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mayo 16, 2010
Título original: The Tale.
Al otro lado de la amplia y única ventana, la luz crepuscular se extinguía lentamente reduciéndose a un gran brillo cuadrado e incoloro, rígidamente enmarcado por las sombras cada vez más profundas de la habitación.
Era una habitación alargada. La irresistible marea de la noche penetraba hasta su extremo más apartado, donde los susurros de la voz de un hombre, apasionadamente interrumpida y apasionadamente renovada, parecían un alegato contra los murmullos de infinita tristeza que le respondían.
Al fin cesaron los murmullos de respuesta. El movimiento que hizo él al levantarse lentamente de su posición arrodillada al lado del ancho y oscuro sofá en el que se insinuaba la oscura sugerencia de una mujer recostada, le reveló contra el bajo techo como un hombre alto y completamente ensombrecido con la excepción de la brutal disonancia del cuello blanco que aparecía bajo el bulto de su cabeza y los pálidos y diminutos chispazos de los botones de latón que salpicaban aquí y allá su uniforme.
Permaneció un momento en pie junto a ella, masculino y misterioso en su inmovilidad, antes de sentarse en una silla cercana. No podía ver más que el pálido óvalo de la cara que ella mantenía vuelta hacia arriba y, extendida sobre su vestido negro, la leve blancura de sus manos, abandonadas un momento antes a sus besos y que ahora parecían demasiado cansadas para moverse.
Él no se atrevió a hacer ningún ruido, acobardado como un hombre que no se atreve a enfrentarse a las prosaicas necesidades de la existencia. Como siempre, fue la mujer quien tuvo valor. Su voz fue la primera en escucharse, casi convencional mientras, su cuerpo seguía vibrando sometido a emociones contradictorias.
—Dime algo —dijo ella.
La oscuridad ocultó la sorpresa de él, luego su sonrisa. ¡Acaso no acababa de decirle todo lo que merecía la pena decirse en este mundo, y no por primera vez!
—¿Qué quieres que te diga? —preguntó él con una voz loablemente firme. Empezaba a sentirse agradecido por el carácter, en cierto modo terminante, del tono de ella, pues había mitigado la tensión.
—¿Por qué no me cuentas una historia?
—¡Una historia! —él estaba verdaderamente asombrado.
—Sí. ¿Por qué no?
Pronunció estas palabras con cierta moderada petulancia, cierta leve insinuación, la caprichosa voluntad de la mujer amada, que es caprichosa solamente porque sabe que es ley, embarazosa a veces y siempre difícil de eludir.
—¿Por qué no? —repitió él con acento ligeramente burlón, como si le hubiese pedido que le entregase la luna. Pero ahora se sentía un poco irritado contra ella por esa movilidad femenina que se desprende de una emoción con la misma facilidad con que lo hace de un espléndido vestido. La oyó decir, sin demasiada firmeza y con cierta entonación aleteante que le hizo pensar repentinamente en el vuelo de una mariposa:
—Solías contar muy bien..., en tiempos..., tus..., tus historias sencillas..., y..., y profesionales. O lo bastante bien para suscitar mi interés. Tenías..., cierto arte..., en la época..., en la época anterior a la guerra.
—¿En serio? —dijo él, involuntariamente sombrío—. Pero ya sabes que la guerra no ha terminado —prosiguió él en un tono tan muerto y monótono que a ella le pareció como si cayera sobre sus hombros un leve frío. Pero ella persistió. Porque no hay en el mundo nada tan inquebrantable como el capricho de una mujer.
—Podría ser una historia que no hablase de este mundo —explicó ella. —¿Quieres que te cuente una historia del otro mundo, del mejor? —preguntó él con desapasionada sorpresa.
—Para esa tarea tendrías que evocar a los que ya están allí.
—No. No me refiero a eso. Quiero decir otro, algún otro mundo. Del universo, no del cielo.
—Eso me alivia. Pero olvidas que sólo tengo cinco días de permiso.
—Sí. Y yo también me he tomado cinco días de permiso..., abandonando mis deberes.
—Me gusta esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Deber.
—Es horrible..., a veces.
—Oh, eso es porque el deber te parece limitado. Pero no lo es. Contiene infinitos, y..., y por eso...
—¿A qué viene esta jerga?
Él no tuvo en cuenta la burla de su interrupción.
—Una infinita absolución, por ejemplo —continuó él—. Pero, en cuanto a ese «otro mundo», ¿quién irá a buscarlo y a buscar la historia que contiene?
—Tú —dijo ella con un tono afirmativo extraño, casi violentamente dulce.
Él hizo en su silla un sombrío ademán de asentimiento cuya ironía ni siquiera la concentrada oscuridad pudo volver misteriosa.
—Como quieras. Había en ese mundo, entonces, un Comandante y un Hombre del Norte. Ponles mayúsculas, por favor, porque no tenían otros nombres. Era un mundo de mares y continentes e islas...
—Como la Tierra —murmuró ella amargamente.
—Sí. ¿Qué otra cosa se podía esperar tras haber enviado un hombre hecho del mismo barro atormentado que todos nosotros a un viaje de descubrimiento? ¿Hubiera podido encontrar otra cosa? ¿Hubieras podido entender o apasionarte por alguna otra cosa, o incluso llegar a sentir su existencia? Era un mundo de comedias y matanzas.
—También igual que en la Tierra —murmuró ella.
—También. Y como no podría encontrar en el universo más que lo que está profundamente arraigado en las fibras de mi ser, también había allí amor. Pero de eso no hablaremos.
—No. De eso no —dijo ella en un tono neutral que escondió perfectamente su alivio, o su decepción. Luego, tras una pausa, añadió—: Será un relato cómico.
—Bueno... —él hizo también una pausa—. Sí. En cierto sentido. En cierto sentido muy tétrico. Será humano y, como bien sabes, lo cómico depende exclusivamente del punto de vista. Y no será un relato ruidoso. Todos los cañones largos permanecerán mudos, tan mudos como telescopios.
—¡Ah, entonces salen cañones! ¿Puedo preguntarte dónde estaban?
—En el mar. Recordarás que el mundo del que estamos hablando tenía sus mares. Ese mundo estaba en guerra. Era un mundo gracioso y un mundo en el que las cosas iban terriblemente en serio. Esa guerra se libraba en la tierra, en el agua, debajo del agua, en el aire, e incluso debajo de la tierra. Y muchos de los jóvenes que participaban en ella, sobre todo en los comedores de oficiales y salas de banderas, solían decir: «Maldita guerra. Aunque prefiero la maldita guerra a que no haya guerra.» Suena frívolo, ¿no te parece?
Oyó un gemido nervioso, impaciente, en las profundidades del sofá, pero, sin hacer ninguna pausa, prosiguió:
—Pero tiene más miga de lo que parece. Más sabiduría, quiero decir. La frivolidad, al igual que la comicidad, no es sino cosa de la primera impresión visual. No era un mundo muy sabio. Pero no le faltaba cierta dosis de sagacidad común para las cosas prácticas. Sin embargo, quienes llevaban esa sagacidad a la práctica, diversos modos privados y públicos, eran sobre todo los neutrales. Y había que vigilarles; les vigilaban mentes penetrantes y también ojos penetrantes propiamente dichos. Y tenían que ser muy penetrantes, te lo aseguro.
—Ya me lo imagino —murmuró ella, haciéndose cargo.
—¿Hay alguna cosa que no seas capaz de imaginar? —dijo él, sobriamente—. El mundo entero está en ti. Pero volvamos a nuestro Comandante que, desde luego, estaba al mando de un buque de poca categoría. Mis cuentos, aunque a menudo profesionales (como acabas de observar tú misma), nunca han sido técnicos. De modo que me limitaré a decirte que se trataba de un buque que había sido de tipo más bien ornamental en otros tiempos, con mucha gracia y elegancia y lujo por todas partes. ¡Sí, en otros tiempos! Era como una mujer bonita que de repente se hubiese puesto un vestido de arpillera y un par de revólveres en el cinturón. Pero flotaba con ligereza, navegaba con agilidad y era bastante bueno.
—¿Ésa era la opinión del oficial que estaba a su mando? —dijo la voz desde el sofá.
—Lo era. Acostumbraban a enviarle a recorrer determinadas costas para ver... para ver lo que pudiese ver. Simplemente eso. Y unas veces le daban ciertas informaciones previas que le ayudaban, y otras no. Y en realidad era lo mismo. Era tan útil como hubiera podido serlo una información que tratase de transmitir la posición e intenciones de una nube, de un fantasma que tomase forma aquí y allá, imposible de atrapar.
Transcurrían los primeros días de la guerra. Lo que al principio asombró al Comandante fue el inmutable rostro de las aguas, con su expresión de siempre, ni más amistosa ni más hostil. Cuando hace buen día el sol saca chispas del azul; aquí y allá una pacífica mancha de humo cuelga a lo lejos, y es imposible creer que el horizonte familiar y despejado trace el límite de una gran emboscada circular.
Sí, es imposible creerlo hasta que un día ves un buque que no es tu propio buque (eso no impresiona tanto), sino un buque de tu misma escuadra, volar de repente por los aires y hundirse bajo el agua casi antes de que hayas podido enterarte de qué es lo que le ha ocurrido. Entonces empiezas a creerlo. A partir de ese momento continúas tu tarea de ver lo que puedas ver, e insistes en ello con la convicción de que algún día morirás víctima de algo que no has visto. Envidias a los soldados que al final del día, mientras se secan el sudor y la sangre del rostro, cuentan los muertos que han causado al enemigo y contemplan los campos devastados, la tierra desgarrada que parece sufrir y sangrar con ellos. Les envidias, de verdad. Envidias la brutalidad definitiva, el sabor de la pasión primitiva, la franqueza feroz del golpe descargado con la propia mano, la llamada directa y la respuesta inmediata. Bien, el mar no te daba nada de eso, y parecía fingir que al mundo no le pasaba nada.
Ella le interrumpió agitándose un poco.
—¡Oh, sí! Sinceridad, franqueza, pasión: tres de las palabras de tu evangelio. ¡Qué bien las conozco!
—¡Piensa! ¿No es nuestro evangelio aquel cuya fe compartimos los dos? —preguntó él con ansiedad pero sin esperar una respuesta, y continuó en seguida—. Tales eran los sentimientos del Comandante. Cuando la noche llegaba arrastrándose sobre el mar, ocultando lo que parecía la hipocresía de un viejo amigo, era un alivio. La noche te ciega francamente y hay circunstancias en las que la luz del sol puede llegar a ser tan odiosa como la falsedad misma. La noche está bien.
Por la noche el Comandante podía dejar que sus pensamientos huyesen..., no te diré a dónde. A algún lugar donde no había más alternativas que la verdad o la muerte. Pero el mal tiempo, aunque también cegara, no proporcionaba ese alivio. La bruma es engañosa, la fuerte luminosidad de la niebla es irritante. Te da la sensación que deberías ver.
Un día que hacía un tiempo tenebroso y horrible, el buque avanzaba humeante costeando a la vista de unos rocosos y peligrosos acantilados que destacaban a barlovento con la misma intensidad que un dibujo a tinta china sobre papel gris. Al rato, el segundo se dirigió a su Comandante para decirle que creía haber visto algo en el agua, mar adentro. Quizás fuera algún pequeño resto de un naufragio.
—Pero aquí no debería haber ninguna clase de restos de naufragios, señor —observó.
—No —dijo el Comandante—. Los últimos buques sumergibles de cuyo hundimiento hemos sido informados zozobraron lejos de aquí, a poniente. Pero nunca se sabe. Es posible que hayan ocurrido posteriormente otros naufragios de los que no hemos sido informados, o que no han sido vistos. Buques hundidos con toda su tripulación.
Así fue como empezó. Alteraron el rumbo para pasar cerca del objeto, porque era necesario echarle una buena ojeada a lo que se podía ver. Cerca, pero sin tocarlo, porque no era aconsejable entrar en contacto con objetos, fuera cual fuese su forma, que flotaran a la deriva. Cerca, pero sin detenerse o reducir siquiera la velocidad, porque en aquellos tiempos no era prudente entretenerse en ningún sitio, ni siquiera un instante. Puedo adelantarte desde este momento que el objeto no era peligroso en sí mismo. Describirlo no sirve de nada. Podría haber sido algo tan poco notable como, por ejemplo, un barril de tal forma y tal color. No obstante, era significativo.
Una ola a proa lo levantó como para permitir que lo inspeccionasen más de cerca, y después el buque, devuelto a su rumbo, le dio la espalda con indiferencia, mientras veinte pares de ojos se esforzaban desde su cubierta mirando en todas direcciones tratando de ver... de ver lo que pudiera verse.
El Comandante y su segundo discutieron como entendidos acerca del objeto. Les pareció una prueba, si no de la sagacidad, sí al menos de la actividad de ciertos neutrales. Esta actividad había adoptado en muchos casos la forma de reavituallamiento de las bodegas de ciertos submarinos en alta mar. En general, se creía que lo hacían así, aunque no se supiera a ciencia cierta. Pero la naturaleza misma de las cosas señalaba, aquellos primeros días, en esa dirección. El objeto, observado de cerca y abandonado por la popa con aparente indiferencia, dejaba fuera de toda duda que alguna cosa parecida había sido llevada a cabo en algún punto de los alrededores.
El objeto en sí era más que sospechoso. Pero el hecho de que hubiera sido abandonado como prueba palmaria suscitaba otras sospechas. ¿Era consecuencia de algún oscuro y diabólico plan? En lo que a esto se refiere toda especulación pareció pronto vana. Finalmente, los dos oficiales llegaron a la conclusión de que había sido abandonado probablemente por culpa de algún accidente, al que quizás se había añadido la complicación de alguna necesidad imprevista, como, por ejemplo, la repentina necesidad de alejarse rápidamente del lugar, o alguna cosa por el estilo.
Habían mantenido la discusión con frases secas y autorizadas, separadas por largos y pensativos silencios. Y todo el tiempo sus ojos estuvieron errando por el horizonte en su sempiterno y casi mecánico esfuerzo de vigilancia. El oficial de menor graduación resumió ceñudamente:
—Bien, es una prueba. Eso es lo que es. Una prueba de algo de lo que antes estábamos casi seguros. Y, además, una prueba evidente.
—Y que a nosotros nos beneficiará mucho —replicó el Comandante—. Los dos están a muchas millas de distancia; el submarino, sólo el diablo sabe dónde, dispuesto a matar; y el noble neutral se escabulle hacia levante, ¡dispuesto a mentir!
El segundo rió un poco ante su entonación. Pero dijo que suponía que el neutral no tendría apenas necesidad de mentir. Esos tipos se sentían bastante seguros, a no ser que fueran sorprendidos en flagrante delito. Podían permitirse el lujo de sonreír entre dientes. Probablemente ese tipo estuviera en aquel momento sonriendo para sí. Era muy posible que no fuera la primera vez que jugaba a ese juego y que le importara un bledo la pequeña prueba que había dejado atrás. Era un juego en el que la práctica aumentaba la osadía y también el éxito.
Rió de nuevo ligeramente. Pero su comandante se rebelaba contra la asesina clandestinidad de los métodos y la atroz crueldad de las complicidades que parecían inficionar la fuente misma de las más profundas emociones y las más nobles actividades de los hombres, corromper su imaginación, la facultad que va formando las ideas decisivas de la vida y la muerte. Sufría...
La voz que llegaba del sofá interrumpió al narrador.
—¡Qué bien le comprendo!
Él se inclinó ligeramente.
—Sí. También yo. Todo debería ser franco en el amor y en la guerra. Tan claro como el día, porque en ambos casos se responde a la llamada de un ideal que fácilmente, demasiado fácilmente, puede degradarse en nombre de la Victoria.
Hizo una pausa; luego prosiguió:
—No tengo noticia de que el Comandante profundizara tanto en sus propios sentimientos. Pero le hicieron padecer cierta desencantada tristeza. Es posible, incluso, que sospechara que se había vuelto loco. El hombre es un ser tornadizo. Pero no tuvo mucho tiempo para la introspección porque un muro de niebla había avanzado hacia su buque desde el sudoeste. Volaron sobre él sinuosas circunvoluciones de vapores que se arremolinaron en torno a la arboladura y la chimenea, que parecían estar a punto de fundirse. Después se desvanecieron.
Detuvieron el buque, cesaron todos los sonidos, y la misma niebla se quedó inmóvil, haciéndose sin embargo cada vez más densa, hasta el punto de parecer sólida en su asombrosa y muda paralización. Desde sus puestos, los hombres perdieron de vista a sus compañeros. Sonaban pasos cautelosos; raras voces, impersonales y remotas, se apagaban sin resonancia. Una ciega y blanca quietud tomó posesión del mundo.
Daba la sensación, además, de que fuera a durar varios días. No quiero con eso decir que la densidad de la niebla no experimentara alguna pequeña variación. De vez en cuando aclaraba misteriosamente para revelar a la tripulación una imagen más o menos fantasmal de su buque. En varias ocasiones la sombra de la misma costa flotó oscuramente ante sus ojos a través de la fluctuante brillantez opaca de la gran nube blanca pegada al agua.
Aprovechando esos momentos, el buque había sido cautelosamente acercado a tierra. Era inútil permanecer en alta mar con un tiempo tan brumoso. Sus oficiales conocían cada uno de los escondrijos y grietas de la costa que se encontraba a barlovento. Pensaron que estaría mucho más seguro en cierta cala. No era un espacio amplio; había sitio simplemente para que pudiera fondear un buque. Allí aguantaría mejor el tiempo que transcurriera hasta que se levantase la niebla.
Lentamente, con infinita precaución y paciencia, avanzaron reptando poco a poco, sin más indicación de la presencia de los acantilados que una sombra evanescente y oscura con una delgada franja de furiosa espuma al pie. En el momento de fondear el ancla, la niebla era tan espesa que a juzgar por lo que alcanzaban a ver hubieran podido encontrarse en alta mar, a mil millas de allí. Pero se notaba el cobijo que ofrecía la tierra. La quietud del aire tenía cierto carácter especial. Muy débil, muy elusivo, el chapalateo de las ondas contra la tierra que les rodeaba llegó a sus oídos, con misteriosas y repentinas pausas.
Descendió el ancla, y luego lo hicieron las sondas. El Comandante bajó a su camarote. Pero no llevaba mucho tiempo en él cuando una voz que sonaba al otro lado de la puerta reclamó su presencia en cubierta. El Comandante pensó para sí: «¿Qué ocurrirá ahora?», algo impacientado por tener que enfrentarse de nuevo a la agotadora niebla.
Comprobó que se había despejado un poco y que la niebla había adquirido un tinte sombrío debido a que los oscuros acantilados, aún sin forma ni perfiles, se afirmaban sin embargo como un telón de sombras que rodeaba el buque por todas partes menos por un punto luminoso que era el abra. Varios oficiales estaban mirando en esa dirección desde el puente de mando. El segundo fue a recibirle y le susurró casi jadeando la noticia de la presencia de otro buque en el mismo refugio.
Varios pares de ojos lo habían adivinado hacía solamente dos minutos. Estaba fondeado muy cerca del abra, una mera mancha imprecisa en la luminosidad de la niebla. Y el Comandante, mirando en la dirección que señalaban varías manos ansiosas, acabó por fin distinguiéndolo. Era, indudablemente, algún tipo de buque.
—Es asombroso que no le hayamos dado de lleno al entrar —observó el segundo.
—Enviad un bote a abordarlo antes de que desaparezca —dijo el Comandante. Supuso que sería un buque de cabotaje. Difícilmente podía ser otra cosa. Pero de repente se le ocurrió otra idea.
—Es verdaderamente asombroso —le dijo a su segundo, que se había reunido nuevamente con él después de enviar el bote.
A estas alturas los dos se habían dado cuenta con sorpresa de que el buque que tan repentinamente habían descubierto no había manifestado su presencia haciendo sonar la campana.
—Es cierto que hemos entrado muy silenciosamente —concluyó el segundo—. Pero como mínimo tienen que haber oído a nuestros sondadores. No hemos podido pasar a más de cincuenta metros de distancia. ¡Nos salvamos por un pelo! Es posible que hayan llegado a vernos, porque debieron de darse cuenta de que alguna embarcación estaba entrando. Y lo más extraño es que hasta ahora no hayamos oído ningún ruido. Los tipos que van a bordo debían de estar conteniendo el aliento.
—Sí —dijo, pensativo, el Comandante.
Pasado un tiempo regresó el bote de abordaje. Apareció repentinamente al lado mismo del buque, como si hubiese avanzado abriéndose camino en la niebla por debajo del agua. El oficial que iba al mando subió a presentar su informe, pero el Comandante no le dio tiempo para empezar. Desde lejos le gritó:
—Es un barco de cabotaje, ¿verdad?
—No, señor. Es extranjero, neutral —fue la respuesta.
—¿En serio? Bien, cuéntenos. ¿Qué está haciendo aquí?
El joven declaró entonces que le habían contado una larga y complicada historia de averías en las máquinas. Pero era bastante plausible desde un punto de vista estrictamente profesional e incluía todos los problemas habituales: un fallo de las máquinas, una peligrosa deriva a lo largo de la costa, varios días sin visibilidad, temor a un temporal, la decisión, por último, de fondear en la costa en cuanto se pudiera, y así sucesivamente. Muy plausible.
—¿Todavía tienen averiadas las máquinas? —preguntó el Comandante.
—No, señor. Las calderas están funcionando.
El Comandante se llevó a su segundo a un lado.
—¡Caramba! —dijo—. ¡Tenía usted razón! Estaban conteniendo el aliento cuando pasamos a su lado. Lo estaban.
Pero el segundo tenía ahora ciertas dudas.
—Esta clase de nieblas amortigua los ruidos débiles, señor —observó—. ¿Y cuál podría ser al fin y al cabo su propósito?
—Escabullirse sin ser apercibido —respondió el Comandante.
—Entonces, ¿por qué no lo hizo? Sabe usted muy bien que hubiese podido hacerlo. Quizás no hubiese podido evitar que lo notásemos. No creo que hubiese conseguido cobrar el cable sin hacer bastante ruido. De todos modos, en cuestión de un par de minutos hubiese desaparecido de la vista, se hubiese esfumado antes de que nosotros llegásemos a localizarlo. Y sin embargo, se quedó.
Se miraron el uno al otro. El Comandante hizo un gesto negativo. No es fácil defender sospechas como la que se le había metido en la cabeza. Ni siquiera la declaró abiertamente. El oficial que había abordado el otro buque terminó su informe. El cargamento era de carácter inofensivo y útil. Navegaba con rumbo a un puerto inglés. La documentación y todo lo demás estaba perfectamente en regla. No había podido detectar en ningún lugar nada sospechoso.
Pasando luego a la tripulación, informó que los hombres que vio en cubierta eran marinos corrientes. Los maquinistas eran de un tipo sobradamente conocido, y se mostraban muy orgullosos de su éxito en la reparación de la avería. El primer oficial era un hombre hosco. El capitán era un espécimen bastante magnífico de Hombre del Norte, relativamente educado, pero parecía haber estado bebiendo. Parecía que estuviese recobrándose de una considerable borrachera.
—Le he dicho que no podía darle autorización para proseguir viaje. El me ha contestado que no se atrevía a zarpar con un tiempo así, tanto con autorización como sin ella. De todos modos, he dejado a uno de mis hombres a bordo.
—Perfecto.
Después de meditar un rato en torno a sus sospechas, llamó a un lado a su segundo.
—¿Y si ese barco fuese el que ha estado pertrechando a uno de esos infernales submarinos? —le dijo en voz baja.
El otro se sobresaltó. Luego, con convicción:
—Quiero verlo con mis propios ojos.
—Teniendo en cuenta el informe que nos han dado, me temo que ni siquiera podría encontrar argumentos suficientes para alegar sospechas fundadas, señor.
—Subiré a bordo de todas formas.
Se había decidido. La curiosidad es la gran fuerza impulsora del odio y el amor. ¿Qué esperaba encontrar? No hubiese podido decírselo a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Lo que en realidad esperaba encontrar era la atmósfera, la atmósfera de la traición gratuita, que en su opinión nada podía excusar, pues pensaba que ni siquiera la pasión de la maldad por la maldad podía disculpar aquella clase de actos. Pero, ¿podría detectarla? ¿Olerla? ¿Percibir su sabor? ¿Recibir alguna misteriosa comunicación que convertiría sus invencibles sospechas en una certidumbre con fuerza suficiente como para provocar una acción con todos sus riesgos?
El capitán le recibió en la cubierta de popa, una elevada sombra que emergía en la niebla entre las confusas formas de los aparejos corrientes de un barco. Era un robusto Hombre del Norte, barbudo y en plena madurez. Llevaba un gorro redondo de cuero ajustado a la cabeza. Tenía las manos profundamente hundidas en los bolsillos de su corta chaqueta de cuero. Las mantuvo así mientras le explicaba que cuando navegaba solía alojarse en la cámara, y le dirigió hacia allí, con despreocupadas zancadas. Justo antes de llegar a la puerta que se encontraba bajo el puente, se tambaleó un poco, recobró el equilibrio, abrió la puerta de golpe y se hizo a un lado apoyando de forma aparentemente involuntaria un hombro contra el mamparo mientras dirigía una indefinida mirada hacia la niebla. Pero siguió al Comandante en seguida, cerró de un portazo, encendió la luz eléctrica, y se apresuró a meterse las manos en los bolsillos, como si tuviera miedo de que se las cogieran, amistosa u hostilmente.
La cámara tenía un ambiente sofocante y caluroso. Había un anaquel corriente lleno de cartas de navegación, y una taza vacía, colocada sobre un platito medio lleno de líquido derramado, mantenía abierta la carta que estaba extendida sobre la mesa. Una galleta mordisqueada reposaba sobre la caja del cronómetro. Uno de los dos asientos había sido convertido en una cama mediante la incorporación de una almohada y algunas mantas, que en ese momento estaban muy revueltas. El Hombre del Norte se dejó caer allí, sin sacar las manos de los bolsillos.
—Bien, aquí estoy —dijo con un curioso aire de sorpresa ante el sonido de su propia voz.
Desde el otro asiento el Comandante observó su cara bella y sonrojada. Unas gotas de la niebla colgaban de la barba y los bigotes amarillos del Hombre del Norte. Las cejas, mucho más oscuras, estaban unidas en un desconcertado gesto ceñudo. De repente, el hombre se puso en pie de un salto.
—Quiero decir que no sé dónde estoy. De verdad que no lo sé —estalló con gran ansiedad—. ¡Maldita sea! Perdí el rumbo por ahí. La niebla empezó a perseguirme hace una semana. Más de una semana. Y luego he tenido una avería en las máquinas. Ahora mismo se lo explico.
Rompió a hablar con extraordinaria locuacidad. Sin precipitación, pero porfiadamente. Aunque también con interrupciones, unas extrañísimas pausas pensativas. Cada una de estas pausas no duraba más que un par de segundos, y cada una de ellas tenía la profundidad de una interminable meditación. Cuando continuaba hablando, nada en él traicionaba la menor conciencia de estos entreactos. Conservaba la misma mirada fija, el mismo tono de ansiedad. No sabía. Más de una vez, la pausa ocurría en medio de una frase.
El Comandante escuchó la historia. Se le ocurrió que era más plausible de lo que suele serlo normalmente la simple verdad. Pero era posible que eso fuera un prejuicio. Mientras hablaba el Hombre del Norte, el Comandante había tenido conciencia de una voz interior, de un grave murmullo procedente de lo más profundo de su propio yo, que contaba otra historia, como si pretendiera aposta conservar dentro de él su indignación y su ira con esa bajeza de la avidez o la simple vigilancia que a menudo constituye la raíz de las ideas simples.
Era la misma historia que ya le habían contado aproximadamente una hora antes al oficial de abordaje. El Comandante fue asintiendo de vez en cuando con leves inclinaciones de cabeza a las palabras del Hombre del Norte. Éste terminó y desvió la mirada. Y añadió, como si se le acabase de ocurrir:
—¿No era suficiente para volver loco de preocupación a cualquiera? Y, además, es la primera vez que viajo por estos mares. Y el buque es mío. Su oficial ya ha visto la documentación. No es más que un viejo buque mercante. Me da lo justo para mantener a mi familia.
Levantó un grueso brazo para señalar una hilera de fotografías que llenaba el mamparo. Fue un movimiento pesado, como si el brazo hubiese sido de plomo. El Comandante dijo con indiferencia:
—Todavía ganará una fortuna para su familia con este viejo buque.
—Sí, si es que no lo pierdo —dijo en tono apesadumbrado el Hombre del Norte.
—Gracias a esta guerra, quiero decir —añadió el Comandante.
El Hombre del Norte le miró a los ojos de una forma curiosamente ciega y al mismo tiempo interesada, como sólo pueden mirar los ojos de un determinado matiz del azul.
—Y a usted no le importaría, ¿no? —dijo—. Usted es un caballero y no le importaría. No fuimos nosotros quienes les metimos en esto. Y si nos quedáramos sentados, llorando, ¿serviría de algo? Que lloren los que han iniciado el conflicto —concluyó, con energía—. El tiempo es oro, suele decirse. Pues bien, este tiempo de guerra lo es. ¡Desde luego!
El Comandante trató de reprimir un sentimiento de profunda repugnancia. Se dijo a sí mismo que era una reacción injustificada. Los hombres son así: caníbales morales que se alimentan de los infortunios de los demás. En voz alta dijo:
—Ha explicado usted con toda claridad los motivos de su presencia aquí. Su cuaderno de bitácora confirma lo que usted ha dicho palabra por palabra. Es evidente, claro, que se puede falsificar un cuaderno de bitácora. Nada más fácil.
El Hombre del Norte no movió un solo músculo. Estaba mirando al suelo; parecía no haber oído. Al cabo de un momento, levantó la cabeza.
—Pero no puede usted sospechar de mí —murmuró, negligentemente.
El Comandante pensó: «¿Por qué tiene que decir esto?»
El hombre que estaba ante él añadió inmediatamente:
—Mi cargamento va destinado a un puerto inglés. Su voz se había vuelto momentáneamente ronca. El comandante reflexionó: «Eso es cierto. Es imposible que haya nada más. No puedo sospechar de él. Sin embargo, ¿por qué tenía las calderas encendidas en medio de esta niebla, y por qué no dio señales de vida al oírnos entrar? ¿Por qué? ¿Puede haber otro motivo que no sea la mala conciencia? Con sólo oír a los sondadores pudo saber que el nuestro era un buque de guerra.»
Sí, ¿por qué? El Comandante siguió pensando: «¿Y si se lo preguntó y observo su expresión? Se traicionará de una manera u otra. Es absolutamente evidente que este tipo ha estado bebiendo; pero tendrá de todos modos preparada alguna mentira.» El Comandante era uno de esos hombres que se sienten moral y hasta físicamente incómodos ante la sola idea de tener que desenmascarar una mentira. El desprecio y la repugnancia le impidieron intentarlo, porque eran sentimientos más temperamentales que morales.
De modo que no lo intentó; salió a cubierta, e hizo formar la tripulación a fin de inspeccionarla. Comprobó que eran tal como había imaginado que serían al oír el informe de su oficial. Y por las respuestas que dieron a sus preguntas no pudo descubrir nada que contradijera el cuaderno de bitácora.
Les despidió. Le dieron la impresión de que no se trataba precisamente de un grupo muy selecto. Les habían prometido un puñado de dinero a cada uno si la empresa terminaba bien; todos estaban ligeramente ansiosos, pero no asustados. Ni uno solo de ellos parece ser de los que echan toda la comedia al traste. No piensan que su vida esté en peligro. ¡Conocen demasiado bien a Inglaterra y a los ingleses!
Se alarmó cuando se sorprendió pensando como si sus vagas sospechas estuvieran convirtiéndose en una certidumbre. Porque, en realidad, no había ni sombra de motivos que justificasen sus inferencias. No había nada que delatar.
Regresó a la cámara. El Hombre del Norte se había quedado rezagado allí; y cierto sutil cambio en su porte, cierto mayor atrevimiento de su mirada azul y vidriosa, indujeron al Comandante a deducir que aquel tipo había aprovechado la oportunidad para beber otro trago de la botella que debía de tener escondida en algún lado.
Notó, además, que, al enfrentarse a su mirada, el Hombre del Norte adoptaba una expresión forzadamente sorprendida. Al menos parecía forzada.
No podía confiar en nada. Y el inglés se sintió asombrosamente convencido de estar enfrentándose a una enorme mentira, sólida como un muro, y de no tener posibilidad alguna de dar un rodeo para llegar a esa verdad cuyo feo y asesino rostro creía ver asomándose para mirarle con una cínica sonrisa.
—Diríase —empezó, repentinamente— que mi actuación le extraña, aunque no parece que le esté deteniendo, ¿no es así? ¿Se atrevería a salir con esta niebla?
—No sé dónde estoy —exclamó, muy serio, el Hombre del Norte—. De verdad que no lo sé.
Miró a su alrededor como si hasta las mismas cosas que había en la cámara le resultasen desconocidas. El Comandante le preguntó si no había visto flotar objetos fuera de lo común cuando estaba en mar abierto.
—¡Objetos! ¿Qué objetos? Estuvimos muchos días avanzando a tientas en medio de la niebla.
—Nosotros tuvimos algunos momentos en que aclaraba —dijo el Comandante—. Y ahora mismo voy a decirle qué vimos nosotros y cuáles fueron las conclusiones que sacamos al respecto.
Se lo dijo en pocas palabras. El Comandante oyó el sonido de una fuerte inspiración entre dientes. El Hombre del Norte permaneció con una mano sobre la mesa, absolutamente inmóvil y mudo. Parecía que acabasen de comunicarle alguna noticia espantosa. Luego esbozó una sonrisa fatua.
O así se lo pareció al menos al Comandante. ¿Era significativa, o no tenía ningún sentido? No lo sabía, no habría podido asegurarlo. Toda la verdad había sido barrida del mundo como arrastrada, absorbida por esta monstruosa vileza de la que este hombre era —o no era— culpable.
—El fusilamiento es un castigo demasiado leve para quienes tienen esta bonita manera de entender la neutralidad —observó el Comandante después de un silencio.
—Sí, sí, sí —asintió el Hombre del Norte, apresuradamente, y luego añadió un inesperado y absorto «quizás».
¿Fingía que estaba ebrio, o simplemente aparentaba estar sobrio? La mirada no era vacilante, pero sí un tanto vidriosa. Sus labios se dibujaban firmemente bajo su bigote amarillo. Pero se estremecían en un tic nervioso de vez en cuando. ¿Se estremecían? ¿Y por qué se abandonaban en aquella actitud?
—No hay quizás que valga —pronunció el Comandante severamente.
El Hombre del Norte se enderezó. E, inesperadamente, adoptó también una expresión severa.
—No. ¿Pero qué me dice de los tentadores? Sería mejor matarles a ellos. Andan sueltos por ahí cuatro, cinco o seis millones de tentadores —dijo inexorablemente; pero en cuestión de instantes cambió de tono para proseguir con voz quejumbrosa—. Pero más me valdría cerrar la boca. Usted tiene ciertas sospechas.
—No. No tengo sospechas —declaró el Comandante.
No titubeó en lo más mínimo. En ese momento tenía la certidumbre. El aire de la cámara era sofocante debido al peso de la culpa y la falsedad que trataban de desafiar al desenmascaramiento, de desafiar a la simple verdad, la pura honradez, los sentimientos humanitarios, los escrúpulos de conciencia.
El Hombre del Norte inspiró profundamente.
—Bien. Sabemos que ustedes, los ingleses, son unos caballeros. Pero digamos la verdad. ¿Por qué hemos de quererles tanto? No han hecho nada para merecer amor. A ese otro pueblo no le queremos, naturalmente. Tampoco ellos han hecho nada para merecerlo. Y viene un tipo con un saco de oro... Durante mi último viaje recalé en Rotterdam, y no fue en balde.
—En ese caso, podrá contar cosas interesantes a nuestra gente cuando llegue a puerto —le interrumpió el oficial.
—Podría ser. Pero ustedes ya tienen algunas personas a sueldo en Rotterdam. Que informen ellos. Yo soy neutral... ¿no es cierto? ¿Has visto alguna vez a un pobre de un lado y una bolsa de oro en el otro?
Naturalmente, a mí no habrían podido tentarme. Me falta valor. Ésa es la verdad. A mí no me interesa. Estoy hablándole a las claras por primera vez.
—Sí. Y yo le escucho —dijo, tranquilamente, el Comandante.
El Hombre del Norte se inclinó sobre la mesa:
—Hablo porque ahora sé que no sospecha usted nada. No tiene ni idea de lo que significa ser pobre. Yo sí. Soy pobre. Este viejo buque es muy poca cosa, y además está hipotecado. Me da lo justo para vivir, nada más. Naturalmente, yo no tendría valor. ¡Pero un hombre con el valor suficiente...! Mire. El cargamento que esa gente embarca se parece a cualquier otro cargamento: cajas, barriles, bidones, tubos de cobre... de todo. Él no lo ve actuar. Para él no es real. Lo que sí ve es el oro. Eso sí es real. Naturalmente, nada podría inducirme a mí. Padezco un mal interior. Me volvería loco de ansiedad, o..., o..., me daría a la bebida, o algo así. Hay demasiado riesgo. Podría ser... ¡la ruina!
—Debería ser la muerte.
El Comandante, tras su brusca declaración, que el otro recibió con una severa mirada curiosamente combinada con una vacilante sonrisa, se levantó. Sentía náuseas en aquella atmósfera de complicidad asesina que le rodeaba, más densa, más impenetrable, más acre que la niebla del exterior.
—A mí no me interesa —murmuró el Hombre del Norte, tambaleándose visiblemente.
—Claro que no —asintió el Comandante haciendo un gran esfuerzo por hablar en voz tranquila y baja. La certidumbre se reafirmaba en su interior—. Pero voy a echarles a todos de esta costa inmediatamente. Y empezaré por usted. Tiene que zarpar dentro de media hora.
En ese momento el Comandante caminaba ya por cubierta, y el Hombre del Norte le seguía, pegado a él.
—¡Cómo! ¡Con esta niebla! —exclamó el capitán con voz muy ronca.
—Sí. Tendrá que irse con esta niebla.
—Pero si no sé dónde estoy. Es la verdad.
El Comandante se volvió. Estaba poseído por una especie de furia. Los ojos de los dos hombres se encontraron. Los del Hombre del Norte expresaban un profundo desconcierto.
—Ah, no sabe usted cómo salir —dijo el Comandante hablando con calma a pesar de que su corazón le palpitaba con fuerza, lleno de ira y terror—. Le diré cuál es el rumbo que debe tomar. Gobierne sudeste cuarta al este durante cuatro millas aproximadamente, y entonces estará en franquía para arrumbar al este y dirigirse a su puerto. No tardará mucho en despejar.
—¿Debo hacerlo? ¿Qué motivo podría inducirme a ello? Me falta valor.
—Y sin embargo tiene usted que irse a no ser que quiera...
—No, no quiero —jadeó el Hombre del Norte—. Ya he pasado bastante.
El Comandante bajó del buque. El Hombre del Norte se quedó paralizado, como si hubiese echado raíces en cubierta. Antes de que el bote llegase a su buque el Comandante oyó que el vapor empezaba a levar anclas. Luego, como una forma indefinida en la niebla, emprendió el rumbo que le habían indicado.
—Sí —les dijo a sus oficiales—. Dejo que se vayan.
El narrador se inclinó hacia el sofá, donde ningún movimiento traicionó la presencia de un ser vivo.
—Escúchame —dijo, enérgicamente—. Ese rumbo conduciría al Hombre del Norte hacia un mortal arrecife rocoso. Y el Comandante le dio ese rumbo. El buque zarpó, se precipitó contra ese arrecife y se hundió. De modo que había dicho la verdad. No sabía dónde estaba. Pero eso no demuestra nada. Quizás fuese la única verdad de todo lo que contó. Y sin embargo... Parece que lo que le echó de allí fue una mirada amenazadora, nada más.
Aquí abandonó iodo fingimiento.
—Sí, yo le di ese rumbo. Me pareció que era la prueba suprema. Creo..., no, no lo creo. No lo sé. En aquel momento estaba seguro. Se ahogaron todos; y no sé si les infligí un severo castigo o si cometí un asesinato; si he sumado a los cadáveres que están esparcidos por el fondo del ilegible mar los de unos hombres completamente inocentes o vilmente culpables. No lo sé. Nunca lo sabré.
Se levantó. La mujer que permanecía en el sofá se incorporó y le rodeó el cuello con los brazos. Sus ojos eran dos chispas en las cerradas sombras de la habitación. Conocía la pasión que aquel hombre sentía por la verdad, su horror ante el engaño, su humanidad.
—¡Pobre, pobre...!
—Nunca lo sabré —repitió él terminantemente, se soltó, apretó las manos de ella contra sus labios, y salió.
FIN