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mayo 30, 2010
Jack Hartington contempló con pesar el empinado camino recorrido y de pie junto a la pelota, volvió a mirar el hoyo calculando la distancia. Su rostro era una muestra elocuente del disgusto que sentía. Con un suspiro, extrajo uno de los palos de golf, y tras ensayar con él un par de tiradas que aniquilaron por turno un diente de león y una buena zona de hierba, dirigióse por fin hacia la pelota.
Resulta duro, cuando se tienen veinticuatro años y la única ambición en la vida es reducir el número de tiradas en el juego de golf, verse obligado a dedicar el tiempo y la atención al problema de ganarse el pan. Durante cinco días y medio de los siete que tiene la semana, Jack vivía encerrado en una especie de tumba de caoba en la ciudad. Los sábados por la tarde y los domingos los dedicaba religiosamente a lo importante de verdad y llevado de su entusiasmo había tomado una pequeña habitación en un pequeño hotel cerca de las pistas de Golf Stourton Heath y se levantaba diariamente a las seis de la mañana, para poder practicar una hora antes de coger el tren de las ocho cuarenta y seis que le llevaba a la ciudad.
La única desventaja de aquel plan era que a aquellas horas de la mañana era incapaz de acertar una sola tirada. Cuando no erraba el tiro, se le escapaba la pelota, que corría alegremente por el césped, y le eran necesarias un mínimo de cuatro tiradas para cada hoyo.
Jack suspiró, y asiendo el palo con fuerza se repitió las palabras mágicas: «El brazo izquierdo bien estirado y no alzar la vista.»
Giró en redondo... y se detuvo petrificado al oír un grito que rompió el silencio de aquella mañana de verano.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
Era una voz de mujer que se ahogó en una especie de gemido.
Jack dejó caer el palo de golf y echó a correr en dirección a la voz, que le había parecido muy cercana. Aquella zona de pistas se encontraba en pleno campo y veíanse muy pocas casas por allí. En realidad sólo había una, muy pintoresca, y en la que Jack siempre se fijaba por su aspecto pulcro y anticuado. Fue hacia la casita a todo correr. Quedaba oculta por una ladera cubierta de brezos que bajó en menos de un minuto y se detuvo ante la cerca.
En el jardín había una muchacha y por un momento Jack supuso que habría sido la que gritaba en demanda de auxilio.
Mas no tardó en cambiar de opinión.
La joven llevaba una cestita en la mano casi llena de malas hierbas que al parecer había estado arrancando de un amplio parterre de pensamientos.
Jack observó que sus ojos eran también dos pensamientos, suaves, oscuros y aterciopelados, y más violeta que azules. Y parecía toda ella una flor con su vestido de algodón rojo.
La joven le miraba entre contrariada y sorprendida.
—Perdóneme —le dijo Jack—. Pero, ¿no acaba de oír un grito?
—¿Yo? No.
Su sorpresa parecía tan verdadera que Jack sintióse confundido. Su voz era dulce y bonita, con un ligerísimo acento extranjero.
—Pero tiene usted que haberlo oído —exclamó—. Sonó muy cerca de aquí.
—Yo no he oído nada —replicó la muchacha con los ojos muy abiertos.
Jack fue ahora el sorprendido. Era increíble que no hubiese oído aquella desesperada llamada de auxilio, y sin embargo, su calma era tan evidente que no pudo creer que le mintiera.
—Se oyó muy cerca de aquí —insistió.
Ahora ella le miró con recelo.
—¿Y qué es lo que han gritado? —preguntó.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
—Asesino... socorro, asesino —repitió la joven—. Alguien debe haberle gastado una broma, monsieur, ¿quién podría ser asesinado aquí?
Jack miró confundido a su alrededor esperando ver un cadáver por el jardín. Nada. Y sin embargo, estaba completamente seguro de que el grito fue real y no un producto de su imaginación. Miró hacia las ventanas de la casita. Todo parecía tranquilo y en paz.
—¿Quiere usted registrar nuestra casa? —preguntó la jovencita en tono seco.
Se mostraba tan escéptica, que la confusión de Jack fue en aumento, y se dispuso a marchar.
—Lo siento —dijo—. Debe haber sido en el bosque.
Y quitándose la gorra se alejó y al volverse para mirar por encima de su hombro, vio que la joven había vuelto a reemprender tranquilamente su tarea.
Durante algún tiempo vagó por los bosques, sin poder encontrar el menor rastro de que hubiera ocurrido algo anormal. No obstante, estaba más seguro que nunca de haber oído aquel grito. Al final, abandonando la búsqueda, regresó apresuradamente al hotel para desayunar y coger el tren de las ocho cuarenta y seis con el margen acostumbrado de un par de segundos. La conciencia le remordió un poco al sentarse en el tren. ¿No debiera haber dado parte inmediatamente a la policía de lo que oyera? El no haberlo hecho obedecía tan sólo a la incredulidad de la joven-flor. Era evidente que le había considerado un soñador... y la policía hubiera pensado lo mismo. ¿Estaba bien seguro de haber oído el grito?
Pero ahora no estaba tan convencido como antes... resultado natural al intentar revivir una sensación perdida. ¿Fue tal vez el grito de un pájaro en la distancia y que le pareció la voz de una mujer?
Pero rechazó la sugerencia con enojo. Era una voz de mujer, y la había oído muy bien. Recordaba haber mirado el reloj un momento antes de que sonara el grito. Debían ser las siete y veinticinco minutos cuando lo oyó. Pudiera ser un detalle importante para la policía si... si se descubriera algo.
Al regresar al hotel aquella noche, revisó los periódicos ansiosamente por ver si hacían mención de algún crimen. Pero no encontró nada en dicho aspecto y no supo si alegrarse o lamentarlo.
La mañana siguiente amaneció tan húmeda..., tanto que incluso el más ardiente entusiasta del golf hubiera visto empañado su afán. Jack se levantó en el último momento, engullendo a toda prisa su desayuno, y una vez en el tren, volvió a examinar los periódicos. No publicaban ningún suceso sangriento, y le ocurrió lo mismo con los periódicos de la noche.
—Es extraño —díjose Jack—, pero así es.
A la mañana siguiente salió muy temprano, y al pasar ante la casita, observó por el rabillo del ojo que la joven estaba otra vez en el jardín arrancando hierba. Por lo visto era una manía. Lanzó un buen tiro para aproximarse esperando que ella lo hubiera notado. Al ir a introducir la pelota en el hoyo siguiente, miró su reloj.
—Exactamente las siete y veinticinco —murmuró—. Quisiera saber si...
Mas las palabras se le helaron en los labios. A sus espaldas había sonado el mismo grito que le sobresaltaba la otra mañana. La voz de una mujer desesperada.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
Jack echó a correr. La joven-flor que estaba de pie junto a la cerca parecía sobresaltada, y Jack corría triunfalmente hacia ella gritando:
—Esta vez sí que lo ha oído.
Sus ojos se abrieron bajo una emoción que no supo adivinar, pero observó que retrocedía al acercarse a él, y que incluso miraba hacia la casa como si fuera a correr hacia ella en busca de refugio.
Al fin meneó la cabeza sin dejar de mirarle.
—No he oído nada —replicó con aire ausente.
Fue como si le hubieran dado un mazazo en mitad de la frente. Su sinceridad era tal que no pudo por menos que creerla. Sin embargo, no era posible que lo hubiera imaginado... imposible... imposible... Oyó su voz diciéndole en tono amable... casi con simpatía:
—¿Sufre usted la neurosis producida por los bombardeos?
En un instante comprendió la mirada de temor, y sus deseos de echar a correr hacia la casa. Pensaba que sufría alucinaciones.
Y luego, como una ducha de agua fría vino aquel terrible pensamiento: ¿Estaría en lo cierto? ¿Sufriría alucinaciones? Obsesionado por aquella idea espantosa, se alejó tambaleándose sin pronunciar palabra. La muchacha le miró marchar meneando la cabeza, e inclinándose de nuevo continuó arrancando las malas hierbas.
Jack procuró razonar a solas consigo mismo.
—Si oigo otra vez ese condenado grito a las siete y veinticinco —se dijo—, es que sufro alguna alucinación.
Estuvo todo el día nervioso y se acostó temprano decidido a hacer la prueba a la mañana siguiente.
Y como es natural en estos casos, pasó media noche despierto, y por la mañana durmió más de lo debido. Eran ya las siete y veinte cuando salió del hotel en dirección a las pistas, comprendiendo que no lograría llegar al lugar fatídico a las siete y veinticinco, pero sin duda, si la voz era una alucinación habría de oírla en cualquier parte. Corrió cuanto pudo con los ojos puestos en las manecillas del reloj.
Las siete y veinticinco. Desde lejos le llegó el eco de una voz de mujer gritando. No pudo entender las palabras, pero estaba convencido de que era la misma llamada de socorro que oyera antes, y que venía del mismo punto... de las cercanías de la casita.
Por extraño que parezca, aquello le tranquilizó. Al fin y al cabo tal vez se tratase de una broma. Aunque le extrañase, quizá la propia muchacha le estuviese engañando. Irguió los hombros y sacando el palo de su saco de golf se dispuso a jugar unos cuantos hoyos hasta acercarse a la casa.
La joven estaba en el jardín como de costumbre; la saludó con la gorra en la mano y cuando ella le dio tímidamente los buenos días le pareció más bonita que nunca.
—Hermoso día, ¿verdad? —le gritó Jack alegremente, lamentando lo vulgar de su comentario.
—Sí; hace un día espléndido.
—Y bueno para el jardín, supongo.
La joven sonrió, descubriendo un hoyuelo fascinador.
—¡No por cierto! Lo que necesitan mis flores es agua. Vea qué secas están.
Jack, aceptando su invitación, se aproximó a la cerca que separaba el jardín del camino.
—A mí me parece que están perfectamente —comentó Jack bajo la mirada compasiva de la muchacha.
—El sol es bueno, ¿verdad? —dijo ella—. A las flores se las puede regar siempre, pero el sol les da fortaleza y es muy bueno para la salud. Ya veo que monsieur está hoy muchísimo mejor.
Su tono alentador contrarió a Jack.
«Maldita sea —pensó—. Me parece que trata de curarme por sugestión.»
En tono irritado contestó:
—Estoy perfectamente bien.
—Eso es bueno —repuso ella tratando de consolarle.
Jack tuvo la irritante sensación de que no le creía.
Estuvo jugando al golf un rato más y luego corrió a desayunar. Mientras comía se dio cuenta, y no por primera vez, de que era observado fijamente por un hombre que ocupaba la mesa contigua a la suya. Era un caballero de mediana edad y rostro enérgico. Llevaba una pequeña barba oscura y sus ojos grises y penetrantes y sus ademanes seguros le colocaban en las primeras filas de las clases profesionales. Jack sabía que su nombre era Lavington, y había oído rumores de que se trataba de un médico especialista muy conocido, pero como Jack no frecuentaba la calle Harley, el nombre no le decía nada.
Mas aquella mañana tuvo plena conciencia de la profunda observación a que era sometido, y se asustó. ¿Es que llevaba escrito en el rostro su secreto y todos podían verlo? ¿Acaso aquel hombre, gracias a su profesión, sabía lo que estaba sucediendo a su materia gris?
Jack estremecióse al pensarlo. ¿Era cierto? ¿Se estaría volviendo realmente loco? ¿Era una alucinación o una broma pesada?
Y de pronto se le ocurrió un medio muy sencillo para probar la solución. Hasta entonces había ido siempre solo a los campos de golf. ¿Y si alguien le acompañara? Entonces podrían ocurrir tres cosas: Que la voz no se oyera. Que la escucharan los dos, o... sólo él.
Aquella noche se dispuso a poner en práctica su plan. Lavington era el hombre que necesitaba. Trabaron conversación fácilmente..., tal vez el médico esperaba aquella oportunidad, ya que era evidente que por una u otra razón, Jack le interesaba. Lavington se avino con naturalidad a acompañarle para jugar una partida de golf antes del desayuno, y quedaron de acuerdo para la mañana siguiente.
Salieron un poco antes de las siete. El día era perfecto, sin una nube, pero no demasiado caluroso. El doctor jugó bien, Jack pésimamente. Tenía el pensamiento puesto en la crisis que se avecinaba, y no cesaba de mirar el reloj. Llegaron al hoyo siete, el más próximo a la casita, cerca de las siete y veinte.
Cuando pasaron ante ella, la joven se encontraba en el jardín, como siempre, y no alzó la vista del suelo.
Las dos pelotas estaban sobre el césped. La de Jack cerca del hoyo y la del doctor algo más alejada.
—Una tirada difícil —dijo Lavington—. Pero supongo que he de intentarlo.
Y se inclinó para calcular la trayectoria. Jack permaneció rígido con los ojos fijos en su reloj. Eran exactamente las siete y veinticinco.
La pelota rodó suavemente sobre la hierba deteniéndose en el borde del hoyo, vaciló, y se introdujo en él.
—Buena puntería —dijo Jack con voz ronca y dejando de mirar su reloj con un suspiro de alivio. No había ocurrido nada. El encanto estaba roto.
—Si no le importa esperar un poco —dijo— voy a llenar mi pipa.
Descansaron un poco antes del hoyo ocho. Jack preparó y encendió su pipa con dedos temblorosos. Parecía haberse quitado un gran peso de encima.
—Vaya, qué día tan hermoso hace —observó contemplando el panorama con gran satisfacción —. Continúe, Lavington, dele con fuerza.
Y entonces ocurrió: en el preciso instante en que tiraba el doctor se oyó la voz de una mujer desesperada.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
La pipa cayó de la temblorosa mano de Jack, que se volvió en redondo hacia la dirección en que sonaba la voz y luego miró a su compañero conteniendo el aliento.
Lavington estaba mirando hacia las pistas haciendo visera con la mano sobre los ojos.
—Un tiro corto, pero creo que he pasado la arena.
No había oído nada.
Todo empezó a dar vueltas alrededor de Jack, que avanzó un par de pasos tambaleándose pesadamente. Cuando se recobró estaba tendido en el césped y Lavington inclinado sobre él.
—Vaya, calma, calma.
—¿Qué me ha pasado?
—Que se desmayó usted, jovencito... o por lo menos estuvo muy cerca de ello.
—¡Dios mío! —exclamó Jack con un gemido.
—¿Qué le ocurre? ¿Tiene alguna preocupación?
—Se lo explicaré todo dentro de unos instantes, pero primero quisiera preguntarle una cosa.
El doctor encendió su pipa acomodándose en su banco.
—Pregunte lo que quiera —dijo.
—Usted me ha estado observando estos últimos días. ¿Por qué?
Lavington parpadeó:
—Ésa es una pregunta bastante delicada. Un gato puede mirar a un rey, ya sabe...
—No disimule. Estoy muy nervioso. ¿Por qué me observaba? Tengo una razón de peso para preguntárselo.
Lavington se puso serio.
—Le contestaré con toda sinceridad. Reconocí en usted todos los síntomas de un hombre acuciado por una fuerte tensión, y me intrigó cuál podría ser.
—Eso puedo decírselo fácilmente —dijo Jack con amargura—. Me estoy volviendo loco.
Se detuvo con gesto dramático, pero su declaración no pareció despertar el interés y la consternación que esperaba y la repitió.
—Le digo que me estoy volviendo loco.
—Muy curioso —murmuró Lavington—. Sí, muy curioso.
Jack se indignó.
—Supongo que a usted debe parecérselo. Ustedes los médicos están encallecidos.
—Vamos, vamos, amigo mío, habla usted por hablar. Para empezar, aunque tengo el título de médico, yo no practico la medicina. Estrictamente hablando, no soy médico... de los que curan el cuerpo quiero decir.
Jack le miró de hito en hito.
—¿Se dedica a enfermedades mentales?
—Sí, en cierto sentido, pero más bien soy médico del espíritu.
—¡Oh!
—Percibo cierto menosprecio en su tono, y no obstante hemos de emplear alguna palabra para designar al principio activo que puede separarse y existe independientemente de su albergue carnal: el cuerpo. Tiene usted que admitir la existencia del alma, jovencito; no es un término religioso inventado por el clero. Pero le llamaremos consciente, o el yo inconsciente, o como más le parezca. Usted se ha ofendido por mi tono no hace mucho, pero puedo asegurarle que me pareció muy curioso que un joven tan normal y equilibrado como usted sufriera el engaño de creer que estaba perdiendo la razón.
—Estoy perdiéndola, esto es lo cierto. Estoy completamente loco.
—Usted me perdonará, pero no lo creo.
—Sufro alucinaciones.
—¿Después de las comidas?
—No, por las mañanas.
—No es posible —dijo el doctor volviendo a encender su pipa que se había apagado.
—Le aseguro, que oigo cosas que no oye nadie.
—Sólo un hombre entre mil es capaz de ver los satélites de Júpiter. Porque los otros novecientos noventa y nueve no lo vean no hay razón para dudar de su existencia, ni tampoco para llamar lunático a ese uno.
—Los satélites de Júpiter son un hecho científico comprobado.
—Es posible que sus alucinaciones de hoy puedan ser hechos científicos comprobados el día de mañana.
A pesar suyo el tono seguro y reposado de Lavington iba causando su efecto en Jack, que se sintió consolado y animado. El doctor le estuvo mirando atentamente unos instantes, y luego asintió.
—Así está mejor —le dijo—. Lo malo de ustedes, los jóvenes, es que están tan convencidos de que no existe nada aparte de su filosofía propia, que ponen el grito en el cielo cuando sucede algo contrario a su opinión. Oigamos qué motivos tiene para pensar que está loco, y luego decidiremos si hemos de encerrarle.
Con toda la fidelidad que le fue posible, Jack le refirió la serie completa de sucesos.
—Pero lo que no comprendo —terminó— es por qué esta mañana lo oí a las siete y media..., o sea, cinco minutos más tarde.
Lavington reflexionó unos instantes y luego preguntó:
—¿Qué hora marca su reloj?
—Las ocho menos cuarto —replicó Jack consultándolo.
—Entonces, es bien sencillo. El mío marca las ocho menos veinte. El suyo va cinco minutos adelantado. Ése es punto muy interesante e importante para mí... En realidad, es de un valor incalculable.
—¿En qué sentido?
Jack empezaba a interesarse.
—Pues bien, la explicación evidente es que la primera mañana que usted oyó ese grito... pudo ser una broma... o puede ser que no lo fuera. Y los días siguientes, usted se sugestionó de tal manera que lo oía exactamente a la misma hora.
—Estoy seguro de que no.
—Conscientemente no, desde luego, pero ya sabe que el subconsciente gasta bromas muy curiosas. Pero de todas maneras esa explicación no basta. Si se tratara de un caso de sugestión, usted habría oído el grito a las siete y veinticinco de su reloj, y no cuando creyó que ya había pasado esa hora...
—¿Pues entonces?
—¿Bien... es evidente..., ¿no? Ese grito de socorro ocupa un lugar perfectamente definido y un tiempo preciso. El lugar es la proximidad de esa casita, y el tiempo las siete y veinticinco.
—Sí, pero, ¿por qué habría de ser yo quien lo oyera? Yo no creo en fantasmas y todas esas tonterías... almas en pena y demás. ¿Por qué habría de ser yo quien lo oyera?
—¡Ah! De momento no podemos saberlo. Es curioso que muchos de los mejores médiums sean redomados escépticos. No son precisamente las personas que se interesan por los fenómenos ocultos los que consiguen las manifestaciones. Algunas personas ven y oyen cosas que otros no ven ni oyen... ignoramos por qué, y nueve de cada diez no desean verlas ni oírlas y están convencidos de que sufren alucinación... como usted. Es como la electricidad. Algunos materiales son buenos conductores, aunque nosotros hayamos estado mucho tiempo sin saberlo, teniendo que contentarnos con aceptar el hecho. Hoy en día ya lo sabemos. Y sin embargo, algún día sabremos por qué oyó usted el grito y la joven no. Todavía está sujeto a una ley natural, ya sabe... realmente no existe lo sobrenatural. El descubrir las leyes que gobiernan los llamados fenómenos psíquicos va a ser una ardua tarea..., pero estas pequeñeces ayudan.
—Pero, ¿qué voy a hacer yo? —preguntó Jack.
Lavington rió entre dientes.
—Ya veo que es usted práctico. Bien, amigo mío, ahora va usted a desayunar y luego irá a la ciudad sin preocuparse más por cosas que no entiende. Yo, por mi parte, voy a echar un vistazo para ver lo que descubro con respecto a esa casita. Juraría que es ahí donde se centra el misterio.
Jack se puso en pie.
—Cierto, señor. Ya me voy, pero le aseguro...
—Siga...
Jack enrojeció violentamente.
—...que la muchacha no miente —musitó.
Lavington parecía divertido.
—¡No me diga que era bonita! Bueno, anímese. Creo que el misterio empezó mucho antes de que ella naciera.
Jack llegó aquella noche al hotel enfermo de curiosidad. Ahora confiaba ciegamente en Lavington. El médico había aceptado el caso sin la menor extrañeza y con tal naturalidad que Jack quedó impresionado.
Cuando bajó a cenar encontró a su nuevo amigo aguardándole en el vestíbulo y le sugirió que compartieran la misma mesa.
—¿Alguna noticia? —-le preguntó Jack con ansiedad.
—He averiguado toda la historia de la Casa de los Brezos. Primero fue alquilada por un viejo jardinero y su esposa. Él murió y su esposa fue a vivir con su hija. Luego la ocupó un constructor que la modernizó con gran éxito, vendiéndola a un caballero de la ciudad que solía ocuparla los fines de semana. Hará cosa de un año fue vendida a un matrimonio llamado Turner. Por lo que parece, una pareja bastante curiosa, y muy hermosa y exótica. Llevaban una vida muy tranquila, sin ver a nadie y apenas salían al jardín. El rumor que circulaba por aquí es que tenían miedo de algo... pero no creo que debamos darle crédito. Y de pronto un buen día se marcharon a primeras horas de la mañana y no volvieron a verles. Sus agentes recibieron una carta del señor Turner escrita desde Londres, en la que les daba instrucciones para que vendieran la casita lo más rápidamente posible. Vendieron los muebles, y la casa pasó a ser propiedad de un tal señor Mauleverer, que solo vivió en ella quince días... y luego puso un anuncio alquilándola amueblada. Las personas que ahora la habitan son un profesor de francés tuberculoso y su hija. Llevan en ella sólo diez días.
Jack recibió estas noticias en silencio.
—No creo que con eso adelantemos mucho —dijo al fin—. ¿Qué opina usted?
—Quiero que sepa alguna cosa más de los Turner —continuó Lavington sin inmutarse—. Se marcharon una mañana muy temprano, recuerde. Y por lo que he podido averiguar nadie les vio marchar. Al señor Turner le han vuelto a ver... pero no he conseguido todavía encontrar a nadie que haya visto a la señora Turner.
Jack palideció.
—No es posible... no querrá usted insinuar...
—No se excite, jovencito. La influencia de cualquier persona en peligro de muerte... y especialmente de muerte violenta... es muy fuerte en el ambiente que la rodea. Estos alrededores pudieran haber absorbido esa influencia transmitiéndola por turno a un receptor conveniente... en este caso, usted.
—Pero, ¿por qué yo? —murmuró Jack rebelándose—. ¿Por qué no a otro que pudiera hacer algún bien?
—Usted considera esa fuerza inteligente e intencionada, en vez de ciega y mecánica. Yo no creo en las almas en pena buscando un punto con un propósito especial. Pero lo que sí he visto, una vez y otra, tantas que apenas puedo considerarlo pura coincidencia, es una especie de tentativa ciega a que se haga justicia... un movimiento subterráneo de fuerzas ciegas trabajando siempre y oscuramente hacia el fin.
Se irguió... como para apartar alguna obsesión que le preocupara, y luego volvióse a Jack con una sonrisa.
—Dejemos este tema... por lo menos por esta noche —le sugirió.
Jack se avino a ello con prontitud, pero no consiguió apartarlo de su memoria.
Durante el fin de semana estuvo haciendo averiguaciones por su cuenta, sin descubrir más que lo que ya sabía por el doctor. Definitivamente había dejado de jugar al golf antes del desayuno.
El siguiente eslabón de la cadena tomó forma inesperadamente. Al regresar al hotel uno de aquellos días, Jack fue advertido de que le esperaba una joven, y ante su enorme sorpresa resultó ser la del jardín... la joven-flor, como la llamaba él interiormente. Estaba muy nerviosa y aturdida.
—Usted me perdonará, monsieur, por venir a verle de esta manera. Pero hay algo que debo decirle... yo...
Miró indecisa a su alrededor.
—Entremos aquí —dijo Jack con presteza acompañándola al salón del hotel que entonces estaba desierto—. Ahora siéntese, señorita... señorita...
—Marchaud, monsieur. Felisa Marchaud.
—Siéntese, mademoiselle Marchaud y cuéntemelo todo.
Felisa tomó asiento. Vestía de verde oscuro y la hermosura y donaire de su pequeño rostro era más evidente que nunca. El corazón de Jack latió más de prisa al sentarse junto a ella.
—Es lo siguiente —explicó Felisa—. Llevamos aquí poco tiempo, y desde el principio nos dimos cuenta de que nuestra casa... nuestra encantadora casita... está encantada. Ninguna criada quiere quedarse en ella. Eso no me importa mucho, sé hacer las labores de la casa y guiso bastante bien.
«Qué ángel», pensó el enamorado joven. «Eres maravillosa.» Pero procuró conservar un aire atento y grave.
—Esas historias de fantasmas creo que son tonterías... mejor dicho, lo creí hasta hace cuatro días. Monsieur, desde hace cuatro noches tengo el mismo sueño. Se me aparece una dama... hermosa, alta y muy rubia... con un jarrón azul de porcelana entre las manos. Está triste... muy triste y continuamente tiende el jarrón hacia mí como implorándome que haga algo con él. ¡Pero cielos! No habla... y yo... yo no sé lo que me pide. Ése fue mi sueño las dos primeras noches..., pero la noche antepasada hubo algo más. La dama y el jarro desaparecieron de pronto y oí su voz que gritaba... Yo sé que es su voz, ¿comprende? Y ¡oh!, monsieur, sus palabras fueron las mismas que usted pronunció aquella mañana: «¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!» Me desperté aterrorizada, diciéndome a mí misma... es una pesadilla, esas palabras que has oído son una casualidad. Pero anoche volví a oírlas. Monsieur, ¿qué es esto? Usted también las ha oído. ¿Qué vamos hacer?
Felisa estaba aterrorizada y sus manitas se entrelazaron mientras miraba a Jack con ojos suplicantes. El joven procuró aparentar una indiferencia que no sentía.
—Está bien, mademoiselle Marchaud. No debe preocuparse. Yo le diré lo que me gustaría que hiciese, si no le importa. Repetir toda esa historia a un amigo mío que se hospeda aquí, el doctor Lavington.
Felisa se mostró dispuesta a seguir el consejo y Jack fue a buscar a Lavington volviendo con él a los pocos minutos.
Lavington dirigió una mirada escrutadora a la joven, mientras Jack se apresuraba a efectuar las presentaciones. La tranquilizó con pocas palabras y escuchó con toda atención su relato.
—Muy curioso —dijo cuando hubo terminado—. ¿Se lo ha contado a su padre?
—No he querido preocuparle. Todavía está muy enfermo... —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Y procuro ocultarle todo lo que pudiera excitarle e inquietarle.
—Comprendo —dijo Lavington amablemente—. Y celebro que haya acudido a nosotros. El amigo Hartington, aquí presente, tuvo una experiencia muy similar. Creo que ahora estamos sobre la pista. ¿No recuerda nada más?
—¡Pues claro! Qué tonta soy. Es la base de toda la historia. Mire, monsieur, lo que encontré en uno los armarios, caído detrás de un estante.
Y le alargó un pedazo de papel de dibujo ya sucio, en el que aparecía pintado a la acuarela el boceto de una figura de mujer. Estaba muy mal hecho, pero el parecido era bastante bueno. Representaba una mujer alta y rubia de rostro extranjero, de pie junto a una mesa en la que había un jarro azul.
—Lo encontré esta mañana —explicó Felisa—. Monsieur le docteur, ésta es la mujer que vi en sueños, y el jarrón azul era idéntico a éste.
—Extraordinario —comentó Lavington—. La clave de este misterio es evidentemente el jarrón azul. Parece de porcelana china, y muy antiguo. Tiene un dibujo muy curioso.
—Es chino —declaró Jack—. He visto uno exactamente igual en la colección de mi tío..., ¿sabe?, es un gran coleccionista de porcelanas chinas, y recuerdo haber visto un jarrón igual a éste no hace mucho.
—El jarrón chino —repitió Lavington quedando por unos instantes perdido en sus pensamientos, Al fin alzó la cabeza con una extraña luz en su mirada—. Hartington, ¿cuánto tiempo hace que su tío tiene ese jarrón?
—¿Cuánto tiempo? Pues no lo sé.
—Piense. ¿Lo ha adquirido últimamente?
—No sé... sí, ahora que lo pienso, creo que sí. A mí no me interesan las porcelanas, pero recuerdo que cuando me enseñó sus recientes adquisiciones este jarrón estaba entre ellas.
—¿Hará menos de dos meses? Los Turner abandonaron la Casa de los Brezos hace sólo un par de meses.
—Sí, creo que sí.
—¿Su tío asiste a las subastas locales?
—Siempre acude a todas.
—Entonces, no es improbable suponer que adquiriera esa pieza en la subasta de los Turner. Una coincidencia curiosa... o tal vez lo que yo llamo la fuerza ciega de la justicia. Hartington, debe usted averiguar en seguida dónde adquirió su tío ese jarrón.
—Me temo que sea imposible —replicó Jack—. Tío Jorge ha marchado al Continente y ni siquiera sé dónde escribirle.
—¿Cuánto tiempo estará ausente?
—De tres semanas a un mes, por lo menos.
Hubo un silencio durante el cual Felisa miró ingenua a los hombres.
—¿Es que no vamos a poder hacer nada? —preguntó tímidamente.
—Sí, hay una cosa —dijo Lavington conteniendo su excitación—. Quizá sea poco corriente, pero creo que dará resultado. Hartington, tiene usted que conseguir ese jarrón. Tráigalo aquí, y si mademoiselle lo permite, pasaremos una noche en la Casa de los Brezos con el jarrón.
Jack se estremeció.
—¿Qué cree usted que ocurrirá? —preguntó intranquilo.
—No tengo la menor idea..., pero creo sinceramente que el misterio quedará aclarado y el fantasma descansará. Es muy posible que ese jarrón tenga un doble fondo en el que se oculte algo. Si no ocurriera nada, deberemos hacer uso de nuestro ingenio.
Felisa entrelazó las manos.
—Es una idea estupenda —exclamó.
Sus ojos brillaban de entusiasmo. Jack no sentía lo mismo... en realidad estaba acobardado, aunque por nada del mundo lo hubiera admitido ante Felisa. El médico actuaba como si su sugerencia fuera la cosa más natural del mundo.
—¿Cuándo podrá conseguir el jarrón? —preguntóle Felisa volviéndose hacia él.
—Mañana —replicó el joven de mala gana.
Tenía que acabar de una vez con aquello, pues aquel agonizante gritó de socorro que oyera cada mañana, era algo que había que desterrar para siempre y no volver a pensar en ello más de lo que fuese preciso.
Al día siguiente por la tarde fue a casa de su tío para llevarse el jarrón en cuestión. Estaba más convencido que nunca al verlo de nuevo, que era exactamente igual al de la acuarela, pero por más que lo miró no pudo descubrir que ocultara algún secreto.
Eran las once de la noche cuando él y Lavington llegaron a la Casa de los Brezos. Felisa les estaba esperando y les abrió la puerta antes de que llamaran.
—Pasen —les susurró—. Mi padre está durmiendo arriba y no debemos despertarle. Les he preparado un poco de café.
Les condujo a una pequeña salita muy coquetona, donde les sirvió unas tazas de café muy oloroso.
Luego Jack desenvolvió el jarrón azul y Felisa contuvo el aliento al verlo.
—Pues sí, pues sí —exclamó excitada—. Éste es..., lo reconocería en cualquier parte.
Mientras tanto, Lavington estaba haciendo sus preparativos. Quitó todos los adornos de una pequeña mesita que colocó en el centro de la habitación y a su alrededor puso tres sillas. Luego, cogiendo el jarrón azul de manos de Jack, lo situó en medio de la mesita.
Los otros le obedecieron, y la voz de Lavington volvió a oírse en la oscuridad.
—No piensen en nada... o en todo. No fuercen el cerebro. Es posible que uno de nosotros tenga facultades de médium. De ser así, entrará en trance. Recuerden que no hay nada que temer. Alejen todo el temor de sus corazones y déjense llevar..., déjense llevar.
Su voz se fue apagando y se hizo el silencio. Minuto a minuto aquel silencio parecía más cargado de posibilidades. Era muy fácil decir: «Alejen sus temores». No era miedo lo que sentía Jack... sino pánico. Y estaba seguro de que a Felisa le ocurría lo mismo.
De pronto oyó su voz diciendo aterrada:
—Va a ocurrir algo terrible. Lo presiento.
—Aleje su miedo —dijo Lavington—. No luche contra la influencia.
La oscuridad pareció hacerse más densa y el silencio más absoluto mientras se percibía cada vez más, una indefinible sensación de amenaza.
Jack sintió que se ahogaba... que le faltaba la respiración... que lo que fuera estaba muy cerca.
Y luego el momento de apuro pasó. Sintió que era arrastrado por una corriente... y sus párpados se cerraron... sólo había paz... y oscuridad...
Jack removióse inquieto. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo. ¿Dónde estaba?
Luz de sol..., pájaro... Estaba tendido de cara al cielo.
Y de pronto le recordó todo. La salita. Felisa y el médico. ¿Qué había ocurrido?
Se incorporó, la cabeza le dolía terriblemente y miró a su alrededor. Estaba tendido en la pendiente no lejos de la casita. No vio a nadie. Extrajo su reloj viendo con sorpresa que eran las once y media. Jack se puso en pie echando a correr hacia la casita, tan de prisa como le fue posible. Debieron alarmarse por su tardanza en volver del trance y le habrían sacado al aire libre.
Al llegar a la pequeña casa llamó a la puerta, pero nadie respondió ni vio señales de vida. Debían haber ido en busca de ayuda. O de otro modo... Jack sintió que le invadía un nuevo temor. ¿Qué habría ocurrido la noche pasada?
Apresuróse a regresar al hotel y se disponía a realizar algunos averiguaciones en la administración, cuando le propinaron un terrible puñetazo en los ríñones que casi le hace caer al suelo. Al volverse, indignado, tropezó con un anciano de cabellos blancos que le contemplaba sumamente regocijado.
—¿No me esperabas, muchacho? No me esperabas, ¿eh? —dijo aquel individuo.
—Vaya, tío Jorge. Te creía a muchos kilómetros de distancia... en cualquier lugar de Italia.
—¡Ah!, pero no lo estaba. Desembarqué en Dover anoche, y pensé que podía ir en coche hasta la ciudad y de paso verte. Y lo he descubierto. ¿Toda la noche de juerga, eh? Bonito comportamiento.
—Tío Jorge —Jack le detuvo con firmeza—. Tengo que contarte una historia extraordinaria. Y me atrevo a asegurar que no vas a creerme.
Y le relató todo lo sucedido.
— Dios sabe lo que ha sido de ellos —terminó.
Su tío parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía.
—El jarrón —consiguió decir al fin—. ¡El jarrón azul! ¿Qué ha sido de él?
Jack le miró sin comprender, pero al oír el torrente de palabras que siguieron, empezó a atar cabos.
—Ming... único... la perla de mi colección... por lo menos vale diez mil libras... las ofrecía Hoggenheimer, el millonario americano... el único en su especie en todo el mundo... Pero dime de una vez, muchacho, ¿qué has hecho del jarrón azul?
Jack corrió a la administración. Tenía que encontrar a Lavington. La encargada le recibió fríamente.
—El doctor Lavington se marchó a última hora de la noche... en automóvil. Dejó una nota para usted.
Jack rasgó el sobre. Su contenido era breve y conciso:
Mi querido y joven amigo: ¿Ha pasado ya la época de lo sobrenatural? No del todo... especialmente cuando se presenta con cierto lenguaje científico. Muchos recuerdos de Felisa, su padre inválido y míos. Tenemos doce horas de ventaja, que son más que suficientes. Suyo siempre,
Ambrosio Lavington, Médico del Espíritu.
FIN