Publicado en
mayo 30, 2010
Título original: The short stories of H. G. Wells
Títulos originales de los relatos:
• Los Acorazados Terrestres (The Land Ironclads, The Strand. Diciembre 1903)
• La Puerta en el Muro (The Door in the Wall, The Daily Chronicle. 14 Julio 1906)
• El País de los Ciegos (The Country of the Blind, The Strand. Abril 1904)
• El Bacilo Robado (The Stolen Bacillus, Pall Mall Budget. 21 junio 1894)
• La Isla del Æpiornis (Æpiornis Island, Pall Mall Budget. 27 Diciembre, 1894)
• El Extraño Caso de los Ojos de Davidson (The Remarkable Case of Davidson's Eyes, Pall Mall Budget. 28 Marzo 1895)
• El Señor de las Dinamos (The Lord of the Dynamos, Pall Mall Budget. 6 septiembre 1894)
• La Historia de Plattner (The Plattner Story, The New Review. Abril, 1896)
• Los Argonautas del Aire (The Argonauts of the Air, Phil May's Annual. Diciembre, 1895)
• La Historia del Difunto Mister Elvesham (The Story of the Late Mr. Elvesham, The Idler. Mayo, 1896)
• En el Abismo (In the Abyss, Pearson's Magazine. 1 Agosto 1896)
• Los atacantes del mar (The sea riders, The Weekly Sun Literary Supplement. Diciembre 6, 1896)
• Una raza aterradora (The Grisly folk, The Storyteller. Abril 1921)
• La esfera de cristal (The Crystal Egg, The New Review. Mayo, 1897)
• La estrella (The Star. The Graphic. Diciembre, 1897)
• El hombre que podía hacer milagros (The Man Who Could Work Miracles. The Illustrated London News. Julio, 1898)
• El bazar mágico (The Magic Shop. The Strand. Junio 1903)
• El valle de las arañas (The Valley of Spiders. Pearson's Magazine. Marzo 1903)
• La verdad sobre Pyecraft (The Truth About Pyecraft. The Strand. Abril 1903)
• El señor Skelmersdale en el país de las hadas (Mr. Skelmersdale in Fairyland. The Strand, 1901)
• El dios Jimmy Goggles (Jimmy Goggles the God. The Graphic. Diciembre, 1898)
• El nuevo acelerador (The New Accelerator. The Strand. Diciembre 1901)
• Un sueño de Armagedón (A Dream of Armageddon. Black and White. Mayo-Junio 2001)
Introducción
Herbert George Wells: su tiempo y su obra
En la tan bizantina como superfina polémica acerca de la paternidad de la ciencia ficción moderna, dirimida entre el francés Julio Verne y el británico Herbert George Wells (véase la introducción a La ciencia ficción de Julio Verne, en el número 89 de esta misma colección), Verne es considerado generalmente como el precursor temático del género, mientras que Wells es calificado más bien como su precursor ideológico. Verne, fiel a las constantes de culto al maquinismo y a la moda de las aventuras «científicas» que reglan en su país, inventaba el submarino, disparaba su cañón contra la Luna, viajaba a los polos, daba la vuelta al mundo e imaginaba un buque aéreo sustentado en el aire por multitud de hélices horizontales. Wells, mas sumergido en las inquietudes sociales que arrasaban en aquella época su país, se ocupó mas de las ideas: utilizó la máquina del tiempo como vehículo para examinar la degradación de la burguesía y las clases obreras en un futuro lejano; las promesas de la aviación le hicieron pensar inmediatamente en su aprovechamiento bélico; la genética significó para él la visión de la manipulación del hombre; y nuestro satélite le sirvió de cuna para el estudio de una civilización alienígena completamente distinta a la nuestra.
Bajo estas premisas, por supuesto, Julio Verne se ha convertido en el auténtico clásico de los partidarios de la hard science fiction, la ciencia ficción profundamente arraigada en la ciencia mientras que H. G Wells es el adalid de los partidarios de la ciencia ficción de ideas, de la que es un buen ejemplo (aunque no, evidentemente, el único) la new wave y toda la ciencia ficción experimental: Pero todo esto, por supuesto, son nimiedades. Excepto para los exquisitamente puristas, Verne y Wells comparten en panteones contiguos pero no antagónicos, el honor de ser los auténticos maestros iniciadores de la ciencia ficción moderna. Intentar demostrar otra cosa es querer buscar tres pies al gato, la cuadratura del círculo y el parentesco con IBM de los robots de La guerra de las galaxias. En otras palabras, pura necedad.
El paralelismo (que no antagonismo) entre la obra de Verne y Wells, cada uno dentro de su particular dimensión, empieza en el hecho de que ambos fueron fruto de su tiempo, de su país y de su sociedad. Herbert George Wells, nacido el 21 de septiembre de 1866 en Bromley, en el condado de Kent, fue el tercer hijo de un tendero, cuyos humildes orígenes (los del padre) quedan claramente reflejados en el hecho de que, antes de establecerse, había sido jardinero y jugador de críquet, y se casó con una sirvienta. La lucha constante del padre de Wells por hacerse un sitio en la recién nacida pequeña burguesía inglesa de la segunda mitad del siglo pasado sería luego reflejada en vanas obras de su hijo, como El amor y M. Lewisham, Kipps o Tono-Bungay.
El padre de «Bertie», como era llamado familiarmente Wells, murió joven, y la madre tuvo que ponerse a servir en un café para mantener a la familia. En consecuencia, la juventud de Wells lo fue todo menos fácil y placentera. Al igual que sus hermanos (y que la mayor parte de los jóvenes e incluso niños ingleses de la época), tuvo que ponerse a trabajar pronto, y realizó los mas diversos oficios, incluidos el de aprendiz de pañero y mancebo de botica, circunstancia que reflejaría magistralmente, junto con otros muchos detalles autobiográficos, en su novela Tono-Bungay (recientemente publicada en español).
En 1883 pasó a ocupar un puesto de alumno/maestro en la escuela de segunda enseñanza de Midhurst, gracias a lo cual consiguió una beca para la escuela normal de ciencias de Londres. Allí tuvo la fortuna de estudiar bajo la batuta de Thomas Henry Huxley, abuelo de Julián y Aldous Huxley, un acérrimo defensor de las teorías darvinianas y un declarado humanista científico, que influyó grandemente en todo su pensamiento posterior, y con cuyo nieto Julián (y su propio hijo) escribiría, muchos años más tarde, la obra La ciencia de la vida (1929). Consiguió graduarse como externo, fue nombrado lector de biología en el University Correspondence College y escribió dos libros de texto (publicados en 1893, cuando aún no había cumplido los treinta años). Pero el estrés pudo mas que él, y tuvo que ser ingresado durante varios meses en un hospital.
Es ahí precisamente donde empieza su meteórica carrera literaria, a través de una serie de artículos y ensayos en diversas revistas literarias y científicas. Es curioso constatar que el más famoso de esos primeros artículos, «El hombre del año un millón», describía las ideas científicas de Wells sobre el hombre de un lejano futuro. En ese artículo aparecen por primera vez las constantes de cómo verá la ciencia ficción al hombre del futuro: gran cabeza, ojos enormes, manos delicadas y un cuerpo muy reducido. Pero Wells iba más lejos y veía a esos hombres sobreviviendo a la muerte del Sol, inmersos permanentemente en líquidos nutritivos en refugios muy profundos bajo la superficie de la Tierra. Otros artículos de esa época trataban también de visiones que hoy llamaríamos prospectivas: «El advenimiento del hombre volante» lo dice todo en su título; «Una excursión al Sol» era una poética visión del sistema solar que contemplaba las tormentas solares como grandes mareas electromagnéticas; «La extinción del hombre» . planteaba la tesis de que el ser humano quizá no sea la especie más apta para sobrevivir en nuestro planeta; «Las posibles cosas vivas» examina ha la posibilidad de la vida basada en el silicio, en vez de en el carbono.
Y entonces se produce la entrada triunfal en el campo de la literatura. Basándose en una serie de ensayos que había elaborado en 1888 para una publicación de aficionados, Wells escribe La máquina del tiempo (1895), que obtiene inmediatamente un clamoroso éxito. A ella le siguen en poco tiempo: La visita maravillosa (1895 también), una mordaz sátira de la sociedad victoriana de su tiempo vista por los ojos críticos y despiadados de un ángel caído de los cielos; La isla del doctor Moreau (1896). basada en un ensayo anterior del propio Wells, «Los límites de la plasticidad»; El nombre invisible (1897). La guerra de tos mundos (1898), Cuando el durmiente despierta (1899), Los primeros hombres en la Luna (1901), El alimento de los dioses (1904), Una utopía moderna (1905), En los días del cometa (1906). Todas esas obras son acogidas con enorme entusiasmo por un público ansioso de nuevas ideas. Todas ellas (excepto La visita maravillosa, que puede ser considerada como fantasía pura) serían calificadas, hoy día, como pertenecientes a la mas estricta ciencia ficción.
En la primera década del nuevo siglo, sin embargo, la literatura de H. G. Wells empieza a sufrir un profundo cambio. Aunque la critica social nunca ha dejado de estar presente en su obra, ahora empieza a abandonar el «sentido de la maravilla» presente hasta entonces y a centrar su literatura en una realidad más concreta. Sus obras se hacen más realistas, se centran en sus propias experiencias vitales, aunque siempre defendiendo causas que eran muchas veces escandalosas para la sociedad victoriana de su tiempo, como en Ana Verónica (1909), donde contempla con ojo critico la situación de la mujer en la sociedad inglesa de principios de siglo, o Los nuevos Maquiavelos (1911), en la que aborda con una lucidez no exenta de cinismo los problemas políticos de su tiempo.
La Primera Guerra Mundial constituye para Wells, como para tantos otros europeos, un profundo trauma. Su interés por el conflicto bélico se refleja en el hecho de que no deja de recorrer el frente, actuando como periodista y dando conferencias en defensa de la civilización y de la democracia. Como resultado de esas experiencias publicará más tarde una serie de libros sobre la guerra, cuyos títulos son suficientemente elocuentes: Guerra y futuro; Italia, Francia y Gran Bretaña en la Guerra; La guerra que terminará con la guerra...
Tras esa primera etapa de ciencia ficción y esa segunda etapa de novelas realistas, muchas de ellas casi autobiográficas, Wells sufre un nuevo cambio literario. Sus obras de entreguerras reflejan su gran preocupación hacia sus semejantes, juntó con un profundo y amargo sentido de la crítica. Wells empieza ya a sentirse desesperanzado con respecto a la humanidad y sus posibilidades de redención. En Mr. Blettsworty en la isla Rampole (1928), por ejemplo, un hombre que ha naufragado en una isla intenta por todos los medios convertir a los supersticiosos salvajes que la habitan e inculcar en sus mentes un poco de sentido común, pero no consigue vencer sus crueles y estúpidas costumbres tribales; el rizo final de la obra surge cuando el protagonista se da cuenta de que durante toda la novela ha estado delirando, que no existen sus salvajes, y que la isla de Rampole es en realidad Nueva York. En El fuego eterno, una revisión del libro de Job trasladada a la Inglaterra contemporánea de Wells, el agonizante héroe wellsiano es reconfortado en sus amarguras por diversos filósofos sociales.
Ese segundo libro señala ya el camino que emprenderá la futura carrera literaria de Wells. Cada vez mas interesado por la sociología, Wells abandona poco a poco la literatura y regresa a sus orígenes, el ensayo. En esa época se recluye en su propiedad de Bastón Globe, en Dummond, Essex, y escribe dos de sus obras capitales: El trabajo, la riqueza y la felicidad de la humanidad (1931) y su secuela, una ficción especulativa, medio narración, medio ensayo (de la que saldría posteriormente el famoso guión de la película de William Garrierson Menzies), La forma de las cosas que han de venir (1933). Junto con estas obras capitales, Wells escribe una serie de obras menores, mientras sigue atormentado por visiones cada vez más mesiánicas en las que se ve como oráculo de la humanidad. Escribe también su Autobiografía (1934), cuya sinceridad es considerada brutalmente escandalosa, y una serie de ensayos socio-filosóficos, de los que habían sido heraldos varias obras anteriores, como El esquema de la historia (1920) y El salvamento de la civilización (1921), pero ahora mucho más pesimistas: El destino del Homo sapiens (1939), El nuevo orden del mundo (1939), La conquista del tiempo (1942). Su última obra, publicada en pleno caos de la Segunda Guerra Mundial, es una fantasía literaria que parece querer cerrar de forma definitiva la opinión de los últimos años de Wells sobre el hombre, la historia y Dios: Todos a bordo hacia Ararat (1941) es una pesimista fantasía en la cual Dios le pide a un nuevo Noé que construya una segunda Arca. Noé acepta, pero pone una condición: esta vez debe ser Dios quien se embarque en ella como pasajero, dejando libres a los hombres para que se ocupen de su propio destino.
Aquejado por la tuberculosis y la diabetes, Wells se retira los últimos años de su vida en su casa de Londres, soportando los postreros coletazos de la guerra. Apenas sobrevivirá a ella: morirá el 13 de agosto de 1946, sin ver cumplidos sus anhelos de libertad y justicia social y derrotado en su fe en el futuro de la humanidad.
Es curioso constatar que, aunque Wells pareció «renegar» de la ciencia ficción que le había proporcionado sus primeros éxitos apenas hubo consolidado su fama literaria (si bien nunca renunció a la fantasía, que no deja de aparecer a lo largo de toda su obra), y aunque ninguna de sus obras posteriores a 1910 pueden compararse en ese sentido a las anteriores, son precisamente sus primeras novelas, sus obras más estrictamente de ciencia ficción, las que más han perdurado a nivel popular. Es cierto que el conjunto de su obra sigue editándose y leyéndose en todos los idiomas; pero el público de sus obras sociales es mucho mas restringido que el de sus primeras fantasías. Si su nombre se conoce mundialmente en la actualidad, es más por La máquina del tiempo o por El hombre invisible que por Kipps o por Ana Verónica, para citar unos ejemplos, pese a ser todas ellas obras estimables literariamente.
Del mismo modo también, aunque Wells es conocido principalmente por sus novelas (y quienes no las hayan leído, que indudablemente son aún muchos, sí han visto algunos de los numerosos filmes que sobre ellas se han realizado), donde con mayor intensidad surge la gran fantasía de H. G. Wells, mas aún que en sus novelas, es en sus relatos cortos. Casi todos ellos fueron escritos en la primera época de su carrera: después de la Primera Guerra Mundial se dedicarla casi exclusivamente (aparte su labor periodística) a la novela, y en la última época de su vida al ensayo y a la obra monumental. Pero es en el frescor de sus primeras obras cortas, libre todavía de su pesimismo y del trascendentalismo que permeó la última etapa de su vida, donde surgen todas las grandes ideas fantásticas de Wells.
En total, Wells publicó (censados) 63 relatos cortos, que forman la monumental obra The Short Stories of H. G. Wells, un volumen de 1148 páginas publicado en Londres en 1927. La mayor parte de ellos corresponden al género de ciencia ficción y fantasía, y contienen joyas tan universales como «Los acorazados terrestres», donde anticipa por primera vez el uso de los tanques en la guerra; «El bacilo robado», sobre la contaminación intencionada de las aguas potables; «La estrella», uno de los primeros relatos de ciencia ficción sobre el desastre provocado por el choque con un meteorito; «El nuevo acelerador», «El señor de las dinamos», el relato prehistórico «Una raza aterradora», «El país de los ciegos»... y tantos otros relatos donde la imaginación de Wells se mezcla con un profundo sentido de la ciencia y la realidad científica y de la filosofía y la realidad humana. Sin embargo, es curioso constatar que la mayor parte de esos relatos, que constituyen cada uno una joya en sí mismo, aunque conocidos de oídas por muchos lectores, apenas han sido publicados en español, excepto de una forma muy dispersa y aislada, en los últimos treinta años. Pese a que constituyen uno de los puntales de la obra wellsiana, junto con sus inmortales La máquina del tiempo, El hombre invisible y La guerra de los mundos.
Nada mejor, pues, que rematar la edición de esta Biblioteca de Ciencia Ficción de Ediciones Orbis con estos dos volúmenes que reúnen los relatos de ciencia ficción mas destacados de Herbert George Wells, seleccionados de entre esos 63 relatos de su producción global. Se trata, a la vez, de un rescate, el pago de una deuda y un homenaje. Y, por supuesto, del mejor colofón que puede tener esta Biblioteca.
DOMINGO SANTOS
Los acorazados terrestres
1
El joven teniente estaba cuerpo a tierra al lado del corresponsal de guerra, admirando con los prismáticos la idílica calma de las líneas enemigas.
—Lo único que puedo ver —dijo finalmente— es un hombre.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el corresponsal de guerra.
—Mirarnos con los prismáticos —respondió el joven teniente.
—¡Y esto es la guerra!
—No —dijo el teniente—, es Bloch.
—El juego está empatado.
—¡No! Tienen que ganar o si no perderán. Un empate es una victoria para nosotros.
Habían discutido sobre la situación política alrededor de unas cincuenta veces y el corresponsal de guerra ya estaba harto. Estiró los brazos.
—¡Yooo supongo que así será! —bostezó.
¡Fiuuuu!
—¿Qué ha sido eso?
—Nos han disparado.
El corresponsal de guerra se deslizó hacia una posición ligeramente más baja.
—¡Nadie le dispara a él! —se quejó.
—Supongo que quieren aburrirnos para que volvamos a casa.
El corresponsal de guerra no respondió.
—Está la cosecha, por supuesto..
Llevaban un mes allí. Después de los primeros movimientos enérgicos, después de la declaración de guerra, las cosas habían ido cada vez más despacio, hasta que pareció que toda la maquinaria de los acontecimientos se había detenido. Para empezar, tuvieron un momento casi de fuga, el invasor había cruzado la frontera, justo al empezar la guerra, formando media docena de columnas paralelas tras una nube de ciclistas y caballería, que daban la impresión general de dirigirse directamente hacia la capital. La caballería de los defensores les hizo retroceder, acribillándoles y forzándoles a abrirse, a flanquear; después se desplazaron hacia una posición próxima con un estilo más tradicional, donde permanecieron un par de días hasta que, una tarde, izas!, se encontraron al invasor frente a sus líneas dispuestas para la defensa. No había sufrido tanto daño como se esperaba: al parecer volvía con los ojos abiertos, con sus exploradores cargados de armas, y acampó sin ofrecer el menor atisbo de ataque y comenzó a excavar trincheras como si tuviera la intención de quedarse allí hasta el final de los tiempos. Era lento, pero mucho más cauto de lo que esperaba el resto del mundo; mantenía ocultos a los convoyes y escudaba a su cauta infantería lo suficientemente bien como para prevenir cualquier ataque poderoso del adversario.
—Pero deberían atacar —insistió el joven teniente.
—Nos atacarán al amanecer, en algún lugar de las líneas. Tendrá las bayonetas en las trincheras en cuanto haya visibilidad —decía el corresponsal de guerra desde hacía una semana.
El joven teniente le hizo un guiño al oír aquello.
Una mañana, temprano, los hombres que enviaron los defensores para que cubrieran unos quinientos metros por delante de las trincheras con la idea de vaciar los cargadores ante cualquier ataque nocturno inesperado, causaron un pánico injustificado al disparar a la nada durante diez minutos. El corresponsal de guerra entendió el significado de ese guiño.
—¿Qué haría usted si fuera el enemigo? —preguntó de repente el corresponsal de guerra.
—¿Si tuviera los mismos hombres que tengo ahora?
—Sí.
—Tomar esas trincheras.
—¿Cómo?
—¡Oh.... con una treta! Me arrastraría hacia la mitad del camino, por la noche, antes de que saliera la luna y allí establecería el contacto con los muchachos .que hemos enviado. Les dispararía si intentaran moverse y a la luz del día les cazaría. Me aprendería de memoria esa zona del terreno, tumbado todo el día en los hoyos, escondido, y por la noche iría avanzando. Hay un espacio allí, un terreno desigual, por donde podrían cruzar para disminuir la distancia fácilmente. En una noche, más o menos. Sería un mero juego para nuestros muchachos; es para lo que han sido entrenados... ¿Armas? Ni la metralla ni ese tipo de cosas detendría a los buenos hombres que quieren acción.
—¿Por qué no lo hacen ellos?
—Sus hombres no son lo suficientemente brutos, ésa es la cuestión. Son una pandilla de enclenques hombres de ciudad, y ahí radica el asunto. Son oficinistas, empleados de fábrica, estudiantes.... hombres civilizados. Saben escribir, hablar bien, hacer todo tipo de cosas, pero en la guerra son pobres aficionados. No tienen la fuerza física necesaria y eso es todo. Nunca en su vida han dormido una noche al raso; nunca han bebido otra cosa que no sea agua pura; nunca han comido menos de tres comidas al día desde que dejaron el biberón. La mitad de su caballería no había montado sobre un caballo hasta que se alistaron hace seis meses. Montan a caballo como si fueran en bicicleta, ¿les ha visto? Son unos inútiles en este juego y lo saben. Nuestros chicos de catorce años pueden dar lecciones a esos hombres maduros... Muy bien...
El corresponsal de guerra cavilaba con la nariz entre los nudillos.
—Si una civilización decente —dijo— no puede producir hombres mejores para la guerra que... —se detuvo por cortesía cuando ya era tarde—. Lo que quiero decir..
—Que nuestra vida al aire libre —completó el joven teniente.
—¡Exacto! —dijo el corresponsal de guerra—. Entonces la civilización tiene que detenerse.
—Eso parece —admitió el teniente.
—La civilización tiene la ciencia, ya sabe —dijo el corresponsal—. Ha inventado y fabricado los rifles, las armas y todo lo que utilizamos.
—Que nuestros saludables cazadores y campesinos, y nuestros desaliñados y pendencieros vaqueros y nuestros azotadores de negros pueden usar diez veces mejor que... ¿Qué es eso?
—¿El qué? —dijo el corresponsal de guerra, y al ver que su compañero estaba atareado con sus prismáticos, sacó los suyos—. ¿Dónde? —preguntó mirando hacia las líneas enemigas.
—No es nada —dijo el teniente, todavía observando.
—¿Qué es «nada»?
El joven teniente bajó sus prismáticos y señaló.
—Me pareció ver algo allí, detrás de los troncos de aquellos árboles. Algo negro. Pero no sé qué era.
El corresponsal de guerra intentó escudriñar el lugar.
—No ha sido nada —dijo el joven teniente, volviéndose para observar el cielo de la tarde que oscurecía, añadió: —Ya no volverá a haber nada más para nosotros, a menos que...
El corresponsal de guerra le miró interrogativamente.
—Deben de tener problemas de estómago o algo así... Al vivir sin las letrinas adecuadas...
Desde las tiendas de atrás llegó el sonido de unas cornetas. El corresponsal de guerra se deslizó hacia atrás por la arena y se puso en pie. «¡Bum!» se oyó a lo lejos, por la izquierda.
—¡Hala! —dijo, dudó y volvió a agacharse para volver a mirar con curiosidad—. Disparar a estas horas es de mala educación.
El joven teniente permaneció un rato en silencio. Después volvió a señalar al lejano grupo de árboles.
—Uno de nuestros cañones pesados. Estaban disparando a aquello —dijo.
—¿A lo que era «nada»?
—De todos modos, a algo que está por ahí.
Ambos se quedaron callados, mirando por sus prismáticos durante un rato.
—Justo al atardecer —se quejó el teniente, y se levantó.
—Podría quedarme aquí un rato —dijo el corresponsal
El teniente negó con la cabeza.
—No hay nada más que ver.
Se disculpó y bajó hacia la trinchera donde su pequeño pelotón de ágiles soldados bronceados por el sol estaban charlando. El corresponsal de guerra también se levantó, miró un momento hacia la animación laboriosa que había debajo de él, volvió a dirigir su mirada durante unos veinte segundos hacia los enigmáticos árboles y después volvió la cara hacia el campamento.
Se preguntó si su editor consideraría demasiado trivial para el consumo público la historia de que alguien pensaba que había visto algo negro tras un grupo de árboles y de que luego se disparó un tiro contra aquella ilusión.
«Es el único atisbo de interés —pensó el corresponsal— en diez días. No —se dijo rápidamente—, escribiré otro artículo: "¿Se ha acabado la guerra?".»
Examinó la perspectiva de las líneas que se iban oscureciendo, el entramado de trincheras, una tras otra, dominándose entre sí, según había dispuesto la defensa. Las sombras y las neblinas difuminaban los contornos que quedaban y una linterna brillaba aquí y allá, y había grupos esporádicos de hombres reunidos alrededor de pequeñas hogueras.
«Ninguna tropa del mundo podría hacerlo», se dijo.
Estaba deprimido. Creía que en la vida había otras cosas mejores que la eficacia en la guerra; creía que en el corazón de la civilización, pese a todas sus tensiones, su abrumadora concentración de fuerzas, su injusticia y su sufrimiento, había algo que podría ser la esperanza del mundo; y a su civilizado espíritu le atormentaba la idea de que cualquier pueblo que viviera al aire libre, siempre cazando, perdiendo el contacto con los libros, el arte y todas esas cosas que hacen que la vida sea más intensa, tuviera la esperanza de resistir y malograr esa gran evolución hasta final de los tiempos.
Coincidiendo con sus pensamientos llegó una columna de soldados defensores y pasaron junto a él bajo el destello de una lámpara oscilante que marcaba el camino.
Miró sus caras rojas e iluminadas y se detuvo en una de ellas un instante, era una cara común entre las filas de defensores: nariz deformada, labios sensuales, ojos brillantes y claros llenos de astuta atención, sombrero caído inclinado hacia un lado y adornado con una pluma de pavo real del rústico don Juan convertido en soldado, piel curtida y oscura, complexión fuerte, paso largo e incansable y pericia en coger el rifle.
El corresponsal de guerra respondió a los saludos y siguió con lo suyo.
—Brutos —susurró—. Brutos astutos y primitivos. ¡Y ellos van a batir a los hombres de ciudad en el juego de la guerra!
Desde el destello rojo que provenía de entre las tiendas más cercanas llegaron primero una y después media docena de voces, vociferando al unísono con voz lenta y cansina las palabras de un fragmento de una canción particularmente patriótica y sentimental.
—¡Oh, dejémoslo! —murmuró el corresponsal de guerra con amargura.
2
La batalla empezó delante de las trincheras llamadas la Cabaña de Hackbone. Allí el suelo se extendía amplio y llano entre las líneas, sin dejar apenas refugio para un lagarto, y a los hombres sobresaltados y recién despertados que se lanzaban hacia las trincheras, les parecía que aquello era una prueba más de la inexperiencia del enemigo de la que tanto habían oído hablar. ,Al principio, el corresponsal de guerra no podía creer lo que oía y habría jurado que el pintor de temas de guerra y él, todavía medio dormido e intentando ponerse las botas a la luz de una cerilla que sostenía con la mano, eran las víctimas de la misma ilusión. Entonces, después de sumergir su cabeza en un cubo de agua fría, recuperó la inteligencia mientras se secaba. Escuchó.
—¡Caramba! —exclamó—. Esta vez es algo más que disparos para asustar. Es como si pasaran mil carros sobre un puente de hojalata. —El estrépito continuo aumentó de repente—. ¡Ametralladoras! —Y después: —¡Cañones!
El pintor, con una sola bota puesta, quiso mirar la hora y fue a buscar su reloj dando saltos.
—Ha pasado media hora desde el amanecer —dijo—. Tenía razón acerca de su ataque, después de todo...
El corresponsal de guerra salió de la tienda mientras comprobaba que llevaba chocolate en el bolsillo. Tuvo que detenerse un instante hasta que sus ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad.
—¡Dios! ———exclamó.
Se quedó quieto un momento para habituar la vista antes de dirigirse hacia un oscuro hueco que había entre las tiendas adyacentes. El pintor salió tras él y tropezó con la cuerda de una tienda. Eran las dos y media de la madrugada más oscura desde hacía tiempo y el enemigo enfocaba sus reflectores hacia un cielo de seda negra.
—Están intentando deslumbrar a nuestros fusileros —dijo el corresponsal de guerra bajo un resplandor, esperó al pintor y después salió de nuevo con una especie de prisa prudente—. ¡Vaya! —exclamó—. ¡Demonios!
Se detuvieron.
—Son esos malditos reflectores —dijo el corresponsal de guerra.
Vieron linternas que iban y venían, cerca de allí, y hombres que marchaban por las trincheras. Les siguieron y entonces los ojos del pintor ya se adaptaron a la oscuridad.
—Si trepamos por aquí —dijo—, que no es más que una zanja, llegaremos arriba directamente.
Eso hicieron. Las luces iban y venían por las tiendas de atrás mientras los hombres se escapaban y, una y otra vez, salían a campo abierto, tropezaban y se tambaleaban. Pero en poco tiempo llegaron arriba. Algo que sonó como el impacto de un tremendo accidente ferroviario explotó en el aire, sobre ellos, y la metralla les cayó encima como un repentino puñado de granizo.
—¡Arriba! —gritó el corresponsal y pronto se dieron cuenta de que habían llegado a la parte alta y allí se quedaron, en medio de un mundo de intensa oscuridad y frenéticos destellos, cuya única realidad era el ruido.
A derecha e izquierda, por todos lados, rugía el fragor de la batalla, el polvorín de todo un ejército, primero caótico y monstruoso, y después prolongado por pequeños resplandores y destellos y vislumbres que empezaban a tomar forma. Al corresponsal de guerra ,)e pareció que el enemigo atacaba en línea y con toda su fuerza, en cuyo caso iba a ser o ya había sido aniquilado.
—Muerte al amanecer —dijo, con su instinto para los titulares. Se lo dijo para sí mismo, pero, después transmitió en voz alta una idea al pintor: —Lo habrán querido hacer por sorpresa.
Resultaba extraordinario cómo continuaba el fuego. Después de un rato empezó a percibir una especie de ritmo en aquel ruido infernal. Después disminuyó perceptiblemente, casi hasta parecer una pausa, una pausa inquisitiva. «¿Todavía no estáis todos muertos?», parecía decir la pausa.
La línea parpadeante que conformaban los destellos de los rifles se iba atenuando y se rompió y los cañonazos de las enormes armas del enemigo que se encontraban a tres kilómetros de distancia parecían salir de las profundidades. Entonces, de repente, tanto por este como por el oeste, algo sobresaltó a los rifles que reanudaron frenéticamente sus estampidos.
El corresponsal de guerra se exprimió el cerebro para sacar alguna teoría que explicara aquel conflicto de repente, se dio cuenta que él y el pintor estaban tensamente iluminados. Pudo ver la cima en la que se encontraban y ante ellos el negro perfil de la fila de fusileros, que se apresuraban hacia las trincheras más cercanas. Se observaba una lluvia de luces y, a lo lejos, hacia el enemigo, había un claro con hombres —¿Nuestros hombres?»— que lo atravesaban corriendo y en desorden. Vio que uno de esos hombres alzaba sus manos y caía. Algo más, negro y brillante, apareció en el borde de los destellos luminosos; y detrás de todo esto, a lo lejos, se veía la calma y un ojo blanco que contemplaba el mundo. «Juit, juit, juit», se oía silbar en el aire, después el pintor salió corriendo para cubrirse, seguido por el corresponsal de guerra. Un estallido de metralla explotó tan cerca como había parecido y nuestros dos hombres se echaron cuerpo a tierra, en una depresión del terreno y la luz y todo se había detenido de nuevo, dejando un enorme signo de interrogación en la noche.
El corresponsal de guerra salió gritando con rabia.
—¿Qué demonios ha sido eso? ¡Están abatiendo a nuestros hombres!
—Negro —dijo el pintor— y parecido a un fuerte. A una distancia que no llega a los doscientos metros desde la primera trinchera. —Buscó comparaciones en su mente—. Algo entre un blocao grande y un plato gigante.
—¡Y corrían! —dijo el corresponsal de guerra.
—Usted también habría corrido si algo así, ayudado por un reflector, se convirtiera en una pesadilla que le persiguiese en mitad de la noche.
Treparon hacia lo que dedujeron que era el borde de la hondonada y se tumbaron observando la insondable oscuridad. Durante un rato no pudieron distinguir nada y, después, una repentina convergencia de los reflectores, procedentes de ambos lados, hizo aparecer de nuevo aquella extraña cosa.
En aquella trémula palidez tenía el aspecto de un insecto enorme, torpe y negro, un insecto del tamaño de un acorazado, reptando oblicuamente hacia la primera línea de trincheras y disparando por sus portillas laterales. En su coraza debían de impactar las balas con más fuerza que la intensa violencia del granizo cuando cae sobre un techo de hojalata.
Entonces, en un parpadeo, volvió a caer el telón de la oscuridad y el monstruo desapareció, pero el ruido creciente de la fusilería anunciaba su aproximación hacia las trincheras.
Comenzaban a hablar entre ellos sobre todo aquello cuando un balazo salpicó la cara del pintor y decidieron dirigirse hacia abajo cuanto antes, hacia la protección de las trincheras. Llegaron a la segunda línea discretamente, antes de que el amanecer hubiera despuntado lo bastante como para permitir ver algo. Se vieron envueltos en una multitud expectante de fusileros que discutía a gritos qué iba a pasar. Parecía que la estrategia del enemigo se había concentrado en eliminar a los hombres de primera línea, pero no creían que continuara siendo así.
—Cuando llegue el día, haremos prisioneros a la mayoría de ellos —dijo un soldado fornido.
—¿A ellos? —preguntó el corresponsal de guerra.
—Dicen que han formado una fila regular y que avanzan a lo largo de nuestras líneas de frente... ¿A quién le importa?
La oscuridad desaparecía tan imperceptiblemente que todavía no se podía afirmar que se podía ver. Las luces de los reflectores dejaron de moverse de acá para allá, los monstruos del enemigo eran inciertas manchas de oscuridad en la oscuridad que no duraron mucho en ser inciertas pues empezaban a ser distinguibles. El corresponsal de guerra, con la mente ausente y mordisqueando chocolate, contempló, finalmente, el campo de batalla bajo el triste cielo, cuyo foco central era una serie de catorce o quince enormes y burdas siluetas que permanecían, en perspectiva, en el borde de la primera línea de trincheras, a intervalos de unos trescientos metros y, evidentemente, disparando contra la multitud de fusileros. Estaban tan cerca que los disparos de los defensores habían cesado y sólo estaba en acción la primera línea de las trincheras.
La segunda línea dirigía a la primera y, mientras la luz iba aumentando, el corresponsal de guerra pudo divisar a los fusileros que luchaban contra esos monstruos, agachados en grupos y apelotonados tras los taludes transversales que cruzaban las trincheras, con objeto de prevenir alguna posible enfilada. Las trincheras que estaban cerca de las grandes máquinas estaban vacías, excepto por los desoladores restos de hombres muertos y heridos; los defensores se dirigieron hacia derecha e izquierda en cuanto la proa del acorazado subió hacia la parte delantera de la trinchera. El corresponsal de guerra miró con sus prismáticos e, inmediatamente, se convirtió en el centro de atención para los soldados que estaban a su alrededor.
Querían mirar, preguntaban, y, después de que anunciara que los hombres que cruzaban las zonas transversales parecían incapaces de avanzar o de retirarse y que estaban agachados a cubierto en vez de estar luchando, creyó oportuno dejar sus prismáticos a un cabo robusto e incrédulo. Oyó una voz estridente y detrás de él se encontró con un soldado delgado y cetrino que hablaba con el pintor.
—Allí hay muchachos que han sido capturados —decía el hombre—. Si se retiran quedarán expuestos y el fuego es demasiado directo...
—No disparan mucho, pero cada tiro es un acierto.
—¿Quiénes?
—Los muchachos que van en esa cosa. Los hombres que se acercan...
—¿Acercándose a dónde?
—Les evacuamos de las trincheras que podemos. Nuestros muchachos vuelven en zigzag... No dejan de disparar.. Pero cuando lo tengamos claro llegará nuestro turno. ¡Mejor dicho! Esas cosas no podrán ni cruzar ni entrar en una trinchera; y antes de que puedan retirarse, nuestras armas les habrán aplastado. Les habrán aplastado, ¿sabe? —Le brillaba la mirada—. Después atacaremos a esos miserables de su interior...
El corresponsal de guerra se quedó pensando un instante, intentado imaginarse la idea. Después se dispuso a recuperar los prismáticos que había dejado al cabo corpulento...
La luz del día se hacía más intensa. Las nubes se levantaban y un destello amarillento entre las masas de nubes que se elevaban hacia el este desveló el amanecer. Volvió a mirar hacia el acorazado terrestre. Al verlo en el desolado y gris amanecer situado oblicuamente sobre la ladera, al borde de la primera trinchera, le vino a la cabeza la imagen de un barco embarrancado. Debía de medir entre veinticinco y treinta metros de estaba a una distancia de unos doscientos cincuenta metros, su altura sería de unos tres metros; contaba con un complejo diseño bajo los aleros de su ano caparazón de tortuga. Ese diseño estaba formado por un entramado de portillas, cañones de rifle y tubos de telescopios —falsos y reales— que no se podían distinguir los unos de los otros. El artefacto se había dispuesto en una posición adecuada para enfilar la trinchera, que, por lo que él vio, estaba vacía, excepto por dos o tres grupos de hombres agachados y los muertos. Detrás, a través de la llanura, había marcado la hierba con un rastro de señales encadenadas, como marcas que dejan los animales marinos sobre la arena. A derecha e izquierda de ese rastro se dispersaban muertos y heridos, los hombres que fueron muertos a tiros cuando huían de sus posiciones avanzadas bajo la luz de los reflectores de las líneas invasoras. Ahora permanecía asomando un tanto la caza sobre la trinchera, como si fuera una criatura inteligente planeando la próxima fase de su ataque. Bajó lo prismáticos y entendió mejor la situación.
Aquellas criaturas de la noche habían ganado claramente la primera línea de trincheras y la lucha se había detenido. En la creciente luz pudo distinguir por casualidad que los tiradores defensores permanecían echados a ras del suelo en la segunda y tercera líneas de trincheras, hacia las alturas inferiores de la posición y en los zigzags que les daban la oportunidad de abrir fuego cruzado. Los hombres que estaban cerca de él hablaban de cañones.
—Estamos en la línea de tiro de la artillería pesada de la cima, pero cambiarán alguna de posición para acribillarlos —dijo el hombre delgado con confianza.
—Humm... —dijo el cabo.
«¡Bang!, ¡bang!, ¡bang! ¡Brrrrrr!» Fue una especie de sobresalto nervioso y todos los rifles se dispararon solos. El corresponsal de guerra se encontró junto al pintor, dos hombres inútiles agachados tras una línea de espaldas absortas, o de hombres laboriosos vaciando sus cargadores. El monstruo se había movido. Y seguía moviéndose a pesar del granizo que marcaba su piel con nuevas y brillantes esquirlas de plomo. Iba cantando una cancioncilla mecánica, «tuf-tuf, tuf-tuf, tuf-tuf », y expulsaba pequeños chorros de vapor por la parte de atrás. Se arrastraba hacia arriba como una lapa; elevó su cubierta mostrando su longitud, la de sus pies. Eran unos pies anchos y rechonchos con formas de botones y nudos, unas cosas planas y anchas, parecidas a las patas de los elefantes o de las orugas; después, cuando la cubierta se elevó aún más, el corresponsal de guerra, volviendo a inspeccionar la cosa con sus prismáticos, vio que esos pies colgaban, según parecía, de los bordes de las ruedas. Su mente se trasladó a la calle Victoria, en Westminster, y se vio a sí mismo en los floridos tiempos de paz, buscando algún asunto para una entrevista.
—Señor.. Señor Diplock —dijo—; y él les llamaba Pedrails... ¡Imagínese encontrárselos aquí!
El tirador que estaba a su lado levantó la cabeza y los hombros con una postura calculadora para disparar más acertadamente, parecía muy normal asumir que la atención del monstruo tenía que estar ocupada con la trinchera que tenía delante, y, de pronto, fue derribado hacia atrás por una bala que le atravesó el cuello. Sus pies se alzaron y desapareció del margen del campo de visión del observador. El corresponsal de guerra se arrastró con más fuerza, pero después de echar un vistazo tras él, hacia una pequeña y desagradable confusión, recobró sus prismáticos, ya que esa cosa estaba poniendo sus pies en el suelo, uno tras otro, y se elevaba cada vez más sobre la trinchera. Sólo una bala en su cabeza podría haberle hecho dejar de mirar.
El hombre delgado de la voz estridente dejó de disparar para volverse y repetir su punto de vista.
—Quizá no puedan pasar —gritó—. Ellos...
«¡Bang!, ¡bang!, ¡bang!, ibang!», resonó por todas partes.
Aquel hombre siguió diciendo una o dos palabras más, después lo dejó, negó con su cabeza para reforzar la imposibilidad de que nada pudiera cruzar una trinchera como la que tenían allí abajo y volvió a su tarea.
Mientras tanto, la enorme cosa seguía avanzando. Cuando el corresponsal de guerra volvió a mirar por los prismáticos, ya cruzaba la trinchera, y sus curiosos lúes removían la loma más cercana con la intención de 'quedarse allí. Se afianzó. Siguió arrastrándose hasta que la mayor parte de la masa mayor pasó sobre la trinchera y la atravesó entera. Entonces se detuvo un Instante, ajustó su cubierta más cerca del suelo, soltó un inquietante «¡tut, tut!» y avanzó de repente a un ritmo de unos diez kilómetros por hora, recto por la suave vertiente, hacia nuestro observador.
El corresponsal de guerra se levantó apoyándose en el codo y miró al pintor con una expresión de interrogación natural.
Durante un momento, los hombres que estaban cerca de él volvieron a sus posiciones y abrieron fuego furiosamente. Entonces, el hombre delgado se deslizó hacia atrás con un movimiento precipitado y el corresponsal le dijo al pintor:
—¡Venga! —y le condujo a lo largo de la trinchera.
Al llegar abajo, la visión de la ladera de la trinchera, ocupada por una docena de enormes cucarachas, desapareció por unos instantes y en su lugar podía verse un estrecho pasaje, atestado de hombres, la mayoría de ellos retrocediendo, aunque uno o dos se volvían 0 se detenían. Nunca se dio la vuelta para ver cómo se arrastraba la nariz del monstruo por el borde de la trinchera; ni siquiera se preocupó por mantener el contacto con el pintor. Oyó el silbido de las balas a su alrededor y vio a un hombre delante de él que tropezaba y se caía y, después, se vio inmerso en el furioso tumulto que luchaba para entrar en una zanja transversal en zigzag que permitía a los defensores cubrirse por arriba y abajo de la colina. Era como si hubiese pánico en un teatro. Dedujo, por señales y palabras sueltas, que en la parte delantera otro de esos monstruos también había ganado la segunda trinchera.
Por un instante, perdió el interés por el curso general de la batalla; se convirtió en un modesto egoísta de circunspección apresurada que buscaba la retaguardia más alejada, en medio de una dispersa multitud de desconcertados fusileros atareados en lo mismo. Gateó a través de las trincheras, se armó de valor y salió corriendo a campo abierto, tuvo momentos de pánico cuando parecía una locura no ir a cuatro patas, y momentos de vergüenza cuando se ponía en pie y se encaraba para ver cómo iba la batalla. Él fue uno de los miles de hombres que hicieron lo mismo aquella mañana. Se detuvo en el lomo de la colina, en un grupo de matorrales, y, durante unos minutos, casi parecía dispuesto a quedarse para ver cómo acababa todo.
Ya era pleno día. El cielo gris se había convertido en azul y de todas las masas nubosas del amanecer sólo quedaban unos jirones aborregados que se iban desvaneciendo. El mundo, abajo, era brillante y singularmente claro. La cumbre, quizá, no se elevaba a más de unos treinta metros por encima de la llanura, pero en esa región plana ya era suficiente ofrecer una amplia panorámica. A lo lejos, por la parte norte de la cima, se veían, pequeños y lejanos, los campamentos, los carros alineados, todo el engranaje de un gran ejército; con oficiales galopando y hombres haciendo cosas sin sentido. Sin embargo, aquí y allá se veían los hombres que iban cayendo y la caballería que se alineaban en la planicie, más allá de las tiendas. La multitud de hombres que había estado en las trincheras seguía hacia la retaguardia, dispersándose, como un rebaño sin pastor, por las laderas más alejadas Por todos lados se veían pequeños grupos que intentaban esperar y realizar alguna confusa acción; pero el movimiento general quedaba lejos de cualquier concentración. En la zona sur había un elaborado encaje de trincheras y defensas, atravesadas por las tortugas de hierro, catorce de las cuales se extendían lo largo de una fila de unos cinco kilómetros, que desplazaban a la velocidad del trote de un hombre destruyendo y eliminando cualquier núcleo de resistencia. Aquí y allá, pequeños grupos de hombres que habían sido superados y que no podían huir mostraban la bandera blanca, mientras que la infantería de ciclistas avanzaba, ahora a través de campo abierto, en orden abierto, pero sin ser molestados, para completar trabajo de aquellas máquinas. Examinándolo todo, los defensores ya parecían un ejército derrotado. Un mecanismo que había sido acorazado contra las balas con efectividad, que podía cruzar como si nada una trinchera de nueve metros y que parecía poder disparar con una precisión absoluta, era capaz de vencer cualquier cosa excepto ríos, precipicios y la artillería.
Miró su reloj.
—¡Las cuatro y media! ¡Dios mío! Cuántas cosas pueden pasar en dos horas. Ahí está todo nuestro bendito ejército derrotado, a las dos y media... ¡Y hasta ahora nuestros malditos patanes no han conseguido nada con la artillería!
A través de sus prismáticos recorrió con la mirada la cima, a derecha e izquierda. Se volvió de nuevo hacia el acorazado más cercano, que avanzaba en diagonal hacia él a una distancia que no llegaba a los trescientos metros, después observó el terreno por el que tenía que retirarse si no quería ser capturado.
—No harán nada —dijo, y volvió a mirar al enemigo.
Entonces, lejos desde la izquierda, llegaba el ruido sordo de un cañón, seguido, rápidamente, por un repetido sonido de artillería.
Dudó por un momento, pero decidió quedarse.
3
La defensa contaba, principalmente, con sus rifles en caso de que se produjese un asalto. Había ocultado su artillería en distintos puntos, en la parte de arriba y detrás de la cima, dispuesta a entrar en acción en contra de cualquier preparación de la artillería enemiga dispuesta a atacar. La situación se desencadenó al amanecer, así que cuando los artilleros tuvieron sus cañones listos para atacar, los acorazados terrestres ya estaban entre las primeras trincheras. Hay una reticencia natural en disparar hacia las propias líneas vencidas y muchos de los cañones, con la intención, simplemente, de luchar en contra del avance de la artillería enemiga, no estaban en las posiciones adecuadas para disparar sobre la segunda línea de trincheras. Después de esto, el avance de los acorazados terrestres fue rápido. El general de los defensores se encontró, de repente, invitado a idear otra estrategia de guerra en la que los cañones tenían que luchar solos en medio de ,una infantería derrotada y en retirada. Tenía apenas treinta minutos para pensar en ello. No respondió a la invitación y lo que ocurrió esa mañana fue que el avance de los acorazados terrestres dominó la lucha y cada cañón y cada batería tuvo que hacer lo que dictaban las circunstancias. La mayoría desempeñó un triste papel.
Algunos de los cañones acertaron dos o tres blancos, algunos uno o dos, y el porcentaje de error era inusualmente elevado. Naturalmente, los obuses no causaban daño alguno. En todos los casos los' acorazados siguieron la misma táctica. Cada vez que entraba en juego un cañón, el monstruo se daba la vuelta casi del todo, así la oportunidad de impacto directo era mínima, y no se dirigía hacia el cañón, sino a los puntos más cercanos a su flanco, desde los que podía disparar a los artilleros. Pocos de los blancos acertados fueron efectivos; sólo uno de aquellos artefactos quedó inutilizado, y fue el que combatió contra las tres baterías del brigada del ala izquierda. A otros tres alcanzados cuando estaban cerca de los cañones les acertaron limpiamente sin que por ello quedaran fuera de combate. Nuestro corresponsal de guerra no vio esa detención momentánea del avance victorioso por el ala la izquierda; sólo vio el combate completamente ineficaz de la mitad de la batería 96—B, que estaba muy cerca a su derecha. La observó a veces más allá del margen de seguridad.
Justo después de oír que las tres baterías abrían fuego a su izquierda, se dio cuenta del ruido de cascos de caballos que provenía de la zona a cubierto de la ladera, y en seguida vio primero un cañón y después otros dos transportados al galope hacia su posición a lo largo del lado norte de la cima, fuera de la vista de la gran mole que se encontraba ahora subiendo en diagonal hacia la cumbre, cortando el paso a la lenta infantería que quedaba a su lado y por detrás.
La media batería dio la vuelta y se colocó en línea, cada cañón describió una curva, se detuvo, retiró los armones y se preparó para la acción...
«¡Bang!»
El acorazado terrestre se dejó ver por la cima de la colina, como una gran masa negra a la espalda de los artilleros. Se detuvo, como si dudara.
Los dos cañones que quedaban dispararon y entonces su gran enemigo se dio la vuelta y quedó completamente a la vista, con el cielo de fondo y acercándose con rapidez.
Los artilleros volvieron a disparar frenéticamente. Estaban tan cerca que el corresponsal de guerra pudo ver con sus prismáticos la expresión de sus caras excitadas. Al mirar, vio que un hombre caía y se dio cuenta, por primera vez, de que el acorazado estaba disparando.
Durante un momento, el enorme monstruo negro trepó a paso acelerado hacia los activos y furiosos artilleros. Entonces, como movido por un impulso generoso, se volvió para dejar que todo su costado recibiera el ataque a una distancia de apenas cuarenta metros de ellos. El corresponsal de guerra enfocó sus prismáticos hacia los artilleros y percibió que ahora los hombres eran abatidos a una velocidad mortífera.
Por un momento pareció espléndido, pero después pareció horrible. Los artilleros iban cayendo como moscas alrededor de sus cañones. Acercar una mano a un cañón significaba la muerte. «¡Bang!», sonó el cañón de la izquierda, un fallo desesperado, y ese fue el único segundo tiro que la media batería pudo disparar. En otro momento, media docena de artilleros supervivientes levantaron sus manos en medio de la confusión de hombres muertos y heridos, y la lucha finalizó.
El corresponsal de guerra dudó entre quedarse en su matorral y esperar una oportunidad para rendirse de o huir por un barranco que había descubierto. Si se rendía, era seguro que perdería su material;, mientras que si escapaba tenía muchas posibilidades. Decidió marcharse por el barranco y aceptar la primera oportunidad que se le presentara en el campamento de conseguir un caballo.
4
Algunas autoridades han encontrado posteriormente muchos errores particulares en el primer acorazado terrestre, pero, con toda seguridad, en el primer día de su aparición cumplió plenamente su propósito. Básicamente consistía en unas fuertes estructuras de acero largas y estrechas dotadas de motor y sostenidas sobre ocho pares de ruedas pedunculares, cada una de ellas de unos tres metros de diámetro, con dirección propia y largos ejes libres de girar alrededor de un eje común. Esta distribución les proporcionaba la máxima adaptabilidad a los desniveles del suelo. Se desplazaban nivelados con el terreno, con un pie sobre un montículo y otro sobre una depresión, capaz de mantenerse erguido y firme estando de costado incluso sobre una ladera escarpada. Los ingenieros dirigían los motores bajo el mando del capitán, que tenía puestos de observación en las pequeñas portillas alrededor del borde superior de la coraza ajustable, una lámina de acero de treinta centímetros que protegía toda la máquina, y que también podía elevar o bajar una torre de mando situada sobre las portillas por el centro de la cubierta de hierro. Cada uno de los fusileros ocupaba Una pequeña cabina de peculiar construcción y éstas estaban repartidas por los laterales, por delante y por detrás de la gran estructura principal, de tal manera que parecían los asientos colgados de un tílburi irlandés. Sin embargo, sus rifles eran unos instrumentos que variaban mucho de los simples mecanismos que sus adversarios tenían en las manos.
En primer lugar, éstos eran automáticos, expulsaban sus cartuchos y se iban recargando con un cartucho cada vez que eran disparados, hasta que se acababan las municiones y, además, tenían miras de insólita precisión que proyectaban una pequeña imagen de cámara oscura dentro de la cabina sin luz en la que se sentaba el fusilero. Esta imagen de cámara oscura quedaba señalada con dos líneas cruzadas y, fuera lo que fuera lo que coincidiera en la intersección de esas dos líneas, se producía el disparo. Esa forma de observación era una idea muy ingeniosa. El fusilero permanecía en la mesa con algo parecido a un compás de delineante que abría y cerraba, de modo que siempre tenía la altura adecuada del hombre al que querían disparar, si era de estatura normal. Una pequeña hebra de alambre trenzado, parecida a un cable eléctrico, iba de aquel instrumento hasta el arma y, cuando el compás se abría y se cerraba, la mira subía y bajaba. Los cambios de la claridad de la atmósfera, debidos a los cambios de la humedad, se solucionaban por la ingeniosa utilización de una sustancia meteorológicamente sensible, el catgut, y cuando el acorazado terrestre se desplazaba, las miras efectuaban una desviación compensatoria hacia donde se dirigía. El fusilero permanecía en pie en su cámara oscura y observaba la pequeña imagen que tenía delante. Con una mano sostenía el compás para calcular la distancia y con la otra asía un gran pomo, como el de una puerta. Cuando empujaba el pomo, de forma circular, sobre el rifle, éste hacía lo que le correspondía, y la imagen iba y venía como un panorama móvil. Cuando veía a un hombre al que quería disparar, lo enfocaba sobre las líneas entrecruzadas y después presionaba con el dedo un botón parecido al de un timbre que estaba convenientemente situado en el centro del pomo. El hombre era alcanzado. Si, por alguna casualidad, el fusilero fallaba el blanco, movía un poco el pomo o reajustaba el compás, presionaba el botón y le disparaba por segunda vez.
El rifle y la mirilla salían por una portilla, exactamente igual que un gran número de otras portillas que alineaban en una fila triple bajo el alero de la cubierta del acorazado. Cada una de ellas exhibía un rifle y mirilla falsos para que los de verdad pudieran ser alcanzados sólo por casualidad y, si eso ocurría, entonces, el chico que estaba debajo sólo diría «¡bah!», encendería la luz, bajada el instrumento dañado hacia su cámara y reemplazaría la parte dañada o pondría un nuevo rifle si el daño era considerable.
Hay que pensar que estas cabinas estaban suspendidas por el movimiento de los ejes y dentro de las grandes ruedas sobre las que colgaban los grandes pies en forma de pata de elefante y, detrás de esas cabinas, a lo largo del centro del monstruo, corría una galería central. a la que iban a parar aquéllas y a lo largo de la cual funcionaban los grandes motores compactos. Era un largo pasillo en el que se encontraba almacenada esa maquinaria zumbante, con el capitán de pie en medio, cerca de la escalera que conducía a la torre de mando y dirigiendo a los ingenieros, silenciosos y alerta, casi siempre por señas. El ruido y zumbido de los motores se mezclaba con los disparos de los rifles el estruendo intermitente de las balas que caían sobre el armazón. Una y otra vez movía el volante que elevaba su torre de mando, subía por la escalera hasta que sus ingenieros no podían verle por encima de la y volvía a bajar dando órdenes. Dos pequeñas bombillas eléctricas constituían toda la iluminación de se espacio, las pusieron de tal manera que resultara Más visible para sus subordinados; el aire era denso, olía a aceite y petróleo, y si el corresponsal de guerra hubiese sido trasladado de repente desde el amanecer abierto del exterior a las entrañas de este aparato, habría pensado que se encontraba en otro mundo.
Naturalmente, el capitán veía los dos lados de la batalla. Cuando alzaba su cabeza dentro de la torre de mando, veía el rocío del amanecer, el asombro y el caos de las trincheras, los soldados caídos y los que huían, los grupos de prisioneros de aspecto desolado, las armas destrozadas; cuando volvía a bajar para indicar con señales «velocidad media», «cuarto de marcha», «media vuelta hacia la derecha», se encontraba en la penumbra con el olor a aceite de la mal iluminada sala de máquinas. Cerca de él, a cada lado, se encontraba el micrófono de tubo y, una y otra vez, dirigía, hacia un lado o hacia otro, el extraño artefacto para «concentrar los disparos directos sobre los artilleros» o para «barrer la trinchera que está a unos cien metros sobre nuestro frente derecho».
Era un hombre joven, bastante sano pero nada bronceado y con ese tipo de puesto y de expresión que predominan en la Armada de Su Majestad: alerta, inteligente, tranquilo. Él, sus ingenieros y sus fusileros estaban todos por su tarea. Eran hombres tranquilos y racionales, no tenían esa energía dispersa de los atolondrados cuando se apresuran, esa fuerza excesiva y sanguinaria, esa fuerza histérica tan frecuentemente considerada como el estado mental apropiado para las proezas heroicas.
Aquellos jóvenes ingenieros sentían una cierta lástima y un desprecio absoluto por los enemigos que estaban abatiendo. Consideraban a esos hombres grandes y sanos a los que disparaban del mismo modo que esos hombres sanos y grandes podrían considerar inferiores a ciertos negros. Los despreciaban por hacer la guerra, despreciaban profundamente su patriotismo gritón y su emotividad; los despreciaban, sobre todo, por el pobre ingenio y la casi brutal falta de imaginación que mostraba su método de lucha.
—Si esos hombres hacen la guerra —pensaban los jóvenes—, ¿por qué diablos no la hacen como hombres sensatos?
Estaban resentidos por la idea de que su bando era demasiado estúpido como para no hacer otra cosa que no fuera jugar al juego del enemigo, por la idea de que iban a jugar a aquello siguiendo las reglas de hombres sin imaginación. Estaban resentidos por haber sido forzados a fabricar una maquinaria para matar hombres, por la alternativa de tener que masacrar a esas personas o tener que soportar sus salvajes gritos; por la inconmensurable imbecilidad de la guerra.
Mientras tanto, con algo de la precisión mecánica de un buen empleado que pone al día las cuentas, los fusileros movían las manecillas y apretaban los botones...
El capitán del Acorazado Terrestre Número Tres se apresuró hacia la cima cercana a la media batería que había capturado. Sus prisioneros alineados se mantenían firmes y esperaban que los ciclistas que estaban detrás fueran a buscarles. Inspeccionó la victoriosa mañana desde su torre de mando.
Leyó las señales del general.
—El Cinco y el Cuatro se quedarán entre los cañones de la izquierda y prevendrán cualquier intención de recuperarlos. El Siete, el Ocho y el Doce se quedarán con los que ya tienen; el Siete se pondrá en posición para dirigir las armas tomadas por el Tres. Después, ¿queda algo más por hacer? El Seis y el Uno acelerarán la velocidad a unos quince kilómetros por hora e irán por detrás del campo de batalla hasta llegar la altura del río...
—Les capturaremos a todos —interrumpió un chico— ¡Ah, ya estamos aquí!
—El Dos y el Tres, el Ocho y el Nueve, y el Trece y el Catorce, se distanciarán unos cien metros, esperarán la orden y después saldrán lentamente para cubrir el avance de la infantería de ciclistas en contra de cualquier ataque de las tropas montadas. Muy bien. Pero ¿dónde está el Diez?... ¡Hola!... El Diez que se encargue de las reparaciones y que se ponga en movimiento tan pronto como le sea posible... ¡Han dado al Diez!
La disciplina de la maquinaria de guerra nueva era más laboriosa que pedante, y el capitán sacó la cabeza de la torre para decir a sus hombres:
—Escuchen, muchachos: han dado al Diez. Creo que no ha sido nada serio, pero, de todos modos, ha quedado inmovilizado.
Sin embargo, todavía quedaban trece monstruos en acción para acabar con el ejército derrotado.
5
El corresponsal de guerra, escondido en su barranco miró hacia atrás y les vio a todos echados sobre la cima, hablando entre ellos y agitando banderas de celebración. Los costados de hierro tenían un brillo dorado a la luz del sol naciente.
Las aventuras personales del corresponsal de guerra acabaron con la rendición a eso de la una de la tarde y para entonces ya había robado un caballo, éste le derribó y escapó por los pelos de ser arrollado; vio que la bestia tenía una pata rota y le disparó con su revólver. Pasó algunas horas en compañía de una cuadrilla de desalentados fusileros, discutió con ellos sobre topografía y, finalmente, se marchó por su cuenta por un camino que tenía que llevarle hasta la orilla del río pero que no lo hizo. Además, se había comido todo el chocolate y no encontró nada para beber. También hacía mucho calor. Desde detrás de un muro de piedra, derruido pero atractivo, vio a lo lejos la caballería de defensores intentando cargar contra los ciclistas, flanqueados a ambos lados por los acorazados. Descubrió que los ciclistas pudieron retirarse hacia campo abierto delante de la caballería con un margen de velocidad suficiente que les permitía desmontar de forma rápida y efectuar tiros aún más terriblemente efectivos. Estaba convencido de que aquellos hombres de la caballería, habiendo cargado contra los otros con todo su corazón, se habían detenido justo más allá de su campo de visión y se habían rendido. Se vio obligado a entrar rápidamente en acción por culpa del movimiento hacia delante que había emprendido una de esas máquinas y que había amenazado con enfilarse por su muro. Descubrió que tenía una terrible ampolla en el talón.
Ahora se encontraba en un lugar cubierto de maleza y pedregoso, sentado y meditando sobre su pañuelo, que en las últimas veinticuatro horas se había vuelto de un color extremadamente ambiguo.
—Es la cosa más blanca que tengo —dijo.
Supo durante todo el rato, que el enemigo estaba en el este, en el oeste y en el sur, pero cuando oyó a los acorazados Uno y Seis desplazándose a su manera tranquila y mortífera a una distancia que no llegaba a un kilómetro por el norte, decidió rendirse incondicionalmente, sin correr mas riesgos. Ataría su bandera blanca una rama y se situaría en un lugar de modesta oscuridad de allí, hasta que alguien se acercara. Oyó voces, ruidos y el peculiar sonido de un grupo de caballos, muy cerca, se puso el pañuelo en el bolsillo y salió para ver qué pasaba allí delante.
El ruido de los disparos cesó y entonces se acercó más hacia donde oyó los ruidos de muchos soldados de la vieja escuela: simples, toscos, pero sinceros y nobles, gritando con mucho vigor.
Salió de su escondite hacia la gran llanura; a lo lejos, una línea de árboles marcaba la ribera del río.
En el centro del cuadro todavía quedaba un puente de carretera intacto y otro puente ferroviario un poco hacia la derecha. Dos acorazados terrestres descansaban, a derecha e izquierda de la imagen, con aire de cobertizos inofensivos, en una pose de anticipada calma, dominando totalmente tres kilómetros o más al nivel del río. A pocos metros del matorral emergió y se detuvo el resto de la caballería de los defensores , polvorienta, algo desorganizada y obviamente enojada , pero seguían formando un atractivo conjunto de hombres. A media distancia, tres o cuatro hombres y caballos recibían atención médica y, más cerca, un grupo de oficiales consideraba, con disgusto, las novedades sobre el mecanismo de la guerra. Cada uno era muy consciente de los otros doce acorazados terrestres y de la multitud de soldados de ciudad, en bicicleta o a pie, cargados ahora de prisioneros y de equipos de guerra capturados, pero también muy efectivos, que iban barriendo la retaguardia como una gran red.
—Jaque mate —dijo el corresponsal de guerra, caminando hacia campo abierto—. Pero me rindo en la mejor compañía. Hace veinticuatro horas pensaba que la guerra era imposible... y ¡estos miserables han capturado a todo el dichoso ejército! ¡Bien, bien! —Pensó en su conversación con el joven teniente—. Si las sorpresas de la ciencia no tienen fin, la gente civilizada vencerá, por supuesto. Mientras su ciencia dure, adelantarán a la gente del campo. Pero... —durante un instante se preguntó qué le habría pasado al joven teniente.
El corresponsal era una de esas personas inconscientes que siempre están del lado del perdedor. Cuando vio desarmados, desmontados y alineados a jinetes robustos y bronceados; cuando vio a sus caballos torpemente conducidos por unos ciclistas nada ecuestres a los que se habían rendido; cuando vio a aquellos paladines fracasados observando aquel escandaloso panorama, se olvidó, de golpe, que había llamado a esos hombres «patanes taimados» y que había deseado que hubiesen sido derrotados hacía menos de veinticuatro horas. Hacía un mes que había visto aquel regimiento marchando a la guerra con todo su orgullo y había sido advertido de su terrible destreza, de cómo podían cargar en orden abierto, cada hombre disparando desde su puesto, y de cómo barrían cualquier cosa que se les pusiera por delante, en el orden que fuera, a pie o a caballo. ¡Y habían tenido que luchar injustamente con unos cuantos jóvenes que estaban en aquellas máquinas!
—«La humanidad contra la máquina» —se le ocurrió como un titular adecuado. El periodismo reduce todo pensamiento a frases.
Se paseó tan cerca de los prisioneros alineados como los centinelas parecían dispuestos a permitirse, los examinó y comparó sus proporciones robustas con las de sus captores de constitución débil.
—Inteligentes degenerados —murmuró—. Londinenses anémicos.
Los oficiales rendidos se acercaron a él y pudo oír tono de tenor del coronel. El pobre caballero había pasado tres años trabajando duramente con el mejor material del mundo, perfeccionando los tiros disparados a caballo, y se preguntaba con preguntas blasfemas, normal por 1as circunstancias, qué se podía hacer en contra de aquella chatarra.
—Cañones —dijo alguien—. Cañones grandes que puedan girar en redondo. Los cañones grandes no pueden moverse igual que ellos y los pequeños, a campo abierto, son destruidos. Los he visto eliminarlos. Se les puede atacar por sorpresa, matar a las bestias, quizá.
—Debería hacer las cosas que ellos hacen.
—¿Qué? ¿Más chatarra? ¿Nosotros ... ?
—Titularé mi artículo... —el corresponsal de guerra se quedó meditando—: «La humanidad contra la maquinaria» y citaré a ese chico al principio.
Era un periodista demasiado bueno como para echar a perder el contraste, destacando que media docena de delgados jóvenes vestidos con pijamas azules que estaban en pie alrededor de su victorioso acorazado terrestre, bebiendo café y comiendo galletas, también tenían en sus ojos y en su porte algo que no se había degradado por debajo del nivel humano.
La puerta en el muro
1
Hace apenas tres meses, una noche confidencial, Lionel Wallace me contó esta historia de la Puerta en el Muro. Y en aquel momento pensé que, en lo concerniente a él, la historia era verídica.
Me lo contó todo con tal claridad y persuasión que no tuve más remedio que creerle. Pero por la mañana, estando en mi piso, me desperté en una atmósfera diferente; y mientras yacía en la cama y rememoraba las cosas que me había contado, despojadas del encanto de su voz grave y pausada, privadas de la luz tamizada del foco de la mesa, de la penumbra que nos envolvía y de las cosas agradables y relucientes que nos habían acompañado durante la sobremesa, de los vasos y la mantelería de la cena que habíamos compartido, que las convertían en un pequeño mundo brillante y completamente alejado de la realidad cotidiana, me pareció todo francamente increíble. «Mentía —me dije, y luego—: ¡Qué bien lo hizo...! ¡Era lo último que hubiera esperado de él, de nadie, que lo hiciese tan bien!»
Mas tarde, sentado en la cama y mientras sorbía mi té de la mañana, me encontré tratando de explicar el sabor de realidad que me confundía con sus reminiscencias imposibles, suponiendo que de algún modo sugerían, ofrecían, denotaban —apenas sé qué palabra emplear— experiencias que no se podían contar de otro modo.
Bien, no recurriré a esa explicación ahora; he dejado atrás las dudas que se me interponían. Creo ahora, como creí en el momento del relato, que Wallace me desveló lo mejor que supo la verdad de su secreto. Pero si él mismo vio, o solamente creyó haber visto, si él mismo fue el poseedor de un inestimable privilegio o la victima de un fantástico sueño, no pretendo dilucidarlo. Incluso los hechos en tomo a su muerte, que acabaron para siempre con mis dudas, no arrojan luz alguna sobre el asunto.
El lector deberá juzgar por si mismo.
He olvidado ahora qué comentario casual o critica mía movió a un hombre tan reservado a confiar en mi. Estaba, creo, defendiéndose de una acusación de negligencia y falta de credibilidad que le había hecho yo en relación con un gran movimiento público en que él me había defraudado, cuando de pronto me espetó:
—Tengo —dije— una preocupación. Sé —prosiguió tras una pausa— que he sido negligente. El caso es... no es un caso de fantasmas o de apariciones, pero es un caso extraño y difícil de contar, Redmond. Estoy obsesionado. Estoy obsesionado por algo que parece dejar todo a oscuras, que me llena de ansiedad...
Se detuvo, atajado por aquella timidez inglesa que a menudo se adueña de nosotros cuando hablamos de cosas senas, patéticas o bellas.
—Tú también estabas en Saint Athelstan's —dijo; y por un momento aquello me pareció un tanto irrelevante—. Bueno... —y se detuvo. Luego, vacilando mucho al principio, y con mayor seguridad después, empezó a contarme algo que permanecía oculto en su vida, el recuerdo obsesionante de una belleza y una felicidad que llenaba su corazón de insaciables ansiedades, que hacía que todos los intereses y el espectáculo de la vida en el mundo le parecieran aburridos, tediosos y vanos.
Ahora poseo la clave del asunto, que parece estar escrito visiblemente en su rostro. Tengo una fotografía en la que ha sido captada aquella mirada de desinterés. Me recuerda lo que una vez dijo de él una mujer —una mujer que le había amado mucho—. De repente —dijo— pierde todo interés. Se olvida de ti. No le importas un ardite... en sus mismas narices...
No obstante, el interés no siempre estaba ausente de él, y cuando mantenía su atención en algo, Wallace conseguía aparecer como un hombre extremadamente brillante. Su carrera, ciertamente, está jalonada de éxitos. Me dejó atrás hace ya tiempo; voló sobre mi cabeza y se hizo con una reputación en un mundo en el que yo, de todos modos, no podía obtenerla Le faltaba todavía un año para cumplir cuarenta y ahora dicen que, de seguir viviendo, hubiera ocupado un cargo importante y muy probablemente estaría en el nuevo gabinete. En el colegio siempre me aventajó sin esfuerzo, como si fuese algo natural Estudiamos juntos en el Saint Athelstan's College, en West Kensington, durante casi todo nuestro periodo escolar. Cuando entró en el colegio, tenía mi mismo nivel, pero me dejó atrás con una sucesión de becas y con su brillante comportamiento. De todos modos, creo que mi vida escolar fue medianamente buena. Y fue en el colegio donde oí por primera vez el relato de la «Puerta en el Muro», que volvería a oír por segunda vez sólo un mes antes de su muerte.
Para él, al menos, la Puerta en el Muro era una puerta real que conducía, a través de un muro real, a realidades inmortales. De eso estoy ahora completamente seguro.
Ocurrió muy tempranamente en su vida, cuando era un niño de cinco o seis años. Recuerdo, mientras se sentaba para hacerme su confesión con pausada gravedad, cómo razonaba y reflexionaba sobre la fecha en que había acontecido. Había, dijo, una enredadera carmesí de Virginia, toda de carmesí uniforme y brillante, bajo un sol ambarino e intenso, que trepaba por un muro blanco. Aquello se me quedó de alguna manera impreso, aunque no recuerdo con claridad cómo; había hojas de castaño sobre el limpio pavimento, ante la puerta verde. Estaban manchadas de amarillo y verde, sabes, no secas ni sucias, de modo que debían de haber caído recientemente. Deduzco, pues, que era el mes de octubre. Todos los años me fijo en las hojas de castaño para cerciorarme.
Si no me equivoco, tenía cinco años y cuatro meses.
Fue, dijo, un niño más bien precoz; aprendió a hablar a una edad anormalmente temprana, y estaba tan sano y eran tan «a la antigua usanza», como dice la gente, que se le permitía una cantidad de iniciativas que a la mayor parte de los niños no se les confía hasta, al menos, los siete u ocho años. Su madre murió cuando él tenía dos años y estuvo al cuidado, menos vigilante y autoritario, de una institutriz. Su padre fue un severo y preocupado abogado que le prestó poca atención y que esperaba grandes cosas de él. A pesar de su brillante precocidad, encontraba la vida gris y aburrida, me parece. Y un día se fue en busca de aventuras.
No recordaba qué descuido en concreto le permitió escaparse ni el rumbo que tomó entre las calles de West Kensington. Todo esto se había desvanecido entre los irrecuperables fallos de su memoria Pero el muro blanco y la puerta verde persistían con indeleble nitidez.
Mientras recordaba esta experiencia de su niñez, dijo haber experimentado una extraña emoción ante la visión de aquella puerta; un impulso, un deseo de ir hacia ella, de abrirla y franquearla Y al mismo tiempo, supo con absoluta certeza que era una imprudencia o un error —no sabía decir cual de las dos cosas— rendirse a esta atracción. Insistió en ello como en una cosa curiosa que sabía ya desde el principio —a menos que la memoria le hubiera jugado una mala pasada—: que la puerta no estaba cerrada con llave y que podía entrar cuando quisiera.
Me parece estar viendo la figura de aquel niño, atraído y repelido.
Apreciaba con una claridad meridiana, también, que su padre se enfadaría mucho si él atravesaba aquella puerta, aunque nunca pudo explicar la razón.
Wallace me describió todos, estos momentos de vacilación con la mayor minuciosidad. Pasó justo por delante de la puerta y luego, con las manos en los bolsillos y haciendo esfuerzos infantiles por silbar, anduvo lentamente hasta más allá del final del muro. Allí recuerda algunas tiendas sórdidas y sucias, sobre todo la de un fontanero y decorador, sucia y desordenada, abarrotada de tuberías, planchas de plomo, grifos, muéstranos de papel pintado y botes de esmalte. Permaneció de pie simulando examinar esos objetos y anhelando, deseando apasionadamente, la puerta verde.
Entonces, dijo, sintió un arrebato de emoción Corrió hacia ella, por si acaso la duda volvía a hacer presa en él, la abrió de un empujón, con la mano extendida, y dejó que se cerrase de golpe tras él. Y así, en un instante, entró en el jardín que le había obsesionado toda su vida.
A Wallace le resultaba muy difícil transmitirme con exactitud la emoción que le causó entrar en aquel jardín.
Había algo en su atmósfera que regocijaba, que le daba a uno una sensación de ligereza y de venturoso acontecimiento y bienestar; había en él, al contemplarlo, algo que daba limpidez, nitidez y sutileza a sus colores. Al instante de entrar en él, uno se sentía exquisitamente feliz, como sólo en raros momentos o cuando se es joven y alegre puede uno sentirse en este mundo. Todo allí era hermoso...
Wallace meditó antes de proseguir su relato.
—Mira —dijo, con la vacilante inflexión de un hombre que se detiene en cosas increíbles—, allí había dos grandes panteras... Sí, panteras moteadas. Pero no tuve miedo. Había un amplio y largo sendero con márgenes bordeados de mármol y flores a ambos lados, y esas dos enormes y aterciopeladas bestias jugaban con una pelota. Una de ellas levantó la vista y vino hacia mí, movida un poco por la curiosidad, al parecer. Vino directamente hacia mí, frotó su redonda oreja muy suavemente contra la manita que yo le tendía y ronroneó. Era, te digo, un jardín encantado. Yo lo sé. ¿Sus dimensiones? ¡Oh! Se extendía a lo largo y a lo ancho en todas direcciones. Creo que había colinas a lo lejos. Dios sabe a dónde se había ido de repente West Kensington Y en cierto modo fue como volver al hogar.
»Mira, en el mismo momento en que la puerta se cerró detrás de mí, olvidé la calle con sus hojas de castaño caídas, sus coches y carros de tenderos, olvidé el lastre que me hada gravitar hacia la disciplina y la obediencia del hogar, olvidé todas las vacilaciones y todos los temores, olvidé la prudencia, olvidé todas las realidades íntimas de esta vida. Me convertí, por un instante, en un niño muy alegre y maravillosamente feliz... en otro mundo. Era un mundo de una calidad diferente, con una luminosidad mas cálida, más penetrante y más suave, de una lánguida y clara alegría, y con grupos de nubes recortadas por el sol en el azul de su cielo. Ante mí discurría, tentador, este largo y amplio sendero, con macizos sin malas hierbas a los lados, rebosante de flores silvestres y estas dos grandes panteras Puse mis manecitas sin miedo sobre su suave piel y acaricié sus redondas orejas y sus escondidos y sensibles recodos y jugué con los animales: fue como si me dieran la bienvenida a casa Experimenté una aguda sensación de regreso al hogar; al poco rato apareció por el sendero una guapa muchacha de elevada estatura, se me acercó y, sonriendo, me dijo: «¿Y bien», me levantó en sus brazos y me besó y, bajándome de nuevo, me cogió de la mano: no sentí extrañeza alguna, sino solamente una deliciosa impresión de estar recordando las cosas felices que, de forma harto extraña, me habían sido escamoteadas Recuerdo que había unos anchos peldaños rojos que asomaban entre espigas de consuelda y subiéndolos llegamos a una gran avenida, entre viejos y frondosos árboles. Bajando esta avenida, sabes, entre los resquebrajados tallos rojos, había asientos de honor de mármol y estatuas y también blancas palomas, mansas y amistosas.
»Mi compañera me condujo por esta fresca avenida mirando hacia abajo (recuerdo sus agradables facciones, la barbilla, finamente modelada, de su dulce y gentil rostro) haciéndome preguntas con su voz grata y suave y contándome cosas, cosas bonitas, sabes, aunque nunca he podido recordar cuáles... De repente, un mono capuchino, muy limpio, de pelo pardo y rojizo y unos ojos castaños y simpáticos, bajó de un árbol hacia nosotros y corrió a mi lado mirándome y sonriendo; de pronto brincó sobre mi hombro. Así que proseguimos nuestro camino con gran dicha. Se detuvo.
—Sigue —le dije.
—Recuerdo pocas cosas. Pasamos junto a un anciano que meditaba entre los laureles, eso lo recuerdo, y también un alegre lugar con papagayos, y que recorrimos una amplia y umbrosa columnata que conducía a un fresco y espacioso palacio, lleno de fuentes placenteras, lleno de cosas hermosas, lleno de promesas para los deseos del corazón. Había muchas cosas y muchas personas; algunas todavía parecen destacarse con nitidez en mi memoria; otras, en cambio, aparecen mas vagas; pero todas estas personas eran hermosas y amables. En cierto modo, no sé por qué, tuve la impresión de que todas eran amables conmigo, que estaban contentas de tenerme junto a ellas y me llenaban de alegría con sus gestos, con el contado de sus manos; había afecto y amor en sus ojos, que parecían estar dándome la bienvenida. Sí.
Reflexionó un instante.
—Allí encontré compañeros de juegos, lo cual fue mucho para mí, porque yo era un niño solitario. Jugaban a unos juegos deliciosos en un prado cubierto de hierba en el que había un reloj de sol hecho de flores. Y mientras se jugaba, se amaba...
»Pero... es extraño... hay un vacío en mi memoria. No recuerdo cuáles eran los juegos. Nunca lo recordé. Mas tarde, de joven, pasé largas horas tratando, incluso con lágrimas, de recordar aquella forma de felicidad. Deseé volver a jugar a ella otra vez en el cuarto de jugar, por mí mismo. ¡No! Todo lo que recuerdo es la felicidad y los dos queridos compañeros de juegos, que eran extraordinarios para mí... Entonces, de pronto llegó una mujer sombría y morena, con un rostro grave y pálido de ojos soñadores, que llevaba un vestido de color púrpura pálido, largo y fino, y un libro en las manos; me llevó aparte por señas hasta una galería que daba sobre un vestíbulo... aunque mis compañeros se oponían a que me fuera e interrumpieron sus juegos, siguiéndonos con la mirada mientras yo era arrebatado. «¡Vuelve con nosotros! —exclamaron—. ¡Vuelve pronto con nosotros!» Levanté la vista hacia ella, pero no les hizo el menor caso. Su rostro era muy dulce y grave. Me llevó hacia un asiento que había en la galería; yo estaba de pie junto a ella, dispuesto a mirar en su libro mientras lo abría sobre sus rodillas. Las páginas se abrieron. Ella señaló y yo miré maravillado, porque en las páginas vivientes de aquel libro me vi a mí mismo; era una historia sobre mí y en él se encontraban todas las cosas que me habían sucedido desde mi nacimiento...
»Fue maravilloso, las páginas de aquel libro no eran ilustraciones, comprendes, sino realidades.
Wallace se detuvo con una expresión grave en el rostro; me miró vacilante.
—Sigue —dije—. Lo comprendo.
—Eran realidades... sí, seguro que lo eran; las personas se movían y las cosas iban y venían en ellas; mi querida madre, a quien ya casi había olvidado; después mi padre, severo y rígido, los criados, la institutriz, todas las cosas familiares del hogar. Luego el portal y las calles bulliciosas con el vaivén del tráfico. Yo miraba y me maravillaba, y volvía a mirar, vacilante, el rostro de la mujer, y pasé las páginas, saltándome esto y lo otro, para ver más y más de este libro, y así al final me encontré titubeando y vacilando, ante la puerta verde del largo muro blanco, y volví a sentir la desazón y el temor.
»"¿Y luego?", grité, y hubiera abierto la puerta, pero la mano fría de la grave mujer me detuvo.
»"¿Y luego?", insistí, y forcejeé suavemente con su mano, tirando de sus dedos con todas mis fuerzas infantiles; y mientras ella cedía y pasaba la página, se inclinó sobre mí como una sombra y me besó en la frente.
»Pero en la página no aparecía el jardín encantado, ni las panteras, ni la muchacha que me había llevado de la mano, ni los compañeros de juego que se habían opuesto a que me fuera Mostraba una calle larga y gris en West Kensington, en aquella fría tarde antes de que se encendieran las farolas; y yo estaba allí, una pobre figurita, llorando con fuerza, que era todo lo que podía hacer para contener mi pena; lloraba porque no podía volver a mis queridos compañeros, que me habían gritado: «¡Vuelve con nosotros! ¡Vuelve pronto con nosotros!» Estaba allí Esto no era ninguna página de libro, sino la cruda realidad; aquel lugar encantado y la mano que me retenía de la grave madre a cuyas rodillas me había arrimado habían desaparecido... ¿Adonde se habían ido?
Se detuvo de nuevo y permaneció un rato mirando al fuego.
—¡Oh! ¡Qué doloroso fue regresar! —murmuró.
—¿Y bien? —dije, al cabo de un minuto más o menos.
—¡Qué desgraciado me sentía! ¡Devuelto nuevamente a este gris mundo anodino! Al comprender en su totalidad lo que me había sucedido, mi dolor crecía incontrolablemente. La vergüenza y la humillación de aquellas lágrimas vertidas en público y mi desgraciado regreso a casa permanecen todavía conmigo. Veo de nuevo al anciano caballero de benevolente mirada con gafas doradas que me paró y me habló... pinchándome primero con su paraguas. «Pobre pequeño —dijo—. ¿Así que te has perdido?» ¡Yo, un niño londinense de poco más de cinco años! Debió de recurrir a un joven y amable policía, convertirme en el centro de atención de un corro de curiosos y llevarme a casa. Sollozando, desamparado y amedrentado, regresé del jardín encantado a los peldaños de la casa de mi padre.
»Eso es lo que puedo recordar de mi visión de aquel jardín, el jardín que todavía me obsesiona. Por supuesto, no puedo comunicar nada de aquella indescriptible calidad de translúcida irrealidad que lo envolvía todo, tan alejada de las cosas que comúnmente experimentamos; pero eso... eso es lo que sucedió. Sí, fue un sueño, estoy seguro de que fue un extraordinario sueño a la luz del día.. ¡Hum!... Naturalmente, luego hubo un terrible interrogatorio de mi tía, de mi padre, del ama de llaves, de la institutriz, de todo el mundo...
»Traté de contárselo, pero mi padre fue e! que primero me zurró por contar mentiras. Cuando después traté de contárselo a mi tía me castigó por mi malvada persistencia en mentir. Entonces, como dije, se le prohibió a todo el mundo escucharme ni una sola palabra sobre el asunto. Incluso mis libros de cuentos de hadas me fueron retirados durante un tiempo, porque yo era demasiado «imaginativo». ¡Ah, sí, sí! ¡Ellos lo hicieron! Mi padre pertenecía a la vieja escuela.. Pero mi historia volvió sobre mi con renovada violencia. La susurré a mi almohada, mi almohada que a menudo estaba húmeda y salada para mis labios susurrantes por las lágrimas infantiles. A mis plegarias oficiales y menos fervientes añadía siempre esta sincera súplica: «Ruego a Dios que pueda soñar con el jardín. ¡Oh! ¡Devuélveme al jardín! ¡Devuélveme al jardín!» Soñé a menudo con el jardín. Pude haberlo agrandado, pude haberlo cambiado; no lo sé... Todo esto, comprendes, es un intento de reconstruir, a partir de recuerdos fragmentarios, una experiencia muy temprana. Entre ella y los posteriores recuerdos de mi juventud hay un abismo. Llegó un momento en que parecía imposible volver a hablar de aquella prodigiosa visión.
Hice una pregunta obvia.
—No —dijo—. No recuerdo haber intentado jamás encontrar de nuevo el camino hacia el jardín en aquellos primeros años. Me parece extraño ahora, pero creo que muy probablemente se mantenía una vigilancia más estrecha de mis movimientos, después de esta desventura, para evitar mi extravío. No, hasta que tú me conociste no intenté de nuevo entrar en el jardín. Y creo que hubo un período, ¡qué increíble me parece ahora, en que olvidé totalmente el jardín... Debió de ser cuando tenía unos ocho o nueve años. ¿Me recuerdas cuando era un muchachito en Saint Athelstan's?
—¡Pues claro!
—No mostraba entonces señales de tener un sueño secreto, ¿verdad?
2
Levantó la vista con una repentina sonrisa.
—¿Jugaste conmigo alguna vez al Pasaje del Noroeste?... No, claro, ¡tú no venías por mi camino!
»Era la clase de juego —prosiguió— a que los chicos imaginativos se pasan el día jugando. Consistía en descubrir el Pasaje del Noroeste que conducía a la escuela. El camino hacia la escuela era bastante fácil; así que se trataba de encontrar algún camino que no fuera fácil, saliendo diez minutos antes en una dirección tal que pareciese casi imposible, recorriendo calles desconocidas, llegar a mi meta. Un día me perdí en las calles de un barrio obrero que se encuentra al otro lado de Campden. Huí y empecé a pensar que, por una vez, el juego se resolvería en contra mía y que llegaría tarde a la escuela. Tomé sin esperanza alguna una calle que parecía un callejón sin salida, al final del cual encontré un pasaje. Pasé por allí apresuradamente, con renovada esperanza «Lo conseguiré», me dije, y pasé ante una hilera de tiendecitas destartaladas que me eran inexplicablemente familiares, ¡y hete aquí que allí estaba mi largo muro blanco y la puerta verde que me había conducido hasta el jardín encantado!
»Aquello me sacudió repentinamente. ¡Entonces aquel jardín, aquel maravilloso jardín, no había sido, después de todo, un sueño!
Hizo una pausa.
—Supongo que mi segunda experiencia con la puerta verde marca la diferencia abismal que separa la vida ocupada de un colegial y la ociosidad infinita de un niño. En cualquier caso, esta segunda vez no pensé ni por un momento en entrar en seguida. Mira, en primer lugar, me preocupaba únicamente el hecho de llegar a tiempo a la escuela, obsesionado por no romper mi marca de puntualidad. Seguramente, sentí algún pequeño deseo, al menos, de abrir la puerta Sí. Debí haber sentido eso... Pero me parece recordar que la puerta ejercía una atracción sobre mí principalmente por constituir otro obstáculo a mi dominante resolución de llegar pronto a la escuela. Sentí un enorme interés por el descubrimiento que había hecho; sin duda seguí pensando obsesivamente en él, pero seguí mi camino. No me retuvo. Pasé corriendo, saqué mi reloj de un tirón, disponía todavía de diez minutos, y luego bajé una cuesta hasta llegar a un entorno que me era familiar. Llegué a la escuela jadeando, es verdad, y empapado de sudor, pero a tiempo. Todavía recuerdo que colgué el abrigo y el sombrero... ¡Había pasado junto a ella sin detenerme! ¡Qué extraño!, ¿no? Me miró pensativamente.
—Por supuesto, yo no sabía entonces que no estaría siempre allí. Los colegiales tienen una fantasía limitada. Supongo que pensé que era algo increíblemente maravilloso tenerla allí, saber cómo volver hasta ella; pero la escuela me retenía. Supongo que aquella mañana estuve muy desatento y distraído, haciendo esfuerzos por recordar a las personas extrañas y maravillosas que no tardaría en volver a ver. Por extraño que parezca, no dudaba de que se alegrarían de verme... Sí, aquella mañana debí de pensar en el jardín como un lugar alegre al que uno puede acudir en los interludios de un penoso curso escolar.
»Aquel día no fui allí en modo alguno. Al día siguiente era fiesta por la tarde y eso pudo influir. Quizá, también, mi falta de atención me acarreó algún castigo, dejándome sin el margen de tiempo necesario para dar aquel rodeo. No lo sé. Lo que sé es que, entretanto, el jardín encantado me obsesionaba hasta tal punto que no pude resistir más sin contar mi secreto a alguien.
»Se lo conté a... ¿cómo se llamaba?, un jovencito con cara de hurón al que solíamos llamar Squiff.
—El joven Hopkins —dije.
—Sí, era Hopkins. No me gustó contárselo. Sentí que, de algún modo, iba contra las reglas hacerlo, pero lo hice. Parte del camino de regreso a casa lo hacíamos juntos; él estaba comunicativo y si no hubiéramos hablado sobre el jardín encantado, habríamos hablado de cualquier otra cosa, y era incapaz de pensar en otra cosa. Así que se lo revelé.
»Pero él desveló mi secreto. Al día siguiente, en el recreo, me vi rodeado por media docena de chicos que, medio en broma, sentían una enorme curiosidad por oír algo mas sobre el jardín encantado. Estaba el grandullón de Fawcett... ¿Te acuerdas de él?... y Carnaby y Morley Reynolds. ¿No estabas tú también por casualidad? No, si hubieras estado... lo habría recordado.
»Un muchacho es una criatura de extraños sentimientos. Yo me sentía, estoy seguro, a pesar de mi propio y secreto disgusto, halagado por la atención que me prestaban los chicos mayores. Recuerdo un momento especialmente placentero por el elogio de Crawshaw... ¿te acuerdas del mayor de los Crawshaw, el hijo de Crawshaw, el compositor? Dijo que era la mejor mentira que había oído nunca. Pero al mismo tiempo experimenté una penosa sensación de vergüenza al contar lo que yo creía que era un secreto sagrado. Aquella bestia de Fawcett hizo un chiste sobre la muchacha de verde...
La voz de Wallace se quebró al revivir punzantemente aquella vergüenza.
—Fingí no oír —dijo, y prosiguió—: Bien, entonces, de repente, Carnaby me llamó mentiroso y discutió conmigo cuando le dije que todo era verdad. Le dije que sabía dónde encontrar la puerta verde, que podía llevarles a todos hasta allí en diez minutos. Carnaby se volvió exasperantemente virtuoso y dijo que yo tenía que hacerlo y mantener mi palabra o sufrir por ello. ¿Te retorció Carnaby alguna vez el brazo? Entonces comprenderás quizá cómo me sentó. Juré que mi historia era cierta. No había en aquel entonces en la escuela nadie que pudiera librar a un compañero de la ira de Carnaby, aunque Crawshaw intercedió un poco en mi favor. Carnaby se había salido con la suya. Me excité, me puse colorado y me asusté un poco. Me comporté completamente como un niño pequeño y necio y el resultado fue que, en lugar de irme solo a mi jardín encantado, mostré en seguida el camino —con las mejillas congestionadas, las orejas calientes, los ojos que me escocían y todo mi ser consumiéndose en la angustia y la vergüenza— a una banda de seis burlones impertinentes y amenazadores compañeros.
»Nunca encontramos el muro blanco y la puerta verde...
—Quieres decir que...
—Quiero decir que no pude encontrarlo. Lo habría encontrado si hubiera podido.
»Y luego, cuando pude ir solo, no lo pude hallar. Jamás lo encontré. Me parece ahora haber estado siempre buscándolo, durante mis días de escuela, pero nunca di con él, nunca.
—¿Te lo hicieron pasar mal, los compañeros?
—Se pusieron como fieras... Carnaby convocó un consejo contra mí por mentiroso y descarado. Recuerdo cómo entré a hurtadillas en casa y subí las escaleras para ocultar las señales de mi llanto. Pero cuando lloraba a solas hasta caer dormido no era a causa de Carnaby, sino por el jardín, por la hermosa tarde que había estado anhelando, por las dulces y amables mujeres y los solícitos compañeros de juego, el juego que había esperado volver a aprender, aquel belicoso juego que había olvidado...
»Creo firmemente que si no lo hubiera contado... pasé malos ratos después de aquello; lloraba por la noche y me encerraba en mí mismo durante el día. Durante dos semestres me retrasé y tuve malas calificaciones. ¿Te acuerdas? ¡Claro que sí! Fuiste tú... la paliza que me diste en matemáticas, lo que me hizo volver a estudiar.
3
Mi amigo se quedó un rato en silencio, mirando fijamente el rojo corazón de fuego. Luego dijo:
—Nunca volví a verlo hasta que tuve diecisiete años.
»Su visión me asaltó por tercera vez mientras iba en coche hacia Paddington, camino de Oxford para conseguir una beca. Fue soto una visión fugaz. Iba inclinado hacia adelante en mi cabriolet fumando un cigarrillo y pensando que sin duda era un hombre de mundo cuando, de repente, allí estaban la puerta, el muro y la amada sensación de las cosas inolvidables y todavía inalcanzables.
»Charlábamos muy animadamente. Yo, cogido demasiado por sorpresa para hacer parar el coche hasta que hubimos doblado una esquina. Entonces tuve la extraña sensación de que mi voluntad se bifurcaba Golpeé la puertecita que había en el techo del coche y bajé el brazo para sacar el reloj. «¡Diga, señor!», dijo presto el chofer. «Esto... bueno... no es nada —exclamé—. ¡Me he equivocado! ¡No tenemos mucho tiempo! ¡Siga!» Y siguió...
»Obtuve la beca. Y por la noche, después de que se me hubo comunicado la noticia, me senté junto al fuego en mi estudio, una pequeña habitación del piso superior de la casa de mi padre, con sus palabras de elogio, tan infrecuentes en él, y sus juiciosos consejos zumbándome todavía en los oídos; fumaba mi pipa favorita, la formidable pipa de la adolescencia, y pensaba en aquella puerta en el largo muro blanco. «¡Si me hubiera detenido —pensé—, habría perdido la beca, habría perdido Oxford, echando a perder la magnifica carrera que me estaba aguardando! ¡Empiezo a ver las cosas con mas claridad!» Caí en una profunda meditación, pero no puse en duda que mi carrera requería sacrificios.
»Aquellos queridos amigos y aquella límpida atmósfera me eran muy gratos, muy hermosos, pero remotos. Mi interés ahora se centraba sobre el mundo. Vi abrirse otra puerta: la puerta de mi carrera.
Volvió a mirar fijamente el fuego. La luz roja se reflejó en su rostro, confiriéndole por unos breves instantes una fuerza vivísima que pronto se desvaneció de nuevo.
—Bueno —dijo, y suspiró—. Me he entregado a esa carrera. He trabajado mucho... y muy duramente. Pero he soñado con el jardín encantado miles de veces y he visto su puerta, o al menos he vislumbrado su puerta, cuatro veces desde entonces. Si, cuatro veces. Hubo un tiempo en que este mundo parecía tan brillante e interesante, parecía contener tantos significados y oportunidades, que el encanto medio borroso del jardín era, en comparación, débil y remoto. ¿Quién desea acariciar panteras cuando se dispone a cenar en compañía de mujeres atractivas y hombres distinguidos? Regresé a Londres desde Oxford con un talento prometedor que yo había contribuido en buena parte a labrarme. En buena parte, pero... a pesar de todo, he tenido decepciones...
»He estado enamorado dos veces; no quiero detenerme en esto, pero una vez, cuando iba al encuentro de alguien de quien yo sabía que dudaba de que me atreviera a ir a verle, tomé un atajo, al azar, que había en un lugar apartado cerca de Earl's Court; y así me tropecé con un muro blanco y una puerta verde que me eran familiares. «¡Qué extraño! —me dije a mí mismo—, yo creía que este lugar se encontraba en Campden Hill. Es el lugar que jamás he logrado encontrar... era como contar piedras en Stonehenge, el lugar de aquel extraordinario sueño.» Y pasé junto a él con un firme propósito. Aquella tarde no tenía para mí atractivo alguno.
»Experimenté un impulso súbito de abrir la puerta; había que dar como mucho tres pasos; pero estaba plenamente convencido, en el fondo de mí corazón, de que sé me abriría. Y entonces pensé que, si lo hacía, podría llegar con retraso a aquella cita en la que estaba comprometido mi honor. Luego lamenté mi puntualidad; al menos, pude haberme asomado y saludado con la mano a las panteras, pero por entonces ya había aprendido a no volver a buscar tardíamente lo que no se ha encontrado buscándolo. Sí. aquella vez lo lamenté profundamente...
«Después de aquello vinieron años de intenso trabajo y no volví a ver mas la puerta. Solamente hace poco ha vuelto a aparecérseme y, junto a ella, he tenido la sensación de que algo, casi imperceptible, enturbiaba mi mundo. Desde aquel momento, pensé con tristeza y amargura que no volvería a ver la puerta jamás. Quizá me resentía un poco por el exceso de trabajo, quizá se tratase de lo que la gente llama, según he oído, la crisis de los cuarenta. No lo sé. Pero lo cierto es que la penetrante brillantez que me hacía fácil la lucha había desaparecido recientemente, y justo en un momento en que los nuevos cambios políticos deberían estar ocupándome. Es extraño, ¿no es verdad? Pero empiezo a encontrar la vida penosa y sus recompensas, a medida que me acerco a ellas, sin valor. Empecé hace poco a desear el jardín desesperadamente Sí, y lo he visto tres veces.
—¿El jardín?
—¡No... la puerta! ¡Y no he entrado!
Se inclinó hacia mí sobre la mesa, con una enorme aflicción en la voz mientras hablaba.
—Tres veces he tenido la oportunidad, ¡tres veces! Si alguna vez la puerta se me ofrece de nuevo, juro que entraré, lejos del polvo y del agobio, lejos de los resplandores estériles de la vanidad, lejos de las penosas futilidades. Iré y nunca volveré. Esta vez me quedaré... Lo juré, y cuando llegó el momento, no entré.
»Tres veces en un año pasé junto a aquella puerta y no entré. Tres veces el año pasado.
»La primera vez fue en la noche de la lucha encarnizada por la Ley de Redención de Arrendamientos, en que el gobierno se salvó por una mayoría de tres votos. ¿Te acuerdas? Nadie de nuestro partido, quizá muy pocos de la oposición, esperaban que todo acabase aquella noche. Entonces el debate se vino abajo. Yo y Hotchloss estábamos cenando con su primo en Brentford; ambos estábamos desparejados, nos llamaron por teléfono y partimos en seguida en el coche de su pruno. Llegamos justo a tiempo, y en el camino pasamos por delante de mi muro y mi puerta, lívidos a la luz de la luna, manchados de un amarillo intenso bajo el resplandor de nuestros faros que los iluminaban, pero inconfundibles. «¡Dios mío!», exclamé. «¿Qué?», dijo Hotchloss. «¡Nada!», contesté, y el momento pasó.
»"He hecho un gran sacrificio", dije al portavoz parlamentario del partido cuando llegué. "Todos lo han hecho", dijo él, y se alejó apresuradamente.
»No veo cómo podía haber actuado de otra forma entonces. La siguiente ocasión fue cuando corrí junto a la cama de mi padre para despedirme de aquel hombre anciano y severo. También en esta ocasión las exigencias de la vida eran imperiosas. Pero la tercera vez fue diferente; sucedió hace una semana. Me torturan los remordimientos al recordarlo. Fue con Gurker y Ralphs. Ya no es ningún secreto, sabes, que yo tuve una charla con Gurker. Habíamos estado cenando en Frobisher's y nuestra charla tomó de pronto un carácter íntimo. La cuestión de mi cargo en el nuevo ministerio quedaba siempre relegada para el final de la discusión Sí, si. Todo está decidido. No es necesario hablar de ello todavía, pero no hay razón para guardarte el secreto... ¡Sí, gracias!, ¡gracias! Pero déjame contarte mi historia.
»Aquella noche había muchísimas cosas en el aire. Mi posición era muy delicada. Estaba enormemente ansioso por conseguir alguna palabra definitiva de Gurker, pero se veía impedido por la presencia de Ralphs. Hacía inenarrables esfuerzos por mantener aquella banal e insignificante conversación, sin dirigirla abiertamente hacia el punto que me preocupaba. Tenía que hacerlo. El comportamiento posterior de Ralphs ha justificado con creces mi precaución... Sabía que Ralphs nos dejaría pasado Kensington High Street y entonces podría sorprender a Gurker con una súbita explosión de sinceridad. Uno tiene que acudir a veces a estas pequeñas artimañas... Y fue entonces cuando, en el margen de mi campo visual, reparé en el blanco muro y la puerta verde, que se hallaban enfrente de nosotros, calle abajo.
»Pasamos junto a ella conversando. Yo pasé junto a ella. Todavía puedo ver la sombra del marcado perfil de Gurker, su sombrero de copa inclinado hacia adelante sobre su prominente nariz, los abundantes pliegues de su bufanda ante mi sombra y la de Ralphs, mientras paseábamos, lentamente.
»Pasé a unas, veinte pulgadas de la puerta. «Si les doy las buenas noches y entro —me dije a mí mismo—, ¿qué pasarla?» Pero estaba sobre ascuas por aquella promesa de Gurker.
»No encontraba respuesta a aquella pregunta en la maraña de mis otros problemas. «Creerán que estoy loco —pensé—. Supongamos que desaparezco ahora... ¡Asombrosa desaparición de un político eminente!» Esto pesó en mí. Mil inconcebibles e insignificantes hechos mundanos pesaron sobre mí en aquella crisis.
Entonces se volvió hacia mí con una sonrisa triste y, hablando lentamente, dijo:
—¡Heme aquí! ¡Heme aquí! —repitió—. Y he perdido mi oportunidad. Tres veces en un mismo año la puerta se me ha ofrecido, aquella puerta que conduce a la paz, al goce, a la belleza más allá de lo que podemos soñar, a una bondad que a ningún hombre en la tierra le es dado conocer. Y yo la he rechazado, Redmond, y ha desaparecido.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Lo sé. No me queda ahora mas remedio que dedicarme a las tareas que me retuvieron con tanta fuerza cuando llegaron mis momentos. Tú dices que tengo éxito... esa cosa vulgar, chillona, tediosa y envidiada. Lo tengo. —Tenía una nuez en la mano—. Si esto fuera mi éxito —dijo, y la aplastó y me la tendió para que la viera.
»Permíteme que te diga algo, Redmond Esta pérdida me está destruyendo. Desde hace dos meses, desde hace casi diez semanas, no he trabajado nada, únicamente he cumplido con las obligaciones más inmediatas y urgentes. Mi alma está llena de implacable pesar. Por las noches, cuando es menos probable que se me reconozca, me escapo. Camino sin rumbo fijo. Sí. Me pregunto qué pensaría la gente si lo supiera. Un ministro del gabinete, la cabeza responsable del departamento más vital de todos, vagando solo... afligido... a veces lamentándose casi en alta voz... ¡por culpa de una puerta, de un jardín!
4
Aún me parece estar viendo su rostro un poco pálido y el fuego sombrío, poco familiar, que se le había metido en los ojos. Le veo esta noche vividamente. Estoy rememorando sus palabras, las entonaciones de su voz, y el Westminster Gazette de ayer tarde está todavía sobre mi sofá, con la noticia de su muerte. Hoy, en el club, había un gran movimiento, a la hora del almuerzo, a causa de su muerte. No hablamos de otra cosa.
Encontraron su cuerpo a primeras horas de la mañana de ayer, en una profunda excavación cerca de East Kensington Station. Es uno de los dos pozos que se han realizado en relación con una extensión del ferrocarril hacia el sur. Está protegido de la intrusión del público por una empalizada en la parte alta de la calle, en la que se ha abierto una pequeña entrada para comodidad de algunos trabajadores que viven en aquella dirección. La entrada se dejó sin cerrar por un malentendido entre dos capataces; fue por ella por donde entró.
Mi mente está confundida por tantos interrogantes y enigmas. Al parecer, aquella noche hizo todo el trayecto desde la Cámara andando; durante la última sesión, con frecuencia regresó a casa andando, y es así como me imagino su figura oscura caminando por las calles desiertas, a una hora avanzada, arropado y ensimismado. Y luego, ¿fueron las pálidas luces eléctricas, cerca de la estación, las que confirieron a la empalizada un simulacro de blanco? ¿Despertó la puerta, totalmente abierta, algún recuerdo?
¿Pero había allí, en realidad, alguna puerta verde en el muro? No lo sé. He contado esta historia tal como él me la contó. A veces creo que Wallace no era mas que la víctima de la coincidencia entre una rara e insólita especie de alucinación y una trampa consecuencia de algún descuido, aunque no es ésa ciertamente mi convicción mas profunda. Pueden pensar que soy supersticioso, si quieren, que estoy loco; pero estoy realmente convencido de que él tenía, sin duda, un don prodigioso y un sentido, algo —no sé qué— que, bajo la apariencia de un muro y una puerta, le ofrecía un escape, una salida secreta y peculiar a otro mundo infinitamente mas hermoso. En cualquier caso, diréis, al final le traicionó. Pero ¿le traicionó de veras? Ahí tocáis el más íntimo misterio de estos soñadores, de estos fantasiosos visionarios. Según nuestra visión común de las cosas, abandonó la seguridad para adentrarse en las tinieblas, el peligro y la muerte. Pero ¿lo vio así él realmente?
El país de los ciegos
A más de trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en los desiertos más salvajes de los Andes ecuatoriales, está situado un misterioso valle montañoso separado del mundo de los hombres, el País de los Ciegos Hace años, aquel valle estaba tan abierto al mundo que los hombres podían alcanzar finalmente, a través de temibles cañadas y por un camino helado, sus plácidos prados; y allí llegaron los hombres, una o dos familias de mestizos peruanos que huían de la codicia y la tiranía de un perverso gobernante español. Llegó luego la extraordinaria erupción del Mindobamba, que sumió en la noche a Quito durante diecisiete días, y el agua hirvió en Yaguachi y todos los peces muertos flotaron incluso hasta Guayaquil; por todas las escarpaduras a lo largo del Pacífico hubo derrumbamientos, rápidos deshielos y súbitas inundaciones, y un lado entero de la cima del viejo Arauca se deslizó y se desplomó estruendosamente separando el País de los Ciegos para siempre de las pisadas exploradoras de los hombres. Pero a uno de estos primeros colonos le sucedió que estaba al otro lado de las cañadas cuando el mundo se estremeció tan terriblemente, y por fuerza tuvo que olvidarse de su esposa e hijo y de todos los amigos y posesiones que había dejado y empezar una nueva vida en el mundo inferior. La empezó otra vez, pero enfermo; le sobrevino la ceguera y murió de pena en las minas; mas la historia que él contó engendró una leyenda que subsiste a lo largo de la Cordillera de los Andes hasta nuestros días.
Contó la razón que le había animado a aventurarse a abandonar aquel lugar al que había sido conducido por primera vez amarrado a una llama, junto a un inmenso fardo de enseres, cuando era niño. El valle, dijo, tenía todo lo que el corazón del hombre podía desear: agua dulce, pastos, un buen clima, laderas de tierra fértil con marañas de arbustos que daban un excelente fruto y, a un costado, grandes bosques de pinos que frenaban las avalanchas en lo alto. Por encima, a lo lejos, en tres flancos, había enormes despeñaderos de roca gris verde coronados por riscos de hielo; pero la comente del glaciar no caía hacia ellos, sino que se deslizaba por las pendientes más alejadas y solamente de vez en cuando caían enormes masas de hielo por la ladera del valle. En este valle no llovía ni nevaba, pero los abundantes manantiales daban un neo pasto verde que el negó esparcía por todo el valle. Los colonos ciertamente prosperaban. Sus reses medraban y se multiplicaban, y sin embargo una cosa frustraba su felicidad; y era suficiente para frustrarla en gran manera. Les había sobrevenido una extraña enfermedad que había hecho que todos los niños nacidos allí, también algunos niños mayores, quedaran ciegos. Fue para buscar algún hechizo o antídoto contra esta plaga de ceguera por lo que él había vuelto a bajar la cañada con fatiga, peligros y dificultades. Por entonces, en tales casos los hombres no pensaban en gérmenes e infecciones, sino en pecados; y a él le pareció que la razón de esta calamidad debía ser la negligencia de estos inmigrantes laicos, que no habían instalado un altar en cuanto entraron en el valle. Él deseaba erigir un altar, un elegante, económico y eficaz altar; quería reliquias y poderosos símbolos de fe, objetos bendecidos, medallas y oraciones, misteriosas. En su mochila llevaba una barra de plata virgen cuyo origen no explicaba; insistía en que no había plata en el valle con la insistencia de un embustero inexperto. Todos habían reunido su dinero y ornamentos, teniendo poca necesidad de ese tesoro allí arriba, dijo, para comprar el remedio sagrado contra su enfermedad. Me imagino a ese joven montañés de ojos oscuros, tostado por el Sol, delgado y ansioso, agarrando el ala de su sombrero febrilmente, un hombre completamente deshabituado a las formas del mundo inferior, contando esta historia a algún solícito cura de ojos penetrantes antes del gran cataclismo; me lo imagino pretendiendo volver en seguida con remedios piadosos e infalibles contra aquella aflicción, y el infinito desánimo con que debió hacer frente a la inmensidad derrumbada de lo que una vez había sido la cañada. Pero el resto de su historia de desdichas no lo sé, excepto que tuvo una terrible muerte varios años más tarde. ¡Pobre descarriado de aquella lejanía! La comente que antaño formara la cañada saltaba ahora de la boca de una cueva rocosa, y la leyenda que su historia pobre y mal contada puso en circulación se ha convertido en la leyenda de una raza de ciegos en algún lugar, «por ahí», que todavía puede oírse hoy día.
Y entre la pequeña población de aquel valle ahora aislado y olvidado la enfermedad siguió su curso. Los viejos andaban a tientas y cegatos, los jóvenes veían confusamente y los niños que nacieron de ellos no veían en absoluto. Pero la vida era fácil en aquella cuenca bordeada de nieve perdida para todo el mundo, sin espinas ni aguijones, sin insectos dañinos ni bestias excepto la mansa raza de llamas que ellos habían arrastrado, empujado y seguido por los lechos de los angostos ríos de la cañadas por las que habían llegado. Los videntes se habían vuelto cegatos tan gradualmente que apenas habían notado su pérdida. Guiaban a los jóvenes sin vista de aquí para allí hasta que conocían perfectamente todo el valle, y cuando al final la vista se extinguió enríe ellos, la raza siguió viviendo. Tuvieron incluso tiempo de adaptarse al control ciego del fuego que hacían cuidadosamente en hornillos de piedra. Eran al principio una raza de gente sencilla, iletrados, solamente un poco tocados por la civilización española, pero con algo de la tradición de las artes del viejo Perú y de su perdida filosofía Las generaciones se sucedieron. Olvidaron muchas cosas e inventaron muchas otras. Su tradición del mundo mas grande del que procedían adquirió un tinte mítico e incierto. En todo, excepto en la vista, eran fuertes y capaces; y pronto el nacimiento y la herencia produjo uno que tenía una mente original y que podía hablar y persuadirles; y después otro. Estos dos pasaron, dejando sus efectos, y la pequeña comunidad creció en número y entendimiento y se planteó y arregló los problemas sociales y económicos que se presentaron. Las generaciones se sucedieron. Llegó un momento en que nació un niño que distaba quince generaciones de aquel antepasado que salió del valle con una barra de plata para buscar la ayuda de Dios y que nunca volvió. Por entonces aconteció que entró en aquella comunidad un hombre procedente del mundo exterior. Y ésta es la historia de ese hombre.
Era un montañero de la región próxima a Quito, un hombre que había bajado al mar y había visto el mundo, un lector de libros de una forma original, un hombre agudo y emprendedor y que fue acogido por una partida de ingleses que habían acudido al Ecuador para escalar montañas, a fin de remplazar a uno de sus tres guías suizos que había caído enfermo. Anduvo escalando hasta que llegó el intento de subir el Parascotopetl, el Matterhorn de los Andes, en el que se perdió para el mundo exterior. La historia del accidente ha sido escrita una docena de veces. La narración de Pointer es la mejor. Cuenta cómo la partida hizo su difícil y casi vertical camino hacia arriba hasta el mismo pie del último y más grande precipicio, y cómo construyeron un cobijo nocturno en medio de la nieve sobre un pequeño saliente de roca y, con un toque de auténtico dramatismo, cómo se dieron cuenta de que Núñez ya no estaba con ellos. Gritaron y no hubo respuesta; gritaron y silbaron y no durmieron durante el resto de la noche.
Cuando se levantó la mañana vieron las huellas de su caída. Parece imposible que no pudiera haber emitido ni un sonido. Se había deslizado hacia el este por la ladera desconocida de la montaña; abajo, a lo lejos, se había golpeado contra un escarpado declive de nieve y se había abierto camino hacia abajo en medio de una avalancha de nieve. Su rastro seguía recto hacia el borde de un terrible precipicio y más allá todo estaba oculto. Lejos, abajo, confusos en la distancia, veían árboles que sobresalían de un estrecho y encerrado valle: el perdido País de los Ciegos. Pero ellos no sabían que era el perdido País de los Ciegos ni podían distinguirlo en modo alguno de cualquier otro retazo angosto de valle de montaña. Desanimados por el desastre, abandonaron su intento por la tarde y Pointer fue llamado a la guerra antes de poder realizar otro ataque. Hasta el presente el Parascotopetl se levanta como una cima inconquistada y el refugio de Pointer se derrumba en medio de las nieves sin que nadie vaya a visitarlo.
Pero el hombre que cayó sobrevivió.
Al final de la pendiente cayó unos mil pies y descendió en medio de una nube de nieve sobre una pendiente de nieve mas escarpada aún que la de arriba. Llegó volteado, aturdido y sin sentido, pero sin un hueso roto en el cuerpo; y por fin llegó a pendientes más suaves, se detuvo y se quedó quieto, medio enterrado entre un blando montón de las blancas masas que le habían acompañado y salvado. Tornó en si con un vago pensamiento de que estaba enfermo en cama; entonces se dio cuenta de su situación con una inteligencia de montañero, se relajó y después de un momento de descanso se liberó hasta ver las estrellas. Descansó tendido sobre el pecho durante un momento, pensando dónde estaba y qué le había sucedido. Examinó sus miembros y descubrió que algunos de los botones habían saltado y que el abrigo se le había vuelto sobre la cabeza. El cuchillo se le había salido del bolsillo y el gorro se le había perdido, aunque lo llevaba atado bajo la barbilla. Se acordó de que estaba buscando piedras sueltas para levantar su parte de pared del refugio. Su hacha de alpinista había desaparecido.
Decidió que debía haber caído y miró hacia arriba para ver, acentuado por la pálida luz de la Luna creciente, el tremendo vuelo que había dado. Durante un rato permaneció echado, contemplando enmudecido aquel vasto y pálido risco que descollaba por arriba, elevándose por momentos sobre la decreciente marea de la oscuridad Su fantasmal y misteriosa belleza le retuvo durante cierto tiempo y después quedó sobrecogido por un arrebato de risa sollozante.
Después de un gran intervalo de tiempo se dio cuenta de que estaba cerca del margen inferior de la nieve. Abajo, en lo que ahora era un risco accesible e iluminado por la Luna, vio la oscura y quebrada imagen del césped y las rocas. Luchó por levantarse con dolor en cada articulación y cada miembro, se liberó penosamente de la nieve suelta que tenía encima, bajó hasta que llegó al césped y allí se dejó caer, más que tumbarse, al lado de una roca, bebió largamente de la cantimplora de su bolsillo interior y al instante cayó dormido...
Fue despenado por el canto de los pájaros en los árboles de la lejanía.
Se incorporó y vio que estaba en un pequeño prado montañoso al pie de un vasto precipicio acanalado por la hondonada por la que habían bajado él y la nieve. Por encima, frente a él, otra pared de roca se erguía contra el cielo. Entre estos precipicios la cañada corría de este a oeste y estaba llena de luz solar de la mañana, que iluminaba hacia el oeste la masa de la montaña caída que cerraba la empinada cañada. Por debajo de él parecía haber un precipicio igualmente escarpado, pero tras la nieve de la hondonada encontró una especie de hendidura de chimenea de la que manaba agua de deshielo y hacia la que un hombre desesperado se podía arriesgar a bajar. Encontró que era más fácil de lo que le parecía y llegó finalmente a otro desolado prado montañoso, y después de una escalada por la roca sin especial dificultad, a una escarpada pendiente con árboles. Se orientó y se volvió hacia lo alto de la cañada, pues vio que desembocaba en unos verdes prados, entre los que divisó muy distintamente un grupo de chozas de piedra de forma poco familiar. A veces su avance era tan lento como trepar por la superficie de una pared, y al cabo de un tiempo el Sol naciente dejó de dar a lo largo de la cañada, los sonidos de los pájaros cantores se esfumaron y el aire se hizo frío y oscuro en tomo a él. Pero el distante valle con sus casas estaba mas brillante. Llegó en seguida a un talud y notó entre las rocas, pues era un hombre observador, un helecho poco común que parecía salir de las grietas con grandes manos verdes. Cogió una hoja, mordió su tallo y lo encontró bueno.
Sobre el mediodía salió finalmente de la garganta de la cañada a la planicie y a la luz del Sol. Estaba tenso y cansado; se sentó a la sombra de una roca, llenó su cantimplora con el agua de una fuente, se la bebió toda y permaneció un rato descansando antes de continuar hacia las casas.
Eran muy extrañas a sus ojos, y en realidad todo el aspecto del valle se le hacía, mientras lo observaba, mas curioso y menos familiar. La mayor parte de su superficie eran prados frescos y verdes, sembrados de bellas flores, irrigados con extraordinario cuidado y con evidente cultivo sistemático trozo a trozo. En lo alto y rodeando el valle, había un muro y lo que parecía ser un canal de agua circunferencial de donde partían pequeños hilos de agua que alimentaban las plantas del prado; sobre las pendientes mas altas pacían rebaños de llamas entre la escasa hierba. Cobertizos, aparentemente cobijos o silos de pienso para las llamas, se elevaban contra el muro fronterizo aquí y allá. Las corrientes de negó se juntaban en un canal principal, abajo, en el centro del valle, cercado a cada lado por un muro que se elevaba hasta el pecho. Esto daba un singular carácter urbano al recluido lugar, carácter en gran forma resaltado por el hecho de que cierto número de senderos pavimentados con piedras blancas y negras, cada uno con un curioso y pequeño bordillo a un lado, discurrían aquí y allá de manera ordenada. Las casas del pueblo central eran completamente diferentes de la casual y confusa aglomeración de las aldeas de montaña que él conocía, se encontraban dispuestas en una hilera continua a cada lado de la calle central, de asombrosa limpieza; aquí y allá su tachada multicolor estaba horadada por una puerta y ni una sola ventana rompía su fachada uniforme. Habían sido multicoloreadas con extraordinaria irregularidad; untadas de una especie de yeso que a veces era gris, a veces parduzco, a veces de color de pizarra o pardo oscuro; y fue la vista de este tosco enyesado lo primero que trajo al pensamiento del explorador la palabra «ciego». «El buen hombre que hizo eso —pensó— debía ser tan ciego como un murciélago.»
Descendió por un lugar escarpado y así llegó al muro y al canal que discurría por el valle, cerca de donde soltaba el agua sobrante por las escarpaduras de la cañada en un fino y ondulante rulo de cascada Pudo ver a nombres y mujeres descansando sobre montones apilados de hierba, como si estuvieran echando la siesta, en la parte mas remota del prado; y cerca del pueblo algunos niños recostados, y mas cerca tres hombres portando cubos en horquillas a lo largo de un pequeño sendero que corría desde el muro circundante hacia las casas. Estos últimos estaban vestidos con tela de piel de llama, botas y correas de piel y llevaban gorros de tela con alas traseras y orejeras. Iban uno detrás de otro en fila, caminando lentamente y bostezando, como hombres que hubieran estado levantados toda la noche. Había algo tan tranquilizantemente venturoso y respetable en su porte que, tras un momento de duda, Núñez se echó hacia adelante tan visiblemente como pudo sobre su roca y dejó escapar un potente grito que resonó por todo el valle.
Los tres hombres se detuvieron y movieron sus cabezas como si buscaran en torno a sí. Giraron los rostros de aquí para allá y Núñez gesticuló libremente. Pero no parecían verle a pesar de sus gestos, y al cabo de un rato, dirigiéndose hacia las montañas lejanas, hacia la derecha, gritaron su respuesta. Núñez voceó de nuevo y entonces, una vez más y mientras hada gestos ineficazmente, la palabra «ciego» se abrió paso entre sus pensamientos. «Esos tontos deben estar ciegos», dijo.
Cuando finalmente, después de mucho gritar e irritarse Núñez cruzó el arroyo por un puentecito, atravesó una puerta que había en el muro y se acercó a ellos, estaba seguro de que eran ciegos. Estaba seguro de que éste era el País de los Ciegos de que hablaban las leyendas. Le había asaltado esta convicción y una sensación de gran y envidiable ventura Los tres se quedaron uno junto a otro, sin mirarle, pero con los oídos hacia él, juzgándole por sus pasos poco familiares. Se quedaron muy juntos, como hombres un poco asustados, y pudo ver sus párpados cerrados y hundidos, como si bajo ellos los globos hubieran desaparecido. Había una expresión casi de miedo en sus rostros.
—Un hombre —dijo uno de ellos en un español difícilmente reconocible—, es un hombre... un hombre o un espirita., que baja de las rocas.
Pero Núñez avanzó con los pasos confiados de un joven que entra en la vida Todas las viejas historias del valle perdido y del País de los Ciegos volvían a su mente, y por su pensamiento pasó este viejo proverbio como si fuera un estribillo:
«En el País de los Ciegos el tuerto es rey.»
«En el País de los Ciegos el tuerto es rey.»
Y muy cortésmente les saludó. Les habló y se sirvió de sus ojos.
—¿De dónde viene, hermano Pedro? —preguntó uno.
—Ha bajado de las rocas.
—Vengo del otro lado de las montañas —dijo Núñez—, del país que está más allá, donde los hombres pueden verse. Cerca de Bogotá, donde hay cientos de miles de personas y donde la ciudad se extiende más allá de la vista.
—¿Vista? —musitó Pedro—. ¿Vista?
—Sale —dijo el segundo ciego— de las rocas.
Núñez vio que la tela de sus abrigos estaba cosida de una manera curiosa, cada una con diferentes costuras.
Le sobresaltaron con un movimiento simultáneo hacia él. Los tres con una mano extendida Retrocedió ante el avance de estos dedos desplegados.
—Ven aquí —dijo el tercer ciego, siguiendo su movimiento y agarrándole limpiamente.
Detuvieron a Núñez y le palparon, no diciendo ni una palabra mas hasta que lo hubieron hecho.
—Con cuidado —dijo, con un dejo en el ojo, y notó que pensaban de aquel órgano, con sus parpadeos, que era una cosa extraña en él Le tocaron otra vez.
—Una extraña criatura. Correa —dijo el que se llamaba Pedro—. Tienta la rudeza de su peto. Como el de una llama.
—Rudo es como las rocas que le engendraron —dijo Correa investigando la barbilla sin afeitar de Núñez con una mano suave y ligeramente humedecida—. Quizá se hará más fino. —Núñez forcejeó un poco ante su examen, pero ellos le agarraban firmemente.
—Con cuidado —dijo de nuevo.
—Habla —dijo el tercer hombre—. Ciertamente, es un hombre.
—¡Ugh! —dijo Pedro ante la aspereza de su abrigo.
—¿Y tú has venido al mundo? —preguntó Pedro.
—He salido del mundo. Por las montañas y glaciares; por ahí arriba, a medio camino del Sol. De un inmenso mundo donde se pone el. Sol, a doce días de camino hacia el mar.
Apenas parecían escucharle.
—Nuestros padres nos han dicho que los hombres pueden estar hechos por las fuerzas de la naturaleza —dijo Correa—. Por el calor de las cosas, la humedad y la putrefacción... la putrefacción.
—Conduzcámoslo a los mayores —dijo Pedro.
—Grita primero —dijo Correa—, no sea que los niños se atemoricen. Es un acontecimiento maravilloso.
Así que gritaron; Pedro fue delante y tomó a Núñez de la mano para conducirle a las casas. Pero él retiró su mano.
—Yo puedo ver —dijo.
—¿Ver? —dijo Correa.
—Sí, ver —dijo Núñez, girándose hacia él y tropezando con el cubo de Pedro.
—Sus sentidos son todavía imperfectos —dijo el tercer ciego—. Tropieza y dice palabras sin sentido. Llévale de la mano.
—Como queráis —dijo Núñez, y se dejó conducir, riendo.
A lo que parecía, no sabían nada de la vista.
Bien, en su momento, él les enseñaría.
Oyó a la gente gritar y vio unas figuras que se congregaron en el camino central del pueblo.
Aquel primer encuentro con la población del País de los Ciegos cargaba sus nervios y paciencia más de lo que él había previsto. El lugar parecía más grande a medida que se acercaba, y los enlucidos mas extravagantes; una multitud de niños, hombres y mujeres (algunas mujeres y chicas, notó con agrado, tenían los rostros muy dulces, a pesar de que sus ojos estaban cerrados y hundidos) le rodearon, asiéndose a él, tocándole con manos dulces y sensibles, olfateándole y escuchando cada palabra que decía. Algunas de las muchachas y niños se apartaban, sin embargo, como si tuvieran miedo, y ciertamente su voz parecía ruda y basta al lado de sus suaves notas. Le atropellaban. Sus tres guías le sujetaban en un esfuerzo de posesión y decían una y otra vez:
—Un hombre salvaje salido de las rocas.
—Bogotá —dijo—. Bogotá. Al otro lado de las crestas de las montañas.
—Un hombre salvaje que usa palabras salvajes —dijo Pedro—. ¿Oís eso... Bogotá? Su mente apenas se ha formado todavía. Está solamente en los principios del habla.
Un muchachito le pellizcó la mano.
—¡Bogotá! —dijo burlonamente.
—¡Ay! Una ciudad distinta de vuestro pueblo. Vengo de un gran mundo... donde los hombres tienen ojos y ven.
—Su nombre es Bogotá —dijeron.
—Ha tropezado —dijo Correa—, ha tropezado dos veces mientras veníamos hacia aquí.
—Llevémosle a los mayores.
Y repentinamente le empujaron por una entrada hacia una estancia tan oscura como boca de lobo excepto al final, donde ardía débilmente un fuego. La multitud le cercó por detrás y todo se cerró, excepto el lánguido resplandor del día: antes de que pudiera detenerse había caído precipitadamente a los pies de un hombre sentado. Su brazo, incontrolado, golpeó el rostro de alguien mientras caía; sintió el suave impacto de unos rasgos y oyó un grito de angustia; durante un momento luchó contra algunas manos que le agarraban. Era una lucha desigual. Le sobrevino un atisbo de la situación y permaneció quieto.
—He caído —dijo—; no podía ver en esta negra oscuridad.
Hubo una pausa como si los invidentes que le rodeaban trataran de comprender sus palabras. Entonces se oyó la voz de Correa:
—Está recientemente formado. Tropieza cuando camina y mezcla palabras en su hablar que no significan nada.
También otros dijeron cosas sobre él, que él oyó o comprendió imperfectamente.
—¿Puedo incorporarme? —pidió en una pausa—. No forcejearé con vosotros otra vez.
Se consultaron y le dejaron levantarse.
La voz de un hombre mayor empezó a hacerle preguntas y Núñez se encontró tratando de explicar el gran mundo del que había caído, el cielo, las montañas, la vista y maravillas por el estilo, a aquellos mayores que se sentaban en la oscuridad en el País de los Ciegos. Ellos no creían ni comprendían nada de lo que les contaba, era algo completamente ajeno a sus expectativas. Incluso ni siquiera comprendían muchas de sus palabras. Durante catorce generaciones esta gente había estado ciega y apartada del mundo de los videntes; los nombres de todas las cosas de la vista se habían desvanecido y cambiado; la historia del mundo exterior estaba marchita y convertida en un cuento de niños; ellos habían dejado de preocuparse por lo que había mas allá de las pendientes rocosas sobre su muro circundante. Hubo entre ellos ciegos con genio que habían examinado los fragmentos de creencia y tradición que habían llegado a ellos de los días en que veían y habían desechado todas esas cosas como vanas fantasías, reemplazándolas por nuevas y más sanas explicaciones. Gran parte de su imaginación se había marchitado con sus ojos, y habían creado para sí nuevas imaginaciones con sus oídos y las puntas de sus dedos, cada vez más sensibles. Poco a poco Núñez se dio cuenta de ello; de que su esperanza de admiración y respeto por su origen y sus dones no iba a ser apoyada; y cuando su pobre intento de explicarles la vista fue descartado como la confusa versión de un ser recién formado que describía las maravillas de sus incoherentes sensaciones, desistió, un poco desanimado, y escuchó su consejo. El mayor de los ciegos le explicó la vida, la filosofía y la religión, cómo el mundo (significando su valle) había sido primeramente una hondonada en las rocas y cómo después llegaron cosas inanimadas sin el don del tacto y llamas y otras criaturas que tenían poco sentido, y después los hombres y al final los ángeles, a los que se podía oír cantar y producir sonidos zumbantes, pero a los que nadie en absoluto podía tocar, lo cual confundió en gran manera a Núñez hasta que pensó en los pájaros.
Continuó contando a Núñez cómo este tiempo se había dividido en calor y frío, que son los equivalentes ciegos del día y la noche, y cómo era bueno dormir con el calor y trabajar durante el frío, de forma que ahora, de no ser por su llegada, toda la ciudad de los ciegos estaría dormida. Dijo que Núñez debía haber sido especialmente creado para aprender y servir a la sabiduría que ellos habían adquirido, y que a pesar de su incoherencia mental y su comportamiento tropezón debía tener valor y esmerarse en aprender; y al decir esto todos los que estaban en la entrada murmuraron alentadoramente. Dijo que la noche —pues los ciegos llaman a su día noche— estaba ahora muy adelantada y que tocaba irse a dormir. Le preguntó a Núñez si sabía cómo dormir y Núñez dijo que sí, pero que antes deseaba comer.
Le trajeron comida —leche de llama en una escudilla y pan crudo salado— y le condujeron a un sitio solitario para que comiera sin su presencia y durmiera hasta que el frío de la noche montañosa les despertara para empezar de nuevo el día. Pero Núñez no durmió en absoluto.
En lugar de ello, se quedó sentado en el lugar en que le habían dejado, descansando sus miembros y dando vueltas en su mente una y otra vez a las circunstancias no previstas de su llegada.
De vez en cuando reía, a veces con diversión y otras con indignación.
—¡Mente sin formar! —dijo—. ¡Todavía no tiene sentidos! Poco saben que han estado insultando a su rey y maestro, enviado por los cielos. Creo que debo hacerles entrar en razón Déjame pensar... déjame pensar. —Todavía estaba pensando cuando el Sol se puso.
Núñez ponía atención en todas las cosas bellas y te pareció que el color de los campos nevados y de los glaciares que se alzaban a cada lado del valle era lo mas bello que jamás había visto. Sus ojos iban de aquel inaccesible esplendor al pueblo y a los campos irrigados, sumergiéndose rápidos en el crepúsculo, y de repente una ola de emoción le sobrevino y dio gracias a Dios desde el fondo de su corazón por haberle dado el poder de la vista.
Oyó una voz llamándole desde fuera del pueblo.
—¡Vamos, Bogotá! ¡Ven aquí!
Se levantó sonriendo. Enseñaría a esta gente de una vez por todas lo que es la vista para un hombre. Ellos le buscarían, pero no le encontrarían.
—No te muevas, Bogotá —dijo la voz.
Él rió ruidosamente y dio dos pasos furtivos a un lado del sendero.
—No pises la hierba, Bogotá; no está permitido.
Núñez apenas había oído el sonido que había producido. Sé detuvo asombrado.
El dueño de la voz subió corriendo por el sendero hacia él. Él volvió al sendero.
—Aquí estoy —dijo.
—¿Por qué no acudiste cuando te llamé? —dijo el ciego—. ¿Acaso debes ser conducido como un niño? ¿No puedes oír el camino cuando andas?
Núñez rió.
—Lo puedo ver —dijo.
—No existe la palabra ver —dijo el ciego, después de una pausa—. Déjate de tonterías y sigue el sonido de mis pies.
Núñez siguió, un poco enojado.
—Ya llegará mi momento —dijo.
—Aprenderás —contestó el ciego—. Hay mucho que aprender en el mundo.
—¿No te ha dicho nadie «en el país del ciego el tuerto es rey»?
—¿Qué es ciego? —preguntó el ciego descuidadamente por encima del hombro.
Pasaron días y al quinto el Rey de los Ciegos seguía de incógnito, como un desmañado e inútil extranjero entre sus súbditos.
Era, admitió, mucho mas difícil proclamarse de lo que había supuesto, y mientras meditaba su golpe de Estado, hacía lo que se le mandaba y aprendía las maneras y costumbres del País de los Ciegos. Trabajar y vagar por la noche le parecía especialmente cansado y decidió que eso sería lo primero que iba a cambiar.
Esta gente llevaba una vida laboriosa y sencilla, con todos los elementos de la virtud y la felicidad tal como estas cosas suelen comprenderse entre los hombres. Se afanaban, pero no de modo opresivo; tenían alimentos y vestidos suficientes para sus necesidades; había días y temporadas de descanso; hacían música y cantaban mucho y entre ellos había amor y niños pequeños.
Era maravilloso ver con qué confianza y precisión se movían por su ordenado mundo. Todo había sido hecho en función de sus necesidades; cada uno de los senderos radiales de la zona del valle tenía un ángulo igual a los otros y se distinguía por una entalladura especial sobre sus bordillos; todos los obstáculos e irregularidades del sendero o prado hacía tiempo que se habían apartado; todos sus métodos y procedimientos provenían naturalmente de sus especiales necesidades. Sus sentidos se habían hecho maravillosamente agudos; podían oír y juzgar el más ligero gesto de un hombre a una docena de pasos, podían oír incluso el latido de su corazón. La entonación había reemplazado en ellos a la expresión y a los gestos, y su trabajo con la azada, la pala y la horca era tan desenvuelto y confiado como el trabajo de jardinería. Su sentido del olfato era extraordinariamente fino; podían distinguir los aromas individuales tan rápidamente como un peno y cuidaban de las llamas, las cuales vivían entre las rocas de arriba y bajaban al muro a por comida y cobijo, con facilidad y confianza. Solo cuando finalmente Núñez decidió afirmarse vio cuan fáciles y confiados podían ser sus movimientos.
Se rebeló solamente después de haber intentado la persuasión Intentó primeramente, en varias ocasiones, hablarles de la vista.
—Atended, vosotros —decía—. Hay cosas en mí que vosotros no comprendéis.
Una o dos veces uno o dos de ellos le escucharon; se sentaron con los rostros inclinados y las orejas vueltas inteligentemente hacia él y trató de contarles lo que era ver. Entre sus oyentes estaba una muchacha, con los párpados menos rojos y hundidos que los demás, de forma que casi cabía imaginar que ocultaba los ojos, a quien especialmente esperaba persuadir. Habló de las bellezas de la vista, de la contemplación de las montañas, del cielo y de la salida del Sol, y ellos le escuchaban con divertida incredulidad que en seguida se hizo condenatoria. Le dijeron que verdaderamente no había en absoluto montañas, sino que al final de las rocas donde las llamas pastaban estaba el fin del mundo; allí se erguía la bóveda cavernosa del universo, de la que caían el rocío y las avalancha y cuando él mantuvo vigorosamente que el mundo no tenía fin ni techo como ellos suponían, dijeron que sus pensamientos eran malvados. Cuando les describía el cielo y las nubes y las estrellas, a ellos les parecía un vacío horrible, una nada terrible en lugar de la plácida bóveda que había sobre las cosas en que ellos creían; era un artículo de fe para ellos que la bóveda cavernosa era exquisitamente suave al tacto. Vio que de alguna forma les ofendía y abandonó enteramente aquel aspecto del asunto tratando de mostrarles el valor práctico de la vista. Una mañana vio a Pedro en el sendero llamado Diecisiete dirigiéndose a las casas centrales, pero todavía demasiado alejado para que pudieran oírle u olfatearle, y les dijo:
—Dentro de un momento Pedro estará aquí.
Un anciano comentó que Pedro no tenía nada que hacer en el sendero Diecisiete y entonces, como una confirmación, giró y se adentró transversalmente en el sendero Diez y volvió con paso ligero hacia el muro exterior. Se burlaba de Núñez cuando Pedro no llegó y después, cuando hizo preguntas a Pedro para limpiar su reputación, Pedro lo negó y le humilló; y después estuvo hostil con él.
Entonces él les incitó a dejarle caminar hacia arriba por los pendientes prados en dirección al muro con un individuo complaciente a quien prometió describirle todo lo que sucedía entre las casas. Dio nota de ciertas idas y venidas, pero lo que realmente parecía tener significado para esta gente sucedía dentro o detrás de las casas desprovistas de ventanas, las únicas cosas de las que ellos tomaron nota para probarle, y de ellas él no podía ver o decir nada; y fue después del fracaso de este intento y de las burlas que no podían contener, cuando él recurrió a la fuerza. Pensó en coger una pala y dar repentinamente con uno o dos de ellos en tierra, y así en justo combate demostrarles la ventaja de los ojos. Fue tan lejos en su resolución que cogió la pala, y entonces descubrió algo sobre sí mismo, y fue que le resultaba imposible golpear a un ciego a sangre fría.
Dudó y vio que todos se habían dado cuenta de que había agarrado la pala. Estaban alerta, con las cabezas hacia un lado y las orejas hacia él por lo que él pudiera hacer a continuación.
—Arroja esa pala —dijo uno, y él sintió una especie de honor desvalido. Obedeció.
Entonces empujó a uno hacia atrás contra una pared y huyó de él fuera del pueblo.
Marchó a través de uno de los prados, dejando un rastro de hierba pisoteada tras sus pies, y luego se sentó junto a uno de los caminos. Sintió esa especie de ímpetu que acomete a todos los hombres al principio de una batalla, pero una perplejidad mayor. Empezó a darse cuenta de que ni siquiera se puede luchar a gusto con criaturas que parten de una base mental diferente de la propia. A lo lejos divisó a hombres que llevaban palas y palos y salían de la calle de casas, avanzando desplegados por los senderos hacia él. Avanzaban lentamente, hablando entre sí, y de vez en cuando toda la hilera se detenía, husmeaba y escuchaba.
La primera vez que lo hicieron Núñez se rió. Pero después ya no se rió. Uno descubrió su rastro en la hierba del prado y se agachó rastreando su camino.
Durante cinco minutos observó la lenta maniobra de la hilera y a continuación su vaga disposición a hacer algo de inmediato se hizo apremiante. Se irguió, dio unos pasos hacia el muro circunferencial, se volvió y desanduvo su camino. Allí estaban todos, en forma de luna creciente, quietos y escuchando.
Él también estaba quieto, agarrando la pala fuertemente con ambas manos. ¿Cargaría sobre ellos?
Sus oídos latían al ritmo de «En el País de los Ciegos el tuerto es rey».
¿Cargaría sobre ellos?
Volvió la vista hacia el alto e inabordable muro que tenía detrás; inabordable por su liso enlucido, pero al mismo tiempo horadado por muchas puerteólas, y a la línea de perseguidores que se acercaba. Detrás de ellos, salían otros de la calle de casas.
¿Cargaría sobre ellos?
—¡Bogotá! —llamó uno—. ¡Bogotá! ¿Dónde estás?
Agarró su pala más fuertemente todavía y descendió por los prados hacia el lugar de las moradas, y convergían hacia el punto a que él se dirigía.
—Los mataré si me tocan —juró—, por Dios que lo haré. Les golpearé —gritó—: ¡Escuchad, voy a hacer lo que quiera en este valle! ¿Oís? ¡Voy a hacer lo que quiera e ir adonde quiera!
Se cerraban sobre él rápidamente, a tientas pero moviéndose con rapidez. Era como jugar a la gallina ciega, pero todos a ciegas excepto uno.
—¡Agárrale! —gritó uno. Se encontró en el arco de una curva abierta de perseguidores. Sintió repentinamente que debía ser activo y decidido.
—Vosotros no comprendéis —gritó con una voz que quería ser fuerte y resoluta y que se quebró—. Vosotros sois ciegos y yo puedo ver. ¡Dejadme!
—¡Bogotá! ¡Deja esa pala y sal de la hierba!
La última orden, grotesca en su cortés familiaridad, le produjo una ráfaga de furia.
—Os heriré —dijo sollozando de emoción—. Por Dios que os heriré. ¡Dejadme!
Empezó a correr, no sabiendo claramente adonde ir. Se apartó corriendo del ciego mas cercano porque era horroroso golpearle. Se paró y luego tuvo un arranque para escapar de su cerrada posición. Se dirigió hacia donde había un amplio hueco, y los nombres que había a ambos lados, con una rápida percepción de la aproximación de sus pasos, se cerraron entre sí. Saltó hacia adelante, vio que estaba arrapado y golpeó con la pala. Sintió el suave nudo de una mano y un brazo y el hombre cayó con un gemido de dolor; se vio libre.
¡Libre! Se vio luego cerca de la calle de casas otra vez, y los ciegos, volteando palas y estacas, corrían con una especie de ligereza razonable de aquí para allá.
Oyó pasos detrás justo a tiempo y vio a un hombre alto que se le acercaba golpeando, guiado por el sonido de él. Perdió los nervios, lanzó un mandoble amplio a su contrario, giró y le esquivó, vociferando mientras regateaba a otro.
Estaba lleno de pánico. Corría furiosamente de aquí para allá, esquivando donde no había necesidad de hacerlo y, en su ansiedad por mirar a ambos lados a la vez, tropezando. Por un momento cayó y ellos oyeron su caída A lo lejos, en el muro circunferencial, había una pequeña entrada que le pareció el cielo; se dirigió hacia ella con un ímpetu salvaje. Ni siquiera se volvió para mirar a sus perseguidores hasta que la alcanzó; tropezó en el puente, trepando por un pequeño camino entre las rocas ante la sorpresa y el espanto de una joven llama, que se alejó saltando, y se tendió sollozando para recuperar el aliento.
Y así llegó al final su golpe de Estado.
Permaneció fuera del muro del valle de los Ciegos durante dos noches y dos días sin comida ni refugio; meditaba sobre lo inesperado de la situación Mientras meditaba repitió con frecuencia y siempre con una profunda nota de mofa el proverbio: «En el País de los Ciegos el tuerto es rey.» Pensó sobre todo en las formas de lucha y conquista de aquella gente y vio claramente que no tenía posibilidad en la práctica. No tenía armas y ahora le sería difícil conseguirlas.
El cáncer de la civilización también le había afectado a él en Bogotá, y no se encontraba capaz de bajar y asesinar a un ciego. Por supuesto que si lo hiciera, podría entonces imponer condiciones bajo la amenaza de asesinarlos a todos. Pero... ¡tarde o temprano debía dormir...!
Trató también de encontrar comida entre los pinos, de abrigarse bajo sus ramas mientras caía la escarcha, por la noche, y, con menos confianza, de capturar una llama con destreza para matarla, quizás golpeándola con una piedra, y así finalmente, comer. Pero las llamas recelaban de él y le miraban con sus ojos pardos desconfiados, escupiéndole cuando se acercaba Al segundo día le entró el miedo y se estremeció de frío. Finalmente descendió por el muro del País de los Ciegos y trató de llegar a un acuerdo. Se arrastró por el arroyo, gritando, hasta que dos ciegos salieron por la puerta y le hablaron.
—Estaba loco —dijo—. Pero es que estaba recién formado.
Le dijeron que eso estaba mejor.
Les dijo que ahora estaba arrepentido de todo lo que había hecho. Entonces lloró sin querer, pues estaba muy débil y enfermo, y ellos lo tornaron como un signo favorable.
Le preguntaron si todavía creía que podía ver.
—No —dijo—. Fue una tontería. La palabra no significa nada... ¡Menos que nada!
Le preguntaron qué había allá arriba.
—Como a unas diez veces la altura de un hombre, hay una bóveda sobre el mundo... de roca... y muy, muy suave... —Estalló de nuevo en lágrimas histéricas—. Antes de preguntarme nada más, dadme algo de comer o me moriré.
Esperaba espantosos castigos, pero aquellos ciegos eran capaces de tolerancia. Consideraron su rebelión sólo como una prueba mas de su general idiotez e inferioridad; y una vez le hubieron azotado le asignaron la tarea más sencilla y dura; y él no viendo otra forma de vivir, sumisamente hizo lo que se le dijo.
Se puso enfermo algunos días y le cuidaron amablemente. Esto perfeccionó su sumisión. Pero ellos insistían en que permaneciera en la oscuridad, y esto era una gran desgracia. Acudieron filósofos ciegos que le hablaron de la malvada ligereza de su mente, y le reprendieron tan impresionantemente por dudar de la tapa de roca que cubría su sísmica cacerola que casi dudó si realmente no sería víctima de una alucinación por no verla allá arriba.
Así pues, Núñez se convirtió en un ciudadano del País de los Ciegos; aquellas gentes dejaron de ser gente en general y se le hicieron individuales y familiares, mientras que el mundo allende las montañas se le hacía cada vez mas remoto e irreal. Estaba Yacob, su amo, un hombre amable cuando no se enojaba; estaba Pedro, sobrino de Yacob, y estaba Medina-saroté, la hija menor de Yacob. Era poco estimada en el mundo de los ciegos, porque tenía un rostro definido y le faltaba aquella satisfactoria y brillante tersura que es el ideal del ciego de la belleza femenina; pero Núñez desde el principio la vio bella, y poco después la cosa más bella de toda la creación. Sus párpados cerrados no estaban hundidos y rojos como era común en el valle, sino relajados como si pudieran abrirse otra vez en cualquier momento; tenía largas pestañas, lo cual era considerado una grave desfiguración. Su voz era fuerte y no satisfacía los agudos oídos de los galanes del valle, así que no tenía ningún pretendiente.
Llegó un momento en que Núñez pensó que si la conseguía se vería resignado a vivir en el valle por el resto de sus días.
Él la vigilaba; buscaba oportunidades para hacerle pequeños servicios y en seguida observó que ella se fijaba en él Una vez, en una reunión de un día de descanso, se sentaron uno junto al otro a la pálida luz de las estrellas; la música era dulce. Su mano se posó sobre la de ella y se atrevió a cogerla. Entonces, muy tiernamente, ella le devolvió la presión. Y un día, mientras estaban comiendo en la oscuridad, sintió muy suavemente que su mano le buscaba; en aquel momento el fuego se avivó y entonces vio ternura en su rostro.
La buscó para hablarle.
Se dirigió a ella un día, cuando estaba sentada a la luz de la Luna del verano, hilando. La luz la hacía de plata y misterio. Se sentó a sus pies y le dijo que la quería y lo hermosa que le parecía. Él tenía voz de enamorado, hablaba con tierna reverencia cercana al temor; ella nunca había estado enternecida por la adoración No le dio ninguna respuesta definitiva, pero estaba claro que sus palabras la complacían.
Posteriormente le hablaba siempre que tenía oportunidad. El valle se convirtió en el mundo para él. Y el mundo allende las montañas donde los hombres vivían a la luz del Sol ya no le parecía más que un cuento de hadas con que algún día regalada sus oídos. Muy prudente y tímidamente él le hablaba de la vista.
A ella la vista le parecía la más poética de las fantasías y escuchaba su descripción de las estrellas, de las montañas y de su propia belleza dulce y blanca con cierta indulgencia. No es que le creyera, solamente le medio complacía, pero estaba misteriosamente deleitada y a él le parecía que comprendía todo.
Su amor le hizo perder el miedo y cobrar valor. Pronto iba a pedirla a Yacob y a los mayores en matrimonio, pero como ella se mostraba temerosa, lo demoró. Fue una de sus hermanas mayores la que primero contó a Yacob que Medina-saroté y Núñez estaban enamorados.
Hubo desde el principio una oposición muy grande al matrimonio de Núñez y Medina-saroté; no tanto por el aprecio que le tenían a ella como por considerarle a él un ser aparte, un idiota, una cosa incompetente por debajo del nivel permisible en un hombre. Sus hermanas se opusieron severamente, como si fuera un descrédito para todos ellos; y el viejo Yacob, aunque había concebido una especie de cariño por su torpe y obediente siervo, meneó la cabeza y dijo que no podía ser. Los jóvenes estaban airados ante la idea de corromper la raza y uno llegó hasta el punto de ultrajarle y pegarle. Él devolvió el golpe. Entonces se dio cuenta por primera vez de la ventaja de ver, incluso en el crepúsculo, y después de finalizada aquella lucha nadie estaba dispuesto a levantar una mano contra él. Pero aun así consideraban su matrimonio imposible.
El viejo Yacob tenía afecto por su última hijita y se afligió cuando ella lloró sobre su hombro.
—Escucha, querida, él es un necio. Tiene alucinaciones y no puede hacer nada bien.
—Lo sé —sollozó Medina-saroté—. Pero es mejor que antes. Está mejorando. Y es fuerte, querido padre, y cariñoso... más fuerte y más cariñoso que cualquier otro hombre del mundo. Y me ama, y, padre, yo le amo.
El viejo Yacob estaba muy afligido al verla inconsolable, y además, lo que empeoraba las cosas, Núñez le agradaba por muchas cosas. De manera que fue y se sentó en la cámara sin ventanas del consejo con los otros mayores, siguió el curso de la conversación y dijo en el momento apropiado:
—Es mejor de lo que era. Probablemente algún día le hallaremos tan cuerdo como nosotros.
Entonces uno de los mayores, que pensaba profundamente, tuvo una idea. Era el gran doctor entre aquella gente, su médico brujo, tenía una mente muy filosófica e inventiva y la idea de curar a Núñez de sus peculiaridades le atraía. Un día, estando Yacob presente, volvió sobre el asunto de Núñez.
—He examinado a Bogotá —dijo—, y el caso está para mi mas claro. Creo que probablemente pueda curarse.
—Eso es lo que siempre he esperado —dijo el viejo Yacob.
—Su cerebro está afectado —dijo el doctor ciego.
Los mayores murmuraron su asentimiento.
—¿Y cuál es esa afección?
—¡Ah! —dijo el viejo Yacob.
—Esto —dijo el doctor, contestando a su propia pregunta—. Esas curiosas cosas que se llaman ojos y que están para dar una agradable y suave concavidad al rostro, Bogotá las tiene enfermas, de tal forma que afectan a su cerebro. Están muy dilatados, tiene pestañas y sus párpados se mueven, y por consiguiente su cerebro está en un estado de constante irritación y destrucción.
—¿Sí? —dijo el viejo Yacob—. ¿SI?
—Y creo que puedo decir con razonable certeza que, para curarle completamente, todo lo que necesitamos es hacerle una simple y fácil operación quirúrgica; es decir, extraerle estos cuerpos irritantes.
—¿Y entonces sanará?
—Entonces se pondrá perfectamente sano y será un ciudadano completamente admirable.
—¡Gracias a Dios por la ciencia! —dijo el viejo Yacob; y salió rápidamente para contar a Núñez sus gratas esperanzas.
Pero la forma en que recibió Núñez las buenas noticias le pareció fría y decepcionante.
—Se diría por tu tono —dijo—, que a ti no te importa mi hija.
Fue Medina-saroté la que persuadió a Núñez para que aceptara a los cirujanos ciegos.
—¿Tú no querrás —dijo él— que yo pierda mi don de la vista?
Ella sacudió la cabeza.
—Mi mundo es la vista.
Su cabeza se inclinó más.
—Existen las cosas bellas, las pequeñas cosas bellas... las flores, el musgo entre las rocas, la ligereza y suavidad de un trozo de piel, el lejano cielo con sus nubes amontonadas, las puestas de Sol y las estrellas. Y existes tú. Sólo por ti es bueno tener vista por ver tu dulce y sereno rostro, tus labios blandos, tus queridas y bellas manos replegadas... Son estos ojos míos que tú conseguiste, estos ojos que me retienen contigo, lo que esos idiotas buscan. En vez de eso, yo deberla tocarte, oírte y no verte nunca más. Debo descender a esa bóveda de roca, piedra y oscuridad, a esa horrible bóveda a la que se somete vuestra imaginación. No; ¿tú me harías eso?
Una desagradable duda se le había presentado. Se interrumpió y dejó la pregunta en el aire.
—A veces —dijo ella— me gustaría... —y se detuvo.
—¿Sí? —dijo él con cierta timidez.
—A veces me gustaría... que no hablaras así.
—¿Cómo?
—Sé que es... es tu imaginación. A mí me gusta, pero ahora...
Él sintió frío.
—¿Ahora? —dijo él débilmente.
Se quedó sentada, completamente quieta.
—Quieres decir... Tú crees... que yo mejoraría, quizás...
Él comprendía rápidamente. Sintió indignación por el triste curso del destino, pero también compasión por su falta de comprensión; una compasión semejante casi a la piedad.
—Querida —dijo, y podía ver por su palidez cuan intensamente padecía su espíritu por las cosas que no podía decir. La rodeó con sus brazos, le besó en la oreja y se quedaron sentados en silencio.
—¿Y si yo consintiera? —dijo él finalmente con voz muy suave.
Ella se arrojó a sus brazos llorando ferozmente.
—¡Oh, si lo hicieras! —sollozó—, ¡si lo hicieras!
Durante la semana que precedió a la operación que iba a elevarle de su servidumbre e inferioridad al nivel de un ciudadano ciego, Núñez no supo lo que era dormir; durante las cálidas horas de Sol, mientras los otros dormían felizmente, él se quedaba sentado cavilando o paseaba sin rumbo, tratando de aceptar mentalmente su dilema Él ya había dado su contestación, había dado su consentimiento, y con todo no estaba seguro. Finalmente se terminó el trabajo, el Sol salió con esplendor sobre las cimas doradas y se inició su último día de visión. Estuvo unos minutos con Medina-saroté antes de que ella se fuera a dormir.
—Mañana —dijo él— ya no veré más.
—¡Corazón mío! —contestó ella, y le apretó las manos con todas sus fuerzas—. Sólo te harán un poco de daño, y pasarás ese dolor... lo pasarás, querido, por mí.. Querido, si el corazón y la vida de una mujer pueden hacerlo, yo te lo recompensaré. Mi más querido, mi queridísimo de tierna voz, yo te recompensaré.
Núñez estaba empapado de misericordia por sí mismo y por ella. La cogió en sus brazos, apretó sus labios contra los de ella y miró su dulce rostro por última vez.
—¡Adiós! —musitó a su amadísima—, ¡adiós! Y después, en silencio, se alejó de ella.
Ella pudo oír sus lentos pasos retirándose y hubo algo en su ritmo que la sumió en un llanto apasionado.
Él había pensado dirigirse a un lugar solitario donde los prados estaban embellecidos por los blancos narcisos y permanecer allí hasta que llegara la hora de su sacrificio; pero mientras marchaba levantó sus ojos y vio la mañana, la mañana como un ángel con armadura dorada, que descendía por las pendientes...
Ante este esplendor pensó que él mismo, ese mundo ciego del valle y su amor, después de todo, no eran mas que un pozo de pecados.
No se desvió como había pensado hacerlo, sino que siguió, atravesó el muro de la circunferencia y salió a las rocas; sus ojos se fijaron en el hielo y la nieve iluminados por la luz del Sol.
Vio su belleza infinita y su imaginación se remontó más allá de las cosas que iba a abandonar para siempre.
Pensó en el gran mundo libre del que había partido, el mundo que era el suyo propio, y tuvo la visión de aquellas pendientes distantes, en la lejanía, y Bogotá, un lugar de extraordinaria y excitante belleza, un resplandor durante el día, un misterio luminoso por la noche, un lugar de palacios, fuentes, estatuas y blancas casas, hermosamente situadas a media distancia: Pensó en que durante un día o más podía descender por los caminos, acercándose más y más a sus ajetreadas calles y caminos. Pensó en el viaje por el río, día a día, desde el gran Bogotá al todavía más vasto mundo de mas allá, por ciudades y pueblos, bosques y desiertos, por el río fluyente, hasta que sus orillas se abrían y los grandes barcos de vapor se acercaban salpicando y se llegaba al mar... el mar sin límites, con sus miles y miles de islas, y sus barcos divisados vagamente lo lejos de sus incesantes rutas alrededor del gran mundo. Y allí, no acorralado por montañas, se veía el cielo... el cielo, no el disco que veía aquí; sino un arco de azul inconmensurable, un abismo de abismos en el que flotaban las estrellas que giraban... Sus ojos escudriñaron con ansia la gran cortina dé montanas. Por ejemplo, si subía por aquella hondonada y hacia aquel cañón de allí, entonces podría salir en lo alto de aquellos pinos achaparrados que abrían aquel saliente y subían más y más mientras iba pasando por encima de la cañada. ¿Y después? Aquel talud puede salvarse. Desde allí quizás podría encontrar una subida hacia el precipicio que había bajo la nieve; y si aquel cañón fallara, entonces otros mas lejos, hacia el este, quizá pudieran servir mejor a su propósito. ¿Y después?
Después saldría sobre la nieve de color ámbar y a medio camino de la cima de aquellas bellas desolaciones.
Volvió la mirada hacia el pueblo, después giró en redondo y se quedó mirándolo fijamente.
Pensó en Medina-saroté, que se había vuelto pequeña y remota.
Se volvió de nuevo hacia el muro montañoso a cuyo pie le había sorprendido el alba.
Entonces, muy circunspecto, empezó a trepar.
Cuando llegó la puesta de Sol ya no trepaba, pero estaba lejos y alto. Había estado más alto, pero aun así estaba muy alto. Sus ropas estaban rasgadas, sus miembros manchados de sangre, tenía magulladuras en muchos sitios, pero estaba tumbado a su antojo y había una sonrisa en su rostro.
Desde donde él descansaba el valle parecía como un pozo, casi una milla hacia abajo. Ya estaba oscuro, había niebla y sombras, aunque las cunas de las montañas que le rodeaban estaban llenas de luz y de fuego. Las cimas de las montañas que había alrededor de él eran de luz y de fuego, y los pequeños detalles de las rocas que tenía cerca estaban llenos de una sutil belleza... una veta de mineral verde horadaba las grises y chillonas facetas cristalinas aquí y allá, había un diminuto y bello liquen de color naranja junto a su cara. Había profundas y misteriosas sombras en la cañada, un azul que se ahondaba en púrpura, un púrpura en la oscuridad luminosa, y sobre su cabeza la infinita grandiosidad del cielo. Pero no reparó en estas cosas, se quedó allí quieto, sonriendo como si estuviera satisfecho por haber escapado del valle de los Ciegos en que se había creído rey.
El fulgor de la puesta de Sol pasó y llegó la noche, y todavía descansaba plácidamente satisfecho bajo las frías estrellas.
El bacilo robado
—Ésta, también, es otra preparación del famoso bacilo del cólera —explicó el bacteriólogo colocando el portaobjetos en el microscopio.
El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre.
—Veo muy poco —observó.
Ajuste este tornillo —indicó el bacteriólogo—, quizás el microscopio esté desenfocado para usted. Los ojos varían tanto... Sólo una fracción de vuelta para este lado o para el otro.
—¡Ah! Ya veo —dijo el visitante—. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso!
Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a la ventana.
—Apenas visible —comentó mientras observaba minuciosamente la preparación. Dudó.
—¿Están vivos? ¿Son peligrosos?
—Los han matado y teñido —aseguró el bacteriólogo—. Por mi parte me gustaría que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo.
—Me imagino —observó el hombre pálido sonriendo levemente que usted no estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios semejantes en vivo, en estado activo.
—Al contrario, estamos obligados a tenerlos —declaró el bacteriólogo—. Aquí, por ejemplo.
Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados.
—Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la enfermedad vivas —dudó—. Cólera embotellado, por decirlo así.
Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido.
—¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! —exclamó devorando el tubito con los ojos.
El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su visitante. Este hombre que había venido a verle esa tarde con una nota de presentación de un viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo. Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de la naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema.
Continuó con el tubo en la mano pensativamente:
—Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas partículas de vida tan diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor potencia del microscopio: Adelante, creced y multiplicaos y llenad las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado para otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las principales cañerías, deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos y los niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo, el bacilo habría diezmado la ciudad.
Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad.
—Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro.
El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los ojos. Se aclaró la garganta.
—Estos anarquistas, los muy granujas —opinó—, son imbéciles, totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos, me parece a mí.
Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El bacteriólogo la abrió.
—Un minuto, cariño —susurró su mujer.
Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj.
—No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo —se excusó—. Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No, ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro.
Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo le acompañó hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente.
—En cualquier caso un producto morboso, me temo —dijo para sí el bacteriólogo. ¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos! De repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la puerta.
—Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo —se dijo.
—¡Minnie! —gritó roncamente desde el vestíbulo.
—Sí, cariño —respondió una voz lejana.
—¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento, cariño?
Pausa.
—Nada, cariño, me acuerdo muy bien.
—¡Maldita sea! —gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la carrera las escaleras de la casa hasta la calle.
Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una zapatilla, pero no esperó por ella.
—¡Se ha vuelto loco! —dijo Minnie—. Es esa horrible ciencia suya. Y, abriendo la ventana, le habría llamado, pero en ese momento el hombre delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco. Señaló precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y desaparecía por la esquina.
Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada además, ¡en calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo, salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por allí.
—Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero.
—Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora.
Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera más normal y cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos los días.
Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito ante el paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre disparado como una bala.
Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía empezaron los comentarios:
—Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? —se preguntó el grueso caballero conocido por El Trompetas.
—Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo —intervino el mozo de cuadra.
—¡Vaya! —exclamó el bueno de Tommy Byles—, aquí tenemos a otro perfecto lunático. Sonado como ninguno.
—Es el viejo George —explicó El Trompetas.—, y lleva a un lunático como decís muy bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry Hicks.
El grupo de la parada se animó y gritaba a coro:
—¡A por ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo!
—Es toda una corredora esa yegua—dijo el mozo de cuadra.
—¡Que me parta un rayo! —exclamó El Trompetas.—. Ahí viene otro. ¿No se han vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead?
—Esta vez es una señora —dijo el mozo de cuadra.
—Está siguiéndolo —añadió El Trompetas.
—¿Qué tiene en la mano?
—Parece una chistera.
—¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George! —gritó el mozo de cuadra—. ¡El siguiente!
Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible la separaba del haragán de su marido.
El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él había tenido esta idea suya. Ravachol, Vaillant, todas aquellas personas distinguidas cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él. Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas aquellas gentes que se habían mofado de él, que le habían menospreciado, preterido o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerle en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre le habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto! ¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo les seguía a unas cincuenta yardas escasas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarle y detenerle. Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del coche y se la puso al cochero delante de la cara.
—Más —gritó— si conseguimos escapar.
—De acuerdo —respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano.
La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta.
Se estremeció.
—¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen?
En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría.
Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante.
—¡Vive l'Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle!
El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas.
—¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo. Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el abrigo.
—Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas —dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.
—Sería mejor que subieras al coche —indicó, todavía mirando.
Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.
—¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño —respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó:
—No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarle, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla otra vez.
»¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la señora...? ¡Oh!, muy bien...
La isla del Æpiornis
El hombre de la cicatriz en la cara se inclinó sobre la mesa y miró mi fardo.
—¿Orquídeas? —preguntó.
—Unas cuantas —respondí.
—¿Cypripedios? —continuó.
—Principalmente.
—¿Alguno nuevo? Yo pensaba que no. Hice esas islas hace veinticinco... veintisiete años. Si encuentra usted algo nuevo aquí, bueno, entonces es novísimo. No dejé gran cosa.
—No soy coleccionista—aclaré.
—Entonces era joven —continuó—. ¡Cielos, cómo solía volar por ahí!
Parecía estar tomándome la medida.
—Estuve en las Indias Occidentales dos años y en Brasil siete. Luego fui a Madagascar.
—Conozco de nombre a algunos exploradores —expliqué previendo una historia increíble—. ¿Para quién recogía usted?
—Para Dawson. ¿Ha oído alguna vez el nombre de Butcher?
Butcher... Butcher... El nombre parecía vagamente presente en mi memoria. Entonces recordé: Butcher contra Dawson.
—¡Anda! —exclamé yo—, usted es el hombre que los demandó por el sueldo de cuatro años... naufragó y arribó a una isla desierta...
—Servidor —dijo el hombre de la cicatriz haciendo una inclinación—. Un caso divertido, ¿verdad? Ahí estaba yo, ganando una pequeña fortuna en esa isla, no haciendo tampoco nada para ganarla, y ellos completamente incapaces de avisarme. A menudo solía divertirme pensando en eso mientras estaba allí. Hice cálculos sobre ello —grandes—, por todo el bendito atolón con figuras decorativas.
—¿Cómo ocurrió?
—Bueno... ¿Ha oído hablar del Æpiornis?
—Bastante. Andrews me contaba de una nueva especie en la que estaba trabajando hace sólo un mes o así. Justo antes de embarcarme. Consiguieron, según parece, un fémur de casi una yarda de largo. ¡Un monstruo debió de ser el animal!
—Le creo —dijo el hombre de la cicatriz—. Era realmente un monstruo. El ave gigantesca de Simbad no era más que una leyenda sobre ellos. Pero ¿cuándo encontraron esos huesos?
—Hace unos tres o cuatro años, en el 91 creo. ¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Porque fui yo el que los encontró... ¡Cielos! Hace casi veinte años. Si Dawson no se hubiera comportado estúpidamente sobre ese sueldo podían haber hecho un buen negocio con ellos. No pude evitar que el infernal bote se fuera a la deriva.
Hizo una pausa.
—Supongo que es el mismo sitio. Una especie de ciénaga a unas noventa millas al norte de Antananarivo. ¿Lo conoce acaso? Hay que ir por la costa en barca. ¿No lo recordará usted por casualidad, quizá?
—No. Creo que Andrews dijo algo sobre una ciénaga.
—Debe de ser la misma. Está en la costa este. Y de todas formas hay algo en el agua que impide que las cosas se descompongan. Huele como a creosota. Me recordó a Trinidad. ¿Siguen consiguiendo huevos? Algunos de los que yo encontré medían pie y medio de largo. La ciénaga lo rodea todo alrededor, sabe, y deja aislado este trozo. La mayor parte es sal, también. Bueno... ¡Qué mal lo pasé! Los encontré totalmente por casualidad. íbamos buscando huevos, yo y los dos nativos, en una de esas extrañas canoas, todos apretujados, y encontramos los huesos al mismo tiempo. Teníamos una tienda y provisiones para cuatro días, y acampamos en uno de los sitios más firmes. Pensar en ello me trae a la memoria aquel extraño olor a brea incluso ahora. Es un trabajo curioso. Se va sondeando el barro con barras de hierro, sabe. Generalmente el huevo termina hecho pedazos. Me pregunto cuánto tiempo hace que vivieron realmente estos Æpiornis. Los misioneros dicen que los nativos tienen leyendas de cuando estaban vivos, aunque yo jamás oí esas historias . Pero, desde luego, los huevos que conseguimos estaban tan frescos como si los acabaran de poner. ¡Frescos! Al llevarlos a la canoa, uno de mis negros dejó caer uno contra una roca y se hizo pedazos. ¡Qué paliza le di al desgraciado! Pero el huevo era fresco como recién puesto, ni siquiera olía, y su madre llevaba muerta los últimos cuatrocientos años, quizá. Dijo que un ciempiés le había mordido. Pero voy a contar la historia seguida. Nos había llevado todo el día cavar en el fango para conseguir esos huevos enteros y estábamos todos embadurnados de ese bestial barro negro, y naturalmente yo estaba cabreado. Por lo que yo sabía eran los únicos huevos que se habían sacado, y además enteros. Posteriormente fui a ver los que tienen en el Museo de Historia Natural de Londres. Todos ellos estaban rotos y pegados como un mosaico y con fragmentos que faltaban. Los míos era perfectos, y yo tenía la intención de abrirlos cuando estuviera de vuelta. Naturalmente me molestó que el estúpido inútil dejara caer tres horas de trabajo por culpa de un ciempiés. Le golpeé bastante.
El hombre de la cicatriz sacó una pipa de arcilla. Yo puse mi petaca delante de él y llenó la pipa distraídamente.
—¿Qué pasó con los otros? ¿Los trajo a casa? No recuerdo...
—Ésa es la parte curiosa de la historia. Tenía otros tres. Huevos absolutamente frescos. Bueno, los pusimos en el bote y luego yo subí a la tienda a hacer algo de café, dejando a mis dos infieles abajo en la playa, uno tonteando con la picadura y el otro ayudándole. Nunca se me ocurrió que el desgraciado se aprovecharía de la posición especial en que me encontraba para montar una bronca. Pero supongo que el veneno del ciempiés y las patadas que le había dado le habían trastornado —siempre fue un tipo pendenciero— y persuadió al otro.
»Recuerdo que estaba sentado, fumando e hirviendo el agua en una lámpara de alcohol que solía llevar en estas expediciones. Casualmente admiraba la ciénaga en la puesta de sol. Estaba toda negra y rojo sangre a rayas, una hermosa vista. Y más allá la tierra se elevaba gris y brumosa hasta las montañas, y el cielo detrás de ellas estaba rojo como boca de horno. Y cincuenta yardas a mis espaldas estaban estos benditos paganos —sin pensar para nada en la tranquila aura de las cosas— conspirando para marcharse con la barca y dejarme completamente solo con provisiones para tres días, una tienda de lona y nada de beber en absoluto salvo un pequeño barril de agua. Oí una especie de alarido detrás de mí, y allá estaban en esa especie de canoa —no era propiamente una barca— y, quizás a veinte yardas de tierra. Me di cuenta de lo que pasaba al instante. Tenía la escopeta en la tienda, y además no tenía balas, sólo perdigones para patos salvajes. Ellos lo sabían. Pero tenía un pequeño revólver en el bolsillo y lo saqué al tiempo que bajaba corriendo a la playa.
»—Volved —grité yo, blandiendo el revólver.
»—Me chapurrearon algo, y el que había roto el huevo se burló. Apunté al otro porque no estaba herido y llevaba el remo, y fallé. Se rieron. Pero yo no estaba vencido. Sabía que tenía que mantener la calma. Lo intenté de nuevo y le hice saltar con el golpe. Esa vez no se rió. La tercera le alcancé en la cabeza y se fue por la borda, y el remo con él. Fue un bonito disparo con suerte para un revólver. Calculo que serían cincuenta yardas. Se hundió directamente. No sé si le di o simplemente se aturdió y se ahogó. Luego empecé a gritar al otro que volviera, pero él se acurrucó en la canoa y no quiso contestar. Así que disparé mi revólver contra él, pero no conseguí alcanzarle.
»Le digo que me sentí como un completo idiota. Allí estaba yo en esa podrida playa negra, toda una ciénaga plana a mis espaldas y el mar liso, frío tras la puesta de sol, y sólo esta negra canoa deslizándose a la deriva hacia alta mar. Le digo que maldije a Dawson y a Jamrach y a los museos y a todo eso por igual. Me desgañité diciéndole al negro que volviera hasta que mi voz se convirtió en un chillido.
»No había otra solución que nadar tras él y arriesgarme con los tiburones. Así que abrí la navaja, me la puse en la boca, me quité la ropa y entré vadeando. Tan pronto como estuve en el agua perdí de vista a la canoa, pero tomé el rumbo que juzgué adecuado para interceptarla. Esperaba que el hombre que iba en ella estuviera demasiado mal para dirigirla y que seguiría a la deriva en la misma dirección. Pronto apareció de nuevo en el horizonte en dirección suroeste. El resplandor del crepúsculo se había extinguido ya completamente y avanzaba la oscuridad de la noche. Las estrellas hacían su aparición en el azul. Nadé como un campeón aunque pronto empezaron a dolerme los brazos y las piernas.
»A pesar de todo, cuando casi todas las estrellas habían salido ya, llegué hasta él. Según oscurecía empecé a ver todo tipo de cosas resplandecientes en el agua, fosforescencias, ¿sabe? A veces me daban mareos. Apenas si podía distinguir las estrellas de las fosforescencias, y si nadaba hacia adelante o hacia atrás. La canoa era negra como el pecado y los rizos del agua bajo la proa parecían fuego líquido. Naturalmente fui muy cauteloso para subirme a ella. Ante todo estaba ansioso por ver lo que tramaba. Parecía estar acurrucado hecho un ovillo en la proa y la popa estaba toda fuera del agua. La canoa seguía girando alrededor lentamente al tiempo que derivaba, como bailando una especie de vals, ¿sabe? Fui hasta la popa y tiré de ella hacia abajo esperando que despertara. Luego empecé a subirme con la navaja en la mano y preparado para un ataque. Pero no se movió. Así que allí me senté, en la popa de la pequeña canoa a la deriva por un mar calmo y fosforescente, y con todas las estrellas encima de mí, esperando que sucediera algo.
»Después de mucho tiempo le llamé por su nombre, pero no respondió. Yo estaba demasiado cansado para arriesgarme a llegar hasta donde estaba él. Así que allá seguimos sentados. Creo que me quedé dormido dos o tres veces. Cuando llegó la aurora vi que estaba tan muerto como un clavo, todo hinchado y color púrpura. Mis tres huevos y los huesos yacían en medio de la canoa, y el barrilillo de agua, algo de café y las galletas envueltas en un ejemplar del Argus del Cabo estaban a sus pies, y una lata de alcohol metílico debajo de él. No había ningún remo, ni de hecho nada que pudiera emplear como tal a no ser la lata de alcohol, por lo que decidí seguir a la deriva hasta que me recogieran. Le inspeccioné, establecí un veredicto contra la serpiente, escorpión o ciempiés desconocido y lo envié por la borda. Después tomé un trago de agua y unas galletas y eché un vistazo alrededor. Supongo que alguien en una posición baja como estaba yo no ve muy lejos, de todos modos Madagascar no se veía por ninguna parte, ni tampoco rastro de tierra. Vi una vela que iba en dirección suroeste, parecía una goleta, pero nunca llegué a ver el casco. Pronto el sol estuvo alto en el cielo y empezó a caer sobre mí. ¡Cielos! Casi me hacía hervir el cerebro. Traté de mojar la cabeza en el mar, pero después de un rato me fijé por casualidad en el Argus del Cabo, me tumbé en la canoa y lo extendí sobre mí. ¡Qué maravillosos son los periódicos! Nunca había leído uno de cabo a rabo, pero es curioso las cosas que hace uno cuando está solo como lo estaba yo. Supongo que leí ese bendito Argus del Cabo atrasado veinte veces. La pez de la canoa simplemente humeaba con el calor y estalló en grandes ampollas.
»Estuve a la deriva diez días —prosiguió el hombre de la cicatriz—. Es poca cosa cuando se cuenta, ¿verdad? Cada día como el anterior. Excepto de madrugada y ya avanzada la tarde nunca mantuve una vigilancia constante, tan infernal era el resplandor. No vi una vela hasta pasados los tres primeros días, y las que vi no me hicieron caso. Hacia la sexta noche un barco pasó apenas a media milla de mí con todas las luces encendidas y las portillas abiertas, parecía una gran luciérnaga. Había música a bordo. Me puse en pie y voceé y chillé. El segundo día abrí uno de los huevos de Æpiornis, quité el extremo de la cáscara raspándola poco a poco y lo probé y me alegré al comprobar que era lo bastante bueno para comer. Un poco fuerte —no malo, quiero decir—, pero con algo del sabor de los huevos de pato. Había una especie de mancha circular, de unas seis pulgadas, en un lado de la yema, y con rayas de sangre y una mancha blanca como una escalera que me pareció extraña, pero no entendí lo que significaba en aquel momento, y no estaba para quisquillosidades.
»El huevo me duró tres días con galletas y un trago de agua. Masqué granos de café también... vigorizante sustancia. El segundo huevo lo abrí hacia el octavo día, y me escamó.
El hombre de la cicatriz hizo una pausa.
—Sí —dijo—, estaba empollando. Me atrevería a decir que lo encuentra difícil de creer. Yo no lo creía ni con la cosa delante de mí. Ahí había estado el huevo, hundido en ese frío lodo negro, quizá trescientos años. Pero no cabía error. Allí estaba —¿cómo se llama?— el embrión con su gran cabeza y la espalda curvada y el corazón latiendo bajo la garganta y la yema apergaminada y grandes membranas extendiéndose dentro de la cáscara y por toda la yema. Y allí estaba yo incubando los huevos del mayor de todos los pájaros extinguidos en una pequeña canoa en medio del océano índico. ¡Si el viejo Dawson lo hubiera sabido! Eso merecía el sueldo de cuatro años. ¿Qué piensa usted? A pesar de todo tuve que comerme esa maravilla completamente, hasta la última pizca, antes de avistar el arrecife y algunos de los bocados fueron bestialmente desagradables. No comí el tercero. Lo levanté y miré al trasluz, pero la cáscara era demasiado gruesa para sacar ninguna idea de lo que pudiera estar ocurriendo dentro, y aunque yo me imaginé que oía latir la sangre, podía haber sido el ruido de mis propias orejas, como ocurre cuando se escucha el sonido de una concha.
»Entonces apareció el atolón. Surgió con la salida del sol, como si dijéramos, de repente junto a mí. Me deslicé directamente hacia él hasta que estuve a una media milla de la costa, no más, y luego la corriente dio un giro y tuve que remar todo lo que pude con las manos y los trozos de cáscara de Æpiornis para alcanzar la playa. A pesar de todo llegué. No era más que un atolón corriente de unas cuatro millas a la redonda con unos cuantos árboles, un manantial en un sitio y la laguna llena de peces de colores. Llevé a tierra el huevo y lo puse en un buen sitio, muy por encima de la línea de las olas, y al sol para darle todas las oportunidades que pudiera, subí la canoa hasta un sitio seguro y anduve por allí explorando. Es extraño lo aburrido que es un atolón. Tan pronto como encontré un manantial, todo el interés pareció desvanecerse. Cuando era niño pensaba que nada podía ser más bello o más aventurero que la peripecia de Robinson Crusoe, pero ese lugar era tan monótono como un libro de sermones. Anduve por allí en busca de cosas comestibles y en general pensando, pero le digo que me aburrí mortalmente antes de que terminara .el primer día. Una muestra de la suerte que tengo es que el mismísimo día que desembarqué cambió el tiempo. Una tormenta pasó hacia el norte rozando levemente la isla con una de sus alas, y por la noche cayó un aguacero torrencial y azotó un viento que bramaba. No se había necesitado mucho, ya sabe, para volcar aquella canoa. Yo dormía bajo la canoa y el huevo estaba afortunadamente en la arena, más arriba en la playa, y lo primero que recuerdo fue un sonido como de cien guijarros golpeando el bote al mismo tiempo y una avalancha de agua sobre mi cuerpo. Había estado soñando con Antananarivo y me erguí y apelé a Intoshi para preguntarle qué demonios pasaba y arañé la silla donde solían estar las cerillas. Entonces recordé dónde estaba. Había unas olas fosforescentes y encrespadas que se enroscaban como si quisieran tragarme, y todo lo demás de la noche tan negro como un pozo. El aire simplemente rugía. Las nubes parecían estar sobre la cabeza de uno y la lluvia caía como si el cielo se estuviera hundiendo y estuvieran achicando las aguas por encima del firmamento. Una gran ola vino retorciéndose hacia mí como una serpiente de fuego y yo salí disparado.
»Luego pensé en la canoa y bajé corriendo hasta ella al tiempo que el agua se retiraba de nuevo silbando, pero había desaparecido. Me pregunté entonces por el huevo y fui a tientas hasta él. Estaba perfectamente y fuera del alcance de las olas más furiosas, así que me senté junto a el y le abracé para tener compañía. ¡Cielos! ¡Qué noche aquélla!
»La tormenta cesó antes de la mañana. Cuando llegó la aurora no quedaba ni un jirón de nube en el cielo y por toda la playa había trozos de tabla esparcidos, que constituían el desarticulado esqueleto, por así decirlo, de mi canoa. No obstante, eso me dio algo que hacer, pues aprovechando que dos de los árboles estaban juntos improvisé una especie de refugio contra tormentas con esos vestigios. Y ese día el pollo rompió el cascarón. Rompió el cascarón, oiga, cuando tenía puesta la cabeza en él a modo de almohada y estaba dormido. Oí un golpazo y sentí una sacudida y me erguí, y ahí estaba el extremo del huevo picoteado y una extraña cabecita marrón que me miraba. ¡Cielos! —exclamé—. ¡Bienvenido! Y con alguna pequeña dificultad salió.
»Al principio era un tipo simpático y amistoso del tamaño de una gallina pequeña, muy similar a la mayoría de los otros pájaros jóvenes, sólo que más grande. Tenía para empezar un plumaje color castaño sucio con una especie de roña que se desprendió muy pronto y apenas si disponía de plumas —una especie de plumón. Difícilmente puedo expresar lo contento que estaba de verlo. Le digo a usted que Robinson Crusoe no cuenta ni la mitad de su soledad. Pero aquí tenía una compañía interesante. Me miró, parpadeó desde la parte delantera hacia atrás como hacen las gallinas, pió y empezó a picotear por allí de inmediato como si salir del cascarón con trescientos años de retraso fuera cosa de nada.
»—¡Encantado de verte, Viernes! —digo yo—. Pues, naturalmente, tan pronto como descubrí el huevo empollado en la canoa había decidido que si alguna vez salía del cascarón tenía que llamarse Viernes. Estaba un poco preocupado por su comida. Así que de inmediato le di un trozo de pescado crudo. Lo comió y abrió el pico por más. Me alegré de ello, pues en aquellas circunstancias, de haber sido mínimamente caprichoso, habría tenido que comérmelo después de todo.
»Le sorprendería lo interesante que era aquel pollo de Æpiornis. Me siguió desde el mismo principio. Solía quedarse á mi lado mientras pescaba en la laguna y compartíamos todo lo que cogía. Y era sensato también. Había unas cosas verdes, verrugosas y repugnantes, parecidas a pepinillos en vinagre, que solían yacer por la playa; probó una de ellas y no le sentó bien. Nunca volvió siquiera a mirarlas.
»Y creció. Casi se podía verle crecer. Y, como nunca fui muy sociable, sus maneras tranquilas, amistosas, me iban como un guante. Durante casi dos años fuimos todo lo felices que podíamos serlo en aquella isla. No me preocupaban los negocios porque sabía que mi sueldo se estaba amontonando en la empresa Dawson. Veíamos alguna vela de vez en cuando, pero nadie se acercó jamás a nosotros. Yo me divertía, también, decorando la isla con diseños hechos con erizos de mar y caprichosas conchas de diferentes tipos. Puse ISLA ÆPIORNIS en letras grandes por todo el lugar, de forma casi igual a la que hacen con piedras de colores en las estaciones del ferrocarril de las zonas rurales, y cálculos matemáticos y dibujos de varios tipos. Solía estar tumbado viendo al bendito pájaro dar vueltas por ahí con paso majestuoso y crecer y crecer, y pensar en cómo podía ganarme la vida con él mostrándole por ahí si algún día me sacaban de allí. Después de mudar empezó a ponerse hermoso, con cresta y una barba azul y muchas plumas verdes en la parte posterior. Entonces solía preguntarme si Dawson tendría algún derecho sobre él o no. Cuando había tormenta y en la estación de las lluvias, nos poníamos cómodamente al abrigo del refugio que había hecho con la vieja canoa y acostumbraba contarle mentiras sobre mis amigos en casa. Después de una tormenta solíamos ir a dar una vuelta juntos por la isla para ver si había habido algún naufragio. Era una especie de idilio, se podía decir. Sólo con que hubiera tenido algo de tabaco habría sido simplemente como el cielo.
»Fue hacia el final del segundo año cuando nuestro pequeño paraíso se vino abajo. Viernes tenía por entonces unos catorce pies de alto, con una cabeza grande y ancha como el extremo de una piqueta, y dos enormes ojos oscuros con los bordes amarillos, colocados juntos como los de un hombre, no mirando cada uno a su lado como los de una gallina. Su plumaje era fino, nada del estilo de medio luto de las avestruces, más parecido al de un casuario por lo que a color y textura se refiere. Y entonces empezó a ponerse arrogante y a darse aires y mostrar señales de un horrible temperamento...
»Finalmente llegó un momento en que había tenido poca suerte pescando y empezó a dar vueltas a mi alrededor de forma extraña y pensativa. Pensé que quizás había estado comiendo pepinillos marinos o algo, pero realmente no era más que descontento por su parte. Yo también tenía hambre, y cuando por fin pesqué un pez lo quería para mí. Aquella mañana los dos andábamos de mal humor. Lo picoteó y lo cogió, y yo le di un golpe en la cabeza para que lo soltara, a lo que se lanzó contra mí. ¡Cielos!...
»Me hizo esto en la cara —indicó su cicatriz—. Luego me dio patadas. Era como un caballo de tiro. Me levanté y, viendo que no había terminado conmigo, salí zumbando protegiéndome la cara con los brazos. Pero él corría con aquellas desgarbadas patas suyas más rápido que un caballo de carreras y seguía propinándome patadas como mazas y picándome la parte posterior de la cabeza con su cabeza de piqueta. Me dirigí a la laguna y me sumergí hasta el cuello. Él se detuvo ante el agua, porque odiaba que se le mojaran las patas. Empezó a hacer un canto, algo parecido al pavo real, pero más ronco. Comenzó a pavonearse playa arriba y abajo. Admito que me sentí pequeño al ver a este bendito fósil señoreando por allí. Y tenía la cabeza y la cara todas sangrando, y bueno... el cuerpo como una jalea de magulladuras.
»Decidí cruzar a nado la laguna y dejarle solo un rato, hasta que el asunto se calmara. Trepé a la palmera más alta y me senté allí pensando en todo ello. No creo que me sintiera tan dolido por nada ni antes ni después. Era la brutal ingratitud de la criatura. Había sido más que un hermano para él. Le incubé, le eduqué. ¡Un gran pájaro desgarbado y anticuado! Y yo un ser humano, heredero de siglos y todo eso.
»Después de un rato pensé que él mismo empezaría a ver las cosas de esa manera y a sentirse un poco apesadumbrado por su conducta. Creí que, quizá, si cogía unos buenos peces, y de inmediato me llegaba hasta él de forma casual y se los ofrecía, pudiera ser que se comportara sensatamente. Me llevó algún tiempo aprender lo implacable y pendenciero que puede ser un pájaro extinguido. ¡Maldad!
»No le contaré todos los pequeños trucos que intenté para convencerle de nuevo. Sencillamente no puedo. Me pone la cara roja de vergüenza incluso ahora pensar en los desaires y golpes que recibí por culpa de esta curiosidad infernal. Probé con la violencia. Le lancé trozos de coral desde una distancia segura, pero no hizo más que tragárselos. Le arrojé mi navaja abierta y casi la pierdo, aunque era muy grande para que la tragara. Intenté matarlo de hambre y dejé de pescar, pero se aficionó a picotear por la playa con marea baja en busca de gusanos, y con eso iba tirando. La mitad del tiempo la pasaba en la laguna con agua hasta el cuello y el resto subido a las palmeras. Una de ellas apenas si era lo suficientemente alta y cuando me cogió subido a ella disfrutó a sus anchas con mis pantorrillas. Se hizo insoportable. No sé si ha intentado alguna vez dormir subido a una palmera. A mí me produjo las pesadillas más horribles. Piense también en lo vergonzoso de todo ello. Ahí estaba ese animal extinguido andando por mi isla sin objetivo alguno con cara de duque malhumorado, y a mí no se me permitía ni siquiera poner la planta del pie en el lugar. Solía llorar de hastío y vejación. Le dije sin rodeos que no estaba dispuesto a que me persiguiera por una isla desierta un maldito anacronismo. Le dije que fuera a picotear a un navegante de su misma época. Pero lo único que hizo fue darme con el pico. ¡El gran pajarraco, todo cuello y piernas!
»No me gustaría decir cuánto se prolongó esa situación. Le habría matado antes si hubiera sabido cómo hacerlo. No obstante, por fin di con una manera de liquidarle. Es un ardid empleado en Sudamérica. Uní todas las cuerdas de pescar con tallos de algas y cosas, consiguiendo un cordel fuerte de unas doce yardas de largo o más, y até a los extremos dos trozos de roca de coral. Me llevó cierto tiempo hacerlo, porque una y otra vez tenía que meterme en la laguna o subirme a un árbol, según me diera. Lo hice girar con rapidez sobre mi cabeza y luego lo solté contra el. La primera vez fallé, pero la siguiente el cordel se agarró perfectamente a sus patas y se enrolló a ellas una y otra vez. Cayó. Hice el lanzamiento desde la laguna con agua hasta la cintura, y tan pronto como cayó estaba fuera del agua cortándole el cuello con la navaja...
»No me gusta pensar en eso ni siquiera ahora. Me sentí como un asesino mientras estaba haciéndolo, a pesar de que estaba rabioso contra el. Cuando estuve de pie sobre él y lo vi sangrando sobre la blanca arena con las largas y hermosas patas y su largo cuello retorciéndose en la última agonía... ¡Bah!
»Después de esa tragedia la soledad me invadió como una maldición. ¡Dios mío! No puede imaginarse lo que echaba de menos a aquel pájaro. Me senté junto a su cadáver y le lloré y me estremecí al contemplar aquel desolado y silencioso arrecife. Pensé en el alegre pajarillo que había sido cuando nació y en las mil agradables travesuras que había hecho antes de torcerse. Pensé que si únicamente le hubiera herido podría haberle cuidado y llegar así a un mejor entendimiento. Si hubiera tenido medios para cavar la roca de coral le habría enterrado. Le sentía exactamente igual que si fuera humano. Estando así las cosas no podía pensar en comérmelo, de modo que lo puse en la laguna y los pececillos dieron buena cuenta de él. Ni siquiera guardé las plumas. Luego, un buen día, a un tipo que hacía un crucero en yate le dio por echar un vistazo a ver si mi atolón existía todavía.
»Llegó justo en el momento preciso, porque ya estaba completamente harto de aquella desolación y sólo dudaba si terminar mis días adentrándome en el mar o tumbándome de espaldas sobre aquellas cosas verdes.
»Vendí los huesos a un hombre llamado Winslow, un negociante cerca del Museo Británico, y él dice que se los vendió al viejo Havers. Parece ser que Havers no se enteró de que eran de un tamaño extra y fue únicamente después de su muerte cuando atrajeron la atención. Los llamaron Æpiornis. ¿Qué era eso?
—Æpiornis vastus —respondí yo—. Es curioso, pero eso mismo me contó un amigo mío. Cuando encontraron un Æpiornis con un fémur de una yarda de largo creyeron que habían alcanzado el tope de la escala y le llamaron Æpiornis maximus. Después alguien se presentó con otro fémur de cuatro pies y seis pulgadas o más y lo llamaron Æpiornis titan. Luego encontraron su Æpiornis vastus en la colección del viejo Havers cuando murió, y a continuación apareció un vastissimus.
—Eso mismo me contaba Winslow —dijo el hombre de la cicatriz—. Piensa que como consigan algún Æpiornis más habrá cierta marejada científica que hará estallar algún vaso sanguíneo. Pero, en general, fue algo extraño para sucederle a alguien, ¿verdad?
El extraño caso de los ojos de Davidson
El transitorio extravío mental de Sidney Davidson, notable ya de por sí, es todavía más extraordinario si hemos de dar crédito a la explicación de Wade. Ésta nos hace soñar con las más raras posibilidades de intercomunicación del futuro, con pasar cinco minutos intercalares al otro lado del mundo, con ser observados hasta en nuestros actos más secretos por insospechados ojos. Por casualidad yo fui el testigo inmediato del acceso de Davidson, por tanto, naturalmente me corresponde a mí poner la historia por escrito.
Cuando digo que fui el testigo inmediato de su acceso quiero decir que fui el primero en aparecer en escena. El caso ocurrió en la Escuela Técnica de Harlow, que está nada más pasar el arco de Highgate. Davidson estaba solo en el laboratorio grande cuando sucedió. Yo me encontraba en una habitación más pequeña, donde están las balanzas, terminando de escribir unas notas. La tormenta, desde luego, había alterado completamente mi trabajo. Fue precisamente después de uno de los truenos más estrepitosos cuando creí oír una rotura de cristales en la otra habitación. Dejé de escribir y me volví para escuchar. Durante un rato no oí nada. El granizo repicaba estruendosamente sobre el tejado de zinc ondulado. Luego sonó otro ruido, la rotura de algo... esta vez no había duda. Habían tirado de los estantes algo pesado. Me incorporé al instante y fui a abrir la puerta que daba al laboratorio grande.
Me sorprendió oír un tipo de risa muy peculiar, y vi a Davidson tambaleándose en medio de la habitación, con el rostro como deslumbrado. Mi primera impresión fue que estaba borracho. No advirtió mi presencia. Trató de agarrar algo invisible que estaba a una yarda delante de él. Alargó despacio la mano, dubitativamente, y después la cerró sin haber cogido nada.
—¿Qué ha pasado? —se preguntó—. ¡Por el gran Scott! —gritó.
La historia sucedió hace tres o cuatro años, cuando todo el mundo juraba por ese personaje. Luego empezó a levantar los pies torpemente, como si pensara que los tenía pegados al suelo.
—¡Davidson! —grité—. ¿Qué te pasa?
Se volvió hacia mí y miró alrededor para localizarme. Me miró, me miró de arriba abajo y a ambos lados, pero sin la menor señal de verme.
—Olas —dijo—, y una goleta extraordinariamente nítida. juraría que era la voz de Bellows. ¡Hola! —gritó de repente con todas sus fuerzas.
Pensé que estaba tramando alguna broma. Entonces vi, esparcidos a sus pies, los destrozados restos de nuestro mejor electrómetro.
—¿Qué pasa? —exclamé—. ¡Has hecho pedazos el electrómetro!
—¡Otra vez Bellows! —dijo—. Los amigos marcharon, si mis manos han desaparecido. Algo sobre electrómetros. ¿Por dónde andas, Bellows?
De repente vino hacia mí tambaleándose.
—Condenado material, se corta como la mantequilla —comentó. Avanzó directamente contra el banco y retrocedió.
—¡Qué golpe! No tiene nada que ver con la mantequilla —explicó mientras se tambaleaba.
Yo estaba mosqueado.
—Davidson —le pregunté—, ¿qué diablos te pasa?
Miró a su alrededor por todas partes.
Juraría que era Bellows. ¿Por qué no das la cara como un hombre, Bellows?
Se me ocurrió que debía de haberse quedado ciego de repente. Di la vuelta a la mesa y le puse la mano en el brazo. Jamás en toda mi vida vi un hombre tan alarmado. Se separó de mí bruscamente, adoptando una actitud defensiva, con la cara descompuesta por el terror.
—¡Dios mío! —gritó—. ¿Qué ha sido eso?
—Soy yo, Bellows. ¡Maldita sea, Davidson!
Dio un salto cuando le respondí y miró fijamente, ¿cómo lo diría?, a través de mí. Comenzó a hablar, no a mí, sino consigo mismo.
—Aquí, a plena luz del día en una playa abierta. Ni un sitio donde esconderse —miró a su alrededor desesperadamente—. ¡Aquí! Ya no se me ve.
De repente se volvió y fue a darse de bruces contra el electroimán grande, con tanta fuerza que, como descubrimos después, se hizo serias magulladuras en los hombros y la mandíbula. Al hacerlo retrocedió un paso y gritó casi sollozando:
—¡Santo cielo! ¿Qué me ha pasado?
Estaba de pie, pálido de terror y temblando violentamente, con el brazo derecho apretando el izquierdo en la parte golpeada contra el imán.
Por entonces yo estaba excitado y bastante asustado.
—Davidson —le dije—, no temas.
Mi voz le sorprendió, pero no tan exageradamente como antes. Repetí las palabras en el tono más claro y firme que pude.
—Bellows —preguntó—, ¿eres tú?
—¿No ves que soy yo?
Se rió.
—No puedo verme ni siquiera a mí mismo. ¿Dónde diablos estamos?
—Aquí —le respondí—, en el laboratorio.
—¡El laboratorio! —exclamó en tono perplejo llevándose la mano a la frente—. Estaba en el laboratorio hasta que brilló aquel relámpago, pero que me cuelguen si estoy allí ahora. ¿Qué barco es ése?
—No hay ningún barco —le dije—, sé razonable, amigo.
—¡Ningún barco! —repitió, y pareció olvidarse sin más de mi negativa.
—Supongo —dijo despacio— que estamos los dos muertos. Pero lo extraño es que me siento exactamente igual que si tuviera un cuerpo. Uno no se acostumbra de inmediato, me imagino. El viejo barco fue alcanzado por el rayo, supongo. Algo muy rápido, ¿eh, Bellows?
—No digas tonterías. Estás tan vivo como el que más. Estás en el laboratorio diciendo disparates. Acabas de hacer pedazos un electrómetro nuevo. No te envidio cuando llegue Boyce.
Apartó de mí la mirada y la fijó en los diagramas de criohidratos.
—Debo de estar sordo —dijo—; han disparado un cañón, porque ahí va la nubecilla de humo y yo no he oído ni un ruido.
Le puse de nuevo la mano en el hombro y esta vez se alarmó menos.
—Parece que tenemos una especie de cuerpos invisibles —comentó—. ¡Por Júpiter! Hay un bote que viene por detrás del promontorio. Esto es casi como la vida anterior, después de todo, aunque en un clima diferente.
Le sacudí el brazo.
—¡Davidson —grité—, despierta!
Fue entonces cuando entró Boyce. Tan pronto como habló, Davidson exclamó:
—El viejo Boyce, ¡muerto también! ¡Qué divertido!
Me apresuré a explicar que Davidson estaba en una especie de trance sonámbulo y Boyce se interesó al instante. Los dos hicimos lo que pudimos para sacarle de aquel estado singular. Él respondía a nuestras preguntas y, a su vez, nos hacía otras, pero su atención parecía dominada por la alucinación sobre una playa y un barco. Seguía interpolando observaciones referentes a un bote y a los pescantes, y a las velas henchidas por el viento. Oírle decir cosas semejantes en aquel oscuro laboratorio le hacía a uno sentirse raro.
Estaba ciego y desvalido. Tuvimos que caminar con el por el pasillo, sujetándolo a cada lado hasta el despacho de Boyce, y mientras Boyce charlaba allí con el, bromeando sobre la idea del barco, yo fui por el corredor a pedir al viejo Wade que viniera a verlo. La voz de nuestro decano le serenó un poco, pero no mucho. Le preguntó dónde tenía las manos, y por qué tenía que caminar con tierra hasta la cintura. Wade reflexionó sobre él durante un buen rato —ya sabéis cómo frunce el ceño—, y luego le hizo tocar el sofá llevándole las manos.
—Es un sofá —dijo Wade—. El sofá del despacho del profesor Boyce. Relleno con crines de caballo.
Davidson lo palpó, se extrañó, y a continuación respondió que podía sentirlo perfectamente, pero que no podía verlo.
—¿Qué ves? —preguntó Wade.
Davidson dijo que no podía ver más que cantidad de arena y conchas rotas. Wade le dio a tocar otras cosas, diciéndole lo que eran y observándolo atentamente.
—El barco tiene el casco casi hundido —dijo al poco Davidson sin venir a cuento.
—No te preocupes por el barco —le dijo Wade—. Escúchame, Davidson, ¿sabes lo que significa alucinación?
—Más bien —respondió Davidson.
—Bueno, pues todo lo que ves son alucinaciones.
—Teorías del obispo Berkeley —observó Davidson.
—No me malinterpretes —explicó Wade—. Estás vivo y en el despacho de Boyce. Pero algo les ha sucedido a tus ojos. No puedes ver, puedes sentir y oír, pero no ver. ¿Me sigues?
—A mí me parece que veo demasiado —Davidson se frotó los ojos con los nudillos de la mano—. ¿Y bien? —preguntó.
—Eso es todo. No dejes que te aturda. Aquí Bellows y yo te llevaremos a casa en un taxi.
—Un momento —dijo Davidson pensativo—. Ayúdeme a sentarme —continuó de inmediato—; y ahora, siento molestarle, pero ¿quiere repetírmelo todo otra vez?
Wade se lo repitió con mucha paciencia. Davidson cerró los ojos y apretó las manos contra la frente.
—Sí —dijo—. Es verdad. Ahora, con los ojos cerrados, sé que tiene razón. Éste eres tú, Bellows, que estás sentado junto a mí en el sofá. Estoy en Inglaterra de nuevo. Y estamos a oscuras.
Luego abrió los ojos.
—Y ahí —continuó— está justo saliendo el sol, y las vergas del barco, y un mar ondulante y un par de pájaros volando. Nunca vi algo tan real. Y estoy sentado en un banco de arena cubierto hasta el cuello.
Se inclinó hacia adelante tapándose la cara con las manos. Después abrió los ojos de nuevo.
—¡Tenebroso mar y salida del sol! ¡Y sin embargo estoy sentado en un sofá en el despacho del viejo Boyce! ¡Que Dios me ayude!
Ése fue sólo el comienzo, pues la extraña afección de los ojos de Davidson continuó sin remitir durante tres semanas. Era mucho peor que estar ciego. Se encontraba absolutamente desvalido: había que darle de comer como a un pájaro recién salido del cascarón, ayudarle a caminar y desvestirlo. Si intentaba moverse tropezaba contra las cosas o se daba contra las paredes o las puertas. Pasado un día más o menos se acostumbró a oír nuestras voces sin vernos, y de buena gana admitía que estaba en casa y que Wade tenía razón en lo que le había dicho. Mi hermana, con la que estaba prometido, insistía en venir a verlo, y todos los días se pasaba horas sentada mientras el hablaba de aquella playa suya. Estrechar su mano parecía darle un gran consuelo. Contaba que cuando salimos de la escuela en dirección a su casa —él vivía en Hampstead—, le pareció como si lo estuviéramos llevando por una montaña de arena —todo estaba completamente oscuro hasta que emergió de nuevo—, y atravesando rocas, árboles y obstáculos sólidos, y cuando le subieron a su habitación estaba aturdido y casi frenético de miedo a caerse, porque subir al piso de arriba era como levantarlo treinta o cuarenta pies por encima de las rocas de su isla imaginaria. Repetía una y otra vez que rompería todos los huevos. Al final hubo que bajarlo a la sala de consulta de su padre y acostarlo en un sofá que había allí.
Describía la isla como un lugar desértico en su conjunto, con muy poca vegetación, excepto algo de turba, y llena de rocas desnudas. Había multitud de pingüinos, lo que hacía las rocas más blancas y desagradables a la vista. El mar estaba encrespado a menudo, y una vez hubo una tormenta y él se resguardó y gritaba a los relámpagos silenciosos. Una o dos veces las focas se detuvieron en la playa, pero sólo durante los dos o tres primeros días. Dijo que resultaba muy divertida la manera en que los pingüinos solían moverse atravesándolo, y cómo él parecía estar entre ellos sin molestarlos.
Recuerdo algo raro que sucedió cuando le entraron unas ganas desesperadas de fumar. Le pusimos una pipa en las manos, casi se saca un ojo con ella, y la encendió. Pero no le sabía a nada. Desde entonces he descubierto que a mí me ocurre lo mismo, no sé si se trata de un caso habitual, y es que no disfruto del tabaco en absoluto si no veo el humo.
Pero el aspecto más curioso de su alucinación se presentó cuando Wade mandó sacarle en una silla de ruedas para que respirase aire puro. Los Davidson alquilaron una silla y consiguieron que aquel criado suyo, sordo y obstinado, Widgery, se hiciera cargo de ella. Widgery tenía ideas muy particulares sobre las expediciones saludables. Mi hermana, que había estado en casa de los Dog, se los encontró en Camden Town, en dirección a King's Cross; Widgery trotando complacientemente y Davidson visiblemente angustiado, intentando, a su manera ciega y débil, atraer la atención de Widgery.
Se echó realmente a llorar cuando mi hermana le habló.
—¡Oh, sácame de esta oscuridad horrible! —gritó buscando a tientas su mano—. Tengo que librarme de ella o moriré.
Fue completamente incapaz de explicar lo que pasaba, pero mi hermana decidió que debía volver a casa, y al poco tiempo, según subían la cuesta hacia Hampstead, parecía que la sensación de horror le iba desapareciendo. Dijo que era bueno ver las estrellas de nuevo, aunque entonces era casi mediodía y el cielo deslumbraba.
—Parecía —me contó después— como si me estuvieran llevando irresistiblemente hacia el agua. Al principio no estaba muy alarmado. Por supuesto que allí era de noche, una noche maravillosa.
—¿Por supuesto? —le pregunté, porque me sorprendió una afirmación tan rara.
—Por supuesto —contestó—. Siempre es de noche allí cuando aquí es de día... Bueno, nos metimos directamente en el agua que estaba en calma y brillaba a la luz de la luna, sólo una ligera ondulación que parecía hacerse más débil y más plana cuando entramos. La superficie brillaba como la piel, debajo podría estar el espacio vacío por más que sabía que no era verdad. Muy despacio, puesto que entraba al través, el agua me llegó a los ojos. Luego me sumergí y la piel pareció romperse y cicatrizar de nuevo en torno a los ojos. La luna dio un quiebro allá en el cielo y se volvió verde y borrosa, y los peces, que brillaban débilmente, se precipitaban a mi alrededor, y también cosas que parecían estar hechas de cristal luminoso, y atravesé una maraña de algas marinas que resplandecían con un brillo graso. De esta forma me fui adentrando en el mar, y las estrellas desaparecieron una a una, y la luna se tornó más verde y oscura, y las algas marinas cambiaron a un luminoso color rojo púrpura. Todo era tenue y misterioso, y parecía que todas las cosas temblaban. Y mientras tanto podía oír los chirridos de la silla de ruedas, y las pisadas de la gente que pasaba y a un vendedor de periódicos voceando a lo lejos el especial de la revista Pall Mall.
Continué sumergiéndome más y más en las profundidades marinas. A mi alrededor la oscuridad se volvió negra como la tinta, ni un rayo de luz celeste penetraba aquellas tinieblas, y las cosas fosforescentes brillaban cada vez más. Las serpentinas ramas de las algas más profundas flameaban como las llamas de lámparas de alcohol. Los peces venían hacia mí con la mirada fija y la boca abierta, y se metían dentro de mí y me atravesaban. Jamás había imaginado peces semejantes. Tenían líneas de fuego a lo largo de los costados como si los hubieran marcado con un lápiz luminoso. Y había una cosa horrible que nadaba hacia atrás con muchos brazos que se enroscaban. Y luego, dirigiéndose hacia mí muy despacio a través de la oscuridad, vi una brumosa masa de luz que al acercarse resultó ser una multitud de peces que forcejeaban y se lanzaban sobre algo que flotaba. Me dirigí directamente hacia ello y pronto vi, en medio del tumulto y a la luz de los peces, un trozo de mástil astillado flotando ominoso sobre mí, un oscuro casco de barco ladeándose, y unas formas con luz fosforescente que se agitaban y contorsionaban cuando los peces las mordían. Fue entonces cuando comencé a intentar atraer la atención de Widgery. El horror me sobrecogió. ¡Uf? ¡Me habría metido directamente en esas cosas medio comidas de no llegar tu hermana! Les habían hecho grandes agujeros, Bellows, y mejor no pensarlo. ¡Pero fue horrible!
Durante tres semanas permaneció Davidson en este singular estado, viendo lo que entonces nosotros imaginábamos un mundo totalmente fantasmagórico, y completamente ciego para el mundo que le rodeaba. Luego, un martes, cuando fui a verlo, me encontré en el pasillo al viejo Davidson.
—¡Puede ver su pulgar! —me dijo en pleno arrebato el buen señor que forcejeaba para ponerse el abrigo—. ¡Puede ver su pulgar, Bellows! —repitió con lágrimas en los ojos—. El muchacho se pondrá bien.
Me apresuré a ver a Davidson. Tenía un librito delante de la cara y estaba mirándolo y riéndose levemente.
—Es sorprendente —dijo—. Hay como un parche puesto allí —apuntó con el dedo—. Estoy como de costumbre sobre las rocas, y los pingüinos están tambaleándose y aleteando como siempre, y ha estado apareciendo una ballena de vez en cuando, pero se ha puesto demasiado oscuro para divisarla. Sin embargo pon algo allí, y lo veo, de veras que lo veo. Está muy borroso y con fisuras en algunas partes, pero a pesar de todo lo veo, como un tenue espectro de sí mismo. Lo descubrí esta tarde cuando me estaban vistiendo. Es como un agujero en este mundo fantástico. Pon tu mano junto a la mía. No, ahí no. ¡Ah, sí, la veo! ¡La base del pulgar y un poco del puño de la camisa! Parece el fantasma de un trozo de tu mano asomándose en el oscuro cielo. Justo a su lado está saliendo un grupo de estrellas como una cruz.
Desde este momento Davidson comenzó a sanar. Su relato del cambio, como la descripción de su alucinación, era extrañamente convincente. Por los parches de su campo de visión el mundo fantástico se fue debilitando y transparentándose, por decirlo así, y a través de estas brechas traslúcidas comenzó a ver borrosamente el mundo real en torno suyo. Los parches aumentaron en cantidad y tamaño, se juntaron y extendieron hasta que sólo quedaron acá y allá algunos puntos ciegos en su vista. Podía levantarse y moverse, comer sin ayuda otra vez, leer, fumar y comportarse de nuevo como un ciudadano normal. Al principio le resultaba muy confuso tener estos dos cuadros sobreponiéndose el uno al otro como las vistas cambiantes de un foco, pero muy pronto comenzó a distinguir lo real de lo ilusorio.
Cuando empezó a sanar estaba contento de verdad y no parecía más que impaciente por completar su curación haciendo ejercicio y tomando tónicos. Pero al tiempo que aquella extraña isla suya empezó a desvanecerse él se volvió extrañamente interesado en ella. Especialmente deseaba bajar de nuevo a las profundidades marinas y se pasaba la mitad del tiempo deambulando por las partes bajas de Londres, intentando encontrar el barco naufragado que había visto a la deriva. El resplandor de la auténtica luz del día muy pronto le impresionó tan vivamente que borró todos los rastros de su mundo visionario, aunque, por la noche, en su habitación a oscuras, todavía podía ver las blancas rocas de la isla batidas por el agua y a los torpes pingüinos tambaleándose de acá para allá. Pero incluso estas imágenes se debilitaron cada vez más, y, por fin, poco después de casarse con mi hermana, las vio por última vez. Y ahora tengo que contar lo más extraño de todo. Unos dos años después de la curación cené con los Davidson, y, terminada la cena, se presentó un hombre llamado Atkins. Es teniente de la marina y una persona agradable y habladora. Tenía una relación de amistad con mi cuñado y pronto la tuvo conmigo. Resultó que estaba prometido con la prima de Davidson y casualmente sacó una especie de cartera con fotografías para enseñarnos un retrato nuevo de su novia.
—Y por cierto —dijo— aquí está el viejo Fulmar.
Davidson lo miró de pasada. Luego, de repente, se le iluminó la cara:
—¡Cielos! —exclamó—, casi podría jurar...
—¿Qué? —preguntó Atkins
—Que había visto ese barco antes.
—No sé cómo lo has podido ver. No ha salido de los mares del sur en seis años y antes...
—Pero... —comenzó Davidson y siguió—. Sí, ése es el barco con el que soñé. Estoy seguro de que es el barco con el que soñé. Estaba junto a una isla de pingüinos y disparó un cañón.
—¡Dios mío! —exclamó Atkins, que ya estaba enterado de los detalles de la alucinación—, ¿cómo diantres podías soñar con eso?
Luego, poco a poco, nos fuimos enterando de que el mismísimo día del acceso de Davidson el Fulmar había estado frente a un islote al sur de la Isla de las Antípodas. Un bote había desembarcado durante la noche para conseguir huevos de pingüino, se había retrasado y, habiendo estallado una tormenta, la tripulación del bote había decidido esperar hasta la mañana para retornar al barco. Atkins había sido uno de ellos y corroboró, palabra por palabra, las descripciones que Davidson había hecho de la isla y del bote. No nos cabe la menor duda de que Davidson ha visto realmente el lugar. De alguna forma indescriptible, mientras iba de acá para allá en Londres, su vista se movía paralelamente de acá para allá en esa isla distante. El cómo es absolutamente un misterio.
Esto completa la extraordinaria historia de los ojos de Davidson. Quizás es el caso mejor autentificado que existe de verdadera visión a distancia. No sé de ninguna explicación excepto la que ha lanzado el profesor Wade. Pero su teoría implica la cuarta dimensión, y una disertación sobre tipos teóricos de espacio. Hablar de una torsión en el espacio me parece una tontería, quizá se deba a que no soy matemático. Cuando dije que nada alteraría el hecho de que el lugar está a ocho mil millas, respondió que dos puntos pueden estar a una yarda de distancia en una hoja de papel y, sin embargo, se los puede juntar doblando el papel. El lector quizá comprenda este argumento, yo ciertamente no. Su idea parece consistir en que Davidson, al inclinarse entre los polos del gran electroimán, recibió una sacudida extraordinaria en sus elementos retinales a través del repentino cambio en el campo de fuerza debido al rayo.
En consecuencia, piensa que quizá sea posible vivir visualmente en una parte del mundo, mientras se vive corporalmente en otra. Hasta ha realizado algunos experimentos para apoyar sus puntos de vista, pero hasta ahora sólo ha conseguido dejar ciegos a unos cuantos perros. Creo que ése es el único resultado de su trabajo, aunque hace algunas semanas que no lo veo. Últimamente he estado tan ocupado con el trabajo relacionado con la instalación de Saint Pancras que no he tenido oportunidad de visitarlo. Pero toda su teoría me parece fantástica. Los hechos concernientes a Davidson van por otros derroteros completamente diferentes, y personalmente puedo atestiguar la exactitud de cada uno de los detalles que he referido.
El señor de las dinamos
El principal servidor de las tres Dínamos que zumbaban y traqueteaban en Camberwell y que hacían funcionar el tendido eléctrico del ferrocarril procedía de Yorkshire y se llamaba James Holroyd. Era un buen electricista aunque aficionado al whisky, un bruto, pesado y pelirrojo con dientes irregulares. Dudaba de la existencia de Dios pero aceptaba el ciclo de Carnot y había leído a Shakespeare, al que encontraba flojo en química Su ayudante procedía del misterioso Oriente, su nombre era Azuma-zi. Holroyd, sin embargo, le llamaba Pooh-bah. Le gustaba tener un ayudante negro, pues podía aguantar los puntapiés —hábito de Holroyd— y no fisgoneaba en la maquinaria ni intentaba conocer su funcionamiento. Holroyd nunca llegó a darse cuenta del todo de que ciertas raras posibilidades de la mente del negro se pondrían en abrupto contacto con la cumbre de nuestra civilización, si bien al final tuvo ciertos indicios de ello.
Definir a Azuma-zi está fuera del alcance de la etnología. Era tal vez más negroide que otra cosa, si bien su pelo era ensortijado más que rizado y su nariz tenía un puente. Además, su piel era marrón más que negra y el blanco de sus ojos era amarillo. Sus anchos pómulos y la barbilla estrecha daban a su rostro un aspecto viperino. Su cabeza, ancha también por detrás y baja y estrecha por la frente, como si su cerebro hubiese evolucionado en el sentido contrario al de los blancos. Era de pequeña estatura, más bajo incluso que los ingleses. Durante la conversación profería numerosos sonidos raros de significado desconocido y sus palabras, infrecuentes, eran rebuscadas y retorcidas como escudos nobiliarios Holroyd intentaba elucidar sus creencias religiosas y —especialmente después del whisky— le sermoneaba en contra de la superstición y de los misioneros. Sin embargo, y aunque se le golpease por ello, Azuma-zi esquivaba discutir de sus dioses.
Azuma-zi había llegado a Londres, mal vestido de blanco, desde el cuarto de máquinas del Lord Clive, desde los Straits Settlements o de más lejos aún. Desde joven que había oído de la grandeza y la riqueza de Londres, donde las mujeres eran blancas y hermosas y donde incluso los mendigos de las calles eran todos blancos; y había llegado, con monedas de oro recién ganadas en sus bolsillos, a adorar en el santuario de la civilización. El día en que desembarcó era sombrío; el cielo estaba oscuro y el viento y una llovizna molestos penetraban en las calles grises. Él, sin embargo, se precipitó audazmente en los placeres de Shadwell y fue echado, destrozada su salud, civilizado en cuanto a su vestimenta, empobrecido y, salvo para las necesidades más primarias, se había vuelto tan estúpido como para trabajar para James Holroyd y ser utilizado por él para realizar trabajos rutinarios en la nave de Dínamos de Camberwell. Y para James Holroyd tiranizar era una tarea muy grata.
En Camberwell había tres Dínamos con sus motores. Las dos que estaban allí desde el principio eran máquinas pequeñas; la mayor era también la más nueva. Las máquinas pequeñas hadan un ruido razonable; sus correas zumbaban sobre los tambores, de vez en cuando las escobillas estallaban y silbaban, y el aire se agitaba continuamente, ¡un!, ¡un!, ¡uh!, entre sus polos. Una llevaba los cimientos sueltos y hacía vibrar la nave. Pero la Dínamo grande ahogaba todos estos pequeños ruidos con el resonar continuo de su corazón de hierro que de algún modo formaba parte de la zumbante carpintería de hierro. El lugar invitaba a que la cabeza de los visitantes diese vueltas con el trop, trop, trop, de los motores, la rotación de las grandes ruedas, el giro de las válvulas esféricas, las salpicaduras ocasionales del vapor y, sobre todo, el sonido profundo, incesante y agitado de la Dínamo grande. Este sonido constituía, desde el punto de vista técnico, un defecto, pero Azuma-zi lo consideraba parte del poder y el orgullo del monstruo.
Si fuese posible, desearíamos tener los sonidos de esta nave siempre sobre el lector durante su lectura, nos agradarla narrar toda esta historia con un acompañamiento semejante. Era una comente constante de estruendo en la que el oído extraía primero una hebra y luego otra; el intermitente bufido, jadeo y furia de los motores de vapor, la succión y el golpeteo de sus pistones, el triste sonido en el aire al pasar los radios de las grandes ruedas que giraban, una nota que las correas de cuero daban cuando corrían más prietas o más sueltas y un inquieto tumulto de las Dínamos; y sobre todo, a veces inaudible como si la oreja se hubiera ya cansado de él, pero progresando de nuevo por encima de los sentidos, el sonido de trombón de la máquina grande. El suelo no se sentía nunca firme y silencioso debajo de los pies, sino tembloroso y vibrante Era un lugar desconcertante e inestable y suficiente para sacudir el pensamiento de cualquiera hacia un raro zigzag. Durante tres meses, mientras avanzaba la gran huelga de los mecánicos, Holroyd, convertido en esquirol, y Azuma-zi, que era un simple negro, no salieron nunca de su cárcel y remolino, aunque dormían y comían en la pequeña choza de madera situada entre el cobertizo y las puertas.
Holroyd pronunciaba un discurso teológico sobre el texto de su gran máquina tan pronto como Azuma-zi venía. Tenía que gritar para que se le escuchara en medio de todo aquel estruendo.
—Mira esto —decía Holroyd—; ¿dónde está tu ídolo para compararlo?
Azuma-zi miraba. Por un instante no se oía a Holroyd, pero en seguida Azuma-zi volvía a oír:
—Mata a un centenar de hombres. Un doce por ciento —decía Holroyd—, y esto es algo parecido a un Gord.
Holroyd se sentía orgulloso de su gran Dínamo, y se deshacía en alabanzas sobre su tamaño y poder ante Azuma-zi; sólo el cielo sabe qué raras ideas le rondaban y qué bullía en el interior de aquella ensortijada cabeza negra. Quería explicar de la forma más gráfica posible la docena, o casi, de maneras en que podía matar a un hombre, y en cierta ocasión dio un susto a Azuma-zi como muestra de su talento. Después de esto, en los intermedios de su trabajo —era una tarea pesada, no sólo era la suya propia, sino también en gran parte la de Holroyd— Azuma-zi se sentaba a contemplar la gran máquina. De vez en cuando las escobillas chisporroteaban y lanzaban destellos azules, que hacían blasfemar a Holroyd, pero todo lo demás era tan suave y rítmico como la respiración. La correa se deslizaba rechinando sobre el eje y por detrás del que vigilaba se oía el ruido sordo del pistón. Así transcurría todo el día en la enorme nave, con él y con Holroyd; no prisionera o esclavizada para impulsar a un barco como estaban otras máquinas que él conocía, meros diablos cautivos del Salomón británico. A esas dos Dínamos mas pequeñas Azuma-zi las despreciaba por la fuerza del contraste; a la más grande la había bautizado privadamente como el Señor de las Dínamos. Aquéllas eran displicentes e irregulares, pero la gran Dínamo era constante. ¡Qué grande era! ¡Con qué serenidad y facilidad funcionaba! Más grande y tranquila incluso que el Buda que vio en Rangún, y sin embargo no inmóvil sino viviente. Las grandes bobinas negras giraban, giraban, giraban, los anillos iban por debajo de las escobillas y la nota profunda de su bobina estabilizaba el conjunto. Todo esto afectaba a Azuma-zi de una forma harto extraña.
Azuma-zi no era aficionado al trabajo. Se sentaba y miraba al Señor de las Dínamos mientras Holroyd salía a convencer al portero para que fuera a por whisky, aunque su lugar no estaba en la nave de las Dínamos sino detrás de las máquinas; además, si Holroyd le encontraba escondido le golpeaba con una gruesa vara de cobre. Iba y se quedaba de pie cerca del coloso, mirando la gran correa de cuero que pasaba por encima de su cabeza. Había un parche negro en la correa y entre todo aquel ruido le gustaba mirar cómo pasaba una y otra vez. Extrañas ideas le bullían a su paso. Los científicos nos dicen que los salvajes atribuyen alma a las rocas y a los árboles, y una máquina tiene mil veces más vida que una roca o un árbol Y Azuma-zi era prácticamente un salvaje; el barniz de civilización no era mas grueso que su ropa, sus cardenales o el tizne de carbón que cubría su rostro y sus manos. Su padre, antes que él, había adorado a un meteorito; puede ser qué sangre afín haya salpicado las anchas ruedas de Juggernaut. Aprovechaba todas las oportunidades que Holroyd le daba para tocar y manejar la gran Dínamo que le fascinaba. La limpiaba y pulía hasta que las partes metálicas relucían al sol. Experimentaba un misterioso sentido de servicio al hacerlo. Los dioses que él había adorado estaban lejos y los habitantes de Londres ocultaban a sus dioses.
Poco a poco, sus tenues sentimientos se fueron haciendo mas claros y tomaron forma de ideas, y al final de actos. Al entrar una mañana en la bulliciosa nave, hizo una reverencia al Señor de las Dínamos y mas tarde, cuando Holroyd se hubo ido, se dirigió a la máquina atronadora y le susurró que él era su sirviente, rogándole que tuviera piedad de él y le salvara de Holroyd Al hacerlo, un extraño destello de luz penetró a través del arco abierto de la nave, y el Señor de las Dínamos, girando y tronando, quedó radiante bañado en oro pálido, Azuma-zi supo entonces que su Señor aceptaba su servicio. Después de eso ya no se sintió tan abandonado, porque, en efecto, se sentía muy solo en Londres. Incluso una vez terminada su jornada laboral se quedaba, lo que era raro, ganduleando por la nave.
La siguiente vez que Holroyd le maltrató, Azuma-zi se acercó al Señor de las Dínamos y le susurró:
—¡Mira, oh mi Señor! —y el zumbido amenazador de la maquinaria pareció contestarle. Después, cada vez que Holroyd entraba en la nave le parecía oír una nota diferente mezclada con el sonido de la Dínamo.
—Mi Señor espera la hora propicia —se dijo Azuma-zi a sí mismo—. La iniquidad del imbécil no está todavía en su punto.
Y esperaba y vigilaba el momento decisivo. Una tarde se produjo un cortocircuito y Holroyd. al examinarlo sin excesivo cuidado, recibió una gran descarga Azuma-zi, desde detrás de la máquina, le vio saltar y maldecir la bobina.
—Está avisado —se dijo Azuma-zi para sí—. Por supuesto, mi Señor es muy paciente.
Al principio Holroyd había iniciado a su «negro» en los conceptos elementales del funcionamiento de la Dínamo para que le permitieran hacerse cargo temporalmente de la nave en su ausencia. Pero cuando observó la manera en que Azuma-zi rondaba el monstruo se volvió receloso. Aunque de forma vaga, percibía que su ayudante «tramaba algo» y, relacionándolo con el engrasado de las bobinas que había estropeado en algunos sitios el barniz, gritó:
—No te vuelvas a acercar nunca más por la noche a la Dínamo, fuera, o te arranco la piel.
Además, si a Azuma-zi le gustaba estar cerca de la gran máquina era de sentido común y decencia alejarle de ella. Azuma-zi obedeció aquella vez, pero más tarde le encontró haciendo reverencias delante del Señor de las Dínamos. Holroyd le retorció un brazo y le propinó un puntapié al irse. Cuando Azuma-zi se-encontraba detrás de la máquina y vela la espalda del odiado Holroyd, los ruidos de la máquina adquirían un nuevo ritmo y sonaban como cuatro palabras de su lengua nativa.
Es difícil decir exactamente qué es la locura. Me imagino que Azuma-zi estaba loco. El incesante estruendo y girar de las Dínamos puede haber agitado su escaso bagaje de conocimientos y su gran reserva de creencias supersticiosas, convirtiéndolo al menos en algo parecido a un delirio. En cualquier caso, cuando se le ocurrió la idea de sacrificar a Holroyd al Fetiche de la Dínamo, le invadió como un extraño tumulto exultante de emoción. Aquella noche, los dos hombres y sus negras sombras se encontraban solos en la nave, iluminada por una enorme luz de arco que parpadeaba con colores púrpuras. Las sombras se proyectaban detrás de las Dínamos, los reguladores esféricos de las máquinas iban y venían con rapidez de la luz a la oscuridad y sus pistones batían ruidosa y uniformemente. El mundo exterior, contemplado a través del extremo abierto de la nave, parecía increíblemente tenue y remoto. Además, parecía absolutamente silencioso, pues el tumulto de la maquinaria ahogaba cualquier sonido externo. A lo lejos se encontraba la valla negra del patio, con casas grises y sombreadas detrás, y arriba el cielo azul oscuro con un par de pequeñas y débiles estrellas. De repente, Azuma-zi se dirigió al centro de la nave por encima del cual pasaban las correas de cuero, y se detuvo debajo de la sombra de la gran Dínamo. Holroyd escuchó un clic y el giro del inducido cambió.
—¿Qué haces con ese interruptor? —bramó sorprendido—. No te he dicho...
Vio entonces la expresión de los ojos de Azuma-zi cuando el asiático, saliendo de las sombras, se dirigía hacia él. Instantes después los dos hombres luchaban agarrados con fuerza el uno al otro frente a la gran Dínamo.
—¡Imbécil; cabeza de café! —gritó con voz entrecortada Holroyd, con una mano oscura en su garganta—. Aléjate de esos anillos de contacto.
Un empujón le hizo dar un traspiés hacia atrás, sobre el Señor de las Dínamos. Instintivamente, soltó a su presa para salvarse de la máquina.
El mensajero, enviado urgentemente desde la estación para averiguar qué había sucedido en la nave de la Dínamo, encontró a Azuma-zi en la puerta de la caseta del portero. Azuma-zi intentaba explicar algo, pero el mensajero no pudo entender nada del incoherente inglés del negro y se dirigió a la nave. Las máquinas funcionaban ruidosamente y no parecía que sucediera nada anormal. Sin embargo, se percibía un extraño olor a cabellos chamuscados. A continuación, vio una extraña masa retorcida que colgaba de la parte anterior de la gran Dínamo y, al aproximarse, reconoció los restos deformes de Holroyd.
El hombre se quedó mirando, titubeando por un momento. Después reconoció el rostro y cerró los ojos con fuerza Giró sobre sus talones antes de abrirlos de nuevo de modo que no pudiera volver a ver a Holroyd y salió de la nave en busca de ayuda.
Cuando Azuma-zi vio a Holroyd muerto en el asidero de la Gran Dínamo, apenas se sobresaltó por las consecuencias de su acto. Incluso se sentía extrañamente alegre, y sabía que contaba con la aprobación del Señor de las Dínamos. Ya había fijado el plan cuando encontró al individuo que venía de la estación, y el director científico que llegó rápidamente al escenario sacó la conclusión obvia de un suicidio. El experto apenas si se fijó en Azuma-zi, salvo para interrogarle acerca de unas pocas cuestiones. ¿Se había matado Holroyd a sí mismo? Azuma-zi explicó que no lo había visto, al encontrarse en la chimenea, hasta que escuchó una diferencia en el ruido de la Dínamo. No era difícil de comprobar y quedó fuera de sospecha.
Mientras los restos deformados de Holroyd, que el electricista retiró de la máquina, fueron cubiertos por el portero con un mantel manchado de café, alguien tuvo la feliz inspiración de llamar a un médico. El experto estaba ansioso por que la máquina volviera a funcionar, pues siete u ocho trenes hablan quedado detenidos en mitad de los túneles mal ventilados del ferrocarril eléctrico. Azuma-zi, respondiendo o entendiendo mal las preguntas de la gente que había acudido por imprudencia o enviados por las autoridades a la nave, fue enviado de nuevo al cebador por el director científico. Por supuesto, al otro lado de las puertas del patio se había reunido una multitud —una multitud, por una razón que se desconoce, siempre permanece durante uno o dos días cerca de la escena de una muerte repentina en Londres—. Dos o tres periodistas lograron entrar de alguna manera en la nave e incluso uno de ellos se puso en contacto con Azuma-zi; pero el experto científico le expulsó de nuevo al tratarse del mismo periodista aficionado.
Se llevaron el cuerpo y el público, interesado, se fue con él. Azuma-zi permaneció tranquilamente en su homo viendo en el carbón una figura que se retorcía violentamente hasta quedar quieta. Una hora después del crimen, a cualquiera que entrara en la nave las cosas le parecerían exactamente igual a como si allí no hubiera sucedido nada notable. Asomándose desde la sala de máquinas, el negro vela al Señor de las Dínamos girando al lado de sus hermanos menores, las ruedas motrices giraban y el vapor de los pistones resonaba exactamente igual que por la tarde. Después de todo, desde el punto de vista mecánico, había sido un incidente insignificante, la mera desviación temporal de una comente. Pero ahora, la forma más delgada y la sombra también más delgada del director científico sustituía la robusta silueta de Holroyd, yendo de un lado a otro por el campo de luz. sobre el suelo que temblaba bajo las correas situadas entre las máquinas y las Dínamos.
—¿No he servido a mi Señor? —murmuró Azuma-zi inaudible desde su sombra, y la nota de la gran Dínamo resonó fuerte y clara Al mirar al gran mecanismo giratorio su extraña fascinación, que desde la muerte de Holroyd había disminuido un poco, reapareció.
Azuma-zi no había visto nunca matar a un hombre con tanta rapidez y de manera tan despiadada. La gran máquina zumbante había ejecutado a su víctima sin flaquear ni un segundo en su constante batido. En efecto, era un dios poderoso.
El inconsciente director científico le daba la espalda, mientras tomaba notas sobre un trozo de papel. Su sombra quedaba a los pies del monstruo.
¿Tenía todavía hambre el Señor de las Dínamos? Su sirviente estaba preparado.
Azuma-zi dio un paso sigiloso hacia delante y se detuvo. El director científico había, de repente, dejado de escribir, avanzó a lo largo de la nave hacia el extremo de las Dínamos y comenzó a examinar las escobillas.
Azuma-zi vaciló, pero de inmediato se deslizó sin hacer ruido hacia la sombra de los interruptores. Allí esperó. Podían escucharse los pasos del director que volvía. Se paró en su antigua posición sin percibir al fogonero acurrucado a diez pasos de él. De repente se apagó la gran Dínamo y un instante después Azuma-zi se abalanzaba sobre él desde la oscuridad.
El director científico había sido agarrado por el cuerpo y empujado hacia la gran Dínamo. Golpeando con sus rodillas y empujando hacia abajo con las manos la cabeza de su contrincante, logró soltar la presa de su cintura y cayó rodando lejos de la máquina El negro volvió a cogerle, colocando su ensortijada cabeza contra su pecho, y se tambalearon y jadearon durante lo que parecía una eternidad. El director científico, viéndose obligado a coger una oreja del negro entre sus dientes, mordió con furia. El negro profirió un horrible alarido.
Rodaron por el suelo y el negro, que aparentemente se había librado de la presa de los dientes, o sin media oreja —el director científico no sabía lo que era—, trataba de estrangularle. Cuando el director científico realizaba inútiles esfuerzos por coger algo con las manos y golpear, el grato sonido de unos rápidos pasos resonó en el suelo. Un instante después Azuma-zi se dirigía a su izquierda y se lanzaba contra la Gran Dínamo. Se produjo un chisporroteo en medio del ruido.
El guardia de la empresa, que había entrado, se quedó de pie mirando cómo Azuma-zi tomaba -en sus manos los bornes desnudos, hacía una horrible convulsión y quedaba colgado, inmóvil, de la máquina, con el rostro violentamente desfigurado.
—Estoy realmente contento de que haya llegado en el momento justo —exclamó el director científico, sentado todavía en el suelo. Miró la figura que aún se estremecía.
—Al parecer no es una forma agradable de morir, pero es rápida.
El guardia seguía contemplando el cuerpo. Era un hombre de comprensión lenta.
Se produjo una pausa.
El director científico se levantó con dificultad. Pasó sus dedos por el cuello de la camisa y movió varias veces la cabeza de un lado a otro.
—Pobre Holroyd. Ahora lo veo. —Después, casi de forma mecánica, se dirigió hacia los interruptores que había en la sombra y volvió a dar corriente a los circuitos del ferrocarril. Al hacerlo, el cuerpo chamuscado se soltó de la máquina y cayó de bruces. El núcleo de la Dínamo resonaba fuerte y claro y el inducido golpeaba el aire.
Así finalizó prematuramente el culto de la Deidad de la Dínamo, quizá la más efímera de todas las religiones. Sin embargo, puede jactarse al menos de un mártir y un sacrificio humano.
La historia de Plattner
Si debe ciarse crédito o no a la historia de Gottfried Plattner es una cuestión difícil a la vista de las pruebas. Por un lado tenemos siete testigos, o para ser más exactos, tenemos seis pares y medio de ojos y un hecho innegable; y por otro lado tenemos, ¿qué si no?, prejuicios, sentido común e inercia de opinión. Nunca ha habido siete testigos más honestos, nunca un acontecimiento más innegable que la inversión de la estructura anatómica de Gottfried Plattner; no ha habido tampoco nunca una historia más ridícula que la que tuvieron que contar. La parte más absurda de la historia es la valiosa contribución de Gottfried (pues le considero uno de los siete). El cielo me prohíbe dar crédito a la superstición por mor de la parcialidad, y así llegué a compartir el destino de los clientes de Eusapia. Con franqueza, creo que hay algo tortuoso en el asunto de Gottfried Plattner, pero debo admitir abiertamente que no sé cuál es ese factor poco limpio. Me ha sorprendido el crédito que se ha dado a la historia en los ambientes más inesperados y autorizados. Sin embargo, la manera más imparcial de dirigirme al lector es contándolo sin más comentarios.
Gottfried Plattner es, a pesar de su nombre, inglés de nacimiento. Su padre fue un alsaciano que llegó a Inglaterra en los años sesenta, se casó con una respetable muchacha inglesa de intachables antecedentes y murió, tras una vida sana y tranquila (dedicada principalmente, según creo, a la colocación de pavimentos de parquet), en 1887. Gottfried tiene en la actualidad veintisiete años. En virtud de su herencia trilingüe es profesor de lenguas modernas en una pequeña escuela privada del sur de Inglaterra. A los ojos de un observador casual se parece a cualquier otro profesor de lenguas modernas de cualquier otra escuela privada. Su ropa no es muy costosa ni de moda, pero tampoco resulta excesivamente sencilla ni parece usada; su complexión, lo mismo que su estatura y sus maneras, no llama la atención. Quizá percibiría usted, como la mayoría de la gente, que su rostro no era del todo simétrico, con el ojo derecho un poco mayor que el izquierdo y la mandíbula algo más prominente hacia la derecha. Si, como cualquier persona poco observadora, tuviera que desnudar su pecho y oír los latidos de su corazón, le parecería que late como el de cualquier otro.
Pero aquí aparecerán ya diferencias entre usted y el observador experimentado. Aunque a usted le parezca normal el corazón, el observador experimentado lo verá distinto. Una vez que se le haya dicho, percibirá fácilmente la peculiaridad. Se trata de que el corazón de Gottfried late en el lado derecho de su cuerpo.
Pero no es ésta la única singularidad de la estructura de Gottfried, aunque sea la única que llame la atención de una mente poco experimentada. Un estudio cuidadoso de la disposición interna de Gottfried a cargo de un buen cirujano revelará el hecho de que todas las partes asimétricas de su cuerpo están igualmente desplazadas. El lóbulo derecho de su hígado está a la izquierda y el izquierdo a la derecha, y también los pulmones presentan una disposición similar. Lo que resulta aún más singular, a menos que Gottfried sea un consumado actor, es que debemos creer que su mano derecha se ha convertido recientemente en la izquierda. Desde los incidentes que vamos a relatar (de la manera más imparcial posible), ha tenido cada vez más dificultades para escribir, salvo de derecha a izquierda en el papel y con la mano izquierda. No puede lanzar nada con la derecha, se equivoca en las comidas con el cuchillo y el tenedor y sus ideas sobre las normas de circulación, pues es aficionado al ciclismo, todavía provocan peligrosas confusiones. No existe la más mínima prueba de que antes de estos sucesos Gottfried fuera zurdo.
Hay todavía otro hecho sorprendente en este absurdo asunto. Gottfried muestra tres fotografías de sí mismo. En una aparece a la edad de cinco o seis años, sacando sus rollizas piernas por debajo de la ropa y frunciendo el ceño. En esa fotografía, su ojo izquierdo es un poco más grande que el derecho y la mandíbula un poco mas gruesa por la izquierda. Esto es lo contrario a su actual condición. La fotografía de Gottfried a los catorce años parece contradecir estos hechos, pero se debe a que es una de esas fotografías baratas, entonces en boga, tomadas directamente sobre una plancha metálica y que, por consiguiente, invierten las cosas como lo harta un espejo. La tercera fotografía le representa a los veintiún años y confirma las dos anteriores. Parecen confirmar el hecho de que Gottfried haya cambiado su lado izquierdo por el derecho Sin embargo, cómo un ser humano puede ser modificado de esta manera a menos que se trate de un milagro fantástico e inútil, resulta difícil de imaginar.
En cierto modo, por supuesto, estos hechos podrían explicarse suponiendo que Plattner ha emprendido una elaborada mistificación basada en el desplazamiento de su corazón, inviniendo las fotografías y simulando ser zurdo. Pero el carácter de este hombre no se presta a una teoría de este tipo. Es una persona tranquila, práctica, discreta y totalmente sensata según las normas de Nordau. Le gusta la cerveza y fuma con moderación, se da todos los días un paseo como ejercicio y tiene en gran estima el valor de sus enseñanzas. Posee una buena voz de tenor, aunque no trabajada, y le gusta cantar aires populares y alegres. Es aficionado a la lectura, aunque no de manera enfermiza, principalmente ficción unida a un optimismo vagamente piadoso, duerme bien y rara vez sueña. De hecho, es la última persona que daría pie a una fábula fantástica. Efectivamente, en lugar de dar publicidad a su historia, se ha mostrado bastante reticente al respecto. Responde a quien le pregunta con cierta simpatía, timidez sería casi la palabra, que desarma al más receloso. Parece avergonzarse de que le haya sucedido alto tan inaudito.
Es una lástima que la aversión de Plattner a la idea de la disección post mortem pueda posponer, quizá para siempre, la prueba positiva de que todo su cuerpo tiene invertidos los lados derecho e izquierdo. De ese hecho depende casi por completo la credibilidad de la historia. No hay manera de coger a un hombre y moverlo en el espacio, tal y como la gente normal lo entiende, que dé como resultado un cambio de sus lados. No importa lo que haga, su derecha seguirá siendo la derecha y la izquierda la izquierda. Esto se puede hacer con algo perfectamente delgado y plano. Si se recorta una figura de papel, cualquier figura con un lado derecho y otro izquierdo, se puede cambiar su forma invirtiéndola. Pero con un cuerpo sólido es diferente. Los matemáticos nos dicen que la única manera de cambiar los lados derecho e izquierdo de un cuerpo sólido es sacarle del espacio que conocemos, sustraerlo de la existencia ordinaria y llevarle a cualquier otro espacio exterior. Esto es un poco abstruso, sin duda, pero cualquiera con algún conocimiento de matemática teórica confirmará al lector esa verdad. Para expresarlo en un lenguaje técnico, la curiosa inversión de los lados derecho e izquierdo de Plattner es una prueba de que ha escapado de nuestro espacio hacia el que recibe el nombre de Cuarta Dimensión, y que después ha regresado a nuestro mundo. A menos que prefiramos consideramos víctimas de una inversión elaborada y sin sentido, estamos casi obligados a creerlo.
Hasta aquí los hechos tangibles. Pasemos ahora a los fenómenos que acompañaron a su transitoria desaparición del mundo. Al parecer, en la Sussexville Proprietary School, Plattner no sólo se encarga de las lenguas modernas, sino que enseña también química, geografía económica, contabilidad, taquigrafía, dibujo y otras materias que interesen a los padres de los muchachos. Sabía poco o nada de estas materias, pero en las escuelas secundarias, a diferencia de las elementales, los conocimientos del profesor no son tan necesarios como pueden serlo un carácter de gran moralidad y un comportamiento de caballero. En química era particularmente deficiente, sin conocer, según dice él, poco mas que los Tres Gases (cualesquiera que puedan ser). Pero como sus alumnos no saben nada y toda su información la recibían de él, esto no le causó el mas mínimo inconveniente durante vanos trimestres. Ingresó en la escuela un muchacho llamado Whibble, al que por lo visto algún pariente malicioso había educado formándole una mente de hábitos inquisitivos. El chico seguía las lecciones de Plattner con un notable y permanente interés, y con objeto de mostrar su entusiasmo sobre el tema llevó varias veces a Plattner sustancias para que las analizara. Plattner, lisonjeado por esta prueba de su capacidad de despertar el interés y la confianza en la ignorancia de los muchachos, las analizó e incluso realizó afirmaciones generales sobre su composición. Le estimuló tanto su alumno que adquirió una obra de química analítica y la estudió durante sus horas de guardia por la tarde. Le sorprendió descubrir que la química era una materia muy interesante. Hasta aquí la historia no se sale de lo corriente. Pero en ese momento aparece en escena el polvo verdoso. Por desgracia, parece perdida la fuente de donde procedía. El señorito Whibble refiere la tortuosa historia de haberlo encontrado en un paquete en un horno de cal abandonado, cerca de las colinas. Hubiera sido algo excelente para Plattner, y probablemente también para la familia de Whibble, que entonces y allí mismo se hubiera podido aplicar una cerilla al polvo. El joven no lo llevó a la escuela en el paquete, sino en una botella de medicinas, graduada, de ocho onzas, utilizando como tapón papel de periódico masticado. Se lo dio a Plattner al finalizar las clases de la tarde. Cuatro muchachos debían permanecer a fin de concluir algunos trabajos y Plattner les vigilaba en el aula pequeña donde se impartían las clases de química. Los instrumentos de las clases prácticas de química en la Sussexville Propietary School, como en la mayoría de las escuelas privadas de este país, se caracterizan por su gran sencillez. Se guardan en un cajón, de aproximadamente la misma capacidad que un baúl, colocado sobre una repisa. Plattner, aburrido de su vigilancia pasiva, recibió al parecer con entusiasmo la intervención de Whibble con su polvo verde como una diversión agradable y, abriendo el cajón, procedió de inmediato a los experimentos analíticos. Whibble se encontraba sentado, por suerte suya, a una distancia prudente contemplándole. Los cuatro malhechores, aparentando estar absortos en su trabajo, le miraban de reojo con sumo interés.
Incluso dentro de los límites de los Tres Gases, la química práctica de Plattner era, a mi entender, temeraria.
Existe práctica unanimidad en cuanto a lo que hizo Plattner. Vertió un poco de polvo verde en un tubo de ensayo y trató la sustancia, sucesivamente, con agua, ácido clorhídrico, ácido nítrico y ácido sulfúrico. Al no obtener resultado alguno vació casi la mitad de la botella en una bandeja y encendió una cerilla. Con la mano izquierda sujetaba la botellita de medicina. La sustancia comenzó a echar humo, se licuó e hizo explosión con ensordecedora violencia y un destello cegador.
Los cinco muchachos, al ver el destello, preparados para la catástrofe, se ocultaron bajo los pupitres y ninguno de ellos resultó seriamente dañado. La ventana cayó al patio y la pizarra se levantó de su caballete. La bandeja quedó reducida a polvo. Cayó algo de yeso del techo. No se produjeron mas daños en el edificio ni en las instalaciones de la escuela y los muchachos, al no ver en principio a Plattner, creyeron que se había ocultado debajo de algún pupitre. Salieron para ayudarle pero quedaron atónitos al encontrar el lugar vacío. Confusos todavía por la súbita violencia del suceso, se precipitaron hacia la puerta abierta creyendo que había resultado herido y había sido lanzado fuera de la habitación. Pero Carson, el primero de ellos, casi choca con el director, el señor Lidgett.
El señor Lidgett es un hombre corpulento e irascible con un solo ojo. Los muchachos le describen precipitándose hacia la habitación mascullando esas moderadas exclamaciones que suelen utilizar los maestros irritables, para que no suceda nada peor.
—Desdichados —dijo—. ¿Dónde está el señor Plattner?
Los muchachos se muestran de acuerdo en esas escasas palabras («cobardes», «llorones» y «desdichados» son, al parecer, las pequeñas variaciones del gasto escolar del señor Lidgett).
¿Dónde está el señor Plattner? Era una pregunta que se repitió varias veces en los días siguientes. Parecía, como dice esa frenética hipérbole, «haberse pulverizado». No quedaba a la vista ni una partícula visible de Plattner, ni una gota de sangre, ni un jirón de ropa. Al parecer había desaparecido sin dejar rastro. No quedaron ni los rabos, como suele decirse. La evidencia de su total desaparición a consecuencia de la explosión es un hecho indudable.
No es necesario que nos extendamos sobre la conmoción que se produjo en la Sussexville Proprietary School, en Sussexville y en otros lugares como consecuencia de este suceso. Es muy posible que alguno de los lectores de estas páginas recuerde haber oído alguna versión del hecho durante sus últimas vacaciones estivales Lidgett, al parecer, hizo todo lo posible por acallar y minimizar la historia. Estableció un castigo de veinticinco líneas para cualquier mención que hicieran los muchachos del nombre de Plattner y afirmó en clase que conocía el paradero de su ayudante. Temía, según explicaba, que la posibilidad de una explosión, a pesar de las grandes precauciones tomadas para minimizar la enseñanza práctica de la química, pudiera empañar la reputación de la escuela; como podía empañarla la misteriosa naturaleza de la desaparición de Plattner. De hecho, hizo todo lo que pudo para que el incidente pareciera lo más normal posible. Comprobó por su cuenta los cinco testimonios sobre el suceso, con tanta minuciosidad que comenzaron a dudar de lo que habían percibido con sus cinco sentidos. Pero a pesar de estos esfuerzos la historia, ampliada y distorsionada, causó tal sensación en el distrito que varios padres retiraron del colegio a sus hijos con diversos pretextos. Un aspecto no menos notable del asunto es el hecho de que varias personas del vecindario tuvieron sueños muy intensos de Plattner durante el período de excitación que precedió a su regreso, y que dichos sueños presentaban una curiosa uniformidad. En casi todos ellos se veía a Plattner, a veces solo y otras veces acompañado, caminando a través de una fulgurante iridiscencia En todos los casos su rostro aparecía pálido y relajado, y en algunos gesticulaba hacia la persona que soñaba Uno o dos de los muchachos, evidentemente bajo la influencia de la pesadilla se imaginaron que Plattner se les acercaba con sigilo y parecía mirarles fijamente a los ojos. Otros huían con Plattner de la persecución de unas criaturas vagas y extraordinarias de forma esférica Pero todas estas fantasías se olvidaron en interrogantes y especulaciones cuando el segundo miércoles después del lunes de la explosión, Plattner regresó.
Las circunstancias de su regreso fueron tan singulares como las de su partida. En la medida en que la descripción algo encolerizada del señor Lidgett puede suplir las vacilantes afirmaciones de Plattner, parece ser que aquel miércoles por la tarde, hacia la hora de la puesta del Sol tras acabar de preparar las clases de la tarde, estaba ocupado en su jardín, recogiendo y comiendo fresas, fruta por la que siente una desmesurada afición. Es un jardín grande y viejo, resguardado de la vista, afortunadamente, por una valla alta de ladrillo rojo cubierta de hiedra En el momento en que se detenía frente a una planta repleta de fruto, se produjo un destello en el aire y un ruido sordo, y antes de que pudiera mirar a su alrededor un cuerpo pesado le golpeó por detrás. Salió proyectado hacia delante, aplastando las fresas que llevaba en la mano, y con tal fuerza que su chistera —el señor Lidgett se adhiere a las viejas ideas sobre los trajes escolares— cayó violentamente sobre su frente, casi sobre un ojo. Este pesado proyectil, que pasó a su lado y quedó sentado entre los fresales, resultó ser el desaparecido señor Gottfried Plattner, con un aspecto extremadamente desaseado. Iba sin el cuello de la camisa y sin sombrero, la ropa sucia, y con sangre en las manos. El señor Lidgett estaba tan indignado y sorprendido que se quedó a gatas y con el sombrero caído sobre el ojo mientras insultaba a Plattner por su conducta irrespetuosa e inexplicable.
Esta escena tan poco idílica completa lo que puedo denominar la versión exterior de la historia de Plattner, su aspecto esotérico. No es necesario entrar aquí en todos los detalles de su despido por parte del señor Lidgett. Tales detalles, con nombres completos, fechas y referencias, se encontrarán en el largo informe de los sucesos que se presentó a la Sociedad para la Investigación de los Fenómenos Anormales. La singular transposición de los lados derecho e izquierdo de Plattner apenas se observó durante los primeros días, y después solo se percibió por su disposición a escribir en la pizarra de derecha a izquierda. Ocultaba, más que mostrar, esta curiosa circunstancia demostradora, al considerar que le afectaría de manera desfavorable en la nueva situación. El desplazamiento de su corazón se descubrió varios meses después, cuando se le extrajo un diente con anestesia. Después, muy a su pesar, permitió que le hicieran un rápido examen quirúrgico con vistas a un informe en el Journal of Anatomy. Esto último cierra el relato de los hechos materiales; a continuación pasaremos a considerar la versión de Plattner al respecto.
Pero diferenciemos primero con claridad entre la parte precedente de esta historia y la que sigue. Todo lo que he relatado hasta aquí viene respaldado con tales evidencias que incluso un abogado criminalista las aprobaría. Todos los testigos viven aún; el lector, si dispone de tiempo, puede encontrar a los muchachos mañana mismo o incluso desafiar los terrores del temible Lidgett, y comprobar e interrogar a su antojo; el propio Gottfried Plattner, su corazón invertido y las tres fotografías pueden sacarse a la luz. Puede considerarse demostrado que desapareció durante nueve días a consecuencia de una explosión, que regresó de manera casi igual de violenta en circunstancias que por su naturaleza son inoportunas para el señor Lidgett, cualesquiera que puedan ser los detalles de dichas circunstancias, y que volvió invertido lo mismo que vuelven los reflejos de un espejo. De este último hecho, como ya he indicado, es consecuencia casi inevitable que Plattner debió permanecer durante esos nueve días en algún estado de existencia fuera del espacio. La evidencia de estas afirmaciones resulta, claro está, mucho mayor que la de las pruebas por las que cuelgan a la mayoría de los criminales. Pero para el relato particular del lugar donde ha estado, con sus confusas explicaciones y los detalles contradictorios, sólo disponemos de la palabra del señor Gottfried Plattner. Vio deseo desacreditarle, pero debo indicar, cosa que no hacen muchos autores que escriben sobre fenómenos psíquicos oscuros, que estamos pasando aquí de hechos prácticamente innegables al tipo de cuestiones que cualquier hombre razonable puede creer o rechazar según considere que sea lo más adecuado. Las anteriores afirmaciones lo hacen verosímil; su discordancia con la experiencia corriente lo inclinan hacia lo increíble. Preferiría no desviar el juicio del lector en ningún sentido, sino simplemente relatar la historia de Plattner según él me la contó.
Puedo afirmar que me relató su experiencia en mi casa de Chislehurst; y en cuanto se hubo ido, por la tarde, me encerré en mi estudio y transcribí todo lo que recordaba. Después tuvo la amabilidad de leer una copia escrita a máquina, por lo que es innegable la exactitud del relato.
Afirma que en el instante de la explosión creyó estar muerto. Se sintió levantado y proyectado hacia atrás. Resulta un hecho curioso para los psicólogos que pensara con claridad durante su vuelo hacia atrás y que se preguntara si chocaría con el cajón de química o con la pizarra. Sus talones tocaron el suelo, se tambaleó y sintió que quedaba sentado sobre algo suave y firme. Durante un momento la conmoción le dejó aturdido. Al poco rato percibió un intenso olor a pelo chamuscado y le pareció oír la voz de Lidgett preguntando por él. Como pueden comprender, durante algún tiempo su mente estuvo confusa.
Al principio tenía la impresión de que seguía en el aula. Percibió con claridad la sorpresa de los muchachos y la entrada del señor Lidgett. Es bastante taxativo a este respecto. No oía sus observaciones pero lo atribuía al efecto ensordecedor del experimento. Las cosas a su alrededor aparecían oscuras y vagas, pero su mente lo interpretó con la idea obvia, aunque equivocada, de que la explosión había generado gran cantidad de humo oscuro. A través de la penumbra las figuras de Lidgett y de los muchachos se movían de manera tan tenue y silenciosa como fantasmas. El rostro de Plattner todavía se estremecía bajo el calor del destello. Estaba, según dice, «totalmente confuso». Sus primeros pensamientos concretos parecen haberse ocupado de su segundad personal. Pensó que tal vez se había quedado ciego y sordo. Se palpó los miembros y el rostro de manera cautelosa Entonces sus percepciones fueron aclarándose y quedó perplejo al echar en falta a su alrededor los conocidos pupitres y demás muebles del aula. En lugar de ello sólo había formas grises, oscuras e inciertas. Entonces se produjo algo que le hizo gritar y que despertó instantáneamente sus facultades aturdidas. ¡Dos de los muchachos, gesticulando, pasaban a través de él! Nadie pareció darse cuenta de su presencia. Es difícil imaginar la sensación que experimentaba. Chocaban con él dice, con la misma fuerza que una ráfaga de niebla.
El primer pensamiento de Plattner después de eso fue creerse muerto. Sin embargo, al haber sido educado con ideas lógicas en estas cuestiones, estaba algo sorprendido de encontrar todavía consigo a su cuerpo. La segunda conclusión fue que no era él quien estaba muerto, sino los otros: que la explosión había destruido la Sussexville Proprietary School y a todos excepto a él. Pero esto tampoco era muy satisfactorio. Volvió a observar, atónito.
Todo lo que había a su alrededor resultaba extraordinariamente oscuro: al principio, parecía negro como el ébano. Por encima de su cabeza había un firmamento negro. El único punto de luz en la escena era un débil resplandor verdoso en el límite del cielo, en dirección a un horizonte de negras colinas ondulantes. Ésta fue, dijo, su primera impresión. Según iban sus ojos acostumbrándose a la oscuridad, comenzó a distinguir una suave calidad de diferentes colores verdosos en la noche que le envolvía. Sobre este fondo, los muebles y los ocupantes del aula parecían destacar como espectros fosforescentes, débiles e impalpables. Alargó su mano y la hundió sin ningún esfuerzo en la pared de la habitación, junto a la chimenea.
Se describe a sí mismo haciendo arduos esfuerzos para llamar la atención. Gritó a Lidgett e intentó agarrar a los muchachos según pasaban. Desistió de estos intentos sólo cuando el señor Lidgett, a quien, como profesor ayudante, aborrecía por naturaleza, entró en la habitación. Dice que la sensación de estar en el mundo y no ser parte de él es extraordinariamente desagradable. Compara sus sensaciones, no sin razón, con las de un gato que acecha a un ratón a través de la ventana. Cuando se movía para comunicarse con el tenebroso mundo conocido que había a su alrededor, encontraba una barrera invisible e incomprensible que le impedía comunicarse. Centró entonces su atención en el entorno sólido. Encontró la botella intacta aún en su mano, con el resto del polvo verde en su interior. Se la metió en el bolsillo y comenzó a experimentar sensaciones de si mismo Al parecer estaba sentado sobre una roca cubierta de musgo aterciopelado. No podía ver el campo oscuro que había por encima de él y la imagen débil y nebulosa del aula se iba borrando, pero podía sentir (debido quizá a una brisa fresca) que estaba cerca de la cima de una colina y que a sus pies se extendía un profundo valle. La extensión e intensidad del verde resplandor a lo largo del horizonte parecían crecer. Se levantó frotándose los ojos.
Al parecer, dio un par de pasos colina abajo y después tropezó, casi cayéndose, y se sentó sobre un peñasco para contemplar el panorama Se dio cuenta de que el mundo que le rodeaba era absolutamente silencioso. Lo era tanto como oscuro, y aunque le parecía que una fresca brisa soplaba en la colina, faltaba el susurro de la hierba y el murmullo de las ramas que deberían acompañarla Por consiguiente pudo oír, aunque no pudiera ver, que la falda de la colina en la que se encontraba era rocosa y desolada. El verde se hada cada vez mas brillante y se fue mezclando con él un tenue rojo sangre transparente, aunque sin mitigar la negrura del cielo que se extendía por encima de su cabeza y de la rocosa desolación de su alrededor. Considerando lo que sigue, me inclino a creer que el color rojizo puede haber sido un efecto óptico debido al contraste. Algo negro se agitó durante unos momentos contra el lívido verde amarillento de la parte inferior del cielo, y a continuación el sonido penetrante de una campana se elevó desde el abismo que tenía ante sí. Una expectación opresiva creció al aumentar la luz.
Es probable que transcurriera una hora o más mientras estuvo allí sentado y esa extraña luz verde se volvía cada vez más brillante y se extendía con lentitud, en llameantes dedos, hasta el cénit. Al crecer, la visión espectral de nuestro mundo se volvió, relativa o absolutamente, más borrosa. Es probable que ambas cosas, pues la hora debía ser aproximadamente la de nuestro crepúsculo terrestre. En cuanto se disipó la visión de nuestro mundo, Plattner descendió algunos escalones por la colma, atravesó el suelo del aula y se vio sentado en el aire en un aula mas grande que había escaleras abajo. Vio a los internos con claridad, pero mucho mas débilmente de lo que había visto a Lidgett, Estaban preparando sus tareas nocturnas y observó con curiosidad que varios de ellos resolvían con trampa sus teoremas de Euclides mediante una chuleta, cuya existencia no había sospechado hasta ese momento. Al pasar el tiempo se fueron debilitando con la misma constancia con que aumentaba la luz del crepúsculo verde.
Mirando hacia el valle, vio que la luz había descendido por las paredes rocosas y que la profunda negrura del abismo quedaba ahora rota por un diminuto resplandor verde, igual que la luz de una luciérnaga. Casi inmediatamente, el perfil de un enorme cuerpo celeste de resplandeciente Color verde se elevó sobre las ondulaciones basálticas de las distantes columnas, y las monstruosas masas de las colinas se revelaron desvaídas y desoladas, con claridad verdosa y profundas sombras negras. Percibió gran número de objetos esféricos que se arrastraban como simientes de cardo por el suelo. Ninguno de ellos estaba mas cerca de él que el lado opuesto del valle. La campana sonaba cada vez a intervalos más breves, con una especie de impaciente insistencia, y varias luces se movían de un lado a otro. Los muchachos que trabajaban en sus pupitres aparecían casi imperceptiblemente tenues.
Esta extinción de nuestro mundo al elevarse el verde Sol del otro universo es una característica curiosa en la que Plattner insiste. Durante la noche del Otro Mundo es difícil moverse, a causa de la intensidad con que son visibles las cosas de este mundo. Es un misterio explicar por qué, de ser así, no podemos entrever en este mundo el Otro Mundo. Quizá se deba a la iluminación comparativamente intensa del nuestro. Plattner describe el mediodía del Otro Mundo con un brillo no superior al de la luna llena en el nuestro, mientras que la noche es profundamente oscura. Por consiguiente, la cantidad de luz incluso de una habitación oscura normal, es suficiente para volver invisibles las cosas del Otro Mundo por el mismo principio que hace que una débil fosforescencia sea sólo visible en la máxima oscuridad. Desde que me contó su historia, he intentado ver algo del Otro Mundo sentándome durante un rato por la noche en el cuarto oscuro de un fotógrafo. Ciertamente, he visto la forma confusa de rocas y laderas verdosas, pero debo admitir que eran muy confusas. Quizá el lector tenga más suerte. Plattner me ha dicho que desde su regreso ha visto y reconocido lugares del Otro Mundo en sus sueños, pero esto se debe probablemente a su recuerdo de dichas escenas. Parece posible que personas de mirada muy penetrante puedan en alguna ocasión vislumbrar ese extraño Otro Mundo que nos rodea.
Sin embargo, esto es una digresión. Al elevarse el Sol verde, una larga calle de edificios negros se hizo perceptible, aunque sólo de manera oscura y borrosa, en el valle, y tras alguna duda Plattner comenzó a descender por el precipicio hacia ellos. El descenso fue largo y excesivamente fastidioso, no sólo por la extraordinaria pendiente sino debido a que los cantos estaban dispersos y muy sueltos en la ladera. El ruido de su descenso —de vez en cuando sus talones provocaban chispas en las rocas— parecía ahora el único sonido del universo, pues había cesado el tañido de la campana. Al acercarse, percibió que vanos de los edificios tenían un singular parecido con tumbas, mausoleos y monumentos, salvo que eran uniformemente negros en lugar de ser blancos como la mayoría de las sepulturas. Y después vio salir del edificio mas grande, como de una iglesia, varias figuras redondeadas y pálidas de color verde. Se dispersaron en varias direcciones por la calle más ancha, desapareciendo algunos por las callejuelas laterales y reapareciendo por la ladera de la colina, mientras otros se introducían en los pequeños edificios negros que había en el camino.
Al ver estas cosas arrastrándose hacia él, Plattner se detuvo, mirándolas con atención. No caminaban, pues de hecho carecían de piernas, y tenían el aspecto de cabezas humanas, debajo de las cuales surgía un cuerpo parecido al de un renacuajo. Estaba demasiado sorprendido por su rareza, demasiado como para que le alarmaran seriamente. Se dirigieron hacia él contra la fría brisa que soplaba de la colina, como pompas de jabón arrastradas por una corriente de aire. Al contemplar al que tenía mas cerca vio que en efecto se trataba de una cabeza humana, aunque con ojos curiosamente grandes y con tal expresión de angustia y zozobra como nunca viera en ningún mortal. Se sorprendió al comprobar que no se volvían hacia él aunque parecían estar vigilando y siguiendo alguna cosa invisible que se movía. Durante un momento quedó perplejo, hasta que se le ocurrió que esa criatura estaba observando con sus enormes ojos algo que sucedía en el mundo que acababa de dejar. Se acercó más y más, pero estaba demasiado sorprendido como para gritar. Cuando estuvo a su lado, emitió un débil y desagradable ruido. A continuación le dio una palmadita en la cara —su tacto era muy frío— y pasó de largo ascendiendo hacia la cumbre de la colina.
Por la mente de Plattner cruzó la extraordinaria convicción de que esa cabeza tenía una enorme similitud con Lidgett. A continuación centró su atención en otras cabezas que se amontonaban ahora en la ladera Ninguna de ellas hizo el menor signo de reconocimiento. Una o dos se acercaron a su cabeza y casi siguieron el ejemplo de la primera, pero él se apartó con violencia. En la mayoría de ellas observó la misma expresión de vano pesar que había visto en la primera y oyó los mismos débiles sonidos de abatimiento. Una o dos lloraban y otra que ascendía suavemente por la colina mostraba una expresión de furia diabólica. Las había frías y algunas mostraban en sus ojos una expresión de complaciente interés. Una al menos se hallaba casi en el éxtasis de la felicidad. Plattner no recuerda si percibió algún otro parecido en las que vio entonces.
Durante varias horas quizá, Plattner observó cosas extrañas que se dispersaban por las colinas y hasta mucho después de que hubieran dejado de salir de los negros edificios del cañón, no reanudó el descenso. La oscuridad que había sobre él aumentó tanto que le resultaba difícil caminar. Por encima de su cabeza el cielo era todavía de un verde pálido brillante. No sentía hambre ni sed. Más tarde, cuando la sintió, encontró un frío riachuelo que bajaba por el valle, y cuando por desesperación hubo de probar el musgo que crecía en las rocas, descubrió que era comestible.
Caminó a tientas entre las tumbas del valle buscando vagamente algún sentido a aquellas cosas inexplicables. Después de largo tiempo llegó a la entrada del gran edificio, parecido a un mausoleo, del que habían salido las cabezas. Encontró en él un grupo de luces verdes brillando sobre una especie de altar de basalto y una cuerda de campana colgando de lo alto de un campanario situado en el centro del lugar. Alrededor de la pared había una inscripción de fuego en unos caracteres que le eran desconocidos. Mientras se preguntaba por el significado de aquellas cosas, oyó unas fuertes pisadas que se alejaban por la calle y provocaban eco. Volvió a salir a la oscuridad, pero no vio nada. Estuvo a punto de tirar de la cuerda de la campana, pero al final decidió seguir los pasos. Aunque corrió, no logró alcanzarlos y sus gritos no sirvieron de nada. El valle parecía extenderse a lo largo de una distancia interminable. Era tan oscuro como una noche de estrellas en la Tierra, mientras que el fantasmagórico día verde brillaba en el borde superior del precipicio. Allí abajo no había ninguna cabeza. Al parecer todas se encontraban ocupadas en lo alto de la ladera Mirando hacia arriba las vio arrastrándose de un lado a otro, suspendidas algunas, inmóviles, y desplazándose otras velozmente por el aire. Declaró que le recordaban «grandes copos de nieve», sólo que eran negras y verde pálido.
Plattner afirma que pasó buena parte de los siete u ocho días persiguiendo las pisadas firmes y constantes a las que nunca lograba dar alcance, avanzando a tientas hacia nuevas regiones de esa infinita y endiablada zanja, trepando y descendiendo por las despiadadas alturas, vagando por las cumbres y observando los rostros que se arrastraban. Dice que no llevó la cuenta. Aunque una o dos veces encontró ojos que te miraban, no cruzó ni una palabra con ningún alma viviente. Durmió entre las rocas de la ladera. En el valle las cosas terrestres eran invisibles porque, desde el punto de vista de la Tierra estaba por debajo del suelo. En las alturas, en cuanto comenzaba el día terrestre el mundo se te hacía visible. Varias veces se encontró dando traspiés sobre las oscuras rocas verdes o deteniéndose al borde de un precipicio, mientras que encima de él se agitaban las verdes ramas de las veredas de Sussexville; otras veces le parecía estar caminando por las calles de Sussexville u observando sin ser visto en el interior de las casas. Fue entonces cuando descubrió que a cada uno de los seres humanos de nuestro mundo le pertenecía una de esas cabezas que se arrastraban, que a todos los habitantes de este mundo les vigila sin pausa uno de esos desamparados seres sin cuerpo.
Plattner nunca supo qué eran. ¿Vigilantes de los Vivos? Pero dos que encontró y que le siguieron se parecían al recuerdo que guardaba de su padre y de su madre cuando era niño. De vez en cuando otros rostros dirigían sus ojos hacia él: ojos como los de las personas ya muertas que le habían influido, dañado o ayudado en su juventud o ya de adulto. Cada vez que le miraban, Plattner se sentía invadido por un extraño sentido de la responsabilidad Se aventuró a hablar con su madre, pero ella no le respondió. Miraba con tristeza fijamente y con ternura y le pareció también que con cierto tono acusador en los ojos. Simplemente cuenta esta historia, no intenta explicarla No nos queda más que hacer conjeturas sobre quiénes son estos Vigilantes de los Vivos, o, si son efectivamente la Muerte, por qué miran con tanta intensidad un mundo que han abandonado para siempre. Puede ser, me parece a mí, que cuando se ha cerrado nuestra vida cuando el bien y él mal han dejado de ser una elección, todavía debemos ser testigos de las secuelas que hemos dejado. Si las almas humanas continúan existiendo después de la muerte, los intereses humanos seguramente también persisten. Pero esto no es más que una suposición para interpretar las cosas vistas. Plattner no brinda ninguna interpretación, pues no se le dio ninguna Conviene que el lector comprenda esto con claridad. Día tras día, con la cabeza dándole vueltas, vagó por el mundo verdoso exterior a nuestro mundo, cansado, y al final, débil y hambriento. De día, es decir, durante el día terrestre, la visión fantasmagórica del conocido escenario de Sussexville le molestaba y preocupaba. No podía ver dónde ponía los pies y de vez en cuando, con un frío tacto, una de esas Almas Vigilantes chocaba contra su rostro. Tras la oscuridad, la multitud de esos Vigilantes encima de él y su atenta angustia llevaban a su mente a una confusión indescriptible. Un gran anhelo de regresar a la vida terrestre, tan próxima y sin embargo tan remota, le consumía. Lo sobrenatural de todo cuanto le rodeaba le producía una angustia mental dolorosa. Estaba preocupado por su propio séquito. Les gritaría para que desistieran de mirarle, les reprendería y lograría que se alejaran. Siempre permanecían mudos y absortos. Corriendo como podían sobre el suelo irregular, seguían su destino.
El noveno día por la tarde, Plattner oyó los pasos invisibles que se aproximaban por el valle. En ese momento vagaba por la amplia cima de la misma colina a la que cayó al entrar a este extraño Otro Mundo. Se dio la vuelta para apresurarse hacia el valle, encontró pronto el camino y se detuvo al ver lo que sucedía en una habitación, en una calle posterior cercana a la escuela Conocía de vista a las dos personas que había en su interior. Las ventanas estaban abiertas, las persianas subidas y el sol crepuscular entraba con claridad de modo que al principio aparecieron como figuras brillantes y alargadas proyectándose como las imágenes de una linterna mágica sobre el. paisaje negro y el pálido verde del amanecer. Además de la luz del Sol, acababan de encender una vela en la habitación.
En la cama yacía un hombre muy delgado con el cadavérico rostro pálido sobre la revuelta almohada Sus manos apretadas se elevaban por encima de su cabeza. Sobre una pequeña mesa al lado de la cama había unos pocos frascos de medicinas, algo de pan tostado, agua y un vaso vacío. De vez en cuando los labios del hombre delgado se separaban para esbozar una palabra que no podía articular. Pero la mujer no se daba cuenta de que quería algo, puesto que estaba ocupada revolviendo papeles en un viejo escritorio, en la esquina opuesta de la estancia Al principio la imagen era de gran intensidad pero cuando el verde amanecer, a su espalda, se hizo más intenso, tomóse cada vez más débil y transparente.
Al irse acercando los pasos, con eco, esas pisadas que tan fuerte resonaban en el Otro Mundo y tan silenciosas en éste, Plattner percibió sobre él una multitud de pálidos rostros que se agrupaban en la oscuridad y vigilaban a las dos personas de la habitación Nunca antes había visto a tantos Vigilantes de los Vivos. Una multitud ponía sus ojos únicamente sobre el enfermo, y otra, con infinita angustia, vigilaba a la mujer que con ávidos ojos buscaba algo que no podía encontrar. Se agolparon alrededor de Plattner, se cruzaron delante de su mirada y le golpearon el rostro, envolviéndole con el ruido de sus inútiles lamentos. Sólo de vez en cuando lograba ver con claridad Otras veces las imágenes se estremecían oscuramente a través del velo de reflejos verdes de sus movimientos. En la habitación debía reinar un gran silencio y dice Plattner que la llama de la vela se prolongaba en una línea de humo perfectamente vertical, aunque en sus oídos cada paso y su eco resonaban como un trueno. ¡Y los rostros! Dos, en particular, cerca de la mujer uno también de mujer, blanco y de rasgos claros, un rostro que pudo haber sido frío y duro pero que ahora se hallaba suavizado por una pincelada de sabiduría extraña a la Tierra. El otro podía ser el padre de la mujer. Ambos estaban evidentemente absortos en la contemplación de un acto de odiosa mezquindad que al parecer no podían evitar ni prevenir. Detrás había otros, maestros que pudieron enseñar mal, amigos cuya influencia no logró resultado alguno. Y sobre el hombre también una multitud pero ninguno que pareciera ser padre o maestro. Facciones que pudieron ser toscas, depuradas ahora por el pesar. Y delante de todas la cara de una muchacha ni temerosa ni arrepentida, sino simplemente paciente y fatigada y, según le pareció a Plattner, esperando alivio. Su capacidad de descripción no logra recordar la multitud de horribles semblantes. Se agruparon al sonido de la campana Los vio a todos por espacio de un segundo. Al parecer, con la excitación, sus inquietos dedos sacaron del bolsillo la botella de polvos verdes, sosteniéndola delante de él. Pero no lo recuerda.
De pronto cesaron los pasos, esperó el siguiente y se produjo un silencio; y entonces, de manera súbita, cortando la inesperada calma como una hoja afilada, se produjo el primer tañido de la campana Se agitaron los miles de rostros y sobre ellos se elevó un grito cada vez más intenso. La mujer no lo oía; estaba quemando algo en la llama de la vela Al segundo tañido todo se volvió más confuso y un hálito de viento helado sopló a través de la multitud de Vigilantes. Se arremolinaron a su alrededor como un torbellino de hojas muertas en primavera, y al tercer tañido algo se extendió a través de ellos hacia la cama Ya sabrán lo que es un haz de luz; aquello era como una haz de oscuridad y mirándolo de nuevo Plattner vio que se trataba de la sombra de un brazo y de una mano.
El sol verde tocaba ahora las negras desolaciones del horizonte y la visión de la habitación era muy débil Plattner pudo ver que el blanco de la cama se retorcía convulsivamente y que la mujer miraba por encima del hombro, asustada.
La multitud de Vigilantes se elevó como una ráfaga de polvo tras el viento y se deslizó rápidamente hacia el fondo del valle. Plattner comprendió entonces, de pronto, el significado del brazo negro, que se extendía por su hombro y agarraba su presa. No as atrevió a girar la cabeza para ver la Sombra que había detrás del brazo. Con un esfuerzo violento, y tapándose los ojos, comenzó a correr, dio unos veinte pasos, resbaló sobre una roca y cayó. Cayó sobre sus manos y la botella chocó y explotó al tocar el suelo.
Instantes después se encontró, aturdido y sangrando, cara a cara con Lidgett en el viejo jardín vallado de detrás de la escuela.
Aquí acaba la historia de las experiencias de Plattner. He resistido, y creo que con éxito, la tendencia natural de los escritores de ficción a adornar los incidentes de este tipo. He relatado las cosas, dentro de lo posible, en el orden en que Plattner me las confió. He evitado con cuidado cualquier intento de estilo, efecto o construcción. Por ejemplo, hubiera sido fácil elaborar la escena de la cama mortuoria en forma de una conjura en la que Plattner podía haber estado implicado. Pero aparte de lo censurable de falsear una historia verdadera tan extraordinaria, un truco de ese tipo hubiera echado a perder, creo yo, el efecto peculiar de ese mundo oscuro con su lívida iluminación verde y sus Vigilantes de los Vivos vagando que, invisibles e incapaces de aproximarse, nos rodea a todos nosotros.
Queda por añadir que efectivamente se produjo una muerte en Vincent Terrace, justo detrás del jardín de la escuela, y, como puede demostrarse, en el momento del regreso de Plattner. El fallecido fue un agente de seguros y recaudador de impuestos. Su viuda, mucho más joven que él, se casó el mes pasado con un tal señor Whymper, cirujano veterinario de Allbeeding. Puesto que una parte de esta historia que hemos relatado ha circulado oralmente en varias versiones en Sussexville, ella me ha autorizado a utilizar su nombre con la condición de que indique expresamente que contradice todos los detalles del relato de Plattner acerca de los últimos movimientos de su marido. Afirma que no quemó ningún testamento, aunque Plattner no la acusó nunca de hacerlo: su marido redactó un único testamento, precisamente tras su matrimonio. Es evidente que, para proceder de un hombre que nunca ha estado en ella, el relato de Plattner acerca de los muebles de la habitación resulta curiosamente preciso.
Hay otro punto sobre el que debo insistir, aun a riesgo de fastidiosas repeticiones, para no favorecer supersticiones crédulas. Está probado que la ausencia de Plattner del mundo fue de nueve días. Pero esto no prueba su historia Es concebible que incluso en el espacio exterior sean posibles las alucinaciones. El lector debe tener al menos esto en cuenta.
Los argonautas del aire
El aparato volador de Monson podía verse desde las ventanas del tren que pasaba por la línea principal del sudoeste o por la línea que corría entre Wimbledon y Worcester Park; para ser más exacto, podían verse las enormes estructuras que delimitaban el vuelo del aparato. Éstas se elevaban sobre las copas de los árboles, era un imponente callejón de hierro y vigas entrelazados y una enorme madeja de cuerdas y aparejos que se extendían a lo largo de casi dos millas. Desde al ramal de Leatherhead este callejón estaba escorzado y parcialmente escondido por una colina con villas; pero desde la línea principal se veía de perfil un complejo entrelazado de vigas y barras curvadas, muy impresionante para los excursionistas que llegaban desde Portsmouth, Southampton y el oeste. Monson había reanudado el trabajo donde Maxim lo dejara; al principio la prosiguió con un absoluto desprecio hacia las opiniones de la prensa y hacia la ignorancia que tanto habían irritado a su predecesor, y se decía que había gastado más de la mitad de su inmensa fortuna en sus experimentos. Los resultados, para una generación impaciente, parecían insignificantes. Aproximadamente unos cinco años después del crecimiento de aquella colosal arboleda de hierro en Worcester Park, Monson había fracasado también al producir un inmenso alboroto en Trafalgar Square; incluso los turistas de la isla de Wight se sentían autorizados para sonreír. Y las personas suficientemente inteligentes como para no considerar a Monson un loco afectado por la manía de inventar, le denunciaban (sin ninguna razón en particular) como un charlatán callejero.
Sin embargo, de vez en cuando un tren matinal, con su carga de personas provistas de billetes de abono, podía ver a un monstruo blanco precipitarse impetuosamente a través del armazón aéreo de guías y barras y oír las detenciones, el chasquido de los amortiguadores, el rechinar y el gemido junto con el impacto del golpe. Se producía entonces una aparición de rostros oscuros bordeados de blanco en los costados del tren y los periódicos de la mañana eran abandonados en beneficio de una vigorosa discusión sobre la posibilidad de volar (sobre lo que nunca se decía nada nuevo), hasta que el tren alcanzaba Waterloo y su cargamento de pasajeros provistos de abono se dispersaba por todo Londres. O bien los padres y las madres, en alguno de esos trenes multitudinarios cargados de fatigados excursionistas que volvían tras un día de descanso a orillas del mar, encontraban la oscura fábrica que destacaba en el cielo alardeado de utilidad para distraer la atención de niños irritables, sobresaltándose repentinamente por el tránsito veloz de una enorme figura negra aleteante, que se deslizaba sobre las guías. Era un hecho superior e imponente, mas allá de cualquier disputa, y excelente como motivo de conversación; de todos modos, como volaba suspendido de los cables, la mayoría de los que lo presenciaban raramente lo comentaban cómo un auténtico vuelo. Parecía mas un entretenimiento para el pueblo que un ingenio para elevarse.
Al principio, como decía, Monson no se molestó demasiado por las opiniones de la prensa Pero muy posiblemente se había hecho una idea equivocada sobre el tiempo que le costaría perfeccionar las tácticas de vuelo, ajustar de una forma rápida y segura la elevación veloz en el aire del ingenio, en el caso de encontrar una ráfaga o cualquier movimiento fortuito del viento. Tampoco había calculado con exactitud el dinero que le costaría ese prolongado esfuerzo de ir en contra de la gravedad Además, no era tan duro y paquidérmico como parecía. Periódicamente, y en secreto, Romeike le enviaba los recortes; periódicamente también su banquero se lo recordaba a su manera. Y si bien al principio no le importaba el ridículo inicial y el escepticismo, empezó a sentir un creciente abandono a medida que pasaban los meses y el dinero iba menguando. Había pasado cierto tiempo desde que Monson ignórasela aquel periodista emprendedor deseoso de información. Cuando el periodista dejó de molesta? Monson se sintió satisfecho en el fondo de su corazón. Día a día el trabajo continuaba, y la multitud de sutiles dificultades en la dirección iba disminuyendo en número. Día a día también el dinero iba desapareciendo hasta que el balance llegó a descender de cientos de miles a decenas de miles. Finalmente llegó un aniversario.
Monson, sentado en el pequeño estudio de dibujo, de repente se percató de la fecha en el calendario de Woodhouse.
—Hoy hace cinco años que empezamos —dijo a Woodhouse súbitamente.
—¿De verdad? —replicó Woodhouse.
—Las modificaciones nos están jugando una mala pasada —comentó Monson mordiendo un sujetapapeles. Los dibujos de los nuevos propulsores posteriores descansaban sobre la mesa ante él mientras hablaba. Arrojó el mutilado pasador metálico a la papelera y tamborileó con los dedos—. ¡Estas modificaciones! ¿Es que los matemáticos nunca serán lo suficientemente inteligentes como para ahorramos tanto remiendo y tanta experimentación? Cinco años... aprendiendo en la práctica cuando cabía suponer que se puede calcular todo de antemano. ¡Y lo que cuesta! Podía haber contratado a tres pendencieros de por vida. Pero sólo han desarrollado algunos preciosos teoremas sobre neumática sin ninguna utilidad. ¡Menudo tiempo ha pasado, Woodhouse!
—Estas molduras tardarán tres semanas en estar listas —dijo Woodhouse—. A precios especiales.
—¡Tres semanas! —se lamentó Monson sentándose y volviendo a tamborilear sobre la mesa.
—Sí, tres semanas —dijo Woodhouse, que resultaba excelente como ingeniero pero no tan bueno para dar consuelo. Recogió las hojas y se puso a sombrear una barra.
Monson cesó de teclear y empezó a morderse las uñas mientras miraba fijamente la cabeza de Woodhouse.
—¿Cuánto tiempo llevan llamando a esto la tontería de Monson? —preguntó de repente.
—¡Oh!, creo que un año o así —respondió Woodhouse sin ningún cuidado y sin levantar la vista.
Monson aspiró aire por entre los dientes y se acercó a la ventana. Las robustas columnas de hierro que soportaban los carriles elevados de la salida de la máquina se alzaban en las cercanías; la máquina quedaba oculta por el marco superior de la ventana. A través del bosquecillo de pilares de hierro pintados de rojo y adornados con hileras de tornillos se tenía una visión fugaz del hermoso escenario que se extendía hacia Esher. Un tren se deslizaba silenciosamente a lo lejos; su traqueteo quedaba ahogado por el martilleo de los trabajadores en lo alto. Monson se imaginó las expresiones sarcásticas de la gente desde las ventanas de los vagones. Juró ferozmente en voz baja y golpeó con fruición a un moscardón que, de repente, se había vuelto ruidoso en el cristal de la ventana.
—¿Qué pasa? —preguntó Woodhouse sorprendido mirando fijamente a su patrón.
—Estoy harto de todo esto.
Woodhouse se rascó la mejilla.
—¡Oh! —dijo tras una pausa de recapacitación. A continuación apartó el dibujo de sí.
—Esos estúpidos... Estoy intentando conquistar un nuevo elemento, intentando crear algo que revolucionaria la vida, y en vez de interesarse inteligentemente se ríen y hacen chistes estúpidos poniendo motes a mis utensilios y a mi mismo.
—¡Burros! —exclamó Woodhouse dejando caer de nuevo su mirada sobre el dibujo.
El epíteto, curiosamente suficiente, hizo retroceder a Monson.
—Estoy harto de todas formas, Woodhouse —dijo después de una pausa.
Woodhouse se encogió de hombros.
—Sólo se precisa paciencia, supongo —dijo Monson metiéndose las manos en los bolsillos—. Yo he empezado, he hecho la cama y he tenido que descansar en ella. Ahora no puedo retroceder. Lo llevaré a cabo y gastaré cada penique que tenga y cada penique que se me preste. Pero te digo. Woodhouse, que estoy infernalmente harto a pesar de todo. Si hubiera pagado una décima parte del dinero que llevo gastado a ciertos políticos, ya hace tiempo que habría llegado a ser barón.
Monson esperó. Woodhouse le miró de hito en hito con la expresión desinteresada que utilizaba siempre para indicar simpatía y golpeó su caja de lápices, que estaba sobre la mesa. Monson le miró fijamente durante unos segundos.
—¡Oh, tonto! —exclamó Monson de repente, y salió precipitadamente de la habitación.
Woodhouse continuó rígido quizá durante medio minuto mas. Entonces suspiró y reanudó el sombreado de sus dibujos. Algo había molestado de forma evidente a Monson. Buen muchacho, y generoso, pero era difícil llevarse bien con él. Sucedía lo mismo con todos los principiantes relacionados con la ingeniería... querían terminar todo de buenas a primeras. Pero Monson generalmente tenía la paciencia de los expertos. Sólo que era muy irritable. ¡Qué redonda y bonita le parecía la barra de aluminio ahora! Woodhouse echó la cabeza hacia atrás poniendo el dibujo primero a un lado y luego a otro para apreciar bien la pizca de brillo.
—Señor Woodhouse —dijo Hooper, el capataz de los trabajadores, asomando la cabeza por la puerta.
—¡Hola! —saludó Woodhouse sin volverse.
—¿Ha pasado algo, señor? —preguntó Hooper.
—¿Algo? —inquirió Woodhouse.
—El jefe acaba de subir a los raíles jurando como un tornado.
—¡Oh! —exclamó Woodhouse.
—Eso no es normal en él, señor.
—¿No?
—Y estaba pensando que quizá...
—No piense —contestó Woodhouse, admirando al tiempo sus dibujos.
Hooper conocía a Woodhouse y se fue cerrando la puerta con un fuerte estruendo. Woodhouse miró fijamente frente a sí, insensiblemente durante unos segundos, y después realizó un esfuerzo inútil intentando limpiar los dientes con el lápiz. De repente desistió, y arrojando a aquel viejo y fatigado servidor a través de la habitación, se levantó, se desperezo y salió tras Hooper.
Había perdido la calma; se evidenciaba en cualquier trabajador que se encontrara. Cuando un millonario que se ha estado gastando grandes sumas en experimentos que dan empleo casi a un pequeño regimiento de personas dice de repente que está harto de su empresa, aparece casi invariablemente cierta fricción mental en las filas del pequeño ejército por él empleado. E incluso antes de que muestre sus intenciones hay especulaciones y murmuraciones, rostros escrutados y un profundo estudio de las cosas más insignificantes. Centenares de personas supieron antes de que el día acabara que Monson estaba irritado, Woodhouse estaba irritado y Hooper estaba irritado. Incluso la esposa de un trabajador cualquiera (a quien Monson nunca habría visto) decidió conservar su dinero en la caja de ahorros en vez de comprarse un vestido aterciopelado.
Monson halló cierta satisfacción en irse con los trabajadores y mostrar su desacuerdo con la mayor cantidad de gente posible. Mas tarde incluso esto le molestó y se marchó cabalgando, para alivio de todos, a través de las sendas hacia el sureste, hacia los problemas infinitos de su mayordomo en Cheam.
La causa inmediata de todo ello, el pequeño grano de incomodidad que había precipitado de pronto todo ese descontento por el trabajo de su vida, fueron —¡ésas son las cosas triviales que dirigen todas nuestras grandes decisiones!— media docena de observaciones desconsideradas, formuladas por una bonita chica elegantemente vestida, con una preciosa voz y algo más que belleza en sus ojos grises. Y de esa media docena de observaciones, cuatro palabras especialmente: «la tontería de Monson».
Ella sentía que había sido encantadora con Monson: al día siguiente pensó cuan excepcionalmente efectiva había sido y nadie estaría mas asombrada que ella del efecto que había ejercido en la mente de Monson. Supongo, considerándolo todo, que ella nunca llegó a enterarse.
—¿Cómo le va con su máquina voladora? —preguntó ella. («Me pregunto si alguna vez he conocido a alguien con el buen sentido suficiente como para no preguntarlo», pensó Monson). —Será muy peligrosa al principio, ¿verdad? —(«Ella piensa que tengo miedo.») —Jorgon va a cantar dentro de poco. ¿Le ha oído alguna vez? —(«Al hacer caso de mis manías, volvemos a la conversación racional») Despliegue de entusiasmo acerca de Jorgon; declive gradual de la conversación, acabando con: —Hágamelo saber cuando su aparato volador esté terminado, señor Monson, y entonces consideraré la posibilidad de comprar un billete. —(«Cualquiera pensaría que todavía estoy jugando a inventos en el parvulario.») Pero lo mas amargo que ella dijo no llegó a los oídos de Monson. Para Phlox, el novelista, ella era siempre conscientemente brillante. —He estado hablando con el señor Monson; ese hombre no puede pensar más que en su máquina voladora ¿Sabe que todos sus trabajadores llaman a ese sitio el lugar de la «tontería de Monson»? Es bastante estrafalario. Es muy, muy triste. Yo siempre le observo como si fuera un tesoro hundido; el millonario perdido, ya sabe.
Ella era guapa y bien educada; en realidad había escrito una novela corta epigramática; pero la amargura era algo típico en ella Resumía lo que pensaba el mundo del hombre que trabajaba de una forma sana, firme y segura hacia una tremenda revolución de los medios de la civilización, una modificación del progreso de la humanidad como nunca se había realizado desde el principio de la historia El mundo no se tomaba en serio a ese hombre.
En poco tiempo, él sería proverbial. «Debo volar ahora», se dijo de camino hacia su casa experimentando un sentimiento de fracaso social absoluto. «¡Debo volar pronto! ¡Si no lo hago pronto, por Dios, me arruinaré!»
Dijo esto antes de haber examinado su libreta de ahorros y sus papeles desordenados. Parece que fueron la voz y la expresión de los ojos de la chica lo que precipitó su descontento. Pero, evidentemente, el hallazgo de que ya no tenía mas de cien mil libras en propiedades y valores que le respaldaran fue el veneno que le hirió de muerte.
A partir del día siguiente a su explosión con Woodhouse y con sus trabajadores, y como consecuencia de ella su porte fue firme y ceñudo durante tres semanas y reinó la ansiedad en Cheam y Ewell, Maldon, Morden y Worcester Park, lugares que habían prosperado muchísimo gracias a sus experimentos.
Cuatro semanas después de aquella primera maldición se encontraba con Woodhouse junto a la máquina reconstruida, al lado de la línea elevada de carriles por medio de los cuales obtenía su ímpetu inicial. El nuevo propulsor brillaba con un blanco más luminoso que el del resto de la máquina, y un trabajador obediente a los caprichos de Monson pintaba con oro las barras de aluminio. Mirando la larga avenida por entre las cuerdas (doradas entonces por el ocaso) se veían señales de color rojo, y a dos millas de distancia un hormiguero de trabajadores atareados que cambiaban los últimos tramos del recorrido para darle mayor pendiente.
—Lo conseguiré —dijo Woodhouse—. Lo conseguiré como sea, pero le digo que esto es infernalmente temerario. Solo con que usted me diera un año más...
—Se lo digo ahora no se lo daré. Le digo que el ingenio funciona Le he dedicado suficientes años...
—No es eso —dijo Woodhouse—. Estamos de acuerdo en cuanto al aparato, pero la dirección...
—¿No he estado yo trabajando día y noche arriba y abajo, con esa caja de ardillas? Si el ingenio se puede dirigir bien aquí, se dirigirá del mismo modo a través de Inglaterra Eso es sólo cobardía te lo digo yo, Woodhouse. Podríamos haberlo conseguido hace un año. Y además...
—¿Y bien? —preguntó Woodhouse.
—¡El dinero! —le espetó Monson por encima del hombro.
—¡Un momento! Yo nunca he pensado en el dinero —contestó Woodhouse; y entonces, hablando con un tono muy diferente al que acababa de utilizar, repitió—: Lo conseguiré. Confíe en mí.
Monson se giró apresuradamente y vio todo lo que Woodhouse no había tenido la destreza de decir brillando en su cara Le miró por un momento y entonces, impulsivamente, extendió su mano.
—Gracias —dijo.
—De acuerdo —dijo Woodhouse estrechándole la mano, con una curiosa suavización de sus rasgos—. Confíe en mi.
Los dos hombres se volvieron para ver el enorme aparato que descansaba con las alas planas extendidas sobre su soporte; lo miraron pensativos. Monson, guiado quizá por un estudio fotográfico sobre el vuelo de los pájaros y por los métodos de Lilienthal, había ido variando gradualmente desde las formas de Maxim nuevamente hacia las formas de pájaro. El ingenio, sin embargo, era impulsado por un colosal propulsor colocado detrás, en la parte de la cola; así, la suspensión, que necesitaba un ajuste casi vertical de la cola plana, se había vuelto imposible. El cuerpo de la máquina era pequeño, casi cilíndrico y puntiagudo. Hacia la popa, en los extremos agudos, había dos pequeños motores de petróleo para el propulsor, mientras que los pilotos se sentarían en el fondo de un hueco como el de una canoa; el motor principal y conductor de la nave estaba protegido del ímpetu cegador del aire por una pantalla baja con dos ventanas de cristal. A cada lado había un monstruoso armazón plano con el borde frontal curvado que podía ajustarse para estar horizontal o moverse hacia arriba o hacia abajo. Estas alas trabajaban juntas con toda precisión; o, liberando una clavija, podía moverse una en cierto ángulo independientemente de su compañera. El extremo frontal de cada ala podía ser también modificado hasta disminuir su área en su sexta parte. La máquina no solo estaba diseñada para flotar en el aire, sino que incluso lo conseguía sin vibraciones. La idea de Monson era entrar en contacto con el aire gracias al ímpetu inicial del aparato, y entonces planear manteniendo el impulso con el propulsor del extremo de la nave. Los grajos y las gaviotas vuelan enormes distancias de esa forma con un escaso movimiento de las alas El pájaro realmente conduce a b largo de una vía aérea Planea inclinándose hacia abajo durante unos segundos hasta que obtiene una cantidad de movimiento considerable, siendo entonces cuando altera la inclinación de sus alas y planea de nuevo hacia arriba hasta recuperar su altura original. Cualquier londinense que haya visto los pájaros en la pajarera del Regent’s Park sabe esto.
Pero los pájaros practican este arte desde el momento en que dejan sus nidos. Ellos no sólo tienen el aparato perfecto, sino también el instinto para su uso. El hombre, caminando sobre sus pies tiene escasa habilidad para equilibrarse. Incluso el simple deporte del ciclismo cuesta algunas horas de trabajo hasta llegar a dominarlo. Los ajustes instantáneos de las alas, la rápida respuesta a una brisa momentánea, la veloz recuperación del equilibrio, los movimientos vertiginosos y en remolino, que requieren una precisión absoluta, todo esto deben aprender, aprender con un trabajo infinito e infinito peligro para conquistar al arte de volar. La máquina voladora que se pondrá en marcha algún día afortunado, impulsada por pequeños pero compactos elevadores, con un bonito puente descubierto como un gran barco y cargado de granadas y armas, es el sueño fácil de un hombre literario. En vidas y en dinero, el coste de la conquista del imperio del aire puede exceder incluso a todo lo que el ser humano ha dedicado a la conquista de los mares. Indudablemente, será más costoso que la mayor guerra que nunca haya devastado el mundo.
Nadie conocía mejor estas cosas que aquellos dos hombres prácticos. Y sabían que se hallaban en la vanguardia del ejército que avanzaba. Aun así, hay esperanza incluso en una empresa desesperada Unas veces los hombres son asesinados salvajemente en las reservas, mientras que otras, otros hombres que han sido condenados a muerte logran escaparse y sobrevivir.
—Si echamos de menos estas praderas... —dijo Woodhouse al poco rato, a su manera característicamente lenta.
—Mi querido muchacho —dijo Monson, cuyo espíritu había estado sublevándose intermitentemente durante los últimos días—, no debemos echar de menos estas praderas. Tenemos la cuarta parte de una milla cuadrada para batir, sacar las vallas, nivelar las zanjas... Bajaremos, puedes estar seguro. Y si no lo hacemos...
—¡Ah! —exclamó Woodhouse—. ¡Si no lo hacemos!
Antes del día de la puesta en marcha, el periódico del pueblo aireó las modificaciones realizadas en el extremo norte del armazón, y Monson fue alentado por un decidido cambio en los comentarios que Romeike le dirigía. «Acabarán algún día», decían los periódicos. «Acabarán algún día», se decían entre sí los usuarios de billete-abono del suroeste; los excursionistas playeros, los viajeros de fin de semana de Sussex y Hampshire, de Dorset y Devon, la gente eminentemente literaria de Hazle mere, todos comentaban impacientemente entre sí, «Acabará algún día», a medida que iba apareciendo el ya familiar armazón. Y, de hecho, una mañana luminosa, a la vista del tren de las diez y diez de Basingstoke, el aparato volador de Monson empezó su viaje.
Vieron el soporte corriendo velozmente a lo largo de su carril, y el propulsor blanco y dorado dando vueltas en el aire. Oyeron el rápido retumbar de las ruedas y el golpe sordo cuando el soporte alcanzó los amortiguadores al final de su recorrido. Y a continuación un rechinar a medida que la máquina voladora era proyectada fuera de la red. Todo lo que la mayoría había visto y oído antes. El aparato volador atravesó con un vuelo descendente el armazón y volvió a elevarse, y entonces, cada espectador gritaba o vociferaba o daba alaridos o chillaba a su manera Pero en lugar de la habitual sacudida y detención, la máquina voladora voló lejos de la que había sido su jaula durante cinco años como una flecha desde su ballesta y, moviéndose en forma oblicua y ascendente en el aire, viró un poco como para cruzar la línea y se remontó en dirección a Wimbledon Common.
Parecía suspenderse momentáneamente en el aire y hacerse pequeña, y luego se zambulló y desapareció sobre las apiñadas y azuladas copas de los árboles hacia el este de Coombe Hall, y nadie cesó de mirar fijamente y de admirarse hasta mucho después de que hubo desaparecido.
Eso fue lo que vio la gente desde el tren de Basingstoke. Si hubieran dibujado una línea en medio de aquel tren, desde la locomotora hasta el furgón de equipajes, no habrían encontrado a nadie en el lado opuesto al del aparato volador. Fue un loco ímpetu de ventana a ventana a medida que el ingenio cruzó la línea. El maquinista del tren y el fogonero en ningún momento apartaron los ojos de las bajas colinas cercanas a Wimbledon, y en ningún momento se percataron de que habían corrido sin parar a través de Coombe, Malden y Raynes Park, hasta que, con recobrada animación, se encontraron entrando a una marcha desacostumbrada en la estación de Wimbledon.
Desde el momento en que Monson había puesto en marcha el soporte con un «¡Ahora!», ni él ni Woodhouse hablan articulado palabra. Ambos permanecían sentados con los dientes apretados. Monson cruzó la línea con una curva demasiado aguda y Woodhouse abrió y cerró sus labios blancos, pero tampoco habló. Woodhouse simplemente se agarró a su asiento y respiró profundamente por entre los dientes mientras miraba el campo azul hacia el oeste, y abajo lejos de él.
Monson se arrodilló en su asiento delantero y sus manos temblaron sobre la palanca del timón que movía las alas. No podía ver ante sí mas que una masa de nubes blancas en el cielo.
El aparato fue inclinándose hacia arriba, viajando a enorme velocidad todavía, pero perdiendo movimiento por momentos. La tierra huía por debajo con la disminución de la velocidad.
—¡Ahora! —dijo Woodhouse al fin, y con un violento esfuerzo Monson torció el timón alterando el ángulo de las alas. El aparato pareció quedarse suspendido durante medio minuto, inmóvil en medio del aire, y entonces vio el azul brumoso, los tejados de las casas de las colinas de Kilburn y Hampstead sallar ante sus ojos y ascender firmemente hasta que el soleado edificio majestuoso del Albert Hall apareció por sus ventanas. Por unos instantes, apenas entendió el significado de su impetuoso avance por encima del horizonte, pero a medida que las casas iban acercándose cada vez más, se dio cuenta de lo que había logrado. Había invertido demasiado las alas y estaban descendiendo excesivamente hacia el Tamesis.
El pensamiento, la pregunta y la realización fueron cuestión de un segundo.
—¡Demasiado! —dijo con voz entrecortada Woodhouse. Monson dio media vuelta a la rueda del timón hacia atrás con una sacudida e inmediatamente los cerros de Kilburn y Hampstead cayeron de nuevo al extremo inferior de sus ventanas. Habían estado a mil pies sobre Coombe y la estación de Malden; cincuenta segundos después volvían a ir a gran velocidad por el aire, a una velocidad vertiginosa, a no mas de ochenta pies sobre la estación de East Putney, en la línea District del metropolitano, sobre la gente atónita que gritaba en el andén. Monson movió la parte anterior contra el aire y sobre Fulham remontaron de nuevo su camino atmosférico excesivamente, demasiado. Los autores avanzaban torpemente a través de Fulham Road mientras la gente daba alaridos.
Y luego de nueves hacia abajo, demasiado inclinados todavía; los árboles y las casas de la zona de Primrose Hill saltaban a través de la ventana de Monson; y entonces, de repente vio ante sí el verdor de los jardines de Kensington y las torres del Instituto Imperial. Se dirigían hacia South Kensington. Los pináculos del Museo de Historia Natural aparecieron de repente a la vista. A continuación un segundo fatal de pensamiento veloz, un momento de vacilación. ¿Debía intentarlo y salvar las torres o desviarse hacia el este?
Hizo un intento dudoso de liberar el ala derecha, dejó la palanca casi libre y dio un frenético apretón a la rueda.
El morro del aparato pareció brincar frente a él. La rueda aprisionó su mano con una fuerza irresistible y empezó a dar sacudidas fuera de control.
Woodhouse, agazapado junto a él, emitió un áspero lamento y se abalanzó sobre Monson.
—¡Demasiado lejos! —gritó aferrándose a la borda para salvarse, Monson se había movido a sacudidas por encima y ahora caía sobre él.
Tan repentino fue todo que apenas una cuarta parte de la gente que iba y venía por Hyde Park, Brompton Road y Exhibition Road vió algo de la catástrofe aérea. Una forma distante y alada había aparecido sobre un grupo de casas del sur, había caído y había vuelto a elevarse; se había precipitado repentinamente hacia el Imperial Institute y una amplia extensión de las alas había barrido la cuarta parte de un círculo; luego se movió súbitamente hacia el este y entonces, de repente, se precipitó verticalmente en el aire. Un objeto negro se desprendió de él, y cayó. ¡Un hombre! ¡Dos hombres agarrados! Cayeron en remolino y se separaron al chocar contra el techo del club de estudiantes, yendo a parar sobre los arbustos de la parte sur.
Quizá durante medio minuto, el tronco puntiagudo del gran aparato siguió todavía una trayectoria ascendente, el propulsor giraba desesperadamente. Durante un breve instante, que pareció una eternidad a todos los que estaban observando, se quedó inmóvil en el aire. Entonces saltó una llamarada del motor de popa. Y veloz, más veloz, velocísimo, fulgurante como un cohete, se desplomó sobre la sólida masa de albañilería que fue anteriormente el Royal College of Science. El gran propulsor, blanco y dorado, tocó el parapeto y se aplastó como si fuera de blanco lino. Entonces el cuerpo llameante en forma de huso se estrelló y se hizo astillas en su caída sobre al ángulo noroeste del edificio.
Pero el estruendo, la llamarada de parafina que salió disparada hacia el cielo de los motores destrozados del aparato, los horrores de los aplastados que se encontraron en el jardín, junto al club de estudiantes, las masas de parapeto amarillo y de ladrillos rojos que cayeron impetuosamente en la carretera, las carreras de la gente como hormigas en un hormiguero destrozado, los motores, la acumulación de muchedumbres... Todas esas cosas no pertenecen a esta historia, que sólo ha sido escrita para relatar cómo se realizó el primer vuelo con éxito de la máquina voladora. Aunque fracasó, y fracasó desastrosamente, el récord de Monson se mantiene —un monumento suficiente— (para guiar al próximo de ese grupo de galantes experimentadores que tarde o temprano dominaran el gran problema que constituye volar. Y entre Worcester Park y Malden todavía existe aquella portentosa avenida de hierro, hoy día oxidada y peligrosa, testigo del primer esfuerzo desesperado del hombre en su derecho de viajar por el aire.
La historia del difunto míster Elvesham
Escribo esta historia, no con la esperanza de que sea creída, sino para prepararle, en la medida de lo posible, una escapatoria a la próxima víctima. Tal vez ésta pueda beneficiarse de mi infortunio.
Me llamo Edward George Eden. Nací en Trentham, en Staffordshire, pues mi padre era un empleado de los jardines de aquella ciudad. Perdí a mi madre cuando tenía tres años y a mi padre cuando tenía cinco; mi tío George Eden me adoptó entonces como hijo suyo. Era soltero, autodidacta y muy conocido en Birmingham como periodista emprendedor; él me educó generosamente y estimuló mi ambición de triunfar en el mundo y, a su muerte, que acaeció hace cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos los gastos pertinentes. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba que invirtiera el dinero en completar mi educación. Yo ya había elegido la carrera de medicina y, gracias a su generosidad y a mi buena estrella al serme concedida una beca, me convertí en estudiante de medicina en la Universidad de Londres. Cuando comienza mi relato, me alojaba en el 110 de la University Street, en una pequeña buhardilla, de mobiliario muy zarrapastroso y muy expuesta a las corrientes, que daba a la parte posterior del local de Schoolbred. En este cuartito vivía y dormía, pues deseaba aprovechar los recursos de que disponía hasta el último chelín.
Llevaba yo un par de botas a arreglar a una zapatería de Tottenham Court Road cuando me encontré por primera vez con el viejecito de cara amarillenta con el que mi vida se ha enmarañado tan inextricablemente en este momento. El viejo estaba de pie, en la acera, contemplando el número de la puerta de mi casa en actitud vacilante, cuando yo la abrí. Sus ojos, unos ojos grises inexpresivos y enrojecidos en los bordes de los párpados, se posaron sobre mi cara, y su semblante adquirió inmediatamente una expresión de arrugada afabilidad.
—Aparece usted en el momento oportuno —dijo—; había olvidado el número de su casa. ¿Cómo está usted, señor Eden?
Me quedé un poco sorprendido ante la familiaridad de su tono, puesto que yo jamás había visto a ese hombre. También estaba un poco irritado de que me hubiera pillado con las botas bajo el brazo. Él reparó en mi falta de cordialidad.
—Se estará usted preguntando quién diablos soy, ¿verdad? Un amigo, se lo aseguro. Lo he visto a usted antes, aunque usted no me haya visto a mí. ¿Puedo hablar con usted en alguna parte?
Yo vacilé. El desaliño de mi buhardilla no era cosa que se pudiera enseñar a cualquier desconocido.
—Tal vez podríamos hablar mientras paseamos —dije yo—. Lamentablemente, esto me impide... —mi gesto explicó la frase antes de que pudiera terminarla.
—Como guste —dijo, y se volvió primero hacia un lado y luego hacia otro—. ¿En qué dirección quiere que paseemos? —añadió, mientras yo deslizaba mis botas en el zaguán—. ¡Mire! —dijo bruscamente—, este asunto es un galimatías. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Yo soy viejo, muy viejo, y las explicaciones no se me dan bien, y con mi voz atiplada y el estrépito del tráfico...
Y posó una mano enjuta y persuasiva que tembló un poco sobre mi brazo.
Yo no era tan mayor como para que un viejo no pudiera invitarme a almorzar. Y sin embargo, su repentina invitación no terminaba de agradarme.
—Yo preferiría... —empecé a decir.
—Ande, no se haga de rogar —me interrumpió—; acepte mi invitación aunque no sea más que por el respeto que merecen mis canas.
De modo que acabé por aceptar y me marché con él.
Me llevó al Blativiski y tuve que andar despacio para acomodarme a su paso. Durante el almuerzo, que resultó ser el mejor de toda mi vida, él se resistió a contestar a mi principal pregunta y yo tomé nota de su aspecto. Tenía la cara afeitada, flaca y llena de arrugas, sus labios ajados medio ocultaban una dentadura postiza y su pelo cano era fino y bastante largo; era pequeño de estatura, aunque la verdad es que a mí me parecía pequeña mucha gente, y tenía los hombros redondeados y la espalda encorvada. Al mirarle, no pude dejar de observar que él también estaba tomando buena nota de mí, recorriéndome con la vista con una curiosa mirada de codicia, desde mis anchas espaldas hasta mis manos tostadas por el sol, volviendo otra vez hasta mi cara pecosa.
—Y ahora —dijo mientras encendíamos nuestros cigarrillos— debo hablarle del asunto que me traigo entre manos. Debo decirle, pues, que soy viejo, muy viejo... —se detuvo un instante—, y sucede que tengo dinero que pronto deberé dejar en herencia y no tengo ningún hijo a quien legárselo.
Me acordé del truco de la confidencia y resolví permanecer alerta para conservar el resto de mis quinientas libras. Él prosiguió haciendo hincapié en su soledad y en los problemas con que se había enfrentado para hallar un destino adecuado para su dinero.
—He tomado en consideración un plan tras otro: beneficencia, instituciones de caridad, becas de estudio y biblioteca, y por fin he llegado a esta conclusión —dijo mirándome fijamente—: quiero encontrar a un joven ambicioso, de mente pura, que sea pobre, sano de cuerpo y alma, para, en breve, convertirlo en mi heredero y darle todo cuanto poseo —y repitió—: darle todo cuanto poseo, de modo que, repentinamente aliviado de todos los problemas y esfuerzos en los que su sensibilidad haya sido educada, se haga un hombre libre e influyente.
Traté de mostrarme desinteresado. Con no disimulada hipocresía, dije:
—Y usted quiere mi ayuda, mis servicios profesionales quizá, para encontrar a esa persona.
Él sonrió y me miró por encima de su cigarrillo, y yo me reí ante su tranquila reacción a mi modesta pretensión.
—¡Qué carrera podría hacer este hombre! —dijo—. Me llena de envidia pensar que otro puede gastar lo que yo he acumulado... Pero hay algunas condiciones, naturalmente, unas cargas que le impondré. Por ejemplo, deberá adoptar mi nombre. No se puede esperar todo a cambio de nada. Y además debo estar al corriente de todas las circunstancias de su vida, antes de poder aceptarlo. Debe ser intachable. Debo conocer sus antecedentes, cómo murieron sus padres y sus abuelos, y llevar a cabo la más estricta investigación sobre su moral privada.
Esto alteró un tanto mi naciente y secreto júbilo.
—Y, ¿he de entender —dije— que yo...?
—Sí —dijo casi impetuosamente—. Usted. Usted.
No contesté ni una sola palabra. Mi imaginación se encontraba en plena efervescencia, mi escepticismo innato resultaba inútil para reprimir el paroxismo que me embargaba. No había en mi cabeza ni un asomo de gratitud..., no sabía ni qué decir, ni cómo decirlo.
—Pero, ¿por qué yo precisamente? —logré decir por fin.
Dijo que por casualidad había oído hablar de mí al profesor Haslar, quien me había descrito como un típico joven sano y honesto, y él deseaba, en la medida de lo posible, dejarle su dinero a alguien cuya salud e integridad estuvieran garantizadas.
Ése fue mi primer encuentro con el viejecito. Se mostró misterioso con respecto a sí mismo, no quiso desvelarme todavía su nombre y, después de contestarle algunas de sus preguntas, me dejó en el vestíbulo del Blativiski. Reparé en que había sacado un puñado de monedas de oro del bolsillo cuando llegó el momento de pagar la cuenta. Su insistencia sobre mi salud física resultaba curiosa. De acuerdo con el trato que hicimos, aquel mismo día solicité una póliza de seguro de vida por una gran suma en la Royal Insurance Company, y durante la semana siguiente tuve que soportar los exhaustivos reconocimientos de los asesores médicos de aquella compañía. Ni siquiera eso le satisfizo e insistió que debía pasar un nuevo reconocimiento médico efectuado por el gran doctor Henderson.
Hasta el viernes de la semana de Pentecostés no llegamos a un acuerdo. Me llamó para que bajara a última hora de la tarde, hacia las nueve, haciéndome abandonar el atracón que me estaba dando de ecuaciones de química para mi examen preliminar de Ciencias. Estaba en pie en el zaguán bajo la débil luz de una lámpara de gas y su rostro era una grotesca interacción de sombras. Me pareció más encorvado que el primer día que lo había visto y tenía las mejillas un poco más hundidas.
Su voz tembló de emoción.
—Todo ha resultado satisfactorio, señor Eden —dijo—. Todo ha resultado muy, pero que muy satisfactorio. Y esta noche más que nunca debe usted cenar conmigo para celebrar su... ascenso —le sobrevino un ataque de tos—. Además, tampoco tendrá que esperar mucho —añadió, secándose los labios con su pañuelo y asiéndome la mano con su larga y huesuda garra que parecía tener una extraña vida propia—. Ciertamente, no será una larga espera.
Salimos a la calle y llamamos un coche. Recuerdo con mucha claridad cada uno de los incidentes de ese trayecto, la ligereza y la comodidad de aquel vaivén, el vívido contraste entre la luz de gas, la de petróleo y la luz eléctrica, la multitud de personas que había en las calles, el lugar de Regent Street adonde fuimos, y la suntuosa cena que allí nos sirvieron. Al principio me sentí desconcertado por las miradas que el camarero, bien uniformado, lanzaba a mi raída indumentaria; pero a medida que el champán me caldeaba la sangre, sentí revivir mi confianza. El anciano comenzó por hablar de sí mismo. Ya me había revelado su nombre en el coche: era Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombre conocía yo desde que era niño en el colegio. Me parecía increíble que este hombre, cuya inteligencia había dominado la mía en época tan temprana, esta gran abstracción, se manifestara repentinamente en la forma de esta figura familiar y decrépita. Me atrevería a decir que todo joven que se haya visto rodeado de improviso por celebridades habrá experimentado una sensación de decepción parecida a la que yo experimenté. Me contaba ahora el futuro que se abriría ante mí al secarse el débil flujo de su vida: fincas, derechos de autor, inversiones. jamás había sospechado que los filósofos pudieran ser tan ricos. Me contemplaba, mientras bebía y comía, con una punta de envidia.
—¡Qué vitalidad desprende usted! —me dijo. Y luego, con un suspiro, con lo que me pareció un suspiro de alivio, añadió—: No tardará mucho.
—¡Ay! —dije, con la cabeza ya embotada por el champán—. Tal vez el futuro... me depare alguna alegría pasajera, gracias a usted. A partir de ahora tendré el honor de llevar su apellido. Pero usted tiene un pasado y semejante pasado vale tanto como mi futuro.
Negó con la cabeza sonriendo, dando muestras, pensé entonces, de apreciar mi aduladora admiración con una sombra de tristeza.
—Sinceramente —dijo—, ¿cambiaría usted ese futuro por mi pasado? —en ese momento se acercó el camarero con los licores—. Tal vez no le importe adoptar mi nombre, asumir mi posición, ¿pero estaría dispuesto de veras a cargar con mis años voluntariamente?
—Con su prestigio, sí —dije galantemente.
Volvió a sonreír.
—Kummel para los dos —le dijo al camarero y dirigió su atención a un paquetito envuelto en papel que había sacado del bolsillo.
—Este momento —dijo—, este momento de la sobremesa es el de las pequeñas cosas. Éste es un fragmento de mi sabiduría inédita —abrió el paquete con sus dedos amarillos y temblorosos, y dejó entrever un poco de polvo rosáceo en el papel—. Bien —añadió—, ahora debe usted adivinar lo que es esto. Póngale usted al Kummel una pizca... de este polvo: es Himmel .
Sus grandes ojos grises se fijaron en los míos con una expresión inescrutable.
Me resultó un poco chocante constatar que este gran maestro le concediera importancia al sabor de los licores. No obstante, fingí interés por su debilidad, porque estaba lo bastante ebrio como para hacerle esa pequeña lisonja.
Dividió el polvo entre las dos copitas y, levantándose súbitamente con extraña e inesperada solemnidad, alargó la mano hacia mí. Yo imité su gesto, y las copas tintinearon.
—Por una rápida sucesión —dijo, y se llevó la copa a los labios.
—No, eso no —dije apresuradamente— Por eso, no.
Detuvo su copa a la altura de la barbilla y sus ojos centellearon en los míos.
—Por una larga vida —dije.
Él vaciló.
—Por una larga vida —dijo por fin, con una carcajada repentina, y, con los ojos fijos el uno en el otro, vaciamos las copitas. Su mirada se clavó en la mía, y mientras apuraba mi bebida noté una sensación particularmente intensa. Su primer efecto fue el de organizar un furioso tumulto en mi cerebro; me parecía sentir una auténtica agitación física en el cráneo y un zumbido ensordecedor en los oídos, que me los humedeció por completo. No noté el sabor en la boca, ni la fragancia que llenaba mi garganta; tan sólo percibía la intensidad grisácea de la mirada del anciano que ardía en la mía. La bebida, la confusión mental, el ruido y la agitación en mi cabeza parecieron durar una eternidad. Unas imágenes curiosas y vagas de hechos semiolvidados bailaron y se desvanecieron en el borde de mi consciencia. Por fin él rompió el hechizo. Con un suspiro repentino y explosivo apoyó la copa sobre la mesa.
—¿Qué le parece? —dijo.
—Es excelente —dije, aunque no había paladeado el sabor.
Como la cabeza me daba vueltas, tomé asiento. Mi cerebro estaba sumido en el caos. Entonces mi poder de percepción se volvió más claro y minucioso, como si estuviera viendo las cosas en un espejo cóncavo. El viejo parecía ahora inquieto y nervioso. Sacó el reloj e hizo una mueca al ver la hora.
—¡Las once y siete! Y esta noche debo..., a las once y treinta y dos. ¡Waterloo! Debo irme inmediatamente.
Pidió la cuenta y pugnó por ponerse el abrigo. Solícitos camareros acudieron en nuestra ayuda. Al instante me estaba despidiendo de él, ante la portezuela del coche, y aún con aquella absurda sensación de minuciosa transparencia, como si..., ¿cómo podría expresarlo... ?, no sólo estuviera viendo, sino palpando a través de unos gemelos de teatro.
—No debí darle esos polvos —dijo llevándose la mano a la frente—. Mañana le dolerá la cabeza. Un momento. Tenga —y me tendió un sobrecito con algo que semejaba polvos de seidlitz . Tómelos diluidos en agua cuando se vaya a la cama. Lo otro era una droga. Pero cuidado, tómelos justo cuando vaya a acostarse. Le despejarán la cabeza. Eso es todo. Otro apretón de manos... ¡por el futuro!
Apreté su contraída garra.
—Adiós —dijo, y por la caída de sus párpados juzgué que él también se hallaba un poco bajo el influjo de ese cordial perturbador.
Luego, con sobresalto, recordó algo más, se palpó el bolsillo del interior de la chaqueta y sacó otro paquete, esta vez un cilindro de la forma y el tamaño del jabón de afeitar.
—Tenga —dijo—. Casi se me olvida. Pero no lo abra hasta que yo regrese mañana.
Era tan pesado que casi se me cae.
—¡De acuerdo! —contesté, y él me sonrió enseñando los dientes por la ventanilla del coche mientras el cochero fustigaba ligeramente a su caballo adormilado.
Me había dado un paquete blanco, lacrado en los dos extremos y a media altura. «Si no es dinero», me dije sopesándolo, «debe de ser platino o plomo.»
Me lo metí en el bolsillo con cuidado y, con la cabeza dándome vueltas, me fui andando a casa, vagando por Regent Street y por las oscuras calles a espaldas de Portland Roadl. Recuerdo aún muy vívidamente las sensaciones de aquel paseo, por muy extrañas que fueran. Aún conservaba el dominio de mí mismo, puesto que me daba cuenta de mi extraño estado mental, y me preguntaba si aquel polvo que había tomado era opio, droga que jamás había experimentado. Me resulta difícil describir ahora la peculiaridad de mi extrañamiento mental, si bien podría decirse que era como una vaga sensación de tener un desdoblamiento mental. Mientras subía por Regent Street, me asaltó la extravagante convicción de que se trataba de la estación de Waterloo, y sentí un extraño impulso de meterme en el Politécnico, como si fuese un tren al que debiera subir. Me froté los ojos, y sin duda estaba en Regent Street. ¿Cómo podría expresarlo? Es como un actor consumado que os mira en silencio, luego hace una mueca y ¡hete aquí que es otra persona! Resultaría demasiado extravagante si os dijera que me parecía que Regent Street hubiera hecho todo eso en un instante. Luego, persuadido de que volvía a ser Regent Street, me sentí estrambóticamente confuso al aflorar a mi mente unas reminiscencias fantásticas.
«Hace treinta años», pensé, «me peleé en este mismo jugar con mi hermano». Luego estallé en una carcajada, ante el asombro y el estímulo de un grupo de noctámbulos Hace treinta años yo no existía y en modo alguno tenía un hermano. Aquella substancia debía de ser seguramente una insensatez en forma líquida, ya que el agudo pesar por la pérdida de mi hermano aún persistía en mi memoria. Bajando por Portland Road, aquella locura adquirió un nuevo giro. Empecé a recordar tiendas inexistentes y a comparar el aspecto de la calle con el que antaño tuvo. Las ideas confusas, trastornadas, resultan bastante comprensibles después de lo que había bebido, pero lo que me dejaba perplejo eran estos recuerdos fantasmales curiosamente vívidos, que se habían insinuado en mi mente de forma tan clara que hasta me parecía estar presenciándolos. Me detuve frente a Steven’s, los comerciantes de historia natural, y me devané los sesos tratando de recordar algo relacionado con ellos. Pasó un ómnibus, pero hizo exactamente el mismo ruido que un tren. Me pareció estar buceando en algún oscuro y remoto pozo de recuerdos.
—Claro —dije por fin—, me prometió tres ranas para mañana. Es sorprendente que lo haya olvidado.
¿Se les sigue enseñando a los niños imágenes en disolvencia? En ellas recuerdo que una imagen empezaba como una aparición espectral que iba creciendo hasta desalojar a otra. Y exactamente de la misma manera luchaban en mí una serie de sensaciones espectrales con las mías propias...
Proseguí por Euston Road hasta alcanzar Tottenham Court Road, perplejo y un poco asustado, sin reparar apenas en el camino insólito que había escogido, ya que, generalmente, solía acortar por la maraña de callejuelas secundarias intermedias. Doblé por University Street para descubrir que había olvidado el número de mi casa. Sólo mediante un tenaz esfuerzo pude recordar el número 110, e incluso entonces me pareció que se trataba de algo que me había contado alguna persona ya olvidada. Intenté ordenar mi mente recordando las incidencias de la cena y a fe mía que no logré conjurar ninguna imagen de mi anfitrión; lo veía únicamente como un perfil indefinido, tal y como uno mismo puede verse reflejado en una ventana por la que está mirando. Sin embargo, en su lugar tuve una curiosa visión de mí mismo, sentado a la mesa, arrebolado, con los ojos brillantes y locuaz.
«Debo tomar estos otros polvos», me dije. «Esto es insoportable.»
Intenté buscar la bujía y las cerillas en el lado opuesto del vestíbulo al que solía dejarlas, y me entró la duda de en qué descansillo se encontraría mi cuarto.
«Estoy ebrio», me dije, «no cabe duda», y di un traspié en la escalera que confirmó mi sospecha.
A primera vista mi cuarto me pareció poco familiar.
—¡Qué sandez! —dije mirando a mi alrededor.
Creí recuperarme del esfuerzo y la extraña sensación fantasmagórica dejó paso a la realidad concreta y familiar. Allí estaban mis notas en papeles pegados con albúmina en una esquina del marco y mi viejo traje de diario tirado por el suelo. Y sin embargo, no resultaba tan real después de todo. Sentí una especie de absurda sensación que trataba de insinuarse en mi cerebro, y era que me hallaba en un vagón de tren que acababa de detenerse, y yo me asomaba por la ventanilla escudriñando el nombre de alguna estación desconocida. Me agarré firmemente a la barandilla de la cama para tranquilizarme.
—Tal vez sea clarividencia —dije—. Debo escribir a la Physical Research Society .
Puse el cartucho sobre el tocador, me senté en la cama y empecé a quitarme las botas. Era como si la imagen de mis sensaciones actuales estuviera pintada sobre alguna otra imagen que intentara abrirse paso.
—¡Maldita sea! —dije— ¿Estoy perdiendo el juicio o es que estoy en dos lugares a la vez?
Medio desvestido, agité los polvos en un vaso y me los tomé de un trago. Antes de meterme en la cama, mi cerebro ya se había tranquilizado, sentí la blandura de la almohada sobre la mejilla y a partir de entonces debí quedarme dormido.
Me desperté sobresaltado de un sueño en el que aparecían extrañas bestias y me encontré tumbado boca arriba. Probablemente todo el mundo ha tenido ese sueño lúgubre e impresionante del que uno escapa al despertar, pero extrañamente acobardado. Tenía un sabor raro en la boca, una sensación de cansancio en los miembros y una especie de molestia cutánea. Me quedé inmóvil con la cabeza sobre la almohada, esperando que mi sensación de extrañeza y de terror se disipara y que fuera pronto vencida por el sopor. Pero en vez de eso, mis misteriosas sensaciones se incrementaron. Al principio no pude percibir nada preocupante a mi alrededor. Había una débil luz en la habitación, tan débil que era lo que más se aproximaba a las tinieblas, y los muebles resaltaban en ella como vagas manchas de oscuridad absoluta. Miré fijamente por encima de las mantas.
Me sobrevino la idea de que alguien había entrado en la habitación para arrebatarme el paquete con dinero, pero, después de permanecer tumbado unos momentos, respirando rítmicamente para simular estar dormido, me di cuenta de que esto era mera fantasía. No obstante, la inquietante seguridad de que algo no iba bien se apoderó fuertemente de mí. Haciendo un esfuerzo, levanté la cabeza de la almohada y escudriñé la oscuridad a mi alrededor. No podía concebir de qué se trataba. Contemplé las formas borrosas que me rodeaban, los oscuros bultos más o menos voluminosos que sugerían cortinas, mesa, chimenea, estanterías y demás. Entonces comencé a percibir algo poco familiar en las formas que se insinuaban en las tinieblas. ¿Había girado en redondo la cama? Allí debería estar la estantería, pero en su lugar se levantaba algo pálido y amortajado, algo que, tras una atenta observación, no se asemejaba en absoluto a una estantería. Tampoco podía tratarse de mi camisa arrojada sobre la silla, pues era muchísimo más grande.
Sobreponiéndome a un terror infantil, eché a un lado las mantas y saqué una pierna de la cama. Me incorporé, pero, al intentar apoyar los pies en el suelo, me percaté de que apenas alcanzaban el borde del colchón. Di otro paso, por así decirlo, y me senté en el borde de la cama. junto a ella debía estar la bujía, y las cerillas sobre la silla rota. Alargué la mano, pero no toqué nada. Agité la mano en las tinieblas y tropezó contra un pesado cortinaje, grueso y de suave textura, que produjo como un crujido ante mi contacto. Lo agarré y tiré de él, y resultó ser una cortina suspendida sobre la cabecera de mi cama.
Ahora ya me encontraba totalmente despierto y empezaba a darme cuenta de que me hallaba en una habitación extraña. Estaba anonadado. Intenté recordar las circunstancias de la noche anterior y, curiosamente, ahora las tenía muy vívidas en la memoria: la cena, la entrega de los paquetitos, mis interrogantes sobre si estaría intoxicado, mi lenta manera de desvestirme, la frialdad de la almohada contra mi cara arrebolada... Sentí una súbita inquietud. ¿Había sido anoche o la noche anterior? En cualquier caso esta habitación me resultaba extraña y no se me ocurría cómo había podido ir a parar hasta ella. Un pálido y borroso perfil cobraba poco a poco consistencia y yo me percaté de que se trataba de una ventana (junto a la que se percibía la oscura forma de un espejo ovalado de tocador) contra la tenue insinuación del alba, que se filtraba a través de la persiana. Al levantarme me sorprendió una curiosa sensación de debilidad y falta de equilibrio. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé hacia la ventana lentamente, a pesar de lo cual me lastimé en una rodilla al tropezar con .una silla que se interponía en mi camino. Busqué a tientas alrededor del espejo, que era grande y con elegantes candelabros de bronce, intentando localizar el cordón de la persiana. No lograba encontrar ninguno. Por azar topé con la borla y, con el chasquido de un resorte, la persiana se levantó.
Apareció ante mis ojos una escena que me resultaba absolutamente extraña. El cielo estaba encapotado y, a través del gris aterciopelado del cúmulo de nubes, se filtraba la débil penumbra del alba. En un extremo del cielo el dosel de nubes tenía los bordes tintados de un rojo sangriento.
Todo estaba oscuro e indistinto: colinas borrosas a lo lejos, una vaga masa de edificios que se levantaban como pináculos, árboles como tinta derramada y, bajo la ventana, una tracería de arbustos negros y de senderos de un gris pálido. Todo me resultaba tan poco familiar que por un momento pensé que aún estaba soñando. Palpé la mesa del tocador. Parecía estar hecha de alguna madera barnizada y estaba trabajada con gran esmero; encima había varios frasquitos de cristal tallado y un cepillo. Sobre un platito, había también un pequeño objeto extraño que, al tacto, me pareció que tenía forma de herradura, con relieves duros y lisos. No pude encontrar ni cerillas ni palmatoria.
Dirigí los ojos de nuevo hacia la habitación. Ahora que la persiana estaba subida, los tenues espectros de su mobiliario empezaron a cobrar consistencia. Había una enorme cama con cortinajes, y la chimenea situada a sus pies tenía una gran repisa blanca con un brillo marmóreo.
Me apoyé en la mesa del tocador, cerré los ojos, volví a abrirlos de nuevo e intenté pensar. Todo resultaba demasiado real para ser un sueño. Me inclinaba a pensar que aún había ciertas lagunas en mi memoria como consecuencia de la ingestión de aquel extraño licor; que quizás había pasado a disfrutar de mi herencia y que de improviso había perdido la noción de todo desde que me había sido anunciada mi buena suerte. Tal vez, si esperaba un poco, volvería a ver claramente las cosas. Sin embargo, la cena con el viejo Elvesham me resultaba ahora singularmente nítida y reciente: el champán, los obsequiosos camareros, los polvos y los licores. Hubiera apostado mi alma a que eso había sucedido hacía pocas horas.
Y luego me sucedió algo tan trivial y, sin embargo, tan terrible que un escalofrío me recorre al pensar en aquel momento. Hablé en voz alta y dije:
—¿Cómo diablos he venido a parar aquí?...
Y la voz que habló no era la mía.
No, no era la mía, pues ésta era fina y farfullaba al articular las palabras; la resonancia de mis huesos faciales era, además, diferente. Entonces, para tranquilizarme, puse una mano encima de la otra, y percibí unos pliegues de piel caída, con la laxitud propia de la edad.
—Sin duda —dije con aquella horrible voz que de alguna manera se había instalado en mi garganta—, ¡sin duda, esto es un sueño!
Inmediatamente, y de forma involuntaria, me metí los dedos en la boca. Mi dentadura había desaparecido. Las yemas de mis dedos recorrieron la fláccida superficie de una hilera uniforme de encías encogidas. La congoja y la repugnancia me produjeron náuseas.
Experimenté entonces un apasionado deseo de verme, de comprobar enseguida en todo su horror la horripilante transformación que se había operado en mí. Fui tambaleándome hacia la repisa de la chimenea y la tanteé buscando las cerillas. Mientras lo hacía, una tos aguda brotó de mi garganta y me apreté contra un grueso camisón de franela en el que descubrí que estaba envuelto. Allí no había cerillas, y súbitamente me percaté de que tenía frío en las extremidades. Moqueando y tosiendo, gimoteando un poco tal vez, regresé a tientas hacia la cama. «Seguro que es un sueño», me susurré a mí mismo mientras me arrastraba, «seguro que es un sueño». Era una repetición senil. Me subí las mantas por encima de los hombros y hasta las orejas, metí la mano enjuta bajo la almohada resuelto a conciliar el sueño. Claro que se trataba de un sueño: por la mañana todo habría terminado y yo volvería a despertar con la fuerza y el vigor de mi juventud y regresaría a mis estudios. Cerré los ojos, respiré con regularidad y, hallándome desvelado, repetí lentamente la tabla de multiplicar.
Pero el ansiado sueño no acababa de llegar. No lograba dormir. Y la persuasión de la inexorable realidad de la transformación que había sufrido iba creciendo en mí progresivamente. Abandonada la tabla de multiplicar, me encontré con los ojos abiertos de par en par y los dedos huesudos en mis encogidas encías. Me había convertido repentina y bruscamente en un viejo. De una manera inexplicable había malogrado mi vida y había llegado a la vejez, de algún extraño modo me habían robado lo mejor de mi vida, el amor, la fuerza y el ardor vitales, la esperanza. Me debatí en la almohada intentando persuadirme de que semejante alucinación no era posible. Imperceptiblemente, sin pausa, avanzaba el clarear del alba.
Por fin, perdida toda esperanza de conciliar el sueño, me incorporé en la cama y miré a mi alrededor. Una fría y tenue penumbra hacía visible toda la habitación. Era espaciosa y estaba bien amueblada, mejor amueblada que cualquier habitación en la que yo hubiera dormido. Distinguí débilmente una bujía y unas cerillas sobre un pequeño pedestal en un nicho. Aparté las mantas y, tiritando por la crudeza del amanecer, aunque era verano, salí de la cama y encendí la bujía. Entonces, temblando horriblemente, avancé tambaleándome hacia el espejo y vi... ¡la cara de Elvesham! Y no resultó menos horrible porque yo ya lo hubiera presentido vagamente. Él ya me había parecido físicamente débil y digno de lástima, pero al verlo ahora, vestido solamente con un camisón de basta franela, que se abría revelando el correoso pescuezo, y encarnado en mi propio cuerpo, me resulta difícil describir su desolada decrepitud: las mejillas hundidas, los dispersos mechones de sucio pelo gris, los nublados ojos catarrosos, los labios temblorosos y encogidos, el inferior con el viso rosáceo de la parte interna, y aquellas espantosas encías negras. Vosotros, que tenéis un cuerpo y un alma formando una sola unidad, a vuestra edad natural, no podéis imaginar lo que significó para mí este diabólico encarcelamiento. Ser joven y estar lleno del deseo y de la energía de un joven y encontrarse atrapado y poco después aplastado en este cuerpo ruinoso y tambaleante...
Pero me estoy desviando del rumbo de mi relato. Durante algún tiempo debí quedar aturdido por esta transformación que me había sobrevenido. Era ya de día cuando logré por fin estar en condiciones de pensar. De alguna forma inexplicable había sido transformado, si bien no alcanzaba a comprender cómo y mediante qué mágico ardid lo habían llevado a cabo. Y mientras pensaba, la diabólica inventiva de Elvesham se fue perfilando cada vez más en mente. Me pareció evidente que, puesto que yo me encontraba en el suyo, él debía estar en posesión de mi cuerpo, de mi fuerza y de mi futuro. ¿Pero cómo demostrarlo?
Entonces, mientras pensaba, el hecho me pareció tan increíble que mi mente flaqueó y tuve que pellizcarme, palpar mis desdentadas encías, mirarme al espejo y tocar los objetos que me rodeaban, antes de calmarme y poder volver a enfrentarme con los hechos. ¿Acaso toda la vida era una alucinación? ¿Era yo realmente Elvesham y él yo? ¿Había estado yo soñando con Eden la noche pasada? ¿Acaso existía algún Eden? Pero si yo era Elvesham, debería recordar donde había estado la mañana anterior, el nombre de la ciudad en la que vivía, qué había sucedido antes de que empezara el sueño. Luché denodadamente con mis pensamientos. Rememoré la estrambótica duplicidad de mis recuerdos la noche pasada. Pero ahora tenía la mente lúcida. podía evocar no el espectro de unos recuerdos sino aquellos propios de Eden.
—¡Estoy al borde la locura! —grité con mi voz aguda. Me puse de pie tambaleándome, arrastré mis endebles y pesados miembros hasta el palanganero y zambullí mi canosa cabeza en una palangana de agua fría. Luego, secándome con una toalla, volví a intentarlo. Fue inútil. Sentía, fuera de toda duda, que yo era realmente Eden, no Elvesham. Pero ¡Eden en el cuerpo de Elvesham!
Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría entregado a mi sino como una persona hechizada, Pero en estos tiempos de escepticismo los milagros no son nada corrientes. Aquí había algún truco psicológico. Lo que podía hacerse con una droga y una mirada fija, podía sin duda deshacerse con otra droga u otra mirada fija o con algún tratamiento similar. No sería la primera vez que algún hombre pierde la memoria. Pero ¡intercambiar memorias como quien intercambia paraguas! Reí. Aunque, ¡ay de mí!, no con una risa saludable, sino con una risita dificultosa y senil. Podía imaginarme al viejo Elvesham riéndose ante mi súplica, y un regusto de rabia petulante, insólito en mí, pasó arrasando mis sentimientos. Empecé a vestirme afanosamente con la ropa que encontré diseminada por el suelo, y sólo cuando me hube vestido me percaté de que me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el armario ropero y encontré más trajes de diario, un par de pantalones de cuadros y una bata anticuada. Me puse una venerable chistera sobre mi venerable cabeza, y, tosiendo un poco a causa del esfuerzo realizado, salí tambaleándome al descansillo.
Eran entonces, quizás, las seis menos cuarto, y las persianas estaban cuidadosamente cerradas y la casa muy silenciosa. El descansillo era espacioso, y una ancha y alfombrada escalera bajaba hasta perderse en las tinieblas del vestíbulo y, ante mí, una puerta entornada me mostraba un escritorio, una estantería de libros giratoria, el respaldo de un sillón del despacho y una espléndida colección de libros encuadernados, estante sobre estante.
—Mi despacho —refunfuñé cruzando el descansillo. Entonces, el sonido de mi voz suscitó en mí un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza, que se deslizó en mi boca con la naturalidad de un antiguo hábito—. Eso está mejor —dije, haciéndola rechinar mientras regresaba al despacho.
Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La estantería giratoria también estaba cerrada con llave.
Pero no vi llave alguna por ningún lado y tampoco las encontré en los bolsillos de mis pantalones. Regresé inmediatamente al dormitorio y registré el traje de etiqueta y después los bolsillos de todas las prendas que pude encontrar. Estaba muy impaciente, tanto que, cualquiera que hubiera visto el estado en que quedó mi habitación cuando hube terminado, habría dicho que allí habían entrado ladrones. No sólo no había llaves, sino ni siquiera una moneda o un papel viejo, excepto el recibo de la cuenta de la cena de la noche anterior.
Entonces sentí una curiosa laxitud. Me senté y contemplé las prendas diseminadas aquí y allá, con los bolsillos vueltos hacia afuera. Mi frenesí inicial ya se había desvanecido. Comenzaba a darme cuenta por momentos de la inmensa sagacidad de los planes de mi enemigo, al ver con una claridad creciente lo desesperado de mi situación. Me levanté con esfuerzo y, cojeando, regresé apresuradamente al despacho. En la escalera se encontraba ya una criada subiendo las persianas. Se quedó mirándome fijamente a causa quizá de la expresión que debía tener mi cara. Cerré la puerta del despacho tras de mi y, agarrando un atizador, empecé a arremeter contra el escritorio. Así es como me encontraron. El tablero del escritorio se hallaba resquebrajado, la cerradura destrozada, las cartas rasgadas y diseminadas por toda la habitación. En mi furor senil había arrojado al suelo las plumas y otros pequeños útiles de escritorio, además de derramar la tinta. Más aún, se había roto un gran jarrón encima de la repisa de la chimenea, sin que yo supiera cómo. No pude encontrar ni el talonario de cheques, ni dinero, ni la menor pista para la recuperación de mi cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones cuando el mayordomo, con la ayuda de dos criadas, me agarró fuertemente y me contuvo.
Ésa es, en suma, la historia de mi transformación. Pero nadie cree mis agónicas palabras. Me tratan como a un demente e incluso en este momento estoy bajo vigilancia. Pero yo estoy cuerdo, absolutamente cuerdo, y para demostrarlo me he sentado a escribir esta historia minuciosamente, tal y como me sucedió. Apelo al lector, para que él diga si hay indicios de demencia en el estilo o en el método de la historia que ha estado leyendo. Soy un hombre joven encerrado en el cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le resulta increíble la innegable realidad de este hecho. Naturalmente, yo les pareceré demente a aquellos que no crean esto; naturalmente, no conozco el nombre de mis secretarios, ni el de los doctores que vienen a verme, ni el de mis criados, ni el de mis vecinos, ni el de esta ciudad (dondequiera que esté) en la que ahora me encuentro. Naturalmente, me pierdo en mi propia casa y sufro incomodidades de toda índole. Naturalmente, formulo las preguntas más extravagantes. Naturalmente, lloro y grito y padezco paroxismos de desesperación. No tengo ni dinero ni talonario cheques. El banco no quiere reconocer mi firma porque supongo que, a pesar de la endeblez de mis músculos, mi letra sigue siendo la de Eden. La gente que me rodea no me permite ir al banco personalmente. Parece como si no hubiera ningún banco en esta ciudad y que yo tengo una cuenta en alguna parte de Londres. Al parecer, Elvesham le ocultó el nombre de su abogado a todos los suyos. No puedo indagar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de las ciencias mentales y todas mis declaraciones de los hechos del caso no hacen sino confirmar la teoría de que mi demencia es la consecuencia de una cavilación excesiva sobre la Psicología. ¡Desvaríos sobre la identidad personal, no cabe duda! Hace dos días yo era un joven sano con toda la vida por delante. Ahora soy un viejo furioso, desgreñado, desesperado y lastimoso, que merodea por una gran mansión, lujosa y extraña, vigilado, temido y evitado como un lunático por todos cuantos me rodean. Y en Londres está Elvesham comenzando una nueva vida en cuerpo vigoroso y con todos los conocimientos y la sabiduría acumulada durante setenta años. Me ha robado la vida.
Lo que ha sucedido, no lo sé con claridad. En el despacho hay volúmenes de notas manuscritas referentes principalmente a la psicología de la memoria y fragmentos de lo que podrían ser bien cálculos o bien cifras en símbolos que me resultan absolutamente extraños. En algunos pasajes hay indicios de que también se ocupaba de la filosofía de las matemáticas. Deduzco que ha transferido la totalidad de sus recuerdos, la acumulación que conforma su personalidad, desde su marchitado cerebro al mío y, de un modo similar, que ha transferido mi personalidad a su desechada envoltura. Es decir, que prácticamente ha intercambiado los cuerpos. Pero cómo puede ser posible semejante intercambio, está fuera del alcance de mi entendimiento. Yo he sido un materialista a lo largo de toda mi vida, pero he aquí, de pronto, un caso claro de un hombre separado de la materia
Estoy a punto de intentar un experimento desesperado. Estoy aquí sentado escribiendo antes de llevar a cabo mi propósito. Esta mañana, con la ayuda de un cuchillo de mesa del que me había apoderado en secreto durante el desayuno, logré forzar un cajón secreto, aunque bastante evidente, de este escritorio destrozado. No descubrí nada excepto un pequeño vial" de cristal verde que contenía un polvo blanco. Alrededor del cuello del vial había una etiqueta sobre la que estaba escrita esta palabra: Liberación. Puede que esto, con toda probabilidad, sea veneno. Comprendo que Elvesham haya puesto veneno a mi alcance y estoy seguro de que su intención era la de desembarazarse del único ser viviente que podría atestiguar en su contra, de no haber sido por este cauteloso ocultamiento. Ese hom. bre ha resuelto prácticamente el problema de la inmortalidad. A no ser por los avatares del azar, vivirá en mi cuerpo hasta que envejezca y entonces lo desechará y asumirá la juventud y la fuerza de alguna otra víctima. Cuando uno se para a cavilar sobre su crueldad, resulta terrible pensar en la experiencia que va acumulando... ¿Cuánto tiempo lleva saltando de un cuerpo a otro?.. . Pero estoy cansado de escribir. El polvo parece soluble en agua... El sabor no es desagradable...
* * *
Ahí termina la narración hallada sobre el escritorio del señor Elvesham. Su cadáver yace entre el escritorio y el sillón. Este último había sido desplazado hacia atrás, probablemente debido a sus postreras convulsiones. La historia estaba escrita a lápiz con letra de demente, muy distinta de sus minuciosos caracteres. Sólo quedan dos hechos curiosos por registrar. Indiscutiblemente existió alguna relación entre Eden y Elvesham, puesto que todas las propiedades de Elvesham fueron legadas al joven. Pero jamás las heredó. Cuando Elvesham se suicidó, Eden, por muy extraño que parezca, ya había muerto. Veinticuatro horas antes fue atropellado por un coche y murió en el acto, en el cruce atestado de gente en la intersección de Gower Street con Euston Road. Así, la única persona que podría haber arrojado luz sobre esta fantástica narración no puede ya contestar pregunta alguna. Sin más comentarios, someto este extraordinario asunto al juicio personal del lector.
En el abismo
El teniente permanecía en pie frente a la esfera de acero y mordía un trozo de astilla de pino.
—¿Qué piensa de ello, Steevens? —preguntó.
—Es una idea —dijo Steevens con el tono del que se mantiene mentalmente abierto.
—Creo que se hará pedazos... completamente —dijo el teniente.
—Él parece haberlo calculado todo bastante bien —dijo Steevens, todavía desinteresado.
—Pero piense en la presión —dijo el teniente—. En la superficie del agua es de catorce libras por pulgada, a treinta pies de profundidad es el doble; a sesenta, el triple; a noventa pies, el cuádruple; a novecientos, cuarenta veces; a cinco mil, trescientas, esto es a una milla... es doscientas cuarenta veces catorce libras; o sea que... vamos a ver... treinta quintales... una tonelada y media Steevens; una tonelada y media por pulgada cuadrada. Y el océano adonde va tiene cinco millas de profundidad Es decir, siete y media...
—Suena a mucho —dijo Steevens—, pero es acero muy grueso.
El teniente no respondió, sino que volvió a su astilla de pino. El objeto de su conversación era una enorme bola de acero con un diámetro exterior de unos nueve pies. Parecía el obús de alguna pieza de artillería titánica Estaba cuidadosamente colocada en un monstruoso andamiaje montado dentro del armazón del buque y las gigantescas cabrias que pronto iban a echarla por la borda daban a la popa del barco una apariencia que hubiera despertado la curiosidad de cualquier modesto marino que la hubiera divisado, desde las aguas de Londres al Trópico de Capricornio. En dos puntos, el uno sobre el otro, en el acero se abrían dos ventanas circulares de vidrio enormemente espeso; una de ellas, colocada en un marco de acero de gran solidez, estaba en ese momento parcialmente desenroscada. Ambos, hombres habían visto el interior de aquel globo por primera vez aquella mañana Estaba cuidadosamente forrado de cojines de aire y dotado de pequeños pivotes hundidos entre protuberantes almohadones para manipular el simple mecanismo del artilugio. Todo estaba primorosamente forrado, incluso el equipo Myers que tenía que absorber el ácido carbónico y reponer el oxígeno inspirado por su inquilino, cuando se hubiera introducido por la boca de entrada y ésta hubiera sido atornillada. Estaba tan cuidadosamente forrado que un hombre podía ser disparado dentro del mismo por un cañón con total seguridad. Y así había de ser, pues pronto un hombre iba a meterse en él por aquella boca de entrada de vidrio y, herméticamente cerrado, seria arrojado por la borda para descender, descender y descender hasta cinco millas, como decía el teniente. Aquello había hecho presa fuertemente en su imaginación le había producido una ola de confusión, y encontró en Steevens, el recién llegado a bordo, un enviado del cielo con quien hablar de ello una y otra vez.
—Opino —dijo el teniente— que el vidrio se curvará, se combará y se hará pedazos bajo semejante presión. Bajo grandes presiones, Daubrée ha hecho que las rocas se vuelvan fluidas como el agua, y fíjese en lo que estoy diciendo...
—Si el cristal se rompiera —dijo Steevens—, ¿qué pasaría?
—El agua se introduciría como un chorro de hierro. ¿Ha sentido alguna vez un chorro directo de agua a alta presión? Golpea con la fuerza de una bala Simplemente, le destrozarla y le aplastaría Le desharía la garganta y se le metería en los pulmones; se introduciría en sus oídos...
—¡Qué imaginación tan detallista tiene! —protestó Steevens, que veía estas cosas vividamente.
—Es una sencilla explicación de lo inevitable —dijo el teniente.
—¿Y la esfera?
—Emitiría unas cuantas burbujitas y se posaría confortablemente hasta el día del juicio entre el cieno y el barro del fondo... con el pobre Elstead aplastado contra sus propios cojines como la mantequilla sobre el pan. —Y repitió esta frase como si le agradara mucho—. Como la mantequilla sobre el pan.
—¿Echando una mirada al aparato? —dijo una voz, y Elstead apareció junto a ellos, de blanco flamante, con un cigarrillo entre los dientes y una sonrisa en la mirada que asomaba bajo la sombra de la amplia ala de su sombrero—. ¿Qué es eso de pan y mantequilla Weybridge? ¿Quejándose como de costumbre de la paga insuficiente de los oficiales navales? Falta menos de un día para que empiece. Hoy prepararemos las eslingas. Este cielo limpio y este mar apacible son lo más favorable para mecer una docena de toneladas de plomo y de hierro, ¿no es verdad?
—No te afectará mucho el tiempo que haga —dijo Weybridge.
—No. A setenta u ochenta pies de profundidad, y yo estaré allí en una docena de segundos, no se mueve ni una partícula aunque el viento se desgañe arriba y el agua salte a medio camino de las nubes. No. Lo que hay allí abajo es... —Se fue hacia el costado del buque y los otros dos le siguieron. Los tres se apoyaron en la borda y se quedaron mirando fijamente el agua verde-amarillenta.
—Paz —dijo Elstead terminando su pensamiento en voz alta.
—¿Estás completamente seguro de que el aparato de relojería funcionará? —preguntó Weybridge en seguida.
—Ha funcionado treinta y cinco veces —dice Elstead—. Está obligado a funcionar.
—¿Pero si no lo hace?
—¿Por qué no había de hacerlo?
—Yo no bajaría en ese maldito trasto —dijo Weybridge—, ni por veinte mil libras.
—Qué tipo mas alegre eres —dijo Elstead, y escupió amistosamente hacia una burbuja del agua.
—Todavía no comprendo cómo vas a intentar que la cosa funcione —dijo Steevens.
—En primer lugar, yo quedaré atornillado dentro de la esfera —dijo Elstead—, y cuando haya encendido y apagado la luz eléctrica tres veces para indicar que estoy dispuesto, me lanzarán por popa mediante aquella grúa, con todas esas grandes plomadas colgadas debajo. El lastre de plomo tiene un carrete con unas cien brazas de cuerda fuerte enrollada y eso es lo que une las plomadas a la esfera, además de las eslingas, que serán cortadas cuando el artefacto sea bajado. Utilizamos cuerda en vez de cable porque es más fácil de cortar y más flotante; puntos ambos necesarios, como veréis.
>En cada uno de estos lastres veis que hay un orificio que atravesará una varilla de hierro la cual sobresaldrá seis pies por ¡a parte inferior. Al ser atacada esa varilla desde abajo, golpea una palanca que pone en marcha el mecanismo de relojería situado en la parte del cañete en que se enrolla ¡a cuerda.
»Bien. Todo el aparato se introduce suavemente en el agua y se cortan las eslingas. La esfera flota pues con aire en su interior es más ligera que el agua pero los lastres van rectos hacia abajo hasta que la cuerda se acaba Cuando toda la cuerda esté desenrollada la esfera descenderá también, tirada por la cuerda.
—¿Pero por qué la cuerda? —preguntó Steevens—. ¿Por qué no atar los pesos directamente a la esfera?
—Por el choque, allí abajo. Todo el artefacto se precipitaría hacia abajo, milla tras milla, a toda velocidad al final Se haría pedazos en el fondo si no fuera por la cuerda. Pero los pesos chocaran con el fondo, y en cuanto lo hagan se pondrá en juego la flotación de la esfera. Continuará hundiéndose cada vez más lentamente; por último se parará y a continuación empezará a ascender de nuevo.
»Es entonces cuando entra en acción el mecanismo de relojería. Los pesos se estrellan directamente contra el fondo del mar; la varilla es golpeada, acciona el mecanismo de relojería y la cuerda se rebobina en el carrete. Así, seré arrastrado hacia el fondo del mar. Allí permaneceré una media hora, con la luz eléctrica encendida, observando a mi alrededor. Entonces el mecanismo de relojería disparará una cuchilla de resorte, la cuerda será cortada y yo me lanzaré de nuevo hacia arriba como una burbuja de agua carbónica. La propia cuerda contribuirá a la flotación.
—¿Y si por casualidad choca con un barco? —dijo Weybridge.
—Subiré a tal velocidad que lo atravesaré —dijo Elstead—, como una bala de canoa No te preocupes por eso.
—Suponte que un hábil crustáceo se enreda en tu mecanismo de relojería...
—Sería una apremiante invitación a detenerme —dijo Elstead, volviéndose de espaldas al agua y mirando fijamente la esfera.
Levantaron a Elstead sobre la borda a las once. El día estaba serenamente brillante y en calma, con el horizonte perdido en la niebla. El resplandor eléctrico del pequeño compartimento superior destelló jovialmente tres veces. Entonces le posaron suavemente en la superficie del agua y un marinero se colgó de las cadenas de popa dispuesto a cortar el aparejo que mantenía unidos los lastres a la esfera. El globo, que parecía tan grande en cubierta, bajo la popa del barco parecía la cosa más pequeña que se pueda concebir. Giró un poco y sus dos oscuras ventanas, que estaban por encima de la línea de flotación, parecían ojos girando asombrados hacia las personas que se apiñaban en la borda Una voz se maravillaba de que a Elstead le gustara el balanceo.
—¿Está listo? —preguntó el comandante.
—¡Sí, sí señor!
—¡Entonces selladle!
La cuerda del aparejo se presionó contra la cuchilla y se cortó; un remolino agitó al globo de forma grotesca y. desmañada Uno saludó con un pañuelo, otro intentó un ineficaz saludo y un guardiamarina contaba lentamente:
—¡Ocho, nueve, diez! —Otro balanceo, y después, con una sacudida y un chapoteo, la esfera se enderezó.
Pareció quedar fija por un momento y hacerse rápidamente más pequeña; a continuación el agua se cenó sobre ella y por unos momentos aún fue visible, agrandada por la refracción y más oscura bajo la superficie. Antes de que se pudiera contar hasta tres había desaparecido. Hubo un centelleo de luz blanca bajo el agua hasta que se convirtió en un punto y desapareció. Después, nada excepto el abismo marino y la oscuridad de las profundidades en que nadaba un tiburón.
Bruscamente la hélice del barco empezó a girar, el agua se arremolinó, el tiburón desapareció en una rugosa confusión y un torrente de espuma se levantó de la claridad cristalina que había engullido a Elstead.
—Y ahora ¿qué pasa? —dijo un marinero a otro.
—Vamos a virar de borde un par de millas por temor a que choque con nosotros cuando suba —dijo su compañero.
El barco marchó lentamente hacia su nueva posición. A bordo casi todos los que estaban desocupados se quedaron observando el burbujeo en que se había hundido la esfera. Durante la siguiente media hora es dudoso que se hablara una palabra que no atañera directa o indirectamente a Elstead. El Sol de diciembre estaba en su punto más alto y el calor era considerable.
—Tendrá bastante frió allá abajo —dijo Weybridge—. Dicen que por debajo de cierta profundidad el agua del mar está casi congelada.
—¿Por dónde subirá? —preguntó Steevens—. He perdido la orientación.
—Aquél es el lugar —dijo el comandante, que se enorgullecía de su omnisciencia Extendió un dedo seguro hacia el sureste. —Y éste, según calculo, es casi el momento preciso —dijo—. Ya lleva treinta y cinco minutos.
—¿Cuánto tiempo tarda en llegar al fondo del océano? —preguntó, Steevens.
—Para una profundidad de cinco millas y contando, como lo hemos hecho, una aceleración de dos pies por segundo, en ambos sentidos, viene a ser sobre unos tres cuartos de minuto.
—Entonces va retrasado —dijo Weybridge.
—Casi —dijo el capitán—. Supongo que hacen falta unos minutos para que la cuerda se enrolle.
—Lo había olvidado —dijo Weybridge, evidentemente aliviado.
Y entonces empezó el suspense. Un minuto transcurrió lentamente y la esfera no salió del agua Siguió otro y nada rompía la tenue y oleaginosa marejada Los marineros se explicaban unos a otros el detalle del enrollado de la cuerda La arboladura estaba salpicada de rostros expectantes.
—¡Sube, Elstead! —llamó impacientemente un lobo de mar de pecho velludo; y los demás le instaron y gritaron como si esperasen a que se levantara el telón de un teatro.
El comandante les miró irritado.
—Por supuesto, si la aceleración era inferior a dos —dijo—, estará más rato. No estamos absolutamente seguros de que ésa fuera la cifra exacta No soy un creyente esclavo de los cálculos.
Steevens asintió concisamente. En el puente nadie habló durante un par de minutos. Entonces sonó el reloj de Steevens.
Cuando, veintiún minutos después de que el Sol hubiera llegado al cénit seguían esperando que reapareciera la esfera, nadie a bordo se había atrevido a musitar que la esperanza estaba perdida Fue Weybridge el que primero expresó esta evidencia. Habló mientras el sonido de las campanas todavía resonaba en el aire.
—Siempre desconfié de esa ventana —dijo de pronto a Steevens.
—¡Dios mío! —dijo Steevens—; no creerás...
—¡Bien! —dijo Weybridge, y dejó el resto a merced de la imaginación.
—No creo gran cosa en los cálculos —dijo el capitán dubitativamente—, de forma que todavía tengo esperanzas.
A medianoche la cañonera seguía moviéndose lentamente en espiral alrededor del lugar en que se había hundido el globo; un blanco rayo de luz eléctrica huía, se detenía y barría de mala gana una y otra vez la inmensidad de las aguas fosforescentes bajo las minúsculas estrellas.
—Si la ventana no ha estallado y ha quedado aplastado —dijo Weybridge—, entonces el panorama es condenadamente peor, pues el mecanismo de relojería se habrá estropeado y estará vivo, a cinco millas bajo nuestros pies, en el frío y la oscuridad, anclado en su pequeña burbuja donde nunca ha brillado un rayo de luz ni un ser humano ha vivido desde que las aguas se formaron Estará allí sin alimentos, hambriento, sediento y asustado, pensando si se morirá de hambre o ahogado. ¿Qué pasará? El equipo Myers se está agotando, supongo. ¿Cuánto durará? ¡Cielo santo! —exclamó—, ¡qué poca cosa somos! ¡Qué osados diablillos! Allá abajo, millas y millas de agua... sólo agua, y toda esta extensión de agua alrededor de nosotros, y este... —tendió sus manos, y mientras lo hacía, una pequeña raya blanca pasó silenciosamente por el cielo, como luego más lentamente, se detuvo y se convirtió en un punto inmóvil, como si una estrella nueva hubiera saltado al cielo. Después se fue deslizando de nuevo hacia abajo y se perdió entre los reflejos de las estrellas, la blanca niebla y la fosforescencia del mar.
Ante aquella escena se detuvo, con los brazos extendidos y la boca abierta. Cerró la boca, la volvió a abrir y agitó las manos con un gesto impaciente. Después se volvió hacia el primer vigía y gritó:
—¡Elstead, ah del buque! —y se fue corriendo. hacia Lindley y hacia el proyector—. ¡Le he visto! —dijo—. ¡Allí, a estribor! Su luz está encendida y ha salido disparado del agua. Gira el reflector. Lo veremos flotando cuando se eleve sobre las olas.
Pero no recogieron al explorador hasta el amanecer. Entonces casi le echan a pique. La grúa giró y la tripulación de un bote enganchó la cadena a la esfera. Cuando abordaron la esfera, desatornillaron la entrada y se asomaron a la oscuridad del interior (pues la luz eléctrica estaba prevista para iluminar el agua de alrededor de la esfera y no alumbraba su interior).
El aire estaba muy caliente dentro de la cavidad y el caucho del borde de la entrada se había reblandecido. No hubo respuesta a sus ansiosas llamadas, m movimiento alguno. Elstead parecía estar echado sin sentido, encogido en el fondo del globo. El médico de a bordo se introdujo y lo alzó hacia los hombres que estaban fuera. Durante un momento no supieron si Elstead estaba vivo o muerto. Su rostro, a la luz amarilla de las lámparas del barco, relucía de sudor. Le llevaron a su propio camarote.
No estaba muerto, según comprobaron, pero sí en un estado de absoluto colapso nervioso y además cruelmente magullado. Durante algunos días tuvo que permanecer echado completamente inmóvil. Transcurrió una semana antes de que pudiera contar su experiencia.
Prácticamente sus primeras palabras fueron que pensaba descender de nuevo. La esfera tendría que ser modificada dijo, con el objeto de que se pudiera echar fuera la cuerda si fuera necesario, y eso fue todo. Había tenido la más maravillosa experiencia.
—Pensasteis que no encontraría más que fango —dijo—. ¡Os reísteis de mis exploraciones y yo he descubierto un mundo nuevo! —Contó su historia en fragmentos deshilvanados y en desorden, de manera que es imposible repetirla con sus propias palabras. Pero lo que sigue es la narración de su experiencia.
Empezó atrozmente, dijo. Antes de que la cuerda se tensara, el artefacto seguía rodando. Se sentía como una rana en un balón de fútbol. No podía ver nada excepto la grúa y el cielo por encima de su cabeza, con un panorama ocasional de la gente en la borda del barco. No tenía ni idea de cómo rodaría el objeto a continuación. De repente se encontró con los pies por alto, trataba de enderezarse y volvía a rodar, patas arriba y de cualquier modo, sobre el almohadillado. Cualquier otra forma que no fuera la estática hubiera sido más confortable, pero ninguna hubiera sido digna de confianza bajo la enorme presión del abismo submarino.
De pronto el vaivén cesó, el globo se enderezó y cuando se puso en pie vio el agua a su alrededor de un azul verdoso; una tenue luz se filtraba desde arriba y una muchedumbre de pequeñas cosas flotantes pasaban corriendo ante él, según le pareció, hacia la luz. Mientras miraba se hizo cada vez más oscuro, hasta que el agua se volvió tan oscura como el cielo a medianoche, si bien de un matiz más verde por arriba y por abajo, negra. Pequeños cuerpos transparentes formaban en el agua un débil destello de luminosidad y pasaban raudamente como lánguidas franjas verdosas.
¡Y la sensación de la caída! Fue como el arranque de un ascensor, sólo que se mantenía. Hay que imaginarse lo que significa esa sensación sostenida. Fue entonces el único momento en que Elstead se arrepintió de su aventura. Vio las probabilidades que tenía a una luz completamente nueva Pensó en las jibias gigantes que se sabía existían en las aguas medias, en los cuerpos que se encontraban a veces medio digeridos en las ballenas o flotando muertos, descompuestos y medio comidos por los peces. Suponte que una se agarrara y no se soltara. ¿Y había sido el mecanismo de relojería en realidad suficientemente comprobado? Pero que deseara continuar o retroceder ahora no importaba lo más mínimo.
En cincuenta segundos todo se hizo tan oscuro como la noche, excepto donde el destello de su luz traspasaba las aguas y tocaba de vez en cuando algún pez o material en suspensión. Pasaban por delante de él demasiado deprisa para ver lo que eran. Una vez cree que pasó un tiburón Y entonces la esfera empezó a calentarse por la fricción contra el agua. Habían subestimado eso, al parecer.
Lo primero que notó fue que estaba sudando; después oyó un silbido cada vez mas agudo bajo sus pies y vio una gran cantidad de burbujitas —eran muy pequeñas— abalanzándose hacia arriba, como un abanico, a través del agua exterior. ¡Vapor! Tocó la ventana y estaba caliente. Encendió la diminuta lámpara de incandescencia que iluminaba su propia cavidad, miró el reloj acolchado que había junto a los pivotes y vio que llevaba viajando dos minutos. Pensó que la ventana se quebrarla por el contraste de temperaturas, pues sabía que el agua del fondo está cercana a la congelación.
Entonces repentinamente el suelo de la esfera pareció presionar contra sus pies, la carrera de las burbujas exteriores se hizo cada vez mas lenta y el silbido disminuyó. La esfera rodó un poco. La ventana no se había roto, nada había cedido y vio que los peligros de naufragio, por lo menos, habían pasado.
En otro minuto o así estaría sobre el lecho de las profundidades marinas. Pensó, dijo, en Steevens y Weybridge y en los demás que estaban a cinco millas por encima de su cabeza, a más altura que las nubes más altas que flotan sobre la tierra, navegando lentamente, mirando hacia abajo y preguntándose qué habría sido de él.
Escudriñó por la ventana Ya no había burbujas y el silbido se había parado. Fuera había una densa oscuridad, negra como el terciopelo negro, excepto donde la luz eléctrica perforaba el agua y mostraba su color, un verde amarillento. Entonces, tres cosas como formas de fuego se pusieron en su campo de visión nadando y siguiéndose unas a otras por el agua No podía decir si eran pequeñas y cercanas o grandes y alejadas.
Cada una estaba contorneada por una luz azulada casi tan brillante como las luces de una lancha pesquera una luz que parecía humear profusamente; a sus costados había nubes, como las troneras de iluminación de un buque. Su fosforescencia parecía apagarse a medida que entraban en el haz de su luz y entonces vio que eran pequeños peces de extraño aspecto, con enormes cabezas, grandes ojos y cuerpos y colas menguados. Sus ojos estaban dirigidos hacia él y entendió que le estaban siguiendo en su descenso. Supuso que eran atraídos por su fulgor.
En seguida se unieron a ellos otros de la misma clase. Mientras continuaba descendiendo, notó que el agua se volvía de un color pálido y que las pequeñas motas centelleaban bajo su haz de luz como partículas en un rayo de sol. Esto era probablemente debido a las nubes de fango y cieno que el impacto de sus lastres había removido.
Cuando fue arrastrado hacia las plomadas estaba en una densa bruma blanquecina que su luz eléctrica no podía atravesar más de unas cuantas yardas, y transcurrieron muchos minutos antes de que se hundieran en parte las masas colgantes de sedimentos. Después, iluminado por su lámpara y por la pasajera fosforescencia de un distante banco de peces, pudo ver bajo la enorme negrura de las aguas una ondulante extensión, de cieno blanco-grisáceo, roto aquí y allá por enmarañadas malezas de una vegetación de lirios marinos que ondeaban hambrientos tentáculos.
Más lejos estaban los graciosos y translúcidos contornos de un grupo de gigantescas esponjas. Sobre este lecho se esparcía gran número de penachos erizados, aplanados y de rico color púrpura y negro, que determinó debían ser alguna especie de erizos de mar, así como pequeñas cosas de grandes ojos o ciegas que tenían un curioso parecido, algunas a cochinillas y otras a langostas, que se arrastraban perezosamente por el rastro de luz y se desvanecían en la oscuridad de nuevo, dejando surcos tras de sí.
Entonces, repentinamente un enjambre revoloteante de peces pequeños viró y se dirigió hacia él como un bandada de estorninos. Pasaron sobre él como una fosforescente nevada y entonces vio detrás de ellos una criatura más grande que avanzaba hacia la esfera.
Al principio podía verla sólo débilmente, era una figura moviéndose lánguidamente que parecía un caminante; después entró en la luz que la lámpara arrojaba Cuando el resplandor la hirió, cerró los ojos, deslumbrada Se quedó con la vista clavada en rígido asombro.
Era un extraño animal vertebrado. Su cabeza púrpura oscura sugería vagamente a un camaleón, pero tenía la frente tan alta y un cráneo como jamás ningún reptil había presentado; el perfil vertical de su cara le daba un extraordinario parecido con un ser humano.
Dos grandes y protuberantes ojos se proyectaban desde los huecos —cosió un camaleón— y tenían una ancha boca de reptil con labios córneos bajo sus pequeñas fosas nasales. En lugar de orejas tenía dos agallas enormes, de las que sobresalía flotando un árbol ramificado de filamentos coralinos, casi como las branquias en forma de árbol que poseen todas las jóvenes rayas y tiburones.
Pero la humanidad de su cara no era lo más extraordinario de la criatura Era un bípedo; su cuerpo casi esférico estaba posado sobre un trípode formado por dos patas como las de las ranas y una larga y gruesa cola; sus miembros delanteros, que caricaturizaban la mano humana, al igual que en la rana, portaban un largo eje óseo cobrizo. El color de la criatura era abigarrado; su cabeza, manos y patas eran púrpura; pero su piel, que colgaba descuidadamente sobre ella, como si fueran ropajes, era de un gris fosforescente. Y allí permanecía, cegada por la luz.
Finalmente, esta ignota criatura del abismo entornó los ojos y, protegiéndolos con su mano libre, abrió la boca y dio escape a un sonido vociferante, articulado casi como pudiera ser el habla, que penetró incluso en la caja de acero acolchada de la esfera Cómo pueda realizarse un sonido vociferante sin pulmones, Elstead no intenta explicárselo. Entonces se movió hacia un lado, fuera del resplandor, adentrándose en el misterio de las sombras que le rodeaban, y Elstead sintió más que vio que venía hacia él Imaginando que la luz le había atraído, desconectó el interruptor de la corriente. En ese momento algo suave frotó sobre el acero y el globo se inclinó.
Entonces el grito se repitió y le pareció que un eco distante le contestaba La frotación volvió y todo el globo se inclinó y se ancló en la barra en que estaba enrollado el cable. Permaneció en la oscuridad y escudriñó la inacabable noche del abismo. Y en seguida vio, muy débil y remotamente, otras formas fosforescentes casi humanas apresurándose hacia él.
Casi sin saber lo que hada, tentó su tambaleante prisión buscando el pivote de la luz eléctrica exterior y dio por casualidad con su propia lamparita incandescente, que estaba en el hueco acolchado. La esfera giró y le derribó; oyó gritos como de sorpresa y cuando se puso en pie vio dos pares de acechantes ojos que miraban por la ventana inferior y reflejaban su luz.
Al poco unas manos frotaron vigorosamente su caja de acero y se produjo un sonido, bastante horrible en su situación, de la protección metálica del mecanismo de relojería, que estaba siendo fuertemente golpeado. Esto, ciertamente, le puso el corazón en la boca pues si aquellas extrañas criaturas lograban detenerlo, no se produciría nunca su liberación. Apenas lo había pensado cuando sintió que la esfera se balanceaba violentamente y el suelo le presionaba firmemente los pies. Apagó la lamparita que iluminaba el interior y envió el rayo de la lámpara grande hacia el agua exterior. El lecho del mar y las criaturas en forma de hombre habían desaparecido y un par de peces persiguiéndose se dejaron ver por la ventana.
Pensó en seguida que los extraños habitantes de las profundidades habían roto la cuerda y que se había soltado. Ascendió cada vez más deprisa y entonces se detuvo con una sacudida que le lanzó contra el techo acolchado de su prisión. Durante medio minuto, quizás, permaneció demasiado atónito para pensar.
Después sintió que la esfera giraba lentamente y se balanceaba y le pareció que era arrastrado por el agua. Agachándose junte a la ventana, trató de hacer efectivo su peso y de girar aquella parte de la esfera hacia abajo, pero no pudo ver nada salvo el pálido rayo de su lámpara cortando ineficazmente la oscuridad Se le ocurrió que podía ver más si apagaba la lámpara y hacía que sus ojos se acostumbraran a la profunda oscuridad.
En esto fue sensato. Al cabo de algunos minutos la oscuridad aterciopelada se convirtió en una oscuridad translúcida; y entonces, allá a lo lejos, y tan débil como la luz de una tarde inglesa de verano, vio figuras moviéndose por abajo. Pensó que las criaturas habían desenganchado su cable y le estaban remolcando por el lecho marino.
Y entonces vio algo vago y remoto a través de las ondulaciones de la planicie submarina, un amplio horizonte de pálida luminosidad que se extendía por aquí y por allá tan lejos como el campo de visión de su pequeña ventana le permitía apreciar. Era remolcado hacia allí como un globo desde el campo abierto a la ciudad. Se aproximaba muy lentamente, y muy lentamente el brillo indistinto se concentraba en formas mas definidas.
Eran casi las cinco cuando llegó a esa zona luminosa, y para entonces pudo distinguir una distribución sugestiva de calles y casas agrupadas sobre una amplia elevación sin techo que sugería grotescamente una abadía en ruinas. Estaba desplegada como un mapa bajo él Las casas eran recintos de muros sin techumbre y su material de huesos fosforescentes, como más tarde vio, daba al lugar la apariencia de estar construido a base de disparates sumergidos.
Entre las cuevas interiores del lugar, árboles liliáceos ondulantes extendían sus tentáculos, y altas, tenues y vidriosas esponjas brotaban como brillantes minaretes y lirios de luz membranosa del resplandor general de la ciudad En los espacios abiertos del lugar pudo divisar un agitado movimiento de multitudes, pero él se hallaba a demasiadas brazas por encima de ellas como para distinguir a los individuos de aquella multitud.
Entonces le arrastraron lentamente hacia abajo, y mientras lo hadan, los detalles del lugar se introdujeron lentamente en su conocimiento. Vio que los caminos entre los nebulosos edificios estaban señalados por líneas rebordeadas de objetos redondos, y entonces percibió que en diversos puntos por debajo de él, en amplios espacios abiertos, había formas como de barcos incrustados.
Lentamente y con seguridad fue arrastrado hacia abajo y las formas que había bajo él se hicieron más brillantes, más claras, mas distintas. Era llevado, notó, hacia el gran edificio del centro de la ciudad, y pudo echar una ojeada de vez en cuando a las formas multitudinarias que tiraban de su cuerda. Se quedó asombrado al ver que la arboladura de uno de los barcos, que formaba la característica prominente del lugar, estaba repleta de una hueste de figuras gesticulantes que le observaban y a continuación los muros del gran edificio se levantaron silenciosamente alrededor de él ocultando la ciudad a sus ojos.
Y cómo eran las paredes, de madera anegada en agua y cable retorcido, arboladuras de hierro y cobre, huesos y cráneos de hombres muertes. Los cráneos corrían en zigzag, en espirales y en curvas fantásticas sobre los edificios; y dentro y fuera de las cuencas de sus ojos, sobre toda la superficie del lugar, acechaban y jugaban una multitud de pequeños peces plateados.
De repente sus oídos se llenaron de un grave vocerío y de un ruido como un violento resoplido de cuerpos, que fue sucedido por un fantástico canto. Por debajo de la esfera se hundían, mas abajo de las enormes ventanas ojivales, a través de las cuales las vio vagamente, gran número de aquellas gentes fantasmales que le observaban, yendo finalmente a posarse en lo que parecía una especie de altar que se levantaba en el centro del lugar.
Ahora estaba en un nivel en el que podía ver a aquellas extrañas gentes del abismo distintamente una vez mas. Para su asombro percibió que se postraban ante él, todos menos uno, vestido según parecía con una ropa de escamas en placas y coronado con una diadema luminosa, que se quedó abriendo y cerrando su boca de reptil, como si dirigiera el canto de los adoradores.
Un curioso impulso llevó a Elstead a encender de nuevo su pequeña lámpara para hacerse visible a aquellas criaturas del abismo, aunque el resplandor las hiciera desaparecer rápidamente en la oscuridad. Tras esta repentina visión de él el cántico dio paso a un tumulto de alborozados gritos; y Elstead, ansioso por observarles, apagó la luz de nuevo y desapareció de su vista Pero durante un rato quedó demasiado cegado para distinguir lo que estaban haciendo, y cuando al final pudo descubrirlos estaban arrodillándose de nuevo. Y así continuaron adorándole, sin descanso o interrupción, durante tres horas.
Muy minucioso fue el relato de Elstead de su asombrosa ciudad y de su gente, aquella gente de la perpetua oscuridad que nunca habían visto el Sol, la Luna o las estrellas, la verde vegetación ni ninguna criatura viviente de respiración aérea, que nada sabían del fuego ni de ninguna luz que no fuera la fosforescencia de los seres vivientes.
Con todo lo sobrecogedora que pueda ser su historia, todavía es mas sobrecogedor saber que científicos tan eminentes como Adams y Jenkins no encuentran nada increíble en ella. Afirman que no ven ninguna razón por la que seres inteligentes, de respiración acuática, criaturas vertebradas habituadas a las bajas temperaturas y a una enorme presión y de tan pesada estructura que ni vivas ni muertas puedan flotar, no puedan vivir sobre el fondo del profundo mar enteramente insospechadas para nosotros, descendientes como nosotros de la gran Thenomorpha de la Nueva Era de Arenisca Roja.
Nosotros seríamos vistos por ellos, sin embargo, como criaturas extrañas, meteóricas, que habitualmente caemos de modo catastróficamente muertos de la misteriosa oscuridad de su cielo acuoso. Y no solamente nosotros, sino también nuestros barcos, nuestros metales, nuestras herramientas, llegarían lloviendo de la noche.
Algunas veces objetos de naufragios les golpean y aplastan, como si fueran el juicio de algún poder superior de las alturas, y algunas veces llegan cosas de la mayor rareza o utilidad o formas de sugestión estimulante. Cabe comprender, quizás, algo de su comportamiento ante el descenso de un hombre viviente, si se piensa qué gente bárbara podría parecer a quien se le presentara de súbito caído del cielo una resplandeciente criatura provista de un halo.
En un momento u otro probablemente, Elstead contó a los oficiales del Ptarmigan todos los detalles de sus extrañas doce horas en el abismo. Cierto que también intentara escribir, pero nunca lo hizo, y así, desgraciadamente, hemos tenido que reunir trozo a trozo los discrepantes fragmentos de su historia según los recuerdos del capitán Simmons; Weybridge, Steevens, Lindley y los demás.
Nosotros lo vemos oscuramente en ojeadas fragmentarias: el enorme edificio fantasmal, los cantores prosternados con sus cabezas oscuras de forma de camaleón y su vestimenta débilmente luminosa; y Elstead, con su luz nuevamente encendida, tratando vanamente de llevar a sus mentes la idea de que la cuerda a la que estaba sujeta la esfera iba a ser cortada Minuto a minuto se soltaba y Elstead, mirando su reloj, se horrorizó al ver que sólo tenía oxígeno para cuatro horas más. Pero el canto en su honor continuó tan despiadadamente como si fuera la marcha fúnebre de su cercana muerte.
La forma de su liberación no la comprende, pero a juzgar por el extremo de la cuerda que colgaba de la esfera, había sido cortada por el roce contra el borde del altar. Bruscamente, la esfera giró y subió precipitadamente fuera de aquel mundo, como si una criatura etérea envuelta en el vacío volara por nuestra propia atmósfera de regreso a su éter nativo. Debió arrancarse de su vista como una burbuja de hidrógeno se precipita hacia arriba en nuestro aire. Debió parecerles una extraña ascensión.
La esfera se lanzó hacia arriba con mayor velocidad aún que cuando, cargada con las plomadas, se había precipitado hacia abajo. Notó un calor excesivo. Viajó hacia arriba con las ventanas por encuna y recuerda el torrente de burbujas espumeantes contra el cristal A cada momento esperaba que echase a volar. Entonces, repentinamente, algo parecido a una enorme rueda pareció desprenderse sobre su cabeza, el compartimento acolchado empezó a girar y se desmayó. Su recuerdo siguiente fue el de su camarote y la voz del médico.
Ésta es la esencia de la extraordinaria historia que Elstead relató fragmentariamente a los oficiales del Ptarmigan. Prometió dejarlo por escrito en fecha próxima Su mente estaba ocupada sobre todo por la mejora de su aparato, cosa que llevó a cabo en Río.
Queda solamente por decir que el 2 de febrero de 1896 realizó su segundo descenso al abismo del océano, con las mejoras que su primera experiencia le sugirió. Lo que sucedió probablemente nunca lo sabremos. Nunca volvió. El Ptarmigan batió todo el punto de su inmersión buscándole en vano durante trece días Luego regresó a Río y las noticias fueron telegrafiadas a sus amigos. De forma que hasta el presente así está el asunto. Pero es muy probable que se haga algún otro intento de verificar esta extraña historia sobre las hasta ahora insospechadas ciudades de las profundidades marinas.
Los atacantes del mar
1
Hasta el extraordinario suceso de Sidmouth, la peculiar especie Haploteuthis ferox era conocida por la ciencia sólo de forma genérica, fundándose en un tentáculo medio digerido hallado cerca de las Azores y en un cuerpo medio descompuesto, picoteado por los pájaros y mordisqueado por los peces, encontrado a principios de 1896 por Mr. Jennings, cerca de Land's End
Realmente, en ningún ramo de la zoología estamos tan a oscuras como en el que concierne a los cefalópodos de las profundidades marinas. Por ejemplo, fue una mera casualidad lo que llevó al príncipe de Mónaco a descubrir, en el verano de 1895, casi media docena de nuevas formas, entre las que se incluía el tentáculo antes mencionado. Sucedió que unos balleneros mataron, cerca de Terceira, un cachalote que, en un último esfuerzo, casi embistió el yate del príncipe; pero falló, dio una vuelta y murió a unas veinte yardas del timón. En su agonía arrojó unos objetos de gran tamaño, que el príncipe, presintiendo vagamente que se trataba de algo extraño e importante, pudo, por suerte, recoger antes de que se hundieran. Puso las hélices en movimiento y, dando vueltas en los vórtices así creados, los mantuvo hasta que consiguieron bajar un bote. Resultó que aquellos especímenes eran cefalópodos enteros y fragmentos de cefalópodos, algunos de ellos de proporciones gigantescas, y ¡casi todos desconocidos para la ciencia!
En realidad podría parecer que estas criaturas, grandes y ágiles, que habitan en las profundidades medias del mar deberían permanecer, en gran parte, desconocidas para nosotros, ya que bajo el agua son demasiado escurridizas para las redes, y sólo por imprevistas casualidades se pueden obtener especímenes. En el caso del Haploteuthis ferox, por ejemplo, seguimos ignorando todo cuanto se refiere a su hábitat, igual que ignoramos cómo crían los arenques o las rutas marítimas del salmón. Además los zoólogos no saben tampoco cómo explicar su repentina aparición en nuestra costa. Posiblemente, fue el esfuerzo de una migración causada por el hambre lo que le empujó a salir de las profundidades. Pero tal vez sea mejor evitar especulaciones necesariamente imprecisas, y pasar de inmediato a nuestra narración.
El primer ser humano que puso sus ojos en un Haploteuthis vivo —es decir, el primer ser humano que sobrevivió, porque ahora apenas caben dudas sobre la verdadera causa de la racha, que se produjo a primeros de mayo, de muerte de bañistas y accidentes de embarcaciones que navegaban por la costa de Cornualles y Devon— fue un comerciante de té llamado Fison, alojado en una casa de huéspedes de Sidmouth. Era por la tarde y estaba paseando por el sendero del acantilado entre Sidmouth y Ladram Bay, En este paraje los acantilados son muy altos, pero bajo su rojiza superficie existe un lugar donde se ha formado una especie de escalera. Estaba cerca de allí cuando le llamó la atención lo que al principio tomó por una bandada de pájaros que luchaba por conseguir un pedazo de comida, que a la luz del sol resplandecía con brillo blanquecino y rosado. La marea estaba baja y el objeto no solamente quedaba lejos, bajo él, sino incluso remoto, al otro lado de un ancho yermo de arrecifes cubierto de algas y salpicado de charcos de brillo plateado dejados por la marea. Además, el resplandor del agua le deslumbraba.
Un minuto después, al mirar de nuevo, se dio cuenta de que se había equivocado; sobre «aquello» revoloteaban algunas aves chovas y gaviotas en su mayoría, estas últimas centelleando cegadoramente cuando la luz del sol golpeaba sus alas—, pero todas ellas parecían pequeñas a su lado. Su curiosidad fue creciendo más y más, debido tal vez a lo insuficiente de su primera explicación.
Como no tenía nada mejor que hacer, para entretenerse, decidió convertir aquel objeto, fuera lo que fuera en realidad, en el objetivo de su paseo vespertino, en lugar de Ladram Bay, pensando que acaso se tratara de alguna especie de pez grande, encallado por algún azar y agitándose en su desgracia. Así que se precipitó escaleras abajo, deteniéndose a intervalos de treinta pies, más o menos, para recuperar él aliento y escudriñar el misterioso movimiento.
Al pie del acantilado estaba, desde luego, mas cerca de su objetivo de lo que antes había estado; pero por otra parte, éste parecía juntarse ahora con el cielo incandescente, bajo el sol, y resultaba oscuro e indistinto. Cualquier cosa rosada que hubiera en él quedaba ahora oculta por una formación aislada de rocas cubiertas de maleza. Pero era capaz de discernir que estaba formado por siete cuerpos redondeados, independientes o unidos, y de que las aves seguían graznando y chillando, aunque parecían tener miedo de acercarse demasiado.
Mr. Fison, roído por la curiosidad, empezó a buscar un camino a través de las rocas desgastadas por la marea y, al descubrir que las algas húmedas que ¡as cubrían resultaban extremadamente resbaladizas, se detuvo, se quitó los zapatos y los calcetines y, para sortear los charcos que había entre las rocas, se dobló los pantalones por encima de las rodillas. Tal vez también estaba contento —como lo están todos los hombres— por haber encontrado una excusa para revivir, aunque fuera por un momento, las sensaciones de su niñez. En todo caso, no hay duda de que debe su vida a este incidente.
Se acercaba a su objetivo con la confianza propia de los habitantes de un región que, como la suya, les resguardaba de todas las formas de vida animal. IJQS cuerpos redondeados se movían de un lado a otro, pero solamente cuando coronó el montículo rocoso que he mencionado se dio cuenta del carácter horrible de su hallazgo. Lo descubrió de forma repentina.
Los cuerpos redondeados se separaron cuando él apareció sobre el escollo, y mostraron que el objeto rosado era el cuerpo parcialmente devorado de un ser humano; pero habría sido incapaz de decir si pertenecía a un hombre o a una mujer. Los cuerpos redondeados eran unas criaturas desconocidas para él, de aspecto espantoso, cuya forma se parecía algo a un pulpo, con tentáculos enormes, muy largos y flexibles, sobre el suelo. La piel tenía una textura reluciente, desagradable a la vista, como un cuero brillante. La curva descendente de la boca rodeada de tentáculos, la curiosa excrecencia en la curva, los tentáculos y los grandes ojos inteligentes, daban a aquellas criaturas la grotesca apariencia de un rostro humane. El tamaño del cuerpo era el de un cerdo mediano y los tentáculos le parecieron de varios pies de longitud. Había, según él, por lo menos siete u ocho de aquellas criaturas. A veinte yardas de distancia, entre la espuma de la marea que subía, otras dos emergían del mar.
Sus cuerpos yacían sobre las rocas y sus ojos le miraban con perverso interés; pero no parece que Mr. Fison estuviera asustado ni que se diera cuenta de que estaba en peligro. Posiblemente su confianza debe atribuirse a la indolencia de su carácter. Pero, desde luego, estaba horrorizado, muy excitado e indignado de que tan repugnantes criaturas se alimentaran de carne humana. Pensó que se habían tropezado por casualidad con el cuerpo de un ahogado. Gritó con la intención de alejarlas y, viendo que no se movían, buscó alrededor, recogió una piedra grande y redonda y se la arrojó a una de ellas.
Entonces, desenrollando lentamente sus tentáculos, todos los animales empezaron a moverse hacia él, arrastrándose al principio con lentitud y emitiendo un suave ronroneo entre ellos.
En un instante, Mr. Fison se dio cuenta de que estaba en peligro. Gritó de nuevo, les tiró las dos botas y, de un salto, se puso de inmediato en camino. Veinte yardas más allá se detuvo, dio media vuelta, creyendo que eran lentos, y ¡mirad!, los tentáculos del cabecilla ya estaban posándose en el escollo en el que había estado él hacia un momento.
Entonces, gritó otra vez, pero en esta ocasión no fue un grito de amenaza sino de desmayo, y empezó a saltar, a dar zancadas, a resbalar, vadeando el irregular terreno que se extendía entre él y la playa. Los altos acantilados rojizos le parecían hallarse de repente a una gran distancia, y vio, como si fueran criaturas de otro mundo, dos diminutos trabajadores empeñados en reparar el camino escalado, sin sospechar la carrera desesperada que estaba empezando a sus pies. En cierto modo, pudo oír, a no más de doce pies detrás de él, el chapoteo de las criaturas en los charcos, en una ocasión resbaló y estuvo a punto de caer.
Le persiguieron hasta el pie mismo del acantilado, y no desistieron hasta que se le unieron los trabajadores en la base del camino escalonado hacia la cima. Los tres hombres les apedrearon durante un rato y después se apresuraron a subir a lo más alto del acantilado y siguieron el camino hacia Sidmouth, con el fin de conseguir ayuda y un bote para rescatar el cuerpo profanado de las ganas de aquellas abominables criaturas.
2
Por si no hubiera corrido suficientes peligros aquel día, Mr. Fison subió con los demás al bote para indicar el lugar exacto de la aventura. Como la marea estaba baja, tuvieron que dar un rodeo considerable para alcanzarlo; cuando por fin llegaron al pie del camino escalonado, el cuerpo mutilado había desaparecido. Ahora el agua corría, sumergiendo primero una porción de roca fangosa y después otra, y los cuatro hombres de la barca —es decir, los trabajadores, el barquero y Mr. Fison— desviaron su atención de la costa para fijarla en el agua bajo la quilla.
Al principio no pudieron ver gran cosa debajo de ellos, salvo una oscura selva de laminaria con algún pez que, de vez en cuando, pasaba velozmente. Sus mentes estaban predispuestas a la aventura, así que expresaron su franca decepción. Pero entonces vieron uno de los monstruos nadando en el agua, mar adentro, con un curioso movimiento giratorio que hizo evocar a Mr. Fison el balanceo de un globo cautivo. Un momento después, las ondulantes serpentinas de laminaria se agitaron extraordinariamente, se abrieron un instante, y quedaron oscuramente visibles tres de aquellas bestias, luchando por lo que era con toda probabilidad algún fragmento del ahogado. Luego, las abundantes cintas verde-oliva se derramaron de nuevo sobre el convulso grupo.
Entretanto, los cuatro hombres, extremadamente excitados, empezaron a golpear el agua con los remos y a gritar y de inmediato vieron un tumultuoso movimiento entre las algas. Renunciaron a distinguir con mas claridad de qué podía tratarse y, tan pronto como el agua quedó tranquila, descubrieron, según les pareció, que todo el fondo del mar entre las algas estaba cubierto de ojos.
—¡Los muy cerdos! —gritó uno de los hombres—. ¡Mirad, los hay a docenas!
En seguida esas cosas empezaron a subir por el agua hacia ellos. Mr, Fison describió después al escritor aquella sobrecogedora erupción de los ondulantes prados de laminaria, A él le pareció que habla durado un considerable lapso de tiempo, pero es probable que, en realidad, fuera sólo cuestión de unos segundos. Durante un rato no había nada más que ojos, y después tentáculos brotando y dividiendo las frondas de algas en todas direcciones. Después aquellas cosas aumentaron de tamaño, hasta que al fin el fondo quedó oculto por sus formas enrolladas y confundidas unas con otras, y las extremidades de los tentáculos aparecieron misteriosamente aquí y allá en el aire sobre la ondulación de las aguas.
Uno se acercó audazmente al costado de la barca y, agarrándose a él con tres de sus tentáculos provistos de ventosas, lanzó otros cuatro sobre la borda, como si tuviera intención de volcar la embarcación o de subir a ella gateando. De inmediato, Mr. Fison cogió el bichero y. pinchándole furiosamente los blandos tentáculos, le obligó a desistir. Fue golpeado por la espalda y casi arrojado por la borda por el barquero, que usaba su remo para resistir un ataque similar por el otro costado de la barca. Pero los tentáculos de ambos lados soltaron en seguida su presa y se deslizaron para hundirse en el agua.
—Será mejor que nos vayamos de aquí —dijo Mr. Fison, que estaba temblando violentamente.
Se dirigió a la caña del timón, mientras el barquero y uno de los trabajadores se sentaban y empezaban a remar. El otro hombre se quedó de pie, a proa de la embarcación, con el bichero, dispuesto a golpear cualquier tentáculo que pudiera aparecer. No se habló más, según parece. Mr. Fison había expresado el sentimiento común de la forma mas exacta. Con un talante taciturno y asustado, los rostros pálidos y cansados, intentaron escapar de la situación en que habían cometido el error y la imprudencia de meterse.
Pero apenas los remos se hundieron en al agua, unas misteriosas cuerdas sinuosas y delgadas los rodearon; lo mismo hicieron con el timón, y acercándose con sigilo a los costados del bote, con un movimiento serpenteante aparecieron de nuevo las ventosas. Los hombres agarraron los remos y tiraron de ellos, pero era como tratar de mover un bote en una masa flotante de algas
—¡Aquí, ayuda! —gritó el barquero. Mr. Fison y el segundo hombre corrieron a ayudarle a sacar el remo.
Entonces el que sostenía el bichero, que se llamaba Ewan o Ewen, saltó, lanzando una maldición, y empezó a golpear hacia abajo, sobre la borda, hasta donde alcanzaba, hiriendo el banco de tentáculos que ahora se arracimaban por, el fondo de la embarcación. A un mismo tiempo, los dos remeros se pusieron en pie tratando de obtener un mejor punto de apoyo para recuperar sus remos. El barquero le entregó el suyo a Mr, Fison, que tiró de él desesperadamente y, entre tanto, el barquero abrió una navaja de muelles grande e, inclinándose sobre la borda de la embarcación, empezó a cortar las espirales de brazos que rodeaban los mangos de los remos.
Mr. Fison, tambaleándose con el balanceo de la embarcación, apretando los dientes, jadeando, saliéndosele las venas de la mano mientras tiraba del remo, dirigió de pronto los ojos mar adentro. Y allí, a no más de cincuenta yardas de distancia, en las grandes olas de la marea ascendente, una embarcación grande ponía rumbo hacia ellos; en ella había tres mujeres y un niño pequeño. Un barquero se ocupaba de remar y un hombrecillo, con un sombrero de paja con cintas de color rosa y traje blanco, estaba de pie, a popa, saludándoles. Por un momento, sin duda, Mr. Fison pensó en la ayuda que significaba, pero después pensó en el niño. Abandonó de inmediato el remo, levantó los brazos gesticulando frenéticamente y gritó al grupo de la barca que se mantuvieran lejos «¡por amor de Dios!». Dice mucho en favor de la modestia y valor de Mr. Fison el hecho de que no parece consciente de cuánto hubo de heroísmo en su acción en aquella coyuntura. El remo que había abandonado fue arrastrado en seguida hacia abajo; después reapareció flotando a unas veinte yardas de distancia.
En aquel momento, Mr. Fison notó que el bote daba violentos bandazos, y un grito ronco, un prolongado chillido de terror de Huí, el barquero, hizo que olvidara por completo al grupo de excursionistas. Se volvió y vio a Huí en cuclillas junto al tolete de proa, con el rostro convulsionado por el terror; de su brazo derecho, sobre la borda, algo tiraba fuertemente hacia abajo. Ahora lanzaba una sucesión de breves gritos agudos, «¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!... ¡oh!», Mr. Fison cree que debía de haber estado cortando los tentáculos bajo la línea de flotación y que le habían agarrado, pero, naturalmente, es imposible decir ahora lo que ocurrió en realidad. La embarcación se inclinaba mucho, de manera que la regala estaba a menos de diez pulgadas del agua y tanto Ewan como el otro hombre estaban golpeando el agua con remo y bichero a cada uno de los lados del brazo de Hill. Mr, Fison, instintivamente, se colocó en el lado opuesto para hacerles de contrapeso
Entonces Huí, que era un hombre fornido y fuerte, tazo un esfuerzo supremo y casi se enderezó Consiguió sacar el brazo del agua. Colgando de él había una complicada maraña de cuerdas oscuras; los ojos de uno de los brutos que habían hecho presa de él, mirando directa y resueltamente, aparecieron momentáneamente sobre la superficie. El bote se inclinaba más y más y el agua, de un color verde oscuro, se derramaba en cascadas sobre la borda. Entonces Huí resbaló y dio con sus costillas sobre la borda; su brazo, con la masa de tentáculos alrededor, cayó de nuevo al agua. Dio la vuelta, su bota coceó la rodilla de Mr. Fison, en el momento que este caballero acudía en su ayuda, y casi en el mismo instante nuevos tentáculos rodearon su cuello y su cintura; tras una lucha breve y convulsiva, durante la cual el bote estuvo a punto de volcar, Hill fue arrastrado fuera borda. La embarcación se enderezó con una violenta sacudida que casi envió a Mr. Fison sobre la otra borda, y le ocultó la lucha en el agua.
Se quedó un momento tambaleándose, tratando de recuperar el equilibrio, y entre tanto, se dio cuenta de que la lucha y la marea creciente les había llevado de nuevo cerca de las rocas cubiertas de maleza. A no más de cuatro yardas una meseta de rocas se alzaba aún en rítmicos movimientos sobre la marea. En un momento dado, Mr. Fison agarró el remo de Ewan, dio un vigoroso golpe y después, dejándolo caer, como a la borda y saltó. Sintió que sus pies resbalaban sobre la roca y, con un frenético esfuerzo, saltó otra vez hacia una masa que había a poca distancia. Dio un traspiés sobre ella, se puso de rodillas y se incorporó de nuevo.
—¡Mirad! —gritó alguien, y un cuerpo grande de color pardo le golpeó.
Uno de los hombres le hizo entrar en uno de los charcos dejados por la marea y mientras se hundía, oyó gritos sofocados, que en aquel momento creyó que eran de Hill. Entonces se encontró a sí mismo maravillándose de la estridencia y variedad de la voz de Hill. Alguien le saltó encima y un curvado torrente de agua espumosa se vertió sobre él y después desapareció. Se puso rápidamente en pie, chorreando, y sin mirar al mar, corrió, todo lo aprisa que le permitía el terror, hacia la costa. Ante él, sobre el espacio llano salpicado de rocas, daban traspiés los dos hombres, separados por unas doce yardas.
Al fin miró sobre su hombro y, viendo que no le perseguían, se volvió. Quedó atónito. Desde el momento de la aparición de los cefalópodos fuera del agua, había actuado demasiado aprisa para darse cuenta de sus propias acciones Ahora le parecía como si hubiera salido de repente de una pesadilla
Porque había un cielo sin nubes, en el que resplandecía el sol de la tarde, un mar que se movía bajo su brillo implacable, la suave espuma cremosa de las olas que rompían y los bajos, largos, oscuros escollos de las rocas La enderezada embarcación flotaba, balanceándose suavemente sobre las olas a unas doce yardas de la orilla. Hill y los monstruos, toda la tensión y la agitación de aquella lucha feroz por la vida, se habían desvanecido, como si no hubieran existido nunca.
El corazón de Mr. Fison latía violentamente, se estremecía de pies a cabeza y respiraba hondo.
Faltaba algo. Durante unos segundos no pudo pensar con bastante claridad de qué podía tratarse. Sol, cielo, mar, rocas, ¿qué era? Entonces recordó la embarcación cargada de excursionistas Se había desvanecido. Se preguntó si se la había imaginado. Se volvió y vio a los dos hombres de pie, uno junto a otro, bajo las rocas salientes de los altos acantilados de color de rosa. Vaciló, pensando si debería hacer un último esfuerzo por salvar al otro hombre, Hill. Su excitación física pareció abandonarle de golpe, y le dejó aturdido e impotente. Se volvió hacia la costa con dificultad, tambaleándose, llegó hasta sus dos compañeros.
Miró de nuevo hacia atrás; ahora había dos embarcaciones flotando, la que estaba mas lejos había volcado y cabeceaba torpemente sobre el mar.
Así fue como el Haploteuthis ferox hizo su aparición en la costa de Devonshire Hasta la fecha ha sido ésta su peor agresión. La narración de Mr. Fiaon, junto con la racha de naufragios y accidentes de bañistas a los que ya he aludido, así como la desaparición de los peces de las costas de Cornualles durante aquel año, indican claramente la existencia de un banco de aquellos monstruos voraces de las profundidades marinas que merodeaban lentamente a lo largo de la costa. Sé que se ha aducido una migración inducida por el hambre, como origen del impulso que los trajo hacia aquí; pero, por mi parte, prefiero creer la teoría de Hemsley. Hemsley sostiene que un grupo o banco de estas criaturas puede haberse aficionado a la carne humana después del hundimiento de un barco que habría ido a caer entre ellos, entonces habrían abandonado su hábitat natural para errar en su busca; primero acechando y persiguiendo barcos y después llegando hasta nuestras costas en la estela del trafico atlántico. Pero discutir los argumentos de Hemsley, convincentes y admirablemente expuestos, estaría aquí fuera de lugar.
Parece que el apetito del banco quedó satisfecho con la captura de once personas —ya que, por lo que pudo averiguarse, había diez a bordo de la segunda embarcación, y desde luego aquellas criaturas no volvieron a dar señales de vida en Sidmouth aquel día. La costa entre Seaton y Budleigh Salieron fue patrullada toda la tarde y la noche por cuatro barcas del Servicio Preventivo; los hombres iban armados con arpones y machetes; a medida que avanzaba la tarde, otras expediciones, equipadas más o menos de la misma forma y organizadas por particulares, se unieron a ellas. Mr. Fison no tomó parle en ninguna de ellas.
Hacia la medianoche se oyeron gritos de alboroto en una embarcación que estaba a un par de millas mar adentro, hacia el sudeste de Sidmouth, y se vio un farol agitándose de una manera extraña de un lado a otro y de arriba a abajo. Las barcas más próximas se apresuraron a acudir a la señal de alarma. Los atrevidos ocupantes de la barca, un marinero, un coadjutor y dos colegiales, habían visto realmente a los monstruos pasando por debajo de su embarcación. Las criaturas, según parece, como la mayoría de los organismos de las profundidades del mar, eran fosforescentes, y habían estado flotando a unas cinco brazas de profundidad mas o menos, como seres imaginarios, a través de la negrura de las aguas, con los tentáculos recogidos como si durmieran, dando vueltas y mas vueltas y avanzando lentamente, en una formación como de cuña, hacia el sudeste.
Aquellas personas contaron su historia entrecortadamente, gesticulando, ya que primero se acercó una barca y después otra. Al final había una flotilla de ocho o nueve embarcaciones reunidas, y de ellas salía un tumulto, como el griterío de un mercado, que se alzaba en la quietud de la noche. Hubo poca —o ninguna— disposición de perseguir a la manada; la gente no tenía ni armas ni experiencia para una caza tan incierta, y entonces —incluso quizás con cierto alivio— las embarcaciones regresaron hacia la costa.
Y ahora hay que decir lo que es quizá el hecho más asombroso de esta asombrosa incursión. No tenemos la menor idea de los movimientos subsiguientes de la manada, aunque toda la costa sudoeste estaba alertada para detectarlos. Tal vez sea significativo el que un cachalote varara en Sark, el 3 de junio. Dos semanas y tres días después de este suceso de Sidmouth, un Haploteuthis vivo encalló en la playa de Calais. Estaba vivo porque vanos testigos vieron cómo movía los tentáculos de manera convulsiva. Pero es probable que estuviera moribundo. Un caballero llamado Pouchet consiguió un rifle y le pegó un tiro.
Ésta fue la última aparición de un Haploteuthis vivo. No se vieron otros en la cosía francesa. El 15 de junio un cuerpo, casi completo, pero muerto, fue arrojado a la playa cerca de Torquay, y unos cuantos días después una barca de la estación de Biología marina, ocupada en dragar Plymouth, sacó un espécimen medio corrompido, con una profunda herida de machete. Es imposible decir cómo había muerto el primer espécimen. Y el último día de ¡unió, un artista, Mr. Egbert Came, que se bañaba cerca de Newlyn, levantó los brazos, chilló y fue arrastrado bajo el agua. Un amigo que se estaba bañando con él no intentó salvarle, pero nadó de inmediato hacia la orilla. Este es el último hecho a narrar sobre este extraordinario ataque procedente de alta mar. Si es realmente la última de esas horribles criaturas es, por ahora, demasiado pronto para afirmarlo. Pero se cree, y hay que esperarlo así sin duda alguna, que han regresado ya, y regresado para siempre, a las profundidades sin sol de los mares medios, de las cuales surgieron tan extraña y misteriosamente.
Una raza aterradora
—¿Pueden tener vida estos huesos?
¿Hay acaso algo más muerto, mudo e inexpresivo para el ojo inexperto que los fragmentos de hueso amarillentos y los trozos de pedernal que constituyen los restos humanos más antiguos? Los vemos en las vitrinas de los museos, clasificados de acuerdo con unos principios que no conocemos y designados con nombres extraños: Chelense, Musteriense, Solutrense, etc... tomados, por regla general, de los lugares donde se encontraron: Chelles, Le Moustier, Solutré y otros. La mayoría de nosotros los miramos a través de un cristal, preguntándonos vaga y fugazmente por el pasado, medio salvaje, medio animal de nuestra raza. «El hombre primitivo —decimos—. Herramientas de piedra, el mamut que solía cazar...» Pocos de nosotros nos damos cuenta de hasta qué punto el trabajo sutil e infatigable del científico que los estudia a fondo consigue obtener información de esos testigos obstinados de aquellos tiempos remotos.
Uno de los resultados mas sorprendentes de los últimos trabajos es la gradual evidencia de que gran cantidad de estos utensilios de piedra, y algunos de los fragmentos de hueso más antiguos atribuidos al hombre, corresponden a criaturas que en muchos aspectos se le parecen, pero que, en rigor, no pertenecen a la especie humana. Los científicos llaman a estas razas extinguidas hombres (Homo), de la misma manera que llaman a los leones y tigres felinos (Felis), pero existen fundadas razones para creer que esos hombres primitivos no fueron nuestros antepasados ni llevaron nuestra misma sangre. Se trataría de un extraño animal extinguido, semejante y emparentado con nosotros pero distinto, de la misma forma que el mamut difiere del elefante aunque esté emparentado con él y se le parezca. Los utensilios de hueso y piedra se encuentran en depósitos de considerable antigüedad: algunos de los exhibidos en nuestros museos pueden tener hasta un millón de años o incluso mas, pero los restos de criaturas humanas, mental y anatómicamente parecidas a nosotros, sólo se remontan a poco más de veinte mil o treinta mil años. Fue en aquella época cuando en Europa apareció el verdadero hombre y no sabemos de dónde vino Aquellos animales capaces de utilizar herramientas y encender fuego, que se piensa eran como el hombre pero no verdaderamente humanos, desaparecieron cuando ya existía el hombre verdadero
Las autoridades científicas distinguen cuatro especies en dichos seudohombres. y es probable que vayan descubriéndose otras. Una raza singular construyó los utensilios que llamamos chelenses. La mayoría de ellos son cuchillos de piedra, de forma amigdaloide, encontrados en depósitos de unos 300.000 ó 400 000 años de antigüedad aproximadamente En cualquier museo de importancia, pueden verse utensilios de la época chelense. Son gigantescos, cuatro o cinco veces mayores que los construidos por cualquier raza de hombres verdaderos, y están bastante perfeccionados Desde luego, los manufacturó una criatura inteligente, y unas manos grandes y toscas aferraron y utilizaron esos fragmentos de piedra Pero hasta ahora, sólo se ha encontrado una pequeña parte de esqueleto perteneciente a esta época, una maciza mandíbula inferior, sin barbilla, con unos dientes bastante más especializados que los del hombre actual. Sólo podemos conjeturar cómo era la singular figura de forma humana que comió con esa mandíbula y golpeó a sus enemigos con esos enormes y útiles cuchillos de piedra. Debe corresponder a un tipo formidable, con un cuerpo probablemente mucho mayor que el del hombre, capaz sin duda de agarrar a los osos y a los feroces leones por el cuello. No lo sabemos. Sólo disponemos de esos grandes cuchillos de piedra, de esa mandíbula maciza y... de libertad para imaginar.
El misterio más fascinante relativo a aquellas épocas de frío y escasez, anteriores a la llegada del hombre verdadero, es el enigma del hombre musteriense, que seguramente aún poblaba el mundo cuando .el hombre verdadero penetró en Europa. Vivió hasta épocas muy posteriores a la de aquellos gigantes chelenses; hace treinta mil o cuarenta mil años: ayer, en comparación con los tiempos chelenses. A estos musterienses también se les llama neandertalenses. Hasta tiempos muy recientes, se les creía hombres verdaderos como nosotros, pero estamos empezando a darnos cuenta de que eran muy distintos; tanto, que resulta imposible considerarlos parientes próximos nuestros. Andaban o se arrastraban adoptando una inclinación peculiar, no podían levantar la cabeza, y su dentadura se asemejaba muy poco a la del hombre verdadero. Curiosamente, en uno o dos aspectos tenían menos en común con los monos que nosotros. El diente canino, el tercero a partir del centro, tan desarrollado en el gorila, y que en el hombre es puntiagudo y completamente distinto de los demás, no lo es en el hombre de Neanderthal. Éste tiene una hilera de dientes igualada; sus muelas difieren mucho de las nuestras y se parecen menos a las del mono. Tenía la cara más ancha y la frente mas estrecha que el hombre verdadero, pero no porque su cerebro 'fuese más pequeño: por el contrario, era tan grande como el del hombre actual, aunque tenía otra forma: más voluminoso en su parte posterior y menos en la anterior, lo cual nos induce a suponer que actuó y pensó de manera distinta a nosotros. Quizá tenía más memoria y menos poder de raciocinio que el hombre verdadero, o acaso mas energía y menos inteligencia. Carecía de barbilla, y la manera como encajan sus mandíbulas hace muy improbable que utilizara los mismos sonidos que nosotros para hablar; cabe incluso que no hablara en absoluto. No podía sostener un objeto entre el índice y el pulgar. Cuanto más sabemos acerca de este hombre-bestia, más extraño lo encontramos y menos parecido al salvaje australoide que se ha supuesto que fue.
Cuando intentamos encontrar cualquier tipo de parentesco próximo entre este animal, feo, fuerte, bravo y torpe y la humanidad, disminuyen las probabilidades de que tuviera la piel y el cabello como los nuestros, y aumentan las de que fuera distinto: de cabellos hirsutos y peludo, con un extraño aspecto inhumano y más parecido al elefante o al rinoceronte, también peludos, contemporáneos suyos. Lo mismo que ellos, vivió en las frías tierras que bordeaban las nieves y los glaciares y que, por aquel entonces, retrocedían hacia el norte. Peludo y temblé, con la cara grande como una máscara, grandes cejas protuberantes y desprovisto de frente, empuñando un enorme pedernal y corriendo como un mono con la cabeza inclinada hacia delante, y no erguida como en el hombre, debió resultar una espantosa criatura para nuestros antepasados.
Es casi seguro que estos hombres peludos y los verdaderos se encontraron. Estos últimos debieron penetrar en el hábitat de los neandertalenses y debieron enfrentarse y pelear. Quizá algún día hallemos las pruebas de esta lucha.
Europa occidental, que es tan sólo una parte del mundo, pero que ha sido completamente explorada en busca de restos del hombre primitivo, se fue calentando poco a poco. Los glaciares, que una vez cubrieron la mitad del continente, estaban en retroceso, y grandes trechos de pastos estivales y unos pocos bosques de pinos y abedules se iban extendiendo lentamente por aquellas tierras antes heladas. Por entonces, el sur de Europa era semejante a la actual península del Labrador. Unos pocos animales resistentes al frío subsistían entre las nieves, y los osos invernaban. Con la primavera, los pastos y bosques se llenaron de renos, caballos salvajes, mamuts, elefantes y rinocerontes procedentes de los declives de aquel gran valle templado, hoy colmado de agua: el Mediterráneo. Antes de que éste fuera invadido por el océano, las golondrinas y muchas otras aves adquirieron el hábito de migrar hacia el norte, que todavía las empuja a desafiar el paso a través de los mares peligrosos que inundan y ocultan los recónditos secretos de los antiguos valles mediterráneos. El hombre peludo se alegró del regreso de la vida, salió de las cuevas en que se había refugiado durante el invierno, y empezó a dar buena cuenta de las fieras.
Seguramente estas criaturas fueron seres casi solitarios.
En invierno, la comida escaseaba demasiado para alimentar comunidades. Cuando un macho y una hembra se juntaban, sin duda se separaban durante el invierno para volverse a reunir en el verano; cuando sus hijos crecieron lo suficiente para molestarle, el hombre peludo los mató o expulsó. Si los mató, posiblemente se los comiera. Si lograron escapar, cabe que regresaran para matarle a él. Los hombres peludos tal vez tuvieron buena memoria, poca inteligencia y un carácter obstinado.
El hombre verdadero penetró en Europa procedente del sur, pero no sabemos de dónde. Cuando apareció, sus manos eran tan hábiles como las nuestras. Podía realizar dibujos, que aún hoy admiramos, y sabía pintar y esculpir. Los utensilios hechos por él eran más pequeños que los musterienses y mucho mas que los chelenses, pero mejores y más variados. No se vestían, pero fueron capaces de pintarse y probablemente hablaban. Llegaron en pequeños grupos. Eran más sociales que el hombre de Neanderthal, tenían leyes y se sometían a autocontrol; sus mentes habían recorrido un largo camino de adaptación y represión, lo que ha llevado a la intrincada mentalidad del hombre actual, con sus deseos ocultos, sus confusiones, su risa, sus fantasías y sueños. Esos hombres se mantenían unidos y se regían por las extrañas ¡imitaciones del tabú.
Eran aún seres salvajes, muy proclives a la violencia y vehementes en su lujuria y deseos; pero hasta donde eran capaces, obedecían unas leyes y costumbres, que ya eran antiguas, y temían el castigo si obraban mal. Entenderemos mejor cuanto ocurría en sus mentes si recordamos los temores, deseos, fantasías y supersticiones de nuestra niñez. Sus problemas morales eran iguales a los nuestros, sólo que... mas superficiales. Pertenecen a nuestra misma clase, pero no podemos entender m remotamente a aquella raza terrible, ni concebir con nuestras mentes actuales las extrañas ideas que pasaban por aquellos cerebros de forma rara. Nos sería más fácil intentar soñar y sentir cómo sueña y siente un gorila.
Podemos imaginar como el hombre verdadero, procedente de las desaparecidas tierras del valle mediterráneo, se extendió hacia el norte ocupando los valles hispánicos más altos, el sur y centro de Francia y todavía más arriba, la actual Inglaterra —pues no existía el canal entre Inglaterra y Francia—; las regiones forestales al este de! Rin, el amplio desierto que ahora constituye el mar del Norte, y la llanura alemana. Debieron abandonar los desiertos nevados de los Alpes, bastante más altos entonces y cubiertos de glaciares, dirigiéndose hacia el este. La migración septentrional obedeció a una razón evidente: la raza se multiplicaba y la comida escaseaba. Estarían agobiados por luchas y guerras. Carecían de morada estable, estaban acostumbrados a emigrar según las estaciones, y de vez en cuando, alguno de los grupos, empujado por el hambre y el miedo, se aventuraba mas al norte, hacia ¡o desconocido
Podemos imaginar a un pequeño grupo de estos nómadas, antepasados nuestros, llegando a una cumbre cubierta de pastos en esas tierras del norte. Debió ocurrir a finales de la primavera o a principios del verano, mientras seguían algunos animales herbívoros: una manada de renos o caballos.
Sirviéndose de diferentes medios, nuestros antropólogos han sido capaces de reconstruir diversos aspectos de la apariencia y costumbres de esos padres itinerantes de la humanidad.
No debieron ser grupos numerosos, pues en caso contrario no se les hubiera podido desalojar de sus anteriores territorios. Dos o tres hombres mayores de treinta años, ocho o diez mujeres y muchachas con unos cuantos niños, y algunos jóvenes de catorce a veinte años debieron constituir la comunidad. Gente de ojos marrones y cabellos ondulados oscuros; el color rubio de los europeos y el negro azulado de los chinos aún no habían aparecido en el mundo. Probablemente, el hombre más anciano gobernaba el grupo. Las mujeres y los niños se mantenían apartados de los hombres y los jóvenes, distantes de cualquier relación íntima por complejos y estrictos tabúes. Los jefes debían ser los encargados de rastrear la manada a la cual seguían. El rastreo era por aquel entonces el summum de la virilidad. Mediante señales y huellas que escaparían a un ojo civilizado, debieron ser capaces de interpretar los movimientos efectuados el día antes por la manada de vigorosos y pequeños caballos que les precedía. Debieron ser tan expertos, que por ligeros indicios fueron capaces de seguir el rastro como el perro sigue un olor,
Los caballos a los que perseguían les llevaban poca ventaja —según descubrían los rastreadores—, eran numerosos y nada los alarmaba. Pastaban y avanzaban muy despacio. No había señales de perros salvajes o de cualquier otro enemigo que pudiera provocar una estampida. Algunos elefantes también viajaban hacia el norte, y un par de veces nuestra tribu se cruzó con el rastro de unos rinocerontes que marchaban hacia el oeste
La tribu se movía con ligereza. Sus individuos iban desnudos, pero pintados de blanco y negro, rojo y amarillo. Es tanto el tiempo que nos separa de ellos, que resulta difícil saber si se tatuaban. Probablemente, no. Los recién nacidos y los niños más pequeños eran llevados por las mujeres a sus espaldas, sujetos con bandas o en bolsas hechas con pieles de animales, y acaso algunos, o todos, vestían mantos o fajas de piel de león y ceñían bolsas o cinturones de cuero. Los hombres empuñaban lanzas de punta afilada y llevaban fragmentos de pedernal en las manos.
Unas semanas antes, el anciano, el patriarca, señor, dueño y padre del grupo, había sido pisoteado y destrozado por un enorme toro en una ciénaga lejana. Después dos de las muchachas fueron raptadas por los jóvenes de otra tribu mas numerosa. A causa de estas pérdidas, el resto de la tribu buscaba nuevas tierras para cazar.
El paisaje que pudo contemplar el reducido grupo al llegar a la cima de la colma, era una versión mas sombría, desolada e inhóspita que el de la Europa occidental que hoy conocemos. En derredor, se extendía un declive cubierto de pastos, a través del cual voló una avefría emitiendo su melancólico grito. Más allá, un gran valle flanqueado por colmas purpúreas, por encima de las cuales se perseguían las sombras de las nubes de abril. Donde las colmas se volvían arenosas, surgían bosques de pinos y abedules, pequeños valles aparecían llenos de matorrales y en sus laderas húmedas se encontraba una serie de pantanos de un color verde brillante y extensos charcos de agua sucia. En la espesura de los valles, acechaban muchos animales, y donde los riachuelos serpentinos habían erosionado el suelo, aparecían riscos y cuevas. A lo lejos, mas al norte, en los declives de unas colinas que ahora descubrían, podían verse poneys pastando. A una señal de los dos jefes, el pequeño grupo se detuvo, y una de las mujeres que hablaba en voz baja con una niña pequeña, calló. Los hermanos observaban gravemente la vasta perspectiva.
—¡Uf! —exclamó uno bruscamente, señalando con el dedo.
—¡Uf! —gritó su hermano.
Los ojos de toda la tribu miraron en la dirección apuntada por el dedo.
Todos quedaron con la mirada fija.
Todos permanecieron inmóviles; la sorpresa los había dejado paralizados.
A lo lejos, en la falda de una colina, con el cuerpo de perfil y la cabeza vuelta hacia ellos, también paralizada por la sorpresa, se divisaba una figura gris y encorvada, más corpulenta pero mas baja que un hombre. Había trepado por detrás de un repliegue del terreno con el fin de escudriñar a los poneys, y de pronto volvió sus ojos y vio a la tribu. Su cabeza se proyectaba hacia delante como la de un babuino. En su mano aferraba algo que al grupo le pareció una gran piedra.
Durante algún tiempo, la mutua curiosidad animal mantuvo inmóviles al descubierto y a los descubridores. Luego, algunas mujeres y niños empezaron a moverse y avanzaron para ver mejor a la extraña criatura.
—¡Hombre! —dijo una vieja de cuarenta años—. ¡Hombre!
Al advertir el movimiento de las mujeres, aquel hombre terrible se volvió y corrió toscamente una veintena de metros hacia el bosque de abedules y malezas. Después, se paró otra vez para mirar un momento a los recién llegados, agitó el brazo de una forma extraña y penetró entre la vegetación.
Las sombras de la maleza lo engulleron, y en el momento de ocultarlo le confirieron un aspecto colosal. Confundido con ella, les observó. Las ramas de los árboles se convirtieron en largas extremidades plateadas, y un tronco crujió al caer.
Eran las primeras horas de la mañana y a lo largo del día, los jefes de la tribu esperaban llegar hasta donde estaban los poneys, aislar a uno allá abajo, entre las malezas y lugares pantanosos, herirlo, seguirlo y matarlo. Entonces celebrarían una fiesta, y en algún lugar del valle encontrarían agua y madera seca para encender fuego antes de que se hiciera de noche. Hasta el momento, la mañana les había parecido agradable y esperanzadora. Pero ahora se hallaban desconcertados. La aparición de aquella figura gris era como una repentina, horrible e inexplicable mueca que les hubiera dedicado la soleada mañana.
La expedición permaneció un rato mirando atentamente, y a continuación los dos jefes intercambiaron unas pocas palabras. Waugh, el mayor, señaló el lugar con el dedo. Click, su hermano, asintió con la cabeza. Irían, pero en lugar de bajar por el declive hacia la maleza, rodearían la colma
—Venid —dijo Waugh, y el pequeño grupo se puso otra vez en movimiento.
Pero ahora marchaba en silencio. Cuando uno de los niños pequeños quiso preguntar algo a su madre, ésta lo redujo al silencio con una amenaza. Todos miraban fijamente hacia la maleza.
De pronto, una muchacha chilló y señaló con el dedo. Los demás se sobresaltaron y detuvieron la marcha.
Aquella cosa terrible estaba nuevamente allí. Corría por el terreno despejado, brincando casi a gatas. Tenía la espalda curvada y era bajo pero muy grande; era un monstruo semejante a un lobo de pelo gris. Algunas veces, sus largos brazos casi tocaban el suelo Estaba más cerca que antes, pero desapareció otra vez entre las ramas. Parecía introducirse entre unos helechos rojos marchitos...
Waugh y Click se consultaron mutuamente.
A un kilómetro y medio de allí comenzaba el valle cubierto de maleza. Más allá, se extendían unas colmas onduladas y sin vegetación. Los caballos seguían pastando en la dirección del sol, y ahora, hacia el norte, en lo alto de una colma, podía verse una manada de rinocerontes alejándose, cuyos redondos traseros parecían una sarta de cuentas negras.
Si la tribu avanzaba a través de los pastos, aquel ser que les acechaba tendría que permanecer oculto o salir al descubierto. Si salía, los doce hombres y jóvenes de la tribu ya sabían cómo tratarle.
Así pues, empezaron a caminar a través de los pastos. El pequeño grupo dio un rodeo hasta el principio del valle y, una vez allí, los hombres se quedaron en la cima mientras las mujeres y los niños avanzaban por campo abierto.
Durante un rato, los observadores permanecieron inmóviles, y a continuación Waugh empezó a hacer ademanes de desafío. Click no iba a quedarse atrás. Se lanzaron gritos hacia el espía escondido, y uno de los muchachos, que tenía algo de payaso, después de ejecutar ciertas muecas y gestos desagradables, acabó haciendo una excelente imitación de aquella cosa gris corriendo a saltos. Al ver esto, el miedo dio paso a la hilaridad.
En aquella época, la risa era un don social. Los hombres podían reír, pero no aquel horrible prehumano que observaba y se sorprendía en la sombra. Se maravilló. Los hombres se movían, reían y se pegaban mutuamente en los muslos mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Ninguna señal salió de la maleza.
—¡Yajah! —exclamaron los hombres—, ¡Yajah! Bzzzzz. ¡Yajah! ¡Yah!
Olvidaron por completo lo asustados que habían estado.
Y cuando Waugh pensó que las mujeres y los niños ya estaban a suficiente distancia, ordenó a los hombres que le siguieran.
De una manera parecida a ésta, aquellos hombres, antepasados nuestros, vieron por primera vez a los pre humanos en las soledades de Europa occidental...
Ambas razas no tardarían en mantener una vecindad más estrecha.
Los recién llegados fueron introduciéndose paulatinamente en las tierras de aquellos hombres aterradores. Al poco tiempo, empezaron a verse otros ejemplares de formas semihumanas que se ocultaban y figuras grises que corrían entre las sombras del anochecer. Una mañana, Click encontró unas huellas estrechas y largas alrededor del campamento...
Días mas tarde, mientras comía una baya espinosa, una de las niñas se alejó demasiado del grupo. Se oyó un chillido, un forcejeo y un ruido sordo, y una cosa gris y peluda se abrió paso entre los matorrales llevándose a su víctima. Waugh y tres de los hombres más jóvenes le persiguieron. Alcanzaron a su enemigo en una hondonada oscura y muy espesa. Esta vez no se las tuvieron que ver con un neandertalense solitario. Saliendo de entre las ramas, se les acercó un gran macho con el fin de proteger la retirada de su compañera, y alcanzó con una roca a un joven, al que dejó cojo. Pero Waugh arrojó su lanza, que hirió en e! hombro al monstruo, el cual se detuvo gruñendo.
No escucharon ningún otro sonido procedente de la niña robada. La hembra apareció durante un momento por encima de la hondonada, gruñendo, manchada de sangre y con un aspecto horripilante, y los hombres se detuvieron, temerosos de continuar su persecución y sin importarles desistir. Uno de ellos ya se alejaba cojeando y tocándose la rodilla con la mano.
¿Cuál fue el resultado de esta primera batalla?
Quizá fue contrario a los hombres de nuestra raza. Quizá el gran macho neandertalense con los pelos y barba horriblemente erizados, cayó a la hondonada con un rugido atronador y una gran piedra en cada mano. No sabemos si lanzaba aquellos grandes discos de pedernal o golpeaba con ellos. Quizá Waugh murió en el momento de huir. Acaso para la pequeña tribu el episodio significó un tremendo desastre. Sin detenerse, dos de sus miembros huyeron hacia las colmas tan aprisa como pudieron, manteniéndose juntos para protegerse y dejando atrás al joven herido, que cojeaba solo y aterrado.
Supongamos que al fin consiguió regresar a su tribu... después de vanas horas de pesadilla.
Ahora que Waugh había desaparecido, Click se convirtió en el patriarca. A él correspondió disponer el campamento de la tribu aquella noche y encender el fuego en lo alto de las colinas, entre los brezos lejos de los matorrales donde podía esconderse el hombre aterrador.
Lo que aquél pensaba de ¡os hombres lo ignoramos, pero lo que éstos pensaban de él sí podemos imaginarlo: consideraban los diversos modos en que podía actuar el enemigo e idearon la manera de engañarlo. Tal vez fue Click el primero en tener la idea de acercarse por arriba al barranco, donde tenían sus guaridas los hombres de Neanderthal, porque, como ya hemos dicho, los neandertalenses no podían levantar la cabeza. Una vez allí, deslizarían una piedra sobre ellos o bien les arrojarían teas ardiendo a fin de incendiar los helechos secos.
Es agradable pensar en una victoria de los hombres. Ese Click que hemos conjurado huyó presa del pánico al producirse el primer ataque del terrible macho, pero aquella noche, mientras meditaba al lado del fuego, creyó oír el grito de la ruña raptada y le invadió la rabia. Luego, soñó que aquel ser aterrador le atacaba. Click luchó con él y acabó despertándose completamente furioso La hondonada donde había perecido Waugh le fascinaba. Se sintió impelido a volver allí para ver otra vez a aquellas bestias horribles acecharlas siguiendo sus huellas y, emboscado, observarles otra vez. Se dio cuenta de que los neandertalenses no podían trepar con ¡a misma facilidad del hombre, oír tan bien, ni huir con la misma rapidez. Aquellos hombres horribles debían ser tratados como los osos, animales cuya lentitud permite echarse a correr, dispersarse y luego acercárseles por detrás.
Pero dudamos de que el primer grupo humano llegado a la tierra de los hombres aterradores fuera tan inteligente como para solucionar los problemas presentados por este nuevo tipo de guerra. Quizá regresaron al sur, a las regiones mas propicias de las cuales procedían, y fueron absorbidos o eliminados por los de su propia estirpe. Acaso perecieron todos en aquella nueva tierra donde eran unos intrusos. Pero tal vez permanecieron allí y mantuvieron su presencia y aumentaron su número. Si, en efecto, sucedió de este modo, otros de su propia clase les siguieron y conquistaron un futuro mejor.
Aquél fue el principio de una era de pesadilla para los niños de la tribu humana. Sabían que les vigilaban.
Les seguían las huellas. Las leyendas acerca de ogros y gigantes que comen carne humana y cazan a los niños pueden provenir de esos lejanos días de terror. En cuanto a los neandertalenses, éste fue para ellos el principio de una guerra incesante, que sólo terminaría con su exterminio.
Aunque no fuesen tan altos ni anduviesen tan erectos como el hombre, los neandertalenses eran mas pesados y fuertes, pero también más estúpidos, y vivían aislados en grupos de dos o tres; en cambio, los hombres eran más rápidos, inteligentes y sociales: cuando luchaban lo hacían unidos. Acecharon, rodearon, incomodaron y atacaron a sus enemigos por todos lados. Lucharon con aquella horrible raza como los perros con un oso. Se gritaban unos a otros lo que debían hacer, mientras los neandertalenses, que no solían hablar, no les entendían. Se movían demasiado aprisa y luchaban con demasiada astucia.
Fueron muchos y encarnizados los duelos y batallas que sostuvieron por la posesión del mundo estas dos estirpes de hombres en las estepas ventosas y en aquella sombría época. Las dos razas eran incompatibles. Ambas ambicionaban las mismas cavernas y pedregales cercanos a los ríos, donde podían obtenerse los pedernales de mayor tamaño. Ambas luchaban por los mamuts muertos, encenagados en los pantanos, y por los renos que sucumbían en la época de celo. Cuando una tribu humana encontraba señales de los hombres neandertalenses cerca de su cueva o lugares de acecho, se veía forzada a perseguirlos y matarlos; su segundad y la de sus hijos únicamente podía asegurarse mediante estas matanzas. Por su parte, los neandertalenses pensaban que los niños humanos eran buenos para jugar y para devorarlos.
Ignoramos cuánto tiempo logró sobrevivir el hombre aterrador en aquel frío mundo de pinos y abedules plateados, entre las estepas y los glaciares, después de la llegada del hombre. Puede haber subsistido durante muchísimo tiempo, volviéndose más astuto y peligroso a medida que disminuía su número. El hombre lo cazó rastreando sus huellas, observando el humo de sus fuegos y quitándole la comida.
En ese mundo olvidado, aparecieron grandes paladines, hombres que se enfrentaban con el hombre-bestia gris, lo derrotaban y mataban. Confeccionaron largas espadas de madera, con las puntas endurecidas por el fuego, y construyeron escudos de piel para protegerse de sus poderosos golpes. Los atacaron con piedras atadas a cuerdas o lanzadas con hondas. Pero no fueron sólo los hombres quienes lucharon contra la bestia horrible; también se enfrentaron a ellos las mujeres. Éstas protegieron a sus hijos y estuvieron al lado de sus hombres para luchar contra el ser espantoso que parecía y no parecía humano. A menos que los sabios interpreten erróneamente los signos, fueron las mujeres quienes engrandecieron las tribus en que se fueron convirtiendo las familias de aquellos tiempos remotos. El ingenio sutil y amoroso de las mujeres protegió a sus hijos de la cólera feroz del patriarca, enseñó a esquivar sus celos y furores, y lo persuadió para que los tolerara, obteniendo así su ayuda contra el terrible enemigo. Fue la mujer, dice Atkinson, quien en los principios de la raza humana enseñó los primeros tabúes: que un hijo debe apartarse del camino de su madrastra y buscar esposa en otra tribu, para así mantener la paz en la familia; quien se interpuso entre los fratricidas y quien primero trataba de pacificar los ánimos. Las primitivas sociedades humanas fueron fruto de su trabajo. Supo enfrentarse a la sociedad y a la fiereza distante del macho adulto A través de ella los hombres aprendieron a colaborar como hijos y hermanos. El neandertalense no aprendió ni el más mínimo rudimento de colaboración, en cambio, el hombre ya había ideado un alfabeto que algún día se difundiría por toda la Tierra. Los hombres formaban grupos que oscilaban de doce a veinte individuos aproximadamente. En cambio, los grupos de neandertalenses no pasaban de dos o tres, por lo que fueron perseguidos y eliminados hasta su total extinción.
Generación tras generación, época tras época, se desarrolló esa larga lucha entre los hombres que no eran completamente humanos y el hombre verdadero, antepasado nuestro, que llegó a Europa occidental procedente del sur. Miles de combates y muertes, matanzas inesperadas y huidas temerarias tuvieron lugar entre las cuevas y las malezas de aquel ventoso y frío mundo de la época que va desde la última glaciación a los tiempos actuales. Al fin, el último de aquellos hombres horribles se vio obligado a enfrentarse con las espadas de sus perseguidores en medio de la ira y el desespero.
¡Cuántos sobresaltos durante esa larga lucha! ¡Cuántos momentos de terror y de triunfo! ¡Cuántos actos de fidelidad y valentía desesperada! Y los esfuerzos de los vencedores eran nuestro esfuerzo; en líneas generales, nosotros somos idénticos a aquellos seres morenos y pintarrajeados que corrían, luchaban y se ayudaban unos a otros. La sangre de nuestras venas ya ardía en aquellas batallas y se helaba en aquellos terrores de un pasado olvidado. Porque se ha olvidado. Excepto, quizá, en algunos vagos terrores de nuestros sueños y en algunos elementos subyacentes en las leyendas y cuentos infantiles, ha desaparecido por completo de la memoria de nuestra estirpe. Pero nunca se pierde todo sin dejar rastro. Hace setenta u ochenta años, unos sabios curiosos empezaron a sospechar que en ciertos fragmentos de pedernal y restos de huesos hallados en depósitos antiguos, se ocultaban recuerdos de aquellas épocas primitivas. Mucho más recientemente, otros han empezado a encontrar indicios de extrañas experiencias remotas en los sueños y fantasías de las mentes modernas. De manera gradual, estos huesos resecos empiezan a revivir.
La reconstrucción del pasado es una de las aventuras mas sorprendentes de la humanidad. Ésta, al seguir las investigaciones de los estudiosos de estos antiguos restos, se siente como un hombre que hojea las páginas amarillentas de un viejo y olvidado diario, un libro que habla de su adolescencia. Su pasada juventud revive, una vez más le aguijonean los antiguos estímulos y recobra la felicidad de antaño. Pero las antiguas pasiones que una vez ardieron, ahora sólo le producen un poco de calor, y los viejos temores y angustias ya no significan nada.
Puede que un día, estas memorias recuperadas se vuelvan tan vividas como si nosotros mismos hubiéramos estado allí compartiendo la emoción y el miedo de aquellos primeros tiempos; puede llegar un día en que las bestias del pasado cobren vida en nuestra imaginación, recorramos una vez más escenarios ya desvanecidos, movamos unos miembros pintados que creíamos convertidos en polvo, y sintamos de nuevo el calor del sol de un millón de años atrás.
La esfera de cristal
El año pasado existía aún, no tejos de Los Siete Cuadrantes, una tiendecilla de aspecto mísero, sobre cuya muestra, en letras amarillas y medio borradas, se leía. «C Cave, naturalista y anticuario». El contenido de los escaparates era curiosamente variado. Encerraban aquellos, en efecto, colmillos de elefante, un juego de ajedrez incompleto, cacharros de cristal, armas, un muestrario de ojos de animales, dos cráneos de tigre, una calavera, vanos monos disecados (uno de ellos sirviendo de soporte a una vieja lámpara de petróleo), un huevo de avestruz con deyecciones de moscas, artes de pesca y una pecera vacía y empolvadísima. También había, en el momento de dar comienzo a esta historia, un objeto de cristal en forma de bola, maravillosamente translúcida.
Dos personas permanecían paradas ante el escaparate contemplando la cristalina esfera: una de ellas, alta y seca, con todo el aspecto de un clérigo; la otra, baja y enjuta, de tez cobriza y negra barba. Este segundo individuo hablaba gesticulando con vivacidad y parecía querer decidir a su compañero a comprar el objeto contemplado.
Mientras se desarrollaba esta escena de puertas afuera, el señor Cave salió de la trastienda mascullando todavía la última tostada de su desayuno.
Al advertir la presencia de los presuntos compradores y la causa de su atención, mostró cierta intranquilidad. Lanzando una mirada furtiva por encima del hombro, acercóse a la puerta y la cerró con suavidad.
Era el señor Cave un viejecillo de apergaminada y casi verdosa cara, cuyo rasgo saliente lo constituían unos ojos azules clarísimos y en extremo movibles Los cabellos, de un gris sucio caían en abundante cascada sobre el grasiento cuello de una levita verdosa y en extremo raída. Añadid a estos detalles un sombrero de copa, de forma inverosímil, y unas pantuflas de orillo de edad respetable, y tendréis una idea bastante aproximada del famoso anticuario.
Como ya he dicho, la persistencia de los dos desconocidos !e había intranquilizado hasta un extremo indecible. Presa de gran ansiedad, espiaba los movimientos de aquellos hombres
El que parecía un clérigo se registró los bolsillos del pantalón, saco un puñado de monedas y sonrió con cierta complacencia. Este gesto aumentó la zozobra del señor Cave quien creyó que se le venia el mundo encima al observar que ¡os dos extraños personales entraban en la tienda
El clérigo, sin entrar en preámbulos, preguntó el precio de la bola de cristal. Después de dirigir el señor Cave una mirada inquieta hacia la trastienda, contestó, la voz algo velada por la emoción
—Este objeto vale cinco guineas, caballero.
Parecióle al clérigo bastante caro, y así lo manifestó a su compañero, intentando luego entrar en regateos. La verdad es que, al pedir el anticuario una cantidad tan elevada, lo hacía obedeciendo a un plan, el de dificultar la venta. Comprendiendo que no debía mostrarse dispuesto a condescendencias, avanzó con dirección a la puerta y la abrió, no sin decir con acento algo más vigoroso que la vez primera
—Cinco guineas, señores. Me es imposible darlo más barato.
En este momento apareció una fisonomía femenina, animada por vivarachos ojillos, tras del biombo situado ante la puerta de la trastienda. No pasó inadvertida para el señor Cave la presencia al paño de este cuarto personaje. Sacando fuerzas de flaqueza, aunque sin poder disimular completamente el temor que le embargaba, repitió:
—Nada, señores... ¡Ni un céntimo menos!... Cinco guineas, si lo quieren.
El hombre barbudo, que hasta entonces había permanecido de simple espectador, examinando con su penetrante mirada al señor Cave, rompió el silencio diciendo:
—Dele usted las cinco guineas.
El clérigo se volvió hacia su acompañante para ver si hablaba en serio, y cuando se convenció de ello, tornó a mirar al anticuario y vio que la palidez de éste había aumentado.
—Ciertamente es carísimo —dijo el clérigo, en tanto que volvía a rebuscar en los bolsillos. No disponiendo más que de treinta chelines, pidió el resto a su consejero. Entre aquellos dos hombres parecía existir gran intimidad.
La investigación pecuniaria a que se había entregado el clérigo dio tiempo al señor Cave para coordinar sus ideas. Con aparente tranquilidad empezó a explicar que en realidad la bola de cristal no estaba en venta. Los dos clientes se mostraron sorprendidos de aquella singular salida, y arguyeron que en tal caso debía habérseles manifestado desde un principio la expresada circunstancia.
La turbación del señor Cave iba en aumento. No sabiendo qué contestar a los desairados compradores, improvisó una historia inverosímil, asegurando, por último, que no podía vender la bola de cristal por hallarse en tratos con un antiguo cliente. El clérigo y su amigo, creyendo que el señor Cave inventaba todo aquello para aumentar el precio del objeto, y decididos a no dejarse explotar, hicieron ademán de marcharse.
Aún no habían llegado a la puerta cuando apareció por la de la trastienda la propietaria del establecimiento. Era una mujer corpulenta, de fisonomía vulgarísima y mucho más gruesa que el señor Cave Andaba pesadamente, como si le costara trabajo levantar los pies del suelo.
—La bola de cristal —dijo la señora Cave— está a la disposición de ustedes, porque cinco guineas es un precio muy admisible. Quisiera yo saber —añadió encarándose con su esposo— qué ventolera te ha dado para despreciar las ofertas de estos caballeros.
El aludido, que era presa de fuerte temblor nervioso desde que su consorte hizo irrupción en la tienda, dirigió a la intrusa una mirada de enojo y, sin excesiva dureza, se atrevió a proclamar su derecho a tratar los asuntos mercantiles con entera independencia.
Siguióse un altercado. Los dos compradores contemplaban la curiosa escena con interés y regocijo, dando la razón a la señora Cave cuando se presentaba la oportunidad.
El infeliz anticuario, sintiéndose vencido, hizo un esfuerzo y persistió en su increíble y embarullada historia del cliente encaprichado con la bola de cristal.
Puso término al debate el mas joven de los compradores, proponiendo que, si al cabo de dos días el pretendido cliente no había comprado la bola, quedaría ésta a disposición del clérigo, mediante la entrega de las cinco guineas consabidas.
La señora Cave se apresuró a dar su asentimiento, y queriendo dejar en buen lugar a su marido, dijo a los desconocidos que a veces tenía rarezas inexplicables, pero que al fin y a la postre concluía por reconocer sus yerros.
Saludaron muy cortésmente los compradores y se marcharon. Apenas quedaron solos el señor Cave y su dulce mitad, reanudóse la discusión. Ésta interpelaba a aquél con singular autoridad. El viejecillo, demudado y tembloroso, balbuceaba palabras ininteligibles, insistiendo en que la bola de cristal estaba apalabrada, y en que de todos modos el rarísimo objeto valía por lo menos quince guineas.
—Entonces —replicó la mujerona— ¿por qué les has pedido cinco?
—Porque... así lo he tenido por conveniente. ¿Puedo o no ser dueño de mis acciones?
El señor Cave tenía un hijo político y una nuera que habitaban en la tienda. Como es de suponer, aquella noche, después de la cena, se renovó la discusión sobre la venta fracasada. Hay que advertir que ninguno de los hijos del anticuario tenía formada buena opinión sobre los métodos comerciales del señor Cave. De modo que ya podrá suponerse cómo calificarían el acto realizado algunas horas antes por el papá.
—Estoy seguro de que no es ésta la primera vez que te niegas a vender ese cachivache —afirmó el hijo político, un mocetón de dieciocho años, con traza de bruto.
—¡Despreciar así cinco hermosas guineas! —exclamó la nuera, joven personita de veintiséis primaveras, dotada por las señas de gran espíritu práctico
Les argumentos del señor Cave iban siendo cada vez más débiles. Ya casi sin alientos limitábase a declarar que él sabía muy bien por dónde se andaba. Apenas acabo el mísero de comer, obligáronle sus desconsiderados parientes a cerrar la tienda. El señor Cave ejecutó maquinalmente la operación. Ardían sus mejillas y pugnaban las lágrimas por asomarse a sus ojos.
—¿Por qué diablos —se preguntaba el infeliz— se me habrá ocurrido dejar tanto tiempo en el escaparate esa maldita bola de cristal?... ¿Qué estupidez más grande!...
Esto era lo que más le acongojaba. Durante mucho tiempo estuvo dando vueltas al magín en busca de un pretexto aceptable para imposibilitar la venta.
Después de cenar, yerno y nuera se fueron de paseo, luego de hermosearse. La señora Cave se retiró a sus habitaciones del entresuelo para reflexionar sobre las condiciones comerciales del cristal, al mismo tiempo que comprobaba las propiedades tónicas del ron, del azúcar y del limoncillo, mezclados según arte con un poco de agua caliente.
El señor Cave permaneció hasta muy tarde entre sus queridos trastos, con el pretexto de hacer pequeñas rocas ornamentales para unas viejas peceras. En realidad, lo que le retenía en la tienda era algo que quedó explicado horas después. Al día siguiente, en efecto, advirtió ¡a señora Cave que la esfera de cristal había desaparecido del escaparate, yendo a ocultarse tras de un montón de librotes viejos. Aquello contrarió a la excelente señora, quien, ni tarda ni perezosa, volvió a colocar la bola en el escaparate y en el lugar más visible. Por extraño que parezca, la señora Cave no interpeló a su esposo sobre el asunto Y no lo hizo, porque aquella tarde se encontraba acometida de fortísima jaqueca El día transcurrió monótona y desagradablemente. El señor Cave estuvo más preocupado que de costumbre, y además de un humor imposible. Aprovechando la siesta de su consorte, dirigióse al escaparate y se apoderó del malhadado objeto, causa de todos sus disgustos.
Al día siguiente fue el señor Cave a entregar a la clínica de un hospital varios ejemplares de perros marinos que le habían encargado los disecadores. Durante la ausencia del singular naturalista, distraía sus soledades la señora Cave pensando en la inversión que daría a las cinco guineas una vez que se vendiera la bola de cristal. Entre las aplicaciones que tendría el dinero figuraban un vestido de seda verde para ella y una excursión campestre a Richmond para toda la familia. Aún no había fijado la señora Cave en su imaginación de un modo definitivo si el paseo familiar sería a Richmond o a Windsor, cuando la sacó de sus cavilaciones el sonido discordante del timbre existente en la puerta.
Era el recién llegado un profesor de zoología, e iba a quejarse de que aún no le hubiera remitido el señor Cave unas ranas encargadas la tai de anterior.
En honor de la verdad, a la señora Cave le era muy antipática esta rama del comercio de su marido. Así es que el pobre zoólogo tuvo que afrontar algunas inconveniencias. No obstante, como hombre bien educado, sufrió el chaparrón y se despidió dando todo género de explicaciones.
Una vez sola en sus dominios, dirigió la señora Cave escrutadora mirada en dirección del escaparate. La contemplación de la bola de cristal era para ella la seguridad de tener cinco guineas, la realización de sus sueños dorados. ¡Cuál no sería, pues, su sorpresa al ver que su bola había desaparecido! La buscó animosamente tras de los libros viejos de marras. ¡Nada! Se trataba, sin duda, de una nueva jugarreta del testarudo anticuario. Pensando en encontrarla escondida en alguna parte, revolvió la cuitada, inútilmente, todos los rincones de la tienda.
Cuando regresó el señor Cave de entregar sus lobos marinos, a cosa de las dos menos cuarto, encontró la tienda en el mayor desorden y a la dulce esposa entregada tras del mostrador a una concienzuda destrucción de su instrumental de disecador. La biliosísima señora desahogaba así el enojo que la dominaba. Echando lumbre por los ojos, acusó inmediatamente al señor Cave de haberlo escondido.
—¿Y qué es lo que he escondido? —preguntó el acusado.
—La bola de cristal.
Al oír esto, el señor Cave, aparentando sorpresa, como hacia el escaparate.
—¿Y dónde está, cielo santo? ¿Qué habrá sido de ella?
En el preciso instante de lanzar el señor Cave las dos interrogadores, su yerno, que había llegado de la calle minutos antes, salió de la trastienda jurando como un carretero. Estaba incomodadísimo porque aún no se encontraba dispuesto el almuerzo y tenia que marcharse al taller de ebanista donde hacía su aprendizaje.
Al enterarse de la pérdida de la bola de cristal, olvidose del condumio y arremetió contra su suegro. Lo primero que se le ocurrió fue que el señor Cave era el autor de la sustracción. Pero el anticuario se defendía con habilidad de las acusaciones. Argumentando como un letrado, llegó a arrojar la responsabilidad de lo sucedido sobre la señora Cave primero, y después sobre el gandul del yerno, al que increpó diciéndole que se habría apoderado de su bola para venderla subrepticiamente. Como es natural, se originó una discusión en extremo desapacible y accidentada, a la que puso inopinado término la anticuaría con uno de sus característicos ataques de epilepsia. Todo aquello influyó en que el yerno llegara tarde al taller.
El señor Cave se refugió en la trastienda, huyendo de los probables, aunque involuntarios arañazos de su cónyuge.
Por la noche volvió a ser tratada la cuestión en consejo de familia presidido por la nuera. Examinóse el asunto desde el punto de vista práctico. Al principio todo fue bien, pero agriándose poco a poco los debates, se armó una tremolina más que regular, viéndose obligado el señor Cave a marcharse a la calle después de dar un terrible portazo para hacer patente su indignación.
Cayó sobre el fugitivo una nube de díctenos, y en vista de que esto no conducía a nada positivo, acordaron los individuos de la familia Cave llevar a cabo una investigación detenida en toda la casa, desde el desván al sótano, con la esperanza de descubrir el escondrijo de la bola.
Al día siguiente reaparecieron los dos compradores. Los recibió la señora Cave con lágrimas en los ojos. Empezó por contar a los desconocidos las mil y una contrariedades que había sufrido durante su vida matrimonial. Luego improvisó una historia fantástica para explicar la desaparición del objeto solicitado. El clérigo y su amigo se miraron y convinieron en que verdaderamente todo aquello iba siendo muy extraño. Al observar que la señora Cave parecía dispuesta a relatarles la historia completa de sus desventuras conyugales, hicieron ademán de irse, mas antes de trasponer la puerta viéronse detenidos por la anticuaría, quien no sintiéndose con fuerzas para despedirse definitivamente de aquel negocio, suplicó al clérigo que dejara sus señas con objeto de avisarle si aparecía la bola de cristal.
El clérigo entregó las señas pedidas y éstas se extraviaron, sin que la señora Cave, por mas que hizo después, lograra dar con ellas.
¡Día verdaderamente nefasto fue aquél para la familia del naturalista! A la cólera desbordada sucedió un intenso aplanamiento. Así, cuando después de una ausencia de muchas horas apareció en la tienda el señor Cave, reuniéronse todos y comieron en silencio; un silencio que hacía violento contraste con las controversias de los días anteriores y que pareció delicioso al asendereado naturalista.
Durante mucho tiempo fueron en extremo tirantes las relaciones del señor Cave con su familia. No volvió a saberse una palabra ni de la bola de cristal ni de sus chasqueados pretendientes.
Ahora diré sin rodeos que el señor Cave era un soberbio embustero. Sabía perfectamente el paradero de la bola de cristal, puesto que la había entregado a su fiel amigo el señor Jacobo Wace, ayudante preparador en el hospital de Santa Catalina de Westbourne Street La bola se hallaba colocada sobre una palomilla recubierta parcialmente por un trozo de terciopelo negro y haciendo compañía a una botella de whisky americano.
Antes de pasar adelante, debo declarar que los pormenores de la presente historia me fueron facilitados por el referido Jacobo Wace
El señor Cave había llevado la bola al hospital escondida en un cajón juntamente con los lobos marinos y suplicado a Wace que la tuviese en su poder. El ayudante preparador opuso al principio ciertos escrúpulos. En verdad, sus relaciones con el anticuario eran superficiales. Cierta inclinación por las gentes estrambóticas le había inducido más de una vez a invitar al viejecillo a beber una copa de whisky y a fumar un cigarro. Divertíase oyéndole exponer sus ideas, impregnadas de cómico pesimismo, acerca de la vida en general, y de la mujer en particular. Porque he de advertir que Jacobo Wace conocía de visu a la señora Cave. En vanas ocasiones había tenido sus dimes y dueles con ella a propósito de encargos hechos y no cumplimentados.
No ignoraba, pues, que la anticuaría tenía un genio de todos los diablos, de lo que deducía que la vida debía ser muy poco agradable para el señor Cave. Un sentimiento de compasión le hizo acceder a los ruegos del desventurado amigo. Quedose con la bola de cristal, pensando que, sin duda, se trataba de una manía senil y que era cruel oponerse a ella, cuando ningún sacrificio le costaba hacerse cómplice de la ocultación.
Cierto día, entre copa y copa de whisky, oyó decir al señor Cave que la causa de su entusiasmo por la bola de cristal era algo que veía dentro de ella. No quiso ser por entonces más explícito el naturalista, prometiendo a su amigo interesantísimas revelaciones para otra ocasión.
Llegó, por fin, el momento. He aquí lo que contó el señor Cave:
La bola de cristal había sido comprada por él, con otros varios objetos, en una subasta promovida al fallecimiento de cierto anticuario amigo suyo. Ignorando cuál pudiera ser su precio, lo fijó en diez chelines. Durante mucho tiempo no paró mientes en el extraño objeto, cuya aplicación le era por completo desconocida, y ya se disponía a venderlo por lo que quisieran darle, cuando un maravilloso descubrimiento le hizo desistir de su propósito.
En aquella época su salud dejaba bastante que desear (conviene tener presente esta circunstancia), ya por los malos tratos que le daba su familia, o bien por naturales achaques de su edad, quizá por las dos causas juntas. La señora Cave era vanidosa, dura de genio, extravagante, y por añadidura, gustábale en extremo paladear las bebidas destiladas. La nuera, un verdadero monstruo de vanidad y soberbia. El yerno, un enemigo implacable que le hacía víctima de crueles persecuciones. En una palabra: el hogar del señor Cave no tenía nada de patriarcal. No era, pues, extraño que el pobre hombre incurriese, de vez en cuando, para olvidar penas, en un pecado de intemperancia, no obstante ser persona de exquisita educación y muy ilustrada; ni que, por efecto de sus constantes torturas morales, sufriese durante semanas enteras terribles insomnios y violentos ataques de hipocondría.
Cuando le acometía el mal, temeroso de molestar a su familia, se levantaba del lecho con infinitas precauciones para no despertar a la señora Cave, y vagaba por los corredores de la casa como un sonámbulo. En la madrugada de un día de agosto la casualidad le llevó a la tienda.
Atestada, polvorienta y sucia, hallábase aquélla sumida en la sombra, excepto uno de los rincones que aparecía iluminado por una claridad insólita. Al aproximarse el señor Cave descubrió que la luz emanaba de la bola de cristal, olvidada por su dueño sobre un montón de trastos inservibles. Un débil rayo de luz penetraba por una rendija de la ventana y hería la lisa superficie de la bola, pareciendo filtrarse hasta el interior del objeto y llenarlo de brillante claridad.
El señor Cave no salía de su sorpresa. El extraño fenómeno era en verdad opuesto a las leyes de la óptica. Bien se le alcanzaba al naturalista, no obstante sus cortos conocimientos de física, que, si bien era admisible el que los rayos lumínicos fueran refractados por el cristal hasta un foco interno, en cambio no tenía explicación científica aquel fenómeno de difusión de la luz. Cada vez más perplejo, avanzó el anticuario, cogió la bola y la estuvo examinando en todos sentidos buen espacio de tiempo. Por fin, descubrió que la luz interior del esferoide no era constante, sino que tenía períodos de mayor o menor intensidad. Además, pudo observar que más que verdadera luz era aquello una especie de vapor luminoso, algo así como una fosforescencia especial. La admiración del señor Cave llegó a su colmo cuando, interponiéndose entre el objeto y el rayo de luz filtrado a través de la ventana, vio que la esfera de cristal continuaba iluminada. Queriendo llevar la experiencia aún mas lejos, llevóse el maravilloso objeto al rincón más oscuro de la tienda. Durante cuatro o cinco minutos siguió brillando. Luego empezó a oscurecerse hasta quedar en la sombra. puesto otra vez bajo la acción del rayo de luz de la ventana, recobró toda su claridad.
Esto contaba el señor Cave a su amigo Wace cierta tarde, entre copa y copa de whisky. El hecho maravilloso pudo ser comprobado en parte días después por el ayudante preparador del hospital de Santa Catalina. Efectivamente, colocada la bola de cristal en completa oscuridad y de modo que fuese herida por un debilísimo rayo de luz del exterior (el diámetro del rayo luminoso debía ser menor de un milímetro), despedía una fosforescencia extraña. Lo que no logró ver el señor Wace fue aquella claridad interna de que se hacía lenguas el naturalista.
Quizá se necesitaban condiciones excepcionales en el órgano de la visión, condiciones que debían poseer poquísimas personas, pues hay que advertir que, examinada la esfera portentosa por el ilustre físico Harbinjer, no pudo éste descubrir la más leve luz interior. Era forzoso reconocer, por consiguiente, en el señor Cave cualidades ópticas nada comunes. Y aun el propietario de esas facultades privilegiadas no siempre distinguía con igual claridad el estupendo fenómeno. La visión era, por regla general, mucho más viva en los momentos de gran debilidad física.
Desde que la casualidad reveló al anticuario las maravillas de la bola de cristal, convirtióse nuestro hombre en un ser desligado por completo de todas las cosas humanas. El hecho de que guardase tan sigilosamente el descubrimiento dice más sobre el aislamiento anímico del señor Cave que un volumen in folio de lucubraciones psíquicas. Transcurrido algún tiempo, hizo una nueva observación: conforme avanzaba el día, aumentándose la cantidad de luz difusa, la esfera de cristal tornaba a su aspecto ordinario, sin que restase en ella el más insignificante resplandor. Para conseguir ver algo en pleno día era preciso llevar la esfera a un lugar oscuro y recubrirla además con un pedazo de terciopelo negro. El buen Cave se pasaba horas muertas en el sótano con un paño echado sobre la cabeza y los hombros, cual hacen los fotógrafos, y deleitándose en la contemplación de la esferita milagrosa. En una ocasión, al hacer girar el cristal entre sus manos, vio algo que le hizo estremecerse. La cosa tuvo la duración de un relámpago, pero bastó para comunicar a Cave la impresión de que el objeto le había revelado por un momento la existencia de un país inmenso y extraño. A los pocos minutos, y cuando la claridad parecía tender a desvanecerse, volvió a repetirse la mágica aparición.
Sería ya inútil y enojoso exponer todas las fases del descubrimiento hecho por el señor Cave. Baste saber que el efecto producido por la esfera de cristal en ciertos instantes era éste: observada aquélla (una vez puesta de modo que la inclinación del rayo luminoso fuera de 137 grados; con detenimiento, ofrecíase la sorprendente visión de unas tierras de enorme extensión y de aspecto fantástico No se trataba, ciertamente, de mía visión quimérica La impresión producida en la retina del observador era la de ¡a realidad más absoluta. Nada de las concepciones borrosas del ensueño, sino la perfecta determinación de líneas y volúmenes, como si se realízala la vision a través de las lentes de un estereóscopo, con la ventaja de que ciertas imágenes se movían aunque con lentitud y de un modo ordenado. Estas imágenes movibles cuya forma no podía precisar en un principio el señor Cave, seguían invariablemente la dirección del rayo luminoso exterior o la del observador
En varias ocasiones me ha asegurado Wace que las descripciones de su amigo el naturalista estaban plagadas de detalles precisos y absolutamente exentos de la exageración que aparece en los relatos de los alucinados Preciso es: sin embargo, recordar que todos los esfuerzos hechos por Wace para ver las ponderadas maravillas, a través de la opalescencia del cristal, resultaron vanos, cualesquiera que fuesen las circunstancias en que realizó sus experimentos. Pero ya hemos dicho que la diferencia de intensidad de las impresiones en ambos amigos era considerable, y así no ha de extrañarse que lo que para el señor Cave constituía una visión clarísima, para Wace no pasaba de ser una sencilla fosforescencia.
Y no cabe dudar de la sinceridad de las manifestaciones del anticuario. El embustero o el alucinado suelen contar sus invenciones o sus ensueños de mil modos diversos. En cambio, la descripción hecha por el señor Cave de los países entrevistos en el interior de la esfera de cristal no diferían un punto. Siempre hablaba de inmensas llanuras, flanqueadas a oriente y occidente por enormes rocas rojizas. Algunas de estas aglomeraciones de rocas continuaban hacia el norte y el sur Cave reconocía la orientación de las masas rocosas por medio de estrellas, visibles durante la noche, ofreciendo una perspectiva casi ilimitada y confundiéndose por último entre las brumas de un horizonte lejano.
Cuando el anticuario contempló por primera vez el extraño panorama, la cadena oriental de rocas parecía hallarse mas próxima. El sol la iluminaba de lleno. Revoloteando por encima de aquellas montañas, unas veces a considerable altura, otras a escasa altura de sus anfractuosidades, veíanse formas indefinidas que el señor Cave creyó enormes pájaros. En las proximidades de las rocas se extendía una hilera de edificaciones.
Los pájaros, o lo que el anticuario creía tales, se acercaban en ocasiones con asombrosa rapidez a la superficie del cristal, y en otras huían hacia los bordes refractados y confusos del cuadro, desdibujándose, por decir así, y convirtiéndose en manchas informes.
También existían en aquel país prodigioso árboles y arbustos de apariencia y color en nada semejantes a los de la Tierra, extensísimas praderas cubiertas de yerba de un gris exquisito, y en segundo término divisábase un vasto lago cuyas aguas brillaban como acero pulimentado, heridas por la luz solar. Un objeto de enormes dimensiones y brillantemente coloreado atravesó de improviso el paisaje...
Advertiremos que la primera vez que el señor Cave vio todas esas cosas fue por brevísimo espacio de tiempo: la duración de un relámpago todo lo mas.
No obstante, aquellas fugitivas impresiones hacían temblar sus manos y llenaban su entero ser de extraño malestar. La visión era intermitente al principio; luego confusa, indistinta. De ahí que nuestro extraño personaje experimentara gran dificultad en recobrar la orientación, digámoslo así, una vez perdida la dirección de sus miradas.
La segunda visión clara se produjo una semana después de la primera, permitiendo al señor Cave contemplar el valle en toda su longitud. El panorama era diferente, si bien tenía el observador la curiosa persuasión, confirmada en posteriores experiencias, de que veía aquel mundo extraño sin haberse movido de su sitio aunque ahora mirase en una dirección diferente. La vasta fachada del gran edificio cuyos tejados le había parecido divisar la primera vez retrocedía ahora en la perspectiva. No había duda: era el mismo tejado. Del centro de la fachada salía una terraza de proporciones colosales, elevándose del centro de la misma, a distancias regulares, altísimos mástiles terminados por objetos brillantes, en los que se reflejaba el sol poniente.
La importancia de estos, al parecer, pequeños objetos no la pudo apreciar el señor Cave hasta algún tiempo después, hallándose describiendo un día a su amigo Wace las maravillas del esferoide de cristal.
Daba la terraza sobre un bosque de espléndida vegetación, circundado de praderas, en las que reposaban insectos descomunales, parecidos a escarabajos por su forma. Mas allá de las praderas comenzaba una calzada de piedra rosácea, ricamente decorada, y mas lejos aún extendíase, en dirección paralela con las montañas del horizonte, un lago, un río o un mar —esto no lo pudo precisar bien el anticuario— bordeado de frondosos rosales cuajados de floras rojas.
Cruzaban la atmósfera en todas direcciones bandadas de pajarracos, describiendo curvas majestuosas. Del lado de allá de la sábana de agua se elevaban multitud de edificios policromos que brillaban al sol como si tuvieran facetas metálicas. El contraste de los múltiples colores de las edificaciones y de los espesos bosques que las rodeaban no podía ser más pintoresco.
De improviso, algo que parecía azotar el aire rápidamente, como el batir de alas o de un inmenso abanico cubierto de piedras preciosas y una cara, o mejor dicho, la parte superior de una cara con ojos enormes, se aproximó, por decir así, al señor Cave, cual si se hubiera encontrado en la parte opuesta de la bola de cristal.
La sorpresa experimentada por el naturalista al darse cuenta de la absoluta realidad de aquella cara y de aquellos ojos le hizo casi perder el sentido. Algo repuesto del susto, intentó repetir la sensación. Dio vueltas y mas vueltas al mágico esferoide. ¡Todo inútil! La fantástica visión había huido y con ella la claridad interior del singularísimo objeto de sus estudios.
Tales fueron las primeras inspecciones generales del señor Cave. Por entonces, precisamente, acaeció la visita de los dos compradores, los tenaces compradores empeñados en llevarse la bola de cristal por las cinco guineas pedidas.
Se comprenderá, pues, que nuestro anticuario tenía razones sobradas para oponerse a la venta de la bola y para eludirla, ocultando primero cuidadosamente el preciado tesoro y depositándolo después en manos del señor Wace.
Apenas estuvo en poder de éste y una vez que le fueron conocidas las propiedades y los misterios del esferoide, sus inclinaciones de sabio investigador le llevaron a estudiar sistemáticamente el inexplicable fenómeno, unas veces a solas y otras en compañía del señor Cave, que no perdía ocasión de entregarse a la para él deleitosa experiencia.
Desde un principio anotó Wace, con el mayor cuidado, todas y cada una de las observaciones del anticuario. Gracias a esa labor científica, pudieron establecer los dos amigos la relación que existía entre la dirección seguida por el rayo de luz inicial al penetrar en el esferoide y la orientación de los rayos visuales. Encerrando la bola dentro de una caja, en la que existía una abertura de pequeño diámetro para dejar paso al rayo luminoso, y sustituyendo los cortinajes rojos de la ventana por tupido paño negro, consiguió Wace mejorar considerablemente las condiciones de la observación. Y esto hasta el punto de poder examinar el valle en la dirección deseada.
Ya despejado el camino, nos es posible hacer una breve descripción del extraño mundo divisado en el interior del esferoide de cristal, ateniéndonos a las notas escritas por Wace mientras su amigo Cave exploraba las profundidades del objeto. Advertiremos, de paso, que Wace, entre otras habilidades, poseía la de escribir a oscuras.
Pues bien, cuando el esferoide se encontraba en la plenitud de su estado luminoso, el señor Cave percibía distintamente, además de los grandes detalles del panorama ya mencionados, muchedumbres de seres vivos análogos, como hemos dicho, a gigantescos escarabajos. Conforme iban repitiéndose los experimentos, modificaba el naturalista sus impresiones acerca de las singulares criaturas. Ya no le parecían escarabajos, sino más bien murciélagos. Después se le ocurrió que acaso fueran querubines... Sus cabezas eran redondas y de configuración humana. Tenían ojos, ¡y qué ojos!... ¡Unos ojos espantosamente grandes, cuya mirada helaba la sangre en sus venas!
Tenían también grandes alas plateadas; alas sin plumas que brillaban cual si estuvieran compuestas de escamas de pescado, y que despedían sutiles reflejos; alas que aparecían unidas al cuerpo no con arreglo al plano habitual en las aves o en los murciélagos, sino por medio de una membrana curva que irradiaba del tórax y que pudieran ser comparadas a las alas de la mariposa.
El cuerpo, pequeño con relación a la cabeza, poseía bajo el abdomen dos haces de órganos aprehensores semejantes a largos tentáculos.
Por extraño que todo esto pareciese al señor Wace, tuvo al fin la convicción de que los grandes edificios casi humanos y los magníficos jardines que realzaban la belleza del inmenso valle pertenecían a las estupendas criaturas mitad murciélagos, mitad querubines, como decía el señor Cave.
Entre otras particularidades observó el naturalista que los edificios, si bien carecían de puertas, tenían amplias ventanas circulares por donde entraban y salían libremente los fantásticos habitantes del no menos fantástico mundo. Veíaseles llegar en rápido vuelo al borde de las ventanas, posarse sobre sus tentáculos, plegar sus alas y penetrar en el interior de aquellas moradas. No todos los seres vivientes observados por el señor Cave tenían el mismo tamaño, ni todos cruzaban el espacio hendiéndolo vertiginosamente. Había otros más pequeños, semejantes a libélulas, o mejor a escarabajos alados, y otros más diminutos aún arrastrándose con indolencia por sus extensas praderas. En las calzadas y terrazas, unos seres de enorme cabeza, muy parecidos a los de las grandes alas, saltaban como langostas, contrayendo y dilatando sus tentáculos abdominales.
Creo haber mencionado unos objetos brillantes existentes en la parte superior de los mástiles de las terrazas. Pues bien, añadiré ahora que una observación más detenida permitió al señor Cave descubrir que aquellos objetos eran esferoides de cristal exactamente iguales al que él poseía. Cada uno de los veinte mástiles elevados en la terraza mas próxima tenía su correspondiente bola de cristal.
De vez en cuando uno de los grande? seres voladores ascendía hasta encontrarse a escasa distancia de un esferoide, y luego de plegar las alas y de aferrarse al mástil con los tentáculos, permanecía mirando al cristal durante quince o veinte segundos.
Varias observaciones consecutivas, propuestas por Wace, convencieron a los dos amigos de que el esferoide empleado por ellos en los experimentos se encontraba realmente en el extremo del último mástil de la terraza, y de que, por lo menos en una ocasión, uno de los habitantes del prodigioso mundo había examinado la casa del señor Cave, mientras éste se hallaba fisgoneando el panorama.
Dicho lo anterior, nos es necesario admitir una de las dos hipótesis siguientes, o la bola de cristal del señor Cave se encontraba simultáneamente en dos mundos, permaneciendo inmóvil en uno de ellos, mientras mudaba de lugar en otro, lo que era de todo punto absurdo e inadmisible, o bien existía una relación de simpatía especial entre el esferoide terrestre y el del mundo desconocido, merced a lo cual, mirando en cualquiera de ellos, se podía ver lo que pasaba en el mundo opuesto.
En el estado actual de la ciencia no podemos explicarnos la razón de que dos esferoides de cristal así situados se hallen en comunicación. Sabemos, sin embargo, lo bastante para comprender que un fenómeno de ese género no es imposible en absoluto. Por lo tanto, la hipótesis de los esferoides en comunicación es la que me parece más aceptable.
Y ¿dónde se encontraba situado ese otro mundo? La viva inteligencia de Wace había logrado, tras repetidas observaciones, arrojar alguna luz sobre punto tan oscuro. Después de ponerse el sol oscurecíase rápidamente el cielo; el crepúsculo duraba brevísimo tiempo. Las estrellas eran las mismas que nosotros vemos, y formaban las mismas constelaciones. Así, el señor Cave pudo reconocer la Osa, las Pléyades, Aldebarán y Sirio. De modo que aquel mundo debía encontrarse' en nuestro sistema solar, y a una distancia que quizá no excediera de algunas centenas de millones de kilómetros. Siguiendo esta indicación llegó a averiguar el señor Wace que el cielo nocturno era de un azul mas oscuro aún que nuestro cielo de invierno; que el Sol parecía algo mas pequeño, y que había dos lunas semejantes a la nuestra, aunque un poco más pequeñas. Una de aquellas lunas se movía tan rápidamente que podía apreciarse su marcha.
Las dos lunas se elevaban muy poco sobre el horizonte, poniéndose al poco tiempo de su salida; es decir, que en cada una de sus revoluciones se encontraban eclipsadas por razón de la proximidad de su planeta. Todo esto respondía en absoluto —aunque el señor Cave no tuviera noticia de ello— a lo que deben ser las condiciones de existencia en Marte.
A decir verdad, parécenos perfectamente admisible que, mirando el señor Cave su precioso esferoide de cristal, hubiera visto, en realidad, el planeta Marte y sus habitantes. En tal caso, la estrella vespertina que brillaba con tanta intensidad en el cielo de aquel mundo lejano debía ser nuestra familiar Tierra.
Durante mucho tiempo los marcianos —si de marcianos se trataba— no parecían darse por entendidos de las investigaciones del señor Cave. Por dos o tres veces uno de aquellos seres se aproximó a la cóncava superficie del esferoide, alejándose a los pocos instantes como si no le hubiese satisfecho la visión. Esta indiferencia de los marcianos favoreció la curiosidad del señor Cave. Libre de obstáculos su campo visual, pasábase el buen señor horas enteras inclinado sobre la bola portentosa, descubriendo a diario nuevas maravillas. ¡La lástima es que, por efecto de una atención demasiado concentrada, sus explicaciones resultaban vagas y fragmentarias!
Verdad es que no podía pedirse otra cosa a quien, como nuestro excelente Cave, se asomaba a aquel mundo de ensueño en la forma en que lo hacía. Imaginad lo que pensaría de la humanidad un observador marciano que, tras de una serie de difíciles preparaciones y enormemente fatigados sus ojos, consiguiera contemplar a Londres desde la torre de la iglesia de San Martín, durante períodos de cuatro o cinco minutos.
Así que, luego de mirar y remirar mucho el esferoide de cristal, no podía afirmar concretamente el señor Cave si los marcianos alados eran los mismos seres que los marcianos que brincaban en calzadas y tenazas, y si éstos podían a su vez echar a volar cuando lo tuvieran por conveniente. Algunas veces percibía algo así como unos bípedos tardos y desgarbados, vagamente parecidos a orangutanes, cuyo cuerpo era blanco y en parte transparente. Estos bípedos pacían entre los líquenes, y sólo mostraban intranquilidad cuando se les acercaban los marcianos de cabeza redonda y tentáculos elásticos. En una ocasión vio el señor Cave que se iniciaba una lucha. El espectáculo quedó interrumpido bruscamente por haberse oscurecido de improviso el esferoide.
Otra vez una cosa enorme, que al naturalista le pareció gigantesco insecto, apareció en escena, deslizándose con extraordinaria rapidez sobre las aguas del canal. Al aproximarse advirtió Cave que era un mecanismo de metal, cuya superficie despedía deslumbradores reflejos. No le fue posible al anticuario precisar más sus observaciones, porque el insecto, o el mecanismo, o lo que fuera, se alejó con tremenda velocidad, perdiéndose entre las brumas del horizonte.
Cierto día el sabio Wace quiso llamar la atención de los marcianos, y aprovechando el momento en que los ojos de uno de ellos aparecieron sobre el cristal del esferoide empezó el anticuario a lanzar descompasados gritos, retrocedió dando un salto y, después de iluminar a giorno la habitación, hizo en compañía de su amigote grandes movimientos con los brazos, como queriendo sugerir la idea de señales. Cuando el señor Cave se volvió a aproximar al cristal, el marciano había desaparecido.
Estas observaciones continuaron durante el mes de noviembre, y juzgando nuestro anticuario que había transcurrido bastante tiempo para que la señora Cave no se acordara ya del esferoide de cristal, aventuróse a llevárselo a la tienda con objeto de poder entregarse libremente, a cualquier hora del día, a la contemplación de lo que se había convertido en la cosa más real de su existencia.
Al mediar diciembre, Wace, que iba con frecuencia a ver a su amigo Cave, viose obligado a suspender sus sesiones. Tenía que estudiar mucho con motivo de unos exámenes próximos.
Transcurrieron diez u once días sin que Wace viese al señor Cave. Extrañándole la prolongada ausencia del anticuario, y no teniendo ya trabajos apremiantes, dirigióse una tarde a Los Siete Cuadrantes. Cuando volvió la esquina advirtió con sorpresa que la tienda del naturalista estaba cerrada. Intrigado por esta circunstancia se apresuró a llamar. Salió a abrir el yerno del señor Cave, vestido de luto riguroso. Detrás de él apareció la anticuaría, envuelta en luengos velos negros.
El señor Wace supo que su pobre amigo llevaba diez días enterrado. Aunque el espíritu de la viuda se hallaba conturbadísimo y poco dispuesto, por tanto, a explicaciones, aún pudo el señor Wace enterarse de las extrañas circunstancias que habían rodeado el fallecimiento del anticuario.
Encontráronle muerto una mañana —la siguiente a la última visita de Wace— en la polvorienta trastienda, con la bola de cristal entre sus manos frías y crispadas. La fisonomía del cadáver estaba sonriente. Un pedazo de terciopelo negro aparecía a poca distancia del muerto, Según los médicos, el fallecimiento debía haber ocurrido de dos a tres de la madrugada.
Lo primero que se le ocurrió a la señora Cave, una vez que subieron a su habitación el cuerpo del anticuario, fue escribir una tarjeta al clérigo que había ofrecido las cinco guineas por la bola de cristal, participándole que tenía el objeto deseado a su disposición. Mas, después de largas investigaciones, pudo convencerse de que realmente había perdido las señas. Como carecía de los recursos necesarios para enterrar dignamente al infeliz naturalista, procúreselos vendiendo a un anticuario vecino gran parte de los objetos existentes en la tienda. La bola de cristal formó parte de uno de los lotes.
Ya se habrá supuesto que Wace, apenas oyó la desagradable noticia, no perdió tiempo en prodigar a la señora Cave consuelos inútiles. En dos saltos se plantó en casa del anticuario poseedor de la prodigiosa bola de cristal. Allí supo que el anhelado objeto acababa de ser vendido a un caballero moreno vestido de gris. Tales fueron los únicos datos que pudo recoger Wace.
Aquí terminan bruscamente los hechos materiales de esta curiosa y, al menos para mí, sugestiva historia.
El anticuario no sabía quién era aquel señor moreno, ni le había observado con atención bastante para describirle minuciosamente. Ni aun supo decir la dirección que había tomado al salir de la tienda.
Durante algún tiempo Wace no adelantó un paso en sus investigaciones, por más que a diario ponía a prueba la paciencia del comerciante agobiándole a preguntas, y dando rienda suelta a la desesperación de que se sentía poseído.
Por último se vio obligado a reconocer que todo aquello de la bola de cristal se había desvanecido para siempre como una visión en la sombra.
Tan convencido llegó a estar de que se trataba de un sueño, que al entrar en su casa experimentó indecible sorpresa, viendo sobre un pupitre, cubiertas de polvo, las notas tomadas por él oyendo las descripciones del señor Cave.
Resistiéndose, sin embargo, a dar por abandonada la partida, hizo una última visita al anticuario, visita que resultó tan infructuosa como las anteriores. Luego recurrió a los anuncios en los periódicos, juzgando que era el medio mas práctico de descubrir al comprador de la bola de cristal. Los anuncios fueron tan ineficaces como los numerosos comunicados dirigidos por Wace al Daily Chronicle y a alguna que otra revista científica. Lo más curioso del caso fue que diarios y revistas, sospechando que las historias de Wace eran en el fondo una broma científica, exigieron al autor pruebas de sus atrevidas afirmaciones, como condición indispensable para publicarlas. ¡Pruebas! ¿Es que no bastaba su honrada palabra de sabio?
A Wace le apenó profundamente el que la prensa le cerrase las puertas a toda esperanza. Luego, atraída su atención por trabajos urgentes, acabó por ir olvidando la bola de cristal, cuyo paradero sigue siendo desconocido hoy por hoy.
Algunas veces me cuenta Wace, y yo le creo sin dificultad, que de cuando en cuando es víctima de verdaderos accesos de locura, durante los cuales constituye su monomanía averiguar dónde está la bola de cristal.
En uno de tales accesos consiguió descubrir Wace, no a' afortunado cuanto quizá ignorante poseedor del maravilloso esferoide, sino la personalidad de los dos misteriosos compradores que desearon comprar al infortunado Cave por cinco guineas la bola de cristal. Uno de ellos es el reverendo James Parker, y el otro nada menos que el príncipe Bosso Kuris, de Java.
Según averiguó mi amigo, el empeño demostrado por el príncipe para adquirir a cualquier precio el esferoide no tenía mas fundamento que la curiosidad y quizá la extravagancia. Lo mismo ofreció cinco guineas que hubiera pagado ciento. La cuestión era vencer la resistencia del originalísimo anticuario y naturalista.
Es probable que el comprador definitivo de la esfera de cristal no sea sino un aficionado de ocasión, y que aquélla se encuentre a algunos centenares de metros del sitio en que escribo estas líneas, bien decorando un rincón de vitrina o sirviendo de pisapapeles y, por tanto, sin que sus prodigiosas propiedades sean conocidas del poseedor.
Esta razón es la que me induce a publicar la presente historia. Quizá pueda contribuir a que la bola de cristal salga de su oscuridad para caer bajo el dominio de la ciencia.
Antes de dar por terminada mi misión, declararé que mi opinión personal sobre el asunto es idéntica a la de Wace.
Yo creo que los esferoides de cristal existentes en las mágicas terrazas de Marte se hallan en relación física con el esferoide del señor Cave. ¿Qué clase de relación es ésa' Quizá en algún día no lejano se encargue algún sabio de explicárnosla, con pruebas irrefutables.
Creo, además, que el esferoide de Cave debió ser lanzado a la Tierra por los marcianos, en fecha bastante remota, con objeto de enterarse de nuestras interioridades.
También es probable que otros esferoides similares, en relación con los que veía el señor Cave sobre las terrazas de Marte, se hallen dispersos por nuestro planeta.
En todo caso, los hechos que narramos no son explicables como alucinación de un individuo.
La estrella
El día de Año Nuevo tres observatorios distintos señalaron casi simultáneamente una perturbación en los movimientos del planeta Neptuno, el más lejano de los que giran en torno del Sol.
Ya en el mes de diciembre el astrónomo Ogilvy había llamado la atención del mundo científico sobre una sospechosa disminución de la velocidad del planeta, noticia que apenas si conmovió a una docena de sabios de esos que se pasan la vida con el telescopio asestado al firmamento. Y es natural que así fuese, por cuanto a buena parte de ¡os habitantes de la Tierra no les interesa gran cosa lo que ocurre en un planeta cuya existencia les es poco menos que desconocida.
Las gentes se preocuparon aún menos de las nuevas observaciones de Ogilvy respecto a la aparición de un cuerpo celeste, animado y lejanísimo, que había podido descubrir el referido astrónomo poco tiempo después de comprobarse la disminución de velocidad del planeta Neptuno.
Los astrónomos dieron desde luego al asunto la importancia que merecía, aumentando su intranquilidad cuando advirtieron que la masa recientemente descubierta aumentaba cada día más de dimensiones, que se hacía mas brillante, que sus movimientos eran por completo diferentes de la revolución normal de los planetas y que la desviación de Neptuno y de su satélite adquiría proporciones sin precedentes.
Sin tener cierto grado de cultura científica no puede uno darse exacta idea del enorme aislamiento del sistema solar. El Sol, con sus planetas, planetoides y cometas, flota en un vacío inmenso, que la imaginación concibe difícilmente. Más allá de la órbita de Neptuno está el vacío sin calor, luz ni sonido, el vacío incoloro y triste, prolongándose treinta millones de veces un millón de kilómetros. Y téngase presente que esa cifra abrumadora es la menor evaluación de la distancia que sería preciso atravesar antes de llegar a la mas próxima de las estrellas.
Pues bien, excepto algunos cometas menos densos que la llama del alcohol, ningún cuerpo celeste habla atravesado, de memoria de hombre, ese abismo espantoso. Júzguese ahora cuánta no sería al comenzar el siglo presente la zozobra de los sabios, viendo precipitarse inopinadamente en el sistema solar el extraño vagabundo señalado por Ogilvy, cuerpo sólido y enorme sin duda, a juzgar por las perturbaciones que originaba; temible intruso que llegaba del tenebroso misterio de los cielos con aviesas intenciones...
El día 2 de enero todos los telescopios de algún fuste pudieron ver al desconocido viajero sideral cerca de Régulo, en la constelación del León. Su aspecto era el de un punto, de diámetro apenas sensible. En pocas horas fue divisado con la ayuda de simples gemelos.
Aquellas personas amigas de leer periódicos en ambos hemisferios pudieron enterarse el día 3 de que, en realidad, tenía inmensa importancia la insólita aparición celeste. Un diario de Londres tituló la noticia: Una colisión de planetas, y publicó la opinión de Duchaine, según la cual este recién aparecido planeta chocaría probablemente con Neptuno.
Los escritores profesionales trataron el asunto con la extensión merecida; los cronistas y gacetilleros se encargaron luego de familiarizar a los más legos en materias astronómicas con las ideas vertidas por los sabios; la tinta de imprenta corrió a mares, y veinticuatro horas después la mayor parte de las grandes capitales del mundo se hallaban en la expectativa, aunque vaga desagradable, de un inminente fenómeno astronómico.
Durante la noche del 5 de enero millones de ojos se fijaban en el cielo... para no ver otra cosa que las antiguas y familiares estrellas, tan brillantes y tranquilas como siempre lo habían estado.
El astro apareció en el cielo de Londres un poco antes, en esos momentos en que Pólux desaparece y las estrellas comienzan a palidecer. Fue aquélla una aurora tristísima de invierno londinense; aurora fría, sin arreboles, silenciosa, de luz malsana que luchaba desventajosamente con los mecheros de gas y los grandes focos eléctricos de los muelles del Támesis.
Los soñolientos policemen distinguieron la estrella; las gentes de los mercados, a pesar de no impresionarles extraordinariamente las cosas de allá arriba, se pararon y permanecieron buen trecho mirando el astro; los obreros camino de la obra, los repartidores de leche, los cocheros de los furgones de correos, los trasnochadores que regresaban a sus casas fatigados y pálidos, los vagabundos sin hogar, los centinelas en sus garitas, el labrador en la campiña, los cazadores furtivos, los vigías marinos, todo el mundo, en fin, que vive de noche, pudo admirar la hermosa estrella que acababa de aparecer en el occidente.
La estrella era, sin duda, la más brillante del cielo, mucho más refulgente que la admirable Estrella del Sur. Una hora después de salir el Sol aún seguía despidiendo el maravilloso astro blanquísima luz.
Aquello fue considerado por el vulgo como anuncio de calamidades sin cuento. Los astrónomos, cada vez mas preocupados, no abandonaban sus observaciones. En éstos se trocó pronto la primera sobreexcitación en verdadero terror, al advertir que los dos lejanos astros, en su vertiginosa carrera, parecían perseguirse. Requiriéronse los aparatos fotográficos, los espectroscopios, todos los instrumentos necesarios para estudiar el nuevo y sorprendente fenómeno de la destrucción de un mundo. Porque era un mundo, un planeta hermano del nuestro, mucho mayor que la Tierra, ciertamente, el que de modo tan repentino se lanzaba hacia la muerte. Neptuno debía haber sido herido de lleno por el astro extraño llegado de las profundidades del espacio, y a consecuencia del choque, sus dos globos sólidos se habían convertido en una inmensa masa incandescente.
El día 6, dos horas antes del alba, la estrella blanca y pálida describió su órbita en el cielo y desapareció por el oeste.
Los mas maravillados eran los marinos, esos habituales contempladores de las estrellas, a quienes no habían llegado aún las recientes observaciones de los sabios. En sus peregrinaciones a través del océano habían advertido la presencia del nuevo astro que, como una Luna minúscula, subía, subía, hasta llegar al cénit, pasaba por encima de sus cabezas, e iba, por último, a hundirse en el mar por el oeste con las últimas sombras de la noche
Cuando la estrella hizo su aparición en la noche del 7, multitudes ansiosas espiaban su llegada en las pendientes de las colinas, en las llanuras, en los tejados de los edificios. El astro surgía precedido de un resplandor blanco parecido al brillo de un incendio. Los que lo habían visto aparecer la noche antes exclamaban; «¡Hoy es mayor! ¡Hoy es más deslumbrador!...» Efectivamente, la Luna misma, próxima a desaparecer mas allá del horizonte occidental, era mucho mas pequeña que la nueva estrella, comparando sus dimensiones aparentes, y desde luego mucho menos brillante, a pesar de hallarse casi en plenilunio.
—¡Miradla! —decían las gentes aglomeradas en las calles—. ¡Qué hermosa! ¡Qué brillante!
Entre tanto, en los oscuros observatorios, los sabios que seguían el curso del fenómeno contenían la respiración y se interrogaban con su mirada...
—¡Se aproxima! ¡Está mas cerca! —Tales eran las terribles palabras de la ciencia a cada nueva observación...
—Esta más cerca —repetía e) telégrafo, transmitiendo la alarmante nueva a mulares de ciudades
-—Esta mas cerca —decían las gentes, sugestionadas por la idea de una posible catástrofe. Los empleados en los escritorios suspendían e! trabajo para pensar en las fatídicas profecías de los astrónomos; los transeúntes se detenían en las calles para interrogarse sobre el significado inimaginable del amenazador «Está más cerca»... Y esta intranquilidad, esta preocupación se extendía desde la ciudad a las aldeas, desde las aldeas a los campos. Los que habían leído la noticia sobre las azules cintas del telégrafo se apresuraban a comunicarla a todo el que encontraban al paso Las damas aristocráticas supieron la nada tranquilizadora nueva entre un vals y un rigodón Sus bellas boquitas sonrientes y frescas formularon, poco mas o menos, esta pregunta:
—¿Es de veras que se acerca? ¡Es curioso! ¡Esos astrónomos deben ser muy hábiles cuando descubren horrores semejantes!.
Y las hermosas seguían sonriendo y bailando, sin importarles, después de todo, que la estrella se aproximase o se alejase.
Las gentes sin casa ni hogar, obligadas a ir de un lado para otro durante la noche glacial, con objeto de no morir de frío, se consolaban mirando al cielo, y decían:
—¡Qué bien haces en acercarte! ¡La noche es tan fría como la caridad!... ¡Ven, si has de traer contigo calor bastante para reconfortar nuestros miembros ateridos!
Una pobre mujer, arrodillada al lado de un cadáver y deshecha en amarguísimo llanto, exclamaba:
—¡Y a mí qué puede ya importarme el que haya una estrella mas!
El estudiante, levantado con la aurora para repasar el programa de exámenes, se distrajo de sus labores, y planteando un problema de física astronómica, empezó a hacer cálculos y más cálculos, mientras que la gran estrella blanca enviaba sobre la mesa de trabajo la pálida caricia de su luz azulada.
—¡Centrífuga!.. ¡Centrípeta!... ¡Esto es!... —decía el estudiante, apoyando la cabeza en la palma de la mano—. Detenido un planeta en su camino y suprimida instantáneamente su fuerza centrífuga, ¿qué ocurriría? , Sin duda, obedeciendo el planeta a su fuerza centrípeta, se precipitaría en el Sol... y en ese caso .. Pero ¿nos encontramos nosotros en su camino?...
El día siguiente fue como los anteriores. Con los últimos jirones de las tinieblas glaciales se elevó sobre el horizonte el extraño astro. Despedía tanto brillo, que la Luna, en su cuarto creciente, parecía no ser sino un pálido y amarillento espectro de la nueva estrella flotando inmensa en su vaguedad del crepúsculo.
El matemático se hallaba delante de un pupitre atestado de papelotes. Acababa en aquel momento sus cálculos. En un diminuto pomo veíanse aún algunos gramos de la droga que le había sostenido despierto durante cuatro eternas noches. Durante el día, el matemático daba sus clases reglamentarias con la misma paciencia, con la misma sabiduría que de costumbre. Luego, terminados los penosos deberes profesionales, volvía a sus cálculos y a sus trabajos de sabio solitario. Su grave fisonomía hallábase fatigada y exangüe a consecuencia de la prolongadísima vigilia... Aquella noche el matemático se levantó de su pupitre con aire de triunfo, llegóse a la ventana y contempló la estrella como se mira a los ojos de un enemigo valeroso... «¡Puedes darme la muerte —dijo el sabio—, pero ya te tengo como a todo el universo dentro de estos estrechos límites de mi cerebro!... Y ahora —añadió dirigiendo una mirada desdeñosa al pomo de la droga—, eres inútil, sustancia maldita. ¡En verdad que ya no es necesario dormir ni estar despierto!...»
Al día siguiente, el matemático entró en su cátedra con la puntualidad acostumbrada. Colocó el sombrero encima de la mesa, según costumbre, y cogió un pedazo de tiza. Era ésta una manía singularísima del maestro... ¡Imposible explicar sin aquel trocito de yeso entre los dedos!... Los muchachos se burlaban donosamente de la curiosísima chifladura. El matemático dirigió a sus discípulos una mirada tristísima... ¡Pobres niños, tan frescos, tan sonrientes!... ¡Daba pena decirles nada!... Pero era su deber de maestro y de sabio...
—Hijos míos —murmuró—, circunstancias especiales, ajenas por completo a mi voluntad, van a impedirme acabar este curso... ¡Hablando claramente, voy a deciros que el hombre ha vivido en vano!...
Los muchachos empezaron a comprender...
Aquella noche la estrella hizo su aparición más tarde, porque su propio movimiento hacia el este la había arrastrado un poco, desde la constelación del León hacia la de la Virgen. Su brillo era tan intenso que el cielo, a medida que aquélla se elevaba, fue adquiriendo una coloración luminosa. Las estrellas, a excepción de Júpiter, Capella, Aldebarán, Sino y los Perros de la Osa, palidecieron cada vez más borrándose del firmamento. En muchos países del mundo pudo observarse que el nuevo astro presentaba aquella noche un rabo grandísimo. A simple vista se notaba ya el aumento de volumen. Contemplando la estrella desde los puntos inmediatos a los trópicos, parecía tener la cuarta parte de las dimensiones de la Luna.
Lo mas extraño era que, no obstante la pequeñez de aquella segunda Luna, su luz era tan viva que podía leerse, sin gran esfuerzo, en plena calle un periódico o un libro.
La noche del 10 de enero no durmió nadie en la Tierra. De las campiñas, como de las grandes ciudades, subía un sordo murmullo, semejante al zumbido de una colmena. El lento tañir de millares de campanas recordaba al hombre en toda la cristiandad que había llegado el momento de pedir a Dios misericordia. Ajena a estas angustias humanas, la estrella blanca y pálida seguía inmutable su carrera desesperada a través del espacio, inundando de claridad terrorífica este pobre mundo sublunar. Los mares que rodean a los países civilizados eran surcados por enjambres de barcos, llevando a bordo centenares de pasajeros. Los barcos huían hacia el norte. Porque el aviso del matemático famoso había sido ya telegrafiado a todo el mundo y traducido a todos los idiomas.
El nuevo planeta y Neptuno, confundidos en un abrazo de fuego, avanzaban vertiginosamente con dirección al Sol. A cada segundo, la enorme masa incandescente franqueaba centenas de kilómetros.
Acaso el peligro no debía ser tan inmediato como aseguraba la ciencia. Según los cálculos de los astrónomos, el nuevo planeta debía pasar a 150 millones de kilómetros de la Tierra; de modo que su influencia debía ser escasa. Pero cerca de su camino previsto, hasta entonces nada perturbado, se encontraban el enorme planeta Júpiter y sus lunas girando espléndidamente en torno del Sol La atracción entre la estrella deslumbradora y el mayor de los planetas crecía ya por momentos. ¿Y cuál iba a ser el resultado de esa atracción? Sin duda, Júpiter se desviaría de su órbita haciendo una curva elíptica, y la estrella ardiente, separada por atracción de su marcha hacia el Sol, describiría una curva y quizá chocaría con la Tierra o, al menos, pasaría muy cerca de ella.
En cuanto a las consecuencias de esta aproximación, ya nos había profetizado así el terrible matemático: «Terremotos, erupciones volcánicas, ciclones, altas mareas, ríos desbordados y una elevación constante y regular de la temperatura hasta límites imposibles de calcular.» La estrella seguía brillando con siniestros fulgores en la inmensidad del firmamento, como si tratara de confirmar los tristes vaticinios de la ciencia. Su luz fría y lívida era así como el anuncio inmutable del próximo cataclismo.
Muchas personas que hasta aquella noche no la habían mirado con atención, pararon mientes en ella y advirtieron que, en efecto, el fatídico astro se aproximaba a ojos vistas. Y aquella noche comenzaron ya a sentirse los efectos de la aproximación. El tiempo cambió bruscamente, convirtiéndose las ráfagas heladas de enero en brisas templadas de primavera. En toda la Europa central se inició el deshielo.
No vaya a imaginarse el lector que porque hayamos hablado antes de muchedumbres elevando al cielo sus plegarias durante la noche, o refugiándose a bordo de los buques o huyendo en dirección a las montañas, se encontraba ya el mundo presa del terror infundido por la estrella. Nada de eso. El uso y la costumbre seguían aún dirigiendo a los humanos. Aparte de que las conversaciones versaban casi siempre en los momentos de ocio sobre el amenazador fenómeno astronómico, el 90% de los hombres continuaba entregado a sus quehaceres habituales. Las tiendas y almacenes abrían y cerraban sus puertas a sus horas de costumbre, los médicos y las empresas funerarias proseguían su productiva industria, los obreros concurrían a las fábricas, los soldados hacían el ejercicio, los sabios estudiaban, los enamorados se buscaban, los ladrones realizaban sus fechorías, los políticos redactaban sus programas de gobierno, las rotativas de los grandes diarios funcionaban con febril actividad. Más de un párroco se negó obstinadamente a abrir las puertas de la casa de Dios a las gentes atemorizadas afirmando que el pánico de aquellos insensatos era absurdo e impío.
Los periódicos recordaban que en el año 1000 los pueblos habían sentido algo parecido, creyendo próximo el fin del mundo. No faltaba algún astrónomo que, con la autoridad de su saber, intentara tranquilizar a la humanidad, asegurando que, después de todo, la estrella no era acaso un cuerpo sólido, sino una masa de gases inflamados, y que su choque con la Tierra, de verificarse éste, no podía tener las consecuencias desastrosas que alguien había vaticinado.
Aquella noche, precisamente según los avisos del Observatorio de Greenwich, la estrella iba a encontrarse en el punto más próximo a Júpiter. Los habitantes de la Tierra sabían desde aquel momento el giro que debían tomar las cosas. Los cálculos y profecías del gran matemático eran calificados por muchos escépticos de hábil y laborioso reclamo. Por último, el buen sentido, algo acalorado por las discusiones, evidenció sus convicciones inalterables yéndose a acostar. Y esto no ocurrió sólo en los países civilizados; también en las regiones del planeta donde domina la barbarie, las multitudes, cansadas de mirar al cielo, se entregaron al descanso, o se diseminaron por las selvas para entregarse a la caza o a las dulzuras del amor...
Al comenzar la noche del día inmediato, los europeos que seguían con interés el fenómeno, vieron elevarse la estrella una hora mas tarde que de costumbre, sin que, aparentemente, hubiera aumentado el tamaño. Huelga decir que los vaticinios fúnebres del gran matemático empezaron a servir de tema jocoso. Nadie tomaba ya la cosa en seno. Esta agradable incredulidad duró poco. La verdad era que la estrella crecía de nuevo, que crecía de hora en hora con una terrible persistencia, que cada minuto que pasaba eran más brillantes sus rayos, más inquietante su aspecto. Entonces dijo un periódico que si la estrella seguía su marcha hacia la Tierra en línea recta, si no ejercía sobre ella influencia la atracción de Júpiter, podría salvar la distancia intermedia en veinticuatro horas.
No fue así, sin embargo; la estrella empleó mas de cinco días en acercarse a nuestro planeta. Durante la noche inmediata su volumen aparente era el de una tercera parte de la Luna, Cuando apareció sobre el horizonte en América tenía el mismo tamaño que nuestro satélite, despidiendo una claridad cegadora y, si vale la palabra, quemante.
A medida que ascendía la estrella en el firmamento aumentaba la violencia del aire, un aire caliente como el que precede a las tempestades de verano. En Virginia, en el Brasil y en el valle de San Lorenzo el astro brillaba de modo intermitente, a través de densas masas de nubes que corrían con velocidades y aspectos fantásticos, iluminadas a veces por relámpagos de color violeta oscuro, y que arrojaban de vez en cuando sobre la Tierra granizadas de una violencia desconocida. En Manitoba ocurrieron inundaciones terribles por la rápida fusión de los hielos. La nieve empezó a derretirse aquella noche en todas las montañas de la Tierra. Los grandes ríos que procedían del interior de los continentes empezaron a arrastrar en sus aguas enturbiadas cadáveres de personas y de animales, que quedaban luego depositados sobre las tierras bajas. Los desbordamientos se sucedían cada vez mayores, arrasando ciudades y devastando campiñas. Las muchedumbres huían del mortal abrazo de las aguas, escalando en confuso tropel las montañas.
En todo el litoral de la América del Sur y en el Atlántico austral llegaron ¡as mareas a un nivel jamás conocido. Las tempestades empujaron las aguas tierra adentro cuarenta y cincuenta kilómetros; muchas ciudades enteras quedaron por completo sumergidas.
El calor se hizo insoportable aquella noche; como que la aparición del Sol a la mañana siguiente pareció llevar consigo la frescura de las sombras de la noche.
Los terremotos eran ya violentísimos y numerosos, especialmente en toda América, desde el Círculo Ártico al cabo de Hornos. Ante aquel incesante trepidar de la tierra, abriéronse los flancos de las montañas, desaparecieron islas y promontorios, se desplomaron a millares edificios y muros, aplastando un número incalculable de gentes. Una vertiente del Cotopaxi se hundió tras de rápida y vasta convulsión, dejando paso a un mar de lava tan alto, tan ancho, tan rápido y tan fluido que sólo tardó un día en llegar al océano.
La estrella, escoltada por la oscurecida Luna, atravesó el Pacífico, llevando en pos de sí, como si fueran los paños flotantes de una túnica, el huracán y la ola gigantesca, espumosa y destructora; el huracán y la ola, inconscientes trabajadores de la muerte, ejecutando su siniestra obra sobre las islas, hasta no dejar rastro humano sobre ellas...
Hubo ya un momento en que la ola creció hasta convertirse en muralla líquida de veinte metros de altura y que, rugiendo con intensidad espantosa, rebasó las extensas costas de Asia, precipitándose en las vastas llanuras de China. La estrella, cada vez más fulgurante, mas enorme y más ardiente que el Sol en toda su fuerza, era contemplada por millones de hombres enloquecidos por el pánico, que huían, huían, sin derrotero fijo, mientras que la muralla de agua salobre avanzaba sobre los campos, penetraba en las ciudades y sembraba por doquier la destrucción y la muerte.
La gran estrella pasó como un globo de fuego por encima del Japón, de Java y de todas las islas del Asia oriental. Densas nubes producidas por el humo y la ceniza de los volcanes la ocultaban en ocasiones. Cuando reaparecía sobre el firmamento era para hacer brillar con mas fuerza los torrentes de lava que surgían de las entrañas de la tierra y los inmensos espacios de terrenos anegados por el mar. Las inmemoriales nieves del Tibet y de! Himalaya, al fundirse, se precipitaron sobre las llanuras de Birmania y del Indostán a través de millones de canales. El rebaño humano huía a lo largo de los caminos, siguiendo las márgenes de los ríos, hacia el mar, última esperanza de salvación de los hombres en todos los grandes cataclismos terrestres.
El océano tropical había perdido su fosforescencia; torbellinos gaseosos se elevaban de la superficie de las aguas. Ocurrió entonces un prodigio. Los que esperaban en Europa la salida del astro creyeron que la Tierra había cesado de girar al advertir una noche la ausencia de la estrella. En medio de una incertidumbre espantosa transcurrieron horas y mas horas sin que apareciese en el horizonte el astro amenazador. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pudieron contemplar los hombres la magnificencia del cielo estrellado. Diez horas después surgió la estrella. El Sol salió a los pocos minutos; su masa incandescente parecía un disco sombrío, recostándose sobre el fondo luminoso y blanco de la estrella.
Calamidades sin cuento seguían afligiendo a la Tierra. En una noche se inundó toda la llanura del Indostán desde el Indo hasta las bocas del Ganges. De la extensa sábana líquida se elevaban los techos de los palacios y templos y las cumbres de las colmas, hormigueantes de seres humanos. Cada minarete era una masa confusa de gentes que caían en racimos sobre el negro abismo de sus aguas a medida que el calor y el pánico aumentaban. Del país entero partía un lamento ininterrumpido y penetrante. De improviso, una masa oscura empezó a ascender sobre el horizonte y pasó por delante de la estrella con una rapidez aterradora. Aquella masa opaca y sombría era la Luna. Muy pronto pudo observarse en Europa que el Sol y la estrella salían simultáneamente. Ambos astros parecían perseguirse al principio con furia; luego disminuían su carrera y se detenían en el cénit confundidos en flamígero abrazo. La Luna no eclipsaba ya a la estrella, y parecía alejarse en el esplendor de los cielos. Aunque la mayoría de los humanos que quedaban con vida contemplaban este grandioso espectáculo con la estupidez que engendran el hambre, la fatiga, el calor y la desesperación, hubo alguien, sin embargo, que supo apreciar el significado de aquel aparente alejamiento de la Luna y aquella aparente persecución del Sol por el nuevo astro. Sí; la estrella y la Tierra, después de haberse encontrado cerca, comenzaban a separarse. El astro perturbador se alejaba con velocidad vertiginosa en la última fase de su caída hacia el Sol. Entonces cubrióse el cielo de nubes, el trueno y los relámpagos tejieron su malla terrorífica en torno del mundo, y un nuevo diluvio cayó sobre la Tierra. Allí donde los volcanes habían vomitado mares de lava, se extendían ahora mares de cieno. Muchos días transcurrieron así. El impetuoso desbordamiento de las aguas destruyó lo que había dejado en pie la reciente caricia hecha a la Tierra por la estrella. Algunos terremotos concluyeron la obra de destrucción. Pasaron semanas y meses. La estrella había pasado para siempre. Los hombres, impulsados por el hambre, recobraron sus energías, entraron en las ruinosas ciudades y en los graneros incendiados y medio sumergidos, y se extendieron por las pantanosas llanuras. Los pocos barcos que habían logrado escapar de las tempestades arribaron desmantelados y lastimosos, después de sondear con precaución las entradas de sus puertos, para no encallar en los recién aparecidos arrecifes que ahora obstruían los antes despejados y profundos canales de ingreso.
Cuando se calmaron las tempestades, advirtieron los hombres en toda la extensión de la Tierra que los días eran más cálidos, que el Sol era mayor y que la Luna, que había disminuido en dos terceras partes, presentaba sus fases en ochenta y cuatro días.
La presente historia nada dice de la nueva fraternidad nacida entre los humanos, ni de cómo lograron conservarse las leyes, los libros y las máquinas, ni del extraño cambio operado en Islandia, en Groenlandia y en el litoral del mar de Baffin, países desolados y yermos con anterioridad al cataclismo y ahora alegres y abundantes de vegetación, cual pudieran comprobar los marinos en sus nuevas expediciones. Tampoco dice nada la presente historia acerca de un fenómeno curioso determinado por la catástrofe, y que consistía en haberse trasladado toda la actividad humana hacia el norte y el sur de la Tierra, abandonando por inhospitalarias y abrasadas aquellas regiones que antes del cataclismo fueron su residencia habitual. Nuestro papel de historiadores se limita a esto; a dar cuenta de la aparición y desaparición de la terrible estrella.
Ahora bien; los astrónomos de Marie —porque es cosa averiguada que en Marte existen astrónomos, si bien difieren en su conformación física de sus colegas terrestres— siguieron con especial interés el admirable fenómeno, y consignaron así, según parece, sus observaciones:
«Teniendo en cuenta la masa y la temperatura del proyectil lanzado a través de nuestro sistema solar, es para causar sorpresa el poco daño que ha sufrido la Tierra, no obstante haberse encontrado a tan escasa distancia del viajero sideral. Puede observarse, en efecto, que siguen inalterables todas las antiguas demarcaciones de continentes y las masas oscuras de los mares. La única diferencia perceptible es una disminución de las grandes manchas blancas que en un tiempo circundaban los polos, y que, según todas las probabilidades, eran agua congelada.»
Estas palabras de los sabios marcianos demuestran sencillamente cuan poca cosa puede parecer la mayor de las catástrofes humanas contemplada a una distancia de algunos millones de kilómetros.
El hombre que podía hacer milagros
No se sabe con certeza si fue un don innato. Me inclino a pensar que le llegó de forma súbita. De hecho, a los treinta años seguía siendo un escéptico, que no creía en absoluto en los poderes de los milagros. Debo decir aquí, dado que es éste el lugar más indicado, que era un hombre de baja estatura, ojos castaño oscuro, pecoso, con el pelo rojizo y muy erizado, y con un bigote cuyas puntas solía retorcer hacia arriba. Se llamaba George McWhirter Fotheringay (nombre que, sin duda, no presagia milagros) y trabajaba como secretario en la empresa Gomshott. Era bastante aficionado a entablar polémicas dogmáticas.
Fue en el transcurso de una de estas polémicas, en la que defendía la imposibilidad de los milagros, cuando tuvo el primer indicio de sus extraordinarios poderes. La discusión tenía lugar, para ser exactos, en el bar Long Dragon, y Toddy Beamish defendía la idea contraria, con un monótono pero efectivo «...Así que usted cree que...» que tenía al señor Fotheringay sobre ascuas.
Se encontraban también allí, además de ellos dos, un ciclista polvoriento, el posadero Cox y la señora Maybridge, una camarera, bastante corpulenta y perfectamente respetable, del Long Dragon. La señora Maybridge, de pie y de espaldas al señor Fotheringay, se estaba limpiando las gafas. Los demás le miraban, interesados, aunque sin mucho entusiasmo por la ineficacia del método defendido. Incitado por las tácticas del señor Beamish, el señor Fotheringay decidió realizar un tour de force retórico inusual en él. —Vamos a ver, señor Beamish dijo el señor Fotheringay—. Definamos sin ambigüedades qué es un milagro. Es algo que se opone al curso de la naturaleza, y es el resultado del poder de la voluntad; es algo que no podría suceder sin la intervención de la voluntad.
—...Así que usted cree que... —dijo el señor Beamish manifestando su oposición.
El señor Fotheringay apeló al ciclista, que hasta entonces había permanecido atento y en silencio; recibió de él su aprobación, expresada tras una tosecita que denotaba vacilación y tras haber echado una mirada de reojo al señor Beamish. El posadero no expresó su opinión, y el señor Fotheringay, volviéndose hacia el señor Beamish, recibió de él, de forma inesperada, una razonada confirmación de su definición del milagro.
—Por ejemplo —dijo el señor Fotheringay muy animado—. Aquí podría haber un milagro. ¿Acaso podría esta lámpara, de una forma natural, seguir ardiendo vuelta hacia abajo, Beamish?
—Usted lo ha dicho; no podría —dijo Beamish.
—¿Y usted? —preguntó Fotheringay—. Usted no pretenderá decir que... ¿eh?
—No —contestó Beamish a regañadientes—. No, no podría.
—Muy bien —dijo el señor Fotheringay—. Entonces se presenta alguien aquí, pongamos por caso yo mismo, se pone en frente de la lámpara y le dice, como lo podría hacer yo, concentrándome en mi deseo. «Vuélvete hacia abajo sin romperte y sigue ardiendo, ¡ea!»
Bastó para hacer decir a todos los presentes: ¡ea! Lo imposible, lo increíble se hizo palmario. La lámpara, invertida en el aire, ardía en silencio, con la llama hacia abajo. Aquella lámpara, la prosaica y vulgar lámpara del bar Long Dragon, era tan real e ineludible como cualquier otra.
El señor Fotheringay permanecía de pie con el dedo índice extendido y con el ceño fruncido, con la expresión de alguien que prevé una catástrofe. El ciclista, que estaba sentado junto a la lámpara, se cubrió la cabeza con los brazos y echó a correr hacia el lado opuesto del bar. Los demás hicieron aproximadamente lo mismo. La señora Maybridge se volvió y chilló. La lámpara permaneció inmóvil durante unos tres segundos. Un grito sordo de angustia salió de la boca del señor Fotheringay;
—No puedo soportar esto ni un minuto mas —dijo. Se tambaleó hacia atrás y la lámpara invertida fulguró súbitamente, cayó contra el rincón del bar, rebotó en un lado, golpeó sobre el suelo y se apagó.
Por suerte tenía un pie de metal; de no haberlo tenido, el lugar habría ardido en llamas. El señor Cox fue el primero en hablar, y sus observaciones, entrecortadas con exabruptos que no venían a cuento, dieron a entender que Fotheringay estaba loco. ¡Y Fotheringay ni siquiera ponía en duda una proposición como aquélla! Estaba atónito, fuera de toda medida, ante lo que acababa de suceder. La conversación que tuvo lugar a continuación no arrojó absolutamente ninguna luz sobre el asunto, en lo que a Fotheringay atañía Todo el mundo dio la razón al señor Cox, y lo hicieron con mucha vehemencia. Acusaron a Fotheringay de haber hecho algún truco y le hicieron ver que había atentado estúpidamente contra el orden y la seguridad. Sintió que un torbellino de perplejidad le arrastraba, se sentía inclinado a pensar corno ellos, y se opuso, aunque sin ningún éxito, a abandonar el lugar.
Se fue a casa congestionado y acalorado, con el cuello de la camisa arrugado, los ojos escocidos y las orejas encarnadas. Miró con nerviosismo las diez farolas que halló en el camino. Pero fue únicamente al encontrarse solo en su habitación de Church Row cuando se sintió capaz de enfrentarse de veras a sus recuerdos, y se preguntó:
—¿Qué diablos ha ocurrido?
Se había quitado el abrigo y las botas, y estaba sentado en el borde de la cama, con las manos en los bolsillos, repitiendo, por vigésima vez, las palabras que constituían su defensa:
«Yo no quería molestar a nadie con el dichoso asunto», cuando, en el preciso momento en que pronunciaba las palabras de conjuro, le pareció que, subrepticiamente, había deseado lo que estaba diciendo y que, cuando había visto la lámpara suspendida en el aire, sintió que dependía de él dejarla allí, aunque no estaba claro cómo debía hacerse. No era la suya una mente especialmente complicada; de haberlo sido, se habría detenido ante este «deseo inadvertido», que conlleva, de hecho, los problemas más inextricables de su acto de volición; pero la idea se le apareció de forma bastante confusa. Y a continuación, sin mediar, lo admito, lógica alguna, pasó al terreno práctico de la experimentación.
Señaló con resolución su vela y se concentró, aunque presentía que estaba cometiendo una locura.
—Elévate —le dijo.
Por un instante, este prepensamiento desapareció. La vela se elevó, suspendida en el aire durante un vertiginoso momento; el señor Fotheringay contuvo el aliento; luego la vela cayó sobre su mesita tocador, dejándole en la oscuridad, rota sólo por el débil resplandor de la mecha.
El señor Fotheringay permaneció un rato sentado en la oscuridad completamente inmóvil. «¡Ha ocurrido! ¡Ha ocurrido!» —se dijo— ¡y no sé cómo lo voy a explicar.» Suspiró profundamente y buscó afanosamente una cerilla en sus bolsillos, pero no encontró ninguna. Se levantó y. buscó a tientas en su mesita tocador.
—Desearía tener una cerilla —dijo.
Recurrió a su abrigo, pero no había ninguna; entonces empezó a comprender que los milagros eran posibles incluso con cerillas. Extendí una mano y frunció el ceño en la oscuridad:
—Que aparezca una cerilla en esta mano —dijo.
Inmediatamente, sintió cómo un objeto ligero se deslizaba en su palma. Cerró los dedos asiendo una cerilla.
Luego de vanos infructuosos intentos por encenderla, descubrió que se trataba de un fósforo de seguridad. Lo tiró y entonces cayó en la cuenta de que debía haberlo deseado encendido. Así lo hizo, y al momento pudo percibirlo ardiendo sobre el tapete de su mesita tocador. Lo cogió apresuradamente y se le apagó. Sus posibilidades de percepción aumentaron; buscó a tientas el candelero para colocar en él la vela.
—Venga, ¡enciéndete! —ordenó el señor Fotheringay, e inmediatamente la vela se encendió.
Vio un agujero negro en la encimera del tocador del que salía un hilo de humo. Durante unos instantes miró fijamente la pequeña llama; a continuación, alzó la vista y vio su propia imagen reflejada en el espejo.
—¿Qué me dices ahora de los milagros? —se dijo al fin el señor Fotheringay dirigiéndose a su imagen reflejada en el espejo.
Las posteriores reflexiones del señor Fotheringay fueron graves pero confusas. Por lo que podía entrever, se trataba de un caso de simple volición. La naturaleza de las primeras experiencias no le indujo a ulteriores experimentos, o mejor dicho, sólo a los menos peligrosos. Levantó una hoja de papel y la transformó en un vaso de agua de color rosa, luego verde, a continuación creó un caracol que más tarde aniquilaría por medio de otro milagro, y finalmente, creó un nuevo y milagroso cepillo de dientes. Al llegar el alba comprendió que el poder de su voluntad debía de poseer una extraña y amarga cualidad, hecho del que, con anterioridad, había tenido indicios, pero no una seguridad plena. El susto y la perplejidad de su primer descubrimiento aparecían ahora mitigados por el orgullo de esta evidencia singular y por un vago presentimiento de sus ventajas. Reparó en que el reloj de la iglesia estaba dando la una, y como no se le pasó por la cabeza que podía utilizar sus milagros para librarse de sus obligaciones cotidianas en la empresa de Gomshott decidió desnudarse y acostarse sin demora. Mientras luchaba por quitarse la camiseta por la cabeza, se le ocurrió una brillante idea:
—¡Que esté ya en la cama! —ordenó, y al momento estaba acostado—. Desnudo —especificó, y como se encontraba al instante entre las frías sábanas, añadió bruscamente—: Y en mi pijama... no, en un bonito pijama de lana suave. ¡Ah! —exclamó con una inmensa felicidad—. Y ahora quiero dormirme plácidamente...
Se despertó a su hora habitual; durante el almuerzo estuvo cavilando, preguntándose si su experiencia de la noche anterior no habría sido un sueño. Al fin su mente volvió de nuevo a sus cautos experimentos. Por ejemplo, tenía tres huevos para desayunar. La patrona había preparado dos de ellos, buenos, aunque no de primera calidad; el tercero, en cambio, era un fresco y delicioso huevo de oca, preparado según su gusto, gracias a su extraordinaria voluntad. Luego, en un estado de profunda pero bien disimulada agitación, se dirigió apresuradamente a Gomshott y sólo se acordó de la cáscara del tercer huevo, cuando la patrona le habló de ello por la noche Apenas pudo trabajar en todo el día, debido al nuevo conocimiento de sí mismo, asombrosamente adquirido, pero ello no le perjudicó ya que hizo su trabajo milagrosamente en los últimos diez minutos.
A medida que transcurría lentamente el día, su estado mental fue pasando de la admiración al júbilo, aunque todavía resultaba desagradable recordar su invitación a retirarse del Long Dragon, y un recuerdo alterado de lo que había sucedido y que había influido en sus colegas, le produjo cierta risa. Era evidente que debía tener cuidado al elevar objetos que pudieran romperse, pero, por otra parte, su don le prometía más y más a medida que le daba vueltas en su cabeza. Intentó, entre otras cosas, aumentar su patrimonio personal mediante modestos actos creativos. Creó un par de espléndidos gemelos de diamantes, pero tuvo que aniquilarlos apresuradamente cuando vio aproximarse al joven Gomshott hacia su escritorio. Temió que Gomshott pudiera preguntarse cómo los había conseguido. Reflexionó y vio con bastante claridad que el ejercicio de aquel don requería precaución y una cuidadosa vigilancia. Pero su sentido común le decía que las dificultades que acompañaban su nueva habilidad no serían mayores que las que ya había afrontado al estudiar la práctica del ciclismo. Fue quizá esta analogía, así como la sensación de que no sería bienvenido en el Long Dragon, lo que le indujo a ensayar unos cuantos milagros en privado, después de cenar, en el callejón detrás de la fábrica de gas.
Había posiblemente cierto afán de originalidad en sus tentativas, ya que, aparte de su poder, el señor Fotheringay no poseía ninguna cualidad excepcional. Le vino a la memoria el milagro de la vara de Moisés, pero la noche era oscura y poco propicia para encantar, como es debido, a las grandes serpientes milagrosas. Entonces le vino a las mientes la historia de «Tannhauser», que había leído en el reverso del programa de la Filarmónica. Aquello le pareció singularmente atractivo e inofensivo. Clavó su bastón en el césped que bordeaba la calle y ordenó florecer a aquella seca madera. En seguida el ambiente se cargó de un agradable olor a rosas, y, con la ayuda de una cerilla, pudo comprobar que aquel hermoso milagro se había realizado. Su íntima complacencia fue interrumpida al oír unos pasos que se aproximaban. Temeroso de que descubrieran demasiado pronto sus poderes, se dirigió a las flores de su bastón y apresuradamente les ordenó:
—¡Idos! —aunque lo que él quiso decir fue «Volved a vuestro antiguo estado»; evidentemente estaba aturdido. El bastón retrocedió a una velocidad considerable, y a continuación se oyó un grito de dolor y cólera, y un insulto procedentes de la persona que se aproximaba.
—¿Se ha vuelto usted loco para andar tirando zarzas a la gente? ¡Me ha dado en la espinilla!
—Lo siento, hombre —contestó el señor Fotheringay, cayendo en la cuenta de lo torpe de la explicación; se pasó la mano nerviosamente por el bigote y vio que Winch, uno de los tres alguaciles, se acercaba.
—¿Qué significa todo esto? —inquirió el alguacil—. ¡Ah! ¡Pero si es usted, el caballero que rompió la lámpara en el Long Dragon!
—No tenía ninguna intención de hacerlo —contestó el señor Fotheringay—. De veras, ninguna.
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
—¡Oh! ¡Qué fastidio! —exclamó el señor Fotheringay.
—Sí, exacto, qué fastidio, ¿sabe que ese bastón me ha hecho daño? ¿Por qué lo ha hecho?
En aquel momento, el señor Fotheringay no pudo pensar en ninguna excusa. Su silencio irritó visiblemente al señor Winch.
—Esta vez ha agredido usted a la policía, ¡eso es lo que ha hecho!
—Verá, señor Winch —dijo el señor Fotheringay, molesto y confundido—, lo siento mucho. El hecho es que...
—¿Y bien?
No pudo pensar en otra cosa que no fuera la verdad. Estaba realizando un milagro. Intentó hablar de una forma coherente, pero, aunque lo intentó, no pudo.
—¡Realizando un...! Vamos, no diga tonterías. ¡Conque realizando un milagro...!, ¡un milagro! Ésta sí que es buena, pero, ¿acaso no era usted quien no creía en los milagros...? Éste debe ser otro de sus estúpidos trucos... ¡Sí señor, eso es lo que es! Ahora déjeme decirle...
Pero el señor Fotheringay no escuchó lo que el señor Winch iba a decirle. Comprendió que le había revelado su secreto y que lo proclamaría a los cuatro vientos. Una súbita rabia le incitó a actuar. Se volvió hacia el alguacil y le dijo ferozmente:
—Estoy harto, ¿me oye?, ¡harto de todo esto! Ahora le voy a enseñar uno de esos estúpidos trucos! ¡Verá! ¡Y ahora váyase al infierno!
Y se encontró de nuevo solo.
El señor Fotheringay no realizó mas milagros aquella noche, ni tampoco se molestó en averiguar adonde había ido a parar su bastón florecido. Regresó a la ciudad, asustado y muy silencioso. Se encerró en su habitación.
—¡Señor! —exclamó—. ¡Es un don poderoso, un don extremadamente poderoso! Yo no pretendía tanto. De veras que no... ¡Me pregunto cómo será el infierno!
Se sentó en el borde de la cama y se quitó las botas. Tuvo la feliz ocurrencia de trasladar al alguacil desde el infierno hasta San Francisco, y sin volver a interferir el orden natural de las cosas, se metió tranquilamente en la cama. Durante la noche soñó con la cólera de Winch.
Al día siguiente, el señor Fotheringay oyó dos noticias interesantes, alguien había plantado un rosal hermosísimo en la parte trasera de la casa privada del viejo señor Gomshott, en la calle Lullaborough, y la otra era que habían estado rastreando el río hasta Rawling's Mili, en busca del alguacil Winch.
El señor Fotheringay estuvo abstraído durante todo el día, y no realizó ningún milagro más, a excepción de algunas provisiones para Winch y del milagro de terminar con celeridad y pulcritud su trabajo del día, a pesar del enjambre de ideas que zumbaban en su mente. La extraordinaria abstracción y suavidad de sus modales fueron comentadas por muchas gentes, y fue motivo de burla. Pero la mayor parte del tiempo, él pensaba en Winch.
El domingo por la tarde, se dirigió a la capilla, donde el señor Maydig, que se interesaba algo por el ocultismo, predicaba, harto sorprendentemente, sobre «aquellas cosas que se apartan de la ley». El señor Fotheringay, que no asistía con regularidad a la capilla, sintió que su escepticismo, al que ya he aludido, no fue hondamente perturbado. El contenido del sermón arrojó una luz enteramente nueva sobre sus dones recién adquiridos, y de repente, decidió consultar al señor Maydig en cuanto acabase el servicio. Y en el momento de tomar la decisión, se preguntó cómo esta idea no se le habría ocurrido antes.
Al señor Maydig, que era un hombre enjuto y nervioso, con unas muñecas y un cuello extraordinariamente largos, le halagó profundamente que un joven, cuyo escaso interés por los asuntos religiosos era de todos conocido y criticado, pidiese una consulta privada con él. Una vez despachados unos pequeños e ineludibles contratiempos, le condujo al estudio de la rectoría contiguo a la capilla, le ofreció acomodo; y de pie frente al fuego de una reconfortante chimenea (sus piernas dibujaban una sombra arqueada en la pared opuesta), pidió al señor Fotheringay que le expusiera su problema.
Al principio, el señor Fotheringay se sintió un poco avergonzado y le resultó difícil entablar la conversación.
—Me temo que usted no me va a creer, señor Maydig...
Durante un rato estuvo diciendo cosas por el estilo. Por fin lo intentó con una pregunta. Le preguntó al señor Maydig su opinión sobre los milagros.
El señor Maydig estaba todavía diciendo «Y bien», en un tono extremadamente juicioso, cuando el señor Fotheringay le interrumpió nuevamente:
—Supongo que usted no cree que cierta clase de personas, vulgares y corrientes, como yo, por ejemplo, pueda estar sentada aquí y ahora como yo lo estoy, y sea capaz de realizar ciertas cosas mediante un acto exclusivo de volición.
—Es posible —dijo el señor Maydig—. Algo parecido, sí, quizá sea posible.
—Si yo pudiera realizarlo aquí, libremente, con algún objeto... creo que puedo demostrárselo con un experimento —dijo el señor Fotheringay—. Ahora, coja esta pipa que hay encima de la mesa, por ejemplo. Lo que quiero saber es si lo que voy a hacer con ella es un milagro o no. Espere medio minuto, señor Maydig, por favor.
Frunció el ceño, señaló la pipa y dijo:
—Conviértete en un jarrón con violetas.
La pipa se convirtió en lo que él había ordenado.
El señor Maydig se sobresaltó violentamente al ver la transformación, y permaneció mirando alternativamente al taumaturgo y al jarrón No dijo nada. De repente, osó inclinarse sobre la mesa y oler las violetas; eran flores recién cortadas y de las más exquisitas. Luego volvió a mirar al señor Fotheringay.
—¿Cómo lo ha hecho? —inquirió.
El señor Fotheringay se retorció el bigote.
—Me bastó con ordenarlo... y ya está. ¿Se trata de un milagro, magia negra o qué es? ¿Qué cree usted que me pasa? Esto es lo que quería preguntarle.
—Es el suceso mas extraordinario que he visto.
—Hace exactamente una semana ignoraba, tanto como usted, que era capaz de ciertas cosas. Hay algo extraño a mi voluntad, supongo, y esto es cuanto puedo decirle.
—¿Es esto lo único que puede hacer o es capaz de realizar también otras cosas?
—¡No! —contestó el señor Fotheringay—. Puedo hacer muchas más cosas. —Reflexionó y de pronto recordó un conjuro que había visto en un espectáculo—. ¡Tú! —señaló—, transfórmate en una pecera con un pez... no, eso no, transfórmate en una pecera de cristal, llena de agua, con una carpa dentro nadando en su interior. ¡Esto está mejor! ¿Ha visto esto, señor Maydig?
—Es impresionante, es increíble. Es usted el más extraordinario... Pero no...
—Podría convertirlo en cualquier cosa —dijo el señor Fotheringay—. En cualquier cosa. ¡Venga! ¡Conviértete en una paloma!
Al instante, una paloma azulada estaba revoloteando por la habitación, obligando al señor Maydig a esconder la cabeza bajo el brazo cada vez que pasaba junto a él.
—¡Detente allí! —ordenó el señor Fotheringay, y la paloma se quedó inmóvil en el aire—. Podría volver a transformarte en un jarrón con gores —dijo, y luego de colocar la paloma sobre la mesa, realizó el milagro.
—Supongo que querrá usted su pipa en seguida, ¿no?
Y la pipa apareció de nuevo.
El señor Maydig había seguido estas últimas transformaciones con una devoción silenciosa. Miró fijamente al señor Fotheringay y, con suma cautela, recogió su pipa, la examinó y la colocó sobre la mesa.
—¡Vaya! —fue cuanto alcanzó a decir.
—Ahora, después de todo esto resulta más fácil explicar para qué he venido —dijo el señor Fotheringay—, y a continuación procedió a narrar con prolijidad y dramatismo sus extrañas experiencias, empezando por el asunto de la lámpara del Long Dragon, y enmarañándose en continuas alusiones a Winch. A medida que iba avanzando, el orgullo momentáneo que le había producido la consternación del señor Maydig, iba desapareciendo. Volvió a ser el vulgar señor Fotheringay de todos los días. El señor Maydig le escuchaba con atención, con la pipa en la mano, y su expresión también fue cambiando en el transcurso del relato. Mientras el señor Fotheringay estaba hablando sobre el milagro del tercer huevo, el pastor le interrumpió bruscamente, agitando su mano.
—Es posible —dijo—. Es verosímil, es asombroso, desde luego, pero conlleva un buen número de dificultades. El poder para realizar milagros es un don, una cualidad única, como el genio o el conocimiento del futuro, que sólo les ha sido dado poseerlo a unos cuantos seres excepcionales. Pero este caso... Siempre me han maravillado los milagros de Mahoma, y los de Yogi, y los de la señora Blavatsky. ¡Claro, claro que sí! ¡Es un don! Verifica de una forma hermosa las hipótesis de aquel pensador —el señor Maydig bajó la voz— ...su alteza el duque de Argyll. Con ello desvelamos una ley más profunda, más recóndita que las leyes ordinarias de la naturaleza. Sí, sí, prosiga, ¡prosiga!
El señor Fotheringay procedió a relatarle su percance con Winch, y el señor Maydig, libre ya de toda cohibición o temor, empezó a agitar los brazos y a dar curso libre a sus emociones.
—Esto es lo que mas me inquieta —prosiguió el señor Fotheringay—; es por ello por lo que quiero un consejo. Sin duda está en San Francisco (dondequiera que esté San Francisco), pero con toda evidencia un asunto peliagudo para nosotros dos, como podrá ver, señor Maydig. No veo el modo de que alcance a comprender lo ocurrido y YO diría que está horriblemente atemorizado y exasperado, y que debe de estar persiguiéndome. Estoy convencido de que él está intentando ponerse en marcha para venir aquí; por eso yo le mando otra vez de regreso, mediante un nuevo milagro, en cuanto me acuerdo.
Con toda segundad, esto es algo que jamás logrará entender, y esto le hará sufrir; además, si cada vez que intenta escapar, saca un billete, le va a resultar muy caro. He hecho cuanto he podido por él, pero a él, en cambio, le es difícil ponerse en mi lugar. Pensé también que sus ropas podrían haberse chamuscado, ya sabe... si el infierno es como nos lo han pintado... antes de llegar a San Francisco, y en este caso me temo que lo habrán encerrado. Como ve, estoy en un lío espantoso...
El señor Maydig le miraba seriamente.
—Ya veo que está usted en una situación difícil, ¿cómo va a poner término a todo esto? —preguntó. Hablaba con vaguedad, dejando las ideas en suspenso.
—Pero dejemos a Winch un momento y discutamos la cuestión principal. No creo que sea éste un caso de magia negra ni nada por el estilo. No veo que haya ningún rastro de criminalidad en ello, en absoluto, señor Fotheringay; nada, a menos que me esté usted ocultando algún hecho, algún hecho material. No, son milagros, puros milagros, milagros, sí, si puedo decirlo así, y de primerísima clase.
Empezó a pasear por la alfombrilla que había junto a la chimenea y a gesticular, mientras el señor Fotheringay apoyaba su brazo sobre la mesa y la cabeza sobre su barbilla, visiblemente preocupado.
—No sé cómo voy a solucionar lo de Winch —dijo.
—Un don para realizar milagros, un don aparentemente muy poderoso —dijo el señor Maydig—. Ya encontraremos algún modo de arreglar lo de Winch, no tema. Mi querido señor, es usted un hombre muy importante, un hombre con unas posibilidades asombrosas, esto es evidente. Y de otro lado, las cosas que usted puede hacer...
—Sí, he pensado en una o dos —dijo el señor Fotheringay—, Pero algunas cosas quedaron un poco deformadas. ¿Vio usted aquel pez al principio? No era una pecera normal, ni el pez tampoco. Pensé que podría consultar a alguien sobre el particular.
—Un sistema apropiado —dijo el señor Maydig—, un sistema muy apropiado. Definitivamente, el sistema mas apropiado. —Se detuvo y miró al señor Fotheringay—. Es un don prácticamente ilimitado. Examinemos sus poderes, por ejemplo, si son realmente... si son realmente lo que parecen ser.
Y así, por increíble que parezca, en el estudio de la pequeña casa detrás de la capilla congregacional, en la tarde del 10 de noviembre de 1896, el señor Fotheringay, incitado e inspirado por el señor Maydig, empezó a hacer milagros. Al lector le habrá llamado la atención, sobre todo, la fecha. Objetará, probablemente ya habrá objetado, que algunos puntos en esta historia son inverosímiles, que sí algo parecido a lo que se ha descrito hubiese, efectivamente, ocurrido, habría salido en los periódicos del año pasado. Los detalles que siguen a continuación seguramente los encontrará difíciles de aceptar, porque, entre otras cosas, llevan a la conclusión de que él o ella, el lector en cuestión, debe haber muerto asesinado de forma violenta y sin precedentes, hace más de un año. Ahora bien, un milagro sólo lo es por su inverosimilitud, y en realidad, el lector fue asesinado hace un año de forma violentísima y sin precedentes. Ello se pondrá de manifiesto y resultará del todo verosímil en las páginas siguientes de este relato, como todo lector en su sano juicio admitirá. Pero éste no es el momento de contar el fin de esta historia, nos hallamos únicamente en la parte central. En un principio, los milagros realizados por el señor Fotheringay eran insignificantes y tímidos, consistieron en pequeños cambios con las copas y el mobiliario del locutorio, tan endebles como los milagros de los teosofistas, aunque, a pesar de su endeblez, eran recibidos con un temor reverencial por su colaborador. Él hubiera preferido resolver el asunto de Winch, pero el señor Maydig no le dejó. Después de que hubieron realizado una docena de estas trivialidades caseras, desarrollaron su poder, su imaginación empezó a dar señales de una estimulación superior, y su ambición creció. El primer milagro de envergadura se debió al hambre y a la negligencia de la señora Minchin, el ama de llaves. Los alimentos a los que tenía acostumbrado el pastor al señor Fotheringay eran ciertamente poco apetitosos como refrigerio para dos hacedores de milagros. Estaban sentados, haciendo comentarios, con pesar mas que ira sobre el ama de llaves y lo que ésta había traído como cena.
—¿No cree, señor Maydig, que sería una indiscreción que yo...?
—Mi querido señor Fotheringay, ¡pues claro que no! ¡Adelante!
El señor Fotheringay agitó la mano.
—¿Qué podríamos tomar? —preguntó, sintiéndose dadivoso, e inspeccionó el menú que había pedido—. A mi gusto —dijo echando un vistazo a la selección del señor Maydig—, siempre me ha gustado beber una buena jarra de cerveza con una buena tostada recubierta de queso fundido, y esto es lo que voy a pedir; no soy muy aficionado al Borgoña —dijo, e inmediatamente, la cerveza y la tostada aparecieron. Hablaron largo y tendido durante la cena, y, de repente, el señor Fotheringay percibió con cierta sorpresa y complacencia todos los milagros que harían en breve.
—Y por cierto, señor Maydig —dijo el señor Fotheringay—, quizá podría ayudarle, de una forma casera, quiero decir.
—No acabo de entenderle —dijo el señor Maydig, vaciando el vaso del milagroso Borgoña añejo.
El señor Fotheringay se sirvió una segunda ración de tostada, llenándose la boca.
—Estaba pensando —dijo— que podría (ñam, ñam) realizar un milagro (ñam, ñam) con la señora Minchin (ñam, ñam), hacer de ella una . mujer mejor.
El señor Maydig dejó el vaso sobre la mesa y le miró con aire dubitativo:
—Ella es, ella... se opone rotundamente a que se inmiscuyan en su vida, señor Fotheringay, y de hecho, son más de las once y estará ya durmiendo. ¿Cree usted que podría... en resumidas cuentas...?
El señor Fotheringay sopesó estas objeciones.
—No veo por qué no podría hacerlo, aunque esté durmiendo.
Por un tiempo el señor Maydig se opuso a la idea, pero al final, cedió. El señor Fotheringay dio sus órdenes, y un tanto incómodos, quizá, los dos caballeros se dispusieron a seguir comiendo. El señor Maydig empezó a conjeturar sobre los cambios que se habrían operado en su ama de llaves al día siguiente, con un optimismo que incluso a los sentidos extraordinarios del señor Fotheringay les pareció un poco exagerado y morboso, cuando, de pronto, se oyeron unos ruidos confusos que provenían del piso de arriba. Sus ojos se miraron interrogantes; el señor Maydig salió de la habitación apresuradamente. El señor Fotheringay le oyó llamar al ama de llaves, y a continuación, sus pasos yendo suavemente hacia ella.
Al cabo de un minuto, más o menos, el pastor regresó, despacio y con una expresión radiante.
—Maravilloso —dijo—. ¡Y conmovedor! ¡Muy conmovedor!
Empezó a pasear sobre la alfombra que había junto a la chimenea.
—Qué arrepentimiento, qué arrepentimiento tan impresionante... lo vi a través de la rendija de la puerta. ¡Pobre mujer! ¡Qué cambio tan maravilloso! Se había levantado, seguramente se levantó de inmediato. Se había despertado con la intención de destruir la botella de coñac que escondía en una caja. ¡Y para confesarlo incluso!... Pero esto nos ofrece, nos abre el mas impresionante repertorio de posibilidades. Si podemos operar este milagro en ella...,
—Al parecer, el asunto es ilimitado —dijo el señor Fotheringay—. Y sobre el señor Winch...
—Sí, decididamente, ilimitado. —Desde la alfombra que había delante de la chimenea, el señor Maydig, dejando a un lado el problema de Winch, expuso una serie de maravillosas propuestas, propuestas que él iba inventando, mientras hablaba.
Pero estas propuestas no interesan ahora, ni están en relación alguna con la parte principal de este relato. Baste con decir que fueron concebidas con infinita benevolencia, la clase de benevolencia que solía llamarse posprandial. Baste asimismo con decir que el problema de Winch se quedó sin resolver. Tampoco es necesario describir hasta qué punto se cumplieron las propuestas. Hubo transformaciones sorprendentes. El alba sorprendió al señor Maydig y al señor Fotheringay corriendo por la plaza del mercado, bajo la Luna, con mucho frío, en una especie de éxtasis, el señor Maydig, todo gesto y abrigo, el señor Fotheringay, bajo y con el pelo erizado, y sin estar ya avergonzado de su grandeza. Habían redimido a los borrachos del grupo parlamentario, convirtieron toda la cerveza y el alcohol en agua (el señor Maydig había decidido en contra del señor Fotheringay en este punto), posteriormente, habían mejorado notablemente ¡a comunicación ferroviaria del lugar, vaciaron el pantano de Flinder, mejoraron el terreno de One Three Hill y curaron la verruga del vicario. Se dispusieron a ver lo que podría hacerse con el embarcadero deteriorado de South Bridge.
—El lugar —dijo entrecortadamente el señor Maydig— será irreconocible mañana. ¡Qué sorpresa se van a llevar todos y cómo lo van a agradecer! —En aquel preciso momento, el reloj de la iglesia señalaba las tres.
—Son las tres —dijo el señor Fotheringay—, tengo que irme. Tengo que estar en el trabajo antes de las ocho. Y por otro lado la señora Wimms..
—Pero si no estamos mas que empezando —dijo el señor Maydig, con la infinita dulzura que le confería su ilimitado poder—. Estamos sólo empezando. Piense en todas las buenas acciones que hemos hecho. Cuando la gente se despierte...
—Pero... —dijo el señor Fotheringay.
El señor Maydig agarró su brazo de repente. Sus ojos brillaban.
—Mi querido muchacho —dijo—, no hay ninguna prisa, mira. —Señaló a la Luna en su cénit...— ¡Josué!
—¿Josué? —preguntó el señor Fotheringay.
—Josué —dijo el señor Maydig—. ¿Por qué no? ¡Detenía!
El señor Fotheringay miró hacia la Luna.
—Está un poco alta —dijo tras una pausa.
—¿Por qué no? —preguntó el señor Maydig—. Desde luego, no se detiene, usted sólo detiene la rotación de la Tierra, ¿sabe? El tiempo se detiene. No perjudicamos a nadie.
—¡Hum! —dijo el señor Fotheringay—. Bien. —Suspiró—. Lo intentaré, a ver ahora...
Se abotonó el abrigo y se dirigió hacia el globo habitable con una actitud de confianza, que le confería su poder.
—¡Detén tu rotación! —ordenó el señor Fotheringay.
Al instante se encontró volando precipitadamente a través del aire a razón de docenas de millas por minuto. A pesar de los innumerables círculos que iba describiendo por segundo, pudo pensar; pensar es maravilloso, a veces el pensamiento fluye lentamente, otras, tan raudo como la luz. Pensó en un segundo y deseó:
—¡Déjame volver abajo sano y salvo! No importa lo que pase en adelante, ¡déjame volver abajo sano y seguro!
Lo deseó justo a tiempo, porque sus ropas, calentadas debido a su rápido vuelo a través del aire, empezaban a chamuscarse. Descendió; el impacto del aterrizaje, sobre lo que resultó ser un montón de tierra recién removida, fue brusco aunque en modo alguno doloroso. Una gran masa de metal y ladrillos, de extraordinario parecido con el reloj en medio de la plaza del mercado, cayó al suelo muy cerca de él, se desplomó y rebotó por encima de su cabeza; y, como una bomba al estallar, voló por los aires hasta caer entre los escombros de piedra, hierro y ladrillos. Una vaca que iba lanzada por los aires cayó encima de uno de los grandes montones y estalló como un huevo. Hubo un estallido tan estrepitoso que, en comparación, incluso los más espectaculares que había visto en su vida le parecieron el ruido que hace el polvo al caer. Le siguieron una serie de estallidos gradualmente menores. Un viento horrible rugió en el cielo y en la tierra, de forma que apenas pudo levantar la cabeza para mirar. Por unos momentos se quedó sin respiración y tan aturdido que ni siquiera podía ver dónde estaba ni lo que estaba sucediendo. Y su primer impulso fue palparse la cabeza y asegurarse de que el pelo erizado que estaba tocando era el suyo propio.
—¡Señor! —exclamó el señor Fotheringay, sin poder apenas hablar, debido al temporal—. ¡He sobrevivido! ¿Qué ha ocurrido? Tormentas y truenos. Si hace sólo un momento había una noche serena. Fue Maydig quien me embarcó en esto. ¡Qué viento! ¡Si me quedo aquí, voy a sufrir un estrepitoso accidente,..! ¿Dónde está Maydig? ¡En qué caos se ha sumido todo!
Se miró hasta donde las haldas del abrigo le permitieron. La apariencia de las cosas era realmente muy extraña.
—El cielo no parece alterado, de todas formas —dijo el señor Fotheringay con júbilo—. Creo que está todo en orden. Incluso allí parece que se aproxima un terrible temporal. Pero la Luna está allí arriba justo como hace unos instantes. Brillante como la luz del mediodía. Pero, por lo demás... ¿Dónde está el pueblo? ¿Dónde está, dónde está todo? Y ¿cómo ha podido formarse este horrible viento? Yo no ordené ningún viento.
El señor Fotheringay hizo vanas tentativas de ponerse en pie; por lo que permaneció a gatas a la espera. Inspeccionaba el mundo a la luz de la Luna, con la parte trasera de su abrigo cayéndole sobre la cabeza.
—Algo va mal —dijo el señor Fotheringay—. Pero sólo Dios sabe de qué se trata.
Nada podía verse en ninguna dirección, bajo el blanco resplandor, a través de la neblina de polvo arrastrado por el viento que rugía, sólo veía cómo montones de tierra revuelta y montones de ruinas incipientes se desplomaban. No habían árboles, ni casas, ni formas que le resultaran familiares; sólo un desorden salvaje, que desapareció finalmente en la oscuridad, tragado por los remolinos, las corrientes, y los rayos y truenos de una tormenta que se desató raudamente. Cerca de él, en la luz más pálida, había algo que pudo haber sido alguna vez un olmo y que ahora no era más que un montón de astillas, los restos de un árbol hecho añicos desde las ramas a la base, y más allá, surgió una masa de vigas de hierro retorcidas, que a todas luces había sido un viaducto.
Como puede verse, cuando el señor Fotheringay detuvo la rotación del globo terráqueo, no especificó nada sobre los objetos ligeros que se mueven sobre su superficie. Y la Tierra gira a una velocidad tal que la superficie en su ecuador viaja a algo más de 1.000 millas por hora, y en las distintas latitudes, a más de la mitad de esa velocidad. Por eso el pueblo, el señor Maydig, el señor Fotheringay y todas las personas y cosas, habían sido despedidas violentamente por una fuerza centrífuga, a una velocidad de unas nueve millas por segundo, es decir, mucho más violentamente que si hubieran sido disparadas por un cañón. Y todo ser humano, toda criatura viviente, casa o árbol, y todo el mundo, tal como lo conocemos, había sido también lanzado, aplastado y totalmente destruido. Eso era todo.
El señor Fotheringay, desde luego, no apreciaba estas cosas en su totalidad. Pero percibía que su milagro se había malogrado, y aquello le hizo sentir una gran aversión hacia los milagros. Ahora estaba a oscuras, porque el cielo se había cubierto de nubes que escondieron el resplandor fugaz de la Luna; las tortuosas formas del granizo, caprichosamente cambiantes, poblaban el aire. El enorme rugido del viento y del agua llenaba el cielo y la tierra; sus ojos, bajo la mano que le protegía del polvo y del aguanieve, percibieron, a barlovento, y gracias a la luz intermitente de los relámpagos, cómo un inmenso muro de agua avanzaba en dirección hacia él.
—¡Maydig! —gritó la voz debilitada del señor Fotheringay en medio del alboroto de las fuerzas de la naturaleza—. ¡Aquí, Maydig! ¡Detente! —chilló el señor Fotheringay al agua que avanzaba—. ¡Por Dios, detente! Un momento —dijo el señor Fotheringay a los rayos y truenos—. Deteneos un momento mientras ordeno mis pensamientos... y ahora, ¿qué hago? —se preguntó—, ¿y ahora qué hago, Dios mío? ¡Ojalá Maydig estuviera cerca! Ya sé —se dijo—. ¡Y por Dios todopoderoso, esta vez quiero hacerlo bien!
Permanecía a gatas, resguardándose del viento, concentrándose Para hacerlo todo bien.
—¡Ah! —exclamó—, que nada de lo que voy a ordenar ocurra antes de que diga ¡Fuera!... ¡Dios mío! ¿Por qué no reparé en ello antes?
La entonación de su voz cambió al acercársele el remolino, gritando más y más alto con el vano deseo de escucharse a sí mismo.
—¡Ahora, ahí va! ¡Ten en cuenta lo que acabo de decir hace un momento. En primer lugar, cuando se haya realizado todo cuanto tengo que decir, quiero desprenderme de mi milagroso poder, que mis deseos sean como los de cualquier ser humano, como los que yo tenía antes, y que todos estos peligrosos milagros se detengan. No me gustan. Hubiera preferido no haberlo hecho. Esto es lo primero. Y lo segundo es que quiero volver hacia atrás, y detenerme en el instante en que precedió a los milagros. Permite que todo sea tal y como fue antes de que aquella bendita lámpara se diera la vuelta. Será una empresa ardua, pero será la última, ¿lo has entendido? Que se acaben os milagros, que todo sea tal y como fue y que yo regrese al Long Dragon en el momento en que me disponía a beber mi caña. ¡Sí! ¡Eso es!
Hundió sus dedos en el barro. Cenó sus ojos y dijo:
—¡Fuera!
Todo volvió a quedar perfectamente en calma. Se dio cuenta de que volvía a estar de pie, en posición erecta.
—...Así que usted cree que... —dijo una voz.
Abrió los ojos. Estaba en el bar Long Dragon, discutiendo de milagros con Toddy Beamish. Tuvo la vaga sensación de que algo muy importante se le había, de repente, olvidado. Con la excepción de la pérdida de sus poderes milagrosos, todo volvía a ser como antes había sido. Su pensamiento y su memoria volvían a ser en ese momento los mismos que habían sido en el punto en el que esta historia empezó. Por lo tanto, él no sabía, ni sabe todavía hoy, nada de cuanto aquí se ha dicho. Y, entre otras cosas, desde luego, seguía sin creer en los milagros.
—Yo le digo que los milagros, hablando con propiedad, no pueden producirse —dijo—. A pesar de lo que usted sostenga, estoy preparado para demostrarlo hasta sus últimas consecuencias.
—Eso es lo que usted cree —dijo Toddy Beamish.
—Demuéstrelo, si es capaz.
—Vamos a ver, señor Beamish —dijo el señor Fotheringay.
—Definamos, sin ambigüedades, qué es un milagro. Es algo que se opone al curso de la naturaleza, y es el resultado del poder de la voluntad; es algo que...
El bazar mágico
En varias ocasiones había visto desde lejos el bazar mágico. Una o dos veces pasé ante él y descubrí un escaparate en el que se exponían pequeños objetos seductores: pelotas mágicas, gallinas mágicas, conos maravillosos, muñecas ventrílocuas, el material para hacer el truco del cesto, paquetes de cartas que parecían normales y toda esa clase de cosas. Pero nunca pensé entrar hasta que un día, casi sin avisar, Gip me llevó de un dedo hasta el escaparate y se portó de tal forma que no hubo más remedio que visitar el establecimiento. No recordaba que estuviera precisamente allí, si he de decir la verdad: una fachada de tamaño modesto en Regent Street, entre la tienda de cuadros y el lugar donde corrían los polluelos recién salidos de unas incubadoras patentadas; pero allí estaba, en efecto. Creí que se hallaba más cerca del Circus, o doblando la esquina de Oxford Street, o incluso en Holborn; siempre estuvo a trasmano, un poco inaccesible, con algo de espejismo en su posición; pero allí se encontraba ahora, indiscutiblemente, y la gordezuela yema del índice de Gip hizo ruido sobre el cristal.
—Si yo fuera rico —dijo Gip, señalando con un dedo «el huevo que desaparece»—, me compraría eso. Y eso —que era «la muñeca que llora, muy humana»— y eso —un misterio que se llamaba, según una tarjeta muy bien hecha, «compre una y asombre a sus amigos».
—Todo —concluyó Gip— desaparecería bajo uno de estos conos. Lo he leído en un libro. Y ahí, papaíto, está el medio penique que desaparece, pero lo han puesto de una forma que no podemos ver cómo está hecho.
Gip, aquel querido niño, había heredado la educación de su madre, no se propuso entrar en la tienda ni molestar de ninguna manera; eso inconscientemente, arrastró mi dedo hacia la puerta y puso de manifiesto qué atraía su interés.
—Eso —dijo, y señaló la «botella mágica».
—¿Y si te llevaras eso? —le pregunté.
Y ante esta prometedora pregunta levantó los ojos con un repentino resplandor.
—Podría enseñárselo a Jessie —explicó, atento como siempre con os demás.
—Faltan menos de tres meses para tu cumpleaños, Gibbles. —Y puse la mano en el picaporte. Gip no contestó, pero apretó con mas fuerza mi dedo, así que entramos en la tienda.
Aquél no era un bazar corriente, sino un bazar mágico, y toda la alegre iniciativa que Gip hubiera tomado ante una simple exposición de juguetes no se manifestó. Dejó a mi cargo la conversación.
Era un bazar pequeño y estrecho, no muy bien iluminado, y la campanilla de la puerta produjo una nueva nota quejumbrosa cuando la cerramos a nuestras espaldas. Por un momento permanecimos solos y pudimos mirar a nuestro alrededor. Había un tigre de papier-maché en el largo cajón de cristal que cubría un mostrador bajo; un tigre serio, de ojos amables, que movía la cabeza metódicamente. Había varias esferas de cristal, una mano de porcelana que sostenía cartas mágicas, una serie de peceras también mágicas, de diversos tamaños, y un impúdico sombrero asimismo mágico que mostraba desvergonzadamente sus muelles. En el suelo había espejos mágicos; uno nos reflejaba largos y delgados; otro nos hinchaba la cabeza y hacía desaparecer las piernas; y otro le hacía parecer a uno bajo y gordo como un barril. Y mientras nos reíamos mirándonos en él, llegó el que, al parecer, era el dueño del bazar.
En todo caso, allí estaba, detrás del mostrador: un hombre curioso, cetrino, moreno, con una oreja mas grande que la otra y una barbilla como la puntera de una bota.
—¿En qué podemos servirle? —preguntó, extendiendo sus largos dedos mágicos sobre el cristal del mostrador; y así, con un sobresalto, fuimos conscientes de su presencia.
—Quiero comprar a mi hijo unos cuantos trucos sencillos.
—¿Prestidigitación? ¿Trucos mecánicos? ¿Domésticos?
—Algo que sea divertido.
—¡Hum! —murmuró el tendero, y se rascó la cabeza como si estuviera pensando. Entonces, de forma muy evidente, sacó de su cabeza una bola de cristal—. ¿Algo así? —preguntó, y nos la tendió.
La acción fue inesperada. Yo ya había visto el truco infinidad de veces en distintos espectáculos —forma parte del programa corriente de los prestidigitadores—, pero no lo esperaba allí.
—Es bueno —afirmé con una carcajada.
—¿Verdad que sí?
Gip alargó la mano suelta para coger aquel objeto y encontró sólo una palma vacía.
—Está en tu bolsillo —dijo el tendero: ¡y allí estaba!
—¿Cuánto cuesta? —pregunté.
—No cobramos las bolas de cristal —explicó el tendero cortésmente—. Las conseguimos gratis —añadió sacando otra del codo.
Se sacó otra de la nuca y la dejó junto a la anterior, sobre el mostrador. Gip contemplaba prudentemente su bola de cristal, después dirigió una mirada inquisitiva a las dos de encima del mostrador y, por fin, clavó sus ojos desorbitados y escrutadores en el tendero, que le sonrió.
—Puedes quedarte también con ésas y, si no te importa, una de mi boca. ¡Así!
Gip me consultó por un momento sin palabras, y entonces, en medio de un profundo silencio, separó las cuatro bolas, volvió a agarrar mi dedo tranquilizador y se dispuso a presenciar el siguiente acontecimiento.
—Conseguimos todos nuestros trucos menores de esta forma —observó el tendero.
Yo reí como quien celebra una broma.
—En lugar de ir al mayorista —dije—. Claro; es mas barato.
—En cierto modo —contestó el tendero—. Aunque al final pagamos. Pero no tanto... como cree la gente... Nuestros trucos grandes, nuestras provisiones diarias y todas las demás cosas que deseamos las sacamos de aquel sombrero... Y ¿sabe, señor? Si me disculpa que se lo diga, no hay un comercio al mayor; no lo hay para las mercancías mágicas genuinas, señor. No sé si ha reparado en nuestro nombre: El Bazar Mágico Auténtico.
Se sacó una tarjeta comercial de la mejilla y me la tendió
—Auténtico —añadió señalando la palabra con el dedo—. No hay engaño alguno, señor.
Pensé que parecía llevar la broma demasiado lejos.
Se volvió hacia Gip con una sonrisa de singular afabilidad
—Tú, para que lo sepas, eres un chico perfecto.
Me sorprendió que supiera esto porque, por cuestiones de disciplina, lo manteníamos en secreto incluso en casa; pero Gip acogió aquellas palabras con un impávido silencio, manteniendo la mirada fija en el tendero.
—Solamente los chicos perfectos cruzan este umbral.
Y para corroborar lo que acababa de decir, llegó un ruido de la puerta y se oyó vagamente una vocecita chillona:
—¡Yo quiero entrar ahí, papá, quiero entrar ahí! ¡Ba-a-a-ah!
Y a continuación la voz quejumbrosa de un padre agobiado que :ataba de consolar y aplacar al niño:
—Está cerrado, Edward.
—Pero no está cerrado —observé yo.
—Lo está, señor —objetó el tendero—; siempre lo está para esa clase de niños.
Y mientras hablaba vislumbramos al jovenzuelo: una cara blanca, cálida por comer dulces y alimentos demasiado sazonados, deformada por la cólera; un pequeño egoísta despiadado dando zarpazos en el cristal encantado.
—No vale la pena, señor —dijo el tendero, cuando yo me dirigía, con mi natural amabilidad, hacia la puerta.
Vi cómo se llevaban al niño mimado, chillando. Respirando más libremente, pregunté:
—¿Cómo puede usted hacer eso?
—¡Magia! —respondió el tendero, con un movimiento descuidado de la mano.
Y, ¡oh!, de sus dedos brotaron chispas de colores que se desvanecieron en las sombras del bazar.
—¿Estabas diciendo, antes de entrar aquí —dijo, dirigiéndose a Gip—, que te gustaría una de nuestras cajas «compre una y asombre a sus amigos»?
Gip, haciendo un valeroso esfuerzo, reconoció:
—Sí.
—Está en tu bolsillo.
E inclinándose sobre el mostrador —tenía en verdad un cuerpo extraordinariamente largo— aquel asombroso personaje hizo aparecer el artículo por el sistema habitual de los prestidigitadores.
—Papel —dijo. Y cogió una hoja del sombrero de muelles vacío—. Cordel —y de su boca manó un cordel inacabable, que cuando tuvo atado el paquete cortó con los dientes y, según me pareció, se tragó el ovillo. A continuación encendió una vela en la nariz de una de las muñecas, metió uno de sus dedos (que ahora tenía un color rojo lacre) en la llama y así lacró el paquete.
—Ahora falta «el huevo que desaparece».
Extrajo uno de mi abrigo y lo empaquetó, así como «la muñeca que llora, muy humana». Yo tendía cada uno de los paquetes a Gip, a medida que estaban hechos, y él los apretaba contra su pecho. Faltaba poco, pero sus ojos eran elocuentes, y no lo era menos el apretón de sus brazos. Era presa de emociones indescriptibles, Éstas eran magias verdaderas.
Entonces, con un sobresalto, descubrí que algo se movía en mi sombrero, algo suave y nervioso, Me lo quité rápidamente, y una paloma de collarín —un cómplice, sin duda— salió, corrió por el mostrador
y desapareció, imagino que dentro de una caja de cartón tras el tigre de papier-maché.
—¡Tut, tut! —exclamó el tendero, librándome hábilmente de mi tocado—- Ave descuidada, y además ¡está empollando!
Sacudió mi sombrero e hizo caer en su mano extendida dos o tres huevos, una canica grande, un reloj, media docena de las inevitables bolas de cristal y el papel rizado, arrugado —en mas y más y mas cantidad—, mientras hablaba todo el rato sobre la forma en que la gente se olvida de cepillar sus sombreros por dentro igual que por fuera; con cortesía desde luego, pero refiriéndose indirectamente a mí.
—Toda clase de cosas, señor... No usted, desde luego, en particular... Casi todos los clientes... Asombroso lo que pueden llevar con ellos... —El papel rizado seguía saliendo y se amontonaba en el mostrador mas, más y más, hasta casi ocultar al hombre y hasta ocultarlo al fin completamente. Su voz proseguía:
—No sabemos bien lo que la buena apariencia de un ser humano puede llegar a esconder, señor. Y entonces todos nosotros no somos mas que exteriores cepillados, sepulcros blanqueados...
Su voz se detuvo, exactamente igual que si uno alcanza el gramófono de un vecino con un ladrillo bien dirigido; el mismo silencio instantáneo. El crujido del papel se detuvo y todo quedó mudo...
—¿Ha terminado con mi sombrero? —pregunté, al cabo de un momento.
No obtuve respuesta.
Miré a Gip y Gip me miró a mí; y veíamos en los espejos mágicos nuestras imágenes deformadas, que parecían extrañas, graves, tranquilas...
—Creo que vamos a marcharnos —decidí—. ¿Puede decirme cuánto es todo esto? Digo —insistí, en un tono de voz bastante mas alto— que quiero la cuenta; y mi sombrero, por favor.
Creí oír una especie de respiración detrás del montón de papel...
—Miremos detrás del mostrador, Gip. Se está burlando de nosotros.
Hice pasar a Gip junto al tigre de cabeza oscilante, y ¿quién creen ustedes que había tras el mostrador? ¡Nadie en absoluto! Solamente mi sombrero en el suelo y un conejo corriente de prestidigitador, blanco y de orejas caídas, perdido en sus meditaciones, con un aspecto todo lo estúpido y arrugado que puede tener un conejo de esa clase. Recogí mi sombrero y el conejo hizo un torpe movimiento para apartarse de mi camino.
—¡Papá! —dijo Gip en un susurro tímido.
—¿Qué hay, Gip?
—Me gusta esta tienda, papá.
«También a mi me gustarla —dije para mí— si el mostrador no hubiera empezado a alargarse de repente para apartamos de la puerta.» Pero no llamé la atención de Gip sobre aquello.
—¡Conejito! —dijo él, tendiendo una mano al animal cuando éste pasó junto a nosotros torpemente—. ¡Conejito, haz una magia a Gip!
Y sus ojos le seguían mientras el conejo lograba introducirse por una puerta que yo no había visto. Entonces la puerta se abrió de par en par y reapareció el hombre con una oreja más grande que otra. Seguía sonriendo, pero sus ojos, al encontrarse con los míos, me dirigieron una mirada entre divertida y desafiante.
—¿Le gustaría ver nuestra sala de exposición, señor? —preguntó con inocente suavidad.
Gip tiró de mi dedo hacia delante. Miré al mostrador y encontré de nuevo los ojos del tendero. Estaba empezando a creer que aquella magia era excesivamente auténtica.
—No tenemos mucho tiempo —dije.
Pero, no sé cómo, estábamos en la sala de exposición antes de que acabara de hablar. Noté que tiraba de algo que colgaba de la manga de mi abrigo, y entonces vi que sostenía por el rabo un diablillo rojo que se agitaba: la criatura mordía y luchaba, tratando de alcanzarle la mano, y un momento después el tendero lo lanzó con indiferencia tras un mostrador. Sin duda la cosa era sólo una figura de caucho retorcido, pero ¡de momento!... Y su gesto era exactamente el de un hombre que maneja una insignificante sabandija. Yo miré a Gip, pero Gip estaba contemplando un caballito mágico de balancín. Y me alegré de que no hubiera visto el diablillo.
—Oiga —dije en voz baja, indicando a Gip y al demonio colorado con los ojos—, ¿no tendrá por aquí muchas cosas como ésa, verdad?
—¡Eso no es nuestro! Probablemente lo trajo usted —respondió también en voz baja y con una sonrisa más deslumbrante que nunca—. Es asombroso lo que la gente puede llevar por ahí sin darse cuenta. ¿Ves aquí algo que te guste? —añadió dirigiéndose a Gip.
En efecto, allí había muchas cosas que le gustaban.
Se volvió hacia el asombroso tendero con una mezcla de confianza y respeto.
—¿Aquello es una espada mágica? —preguntó.
—Una espada mágica de juguete. No se curva, ni se rompe ni corta los dedos. Hace al que la lleva invencible en la batalla contra cualquiera por debajo de los dieciocho años. De media corona a siete chelines y medio, según el tamaño. Estas panoplias tan bien provistas son para jóvenes caballeros andantes y resultan muy útiles: escudo de seguridad, sandalias veloces, casco para hacerse invisible.
—¡Oh, papá! —balbució Gip.
Traté de averiguar lo que costaban, pero el tendero no me prestó atención. Ahora estaba concentrado en Gip, a quien había apartado de mi dedo. Le estaba explicando las particularidades de aquella desconcertante mercancía y no le detendría nada. Ahora yo le consideraba con inquietud, desconfianza y algo muy parecido a los celos porque Gip había agarrado el dedo de aquella persona como habitualmente agarraba el mío. Sin duda el tipo era interesante, pensé, y tenía una buena cantidad de material amañado muy interesante, un material amañado realmente bueno; y sin embargo...
Deambulaba tras ellos, hablando muy poco, pero manteniendo un ojo fijado en aquel sujeto encantador. Después de todo, Gip estaba pasándolo bien. Y, sin duda, cuando llegara la hora, podríamos irnos muy fácilmente.
Aquella sala de exposiciones era un recinto largo y tortuoso, una galería interrumpida por mostradores y pilares, con arcadas que llevaban a otros departamentos en los que ayudantes de aspecto extraño holgazaneaban y nos observaban, y con desconcertantes espejos y cortinas. Tan desconcertantes eran, en verdad, que en aquel momento yo me sentía incapaz de distinguir la puerta por la que habíamos entrado.
El tendero enseñó a Gip trenes mágicos que corrían sin vapor ni cuerda, con sólo darles las señales; y después cajas de soldados muy, muy valiosos, que cobraban vida en cuanto se levantaba la tapa y se decía... Yo no tengo muy buen oído y sólo puedo decir que sonaba como un trabalenguas, pero Gip —que tiene el oído de su madre— lo captó al instante.
—¡Bravo! —exclamó el tendero, poniendo otra vez los hombrecillos en su caja, sin ninguna clase de ceremonias y tendiéndola a Gip—. ¡Ahora tú! —dijo, y en un momento Gip les había hecho revivir a todos—. ¿Se llevarán la caja? —preguntó el tendero.
—Nos llevaríamos la caja —accedí—, pero me temo que debe costar mucho. Haría falta ser un potentado...
—¡Por favor, no! —y el tendero se llevó otra vez a los hombrecillos, cerró la caja, la agitó en el aire y en un santiamén estuvo envuelta en papel de embalar, atada y... ¡con el nombre completo de Gip y su dirección!
El tendero rió al ver mi asombro.
—Ésta es la magia auténtica. La verdadera.
—Es casi demasiado auténtica para mi gusto —repliqué.
Después de esto se puso a enseñar trucos a Gip, extraños trucos, y más extraña aún la forma en que los hacía. Los explicaba, los volvía del revés, y allí estaba mi querido muchacho asintiendo con su ocupada cabecita, de la forma mas sensata.
Yo no atendía tanto como hubiera podido.
—¡Eh, presto! —decía el tendero mágico.
—¡Eh, presto! —repetía la clara voz del niño.
Pero yo estaba distraído con otras cosas. Me iba dando cuenta de lo tremendamente extraño que era aquel lugar; me sentía, por así decirlo, inundado por una sensación de extrañeza. Había algo vagamente extraño incluso en las instalaciones, en el techo, en el suelo, en las sillas distribuidas al azar. Tenía una misteriosa sensación de que cuando yo no las miraba directamente, se ladeaban, se movían y jugaban en silencio a las cuatro esquinas, a mis espaldas. La comisa se adornaba con un dibujo sinuoso con máscaras, unas máscaras demasiado expresivas en conjunto para ser de yeso.
Después, bruscamente, me llamó la atención uno de los ayudantes de aspecto extraño. Estaba un poco lejos y, evidentemente, ignoraba mi presencia. Yo vi unas tres cuartas partes de su altura sobre una pila de juguetes y a través de un arco. Y ¿saben?, apoyado contra una columna en actitud perezosa ¡estaba haciendo las muecas mas horrorosas con sus facciones! La más espantosa la hizo con su nariz, pero actuaba como si estuviera ocioso y quisiera divertirse. Al principio del. todo era una nariz corta y borrosa; luego, súbitamente, la estiró como un telescopio, y ya fuera se alzó y empezó a adelgazarse mas y más hasta que fue como un látigo largo, rojo y flexible. ¡Algo de pesadilla! La movió un poco y la lanzó hacia delante, como lanza el sedal quien está pescando con mosca.
Mi pensamiento inmediato fue que Gip no debía verle. Me volví y allí estaba Gip, demasiado preocupado con el tendero, sin un mal pensamiento. Cuchicheaban entre ellos y me miraban. Gip estaba de pie en un taburete y el tendero sostenía una especie de tambor grande entre sus manos.
—¡Juguemos al escondite, papaíto! —gritó Gip—. ¡Preparado! ¡Ya!
Y antes de que yo pudiera hacer nada para evitarlo, el tendero había puesto el gran tambor sobre el chico.
Yo presentí lo que iba a ocurrir.
—¡Quite eso! —grité—. ¡Ahora mismo! Asustará al chico. ¡Quítelo!
El hombre de las orejas desiguales lo hizo así, sin decir palabra, y dirigió el enorme cilindro hacia mí para mostrarme que estaba vacío. ¡Y el taburete estaba libre! ¡En aquel instante, mi chico había desaparecido por completo!
Quizá conocen ustedes ese siniestro algo que sale como una mano de lo invisible y le estruja a uno el corazón. Saben que inhibe la manera de ser habitual y le mantiene a uno tenso y prudente, ni lento ni precipitado, ni enfadado ni asustado. Así me ocurrió a mí.
Me dirigí al tendero, sonriendo con ironía, y aparté de un puntapié el taburete.
—¡Acabe con este desatino! —le conminé—, ¿Dónde está mi chico?
—Ya ve —dijo, mostrando aún el interior del tambor—; no hay engaño...
Tendí la mano para agarrarle y él me esquivó con un hábil movimiento. Intenté de nuevo cogerle y él empujó una puerta, abriéndola para escapar.
—¡Deténgase! —grité.
Él rió, retrocediendo. Salté hacia él, sumergiéndome en una completa oscuridad.
¡Pum!
—¡Dios mío! ¡No le había visto venir, señor!
Me encontraba en Regent Street y había chocado con un trabajador de amable apariencia; a cosa de un metro de distancia, con aire extremadamente perplejo, estaba Gip. Murmuré una especie de disculpa, y entonces Gip se volvió y vino hacia mí con una radiante sonrisita, como si por un momento no me hubiera encontrado.
¡Y llevaba cuatro paquetes en los brazos!
Se apoderó inmediatamente de mi dedo.
Por un momento me sentí desorientado. Miré hacia la puerta del bazar mágico y ,no estaba allí! No había puerta ni bazar, nada, solamente el pilar común entre la tienda donde venden cuadros y el escaparate con los polluelos...
Hice la única cosa posible en medio de aquel tumulto mental; fui directamente al bordillo de la acera y levanté el paraguas para pedir un coche.
—¡En coche! —exclamó Gip, en un tono que revelaba el colmo del júbilo.
Le ayudé a subir, recordé con un esfuerzo mi dirección y monté a mi vez. Algo poco habitual se anunciaba en el bolsillo de mi levita, y primero palpé y luego descubrí una bola de cristal. Con expresión malhumorada la tiré a la calle.
Gip no dijo nada.
Durante un rato, ninguno de los dos habló.
—¡Papá! —dijo Gip, al final—. ¡Ése era un bazar como es debido!
Esto me llevó a replantearme el problema de qué le había parecido a él todo aquel asunto. Parecía completamente indemne... Así pues, todo iba bien: no sólo no estaba asustado ni desquiciado, sino que le embargaba una tremenda satisfacción por haberse divertido tanto aquella tarde. En sus brazos sostenía los cuatro paquetes.
¡Maldita sea! ¿Qué podía haber en ellos?
—¡Hum! —dije—. Los jovencitos no pueden ir cada día a tiendas como ésa.
Recibió esta observación con su natural estoicismo y por un momento lamenté ser su padre y no su madre, y no poder allí, en nuestro cabriolé, besarle de repente. Después de todo, pensé, la cosa no había salido tan mal.
Pero solamente cuando abrió los paquetes empecé a sentirme tranquilo. Tres de ellos contenían cajas de soldados, soldados de plomo normales, pero de tan buena calidad que hicieron olvidar por completo a Gip que originalmente aquellas cajas habían sido trucos mágicos de la única especie auténtica. El cuarto paquete contenía un gatito, un gatito de verdad, blanco, con una salud excelente, buen apetito y temperamento vivaz.
Contemplé el desempaquetado con una especie de alivio provisional. Rondé por el cuarto del ruño durante mucho tiempo.
Esto ocurrió hace seis meses. Y ahora estoy empezando a creer que todo va bien. El gatito tenía solamente la naturaleza mágica propia de cualquier gatito, y los soldados parecen una compañía tan tranquila como podría desear cualquier coronel. ¿Y Gip...?
El padre inteligente comprenderá que tengo que ser cauteloso con Gip.
Pero un día me sentí audaz y pregunté:
—¿Te gustaría que tus soldados cobraran vida, Gip, y desfilaran solos?
—Los míos lo hacen; sólo tengo que decir una palabra que sé antes de levantar la tapa.
—¿Y entonces caminan solos?
—Sí, exactamente, papá. No me gustarían si no lo hicieran.
No manifesté una inoportuna sorpresa, y desde entonces he procurado tener ocasión de pasar por su habitación una o dos veces, sin avisar, cuando los soldados están por allí, pero hasta ahora no les he descubierto nunca actuando de una manera que tuviera algo de mágico...
Hay también una cuestión financiera. Yo tengo una costumbre incurable de pagar las cuentas. Me he paseado arriba y abajo por Regent Street en varias ocasiones, buscando aquella tienda. Y en verdad me inclino a creer que en este asunto el honor está satisfecho y que, puesto que el nombre de Gip y su dirección les son conocidos, puedo muy bien dejar que esas gentes, quienes quiera que puedan ser, envíen su cuenta cuando les parezca oportuno.
El valle de las arañas
Hacia el mediodía, los tres perseguidores, tras rodear un recodo en el lecho del torrente, desembocaron de manera inesperada en la perspectiva de un valle ancho y espacioso. La hoya de guijarros, difícil y tortuosa, por la que durante tanto tiempo habían seguido la pista de los fugitivos, se abría a una pendiente dilatada, y en un impulso común los tres hombres abandonaron la pista y cabalgaron hacia un pequeño altozano cubierto de pardos olivos. Se detuvieron allí; dos de ellos quedándose un poco más atrás que el hombre que llevaba la brida tachonada de plata.
Durante un rato escudriñaron la gran extensión que se ofrecía a sus ojos impacientes, y que se abría cada vez más allá, sólo salpicada de cuando en cuando por algunos rodales de plantas espinosas y secas, y con las débiles sugerencias de algunos barrancos, ahora sin agua y que rompían aquella desolación de hierba amarilla. Sus distancias purpúreas acababan fundiéndose con las pendientes azulinas de las colinas que quedaban más allá, que parecían de un tono algo mas verde y por encima de las cuales, sosteniéndose de una forma invisible, hasta el punto de que parecían estar colgadas del azul, se encontraban las cimas de las montañas cubiertas de nieve. Las colinas se hacían mas anchas y audaces hacia el noroeste, a medida que se elevaban los lados del valle. Por el oeste, el valle se extendía hasta donde la distancia oscura del horizonte anunciaba el comienzo de los bosques. Sin embargo, aquellos tres hombres no miraban ni al este ni al oeste, sino que contemplaban fijos únicamente el valle.
El hombre delgado, con una cicatriz en el labio, fue el primero en hablar.
—Por ningún lado —dijo con un tono de desaliento en su voz—. Pero después de todo llevan un día entero de ventaja.
—Ellos no saben que vamos tras sus pasos —añadió el hombrecillo del caballo blanco.
—Ella podría saberlo —dijo el jefe en tono amargo, como si hablase consigo mismo.
—Aun así, no pueden ir muy de prisa. No tienen más caballerías que la muía, y el pie de la muchacha ha ido sangrando todo el día...
El hombre de la brida de plata le lanzó una mirada de intensa rabia.
—¿Crees que no lo he visto? —gruñó.
—Eso ayuda de todos modos —musitó el hombrecillo para sus adentros.
El hombre delgado con el chirlo en el labio miraba impasible.
—No pueden haber cruzado el valle —dijo—. Si cabalgamos fuerte...
Echó un vistazo al caballo blanco y se calló.
—¡Malditos todos los caballos blancos! —exclamó el hombre, de la brida de plata, y se volvió para examinar la bestia incluida en su maldición.
El hombrecillo bajó la vista entre las melancólicas orejas de su jamelgo.
—Hice lo que pude —dijo.
Los otros dos siguieron contemplando fijamente el valle durante un rato. El hombre delgado se pasó el dorso de la mano por el chirlo del labio.
—¡Vámonos! —dijo, de improviso, el hombre de la brida de plata. El hombrecillo tiró violentamente de las riendas, y los cascos de los tres caballos sonaron confusos y apagados sobre la hierba marchita mientras volvían sobre la pista.
Cabalgaron con cautela, descendiendo por la larga pendiente que tenían ante sí, y atravesaron un terreno baldío de matorrales espinosos y retorcidos de ramas duras y formas extrañas y resecas que crecían entre las rocas, en la parte baja. Allí la pista se difuminaba cada vez más, porque el suelo era escaso y el único pasto era la hierba reseca y muerta que yacía sobre el terreno. En silencio, escudriñándolo todo, inclinados sobre el cuello de los caballos y parándose una y otra vez, aquellos hombres blancos se las ingeniaban para seguir el rastro de su presa.
Había lugares pisoteados, hojas de hierba gruesa dobladas y rotas y de vez en cuando la suficiente sugerencia de la huella de un pie. De repente, el que era jefe vio una mancha oscura de sangre donde debía haber pisado la muchacha mestiza. Y en voz baja la maldijo por ser una loca.
El hombre delgado comprobó el rastreo de su jefe, mientras el hombrecillo del caballo blanco iba detrás; era un hombre perdido en un sueño. Cabalgaban uno detrás de otro, abriendo la marcha el hombre de la brida de plata, sin que pronunciaran una sola palabra. Después de un cierto tiempo, el hombrecillo del caballo blanco tuvo la impresión de que el mundo estaba muy silencioso. Despertó de su sueño. Fuera de los minúsculos ruidos de sus caballos y del equipaje, todo el gran valle conservaba la ancha quietud de un cuadro pintado.
Delante de él marchaban su jefe y su compañero, cada uno inclinándose atentamente hacia la izquierda, cada uno moviéndose impasible al paso de su caballo; sus sombras iban delante de ellos, como acompañantes tranquilos, silenciosos y alargados; la forma más cercana, acurrucada y fría era la suya. Miraba a su alrededor. ¿Qué había ocurrido? Recordó entonces la reverberación de las paredes del desfiladero y el acompañamiento permanente de los guijarros movedizos entrechocando. ¿Y qué mas...? No había brisa alguna. ¡Eso era! Qué lugar tan desolado y silencioso, como el sueño amodorrado y monótono de una siesta. Y el cielo abierto y desvaído, excepto un velo sombrío de neblina que se había formado en la parte superior del valle.
Enderezó la espalda, sacudió la brida, frunció los labios para silbar, pero sólo pudo suspirar. Se giró un momento sobre la silla y miró fijamente hacia la parte estrecha del desfiladero del que habían salido. ¡Blanquecino! Pendientes blanquecinas a ambos lados, sin señal alguna de una verdadera bestia ni de un árbol, y mucho menos un hombre. ¡Qué tierra aquélla! ¡Qué desolación! Y volvió a adoptar su postura anterior.
Un momentáneo placer le invadió al ver un bastón retorcido de un color púrpura oscuro que relampagueaba en forma de serpiente y que desaparecía entre la maleza. Después de todo aquel valle infernal estaba vivo. Entonces, para alegrarle aún mas, un soplo de viento cruzó por su rostro, un susurro que llegó y pasó, la levísima inclinación de un arbusto tieso, seco y renegrido sobre una cresta, las primeras sugerencias de una posible brisa. En vano se humedeció el dedo y lo levantó.
Tiró violentamente de la brida para evitar un choque con el hombre delgado, que se había detenido al perder la pista. Justo en ese momento crucial se tropezó con el ojo de su amo que le miraba atentamente.
Durante un rato simuló interesarse por el rastreo. Después, cuando volvieron a cabalgar, estudió la sombra de su amo, el sombrero y los hombros que aparecían y desaparecían tras los contornos mas cercanos del hombre delgado. Llevaban cuatro días cabalgando fuera de los límites del mundo por un lugar desolado, escasos de agua, sin mas que unas tiras de carne seca bajo sus monturas, entre rocas y montañas en las que seguramente nadie había estado jamás fuera de aquellos fugitivos. ¡Y para esto!
Y todo ello por una muchacha, ¡una chica simplemente testaruda! ¡Y el hombre tenía todo un montón de gente para cometer su peor tontería... muchachas, mujeres! ¿Por qué ésta en particular en nombre de un apasionamiento disparatado?, se preguntaba el hombrecillo. Miró con ceño en derredor y se humedeció los labios resecos con la lengua renegrida. Era el modo de ser de su amo; eso era todo lo que sabía. Justo porque ella intentaba escapársele...
Su ojo captó toda una hilera de altas cañas peladas que se inclinaban al unísono, y después las puntas de seda que colgaban de su cuello se agitaron y cayeron. La brisa soplaba cada vez más fuerte. De alguna manera arrebataba la tranquila rigidez de las cosas... Y eso era bueno.
—¡Hurra! —gritó el hombre delgado.
Los tres se detuvieron de inmediato.
—¿Qué es eso? —preguntó el jefe—. ¿Qué pasa?
—Por allí —dijo el flaco señalando el valle.
—¿Qué es?
—Algo viene hacia nosotros.
Y mientras decía esto, un animal amarillo coronó una elevación y descendió velozmente hacia ellos. Era un enorme perro salvaje, que corría delante del viento con la lengua fuera, a paso firme, y que avanzaba con tal intensidad de propósito que no parecía ver a los jinetes a los que se aproximaba. Corría con el hocico levantado, y estaba claro que no perseguía rastro ni ave alguna Cuando estuvo más cerca, el hombrecillo tanteó su espada.
—Está rabioso —dijo el jinete delgado.
El hombrecillo lo llamó, y el perro se acercó. Cuando la hoja del hombrecillo ya estaba desenvainada, el animal se apartó a un lado, cruzó jadeando delante de ellos y pasó de largo. Los ojos del hombrecillo siguieron su huida.
—No había espuma alguna —observó. Durante un rato, el hombre de la brida de plata siguió mirando el valle.
—¡Oh, vamos! —exclamó al fin—. ¿Qué nos importa? —y con un golpe de brida volvió a poner en marcha su caballo.
El hombrecillo dejó de lado el misterio insoluble de un perro que huía del viento, ya que no había ninguna otra cosa, y se abandonó a profundas reflexiones sobre el carácter humano. «¡Vamos!», murmuró para sí. «¿Por qué tendría que otorgársele a un hombre el que diga "Vamos" con la estupenda violencia del efecto? Siempre, a lo largo de toda su vida, el hombre de la brida de plata ha estado diciendo eso. Si yo lo hubiera dicho...», pensaba el hombrecillo. Pero la gente se maravillaba cuando el amo era desobedecido hasta en las cosas más disparatadas. Aquella muchacha mestiza le parecía, le parecía a todo el mundo, loca, casi blasfema. A modo de comparación el hombrecillo reflexionaba sobre el jinete delgado con el chirlo en el labio, tan duro como su amo, tan-valiente y quizá mas valiente aún, y sin embargo para él sólo existía la obediencia, nada más que obedecer de un modo ciego y constante...
Cierta sensación en las manos y las rodillas devolvieron al hombrecillo a cosas mas inmediatas. Percibía algo. Cabalgaba al lado de su compañero delgado,
—¿No notas nada en los caballos? —le preguntó en voz baja.
El otro le miró con expresión interrogativa.
—No les gusta este viento —dijo el hombrecillo, y se quedó atrás cuando el hombre de la brida de plata se volvió hacia él.
—Es cierto —dijo el hombre de la cara delgada.
Volvieron a cabalgar otro rato en silencio. Los dos de delante cabalgaban inclinándose, siguiendo el rastro; el de atrás observaba la neblina que se iba arrastrando por todo el valle, cada vez mas cercana, y notaba cómo el viento soplaba con mayor fuerza por momentos. Lejos, a la izquierda, vio una hilera de bultos oscuros, tal vez jabalíes, que corrían valle abajo; pero no dijo nada, ni volvió a hacer nuevas advertencias sobre el desasosiego que observaba en los caballos.
Fue entonces cuando vio una gran bola blanca, y después una segunda; una gran bola blanca y brillante como una cabeza gigantesca de vilano de cardo, que avanzaba con el viento a través del sendero. Aquellas bolas se elevaban en el aire, descendían y volvían a subir, se detenían por un momento y de nuevo eran arrastradas y avanzaban; a su vista la inquietud de los caballos iba en aumento.
Inmediatamente después vio mas globos —y luego muchísimos más— que eran impulsados y que avanzaban hacia ellos valle abajo.
Percibieron un alarido penetrante. A través del sendero avanzaba impetuoso un verraco gigantesco, que volvió un momento la cabeza para mirarlos y después se precipitó otra vez valle abajo. Los tres se detuvieron y sentados en sus sillas de montar contemplaron la neblina que se iba condensando y que ya se les echaba encima.
—Si no fuera por todo ese vilano de cardo... —empezó a decir el jefe.
Pero ahora un gran globo avanzaba a unas veinte yardas de ellos. En realidad no se trataba de una esfera perfecta, sino una cosa inmensa, suave, como de trapo y membranosa, una superficie extensa unida por los ángulos, cual si se tratase de una medusa aérea; pero enrollándose más y mas a medida que avanzaba y arrastrando largos filamentos de telaraña y flámulas que flotaban en su estela.
—Eso no es un vilano —dijo el hombrecillo.
—No me gusta el asunto —comentó el hombre delgado.
Se miraron el uno al otro.
—¡Maldita sea! —gritó el jefe—. El aire está completamente lleno de eso. Si avanza por el sendero, nos lo cerrará por completo.
Un sentimiento instintivo, como el que experimenta una manada de ciervos ante la proximidad de un objeto desconocido, les hizo girar rápidamente sus caballos hacia el viento, cabalgaron unos pasos y contemplaron asombrados aquella muchedumbre de masas flotantes que avanzaban. Iban delante del viento con una especie de velocidad constante, elevándose y descendiendo sin ruido alguno, hundiéndose hasta el suelo para rebotar y tomar altura otra vez; todo ello con una perfecta unanimidad, con una seguridad tranquila y deliberada.
A derecha e izquierda de los jinetes pasaba la avanzadilla de aquel extraño ejército. A medida que se arrastraban por el suelo, rompiendo de manera informe y avanzando con fuerza en largas cintas y franjas que se entrelazaban, los tres caballos empezaron a espantarse y a brincar. El jefe fue presa de una impaciencia repentina, irracional. Maldijo los globos que avanzaban a su alrededor.
—¡Largaos! —gritó—, ¡largaos! ¿Pero qué es esto? ¿Cómo puede darse una cosa así? ¡Volvamos al rastreo!
Se puso a maldecir a su caballo tirando del bocado como si fuera una sierra.
Daba alaridos lleno de rabia.
—Seguiré el rastro, os lo aseguro —gritaba—. ¿Dónde está el rastro?
Agarró con fuerza las riendas de su caballo que se encabritaba y buscó entre la hierba. Un hilo largo y pegajoso cruzó su cara, una cinta gris se le enrolló sobre el brazo que sujetaba la brida y algo pesado, activo, con muchas patas empezó a bajarle por la nuca. Esperaba descubrir una de aquellas masas grises, ancladas como estaban encima de él con aquellos hilos y cintas agitando sus extremidades como se agita una vela cuando un barco da un bordo; pero sin ningún ruido.
Tuvo la impresión de ver muchos ojos, una densa multitud de cuerpos rechonchos y largas extremidades con muchas articulaciones, que se arrastraban con sus cuerdas de amarre para llevar aquella cosa debajo de él.
Durante un rato estuvo mirando atentamente y controlando a su encabritado caballo con el instinto que dan los muchos años de manejar caballos. Entonces la hoja de una espada golpeó de plano sobre su espalda y un acero relampagueó sobre su cabeza atravesando la hoja de telaraña que avanzaba; la masa se elevó suavemente y continuó serena hacia delante.
—¡Arañas! —gritó la voz del hombre delgado—. ¡Esas cosas están repletas de arañas enormes! ¡Mire, mi amo!
El hombre de la brida de plata seguía en silencio la masa que se alejaba.
—¡Mire, mi amo!
El jefe bajó la vista y vio una cosa roja machacada sobre el suelo que, pese a la extinción parcial, todavía podía agitar las patas inútilmente. Cuando el hombre delgado señaló otra masa que se arrastraba a sus pies, desenvainó con presteza su espada. Sobre el valle se alzaba ahora como un banco de niebla roto en jirones. El hombre se esforzaba por entender la situación.
—¡Cabalga tras ello! —vociferaba el hombrecillo—. ¡Cabalga tras ello valle abajo!
Lo que entonces ocurrió fue lo más parecido a la confusión de una batalla. El "hombre de la brida de plata vio al hombrecillo pasar delante de él acuchillando furiosamente unas telarañas imaginarias; le vio caer como un obús sobre el corcel del hombre delgado derribando en tierra al animal y al jinete Su propio caballo dio una docena de pasos antes de poder frenarlo. Pensó entonces que podía evitar unos peligros imaginarios, y de nuevo volvió a ver al caballo que rodaba por el suelo, al hombre delgado que se levantaba dando cuchilladas a diestro y siniestro contra una masa de animales grises que avanzaba sin rumbo fijo y que flotaba y se enrollaba en torno a ambos. Densas y ligeras como vilano de cardo sobre un terreno baldío un día ventoso de julio, las masas de telarañas avanzaban. El hombrecillo había desmontado, pero no se atrevía a dejar suelta su montura. Se esforzaba por retener con la fuerza de un brazo al bruto que se resistía, mientras que con el otro acuchillaba a la ventura. Los tentáculos de una segunda masa gris se habían enredado entre sí con la lucha, y esta segunda masa gris perdió sus amarras y se hundió lentamente.
El jefe apretó los dientes, asió con fuerza la brida, agachó la cabeza y espoleó a su caballo. El animal rodó por el suelo; había sangre y formas que se movían sobre los flancos, y el hombre delgado se apresuró a correr hacia su amo, unos diez pasos. Sus piernas quedaron fajadas y cedieron con el peso de la masa gris; hizo con su espada una serie de movimientos inútiles. Unas cintas grises ondeaban a su alrededor; un velo tenue de masa gris le cruzaba la cara. Con su mano izquierda golpeó alguna parte de su cuerpo, y de repente se tambaleó y cayó. Luchó por levantarse y volvió a caer, y de repente empezó a gritar de un modo horrible;
—¡Oh... Ohú... ohuuh!
El jefe pudo verle cubierto de grandes arañas y a otras muchas sobre el suelo. Mientras se esforzaba por obligar a su caballo a que se acercase a aquel objeto gris que gesticulaba y daba alaridos, y que luchaba por levantarse y volvía a caer, le llegó el resonar de unos cascos, y el hombrecillo en acto de incorporarse, sin espada, balanceándose sobre su vientre atravesado en el caballo blanco y agarrándose a sus crines, pasó como un torbellino. Y de nuevo un hilo pegajoso de telaraña gris cruzaba la cara del jefe y le rodeaba por completo, y por encima de él aquella telaraña que avanzaba sin ruido parecía cercarle y envolverle cada vez más...
Hasta el día de su muerte nunca supo a ciencia cierta lo que había ocurrido en aquel momento. ¿Había sido él el que había desviado al caballo o había sido el animal el que por propio impulso había salido realmente de estampida detrás de su compañero? Baste decir que un segundo después estaba galopando valle abajo mientras blandía furiosamente la espada por encima de su cabeza. Y a su alrededor, sobre la brisa que se avivaba, las aeronaves de las arañas, sus envoltorios aéreos y sus sábanas aéreas le parecía que se precipitaban en una persecución consciente.
Estruendo y mas estruendo, ruidos sordos y más ruidos sordos... el hombre de la brida de plata cabalgaba sin cuidarse de la dirección, con la cara desencajada por el tenor mirando ora a la derecha ora a la izquierda, y el brazo de la espada pronto a dar tajos. A pocos cientos de yardas delante de él, con un acompañamiento de arañas desgarradas que se arrastraban tras él, cabalgaba el hombrecillo en el caballo blanco, silencioso pero mal montado en la silla. Las cañas se doblaban delante de ellos, el viento soplaba fresco y fuerte, a su espalda el jefe podía ver las telarañas precipitándose para alcanzarlo...
Iba tan atento a escapar de las telas de arañas que sólo cuando su caballo se tensó para dar un salto se dio cuenta de la barranca que tenía delante. Y sólo se dio cuenta para equivocarse y chocar. Iba inclinado sobre el cuello de su caballo y se incorporó y echó para atrás demasiado tarde.
Pero si en su excitación había dado mal el salto, en modo alguno había olvidado cómo caer. Y de nuevo volvió a comportarse como un jinete en el aire. Salió ileso, con una simple magulladura en el hombro, y su caballo rodó, agitando espasmódicamente las patas para quedarse después quieto. Pero la espada del jefe clavó su punta en el duro suelo rompiéndose limpiamente, como si la fortuna le rechazase desde ese momento como su caballero, y la extremidad astillada pasó rozándole a una pulgada del rostro. En un momento se puso de pie examinando sin aliento las telarañas que se apelotonaban para volver a la carga. Por un momento se le ocurrió echarse a correr; pero pensó en la barranca y se echó atrás. Corrió primero hacia un lado para escapar a un terror que le embargaba y después se deslizó rápidamente por las pendientes abruptas protegiéndose del ventarrón.
Allí, resguardado por las escarpadas vertientes del torrente seco podría agacharse y observar a salvo el paso incesante de aquellas extrañas masas grises hasta que el viento se calmase, y así le sería posible escapar. Allí, pues, se acurrucó durante un largo rato, observando las extrañas masas grises desgarradas que arrastraban sus flecos por la estrecha franja de cielo.
Una araña descarnada cayó de improviso en la barranca, junto a él: de pata a pata medía más de un pie y su cuerpo era como media mano de un hombre; después de haber observado atentamente durante unos momentos el monstruoso ardor con que buscaba escapar y cómo intentaba morder su rota espada, levantó su bota de tacones de hierro y la aplastó contra aquella masa blanda. Mientras lo hacía lanzó un juramento y durante un rato miró en derredor por si había alguna otra.
Inmediatamente después, cuando estuvo seguro de que aquellos enjambres de arañas no podían penetrar en la barranca, encontró un lugar donde descansar. Se sentó, se hundió en profundas reflexiones y empezó, según era su costumbre, a mordisquearse los nudillos y a morderse las uñas. De todo ello lo sacó la llegada del hombre con el caballo blanco.
Lo oyó mucho antes de verle, por el ruido de los cascos, el resonar de los pasos y una voz que pedía tranquilidad. Entonces apareció el hombrecillo en un estado lastimoso y todavía con un cortejo de arañas blancas que avanzaba detrás de él. Se acercaron el uno al otro sin hablarse, sin ningún saludo. El hombrecillo estaba fatigado y avergonzado hasta los límites de la amargura y la desesperación; y al fin se detuvo frente por frente de su amo que estaba sentado. Fue éste el que retrocedió un poco bajo la mirada de su criado.
—¿Y bien? —le dijo al fin sin ninguna afectación de autoridad.
—¿Usted lo abandonó?
—Mi caballo salió como una flecha.
—Lo sé. También el mío.
Se rió de su amo tristemente.
—He dicho que mi caballo salió como una flecha —insistió el hombre que antes había tenido una brida tachonada de plata.
—Cobardes los dos —dijo el hombrecillo.
El otro se mordisqueó el nudillo durante unos instantes de reflexión, con la mirada puesta en su inferior.
—A mí no me llames cobarde —le contestó al cabo de un rato.
—Usted es un cobarde, como yo.
—Un cobarde es posible. Hay un limite más allá del cual cualquier hombre puede tener miedo. Acabo de aprenderlo hace un momento. Pero no como tú. Ahí está la diferencia.
—Nunca hubiera imaginado que le abandonaría. Él le había salvado la vida dos minutos antes... ¿Por qué es usted nuestro amo?
El jefe volvió a morderse los nudillos, y su rostro se ensombreció.
—Ningún hombre me llama a mí cobarde —dijo—. Nadie... Una espada rota es mejor que ninguna... Un caballo blanco con esparaván no puede esperarse que lleve a dos hombres en un viaje de cuatro días. Odio los caballos blancos, pero esta vez no tiene remedio. Empiezas a entenderme. Me doy cuenta de que estás pensando en lo sucedido y en lo que has visto e imagino que vas a manchar mi reputación. Los hombres como tú son los que destronan reyes. Además de que... nunca me has gustado
—¡Mi amo! —exclamó el hombrecillo.
—¡Nadie! —dijo el jefe—, ¡Nadie!
Se alzó rápidamente tan pronto como vio moverse al hombrecillo. Durante tal vez un minuto se miraron frente a frente. Por encima de sus cabezas las bolas de arañas seguían avanzando. Hubo un rápido movimiento entre los guijarros, un resbalar de pies, un grito de desesperación, una boqueada y un resoplido...
Al caer la noche el viento cesó. El sol se puso con una serenidad calma, y el hombre que antes había tenido la brida de plata acabó pos salir de la barranca, con mucha cautela, por una suave pendiente; pero ahora llevaba el caballo blanco que había pertenecido al hombrecillo Hubiera querido regresar hasta donde estaba su montura para recuperar la brida tachonada de plata; pero tuvo miedo, una brisa avivada todavía podía sorprenderle en el valle y además le disgustaba mucho pensar que podría encontrar su caballo todo envuelto de arañas y tal vez devorado de forma lastimosa.
Mientras pensaba en aquellas telarañas y en todos los peligros por los que había pasado, así como en la forma en que había logrado salvarse aquel día, su mano buscó un pequeño relicario que le colgaba del cuello y lo acarició un momento con profunda gratitud. Mientras lo hacía, sus ojos recorrían el valle.
—Yo estaba encendido de pasión —se dijo—; y ahora ella ha encontrado su merecido. También ellos, no hay duda...
Miró con atención. Mas allá de las pendientes cubiertas de bosques, al otro lado del valle, pero con la claridad nítida de la puesta del sol, distinguió una pequeña columna de humo.
Al ver aquello, su expresión de serena resignación se tornó en asombro y cólera. ¿Humo? Levantó la cabeza del caballo blanco, y dudó. Entretanto, un ligero soplo de viento pasó entre la hierba a su alrededor. Mas lejos, sobre unas cañas se balanceaba una franja desflecada de color gris. Miró hacia las telarañas y después hacia el humo.
—Quizá, después de todo, no sean ellos —se dijo por fin.
Pero lo sabía muy bien.
Tras contemplar el humo durante un rato, montó sobre el caballo blanco.
Al cabalgar se abría camino entre las masas inmóviles de arañas. Por alguna razón había muchas arañas muertas en el suelo, y las que estaban vivas se cebaban cruelmente en sus compañeras. Al resonar de los cascos de su caballo, las arañas huían.
Su hora había pasado. En el suelo, sin un viento que las transportase o sin una mortaja lista, aquellas cosas no podían hacer daño alguno pese a su veneno.
Con su cinturón golpeaba a las que le parecía que se acercaban demasiado. Cada vez que un grupo de ellas corría por un calvero, pensaba en desmontar y pisotearlas con sus botas, pero superaba ese impulso. Una y otra vez se acomodaba en su silla y se volvía a mirar el humo.
—Arañas —murmuraba constantemente—. ¡Arañas! Bien, bien... La próxima vez tendré que tejer una telaraña.
La verdad sobre Pyecraft
Está sentado a unos diez metros de mi. Si miro por encima del hombro puedo verlo. Y si nuestras miradas se encuentran —lo que generalmente sucede— advierto en él una expresión...
Es más que nada una mirada implorante... y no obstante suspicaz.
¡Al diablo con su suspicacia! Si hubiera querido delatarlo, tendría que haberlo hecho hace rato. No, señor, no lo haré, y él debería tranquilizarse. Tanto como pueda estarlo algo tan gordo y grueso como él. ¿Quién me creería si yo hablara?
¡Pobre Pyecraft! ¡Enorme gelatina incómoda! El socio más gordo de cualquier club de Londres.
Se sienta junto a una de las mesitas que hay en el amplio espacio que rodea la chimenea, y engulle. Pero, ¿qué es lo que engulle? Observo discretamente y le descubro mordiendo un bollo caliente con mantequilla, con sus ojos clavados en mí. ¡Maldito sea!, ¡sus ojos clavados en mí!
¡Eso resuelve el problema, Pyecraft! Puesto que quieres ser abyecto, puesto que quieres actuar como si yo no fuera un hombre de honor, voy a escribirlo todo, la pura verdad sobre Pyecraft, aquí mismo, frente a tus ojos embutidos. Pyecraft, el hombre al que ayudé, al que protegí, y que me lo agradeció transformando mi club en un lugar insoportable, absolutamente insoportable, con su súplica líquida. Con su perpetuo «no lo diga» en la mirada.
Además, ¿por qué está eternamente comiendo?
Pues bien, ¡aquí va la verdad, toda la verdad y nada mas que la verdad!
Pyecraft. Trabé relación con él en este mismo salón para fumadores Yo era un nuevo miembro, joven y nervioso, y él lo percibió. Yo estaba sentado, completamente solo, deseando poder conocer a otros miembros, cuando de pronto llegó él, una masa bamboleante de papada y abdomen, se acercó y, mascullando un saludo, se sentó en una silla cercana; jadeó unos instantes, raspó varias veces un fósforo y, tras encender un cigarro, se dirigió a mí. No recuerdo qué me dijo en-¡onces —algo acerca de las cerillas, que no encendían bien—, después se dedicó a detener a todos los camareros, uno por uno, y a comentarles lo de las cerillas con su voz fina y aflautada. Como fuera, comenzamos a conversar a propósito de algo por el estilo.
Habló sobre varias cosas hasta que se tocó el tema de los juegos De allí, derivó a mi figura y al color de su tez,
—Usted debe ser un buen jugador de críquet —dijo.
Admito que soy un individuo delgado, lo que algunos llamarían enjuto, y además mas bien moreno: no me avergüenzo de tener una bisabuela india, pero en cualquier caso no me entusiasma la idea de que un extraño la vea a ella reflejada en mí. De manera que, de entrada, me vi enfrentado a Pyecraft.
Pero hablaba de mí nada más que para llegar a hablar de él.
—Me imagino —dijo— que no hará usted más ejercicio que yo, y probablemente no comerá usted menos. (Como toda la gente excesivamente obesa, él imaginaba que no comía nada.) No obstante —y esbozó una sonrisa torcida—, somos distintos.
Y entonces comenzó a hablar de su gordura y su gordura; todo lo que hacía por su gordura y todo lo que haría por su gordura; lo que le habían aconsejado hacer por su gordura y lo que se había enterado que otros hacían por una gordura como la suya.
—A priori —dijo—, uno creería que un problema de nutrición podría resolverse con dietética y uno de asimilación, con medicamentos.
Era asfixiante. Un parloteo indigesto. De sólo oírlo me sentía hinchado.
En un club, de vez en cuando hay que tolerar este tipo de cosas, pero llegado un momento me pregunté si no estaba aguantando demasiado. Simpatizaba conmigo de un modo demasiado ostensible. Nunca podía entrar en-el salón de fumadores sin que se arrastrara hasta mí, y en ocasiones me asediaba, sin abandonar su glotonería, mientras yo almorzaba. A veces parecía estar como colgado de mí. Era un pesado, pero no tan temible como para limitarse a mí, y desde un principio advertí en él la convicción —como si supiera, como si penetrara en el hecho de que yo podía— de que yo representaba una ocasión remota, excepcional, que nadie más le ofrecía.
Era como si se estuviera diciendo: «Daría cualquier cosa por lograrlo, cualquier cosa», y me miraba atentamente detrás de sus vastas mejillas y su jadeo.
¡Pobre Pyecraft! Acababa de llamar al camarero, sin duda para pedir otro bollo con mantequilla.
Un día, por fin, abordó el tema,
—Nuestra farmacopea —dijo— no es ni por asomo la última palabra en la ciencia médica. Me han dicho que en Oriente...
Se detuvo y me observó. Era como estar en un acuario.
Logró enojarme casi de inmediato:
—Vamos a ver —le dije—, ¿quién le ha hablado a usted de las recetas de mi bisabuela?
—Bueno... —se defendió.
—Durante una semana, cada vez que nos hemos encontrado —y eso ha ocurrido con bastante frecuencia— usted ha hecho alguna alusión más o menos abierta a ese secretillo mío.
—Bueno —me contestó—, ahora que ya hemos levantado la liebre, pues sí, lo admito, así es. Lo supe por...
—¿Por Pattison?
—Indirectamente —dijo—, pero creo que mentía.
—Pattison —repliqué— se tragó esa tontería por su cuenta y riesgo.
Arqueó la boca y se inclinó levemente.
—Las recetas de mi bisabuela —expliqué— son raras para manejarlas. Mi padre casi me hizo prometer...
—¿No lo hizo?
—No. Pero me advirtió. Él mismo empleó una, en cierta ocasión.
—¡Ah!... ¿Pero usted cree...? Suponga... suponga que justamente era una que...
—Se trata de documentos curiosos —dije—. Hasta el olor que tienen. ¡No!
Pero llegado ese punto, Pyecraft estaba decidido a hacerme ir más lejos. Yo siempre abrigaba un cierto temor de que si abusaba de su paciencia se abalanzaría sobre mí de improviso y me ahogaría. Sé que fui débil. Pero Pyecraft también me fastidiaba. Había llegado a sentir por él una sensación que me impulsaba a decir: «Bueno, ¡arriésgate!» El asuntillo de Pattison, que he mencionado antes, era una cuestión completamente distinta. No viene al caso ahora, pero de todos modos yo sabía que la receta que empleé en esa ocasión era segura. Del resto no supe mucho más, y en general me inclinaba a dudar de que fueran completamente seguras.
Aun en el caso de que Pyecraft resultara envenenado...
Debo confesar que el envenenamiento de Pyecraft me impresionaba como una empresa grandiosa.
Aquella tarde cogí de mi caja de seguridad la curiosa cajita de sándalo, con su peculiar perfume, y desplegué las susurrantes hojitas de piel. El caballero que escribió las recetas para mi bisabuela era evidentemente aficionado a las pieles del más variado origen, y su letra era apretada en grado sumo. Algunas cosas me resultaban prácticamente ilegibles, pese a que mi familia, con sus asociaciones del Servicio Civil Indio, había mantenido el conocimiento del indostaní a través de generaciones; nada de lo escrito era cuestión de coser y cantar.
Pero al poco rato ya había encontrado la receta que buscaba, y me senté en el suelo para estudiarla con atención.
—Mire —le dije a Pyecraft al día siguiente, poniendo la hoja fuera de su alcance—. Según puedo entender, ésta es la receta para perder peso. («¡Ah!», dijo Pyecraft.) No estoy completamente seguro, pero creo que es ésta. Y si le interesa mi consejo, olvídese del asunto. Porque, en fin, usted sabe... yo he mancillado mi estirpe por su causa, Pyecraft... Además, por lo que sé, mis ancestros eran unos tipos bastante raros, ¿me entiende?
—Déjeme probarlo —repuso Pyecraft.
Me recliné en mi sillón. Mi imaginación realizó un inmenso esfuerzo, pero por fin se rindió dentro de mí.
—Por Dios, Pyecraft, ¿cómo cree usted que quedará cuando adelgace?
Permaneció impermeable a todo razonamiento. Le hice prometer que pasara lo que pasara nunca más me diría una palabra de su repugnante gordura, y le entregué aquella hojita de piel. —Es una porquería —dije. —No importa —respondió él, y la cogió. La miró con ojos desorbitados. —Pero... pero... —exclamó. Acababa de descubrir que no estaba en inglés. —Se la traduciré lo mejor que pueda —le dije. Hice lo que pude. Después de eso no hablamos durante un par de semanas. Cada vez que se me acercaba, le rechazaba frunciendo el ceño, y él respetó nuestro pacto; pero al cabo de una semana seguía tan gordo como siempre. Entonces volvió de nuevo a dirigirme la palabra.
—He de hablar con usted —dijo—. Algo no va bien. Debe haber algún error. No hace usted justicia a su bisabuela. —¿Dónde está la receta? La sacó con cuidado de la billetera. Recorrí con la vista los ingredientes. —¿El huevo estaba podrido? —pregunté. —No. ¿Tenía que estarlo?
—Eso —repuse— se da por supuesto en todas las recetas de mi querida bisabuela. Cuando no se especifica la calidad o condición, debe elegir la peor. Ella era así, cosas drásticas o nada... Pero existen una o dos alternativas para algunos de los ingredientes. ¿Tiene veneno fresco de crótalo?
—Conseguí el crótalo de Jamrach. Me costó... me costó...
—En cualquier caso eso es asunto suyo. En cuanto a esto último...
—Conozco a un hombre que...
—Sí. Ya lo sé. Bien, le pondré por escrito las alternativas. Por lo que conozco del idioma, la receta tiene unas faltas de ortografía atroces. Entre paréntesis, este perro que dice aquí probablemente deberá ser un perro pana.
Durante el mes siguiente vi a Pyecraft constantemente en el club, tan gordo y ansioso como siempre. Mantuvo el trato, pero a veces transgredía el espíritu de éste golpeándose la cabeza con un gesto de desaliento. Hasta que un día, en el guardarropa, me dijo:
—Su bisabuela..
—Ni una palabra contra ella —me apresuré a replicar.
Imaginé que había desistido, y le vi con tres nuevos miembros del club, un día, hablándoles de su gordura como si buscara nuevas recetas. Fue por aquel entonces, inesperadamente, cuando me llegó su telegrama.
—¡Señor Formalyn! —vociferó un mensajero en mis narices; cogí el telegrama y lo abrí inmediatamente.
Venga, por lo que más quiera. — Pyecraft.
—Mm —me dije, y sinceramente me sentía tan satisfecho con la rehabilitación de mi bisabuela que esto parecía anunciar, que lo celebré con un excelente almuerzo.
El portero me facilitó la dirección de Pyecraft. Vivía en los altos de una casa en Bloomsbury, y en cuanto terminé mi café y mi Chartreuse me dirigí hacia allí. No esperé a terminar el cigarro.
—¿Señor Pyecraft? —llamé, ante la puerta de entrada.
Me dijeron que creían que estaba enfermo; no había salido durante dos días.
—Él me espera —aclaré, y me hicieron pasar arriba.
Toqué el timbre junto a la puerta de celosía, sobre el rellano.
De todos modos no tendría que haberlo intentado —pensé—, un hombre que come como un cerdo debe parecer un cerdo.
Me hizo pasar una mujer de aspecto respetable, de expresión ansiosa y con una cofia colocada con descuido.
Cuando le dije mi nombre abrió la puerta con una expresión de duda.
—Usted dirá —interrogué, ya en la parte del rellano perteneciente a Pyecraft.
—Me ha dicho que le hiciera pasar si venía —dijo, y se quedó mirándome, sin indicarme dónde. Y añadió, en tono confidencial—; Está encerrado, señor.
—¿Encerrado?
—Se encerró ayer por la mañana y no ha dejado entrar a nadie, señor. Maldice una y otra vez, ¡Dios mío!
Miré hacia la puerta que ella había indicado con la mirada.
—¿Es allí?—pregunté.
—Sí, señor.
—¿Qué le ocurre?
Se llevó la mano a la frente con tristeza.
—No deja de pedir comida, señor, comida pesada. Le traigo lo que puedo. Carne de cerdo, morcilla, salchichas, cosas así. Se lo dejo junto a la puerta y me marcho. Es tremendo lo que come, señor.
Un grito aflautado salió de la habitación:
—¿Formalyn?
—¿Es usted, Pyecraft? —grité, golpeando la puerta.
—Dígale a ella que se vaya.
Así lo hice. Oí un extraño correteo y como si alguien tanteara el picaporte en la oscuridad, y en seguida los característicos gruñidos de Pyecraft.
—Está bien —dije—, ya se ha ido.
Pero la puerta permaneció cerrada un largo tiempo.
Oí girar la llave. Y luego la voz de Pyecraft:
—Pase.
Giré el picaporte y abrí la puerta. Naturalmente, esperaba encontrar a Pyecraft.
Pues bien, ¡no estaba allí!
En mi vida he sufrido una impresión como aquélla, La sala estaba sucia y desordenada, con fuentes de comida y platos entre los libros y papeles, varias sillas caídas, pero Pyecraft...
—Vamos, hombre, cierre la puerta —dijo, y entonces le vi.
Estaba subido a la cornisa del rincón próximo a la puerta, como si le hubieran pegado al techo. Su rostro mostraba ansiedad y enojo. Jadeaba y gesticulaba.
—Cierre la puerta —-dijo—, si esa mujer se llega a enterar...
Cerré la puerta y le miré, manteniéndome a cierta distancia.
—Si algo cede y usted se cae, Pyecraft, se romperá la nuca —le advertí.
—Ojalá pudiera —suspiró.
—Un hombre de su edad y de su peso haciendo semejantes cabriolas...
—Cállese —agonizó—. Su maldita bisabuela...
—Cuidado —le previne.
—Ahora le contaré —gesticuló.
—¿Cómo demonios ha subido usted ahí arriba? —dije.
De repente me di cuenta de que no se había subido a nada, que estaba flotando como un globo de gas. Comenzó a luchar trabajosamente para apartarse del techo ayudándose con la pared, en dirección a mí. Cuando lo logró, dijo jadeando:
—Es esa receta. Su bisab...
—¡No! —grité.
Descuidadamente, mientras hablaba, se aferró a una moldura, ésta cedió y se vio arrojado nuevamente al techo, mientras la pintura caía sobre el sofá. Rebotó en el cielo raso y entonces entendí por qué las curvas más salientes de su cuerpo se encontraban completamente blancas. Volvió a intentar el descenso con más cuidado, cogiéndose de la chimenea.
Era un espectáculo de lo mas extraordinario, aquel hombre inmenso, gordo, apoplético, tratando de bajar del techo al suelo.
—Esa receta —dijo—. Demasiado eficaz.
—¿Cómo?
—Una pérdida de peso casi completa.
Y entonces, claro, comprendí.
—¡Por Dios, Pyecraft —exclamé—, lo que usted quería era curarse la gordura! Pero usted siempre habló de peso. Siempre lo llamaba peso...
En cierto modo yo estaba encantado. En ese momento Pyecraft casi me gustaba.
—¡Déjeme que le ayude! —añadí, y tomándole de la mano le hice bajar. Tropezando, trató de hacer pie en algún sitio. Era como llevar un gallardete en un día de viento.
—Esa mesa —dijo— es de caoba maciza y muy pesada. Si usted lograra ponerme debajo...
Lo hice, y comenzó a moverse como un globo cautivo, mientras yo le hablaba de pie delante de la chimenea. Encendí un cigarro.
—Dígame, ¿qué pasó? —le pregunté.
—La tomé —respondió.
—¿Qué sabor tenía?
—¡Oh, espantoso!
Debí imaginar que todas esas pócimas sabrían igual. Ya sea que uno considere los ingredientes, la composición probable, o los resultados, casi todos los remedios de mi bisabuela me parecen cuando menos extraordinariamente poco atrayentes. Por mi parte...
—Primero tomé un sorbito.
-¿Sí?
—Y como al cabo de una hora me sentía mejor y como más ligero, decidí bebérmela de un trago.
—¡Mi querido Pyecraft!
—Me tapé la nariz —siguió explicando—. Comencé a sentirme cada vez más y más liviano... e impotente, claro.
De pronto cedió a un estallido emocional:
—Por el amor de Dios, ¿qué debo hacer?
—Lo más evidente —dije— es lo que no debe hacer. Si usted sale afuera, se elevará indefinidamente.
Alcé mi brazo en forma ondulante.
—Tendrían que llamar a Santos Dumont para que le fuera a rescatar.
—Supongo que el efecto se desvanecerá, ¿no?
Me llevé la mano a la frente.
—No creo que pueda contar con eso —le dije.
Entonces, en otro acceso de desesperación, empezó a dar puntapiés a las sillas cercanas y a golpear contra el piso. Actuaba exactamente como yo esperaba que lo hiciera un hombre obeso, enorme, desmedido, frente a tales circunstancias, es decir, muy mal. Se refirió a mí y a mi bisabuela con una absoluta falta de discreción.
—Yo nunca le pedí que tomara la pócima —dije.
Y soslayando generosamente los insultos que me prodigaba, me senté en su sillón y comencé a hablarle de un modo comedido y amistoso.
Le señalé cómo él mismo se había ocasionado el problema, y que en ello había algo de poética justicia. Había comido demasiado. Él lo negó, y estuvimos discutiendo el asunto durante un rato.
Se puso ruidoso y violento, de manera que desistí de continuar con este punto de la lección.
—Además —le dije—, usted cometió un pecado de eufemismo. Nunca lo llamó Gordura, lo cual es justo y vergonzoso, sino Peso. Usted...
Me interrumpió para decirme que reconocía todo eso. Pero, ¿qué debía hacer ahora?
Le aconsejé que se adaptara a la nueva situación. Y así llegamos al punto realmente importante de la cuestión. Le sugerí que no le resultaría difícil aprender a caminar por el techo, con las manos...
—No puedo dormir —objetó.
Pero eso no era una gran dificultad. Era bastante posible, afirmé, acomodarle bajo un somier metálico, asegurar todo con cintas, y sostener la almohada, sábanas y mantas con botones laterales. Le hice ver que tendría que confiar en su ama de llaves, y tras algunas protestas acabó por aceptar. (Resultó encantador, más tarde, ver de qué manera tan hermosa y natural aquella buena mujer tomó todos estos asombrosos recados.) Se le podría dejar la comida en el estante superior de la biblioteca. Pensamos también en un ingenioso sistema por el cual podría llegar al piso cuando quisiera: consistía simplemente en colocar la Enciclopedia Británica (décima edición) sobre las estanterías superiores. Cogiendo un par de volúmenes, podría llegar al suelo de inmediato. Coincidimos asimismo en dejar pesas de hierro junto a los zócalos, de manera que, asido a ellas, pudiera desplazarse por la zona mas baja de la habitación.
A medida que avanzábamos en los planes, yo me encontraba más y mas interesado. Yo mismo llamé al ama de llaves y le di las instrucciones necesarias, y fui yo sobre todo quien fijó la cama invertida. De hecho, pasé dos días enteros en su casa. Soy un individuo hábil con un destornillador en la mano, y realicé toda clase de ingeniosas adaptaciones: alargué un cable para que pudiera tocar la campanilla, puse del revés todas las luces, y así sucesivamente. Todo este asunto me resultaba extremadamente curioso e interesante, y me encantaba pensar en Pyecraft como un inmenso y gordo moscardón, trepando por el techo y cruzando a gatas los dinteles de las puertas de un cuarto a otro, sin volver al club nunca, nunca más...
Pero entonces mi fatal ingenio me jugó una mala pasada. Yo me hallaba junto a la chimenea, bebiendo su whisky, y él en su rincón favorito, junto a la comisa, claveteando una alfombra turca en el cielo raso, cuando me sobrevino una ocurrencia.
—¡Por Dios, Pyecraft! —exclamé—, todo esto es completamente innecesario.
Y sin calcular las consecuencias de mi descubrimiento, le revelé mi idea.
—Ropa interior de plomo —dije. El daño estaba hecho.
Pyecraft recibió la revelación casi entre lágrimas.
—Todo en su sitio nuevamente... —dijo.
Le participé todo el secreto antes de caer en la cuenta de hasta dónde me llevaría.
—Compre láminas de plomo —le dije—, estámpelas en discos. Córtelas sobre el patrón de su ropa hasta tener una cantidad suficiente. Póngase unos zapatos con suela de plomo y lleve una bolsa de plomo macizo, ¡eso será suficiente! En lugar de permanecer aquí como un prisionero, puede volver al extranjero, ¡Pyecraft! Puede viajar...
Se me ocurrió otra idea aún mas afortunada.
—Jamás tendrá que temer un naufragio. En tal caso le bastaría con deshacerse de alguna de sus ropas, conservando en la mano la cantidad necesaria de equipaje, y quedaría flotando en el aire...
En su emoción, dejó caer, a dos dedos de mi cabeza, el martillo con que había estado fijando la alfombra.
—¡Cielos! —exclamó—, podré volver al club.
Me quedé helado.
—¡Cielos! —repetí débilmente—. Sí, por supuesto que podrá.
Lo hizo. Lo hace. Está sentado a mis espaldas engullendo ya su tercer bollo con mantequilla. Nadie en el mundo sabe —salvo su ama de llaves y yo— que no pesa prácticamente nada, que es una simple masa molesta de materia asimilante, puras nubes vestidas, mente, nefas, y el más insignificante de los hombres. Allí está sentado, mirándome hasta que yo haya terminado de escribir esto. Luego, si puede, me acechará. Se acercará sinuosamente...
Me lo volverá a contar todo de nuevo, cómo se siente, cómo no se siente, cómo confía a veces en que se le esté pasando un poquito. Y siempre, en algún momento de aquel discurso gordo y abundante, me diga:
—Es un secreto, ¿en? Si alguien se enterara me daría tanta vergüenza... A cualquiera lo haría quedar como un tonto, ¿entiende? Arrastrarse contra el cielo raso y todo eso...
Y ahora, a esquivar a Pyecraft, que ocupa justamente una posición estratégicamente admirable entre la puerta y yo.
El señor Skelmersdale en el país de las hadas
—En esa tienda —dijo el doctor— hay un hombre que ha estado en el País de las Hadas.
—Tonterías —dije, y eché una mirada hacia allí. Era una típica tienda de pueblo: oficina de correos, con un cable telegráfico al frente, cacerolas de cinc y cepillos en el exterior y un escaparate con botas, camisas y comida envasada.
—Cuénteme —dije, tras una pausa.
—Yo no sé —dijo el doctor—. Es un patán cualquiera. Se llama Skelmersdale. Pero aquí todo el mundo se lo cree como la Biblia.
Volví sobre el tema.
—Yo no sé nada del asunto —dijo el doctor—, ni quiero saberlo. Le atendí por un dedo fracturado —un partido de solteros contra casados— y fue entonces cuando di con esa tontería. Eso es todo. Pero eso te demuestra, de todos modos, los disparates con los que tengo que vérmelas, ¿no? ¡Como para venirle a esta gente con concepciones modernas de la medicina!
—Ya lo creo —dije, con un tono ligeramente solidario. Y él prosiguió con el asunto del canal de Bonham. Ese tipo de cosas, observó, pueden ser cuestiones de peso para los funcionarios médicos del ministerio de Salud. Me mostré tan solidario como pude, y cuando él llamó «burros» a los de Bonham yo amplié:
—Unos grandísimos burros —pero ni eso pareció calmarle. Tiempo después, hacia el final del verano, me marché a Bignor, llevado por el imperioso deseo de aislarme, cuando estaba terminando mi capítulo sobre Patología Espiritual: me parecía que en realidad era mas duro escribir que leer. Me alojé en una granja, y al poco tiempo
ya me hallaba frente a la tienda nuevamente, en busca de tabaco «Skelmersdale», me dije en cuanto la vi, y entré.
Atendía un joven bajo pero bien proporcionado, de piel delicada, dientes pequeños y parejos y modales lánguidos. Le estudié con curiosidad. No tenía nada fuera de lo común, salvo cierto toque cié melancolía en la expresión. Estaba en mangas de camisa, con un delantal, y llevaba un lápiz detrás de su oreja inofensiva. Atravesaba su chaleco negro una cadena de oro, de la que pendía una moneda gruesa.
—¿Nada mas por hoy, señor? —preguntó, mientras se inclinaba sobre la cuenta.
—¿Usted es el señor Skelmersdale' —inquirí.
—Así es, señor —contestó sin mirarme.
—¿Es cierto que usted ha estado en el País de las Hadas'
Me miró por un momento con el ceño fruncido y una expresión entre agraviada y exasperada.
—¡Cállese! —dijo, y tras un momento de hostilidad, durante el cual me clavó la mirada, terminó de hacer la cuenta—. Cuatro, seis cincuenta —dijo después de una pausa—. Gracias, señor.
De este modo poco propicio comenzó mi relación con el señor Skelmersdale.
A partir de allí logré ganar su confianza a través de una trabajosa serie de esfuerzos. Le volví a encontrar en el casino del pueblo, una noche en que había ido a jugar al billar para mitigar esa soledad que tan útil me resultaba para el trabajo durante el día. Me las ingenié para jugar con él y continuar luego conversando. Descubrí que el único tema prohibido era el País de las Hadas. En lo demás era abierto y amigable en el sentido comente del término, pero la prohibición permanecía respecto del tema que le había absorbido. Skelmersdale había hecho una carambola doble, lo cual, para Bignor, era una jugada excepcional.
—¡Un momento! —dijo su adversario—. ¡Ninguna de tus hadas gana por chiripa!
Skelmersdale le miró un momento, con el taco en la mano, lo dejo caer y abandonó el salón.
—¿Por qué no le dejáis en paz? —dijo un viejo de aspecto respetable que había estado disfrutando del partido; y en medio del murmullo de desaprobación general se desvaneció la socarrona sonrisa de la boca del mozo.
Olí mi oportunidad:
—¿Qué broma es esa del País de las Hadas?
—No es ninguna broma, al menos para el joven Skelmersdale —dijo el viejo respetable, y bebió un trago.
Un hombrecito de mejillas sonrosadas se mostró mas comunicativo
—Se dice, señor, que se lo llevaron al monte Aldington y lo tuvieron allí durante unas tres semanas.
Con aquello ya estaba abierto el camino. Una vez que empezara una oveja, las demás estarían dispuestas a seguirla, y lo cierto es que poco después yo ya disponía al menos de los aspectos exteriores del caso Skelmersdale. Anteriormente, antes de llegar a Bignor, el hombre había estado en una pequeña tienda, exactamente igual, en Aldington Corner, y allí había sucedido todo. Lo cierto es que había estado hasta muy tarde en el monte y que desapareció de la vista humana, para volver, tres semanas después, «con los puños de la camisa tan limpios como cuando se había ido», y los bolsillos llenos de cenizas y polvo. Reapareció sombrío y taciturno, estado que fue superando lentamente, y durante muchos días no dijo una palabra acerca de dónde había permanecido durante su ausencia. La muchacha con la que estaba comprometido en Clapton Hill trató de sonsacarle algo, y acabó por dejarlo, en parte por su negativa y en parte porque, según dijo, él le había dado esquinazo. Luego, cuando él dejó caer como al descuido que había estado en el País de las Hadas y quería volver, y el simple cuchicheo de aldea se transformó en toda una historia, él mismo cortó la situación abruptamente y se trasladó a Bignor para salirse de todo el lío. Pero en cuanto a lo que había sucedido en el País de las Hadas, nadie lo sabía. Fue entonces cuando la conversación se fragmentó. Uno decía esto y el otro aquello.
La actitud frente a esta maravilla era ostensiblemente crítica y escéptica, pero se podía entrever bastante credulidad más allá de las consideraciones cautelosas. Adopté un aire de interés inteligente, matizado con cierta duda razonable acerca de toda la historia.
—Si el País de las Hadas está en el monte Aldington —dije—, ¿por qué no habéis tratado de descubrirlo?
—Eso. digo yo —intervino el mozo de la broma.
—Ya ha habido muchos intentos de explorar el monte Aldington —afirmó solemnemente el viejo respetable—, pero no hay nadie que pueda decir qué resultado tuvieron las excavaciones.
La unanimidad de aquella vaga credulidad que me rodeaba me resultaba bastante impresionante; sentí que algo debía de haber en la raíz de semejante convicción, y ello estimuló la curiosidad, ya bastante viva, que aquellos hechos me despertaban. Si tales sucesos podían conocerse por alguien, ese alguien era Skelmersdale; por lo tanto, de allí en adelante me dediqué con mayor asiduidad a la tarea de borrar aquella primera mala impresión que le había producido, hasta el punto de ganarme su confianza y lograr su narración voluntaria. En ese punto contaba yo con una ventaja social. Siendo yo una persona afable, sin ocupación conocida, y vestido con traje de tweed y pantalones bombachos, en Bignor se me consideraba, naturalmente, un artista, y en el rígido código de precedencias sociales de Bignor, un artista se hallaba muy por debajo de un dependiente de comercio. Skelmersdale, como muchísima gente de su clase, era algo esnob, me había soltado aquel «¡cállese!» llevado por la presión repentina y excesiva, y estoy seguro de que luego se arrepintió, se que le gustaba que le vieran caminando por el pueblo conmigo A su debido tiempo, aceptó complacido compartir un whisky y una pipa en mi alojamiento, y allí, llevado por un feliz instinto y sabiendo que las confidencias traen confidencias, desperté en él la intriga y el interés por mi pasado real y ficticio. Después del tercer whisky de la tercera visita, si mal no recuerdo, y a propósito de una torpe expansión acerca de cierto asuntillo fugaz de mi adolescencia, el hielo se quebró.
—Lo mismo me pasó a mí —dijo—, con lo de Aldington. Eso es lo más extraño. Al principio no me importaba un pito, pero cuando me di cuenta ya estaba metido hasta el cuello.
Me abstuve de coger esta alusión y él inmediatamente saltó a otra, y poco después era muy claro que no quería hablar de otra cosa que de aquel asunto de la aventura en el País de las Hadas, que durante tanto tiempo había guardado celosamente. Como se puede advertir, le había tendido una trampa, y en lugar de aquel forastero burlón y medio incrédulo, yo me había convertido, por obra y gracia de mis desenfadadas confesiones, en un posible confidente. Se sentía aguijoneado por el deseo de mostrar que también él había vivido y sentido muchas cosas, y esa fiebre ya había comenzado a dominarle.
Por cierto en un principio se expresaba por confusas alusiones, y mi ansiedad por aclararlas con unas pocas preguntas precisas sólo se contrarrestaba por mi cautela de no apurar demasiado las cosas. Pero bastó un encuentro más para confirmar las bases de la confianza; y así es como obtuve del principio al fin la mayoría de los elementos y aspectos de todo el caso. En realidad me enteré de las cosas de modo que los resultados multiplicaban holgadamente lo que hubiera logrado normalmente, teniendo en cuenta la limitada capacidad narrativa del señor Skelmersdale. Y así fue como llegué al relato de su aventura y procedí a su reconstrucción. No intento dilucidar si esto realmente sucedió, si lo imaginó o lo soñó, o si había caído en un extraño trance alucinatorio. Pero estoy seguro de que no era en absoluto el producto de su invención. El hombre creía sencilla y honestamente que las cosas habían sucedido como él las contaba; era evidentemente incapaz de una mentira tan firme y elaborada, y la confirmación de su sinceridad la hallé en la credulidad de las mentes rústicas —pero a menudo finamente penetrantes— de los que le rodeaban. Él lo creía y nadie podía contraponer ningún hecho positivo que lo descalificara. En cuanto a mí, tras semejante aval, me limito a transmitir su historia; ya estoy un poco viejo para justificarme o ensayar explicaciones.
Su relato afirma que se retiró a dormir al monte Aldington hacia las diez de la noche, probablemente en pleno verano, aunque nunca precisó la fecha y ni siquiera podía estar seguro de la semana. Era una noche agradable y sin viento, y la luna se elevaba sobre el horizonte. Me he tomado el trabajo de visitar el Knoll tres veces desde que la historia comenzó a ocuparme, y una de aquellas ocasiones fue una noche estival de luna naciente, igual, tal vez, a aquella de su aventura. Júpiter se alzaba, grande y espléndido, sobre la luna, y en el norte y el noroeste el cielo era pálido y brillante por sobre el sol ya sumergido. El Knoll se yergue desnudo y desolado bajo el cielo, pero a cierta distancia lo rodean oscuros matorrales, y a medida que me acercaba percibía el sobresalto y la huida de conejos invisibles o espectrales. Ya en la cima del Knoll, y en ninguna otra parte, se oía el sonido delgado y multitudinario de los insectos. El Knoll es, según creo, un montículo artificial, el túmulo de algún jefe prehistórico, y por cierto que jamás hombre alguno ha elegido un panorama mas vasto para un sepulcro. Hacia el este, se pueden ver las colinas hasta Hythe, y más allá el Canal, sobre el cual, a unas treinta millas de distancia o más, titilaban, brillaban y se apagaban las grandes luces blancas de Gris Nez y Boulogne. Hacia el oeste se extiende, peñas abajo, todo el valle del Weald, visible hasta Hindhead y Leith Hill, y en el norte el valle del Stour se abre en dunas hacia las interminables colinas más allá de Wye. A los pies, el pantano de Romney toma la dirección sur; a una distancia media se hallan Dymchurch, Romney y Lydd, Hastings y su colina, y las ondulaciones se multiplican vagamente mucho mas lejos de donde Eastbourne trepa hasta Beachy Head.
Y por encima y fuera de todo, aquel Skelmersdale maravillado, enredado en su aventura de amor juvenil y, como él mismo dijo, «sin fijarse adonde iba». Allí se sentó a meditar y así, malhumorado y pesaroso, le sorprendió el sueño. Y así cayó en poder de las hadas.
La disputa que le había disgustado era acerca de alguna cuestión bastante trivial entre él y la muchacha de Clapton Hill con quien se hallaba comprometido. Era la hija de un granjero, dijo Skelmersdale, y «muy respetable», sin duda un excelente partido para él; pero ambos eran muy jóvenes y sufrían aquellos celos recíprocos, ese apetito irracional de hermosa perfección, que la vida y la sabiduría apagan pronto con la mayor piedad. No tengo idea del tema específico de la disputa. Puede que ella haya dicho que le gustaban los hombres con polainas cuando él no las llevaba, o que él hubiera expresado su preferencia por otro sombrero para ella, pero comoquiera que hubiera sido, ello desató una serie de torpezas que acabó en resentimiento y lágrimas. Sin duda la muchacha terminó llorosa y ofendida, él se levantó polvoriento y cabizbajo, y ella se marchó sumergida en comparaciones odiosas, serias dudas acerca de si realmente alguna vez le había querido, y con la clara certidumbre de que no le volvería a querer nunca más. Y en este estado mental escaló el Aldington, apesadumbrado, y luego de un intervalo, largo quizá, de un modo bastante inexplicable se quedó dormido.
Despertó sobre el colchón más suave en que jamás hubiera dormido, a la sombra de árboles muy frondosos que cubrían completamente el cielo. Según parece, en el País de las Hadas el cielo, en realidad, está siempre oculto. Salvo una noche en que las hadas danzaban, el señor Skelmersdale nunca vio una sola estrella durante todo el tiempo que pasó con ellas. Y en cuanto a esa noche, tengo mis dudas de que estuviera en el mismo País de las Hadas o, por el contrario, entre los cercos y juncales en los terrenos bajos que bordean la vía férrea de Smeeth.
Pero aun así había luz bajo aquellos árboles, y en medio de la hierba y sobre las hojas se encendía una multitud de luciérnagas, bellas y muy brillantes. La primera impresión del señor Skelmersdale fue la de que él era muy pequeño, y la siguiente, que se hallaba rodeado de una cantidad de gente aún más pequeña. Según dijo, por alguna razón no estaba ni sorprendido ni asustado, y se levantó lentamente, restregando sus ojos adormilados. Y entonces vio alzarse a su alrededor a los risueños duendes que le habían llevado dormido bajo su poder, hasta el País de las Hadas.
No conseguí determinar cómo eran estos duendes, por lo vago e imperfecto de su vocabulario y la escasa observación que parece haber ejercido respecto de los detalles. Se cubrían con algo muy ligero y hermoso, que no era ni algodón, ni seda, ni hojas, ni pétalos de flores. Se hallaban de pie a su alrededor cuando él despertó, y de repente, a través del claro, por una avenida de luciérnagas y precedida por una estrella, se le aproximó el hada que es el personaje principal de su experiencia y relato.
De ella pude saber más, Vestía de verde diáfano, y rodeaba su fina cintura una ancha faja de plata. Su pelo caía en ondas hacia atrás, desde cada lado de la frente; tenía rizos que, sin ser caprichosos, flotaban libremente, y su frente lucía una pequeña tiara, rematada en una estrellita. Las mangas eran como abiertas de modo que se podían entrever los brazos; la garganta, me parece, era algo visible, pues él habló de la belleza de su nuca y su mentón. En la blanca garganta, llevaba un collar de coral, y sobre el pecho, una flor del mismo color. Tenían su mandíbula, mejillas y cuello las líneas suaves de un niño pequeño. Y sus ojos, según entiendo, eran de un castaño encendido, suaves, sinceros y dulces bajo las cejas firmes. Por esta descripción se podrán dar cuenta de cómo se destacaba la figura de esta dama dentro de la pintura general que había hecho Skelmersdale. Algunas cosas intentó describirlas, pero simplemente no pudo; el modo en que se movía, dijo vanas veces; y me imagino que de ella irradiaba cierta alegría recalada.
Y fue en compañía de esta persona deliciosa, como un invitado y compañero selecto, como el señor Skelmersdale comenzó su itinerario a través de las intimidades del País de las Hadas. Ella le recibió amablemente y con cierta calidez —imagino la presión de una mano de él sobre las dos de ella, y una cara luminosa frente a la del hombre—. Después de todo, diez años atrás el joven Skelmersdale puede haber sido muy guapo. Y una vez que ella le tomó del brazo, creo yo, le condujo de la mano hacia abajo, al claro iluminado por las luciérnagas.
O modo en que las cosas ocurrieron allí no pertenece al desarticulado esqueleto descriptivo del señor Skelmersdale. De los hechos y rincones insólitos, de los sitios donde se reunían muchas hadas, de las «setas de un rosado brillante», de la alimentación de las hadas —de la cual sólo atinaba a decir: «¡Tendría usted que haberlo probado!»— y de las melodías de las hadas —como las de una cajita de música—, que salían de entre las flores, tenía impresiones escasas e insatisfactorias. Había un gran lugar abierto donde las hadas hacían carreras sobre lo que el señor Skelmersdale llamaba «esas cosas que ellas conducían». Larvas, tal vez, o escarabajos, o esos grillitos que tanto abundan y se escapan con tanta facilidad. En otro sitio había caídas de agua donde crecían gigantescos «botones de oro», y en los momentos de más calor las hadas se bañaban allí. Había juegos y danzas y las pequeñas criaturas hacían el amor entre el musgo de las ramas. Es indudable que el hada trató de conquistar al señor Skelmersdale, a lo que éste se resistió. Por cierto llegó un momento en que ella se sentó a su lado, en un lugar apartado y tranquilo, «lleno de fragancia de violetas», y le habló de amor.
—Cuando su voz se hizo mas suave —contaba el señor Skelmersdale—, y puso su mano sobre la mía, ¿entiende?, y se me acercó con ese modo tierno, cálidamente amistoso que ella tenía, fue más de lo que yo podía resistir para no perder la cabeza.
Parece que consiguió conservar su cabeza hasta un cierto —desdichado— límite. Percibió «cómo soplaba el viento», dijo, y así, sentado en aquel lugar inundado de perfume a violetas, al contacto de esta amorosa hada que le envolvía, el señor Skelmersdale le reveló con delicadeza ¡que estaba comprometido!
Ella le había dicho que le amaba tiernamente, que para ella él era un dulce muchacho humano, y que tendría de ella todo lo que se le ocurriera pedirle, hasta los mas profundos deseos de su corazón.
Y el señor Skelmersdale, que, me imagino, intentaba tenazmente no mirar sus pequeños labios mientras se abrían y se cenaban, formuló su petición mas íntima al explicarle que le interesaba poseer el capital suficiente para instalar una pequeña tienda. Deseaba sentir, señaló, que tenía bastante dinero para realizar aquello Imagino una breve sorpresa en aquellos ojos castaños de los que él había hablado pero ella parece haberse mostrado favorable frente a todo el asunto, y le hizo unas cuantas preguntas sobre la pequeña tienda, mientras hacía «algo así como reír» todo el tiempo. Así llegó él a declarar completa-mente su situación y le contó todo acerca de Millie
—¿Todo? —le dije,
—Todo —respondió el señor Skelmersdale— quién era ella, dónde vivía, y todo acerca de ella. Todo el tiempo había estado sintiendo que debía decírselo, y finalmente lo hice.
—Tendrás todo lo que quieras —dijo el hada—. Dalo por hecho Sentirás que tienes el dinero, como lo deseaste. Y ahora, ya lo sabes, tienes que besarme.
Y el señor Skelmersdale, simulando no oír estas últimas palabras, le dijo que era muy amable de su parte. Que realmente él no merecía semejante favor. Y...
El hada se le acercó de repente y le susurró: «¡Bésame!»
—Y yo —dijo el señor Skelmersdale—, como un tonto, lo hice.
Hay besos y besos, me han dicho, y éste no debe de haber sido del tipo de los de Millie. Había algo mágico en ese beso; con certeza marcaba un momento crucial. Sea como fuere, éste es uno de los episodios que él consideraba lo bastante importante como para describirlo con más detenimiento. Traté de obtener un relato preciso, de desenredarlo entre las muecas y gestos a través de los cuales me llegaba, pero no había duda de que era completamente distinto de mi forma de expresarlo, y mucho mas hermoso y dulce, bajo la suave luz tamizada y el silencio sutilmente animado de los claros encantados. E! hada continuó preguntándole acerca de Millie, si era muy bella, y cosas por el estilo, muchísimas veces. En cuanto a la belleza de Millie, me lo imagino respondiendo: «Está bien.» Y luego, o en otro momento, el hada le contó que ella se había enamorado de él al verle dormido a la luz de la luna, y había decidido traérselo al País de las Hadas pensando, sin conocer la existencia de Millie, que quizás él podría amarla. «Pero ahora tú sabes que no puedes —le dijo—, de manera que apenas debes detenerte conmigo, y tienes que volver con Millie.»
Cuando le dijo eso, ya Skelmersdale se había enamorado de ella, pero la pura inercia de su mente le mantuvo en la dirección tomada. Le imagino sentado, sumergido en una especie de estupefacción, en medio de aquellas cosas espléndidas, dando respuestas acerca de su Millie, de la pequeña tienda proyectada y de la necesidad de un caballo y un carro... Y ese absurdo estado de cosas debe de haber continuado durante días y días. Veo a aquella damita, rondándole, tratando de complacerle, demasiado delicada para entender su complejidad y demasiado tierna para dejarle marchar. Y él, hipnotizado como estaba por su empresa terrenal, continuó su camino, pensando en esto y aquello, ciego a todo lo del País de las Hadas, salvo a esta maravillosa intimidad que le había llegado. Es difícil, es imposible expresar el efecto de su radiante dulzura brillando a través de la jungla de frases bastas e inconclusas del pobre Skelmersdale. Para mí, al menos, ella brillaba clara en medio del embrollo de su historia, como una luciérnaga en un juncal.
Deben de haber pasado muchos días mientras todo esto sucedía, y alguna vez, me digo, bailaron a la luz de la luna en los cercos mágicos que tachonaban las praderas cercanas a Smeeth... pero un buen día llegó el final. Ella le llevó a un gran espacio cavernoso, iluminado por «una especie de luz nocturna y rojiza», donde se apilaban arcas sobre arcas, copas y cajas doradas y un cúmulo de lo que al señor Skelmersdale le pareció, con toda evidencia, oro acuñado. En medio de toda aquella riqueza pequeños gnomos la saludaban a su paso. De pronto se volvió hacia él y le miró con ojos brillantes.
—Y ahora —le dijo—, ha sido muy amable de tu parte quedarte conmigo durante tanto tiempo, y ya es hora de que te vayas. Debes volver a tu Millie. Debes volver a tu Millie, y aquí, como te prometí, te darán oro.
—Ella pareció ahogarse —dijo el señor Skelmersdale—. Entonces tuve una especie de sensación... —se tocó el pecho— como si allí me estuviera desvaneciendo. Estaba pálido y tiritaba, y aun entonces... no pude decir una palabra.
Se detuvo.
—Sí —le dije.
La escena era indescriptible. Pero yo sé que ella le dio un beso de despedida.
—¿Y usted no le dijo nada?
—Nada —respondió—. Me quedé como un becerro disecado. Ella se volvió una vez más, ¿sabe?, y se quedó como sonriendo y llorando —podía ver el brillo de sus ojos— y de pronto se marchó, y todas aquellas criaturas yendo y viniendo a mi alrededor, llenando mis manos y mis bolsillos y el hueco de mi cuello, y todos los huecos, con oro y más oro.
Y precisamente cuando el hada ya había desaparecido, el señor Skelmersdale realmente comprendió y supo. De repente comenzó a quitarse de encima todo el oro que le ponían, y comenzó a gritarles para evitar que lo siguieran haciendo:
—¡No quiero vuestro oro! —grité—. Todavía no he terminado. No me voy. Quiero hablar con esa hada nuevamente. —Quise salir tras ella, pero me retuvieron. Sí, afirmaron sus manecitas en mi cintura y me empujaron hacia atrás. Siguieron dándome mas y más oro hasta que comenzó a desbordar y salía por las piernas de mis pantalones y caía de mis manos.
—No quiero vuestro oro —les decía—, sólo quiero hablar de nuevo con el hada.
—¿Y lo logró?
—Se produjo una trifulca.
—¿Antes de verla?
—No la vi. Cuando pude librarme de ellos no se la veía por ningún lado.
Así que salió corriendo fuera de la caverna iluminada de rojo en su busca, a través de una larga gruta, y de allí salió a un gran lugar desolado por el cual un enjambre de fuegos fatuos volaban de aquí para allá. Y a su alrededor los duendes danzaban mofándose de él, y los péchenos gnomos salían de la caverna y corrían tras él cargados de oro, que le arrojaban a puñados gritando:
—¡Amor encantado y oro encantado!, ¡amor encantado y oro encantado!
Al oír esto, sintió terror de que todo hubiese acabado, y alzando la voz la llamó por su nombre, y de repente echó a correr pendiente abajo desde la boca de la caverna, a través de zarzas y espinos, llamándola en voz muy alta y repetidamente. Los duendes bailaban a su alrededor sin oírle, pinchándole y pellizcándole, y los fuegos fatuos le rodeaban y daban contra su cara, y los gnomos le perseguían gritando y arrojándole el oro encantado.
Mientras corría en medio de esta extraña corte enloquecedora, de pronto se metía en una ciénaga hasta la rodilla, o se encontraba en medio de espesas raíces enredadas, y finalmente se enganchó un pie, tambaleo y cayó...
Cayó y rodó, y en ese instante se encontró en el monte Aldington, cuan largo era, solo bajo las estrellas.
Se levantó inmediatamente, dijo, y comprobó que estaba tieso y frío, y tenía las ropas mojadas de rocío. Le llegó la primera claridad del amanecer junto con un viento destemplado. Podría haber creído que todo aquello había sido sólo un sueño extrañamente vivido, hasta que al meterse las manos en los bolsillos los encontró llenos de cenizas. Entonces comprendió que efectivamente era oro encantado lo que le habían dado. Todavía sentía los pinchazos y pellizcos, aunque no le quedaba marca alguna de ellos. Y de este modo, tan de repente, el señor Skelmersdale volvió del País de las Hadas a este mundo de hombres. Hasta entonces imaginaba que todo podía haber sido cuestión de una noche, pero al llegar a la tienda de Aldington Comer comprobó, azorado, que habían pasado tres semanas.
—¡Dios mío!, ¡en qué lío me vi! —dijo el señor Skelmersdale.
—¿Por qué?
—Por tener que dar explicaciones. Supongo que usted nunca habrá tenido que explicar una cosa semejante.
—Nunca —dije, y él se explayó durante un rato refiriendo cómo habían reaccionado esta o aquella persona. Al hacerlo, evitó mencionar un nombre.
—¿Y Millie? —inquirí.
—No quise verla.
—¿Y cuándo se encontraron?
—Nos cruzamos el domingo, a la salida de la iglesia. «¿Dónde has estado?», me preguntó, y entendí que me estaba regañando. No me importaba si en realidad lo estaba haciendo. Parecía haberla olvidado, inclusive mientras me estaba hablando allí mismo. Ella no era nada. No lograba entender qué podía haberle visto alguna vez, qué pude haber encontrado en ella. Luego, a veces, cuando no la tenía enfrente, me volvía un poquito, pero nunca si ella estaba presente. Además, siempre se me representaba la otra, y la borraba por completo... De todos modos, esto no le destrozó el corazón.
—¿Se casó? —averigüé.
—Con su primo —dijo el señor Skelmersdale, y se quedó pensativo, mirando el dibujo del mantel.
Cuando al cabo de unos momentos volvió a tomar la palabra, era claro que su antigua novia se había desvanecido en su alma sin dejar rastro, y que la conversación le había traído a la memoria al hada, triunfante en su corazón, Me habló de ella, poco después me confesó las cosas más raras, extraños secretos de amor que sería desleal repetir. Pienso que en realidad lo más peculiar de todo el caso era escuchar a aquel boticario pequeño y pulcro, terminado el relato, junto a un vaso de whisky y con un cigarrillo entre los dedos, atestiguando, todavía con pesar, aunque ya con una angustia mitigada por el paso del tiempo, la insaciable hambre del corazón que en ese momento padecía.
—No podía comer —dijo—, no podía dormir. Cometía errores en los pedidos de compra y me confundía al dar el cambio. Allí estaba ella, noche y día, atrayéndome sin cesar. Oh, la quería. ¡Dios mío, cuánto la quería! Me estaba allí, la mayoría de las tardes, en el Knoll, a menudo hasta cuando llovía. Solía caminar hasta arriba, alrededor, pidiéndoles que me admitieran de nuevo. Gritando. A veces casi sollozando. Me sentía enloquecido y desgraciado. Continuaba diciendo que todo había sido un error. Todos los domingos después del mediodía subía hasta aquel lugar, húmedo y agradable, aunque yo sabía tanto como usted que no era apropiado ir de día. Y traté de dormir allí.
Se detuvo de repente y bebió un poco de whisky.
—Traté de dormir allí —dijo, y podría jurar que sus labios temblaron—. Traté de ir a dormir allí una y otra vez. Y ¿sabe una cosa?, no pude, señor, nunca... Pensé que si tal vez podía ir a dormir allí, algo sucedería... Pero me senté allí, me acosté allí, y no pude... Pensaba y sentía ese anhelo... Es ese anhelo... Yo traté...
Sopló, se bebió espasmódicamente el resto del whisky, se puso de pie repentinamente y se abotonó la chaqueta, mirando fijamente y en forma crítica las oleografías junto a la chimenea. La libretita negra donde anotaba los pedidos de su recorrido diario formaba un bulto rígido en el bolsillo delantero. Cuando acabó de abrochar todos los botones, dio una palmada en su pecho y se volvió a mí repentinamente.
—Bueno —dijo—, debo irme.
Había algo en sus ojos y en su actitud que le resultaba demasiado difícil expresar en palabras.
—Uno se pone a hablar —dijo al fin junto a la puerta, y sonrió tristemente, y desapareció de mi vista.
Y ésta es la historia del señor Skelmersdale en el País de las Hadas, tal como él mismo me la refino.
Jimmy Goggles, el dios
—No todo el mundo ha sido un dios —dijo el hombre de piel morena—. Pero eso es lo que a mí me sucedió. Entre otras cosas.
Le di a entender que agradecía su condescendencia al contármelo.
—No se puede tener mayor ambición, ¿verdad? —siguió diciendo—. Yo soy uno de los que se salvaron en el naufragio del Ocean Pioneer. ¡Caramba! Cómo vuela el tiempo. Ya hace veinte años. Me pregunto si recuerda usted algo del Ocean Pioneer.
El nombre me era familiar e intenté recordar dónde y cuándo lo había leído. ¿El Ocean Pioneer?
—Recuerdo algo sobre oro en polvo —dije vagamente—, pero en concreto...
—Eso es —dijo—. Se metió en un maldito canal estrecho donde no tenía nada que hacer... para huir de los piratas. Era antes de que acabaran con ellos. Se trataba de un lugar donde en tiempos pasados hubo volcanes o algo por el estilo, y había rocas por todas partes. En los alrededores de Soona hay lugares donde deben vigilarse de continuo las rocas para poder ver cuándo aparecerá la próxima. Allí se hundió el barco, a veinte brazas de profundidad, antes de que nadie pudiera darse cuenta, con un cargamento de cincuenta mil libras de oro a bordo.
—¿Hubo supervivientes?
—Tres.
—Sí, ahora lo recuerdo —dije—. Algo acerca del salvamento...
Al oír la palabra salvamento, el hombre de piel morena estalló en tal torrente de palabrotas que me callé, asustado. Después, de repente, suavizando su lenguaje, dijo:
—Perdone, ¡pero hablar de... salvamento! —Se inclinó hacia mí—. Yo tomé parte en el asunto —dijo—. Intenté hacerme neo y en vez de esto me convertí en un dios. Yo tengo mis sentimientos,.. Ser dios no siempre es agradable —dijo el hombre moreno, y durante un rato siguió haciendo comentarios por el estilo, sin continuar su relato. Por fin, cogió otra vez el hilo—. Allí estaba yo, con un marino llamado Jacobs y con Always, el contramaestre del Ocean Pioneer. Fue él quien empezó todo el asunto. Todavía le recuerdo, insinuando todo el asunto con una sola frase en el bote salvavidas. Tenía una habilidad especial para dar a entender las cosas. «En este barco —dijo— hay cuarenta mil libras, y soy yo quien ha de decir dónde se ha hundido.» No se necesitaba mucha inteligencia para entenderlo. Por eso fue el jefe desde el principio hasta el fin, consiguiendo la ayuda de los Sanders y su barco. Los Sanders eran hermanos y el barco, un bergantín, se llamaba Pride of Banya. Fue él quien compró la escafandra, de segunda mano, con aparato de aire comprimido en lugar de bomba, y también hubiera sido él quien buceara de no habérselo impedido su salud. Y mientras, los del salvamento se chapuzaban en Starr Race, a ciento veinte millas de distancia, siguiendo un mapa que él había trazado con la mayor seriedad.
»Le aseguro que en aquel bergantín éramos felices; bromeábamos, bebíamos y teníamos grandes esperanzas. Todo parecía limpio, claro y sencillo; lo que la gente suele llamar "una bicoca". Solíamos preguntarnos cómo les iría a esos benditos del salvamento, que habían empezado dos días antes que nosotros, y nos moríamos de risa. Permanecíamos juntos en el camarote de los Sanders —era una tripulación curiosa, todos oficiales, sin ningún marinero—, donde estaba la escafandra esperando su tumo. El más joven de los Sanders era un tipo con sentido del humor. Realmente, tal como él nos lo hizo notar, en la cabezota y la mirada de aquella escafandra había algo divertido. La llamaba "Jimmy Goggles" y le hablaba como a una persona. Le preguntaba si estaba casado y cómo estaba la señora Goggles y las pequeñas Gogglesas. Era para reventar de risa. Todos los días bebíamos ron a la salud de Jimmy Goggles, le desenroscábamos el ojo y echábamos un vaso en su interior, hasta que, en lugar de tener aquel desagradable olor a goma, su interior olió como un barril de ron. Pasamos muy buenos ratos durante aquellos días, se lo aseguro... sin sospechar, ¡pobres infelices!, lo que se nos venía encima.
«Sabe usted, no íbamos a estropear el asunto por ir demasiado aprisa, así que dedicamos todo un día a avanzar entre sondeos hacia donde había naufragado el Ocean Pioneer, entre dos grandes rocas grises, unas rocas de lava que apenas afloran sobre el agua. Tuvimos que apartamos media milla para encontrar un lugar seguro donde echar anclas, y entonces estalló una tormentosa pelea para decidir quién se quedaría a bordo. El barco estaba allí, en el mismo lugar donde se había hundido, y se podía ver perfectamente el tope de los mástiles. La pelea terminó subiendo todos al bote, y fui yo quien se sumergió con la escafandra el jueves al amanecer.
«¡Qué maravilla! Aún lo estoy viendo Empezaba a alborear y el lugar parecía muy extraño. La gente piensa que todos los lugares del trópico son iguales: una playa lisa, palmeras y resaca. ¡Dios les proteja! Aquel lugar no tenía nada de eso. No eran rocas normales, comidas por las olas, sino grandes bancos redondos, semejantes a montones de ceniza de fundición, con cieno verde por debajo y arbustos espinosos encima, flotando por todas partes; el agua era transparente y tranquila, con un brillo gris oscuro con enormes algas de color pardo que resplandecían extendiéndose inmóviles, y los peces nadando entre ellas, Más lejos, detrás de los escollos, las lagunas y los montones de ceniza, en la ladera de una montaña se veía un bosque cuyos árboles rebrotaban una vez más, extinguidos ya los fuegos y las pavesas de la última erupción. Y al otro lado del coral, también bosque, y una especie de, ¿cómo diría?, anfiteatro roto, hecho de cenizas negras y amarillentas, elevándose por encima de todo lo demás, con el mar formando una especie de bahía en el centro.
»Como le decía, eran las primeras luces del alba y las cosas tenían un aspecto más bien descolorido. Los únicos seres humanos que podían verse a uno y otro lado del canal éramos nosotros. Únicamente se veía el Pride of Banya detrás de un grupo de rocas. No se veía alma viviente —repitió, e hizo una pausa—. No me explico de dónde salieron. Estábamos tan seguros de estar solos, que hasta dejamos al más joven de los Sanders que cantara. Yo me había introducido en Jimmy Goggles y sólo me faltaba ponerme el" casco. "Ha sido fácil —dijo Always—, aquí se ve el mástil." Después de echar un vistazo por encima de la borda, cogí el casco y faltó poco para que me cayera al virar el bote el mayor de los Sanders. Tras enroscar los tornillos y comprobar que todo estaba bien, cerré la válvula del aire para facilitar la inmersión y salté al agua con los pies por delante, pues carecíamos de escalera. Dejé el bote y me sumergí; todos los demás se asomaron a mirar mientras me hundía hacia las algas y la oscuridad que rodeaban el mástil. Creó que nadie, ni siquiera el tipo más precavido del mundo, se hubiera molestado en mirar alrededor en un lugar tan desolado como aquél. Respiraba soledad.
»Ya supondrá que yo era un novato en eso de la inmersión. Ninguno de nosotros era buzo. Tuvimos que aprender a manejar el aparato; además, era la primera vez que me sumergía. Es una sensación horrible. Los oídos duelen terriblemente. No sé si se habrá hecho daño alguna vez bostezando o estornudando; da la misma sensación, aunque diez veces peor. Y un dolor aquí, encima de las cejas, horrible, y la cabeza se queda completamente embotada. Y en los pulmones, la sensación todavía es peor, Al descender tienes la sensación de que empiezas a elevarte. Y no puedes levantar la cabeza para ver qué hay arriba ni observar qué pasa a tus pies sin experimentar un fuerte dolor al inclinarte. Y una vez abajo, la oscuridad. Sólo las cenizas y el barro del fondo. Era como invertir el tiempo y regresar a la noche.
»El mástil apareció como un fantasma en la oscuridad, a continuación, un grupo de peces, después uno de algas rojas meciéndose y luego, con un trastazo, acompañado de un nudo sordo, choqué con el puente del Ocean Pioneer. Los peces que se habían alimentado de los cadáveres se elevaron a mi alrededor romo se levanta un enjambre de moscas de la basura en verano Abrí de nuevo el paso del aire comprimido, pues la escafandra resultaba algo pesada y seguía oliendo a goma a pesar del ron, y me detuve un momento para recuperarme. Hacía frío, allí abajo, lo que me ayudó a disipar un poco el agobio.
»Cuando empecé a sentirme mejor, miré a mi alrededor. La vista era magnífica. Incluso la luz era extraordinaria: una especie de crepúsculo rojizo, producido por las algas rojas que flotaban a cada lado del barco, Y allá, sobre mi cabeza, un pálido verde azulado. La cubierta del barco estaba entera, excepto una pequeña zona de estribor; yacía larga y oscura entre las algas, despejada, menos en el lugar donde los mástiles se habían roto al hundirse, perdiéndose en la oscuridad, hacia el castillo de popa. No había ningún cadáver en los puentes; supongo que la mayoría debían estar entre las algas; pero más tarde encontré dos esqueletos en los camarotes de los pasajeros, donde la muerte les había sorprendido. Resultaba curioso permanecer en aquella cubierta e ir reconociéndola poco a poco: el lugar de la barandilla donde me gustaba fumar a la luz de las estrellas, el rincón donde un tipo de Sidney solía flirtear con una viuda que iba a bordo. Hacían buena pareja, hacía sólo un mes, y ahora no quedaba de ellos ni para alimentar a un cangrejo pequeño.
«Siempre he tenido algo de filósofo; creo que pasé por lo menos cinco minutos inmerso en este tipo de reflexiones, antes de bajar en busca del lugar donde se hallaba el dichoso oro. Era un trabajo lento, realizado a tientas la mayor parte del tiempo, pues estaba completamente oscuro, con sólo unos pocos destellos azules que penetraban a través de la toldilla. Y cosas que se movían, una que chocó con el cristal de la escafandra, otra que me pellizcó la pierna. Pensé que serían cangrejos. Pisé un montón de basura desperdigada que me intrigó; me detuve y cogí un objeto largo con protuberancias. ¿Sabe qué era? ¡Un trozo de espina dorsal! Pero los huesos nunca me han impresionado gran cosa. Habíamos hablado del asunto y estudiado
todos los detalles, y Always sabía perfectamente dónde se guardaba el oro. Encontré el lugar. Levanté la caja por uno de sus extremos más o menos una pulgada. —Se detuvo un momento—. Conseguí levantarla a una altura así. ¡Oro puro por valor de cuarenta mil libras! ¡Oro! —grité en el interior de mi casco, como si gritara victoria, y me dolieron los oídos. Empezaba a respirar con dificultad y a sentirme cansado —había estado sumergido veinte minutos o más—, y pensé que ya bastaba. Atravesé de nuevo la toldilla, y cuando mis ojos se asomaron al puente, un ruidoso y enorme cangrejo dio una especie de salto histérico y huyó hacia un lado. Me dio un buen susto. Estaba de pie en el puente despejado y cerré la válvula del casco para que el aire, al acumularse, me llevara de nuevo hacia arriba. Sentí una especie de estremecimiento por encima de mí, como si golpearan el agua con un remo, pero no levanté la cabeza. Pensé que me hacían señales para que subiera.
«Entonces algo cayó a mi lado, algo pesado, que quedó clavado y oscilando en los maderos de la cubierta. Miré y vi que se trataba de un largo cuchillo que había visto en manos del más joven de los Sanders. Pensé que lo había dejado caer, y mientras le llamaba imbécil y otras cosas, pues podía haberme herido, empecé a ascender para salir a la luz del día. Había llegado a la parte alta de las vergas cuando, ¡paf!, choqué con algo que se hundía y una bota golpeó la parte delantera de mi casco. Pero había algo mas, agitándose terriblemente. Fuera lo que fuese, me pasaba encima moviéndose y retorciéndose. Hubiera pensado que se trataba de un enorme pulpo o algo por el estilo a no ser por la bota, pues los pulpos no calzan botas. Por supuesto, todo esto ocurrió en un instante. Sentí que volvía a hundirme, agité los brazos para mantener el equilibrio y el fardo cayó, al tiempo que yo me elevaba...
Hizo una pausa.
—Vi la cara del joven Sanders, sobre un hombro desnudo y negro; una lanza le atravesaba el cuello y había algo en el agua que parecían espirales de humo rosado saliéndole de la boca. Cayeron ambos agarrados uno al otro, revolviéndose y sin fuerzas para soltarse. Un segundo después, mi casco chocó y faltó poco para que se rompiera contra la canoa de los negros. ¡Eran negros! Dos canoas llenas.
»Fueron unos minutos movidos, ¡de verdad! Atravesado por tres lanzas, Always cayó por la borda. Las piernas de tres o cuatro tipos negros me golpeaban en el agua. No pude ver mucho, pero sí lo suficiente para comprender que todo estaba perdido, por lo que, dando una repentina vuelta a la válvula, me volví a sumergir en busca del pobre Always, presa de un terror que supongo podrá usted imaginarse. Pasé al lado del negro y de Sanders, que aún luchaban débilmente, y me hallé otra vez de pie en la cubierta del Ocean Pioneer.
»¡Diablos! —pensé—, ¡vaya problema! ¡Negros! Durante un momento no vi otra alternativa: Morir de asfixia abajo o atravesado por las lanzas de los negros arriba. No sabía la cantidad de aire que me quedaba, pero me daba cuenta de que no podría resistir durante mucho tiempo. Sentía calor y tenía la cabeza completamente embotada, aparte del terrible miedo que me invadía. No habíamos contado con esos fieros indígenas, asquerosas bestias papúes. No era prudente volver a salir por el mismo sitio, así que tenía que pensar en otra solución. De momento, me encaramé por el costado del barco y me introduje entre las algas, hundiéndome en la oscuridad y anclando lo más lejos que pude. Después, me detuve y me arrodillé; volví la cabeza y miré hacia arriba. En lo alto brillaba un extraordinario color azul verdoso, y las dos canoas y el bote se veían pequeños y distantes, formando una especie de H retorcida. Mirar hacia arriba y pensar en todo lo ocurrido me hizo sentirme mal.
»Fueron los peores diez minutos de mi vida; los pasé errando en la oscuridad, con una opresión terrible, como si estuviera enterrado en la arena, sintiendo un dolor en el pecho, enfermo de miedo y respirando con la sensación de aspirar únicamente aquel olor a ron y goma. ¡Demonios! Poco después, empecé a trepar por una cuesta escarpada. Miré otra vez de soslayo, para comprobar si aún se veían las canoas y el bote, y seguí. Cuando llegué a un pie de la superficie me detuve e intenté ver hacia dónde iba; pero, como es de suponer, sólo se veían los reflejos de la superficie. Entonces me precipité hacia el exterior como si golpeara un espejo con la cabeza. Al salir del agua vi que había llegado a una especie de playa cercana al bosque. Eché un vistazo alrededor, pero los indígenas y el bergantín quedaban ocultos por un montón de lava retorcida. El tonto que hay en mí me sugirió que corriese hacia el bosque. No me saqué el casco, sólo abrí uno de sus cristales, y después de jadear un poco, salí del agua. Imagínese cuan limpio y ligero me pareció el aire.
«Por descontado que con cuatro pulgadas de plomo en la suela de las botas, la cabeza dentro de un casco de cobre mayor que una pelota de fútbol y habiendo permanecido treinta y cinco minutos sumergido en el agua, no se puede batir ninguna marca de velocidad. Corrí como una tortuga, y a medio camino de los árboles me topé con una docena o mas de negros que salían de entre ellos y que se me acercaban con una actitud anhelante y sorprendida.
»Me quedé inmóvil y maldije en mi interior a todos los imbéciles que hemos nacido en Londres. No había posibilidad alguna de regresar al agua. Lo único que hice fue enroscar otra vez el cristal para tener las manos ubres, y esperé a que vinieran por mí. No podía hacer otra cosa.
Pero no se acercaron. Empecé a sospechar por qué. "Jimmy Goggles —le dije—, es debido a tu belleza." Creo que con todos aquellos peligros amenazándome y el cambio de presión, tenía la cabeza algo ida. "¿Qué miráis?", dije, como si aquellos salvajes hubieran podido oírme. "¿Por quién me tomáis? Que me condene, si no os doy una razón para mirar", dije, y cerré la válvula de escape y di paso al aire comprimido, hasta que me hinché como un globo. Debió resultar bastante impresionante. No se atrevieron a avanzar un solo paso. Y de pronto, empezaron a postrarse de rodillas uno tras otro. No sabían cómo tratarme y actuaron de la manera que les pareció mas correcta y razonable. Pensé en dar media vuelta y volver corriendo al mar, pero me pareció inútil. Si hubiera dado un solo paso hacia atrás, me habrían perseguido. Llevado por la desesperación, me dirigí hacia ellos, avanzando por la playa con pasos lentos y pesados y agitando mis brazos hinchados de una manera majestuosa. Pero en mi interior no las tenía todas conmigo.
«Pero no hay nada que ayude más a un hombre en apuros como un aspecto imponente, ya lo había podido comprobar antes de aquello y también lo comprobé después. A las personas como nosotros, que a la edad de siete años ya han visto escafandras, les es difícil imaginar el efecto que éstas pueden causar en las mentes sencillas de esos salvajes. Uno o dos se volvieron y empezaron a correr, los otros empezaron a golpear frenéticamente el suelo con la frente una y otra vez. Y yo seguí avanzando, lenta y majestuosamente, con mi aspecto artificioso y extraño. Era evidente que me tomaban por algo extraordinario.
«Entonces, uno se puso en pie señalando con el dedo, haciendo gestos desmesurados en dirección a mí, al tiempo que los otros empezaban a compartir su atención entre mi persona y algo que vieron en el mar. "¿Qué pasa?", me dije. De acuerdo con mi dignidad, me volví lentamente y vi, saliendo de detrás de un promontorio, al pobre Pride of Banya rodeado por un grupo de canoas. Su vista casi me puso enfermo. Pero ellos evidentemente esperaban alguna señal de satisfacción, por lo que agité los brazos de manera mecánica. Después, me di la vuelta y con paso majestuoso me dirigí de nuevo hacia los árboles. En aquellos momentos, recuerdo que recé como un loco una y otra vez; "¡Dios mío, ayúdame! ¡Dios mío, ayúdame!" Únicamente los ignorantes que no saben nada de nada de los peligros se reirían de mis ruegos.
«Pero los negros no estaban dispuestos a dejarme marchar así como así. Empezaron a bailar una especie de danza a mi alrededor, obligándome a tomar determinado camino a través de los árboles. Estaba claro que, pensaran de mí lo que pensaran, no me tomaban por un ciudadano inglés; y yo, por mi parte, nunca me sentí menos ansioso de pertenecer a este viejo país.
«Quizás le cueste creerlo, a no ser que esté familiarizado con los indígenas, pero aquellas criaturas ignorantes y descamadas me llevaron directamente a una especie de templo para ponerme ante una negra y antigua piedra sagrada que guardaban en él. Empezaba a darme cuenta de cuan grande era su ignorancia, y al poner los ojos en aquella deidad comprendí lo que pasaba. Empecé a gritar con voz de barítono un "uou-uou" muy prolongado y a agitar intensamente los brazos, y luego, muy lenta y ceremoniosamente, derribé la deidad y me senté sobre ella. Necesitaba sentarme; las escafandras no son una prenda apropiada para vestir en los trópicos. Hablando claro, resultan demasiado pesadas. Me di cuenta de lo grande que era su emoción al ver que me sentaba en su altar, pero en menos de un minuto llegaron a una conclusión y me adoraron. Ya puede usted imaginar cómo me sentí aliviado a pesar del peso que soportaban mis hombros y pies, al ver el cariz que iban tomando las cosas.
»Lo único que me preocupaba era pensar cómo se lo tomarían los de las canoas cuando regresaran. Si me vieron en el bote antes de sumergirme sin si casco puesto, pues podían haber espiado escondidos durante la noche, seguramente adoptarían un punto de vista muy diferente al de sus compañeros. Durante horas, hasta que empezó el ajetreo de su llegada, me sentí como sobre ascuas.
Pero se lo tragaron, todo el poblado se lo tragó. A base de permanecer lo más quieto y rígido que pude, como las estatuas egipcias, durante casi doce horas, me di cuenta de que al fin lo había conseguido. Usted no puede comprender lo que esto suponía en medio de aquel calor y aquellos horribles olores. No creo que ninguno de ellos sospechara que dentro había un hombre. Yo era sólo un gran dios maravilloso y coriáceo que, por fortuna para ellos, había salido de las aguas, ¡Pero qué cansancio, qué calor, en aquel encierro, con aquel olor a goma y ron, y aquel ajetreo! Encendieron ante mí un fuego hediondo en una especie de plancha de lava y pusieron encima un montón de porquería ensangrentada, cuyas peores partes se comieron en un banquete, los muy bestias, y lo quemaron todo en mi honor. Yo me sentía hambriento, pero ahora comprendo por qué los dioses se las arreglan sin comer, con el hedor que exhalan las cosas que les ofrecen. También trajeron parte de las cosas que habían cogido en el bergantín, y, entre todas ellas, la bomba neumática utilizada para el aire comprimido, cuya vista me produjo un gran alivio. Después, entró un grupo de muchachos de ambos sexos que bailó a mi alrededor una danza indecente. Resulta curioso ver de qué manera tan distinta muestran su respeto los diversos pueblos. Si hubiese tenido un hacha a mano me los cargo a todos, tan nervioso me pusieron. Durante todo ese tiempo permanecí rígido como una estatua, sin saber qué otra cosa podía hacer. Por fin, cuando cayó la noche y la casa-templo, hecha de mimbres entrelazados, quedó demasiado oscura —todos esos salvajes temen la oscuridad, sabe usted— y yo empecé a hacer una especie de ruido "muu", encendieron hogueras en el exterior y me dejaron solo y en paz en la oscuridad de mi cabaña con libertad para abrir un poco los cristales de mi escafandra y tiempo para pensar en el cariz que había tomado el asunto. Me sentía verdaderamente mal, ¡Dios mío!, y estaba completamente mareado.
«Estaba débil y hambriento, y mi mente desarrollaba una tremenda actividad sin llegar a decidir nada; daba vueltas y más vueltas para al fin volver al punto de partida. Me entristecía la suerte de mis compañeros, borrachos empedernidos, ciertamente, pero no merecedores del fin que habían tenido; la vista del joven Sanders, con la lanza atravesando su garganta, no se apartaba de mi pensamiento. Subsistía el problema del tesoro, que continuaba sumergido en el Ocean Pioneer, de cómo sacarlo y esconderlo en un lugar seguro, y luego escapar y regresar para recuperarlo. Y el problema de cómo conseguir algo de comer. Me sentía desfallecer, pero no me atrevía a pedir comida mediante signos, por miedo a parecer demasiado humano; y por eso permanecí allí, sentado y hambriento, casi hasta el amanecer. Cuando el poblado se sumió en el silencio, no pudiendo aguantar ya más, salí fuera y cogí un poco de comida, algo que parecían alcachofas, y leche agria. Lo que sobró, lo coloqué al lado de las demás ofrendas para insinuarles cuáles eran mis gustos. Por la mañana, vinieron a adorarme y me encontraron tieso y respetable, sentado sobre su antiguo dios, tal como me habían dejado la noche anterior. Yo había apoyado la espalda en el pilar que sostenía la cabaña y, en realidad, estaba dormido. Así es como me convertí en un dios de los paganos, un falso dios, sin duda, y blasfemo; pero no siempre se puede escoger.
«Bueno, no quiero presumir de dios mas de cuanto merezco, pero sí puedo decir que mientras fui su dios todo les salió bien. Nada extraordinario, por supuesto, pero ganaron una batalla con otra tribu —me hicieron un montón de ofrendas que no merece la pena explicar—, consiguieron una magnífica pesca y obtuvieron una extraordinaria cosecha. Además, entre los beneficios que les propicié, ellos contaban todo lo capturado en el bergantín. Para ser un dios nuevo, no estaba nada mal. Aunque le cueste creerlo, fui el dios de aquellos salvajes casi cuatro meses...
»¿Qué otra cosa podía hacer? Pero no llevé la escafandra durante todo ese tiempo. Hice que me construyeran una especie de tabernáculo y, con el tiempo, les di a entender qué quería que hicieran. Ésta fue la mayor dificultad, hacerles comprender mis deseos. Yo no podía bajar y chapurrear su lenguaje —en el supuesto de que lo hubiera conocido— ni pasarme todo el tiempo gesticulando. Así que hacía dibujos en la arena, luego me sentaba al lado y los señalaba ululando. Algunas veces me interpretaban bien, otras mal, pero siempre demostraron buena voluntad. Mientras, yo me rompía la cabeza para ver cómo solucionaba el asunto. Cada noche, antes de amanecer, salía vestido con mi escafandra y buscaba un lugar desde el cual pudiera verse el canal donde había naufragado el Ocean Pioneer; e incluso una vez, en una noche de luna, intenté caminar hasta el barco; pero las algas, las rocas y la oscuridad me lo impidieron. Regresé siendo ya de día, y encontré a todos aquellos estúpidos negros rezando en la playa para que el dios del mar volviera a ellos. Me sentía tan cansado y humillado, de tanto vagar y tambalearme, de tanto ir y venir, que de buena gana la hubiera emprendido a puñetazos con ellos, cuando empezaron a mostrar su regocijo. Que me cuelguen si me gustaba tanta ceremonia.
Entonces vino el misionero, ¡Aquel misionero! Era por la tarde; cuando llegó, yo estaba representando mi papel sentado en la piedra del templo. Oí voces y ruidos y después su voz; hablaba con un intérprete. "Adoran troncos y piedras", dijo, y en seguida comprendí de qué tipo se trataba. Me había quitado uno de los cristales para estar más cómodo y siguiendo una inspiración canté con todas mis fuerzas. "Troncos y piedras —dije—, entre y le destrozaré su linda cabeza." Se hizo el silencio, y después volvieron a oírse voces. Finalmente entró, Biblia en mano, con el porte que les es peculiar a estos tipos; era un sujeto bajo y animoso, con lentes y salacot. Sospecho que al verme sentado en la sombra, con la cabeza de cobre y en el interior de Goggles, se quedó bastante sorprendido. "Bien —dije—, ¿cómo va el comercio de indiana?", pues no estoy acostumbrado a tratar con misioneros.
»Le tomé el pelo. Era un novato y no estaba a mi altura. Me preguntó quién era con voz entrecortada, y yo le respondí que leyera la inscripción que había a mis pies si deseaba saberlo. Se arrodilló para leer, y su intérprete, supersticioso como todos ellos, lo tomó por un acto de adoración y cayó como fulminado de rodillas. Todo mi pueblo lanzó un grito de triunfo y para él acabó cualquier posibilidad de trabajar entre ellos.
«Pero fui un tonto al tomarle el pelo como lo hice. Si hubiera tenido una pizca de sensatez, le habría contado en seguida lo del tesoro y habría entrado en tratos con él. No tengo la más mínima duda de que hubiera aceptado. Hasta un niño, tras pensarlo un poco, hubiera comprendido la relación existente entre mi traje de buzo y la pérdida del Ocean Pioneer. Una semana después de su visita, al salir una mañana, vi al Motherhood, el barco de salvamento de Starr Race, enfilando el canal y sondándolo. El asunto se iba al traste y todos mis sacrificios no habían servido para nada. ¡Demonios! ¡Cómo me enfurecí! ¡Después de haber hecho el mamarracho con ese traje apestoso! ¡Cuatro meses!
El relato del hombre de piel tostada degeneró de nuevo en palabrotas.
—Imagíneselo —dijo, cuando una vez más moderó su lenguaje— cuarenta mil libras en oro.
—¿Regresó el misionero? —pregunté.
—Oh, sí, ¡Dios le proteja! Puso en juego su reputación, asegurando que había un hombre en el interior del dios, y se dispuso a demostrarlo con gran ceremonia. Pero no había nadie; una vez más, se llevó un chasco. Yo siempre he odiado las escenas y las explicaciones, así que me marché mucho antes de que volviera; regresé a Banya siguiendo la costa, escondiéndome entre la maleza durante el día y robando comida en los poblados por la noche. Únicamente llevaba una lanza. Ni ropa ni dinero. Nada. Mi cara es mi fortuna, como suele decirse, en vez de serlo las ocho mil libras de oro que constituían mi quinta parte. Pero gracias a Dios, los indígenas le dieron una buena lección, porque pensaron que había sido él quien les había privado de su buena suerte.
El nuevo acelerador
Ciertamente, si alguna vez encontró alguien una guinea buscando un alfiler, esa persona es mi buen amigo el profesor Gibberne. He oído hablar de inventores que han ido mucho más allá de donde querían; pero hay que confesar que todos ellos quedaron muy por bajo del referido profesor. Como que el tal Gibberne ha descubierto algo capaz de introducir una verdadera revolución en la vida. Dicho sea sin la menor exageración.
Y la verdad es que el hallazgo lo hizo por casualidad, mientras buscaba un vulgar tónico mediante el cual las gentes que andan flojas de nervios pudiesen resistir el tráfago agotador de la existencia moderna.
He probado la droga varias veces, y creo un deber describir los efectos que en mí ha producido. Todos aquellos que andan en pos de nuevas sensaciones me agradecerán estas líneas.
El profesor Gibberne es vecino mío en Folkestone. Los rasgos característicos de su fisonomía son: una frente elevada y unas cejas negras pobladísimas y algo huidas hacia arriba por la parte de la sien; circunstancias que contribuyen a dar a aquella cara cierto aspecto mefistofélico.
Añadiré que es hombre decidor y bromista y que gusta mucho de conversar conmigo acerca de sus trabajos. De ahí que haya podido seguir paso a paso la gestación del Nuevo Acelerador, y que conozca todos, absolutamente todos sus secretos de laboratorio.
Como todo el mundo sabe, la especialidad que ha hecho célebre a Gibberne entre los fisiólogos es su conocimiento de la acción de las medicinas sobre el sistema nervioso. En materia de anestésicos, soporíficos y sedativos, no hay quien rivalice con Gibberne, cuya preocupación constante, desde hace muchos años, era descubrir un tónico nervioso al nivel de las exigencias de la vida contemporánea. Antes de dar con el Nuevo Acelerador, ya tenía descubiertos tres específicos de esa clase, tan inofensivos como poderosos. Sobre todo el jarabe Gibberne es una verdadera maravilla para restaurar nervios desahuciados. Y conste que no es reclame.
—Pero nada de eso me satisface —me decía hará cosa de un año—. Y no me satisface porque todas las drogas que llevo descubiertas, o bien aumentan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente acrecen la energía disponible, debilitando la conductividad nerviosa, todas ellas son desiguales y locales en sus efectos. Así, una excita el corazón, mientras paraliza el cerebro; otra, por el contrario, pone en tensión al cerebro, en tanto que daña al plexo solar... Lo que yo persigo es algo que lo estimule todo al mismo tiempo, que nos sacuda desde la coronilla hasta las uñas de los pies, que nos haga, en una palabra, ir más deprisa, vivir mas rápidamente que el resto de la humanidad. Eso es lo que yo quiero, y lo que alcanzaré pese a quien pese.
—Pero eso sería perjudicial, en último término —me atreví a aventurar—. Indudablemente llegaría a acometemos la fatiga.
—¿La fatiga?... Nada de eso, amigo mío. Todo se arreglaría nutriéndose doble o triple de lo ordinario. Créame usted, el porvenir del hombre está en pensar dos veces más rápidamente que lo hace ahora, en moverse dos veces más de prisa, en ejecutar dos veces mas trabajo, en un tiempo dado. Y esa conquista no podrá hacerse sin que yo acuda en su auxilio.
Pasó algún tiempo. De vez en cuando volvía a hablarme Gibberne de sus trabajos. En ocasiones lo hacía nerviosamente, y mostraba ciertos temores acerca de los resultados fisiológicos que el específico pudiera tener en definitiva.
Por mi parte, he de declarar que la cosa me interesaba. He sido siempre algo aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y, a mi juicio, Gibberne se hallaba preparando nada menos que la absoluta aceleración de la vida. ¿Y a qué conduciría ello, en suma?... Era indudable que al lado de las innegables ventajas de la droga, el que la absorbiese repetidas veces sería un adulto a los once años, un hombre maduro a los veinticinco y un anciano a los treinta. De modo que, en fin de cuentas, Gibberne con su invento iba a conseguir eso que la naturaleza realiza con los hebreos y los orientales, quienes, si bien son gentes que piensan y obran mas rápidamente que nosotros, en cambio son viejos caducos no bien han traspasado las fronteras de la cincuentena.
Fuera lo que fuere, yo sentía grandes impaciencias por ver el resultado de los estudios de Gibberne. Ese resultado no se hizo esperar. El día 10 de agosto vino a comunicarme mi amigo que el Nuevo Acelerador, nombre con que había bautizado la droga, era una realidad tangible. Por cierto que la noticia me la dio en la calle, poco después de haber salido de casa para hacerme cortar el pelo. Los ojos del sabio relucían como carbunclos. Su cara reflejaba intensísimo júbilo. Aquello era, sin duda, el triunfo definitivo.
—¡Eureka! —exclamó estrechándome nerviosamente las manos—. He vencido, amigo mío... ¡Y qué victoria más decisiva!... Venga usted en seguida a mi casa y se convencerá.
—Pero ¿es cierto?
—¡Muy cierto! —gritó—. Tan cierto como increíble... Es preciso verlo para convencerse de ello.
—¿De modo que la cosa duplica el vivir?
—¡Duplicar!... Infinitamente mas que eso. Estoy asustado... ¡Qué descubrimiento tan portentoso!... ¡Venga usted, venga usted a probarlo sin perder un minuto!...
Y el buen Gibberne me agarró por un brazo, echando a correr como un loco. Tuve que seguirle por fuerza.
—¿Es que, por ventura, lleva usted en el cuerpo alguna dosis de la droga? —hube de preguntarle casi sin alientos por efecto de su desatentada carrera.
—Nada de eso, querido. Sin embargo, le confesaré que esta actividad se debe a una gota de agua absorbida por mí al lavar el tubo de ensayo, donde había decantado antes cierta cantidad del Nuevo Acelerador. Por este detalle puede usted calcular los efectos de mi tónico prodigioso... ¡Ah, qué admirable hallazgo!... La vida acelerada mil veces... ¡Qué mil veces! Muchos miles de veces... Mi Nuevo Acelerador es la revelación de multitud de secretos fisiológicos... Por ejemplo, merced a él puede estudiarse la teoría de la visión bajo una forma tan nueva como sorprendente... Sí, amigo mío; una dosis de mi droga basta para que el ojo humano vea miles de veces más de prisa que en estado normal. Y así todo.
La verdad es que todo aquello me iba causando cierto miedo. Así es que, cuando me encontré en el laboratorio de Gibberne, teniendo ante mí al sabio con un pomito lleno de un líquido verdoso, desapareció toda mi afición a lo desconocido.
—¿Tiene usted reparos en probarlo? —interrogó el químico. La pregunta me hizo el efecto de un latigazo. Soy hombre de mucho amor propio. Reaccionando, pregunté con voz entera:
—Pero ¿ha probado usted personalmente los efectos del Nuevo Acelerador?
—¿Cómo podría hablarle de ellos si así no fuera?... Y le aseguro que es cosa absolutamente inofensiva.
Al oír esto me senté y dije:
—Pues bien, ¡venga esa droga!... Lo peor que puede ocurrir es que ya no tenga que pelarme, con lo cual me economizaré una de las operaciones más molestas a que se halla sujeto el hombre civilizado. ¿Cómo se ingiere ese potingue?
—Mezclado con agua —contestó Gibberne empuñando una botella y añadiendo—: Y ahora, unas cuantas advertencias indispensables, amigo mío. Apenas trague usted la poción, cierre sus ojos herméticamente, y no vuelva a abrirlos hasta pasado un minuto. Además de eso, procure estar quieto durante dicho tiempo. Hay que evitar toda sacudida. Recuerde que va usted a vivir mil o dos mil veces más de prisa que de ordinario; que el corazón, el cerebro, los nervios, los pulmones y los músculos van a funcionar mil o dos mil veces con mayor rapidez. Usted no se dará cuenta de ello; le parecerá que sigue viviendo como antes. Lo único que creerá advertir es que todo en el mundo camina miles de veces con más lentitud que de ordinario. Y para que se disipe todo temor en usted, voy a acompañarle en el experimento.
Diciendo así, Gibberne vertió unas cuantas gotas del Nuevo Acelerador en dos vasos llenos de agua. Acto seguido me ofreció uno, repitiéndome las advertencias anteriores. Luego, y con un vaso en alto, exclamó:
—¡Brindo por el Nuevo Acelerador?
—¡Vaya por él! —repetí, echándome al coleto la pócima y cenando instintivamente los ojos.
Durante unos segundos me pareció como si hubiese aspirado ese gas que suelen propinar algunos dentistas para extraer las muelas sin dolor. Después sentí que Gibberne me llamaba. Abrí los ojos con grandes precauciones. Mi insigne amigo se hallaba en la misma posición, sólo que el vaso se encontraba vacío.
—¿Y bien?... —pregunté.
—¿No nota usted nada? —dijo él a su vez.
—Nada. Una ligera sensación de bienestar. Pero nada más.
—¿Ni siquiera ruidos?
—Ni ruidos. Es decir, sí; me parece percibir un ligero chisporroteo: algo así como el ruido de la lluvia sobre los cristales... ¿Qué es eso?
—¡Ah, querido!... Lo que usted oye son, ¡le parecerá increíble!, sonidos analizados.
Gibberne dirigió a continuación una mirada a la ventana, preguntándome:
—¿Ha visto usted alguna vez un visillo que permanezca en la forma que ese delante del cristal?
Miré y vi con sorpresa que la punta de tal visillo se hallaba levantado hacia arriba como si una mano invisible lo sostuviera. Era como si hubiese penetrado por una rendija del cristal una ráfaga de aire helado, congelando la tela luego de levantarla.
—Pues ahora, mire a su mano derecha —dijo Gibberne abriendo los dedos y dejando sólo el vaso en el vacío. Instintivamente parpadeé creyendo que el vaso caería a tierra, estrellándose. Pero, lejos de ocurrir esto, el frágil recipiente permaneció quieto en el aire, como si estuviese encantado. Aquello resultaba estupendo.
—¿Le parece maravilloso, verdad?... —interrogó el sabio—. En nuestras latitudes un objeto que cae recorre 4 metros 880 milímetros en el primer segundo. Y este vaso está cayendo a esa velocidad. Sólo que aún no ha transcurrido la centésima parte de un segundo. Esto dará a usted una idea de lo que es mi Nuevo Acelerador.
Y Gibberne pasó la mano en torno por debajo del vaso, acabando por cogerlo por el pie y depositarlo cuidadosamente sobre la mesa. Todo esto acompañado de una risilla de vanidad satisfecha.
Poco a poco fuime levantando de la silla en que me hallaba sentado. La verdad era que yo no sentía el mas leve malestar, Antes, por el contrario, experimentaba una sensación placentera. En cuanto al cerebro, su funcionamiento era perfecto. El vivir millares de veces mas de prisa no resultaba desagradable, en fin de cuentas. Me acerqué a la ventana. Desde allí contemplé un espectáculo extraño. En mitad de la calle se hallaba un ciclista completamente inmóvil. Estábase el tal inclinado sobre el guía, en actitud de realizar un vigoroso esfuerzo. De la rueda posterior del aparato se elevaba una columna de polvo; pero la inmovilidad de éste era tan absoluta como si se hubiese helado repentinamente en la atmósfera. A pocos metros hallábase un char a bañes con los caballos en actitud de galopar; y digo en actitud, porque el vehículo no se movía lo más mínimo. Yo no podía dar crédito a mis ojos. Mudo de asombro, rompí por fin el silencio para preguntar a Gibberne:
—¿Cuánto tiempo duran los efectos de esta droga endiablada?
—¡Qué sé yo! —contestó—. La última vez que la tomé fuime a la cama antes de que se disipase su acción completamente. Estaba asustadísimo. Sin embargo, creo que debe ser cosa de unos minutos.
—Entonces —observé— salgamos a la calle. Resultará divertido. A menos que nuestra presencia no sea causa de alguna perturbación de orden público.
—Ni pensarlo. Las gentes que andan por la calle no nos verán. ¿No sabe usted que el Nuevo Acelerador nos hace ir mil veces mas de prisa que todo el mundo?... ¡Vamos, pues!... ¿Le parece a usted que por abreviar salgamos por la ventana?
Y así lo hicimos. Nuestra aventura de aquel día a través de, las calles de Folkestone, y bajo la influencia del Nuevo Acelerador, puede ser, sin vacilaciones de ningún género, clasificada entre las más estupendas que ha acometido el hombre desde que el mundo es mundo. Figuraos un paseo por una ciudad paralizada en plena vida por un soplo mágico. Era el efecto de una inmensa instantánea fotográfica con todos sus objetos de relieve y con el verdadero color de las cosas. Los coches, los transeúntes, todo permanecía inmóvil.
Entre las personas aparecían algunas con aspectos extraños. Por ejemplo, una muchacha y un joven se miraban sonriéndose; pero era una sonrisa falsa, engañadora, desagradable de contemplar. En mitad de la acera se había quedado una mujer atisbando la fachada de la casa de Gibberne, y a pocos pasos de la curiosa, un hombre que asemejaba a una figura de cera, se atusaba los mostachos con un aire de presunción infinita. Otro individuo se llevaba la mano al sombrero, arrebatado por el aire y que, sin embargo, permanecía suspendido sobre la cabeza. Todo esto resultaba divertido en extremo.
Queriendo ampliar nuestras experiencias, nos dirigimos al Parque. El espectáculo era allí mas fantástico todavía. La banda militar debía estar tocando, encaramada en un quiosco; pero to cierto es que a mis oídos sólo llegaba algo así como la lenta vibración de una campana
Los concurrentes permanecían quietos, en actitudes solemnes o ridículas; a veces con los brazos o una de las piernas en alto y tos bustos inclinados adelante o a un lado. Un perrillo faldero estaba en pleno salto, sin acabar de caer nunca al suelo. Era una cosa, en verdad, prodigiosísima.
Entre los detalles curiosos recuerdo a un caballero que estaba en actitud de luchar desaforadamente contra el viento para que no le llevase el periódico. Y lo más raro era que yo no notaba ni el más leve soplo de aire... ¡Como que nosotros caminábamos mucho mas deprisa que él!... Ello parecía absurdo, pero era la verdad; todo cuanto yo había dicho, pensado y hecho, desde que el Nuevo Acelerador se difundiera en mis venas, ocurría en el tiempo que tardan normalmente los párpados en abrirse y cenarse, cuando pestañeamos.
A todo esto yo empezaba a sentir un calor inaguantable.
—¡Gibberne! —exclamé—. ¡Basta, por Dios!... Caminamos con una velocidad de seis kilómetros por segundo... Me abraso... Esto debe obedecer a la presión del aire.
—¡Calma! —dijo el sabio—. Observe usted que el mundo empieza a recobrar paso a paso su movimiento. Los efectos de la poción comienzan a ceder.
Era verdad: los concurrentes comenzaban a agitarse. La banda sonaba ya a algo armónico y articulado; los brazos y las piernas de las personas se distendían; los gallardetes y banderolas ondeaban suavemente; las sonrisas se deshelaban y los labios se movían. Era la vuelta a la vida. Tomábamos a ponernos al unísono con el mundo, a marchar a su mismo paso.
Cuando regresamos a casa de Gibberne, todo habla recobrado su aspecto usual. Mi sorpresa aumentó de pronto al oír de labios del eminente químico que todo cuanto presenciáramos desde que comen-zara a hacer efecto la pócima, se había desarrollado en el breve espacio de un segundo. Es decir, que nosotros habíamos vivido media hora mientras la banda militar del parque ejecutaba dos compases. Como se ve, el Nuevo Acelerador obraba verdaderos milagros. Tantos, que Gibberne, convencido de los peligros que puede traer el vivir San excesivamente de prisa, no obstante sus ventajas de decuplicación de las energías humanas, proyecta confeccionar un Retardador que compense la potencia más que sobrada del Nuevo Acelerador.
Es indudable que ambas drogas causarán una revolución completa en el mundo. Cada cual podrá a su arbitrio, o concentrar toda su actividad en la ejecución de algún acto que exija el vigor máximo, para lo cual hará uso del Acelerador, o demorar la vida, dentro de los límites naturales, hasta caer en la pasiva tranquilidad del faquir indio, echándose al coleto unas gotas del Retardador.
Finalizaré declarando (sirva ello de demostración de las virtudes del Nuevo Acelerador) que estas líneas han sido escritas, bajo su influencia, exactamente en cinco minutos. ¿Habrá quien, después de saber esto, niegue las ventajas del invento de mi arrugo Gibberne?
Un sueño de Armageddon
El hombre de semblante pálido entró en el vagón en Rugby. Sus movimientos eran lentos a pesar del apremio del mozo que le acompañaba, e incluso en el andén advertí que parecía muy enfermo. Se dejó caer en el rincón junto a mí con un suspiro, hizo un intento incompleto de arreglarse la bufanda de viaje y se quedó inerte, con los ojos mirando al vacío. Al cabo de poco sintió que yo le observaba, miró hacia mí y sacó una mano exánime para alcanzar su periódico. Seguidamente, miró de nuevo hacia mí.
Fingí leer. Temía haberle azorado inútilmente, y al poco tiempo me sorprendió oírle hablar.
—¿Decía usted? —dije.
—Ese libro —repitió, mientras lo señalaba con un dedo delgado— trata de los sueños.
—Es obvio —le respondí, puesto que se trataba de los Estados del sueño, de Fortnum-Roscoe, y el título figuraba en la cubierta.
Se parapetó en el silencio durante un tiempo, como si buscara las palabras:
—Sí —dijo al cabo—, pero no dicen nada.
No comprendí el sentido de lo que me decía durante unos momentos.
—No saben —añadió.
Miré con mayor atención su cara.
—Hay sueños —dijo— y sueños.
Jamás discuto ese tipo de aseveraciones.
—Supongo... —vaciló—. ¿Usted sueña en alguna ocasión? Me refiero a sueños vividos.
—Sueño muy poco —le respondí—. Dudo de que tenga unos tres sueños vividos en el curso de un año.
—¡Ah! —dijo, y por un momento pareció concentrarse en sus pensamientos—. ¿Acaso sus sueños no se entremezclan con sus recuerdes'' —preguntó con brusquedad—. ¿Acaso no duda de si esto o aquello sucedió o no?
—Casi nunca. Excepto algunas vacilaciones momentáneas de vez en cuando. Supongo que muy poca gente lo hace.
—Acaso él dice... —y señaló el libro.
—Dice que sucede en ocasiones y ofrece la explicación habitual respecto a la intensidad de la impresión y cosas semejantes, para explicar que no tenga lugar como regla general Imagino que usted sabe algo de esas teorías...
—Muy poco... excepto que son un error.
Su mano lánguida jugó brevemente con la correa de la ventanilla. Me dispuse a volver a la lectura, lo que precipitó su siguiente observación. Se echó hacia adelante como si quisiera tocarme.
—¿Hay algo calificado de sueño consecutivo... algo que se repite noche tras noche?
—Así lo creo. En muchos libros sobre trastornos mentales se citan casos de ésos.
—¡Trastornos mentales! Sí. Diría que así es. Es el lugar adecuado para ellos. Pero a lo que me refiero... —miró sus nudillos huesudos— es si siempre acaecen cuando soñamos. ¿Es soñar? ¿O es algo distinto? ¿Acaso no podría ser algo distinto?
Hubiera rechazado su conversación insistente de no haber visto la ansiedad en su cara. Recuerdo la mirada de sus ojos marchitos y sus párpados enrojecidos... quizás sepáis cómo es ese tipo de mirada.
—No estoy hablando de una opinión —dijo él—. Es algo que me está matando.
—¿Los sueños?
—Si usted los llama sueños... Noche tras noche. ¡Vividos..-.! ¡Tan vividos... que esto... —señaló el paisaje que discurría veloz por la ventanilla— parece irreal en comparación! Apenas si puedo recordar quién soy, a qué me dedico... —Hizo una pausa—: Incluso ahora..
—¿Quiere usted decir que el sueño es siempre el mismo? —le pregunté.
—Se acabó.
—¿Cómo dice?
—Me morí.
—¿Murió?
—Muerto y aniquilado, y ahora gran parte de mí, lo que figuraba en el sueño, ha muerto. Muerto para siempre. Soñé que era otro hombre, sabe, que vivía en otra parte del mundo y en una época distinta Lo soñé noche tras noche. Noche tras noche desperté a aquella vida distinta. Escenas y sucesos nuevos... hasta llegar a aquel último...
—¿En el que murió?
—En el que morí.
—Y desde entonces...
—No —dijo—. ¡Santo cielo! Aquello fue el final del sueño...
Quedaba claro que me iba a contar ese sueño, y a fin de cuentas me quedaba una hora por delante, la luz se iba con rapidez y Fortnum-Roscoe tiene fama de aburrido.
—Al decir en una época distinta —le pregunté— ¿se refiere a otro siglo?
—Sí.
—¿Pasado?
—No... venidero... venidero.
—¿Por ejemplo, el año tres mil?
—No sé de qué año se trataba. Lo sabía cuando estaba dormido, cuando soñaba, sí, pero no ahora... no cuando estoy despierto. Hay muchas cosas que he olvidado desde que desperté de aquellos sueños, a pesar de que las sabía cuando estaba... supongo que estaba soñando. Se referían al año de una forma distinta a nuestra manera de denominar el año... ¿Cómo lo denominaban? —apoyó la mano en su frente—. No —dijo—, lo he olvidado.
Sonrió sin fuerzas. Por un momento temí que no quisiera contarme su sueño. Por regla general detesto a la gente que cuenta sus sueños, pero éste me interesó de forma distinta. Incluso le ofrecí ayuda:
—Empezaba... —sugerí.
—Fue vivido desde el principio. Parecía como si despertara en él de repente. Lo curioso es que en aquellos sueños a los que me refiero nunca recordaba la vida que estoy viviendo ahora. Parecía como si la vida del sueño fuera suficiente mientras durara. Tal vez... Pero le contaré cómo me encontraba cuando haga todo lo posible para recordarlo. No recuerdo nada con claridad hasta que me encontré sentado en un mirador que daba al mar. Me quedé medio adormilado y de repente me desperté de manera vivida, nada adormilado, porque la muchacha había dejado de abanicarme,
—¿La muchacha?
—Sí, la muchacha. No debe interrumpirme o perderé el hilo.
Se paró de forma brusca:
—¿No creerá acaso que estoy loco? —dijo.
—No —le respondí—, usted ha estado soñando. Cuénteme su sueño.
—Me desperté, decía, porque la muchacha había dejado de abanicarme. No me sorprendió encontrarme allí ni algo parecido, ¿comprende? No me pareció haber caído allí de forma repentina. Sencillamente, lo acepté como era Cualquier recuerdo que tuviera de esta vida, de esta vida del siglo diecinueve, se desvaneció al despertar, se desvaneció como un sueño. Sabía todo lo referido a mi persona, sabía que ya no me llamaba Cooper sino Hedon y sabía todo lo concerniente a mi posición en el mundo He olvidado muchas cosas desde que me desperté... hay una falta de ilación... pero entonces resultaba bastante claro y obvio.
Vaciló de nuevo, agarró la correa de la ventanilla, adelantó el rostro y me miró con una súplica.
—¿No le parecerán tonterías?
—¡No, no! —exclamé— Siga. Cuénteme cómo era el mirador.
—En realidad no era un mirador... no sé cómo denominarlo. Daba al sur. Era pequeño. Estaba en la penumbra excepto por el semicírculo del balcón, que permitía ver el cielo, el mar y el rincón en que se encontraba la muchacha. Yo me encontraba en un sofá... era un sofá de metal con ligeros almohadones de rayas... Y la muchacha se apoyaba en el balcón dándome la espalda. La luz del crepúsculo caía sobre su oreja y su mejilla. El hermoso cuello blanco con sus pequeños rizos, así como su blanco hombro, estaban al sol, y todo el encanto de su cuerpo permanecía en la fría sombra azulada. Iba vestida... ¿cómo contarlo? Era algo ligero y ondulante. Estaba allí, y me llegaba la imagen de lo muy bella y digna de deseo que era, como si no la hubiera visto nunca. Cuando finalmente suspiré y me levanté apoyándome en el brazo, ella volvió su cara hacia mí...
Paró la narración.
—He vivido cincuenta y tres años en este mundo. He tenido una madre, hermanas, amigas, esposa e hijas... sus caras, sus semblantes, los conozco. Pero la cara de esa muchacha... es algo que me resulta mucho más real. Puedo recordarla de forma que vuelvo a verla... la podría dibujar o pintar. Y a fin de cuentas...
Se interrumpió pero yo no dije nada.
—El rostro de un sueño... el rostro de un sueño... Era hermosa. No la hermosura que resulta terrible, fría y digna de adoración, como la de una santa; ni la belleza que despierta fieras pasiones, sino una especie de radiación, unos labios dulces que se suavizan hasta convertirse en sonrisas, unos graves ojos grises. Se movía con gracia, parecía formar parte de cuanto es agradable y bello...
Se detuvo e inclinó la cara ocultándomela. Luego me miró y siguió, sin intentar de nuevo esconder su creencia absoluta en la realidad de su historia.
—Yo había echado por la borda todos mis planes y ambiciones, había renunciado a todo cuanto había perseguido o deseado por ella. Había sido poderoso en el norte, con influencia, propiedades y una gran reputación, pero nada de ello parecía valer la pena al lado suyo.
Llegué al lugar, a esa ciudad de placeres soleados, con ella, y dejé que todo naufragara y se deteriorara sólo para salvar un resto, por lo menos, de mi vida. Cuando la amé, y antes de saber si yo le importaba algo, antes de imaginar que se atrevería, que nos atreveríamos, toda mi vida me pareció vana y vacía, polvo y cenizas. Sólo era polvo y cenizas. Noche tras noche y durante largos días la había añorado y deseado... ¡mi alma había topado con lo prohibido!
»Pero es imposible que un hombre le transmita a otro estas cosas. Es la emoción, es un matiz, una luz que va y viene; mientras dura, todo cambia, todo. La realidad es que partí y les dejé que hicieran lo que quisieran con su crisis.
—¿Dejó a quién? —le pregunté, confuso.
—A la gente del norte. En este sueño, por lo menos, yo era un hombre importante, el hombre en quien los hombres confían y alrededor del cual se agrupan. Millones de hombres que jamás me habían visto estuvieron dispuestos a hacer cosas y a arriesgar otras debido a su confianza en mí. Me dediqué a aquel juego durante años, a aquel gran y Jabonoso juego, a aquel, vago, monstruoso juego político entre intrigas, discursos y agitación. Era un vasto mundo en confusión y, al fin, yo era el caudillo contra la Cuadrilla... se denominaba la Cuadrilla... una especie de pacto de proyectos canallescos y bajas ambiciones, amplias estupideces sentimentales y tópicos: la Cuadrilla que mantenía al mundo ruidoso y ciego año tras año, mientras aquello iba a la deriva, hacia el desastre infinito. Pero no puedo confiar en que usted comprenda los matices y las complicaciones de aquel año, sea el que sea, pero venidero. Lo veía todo, incluso hasta el más mínimo detalle, en mi sueño. Supongo que lo soñé antes de despertar, y el trazo desleído de algún pensamiento extraño que había tenido aún se me aparecía al frotarme los ojos. Era una historia mugrienta que hacía que diera gracias a Dios por la luz del día. Me sentaba en el sofá y permanecía observando a la mujer y me alegraba... me alegraba de verme alejado de aquel tumulto, locura y violencia antes de que fuera demasiado tarde. A fin de cuentas, pensé, esto es la vida: amor, deseo y deleite, ¿acaso no son preferibles a aquellas luchas descorazonadoras en pos de finalidades vagas y gigantescas? Y me culpaba a mí mismo de haber deseado alguna vez ser un caudillo cuando podía dedicar mis días al amor. Sin embargo, entonces pensé que, caso de no haber pasado mis días jóvenes de una manera sena y austera, podía haberme malgastado en mujeres vanas y sin ningún valor; y ante tal pensamiento, todo mi ser se dedicaba al amor y a la ternura hacia mi amada, mi dama querida, que al fin había aparecido y me empujaba, me empujaba con su incomparable encanto, a dejar de lado tal vida.
»Te lo mereces —dije, y hablaba sin intención de que ella lo oyera—, te lo mereces, amada mía; te mereces el orgullo, las alabanzas, todo. ¡Amor! Tenerte a ti lo vale todo —y al murmullo de mi voz ella se volvió.
»—Ven a ver —exclamó ella (ahora la oigo)—, ven a ver el alba sobre el monte Solaro.
«Recuerdo que me puse en pie de un salto y me reuní con ella en el balcón. Descansó una mano blanca sobre mi hombro y señaló hacia las grandes superficies de piedra caliza, que resplandecían como si cobraran vida. Miré. Pero lo primero que vi fue la luz del Sol en su cara, que acariciaba los contornos de sus mejillas y de su cuello. ¿Cómo podría explicarle la escena que teníamos delante de nosotros? Nos encontrábamos en Capri...
—He estado allí —le dije—. He escalado el monte Solaro y he bebido el vero Capri, turbio como la sidra, en su cima.
—¡Ah! —dijo el hombre de pálido semblante—, entonces tal vez podrá usted decirme si se trataba, ciertamente, de Capri. Porque en esta vida yo nunca he estado allí. Deje que se to cuente. Nos encontrábamos en una habitacioncita, una entre un sin fin de habitacioncitas, muy fresca y soleada, construida en un hueco de piedra caliza en una especie de promontorio, muy por encima del nivel del mar. La isla entera, sabe, era un enorme hotel, de una complejidad de difícil descripción, y al otro lado había millares de hoteles flotantes, así como grandes plataformas flotantes donde llegaban las máquinas voladoras. La calificaban de ciudad de placer. Naturalmente, no había nada de aquello en su tiempo, es decir, no hay nada de aquello ahora. Claro, ¡Ahora... sí!
»Bien, aquella habitación nuestra se encontraba en un extremo del promontorio, por lo que podíamos ver el este y el oeste. Al este había un gran peñasco, quizás de unos cien pies de altura, de color gris frío a excepción de una brillante franja de oro, y más allá de la Isla de las Sirenas, una costa baja que se había difuminado en el alba caliente. Mirando al oeste, distinta y cercana se encontraba una pequeña bahía, una playa en forma de cimitarra, aún en la sombra. De aquella sombra surgía directamente el Solaro, alto, rígido y con la cima dorada, como una belleza en un trono, y la blanca Luna flotaba tras él, en el horizonte. Delante de nosotros, de este a oeste, se extendía el mar de muchos colores, moteado por barcos de vela.
Hacia el este, naturalmente, los barquitos eran grises y muy diminutos y claros, pero al oeste eran barquitos de oro, de oro reluciente, casi como pequeñas llamas. A nuestros pies se encontraba una roca atravesada por un arco. El azul del agua de mar se hacía verde, con espuma alrededor de la roca, y una barca de remos pasaba bajo el arco.
—Conozco esa roca —le dije—. Casi me ahogué allí. Se llaman los Faraglioni.
—¿Los Faraglioni?
—Sí, así la llamaba ella —respondió el hombre de semblante pálido—. Se cuenta que... —Una vez más, se pasó la mano por la frente—. No —dijo—, quiero olvidar lo que se cuenta.
»Es lo primero que recuerdo, el primer sueño que tuve, aquella habitación en la penumbra, la hermosura del aire y del cielo, aquella dama amada, con sus brazos relucientes y su túnica encantadora, la forma en que nos sentábamos y hablábamos en un susurro. Hablábamos en un susurro no porque alguien nos escuchara, sino porque había tal comprensión entre nosotros que nuestros pensamientos sentían cierto miedo, según pienso, de verse finalmente expresados en palabras, por lo que éstas fluían suavemente.
»Al cabo de un tiempo sentimos hambre y nos dirigimos a nuestro piso, a través de un extraño pasillo de suelo movedizo, hasta llegar a un gran comedor... allí había una fuente y música. Un lugar agradable, alegre, con luz natural, chapoteo de agua y música de cuerda. Nos sentamos, comimos y nos sonreímos; por mi parte, no presté atención ni siquiera al hombre que se sentaba en la mesa de al lado y me miraba.
«Luego nos dirigimos al salón de baile. Pero no puedo describir aquel salón. El lugar era enorme, de mayores proporciones que cualquier edificio que usted haya visto, y en cierto lugar estaba la vieja puerta de Capri, incrustada en la pared de una galería superior. Vigas ligeras, hilos y tiras de oro surgían de las columnas como chorros de un surtidor, discurrían por el techo entrelazándose. En el círculo de baile había bellas estatuas, extraños dragones e intrincados y maravillosos candelabros de formas grotescas sosteniendo luces. Aquel lugar estaba inundado de una luz artificial que avergonzaba al día recién nacido. Mientras avanzábamos hacia la multitud, la gente se volvía y nos miraba, puesto que todo el mundo sabía mi nombre y conocía mi cara, así como el hecho de que había echado por la borda mi orgullo y había luchado para llegar hasta aquel lugar. También contemplaban a la dama que iba junto a mí, a pesar de que la historia de cómo al fin había llegado hasta mí les era desconocida o se la habían contado mal. Sé que algunos de los hombres que se encontraban allí me consideraban un hombre feliz, a pesar de la vergüenza y la deshonra que había caído sobre mi nombre.
»El ambiente estaba lleno de música, lleno de armoniosos aromas, lleno de ritmo y bellos movimientos. Centenares de personas maravillosas pululaban por el salón, llenaban las galerías, sentados en una miríada de rincones; vestían con espléndidos colores y se coronaban de flores; a centenares bailaban en el gran círculo bajo las blancas imágenes de antiguos dioses y entre las gloriosas procesiones de jóvenes y doncellas que entraban y salían. También nosotros bailamos, no a los sones aburridos de su época, es decir, de esta época, sino hermosos bailes embriagadores. Incluso ahora puedo ver a mi dama bailando... bailando feliz. Sabe, ella bailaba con semblante serio; bailaba con seria dignidad y, no obstante, me sonreía y me acariciaba... me sonreía y acariciaba con sus ojos.
«La música era distinta —murmuró—. Iba... no puedo explicarlo; pero era mucho más rica y variada que cualquier música que haya oído despierto.
«Y luego, cuando acabamos de bailar, se me acercó un hombre para hablarme. Era delgado, un hombre resuelto, vestido con una gran sobriedad para el lugar. Yo había observado su cara mirándome cuando estábamos en el comedor, y luego, en el pasillo, había evitado su mirada. Sin embargo, ahora, sentados en un hueco, al sonreír ante el placer de la gente que iba de aquí para allá sobre el brillante pavimento, se acercó y me tocó; me habló de manera que me vi en la obligación de escucharle. Me pidió hablar brevemente conmigo, aparte.
»—No —le dije—, no guardo ningún secreto para esta dama. ¿Qué quiere decirme?
»Me dijo que era algo trivial o, por lo menos, algo aburrido para una dama.
»—O quizá para que yo lo oiga —le dije.
«Lanzó una mirada hacia ella, como si le pidiera ayuda. Luego, repentinamente, me preguntó si sabía algo de una gran declaración de venganza que Evesham había proferido. Con anterioridad, Evesham había sido el hombre que estuviera junto a mí en la jefatura del gran partido del norte. Era un hombre enérgico, duro, sin tacto, y sólo yo había podido dominarle y suavizarle. Creo que ésta había sido la razón, según creo no por mi culpa, de que los otros se hubieran descorazonado ante mi retirada. Por lo tanto, esta pregunta sobre su actitud despertó mi viejo interés vital, que había arrinconado por un tiempo.
»—No he oído nada hace días —le dije—. ¿Qué ha dicho Evesham?
»Y así empezó el hombre, de buena gana, y debo confesar que me sorprendió la locura sin sentido de Evesham y las palabras desordenadas y amenazadoras que había utilizado. El mensajero que me habían mandado no sólo me contó el discurso de Evesham, sino que siguió hablando para pedirme consejo y señalarme la necesidad que tenían de mi persona. Mientras hablaba, mi dama permanecía sentada, ligeramente inclinada hacia adelante, y contemplaba la cara de aquel hombre y la mía.
«Mis antiguas costumbres de planificación y organización se reafirmaron. Me veía ya regresando al norte, y el efecto dramático que ello causaría. Todo cuanto el hombre decía atestiguaba el desorden del partido, pero no el daño causado. Volvería mas fuerte que antes. Seguidamente, pensé en mi dama. ¿Entiende...? ¿Cómo explicárselo a usted? Había ciertas peculiaridades en nuestra relación, no es necesario que se las cuente, que hacían su presencia a mi lado imposible. Tendría que abandonarla; en realidad, tendría que renunciar a ella de forma clara y abierta si iba a hacer todo cuanto pudiera en el norte. Y aquel hombre lo sabía incluso cuando estaba hablando con nosotros, sabía tan bien como ella que mis pasos hacia el deber suponían, primero, la separación; luego, el abandono. Al contacto de aquella idea mi sueño de regreso se tambaleó. Me volví hacia el hombre, de repente, mientras él se imaginaba que su elocuencia me había ganado.
»—¿Qué relación tengo yo ahora con todo eso? —le dije—. He acabado con todo. ¿Cree que he venido aquí para hacerme de rogar?
»—No —me dijo; pero...
»—¿Por qué no me deja en paz? He acabado con todo. Ya no soy un hombre público.
»—Sí —respondió—. Pero ¿lo ha meditado? Se habla de la guerra, esos desafíos infames, esas agresiones feroces...
»Me puse en pie.
»—No —exclamé—, no quiero escucharle, ya lo he considerado todo. Lo he sopesado... y me he alejado.
«Parecía considerar la posibilidad de insistir. Separó la vista de mí hacia donde se encontraba la dama sentada, observándonos.
»—La guerra —dijo él, como si hablara para sí; y a continuación me dio la espalda y se alejó. Yo estaba atrapado en la maraña de pensamientos que su petición había puesto en movimiento. Oí la voz de mi dama.
»—Querido —dijo—, pero si precisan de ti... —No acabó la frase, la dejó en el aire. Miré su dulce rostro y el equilibrio de mi estado de animo osciló, se tambaleó.
»—Sólo me quieren para hacer lo que ellos no se atreven a hacer —dije—. Si no confían en Evesham, deben solucionarlo por sí mismos.
»—Pero la guerra... —dijo ella tras mirarme dudosa. Vi la duda reflejada en su cara como no la había visto antes, una duda respecto a sí misma y a mí, la primera sombra del descubrimiento que, examinado a fondo y de una manera total, nos conduciría a una separación para siempre. Yo era mentalmente más maduro que ella y podía arrastrarla a creer esto o aquello.
»—Querida —le dije—, no debes preocuparte por esas cosas. No habrá guerra. Con toda certeza, no habrá guerra. La época de las guerras ha pasado. Confía en mí para saber lo que es justo en este caso. No tienen ningún derecho sobre mí, querida, ni nadie tiene ningún derecho sobre mí. He sido libre para elegir mi vida y he escogido ésta.
»—Pero la guerra... —dijo ella. Me senté a su lado. Le pasé el brazo por la cintura y le cogí la mano. Me dispuse a ahuyentar esa duda... me dispuse a llenarle la cabeza de pensamientos agradables. Le mentí, y al mentirle también me mentí a mí mismo. Y ella estaba mas que dispuesta a creerme, más que dispuesta a olvidar.
«Muy pronto la duda había desaparecido una vez mas y nos disponíamos a dirigimos a nuestro baño en la Grotta del Bovo Marino, donde solíamos bañarnos cada día. Nadamos y nos salpicamos con agua, y en aquella agua vivificante parecía que yo fuera mas ligero y fuerte que un hombre. Finalmente, salimos del agua chorreando y corrimos disfrutando hacia las rocas. Acto seguido, me vestí con un albornoz y nos sentamos al sol; al cabo de un rato reposé la cabeza en su rodilla, mientras ella me pasaba su mano por el peto y lo acariciaba con suavidad; me adormecí. Y de pronto, como cuando salta una cuerda de violin, me desperté y me encontré en mi cama de Liverpool en la vida actual.
«Por un instante no pude creer que aquellos momentos intensos no habían sido sino la sustancia de un sueño.
»La verdad es que no podía creer que se tratara de un sueño, a pesar de la sobria realidad de las cosas que me rodeaban Me bañé y me vestí como por habito; me afeité y consideré por qué yo entre todos los hombres debía dejar a la mujer que amaba para volver a la política fantástica del duro y difícil norte. Incluso si Evesham obligaba al mundo a volver a la guerra, ¿qué relación tenía conmigo? Yo era un hombre con corazón de hombre, ¿por qué tenía que sentir la responsabilidad de una divinidad respecto a la conducta del mundo?
»¿Sabe?, no es exactamente así como pienso respecto de los asuntos, respecto de los asuntos reales. Soy abogado, ¿sabe?, y tengo mis opiniones.
»La visión era tan real, debe comprenderme, tan distinta de un sueño que seguí recordando constantemente detalles irrelevantes; incluso el adorno de la cubierta de un libro, sobre la máquina de coser de mi esposa, en el comedor, me recordaba muy intensamente la línea dorada que adornaba el asiento del rincón en que yo había hablado con el mensajero del partido que había abandonado. ¿Ha oído hablar alguna vez de un sueño con estas características?
—¿Cuáles?
—Características como recordar más tarde detalles que habías olvidado.
Lo pensé. Jamás había advertido este detalle, él estaba en lo cierto.
—Nunca —le dije—. Eso no parece propio de los sueños.
—No —respondió—, pero eso es exactamente to que hice. Soy abogado, debe comprenderlo, en Liverpool y no podía dejar de preguntarme qué pensarían los clientes con que hablaba en mi oficina si, de repente, me enamoraba de una muchacha que había de nacer un par de siglos mas adelante y me preocupaba por la política de mis tataranietos. Aquel día estaba ocupado en la negociación del arrendamiento de un edificio durante noventa y nueve años. Se trataba de un constructor particular que estaba en apuros y queríamos comprometerle lo antes posible. Me entrevisté con él y mostró un mal carácter que hizo que aquel día me metiera en cama aún furioso. Aquella noche no soñé. Tampoco soñé a la noche siguiente; por lo menos, que y recuerde.
Mi convicción de que aquello era algo intenso y real se desvaneció un poco. Empecé a sentir la segundad de que se trataba sólo de un sueño. Pero volvió de nuevo.
Cuando volvió el sueño, al cabo de cuatro días, fue muy distinto. Estoy casi seguro de que también habían pasado cuatro días en e sueño. Habían pasado muchas cosas en el norte y su sombra volvía a estar entre nosotros, y en esta ocasión no se disipaba con tanta facilidad. Sé que me dedicaba a meditaciones malhumoradas. ¿Por qué, a pesar de todo, tenía que volver, volver para el resto de mis días a afanarme y cansarme, a los insultos y a la insatisfacción constante, sole para salvar a cientos de millones de personas corrientes por quienes no sentía afecto, a quienes con harta frecuencia sólo despreciaba, a le fatiga y la angustia de la guerra y al infinito mal gobierno? A fin de cuentas, yo podía fracasar. Todos iban en pos de mezquinos objetivos, ¿por qué no podía yo... por qué no podía también vivir corno un hombre? Me sacó de tales pensamientos la voz de ella y levanté la mirada...
»Me encontré despierto y andando. Habíamos salido de la Ciudad del Placer, estábamos cerca de la cima del monte Solara y mirábamos hacia la bahía. Era a última hora de la tarde de un día muy claro. A lo lejos, a la izquierda, Ischia colgaba en un halo dorado entre el mar y el horizonte; Nápoles destacaba su blancura fría contra las colinas, ante nosotros estaban el Vesubio con su alto y esbelto penacho de humo avanzando ligero hacia el sur, y las ruinas de la Torre Annunziata y del Castellamare brillaban cerca.
De repente, le interrumpí.
—¿Ha estado en Capri, como es natural?
—Soto en este sueño —dijo—, sólo en este sueño. Por la bahía, más allá de Sorrento, se encontraban los palacios flotantes de la Ciudad del Placer, anclados y encadenados. Al norte estaban las amplias plataformas flotantes que recibían a los aeroplanos. Los aeroplanos aparecían por el horizonte cada tarde, transportando cada uno de ellos a millares de personas en busca de placer, procedentes de los lugares más recónditos de la Tierra hacia Capri y sus delicias. Todo ello, como digo, se extendía a nuestros pies.
«Pero sólo advertíamos su presencia incidentalmente debido a la insólita panorámica que se mostraba aquella noche. Cinco aeroplanos de guerra, durante mucho tiempo inactivos en los lejanos arsenales de las bocas del Rin, estaban maniobrando por el este, en el cielo. Eves-ham había sorprendido al mundo al sacarlos y mandarlos a dar vueltas por allí. Era la amenaza material del gran juego provocativo que estaba practicando y me había cogido por sorpresa. Era una de estas personas increíblemente estúpidas y enérgicas, que parece que el cielo ha creado para provocar desastres. Su energía, a primera vista, ¡se parecía tanto a la capacidad! Carecía de imaginación, de inventiva, sólo era una fuerza de voluntad estúpida, vasta, impulsora, y le arrastraba una fe loca en su estúpida e idiota "suerte". Recuerdo cómo nos quedamos en el promontorio contemplando al escuadrón trazar círculos a lo lejos, y cómo sopesé todo el sentido de aquella visión; vi claramente cómo debían ir las cosas. Incluso entonces no era demasiado tarde. Pensé que podía regresar y salvar al mundo. La gente del norte me seguiría, lo sabía, sólo con que en un punto respetara sus normas morales. El este y el sur confiarían en mi como no confiarían en nadie más del norte. Sabía que bastaba con decírselo a ella y permitiría que me fuera... ¡No porque no me quisiera!
«Sólo que no quería irme; mi voluntad tomaba otros derroteros. Había expulsado recientemente el íncubo de la responsabilidad: era un renegado reciente del deber y la claridad meridiana de lo que debía hacer no tenia el poder de afectar a mi voluntad. Mi voluntad era vivir, atesorar placeres y hacer que mi dama amada fuera feliz. Pero aunque la sensación de los muchos deberes negligidos no tenía el poder de arrastrarme, me hacía silencioso y preocupado, robé a los días que había pasado la mitad de su brillantez y me sumía en sombrías meditaciones en el silencio de la noche. Al ver los aeroplanos que iban de aquí para allá, aquellos pájaros de infinito mal agüero, ella permaneció a mi lado contemplándome, percibiendo los problemas pero sin percibirlos con claridad, interrogándome con sus ojos, con su expresión ensombrecida por la perplejidad. Tenia la cara gris porque el crepúsculo desaparecía en el horizonte. No era culpa suya que me retuviera. Me había pedido que me alejara de su lado y, de nuevo, en las horas de la noche y con lágrimas en los ojos, me había pedido que me marchara.
»Al final fue sentirla a ella lo que me despertó de mi estado de ánimo. Me volví hacia ella de repente y la desafié a correr por la ladera de la montaña. "No", dijo, como si hubiera chocado con su seriedad; pero yo había resuelto poner fin a esa seriedad e hice que corriera; nadie puede estar gris y triste cuando pierde el aliento, y cuando tropezó corrí con la mano debajo de su brazo. Corrimos ante una pareja de hombres que se volvieron para contemplarnos, sorprendidos de mi comportamiento: seguramente reconocieron mi cara. Y a mitad de la ladera surgió un tumulto en el aire, clang-clang, clang-clang, y nos paramos; luego, sobre la cima de la colina aparecieron aquellas cosas que volaban una tras otra.
El hombre parecía vacilar al borde de una descripción.
—¿Cómo eran? —le pregunté.
—Nunca habían luchado —dijo—. Eran como nuestros acorazados actuales; nunca habían luchado. Nadie sabía lo que podían hacer tripulados por hombres entusiastas; muy pocos se habían parado a pensarlo. Eran unos grandes ingenios móviles que tenían forma de puntas de lanza sin asta, con una hélice en lugar del asta.
—¿De acero?
—No eran de acero.
—¿De aluminio?
—No, no, nada de eso. Una aleación muy común, tan común como el latón, por ejemplo. Se llamaba... déjeme ver... —se pellizcó la frente con los dedos de una mano—. Lo olvido todo —dijo.
—¿Llevaban cañones?
—Pequeños cañones que disparaban proyectiles altamente explosivos. Disparaban los cañones hacia atrás, fuera de la base de la hoja, por decirlo de alguna manera, y atacaban con el pico. Eso en teoría, pero nunca habían entrado en combate. Nadie podía decir qué iba a suceder. Y mientras, supongo que era muy agradable trazar círculos en el aire, como un vuelo de jóvenes golondrinas rápidas y ligeras. Supongo que los capitanes intentaban no pensar con demasiada claridad en lo que serían las cosas en la realidad. Y aquellas máquinas voladoras de guerra, sabe, no eran mas que una de las estratagemas guerreras que habían inventado y que habían dormitado durante la larga paz. Había todo tipo de máquinas semejantes que se cuidaban y restauraban; infernales, estúpidas; cosas que no se habían probado nunca; grandes artefactos, terribles explosivos, grandes cañones. Ya sabe el comportamiento estúpido de los hombres que se las dan de ingeniosos; las construyen como los castores las presas, sin ningún sentido de la dirección de los ríos que van a desviar ni de las tierras que inundarán.
»Al bajar por el tortuoso sendero hacia nuestro hotel, en el ocaso, lo vi todo por anticipado: vi cuan clara e inevitablemente se precipitaba todo hacia la guerra en las manos estúpidas y violentas de Evesham y tuve cierta idea de cómo seria la guerra en estas nuevas condiciones. Incluso entonces, a pesar de que sabía que me hallaba en el límite de mi oportunidad, no podía encontrar la voluntad para volver.
El hombre suspiró.
—Fue mi última oportunidad. No entramos en la ciudad hasta que el cielo se pobló de estrellas, y paseamos por la alta terraza, de aquí para allá, y ella... me aconsejó que regresara.
»—Querido —me dijo volviendo su dulce rostro hacia mí—, esto es la Muerte. La vida que llevas es la Muerte. Vuelve con ellos, vuelve a tu deber...
«Empezó a llorar, diciendo entre sollozos, aferrada a mi brazo al decirlo:
»—Regresa, regresa.
«Luego, de improviso, enmudeció; y al mirar su cara, leí en un instante lo que ella había pensado hacer. Fue uno de aquellos momentos en que uno ve.
»—No —le dije.
»—¿No? —me preguntó sorprendida y, creo, algo temerosa ante la respuesta a su pensamiento.
»—Nada —dije— conseguiría hacerme volver. ¡Nada! He elegido. El amor es lo que he elegido y el mundo debe desaparecer. No importa qué suceda, viviré esta vida... ¡La viviré por ti. Nada me apartará; nada, amada. Incluso si tú murieras... incluso si tú murieras...
»—¿Sí? —murmuró con suavidad.
»—Entonces... también yo moriría.
«Y antes de que volviera a decir una palabra empecé a hablar, a hablar con elocuencia, como era capaz de hacerlo en aquella vida; le hablaba para exaltar el amor, para hacer que la vida que vivíamos pareciera heroica y gloriosa; y para que aquello que abandonaba pareciera algo duro y muy innoble, por lo que estaba bien arrinconarlo. Dediqué toda mi capacidad mental a conferirle atractivo, en busca no sólo de convencerla a ella sino también a mí mismo. Hablamos y se aferró a mí, también dividida entre lo que consideraba noble y todo cuanto consideraba agradable. Finalmente lo convertí en algo heroico, hice que todo el denso desastre del mundo resultara sólo una especie de escenario para nuestro amor incomparable; éramos un par de almas alocadas, aferradas finalmente allí, envueltas en aquella espléndida ilusión, más bien ebrias de aquella gloriosa ilusión, bajo las estrellas inmóviles.
»—Y así pasó mi oportunidad.
«Fue mi última oportunidad. Mientras paseábamos de aquí para allá, los jefes del sur y del este aunaron sus esfuerzos y la respuesta ardiente que desmoronaría el engaño de Evesham para siempre, se conformaba y esperaba. Por toda Asia, el océano y el sur, el aire y los telégrafos vibraban con sus advertencias de prepararse... prepararse.
«Ningún ser viviente sabía qué sería la guerra; nadie podía imaginar, con aquellos inventos nuevos, el horror que podía procurar. Creo que la mayoría de la gente aún creía que se trataría de brillantes uniformes, cargas ruidosas, triunfos, banderas y bandas de música... en una época en que la mitad del mundo conseguía su aprovisionamiento alimenticio de regiones situadas a diez mil millas de distancia...
El hombre del semblante pálido hizo una pausa. Le eché un vistazo y su cara miraba fijamente el suelo del vagón. Una pequeña estación de tren, una ristra de vagones cargados, una garita de seriales y la parte trasera de una casa de campo pasaron por la ventanilla de vagón; un puente sonó con un estampido, repercutiendo el estrépito del tren.
—Después de aquello —dijo— soñé a menudo. Durante las noches de tres semanas aquel sueño fue mi vida. Lo peor es que hubo noches en que no podía soñar, daba vueltas en la cama en asía vida maldita; y allí, en algún lugar perdido para mí, sucedían cosas monumentales, terribles... Vivía de noche... mis días, mis días de vigilia, la vida que vivo ahora, se convirtió en un sueño desvanecido, remoto, un escenario monótono, la cubierta de un libro. —Se quedó pensativo—. Podría contárselo todo, contarle cada detalle del sueño, pero en to que se refiere a lo que hacía durante el día... no. No podría contarle... no lo recuerdo. Mi memoria... he perdido la memoria. Se me escapan los asuntos vitales...
Se inclinó hacia adelante y se oprimió los ojos con las manos. No dijo nada durante un buen rato.
—¿Y luego? —dije,
—La guerra estalló como un huracán.
Miró hacia adelante, a cosas inexplicables.
—¿Y luego? —le apremié.
—Un matiz de irrealidad —dijo con el tono bajo del hombre que habla solo—, y podían haber sido pesadillas. Pero no eran pesadillas... no eran pesadillas. ¡No!
Permaneció en silencio durante tanto tiempo que se me ocurrió que corría peligro de perderme el resto de la historia. Pero siguió hablando en el mismo tono de comunión interrogante.
—¿Acaso podía hacer algo distinto sino volar? No pensaba que la guerra afectaría a Capri: había imaginado que Capri quedaría aparte de todo, como contraste con todo ello, pero dos noches después todo el lugar era un tumulto y un vocerío, casi todas las mujeres y todos los hombres lucían una insignia, la insignia de Evesham, y no había música sino un himno de guerra discordante que sonaba una y otra vez; se alistaban los hombres por doquier y hacían instrucción en los salones de baile. La isla era un enjambre de rumores; se decía, repetidamente, que había principiado la contienda. Yo no to había esperado. Había visto tan poco de la vida de placer que no había contado con la violencia de los chapuceros. Por mi parte, yo estaba aparte de aquello. Era como un hombre que podía haber evitado el incendio de un polvorín. Mi momento había pasado. Yo no era nadie; el más inútil imberbe con una insignia contaba más que yo. La multitud nos empujaba y vociferaba a nuestros oídos; aquel maldito himno nos ensordecía; una mujer chilló a mi dama porque no llevaba insignia y los dos volvimos a nuestro alojamiento agitados y cubiertos de insultos... mi dama silenciosa y blanca y yo temblábamos de rabia. Estaba tan furioso que podía haberme peleado con ella si hubiera visto la sombra de una acusación en sus ojos.
«Había desaparecido de mí cualquier sublimidad. Paseaba arriba y abajo por nuestra celda rocosa; fuera estaba el mar ensombrecido y una luz al sur que brillaba, desaparecía y volvía.
»—Tenemos que largarnos de este lugar —dije una y otra vez—. Ya he elegido y no tengo nada que ver con todos estos problemas. No quiero saber nada de esta guerra. Hemos apartado nuestras vidas de todas estas cosas. Éste no es un refugio para nosotros. Tenemos que irnos.
»Al día siguiente huíamos de aquella guerra que invadía el mundo. El resto ya no fue más que huir... El resto ya no fue mas que huir... Meditó sombríamente.
—¿Cuánto duró?
No respondió.
—¿Cuántos días?
Su cara aparecía blanca, agotada, y sus manos crispadas. No prestó atención a mi curiosidad.
Intenté que volviera a su historia a base de preguntas.
—¿Adonde se fueron? —dije.
—¿Cuándo?
—Cuando abandonaron Capri.
—Al sudoeste —dijo, y me miró brevemente—. Nos fuimos en barco.
—Yo hubiera pensado en un aeroplano.
—Los habían requisado.
Ya no le hice mas preguntas. Luego pensé que empezaba de nuevo. Volvió a hablar de forma divagatoria y monótona:
—¿Por qué debíamos hacerlo? Si en verdad aquella batalla, aquella carnicería y cansancio es la vida, ¿por qué anhelamos el placer y la belleza? Si no hay refugio, si no hay un lugar en paz y si todos nuestros sueños de lugares tranquilos son una locura y una burla, ¿por qué tenemos estos sueños? Seguramente no eran anhelos innobles, no eran bajas intenciones lo que nos había llevado a eso; era el Amor lo que nos había aislado. El Amor me había llegado en los ojos de ella, arropado en su belleza, mas glorioso que cualquier otra cosa en la vida, con la forma y el color mismos de la vida, y me había llamado a alejarme. Había silenciado todas las voces, había contestado a todas las preguntas... había llegado hasta ella. Y de repente no había nada, ¡excepto la Guerra y la Muerte!
Tuve una inspiración:
—A fin de cuentas —dije—, podía haber sido sólo un sueño.
—¡Un sueño! —exclamó acalorado—. Un sueño... cuando... incluso ahora.
Por vez primera se animó. Un ligero sonrojo apareció en su mejilla. Levantó una mano abierta, la cerró y la dejó caer sobre su rodilla. Habló, y durante el siguiente rato miró a lo lejos:
—Sólo somos fantasmas —dijo—, y fantasmas de los fantasmas, deseos como sombras de nubes y voluntades de paja que se arremolinan al viento; los días pasan, lo que es útil y consuetudinario nos arrastra como un tren arrastra la estela de sus luces... ¡Dejemos que así sea! Pero hay algo real y cierto, algo que no es materia de sueños, sino eterno e imperecedero. Es el centro de mi vida, y lo demás está subordinado a ello y es vano en conjunto. Yo quería a aquella mujer del sueño. ¡Y ambos estamos muertos!
»¡Un sueño! ¿Cómo puede ser un sueño, cuando ha envenenado mi vida con un dolor que no se mitiga, cuando hace que todo aquello por lo que viví y me importó, sea algo sin valor ni sentido?
«Hasta el momento mismo en que ella fue asesinada, creí que aún teníamos una oportunidad de huir —dijo—. Durante toda aquella noche y la mañana en que zarpamos por mar de Capri a Salerno, hablamos de escapar. Estábamos llenos de esperanzas a las que nos aferramos hasta el final, la esperanza de la vida que llevaríamos juntos, lejos de todo eso, lejos de la batalla y la lucha, de las pasiones salvajes y vacías, de la vacía arbitrariedad del "debes" y del "no debes" del mundo. Estábamos por encima porque nuestra búsqueda era algo sagrado, de la misma manera que nuestro amor era una misión..
«Incluso cuando desde nuestro barco vimos la faz magnífica de la gran roca de Capri ya con cicatrices y hendiduras debidas a la colocación de cañones y refugios para convertirla en una fortaleza... no advertimos nada de la inminente carnicería, a pesar de que la furia de la preparación acechaba en humaredas y nubes de polvo en un centenar de puntos en la grisura; pero la verdad es que lo convertí en tema de conversación. Allí estaba la roca, bella aún a pesar de sus cicatrices, con un sinfín de ventanas, arcos y caminos, un nivel tras otro, hasta un millar de pies de altura, como una escultura gris, rota por terrazas cubiertas de bosques de parras, limoneros y naranjos, macizos de pita e higos chumbos, grupos de almendros en flor. Bajo la arcada que se levanta sobre la Marina Piccola llegaban otros barcos; y cuando doblábamos el cabo y veíamos aún la tierra firme, otra hilera de barcos apareció a nuestra vista, empujados por el viento hacia el sudoeste. Al cabo de poco apareció una multitud de ellos; los más alejados eran sólo unas motas de azul ultramar a la sombra del peñasco, en el este.
»—Son el amor y la razón —dije— que huyen de la locura de la guerra.
»Y a pesar de que después vimos un escuadrón de aeroplanos que volaban hacia el sur, no les prestamos atención. Allí estaban, una línea de puntos en el cielo, y luego mas, moteando el horizonte al sudeste, y luego aún más, hasta que una cuarta parte del cielo se punteó de motas azules. Eran breves pinceladas de azul y ora uno ora una multitud caían bajo el sol y pasaban a ser destellos de luz. Aparecían, subían, caían y se alargaban como un inmenso vuelo de gaviotas o cuervos desplazándose con maravillosa uniformidad, y al acercarse se esparcían sobre una gran extensión del cielo. El ala del sur se lanzó como una nube a través del sol. Luego viraron hacia el este y corrieron en esa dirección cada vez más pedigüeños y más claros hasta desaparecer en el cielo. Después de esto advertimos, al norte y en lo alto, las máquinas de combate de Evesham que pendían sobre Nápoles como un enjambre nocturno de mosquitos.
»A nosotros nos importaban tanto como un vuelo de pájaros.
»Incluso el rugido de los cañones a lo lejos, al sudeste, no parecía tener ningún significado para nosotros...
»Nosotros aún estábamos exaltados cada día, a cada sueño después de esto, y aún buscábamos un refugio en el que vivir y amar. Nos habían asaltado la fatiga, el dolor y muchas perturbaciones. A pesar de que estábamos polvorientos y manchados por nuestra penosa marcha, medio hambrientos y horrorizados por los muertos que habíamos visto y por la huida de los campesinos, puesto que muy pronto un viento de guerra barrió la península, todo ello nos embrujaba y sólo conseguía damos una más profunda resolución de escapar. ¡Ah, cuan valiente y paciente se mostró ella! Ella, que nunca había sufrido dificultades ni amenazas, tuvo valor para sí misma... y para mí. íbamos de un lugar a otro en busca de una salida, en un país dominado y saqueado por las huestes de la guerra. Siempre a pie. Al principio había otros fugitivos, pero no nos mezclábamos con ellos. Algunos escaparon hacia el norte, otros se vieron atrapados por el torrente del campesinado que huía por las carreteras principales; muchos se entregaron a la soldadesca y los mandaron al norte. Muchos de ellos eran reclutados, pero nos mantuvimos al margen de esas cosas; no teníamos dinero con qué pagar un pasaje para el norte y albergaba temores respecto a mi dama en manos de esas masas alistadas. Habíamos desembarcado en Salerno y, sin poder llegar a Cava, intentamos cruzar hacia Tárenlo por un paso del monte Alburno, pero habíamos vuelto atrás en busca de comida, descendiendo cerca de los pantanos de Pesto, en los que se levantan aquellos grandes templos solitarios. Tenía la vaga idea de que en Pesto podríamos encontrar un barco o algo parecido y podríamos salir una vez más al mar. Allí nos alcanzó la batalla.
Me desmoralicé. Claramente podíamos advertir que nos habían cercado; que la gran red de la Guerra nos tenía entre sus garras. En varias ocasiones habíamos visto las levas que bajaban del norte y los habíamos descubierto a lo lejos, en medio de las montañas, abriendo caminos para las municiones y montando los cañones. En una ocasión creímos que nos habían disparado al confundimos con espías... en cualquier caso, una bala nos había pasado muy cerca. En varias ocasiones tuvimos que escondernos de los aeroplanos en los bosques.
Ahora todo esto ya no importa, aquellas noches de huida y de dolor... nos encontrábamos en un lugar abierto cerca de aquellos grandes templos de Pesto, finalmente, en un lugar de piedra desnudo, moteado de arbustos erizados, vacío, desolado y tan plano que los eucaliptus de un bosquecillo, a lo lejos, mostraban incluso sus bases. ¡Cómo lo veo aún! Mi dama estaba sentada junto a un arbusto para descansar un poco, porque se encontraba muy débil y cansada, y yo permanecía en pie a ver si podía calcular la distancia del fuego intermitente. Estaban inmóviles, sabe, luchando lejos los unos de los otros, con aquellas terribles armas nuevas que nunca se habían utilizado: cañones que podían transportarse sin ser vistos y aeroplanos que harían... Nadie podía predecir lo que harían.
»Sabía que nos encontrábamos entre dos ejércitos y que se acercaban. Sabía que estábamos en peligro y que no podíamos paramos y descansar.
»A pesar de que pensaba estas cosas, las relegaba a último lugar. Parecían asuntos ajenos a lo que nos concernía. Básicamente, yo pensaba en mi dama y una dolorosa preocupación se apoderó de mí. Por primera vez se había declarado vencida y había sucumbido a las lagrimas. Detrás de mí podía oír sus sollozos, pero no me volvía porque sabía que necesitaba llorar, y había llegado tan lejos y durante tanto tiempo por mi culpa. Está bien que llore, pensé, que descanse, luego proseguiremos; no intuí en absoluto lo que nos esperaba tan cerca. Incluso ahora puedo verla sentada allí, con el hermoso cabello sobre sus hombros, aún puedo ver los hoyos de sus mejillas.
»—Si hubiéramos huido —dijo ella—, si te hubiera dejado huir...
»—No —dije—. Incluso ahora, no me arrepiento. No me arrepentiré; elegí y me mantendré hasta el final.
»Y entonces...
»Algo brilló en el cielo y estalló, y a nuestro alrededor las balas sonaban como un puñado de guisantes lanzados repentinamente. Partían las piedras a nuestro alrededor y hadan volar fragmentos de bloques, pasaban...
Se llevó la mano a la boca y luego se humedeció los labios.
—Ante el resplandor me di la vuelta... Ella se puso en pie... Se puso en pie y dio un paso hacia mi... como si quisiera darme alcance... Y una bala le atravesó el corazón.
El hombre se calló y me contempló. Sentí la estúpida incapacidad que un inglés siente en tales ocasiones. Nuestras miradas se encontraron y luego miré hacia la ventanilla. Durante largo rato estuvimos en silencio. Cuando al cabo le miré, estaba recostado en su rincón, con los brazos cruzados y mordiéndose los nudillos.
Se mordió una uña y la contempló.
—La llevé —dijo— hacia los templos, en brazos... como si esto importara. No sé por qué. Parecían una especie de santuario, sabe; habían durado tanto tiempo, supongo...
»Seguramente murió al momento. Sólo que le hablé... durante todo el trayecto.
Nuevamente se hizo el silencio.
—Conozco aquellos templos —dije con brusquedad; y la verdad es que sus palabras me habían recordado aquellos arcos inmóviles, soleados, de piedra gastada, muy claramente.
—Fue en el oscuro, el gran templo oscuro. Me senté en una columna caída y la tuve entre mis brazos... Silencioso, cuando pasó el primer balbuceo. Al cabo de poco reaparecieron los lagartos arrastrándose como si nada excepcional sucediera, como si nada hubiera cambiado... Todo estaba muy quieto allí, el Sol en lo alto y las nubes quietas; incluso las sombras de la maleza sobre la cornisa estaban quietas... a pesar del ruido sordo y los estampidos del cielo.
»Creo recordar que aparecieron los aeroplanos al sur y que la batalla prosiguió al oeste. Cayó un aeroplano. Lo recuerdo... a pesar de que no me interesaba lo más mínimo. Parecía no tener ningún significado. Era como una gaviota herida, sabe... aleteando brevemente en el agua. Lo pude ver a través de la nave lateral del templo... un objeto negro en el agua azul y brillante.
»En dos o tres ocasiones saltó metralla hasta la playa, y luego se acabó. Cada vez que esto sucedía, los lagartos corrían en busca de un lugar donde esconderse. Éste fue todo el estropicio, excepto una ocasión en que una bala perdida rozó la piedra muy cerca... y dejó una brillante superficie nueva.
«Cuando las sombras se hicieron mayores, pareció crecer la quietud.
»Lo curioso —observó el hombre, con la actitud de quien habla de trivialidades— es que no pensé... no pensé nada. Me senté con ella en brazos entre las piedras, en una especie de letargo, inmóvil.
»Ni recuerdo que despertara. Ni recuerdo que me vistiera aquel día. Sé que me encontré en mi oficina, con las cartas abiertas delante, y me sorprendió mucho lo absurdo de encontrarme allí, sabiendo que en realidad yo estaba sentado, atónito, en aquel templo de Pesto, con una mujer muerta en brazos. Leí las cartas mecánicamente. He olvidado de qué trataban.
Se calló y siguió un largo silencio.
De repente noté que bajábamos la pendiente de Chalk Farm a Boston. En este momento me decidí. Me volví a él con una pregunta brutal, con el tono de «ahora o nunca».
—¿Ha vuelto a soñar?
—Sí —parecía forzarse para acabar. Su voz era muy baja—. Una vez más, como si fuera sólo por unos instantes. Me pareció que despertaba de una gran apatía, sentado, y el cuerpo yacía sobre las piedras que me rodeaban. Un cuerpo desvaído. No era ella, sabe. Tan pronto... y ya no era ella...
«Supongo que oí voces. No lo sé. Sólo supe que los hombres llegaban a la soledad y que era el último ultraje.
»Me puse en pie y caminé por el templo; luego descubrí... primero un hombre de cara amarilla, vestido con un uniforme blanco sucio, ribeteado de azul, y luego muchos más, trepando hacia la cima de la antigua muralla de la ciudad destruida y agachándose allí. Eran figuritas brillantes bajo la luz del Sol; allí se quedaron, con las armas en la mano, observando con precaución a su alrededor.
«Más adelante vi a otros, y mas aún en otro punto de la muralla. Una formación indisciplinada de hombres en orden abierto.
«Al poco tiempo el hombre que primero había visto se puso en pie y dio una orden; sus hombres aparecieron deslizándose por la muralla y metiéndose en la alta maleza, hacia el templo. Se unió a ellos y los capitaneó. Llegó frente a mí y, al verme, se paró.
»En un principio había contemplado a aquellos hombres por pura curiosidad, pero cuando advertí que querían entrar en el templo, me vi obligado a prohibírselo. Grité al oficial;
»—Ustedes no deben entrar aquí —exclamé—, aquí estoy yo. Estoy con mi muerta.
»El hombre me miró y me respondió en una lengua desconocida.
«Le repetí lo que le había dicho.
«Respondió a gritos y yo permanecí inmóvil. Luego habló con sus hombres y se adelantó. Llevaba una espada en la mano...
«Le hice señas de que se alejara, pero siguió avanzando. Con mucha paciencia y claridad, le repetí; "No debe acercarse. Éstos son templos antiguos y yo estoy aquí con mi muerta."
«Luego se acercó tanto que pude ver su cara con claridad. Era una cara estrecha, con unos ojos grises inexpresivos y bigote negro. Tenía una cicatriz en el labio superior, iba sucio y sin afeitar. Seguía diciéndome cosas ininteligibles, preguntas quizás.
«Ahora sé que él tenía miedo de mí, pero en aquel momento no se me ocurrió. Cuando intenté explicárselo, me interrumpió en tono imperioso, ordenándome, supongo, que me apartara.
«Intentó pasar por delante de mí y yo lo agarré.
»Su cara cambió al agarrarle.
»—Estúpido —exclamé—. ¿No lo sabe? ¡Ella está muerta!
»Me miró. Me miró con ojos crueles. Vi aparecer en ellos una exultante resolución... de deleite. Luego, de repente, ceñudo, echó hacia atrás su espada... así... y la clavó.
El hombre se calló bruscamente.
Advertí un cambio de ritmo en el tren. Se oyó el chirrido de los frenos, y el vagón dio una sacudida y se tambaleó. Nuestro mundo insistía en sus derechos, clamaba. Vi a través de la ventanilla brumosa unas grandes luces eléctricas que brillaban entre las torres, en la niebla, vi hileras de carros inmóviles y vacíos junto a nosotros; y luego una caseta de señales, enarbolando su constelación de verde y rojo en ¡a media luz lóbrega de Londres; pasamos delante. Miré de nuevo las facciones cansadas del hombre...
—Me atravesó el corazón. Fue una especie de sorpresa... ni miedo, n¡ dolor... sólo sorpresa, sentí que me pellizcaba, sentí que la espada entraba en mi cuerpo. No me dobló, ¿sabe? No me dolió en absoluto.
Las luces amarillentas del andén aparecieron tras la ventanilla, al principio pasando con rapidez, luego con lentitud, y finalmente parándose con una sacudida. Débiles formas humanas pasaban de aquí para allá.
—¡Euston! —exclamó alguien.
—¿Quiere usted decir...?
—No sentí ningún dolor, ni pinchazo ni escozor. Sorpresa, y luego la oscuridad barriéndolo todo. Aquella cara excitada, brutal, ante mí, la cara del hombre que me había matado, parecía retroceder. Desapareció de la existencia...
—¡Euston! —proclamaron las voces exteriores—; ¡Euston!
Se abrió la portezuela del vagón dejando pasar una inundación de sonidos y un mozo se plantó ante nosotros, mirándonos. El ruido de las puertas abiertas de par en par, el repiqueteo de los coches de caballos, y tras todas esas cosas el rugir informe y remoto del empedrado de Londres llegó hasta mis oídos. Una carretilla cargada de lámparas encendidas destelló en el andén.
—Una oscuridad, una inundación de oscuridad que se abría, se esparcía y lo borraba todo.
—¿Equipaje, señor? —dijo el mozo,
—¿Y ése fue el final? —le pregunté.
Pareció vacilar. Con voz casi inaudible, me respondió:
—No.
—¿Cómo?
—No pude llegar hasta ella. Estaba al otro lado del templo... Y luego...
—Sí —insistí—, ¿Sí?
—Pesadillas —exclamó—. ¡Verdaderas pesadillas! ¡Cielo santo! Enormes pájaros que se debatían y se despedazaban.
FIN