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mayo 09, 2010
Cuando las condiciones se apartan de lo normal, la razón humana tiende a deslizarse hacia la locura.
Eddy Sharn miró la frase escrita en su cuaderno y la encontró buena. Se sentó, con el cuaderno apretado contra el pecho, para que Malravin no pudiera ver lo que había escrito. Le gustaba especialmente aquello de «tiende a deslizarse hacia la locura»; lo de «tiende» ponía una nota de precisión científica; la palabra «locura» sugería algo mucho más frenético que «demencia». Y eso resultaba apropiado, puesto que intentaban la precisión científica dentro de lo descabellado.
Aún estaba saboreando su pequeño chiste cuando empezaron los ruidos en la cámara de descompresión.
Malravin y Sharn intercambiaron una mirada. El primero señaló la escotilla con un ademán, diciendo:
—¿Oyes al tonto de Dominguey? Hace todo ese ruido a propósito, para que sepamos que entra. ¡Qué gran bromista hemos elegido como capitán!
—Es imposible no hacer ruido en esa cámara —dijo Sharn—. Está mal diseñada. Fallaron al hacer la insonorización, y el ruido pasa por los circuitos de ventilación. Además, son dos los que hacen ruido ahí. Con él está Jim Barón.
Su tono era afable, pero el comentario de Malravin había tenido intención de provocar. El corpulento patán siberiano sabía bien que, a pesar de los antagonismos que habían surgido entre los cuatro hombres de la nave, había una especie de alianza entre Sharn y Dominguey.
Se abrió la escotilla; los otros miembros de la tripulación de la Wilson entraron y empezaron a quitarse los voluminosos trajes. Ni Malravin ni Sharn hicieron ademán alguno para ayudarlos. Dominguey y Barón se prestaron mutua ayuda.
Billy Dominguey era un joven notable, moreno y nervudo, de cara extraordinariamente cavernosa y sombría, que podía estallar en risas cuando alguien respondía a su peculiar sentido del humor. Jim Barón tenía el mismo aspecto doliente, era un hombre menudo y compacto de pelo cortado al rape y sólidas mejillas, que habían enrojecido por el esfuerzo realizado.
—Bueno —dijo, mirando a Sharn y a Malravin—, será mejor que os pongáis los trajes y salgáis a echar una mirada. Sólo así tendréis la impresión justa de lo que es aquello.
—Es toda una enseñanza, ¿verdad, Jim? —afirmó Dominguey—. Enseñanza de alto nivel. Preferiría que no me hubiesen enviado a tan «alto nivel» para aprender.
Barón alargó un brazo, con los dedos extendidos, para tocar el plástico de los cascos; cerrando los ojos, comentó:
—Creí que jamás volvería a entrar aquí, Billy. Discúlpame si me puse un poco...
Rápidamente, Dominguey dijo:
—Sí, se está bien en la nave. Con la media gravedad artificial que mantenemos aquí dentro y las contraventanas cerradas, este basurero no parece tan horrible, ¿no es cierto?
Tomó a Barón por el brazo y lo llevó hasta una silla. Sharn observaba todo con curiosidad; era la primera vez que veía tan desorbitado a Barón, siempre estólido y poco imaginativo.
—Pero ese asunto del peso —decía Barón—. Creí que... Bueno, no sé. No hay una forma racional de describirlo. Creí que se me desintegraba el cuerpo. Yo...
—Estás sobreexcitado, Jim —dijo Dominguey, con aspereza—. Tranquilízate, o toma un sedante.
Y volviéndose hacia los otros dos hombres, agregó:
—Quiero que vosotros salgáis también. Allí no hay nada que pueda haceros daño; estamos en un planeta pequeño, a juzgar por las apariencias. Pero antes de que podamos evaluar esta situación, quiero que tengáis una idea exacta de cómo estamos, lo antes posible.
—¿Pusisteis el espectroscopio? ¿Leísteis algún dato? —preguntó Sharn, que no tenía mucho entusiasmo por salir.
—Allá está. Ponte el traje, Eddy, y tú también, Ike, para ir a echarle una mirada. Jim y yo comeremos algo. Pusimos los instrumentos y los dejamos allí, sobre la roca, apuntados a la Gran Berta, pero no nos dieron el menor dato. Al menos, nada que tuviera sentido.
—Por el amor de Dios, deben de haber indicado algo. Verificamos todo el equipo antes de que lo llevarais afuera.
—Si no nos crees, ve tú mismo y echa una buena mirada, Sharn —exclamó Barón.
—No me grites, Barón.
—Bueno, no pongas mala cara, entonces. Billy y yo hemos cumplido con nuestra parte. Ahora salid vosotros y dad una vuelta, tal como hicimos nosotros. Tomaos todo el tiempo que queráis. Habrá de sobra antes de que reparemos el mecanismo de transmisión.
Malravin dijo:
—Yo preferiría seguir arreglando la bobina. No tiene sentido que salga. Mi trabajo está dentro de la nave.
—No pienso salir solo, Ike; no trates de zafarte de esto —dijo Sharn—. Acordamos que nosotros saldríamos cuando volvieran ellos.
—Si volvíamos —corrigió Dominguey—, como héroes conquistadores que somos. Podríais habernos preparado una comida para celebrar el regreso, Eddy.
—Estamos a media ración, no lo olvides.
—Siempre trato de olvidar ese tipo de cosas desagradables —replicó Dominguey, con buen humor.
«La preocupación por la comida revela un temperamento infantil», pensó Eddy. Debía escribirlo más tarde.
Las rencillas se multiplicaron durante un rato; finalmente, Sharn y Malravin se introdujeron en sus trajes y marcharon hacia la escotilla. Sabían, a grandes rasgos, lo que encontrarían más allá de la nave: algo habían visto desde las ventanillas, antes de acordar que era mejor cerrar todas las contraventanas. Pero verlo desde fuera representaba algo psicológicamente distinto.
—Una cosa —recomendó Barón—: observad bien la atmósfera. Es de un tipo errático.
—¡No puede haber atmósfera en un planetoide de este tamaño! —protestó Sharn.
Barón se aproximó y lo miró a través del casco; tenía las mejillas arrebatadas y los ojos desorbitados.
—Oye, genio, métete esto en la cabeza: estamos en algún horrendo lugar del Universo donde las leyes físicas normales no tienen aplicación. Este lugar no puede existir y la Gran Berta no puede existir tampoco. Pero existen. A ti te gustan las paradojas, bueno, ahora estás en medio de una. Sal rápido y verás que no vuelves con tanta arrogancia.
—Te gusta llenarte la boca con grandes frases, Barón, pero eso no te sirvió de mucho allá fuera. Me pareció que estabas muerto de miedo.
Dominguey se apresuró a intervenir:
—A ver vosotros, muchachitos, dejad de protestar. Te advierto, Eddy, que Jim tiene razón. Cuando salgas verás que en este pequeño paraíso el Universo ha perdido la chaveta.
—Sí, y alguien perderá la nariz —prometió Sharn.
Entró por la escotilla con Malravin. El fornido siberiano oprimió las teclas en una cavidad del panel, y la cámara de descompresión bajó hasta el suelo, mientras se hacía en ella el vacío.
Abrieron la portezuela y salieron a la áspera superficie del planetoide, bautizado Erewhon por el capitán Dominguey. De pie junto a la Wilson, que parecía un enorme buñuelo, trataron de adaptarse al ambiente. No había gran diferencia; parecían pesar algo más que en la nave donde se mantenía un campo de 1/2 G, aunque los abultados trajes hacían difícil la comparación.
Al principio, no pudieron ver mucho, siempre era difícil ver las cosas con claridad.
Estaban sobre una pequeña llanura. En aquella luz sobrenatural resultaba imposible juzgar la distancia a que se hallaba el horizonte. Parecía no estar a más de cien metros en cualquier dirección y se veía distorsionado, debido a que la llanura era irregular. El paisaje estaba formado por altos terraplenes, depresiones quebradas, melladas cadenas rocosas, todo en un desorden desconcertante para los sentidos. No había señales de la atmósfera mencionada por Barón, las estrellas eran visibles hasta la línea del horizonte, donde se perdían bruscamente.
Los dos hombres echaron a andar, rozándose mutuamente los garfios en que terminaban las mangas de sus trajes. A poca distancia estaban los instrumentos de Barón, y hacia allá se dirigieron, instintivamente. No había necesidad de encender luces: las estrellas llenaban toda la bóveda del cielo.
La Wilson era una nave cartográfica de penetración profunda. Había sido la primera en aventurarse, con sus dos naves gemelas, en el corazón de la nebulosa del Cangrejo. Allí, tejiendo su camino entre los interminables abismos de polvo interestelar, perdió contacto con la Brinkdale y la Grandon. Sobre ella se cerraron las cortinas de la materia no creada, inutilizando hasta la subradio.
Prosiguieron. A medida que avanzaban, debieron descartar todos los conceptos sobre el espacio que alguna vez sostuvieran. Aquéllos eran los dominios de la luz y de la materia, sin cabida para el vacío y la oscuridad. Se veían rodeados por espirales de humo (¡humo adornado con lentejuelas!) y por acantilados de trémulo polvo; para explorar aquellas superficies se habría requerido el curso de dos vidas. Al principio los cuatro hombres disfrutaron con la magnificencia del nuevo entorno. Más tarde llegaron a pensar que esa magnificencia no era belleza, sino aniquilación. Era demasiado grandiosa, y ellos demasiado insignificantes. Los cuatro se replegaron en el silencio. Pero la nave continuó su curso, ya que debían cumplir con sus órdenes y con su honor; para eso se les pagaba. Según el plan trazado, la Wilson se sumergió en el corazón de la nebulosa. La deficiencia de los instrumentos iba en aumento, y finalmente pareció una locura seguir adelante. Por fortuna, llegaron a una región donde las estrellas y la materia estelar no eran tan abundantes. Más allá estaba el espacio, a muchos años-luz de distancia enteramente libre de cuerpos físicos... con excepción de uno.
Pronto descubrieron que no habían sido muy afortunados al llegar allí. Suspendido en el medio del gigantesco agujero espacial, hallaron un fenómeno al que dieron el nombre de Gran Berta.
Era demasiado grande. Era imposible. Pero ya no se podía confiar en los instrumentos, y sin ellos los sentidos humanos no servían de nada en una región semejante. Aturdidos ya por el viaje, no estaban en condiciones de enfrentarse a la Gran Berta. Para empeorar las cosas, se averió el ciboscopio direccional que gobernaba los propulsores del ecuador de la nave, y dejó de ser seguro.
Tomaron la única decisión posible: aterrizar en el cuerpo estelar más cercano, para hacer los trabajos de reparación y restablecer el contacto con las otras naves. Y el cuerpo estelar más próximo fue Erewhon.
El descenso sobre Erewhon había sido un pequeño milagro, logrado gracias a unos pocos instrumentos pero principalmente gracias a la vista humana, a las manos humanas y a una ristra de humanas blasfemias. El martilleo de la estática provocada por la Gran Berta inutilizó la radio, el radar y el radix.
En el momento en que Malravin y Sharn bajaron de la nave, el cielo era una maravilla casi dolorosa. Por doquier, los puntos centelleantes de las estrellas, por doquier, las plumas y los mantones de materia incoada, iluminada por el resplandor estelar. Sin embargo todo aquello estaba muy lejos, todo relucía bajo la atracción gravitatoria de Berta. En su dominio, sólo parecía existir el pobre planetoide donde descansaba la Wilson como un único hueso encerrado en una habitación vacía junto a un perro hambriento.
—La gravitación no se siente sólo en los músculos, sino también en el tálamo. Es el poder de la oscuridad, tal vez el poder definitivo.
—¿Qué es eso? —preguntó Malravin, sorprendido.
—Estaba pensando en voz alta —aclaró Sharn, avergonzado—. Berta aparecerá en un momento, Ike. ¿Estás listo?
Se detuvieron ante el patético manojo de instrumentos. Allí permanecieron, arraigados a ese sitio por una innegable tensión. Berta había comenzado a surgir.
De lo que sucedió a continuación, los ojos de los dos fueron malos testigos, a pesar de las pantallas de infrarrojo que cubrían las mirillas del casco. Sin embargo, algo pudieron ver..., y percibir, pues cierta sensación trepaba por sus cuerpos como una marea.
Sobre el horizonte oriental, una parte del campo de estrellas pareció fundirse y ceder. Estrella a estrella, grupo a grupo, se estratificaron incontablemente; luego oscilaron y corrieron hacia el horizonte, tal como la pintura mal aplicada chorrea por la pared. También las siluetas de Sharn y de Malravin parecieron distorsionarse como por solidaridad con el resto.
—Es una ilusión, una ilusión óptica —dijo Malravin, señalando las oleadas de estrellas fundidas—. La gravedad desvía la luz. Pero tengo... Eddy, se me ha metido algo dentro del traje. Volvamos a la nave.
Sharn no pudo responder. Luchaba silenciosamente contra algo que también se había introducido en su traje, que estaba más cerca de él que sus propios músculos.
Las estrellas fluían hacia un punto del horizonte, por donde algo iba surgiendo; era un gran cuerpo, seguido de su propia fuerza; se alzaba poderoso de su tumba, asomando el hombro, el torso... Era Berta. Los dos hombres cayeron torpemente sobre las rodillas.
Era gigantesca. Medía unos veinte grados de arco. Y mientras trepaba por el horizonte, seguía apareciendo más y más grande, como si se expandiera al surgir. Se alzó a gran altura, tragándose el cielo. El contorno, aunque borroso, era el de un cuerpo esférico, las franjas ondulantes de luz estelar, al ceder, dificultaban toda visión. Sharn sintió que la sensación física cambiaba. Se notó más liviano y más cómodo; desapareció la impresión de estar metido en un cuerpo ajeno. Fue reemplazada por una extraña tendencia a desviarse hacia un costado. Agotado, sólo pudo echar una ojeada al fenómeno.
Fuera lo que fuese, aquello iba comiéndose el cielo. No irradiaba luz alguna. Sin embargo, era perfectamente visible por luz indirecta, puesto que oscurecía el firmamento.
—Emite luz negra —dijo Sharn—. ¿Estará viva, Ike?
—Nos va a aplastar —exclamó Ike.
Se volvió para regresar a la nave, pero en ese momento la atmósfera cayó sobre ellos.
Sharn había apartado la mirada de aquel monstruo imponente para averiguar lo que hacía su compañero y por eso vio llegar la atmósfera. Levantó una mano para protegerse la cara en el momento mismo en que golpeaba contra ellos.
La atmósfera llegó al horizonte siguiendo a Berta.
Vino a grandes pasos, a toda velocidad. Con ella llegó el sonido: un susurro que creció hasta convertirse en un chillido capaz de atravesar las mirillas del casco para aturdirlos. Al principio, el vapor no fue más que una nueva confusión en la penumbra, pero al espesarse se tornó tan visible como una nube gris. También había efectos eléctricos laterales; los bordes rocosos ardieron en fantasmagorías. La nube se levantó rápidamente y los tragó, como un mar intangible.
Sharn se encontró de rodillas junto a Malravin. Ambos encendieron las luces de los cascos y se dirigieron hacia la nave, arrastrando velozmente los pies. La marcha se hacía difícil. Aquella inclinación hacia un costado dificultaba el movimiento instintivo de los miembros.
Al tocar el metal de la escotilla, parte del pánico desapareció. Ambos se irguieron, respirando pesadamente. El gas grisáceo se había alzado sobre sus cabezas. Sharn se apartó de la Wilson para mirar al cielo. Berta era visible, aun a través de la niebla.
Por lo visto, Erewhon rotaba a gran velocidad. El monstruoso disco negro estaba ya casi en el cenit; rodeado por un halo de fulgor distorsionado, pendía sobre la pequeña nave como un pedestal a punto de raer. Vacilante, Sharn levantó la mano para ver si podía tocarla.
Malravin le tironeó de un brazo.
—Allí no hay nada —dijo—. Es imposible. Es un sueño, una quimera. Es como las cosas que uno ve en sueños. Y dime, ¿cómo te sientes? Liviano, como en los sueños. Es sólo una pesadilla, y tú...
—Estás diciendo disparates, Malravin. Si finges que no está aquí, es porque tratas de huir hacia la locura. Espera a que se venga abajo y nos aplaste sobre las rocas. ¡Ya verás si es un sueño o no!
Malravin se apartó de él y corrió hacia la cámara de descompresión. Abrió la puerta y entró, llamando por señas a su compañero. Sharn permaneció donde estaba, riendo. La absurda ocurrencia de Malravin, obviamente producto del terror, le había puesto de buen humor. El siberiano tenía razón: realmente, se sentía mucho más liviano, y eso lo exaltaba.
—Desafío —dijo—. Desafío y respuesta. Toda la historia de la vida puede reducirse a esos términos. Debo poner eso en el libro. Los que no responden van al paredón.
—¡Es alguna especie de pesadilla, Eddy! —gritó Malravin, desde la seguridad de la cámara—. ¿Qué es aquello que está allá arriba? ¡No es un Sol! ¡Entra, por el amor de Dios!
—Tonto, no es un sueño. De ser así, yo sería una quimera, y tú sabes que eso es una tontería. Estás perdiendo la cabeza, eso es todo.
Disgustado con Malravin, le volvió la espalda y echó a andar a grandes pasos por la llanura. Cada paso era una especie de largo salto. Cerró el intercomunicador, y la voz de su compañero se apagó de inmediato. Una perfecta paz reinó bajo el casco.
Descubrió entonces que podía contemplar sin miedo a aquella pesada bestia que pendía en el cielo.
—Cualquier cosa, una vez expresada en palabras pierde ese dejo de cosa prohibida que da origen al temor. Aquello es un objeto, en lo alto. Puede ser alguna especie de cuerpo físico. Puede ser algún remolino que opera en el espacio de alguna forma que no comprendemos. Puede ser, en sí, un efecto del espacio, causado por las presiones originadas en el corazón de la nebulosa. Allí debe de haber toda clase de presiones inimaginables. De este modo, expreso la cosa en palabras y deja de perturbarme.
Sólo había llegado al capítulo cuarto de la autobiografía que estaba escribiendo, pero en algún punto sería necesario (tal vez en el punto principal del libro) explicar qué era lo que impulsaba al hombre a sumergirse en la profundidad del espacio, y qué lo proveía de fuerzas una vez que llegaba allí. Esa experiencia en Erewhon era tan valiosa en el aspecto intelectual como en los otros planos. Algo para recordar en los años venideros... ¡siempre que esa mole no se precipitara al suelo, aplastándolo! Se inclinaba hacia él, precisamente sobre su cabeza.
Se encontró en el suelo, tendido cuan largo era, y gritó ante el micrófono cerrado. Era demasiado liviano como para tocar el suelo con la cara como era debido, pesada, profundamente; gritó su angustia hasta que el casco vibró en sonidos.
Abruptamente, calló.
—Me he mareado —dijo.
Cerró los ojos, levantando el rostro al mismo tiempo.
—No aflojes tu autodominio, Eddy. Piensa en aquellos tontos que están en la nave, y que se reirán de ti. Recuerda que nada puede herir a quien tiene bastante resistencia.
Abrió los ojos. A continuación, debería levantarse. Encendió la luz de su casco.
El suelo se movía bajo él. Por un momento lo contempló, fascinado. Un menudo polvo de arena trepaba por la roca sólida, a paso lento, pero firme. Lo tocó con el garfio de metal en que terminaba su manga. El polvo se agolpó contra el obstáculo, como el agua contra un dique. El viento debe de ser muy fuerte, se dijo Sharn. Al mirar a la distancia, vio que las partículas se arrastraban lentamente hacia el oeste. Todo el lado occidental estaba velado por la atmósfera nubosa, rodeada por ella, la enorme forma molecular de la Gran Berta se hundía a toda velocidad.
Nuevos temores lo asaltaron. Vio a Erewhon tal como era: un fragmento de roca que rodaba en el espacio. Él, la nave, los otros, estaban aferrados como moscas a ese pedacito de roca y... y... No, no podía afrontar aquello solo, allí fuera. Entonces se le ocurrió otra cosa. Los planetoides pequeños como Erewhon no tienen atmósfera. Por lo tanto, la atmósfera que pasara un momento antes no era tal; la imaginó como una envoltura de hielo que untaba la roca. De pronto, un terror más que irracional lo impulsó a correr. Tenía, además, una razón lógica. Conectó el micrófono; en tanto volvía a tropezones hacia la nave, gritó:
—¡Allá voy, compañeros, abrid! ¡Abrid, que vuelvo!
Una parte del sistema de dirección estaba desmontada. Los pies de Malravin sobresalían de la atestada cavidad. Con una lámpara en arco, seguía trabajando pacientemente con el ciboscopio direccional.
Los otros tres conversaban, sentados en círculo. Sharn, después de frotarse con una toalla se había cambiado de ropa, y estaba tomando una taza de estimulante. Barón y el capitán fumaban mescahales.
—Hemos establecido el período de rotación de Erewhon en dos horas y cinco minutos —le dijo Dominguey—. Eso nos da aproximadamente una hora de noche, en la que la nave está protegida de la Gran Berta por la masa del planetoide. El crepúsculo de la noche próxima a ésta comenzará exactamente antes de la hora veinte, Sistema Galáctico. A la hora veinte, todas las naves del gobierno se mantienen alertas para recoger cualquier señal de peligro. Sin el ruido de Berta, ésta será nuestra mejor oportunidad para establecer contacto con la Grandon y la Brinkdale. ¡Todavía nos quedan esperanzas!
Sharn asintió.
—Eres demasiado optimista, Billy —dijo Barón—. Nadie podrá venir a rescatarnos.
Su tono era confiado y divertido.
—¿Qué dices?
—Digo que nadie puede encontrarnos, hombre. Considéralo de este modo: cuando comenzamos a penetrar en la nebulosa, dejamos atrás el espacio normal. Este pequeño lugar involucra varias paradojas, ¿no es cierto? Es decir, estamos de acuerdo en que no hay un lugar similar en todo el Universo, ¿verdad?
—No, no estamos de acuerdo —dijo Dominguey—. En menos de once siglos de exploración galáctica, sólo hemos cubierto una pequeña parte de una sola rama de una sola galaxia. Todavía no sabemos bastante como para designar como insólita una situación paradójica. Sin embargo, reconozco que no es buen sitio para un picnic. Ahora, ¿qué decís?
—No trates de ser gracioso, Billy. No es momento para bromas, ni siquiera para humor negro.
Barón sonrió, como si el comentario tuviera un significado sólo comprensible para él. Con un ligero ademán de la mano, prosiguió:
—Estamos en un lugar que no puede existir. Ese objeto monstruoso no puede ser un Sol, ni cualquier otro astro de los que conocemos, ya que de ser así, el espectroscopio nos habría dado algún dato. No puede ser un Sol muerto, porque si lo fuera no podríamos verlo. Este planetoide no puede ser un planetoide, porque al estar tan cerca de Berta se precipitaría hacia ella con una fuerza gravitatoria irresistible. Hiciste bien en llamarlo Erewhon; eso es, precisamente: ninguna parte*.
—Estás jugando con la tonta teoría de Malravin, Barón —replicó Sharn— Finges que estamos en una pesadilla. Déjame asegurarte que semejantes suposiciones se basan por completo en la renuncia a...
—¡No quiero escuchar más! —interrumpió Barón mientras se dulcificaba su sonrisa—. No quieres entenderlo, Sharn. Eres tan inteligente que prefieres decirme lo que yo pienso en vez de escucharme. Pero de cualquier modo, voy a decirte lo que pienso. No creo que se trate de una pesadilla. Creo que estamos muertos.
Sharn se levantó, y empezó a dar largos pasos por detrás de su asiento.
—¿Tú lo crees, Dominguey?
—Yo no me siento muerto.
—Muy bien. Mientras sigas sintiéndote vivo no nos meteremos en problemas. Ya sabes lo que pasa con Barón. Es débil de carácter. Siempre se ha apoyado en la ciencia y en los métodos científicos; en los últimos años-luz, lo único que hemos sacado de él ha sido una dieta de hechos. Ahora, la ciencia le ha fallado. Y no le queda nada. Ya no puede afrontar el mundo físico, y llega a la conclusión emocional de que está muerto. Síntomas clásicos de renuncia.
—Merecerías una patada en el culo, Eddy Sharn. De todos los idiotas presumidos que conozco... Al menos, Jim ha sugerido una idea. No es tan imposible como parece, si uno piensa que no sabemos nada de lo que pasa después de la muerte. Piénsalo un poco; piensa en los primeros momentos de la muerte. Trata de visualizar el período que sobreviene cuando el corazón ha cesado de funcionar, cuando el cuerpo, y especialmente el cerebro, retienen aún el calor. ¿Qué pasa entonces? Supongo que en ese período todo lo que contiene el cerebro se pierde en la nada, como un balde de agua en la arena. ¿No crees que se producirían alucinaciones muy vividas dentro de la mente? Y, después de todo, las cosas que nos han ocurrido ahora a nosotros tienen las mismas características de las que podrían ocurrirles a todos los astronautas en el momento de morir. Tal vez al entrar en el Cangrejo hemos caído en un gran fragmento de materia muerta. Y bien, estamos muertos; esa poderosa sensación de desamparo es indicio de que, en realidad, estamos despedazados en la cabina de control, con las paredes hundidas.
Barón aplaudió lánguidamente, diciendo:
—Lo has expresado mejor de lo que yo mismo habría podido hacerlo, Billy.
—No vayas a pensar que ésa es mi opinión —aclaró Dominguey, sombrío—. Ya me conoces, muchacho, soy un bromista incurable.
Se puso de pie para encarar a Sharn, y continuó:
—Lo que trato de decirte, Eddy, es que aprecias demasiado tus propias opiniones. Conozco la forma en que trabaja tu mente: en cualquier situación te sientes mucho mejor si logras convencerte de que los demás son inferiores a ti. Por lo tanto, si tienes alguna teoría que nos ayude a abordar este infierno, Jim y yo te escucharemos con gusto.
—Dame un mescahale —pidió Sharn.
En otras oportunidades había presenciado parecidos arranques por parte del capitán; aquello le hacía pensar que Dominguey no era tan estable como fingía ser; podía resultar peligroso en una crisis. Y aquella situación, ¿no era crítica, acaso? Sharn aceptó el cilindro amarillo, lo activó, se lo puso entre los labios y tomó asiento. Dominguey se sentó a su lado, mirándolo con interés. Ambos fumaron en silencio.
—Y bien, empieza, Eddy. Es hora de que todos echemos un sueñecito. Estamos exhaustos, y ya se nos está notando.
—A ti, tal vez.
Se volvió hacia Barón, que seguía lánguidamente hundido en su silla.
—¿Me escuchas, Barón?
—Adelante —dijo éste—. Por mí no te preocupes.
«Las cosas serían mucho más simples si uno fuera un robot —pensó Sharn—. No haría falta tener en cuenta los temperamentos. Cualquier situación es situación más temperamento. Ya es bastante malo cargar con el carácter propio; pero además debemos cargar con los ajenos.» Tomó su pequeño cuaderno para escribir el pensamiento, pero, al ver que Dominguey lo estaba observando, empezó a hablar abruptamente.
—¿Por qué armáis tanto alboroto? Estamos aquí para cumplir una tarea de observación. ¿Por qué no hacerla? Antes de que Ike y yo saliéramos, vosotros nos dijisteis que debíamos observar la atmósfera. Yo lo hice, pero después de escuchar las tonterías que habéis estado diciendo con respecte a la muerte, creo que erais vosotros los que debíais observarla. Y esa peculiar sensación física..., dejasteis que os confundiera. Lo mismo hicimos Ike y yo; pero no hace falta ser sabio para comprender que esa horrible sensación, como si algo trepara por el interior del traje junto con uno mismo, tiene una explicación obvia y racional.
Barón se levantó para salir.
—Vuelve, Barón —dijo Sharn, disgustado—. Estoy hablando.
—Voy a ver qué está haciendo Malravin, y después me acostaré. Si dices algo interesante, Billy puede resumírmelo después en cuatro palabras. No le encuentro sentido a tu cháchara. Tus discursos me tienen cansado.
—¿Cansado? ¿A pesar de estar muerto? ¿Y necesitas acostarte, estando muerto?
—Déjalo, por Dios —dijo Dominguey con un bostezo—, y vayamos a lo que querías decir. Mira, Eddy, esto es horrible. Y no me refiero a Erewhon, que ya es bastante espantoso. Pero si seguimos alterándonos los nervios mutuamente, llegaremos al asesinato. Yo diría que eres un buen candidato para el hacha.
—¿Estás jugando con la idea del asesinato, Dominguey? Supongo que ésa es otra forma de escapar a la realidad.
—Deja de hablar así, Sharn, es una orden. Hablabas hace poco de esa extraña sensación física que sentimos allá fuera, en las rocas. No seas tan esquivo respecto a eso. Se debe a que casi todo nuestro peso, en el exterior, viene por cortesía de la Gran Berta, y no de Erewhon. La masa se orienta en parte según el sitio que ocupa Berta, y no según el cuerpo sobre el que uno está. Naturalmente, eso causa ciertas sensaciones extrañas, en especial con respecto a la propiocepción y al equilibrio dentro del oído interno. Al levantarse el Sol, el intelecto entra en conflicto con el cuerpo, debido a la tendencia a considerar el este corno abajo. Cuando el Sol llega al cenit, la situación no es tan difícil, pero la masa del cuerpo actúa siempre como si fuera un compás, y tiende hacia el Sol..., si es que Berta es un Sol. ¿Es eso lo que ibas a decir?
Sharn asintió, agregando:
—Ya que eres tan inteligente, Billy, tal vez hayas llegado a la conclusión de que Berta es una estrella; una estrella de gran tamaño... es decir, con una masa anormalmente grande. Anormalmente, dije; aquí ha tenido una oportunidad inigualable para crecer, acumulando materia de la nebulosa. Su masa debe de ser, aproximadamente, veinticinco millones de veces mayor que la de nuestro Sol.
—¡Vaya tamaño! —observó Dominguey, con un silbido de asombro—. Debo reconocer que está en un lugar muy apto para un proceso de crecimiento estelar. Entonces, ¿crees que es sólo una gigantesca acumulación de materia muerta?
—No realmente. No hay materia muerta, en ese sentido. El científico es Barón, él te lo explicaría si no estuviera al borde de la catatonia. Cuando se reúne una masa de materia de tal tamaño, se originan presiones terribles. No, lo que quiero decir es que Berta es un gigantesco Sol vivo, nacido de materia nebular muerta.
—Tonterías, Eddy. Ni siquiera se la ve bien: es apenas una negrura centelleante. Si tu teoría fuera correcta, Berta sería un puro, inmaculado gigante. Y nosotros, que estamos a tan poca distancia, ya habríamos muerto abrasados.
—No te olvidas de la más elemental relatividad. Ya he resuelto eso, y mi hipótesis no es ninguna tontería. Cuando digo que Berta tiene una masa veinticinco millones de veces mayor que el Sol, tengo buenos fundamentos. En un Sol de ese tamaño, la fuerza de gravedad de su superficie es tan colosal que ni siquiera deja escapar la luz.
Dominguey bajó su mescahale y fijó la vista en la mampara más próxima, con la boca abierta.
—Por Dios, Eddy, ¿es posible? ¿Y qué conclusión surge de eso? Es decir, ¿hay alguna prueba?
—Sí, la visible distorsión en la luz de las estrellas distantes, ocasionada por la mole de Berta, hace pensar que las fuerzas gravitatorias son inmensas. Y el interferómetro ofrece algunos datos. Todavía funciona. Lo apliqué a la superficie antes de volver a bordo. ¿Por qué no probaste con él? Supongo que tú y Barón fuisteis presas del pánico, igual que Malravin. Berta tiene un diámetro angular de 22° de arco. Si la masa es la que yo digo, se puede calcular el diámetro en kilómetros. Sería 346 veces mayor que el del Sol, o sea, unos 450 millones de kilómetros. Ya sé que en esto hay mucho de suposición, pero puede servir de guía. Y a partir de eso, con unos pocos elementos de trigonometría se puede saber a qué distancia estamos. Yo la calculo en menos de 800 millones de kilómetros; ¿comprendes lo que eso significa? Nuestra distancia con respecto a Berta es igual a la de Urano con respecto al Sol. Y tratándose de un cuerpo de ese tamaño, es como decir que estamos prácticamente encima.
—Empiezo a asustarme —dijo Dominguey.
Parecía atemorizado, se oprimió las sienes con la punta de los dedos, y la piel oscura de los pómulos se le puso tensa. Detrás de ellos, Barón y Malravin comenzaron a pelear. Barón había tropezado con el pie del siberiano, quien estaba acostado en el suelo, con la cabeza dentro de la caja de transmisión; los insultos iban y venían. Ni Dominguey ni Sharn les prestaron atención.
—No; tu teoría presenta un bache —dijo finalmente Dominguey.
—¿Cuál?
—Si Erewhon estuviera tan próximo a Berta como tú dices, no podría mantenerse en órbita: se precipitaría hacia ella.
Sharn miró con fijeza al capitán, meditando su respuesta. La vida era un tormento, pero a veces se podían extraer ciertos placeres de esa tortura.
—Descubrí la respuesta para eso mientras andaba a tumbos por esas rocas inmundas, cuando el vapor se esparció sobre el suelo, hacia mí. Creo que Erewhon era demasiado pequeño para retener atmósfera, y ésta se le iba esfumando en el espacio a toda velocidad. Por lo tanto, ese vapor debió de estar en estado líquido hasta hace poco tiempo, depositado en las depresiones. ¿Comprendes?
—Sigue —dijo Dominguey, tragando saliva.
—Fuiste tú quien supuso que Erewhon estaba en relación planetaria con Berta, Dominguey. No es así. Erewhon viene girando desde regiones más frías. Las rocas se están calentando. No hemos aterrizado en un planetoide, sino en un trozo de roca que se precipita hacia el Sol.
Se oyó el ruido de un golpe; Malravin gruñó y saltó sobre Barón. Los dos hombres se trenzaron en un cuerpo a cuerpo, aporreándose de un modo bastante tonto. Dominguey y Sharn corrieron a separarlos. Barón, muerto o no, se defendía muy bien.
—Bueno —dijo Dominguey, enojado—, así que hemos perdido la compostura. Necesitamos descansar. Vosotros tres, acostaos y tomad un sedante. Yo seguiré reparando el ciboscopio, Malravin. Que la señal de alarma suene a las 19.50 m.g., para que podamos descansar sin dejar de llamar a la Grandon y a la Brinkdale. Hay que salir de aquí. Vamos, moveos; tú también, Eddy. Tu teoría me ha convencido. Debemos partir lo antes posible, y quiero trabajar en paz.
Todos protestaron sucesivamente, pero Dominguey se mantuvo firme. Esperó con la cara sombría y los brazos en jarras, a que los otros treparan a sus literas. Después, encogiéndose de hombros, reguló la alarma del tablero de comunicaciones y se metió bajo el compartimiento de dirección.
No era sólo cuestión de reemplazar una pieza. Por suerte, había repuestos de las diminutas células sinusoidales que tachonaban la bobina principal del ciboscopio, de cuyo funcionamiento dependía el control de la nave. Pero la bobina, en sí, se había deformado a causa de las excesivas tensiones que sufriera durante la penetración en la nebulosa. Malravin, tras limpiar el aceite, había quitado la cubierta, pero la operación de volver a colocarla en su sitio era lenta y requería precisión; y no la hacía más fácil el ángulo en que era necesario ajustarla.
El tiempo transcurría. Cuando sonó la alarma, Dominguey estaba atento al sonido de su propia respiración.
Se arrastró hasta la cabina. Sharn y Malravin ya se estaban desperezando.
—Llevo cuatro horas de trabajo pesado —dijo, entre bostezos—. Eddy, trata de comunicarte con las otras dos naves, ¿quieres? Voy a tomar algo y a acostarme un momento. Estamos casi listos para despegar.
En ese momento se dirigió hacia Barón, que seguía echado, con el rostro ceniciento y una gran mancha de color carmesí sobre el pecho. En dos saltos estuvo junto a su litera. Barón yacía sobre el lado izquierdo, aferrado a la sábana. Estaba muerto, con un cuchillo clavado entre las costillas. Dominguey soltó un grito. Los otros dos se levantaron de un salto.
—¡Lo han asesinado! ¡Han asesinado a Jim! Uno de vosotros... Sharn, fuiste tú. Lo has matado con su propio cuchillo de monte. ¿Por qué? ¿Por qué?
Sharn estaba tan pálido como Dominguey.
—Mentira, no fui yo. ¡Estuve en mi litera, durmiendo! Yo nunca peleé con él; Malravin sí. Él fue, ¿verdad, Malravin?
La alarma seguía sonando, entre los gritos de los tres.
—No vayas a tratarme de asesino. Estaba profundamente dormido, en mi litera, y había tomado sedantes tal como se ordenó. Ha sido uno de vosotros dos. Yo no tuve nada que ver con eso.
—Se te está amoratando un ojo, Malravin —dijo Dominguey—. Jim Barón te golpeó antes de acostarse. Tal vez lo has matado para igualar los tantos.
—Por el amor de Dios, hombre. Tratemos de comunicarnos con las otras naves mientras sea posible. Sabes que no soy capaz de hacer algo así. Más probable es que hayas sido tú. Estabas despierto, y nosotros no.
—En todo ese tiempo no saqué la cabeza del compartimento de dirección.
—¿De veras? ¿Y quién puede asegurarlo?
—Sí, él tiene razón, Dominguey —terció Sharn—. ¿Quién puede asegurar que estuviste allí? Pudiste mandarnos a dormir para hacerlo.
—¡Eso es lo que hiciste, maldito asesino! —gritó Malravin—. No sé cómo no nos has matado a los tres ya que estabas en eso.
Y se lanzó hacia Dominguey con los puños en alto.
El capitán, agachándose, saltó a un lado y golpeó a Malravin. El golpe fue débil y sólo sirvió para que el siberiano volviera a arrojarse contra él con un bramido de ira. Sobre la mesa había una llave inglesa que se había usado para ajustar la cubierta del ciboscopio. Dominguey golpeó con ella al siberiano en la base del cráneo. El corpulento individuo tropezó con una silla y cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra la mampara.
—¿Quieres tú también? —amenazó Dominguey, encarando a Sharn con la llave inglesa en alto.
Sharn, estremecido, formuló un «no».
—Atiende a Ike, entonces; trataré de enviar una señal.
Con un seco movimiento de cabeza, se dirigió al panel de comunicaciones y apagó la alarma. El súbito silencio fue tan estremecedor como el estrépito anterior.
Dominguey abrió la subradio y empezó a llamar.
Sharn se arrodilló junto a Malravin, y le alzó la cabeza con tanta suavidad como le fue posible. El hombre no se movió. Con un gruñido, Sharn intentó asimilar lo ocurrido. Trató de concentrarse.
—Los humanos provocan sucesos —murmuró—. Los sucesos afectan a los humanos. Cuando un hombre desencadena una serie de sucesos, puede resultar víctima de ellos. Al entrar al servicio espacial cometí una acción decisiva, pero los lectores pueden pensar que desde entonces he estado a merced..., a merced... Empezó a sollozar. También Malravin estaba muerto. Tenía el cuello roto. Dentro del cerebro, aún caliente, los pensamientos fluían hacia la desaparición.
Después de un lapso indefinible, Sharn notó que Dominguey había dejado de hablar. De la subradio sólo surgía un balbuceo incomprensible y los ruidos de la estática. Levantó la vista. El capitán le apuntaba con una pistola iónica.
—Sé que asesinaste a Jim Barón, Sharn —dijo, con la cara contraída por la tensión.
—Y yo sé que tú mataste a Malravin. Lo vi, y allí en el suelo está el arma asesina.
La pistola iónica describió una curva en el aire.
—¿Ike está muerto?
—Muerto, y tú mataste también a Barón. Eres hábil, Dominguey; un verdadero superhombre, silencioso, de los que nunca pierden el dominio de cuanto les rodea. Supongo que ahora me matarás a mí. Con tres cuerpos menos, la Wilson despegará con mucha mayor facilidad, ¿no es cierto? Te hará falta toda la potencia de despegue, Dominguey, porque con cada minuto que pasa nos acercamos a Berta más y más.
—No voy a matarte, Sharn. Y tampoco maté a Barón. En cuanto a la muerte de Malravin, fue un accidente. Tú sabes que... ¡Espera! ¡No te muevas! Hay una señal.
Hizo mirar un poco la silla y levantó el volumen del aparato. Una débil voz llamaba por entre el ruido de la estática, diciendo:
—¿Me oye, Wilson? ¿Me oye, Wilson? Aquí Grant, de la Brinkdale. Responda, por favor.
—¡Hola, Grant! ¡Hola, Grant!
El capitán movió el micrófono mientras hablaba a fin de seguir apuntando a Sharn con la pistola iónica.
—Aquí Dominguey, de la Wilson. Hemos descendido en un asteroide para efectuar reparaciones. Si emito un vector, ¿podrá fijar nuestra posición? Es un caso de gran emergencia. La aurora empezará en menos de una hora, y entonces la estática hará imposible la recepción.
Muy lejos, en el fondo de un pozo de tiempo y espacio, una voz diminuta pidió el vector. Dominguey lo emitió y se volvió para enfrentar a Sharn. Éste seguía inclinado sobre Malravin, pero ya había recobrado el dominio de sí.
—¿Piensas matarme enseguida, Dominguey? —preguntó—. No quieres testigos, ¿verdad?
—Levántate, Sharn. Ponte contra la pared. Quiero ver si Malravin está muerto de veras, o quieres tenderme alguna trampa.
—Oh, no, está muerto. Parece que hiciste bien las cosas. Y también con respecto a Barón, aunque eso era más fácil; el pobre, además de estar dormido, se creía muerto.
—No estás en tus cabales, Sharn. Ponte contra la pared cuando yo te lo indique.
Cambiaron posiciones; Sharn se ubicó junto a la pared cerca de la escotilla cerrada. Dominguey se aproximó al feo cuerpo caído. Ambos se movían con lentitud, observándose mutuamente las caras inexpresivas.
—Está bien muerto —observó Sharn.
—Sí, está muerto. Ahora, Sharn, ponte el traje espacial.
—¿Estás pensando en algún servicio fúnebre? Estás loco, Dominguey. Faltan unas pocas horas para que incineren a todos.
—No me trates de loco, pedazo de víbora. Toma tu traje espacial. No puedo trabajar contigo aquí; no debo confiarme. Sé que mataste a Barón, porque estás loco, y él era quien menos toleraba tus charlas y tus teorías. No soportas que no te admiren, ¿verdad? Pero a mí no vas a matarme. Esperarás fuera hasta que estemos en condiciones de despegar, o hasta que la Brinkdale venga a buscarnos. Y ahora, muévete, hombre; ponte el traje.
—¡Vas a dejarme allá fuera, canalla! ¿Qué pretendes hacer? ¿Una antología sobre las distintas formas de asesinar en el espacio galáctico? Más allá del sistema solar, la palabra del hombre se convierte en la palabra de Dios.
Dominguey, en un movimiento rápido, le cruzó el rostro con una bofetada.
—Y la mano de Dios —murmuró Sharn.
Se aproximó al traje. A desgana, empezó a ponérselo, constantemente amenazado por la pistola iónica. Dominguey lo empujó hacia la escotilla.
—Por favor, Dominguey, no me hagas salir. No puedo soportarlo. Sabes bien cómo es la Gran Berta. ¡Por favor! Átame a mi litera, si quieres.
—Muévete. Tengo que volver al aparato. No me iré sin ti.
—Por favor, Dominguey, capitán, te juro que soy inocente. Tú sabes que no toqué a Barón. ¡Si me haces salir a las rocas, moriré!
—Puedes quedarte, si me firmas una confesión diciendo que mataste a Barón.
—¡Sabes que no fui yo! Fuiste tú, mientras dormíamos. Comprendiste que él era una amenaza para nuestra salud mental, con su idea de que todos estábamos muertos, y por eso lo mataste. O fue Malravin. ¡Sí, fue Malravin quien mató a Jim, Dominguey, es obvio! Mientras nosotros dos hablábamos, ellos peleaban. Nosotros no tenemos ninguna culpa. Ahora que sólo quedamos dos, debemos ponernos de acuerdo. Hay que salir pronto de aquí y te hará falta mucha ayuda. Siempre nos llevamos bien; hemos recorrido la galaxia...
—Confiesa o sal, Sharn. Sé que fuiste tú. Si dejo que te quedes, me matarás a mí también.
Sharn dejó de protestar. Se pasó la mano por los cabellos húmedos y apoyó la espalda contra la mampara.
—Está bien —dijo—. Firmaré. Cualquier cosa, con tal de no salir. Puedo decir después que firmé bajo presión.
Dominguey lo arrastró hasta la mesa. Tomó un bloc de apuntes que estaba en el banquito de la radio y obligó a Sharn a escribir una breve confesión por la muerte de Jim Barón. La guardó en el bolsillo y volvió a levantar el arma.
—Ahora, sal —dijo.
—¡No, Dominguey, no! Me has mentido. Por favor...
—Tienes que salir, Sharn. Ahora que tengo este papel en mi bolsillo, no vacilarás en matarme a la menor oportunidad.
—Estás loco, Dominguey, loco de remate. Quieres librarte de mí para cargarme con todas las culpas.
—Contaré hasta cinco, Sharn. Si para entonces no estás saliendo por la escotilla, juro que te haré saltar de las botas.
La expresión de su rostro era inconfundible. Sharn, sollozando, retrocedió hasta la cámara. La puerta se cerró tras él; pudo oír que Dominguey empezaba a extraer el aire del compartimiento, y bajó apresuradamente la mirilla de su casco. El aire salió con un silbido, mientras la cámara descendía hasta el suelo.
Cuando se detuvo, abrió la escotilla, desenroscó una de las palancas del panel de control y la introdujo en el marco para que la puerta no cerrara del todo. La cámara no podía retraerse mientras no estuviera cerrada, y Sharn tendría, por lo tanto, la posibilidad de entrar a la nave; luego salió, por segunda vez, a la superficie de Erewhon.
Las condiciones empezaban a cambiar. Berta subió, desgarrando el cielo circundada por una marejada de estrellas fundidas. Estaba adelantada con respecto al horario que los humanos habían trazado. La comunicación con la Brinkdale sería ya imposible. Además, su disco visible era mayor que antes. Ya no cabía duda: caían precipitadamente hacia la estrella.
Sharn se preguntó cómo era posible que el calor no lo hubiese achicharrado ya sobre las rocas, reduciéndolo a manchas de carbohidrato, a pesar del equipo refrigerador de su traje. Pero si Berta era tan enorme, no podría siquiera liberar su propio calor. ¡Qué terrible e inestable era! Sharn levantó los ojos hacia ella, en un éxtasis que traslucía temor, la falta de peso en su cuerpo le revelaba que iba hacia ella a toda velocidad. El globo negro parecía tronar en lo alto, como símbolo de... ¿de qué? De vida, de fertilidad, muerte o destrucción. Parecía combinar algo de cada cosa, en tanto circulaba omnipotente por el cielo.
—El núcleo de la experiencia... Al llegar al núcleo de la experiencia se pierde la necesidad de placeres menores —se dijo Sharn.
Sentía en el bolsillo del pantalón el peso de su libreta negra, pero era imposible extraerla metido en ese traje espacial. Resultaba tan inaccesible como si la hubiese dejado en la Tierra. Era una pérdida terrible no sólo para él, sino también para quien podía haber leído su obra y haberse sentido estimulado por ella. Las palabras fluían espesas y sustanciosas como la sangre; al principio llegaron de una en una, como pájaros que se le posaran en el hombro, y después en bandadas.
Al fin cayó en el silencio, atravesado por aquella mirada negra y penetrante. La desolación era extrema, como si debiera permanecer aislado en medio de toda la creación, allí debajo de algo materialmente imposible.
Conectó el micrófono de su traje y trató de hablar con Dominguey.
—Quiero volver a bordo. Debo hacer ciertos cálculos. Comienzo a entender mejor a Berta. Sus propiedades representan imposibilidades físicas. Me comprendes, ¿verdad, Dominguey? Luego, ¿cómo puede existir? la respuesta es que en lo más hondo de su superficie, bajo condiciones inimaginables, está creando antimateria. Hemos hecho un descubrimiento formidable, Dominguey. Tal vez el proceso reciba mi nombre: el efecto Sharn. Déjame volver, Dominguey.
Pero hablaba solo, y las palabras se perdían dentro del casco.
Guardó silencio, inclinado ante el astro negro.
Berta iniciaba ya su ocaso. El neblinoso manto de atmósfera fue barrido del lecho de rocas y siguió, siguió al Sol en su marcha circular, como una marea. El vapor se había vuelto más ligero, y llegaba apenas a la altura del hombro, ya que sus componentes moleculares se iban dispersando en el espacio.
Volvió el efecto peso-atracción. El cuerpo de Sharn sentía que «abajo» era aquel cuerpo monstruoso que estaba en el horizonte; caminaba por Erewhon como una mosca por la pared. Luchó contra esa sensación, pero volver hacia la Wilson fue como trepar por una montaña. Los vapores tenían a su alrededor como una catarata moribunda.
Sin hacer caso de ellos, Sharn volvió hacia la escotilla. Acababa de recordar que de una de las paredes de la cámara colgaban un grueso bloc de miostreno y un lápiz. Estaban allí para casos de emergencia; sin duda, la emergencia existía. La voz de Dominguey llegó, áspera, a través de sus auriculares.
—Aléjate de la cámara, Sharn. He colocado la cubierta del ciboscopio y estoy preparándome para despegar. Tendré que arriesgar una maniobra. ¡Apártate de la nave!
—¡No me dejes, Dominguey, por favor! Sabes que soy inocente.
—Nadie es inocente, ¿verdad, Sharn?
—No es momento para metafísica, Dominguey. Lo discutiremos cuando me dejes entrar.
—Mataste a Jim Barón, Sharn; no voy a dejarte entrar, por si quieres hacer lo mismo conmigo.
—Yo no lo maté, y tú lo sabes. No sirvo para matar. O fuiste tú, o fue Malravin. Yo no.
—¡Tengo tu confesión firmada! ¡Aléjate, que voy a despegar!
—¡Pero acabo de hacer un descubrimiento importante!
—¡Apártate!
La conexión se cortó. Sharn gritó dentro de su traje. Sólo obtuvo respuesta del Universo.
Tomó el bloc de miostreno y salió corriendo de la cámara. Corrió tras la última franja de vapor, que desaparecía a lo lejos, absorbida por el espacio, como un gusano en retirada. Bajó dando tumbos por un acantilado que retomaba, zigzagueante, la línea horizontal. El enorme Sol había desaparecido tras el grupo de rocas que daba forma al tosco horizonte.
Ante él se erguía una torre de estratos distorsionados. Llegó hasta ella a la máxima velocidad que el traje le permitía, y se volvió a mirar.
Un fulgor dorado se tornó blanco, una muelle almohada de humo se convirtió en delgadas láminas de vapor, que llamearon hacia él entre las rocas. La nave despegó. Casi enseguida, el horizonte septentrional la ocultó. El movimiento fue tan rápido e imprevisto que Sharn, en un primer momento, pensó que la nave se había estrellado. Luego comprendió: la nave y el planetoide se movían a velocidades inmensas y en direcciones contrarias. Ya no volvió a verla.
Más tranquilo, se puso de pie y miró a su alrededor. La roca presentaba un gran cráter, dentro del cual se perdían los últimos restos de humo. Se aproximó a mirar por el borde. Un ojo inmenso le devolvió la mirada.
Sharn se alejó, tambaleando. Alarmado, recorrió los pasadizos de su mente, para ver si el delirio había penetrado en ellos. De inmediato comprendió lo que acababa de ver. Erewhon era una delgada laja de roca, perforada en el medio exacto. El ojo era la Gran Berta, que recorría la cara opuesta. En pocos segundos volvería a aparecer, persiguiendo incansable a ese pequeño resto flotante.
Se quebró entonces la ilusión de noche y día, con la complementaria sensación de que uno se hallaba en un planeta o un planetoide. Aquel ojo enorme portaba la verdad en su mirada: Sharn estaba aferrado a una partícula rocosa, que se precipitaba hacia su perdición, cada vez más rápido.
Se sentó en cuclillas, con el bloc en la mano. El Sol volvió a aparecer. Cruzó la bóveda en un instante, para desaparecer casi de inmediato. Ya no quedaba en Erewhon resto alguno de vapor que lo siguiera. Y otra ilusión se hizo pedazos: se veía ya claramente que era el fragmento de roca el que giraba, y no la poderosa bola. Esta permanecía inmóvil, llenando la totalidad del firmamento. Allí estaba, como un escudo opaco, dando la bienvenida a cuanto se acercaba a ella.
Con grandes caracteres, Sharn empezó a escribir en su bloc:
«Así como esta roca ha sido despojada de cuanto le daba aspecto de planeta, así se me ha despojado a mí de toda característica humana. Tengo la desnudez de un símbolo. Ya no hay pregunta que tenga importancia para mí: no podéis preguntarme si he matado a un hombre en cierta nave. No lo sé; no recuerdo. No me hace falta la memoria. Sólo sé cómo es la muerte, vista desde la más imponente de las tribunas del Universo. Yo...»
Pero la roca giraba ya a tal velocidad que no pudo seguir escribiendo. Una espiral de luz negra cubrió el cielo; se ensanchaba cada vez más, a medida que él iba acercándose a Berta. Se acostó de espaldas sobre la roca para mirar, para distender sus nervios en la tarea de la contemplación, y se mantuvo firme en tanto su peso latía en él con el ritmo de la espiral negra.
Al arrojar a un lado el bloc, la última palabra escrita atrajo su atención. Con un movimiento de cejas, reconoció que era la adecuada:
«Yo...»
FIN
Título de la edición original: The Impossible Star.