Publicado en
mayo 02, 2010
CAPÍTULO 1
El asunto del Túnel del Tiempo comenzó, en lo que concernía a Harrison, con una serie de acontecimientos tan improbables que parecían una locura, pero que también semejaron inevitables. En un cosmos diseñado para que los seres humanos lo ocuparan, sin embargo, debería haber alguna especie de salvaguardia contra las consecuencias de su idiotez. El Túnel del Tiempo pudo haber sido una de tales salvaguardias. Para algunas personas eso parece una razonable deducción.
* * *
Era una tarde soleada y brillante de París cuando el asunto apareció en realidad. Harrison estaba sentado en la terraza exterior de un cafetito de la Rue Flamel. Jamás se fijó en el nombre. Tomaba un aperitivo, pensando con ahínco y tratando de no creer en lo que pensaba. Una hora antes había salido de la Bibliotèque Nationale. Lo que había encontrado hoy era de lo más inverosímil. No creía en ello, pero sabía que era verdad. Su serie de descubrimientos había llegado al punto en el que simplemente no podía decirse durante más tiempo que fuesen meras coincidencias. No lo eran. Y sus explicaciones resultaban de tal índole que provocaban escalofríos a la columna vertebral de cualquiera. Un hombre realmente sensato hubiera roto sus notas, se habría emborrachado para confundir sus recuerdos y, luego, regresado a su patria en el primer avión. Allí se habría negado a sí mismo, para siempre jamás, que hubiera encontrado lo que Harrison descubrió en la polvorienta sección de manuscritos de la Bibliotèque Nationale.
Pero Harrison se bebió su aperitivo y advirtió como los pequeños escalofríos subían y bajaban por su espalda. Le supieron mal porque no creía en lo que los causaba. Pero allí estaban. Tenían que ver con el cosmos en general. La mayor parte de los hombres desarrollan convicciones acerca del cosmos y tales creencias se dividen en dos clases. Una de las clases es una convicción de que el cosmos no tiene sentido. Que existe por casualidad y cambia también por casualidad, no importando en absoluto los seres humanos. Este criterio proporciona una estupenda complacencia. La otra clase es la creencia de que el cosmos tiene sentido, que fue diseñado con la idea de que hubiesen personas en él y que tanto lo que hacen como lo que les ocurre es importante. Esta teoría parece deprimente.
Harrison había aceptado la segunda opinión, pero comenzaba a asustarse a causa de lo que había encontrado en aquellas páginas manuscritas de la polvorienta sala de lectura de una biblioteca. Y no le gustaba tener miedo.
Sin embargo, era una agradabilísima tarde de otoño. Las hojas habían estado cayendo y volaban errantes en torno a la acera con sus apropiados coloridos otoñales y el cielo aparecía por entre las casi desnudas ramas de los árboles que rodeaban Rue Flamel. No había nadie en las aceras. Durante minutos no hubo tampoco tráfico por delante del pequeño café. Hacía simplemente lo bastante fresco para que Harrisson fuese el único cliente en todas las mesitas de la terraza.
A su alrededor habían casas que permanecían en su sitio durante siglos y que, por tanto, habían adquirido un aire de autosuficiencia. Desde lo lejos vino el rumor del trueno distante. Un reactor era el causante del sonido, pero era inútil tratar de verlo. Había dejado su estela bastante atrás. Indudablemente quedaba escondido por los tejados o por las chimeneas.
Luego, por fin, alguien bajó por la calle. Era un hecho en extremo improbable, no que alguien bajase por la calle, sino quien resultó ser. Las posibilidades en contra de algo que en realidad sucede son siempre enormes, sobre todo cuando uno considera el número de otras cosas que podrían haber ocurrido en su lugar. Pero ciertamente las posibilidades eran incalculablemente enormes de que Pepe Ybarra, que estuvo en la Universidad de Brevard con Harrison, que había compartido con él un curso en análisis estadístico, «no» estuviese bajando por Rue Flamel en este particular momento, cuando Harrison había llegado a dudar de su propia cordura.
Pero allí estaba. Vino animoso hacia el café. Harrison llevaba años sin verle, cuatro en realidad. La última vez fue en Uxbridge, Pennsylvania, cuando un chorreante policía estaba sacando a Pepe del río Roland, para arrestarle a los pocos minutos, pero que se vio obligado a aceptar el cálido agradecimiento de Pepe con un fuerte apretón de manos. Ahora bajaba por Rue Flamel en una tarde de oto-fío. No era un hecho probable, pero sí de la clase de cosas que suelen suceder.
Saludó a Harrison con un grito de alegría.
— ¡Por el amor del cielo! ¿Qué haces aquí? ¿Dónde has estado? ¿Cómo es posible? ¿Cuánto tiempo llevas en París? ¿Conoces a alguna chica interesante?
Harrison le estrechó la mano y Pepe se dejó caer en la silla opuesta. Miró a Harrison con ojos aprobadores.
—Llevo aquí dos meses — dijo Harrison con una mueca —. No conozco chicas. Creo que voy a tratar de olvidar por qué vine.
Pepe tamborileó en la mesa. Pidió algo de beber por encima del hombro. Dijo a Harrison acaloradamente:
— ¡Pues ahora nos divertiremos! ¿Dónde te alojas? ¿Qué haces? ¿Por qué no conoces chicas?
—He tenido trabajo — contestó Harrison. Se explicó —: Tengo una tía muy vieja. Se ofreció a costearme un doctorado en filosofía. Y dijo que, puesto que viví aquí cuando era pequeño... hasta que cumplí los doce..., debería tratar de recordar mi francés. Y yo tuve una loca idea que encajaba en la proposición. Era algo que el profesor Carroll dijo una vez en clase. ¿Te acuerdas de él? Así que vine a recuperar mi francés y reunir material para mi tesis. Mi tía está satisfecha. Ojalá no hubiese pensado jamás en eso. — Harrison guardó silencio durante un momento. Luego cambió de conversación—. ¿Y tú, qué has hecho?
Pepe describió con entusiasmo sus actividades desde la última vez que viera a Harrison. Había estado en su casa, en Méjico. Durante una temporada vivió en Tehuantepec. ¡Qué chica más estupenda! Luego estuvo en Tegucigalpa. ¡Aquella también era encantadora! ¡Y después vivió en Aguas Calientes y el nombre le encajaba perfectamente! Ella era rubaya (1), una pelirroja. ¡Ah! Pero hubieron disgustos. Su familia le envió a Francia hasta que se olvidase el asunto. Ahora se portaba muy bien. En serio, ¿qué es lo que hacía Harrison en París?
—He estado hurgando — contestó Harrison —, en la sección de manuscritos de la Bibliotèque Nationale. ¿Sabías, Pepe, que hace siglo y medio antes de Pasteur, hubo alguien que describió con detalle la idea de que habrían cositas vivas demasiado pequeñas para ser vistas... de hecho, gérmenes... que podían ser los causantes de las enfermedades contagiosas? .
Pepe se tomó su bebida, radiante. Asintió con la cabeza mientras chasqueaba los labios. Por encima, el sordo rumor del reactor se alejó gradualmente. Un taxi cruzó Rue Flamel, doblando la siguiente esquina. Las hojas caídas producían susurros al rozar con la calzada.
— ¿Pues?—dijo Pepe, dejando el vaso en la mesa—. ¿Qué hay de eso?
—Es monstruoso — contestó Harrison —. Pero acabo de descubrir en las notas de Cuvier, ya sabes, el naturalista, que en 1804 un individuo llamado de Bassompierre le escribió acerca de una teoría que podría ser de interés para un sabio preocupado por la historia natural. Y describió, muy clara y simplemente, las leyes mendelianas de la herencia. Pero esto sucedía más de medio siglo antes de que Mendel las descubriera.
— ¿Eso es monstruoso?— dijo Pepe.
—No — continuó Harrison con algo de aspereza —. La semana pasada descubrí en el laboratorio notas de Ampère... el hombre que tanto averiguó acerca de la electricidad, como tú ya sabes... indicando que alguien llamado de Bassompierre le escribió en 1805, diciéndole, con mucho respeto, que habían cosas tales como las corrientes alternas. Explicó, en palabras monosílabas, cómo se podían generar y para qué se podrían utilizar.
Pepe alzó las cejas.
—Ese Bassompierre — observó —, era todo un personaje. Me interesa de manera extraña. De hecho...
—Era más que un personaje — le cortó Harrison —. Escribió a Laplace, el astrónomo, asegurándole que Marte tenía dos lunas, muy pequeñas y próximas a su superficie. También dijo que habían tres planetas más allá de Saturno y que el contiguo tenía un período de ochenta y cuatro años y dos lunas, una retrógrada. Sugirió que se le podía llamar Urano. Añadió que en el año 1808 habría una nova en Perseo, ¡y la hubo!, y firmaba, respetuosamente, de Bassompierre.
—Ya empiezas a interesarme — dijo Pepe —. Hay un de Bassompierre en...
—Alguien escribió a Jean-François Champollion, el egiptólogo — continuó con morbosidad Harrison —. Acababa de ser descubierta la piedra de la Rosetta, pero nadie podía utilizarla todavía. En la carta se le decía exactamente cómo descifrar la inscripción egipcia. Champollion no le hizo caso durante diez y seis anos. Luego probó el sistema sugerido, pero sin referirse a la carta que quizás había olvidado. Resultó. Pero había sido descrito en 1806 por de Bassompierre.
—Evidentemente, un genio universal — asintió Pepe --. Pero...
—Lagrange, el matemático — continuó Harrison, con disgusto —, tenía un corresponsal que le explicó los principios del análisis estadístico. Murió antes de terminar su «Mecánica Analítica», así que no hay modo de saber si le prestó atención. Pero la descripción era tan clara que habrías jurado que la escribió el profesor Carroll. Pues... sucedió que fue de Bassompierre. Fue también de Bassompierre quien, alrededor de 1812, escribió a la- Academia de Ciencias y ofreció la interesante teoría de que los átomos podían compararse a sistemas solares en miniatura, con partículas cargadas negativamente orbitando un complejo núcleo de distintas masas. Añadió que todos los elementos más pesados que el bismuto serían inestables, rompiéndose a ritmos distintos con respecto a los demás elementos más ligeros.
—Tales afirmaciones — dijo Pepe con reserva —, no son fáciles de creer. Después de todo, madame Curie...
— ¡Lo sé! — dijo Harrison temeroso —. No es posible. Pero ese mismo de Bassompierre, quien, a propósito murió en 1858, a la edad de noventa y nueve años, también escribió a Desmarets, el geólogo, y le contó la verdad sobre el petróleo, incluyendo los productos de la destilación fraccionada. ¿Comprendes por qué desearía no haber pensado nunca en examinar todo este material?
Pepe tomó un sorbo de su vaso y volvió a dejarlo en la mesa.
—Confieso que me has interesado en ese de Bassompierre — observó —. ¡No sabía nada de esto! ¿Pero adónde vas a parar?
—Tengo miedo de descubrirlo — admitió Harrison —. _ Pero se dice que Talleyrand fue su amigo íntimo. Y Talleyrand jamás cometió ningún verdadero error al deducir lo que sucedería. Napoleón afirmaba que estaba poseído por el diablo. En lugar de eso, estaba poseído por la amistad de de Bassompierre. Puedo mostrarte en los papeles de Talleyrand que había predicho la guerra civil americana. ¡Mira, Pepe, de Bassompierre sabía que habría un Maximiliano, emperador de Méjico, cincuenta años después, en su futuro!
Se detuvo. Se sentía raro. Había experimentado un momentáneo vahído. Era casi imperceptible, pero parecía como si la calle hubiera cambiado sutilmente y las ramas de los árboles ya no estuvieran exactamente donde habían estado. Había un umbral en cierta casa de la acera opuesta que bruscamente le pareció erróneo.
Pepe le miró con curiosidad.
— ¿Qué es eso?— preguntó —. ¿Un emperador Maximiliano de Méjico? ¿De qué estás hablando?
Harrison empalideció. Recordaba haber dicho las palabras: «Maximiliano, emperador de Méjico». Al pronunciarlas le parecieron perfectamente razonables. Estaban llenas de significado. Pero ahora no. Tenían relación con alguien llamado Napoleón III, de eso estaba seguro. Y, claro que hubo un Napoleón III, igual que había habido un Napoleón IV, etcétera. Pero en cierto modo eso le parecía equívoco. Y jamás hubo un Maximiliano de Méjico.
—Sospecho — dijo con una súbita mezcla de aversión y alivio —, que sufro algún trastorno. He estado diciendo tonterías.
Pero la expresión de Pepe también había cambiado. Parecía turbado.
—No estoy seguro, pero ahora que recuerdo... La memoria es bastante vaga. Me parece que hubo cierta historia, quizás una novela, acerca de un Maximiliano. Su esposa se llamaba...
—Carlota — dijo Harrison.
— ¡Pero sí! — asintió Pepe, aliviado —. ¡Seguro! ¡Hemos leído la misma novela en algún momento! Hubieron sólo cuatro emperadores de Méjico y ninguno se llamó...
Se interrumpió. Se quedó con la boca abierta. Otra vez el aire tenía una débil sensación de embriaguez. De nuevo, uno no podía estar seguro de experimentarla. Las ramas de los árboles seguían pareciendo cambiadas, como si hubieran crecido de manera distinta del modo en que antes se les vio. Una puerta, al otro lado de la calle adquirió tono normal, apareciendo en donde antes no había estado.
—Bueno, ¿qué diablos...?— exclamó Pepe —, ¿por qué dije eso? ¡Pues claro que hubo un emperador Maximiliano! ¡Era un loco! ¡Pasó todo su tiempo compilando el libro oficial de la etiqueta que tenía que observarse en su corte, mientras que con sus partidarios estaba siendo sitiado por Suárez, quien, con el tiempo, le hizo fusilar! . ¡Y Carlota se volvió loca y vivió en Bélgica hasta 1927! ¿Por qué dije que no hubo emperador Maximiliano? ¿Por qué sospeché que ambos habíamos leído simplemente la misma novela? Y... ¡Dios mío!... ¿de dónde saqué la idea de que habían habido cuatro emperadores mejicanos? ¿Estoy loco?
Harrison seguía palidísimo.
—Lo averiguaremos. — Llamé golpeando sobre la mesa. Vino el camarero. Harrison pagó y le dio una buena pro pina. Luego preguntó:
— ¿Sabe usted si hubo alguna vez un emperador de Méjico?
El camarero se mostró encantado de responder.
—Mais oui! Fue el archiduque Maximiliano de Habsburgo, colocado en el trono de Méjico por Napoleón III. Fue fusilado por los republicanos en Querétaro. Es una parte de la historia, m’sieur, que leo como distracción.
Harrison, muy serio, dobló la propina. Dijo:
—Merci — y junto con Pepe se levantaron de la mesa. Mientras seguían calle abajo, Pepe dijo con tristeza:
— ¡Vaya, me pregunto cuántos camareros en Méjico podrían habernos dicho eso! ¡Y se trata de nuestra historia! ¿Pero por qué hice ese ridículo tan espantoso? ¿Por qué? ¿Acaso actué de manera extraña? ¿Debería ver a un médico? ¿A un psicoanalista?
Harrison contestó con cierta aspereza.
— ¿Te acuerdas del profesor Carroll? ¡Me gustaría verle! Dijo algo que me hizo abordar este asunto. ¿Te acuerdas ?Afirmó que el cosmos, tal como se le conoce, es meramente la posibilidad estadística que tiene el valor de la unidad. ¡Me gustaría verle analizar la probabilidad estadística de de Bassompierre!
— ¡Ah, sí! ¡De Bassompierre!... Yo... —Pepe se interrumpió. Al cabo de un instante, dijo —: Yo también pensé hoy en el profesor Carroll. Hay una tienda, muy curiosa. Se llama, «Carroll, Dubois et Cie». En el escaparate se dice que son importadores y exportadores desde 1804. Exhiben increíbles objetos, aparentemente del período napoleónico, pero absolutamente nuevos y en perfectas condiciones. Incluso ofrecen reimpresiones del «Moniteur» de 1804. ¡Pero se llaman «Exportadores e Importadores»!
Luego dijo indignado:
— ¿Pero por qué hice yo esa loca afirmación acerca de cuatro emperadores de Méjico? Durante segundos creí tranquilamente que eso era la historia de mi país.
Harrison se encogió de hombros. Permaneció absorto en su propio problema. Al poco, dijo con una especie de sardónico interés:
— ¿Te gustaría oír algo verdaderamente insano, Pepe? Hágase un supuesto imposible y el asunto de Bassompierre y su correspondencia resulta también imposible por completo. Hay sólo un hecho para hacer inimaginable el supuesto.
— ¿Qué supuesto?
—Si fuese posible viajar en el tiempo —contestó Harrison —, y uno tuviese la prueba de que un hombre, allá por los años 1800, conociera las leyes de Mendel y que la corriente alterna pudiese ser útil... cuando en aquella época ni siquiera la corriente continua era empleada... y los hechos acerca de la astronomía, cuando los telescopios eran incapaces de descubrir detalles, y cómo los jeroglíficos se podrían descifrar, y principios perfectamente válidos del análisis estadístico, y la real estructura de los átomos, y la radioactividad, y lo que podría hacerse con el petróleo. Si eso fuese posible, me refiero a viajar en el tiempo, todos estos retazos de información podrían haber sido conocidos por un hombre de la época de Napoleón, siempre que hubiese estado relativamente bien informado y hubiera retrocedido hasta entonces desde nuestra época presente.
— ¡Pero no creerás eso! — protestó Pepe.
—Pues claro que no. Pero explica todos los hechos, excepto uno.
—Ese único hecho que no explica debería ser interesante — comentó Pepe.
—El hecho es — le dijo Harrison —, que hubo un hombre llamado de Bassompierre que era amigo de Talleyrand. Nació en 1767, viajó por Oriente durante varios años y regresó a Francia para descubrir que un impostor había asumido su identidad y saqueado sus haciendas. El impostor le atacó cuando fue desenmascarado y murió. Así que de Bassompierre recuperó su puesto en la sociedad, carteándose con científicos... todo esto se encuentra en el material oficial biográfico que se refiere a él... y fue útil a Napoleón en una o dos ocasiones, pero fue también muy bien considerado por los Borbones, cuando regresaron al poder, ¿comprendes?
Pepe frunció el ceño.
—Hubo un hombre llamado de Bassompierre — exclamó Harrison fatigado —. ¡Nació hace doscientos y pico años! ¡Murió en 1858! ¡Es auténtico! No hay misterio alguno acerca suyo. ¡No podía ser un viajero del tiempo!
— ¡Ah, eso me alivia! — afirmó Pepe amistoso —. Mira, tengo entendido que si uno viajase al pasado, podría, por mala suerte, ocurrir que matase a su abuelo, siendo este joven y soltero. En tal caso, no habría nacido para regresar al tiempo y matar a su abuelo. Pero si no había nacido, no podría matar a su abuelo, así que tendría que nacer para matar a su abuelo. Así que no lo haría. Pero si lo haría. Etcétera. Yo he considerado que uno no podría viajar al pasado por esa pequeña dificultad concerniente al abuelo propio.
—Pero en un caso excepcional — dijo Harrison —, un caso, por ejemplo, en el que el viajero del tiempo no matase a su abuelo, ese argumento carecería de consistencia.
Siguieron bajando juntos por la calle. Pepe hizo un gesto grandilocuente.
—Volviendo al caso, si uno puede viajar por el tiempo, aún sin matar al abuelo propio, podría cambiar el pasado y por tanto el presente. ¡Incluso podría cambiar los libros de historia!
—Sí — asintió con una mueca Harrison —. Podría no haber habido un emperador Maximiliano, por ejemplo. Podrías no existir tú. O yo. Ambos quizás podríamos no haber existido. ¡Lo deploraría!
—Pero tú quieres decir — contestó Pepe —, que porque durante unos pocos segundos nos pareció que un personaje histórico no llegó a existir... — hizo una mueca —. Porque durante unos pocos momentos nos sentimos confusos... pretendes afirmar que en esos instantes, ¿la historia fue... otra de la que en realidad es? ¿Que algo fue verdad, aunque de manera temporal?
— ¡N-o-o-o-o-o-o! — admitió Harrison —. Pero de haberlo sido, ¿quién lo habría notado? Estoy de acuerdo en que atravesamos por una ocurrencia monstruosa. Una ilusión compartida, como se podría decir. Pero de haber sido real, ¿cuántas personas habrían estado hablando de una cosa cuando sus recuerdos cambiaban y no podían notarlo?
—Eso es una tontería — exclamó Pepe con decisión —, y ni siquiera es una tontería divertida. Ni tú ni yo creemos en absoluto en ese concepto.
—Pues claro que no — admitió Harrison, y añadió con aire desgraciado —: Por lo menos, espero que yo no. Pero este asunto de de Bassompierre extiende el largo brazo de la coincidencia desconyuntándolo completamente. Todo está en la biblioteca. Desearía que no fuese así.
Pasearon juntos. Las palomas volaban por encima de sus cabezas, describían círculos y volvían otra vez al suelo, para no tardar en remontar su vuelo con un par de enérgicos aletazos. Comenzaron a reunirse a bandadas en un lugar donde los remolinos de viento habían amontonado las hojas secas. Se movían recelosas, apartándose cuando Harrison y Pepe se acercaron.
—No — dijo Pepe con firmeza —. ¡Todo es absolutamente ridículo! Te llevaré a la tienda que te mencioné, la que me hizo pensar en el profesor Carroll. Es una estupidez que alguien pretenda dedicarse al negocio de exportación e importación de artículos de nuestra época y del año 1804. No obstante, si fuese posible el viaje por el tiempo, habría alguien que haría de eso un negocio. Y resulta que yo tengo una abuela que adora las cajitas de rapé. Iremos a la tienda. Si esas cajitas no son muy malas, le compraré una y tú podrás ver si siguen pretendiendo que importan y exportan desde y a 1804. ¡Te apuesto que en algún rincón de las cajitas están grabadas las palabras «Made in Japan»!
Harrison se encogió de hombros. Se sentía preocupado. Había llegado a estar asustado. De hecho, lo estaba. Pero la anticipación de los descubrimientos modernos ocurrió ya antes muchas veces, en tiempos remotos. Un buceador autónomo extrajo de un navío griego hundido en el año 100 A.C., un computador de bronce, que calculaba el movimiento planetario. Podía proporcionar las horas de salida y puesta del sol e incluso los eclipses. Se descubrieron objetos cerca de Damasco que tenían por lo menos setecientos años de antigüedad y que inexplicablemente aparecían con un recubrimiento de galvanoplastia. Un artesano presentó a Nerón un frasco de cristal y lo arrojó al suelo. Se abolló, pero no se rompió. Dio unos martillazos, quitó la abolladura y lo regaló al emperador, quien le hizo ejecutar porque el invento arruinaría a los artífices del vidrio soplado de Roma. Posiblemente el frasco era de plástico .
Sí. Anticipaciones del conocimiento moderno no eran nada fuera de lo común. Pero, en este caso, la cosa tenía un aspecto extraordinariamente conturbador.
No obstante, era un alivio habérselo contado a Pepe. Resultaba incluso tranquilizador que Pepe hubiera cometido aquel error peculiar sobre la historia de su país. Claro que las consecuencias de los cambios en el presente, producidas por los viajeros en el tiempo que hubiesen ido al pasado, serían horribles, pensándolo bien, si es que era posible tal viaje por el tiempo. Pero Harrison veía ahora que era una completa estupidez. La evidencia que le había conturbado no era fácil de explicar. Pero, una vez contado todo a su amigo, sentía predisposición a mostrarse escéptico. Lo que resultaba consolador.
Muy, muy fina y recta, una columnita de vapor cruzaba el firmamento. Era la estela de un reactor, volando tan alto que incluso su rugir no llegaba hasta el suelo. Probablemente era algún miembro de la patrulla de vigilancia que la mayor parte de las grandes ciudades del planeta mantienen volando día y noche. De momento, en el mundo no existía ninguna crisis diplomática particular... habían sólo dos pequeñas algaradas, dos guerras de menor importancia, en el lejano oriente y las fuerzas de las Naciones Unidas vigilaban un foco belicoso, con las turbulencias usuales en África y Suramérica. Un reactor patrullando por encima de París no significaba que un imprevisto ataque atómico fuese más improbable que de costumbre. Pero allí estaba el reactor de patrulla. También habían submarinos atómicos bajo el casquete ártico preparados para enviar la aniquilación surcando los aires hacia blancos determinados en caso de necesidad, y de igual modo estaban los barcos de la N.A.T.O. en el mar, preparados para lanzar otros proyectiles, y habían bases subterráneas de cohetes en diversos países, listas para enviar «misiles» intercontinentales por encima de la atmósfera, si la ocasión lo requería.
Pero Harrison estaba acostumbrado a los preparativos escalofriantes del suicidio mutuo realizados por los más modernos países del mundo. Tales cosas no le asustaban. No eran nuevas. Y, sin embargo, la idea de que la historia pudiese ser cambiada, y que un ahora totalmente diferente se produjese sin previo aviso y que en el presente sustituido quizás él no hubiera nacido... Eso era lo que provocaba escalofríos en toda su espalda. Se alegraba de haber hablado del asunto con Pepe. ¡Resultaba absurdo! Y se alegraba también de poderlo considerar absurdo.
Una segunda estela, a muchos kilómetros de altura, trazó otra línea blanca a través del cielo. Harrison ni se fijó.
—La tienda que te mencioné está nada más doblar la esquina — dijo Pepe —. Yo no entré, porque vi a una mujer dentro y era tan robusta y formidable que parecía un tendero. Los comerciantes prácticos podrían darse cuenta de que para vender incluso reproducciones de antigüedades se necesitan chicas con personalidad. Pero entraremos. Preguntaremos si se dedican a la importación y exportación entre uno y otro siglo. Será interesante. Nos tomarán por locos.
Doblaron la esquina y allí estaba la tienda. No era grande y el cartel: «Carroll, Dubois et Cie» no destacaba demasiado. En letras más pequeñas se decía que la firma dedicábase a importar y a exportar al año 1804, pero sus caracteres también resultaban poco conspicuos. La tienda parecía el más vulgar de todos los posibles establecimientos comerciales existentes.
Harrison miró el escaparate. Allí habían pistolones de pedernal de varios tamaños. No se veían dos iguales, excepto un par de pistolas de duelo de increíble labor artesana. Habían rifles deportivos, también con pedernal. Se veía un Jaeger, de pedernal igualmente. Pero más que eso, había un ejemplar abierto del Moniteur del 7 de abril de 1804, anunciando el suicidio de alguien llamado Pichegru en la celda de su prisión. Se había estrangulado con un pañuelo de seda. Era una réplica perfecta del periódico oficial napoleónico. Pero el papel en sí aparecía perfectamente nuevo y fresco. No podía tener más que pocas semanas de antigüedad. Ante eso, sería una empresa considerable, en el plan editor, encontrar el tipo y el papel y construir una réplica convincente de cualquier periódico que tuviese casi doscientos años. Y habían Moniteur de otras fechas en el escaparate. Harrison, de pronto, se dio cuenta que en apariencia estaba toda la serie correspondiente a un mes o más. ¡Y eso sí que resultaba ilógico! De mala gana se encontró volviendo a la condición de tensión mental y de dudas que pareció terminar al confiarse a Pepe. Existía un hombre llamado de Bassompierre en los días de Napoleón Bonaparte. Había dado a la gente importantes informes exactos y detallados acerca de diversas cosas que nadie conocería hasta cincuenta, cien y doscientos cincuenta años después. Por eso Harrison experimentó una aguda incomodidad.
Cuando Pepe abrió la puerta de la tienda y una campanilla tintineó, le siguió al interior con cierto desmayo. Luego una chica, una muchacha muy linda, salió de la trastienda y dijo con tono educado:
— ¿Messieurs?
Los ojos de Harrison se desorbitaron. De nuevo, contra toda razón y toda probabilidad, conocía a esta chica. Contra todo sentido común. Ella era alguien a quien reconoció de inmediato. El hecho era, volvía a ser, uno de esos que se valúan según si se cree que el cosmos tiene sentido, o no lo tiene. Habían podido ocurrir otras muchas cosas en vez de esto, que resultaba casi increíble que en aquel instante se tropezara con una chica a la que conocía.
Dijo sobresaltado:
— ¡Valerie!
Ella le miró con fijeza, estaba estupefacta. Luego soltó una carcajada de puro placer y le tendió ambas manos.
Y todo semejaba en extremo improbable, pero era la clase de cosas que suelen suceder. La combinación de improbabilidad con lugares comunes parece haber sido la característica de todo el asunto de los túneles del tiempo. Resulta que forma inevitablemente parte del sistema.
CAPÍTULO 2
Cuando Harrison despertó a la mañana siguiente, antes de abrir los ojos se dio cuenta de la presencia de un violento estado de emociones en conflicto. Por una parte, deseó vagamente no haber comenzado a escribir jamás una tesis doctoral que requería investigación en la Bibliothèque Nationale. Por otra, sentía una agradable sensación al recordar que, gracias a esa investigación, se sentó pensativo en donde Pepe le encontró y, como consecuencia, Pepe le llevó a la tienda de «Carroll, Dubois et Cie», en donde vio a Valerie y donde también ella le recordó con un placer cercano al afecto.
Ninguno de sus sentimientos encontraba justificación. La única explicación posible de sus descubrimientos requería o bien la aceptación de una idea que era evidentemente insana o que él abandonase su creencia de que el cosmos tenía sentido. En el asunto de Valerie... Pero nunca hay un motivo racional para que un hombre se alboroce cuando una chica linda existe y él la ha encontrado. Sin embargo, la experiencia es universal.
Cuando se hubo vestido, aún le costó trabajo asegurarse de que gozaba de su sano juicio. No obstante, después de tomar el café, sintió una clara alegría porque Valerie le había recordado. Vivieron en el mismo edificio cuando ambos eran niños. Los dos conocían a personas que ya hacía tiempo pasaron a mejor vida. Valerie recordaba al perrito negro que él poseyó más de una docena de años antes y él, por su parte, se acordaba de una gatita que la joven olvidara. Recordaron fêtes, recordaron la celebración de una víspera de reyes en la que Valerie fue nombrada reina, a la edad de once años, por virtud de obtener la rebanada de pastel con la sorpresa y recordaron las excentricidades del conserje a quien tomaban el pelo ocasionalmente. En general, todo fue evocado con un estupendo entusiasmo. Pero no hubiera sido probable que sintiesen un placer real tan grande, si, digamos, Harrison se hubiese casado con otra persona en los años intermedios o si Valerie se hubiese convertido en una mujer menos digna de admirar.
Ahora, hoy, Harrison acabó el café del desayuno y se mostró complacido al recordar que no tardarían en reunirse, en secreto, por culpa de la tía de Valerie, madame Carroll, que no aprobaba que conociese a hombres jóvenes, La perspectiva convirtió a Harrison en un ser del todo capaz de enfrentarse a un nuevo día.
Luego llegó Pepe echando chispas.
— ¡Los franceses son una raza noble! — dijo amargado —. ¡He estado haciendo preguntas sobre esos «Carroll, Dubios et Cie.», y lo que he averiguado es monstruoso! Me viste comprar ayer una cajita de rapé. Intentaba regalársela a mi abuela. Hubiera sido el obsequio indicado para llevarlo en el bolso, para guardar en él sus comprimidos contra la fiebre del heno. Pero la examiné. ¡Es un verdadero ultraje!
Harrison le miró parpadeando.
— ¿Qué le ocurre?
— ¡Se trata de una obra de arte! — exclamó indignado Pepe —. ¡Fue hecha por un artista! ¡Un artesano! ¡Si fuese antigua, resultaría de un valor inapreciable! Pero la sacaron de un cajón lleno de objetos similares; seguro que algunos inferiores, pero otros igualmente buenos. ¡Yo la compré por una insignificancia!
Harrison tornó a parpadear.
—Sigo sin entender...
— ¡Alguien la fabricó! — continuó Pepe —. ¡A mano! ¡Es un individuo capaz de trabajos magníficos! ¡Es estupenda! ¡Pero fabrica cosas para que las vendan «Carroll, Dubois et Cie.» como curiosidades! ¡Lo que constituye un crimen! ¡Se le debería encontrar y abrirle los ojos ante la estafa de que está siendo objeto! Tu Valerie dice que su tío, el señor Dubois, está frecuentemente de viaje para conseguir más género para la tienda. Ella no sabe donde va. Quizás recuerdes lo entusiasmado que me mostré y cómo pregunté dónde se fabricaban tales cosas. ¡Ella tampoco lo sabe! ¿No ves lo que está ocurriendo?
Harrison sacudió la cabeza. Se mostraba irracionalmente complacido por haber redescubierto a Valerie. Era algo tan improbable que jamás hubiera soñado que ocurriese.
—No tengo la menor idea de lo que me estás diciendo — advirtió.
—He hecho investigaciones — dijo Pepe —. ¡Se me ha dicho que una artesanía como la que entraña esa cajita de rapé haría rico a su fabricante! ¡Si fabricaba cosas de utilidad moderna y al gusto actual ganaría una fortuna! ¿Pero sabes lo que pagué por la cajita? ¡Seis mil quinientos francos! ¡Prácticamente veinte dólares! ¿No lo comprendes?
—No — admitió otra vez Harrison —. No lo comprendo.
—Esta madame Carroll y ese monsieur Dubois han encontrado a un artesano genial — dijo Pepe furioso —. ¡Ese artista es capaz de crear obras maestras y lo obligan a fabricar curiosidades! ¡Piensa en la pericia y en el trabajo que se ha malgastado construyendo esa cajita de rapé! ¡Piensa en lo que le han debido pagar para ofrecerla a la venta como una curiosidad de veinte dólares!
Harrison tornó a parpadear.
—Pero...
— ¡Qué estupidez! —insistió Pepe acalorado —. ¡Qué idiotez! ¡Como comerciantes, esa madame Carroll y ese m’sieur Dubois piensan sólo en lo mucho que pueden obtener de obras de arte en miniatura y ni siquiera las reconocen como tales obras de arte! ¡Piensan sólo en un beneficio mezquino! ¡Mantienen a un artesano de la máxima categoría produciendo joyas de artesanía para venderlas a los turistas ignorantes! ¡Como yo!
Harrison sintió que le dominaba una depresión muy familiar.
— ¡Naturalmente que Dubois no revelará en dónde consigue este género! —dijo Pepe desdeñoso —. ¡Alguien podría descubrir a este artesano y contarle lo que vale su pericia en realidad! ¡No es ilegal comprar el trabajo de un artista por pocos céntimos y venderlo a cualquier precio mientras se consiga beneficio! ¡Pero sí que es una estafa, aunque no esté condenada por las leyes!
— ¿Tan bueno es ese artista?— preguntó Harrison con tristeza.
—Hablé con un experto en tales cosas — bramó Pepe —, y dijo que sería imposible hacer un duplicado ni pagando diez veces lo que me costó. ¡Pero también dijo que no hay gran mercado para las cajitas de rapé! ¡Apuesto a que esos comerciantes son demasiado estúpidos para darse cuenta de que un trabajo como éste es distinto de cualquier otro producto que se venda como curiosidades!
Harrison tragó saliva. Experimentaba un recelo. Pero resultaba completamente irrealista pensar que porque se hubiesen presentado coincidencias improbables en un pasado inmediato, seguirían produciéndose más improbabilidades en una sucesión ordenada. No obstante...
—Pepe — dijo con tono de desgracia en sus palabras —, dices que se necesitarían semanas para crear tal cajita. ¿Cuántas viste y qué cantidad de tiempo se necesitaría para fabricarlas, a mano? Y también te fijaste en las armas. No son hechas a troquel. Son productos de artesanía. ¿Cuántos años de trabajo humano representan? Y habían unos cuantos libros en la tienda, encuadernados al estilo del período napoleónico e impresos en un papel que sencillamente ya no se fabrica. ¿Cuánto tiempo se necesitaría para fabricar el papel, fundir los tipos, imprimir y encuadernar esos libros? ¿Y cuánto dinero se invertiría en imprimir réplicas de incluso un solo número del Moniteur? ¡Hay semanas de ese periódico en el escaparate, sino meses! ¿Crees tú que unos pequeños tenderos podrían financiar todo eso? ¿Y te imaginas que la gente capaz de financiar tal empresa elegiría a «Carroll, Dubois et Cie.» para darle salida?
Pepe masculló un juramento. Luego reconoció:
—No lo consideré bajo esos aspectos. ¿Pero cuál es la solución?
—No tengo la menor idea — dijo Harrison infelizmente —. Es ridículo creer en la única explicación que lo aclararía todo.
— ¿Que alguien viaje desde el presente hasta entonces?— rezongó Pepe —. ¡Mi querido amigo, eso es una tontería! ¡Sabes que es una tontería!
—Estoy de acuerdo contigo — contestó pesaroso Harrison—. Pero jamás advertí que las tonterías impidan que sucedan cosas. ¿No has leído nunca sobre política?
—Reconozco que las cosas más estúpidas son las que realizan los gobernantes y los grandes hombres — admitió Pepe con dignidad —, pero no logro entenderlos. Sin embargo, si existe un sincero artista que trabaja por una miseria para que un tendero francés saque un pingüe beneficio de su inocencia comercial... eso sí que lo comprendo.
— ¿Y qué?— preguntó Harrison. En su interior luchaba contra la tendencia abrumadora de pensar en términos demasiado exagerados.
—Voy a volver a esa tienda — dijo Pepe muy serio —. No quiero hablar con tu Valerie, porque tú la viste primero. Pero sí diré que necesito que me hagan un trabajo en especial, aunque me será preciso discutir con el artesano. Esos tenderos verán la posibilidad de conseguir un beneficio extraordinario. Pagaré parte por anticipado. Se pondrán muy contentos. Y diré a ese artesano lo idiota que es por trabajar por lo que le pagan. ¡Le adelantaré dinero para que fabrique sus maravillas y las venda a los modernos millonarios! ¡Si es necesario, le enviaré clientes que le pagarán un precio adecuado! ¡Porque es un artista!
Harrison le miró alarmado.
— ¡Pero fíjate! ¡No puedes hacer eso!
— ¿Por qué no?
— ¡Oh, por Valerie! ¡Nos criamos juntos! ¡Y conozco a esa madame Carroll desde que era una virgen huesuda que trataba desesperadamente de conseguir un esposo conveniente! ¡Es la tía de Valerie, y si entonces era peor que un sargento, se me ha dicho que el curso de los años la ha empeorado! ¡Valerie vive con ella! ¡Ella no quiere que Valerie conozca a nadie porque si se casa su tía tendrá que pagar un salario decente para tener una empleada que le ayude en la tienda!
Pepe rezongó.
— ¡Hablaste con ella quince minutos y ya tienes una imagen completa de las dificultades de un romance con la muchacha! ¡No se aprenden tales cosas a menos que se haya pensado en solucionar esas dificultades!
Harrison contestó indignado:
— ¡Pero es una buena chica! ¡La quería cuando éramos niños! ¡Y, maldición, me sentía muy solitario! ¡No me interesa el romance en abstracto, Pepe! ¡Se tiene que ser francés o mejicano para pensar así! ¡Pero Valerie es una buena chica! ¡Y no quiero causarla disgustos!
—No se la permite conocer a jóvenes — dijo Pepe con tono malicioso —. ¿Has concertado con ella una cita, ejem, en privado?
—Bueno... sí — admitió Harrison.
—Y tú eres el que no quieres causarla disgustos —exclamó Pepe sardónico —. ¡Ah, bribón! ¡En quince minutos haces que te recuerde, te enteras de su vida trágica e infeliz y conciertas una cita! ¡Sí que trabajas de prisa, amigo mío!
Harrison contestó furioso:
— ¡Mira, Pepe! ¡No consiento eso! Yo...
Pepe agitó la mano:
— ¡Oh, estoy desvalido! ¡Lo reconozco! He tomado sobre mis hombros la tarea de rescatar a un experto artesano del peonaje servil a unos tenderos franceses, puesto que está siendo objeto de la peor de las esclavitudes. Pero tergiversas las cosas. Podrías contarle a Valerie mi noble propósito y ella se lo diría a su tía, lo que estropearía mi plan altruista. Así que haré un trato contigo.
Harrison le miró llameante. Pepe sonrió.
—Iremos juntos a la tienda. Otra vez. Puede que madame Carroll no esté. En ese caso hablarás con Valerie. Un soborno, ¿eh? Todo lo que haré es sembrar la idea de fabricación especial. Si ella o Dubois se encuentran presentes, daré un giro a la idea insinuando la posibilidad de un negocio del que yo seré la víctima. Entonces se mostrarán amables conmigo y contigo, porque eres amigo mío. Incluso pueden solicitar tu ayuda para dejarme sin blanca. Ellos...
—No resultará — dijo Harrison.
—Pero lo intentaré — contestó Pepe todavía sonriendo —. No puedes impedirme que lo intente. Pero te dejaré acompañarme si gustas.
Muy a regañadientes Harrison se puso en pie. Se sentía muy lejos de ser feliz. Una vez más se encontraba incapaz de rechazar las locas ideas que nacían de aquellos polvorientos y complicados documentos escritos a mano de la Bibliothèque Nationale. Eran demasiados fantásticos para darles crédito. Pero necesitaba con urgencia encontrar alguna excusa por la que rechazarlos. Necesitaba la excusa, aun más hoy, porque había estado intentando no pensar en la posibilidad de que si se podía visitar el pasado éste era mutable y si era mutable, el presente también lo sería. Y él, en persona podría desvanecerse como una bocanada de humo. Y Valerie también podría desvanecerse.
—Estoy loco — dijo con amargura—, pero vamos.
Pepe caminaba junto a él con un aire espléndido de autosatisfacción. Al poco descendían por Rue Flamel y pasaban ante el cafetito en donde se encontraron el día anterior.
—Si Valerie atiende el establecimiento —observó Pepe—, preguntaré si se me puede fabricar un artículo especial y, luego, me pondré a curiosear entre los objetos en venta mientras tú hablas. Si está su tía, yo me encargaré de toda la conversación.
— ¡Somos idiotas! — dijo Harrison—. ¡Zoquetes! ¡Cretinos!
—Si te refieres a mi altruismo — intervino Pepe animoso—, estoy de acuerdo. Pero si hablas de tu interés por una chica muy linda, entonces destacaré que nadie es más feliz como cuando hace el ridículo por una mujer. Y si además sus intenciones son honorables...
Llegaron a la esquina. Se acercaron a la tienda. Sólo estaba Valerie en el interior. Saludó a Harrison con alivio.
— ¡Me alegro mucho de que vinieras! — dijo casi sin aliento —. ¡Ha pasado algo y no me habría sido posible reunirme contigo como acordamos! ¡Y te olvidaste de decirme en dónde vives, así que tampoco te habría podido avisar!
Pepe dijo con benevolencia:
— ¡La providencia se las arregla para que beneficie a todos mis amigos! ¡Ma'mselle Valerie, yo soy el responsable de la presencia de su amigo!
Harrison se encontró añorando estar cerca de Valerie. La idea de que algo pudiera ocurrirla le resultaba intolerable. Los peligros más imaginarios, si la afectaban, eran abrumadores.
—Mi tía tuvo que ir a St. Jean-sur-Seine — explicó Valerie mirando a Harrison —. Su marido, M’sieur Carroll se encontraba... en dificultades. Se presentó una crisis en el negocio. El y mi tío M’sieur Dubois no estaban de acuerdo sobre el rumbo a tomar. ¡Pusieron una conferencia! Así que se fue a St. Jean-sur-Seine para decidir la cuestión. Y yo no puedo abandonar la tienda. Así que habría faltado a nuestra cita.
Harrison sintió gozo al comprender que Valerie no habría querido faltar a la cita.
—Volvamos al negocio — dijo Pepe con intensidad —. Desearía, Ma'mselle Valerie, encargar un objeto especialmente diseñado. El trabajo de su operario es soberbio. ¿No se podría concertar que me fabricase algo especial?
—Eso se lo podrá decir mi tía — dijo Valerie con educación. Pero sus ojos volvieron a Harrison —. Mi tío se ocupa de comprar género para la tienda, M’sieur Ybarra, pero la que dirige en realidad el negocio es mi tía. Tendrá que consultar con ella.
Sus modales resultaban estrictamente comerciales, excepto cuando miraba a Harrison. Entonces parecía satisfecha de vivir. El joven, por su parte, conocía la exquisita angustia de todo enamorado que desea ser absolutamente importante para una chica, cuando no puede creer que ella se sienta igualmente ansiosa de ser importante para él.
—Entonces echaré un vistazo por la tienda, si me permite — dijo Pepe —. Hay aquí reproducciones muy artísticas.
—Pues no son reproducciones — dijo Valerie —. Todos son originales. No hay dos cosas exactamente iguales. Los géneros están hechos a mano, como usted dijo, por expertos artesanos.
— ¿Pero dónde?— preguntó Pepe —. ¿Dónde los hacen? Valerie se encogió de hombros.
—Mi tío, M. Dubois, se guarda esa información para sí. El se marcha y, cuando vuelve, trae los artículos que necesita la tienda. Yo no sé dónde va. Mi tía jamás lo ha mencionado. Fue M. Carroll quien decidió que la tienda se llamase negocio de importación y exportación con el año 1804. Mi tía admitió que eso daba personalidad a la tienda. Pepe dijo:
—Hum. — Y empezó a husmear. Examinó una estantería repleta de brocados y los acarició con aire de conocedor. Poco después estaba mirando los libros que mencionase Harrison. No había más de una docena. Pasó las primeras hojas y murmuró para sí. Examinó las armas. Comprobó lo equilibrado de una pistola deportiva. Era de pedernal, pero su peso estaba repartido tan perfectamente como en los rifles deportivos más modernos. Un poco más tarde leyó un Moniteur. El papel era fresco, como el de los libros. Se quedó absorto.
Harrison encontró su lengua. Es, claro, característica de todas las personas en estados muy emocionales querer hablar de sí mismas. Harrison y Valerie tenían material para tal clase de conversación. Habían compartido recuerdos de una infancia razonablemente feliz, pero no quedaron confinados a ese tópico. Harrison escuchó mientras Valerie le explicaba que la muerte de sus padres la envió a un internado y que cuando acabó sus estudios sólo le quedaba su tía para cuidarla. La tía estaba entonces muy ocupada dirigiendo los negocios de su hermano, M. Dubois, pero de pronto nació el romance. Su tía se casó y hubo un ménage à quatre, con madame Carroll dirigiendo con firmeza los negocios de su marido y de su hermano, así como también a Valerie. Y las cosas no marchaban sobre ruedas. Pero luego, bruscamente, comenzó el negocio de importación con el año 1804. Se abrió la tienda e inmediatamente prosperó. Pero madame Carroll la regía con una firmeza singular, afirmando que debían efectuarse las economías más estrictas hasta que el negocio estuviese firmemente establecido. Y, claro, Valerie tenía que ayudarles.
—M'selle — dijo Pepe con una voz curiosamente apagada —. Me llevaré este número del Moniteur.
—Pues claro que sí, M’sieur Ybarra — contestó Valerie—. Todos están a la venta. Cien francos el ejemplar. Encontrará aquí los meses de marzo y abril de 1804.
— ¡Compraré éste! — dijo Pepe —. Del día 2 de abril.
—Llegan hasta el veinticinco, me parece — afirmó Valerie servicial —. Pero cuando vuelva mi tío traerá los últimos.
Pepe emitió un sonido inarticulado.
—Mi tatarabuelo Ybarra — dijo al cabo de un momento —, visitó París en la época de Napoleón. Peleó en duelo con el conde de Froude y recibió un corte en la oreja. ¡Aquí está el relato del hecho! Yo antes ignoraba los detalles.
— ¿De veras?— exclamó Valerie con educación —. ¡Eso es doblemente interesante!
Volvió con Harrison. Formuló preguntas acerca de lo que él había hecho y lo que sucedió en la última docena de años. Harrison se lo contó todo. A su vez preguntó por madame Carroll. La recordaba sin afecto. Había sido una persona ácida, incluso entonces, sin paciencia con los niños. Puesto que ahora constituía toda la familia de Valerie, descontando a su hermano, resultaría agradable enterarse de algunos detalles.
Valerie explicó algo divertida que sobre su tía recayó una pequeña herencia, una casita en la ciudad de St. Jean-sur-Seine y que su tía fue allí para asegurarse de que no le estafaban ni un solo franco, ni un simple céntimo. Dejó a su hermano en París. Luego ocurrió algo. Un Américain dijo Valerie, cayó enfermo en la ciudad. No había hospital. No había nadie que le cuidase. Puesto que su tía tenía que quedarse de todos modos en St. Jean-sur-Seine, se hizo cargo del cuidado de la enferma por un precio razonable. Obtendría un beneficio bastante elevado. Al poco volvió a París. Se casó con él. Era un tal M. Carroll y a Valerie le simpatizó muchísimo. Resultaba un ser muy inteligente. De hecho, en les Etats Units había sido profesor de una universidad. Pero ahora no tenía la plaza. Poseía un pequeño negocio. Eso seguro, pero no quería ejercer en una universidad, ni siquiera en un lycée. Sin embargo, resultaba un hombre muy agradable. Valerie lamentó que permaneciese en St. Jean-sur-Seine mientras madame Carroll dirigía la tienda en París.
Harrison salió del éxtasis con que había estado escuchando.
— ¡Espera! —dijo inseguro—. ¡Ese M. Carroll! ¿No se llamará Henry? ¿No fue profesor de metodología? ¿La Universidad de la que hablas no sería la de Brevard?
Pues sí. Era el profesor Henry Carroll, perteneciente a la Universidad de Brevard, quien dio allí cursos en métodos de investigación, incluyendo análisis estadísticos, cuando Harrison y Pepe no se habían graduado todavía. Se había casado con madame Carroll, la tía de Valerie, que era hermana de M. Dubois, quien se encargaba de las compras de género para «Carroll, Dubois et Cie.», importadores y exportadores al año 1804.
Harrison encontró asombrosa aquella noticia. Cuando Pepe, apenado, dijo que volvería más tarde con respecto a la cosa que quería que le fabricasen, Harrison se apresuró a concertar con Valerie la cita que hoy tuvo que ser aplazada. Luego salió de la tienda con Pepe.
— ¡Esto me hace ir de coronilla! — dijo Pepe con tono irritado —. He leído el relato del duelo de mi antepasado y tienes toda la razón. ¡No he visto nada que pudiese ser explicado de no haber hallado tú esos pocos detalles en la Bibliothèque Nationale! Pero yo no creo en tales explicaciones. ¡Me disgusto conmigo mismo! ¡No puedo decir por qué, pero ya he dejado de creer en nada, o quizás crea en todo! ¡No estoy seguro!
Harrison contestó:
—El Carroll de «Carroll, Dubois et Cie.» es el profesor Henry Carroll, que perteneció a Brevard. Seguimos un curso de análisis estadístico en su clase, como recordaste ayer.
Pepe se le quedó mirando. Luego dijo despacio:
—Recuerdo que le despidieron. Hubo algún escándalo que no habría sido escándalo si nos hubiese pasado a nosotros, pero que era asunto gravísimo para un profesor de análisis estadístico y materias por el estilo.
— ¡Pues vive en St. Jean-sur-Seine, esté dónde esté ese pueblo! — exclamó Harrison.
—Era un buen tipo — afirmó Pepe —. No suspendía a nadie sin tener buenos motivos.
—Un buen tipo en realidad —asintió Harrison —. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea sobre el género de la tienda?
—No quiero admitirlo, pero... tienes razón. He cambiado de idea. No puedo decirte porqué. La acumulación de pruebas de que no todo lo que es insano resulta necesariamente incierto. Más que esto, noto que es necesaria la acción de alguna clase. Tenemos una prueba increíble de lo que es completamente creíble. ¿Qué vamos a hacer?
Harrison frunció el ceño. Estaba, por lo menos, tan transtornado como Pepe. Pero además, existía Valerie. A menos que la tienda pudiese explicarse completamente, más allá de todas las sospechas de que existía por encima de lo imposible, Harrison sentiría intranquilidad por sí mismo, pero mucho más por Valerie. Continuaría preguntándose lleno de pánico si él... y Valerie... quizá no acabarían viendo rescindido su nacimiento.
—Creo — dijo con incomodidad —, que será mejor que vayamos a ver a Carroll. Me parece lo más consecuente. Nos encontramos por casualidad. Lo que condujo al hallazgo de Valerie, también por accidente, lo que nos trajo de la misma manera casual a la situación en que ella me dijo dónde vive nuestro antiguo profesor. Parece una especie de sistema, de cosa predeterminada. Creo que deberíamos seguir su curso.
—No sabía que fueses supersticioso — observó Pepe.
—De todas maneras — dijo Harrison sin convicción —, como antiguos alumnos suyos, será natural que le hagamos una visita. Por así decirlo, para ofrecerle nuestros respetos.
— ¡Oh, sí! — contestó irónico Pepe —. ¡Oh, definitivamente sí! Paso la mayor parte de mi tiempo buscando profesores que solían educarme, para darles las gracias por sus esfuerzos y mostrarles su falta de éxito. Pero, en este caso, estoy de acuerdo. ¡Absolutamente!
—Cojamos un taxi — dijo Harrison—. La American Express nos dirá cómo podemos llegar a ese pueblo.
Caminaron hasta que apareció un cochambroso taxi parisién. Subieron en el vehículo con dignidad. El coche partió con esa escalofriante velocidad que afecta a todos los vehículos parisinos.
Durante el camino Harrison dijo reflexivo:
— ¿Sabes, Pepe, que estamos cometiendo una tontería? ¡Probablemente Carroll pensará que estamos locos!
— ¡Si lograse convencerme de eso, le estaría agradecido por toda una eternidad! — contestó Pepe.
Se hundió en el asiento. El coche continuó su marcha.
En algún lugar, muy alto en el cielo, un reactor daba vueltas y vueltas. En algún lugar, en alta mar, la tripulación internacional de un navío de superficie portador de cohetes de la N.A.T.O. efectuaba maniobras de lanzamiento, barriendo del cielo teóricamente todos los imaginarios proyectiles que a intervalos de veintidós segundos disparaba un enemigo también imaginario. Había submarinos atómicos bajo el casquete polar Ártico. Existían silos subterráneos preparados para disparar cohetes transcontinentales, si recibían órdenes autentificadas para hacerlo así. Se admitía oficialmente que existían bastantes cabezas de guerra atómicas para, al detonar, convertir toda la atmósfera de la tierra en letal para cuanta vida animal y vegetal existiese.
En un universo diseñado para que vivieran los seres humanos, deberían haber mecanismos de seguridad. La gente, dado su carácter, los hacía necesarios. Harrison y Pepe descubrieron dónde se alzaba St. Jean-sur-Seine y no tardaron en concertar el medio de transporte más adecuado. No se sentían dominados por ningún autosentido de misión, ni de que actuasen con particular sabiduría o con miras de causar un gran efecto. Quizás no habría motivo para tales sensaciones. Quizás su viaje era un simple acontecimiento que tenía que ocurrir.
Una decisión acerca de si los acontecimientos que les causaban tanto interés alcanzaban el valor o no de un mecanismo de seguridad, claro, dependería de si uno consideraba que el universo tiene sentido, o no lo tiene.
CAPÍTULO 3
El pueblo de St. Jean-sur-Seine era notablemente igual a muchísimos otros pequeños municipios que existían a todo lo largo y lo ancho de la República Francesa. Cuando como ocurría raras veces, penetraban en él los turistas, lo descubrían a la vez duro y carente de atractivos. Algunos se detenían para efectuar una comida en el café principal. Pocos, poquísimos, regresaban por segunda vez. Antaño poseyó una fundición que forjaba cañones para el ejército de Napoleón. Los cañones no resultaron satisfactorios y la fundición se cerró. Durante algún tiempo comerció en trufas, halladas por cerdos extraviados y por perros educados en beneficio del hombre. Pero las trufas, cuyo modo de propagación jamás se ha averiguado de manera satisfactoria, no se reproducían con mucha energía cerca de St. Jean-sur-Seine. Ese tráfico murió. En el año 1880 hubo una epidemia de viruelas en la que todo el cuerpo civil, incluyendo el alcalde y la administración municipal, quedó simultáneamente incapacitado. En 1900 hubo un asesinato en la ciudad. Ya no había más historia que impresionase al visitante.
Harrison y Pepe Ybarra llegaron en un autobús asmático mediada la tarde. Costó algún tiempo localizar a M. le Professeur Carroll. Por casualidad se tropezaron con alguien que identificó a M. le professeur con el apacible américain Carroll.
—Il fréquente le chien et le chat —explicó el ciudadano que finalmente comprendió a quien buscaban. Hablaba como cualquiera, y, por tanto, no le consideraban como un profesor.
Les acompañó hasta señalar, servicial, una casita de corte nada particular construida sobre el solar de algún antiguo complejo industrial. Debió ser la fundición de cañones de tiempos napoleónicos. Para entonces faltaba poco para la puesta del sol. Había un macizo de flores al exterior de la casita, que necesitaba urgente atención. Se veía parte de una antigua muralla de piedra, distinguiéndose los restos de las aberturas de las ventanas. Habían montones de piedras, en otro tiempo desprendidas de las paredes cuyas zonas superiores formaron. Ahora estaban cubiertas de moho y de hierbas mientras aguardaban que los compradores se las llevasen para servir de base a otras construcciones. No habían aparecido tales compradores. Quizás debido a que no se edificaban casas nuevas.
Pepe dijo:
— ¡Dios mío! ¿Vive aquí?
—Creo que estamos haciendo el ridículo — admitió Harrison.
— ¡Nada me causaría más placer que encontrar una prueba de lo que acabas de afirmar! ¡Tengamos esperanza! — dijo Pepe.
Avanzó hasta la puerta de la casita. Llamó. Se oyó ruido en el interior. Volvió a llamar. Silencio mortal. Llamó por tercera vez.
Oyeron pisadas. Parecían acudir de mala gana. La puerta se abrió sólo una rendija. Un ojo asomó. Eso fue todo. Luego una voz sonó irritada desde el interior.
—Bien! Qu'est?
Pepe volvió hacia Harrison sus asombrados ojos. Hay voces que uno no olvida y que reconoce incluso cuando están hablando en francés y sólo se las ha escuchado hablando inglés del Oeste Medio, con palabras cuya pronunciación las hace indistinguibles unas de otras. Harrison asintió. Tragó saliva.
El único ojo continuó mirándoles por la estrecha rendija de la puerta. La voz familiar dijo impaciente:
—Qu'il est?
El poseedor del ojo no respondía. Harrison alzó la voz en inglés:
—Profesor Carroll, me llamo Harrison y me acompaña Pepe Ybarra. Seguimos un curso de análisis estadístico con usted en Brevard. ¿Recuerda?
Silencio durante un momento. Luego la voz familiar dijo:
—Bueno, ¿qué diablos?— hizo una pausa —. ¡Esperen un momento!
Se oyeron ruidos. Una voz de mujer. La voz de Carroll dijo con tono bajo algo parecido a: Il n'parle. Se oyó un gruñido y las pisadas se alejaron con pesadez. Pasos menos pesados las acompañaron. El ojo en la rendija de la puerta desapareció, pero la puerta permanecía inmóvil, como si alguien la oprimiese con firmeza para impedir que abrieran a la fuerza. La voz de Carroll dijo algo ininteligible, también en francés. Y luego ruidos como si con impaciencia apartasen a alguien de en medio. Luego la puerta se abrió. Carroll apareció mirando incrédulo a Harrison y Pepe plantados en el umbral.
Era tan alto y ancho como Harrison le recordaba, pero vestía como un francés, lo que equivale a decir que llevaba un atuendo impropio a un profesor de metodología y de análisis estadístico. Usaba pantalones de pana y su camisa parecía de confección casera. Calzaba zapatos franceses.
Les miró de hito e hito y sacudió la cabeza con asombro.
— ¡Es Harrison! — dijo con tono profundo —. ¡E Ybarra! ¿Quién lo habría creído? ¿Qué diablos hacen ustedes en Francia? Particularmente, ¿qué diablos están haciendo en St. Jean-sur-Seine? ¿Y por qué han venido a llamar a mi puerta? ¡Entren!
Se apartó. Harrison entró con Pepe pisándole los talones. La habitación poseía los muebles adecuados a los habitantes de St. Jean-sur-Seine, es decir, de poco gusto. El conjunto resultaba atroz. Albergaba a un francés, bajito y regordete, en un estado de agitación desesperada. Vestía como un burgués menor no demasiado próspero aproximadamente del año 1800. Sus zapatos eran feos. Sus calcetines de áspero punto. La tela de sus prendas mayores era tejida en casa, parecía ignorar en absoluto toda la singularidad de su aspecto y su traje tenía la apariencia de haber sido utilizado cada día. No semejaba un disfraz. Y se le veía como a un hombre vivamente angustiado. Cuando Harrison y Pepe entraron, se frotó las manos. Una puerta que daba paso a otra habitación se cerró de manera decisiva.
Carroll ignoró al hombre bajito durante un momento. Estrechó la mano de sus dos visitantes.
— ¡Esto sí que es una sorpresa! — dijo con un tono mezcla de curiosidad y de disgusto —. No creí que se supiese dónde vivo, ni que importase un bledo saberlo. ¿Cómo diablos me han encontrado? Y al descubrir dónde vivía, ¿por qué...? No, no debo preguntarles por qué se han molestado. Ustedes me lo dirán.
Hizo una pausa para añadir bruscamente:
—Este es mi cuñado, M. Dubois — continuó en francés con cierta agitación—: Estos caballeros fueron alumnos míos, hace algunos años. Han venido a saludarme.
El francés regordete del traje tan asombroso, parecía un poco, un poquito, aliviado, pero sin mostrarse tranquilizado del todo. Dijo con cierta incomodidad:
—Enchanté, messieurs.
—Siéntense — dijo Carroll con la misma animosidad. Continuaba ignorando el traje del hombre regordete —. Díganme qué han estado haciendo durante este tiempo. Creo que se habrán graduado y vivirán en Europa y, de algún modo... ¡cómo sólo el cielo lo sabe!... se enteraron que yo había caído en la oscuridad y en la desgracia y vinieron a verme por algún motivo poco racional.
Pepe se sentó, con bastante viveza. Miró al hombre vestido como en épocas antiguas. Harrison habló con palabras inseguras.
—Temo que usted me creerá loco, señor.
— ¡En absoluto! ¡En absoluto! — contestó Carroll —. ¿Por qué?
—Porque — dijo Harrison —, tengo que preguntarle... y sin justificación alguna... si tiene usted relaciones con... es decir... si conoce... — se interrumpió. Luego dijo bruscamente —: Hay un hombre llamado de Bassompierre. ¿Ha oído usted hablar de él?
—No — negó con fuerza Carroll —. No he oído hablar de él. ¿Por qué?
Harrison sudaba. El francés regordete dijo:
—Pardonnez-moi, messieurs, mais...
Carroll le hizo un gesto con la cabeza y el tipejo salió, con el aire de un hombre que escapa a la agitación de un lugar para trasladarse a otro medio bastante más turbulento.
—El tal de Bassompierre — continuó Harrison con dificultades —, escribió a Cuvier y le explicó las leyes mendelianas de la herencia con todo detalle.
—Probablemente lo hizo con buena intención — dijo Carroll con aire caritativo —. ¿Y eso qué?
—También le contó a Ampère lo de las corrientes alternas — dijo Harrison —, y a Lagrange lo del análisis estadístico, y a Champollion lo de los jeroglíficos. Escribió a la Academia de Ciencias acerca de física nuclear...
—Si ellos necesitaban información y no la tenían —anunció Carroll placenteramente —, no veo por qué no podía proporcionársela. — Se paró en seco. Miró con fijeza. Luego dijo con mucho cuidado —: ¿Mencionó usted a Cuvier, a Ampère y a Lagrange?
—Y a Champollion — añadió Pepe con malicia —, sobre jeroglíficos.
Carroll clavó los ojos en Harrison y luego en Pepe, para después volver al primero. Chasqueó los labios. Después dijo con el máximo cuidado:
— ¿Les importaría decirme cuándo ocurrió esto?
—Escribió a Cuvier, sobre las leyes mendelianas, en 1804 — contestó Harrison —. A Ampère, en 1807. A La Place, a quien no mencioné antes, en 1808. A la Academia de Ciencias, en 1812.
Carroll permaneció conspicuamente inmóvil durante un larguísimo rato. Luego habló con mayor cuidado todavía:
—Y les dijo, según usted...
Harrison repitió lo que contase a Pepe el día antes. Las notas y la correspondencia de ciertos hombres considerados muy cultos, que, custodiadas en la Bibliothèque Nationale, contenían todas esas afirmaciones. Un tal M. de Bassompierre escribió a esos sabios y les dio información exacta que no existía cuando la proporcionó. Harrison se explicó con detalle, experimentando la frustrada confusión de quien sabe que está diciendo puras insensateces que... son un hecho real.
Pero Carroll escuchó con atención intensa y concentrada. Al terminar Harrison, dijo, con disgusto, alguna frase abrasiva en puro inglés del Oeste Medio. Expresaba que se sentía menos que feliz por lo que acababa de oír.
Luego añadió con malicia:
— ¿Pero, por qué me traen a mí esas noticias? Harrison balbuceó. Pepe intervino en la conversación. Explicó, pidiendo excusas, que la tienda de «Carroll, Dubois et Cie.» había despertado su interés. Que llevó a Harrison allí. Que conoció a Ma'mselle Valerie...
—Oh, sí — interrumpió Carroll —. Buena chica. ¡Muy linda, además!
Ma'mselle Valerie y Harrison se conocían de cuando eran niños. Al pedirle noticias de su familia, ella mencionó a Carroll, su tío por matrimonio. Entonces Harrison interrumpió con cierta torpeza:
—Yo comencé mi búsqueda por algo que usted dijo en clase, señor. Afirmó que el estado del cosmos, en cualquier momento dado, era meramente la probabilidad de que bajo ciertas circunstancias tuviese el valor de «uno». Y, claro, eso implicaba toda clase de otras probabilidades que se habían estado anulando mutuamente. Así que examinada la historia de cerca podría mostrar ciertas anomalías, cosas que antaño fueron un hecho, pero cuya actualidad había quedado cancelada.
— ¿Dije yo eso?— preguntó Carroll.
—Era consecuencia de su primera afirmación — explicó Harrison —. Resultaba interesante. Así que, cuando me decidí a preparar mi doctorado, empecé a investigar en un período muy bien documentado de la historia. Elegí la época napoleónica y busqué hechos que en un tiempo habían ocurrido realmente, pero que más tarde resultaron no haber sucedido en absoluto.
Carroll sacudió la cabeza, ceñudo.
—No debí decirlo — afirmó irritado —. No tenía sentido. Ni siquiera era así, aunque yo pensaba entonces lo contrario. ¡Un hecho es un hecho! ¡Pero hay algunos hechos condenadamente raros! Siga.
Harrison narró su penosa búsqueda por entre los documentos particulares de personajes históricos. Repitió que alguien llamado de Bassompierre conoció hechos que posiblemente nadie podía conocer en aquel tiempo.
— ¡Aguarde un momento! —dijo Carroll sombrío—. Me extraña que...
Salió de la habitación dando zancadas. Prácticamente llenó el umbral al cruzarlo. Un momento más tarde su voz bramaba en otra parte de la casita. Sonaba colérica. La voz de una mujer se unió a la suya. Fue una disputa de primera categoría. Terminó con Carroll gritando. Sonó un portazo y regresó. La voz de mujer continuó, aguda y apagada.
—No fue mi cuñado — dijo Carroll irritado —. Jura que jamás trasteó con tal información. De todos modos tampoco tendría cerebro para hacerlo. ¡Y Dios sabe que a mi esposa no se le ocurriría tal detalle! ¡Esto es un lío diabólico!
Harrison, de pronto, se sintió como atontado. Se había estado aferrando desesperado a la esperanza que sus descubrimientos fuesen decepciones. Tuvo como señuelo en la tienda aquella esperanza y luego la llevó consigo a St. Jean-sur-Seine y la conservó hasta este mismo lugar y momento. La historia de Carroll le había permitido confiar en que todo resultaría una excentricidad. Una nueva locura, o algo igualmente tranquilizador. ¡Pero Carroll lo tomaba en serio! ¡Carroll no le creía loco! En su lugar, aceptaba las increíbles afirmaciones sin objeción y había dado pasos para descubrir si el regordete de M. Dubois de la tienda de antigüedades era el responsable de los hechos que Harrison le acababa de narrar.
—Yo... yo... — balbuceó Harrison. Luego guardó un infeliz silencio.
— ¡Esto es diabólico! — repitió Carroll, ceñudo —. Usar esa cosa iba contra mi mejor criterio, eso como principio. Fui un burro. Fui un burro desde los comienzos. ¿Pero cómo diablos...?
Pepe se agitó. Le pareció a Harrison que su amigo estaba más pálido que de costumbre.
—Profesor, señor — preguntó Pepe inseguro —, ¿quiere usted decir que esas cosas en las que hemos estado tratando de no creer... no son ilusiones nuestras? Era comodísimo pensar que yo estaba algo chiflado. Mire, ese tal de Bassompierre...
— ¿Ilusiones?— intervino irritado Carroll —. ¡Por desgracia, no! Que yo vea usted no está chiflado. ¿Pero quién diablos ha cometido esa locura que yo puedo advertir? ¿Quién más escuchó mis lecciones cuando pensé estar solo forjando perlas y escogí una al azar? Ustedes —señaló con la cabeza a Harrison —, y alguien más ha podido hacer lo mismo. ¡He debido transformar en un infierno el estado de cosas en general! — Sonaron pisadas. La puerta que daba acceso a las habitaciones interiores se abrió con violencia. Una especie de mujer francesa, bajita, recia, con el rostro colorado, entró dando zancadas indicadoras de su energía. Sus ojos estaban furiosos. Su habla, que comenzó al instante, era una frenética acusación a Carroll murmurada con tanta velocidad y vehemencia que era imposible distinguir las palabras aisladas. Agitó sus regordetes brazos, mirándole llameante. Sacudió su puño ante el rostro del antiguo profesor. Golpeó el suelo con los pies. Su acusación llegó a un crescendo.
—Les flics — dijo Carroll muy serio—. Les flics... .
Pareció ahogarse. Se calmó con fiereza inusitada. Permaneció formidablemente quieta, los brazos cruzados en gesto retador. Su rostro carmesí, los ojos fijos, jadeando.
—La policía — repitió Carroll firmemente, abandonando el francés para incluir a ella, Harrison y Pepe en la conversación —, se mostraría interesada en enterarse de lo que acabas de decirme. Pero éstos son amigos míos, antiguos estudiantes de les Etats Units. Ocurre que nuestra empresa les ha llamado la atención, probablemente gracias a alguna torpeza que cometería M. Dubois. Se trata de una emergencia importante. Pero quizá pueda servir de ayuda para resolver nuestra dificultad anterior. —Dirigiéndose a Harrison y Pepe dijo—: Les presento a mi esposa, madame Carroll.
Harrison trató de hacer una educada reverencia. Pepe tuvo más éxito.
—Y ahora — continuó Carroll con firmeza —, te reunirás con tu hermano y cuidarás de nuestro otro problema.
La hizo volver en redondo y la condujo irresistiblemente hasta la puerta. Ella se agitó. Se resistió. El empujó su cuerpo metiéndolo en el otro cuarto y cerró. Se oyeron algunos gritos sofocados de furia. La mujer se fue, gruñendo agudamente. Se oyó el murmullo del hombre regordete.
—En mi vida cometí varios errores — dijo Carroll —, y creo que ella es el peor. Debía estar delirando cuando me casé con esa mujer. Pero esta noticia que me acaban de traer es realmente infernal. ¡Tendremos que hacer algo por remediarlo!
Se sentó, ceñudo. Pepe preguntó:
— ¿Podemos entender, señor, que alguien, en algún lugar, ha fabricado lo que se podría llamar una máquina del tiempo y la está utilizando?
— ¡Pues claro que no! — contestó Carroll —. ¡Una máquina del tiempo está fuera de toda cuestión! Pero, maldición, he debido decir algo con mucha más enjundia que lo que me imaginé y cualquier persona, una en especial, debió utilizarlo para trastornar lamentablemente el esquema de cosas y ahora se afana en la tarea de empeorarlo todavía más. ¿Pero quién diablos es y cómo ha conseguido llegar hasta allí?
— ¿Hasta dónde?— preguntó Pepe.
— ¡Hasta 1804! — contestó Carroll. Agitó las manos —. Llegar a esa época es bastante posible. ¡Nosotros conseguimos mercancías para nuestra tienda de esta forma! Pero ¿quién más? ¿Y por qué al mismo período? ¡Maldición, esto es demasiada coincidencia! — se interrumpió —. Oh. Ustedes piensan en una máquina del tiempo. Es del todo innecesaria. No es preciso construir un ascensor para ascender al segundo piso de un edificio. Lo más fácil es encontrar las escaleras. Entonces se sube. Eso es todo. Pero...
Se pasó las manos por el pelo, dejándoselo erizado. Tenía por costumbre ya en Brevard realizar el mismo gesto.
— ¡Hay condenadamente pocos! — exclamó exasperado —. ¡Condenadamente pocos! No creerán que vivo en este agujero porque me gusta, ¿verdad? ¡Yo diría que había diez posibilidades contra nueve de que alguien encontrase una segunda ocasión para acceder al mismo período! ¡Sin duda hay algo más que eso, pero tiene que buscarse! ¡Esa es la cuestión!
Harrison aspiró una profunda bocanada de aire. De algún modo, las ropas que vestía el hombre gordo le ayudaron a creer que Carroll, al ignorarle, era más un excéntrico que una autoridad acerca de cualquier ciencia. Pero...
—Profesor — dijo con dificultades —, empecé por no creer en todo esto. Luego lo creí. Después metí a Pepe en el asunto y logré llegar a un punto muerto al ver su escepticismo, pero él también llegó a creer y ahora lo considero más que probable. Usted parece comprenderlo. Estoy confuso por tercera y cuarta vez. ¿Quiere usted aclarar las cosas para que sepa a qué carta quedarme?
Carroll se encogió de hombros. Se puso en pie.
—Vengan.
Abrió la puerta por la que madame Carroll fue expulsada minutos antes. Harrison le siguió y Pepe cerró la marcha.
La habitación contigua era un comedor. Las ventanas a un lado dejaban pasar una cierta cantidad de luz del crepúsculo. El sol se había puesto sobre St. Jean-sur-Seine desde su llegada a la casa, pero por las ventanas se podían ver las hierbas y las piedras aguardando comprador, y parte de una impresionante pared, todavía en pie, construida muchísimo tiempo atrás. En la pared opuesta a esas ventanas no había aberturas de ninguna clase, pero sí una puerta, nueva, hecha toscamente con tableros y cubriendo una oquedad de tal forma que no permitía ver más allá. Era evidente que aquel lado de la pared del comedor se encontraba prácticamente bajo tierra. La humedad del enlucido lo demostraba.
—Aquí hubo antaño una fundición — dijo Carroll, ceñudo como antes por lo sombrío de sus propios pensamientos —. Forjaban y fundían cañones para el ejército de Napoleón. Pero con la inspirada incompetencia de la que son capaces algunas personas, los fundieron con tan enormes defectos que en su mayoría estallaban cuando se les sometía a la prueba del fuego por primera vez. Semejaba una traición al Imperio, así que cerraron el establecimiento a toda prisa. Dejaron un cañón en el molde en que había sido fundido.
Abrió la puerta interior de confección casera. La tierra cubría esa pared lateral de la casita. Pero había una especie de hoyo más allá de la puerta. Tenía la altura de un hombre y casi tan amplio como el propio quicio. Unos cuantos escalones sobresalían del polvo. En el marco mismo había un conmutador con cables que conducían a algún lugar. Estaba conectado. A un lado de la cueva emergía una masa de hierro enmohecido. Se la podía identificar como un cañón de seis libras, el morro hacia arriba, sin el extremo cortado que era el paso siguiente, en la fundición, después del moldeado. Había quedado abandonado, sin molestarse nadie en absoluto en retirarlo, cuando el establecimiento fabril se cerró.
—Es ése — dijo Carroll —. Nadie lo ha tocado desde que lo abandonaron a medio fundir. De hecho, no lo ha tocado nadie desde que el metal fundido se vertió en el molde. Voy a pasar por aquí. Síganme de cerca. Durante un momento sentirán cómo náuseas.
Avanzó confiado. Y desapareció. Harrison parpadeó y penetró tras él. Experimentó durante un momento unas náuseas tan intensas que casi le dieron calambres y una violentísima e imprevista turbación tan peculiar como el mareo que le dominó al hablar con Pepe sobre Maximiliano de Méjico. Se veía luz ante ellos. Carroll reapareció aguardándole. Pepe salió con torpeza por detrás.
Estaban plantados bajo el techo de un edificio de piedra completamente intacto, que evidentemente ya no se usaba. Había sido una fundición. Se veían hornos de ladrillo y un montón de carbón a más de fuelles enormes que funcionaban a mano. Tal equipo indicaba que el sistema de fundición del hierro practicado aquí, era anterior a que se inventase el proceso moderno. Un sol muy brillante penetraba por las rendijas de las contraventanas de madera que cerraban las altas aberturas. No había ninguna casita. En absoluto. En su lugar, el gran recinto techado continuaba sin alteración hasta donde estuvo momentos antes la gran pared en ruinas. Pero ahora la pared ni se había desplomado, ni estaba rota. Refulgía y se la veía sólida.
Los ojos de Harrison se quedaron fijos, fascinados, en las casi plateadas rendijas verticales producidas por los rayos del sol de mediodía. Al exterior de las ventanas de la habitación que acababan de abandonar el sol se ponía, se había puesto ya.
Pepe dijo incrédulo:
—Esto es... esto es... ¿Cuándo es?
La forma de la pregunta habló de su completa y anonadada aceptación de todo lo que el sentido común y la experiencia seguían denegando.
—Estaremos a 10 de junio — dijo Carroll con indiferencia —, y el año es 1804. Son... — consultó su reloj —, las once cuarenta de la mañana. La hora del reloj es diferente también como el tiempo del calendario en los dos extremos del... — se encogió de hombros —. Yo hablo de una escalera. Pero se parece más a un túnel. Un túnel del tiempo, que tiene ciento sesenta y pico de años y algunas semanas, días y horas de longitud de extremo a extremo. Hemos cruzado por él. Volveremos ahora. Voy a pedirles que me ayuden a resolver nuestra emergencia actual y luego nos pondremos a trabajar en el problema realmente grande que ustedes me han presentado.
Hizo un gesto a Harrison para que le precediese. Harrison parecía desvalido. Carroll señaló a una plancha pequeña sobre el suelo. Parecía un umbral al que no estuviese sujeta ni puerta ni pared. Con torpeza, Harrison lo cruzó y sintió una intensa perturbación digestiva y un mareo monumental. Pero dio un paso más y se encontró en la cueva... el túnel... con tierra a todo su alrededor y la puerta de confección casera delante. Salió y se vio en la casita, en el comedor de la casita. Tenía la frente húmeda. Se la secó mientras Pepe salía tambaleándose, con un Carroll indiferente cerrando la marcha.
—No voy a pedirles que no cuenten a nadie lo que acaban de ver — dijo Carroll con indiferencia —. Serían ustedes muy tontos si lo hiciesen. Pero me han presentado un problema infernal y sería una locura tratar de tener secretos con ustedes. ¡Vengan!
Abrió otra puerta y entraron en la cocina de la casa. Los útiles eran tan en extremo primitivos que una mujer con exceso de sentido económico los consideraría inadecuados. Había una escalera que evidentemente conducía a los dormitorios del piso alto. Se veía un banco apoyado contra una pared. El bajito y regordete M. Dubois ocupaba el banco con sus ropas increíbles. Tenía, en una mano insegura, un gran cuchillo notablemente labrado. Parecía distraído. Junto a él se sentaba su hermana, madame Carroll, con una hachuela que empuñaba firmemente.
Y, yaciendo en el suelo, con las manos y pies atados con cuerdas, había un tercer individuo. Llevaba amplios pantalones de pana, una faja azul y una camisa a cuadros rojos. Su expresión alternaba entre la extrema aprensión y un rencor absoluto. Miró a Harrison y a Pepe con amplios y, al principio, asustados ojos. Pero Harrison parpadeó cuando madame Carroll irrumpió en una serie de quejas agudas y coléricas, murmuradas con tanta rapidez que sólo quien estuviese acostumbrado a su manera de hablar la habría comprendido.
—El señor Harrison y el señor Ybarra — dijo tranquilo Carroll —, se han unido a nosotros, no financieramente. No quieren tomar parte en la empresa. Su interés es sólo científico — y añadió dirigiéndose a Harrison y Pepe —: Quizás debería presentarles al caballero de ahí. Es un ladrón. Se llama Albert. Constituye nuestro problema actual.
Madame Carroll se volvió a ellos. Temblando de furia les informó que su esposo era un estúpido, poseedor de la máxima imbecilidad. A no ser por ella, le robarían, le destruirían, le asesinarían tales criminales que, según observaban, ya habían hecho los primeros intentos.
El hombre atado del suelo protestó enfurecido de que no intentaba matar. Sólo pretendía efectuar un pequeño hurto profesional. Era ladrón, no criminal. No tenían más que preguntárselo a la policía y ésta certificaría que, en toda su carrera como ladrón, jamás lastimó a nadie excepto a un flic que se había plantado ansiosamente bajo una ventana para atraparle, cuando en su prisa por escapar saltó y cayó sobre él.
Madame Carroll le hizo guardar silencio agitando la hachuela. Estaba roja de indignación, de desesperación, quizás enloquecida.
— ¿Qué vamos a hacer con él?— preguntó dramáticamente —. ¡Si lo entregamos a la policía todo se hará público! ¡Descubrirán nuestro negocio! ¡Tendremos competidores amontonándose para ofrecer precios más altos de los que podemos pagar y comprometiéndose a vender a precios más bajos que nosotros! ¡Nos arruinaremos, por causa de este bribón, de este criminal!
El prisionero protestó. Le mantenían cautivo durante más de doce horas, discutiendo. ¡Era ilegal! Dijo Harrison con una especie de estupefacto interés:
— ¿El problema es que este Albert es un ladrón?
Carroll contestó desmadejadamente que había estado tomando unos pocos vasos de vino en una tabernucha del pueblo. Aquel individuo, Albert, indudablemente le vio allí y lo consideró una oportunidad. Cuando Carroll volvió a casa antes que de ordinario, encontró a Albert registrando sus posesiones. Albert luchó desesperadamente cuando Carroll le puso la mano encima, pero allí estaba. Carroll dijo con tristeza:
—Y aquí estaba, también, cuando Dubois salió del túnel del tiempo. Lo que fue una desgracia.
— ¿Desgracia?—gritó madame Carroll, con pasión —. ¡Fue un crimen! ¡Imbécil! Este criminal...
—Aguarde un momento — dijo Pepe —. El caballero es un ladrón. Practica su profesión en privado, sin testigos. Quizá pueda comprender que ustedes prefieran que su negocio sea también considerado confidencial.
El prisionero intervino con agudeza:
— ¿Una contraoferta? Podemos llegar a un trato.
—En bien del secreto — añadió Pepe, más cerca ahora de sus modales normales —, él puede comprender que quizás encontremos necesario informar a la policía que M. Carroll se vio obligado a golpearle fatalmente con el fin de dominarlo.
— ¡Eso no es preciso! —objetó con viveza Albert—. ¡No es absolutamente preciso! ¡Si yo fuese un flic quizás! Pero puesto que nuestras profesiones son semejantes...
—El asunto podría resolverse utilizando la cortesía profesional y un acuerdo entre caballeros — dijo Pepe con aire majestuoso.
—C'est vrai! — opinó Albert —. ¡Naturalmente! ¡Juraré por mi honor no contar a nadie lo que ha ocurrido aquí! ¡Eso lo arreglará todo!
Carroll gruñó:
— ¿Tiene usted alguna idea, Harrison?
Harrison se humedeció los labios. En cierto modo seguía pensando en aquellos verticales rayos de luz del sol que quedaban más allá del túnel, en la otra habitación, donde podía asomarse a una ventana y ver el resplandor del rojo profundo del cielo porque acababa de ocultarse el astro rey. Esa brillante luz solar le molestaba horriblemente. ¡Era abrumadora, trastornadora!
—Creo — dijo con torpeza—, que le dejaría contemplar lo que acaban de enseñarnos a Pepe y a mí. ¡No me parece probable que este bribón se decidiera a hablar de lo que podría ver!
Carroll meditó. Luego asintió. Levantó al hombre atado y sin esfuerzo lo condujo a la otra habitación. Harrison oyó el estrépito de la puerta al abrirse. Luego hubo silencio. Fue entonces cuando madame Carroll dijo con amargura:
—Es una desgracia que no se pueda...
La hachuela que empuñaba se movió de manera sugestiva. M. Dubois se estremeció. Otra vez silencio. Un largo silencio. Luego, de nuevo sonidos en la habitación contigua. La puerta improvisada chirrió y se cerró y un momento más tarde Carroll trajo otra vez al ladrón. Le puso sobre el suelo con indiferencia. El rostro de Albert estaba pálido como la ceniza. Los ojos le giraban en sus órbitas. Carroll le miró pensativo y luego sacó una navaja del bolsillo y la abrió. Cortó con ella las cuerdas que ligaban al prisionero.
—Creo que se ha impresionado — dijo.
—M-mon Dieu! — exclamó con aspereza el prisionero —. M-mon Dieu!
Harrison vio como Carroll se inclinaba para levantar al pequeño y asustado Albert y ponerle en pie. Le ayudó. Los dientes del hombrecillo castañeteaban. Carroll hizo un gesto con la cabeza.
—Soltémosle, Harrison. ¡Buena idea! ¡No hablará!
Harrison condujo al ladrón por el comedor y le llevó a la habitación que se abría a la calle. El pequeño delincuente se agitó y tembló de cabeza a pies. Sus dientes siguieron castañeteando. Harrison dijo, el ceño fruncido:
— ¡Si sales temblando de esta manera, llamarás la atención! ¿Tienes dinero?
Albert sacudió la cabeza. Harrison le entregó medio dólar en billetes de banco franceses.
—Toma — dijo con disgusto —. Necesitarás un trago. Varios tragos. Yo de ti, tomaría tantos como me cupiesen en el cuerpo. ¡No me importaría hacerte compañía! ¡Pero de todos modos te aconsejo que tengas la boca cerrada!
—Mais oui — jadeó el antiguo prisionero —. Mon Dieu, oui!
Harrison le abrió la puerta. Vio como el hombrecillo salía inseguro a la calle y luego volvía a la izquierda. Había una taberna a menos de cien metros de distancia. El antiguo prisionero se dirigió a ella. Caminaba de prisa, con decisión. Harrison le vio perderse de vista.
Volvió a la cocina. Carroll estaba diciendo animoso:
—Quítate esas ropas, George, y ponte algo adecuado a un hombre de negocios moderno. Luego separaremos el género que has traído y Harrison, Ybarra y tú lo llevaréis a París en el próximo autobús que salga de la ciudad. Si nuestro amigo Albert se mostrase indiscreto será preferible que esté solo aquí para negarlo todo. Naturalmente, me creerán.
Se volvió a Harrison:
—Eso es una precaución. Pero ustedes trajeron un problema que es mucho más importante que nuestros propios asuntos. Lo que me dijeron es la noticia más alarmante que nadie podía imaginar. No creo que mi cuñado sea responsable de lo que denunciaron — añadió —. Se necesitaría llevar atrás en el tiempo un moderno libro científico, y él no sabría jamás dónde colocarlo. De todos modos, hay normalmente una especie de estabilidad dinámica en el gran esquema de los acontecimientos. Pero ese de Bassompierre parece estar sondando la historia como un lapidario sondea con su martillito la roca. Basta de sondeos, porque todo el conjunto podría desmoronarse. ¡Tenemos que detenerle! ¡Así que llevaremos el género a París, a la tienda, y nos encargaremos del caso de Bassompierre!
Quizás una hora más tarde, Harrison y Pepe pasaban por delante de la taberna a cien metros de la casita de Carroll. Una figura familiar estaba derrumbada sobre una de las mesas. Era Albert, el ladrón. Estaba en estado comatoso. No tenía problemas. Bajo tales circunstancias, con toda probabilidad obraba de manera lógica y cuerda.
Pero Pepe se cambió de brazo su pesado paquete y dijo con intención.
—Observo hasta ahora un resultado cuerdo y admirable. Por lo menos en lo que a ti te concierne.
— ¿Qué?— preguntó Harrison.
—Encontraste a Valerie — dijo Pepe —. Es encantadora. Te recuerda con afecto. Es cierto que su tía es un carácter desagradable, tanto como el peor que se pueda imaginar, pero ahora no pondrá objeciones a vuestra amistad. No se atreverá. ¡Sabes demasiado!
Harrison no se sentía complacido por el punto de vista de Pepe, aunque de esa manera funcionaba el cerebro de su amigo. Cambió de conversación mientras también aliviaba de la carga su mano derecha para trasladarla a la izquierda.
—Carroll tiene razón — dijo tranquilo —. Hay que hacer algo acerca de ese de Bassompierre que trata de cambiar toda la historia pasada. En apariencia todavía no se ha causado mucho daño, pero si sigue transmitiendo información a un siglo antes de su propio tiempo...
—Sí — asintió Pepe —. Desde nuestro punto de vista se le debería estrangular. Sin embargo, eso sería una desgracia, puesto que la historia afirma que vivió hasta morir de viejo.
Pareció dudar un instante. Harrison dijo con tristeza:
—Creo que Carroll utilizará el túnel del tiempo para tratar de arreglar las cosas. Si se pueden importar cajitas de rapé del pasado, igual se puede discutir con alguien de esa época. Es preciso convencerle de que no confunda el presente que conocemos y el futuro que deducimos.
—El presente no es intolerable — afirmó Pepe —, pero el futuro es menos que satisfactorio. Lamento tener que quedarme de espectador. Te conté que mi antepasado, Ignacio Ybarra, estuvo en París en 1804. Más tarde, después de la independencia de la colonia de Méjico, fue embajador en Francia. Pero si fuese contigo y Carroll a discutir con ese de Bassompierre, podría ocurrir que por cualquier desgraciada casualidad me tropezase y causase la muerte de este tatarabuelo mío. En tal caso, claro, yo no habría nacido para producirle la muerte. Así que no nos encontraríamos en último azar porque al no nacer yo para matarle... Y si yo no había nacido. Pero sí había nacido. Si yo no. Etcétera. Prefiero no intentar resolver esta paradoja. Permaneceré voluntariamente de espectador.
Harrison no dijo nada. Siguieron marchando juntos hasta donde encontrarían el antiguo autobús que les llevaría a París. Al poco Harrison dejó de pensar en Pepe y Carroll, en Albert y en madame Carroll. Incluso en quien pudiese ser de Bassompierre, porque otras ideas se entrelazaban en el concepto de una historia variable, posible o cierta.
Pensó en Valerie. Tenía una cita con ella para mañana. Se animó.
CAPÍTULO 4
Valerie sonrió animadora a Harrison y dijo:
— ¿Nos sentamos aquí?
Harrison asintió de inmediato, como habría asentido a cualquier cosa que ella hubiera dicho. Estaban en Bonmaison y a su alrededor se veía la atmósfera de excursiones, de tranquilo romance y de todos los asuntos naturales y ordinarios que son los únicos en verdad importantes. Muy abajo en el horizonte, hacia París, había en el firmamento una pincelada de blanco vapor. Incuestionablemente era la estela dejada por un reactor que volaba tan alto que resultaba invisible. Sólo podía verse aquel reguero de humedad condensada sobre los iones formados por las llamas. El reactor era parte de la patrulla de servicio permanente mantenida sobre París — y Londres y Nueva York, y casi todas las grandes ciudades del mundo — en el caso de que alguna persona con autoridad, en algún lugar, decidiese empezar la guerra. Pero eso no se aplicaba a Bonmaison. Era síntoma de la locura de los seres humanos en un cosmos evidentemente diseñado para que ellos viviesen, pero al que industriosamente se preparaban para hacer inhabitable.
Pero en Bonmaison uno no pensaba en tales cosas. Aquí, y en muchos lugares similares del planeta, la gente se adhería a una casi conspiración universal para fingir que las organizaciones internacionales y los acuerdos no habían hecho del mundo algo en realidad inseguro, y que las situaciones alarmantes que uno lee son sólo en la actualidad conciertos para que los periodistas tengan algo que imprimir.
Hoy Harrison no podía actuar completamente de acuerdo a esa conspiración. Encontró pruebas de que existían posibilidades que eran más horribles incluso que la guerra atómica. Si cambiaba la historia, si los acontecimientos pasados quedaban interrumpidos, si algún día los hechos ya sucedidos no hubiesen ocurrido y si ocuparan su lugar otros hechos completamente distintos, podría él no haber existido jamás. ¡Mucho peor, hasta Valerie podría no haber existido nunca!
Valerie había parecido elegir este lugar para reposar y hablar cómodamente, pero continuó mirando a su alrededor. Gentes sin importancia iban a Bonmaison para sentarse en la hierba, tomar helados y resolver tales cuestiones provisionales como hasta qué grado los afectos no paralelos justifican un descuido, y hasta qué otro uno debería ser práctico. De ordinario las chicas son seres prácticos. Pero se sienten desilusionadas si los chicos jóvenes no son urgentemente imprácticos.
Un carrusel emitía una alegre música a alguna distancia. Los niños viajaban en él, alborotadores. Habían barracones en donde los jóvenes se veían desprovistos de monedas de cinco y de diez francos mientras trataban de demostrar a sus compañeros su pericia en complicados y divertidos juegos. Habían lanchas en el pequeño y sinuoso arroyo, y bateleros en mangas de camisa remaban torpemente mientras enfrente suyo, en el otro asiento, sus correspondientes chicas les admiraban. Había estallidos de risa cuando Polichinela se comportaba sádicamente para diversión de la infancia inocente. Había otras parejas, muchas, que o ya se habían instalado cómodamente o que aún buscaban exactamente el lugar preciso para llevar a cabo el desarrollo de su romance.
—Quizás allí estaríamos todavía mejor — dijo Valerie reflexiva.
De nuevo Harrison asintió. La predicción de Pepe de que Harrison sería tolerado como amistad de Valerie había sido cierta. Madame Carroll sonrió con frigidez cuando Valerie le presentó como amigo de la infancia. Ahora habían salido juntos a Bonmaison y mientras que Valerie regresase antes de la puesta del sol, se les permitiría una escapada temporal de la rígida dirección de madame Carroll.
Valerie parecía contenta. Harrison, claro está, parecía enloquecido. Ella se dejó caer con gracia hasta el suelo y, le sonrió cálidamente.
—Ahora — murmuró —, ahora podemos hablar.
Y Harrison de inmediato encontró imposible el hallar algo que decir. La miró y sus modales al mirarla decían muchas cosas que Valerie pareció encontrar satisfactorias.
—Mi tía —observó ella ignorando su silencio—, se mostró muy complacida con el negocio de esta mañana.
Harrison logró formular la pregunta pertinente.
—Porque vino alguien a la tienda y compró mucho — dijo Valerie —. No como uno que compra por afición o como coleccionista de curiosidades, sino que en cantidad. Y formuló muchas preguntas sobre dónde se fabricaban las mercancías. Mi tía se mostró discreta. El insistió. Trató de sonsacarla. Intentó obtener alguna revelación. Y mi tía no le dio ninguna información.
Pepe también tuvo la idea de descubrir dónde se fabricaba el género de la tienda. Ahora lo sabía, lo mismo que Harrison. Ninguno de los dos se sentía más feliz por el conocimiento. Aparentemente Valerie no lo compartía. Se rió un poquito.
— ¡Ah, pero sí trató de descubrir dónde podría conseguir tales mercancías! ¡Dio rodeos, insinuaciones e intentó muchos truquitos! Dijo que le gustaría que le fabricasen una cosa especial. Mi tía le dijo que aceptaría su pedido. Luego confesó que en realidad era comerciante... como si mi tía no lo hubiera adivinado... y ofreció un buen precio por la información acerca del fabricante.
Pepe también probó algo de esa especie. Harrison escuchó emocionado el sonido de la voz de Valerie.
—Al fin — dijo satisfecha Valerie —, llegaron a un trato. ¡Las condiciones las puso mi tía! Es un famoso comerciante en arte de Inglaterra y América. Su negocio es muy floreciente. La tía le pedirá las cosas que él desee. El comerciante pagará con generosidad. Mi tía sospecha que las envejecerá probablemente de manera artificial y las venderá como verdaderas antigüedades. Ella no lo hace, porque no desea jaleos con las autoridades. Pero lo que haga el comerciante no es cosa suya. ¡Sin embargo, ha puesto un precio muy caro por todo el género!
Harrison murmuró. Valerie continuó:
— ¡Compró las mejores mercancías de la tienda! ¡La mayor parte de las que mi tío acababa de traer! ¡Le va a ser necesario efectuar otro viaje de inmediato para conseguir más!
—Quizá fue el buen humor causado por un gran negocio lo que le permitiese aceptar a dejar que saliésemos hoy — dijo Harrison.
—Mais non — contestó Valerie con sagacidad —. ¡Fue M. Carroll! Cualquiera, excepto mi tía, le tendría cariño. Pero él la irrita. ¡No es práctico y mi tía sí lo es por encima de todas las cosas! ¡Pero ni siquiera ella se atreve a ir demasiado lejos! El dijo que no debía ofenderte. Afirmó que tú eras importante para los probables progresos de la tienda. Dijo que si se te ofendía, tomaría sus medidas. ¡Ah, pero mi tía estaba colérica! ¡Permaneció pensativa todo el camino de regreso de St. Jean-sur-Seine! Le gusta dirigir. Le disgusta ser dirigida.
Harrison no quiso pensar, estando con Valerie, en St. Jean-sur-Seine y en las fantasmales posibilidades implicadas por la confirmación de todas sus más bien poco plausibles sospechas. Quería pensar sólo en Valerie. Pensando en Valerie pensaba también en el desastre que podía caer sobre ella.
Un soldado y una chica pasaron y Harrison consideró con morbidez cuál podría ser el resultado de unas cuantas cajas más de percutores colocadas en la historia de Europa y del mundo, si llegase a ocurrir que disparaban y hacían blanco antes de su tiempo normal.
Napoleón no era partidario de la idea de los submarinos, de eso estaba seguro. El americano Fulton lo había descubierto. Pero aceptaría al instante la ventaja de los detonadores de percusión para las armas sustituyendo los rifles de pedernal que usaba su infantería. Los pedernales en acción, fallaban tres veces cada diez. Cambiando simplemente los mosquetes por armas de percusión se incrementaría la fuerza de fuego de sus ejércitos en un equivalente de unos doscientos mil soldados más. ¡Napoleón no se perdería una ocasión así! No habría dificultades para fabricarlos. La tecnología de principios del siglo XIX era capaz de fabricar percutores una vez la idea y la prueba de su practicabilidad se conociesen.
¡Incluso una caja de esos percutores colocada en manos adecuadas en 1804 significaría que la invasión de Rusia en 1812 sería un éxito! Los ejércitos rusos no serían derrotados sino destruidos. No habría habido abdicación. Tampoco hubieran existido los Cien Días. En Waterloo jamás pelearían. Un millón de franceses no morirían antes de su momento razonable y en su lugar seguirían respirando hasta convertirse en padres en vez de los otros que quedaron y de quienes descendían los modernos franceses. Y, claro, la probabilidad exacta de que esas personas se casasen, quienes se habían casado en el pasado que Harrison conocía, y que tuvieran exactamente los mismos hijos que engendraron en el tiempo pasado, y de Valerie compartiendo su niñez y estando aquí en este momento en el césped de Bonmaison... sería probablemente inimaginable.
Valerie habló y él la escuchó con añoranza. Al poco hubo un movimiento cerca y alguien gruñó con satisfacción. Harrison alzó los ojos. Era Pepe impecablemente vestido, y junto a él se veía la figura mucho mayor de Carroll.
—Tenía razón — dijo Carroll arrastrando las palabras, dirigiendo a Pepe un signo de asentimiento con la cabeza—. Dijo que sabía dónde encontrarles. Yo ignoraba dónde vivía usted, pero él mencionó su hotel, así que le acompañé para localizarlo. — Ahora cambió su idioma al francés —. ¡Ah, Valerie! Confío en que seas tan amable como para no recordar haberme visto. Habría un gran disgusto innecesario. ¡Mis intenciones en París son de lo más inocentes!
Valerie contestó tranquila:
— ¡Pues claro! ¿Sabía usted que M. Dubois ha efectuado otro viaje inmediatamente? Alguien vino a la tienda, un famoso comerciante en objetos de arte y se llevó la mayor parte del género. Es preciso conseguir más.
Carroll se encogió de hombros.
—No veo que sea nada perjudicial. Harrison...
— ¿Qué?
—Ese de Bassompierre, necesito hablar con él. Por eso vine a París.
Harrison empezó a pensar con rapidez. De Bassompierre había nacido en 1767 y murió en 1858, a los noventa y un años. Pero...
—He encargado ropas y equipo para ese propósito — dijo con viveza Carroll —. Pero necesito que alguien me acompañe. Todo este asunto es hijo suyo. Espero que venga conmigo. ¿Lo hará?
Harrison tragó saliva. Luego miró a Valerie. Ella le devolvió la mirada como si no comprendiese. Harrison siguió mirándola.
— ¿Es en realidad posible hacer algo?
— ¡Naturalmente! — contestó Carroll —. Ybarra y usted tuvieron una singular experiencia, ¿recuerda? ¿Sobre la historia de Méjico? Eso prueba dos cosas... no, tres. Una que la historia se puede cambiar. La segunda es que alguien trata de cambiarla. La tercera es que incluso cuando se ha cambiado tiene tendencia a recuperarse, a volver atrás. Hay una especie de elasticidad en los acontecimientos. Su teoría de que las cosas que en un tiempo son hechos pueden dejar de serlo tiene cierta cantidad de malicioso sentido. Si algo ocurriese, y en consecuencia un hecho dado se convirtiese en inconsistente con el resto del cosmos, dejaría de ser un hecho. Se desvanecería. La historia se encierra sobre eso, como el agua oculta una piedra caída. Hay ondas, pero también éstas se apagan. La gente a veces recuerda, incluso escribe sus memorias, pero eso no resulta cierto ya.
Harrison escuchaba. Miró a Valerie. El aspecto de ella indicaba paciencia, como ocurre con una chica cuando se habla de algo que no tiene relación con sus intereses personales.
—Ustedes buscaban hechos de esa especie — continuó Carroll —, pero encontraron algo mucho más sencillo... a alguien que deliberadamente se imponía la tarea de cambiar el curso de la historia. Si no se le detiene, ¡extenderá el gran diseño de las cosas mucho más allá del límite elástico y estas cosas permanecerán cambiadas! ¡Por eso hay que hacer algo!
Harrison de pronto sintió ansias de conocer la opinión de Valerie en este asunto. Si ella creía que Carroll estaba loco, pensaría que él, Harrison, no padecía de menor demencia. Pero la expresión de la joven permaneció decididamente desinteresada.
—Así que, voy a discutir con él — continuó Carroll —. Tengo que encontrar también su Túnel y procurar destruirlo. ¡No podemos dejar que esa clase de cosas exista! ¡Dubois sería inútil para mí en una empresa como ésta! Jamás le podría hacer comprender la importancia de todo. Quiero que venga usted. El número de personas a quien se lo podría pedir... con una comprensión dada... es estrictamente limitado. Ybarra accedería, pero dice que no. Tuvo un antepasado...
—En total — afirmó Pepe con aire excusativo—, tuve ocho tatarabuelos. El que mencioné era uno llamado Ignacio Ybarra que pasó algunos meses en París en 1804. Hizo amistades allí más tarde cuando regresó como embajador del Méjico recientemente independiente...
—No quiere que le pase nada — acabó Carroll —, ni que le pase nada a él a través de un antepasado. ¡Es razonable! Pero yo quiero que vaya a tomarse medidas para un equipo adecuado a un acomodado americano que viaje en época de Napoleón. He elegido el sastre. Piensa que esos equipos se llevarán a Hollywood para un espectáculo de T.V. ¿Necesita dinero?
Harrison negó con la cabeza.
—Insistí — dijo Carroll con cierto humor —, en que debía tener acceso a la cuenta del banco de «Carroll, Dubois et Cie». ¡Mi esposa estallará de furia cuando descubra lo que he hecho! He pedido libros para investigar en de Bassompierre, sus memorias, etcétera. Ybarra ha sido lo bastante amable para desenterrar las fórmulas utilizadas para laissez-passer y los documentos de identidad que necesitaremos. Los métodos modernos de falsificación se encargarán de resolver el asunto. Si usted quiere ir a tomarse medidas para las ropas, todo quedará zanjado. ¿De acuerdo?
Harrison asintió, más o menos intranquilo. Carroll dijo:
—Valerie, ma chérie. ¿Puedo contar de tu amistad para que no menciones que he venido a París? ¿De acuerdo?
—Pues claro — contestó Valerie. Le sonrió.
Carroll se marchó dando zancadas. Pepe le siguió. Harrison, mirándoles, advirtió por primera vez que Carroll se movía con cierta movilidad inconsciente, de modo que no podía haber pasado por un hombre sin importancia en cualquier período de la historia.
Entonces Valerie dijo nerviosa:
— ¿Tienes que ir a... dónde mi tío George va para comprar géneros de la tienda?— preguntó intranquila.
—Parece que va a ser necesario — admitió Harrison.
— ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
Harrison sintió un alivio irracional. ¡El aspecto de su posible tardanza era lo primero que se le había ocurrido a la muchacha!
No había motivo actual para ilusionarse por ese detalle; encontraba que su lengua funcionaba con libertad aunque su respirar era inseguro. Pudo haber dicho las mismas cosas en cualquier otro momento y probablemente de manera más efectiva si las hubiese ensayado con anterioridad. Pero oyó como su boca decía cosas sorprendentes y apasionadas en una manera áspera y del todo inadecuada. Escuchó insistencias urgentes de que la había recordado desde su infancia y de que nunca podría pensar románticamente en cualquier otra mujer, y una buena cantidad de otras afirmaciones inconvincentes que él creía implícitamente mientras las formulaba.
Valerie no pareció ofenderse. Escuchó, aunque con todas las apariencias de ser víctima del asombro. Y, de pronto, el joven se vio anonadado por la realización de que se apresuraba con exceso y que ella quizás no le creyese. La miró con tristeza.
—Espero... espero que no te importe — protestó, presa del pánico —. Sólo que... tendría que decírtelo tarde o temprano...
Valerie se levantó.
—Creo que no deberíamos quedarnos aquí — dijo con algún remilgo.
Comenzó a alejarse. La siguió triste, sin fijarse en que no se dirigían hacia el carrussel ni a cualquiera de las otras partes más concurridas de Bonmaison. Marchó siguiendo los pasos de ella.
La joven se detuvo y miró a su alrededor. No pareció asombrarse al encontrar que habían llegado a un lugar donde no se veía a ninguna persona en absoluto. Pero Harrison sí que estaba estupefacto. La miró. Ella le sonrió débilmente.
De manera incrédula, Harrison extendió las manos y tomó las de ella. Valerie no se indignó.
Poco después tomaban un helado juntos. Valerie aparecía compuesta, aunque sus ojos brillaban un poquito.
— ¡Mi tía se pondrá furiosa! Pero se lo diremos a M. Carroll y él la obligará a aceptarlo.
En su emocionado estado del momento, Harrison se sintió impresionado considerando que esta observación era la más brillante, inteligente y admirable, de todas las posibles.
Cuando regresó a su hotel, Pepe le esperaba. Pepe tenía el ceño fruncido.
— ¡Fíjate bien! — dijo indignado —. He estado pensando en mi antepasado, el que estuvo aquí en 1804. Si le pasase algo
—Pepe — dijo Harrison hechizado —. Voy a casarme con Valerie. ¡Lo decidimos hoy!
—Si Carroll vuelve a 1804 — continuó Pepe llameante —, no se puede imaginar lo que ocurrirá. ¡Conoces la teoría sobre el que si un hombre mata a su abuelo en el pasado él no nacerá! ¡Pero no tiene que ser él! ¡Si «alguien» regresase en el tiempo y matase a mi antepasado, yo no nacería! ¡Y Carroll va a volver!
—Ella lo sabía — dijo Harrison feliz— lo supo nada más me volvió a ver, estaba convencida de que quería casarse conmigo. ¡En el mismo instante que me vio, Pepe! ¡En aquel momento me reconoció como su antiguo compañero de juegos!
— ¡Así que voy a correr el riesgo! — continuó Pepe con fiereza —. ¡Está también ese de Bassompierre! ¡Podría hacer estallar ese maldito Túnel del Tiempo, pero de Bassompierre parece ocupado en una tarea muy indeseable! ¡Así que voy igualmente! ¡Y procuraré que ninguno de mis antecesores sea asesinado!
Harrison continuó radiante.
— ¡Estupendo! — dijo, sin darse cuenta en realidad de lo que Pepe acababa de afirmar —. No se lo vamos a decir todavía a la tía de Valerie. Habría un estallido. Y de todos modos no sería justo para Valerie casarse antes de que yo haya hecho ese viaje con Carroll. Incluso podría ser peligroso. ¡No quiero que viva preocupada!
Pepe le miró con fijeza. Con dureza también. Luego dijo irritado:
— ¡Dios mío! ¡Por si este asunto no fuese lo bastante malo, ahora tenemos lunáticos metidos en el...!
Harrison se fue a dormir con aquel estado de seminarcosis emocional propio del hombre recién prometido. Literalmente estaba inconsciente a cualquier otra cosa importante que ocurriese en el mundo. Los periódicos de aquella tarde anunciaron una nueva crisis internacional. No hizo caso. Apareció la noticia de que, en la China Continental, el gobierno comunista había hecho estallar su primera bomba atómica.
El significado del acontecimiento era, claro, que los comunistas chinos formaban parte ahora de las naciones que amenazaban la precaria paz mundial. Hubieron reuniones de gobiernos en todo el planeta, y los dirigentes se mostraron impresionados y acusaron el peligroso acontecimiento. No se esperaba que los chinos tuvieran la bomba tan pronto. Los individuos que más parecían saber acerca del asunto imaginaban que no la habían creado ellos mismos por entero. Existían abundantes indicios de que alguien escapó de los rusos, afirmando que este país era de un conservadurismo reaccionario en su política, y dio a Pekín la información que hizo posible la bomba. Incluso, se conjeturaba la hipótesis de que el desertor había escapado originalmente desde Francia a Rusia. Se establecieron especulaciones de adónde aquel tipo, cuya identidad se sospechaba fundamentalmente, podía escapar para traicionar de nuevo.
A las personas no recién prometidas, la explosión de una bomba atómica efectuada por los comunistas chinos parecían un asunto muy grave. Ciertos grupos desempolvaron su «mejor rojo que muerto», exhibiendo las pancartas para efectuar nuevas demostraciones de su reacción ante la noticia. Por otra parte, la inmensa mayoría del mundo se preparó ceñuda para adoptar una posición exactamente opuesta.
Pero Harrison durmió como un tronco. Despertó a la mañana siguiente con un apetito extraordinario y el mejor de los humores. Trató de imaginarse una excusa que le permitiese visitar la tienda de «Carroll, Dubois et Cie.», y sintió pena al verse incapaz de conseguirla. Fue al sastre y se mostró notablemente estúpido mientras los empleados le enseñaban telas y estilos y demostraron asombro al ver que un supuesto actor de la televisión no se interesaba en aquellos géneros.
Más tarde, sin embargo, M. Dubois le visitó.
—M’sieur — dijo el hombrecillo agitado —, mi hermana y yo imploramos su ayuda. ¡Ha ocurrido la cosa más horrible y criminal! ¡Mi hermana está medio loca de pena! ¡Está acongojada! ¡Suplicamos su ayuda!
Harrison le miró parpadeando.
— ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué puedo hacer?
—Usted sabe que nuestro negocio es de naturaleza extraordinaria — le explicó Dubois. Su voz temblaba y Harrison juzgó que debía haber pasado una terrible media hora con madame Carroll —. Pero, lo que quizás usted no sabe es que, mi cuñado ha admitido que planea un viaje al... ejem... al lugar en donde yo compro el género para la tienda. ¿No lo sabía? ¡Pues de inmediato se dará cuenta de que es inconcebible! ¡Resulta horrible sólo de pensarlo! ¡Sería ruinoso! ¡Mi hermana está muy apenada!
Harrison alzó las cejas.
—Siento que se encuentre tan mal — dijo con el tono más tranquilizador que pudo —, pero después de todo, eso no es cosa mía.
—Los preparativos para mis viajes —protestó Dubois —. ¡Son muy delicados! Las relaciones comerciales que establecí... deben ser cuidadas con gran circunspección. ¡Si se llegase a conocer la naturaleza de nuestras operaciones, bien aquí o... en el otro extremo, el resultado sería el desastre!
—Más probable sería la incredulidad — dijo Harrison —. Nadie va a aceptar la verdad, incluso aún cuando la oigan. ¡Nadie podría ni imaginarse tal cosa!
Dubois agitó sus temblorosas manos.
—No quiero discutir, m’sieur. No discuto. Pero le suplico que nos ayude a evitar la ruina. ¡M. Carroll no debe realizar ese viaje!
— ¡Pero si no es cosa mía! — protestó Harrison —. ¡Nada puedo hacer para modificar los planes de Carroll! ¡Yo no tengo la menor influencia!
— ¡Pues sí que la tiene, M’sieur! ¡No se haga el inocente! ¡Ha hablado a madame Carroll de usted! ¡Desea que se le trate con distinción! ¡Lo ha ordenado! ¡M’sieur no se da cuenta de la enormidad que ha cometido ya M. Carroll y es imposible discernir que otras enormidades planea!
Harrison no contestó. Dubois se secó la frente.
—M’sieur, ha retirado del banco casi la quinta parte de los beneficios acumulados del negocio. ¡Ha retirado el dinero del banco! Mi hermana ha sacado el resto y lo ha colocado en donde él no le pueda poner las manos encima, pero, m’sieur, si quiere hacer eso... — Dubois parecía a punto de ahogarse —. ¡Debería ver a mi hermana! ¡Da lástima! ¡Casi tengo miedo que pierda la razón! ¡Mon Dieu, uno se asusta al ver la violencia de su sufrimiento!
Harrison volvió a redactar aquellas palabras a su manera. M. Dubois se vio guiado toda su vida por la energía de su hermana, hasta el punto de que no podía imaginar nada más terrible que verla trastornada. Era comprensible que ella no quisiese que Carroll viajase por donde su hermano se aventuró con tanta estolidez. Pero seguro que el peor de todos los crímenes era el haber sacado el dinero del banco, cuando madame Carroll controlaba los beneficios, quizás para entregarlo a cualquier persona o invertirlo en algún negocio en el que ella careciera de influencias.
—Todavía — dijo Harrison —, sigo sin comprender qué puedo hacer.
M. Dubois lloró. Literalmente lloró. Madame Carroll le tenía tan aterrorizado durante toda su vida que se había convertido en un pelele.
—¡M’sieur, utilice su influencia con él! Mi hermana, en su desesperación, me ha autorizado a prometerle que hará cualquier cosa por favorecerle a usted. ¡Le he abierto mi corazón! ¡Temo por la cordura de mi hermana si M. Carroll lleva a cabo su diabólico plan! ¡Por tanto, le hablo de Ma'mselle Valerie! Siempre ha sido deseo ardiente de mi hermana agenciarla una situación segura, con una fortuna substancial, para que pueda vivir feliz. ¡M. Carroll ha puesto ese deseo en un peligro extremo! ¡Se ha llevado la quinta parte de los beneficios de la tienda! ¡En efecto, ha robado a Ma'mselle Valerie un quinto de la fortuna que heredaría de mi hermana! ¿Comprende lo que quiero decirle?
—No — contestó Harrison.
—Ma'mselle Valerie es la más encantadora de las muchachas — continuó suplicante Dubois —. Virtuosa, inteligente, cariñosa. Será heredera de mi hermana. ¡Y con tacto se podría convencer a mi hermana de que accediese a darle permiso para que se casara con...!
Harrison se sobresaltó.
—Lo que sucedería en el caso de un aspecto financiero muy favorable — se atropelló Dubois en su desesperación —. Lo único que se necesita es que convenza a M. Carroll para que abandone su loco proyecto, para que devuelva el dinero que ha tomado y deje que las cosas sigan exactamente como antes. ¡Nada más que eso, m’sieur! ¡Y quedará usted situado para toda su vida!
Harrison contó hasta diez. No se molestó siquiera en pensar en el hecho de que Dubois simplemente le proponía que si obedecía a madame Carroll implícitamente en esto y en los demás asuntos durante el resto de su vida, ella podía... ¡podía!... dejarle algo de dinero, además de fomentar un acuerdo como el que Valerie y él ya habían establecido personalmente. Resultaba casi ridículo, aunque no del todo.
—Tendré que pensarlo — dijo. Quería que Dubois volviese a su hermana dándole noticias que la tranquilizasen un poco. Así que continuó—: Hablaré con Carroll y averiguaré lo decidido que está. Será preciso... ¡Tranquilícese, por ahora, M. Dubois! Trataremos de este asunto más tarde.
M. Dubois arguyó vehemente. Al poco, se levantó para marcharse.
—Permítame que se lo diga, m’sieur — dijo desesperado —. ¡Mi hermana está tan apenada que no puede fijar sus pensamientos! Temo por su salud si M. Carroll continúa con este propósito descabellado. Aún más, temo...
Pero se interrumpió mientras se daba una palmada en la boca. Se marchó confuso. Y Harrison comprendió que estaba genuinamente asustado. No tenía imaginación para ver las escalofriantes posibilidades que Harrison, Carroll y Pepe advertían, solamente ellos entre la población humana de la Tierra. Estaba atemorizado. Y Harrison de pronto se dio cuenta de que Dubois temía en realidad por su deducción de lo que haría madame Carroll si su marido, Carroll, empleaba el dinero tomado para utilizar su Túnel del Tiempo con arreglo a sus propios propósitos. Es lugar común entre los estudiantes de criminología que los asesinatos se cometen más a menudo por dinero que por cualquier otro motivo. También es lugar común el que la cantidad de dinero puede ser insignificante. Para madame Carroll, el dinero ganado por «Carroll, Dubois et Cie.» era objeto de una pasión tan genuina como comprensible, una pasión de una mujer celosa. Aquella mujer era capaz de un crimen pasional, por dinero.
Así que Harrison, con disgusto, se preparó para efectuar otro viaje a St. Jean-sur-Seine. Tenía que prevenir a Carroll. Tenía que lograr que Valerie comprendiese...
¡Pero era preciso hacer algo acerca de de Basompierre en la época de Napoleón Bonaparte! ¡Era necesario actuar de manera definitiva! Sus actividades solamente podrían proseguir si uno creía que el cosmos carecía de sentido; que no había ningún motivo particular en la civilización, que la raza humana no importaba porque era sólo un accidente, imprevisto y sin significado alguno.
Siempre han habido personas que creyeron en esto y que trabajaron muy seriamente por crear un estado de cosas que no permitiese la supervivencia de la humanidad. Probablemente siempre existirán seres así. Sin embargo, con toda claridad, si se equivocan no triunfarán. Si la gente es importante, si se ha concertado que ellos sobrevivan, si el cosmos ha sido diseñado para ser su vivienda, debe haber algún mecanismo de seguridad construido e incorporado para impedir su exterminación.
No obstante, no parecía que Harrison, Carroll, Pepe, madame Carroll, Valerie y M. Dubois juntos formasen en verdad algo tan importante.
Al contrario.
CAPÍTULO 5
El mundo giró tranquilamente sobre su eje, las mareas subieron y bajaron y las alturas barométricas formaron vientos que giraban en el sentido de las agujas del reloj en el hemisferio norte y en sentido contrario en el del sur. Hubieron personas que con indiferencia formularon sus pronósticos en relación a este asunto. Se produjeron temblores menores en diversos lugares y la gente supuso que eran producidos por ajustes tectónicos. Hubieron incendios en los bosques y oficiales forestales explicaron su origen indicando que se debían a la falta de humedad; hubieron inundaciones y la gente habló con exactitud de períodos en que tales fenómenos se producían, mostrando a la vez una pericia en las citas de fechas y acontecimientos similares, que resultaba un alarde de erudición y memoria. Pero estos eran fenómenos naturales, de los que es siempre posible hablar con entendimiento y precisión.
Los chinos, sin embargo, hicieron estallar una bomba atómica y un avión espía fue derribado sobre Europa Occidental y las fuerzas antisubmarinas de los Estados Unidos, tras localizar un sumergible extranjero en aguas del Caribe, se deleitaron decididamente en perseguirlo a pesar de sus tácticas evasivas. Se plantaron sobre él, en donde podían haber dejado caer bombas de profundidad de habérseles antojado, durante veinticuatro horas completas. Luego el sumergible emergió furioso y el jefe de la flotilla cazadora solícitamente le preguntó si necesitaba ayuda.
No era posible efectuar afirmaciones exactas sobre acontecimientos como aquel. La gente hizo cosas. Irrazonablemente. Irracionalmente. En lo que a otras personas parecía ocasiones apropiadas. Pero lo que los humanos creen apropiado no es razonable por necesidad.
Hubo el hecho, por ejemplo, que M. Dubois llegó tristemente a St. Jean-sur-Seine, llevando un considerabilísimo número de adornadas y pequeñísimas botellas de perfume. El clima en St. Jean-sur-Seine era claro y suave. M. Dubois vino en el último autobús, casi cuatro horas después de la puesta del sol. Caminó hacia la casita en la que Carroll soportaba el aburrimiento de la existencia en una ciudad muy pequeña y provinciana sin ningún género de distracciones. Harrison y Carroll le saludaron placenteramente. De manera tácita, se evitó toda discusión. Carroll incluso preparó una tortilla para su cuñado que le sirviese de tentempié. Para estar seguro, M. Dubois se llevó a Harrison aparte y le preguntó conturbado si había alguna posibilidad de que Carroll devolviese el dinero a madame Carroll y abandonase su loco proyecto de un viaje por la Francia del año 1804. Harrison contestó que las perspectivas no eran demasiado buenas. Dubois suspiró profundamente.
Para entonces había pasado ya la medianoche. Carroll se mostró indiferente cruzando el improvisado umbral de la sala de estar y penetrando por el encalado pasaje que había más allá. Volvió para decir que llovía abundantemente en el St. Jean-sur-Seine del año 1804 y que allí era de noche cerrada en estos momentos.
M. Dubois continuó prosaicamente con sus preparativos. Lo hacía con deliberación y empleando tiempo en abundancia. Harrison cruzó el Túnel del Tiempo y se plantó durante un momento en el umbral de madera que separaba los dos siglos. La entonces intacta y en desuso fundición resonaba con el pesado tamborilear de la lluvia en el tejado. El aire olía a humedad. La negrura de la noche no recibía el menor alivio. Claro que la fundición estaría particularmente oscura, pero en este tiempo y extremo del Túnel no había nada al exterior de las casas en donde brillase una luz siquiera. En todo el continente europeo no existía una sola habitación en la que las velas diesen luz suficiente como el mínimo que los hombres modernos consideran aceptable para su comodidad.
Muy lejos, más allá del horizonte, se oyó el sordo rumor del trueno. Si algo se movía en algún lugar de la Tierra podía ser un traquetreante carruaje con dos faroles gemelos que arrojarían un débil resplandor ante sí. Pero nadie avanzaba más de prisa que a la velocidad de unos nueve kilómetros por hora, doce como máximo, incluso de día. De noche, los cinco kilómetros a la hora era viajar rápido. Especialmente en tiempo lluvioso que abrumaba a la mayor parte de las personas obligándolas a irse a sus casas al ponerse el sol y a no salir de ellas.
Harrison regresó al comedor de la casita. Incómodo, miró por la ventana y vio estrellas en los cielos. E incluso en el St. Jean-sur-Seine de tiempos modernos se veían farolas callejeras. En ocasiones, los edificios mostraban sus ventanas iluminadas. Desolado y triste como era el pueblecito del mundo actual, resultaba infinitamente más habitable que la misma población casi dos siglos antes. Se habían realizado muchos progresos en la manera de hacer las cosas. Era lamentable que hubieran progresado mucho menos en el conocimiento de las cosas que valía la pena realizar.
Dubois, al punto, procedería a caminar pesadamente hacia el umbral de fabricación casera. Se doblaría por el Túnel que, en palmos y centímetros, era de extensión despreciable, pero que tenía una diferencia de ciento sesenta y pico años, algunas semanas y cierto número de horas entre sus extremos. Saldría en donde no había casita; en donde una arruinada y fuera de uso fundición de cañones no estaba en ruinas, sino sólo en desuso, y donde Napoleón era emperador de Francia y todo el mundo aguardaba que ordenara a una flota de lanchas de fondo plano que zarpase para la invasión de Inglaterra.
No era razonable que un logro tan sorprendente como el Túnel del Tiempo se utilizase sólo para suministrar perfume exótico a un país en el que poquísimas personas se bañaban. No era razonable que, en compensación se trajesen barrocas cajas de rapé, periódicos pasados de fecha y armas de pedernal, que se utilizarían como pisapapeles. El destino de Europa oscilaba en la balanza a un extremo del Túnel del Tiempo, en donde reinaba Napoleón. En el otro extremo la supervivencia de la raza humana se veía en peligro. El Túnel pudo haber sido usado para ajustar ambas situaciones. Pero en la actualidad se utilizaba para mantener en funcionamiento una tienda.
M. Dubois embaló sus mercancías en las alforjas, bajo la mirada de Carroll y de Harrison. Ya se había cambiado de traje, según convenía a la otra época.
—Advierto que ahora te especializas — dijo Carroll, con tono de quien educadamente trata de entablar conversación —. Al principio llevabas una diversidad de productos por el Túnel, ahora sólo parece interesarte el perfume.
M. Dubois dijo depresivamente, aunque con cierto orgullo:
—Esos perfumes no tienen competidores en donde los vendo. Poseo una relación comercial y es mera rutina entregar los perfumes y cobrarlos. Son los objetos de más valor que pueda transportar con estricta legalidad.
— ¡Ah, entonces como miembro de la firma debo estar enriqueciéndome! — exclamó placenteramente Carroll. Dubois dijo apenado:
—Madame, mi hermana, considera que si el negocio sigue adelante tal como hasta ahora, sería posible tener algo de seguridad para la vejez. ¡Pero sólo si el negocio continúa como hasta ahora!
Carroll meneó la cabeza. Dubois se echó al hombro la segunda alforja.
—George — dijo Carroll —. Eres un hombre muy eficiente a tu manera. Admito que tienes un corresponsal particular en París que compra cuanto le llevas y que debes haber establecido un acuerdo con alguien en St. Jean-sur-Seine para que te proporcione caballos, etcétera. Ellos simplemente deben considerarte como un contrabandista. ¿No se te ha ocurrido que algún día quizás decidan robarte? No podrías defenderte muy bien. No ante la policía de Napoleón.
Dubois contestó indignado:
— ¡Pero yo no trato con delincuentes! ¡Mis acuerdos son con personas de discreción y fama!
— ¡Pero no quieres decirme quiénes son esas personas! M. Dubois pareció abrumado. No contestó.
— ¡Mi pobre George! — exclamó Carroll con amabilidad —. Mi esposa, tu hermana, nos gobierna a los dos de manera intolerable. ¡Te manda de regreso al ochocientos cuatro cuando apenas has descansado de tu último viaje! Está desesperada porque quiero gastar algo de mi propio dinero, muy bien ganado, y toma muy complicadas precauciones para que no pueda conseguir mucho más de lo que se pueda adquirir aquí. ¿Qué sacas de esta esclavitud nuestra?
Dubois respondió con dignidad:
—No quiero tener contigo conversaciones necias. Hago lo que es adecuado. Lo que es de estimar. Tengo gran confianza en el criterio de mi hermana. Su consejo invariablemente ha sido correcto. Y he descubierto que mientras me comporte con circunspección, siguiendo las reglas normales de prudencia, no hay nada que temer en un viaje ocasional a... ejem... al lugar en dónde yo llevo a cabo mis negocios.
Tomó las dos alforjas.
—M’sieur — dijo dirigiéndose a Harrison —, confío en que continuará su discusión con M. Carroll, y llegará a alguna conclusión deseable.
Abrió la tosca puerta del comedor. Al hacerlo salió un destello de luz del extremo opuesto. El sonido de un trueno siguió inmediatamente. El apagado golpetear de la lluvia era fácil de escuchar. Entró aire en el comedor desde el Túnel y desde el año 1804. Era aire fresco y húmedo. Olía a lluvia, a plantas y a frescor.
—George — dijo Carroll —, ¿es prudente que salgas con tal tormenta?
El cielo fuera de la casita estaba lleno de estrellas, pero otra vez se oyó el débil trueno penetrar a través del Túnel del Tiempo.
—Ese es uno de los inconvenientes del negocio — contestó Dubois con aire de reproche —. Pero nadie andará por las calles. Al romper el alba me encontraré bien en camino.
Penetró pesadamente en el Túnel del Tiempo, llevando sus alforjas. Carroll hizo una mueca. Cuando Dubois hubo desaparecido, dijo, casi con simpatía:
—Este cuñado mío no es nada disparatado. Excepto con su hermana, e incluso se muestra valiente a su manera. Si ella se hubiese casado con un Landrú, que la hubiese degollado, o si él se hubiese casado con una mujer capaz de defenderle de mi esposa, habría podido llegar a ser poeta o psicoanalista, o quizás corredor de automóviles de carreras. Algo estúpido y satisfactorio, de cualquier forma. Pero...
Se encogió de hombros y cerró la puerta a través de la cual había desaparecido Dubois. Harrison, de pronto, se vio asaltado por la extrema vulgaridad del sistema de transporte entre las dos épocas. Se agitó inquieto. Uno espera que lo notable se consiga mediante medios también notables, pero en esta habitación, o en el Túnel mismo, no había nada en apariencia fuera de lo ordinario. No existía ningún complejo dispositivo de aparatos científicos. Había un interruptor vulgar y corriente, bipolar, precisamente al otro lado de la puerta. Estaba conectado. Había una puerta que, cuando se abría, mostraba una tosca abertura en la tierra amontonada. Parecía como una bodega improvisada para cultivar champiñones. Había una masa de hierro enmohecido sobresaliendo de la tierra en un solo lugar. Eso era todo.
En el instante en que Dubois lo cruzó se produjo un relámpago que ciertamente no era del cielo exterior de la casa, sino sólo un chispazo de brillantez en la desaliñada excavación. Después, sólo quedó la lámpara del comedor iluminando la tierra húmeda del túnel. Ahora, aunque la puerta estaba cerrada, se percibía el apagado y casi completamente inaudible sonido de un tronar que no se originaba en el siglo XX.
Harrison tornó a agitarse. Sentía impulsos de hacer preguntas. Carroll no había mostrado orgullo particular en lo que podía llamarse su Túnel del Tiempo. Después de conseguirlo, parecía aceptarlo con indiferencia como una sartén, un cacharro o cualquier artículo de equipo doméstico. Se utilizaba para mantener la tienda llena de artículos de comercio que no se podían conseguir de otro modo. No parecía interesarle que debiera, si lo divulgaba, dedicarlo a rediseñar todo el concepto que tenía el público sobre cómo era el universo en realidad.
Luego, Harrison comprendió de pronto un hecho completamente confuso. Si Carroll revelaba su descubrimiento de un proceso por el que los hombres modernos podían viajar al pasado sería muy admirado y podía contribuir tanto al conocimiento humano como contribuyó, según la opinión pública, Einstein. Pero, de modo inevitable, se construirían otros Túneles del Tiempo. Irremediablemente, tarde o temprano, alguien dejaría de considerar el límite elástico de la realidad. De manera eventual, alguien cambiaría el pasado de tal modo que se cambiase el presente. Por último, se presentaría alguna modificación, en la que Carroll no había descubierto cómo hacer un Túnel del Tiempo.
Harrison trató de no pensar en eso. Le llevaba a la más pura frustración.
De pronto, oyeron sonidos más allá de la tosca puerta. Esta se abrió de pronto. Harrison comenzó a ponerse en pie. Instantáneamente se sintió convencido de que alguien del pasado había penetrado en la boca del Túnel y lo cruzaba ahora. Algo o alguien podía aparecer.
Pero fue M. Dubois quien regresó del Túnel. Llevaba las alforjas, como antes. Pero también un hatillo de ropas.
Miró las telas que tenía en la mano.
—Fui — dijo con aire de infelicidad —, hasta el lugar en donde preparamos una puerta en la fundición que sólo podríamos abrir nosotros. Estaba a punto de abrirla y empezar mi viaje cuando me tropecé con algo que no debía estar en aquel lugar. Es esto. Creí prudente traerlo a la luz para echarle un vistazo.
Carroll le tomó las prendas de la mano. Las extendió. Había un par de anchos pantalones de pana. Debían haber estado muy bien plegados. También había una faja azul y una camisa a cuadros rojos. No eran la clase de ropas usadas por la gente baja de 1804. Eran prendas del siglo XX. Eran, de hecho, las ropas utilizadas por el ladrón llamado Albert cuando se discutió su destino en aquella misma cocina de la casita. Pero Dubois las había traído de la fundición intacta y abandonada desde 1804.
Carroll masculló un juramento. Harrison estaba alarmado. M. Dubois miró estupefacto las prendas. Increíblemente, alguien había cruzado el Túnel del Tiempo sin permiso. Alguien del siglo XX andaba suelto en los principios del siglo XIX. Ese alguien era un ladrón pequeño, decidido, llamado Albert. ¡Algo... absolutamente cualquier cosa... podía ocurrir!
— ¡Ah! — exclamó Dubois —. Esto pertenece al ladrón del otro día. Ha cruzado el Túnel. Debe haber robado las ropas a alguien para mezclarse sin ser visto entre la gente que le rodeará. Mi hermana sentirá alivio.
— ¡Alivio! — rezongó Carroll —. ¡Alivio!
—Mi hermana estaba apenada — dijo Dubois —, temía que pudiese emborracharse, decir cosas extrañas y llamar la atención sobre esta casa. ¡Toda atención es indeseable! Pero yo alquilé el edificio de la fundición en 1804 y dije que la deseaba emplear como almacén de grano. Puedo contratar a un vigilante... trataré de hacerlo.
Recogió sus alforjas y avanzó otra vez hacia la tosca puerta. La cruzó. En esta ocasión cerró tras de sí. Carroll se quedó mirando.
—Ese sangre de horchata... sangre de horchata... — buscó Carroll una palabra lo bastante fuerte. La encontró —: ¡Ese comerciante de sangre de horchata! ¡Pero mi esposa maquinó esa solución! ¡Yo dije que iba a cruzar! Ella colocó un vigilante como amenaza de que no pudiese volver. Así no me entrometería con su maldito negocio de tendera. ¡Maldición!
Harrison dijo intranquilo:
—Pero ahí tenemos a ese pobre diablo de Albert, atascado en otro tiempo. ¿Qué hará? ¿Y, de cualquier forma, cómo tuvo valor para recorrer el Túnel? ¡Debió hacerlo mientras estaba usted en París!
—Sin duda — respondió Carroll furioso, sin apenas prestar ninguna atención —. ¡Pero mi esposa me ha hecho enfadar de veras!
Paseó arriba y abajo por el cuarto, dando patadas a los muebles. Harrison fue hasta la puerta del Túnel y dudó, volvió a cruzarla. Se le ocurrió que tanta indiferencia en el cambio de una época a otra era menos ridícula que resistirse a la curiosidad de atisbar en la negrura de la fundición y escuchar como caía la lluvia.
Permaneció de pie, con cuidado, con la plancha que formaba el umbral bajo sus pies de modo que no fallase en encontrar el camino de vuelta. La lluvia caía, y caía, y caía. No se percibía sonido por ninguna parte excepto el de la lluvia. Luego, el resplandor de un relámpago y después el estampido del trueno y al poco un nuevo relámpago. Era una noche húmeda. El agua de lluvia batía en la cerrada fundición, penetrando dentro ya convertida en minúsculas gotitas. En algún lugar, más allá, Dubois marchaba a través del diluvio por las calles fangosas del St. Jean-sur-Seine de 1804. Tenía la firme intención de continuar un negocio que cualquier ciudadano comerciante, respetuoso de la ley, tacharía de contrabando.
Luego, por encima del tamborilear de la lluvia, se oyó el estampido de un arma de fuego. Una voz gritó con fuerza:
— ¡Ladrones! ¡Bandidos! ¡Asesinos!
Se produjo otra explosión. Harrison creyó que se debía al otro cañón de una escopeta. Se equivocaba. Era una segunda arma de pedernal.
Permaneció quieto. No sería nada discreto para un hombre con traje del siglo XX unirse a los vecinos que se acumularían en ayuda de un conciudadano dos siglos atrás en el tiempo. Momentáneamente sintió la necesidad de que Dubois pudiese estar complicado. Pero no era muy probable. Resultaría mucho más plausible que fuese Albert. Si el pequeño ladrón había cruzado el Túnel del Tiempo, después de haber sido transportado en una primera ocasión por Carroll y recibir un susto de muerte con la experiencia, probablemente habría hecho uso de su pericia profesional. Con toda seguridad habría abandonado sus propias ropas, no adecuadas para la época, e indudablemente robó otras. Quizás estuviese practicando su profesión, como ayuda a la supervivencia, en un tiempo que no era el suyo propio.
No pasó nada. Transcurrieron largos, larguísimos minutos. Probablemente habían ciudadanos coléricos ayudando a un ama de casa en la busca del ladrón. Indudablemente, se produciría un zumbido de conversaciones indignadas. Pero Harrison nada oyó. La lluvia apagaba los ruidos menores.
Continuó inmóvil, escuchando, lo que le pareció una eternidad. En teoría, se daba cuenta de que era una experiencia notable. Albert o no Albert, aquí y al cobijo de una abandonada pero intacta fundición, se veía rodeado por la Francia de Napoleón Bonaparte. A través del Océano, Thomas Jefferson estaría vivo y Robert Fulton todavía no habría reunido los inventos de otros hombres para construir un barco a vapor. En Hawai, los admirados guerreros todavía se merendaban a los enemigos cuyo valor en la batalla merecía el tributo del canibalismo. El Gran Auk no estaba extinto aún. Los búfalos pululaban por las grandes llanuras americanas en rebaños de millones. Harrison se dio cuenta de que, simplemente, el estar aquí plantado ya resultaba asombroso.
Pero no muy excitante. La lluvia seguía cayendo, tamborileando en el tejado de la fundición. Por muy asombroso que su presencia en esta época pudiese parecer, resultaba aburrida. No teniendo en cuenta la esplendidez de su significado, se hallaba simplemente de pie en medio de la noche, mientras que la lluvia caía de manera vulgar. Y no pasaba nada.
Ya había dado media vuelta para regresar por el Túnel del Tiempo, cuando alguien juró con fuerza en la abandonada fundición. El juramento estaba dicho en francés moderno. El tono indicaba que ese alguien había tropezado en la oscuridad y que no le gustó la experiencia.
Harrison escuchó, todo oídos. La lluvia apagaba los ruidos de menos categoría. Pero se oyeron más juramentos. Alguien renegaba con malicia.
Harrison dijo:
—Albert, si quieres volver a dónde viniste, ven por aquí.
Un mortal silencio, excepto el sonido del agua al caer.
—Hace unas pocas noches — dijo Harrison con tono conversacional —, sugerí a M’sieur Carroll que se te pusiese en libertad. Te di unos cuantos billetes de cien francos y te aconsejé que te emborrachases. Lo hiciste. Ahora si quieres volver a donde viniste...
Una voz contestó con tono de asombro:
—Mon Dieu! C'est oui, m’sieur! ¡Deseo volver con todas mis ansias!
—Entonces, ven — indicó Harrison —. ¡Te meterías en muchos jaleos si te quedaras ahí!
Aguardó. Oyó sonidos, que comprendió eran producidos por Albert al acercarse. El pequeño ladrón tropezó y Harrison habló de nuevo para servirle de guía; al poco una mano extendida tocó a Harrison. Albert suspiró profundamente.
— ¡Bien! —dijo Harrison—. ¡Por aquí!
Se retiró y pasó por la zona de mareo y náusea. Luego entró en el comedor de la casita. Albert le siguió dando tumbos. Estaba empapado. Chorreaba. Había estado recibiendo el agua de la lluvia de aquella tempestad en la que Dubois ahora viajaba.
—Carroll — dijo Harrison—, aquí tenemos a Albert otra vez.
Carroll frunció el ceño. Albert dijo, con aire de inmenso alivio:
—M’sieur, soy como las falsas monedas. Siempre vuelvo. Expreso mi pesar de constituir otra vez un problema para usted. Y, m’sieur — añadió agradecido a Harrison —, le felicito porque soy un ladrón y no un asesino. Pude haberle acuchillado en la oscuridad. Debería tener más cuidado. Pero soy hombre agradecido. Le doy las gracias.
Carroll gruñó:
—Creí que tuviste bastante... a la otra parte de aquel túnel. ¿Cómo diablos lograste regresar por él?— luego dijo—: ¿Y por qué?
El hombrecillo se encogió de hombros. Se miró sus ropas. No le sentaban bien, pero habían tenido una especie de esplendor burgués antes de verse saturadas por la lluvia. Lo único que se podía decir en su honor era que de lejos parecía vestido con arreglo a la moda de principios del 1800.
—Aquí tienes tus otras ropas — dijo Carroll con frialdad. Las señaló —. No querrás que se te vea a este extremo del Túnel con lo que llevas. ¡Así que, cámbiate!
Alberto, obediente, comenzó a quitarse el complicado casacón. Hubo un sonido de monedas que rodaban por el suelo. Eran de brillante oro. Miró temeroso a Harrison y a Carroll. Ninguno se movió. Con toda rapidez recogió las monedas.
—Será mejor que les eche un buen vistazo — gruñó Carroll —. ¡No será fácil gastarlas!
El pequeño ladrón parpadeó. Se quedó boquiabierto.
—Pero... m’sieur, no son... ésta es la cabeza de Napoleón... y aquí están las palabras «veinte francos», pero...
—Veinte francos en oro — dijo Carroll, gruñendo otra vez —. Antes de que el franco fuese devaluado. En la moneda de hoy, un Napoleón de oro vale, ejem... alrededor de mil doscientos francos depreciados de papel. Pero se te preguntará dónde los conseguiste.
Albert le miró inquisitivo.
—Te los compraré — dijo Carroll de mala gana.
— ¿A qué precio, m’sieur?
—A mil doscientos francos de papel cada uno — le contestó Carroll impaciente. Volviéndose a Harrison dijo casi furioso —: Son robados, pero no podemos devolverlos. Y necesitaré en verdad algunas cuantas piezas de oro. ¡No crea que me ilusiona convertirme en comprador de mercancías robadas!
— ¡Es usted muy generoso, m’sieur! —dijo Albert profundamente agradecido —. ¡Resulta un placer hacer negocios con usted!
Contó los discos de oro. Había un puñado considerable. Los colocó en manos de Carroll y aguardó expectante. Carroll los contó y también contó los billetes hasta el total conveniente.
— ¿Cómo tuviste valor para cruzar el Túnel por segunda vez?— preguntó Harrison.
Albert se guardó el dinero actual mientras terminaba de ajustarse su atuendo moderno.
—Soy francés, m’sieur — dijo con firmeza —. Y era una experiencia que resultaba imposible. Pero fue real. Así que me dije: C'est n'pas logique! Por eso precisaba averiguar si era verdad. Por tanto, la repetí. Pero entonces se presentaron dificultades. No pude encontrar el camino de regreso hasta que m’sieur, aquí presente — señaló con la cabeza a Harrison —, me llamó.
— ¡Esta vez puedes irte, pero no regreses jamás! — dijo Carroll sombrío —. ¡En la próxima ocasión te verás en un verdadero aprieto!
—M’sieur — dijo Albert —. Prometo no volver a entro meterme. Pero si necesita alguna de mis habilidades... ¡Es un placer tratar con usted!
Harrison le acompañó hasta la salida y luego volvió.
— ¡Conseguiré una buena cerradura y la colocaré en esa puerta! — dijo Carroll —. Quizás será mejor que refuerce el mismo panel. ¡No tengo intención de ser el causante de una ola de crímenes en el St. Jean-sur-Seine de la época del tatarabuelo de Ybarra!
Harrison paseaba arriba y abajo.
—Las cosas se atropellan y a toda marcha vamos caminando sin llegar a ninguna parte — dijo intranquilo.
—Mi mujer me considera poco práctico — afirmó Carroll con sequedad —. Quizás usted también. ¡Pero no podemos ir a cazar a de Bassompierre con ropas del siglo XX! Ya concerté que nos proporcionen trajes adecuados. Tendremos que esperar a que nos lleguen. Necesitaremos dinero del período si queremos movernos con libertad. Estoy trabajando en eso, como habrá observado. También está la información acerca de de Bassompierre. Necesitaremos cuanta podamos obtener, si es que vamos a convencerle de cambiar su norma de conducta y decirnos dónde está el otro Túnel del Tiempo. ¡Pero sigue siendo increíble que alguna otra persona creara un túnel que le condujera al mismo período!
Harrison dejó de pasear y abrió la boca para decir algo. Luego la cerró y reanudó sus zancadas.
—Probablemente piensa usted — dijo Carroll con llaneza —, que soy poco práctico en lo concerniente al propio Túnel del Tiempo. ¿Por qué elegir un agujero como St. Jean-sur-Seine para mis investigaciones? ¿Por qué enterrarme aquí? Quizás se pregunte usted por qué un hombre que se supone cuerdo se casaría con la mujer con quien yo me casé o cómo llegó a caer en desgraciada, fue desacreditado, despreciado en su profesión.
—No tenía el propósito de...
— ¡Se lo diré! — exclamó Carroll con un estupendo aire de candor —. ¡Era un estúpido! Enseñaba en mis clases que la realidad era la probabilidad que tenía numéricamente el valor de la unidad. ¿Recuerda? Luego, un día, me escuché a mí mismo contar a mis estudiantes que el tiempo era la medida de las cosas que cambian. Y un poco más tarde quedé estupefacto al oírme decir que un objeto inmutable no queda afectado por el tiempo.
—Siiiií — asintió Harrison —. Eso debería ser cierto. La expresión de Carroll se hizo sardónica.
—Fue una afirmación dogmática — dijo —, y debí dejar ese dogma que durmiese donde dormía. Pero traté de ponerlo a prueba. Me parecía que el metal fundido, solidificado, sería capaz de cambiar en el momento que se hiciese sólido. Pero si no se le movía, si no se le agitaba, si no se le molestaba, no volvería a sufrir cambio. Tenía que hacerlo... Le ahorraré los detalles, pero resultaría posible obtener que lo que yo llamaba un Túnel del Tiempo partiese desde ahora... cualquiera que fuese este ahora... hacia el número de horas, minutos, segundos, etcétera, entre la actualidad y la congelación del metal. Lo malo era que cuando esa distancia en el tiempo es breve... días, o semanas, o instantes..., los túneles resultan inestables..., podrían durar milisegundos. Quizás ni eso. Para demostrar que existía se necesitaba un equipo muy especial. Como un loco escribí un artículo acerca de eso. Estúpidamente, lo imprimieron en una revista autorizada. ¡Y entonces me vi presa del diablo!
— ¿Y?
—Se necesita equipo muy especial para demostrar mis resultados. Nadie lo tenía. Pero es que no era necesario ni eso para desacreditarme. ¡Si el viaje por el tiempo era posible, un hombre podría ir al pasado y matar a su abuelo!
—Conozco eso — dijo Harrison —. Pepe... es decir, Ybarra... me lo explicó. En teoría si un hombre viajase en el tiempo y matase a su abuelo, no habría nacido para hacerlo.
— ¡Pero los hechos son hechos! — dijo tozudo Carroll —. ¡Si lo hizo, se haría! ¡Y si mataba a su abuelo, su abuelo quedaría muerto, imposible o no! — Luego, añadió con malicia —: De cualquier forma, nadie tenía el equipo para probar o intentar mis experimentos. La reputación de una chica joven es mucho más difícil de lastimar que la reputación de un investigador. ¡Se me llamó embustero, falsario, falsificador... prácticamente asesino de mi propio abuelo! ¡Profesionalmente quedé arruinado!
—Lo... siento — dijo Harrison.
—Y yo también — repuso Carroll —. Porque me volví loco. Resolví demostrar que tenía razón. Mi dificultad era el tener una breve extensión del tiempo con la que trabajar. Necesitaba una fundición de metal que se hubiese solidificado mucho tiempo atrás y que desde entonces no hubiera sido trasladada de su sitio. Por pura casualidad me enteré de que esta fundición cerró tan de prisa que su último cañón se encontraba en el molde. Así que, necesité obtener tal cañón, que no había sufrido perturbación. Eso significaba poseer esta casita. ¡Y... la mujer que es ahora madame Carroll, acababa de heredarla!
Harrison dijo:
— ¿Y se casó como única solución para entrar en posesión del edificio?
—No. No soy tan estúpido. Traté de comprarlo. Ella continuó con su pretensión de sacar de mí hasta el último franco. Debí comportarme como si fuese rico. Ofrecí el doble de su valor y ella me pidió el triple. Acudí a pagar ese triple y ella pidió cuatro veces más. Me puse furioso. Caí enfermo. Y ella me cuidó. ¡Quizás esperaba descubrir cuán lejos podría ir a parar, oyéndome frases murmuradas en pleno delirio de la enfermedad! De cualquier forma, un día vino el juez a mi cuarto llevando el fajín propio del cargo. ¡Y nos casó! ¡Entonces debí estar delirando! Pero lo hecho, hecho estaba. Cuando me recuperé, hubo una pelea infernal. ¡Ella se había casado por mi dinero y yo quería gastarlo en experimentos científicos! ¡Harrison, si nos hubiese oído, seguro que creería que esa pelea acabaría en homicidio! Pero efectué los trabajos para construir el Túnel del Tiempo con casi un alcance de dos siglos. ¡Y es estable! ¡Puede durar siempre! ¿Pero... se da usted cuenta de la encantadora ironía del caso?
—Noooo...
—Descubrí que el pasado se puede cambiar y por tanto el presente, pero que no hay un modo concebible de saber qué resultado producirá el cambio. ¡No me atreví a utilizarlo, Harrison, ni siquiera para recobrar mi reputación! ¡Es demasiado peligroso que lo emplee cualquier persona que no sea un tendero como mi esposa o M. Dubois!
Carroll frunció el ceño.
— ¡Así que les permití utilizarlo para suministrar curiosidades a la tienda! Fui un estúpido, pero es imposible decir que no me mostré hombre práctico, convirtiendo un medio de viajar por el tiempo en una fuente de suministros para la tienda que me permitía traer periódicos atrasados y objetos similarmente raros.
Salió dando zancadas de la habitación. Harrison se le quedó mirando. Se notaba singularmente desvalido. Y lo estaba.
Durante los siguientes tres días se sintió agudamente incómodo. No creía prudente escribir a Valerie, porque madame Carroll podía leer la carta. Tenía que esperar a estar seguro de lo que le aguardaba. Una vez, medio desanimado, trató de informarse sobre la Francia que visitaría. Se enteró que los pañuelos en 1804 no se empleaban con los propósitos utilitarios de estos tiempos más recientes. Se fumaba, pero era más elegante el rapé. La consideración tenida a muchos de los miembros de la corte imperial, incluyendo la familia del Emperador, era aproximadamente la de animales domésticos. Y se enteró de que las disposiciones sanitarias en las ciudades de la primera década de 1800 no llegaban a ser primitivas. Prácticamente no existían.
Se despertó en la tercera noche después de la partida de Dubois. Hubo un terrible golpear en la puerta casera del Túnel del Tiempo. Carroll llegó antes que él, abriendo el complicado cerrojo que había instalado al día siguiente de la reaparición de Albert.
Abrió la puerta. Un estornudo penetró. Otro estornudo. Toses extrañas. Un gemido...
M. Dubois entró extenuado en el comedor de la casita, procedente del año 1804. Los ojos le lagrimeaban. La moquita asomaba a su nariz. Estaba medio muerto de hambre, notablemente sucio y tenía fiebre de treinta y ocho grados centígrados. Entre toses, estornudos y gemidos de desesperación, confió a Carroll que se había visto empapado continuamente hasta la piel durante los pasados tres días; que le robaron el caballo y que sus alforjas, con el precioso contenido de perfume de alto precio, estaban enterradas al pie de un gran árbol, a un kilómetro, arroyo abajo, de un puente que quedaba más allá del pueblo de St. Pierre, camino a París.
Carroll le proporcionó ron caliente con agua y le dio ropas secas. Metió al hombrecillo regordete en la cama, en donde gimió y se estremeció y tosió hasta que el cansancio le obligó a quedarse dormido.
Pepe Ybarra llegó a la mañana siguiente con los trajes y los falsos documentos de identidad, más otros documentos que se emplearían si la ocasión lo exigía. Tenía una cierta cantidad de assignats falsos... los auténticos eran demasiado viejos para tener la posibilidad de poder circular sin objeciones... y una nota de Valerie para Harrison. La nota no tenía nada notable en su principio, pero Harrison leyó la última página con enorme aprensión.
Valerie mencionó, como curiosa experiencia, que se encontraba en la tienda a solas del todo, cuando sintió un raro mareo durante un momento. Luego le pareció que la tienda era extraña. No se trataba del establecimiento de «Carroll, Dubois et Cie.». En absoluto, sino un lugar en donde se vendían cacerolas y sartenes para las amas de casa. Ella estaba allí para comprar algo. No se sentía asombrada. La cosa le parecía del todo natural. Luego oyó a alguien moverse en la trastienda, quizás fuese el tendero, como si hubiese entrado a esperarla. Ella aguardaba que la esperase. Después tornó a sentir el mareo y se encontró una vez más en el comercio de su tía, rodeada de todo tal y como debería estar. Entonces sintió estupefacción. Pero dijo que experimentó mucho ennui e indudablemente se había dormido durante un momento, teniendo como peculiar resultado aquel sueño. Lo más singular de todo es que Harrison no aparecía en el sueño. Ni siquiera había pensado en él. Confesó que, de ordinario, el joven estaba presente en la mayor parte de sus sueños.
Harrison acudió a Carroll frenético. Valerie evidentemente había sufrido una experiencia igual a la que compartieron ambos amigos, cuando se convenció de que jamás existió un emperador Maximiliano y Pepe estaba seguro de que hubieron cuatro emperadores de Méjico. El hecho era absurdo, lo mismo que el de Valerie, ¡pero es que la joven tuvo un momento en que no pensó en él! ¡Había habido un presente temporal y sustituto en el que ella no le conocía! ¡Podría existir un presente en el que él no hubiese nacido jamás! ¡Era preciso hacer algo! ¡Ese loco de de Bassompierre estaba tratando de cambiar la historia pasada! ¡Lo lograba! En cualquier momento una cosa así podría suceder y Carroll hablaría complacido acerca de los módulos de elasticidad de la historia y pretendería que los acontecimientos se pueden cambiar y que la propia naturaleza recuperaría la posición inicial. ¡Pero es que había algo como un límite elástico! ¡Si el pasado se cambiaba lo bastante, permanecería cambiado! ¡Era preciso hacer algo!
Fue pura coincidencia, claro, pero mientras Harrison protestaba en un frenesí de aprensión, en algún lugar del continente chino, a muchos miles de kilómetros de distancia, explotaba una segunda bomba atómica. Parecía que intentaban realizar una serie de tales explosiones, para adquirir la experiencia que les igualase a las otras naciones del club atómico en su capacidad de hacer inhabitable la Tierra.
Naturalmente, esto no era consecuente con la teoría de que el cosmos estaba diseñado para que la gente viviese en él y, por tanto, nada ocurriría que impidiese que tal misión se cumpliera. Esto parecía implicar que los humanos no contaban; que todo era una casualidad; que el cosmos no tenía el menor sentido.
Lo que resultaba deplorable.
CAPÍTULO 6
Carroll quedaba muy bien con el traje de un viajero acomodado en la Francia de épocas pasadas. No parecía tan elegante como Harrison esperaba, pero es porque llevaba ropa de viaje. Vestía pantalones de montar de yute y botas y se tocaba con una enorme capa y un sombrero de tres picos. No llevaba peluca; esas cosas estaban pasadas de moda durante el mil setecientos noventa y pico. Pero quedaba lo bastante impresionante para que Harrison se sintiera un poco menos ridículo con su propio atuendo. Decidió que nadie le haría el menor caso mientras Carroll estuviese presente.
Pepe, con traje deportivo estrictamente moderno, los miró a ambos con ojos intranquilos.
— ¡No me gusta este asunto de que vayan a París y me dejen atrás! — dijo con amargura —. ¡Después de todo, son mis tatarabuelos quienes viven en París! Y si algo ocurre...
— ¡Mira! —dijo Harrison con fiereza—. Valerie sufrió un cambio temporal del presente... un giro del tiempo... como nosotros. ¡Y no había ninguna tienda de «Carroll, Dubois et Cie.»! ¡Era una cacharrería! ¡Y Valerie jamás me había conocido! ¡Ni siquiera sabía que yo existiera! ¡Quizás no existía! ¡El pasado normal volvió a ella como nos pasó a nosotros, pero no puedo consentir que ocurra tal cosa! ¡Tenemos que llegar a París y encontrar a de Bassompierre! ¡De prisa!
—Pero mi tatarabuelo...
— ¡Maldición!! — saltó Harrison —. ¡Si algo le hubiese ocurrido a tu antepasado tú no habrías existido, tampoco habrías localizado esa tienda y yo jamás habría vuelto a ver a Valerie! ¡Me cuidaré mejor de tu tatarabuelo de lo que lo harías tú! ¡Pero no podemos perder tiempo! ¡Ya desperdiciamos lo bastante aguardando a que llegasen estas ropas!
Se oyó un golpe en la puerta exterior de la casita. No deberían haber visitantes. Pepe se sobresaltó. Carroll dijo irritado:
— ¡Mi mujer no pudo llegar aquí tan pronto! Responda a la puerta Ybarra, y desembarácese del visitante, quienquiera que sea.
Pepe penetró intranquilo en la habitación contigua. Harrison aspiró a pleno pulmón. Estaba febrilmente ansioso de empezar la búsqueda de de Bassompierre y del Túnel del Tiempo rival que evidentemente no se utilizaba de manera adecuada con respecto a los límites elásticos de la historia. Debía ser que el tal de Bassompierre no comprendía el daño que estaba haciendo y la destrucción que podía causar, pasando información del siglo XX a principios del XIX. Una explicación razonada, ciertamente le detendría. Harrison estaba preparado para establecer cualquier trato que sirviese como inductor de una nueva conducta.
Oyó cómo se abría la puerta en la otra habitación. Un murmullo de voces. Pepe trataba de despedir a alguien. Ese alguien objetaba. Pepe se mostró impaciente. El visitante seguía firme. La puerta se cerró. Dos juegos de pisadas sonaron dentro. Pepe dijo, desde el otro cuarto:
— ¡Espérese aquí! ¡Hablaré con M. Carroll...!
La voz de Albert, el ladrón, contestó respetuosa:
—Diga que Albert necesita urgentemente hacerle una proposición de interés.
Carroll alzó las cejas. Dijo furioso:
— ¡Hágale entrar, Ybarra!
Pepe entró, excesivamente intranquilo. Tras él marchaba el ladronzuelo. Llevaba un paquete envuelto en periódicos y atado con una cuerda. Sus ojos se desorbitaron cuando vio el atuendo de Carroll. Sin embargo, se puso radiante al ver a Harrison similarmente vestido.
— ¿Qué diablos quieres?— preguntó Carroll.
—M’sieur — dijo Albert con educación—. Vine a hacer una propuesta. Más allá de esa puerta tuve una experiencia que usted conoce. Di un espléndido golpe, del que ustedes tienen noticias. Usted, m’sieur, compró unas cositas que traje. N'est ce pas?
— ¡Te dije que no volvieses aquí jamás! — saltó Carroll.
— ¡Pero, m’sieur — protestó Albert —, es cuestión de negocios! Usted no se puede imaginar lo primitivos y simples que son los cerrojos y cerraduras de los ciudadanos de... más allá de ese portal. ¡Sería ridículo abandonar tal oportunidad! Así que he venido, m’sieur, a proponerle un acuerdo comercial. Digamos que yo puedo adquirir más monedas como las que usted me compró por mil doscientos francos cada una. ¡Se las venderé a mitad de precio, es decir, por seiscientos francos! ¡Todo lo que le pido es utilizar su portal... ¿lo llamó túnel?... para cruzarlo y al cabo de un intervalo conveniente regresar por él! Evidentemente planean efectuar los dos el viaje. Yo también estoy preparado para ir. ¡Cuándo gusten!
Abrió el paquete hecho con papel de periódico. Extendió un traje de principios del siglo XVIII. No era el atuendo de un hombre rico. Ni siquiera el de un burgués. Era lo que llevaría un criado. Un lacayo. Albert alzó las prendas con orgullo.
—No hay costumier en St. Jean-sur-Seine — admitió —. Así que tomé un autobús. Anoche examiné el género de un comercio que proporciona disfraces para los actores y las personas que van a bailes de máscaras. Elegí esto. Antes no pude moverme con libertad en el otro extremo del túnel. No iba vestido para pasar inadvertido. Pero desde mi escondite lo observé todo. Esto es apropiado. ¡Resulta perfecto! ¡Ahora, m’sieur, estoy preparado! ¡Sólo queda determinar el acuerdo con usted!
Hubo un silencio. Carroll dudó. Luego Harrison habló apremiante, deseoso de zanjar las cosas de cualquier manera que les permitiese ponerse en marcha.
—Consideramos — dijo impaciente — que deberíamos tener un criado, pero no podíamos encontrarlo. Quizás Albert acceda a posponer sus... actividades profesionales para ayudarnos durante unos pocos días. El podría, ejem... vigilar el terreno por el que circularemos. Y, si representase el papel de lacayo durante unas pocas jornadas...
Se apresuró a hacerse una reserva mental, claro, en la que se decía que Albert recibiría recompensa por sus esfuerzos, pero que su propósito para que le llevasen en un viaje de ida y vuelta en una vida de crimen en la Francia napoleónica no podría ser aceptado. Harrison se había visto obligado a constreñir sus impaciencias mientras aguardaba las ropas que ahora llevaba puestas. En estos instantes lo único que quería era iniciar la marcha.
—Hmmm — murmuró Carroll con sequedad —. ¡No está mal la idea! ¡También tiene su atuendo! — Se volvió impresionante hacia Albert —. ¿Quieres hacer el papel de lacayo del señor Harrison y mío y darnos tu palabra de no robarnos por... digamos... tres días? Te pagaremos, claro, pero no robarás... y menos a nosotros...
—Eso es inconcebible, m’sieur — protestó Albert.
—Y al final de los tres días decidiremos si se puede confiar en ti. Entonces estableceremos algún acuerdo, ¡pero no te prometo cuál será!
— ¿Empezaremos de inmediato?— preguntó Albert esperanzado.
—De inmediato — asintió Carroll.
Albert, al instante, se quitó sus pantalones de pana, su faja azul y su camisa a cuadros rojos. Se puso el disfraz que contenía el paquete. Comenzó a cambiarse de bolsillos toda una serie de pequeños objetos metálicos, como limas delgadas y una serie de ganzúas.
— ¡Espera! — dijo Harrison—. Eso son ganzúas, ¿verdad? Será mejor que te las dejes.
— ¡Pero, m’sieur! — protestó Albert —. ¡Me sentiría desnudo sin ellas!
Carroll dijo con magnanimidad:
—Seamos tolerantes y consintamos que se las lleve mientras no las utilice.
—Alors —dijo Albert con viveza—. ¡Ya estoy listo! —miró a las alforjas que yacían en el suelo. Era evidentemente el equipaje de Harrison y de Carroll para su viaje por el pasado. Las señaló y dijo—: Messieurs...?
Carroll asintió. Se puso en pie. Harrison ordenó su nada familiar capa de manera que le cubriese mejor. Se sentía absurdo, vestido así. Pero también deseaba darse prisa.
—Mantenga la puerta cerrada — dijo Carroll —, y que nadie penetre por ella excepto nosotros. Corro un riesgo con Albert. Pero no obstante...
Pepe parecía en extremo infeliz. Carroll abrió la puerta. Albert se echó al hombro las alforjas con un aire profesional. Carroll fue el primero en cruzar la puerta. Harrison le siguió y cerraba la marcha Albert con su carga. Se notó el profundo mareo y la máxima incomodidad del tiempo en el túnel. Llegaron al resonante vacío de la fundición abandonada. Era de noche. Muy lejos cantó un gallo. No hubo otro sonido procedente de la localidad de St. Jean-sur-Seine en el año de 1804.
Albert dijo en voz baja:
—Messieurs, conozco el camino hasta la puerta que usted estableció.
Carroll gruñó dejándole que marchase en vanguardia. Le siguieron tropezando. Pasaron junto a los enormes hornos de ladrillo que no eran más que vagos objetos dentro del edificio. Harrison oyó como las alforjas rozaban contra lo que posiblemente eran unos fuelles gigantes. Una vuelta. Otra vuelta. Albert dijo:
—Aquí, messieurs.
Un gozne chirrió. Había delante una oscuridad algo inferior. Albert continuó. Les aguardó. Cuando Carroll salía por fin, Albert murmuró con admiración:
— ¡Esa puerta fue una idea excelente! ¡Desde fuera no se puede distinguir! Ahora... ¿vamos a París? ¿Desean caballos de posta?
—Naturalmente — dijo Carroll. Añadió —: Ten entendido que hemos desembarcado en una lancha.
—Mais non! —protestó Albert —. ¡He escuchado demasiadas conversaciones! Viajaban por carruaje, messieurs y se averió. Por eso el conductor marchó en busca de ayuda, y ustedes tienen motivos para creer que ha ido a reunir unos cuantos granujas para que les roben y asesinen. Así que nada más marcharse entraron en St. Jean-sur-Seine y tratan de continuar viaje hacia París. ¡Eso es lo más lógico y verosímil!
—Muy bien — asintió Carroll —. Aceptamos la historia.
—Allons! — dijo Albert alegremente.
Marcharon por la calle sin pavimentar. Edificios oscuros se alzaban a su alrededor. Harrison continuaba sintiendo la necesidad de darse prisa. Se le ocurrió preguntarse cómo Albert podría tomarse la cosa con tanta calma, en especial el hecho singular de que habían dos St. Jean-sur-Seine, notablemente similares en las calles y edificios que databan de más de un siglo atrás. Sin embargo, totalmente distintos en todos los demás aspectos. Pero le era imposible imaginar algo satisfactorio acerca de Albert.
Tropezó. La calle no estaba sólo sin pavimentar, sino que era irregular. Comenzó a darse cuenta de los olores. Eran molestos. Doblaron una esquina. Pasaron por un montón de desperdicios particularmente malolientes, sin duda abono muy apreciado, para el hombre que lo poseía. A cierta distancia se veía un pequeño y chisporreante resplandor amarillo.
—Esa es la posada — dijo Albert —. La reconocerán. El posadero guarda su dinero en un zueco de madera, detrás de un queso. Por lo menos eso solía hacer.
Siguieron hasta que vieron a un hombre panzudo, con delantal, dormitando en lo que podría haber sido un mostrador. Una vela iluminaba vagamente la estancia en la que dormitaba. Se notaba un fuerte olor a vino.
—Hola — dijo Albert con viveza —. Arriba. ¡Arriba! Tienes clientes. ¡Necesitamos tres caballos, inmediatamente!
Siguió la confusión, empezando con el patilludo medio despierto, que se mostró truculento hasta que vio la majestuosa apariencia de Carroll y Harrison con sus ropas. Gritó, y al poco apareció un mozo de cuadras y luego otro y otro. Hubo una discusión. Un debate. Un regateo. Harrison notó crecer su impaciencia. El posadero agitó los brazos. Albert le habló confiado.
Aparecieron caballos. Hubo más discusión. Luego, los tres montaron. Se alejaron al trote a través de las estrechas calles abismalmente oscuras. No habían luces por ninguna parte. St. Jean-sur-Seine pudo haber sido una ciudad de mausoleos puesto que no se veía el menor signo de vida, excepto en dos ocasiones, mientras los caballos avanzaban por la oscuridad, se percibió el sonido furtivo de grandes roedores que escapaban. Serían ratas. Los olores resultaban increíbles. Fue un gran alivio salir de la ciudad y adentrarse en campo abierto.
Harrison se relajó un poco. Si se había mostrado impaciente por entrar en el tiempo en donde la destrucción de todo lo que él conocía se estaba preparando, ahora deseaba febrilmente ponerse a trabajar sobre esas excentricidades del continuo espacio-tiempo que nadie conocía o quería dejarse convencer, aparte de él mismo, Carroll, Pepe y quizás Albert, el ladrón. Pareció urgentemente necesario vestir ropas que no llamasen la atención y comenzar a hacer algo sobre la posibilidad más abrumadora a la que se enfrentó jamás la raza humana. Ya tenían las ropas. Avanzaban prestos a la acción. Ahora ansiaba saber cómo sería esa acción. Luego le sobrevendría la impaciencia por iniciarla.
Presentó la cuestión de cómo lograrían que cooperase de Bassompierre, incluso la de destruir el otro túnel. ¿Cómo...?
— ¡No lo sé! —contestó Carroll —. Tengo una especie de dossier suyo. Bourriene, secretario de Napoleón, le mencionó como un granuja que utilizaba un perfume tan penetrante como el del propio emperador, pero añadió que seguía oliendo mal ante las narices de los hombres decentes. Fouché, el ministro de la policía secreta, lo utilizaba, pero no se fiaba de él. Cambacières, el cónsul, le despreciaba e incluso Savary no quería tener nada que ver con tal personaje. Madame d'Epinay dijo que era un villano perfumado y madame Staël no le quería permitir el acceso a su casa. ¡Y todas esas personas fueron muy tolerantes!
—Parece ser que se trata de un ejemplar humano de la clase más ínfima —dijo Harrison desanimado.
—Posee usted un cierto don para comprender, Harrison — continuó Carroll —. ¡Pero es que todo este asunto es muy feo! ¡Ojalá no hubiese conseguido nunca mi maldito túnel! Antes de eso, tampoco debí dar conferencias, ni clases. Cuando elaboré algunas teorías interesantes debí guardarlas para mí en vez de esparcirlas y sembrarlas en las mentes jóvenes y ansiosas, entre las que debía incluirse la de usted, aunque usted no construyó un túnel del tiempo y sí otra persona. Fui un estúpido y he estado a punto de causar el mayor desastre a la raza humana. Mi única excusa es que no tenía intención de hacer daño.
Harrison exclamó alarmado:
— ¡Pero usted no habrá perdido las esperanzas!
— ¡Diablos, no! — exclamó Carroll —. He estado guardando información que podría sernos útil. Ahora que comenzamos la parte dura, tendré que imaginar la manera de utilizarla. ¡Sugiero que usted me deje eso a mí!
Harrison guardó un silencio intranquilo. Los tres caballos continuaron avanzando en la noche. Las estrellas eran pocas y muy débiles. La humedad en el aire hacía que la Vía Láctea quedase invisible. El terreno a ambos lados era abismalmente oscuro. En donde los árboles formaban techo sobre la carretera, y Francia en este período tenía muchos más árboles que después, la negrura resultaba absoluta.
Refrenó su cerebro. Durante muchos días había hecho poca cosa, pendiente de la llegada de las ropas convenientes para un viaje de vuelta en el tiempo. Todas sus ideas olían a rancio.
Trató de ver las cosas desde un solo punto de vista. Después de todo había sido en tiempo normal cuando antes trató de pensar, e inevitablemente hubo una cierta cualidad abstracta en su cálculo de lo que resultaba práctico. Este período no podía parecerle enteramente real.
Ahora, sin embargo, cabalgaba a través de la oscuridad. Era una negrura real. Su caballo era real también. Marchaba tozudo en la noche. El, por su parte, respiraba el aire de principios del siglo XIX en Francia. Habían treinta millones de personas a su alrededor, de las cuales ninguna vería el próximo cumpleaños de Valerie. Eran gente actual. Tenían innumerables esperanzas, miedos y aspiraciones. Se amaban y mentían y se traicionaban y realizaban magníficos sacrificios uno por otro. Apreciaban a su país y se inclinaban ante los impuestos y lo hacían todo muy valientemente... y tenían bastante suerte de no conocer la historia futura como la conocía Harrison.
Eran particularmente afortunados al no darse cuenta de que al poco, verdadera y actualmente, otras personas ocuparían su lugar y a ellas no se las recordaría jamás, y quienes les sucediesen en esta nación y en este continente y en este mundo, cometerían exactamente los mismos errores que ellos cometiesen antes.
Saber esto, genuinamente, sería intolerable. Harrison casi lo comprendió y se apresuró a desviar sus pensamientos por otro camino. Continuó cabalgando pensativo y al poco se acordó de Valerie. Resueltamente mantuvo su cerebro en ella y evitó incluso los intentos de hacer planes para ganarse amigos e influenciar en de Bassompierre.
Largas, larguísimas horas después, el aire tomó un aspecto gris y al poco las formas negras de los árboles quedaron vagamente limitadas contra el cielo. De nuevo cabalgaron a través de la humedad anterior al alba en la que los árboles y la carretera y todos los demás objetos parecían tan fantasmales, tan vaporosamente sin forma, que iban adquiriendo aspecto y sustancia a medida que se acercaban y sólo lo que se encontraba a pocos metros tenía solidez y realidad. Pero luego, mientras los caballos continuaban su marcha las cosas se convertían de nuevo en insustanciales y fantasmales y desaparecían en el tono gris que quedaba atrás.
Pero el sentido de frustración de Harrison le volvió cuando la luz se hizo más viva. Estaba cansado e impaciente consigo mismo porque notaba una fatiga vulgar gravitando sobre la empresa más necesariamente desesperada de la historia de la humanidad. Luchaba también por Valerie y, por tanto, debería ser capaz de superar el mero cansancio físico. Recordó haber sentido cierto desdén por Dubois cuando regresó enfermo y tosiendo de su triste aventura en la lluvia que ahora había terminado. En estos momentos sentía desprecio por sí mismo.
Dubois había abandonado su caballo en un puente inundado a cierta distancia más allá del pueblo de St. Fiacre. Logró llegar a la orilla mientras el animal continuaba nadando corriente abajo. Lo siguió a lo largo del río y logró capturarlo, cuando ascendía por la ribera, a tiempo de esconderse de algunos tipos notablemente rudos que también habían visto nadar al animal y trataban de cazarle. Comenzaron a buscar interesados y Dubois tomó las alforjas y condujo a la cabalgadura hasta donde la pudiesen encontrar sin hallarle también a él. El caballo les dejó contentos. Lo cogieron y se fueron con él, indudablemente para venderlo. Y Dubois escondió las alforjas y regresó a la fundición, estornudando y gestando el resfriado pectoral que había pillado.
De entre la niebla sonó un cacarear de gallinas.
—Lo más probable es que eso sea el pueblo de St. Fiacre — dijo Harrison inquieto —. Supongo que nos detendremos para comer.
—Naturalmente — contestó Carroll. Bostezó —. He estado pensando en mis propios pecados. Considerar ahora la posibilidad de un desayuno, será un cambio agradable.
Una forma angulosa apareció a un lado de la carretera, otra y otra. De pronto, se encontraron en un pueblo, cuyas casas eran tristes y sin carácter. Resultaba un lugar pequeño; apenas habría un centenar de edificios en total. Pero los olores superaban ese centenar. ¡Olores!
Harrison, de súbito, pensó en otra frustración posible. Dijo:
—Se me acaba de ocurrir una complicación. Albert no tiene papeles. Quizás se los pidan. La policía de esta época era muy inquisitiva.
Carroll gruñó. Se agitó en su silla y miró a Albert. Albert no parecía alarmado. Carroll readoptó su primitiva posición.
—Ya nos preocuparemos de eso después del desayuno.
Pararon ante la posada del pueblo. El hecho de que hubiese posada se hacía evidente por el olor combinado de vino, de la cocina, del humo y del establo adjunto. Albert saltó al suelo. Se hizo cargo de todo con estupenda seguridad. Trasteó aquí y allá, ordenando el servicio para Harrison y Carroll. Una vez, mientras pasaba cerca del joven americano, observó animoso:
—C'est comme les films!
Desayunaron, lo que en esta época era algo más que bollos y café. Comieron también huevos, frescos; carne, no fresca. El pan era áspero. El café no existía en absoluto, apenas un colorante para la leche, resultado de la continua guerra con Inglaterra. Evidentemente el café, el azúcar y los productos coloniales andaban escasos.
La voz de Albert se alzó en un tono furioso y estupendo. Esta posada, como la de St. Jean-sur-Seine, era casa de postas. Tenían que haber caballos. Existía un documento que los que viajaban por posta debían llevar consigo, pero Albert se peleó con tanta viveza por los animales que exigía que no llegaron a pedir la documentación.
Al poco, recién comidos, continuaron viaje. La niebla matutina se disolvió y el sol cayó sobre los árboles y la calzada. Para alguien que tuviese conocimiento de la Francia pasada, la cantidad de tierra sin cultivo era asombrosa. Al poco Carroll dijo con sequedad:
—Albert, me viste a punto de pagar el desayuno con un Napoleón de oro. Pero me deslizaste en mi mano monedas más pequeñas.
—Quizás el posadero no habría tenido cambio, m’sieur — dijo Albert con discreción —, pensé que usted no deseaba una larga discusión y yo... bueno, tenía las" monedas que él requería. Ya me las devolverá cuando le plazca, m’sieur.
Harrison frunció el ceño. Carroll gruñó. Al cabo de unos cien metros, poco más o menos, preguntó:
— ¿Y ahora tienes documentos de identidad, Albert?—Pues sí, m’sieur.
Harrison dijo acalorado:
— ¡Mire, Carroll, Albert no dejará de hacer cambios en el curso de los acontecimientos futuros durante todo el camino! ¡Ha robado documentos de identidad e indudablemente también ha robado al posadero! ¡Y yo sé que, aunque usted dice que la historia se transforma con facilidad, vamos tras alguien que trata de modificarla deliberadamente! ¡Pero si esto continúa...!
—Eso no tiene importancia — dijo Carroll —. Todos los pequeños detalles en un tiempo dado permanecen imperturbables e imperturbados por los viajeros de otro período. Lo importante es que nada inconsistente con el tiempo tenga lugar. ¡Y viajar en Francia en este año con un criado completamente honrado... acabaría con el Imperio!
Harrison encontró irritante la afirmación. Estaba lleno de ansiedad por Valerie, su propio futuro y las existencias de todos los que conocía. Se había lanzado con esplendidez a salvar a Valerie del peligro. La mayor parte de los hombres imaginan grandes tareas que realizar en beneficio de las chicas a las que adoran en aquel momento. Pero Harrison no se satisfacía con sueños. Realmente necesitaba realizar la hazaña más notable que la historia registrase jamás. Tenía que cambiar el pasado para que el tiempo que él consideraba presente recuperase su propia estabilidad. Tal hazaña le parecía muy abstracta, pero tenía que efectuarse en un mundo de caballos de posta, ciudades malolientes, emperadores intrigantes y proclamaciones grandiosas y... en resumen... en un mundo de una realidad muy insatisfactoria.
Siguieron cabalgando y cabalgando. Más tarde, Carroll dijo:
—Se supone que debe de haber un puente cerca.
Casi mientras hablaba la calzada sin pavimentar describía una curva y allí, al final, estaba el puente. No era impresionante. Estaba hecho de tablones cuadrados, sin labrar, con planchas aserradas como piso. Algunas de las planchas habían desaparecido durante la reciente crecida. Con un palmo de agua sobre él, cualquier caballo podría encontrarse con dificultades al cruzarlo.
—A la izquierda, corriente abajo. Y quizás a un kilómetro — dijo Carroll —, tiene que haber un gran árbol junto al río con el tronco partido por el rayo.
Eligieron su camino apartándose de la carretera junto a la corriente del agua. El nivel del río había estado mucho más alto. Los meandros eran abundantes. A cierta distancia se fijó en un cerdo ahogado, hinchado, atascado en la maleza cerca del agua. Más allá de aquel lugar, un hombre de apariencia claramente indiferente les miró desde la otra orilla. Apartó los arbustos y desapareció cuando se dio cuenta de que lo observaban.
Entonces vieron al gran árbol, más alto que sus congéneres. Casi se asomaba por encima de la corriente y mostraba el largo tajo que hendía su tronco, allá donde el rayo cayó, para acabar inclinándose en el barro de la orilla.
—Debe ser ése — observó Carroll. Refrenó su montura. Albert dijo servicial:
—M’sieur, ¿hay algo escondido en ese árbol?
—Debe haberlo — asintió Carroll. Albert desmontó. Delicadamente tomó una hoja del suelo. La alzó.
—Hay barro en la parte superior — señaló —. El m’sieur que escondió algo aquí no sabe cómo colocar las hojas para ocultar una cosa. El barro debe quedar siempre por debajo.
Escarbó en la tierra debajo de una capa de hojas caídas. El suelo era blando. Metió la mano, agarró algo. Tiró. Sacó dos alforjas y las limpió. Se las ofreció a Carroll.
—Puedes llevarlas —dijo Carroll.
Albert tornó a montar. De pronto, se puso a escuchar.
—Confío en que los messieurs tengan pistolas — observó —. Parece ser que se acercan individuos de manera furtiva.
Carroll gruñó. Sacó dos descomunales pistolas de pedernal y las examinó con cuidado.
— ¿Sabe usted cómo cargar estos chismes, Harrison?— preguntó —. De ser así, levante el percutor y cierre un ojo para apuntar, no antes de cerciorarse si existe pólvora en el cebador.
Hizo una demostración. Harrison miró sus propias armas. Sentía una cierta indignación ante esta emergencia irrelevante. Era absurdo encontrarse en peligro por causa de los granujas cuando el futuro de todo el mundo peligraba y sólo él y Carroll hacían algo práctico por remediarlo. ¡Era ridículo!
—Yo no tengo pistolas —dijo Albert—. Así que me marcharé ahora.
Cabalgó hacia la carretera, mirando tras de sí. Carroll gruñó:
— ¡Ahí va uno de ellos!
Hizo girar su caballo y lo espoleó. El animal brincó hacia adelante en dirección a una figura que había creído deslizarse hacia él sin ser vista. Harrison se lanzó tras su estela. Un hombre se puso en pie de un salto y huyó por un lado, aullando de terror. Harrison vio a otro individuo a la izquierda en el acto de alzar un pesado mosquete para apuntar a Carroll. Harrison le acometió, gritando furioso:
— ¡Cuidado, Carroll!
— ¡Ya voy! — dijo Carroll.
En aquel instante el mosquete detonó atronador. El hombre que lo había disparado lo alzaba frenéticamente para utilizarlo como arma cuando Harrison lo derribó. Harrison se inclinó muy hacia adelante y adelantó el cañón de su pistola como si fuese una lanza. Apretó el gatillo y se vio ensordecido por el estrépito. Oyó como Carroll disparaba. Luego, los dos caballos, desbocados por el terror, marcharon enloquecidos a través de la maleza hacia la carretera de la que habían venido. Hubo un potente rumor delante de ellos. Alcanzaron a Albert y Harrison luchó por dominar su montura. Lo logró cuando salían de la maleza y entraban en el camino.
Cosa extraña, hubieron pocos comentarios cuando se reunieron los tres. Harrison se sentía infeliz. Cabalgó junto a Carroll sin hablar hasta que hubieron cruzado el puente, con el debido cuidado, en evitación de sobrepasar los tableros que faltaban. Entonces, Carroll dijo:
—Quizás será mejor que mantengamos al trote nuestros caballos durante un rato.
Y mientras los animales avanzaban con mayor rapidez, Harrison anunció:
—Metí mi pistola en el cuerpo de ese tipo hasta que casi le toqué. Quería asegurarme de no matarle. Quizá sea el antepasado de alguien.
Luego, de pronto, se sintió enfermo. Un hombre de tiempos modernos no está acostumbrado a la muerte y a la destrucción en pequeña escala. Piensa con compostura en la guerra atómica y no se ve conturbado por la estadística que le dice cuántos centenares de millares de personas mueren cada año en accidente de automóvil. Pero es una cosa enervante tener que utilizar una pistola sobre un granuja para evitar verse asesinado. No es parte del sistema de existencia en la segunda mitad del siglo XX.
Siguieron cabalgando y cabalgando. Al poco dejaron que sus monturas reanudasen su paso tranquilo y continuado. Harrison dijo con cierta pena:
—Será mejor que recarguemos nuestras pistolas.
Logró hacerlo con la propia, con torpeza, aunque más por la teoría que por conocimiento actual del arte. Desde algún lugar en las profundidades de su mente recordó que la carga de un arma de aquel estilo se componía de la pólvora suficiente para recubrir la bala sostenida en la palma de una mano. Tenían pólvora, balas y dos tacos de papel, llevado todo como parte del traje auténtico de la época. Recargaron mientras cabalgaban. Alcanzaron a una carreta de bueyes que llevaba su misma dirección.
— ¿Queda mucho hasta París?— preguntó Harrison cuando dejaron atrás el vehículo.
—Dubois hace el viaje en un día y una noche — dijo Carroll.
Harrison continuó cabalgando triste. Cualquier sabor de aventura que pudiese poseer este viaje había desaparecido ya. Unos hombres intentaron con indiferencia matarle para robarle lo que poseía y llevaba consigo. Eso no constituía un botín tentador. De ahora en adelante Harrison consideraría esta empresa como una cosa necesaria de realizar en beneficio de dos personas que, con el tiempo se convertirían en el señor y la señora Harrison. Ya no era nada espléndido y romántico. Era algo preciso de hacer. Ásperamente, con dificultades.
Ya era muy tarde cuando París apareció ante ellos. Sus edificios formaban un borde aserrado en el horizonte. Harrison dijo:
—Se me acaba de ocurrir un modo posible de encontrar a de Bassompierre.
Carroll volvió la cabeza. Harrison se explicó. M. Dubois pudo haberlo pensado, si hubiese tenido necesidad de descubrir a alguien del mundo de madame Carroll que hubiese retrocedido hasta el tiempo de la emperatriz Josefina. Era una vulgaridad.
—Pruébelo, por todos los medios — dijo Carroll —. Yo tengo otra forma de abordarlo. Pruebe usted su manera y yo probaré la mía.
Albert, cabalgando mansamente en retaguardia, dijo:
—Perdón, messieurs. Si se me informa del propósito de su viaje quizás yo... bueno, quizás pueda encontrar información que les sea útil.
Carroll dijo:
—Queremos hallar a un hombre llamado de Bassompierre. Necesitamos hablar con él. Si oyes mencionar a tal persona, valdrá la pena que nos comuniques la información.
—Lo procuraré, messieurs — contestó Albert —. ¿Han elegido ya posada en la ciudad y saben dónde debe encontrarse?
Carroll citó el nombre de la posada empleada por Dubois en los viajes a esta extraordinaria metrópolis que gradualmente les iba rodeando por ambos lados, a medida que se adentraban en ella.
Albert se arrellanó en su silla. De nuevo, Harrison se preguntó cómo se explicaba Albert aquel mundo totalmente inimaginable que el Túnel del Tiempo había abierto ante sus ojos. Pero, también de nuevo, desechó la pregunta. Los tres jinetes avanzaron en el París de 1804. Cayó la noche antes de que llegasen a su destino y cabalgaron en la oscuridad más densa y más abismal que la que existía en las afueras de la urbe. Había humo, amortiguando el brillo lejano de las estrellas. Habían altos edificios, para canalizar el movimiento dentro de estrechos y serpenteantes cañones malolientes. Sólo en ocasiones ardía una vela en un farol, más mal que bien protegida por gruesos vidrios, y sólo raras y ampliamente separadas luces movibles llevadas por lacayos o ardiendo débiles en traqueteantes vehículos, rompían el ambiente de negrura y desolación.
Era una coincidencia, claro, pero de una manera peculiarmente simultánea, en aquel mismo instante en la última parte del siglo XX, un avión de pasajeros supersónico cruzaba el Ártico y su equipo de radio se averiaba. Por tanto, no emitía la noticia continua y avanzada de su identidad, claro, y seguía volando raudo. Esto no hubiese originado más que una alerta preventiva; pero, ahí es donde dimanaba el peligro, la radio de un segundo avión quedó muda en el mismo instante. El radar, de inmediato, informó el hecho sospechoso de dos objetos supersónicos sin identificación moviéndose a través del Polo Norte. Las consecuencias inmediatas fueron el alerta amarillo. Luego llegó el infortunado informe, que era el tercero en la serie, de un posible contacto con un submarino que emergía lejos de la costa atlántica de los Estados Unidos.
Automáticamente, la situación creció en gravedad. Los aviones de la fuerza aérea estratégica, cargados con las armas que debían transportar, se salieron de sus senderos de vuelo ordinario y avanzaron hacia las posiciones previstas, a la máxima velocidad posible, para un contrabombardeo. Si los objetos no identificados del Polo y el posible submarino lanzacohetes no daban una completa explicación de su presencia en cinco minutos, la alerta adquiriría el carácter de roja en todo el Hemisferio Occidental. Contramedidas comenzarían a adoptarse. El aviso ya se había transmitido a Europa. Todo el mundo estaba preparado para ese Armageddon que se espera alerta casi cada día. Pero, en la posada de París, Harrison seguía a un hostelero que llevaba la vela hasta las habitaciones que les señalaron a él y a Carroll. Albert marchaba detrás, con las alforjas. Fue Albert quien receloso examinó las camas. Fue él quien señaló, a la débil luz de la vela, que los lechos estaban ya ocupados. El criado de la posada se mostró estupefacto de que alguien confiase en que las camas del establecimiento estuviesen libres de insectos. Cansado, Harrison se preparó para dormir en el suelo.
La tensa situación de la segunda mitad del siglo XX podía proporcionar, claro, evidencia conclusiva de si el universo tenía sentido o no. Sin la menor duda, en el caso de que el cosmos fuese diseñado para que viviesen los seres humanos, debería tener dispositivos de seguridad incorporados para que la humanidad pudiese continuar sobreviviendo. No podrían quedar destruidos por ninguna guerra atómica provocada por accidente... no, si el universo estaba diseñado con significado y propósito.
Pero, por otra parte, si no tenía sentido; si todo era una casualidad, producto del azar...
CAPÍTULO 7
A la mañana siguiente, Harrison despertó y desayunó, mal, a causa de que no había café, y al poco salió en misión comercial. París en 1804 era una ciudad de medio millón de habitantes. No tenía ferrocarriles. Carecía de policía, en el sentido moderno de la palabra. Excepto algunas avenidas determinadas, las calles ignoraban la pavimentación. No tenía farolas; ni electricidad, ni gas, ni petróleo, ni siquiera iluminación pública a velas o a aceite. Suministraban los alimentos exclusivamente carretas de granja, crujientes y cuyos ejes no conocían el engrase en toda su vida, excepto la comida que llegaba bajando por el Sena en barcazas y que era distribuida por carretones increíblemente lentos. No tenía suministro de agua potable. Habían pozos y cisternas y cubos, seguro, pero nadie que pudiese evitarlo bebía jamás agua. La razón era que entonces no se presentaba ninguna objeción para utilizar los pozos con el propósito de ahogar perritos y animales por el estilo y casi toda el agua de pozo era increíblemente maloliente y sucia.
Ni siquiera en París habían autobuses tirados por caballos, la ciudad carecía de alcantarillas. Sus calles no tenían indicadores, porque sólo una pequeña parte de la población sabía leer y escribir y los carteles hubieran sido del todo inútiles. En todo aquel extenso manicomio no había ni siquiera un albañal, ni ningún modo práctico de hacer fuego como no fuese el eslabón y el pedernal. Tampoco habían sellos de correos en toda Francia y el tejido de algodón resultaba prácticamente desconocido. Toda la tela era de lino, de lana, o, raras veces, de seda. En el planeta entero nadie había concebido otra forma de energía que no fuese la hidráulica o la de tracción animal, excepto en Holanda, donde algunas personas obtenían movimiento de los vientos mediante los chirriantes molinos. En toda Francia, sin embargo, cada caballo de fuerza de energía utilizable, excepto los molinos hidráulicos, estaba proporcionado por una cabalgadura y sólo tres personas vivas entonces habían logrado concebir un navío de vapor, y una de ellas vivía a la otra parte del océano, en América.
No parecía que tal ciudad pudiese existir en un cosmos en el que los seres humanos tenían intención de sobrevivir. Los hombres habían inventado las ciudades, en apariencia, con algo de la invencible y equívoca tozudez que en la era propia de Harrison les había hecho construir bombas atómicas. Parecía que a través de todos los siglos la humanidad trataba inquieta de preparar su propia extinción. Era difícil pensar de París como algo que no fuese un vasto mecanismo para el desarrollo y la propagación de enfermedades. El coeficiente de mortalidad era increíble por lo alto. La ignorancia de las prácticas higiénicas resultaba inimaginable. Y en una ciudad cuyos barrios más aristocráticos estaban invadidos por enjambres de moscas, la idea de prevención de las enfermedades no existía y el lavado del rostro y del cuerpo se hacía por razones cosméticas solamente. Nadie, ni siquiera los cirujanos, soñaban en lavarse para cumplir con la más abstrusa idea de limpieza. Los barrios pobres eran como cubiles de bestias y sus habitantes tendrían mucho de la cualidad del medio ambiente que les rodeaba.
Pero aún así, las cosas eran mejor que en los viejos tiempos. Hubo una época en que se decía que París podía olerse viento a abajo a treinta leguas. Ahora apenas se podía detectar a más de quince, pero para Harrison la mejora no era perceptible.
Dejó la posada con Albert siguiéndole, llevando al hombro las alforjas de Dubois. Harrison veía como los ciudadanos de París iban a sus asuntos. Algunos eran recios, bien alimentados y complacientes. Otros parecían como halcones por lo flacos, que era respuesta razonable al estado de cosas de aquel tiempo. Habían mendigos, habían niños efectuando el trabajo de basureros. A juzgar por su aspecto famélico, no era una ocupación remunerativa.
Los dos, Harrison y Albert, marcharon casi sin decir palabra desde el barrio de la clase media en el que se alzaba la posada hasta un distrito de la clase media superior, en donde no se veían establecimientos hoteleros. Aquí la gente iba mejor vestida. Se veían menos mendigos. La mendicidad no es un oficio remunerado allá donde la gente vive bien. En algunas esquinas existían piedras en la calzada para cruzarla. Al poco llegaron a una calle más amplia que las corrientes. Tenía la superficie empedrada, lo que constituía un hecho notable.
—Esto — dijo Harrison por encima del hombro, ya que Albert le seguía respetuosamente detrás, como todo sirviente —, esto es, probablemente, la calle que buscamos.
—Pues, sí, m’sieur — dijo Albert animoso —. París ha cambiado mucho desde que lo vi la semana pasada, pero creo que se trata del Boulevard des Italiens. El perfumista que usted busca debe tener su tienda en esa dirección.
Señaló con la mano. Harrison aceptó la indicación. Giró hacia allí, Albert siguiéndole como antes. Un carruaje grande y recio, tirado por cuatro caballos, bajó atronador por la calle. Iba acompañado por jinetes, criados con librea preparados para defenderlo contra los granujas en el crudo medio ambiente del exterior de la metrópolis, o para apartar cualquier tráfico que se interpusiese en el camino del vehículo. Habían otros jinetes en la calle. Los cascos sonaban al golpear en las piedras del suelo. Había una silla de manos, ocupada por un hombre barbudo, con cuello de encaje. Estaba...
Harrison dijo de pronto:
—Albert, acabas de afirmar que París ha cambiado.
—Sí, m’sieur, es muy diferente, en realidad.
Harrison le preguntó, con una especie de áspera curiosidad.
— ¿Cómo lo explicas? St. Jean-sur-Seine, en este lado del túnel de m’sieur Carroll, es muy diferente también. ¡Debes pensar en alguna pequeña explicación!
Tenía a Albert detrás, pero, en cierto modo, adivinó que el ladronzuelo se encogía de hombros.
—M’sieur, usted sabe que fui ladrón de profesión. Yo dije que me he retirado, excepto en momentos estrictamente de aficionado. Pero estoy profesionalmente jubilado, m’sieur, y puesto que no necesito luchar más tiempo contra la competencia, he adoptado una afición como pasatiempo. Lo extraño de que usted me habla encaja admirablemente con tal afición. Si usted piensa que debe explicarme todo este asunto, le ruego que no lo haga.
Harrison parpadeó. Continuó la marcha. Albert le seguía. Un grupo de quizás una docena de jinetes vino calle abajo, los cascos de sus caballos armando un fuerte estrépito. El uniforme de los caballeros era lujoso, pero sucio y desplanchado. Evidentemente los trajes de gala se utilizaban también como equipo de trabajo.
—Cuando me retiré, m’sieur — dijo confortablemente Albert —, resolví que cambiaría todo lo que no me gustó de mi vida de ladrón. Para conseguir el éxito, comprenda, tenía constantemente que planear, que anticipar, que prever. ¡Nada hay más fatal para un ladrón que verse sorprendido! ¡Debe anticiparse a todo!
—Lo comprendo — dijo Harrison. Una trompa de cuerno sonó. Nadie hizo el menor caso.
—Por eso mi afición como jubilado — continuó Albert —, en lugar de evitar sorpresas, me hace buscarlas. Me he convertido en un aficionado... un degustador de sorpresas. Empiezo a vivir una vida de aventura, tal como me lo impedían las exigencias de mi profesión. Cada mañana me diré a mí mismo: «Albert, en cualquier instante podrá ocurrir cualquier cosa improbable». Y ese pensamiento resulta delicioso, pero, por fortuna, no es del todo cierto. ¡Resulta terriblemente difícil prepararse sorpresas uno mismo! Pero cuando Carroll me llevó por primera vez a través de su túnel... Ah, ¡estaba aterrorizado! Pero me obligué a recorrerlo de nuevo. ¡Cualquier cosa que ocurriese terminaría en una sorpresa! ¡Y así fue! Me sorprendió el extraño St. Jean-sur-Seine que encontré. Me sorprendieron los trajes, los habitantes, cuando no pude regresar, cuando usted me llamó, cuando M. Carroll me compró las monedas de oro que yo había adquirido. ¡Todo era asombroso! Mientras no tenga explicación para este milieu, m’sieur, encontraré sorpresas. ¡Puedo decir que es sorprendente descubrir lo que es prácticamente un paraíso para un ladrón competente! ¡La gozo con todo esto, m’sieur Harrison! Lamentaría infinitamente ser capaz de anticipar los acontecimientos aquí, como no se puede evitar hacerlo en el St. Jean-sur-Seine del otro lado del túnel de M. Carroll.
Cincuenta metros por delante, un peatón, con librea, sostenía las riendas de dos caballos. La librea era elegante. Harrison se había fijado en otros sirvientes uniformados, pero todos parecían claramente franceses. Aquel era distinto. A Harrison le recordaba las pinturas de Goya. Dedujo origen español al atuendo del lacayo.
—M’sieur — dijo Albert tras él —, ahí está la casa del perfumista.
Los caballos se encontraban delante de la tienda que buscaban. Harrison asintió y se adelantaron. Entró en el establecimiento.
No era un comercio corriente. Parecía un salón para recibir a personas de alcurnia. Habían alfombras, cuadros. Una escultura y cortinas de seda. Pero era una tienda, porque un hombre vestido como un burgués acomodado escuchaba pacientemente mientras otro individuo de pelo negro, con traje de montar, le reñía fríamente por no haber logrado cumplimentar cierto pedido. El hombre moreno con altivez contenía su cólera, pero en un francés con acento español estaba haciendo pasar un mal rato al perfumista.
—Pero, m’sieur Ybarra — decía con educación el comerciante — la propia emperatriz envió a un sirviente para asegurarse todo el perfume especial que yo poseía. ¡Lo desea exclusivamente para sí! ¡No podía negarme a obedecer su orden! ¡Pero cuando llegue más...!
—No tengo por costumbre discutir con un mercader — dijo con frialdad el hombre moreno—. ¡Pero sí digo esto! ¡La señora Ybarra ordenó que le proporcionase ese perfume especial! ¡Y usted obedecerá o mis lacayos le harán arrepentirse de su fracaso!
Harrison se había sobresaltado un tanto al oír el nombre de Ybarra pronunciado por el perfumista. Un segundo impulso le hizo mirar con fijeza a aquel individuo. Había un cierto parecido familiar entre el cliente de la tienda y Pepe.
—Perdón — dijo con educación —, pero quizás pueda resolver esta dificultad.
El hombre moreno le miró altivo. Harrison se dijo a sí mismo que este arrogante joven era el posible tatarabuelo de Pepe. Resultaba una sensación rara. Habló con tono plácido.
—Viajo por Francia por placer — eso no era cierto, pero difícilmente podría explicar su verdadero propósito —, y hace unos pocos días me detuve en una posada...
Contó la historia que ya tenía preparada de antemano. Dijo que había encontrado a un pobre diablo de mercader en la posada, estornudando, con dolor de cabeza y en lamentable estado después de un encuentro con los bandidos. Tuvo que esconderse en un río para escapar y volvió a la posada con su preciado género, pero aún seguía temeroso de que los ladrones le atacasen solamente para saquearle. Así que le había rogado a Harrison, como caballero a quién los bandoleros dudarían en robar, que llevase su tesoro a París, en donde estaría a salvo.
—Su tesoro, según me dijo —añadió amistoso Harrison —, era perfume. Quizás...
El perfumista miró con fijeza las alforjas. Albert se las entregó y se retiró respetuosamente contra la pared.
—M’sieur, ¿se llamaba Dubois, el comerciante?
—Es probable — contestó Harrison —. Me parece que sí. Era un hombre bajito, regordete y triste.
— ¡Ah, m’sieur Ybarra! — exclamó el perfumista —. ¡Esto es providencial! Permítame que me asegure. —Abrió las alforjas y olisqueó rápidamente un frasquito tras otro —. ¡Pues sí! ¡El perfume que madame la Emperatriz ha elegido exclusivamente para sí! — Se volvió a Harrison —. ¡M’sieur, mi agradecimiento no tiene límites! ¡Ahora podré servir a m’sieur Ybarra hasta colmar sus deseos! ¡Le ruego que me cite algún modo en que pueda mostrarle mi gratitud por su condescendencia con este Dubois!
Harrison contestó suavemente:
—Sería feliz si proporcionase a M. Ybarra lo que desea. Pero, con sinceridad, estoy muy ansioso de conocer a un tal M. de Bassompierre. Si entre sus clientes...
El hombre moreno, el antepasado de Pepe, dijo con dignidad:
—Yo le conozco. Ha estado en París. Ahora no está aquí. Espero verle dentro de una semana.
El corazón de Harrison le dio un vuelco al principio de la afirmación. Luego se sintió amargamente desalentado. El perfumista le miró con agudeza antes de ofrecer con tacto a Ybarra lo que prefiriese del contenido de las alforjas. Se le ocurría a Harrison, a pesar de su desencanto, que el deseo del comerciante por vender el perfume especial de la Emperatriz a otra persona procedía del hecho de que Josefina compraría ansiosa toda su existencia, pero pagar era otra cuestión.
Ybarra, con enorme dignidad, ordenó que todo el perfume de la Emperatriz fuese entregado a su esposa. Madame... la señora... Ybarra se mostraría satisfecha. Añadió con descuido que su mayordomo tenía órdenes de pagar el precio en oro, contra entrega. Lo que era una muestra de grandeza. El oro era un tesoro en París a causa de la guerra inglesa. Antes de marcharse, aseguró profundamente a Harrison que informaría a M. de Bassompierre que M. Harrison de les Etats-Units deseaba urgentemente hablarle.
Se fue, pero antes de que Harrison pudiese hacer lo propio, el perfumista le hizo un gesto suplicándole que se quedara.
—M’sieur — dijo cálidamente —. Estoy profundamente en deuda con usted.
—Entonces puede darme un recibo — contestó Harrison con amabilidad.
— ¡Pues, claro! — El perfumista redactó el recibo con una pluma de ave —. Y le pagaré la mercancía...
—Cuando Dubois venga a cobrar, páguele — dijo Harrison. No quería participar en ninguna transacción comercial de madame Carroll —. Yo no me dedico a ese negocio.
El perfumista reflexionó. Luego habló con el máximo cuidado.
—Usted deseaba conocer a m’sieur de Bassompierre.
¿Todavía no ha presentado sus respetos al embajador americano?
Cuando Harrison negó con la cabeza, el perfumista dijo, todavía con mayor cuidado:
—Le sugiero que haga eso, m’sieur. Quizás le dé algún valioso consejo.
— ¿Acerca de la reputación de M. de Bassompierre? El perfumista se encogió de hombros.
—Estoy en deuda con usted — repitió—. Simplemente le ruego que visite al embajador americano. No quiero decir nada más.
Hizo una reverencia. Harrison salió. En la calle dijo a Albert:
—El hombre que queremos encontrar tiene tan mata reputación que incluso un comerciante me dice que es mejor que haga preguntas sobre él antes de llegar a conocerle. ¡El muy diablo!
Hizo el mismo comentario a Carroll cuando regresó a la posada, cerca de la puesta del sol. Por aquel tiempo se sentía deprimido. Estaba impaciente con la desesperación por hacer algo acera de de Bassompierre. Comprendía que, dentro de una semana, casi cualquier minucia en el estado de cosas de este período podía producir catástrofes en su propia era... y en la de Valerie.
—Dentro de una semana — dijo Carroll consolador —, tendremos que trasladarnos a una dirección más respetable y sobornar al criado de Ybarra para que nos indique cuándo vuelve de Bassompierre. Harrison, hoy disfruté.
Harrison habló inquieto, sin prestar atención.
—Una semana... cualquier cosa podría ocurrir en una semana, allá de dónde vinimos. ¡Un cambio de la historia entre el ahora y el tiempo en que hemos nacido!! ¡Ya ha cambiado por lo menos dos veces y en cada ocasión ha recuperado su ser antiguo, pero...!
—Me ocupo de eso — contestó Carroll con suavidad —. ¡Empiezo a creer que puedo manejar a de Bassompierre! ¡Pero todavía deseo descubrir lo del otro túnel del tiempo! ¡Mire, Harrison, visité hoy a Cuvier, el naturalista! ¿Qué nombre cree usted que le di como presentación?— sonrió—. ¡Dije llamarme de Bassompierre! ¿No ve usted la intención?
Harrison le miró, abrumado. Carroll sonrió más ampliamente.
— ¡Piense! Cuvier me recibió, un tipo espléndido, recio, de barba gris, con un magnífico sentido de su propia importancia. ¡Mi nombre era de Bassompierre! Le felicité por su eminencia. Le dije que llevaba viajando varios años, pero que a mi regreso a Francia sólo oí hablar de su fama. Indiqué que nadie daba importancia especial a Napoleón, comparándolo con Cuvier. Se esponjó. Se iluminó. Comenzamos a hablar de historia natural. Discutimos la recapitulación de las formas primitivas en el embrión en desarrollo. Hablamos de la metamorfosis de los insectos. ¡Pasamos un rato infernal, Harrison, por lo divertido! A pesar de mi desilusión y desgracia, nací para ser profesor de colegio, de Universidad, y hablamos de majaderías. ¡Causé una estupenda impresión en Cuvier! ¡No me olvidará! Dije que planeaba ir a los Estados Unidos para estudiar los pieles rojas. Casi me rogó que me quedase aquí y que conociese a sus confrères...
Harrison interrumpió con estridencia:
— ¡Pero, fíjese... eso... eso...!
—Eso — continuó con tono amistoso Carroll —, significa que el real de Bassompierre será puesto de patitas en la calle de manera inicua si alguna vez intenta conocer a Cuvier. ¡Cuvier ya conoce a M. de Bassompierre! ¡A mí! No consentirá que nadie más utilice ese nombre. Mañana visitaré al Marquis de La Place, nosotros le llamamos Laplace. Hablaré de astronomía y le halagaré un poco. Cuando haya terminado, cualquier cosa que el auténtico de Bassompierre intente comunicar a un hombre tan instruido, será rechazada con indignación. ¿Comprende?
Harrison dudaba. No se sentía cómodo en la intriga. No podía calcular la efectividad de una conducta indigna. Pero, hasta ahora, sus propios esfuerzos no habían dado resultado. Por lo menos Carroll conseguía hacer algo. Estaba desacreditando por anticipado a de Bassompierre. Quizás por eso él, Harrison, encontró aquella dinamita intelectual de la Bibliothèque Nationale completamente olvidada. ¡Quizás este truco de Carroll impidió que las cartas de Bassompierre causaran el menor efecto!
Pero todavía existía el otro túnel del tiempo que descubrir a través del cual de Bassompierre consiguió la información que trataba de diseminar antes del adecuado tiempo.
Cedió. Conocía la frustración y la necesidad de tener paciencia. Y se sentía en extremo preocupado por Valerie. Ahora estaría imaginándosele en toda clase de peligros. Pensaría en bandidos y enfermedades, en durezas e infecciones. Quizás supiese que en este período se consideraba saludable que todo el mundo tuviera la viruela; como en fechas posteriores cada quisque sufría el sarampión. Estaría preocupada.
Es típico del varón romántico creer que la chica que adora sólo se preocupa por él. Las muchachas, a su vez, están convencidas que los jóvenes románticos sólo se interesan por ellas. Tienen razón. Harrison, por ejemplo, no temía la posibilidad de la guerra atómica en el tiempo del que provenía. La perspectiva le era tan familiar que no le molestaba en absoluto. De cualquier forma, nada sabía de una alerta amarilla producida por el fracaso de las radios de dos aviones supersónicos de pasajeros ocurrido simultáneamente. Jamás había oído hablar de contraataques casi lanzados porque una enamorada ballena macho salió del agua de un salto para impresionar a su dama ballena en la costa atlántica de Norteamérica. El radar había informado que la ballena era un posible submarino lanzador de cohetes y que se encontraba muy cerca.
En realidad, si la situación hubiese quedado sin resolver sólo durante cinco minutos más, el resultado habría sido una catástrofe ilimitada. Pero Harrison no pensaba en tales cosas. Se preocupaba porque Valerie estuviese preocupada por él y sudaba de angustia cuando se le ocurría pensar que la muchacha pudiera sentir un ligero mareo y encontrarse en un presente cambiado en el que aparecía casada con otra persona. Y que, luego, tal presente no cambiase para volver a su primitivo presente.
Como era de suponer, claro, un avión marítimo en patrulla había dejado caer una bengala en donde el informe del radar indicaba la posible situación del submarino. Fotografió los amoríos de las dos ballenas. Así lo informó. Y un avión de la patrulla Ártica interceptó uno de los mudos, pero adecuadamente iluminados aviones de pasajeros por encima del océano e hizo unas pasadas junto a él cuando no respondió a las señales de radio. El avión de patrulla le condujo de regreso a su aeropuerto de partida. Y el copiloto del otro avión mudo encontró un cable suelto en el equipo de su aparato y lo arregló y ya no hubo más condición de alerta amarilla.
Todo el asunto finalizó con una ponderada alabanza de los altos jefes militares al espléndido espíritu de eficacia al responder hombres y aviones a una emergencia supuesta, etcétera y etcétera. Así terminó el incidente.
Valerie ni se enteró siquiera. Su tía estaba en St. Jean-sur-Seine, cuidando a M. Dubois y la muchacha se veía por completo al frente de la tienda. No tenía nada que la preocupase, excepto una discrepancia de veintidós francos en el arqueo de la caja. Eso no era excesivo. Valerie realmente se preocupaba sólo de Harrison.
Y el resto del asunto del Túnel del Tiempo continuó de una manera típicamente irrisoria. Sólo cosas vulgares sucedían a las personas comprometidas, pero sucedían por razones evidentes. Había también algo inevitable en los diversos accidentes, como si el cosmos en realidad hubiese sido diseñado para que viviesen las personas y fuese posible sobrevivir a pesar de los serios esfuerzos de éstas para todo lo contrario.
Naturalmente, entonces, la vida de Harrison era una mezcla de lo impredecible y lo aburrido. Continuaba en 1804. En París. Se veía y se dejaba ver en convenientes lugares públicos y se le aceptaba con indiferencia como un viajero americano que debía ser rico para venir de un lugar tan remoto y salvaje como les Etats-Units. Mantenía alerta sus oídos con ansia febril en espera de alguna débil pista que ampliase la información que del siglo XX había trascendido al XIX. Si tal filtración se podía descubrir, entrañaría la existencia y el funcionamiento de otro túnel del tiempo.
La única cosa sospechosa fue que los chistes contados en los Estados Unidos casi doscientos años después, fuesen los mismos narrados en esencia en la Francia de Napoleón. Pero probablemente seguirían siendo idénticos un siglo más tarde y continuarían provocando carcajadas.
Carroll se lo pasaba mejor. Visitaba a destacados científicos. Se presentaba como M. de Bassompierre, que regresaba a Francia después de un largo viaje y que se mostraba lleno de reverencia hacia los hombres sabios de la época. Discutió de matemáticas con Lagrange y el hecho de haberse especializado en análisis estadístico le convirtió en un notable y maravilloso visitante perfectamente acogido con agrado. Habló de electricidad con Ampère y se llevaron tan espléndidamente que el francés le hizo quedarse a cenar y charlaron de los recientes descubrimientos hechos por M. Faraday en Inglaterra.
—He tenido cuidado — dijo a Harrison con satisfacción en la quinta noche de su estancia en París —. No les he dicho nada que no conociesen ya. Pero comprendo lo que les impulsa. Cuando dicen algo, sé lo que pretenden decir. ¡Y es patético ver lo agradecidos que se muestran ante la admiración de alguien que comprende sus méritos para ser admirados!
—Voy a enviar a Albert para que haga un trato con el criado de Ybarra — anunció Harrison intranquilo —. De Bassompierre debe estar de vuelta en la ciudad dentro de un día poco más o menos. — Añadió —. No puedo evitar preocuparme por Valerie. Siempre existe la posibilidad de que suceda otro resbalón del tiempo. ¡Lo sé! Hay un módulo de elasticidad en los acontecimientos históricos. Se pueden estirar, de hecho tanto como creen los historiadores, mas luego volverán a su posición primitiva. ¡Pero también tiene que haber un límite elástico, y si se les estira lo bastante, quizás ya no vuelvan a la normalidad! ¡El tiempo permanecerá estirado! Estoy pensando que podríamos volver y descubrir...
Hizo un gesto de impotencia. Todo lo que había ocurrido o que él hiciese fue casualidad o sentido común y se carecía de toda sensación de finalidad, de consecución. Ahora resultaba penoso simplemente sentarse y esperar a que el destino del mundo que conocía quedara decidido por algo que todavía no podía haber realizado.
Albert, sin embargo, parecía disfrutar de la vida. En ocasiones acompañaba a Carroll o a Harrison cuando iban a alguna parte que requiriese el acompañamiento de un lacayo. Una vez Harrison fue al teatro y vio a Thalma representando una traducción y refundición de la Escuela del Escándalo. Nadie mencionó su origen inglés. Harrison pensó que exageraba intolerablemente su actuación. En otra ocasión vio al Emperador, en un carruaje abierto, con una escolta de caballería, marchando como loco a no sabía qué lugar. Indudablemente vio otras figuras históricas, pero nadie se las identificó y él no las conocía. Que es lo que suele ocurrirle a cualquier forastero en cualquier ciudad. Pero eso no le divertía. Sólo Albert tenía el aire de quien ama la vida que lleva.
En una ocasión Harrison le preguntó, casi con envidia, si este París del otro lado del túnel seguía pareciéndole tan divertido como al principio. Albert se apresuró a responder:
—Ah, m’sieur, debía ser usted un ladrón retirado para darse cuenta de que sí lo es. ¡Las cerraduras son de una época primitiva! ¡Las cajas fuertes, igual podrían estar hechas de madera! ¡De tener una carreta, y no estar retirado, podría llenarla de cosas de valor sin correr ni pizca de riesgo!
—Mira, Albert — dijo Harrison con firmeza —. No puedes robar aquí. No podemos arriesgarnos a nada por el estilo. Nuestra misión...
Albert contestó con tono de reproche:
— ¿Pero no le confesé que estoy retirado? Claro que mi primera visita al St. Jean-sur-Seine de este lado del túnel... ¡comprenda, m’sieur! ¡Fue una emergencia! Necesitaba documentos de identidad. ¡Pero he actuado aquí sinceramente como aficionado! ¡Sería indigno aprovecharse! Estas cerraduras infantiles, esas prehistóricas cajas fuertes... ¡Me daría vergüenza! ¡Sólo he tenido una verdadera tentación desde que llegamos, m’sieur Harrison!
Harrison le miró con recelo.
— ¡Resístete a ella! — le previno —. ¡Podrías estropearlo todo! ¡Y la tarea que M. Carroll y yo tenemos que realizar es tan importante que no sé cómo recalcarte la necesidad de llevarla a cabo! ¡No nos podemos arriesgar a latrocinios aquí, Albert!
—Pasó el peligro — contestó Albert —. Cedí a la tentación dos horas después de las doce de la noche pasada. ¡Estrictamente como aficionado, m’sieur! ¡Todo ha terminado! ¡No me reproche! ¡Conseguí lo que ningún hombre de mi antigua profesión ha logrado en toda la historia! Una vez hubo un coronel Blood que lo intentó en Inglaterra, pero...
La sangre de Harrison pareció congelársele en las venas.
— ¿Qué hiciste?— preguntó.
—M’sieur — contestó Albert, sonriendo —, me aventuré a entrar en el establecimiento del joyero que hizo la corona para la coronación del Emperador, y yo, m’sieur, tomé la corona en mis manos y me senté en el trono ya preparado para la ceremonia y... ¡me coroné a mí mismo, m’sieur! ¡Ningún ladrón en toda la historia, retirado o activo, ha tenido en sus manos la corona de un emperador, pudiendo además habérsela llevado tranquilamente, pero limitándose a ponérsela en la cabeza! ¡Pero yo lo hice!
Harrison trató de tragar saliva.
—La corona — le confió Albert —, era una pizca pequeña. Tendría que haberla arreglado para que me encajase. Pero, en todo caso, mi acción fue puramente la de un aficionado. Yo sólo perseguía una distracción. Así que la volví a colocar en su lugar y únicamente usted y yo conocemos el hecho. ¡Pero, considere, m’sieur! ¿Dónde sino a la otra parte del túnel de M. Carroll podría ocurrir tal cosa? ¡Aquí es verdad cualquier hazaña soñada... incluso que no me llevara esa alhaja!... ¡Todo puede suceder en este mundo!
Albert continuó con orgullo y Harrison trató de conservar la serenidad.
Ya tenía la terrible sospecha de que en cualquier instante podía hacer algo, incluso sin darse cuenta, que originase otra cosa y que esa otra cosa diese paso a otra más, etcétera, etcétera, hasta que, a mediados del siglo XX, toda Europa fuese completamente distinta a la Europa que él conocía. Y ahí es dónde residía especialmente el aspecto de pesadilla, si el futuro a partir de aquí, que era el presente tal como lo conoció, cambiaba, cuando volviese no conocería jamás a Valerie. O quizás él no habría llegado a nacer siquiera.
Cosa curiosa, sin embargo, sólo se preocupaba por los posibles desastres en la clase de peligro que había descubierto. Pero no se le ocurrió pensar en los muchos peligros más bien establecidos que el siglo XX no intentaba tampoco tener en cuenta. Como, por ejemplo, no le preocupaba en absoluto la guerra atómica. No pensaba en ella.
Pero entrañaba considerable peligro. Harrison se enteró sin interés de la explosión de una bomba atómica en China. Vivía entonces en su propia época y estaba absorto en su romance con Valerie. No se fijó en que se decía que la potencialidad atómica china era obra de un francés que decidió que los rusos eran políticos reaccionarios. Ignoraba lo cerca que estuvieron de una guerra nuclear cuando una ballena y dos aparatos de radio de sendos aviones se estropearon o coincidieron hasta provocar casi una alerta roja. Se había perdido la explosión de la segunda bomba china, lo que destacaba el mensaje de la primera; sin embargo, separado de Valerie por casi dos siglos, el verdadero peligro, el peligro mortal, la catástrofe segura que significaba el fin del mundo, tuvo lugar.
Los chinos hicieron estallar una bomba de cincuenta megatones. En menos de tres semanas de calendario el celeste imperio permutó su apariencia de gigante dormido por el carácter de una gran potencia con armas atómicas. Pero era distinta a las otras potencias. Sus gobernantes estaban fríamente dispuestos a perder la mitad o más de la mitad de su población en una guerra. Así que podían, y lo harían, iniciar una conflagración si alguien se les oponía.
Así lo dijeron, con franqueza. Para empezar, exigían la rendición de Formosa, sin garantía alguna para su población. Manifestaban que China era ahora la mayor de las grandes potencias y esperaban ejercer mucha influencia en el mundo desde aquel momento. Y deseaban que se rindiese Formosa como primer paso en el ejercicio de esa influencia.
Existía la dudosa posibilidad de que fuese una fanfarronada; de que no tuviesen las bombas atómicas necesarias para destrozar al resto del mundo antes de que el contraataque de represalia destruyera sus instalaciones. Si era un farol, debía ser desenmascarado. Si no lo era, la historia simplemente terminaría. Así que el resto del mundo se preparaba sombrío para actuar como si fuese una fanfarronada y así lo catalogaba. No quedaba otra alternativa que adoptar esa actitud o rendirse. Y lo último no valía la pena.
Harrison se encontraba en la posada cuando llegó Pepe Ybarra de St. Jean-sur-Seine con esas noticias. Pepe se había preparado para viajar con los otros. Ahora llegaba polvoriento y exhausto y pálido y les contaba lo último acaecido. Madame Carroll cuidaba a su hermano, aún constipado y tosiendo, pero que probablemente sobreviviría hasta que las bombas comenzasen a caer. Valerie sentía ansiedad por Harrison, pero Pepe estaba fuera de sí. Los chinos podían empezar una guerra atómica. Lo harían. Algún maldito renegado francés, huido de Rusia, había dado a China la bomba. Un fanático y loco francés. Y el mundo estaba condenado. Incluso la atmósfera de la Tierra se convertiría en ponzoñosa cuando las suficientes bombas hubieran estallado. Ningún animal, planta, musgo o líquen sobreviviría. Quizás ningún pez o crustáceo en todos los mares del mundo continuaría con vida. Podía ser que ni siquiera las criaturas monocelulares prosiguieran indiferentemente alimentándose de restos orgánicos, con pausas para multiplicarse por división, en las más profundas fosas de lo hondo del océano. Era cuanto menos probable que la Tierra muriese hasta la última partícula de virus semivivo que quedase en su firmamento. Y la historia terminaría.
Desde cierto punto de vista, esto zanjaría de manera perfecta la cuestión abstracta de si el universo tenía sentido o no. Si llegaba la guerra y la Tierra moría, es que no tenía sentido. El cosmos no había sido diseñado con especial solicitud para la raza humana. Si la humanidad podía destruirse a sí misma, era un acontecimiento al azar nada edificante ocurrido en un planeta sin importancia. Pero... aún estaban los túneles del tiempo. Había una sencilla razón para creer que, a través de los túneles del tiempo, se podía cambiar el pasado. Si cambiaba el pasado, el presente también cambiaría. Y si cambiaba el presente, el futuro quedaría modificado. Y puesto que parecía a principios del siglo XIX que la historia terminaría a mediados de XX... bueno... si el presente siglo XIX se pudiera cambiar lo bastante, quizás mudara el estado de cosas en el XX para que la historia durase unos cuantos capítulos más.
Pepe constituía una figura trágica, explicando la situación a Carroll y a Harrison.
—Pero podemos hacer algo — dijo con furia —. ¡Aún cuando no nos sea posible deducir qué resultado dará, seguro que no será peor que lo que está ahora a punto de suceder! ¡Empecemos cosas! ¡Hagamos cosas! ¡Es un juego, pero que se vaya al diablo! ¡No podemos perder y quizás ganemos!
Se volvió a Carroll.
— ¡Mire! — dijo con fiereza —. ¡Usted conoce la ciencia! ¡Dé algo a Napoleón... pólvora sin humo, fulminantes de percusión, dinamita! ¡Inicie nuevas industrias! ¡Déles máquinas de vapor! ¡Que tengan dinamos! ¡Muéstreles cómo prevenir las enfermedades y haga que puedan ponerse a trabajar en cómo curarlas! ¡Realice algo... cualquier cosa... por cambiar el futuro, por muy extraordinario que ese futuro resulte ser! ¡Cualquier cosa será mejor que lo que de otro modo ocurra!
Harrison estaba mortalmente pálido.
— ¡Bien! — contestó con llaneza —. ¡Ocúpese de eso, Carroll! Yo tengo que cumplir primero otra misión. Volveré...
— ¿Estás loco?— le preguntó Pepe —. ¡Tenemos aquí mucho trabajo!
Harrison comenzó a cambiarse poniéndose las ropas con las que un hombre viajando con caballos de postas sólo parecería un individuo con prisas.
—Seguro — contestó ceñudo —. ¡Tenemos que hacer muchas cosas aquí! ¡Pero Valerie no se encuentra en este tiempo! ¡Habrán bombas, devastación y radiación mortal en dónde se encuentra! ¡Voy a por Valerie!
—Pero...
— ¡Maldición! — exclamó Harrison con violencia —. Si estuviese con ella cuando comenzasen a caer las bombas, ¿no crees que trataría de meterla en un refugio atómico o dónde se encontrara a salvo?
—Pero no habrá lugar...
— ¿No?
Harrison se calzó sus botas de montar.
— ¿Puedes pensar en mejor cobijo contra las bombas atómicas o la radiación que el año 1804?
Cogió las toscas pistolas de pedernal que eran parte esencial del traje de viaje de un caballero. Con un gesto peculiarmente diestro, se aseguró de que estaban cebadas.
CAPÍTULO 8
Pero fueron los cuatro quienes iniciaron el regreso a St. Jean-sur-Seine, en vez de uno solo. Harrison, Carroll, Pepe Ybarra y Albert partieron juntos e inmediatamente. Pepe ofrecía una figura patética. Estaba exhausto cuando llegó y, una vez contada su historia, pareció hundirse en la más amarga desesperación. Pero no se quedaría en París mientras los demás volvían a St. Jean-sur-Seine. Parecía pensar que apremiándoles de manera continua les incitaría a emprender acciones que podrían ser el juego más frenético y descuidado de todos, pero que aún podían dar al mundo que recordaba una última y débil posibilidad de supervivencia. De otro modo, quizás no hubiese esperanza.
Su razonamiento era emocional y, por tanto, simple. Ellos solos eran capaces de tratar dos momentos históricos ampliamente separados como si fueran dos presentes diversos. Pero sólo uno de esos presentes era consecuencia del otro. Por tanto, los acontecimientos en el último venían por lo menos parcialmente decididos por lo que pasaba en el primero de los presentes, el napoleónico. Debían poder cambiar lo que ocurría en la época anterior a la de su verdadera existencia. Tendrían que averiguar lo que resultaría en días del siglo XX. Les era imposible predeterminar el resultado de lo que hiciesen, porque el cosmos es demasiado complejo para ser manipulado por un solo individuo. Pero gracias a los cambios, y, si era necesario, cambiando estos cambios, llegarían por último a una parte tolerable, o por lo menos no letal, del siglo XX. No parecía un procedimiento exacto, pero lo intentarían.
Carroll le daba la razón para tranquilizarle. Pero, no obstante, salieron de la ciudad. Una vez tuvieron que detenerse, en las barreras en donde se efectuaba el octroi. Todas las personas que entraban y salían de la ciudad tenían que pagar ese impuesto, pero los recaudadores estaban adormilados y aburridos, aun cuando tres caballeros y un criado se mostraran presurosos de viajar a hora tan inconveniente. Carroll pagó por todos, a la luz de una antorcha. Cuando siguieron cabalgando, dijo enojado:
— ¡Maldición! ¡Ha sido una suerte que viniese, Ybarra! ¡No me di cuenta de cómo habían disminuido mis fondos! ¿Trae usted dinero de este período?
Pepe contestó con torpeza:
—Habían algunas monedas. Las tomé. Madame Carroll me las vendió. Está indignada porque usted no ha vuelto con género nuevo para la tienda.
Carroll gruñó:
— ¡Y tampoco cobramos el perfume! ¡Me espera un mal rato nada más regresemos! — Continuaron a través de la oscuridad. Carroll dijo —: Harrison, usted piensa traer a Valerie hasta 1804 por razones de seguridad. Estoy convencido de que sus intenciones son honorables. Pero tengo una duda. Yo no traje bastante dinero para vivir indefinidamente aquí. Ustedes lo necesitarán. ¿Cómo van a conseguirlo?
Harrison había estado absorto por la necesidad de volver a St. Jean-sur-Seine y de allí a París y explicar luego a Valerie esa urgencia necesaria para ella de cruzar en su compañía el Túnel del Tiempo para quedarse a residir en el período de Napoleón. Necesitarían permanecer allá hasta que la guerra atómica destruyese el mundo en que habían nacido, o hasta que él y Carroll, con sus acciones, hicieran improbable tal guerra. Se sintió preocupado temiendo que ella dudase en dar un paso tan drástico. Ahora experimentó una nueva preocupación. Necesitarían dinero con el que vivir. Incluso en 1804. Ajustó una parte de su mente para que trabajase en el problema. Era parte de los lugares comunes de todos estos aspectos notables del negocio del viaje en el tiempo. Pero principalmente trató febril de calcular si la guerra habría empezado ya antes de llegar a St. Jean-sur-Seine, de efectuar el viaje del pueblecito a París y regresar por el Túnel con Valerie.
Carroll volvió a hablar en la oscuridad, con los cascos de los caballos emitiendo sonidos apagados al chocar con la calzada.
—Sí... tenemos que pensar en el dinero. Hmmm... Albert, ¿tienes tú algo? ¿Dinero que sirva aquí?
—Pues, m’sieur — contestó Albert con tono excusativo —. Yo no anticipo los acontecimientos, como le dije a m’sieur Harrison. Prefiero las sorpresas. Pero la clase de sorpresas que me gustan tienen mejor sabor cuando se posee dinero. Seré muy feliz al compartirlo con ustedes.
Para Harrison esto sonaba a pesadilla. Preocuparse por dinero cuando todo el mundo de su generación parecía presto a cometer un suicidio colectivo muy en breve, le hacía considerar el asunto como la mayor muestra de enajenación mental. Pero ya había dejado de chocarle ir vestido con aquel traje y cabalgar por las carreteras un centenar de años antes de que naciese su abuelo.
—Mejor será que te lo pienses bien — dijo Carroll, muy en serio —. Sospecho que Harrison emigrará a este período con Valerle. Si eres prudente, harás probablemente lo mismo. En ese caso necesitarás cuanto dinero tienes.
—Siempre puedo conseguir más, m’sieur — contestó Albert —. Estoy retirado, pero en caso de emergencia...
—Otro problema — continuó Carroll, reflexivo —. Para usted, Harrison. Valerie necesitará ropas de esta época, por lo menos al principio. Y no podemos correr el riesgo de aguardar que se las confeccionen.
Pepe intervino con fiereza.
— ¡Lo que hay que hacer es conseguir que no sean necesarias! ¡Dar algún paso! ¡Ahora! ¿Qué se puede hacer después que hayan caído las bombas?
—Esta es la parte más singular — dijo Carroll —. En su experiencia usted ha conocido qué cosas cambiaron y cuáles no. Maximiliano y los cuatro emperadores de Méjico, por ejemplo. Si arreglamos las cosas de modo que las bombas no caigan, incluso después de que hayan caído, todo será lo mismo, en apariencia... Pero, en cierto modo, no creo que lleguen a caer.
— ¿Por qué?
— ¡No sería sensato! — dijo Carroll —. Significaría que la existencia no tiene razón de ser. ¡Las coincidencias serían simples coincidencias! No habría significado en el significado. ¡Nada representaría nada! ¡Pero nosotros los humanos hemos sido creados con cierto propósito! Los sistemas no existirían y el diseño tampoco. Pero hemos sido diseñados para ver ese diseño y descubrir los sistemas, y no tiene más sensatez para nosotros estar equipados para descubrir lo que no existe, que tendría para un animal existir con necesidades que el universo no pueda satisfacer. ¡Tenemos que hacer algo, sí! ¡Pero es que hay «algo» esperando que nosotros lo hagamos! Aparentemente siempre lo ha habido. Supongo que siempre lo habrá.
Pepe guardaba silencio, pero era un silencio desdeñoso. Harrison seguía preocupado. Albert parecía sumido en una calma turbadora; mientras, la oscuridad rodeaba el caminar de los caballos. Carroll no objetó cuando Harrison apretó el paso de su montura.
—Para ser otra vez prácticos — dijo Carroll —, si no decides guardártelos para ti, que sería un acto de prudencia en el caso de que pensases quedarte aquí, te compraremos tus monedas de oro, Albert. Ciertamente que M. Harrison ha decidido emigrar a esta época, porque él y ma’mselle Valerie se casarán y desea seguridad para su esposa. Necesitarán monedas de oro, pero yo, con toda honradez, no te aconsejaría que las vendas. Siempre valdrán algo y el papel quizás no. Podrías necesitarlas.
— ¡Pero, m’sieur, cuando guste puedo conseguir más! — aclaró educadamente Albert —. Me he retirado, pero en caso de emergencia...
—Necesitamos conseguir más perfume — dijo Carroll a Harrison —. ¡Maldición, necesitamos capital! ¡Necesitamos hacer dinero! ¡No hay manera de saber cuánto tiempo tendremos que estar aquí! Aunque claro, cruzando el Túnel podremos saber si hemos tenido éxito. ¡Usted tiene que pensar en ropas para Valerie! No puede circular por aquí vestida con trajes modernos. ¡Ni pensarlo! ¡Y tampoco podemos aguardar que le hagan la ropa necesaria!
La mente de Harrison dio vueltas, desalentada, a aquel problema durante un momento. Pensó en el costumier de quien Albert obtuvo su equipo de lacayo. Eso podía ser o no una posibilidad. Pero deseaba que Valerie estuviese sana y salva en este lado del Túnel lo antes posible. La haría cruzar por dicho túnel aunque fuera pasando por encima del cadáver de madame Carroll, claro...
Pepe dijo con amargura:
— ¡Todavía no ha dicho palabra sobre hacer algo que impida a los chinos declarar la guerra! ¡Maldita sea la gente que no permite que otras personas vivan como les dé la gana!
Harrison oyó a Albert hablar solícito y se dio cuenta por primera vez que habían estado conversando en francés y que el ex ladrón pudo enterarse de cuanto dijeron.
—M’sieur Carroll, ¿quiere usted decirme quién intenta cambiar mi modo de vivir? ¡Soy francés y me resisto a aceptar tales cosas!
Los cuatro caballos de posta continuaron su marcha por la noche. Harrison vio cómo. Carroll explicaba las consecuencias del viaje por el tiempo a través del Túnel. No era una información que debiera divulgarse; sin embargo, tampoco existía inconveniente en decírselo porque nadie que no hubiera pasado a través del Túnel creería o bien que existía o bien que el que pretendiera haber efectuado el viaje estaba cuerdo. Era un secreto que se conservaría por sí mismo. Ninguna persona daría crédito al que lo divulgara. Albert había insistido incluso en no querer comprender las cosas extrañas que existían más allá del Túnel. Pero mientras Carroll le explicaba, hizo una serie de preguntas.
— ¡Ah! — dijo con tono profundo —. Es como si hubiese un modo de caminar cruzando el Túnel y entrar en una película y como si este Túnel fuese también la única salida. ¿Eh?
Carroll asintió. Continuó. Al poco Albert preguntaba:
— ¿Pero, m’sieur, cómo hizo usted que el Túnel de la pared actuase de forma que condujese al pasado?
Aquí Carroll fue menos explícito. Harrison sólo escuchaba a medias. Carroll decía que había averiguado que un cañón dejado en el molde donde se le fundió proporcionaba un punto fijo en el tiempo. Así que era posible utilizarlo para obtener una abertura, un pasadizo, un túnel entre dos épocas. La afirmación carecía del carácter de explicación completa para Harrison. Podía comprender el hecho de que si uno cruzaba el Túnel un miércoles y permanecía allí un día, volvería en jueves. Pero Harrison no veía claro porque cada vez que uno pasaba a través del Túnel desde el siglo XX llegaba en una fecha distinta del XIX. Parecía, sin embargo, algo que ligaba con el hecho de que si el Túnel del Tiempo se desplomaba alguna vez nunca podría ser reconstruido. Habría desaparecido para siempre. Tendría que encontrarse un metal recién fundido que no hubiese sido alterado desde su solidificación y el nuevo Túnel del Tiempo sólo tendría la longitud, la duración del intervalo transcurrido entre el momento de la solidificación del metal y la formación del túnel.
Albert dijo respetuoso:
— ¿Pero, supongamos, m’sieur, que uno estuviese cruzando el Túnel y que entonces se desplomara?
Carroll observó que los túneles de período breve eran inestables. Si sólo tenían días o semanas podían desplomarse. Pero un túnel de un siglo de extensión, duraría indefinidamente. El túnel de St. Jean-sur-Seine casi tenía dos siglos entre sus extremos. Podría romperse y entonces desaparecería para siempre, pero de por sí era estable.
Cubrieron la primera distancia entre casas de posta en algo más de una hora. Cambiaron de caballos y recibieron otros de refresco. Siguieron adelante por la noche. Pepe estaba profundamente cansado. Había cabalgado desde St. Jean-sur-Seine sin reposar y ahora regresaba a St. Jean-sur-Seine sin tiempo alguno para recuperarse de las fatigas.
La tercera casa de posta era posada y había un carruaje en el patio. Se veían cuatro jinetes de escolta con librea, muy armados, que habían despertado a los miembros de la posada y las antorchas ardían humeantes y los mozos iban de una parte a otra tratando de suministrar caballos mientras los cocineros proporcionaban una especie de tentempié nocturno para un hombre ceñudo de negra capa de terciopelo.
Pepe se recostó en el cuello de su caballo mientras Albert concertaba el cambio de monturas. Carroll desmontó y entró en la posada. Harrison paseaba arriba y abajo, para desentumecer sus músculos después de un cabalgar desacostumbrado. Alguien salió del establecimiento con una bandeja. Se acercó al carruaje con ella. Harrison vio dos cabezas en las ventanillas. Una pertenecía a una chica de casi la edad de Valerie, con el mismo aspecto de su novia. Su expresión era infinitamente triste. La otra pertenecía a una mujer mayor, posiblemente próxima a los cuarenta, llevando el tocado de cabeza de una viuda española. Era regordeta y de expresión animosa. Parecía alguien cuya compañía resultaría agradable. Abrió la puerta, recibió la bandeja y la metió dentro del carruaje. La puerta tornó a cerrarse.
Carroll salió de la posada. Albert había desaparecido. Se oyó un súbito estrépito. Los criados de la posada salieron corriendo. Los lacayos de la escolta montada marcharon a ver lo que ocurría. Entonces se oyó una sola voz, profiriendo maldiciones, el hombre ceñudo de la capa negra de terciopelo se adelantó autoritario para acabar con el tumulto.
Regresó seguido por su cochero, que manoteaba y estaba furioso. Alguna persona desconocida había vaciado un cubo de madera lleno de agua en la cabeza del cochero, dejándoselo encasquetado. Tuvieron que romper el recipiente para sacarlo. Ahora el hombre de la capa de tercio pelo negro estaba fríamente furioso con su servidor y frenético con los jinetes de la escolta.
A los pocos minutos, los caballos del carruaje estaban en su lugar y el vehículo partía traqueteando hacia París. Los caballos de los jinetes de la escolta producían una especie de repiqueteo apagado en la carretera.
Los cuatro del siglo XX se alejaron de París camino de St. Jean-sur-Seine. Pepe estaba profundamente exhausto. Le resultaría imposible literalmente continuar otro día y noche de viaje rápido. Dos casas de posta después de la posada, Harrison dijo ansioso: — ¡Carroll, vamos a perder tiempo con Pepe! ¡Será mejor que descanse unas cuantas horas! ¡Quédese usted aquí con él! ¡Yo me adelantaré!
Carroll contestó:
—Será mejor que no. ¡Yo también tengo cosas que hacer! Albert, ¿quieres quedarte para cuidar a m’sieur Ybarra y llevarle hasta el Túnel lo antes posible? M. Harrison y yo tenemos que seguir adelante. Es urgente.
—Pues seguro, m’sieur — dijo Albert —. Yo mismo agradeceré el descanso. Esta noche me he movido más de lo esperado.
Carroll concertó con el posadero que Pepe se acomodase en la casa de postas. Albert dormiría en el suelo, en la misma habitación. Harrison comprobó que la puerta se abría hacia el interior. Y no podrían abrir sin despertar a Albert. Pepe subió las escaleras tambaleándose y se desplomó en la cama, agotado.
Carroll y Harrison siguieron adelante. Cabalgaron haciendo trotar a sus caballos un ratito y llevándolos al paso otro, cubriendo la distancia con velocidad apreciable. Era la manera de conseguir el máximo rendimiento sin agotar a sus monturas. Llegaron a diversas casas de posta y cambiaron de caballos y continuaron su carrera contra el tiempo y el destino y contra los esfuerzos de la raza humana para destruirse a sí misma. La media de su viaje no tuvo precedentes en la Francia de 1804, excepto con los correos que llevaban mensajes militares. El cielo comenzaba a ponerse gris en el Este cuando apareció a la vista S. Jean-sur-Seine.
Corrían un riesgo considerable. Desensillaron sus monturas y las dejaron sueltas. Escondieron las sillas. Los caballos, siendo de la última posta, eventualmente, volverían a su establo. Y Harrison y Carroll penetraron en el pueblo a pie. Pero llegaron a la fundición y se adentraron en ella sin ser vistos por ningún ciudadano de la localidad.
CAPÍTULO 9
Hubo tumulto cuando madame Carroll abrió la puerta del Túnel del Tiempo y les dio acceso a la casita en su propia era. Incluso M. Dubois bajó tambaleándose por la escalera con su camisón. Evidentemente madame Carroll seguía tratándole como a un inválido. La mujer exigió fieramente ver los artículos que Carroll debió comprar y traer consigo para su nuevo cliente, el opulento comerciante en arte. De manera ominosa empezó a abrir las alforjas que Carroll y Harrison trajeran. Su rostro adquirió un tono carmesí por la furia cuando descubrió que no había género para el negocio de «Carroll, Dubois et Cie.». Ni siquiera encontró dinero para el pago del perfume que M. Dubois escondió con riesgo de su vida. Entonces abrió un fardo que no era ninguna alforja y que Harrison no conocía, aunque probablemente lo había transportado. Desparramó su contenido y exhibió un sincero e impresionante furor. Porque el contenido de este bulto, entre todos los objetos imaginables, era... ropas de mujer.
Harrison estaba muy cansado, pero recobró su plena consciencia al ver prendas de mujer entre sus posesiones. Entonces recordó vívidamente el carruaje que viajaba hacia París y que estuvo en el patio de la posada en la tercera posta. Hubo cierta confusión, sin que supiese las causas, y luego la extracción del cubo de madera atascado en la cabeza del cochero que conducía el carruaje. Todos fueron a enterarse de la causa del escándalo.
—Eso es cosa de Albert — dijo a Carroll, mientras madame Carroll se levantaba acusadora con una furia y velocidad improcedentes —. Albert armó el escándalo para poder sacar esto del baúl del carruaje. ¡Probablemente se llevó una sorpresa al abrirlo!
Carroll asintió. Miró a su esposa, vociferante y congestionada. La tomó en brazos y se la llevó, mientras la mujer pateaba y gritaba, metiéndola en la cocina. Harrison le vio subir las escaleras. Oyó también un portazo. El chasquido de una cerradura. Carroll volvió a bajar.
—George — dijo al tembloroso Dubois —, ¿puedes decirme la fecha?— Miró por la ventana —. Incluso la hora es distinta — comentó a Harrison —. Tiendo a olvidarlo. Al otro extremo del túnel amanecía. ¡Cámbiese, Harrison! ¡Tenemos que coger el autobús de París!
Empezó a quitarse sus ropas del siglo XIX. M. Dubois, tembloroso, le ayudó a buscar las prendas del XX. Sacó también los vestidos de Harrison. Carroll dijo con deferencia:
— ¿George, qué es lo que hacen los chinos? ¿Ya han bombardeado Formosa?
M. Dubois se quedó boquiabierto. No podía imaginarse nada más improcedente... con su hermana furiosa y como loca, y gritando y pateando en el piso superior. Esa pregunta interesándose por cuestiones políticas en el Lejano Oriente era insólita.
— ¡Mi... hermana — dijo tembloroso—, temo por su salud! ¡Está... muy apenada...! ¡Ha estado aguardando ansiosamente recibir la mercancía de... donde yo compro el género para la tienda! ¡Está fuera de sí! Temo...
—Nos vamos a París — le dijo Carroll —. ¡Escúchame, George! Quizás vuelva esta noche, si alguien queda vivo. Luego devolveré a mi esposa hasta el último céntimo que me quede de dinero. ¡Escucha! ¡Devolveré... a... mi... esposa... hasta... el... último... céntimo... que... me... queda...! ¡Dile esto! ¡Dile que he gastado sólo parte del dinero! ¡Que le devolveré casi toda la suma que saqué del banco! ¡Estará furiosa, pero seguirá siendo una mujer rica y lo sabe! ¡Y sin mí no se habría enriquecido! ¡Voy a volver a cruzar el Túnel y quizás... es una posibilidad... todo seguirá como antes, excepto que yo viviré en el París de 1804 y te enviaré las mercancías que quieras para la tienda y que tú no tendrás que cruzar más el Túnel... y ella vivirá más próspera que nunca anteriormente!
M. Dubois se aferró a esa debilísima esperanza de calmar a su hermana.
—Eso... eso sería admirable — dijo aún temblando —. Pero, hasta que ocurra...
—Ella tendrá un genio infernal... ¡Claro! — Carroll buscó en los bolsillos del traje contemporáneo —. ¡Maldición! ¡Me los vació ella! ¡Por suerte metí mi dinero en otro banco! ¿Harrison, tiene usted dinero moderno para pagar el billete del autobús a París?
Un poco más tarde abandonaron la casa. Harrison recordó haber advertido que Pepe y Albert tenían que llegar todavía, probablemente dentro de doce horas. La ciudad de St. Jean-sur-Seine parecía notablemente familiar, porque su aspecto era semejante a ciertas partes del París de 1804. Habían modificaciones de detalles, tales como farolas callejeras, pero resultaba muy similar, triste, sin atractivo y también sin estropear.
El autobús aguardaba, con el motor en marcha. Harrison compró un periódico. La China continental había consentido en retrasar el bombardeo de Formosa. Decían hipócritamente que no admitirían cambio en su exigencia por la rendición, pero si el pueblo de Formosa prefería levantarse contra sus criminales gobernantes burgueses, el gobierno continental les concedería tiempo razonable para la rebelión. En efecto, ofrecían considerar con mayor amabilidad a la gente de la isla si antes de rendirse mataban a todos los que antagonizaban con los continentales. Darían un plazo de gracia de cinco días para que tuviesen lugar los asesinatos sugeridos.., si los posibles asesinos lo pedían de manera adecuada.
El resto de las medidas se refería a negociaciones, con rotundas afirmaciones del presidente de Francia, con los debates de las Naciones Unidas, la notable negativa de algunos países africanos de unirse a la protesta de estas Naciones Unidas, etcétera. Pero no era la historia en exclusiva que ocupaba la primera página. Había habido un incendio y con mucha elocuencia editorial se describía la destrucción de aquel antiguo edificio de madera en la Rue Colbert que era apreciadísimo por todos los franceses, porque allí vivió Julie d'Arnaud, la amante de Carlos VII de Francia. Se le consideraba como la construcción de madera más antigua que aún permanecía en pie en París y su techo había resistido las lluvias y tempestades de seiscientos años. También venía, en una página interior, una editorial acerca de la tragedia, para Francia, de que la amenaza china al resto del mundo se produjo a través de un científico francés, huido primero a Rusia y después a China. Pero Carroll no leyó esa editorial. Fue una desgracia. Citaba el nombre del francés.
Carroll se ocupó sólo de leer las noticias nucleares. Dejó el periódico a un lado.
—Será mejor que convierta en efectivo su carta de crédito — observó mientras el autobús seguía su marcha —. Si tenemos que pasar meses, posiblemente trabajando para el futuro desde el pasado donde estaremos, no será agradable tener que buscar empleo allá, en el XIX. No sé si le dije que había visitado a Gay-Lussac, el químico. Ese hombre imagina grandes cosas para la química. Claro, no cree que jamás se puedan sintetizar los compuestos orgánicos, pero tiene una idea de que las piedras preciosas algún día sí se podrán sintetizar. Está muy esperanzado en lo tocante a los diamantes artificiales.
Harrison continuaba pensando ansiosamente en Valerie. Dijo, distraído:
—Creo que ya se ha hecho.
—No en el caso de gemas — contestó pesaroso —. Si pudiésemos llevar unas cuantas al pasado...
Algo chasqueó en el cerebro de Harrison. La parte que había puesto a trabajar en lo de hacer dinero emitió un clamor que apagó al resto. Se quedó mirando con fijeza por la ventanilla del autobús. Si el universo no estaba especialmente diseñado para que viviesen en él los humanos, entonces aquellos campos serían de fino polvo o de barro, con árboles escuálidos y desnudos, con gestos congelados por encima del mundo en el que ya no había ni una porción verde. Las casas que los hombres construyeron serían dominadas por los vientos del desierto, que soplarían enloquecidos aquí y allá. Eventualmente se desmoronarían, pero no se pudrirían porque ya no quedaría viva ninguna bacteria que se pudiese alimentar en sus residuos. Habrían amaneceres y ocasos sin ojos que los contemplasen y sonarían los rumores del viento y de la lluvia y del trueno, pero no habría oídos que los escucharan.
Se volvió lentamente desde la ventanilla.
—Rubíes sintéticos — dijo —. Zafiros sintéticos. Esa es la solución. ¡A unos céntimos el quilate! Son rubíes y zafiros reales. Verdaderos. Simplemente no son naturales. ¡Y también hay ópalos cultivados! ¡Verdaderos! No son naturales. Son cultivados.
Carroll dijo con malicia:
— ¡Sospecho que a mi mujer jamás se le ocurrió pensar en eso! Sí. Conseguiremos unos cuantos. Pero no para comerciar. Sólo en caso de emergencia. No me importa que Albert robe, está en su naturaleza. Pero siento una ligera objeción moral que me prohíbe actuar como un comerciante.
Harrison no hizo comentarios. Sus pensamientos volvieron a Valerie.
El autobús llegó a París. Harrison fue hasta la oficina de la agencia Express. Adquirió a cambio de su carta de crédito varios fajos de billetes. Tomó un taxi para que le llevase a la tienda de «Carroll, Dubois et Cie.» Las calles seguían siendo las mismas. Había una barrera cruzando la parte frontal de una escena de destrucción causada por un incendio. Era aquella casa antiquísima de madera, antaño ocupada por la amante de un rey olvidado. De una flaca viga carbonizada pendía una forma metálica peculiar y reluciente. Era como un carámbano de hielo, excepto que en este caso se trataba de plomo del tejado solidificado tras fundirse.
Harrison vio carteles en los kioscos de periódicos. Rusia ofrecía una alianza con Occidente. La India meditaba un pacto de no agresión con China. Les Etats-Units anunciaban que el bombardeo de Formosa sería considerado como un acto bélico. Inglaterra intentaba negociar una fórmula de compromiso. Francia advertía al mundo que utilizaría el átomo en su propia defensa. Los países escandinavos se unían a Suiza proclamando su inalterable política de neutralidad. Alemania Occidental pedía bombas atómicas para su defensa. Pero la gente no se amontonaba para comprar periódicos. El público estaba acostumbrado a las crisis.
El taxi de Harrison se detuvo delante de la tienda. Había dentro un cliente de cierta edad. Charló amable e interminablemente antes de comprar un ejemplar del Moniteur del 20 de marzo de 1804. Mencionaba a su tatarabuelo. Confió alegremente que lo pondría amarillo con café y que envejecería su tacto con una plancha de hierro caliente y que lo pondría en un marco para que sus descendientes lo considerasen original.
Se fue, sonriendo para sí, y Harrison actuó como haría cualquier novio que no ha visto a su amada durante toda una larga semana.
En seguida explicó la situación. Valerie le sonrió y objetó que era preciso mantener abierta la tienda. No podía abandonar París. Harrison extendió el periódico y destacó que París probablemente no existiría más que un limitado número de días. Valerie le permitió besarla y dijo pesarosa que su tía se pondría frenética si se perdía dinero cerrando la tienda un solo día.
Cuando Carroll apareció al oscurecer, Harrison se encontraba en una situación altamente inestable. Valerie quería hacer lo que la pedía, pero estaba alarmada. Trató de cambiar de conversación. Le dijo que había presenciado parte de la conflagración cuando ardió el más antiguo edificio de madera de París. No quiso escucharla. Era preciso que la muchacha fuese a St. Jean-sur-Seine y cruzase el Túnel.
Pero la llegada de Carroll resolvió el problema. Carroll explicó que, aunque Harrison no estuvo presente en aquel momento, su tía deseaba que Valerie fuese de inmediato a St. Jean-sur-Seine para recibir instrucciones acerca de la tienda. Era, claro, una burda mentira. Harrison no se veía capaz de mentir a Valerie... por lo menos, todavía no, pero sintió pocas ganas de contradecir tan útil engaño.
Tomaron el autobús que salía de París a las siete en punto. Llegaron a St. Jean-sur-Seine. Valerie cumplidamente entregó a su tía la recaudación de la tienda. Madame Carroll se retiró con ella, inmediatamente, para contar el dinero y exigir informes precisos y detallados de cada transacción y venta.
Pepe y Albert llegaron más tarde, de 1804. Pepe estaba de nuevo dominado por una pasión de desesperada ansiedad. Los periódicos que Carroll había traído de París no eran tranquilizadores en lo más mínimo. El tono de todas las noticias recientes sugería que se presentaba otra crisis; una crisis grave y realmente abrumadora. Pero cada diario encontraba sitio en la primera página para una crónica acerca de la destrucción de la residencia de la amante de un rey fenecido tiempo atrás. Nadie afirmaba que la historia podía estar a punto de terminar. Que la raza humana se encontraba al borde de la extinción y que eso, por tanto, demostraría que el universo no estaba diseñado para que viviesen los seres humanos, porque iban a dejar de vivir en él. Pepe leyó y se puso al borde de las lágrimas. Tenía una abuela que vivía en Tegucigalpa, pero ese lugar no sería seguro para ella, como tampoco lo sería ningún otro sitio de la Tierra.
—Vi a tu antepasado — le dijo Harrison —. Le proporcioné perfume para tu tatarabuela.
No se le había ocurrido contárselo antes a Pepe. Pero Albert se interpuso cuando Pepe deseaba hacer una serie de preguntas más mórbidas.
—M’sieur, mis ropas de este período...
—Pregunta a Dubois — contestó Harrison —. ¡Alto! ¿Te vas a quedar en esta época? ¿Me refiero en este lado del Túnel?
—M’sieur — dijo Albert con tono sumiso —. Creo que lo haré. Posiblemente nunca haré nada más magnífico que lo que hice en la joyería, como usted sabe. ¡Me puse la corona de Napoleón antes de que se la ciñera el Emperador! Yo me quedaré aquí y meditaré en esa hazaña. ¡Incluso abandonaré contento mi afición! ¡Haré de mis recuerdos un nuevo pasatiempo!
—Lee estos periódicos — le ordenó Harrison —, y si no cambias de idea, tengo un puñado de billetes de banco con el que comprarte cuantas monedas de oro hayas ocultado.
—M’sieur — dijo firmemente —, m’sieur Carroll me explicó a mí lo de la Francia que queda a la otra parte del Túnel, ahora lo comprendo. Desgraciadamente, ahora soy capaz de anticipar los acontecimientos que ocurren allí. Incluso comprendo el intento de usted y de M. Carroll de cambiar el pasado para que el presente sea distinto. ¡Pero eso es impredecible! ¡Resulta imposible deducir a lo que dará lugar! Y yo ya no continuaré con mi afición, pero tendré el placer de observar. Como antiguo saboreador de las sorpresas permaneceré en este extremo del Túnel para ver qué es lo que sucede después. No me sorprenderá lo que ocurra y menos si no pasa nada. ¡Así que me sentiré feliz cambiando mis napoleones por el papel moneda de la moderna Francia!
Vació el contenido de sus alforjas particulares. Las monedas de oro parecían cubrir el suelo. Las amontonó en pilas con indiferencia mientras Harrison contaba los billetes de banco. Albert citó una suma, Harrison la pagó. Todavía le quedaba dinero. Harrison dijo:
—Puedes llevarte esto también.
—No, m’sieur — contestó con orgullo Albert —. Somos amigos. Si usted hace que me devuelvan mis ropas adecuadas para el momento presente, les dejaré y regresaré a mi retiro.
Dubois bajó por la escalera. Parecía precariamente aliviado. Su hermana estaba hablando con Valerie casi con tranquilidad. Incluso había determinado que Valerie llevase en la tienda el traje de mujer de 1804. Daría distinción al establecimiento. Y si Carroll quería residir en la era de Napoleón y suministraba géneros de aquel período, según requiriese la tienda, M. Dubois no tendría que volver a arriesgarse a otra pulmonía viajando por el pasado. M. Dubois estaba casi animoso, porque su hermana se veía menos agitada de lo que estuviera durante los últimos meses.
Devolvió a Albert sus pantalones de pana, la faja y la camisa a cuadros rojos. Albert se vistió y atiborró sus bolsillos con papel moneda. Marchó hacia la puerta. Entonces se detuvo. Regresó para estrechar las manos emocionadamente a Carroll, Pepe y Harrison. Luego, aparentemente de la nada, sacó un pedazo de papel muy doblado. Lo colocó en la diestra de Harrison.
—No lea esto — dijo con aire apurado —, hasta que me haya ido.
Fue rápidamente a la puerta, se volvió para mirarles con ojos húmedos y salió. Oyeron sus pisadas alejarse presurosas.
Harrison desplegó el papel. Toscamente escrito con una pluma en verdad improvisada, se leía:
«Monsieur: Tengo que confesar. Fui yo quien colocó el cubo en la cabeza del cochero y que robó el paquete del coche; más tarde me enteré por el posadero que el caballero de la capa negra era M. de Bassompierre. Luego no me atreví a revelarlo. Temía estropear sus planes. Le ruego me perdone.
Albert.»
Carroll dijo:
— ¡El diablo! ¡Nos perdimos un posible golpe de suerte! ¡Pero ya es tarde para enmendar! De todas formas regresaremos. Póngase sus ropas de 1804, Harrison. Ybarra, usted no tiene que cambiarse. Envuelva esos libros con aquel periódico. El periódico convencerá a de Bassompierre cuando le volvamos a encontrar. ¡Tiene mucho dinero en efectivo, Harrison!
Harrison alzó la vista. Estaba asombrado por lo que acababa de descubrir.
—Albert me dijo lo que le debía y le pagué. ¡Pero calculó los napoleones a seiscientos francos cada uno, en vez de mil doscientos!
— ¡Vaya ganga que le ofreció! — contestó Carroll con sequedad —. ¡Un tipo admirable! ¡Pero cámbiese! ¡Tenemos que ponernos en marcha!
Harrison se cambió. Y pensaba con morbidez que todavía no había logrado que Valerie accediera a adentrarse en el pasado como refugio a prueba de bombas atómicas, cuando la oyó bajar las escaleras del piso superior. Miró con añoranza la puerta de la cocina, adonde desembocaban las escaleras.
Ella cruzó la puerta sonriendo. Miró a Harrison buscando su aprobación. Llevaba el traje robado del carruaje en la casa de postas.
—Ma tante — dijo con indiferencia —, me ordenó que me probase el vestido que llevaré en la tienda. ¿Me sienta bien?
Harrison sólo podía balbucear. La angustia le dominaba. ¡Valerie no debía compartir el desastre que caería sobre la tierra! Recordaba los campos, las ciudades y las carreteras en el camino a París. Se los había imaginado como parecía seguro que serían si los acontecimientos en 1804 no se cambiaban de manera tan definitiva que la realidad pudiera cubrirlos haciendo como si nunca hubiesen existido. Se imaginó que todas las cosas vivas ya no vivían. Que los árboles estaban desnudos, sin hojas. Que la hierba ya no era verde. Que las ciudades estaban deshabitadas. Que toda tierra firme era o polvo inerte o espeso barro; que todos los mares estaban vacíos de vida; que el aire jamás llevaba ya el eco de los cantos de los pájaros o de los insectos, o de nada más a no ser el trueno, la lluvia o el viento y la resaca, que ningún oído podría escuchar...
— ¡Oye! — dijo con voz gruesa —. Cruza el Túnel conmigo, Valerie. ¡Necesito hablarte!
La joven le siguió sin hacer preguntas. Le previno de los síntomas que experimentaría durante el pasaje por el Túnel. Luego se encontraron en la fundición vacía, resonante, llena de ecos, que no existía en el mismo siglo de la casita.
Intentó explicárselo. Ella miró en su torno. Estaba estupefacta. La luz del día se filtraba por las rendijas de las ventanas condenadas de la fundición. ¡Pero en la casita era bien cerrada la noche! ¡Aquí era de día! Explicó la singularidad, dándose cuenta desesperadamente de que lo que la decía no era menos absurdo que lo que ella veía.
Carroll surgió entonces. Llevaba unas alforjas. Las dejó en el suelo. Asintió y dijo:
—Hay una discusión con tu tía, Valerie. Por algún motivo desconocido me siento responsable de ella. Trataré de convencerla de que se nos una. ¡Sólo el cielo sabe la razón!
Regresó por el Túnel y retrocedió hacia el futuro casi dos siglos. Valerie dijo intranquila:
— ¿Pero es éste el sistema que utiliza mi tío para proporcionar mercancías a la tienda?
—Sí, cruza todo esto — dijo Harrison —. Mira...
Intentó explicarlo de nuevo. La joven le puso su temblorosa mano en el brazo. Dejó de explicarse. Habían asuntos más urgentes que las explicaciones. Carroll regresó con más alforjas. Las dejó a un lado y dijo con sequedad:
— ¡Harrison, soy sólo tío de Valerie por matrimonio, pero creo que debería preguntarle cuáles son sus intenciones!
Harrison le juró la honorabilidad de sus proyectos y luego se apresuró a excusarse ante Valerie.
—La guerra ha empezado — dijo Carroll. Pero ante la violenta reacción de Harrison explicó —: No la guerra mundial. No la guerra atómica. Mi esposa está en acción. Le he dicho que quería que viniese por el Túnel porque tengo intención de que Valerie se quede ahí hasta que las cicatrices de la guerra se hayan cerrado. Ella ni se imagina tal cosa. No se ha molestado siquiera en rehusar. Está preparando una completa descripción en detalle de mi lo cura criminal.
Regresó. Valerie dijo temblorosa:
— ¿No crees que... debería ir a tranquilizarla?
— ¿Lo has logrado alguna vez?— preguntó Harrison —. ¡Mira! ¡Va a estallar una guerra atómica! ¡Pero Carroll, Pepe y yo tenemos una débil posibilidad de impedirlo! ¡No sabemos qué le pasará a este lugar, pero deseo que no te ocurra nada a ti! ¡No lo consentiré!
Pepe salió del Túnel llevando unas sacas. Las dejó en el suelo. Dijo apenado:
— ¡Dios mío, si Carroll la convence para que venga...! Hizo un gesto abrumado. Regresó. Valerie habló: —«Estoy» asustada. De mi tía. No... de ninguna otra cosa...
Quizás diez minutos más tarde volvió a aparecer Carroll. Le acompañaba M. Dubois. Este último habló agitado:
— ¡Valerie! ¡Tu tía te ordena que regreses, de inmediato! ¡Está agitada! ¡Está furiosa! ¡Nunca la he visto tan furiosa! ¡Vamos!
Valerie se agitó en los brazos de Harrison. El la abrazó con más fuerza. La muchacha dijo débilmente:
— ¡No... no puedo!
— ¡Pues tu tía te lo exige! ¡Amenaza... amenaza...!
Pepe salió del Túnel con un último paquete. Dijo con cierta aspereza:
—¡Dice que si m’selle Valerie no regresa de inmediato la repudiará para siempre! ¡No quiere aguantar más este estado de cosas! ¡La abandonará y...!
Carroll intervino con amabilidad:
—Quizás tú puedas calmarla, Georges. Esto es más importante que dejar otra vez que se salga con la suya. Es preferible intentar hacérselo comprender.
Dubois volvió vacilante al mundo del futuro. Casi al instante la voz de madame Carroll les llegó. Era débil y amortiguada a través del paso por el tiempo, resultaba un simple murmullo. Madame Carroll gritaba con la fiereza y la furia totalmente incontroladas de una mujer de mal genio. Su voz sonaba distante, pero aguda. Luego comenzaron a salir volando cosas y caer dentro de la fundición. Eran las ropas del siglo XX que Valerie se había quitado para colocarse el traje que debería utilizarse en la tienda. La voz de madame Carroll chirriaba como la de un fantasma en un arrebato de cólera.
Luego se oyó un sonido peculiar, musical, lleno de ecos. Era como la cuerda de algún arpa increíble, pulsada una sola vez para dejar que el sonido gradualmente muriera. Pareció hacer que todo el suelo en los alrededores vibrase. Los cuerpos vibraron al compás. Todo acabó.
Carroll dio un salto, asombrado y colérico.
— ¡Condenación! ¡Me vio accionar un interruptor para hacer posible el Túnel! ¡Como amenaza lo ha cortado! ¡Y el Túnel se ha desplomado y no se puede construir de nuevo! ¡Estamos atascados aquí!
CAPÍTULO 10
Cuatro días más tarde llegaban a una posada que quedaba todavía de París a pocas jornadas de viaje. El aspecto de la posada resultaba algo mejor que la mayoría de tales lugares de etapa en la Francia del período. Harrison sintió que su apariencia había mejorado, también Carroll y Valerie viajaban majestuosamente dentro del traqueteante carruaje que habían adquirido. El era tío por matrimonio, aunque adoptaba el aire de tío carnal. Había mencionado que deberían llevar una doncella, como señorita de compañía, pero un par de oídos extraños que les escuchasen habrían sido un estorbo. El respeto de Pepe por la prioridad de Harrison por Valerie le hacía actuar como el perfecto primo, amable y desinteresado. Harrison representaba el papel de prometido, jamás pudo haber hecho otro. Tenía tendencia a irritarse cuando alguien intentaba echar un vistazo al carruaje en que viajaba Valerie. Les seguían dos lacayos montados. Se parecían a Albert sólo en carecer absolutamente de conciencia.
Todas estas semejanzas de respetabilidad se aseguraron mediante el uso de los napoleones de oro, de un aire altivo, más un completo desprecio a la verdad literal. Carroll parecía complacido en inventar grotescas pero convincentes mentiras para hacer que su presencia pareciese perfectamente natural.
Cuando el carruaje entró en el patio de la posada, había ya otro vehículo allí. Un criado con librea sujetaba los caballos del otro coche. También se veían más monturas, ensilladas y atadas a las barandillas. Alrededor existía un ajetreo animoso y confortable. La chimenea, con mal tiro, arrojaba irregularmente un humo negro. Se percibía el olor de guisos fuertes y sustanciosos. En el patio había barro en abundancia, aunque se extendiera paja en muchas partes para poder caminar mejor.
—Ybarra — dijo Carroll con amabilidad —, vea si puede conseguir aquí habitaciones convenientes.
Pepe hizo un gesto a uno de los lacayos, cabalgó hasta donde el suelo no era del todo barro y desmontó. Entregó las riendas al servidor y entró en la posada.
—Creo — dijo Carroll reflexivo —, que, de ahora en adelante, me haré llamar de Bassompierre. Estoy impaciente para conocer a ese tipo. Confío en hacer un trato con él para utilizar su Túnel del Tiempo. Pero eso es además de convencerle para que no escriba a los hombres instruidos.
Harrison se inclinó para mirar dentro del carruaje.
— ¿Te encuentras bien, Valerie? ¿Cómoda?
La joven le sonrió. Harrison se sintió desesperadamente orgulloso de ella. Pero la muchacha se sentía segura y protegida y cualquier chica es capaz de enfrentarse a la mayor parte de las cosas con tales seguridades.
El tiempo, el lugar y la atmósfera eran totalmente vulgares, para la Francia napoleónica. No había nada notable a la vista. A unas dos o tres postas en dirección sureste, yacía París. En la ciudad velas y antorchas se preparaban para sustituir, débilmente, la luz que vio el pueblo durante el día. Los coches viajeros como el suyo se darían prisa por llegar a sus lugares de pernoctar. Al cabo de una hora toda Francia se encontraría dentro de sus casas. Nada fuera de lo corriente parecía cernirse en el horizonte. Pero en la actualidad lo ordinario es notable. Nada ocurre jamás a menos que las posibilidades en contra sean astronómicas. Nada en toda la historia se ha anticipado nunca a un acontecimiento y ha tenido que salir con todo el detalle como fue previsto.
Con certeza, nadie podía imaginar que hubiese alguna relación actual entre la pausa de un viaje particular en carruaje en la Francia de 1804 y los acontecimientos que sucedían en la isla de Formosa, a trece mil kilómetros de distancia y casi dos siglos después. Pero esos acontecimientos estaban íntimamente relacionados.
La isla de Formosa yacía bajo el sol brillante y la amenaza de la destrucción por bombas atómicas lanzadas desde el continente. Uno habría anticipado el pánico más arrollador y la huida general, especialmente en los extranjeros. Uno habría imaginado ver sus puertas vacías y sus ciudades llenas de vibrantes masas de humanidad, matando frenéticamente a otros seres humanos con la esperanza de que, después de esos crímenes, se pudiese evitar la muerte que les caería del cielo.
Pero no era así, en absoluto. Habían navíos que se alejaban de la isla a su máxima velocidad. Eso seguro. Pero habían otros barcos que navegaban hacia ella a toda marcha. Sus puertos estaban atestados de bajeles, aceptando refugiados hasta el límite del espacio de sus cubiertas. Una vez cargados, se alejaban en dirección al puerto más próximo y no amenazado para descargar y regresar a por más. Había un chorro increíble de aviones que volaban a y de la isla. Cada aeropuerto se dedicaba exclusivamente al aterrizaje, carga y despacho de la colección más abigarrada de máquinas voladoras, que descendían para aceptar pasajeros e inmediatamente remontaban otra vez el vuelo.
No habían hombres de uniforme entre los refugiados. Mujeres, sí. Niños, a multitudes. Naves del mar y del aire se arremolinaban por llevarse a tantos como se pudiera trasladar de su desvalida población. Pero entre los hombres que se quedaban no había resignación, no había desesperación. Había en su lugar furia y resolución. Cuando aterrizaba un transporte volador y traía un proyectil tierra-aire y dotación para lanzarlo, se advertía un áspero regocijo. Formosa iba a intentar una defensa contra el ataque atómico. Los militares de cien naciones deseaban apresuradamente saber si esa defensa era posible. Todo el mundo tenía defensas de las que se esperaba mucho, pero de las que se conocía también muy poco; al igual que todo el mundo tenía bombas para el ataque. Si se podía defender Formosa, entonces la guerra no significaba desesperación. Pero si Formosa podía ser bombardeada contra toda defensa, nada parecía tener significado. Ya se comprendía que si guerra se producía todo Occidente actuaría al unísono. Era más que sospechoso, sin embargo, el que algunas naciones hubiesen firmado tratados particulares para enviar sus cohetes a los blancos elegidos por los chinos, a cambio de la promesa de un trato algo superior al de esclavos, cuando China gobernase la Tierra. Pero Formosa sería defendida. Si ya no había verdadera esperanza de evitar la guerra nuclear, por lo menos sí se confiaba de algún modo en la supervivencia de la humanidad.
Esta era la situación a trece mil kilómetros, a ciento y pico de años, semanas y días y a unas cuantas horas del patio de la posada en donde Harrison se aseguraba de que Valerie estuviera cómoda. Había otro carruaje en el patio. Pepe estaba dentro de la posada, formulando preguntas. Parecía que nada podría existir concebiblemente menos relacionado que la situación en este patio de posada de la época napoleónica y la situación en Formosa, casi doscientos años después.
En este último lugar, lejano en tiempo y espacio, se recibía una emisión de radio. Era del gobierno continental y parecía suave y confiada. Anunciaba que los aviones transportando bombas atómicas no tardarían en aparecer sobre Formosa. Si se les disparaba dejarían caer sus bombas y seguiría un bombardeo a plena escala efectuado por toda la fuerza aérea del continente. Si no se les disparaba, el tiempo concedido para la revolución y la rendición sería aún respetado. La emisión parecía increíble, pero los militares locales se regocijaron con anticipación. ¡Ningún avión podría llegar hasta Formosa y dejar caer sus bombas! Un paraguas aéreo existía ya sobre la isla. Las dotaciones de los proyectiles tierra-aire vivían en una alerta de veinticuatro horas. ¡Tan pronto como el radar advirtiese que se acercaban los aviones, serían reducidos a átomos por los proyectiles preparados!
Entonces vinieron los bombarderos chinos. Los radares les detectaron de inmediato. Pero no pudieron localizarlos. Los chinos tenían un sistema de perturbar el radar tan efectivo como las perturbaciones de la radio utilizadas dentro del telón de acero. El radar mostraba algo en el cielo. Parecía existir en todas las altitudes hasta tres mil metros en cada lugar a lo largo de un frente de ciento treinta kilómetros. Era un blanco peor que inútil contra el que disparar.
Al poco los pesados bombarderos chinos circundaron plácidamente sobre Formosa. Se quedaron a una altura ofensiva de dos mil metros. Eran vulnerables al fuego antiaéreo. A los proyectiles antiproyectiles. ¡Eran blancos fáciles! Pero no pudieron ser interceptados en su camino a Formosa y cuando llegaron toda defensa era inútil.
No se les disparó. Y dieron vueltas y vueltas plácidamente hasta caer la noche. Luego remontaron el vuelo hasta que no pudieron ser distinguidos por los telescopios y se alejaron. Resultó imposible perseguirlos. La radiación que inutilizaba al radar disminuyó. Al poco cesó. Se acababa de demostrar que Formosa podía ser bombardeada cuando le diese la gana a la China continental.
Igual podía sucederle a otra ciudad del mundo. En el patio de la posada de Francia, alguien esperaba en un coche y llamaba a un sirviente para que se acercase a la ventanilla. Ese criado se volvió para mirar al carruaje con Harrison muy cerca y Carroll y Valerie sentados en el interior.
Pepe salió de la posada; presuroso, casi corriendo. Ahora anochecía, aunque el cielo continuaba conservando un azul luminoso. Pepe cruzó rápido el barro y la paja. Llegó hasta el costado del carruaje.
— ¡Está aquí! — jadeó Pepe —. ¡Le vi! ¡De Bassompierre! ¡Para asegurarme, pregunté al posadero! ¡Está sentado, con comida y vino ante él! ¡Es el hombre cuyo coche robó Albert!
Carroll, de inmediato, descendió del vehículo.
— ¡Ah! ¡Y éste es un buen sitio para hablarle!
—Pero Valerie...
—Quédese con ella — dijo Carroll —. Esto va a llevar algún tiempo, de todas maneras. Habrá discusión. Ya entrará más tarde.
Se fue rápidamente tras de Pepe. Harrison se les quedó mirando indeciso. Pero, criados o no criados, no pensaba dejar sola a Valerie en el carruaje que estaba en el patio de una posada de aquel período.
— ¡Mala cosa! — murmuró inquieto —. Tenemos que hablar con él pero...
Una voz dijo obsequiosa:
— ¡Perdón, Vuestra Excelencia! ¡Madame de Céspedes suplica que se le permita hablar con usted!
Harrison giró en redondo. Un criado con librea del otro coche, estaba plantado, sombrero en mano, junto a él. Hizo una reverencia.
—Excelencia: Madame de Céspedes ruega a Su Excelencia que le ayude en un asunto de vida o muerte. Mi señora se encuentra en aquel coche.
El francés del lacayo tenía un muy fuerte acento español. Harrison reconoció su librea. La había visto al exterior de la puerta de un perfumista en París. Era de la casa de Ybarra.
Hizo un gesto a su propio servidor para que llevase el carruaje tras él. Cabalgó hasta el otro vehículo. Se sobresaltó. Mirándole suplicante desde la ventanilla vio a la mujer que, con una chica morena, estuvo en el coche viajero seis días antes, aquel al que Albert robó una maleta del portaequipajes. Entonces le pareció regordeta y de buen carácter; ahora, como en la otra ocasión, llevaba un tocado de cabeza típico de las viudas españolas. Entonces, pero no ahora, parecía amable y satisfecha. En estos momentos se la veía compuesta, pero con una fiera seriedad.
—M’sieur — dijo desesperada —. Necesito con suma urgencia la ayuda de un caballero. Soy la Comtesse de Céspedes. Soy la cuñada de Don Ignacio de Ybarra. A su esposa y a mí... nos robaron nuestras joyas y el ladrón fue m’sieur de Bassompierre y se encuentra ahí dentro, en la posada. Y mis criados no se atreven a poner las manos sobre un caballero. ¡Le suplico que nos ayude!
Valerie, en el coche, estaba lo bastante cerca para captar cada palabra. Ahora dijo acalorada:
— ¡Pues claro, madame! ¡M’sieur Harrison y sus amigos se sentirán muy felices sirviéndola!
Harrison cerró la boca; la abrió y de pronto vio las posibilidades. De Bassompierre poseía la peor de todas las reputaciones. Necesitaban detenerle para que no cambiase el pasado y se produjese lo que quién sabía podría ocurrir... aunque con certeza sería una guerra atómica... en el tiempo del que habían venido. Si podían demostrar que era un vulgar ladrón, aceptaría cualquier condición que ellos impusieran para zanjar el asunto, incluyendo el revelar la situación del otro Túnel del Tiempo en el que Carroll no pudo creer pero tampoco negar de plano. En resumen, el apuro de madame dé Céspedes podría ser la solución a su problema.
Dio briosas órdenes a los lacayos, quienes condujeron a los dos coches hasta donde era posible a una mujer descender sin mancharse los pies de barro. Ayudó a Valerie a bajar al suelo y luego a la ocupante ligeramente obesa del otro carruaje; con aire de grandeza las acompañó hasta el interior de la posada.
Entraron en una sala grande, ennegrecida por el humo y en la que ardía un enorme fuego. Se veían unas cuantas toscas mesas, algunos viajeros, por su atuendo comerciantes o algo por el estilo, comían bastante ruidosamente junto a una de las paredes. En las mesas más distinguidas, por estar más próximas a la chimenea, se sentaba el ceñudo individuo de capa negra a quien Albert y aquel posadero identificaron como M. de Bassompierre. Carroll se cernía sobre él, rígidamente educado, pero imperturbable. Pepe se hallaba cerca, en un estado de agitación inexplicable. El hombre ceñudo hizo un gesto a Carroll para que se apartase, como si fuese demasiado insignificante para escucharle.
Entonces madame de Céspedes dijo con clara voz indignada:
— ¡Ese es! ¡Messieurs, les ruego que le pidan que me devuelva mis joyas y las de mi cuñada!
De Bassompierre volvió su cabeza en redondo, sobresaltado. Se quedó pálido. Luego rechinó los dientes. Madame de Céspedes, a pesar de su gordura, era la imagen perfecta de la dignidad y del desdén.
—M’sieur de Bassompierre — dijo gélidamente —, usted me saludó en el coche de mi cuñado en la Avenue des Italiens hoy, mientras yo aguardaba a mi cuñada. Desmontó y me habló ante la puerta del carruaje. Y, m’sieur, olí su perfume y era muy especial, del poseído sólo por mi cuñada y la propia Emperatriz, Su Majestad. Usted se fue. Envié a un criado para llamar a mi cuñada. La conté el caso. Nos fuimos inmediatamente y mi cuñada encontró su perfume derramado y sus joyas desaparecidas. También habían desaparecido las mías. Mi cuñada, al instante, envió criados en busca de su marido, Don Ignacio Ybarra. Yo ordené al cochero que me llevase en la dirección que usted siguió para vigilarle. Lo he alcanzado. Ahora, en presencia de estos caballeros, solicito que me devuelva mis joyas y las de mi cuñada.
Madame de Céspedes era una mujer pequeña, pero sus modales poseían la propia dignidad. Mantuvo la cabeza alta.
De Bassompierre dijo con aspereza:
—Jamás he visto a esa mujer en mi vida. ¡No sé nada de sus joyas!
Se puso en pie, arrogante.
— ¡No me importan nada ni usted ni ella! — Se embozó con la capa. Su mano escondida adoptó una posición rara, como si amenazase con el uso de un arma. Carroll hizo un gesto exactamente igual. El posadero acudió ansioso:
—Messieurs! Messieurs! Les ruego...
Pepe intervino suplicante y Harrison se preguntó incluso entonces por qué se mostraba tan conturbado.
— ¡Hablemos de esto! ¡M. de Bassompierre, no queremos causarle daño! Al contrario, le hemos estado buscando urgentemente...
De pronto se tambaleó. Gritar, en público, los hechos del viaje por el tiempo a un hombre que acababa de ser acusado de robo no era el modo más convincente de discutir con él. Pepe se dio cuenta.
—Messieurs! — gritó el posadero —. ¡Les suplico que no se peleen en mi posada! ¡Pueden salir al exterior para pelearse! ¡Luego...!
—Proporciónenos una habitación en donde podamos estar a solas — le cortó Carroll, sin apartar los ojos del arrogante individuo moreno —. ¡Estoy de acuerdo en que no es preciso pelearse! ¡Se lo demostraré! M’sieur... — Luego afirmó, con mucha claridad —: ¡Naciones Unidas! ¡Rusia comunista! ¡Electrónica! ¡Ferrocarriles! ¡Aviones! ¡Estas palabras le dirán de donde venimos!
El hombre moreno rezongó. Pepe estaba mortalmente pálido, tembloroso. Harrison descubrió que lamentaba amargamente haber dejado sus pistolas en las alforjas de su silla. Luego el hombre moreno dijo, otra vez arrogante:
—Si son palabras en clave para que les reconozca, las ignoro. ¿Pero debo pensar que quiere usted tratar de algún asunto importante conmigo?
—Eso mismo — contestó Carroll fríamente. Por encima del hombro afirmó, en inglés —: ¿Harrison, qué diablos es este asunto del robo?
—Parece verdad — confesó Harrison —. Y si es de Bassompierre le tenemos dónde queríamos.
—Entonces negociaremos — contestó Carroll, de nuevo en inglés — el uso de su Túnel del Tiempo y otras seguridades. — Volvió al francés para ordenar al posadero que les acomodase en una habitación privada—. No hay necesidad de violencia.
—Mais non! — parloteó el posadero —. ¡Por aquí, messieurs! ¡Por aquí!
Retrocedió ante ellos. Llegó a una puerta. La abrió. Hizo una reverencia, balbuceando. Una vela ardía sobre la mesa. El hombre moreno se fijó en la posición de las ventanas.
—Puede usted hablar — dijo con aspereza —. ¿De qué? Pepe se colocó cerca de Harrison. Susurró en inglés:
—Harrison, ¿qué es esto? ¿Quién es la mujer? ¿Qué tiene que ver con nuestros asuntos?
—Es madame de Céspedes —contestó en el mismo idioma —. Dice que este tipo las robó a ella y a la esposa de Ybarra. Tu antepasada. Es la cuñada de Ybarra.
— ¡Dios mío! — jadeó Pepe —. ¡Dios mío!
El hombre moreno dijo desdeñoso:
—Oigo palabras que pueden ser l'Anglais. ¿Son ustedes espías ingleses que tratan de sobornarme para que les ayude?
Pepe murmuró con furia en el oído de Harrison:
— ¡Esto es terrible! ¡Ya te dije que tuve un antepasado que estuvo en París! ¡Le conociste! ¡Pero tengo dos! ¡Ma... madame de Céspedes va a casarse con de Bassompierre! ¡Tendrá una hija que se casará con el hijo de Ignacio Ybarra, que nacerá dentro de dos años! ¡Así que ella será también mi tatarabuela! ¡Y... de... de... Bassompierre es el otro antepasado mío! ¡Así que si ocurre algo... yo no habré nacido!
Harrison parpadeó. Se oyó el sonido de una llegada en el patio de la posada. Se percibieron los crujidos de un carruaje pesado y de muchos, muchísimos caballos pisoteando en el suelo. Entonces Carroll dijo con suavidad.
—M’sieur, creo que compartimos con usted un secreto, pero usted no acepta que lo compartamos. Mencionaré más palabras. ¡Metro! ¡Subterráneo! ¡Torre Eiffel! ¡Segunda Gran Guerra Mundial! Esos nombres tienen significado para nosotros. ¿Negará que también significan algo para usted?
El hombre moreno se le quedó mirando.
— ¡Le daré una prueba que no podrá negar! — dijo Carroll con frialdad —. Le...
Harrison dijo:
— ¡Mire! Lo que queremos es importante, pero madame de Céspedes ha sido robada. Si él la devuelve sus joyas la cosa irá mejor.
— ¡No! — saltó Carroll —. Ya nos ocuparemos más tarde de las joyas. ¡Primero, sujete esto!
Colocó una pistola pequeña y muy elegante, de pedernal, en la mano de Harrison, probablemente era de las que se vendían en la tienda. Resultaba grotesco estar empuñándola; embarazoso preguntarse qué haría exactamente con ella. No había excusa presente para apuntar a de Bassompierre. La situación resultaba bastante torpe. Carroll prosiguió. Pasaron largos segundos.
Luego una voz, fuera del edificio, bramó:
—De Bassompierre! De Bassompierre! Holà!
El rostro del hombre moreno se llenó d asombro. La voz que llamaba «de Bassompierre» no era autoritaria. Resultaba amistosa, indicando reconocimiento en un tono de complacida sorpresa. Pero el saludo no se dirigía a alguien fuera de la posada, sino dentro. La misma voz atronó en un tono confidencial más bajo. Los pelos de Harrison se le pusieron de punta. Conocía lo que ocurría en la mente del otro hombre. Alguien había sido llamado por su nombre. Ese alguien más conversaba ahora con la persona que le llamara. Sería una sensación de pesadilla para cualquiera. Pero...
La puerta se abrió. Un hombre bajito, recio, radiante, entró, diciendo por encima del hombro:
— ¡Tonterías, de Bassompierre! Fue la sorpresa más agradable verle, pero incluso un placer mayor...
Vio a Valerie y a la regordeta madame de Céspedes. Se detuvo y se quitó el sombrero con un cierto gesto florido.
—Perdón. — Un hombre delgado con una larga capa gris, le siguió hasta dentro de la estancia. Ese individuo cojeaba ligeramente. Carroll, su rostro singularmente serio y áspero, siguió con la mirada al segundo individuo. Madame de Céspedes dio un grito de satisfacción.
— ¡M. de Talleyrand! ¡Ah, usted puede presenciarlo todo! ¡Este bribón nos ha robado a mi cuñada y a mí! ¡Los caballeros aquí presentes trataban de hacerle que me devolviese el botín! ¡Estos dos y aquel caballero también!
El hombre delgado de la capa gris sonreía placenteramente. Miraba al tipo de la capa negra de terciopelo y de Bassompierre comenzó a sudar de pronto copiosamente. Charles Maurice Talleyrand de Périgord, antaño obispo de Autun, ahora el Gran Chambelán del Imperio y eventualmente príncipe de Benevento, no era una visión agradable para el hombre acusado de robo a pesar de su supuesta condición de caballero. Cuando Talleyrand sonreía gentil y benignamente hacia de Bassompierre, Valerie y madame de Céspedes y Harrison y Pepe, todos, excepto de Bassompierre, se sentían tranquilos. De Bassompierre sudaba y se quedó mortalmente pálido.
— ¡Ah! — exclamó Talleyrand en un suave tono de voz qué incluso sus enemigos admitían fuerte y profundo —. ¡Pero, madame, tendremos que echar un vistazo a esto! Por favor, cuénteme...
Madame de Céspedes narró con dignidad la historia que ya contase antes, una acusación contra de Bassompierre. Que él se detuvo ante la puerta de su carruaje y ella captó el perfume que sólo su hermana y la Emperatriz poseían. La rápida sospecha y la investigación. La valiente y colérica persecución con su carruaje de de Bassompierre que iba a caballo.
— ¿M. de Bassompierre?— preguntó Tayllerand con suavidad —. ¿Está usted segura de que era él?
— ¡Sí! ¡Sí! — exclamó madame con soberbia indignación, señalando al hombre moreno, ahora en realidad palidísimo.
El hombre bajito y recio que entró por primera vez en la habitación, exclamó ahora indignado:
— ¡Pero madame! ¡Os equivocáis! ¡Puede que sea un ladrón, pero no es M. de Bassompierre! ¡Tengo el honor de ser conocido por M. de Bassompierre! ¡Hemos hablado juntos con frecuencia! ¡Es amigo mío! ¡No hay siquiera cinco hombres en Francia que conozcan las ciencias que él posee! ¡Madame, usted se equivoca! ¡El no es M. de Bassompierre! ¡M. de Bassompierre está ahí!
Extendió dramáticamente una gruesa mano hacia Carroll.
A Harrison se le volvieron a poner los pelos de punta. Carroll, sus rasgos todavía peculiarmente fijos, se inclinó con una educada reverencia. Valerie expelió su aliento con fuerza. Pepe murmuró un sonido inarticulado. Madame de Céspedes carraspeó.
—Tan seguro — pronunció con firmeza el hombre recio —, tan seguro como me llamo Georges Léopold Cretièn Frédéric Dagobert Cuvier, el nombre de este caballero es de Bassompierre y el de aquel... aquel ladrón e impostor... lo ignoro.
El hombre alto de la ligera cojera extendió las manos.
—Eso parece — dijo con tanta suavidad como antes —.
Pero asegurémonos. M’sieur — se inclinó con infinita educación ante el hombre de oscuro —. Madame de Céspedes le acusa de haberla robado sus joyas. ¿Dónde están?
De Bassompierre podía haber estado medio loco de azoramiento. Quizás estaba medio loco de desesperación. Perseguido, cuando debió ser imposible, tras un robo del que no debió ser sospechoso, se le negaba su propio nombre y se encontraba con alguien que pretendía ser dueño de su identidad. ¡Y esto ante la segunda o tercera persona más poderosa de Francia!
La sonrisa de Talleyrand se disipó. Su rostro en reposo no tenía nada de benigno. Aparecía profunda y terriblemente frío. Repitió:
—M’sieur?
El hombre de la capa negra reaccionó de un modo que en una mujer se habría considerado histérico. Gritó con voz terrible. Su mano volvió al interior de su capa y Harrison de manera instintiva se colocó de un salto ante Valerie. La mano salió con una pistola. Harrison gritó con fiereza. Todavía no se percató de lo que hizo. Pero el pistolón bramó y el arma más pequeña de la mano de Harrison emitió un sonido algo más ligero en la misma fracción de segundo.
Luego la habitación se vio llena de acre humo de pólvora. La figura de la capa negra pareció tambalearse hacia una ventana, como si tratase de saltar por ella y huir. Pero no llegó. Se desplomó inerte al suelo. La vela, después de unos frenéticos saltos y giros de su llama, se serenó y volvió a dar luz. Harrison, atontado por el súbito terror, se dio cuenta de que Carroll se hallaba delante de madame de Céspedes, como él estaba ante Valerie, para protegerla.
— ¡Dios mío! — dijo Pepe con un hilo de voz —. ¡Ah, Dios mío!
Talleyrand habló con una perfecta suavidad:
— ¡Pero deberíamos asegurarnos! M. Cuvier, usted por cierto es imparcial y como naturalista sentirá menos repugnancia. ¿Puede usted ver si las joyas de madame de Céspedes y madame Ybarra han sido recuperadas?
El hombre recio se arrodilló en el suelo. Harrison tragó saliva. Cuvier alzó los ojos.
—Por lo menos un collar — dijo con aire profesional —. ¡Y... ah! ¡Sí! ¡Anillos, brazaletes! ¡Tenía sus ropas llenas de joyas!
Talleyrand dijo inexorable:
—Pero, una pregunta más. Se ha demostrado que era un ladrón y lo ha pagado. M’sieur se hace usted llamar de Bassompierre. ¿Tiene alguna prueba que eso es correcto?
Harrison notó como Valerie se ponía tensa. A él mismo se le volvió a erizar la caballera. Carroll permaneció del todo inmóvil durante un momento, excepto que con una mano se aplicaba un pañuelo a su sien. La sangre manaba donde una bala acababa de rozar el cráneo. Un centímetro a la derecha y estaría muerto. Medio centímetro habría sido grave. Pero ahora sólo había un pequeño y recto surco rojo que dejaba caer hacia su mejilla un reguero del mismo color.
— ¿Puede usted demostrar que es M. de Bassompierre?— repitió Talleyrand educadamente.
Carroll volvió a secarse la sien. Luego dijo con cuidado:
—Llevo viajando algunos años, M. Talleyrand. Tengo los documentos ordinarios pero podrían ser falsos. Y, sin embargo, ya que se han encontrado las joyas de madame de Céspedes, quizás éstas...
Su mano desapareció. Salió con una pequeña bolsita de tela. Desató su boca y vertió sobre la mesa una turbadora colección de piedras talladas. Eran rubíes y zafiros, todos ellos grandes. Ninguno quedaba por debajo de los dos quilates y en su mayoría se acercaban a los cinco.
— ¡Sintéticos! — se dijo Harrison para sí. No se sorprendió cuando un collar de perlas cayó encima del resto de las piedras.
—Están cortadas de una manear extraña — dijo Talleyrand —. Me imagino que al estilo oriental.
Carroll sacó una segunda bolsa. Exhibió su contenido.
—Hay más — dijo —, pero éstas...
—Prueban — afirmó Talleyrand con gran cinismo —, que no puede ser otro que un caballero de alcurnia. ¡Es un gran rasgo de modestia no pretender o afirmar poseer un ducado, M. de Bassompierre!
Luego hubo confusión. Valerie murmuró cálida a Harrison:
— ¡Oh, querido mío! ¡Cuando ese tipo sacó la pistola, tú hiciste de tu cuerpo un escudo protector para mí! Harrison se sintió torpe. Había matado a alguien. Quizás salvado la vida de Carroll, pero todo fue completamente automático. Estaba atontado por la sorpresa de lo que acababa de ocurrir.
—Tengo una escolta — dijo Talleyrand con aire benigno —. M. Cuvier y yo planeábamos cenar aquí y luego continuar hasta París. En una carretera empedrada se puede dormir mientras se viaja. Si se unen a nosotros formaremos un grupo demasiado grande para que los bandidos se atrevan a atacar.
Talleyrand salió hasta la puerta, cojeando ligeramente. Cuvier le siguió. Carroll dijo, con una voz extraña:
— ¡Harrison, no sabía nada de un Túnel del Tiempo! ¡Nada en absoluto! ¿Supone que existe alguno? ¿Qué diablos ha pasado?
Harrison sacudió la cabeza. Luego sus ojos cayeron sobre el rostro de Pepe. Pepe parecía un hombre desesperadamente enfermo. Y Harrison, de pronto, se dio cuenta de cuál era la causa.
Pepe le había confiado que, además de su tatarabuelo Ybarra, en París había tenido otro tatarabuelo que fue de Bassompierre. Y este otro tatarabuelo había sido asesinado sin arreglar las cosas para que Pepe poseyera un simple bisabuelo. Pepe, en apariencia, jamás había nacido y el hecho no tardaría en surgir. Era posible verle desvanecerse al instante.
Casi doscientos años después, algunas semanas, días y horas, y a miles de kilómetros de distancia, millones de personas se daban vagamente cuenta de una especie fugitiva de mareo. Fue ligerísimo. Ninguna de las innumerables personas que lo experimentó, estuvo realmente segura de sentirse en realidad mareada. En cualquier caso, no parecieron existir consecuencias. Ninguna en absoluto. El mundo giró sobre su eje y el sol brilló y la lluvia cayó y todo continuó su marcha... bueno... todo pareció continuar exactamente como de ordinario. Nadie advirtió el menor cambio.
Pero hubieron cambios en la época de Napoleón. M. George Léopold Cretièn Frédéric Dagobert Cuvier, secretario perpetuo del Institut Nationale en las ciencias físicas y naturales, se aseguró de que todas las joyas pertenecientes a madame de Céspedes y a doña Mercedes Ybarra fueran separadas del cadáver de alguien que insolentemente durante años pasó por ser M. de Bassompierre. Antes de que la tarea estuviese completa, el señor don Ignacio Ybarra llegó a la posada a uña de caballo, acompañándole una docena de soldados prestados por el Gobernador Militar de París.
Se sintió infinitamente aliviado y agradecido al descubrir que su cuñada viuda estaba del todo a salvo y de nuevo en posesión de las joyas que eran el tesoro de ella y de su esposa. Admiraba a Carroll y a Harrison, aunque la palidez mortal de Pepe no le atrajo, por sus servicios a su cuñada y a él mismo. Reconoció a Harrison como la persona que fue amable con un pobre diablo comerciante llamado Dubois y que su amabilidad en aquel tiempo le sirvió para asegurarse todo un embarque para su esposa del perfume exclusivo de la Emperatriz. Mencionó que el perfume fue la causa de la detección inmediata del falso de Bassompierre. Se mostró educado, pero con enorme dignidad hacia M. Talleyrand de Périgord que resultaba ser el Gran Chambelán de Francia, pero que naturalmente no habría impresionado al jefe de una gran familia de la colonia española de Méjico.
Cenaron; Carroll con algo de apetito, Harrison con muy poco y Pepe sin ninguno en absoluto. Estaba convencido de que no había nacido jamás, porque su tatarabuelo había muerto ante sus ojos, sin haber engendrado a un bisabuelo que era necesario para la existencia de Pepe. Valerie miraba a Harrison con ojos brillantes por haber interpuesto su cuerpo entre ella y el peligro. Madame de Céspedes comió con compostura y cuidadosa moderación a causa de una ligera gordura que, para una viuda de treinta años y pico, resultaba poco deseable.
M. Talleyrand formuló preguntas. Eran preguntas inquisitivas. Hacia el final de la comida, Carroll le dio el periódico que dejó en la sala iluminada por la vela cuando salió al encuentro de los recién llegados Cuvier y Talleyrand. El periódico era de finales del siglo XX. Resultó que la escolta de caballería no había cenado. M. Talleyrand ordenó un retraso mientras leía el periódico y eran alimentados sus hombres. Colocó seis velas para tener buena luz y estudió el periódico con cuidado y expresión enigmática. Al terminar, se llevó a Carroll aparte para consultar con él.
Por tanto, era ya muy tarde cuando los tres carruajes partieron hacia París, con su escolta aumentada con los soldados que vinieron con Ybarra. Llegarían a París no mucho antes de la salida del sol. Pero en una carretera pavimentada, y el resto de su viaje sería sobre calzada empedrada, se podía dormir.
Valerie viajó con madame de Céspedes y el Señor Don lo hizo con Cuvier y Talleyrand para conversar. Con Don» lo hizo con Cuvier y Talleyrand para conversar. Con abundante escolta exterior, Carroll, Harrison y Pepe subieron y trataron de descansar en el carruaje pesado que oscilaba violentamente al surcar la desigual carretera empedrada. El interior del coche quedaba abismalmente oscuro. Harrison aún se sentía torpe e impresionado. Pepe estaba prácticamente mudo porque consideraba que no debería seguir vivo. Carroll aparecía en parte conturbado y en parte satisfecho.
—De Bassompierre — dijo Carroll ceñudo —, no reconoció palabras que un viajero del tiempo de nuestra era habría conocido con certeza. Así que tengo que revisar mi criterio. No existió un segundo Túnel del Tiempo. Pero la identidad del de Bassompierre que escribió esas cartas que usted leyó, Harrison, sigue todavía en duda. De momento, el nombre me pertenece. Pero Talleyrand es un hombre demasiado agudo para intentar engañarlo. Por eso le mostré el periódico. Sospecha que yo puedo... aunque posiblemente... haberle dicho la verdad. Está resuelto a descubrirlo. Yo podría ser de gran valor para él, si no miento.
La torpeza de Harrison le impidió hacer comentario. Pepe permaneció sin habla. Se agitaba y se movía a compás del carruaje, en la oscuridad. De vez en cuanto se humedecía los labios.
—Quiere estar seguro de que en realidad conozco la historia francesa antes de que suceda — dijo Carroll meditativo —. Me puso una prueba. Napoleón tiene mil doscientas barcazas planas preparadas para desembarcar ciento veinte mil hombres y diez mil jinetes en la costa inglesa. Talleyrand me preguntó cuándo tendrá lugar la invasión. Le he dicho que nunca, porque Napoleón cometerá la estupidez de mostrarse arrogante y enviará una nota insultante a Rusia y Rusia se preparará para declarar la guerra, y no tendrá tiempo de invadir Inglaterra. Nunca tendrá tiempo...
—Pero...
—Históricamente — continuó Carroll —, esos son los hechos. Yo simplemente los he relacionado antes de que se hayan convertido en realidad. Talleyrand probablemente ha imaginado cuáles son las cartas en juego, de todas maneras. Conoce a Napoleón. Pero estaba interesado en lo que yo pudiera decirle. Leyó hasta la última palabra de ese periódico. Es un hombre inteligente el tal Talleyrand.
El carruaje siguió traqueteando, oscilando, avanzando y crujiendo. Si uno estaba lo bastante cansado, le sería posible dormir. ¡Pero habría que estar agotado en exceso! Harrison dijo con tono desvalido:
— ¡No puedo entenderlo! ¡Se suponía que de Bassompierre iba a ser el tatarabuelo de Pepe! ¡Y está muerto! ¡Y Pepe está aquí!
Carroll se incorporó con viveza.
— ¿Qué es eso?
—Es el árbol genealógico de Pepe — contestó Harrison —. Madame de Céspedes es la viuda del hermano de Doña Mercedes Ybarra. Ahí es donde interviene el asunto de la cuñada. El árbol genealógico de Pepe dice que de Bassompierre se casó con ella y tuvieron una hija que se casó con el hijo de Ignacio Ybarra... que todavía no ha nacido... en algún tiempo del año 1820, cuando Ybarra volvió como embajador de Méjico. Esos serán los bisabuelos de Pepe. Pero de Bassompierre ha muerto. Así que no puede casarse con madame de Céspedes. Por tanto, el hijo de Ignacio Ybarra no se puede casar tampoco con su hija, así que él no puede ser el tatarabuelo de Pepe. Por tanto, si el bisabuelo de Pepe no existirá, como es natural, su abuelo no podrá engendrar a su padre y si ninguno de ellos existe nunca, oh, Pepe no habrá podido nacer.
Carroll contestó escéptico:
— ¿Qué es lo que opina usted, Ybarra? ¿Nota que le falta algo desde la pérdida de su tatarabuelo?
—Me siento horrible — contestó Pepe con una voz muy fina —. Aguardo simplemente desvanecerme. No resulta nada placentero.
Había batir de cascos en la empedrada carretera sobre la que el coche marchaba hacia París. Habían tres carruajes en caravana, con una escolta de jinetes pertenecientes al Gran Chambelán, de soldados traídos para ayudar al tatarabuelo de Pepe, que venía a apresar a de Bassompierre y los lacayos con librea que pertenecían a cada uno de los vehículos. El estrépito era muy considerable mientras avanzaban a través de la noche.
Harrison habló de pronto, con voz estupefacta:
— ¡Miren! ¡Nos hemos equivocado con esto! ¡Fíjense en la cosa bajo su nuevo aspecto! Todos nuestros argumentos... la base de lo que hemos tratado de hacer es que se puede cambiar el pasado. Queremos cambiarlo a causa de que las consecuencias de las cosas que antiguamente sucedieron son abrumadoras. ¡Las consecuencias! ¿No lo ven?
Carroll sacudió la cabeza en la oscuridad.
—Estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero no sé adónde quiere ir a parar.
— ¡Oh... oh... si una cosa tiene consecuencias es real! ¡Es actual! ¡No ha sido cambiada de algo que ocurriese a algo que no lo hizo! ¡No ha... dejado de suceder! Es realmente parte del actual pasado y sus consecuencias son en realidad una parte del presente. Pero un acontecimiento que no tiene consecuencias no es un hecho real y no sucede. Eso está claro, ¿verdad?
—Claro — admitió Carroll —, pero no transparente. ¿Qué continúa?
—Mire a Pepe — dijo Harrison casi con estridencia —. Considera que ha perdido un antecesor esencial y que debe desvanecerse en silencio. ¡Pero de no haber poseído un jugo completo de antecesores no habría nacido! Si de Bassompierre fue su tatarabuelo y murió antes de casarse con madame de Céspedes, Pepe no habría tenido un bisabuelo, un abuelo, un padre... no habría sido él mismo. ¡No lo habría sido! ¡Pero ahí le tenemos sentado! ¡Así que debe ser consecuencia de matrimonios, llamémosle acontecimientos, que tuvieron consecuencia! ¡Fueron actuales! ¡Y no dejaron de suceder! ¡Y, por tanto, nada que pudiera haberlo hecho imposible ha debido tener lugar!... ¡Nada como la muerte prematura de su tatarabuelo!
—Admito la lógica — dijo Carroll —. Pero de Bassompierre...
— ¡Pregunte a Cuvier si mataron a de Bassompierre! — exclamó Harrison triunfante —. ¡Pregunte a Talleyrand! ¡Pregunte a Guy-Lussac y a Lagrange y a Champollion! No. A Champollion, no. Ese es un pedante. ¡Pero pregunte a Laplace! ¡Pregunte! ¡Pensarán que está usted loco! ¡Porque usted es de Bassompierre, ahora! ¡Usted puede escribir cartas acerca de la ciencia! ¿Quién sino podría? Tiene usted el principio de una amistad con Talleyrand. ¿Quién sino podría aconsejarle por anticipado, acerca de la historia francesa, para que él siguiera su camino durante el resto de su vida sin una torpeza? ¡No hay ningún otro Túnel del Tiempo! Usted...
Harrison se encontró atropellándose con sus propias palabras. Se detuvo, porque había perdido el aliento en su prisa de decir todo aquello.
Carroll habló sorprendido:
— ¡Bien, que me condene! ¡Quizás está usted en lo cierto! ¡Ybarra! ¡Ybarra! ¿Le gustaría ser mi tataranieto? Pepe contestó con un hilo de voz:
— ¿Qué es esto? ¿Una broma?
Carroll se agitó. Harrison sabía, a pesar de la oscuridad del carruaje, que se estaba pasando la mano por el pelo y que adoptaba aquel gesto familiar propio de su aula en la Universidad de Brevard, a un par de siglos de distancia en el futuro.
—Cuando uno piensa en eso — dijo Carroll pensativo —, le parece perfectamente razonable. ¡Después de todo, estamos en 1804, y ciertamente no me había casado en 1804! ¡Ni en 1803, o 1802, o cualquier año anterior! ¡Así como hoy, en primero de agosto de 1804, no me he casado jamás! Raro, ¿eh? Y si soy el de Bassompierre que escribirá las cartas que usted descubrirá, Harrison, casi un montón de décadas en el futuro, moriré en 1858 a la edad de noventa y uno. Y eso será un siglo y pico antes de que la tía de Valerie venga al mundo. ¡Así que, con toda evidencia, no puedo casarme con ella! — añadió —. Sea como sea, el hecho no me hace llorar de pena.
Harrison dijo, con principio de duda:
— ¡Pero usted se casó con ella, y si usted no se hubiese casado no habría existido «Carroll, Dubois et Cie.», yo no habría conocido a Valerie, no la habría reencontrado y no habríamos vuelto hasta este tiempo! ¡Nada de esto habría sucedido!
—Cierto — asintió Carroll, con una enorme calma —. Pero, Harrison, eso tampoco tiene fundamento racional. Estamos en 1804 y usted nació por lo menos siglo y medio en el futuro. ¡Si se queda aquí morirá de viejo unas cuantas décadas antes de que haya nacido! ¿Qué piensa hacer acerca de eso?
El estrépito de los cascos de los caballos al exterior quedó de pronto apagado, como si trotasen sobre tierra arrastrada por las lluvias y depositada sobre la empedrada carretera. Carroll dijo reflexivo:
—De cualquier forma, ella parece poseer buen carácter... — se agitó. Luego cambió de tono —. Sépalo usted. Ybarra no fue nunca un buen estudiante en Brevard. Pero no le suspendí. Quizás de manera inconsciente, experimentaba el favoritismo propio de un tatarabuelo, ¿eh?
CAPÍTULO 11
A Harrison no le gustaba París. A Pepe le gustó menos. A Valerie no le gustó ni pizca. Habían malos olores. Habían sorprendentes diferencias en el estado social que había sido destruido en teoría por la revolución de 1790, pero que ahora fue restablecido por el emperador Napoleón. Era emperador de los franceses y no tardaría en ser coronado por el Papa. Esas cosas ofendían a Valerie. Y habían otras más.
Se alojaban, los cuatro, en el mismo edificio en que Ignacio Ybarra y su esposa vivían con notable grandeza. A aquella casa llegó un día un coche trayendo una chica morena con expresión de tristeza habitual. Era la chica que habían visto en la casa de postas, en el patio, cuando Albert robó trajes de mujer del portaequipajes del vehículo. Era una pariente huérfana de la familia Ybarra. El tatarabuelo de Pepe, que contaba en la actualidad un año menos que Pepe, generosamente la proveyó de una dote y la preparó en matrimonio. Había enviado a de Bassompierre para traerla a París, debidamente acompañada por madame de Céspedes, ahora se presentó para ofrecer sus respetos. Su expresión de tristeza resultaba impresionante. A Valerie no le gustaba aquella época. Pepe exploraba la ciudad inquieto. Carroll pasaba la mayor parte del tiempo con Talleyrand.
Llevaban en París dos semanas y Harrison estaba a punto de efectuar investigaciones urgentes para adquirir una hacienda en que Valerie y él pudiesen retirarse después de su matrimonio, cuando Carroll acudió animoso. Extendió uno de los periódicos del siglo XX, ahora arrugado y comenzando a amarillear. Parecía haber fascinado a Talleyrand. Leyó incluso una y otra vez los anuncios y cínicamente decidió que prefería el período en que naciera.
— ¡Harrison! ¡Mire esto!
Harrison leyó donde señalaba Carroll. Había comprado el periódico en el París del siglo XX, cuando regresaron a por Valerie antes de que cayesen las bombas. Era un apenado editorial hablando de la tragedia que representaba para Francia que uno de sus hijos, un renegado de renegados, hubiese proporcionado la bomba atómica a China. Por desgracia, era un científico nuclear francés, el que primero desertó a Rusia y luego, insatisfecho por la política reaccionaria de esa nación, volvió a desertar yéndose a China. El editorial daba su nombre. Se llamaba de Bassompierre.
—Talleyrand lo destacó — dijo Carroll —, y yo me fijé y deduje que este de Bassompierre podría ser mi tataranieto, pero que más probablemente sería el tataranieto del hombre que había estado suplantándome. Talleyrand se mostró muy cínico, pero con educación aceptó mi afirmación. ¿No comprende?
Harrison experimentó lo que podría llamarse un cierto alivio.
—Quizás es verdad... y, si es así, me alegro mucho. Pero...
—El periódico es un noble invento — dijo Carroll —. Ilumina, informa y, a veces, resuelve problemas. Yo tengo dos problemas, Harrison. Uno es que el tatarabuelo de Ybarra ha insinuado que consideraría con agrado un matrimonio entre madame de Céspedes y yo. Ella posee una dote moderada y con mi riqueza en rubíes y zafiros la unión sería perfecta. También parece que es una mujer amable.
Harrison dijo inquieto:
—Quizá no esté mal la cosa...
—Pero — continuó Carroll —, está Valerie. Sospecho que me considerará un bígamo. Lo que constituye mi segundo problema. Nuestro Túnel del Tiempo quedó destruido. Pero me gustaría saber si al causar la muerte de ese de Bassompierre, que robó joyas y perfumes, le hemos impedido tener un tataranieto renegado que huyese a Rusia y luego a China con un práctico conocimiento de cómo fabricar las bombas atómicas. Si impedimos que existiera y, por tanto, evitamos la guerra atómica, me daría por satisfecho. Pero sin un Túnel del Tiempo a nuestra propia era no hay manera de estar seguro. Me gustaría, Harrison, saber si he ayudado a evitar el exterminio de la raza humana.
—Pero no hay modo de construir un Túnel del Tiempo...
—A menos que conozcas un metal — dijo Carroll —, que no haya sido conturbado desde que se solidificó, luego de estar fundido. Pero por eso alabo a la prensa.
Volvió hasta la primera página del periódico. Colocó el dedo bajo el relato de la conflagración que había destruido la casa de madera más antigua de París. Aquella mansión antiquísima en la Rue Colbert que perteneció a Julie d'Arnaud, la amante de Carlos VII, en épocas pasadas. Aún seguía cubierta por el grueso tejado de plomo originalmente colocado sobre ella. El techo se había fundido, claro, a causa del fuego.
—Yo vi las ruinas — dijo Harrison —. Cuando iba hacia la tienda para tratar de convencer a Valerie... — Se detuvo —. Vi lo que parecía como una escarcha de hielo, sólo que era plomo del techo fundido, congelado y solidificado mientras goteaba. ¿Quiere usted decir...?
—Talleyrand — afirmó Carroll —, está de acuerdo que sería interesante descubrirlo. Pueden haber charcos de plomo solidificados entre las ruinas. Ha accedido a prestarme la casa, que todavía no se ha quemado aquí. Yo prepararé los necesarios aparatos técnicos. ¡Perfectamente sencillo!
Harrison dijo con añoranza:
— ¡Si al menos todo fuese bien y hubiese quedado cancelada la guerra! ¡A Valerie le gustaría muchísimo marcharse de aquí!
—Lo mismo que a Ybarra — dijo Carroll con benevolencia —. Yo no tengo motivos para marcharme y sí abrumantes para quedarme. Por un detalle, he de escribir unas cuantas cartas durante los próximos años Y por una razón que afecta a Ybarra — añadió incómodo —. ¡Maldición, si he de ser el tatarabuelo de Ybarra, me parece lógico llamarle por su nombre de pila! ¡Pero no me decido! ¡De todas maneras, creo que puedo fabricar un nuevo Túnel del Tiempo! Si no hubiese habido guerra, mejor. Y si ha terminado la amenaza bélica, Valerie, usted e Ybarra pueden volver a su propio tiempo, que ya no será el mío.
— ¿Le puedo ayudar en algo?— preguntó Harrison febril.
CAPÍTULO 12
La casa estaba vacía e incluso a principios del siglo XIX olía a antigua y mohosa. Harrison, Valerie y Pepe viajaron hasta ella en el carruaje de Carroll. Carroll había preparado la parte técnica de la realización. Era enojosamente sencilla, pero Harrison no pudo sacar nada en claro del circuito. Talleyrand, sonriendo inescrutable, lo contemplaba todo.
—Creo que está bien hasta el último detalle — dijo Carroll —. Nada parece haberle sucedido a París, pero es de día. He aguardado a que oscurezca, cuando alguien pueda surgir desde la nada con una posibilidad de no ser visto. Cámbiese de ropas, Harrison, y podrá efectuar un viaje para comprar un periódico. Si todo va bien... tendremos preparadas las ropas de Valerie. Y... ejem... las de mi futuro tataranieto.
Ocurría que el Túnel del Tiempo existió en un lugar estrechamente correspondiente al umbral de la antigua casa. Harrison cruzó. Mareo. Un espasmo de náuseas. Luego, percibió el olor de vigas de madera carbonizadas, de humedad y de cenizas. Oyó pasar los taxis. Oyó los sonidos del París moderno. Era de noche. Había un quiosco de periódicos no muy lejos. Fue hasta él y compró varios diarios. Estudió los titulares a la luz de una farola. Volvió presuroso a la cerrada ruina de la antigua, antiquísima casa de vigas de madera.
—Sucedió — dijo exultante, de regreso al Primer Imperio —. ¡Los titulares hablan de un escándalo en Bolonia de un monte pietà! ¡Ha habido un debate en la Cámara de Diputados sobre cierto nombramiento político! ¡Hubo una explosión en una mina de carbón del Ruhr! ¡No hay nada de China! ¡Nada de Formosa! ¡Nada sobre la guerra atómica! ¡Por lo menos no en las primeras páginas! ¡Lo logramos!
Así, muy en breve, tres figuras con perfecto atuendo del siglo XX emergieron, sin llamar la atención, de las calcinadas ruinas y cenizas de una antiquísima residencia que perteneció a la amante de un rey olvidado. Inmediatamente después se oyó un peculiar sonido musical, como el pulsar de un arpa gigante una de cuyas cuerdas hubiese vibrado y se le permitiera continuar la vibración hasta que muriera de manera natural.
* * *
El sol brillaba complacido sobre Formosa. La gente marchaba sin prisa a través de las atestadas calles de sus ciudades. Habían barcos en sus puertos, unos cargando mercancías con languidez, o descargándolas, o anclados. Nadie pensaba en matar a las demás personas excepto por motivos puramente personales. No había prisa. No había tumulto. No había guerra ni rumor de ella. Era un lugar vulgar y plácido y tranquilo, una imagen como, digamos, la del gran tramo de escaleras que se alza ante la entrada principal del Louvre. Por encima y sobre aquellos peldaños, las palomas revoloteaban. En la amplia calle anterior los taxis iban y venían y, en las aceras, los niños caminaban tranquilos junto a sus mayores. Harrison se hallaba en estos escalones. Y Valerie le acompañaba y habían venido a ver un cuadro que Pepe les pidió que vieran. Pepe parecía embarazado, en cierto modo, por el asunto.
Entraron en el espléndido edificio. Consultaron el memorándum que Pepe les diera. Consultaron a un vigilante, que les indicó la dirección. Caminaron vagamente por los vastos pasillos. Al poco, encontraron lo que buscaban.
Era un retrato pintado por Antoine Jean Gros, aunque no de su mejor periodo. Resultaba algo posterior. Se pintó en 1830, cuando Gros estaba ya en decadencia, pero era todavía una satisfactoria obra de arte. Lo miraron con fijeza y Valerie se apretó un poquito más contra Harrison. El retrato les devolvió la mirada. Con cierto humor.
— ¡Es... es él! — exclamó Valerie sin aliento.
Harrison asintió. Leyó la placa dorada. Decía: «Retrato de M. de Bassompierre, Alquimista». Había otra fecha, pero Harrison no la necesitaba. El retrato era de Carroll. Se le veía mayor que cuando le dejaron, hacía unos cuantos días. ¡Naturalmente! Llevaba sobre su bata de alquimista un cordón y la insignia de una de las condecoraciones borbónicas más altas. Tras él, como fondo, habían varios símbolos enigmáticos y retazos de aparatos de alquimia. Y había un dibujo destacado que no pertenecía al cuadro pintado en 1830. Era el símbolo perfectamente moderno del átomo de cualquier cuerpo, pero que no correspondía a la era. Sin embargo, sí que debía estar en un cuadro de Carroll, si él lo hizo pintar expresamente para indicar a alguien en el remoto futuro que había logrado desenvolverse a la perfección.
No hicieron ningún comentario. Miraron y miraron, y luego se fueron en silencio. Mientras bajaban por la amplia escalinata hacia la calle, otra vez, Harrison dijo:
—Lo arregló perfectamente bien. De Bassompierre no. tuvo un hijo, cosa que habría ocurrido a no ser por nuestra aparición en escena; pero Carroll, casándose, como lo hizo, con madame de Céspedes, tuvo una hija, así que no existió un renegado que proporcionase a China la bomba. Así que Carroll escribió esas cartas que Cuvier, Ampère y Lagrange y los demás recibieron. Si no las hubiera escrito, podrían haber sucedido otros cambios. Al no tener nuestro presente de Bassompierre ningún hijo, no hacían falta otros cambios.
Se sentía ligeramente mareado. Se detuvo. Era un mareo notable. No era fácil describirlo. Sin embargo, Valerie volvió a apretarse contra su cuerpo y durante un instante pareció que todo el mundo se enturbiaba un poquito. Los edificios se confundieron y volvieron a clarificarse, pero no exactamente como habían estado. Los taxis eran más largos y bajos. Los ruidos de la ciudad se convirtieron en confusos y tornaron a despejarse. Harrison parpadeó.
Un cañón estalló en algún lugar y el zumbido de innumerables naves, tipo platillo volante, por los cielos pareció llegarles de un modo particular, como los pitidos de una flauta. El cañón volvió a detonar. ¡Claro! Los cañones disparaban una salva al recién nacido hijo y heredero de Napoleón V, que vino al mundo esta mañana y que era ya rey de Roma.
Harrison observó los coches terrestres, flotando rápidamente por las calles de París. No sobre ruedas, como los carruajes de la antigüedad, sino soportados por columnas de aire a presión. Los trajes eran también familiares; hombres que llevaban pieles y mujeres con tejidos modernos, brillantes y prácticos de textura metálica.
— ¡Nada ha cambiado! — dijo Harrison satisfecho — ¡Nada!
El y Valerie continuaron bajando la escalera. A mitad de camino hubo otra vez la sensación de mareo. Fue muy ligera y el enturbiado de todos los contornos y su resolidificación se produjo con tanta tranquilidad y rapidez que se le podía ignorar. Un taxi con neumáticos muy gastados se detuvo ante el bordillo en respuesta al gesto de Harrison. Ayudó a Valerie a subir. Se sentía ligeramente atontado; sólo ligeramente. Pero entonces recordó qué es lo que le había mareado.
—Sí — dijo Harrison —. Nada ha cambiado en absoluto. Ya no hay amenaza de inmediata guerra atómica.
Tenía toda la razón. Nada había cambiado. Nadie lo advertiría. Era imposible. Parque París formaba parte del cosmos y el cosmos fue creado para que la gente viviese en él. Y puesto que sucede que los humanos siempre tratarán angustiosamente de destruirse a sí mismos, deben haber mecanismos de seguridad incorporados al esquema de las cosas. Así que entran en operación cada vez que las guerras atómicas se convierten en realmente inevitables, por ejemplo. Podían aparecer como Túneles del Tiempo, o como alguien que volviese atrás en las épocas pretéritas y accidentalmente matase a sus antepasados, o... o...
Pero podría ser cualquier cosa. Por ejemplo, un hombre no necesita matar a su propio abuelo. Si alguien más, aunque fuese accidental, mataba a otra persona que era antepasado de una tercera y esto ocurría antes de que el tal bisabuelo fuese padre, evidentemente su bisabuelo no podría existir para llevar el nombre de la familia, ni su padre, ni él mismo. Y un científico nuclear radical jamás nacería para huir a Rusia y después a China. Alguien distante nacería en su lugar. Por ejemplo, Pepe.
Era perfectamente sencillo. La China continental no tenía bomba atómica. Jamás la tuvo. Nunca dispararon ni siquiera la de escasos megatones. Ciertamente, menos las de cincuenta megatones para arriba. No habían hecho estallar ninguna bomba atómica en absoluto. Así que jamás fueron una amenaza para Formosa ni para el resto del mundo, y, por tanto, no existió ningún Túnel del Tiempo y, por consiguiente, tampoco existió «Carroll, Dubois et Cie.», y...
Harrison apartó esas cosas de su mente. Sólo servían para confundirle. Eran inútiles.
— ¡Nada ha cambiado! — dijo Harrison con serenidad perruna —. ¡Los hechos son hechos! ¡Y si son imposibles, siguen siendo hechos!
Era verdad. Harrison se mostraba satisfecho de que fuese cierto.
El y su esposa regresaron al hotel.
FIN