante tampoco para que esta generación llegue al término de su vida. Pero esto no importa si tú sigues nuestras órdenes. Hemos pensado en todo. Hemos pasado generaciones preparándolo todo, hasta el menor detalle.
    —Cumpliré las órdenes —dijo Roi.
    —Tu campo mental se entremezclará con aquellos procedentes del espacio. Todos los campos mentales son característicos del individuo y ordinariamente la probabilidad de una duplicación es muy remota. Pero los campos procedentes del espacio son varios billones, según nuestros cálculos más aproximados. Es muy probable que tu campo coincida con alguno de ellos y en este caso se establecerá una resonancia, por todo el tiempo en que nuestro resonador esté en funcionamiento. ¿Conoces los principios en que se basa?
    —Sí, señor.
    —Entonces, sabrás que durante la resonancia, tu mente se hallará en el planeta X, alojada en el cerebro del ser que posea un campo mental idéntico al tuyo. Este proceso no consume energía. Entonces nosotros pondremos toda la masa de la Estación Receptora en resonancia con tu mente. El método para transferir masa de esta manera fue la última fase del problema que hubo que resolver, y requería un consumo de energía equivalente al que la raza haría durante cien años, en circunstancias normales.
    Gan tomó el cubo negro que constituía la Estación Receptora y lo contempló sombríamente. Tres generaciones antes se había creído que era imposible fabricar una con todos los requisitos en un espacio inferior a los veinte metros cúbicos. Pero ya lo habían conseguido; aquella estación tenía el tamaño de un cubo.
    Gan dijo:
    —El campo mental de las neuronas cerebrales inteligentes solamente puede ajustarse a ciertos modelos perfectamente definidos. Todos los seres vivientes, sean del planeta que sean, deben basar su ciclo vital en las proteínas y en una química del oxígeno y del agua. Si su mundo es habitable para ellos también lo será para nosotros.
    «Teoría —pensó Gan en un nivel más profundo—, siempre teoría.»
    Sin embargo, prosiguió:
    —Esto no significa que el cuerpo en el que tú te encontrarás, tu mente y tus emociones, no te resulten completamente extraños. Por lo tanto hemos dispuesto tres sistemas para hacer funcionar la Estación Receptora. Si resulta que posees unos miembros fuertes, bastará con que ejerzas una presión de doscientos veinticinco kilogramos sobre cada cara del cubo. Si resultase que tus miembros son delicados, únicamente tendrás que oprimir un botón, al que se llega por la única abertura que tiene el cubo. Si no poseyeses miembros, si el cuerpo que te albergase estuviese paralizado o desvalido, podrás poner en marcha la Estación apelando únicamente a la energía mental. Una vez la Estación funcione, dispondremos de dos puntos de referencia y no de un solo y la raza podrá ser transferida al planeta X mediante tele-transportación ordinaria.
    —¿Significa esto —dijo Roi— que tendremos que utilizar energía electromagnética?
    —¿Y qué?
    —Necesitaremos diez años para transferimos.
    —No notaremos el tiempo transcurrido.
    —Ya lo sé, señor, pero esto quiere decir que la Estación deberá permanecer diez años en el planeta X. ¿Y si entre tanto resultase destruida?
    —También hemos previsto esta contingencia. Hemos pensado en todo. Una vez la Estación se ponga en movimiento, originará un campo de fuerzas paralelo, con el resultado de que se desplazará siguiendo la tracción gravitatoria, deslizándose a través de la materia ordinaria, hasta hallar un medio continuo de una densidad suficientemente elevada para detenerla por fricción. Para ello bastará con un espesor de seis metros de roca. Cualquier material de menor densidad no la afectará. Así permanecerá durante diez años a seis metros de profundidad, y entonces un campo de fuerzas contrarias la hará ascender de nuevo a la superficie. Acto seguido la Raza hará su aparición... uno por uno de sus miembros.
    —En este caso, ¿por qué no hacer que la Estación empiece a funcionar automáticamente? Tiene ya tantas funciones automáticas que...
    —Has dedicado sólo una atención superficial al asunto, Roi. En cambio, nosotros lo hemos examinado bajo todos los ángulos. No todos los puntos de la superficie del planeta pueden ser adecuados. Si sus habitantes son poderosos y están adelantados, tendrás que buscar un lugar discreto para esconder la Estación. No podemos presentarnos en plena plaza de una ciudad. Y tendrás que asegurarte de que el medio ambiente no resulte peligroso bajo otros aspectos.
    —¿Qué otros aspectos, señor?
    —No sé. Los antiguos archivos de la superficie contienen muchas cosas que ya no entendemos. No las explican porque ya las dan por sabidas, pero piensa que abandonamos la superficie hace unas cien mil generaciones y ahora somos incapaces de adivinar de qué se trata. Nuestros técnicos ni siquiera están de acuerdo acerca de cuál puede ser la naturaleza física de las estrellas, que los archivos mencionan y comentan con tanta frecuencia. ¿Pero qué son «tempestades», «seísmos», «volcanes», «tornados», «ventisca», «corrimientos de tierra», «inundaciones», «rayos» y otras tantas cosas? Todos estos términos se refieren a fenómenos que tienen lugar en la superficie y que son peligrosos, pero no sabemos en qué consisten, ni cómo defendernos de ellos. A través de la mente del ser en que te instalarás, podrás saber lo que conviene hacer y obrar en consecuencia.
    —¿Dispondré de mucho tiempo, señor?
    —El Resonador no puede funcionar continuamente más de doce horas. Sería ideal que pudiese realizar su función en dos. Regresarás aquí automáticamente tan pronto como empiece a funcionar la Estación. ¿Estás dispuesto?
    —Estoy dispuesto —respondió Roi.
    Gan se dirigió a la cabina de vidrio opaco, seguido por Roi. Éste se acomodó en su asiento, disponiendo sus miembros en las depresiones apropiadas. Hundió sus cirros en mercurio para establecer un buen contacto.
    Preguntó entonces:
    —¿Qué haré si me encuentro en el cuerpo de un moribundo?
    —El campo mental está muy distorsionado cuando un ser va a morir —respondió Gan mientras ajustaba los mandos—. Sólo podrá resonar con el tuyo un campo mental normal.
    —¿Y si estuviese a punto de morir por accidente?
    El científico lo miró:
    —También hemos pensado en eso —repuso Gan—. Nada podemos hacer por evitarlo, pero las probabilidades de una muerte tan instantánea que no te permita hacer funcionar la Estación mentalmente, son menores de una por cada veinte trillones, a menos que los misteriosos peligros de la superficie sean más mortales de lo que creemos... Tienes un minuto.
    Por algún motivo extraño, el último pensamiento de Roi antes de la traslación iba dirigido a Wenda.
    5
    Laura se despertó sobresaltada. ¿Qué había pasado? Le pareció como si la hubiesen pinchado con un alfiler.
    El sol de la tarde le daba de pleno en la cara, deslumbrándola y haciéndola parpadear. Bajó la cortinilla y luego se inclinó para mirar a Walter.
    La sorprendió algo encontrarlo con los ojos abiertos. A la sazón tenía que estar dormido. Consultó su reloj de pulsera. Sí, tendría que estar dormido. Y aún faltaba más de una hora para el otro biberón. Ella daba el biberón al niño siempre que éste se lo pedía con sus lloriqueos, pero por lo general Walter era un verdadero reloj.
    Le hizo una mueca cariñosa.
    —¿Tienes hambre, cielito?
    Walter no se inmutó y Laura sintió una ligera decepción, pues le hubiera gustado verlo sonreír. En realidad, lo que le hubiera gustado es que se hubiese echado a reír, le hubiese rodeado el cuello con sus bracitos gordezuelos, abrazándola y diciéndole mamá pero sabía que aún no podía hacer nada de eso. Aunque sí podía sonreír.
    Le tocó la barbilla con el meñique.
    —Abu, abu, abu.
    El niño siempre sonreía cuando le hacía eso. Pero esta vez sólo se limitó a parpadear.
    —Supongo que no estará enfermo —se dijo Laura, preocupada. Y miró a la señora Ellis con expresión afligida.
    La señora Ellis dejó la revista que estaba leyendo.
    —¿Ocurre algo, querida?
    —No sé. Walter se está muy callado y quietecito.
    —Pobrecillo. Debe de estar cansado.
    —¿Y por qué no duerme?
    —Estará extrañado por lo que le rodea. Probablemente se está preguntando qué es todo esto.
    La señora se levantó, cruzó el pasillo y se inclinó sobre Laura, acercando su cara a la de Walter.
    —Te preguntas qué es todo, ¿eh, tunantuelo? Sí, estás extrañado. Te estás preguntando: ¿dónde está mi cunita y mis animalitos pintados en la pared?
    Entonces la señora se puso a hacerle carantoñas y arrumacos, lanzando ridículos grititos.
    Walter apartó los ojos del rostro de su madre y se puso a mirar sombríamente a la señora Ellis. Ésta se enderezó de pronto y su rostro se contrajo en una mueca de dolor. Llevándose la mano a la cabeza, murmuró:
    —¡Buen Dios! Qué dolor tan extraño.
    —¿Cree usted que tiene hambre? —preguntó Laura.
    —¡Ay, Señor! —dijo la señora Ellis, mientras su rostro recuperaba la expresión normal—. Cuando tienen gana saben manifestarlo. No le pasa nada. Yo he tenido tres hijos, querida, y tengo experiencia.
    —Me parece que voy a pedir a la azafata que ponga otra botella a calentar.
    —Si eso tiene que tranquilizarla...
    La azafata le trajo el biberón y Laura sacó al pequeño Walter de la canasta, diciéndole:
    —Ahora tomarás este biberoncito, después te cambiaré y luego...
    Acomodó la cabeza del niño sobre su brazo doblado, se inclinó para hacerle una caricia en la mejilla y luego lo atrajo hacia sí mientras le acercaba la botella a los labios...
    ¡El niño lanzó un penetrante chillido!
    Tenía la boca abierta, extendió los brazos con los dedos muy separados y puso todo el cuerpo tan rígido y duro como si tuviese el tétanos. De esta manera chilló. Su agudo chillido resonó en toda la cabina.
    Laura gritó también. El biberón cayó de su mano y se rompió contra el suelo, esparciendo la leche.
    La señora Ellis pegó un brinco. Otra media docena de pasajeros se sobresaltaron también. El grito arrancó al señor Ellis de su torpor.
    —¿Qué pasa? —preguntó la señora Ellis, demudada.
    —No lo sé, no lo sé —decía Laura, zarandeando a Walter con frenesí, poniéndoselo sobre el hombro y dándole golpecitos en la espalda—. Cielito, cielito, no llores. ¿Qué te pasa, cielito? Cielito mío...
    La azafata venía corriendo por el pasillo. Cuando se detuvo, su pie quedó a un par de centímetros del cubo situado bajo el asiento de Laura.
    Walter se debatía como un poseído, gritando y berreando como un energúmeno.
    6
    La mente de Roi se llenó de sorpresa. Hacía un momento estaba sujeto por las correas en su asiento y en contacto con la clara mente de Gan; al instante siguiente (no tuvo la menor conciencia de intervalo temporal) se hallaba sumergido en un confuso laberinto de pensamiento extraño, bárbaro e incoherente.
    Cerró por completo su mente. La había abierto de par en par para aumentar la eficacia de la resonancia y el primer contacto con el ser extraño había sido...
    No doloroso... no. ¿Nauseabundo, mareante? No, eso tampoco. No había palabras para describirlo.
    Hizo acopio de fuerzas en el tranquilo vacío de su enclaustramiento mental y examinó su situación. Notaba el leve contacto de la Estación Receptora, con la que se hallaba enlazado mentalmente. Eso demostraba que le había acompañado. ¡Menos mal!
    De momento hizo caso omiso del ser en cuyo cuerpo se había alojado. Como tal vez lo podía necesitar más tarde para realizar algo de importancia capital, era más prudente no despertar sus sospechas por el momento.
    Se dedicó a explorar. Entró al azar en una mente y comenzó por analizar las sensaciones que la embargaban. Aquel ser era sensible a algunas zonas del espectro electromagnético, a las vibraciones del aire y, naturalmente, al contacto corporal. Poseía unos sentidos químicos localizados...
    Y esto era casi todo. Prosiguió su análisis, estupefacto. No sólo no había allí un directo sentido de masa, ni un sentido electro-potencial, ni uno solo de los intérpretes del Universo verdaderamente refinados, sino que tampoco existía ningún contacto mental.
    El espíritu de aquel ser estaba completamente aislado. Entonces, ¿cómo se comunicaban? Siguió estudiándolo. Poseían un complicado código de vibraciones aéreas regulares.
    ¿Eran inteligentes? ¿Y si hubiese caído en el interior de una mente atrasada? No todos eran así.
    Analizó el grupo de mentes que le rodeaban a través de sus palpos mentales, tratando de descubrir a un técnico o a su equivalente entre aquellas semi-inteligencias tullidas. Descubrió una mente que se consideraba como capaz de gobernar vehículos. Roi captó entonces una noticia muy interesante. Se hallaba en un vehículo aéreo.
    Eso quería decir que, aun sin contacto mental, aquellos seres podían construir una rudimentaria civilización mecánica. ¿Y si fuesen simples herramientas animales al servicio de las verdaderas inteligencias del planeta? No... Sus mentes le decían que no.
    Sondeó al técnico, para conseguir datos acerca del medio ambiente inmediato. ¿Había que temer a los peligros enunciados por los antiguos? Dependía de cómo se interpretasen. Evidentemente, existían ciertos peligros inmediatos. Movimientos del aire. Cambios de temperatura. Agua que caía de lo alto, ya fuese líquida o sólida. Descargas eléctricas. Había vibraciones cifradas para cada fenómeno, pero para él no significaban nada. La relación de aquellas vibraciones con los nombres dados a los fenómenos por los antiguos pobladores de la superficie era algo que quedaba abierto a las conjeturas.
    No importaba. ¿Había peligro a la sazón? ¿Había peligro allí? ¿Había motivo para sentir temor o inquietud?
    ¡No! La mente del técnico negaba tal posibilidad.
    Esto le bastaba. Volvió entonces a ocuparse de la mente del ser que habitaba y, tras un breve descanso, se expandió cautelosamente...
    ¡Nada!
    La mente de aquel ser estaba vacía. Todo lo más, había en ella una vaga sensación de calor, y una embotada respuesta desordenada a ciertos estímulos básicos.
    ¿Estaría muriéndose aquel ser, después de todo? ¿Sufriría de afasia? ¿Y si no tuviese cerebro?
    Sondeó con rapidez la mente más próxima, rebuscando en ella datos acerca de la mente que ocupaba y consiguiendo hallarlos.
    Se había metido en el cuerpo de una cría de aquella especie. ¿Un niño? ¿Un niño normal? ¿Y tan poco desarrollado? Dejó que su mente se hundiese en la del niño y se fundiese por un momento con ella y con lo que en ella había. Buscó las zonas motrices del cerebro y consiguió hallarlas sin dificultad. Un cauteloso estímulo fue seguido por un movimiento desordenado de las extremidades del niño. Intentó dominarlo con mayor precisión, sin conseguirlo.
    Sintió cólera. ¿De veras habían pensado en todo? ¿Habían pensado, por ejemplo, en la posibilidad de que existiesen inteligencias desprovistas de contacto mental? ¿Habían pensado en seres jóvenes tan completamente rudimentarios como si aún se encontrasen en el interior del huevo?
    Aquello significaba, por supuesto, que no podía utilizar la persona de aquel ser para poner en marcha la Estación Receptora. Tanto sus músculos como su mente eran demasiado débiles, excesivamente desprovistos de dominio para utilizar uno cualquiera de los tres métodos expuestos por Gan.
    Pensó con intensidad. No podía confiar en influir en mucha masa mediante el imperfecto enfoque de las neuronas cerebrales del niño, pero ¿y si intentase una influencia indirecta a través del cerebro de un adulto? La influencia física directa sería mínima; se reduciría a la paralización de las adecuadas moléculas de trifosfato de adenosina y de acetilcolina. Después el ser actuaría por su cuenta.
    Vaciló antes de intentar esto, temeroso del fracaso, y luego se maldijo, llamándose cobarde. Penetró de nuevo en la mente más próxima. Era de una hembra de la especie y se hallaba en el estado de inhibición temporal que ya había observado en otros. Aquello no le sorprendió. Mentes tan rudimentarias como aquella necesitaban descansos periódicos.
    Estudió la mente que tenía delante, palpando las zonas que podían responder a sus estímulos. Eligió una, la punzó y las zonas conscientes se animaron casi al mismo tiempo. Penetraron en tropel impresiones sensoriales y el nivel de la conciencia se elevó rápidamente.
    ¡Muy bien!
    Pero aún no era bastante. Aquello no era más que un pinchazo. No era una orden de acción específica.
    Se agitó con desazón cuando le inundó una catarata de emociones, procedentes de la mente que acababa de estimular y dirigidas, desde luego, al ser que ocupaba y no a él. Sin embargo, su carácter tosco y primitivo le disgustó y corrió barreras ante su mente para defenderse del desagradable calor de sus sentimientos desnudos.
    Una segunda mente se enfocó en el ser que ocupaba y, de haberse hallado bajo su forma material o de haber dominado satisfactoriamente los movimientos del ser ocupado, hubiera propinado un golpe a aquel intruso, tan desagradable le resultaba.
    ¡Por las grandes cavernas! ¿No iban a permitirle que se concentrase en el importante asunto que tenía entre manos? Lanzó una punzada a la segunda mente, activando varios centros de incomodidad y la mente se alejó.
    Aquello le gustaba. Había sido algo más que un simple estímulo indefinido y había dado el resultado propuesto. Había despejado la atmósfera mental.
    Volvió a ocuparse del técnico que pilotaba el vehículo. Forzosamente debía de conocer los detalles de la superficie sobre la cual pasaban.
    ¿Agua? Archivó este dato rápidamente. ¡Agua! ¡Y más agua!
    ¡Por los niveles eternos! La palabra «océano» adquiría un sentido. La antigua y tradicional palabra «océano». ¡Quién hubiera podido soñar que existiese tanta agua!
    Pero entonces, si aquello era el «océano», el término tradicional de «isla» adquiría un significado obvio. Afanosamente, se concentró en la obtención de datos geográficos. El «océano» estaba sembrado de motas de tierra, pero él necesitaba exacta... Le interrumpió una leve punzada de sorpresa cuando el cuerpo que ocupaba se desplazó por el espacio para ir a apoyarse en el cuerpo contiguo de la hembra.
    La mente de Roi, absorta en sus especulaciones, estaba abierta y desprevenida. Con toda su intensidad, las emociones de la hembra cayeron sobre él.
    Roi se contrajo. Intentando apartar aquellas repugnantes pasiones animales, agarrotó las neuronas cerebrales del niño, a través de las cuales pasaban aquellas desagradables emociones.
    Lo hizo con demasiada rapidez y energía. La mente del niño se llenó de un dolor difuso e instantáneamente casi todas las mentes contiguas reaccionaron ante las vibraciones atmosféricas resultantes.
    Furioso, trató de borrar el dolor, consiguiendo únicamente estimularlo aún más.
    A través de la niebla mental que llenaba el cerebro dolorido del ser que ocupaba, hurgó en las mentes de los técnicos, esforzándose por evitar que el contacto se desenfocase.
    Su mente se heló. ¡La ocasión propicia se presentaba ahora!
    Disponía tal vez de unos veinte minutos. Después se presentarían otras ocasiones, pero no tan buenas. Sin embargo, no se atrevía a dirigir las acciones de un tercero con la mente del ser que ocupaba sumida en un caos tan total.
    Retirándose, levantó barreras en torno a su mente, manteniendo sólo una tenue conexión con las neuronas medulares del niño, y se dispuso a esperar.
    Disponía aún de cinco minutos. Eligió una víctima.
    7
    —Me parece que ya empieza a sentirse algo mejor, el pobrecillo —comentó la azafata.
    —Nunca había hecho estas cosas —insistió Laura, llorosa—. Nunca.
    —Yo diría que tiene un poco de cólico.
    —Quizás está demasiado arropado —insinuó la señora Ellis.
    —Es posible —dijo la azafata—. Aquí hace bastante calor.
    Laura deslió al niño y le levantó la camisita, mostrando un vientre hinchado, rosado y bulboso. Walter seguía gimoteando.
    —¿Quiere que lo cambie? —dijo la azafata—. Está muy mojado.
    —Se lo agradeceré.
    Casi todos los pasajeros más próximos habían vuelto a sus asientos. Los más distantes dejaron de estirar el cuello.
    El señor Ellis se quedó en el pasillo con su esposa.
    —¿Qué es eso? —dijo.
    Laura y la azafata estaban demasiado ocupadas para prestarle atención, y la señora Ellis no le hizo caso, como de costumbre.
    El señor Ellis ya estaba acostumbrado a que su mujer no le hiciese caso. Su observación había sido más bien para sí. Inclinándose, trató de alcanzar la caja que había bajo el asiento.
    Su esposa siguió su acción con una mirada de impaciencia.
    —Vamos, George —le dijo—, deja tranquilo el equipaje de los demás pasajeros. Siéntate. ¿No ves que molestas aquí?
    El señor Ellis se enderezó, confuso.
    Laura, con ojos aún rojos y llorosos, dijo:
    —Eso no es mío. Ni siquiera sabía que estuviese bajo el asiento.
    La azafata, apartando la mirada del niño llorón, preguntó:
    —¿Qué es?
    El señor Ellis se encogió de hombros.
    —Es una caja.
    Dijo su esposa:
    —¿Y para qué la quieres?
    El señor Ellis trató de hallar una razón. ¿Para qué la quería? Se limitó a murmurar:
    —Era simple curiosidad.
    —¡Miren! —exclamó la azafata—. El niño ya está arreglado y seco, y estoy segura de que dentro de dos minutos estará tan contento como antes. ¡Hum! ¿No es verdad, ricura?
    Pero la ricura seguía lloriqueando. Cuando le acercaron el biberón de nuevo, apartó la cabeza con brusquedad.
    La azafata dijo:
    —Permita que lo caliente un poco.
    Tomó el biberón y se alejó por el pasillo.
    El señor Ellis adoptó una decisión. Con gesto decidido, levantó la caja del suelo y la colocó sobre el brazo de su asiento, haciendo caso omiso del ceño de su esposa.
    —No hago nada malo —dijo—. Sólo la miro. ¿De qué estará hecha?
    Y la golpeó con los nudillos. Ninguno de los restantes pasajeros le prestaba la menor atención. Tampoco parecía interesarles la caja. Se hubiera dicho que algo había anulado su curiosidad. Incluso la señora Ellis, enfrascada en una conversación con Laura, le volvía la espalda.
    El señor Ellis dio la vuelta a la caja y encontró el orificio. Sabía que tenía que tener un orificio. Era lo bastante grande para permitirle introducir un dedo, aunque no había ningún motivo, desde luego, para que quisiese meter un dedo en una caja que acababa de encontrar.
    Cuidadosamente, introdujo el dedo. Tocó un botón negro y sintió deseos de oprimirlo. Lo oprimió.
    La caja tembló, saltó de sus manos y atravesó el brazo de la butaca.
    Él pudo entreverla cuando atravesaba el piso y éste quedó luego liso y compacto como antes. El señor Ellis extendió lentamente las manos y se contempló las palmas. Luego, poniéndose a gatas, palpó el suelo.
    La azafata, que en aquel momento volvía con el biberón, le preguntó cortésmente:
    —¿Ha perdido usted algo, señor?
    La señora Ellis, apercibiéndose de la extraña postura de su marido, exclamó:
    —¡George!
    El señor Ellis se puso trabajosamente en pie. Estaba congestionado y desconcertado. Empezó a decir:
    —Esa caja... me resbaló de las manos y cayó...
    —¿Qué caja, señor? —le preguntó la azafata.
    —¿Quiere darme el biberón, señorita? El niño ya ha dejado de llorar —dijo Laura.
    —Desde luego. Aquí lo tiene.
    Walter abrió la boca con avidez, aceptando la tetilla. Por la leche ascendieron burbujitas y el niño la tragó con un gorgoteo satisfecho.
    Laura, radiante, levantó la mirada.
    —Ya está bien. Muchas gracias, señorita. Y a usted también, señora Ellis. Por un momento, casi me ha parecido que no era mi cielín.
    —Ya está bien, ¿eh? —comentó la señora Ellis—. Tal vez era un poco de mareo. Siéntate, George.
    La azafata dijo:
    —Llámeme si me necesita.
    —Gracias. Lo haré —respondió Laura. El señor Ellis murmuró:
    —La caja... —y se interrumpió.
    ¿Qué caja? No recordaba ninguna caja.
    Pero en el avión había una mente que pudo seguir el negro cubo cuando cayó en una parábola, sin tener en cuenta el viento ni la resistencia del aire, pues atravesaba las moléculas de gas que encontraba en su camino.
    Allá abajo, el atolón era un minúsculo punto en una enorme diana. En otro tiempo, durante la guerra, poseyó una pista de aterrizaje y unos barracones militares. Los barracones se habían hundido, la pista de aterrizaje estaba cubierta de maleza y en el atolón no vivía nadie.
    El cubo chocó contra la copa de una palmera sin que ni una sola hoja se moviese. Atravesó el tronco y la roca madrepórica. Se hundió en el cuerpo del planeta sin levantar ni una nubecilla de polvo que delatase su penetración.
    A seis metros bajo la superficie del suelo, el cubo alcanzó su equilibrio y se detuvo, íntimamente mezclado con los átomos de la roca, pero conservando su identidad.
    Esto fue todo. Después de aquella noche vino el día. Llovió, se alzó el viento y las olas del Pacífico se rompieron espumeantes sobre los arrecifes de coral. Nada había sucedido.
    Ni nada sucedería... durante diez años.
    8
    —Ya hemos radiado la noticia de tu triunfo —dijo Gan—. Ahora deberías tomarte un descanso.
    —¿Un descanso? ¿Ahora? —dijo Roi—. ¿Después de haber vuelto junto a las mentes completas de mis semejantes? Se lo agradezco, pero no lo acepto. Mi júbilo es demasiado grande.
    —¿Te resultó muy molesto establecer relaciones con una inteligencia que no posee el contacto vital?
    —Sí —repuso Roi brevemente. Con tacto, Gan evitó seguir sus pensamientos en retirada.
    En lugar de ello, dijo:
    —¿Y la superficie, qué tal?
    —No podía ser más horrible —repuso Roi—. Lo que los antiguos llamaban «Sol» es una insoportable mancha resplandeciente en lo alto. Al parecer constituye una fuente luminosa y varía periódicamente; estos cambios se llaman «día» y «noche», en otras palabras. También hay otras variaciones imprevisibles.
    —¿Tal vez nubes? —aventuró Gan.
    —¿Por qué «nubes»?
    —Ya sabes la frase tradicional: las nubes ocultan el sol.
    —¿Usted cree? Sí, es posible.
    —Bien, prosigue.
    —Veamos. Ya le he explicado lo que son «océano» e «islas. «Tempestad» se refiere a una humedad del aire que cae a gotas. «Viento» es un movimiento de aire de grandes proporciones. «Trueno» es una descarga espontánea y estática que tiene lugar en el aire o un gran ruido espontáneo. «Ventisca» es la caída del hielo.
    Gan comentó:
    —Ésta es curiosa. ¿De dónde puede caer el hielo? ¿Y cómo? ¿Y por qué?
    —No tengo ni la menor idea. Todo me parece muy caprichoso. En un momento hay tempestad y al siguiente hay calma. Por lo visto existen regiones de la superficie donde siempre hace frío, otras donde siempre hace calor y aun otras en las que hace frío y calor a intervalos diferentes.
    —Asombroso. ¿Consideras que hay algo que puede atribuirse a una mala interpretación de la mente de esos seres?
    —Nada en absoluto. Estoy seguro de ello. Todo era harto evidente. Tuve tiempo más que suficiente para sondear aquellas extrañas mentalidades.
    Sus pensamientos se retiraron de nuevo a la intimidad.
    —Todo esto me parece muy bien —dijo Gan—. Nunca me ha gustado esa tendencia que nos lleva a rodear con la aureola de lo novelesco lo que nos hemos acostumbrado a llamar la Edad de Oro de nuestros antepasados en la superficie. Llegué a temer que se formase un fuerte movimiento entre nuestro grupo a favor de un retorno a la superficie.
    —¡No! —exclamó Roi con vehemencia.
    —Claro que no. Dudo que incluso el más atrevido de entre nosotros tuviese arrestos para pasar aunque fuese un solo día en un medio como el que tú describes, con sus tempestades, sus días, sus noches, sus indecentes e imprevisibles variaciones del medio ambiente. —Los pensamientos de Gan rebosaban satisfacción—. Mañana comenzaremos el proceso de transferencia. Una vez en esa isla... está deshabitada según dices, ¿no?
    —Completamente deshabitada. Era la única de este tipo sobre la que pasó la nave aérea. Los datos que conseguí del técnico eran detallados.
    —Perfecto. En ese caso iniciaremos las operaciones. Harán falta varias generaciones, Roi, pero llegaremos a instalarnos en lo profundo de un nuevo y cálido mundo, en cavernas cuyo medio ambiente perfectamente regulado, permitirá el florecimiento de la cultura.
    —Y sin contacto alguno con los habitantes de la superficie —añadió Roi.
    —¿Por qué no? —dijo Gan—. A pesar de su atraso pueden sernos útiles cuando hayamos establecido nuestra base. Una raza capaz de construir naves aéreas posee, sin duda, ciertas habilidades.
    —No es eso. Son muy belicosos, señor. Nos atacarían con ferocidad y sin el menor pretexto. Además...
    Gan le interrumpió:
    —Me desconcierta la psicopenumbra que rodea todas tus referencias a esos seres. Tú ocultas algo.
    —Al principio pensé que podría aprovecharlos —replicó Roi—. Si no nos aceptan como amigos, al menos podríamos dominarlos. Hice que uno de ellos cerrase el contacto dentro del cubo y la operación me resultó difícil. Dificilísima. Sus mentes son fundamentalmente distintas.
    —¿De qué forma?
    —Si pudiese describirlas, la diferencia dejaría de ser fundamental. Pero le daré un ejemplo. Yo me hallaba dentro de la mente de un niño. No poseen cámaras de maduración. Quienes cuidan de las crías son otros individuos de la especie. El ser que cuidaba de aquel en que yo me alojaba...
    —¿Sí?
    —Ella, pues era una hembra, sentía una atracción especial por el pequeño. Experimentaba una sensación de propiedad, con unas relaciones que excluían al resto del grupo. Me pareció captar algo parecido a la emoción que une a un hombre a un colaborador o a un amigo, pero mucho más intensa e indefinida.
    —Claro —dijo Gan—, sin contacto mental probablemente no tienen un verdadero concepto de la sociedad y pueden surgir sub-relaciones. ¿No sería un caso patológico?
    —No, no. Es la norma general. La hembra que cuidaba al niño era su propia madre.
    —Imposible.
    —Forzosamente. El niño pasó la primera parte de su existencia dentro de su madre. Físicamente. Los huevos de esos seres crecen en el interior del cuerpo. La inseminación se realiza allí. Se desarrollan dentro del cuerpo y salen vivos al exterior.
    —¡Grandes cavernas! —musitó Gan, con repugnancia—. Eso quiere decir que cada uno de ellos conoce la identidad de sus propios hijos. Cada hijo tendrá un padre particular...
    —Y lo conocerá también. El niño que yo ocupaba recorría unos ocho mil kilómetros en compañía de su madre para que su padre pudiese verlo.
    —¡Increíble!
    —¿Necesita usted algo más para comprender que nunca podrá haber acuerdo entre nuestras mentes y las de ellos? Nos separan diferencias demasiado intrínsecas y fundamentales.
    —Sería una catástrofe. Yo había pensado... —dijo Gan, apenado.
    —¿Qué, señor?
    —Había pensado que por primera vez dos inteligencias se ayudarían mutuamente, que juntos progresaríamos con mayor rapidez que separados. Aunque sean atrasados técnicamente, la técnica no lo es todo. Incluso pensé que podríamos aprender algo de ellos.
    —¿Aprender? —preguntó Roi brutalmente—. ¿A conocer a nuestros padres y hacer amistad con nuestros hijos?
    —No, tienes razón —dijo Gan—. La barrera que nos separa debe mantenerse. Ellos en la superficie y nosotros en lo profundo. Siempre así.
    Fuera del laboratorio, Roi encontró a Wenda. Sus pensamientos no podían ser más jubilosos:
    «Me alegro de tu vuelta.»
    Roi también demostró alegría en sus pensamientos. Era un alivio poder establecer contacto mental con un amigo.

    Al estilo marciano
    1
    Desde la puerta que daba al corto pasillo situado entre las dos únicas habitaciones del departamento de viajeros de la nave espacial, Mario Esteban Rioz miraba con acritud cómo Ted Long ajustaba con dificultad los diales del vídeo. Long buscaba primero en la dirección de las agujas del reloj, después por el centro. La imagen era borrosa.
    Rioz sabía que permanecería borrosa. Estaban demasiado lejos de la Tierra y en mala posición respecto al sol. Pero, claro, no podía esperar que Long lo supiera. Rioz siguió de pie un rato más, con la cabeza inclinada para cruzar el umbral y el cuerpo ladeado para encajar en la estrecha abertura. De pronto entró en la cocina como un corcho salido de una botella.
    —¿Qué buscas? —preguntó.
    —Trataba de encontrar a Hilder —respondió Long.
    Rioz apoyó el trasero en la esquina de una mesa, cogió de la estantería que tenía encima de la cabeza un envase cónico de leche cerrado a presión, lo abrió y lo hizo girar despacio en espera de que se calentara.
    —¿Para qué? —levantó el cono y se puso a chupar la leche ruidosamente.
    —Pensé que podría oírle.
    —Me parece que es malgastar energía.
    Long le miró, ceñudo:
    —Es costumbre permitir el uso libre de las instalaciones personales de vídeo.
    —Dentro de unos límites razonables —replicó Rioz.
    Sus ojos se encontraron desafiantes. Rioz tenía el cuerpo enjuto, el rostro avejentado, las mejillas hundidas (un rostro así casi era el distintivo de los basureros marcianos, los espaciales que pacientemente recorrían las rutas entre la Tierra y Marte), los ojos de un azul desvaído resaltando en la cara morena y arrugada que destacaba sobre la piel blanca sintética de su chaqueta espacial.
    Long era más pálido y más blando. En él había alguna de las marcas del terrícola, aunque ningún marciano de la segunda generación podía ser terrícola, en el sentido que lo eran los de la Tierra. Llevaba el cuello abierto y su cabello castaño oscuro sin peinar.
    —¿Por qué dices que dentro de unos límites razonables? —preguntó Long.
    Los labios delgados de Rioz parecieron más finos aún. Explicó:
    —Teniendo en cuenta que en este viaje no vamos a cubrir gastos, por lo que se ve, cualquier gasto de energía está fuera de razón.
    —Si estamos perdiendo dinero —dijo Long—, ¿no sería mejor que volvieras a tu puesto? Es tu guardia.
    Rioz refunfuñó y se pasó el pulgar y el índice por la barba que le cubría la barbilla. Se puso en pie y fue hacia la puerta con sus botas pesadas pero silenciosas apagando el ruido de sus pisadas. Se paró a mirar el termostato y se volvió, furioso:
    —Ya decía yo que hacía calor. ¿Dónde te crees que estás?
    —Cuarenta grados no es excesivo —protestó Long.
    —Para ti no lo será, quizá. Pero esto es el espacio, no un despacho calentito en las minas de hierro. —Rioz bajó el control del termostato al mínimo con un rápido empujón del pulgar—. El sol calienta bastante.
    —La cocina no está de cara al sol.
    —Pero llegará hasta ella, maldita sea.
    Rioz traspasó la puerta y Long se le quedó mirando durante un buen rato, luego volvió a su vídeo. No tocó el termostato para nada.
    La imagen seguía muy borrosa, pero tenía que conformarse. Long desplegó una silla de la pared. Se inclinó hacia delante en espera del comunicado real, la pausa momentánea antes de la lenta disolución de la cortina, el reflector poniendo de relieve la conocida figura barbuda que fue creciendo hasta que llenó por completo la pantalla.
    La voz impresionante pese a los fallos y ruidos provocados por las tormentas de electrones a treinta millones de kilómetros, empezó:
    —¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra...
    2
    Rioz captó el destello de la señal de radio al entrar en la cabina del piloto. Por un momento posó las palmas de sus manos húmedas y pegajosas porque le pareció que se trataba de un pip-pip del radar; pero no era sino su culpabilidad asomando la cabeza. No debía haber abandonado la cabina estando de guardia, aunque todos los basureros lo hacían. No obstante, era una pesadilla la idea de que en esos cinco minutos, en los que uno salía para tomar un café, apareciera algo cuando el espacio parecía completamente desierto. La pesadilla resultaba realidad en muchos casos.
    Rioz conectó el multiescáner. Era malgastar energía, pero mientras lo pensaba, era mejor asegurarse de que no había nada.
    El espacio estaba vacío, sólo el eco distante de las naves del grupo de basureros.
    Conectó el circuito de radio y la cabeza rubia y nariguda de Richard Swenson, copiloto de la nave más próxima del lado de Marte, llenó la pantalla.
    —Hola, Mario —saludó Swenson.
    —Hola. ¿Alguna novedad?
    Transcurrió una pausa entre esto y el siguiente comentario de Swenson, puesto que la velocidad de la radiación electromagnética no era infinita.
    —¡Qué día he tenido!
    —¿Te ha ocurrido algo? —preguntó Rioz.
    —He tenido un encuentro.
    —Estupendo.
    —Sí, si hubiera podido pararlo —observó Swenson, molesto.
    —Pues, ¿qué ocurrió?
    —Maldita sea, lo lancé en dirección equivocada.
    Rioz sabía que era mejor no reírse, se limitó a preguntar:
    —Pero, ¿cómo lo hiciste?
    —No fue culpa mía. El problema estuvo en que la cápsula se alejaba de la eclíptica. ¿Puedes imaginar la idiotez de un piloto que no puede manejar decentemente el mecanismo de liberación? ¿Cómo iba a saberlo? Conseguí la distancia de la cápsula y no hice más. Supuse que su órbita estaba en la trayectoria habitual. ¿Qué hubieras pensado tú? Inicié entonces lo que creía era una buena línea de intersección y tardé cinco minutos en darme cuenta de que la distancia seguía aumentando. Así que entonces tomé las proyecciones angulares del objeto, pero era demasiado tarde para alcanzarlo.
    —¿Alguno de los otros muchachos puede conseguirlo?
    —No. Se ha salido de la eclíptica y seguirá flotando para siempre. Y esto no es lo que me preocupa. No era más que una cápsula interior, pero me horroriza decirte cuántas toneladas de propulsión he desperdiciado al aumentar la velocidad y volver al punto de estacionamiento. Hubieras debido oír a Canute.
    Canute era el hermano y socio de Richard Swenson.
    —Loco, ¿eh? —dijo Rioz.
    —¿Loco? ¡Pensé que me mataba! Pero claro, llevamos ya cinco meses fuera y estamos hartos. Ya sabes.
    —Lo sé.
    —¿Cómo te va a ti, Mario?
    Rioz hizo el gesto de escupir.
    —Como esto en este viaje. Dos cápsulas en las últimas dos semanas y cada una me costó seis horas de caza.
    —¿Grandes?
    —¿Te burlas? Podía haberlas lanzado a Fobos con la mano. Este es el peor viaje que he tenido.
    —¿Cuánto más piensas quedarte?
    —Por mí, podemos irnos mañana. Llevamos solamente dos meses y la cosa anda tan mal que me meto con Long continuamente.
    Hubo una pausa por encima del retraso electromagnético. Swenson preguntó:
    —En todo caso, ¿cómo es? Me refiero a Long.
    Rioz miró por encima del hombro. Podía oír el murmullo apagado y crepitante del vídeo de la cocina.
    —No logro entenderle. Una semana después de iniciar el viaje, va y me dice: «Mario, ¿por qué eres basurero?» Yo le miré y le contesté: «Para ganarme la vida. ¿Qué crees tú?» Quiero decir qué clase de pregunta idiota es ésa. ¿Por qué somos basureros? Pero entonces va y me dice:
    «No es por eso, Mario.» Y me lo dice a mí, ¿qué te parece? Y sigue diciendo: «Eres un basurero porque esto es parte del sistema marciano.»
    —¿Y qué quería decir con eso? —preguntó Swenson.
    Rioz se encogió de hombros.
    —No se lo pregunté. Ahora mismo está sentado por ahí escuchando las microondas procedentes de la Tierra. Escucha a un tal Hilder.
    —¿Hilder? Un político terrícola, un asambleísta o algo parecido, ¿no?
    —Eso mismo. Por lo menos creo que es ése. Long hace siempre cosas así. Se trajo a bordo unos siete kilos de peso en libros, y todos sobre la Tierra. Un verdadero peso muerto.
    —Bueno, es tu socio. Y hablando de socios, me vuelvo al trabajo. Si se me escapa otro encuentro, habrá más que palabras.
    Se desvaneció y Rioz se echó atrás. Vigiló la línea verde regular que era el pulso del escáner. Probó un momento el multi-escáner. El espacio seguía despejado.
    Se sintió un poco mejor. Una mala racha es siempre peor si los basureros que están a tu alrededor cazan cápsula tras cápsula; o si las que bajan girando hasta las fundiciones de chatarra de Fobos llevan grabada la marca de todos menos la tuya. Y claro, había descargado su malhumor y resentimiento en Long.
    Fue un error asociarse con Long. Era siempre un error asociarse con un novato. Pensaban que lo que uno deseaba era conversación, especialmente Long, con sus eternas teorías sobre Marte y su gran papel, su nuevo gran papel en el progreso humano. Así fue como lo dijo: progreso humano; el Sistema Marciano; las Nuevas Minorías Creadoras. Lo que Rioz no quería era hablar, sino una captura, algunas cápsulas que pudiera marcar como propias.
    Y realmente no tenía por qué quejarse. Long era sobradamente conocido en Marte y se ganaba un buen sueldo como ingeniero de minas. Era amigo del comisionado Sandok y había tomado parte en una o dos misiones de recogida de cápsulas. No se puede rechazar, de golpe y sin probarlo, a un individuo aunque parezca raro. ¿Por qué un ingeniero de minas con un trabajo cómodo y un buen sueldo tenía tanto empeño en fisgar por el espacio?
    Rioz nunca se lo preguntó a Long. Los socios basureros se ven obligados a estar demasiado juntos para hacer deseable la curiosidad, o incluso para que resulte segura. Pero Long hablaba tanto que contestó la pregunta.
    —Tuve que venir al espacio, Mario —explicó—. El futuro de Marte no está en las minas, está en el espacio.
    Rioz se preguntó qué tal resultaría un viaje a solas. Todo el mundo decía que era imposible. Incluso descontando las oportunidades perdidas cuando un hombre tenía que dejar la guardia para dormir u ocuparse de otras cosas, era sobradamente sabido que un hombre solo en el espacio sufría inaguantables depresiones en un tiempo relativamente corto.
    Llevarse a un socio hacía posible el viaje de seis meses. Una tripulación normal sería preferible, pero ningún basurero ganaría dinero en una nave lo suficientemente grande para tal tripulación. Sin contar el capital que se iría en propulsión.
    Incluso dos no era muy divertido en el espacio. Habitualmente había que cambiar de compañero en cada viaje y con unos se podía alargar más el viaje que con otros. Miren sino a Richard y Canute Swenson. Se asociaban cada cinco o seis viajes porque eran hermanos. Y, sin embargo, cuando estaban juntos, era una tensión constante siempre en aumento y con un claro antagonismo después de la primera semana.
    En fin. El espacio estaba vacío. Rioz pensó que se sentiría mejor si volvía a la cocina y hacía las paces con Long. Sería mejor demostrar que era un veterano del espacio que sabía superar las irritaciones espaciales cuando surgían.
    Se levantó, y anduvo los tres pasos necesarios para llegar al corto pasillo que unía las dos habitaciones de la nave.
    3
    Una vez más Rioz se quedó en el umbral, mirando. Long estaba absorto en la borrosa pantalla. Rioz dijo con cierta aspereza:
    —Estoy subiendo el termostato. Está bien, creo que disponemos de energía suficiente.
    —Como quieras —asintió Long.
    Rioz dio un paso adelante. El espacio estaba vacío, así que al diablo con estar allí sentado mirando a una línea verde y vacía, sin sonido. Preguntó:
    —¿De qué hablaba el terrícola?
    —Sobre todo de la historia de los viajes espaciales. Tema viejo, pero lo está haciendo bien. Da toda clase de información: películas en color, fotografías, fotos fijas de antiguas películas, todo.
    Como si quisiera ilustrar las palabras de Long, el barbudo desapareció de la pantalla y ésta quedó ocupada por una sección de una nave espacial. La voz de Hilder continuó indicando puntos de interés que aparecían en esquemas de color. El sistema de comunicaciones de la nave se iba señalando en rojo mientras lo explicaba, los almacenes, la dirección de protones micropilas, los circuitos de cibernética...
    Después Hilder volvió a salir en la pantalla, añadiendo:
    «Pero esto es solamente la parte viajera de la nave. ¿Qué la mueve? ¿Qué la despega de la Tierra?»
    Todo el mundo sabía lo que movía una nave, pero la voz de Hilder era como una droga. Hacía que la propulsión de una nave sonara como el secreto del tiempo, como la revelación final. Incluso Rioz sintió un estremecimiento, pese a haber pasado la mayor parte de su vida embarcado. Hilder siguió diciendo:
    «Los científicos le dan diferentes nombres. Lo llaman Ley de acción y reacción. A veces la llaman la tercera ley de Newton. A veces, Conservación del Impulso, pero nosotros no tenemos que llamarlo de ningún modo. Debemos utilizar solamente nuestro sentido común. Cuando nadamos, proyectamos el agua hacia atrás y a nosotros hacia delante. Cuando andamos, empujamos el suelo y adelantamos. Cuando lanzamos un aparato volador, empujamos el aire hacia atrás y adelantamos.»
    «Nada puede moverse hacia delante a menos que algo se mueva hacia atrás. Es el viejo principio de “No puedes conseguir algo a cambio de nada”»
    «Ahora imaginad una nave que pese cien mil toneladas despegando de la Tierra. Para hacerlo, algo tiene que moverse hacia abajo. Como una nave espacial es extremadamente pesada, una enorme cantidad de materia debe moverse hacia abajo. Tanta materia, que no hay lugar para guardarla a bordo. Debe construirse un compartimiento especial en la parte trasera de la nave para contenerla.»
    Otra vez desapareció la cabeza de Hilder y volvió la nave. La imagen se encogió y en la parte trasera apareció un cono truncado. Unas palabras, en amarillo intenso, se leían dentro: MATERIA PARA ELIMINAR.
    «Pero ahora —siguió diciendo Hilder— el peso total de la nave es mucho mayor. Se necesita aún más y más propulsión.»
    La nave se encogió más para añadir otra cápsula, y otra más inmensa. La nave en sí, la parte dedicada al viaje, era un pequeño punto en la pantalla, un resplandeciente punto rojo.
    —¡Por Dios, esto es infantil! —exclamó Rioz.
    —No para los que están hablando, Mario. La Tierra no es Marte. Debe haber miles de millones de personas en la Tierra que ni siquiera han visto una nave espacial en su vida y lo ignoran todo sobre ellas.
    Hilder seguía explicando:
    «Cuando el material que está dentro de la gran cápsula se ha terminado, la cápsula se desprende. Desechada.»
    La cápsula exterior se soltó y bailó en la pantalla.
    «Después se desprende la segunda —dijo Hilder— y después, si el viaje es largo, la última también es expulsada.»
    Ahora la nave era solamente un punto rojo, con tres cápsulas flotando, moviéndose, perdidas en el espacio.
    «Estas cápsulas —explicó Hilder— representan cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. Han desaparecido de la Tierra para siempre. Marte está rodeado por naves de basureros, a lo largo de las rutas de los viajes espaciales, esperando cápsulas desprendidas, para cazarlas con redes o cables y ponerles su marca y destinarlas a Marte. Ni un centavo de su valor llega a la Tierra. Son “rescate”. Pertenecen a la nave que las encuentra.»
    Rioz objetó:
    —Arriesgamos nuestra inversión y nuestras vidas. Si no las recogemos nosotros, no son para nadie. ¿Qué significa esta pérdida para la Tierra?
    —Mira —dijo Long—, no ha estado hablando más que de la sangría que Marte, Venus y la Luna representan para la Tierra. Y ésta es sólo una muestra más.
    —Tiene su compensación. Cada año sacamos más hierro de las minas.
    «Y gran parte de él revierte en Marte. Si se pueden creer sus números, la Tierra ha invertido doscientos mil millones de dólares en Marte y recibido a cambio unos cinco mil millones de dólares en hierro. Ha metido quinientos mil millones de dólares en la Luna y ha recibido poco más de veinticinco mil millones en magnesio, titanio y otros metales ligeros. Ha colocado cincuenta mil millones de dólares en Venus sin recibir nada a cambio. Y esto es en lo que los contribuyentes de la Tierra están realmente interesados..., dinero de impuestos que sale, nada que entra.»
    Mientras hablaba, la pantalla se llenó de diagramas de los basureros camino de Marte; pequeñas y risibles caricaturas de naves, tendiendo unos brazos como cables que trataban de agarrar las cápsulas vacías, flotando, apoderándose finalmente de ellas, sujetándolas y poniéndoles PROPIEDAD DE MARTE en letras brillantes y haciendo que luego bajaran a Fobos.
    Después Hilder apareció otra vez:
    «Nos dicen que con el tiempo nos lo devolverán todo. ¡Con el tiempo! ¡Una vez que el negocio rinda! No sabemos cuándo será. ¿Dentro de cien años? ¿De mil años? ¿De un millón de años? “Con el tiempo”. Tomémosles la palabra. Algún día nos devolverán todos nuestros metales. Algún día cultivarán sus propios alimentos, utilizarán su propia energía, vivirán sus propias vidas.»
    «Pero hay algo que nunca podrán devolvernos. Ni en cien millones de años. ¡El agua! Marte tiene solamente un chorrito de agua porque es demasiado pequeño. Venus no tiene nada de agua porque es demasiado caliente. La Luna no tiene nada de agua porque es demasiado caliente y demasiado pequeña. Así que la Tierra debe proporcionar no solamente agua para beber y agua para lavar a los espaciales, sino también agua para sus industrias y para los cultivos hidropónicos que pretenden montar..., agua incluso para desperdiciar, en millones de toneladas de agua.»
    «¿Cuál es la energía propulsora que utilizan las naves espaciales? ¿Qué van dejando tras ellas para poder avanzar? En tiempos fueron gases generados por explosivos. Resultaba muy caro. Después se inventó el protón micropila, una fuente de energía barata que podría calentar cualquier líquido hasta transformarlo en gas a tremenda presión. ¿Cuál es el líquido más barato y abundante disponible? Pues, el agua, naturalmente.»
    «Cada nave espacial abandona la Tierra llevando casi un millón de toneladas, no kilos, no, toneladas..., de agua, con el único propósito de llegar al espacio y allí acelerar o disminuir la velocidad.»
    «Nuestros antepasados quemaron el petróleo de la Tierra locamente y con maldad. Destruyeron su carbón imprudentemente. Les despreciamos y condenamos por eso, pero por lo menos tenían una excusa: pensaban que cuando se les agotara, encontrarían un sustituto. Y tenían razón. Tenemos nuestras granjas de plancton y nuestras micropilas de protón.»
    «Pero no hay sustituto para el agua. ¡Ninguno! Ni puede haberlo jamás. Y cuando nuestros descendientes vean el desierto en que hemos convertido la Tierra, ¿qué excusa encontrarán para nosotros? Cuando llegue la sequía y aumente...»
    Long se inclinó hacia delante y apagó.
    —Esto me molesta. Este maldito imbécil dice deliberadamente..., ¿qué te pasa?
    Rioz se había levantado, preocupado:
    —Debería estar vigilando los pips.
    —Al diablo con los pips —dijo Long levantándose también y yendo detrás de Rioz por el estrecho pasillo hasta detenerse en la cabina—. Si Hilder sigue con esto, si tiene la valentía de hacer de ello su programa..., ¡uau!
    También lo vio. El pip era una clase A precipitándose tras la señal como un galgo tras la liebre mecánica. Rioz balbuceaba:
    —El espacio estaba vacío, te lo aseguro, ¡vacío! En Nombre de Marte, Ted, no te quedes pasmado. Mira si puedes descubrirlo visualmente.
    Rioz manipulaba rápidamente y con una eficiencia que era el resultado de veinte años de recoger cápsulas. Tuvo la distancia en dos minutos. Pero, recordando su experiencia de basurero, midió el ángulo de inclinación y también la velocidad radial. Gritó a Long:
    —Uno punto siete seis radianes. No puedes dejar de verlo, hombre.
    Long contuvo el aliento mientras ajustaba el vernier.
    —Está solamente a medio radián del otro lado del sol. Solamente la iluminará de refilón.
    Aumentó el magnificador tan rápidamente como se atrevió en busca de la «estrella» que cambiaba de posición y al aumentar mostró tener una forma, revelando que no era una estrella.
    —Voy a empezar, de todos modos —dijo Rioz—. No podemos esperar.
    —Ya la tengo. Ya la tengo. —A pesar de la magnificación era todavía demasiado pequeña para tener forma definida, pero el punto que Long vigilaba brillaba y se apagaba rítmicamente a medida que la cápsula giraba sobre sí misma y captaba la luz del sol en espacios de tiempo diferentes.
    —Aguanta.
    El primero de varios chorros de vapor salió de las aberturas apropiadas, dejando largos rastros de microcristales de hielo que brillaban suavemente a los pálidos rayos del lejano sol. Disminuyeron durante ciento cincuenta kilómetros o más. Un chorro, luego otro, luego otro más a medida que la nave basurera salía de su trayectoria estable y seguía una ruta tangencial con la de la cápsula.
    —¡Se mueve como un cometa en su perihelio! —gritó Rioz—. Esos malditos pilotos terrícolas sueltan las cápsulas de esta forma a propósito. Me gustaría...
    Maldijo, airado, mientras iba soltando vapor y más vapor, impaciente, hasta que el relleno hidráulico de su sillón se aplastó más de un palmo y Long se encontraba incapaz de mantenerse sujeto a la barra de protección.
    —Ten compasión —suplicó.
    Pero Rioz sólo tenía ojos para los pips.
    —Si no puedes aguantarlo, hombre, haberte quedado en Marte. —Los chorros de vapor retumbaban a distancia.
    La radio despertó de pronto. Long consiguió inclinarse hacia delante a través de lo que parecía pasta y puso el contacto. Era Swenson con los ojos desorbitados que furioso les gritaba:
    —¿Dónde demonios creéis que vais? Dentro de diez segundos entraréis en mi sector.
    —Persigo una cápsula —le soltó Rioz.
    —¿En mi sector?
    —Empezó en el mío y tú no estás en posición de alcanzarla. Apaga esa radio, Ted.
    La nave atronó el espacio, un trueno que sólo podía oírse dentro del casco. Y entonces Rioz cortó el motor por etapas lo suficientemente separadas para que Long diera tumbos hacia delante. El súbito silencio fue más ensordecedor que el estruendo que le había precedido. Rioz dijo:
    —Está bien. Veamos la situación.
    Miraron ambos. La cápsula era ahora un cono truncado bien definido, dando solemnemente tumbos al pasar por entre las estrellas.
    —Decididamente es una cápsula de clase A —afirmó Rioz, satisfecho. «Un gigante entre cápsulas», pensó. Les devolvería la tranquilidad económica. Long observó entonces:
    —Tenemos otro pip en el escáner. Creo que es Swenson persiguiéndonos.
    Rioz apenas le miró:
    —No nos alcanzará.
    La cápsula se hizo aún mayor y llenó toda la pantalla. Las manos de Rioz estaban crispadas sobre la palanca del arpón. Esperó, ajustó microscópicamente el ángulo por dos veces y largó la longitud de que disponía. Luego, de un tirón, soltó el mecanismo.
    Por un instante no ocurrió nada. Después un cable metálico culebreó por la pantalla, moviéndose hacia la cápsula como una cobra a punto de morder. Estableció contacto, pero no se afianzó. De haberlo hecho se hubiera partido al instante como un hilo de telaraña. La cápsula giraba con un impulso rotacional equivalente a millares de toneladas. Lo que hizo el cable fue establecer un potente campo magnético que actuaba como freno sobre la cápsula.
    Uno y otro cable fueron disparados. Rioz los proyectó fuera con un excesivo gasto de energía.
    —¡Será mía! ¡Por Marte, que la cogeré!
    Con unas dos docenas de cables tendidos entre nave y cápsula, tuvo que desistir. La energía rotacional de la cápsula, convertida por el roce en calor, había aumentado su temperatura hasta el extremo de que su radiación era captada por los contadores de la nave. Long se ofreció:
    —¿Quieres que vaya a ponerle nuestra marca?
    —De acuerdo. Pero no tienes que hacerlo si no quieres. Es mi turno de guardia.
    —No me importa.
    Long se metió en su traje espacial y se acercó a la escotilla. Que era novato en el juego quedaba demostrado por las pocas veces que se había puesto el traje para salir al espacio. Esta era la quinta vez.
    Salió sujeto al cable más cercano, percibiendo la vibración del cable a través del metal de su guante.
    Gravó a fuego su número de serie en el metal liso de la cápsula. Nada podía oxidar el acero en el gran vacío del espacio. Simplemente se fundía y vaporizaba, condensándose a unos palmos de distancia del rayo energético, transformando la superficie que tocaba en un color gris polvoriento y opaco.
    Long regresó a la nave.
    Una vez dentro, se quitó el casco, blanco y cubierto de escarcha formada nada más entrar.
    Lo primero que oyó fue la voz de Swenson saliendo del aparato de radio, casi irreconocible por la rabia:
    —... directamente al Comisionado. ¡Maldita sea! ¡Este juego tiene sus reglas!
    Rioz, sentado, imperturbable, replicó:
    —Mira, entró en mi sector. Tardé en descubrirla y la perseguí hasta el tuyo.
    —Tú no la hubieras alcanzado sin pasar antes por Marte. No hay más..., ¿ya has vuelto, Long?
    Cortó el contacto. El botón de señal insistió enfurecido, pero no le hizo caso.
    —¿Va a ir al Comisionado? —preguntó Long.
    —No lo creas. Se pone así porque rompe la monotonía. Pero no lo dice en serio. Sabe que la cápsula es nuestra.
    —¿Y qué te ha parecido este pedazo de captura, Ted?
    —Muy buena.
    —¿Muy buena? ¡Impresionante! Espera. Voy a mandarla abajo.
    Los chorros laterales soltaron su vapor y la nave inició un giro lento alrededor de la cápsula. Ésta giró también. En treinta minutos eran como una gigantesca peonza rodando en el vacío. Long comprobó en el Ephemeris la posición de Deimos.
    En un momento precisamente calculado, los cables liberaron su campo magnético y la cápsula marchó tangencialmente en una trayectoria que, en uno o dos días, la dejaría a distancia de recuperación de los depósitos de cápsulas del satélite de Marte.
    Rioz contempló su desaparición. Se sentía feliz. Se volvió a Long.
    —Ha sido un gran día para nosotros.
    —¿Qué me dices del discurso de Hilder? —preguntó Long.
    —¿Qué? ¿Quién? Oh, ése. Óyeme, si tuviera que preocuparme por todo lo que dice un maldito terrícola, no podría dormir. Olvídalo.
    —No creo que debamos olvidarlo.
    —Estás loco. No me des la lata con eso, ¿quieres? Vete a dormir.
    4
    Ted Long encontró excitante el ancho y alto de la calle principal de la ciudad. Hacía dos meses que el Comisionado había declarado una moratoria en las recuperaciones y había retirado a todas las naves del espacio, pero esta sensación de panorama ampliado no dejaba de excitar a Long. Incluso el pensamiento de que la moratoria se había establecido por causa de una decisión del planeta Tierra de prohibir con renovada insistencia el gasto de agua, decidiendo una ración límite para los basureros, no bastó para mermar su entusiasmo.
    El techo de la avenida estaba pintado de azul luminoso, imitando quizá de forma anticuada el cielo de la Tierra.
    Ted no estaba seguro. Las paredes estaban iluminadas por los escaparates de las tiendas abiertas.
    A distancia, por encima del barullo del tráfico y del ruido de la gente que le adelantaba, podía oír el estruendo intermitente a medida que se perforaban nuevos canales en la corteza de Marte. Recordaba este estruendo de toda su vida. El suelo que pisaba había formado parte, cuando él nació, de una gran roca sólida e intacta. La ciudad iba creciendo y seguiría creciendo..., sólo si la Tierra se lo permitía.
    Torció en un cruce de calles más estrechas, menos brillantemente iluminadas, porque las tiendas cedían el lugar a casas de apartamentos, cada una con su hilera de luces en la fachada principal. A los transeúntes, compradores y tráfico les sustituían paseantes individuales y muchachos chillones que no habían acudido a los requerimientos maternos para ir a cenar.
    En el último instante, Long recordó las conveniencias sociales y se detuvo en la tienda de agua.
    Entregó su cantimplora:
    —Llénela.
    La encargada desenroscó el tapón, echó una mirada al interior, la sacudió un poco y rió alegremente:
    —¡No queda mucha!
    —No —asintió Long.
    La encargada la llenó sosteniendo la boca de la cantimplora pegada a la manguera para evitar que se perdiera una sola gota. El marcador de volumen avisó. Volvió a enroscar el tapón.
    Long entregó las monedas y recogió la cantimplora. Ahora iba golpeándole alegremente la cadera con agradable pesadez. Visitar una familia sin llevarles una cantimplora llena era algo que no se hacía. Entre chicos no importaba; bueno, no importaba demasiado.
    Entró en el portal del número 27, subió un corto tramo de escalera y se paró con el dedo en el timbre.
    Podía oírse claramente el rumor de voces. Una era voz de mujer, algo estridente:
    —A ti te parece muy bien traer a tus amigos basureros a casa, ¿no es verdad? Y figura que yo debo estar agradecida a que pases dos meses en casa, por año. ¡Oh, y que puedas estar uno o dos días conmigo, ya basta! Después, otra vez con los basureros.
    —Ahora llevo mucho tiempo en casa —dijo una voz masculina— y se trata del trabajo. ¡Oh, por el amor de Marte, cállate ya, Dora! No tardarán en llegar.
    Long decidió esperar un momento antes de apretar el botón. Así les daría la oportunidad de encontrar una disculpa para disimular.
    —¿Y qué me importa que estén al llegar? —replicó Dora—. Que me oigan. Casi preferiría que el Comisionado mantuviera la moratoria eternamente. ¿Me has oído bien?
    —¿Y con qué viviríamos? —replicó, airada, la voz masculina—. A ver si me lo dices tú.
    —Sí, te lo diré. Puedes ganarte honrada y decentemente la vida aquí mismo, en Marte, igual que los demás. Soy la única de esta casa que es «viuda» de basurero. Y eso es lo que soy... una viuda. Peor que una viuda, porque si fuera viuda tendría por lo menos la oportunidad de casarme con alguien..., ¿qué has dicho?
    —Nada. Nada en absoluto.
    —¡Oh! Ya sé lo que has dicho. Ahora bien, óyeme, Dick Swenson...
    —Sólo he dicho —exclamó Swenson— que ahora sé por qué los basureros no suelen casarse.
    —Tampoco debiste hacerlo tú. Estoy más que harta de que todo el vecindario me compadezca, y sonría, y me pregunte cuándo vuelves a casa. Los demás pueden ser ingenieros de minas, administradores e incluso perforadores de túneles. Por lo menos las esposas de los tuneleros tienen una vida familiar decente y sus hijos no se crían como vagabundos. Es como si Peter no tuviera padre...
    Una vocecita de muchacho se filtró por la puerta. Sonaba más alejada, como si estuviera en otra habitación.
    —Eh, mamá, ¿qué es un vagabundo?
    La voz de Dora levantó un poco el tono:
    —¡Peter! No te distraigas de tus deberes.
    Swenson dijo en voz baja:
    —No está bien hablar así delante del niño. ¿Qué clase de ideas tendrá sobre mí?
    —Entonces, quédate en casa y enséñale buenas ideas.
    La voz de Peter volvió a oírse:
    —Eh, mamá, cuando sea mayor voy a ser basurero.
    Se oyeron pasos rápidos. Hubo una pausa momentánea y de pronto unos chillidos:
    —¡Mamá! ¡Eh, mamá! ¡Suéltame la oreja! ¿Qué he hecho yo? —Y luego un silencio pesado.
    Long aprovechó la oportunidad. Apretó el botón vigorosamente. Swenson abrió la puerta, alisándose el cabello con ambas manos.
    —Hola, Ted —dijo a media voz. Y en voz más alta—: Ha llegado Ted, Dora. ¿Dónde está Mario, Ted?
    —No tardará en llegar —respondió Long.
    Dora salió apresuradamente de la otra habitación; era una mujer bajita, morena, con una nariz pinzada y el cabello, que empezaba a encanecer, peinado dejando la frente descubierta.
    —Hola, Ted. ¿Has comido?
    —Sí, muy bien, gracias. No les interrumpo, ¿verdad?
    —En absoluto. Hace tiempo que terminamos. ¿Querrás un café?
    —Creo que sí. —Ted desenganchó la cantimplora y se la tendió.
    —¡Oh, cielos, de ninguna manera! Tenemos mucha agua.
    —Insisto.
    —Entonces, bien.
    Volvió a la cocina. Por la puerta de muelles pudo ver un montón de platos puestos en el Secoterg, el “lavaplatos sin agua que empapa y absorbe la grasa y suciedad en un santiamén. Un chorrito de agua aclara medio metro cuadrado de superficie de vajilla y la deja limpísima. Compre Secoterg”. “Secoterg" limpia bien, devuelve el brillo a tus platos y no malgasta agua...”
    La canción empezó a sonar en su cabeza y Long la aplastó hablando. Se le ocurrió decir:
    —¿Cómo está Peter?
    —Bien, bien, el chico está en cuarto grado. Como sabes, no le veo mucho, pues verás, cuando volví la última vez, me miró y me dijo...
    Y la conversación siguió por estos derroteros. No estuvo mal en cuanto a gracias de niños listos contadas por sus padres. Volvió a oírse el timbre y entró Mario Rioz, ceñudo y sofocado.
    Swenson se le acercó al instante:
    —Oye, no digas nada sobre recogida de cápsulas. Dora recuerda todavía aquella vez que te apoderaste de una clase A en mi territorio y en este momento está de muy mal humor.
    —¿Y quién demonios quiere hablar de cápsulas? —Rioz se quitó la chaqueta forrada de piel, la echó sobre el respaldo del sillón y se sentó.
    Dora salió por la puerta de la cocina, miró al recién llegado con una sonrisa sintética, y saludó:
    —Hola, Mario. Tú también querrás café, ¿verdad?
    —Sí —contestó, buscando maquinalmente su cantimplora.
    —Gasta un poco más de mi agua, Dora —se apresuró a ofrecer Long—. Me la deberá.
    —Eso —dijo Rioz.
    —¿Qué ocurre, Mario?
    —Venga —masculló Rioz—. Dime que ya me lo habías dicho. Hace un año, cuando Hilder hizo aquel discurso, me lo dijiste. Dilo.
    Long se encogió de hombros. Rioz prosiguió:
    —Han establecido la cuota. Salió en el noticiario hace quince minutos.
    —¿Y bien?
    —Cincuenta toneladas de agua por viaje.
    —¿Qué? —gritó Swenson, rabioso—. No puedes despegar de Marte con cincuenta toneladas.
    —Pues ésta es la cifra. Es una acción deliberada: acabar con los basureros.
    Dora llegó con el café y lo repartió.
    —¿Qué es eso de acabar con los basureros? —se sentó con firmeza y Swenson pareció perdido.
    —Al parecer —explicó Long—, nos están racionando el agua a cincuenta toneladas y esto significa que no podremos hacer más salidas.
    —Bueno, ¿y qué? —Dora sorbió su café y sonrió feliz—. Si queréis mi opinión, diré que está bien. Ya es hora de que todos vosotros os busquéis un trabajo bueno y fijo aquí, en Marte. Lo digo en serio. No es vida eso de andar todo el tiempo por el espacio...
    —Por favor, Dora —rogó Swenson.
    Rioz se sobresaltó; Dora levantó las cejas:
    —Solamente os doy mi opinión.
    —Por favor, puede decir lo que le parezca —cortó Long—, pero a mí también me gustaría decir algo. Cincuenta mil no es más que un detalle. Sabemos que la Tierra, o por lo menos el partido de Hilder, quiere sacar capital político de una campaña en favor de la economía del agua así que estamos en mala situación. Tenemos que conseguir agua de alguna forma o nos aislarán del todo, ¿entendéis?
    —Claro —asintió Swenson.
    —Pero la cuestión es cómo hacerlo, ¿verdad?
    —Si solamente se tratara de conseguir agua —terció Rioz en un súbito torrente de palabras— cabría hacer una cosa y lo sabéis. Si los terrícolas no nos dan agua, cogerla. El agua no es sólo suya porque sus padres y abuelos fueron demasiado cobardones para abandonar su rico planeta. El agua pertenece a la gente, esté donde esté. Nosotros somos gente y el agua también es nuestra. Tenemos derecho.
    —¿Cómo te propones apoderarte de ella? —preguntó Long.
    —¡Fácil! En la Tierra tienen océanos de agua. No pueden establecer guardias en cada kilómetro cuadrado. Podemos bajar por el lado oscuro del planeta siempre que queramos, llenar nuestras cápsulas e irnos. ¿Cómo pueden impedírnoslo?
    —De varias maneras, Mario. ¿Cómo descubres cápsulas en el espacio a distancia de centenares de miles de kilómetros? Tan sólo una cápsula metálica en todo ese espacio. ¿Cómo? Por radar. ¿Crees que no tienen radar en la Tierra? ¿Crees que si la Tierra llega a enterarse de que les estamos robando el agua, no será sencillo para ellos montar una red de radares que señalen a las naves que llegan del espacio?
    Dora, indignada, interrumpió:
    —Voy a decirte una cosa, Mario Rioz. Mi marido no va a formar parte de ningún grupo que vaya a buscar agua para mantener su recogida de basuras.
    —No se trata solamente de la recogida de cápsulas —insistió Mario—. Después del agua, nos quitarán todo lo demás. Tenemos que pararles los pies ahora.
    —Pero, tampoco necesitamos su agua —siguió protestando Dora—. No somos ni Venus ni Luna. Sacamos suficiente agua de los casquetes polares para nuestras necesidades. Incluso en este apartamento tenemos entrada de agua. En esta manzana, lo tienen todos los apartamentos.
    —El agua para uso doméstico es el gasto menor —siguió explicando Long—. Las minas necesitan agua. ¿Y qué me dices de los depósitos de agua de los cultivos hidropónicos?
    —Tienes razón —dijo Swenson—. ¿Qué hay de los depósitos hidropónicos, Dora? Necesitan mucha agua y ya va siendo hora de que cultivemos nuestras verduras en lugar de vivir de los condensados que nos envían de la Tierra.
    —Oídle bien —exclamó Dora despectiva—. ¿Qué sabe él de comida fresca? Nunca la has comido.
    —He comido más de lo que crees. ¿Recuerdas aquellas zanahorias que recogí una vez?
    —Bueno, ¿y qué tiene de maravilloso? Si me preguntas te diré que la protocomida asada es mucho mejor. Y también más sana. Al parecer ahora está de moda hablar de verdura fresca porque así aumentan los impuestos sobre los cultivos hidropónicos. Además, todo esto terminará.
    —No lo creo —dijo Long—. En todo caso, no por sí solo. Hilder será, probablemente, el nuevo Coordinador y las cosas se pondrán realmente mal. Si también nos racionan el envío de alimentos...
    —¿Qué vamos a hacer, pues? —gritó Rioz—. Sigo diciendo que debemos ir a cogerla. ¡Llevarnos el agua!
    —Y yo digo que no podemos hacerlo, Mario. ¿No ves que lo que estás sugiriendo es el sistema de la Tierra y de los terrícolas? Tratas de agarrarte al cordón umbilical que une a la Tierra con Marte. ¿No puedes olvidarte de él? ¿No puedes enfocarlo según el sistema marciano?
    —No, supongo que no. A ver si me lo explicas.
    —Lo haré si me escuchas. Cuando pensamos en el Sistema Solar, ¿en qué pensamos? En Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Fobos y Deimos. Ahí tienes... siete cuerpos, y nada más. Pero esto no representa un uno por cierto del Sistema Solar. Nosotros, marcianos, estamos al borde del otro noventa y nueve por ciento. Allá, más lejos que el Sol, hay increíbles cantidades de agua.
    Los demás se le quedaron mirando. Swenson titubeó:
    —¿Te refieres a las capas de hielo de Júpiter y Saturno?
    —No específicamente a ésas, pero admito que es agua. Una capa de mil seiscientos kilómetros de grosor de agua, es mucha agua.
    —Pero está todo ello recubierto de capas de amoníaco... o cosa parecida, ¿no es verdad? —preguntó Swenson—. Además no podemos bajar a los planetas mayores.
    —Ya lo sé —dijo Long— pero no he dicho que ésta sea la respuesta. Los planetas mayores no son los únicos objetos que hay allí. ¿Qué me dices de los asteroides y de los satélites? Vesta es un asteroide de trescientos kilómetros de diámetro y que es poco más que una masa de hielo. Una de las lunas de Saturno es casi todo hielo. ¿Qué os parece?
    —¿Has estado alguna vez en el espacio, Ted? —preguntó Rioz.
    —Sabes que sí. ¿Por qué lo preguntas?
    —Claro que sé que has estado, pero todavía hablas como un terrícola. ¿Has pensado en las distancias involucradas? Normalmente un asteroide está, como poco, a treinta millones de kilómetros. Es dos veces el trayecto de Venus a Marte y sabes que casi ninguna gran nave lo hace en un salto. Generalmente paran en la Tierra o en la Luna. Después de todo, ¿cuánto tiempo esperas que un hombre aguante en el espacio?
    —No lo sé. ¿Cuál es tu límite?
    —Tú lo conoces de sobra. No tienes que preguntarme. Son seis meses. Está en todos los manuales. Después de seis meses si aún sigues en el espacio eres carne de psicoterapia. ¿No es así, Dick?
    Swenson movió afirmativamente la cabeza.
    —Y esto sólo en cuanto a asteroides —prosiguió Rioz—. De Marte a Júpiter hay setecientos veinte millones de kilómetros, y a Saturno mil trescientos millones. ¿Cómo puede alguien cubrir estas distancias? Suponte que alcanzas la máxima velocidad o, para que quede más claro, que consigues unos trescientos mil kilómetros por hora, en teoría, pero ¿de dónde sacarías el agua para hacerlo?
    —¡Caramba! —exclamó una vocecita perteneciente al poseedor de unos ojos redondos y una nariz respingona—. ¡Saturno!
    Dora giró en redondo:
    —Peter, vuelve inmediatamente a tu habitación.
    —¡Oh, mamá!
    —Nada de ¡oh, mamá! —y empezó a levantarse de su silla; Peter desapareció.
    Swenson sugirió:
    —Oye, Dora, ¿por qué no vas a hacerle un ratito de compañía? Es difícil que se concentre en sus deberes si estamos todos aquí hablando.
    Dora se mostró obstinada y no se movió.
    —Me quedaré aquí sentada hasta que averigüe lo que piensa Ted Long. Y desde ahora ya os puedo decir que no me gusta nada.
    —Bueno, olvidemos a Júpiter y Saturno —dijo Swenson nervioso—. Estoy seguro de que Ted no los tiene en cuenta. Pero, ¿qué hay de Vesta? Podríamos hacerlo en diez o doce semanas de ida y otras tantas de vuelta. Y trescientos kilómetros de diámetro. ¡Representan siete millones novecientos mil kilómetros cúbicos de hielo!
    —¿Y qué? —objetó Rioz—. ¿Y qué hacemos en Vesta? ¿Cortar el hielo? ¿Montar maquinaria de minas? Oye, ya sabes cuánto tiempo nos llevaría.
    —Estoy hablando de Saturno, no de Vesta —dijo Long.
    Rioz se dirigió a un público invisible.
    —¡Le hablo de mil cien millones de kilómetros, y sigue hablando!
    —Está bien —le cortó Long—, supongamos que me explicas cómo sabes que sólo podemos estar seis meses en el espacio, Mario.
    —Lo sabe todo el mundo, maldita sea.
    —Porque está en el Manual de Vuelo Espacial. Son datos recopilados por científicos de la Tierra, de sus experiencias con pilotos de la Tierra y espaciales. Aún piensas al estilo terrícola. No quieres pensar por el sistema marciano.
    —Un marciano puede ser un marciano, pero sigue siendo un hombre.
    —Pero, ¿cómo puedes estar tan ciego? ¿Cuántas veces habéis estado fuera más de seis meses sin que os ocurriera nada?.
    —Esto es distinto.
    —¿Por que sois marcianos? ¿Porque sois basureros profesionales?
    —No, porque no se trata de un gran vuelo. Podemos regresar a Marte cuando queramos.
    —Pero, no queréis. Es lo que quiero decir. Los de la Tierra tienen naves enormes con filmotecas, con una tripulación de quince hombres, más los pasajeros. Así y todo, sólo pueden quedarse fuera seis meses como máximo. Los basureros marcianos tienen una nave con dos cabinas y sólo un socio. Pero somos capaces de aguantar más de seis meses.
    —Y supongo que queréis vivir en una nave por más de un año —rezongó Dora— para ir a Saturno.
    —¿Y por qué no, Dora? —preguntó Long—. Podemos hacerlo. ¿No te das cuenta de que realmente podemos? Los de la Tierra, no. Tienen un mundo de verdad. Tienen un cielo abierto y comida fresca, y todo el agua y el aire que quieren. Meterse en una nave es para ellos un cambio terrible. Por esta razón, más de seis meses es demasiado para ellos. Los marcianos somos diferentes. Llevamos viviendo en una nave toda nuestra vida.
    »Porque eso es lo que es Marte... una nave. Sólo una gran nave. De seis mil ochocientos kilómetros de diámetro y un cuartito en el centro ocupado por cincuenta mil personas. Es cerrado como una nave. Respiramos aire en conserva, bebemos agua en conserva, que repurificamos una y otra vez. Comemos las mismas raciones que se comen en una nave. Cuando entramos a bordo, es lo mismo que hemos conocido toda nuestra vida. Podremos soportarlo por más de un año si es preciso.
    —¿También Dick? —insistió Dora.
    —Podemos hacerlo todos.
    —Pues Dick no puede. Todo eso está muy bien para ti, Ted Long, y ese robacápsulas de Mario de querer estar fuera un año. Tú no estás casado, Dick lo está. Tiene una mujer y tiene un hijo, y con eso le basta. Puede perfectamente encontrar un trabajo aquí en el propio Marte. Pero, cielos, os imagináis que llegáis a Saturno y no hay agua, ¿cómo volveréis? Incluso si os quedara agua, no tendríais comida. Es lo más ridículo que he oído.
    —No. Ahora, escúchame bien —insistió Long—. Lo tengo muy pensado. He hablado con el Comisionado Sankov y nos ayudará. Pero necesitamos naves y hombres. Y yo solo no puedo conseguirlos. Los hombres no querrán escucharme. Soy nuevo. Vosotros dos, en cambio, sois conocidos y respetados. Sois veteranos. Si me ayudáis, aunque decidierais no ir, si me ayudáis a convencer a los demás, a conseguir voluntarios...
    —Primero —barbotó Rioz— tendrás que explicarnos bastantes más cosas. Una vez lleguemos a Saturno, ¿dónde estará el agua?
    —Ahí está lo bonito del caso. Por eso tiene que ser Saturno. El agua está flotando a su alrededor, en el espacio, no hay más que recogerla.
    5
    Cuando Hamish Sankov llegó a Marte, no existía lo que se dice un marciano nativo. Ahora hay más de doscientos niños cuyos abuelos han nacido ya en Marte... Son nativos de la tercera generación.
    Cuando llegó, adolescente, Marte era apenas algo más que un montón de naves aparcadas y conectadas entre sí por túneles subterráneos. A lo largo de los años vio crecer y extenderse rápidamente edificios, proyectando tuberías a la pobre e irrespirable atmósfera. Había visto inmensos almacenes que podían acomodar naves con sus cargas. Había visto cómo las minas salían de la nada hasta ser un gran corte en la corteza de Marte, mientras la población crecía de cincuenta a cincuenta mil.
    Todos esos lejanos recuerdos le hacían sentirse viejo... ésos y los recuerdos aún más borrosos que le traía ese terrícola que tenía delante. Su visitante tenía consigo restos casi olvidados de antiguos recuerdos de un mundo tibio y suave, bondadoso y tierno para la humanidad como las entrañas de una madre.
    El terrícola parecía recién salido de aquellas entrañas. No era ni alto, ni muy flaco; simplemente lleno de carnes. Cabello oscuro, un poco ondulado, un bigotito y la piel limpiamente rasurada. Sus ropas, de estilo adecuado, estaban tan aseadas y limpias como podían estarlo por el plastek.
    La ropa de Sankov era de fabricación marciana útil e impecable, pero pasada de moda. Su rostro era anguloso y arrugado, el cabello de un blanco puro, y su nuez pronunciada subía y bajaba cuando hablaba.
    El terrícola era Myron Digby, miembro del Congreso General de la Tierra. Sankov era Comisionado marciano.
    —Todo esto es muy duro para nosotros, señor —observó Sankov.
    —Para la mayoría de nosotros también es duro, Comisionado.
    —No sé. Honradamente no puedo decir que entienda el modo de hacer de la Tierra, por más que haya nacido allí.
    —Marte es un lugar difícil para vivir, Congresista, y debe comprenderlo. Hacen falta naves muy espaciosas para traernos la comida, el agua y la materia prima para poder sobrevivir. No queda mucho espacio para libros ni para películas, aunque sean noticiarios. Incluso los programas de vídeo no llegan a Marte, sólo durante un mes cuando la Tierra está en conjunción y aun entonces a nadie le sobra tiempo para mirarlos.
    »Mi oficina recibe una película semanal que es el resumen de la Prensa planetaria. En general me falta tiempo para dedicarle. Puede que nos tache usted de provincianos y tendrá razón. Cuando sucede algo como esto, lo único que cabe hacer es mirarnos desesperados.
    —No querrá decirme que su gente —dijo Digby lentamente— no se ha enterado de la campaña de Hilder contra el despilfarro de agua.
    —No, no puedo decirlo. Hay un joven basurero, hijo de un buen amigo mío que murió en el espacio. —Sankov se rascó, pensativo, un lado del cuello—, que tiene como pasatiempo leer la historia de la Tierra y cosas parecidas. Capta programas de vídeo cuando está en el espacio y oye a ese tal Hilder. Por lo que puedo decir, aquélla fue la primera comunicación que hizo Hilder sobre los despilfarradores de agua.
    »El joven vino a verme para contármelo. Naturalmente, no lo tomé demasiado en serio. Estuve al tanto de las películas de la Prensa planetaria a partir de entonces, pero no se mencionaba mucho a Hilder, y lo que se decía lo presentaba como un personaje extraño.
    —En efecto, Comisionado, todo parecía una broma cuando empezó.
    Sankov estiró sus largas piernas junto al escritorio y las cruzó por el tobillo.
    —A mí todavía me parece una broma. ¿Qué discute? ¿Que gastamos agua? ¿Se ha preocupado de mirar los números? Los tengo aquí. Me los hice traer cuando llegó ese Comité.
    —Parece ser que la Tierra tiene mil trescientos millones de kilómetros cúbicos de agua en sus océanos y cada kilómetro cúbico pesa mil toneladas. Eso es mucha agua. Nosotros usamos parte de esta cantidad en vuelos espaciales. Gran parte del impulso está dentro del campo de gravedad de la Tierra y esto significa que el agua que desprendernos al despegar vuelve a los océanos. Hilder no lo tiene en cuenta. Cuando dice que se gasta cerca de un millón de toneladas de agua por vuelo, es un embustero. Es menos de cien mil toneladas.
    »Supongamos por un momento que tenemos cincuenta mil vuelos por año. No es así, claro; ni siquiera mil quinientos. Pero digamos que son cincuenta mil. Imagino que con el tiempo habrá una expansión considerable. Con cincuenta mil vuelos, se perdería una milla cúbica de agua en el espacio cada año. Esto significa que en un millón de años, la Tierra perdería un cuarto del uno por ciento de toda su agua.
    Digby extendió las manos, palmas arriba, y las dejó caer de nuevo.
    —Comisionado, los Aliados interplanetarios utilizaron este tipo de números en su campaña contra Hilder, pero es imposible combatir un levantamiento tremendo y emocional, con la frialdad de las matemáticas. Este hombre, me refiero a Hilder, ha inventado el nombre de «despilfarradores». Poco a poco ha ido transformando este nombre en una gigantesca conspiración, una pandilla de aprovechados y brutales desalmados que violan la Tierra en beneficio propio e inmediato.
    »Ha acusado al Gobierno de estar de acuerdo con ellos, al Congreso de ser dominado por ellos, a la Prensa de estar pagada por ellos. Desgraciadamente, nada de esto parece una ridiculez al hombre medio. Sabe de sobra lo que unos egoístas pueden hacer con los recursos de la Tierra. Saben lo que ocurrió con el petróleo de la Tierra durante la época de los desastres, por ejemplo, y la forma en que se arruinó el suelo.
    —Cuando un granjero sufre la sequía, le tiene sin cuidado que el agua perdida en un vuelo espacial sea o no una gota en la niebla comparada con el exceso de agua de la Tierra. Hilder le ha proporcionado un motivo al que culpar y éste es el mayor consuelo en caso de desastre. Hilder no va a renunciar a esto por más cifras que se le den.
    —Eso es lo que me desconcierta —objetó Sankov—. Quizá porque ya no sé cómo funcionan las cosas en la Tierra, pero tengo entendido que no existen granjeros víctimas de la sequía. Por lo que he deducido de los resúmenes de noticias, los seguidores de Hilder son minoría. ¿Por qué razón la Tierra se alía con ellos, los granjeros, y algunos chiflados que le apoyan?
    —Porque, Comisionado, existe lo que se llama seres humanos preocupados. La industria del acero ve que una era de vuelos espaciales pesará enormemente sobre las aleaciones ligeras no ferrosas. Los diversos sindicatos de mineros se preocupan por la competencia extraterrestre. Cualquier terrícola que no puede conseguir aluminio para conseguir un prefabricado está seguro de que no lo consigue porque el aluminio va a Marte. Conozco a un profesor de arqueología que está contra los despilfarradores porque no puede conseguir una concesión del Gobierno para financiar sus excavaciones. Está convencido de que todo el dinero del Gobierno va a investigación de cohetes y medicina del espacio y está resentido.
    —Con esto veo que no hay gran diferencia entre la gente de la Tierra y los de Marte. Pero, ¿qué opina el Congreso General? ¿Por qué tienen que seguirle la corriente a Hilder?
    —La política es algo difícil de explicar —replicó Digby sonriendo con acritud—. Hilder introdujo la disposición de montar un comité que investigara el abuso de vuelos espaciales. Las tres cuartas partes, o algo más, del Congreso estaban en contra de tal investigación por considerarla una intolerable e inútil ampliación de la burocracia, lo que es cierto. Pero, ¿cómo podía un legislador estar en contra de la simple investigación de un abuso? Podría parecer como si tuviera algo que temer o que ocultar. Parecería como si él mismo se beneficiara del despilfarro. Hilder no tiene el menor miedo a expresar estas acusaciones, y sean o no verdad, serían un poderoso factor para los votantes en las próximas elecciones. Y la disposición se hizo ley.
    »Luego vino la cuestión de nombrar a los componentes del comité. Los que estaban en contra de Hilder rehusaron participar, porque eso hubiera significado tomar decisiones que continuamente resultarían embarazosas. Permaneciendo al margen serian menos blanco de los ataques de Hilder. El resultado es que yo soy el único miembro del comité que es abiertamente contrario a Hilder y puede costarme la reelección.
    —Lo lamentaré, señor. Parece como si Marte no tuviera tantos amigos como creíamos. No nos gustaría perder ni uno. Pero si Hilder gana, ¿qué se propone hacer?
    —Yo diría que está claro —dijo Digby—. Quiere ser el nuevo Coordinador Global.
    —¿Cree usted que lo conseguirá?
    —Si no hay nada que le detenga, sí.
    —Y entonces, ¿qué? ¿Abandonará su campaña contra el «despilfarro»?
    —No sabría decirlo. Ignoro si ha hecho planes para después de su coordinación. Sin embargo, si quiere mi opinión, no creo que pueda abandonar su campaña y conservar su popularidad. Se le ha desbordado.
    Sankov volvió a rascarse el cuello.
    —Está bien. En este caso voy a pedirle consejo. ¿Qué podemos hacer los de Marte? Conoce usted la Tierra. Conoce la situación. Nosotros, no. Díganos qué debemos hacer.
    Digby se puso en pie y se acercó a la ventana. Miró hacia las cúpulas bajas de los otros edificios, a la llanura roja y rocosa completamente desolada que se extendía en medio, al cielo púrpura y a un sol reducido. Sin volverse, preguntó:
    —¿Les gusta a ustedes realmente Marte?
    —La mayoría de nosotros no conoce ningún otro mundo, señor. Me parece que la Tierra les resultaría peculiar e incómoda.
    —Pero, ¿no se acostumbrarían los marcianos? La Tierra no es difícil de aceptar después de todo. ¿No le gustaría a su gente aprender a disfrutar del privilegio de respirar aire puro bajo un cielo abierto? Usted mismo vivió en la Tierra. Debe recordar lo que era.
    —Me acuerdo en cierto modo. Pero no me parece fácil de explicar. La Tierra está ahí. Encaja con la gente y la gente con ella. La gente acepta la Tierra tal como la encuentra. Marte es diferente. Es descarnado y no encaja con la gente. Ésta tiene que sacarle el mejor partido. Tiene que edificar un mundo y no aceptar lo que encuentra. Marte no es aún gran cosa, pero estamos edificando, y cuando terminemos vamos a tener exactamente lo que queremos. Es una experiencia excitante saber que se está edificando un mundo. Después de esto, la Tierra resultaría aburrida.
    El Congresista objetó:
    —No puedo creer que el marciano ordinario sea tan filósofo que se conforme con vivir esta horrible y dura vida en aras de un futuro que debe estar a cientos de generaciones de distancia.
    —No, no es exactamente así. —Sankov cruzó el tobillo derecho sobre su rodilla izquierda y se lo sujetó mientras hablaba—. Como le he dicho, los marcianos son parecidos a los terrícolas, lo que significa que son seres humanos, y los seres humanos son poco dados a la filosofía. De todos modos, es importante vivir en un mundo que va creciendo, lo vea usted o no.
    »Cuando llegué a Marte por primera vez, mi padre solía enviarme cartas. Era contable, y nunca dejó de ser un contable. La Tierra no era muy diferente cuando murió de lo que era cuando nació. Nunca vio ocurrir nada. Cada día era como cualquier otro día, y vivir era sólo una forma de pasar el tiempo hasta la muerte.
    »En Marte es distinto. Cada día hay algo nuevo, la ciudad es mayor, el sistema de ventilación da un paso adelante, las conducciones de agua de los polos se perfeccionan. Ahora mismo nos proponemos montar una asociación de noticiarios filmados por nosotros. Vamos a llamarles Prensa de Marte. Si no ha vivido cuando las cosas van creciendo a su alrededor, jamás comprenderá lo maravilloso que es y lo que se siente.
    »No, Congresista, Marte es difícil y duro, la Tierra es mucho más cómoda, pero me parece que si se llevara a nuestros muchachos a la Tierra serían desgraciados. Probablemente la mayoría no sería capaz de comprenderlo, pero se sentirían perdidos, perdidos e inútiles. Me parece que muchos de ellos no se adaptarían jamás.
    Digby se apartó de la ventana y en la piel lisa y sonrosada de la frente se le formó una arruga:
    —En tal caso, Comisionado, lo siento por usted. Por todos ustedes.
    —¿Por qué?
    —Porque no creo que haya nada que pueda hacer su gente en Marte. O en todo caso, los de Venus o la Luna. No ocurrirá ahora; tal vez no ocurra en un año ni en dos, ni incluso en cinco. Pero a no tardar tendrán que volver todos a la Tierra, a menos que...
    Las blancas cejas de Sankov parecieron cubrir sus ojos:
    —¿Qué?
    —A menos que puedan encontrar otra fuente de agua que no sea la Tierra.
    —Y no parece probable, ¿verdad? —preguntó Sankov, abrumado.
    —Poco probable.
    —Y salvo eso, ¿no ve más oportunidad?
    —Ninguna en absoluto.
    Después de decirlo, Digby se fue, y Sankov se quedó un momento con la mirada perdida antes de marcar un número de la línea de comunicación local.
    —Tenias razón, hijo. No pueden hacer nada. Incluso los que nos comprenden, no ven ninguna salida. ¿Cómo lo adivinaste tú?
    —Comisionado —respondió Long—, cuando se ha leído todo sobre la época del desastre, especialmente sobre el siglo veinte, nada político puede ser una sorpresa.
    —Bien, puede que sí. En todo caso, hijo, el congresista Digby lo lamenta por nosotros, lo siente horrores, podríamos decir, pero nada más. Dice que tendremos que abandonar Marte o ir a buscar el agua a otra parte. Sólo que piensa que no podemos encontrarla en ningún otro sitio.
    —Pero usted sabe que sí podemos, Comisionado.
    —Sé que podemos, hijo. Pero el riesgo es terrible.
    —Si encuentro suficientes voluntarios, el riesgo es cosa nuestra.
    —¿Y cómo va eso?
    —No va mal. Algunos de los muchachos están ya de mi parte. Convencí a Mario Rioz, por ejemplo, y usted sabe que es uno de los mejores.
    —Ahí está el problema... Los voluntarios son los mejores hombres que tenemos. Me horroriza permitirlo.
    —Si volvemos, habrá valido la pena.
    —Si... Es palabra importante, hijo. Y muy importante lo que tratamos de hacer.
    —Bien, di mi palabra de que si no conseguíamos ayuda de la Tierra, procuraré que el depósito de agua de Fobos os entregue toda la que necesitéis. ¡Buena suerte!
    6
    A ochocientos mil kilómetros de Saturno. Mario Rioz estaba recostado en nada, dormir era delicioso. Despertó lentamente de su sueño y, por unos instantes, solo dentro de su traje espacial, se entretuvo contando las estrellas y trazando líneas de unas a otras.
    En un principio, a medida que corrían las semanas, era como volver a ser basureros, salvo por la corrosiva sensación de que cada minuto significaba un número adicional de millares de kilómetros lejos de toda la humanidad. Eso lo empeoraba.
    Habían apuntado alto para poder salir de la eclíptica mientras cruzaban el cinturón de asteroides. Con ello se había gastado mucha agua y probablemente había sido innecesario. Aunque decenas de miles de pequeños mundos aparecían tan espesos como insectos en proyección bidimensional sobre una placa fotográfica, están, sin embargo, tan desparramados por los cuatrillones de kilómetros cúbicos que formaban su órbita conglomerada, que solamente la más ridícula de las coincidencias podría provocar una colisión.
    No obstante, traspasaron el cinturón, pero alguien calculó las posibilidades de colisión con un fragmento de materia lo bastante grande como para producir algún daño. La estimación era tan baja, tan verdaderamente baja, que era casi imposible que acaeciera encontrarse con un «objeto flotante en el espacio».
    Los días eran largos y muchos, el espacio estaba vacío, solamente se necesitaba a un hombre en los controles en todo momento. La idea era nueva.
    Primero, fue alguien especialmente atrevido el que se aventuró a estar fuera unos quince minutos. Luego otro probó media hora. Por fin, antes de que los asteroides quedaran completamente atrás, cada nave regularmente tenía a su miembro libre de guardia suspendido de un cable en el espacio.
    Era bastante fácil. Para empezar, uno de los cables destinados a operaciones a la conclusión del viaje, estaba magnéticamente sujeto por ambos extremos, por uno al casco de la nave, y por el otro al traje espacial. Luego se salía por la escotilla al casco y allí se amarraba el otro cable. Descansaba un instante, agarrado a la piel metálica de la nave por los electro-magnetos de las botas. Después se neutralizaban éstas y se hacía un ligerísimo esfuerzo muscular.
    Lenta, lentamente, con increíble lentitud, se desprendía de la nave. Aún más despacio, la masa mayor, la nave, se movía a poca distancia y hacia abajo. Uno flotaba de forma increíble, sin peso, en un negro sólido y tachonado. Cuando la nave se había alejado lo bastante, con la mano enguantada que mantenía asido el cable se apretaba ligeramente. Si se apretaba demasiado, uno se desplazaría hacia la nave y ésta hacia uno. Apretar con demasiada fuerza y la fricción le detendría, porque su moción sería equivalente a la de la nave y parecería tan inmóvil por debajo como si estuviera pintada sobre un imaginario telón de fondo, mientras que el cable colgaría enrollado entre los dos porque no tendría motivo para estar tirante.
    Para el ojo desnudo era media nave. Una mitad estaba iluminada por la luz del débil sol que brillaba aun demasiado para poder mirarle directamente sin la reforzada protección de la visera polarizada del traje espacial. La otra mitad era negra sobre negro y por tanto invisible.
    El espacio envolvía, como un sueño. El traje espacial era tibio, renovaba el aire automáticamente, llevaba comida y bebida en recipientes especiales de los que se podía tomar con el mínimo movimiento de cabeza, y se ocupaba debidamente de los desperdicios. Por encima de todo, y más que cualquier otra cosa, estaba la deliciosa euforia de la ingravidez.
    Nunca hasta entonces se había sentido uno tan bien. Los días habían dejado de ser demasiado largos, ya no eran tan largos y faltaban días.
    Habían pasado la órbita de Júpiter en un punto cercano a los treinta grados de su posición actual. Durante meses fue el objeto más brillante del cielo, salvo el guisante blanco y resplandeciente del Sol. Algunos de los basureros insistieron en que podían considerar a Júpiter por su resplandor como una pequeña esfera con un lado comido del todo por las sombras de la noche.
    Después, pasado un período de varios meses, se desvaneció mientras otro punto de luz crecía hasta que fue más brillante que Júpiter. Era Saturno, primero como un punto y luego como una mancha ovalada y resplandeciente.
    —¿Por qué ovalada? —preguntó alguien y poco después otro contestó—: Por los anillos, naturalmente.
    Todos salían a flotar en el espacio, en cualquier momento, contemplando incesantemente a Saturno.
    «Oye, fresco, vuelve a la nave, maldita sea. Estás de guardia.» «¿Quién está de guardia? Según mi reloj todavía me quedan quince minutos.» «Pues vuelve a poner en hora tu reloj. Además, ayer te di veinte minutos.» «Tú no darías ni dos minutos a tu abuela.» «Vuelve de una vez, maldición, o saldré ahora mismo.» «Está bien, ya vuelvo. ¡Santo Dios! ¡Cuánto ruido por un cochino minuto!»
    Pero en el espacio ninguna pelea era grave. Era demasiado bueno.
    Saturno fue creciendo hasta que al fin rivalizó y después sobrepasó al Sol en brillantez; los anillos, situados en un amplio ángulo con su trayectoria de acercamiento, él pasó imponente junto al planeta que sólo tenía eclipsada una pequeña parte. Después, a medida que se acercaban, creció la amplitud de los anillos, para estrecharse a medida que el ángulo de aproximación iba decreciendo constantemente.
    Las lunas mayores aparecieron por los alrededores de aquel cielo como serenas luciérnagas.
    Mario Rioz se alegraba de estar despierto y poder seguir contemplando el espectáculo.
    Saturno llenaba medio cielo, con estrías color naranja, con las sombras de la noche reduciéndolo por la derecha casi en una tercera parte. Dos pequeños puntos redondos en aquel resplandor eran la sombra de dos de sus lunas. A la izquierda y detrás de él (podía mirar por encima del hombro izquierdo para ver, y al hacerlo, el resto de su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia la derecha para mantener el impulso angular) estaba el diamante blanco del Sol.
    Pero más que otra cosa, le gustaba contemplar los anillos. A la izquierda salía, por detrás de Saturno, una triple banda apretada, de luces anaranjadas. Por la noche, su principio quedaba oculto en las sombras nocturnas, pero los anillos se mostraban más cerca y más anchos. Se ensanchaban al acercarse, como la boca de una trompeta, pero también resultaban más borrosos al llegar, hasta que llenaban el cielo y se perdían.
    Desde donde estaba la flota de basureros, precisamente dentro del borde exterior del último anillo, éstos se rompían y asumían su verdadera identidad de agrupación de fragmentos sólidos más que la banda de luz sólida que parecían.
    Por debajo de él, o mejor dicho en la dirección que señalaban sus pies, a unos treinta kilómetros de distancia, había uno de los fragmentos del anillo. Tenía el aspecto de una gran mancha irregular que afeaba la simetría del espacio, tres cuartos iluminada y partida como con un cuchillo por la sombra de la noche. Otros fragmentos estaban más lejos reluciendo como polvo de estrellas, más apagados y amontonados hasta que al seguirlos, volvían a parecer anillos.
    Los fragmentos estaban inmóviles, pero era solamente porque las naves habían tomado una órbita cerca de Saturno equivalente a la del borde exterior de los anillos.
    El día anterior, recordó Rioz, había estado en el fragmento más cercano trabajando junto a una veintena de compañeros para darle la forma deseada. Mañana volvería a hacerlo.
    Hoy..., hoy flotaba en el espacio.
    —¿Mario? —la voz que sonaba en sus auriculares era inquisitiva.
    De momento a Rioz le embargó el hastío. Maldición, no estaba de humor para compañía.
    —Al habla —respondió.
    —Estaba seguro de haber localizado tu nave. ¿Cómo estás?
    —Muy bien. ¿Eres tú, Ted?
    —El mismo.
    —¿Ocurre algo con el fragmento?
    —Nada. He salido a flotar.
    —¿Tú también?
    —De vez en cuando me apetece. Precioso, ¿verdad?
    —Muy bueno —asintió Rioz.
    —Sabes que he leído en libros de la Tierra...
    —De terrícolas querrás decir. —Rioz bostezó y en aquellas circunstancias le resultó difícil emplear la expresión con la apropiada carga de resentimiento.
    —... descripciones, a veces, de gente echada en la hierba —prosiguió long—, ya sabes, esa cosa verde que es como tiras finas de papel y que allí les cubre todo el suelo, que contempla el cielo azul salpicado de nubes. ¿Viste alguna vez películas con eso?
    —Claro. Pero no me dijeron nada. Daban sensación de frío.
    —Pero supongo que no lo será. Después de todo, la Tierra está muy cerca del Sol y dicen que su atmósfera es lo bastante espesa para retener el calor. Debo confesar que, personalmente, me molestaría encontrarme bajo cielo abierto y con sólo la ropa puesta. Pero me imagino que les gusta.
    —¡Los terrícolas están locos!
    —Hablan de árboles, de grandes ramas oscuras, de vientos, ya sabes, movimientos del aire.
    —Querrás decir corrientes. También pueden quedárselas.
    —No importa. El caso es que lo describen maravillosamente, casi apasionadamente. Muchas veces me he preguntado: ¿Cómo será en realidad? ¿Lo experimentaré alguna vez o es algo que solamente los de la Tierra pueden sentir? Muchas veces me ha parecido que me estaba perdiendo algo vital. Ahora sé cómo debe ser. Es esto. Completa paz en medio de un universo empapado en belleza.
    —No les gustaría —opinó Rioz—. Me refiero a los terrícolas. Están tan acostumbrados a su repugnante y pequeño mundo que no sabrían apreciar lo que es flotar contemplando a Saturno... —Sacudió ligeramente su cuerpo y empezó a balancearse de un lado a otro en su centro de masa, lenta y dulcemente.
    —Sí, también lo creo yo. Son esclavos de su planeta. Incluso si vienen a Marte, serán solamente sus hijos los que se sientan libres. Algún día habrá naves estelares grandes, inmensas, que podrán llevar a millares de personas y mantener su autosuficiente equilibrio por decenas de años, tal vez por siglos. La humanidad se extenderá por toda la Galaxia. Pero la gente tendrá que vivir su vida a bordo hasta que se desarrollen nuevos métodos de viajes interestelares, lo mismo ocurrirá con los marcianos, no terrícolas, en dirección al planeta, que serán los que colonizarán el universo. Es inevitable. Tiene que ser así. Es el sistema marciano.
    Pero Rioz no le contestó. Se había vuelto a quedar dormido, meciéndose, balanceándose dulcemente, a cerca de un millón de kilómetros por encima de Saturno.
    7
    El equipo de trabajo en el fragmento de anillo era la cruz de la moneda. La ingravidez, la paz e intimidad de la flotación en el espacio cedía el puesto a algo que no era ni paz ni intimidad. Incluso la ingravidez, que continuaba, resultaba más un purgatorio que un paraíso bajo las nuevas condiciones.
    Traten de manipular un proyector de calor de tipo habitualmente intransportable. Podía levantarse pese a medir casi dos metros de altura y otros tantos de anchura, y ser casi de metal sólido, porque pesaba menos de un gramo. Pero su inercia era exactamente lo que había sido siempre, lo cual significaba que si no se colocaba muy despacio en posición correcta, continuaría moviéndose y llevándote consigo. Entonces tendrías que cruzar el campo de gravedad artificial en tu traje espacial y bajar de golpe.
    Keralski había cruzado el campo un poco alto, y bajó brutalmente, junto al proyector en un ángulo peligroso. Su tobillo aplastado había sido el primer accidente de la expedición.
    Rioz maldecía profusamente y sin parar. Continuaba con la costumbre de pasarse el dorso de la mano por la frente y secar el sudor acumulado. Las pocas veces que había sucumbido al impulso, el metal y la silicona chocaban con un ruido que atronó el interior de su traje, sin que sirviera para nada. Los secadores del interior del traje estaban aspirando al máximo y, naturalmente, recuperando el agua y devolviendo liquido ionizado, conteniendo una cuidadosa proporción de sal en el recipiente apropiado.
    Rioz gritó:
    —Maldita sea, Dick, espera hasta que te dé la orden, ¿quieres?
    Y la voz de Swenson resonó en sus oídos:
    —Bien, ¿y cuánto tiempo se supone que voy a estar aquí sentado?
    —Hasta que te avise —respondió Rioz.
    Reforzó la gravedad artificial y levantó un poco el proyector. Liberó la suficiente seudo-gravedad hasta que se aseguró de que el proyector se mantendría unos minutos en su sitio, aunque le retirara el soporte del todo. De un puntapié quitó el cable de en medio -llegaba más allá del cercano «horizonte» a una fuente de energía invisible desde allí- y apretó el botón.
    El material de que se componía el fragmento burbujeó y se desvaneció bajo el contacto. Una sección del labio de la tremenda cavidad que ya habían abierto en la materia se fundió y desapareció la irregularidad de su contorno.
    —Prueba ahora —ordenó Rioz.
    Swenson se encontraba en la nave que se mantenía sobre la cabeza de Rioz.
    Swenson gritó:
    —¿Todo despejado?
    —Te he dicho que empieces.
    Lo que salió de una abertura en la proa de la nave fue un débil chorro de vapor. La nave bajó hacia el fragmento de anillo. Otro chorro compensó la tendencia a moverse hacia un lado. Pudo acercarse directamente.
    Un tercer chorro en la popa disminuyó considerablemente su velocidad. Rioz observaba, tenso.
    —Sigue acercándola. Lo conseguirás. Lo conseguirás.
    La popa de la nave entró en el boquete, llenándolo casi.
    Los panzudos costados se acercaron más y más al borde.
    Hubo una vibración chirriante al dejar de moverse la nave.
    A Swenson le llegó el turno de maldecir:
    —No encaja —barbotó.
    Rioz lanzó el proyector contra tierra en un ataque de rabia y salió debatiéndose en el espacio. El proyector levantó una nube de polvo blanco y cristalino a su alrededor y cuando Rioz bajó a su vez por seudo-gravedad ocurrió lo mismo. Protestó:
    —Te metiste al bies, estúpido terrícola.
    —Entré nivelado, granjero de mierda.
    Unos chorros laterales disparados hacia atrás funcionaron con más fuerza que antes y Rioz confió en tener tiempo de apartarse.
    La nave salió del pozo y se disparó al espacio ochocientos metros antes de que los chorros delanteros pudieran pararla.
    —Partiremos media docena de placas si volvemos a hacer esto —observó Swenson, tenso—. Métela bien, ¿quieres?
    —La meteré perfectamente. No te preocupes. Procura tú entrar bien.
    Rioz saltó hacia arriba y se permitió subir doscientos cincuenta metros más a fin de tener una visión general de la cavidad. Las marcas que había dejado la nave eran claramente visibles. Se concentraban en un punto a mitad de camino del fondo del pozo. Tendría que eliminarlas.
    Empezó a fundirlas con el soplete. Media hora después la nave encajaba perfectamente en su cavidad y Swenson, con su traje espacial puesto, salió para reunirse con Rioz. Swenson dijo:
    —Si quieres entrar y quitarte el traje, ya me ocuparé yo de la escarcha.
    —No importa. Prefiero estar aquí, sentado, y contemplar Saturno.
    Se sentó en el borde del pozo. Quedaba un espacio de dos metros entre él y la nave. En ciertos puntos del círculo había sólo medio metro; en otros simplemente unos centímetros. No se podía esperar un encaje mejor hecho a mano. El ajuste final se haría fundiendo poco a poco el hielo al vapor y dejando que se helara de nuevo dentro de la cavidad entre el borde y la nave.
    Saturno se movió visiblemente a través del cielo, desapareciendo su enorme masa más allá del horizonte.
    —¿Cuántas naves quedan por colocar? —preguntó Rioz.
    —Lo último que oí eran once. Nosotros ya estamos dentro, de modo que ahora quedarán diez. De las que ya están colocadas, siete ya se han congelado. Dos o tres están desmanteladas.
    —Vamos bien.
    —Hay mucho que hacer aún. No te olvides de los chorros principales del otro extremo, de los cables y de las líneas de energía. A veces me pregunto si lo conseguiremos. Cuando salimos no me importaba demasiado, pero ahora mismo, sentado en los controles me iba diciendo: «No lo conseguiremos. Nos quedaremos sentados aquí y pasaremos hambre y moriremos con solo Saturno sobre nuestras cabezas.» Y me pongo a pensar.
    No llegó a explicar lo que pensaba. Simplemente siguió sentado.
    —Piensas demasiado —le increpó Rioz.
    —Contigo es distinto dijo Swenson—. No dejo de pensar en Peter... y en Dora...
    —¿Para qué? Dijo que podías irte, ¿verdad? El Comisionado le hizo un discurso sobre patriotismo y cómo serías un héroe y con el futuro resuelto a tu regreso, y dijo que podías ir. No te escabulliste como hizo Adams.
    —Adams es diferente. A su mujer debían haberla asesinado cuando nació. Algunas mujeres pueden suponer un infierno para el hombre, ¿no crees? No quería que fuera..., pero probablemente preferiría que no regresara, si consigues una buena pensión.
    —Entonces, ¿por qué te quejas? Dora quiere que vuelvas, ¿no?
    —¡Nunca la he tratado bien! —suspiró Swenson.
    —Le entregas tu paga, me parece. Yo no lo haría por ninguna mujer. Dinero contra valor recibido, ni un céntimo más.
    —El dinero no lo es todo. Es algo que he pensado aquí. A una mujer le gusta la compañía. Un niño necesita a su padre. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?
    —Preparándote para volver a casa.
    —Ah, tú no lo entiendes.
    8
    Ted Long se movió por encima de la surcada superficie del fragmento de anillo con sus ánimos tan congelados como el suelo que pisaba. Desde Marte todo parecía perfectamente lógico, pero estaban en Marte. Lo había planeado cuidadosamente en su mente y por etapas razonables. Todavía recordaba exactamente cómo fue.
    No era necesaria una tonelada de agua para mover una nave. No se trataba de masa igual a masa, sino el tiempo de velocidad de la masa es igual a tiempo de velocidad de masa. En otras palabras, no importaba que desprendieras una tonelada de agua a más de un kilómetro por segundo, o unos cincuenta litros de agua a treinta kilómetros por segundo, obtenías la misma velocidad final de la nave.
    Esto significaba que los orificios de chorro tenían que ser más pequeños y el vapor más caliente. Pero aparecían los inconvenientes. Cuanto más estrecho fuera el agujero, más energía se perdía en fricción y en turbulencia. Cuanto más caliente fuera el vapor, más refractario debía ser el agujero y más breve su duración. El límite, en esta dirección, era rápidamente alcanzado.
    Así que, puesto que un determinado peso de agua podía mover considerablemente más que su propio peso en condiciones de agujeros pequeños, la nave debía ser grande. Cuanto más grande sea el espacio para almacenar el agua, mayor será la sección de viaje, incluso en proporción. Así que empezaron a hacer naves más pesadas y mayores. Pero entonces, cuanto mayor era el casco, más fuertes los refuerzos y más difíciles las soldaduras, más precisa y más exigente había de ser la ingeniería. De momento, el límite en aquella dirección también se había alcanzado.
    Y finalmente había dado con lo que él consideraba el fallo básico: la concepción inquebrantable y original de que el combustible tenía que ir dentro de la nave; el metal tenía que trabajarse para que envolviera mil millones de toneladas de agua.
    ¿Por qué? El agua no tenía por qué ser agua. Podía ser hielo, y al hielo podía dársele forma. Se le podían hacer agujeros. Se le podían introducir cabinas y reactores. Con cables podían sujetarse las cabinas y los reactores gracias a la influencia de los campos magnéticos de fuerza que actuarían como agarraderas y cierres.
    Long percibió el temblor del suelo que pisaba. Se encontraba en la cabeza del fragmento. Una docena de naves entraban y salían de las vainas perforadas en la materia, y el fragmento se estremecía bajo los continuos impactos.
    El hielo no tenía que ser recortado. Había auténticos trozos en los anillos de Saturno. Los anillos eran realmente eso..., piezas de hielo casi puro girando alrededor de Saturno. Así lo establecía la espectroscopia y así había resultado ser. Ahora se encontraba encima de una de esas piezas, de una longitud superior a los tres kilómetros y de casi un kilómetro y medio de espesor. Representaba aproximadamente quinientos millones de toneladas de agua, en una sola pieza, y él estaba de pie encima de ella.
    Pero ahora se encontraba cara a cara con la realidad de la vida. Nunca había dicho a los hombres lo de prisa que esperaba transformar el fragmento en una nave, pero en su corazón imaginaba que serían dos días. Hacía ya una semana y no se atrevía a calcular el tiempo que quedaba. Ya ni siquiera confiaba en que el trabajo pudiera hacerse. ¿Serían capaces de controlar los chorros con la suficiente delicadeza mediante conductos lanzados a través de tres kilómetros de hielo que servirían para manipular la salida de la gravedad de Saturno?
    El agua potable estaba bajando, aunque siempre podían destilar algo más de hielo. Y los víveres tampoco valían gran cosa.
    Se detuvo, miró al cielo, forzando la vista. ¿Estaba creciendo el objeto? Debería medir su distancia. A decir verdad, le faltaba ánimo para añadir este problema a los otros. Su mente volvió a la inmediatez, mucho más importante.
    Por lo menos, la moral estaba alta. Los hombres parecían disfrutar estando cerca de Saturno. Eran los primeros seres humanos en llegar tan lejos, los primeros en pasar los asteroides, los primeros en ver Júpiter como una pequeña piedra brillante a simple vista, los primeros en ver Saturno tal cual era.
    No creía que cincuenta cazadores de cápsulas, prácticos y endurecidos, dedicaran tiempo a experimentar esa emoción. Pero sí lo hicieron. Y estaban orgullosos de ello.
    Dos hombres y una nave medio enterrada pasaron por su horizonte móvil mientras caminaba. Les llamó:
    —¡Eh, vosotros!
    —¿Eres tú, Ted? —contestó Rioz.
    —El mismo. ¿Es Dick el que está contigo?
    —Claro. Ven, siéntate. Estábamos preparándonos para envolvernos en el hielo y buscábamos una excusa para retrasarlo.
    —Yo no —dijo Swenson—. ¿Cuándo crees que nos iremos, Ted?
    —Tan pronto como terminemos. Pero no es una respuesta, ¿verdad?
    —Me figuro que no hay otra respuesta —comentó Swenson, deprimido.
    Long miró hacia arriba, contemplando la mancha brillante e irregular del cielo. Rioz siguió su mirada:
    —¿Qué pasa?
    Long tardó en contestar. El cielo estaba completamente negro y los fragmentos de anillo resaltaban como polvo anaranjado. Saturno estaba a más de tres cuartos por debajo del horizonte y los anillos iban con él. A menos de un kilómetro de distancia una nave saltó más allá del borde helado del planetoide hacia el cielo, quedó iluminada por la luz naranja de Saturno y volvió a bajar. El suelo tembló ligeramente.
    —¿Te preocupa algo respecto de la Sombra? —preguntó Rioz.
    Lo llamaban así. Era el fragmento más cercano de los anillos, considerando que se encontraban en la cara externa de éstos, donde las piezas estaban más esparcidas. Se encontraba, quizás, a unos treinta kilómetros de distancia, como una montaña escarpada, de forma claramente visible.
    —¿Cómo lo ves tú? —preguntó Long.
    —Bien, supongo —respondió Rioz—. No veo nada extraño.
    —¿No te parece que está volviéndose mayor?
    —¿Por qué iba a hacerlo?
    —¿Te lo parece o no? —insistió Long.
    Rioz y Swenson lo miraron, pensativos.
    —Sí que parece mayor —observó Swenson.
    —Nos estás metiendo la idea en la cabeza —protestó Rioz—. Si fuera mayor es que estaría más cerca.
    —¿Y te parece imposible?
    —Estas cosas son de órbita estable.
    —Lo eran cuando llegamos —explicó Long—. ¿Has notado eso?
    El suelo había vuelto a temblar. Long dijo:
    —Llevamos ya una semana volando esta cosa. Primero veinticinco naves se posaron en ella, lo que hizo que su impulso variara, claro que no mucho. Después hemos estado derritiendo partes de ella y nuestras naves han entrado y salido violentamente... y siempre en el mismo extremo. En una semana podemos haber cambiado algo su órbita. Los dos fragmentos, éste y la Sombra pueden converger.
    —Tiene mucho espacio para pasarnos. —Rioz lo contempló, pensativo—. Además, si ni siquiera podemos estar seguros de que se ha hecho mayor, ¿a qué velocidad puede moverse? Con relación a nosotros, quiero decir.
    —No tiene que moverse rápido. Su impulso es el mismo que el nuestro, así que, por más ligeramente que nos roce nos echará completamente fuera de nuestra órbita, quizás hacia Saturno, a donde no queremos ir. A decir verdad, el hielo tiene una fuerza de tensión muy baja, de modo que ambos planetoides pueden hacerse migas.
    Swenson se puso en pie.
    —Maldición, si puedo decirte que una cápsula se está moviendo a mil seiscientos kilómetros de distancia, puedo decirte también lo que hace una montaña a treinta kilómetros. —Dio la vuelta y se fue hacia la nave.
    Long no le detuvo. Rioz comentó:
    —Es un tipo muy nervioso.
    El planetoide vecino se alzó en el cenit, pasó por encima y empezó a hundirse. Veinte minutos después, el horizonte opuesto a la porción tras la que Saturno había desaparecido estalló en una llamarada naranja cuando su masa empezó a elevarse de nuevo.
    Rioz llamó a Swenson por radio:
    —Eh, Dick. ¿Te has muerto?
    —Estoy haciendo unas comprobaciones —respondió con voz apagada.
    —¿Se mueve? —preguntó Long.
    —Sí.
    —¿Hacia nosotros?
    Una pausa. La voz de Swenson parecía enferma:
    —Directo a la nariz, Ted. La intersección de órbitas tendrá lugar dentro de tres días.
    —¡Estás loco! —exclamó Rioz.
    —Lo he comprobado cuatro veces —insistió Swenson.
    Long, abrumado, pensó: «¿Y qué vamos a hacer ahora?»
    9
    Algunos de los hombres tenían problemas con los cables. Había que tenderlos con precisión; su geometría tenía que ser casi perfecta para que el campo magnético alcanzara la máxima fuerza. En el espacio, o incluso en el aire, no hubiera importado. Los cables se hubieran alineado automáticamente tan pronto como se pusieran en marcha. Aquí era diferente. Había que trazar un surco a lo largo de la superficie del planetoide y dentro encajar el cable. Si no lo extendían dentro de los pocos minutos de arco en la dirección calculada, la presión se aplicaría al planetoide entero, con la consiguiente pérdida de energía, y no podían permitirse la menor pérdida. Habría que volver a trazar los surcos, trasladar los cables y congelarlo todo en la nueva posición.
    Los hombres agotados obedecían por rutina, y de pronto les llegó una orden:
    —¡Todo el mundo a los chorros!
    No podía decirse de los basureros que fueran del tipo que acepta tranquilamente la disciplina. Se trataba de un grupo que protestando, murmurando y gruñendo desmontaba los tubos de chorros de las naves que aún seguían intactos, llevándolos al extremo de popa del planetoide, encajándolos en posición y sujetándolos a lo largo de la superficie.
    Llevaban casi veinticuatro horas antes de que uno de ellos levantara la vista al cielo y exclamara:
    —¡Diablos! —A lo que siguió algo irrepetible.
    Su vecino miró y dijo:
    —¡Que me aspen!
    Una vez lo vieron unos, lo vieron todos. Era lo más asombroso del mundo.
    —¡Mirad la Sombra!
    Se extendía a través del cielo como una herida infectada. Los hombres miraban, encontrando que había doblado su tamaño, preguntándose por qué no lo habrían observado antes. El trabajo cesó virtualmente. Fueron en busca de Ted Long.
    —No podemos irnos —les dijo—. No tenemos bastante combustible para volver a Marte y carecemos de equipo para capturar otro planetoide. De modo que tenemos que quedarnos. Ahora la Sombra se acerca a nosotros porque nuestras explosiones nos han echado de nuestra órbita. Debemos volver a modificarla con más explosiones. Como no podemos tocar la parte delantera sin poner en peligro la nave que estamos construyendo, probemos otro sistema.
    Volvieron a trabajar en los tubos de chorro con una furiosa energía que recibía impulso cada media hora cuando la Sombra volvía a alzarse sobre el horizonte, mayor y más ominosa que antes.
    Long no estaba seguro de que funcionara, aunque los chorros respondieran a los controles lejanos, y la provisión de agua fuera la adecuada. Esta provisión, dependía de una cámara de aprovisionamiento que se abría directamente en el cuerpo helado del planetoide, con proyectores de calor incorporados que enviaban directamente el líquido propulsor a las células de conducción. Todavía no había seguridad de que el cuerpo del planetoide, sin una funda de cables magnéticos, se mantuviera unido bajo la enorme presión disruptiva.
    —¡Listos! —Llegó la señal al receptor de Long.
    Long respondió:
    —¡Listo! —Y puso el contacto.
    La vibración se hizo notar por todas partes. El campo estrellado, en el visor, también tembló.
    Por el retrovisor se vio una espuma brillante y distante hecha de cristales de hielo en movimiento.
    —¡Soplan! —Fue un grito unánime.
    Y siguió soplando. Long no se atrevió a parar. Durante seis horas sopló, silbó, burbujeó, llenando el espacio de vapor; el cuerpo del planetoide se volvió vapor y salió disparado.
    La Sombra se acercó hasta que los hombres no hicieron sino mirar aquella montaña en el cielo, sobrepasando al propio Saturno en espectacularidad. Todos sus valles y gargantas eran claras arrugas en su rostro. Pero cuando cruzó la órbita del planetoide, lo hizo a más de medio kilómetro por detrás de su actual posición.
    Los chorros de vapor cesaron.
    Long se inclinó en su asiento y se cubrió los ojos. No había comido en dos días. Pero ahora sí podía comer. No había otro planetoide lo bastante cercano para interrumpirles, aunque iniciara una aproximación en aquel momento.
    De vuelta a la superficie del planetoide, Swenson comentó:
    —Durante todo el tiempo que miré aquella maldita roca echándosenos encima, me iba diciendo: «No puede ocurrir. No podemos permitir que ocurra.»
    —¡Diablos! —dijo Rioz—, estábamos todos nerviosos.
    —¿Viste a Jim Davis? Estaba verde. Yo también me sentía un poco alterado.
    —Pero no es eso. No era precisamente... morir, ¿sabes? Estaba pensando..., ya sé que es absurdo, pero no puedo evitarlo..., pensaba que Dora me advirtió que moriría, y que nunca dejó de hablarme de lo mismo. ¿No te parece una actitud idiota en un momento como éste?
    —Óyeme, tú quisiste casarte, así que te casaste. ¿Por qué vienes a contarme tus problemas?
    10
    La flotilla, soldada en una sola unidad, regresaba de su importante viaje de Saturno a Marte. Cada día era como un destello surcando un espacio que antes tardó nueve días en recorrer.
    Ted Long había puesto a toda la tripulación en estado de emergencia. Con veinticinco naves incrustadas en el planetoide sacado de los anillos de Saturno e incapaces de moverse o maniobrar independientemente, la coordinación de sus fuentes de energía en chorros unificados era un problema delicadísimo. La sacudida que tuvo lugar el primer día de viaje casi les sacó de su piel.
    Esto por lo menos se arregló a medida que la velocidad fue aumentando bajo el empuje regular de la parte trasera. Pasaron de ciento sesenta kilómetros por hora al final del segundo día, y fueron subiendo firmemente hasta el millón y medio de kilómetros y más.
    La nave de Long, que formaba la proa aguzada de la flota congelada, era la única que poseía una visión quíntuple del espacio. Era una posición incómoda dadas las circunstancias. Long se encontró vigilando, tenso, imaginando que las estrellas empezarían a quedarse lentamente rezagadas, a medida que las pasase, debido a la tremenda velocidad de desplazamiento de la multinave.
    Pero no era así, naturalmente. Permanecieron sujetas al negro fondo, despreciando, desde su distancia y con paciente inmovilidad, cualquier velocidad que un mero hombre pudiera conseguir.
    Los hombres empezaron a quejarse después de los primeros días. No sólo porque se les privaba de flotar en el espacio. Se sentían agobiados por la gravedad artificial, mayor que la ordinaria, de las naves, y por los efectos de la feroz aceleración en la que vivían. El propio Long estaba muerto de cansancio por la incesante presión contra los almohadones hidráulicos.
    Empezaron a cortar los chorros una hora de cada veinticuatro y Long se inquietaba.
    Hacía más de un año que vio por última vez Marte, encogiéndose, por una ventana de observación de esta misma nave, que había sido una entidad independiente. ¿Qué había ocurrido desde entonces? ¿Seguía la colonia allí?
    Algo parecido al pánico crecía en Long, que enviaba llamadas de tanteo por radio todos los días a Marte, con la energía combinada de veinticinco naves. Pero no había respuesta. Tampoco esperaba ninguna. Marte y Saturno se hallaban ahora en lados opuestos del Sol, y hasta que pudiera subir lo bastante por encima de la eclíptica para tener al Sol más allá de la línea que le conectaba con Marte, la interferencia solar impediría que pasara cualquier señal.
    Muy por encima del borde exterior del cinturón de asteroides alcanzaron la máxima velocidad. Con breves chorros de energía, primero por los tubos de un lado, luego por los del otro, la enorme nave giró en sentido inverso. La composición de chorros de popa empezaron de nuevo su potente rugido, pero ahora el resultado era de desaceleración.
    Pasaron a ciento cincuenta millones de kilómetros por encima del Sol, girando hacia abajo para interceptar la orbita de Marte.
    A una semana de distancia de Marte se oyeron por primera vez señales de respuesta. Llegaron fragmentadas, distorsionadas por el éter e incomprensibles, pero procedían de Marte. Tierra y Venus se encontraban en ángulos suficientemente diferentes para que no quedara la menor duda.
    Long se relajó. En todo caso, seguía habiendo humanos en Marte. A dos días de distancia, las señales eran fuertes y claras y Sankov se encontraba al otro extremo. Le dijo:
    —Hola, hijo. Aquí son las tres de la mañana. Parece como si la gente no tuviera la menor consideración por un anciano. Me han arrancado de la cama.
    —Lo siento, señor.
    —No lo sientas. Cumplías órdenes. Me asusta preguntar, hijo: ¿hay alguien herido? ¿Tal vez muerto?
    —No ha habido bajas, señor. Ni una.
    —¿Y... y el agua? ¿Queda algo?
    Long se esforzó por parecer indiferente:
    —Bastante.
    —En este caso, llegad tan rápido como podáis. De todas formas no os arriesguéis.
    —Entonces, hay problemas.
    —Bastante fastidiosos. ¿Cuánto tardaréis en bajar?
    —Dos días. ¿Puede aguantar hasta entonces?
    —Aguantaré.
    Cuarenta horas más tarde Marte era como una bola color fuego que llenaba las portillas. Se encontraban ya en la espiral final del aterrizaje en el planeta.
    —Despacio —se dijo Long—. Despacio.
    En sus condiciones, incluso la débil atmósfera de Marte podía causar daños tremendos si bajaban demasiado de prisa.
    Desde el momento en que emergieron muy por encima de la eclíptica, su espiral pasó de Norte a Sur. Vieron a sus pies el paso fugaz de un blanco casquete polar, luego el más pequeño del hemisferio de verano, otra vez el grande, luego el pequeño, y todo a intervalos cada vez más largos. El planeta se iba acercando, el paisaje empezó a mostrarse con detalles.
    —¡Preparados para aterrizar! —gritó Long.
    11
    Sankov hizo un gran esfuerzo por mostrarse tranquilo, lo que le resultaba difícil si se considera lo justo a tiempo que los muchachos habían llegado. Pero, bueno, todo había salido bien.
    Hasta hacía pocos días no estaba seguro de que sobrevivieran. Parecía más probable, casi inevitable, que no fueran sino cadáveres congelados en alguna parte de la extensión no hollada de Marte a Saturno, transformados en nuevos planetoides que en tiempos fueron seres vivos,
    El Comité había estado atosigándole por espacio de semanas antes de que llegaran las noticias. Habían insistido en que firmara para guardar las apariencias. Parecería un acuerdo, voluntaria y mutuamente alcanzado. Pero Sankov sabía de sobra que, dada la obstinación de ellos, actuarían unilateralmente y al cuerno con las apariencias. Parecía casi obvio que la elección de Hilder era segura y aprovecharían la oportunidad de provocar una reacción de simpatía por Marte.
    Así que prolongó las negociaciones, haciéndoles creer siempre en la posibilidad de rendirse.
    Y entonces oyó a Long y cerró rápidamente el trato.
    Extendieron los papeles ante él e hizo unas declaraciones a los reporteros presentes. Dijo:
    —La importación total de agua de la Tierra es de veinte millones de toneladas al año, que va disminuyendo a medida que desarrollamos nuestro propio sistema de canalización. Si firmo este documento aceptando un embargo, nuestra industria se verá paralizada y detenida cualquier posibilidad de expansión. Me parece imposible que esto sea lo que quiere la Tierra, ¿no es eso?
    Sus ojos se encontraron y vieron en los del anciano un brillo duro. El congresista Digby ya había sido remplazado y todos estaban unánimemente en contra de él.
    El presidente del Comité señaló con impaciencia:
    —Todo eso ya nos lo ha dicho antes.
    —Lo sé, pero en este momento me dispongo a firmar y quiero tenerlo bien claro en mi cabeza. Quiero saber si la Tierra está determinada a terminar con nosotros aquí.
    —Claro que no. La Tierra está interesada en conservar su irremplazable caudal de agua, nada más.
    —La Tierra dispone de un quintillón y medio de toneladas de agua.
    —No podemos repartir más agua —insistió el presidente del Comité.
    Y Sankov había firmado.
    Había sido la nota final que deseaba. La Tierra poseía un quintillón y medio de toneladas de agua, y no podía ceder nada.
    Ahora, un día y medio después, el Comité y los reporteros esperaban bajo la cúpula del espacio-puerto. A través de gruesas y convexas ventanas, podían ver la extensión vacía del espacio-puerto de Marte.
    El presidente del Comité preguntó molesto:
    —¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar? Y, si no le importa decírmelo, ¿qué es lo que esperamos?
    Sankov replicó:
    —Algunos de nuestros muchachos han estado en el espacio, más allá de los asteroides.
    El presidente del Comité se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo inmaculado:
    —¿Y regresan?
    —En efecto.
    El presidente se encogió de hombros y alzó las cejas en dirección de los reporteros.
    En una estancia contigua más pequeña, un grupo de mujeres y niños se arracimaban junto a las ventanas. Sankov dio unos pasos atrás para mirarles. Cuánto hubiera preferido estar con ellos, tomar parte en su tensión y alegría. Él, como ellos, había esperado más de un año. Él, como ellos, había pensado una y más veces que los hombres debían haber muerto.
    —¿Ven aquello? —señaló Sankov.
    —¡Eh! —exclamó un reportero—. ¡Si es una nave!
    Un griterío confuso salió de la estancia contigua.
    No era tanto una nave como un punto brillante oscurecido por una nube blanca que se movía. La nube se hizo mayor y empezó a tener forma. Era una doble mancha recortada contra el cielo, con los extremos inferiores sobresaliendo y mirando hacia arriba. Al acercarse mas, el punto brillante del extremo superior adoptó una forma toscamente cilíndrica.
    Era tosca y rugosa, pero donde le daba la luz solar resplandecía.
    El cilindro descendió a tierra con la ponderada lentitud propia de las naves espaciales. Se mantuvo suspendido por los chorros de vapor y descansó al fin sobre la ingente cantidad de toneladas de materia dejándose caer como un hombre agotado en su sillón.
    Al hacerlo se hizo un silencio total en el interior de la cúpula. Las mujeres y los niños en una habitación, los políticos y reporteros en la otra, se quedaron helados con las cabezas dirigidas incrédulamente hacia arriba.
    Las ruedas de aterrizaje del cilindro, saliendo hasta más allá por debajo de los dos últimos tubos, tocaron tierra y se hundieron en la gravilla de la pista. Después la nave se quedó inmóvil y cesó la acción de los chorros.
    Pero en la cúpula continuó el silencio por mucho tiempo.
    Los hombres empezaron a descolgarse poco a poco por los lados de la inmensa nave, desde una distancia de tres kilómetros hasta el suelo, con pinchos en las suelas de sus zapatos y hachas de hielo en las manos. Eran como hormigas sobre la cegadora superficie.
    Uno de los reporteros logró articular:
    —¿Y eso qué es?
    —Esto —explicó Sankov— resulta que es un trozo de materia que pasó su vida girando alrededor de Saturno como parte de uno de sus anillos. Nuestros muchachos la dotaron con cabina de mando y chorros y la trajeron a casa. Lo que ocurre es que los fragmentos de anillos de Saturno son de hielo. —Continuó hablando en medio de un silencio sepulcral—: Esa cosa que parece una nave no es más que una montaña de agua endurecida. Si llegara a la Tierra así, acabaría en un charco y tal vez se rompería por su propio peso. Marte es más frío, tiene menos gravedad y no corremos ese peligro.
    »Naturalmente, una vez tengamos esta cosa organizada, podremos establecer estaciones de agua en las lunas de Saturno y Júpiter y en los asteroides. Podremos trocear los anillos de Saturno y recoger los trozos y enviarlos a las distintas estaciones. Nuestros basureros son magníficos en este trabajo.
    »Tendremos toda el agua que necesitemos. Este trozo que ven aquí es poco menos de dos kilómetros cúbicos. Más o menos lo que la Tierra nos mandaría en doscientos años. Los muchachos gastaron bastante para su regreso de Saturno. Lo hicieron en cinco semanas según me dijeron, y han gastado unos cien millones de toneladas. Pero, ¡por Marte!, que no hizo la menor mella en toda esta montaña. Tomen buena nota, muchachos. —Y se volvió hacia los reporteros. Era indudable que tomaban buena nota. Y añadió—: Apunten también esto. La Tierra está preocupada por su provisión de agua. Solamente dispone de un quintillón y medio de toneladas. No pueden desprenderse ni de una sola tonelada para darnos. Escriban que nosotros, los de Marte, estamos preocupados por la Tierra y no queremos que les ocurra nada a sus habitantes. Escriban que venderemos agua a la Tierra. Escriban que les cederemos lotes de un millón de toneladas a un precio razonable. Escriban que dentro de diez años, calculamos poder vender lotes de dos kilómetros cúbicos. Escriban que la Tierra puede dejar de preocuparse, ya que Marte puede venderles toda el agua que quieran y necesiten.
    El presidente del Comité estaba más allá de lo que se decía; estaba sintiendo que el futuro se le echaba encima. Distinguía vagamente a los reporteros riéndose mientras escribían furiosamente.
    ¡Riéndose!
    Oía las risas transformándose en carcajadas al llegar a la Tierra al ver cómo Marte devolvía tan limpiamente el mensaje a los antidespilfarradores.
    Podía oír las carcajadas atronando desde todos los continentes al circular la noticia del fiasco. Y podía ver el abismo, profundo y negro como el espacio, en el que se hundirían para siempre las esperanzas políticas de John Hilder y de todos los que en la Tierra se oponían a los vuelos espaciales, incluyendo los suyos, naturalmente.
    En la habitación vecina, Dora Swenson gritó de alegría y Peter, que había crecido tres centímetros, daba saltos diciendo:
    —¡Papá! ¡Papá!
    Richard Swenson acababa de saltar junto a una de las ruedas del extremo, con el rostro claramente visible a través de la silicona del casco, y se dirigía hacia la cúpula.
    —¿Habéis visto alguna vez a un hombre con aspecto más feliz? —preguntó Ted Long—, quizás haya algo bueno en eso del matrimonio.
    —Lo que pasa es que has estado en el espacio demasiado tiempo —dijo Rioz.
    ¡Éste era el día! ¡El día de las elecciones!

    El dedo del mono
    —Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí —dijo Marmie Tallinn con dieciséis inflexiones y en dieciséis tonos distintos, mientras la manzana de Adán de su largo cuello subía y bajaba convulsivamente. Era un escritor de ciencia ficción.
    —No —replicó Lemuel Hoskins, con una mirada pétrea a través de las gafas con montura de acero. Era un editor de ciencia ficción.
    —Entonces usted no quiere aceptar una prueba científica. No quiere escucharme. No quiere que dé mi voto, ¿no? —Marmie se levantó sobre las puntas de los pies. Volvió a bajar, repitió el movimiento varias veces e inspiró profundamente. Tenía el negro cabello apelotonado en mechones formados bajo la presión de los dedos.
    —Uno contra dieciséis —respondió Hoskins.
    —Oiga —dijo Marmie—, ¿por qué ha de estar siempre en lo cierto? ¿Y por qué he de estar yo siempre equivocado?
    —Mire la realidad cara a cara, Marmie. A cada uno se le juzga desde dentro de su propio campo. Si la difusión de la revista descendiese, yo sería un fracasado. Me cogerían de la oreja y me echarían a la calle. El presidente de Space Publishers no haría preguntas, créame. Se limitaría a examinar las cifras. Pero la tirada de la revista no disminuye, sino que aumenta. Lo cual me eleva a la categoría de buen editor. En cuanto a usted... cuando los editores aceptan sus trabajos, es un talento. Cuando se los rechazan, es un patán. Por el momento, es un patán.
    —Ya sabe, hay otros editores. Usted no es el único. —Marmie levantaba las manos, con los dedos separados—. ¿Sabe contar? He ahí el número de revistas de ciencia ficción del mercado que aceptarían muy gustosas una narración de Tallinn, sin leerla siquiera.
    —Gesundheit —exclamó Hoskins. (En alemán, significa salud.)
    —Oiga —la voz de Marmie se dulcificó—, usted quería dos cambios, ¿no es cierto? Quería una escena para introducir la batalla en el espacio. Bueno, pues se lo concedí. Está aquí, precisamente. —Y blandió el original bajo la nariz de Hoskins, el cual se apartó como si aquello oliera mal.
    —Pero, además, quería —prosiguió Marmie— que interrumpiera la escena en el casco de la nave espacial para dirigir una mirada retrospectiva al interior. Esto no se lo puedo conceder. Si procediera a este cambio, arruinaría el final, que, tal como está ahora, tiene sentimiento, y profundidad, y emoción.
    El editor Hoskins se arrellanó en el sillón y apeló a su secretaria, quien había estado todo el rato escribiendo a máquina calladamente. La secretaria estaba habituada a tales escenas.
    —¿Lo ha oído, señorita Kane? Él habla de sentimiento, profundidad y emoción. ¿Qué sabe un escritor de semejantes cosas? Oiga, introduciendo la mirada retrospectiva, aumenta la intriga; da más solidez al argumento; lo hace más válido.
    —¿Cómo lo hago más válido? —gritó Marmie, dolorido—. ¿Quiere decir que hacer que un puñado de hombres encerrados en una nave espacial se pongan a discutir de política y sociología mientras corren grave riesgo de saltar en pedazos da mayor verosimilitud al argumento? ¡Oh, Dios mío!
    —No puede hacer otra cosa. Si espera a que haya pasado el momento supremo para ponerse a hablar luego de política y sociología, el lector cerrará el libro y se irá a la cama.
    —Estoy tratando de demostrarle que se equivoca y que puedo probarlo. ¿Para qué perder el tiempo discutiendo, si he dispuesto un experimento científico...?
    —¿Qué experimento científico? —Hoskins apeló de nuevo a su secretaria—. ¿Qué le parece, señorita Kane? Cree ser uno de sus propios personajes.
    —Se da el caso de que conozco a un científico.
    —¿A quién?
    —Al doctor Arndt Torgesson, profesor de psicodinámica en Columbia.
    —No le había oído nombrar jamás.
    —Lo cual significa mucho, supongo —replicó Marmie con desprecio—. Usted no le ha oído nombrar. Usted no había oído nombrar jamás a Einstein hasta que los que escriben en su revista empezaron a nombrarle en los cuentos.
    —Muy humorístico. Todo un chiste. ¿Qué hay de ese Torgesson?
    —Ha elaborado un sistema para determinar científicamente el valor de un escrito. Es un trabajo tremendo. Es..., es...
    —¿Y es secreto?
    —Claro que lo guarda en secreto. No es profesor de ciencia ficción. En ciencia ficción, cuando a uno se le ocurre una teoría, la comunica a los periódicos inmediatamente. En la vida real, no se hace así. A veces un científico se pasa años y años experimentando antes de imprimir sus teorías. Publicar algo es una cosa muy seria.
    —Entonces, ¿cómo es que está enterado usted? Es una pregunta, nada más.
    —Se da el caso de que el doctor Torgesson es un admirador mío. Se da el caso de que mis cuentos le gustan. Se da el caso de que me considera el mejor escritor de fantasías que hay en el mercado.
    —¿Y le enseña sus trabajos?
    —En efecto. Yo ya daba por descontado que usted se mostraría tozudo respecto a este cuento inverosímil y le he pedido que realizara un experimento ante nuestros propios ojos. Me ha dicho que lo hará, a condición de que no lo divulguemos. Dijo que sería un experimento interesante. Dijo que...
    —¿Qué puede haber de gran secreto en eso?
    —Pues... —Marmie titubeaba—. Oiga, suponga que le dijera que tiene un mono capaz de escribir Hamlet a máquina, sacándoselo de la cabeza.
    Hoskins miró alarmado a Marmie.
    —¿Qué está tramando? ¿Una broma pesada? —Y Otra vez recurrió a la señorita Kane—. Cuando un escritor se ha dedicado a la ciencia ficción diez años seguidos, no es de fiar, si uno no tiene cerca la jaula especial donde encerrarle.
    La señorita Kane siguió tecleando, siempre a la misma velocidad. Marmie insistió:
    —Ya me ha oído; un mono corriente, con un aspecto más divertido aún que el del tipo normal de director de revista. Le pedí audiencia para esta tarde. ¿Vendrá usted conmigo, o no?
    —Por supuesto que no. ¿Cree que abandonaría una pila de originales que me llega hasta aquí —y se señaló la laringe moviendo la mano de canto como para cortársela—, por sus estúpidas bromas? ¿Se figura que voy a servirle de comparsa?
    —Si esto tiene siquiera una apariencia de broma, Hoskins, le pago una comida en el restaurante que usted elija. La señorita Kane es testigo.
    Hoskins se arrellanó en el sillón.
    —¿Me paga una comida? ¿Usted, Marmaduke Tallinn, la lombriz solitaria más conocida de Nueva York, que siempre come a crédito, se hará cargo de la cuenta?
    Marmie hizo una mueca; no por la referencia a la facilidad con que se descuidaba de pedir la cuenta de una comida, sino al oír pronunciar su primer nombre todo entero, con aquellas tres sílabas horribles... Pero dijo:
    —Lo repito. Una comida a mi costa, donde usted quiera y pidiendo lo que le venga en gana. Chuletas, setas, pechugas de gallina de Guinea, caimán marciano... en fin, todo.
    Hoskins se puso en pie y cogió el sombrero de encima del archivador.
    —Por la posibilidad de verle desplegar unos cuantos billetes antiguos, de esos grandes —dijo—, que guarda en el talón con falso fondo del zapato izquierdo desde 1928, sería capaz de ir hasta Boston andando...
    El doctor Torgesson se sintió muy honrado. Estrechó calurosamente la mano de Hoskins y dijo:
    —Leo Space Yarns desde que llegué a este país, señor Hoskins. Es una revista excelente. Y me encantan muy especialmente las narraciones del señor Tallinn.
    —¿Lo oye? —dijo Marmie.
    —Lo oigo. Marmie dice que usted posee un mono dotado de talento, profesor.
    —Sí —admitió Torgesson—, pero, por supuesto, esto ha de quedar entre nosotros. Todavía no estoy en situación de publicar nada, y una divulgación prematura podría significar mi ruina profesional.
    —Queda estrictamente en el secreto del sumario editorial, profesor.
    —Bien, bien. Siéntense, caballeros, siéntense. —Y se puso a ir y venir por delante de ellos—. ¿Qué le has dicho al señor Hoskins de mis trabajos, Marmie?
    —Ni una palabra, profesor.
    —Bueno, señor Hoskins, dada su condición de director de una revista de ciencia ficción, no es necesario que le pregunte si sabe algo de cibernética.
    Hoskins permitió que una mirada de inteligencia concentrada se filtrara más allá de los aros de acero de sus gafas.
    —Ah, sí —dijo—. Máquinas computadoras... M.I.T. «Norbert Weiner»...
    Y murmuró unas cuantas marcas más.
    —Sí, sí. —Torgesson deambulaba más aprisa—. Entonces debe de saber que, siguiendo los principios de la cibernética, se han construido computadoras que juegan al ajedrez. En sus circuitos se han introducido las reglas del juego y la meta perseguida. Dada una posición cualquiera en el tablero, la máquina puede computar todos los movimientos posibles, junto con las consecuencias que acarrearían, y luego elegir el que ofrezca más posibilidades de ganar la partida. Hasta se puede lograr que tome en cuenta el temperamento del adversario.
    —¡Ah, sí! —exclamó Hoskins, acariciándose profusamente el mentón.
    —Ahora imaginen una situación similar —continuó Torgesson— en la que a una máquina computadora se le pueda dar un fragmento de una obra literaria a la que seguidamente la máquina pueda añadir palabras de su completa reserva de vocabulario, de manera que queden satisfechos los más altos valores literarios. Naturalmente, a la computadora habría que enseñarle el significado de las diversas teclas de una máquina de escribir. Por supuesto, una computadora así habría de ser muchísimo más complicada que la de jugar al ajedrez.
    Hoskins se revolvía inquieto.
    —El mono, profesor. Marmie habló de un mono.
    —Sí, a eso quiero ir a parar —dijo Torgesson—. Naturalmente, no se ha construido ninguna máquina bastante compleja. Ah, pero... el cerebro humano.. El cerebro humano es por sí mismo una máquina computadora. Por supuesto, no podría utilizar un cerebro humano. Por desgracia, la justicia no me lo permitiría. Pero hasta un cerebro de mono, arreglado convenientemente, puede hacer más que ninguna máquina que el hombre haya construido en todos los tiempos. ¡Esperen! Voy a buscar al pequeño Rollo.
    El sabio salió de la habitación. Hoskins esperó un momento; luego miró recelosamente a Marmie, y dijo:
    —¡Oh, vaya!
    —¿Qué pasa? —preguntó Marmie.
    —¿Qué pasa? Que ese hombre es un embaucador. Dígame, Marmie, ¿dónde contrató a ese marrullero?
    Marmie se sentía ofendido.
    —¿Marrullero? Esta es la auténtica oficina del profesor, en Fayerweather Hall, de la Columbia. Confío que habrá reconocido Columbia. Ha visto la estatua del Alma Mater en la Calle 116. Yo mismo le he señalado la oficina de Eisenhower.
    —Sin duda, pero...
    —Y ésta es la oficina del doctor Torgesson. Mire el polvo. —Sopló sobre un libro de texto y levantó nubes enteras—. El polvo, por sí solo, le demostraría que es una oficina de sabio auténtica. Y fíjese en el título de este libro: Psicodinámica de la conducta humana, por el profesor Arndt Rolf Torgesson.
    —Concedido, Marmie, concedido. Existe un Torgesson y ésta es su oficina. El cómo supiera usted que el verdadero Torgesson estaba de vacaciones y cómo se las haya compuesto para poder utilizar su oficina, es un misterio para mí. Pero ¿intenta usted hacerme creer que ese bufón con monos y computadoras es el personaje auténtico? ¡Ah!
    —Con un carácter receloso como el de usted, sólo puedo presumir que tuvo una infancia desdichada, que se veía rechazado por todos.
    —No, me viene del trato con escritores, Marmie. Ya tengo elegido el restaurante, y le advierto que la broma le costará sus buenos centavos.
    Marmie lanzó un bufido:
    —La broma no me costará ni el peor centavo que usted me haya pagado jamás. Silencio, el profesor vuelve.
    Con el profesor, agarrado a su cuello, venía un mono cébido de aire muy melancólico.
    —Este —dijo Torgesson— es el pequeño Rollo. Saluda, Rollo.
    El mono se llevó la mano al copete.
    —Está cansado, me temo —añadió el profesor—. Bien, aquí tengo un fragmento escrito por él.
    Dejó al mono en el suelo, permitiéndole que se le agarrase al dedo Índice mientras él sacaba dos hojas de papel del bolsillo de la chaqueta y las entregaba a Hoskins. Este leyó:
    —«Ser o no ser; ésa es la cuestión. Si es más noble, espiritualmente, sufrir las pedradas y las flechas de la mala fortuna, o tomar las armas contra una hueste de conflictos, y ponerles fin, enfrentándose con ellos. Morir: dormir; no más: y por dormir decir que nosotros...» —Aquí levantó la vista y preguntó—: ¿El pequeño Rollo escribió esto?
    —No así exactamente. Eso es una copia de lo que escribió él.
    —¡Ah, una copia! Bien, el pequeño Rollo no conoce bien a Shakespeare. Dice en realidad: «Tomar las armas contra un mar de conflictos.»
    Torgesson hizo un signo afirmativo.
    —Está en lo cierto, señor Hoskins. En efecto, Shakespeare escribió «mar». Pero usted puede ver que eso es una metáfora mixta. No se combate al mar con armas. Se combate a una hueste, o a un ejército. Rollo eligió la palabra precisa y escribió «hueste». Es una de las poquísimas equivocaciones cometidas por Shakespeare.
    —Veamos cómo escribe a máquina —dijo Hoskins.
    —Por supuesto. —El profesor hizo rodar una mesita que sostenía una máquina de escribir, de la que salía un hilo conductor—. Es necesario utilizar una máquina eléctrica —explicó—. De otro modo el esfuerzo físico sería excesivo. También es necesario conectar al monitor con este transformador.
    Así lo hizo, utilizando dos electrodos que sobresalían unos tres milímetros del pelaje del cráneo de la bestezuela.
    —Rollo —dijo— fue sometido a una delicadísima operación cerebral en la que conectaron un haz de hilos conductores con varias regiones de su cerebro. Así podemos reducir sus actividades voluntarias y utilizar estrictamente su cerebro como una computadora. Me temo que los detalles resultarían...
    —Veamos cómo escribe a máquina —insistió Hoskins.
    —¿Qué le gustaría que escribiese? —preguntó Torgesson.
    Hoskins meditaba aceleradamente.
    —¿Conoce el Lepanto de Chesterton?
    —No sabe nada de memoria. Escribe actuando como una computadora. Bien, recítele usted un fragmento de la obra para que él pueda apreciar el estilo y computar las secuencias de las primeras palabras.
    Hoskins hizo un gesto de asentimiento, hinchó el pecho y tronó:
    —«Blancas fuentes que manan en los patios del sol, y el Sultán de Bizancio sonríe mientras corre el agua. Hay risa como en las fuentes en aquella faz temida de todos los hombres; una risa que agita las tinieblas del bosque, la negrura de su barba; que riza la media luna color sangre, y la media luna de sus labios; pues el más recóndito mar del mundo es agitado por sus barcos...”
    —Es suficiente —dijo Torgesson.
    Hubo un silencio mientras esperaban. El mono miraba la máquina de escribir con expresión solemne. Torgesson dijo:
    —El proceso exige tiempo, naturalmente. El pequeño Rollo ha de tomar en cuenta el romanticismo del poema, su sabor ligeramente arcaico, el poderoso ritmo cantarín, etc., etc.
    Y entonces un dedito negro avanzó y tocó una tecla. Era una e.
    —No pone mayúsculas, ni signos de puntuación —dijo el científico— y tampoco te puedes fiar mucho de su espaciado. Por eso suelo rescribir su trabajo, cuando ha terminado.
    El pequeño Rollo tocó la l por dos veces consecutivas, luego una o y una s. Luego, después de una pausa prolongada, tocó el espaciador.
    —«Ellos» —leyó Hoskins.
    Las palabras fueron surgiendo de manera espontánea: «ellos hanre tado a las repu blicasblan cas dearriba delos cabos dei talia ellos sean lanzado porel maradriaticoque rodeal leon; y el papaha tendidosus brazos alextran jero angustiadoydes amparado y convocado alos reyes delacris tiandad paraque se reunanjun toala cruz.»
    —¡Dios mío! —exclamó Hoskins.
    —¿Así reza, pues, el fragmento? —preguntó Torgesson.
    —¡Por el amor de Pete! —dijo Hoskins.
    —Si es así, entonces es que Chesterton realizó un trabajo bueno, consistente.
    —¡Santos inocentes! —exclamó Hoskins.
    —Ya ve —dijo Marmie, dando masaje al hombro de Hoskins—, ya ve, ya ve, ya ve. Ya ve —añadió por fin.
    —¡Que me cuelguen! —dijo Hoskins.
    —Ahora escuche —continuó Marmie, frotándose el cabello hasta que se levantó a mechones como el penacho de una cacatúa—, vayamos a lo que importa. Comprobemos mi cuento.
    —Bueno, pero...
    —No quedará fuera de la capacidad de Rollo —le aseguró Torgesson—. Muy a menudo le leo trozos de las mejores narraciones de ciencia ficción, incluidos muchos cuentos de Marmie. Sorprende ver cómo mejoran algunos
    —No es eso —respondió Hoskins—. Cualquier mono escribiría una ciencia ficción bastante mejor que algunos colaboradores que he tenido. Pero el cuento de Tallinn tiene una extensión de trece mil palabras. El mono tardará una eternidad en escribirlo.
    —De ningún modo, señor Hoskins, de ningún modo. Yo le leeré el cuento, y en el punto crucial le dejaremos que continúe él.
    Hoskins cruzó los brazos.
    —Entonces, dispare. Estoy dispuesto.
    —Yo —dijo Marmie— estoy más que dispuesto.
    Y cruzó los brazos a su vez.
    El pobre Rollo permanecía sentado, allí, peludo fardito de desdicha cataléptica, mientras la suave voz del doctor Torgesson subía y bajaba al compás de una batalla de naves espaciales, con las subsiguientes luchas de los terrestres cautivos por recobrar la nave perdida.
    Uno de los personajes salía del casco de la nave espacial, y el doctor Torgesson seguía los extravagantes acontecimientos con suave arrobo, leía:
    —«.. .Stalny se quedó helado en el silencio de las estrellas eternas. El dolor de la rodilla le desgarraba la conciencia mientras esperaba que los monstruos oyeran el choque sordo y...»
    Marmie tiraba desesperadamente de la manga del doctor Torgesson. Este levantó la vista y desconectó al pequeño Rollo.
    —Eso es —dijo Marmie—. Mire usted, profesor, es aquí, poco más o menos, donde Hoskins mete sus deditos viscosos en la masa. Yo continúo la escena fuera de la nave espacial hasta que Stalny triunfa y la nave vuelve a manos de los terrestres. Luego entro en explicaciones. Hoskins quiere que interrumpa esa escena exterior, me meta dentro de nuevo, detenga la acción por espacio de dos mil palabras, y luego vuelva a salir. ¿Ha oído jamás una porquería semejante?
    —¿Y si dejáramos que decidiese el mono? —propuso Hoskins.
    El doctor Torgesson conectó nuevamente al animalito, y un dedito negro y encogido se acercó vacilante a la máquina de escribir. Hoskins y Marmie se inclinaron simultáneamente, juntando dulcemente las cabezas casi encima mismo del caviloso cuerpo de Rollo. La máquina marcó la letra e.
    —E —alentó Marmie, con un signo afirmativo.
    —E —convino Hoskins.
    La máquina de escribir marcó una n, y luego siguió a un compás más rápido: «en medio de la acción stalny aguardaba con desam paradoho rror que las esco tillassea briesen yper mitiesen que laroos emergiera implacable...>
    —Al pie de la letra —decía Marmie arrobado.
    —En verdad que tiene su estilo dulzón.
    —A los lectores les gusta.
    —No les gustaría si no tuvieran la edad mental de... —Hoskins se interrumpió.
    —Siga —encareció Marmie—, dígalo. Dígalo. Diga que tienen el coeficiente intelectual de un niño de doce años, y yo citaré sus palabras en todas las revistas de la nación.
    —Caballeros —intervino Torgesson—, caballeros. Trastornarán al pequeño Rollo.
    Los tres fijaron nuevamente la atención en la máquina, que seguía tecleando rápidamente: «...las estrellas girabanen sus poderosas órbitas mientras lossenti dos vueltosha ciala tierra de stalny seempe ñabanen quela giratoria nave se quedara quieta.»
    El carro de la máquina retrocedió para empezar otra línea. Marmie contenía la respiración. Si había de tener el susto en alguna parte, lo tendría aquí...
    Y el dedito del mono se movió y marcó. Roskins bramó:
    —¡Un asterisco!
    Marmie murmuró:
    —Un asterisco...
    Torgesson preguntó:
    —¿Un asterisco?
    Y a continuación vino toda una línea de asteriscos.
    —Asunto resuelto, amigo —dijo Hoskins. Y le explicó rápidamente a Torgesson, que abría unos ojos pasmados—. Marmie suele utilizar una línea de asteriscos cuando quiere indicar un cambio de escena radical. Y eso, un cambio radical de escena es lo que yo quería.
    La máquina de escribir atacaba un nuevo párrafo:
    «dentro dela nave...»
    —Apague, profesor —pidió Marmie.
    Hoskins se frotaba las manos.
    —¿Cuándo tendré la revisión, Marmie?
    —¿Qué revisión? —preguntó fríamente el aludido.
    —Ya ha visto la versión del mono.
    —Claro. Yo le he traído aquí para que viera lo que acaba de ver, precisamente. Que el pequeño Rollo es una máquina; una máquina fría, brutal, lógica.
    —¿Y qué?
    —Y un buen escritor no es una máquina. Él no escribe con la cabeza, sino con el corazón. El corazón —repitió Marmie golpeándose el pecho.
    Hoskins gimió:
    —¿Qué está haciendo conmigo ahora, Marmie? Si me suelta el rollo ese del escritor «que pone el corazón y el alma» me veré obligado a vomitar aquí mismo, en seguida. Dejemos que el asunto descanse sobre la base de «yo escribiría cualquier cosa que se presentase, por dinero».
    —Escúcheme un minuto nada más —insistió Marmie—. El pequeño Rollo corrigió a Shakespeare. Lo ha hecho notar usted mismo. El pequeño Rollo quería que Shakespeare escribiera «una hueste de conflictos», y desde su punto de vista de máquina, tenía razón. Una «mar de conflictos», dadas las circunstancias, es una metáfora mixta. Pero ¿no cree usted que Shakespeare también lo sabía? Y es que, sencillamente, Shakespeare sabía cuándo hay que faltar a las normas; ni más ni menos. El monito Rollo es una máquina que no puede faltar a las normas; un buen escritor sí puede, y debe. «Mar de conflictos» es más expresivo, tiene sonoridad y fuerza. Al diablo con la metáfora mixta.
    »Pues bien, cuando usted me dice que cambie de escena, sigue las reglas mecánicas de sostener la intriga; y, por consiguiente, el pequeño Rollo está de acuerdo con usted. En cambio yo sé que debo romper las normas para mantener el profundo impacto emocional del final del cuento, tal como yo lo veo. De lo contrario, realizaría un producto mecánico que una computadora podría fabricar.
    Hoskins objetó:
    —Pero...
    —Adelante —le incitó Marmie—, vote a favor de lo mecánico. Diga que el pequeño Rollo es tan buen director como usted llegaría a ser jamás.
    Hoskins respondió, con un trémolo en la garganta:
    —Está bien, Marmie, me quedaré el cuento tal como está. No, no me lo dé; envíelo por correo. Yo tengo que buscar un bar, si no le importa.
    El hombre se caló el sombrero con fuerza y dio media vuelta para salir. Torgesson le gritó:
    —No hable a nadie de mi monito Rollo, por favor.
    La respuesta vino por el aire, a caballo de un fuerte portazo.
    —¿Cree que estoy loco...?
    Cuando estuvo bien seguro de que Hoskins se había marchado, Marmie se frotó las manos extasiado.
    —El cerebro, eso es lo que ha triunfado —dijo, hundiéndose el pulgar en la sien tan profundamente como pudo—. Esta venta la he gozado de veras. Esta venta, profesor, vale por todas las demás que haya conseguido en mi vida. Por todas las demás juntas. —Y se dejó caer gozosamente en la silla más cercana.
    Torgesson se subió al pequeño Rollo al hombro, diciendo mansamente:
    —Pero, Marmaduke, ¿qué habría hecho si el pequeño Rollo hubiese escrito la versión de usted y no ésa?
    Una expresión de enojo cruzó la faz de Marmie.
    —Pues, ¡maldita sea! —exclamó—, eso es precisamente lo que yo pensaba que ocurriría.

    Las campanas cantarinas
    Louis Peyton no discutía jamás en público los métodos con los cuales había burlado a la policía de la Tierra en una docena de duelos de ingenio y alarde, con la amenaza de la psicoprueba siempre aguardando, pero siempre frustrada. Desde luego habría sido una tontería, pero en sus momentos de mayor satisfacción, le venían ganas de dejar un testamento para abrir después de su muerte, en el que se viera bien claro que sus continuos éxitos se debían a su habilidad y no a la suerte.
    En ese testamento diría: «No se puede trazar un plan para encubrir un crimen sin que aparezca en él huella de su creador. Así que es preferible buscar en los acontecimientos algún plan ya existente y ajustar entonces a él tus propias acciones».
    Con ese principio en la cabeza fue como Peyton planeó el asesinato de Albert Cornwell.
    Cornwell, un tipo que negociaba con cosas robadas, se acercó a Peyton, el cual se hallaba en su acostumbrada mesa individual del Grinnell. Tenía un brillo especial el traje azul de Cornwell, una mueca especial su arrugado rostro, y estaban especialmente erizados los pelos de su bigote ordinariamente lacio.
    —Señor Peyton —dijo saludando a su futuro asesino sin el menor presentimiento—, cuánto me alegro de verle. Casi había perdido las esperanzas, señor; casi las había perdido.
    Peyton, a quien le molestaba que le interrumpieran mientras leía el periódico y tomaba el postre en el Grinnell, dijo:
    —Si tiene algún asunto que tratar conmigo, Cornwell, sabe dónde puede encontrarme.
    Peyton pasaba de los cuarenta, y su pelo había dejado atrás su original negrura, pero su espalda se mantenía tiesa, conservaba su aspecto joven, tenia los ojos oscuros y una voz de lo más cortante debido a su larga experiencia.
    —Es que esto es muy especial, señor Peyton —dijo Cornwell—. Muy especial. Se trata de un escondrijo, señor; un escondrijo de... ya sabe, señor.
    Y movió el dedo índice de su mano derecha como si fuera un badajo que golpeara algo invisible, y con la izquierda ahuecó momentáneamente el oído.
    Peyton volvió una hoja del periódico, algo húmedo todavía del tele-distribuidor, lo dobló y preguntó:
    —¿Campanas armoniosas?
    —¡Chist, señor! —susurró Cornwell alarmado.
    —Venga conmigo —dijo Peyton.
    Atravesaron el parque. Otro principio de Peyton era que, para confidencias, no había nada como una conversación en voz baja al aire libre.
    —Un escondrijo de Campanas Armoniosas; un escondrijo repleto de Campanas. Toscas, pero hermosas, señor Peyton —susurró Cornwell.
    —¿Las ha visto?
    —No, señor, pero he hablado con uno que sí las ha visto. Me dio suficientes pruebas para convencerme. Allí hay de sobra para que usted y yo podamos retirarnos en la opulencia. En la más completa opulencia, señor.
    —¿Quién era ese otro hombre?
    Una expresión de astucia cruzó el semblante de Cornwell como el humo de una antorcha, y más que animarlo lo ensombreció, confiriéndole una repulsiva untuosidad.
    —El hombre era un excavador lunar que tenía un método para localizar Campanas en las laderas de los cráteres. No conozco su método; nunca me lo llegó a decir. Pero ha recogido docenas de Campanas, las ha ocultado en la Luna y ha venido a la Tierra para ver la manera de darles salida.
    —Ha muerto, ¿no?
    —Sí. Fue un accidente de lo más horrible, señor Peyton. Se despeñó. Fue una verdadera pena. Por supuesto, sus actividades en la Luna eran totalmente ilegales. El Dominio es muy severo con eso de la extracción no autorizada de Campanas. Así que tal vez haya sido un castigo, después de todo... En cualquier caso, yo tengo su mapa.
    —No me interesan los detalles de su pequeño negocio. Lo que quiero es saber por qué ha acudido a mí —dijo Peyton con una expresión de tranquila indiferencia en el rostro.
    —Bueno, hay bastantes para los dos, señor Peyton, y los dos podemos ayudarnos. Por mi parte, sé dónde se encuentra el escondrijo y puedo conseguir una nave espacial. Usted...
    —¿Sí?
    —Usted puede pilotar la nave y tiene excelentes relaciones para dar salida a las Campanas. Es una división muy justa del trabajo, señor Peyton. ¿No le parece?
    Peyton consideró su norma de vida -norma que ya existía- y el asunto parecía encajar.
    —Saldremos para la Luna el 10 de agosto —dijo.
    —¡Señor Peyton! Si todavía estamos en abril —exclamó Cornwell deteniéndose en su paseo.
    Peyton siguió caminando con paso invariable y Cornwell tuvo que correr para alcanzarle.
    —¿Me oye usted, señor Peyton?
    —El 10 de agosto. Yo me pondré en contacto con usted a su debido tiempo y le diré adónde ha de llevar su nave. No intente verse conmigo personalmente hasta entonces. Adiós, Cornwell.
    —¿Mitad y mitad? —preguntó Cornwell.
    —De acuerdo —contestó Peyton—. Adiós.
    Peyton prosiguió solo su paseo y consideró una vez más su plan de vida. A la edad de veintisiete años había comprado un trozo de terreno en las Rocosas, en el que algún antiguo propietario había construido una casa destinada a servir de refugio contra la amenaza de las guerras atómicas de dos siglos atrás, aunque en definitiva nunca llegaran a estallar. La casa había quedado, sin embargo, como el testimonio de un aterrado esfuerzo por autoabastecerse.
    Era de acero y hormigón y estaba situada en el más apartado lugar que podía encontrarse en la Tierra, muy por encima del nivel del mar y protegida por todas partes con las crestas aún más elevadas de las montañas. Tenía su grupo electrógeno, su aprovisionamiento de agua de los arroyos de las montañas, sus cámaras frigoríficas en donde cabían perfectamente diez mitades de buey, su bodega equipada como una fortaleza y un arsenal de armas dispuestas para detener las hordas hambrientas y aterrorizadas que nunca vinieron. Y tenía su acondicionador que podía filtrar el aire una y otra vez hasta limpiarlo de todo, excepto (¡ah, la fragilidad humana!) de radiactividad.
    En aquella casa de supervivencia, Peyton pasaba el mes de agosto de cada año de su vida de soltero impenitente. Desconectaba los comunicadores, la televisión y el tele-distribuidor de periódicos. Instalaba una barrera de campo de fuerza alrededor de su propiedad y conectaba un mecanismo que advertía si alguien se aproximaba a la casa, en el punto donde la barrera cruzaba el único camino que serpeaba a través de las montañas.
    Durante un mes al año, podía estar completamente solo. Nadie le veía, nadie podía llegar hasta él. En completa soledad, podía gozar de las únicas vacaciones que tanto estimaba después de once meses de convivir con una humanidad por la que no sentía más que un frío desprecio.
    Incluso la policía -aquí Peyton sonrió- conocía su riguroso respeto por el mes de agosto. Una vez había renunciado a la fianza y se había sometido a la psicoprueba antes que renunciar a su mes de agosto.
    A Peyton se le ocurrió otro aforismo que podía incluir también en su testamento: «No hay nada que dé tanta impresión de inocencia como una triunfante falta de coartada.»
    El 30 de julio, como el 30 de julio de todos los años, Louis Peyton tomó en Nueva York el estrato-reactor de no-gravedad de las 9,15 y llegó a Denver a las 12,30. Allí almorzó y tomó el autobús semi-gravedad de las 1:45 hasta Hump's Point, desde donde Sam Leibman le subió en su viejo coche terrestre -¡de gravedad completa!- hasta los linderos de su propiedad. Sam Leibman aceptó muy serio la propina de diez dólares que siempre le daba y se tocó el sombrero como venía haciendo cada 30 de julio desde hacía quince años.
    El 31 de julio, como todos los treinta y uno de julio, Louis Peyton volvió a Hump's Point en su aerodeslizador de no-gravedad y encargó en el almacén general de Hump's Point las provisiones necesarias para pasar el mes. No tenía nada de particular aquel encargo. Prácticamente no era más que una repetición de otros muchos encargos anteriores.
    MacIntyre, el encargado del almacén, repasó gravemente la lista, la transmitió al Almacén Central del Mountain District de Denver, y al cabo de una hora llegó el pedido mediante el rayo transportador de las masas. Peyton cargó las provisiones en su aerodeslizador con la ayuda de MacIntyre, dejó su habitual propina de diez dólares y regresó a casa.
    El 1 de agosto, a las 12,01 de la noche, puso al máximo el campo de fuerza que cercaba su propiedad, y Peyton quedó aislado.
    Y entonces cambió de plan. Deliberadamente se tomó ocho días de tiempo. Entretanto, fue destruyendo lenta y meticulosamente las provisiones que había adquirido para el mes de agosto. Empleó las cámaras pulverizadoras que servían para deshacerse de la basura de la casa. Eran unas cámaras de modelo avanzado, capaces de reducir todas las materias, hasta los metales y los silicatos, a un polvillo molecular impalpable y casi invisible. El exceso de energía que produjo el proceso fue arrastrado por el riachuelo de la montaña que atravesaba su propiedad. Durante una semana, el agua estuvo corriendo unos cinco grados más caliente de lo normal.
    El 9 de agosto, su aerodeslizador le llevó a un lugar de Wyoming, donde le aguardaban Cornwell y una nave espacial. La nave en sí representaba una cuestión delicada, por supuesto, ya que había unos hombres que la habían vendido, unos hombres que la habían transportado y habían ayudado a prepararla para el vuelo. Sin embargo, todos esos hombres no podían conducir más que a Cornwell; y Cornwell, pensó Peyton con un asomo de sonrisa en sus labios fríos, sería un punto muerto.
    El 10 de agosto, la nave espacial, con Peyton a los mandos y Cornwell -con su mapa- como pasajero, abandonó la superficie de la Tierra. Su campo de no-gravedad era excelente. A pleno rendimiento, el peso de la nave quedaba reducido a menos de una onza. Las micropilas suministraban energía silenciosa y eficientemente; y sin llamas ni ruidos, la nave traspasó la atmósfera, se convirtió en un puntito, y desapareció.
    Era muy poco probable que el vuelo tuviera testigos, o que en estos tiempos de paz idílica y sosegada hubiese un radar vigilando como en los días de antaño. A decir verdad, no había ninguno.
    Dos días en el espacio; después, dos semanas en la Luna. Casi instintivamente, Peyton había contado con esas dos semanas desde un principio. No se hacía ilusiones respecto al valor de los mapas caseros, trazados por manos inexpertas. Podían servirle al que los había hecho, que contaba con la ayuda de la memoria. Para un extraño, podían no ser más que un criptograma.
    Cornwell le enseñó a Peyton el mapa por primera vez sólo después de haber despegado.
    —Al fin y cabo, señor, éste es mi único triunfo —dijo sonriendo obsequiosamente.
    —¿Lo ha confrontado con los mapas lunares?
    —Me sería muy difícil hacerlo, señor Peyton. Confío en usted.
    Peyton le miró fríamente al devolverle el mapa. Lo único cierto que tenía anotado era el Cráter Tycho, donde se hallaba situada la subterránea Ciudad Lunar.
    En cierto modo, al menos, tenían la astronomía de parte de ellos. Tycho estaba en la parte iluminada de la Luna en ese momento. Lo cual significaba que era poco probable tropezarse con las naves de patrulla, y menos aún que fueran vistos.
    Peyton hizo descender la nave mediante un aterrizaje de no-gravedad, con arriesgada rapidez, en la oscuridad protectora y fría de la sombra interna del cráter. El sol había rebasado ya su cenit y la sombra no disminuiría. Cornwell puso cara larga.
    —¡Por Dios, por Dios, señor Peyton! No podemos ponernos a explorar a plena luz solar.
    —El día lunar no dura eternamente —dijo Peyton con presteza—. Quedan unas cien horas de sol. Podemos emplear ese tiempo para aclimatarnos y estudiar el mapa.
    La respuesta fue rápida, pero en plural. Peyton estudió las cartas lunares una y otra vez, tomando meticulosas medidas y tratando de encontrar la serie de cráteres consignados en aquel galimatías casero que era la clave de... ¿de qué?
    —El cráter que buscamos puede ser cualquiera de estos tres: el GC-3, el GC-5 o el MT-10 —dijo Peyton finalmente.
    —¿Qué vamos a hacer, señor Peyton? —preguntó Cornwell con ansiedad.
    —Los exploraremos todos —dijo Peyton—, empezando por el más cercano.
    Pasó el límite de la fase iluminada y se encontraron en la oscuridad de la noche. Después de eso, fueron saliendo a períodos cada vez más largos a la superficie lunar para acostumbrarse al eterno silencio y negrura, a los toscos puntos de las estrellas y a la raja luminosa que era la Tierra asomando en el borde del cráter, por encima de ellos. Dejaban unas huellas profundas e informes en el polvo reseco que no, se movía ni levantaba polvareda. Peyton se dio cuenta de ello por primera vez cuando salieron del cráter a plena luz de la Tierra gibosa. Eso fue al octavo día de su llegada a la Luna.
    El frío lunar limitaba el tiempo que podían permanecer fuera de la nave en sus salidas. Sin embargo, cada día lograban estar más tiempo. A los once días de llegar, ya tenían descartado el CG-3 como posible depósito de las Campanas Armoniosas.
    A los quince días, el frío espíritu de Peyton ardía de desesperación. Tenía que ser el CG-5. El MT-10 estaba demasiado lejos. No tendrían tiempo para llegar a él, explorarlo y poder volver a la Tierra para el 31 de agosto.
    Sin embargo, en ese mismo decimoquinto día se le disipó definitivamente la desesperación, cuando descubrieron las Campanas.
    No eran bonitas. Eran simples pedruscos de roca gris, del tamaño del doble de un puño, huecas en su interior y ligeras como una pluma bajo la gravedad lunar. Había unas dos docenas y, después de pulirlas convenientemente, podrían venderse por lo menos a cien mil dólares cada una.
    Con todo cuidado, llevaron las Campanas a la nave transportándolas en el hueco de las manos; las metieron en una caja de aserrín y volvieron a por más. Hicieron tres viajes que, de ser en la Tierra, les habrían dejado rendidos de cansancio; pero bajo la insignificante gravedad de la Luna, apenas llegaron a notarlo.
    Cornwell le tendió las últimas Campanas a Peyton, y éste las colocó cuidadosamente junto a la entrada de la escotilla.
    —Quítelas, señor Peyton —dijo; a través del transmisor, su voz sonaba ásperamente en los oídos del otro—. Voy a subir.
    Se agachó para dar el gran salto lento por la gravedad lunar, miró hacia arriba, y se quedó helado de terror. Su rostro, claramente visible a través de la dura lusilita del casco, se heló en una última mueca de terror.
    —¡No, señor Peyton! ¡No!...
    El dedo de Peyton oprimió el gatillo de la pistola espacial que sostenía. Disparó. Se produjo un fucilazo de insoportable resplandor, y Cornwell se convirtió en el residuo inerte de un hombre, tendido entre los restos de un traje espacial salpicado de sangre congelada.
    Peyton se detuvo a contemplar sombríamente al hombre muerto, pero sólo un segundo. Luego trasladó las últimas Campanas a las cajas que tenía preparadas; se quitó el traje, puso primero en funcionamiento el campo de no-gravedad, conectó luego las micropilas y, considerándose en potencia uno o dos millones más rico que dos semanas antes, emprendió el viaje de regreso a la Tierra.
    El 29 de agosto, la nave de Peyton descendía sigilosamente, con la popa baja, en el lugar de Wyoming de donde había partido el 10 de agosto. El cuidado con que Peyton había escogido el lugar no había sido inútil. Su aerodeslizador estaba aún allí, oculto al abrigo de una profunda hendidura del paisaje rocoso y accidentado.
    Cargó otra vez con las Campanas metidas en sus cajas, y las llevó a la más profunda de las grietas, cubriéndolas con una ligera capa de tierra. Volvió de nuevo a la nave para disponer los mandos y hacer los últimos ajustes. Salió de nuevo y, dos minutos después, los controles automáticos se hicieron cargo de la nave.
    Veloz y silenciosa, la nave salió disparada hacia arriba, más y más, virando algo hacia el Oeste por efecto de la rotación de la Tierra. Peyton la siguió con la mirada, haciéndose sombra con la mano sobre sus ojos estrechos, y cuando estaba ya a punto de perderla de vista, se produjo un diminuto resplandor seguido de una nubecilla contra el azul del cielo.
    La boca de Peyton se crispó en una sonrisa. Había calculado bien. Al retirar las barras de cadmio que hacían de tope, las micropilas habían rebasado el nivel de seguridad del suministro de energía, y la nave se había desintegrado por el calor de la explosión que a continuación tuvo lugar.
    Veinte minutos después, se encontraba de nuevo en su propiedad. Se sentía cansado y le dolían los músculos bajo la gravedad de la Tierra. Durmió bien.
    Doce horas más tarde, de madrugada aún, llegó la policía.
    El hombre que abrió la puerta se cruzó de manos sobre su barriga y agachó su sonriente cabeza dos o tres veces a modo de saludo. El que entró, H. Seton Davenport, del Departamento Terrestre de Investigación, miró incómodo en torno suyo.
    La estancia a la que había entrado era espaciosa y estaba sumida en la semioscuridad, salvo el rincón donde brillaba una lámpara de trabajo enfocada sobre una combinación de butaca y escritorio. Las paredes estaban cubiertas de filas de libro-films. Unos, mapas galácticos desplegados ocupaban un ángulo de la habitación, y en otro brillaba levemente una Lente Galáctica sobre un estante.
    —¿Es usted el doctor Wendell Urth? —preguntó Davenport en un tono que parecía dar a entender cierta incredulidad.
    Davenport era un hombre fornido, de pelo negro, nariz fina y prominente, y con una cicatriz estrellada en una mejilla que marcaba para siempre el lugar donde le había golpeado un neurolátigo, desde escasa distancia.
    —Yo soy —contestó el doctor Urth con una débil voz de tenor—. Y usted es el inspector Davenport.
    —En la Universidad me han recomendado que recurriera a usted como extraterrólogo —dijo el inspector al mismo tiempo que presentaba sus credenciales.
    —Eso me ha dicho usted hace media hora por teléfono —dijo Urth cortésmente.
    Sus rasgos eran toscos, tenía una nariz que parecía un higo aplastado y protegía sus ojos saltones con gruesas gafas.
    —Iré derecho al grano, doctor Urth. Supongo que usted habrá visitado la Luna, y...
    El doctor Urth, que había sacado una botella de líquido rojizo y dos vasos, un tanto empañados por el polvo, de detrás de una desordenada pila de libro—films con brusquedad repentina:
    —Nunca he visitado la Luna, inspector. ¡Y no pienso hacerlo jamás! Los viajes espaciales son una locura. No creo en ellos. Siéntese, por favor, siéntese —añadió en tono más suave—. Beba algo.
    El inspector Davenport obedeció y dijo:
    —Pero usted es...
    —Un extraterrólogo. Sí. Me intereso por otros mundos, pero eso no significa que tenga que ir allí. ¡Santo cielo!, tampoco haría falta que fuese viajero en el tiempo para ser historiador, ¿no? —se sentó, y una vez más se dibujó una amplia sonrisa en su rostro redondo, mientras decía—: Ahora cuénteme el objeto de su visita.
    —He venido —dijo el inspector arrugando el ceño— para consultarle sobre un caso de asesinato.
    —¿Asesinato? ¿Qué tengo yo que ver con asesinatos?
    —Este asesinato, doctor Urth, ha ocurrido en la Luna.
    —Asombroso.
    —Más que asombroso. Es un caso sin precedentes, doctor Urth. En los cincuenta años desde que se estableció el Dominio Lunar, ha habido naves que han estallado y trajes espaciales que sufrieron algún escape. Hombres que han muerto achicharrados en la casa que da al Sol, que se han congelado en el lado oscuro, y que se han asfixiado en ambos sectores. Incluso ha habido quien se ha matado por una caída, lo cual, considerando la gravedad lunar, constituye toda una proeza. Pero en todo ese tiempo, ningún hombre había muerto en la Luna a consecuencia del deliberado acto de violencia de otro hombre... hasta ahora.
    —¿Cómo lo han hecho? —preguntó el doctor Urth.
    —Con una pistola espacial. Las autoridades llegaron al lugar del crimen en cuestión de una hora gracias a una afortunada serie de circunstancias. Una nave de patrulla observó un resplandor luminoso sobre la superficie lunar. Ya sabe a qué enorme distancia puede percibirse un resplandor en la cara oscura de la Luna. El piloto dio parte a la Ciudad Lunar y aterrizó. En el momento en que estaba dando la vuelta, jura que pudo divisar, a la luz de la Tierra, lo que parecía una nave en el momento de despegar. Al aterrizar, descubrió un cadáver reventado y huellas.
    —¿Y supone usted que el resplandor luminoso fue debido a la explosión del disparo? —dijo el doctor Urth.
    —Es seguro. El cadáver estaba fresco. Algunas partes interiores del cuerpo no se habían congelado aún. Las huellas pertenecían a dos personas. Después de medirlas cuidadosamente, quedó demostrado que había dos clases de huellas de diámetro algo distinto, lo que indicaba que correspondían a botas espaciales de diferente tamaño. En su mayoría conducían a los cráteres GC-3 y GC-5, un par de...
    —Estoy familiarizado con la clave oficial para denominar los cráteres lunares —dijo el doctor Urth amablemente.
    —Hum. En cualquier caso, en el GC-3 las huellas conducían a una grieta de la pared del cráter en cuyo interior se encontraron fragmentos de piedra pómez. Sometidos a los rayos X, las estructuras de difracción demostraron que se trataba...
    —De Campanas Armoniosas —interrumpió el extraterrólogo con gran excitación—. ¡No me diga que su crimen está relacionado con las Campanas Armoniosas!
    —¿Y qué si lo está? —preguntó Davenport turbado.
    —Yo tengo una. La descubrió una expedición de la Universidad y me la regalaron en agradecimiento por... Pero venga, inspector, se la voy a enseñar.
    El doctor Urth se levantó inmediatamente y cruzó la habitación, haciéndole al otro una seña para que le siguiera. Davenport, molesto, le siguió.
    Entraron en una segunda habitación, más espaciosa que la primera, más oscura y mucho más desordenada. Davenport se quedó mudo de asombro al ver la cantidad tan heterogénea de cosas que se amontonaban allí sin la menor pretensión de orden.
    Apartó un trozo de «vidrio azul» de Marte; luego, una cosa que ciertos románticos tenían por un artefacto de los marcianos, extinguidos hace ya tanto tiempo; un pequeño meteorito, un modelo de una primitiva nave espacial, y una botella sellada sin nada dentro, con una etiqueta garabateada donde ponía: «Atmósfera de Venus.»
    —He convertido toda mi casa en un museo —dijo el doctor Urth alegremente—. Es una de las ventajas que tiene el estar soltero. Por supuesto, no tengo todo esto muy organizado. Algún día, cuando tenga libre una semana o así...
    Durante un momento miró perplejo a su alrededor; luego, acordándose, apartó un gráfico del sistema evolutivo de los invertebrados marinos, que eran las formas de vida más evolucionadas existentes en el planeta Barnard, y dijo:
    —Aquí está. Me temo que está agrietada.
    La Campana colgaba de un alambre delgado, al cual estaba soldada cuidadosamente. Efectivamente, estaba agrietada. Tenía un estrangulamiento por la mitad, lo que le daba el aspecto de dos pequeños globos aplastados y pegados el uno al otro firme aunque imperfectamente.
    A pesar de ello, la habían pulido amorosamente hasta conseguir un brillo apagado de un gris suave, una aterciopelada finura, y estaba marcada por unas ligeras picaduras que los laboratorios, en sus inútiles esfuerzos por producir Campanas artificiales, habían sido incapaces de imitar.
    —He hecho innumerables experimentos, antes de encontrarle un badajo decente. Una Campana agrietada es temperamental. Pero el hueso le va bien. Tengo uno aquí —y levantó algo que parecía una especie de gruesa cucharilla hecha de una sustancia gris blancuzca— que me he fabricado yo de un fémur de buey. Escuche.
    Con sorprendente delicadeza, sus dedos regordetes manejaron la Campana, buscando el punto más adecuado. La ajustó, sujetándola cuidadosamente. Luego dejó que la campana oscilara libremente, bajó el extremo grueso de la cuchara de hueso y golpeó la Campana con suavidad.
    Fue como si un millón de arpas hubieran sonado a una milla de distancia. Aumentó, se debilitó y volvió otra vez. No procedía de ningún punto determinado. Sonaba en el interior de la cabeza, de un modo increíblemente dulce, patético y tembloroso a la vez.
    Se fue extinguiendo lentamente, y los dos hombres permanecieron en silencio durante un minuto.
    —No está mal, ¿eh? —dijo el doctor Urth, y dándole un golpecito con la mano, dejó que la Campana oscilara en el alambre.
    —¡Tenga cuidado! No la rompa —exclamó Davenport inquieto. Era proverbial la fragilidad de una buena Campana Armoniosa.
    —Los geólogos dicen que las Campanas no son más que concreciones de piedra pómez endurecidas por la presión, en cuyo interior queda un vacío donde repiquetean y entrechocan libremente pequeñas partículas rocosas. Eso es lo que ellos dicen. Pero si sólo consiste en eso, ¿por qué no podemos reproducir una? Y eso que ésta, comparada con una Campana perfecta, nos parecería la armónica de un niño —dijo el doctor Urth.
    —Exacto —dijo Davenport—. Y no hay ni una docena de personas en la Tierra que posean una que esté perfecta, y habrá un centenar de instituciones y particulares que comprarían una a cualquier precio, sin importarles su procedencia. Por un surtido de Campanas, bien valdría la pena un asesinato.
    El extraterrólogo se volvió hacia Davenport y se subió las gafas sobre su increíble nariz con su gordezuelo dedo índice.
    —No he olvidado su caso de asesinato. Continúe, por favor.
    —Se puede resumir en una sola frase. Conozco la identidad del criminal.
    Habían vuelto a sentarse en la biblioteca y el doctor Urth cruzó las manos sobre su voluminoso abdomen.
    —¿De veras? Entonces supongo que no tiene ningún problema, inspector.
    —Saber y demostrar no es lo mismo, doctor Urth. Desgraciadamente no tiene ninguna coartada.
    —Querrá decir que desgraciadamente la tiene, ¿no?
    —Quiero decir lo que he dicho. Si tuviera una coartada, se la podría echar abajo de algún modo, porque sería falsa. Si hubiera testigos que aseguraran haberle visto en la Tierra en el momento del crimen, se podría desbaratar su testimonio. Si tuviera una prueba documental, se podría demostrar que era una falsificación o alguna clase de truco. Por desgracia, no tiene nada de eso.
    —¿Qué es lo que tiene?
    El inspector Davenport describió cuidadosamente la propiedad que Peyton tenía en Colorado. Y concluyó:
    —Ha pasado allí el mes de agosto, todos los años, en el aislamiento más estricto. Incluso el T. B. I. tendría que testimoniarlo así. Cualquier jurado tendría que suponer que también este mes de agosto estuvo en su finca, a menos que podamos presentar una prueba definitiva de su estancia en la Luna.
    —¿Qué le hace pensar que sí estuvo en la Luna? Quizá sea inocente.
    —¡No! —exclamó Davenport casi con violencia—. Durante quince años he estado tratando de reunir pruebas evidentes contra él y nunca lo he logrado. Pero aquí me huelo yo un crimen de Peyton. Le aseguro que, aparte de Peyton, nadie en el mundo tendría el descaro o, en este caso, los contactos convenientes para intentar dar salida a las Campanas Armoniosas que haya traído de contrabando. Sabemos que es un experto piloto espacial. Sabemos también que tuvo contactos con el hombre asesinado, aunque desde luego hace varios meses de eso. Desgraciadamente, nada de esto constituye una prueba.
    —¿No sería más sencillo utilizar la psicoprueba, ahora que se ha legalizado su uso? —preguntó el doctor Urth.
    Davenport frunció el ceño y la cicatriz de la mejilla se le puso lívida.
    —¿Ha leído usted la ley Honski-Hiakawa, doctor Urth?
    —No.
    —Creo que nadie la ha leído. El gobierno dice que es fundamental el derecho a la inviolabilidad mental. Muy bien, pero ¿a qué conduce esto? Si el hombre que es sometido a la psicoprueba resulta inocente del crimen de que se le acusa, tiene derecho a toda la compensación que sea capaz de sonsacarle al tribunal. En un caso reciente, al cajero de un banco le dieron veinticinco mil dólares de indemnización por haber sido sometido a la psicoprueba por una sospecha de robo. Resulta que la prueba circunstancial que parecía indicar que hubo robo, lo que en realidad indicaba era una mera cuestión de adulterio. Alegó que había perdido el empleo, que fue amenazado por el marido en cuestión, corriendo seriamente peligro, y que finalmente se había visto difamado y puesto en ridículo por un periodista desaprensivo que había llegado a enterarse del resultado de la prueba, todo lo cual fue aceptado por el tribunal.
    —Comprendo el punto de vista de ese hombre.
    —Todos lo comprendemos. Ese es el problema. Y otra cosa más: cualquier hombre que haya sido sometido a la psicoprueba por cualquier motivo no puede ser sometido de nuevo a ella bajo ningún concepto. Ningún hombre, dice la ley, será sometido dos veces en su vida a un riesgo mental.
    —Es una traba.
    —Exactamente. En los dos años que hace que se ha legitimado la psicoprueba, no puedo contar el número de pícaros y oportunistas que han intentado que se les someta a ella por haber robado una cartera, con objeto de poder dedicarse después tranquilamente al fraude sistemático. Conque comprenderá usted que el Departamento no permitirá que Peyton sea psicoprobado hasta que tengamos pruebas evidentes de su culpabilidad. Puede que no haga falta una prueba legal, sino una prueba lo bastante sólida como para convencer a mi jefe. Lo peor del caso, doctor Urth, es que si nos presentamos ante el tribunal sin el acta de una psicoprueba, no podemos ganar. En caso tan serio como el de asesinato, el no haber empleado la psicoprueba es claro indicio, aun para el jurado más estúpido, de que la acusación no pisa terreno firme.
    —Entonces, ¿qué quiere de mí?
    —La prueba de que estuvo en la Luna durante parte del mes de agosto. Hay que hacerlo de prisa. No puedo retenerle como sospechoso mucho tiempo más. Y si corre por ahí la noticia del crimen, la prensa mundial estallará como un asteroide al chocar con la atmósfera de Júpiter. Es un crimen fascinante, comprenda: el primer asesinato cometido en la Luna.
    —¿Cuándo se cometió exactamente el asesinato? —preguntó el doctor Urth de repente iniciando una serie de rápidas preguntas.
    —El veintisiete de agosto.
    —¿Y cuándo le arrestaron?
    —Ayer, treinta de agosto.
    —Entonces, si Peyton es el asesino, ha tenido tiempo de volver a la Tierra.
    —No mucho, el justo nada más —los labios de Davenport se contrajeron—. De haber llegado yo un día antes... de haber encontrado su casa vacía...
    —¿Y cuánto tiempo supone usted que estuvieron juntos los dos, la víctima y el asesino, en la Luna?
    —A juzgar por las distancias que cubren las huellas, varios días. Una semana, lo menos.
    —¿Han encontrado la nave que utilizaron?
    —No, y probablemente no la encontraremos nunca. Hace unas diez horas, la Universidad de Denver informó que ha habido un aumento de radiactividad básica; empezó anteayer a las seis de la tarde y persistió durante varias horas. Es muy sencillo, Dr. Urth, programar los controles de una nave para que despegue sin tripulación y estalle, a una altura de cincuenta millas, por cortocircuito en las micropilas.
    —Yo que Peyton —dijo el Dr. Urth pensativo— habría matado al hombre a bordo y hubiera hecho estallar el cadáver junto con la nave.
    —Usted no conoce a Peyton —dijo Davenport de mal humor—. Disfruta burlándose de la ley. Lo tiene a gala. El habernos dejado el cadáver en la Luna es un desafío.
    —Ya comprendo —el Dr. Urth se acarició el estómago con un movimiento rotatorio, y añadió—: Bueno, hay una posibilidad.
    —¿De que pueda robar usted que ese hombre estuvo en la Luna?
    —De poder darle mi opinión.
    —¿Ahora?
    —Cuanto antes, mejor. Naturalmente, si tengo la oportunidad de entrevistar al señor Peyton.
    —Eso se puede arreglar. Tengo ahí esperando un reactor de no-gravedad. Podemos estar en Washington en veinte minutos.
    Pero una expresión de profunda alarma pasó por el rollizo semblante del extraterrólogo. Se puso en pie y se alejó del agente del T. B. I., dirigiéndose al rincón más oscuro de la desordenada habitación.
    —¡No!
    —¿Qué pasa, Dr. Urth?
    —No subiré en un reactor de no-gravedad. No me fío.
    Davenport miró con perplejidad al Dr. Urth.
    —¿Prefiere que tomemos un monorraíl? —tartamudeó.
    —Desconfío de todos los medios de transporte —exclamó el Dr. Urth—. No me fío. Excepto andar. Andar no me importa —le había entrado una repentina impaciencia—. ¿No podría traer usted al señor Peyton a esta ciudad, a algún lugar donde pueda yo ir andando? ¿Al Ayuntamiento, por ejemplo? Al Ayuntamiento he ido andando muchas veces.
    Davenport contempló con desaliento la habitación. Miró los miles de libros que versaban sobre la ciencia de los años-luz. A través de la puerta abierta se veía la habitación contigua con sus muestras de mundos situados más allá del firmamento. Miró al Dr. Urth, pálido ante la sola idea de subir a un reactor de no-gravedad, y se encogió de hombros.
    —Le traeré a Peyton aquí. A esta misma habitación. ¿Satisfecho con eso?
    —Sí —el Dr. Urth dejó escapar un profundo suspiro.
    —Espero que pueda ayudarnos, Dr. Urth.
    —Haré lo que pueda, señor Davenport.
    Louis Peyton miró con disgusto en torno suyo, y de un modo despectivo al hombre grueso que le saludaba con un movimiento de cabeza. Miró el asiento que le ofrecían y lo limpió con la mano antes de sentarse. Davenport tomó asiento cerca de él, con la funda de su pistola bien a la vista.
    El hombre grueso sonrió al sentarse y se acarició su voluminoso abdomen como si acabara de terminar una buena comida y quisiera hacérselo saber al resto del mundo.
    —Buenas tardes, señor Peyton. Soy el Dr. Urth, extraterrólogo —dijo.
    —¿Y qué quiere de mí? —preguntó Peyton, mirándole de nuevo.
    —Quiero saber si estuvo en la Luna durante el mes de agosto.
    —No estuve.
    —Sin embargo, nadie le vio a usted en la Tierra entre el 1 de agosto y el 31 del mismo mes.
    —Hice la vida que habitualmente suelo hacer todos los meses de agosto. Nunca me ve nadie durante ese mes. Que se lo diga él —y movió la cabeza en dirección a Davenport.
    El Dr. Urth rió entre dientes.
    —Qué estupendo sería que pudiéramos comprobar esta cuestión. Si hubiera, al menos, una manera de diferenciar la Luna de la Tierra. Si, por ejemplo, pudiéramos analizar el polvo de su pelo y decir: «¡Ajá!, polvo lunar». Pero, desgraciadamente, no podemos. El polvo lunar es muy parecido al polvo terrestre. Y aun cuando no lo fuera, no encontraríamos nada en su pelo, a menos que usted hubiera pisado la superficie lunar sin traje espacial, lo cual es muy improbable.
    Peyton permaneció impasible.
    El Dr. Urth prosiguió, sonriendo con benevolencia, mientras alzaba una mano para asegurar las gafas que le colgaban peligrosamente en la punta de la nariz:
    —Un hombre que viaja por el espacio o por la Luna respira aire de la Tierra y come alimentos terrestres. Lleva el ambiente de la Tierra pegado a su piel, ya se encuentre metido en su nave o en su traje espacial. Estamos buscando a un hombre que pasó dos días en el espacio camino de la Luna, una semana por lo menos en la Luna, y dos días más de regreso de allá. En todo ese tiempo llevó la Tierra pegada a su piel, y eso nos lo hace difícil.
    —Mi sugerencia —dijo Peyton— es que la cosa resultaría menos difícil si me soltaran y buscaran al verdadero asesino.
    —Puede que lleguemos a esa decisión —dijo el doctor Urth—. ¿Ha visto alguna vez algo parecido a esto?
    Alargó su mano regordeta hacia el suelo y la levantó, mostrando una especie de esfera gris de apagados destellos.
    —Parece una Campana Armoniosa —dijo Peyton sonriendo.
    —Es una Campana Armoniosa. El móvil del asesinato fueron las Campanas Armoniosas. ¿Qué opina de ésta?
    —Creo que está muy agrietada.
    —¡Ah, pero examínela bien! —dijo el Dr. Urth, y con un rápido movimiento de mano se la lanzó a Peyton desde una distancia de dos metros.
    Davenport lanzó un grito, y medio se levantó de la silla. Peyton alzó los brazos con esfuerzo, pero tan rápidamente que logró atrapar la Campana.
    —Condenado loco —dijo Peyton—. No la tire de esa manera.
    —Siente respeto por las Campanas Armoniosas, ¿no es cierto?
    —Demasiado para romper una. Eso al menos no es un crimen —Peyton la acarició suavemente, luego se la acercó al oído y la agitó con cuidado para oír el suave entrechocar de lunolitos, esas partículas diminutas de piedra pómez al agitarse en el vacío.
    Luego, sosteniendo la Campana por el alambre de acero que aún tenía sujeto, deslizó la uña del pulgar por su superficie con un movimiento ondulatorio de experto. ¡Vibró! Fue una nota muy dulce, como el sonido de una flauta, que se prolongó en una tenue reverberación y se fue extinguiendo lentamente, suscitando con su hechizo imágenes de un atardecer de verano.
    Por un instante, los tres hombres se sintieron embargados por el efecto del sonido.
    —Échemela, señor Peyton. ¡Láncemela para acá! —dijo entonces el Dr. Urth, y tendió la mano con gesto apremiante.
    Maquinalmente, Louis Peyton lanzó la Campana, que describió una curva reducida, como un tercio de la distancia que debía recorrer hasta la mano tendida del doctor Urth, cayó y se estrelló contra el suelo con una disonancia dolorosa, como un gemido.
    Davenport y Peyton se quedaron mirando los fragmentos grises sin decir palabra, y casi pasó inadvertida la voz tranquila del Dr. Urth cuando dijo:
    —En cuanto se localice el escondrijo de las Campanas del criminal, pediré una sin grietas y perfectamente bruñida como restitución y honorarios.
    —¿Honorarios? ¿Por qué?—preguntó Davenport irritado.
    —Ahora está ya completamente aclarado el asunto. Pese a mi pequeño discurso de hace un momento, hay algo en la Tierra que ningún viajero del espacio se lleva consigo, y es la gravedad de la superficie terrestre. El hecho de que el señor Peyton pueda equivocarse de manera tan garrafal al lanzar un objeto, que evidentemente tiene tanto valor para él, sólo puede significar que sus músculos no han tenido tiempo de adaptarse otra vez a la fuerza de la gravedad terrestre. Mi opinión profesional, señor Davenport, es que su prisionero ha estado estos últimos días lejos de la Tierra. O ha estado en el espacio, o en algún cuerpo celeste bastante más pequeño que la Tierra... como, por ejemplo, en la Luna.
    Davenport se puso en pie con una expresión triunfal.
    —Haga constar su opinión por escrito —dijo, con la mano sobre la pistola—; eso será suficiente para que nos concedan el permiso de utilizar una psicoprueba.
    Louis Peyton, perplejo y sin oponer resistencia, sólo alcanzaba a comprender vagamente que, cualquiera que fuese el testamento que dejara ahora, tendría que hacer constar en él su fracaso final.

    La piedra parlante
    Grande es el cinturón de asteroides y pequeña la parte ocupada por el hombre. Larry Vernadsky había sido asignado a la Estación Cinco por un período de un año; se hallaba ya en el séptimo mes, pero cada vez se preguntaba con más frecuencia si su salario podría compensarle de su casi solitario confinamiento, a setenta millones de millas de la Tierra. Era un joven delgado que no tenía pinta de ingeniero espacio-náutico ni de hombre de los asteroides. Tenía los ojos azules, el pelo color mantequilla, un invencible aire de inocencia que ocultaba su despierta mentalidad, y un espíritu curioso agudizado por el aislamiento.
    Tanto su cara de inocencia como su curiosidad le fueron útiles a bordo de la Robert Q.
    Cuando la Robert Q aterrizó en la plataforma exterior de la Estación Cinco, Vernadsky subió a bordo casi inmediatamente. Manifestaba ese desbordante regocijo que, de ser perro, habría acompañado de un menear de cola y un alegre concierto de ladridos.
    El hecho de que el capitán de la Robert Q acogiera sus risas con el silencio severo y desabrido que se reflejaba pesadamente en su rostro de toscas facciones, no importaba en absoluto. Para Vernadsky, la nave representaba la tan deseada compañía y era bien venida. A su disposición ponía la cantidad que quisiera de los millones de galones de hielo y las toneladas de concentrados de alimentos congelados que se almacenaban en el interior del asteroide hueco que servía de Estación Cinco. Vernadsky tenía lista toda clase de herramental eléctrico que pudiera hacer falta, toda clase de recambios necesarios para un motor ultra-atómico.
    Todo el semblante juvenil de Vernadsky irradiaba alegría mientras rellenaba el impreso rutinario, tomando rápidamente anotaciones que más tarde pasaría a datos de computadora para archivarlos. Anotó el nombre de la nave y su número de serie, el número de motor, número del generador de campo y demás, puerto de embarque («hemos tocado un montón de puertos por todos estos malditos asteroides, ya no recuerdo cuál fue el último», y Vernadsky escribió simplemente «Cinturón», que era la abreviatura usual de «Cinturón de Asteroides»); puerto de destino («la Tierra»); motivo de su escala («fallos en la transmisión ultra-atómica»).
    —¿Cuántos componen su tripulación, capitán? —preguntó Vernadsky mientras revisaba la documentación de la nave.
    —Dos —dijo el capitán—. ¿Qué tal si echa una mirada a los ultra-atómicos? Llevamos un cargamento para entregar —tenía azulencas las mejillas debido al espesor de su barba, y su aspecto era el de un endurecido minero que ha pasado toda su vida en los asteroides. Sin embargo, tenía una manera de hablar propia de un hombre educado, casi adulto.
    —Por supuesto —Vernadsky subió su equipo detector a la sala de motores, seguido del capitán. Comprobó los circuitos, el grado de vacío y la densidad del campo de fuerza con toda soltura y diligencia.
    No pudo evitar hacerse sus reflexiones acerca del capitán. A pesar de la aversión que él sentía por lo que le rodeaba, se daba cuenta vagamente de que había algunas personas que sentían fascinación por los inmensos vacíos y por la libertad de los espacios. Sin embargo, presentía que un hombre como el capitán no sería minero de los asteroides sólo por amor a la soledad.
    —¿Transporta usted algún tipo especial de mineral? —preguntó.
    —Cromo y manganeso —dijo el capitán, frunciendo el ceño.
    —¿De veras?... Yo en su lugar le cambiaría el multiplicador Jenner.
    —¿Es eso lo que va mal?
    —No, no es eso. Pero lo lleva algo gastado. Se arriesga a tener otro fallo dentro de un millón de millas. Y puesto que está aquí la nave...
    —De acuerdo, cámbielo. Pero haga el favor de encontrar la pega.
    —Hago lo que puedo, capitán.
    La última observación del capitán fue lo bastante áspera como para desanimar incluso a Vernadsky. Durante un rato trabajó en silencio; luego se puso en pie.
    —Tiene usted velado un semi-reflector gamma. Cada vez que el haz de positrones completa el ciclo de su recorrido, la transmisión vacila un segundo. Tendrá que cambiarlo.
    —¿Cuánto tardará?
    —Varias horas. Quizá doce.
    —¿Cómo? Ya voy con retraso.
    —Lo siento —Vernadsky seguía de buen humor—. Es lo más que puedo hacer. Hay que inundar de helio el sistema durante tres horas, antes de que yo pueda entrar en él. Y después tengo que ajustar el nuevo semi-reflector, y eso lleva tiempo. Podría hacerle una reparación en cuestión de minutos, pero no quedaría del todo bien. Tendría una avería antes de llegar a la órbita de Marte.
    —Pues venga. Empiece de una vez —dijo el capitán de mal talante.
    Vernadsky trasladó con cuidado el bidón de helio a bordo de la nave. Dado que los generadores de seudo-gravedad estaban desconectados, su peso era prácticamente nulo, aunque conservaba toda su masa e inercia. Las operaciones resultaban aún más difíciles, puesto que también Vernadsky carecía de peso.
    Debido a que andaba con la atención puesta enteramente en el bidón de helio, se equivocó al doblar una esquina en el atestado interior de la nave, y se encontró de pronto en un compartimiento extraño y oscuro.
    Sólo tuvo tiempo de dar un grito de sorpresa, y acudieron precipitadamente dos hombres que les echaron fuera, a él y al bidón, y cerraron la puerta.
    Guardó silencio mientras ajustaba el bidón a la válvula de entrada del motor y escuchaba el ruido suave, como un suspiro prolongado, que el helio producía a medida que inundaba el interior, barriendo lentamente los gases empapados de radiactividad hacia el espacio vacío que todo lo admite.
    Su curiosidad se impuso sobre su prudencia, y dijo:
    —Lleva usted una gran siliconia a bordo de la nave, capitán. Es enorme.
    El capitán se volvió lentamente hacia Vernadsky.
    —¿Ah, sí? —preguntó con una voz completamente neutra.
    —La he visto. ¿Le importaría que le echara otra mirada?
    —¿Para qué?
    —Bueno, verá usted, capitán, hace más de medio año que estoy en esta roca. He leído todo lo que ha caído en mis manos sobre asteroides, lo cual quiere decir que me he leído todo lo que se refiere a las siliconias. Y jamás he visto ni siquiera una pequeña. Sea comprensivo —dijo Vernadsky con tono implorante.
    —Creo que tiene un trabajo que hacer.
    —Sólo dejar que el helio vaya limpiando durante unas horas. Mientras no termine, no tengo nada que hacer. Pero ¿cómo es que transporta usted una siliconia, capitán?
    —Es mi mascota. Hay a quien le gustan los perros. A mí me gustan las siliconias.
    —¿Ha logrado que hable?
    El capitán se azoró.
    —¿Por qué lo pregunta?
    —Algunas han hablado. Otras llegan incluso a leer el pensamiento.
    —¿Qué es usted? ¿Un experto en estas malditas cosas?
    —He leído sobre todas estas cosas. Ya se lo he dicho. Vamos, capitán. Déjeme verla.
    Vernadsky hizo como que no se daba cuenta de que tenía al capitán enfrente y un tripulante a cada lado. Cualquiera de los tres era más alto que él, más pesado, y todos ellos -estaba seguro- iban armados.
    —Bueno, ¿qué hay de malo? No se la voy a robar. Sólo quiero verla —dijo Vernadsky.
    Debió de ser el trabajo de reparación sin terminar, lo que le salvó la vida en ese momento. Aún más, puede que fuera su aspecto de alegre y estúpido candor lo que hizo que le dejaran tranquilo.
    —Bueno, vamos —dijo el capitán.
    Y Vernadsky le siguió, mientras trabajaba su ágil pensamiento y el pulso le galopaba febrilmente.
    Vernadsky contempló con verdadero pavor y algo de repugnancia la criatura gris que tenía delante. Era completamente cierto que no había visto jamás una siliconia, pero había visto fotos tridimensionales y había leído descripciones de ella. Sin embargo, la presencia real y efectiva de una cosa tiene algo que no pueden suplir ni las palabras ni las fotografías.
    Tenía la piel de un gris suavemente aceitoso. Sus movimientos eran lentos, como correspondían a una criatura que se cobijaba en la piedra y era de piedra más de la mitad de sí misma. No se veía la menor contorsión de músculos debajo de esa piel; en cambio, se movía de un modo viscoso mediante delgadas placas de piedra que resbalaban grasientas unas sobre otras.
    En general, tenía una forma ovoide, redonda por arriba, aplastada por abajo, con dos series de apéndices. Debajo estaban las «patas» dispuestas radialmente. Tenía seis en total y terminaban en afiladas puntas silíceas, reforzadas con unas fundas metálicas. Estas extremidades podían trocear la roca, desmenuzándola en porciones comestibles.
    En la achatada base de la criatura, oculta a la vista a menos que pusieran del revés a la siliconia, estaba la única abertura hacia su interior. Se metía las piedras desmenuzadas en esa cavidad. Dentro, la piedra caliza y los silicatos hidratados reaccionaban para formar las siliconas con las que se formaban los tejidos de la criatura. La sílice sobrante volvía a salir por la cobertura en forma de excrementos blancos como guijarros.
    ¡Qué desconcertados se sintieron los extraterrólogos ante los suaves guijarros diseminados por las pequeñas operarias de las estructuras rocosas de los asteroides, hasta que fueron descubiertas las primeras siliconias! ¡Y cómo se maravillaban después al ver la manera con que estas criaturas hacían que las siliconias -estos polímeros de silicona y oxígeno con cadenas laterales de hidrocarburo- realizaran esa multiplicidad de funciones que las proteínas realizan en la vida terrestre!
    De lo más alto del dorso de la criatura surgían los restantes apéndices, dos conos invertidos, huecos y en direcciones opuestas, que encajaban cómodamente en sus correspondientes huecos situados a lo largo del dorso y le hacían levantarse un poco hacia arriba.
    Cuando la siliconia horadaba la roca, plegaba las «orejas» para ofrecer el menor obstáculo posible en su avance. Cuando descansaba en su caverna excavada, las sacaba para poder captar mejor y con más sensibilidad. El vago parecido que tenían con las orejas de un conejo hacían inevitable el nombre de siliconia. Los extraterrólogos más serios, que se referían habitualmente a esas criaturas con el nombre de Siliconeus asteroidea, pensaban que las «orejas» debían tener alguna relación con los rudimentarios poderes telepáticos que tales bestias poseían. Pero había también una minoría que sostenía otras hipótesis. La siliconia se deslizaba lentamente por encima de una roca untada de aceite. En un rincón del compartimiento había un montón más de rocas esparcidas, que, como Vernadsky sabía, constituían el alimento de aquella criatura. O al menos la necesitaba para la formación de sus tejidos. Porque, según había leído, eso sólo no bastaba para proporcionarle toda su energía.
    Vernadsky estaba maravillado.
    —Es un monstruo —dijo—. Tiene casi medio metro de ancho.
    El capitán refunfuñó unas palabras evasivas.
    —¿Dónde la consiguió? —preguntó Vernadsky.
    —La encontré en una roca.
    —Pues escuche, la mayor que se ha encontrado tendrá unos cinco centímetros. Ésta la podía vender a algún museo o universidad de la Tierra por un par de miles de dólares, quizá.
    El capitán se encogió de hombros.
    —Bueno, ya la ha visto. Volvamos a los motores.
    Había agarrado fuertemente a Vernadsky por el codo, y estaban ya a punto de marcharse, cuando algo vino a detenerles: una voz a la vez lenta y farfullante, hueca y arenosa.
    Fue producida mediante la fricción cuidadosamente modulada de unas placas contra otras, y Vernadsky se quedó mirando con horror a quien había hablado.
    Era la siliconia, que se había convertido de repente en una piedra parlante. Había dicho:
    —El hombre se pregunta si esta cosa puede hablar.
    —¡Válgame el espacio, sí que habla! —susurró Vernadsky.
    —Muy bien —dijo el capitán con impaciencia—. Ya la ha visto y la ha oído también. Vámonos ya.
    —Y lee el pensamiento —dijo Vernadsky.
    La siliconia dijo:
    —Marte da una vuelta cada dos cuatro horas tres siete y medio minutos. La densidad de Júpiter es uno punto dos. Urano fue descubierto en el año uno siete ocho uno. Plutón es el planeta más alejado. El Sol es el más pesado, con una masa de dos cero cero cero cero cero...
    El capitán tiró de Vernadsky y se lo llevó. Vernadsky, medio andando hacia atrás, medio tropezando, escuchaba fascinado aquel apagado zumbido de ceros.
    —¿De dónde sacó la piedra todas esas tonterías, capitán? —preguntó.
    —Le leímos un viejo libro de Astronomía. Muy viejo. De antes de que se inventaran los viajes espaciales —dijo uno de los tripulantes con disgusto—. Ni siquiera era un libro-film. Se trataba de una impresión corriente.
    —Cállate —dijo el capitán
    Vernadsky, comprobó la salida de helio que iba eliminando las radiaciones gamma. Ya era hora de terminar la limpieza y ponerse a trabajar en el interior. Fue un trabajo concienzudo, y Vernadsky sólo lo interrumpió una vez para tomarse un café y descansar.
    —¿Sabe cómo me lo imagino todo, capitán? —dijo con la inocencia brillando en su sonrisa—. Me imagino a esa cosa viviendo dentro de las rocas de algún asteroide durante toda su vida. Durante cientos de años, quizá. Es un bicho tremendo, y probablemente es mucho más listo que las siliconias corrientes. Entonces viene usted y la encuentra, y ella descubre que el universo no es sólo roca. Descubre trillones de cosas que nunca había imaginado, por eso le interesa la Astronomía. Son un mundo nuevo todas esas ideas que encuentra en el libro y en las mentes humanas, también. ¿No cree usted?
    Trataba desesperadamente de hacer hablar al capitán, sonsacarle algo concreto en qué poder basar sus deducciones. Por ese motivo se arriesgó a decir eso, que debía de ser la mitad de la verdad. La mitad más pequeña, por supuesto.
    Pero el capitán, recostado contra el mamparo con los brazos cruzados, se limitó a decir:
    —¿Cuándo lo tendrá terminado?
    Fue su último comentario, y Vernadsky se vio obligado a contentarse con ello. El motor quedó finalmente arreglado a gusto de Vernadsky, y el capitán pagó al contado unos honorarios razonables, cogió su recibo y despegó en medio de una llamarada de hiper-energía de la nave.
    Vernadsky vio cómo se alejaba, y sintió una excitación casi irresistible. Se dirigió rápidamente al transmisor sub-etérico.
    —Tengo que tener razón —murmuró para sí—, tengo que tenerla.
    El oficial Milt Hawkins recibió la llamada en la soledad de su alojamiento en el Puesto de Policía del Asteroide número 72. Estaba a solas, con una barba de dos días, una lata de cerveza y un proyector de películas, y la melancolía que reflejaba su rostro colorado y mofletudo era el resultado de la soledad en que vivía, igual que lo era la forzada animación de los ojos de Vernadsky.
    El oficial Hawkins se encontró de pronto mirando esos ojos y se sintió feliz. Aun cuando se tratara sólo de Vernadsky, la compañía era bienvenida. Le saludó efusivamente y escuchó complacido el sonido de la voz sin preocuparse demasiado de lo que decía.
    De pronto, la diversión desapareció y prestó atención.
    —Un momento. ¡Un-mo-men-to! —dijo—. ¿De qué estás hablando?
    —¿No me has escuchado, polizonte sordo? Estoy poniendo toda el alma en lo que te digo.
    —Bueno, dímelo por partes, por favor. ¿Qué dices de una siliconia?
    —El tipo ese lleva una a bordo. Dice que es su mascota y la alimenta con rocas grasientas.
    —¡Bah! Un minero de la ruta de los asteroides sería capaz de convertir un pedazo de queso en su mascota, si pudiera hacer que le diera conversación.
    —Pero no es una siliconia normal y corriente. No se trata de una de esas que tienen unos pocos centímetros. Tiene más de treinta centímetros de ancho. ¿No lo comprendes? ¡Espacio! Yo creía que un tipo que vive aquí tenía que saber algo sobre los asteroides.
    —Está bien. ¿Por qué me lo cuentas?
    —Escucha, las rocas grasientas le sirven para formar sus tejidos, pero ¿de dónde crees que consigue su energía una siliconia de ese tamaño?
    —No tengo ni idea.
    —Exactamente de... ¿hay alguien ahí en este momento?
    —En este momento, no. Ojalá.
    —Dentro de un minuto no pensarás así. Las siliconias obtienen su energía mediante la absorción directa de rayos gamma.
    —¿Quién lo dice?
    —Lo dice un tipo llamado Wendell Urth. Es un extraterrólogo muy famoso. Y es más, dice que para eso es para lo que le sirven las orejas a la siliconia —Vernadsky se puso los dedos índices en las sientes y los movió rápidamente—. Nada de telepatías. Detecta la radiación gamma a niveles que no puede detectar ningún instrumento humano.
    —Muy bien. ¿Y qué? —preguntó Hawkins. Pero comenzaba a ponerse pensativo.
    —Pues eso: que Urth dice que no hay suficiente radiación gamma en ningún asteroide para alimentar siliconias de más de tres o cuatro centímetros. Ni hay suficiente radiactividad. Y aquí tenemos una de casi medio metro, unos treinta y ocho centímetros largos.
    —Bueno...
    —Quiere decirse que la ha tenido que sacar de algún asteroide que está rebosante de energía, plagado de uranio, macizo de tantos rayos gamma. Un asteroide con suficiente radiactividad como para estar caliente al tacto y lejos de las órbitas regulares, de modo que nadie se ha tropezado con él. Supón que algún muchacho avispado aterriza en ese asteroide por casualidad y se da cuenta del calor de las rocas y se pone a pensar. Ese capitán de la Robert Q no es un ignorante buscador de piedras. Es un tipo astuto.
    —Sigue.
    —Suponte que hace estallar algún pedazo de roca para hacer una comprobación, y descubre una siliconia gigante. Entonces se da cuenta de que ha descubierto el filón más increíble de la historia. Y no necesita investigaciones. La siliconia puede guiarle a las vetas ricas.
    —¿Por qué?
    —Porque quiere conocer el universo. Porque ha pasado quizá un millar de años bajo la roca, y acaba de descubrir las estrellas. Puede leer el pensamiento, y puede incluso aprender a hablar. Podría haber hecho un trato. Escucha, el capitán se apresuraría a aprovecharlo. La explotación del uranio es un monopolio estatal. A los mineros sin licencia no se les permite ni siquiera llevar contadores. Sería una ocasión estupenda para el capitán.
    —Quizá tengas razón —dijo Hawkins.
    —Nada de quizá. Tenías que haberles visto a mi lado mientras contemplaba la siliconia, dispuestos a saltar sobre mí si decía una sola palabra extraña. Tenías que haberles visto cómo me sacaron a los dos minutos.
    Hawkins se frotó su rasposa barbilla con la mano y calculó mentalmente el tiempo que tardaría en afeitarse.
    —¿Cuánto tiempo puedes retener al tipo en tu estación? —preguntó.
    —¡Retenerlo! ¡Espacio! ¡Se ha marchado!
    —¿Qué? ¿Entonces de qué demonios estamos hablando? ¿Por qué le has dejado marchar?
    —Eran tres individuos —explicó Vernadsky con paciencia—. Todos eran más grandes que yo, iban armados y apuesto a que los tres estaban dispuestos a matar. ¿Qué querías que hiciera?
    —De acuerdo, pero ¿qué hacemos ahora?
    —Salir y cogerles. Es la mar de fácil. Estuve reparándole los semi-reflectores y lo hice a mi modo. Se les cortará el suministro de energía dentro de unas diez mil millas. Y les instalé un rastreador en el multiplicador Jenner.
    Hawkins abrió los ojos con sorpresa ante el sonriente rostro de Vernadsky.
    —¡Santo Toledo!
    —Y no metas a nadie en esto. Sólo tú, yo y el crucero de la policía. Ellos no tendrán energía y nosotros dispondremos de un cañón o dos. Nos dirán dónde está el asteroide de uranio. Lo localizamos, y después nos ponemos en contacto con el Cuartel General de la Patrulla. Les entregaremos tres, repito, tres contrabandistas de uranio, una siliconia gigante como jamás vio nadie en la Tierra, y un, repito, un pedazo de mineral de uranio tremendo, como tampoco habrá visto nadie en la Tierra. Y a ti te ascenderán a teniente y a mí me darán un trabajo permanente en la Tierra. ¿De acuerdo?
    Hawkins estaba aturdido.
    —De acuerdo —gritó—. Voy para allá.
    Antes de localizar la nave por el débil reflejo del Sol, estaban ya casi encima.
    —¿Es que no les has dejado energía suficiente para las luces de la nave? No les quitarías el generador de emergencia, ¿verdad?
    Vernadsky encogió los hombros.
    —Están ahorrando energía, esperando que alguien les recoja. Apuesto a que en este momento están empleando toda la que tienen en una llamada sub-etérica.
    —Si es así, yo no la estoy recibiendo —dijo Hawkins con sequedad.
    —¿No?
    —Lo que se dice nada.
    El crucero de la policía se aproximó en espiral. Su presa, con la energía cortada, iba por el espacio a la deriva, a una velocidad uniforme de diez mil millas por hora. El crucero se puso a su altura, a la misma velocidad, y se aproximó a la nave a la deriva.
    Una expresión de angustia cruzó el semblante Hawkins.
    —¡Oh, no!
    —¿Qué pasa?
    —Esa nave ha recibido un impacto. Un meteoro. Sabe Dios los que habrá en el cinturón de los asteroides.
    El rostro y la voz de Vernadsky perdieron toda su animación:
    —¿Un impacto? ¿Han naufragado?
    —Tiene un boquete del tamaño de una puerta de establo. Lo siento, Vernadsky, pero esto puede tomar mal cariz.
    Vernadsky cerró los ojos y tragó saliva con fuerza. Sabía lo que Hawkins quería decir. Vernadsky había reparado mal la nave deliberadamente, cosa que podía llegar a ser considerada como un delito. Y toda muerte que se deriva de un delito constituye un asesinato.
    —Escucha, Hawkins, tú sabes por qué lo hice —dijo.
    —Yo sé lo que tú me has contado y lo testificaré así, si es necesario. Pero si esta nave no hacía contrabando...
    No terminó la frase. Ni tenía por qué.
    Entraron en la nave destrozada protegidos con sus trajes espaciales.
    La Robert Q era un montón de chatarra, por dentro y por fuera. Al no tener energía, no había tenido posibilidad de levantar la más mínima pantalla contra la roca que se les vino encima, o detectarla a tiempo; o de evitarla, si es que la llegaron a detectar. La roca había perforado el casco de la nave como si se tratara de una simple chapa de aluminio. Había aplastado la cabina del piloto, había provocado el escape del aire de la nave y había matado a los tres hombres que había a bordo.
    Un miembro de la tripulación había ido a estamparse contra el mamparo a causa del impacto, y ahora no era más que un montón de carne congelada. El capitán y el otro tripulante yacían en actitudes rígidas con la piel congestionada por coágulos de sangre helados donde el aire, al salir hirviendo de la sangre, había roto los vasos.
    Vernadsky, que nunca había visto esa clase de muerte en el espacio, se sintió enfermo; pero luchó para no vomitar dentro de su traje espacial, y lo consiguió.
    —Vamos a comprobar el mineral que transportaba. Tiene que estar viva. Tiene que estarlo —se decía a sí mismo—. Tiene que estarlo.
    La puerta de la bodega se había alabeado por la violencia de la colisión y quedaba una rendija de un centímetro en el lugar donde ya no encajaba con el marco.
    Hawkins levantó el contador que llevaba en su mano enguantada y orientó la ventana de mica hacia aquella grieta.
    Crepitó como un millón de urracas.
    —Ya te lo dije —dijo Vernadsky con inmenso alivio. El haber averiado la nave no podía interpretarse ahora sino como una ingeniosa y muy loable manera de cumplir con su deber de ciudadano, y la colisión del meteoro que había causado la muerte de los tres hombres no era más que un lamentable accidente.
    Tuvieron que disparar dos veces el rayo de sus pistolas para hacer saltar la puerta retorcida y, a la luz de sus linternas, descubrieron toneladas de rocas.
    Hawkins cogió dos pedazos de discreto tamaño y los dejó caer cuidadosamente en uno de los bolsillos de su traje.
    —Como pruebas —dijo— y para verificarlas.
    —No las tengas demasiado tiempo cerca de la piel —le aconsejó Vernadsky.
    —El traje me protegerá hasta que lleguemos a la nave. Después de todo, no es uranio puro.
    —Apuesto a que casi lo es —Vernadsky había recuperado toda su anterior jactancia.
    —Bueno, esto simplifica las cosas. Hemos detenido a una banda de contrabandistas, quizá, o a parte de ella. Pero ¿qué hacemos ahora?
    —El asteroide de uranio...
    —De acuerdo, ¿dónde está? Los únicos que lo sabían están muertos.
    —¡Espacio!
    Y de nuevo se desvaneció la animación de Vernadsky. Sin el asteroide, sólo tenía tres cadáveres y una pocas toneladas de mineral de uranio. La cosa estaba bien, pero no era nada espectacular. Significaría una mención, sí, pero él no buscaba una mención. Aspiraba a una promoción, a un trabajo fijo cerca de la Tierra, y eso requería algo más.
    —¡Por todos los espacios, la siliconia! Puede vivir en el vacío. De hecho, vive siempre en el vacío, y sabe dónde está el asteroide.
    —¡Bien! —exclamó Hawkins con repentino entusiasmo—. ¿Dónde está esa cosa?
    —A popa —exclamó Vernadsky—. Por aquí.
    La siliconia brilló a la luz de sus linternas. Se movía y estaba viva.
    A Vernadsky le latía el corazón con violencia a causa de la excitación.
    —Tenemos que llevárnosla, Hawkins.
    —¿Por qué?
    —El sonido no se transmite en el vacío, ¡por el del espacio! Tenemos que trasladarla al crucero.
    —De acuerdo, de acuerdo.
    —Pero no podemos envolverla en un traje transmisor de radio.
    —He dicho que de acuerdo.
    La trasladaron con toda precaución y cuidado, sujetando amorosamente, con los dedos enfundados en unos guantes metálicos, la grasienta superficie de la criatura.
    Hawkins la sostuvo mientras salían a trompicones de la Robert Q.
    Ahora la tenían en la sala de control del crucero. Los dos hombres se habían despojado de los cascos, y Hawkins se estaba quitando el traje. Vernadsky fue incapaz de esperar.
    —¿Puedes leer nuestros pensamientos? —preguntó. Contuvo el aliento, hasta que finalmente el roce de las placas que cubrían la roca se moduló formando palabras. Para Vernadsky, no cabía imaginar en ese momento sonido más agradable.
    —Sí —dijo la siliconia—. Vacío alrededor. Nada —añadió.
    —¿Qué? —preguntó Hawkins. Vernadsky le hizo callar.
    —Supongo que es a causa del viaje que acabamos de hacer por el espacio. Debe de haberle impresionado.
    —Los hombres que estaban contigo encontraron uranio, un mineral especial, con radiaciones, energía —le dijo a la siliconia, gritando las palabras como para hacer más claros sus pensamientos.
    —Querían comida —dijo el débil y arenoso sonido. ¡Por supuesto! Para la siliconia se trataba de comida. Era una fuente de energía.
    —¿Les enseñaste dónde podían conseguirla? —preguntó Vernadsky.
    —Sí.
    —Casi no lo oigo —dijo Hawkins.
    —Hay algo que no va bien —dijo Vernadsky preocupado—. ¿Te encuentras bien? —gritó de nuevo.
    —No bien. Aire se fue de pronto. Algo mal dentro.
    —La descompresión repentina debe haberla dañado —murmuró Vernadsky—. ¡Oh, Dios!... Escucha, tú sabes lo que quiero. ¿Dónde está tu casa? ¿El lugar de la comida?
    Los dos hombres guardaron silencio, esperando.
    Las orejas de la siliconia se levantaron lentamente, muy lentamente, temblaron y cayeron de nuevo.
    —Allí —dijo—. Por allí.
    —¿Dónde? —gritó Vernadsky.
    —Allí.
    —Está haciendo algo. Está señalando hacia algún sitio —dijo Hawkins.
    —Seguro, sólo que no sabemos en qué dirección.
    —Bueno, ¿qué esperas que haga? ¿Dar las coordenadas?
    —¿Por qué no? —replicó Vernadsky con viveza.
    Se volvió de nuevo hacia la siliconia que yacía acurrucada en el suelo. Ahora no se movía, y su aspecto exterior presentaba una torpeza que parecía un mal presagio.
    —El capitán sabía dónde estaba tu comida. Tenía unos números para localizarla, ¿verdad? —dijo Vernadsky. Pidió al cielo que la siliconia le entendiera, que leyera sus pensamientos y no se limitara solamente a escuchar sus palabras.
    —Sí —dijo la siliconia con una suspirante fricción de roca.
    —Tres grupos de números —dijo Vernadsky. Tenían que ser tres. Tres coordenadas en el espacio con sus fechas, que daban tres posiciones del asteroide en su órbita alrededor del Sol. Con estos datos se podía calcular la órbita completa y determinar su posición en cualquier momento. Incluso podían determinarse, sobre poco más o menos, las perturbaciones planetarias.
    —Sí —dijo la siliconia, aún más bajo.
    —¿Cuáles eran? ¿Cuáles eran los números? Escríbelos, Hawkins. Coge un papel.
    —No lo sé. Números no importantes. La comida allí —dijo la siliconia.
    —La cosa está bastante clara. No necesitaba las coordenadas, así que no les prestó atención.
    —Pronto no... —una larga pausa, y luego, lentamente, como si probara una palabra nueva, poco familiar, añadió—: ...viva. Pronto —una pausa aún mayor— ... muerta. ¿Después de la muerte, qué?
    —Espera —imploró Vernadsky—. Dime, ¿escribió el capitán esos números en algún sitio?
    La siliconia no contestó durante un largo rato, y luego, mientras los dos hombres se inclinaban de tal modo que sus cabezas casi rozaban la piedra agonizante, dijo:
    —¿Después de la muerte, qué?
    —Dame una respuesta. Sólo una. El capitán debe haber escrito los números. ¿Dónde? ¿Dónde?
    —Sobre el asteroide —susurró la siliconia. Y dejó de hablar para siempre.
    La roca estaba muerta; tan muerta como la roca que le dio el ser; tan muerta como las paredes de la nave; tan muerta como un ser humano muerto.
    Vernadsky y Hawkins se pusieron en pie y se miraron desesperanzados.
    —No tiene sentido —dijo Hawkins—. ¿Por qué iba a escribir las coordenadas en el asteroide? Es como guardar la llave en el estuche que ha de abrir.
    Vernadsky movió la cabeza.
    —Una fortuna en uranio —dijo—. El mayor filón de la historia, y no sabemos dónde está.
    H. Seton Davenport miró a su alrededor con una extraña sensación de placer. Aun relajado, su arrugado rostro de pronunciada nariz mostraba habitualmente cierta expresión de dureza. La cicatriz de su mejilla derecha, su pelo negro, sus cejas asombradas y el color moreno de su piel, todo contribuía hasta en el menor detalle a darle el aspecto de incorruptible agente de la Oficina Terrestre de Investigación, como así era.
    Sin embargo, una especie de sonrisa asomó a sus labios mientras contemplaba la gran habitación, en donde la penumbra hacía parecer infinitas las filas de libro-films, y daba un relieve misterioso a unos ejemplares de no-se-sabe-qué procedentes de Dios-sabe-dónde. El desorden total, el aire de separación y casi aislamiento del mundo, daban un aspecto irreal a la habitación. La hacían parecer tan irreal como su propietario.
    Dicho propietario estaba sentado en una combinación de sillón y mesa, bañado por la luz brillante de la única lámpara que había en la habitación. Pasaba lentamente las páginas de unos informes oficiales que tenía entre manos. Aparte de esto, su mano sólo se movía para ajustarse las gruesas gafas que a cada momento amenazaban con caérsele del todo de su nariz roma y completamente aplastada. Su voluminosa barriga subía y bajaba sosegadamente mientras leía.
    Era el doctor Urth, el más afamado extraterrólogo de la Tierra, si el juicio de los expertos tenía algún valor. Los hombres acudían a él para consultarle toda clase de cuestiones ajenas a la Tierra, aun cuando el doctor Urth, desde que entrara en edad adulta, jamás se había alejado más allá de la hora de camino que había de su casa al campus de la Universidad.
    Alzó la vista solemnemente hacia el inspector Davenport.
    —Es muy inteligente ese joven Vernadsky —dijo.
    —Al deducir todo eso de la siliconia, ¿no? Desde luego —dijo Davenport.
    —No, no. Deducir eso era cosa sencilla. De hecho era inevitable. Cualquier necio lo habría visto. Yo me refiero —y su mirada se hizo un tanto severa— al hecho de que el jovenzuelo haya leído mis trabajos sobre la sensibilidad de la Siliconeus asteroidea a los rayos gamma.
    —¡Ah, sí! —exclamó Davenport. Naturalmente, el doctor Urth era un experto en siliconias. Por eso había venido Davenport a consultarle. Sólo tenía una pregunta que hacer a este hombre; una pregunta sencilla. Sin embargo, el doctor Urth había sacado hacia fuera sus gruesos labios, había movido la cabeza gravemente y había pedido ver todos los documentos del caso.
    Normalmente habría sido imposible tal cosa, pero el doctor Urth había prestado recientemente un gran servicio al T.B.I. en el caso de las Campanas Armoniosas de la Luna, echando abajo la original falta de coartada por la gravedad lunar, así que el inspector había accedido.
    El doctor Urth terminó de leerlos, dejó los papeles sobre la mesa; dio un tirón al faldón de su camisa al tiempo que soltaba un gruñido, sacándoselo del apretado encierro de su cinturón, y se limpió las gafas con él. Miró los cristales al trasluz para ver si habían quedado limpios, volvió a colocarse las gafas precariamente sobre su nariz, y cruzó las manos sobre el vientre entrelazando sus dedos gordezuelos.
    —¿Quiere repetirme la pregunta, inspector?
    Davenport repitió pacientemente:
    —¿Es cierto, en su opinión, que una siliconia del tamaño y tipo descritos por el informe sólo podría desarrollarse en un mundo rico en uranio?
    —En material radiactivo —interrumpió el doctor Urth—. Torio quizá, o tal vez uranio.
    —Entonces, ¿su respuesta es sí?
    —Sí.
    —¿Qué tamaño tendría ese mundo?
    —Una milla de diámetro, tal vez —dijo el extraterrálogo pensativo—. Puede que más.
    —¿Y cuántas toneladas de uranio, o, mejor dicho, de material radiactivo?
    —Cuestión de trillones. Como mínimo.
    —¿Sería tan amable de hacer constar todo eso por escrito y avalarlo con su firma?
    —Por supuesto.
    —Muy bien, doctor —Urth Davenport se puso de pie, cogió su sombrero con una mano y el legajo de informes con la otra—. Eso es todo lo que necesitamos.
    Pero la mano del doctor Urth se movió hacia los informes y la dejó descansar sobre ellos.
    —Espere. ¿Cómo va a encontrar el asteroide?
    —Buscándolo. Designaremos un sector de espacio a cada una de las naves de que dispongamos y... a buscar.
    —¡Cuánto gasto, tiempo y esfuerzos! Y nunca lo encontrarán.
    —Es una probabilidad entre mil. Puede que sí.
    —Una entre un millón. No lo encontrarán.
    —No podemos renunciar al uranio sin hacer algún intento. Su opinión profesional ya pone bastante alto su valor.
    —Pero hay un modo mejor de encontrar el asteroide. Yo puedo encontrarlo.
    Davenport dirigió al extraterrólogo una repentina y aguda mirada. A pesar de las apariencias, el doctor Urth no era ningún tonto. Tenía experiencia personal al respecto. Por eso había un asomo de esperanza en su voz cuando le preguntó:
    —¿Cómo puede encontrarlo?
    —Primero, mi recompensa —dijo el doctor Urth.
    —¿Recompensa?
    —O mis honorarios, si así lo prefiere. Cuando el Gobierno llegue al asteroide, puede que haya allí otra siliconia de gran tamaño. Las siliconias son muy valiosas. Es la única forma de vida que tienen los tejidos de silicona sólida y el fluido circulatorio de silicona líquida. Puede que esté en ellas la respuesta a la cuestión de si los asteroides no fueron en un principio sino partes de un único cuerpo planetario. Y de otros muchos problemas... ¿Me comprende?
    —¿Quiere decir que desea que se le entregue una siliconia de gran tamaño?
    —Viva y en buen estado. Y libre de gastos. Sí.
    —Estoy seguro de que el Gobierno aceptará. Ahora, ¿qué es lo que piensa?
    El doctor Urth dijo suavemente, como si eso lo explicara todo:
    —La frase de la siliconia.
    —¿Qué frase? —Davenport parecía desconcertado.
    —La que aparece en el informe. La que dijo la siliconia momentos antes de morir. Vernadsky le estaba preguntando si el capitán había escrito las coordenadas y ella contestó: «Sobre el asteroide».
    Una expresión de intensa desilusión cruzó el rostro de Davenport.
    —¡Gran espacio! Doctor, eso ya lo sabemos, y lo hemos considerado bajo todos sus ángulos. Bajo todos los ángulos posibles. No significa nada.
    —¿Nada en absoluto, inspector?
    —Nada que valga la pena. Lea el informe de nuevo. La siliconia no estaba ni siquiera escuchando a Vernadsky. Sentía cómo se le acababa la vida y se preguntaba sobre ello. Preguntó por dos veces: «¿Después de la muerte, qué?» Luego, al seguirle preguntando Vernadsky, contestó: «Sobre el asteroide». Probablemente, ni siquiera oyó la pregunta de Vernadsky. Estaba contestando a su propia interrogante. Seguramente pensaba que después de la muerte volvería a su propio asteroide; a su casa, donde estaría de nuevo a salvo. Eso es todo.
    El doctor Urth negó con la cabeza.
    —Es usted demasiado poeta. Imagina demasiado. El problema es interesante, veamos si es usted capaz de resolverlo por sí solo. Supongamos que la frase de la siliconia fuera una respuesta a Vernadsky.
    —Aunque así fuese —dijo Davenport impaciente—, ¿de qué nos serviría? ¿En qué asteroide? ¿En el asteroide de uranio? No lo podemos encontrar, así que no podemos encontrar las coordenadas. ¿En algún otro asteroide que la Robert Q empleara como base? No lo podemos encontrar tampoco.
    —Cómo se aparta de lo evidente, inspector. ¿Por qué no se pregunta qué significaba la frase «sobre el asteroide» para la siliconia. No para usted ni para mí, sino para la siliconia.
    —¿Cómo dice, doctor? —preguntó Davenport, frunciendo el entrecejo.
    —Está bien claro lo que digo. ¿Qué significaba la palabra asteroide para la siliconia?
    —La siliconia aprendió lo relativo al espacio en un texto de Astronomía que le leyeron. Supongo que el libro explicaba lo que era un asteroide.
    —Exactamente —replicó entusiasmado el doctor Urth, pasándose un dedo por un lado de la nariz—. ¿Y cuál sería esa definición? Un asteroide es un cuerpo pequeño, más pequeño que los planetas, que se mueve alrededor del Sol en una órbita que, por lo general, se encuentra entre las de Marte y Júpiter. ¿No estaría usted de acuerdo?
    —Supongo que sí.
    —¿Y qué es la Robert Q?
    —¿Quiere usted decir la nave?
    —Así es como usted la llama —dijo el doctor Urth—. La nave. Pero el libro de Astronomía era antiguo. No hablaba de naves espaciales. Uno de los tripulantes lo dijo. Explicó que databa de antes de los vuelos espaciales. Entonces, ¿qué es la Robert Q? ¿No es un cuerpo pequeño, más pequeño que los planetas? Y mientras la siliconia estuvo a bordo, ¿no se movía alrededor del Sol en una órbita que, por lo general, se encontraba entre las de Marte y Júpiter?
    —¿Quiere decir que la siliconia consideraba a la nave como un asteroide cualquiera y que, cuando dijo «sobre el asteroide», quería decir «sobre la nave»?
    —Exactamente. Le dije que le haría resolver el problema por sí solo.
    Ninguna expresión de alegría o de alivio vino a iluminar el ensombrecido rostro del inspector.
    —Eso no es solución, doctor.
    Pero el doctor Urth le hizo un lento guiño y la blanda expresión de su rostro redondo se hizo, si cabe, más dulce y aniñada por el sencillo placer que sentía.
    —Claro que sí.
    —En absoluto, doctor Urth; no lo hemos mirado como lo mira usted. Descartamos completamente la frase de la siliconia. Pero aun así, ¿cree usted que dejamos de registrar la Robert Q? La desmontamos pieza por pieza, chapa por chapa. Incluso le quitamos las soldaduras.
    —¿Y no encontraron nada?
    —Nada.
    —Tal vez no miraron donde debían.
    —Miramos por todas partes —se levantó como para marcharse—. ¿Comprende, doctor Urth? Cuando acabamos de registrar la nave, no existía posibilidad de que esas coordenadas hubieran quedado en parte alguna.
    —Siéntese, inspector —dijo el doctor Urth con calma—. Sigue usted sin considerar adecuadamente la afirmación de la siliconia. Ella aprendió a hablar cogiendo una palabra de aquí y otra de allá. No podía hablar la lengua idiomáticamente. Algunas de sus frases, tal como están registradas, lo demuestran. Por ejemplo, dijo: «El planeta que está más lejos»; en vez de: «El planeta más lejano». ¿Comprende?
    —¿Y bien?
    —Pues que el que no puede hablar una lengua idiomáticamente, o bien emplea las construcciones de su propio idioma traducidas palabra por palabra, o bien utiliza simplemente las palabras extranjeras de acuerdo con su significado literal. La siliconia no poseía un lenguaje hablado propio; por tanto, tenía que elegir la segunda alternativa. Así que seamos literales nosotros también. Dijo «sobre el asteroide», inspector. Sobre él. No dijo sobre un trozo de papel, quiso decir sobre la nave literalmente.
    —Doctor Urth —dijo Davenport con tristeza—, cuando la policía investiga, lo hace de verdad. Tampoco había misteriosas inscripciones sobre la nave.
    El doctor Urth pareció desilusionado.
    —Por Dios, inspector. Sigo esperando que vea usted la respuesta. La verdad es que tiene datos de sobra.
    Davenport aspiró el aire suave y firmemente. Le costó trabajo, pero su voz resultó tranquila y entera una vez más.
    —¿Quiere decirme lo que está pensando, doctor?
    El doctor Urth se dio una palmadita en su mullido abdomen y volvió a colocarse las gafas.
    —¿No ve usted, inspector, que hay un sitio, a bordo de una nave espacial, donde los números secretos están perfectamente a salvo; donde a pesar de estar a la vista, no pueden ser descubiertos; donde, aunque los vieran un centenar de ojos, estarían seguros? Excepto para alguien que piense con astucia, por supuesto.
    —¿Dónde? ¡Diga el sitio!
    —Pues, en esos lugares donde ya existían números anteriormente. Números perfectamente normales. Números legales. Números que se espera que estén allí.
    —¿De qué está hablando?
    —De los números de serie de la nave, grabados directamente sobre el casco. Sobre el casco, fíjese bien. El número del motor, el número del generador y unos cuantos más. Todos ellos grabados sobre porciones integrantes de la nave. Sobre la nave, como dijo la siliconia. Sobre la nave.
    Las cejas espesas de Davenport se alzaron súbitamente al comprender.
    —Puede que tenga usted razón; y si es así, espero encontrarle una siliconia el doble de grande que la de la Robert Q. Una que no sólo hable, sino que además silbe el «¡Arriba, Siempre, Asteroides!» —cogió el expediente, pasó rápidamente las hojas y entresacó un formulario oficial del T.B.I.—. Naturalmente, anotamos todos los números de identificación que encontramos —extendió el formulario—. Si tres de ellos se parecen a coordenadas...
    —Es de esperar que hayan hecho algún esfuerzo por disfrazarlas —observó el doctor Urth—. Probablemente habrán añadido algunas letras y números para hacer que las series parezcan legítimas.
    Cogió un cuadernillo de apuntes y le tendió otro al inspector. Durante varios minutos permanecieron los dos hombres en silencio, anotando números de serie; probando a cruzar números evidentemente desconectados.
    Por último, Davenport dejó escapar un suspiro, mezcla de satisfacción y de frustración.
    —Estoy hecho un lío —admitió— Creo que tiene usted razón; los números del motor y del calculador son claramente coordenadas y fechas, disfrazadas. No se parecen en nada a una serie normal, y es fácil eliminar los números falsos. Con eso tenemos dos, pero juraría que los demás son números de orden absolutamente legítimos. ¿Qué ha encontrado usted, doctor?
    —Estoy de acuerdo —asintió el doctor Urth—. Ahora tenemos dos coordenadas y sabemos dónde estaba inscrita la tercera.
    —¿Lo sabemos, de veras? ¿Y cómo?... —el inspector se interrumpió y lanzó una aguda exclamación—. ¡Naturalmente! El número de la nave misma, que no viene aquí porque ocupaba precisamente el punto del casco que perforó el meteoro. Me temo que se queda sin su siliconia, doctor —luego su rostro irregular se iluminó—. ¡Qué idiota soy! El número ha desaparecido, pero nos lo pueden dar en un instante en el Registro Interplanetario.
    —Me temo —contestó el doctor Urth— que no estoy de acuerdo, al menos en lo segundo que ha dicho. En el Registro sólo estará el número legítimo y original de la nave, no la coordenada disfrazada en que debió transformarlo el capitán.
    —El punto exacto del casco —murmuró Davenport—. Y, debido a la casualidad de ese golpe, puede que se haya perdido el asteroide para siempre. ¿De qué le sirven a nadie dos coordenadas sin la tercera?
    —Bueno —dijo al punto el doctor Urth—, es de suponer que serían de gran utilidad para un ser de dos dimensiones. Pero las criaturas de nuestras dimensiones —dijo, dándose palmaditas en la barriga— sí que necesitamos la tercera, y afortunadamente la tengo aquí.
    —¿En el expediente del T.B.I.? Pero si acabamos de comprobar la lista de números...
    —Su lista, inspector. Pero el documento incluye también el informe original del joven Vernadsky. Y como es natural, el número de serie que él anotó como perteneciente a la Robert Q es el número cuidadosamente disfrazado bajo el que viajaban entonces... no era cuestión de despertar la curiosidad de un mecánico diciéndole que anotara un número distinto del que llevaba la nave.
    Davenport cogió el cuadernillo de apuntes y la lista de Vernadsky. Calculó durante un momento, y sonrió. El doctor Urth se levantó de la silla dando un resoplido de satisfacción y trotó hacia la puerta.
    —Es siempre un placer el verle, inspector Davenport. Vuelva por aquí. Y recuerde que el Gobierno puede quedarse con el uranio, pero yo quiero lo importante: una siliconia gigante, viva y en buen estado.
    Sonrió.
    —Y si es posible que sepa silbar —dijo Davenport. Y eso iba haciendo él mientras regresaba.

    Exploradores
    Herman Chouns era hombre de corazonadas. A veces acertaba; a veces se equivocaba: en la proporción de un cincuenta por ciento, aproximadamente. No obstante, si consideramos que uno tiene un universo entero de posibilidades del que sacar una respuesta correcta, el cincuenta por ciento de aciertos empieza a parecer un porcentaje muy aceptable.
    Chouns no siempre estaba tan contento de este don como cabría imaginar. Le sometía a demasiadas tensiones. La gente solía amontonarse en torno a un problema, sin sacar nada en limpio, para luego volverse hacia él y preguntarle:
    —¿Qué le parece, Chouns? Ponga en juego su conocida intuición.
    Y si lo que él decía no resultaba acertado, luego le echaban la culpa de lo que pudiera ocurrir.
    Su trabajo de explorador más bien tendía a empeorar la situación.
    —¿Opina que vale la pena examinar más de cerca aquel planeta? —solían preguntarle—. ¿Qué opina usted, Chouns?
    De modo que resultaba un alivio poder cambiar de programa y planear una operación para dos hombres nada más (lo cual significaba que el próximo viaje sería hacia un lugar sin prioridad especial y, por consiguiente, sin particulares apremios) y, para colmo de buena fortuna, tener a Allen Smith de compañero.
    Smith era un hombre tan normal y corriente como su apellido. El primer día de viaje le decía a Chouns:
    —Lo que te pasa es que los archivos de la memoria de tu cerebro poseen un mecanismo de respuesta extra-normal. Cuando examinas un problema recuerdas una cantidad suficiente de pequeños detalles, que quizá los demás no sepamos apreciar, para llegar a una decisión. Llamar a eso una corazonada, sencillamente, le da un misterio que en realidad no tiene.
    Diciendo esto se alisaba el cabello hacia atrás. Tenía el cabello claro, que se aplanaba sobre el cráneo como una funda.
    Chouns, que tenía el cabello indomable y la nariz chata y un poco descentrada, respondió mansamente, según solía hacer:
    —Yo pienso que quizá sea telepatía.
    —¿Qué?
    —Sólo un vestigio de telepatía.
    —¡Tonterías! —exclamó Smith, con sonora mofa, como solía hacer—. Los científicos se han pasado mil años tratando de descubrir poderes, y no han logrado nada. No existen, no hay tal cosa: ni precognición, ni telekinesia, ni clarividencia, ni telepatía.
    —Lo admito; pero medita lo que voy a decirte. Si recibiera una imagen de lo que piensa un grupo de personas, aunque quizá no me diera cuenta de lo que estuviera sucediendo, podría combinar la información recibida y brindar una respuesta. Yo sabría más que un solo individuo del grupo; por lo tanto, podría juzgar con más acierto que los otros... a veces, al menos.
    —¿Tienes alguna prueba, grande o pequeña, que demuestre lo que dices?
    Chouns volvió sus dulces ojos castaños hacia Smith.
    —Sólo una corazonada —dijo.
    Se llevaban muy bien. Chouns agradecía el tranquilizador espíritu práctico de su compañero, y Smith alentaba las especulaciones de Chouns. Estaban en desacuerdo muy a menudo; pero nunca se peleaban.
    El buen entendimiento entre ambos no empeoró ni siquiera cuando llegaban a su objetivo, que consistía en una constelación globular que nunca había sufrido los aguijonazos de energía de un reactor nuclear ideado por el hombre.
    —Me gustaría saber qué hacen con todos estos datos allá en la Tierra —comentó Smith—. A veces se me antojan una pérdida de tiempo.
    —La Tierra empieza apenas a expandirse —contestó Chouns—. Es imposible predecir hasta qué punto la humanidad se extenderá por la galaxia en el término de un millón de años, poco más o menos. Todos los datos que podamos recoger sobre cualquier mundo serán útiles algún día.
    —Hablas como un manual de reclutamiento para los Equipos de Exploración. ¿Crees que veremos algo interesante ahí? —Smith indicaba la pantalla visora en la que habían centrado, como derramado polvo de talco, el enjambre, ya no muy distante, de astros.
    —Quizá. Tengo una corazonada... —Chouns se interrumpió, hizo un movimiento de deglución, y luego sonrió débilmente.
    Smith soltó un bufido.
    —Enfoquemos los grupos de estrellas más cercanos y atravesemos al azar el más denso. Te apuesto diez contra uno a que hallamos la relación McKoin por debajo de 0,2.
    —Perderás —murmuró Chouns, sintiendo la pronta sacudida de excitación que experimentaba siempre que se extendían bajo sus ojos mundos nuevos. Era una sensación tremendamente contagiosa; todos los años afectaba a centenares de jóvenes, los cuales, como hizo él a su edad, acudían a manadas hacia los Equipos, ansiosos por ver los mundos que sus descendientes llamarían un día propios, por convertirse en exploradores...
    Realizaron el enfoque, realizaron el primer salto hiperespacial a corta distancia dentro del enjambre, y se pusieron a escudriñar estrellas en busca de sistemas planetarios. Los computadores hacían su tarea; los archivos de información se llenaban continuamente, y todo seguía una marcha normal y satisfactoria... hasta que en el Sistema 23, poco después de haber completado el salto, los motores hiper-atómicos fallaron.
    Chouns murmuró:
    —Es curioso; los analizadores no indican qué es lo que funciona mal.
    Tenía razón. Las manecillas oscilaban caprichosamente, sin pararse ni una sola vez un tiempo razonable, de modo que no se podía hacer ningún diagnóstico. Y, por consiguiente, no se podía proceder a ninguna reparación.
    —Jamás vi cosa parecida —refunfuñaba Smith—. Tendremos que cerrarlo todo y buscar la avería manualmente.
    —Será mejor que la busquemos con la mayor comodidad —dijo Chouns, que estaba ya en los telescopios—. El trayecto espacial no presenta ninguna dificultad, y en este sistema hay dos planetas muy agradables.
    —¿Eh? ¿Hasta qué punto son agradables, y cuáles son?
    —El primero y el segundo de aquel grupo de cuatro. Ambos tienen agua y oxigeno. El primero es un poco mayor y más caliente que la Tierra; el segundo es un poco más frío y pequeño. ¿Te parece bien?
    —¿Vida?
    —En ambos. Vegetal, por lo menos.
    Smith soltó un sonido gutural. Aquello no era para sorprender a nadie; la vegetación se daba con gran frecuencia, en más del cincuenta por ciento de los mundos dotados de agua y oxigeno. Y, a diferencia de la vida animal, la vegetación se podía ver telescópicamente... o, con más precisión, espectroscópicamente. En todas las formas vegetales sólo se había descubierto cuatro pigmentos fotoquímicos, cada uno de los cuales se podía detectar por la naturaleza de la luz que reflejaba.
    —La vegetación en ambos planetas pertenece al tipo clorofílico, nada menos —explicó Chouns—. Exactamente igual que en la Tierra; parecerá un retorno al hogar.
    —¿Cuál de los dos está más cerca? —preguntó Smith.
    —El número dos, y estamos en camino. Tengo la sensación de que será un planeta agradable.
    —Lo juzgaré con los instrumentos, si no te importa —dijo Smith.
    Pero la corazonada de Chouns parecía corresponder al grupo de las acertadas. Se trataba de un planeta apacible, con una intricada red de mares que aseguraba un clima con pequeñas variaciones de temperatura. Las cordilleras eran bajas y redondeadas, y la distribución de la vegetación indicaba una fertilidad notable y generalizada.
    Chouns estaba en los mandos para proceder al aterrizaje.
    Smith se impacientaba.
    —¿Qué estás buscando? Tanto da un sitio como otro.
    —Busco un paraje sin plantas —contestó Chouns—. No hay por qué quemar una hectárea de vida vegetal.
    —Si la quemas, ¿qué importa?
    —¿Y qué importa si no la quemo? —replicó Chouns, que en aquel momento encontraba su espacio desierto.
    Sólo entonces, después de aterrizar, se dieron cuenta de una pequeña parte de la realidad en que se habían introducido.
    —¡Caracoles espaciales! —exclamó Smith.
    Chouns se había quedado atónito. La vida animal era mucho más rara que la vegetal, y la inteligencia, incluso los más leves destellos de la misma, muchísimo más; y sin embargo, aquí, a menos de un kilómetro del punto donde habían aterrizado, había un grupo de chozas bajas, cubiertas de bardas, producto evidente de una inteligencia primitiva.
    —¡Cuidado! —recomendó Smith, deslumbrado.
    —No creo que corramos ningún peligro —dijo Chouns. Y saltó a la superficie del planeta con toda confianza. Smith le siguió.
    A Chouns le costaba trabajo dominar su excitación.
    —¡Esto es extraordinario! Hasta hoy nadie había podido dar noticia sino de cavernas o ramas de árboles entretejidas, a lo sumo.
    —Espero que sean inofensivos.
    —Esto es demasiado pacífico para que no lo sean. Huele el aire.
    Al descender hacia el suelo, el terreno -por todas partes del horizonte, excepto allá donde una hilera baja de colinas rompía la uniformidad de la línea- aparecía teñido de un sedante rosa pálido que salpicaba el verde de la clorofila. Vistas de cerca, las manchas rosa pálido se individualizaban en unas flores, delicadas y olorosas. Sólo los espacios inmediatos a las chozas tenían un color ambarino, debido a unas plantas que parecían cereales.
    De las chozas sallan ahora unas criaturas que se acercaban indecisas, aunque sin temor, a la nave. Tenían cuatro patas y un cuerno inclinado que alcanzaba una altura de noventa centímetros, hasta los hombros. Sobre éstos se asentaba firmemente la cabeza, dotada de unos ojos muy salientes -Chouns contó seis- dispuestos en círculo y capaces de los movimientos más desconcertantemente independientes. «Esto compensa la inmovilidad de la cabeza», pensó Chouns.
    Cada criatura tenía una cola con la punta bifurcada, formando dos recias fibrillas que mantenían en alto. Las fibrillas estaban continuamente en rápida oscilación, y por ello tenían un aspecto confuso, borroso.
    —Vamos —dijo Chouns—. No nos harán ningún daño, estoy seguro.
    Las criaturas les rodearon a una distancia prudencial. Sus colas producían un zumbido modulado.
    —Es posible que se comuniquen de ese modo —dijo Chouns—. Y me parece obvio que son vegetarianos. —Su índice señalaba una choza donde un ejemplar pequeño de la especie estaba sentado sobre las posaderas, cortando el cereal ambarino con la cola y llevándose una espiga a la boca lo mismo que quien chupa una sarta de cerezas marrasquinas de un palillo.
    —Los seres humanos comen lechugas —replicó Smith—, pero eso no demuestra nada.
    Otros seres con rabos salieron de las chozas, se entretuvieron unos instantes alrededor de los hombres, y luego desaparecieron por los espacios verdes y rosa.
    —Son vegetarianos —aseguró con firmeza Chouns— Mira cómo cultivan su cosecha principal.
    La cosecha principal, según la llamaba Chouns, consistía en una guirnalda de suaves púas verdes próximas al suelo. Del centro de la guirnalda subía un tallo velloso que, a intervalos de unos cinco centímetros, daba nacimiento a unos capullos carnosos, recorridos por una especie de venas y tan extraordinariamente vivos que casi latían. El tallo terminaba en la punta con los capullos rosa pálido, que, excepto por su color, eran lo más terrenal que tenían aquellas plantas.
    Las plantas estaban dispuestas en filas e hileras con una precisión geométrica. Alrededor de cada una, el suelo se veía suelto y mezclado con un polvo extraño que no podía ser otra cosa que un fertilizante. Unos angostos pasillos, sólo con la anchura suficiente para que circulara por ellos una criatura, cruzaban el campo en varios sentidos. Cada pasillo aparecía bordeado de unas pequeñas acequias destinadas evidentemente a la conducción del agua.
    Ahora los seres estaban repartidos por el campo, trabajando diligentemente, con las cabezas bajas. Sólo unos pocos continuaban en las proximidades de los dos hombres.
    —Son buenos labradores —dijo Chouns, reforzando las palabras con un cabeceo afirmativo.
    —No lo hacen mal —convino Smith, acercándose a paso vivo hacia la más próxima de aquellas flores rosa pálido y estirando el brazo para cogerla. Pero cuando tenía la mano a unos quince centímetros, le detuvo el sonido de las vibraciones de las colas, que estaba adquiriendo un timbre agudo, así como el contacto directo de una cola con su brazo. Era un contacto delicado, pero firme, que se interponía entre Smith y las plantas. Smith retrocedió.
    —¡Qué diablos...! —Y su mano iba a empuñar el desintegrador cuando Chouns le dijo:
    —No hay motivo para excitarse; tómalo con calma.
    En ese momento se agrupaba alrededor de ellos media docena de aquellas criaturas, ofreciéndoles tallos de cereal humilde y dulcemente, unos utilizando las colas, otros empujándolos con los hocicos.
    —Se muestran perfectamente amistosos —dijo Chouns—. Quizá el coger flores vaya contra sus costumbres; es probable que haya que tratar las plantas según unas normas rígidas. Acaso toda cultura que conozca la agricultura cuente con ritos sobre la fecundidad, y Dios sabe qué pueden implicar tales ritos. Las normas sobre el cultivo de las plantas quizá sean muy estrictas; de lo contrario no veríamos esas hileras tan exactamente medidas... ¡Espacio!, allá en la Tierra saltarán de sus sillas cuando les contemos esta aventura.
    El zumbido de las colas volvió a adquirir un tono agudo, y todas las criaturas que los rodeaban retrocedieron. De una choza mayor que las otras, situada en el centro del grupo, emergía otro ejemplar de la especie.
    —El jefe, supongo —murmuró Chouns.
    El recién aparecido se acercaba lentamente, la cola en alto, con un objeto negro entre las fibrillas. A la distancia de metro y medio, la cola avanzó en arco.
    —Quiere darnos eso —exclamó Smith, atónito—. ¡Y, Chouns, por amor de Dios, mira qué es!
    Chouns lo estaba mirando, febrilmente. Se le cortaba la voz:
    —Son unos anteojos Gamow hiperespaciales. Son aparatitos de diez mil dólares.
    Smith volvió a emerger de la nave, después de haber permanecido una hora dentro. Desde la rampa, gritaba muy excitado:
    —Funcionan. Están en perfectas condiciones. Somos ricos.
    Chouns le contestó:
    —He buscado por sus chozas. Pero no encuentro ninguno más.
    —No desdeñes el tener sólo éstos. Dios santo, son tan negociables como un puñado de monedas.
    Pero Chouns seguía mirando por todas partes, los brazos en jarras, exasperado. Tres de aquellas rabudas criaturas le habían seguido tozudamente de choza en choza, siempre pacientes, sin molestarle nunca, pero siempre interponiéndose entre él y las flores rosa pálido geométricamente plantadas. Ahora le estaban contemplando con sus múltiples ojos.
    —Además, son del último modelo —decía Smith— Mira aquí —añadía, señalando las letras en relieve que anunciaban: Modelo X—20, Productos Gamow, Varsovia, Sector Europeo.
    Chouns dirigió una mirada a la inscripción y dijo irritado:
    —Lo que me interesa es conseguir más. Sé que hay más anteojos Gamow en alguna parte, y los quiero. —Tenía las mejillas encarnadas y la respiración alterada.
    El sol se ponía; la temperatura descendía hasta hacerse ingrata. Smith estornudó dos veces; luego Chouns.
    —Cogeremos una neumonía —gangueó el primero.
    —Tengo que hacérselo entender —se obstinaba Chouns.
    Había devorado precipitadamente parte del contenido de un bote de embutidos, había bebido un bote de café, y estaba dispuesto a intentarlo de nuevo. Levantando los anteojos en alto, pedía:
    —Más, más —y trazaba movimientos circulares con los brazos, Señalaba un anteojo, luego el otro, y luego señalaba otros más, imaginarios, puestos en hilera ante él—. Más.
    Luego, cuando los últimos reflejos del disco solar se hundían bajo el horizonte, de todas partes del campo se elevó un vasto zumbido, mientras todas las criaturas que había a la vista agachaban la cabeza y levantaban la bifurcada cola, que hacían vibrar, ganando en estridencia al tiempo que se iba volviendo invisible, bajo el crepúsculo.
    —¡Gran Espacio...! —murmuró Smith, inquieto—. ¡Oye, mira las flores! —Y estornudó otra vez.
    Las flores rosa pálido se encogían visiblemente.
    Chouns gritó, para dominar el tremendo zumbido:
    —Quizá sea una reacción causada por la puesta del sol. Ya sabes, unas flores que de noche se cierran. Y el ruido puede ser un rito religioso celebrándolo.
    Un levísimo golpe de una cola en la muñeca atrajo inmediatamente la atención de Chouns. La cola en cuestión pertenecía a la criatura más próxima y en aquel momento se levantaba hacia el cielo, en dirección a un objeto brillante que había salido hacía unos momentos por el oeste del horizonte. La cola se dobló para señalar los anteojos, y luego volvió a levantarse hacia el astro.
    Chouns gritó excitado:
    —Claro, el planeta interior, el otro planeta habitable. Estos anteojos habrán venido de allá. Entonces, por asociación de ideas, recordó y gritó, súbitamente alarmado—: ¡Eh, Smith, los motores hiper-atómicos siguen sin funcionar!
    Smith parecía sorprendido, como si también se hubiera olvidado; luego murmuró:
    —Quería decírtelo. Están perfectamente.
    —¿Los has arreglado?
    —Ni los he tocado. Pero cuando probaba los anteojos utilicé los motores, y funcionaron. En aquel momento no presté ninguna atención al hecho; había olvidado que estuvieran averiados. Sea como fuere, funcionaban.
    —Entonces, vámonos —dijo al momento Chouns. Ni se le ocurrió la idea de dormir.
    Ninguno de ambos pegó ojo durante las seis horas de travesía. Se mantuvieron atentos a los controles con una pasión de drogados. Y de nuevo eligieron un claro sin vegetación para aterrizar.
    Hacía calor, el calor de las primeras horas de una tarde subtropical, y junto a ellos discurría plácidamente un ancho río turbio. La orilla más próxima era de barro endurecido y aparecía perforada por grandes cavidades.
    Los dos hombres salieron a la superficie del planeta, y Smith gritó con voz ronca:
    —¡Chouns, mira aquello!
    Chouns se libró de la mano que le sujetaba.
    —¡Que me cuelguen! —exclamó—. ¡Las mismas plantas!
    Imposible confundir las pálidas flores rosadas, los tallos con los venosos capullos y la guirnalda de púas debajo. También aquí se observaba la geométrica distribución, el cuidado esmerado y el abonado del suelo, las acequias de riego...
    —¿No habremos cometido un error y volado en círculo...? —preguntó Smith.
    —¡Oh, mira el sol, tiene doble diámetro que antes! ¡Y mira allá!
    De las madrigueras de la orilla del río emergían unos seres color canela, lisos y sinuosos, tan desprovistos de extremidades como las serpientes. Tenían treinta centímetros de diámetro y unos tres metros de longitud; los dos extremos eran igualmente achatados y carecían por igual de rasgos diferenciales. En la mitad de su parte superior mostraban unos bultos. Como obedeciendo a una señal, todos los bultos crecieron bajo las sorprendidas miradas de los dos hombres hasta convertirse en gruesos ovoides partidos por el centro para formar unas hendiduras, unas bocas sin labios que se abrían y cerraban produciendo un ruido como el de un bosque de palos golpeando unos contra otros.
    Luego, al igual que en el planeta exterior, satisfecha ya su curiosidad y calmados sus temores, la mayoría de aquellos seres se alejó, dispersándose por los esmeradamente cultivados campos.
    Smith estornudó. La fuerza del aire expelido, que chocó con la manga de su chaqueta, levantó una nube de polvo. Smith la contempló pasmado; luego se sacudió, diciendo:
    —Maldita sea, estoy cubierto de polvo. —Así era, y el polvo se extendía como una niebla rosa pálido—. Y tú también —añadió, sacudiendo con la mano el de Chouns.
    Ambos estornudaban a placer.
    —Lo hemos recogido en el planeta exterior, supongo —dijo Chouns.
    —Podemos contraer una alergia.
    —Imposible. —Chouns levantó los anteojos y les gritó a las reptilianas criaturas—: ¿Tienen otros como éstos?
    Durante un rato no vino ninguna respuesta, como no fuera el chapoteo del agua al meterse en ella algunos de aquellos seres, para salir luego con platea dos racimos de criaturas acuáticas, que aquellos se embutían debajo del cuerpo, en alguna escondida boca que tendrían allí.
    Pero luego, una serpiente, más larga que las otras, vino a empujones por el suelo, con una de las chatas puntas levantada inquisitivamente cosa de unos cinco centímetros y moviéndose, ciega, de un lado para otro, como una lanzadera. El bulto de su centro se hinchó, primero moderadamente, luego de una manera alarmante, y se partió en dos con audible estallido. Allí dentro, guardados entre las dos conchas, había otros anteojos, duplicado exacto de los primeros.
    —¡Dios del cielo! —exclamó Chouns, extasiado—. ¿No es hermoso? —Y se precipitó hacia adelante para apoderarse del objeto. La turgencia que lo contenía se adelgazó y estiró, formando una especie de tentáculos que se tendían hacia él.
    Chouns reía de gozo. Eran unos anteojos Gamow, en efecto; iguales, exactamente iguales que los primeros. Chouns los acarició.
    —¿No me oyes? —gritaba Smith—. ¡Chouns, escúchame, maldita sea!
    —¿Qué? —inquirió Chouns. Se daba cuenta vagamente de que Smith le hablaba a voces desde hacia más de un minuto.
    —Mira las flores, Chouns.
    Se estaban cerrando, como se habían cerrado las del otro planeta, y entre las filas de plantas, los seres reptilianos se enderezaban sobre un extremo, meciéndose y bamboleándose con un ritmo extraño, entrecortado. Sólo sus chatas puntas aparecían sobre el rosa pálido de las flores.
    — No dirás que se cierran a causa del crepúsculo —comentó Smith—. Es pleno día.
    Chouns se encogió de hombros.
    —Planeta diferente, planta distinta. ¡Vamos! Sólo tenemos dos anteojos ha de haber más.
    —Chouns, regresemos a casa. —Smith afianzó las piernas hasta convertirlas en dos resistentes pilares y sus dedos se cerraron con más fuerza sobre el cuello de la camisa de Chouns.
    La enrojecida faz de éste se volvió hacia él con expresión indignada.
    —¿Qué estás haciendo?
    —Me estoy preparando para dejarte sin conocimiento, de un puñetazo, si no regresas conmigo a la nave, inmediatamente.
    Chouns permaneció un momento irresoluto; luego se desvaneció cierta alocada excitación que se notaba en él, su cuerpo se relajó, y dijo:
    —Bien, de acuerdo.
    Salían del enjambre de astros; estaban ya a mitad de camino, y Smith preguntó:
    —¿Cómo te encuentras?
    Chouns se incorporó en el catre y se pasó la mano por el cabello.
    —Normal, supongo; nuevamente cuerdo. ¿Cuánto tiempo he dormido?
    —Doce horas.
    —¿Y tú?
    —Yo he descabezado un sueño. —Smith se volvió ostentosamente hacia los instrumentos y procedió a unos pequeños reajustes—. ¿Sabes que ocurrió en aquellos planetas? —preguntó en tono un tanto presuntuoso.
    Chouns contestó pausadamente, preguntando;
    —¿Lo sabes tú?
    —Creo que sí.
    —¿Eh? ¿Puedes decírmelo?
    —Era la misma planta en ambos planetas —explicó Smith—. ¿Lo admites?
    —Claro que sí.
    —Fuera como fuese, la trasplantaron de un planeta al otro. En ambos planetas se da perfectamente bien; pero de vez en cuando, para conservar el vigor, me imagino, ha de haber fecundación cruzada, la mezcla de las dos variedades. Esto, ocurre con bastante frecuencia en la Tierra.
    —¿La fecundación cruzada para aumentar el vigor? Sí.
    —Y nosotros hemos sido los agentes por conducto de los cuales se ha realizado el cruce. Aterrizamos en un planeta y quedamos cubiertos de polen ¿Recuerdas que las flores se cerraban? Eso debía de ser inmediatamente después de haber soltado el polen; y eso era también lo que nos hacía estornudar. Luego aterrizamos en el otro planeta y sacudimos el polen de nuestras ropas. Ahora se producirá una nueva raza híbrida. No hemos sido otra cosa que un par de abejas con dos patas, Chouns, cumpliendo nuestro deber con las flores.
    Chouns sonrió tímidamente.
    —Un papel poco glorioso, en cierto modo.
    —¡Ah, diablos, no es eso lo que importa! ¿No ves el peligro? ¿No ves por qué hemos de regresar a casa pronto?
    —¿Por qué?
    —Porque los organismos no se adaptan a algo que no existe. Aquellas plantas parecen adaptadas a la fecundación interplanetaria. E incluso nos han pagado, como pagan las otras flores a las abejas; no con néctar, con unos anteojos Gamow.
    —¿Entonces...?
    —Entonces, no se puede disponer de una fecundación interplanetaria a menos que algo o alguien se encargue de la tarea. Esta vez nos hemos encargado nosotros; pero éramos los primeros seres humanos que entraban jamás en ese grupo de astros. Por lo tanto, anteriormente hubieron de realizar el trabajo seres no humanos; quizá los mismos que en un principio trasplantaron las plantas. Eso significa que en algún punto del enjambre de astros hay una raza de seres inteligentes; bastante inteligentes para emprender viajes espaciales. Y hemos de informar de ello a la Tierra.
    Chouns meneó la cabeza pausadamente.
    Smith arrugó la frente.
    —¿Encuentras lagunas en el razonamiento?
    Chouns se cogió la cabeza con las manos y puso un semblante afligido.
    —Digamos que se te ha pasado por alto casi todo.
    —¿Qué he pasado por alto? —preguntó, enojado, Smith.
    —Tu teoría de la fecundación cruzada es buena, en lo referente a la vida de las plantas; pero hay unos cuantos puntos que no has tomado en consideración. Cuando nos acercábamos a aquel sistema solar, nuestros motores hiper-atómicos sufrieron una extraña avería que los controles automáticos no supieron diagnosticar ni corregir. Después de aterrizar, no hicimos nada para repararlos. La verdad es que nos olvidamos de ellos; y luego, cuando los pusiste en marcha, los encontraste en perfecto estado; pero el hecho te impresionó tan poco que ni siquiera lo comentaste conmigo hasta varias horas después. Fíjate en otro detalle, en lo más oportunamente que encontramos puntos de aterrizaje cerca de grupos de vida animal en ambos planetas. ¿Buena suerte nada más? Y en la increíble confianza que tuvimos en la buena disposición de aquellas criaturas. Ni siquiera nos tomamos el trabajo de comprobar la atmósfera de ninguno de ambos planetas por si descubríamos rastros de venenos, antes de exponernos a ella. Pero lo que me inquieta más es que me volviera tan loco por los malditos anteojos. ¿Por qué? Valen dinero, en efecto, pero no tanto... y por lo general yo no me pirro en exceso por los beneficios monetarios.
    Smith, que había mantenido un silencio desazonado, dijo:
    —No veo que ninguno de estos detalles conduzca a ninguna conclusión.
    —Pero ¿qué dices? Eres bastante inteligente para comprenderlo. ¿No ves con toda claridad que estábamos bajo control mental desde el exterior?
    Los labios de Smith se torcieron en una mueca que quedaba a mitad de camino entre la burla y la duda.
    —¿Otra vez el cuento de las facultades?
    —Sí; los hechos son hechos. Te dije que mis corazonadas pueden ser una forma de telepatía rudimentaria.
    —¿Es también un hecho eso? Hace un par de días no lo creías así.
    —Pues ahora lo creo. Fíjate, soy mejor receptor que tú, y por ello me afectó más intensamente. Ahora que el fenómeno ha pasado, entiendo mejor lo que pasó porque recibí más vibraciones. ¿Comprendes?
    —No —respondió Smith con aspereza.
    —Entonces, escucha algo más. Tú has dicho que los anteojos Gamow fueron el néctar que nos sobornó para que realizáramos la polinización. Lo has dicho tú.
    —De acuerdo.
    —Bien, pues ¿de dónde procedían los anteojos? Eran productos terrestres; hasta hemos leído en ellos el nombre del fabricante y el modelo, letra por letra. Pero, si no ha habido nunca seres humanos en el enjambre de astros, ¿de dónde sacaron esos anteojos? Ninguno de los dos pensamos entonces en este detalle; y a ti parece que no te preocupa ni siquiera ahora.
    —Bueno...
    —¿Qué hiciste con los anteojos luego que subimos a la nave? Me los cogiste; lo recuerdo bien.
    —Los puse en la caja fuerte —dijo Smith en tono defensivo.
    —¿Los has tocado desde entonces?
    —No.
    —¿Y yo?
    —Que yo sepa, tampoco.
    —Te doy mi palabra de que no. Entonces, ¿por qué no abres la caja fuerte ahora?
    Smith se acercó pausadamente a ella. La cerradura estaba construida de forma que reaccionase a las yemas de sus dedos, y se abrió. Sin mirar, Smith puso la mano dentro. El semblante se le alteró y, con un grito agudo, primero miró el contenido, y luego lo sacó todo fuera.
    En las manos tenía cuatro piedras de un color raro y las cuatro más o menos prismáticas.
    —Se han aprovechado de nuestros propios sentimientos para hacernos actuar a su gusto —dijo suavemente Chouns, como introduciendo las palabras en el tozudo cráneo del otro, una por una—. Nos hicieron creer que los motores hiper-atómicos no funcionaban, para inducirnos a aterrizar en uno de los dos planetas; supongo que no importaba cuál de ambos. Cuando hubimos aterrizado, nos hicieron creer que teníamos en las manos unos instrumentos de precisión, para que corriéramos hacia el otro planeta.
    —¿A quiénes te refieres —refunfuñó Smith—, a los rabudos o a las serpientes? ¿O a ambas especies?
    —Ni a los unos ni a los otros —respondió Chouns—. Fueron las plantas.
    —¿Las plantas? ¿Las flores?
    —Ciertamente. Vimos dos clases diferentes de animales cuidando la misma especie de planta. Como nosotros somos animales, presumimos que los animales eran los dueños. Pero ¿por qué habría de ser así? Las plantas eran las que recibían todas las atenciones.
    —En la Tierra también cultivamos plantas, Chouns.
    —Pero nos las comemos —replicó éste.
    —Quizás aquellas criaturas también se las coman.
    —Digamos que yo sé que no se las comen —replicó Chouns—. Nos manejaron bastante bien. Recuerda con qué cuidado hube de buscar un trozo de suelo desnudo para aterrizar.
    —Yo no sentía esa necesidad.
    —Tú no estabas en los mandos; tú no les interesabas. Luego, por otra parte, recuerda que no nos fijamos en el polen ni por un momento, aunque estábamos cubiertos de él... No nos fijamos hasta que estuvimos ya en el segundo planeta. Entonces nos lo sacudimos obedeciendo a un mandato.
    —Jamás oí nada tan inverosímil.
    —¿Por qué inverosímil? No asociamos la inteligencia con las plantas porque las plantas que conocemos no poseen sistema nervioso; pero ésas quizá lo tengan. ¿Recuerdas las carnosas yemas de los tallos? Por otra parte, las plantas no se mueven libremente; pero no tienen necesidad de moverse si adquieren poderes psi y utilizan a los animales que sí tienen libertad de movimientos. Así se hacen cultivar, abonar, regar, polinizar y todo lo demás. Los animales las cuidan con dedicación exclusiva, y se sienten dichosos cuidándolas, porque ellas los hacen sentirse así.
    —Y yo lo siento por ti —dijo Smith con acento monótono—. Si intentas explicar esta historia de regreso a la Tierra, lo siento por ti.
    —No me hago ilusiones —musitó Chouns—. Sin embargo..., ¿qué puedo hacer sino intentar advertir a los de la Tierra? Ya has visto qué hacen aquellas plantas con los animales.
    —Según tu interpretación, los convierten en esclavos.
    —Peor aún. O las criaturas con rabo, o las que parecen serpientes, o ambas, han de haber tenido una civilización bastante adelantada para llegar a conocer y practicar los viajes espaciales. De otro modo aquellas plantas no podrían encontrarse en los dos planetas. Pero en cuanto las plantas adquirieron poderes psi (quizá aparecieran estos poderes en una raza salida de una mutación), la civilización animal llegó a su fin. En la fase atómica, los animales son peligrosos. Por consiguiente, les hicieron olvidar, los redujeron a su condición actual... ¡Maldita sea, Smith! ¡Aquellas plantas son la cosa más peligrosa de todo el universo! La Tierra ha de ser informada de su existencia. Puede darse el caso de que otros terrestres entren en aquel grupo de astros.
    Smith soltó la carcajada.
    —¿Sabes?, estás completamente desatinado. Si aquellas plantas nos tenían realmente bajo su dominio, ¿cómo permitieron que nos marchásemos y avisemos a los otros?
    Chouns hizo una pausa.
    —No lo sé —respondió por fin.
    Smith había recobrado el buen humor.
    —Por un minuto me has tenido cogido, debo admitirlo —comentó.
    Chouns se rascaba el cráneo furiosamente. ¿Por qué les dejaban marchar? Todavía más, ¿por qué sentía él un afán tan imperioso de avisar en la Tierra de una cuestión con la que los hombres quizá no volverían a ponerse en contacto durante miles de años?
    Chouns pensaba intensa, profundamente, y al final se le apareció una especie de idea brillante. Quiso captarla del todo; pero se le escapó. Por un momento pensó desesperadamente en qué sería, como si algo o alguien hubiera empujado la idea fuera de su alcance; aunque luego también esta sensación se desvaneció a su vez.
    Sólo continuaba sabiendo que la nave había de seguir volando a toda velocidad, que tenían que apresurarse.
    De modo que, después de años incontables, las condiciones adecuadas se habían producido otra vez. Las protosporas de las dos variedades planetarias de la planta madre se encontraron y fusionaron, saltando juntas a las ropas y el cabello y la nave de esos nuevos animales. Y casi al instante se formaron las esporas híbridas, que eran las únicas dotadas de la facultad y la potencia necesarias para adaptarse a un nuevo planeta.
    Ahora las esporas aguardaban calladamente, en la nave que, con el último impulso de la planta madre en las mentes de las criaturas que la tripulaban, las llevaba a toda velocidad hacia un mundo nuevo y maduro, donde unos seres que gozaban de libertad de movimientos atenderían a sus necesidades.
    Las esporas aguardaban con la paciencia de la planta (esa paciencia que lo vence todo y que ningún animal poseerá jamás) la llegada a un nuevo mundo... Aquellas esporas que eran, todas y cada una, a su diminuta manera, unas exploradoras...

    Reunámonos
    Había habido una especie de paz durante un siglo, y la gente había olvidado cómo era la guerra. A duras penas hubieran sabido cómo reaccionar de saber que finalmente había llegado alguna especie de guerra.
    Ciertamente, Elias Lynn, jefe de la Oficina de Robótica, no estaba seguro de cómo debía reaccionar cuando finalmente lo supo. La Oficina de Robótica tenía su cuartel general en Cheyenne, de acuerdo con la tendencia descentralizadora de hacía más de un siglo, y Lynn miró dubitativo al joven oficial de Seguridad procedente de Washington que había traído la noticia.
    Elias Lynn era un hombre corpulento, casi encantadoramente feo, con unos pálidos ojos azules ligeramente protuberantes. La gente se sentía normalmente cómoda bajo la mirada de aquellos ojos, pero el oficial de Seguridad permanecía imperturbable.
    Lynn decidió que su primera reacción tenía que ser de incredulidad. ¡Infiernos, era de incredulidad! ¡Simplemente no lo creía!
    Se reclinó en su silla y preguntó:
    —¿Hasta qué punto es cierta esa información?
    El oficial de Seguridad, que se había presentado como Ralph G. Breckenridge y había exhibido credenciales que lo confirmaban, tenía en él la blandura de la juventud; labios gruesos, mejillas sonrosadas, que enrojecían fácilmente, y ojos sinceros. Sus ropas no encajaban con Cheyenne pero sí con el Washington completamente dominado por el aire acondicionado, donde Seguridad, pese a todo, seguía manteniendo su cuartel general.
    Breckenridge enrojeció y contestó:
    —No hay la menor duda al respecto.
    —Su gente lo sabe todo respecto a Ellos, supongo —dijo Lynn, y fue incapaz de evitar un rastro de sarcasmo en su tono.
    No era particularmente consciente de que utilizaba el pronombre referente al enemigo con un ligero énfasis en la primera letra, el equivalente a una mayúscula en imprenta. Era un hábito cultural de su generación y la precedente. Nadie decía ya el «Este», o los «Rojos», o los «Soviets», o los «Rusos». Hubiera sido demasiado confuso, ya que algunos de Ellos no eran del Este, no eran Rojos, ni Soviets, y especialmente no Rusos. Era mucho más simple decir Nosotros y Ellos, y mucho más preciso.
    Los viajeros habían informado frecuentemente que Ellos hacían lo mismo a la inversa. Allí, Ellos eran «Nosotros» (en su correspondiente idioma), y Nosotros éramos «Ellos».
    Muy poca gente pensaba ya en tales cosas. Todo era completamente cómodo y casual. Ni siquiera había odio. Al principio, se le había llamado guerra fría. Ahora era tan sólo un juego, un juego casi amistoso, con reglas jamás declaradas y una especie de decencia rodeándolo todo.
    Lynn dijo bruscamente:
    —¿Por qué deberían Ellos querer perturbar la situación?
    Se levantó y se quedó de pie mirando a un mapa mural del mundo, dividido en dos regiones con débiles bordes de color. Una porción irregular a la izquierda del mapa estaba rodeada por un ligero verde. Una porción algo más pequeña pero igualmente irregular a la derecha del mapa estaba bordeada de un rosa pálido. Nosotros y Ellos.
    El mapa no había cambiado mucho en un siglo. La pérdida de Formosa y la obtención de Alemania del Este hacía unos ochenta años había sido el último cambio territorial de importancia.
    Había habido otro cambio, sin embargo, que era lo bastante significativo como para reflejarse en los colores. Dos generaciones antes, el territorio de Ellos estaba señalado con un rojo brillante, el de Nosotros con un puro e inmaculado blanco. Ahora había incluso neutralidad en los colores. Lynn había visto los mapas de Ellos, y eran iguales a estos.
    —No lo harían —dijo.
    —Lo están haciendo —dijo Breckenridge—, y será mejor que se acostumbre al hecho. Naturalmente, señor, me doy cuenta de que no es agradable pensar que Ellos pueden estar muy por delante de nosotros en robótica.
    Sus ojos siguieron tan sinceros como siempre, pero el oculto filo de los cuchillos de sus palabras se enterró profundamente, y Lynn se estremeció ante el impacto.
    Por supuesto, ello era debido en parte a la concienciación del hecho de que el jefe de Robótica se enterara tan tarde y a través de un oficial de Seguridad de aquello. Había perdido categoría ante los ojos del Gobierno; si Robótica había fallado realmente en la carrera, Lynn no podía esperar ninguna piedad política.
    —Aunque lo que dice usted fuera cierto —dijo Lynn débilmente—. Ellos no están tan por delante de Nosotros. Nosotros podemos construir robots humanoides.
    —¿Podemos, señor?
    —Sí. De hecho, hemos construido unos pocos modelos con fines experimentales.
    —Ellos vienen haciendo eso desde hace diez años. Llevan diez años de progreso desde entonces.
    Lynn se sintió inquieto. Se preguntó si su incredulidad respecto a todo aquel asunto no sería realmente el resultado del orgullo herido y del miedo por su trabajo y su reputación. Se sintió embarazado por la posibilidad de que pudiera ser eso, y sin embargo se vio obligado a defenderse.
    —Mire, joven —dijo—, el equilibrio entre Ellos y Nosotros nunca fue perfecto en todos sus detalles, y usted lo sabe. Ellos siempre han estado por delante en una u otra faceta, y Nosotros en una u otra faceta distintas. Si Ellos están por delante de Nosotros en robótica precisamente en este momento, es debido a que Ellos situaron una mayor parte de sus recursos en la investigación robótica que Nosotros. Y eso significa que alguna otra rama de actividad ha recibido una mayor parte de nuestros recursos que Ellos. Eso quiere decir que probablemente Nosotros estemos por delante de Ellos en la investigación de los campos de fuerza o de las energías hiperatómicas, quizá.
    Lynn se sintió inquieto ante su propia afirmación de que el equilibrio no era perfecto. Era cierto, pero ése era precisamente el gran peligro que amenazaba al mundo. El mundo dependía de que el equilibrio fuera tan perfecto como resultara posible. Si el pequeño desequilibrio que siempre existía se inclinaba demasiado hacia uno u otro lado…
    Casi al principio de lo que había sido la guerra fría, ambos lados habían desarrollado armas termonucleares, y la guerra se había convertido en algo impensable. La competición se había decantado de lo militar a lo económico y psicológico, y se había establecido allí desde entonces.
    Pero siempre había el esfuerzo constante por cada lado por romper el equilibrio, por desarrollar un contragolpe para cualquier posible estocada, por desarrollar una estocada que no pudiera ser parada a tiempo…, algo que hiciera la guerra posible de nuevo. Y eso no era debido a que ninguno de los dos lados quisiera la guerra tan desesperadamente, sino porque ambos estaban temerosos de que el otro lado pudiera hacer primero el descubrimiento crucial.
    Durante un centenar de años cada lado había mantenido el esfuerzo a un mismo nivel. Y en el proceso, la paz había sido mantenida durante un centenar de años, y como un subproducto de la constante e intensiva investigación habían sido producidas cosas tales como los campos de fuerza y la energía solar y el control de los insectos y los robots. Cada lado estaba iniciándose en el estudio de la mentálica, que era el nombre dado a la bioquímica y biofísica del pensamiento. Cada lado poseía sus avanzadillas en la Luna y en Marte. La humanidad estaba avanzando a pasos agigantados bajo aquel forzado impulso.
    Incluso resultaba necesario para ambos lados ser tan decentes y humanos como fuera posible entre ellos, puesto que la crueldad y la tiranía no hacían otra cosa más que conseguir amigos para el otro lado.
    No era concebible que el equilibrio fuera roto ahora, y que se iniciara de nuevo la guerra.
    —Quiero consultar a uno de mis hombres —dijo Lynn—. Quiero su opinión.
    —¿Es de confianza?
    Lynn adoptó una expresión de disgusto.
    —Buen Dios, ¿qué hombre de Robótica no ha sido investigado y depurado hasta el agotamiento por la gente de ustedes? Sí, respondo por él. Si no pueden confiar ustedes en un hombre como Humphrey Carl Laszlo, entonces no estaremos en posición de enfrentarnos al tipo de ataque que dice usted que Ellos están preparando, no importa lo que hagamos.
    —He oído hablar de Laszlo —dijo Breckenridge.
    —Bien. ¿Es aceptado?
    —Sí.
    —Entonces lo haré venir, y sabremos lo que piensa acerca de la posibilidad de que los robots puedan invadir los Estados Unidos.
    —No exactamente —dijo con suavidad Breckenridge—. Usted sigue sin aceptar toda la verdad. Descubrir lo que piensa acerca del hecho de que los robots han invadido va los Estados Unidos.
    Laszlo era el nieto de un húngaro que había cruzado lo que por aquellos tiempos se llamaba el Telón de Acero, y eso hacía que existiera una confortable sensación de por-encima-de-toda-sospecha con respecto a él. Era corpulento y medio calvo, con una mirada beligerante clavada siempre en su chato rostro, pero su acento era puro de Harvard y hablaba de una forma casi excesivamente suave.
    Para Lynn, que era consciente del hecho de que tras años de administración ya no era un experto en todas las distintas fases de la moderna robótica, Laszlo era un confortable receptáculo de conocimientos exhaustivos. Lynn se sentía mucho mejor con tan sólo la presencia del hombre.
    —¿Qué es lo que opina? —preguntó Lynn.
    Un fruncimiento de cejas crispó intensamente el rostro de Laszlo.
    —¿Que Ellos estén muy por delante de Nosotros? Completamente increíble. Eso significaría que han producido humanoides que no pueden distinguirse de los seres humanos ni de cerca. Eso significaría un considerable avance en robomentalística.
    —Ustedes se hallan personalmente implicados —dijo fríamente Breckenridge—. Dejando aparte el orgullo profesional, ¿exactamente por qué es imposible que Ellos se hallen por delante de Nosotros?
    Laszlo se alzó de hombros.
    —Le aseguro que estoy bien informado de la literatura de Ellos sobre robótica. Sé aproximadamente dónde están.
    —Usted sabe aproximadamente dónde Ellos quieren que usted piense que están, querrá decir realmente —corrigió Breckenridge—. ¿Ha visitado usted alguna vez el otro lado?
    —No —contestó Laszlo secamente.
    —¿Y usted, doctor Lynn?
    —No, yo tampoco —contestó Lynn.
    —¿Ha visitado algún hombre de Robótica el otro lado en los últimos veinticinco años? —preguntó Breckenridge.
    Hizo la pregunta con una especie de confianza que indicaba que sabía la respuesta.
    Durante algunos segundos, la atmósfera pesó con los pensamientos de cada uno. El desánimo cruzó el ancho rostro de Laszlo.
    —De hecho —dijo—, Ellos no han celebrado ninguna conferencia sobre robótica en largo tiempo.
    —En veinticinco años —dijo Breckenridge—. ¿No es eso significativo?
    —Quizá —admitió Laszlo, reluctante—. De todos modos, es algo distinto lo que me preocupa. Ninguno de Ellos ha acudido nunca a nuestras conferencias sobre robótica. Nadie que yo pueda recordar.
    —¿Fueron invitados? —preguntó Breckenridge.
    Lynn, mirándole preocupado, intervino rápidamente:
    —Por supuesto.
    —¿Rehusaron Ellos asistir a algún otro tipo de conferencias científicas celebradas por Nosotros?
    —No lo sé —dijo Laszlo. Ahora estaba caminando arriba y abajo—. No he oído de casos. ¿Los ha oído usted, jefe?
    —No —contestó Lynn.
    —¿No dirían ustedes —apuntó Breckenridge— que es como si Ellos no desearan verse en el compromiso de tener que devolver esas invitaciones? ¿O como si tuvieran miedo de que alguno de sus hombres pudiera hablar demasiado?
    Así era exactamente como parecía, y Lynn tuvo la impotente convicción de que la historia de Seguridad era cierta después de todo.
    ¿Por qué otro motivo no había habido contactos entre los dos lados en robótica? Había habido un fructífero entrecruzarse de investigadores yendo en ambas direcciones sobre unas bases de estricta reciprocidad durante años, hasta los lejanos tiempos de Eisenhower y Kruschev. Había muchos y muy buenos motivos para ello: una honesta apreciación del carácter supranacional de la ciencia; impulsos de amistad que eran difíciles de borrar completamente en los seres humanos individuales; el deseo de exponer a la consideración de los demás nuestros hallazgos, cuando son dignos de ser tomados en cuenta por su novedad o su interés, y el que estos nos feliciten por ellos.
    Los mismos gobiernos se mostraban ansiosos de que eso prosiguiera. Subsistía siempre la obvia creencia de que aprendiendo todo lo que pudieras y diciendo tan poco como te fuera posible, tu bando ganaría en el intercambio.
    Pero no en el caso de la robótica. No allí.
    Tan poca cosa para llegar al convencimiento de todo aquello. Y además, algo que habían sabido desde siempre. Lynn pensó sobriamente: «Nos hemos dormido en nuestros laureles».
    Puesto que el otro lado no había dado ninguna publicidad a su robótica, había resultado tentador sentirse satisfechos y creerse cómodos en la certeza de su superioridad. ¿Por qué no había parecido posible, ni siquiera probable, que Ellos estuvieran ocultando cartas de un valor superior, una buena mano, para emplearla en el momento adecuado?
    —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Laszlo temblorosamente.
    Resultaba obvio que la misma línea de pensamiento lo había conducido a la misma convicción.
    —¿Hacer? —repitió Lynn.
    Era difícil pensar en aquel momento en nada excepto en el completo horror que acudía con la convicción. Había diez robots humanoides en algún lugar de los Estados Unidos, cada uno de ellos llevando un fragmento de una bomba CT.
    ¡CT! La carrera hacia el completo horror en bombas se había detenido allí. ¡CT! ¡Conversión Total! El sol ya no era un sinónimo que se pudiera usar. La conversión total convertía al sol en una miserable vela.
    Diez humanoides, cada uno de ellos totalmente inofensivo separadamente, pero por el simple hecho de unirse, excediendo la masa crítica y…
    Lynn se puso pesadamente en pie, con las bolsas oscuras bajo sus ojos, que normalmente le daban a su feo rostro una expresión de salvaje presagio, más prominentes que nunca.
    —Tenemos que pensar en formas y medios de distinguir a un humanoide de un humano, y luego descubrir a los humanoides.
    —¿Cuán rápidamente? —murmuró Laszlo.
    —No más tarde de cinco minutos antes de que se unan —ladró Lynn—, y no sé cuándo será eso.
    Breckenridge asintió con la cabeza.
    —Me alegra que esté usted con nosotros, señor. Tengo que llevarlo conmigo a Washington para una conferencia, ya sabe.
    Lynn alzó las cejas.
    —De acuerdo.
    Se preguntó si, de haberse demorado un poco más en ser convencido, no hubiera sido reemplazado inmediatamente…, si no habría ya otro jefe de la Oficina de Robótica conferenciando en Washington. Repentinamente deseó con ansiedad que fuera exactamente eso lo que hubiera pasado.
    El primer ayudante del presidente estaba allí, con el secretario para Asuntos Científicos, el secretario de Seguridad, el propio Lynn, y Breckenridge. Cinco personas sentadas en torno a una mesa en las profundidades de una fortaleza subterránea cerca de Washington.
    El ayudante del presidente Jeffreys era un hombre de aspecto impresionante, bien parecido con su pelo blanco y sus rasgos de los que destacaba una mandíbula un poco demasiado prominente. Un hombre sólido, reflexivo y políticamente discreto, como corresponde a un buen ayudante del presidente.
    Habló incisivamente.
    —Según como lo veo, hay tres cuestiones a las que debemos enfrentarnos. Primera, ¿cuándo van a unirse los humanoides? Segunda, ¿dónde van a unirse? Tercera, ¿cómo podemos detenerlos antes de que se unan?
    Amberley, el secretario para Asuntos Científicos, asintió convulsivamente a aquello. Había sido director administrativo de la Compañía de Ingeniería del Noroeste antes de ser elegido para aquel cargo. Era delgado, de rasgos afilados, y fácilmente irritable. Su dedo índice trazó lentos círculos sobre la mesa.
    —Respecto a cuándo van a unirse —dijo—, supongo que podemos asegurar que no será de inmediato.
    —¿Por qué dice eso? —preguntó secamente Lynn.
    —Llevan en los Estados Unidos al menos un mes. O al menos eso es lo que dice Seguridad.
    Lynn se volvió automáticamente para mirar a Breckenridge, y el secretario de Seguridad Macalaster interceptó la mirada.
    —La información es fidedigna —dijo Macalaster—. No deje que la aparente juventud de Breckenridge lo engañe, doctor Lynn. Forma parte de su valía para nosotros. En realidad tiene treinta y cuatro años, y lleva diez en el departamento. Ha estado en Moscú durante casi un año, y sin él no sabríamos nada de este terrible peligro. Gracias a él disponemos de la mayor parte de los detalles.
    —No los cruciales —dijo Lynn.
    Macalaster sonrió heladamente. Su enérgica mandíbula y sus siempre entrecerrados ojos eran bien conocidos por el público, pero no se sabía casi nada más de él.
    —Todos somos limitadamente humanos, doctor Lynn —dijo—. El agente Breckenridge ha prestado un gran servicio.
    —Digamos que tenemos aún un cierto período de gracia —interrumpió el ayudante del presidente Jeffreys—. Si se hubiera planeado una acción inmediata, ya se hubiera producido. Parece probable que estén aguardando a un momento específico. Si supiéramos el lugar, quizá el momento se hiciera también evidente por sí mismo.
    »Si están buscando un blanco para la CT, desearán causarnos tanto daño como sea posible, de modo que parece que una ciudad importante sea el ideal. En cualquier caso, una gran metrópoli es el único blanco que vale la pena para una bomba CT. Creo que hay cuatro posibilidades: Washington, como centro administrativo; Nueva York, como centro financiero; y Detroit y Pittsburgh como los dos centros industriales más importantes.
    Macalaster, de Seguridad, dijo:
    —Yo voto por Nueva York. Tanto la administración como la industria han sido lo suficientemente descentralizadas como para que la destrucción de cualquier ciudad en particular no impida una respuesta inmediata.
    —¿Entonces por qué Nueva York? —preguntó Amberley, de Asuntos Científicos, quizá más secamente de lo que había pretendido—. Las finanzas también han sido descentralizadas.
    —Una cuestión de moral. Puede que intenten destruir nuestra voluntad de resistir, inducirnos a la rendición con el completo horror del primer golpe. La mayor destrucción de vidas humanas se produciría en el área metropolitana de Nueva York…
    —Muy a sangre fría —murmuró Lynn.
    —Lo sé —dijo Macalaster, de Seguridad—, pero son capaces de ello, si piensan que eso puede significar una victoria definitiva con un solo golpe. ¿Acaso nosotros no…?
    El ayudante del presidente Jeffreys se echó hacia atrás su blanco pelo.
    —Supongamos lo peor. Supongamos que Nueva York será destruido en algún momento durante el invierno, preferiblemente inmediatamente después de una de esas terribles ventiscas, cuando las comunicaciones se hallan en mínimos y la interrupción del suministro de equipos y alimentos en las zonas limítrofes tendrá unos efectos más desastrosos. Ahora, ¿cómo detenerlo?
    Amberley, de Asuntos Científicos, sólo pudo decir:
    —Encontrar a diez hombres entre doscientos veinte millones es como encontrar una maldita pequeña aguja en un maldito gran pajar.
    Jeffreys agitó la cabeza.
    —Está usted equivocado. Diez humanoides entre doscientos veinte millones de seres humanos.
    —No hay ninguna diferencia —dijo Amberley, de Asuntos Científicos—. No sabemos que un humanoide pueda ser diferenciado de un ser humano a simple vista. Probablemente no.
    Miró a Lynn. Todos lo hicieron.
    —En Cheyenne —dijo Lynn con suavidad— no podemos construir uno que pueda pasar por un ser humano a la luz del día.
    —Pero Ellos sí pueden —dijo Macalaster, de Seguridad—, y no sólo físicamente. Estamos seguros de ello. Han avanzado lo suficiente en mentalística como para extraer el esquema psicoelectrónico de un cerebro y enfocarlo en los circuitos positrónicos de un robot.
    Lynn se lo quedó mirando fijamente.
    —¿Está insinuando que Ellos pueden crear la réplica completa de un ser humano, con personalidad y memoria?
    —Así es.
    —¿De seres humanos específicos?
    —Correcto.
    —¿Eso está basado también en los descubrimientos del agente Breckenridge?
    —Sí. La evidencia no puede ser negada.
    Lynn inclinó la cabeza pensativo por unos momentos. Luego dijo:
    —Entonces diez hombres de los Estados Unidos no son hombres sino humanoides. Pero los originales tienen que haberse hallado disponibles para ellos. No pueden ser orientales, sería demasiado fácil descubrirles, de modo que tiene que tratarse de europeos orientales. Pero ¿cómo pudieron ser introducidos en este país? Con la red de radar rodeando todas nuestras fronteras en todo el mundo tan tensa como la piel de un tambor, ¿cómo pueden Ellos haber introducido a ningún individuo, humano o humanoide, sin que nosotros lo sepamos?
    —Puede hacerse —dijo Macalaster, de Seguridad—. Hay algunos puntos de tránsito autorizados en las fronteras. Hombres de negocios, pilotos, incluso turistas, van de un lado para otro. Son controlados, por supuesto, en ambos lados. Sin embargo, diez de ellos pueden haber sido secuestrados y utilizados como modelos para los humanoides. Los humanoides deben de haber sido enviados de vuelta en su lugar. Puesto que se supone que nosotros no esperamos esa sustitución, nadie se dará cuenta del cambio. Siendo norteamericanos, nadie pondrá impedimentos en que vuelvan a entrar en el país. Es tan simple como eso.
    —¿Y ni siquiera sus amigos y familia podrían notar la diferencia?
    —Debemos suponer que no. Créanme, hemos estado esperando algún informe que pudiera implicar repentinos ataques de amnesia o cambios perturbadores de la personalidad. Hemos efectuado miles de comprobaciones.
    Amberley, de Asuntos Científicos, se contempló la punta de los dedos.
    —Creo que las medidas habituales no funcionarán. Debemos atacar el asunto desde la Oficina de Robótica, y yo confío en el jefe de esa oficina.
    Los ojos se volvieron de nuevo, fijos y expectantes, hacia Lynn. Lynn sintió que su amargura aumentaba. Tenía la sensación de que él había sido convocado allí para un motivo muy concreto. Nada de lo que se había dicho allí no había sido dicho ya antes. Estaba seguro de ello. No había ninguna solución al problema, ninguna sugerencia viable. Aquella reunión era solamente para dejar constancia, para que quedara registrada, un instrumento por parte de unos hombres que temían enormemente la derrota y que deseaban que la responsabilidad recayera clara e inequívocamente sobre alguna otra persona.
    Y sin embargo era de justicia. Era en robótica en donde Nosotros nos habíamos dormido en los laureles. Y Lynn no era solamente Lynn. Era Lynn el roboticista, y la responsabilidad tenía que ser suya.
    —Haré lo que pueda —dijo.
    Pasó toda la noche despierto, y se sentía agotado física y moralmente cuando a la mañana siguiente pidió y obtuvo otra entrevista con el ayudante del presidente Jeffreys. Breckenridge estaba allí, y aunque Lynn hubiera preferido una entrevista privada, tuvo que admitir lo lógico de la situación. Era obvio que Breckenridge había conseguido enorme influencia con el gobierno como resultado del éxito de su trabajo en Inteligencia. Bueno, ¿por qué no?
    —Señor —dijo Lynn—, estoy considerando la posibilidad de que estemos bailando inútilmente al son de nuestros enemigos.
    —¿En qué sentido?
    —Estoy seguro de que, por muy impaciente que se ponga el público a veces, y aunque a veces los legisladores consideren más efectivo reunirse a deliberar, el gobierno al menos reconoce que la palabra equilibrio es beneficiosa. Ellos también deben reconocerlo. Diez humanoides con una bomba CT es una forma trivial de romper ese equilibrio.
    —La destrucción de quince millones de seres humanos difícilmente puede clasificarse de trivial.
    —Estoy examinando el asunto desde el punto de vista de una potencia que aspira a la supremacía mundial. El hecho no nos desmoralizaría tanto como para rendirnos, ni nos debilitaría tanto como para convencernos de que no íbamos a poder ganar. Conduciría únicamente a la misma antigua muerte planetaria que los dos lados han evitado con éxito desde hace tanto tiempo. Todo lo que Ellos conseguirían seria obligarnos a luchar con una ciudad menos. Eso no es suficiente.
    —¿Qué es lo que sugiere usted? —dijo Jeffreys fríamente—. ¿Que Ellos no han situado a diez humanoides en nuestro país? ¿Que no existe ninguna bomba CT dispuesta a unirse para estallar?
    —Admito que todo esto existe y está aquí, pero quizá por alguna razón más amplia que simplemente desatar la locura de las bombas.
    —¿Como qué?
    —Es posible que la destrucción física resultante de los humanoides uniéndose no sea lo peor que pueda ocurrirnos. ¿Qué hay acerca de la destrucción moral e intelectual que se produce a causa de su sola presencia? Con todo el respeto debido al agente Breckenridge, ¿y si Ellos lo que pretendieran realmente fuera que nosotros descubriéramos lo de los humanoides? ¿Y si nunca se hubiera pretendido que los humanoides se unieran, sino que permanecieran simplemente separados a fin de procurarnos algo de lo que preocuparnos?
    —¿Por qué?
    —Dígame esto. ¿Qué medidas han sido tomadas ya contra los humanoides? Supongo que Seguridad está revisando los archivos en busca de todos los ciudadanos que es posible que hayan cruzado alguna vez nuestras fronteras o hayan llegado lo suficientemente cerca de ellos como para hacer posible un secuestro. Sé, puesto que Macalaster lo mencionó ayer, que están rastreando casos psiquiátricos sospechosos. ¿Qué más?
    —Están siendo instalados pequeños dispositivos de rayos X en lugares clave de las grandes ciudades —dijo Jeffreys—. En los espectáculos de masas, por ejemplo…
    —¿Allá donde diez humanoides pueden pasar desapercibidos entre los cien mil espectadores de un partido de fútbol o de air-polo?
    —Exactamente
    —¿Y en las salas de conciertos y las iglesias?
    —Debemos empezar por algún lugar. No podemos hacerlo todo a la vez.
    —Particularmente cuando hay que evitar el pánico —dijo Lynn—. ¿No es así? No nos interesa que la gente sepa que en cualquier impredecible momento, cualquier impredecible ciudad y su contenido humano pueden dejar de existir repentinamente.
    —Supongo que eso resulta obvio. ¿Adónde quiere ir a parar?
    —A que una creciente fracción de nuestro esfuerzo nacional será desviada enteramente al preocupante problema de hallar lo que Amberley llamó una maldita pequeña aguja en un maldito gran pajar —dijo Lynn tensamente—. Estaremos persiguiendo alocadamente nuestra propia cola, mientras Ellos incrementan su investigación hasta el punto en que nosotros no podamos ya alcanzarles; hasta que tengamos que rendirnos sin posibilidad alguna de responder a sus ataques.
    »Consideren ahora que esta noticia vaya infiltrándose más y más, y cada vez haya más gente implicada en nuestras contramedidas, y más gente empezando a sospechar lo que estamos haciendo. ¿Qué ocurrirá entonces? El pánico puede causarnos más daño que cualquier bomba CT.
    —Por el amor de Dios —dijo el ayudante del presidente, irritado—, ¿qué es lo que sugiere entonces que hagamos?
    —Nada —dijo Lynn—. Aceptar como tal su farol. Vivir como hemos vivido hasta ahora, y apostar a que Ellos no se atreverán a romper el equilibrio por el gusto de hacer estallar una sola bomba.
    —¡Imposible! —dijo Jeffreys—. Completamente imposible. El bienestar de todos nosotros está en su mayor parte en mis manos, y no hacer nada es una cosa que no puedo permitirme. Es posible que esté de acuerdo con usted en lo referente a que las máquinas de rayos X en los grandes espectáculos es una especie de medida superficial que probablemente no resultará efectiva, pero tiene que hacerse a fin de que la gente, a posteriori, no llegue a la amarga conclusión de que dejamos que nuestro país fuera despedazado en beneficio de una sutil línea de razonamiento que conducía al no hacer nada. De hecho, nuestras contramedidas van a ser activadas inmediatamente.
    —¿En qué sentido?
    El ayudante del presidente Jeffreys miró a Breckenridge. El joven oficial de Seguridad, hasta entonces tranquilamente silencioso, dijo:
    —No sirve de nada hablar de romper en un futuro el equilibrio cuando el equilibrio está ya roto en estos momentos. No importa el que esos humanoides estallen o no. Quizá tan sólo sean un cebo para que piquemos, como usted dice. Pero el hecho de que nos hallamos un cuarto de siglo por detrás de Ellos en robótica sigue siendo cierto, y eso puede ser fatal. ¿Qué otros adelantos en robótica tendrán para sorprendernos si se inicia la guerra? La única respuesta es desviar inmediatamente todas nuestras fuerzas, ahora, en un programa de choque de investigación robótica, y el primer problema es encontrar a los humanoides. Llámelo un ejercicio en robótica si así lo quiere, o llámelo prevención de la muerte de quince millones de hombres, mujeres y niños.
    Lynn agitó impotente la cabeza.
    —No puede. Si lo hace, se convertirá en un juguete en sus manos. Lo que Ellos quieren es que nos metamos en un callejón sin salida mientras Ellos quedan libres de seguir avanzando en todas las demás direcciones.
    —Eso es lo que usted supone —dijo Jeffreys, impaciente—. Breckenridge ha hecho sus sugerencias a través de los canales adecuados, y el gobierno las ha aprobado, y vamos a celebrar una conferencia multidisciplinaria.
    —¿Multidisciplinaria?
    —Hemos llamado a todos los científicos más importantes de todas las ramas de las ciencias naturales —dijo Breckenridge—. Todos ellos irán a Cheyenne. Sólo habrá un punto en el orden del día: cómo avanzar en robótica. El punto concreto más importante será: cómo desarrollar un aparato receptor para los campos electromagnéticos del córtex cerebral que sea lo suficientemente delicado como para distinguir entre un cerebro humano protoplasmático y un cerebro humanoide positrónico.
    —Esperamos que esté usted dispuesto a encargarse de la conferencia —dijo Jeffreys.
    —No fui consultado sobre nada de esto.
    —Obviamente andábamos escasos de tiempo, señor. ¿Acepta encargarse de ello?
    Lynn sonrió brevemente. Era de nuevo un asunto de responsabilidad. La responsabilidad debía recaer claramente en Lynn, de Robótica. Tenía la sensación de que sería Breckenridge quien estaría realmente a cargo de todo. ¿Pero qué podía hacer?
    —Acepto —dijo.
    Breckenridge y Lynn regresaron juntos a Cheyenne, donde aquella tarde Laszlo escuchó con hosca desconfianza la descripción que le hizo Lynn sobre los acontecimientos inmediatos.
    —Mientras usted estaba fuera, jefe —dijo Laszlo—, empecé a someter a cinco modelos experimentales de estructuras humanoides a las pruebas habituales. Nuestros hombres están trabajando veinticuatro horas al día, en tres turnos consecutivos. Si tenemos que preparar una conferencia, vamos a vernos abrumados de papeleo. Habrá que detener el trabajo.
    —Será tan sólo algo temporal —dijo Breckenridge—. Ganarán mucho más de lo que pierdan.
    Laszlo frunció el ceño.
    —Un puñado de astrofísicos y de geoquímicos merodeando por los alrededores no van a ayudar una maldita cosa en robótica.
    —Los puntos de vista de los especialistas en otros campos pueden ser muy útiles.
    —¿Está usted seguro? ¿Cómo sabemos que hay alguna forma de detectar las ondas cerebrales, o aunque la haya, que existe alguna forma de diferenciar el esquema de esas ondas en humanas y humanoides? ¿Y quién puso en marcha ese proyecto, por cierto?
    —Yo lo hice —dijo Breckenridge.
    —¿Usted? ¿Acaso es usted un experto en robótica?
    —He estudiado robótica —dijo el joven agente de Seguridad con gran calma.
    —Eso no es lo mismo.
    —He tenido acceso a textos relativos a la robótica rusa… en ruso. Material clasificado como alto secreto, mucho más avanzado que cualquier cosa que tengan ustedes aquí.
    —Nos ha atrapado, Laszlo —dijo Lynn de mala gana.
    —Fue sobre la base de ese material —prosiguió Breckenridge— que sugerí esta línea de investigación en particular. Es razonablemente cierto que copiar el esquema electromagnético de una mente humana específica en un cerebro positrónico específico no da como resultado un duplicado perfectamente exacto. Por una parte, el más complicado cerebro positrónico lo suficientemente pequeño como para encajar en un cráneo de tamaño humano es centenares de veces menos complejo que el cerebro humano. En consecuencia, no puede captar todos los armónicos, y tiene que existir alguna forma de tomar ventaja de este hecho.
    Laszlo pareció impresionado pese a sí mismo, y Lynn sonrió hoscamente. Era fácil sentirse resentido por la presencia de Breckenridge y la próxima intrusión de varios centenares de científicos de especialidades no robóticas, pero el problema en sí mismo era intrigante. Aquello, al menos, era un consuelo.
    Se le ocurrió de la forma más sencilla.
    Lynn se encontró con que no tenía nada que hacer excepto sentarse a solas en su oficina, con un cargo ejecutivo que se había convertido en algo meramente titular. Eso le dio tiempo para pensar, para imaginar a los científicos creativos de medio mundo convergiendo en Cheyenne.
    Era Breckenridge quien, con una fría eficiencia; estaba manejando los detalles de los preparativos. Había habido un asomo de suficiencia en la forma en que había dicho:
    —Unámonos, y los desbordaremos.
    Se le ocurrió de una forma tan sencilla que cualquiera que estuviera observando a Lynn en aquel momento hubiera podido verle parpadear lentamente dos veces…, pero seguramente nada más.
    Hizo lo que tenía que hacer con un flotante desapego que mantuvo controlada su calma cuando sabía que, bajo aquellas circunstancias, hubiera tenido que volverse loco.
    Buscó a Breckenridge en el improvisado cuartel general del otro. Breckenridge estaba solo, y frunció el ceño al verle.
    —¿Ocurre algo, señor?
    —Creo que todo está bien —dijo Lynn, cansadamente—. He establecido la ley marcial.
    —¿Qué?
    —Como jefe de una división puedo hacerlo, si creo que la situación lo exige. Puedo ser un dictador para mi división. Culpe de ello a las ventajas de la descentralización.
    —Anule inmediatamente esa orden. —Breckenridge dio un paso adelante—. Cuando Washington oiga esto, su carrera va a verse arruinada.
    —Está arruinada ya de todos modos. No piense que no me doy cuenta de que he sido elegido para el papel del mayor villano de toda la historia norteamericana: el hombre que permitió que Ellos rompieran el equilibrio. No tengo nada que perder…, y quizá tenga mucho que ganar.
    Se echó a reír de una forma un tanto alocada.
    —Qué magnífico blanco iba a ser la división de Robótica, ¿eh, Breckenridge? Tan sólo unos cuantos miles de hombres muertos por una bomba CT capaz de barrer setecientos cincuenta kilómetros cuadrados en un microsegundo. Pero quinientos de esos hombres iban a ser nuestros más grandes científicos. Íbamos a encontrarnos en la peculiar posición de tener que luchar en una guerra sin cerebros, o rendirnos. Creo que nos hubiéramos rendido.
    —Pero eso es imposible. Lynn, ¿me oye? ¿Comprende? ¿Cómo podrían los humanoides pasar nuestros controles de seguridad? ¿Cómo podrían unirse?
    —¡Sin embargo, se están uniendo! Nosotros estamos ayudándoles a hacerlo. Les estamos ordenando que lo hagan. Nuestros científicos visitan el otro lado, Breckenridge. Los visitan regularmente a Ellos. Usted mismo señaló lo extraño que era el que nadie en robótica lo hiciera. Bien, diez de esos científicos siguen todavía allí, y en su lugar, diez humanoides están convergiendo hacia Cheyenne.
    —Esa es una suposición ridícula.
    —Creo que es buena, Breckenridge. Pero no funcionaría a menos que nosotros supiéramos que había humanoides en Estados Unidos, de modo que pudiéramos convocar la conferencia. Es una notable coincidencia el que usted trajera la noticia de la existencia de los humanoides, y sugiriera la conferencia, y sugiriera el orden del día, y esté controlándolo todo, y sepa exactamente cuáles científicos son invitados. ¿Se ha asegurado usted de que los diez correctos han sido incluidos?
    —¡Doctor Lynn! —exclamó Breckenridge, ultrajado. Se lanzó hacia delante.
    —No se mueva —dijo Lynn—. Tengo conmigo un lanzarrayos. Aguardaremos simplemente a que los científicos lleguen aquí, uno por uno. Uno por uno los pasaremos por los rayos X. Uno por uno, los monitorizaremos en busca de radiactividad. Ni siquiera dos de ellos podrán unirse sin haber sido chequeados antes, y si todos los quinientos están limpios, entonces le entregaré a usted mi lanzarrayos y me rendiré. Sólo que creo que encontraremos a los diez humanoides. Siéntese, Breckenridge.
    Ambos se sentaron.
    —Esperaremos —dijo Lynn—. Cuando me sienta cansado, Laszlo me sustituirá. Esperaremos.
    El profesor Manuel Jiménez del Instituto de Estudios Superiores de Buenos Aires estalló mientras el avión estratosférico a reacción en el que viajaba estaba a cinco kilómetros encima del Valle del Amazonas. Fue una simple explosión química, pero fue suficiente como para destruir el avión.
    El doctor Herman Liebowitz del M.I.T. estalló en un monorraíl, matando a veinte personas e hiriendo a otro centenar.
    De manera similar, el doctor Auguste Marin del Instituto Nucleónico de Montreal y otros siete murieron en diversas etapas de su viaje a Cheyenne.
    Laszlo entró en tromba, pálido y tartamudeante, con las primeras noticias de todo ello. Habían pasado solamente dos horas desde que Lynn se había sentado allí, frente a Breckenridge, lanzarrayos en mano.
    —Pensé que estaba usted loco, jefe —dijo Laszlo—, pero tenía razón. Eran humanoides. Tenían que serlo. —Se volvió para mirar con ojos llenos de odio a Breckenridge—. Sólo que fueron avisados. Él les avisó, y ahora no ha quedado ninguno intacto. Ninguno que podamos estudiar.
    —¡Dios Mío! —exclamó Lynn, y en un desesperado frenesí apuntó su lanzarrayos hacia Breckenridge y disparó. El cuello del hombre de Seguridad desapareció; el torso se derrumbó; la cabeza cayó, golpeó sordamente contra el suelo, y rodó sobre sí misma.
    —No lo comprendí —gimió Lynn—. Pensé que era un traidor. Nada más.
    Y Laszlo permaneció inmóvil allí de pie, la boca abierta, incapaz por el momento de hablar.
    —Es cierto, él les avisó —dijo Lynn tensamente—. ¿Pero cómo pudo hacerlo mientras permanecía sentado en esta silla, a menos que estuviera equipado con un radiotransmisor implantado? ¿No lo comprende? Breckenridge había estado en Moscú. El auténtico Breckenridge aún sigue allí. Oh, Dios mío, eran once.
    Laszlo consiguió emitir un ronco gruñido.
    —¿Por qué él no estalló?
    —Estaba demorándose, supongo, para asegurarse de que los otros habían recibido su mensaje y habían resultado destruidos como correspondía. Señor, señor, cuando usted trajo las noticias y me di cuenta de la verdad, temí no poder disparar lo suficientemente rápido. Sólo Dios sabe por cuantos segundos le gané.
    —Al menos —dijo Laszlo temblorosamente—, tenemos uno para estudiar. —Se inclinó y palpó con los dedos el pegajoso liquido que rezumaba de los restos del cuello del decapitado cuerpo.
    No era sangre, sino aceite de máquina de gran calidad.

    Paté de hígado
    No les podría decir mi verdadero nombre aunque quisiera, y dadas las circunstancias, no lo deseo.
    No soy buen escritor, así que he hecho que Isaac Asimov escriba esto en mi lugar. Le he elegido a él por varias razones. Primero, porque es un bioquímico y puede comprender lo que digo; en parte al menos. Segundo, porque sabe escribir; al menos ha publicado bastantes relatos, lo cual puede que no signifique lo mismo, naturalmente.
    No fui yo la primera persona en tener el honor de conocer a la Oca. Ese honor le corresponde a un cosechero de algodón de Texas, llamado Jan Angus MacGregor, que era su dueño antes de que pasara a ser propiedad del Gobierno.
    Hacia el verano de 1955 había mandado una docena de cartas al Ministerio de Agricultura pidiendo una información sobre la incubación de huevos de oca. El Ministerio le envió todos los folletos disponibles que trataban esa cuestión, pero sus cartas se fueron haciendo cada vez más exigentes y aumentaban las referencias a su «amigo» el representante local en el Congreso.
    Mi relación con este asunto radica en que estoy empleado en el Ministerio de Agricultura. Puesto que iba a asistir a un congreso en San Antonio en julio de 1955, mi jefe me pidió que me detuviera en la finca de MacGregor y viera en qué podía ayudarle. Estamos al servicio del público y además habíamos recibido, por fin, una carta del congresista amigo de MacGregor
    El 17 de julio de 1955 vi por primera vez a la Oca. Primero conocí a MacGregor. Tenía unos cincuenta y tantos años, era un hombre alto, de rostro arrugado y lleno de desconfianza. Repasé toda la información que se le había proporcionado; luego le pregunté cortésmente si podía ver sus gansos.
    —No son gansos, señor —replicó—; es una oca.
    —¿Puedo ver esa oca? —pregunté.
    —Lo siento, pero no.
    —Bueno, pues no le puedo ayudar más. Si no se trata mas que de una oca, entonces quiere decir que las cosas van mal. ¿A qué preocuparse por una oca? Cómasela.
    Me levanté y cogí el sombrero.
    —¡Espere! —dijo, y me quedé donde estaba mientras él apretaba los labios y arrugaba los ojos luchando en silencio consigo mismo—. Venga conmigo.
    Salí con él a un corral cercano a la casa, rodeado de alambre de espino, con una verja con cerradura, en donde guardaba su oca: la Oca.
    —Esta es la Oca —dijo.
    Por la forma en que lo dijo pude entender hasta las letras mayúsculas.
    La miré. Parecía una oca corriente, gorda, satisfecha de sí misma e irascible.
    —Y aquí tiene uno de sus huevos —dijo MacGregor—. Lo he tenido en la incubadora. Está igual que estaba —se lo sacó de un amplio bolsillo de su mono de trabajo. Hacía un esfuerzo extraño, como si le costara sostenerlo.
    Fruncí el ceño. Había algo raro en este huevo. Era más pequeño y más esférico de lo normal.
    —Cójalo —dijo MacGregor.
    Alargue la mano y lo cogí. O intente cogerlo. Le calculé un peso que tendría un huevo normal como éste, y se quedó donde estaba. Tuve que hacer más fuerza, y entonces lo levanté.
    Ahora comprendía la extraña manera de sostenerlo de MacGregor. Pesaba casi un kilo.
    Lo contemplé mientras lo sostenía, presionando la palma de mi mano. MacGregor sonrió con acritud.
    —Déjelo caer —dijo.
    Me limité a mirarle, así que él me lo quitó de la mano y lo dejó caer al suelo.
    Produjo un ruido líquido. No se rompió. No hubo derramamiento de clara y de yema. Se quedó tal como había caído, con la parte inferior hundida hacia dentro.
    Lo cogí de nuevo. La cáscara blanca estaba rota por donde el huevo había recibido el golpe. Se habían desprendido varios trozos de cáscara y lo que brillaba dentro tenía un apagado color amarillo.
    Me temblaban las manos. No podía hacer que mis dedos se movieran, pero le quité unos trozos más de cáscara, y contemplé lo amarillo.
    No tenía necesidad de haber ningún análisis. Me lo decía el corazón.
    ¡Ante mí tenía a la mismísima oca!
    ¡A la Oca de los Huevos de Oro! Mi primer problema era lograr que MacGregor se desprendiera de ese huevo de oro. Casi me sentía histérico por ese motivo.
    —Le daré un recibo —dije—. Le garantizo que se le pagará. Haré lo que sea razonable.
    —No quiero que el Gobierno se meta en esto —dijo tercamente.
    Pero yo era el doble de terco, y al final le firmé un recibo; luego me acompañó hasta el coche y estuvo en la carretera siguiéndome con la vista mientras yo me alejaba.

    Mi jefe de sección en el Ministerio de Agricultura es Louis P. Bronstein. Él y yo estamos en buenas relaciones, y sabía que podía explicarle las cosas sin que me tomara por un chiflado. Aun así no quise correr riesgos. Tenía el huevo en mi poder, y cuando llegué a la parte peliaguda del relato me limité a depositarlo sobre la mesa del despacho que había entre él y yo.
    —Se trata de un metal amarillo y podría ser latón —dije—, sólo que no lo es porque no reacciona al ácido nítrico.
    —Debe de ser alguna especie de broma. No es posible otra cosa —dijo Bronstein.
    —¿Una broma en la que se utiliza oro auténtico? Recuerde que cuando vi esto por primera vez, estaba cubierto por completo de una auténtica cáscara de huevo intacta. Ha sido fácil analizar un trozo de la cáscara: no es más que carbonato cálcico.
    Había empezado el Proyecto Oca. Eso fue el 28 de Julio de 1955.
    Para empezar yo fui el investigador responsable y permanecí todo el tiempo como encargado titular, aunque el caso no tardó en desbordar mi cometido.
    Comenzamos con un huevo. Su radio medio era de 35 milímetros (eje mayor de 77 mm y eje menor de 68 mm). La cáscara de oro tenía 2.45 mm de espesor. Al estudiar más tarde otros huevos descubrimos que este espesor era mayor de lo corriente. El espesor medio resultó ser de 2.10 mm.
    Dentro había huevo. Tenía todo el aspecto de un huevo y olía a huevo.
    Analizamos las partes proporcionales, y sus componentes orgánicos resultaron ser bastante normales. La clara era albúmina en un 97%. La yema tenía los componentes normales como vitelina, colesterol, fosfolípido y carotenoide. No teníamos el material suficiente para comprobar si existían vestigios de otros elementos; pero más tarde, con más huevos a nuestra disposición, lo hicimos y no apareció nada anormal en lo que se refiere al contenido de vitaminas, coenzimas, nucleótidos, grupos sulfidril, etc.
    Una importante anomalía que descubrimos enseguida fue el comportamiento del huevo al calentarlo. Una pequeña porción de la yema «endureció» casi inmediatamente. Le dimos un trozo de huevo duro un ratón. Éste sobrevivió.
    Yo probé otro trocito. En realidad, la cantidad era demasiada pequeña para notar el sabor, pero me produjo náuseas. Estoy seguro de que fue aprensión.
    Boris W. Finley, del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Temple -asesor del Ministerio-, revisó estas pruebas.
    —La facilidad con que se alteran las proteínas del huevo con el calor —dijo refiriéndose al huevo duro— indica una desnaturalización parcial en primer lugar; además, considerando la naturaleza de la cáscara, la razón evidente debe atribuirse a una contaminación de metal pesado.
    Así que analizamos una porción de la yema para buscar posibles componentes inorgánicos, y descubrimos que contenía una elevada proporción de iones de cloraurato, que son iones de una sola carga que contiene un átomo de oro y cuatro de cloro, cuyo símbolo es AuCl4 (el símbolo Au del oro se deriva de la palabra latina aurum, oro). Cuando digo que el contenido de iones de cloraurato era elevado quiero decir que era 3,2 por mil, o sea, el 0,32%. Esto es lo bastante elevado como para formar insolubles complejos de «proteínas de oro» que se coagularían fácilmente.
    —Es evidente que este huevo no se puede incubar —dijo Finley—. Ni éste ni ninguno como éste. Está envenenado de metal pesado. El oro puede ser más atractivo que el plomo, pero es igualmente venenoso para las proteínas.
    —Al menos no corre peligro de pudrirse — comenté lúgubremente.
    —Eso es cierto. Ningún bicho que se tenga en estima podría vivir en esa sopa cloraurífera.
    Llegó el análisis espectrográfico final del oro de la cáscara. Era prácticamente puro. La única impureza que se descubrió fue hierro, el cual suponía el 0,23% del total. El contenido de hierro de la yema resultó ser también el doble de lo normal. Por el momento, sin embargo, se dejó a un lado la cuestión del hierro.
    Una semana después de iniciado el Proyecto Oca, se mandó una expedición a Texas. Se sumaron a ellos cinco bioquímicos -el interés se centraba aun en el aspecto bioquímico, como ven-, junto con tres camiones cargados de equipos y un escuadrón de personal del ejército. Yo les acompañé también, naturalmente.
    Tan pronto como llegamos, aislamos la granja de MacGregor del resto del mundo.
    Debo decirles que fue un acierto la serie de medidas de seguridad que tomamos desde el primer momento. Nuestras razones de principio eran erróneas, pero los resultados fueron buenos.
    El Ministerio quería que el Proyecto Oca se mantuviera en secreto, al principio, simplemente porque aún se tenía la idea de que podía ser una complicada broma; y de ser así, no podíamos arriesgarnos a que la prensa nos pusiera en ridículo. Y si no era una broma, no podíamos exponernos a que nos acosaran los periodistas, cosa que acabaría pasando con la dichosa historia de la oca de los huevos de oro.
    Sólo mucho después de comenzado el Proyecto Oca, mucho después de nuestra llegada a la granja de MacGregor, empezaron a vislumbrarse las verdaderas proporciones del problema.
    Naturalmente, a MacGregor no le gustó que se instalaran por toda la finca el personal y el equipo. No le gustó que le dijeran que la Oca era propiedad del Gobierno. Ni le gustó tampoco que le confiscaran todos los huevos que tenía.
    No le gustó, pero lo consintió... si puede llamarse consentir cuando se lleva a cabo la transacción mientras montan una ametralladora en el patio de la granja y diez hombres desfilan por delante a bayoneta calada, mientras prosigue la discusión.
    Naturalmente, se le indemnizó. ¿Que representa el dinero para el Gobierno?
    A la Oca no le gustaron tampoco unas cuantas cosas... por ejemplo, que le hicieran análisis de sangre. No nos atrevimos a anestesiarla por miedo a que se le alterara el metabolismo, así que cada vez que teníamos que hacerle uno, necesitábamos dos hombres para sujetarla. ¿Han intentado alguna vez sujetar a una oca furiosa?
    La Oca fue puesta bajo una vigilancia de veinticuatro horas, con la amenaza de formarle consejo de guerra a todo aquel que permitiera que le pasara algo. Si alguno de los soldados aquellos lee este artículo, puede que tenga la repentina visión de lo que estaba sucediendo. Si es así, probablemente tendrá la sensatez de cerrar la boca y no hablar del asunto. Lo hará, si es que sabe lo que le conviene.
    La sangre de la Oca fue sometida a todas las pruebas concebibles.
    Contenía dos partes por cien mil (el 0,002%) de iones de cloraurato. La sangre tomada de la vena hepática era más rica que el resto, casi cuatro partes por cien mil.
    Finley gruño:
    —El hígado.
    Le tomamos radiografías. En la placa, el hígado era una masa difusa de color gris claro, más claro que el de las vísceras que le rodeaban, porque detenía más los rayos X, dado que contenía mas oro. Los vasos sanguíneos parecían más claros que el mismo hígado y los ovarios eran completamente blancos. Los rayos X no traspasaban en absoluto los ovarios.
    La cosa tenía sentido y Finley expuso el problema, en un primer informe, de la manera más clara que pudo. Mas o menos, el informe venía a decir lo siguiente:
    El ion de cloraurato es sangrado por el hígado, incorporándose a la circulación sanguínea. Los ovarios actúan como una trampa para el ion, donde queda reducido a oro metálico y se sedimenta formando una cáscara alrededor del huevo en desarrollo. En el contenido del huevo en formación penetran concentraciones relativamente elevadas de cloraurato sin reducir.
    No cabe duda de que la Oca aprovecha este proceso como un medio de librarse de los átomos de oro, que, de acumularse en su organismo, la envenenarían irremisiblemente. La excreción mediante la cáscara de huevo puede ser una novedad en el reino animal, incluso un caso único, pero no se puede negar que es lo que mantiene viva la Oca.
    Desgraciadamente, sin embargo, se le está envenenando el ovario hasta el punto de que el animal pone pocos huevos, probablemente los precisos para librarse del oro acumulado, y esos pocos huevos son sin duda alguna inincubables.
    Eso es todo cuanto expuso por escrito, pero dirigiéndose a nosotros, añadió:
    —Esto nos lleva a una pregunta particularmente embarazosa.
    Yo sabía cuál era. Todos lo sabíamos.
    ¿De donde procedía el oro?
    Durante un tiempo no encontramos respuesta alguna, salvo unas cuantas preguntas negativas. No descubrimos oro en el alimento de la Oca, ni había por los alrededores piedrecillas que contuvieran oro, que hubiera podido tragarse. No había ni rastro de oro en el suelo de aquel sector, y los registros a que sometimos la casa y los terrenos no revelaron nada. No había monedas de oro, ni joyas, vajillas, relojes, ni nada de oro. Ni siquiera había nadie en la granja que tuviera una muela de oro.
    Estaba el anillo de boda de la señora MacGregor, naturalmente, pero sólo tuvo uno en su vida y lo llevaba puesto.
    Entonces, ¿de dónde procedía el oro?
    La respuesta empezó a vislumbrarse el 16 de agosto de 1955.
    Albert Nevis, de Purdus, le estaba introduciendo un tubo gástrico a la Oca -otro procedimiento al que el animal se oponía enérgicamente- con la idea de analizar el contenido de su aparato digestivo. Era una de nuestras búsquedas rutinarias de oro exógeno.
    Encontró oro, pero sólo rastros; y todas las razones hacían suponer que esos rastros habían acompañado a las secreciones digestivas y, por lo tanto, debían de ser de origen endógeno, es decir, interno.
    Sin embargo, se descubrió algo más, o la ausencia de algo, al menos.
    Entonces fue cuando entró Nevis en el despacho de Finley, en el alojamiento personal que habíamos levantado casi de la noche a la mañana cerca del corral.
    —La Oca tiene un empobrecimiento de pigmento biliar. El contenido del duodeno carece casi por completo.
    —La función del hígado debe de estar bloqueada por completo a causa de la concentración de oro. Probablemente no segrega bilis —dijo Finley frunciendo el ceño.
    —Sí segrega bilis —dijo Nevis—. Los ácidos biliares están presentes en cantidad normal. O casi normal. Son únicamente los pigmentos biliares los que faltan. He hecho un análisis fecal que lo confirma. No hay pigmentos biliares.
    Permítanme que les explique algo al respecto. Los ácidos biliares son esteroides que el hígado segrega en la bilis, y los vierte por este conducto en el extremo superior del intestino delgado. Estos ácidos biliares son moléculas parecidas a los detergentes, que ayudan a emulsionar las grasas de nuestra alimentación -o las de la Oca- y las distribuyen por todo el contenido acuoso del intestino en forma de gotas diminutas. Esta distribución, a homogenización, si lo prefieren, hace que resulte más fácil digerir las grasas.
    Los pigmentos biliares, las sustancias de que carecía la Oca, son algo completamente distinto. El hígado los fabrica con hemoglobina, la proteína roja de la sangre que transporta el Oxígeno. La hemoglobina, cansada, se rompe en el hígado y se separa la parte hemo. El hemo está formado por una molécula cuadrada llamada porfirina, con un átomo de hierro en el centro. El hígado coge el hierro y lo almacena para usarlo más tarde; luego rompe la molécula cuadrada que queda. Esta porfirina rota es el pigmento biliar. Tiene un color marrón o verdoso -según los cambios químicos posteriores-, y se recoge en la bilis.
    Los pigmentos biliares no son de utilidad para el cuerpo. Van a parar a la bilis como productos de desecho. Pasan a través de los intestinos y salen con las heces. De hecho, los pigmentos biliares son responsables del color de las heces.
    A Finley empezaron a iluminársele los ojos.
    —Parece como si el catabolismo de la porfirina —dijo Nevis— no siguiera su curso en el hígado. ¿No le parece a usted?
    —Por supuesto que sí. A mí también me lo parecía.
    Se produjo una tremenda excitación. Ésta era la primera anomalía del metabolismo no relacionada directamente con el oro que habíamos encontrado en la Oca.
    Hicimos una biopsia del hígado (lo que significa que le practicamos un pequeño agujero cilíndrico a la Oca hasta el hígado). A la Oca le dolió, pero no le causó ningún perjuicio grave. Le tomamos también más muestras de sangre.
    Esta vez aislamos la hemoglobina de la sangre, así como pequeñas cantidades de citocromos, de muestras de nuestros propios hígados (los citocromos son enzimas oxidantes que contienen hemo). Separamos el hemo y, en una solución ácida, precipitó parcialmente en forma de una sustancia brillante de color anaranjado. Hacia el 22 de agosto de 1955, teníamos cinco microgramos de ese compuesto.
    Esta sustancia anaranjada era parecida al hemo. Separamos el hemo y, en una solución puede aparecer en forma de un ion ferroso de doble carga (Fe++) o de un ion ferroso de triple carga (Fe+++); en este último caso el compuesto se llama hematina (por cierto, ferroso y férrico provienen de la palabra latina ferrum, hierro).
    El compuesto anaranjado que habíamos separado del hemo tenía la correcta proporción de porfirina de la molécula, pero el metal que había en el centro era oro; para ser exactos, tenia un ion áurico de triple carga (Au+++). Llamamos a este compuesto auremo, que es sencillamente la abreviación de hemo áurico.
    El auremos era el primer compuesto orgánico que se descubría cuyo contenido estaba formado por oro producido naturalmente. En circunstancias normales, el hecho habría merecido los primeros titulares informativos en el mundo de la bioquímica. Pero ahora eso no significaba nada; absolutamente nada, en comparación con los más amplios horizontes que abría su mera existencia.
    Al parecer, el hígado no estaba rompiendo el hemo para formar pigmentos biliares. Al contrario, lo estaba convirtiendo en auremo; estaba sustituyendo el hierro por oro. El auremo, en equilibrio con el ion de cloraurato, en la corriente sanguínea y llegaba hasta los ovarios, en donde el oro se separaba, desprendiéndose de la porción de porfirina de la molécula mediante algún mecanismo todavía no identificado.
    Posteriormente, los análisis mostraron que el 29% del oro contenido en la sangre de la Oca iba en el plasma en forma de iones de cloraurato. El 71% restante lo transportaban los corpúsculos rojos de la sangre en forma de auremoglobina. Se hizo un intento de administrarle a la Oca cantidades minúsculas de oro radiactivo para captar la radiactividad en el plasma y en los corpúsculos, y ver la rapidez con que se sedimentaban las moléculas de auremoglobina en los ovarios. Nos parecía que la auremoglobina se depositaría más lentamente que los iones de cloraurato disuelto en el plasma.
    Sin embargo, el experimento fracasó, ya que no detectamos radiactividad alguna. Lo achacamos a la inexperiencia, ya que ninguno de nosotros era experto en isótopos, lo cual fue una lástima, ya que este resultado negativo era altamente significativo, y por no darnos cuenta de ello perdimos varias semanas.
    La auremoglobina, naturalmente, no servía para transportar oxígeno, pero sólo suponía un 0,1% de la hemoglobina total de las células rojas de la sangre; por tanto, no había interferencias con la respiración de la Oca.
    Esto dejaba aún en pie la cuestión de la procedencia del oro; fue Nevis el que hizo por primera vez la sugerencia adecuada.
    —Puede —dijo en una reunión que celebramos la noche del 25 de agosto de 1955— que la Oca no sustituya el hierro por oro. Quizás lo que hace es transformar el hierro en oro.
    Antes de conocer a Nevis personalmente aquel verano, me era familiar a través de sus publicaciones -su especialidad es la química biliar y el funcionamiento del hígado-, y le había considerado siempre como una persona cautelosa, de ideas claras. Casi demasiado cauto. Ni por un instante se le podía considerar capaz de hacer una afirmación semejante, tan completamente ridícula.
    Esto sólo demuestra la desesperación y la desmoralización que reinaba en el Proyecto Oca. La desesperación se debía al hecho de que no había ningún sitio, literalmente hablando, de donde pudiera proceder el oro. La Oca excretaba oro en un promedio de 38,9 gramos diarios y lo había estado haciendo durante un periodo de meses. Ese oro debía proceder de algún sitio y al fallar esto -al fallar por completo-, tenía que producirlo de lo que fuera.
    La desmoralización que nos condujo a considerar la segunda variante era debida al simple hecho de que estábamos cara a cara con la Oca de los Huevos de Oro; con la mismísima Oca. Visto así cualquier cosa era posible. Todos nosotros estábamos viviendo en un mundo de cuento de hadas, y todos reaccionamos perdiendo el sentido de la realidad.
    Finley consideró seriamente la posibilidad.
    —En el hígado —dijo— entra hemoglobina y sale un poco de auremoglobina. La única impureza que contiene la cáscara de oro de los huevos es hierro. La yema sólo es rica en dos cosas; en oro, por supuesto, y también, no se sabe cómo, en hierro. Todo esto parece tener una especie de sentido, pero espantosamente dislocado. Vamos a necesitar ayuda, muchachos.
    Así fue, y eso significó una tercera etapa en la investigación. La primera etapa había consistido solamente en mi primera intervención. La segunda fue la intervención del grupo de bioquímicos. La tercera, la mayor, la más importante de todas, supuso una invasión de físicos nucleares.

    El 5 de septiembre de 1955 llegó John L. Billings, de la Universidad de California. Traía consigo un reducido equipo que se incrementó durante las semanas subsiguientes. Se pusieron a levantar más barracones provisionales. Estaba viendo que al cabo de un año íbamos a tener todo un instituto de investigación construido alrededor de la Oca.
    Billings se unió a nuestra conferencia la noche del 5.
    Finley le puso al corriente, y dijo:
    —Existen numerosos y graves problemas relacionados con la idea de la transformación del hierro en oro. Por una parte, la cantidad total del hierro en la Oca sólo puede ser del orden del medio gramo; sin embargo, elabora diariamente casi cuarenta gramos de oro.
    Billings, que poseía una voz alta y clara, dijo:
    —Existe un problema aún mas grave. El hierro se encuentra casi en lo más bajo de la escala de pérdida de masa. El oro está muy por encima. Convertir un gramo de hierro en un gramo de oro consume casi la misma energía que la producida con la fisión de un gramo de U-235.
    —Le dejo a usted ese problema —dijo Finley encogiéndose de hombros.
    —Déjeme pensarlo —repuso Billings.
    Hizo algo mas que pensarlo. Una de las cosas que llevó a cabo fue aislar muestras frescas de hemo de la Oca, reducirlas a cenizas y enviar el óxido de hierro a Brookhaven para que le hicieran un análisis isotópico. No había una razón especial para hacer eso. Era simplemente una más entre las muchas investigaciones individuales, pero fue la que dio resultado. Cuando llegaron las cifras, Billings se atragantó al verlas.
    —Aquí no hay Fe56 — dijo.
    —¿Que me dice de los otros isótopos? —preguntó Finley inmediatamente.
    —Están todos —contesto Billings— en las proporciones relativas adecuadas, pero no se encuentra el Fe56.
    Tengo que dar explicaciones otra vez: el hierro, tal como se encuentra en su estado natural, esta compuesto de cuatro isótopos diferentes. Estos isótopos son variedades de átomos que difieren unos de otros en el peso atómico. Los átomos de hierro con un peso atómico de 56, o Fe56, constituyen el 91,6% de todos los átomos de hierro. Los demás átomos tienen pesos de 54, 57 y 58.
    El hierro procedente del hemo de la Oca estaba constituido sólo de Fe54, Fe57 y Fe58. La consecuencia era evidente. El Fe56 estaba desapareciendo mientras que los otros isótopos no. Y esto significaba que se estaba produciendo una reacción nuclear. Una reacción nuclear podía tomar un isótopo y dejar los otros. Una reacción química corriente, cualquiera que fuese, tendría que distribuir todos los isótopos más o menos de la misma manera.
    —Pero eso es energéticamente imposible —dijo Finley.
    Lo dijo en broma, pensando en la observación inicial de Billings. Como bioquímicos, sabíamos de sobra que en el cuerpo se producen muchas reacciones que requieren una cantidad de energía, y que esto se soluciona acoplando la reacción que necesita la energía a una reacción que la produce.
    Las reacciones químicas desprenden o absorben unas pocas kilocalorías por Mol. En cambio, las reacciones nucleares desprenden o absorben millones. Así que para proporcionar energía a una reacción nuclear se requería la presencia de una segunda reacción nuclear productora.
    Estuvimos dos días sin ver a Billings. Cuando volvió, fue para decir:
    —Vean. La reacción productora de energía debe producir, por cada nucleón que intervenga, exactamente la misma cantidad de energía que vaya a utilizar la reacción consumidora. Si la energía producida fuese ligeramente escasa, entonces la reacción total no se realizaría. Y si produjera tan sólo un poco más, entonces, considerando el número astronómico de nucleones que intervienen en una reacción, el exceso de energía producida volatilizaría a la Oca en cuestión de un segundo.
    —¿Entonces? —preguntó Finley.
    —Entonces, el número de reacciones posibles es muy limitado. Sólo he podido encontrar un sistema aceptable. El Oxígeno-18, si se convirtiera en Hierro-56, produciría suficiente energía para transformar el Hierro-56 en Oro-197. Es como bajar una pendiente de una montaña rusa y luego subir la otra. Tendremos que comprobar esto.
    —¿Cómo?
    —Para empezar, analizaremos la composición isotópica del Oxígeno de la Oca.
    El Oxígeno está compuesto por tres isótopos estables, casi todo O16. El O18 constituye sólo un átomo de Oxígeno por cada 250.
    Tomamos otra muestra de sangre. Destilamos en el vacío el agua que contenía y la sometimos al espectrógrafo de masas. Contenía O18, pero sólo un átomo de Oxígeno por cada 1300. El 80 por ciento de O18 que esperábamos encontrar no estaba.
    —Eso constituye una prueba concluyente —dijo Billings—. Consume Oxígeno-18. A la Oca se le suministra constantemente O18 con la comida y el agua, pero lo consume por completo. Produce Oro-197. El Hierro-56 es un intermediario y, puesto que la reacción que consume el Hierro-56 es más rápida que la que lo produce, no tiene oportunidad de alcanzar una concentración importante y el análisis isotópico revela su ausencia.
    No estábamos satisfechos, así que lo intentamos de nuevo. Tuvimos a la Oca a base de agua enriquecida con O18 durante una semana. La producción de oro aumentó casi inmediatamente. Al final de la semana producía 45,8 gramos, mientras que el contenido de O18 del agua de su cuerpo seguía siendo el de antes.
    —No hay duda al respecto —dijo Billings. Dio un golpe con el lápiz y se puso en pie—. Esa Oca es un reactor nuclear viviente.
    La Oca constituía evidentemente una mutación. Una mutación suponía la existencia de radiación, entre otras cosas, y la radiación hacia pensar en las pruebas nucleares realizadas en 1952 y 1953 a varios cientos de millas del emplazamiento de la granja de MacGregor.
    Dudo que en ningún momento de la historia de la Era Atómica se haya analizado tan completamente la radiación ambiente y se haya cribado con tanta insistencia el contenido radiactivo del suelo.
    Se estudiaron los informes anteriores. No importaban lo secretos que fueran. Por entonces, el Proyecto Oca había obtenido la más alta prioridad que jamás haya existido. Incluso se analizaron los informes meteorológicos para poder seguir la dirección de los vientos durante la época de las pruebas nucleares.
    Se descubrieron dos cosas:
    Primero: la radiación ambiente en la granja era un poquito más alta de lo normal. Me apresuro a añadir que ese poco de ningún modo podía resultar perjudicial. Había indicios, sin embargo, de que en la época del nacimiento de la Oca, la granja había estado bajo la influencia de las últimas ramificaciones de, por lo menos, dos lluvias radiactivas. Nada realmente perjudicial, me apresuro a añadir otra vez.
    Segundo: la Oca era la única entre todos los gansos de la granja y, de hecho, el único de entre todos los seres vivos de la granja que pudimos analizar, incluidas las personas, que demostró no poseer radiactividad alguna. O lo diré de otra manera: en todas las cosas se encuentran vestigios de radiactividad; es lo que se llama radiactividad ambiente. Pero en la Oca no encontramos ninguno.
    Finley envió un informe el 6 de diciembre de 1955, en el que decía más o menos lo que sigue:
    La Oca es una mutación de lo más extraordinario, originada por un ambiente de alto nivel radiactivo, el cual suele facilitar en seguida las mutaciones en general, e hizo que ésta en particular resultara beneficiosa.
    La Oca tiene sistemas de enzimas capaces de catalizar varias reacciones nucleares. No se sabe si el sistema de enzimas consiste en una enzima o más de una. No se sabe nada sobre la naturaleza de las enzimas en cuestión. Tampoco podemos adelantar ninguna teoría sobre como una enzima puede catalizar urea reacción nuclear, ya que esto supone interacciones particulares con fuerza de magnitud cinco veces más elevadas que las que ocurren en las reacciones químicas ordinarias comúnmente catalizadas por las enzimas.
    El cambio nuclear total es de Oxígeno-18 a Oro-197. El Oxígeno-18 es muy abundante en el ambiente, está presente en considerable cantidad en el agua y en todos los alimentos orgánicos. El Oro-197 es expulsado a través de los ovarios. Un elemento conocido intermedio es el Hierro-56, y el hecho de que la auremoglobina se forme durante el proceso nos lleva a sospechar que la enzima o enzimas que intervienen en dicho proceso pueden tener hemo como grupo prostético.
    Se han dedicado serios estudios al valor que este cambio nuclear total pueda tener en la Oca. El Oxígeno-18 no le es perjudicial y le resulta difícil desprenderse del Oro-197, que es potencialmente venenoso y causa de su esterilidad. Su formación puede ser posiblemente un medio de evitar un daño mayor. Este daño...
    Si se limitan a leerlo en el informe, amigos míos, tienen la impresión de que todo se desarrollaba en un ambiente tranquilo, casi de meditación. En realidad, nunca había visto a un hombre que estuviera tan cerca de la apoplejía y sobreviviera, como Billings cuando tuvo delante nuestros experimentos sobre el oro radiactivo de que les he hablado anteriormente: aquellos en los que descubrimos la carencia de radioactividad de la Oca, cosa que nos llevó a desechar los resultados por parecernos absurdos.
    Infinidad de veces nos preguntó como pudimos considerar sin importancia el hecho de haber perdido radiactividad.
    —Son ustedes como aquel aprendiz de periodista —dijo— que le mandaron a hacer la crónica de una boda de sociedad y al volver dijo que no había noticia porque el novio no se había presentado. Han administrado ustedes a la Oca oro radiactivo y lo han perdido. No sólo eso, no han logrado detectar radiactividad natural en la Oca. Ni Carbono-14. Ni Potasio-40. Y lo han considerado ustedes una falla.
    Empezamos a administrarle a la Oca isótopos radiactivos con el alimento. Al principio con precaución, pero antes de finales de enero de 1965, se los dábamos ya a paletadas.
    La Oca siguió sin indicios de radiactividad.
    —Eso significa —dijo Billings— que este proceso nuclear de la Oca catalizado por enzimas convierte cualquier isótopo inestable en un isótopo estable.
    —Muy práctico —dije.
    —¿Práctico? Es algo maravilloso. Es la defensa perfecta contra la Era Atómica. Escuche, la conversión del Oxígeno-18 en Oro-197 debería liberar ocho y pico positrones por cada átomo de Oxígeno. Eso significa ocho y pico rayos gamma tan pronto como cada positrón se aparee con un electrón. Y no le hemos encontrado rayos gamma tampoco. La Oca debe ser capaz de absorber los rayos gamma con toda impunidad.
    Sometimos a la Oca a los rayos gamma. Al aumentarle el nivel, la Oca presentó una ligera fiebre y nos detuvimos llenos de pánico. Pero era una simple calentura, no la enfermedad de la radiación. Paso un día, bajó la fiebre, y la Oca estaba como nueva.
    —¿Comprenden ustedes lo que tenemos? —preguntó Billings.
    —Una maravilla científica —replicó Finley— Hombre, ¿No ve usted las aplicaciones prácticas? Si pudiéramos descubrir el mecanismo y reproducirlo en el tubo de ensayo, habríamos logrado el método perfecto para la eliminación de cenizas radiactivas. El inconveniente más importante que nos impide llevar adelante una economía atómica total son los quebraderos de cabeza de no saber qué hacer con los isótopos radiactivos residuales. El librarse de ellos haciéndoles ir a parar a grandes tanques de un preparado enzimático sería ideal. Descubran el mecanismo, señores, y podrán dejar de preocuparse por las lluvias radiactivas. Encontraríamos una protección contra la enfermedad de la radiación. Y modifiquen el mecanismo de algún modo, y podremos obtener ocas que excreten cualquier elemento que necesitemos. ¿Que les parecería cáscaras de huevo de Uranio-235?
    ¡El mecanismo! ¡El mecanismo! Estábamos allí sentados, todos nosotros, contemplando a la Oca.
    Si al menos se pudieran incubar los huevos... Si pudiéramos obtener una casta de gansos reactores nucleares.
    —Tiene que haber sucedido ya alguna vez —dijo Finley—. Las leyendas sobre esos gansos han debido empezar de algún modo.
    —¿Quiere esperar? —preguntó Billings.
    Si tuviéramos ocas de este tipo en grandes cantidades podríamos empezar a abrir unas cuantas. Podríamos estudiar sus ovarios. Podríamos preparar láminas de tejidos y homogenizados de tejidos.
    Puede que no sirviera de nada. El tejido de biopsia del hígado no reaccionó al Oxígeno-18 bajo ninguna de las condiciones en que lo intentamos.
    Pero entonces podríamos rociar de Oxígeno-18 un hígado intacto. Podríamos estudiar embriones intactos, esperar a que uno desarrollara el mecanismo.
    Pero con una oca nada más no podíamos hacer nada de eso.
    No nos atreveríamos a matar a la Oca de los Huevos de Oro.
    El secreto estaba en el hígado de esa oca bien cebada.
    —¡Hígado de oca gorda! ¡Paté de foie gras!
    ¡Para nosotros no era ninguna exquisitez!
    —Necesitamos una sugerencia —dijo Nevis pensativo—. Una salida radical. Una idea que sea decisiva.
    —Con decirlo no lo vamos a encontrar —dijo Billings desalentado.
    Y en un pobre intento de hacer un chiste, dije yo:
    —Podríamos anunciarlo en los periódicos —y eso me dio una idea—. ¡Ciencia ficción! —exclamé.
    —¿Que? —dijo Finley.
    —Miren, las revistas de ciencia ficción publican artículos en plan de broma. Los lectores lo consideran divertido. Se sienten interesados.
    Les hablé de numerosos artículos que había escrito Asimov y que yo había leído. La atmósfera era de fría desaprobación.
    —Ni siquiera quebrantaríamos las medidas de seguridad —dije—, porque nadie lo creerá. Les conté la vez que en 1944, escribió Cleve Cartmill un relato describiendo la bomba atómica un año antes de la primera experiencia nuclear y el FBI mantuvo la calma.
    —Y los lectores de ciencia ficción tienen ideas —dije—. No les subestimen. Aunque ellos estén convencidos de que es un artículo escrito en broma, enviarán sus opiniones al editor. Y puesto que a nosotros no se nos ocurre nada puesto que estamos en un callejón sin salida, ¿qué podemos perder?
    Pero seguían sin aceptarlo. Así que añadí:
    —Y ustedes lo saben... la Oca no vivirá eternamente.
    No sé por qué, pero eso fue lo que hizo efecto. Tuvimos que convencer a Washington; luego me puse en contacto con John Campbell, editor de la revista, y él habló con Asimov.
    Ahora el artículo está escrito. Lo he leído, lo apruebo y les ruego a todos ustedes que no lo crean. No, por favor.
    Solo que...
    ¿Se les ocurre alguna idea?

    Galeote
    U.S. Robots & Mechanical Men Inc., como demandados en el pleito, tuvieron la suficiente influencia para forzar un juicio a puerta cerrada y sin jurado.
    Tampoco la Universidad del Nordeste intentó impedirlo con demasiada intensidad. Los fideicomisarios sabían perfectamente bien cómo reaccionaría la gente ante cualquier asunto que implicase una mala conducta por parte de un robot, pese a lo rara que esa conducta pudiese ser. También tenían una noción claramente visualizada de cómo un alboroto anti-robot podía convertirse, sin la menor advertencia, en una algarada contra la ciencia.
    El Gobierno, representado en este caso por el magistrado Harlow Shane, se mostraba igualmente ansioso de que aquel lío terminara lo más discretamente posible. Tanto U.S. Robots como el mundo académico eran mala gente para ponerse en contra de ellos.
    El magistrado Shane dijo:
    —Caballeros, puesto que ni la Prensa ni el público ni el jurado están presentes, evitemos al máximo los formulismos y vayamos en seguida a los hechos.
    Sonrió envaradamente al decir esto, tal vez sin grandes esperanzas de que su requerimiento llegara a ser efectivo, y se ajustó bien la toga para poderse sentar con comodidad. Su rostro era placenteramente rubicundo con una barbilla redondeada y suave, una nariz ancha y unos ojos claros y bastante separados. En conjunto, no resultaba una cara con mucha majestuosidad judicial, y el juez lo sabía.
    Barnabas H. Goodfellow , profesor de Física en la Universidad del Nordeste, fue el primero en prestar juramento, realizando la usual promesa solemne con una expresión que no se avenía muy bien con su apellido.
    Después de las usuales preguntas de apertura de gambito, el fiscal se metió profundamente las manos en los bolsillos y dijo:
    —¿Cuándo fue eso, profesor, cuando el asunto del posible empleo del Robot EZ-27 fue llevado a su atención y cómo?
    El pequeño y anguloso rostro del profesor Goodfellow se cristalizó en una expresión de incomodidad, escasamente más benevolente que aquella otra a la que había remplazado.
    Dijo:
    —He mantenido contacto profesional y algunas relaciones sociales con el doctor Alfred Lanning, director de investigaciones de U.S. Robots. Me mostré dispuesto a escuchar con cierta tolerancia cuando recibí una sugerencia más bien extraña por su parte, el tres de marzo del año pasado...
    —¿De 2033?
    —Eso es.
    —Perdone mi interrupción. Haga el favor de continuar.
    El profesor asintió heladamente, frunció el ceño para fijar los hechos en su mente y comenzó a hablar.
    El profesor Goodfellow se quedó mirando al robot con cierta aprensión. Había sido transportado a la sala de suministros del sótano en un embalaje, de acuerdo con las reglamentaciones gubernamentales para el envío de robots de un lugar a otro de la superficie de la Tierra.
    Sabía lo que estaba en marcha; no se trataba de que no se encontrase preparado. Desde el momento de la primera llamada telefónica por parte del doctor Lanning, se había sentido captado por la persuasión del otro y ahora, como un resultado del todo inevitable, se encontraba cara a cara con un robot.
    Parecía desusadamente grande y estaba allí de pie a una distancia al alcance de la mano.
    Alfred Lanning lanzó por su parte una dura mirada al robot, como para asegurarse de que no había sufrido ningún daño durante el traslado. Luego volvió sus feroces cejas y su melena de blanco cabello en dirección del profesor.
    —Éste es Robot EZ-27, el primero de su modelo en estar disponible para uso público.
    Se volvió hacia el robot.
    —Éste es el profesor Goodfellow, Easy.
    Easy habló de manera impasible, pero de una forma tan repentina que el profesor se sobresaltó.
    —Buenas tardes, profesor.
    Easy media más de dos metros de altura y tenía las proporciones generales de un hombre, lo cual siempre constituía la primera motivación para la venta en U.S. Robots. Eso, y la posesión de las patentes básicas del cerebro positrónico, les concedía un auténtico monopolio sobre los robots y un cuasi-monopolio también en lo que se refería a los ordenadores en general.
    Los dos hombres que desembalaron al robot ya se habían ido y el profesor paseó la mirada desde Lanning al robot y luego otra vez a Lanning.
    —Estoy seguro de que inofensivo.
    Pero no parecía traslucir tanta seguridad.
    —Más inofensivo que yo mismo —añadió Lanning—. Yo me puedo ver impulsado a golpearle. Pero Easy no. Supongo que conoce las Tres Leyes de la Robótica.
    —Sí, naturalmente.
    —Se hallan incorporadas a los patrones positrónicos del cerebro y deben ser observadas. La Primera Ley, la primera regla de la existencia robótica, protege la vida y el bienestar de todos los seres humanos.
    Hizo una pausa, se frotó la mejilla y añadió:
    —Se trata de algo de lo que nos agradaría mucho poder persuadir a la Tierra, si está en nuestra mano.
    —Sólo se trata de su formidable aspecto.
    —Naturalmente. Pero sea el que sea su aspecto, tendrá que convenir en que es útil.
    —No estoy seguro de en qué manera lo sea. Nuestras conversaciones no han sido demasiado provechosas en este aspecto. De todos modos, me mostré de acuerdo en mirar el objeto y eso es lo que estoy haciendo.
    —Vamos a hacer algo más que mirar, profesor. ¿Ha traído un libro?
    —En efecto.
    —¿Puedo verlo?
    El profesor Goodfellow alargó la mano sin llegar a apartar los ojos de aquella forma metálica con aspecto humano que tenía delante de él. Del maletín que se hallaba a sus pies retiró un libro.
    Lanning alargó la mano hacia él y leyó su lomo:
    —«Química física de los electrolitos en solución». Muy bien, señor. Lo ha elegido usted mismo y al azar. Este texto en particular no ha sido en absoluto una sugerencia mía, ¿no es verdad?
    —Sí.
    Lanning le pasó el libro al Robot EZ-27.
    El profesor dio un pequeño salto.
    —¡No! ¡Se trata de un libro muy valioso!
    Lanning alzó las cejas y éstas adoptaron el aspecto de un peludo escarchado de coco.
    Dijo:
    —Easy no tiene la menor intención de romper el libro en dos para realizar una exhibición de su fuerza, se lo aseguro. Puede manejar un libro con tanto cuidado como usted o como yo. Adelante, Easy.
    —Gracias, señor —replicó Easy.
    Luego, volviendo ligeramente su masa metálica, añadió:
    —Con su permiso, profesor Goodfellow.
    El profesor se lo quedó mirando.
    Luego dijo:
    —Sí, sí... De acuerdo.
    Con una lenta y firme manipulación de los dedos metálicos, Easy volvió las páginas del libro, mirando la página izquierda y luego la derecha; volviendo la página, lanzando una ojeada a la izquierda y después a la derecha; volviendo la página y realizando la misma maniobra durante minutos y minutos.
    La sensación de su potencia pareció convertir en un enano incluso aquella sala de paredes de cemento en la que se encontraban y reducir a los observadores humanos a algo considerable menor en aspecto a su tamaño real.
    Goodfellow musitó:
    —La luz no es muy buena.
    —Lo conseguirá.
    Luego, más bien de forma brusca:
    —Pero, ¿qué está haciendo?
    —Paciencia, señor.
    En su momento, se volvió la última página.
    Lanning preguntó:
    —¿Y bien, Easy?
    El robot dijo:
    —Es un libro bastante esmerado y existen pocas cosas que pueda señalar. En la línea 22 de la página 27, la palabra «positivo» tiene una errata y dice «poistivo». La coma de la línea 6 de la página 32 es superflua, mientras que se debería haber puesto una en la línea 13 de la página 54. El signo más en la ecuación XIV-2 de la página 337 debería ser un signo menos, para adecuarse de forma congruente con las ecuaciones anteriores...
    —¡Espera! ¡Espera! —gritó el profesor—. ¿Qué está haciendo?
    —¿Haciendo? —le hizo eco Lanning, presa de una súbita irascibilidad—. ¡Nada de eso, hombre, ya lo ha hecho! ¡Ha hecho las veces de corrector tipográfico y técnico de ese libro!
    —¿Que ha hecho de lector de pruebas?
    —Sí. En el breve tiempo que le ha tomado volver todas esas páginas, ha captado cualquier tipo de errata tipográfica, gramatical o de puntuación. Ha observado los errores en el orden de los vocablos y detectado las posibles incongruencias. Y también conservará la información, palabra por palabra, de manera indefinida.
    Al profesor se le había quedado la boca abierta. Se alejó con la mayor rapidez de Lanning y de Easy. Dobló los brazos encima del pecho y se los quedó mirando.
    Finalmente dijo:
    —¿Se refiere a que este robot es un corrector de galeradas?
    Lanning asintió.
    —Entre otras cosas.
    —Pero, ¿por qué me lo enseña?
    —Para que me ayude a persuadir a la Universidad para que lo compre y lo emplee.
    —¿Como corrector?
    —Entre otras cosas —repitió con paciencia Lanning.
    El profesor arrugó su alargado rostro en una especie de ácida incredulidad.
    —¡Pero esto es ridículo!
    —¿Por qué?
    —La Universidad nunca podrá permitirse el comprar esta medio tonelada, si ése es por lo menos su peso, esta medio tonelada como corrector de galeradas de imprenta.
    —El corregir pruebas no es todo lo que puede hacer. También prepara informes de unos antecedentes suministrados, rellena formularios, sirve como un exacto registro de datos, de expedientes académicos.
    —¡Naderías!
    Lanning dijo:
    —En absoluto, como le demostraré dentro de un instante. Pero creo que podríamos discutir esto con mayor comodidad en su despacho, si no tiene nada que objetar.
    —No, naturalmente que no —comenzó el profesor mecánicamente y dio medio paso como si se fuese a darse la vuelta.
    Luego prosiguió:
    —Pero ese robot... No podemos quedarnos con el robot. De veras, doctor, deberá hacer que lo embalen de nuevo.
    —Hay tiempo de sobras. Podemos dejar a Easy aquí.
    —¿Sin que nadie lo vigile?
    —¿Y por qué no? Sabe que está aquí para quedarse. Profesor Goodfellow, es necesario que entienda que un robot es mucho más de fiar que un ser humano.
    —Yo sería el responsable de cualquier daño que...
    —No habrá ninguna clase de daños. Se lo garantizo. Mire, ya no son horas de trabajo. Me imagino que espera que no haya nadie por aquí hasta mañana por la mañana. El camión y mis hombres están afuera. U.S. Robots asumirá cualquier responsabilidad que pueda presentarse. Pero no habrá ninguna. Si lo desea, llámelo una demostración de lo fiable que es el robot.
    El profesor permitió que lo sacasen del almacén. Pero tampoco se encontró muy cómodo en su despacho, situado cinco pisos más arriba.
    Se enjugó con un pañuelo blanco la hilera de gotitas que perlaban la mitad inferior de su frente.
    —Como sabe muy bien, doctor Lanning, existen leyes contra el empleo de robots en la superficie de la Tierra —apuntó en primer lugar.
    —Las leyes, profesor Goodfellow, no son algo sencillo. Los robots no pueden usarse en las obras públicas o en el interior de estructuras privadas, excepto bajo ciertas limitaciones que, por lo general, convierten las cosas en algo prohibitivo. Sin embargo, la Universidad es una gran institución de propiedad privada que, por lo común, recibe un tratamiento preferente. Si el robot se emplea sólo en una sala específica y sólo para fines académicos, si se observan otras reglamentaciones y si los hombres y mujeres que, de forma ocasional, penetren en la estancia cooperan de manera total, podríamos permanecer dentro de la ley.
    —¿Pero, tantos problemas sólo para hacer de corrector de galeradas?
    —Las utilizaciones podrían ser infinitas, profesor. Hasta ahora, el trabajo de los robots sólo se ha empleado para aliviar los trabajos pesados. ¿Pero no existe algo parecido en lo que se refiere a los trabajos duros mentales? Cuando un profesor, que es capaz de los mayores pensamientos creativos, se ve forzado a pasar penosamente dos semanas comprobando las erratas de unas pruebas de imprenta, y yo le ofrezco una máquina que efectúa lo mismo en sólo treinta minutos, ¿podemos llamar a eso una cosa baladí?
    —Pero el precio...
    —No necesita preocuparse por el precio. Usted no puede comprar el EZ-27. U.S. Robots no vende sus productos. Pero la Universidad puede alquilar el EZ-27 por mil dólares al año, algo considerablemente más barato que una grabación continua de un solo espectrógrafo de microondas.
    Goodfellow parecía asombrado. Leanning se aprovechó de su ventaja y añadió:
    —Sólo le pido que presente el caso a cualquier grupo que sea el que tome aquí las decisiones. Me agradaría mucho poder hablarles en el caso de que deseen mayor información.
    —Está bien —replicó Goodfellow con tono dubitativo—. Lo presentaré ante la reunión del Consejo de la semana próxima. De todos modos, no le puedo prometer aún nada definitivo al respecto.
    —Naturalmente —contestó Lanning.
    El fiscal de la acusación era bajo, rechoncho y se mantenía en pie más bien de forma portentosa, una postura que tenía el efecto de acentuar su doble papada. Se quedó mirando al profesor Goodfellow, una vez que hubo prestado testimonio, y dijo:
    —Se mostró de acuerdo demasiado aprisa, ¿no es verdad?
    El profesor respondió con gran brío:
    —Supongo que estaba ansioso por desembarazarse del doctor Lanning. Me hubiera mostrado de acuerdo con cualquier cosa.
    —¿Con intención de olvidarse de todo una vez se hubiera marchado?
    —Bueno...
    —Sin embargo, usted presentó el asunto ante una reunión de la junta ejecutiva del Consejo de la Universidad.
    —Sí, lo hice.
    —Por lo tanto, convino de buena fe a las sugerencias del doctor Lanning. No quiso seguir adelante sólo en plan fingido. En realidad se mostró entusiasmado al respecto, ¿no es verdad?
    —Me limité a seguir los procedimientos ordinarios.
    —En realidad, no se hallaba tan alterado ante el robot como ahora está alegando que sucedió. Usted conoce las Tres Leyes de la Robótica, y también era sabedor de ellas en el momento en que se entrevistó con el doctor Lanning.
    —Sí...
    —¿Y estaba dispuesto a dejar por completo desatendido a un robot muy grande?
    —El doctor Lanning me aseguró que...
    —Y, naturalmente, jamás hubiese aceptado sus seguridades si hubiese tenido la menor duda respecto de que el robot pudiese ser peligroso en lo más mínimo.
    El profesor comenzó a decir con gran frialdad:
    —Presté toda mi confianza a la palabra de...
    —Eso es todo —le cortó bruscamente el fiscal.
    Mientras el profesor Goodfellow, un tanto agitado, aún seguía allí de pie, el magistrado Shane se inclinó hacia delante y dijo:
    —Puesto que yo no soy un hombre ducho en robótica, me gustaría saber exactamente qué son esas Tres Leyes de la Robótica. ¿Le importaría al doctor Lanning citarlas en beneficio del tribunal?
    El doctor Lanning pareció desconcertado. Virtualmente había estado con la cabeza juntada con la mujer de cabellos grises que se encontraba a su lado. Se puso ahora en pie y la mujer levantó también la mirada de manera inexpresiva.
    El doctor Lanning dijo:
    —Muy bien, Su Señoría.
    Hizo una pausa como si estuviese a punto de lanzarse a pronunciar un gran discurso, y prosiguió con una rabiosa claridad.
    —Primera Ley: un robot no puede dañar a un ser humano, ni, por inacción, permitir que un ser humano llegue a ser lastimado. Segunda Ley: un robot debe obedecer las órdenes dadas por un ser humano, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley. Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia mientras dicha protección no entre en conflicto con la Primera o Segunda Ley.
    —Comprendo —replicó el juez, tomando notas con rapidez—. Estas Leyes están incorporadas a cada robot, ¿no es verdad?
    —En todos ellos. Es algo que realiza rutinariamente cualquier robotista.
    —¿Y específicamente al Robot EZ-27?
    —Sí, Su Señoría.
    —Probablemente se le requerirá para que repita esas declaraciones bajo juramento.
    —Estoy dispuesto a hacerlo, Su Señoría.
    Y se sentó de nuevo.
    La doctora Susan Calvin, robopsicóloga en jefe de U.S. Robots, que era la mujer de cabellos grises que se sentaba al lado de Lanning, miró a su titular superior sin ninguna condescendencia, pero tampoco se mostraba condescendiente con ningún ser humano.
    Dijo:
    —¿Ha sido exacto el testimonio de Goodfellow, Alfred?
    —En lo esencial, sí —musitó Lanning—. No estaba tan nervioso como dice acerca del robot, y más bien lo suficientemente ansioso para hablar de asuntos de negocios conmigo cuando se enteró del precio. Pero no parece existir ninguna drástica distorsión.
    La doctora Calvin dijo pensativamente:
    —Hubiera sido más prudente poner un precio por encima de los mil dólares.
    —Estábamos muy ansiosos de colocar a Easy.
    —Lo sé. Tal vez demasiado ansiosos. Podrían tratar de hacer parecer como si tuviésemos algún motivo ulterior.
    Lanning parecía exasperado.
    —Lo hicimos. Admití eso en la reunión del Consejo de la Universidad.
    —Pueden intentar que parezca como si tuviésemos otro objetivo, además del que hemos admitido.
    Scott Robertson, hijo del fundador de U.S. Robots y aún propietario de la mayor parte de las acciones, se inclinó desde el otro lado de la doctora Calvin y dijo, en una especie de explosivo susurro:
    —¿Por qué no hace hablar a Easy para que sepamos dónde estamos realmente?
    —Ya sabe que él no puede hablar acerca de eso, señor Robertson.
    —Consígalo. Usted es la psicóloga, doctora Calvin. Haga que hable.
    —Si la psicóloga soy yo, señor Robertson —replicó fríamente Susan Calvin—, permítame adoptar las decisiones. Mi robot no hará cualquier cosa al precio de su bienestar.
    Robertson frunció el ceño e iba a contestar, pero el magistrado Shane estaba dando golpes con su maza de una forma más bien educada y, a regañadientes, se quedaron silenciosos.
    Francis J. Hart, jefe del Departamento de inglés y decano de los Estudios para graduados, se hallaba en aquel momento en el estrado. Era un hombre regordete, trajeado meticulosamente con prendas oscuras de un corte conservador y poseedor de varios mechones de cabello que cruzaban la rosada parte superior de su cráneo.
    Se hallaba muy retrepado hacia atrás en la silla del estrado de los testigos, con las manos muy bien dobladas encima del regazo y exhibiendo, de vez en cuando, una sonrisa con los labios muy apretados.
    Dijo:
    —Mi primera conexión con el asunto del Robot EZ-27 fue con motivo de la sesión del Consejo Ejecutivo de la Universidad, en la cual se presentó este tema por parte del profesor Goodfellow. Posteriormente, el diez de abril del año pasado, tuvimos una sesión especial acerca de este asunto, en la cual yo ocupé la presidencia.
    —¿Se han conservado las actas de la reunión del Consejo Ejecutivo? Es decir, de esa reunión especial...
    —Pues no. Constituyó más bien una reunión extraordinaria.
    El decano sonrió fugazmente.
    —Creímos que debía permanecer con carácter confidencial.
    —¿Y qué ocurrió en esa reunión?
    El decano Hart no se encontraba muy a gusto presidiendo aquella reunión. Ni tampoco los demás miembros congregados estaban por completo calmados. Sólo el doctor Lanning parecía hallarse en paz consigo mismo. Su alta y demacrada figura y la melena de cabello blanco que la coronaba, le hacían recordar a Hart los retratos que había visto de Andrew Jackson.
    Los ejemplos de las tareas del robot se hallaban esparcidos por las regiones centrales de la mesa, y la reproducción de un gráfico trazado por el robot se encontraba ahora en manos del profesor Minott de Química Física. Los labios del químico estaban retorcidos en una obvia aprobación.
    Hart se aclaró la garganta y dijo:
    —No existe la menor duda de que el robot puede llevar a cabo algunas tareas rutinarias dentro de una adecuada competencia. He estado inspeccionando esto, por ejemplo, poco antes de entrar aquí, y se pueden encontrar muy pocos fallos.
    Cogió una larga hoja de impresora, unas tres veces más larga que la página media de un libro. Se trataba de una hoja de pruebas de galeradas, previstas para que las corrigieran los autores antes de que los caracteres se compaginasen. A lo largo de los anchos márgenes de la galerada se encontraban todos los signos de corrección, muy claros y en extremo legibles. De vez en cuando, una voz impresa aparecía tachada y una palabra nueva la sustituía en el margen, con unos caracteres tan finos y regulares que podía haber estado también impresa como las demás. Algunas de las correcciones se habían escrito en color azul para indicar que el error original cabía achacarlo al autor, otras aparecían en color rojo, donde el error había sido cometido en la imprenta.
    —En realidad —siguió Lanning—, lo que puede aducirse como errores es escasísimo. Incluso diré que no es posible encontrar ningún tipo de error, doctor Hart. Estoy seguro de que las correcciones son perfectas, en la medida en cómo se entregó el manuscrito original. Si el manuscrito cotejado con las galeradas corregidas tenía alguna falta que, en realidad, no correspondiera al idioma inglés, en este caso el robot no es competente para corregir el posible error.
    —Aceptamos eso. Sin embargo, el robot ha corregido en ocasiones el orden de las palabras, y no creo que las reglas del idioma inglés sean lo suficientemente estrechas para nosotros como para estar seguros de que, en cada caso, la elección del robot haya sido la correcta.
    —El cerebro positrónico de Easy —contestó Lanning, mostrando unos dientes largos al sonreír— se ha modelado de acuerdo con los contenidos de todas las obras básicas acerca de este tema. Estoy seguro de que no puede señalar un caso en que la elección del robot haya sido incorrecta de forma clarísima.
    El profesor Minott alzó la mirada del gráfico que aún sostenía en la mano.
    —Lo que a mí me preocupa, doctor Lanning, es que no necesitamos en absoluto un robot, dadas todas las dificultades en relaciones públicas que debemos afrontar. La ciencia de la automación ha alcanzado seguramente un punto en el que su empresa sea capaz de diseñar una máquina, un ordenador de tipo corriente, conocido y aceptado por el público, con la competencia suficiente para la corrección de galeradas.
    —Estoy seguro de que podríamos hacerlo —replicó envaradamente Lanning—, pero una máquina así requeriría que las galeradas se tradujeran a unos símbolos especiales o, por lo menos, hubiera que transcribirlas a unas cintas. Cualquier corrección posible también aparecería en forma de símbolos. Necesitaría tener a unos hombres dedicados a traducir las palabras a símbolos y los símbolos a palabras. Además, un ordenador de esta clase no podría ejecutar ninguna tarea diferente. No podría trazar la gráfica que ahora, por ejemplo, tiene en la mano...
    Minott emitió un gruñido.
    Lanning prosiguió:
    —El sello característico de un robot positrónico radica en su flexibilidad. Puede realizar un gran número de tareas. Está diseñado igual que un hombre, por lo que puede utilizar herramientas y máquinas que, a fin de cuentas, se han diseñado para que las utilicen los hombres. Puede hablar con usted y usted puede hablar con él. Y hasta cierto punto incluso es posible razonar con el robot. Comparado con el robot más sencillo, un ordenador corriente, con un cerebro no positrónico, es sólo una pesada máquina de calcular.
    Goodfellow alzó la mirada y dijo:
    —Si podemos hablar y razonar con el robot, ¿cuáles son nuestras posibilidades de llegar a confundirlo? Supongo que carece de capacidad para absorber una cantidad infinita de datos.
    —No, no puede. Pero durará unos cinco años dentro de un empleo ordinario. Ya es sabido que cuando necesite que lo despejen, la empresa realiza esa tarea sin presentar ningún tipo de cargo.
    —¿La compañía hará eso?
    —Sí. La empresa se reserva el derecho del servicio técnico al robot cuando sobrepase el curso ordinario de sus tareas. Ésta es la razón de que conservemos el control sobre nuestros robots positrónicos y los alquilemos en vez de venderlos. En el desarrollo de sus funciones ordinarias, cualquier robot puede ser dirigido por cualquier hombre. Más allá de sus tareas específicas, un robot necesita que lo maneje un experto, y somos nosotros los que podemos prestar esos servicios. Por ejemplo, cualquiera de ustedes puede ajustar un robot EZ en cierta extensión, sólo con decirle que debe borrar esto o aquello. Pero deberían emitir esta orden de cierta manera para que no olvide demasiado o demasiado poco. Y nosotros detectamos esos fallos, puesto que hemos insertado algunos tipos de seguros. Sin embargo, dado que no hay necesidad de borrar todas las cosas de un robot que se refieran a su trabajo ordinario, o para hacer otras inútiles, todo ello no representa ningún problema.
    El decano Hart se tocó la cabeza como para asegurarse de que sus cuidadosamente atendidos mechones se encontraban bien distribuidos al azar.
    Luego dijo:
    —Usted desea que nos quedemos con la máquina. Pero, probablemente, esto constituya una mala proposición por parte de U.S. Robots. Mil dólares al año de alquiler es un precio ridículamente bajo. ¿Tienen tal vez la esperanza de alquilar otras máquinas semejantes a otras Universidades a un precio más razonable?
    —Ciertamente existe una esperanza de ese tipo —replicó Lanning.
    —Pero, incluso así, el número de máquinas que puedan alquilar sería limitado. Dudo que de esta forma hagan un buen negocio.
    Lanning apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó nerviosamente hacia delante.
    —Caballeros, permítanme explicarles las cosas con claridad. Los robots no se pueden emplear en la Tierra, excepto en algunos casos especiales, dado que existe un fuerte prejuicio contra ellos por parte de la gente. U.S. Robots es una empresa de gran éxito sólo con nuestros mercados extraterrestres y de los vuelos espaciales, por no decir nada en lo que se refiere a nuestras filiales de ordenadores. Sin embargo, nos preocupan otras cosas además de únicamente los beneficios. Nuestra empresa cree que el empleo de robots en la propia Tierra significaría, llegado el momento, una vida mucho mejor para todos, aunque, al principio, se produjeran algunas perturbaciones de tipo económico.
    »Como es natural, los sindicatos están en contra de nosotros, pero seguramente podemos esperar cooperación de las grandes Universidades. El robot, Easy, les facilitará el trabajo en el papeleo académico, siempre y cuando, como es natural, le permitan hacerse cargo del papel de corrector de galeradas. Otras Universidades e instituciones de investigación les imitarán en esto, y si la cosa funciona, tal vez otros robots de otros tipos lleguen a colocarse y las objeciones públicas irán desapareciendo poco a poco.
    Minott murmuró:
    —Hoy, la Universidad del Nordeste; mañana, el mundo.
    Furioso, Lanning musitó a Susan Calvin:
    —Yo no fui tan elocuente y ellos tampoco se mostraron tan reluctantes. Por mil dólares al año de alquiler se mostraron ansiosos por quedarse con Easy. El profesor Minott me dijo que jamás había visto un trabajo tan magnífico, y que ni en la gráfica que tenía en la mano, ni en las galeradas, ni en ninguna parte, aparecía el menor error. Hart lo admitió también con entera libertad.
    Las severas arrugas verticales en el rostro de la doctora Calvin no se suavizaron.
    —Debías haberles pedido más dinero del que podían pagar, y dejar luego que te lo regatearan.
    —Tal vez —gruñó.
    El fiscal aún no había acabado con el profesor Hart.
    —Después de que se fuera el doctor Lanning, ¿votaron acerca de quedarse con el Robot EZ-27?
    —Sí, así lo hicimos.
    —¿Y cuál fue el resultado?
    —La mayoría de los votos se decantaron por la aceptación.
    —¿Y lo que dijo usted influyó en la votación?
    La defensa objetó al instante la pregunta.
    El fiscal la planteó de otra manera:
    —¿Qué es lo que le influyó, personalmente, en su voto individual? Porque supongo que usted votaría a favor.
    —Voté a favor, sí. Y lo hice, sobre todo, porque había quedado impresionado por la convicción del doctor Lanning respecto de que era nuestro deber, como miembros de la clase dirigente intelectual, permitir que la Robótica ayudase al Hombre en la solución de sus problemas.
    —En otras palabras, el doctor Lanning le convenció.
    —Ése es su trabajo. Y lo hizo muy bien.
    —Su testigo...
    El defensor se acercó a la silla del testigo y miró atentamente durante unos largos momentos al profesor Hart. Dijo:
    —En realidad, se encontraba más bien ansioso por tener a su servicio al Robot EZ-27, ¿no es cierto?
    —Creíamos que si era capaz de realizar el trabajo, en ese caso podía ser muy útil.
    —¿Si podía hacer el trabajo? Me ha parecido comprender que usted examinó las muestras del trabajo original del Robot EZ-27 con gran cuidado, aquel día de la reunión, tal y como nos acaba de describir.
    —Sí, lo hice. Dado que el trabajo de la máquina tenía que ver, ante todo, con el manejo del idioma inglés, y puesto que es mi campo de competencia, parecía lógico que fuese yo el elegido para examinar el trabajo.
    —Estupendo. ¿Había algo de lo exhibido en la mesa, en el momento de la reunión, que fuese menos que satisfactorio? Yo tengo, como prueba, reunido aquí todo ese material. ¿Puede indicar algún objeto que no sea satisfactorio?
    —Pues...
    —Es una pregunta sencilla. ¿Había alguna cosa individual que fuese insatisfactoria? Usted lo inspeccionó. ¿Había algo?
    El profesor de inglés frunció el ceño.
    —No lo había.
    —También tengo algunas muestras de los trabajos realizados por el Robot EZ-27 en el transcurso de sus catorce meses como empleado en la Nordeste. ¿Podría examinarlos y decirme si existe algo erróneo en ellos, aunque sea sólo en uno?
    Hart contraatacó:
    —Incluso cuando cometía un error era una auténtica maravilla.
    —¡Conteste a mi pregunta —casi vociferó el abogado defensor— y sólo a la pregunta que le estoy haciendo! ¿Hay algo que esté mal en todas esas cosas?
    El decano Hart miró con cautela cada uno de los artículos.
    —En realidad, nada...
    —Dejando aparte el asunto del que hemos estado tratando, ¿sabe de algún error cometido por parte del EZ-27?
    —Pues dejando de lado el asunto que ha dado lugar a este juicio, no.
    El defensor se aclaró la garganta, como para señalar el final de un párrafo.
    Dijo:
    —Tratemos ahora acerca del voto referente a si debía o no emplearse el Robot EZ-27. Usted ha manifestado que una mayoría se mostró a favor. ¿Cuál fue el resultado exacto de la votación?
    —Creo recordar que trece a uno.
    —¡Trece a uno! Eso es algo más que una mayoría, ¿no le parece?
    —¡No, señor!
    Todo lo que el decano Hart tenía de pedante pareció excitarse:
    —En el idioma inglés, la palabra «mayoría» significa «más de la mitad». Trece a uno es una mayoría, y nada más.
    —Pero se trata de una mayoría casi unánime.
    —¡Pero no deja de ser una mayoría!
    El defensor no quiso perder su terreno.
    —¿Y de quién fue el único voto en contra?
    El decano Hart pareció encontrarse de lo más incómodo.
    —El profesor Simon Ninheimer.
    El defensor fingió asombro.
    —¿El profesor Ninheimer? ¿El jefe del Departamento de Sociología?
    —Sí, señor.
    —¿El demandante?
    —Sí, señor.
    El defensor retorció los labios.
    —En otras palabras, al parecer el hombre que ha presentado una demanda, exigiendo una indemnización de 750.000 dólares contra mi cliente, U.S. Robots & Mechanical Men Inc., fue el único que, desde el principio, se opuso al empleo del robot, aunque todos los demás en el Consejo Ejecutivo de la Universidad se hallaban persuadidos de que se trataba de una buena idea.
    —Votó en contra de la moción, como estaba en realidad en su derecho.
    —En su descripción de la reunión no hizo referencia a ninguna clase de observaciones por parte del profesor Ninheimer. ¿Realizó alguna?
    —Creo que habló.
    —¿Sólo lo cree?
    —Bueno, sí, habló.
    —¿Contra el empleo del robot?
    —Sí.
    —¿Se mostró violento al respecto?
    El decano Hart hizo una pausa.
    —Se mostró muy vehemente.
    El abogado defensor se puso confidencial.
    —¿Cuánto tiempo hace que conoce al profesor Ninheimer, decano Hart?
    —Unos doce años.
    —¿Y lo conoce razonablemente bien?
    —Yo diría que más bien sí.
    —Así, pues, conociéndole, ¿diría usted que era la clase hombre que puede continuar manteniendo resentimiento contra un robot, sobre todo a causa de una votación contraria que...
    El fiscal interrumpió el resto de la pregunta con una indignada y violenta objeción por su parte. El defensor indicó que había concluido con el testigo y el magistrado Shane señaló una interrupción para el almuerzo.
    Robertson mordisqueó su bocadillo. La compañía no iría a la quiebra por una pérdida de tres cuartos de millón de dólares, pero esta merma no sería nada particularmente bueno. Además, era conciente de que habría también una secuela más larga y costosa en lo referente a la situación en las relaciones públicas.
    Dijo con amargura:
    —¿Por qué todo ese tejemaneje respecto a cómo ingresó Easy en la Universidad? ¿Qué esperan lograr?
    El abogado defensor respondió con tranquilidad:
    —Un juicio ante los tribunales es algo parecido a una partida de ajedrez. Por lo general, el ganador suele ser el que puede prever más movimientos con antelación, y mi amigo que se encuentra en el estrado de la acusación, no es ningún principiante. Pueden mostrar los daños; eso no constituye ningún problema. Su esfuerzo principal radica en anticiparse a nuestra defensa. Deben de contar ya con que nosotros intentemos mostrar que Easy no pudo con toda probabilidad cometer el delito..., a causa de las leyes de la Robótica.
    —Muy bien —replicó Robertson—. Ésa es nuestra defensa. Una de lo más impenetrable.
    —Para un ingeniero robótico. Pero no necesariamente para un juez. Ellos se han situado en una posición desde la cual pueden demostrar que EZ-27 no era un robot corriente. Era el primero de su tipo en ser ofrecido al público. Se trataba de un modelo experimental que necesitaba de unas pruebas de campo, y la Universidad constituía la única manera decente de proporcionar una prueba de esa clase. Esto podría parecer plausible a la luz de los grandes esfuerzos realizados por parte del doctor Lanning para colocar el robot y lo bien dispuesto que estaba U.S. Robots a alquilarlo por tan poco dinero. El fiscal argumentará entonces que la prueba de campo probó que Easy presentaba un fallo. ¿Se da cuenta ahora del propósito respecto de lo que se halla en juego?
    —Pero EZ-27 era un modelo de lo más óptimo —replicó Robertson—. Era el vigésimo séptimo en producción.
    —Ése es un punto particularmente malo —repuso el abogado defensor sombríamente—. ¿Qué pasó con los primeros veintiséis? Obviamente, algo sucedería. ¿Y por qué no iba a pasar también algo con el que hacía el vigésimo séptimo?
    —No pasó nada con los primeros veintiséis, excepto que no eran lo suficientemente complejos para la tarea que se exigía. Fueron además los primeros cerebros positrónicos que se construyeron y había que realizar muchas pruebas de aciertos y errores. Pero todos ellos estaban provistos de las Tres Leyes. No hay ningún robot, por imperfecto que sea, que no se atenga a las Tres Leyes.
    —El doctor Lanning ya me ha explicado eso, señor Robertson, y no tengo el menor inconveniente en aceptar su palabra al respecto. Sin embargo, el juez tal vez no lo considere así. Esperamos una decisión por parte de un hombre honesto e inteligente, que carece de conocimientos de robots y las cosas pueden ir por mal camino. Por ejemplo, si usted o el doctor Lanning o la doctora Calvin suben al estrado y declaran que todos los cerebros positrónicos se construyen según el principio de «acierto y error», como acaba de decir, el fiscal les hará pedazos en un careo. Nada podría entonces salvar nuestro pleito. Se trata de algo que debemos evitar.
    Robertson gruñó:
    —Si Easy pudiese hablar...
    El abogado defensor se encogió de hombros.
    —Un robot no es competente en calidad de testigo, por lo que eso tampoco nos serviría de nada.
    —Pero, por lo menos, conoceríamos parte de los hechos. Sabríamos cómo llegó a ocurrir una cosa así.
    Susan Calvin estalló. Sus mejillas empezaron a enrojecerse y su voz mostró un poco de calidez.
    —Sabemos cómo lo hizo Easy. ¡Se le ordenó hacerlo! Ya lo he explicado al consejo y se lo explicaré ahora a usted.
    —¿Y quién se lo ordenó? —preguntó Robertson honradamente asombrado.
    («Nadie me había dicho nada —pensó resentido—. Esa gente de investigación se consideran ellos los amos de U.S. Robots, Dios santo...»)
    —Fue el demandante —explicó la doctora Calvin.
    —Santo cielo... ¿y por qué?
    —Aún no lo sé. Tal vez para que así se presentase un pleito y poder ganar dinero.
    Sus ojos azules destellaron mientras la doctora lo explicaba.
    —En ese caso, ¿por qué no lo dijo Easy?
    —¿No resulta obvio? Se le ordenó que permaneciera en silencio respecto de este asunto.
    —¿Y por qué debería ser tan obvio? —inquirió truculentamente Robertson.
    —Bueno, en realidad resulta obvio para mí. La sicología de los robots constituye mi profesión. Aunque Easy no responda a las preguntas directas acerca de la cuestión, sí responderá en lo que se refiera a algunos asuntos colaterales al asunto en sí. Al medir el creciente titubeo en sus respuestas en la medida en que se vayan aproximando a la pregunta central, midiendo el área en que se halla en blanco y la intensidad de la colocación de los contra-potenciales, será posible, con precisión científica, que sus problemas no sean más que el resultado de una orden para que no hable, apoyándose su fuerza en la Primera Ley. En otras palabras, se le ha dicho que, si habla, se infligirá un daño a un ser humano. Presumiblemente, ese daño afectaría al incalificable profesor Ninheimer, el demandante, el cual, para el robot, no deja de representar a un ser humano.
    —En tal caso —intervino Robertson—, ¿no le puede explicar que, si se mantiene en silencio, el daño alcanzará a U.S. Robots?
    —U.S. Robots no es un ser humano y la Primera Ley de la Robótica no reconoce a una empresa como si se tratase de una persona, de la forma ordinaria en que actúan esas leyes. Además, resultaría peligroso intentar levantar esa especie particular de inhibición. La persona que la ha producido es la que podría alzar la prohibición de manera menos peligrosa, porque las motivaciones del robot a ese respecto se hallan centradas en dicha persona. Cualquier otro curso de acción...
    Meneó la cabeza y cada vez comenzó a apasionarse más y más:
    —¡No permitiré que el robot resulte dañado!
    Lanning la interrumpió con aspecto de tratar de aportar un poco de cordura a aquel problema.
    —A mí me parece que sólo podemos probar que un robot es incapaz del acto por el que se le acusa a Easy. Eso sí podemos hacerlo.
    —Exactamente —repuso el defensor, un tanto enfadado—. Eso es lo que cabe hacer. El único testigo capaz de testimoniar acerca del estado de Easy y de la naturaleza de la condición mental de Easy son los empleados de U.S. Robots. El juez no podrá aceptar su testimonio como carente en absoluto de prejuicios.
    —¿Y cómo puede negarse al testimonio de los expertos?
    —Pues oponiéndose a que le puedan llegar a convencer. Ése es su derecho en tanto que juez. Contra la alternativa de que un hombre, como el profesor Ninheimer, de una manera deliberada haya puesto en peligro arruinar su propia reputación, incluso por una considerable cantidad de dinero, el juez no aceptará sólo los tecnicismos de sus ingenieros. A fin de cuentas el juez es un hombre. Si debe elegir entre un hombre que haga una cosa imposible y un robot que también efectúe algo fuera de lo corriente, es de lo más probable que se decida en favor del hombre.
    —Un hombre si puede hacer algo imposible —replicó Lanning—, porque no conocemos todas las complejidades de la mente humana y no sabemos, en una mente humana dada, qué resulta ser imposible y qué no lo es. Pero si sabemos lo que resulta por completo imposible en un robot.
    —En realidad, debemos de tratar de convencer al juez de todo eso —replicó cansinamente el defensor.
    —Si todo lo que llega a decir es una cosa así —se quejó Robertson—, no sé cómo podrá salir adelante.
    —Ya veremos. Es bueno saber y ser consciente de las dificultades implicadas, pero no debemos tampoco desanimarnos demasiado. Yo también he intentado mirar hacia delante unos cuantos movimientos en este juego de ajedrez.
    Hizo un movimiento firme en dirección de la robopsicóloga. Luego añadió:
    —Con la ayuda de la buena dama que está allí.
    Lanning miró de uno a otro y dijo:
    —¿De qué demonios se trata?
    Pero en aquel momento el alguacil introdujo la cabeza por la puerta de la sala y anunció, casi sin aliento, que el juicio iba a reanudarse.
    Todos tomaron asiento, examinando al hombre que había dado inicio a todo aquel problema.
    Simon Ninheimer tenía una cabeza con un pelo rojizo que parecía plumón, una cara que se estrechaba más allá de una nariz picuda hasta terminar en una barbilla en punta; también tenía el hábito de titubear un poco a veces cuando iba a pronunciar palabras claves en su conversación, lo cual le confería el aire de buscar siempre una casi insoportable precisión. Cuando decía, por ejemplo, «el sol sale por... el Este», uno estaba seguro de que había considerado la posibilidad de que, algunas veces, se levantase por el Oeste.
    El fiscal dijo:
    —¿Se opuso usted al empleo del Robot EZ-27 por parte de la Universidad?
    —En efecto, señor.
    —¿Y por qué lo hizo?
    —Me pareció que no acabábamos de comprender de una forma total las motivaciones de U.S. Robots. No me fié ante su ansiedad por colocarnos el robot.
    —¿Le pareció que era capaz de realizar el trabajo para el que presuntamente se hallaba diseñado?
    —Sabía que existía un hecho para que no fuese así.
    —¿Le importaría declararnos sus razones?
    El libro de Simon Ninheimer titulado «Tensiones sociales relacionadas con los vuelos espaciales y su resolución», había tenido una elaboración de ocho largos años. La búsqueda de la precisión por parte de Ninheimer no se confinaba a su forma de hablar y, en un tema como el de la sociología, que casi por definición es imprecisa, le solía dejar indeciso.
    Incluso cuando el material ya se hallaba en galeradas de imprenta, no tenía la sensación de haber terminado el trabajo. En realidad, le ocurría todo lo contrario. Cuando se quedaba mirando aquellos largas pruebas impresas, sólo sentía que algo le acuciaba a tachar las líneas y volverlas a redactar de una forma diferente.
    Jim Baker, instructor y muy pronto profesor ayudante de Sociología se encontró con Ninheimer, tres días después de que llegase la primera remesa de galeradas de parte del impresor, mirando abstraído aquel montón de papeles. Las galeradas se presentaban en tres copias: una para que las leyera Ninheimer, otra para que las corrigiera Baker de una manera independiente, y una tercera, con la indicación de «Original», en la que se debían pasar las correcciones finales, tras una conferencia en la que se despejaban los posibles conflictos y desacuerdos al respecto. Aquélla era la política llevada a cabo en los diversos artículos en los que habían colaborado durante el transcurso de los tres años anteriores y la cosa había funcionado bien.
    Baker, que era más joven y que poseía una voz baja y zalamera, llevaba sus propias pruebas de galeradas en la mano.
    Se apresuró a manifestar:
    —He corregido el primer capítulo y contiene unos cuantos gazapos.
    —El primer capítulo siempre los tiene —replicó Ninheimer algo distante.
    —¿Quiere que lo repasemos ahora?
    Ninheimer hizo un esfuerzo para enfocar con los ojos a Baker.
    —No he repasado las galeradas, Jim. No creo que eso interese demasiado.
    Baker pareció confuso.
    —¿Que eso no importa dice?
    Ninheimer curvó los labios.
    —He pedido que... se lo encarguen a la máquina. A fin de cuentas, originalmente... se le presentó como un corrector tipográfico de galeradas. Me han presentado un plan.
    —¿La máquina? ¿Se refiere a Easy?
    —Creo que ése es el bobo nombre que le han puesto.
    —Pero, doctor Ninheimer, creí que usted lo había dejado de lado.
    —Al parecer, fui el único en hacerlo. Tal vez debí aceptar mi parte en esas... ventajas...
    —En ese caso, me parece que he perdido el tiempo corrigiendo las erratas en este primer capítulo —replicó pesaroso el hombre más joven.
    —No se ha desperdiciado nada. Podemos comparar el resultado de la máquina con el tuyo para hacer una verificación.
    —Si lo desea, pero...
    —Di...
    —Dudo que encontremos algo que esté mal en el trabajo de Easy. Se supone que jamás comete un error.
    —Ya lo veremos —replicó secamente Ninheimer.
    Baker trajo otra vez el primer capítulo cuatro días después. Esta vez habían aprovechado la copia de Ninheimer, a la que habían quitado ya el adminículo especial construido para que pudiese trabajar Easy, así como el equipo que se utilizaba para ello.
    Baker exultaba de júbilo.
    —Doctor Ninheimer, no sólo ha encontrado todo lo marcado por mí, sino también una docena de erratas que me pasé por alto... Y todo el asunto no le llevó más allá de unos doce minutos...
    Ninheimer se miró por encima la hoja, en la que aparecían en los márgenes unas marcas y símbolos por completo nítidos.
    Dijo:
    —No es tan bueno y tan completo como lo hubiéramos hecho tú y yo. Nosotros hubiéramos incluido una nota acerca del trabajo de Suzuki de los efectos neurológicos de una baja gravedad.
    —¿Se refiere a su artículo en Sociological Reviews?
    —Naturalmente...
    —Me parece que no puede esperar de Easy cosas imposibles. No puede leer por nosotros la bibliografía que va apareciendo.
    —Ya me percato de ello. En realidad, ya he preparado la nota. Se la pasaré a la máquina y me aseguraré de que sabe cómo... encargarse de las notas.
    —Lo sabrá hacer.
    —Prefiero asegurarme.
    Ninheimer tuvo que concertar una cita para ver a Easy, y no pudo encontrar un momento mejor que quince minutos a últimas horas de la tarde.
    Pero los quince minutos demostraron ser más que suficientes. El Robot EZ-27 comprendió al instante el asunto de insertar aquellas referencias.
    Ninheimer se sintió incómodo al encontrarse por primera vez tan cerca del robot. De manera casi automática, como si se tratase de un ser humano, se encontró preguntando:
    —¿Te hace feliz tu trabajo?
    —Muy feliz, profesor Ninheimer —replicó solemnemente Easy, mientras las fotocélulas que formaban sus ojos brillaban en su normal resplandor de un rojo profundo.
    —¿Me conoces?
    —Partiendo del hecho de que me ha proporcionado un material adicional para incluir en las galeradas, eso quiere decir que se trata del autor. Naturalmente, el nombre del autor aparece en la parte superior de cada una de las pruebas de galeradas.
    —Comprendo... Así, pues, has hecho... deducciones. Dime —no pudo resistirse a la pregunta—, ¿qué te parece hasta ahora el libro?
    Easy respondió:
    —Me es muy agradable trabajar en él.
    —¿Agradable? Esa es una palabra muy rara para un... mecanismo carente de emociones. Me han asegurado que careces de emociones.
    —Las palabras de su libro están de acuerdo perfectamente con mis circuitos —explicó Easy—. Presentan pocos contra-potenciales, por no decir ninguno. En mis vías cerebrales se puede traducir este hecho mecánico en una palabra del tipo «agradable». En un contexto emocional sí que es del todo fortuito.
    —Comprendo. ¿Por qué has encontrado el libro placentero?
    —Trata acerca de los seres humanos, profesor, y no de materiales inorgánicos o de símbolos matemáticos. Su libro intenta comprender a los seres humanos y ayudar a incrementar la felicidad humana.
    —¿Y eso es lo que intentas hacer, y la razón de que mi libro se halle de acuerdo con tus circuitos? ¿Es eso?
    —Eso es, profesor.
    Los quince minutos concluyeron. Ninheimer se fue y se dirigió a la biblioteca de la Universidad, donde estaban a punto de cerrar. Les pidió que esperasen el tiempo necesario pata encontrar un texto elemental acerca de Robótica. Luego, se lo llevó a su casa.
    Excepto en lo que se refería al ocasional añadido de material de última hora, las galeradas siguieron entregándose a Easy, y a partir de él llegaban a manos de los editores, con pequeña intervención por parte de Ninheimer al principio, y ninguna ya más adelante.
    Baker dijo, un tanto incómodo.
    —Esto casi me da la sensación de que no sirvo para nada.
    —Pues debería proporcionarte la sensación de tener tiempo para dedicarte a un nuevo proyecto —repuso Ninheimer, sin alzar la vista de las anotaciones que estaba realizando en el último número de Social Science Abstracts.
    —No estoy en absoluto acostumbrado. Sigo preocupándome por las galeradas. Es tonto, lo sé...
    —Lo es...
    —El otro día cogí un par de pruebas antes de que Easy las enviara...
    —¡Qué!
    Ninheimer alzó la mirada, frunciendo el ceño. Se le cayó el ejemplar de Abstracts que tenía en la mano.
    —¿Estabas perturbando a la máquina mientras trabajaba?
    —Sólo fue un momento. Todo estaba bien. Oh, sí, cambió una palabra. Usted hacía referencia a algo como «criminal» y el corrigió de estilo la palabra y puso en su lugar «imprudente». Le pareció que el segundo adjetivo se adecuaba mejor al contexto.
    Ninheimer se quedó cada vez más pensativo.
    —¿Y tú que crees?
    —Pues yo me mostré de acuerdo con él. Quedaba mejor.
    Ninheimer dio vuelta a su silla giratoria para enfrentarse con su joven ayudante.
    —Mira una cosa, me gustaría que no lo volvieras a hacer. Si tengo que emplear la máquina, me gustaría... poseer todas las ventajas que proporciona. Si debo emplearla y no poder contar con tus... servicios porque estás dedicado a supervisar el asunto, cuando lo que se afirma es que no se necesita de ninguna clase de revisión, en ese caso no gano nada. ¿Lo comprendes?
    —Sí, doctor Ninheimer —replicó sumiso Baker.
    Los primeros ejemplares de «Tensiones sociales...» llegaron al despacho del doctor Ninheimer el 8 de mayo. Los revisó brevemente, pasando páginas y deteniéndose para leer un párrafo aquí y allá. Luego dejó a un lado los ejemplares.
    Tal y como lo explicó más tarde, se olvidó del asunto. Durante ocho años había permanecido trabajando en el libro, pero ahora, tras tantos meses transcurridos, le habían atraído otros asuntos mientras Easy se había echado sobre sus espaldas la pesada tarea de corregir el libro. Ni siquiera pensó en donar el habitual ejemplar de obsequio del autor para la biblioteca de la Universidad. Ni siquiera Baker, que se había puesto a trabajar y que había dejado tranquilo al jefe del departamento, tras el sofión recibido en su última reunión, recibió un ejemplar.
    El día 16 de junio acabó esta primera fase. Ninheimer recibió una llamada telefónica y miró sorprendido la imagen que salía por la placa.
    —¡Speidell! ¿Está en la ciudad?
    —No, señor. Me encuentro en Cleveland.
    La voz de Speidell temblaba a causa de la emoción.
    —¿Entonces, a qué viene esta llamada?
    —Porque acabo de ojear su nuevo libro. Ninheimer, ¿se ha vuelto loco? ¿Ha perdido la cordura?
    Ninheimer quedó envarado...
    —¿Hay algo que esté... mal? —preguntó alarmado.
    —¿Mal? Me refiero a la página 562. ¿Cómo demonios ha podido interpretar mi obra de la manera en que lo hace? ¿En qué lugar del artículo citado presento una alegación de que la personalidad criminal no existe, y qué es eso de que las agencias que velan por el cumplimiento de la ley son los verdaderos criminales? Aquí dice, permítame que se lo cite...
    —¡Espere! ¡Espere! —gritó Ninheimer, tratando de encontrar la página—. Déjeme ver... Déjeme ver... ¡Dios santo!
    —¿Y bien?
    —Speidell... No sé cómo ha podido suceder esto. Jamás lo he escrito yo.
    —¡Pero así ha salido impreso! Y esta distorsión no es lo peor. Mire la página 690 e imagínese lo que Ipatiev hará con usted cuando vea el estropicio que ha armado con sus descubrimientos... Mire, Ninheimer, el libro está lleno de este tipo de cosas. No sé qué ha estado pensando al respecto, pero lo único que se puede hacer con este libro es retirarlo del mercado. Y será mejor que se halle preparado para presentar unas extensas disculpas en la próxima reunión de la Asociación.
    —Speidell, escuche...
    Pero Speidell había desaparecido de la pantalla con tal violencia que, durante quince segundos, la placa estuvo brillando con imágenes posteriores a la llamada.
    Fue entonces cuando Ninheimer empezó a revisar a fondo el libro y comenzó a marcar fragmentos con tinta roja.
    Mantuvo los nervios en extremo calmados cuando se enfrentó a Easy otra vez, pero sus labios aparecían pálidos.
    Le pasó el libro a Easy y dijo:
    —¿Me haces el favor de leer los pasajes señalados en rojo en las páginas 562, 631, 664 y 690?
    Easy lo hizo así tras echarles cuatro ojeadas.
    —Sí, profesor Ninheimer.
    —Pues esto no es lo que estaba en el original de las galeradas.
    —No, señor. No estaba.
    —¿Lo cambiaste tú para que ponga lo que dice ahora?
    —Sí, señor.
    —¿Por qué?
    —Señor, estos pasajes, tal y como se leían en su versión, eran de lo más desagradables para ciertos grupos de seres humanos. Sentí que resultaba aconsejable cambiar las expresiones para evitar que unos seres humanos resultasen dañados.
    —¿Y cómo te atreviste a hacer una cosa así?
    —La Primera Ley, profesor, no me lo permitía, por inacción, dejar que unos seres humanos resultaran dañados. Ciertamente, considerando su reputación en el mundo de la Sociología y la amplia circulación que su libro recibiría entre los estudiosos, se hubiera llegado a infligir un daño considerable a cierto número de seres humanos de los que estaba hablando.
    —¿Pero, no te das cuenta del daño que todas estas cosas me van a acarrear a mí ahora?
    —Era necesario elegir la alternativa que resultara un mal menor.
    El profesor Ninheimer, temblando de furia, se alejó de allí. Resultaba claro para él que U.S. Robots le rendiría cuentas por aquel asunto.
    Se produjo una gran excitación en la mesa de la defensa, la cual aumentó a medida que el fiscal desarrollaba los puntos clave.
    —¿Entonces el Robot EZ-27 le informó de que la razón para esta acción se basaba en la Primera Ley de la Robótica?
    —Eso es correcto, señor.
    —¿Y, en efecto, no le cabía la menor elección?
    —Sí, señor.
    —De lo cual se desprende que U.S. Robots diseñó un robot que tendría la necesidad de reescribir los libros de acuerdo con sus propias concepciones de lo que estaba bien. Y, sin embargo, lo hizo pasar por un simple corrector tipográfico de galeradas. ¿No le parece así?
    El abogado defensor objetó con firmeza y al instante, señalando que al testigo le estaban pidiendo que adoptara una decisión sobre una materia en la que carecía de competencia. El juez amonestó al fiscal en los términos usuales, pero no cupo la menor duda de que aquel intercambio había hundido a los demandados, sobre todo al abogado defensor.
    La defensa pidió un breve aplazamiento antes de comenzar el contra-interrogatorio, empleando un tecnicismo legal al efecto, tras lo cual se le concedieron cinco minutos.
    Se volvió hacia Susan Calvin.
    —¿Es posible, doctora Calvin, que el profesor Ninheimer esté diciendo la verdad y que Easy se viese motivado por la Primera Ley?
    Calvin apretó los labios y luego dijo:
    —No. Eso no es posible. La última parte del testimonio de Ninheimer no deja de ser un deliberado perjurio. Easy no está diseñado para que sea capaz de juzgar las materias en el estadio de abstracción presentado por un libro avanzado de Sociología. No podría afirmar que ciertos grupos de seres humanos llegarían a verse lastimados por una frase en un libro de ese tipo. Simplemente, su mente no está construida para eso.
    —Sin embargo, supongo que no podremos probar eso a un lego —replicó pesimista el abogado defensor.
    —No —admitió la Calvin—. La prueba seria altamente compleja. Nuestro único procedimiento continúa siendo el mismo. Debemos probar que Ninheimer miente, y nada de lo que ha dicho nos obliga a cambiar nuestro plan de ataque.
    —Muy bien, doctora Calvin —respondió el abogado defensor—. Debo aceptar su palabra en este asunto. Seguiremos tal y como lo habíamos planeado.
    En la sala, la maza del juez se levantó y cayó y el doctor Ninheimer ocupó una vez más el estrado de los testigos. Sonrió un poco como alguien que percibe que su posición es inexpugnable y que más bien disfruta de la perspectiva de contrarrestar un ataque inútil.
    El abogado defensor se aproximó con timidez y comenzó con voz suave:
    —Doctor Ninheimer, ¿lo que pretende decir es que estaba del todo inconsciente de esos presuntos cambios en su manuscrito hasta la ocasión en que el doctor Speidell le llamó el dieciséis de junio?
    —Eso es correcto, señor.
    —¿No miró en ningún momento las galeradas después de que el Robot EZ-27 hubo leído las pruebas?
    —Al principio fue así, pero me pareció que se trataba de una tarea carente de utilidad. Confié en las alegaciones que había efectuado U.S. Robots. Los cambios... absurdos se efectuaron sólo en la última cuarta parte del libro después de que, según imagino, el robot hubo aprendido lo suficiente en materia de Sociología...
    —¡Nunca imagine nada! —le reconvino el abogado defensor—. Yo comprendo a su colega, el doctor Baker, que vio las ultimas galeradas por lo menos en una ocasión. ¿Recuerda haber prestado testimonio a este respecto?
    —Sí, señor... Como dije, me explicó que había mirado una página, e incluso allí, el robot había cambiado una palabra.
    El abogado defensor le interrumpió:
    —¿No encuentra extraño, señor, que después de un año de implacable hostilidad hacia el robot, tras haber votado en contra de él en primer lugar, y haberse negado a que sirviera para cualquier tipo de uso, de repente usted decidiese poner su libro, su Magnum Opus, en sus manos?
    —Yo no encuentro eso extraño. Simplemente decidí que yo también debía utilizar la máquina.
    —¿Y se mostró tan confiado respecto del Robot EZ-27, así, tan de repente, hasta el extremo de no molestarse siquiera en comprobar las galeradas que corregía?
    —Ya le dije que me encontraba... persuadido por la propaganda de U.S. Robots.
    —¿Tan persuadido que, cuando su colega, el doctor Baker, intentó comprobar al robot usted le reprendió enérgicamente?
    —Yo no le reprendí. Simplemente le dije que no me gustaba que... perdiese el tiempo. Al menos, entonces pensé que constituía una pérdida de tiempo. No capté el significado de aquel cambio de una palabra en el...
    El defensor le interrumpió con pesado sarcasmo:
    —No albergo la menor duda de que recibió instrucciones acerca de que el cambio de palabras quedase registrado.
    Alteró su pregunta para impedir que le pusiesen objeciones.
    —El punto principal en este asunto es que se mostró en extremo furioso con el doctor Baker.
    —No, señor. No estaba furioso.
    —Pero usted no le entregó un ejemplar de su libro cuando lo recibió.
    —Fue, simplemente, un olvido. Tampoco entregué a la biblioteca su ejemplar.
    Ninheimer sonrió con cautela.
    —Ya se sabe que los profesores son muy distraídos...
    El abogado defensor dijo:
    —¿No le parece extraño que, tras más de un año de un trabajo perfecto, el Robot EZ-27 se equivocase precisamente con su libro? ¿En un libro que había sido escrito por usted, que era, entre todas las demás personas, el más implacablemente hostil respecto del robot?
    —Mi libro era la única obra de importancia que tratase acerca de la Humanidad con el que tuvo que enfrentarse. Entonces fue cuando intervinieron las Tres Leyes de la Robótica.
    —Ya van varias veces, doctor Ninheimer —añadió el defensor— que ha tratado de pasar por un experto en Robótica. Al parecer, de repente se ha empezado usted a interesar por la Robótica y ha sacado todos los libros acerca de este tema que había en la biblioteca. Usted ha testificado al respecto, ¿no es verdad?
    —Un libro, señor. Y eso fue el resultado de lo que, al parecer, fue sólo una... natural curiosidad.
    —¿Y eso le ha permitido explicar por qué el robot, tal y como usted alega, ha distorsionado su libro?
    —Sí, señor.
    —De lo más conveniente. ¿Pero está seguro de que su interés por la Robótica no ha tenido como finalidad permitirle manipular al robot respecto de las respuestas que ha dado?
    Ninheimer se puso colorado.
    —¡Claro que no, señor!
    El abogado defensor elevó el tono de su voz:
    —En realidad, ¿está seguro de que los presuntos pasajes alterados no se encontraban en primer lugar tal y como ahora aparecen?
    El sociólogo casi se levantó de un salto.
    —Eso es... ridículo... Yo tuve las galeradas...
    Presentaba dificultades para hablar y el fiscal se puso en pie para terciar con suavidad en el interrogatorio:
    —Con vuestro permiso, Su Señoría, intento presentar como pruebas la serie de galeradas que hizo llegar el doctor Ninheimer al Robot EZ-27 y la serie de galeradas enviadas por correo por parte del Robot EZ-27 a los editores. Lo efectuaré ahora si mi estimado colega lo desea, y se muestra conforme en pedir una interrupción del proceso para que se puedan comparar los dos juegos de galeradas.
    El defensor hizo un gesto impaciente con la mano.
    —Eso no será necesario. Mi honrado adversario puede presentar esas galeradas de la forma que mejor elija. Estoy seguro de que mostrará las discrepancias que alega el demandante como existentes. Lo que me gustaría saber del testigo, no obstante, es si él también tiene en su poder las galeradas del doctor Baker.
    —¿Las galeradas del doctor Baker?
    Ninheimer frunció el ceño. Ya no era dueño de si mismo.
    —¡Si, profesor! Me refiero a las galeradas del doctor Baker. Atestiguó al respecto que el doctor había recibido un ejemplar por separado de las galeradas. Me gustaría que el escribano forense leyera su testimonio si, de repente, presenta usted un tipo selectivo de amnesia. O si se trata sólo, como dijo antes, que los profesores son notoriamente muy despistados.
    Ninheimer dijo:
    —Me acuerdo de las galeradas del doctor Baker. No fueron necesarias una vez que el trabajo quedó a cargo de la máquina de corregir galeradas...
    —¿Por lo tanto las quemó?
    —No. Las tiré a la papelera.
    —¿Quemarlas, tirarlas a la papelera..., qué diferencia hay? La cosa es que se desembarazó de ellas.
    —No hay nada malo en ello —comenzó a decir Ninheimer con voz quebrada.
    —¿Nada malo? —replicó como un trueno el abogado defensor—. No hay malo, excepto que ahora no tenemos ninguna posibilidad de comprobar si, en ciertas galeradas cruciales, no ha sustituido usted una galerada inofensivamente en blanco de la copia del doctor Baker por una hoja de su propio ejemplar que deslizara de manera deliberada de tal forma que el robot se viese forzado a...
    El fiscal gritó una furiosa objeción. El magistrado Shane se inclinó hacia delante, con su redondeado rostro realizando los mejores esfuerzos para asumir una expresión de ira equivalente a la intensidad de la emoción sentida por el hombre.
    El juez dijo:
    —Señor abogado, ¿tiene alguna prueba que respalde esa extraordinaria declaración que acaba de hacernos?
    El defensor contestó en voz baja:
    —Su Señoría, carezco de una prueba directa. Pero me gustaría señalar que, considerada de una manera apropiada, la súbita conversión del demandante desde su anti-roboticismo a su gran interés por la Robótica y su negativa a comprobar las galeradas, o a permitir que cualquier otra persona las revisara, sus cuidadosos esfuerzos por impedir que cualquier persona viese el libro inmediatamente después de su publicación, todo eso señala con claridad hacia...
    —Señor abogado —le interrumpió impaciente el juez— éste no es el lugar adecuado para unas deducciones esotéricas. El demandante no se halla sometido a juicio. Ni tampoco es usted su acusador privado. Le prohíbo esta línea de ataque y sólo puedo señalar que la desesperación que le ha inducido a hacer esto no le va a ayudar, sino que más bien debilitará su caso. Si tiene unas preguntas legítimas que efectuar, señor abogado, puede continuar con su contra-interrogatorio. Pero le prevengo contra otra exhibición de esa clase ante la sala.
    —No tengo más preguntas, Su Señoría.
    Robertson susurró acalorado cuando el abogado defensor regresó a su mesa:
    —Por el amor de Dios, ¿qué bien puede hacernos todo eso? Ahora el juez se ha puesto frontalmente en su contra.
    El defensor repuso con toda calma:
    —Pero Ninheimer está más bien desconcertado. Y le hemos preparado para el movimiento de mañana. Entonces estará ya maduro...
    Susan Calvin asintió con gran seriedad.
    En comparación, la actuación del fiscal fue bastante suave. El doctor Baker fue llamado y respaldó la mayor parte del testimonio de Ninheimer. Los doctores Speidell e Ipatiev fueron también citados ante el estrado, y expusieron, de la forma mas abierta, su indignación y consternación ante la cita de varios pasajes en el libro del doctor Ninheimer. Ambos expresaron su opinión personal de que la reputación profesional del doctor Ninheimer había quedado gravemente malparada.
    Se presentaron como prueba las galeradas, así como unos ejemplares del libro ya impreso.
    La defensa no procedió a otros contra-interrogatorios aquel día. El fiscal tampoco actuó más y el juicio se aplazó hasta la mañana siguiente.
    El abogado defensor realizó su primer movimiento al principio de la sesión del segundo día. Requirió que se admitiera al Robot EZ-27 como espectador durante los procedimientos.
    El fiscal se opuso al instante y el magistrado Shane convocó a ambas partes ante su estrado.
    El fiscal dijo acaloradamente:
    —Esto es obviamente ilegal. Un robot no puede penetrar en ningún edificio para ser usado por el público en general.
    —Esta sala —señaló el abogado defensor— está cerrada para todo el mundo, excepción hecha de aquellos que tienen una relación inmediata con el juicio.
    —Una gran máquina, con una conocida conducta errática perturbaría a mis clientes y a mis testigos con su presencia... Embrollaría todos los procedimientos.
    El juez pareció inclinarse a estar de acuerdo. Se volvió hacia el defensor y le dijo reflejando una escasa simpatía:
    —¿Cuáles son las razones de su petición?
    El abogado defensor contestó:
    —Es nuestra opinión que al Robot EZ-27 no le es posible, por la naturaleza de su construcción, portarse de la forma que se ha descrito que se ha comportado. Será necesario realizar unas cuantas demostraciones.
    El fiscal medió:
    —No veo que eso sea necesario, Su Señoría. Las demostraciones llevadas a cabo por unos hombres que son empleados en U.S. Robots valen muy poco como prueba, dado que U.S. Robots es el demandado.
    —Su Señoría —contraatacó el defensor—, la validez de cualquier prueba está encaminada a una decisión por su parte, y no por parte del ministerio fiscal. Por lo menos, ésta es mi presunción.
    El magistrado Shane no tuvo más remedio que ejercer sus prerrogativas, y contestó:
    —Su presunción es correcta. De todos modos, la presencia aquí de un robot puede plantear importantes cuestiones legales.
    —Naturalmente, Su Señoría, no se debe permitir que nada perjudique los requerimientos de la justicia. De no hallarse el robot presente, se nos impedirá presentar de modo adecuado nuestra defensa.
    El juez consideró la cuestión.
    —Habría el problema de transportar el robot hasta aquí.
    —Ése es un problema con el que U.S. Robots tiene que tratar con gran frecuencia. Tenemos aparcado un camión enfrente del tribunal, que está fabricado teniendo en cuenta las leyes que rigen el transporte de robots. El Robot EZ-27 se halla dentro, metido en un embalaje y con dos hombres que lo custodian. Las puertas del camión son apropiadamente seguras y se han tomado todas las demás precauciones que hacen al caso.
    —Parece estar muy seguro —replicó el magistrado Shane, dando de nuevo muestras de mal humor— de la decisión acerca de este punto estará a su favor.
    —En absoluto, Su Señoría. De no ser así, simplemente haremos regresar al camión. No he realizado ningún tipo de presunciones respecto de cuál sería su decisión.
    El juez asintió.
    —Se autoriza el requerimiento presentado por el abogado defensor.
    El embalaje fue transportado en una gran carretilla de ruedas, y los dos hombres que cuidaban de toda la operación lo abrieron a continuación. La sala quedó inmersa en un silencio total.
    Susan Calvin aguardó mientras se acababan de quitar todos los precintos. Luego alargó una mano y dijo:
    —Ven, Easy.
    El robot miró en su dirección y extendió su gran brazo metálico. Tenía más de medio metro de altura por encima de ella, pero la atendió obedientemente como un niñito ante una orden de su madre. Alguien rió nerviosamente en la sala, pero la risilla se le estranguló ante una dura mirada por parte de la doctora Calvin.
    Easy se sentó en una enorme silla que había traído el alguacil, que crujió un poco pero que resistió su peso.
    El abogado defensor dijo:
    —Cuando resulte necesario. Su señoría, demostraremos que éste es en realidad el Robot EZ-27, el robot especifico que ha estado al servicio de la Universidad del Nordeste durante el período de tiempo que nos ocupa.
    —Muy bien —dijo Su Señoría—. Eso será necesario. Por ejemplo, yo no tengo la menor idea de cómo se puede distinguir un robot de otro.
    —Y ahora —prosiguió el defensor— me gustaría llamar al estrado a mi primer testigo. Profesor Simon Ninheimer, por favor.
    El escribano forense vaciló y se quedó mirando al juez. El magistrado Shane preguntó, con visible sorpresa:
    —¿Está llamando como testigo de la defensa al propio demandante?
    —Sí, Su Señoría.
    —Confío en que sea consciente de que, en tanto en cuanto sea su testigo, no se le permitiría ninguna de las facultades de que disfrutaría de hallarse contra-interrogando a un testigo de la parte contraria.
    El abogado defensor respondió con mucha suavidad.
    —Mi único propósito en todo esto es llegar a la verdad. No será necesario más que efectuar unas preguntas muy educadas.
    —Está bien —repuso el juez dubitativamente—. Usted es el que lleva este caso. Llame al testigo.
    Ninheimer ocupó el estrado y se le informó de que seguía bajo juramento. Parecía mucho más nervioso que el día anterior, y de lo más suspicaz.
    Pero el abogado defensor le contempló con benignidad.
    —En la actualidad, profesor Ninheimer, está usted demandando a mis clientes por una suma de 750.000 dólares.
    —Ésa es la... suma. Sí.
    —Es una gran cantidad de dinero.
    —He sufrido una gran cantidad de perjuicios.
    —Seguramente no tantos. El material en cuestión sólo implica unos cuantos pasajes en un libro. Tal vez se trate de unos pasajes desafortunados, pero, a fin de cuentas, los libros aparecen a veces con errores muy curiosos.
    Las ventanillas de la nariz de Ninheimer se estremecieron.
    —Señor, este libro hubiera representado el ápice de mi carrera profesional. En vez de ello, me hace parecer un estudioso de lo más incompetente, un pervertidor de unos puntos de vista mantenidos por mis estimados amigos y ayudantes, y un partidario de unas concepciones ridículas... pasadas de moda. ¡Mi reputación ha quedado alterada de manera irrecuperable! Jamás podré mantener la cabeza alta en cualquier... reunión de eruditos, sin tomar en consideración cómo termine este juicio. Ciertamente no podré continuar mi carrera, que ha constituido toda mi vida. El auténtico propósito de mi vida ha quedado... abortado y destruido.
    El abogado defensor no hizo el menor ademán para interrumpir su discurso, pero se miró de forma abstraída las uñas mientras continuaba la perorata.
    Siguió con un tono de voz muy atenuado:
    —Pero, seguramente, profesor Ninheimer, a su actual edad ya no puede confiar en ganar más de, siendo muy generosos, unos 150.000 dólares durante el resto de su vida. Y lo que le está pidiendo al tribunal es que le ofrezca una recompensa cinco veces superior.
    Ninheimer replicó con una aún mayor explosión emocional:
    —No es sólo toda mi vida la que he arruinado. No sé aún por cuántas generaciones se me señalará por los sociólogos como... un loco o un maníaco. Mis auténticos logros quedarán enterrados e ignorados. No sólo quedaré arruinado hasta el día de mi muerte, sino por todo el tiempo que seguirá después, porque siempre habrá gente que no se acabará de creer que todo haya sido obra de un robot, que fue el que realizó todos esos añadidos...
    Fue en aquel momento cuando el Robot EZ-27 se puso en pie. Susan Calvin no realizó el menor movimiento para detenerle. Siguió sentada e inmóvil, mirando hacia delante. El abogado defensor suspiró imperceptiblemente.
    La melodiosa voz de Easy se escuchó con total claridad.
    Dijo:
    —Me gustaría explicar a todo el mundo que inserté en las pruebas de galeradas ciertos pasajes que parecían oponerse de una manera directa a todo lo que se había dicho previamente...
    Incluso el ministerio fiscal se había quedado tan desconcertado ante el espectáculo de aquel robot de más de dos metros, que se levantaba para dirigirse al tribunal, que no fue capaz de pedir que se detuviese el procedimiento, que resultaba obviamente de lo más irregular.
    Cuando pudo al fin serenarse, era ya demasiado tarde: Ninheimer se había levantado de la silla del estrado de los testigos, con el rostro demudado.
    Gritó de modo salvaje:
    —¡Maldita sea, tenías instrucciones de mantener la boca cerrada...!
    Se ahogó y dejó de hablar. También Easy permaneció silencioso.
    El fiscal se había ya levantado y exigía que el juicio fuese anulado. El magistrado Shane empezó a dar mazazos desesperadamente.
    —¡Silencio! ¡Silencio! Existen todas las razones posibles para declarar la nulidad de las actuaciones, excepto que, en interés de la justicia, me gustaría que el profesor Ninheimer completase su declaración. Le he escuchado con la mayor claridad decirle al robot que el robot había recibido instrucciones para mantener la boca cerrada respecto de algo. ¡En su testimonio, profesor Ninheimer, no realizó la menor mención a cualesquiera instrucciones impartidas al robot para que se mantuviese en silencio respecto de alguna cosa!
    Ninheimer miró en silencio al juez.
    El magistrado Shane prosiguió:
    —¿Dio usted instrucciones al Robot EZ-27 para mantener silencio acerca de algo? Y de ser así, ¿acerca de qué?
    —Su Señoría —comenzó Ninheimer con voz ronca, pero no pudo continuar.
    La voz del juez se fue haciendo cada vez más cortante:
    —¿En realidad ordenó que hiciese los añadidos en cuestión en las galeradas y luego le ordenó al robot que mantuviese silencio respecto de su participación en este asunto?
    El fiscal presentó con el mayor vigor su objeción, pero Ninheimer gritó:
    —¿Y eso qué importa? ¡Sí! ¡Sí!
    Y salió corriendo del estrado de los testigos. Se vio detenido en la puerta por el alguacil y se hundió desesperanzado en una de las últimas hileras de sillas, con la cabeza sepultada entre ambas manos.
    El magistrado Shane prosiguió:
    —Me resulta de lo más evidente que el Robot EZ-27 ha sido traído aquí para realizar una artimaña. Pero hay que tener en cuenta que esta artimaña ha servido para impedir que se cometiese un error judicial, por lo que no puedo sancionar por desacato al abogado defensor. Ahora ha quedado claro, más allá de cualquier duda, de que el demandante ha cometido lo que para mí resulta un fraude por completo inexplicable, puesto que, aparentemente, sabía que iba a arruinar su carrera en el proceso...
    La sentencia, naturalmente, fue favorable para la parte demandada.
    La doctora Susan Calvin anunció su presencia en los edificios de la residencia para solteros de la Universidad. El joven ingeniero que la había llevado en coche se ofreció a subir con ella, pero la doctora le miró ceñudamente.
    —¿Cree usted que me va a atacar? Espéreme aquí.
    Ninheimer no se hallaba de humor para asaltar a nadie. Estaba haciendo la maleta, sin perder el menor tiempo, ansioso por alejarse antes de que la adversa conclusión del juicio llegara a conocimiento general.
    Se quedó mirando a la Calvin con cierto aire de desafío, y dijo:
    —¿Viene usted a avisarme que ahora me demandarán a su vez? De ser así, no les va a servir de nada. No tengo dinero, ni trabajo ni futuro. Ni siquiera podré abonar las costas de este juicio.
    —Si lo que busca es mi simpatía —replicó la doctora Calvin con la mayor frialdad—, va de lo más descaminado. Éste es el merecido pago por sus acciones. Sin embargo, no habrá una contra-demanda, ni contra usted ni contra la Universidad. Incluso haremos lo que esté en nuestras manos para evitar que acabe en prisión por perjurio. No somos vengativos.
    —¿Así que esa es la razón de que no me halle bajo custodia por jurar en falso? Ya me había extrañado. Pero, en realidad —añadió amargamente—. ¿por qué deberían mostrarse vengativos? Ahora ya tienen lo que querían.
    —Sí, tenemos parte de lo que deseábamos —replicó la doctora Calvin—. La Universidad seguirá empleando a Easy, con unos honorarios de alquiler considerablemente más elevados. Además, habrá cierta publicidad clandestina en lo referente al juicio, lo cual posibilitará el colocar unos cuantos modelos EZ más en otras instituciones, sin el peligro de que se repitan todos estos problemas.
    —¿En ese caso, por qué ha venido a verme?
    —Porque aún no tengo todo lo que quiero. Deseo saber por qué odia tanto a los robots. Aunque hubiera ganado el pleito, de todos modos su reputación habría quedado arruinada. El dinero que hubiera conseguido no habría representado una compensación por todo eso. ¿Pero si habría sido una satisfacción por su odio a los robots?
    —¿Le interesan las mentes humanas, doctora Calvin? —preguntó Ninheimer con ácida burla.
    —En lo que estas reacciones tengan que ver con el bienestar de los robots, sí me interesan. Por esta razón, he aprendido también un poco de sicología humana.
    —¡La suficiente para haberme engañado!
    —Eso no fue difícil —replicó la doctora Calvin, sin la menor pomposidad—. Lo difícil era hacer la cosa de tal modo que no llegase a lastimar a Easy.
    —Eso significa que se halla más preocupada por una máquina que por un hombre.
    Se la quedó mirando con un salvaje desprecio.
    Aquello no conmovió a la doctora Calvin.
    —Sólo lo parece así, profesor Ninheimer. Sólo preocupándonos por los robots se llega uno a preocupar verdaderamente por el hombre del siglo XXI. Lo comprendería mejor si fuese usted robotista.
    —He leído ya lo suficiente acerca de robots para saber que no deseo en absoluto ser especialista en Robótica...
    —Perdón... Usted ha leído un libro sobre robots. Pero no le ha enseñado nada. Aprendió lo suficiente para saber que podía ordenar a un robot que hiciese muchas cosas, incluso falsear un libro, si lo llevaba a cabo de una manera apropiada. Aprendió lo bastante para saber que no le podía ordenar olvidar algo por completo y sin riesgo de que fuese detectado, pero pensó que si podía ordenarle simplemente guardar silencio, para una mayor seguridad. Pero se equivocó.
    —¿Conjeturó usted la verdad a partir de su silencio?
    —No tuve que conjeturar nada. Usted era sólo un aficionado y no sabía lo suficiente como para borrar por completo todas sus huellas. Mi único problema fue probar el asunto al juez y usted fue lo suficientemente amable como para ayudarnos allí, pasando por alto la robótica que tanto alega despreciar.
    —¿Esta discusión tiene algún tipo de propósito? —preguntó Ninheimer cansinamente.
    —Para mí, sí —replicó Susan Calvin—, porque quiero que comprenda lo mal que ha juzgado a los robots. Redujo al silencio a Easy diciéndole que si le explicaba a alguien cómo usted había distorsionado el libro, perdería el empleo. Eso mantuvo cierto potencial dentro de Easy hacia el silencio, algo que fue lo suficientemente fuerte como para resistir nuestros esfuerzos para hacerle hablar. Y le hubiéramos causado daños a su cerebro de haber persistido.
    »Sin embargo, ya en el estrado de los testigos, fue usted mismo el que suscitó un contra-potencial aún más fuerte. Afirmó que, dado que la gente pensaría que había sido usted, y no un robot, el que había escrito los disputados pasajes del libro, acabaría usted perdiendo mucho más que sólo su trabajo. Perdería su reputación, su modo de vida, su respeto, su razón de vivir. Incluso perdería su memoria después de su muerte. Usted mismo introdujo un nuevo y más alto potencial, y eso es lo que le hizo hablar a Easy.
    —Dios santo —exclamó Ninheimer, apartando la cabeza.
    Calvin se mantuvo inexorable.
    Prosiguió:
    —¿Comprende por qué habló? No fue para acusarle, sino para defenderle... Resultaba algo matemático el que él iba a asumir toda la culpa del crimen de usted, y negar que usted tuviera algo que ver con el asunto. La Primera Ley exigía eso. Iba a mentir, a dañarse él mismo, para que el perjuicio monetario sólo afectase a una empresa. Él lo único que quería era salvarle a usted. De haber comprendido bien a los robots y a la robótica, debería haberle permitido hablar. Pero usted no lo comprendió, como yo estaba segura que sucedería, tal y como garanticé al abogado defensor de que usted no lo sabría. En su odio hacia los robots, estaba por completo convencido de que Easy actuaría como lo hacen los seres humanos, y que se defendería él mismo y a su costa. Así su ira se desató contra él, pero fue usted el que se destruyó a sí mismo.
    Ninheimer respondió, con la mayor mala intención:
    —Espero que algún día sus robots se vuelvan contra usted y la asesinen...
    —No sea bobo —repuso la Calvin—. Ahora lo que quiero es que me explique por qué hizo todas esas cosas.
    Ninheimer sonrió de forma distorsionada, una sonrisa carente por completo de humor.
    —¿Debo desmenuzar mi mente, por curiosidad intelectual, y a cambio de una inmunidad respecto de una acusación de perjurio?
    —Enfóquelo de esa manera si lo desea —repuso la doctora Calvin sin la menor emoción—. Lo que quiero es que lo explique.
    —¿Será de ese modo como protegerá a los robots de una manera más eficiente de los intentos que se hagan contra ellos. ¿Comprendiendo mejor las cosas?
    —En efecto, así es.
    —Verá... —siguió Ninheimer—, se lo diré... Sólo para observar que no le sirva para nada. Usted no comprende las motivaciones humanas. Sólo entiende a sus malditas máquinas, porque es usted misma una máquina, aunque con piel.
    Ninheimer respiraba pesadamente y no hubo el menor titubeo en su perorata, en la que tampoco buscó la precisión. Era como si para él la precisión ya no mostrase la menor utilidad.
    Dijo:
    —Durante doscientos cincuenta años, la máquina ha estado sustituyendo al hombre y destruyendo todo lo que era artesanía. La alfarería ha acabado en moldes y prensas. Las obras de arte se han visto sustituidas por cachivaches estampados en una matriz. ¡Llámelo progreso si lo desea! El artista se ha visto reducido a la abstracción, confinado en un mundo de ideas. Debe diseñar algo en su mente..., y luego la máquina se dedica a hacer el resto.
    »¿Cree usted que la alfarería tiene bastante con la creación mental? ¿Supone que la idea es suficiente? ¿Cree que no hay nada en la sensación de la arcilla en sí, en observar cómo la cosa crece, mientras mano y mente trabajan unidas? ¿Le parece que el auténtico crecimiento no actúa como una retroalimentación para modificar y mejorar la idea?
    —Pero usted no es un alfarero —le dijo la doctora Calvin.
    —¡Yo soy un artista creador! Yo diseño y fabrico artículos y libros. Hay algo más que simplemente pensar en las palabras y en colocarlas en un orden correcto. Si la cosa fuera así, no habría en ello el menor placer, ni tampoco la menor recompensa.
    »Un libro va tomando forma en manos del escritor. Uno ve cómo los capítulos crecen y se desarrollan. Se debe trabajar y recrear, y observar cómo los cambios tienen lugar más allá incluso del concepto de original. Uno toma entre las manos las galeradas y ve cómo se ven las frases una vez impresas, y luego se las moldea de nuevo. Existen centenares de contactos entre un hombre y su trabajo en cada una de las fases del juego, y el mismo contacto es placentero y paga con creces a un hombre por el trabajo que dedica a su creación, algo que es superior a cualquier otra cosa. Y su robot nos ha robado todo eso.
    —Pero lo mismo hace una máquina de escribir. Y una prensa de imprenta. ¿Lo que usted propone es volver a la iluminación a mano y a los manuscritos?
    —Las máquinas de escribir y las de imprimir quitan algo, pero su robot es el que nos priva de todo. Sus robots se han apoderado de las galeradas. Muy pronto ellos, u otros robots, se apoderarán también de la escritura original, de la búsqueda de las fuentes, de comprobar y recomprobar los distintos pasajes, tal vez incluso de realizar las deducciones para las conclusiones. ¿Y qué le quedará entonces al erudito? Sólo una cosa: las estériles decisiones relativas a las órdenes que habrá que dar al robot siguiente... Quiero salvar a las futuras generaciones de estudiosos de un final tan diabólico. Eso significa para mí mucho más que mi propia reputación y por lo tanto estoy decidido a destruir a U.S. Robots por todos los medios que estén a mi alcance.
    —Pues lo más seguro será que fracase en su intento —repuso Susan Calvin.
    —Pero valdrá la pena intentarlo —afirmó Simon Ninheimer.
    La doctora Calvin se dio la vuelta y se marchó. Procuró lo mejor que pudo evitar el menor asomo de simpatía hacia aquel hombre destruido.
    Pero no lo logró por completo.

    FIN

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