Publicado en
mayo 30, 2010
cuento publicado en “Relatos de lo inesperado”
(Tales of the Unexpected, 1979)
Cinco días a la semana, durante treinta y seis años, he viajado en el tren de las ocho doce en dirección a la City. Nunca va demasiado lleno y me lleva hasta la estación de Cannon Street, a sólo once minutos y medio de mi oficina en Austin Friars.
Siempre me ha gustado este sistema de transporte; cada fase de mi pequeño viaje es un placer para mí. Hay una regularidad que es agradable y confortante para una persona de costumbres, y, además, sirve para escapar un poco de la rutina del trabajo diario.
Mi estación es pequeña, sólo hay unas veinte personas reunidas allí para tomar el tren de las ocho doce. Somos un grupo que casi nunca cambia y cuando en alguna ocasión un nuevo rostro aparece en la plataforma, causa murmullos de desaprobación como un nuevo pájaro en la jaula de los canarios.
Pero normalmente, cuando llego por la mañana con mis cuatro minutos de adelanto, ya están todos allí, constantes como yo, con sus sombreros, corbatas, paraguas y sus rostros peculiares, el periódico bajo el brazo, inmutables a través de los años, como los muebles de mi cuarto de estar. Me gusta.
Me gusta también mi asiento al lado de la ventana y leer el Times con el ruido del movimiento del tren. Esta parte de mi viaje dura treinta y dos minutos y parece relajar mi cerebro y mis viejos miembros, como un buen masaje. Créanme, no hay nada como la rutina y la regularidad para conservar la paz del espíritu. Yo he hecho este viaje matutino casi diez mil veces y disfruto más y más cada día.
Me he convertido en una especie de reloj: en cualquier momento puedo decir si llevamos dos, tres o cuatro minutos de retraso, y nunca tengo que levantar la vista para saber en qué estación paramos.
El paseo desde Cannon Street hasta mi oficina no es corto ni largo, un simple paseo a lo largo de las calles llenas de gente que se dirige a sus lugares de trabajo con el mismo orden que yo. Me da una sensación de seguridad moverme entre esa gente digna y respetable que se aferra a sus empleos y no se dedica a vagabundear por el mundo. Su vida, como la mía, está regulada por un reloj perfecto, a menudo nuestros caminos se cruzan a la misma hora y lugar cada día.
Por ejemplo, cuando llego a la esquina de St. Swithin's Lañe siempre me encuentro de frente con una señora de mediana edad, con gafas plateadas, que lleva una carpeta negra en la mano, una contable de primera clase, diría yo, o posiblemente una ejecutiva de la industria textil. Al cruzar Threadneedle Street, nueve de cada diez veces me cruzo en el paso de peatones con un caballero que lleva una flor diferente en el ojal cada día. Viste pantalones negros, botines grises, y resulta claramente una persona puntual y meticulosa, probablemente un banquero o quizá un abogado como yo. Varias veces en los últimos veinticinco años, al cruzarnos en la calle, nuestros ojos se han encontrado en una mutua mirada de aprobación y respeto.
Por lo menos la mitad de las caras que se cruzan en mi camino me resultan familiares. Son caras interesantes las de mi gente, sanas, diligentes, frescas, sin ese brillo en los ojos de los llamados inteligentes que quieren cambiar el mundo de arriba abajo con sus gobiernos laboristas, medicinas sociales y todas esas cosas.
Con eso pueden comprobar que soy, en el verdadero sentido de la palabra, un hombre feliz. O ¿quizá sería mejor decir «era» un hombre feliz? Cuando escribí esta pequeña autobiografía que acaban de leer —con la intención de hacerla circular entre los empleados de mi oficina para exhortación y ejemplo— era completamente sincero conmigo mismo. Pero esto fue hace ya una semana y desde entonces algo muy peculiar ha ocurrido.
La cosa empezó el martes pasado, la misma mañana que llevaba el borrador de mi ensayo en el bolsillo; esto me parecía tan casual e inesperado que sólo puedo creer que haya sido cosa de Dios. Dios había leído mi pequeño artículo sobre «El rutinario feliz» y se había dicho a sí mismo: ya es hora de que le dé una lección. Realmente yo creo que fue eso lo que pasó.
Como decía fue el martes pasado, el primer martes después de Pascua, una templada mañana de primavera. Yo estaba subiendo la plataforma de nuestra pequeña estación con el Times bajo el brazo y el ensayo en mi bolsillo, cuando me di cuenta de que algo raro pasaba. Sentía aquella curiosa oleada de protesta iniciarse entre mis compañeros de tren. Me paré y miré a mi alrededor.
El desconocido estaba en el centro de la plataforma, con los pies separados y los brazos cruzados, mirando en torno suyo como si el andén le perteneciera. Era un hombre grande y grueso y hasta de espaldas daba una poderosa sensación de arrogancia. Definitivamente, no era uno de los nuestros. Llevaba un bastón en vez de paraguas, los zapatos eran castaños en vez de negros, el sombrero gris, ladeado. Había en toda su persona un exceso de lustre. No quise observarle más. Pasé por su lado, mirando hacia otra parte, colaborando a hacer la atmósfera más fría de lo que en realidad ya estaba.
Llegó el tren: imagínense mi horror cuando el intruso me siguió hasta mi propio compartimiento. Nadie lo había hecho desde hacía quince años. Mis colegas siempre han respetado la antigüedad. Uno de los placeres más singulares es estar solo en mi compartimiento, en una y hasta a veces dos y tres estaciones. Pero tenía a este extraño frente a mí, leyendo el Daily Mail y encendiendo una horrible pipa.
Bajé mi Times y eché una mirada a su rostro. Supongo que tendría la misma edad que yo —de sesenta y dos a sesenta y tres años—, pero tenía esa apostura desagradable, elegante, bronceada, que se ve hoy en día en los anuncios de las camisas de hombres —el cazador de leones, el jugador de polo, el escalador del Everest, el explorador tropical y el competidor de carreras de yates, se concentraban en él—; cejas oscuras, ojos huidizos, y dientes extraordinariamente blancos que sostenían una pipa. Personalmente, desconfío de los hombres elegantes. Los placeres superficiales de esta vida les llegan demasiado fácilmente y parecen los únicos responsables de su propia belleza. No me importa que una mujer sea guapa, eso es diferente, pero un hombre: lo siento, pero me parece ofensivo. En fin, aquí estaba éste, sentado frente a mí en el compartimiento. Lo estaba mirando por encima de mi periódico, cuando nuestras miradas se encontraron.
—¿Le importa que fume en pipa? —preguntó sosteniéndola con los dedos.
Eso fue todo lo que dijo, pero el sonido de su voz hizo un extraordinario efecto en mí, pues incluso di un respingo. Después tuve un estremecimiento y me quedé mirándole antes de poderle contestar:
—En este vagón se puede fumar —dije yo—, así que puede hacer lo que le plazca.
—Pensé que debía preguntar.
Otra vez aquella voz tan familiar. Hablaba con dureza y cortaba las palabras como una ametralladora. ¿Dónde la había oído antes? ¿Y por qué cada palabra me traía algo de mis lejanos recuerdos? ¡Dios mío! Contrólate. ¿Qué tontería era ésa?
El desconocido volvió a su periódico. Yo intenté hacer lo mismo, pero ya estaba desasosegado y no pude concentrarme. En lugar de esto le dirigía furtivas miradas por encima de mi periódico. Era en verdad una cara intolerable, vulgar, casi terriblemente bella, con una especie de resplandor en toda la piel. Pero ¿lo había visto o no lo había visto antes en mi vida? Empecé a pensar que sí lo conocía, porque ahora, cuando le miraba, sentía una especie de molestia que no pude explicar, algo que me recordaba el dolor y la violencia, quizá el miedo.
No hablamos más durante el viaje, pero ya se pueden imaginar que mi rutina se destruyó por completo. Mi día se había arruinado y más que eso, alguno de mis escribientes tuvo que soportar mis duras críticas, especialmente después de comer, cuando también mi digestión se puso en contra mía.
A la mañana siguiente, otra vez estaba allí, de pie frente a la plataforma, con su bastón y su pipa, su bufanda de seda y su cara desagradablemente bella. Pasé por delante de él y vi al señor Grummit, un corredor de Bolsa que había sido mi compañero durante veintiocho años. No puedo decir que haya tenido una conversación con él —somos un grupo bastante reservado en nuestra estación—, pero una crisis como ésta fue capaz de romper el hielo.
—Grummit —susurré—. ¿Quién es ese intruso?
—No sé —dijo Grummit.
—Es muy desagradable.
—Mucho.
—Espero que no venga siempre.
—¡Oh, Dios mío, no! —exclamó Grummit. Entonces llegó el tren.
Esta vez, afortunadamente, el hombre entró en otro departamento.
Pero a la mañana siguiente le tenía frente a mí de nuevo.
—Bueno —dijo él, sentándose en el asiento de enfrente—, hace un día magnífico.
De nuevo sentí otra amarga sensación en mi memoria, esta vez más fuerte que nunca, más cerca de mi recuerdo, pero todavía sin saber de qué le conocía.
Luego llegó el viernes, el último día de la semana. Recuerdo que acababa de llover cuando me dirigí a la estación, pero era uno de esos aguaceros de abril que sólo duran cinco o seis minutos. Al llegar a la plataforma todos los paraguas estaban cerrados, el sol brillaba y había grandes nubes blancas en el cielo. Sin embargo, me sentía deprimido. El recorrido ya no tenía placer para mí. Sabía que el viajero estaría allí, y efectivamente allí estaba, como si el lugar le perteneciese, moviendo su bastón hacia adelante y hacia atrás en el aire.
¡El bastón, eso era! Me detuve como si hubieran disparado.
«¡Es Foxley! —me dije interiormente—. ¡Galloping Foxley, moviendo su bastón!»
Me acerqué para mirarlo mejor. Nunca en mi vida he tenido una sorpresa más grande. Desde luego era Foxley. Bruce Foxley o Galloping Foxley, como solíamos llamarle. Lo había visto por última vez en el colegio, cuando no tenía más de doce o trece años.
En aquel momento apareció el tren, y otra vez él entró en mi compartimiento. Puso el sombrero y el bastón en la red y se sentó, procediendo a encender su pipa. Me miró a través del humo con aquellos ojos pequeños y fríos, y dijo:
—Un día caluroso, ¿verdad? Como de verano. Ya no había duda alguna con la voz. No había cambiado en absoluto, aunque las cosas que me había acostumbrado a oírle decir eran muy diferentes.
«Muy bien, Perkins —solía decir—, muy bien, idiota. Te voy a pegar otra vez, niño.»
¿Cuánto tiempo hacía de eso? Casi cincuenta años. Sin embargo, era extraordinario lo poco que habían cambiado sus facciones. La misma barbilla arrogante, las aletas de la nariz, aquellos ojos que miraban fijamente, quitándole a uno la tranquilidad; la misma costumbre de enfrentarse con uno empujándolo a un rincón; hasta el pelo era el de entonces, grueso y ligeramente ondulado, con un poco de brillantina como una ensalada bien aderezada. Solía tener una botella de loción para el pelo en el pupitre del estudio. Esa botella tenía el escudo de armas en la etiqueta y el nombre de una tienda de Bond Street; debajo de ello, con letras pequeñas se leía: «Por nombramiento. Peluqueros de Su Majestad el rey Eduardo VII.»
Recuerdo esto en particular porque me parecía gracioso que una tienda quisiera presumir de ser el peluquero de alguien prácticamente calvo, aunque ese alguien fuese un monarca.
Ahora estaba recostado en su asiento leyendo el periódico. Era una sensación curiosa sentarse al lado de ese hombre que cincuenta años atrás me había hecho tan desgraciado, como para hacerme pensar en el suicidio. No me había reconocido: no había peligro de ello, por mis bigotes. Me sentía seguro y a salvo para poderlo observar como quisiera.
Rememorando, no hay duda de que sufrí mucho en manos de Bruce Foxley en el primer año de colegio y, cosa extraña, el causante de todo fue mi padre. Yo tenía doce años y medio cuando fui por primera vez a ese estupendo colegio público. Esto sería, veamos, en 1907. Mi padre, con su abrigo habitual y su bufanda de seda, me acompañó a la estación y recuerdo que estábamos de pie en la plataforma entre montones de maletas y baúles y miles de muchachos hablando unos con otros en voz alta, cuando de repente alguien que quería pasar le dio a mi padre un gran empujón y casi le pisó.
Mi padre, hombre cortés y digno, de baja estatura, se volvió con sorprendente velocidad y cogió al culpable por la muñeca.
—¿No os enseñan mejores formas que éstas en la escuela, chico? —dijo.
El muchacho, que le pasaba a mi padre la cabeza, le miró fríamente y con arrogancia, pero no dijo nada.
—Me parece que una disculpa sería lo más adecuado —continuó mi padre.
Pero el chico no hizo más que quedársele mirando con una sonrisa arrogante en los labios y su barbilla cada vez más prominente.
—Me sorprende que seas un muchacho tan mal educado —dijo mi padre— y espero que seas la excepción del colegio; no me gustaría que mi hijo adquiriera esas costumbres.
Al oír esto, el muchacho inclinó la cabeza ligeramente en mi dirección y un par de pequeños y fríos ojos me miraron fijamente. Yo no estaba asustado en aquel momento. No tenía ni idea del poder que ejercían los chicos mayores sobre los pequeños en los colegios privados y recuerdo que le miré con descaro, defendiendo a mi padre, a quien adoraba y respetaba.
Cuando mi padre quiso comenzar a hablar otra vez, el chico le volvió la espalda, cruzó la plataforma y desapareció.
Bruce Foxley nunca olvidó este episodio; y lo realmente desafortunado fue que cuando llegamos al colegio me encontré en el mismo edificio que él. Peor que eso, estaba en su misma sala de estudios. El cursaba el último año, era el prefecto y por lo tanto tenía permitido oficialmente pegar a los que estaban a sus órdenes, por lo que yo me convertí en su esclavo personal y particular. Yo era su criado, le cocinaba y se lo hacía todo. Mi trabajo consistía en que él nunca tuviese que levantar un dedo a menos que fuera absolutamente necesario. En ninguna sociedad que yo conozca en el mundo, los criados son tratados como lo éramos nosotros por los prefectos del colegio. Cuando hacía frío, tenía que sentarme en el water (que estaba en un anexo sin calefacción) cada mañana después del desayuno, para calentarlo antes de que entrara Foxley.
Recuerdo que solía vagar por la habitación con su manera elegante y despreocupada. Si encontraba una silla en su camino le daba una patada; luego tenía yo que correr detrás de él para recogerla inmediatamente. Vestía camisas de seda y también llevaba un pañuelo de seda en la manga. Sus zapatos estaban confeccionados por alguien llamado Lobb (también tenían etiqueta real). Eran puntiagudos y tenía que cepillarlos durante cinco minutos cada día, para que brillasen.
Pero los peores recuerdos eran los del vestuario. Todavía me recuerdo a mí mismo, pálida sombra de un muchacho detrás de la puerta de aquel gran cuarto, con mi pijama, las zapatillas y un batín pardo de pelo de camello. Una sola bombilla eléctrica colgaba del techo y alrededor de las paredes las camisetas negras y amarillas de fútbol, con el olor a sudor llenando la habitación, y la voz tan temida que decía:
—Bueno, ¿qué va a ser esta vez? ¿Seis con la bata puesta o cuatro sin ella?
Nunca pude contestar a esa pregunta. Me quedaba mirando los sucios azulejos, muerto de miedo e incapaz de pensar en nada que no fuera ese muchacho más fuerte que iba a empezar a pegarme inmediatamente, con su largo y fino bastón: lenta, hábil y legalmente; recreándose hasta hacerme sangrar. Cinco horas antes había intentado, sin llegar a conseguirlo, encender el fuego del estudio. Me había gastado el dinero de la semana en una caja de fósforos especiales, había puesto un periódico tapando la boca de la chimenea para crear una corriente de aire, me había arrodillado junto al fuego y había soplado hasta hacerme cisco los pulmones: pero el carbón no quería arder.
—Si te retrasas en contestar, tendré que decidir por ti —decía la voz.
Yo quería contestar porque sabía cuál tenía que escoger, es lo primero que se aprende al llegar. Hay que tener siempre la bata puesta y aceptar los golpes extra, de lo contrario es casi seguro que te cortan. Hasta tres con la bata puesta, es mejor que uno sin ella.
—Quítate la bata, ve a la esquina y tócate los dedos de los pies. Te voy a dar cuatro.
Me la quitaba lentamente y la ponía en una percha, encima de los armarios de las botas. Luego iba frío y desnudo en mi pijama de algodón, temblando. A mi alrededor todo se volvía de repente brillante y lejano, como un cuadro mágico, grande, irreal, como flotando sobre las aguas.
—Vamos. ¡Toca los dedos de los pies! ¡Más cerca, más cerca!
Luego iba hacia el otro extremo del vestuario y yo le observaba por entre mis piernas. Desaparecía por la puerta que daba a lo que nosotros llamábamos «el pasaje de las fuentes». Era un pasillo de piedra con fuentes para lavarse y al final estaba el cuarto de baño. Cuando Foxley desaparecía, yo sabía que iba a la otra parte del pasaje de la fuente; siempre lo hacía así. Bueno, en la distancia, pero haciendo eco en las fuentes y los grifos, oía el ruido de sus zapatos en el suelo de piedra cuando corría, y a través de mis piernas le veía atravesar el cuarto de estar y venir hacia mí, con el rostro inclinado hacia adelante y el bastón en el aire. En ese momento yo cerraba los ojos esperando el golpe y diciéndome a mí mismo que, pasara lo que pasara, no debía levantarme.
Cualquiera a quien hayan pegado de verdad, asegurará que el verdadero dolor no llega hasta ocho o diez segundos después del golpe. El golpe en sí es un simple bastonazo en la espalda, que te entumece por completo. Me han dicho que una herida de bala produce la misma sensación. Pero después, ¡Dios mío! parece como si alguien pusiese un atizador ardiendo en las des nudas nalgas y es completamente imposible ponerse la mano en el sitio dolorido.
Foxley lo sabía y retrocedía lentamente antes del siguiente golpe, para que yo pudiera sentir de lleno el golpe anterior.
Al cuarto golpe, invariablemente, me levantaba sin poderlo remediar. Era la reacción automática de un cuerpo que ya no puede resistir más.
—Te has levantado —decía Foxley—, éste no cuenta. Vamos. ¡Agáchate!
La vez siguiente tenía que agarrarme a los tobillos.
Después me observaba al ir, muy erguido y tocándome la retaguardia, a ponerme la bata. Trataba de mantenerme de espaldas a él para que no pudiera ver mi cara. Cuando yo iba a salir, decía:
—¡Eh, tú, vuelve!
Yo ya estaba en el pasillo, pero me paraba y me volvía hacia la puerta, esperando.
—Ven aquí, vamos, vuelve. ¿No se te ha olvidado nada?
De lo único que me acordaba era del horrible dolor que sentía.
—Me sorprende que seas un chico tan mal educado —decía imitando la voz de mi padre—. ¿No te enseñan mejores modos en el colegio?
—Gracias —murmuraba yo—, gra... cías por pegarme.
Luego subía las escaleras que llevaban al dormitorio. Entonces todo iba mejor porque había pasado un rato y el dolor iba disminuyendo. Mis compañeros me trataban con simpatía, recordando las veces que les había pasado lo mismo.
—A ver, Perkins, enséñame.
—¿Cuántos te ha dado?
—Cinco, ¿verdad? Lo hemos oído desde aquí.
—Vamos, chico, enséñanos las señales.
Me quitaban el pijama y dejaba que aquel grupo de expertos examinara mis heridas.
—Están bastante separadas, ¿verdad? No son del estilo de Foxley.
—Esas dos están muy cerca, casi tocándose. Mira. ¡Estas son preciosas!
—Esta de aquí abajo es horrible.
—¿Se ha ido hasta el pasaje de la fuente para empezar a correr?
—Te ha dado uno más por haberte levantado, ¿verdad?
—¡Caramba! Ese Foxley la ha tomado contigo.
—Sangra un poco, yo creo que deberías lavártela.
Entonces se abría la puerta y allí estaba Foxley. Todos se dispersaban y pretendían estar lavándose los dientes o rezando sus oraciones, mientras yo quedaba en el centro de la habitación con los pantalones bajados.
—¿Qué pasa aquí? —solía decir Foxley, dando una rápida mirada a toda la habitación—. ¡Tú, Perkins! Súbete los pantalones y métete en la cama.
Y ése era el final de un día.
Durante la semana nunca tenía un momento para mí.
Si Foxley me veía coger una novela o abrir mi álbum de sellos en el estudio, me mandaba en seguida algo que hacer.
Una de sus diversiones favoritas, especialmente cuando llovía, era:
—¡Oh, Perkins! ¿Verdad que quedaría muy bonito un ramo de lirios blancos y salvajes encima de mi mesa?
Los lirios salvajes crecían al lado de Orange Ponds. Orange Ponds estaba a tres kilómetros por la carretera y uno a campo traviesa. Me levantaba de mi silla, me ponía el impermeable y el sombrero de paja, cogía el paraguas y emprendía la marcha. El sombrero de paja se tenía que llevar puesto siempre que se saliera, pero se estropeaba por completo con la lluvia, por lo tanto el paraguas era necesario para proteger el sombrero. Por otra parte, no se puede sostener un paraguas con la cabeza, mientras se trepa de aquí para allá, buscando lirios. Para salvar mi sombrero tenía que ponerlo en tierra, bajo el paraguas, mientras buscaba las flores. De esta forma cogí muchos resfriados.
Pero el día más temido era el domingo. El domingo era el día en que limpiaba el estudio. Recuerdo perfectamente el terror de aquellas mañanas, la limpieza a fondo y luego esperar a que Foxley viniera a inspeccionar.
—¿Has acabado? —preguntaba.
—Creo..., creo que sí.
Entonces iba al cajón de su mesa y sacaba un guante blanco, ajustándose bien los dedos. Yo me quedaba quieto, observándole y temblando, mientras él iba por la habitación, pasando su dedo enguantado por los marcos de los cuadros, por las esquinas, los estantes, los marcos de las ventanas, las pantallas de las lámparas. Yo no separaba la vista de ese dedo, que para mí era un instrumento de muerte. Casi siempre se las arreglaba para encontrar una brizna de polvo que yo había pasado por alto o ni siquiera había visto, y cuando esto ocurría Foxley se volvía lentamente sonriendo con aquella sonrisa que no era tal, y, levantando el blanco dedo para que pudiera ver por mí mismo el polvo que había recogido, decía:
—Bien. Eres muy perezoso, ¿verdad? Yo no contestaba.
—Creí que lo había limpiado todo.
—Y ¿eres o no eres un chico perezoso?
—Sss... Sí.
—Pero a tu padre no le gustaría que crecieras así, ¿verdad? Tu padre es muy especial con respecto a la educación. No contestaba.
—Te he preguntado que si tu padre es muy especial con respecto a la educación.
—Quizá sí.
—Por lo tanto te haré un favor si te castigo, ¿verdad?
—No lo sé.
—¿Verdad que sí?
—Sss... Sí.
—Nos encontraremos después de las oraciones en el vestuario. El resto del día era una continua agonía esperando a que llegara la noche.
¡Dios mío! Con qué claridad venía todo a mi memoria ahora. El domingo era también el día de escribir cartas:
Queridos papá y mamá:
Muchas gracias por vuestra caria. Espero que los dos estéis bien, yo me encuentro perfectamente, excepto que estoy resfriado porque me cogió la lluvia, pero pronto estaré bien. Ayer jugamos contra Shrewsbury y les ganamos por 4-2. Yo miraba y Foxley, que como ya sabéis es el director de nuestra casa, metió uno de los goles. Muchas gracias por el pastel.
Cariñosamente,
WILLIAM
Generalmente iba al lavabo o al cuarto de baño a escribir la carta; cualquier lugar fuera del camino de Foxley era bueno, pero tenía que cronometrar el tiempo. El té era a las cuatro y media y las tostadas de Foxley tenían que estar preparadas. Todos los días tenía que hacerle tostadas a Foxley y como en los días de entre semana no se permitía fuego en el estudio, todos los chicos tenían que tostar el pan para sus prefectos en el pequeño hornillo de la biblioteca, buscando un hueco por donde colarse. En estas condiciones tenía que procurar que las tostadas de Foxley estuvieran: 1.°, crujientes; 2.°, sin quemar, y 3.°, calientes y listas a tiempo. La falta de alguno de estos requisitos era castigada con golpes.
—Oye, tú, ¿qué es eso?
—Una tostada.
—¿Es ésa la idea que tú tienes de las tostadas?
—Pues...
—Eres demasiado perezoso para hacerlo bien, ¿verdad?
—Intento hacerlo.
—¿Sabes lo que se le hace a un caballo perezoso, Perkins?
—No.
—¿Eres un caballo?
—No.
—Bueno, de todas maneras eres un burro. ¡Ja, ja, ja...! Estás en la clasificación. Te veré luego.
¡Oh, qué angustia la de aquellos días! Quemar las tostadas de Foxley significaba una paliza, así como olvidar quitar el barro de sus botas de fútbol, no colgar su uniforme de deporte, enrollar su paraguas de diferente forma a como él lo hacía, cerrar la puerta del estudio de golpe cuando Foxley estaba trabajando, ponerle el agua del baño demasiado caliente, no limpiar bien los botones de su uniforme, no dejarle brillantes las suelas de los zapatos, dejar su estudio desordenado a cualquier hora. En realidad, desde el punto de vista de Foxley, yo era una permanente ofensa, digno de una paliza.
Miré por la ventana. ¡Dios mío, estábamos llegando! Debí haber estado soñando mucho tiempo, ni siquiera había abierto el Times; Foxley todavía estaba recostado frente a mí leyendo el Daily Mail y por entre el humo que emanaba de su pipa, pude ver la mitad de su cara que sobresalía del periódico, sus ojos pequeños y brillantes, la frente arrugada y su pelo ondulado.
Mirarle ahora después de tanto tiempo era una experiencia peculiar y sorprendente. Sabía que ya no era peligroso, pero los viejos recuerdos todavía subsistían y no me sentía muy a gusto en su presencia. Era algo así como estar en una jaula con un tigre manso.
«¿Qué tontería es ésta? —me dije a mí mismo—. No seas tan estúpido. Cielos, si quisieras podrías decirle lo que pensabas de él y no tendría derecho a tocarte ni un dedo.» ¡Era una idea fantástica!
Sólo que... bueno, después de todo no valía la pena. Yo me sentía demasiado viejo para esto y en realidad ya no le odiaba.
Entonces, ¿qué iba a hacer? No iba a quedarme mirando como un idiota.
En aquel momento se me ocurrió otra idea.
Lo que me gustaría hacer, me dije a mí mismo, sería inclinarme hacia él, darle unos golpecillos en la rodilla y decirle quién era. Luego observaría su cara. Después empezaría a hablar de nuestros antiguos días de colegio, hablando lo suficientemente alto para que la gente del vagón lo oyera. Le recordaría, como en broma, algunas de las cosas que me hacía y hasta quizá describiera las palizas en el vestuario, para que se sintiera molesto. No le vendría mal un poco de angustia y bochorno. A mí, en cambio, me vendría muy bien.
De repente, levantó la vista y nos miramos los dos. Era ya la segunda vez que sucedía y vi un relámpago de irritación en sus ojos.
Bien, me dije a mí mismo, adelante, pero sé agradable, sociable y educado. De esta forma serás más efectivo, más embarazoso para él.
Le sonreí y le hice una ligera inclinación de cabeza. Luego, levantando la voz, dije:
—Discúlpeme, me gustaría presentarme. Me incliné, mirándolo atentamente para no perderme su reacción.
—Me llamo Perkins, William Perkins, estuve en Repton en 1907.
Los que estaban en nuestro vagón se callaron y me di cuenta de que escuchaban y esperaban los próximos acontecimientos.
—Encantado de conocerle —dijo, bajando el periódico hasta su regazo—. Yo me llamo Fortescue, Jocelyn Fortescue. Eton, 1916.
FIN