Publicado en
mayo 16, 2010
© 2000 by José María Bravo Lineros. Publicado en Sangre y Acero 5 en 2001.
Pesadas y obscuras, las nubes se congregaban en el cielo como temibles huestes aprestándose para la batalla. Un relámpago resplandeció de súbito, apuñalando las densas tinieblas; tras una breve pausa, se oyó el poderoso restallar del trueno. Meciéndose en las aguas negras y brillantes, las naves atracadas en el puerto se balanceaban ebrias entre el quejido de sus jarcias y arboladuras.
–¡Grumete! ¡Cierra esa condenada ventana! Entra un frío de mil demonios.
Quien había hablado, un hombre de voz profunda, perspicaces ojos castaños y ajadas ropas de cuero, en cuya negra y crespa melena comenzaban a vislumbrarse las canas, golpeó la mesa con su fuerte puño. Uno de los dos contertulios, sentados como él en torno a una mesa obscura de roble, sonrió con malicia.
El muchacho refunfuñó en voz baja y obedeció, cerrando las contraventanas de la taberna con un gesto brusco. Era alto y delgado, de cabello rubio obscuro y ojos grises. Los rasgos aún suaves y barbilampiños delataban su juventud, pero en ellos se intuía la promesa de un carácter fuerte y decidido. Dejándose caer en su asiento, tomó su pichel y se sirvió de la jarra que presidía la mesa.
–¿Qué tenía el paisaje que fuera tan fascinante? –le preguntó con sorna el hombre de pelo negro–. ¿O es la primera vez que abres los ojos en una tormenta?
El muchacho se rascó el mentón, incómodo.
–No era nada, capitán. Sólo miraba el puerto. La tormenta tiene visos de durar aún varios días.
–Y tanto –terció el que estaba a la derecha del capitán, huesudo, de rasgos rapaces y tez obscura, en cuyos desnudos brazos se apreciaban profundas cicatrices–. El dios Neym debe estar furioso –sentenció, sin ánimo de chanza, con un peculiar e impetuoso acento.
–¡Bah, Malak! No digas tonterías. Siempre estás igual –dijo quien estaba a su lado, de pelo corto y pajizo, cuerpo robusto y rostro peludo y pecoso.
Malak le miró de soslayo y farfulló algo en una extraña lengua. Ignorándole, el otro prosiguió:
–Capitán, ¿cuándo crees que podremos dejar Tar-Ib-Zar? Por los huesos de mi padre que bien nos ha venido esta temporada en secano, disfrutando de lo bueno, pero ya echo de menos el mar.
El capitán sonrió, asintiendo con aire distraído mientras se atusaba su obscura barba.
–No podría decírtelo, Sorel. El Pigargo ya está carenado y las provisiones están listas para subirlas a bordo. En un día podríamos zarpar, pero si el viento sigue viniendo del Suroeste nos costará ponernos en franquía –hizo una pausa para beber de su jarro y golpeó después la mesa con la palma abierta–. Eh, Jenl, ¡despierta, muchacho!
El grumete parpadeó, aturdido, mirando con fiereza los ojos de su capitán. Éste asintió para sus adentros: el muchacho tenía temple, sin duda. Si vivía lo suficiente para aprender, sería un hombre de mar excelente. Bien extraño resultaba que el segundón de un burgués de Zaikaman anduviera con ellos, vulgares corsarios, alentado por el hastío de su vida muelle y el afán de aventuras.
–Estás todo el día en las nubes –añadió–. ¿Qué demonios te trae tan pensativo?
La mirada de Jenl perdió su fulgor mientras balbucía una disculpa. Sorel comenzó a reír al ver el embarazo del grumete, el cual apretó los labios, molesto.
–¿Se puede saber de qué diantre te ríes, Sorel? Suéltalo de una vez.
–Bueno, capitán... creo que nuestro grumete está a punto de casarse –Sorel le dio un codazo a Jenl, el cual le apartó a un lado, hosco.
–Vaya, vaya, Jenl... qué callado te lo tenías, bribonzuelo... –contestó el capitán–. ¿Y quién es la afortunada?
–Capitán –respondió el grumete con aire ceñudo–, creo que ese tipo de asuntos no deben comentarse en la mesa de una taberna.
–Hombre, no te pongas así..., no lo cuentes si no quieres.
Jenl miró con sincero interés el fondo de su pichel, ruborizado.
–Siento ser tan brusco. En fin, de todos modos, este ymalrnio lenguaraz lo hubiera soltado tarde o temprano –añadió, clavándole una mirada torva a Sorel, que le guiñó un ojo y volvió a reír, aunque al ver el gesto de su capitán calló en el acto–. Mi padre concertó mi matrimonio con la hija de un amigo suyo, un armador de los muelles de Tar-Ib-Zar con el que mantiene excelentes relaciones mercantiles. Su hija, mi prometida, Ylna... es bastante guapa, aunque para mi gusto demasiado presuntuosa... –Jenl resopló, mostrando una mueca de hastío–. La boda se había concertado para cuando cumpliera los diecisiete años; Ylna cuenta con una buena dote y su padre me ha ofrecido un cargo en su negocio. Pero todo eso se decidió antes de que contraviniera los deseos de mi padre enrolándome en vuestro bergantín, capitán. Y ahora... no sé qué hacer.
–Comprendo –dijo el capitán–. La disyuntiva es difícil, muchacho. O una rica heredera y una vida próspera pero aburrida como burgués, o la aventura y la libertad, aunque también la amenaza de una muerte indigna en algún patíbulo. En fin, nada podré reprocharte si te decides por lo primero.
–Si sigues a bordo, no vuelvas a dejarte liar por las mujeres –añadió Sorel, zumbón–. Solázate con putas y aléjate de cualquier hembra a la que no tengas que pagarle por pasar una noche de placer: sin duda, tarde o temprano, acabará cobrándote su parte con creces.
–Eso lo dices porque nunca has fornicado de balde –le dijo Malak, vengativo.
Jenl rió de buena gana, desquitándose por las burlas del ymarlnio, el cual frunció el ceño y rezongó entre dientes. El capitán, entretanto, había sacado de su faltriquera una pipa de hueso y cargaba su cazoleta de nafar. Sacó un tizón de una pequeña caja y la encendió, exhalando pensativo el humo azulado. Le dio una palmada en el hombro a Jenl y sonrió sin asomo de burla.
–Grumete, este ymarlnio soez lo ha dicho claro... un hombre de mar no está hecho para el matrimonio. La mar es una amante acaparadora y veleidosa, muchas veces cruel e injusta, pero deja una huella imborrable en el corazón de un hombre. Precisamente, tu historia me ha recordado algo muy extraño que me sucedió hace muchos años, y que yo mismo pongo en duda.
Sorel bufó, resignado.
–Oh, no... ya estamos otra vez. Espero que ésta no nos las hayas largado antes. ¿De qué se trata en esta ocasión? ¿Un lance amoroso? ¿Alguna absurda historia de las que nos endilgas para distraernos mientras jugamos a los naipes?
–No, ésta será la primera vez que os la cuente. Así que calla y atiende; es una orden.
Entre refunfuños, el ymarlnio torció el gesto y bebió de su jarro. El capitán del Pigargo le dedicó una mirada breve y severa, carraspeó para aclararse la voz y comenzó así su relato:
"Debía tener dieciocho o diecinueve años por aquel entonces. Me desperté con un tremendo dolor de cabeza en el sollado de un barco, tras una noche de juerga en los prostíbulos del puerto de Avleun de la cual mi único recuerdo era un tatuaje de Neym en mi brazo derecho. Alguien me obligó a levantarme dándome de puntapiés y me señaló una hamaca en la que dormí el resto de la borrachera hasta mi primera guardia. Al menos no me desperté encadenado a un banco de boga como un miserable galeote, oliendo a sudor rancio, orines y heces y comido de piojos y chinches.
Luego me enteré de que me había enrolado en la dotación del Céfiro, un buque de guerra helktornés que formaba parte de una comitiva de escolta para cuatro naves mercantes cargadas de jade, ébano, coral y especias con destino a Zaikaman. Por aquel tiempo, las hostilidades entre el Imperio Helktornés y el reino de Ghathar se habían recrudecido de nuevo. Numerosas naves de ambas naciones hacían el corso y ningún mercader echaba a la mar sus buques sin escolta. No en vano, tres años más tarde se libró la Batalla de las Quijadas, en la que participé en el bando contrario como corsario. Pero ésa es otra historia...
La comitiva de escolta estaba formada por tres buques de guerra aparejados con velas cuadras rojas y negras, en cuyo paño ondeaba el Leviatán Negro, blasón del Imperio Helktornés; dos de ellas eran bergantines ligeros y maniobrables, y la tercera, el Céfiro, la nave capitana del convoy, era un magnífico bajel de tres palos y noventa hombres de dotación. Aquel iba a ser el primer viaje del Céfiro y, siguiendo la costumbre de aquella tierra, calafatearon sus juntas y ungieron sus cuadernas con la sangre de un esclavo sacrificado a Neym, para propiciarle a la nave el beneplácito de El Señor de las Profundidades.
El capitán del Céfiro era Tadnoor Rahayd. Se rumoreaba que era un hijo bastardo de Elym Sepharn, por entonces el oligarca de Avleun, nacido de una esclava extranjera de la cual Elym se había encaprichado. En todo caso, el oligarca había auspiciado su admisión en la Armada Imperial. Aunque Tadnoor llegó a ser capitán por méritos propios, siempre se sospechaba que Elym le había ayudado a ascender en el escalafón. La tripulación, según me enteré al poco del comienzo del viaje, tenía de él algún que otro recelo por dicha causa.
Tadnoor era muy apuesto. Alto, enjuto y ancho de hombros, traía de cabeza a las jóvenes damas de los oligarcas y a sus no tan jóvenes madres. Quién sabe; quizá le habían adjudicado el rango de capitán de la Armada para alejarle de la Corte y propiciar una honrosa y conveniente muerte en combate, o las suficientes cicatrices para afearle.
El tiempo estuvo calmado durante la primera semana de viaje, en la que debimos cubrir unas ciento cincuenta leguas. Sin embargo, al octavo día, una fuerte tormenta comenzó a barruntarse en el horizonte.
Tadnoor Rahayd no ahorró cuidados. Aferró las velas y se preparó para lo peor. Cuando se abatió la tormenta, Tadnoor disipó las dudas que había albergado la dotación del Céfiro. Un petimetre de la corte habría huido a su camarote mientras echaba las entrañas, pero él aguantó el tipo, dirigiendo con su bien templada voz a la tripulación. La tremenda furia de la tormenta nos azotó durante tres días; los fuertes aguaceros apenas nos permitían discernir algo a más de tres brazas de nosotros. Una enorme ola arrastró a tres hombres; un cuarto murió al romperse la burda del trinquete y fustigarle el rostro: el cabo le hizo trizas la cara, quebrándole el cuello como si fuera una rama seca.
Al cuarto día amainó la tormenta. El neblinoso amanecer nos encontró empapados y exhaustos, con el bramido del viento aún resonando en nuestros oídos. Tadnoor, a pesar de tambalearse por el cansancio, empezó a organizar a la tripulación y envió a varios de nosotros a revisar los daños. Había entrado un paso de agua por las juntas de las cuadernas y una pequeña brecha en uno de los baos, además de haberse roto varios obenques del palo mayor. El maestro carpintero y sus ayudantes comenzaron a reparar el destrozo y el resto de la tripulación se ocupó de cambiar los cabos rotos de la jarcia firme y achicar el agua de la sentina.
A mediodía, el calor del Sol disipó la niebla. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que estábamos solos. Tadnoor palideció. Desde las cofas, ninguno de los vigías avizoraba rastro alguno de las otras naves del convoy. Según los cálculos de Selaj, el navegante del Céfiro, la tormenta nos había arrastrado más de cien leguas al Suroeste, separándonos de los demás navíos del convoy, si es que éstos no se encontraban ya en el fondo del mar.
Tadnoor se mordía los puños de rabia e impotencia, maldiciendo nuestra mala fortuna. Azuzó a la tripulación hasta bien entrada la noche, ordenando cambiar el velacho del trinquete, rasgado durante la tormenta. Agotados, vacilábamos a punto de desmayarnos. El propio Tadnoor sufrió un vahído y le faltó poco para derrumbarse: no tuvo más remedio que seguir los consejos de su primer oficial, dándonos al fin permiso para descansar. Respiramos llenos de alivio y nos tendimos como muertos en las hamacas, cayendo en un pesado sueño de inmediato.
Aunque nunca antes debía necesitar tanto el sueño me desperté en mitad de la noche, sudoroso y desazonado, con la boca reseca como si me hubiese tragado la mitad del mar de Sentern. Decidí subir a la cubierta a pasear y, una vez saciada mi sed, le ofrecí el relevo al hombre que estaba de guardia, el cual me entregó gustoso el farol. Llené mi pipa y me recosté en el cabillero, perdiendo la mirada en el horizonte. Una vivificante brisa arrancaba débiles cabrilleos a las aguas, hendidas por el tajamar. Respiré el aire puro que sucede a las tormentas, aliviado de mi desazón, y fumé mi pipa en silencio.
Poco después me percaté de la luz que ascendía hacia el castillo de proa. Una sombría figura se recortaba contra el rojizo resplandor del faro, deteniéndose luego junto a la baranda.
Intrigado por saber quién era mi compañero de insomnio, me acerqué por estribor con cautela. Pronto reconocí la altiva silueta de Tadnoor escudriñando el horizonte, tan quieta como el mascarón de proa. Tal vez meditaba el rumbo a seguir, maldiciendo aquel contratiempo. Decidí no molestarle –gastaba un genio terrible– y regresé al cabillero. Avivé la llama del farol, cargué de nuevo mi pipa y volví a otear en la distancia.
Lo que divisé me dejó paralizado. A estribor, a unas veinte brazas del Céfiro, descubrí la cabeza y hombros de una mujer que flotaba en el mar. Sus facciones tenían una hermosura terrible, orladas por su obscura melena; su esbelto cuerpo, desnudo y blanco, se mantenía a flote sin esfuerzo. Absorto, permanecí mudo, mirándola sin parpadear siquiera. Tras un largo rato, seguí con mis ojos la dirección de su mirada.
La mujer contemplaba a Tadnoor con aire de embeleso; sus labios finos y lívidos se extendían en una sonrisa arrebatadora. Tomé aliento y me atreví a llamar su atención, reuniendo todo el valor que pude. No recuerdo qué le dije... ¿qué podía haber dicho con algo de sentido en aquella situación? Ella escuchó mis balbuceos y volvió la cabeza hacia mí, asustada. Luego, el sobresalto se esfumó de su rostro y me dirigió una mueca pícara, zambulléndose en las profundidades. Tan rápido se desvaneció de mi vista que creí haber sufrido una alucinación..."
–¡Una nereida! –dijo de pronto Malak, con un apasionado brillo en sus obscuros ojos–. Las leyendas cuentan que son las concubinas de El Señor de las Profundidades. Cuando su señor duerme se divierten haciendo naufragar a los barcos con sus cánticos, para apoderarse después sus tesoros y esclavizar a los ahogados.
El capitán se encogió de hombros y aprovechó para servirse más cerveza, mientras Sorel bufaba con aire escéptico y volvía los ojos al techo. Nada más llenar su jarro y darle dos largos tragos, el capitán continuó su relato:
"El amanecer me sorprendió sumido en sombríos pensamientos. Apagué el farol y los fanales de popa y volví a mi hamaca, caviloso. Sin embargo, cuando desperté al mediodía ya había olvidado casi por completo aquel incidente. El trabajo con la jarcia y los últimos repasos a la estiba de la bodega me hicieron desestimar aquellos recuerdos, producto sin duda de la falta de sueño y el agotamiento.
El tiempo seguía presentándose encapotado y con muy poco viento. Los hombres del Céfiro, yo mismo entre ellos, mascullábamos reniegos, inquietos, pues aquella calma no era natural. Tadnoor paseaba por la cubierta ceñudo y ojeroso, mesándose el cabello de pura impotencia; cualquier esperanza de encontrar al convoy era demasiado difusa ya.
Al tercer día sin apenas una ligera brisa con que alimentar las velas, un rumor fue la comidilla de la tripulación. Durante una de las guardias, Ivnar, un veterano, afirmaba haber oído hablar en sueños al capitán, mascullando algo ininteligible y debatiéndose como agitado por las fiebres. Aseguró también haber oído una remota y sibilante melodía susurrada por una voz de mujer. Los hombres cruzaron los dedos, pues aquello era presagio de desgracias.
El contramaestre disolvió pronto la reunión con el gato de nueve colas, enviándonos a nuestros puestos, temeroso de un motín. Mas no pudo evitar que se hablara del tema, pues la noche siguiente ocurrió algo bastante extraño. El hombre de guardia, inquieto, había despertado al primer oficial. Éste llamó a cinco de sus hombres de confianza en la dotación, yo entre ellos, y subimos todos hasta la cubierta. El guardia señaló una figura a unos diez pasos de nosotros.
–¡Es el capitán! –nos dijo en voz baja–. Anda en sueños.
El primer oficial respiró hondo y nos ordenó seguirle. Nos acercamos a Tadnoor, que caminaba como borracho, vestido con una simple túnica de estameña. Avanzaba hacia el coronamiento con la mirada perdida en la distancia y su cuerpo tambaleándose al andar. En la toldilla, la puerta de su camarote se veía entreabierta. Le observamos en silencio por miedo a sobresaltarle, hasta que el primer oficial carraspeó, indeciso, y por fin se decidió a llamarle.
Tadnoor no hizo caso a su llamada. Antes de que estuviera a tres varas del coronamiento el primer oficial nos hizo una seña y fuimos tras él, sujetándole antes de que se abalanzase al mar. No se resistió, ni tan siquiera pareció notar cómo le agarrábamos. Ayudado por dos hombres, el primer oficial llevó a Tadnoor a su camarote. Los demás nos quedamos entretanto solos en la cubierta, mirándonos azarados los unos a los otros. Un presentimiento me hizo acercarme por donde Tadnoor había intentado arrojarse. La mar estaba tranquila y obscura; apenas corría algo de brisa. El primer oficial regresó junto a sus dos ayudantes y nos advirtió que mantuviésemos el asunto en secreto o nos las veríamos con el gato. Asentimos y bajamos cabizbajos al sollado, tendiéndonos de nuevo en nuestras hamacas.
Tras aquel incidente, el primer oficial dispuso a un hombre de confianza para que vigilase la puerta del camarote de Tadnoor, al cual veíamos cada vez más ojeroso y enfurruñado. Los hombres comentaban entre murmullos lo extraño de aquella medida, augurando un desenlace trágico. Una mañana, mientras descansábamos en la cubierta, maldiciendo aquella calma, volvimos a rumiar nuestras sospechas y temores sobre los acontecimientos. Muchos creían que el Céfiro estaba maldito, o, tal vez, era Tadnoor el que había incurrido en la ira de algún dios del mar. Aún más: aquella misma tarde, mientras laboreábamos las velas, pues había comenzado a soplar una ligera racha de viento del Oeste, Ivnar nos contó una conversación entre el primer oficial y el contramaestre en la que comentaban que Tadnoor había vuelto a deambular en sueños, atormentado por extrañas pesadillas. Aquello ensombreció aún más nuestros ánimos; quizá Tadnoor estaba en verdad maldito por los Hados.
Esa noche me tocó la guardia nocturna e Ivnar, el cual decía no dormir nunca desde que una maza estuvo a punto de abrirle la sesera, decidió acompañarme, compartiendo conmigo un odre de licor que le había escamoteado al cocinero. El ron nos alegró el espíritu, haciéndonos más llevadera la guardia. La noche era de las más obscuras que recuerdo; apenas podíamos ver a dos codos de nuestras narices, pese al resplandor del farol y los fanales de popa.
Ignoro quién lo oyó antes, ya que aquel lobo de mar tenía un oído agudo donde los hubiera aún a sus años. Era una especie de chirrido cadencioso, como si algo arañase el costado de la nave. Luego escuchamos un chapoteo y el gotear del agua, y de nuevo sonó el ludir a babor. Ivnar y yo nos miramos en silencio. Cogió el farol y me hizo una seña. Asintiendo, le seguí de cerca, con el corazón en vilo.
Nos detuvimos a escuchar cerca del trinquete. Aunque débil, el chirriar persistía. Ivnar subió la llama del farol y se lo pasó a la mano izquierda, levantándolo para alumbrar a nuestro alrededor; con su otra mano tomó su hacha. Imitándole, desenvainé mi sable.
El chirrido cesó. Oímos el agua goteando contra la cubierta, y unos pasos lentos y blandos yendo hacia popa. Ivnar balanceó el farol, ahuyentando la obscuridad. Las sombras danzaban al compás de la luz, tal que bestias al acecho.
Llegamos hasta el palo mayor. Ya no se oía el rumor de pasos; de repente, sacudí el hombro de Ivnar, el cual se sobresaltó, ahogando un terno. Le señalé la cubierta. Había descubierto unos charcos de agua recientes junto a la borda. De ellos partían unas pisadas de gran tamaño y forma vaga.
Nos acercamos a investigar con cautela. El rastro seguía hacia la toldilla, pero desaparecía poco después. Ivnar adelantó el farol y escudriñamos a nuestro alrededor. Teníamos los nudillos blancos de apretar nuestras armas.
Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que apenas puedo recordarlo con claridad. Los pasos volvieron a resonar a nuestra izquierda y columbré una sombra enorme cerniéndose sobre Ivnar. Le oí aullar de miedo y desplomarse como un fardo, a dos palmos de donde me encontraba. El farol chocó contra la cubierta con estrépito, apagándose. Unos ojos amarillentos avanzaron hacia mí en la obscuridad. Retrocedí lleno de pánico, bramé un grito de rabia y golpeé a ciegas. Algo duro y resbaladizo semejante al cuero mojado resistió el filo de mi sable; escuché un fuerte gruñido y sentí cómo me arrancaban el arma de las manos, merced a un poderoso tirón.
Azotado por el pánico, salté atrás para eludir una arremetida. Lo que me pareció un brazo largo y poderoso me rozó el hombro cuando me apartaba rodando por la cubierta. Mis manos tropezaron con el cadáver de Ivnar y busqué su hacha a ciegas. La arranqué de sus dedos muertos para empuñarla con ambas manos y me volví justo a tiempo para defenderme. Agachándome, descargué un mandoble. El filo cortó aquella carne correosa, quebrando algo duro. Un acre hedor a salmuera y pescado podrido me azotó el rostro, revolviéndome las entrañas. Escuché un rugido que retumbó en el silencio de la noche, un par de rápidas zancadas y, por último, un fuerte chapoteo.
Me levanté tambaleándome y llamé a voces a mis compañeros, que ya por entonces se habían despertado. La dotación salió en tropel por el tambucho, alborotando a mi alrededor, mientras el primer oficial y el contramaestre trataban de imponer orden. Alguien prendió un farol e iluminó la escena. El primer oficial llegó hasta mí, me miró y luego contempló el cadáver de Ivnar, boca abajo en un creciente charco de sangre. Le dio la vuelta con el pie. Estaba abierto en canal desde el pecho a la ingle, con los labios de la herida desgarrados. Cuando comenzaba a responder el batallón de preguntas del contramaestre y el primer oficial, el capitán Tadnoor salió de su camarote. Sus ojos hundidos y cavernosos brillaban febriles, pero su voz sonó firme, acallando el tumulto. Se acercó hasta mí, observó por unos momentos el cadáver de Ivnar y me pidió explicaciones.
Trataba de explicarle lo ocurrido, señalándole los charcos de agua que había dejado la criatura, cuando varios hombres comenzaron a gritar, abalanzándose hacia estribor. La tripulación les siguió con tal premura que el bajel sufrió un ligero balance.
Tadnoor se acercó a estribor azorado por un mal presagio y siguió con la vista la dirección hacia la cual apuntaban sus hombres. Era una mujer, esbelta y de excepcional hermosura. Estaba de pie sobre las olas, a unas veinte brazas del Céfiro. Su pelo color azabache descendía hasta sus hombros, ornado con guirnaldas de plata; su cuerpo pálido y desnudo se ofrecía ante nuestros ojos. Aquella visión embriagadora dejó paralizada y sin habla a la tripulación.
La mujer curvó sus labios de color cárdeno en una sonrisa. Sus ojos de jade pulido se clavaron en Tadnoor; en un gesto lánguido y sensual extendió los brazos, invitándole a que se reuniera con ella. Tadnoor se aferró a la borda con tal fuerza que se oyó chasquear la madera. Atrasó la cabeza y retrocedió exhalando un quejido, sin color en el rostro. Nos retiramos casi sin darnos cuenta, azorados. La mujer volvió a insistir en su silenciosa llamada, los blancos y suaves brazos abiertos, susurrando una melodía suave y poderosa, como el runrún del viento antes de una tempestad. Tadnoor se acercó de nuevo a la borda y la mujer sonrió complacida. El viento había arreciado mientras tanto; el Céfiro cabeceaba sacudido por el oleaje.
El capitán, con un esfuerzo que se me antojó casi inhumano, retiró su mirada de la mujer y le dio la espalda, aullando una maldición al vernos quietos. Sus gritos sacaron a la tripulación del pasmo y nos aprestamos a soltar trapo para aprovechar el viento que soplaba del Oeste. Miré una vez más hacia estribor, pero no conseguí distinguir a la mujer. Sin embargo, el viento trajo un aullido de rabia, agudo y escalofriante, que nos dejó paralizados. Antes de que nos recuperásemos, el rozar contra el casco que Ivnar y yo habíamos oído hacía poco se repitió de nuevo, multiplicado.
Aquellos extraños ruidos alarmaron a la dotación. Muchos bramaban maldiciones o proferían gritos de horror. Tropezábamos entre nosotros mientras nos afanábamos en cumplir las órdenes del contramaestre, de tan obscuro que estaba. De pronto, los golpes y arañazos sonaron con fuerza a babor y comenzamos a escorar hacia aquel costado. La tripulación aulló aterrada, precipitándose entre tumbos hasta la borda de babor.
Lo que vimos nos heló la sangre. Decenas de pares ojos centelleaban en el costado del Céfiro con una luz malévola y amarillenta, ascendiendo por el casco. En la obscuridad se insinuaron horrendas siluetas de forma vagamente humana y piel escamosa, miembros ganchudos y aguzados colmillos. Tadnoor ordenó zafarrancho de combate; el caos estalló en la cubierta mientras se repartían las armas y nos dirigíamos a nuestros puestos. Me apoderé de una lanza y me reuní con los demás en la borda. La oleada de seres del abismo llegó hasta nosotros.
Grité mientras hundía mi lanza en unas fauces abiertas colmadas de aguzados colmillos, traspasando el cráneo de la criatura hasta la nuca. Retiré la lanza y acometí de nuevo, mas la moharra se desvió sobre un hueso cartilaginoso. Una palmeada garra hizo trizas el astil y me asió por la garganta. Me debatí con ambas manos, tratando de liberarme. Sentí un aliento ponzoñoso en el rostro y una boca de pesadilla se abrió para segar mi cuello. Gruñí, exasperado; hallé mi daga y la desenvainé, tirándole un tajo al enteco y escamoso brazo que me atenazaba. El filo cortó la carne hasta el hueso; escuché un gruñido de rabia y la presa de la garra cedió. Me libré de ella, retrocediendo medio asfixiado.
Cuando me adueñaba de las armas de un compañero caído para reanudar el combate escuché la voz del primer oficial, por encima del chillar angustioso de los hombres y el gutural gruñido de aquellas criaturas.
–¡A estribor, capitán! ¡Nos atacan!
Tadnoor detuvo un zarpazo con el broquel, cortó un horrendo rostro de un golpe de sable y reculó dos pasos antes de mirar a estribor. Otra oleada de criaturas había trepado hasta la cubierta y avanzaba hacia nosotros.
–¡Agrupaos! –clamó, imponiendo su voz al estrépito de la lucha–. ¡Entre el trinquete y el mayor!
Nos apresuramos a formar un círculo en el centro de la cubierta, mirando con pavor a los seres de las profundidades que nos acometían; más de uno aflojó sus entrañas sobre los pantalones. Me mordí un labio hasta hacer brotar la sangre para contener el miedo, arrostrando al primero de los seres. Sus zarpas dieron contra mi broquel y arrancaron esquirlas de bronce y madera. La violencia del impacto me enervó el brazo hasta el hombro y me obligó a afianzar los pies, mas aguanté y devolví el ataque. Mi sable mordió su pecho con fiereza, traspasándole hasta partirle el corazón. Su pesado cuerpo se derrumbó sin un quejido. Me volví a tiempo para evitar una dentellada al cuello; tajé una rodilla, cortando tendones y partiendo un hueso. Oí con satisfacción un rugido de dolor y hundí una estocada en el cuello de mi enemigo.
Otro zarpazo me rasgó el jubón de cuero. Con una aguda punzada de dolor, sentí cómo el golpe me partía una costilla. Jadeé, a punto de ceder; aplastando con el broquel unos ojos ambarinos y sajando un escamoso cuello de un sablazo. Mis compañeros morían en la obscuridad: tajaban con frenesí, medio cegados por la sangre, el dolor y el miedo. Un hombre se desplomó a mi lado, sujetándose su destrozada garganta. Trastabillábamos con los cadáveres y resbalábamos en los charcos de sangre. Tan sólo quedaba la tercera parte de la dotación, espalda contra espalda, los brazos y manos doloridos de asestar cuchilladas.
En lo más recio de la lucha, una obscuridad como jamás había conocido cubrió mis ojos; creí que nos habíamos hundido al fin en los abismos. Escuchaba el furioso agitar del océano y sentía las olas contra el casco, barriendo la cubierta. De pronto nos encontramos sin ningún enemigo al que plantar cara, tanteándonos en las tinieblas. Con el sable por delante, vagabundeé a ciegas sorteando entre tropiezos los cadáveres. Un destello en el cielo me hizo alzar los ojos. Descubrí una figura sombría y poderosa perfilándose en la obscuridad: su titánica cabeza rozaba el firmamento y sus ojos relucían como un crisol; su voz era el trueno, su barba y cabellos las nubes negras y airadas. Divisé también una silueta diminuta y pálida en mitad del piélago. La mujer que había increpado a Tadnoor permanecía sobre las crestas plateadas de las olas, pero ahora no sonreía: en sus ojos brillaba el miedo. Suplicante, parecía extender sus brazos hacia aquella colosal entidad en un vano ruego por detener su cólera. Una ola sepultó su blanco cuerpo bajo las aguas y no volví a verla.
Sentí la mirada de aquella potencia deteniéndose en nuestro frágil cascarón; poco después, su terrible silueta se desvaneció en la obscuridad. La tormenta nos sacudía con tremenda fuerza. Entre los crujidos de los mástiles, el Céfiro comenzó a escorar a babor, zarandeado por las enormes olas que restallaban contra el casco. Agarrándome a la jarcia para no irme por la borda, vi a Tadnoor a tres pasos de donde me encontraba, borbotando como si le hubieran cortado la garganta. En su agonía se había arrancado los restos de su jubón. Mientras se agitaba, dos largos tajos se abrieron en los costados de su cuello, por debajo de la oreja. La sangre manó a chorros.
En eso, una tremenda ola se alzó sobre el Céfiro. Me aferré desesperadamente a los obenques y tomé aire antes de que restallase. La ola chocó contra el casco, arrancó el bauprés y empujó con formidable violencia el bajel. Cuando abrí los ojos, empapado y jadeante, Tadnoor ya no se encontraba entre nosotros. Algún tiempo después, uno de mis compañeros me aseguró haber visto un monstruoso pez arrastrado por las olas, pero jamás llegué a creerle.
El Céfiro cabeceaba, escorando ya sin remedio hacia babor. Me acerqué a mis compañeros. No encontré ni al primer oficial ni al contramaestre; las olas debían haberles arrastrado al mar, o quizá habían perecido en la contienda. Tuve que gritar con todas mis fuerzas para que pudieran oírme.
–¡El esquife! ¡El barco se va a pique!
Asintiendo, mis compañeros me siguieron y avanzamos hacia el esquife, asiéndonos a lo que pudimos para conservar el equilibrio. Retiramos la lona de cuero y cortamos las amarras. Con un rozar quejumbroso, el esquife resbaló hasta babor y golpeó a un hombre que no había podido retirarse a tiempo, partiéndole el cráneo.
El esquife flotó en el agua que anegaba la cubierta por babor. Nos subimos a él, armándonos de los remos y bogando para alejarnos del Céfiro. Llevábamos quince brazas a boga forzada cuando, con un sonido de succión, el Céfiro desapareció bajo las aguas...
...y eso fue todo. La tormenta fue terrible: el esquife estuvo a punto de zozobrar, pero tras dos días sufriendo calamidades el tiempo amainó y, un día más tarde, hambrientos y agarrotados por el frío, divisamos en la distancia a los navíos del convoy. Poco después nos recogió uno de los bergantines. Sus tripulantes no acababan de creerse que pudiéramos sobrevivir a la tormenta; cuando llegó el momento de explicar lo ocurrido, dijimos tan sólo que el Céfiro había naufragado. No nos hubieran creído de haber dicho otra cosa..."
–Y no puedo reprochárselo –dijo Sorel con desgana–; es la historia más absurda que nos has contado. Y eso que te hemos oído bastantes, a fe mía.
Ignorando la chanza, el capitán apuró su jarra y suspiró, limpiándose los labios de espuma. Observó a Jenl, rascándose el mentón con aire ausente.
–Bien, eso es todo. Creo que ya es momento de retirarse –el capitán se levantó y estiró los brazos, bostezando–. Pero antes, propongo el último brindis de la noche –añadió–. Por ti, Jenl.
Malak, que había oído con sumo interés la historia del capitán, alzó su jarro. Sorel dejó de refunfuñar y le imitó, risueño. Jenl suspiró, levantando su pichel para unirse al brindis, pensativo.
La luz de un amanecer frío y rojizo bañó la ciudad de Tar-Ib-Zar, despertando a los cormoranes y las gaviotas, que saludaron con su griterío la llegada del día. Los barrios del puerto comenzaron a llenarse de animación, de gritos, insultos y reniegos, ir y venir de gente. En uno de sus malecones de piedra gris, la tripulación del Pigargo se disponía para zarpar. Su capitán revisaba los preparativos, lanzando ternos y dando puntapiés a sus hombres. Subió hasta el gobernalle, donde aguardaba Malak. Desde el puente, Sorel, el contramaestre, transmitía sus últimas órdenes a los hombres.
–Parece que Jenl ha preferido quedarse –dijo de pronto Malak, inexpresivo hasta el momento.
El capitán se atusó su barba, manoseando el timón de labrada madera.
–Sí, amigo mío. Le echaré de menos. Era un chaval excelente, pero hace bien quedándose.
Malak sonrió para sus adentros. Su obscuro y enteco brazo señaló una figura en el muelle.
–¡Capitán Daramad! –gritaba un muchacho rubio y de tez morena, con un petate de cuero al hombro, mientras corría hacia el embarcadero.
El capitán del Pigargo no pudo reprimir su alegría y se acercó a la baranda del castillo de popa, saludando a Jenl.
–¿Y tu prometida, Jenl? ¡Tu padre te matará!
–¡Al cuerno con ella y con mi padre! ¿Puedo subir?
Soltando una carcajada, ordenó a sus hombres que volvieran a tender la pasarela hasta el muelle. Jenl subió hasta el bergantín, jadeante por la carrera. Paseó su vista por la cubierta, saludando a sus atareados compañeros, gozoso. Sorel se acercó a él y le palmeó la espalda, sonriente.
–Vaya, vaya... me alegro de que estés con nosotros, grumete. ¿Pero qué esperas ahí, quieto como un pasmarote? ¡Sube ahora mismo a la verga del trinquete y desata el velacho!
Jenl asintió, trepando presuroso por los flechastes. Poco después el Pigargo soltaba amarras y salía del puerto de Tar-Ib-Zar, con sus rojas velas flameando al viento y su proa enfilada hacia el brumoso horizonte.
FIN