Publicado en
mayo 30, 2010
Fue a principios de septiembre de 1664 cuando me enteré, al mismo tiempo que mis vecinos, de que la peste estaba de vuelta en Holanda. Ya se había mostrado muy violenta allí en 1663, sobre todo en Ámsterdam y Rótterdam, adonde había sido traída según unos de Italia, según otros de Levante, entre las mercancías transportadas por la flota turca; otros decían que la habían traído de Candia, y otros que de Chipre. Pero no importaba de dónde había venido; todo el mundo coincidía en que estaba otra vez en Holanda.
En aquellos días carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana, como hoy se ve hacer. Las informaciones de esa clase se recogían de las cartas de los comerciantes y de otras personas que tenían correspondencia con el extranjero, y sólo circulaban de boca en boca; de modo que no se difundían instantáneamente por toda la nación, como sucede ahora. Sin embargo, parece que el Gobierno estaba bien informado del asunto, y que se habían celebrado varias reuniones para estudiar los medios de evitar la reaparición de la enfermedad; pero todo se mantuvo muy secreto. Fue así que el rumor se desvaneció y la gente empezó a olvidarlo, como se olvida una cosa que nos incumbe muy poco, y cuya falsedad esperamos. Eso hasta fines de noviembre, o principios de diciembre de 1664, cuando dos hombres, franceses, según se dijo, murieron apestados en Long Acre, o más bien en el extremo superior de Drury Lane. Sus familiares trataron de ocultar el hecho tanto como les fue posible, pero el asunto se divulgó en boca de los vecinos, y los secretarios de Estado se enteraron y resolvieron averiguar la verdad: ordenaron a dos médicos y un cirujano visitar la casa e inspeccionarla. Así lo hicieron, y descubriendo en los cadáveres señales evidentes de la enfermedad, hicieron pública su opinión de que esos hombres habían muerto de la peste. A continuación se trasladó el caso al oficial de la parroquia, quien a su vez lo llevó a la Casa del Ayuntamiento; y se lo dio a publicidad en el boletín semanal de mortalidad del modo habitual, es decir:
Apestados, 2. Parroquias infectadas, 1.
Esto inquietó mucho a la población, y la alarma cundió por la ciudad; más aún cuando en la última semana de diciembre de 1664, otro hombre murió en la misma casa y de la misma enfermedad. Después volvimos a vivir tranquilos casi unas seis semanas durante las cuales, no habiendo muerto persona alguna con síntomas de la enfermedad, se dijo que el mal había desaparecido. Pero tras eso, creo que hacia el 12 de febrero, otro murió en otra casa, aunque en el mismo barrio y de la misma manera.
Esto atrajo mucho la atención de la gente hacia ese extremo de la ciudad, y como los registros semanales mostraban un aumento de defunciones superior a lo normal en la parroquia de St. Giles, se empezó a sospechar que la peste estaba entre los habitantes de esa zona, y que muchos habían muerto de ella, aunque se trataba de ocultar el hecho al público. Esta idea se adueñó de las cabezas de la gente, y pocos se atrevían por Drury Lane o por las otras calles sospechosas, a menos que un asunto extraordinario les obligara a hacerlo.
El aumento de la mortalidad se registró así: el número habitual de entierros semanales, en las parroquias de St. Giles-inthe-Fields y St. Andrew's, Holborn, variaba entre doce y diecisiete o diecinueve en cada una, poco más o menos; pero desde que la peste apareció por primera vez en St. Giles se observó que el número de entierros crecía en forma considerable. Por ejemplo:
Del 27 de diciembre al 3 de enero St Giles 16
St Andrew 17
Del 3 de enero al 10 de enero St Giles 12
St Andrew 25
Del 10 de enero al 17 de enero St Giles 18
St Andrew 18
Del 17 de enero al 24 de enero St Giles 23
St Andrew 16
Del 24 de enero al 31 de enero St Giles 24
St Andrew 15
Del 31 de enero al 7 de febrero St Giles 21
St Andrew 23
Del 7 de febrero al 24 de febrero St Giles 24
St Andrew ---
Entre ellos uno de la peste.
Un aumento similar de los decesos se observó en los distritos de St. Bride (contiguo por un lado a la parroquia de Holborn) y de St. James, Clerkenwell (limítrofe con Holborn por el otro lado). En cada uno de estos barrios morían habitualmente, cada semana, entre cuatro y seis u ocho personas, cifra que aumentó durante esa época de esta manera:
Del 20 de diciembre al 27 de diciembre St Giles 0
St Andrew 8
Del 27 de diciembre al 3 de enero St Giles 6
St Andrew 9
Del 3 de enero al 10 de enero St Giles 11
St Andrew 7
Del 10 de enero al 17 de enero St Giles 12
St Andrew 9
Del 17 de enero al 24 de enero St Giles 9
St Andrew 15
Del 24 de enero al 31 de enero St Giles 8
St Andrew 12
Del 31 de enero al 7 de febrero St Giles 13
St Andrew 5
Del 7 de febrero al 14 de febrero St Giles 12
St Andrew 6
Además la población observó con gran inquietud que el número general de muertes aumentó mucho durante esas semanas, aunque se trataba de una época del año en la cual las cifras suelen ser moderadas.
Por lo común el total semanal de entierros variaba entre 240 y 300. Esta última ya era considerada una cifra bastante elevada; pero nos encontramos con que el número de muertes fue creciendo sucesivamente así:
Entierros Aumento
Del 20 de diciembre al 27 291 ….
Del 27 de diciembre al 3 de enero 349 58
Del 3 de enero al 10 de enero 394 45
Del 10 de enero al 17 de enero 415 21
Del 17 de enero al 24 de enero 474 59
Este último informe era realmente terrorífico: se trataba de la mayor cantidad semanal de muertos que se hubiera conocido desde la anterior epidemia de 1656.
Sin embargo, esta situación no se mantuvo así, y como el tiempo resultó frío y la helada, que había empezado en diciembre, persistió severamente hasta casi fines de febrero, acompañada de vientos ásperos, aunque moderados, las estadísticas volvieron a disminuir, la ciudad se recuperó, y todo el mundo comenzó a considerar pasado el peligro; sólo que los entierros en St. Giles todavía eran demasiados. Sobre todo a partir de principios de abril, cuando fueron veinticinco por semana, hasta la semana del 18 al 25, en la que hubo treinta muertos, entre ellos dos de la peste y ocho de tabardillo pintado, que era considerado la misma enfermedad. Por otra parte, el número de los que morían de tabardillo aumentó de ocho a doce de una semana a la otra.
Esto volvió a alarmarnos, y terribles aprensiones surgieron entre la población, en especial porque el tiempo ya cambiaba y se volvía caluroso, y el verano estaba a la vista. Sin embargo, la semana siguiente hizo renacer algunas esperanzas: las cifras eran bajas: sólo murieron en total 388, ninguno de la peste, y apenas cuatro de tabardillo pintado.
Pero en la semana siguiente la enfermedad volvió, esparciéndose en otras dos o tres parroquias: St. Andrew's, Holborn, St. Clement, Danes, y para gran aflicción de sus habitantes, uno murió dentro del recinto amurallado, en la parroquia de St. Mary Woolchurch, es decir, en Bearbinder Lane, cerca del Stocks Market. Hubo en total nueve casos de peste y seis de tabardillo. Sin embargo, una investigación demostró que el francés que murió en Bearbinder Lane había vivido en Long Acre, cerca de las casas infectadas, y que se había mudado por temor a la enfermedad, sin saber que ya estaba contagiado.
Esto sucedió a principios de mayo, cuando el tiempo todavía era templado, variable, y bastante fresco, y la gente conservaba algunas esperanzas. Lo que les animaba era que la City seguía libre de enfermedades: en las noventa y siete parroquias del sector amurallado sólo habían muerto cincuenta y cuatro personas, y como el mal parecía radicado entre los habitantes de aquel extremo de la ciudad, empezamos a creer que no llegaría más lejos; especialmente teniendo en cuenta que la semana próxima (que fue la del 9 al 16 de mayo) no murieron más que tres, todos fuera de la City, y que en St. Andrew's sólo enterraron a quince, lo que era muy poco. Es cierto que en St. Giles enterraron a treinta y dos, pero como sólo uno estaba apestado, la gente empezó a sentirse aliviada. La cifra total también fue muy baja, ya que la semana anterior habían muerto 347 y la arriba mencionada apenas 343. Seguimos con esas esperanzas unos pocos días, pero nada más que unos pocos días, porque la gente ya no estaba para ser engañada de ese modo: inspeccionaron las casas y descubrieron que la peste estaba realmente diseminada por todos lados, y que muchos morían de ella cada día. De manera que todos nuestros consuelos sucumbieron, y no hubo más que ocultar. Rápidamente se comprendió que la infección se había extendido más allá de cualquier posibilidad de detenerla; que en la parroquia de St. Giles había tomado varias calles y que muchas familias enteras yacían enfermas. Por lo tanto, en el boletín siguiente el asunto empezó a revelarse. Es cierto que no registraba más que catorce abatidos por la peste, pero esto era todo trampa y confabulación, porque en el distrito de St. Giles enterraron un total de cuarenta, la mayoría de los cuales había muerto sin duda apestados, aunque en una lista les fueron atribuidas otras enfermedades. Y a pesar de que la suma de muertes no aumentó más que en treinta y dos, y la estadística total sólo señalaba 385 decesos, catorce por el tabardillo y catorce por la plaga, dimos como un hecho que esa semana hubo cincuenta muertos de peste.
El informe siguiente fue el del 23 al 30 de mayo, lapso durante el cual el número de apestados habría sido diecisiete. Pero en St. Giles hubo cincuenta y tres entierros -¡una cifra alarmante!- de los que sólo nueve fueron atribuidos a la plaga; pero una investigación más minuciosa de los jueces de paz, solicitada por el Lord Mayor, demostró que había otras veinte muertes por peste en ese distrito, de las que se había culpado al tabardillo y a otras enfermedades.
Pero esto resultó muy poca cosa frente a lo que vino inmediatamente después; porque entonces la temperatura aumentó, y a partir de la primera semana de junio la epidemia se extendió de modo terrorífico, las-cifras crecieron mucho y las menciones del tabardillo pintado, fiebre e infección de dientes empezaron a multiplicarse. Todos los que podían ocultar sus malestares lo hacían, para evitar que los vecinos rehuyeran su presencia y se negaran a conversar con ellos, y también para evitar que las autoridades clausuraran sus casas; amenaza que aunque todavía no era cumplida, pendía sobre la población, en extremo asustada ante la sola idea del asunto.
En la segunda semana de junio, la parroquia de St. Giles, que aún soportaba el mayor peso de la epidemia, enterró a 120; aunque los boletines decían que sólo sesenta y ocho murieron apestados, todo el mundo afirmaba que habían sido por lo menos cien, calculando de acuerdo en el número habitual de funerales en esa parroquia.
Hasta esta semana la City continuó libre; nadie murió en sus noventa y siete parroquias, excepto aquel francés que mencioné. Pero entonces murieron cuatro dentro del recinto amurallado, uno en Wood Street, otro en Fenchurch Street y dos en Crooked Lane. Mientras tanto, Southwark se mantenía indemne; nadie había muerto de ese lado del Támesis.
Yo vivía más allá de Aldgate, a medio camino entre Aldgate Church y Whitechapel Bars, en la mano izquierda o lado norte de la calle; y como la enfermedad no había alcanzado ese lugar de la City, mi vecindad siguió muy tranquila. Pero en el otro lado de la ciudad la consternación era muy grande; y la gente rica, en particular la nobleza y la alta burguesía de la parte occidental de la City, abandonaba en masa la ciudad con sus familiares y sirvientes, de manera inusitada. Este espectáculo se observaba mejor en Whitechapel, es decir, en la calle Broad, donde yo vivía. En verdad, no había otra cosa para ver que coches y carretas cargadas de bienes, mujeres, sirvientes, niños, etc.; coches llenos de gente de la clase alta, y jinetes que los acompañaban, y todos huyendo. Luego aparecieron coches y carretas vacíos, y caballos de reserva con sirvientes, quienes -era evidente- volvían o eran enviados del campo para recoger más gente. Había, también, incontables jinetes, algunos solitarios, otros seguidos por criados; en general, todos cargados de equipaje y dispuestos para viajar, lo que cualquiera podía notar por su apariencia.
Esta era una visión muy terrible y melancólica; y como se trataba de un espectáculo que yo no podía dejar de contemplar de la mañana a la noche (porque, en verdad, no había otra cosa que contemplar en ese momento), me llenaba de sombríos pensamientos acerca de la desgracia que estaba cayendo sobre la ciudad, y de la desdichada situación de quienes permanecerían en ella.
Durante algunas semanas, la gente se precipitó de modo tal que resultaba imposible llegar a la puerta del Lord Mayor sin superar extraordinarias dificultades. La multitud se apiñaba para conseguir pases y certificados de salud como si viajaran al extranjero; porque sin esos documentos no se permitía a nadie atravesar las ciudades por los caminos, ni alojarse en ninguna posada. Ahora bien, como durante toda esa época nadie murió en la City, mi Lord Mayor no puso reparos en dar certificados de salud a los habitantes de las noventa y siete parroquias de la City y -durante un tiempo- a los residentes de las liberties.
Esta precipitación duró -durante un tiempo- algunas semanas, es decir, los meses de mayo y junio; tanto más porque se murmuraba que el Gobierno estaba por expedir la orden de instalar barreras y vallas en la ruta para evitar que la gente viajara, y que las ciudades ubicadas sobre la ruta no tolerarían el paso de los londinenses por miedo a que llevaran la infección con ellos. Pero esos rumores carecían de fundamento salvo en la imaginación popular, especialmente al principio.
Entonces comencé a considerar seriamente mi propio caso y cómo dispondría de mi persona; es decir, si decidiría permanecer en Londres o cerrar mi casa y volar, como tantos de mis vecinos habían hecho. He anotado este asunto tan, detalladamente, porque tal vez mi historia pueda resultar útil a quienes vengan detrás de mí, si alguna vez se vieran sometidos a la misma angustia y a la misma opción; por esta razón deseo que esta narración sea, más que una historia de mis actos, una guía para los de aquellos a quienes muy poco puede importar lo que fue de mí.
Tenía ante mí dos importantes asuntos: uno era sostener mi tienda y mis negocios, que eran considerables, y en los que había embarcado todo lo que poseía en el mundo; el otro era la protección de mi vida ante una calamidad tan funesta como la que yo veía caer ostensiblemente sobre la ciudad entera, y cuya gravedad, como si no fuera bastante por sí misma, se veía tal vez muy aumentada por mis temores tanto como por los ajenos...
La primera consideración era de gran importancia para mí: mi negocio era el de la talabartería y como yo no comerciaba con el público de paso, sino con los mercaderes que traficaban con las colonias inglesas en América, mis fondos estaban, en gran parte, en sus manos. Es cierto que yo era un hombre solo; pero tenía toda una familia de sirvientes trabajando para mí; tenía una casa, un negocio y depósitos llenos de mercadería; abandonarlos como se abandonan las cosas en casos semejantes (es decir, sin ningún encargado o persona de confianza que si no señalaban evidentemente que la voluntad del Cielo era que no me fuera. Inmediatamente pensé que si en verdad estaba de Dios que yo permaneciera, Él tenía la capacidad de guardarme en medio de la muerte y el peligro que me rodearían y que si yo intentaba prodigarme huyendo de mi morada y actuando contra esas intimaciones (que creía divinas), era como escapar de Dios, y Él ejercitaría Su justicia para alcanzarme cuando y donde Él lo creyera conveniente.
Estos pensamientos volvieron a invertir mi decisión y cuando volví a discutir con mi hermano le dije que me inclinaba por quedarme y asumir mi destino en el puesto que Dios me había deparado, lo que, de acuerdo con lo que ya he dicho, parecía haberse transformado en un deber especial.
Mi hermano, aunque era hombre muy religioso, rió ante todo lo que señalé como intimaciones del Cielo, y me contó varias historias de gente tan temeraria -así la denominó como yo. Afirmó qué en verdad yo debería considerar esos inconvenientes como provenientes del Cielo si estuviera de algún modo incapacitado por perturbaciones o enfermedades; entonces, no siendo capaz de viajar, debería aceptar las directivas de Él, que siendo mi Hacedor, tiene indiscutido derecho de soberanía para disponer de mí; así no habría dificultad alguna en determinar cuál era el llamado de Su Providencia y cuál no. Pero -dijo- resultaba ridículo que yo tomara como intimación del Cielo para no salir de la ciudad el no poder alquilar un caballo o la fuga del compañero que debía asistirme. Yo tenía salud, extremidades inferiores y otros sirvientes: fácilmente podía viajar a pie un día o dos y, contando con un buen certificado de salud, alquilar un caballo o tomar la posta en el camino si lo consideraba adecuado.
Luego procedió a relatarme las consecuencias dañinas que acompañaron la presunción de los turcos y mahometanos en Asia y en otros lugares donde él estuvo (como ya señalé, siendo mercader, había estado hasta hacía unos años en el exterior, regresando por último de Lisboa). Presumiendo de sus profesadas nociones de predestinación y de que el fin de cada hombre está irremisiblemente decretado con anticipación, esos hombres concurrían displicentemente a lugares infectados y conversaban con personas apestadas, por lo que murieron a un promedio de diez o quince mil por semana, mientras que los europeos o los mercaderes cristianos, que se mantuvieron retirados, escaparon por lo general al contagio.
Con estos argumentos, mi hermano volvió a alterar mis resoluciones y comencé a decidirme a viajar. En consecuencia, alisté todo; porque en resumidas cuentas la infección creció alrededor de mí, las cifras se elevaron a casi setecientos muertos por semana y mi hermano me dijo que no se aventuraría a quedarse más tiempo. Yo deseaba que él me permitiera pensarlo sólo hasta el día siguiente, en que me decidiría. Como ya había preparado todo de la mejor manera posible, en lo referente a mis negocios y a quién confiar mis asuntos, tenía poco que hacer, aunque mucho que decidir.
Esa noche llegué a casa con la mente oprimida, irresoluto, sin saber qué hacer. Absolutamente apartado, dediqué la noche a una seria meditación; estuve solo, porque ya entonces, la gente, como por consenso general, había adoptado la costumbre de no ir más allá de sus puertas tras la puesta del sol. De tanto en tanto tendré ocasión de explicar sus razones.
En el retiro de esa noche me empeñé en decidir, en primer lugar, cuál era mi deber. Expuse los argumentos mediante los cuales mi hermano me había impulsado a viajar al campo y les opuse las fuertes obsesiones que me impulsaban a quedarme: el visible llamado que creía descubrir en esas particulares circunstancias, el cuidado debido a la preservación de los bienes que constituían mi fortuna y también las intimaciones que yo consideraba provenientes del Cielo y que me indicaban una suerte de dirección a seguir. Y se me ocurrió que si contaba con lo que podría llamar una indicación de quedarme, debía suponer que ella contenía una promesa de protegerme, en caso de que la obedeciera.
Esto resultaba muy claro para mí, y mi espíritu se inclinaba cada vez más a la idea de quedarme, sostenido por la secreta satisfacción de sentirme protegido. Agréguese a esto que, hojeando una Biblia que tenía ante mí, mientras mis pensamientos sobre la cuestión eran más graves que de ordinario, exclamé:
-¡Bien, no sé qué hacer! ¡Dirígeme, Señor!
En ese momento sucedió que mi mirada cayó sobre el segundo verso del Salmo 91; seguí leyendo hasta el verso sexto inclusive, y luego continué con el décimo, como sigue: Él dirá al Señor: Tú eres mi amparo y refugio; el Dios mío en quien esperaré /Porque él me ha librado del lazo de los cazadores y de terribles adversidades. / Con sus alas te hará sombra, y debajo de sus plumas estarás confiado. / Su verdad te cercará como escudo; no temerás terrores nocturnos, / ni la saeta disparada de día, ni al enemigo que anda entre tinieblas, ni los asaltos del demonio en medio del día. / Caerán a tu lado izquierdo mil saetas y diez mil a tu diestra; más ninguna te tocará a ti: / Tú lo estarás contemplando con tus propios ojos, y verás el pago que se da a los pecadores... /No llegará a ti el mal, ni el azote se acercará a tu morada, etcétera
Casi no necesito decir al lector que en ese instante resolví permanecer en la ciudad, y que, entregándome enteramente a la bondad y la protección del Todopoderoso, no buscaría ninguna otra clase de refugio. Mis horas estuvieron en sus manos siempre, y era tan capaz de protegerme en época de epidemia como en época de salud. Y si Él no consideraba adecuado librarme, todavía estaba yo en sus manos y haría de mí lo que mejor le pareciera.
Así decidido, me acosté. Mi resolución se afirmó más al día siguiente, cuando cayó enferma la mujer a quien había pensado confiar mi casa y todos mis asuntos. Y hubo más aún para obligarme a permanecer: porque al otro día yo mismo me sentí bastante mal, de manera que no hubiera podido viajar aun en caso de desearlo. Continué enfermo tres o cuatro días y esto me decidió por completo; así que me despedí de mi hermano, que partió hacia Dorking, en Surrey, y después fue todavía más lejos, hacia Buckinghamshire o Bedfordshire, a un retiro que había encontrado para su familia.
Era muy mala época para estar enfermo, porque si alguien se quejaba, de inmediato se decía que estaba apestado. Yo, aunque no presentaba síntoma alguno de esa enfermedad, me sentía bastante mal de la cabeza y el estómago, y no dejaba de sentir alguna aprensión. Pero en unos tres días me puse mejor; la tercera noche descansé bien, sudé un poco y me sentí más animado. El temor a la infección se desvaneció al mismo tiempo que mi malestar, y volví a atender mis asuntos como de costumbre.
Sin embargo esos episodios alejaron mis pensamientos del viaje al campo, y como mi hermano también se había alejado, no tuve ya nada que debatir, ni con él ni conmigo mismo, acerca del asunto.
Estábamos entonces a mediados de julio; la plaga, que se había encarnizado preferentemente en el otro extremo de la ciudad y en los distritos de St. Giles, St. Androw's, Holborn y en el lado de Westminster, comenzó a desplalarse en dirección este, hacia la zona donde yo vivía. Hay que señalar, por cierto, que no se encaminaba directamente hacia nosotros, porque la City se conservaba aún medianamente sana. También había avanzado demasiado la peste sobre el agua hacia Southwark; porque aunque allí hubo aquella semana 1260 muertos de toda enfermedad (entre los cuales era posible adjudicar unos 900 a la peste), sólo veintiocho murieron entre los muros de la City, y diecinueve en Southwark (incluida la parroquia de Lambeth), mientras en los barrios de St. Giles y St. Martin-in-the-Fields, solamente, murieron cuatrocientos veintiuno.
Advertimos entonces que la infección se fortificaba principalmente en los barrios de extramuros: como eran muy populosos y estaban llenos de pobres, la enfermedad los consideró mejor presa que la City. Notamos también que la peste se acercaba a nosotros por los distritos de Clarkewell, Cripplegate, Shoreditch y Bishopsgate, parroquias estas últimas unidas a las de Aldgate, Whitechapel y Stepney. Por último, la plaga vino a derramar su mayor cólera y violencia en esos lugares, aunque se moderó en los distritos occidentales, donde había comenzado.
Durante el mes de julio, mientras -como he señalado nuestra parte de la ciudad parecía ser perdonada en comparación con la parte oeste, yo usualmente andaba por las calles, como mis negocios lo exigían. En particular iba una vez por día o cada dos días a la City, a casa de mi hermano, cuyo cuidado me había sido confiado, para ver si todo estaba a salvo. Como tenía la llave, solía entrar a la casa y a la mayoría de las habitaciones, con el fin de comprobar que todo andaba bien. Porque aunque resulte asombroso que en medio de tal calamidad existieran corazones tan duros como para robar y saquear, lo cierto es que se practicaron entonces toda clase de villanías y hasta de libertinajes, tan abiertamente como siempre; no diré que tan frecuentemente, porque el número de personas había disminuido bastante.
Pero entonces la City misma comenzó a ser visitada. Sin embargo, su población se había reducido mucho, porque una enorme multitud había huido al campo y durante todo ese mes de julio continuaron escapando, aunque no en tan gran número como antes. En agosto, por cierto, huyeron de tal manera, que empecé a creer que en la City no quedarían, realmente, sino magistrados y sirvientes.
El aspecto de Londres estaba ahora alterado de un modo extraño, a pesar de que la City no había sido todavía muy castigada. Pero el aspecto de las cosas estaba muy trastornado; la pena y la tristeza se instalaron en cada rostro, y aunque algunos barrios todavía no habían sido muy agobiados, todos se veían gravemente afectados; cada habitante cuidada de sí y de su familia como en situación de extremo peligro, que claramente se veía venir. Si fuera posible representar con exactitud aquellos tiempos para quienes no los vieron, y dar a los lectores una idea verdadera del horror que en todo se manifestaba, se dejaría profundos huellas en sus espíritus y se los llenaría de sorpresa. Bien puede decirse que Londres entero lloraba. Es cierto que no había enlutados en las calles, porque nadie se vestía de negro ni guardaba duelo formal ni siquiera por los amigos más íntimos; pero sin duda se oía en las calles la voz de los dolientes. Los gritos de mujeres y niños en las ventanas o puertas de las casas donde sus parientes más queridos estaban agonizando o ya muertos se escuchaban con tanta frecuencia que bastaban para traspasar el corazón más firme del mundo. Las lágrimas y los lamentos se oían casi en cada casa, en especial durante los primeros tiempos de la epidemia, porque durante los últimos los corazones estaban endurecidos y la muerte se había convertido en una visión tan habitual, que a nadie le importaba demasiado la pérdida de un amigo, ante la expectativa de correr idéntica suerte en cualquier momento.
Pero debo volver al comienzo de esta época sorprendente. Cuando el temor de la gente aún era joven, se vio acrecentado de modo extraño por varios raros accidentes. Si se los considera en su conjunto, resulta pasmoso que todo el pueblo no se alzara como un solo hombre para abandonar su morada, dejando el lugar como a un espacio de tierra señalado por el Cielo para la radicación de un Aceldamá que sería borrado de la faz del planeta, y en el que todo lo que allí se encontrara perecería. Mencionaré sólo algunas de esas cosas, aunque fueron tantos los brujos y los bellacos que las propagaban, que con frecuencia me asombré de que existiera alguien (especialmente entre las mujeres) que no las tuviera en cuenta.
. - En primer lugar, una estrella flamígera o cometa apareció varios meses antes de la epidemia, como había sucedido antes del año del fuego. Las viejas y los hipocondríacos flemáticos del sexo opuesto, a quienes casi podría llamar también viejas, señalaron (en particular después de los acontecimientos) que esos cometas pasaron directamente sobre la City y tan cerca de las casas, que claramente significaban algo que concernía a la City sola; que el cometa anterior a la pestilencia era lánguido, de desvaído color y movimiento muy pesado, solemne y lento, pero que el anterior al incendio era rutilante o, como dijeron otros, llameante, y su movimiento era furioso y veloz. De acuerdo con estos detalles -afirmaban- uno predecía una pesada sentencia, pausada pero severa, terrible y aterradora como la peste, mientras el otro predecía un golpe fulminante, súbito, veloz y frío como la conflagración. Más aun: algunas personas imaginaron que al mirar el cometa que precedió al fuego, no sólo lo vieron pasar rápida y furiosamente, y que podían percibir el movimiento con sus ojos, sino que hasta lo habían escuchado: hacía un ruido estrepitoso, feroz y terrible, aunque distante.
Yo vi ambos astros y -debo confesarlo- tenía muchas de las ideas comunes sobre esos asuntos en mi cabeza, de modo que fui capaz de ver en ellas los presagios y advertencias del juicio de Dios. Especialmente cuando tras la catástrofe que siguió a la primera vi otra de la misma clase, no pude sino pensar que Dios todavía no había azotado bastante a la City.
Sin embargo, yo no pude llevar las cosas tan lejos como otros, porque también sabía que los astrónomos asignan causas naturales a tales fenómenos y que sus movimientos y hasta sus revoluciones son calculados, o se los pretende calcular, de modo que no es posible llamarlos presagios o predicciones, y mucho menos procuradores de sucesos tales como la pestilencia, la guerra, el fuego y otras calamidades.
Pero que mis pensamientos y los pensamientos de los filósofos sean, o hayan sido, lo que quieran. Lo cierto es que esas cosas ejercieron una influencia más que ordinaria sobre el ánimo de la gente común, poseída por una casi universal y melancólica aprensión acerca de alguna calamidad terrible que caería sobre la ciudad, a partir de la visión de ese cometa y de la pequeña alarma dada en_ diciembre por las dos personas que murieron en St. Giles, a las que ya me referí.
Los recelos de la gente fueron estimulados, además, por el error de una época durante la cual -creo- el pueblo se mostró más adicto a las profecías, conjuros astrológicos, sueños y cuentos de comadres, de lo que se haya mostrado nunca antes o después. No sé si esta desgraciada disposición surgió originalmente de las tonterías de algunos que ganaron dinero gracias a ellas, imprimiendo predicciones y pronósticos; lo cierto es que el público se asustaba terriblemente con libros como el Almanaque de Lilly, las Predicciones Astrológicas de Gadbury, el Almanaque de Poor Robin y otros parecidos. También por varios libros que presumían de religiosos, uno titulado Salde Ella, mi Gente, si no eres Partícipe de sus Plagas; otro llamado Clara Advertencia, otro, Recordatorio Británico, y muchos más. Todos, o la mayor parte, predecían directa o encubiertamente la ruina de la ciudad. Más aun: había quienes eran tan descarados como para recorrer las calles con sus predicciones orales, pretendiendo que habían sido enviados a predicar. Uno, como Jonás en Nínive, gritaba.
-¡Sólo cuarenta días, y Londres será destruida!
Otro corría casi desnudo, con unos pantalones colgando de su cintura, aullando día y noche, como el hombre que menciona Josefo, que gritaba: « ¡Ay de Jerusalén!», poco antes de la destrucción de esta ciudad. Así, esta pobre criatura desnuda gritaba: « ¡Oh, el gran y terrible Dios!», y no decía otra cosa, sino que repetía incesantemente estas palabras con voz y semblante cargados de horror, a paso veloz. Según lo que sé, nunca nadie pudo verlo detenido o descansando o alimentándose. Yo encontré a este pobre hombre en las calles varias veces, y le hubiera hablado; pero él no quería entrar en conversación conmigo ni con ningún otro, y seguía con sus fúnebres gritos.
Estas cosas aterrorizaban en extremo a la gente, especialmente en ocasiones como las que mencioné, cuando descubrieron uno o dos muertos de peste en los boletines de St. Giles.
A esto se agregaban los sueños de las viejas o -debería decir- las interpretaciones que las viejas hacían de los sueños de otros. Esto puso a muchísima gente fuera de juicio. Algunos oían voces que les indicaban que se fueran, porque habría en Londres una peste tal que los vivos serían incapaces de enterrar a los muertos. Otros vieron apariciones en el aire. Se me debe permitir que diga (espero que sin faltar a la caridad) que escuchaban voces que nunca hablaron y vieron visiones que nunca aparecieron; sucedía que la imaginación popular estaba realmente descarriada y poseída. Y a no asombrarse si aquellos que encuadriñaban sin descanso las nubes veían formas y figuras, representaciones y apariencias, que no eran otra cosa sino aire y vapor. Aquí nos decían que habían visto una espada llameante sostenida por un brazo que surgía de una nube, apuntando directamente sobre la ciudad; allí veían coches fúnebres y ataúdes en el aire, camino del entierro; más allá, montones de cuerpos yaciendo sin sepultura, y cosas por el estilo, mientras la imaginación de la pobre gente aterrorizada les brindaba material de trabajo.
Asilas imaginaciones hipocondríacas representan naves, ejércitos y batallas en el firmamento hasta que un ojo firme las exhalaciones disuelve, y todo en su principio, la nube, se resuelve.
Podría colmar este relato con las extrañas narraciones que aquella gente ofrecía cada día de lo que había visto. Y cada uno se mostraba tan categórico acerca de ello, que resultaba imposible contradecirlos sin perder su amistad o ser considerado rudo y grosero, por un lado, y profano y cabeza dura por otro. Una vez, antes del comienzo de la epidemia, creo que hacia marzo, al ver una multitud en la calle me acerqué para satisfacer mi curiosidad y encontré que todos observaban el aire para ver lo que una mujer les decía que aparecía claramente para ella: un ángel vestido de blanco que blandía una espada en la mano, sobre su cabeza. Ella describía cada parte de la figura muy vivamente, señalando sus movimientos y formas, y esa pobre gente entró en el asunto seriamente y de buena fe.
-Sí, lo veo todo claramente -dijo uno-. Allí está la espada.
Otro vio el ángel. Uno hasta le vio el rostro y exclamó:
-¡Qué criatura gloriosa!
Uno vio una cosa, y otro otra. Yo miré con tanta ansiedad como los demás, pero tal vez con menos ganas de ser embaucado; dije que no veía otra cosa que una nube blanca. La mujer se esforzó en demostrarme la cosa, pero no pudo obligarme a confesar que la veía; en verdad, para hacerlo, yo hubiera tenido que mentir. Volviéndose hacia mí me miró la cara y creyó que yo reía; también en esto su imaginación la engañaba, porque en realidad yo no reía, sino que reflexionaba seriamente acerca de la manera en que la gente era aterrorizada por la fuerza de su propia imaginación. Sin embargo, me llamó impío y burlador; me dijo que era el tiempo de la ira de Dios, y que sentencias horribles se aproximaban, y que los escépticos como yo se extraviarían y perecerían.
La gente que la rodeaba parecía tan disgustada como ella. No encontré modo de convencerlos de que no me reía de ellos y comprendí que se lanzarían sobre mí antes de que pudiera desengañarlos. De manera que los dejé; y esta aparición fue considerada tan real como la de la misma estrella llameante.
Tuve otro encuentro en pleno día. Fue atravesando un pasaje angosto entre Petty France y Bishopsgate Churchyard, junto a una hilera de asilos. En la iglesia de Bishopsgate hay dos cementerios; uno al lado de la puerta; el otro a un costado del estrecho pasaje sobre cuya mano izquierda están los hospicios; sobre la derecha hay una pared baja con una empalizada, y más a la derecha, sobre el otro lado, está el muro de la City.
En ese angosto pasaje había un hombre mirando a través de la tapia hacia el camposanto y a su alrededor tanta gente como la estrechez del lugar permitía. Él les hablaba muy seriamente, y señalando ya un lugar, ya otro, afirmaba que veía un fantasma caminando sobre las lápidas sepulcrales. Describió la forma, la postura y el movimiento con tanto detalle que lo embarazó mucho el hecho de que nadie lo viera tan bien como él. De pronto gritaba: « ¡Allí está, ahora viene para aquí!» Luego: « ¡Se da vuelta!», hasta que, al fin, convenció tanto a la gente que uno imaginó que lo veía y otros hicieron lo mismo.
Miré hacia todos lados con ahínco, pero no pude ver nada; sin embargo, él se mostró tan seguro que sugestionó poderosamente a los circunstantes, y los dejó temblorosos y asustados. Al fin, poca gente, entre la que conocía la historia, se atrevía a atravesar ese pasaje de día, y difícilmente alguien lo hacía de noche, cualquiera fuese el asunto que lo llamara.
Aquel espectro, afirmó el pobre hombre, señalaba las casas, el suelo y las personas, insinuando claramente que muchos serían enterrados en aquel cementerio, como en verdad sucedió. Pero debo confesar que nunca creí que el hombre lo hubiera visto, y tampoco lo vi yo, aunque para verlo miré todo lo posible.
Estas cosas sirven para mostrar hasta qué punto era sojuzgada la gente por ilusiones engañosas. Como tenían idea de que la Visitación se acercaba, todas sus predicciones se referían a una terrorífica epidemia que caería sobre la ciudad entera, y aun sobre el reino, devastando y destruyendo casi toda la nación, tanto a los hombres como a las bestias.
Como ya dije, los astrólogos sumaron a esto las historias sobre conjunciones malignas de planetas, de influencia dañina. Una de esas conjunciones debía ocurrir, y ocurrió, en octubre, y la otra en noviembre. Llenaron la cabeza de la gente con predicciones de estas señales celestes, insinuando que anunciaban sequía, hambre y pestilencia. Sin embargo se equivocaron totalmente en lo que se refiere a las dos primeras, pues no tuvimos estación seca: por el contrario, el año empezó con una fuerte helada que se prolongó de diciembre hasta marzo. Y luego el tiempo se mostró moderado, más bien templado que caluroso y con vientos frescos. En resumen, hubo el tiempo correspondiente a la estación, y también varias grandes lluvias.
Se hicieron algunos intentos para suprimir la impresión de libros que aterrorizaran al pueblo, y para asustar a sus difusores, algunos de los cuales fueron prendidos. Pero estos intentos no fueron llevados hasta la última instancia porque, según se me informó, el Gobierno se mostraba renuente a exasperar a la gente, que ya estaba bastante fuera de sí.
Tampoco puedo absolver a esos clérigos que con sus sermones contribuían más a hundir que a elevar los corazones de sus oyentes. Sin duda muchos de ellos lo hacían para fortalecer al público y para avivar el arrepentimiento, pero el medio no convenía a los fines, o por lo menos no alcanzaba a compensar el daño ocasionado. En verdad debo confesar que pensé que, así como Dios nos atrae hacia Él a través de las Escrituras, más mediante invitaciones y llamados que por el terror y el pasmo, los clérigos debían haber imitado a nuestro bendito Dueño y Señor, cuyo Evangelio entero está colmado de declaraciones del cielo sobre la merced de Dios, y su buena voluntad para recibir penitentes y perdonarlos, y por eso su Evangelio es llamado el Evangelio de la, Paz y el Evangelio de la Gracia.
Fue en verdad una época de muy felices disensiones en materia de religión. Prevalecían entre el pueblo innumerables sectas y fracciones. Es cierto que la Iglesia de Inglaterra había sido restaurada con la monarquía unos cuatro años antes; pero los clérigos y predicadores presbiterianos, independientes y de toda clase de confesiones, habían comenzado a reunirse en sociedades separadas y a erigir altar contra altar. Cada una celebraba su culto por separado como lo hacen ahora, aunque entonces no eran tantas, porque el Gobierno se empeñaba en suprimir las congregaciones disidentes y evitar sus reuniones.
Pero la Visitación los reconcilió, al menos por algún tiempo, y se toleró que muchos de los mejores clérigos y predicadores disidentes entraran en las iglesias. La gente se congregaba para escucharlos sin averiguar demasiado quiénes eran o qué opiniones tenían. Pero cuando la enfermedad pasó, también disminuyó este espíritu de caridad, y las cosas retornaron a su antiguo cauce.
Un mal siempre trae otro. Esos terrores y aprensiones condujeron a la gente a mil actos débiles, tontos -y perversos que en realidad no deseaban, pero hacia los que eran impulsados por una clase de individuos verdaderamente malvados: corrían hacia los decidores de fortuna, charlatanes y astrólogos, para que les pronosticaran su destino mediante horóscopos y cosas parecidas. Esta tontería pronto hizo que en la ciudad pululara una perversa generación de presuntos practicantes de magia o arte negro, como lo llamaban ellos, no sé por qué. Este comercio creció tan abiertamente, que se volvió común tener en las puertas señales e inscripciones como éstas: «Aquí vive el decidor de fortuna»; «Aquí vive un astrólogo»; «Aquí puede usted hacer calcular su horóscopo», etc. Y la descarada cabeza del Fraile Bacon, símbolo usual en la vivienda de estos personajes, era vista casi en cada calle; o sino el signo de la Madre Shipton, o la cabeza de Merlín, y cosas parecidas.
Realmente no sé mediante qué discursos ciegos, absurdos y ridículos satisfacían a la gente esos oráculos del demonio; lo cierto es que una clientela innumerable se apiñaba frente a sus puertas cada día. Y bastaba que un individuo solemne en chaqueta de terciopelo, faja y levita negra (hábito que por lo general vestían estos brujos charlatanes) fuera visto en la calle, para que la multitud lo siguiera haciéndole preguntas, mientras él continuaba su camino.
No necesito decir qué horrible engaño fue éste, pero no hubo remedio contra él hasta que la misma peste puso fin a todo y -supongo- limpió la ciudad de la mayoría de esos especuladores. Lo malo era que cuando la pobre gente interrogaba a los falsos astrólogos sobre si habría o no plaga, ellos concordaban en responder que «Sí», porque de este modo conservaban la fuente de sus ganancias. Si no se hubiera mantenido al público asustado, pronto los brujos se habrían vuelto inútiles y su oficio habría muerto. Pero ellos pasaban el tiempo hablando de tales y tales influencias de las estrellas, de las conjunciones de tales y tales planetas que necesariamente debían traer enfermedad y perturbaciones, y en consecuencia la peste. Y hasta hubo algunos que se atrevieron a certificar que la epidemia había hecho su aparición; y aunque esto era muy cierto, quienes lo afirmaban nada sabían del asunto.
Los clérigos y predicadores de distintas clases serios e inteligentes -hay que hacerles justicia- se pronunciaron contra estas y otras prácticas malvadas, exponiendo al mismo tiempo su tontería y su perversidad, y la gente más cuerda y sensata las despreció y aborreció. Pero resultó imposible iluminar a la gente ordinaria y a la clase laboriosa y pobre: su pasión predominante era el miedo, y despilfarraban con desaprensión el dinero en esas extravagancias. En especial la servidumbre, que constituía la clientela principal de los charlatanes. Después de la primera averiguación sobre si « ¿Habrá epidemia?», sus preguntas decían casi siempre: « ¡Oh, señor! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué será de mí?» « ¿Mi ama me conservará a su servicio, o me despedirá?» « ¿Se quedará aquí o se irá al campo?» « ¿Y si se va al campo, me llevará con ella o me abandonará para que muera de hambre y me pierda?»
La verdad es que la situación de los sirvientes resultaba muy triste, como tendré ocasión de expresar otras veces, porque era de prever que un número prodigioso de ellos sería despedido, como efectivamente sucedió. Y perecieron en abundancia, especialmente entre aquellos a quienes los falsos profetas habían ilusionado con la esperanza de que sus amos no los abandonarían y los llevarían al campo con ellos; y como no se había previsto ayuda pública para estas criaturas miserables, cuyo número era excesivamente grande (como fatalmente debe ser en casos de esta naturaleza), ellos estaban en peor condición que cualquiera.
Pensamientos de esta clase agitaron la mente del vulgo durante varios meses, mientras las primeras aprensiones se cernían sobre la ciudad, cuando la peste aún no había irrumpido. Pero tampoco debo olvidar que los ciudadanos más serios se comportaron de otro modo. El Gobierno aumentó su devoción, y designó predicadores públicos y días de ayuno y humillación para confesar públicamente los pecados e implorar la misericordia de Dios, con el fin de conjurar la horrible sentencia que pendía sobre nuestras cabezas. Es imposible describir con cuánta presteza se aferró de esta oportunidad todo el mundo, sin distinción de creencias; cómo afluyeron a las iglesias y mítines, y cómo se apiñaron en muchedumbres tan apretadas que ni siquiera había forma de acercarse a las entradas de las iglesias más grandes. También se establecieron en varias iglesias predicadores que oraban por la mañana y por la tarde, y en otros lugares se señalaron días de ruego privado; a todo lo cual la gente asistía, lo repito, con devoción poco común. Muchas familias de distintos credos guardaban ayunos familiares, de los que sólo participaban sus parientes más cercanos. En una palabra, quienes eran verdaderamente serios y religiosos se aplicaban, de manera verdaderamente cristiana a un adecuado trabajo de arrepentimiento y humillación, tal como un cristiano debe hacerlo.
Además, el público mostró que afrontaría su parte en el asunto; la misma Corte, que entonces era alegre y fastuosa, adoptó cierto aire de interés ante el peligro. Se prohibió la peste en escena de todas las obras y entremeses que, al estilo de la corte francesa, habían empezado a extenderse entre nosotros; fueron cerradas y suprimidas las casas de juego, salas de baile y casas de música que se estaban multiplicando y comenzaban a corromper las costumbres; y los payasos, bufones, títeres, volatines y los números similares que habían embrujado al público ordinario cerraron sus tiendas, en las que ya no había movimiento alguno, porque otras ideas agitaban las mentes, y una suerte de tristeza y horror ante esas ideas se instaló hasta en los semblantes de la gente común. Ante sus ojos estaba la muerte, y todos comenzaron a pensar en sus tumbas, no en regocijo ni diversiones.
Pero aun aquellas sanas reflexiones -que, correctamente dirigidas, hubieran conducido a la gente a caer sobre sus rodillas, confesar sus pecados y elevar la vista hacia el misericordioso Salvador en busca de perdón, implorando su compasión en el tiempo de la angustia, con lo que hubiéramos podido resultar una segunda Nínive- tuvieron un efecto totalmente opuesto sobre el pueblo, ignorante y estúpido en sus deducciones. Así como antes se había mostrado inicuo y atolondrado, ahora fue arrastrado por el miedo a extremos de tontería. Antes, para saber qué sería de ellos, corrieron hacia nigromantes, conjuradores, brujos y toda clase de embaucadores (que alimentaban sus temores y los mantenían constantemente alarmados y desvelados con el propósito de engañarlos y saquear sus bolsillos); idéntica locura mostraron en sus corridas hacia los curanderos, charlatanes y toda vieja practicante, en busca de medicinas y remedios. Se aprovisionaron de tal cantidad de píldoras, pociones y preservativos -como se los llamaba- que no sólo desperdiciaban su dinero, sino que se envenenaban anticipadamente por miedo al veneno de la infección, y preparaban sus cuerpos para recibir la peste, en vez de protegerse contra ella.
Por otra parte, los frentes de las casas y las esquinas de las calles fueron pegoteados de un modo increíble, y a duras penas imaginable, con afiches de doctores y anuncios de charlatanes ignorantes que se metían a médicos, e invitaban a acudir a ellos por remedios que generalmente eran adornados con floripondios como estos: «Infalibles píldoras preventivas contra la peste», «Preservativos contra la infección. Nunca fallan», «Cordial Soberano contra la corrupción del aire», «Exacta conducta a seguir con el organismo en caso de infección», «Píldoras Antipeste», «Incomparable poción contra la plaga, nunca descubierta hasta ahora», « Un remedio universal para la peste», «La única verdadera agua de peste», «Antídoto real contra toda clase de infecciones», y así en cantidad mayor de la que puedo enumerar, que si pudiera hacerlo llenaría un libro con estos anuncios.
Otros colocaban avisos para atraer incautos hacia sus albergues, ofreciendo directivas y consejos para caso de infección. También tenían títulos especiosos, como éstos:
«Eminente médico holandés, recién llegado de Holanda, donde residió durante toda la época de la gran peste del año último en Ámsterdam y curó a multitud de personas que estaban realmente apestadas.»
«Dama italiana recién llegada de Nápoles, posee un raro secreto para evitar la infección, que descubrió gracias a su gran experiencia, y realizó allá maravillosas curaciones durante la última epidemia, en la que murieron 20.000 en un día.»
«Anciana dama que ejercitó con gran éxito en la última plaga en esta ciudad, año 1636, da su consejo exclusivamente al sexo femenino. Dirigirse a...»
«Médico experimentado, que estudió largamente la doctrina de los antídotos contra toda clase de veneno e infección, logró tras cuarenta años de práctica tal capacidad, que puede, con la bendición de Dios, enseñar los medios para evitar ser tocado por enfermedad contagiosa, cualquiera que ésta sea. A los pobres les enseña gratis.»
Anoto éstos a título de muestra. Podría ofrecerles dos o tres docenas de parecido tenor, y aun así me quedaría una abundante reserva. Pero unos pocos bastan para informar a todos del estado de ánimo de aquellos tiempos, y de cómo un hato de ladrones y rateros no sólo robaba y trampeaba su dinero a los pobres, sino que envenenaba sus cuerpos con abominables y fatales preparados; algunos en base a mercurio y otros con sustancias igualmente malas, completamente alejadas del fin pretendido, y más dañinas que útiles para el cuerpo en caso de que la infección' sobreviniera.
No puedo omitir una sutileza mediante la cual uno de esos charlatanes engañaba a la pobre gente que se amontonaba a su alrededor, sin hacer nada por ella sino a cambio de dinero. Había agregado a los volantes que distribuía en las calles, esta frase en mayúsculas: «Aconseja a los pobres por nada».
En consecuencia, los pobres acudieron a él en abundancia. Les recitó cantidad de hermosos discursos, examinó el estado de su salud y la constitución de sus organismos, y les aconsejó hacer muchas cosas que no tenían gran importancia. Pero la ganancia y la conclusión de todo consistía en que él tenía un preparado, y que si ellos tomaban determinada cantidad todas las mañanas, él empeñaba su vida en garantía de que nunca padecerían la peste; no, aunque vivieran en una misma casa con gente infectada. Esto hizo que todo el mundo resolviera conseguir el brebaje; pero el precio era muy elevado, creo que media corona.
-Pero, señor -dice una pobre mujer-, soy pordiosera, mantenida por la parroquia, y sus avisos dicen que usted ayuda a los pobres por nada...
-Ay, buena mujer -dice el doctor-, eso es lo que hago, como lo anuncié. Doy mi consejo a los pobres por nada, pero no mi medicina.
-¡Vaya, señor! -dice ella-. Esto es una trampa, entonces. Porque lo que usted aconseja gratis es comprar su droga con dinero. Eso es lo que hacen todos los comerciantes con su mercadería.
Aquí la mujer empezó a decirle malas palabras, y se instaló ante su puerta todo el día, contando la historia a los que llegaban, hasta que el doctor, encontrando que ella espantaba a la clientela, se vio obligado a llamarla arriba otra vez y entregarle a cambio de nada la medicina que, sin duda, para nada sirvió, tampoco, cuando ella la tuvo.
Pero volvamos al pueblo, cuya confusión lo disponía a dejarse someter por toda clase de hipócritas y por cualquier impostor. No hay duda de que estos curanderos se alzaron con grandes ganancias sobre la turba miserable, porque las multitudes que corrían tras ellos crecían diariamente, y sus puertas estaban más abarrotadas que las del doctor Brooks, el doctor Upton, el doctor Hodges, el doctor Berwick o cualquier otro doctor, aunque fueran los más famosos de su época. Se me dijo que algunos de aquellos embaucadores sacaban cinco libras por día de su medicina.
Pero más allá de todo esto había aún otra locura, que puede servir para dar una idea del humor perturbado de la clase baja de la época; sucedió que seguían a una especie de mistificadores aún peor que los mencionados. Porque aquellos ladrones despreciables sólo les mentían para hurgarles los bolsillos y sacarles dinero, y en esos casos la maldad -cualquiera que fuese- se radicaba en el engañador, no en el engañado. Pero en los casos que voy a citar, la impiedad correspondía a la víctima, o a ambas partes por igual. El asunto consistía en usar talismanes, filtros, exorcismos, amuletos y yo no sé qué preparados, para fortificar con ellos el cuerpo contra la peste. Como si la plaga no viniera de la mano de Dios sino que fuese una especie de posesión por un espíritu maligno, que debía ser aventado con cruces, signos del zodíaco, papeles atados con cierto número de nudos, sobre los cuales se escribían ciertas palabras o se dibujaban ciertos signos, particularmente la palabra Abracadabra, dispuesta en forma de triángulo o pirámide, así:
ABRACADABRA Otros ponían el signo
ABR ACADABR Jesuita en una cruz:
ABRACADAB
ABRACADA I H ABRACAD S
ABRACA
ABRAC
ABR
AB
Podría gastar mucho tiempo protestando contra la locura -y en verdad, la perversidad- de estas costumbres, en una época tan peligrosa y en asunto de tan graves consecuencias como una infección nacional. Pero mis apuntes prefieren informar del hecho y presentarlo tal como sucedió. Cómo la pobre gente descubrió la insuficiencia de esos métodos y cómo muchos de ellos fueron más tarde transportados en las carretas de la muerte y arrojados en la fosa común de cada parroquia con todos esos talismanes y cachivaches infernales colgando de sus cuellos, es un asunto que queda para conversarlo más adelante.
Todo esto fue consecuencia de la confusión que se produjo cuando el pueblo notó que la epidemia estaba a la vista, que ya se había infiltrado. Se podría decir que esto sucedió hacia el día de San Miguel de 1664, o, particularmente, después que murieron los dos hombres en el distrito de St. Giles a comienzos de diciembre; y nuevamente, tras una alarma que hubo en febrero. Porque cuando la epidemia se diseminó ostensiblemente, pronto empezaron a ver la locura que era confiar en esos seres incapaces que los habían estafado. Entonces, sus miedos tomaron otros caminos: el del aturdimiento y la estupidez, sin que supieran qué derrotero seguir o qué hacer para ayudarse o aliviarse. Corrían de una casa a la otra, y aun por las calles, de una puerta a la otra repitiendo a los gritos: « ¡Señor, ten piedad de nosotros! ¿Qué haremos?»
Es cierto que esa pobre gente merecía ser compadecida en un punto particular, en el que tenían poco o ningún alivio, y que deseo mencionar con serio y reflexivo respeto, aunque pueda no agradar a algunos de los lectores: sucede que la muerte no comenzó entonces, como se podría decir, a revolotear sobre la cabeza de cada uno individualmente, sino que la veían en sus casas y alcobas, y fijaba la mirada en sus caras. Aunque pudiera existir en algunos cierta estupidez y pesadez mental (y la hubo en cantidad), había también mucha alarma justa fondeada en la profundidad del alma de otros. Muchas conciencias fueron estimuladas; muchos corazones duros se deshicieron en lágrimas; se hizo mucha penitente confesión de crímenes largamente escondidos. Hubiera lastimado el alma de cualquier cristiano haber oído los quejidos mortales de tanta criatura desesperada, sin que nadie se atreviera a acercarse para consolarlas. Más de un robo, más de un asesinato fueron confesados entonces a viva voz, y nadie sobrevivió para recordar esos relatos. Aun cuando pasábamos por las calles, podíamos oír a la gente implorando misericordia a Dios, a través de Jesucristo, y diciendo: «He sido un ladrón», «He sido un adúltero», «He sido un asesino» y cosas por el estilo; nadie se atrevía a detenerse para hacer la menor inquisición o para administrar alivio a las pobres criaturas que así gritaban, con el alma tan angustiada como el cuerpo. Al principio, algunos clérigos visitaban brevemente a los enfermos, pero esto no debía hacerse. Entrar en ciertas casas hubiera significado la muerte. Hasta los enterradores, que eran los seres más endurecidos de la ciudad, se vieron a veces vencidos y tan aterrorizados, que no se atrevían a entrar en casas donde familias enteras habían sido barridas de una vez, y en las que las circunstancias imponían un horror más particular. Pero esto, en verdad, sucedió durante el primer ardor de la enfermedad.
El paso del tiempo los acostumbró a todo, y más tarde se aventuraban en cualquier lugar sin vacilaciones, como tendré ocasión de contar con mayor detalle más adelante.
Estamos en que, como he dicho, la peste se desató y los magistrados comenzaron a pensar seriamente en el estado de la población. Sobre qué hicieron por el bien de los habitantes y de las familias infectadas, dejaré que hablen los hechos mismos. Pero en lo que se refiere a la salud pública, conviene señalar aquí que, viendo la estupidez del populacho que corría hacia la locura detrás de curanderos, charlatanes, brujos y adivinos, el Lord Mayor, un caballero muy sobrio y religioso, designó médicos y cirujanos para aliviar a los pobres -quiero decir a los enfermos pobres-, y en especial ordenó al Colegio de Médicos la publicación de instrucciones acerca de remedios baratos para todas las instancias de la enfermedad. La verdad es que esta fue una de las cosas más caritativas y juiciosas que se pudieron hacer en aquel tiempo, pues contribuyó a que la gente no se agrupara frente a las puertas de los dispensadores de recetas, y a que no tomara ciegamente y sin consideración pócimas que daban purga y muerte en lugar de vida.
Para dar a conocer estas directivas se consultó al Colegio en pleno; se las calculó especialmente para el uso de los pobres, se recomendaron medicinas baratas y se dieron copias gratis a todo el que las deseara. Pero como este es un hecho públicamente conocido, no necesito importunar con él al lector.
No se supondrá que menoscabo la autoridad o la capacidad de los médicos, cuando digo que la violencia de la enfermedad, al llegar a su clímax, fue como la del fuego del año siguiente. El fuego, que consumió todo lo que la peste no había podido tocar, desafió a todos los remedios: las bombas de incendio se rompieron, los cubos fueron desechados, y el poder del hombre se vio desbaratado y arrojado a su fin. Del mismo modo, la peste desafió toda medicina; hasta los médicos fueron atrapados por ella, con sus protectores sobre la boca; deambulaban prescribiendo a otros e indicándoles qué hacer, hasta que las señales los alcanzaban y caían muertos, destruidos por el enemigo contra el que batallaban en los cuerpos de otros. Tal fue el caso de varios médicos, entre los que se contaran algunos de los más eminentes, y el de varios de los cirujanos más hábiles. También perecieron muchos curanderos que cometieron la tontería de confiar en sus propias recetas, cuya ineficacia necesariamente deberían conocer; como a otros ladrones, conscientes de su culpabilidad, les hubiera convenido más huir de la justicia, sabiendo que sólo podían esperar un castigo acorde con sus merecimientos.
Tampoco menoscaba el trabajo o la diligencia de los médicos contar que cayeron en la calamidad común. Es más bien un elogio decir que aventuraron sus vidas tanto como para perderlas al servicio de la humanidad. Se esforzaron en hacer el bien y salvar la vida de otros. Pero no esperábamos que los médicos pudieran detener la sentencia de Dios o evitar que una enfermedad evidentemente armada por el cielo ejecutara el mandato que le fue encomendado.
No hay duda de que los médicos, con su habilidad, prudencia y aplicación, ayudaron a muchos a salvar sus vidas y restaurar su salud. Pero, sin denigrarlos, hay que decir que fueron incapaces de curar a quienes tenían las señales o estaban infectados antes de pedir su ayuda, como fue caso frecuente.
Falta mencionar las medidas oficiales tomadas por los magistrados en salvaguarda de la población y para evitar la propagación de la enfermedad. Tendré frecuente ocasión de hablar de la prudencia de los magistrados, de su caridad, de la protección de los pobres, de la conservación del orden y el suministro de provisiones durante el recrudecimiento de la peste. Pero ahora me dedico a las primeras disposiciones publicadas para el gobierno de las familias contagiadas.
Ya mencioné la clausura de casas; es necesario detenerse más en este punto, porque es un aspecto de la epidemia más bien melancólico; pero hasta la historia más atroz debe ser relatada.
Como ya dije, hacia el mes de junio el Lord Mayor de Londres y la Corte de Regidores comenzaron a ocuparse más concretamente del gobierno de la ciudad.
Los jueces de paz de Middlesex, por orden del secretario de estado, habían empezado a cerrar casas en los distritos de St. Giles-in-the-Fields, St. Martin, St. Clement Danes y otros, con éxito, ya que mediante una estricta guardia de las casas infectadas y cuidando de enterrar inmediatamente a los muertos, se consiguió que la peste amainara en las distintas calles en que había estallado. También se observó que la enfermedad disminuía más en estas parroquias que en las de Bishopsgate, Shoreditch, Aldgate, Whitechapel, Stepney y otras: el cuidado precoz fue un excelente medio para dominarla.
Creo que la clausura de casas fue un método utilizado por primera vez durante la epidemia que se produjo en 1603, cuando llegó al trono el rey Jaime I. El poder para encerrar a la gente en su propia casa fue acordado por un Acta del Parlamento titulada Acta para la Disposición, y el Caritativo Alivio de las Personas infectadas por la Peste. Fue en este acta que el Lord Mayor y los regidores de la ciudad de Londres fundamentaron la orden emitida el 1 de julio de 1665, cuando sólo había unos pocos infectados dentro de la City. En efecto, el último boletín señalaba cuatro en las noventa y dos parroquias. Gracias a los medios arbitrados -ya algunas casas habían sido cerradas y algunas personas recluidas en el hospital existente más allá de Bunhill Fields, camino a Islington- mientras morían cerca de mil por semana en total, el número de muertos sólo ascendía a veintiocho dentro de la City, que relativamente se conservó más saludable que cualquier otro lugar durante el tiempo que duró la infección.
Como señalé, esas ordenanzas de mi Lord Mayor se publicaron a fines de junio, y entraron en vigencia a partir del 1 de julio. Eran las siguientes:
ÓRDENES PREPARADAS Y PUBLICADAS POR EL LORD MAYOR Y LOS CONCEJALES DE LA CITY DE LONDRES CONCERNIENTES AL CONTACTO DE LA PESTE, 1665.
«EN VISTA de que en el reinado de nuestro difunto soberano, el Rey Jaime, de feliz memoria, se levantó un Acta para la ayuda caritativa y la disposición de personas contagiadas de la peste, por la que se concedió autoridad a los jueces de paz, alcaldes, alguaciles y otros funcionarios superiores a nombrar dentro de sus varios límites examinadores, investigadores, guardias, cuidadores y enterradores para las personas y lugares contaminados y tomarles juramento para la ejecución de sus cargos. Y el mismo estatuto autorizaba también el otorgamiento de otras directivas que según ellos resultaran apropiadas para la actual necesidad. Después de otorgarle una consideración especial se piensa ahora muy urgente para prevenir y evitar el contagio de la enfermedad (si así pluguiera a Dios Todopoderoso) que fueran nombrados los siguientes funcionarios, y las órdenes emitidas a continuación fueran cuidadosamente observadas.
Examinadores a designar en cada parroquia
»En primer término se considera necesario y así se lo ordena, que en cada parroquia haya una, dos o más personas de buena condición y reputación elegidas y nombradas por el concejal, su comisario, y el concejo común de todo distrito, las que con el nombre de inspectores continúen en esa función por espacio de dos meses, por lo menos. Y si cualquier persona adecuada así nombrada se rehusara a aceptar el cargo, dichas partes serán enviadas a prisión hasta que se conformen con lo ordenado por la ley.
La función de los inspectores
»Que estos examinadores juren a los concejales inquirir y enterarse de cuando en cuando qué casas de las parroquias deben visitarse, para comprobar el número de personas enfermas y de qué enfermedades, y deben hacerlo con toda la exactitud posible; y en caso de duda ordenar la prohibición de la entrada a la casa hasta que se compruebe la enfermedad. Y si encuentran a cualquier persona enferma de la peste dar órdenes al alguacil para que se clausure la casa; y si se considerara al alguacil remiso o negligente notificar al concejal del distrito.
Guardianes
»Que para toda casa contaminada se nombren dos guardias, uno para el día y otro para la noche; y que estos guardias tengan especial cuidado en que ninguna persona entre o salga de las casas contaminadas, hecho por el que se los procesará, bajo pena de severo castigo. Y dichos guardias cumplirán con las obligaciones que necesiten y requieran las casas contaminadas; y si el guardia es enviado a efectuar una diligencia deberá cerrar la casa y llevar la llave con él; y el guardia diurno deberá estar en su puesto hasta las diez de la noche; y el nocturno hasta las seis de la mañana.
Investigadoras
»Que se tome especial cuidado en nombrar mujeres investigadoras en cada parroquia, de honesta reputación y las mejores que se puedan encontrar en su tipo; y que éstas juren efectuar una búsqueda adecuada y un verdadero informe aplicando el máximo de sus conocimientos en caso de que las personas cuyos cuerpos deban investigar hayan muerto de la peste u otras enfermedades, en la mejor forma posible. Y que los médicos que sean designados para cura y prevención de la peste citen a las antedichas investigadoras quienes son, y serán, nombradas para las distintas parroquias bajo sus respectivos cuidados, para que finalmente ellos puedan considerar si están adecuadamente calificadas para ese empleo, y que las censuren de cuando en cuando si creen que hay causa para ello, si ellas muestran defectos en el cumplimiento de sus deberes.
»Que a ninguna investigadora, durante este período de contagio, se le permita ejercer cualquier trabajo o empleo público, o mantener cualquier negocio o puesto, o estar empleada como lavandera, o en cualquier empleo común.
Cirujanos
»Para mejor asistencia de las investigadoras, en vista de que ha habido gran abuso de informes erróneos sobre la enfermedad, ante el incremento y difusión de la peste, se ordena que se elijan y se nombren cirujanos discretos y capaces, además de los que ya pertenecen al lazareto, a los que la City y las franquicias confinarán en los lugares más aptos y convenientes; y cada uno de ellos se limitará a un barrio; y los mencionados cirujanos dentro de sus límites se unirán a las investigaciones para inspeccionar los cuerpos, con la finalidad de que pueda haber un verdadero informe sobre la enfermedad.
»Y además que los mencionados cirujanos visitarán y buscarán a estas personas y las mandarán a buscar o serán designados y llevados ante ellas por las examinadoras de cada parroquia, y se informarán sobre la enfermedad de las susodichas personas.
»Y en vista de que los mencionados cirujanos serán alejados de todo otro tratamiento, y se dedicarán solamente a esta enfermedad de la peste, se ordena que cada uno de los mencionados cirujanos reciba doce peniques por cada cuerpo revisado, pagaderos de los bienes de la parte investigada, si es posible, o de otro modo de los de la parroquia.
Enfermeras
»Si alguna enfermera se alejara de la casa contaminada antes de los veintiocho días después del deceso de alguna persona que hubiera muerto de la peste, la casa de la que la enfermera aludida se hubiera alejado será clausurada hasta que los antedichos veintiocho días hayan expirado.»
ÓRDENES CONCERNIENTES A LAS CASA CONTAMINADAS Y PERSONAS ENFERMAS DE LA PESTE
Notificación de la enfermedad
»El dueño de toda casa, tan pronto como cualquier miembro de ella se queje, ya sea de ronchas o sarpullido, o de hinchazón en cualquier parte del cuerpo, o caiga peligrosamente enfermo, sin causa aparente de alguna otra enfermedad, informará de ello al examinador sanitario dentro de las dos horas después de que aparezca la mencionada señal.
Aislamiento de los enfermos
»Tan pronto como cualquier hombre encontrado por este examinador, cirujano o investigador esté enfermo de la peste, esa misma noche será aislado en la misma casa; y en el caso de que sea aislado de esta manera y luego no muera, la casa en que se haya enfermado se cerrará durante un mes, después del empleo de preventivos adecuados tomados por el resto de sus miembros.
Ventilación de los objetos
»Para el aislamiento de las pertenencias y objetos de los contagiados, sus ropas de cama, vestidos y cortinados de las habitaciones deben ser bien ventilados con fuego y los perfumes necesarios dentro de la casa contaminada antes de que se usen nuevamente. Esto se hará por orden del examinador.
Clausura de la casa
»Si cualquier persona visitara a cualquier hombre contagiado de la peste, o entrara por su voluntad en cualquier casa contaminada, no habiéndolo permitido, la casa en la que habitara será clausurada por un cierto número de días por orden del examinador.
Prohibición de traslado fuera de las casas contaminadas y excepciones
»Item, que nadie sea trasladado fuera de la casa donde cayó enfermo de la peste o de cualquier otra casa en la ciudad (excepción hecha del lazareto o un pabellón o alguna otra casa a la que el dueño de la casa mencionada mantenga como propia y esté ocupada por sus propios sirvientes); y de este modo se otorgue seguridad a la parroquia en la que se efectúe el traslado, que la atención y el cuidado de la mencionada persona contagiada sean observados y detallados cuidadosamente antes de ser expresados, sin ningún costo para la parroquia en la que se efectúe un traslado de ese tipo, y que este traslado se efectúe por la noche. Y será legal para cualquier persona que tenga dos casas trasladar a su familia ya sea sana o enferma a su segunda casa, según su elección, de manera que, si aleja en primer lugar a los sanos, no mande después a los enfermos al mismo lugar, ni tampoco a los sanos donde están los enfermos; y que los trasladados se alejen de las compañías y se encierren por lo menos durante una semana, por miedo de algún contagio que fuera aparente en un primer momento.
Entierro de los muertos
»Que el entierro de los muertos se efectúe a las horas más convenientes, ya sea antes de la salida del sol o después de la puesta de sol, con el informe reservado de los sacristanes y el condestable, y no de otra manera; y que a ningún vecino o amigo se le imponga la obligación de acompañar el cadáver a la iglesia, o entrar en la casa contaminada, bajo pena de clausurar su casa o enviarlo a prisión.
»Y que ningún cadáver de un muerto de la peste se entierre, o permanezca en cualquier iglesia en el momento de la oración, el sermón o el adoctrinamiento. Y que ningún niño esté cerca del cadáver, el cajón o la tumba en cualquier iglesia, terreno perteneciente a la iglesia o cementerio. Y que todas las tumbas tengan como mínimo seis pies de profundidad.
»Y además todas las reuniones públicas por otros entierros quedan prohibidas durante la vigencia de este contagio.
Prohibición de retirar objetos contaminados
»Que ninguna ropa, objeto, ropa de cama o prenda de vestir sea sacado o rescatado de algunas de las casas contaminadas, y que a los pregoneros y ropavejeros de ropa de cama o vestidos viejos para vender o empeñar se les prohíba ejercer su profesión, y que a ningún ropavejero ambulante se le permita exhibir su mercadería, ya sea colgada en sus puestos o colocada en mesas y vidrieras de negocios que bordeen cualquier calle, callejón, camino o pasaje, ni que vendan ropa de cama o vestidos viejos, bajo pena de prisión. Y que en caso de que cualquier ropavejero u otra persona comprara ropa de cama, vestidos u otros objetos en cualquier casa contaminada dos meses después de la enfermedad, la casa será clausurada como contaminada, y continuará clausurada veinte días como mínimo.
Ninguna persona será rescatada de cualquier casa contaminada
»Si cualquier persona contagiada por azar, negligencia en la vigilancia o cualquier otra causa, saliera o fuera rescatada de un lugar contaminado para ser trasladada a otro sitio, la parroquia de la que esa persona haya sido rescatada, después de comunicar la noticia, se ocupará de que dicha persona sea devuelta por la noche, y que las partes ofensoras en este caso sean castigadas por decisión del concejal del distrito, y la casa del que reciba a tal persona contagiada sea clausurada durante veinte días.
Señalamiento de toda casa contaminada
»Que toda casa contaminada se señale con una cruz roja de un pie de largo en el medio de la puerta, en forma evidente, y con las palabras usuales, es decir, Señor ten piedad de nosotros, colocadas arriba de la misma cruz para que continúen allí hasta la apertura legal de la misma casa.
Vigilancia de toda casa contaminada
»Que los condestables comprueben que toda casa sea clausurada, y sea asistida por guardias, los que mantendrán encerrados a sus ocupantes, y los asistirán en sus necesidades mediante previo pago, si disponen para ello, o 'por medio del presupuesto común, si no disponen; la clausura se mantendrá por espacio de cuatro semanas.
»Que se den órdenes precisas para que los investigadores, cirujanos, cuidadores y enterradores no caminen por las calles sin sostener en sus manos un bastón o una vara rojos de tres pies de largo, para que se los distinga en forma evidente, y no deberán entrar a ninguna casa que no sea la suya, o al lugar al que se los envíe o del que se los haya llamado; pues tendrán que abstenerse y evitar toda compañía, especialmente cuando hayan estado recientemente ocupados en una asistencia de este tipo.
»Que donde haya varios ocupantes en una misma casa, y cualquier persona de la casa resulte contagiada, ninguna otra persona o familia de dicha casa podrá salir de ella sin un certificado de los examinadores sanitarios de esa parroquia; o a falta de él, la casa de la que él o ellos saldrán será clausurada como en caso de inspección.
Coches de alquiler
»Que se advierta a los cocheros, que no pueden (como se ha observado que algunos de ellos hacen después de llevar personas contagiadas al lazareto y a otros sitios) seguir ejerciendo su profesión hasta que sus coches estén bien ventilados, y hayan permanecido en desuso por espacio de cinco o seis días después de tal servicio.»
ÓRDENES PARA LA LIMPIEZA Y EL AGRADABLE MANTENIMIENTO DE LAS CALLES
Las calles se mantendrán limpias
»En primer lugar, se cree necesario, y así se lo ordena, que todo propietario se ocupe de que la calle sea barrida diariamente ante su puerta, y de la misma manera mantenerla barrida durante toda la semana.
Los barrenderos retirarán la basura fuera de las casas
»Que el polvo y. la basura de las casas sean retirados diariamente por los barrenderos, y que el barrendero anuncie su llegada por medio de un, cornetín, como se ha hecho hasta el momento.
Traslado de los estercoleros lejos de la ciudad
»Que los estercoleros sean trasladados tan lejos como sea posible de la ciudad y de los pasajes comunes, y que ningún sereno u otra persona vacíe una letrina en cualquier jardín de las inmediaciones.
Cuidado de la carne o pescado en descomposición, y del maíz enmohecido
»Que se tenga especial cuidado en que ni pescado podrido, ni carne en descomposición, ni maíz enmohecido, ni otros frutos podridos de cualquier tipo se vendan en la City o en cualquier parte de la misma.
»Que se inspeccionen las cervecerías y tabernas para buscar los barriles enmohecidos o en mal estado.
»Que ningún cerdo, perro, gato, paloma domesticada o conejo sea mantenido dentro de cualquier parte de la ciudad, o que cualquier cerdo que se halle perdido en las calles o callejones sea encerrado por el bedel o cualquier otro funcionario, y el propietario castigado de acuerdo al Acta del Ayuntamiento, y que los perros son eliminados por las personas nombradas para ese propósito.»
ÓRDENES CONCERNIENTES A PERSONAS VAGABUNDAS Y GRUPOS DE OCIOSOS
Mendigos
»Puesto que nada provoca más quejas que la multitud de bribones y mendigos vagabundos que hormiguean por todos los rincones de la ciudad, siendo causa mayor del contagio de la enfermedad, y no será enviado, por más que se hayan emitido órdenes de lo contrario: Por lo tanto se ordena ahora que los condestables, u otras personas a las que este asunto pudiera concernir de algún modo, tomen precauciones especiales para evitar la presencia de mendigos vagabundos en las calles de esta ciudad o en cualquier otra circunstancia, bajo la pena prevista por la ley, que les será debida y severamente aplicada.
Representaciones callejeras
»Que todas las representaciones teatrales, juegos con osos encadenados, canto de baladas, lucha con escudos, o tales causantes de reuniones sean completamente prohibidas, y las partes ofensoras severamente castigadas por los concejales en su distrito.
Festejos prohibidos
»Que todo festejo público, y especialmente los de las sociedades de esta ciudad, y cenas en tabernas, cervecerías u otros lugares de diversión común, sean restringidos hasta nueva orden y permiso; y que el dinero allí gastado se ahorre y emplee para beneficio y alivio de los pobres atacados por la peste.
Casas de bebida
»Que el consumo desordenado de bebidas en tabernas, cervecerías, cafés y bodegas sea severamente controlado, como el pecado común de esta época y la mayor ocasión de propagar la peste. Y que a ninguna sociedad o persona se le permita permanecer o entrar en cualquier taberna, cervecería o café para beber después de las nueve en punto de la noche, según la antigua ley y costumbre de esta ciudad, quedando sujetos a las penalidades ordenadas al respecto.
»Y para mejor ejecución de estas órdenes, y otras reglamentaciones y directivas que, según la siguiente consideración, se crean necesarias: Se ordena y advierte que los concejales, comisarios y miembros del Ayuntamiento se reúnan semanalmente, una, dos, tres o más veces (según lo requiera la causa), en algún lugar general acostumbrado en sus respectivos distritos (libre del contagio de la peste), para consultar cómo dichas órdenes deben ser puestas debidamente en ejecución; sin que cualquiera de ellos que habitara en un lugar cercano contaminado asistiera a la mencionada reunión si su asistencia resultara dudosa. Y los mencionados concejales, comisarios y miembros del Ayuntamiento en sus varios distritos puedan poner en ejecución cualquier otra ordenanza beneficiosa que fuera concebida o preparada por ellos en las mencionadas reuniones para evitar el contagio a los súbditos de su Majestad.»
SIR JONH LAWRENCE, Lord Mayor
SIR GEORGE WATTERMANN
Alguaciles Mayores
SIR CHARLES DOE
No necesito decir que estas ordenanzas sólo regían dentro de la jurisdicción del Lord Mayor; hay que señalar, por lo tanto, que los jueces de paz de otras parroquias -los villorios y suburbios, como eran llamados- adoptaron idénticas medidas. Por lo que recuerdo, las órdenes de clausurar casas no aparecieron tan pronto de nuestro lado porque la epidemia no llegó a estos barrios orientales de la ciudad,' por lo menos, no comenzó a mostrarse muy violenta, hasta principios de agosto. Por ejemplo, aunque la lista general declaró 1761 muertos entre el 11 y el 18 de julio, sólo murieron apestadas 71 personas en el conjunto de parroquias que llamamos Tower Hamlets; la cosa fue así:
La semana Y hasta el 1
siguiente de agosto
Aldgate 14 34 65
Stepney 83 58 76
Whitechapel 21 48 79
St Catherin, Tower 2 4 4
Trinity, Minories 1 1 4
------ ------- ------
71 145 228
La verdad es que la peste avanzaba con todas sus fuerzas, porque esa misma semana los entierros en las parroquias vecinas fueros éstos:
La semana siguiente Y hasta el 1
aumentaron asi de agosto
St Leonard's, Shoreditch 64 84 110
St Botolph's, Bishopsgate 65 105 116
St Gile's, Cripplegate 213 421 554
-------- ------- ------
342 610 780
La clausura de casas fue considerada en un primer momento una medida muy cruel y anticristiana, y la pobre gente así recluida se lamentaba amargamente. Todos los días se elevaban a mi Lord Mayor quejas por la severidad de la medida y por casas injustamente cerradas (y según algunos maliciosamente). De esto no sé qué decir. Pero las investigaciones demostraron que muchos que tan amargamente se quejaban merecían continuar encerrados.
Es cierto que el cierre de las puertas y el establecimiento de un vigilante noche y día para evitar que alguien saliera o entrara, cuando tal vez la gente sana de la familia hubiera podido salvarse separándose del enfermo, parecía muy duro y cruel, y que muchos murieron en este confinamiento miserable, lo que -es razonable pensarlo- podría no haber sucedido si hubieran gozado de libertad, aun cuando la casa estuviera contaminada. Al principio la gente clamó y se agitó con referencia a este punto, y hasta se llegaron a cometer algunas violencias: varios vigilantes fueron heridos, y hubo quienes se liberaron por la fuerza, como contaré más adelante. Pero se trataba del bien público, que justifica el daño particular, y en esa época ninguna petición a los magistrados o al gobierno obtenía la menor mitigación de la pena, al menos que yo sepa. Esto llevó a la gente a inventar todo tipo de estratagema para evadirse de las casas clausuradas, y llenaría un pequeño volumen registrar las mañas empleadas para velar los ojos de los guardias, para engañarlos y para escapar, mañas de las que surgieron frecuentes reyertas y algún daño.
Una mañana, alrededor de las ocho, mientras caminaba por Houndsditch, escuché un gran alboroto. La verdad es que no había ninguna multitud, pues la gente no estaba muy dispuesta a agruparse o a permanecer largo tiempo en ese lugar; tampoco yo me quedé mucho tiempo. Pero el alboroto fue lo bastante fuerte para incitar mi curiosidad, de modo que llamé a uno que se asomaba por una ventana y le pregunté qué sucedía.
Al parecer, se había destacado un guardia frente a la puerta de una casa clausurada, que estaba infectada, o de la que se decía que lo estaba. El hombre había permanecido allí durante dos noches y el vigilante diurno, que había estado un día, ya debía venir a relevarlo. Durante todo ese tiempo no se oyó ruido ni se vio luz en la casa; nadie llamaba ni mandaba algún recado, lo que solía constituir el principal negocio de los guardianes. En realidad -decían- los ocupantes no habían ocasionado molestia alguna desde la tarde del lunes, cuando se oyeron en la casa fuertes gritos y llantos, presuntamente provocados por la muerte de algún miembro de la familia, acaecida en ese instante. La noche anterior el carro de la muerte se había detenido allí para recoger de la puerta una sirvienta muerta, que los camilleros pusieron en el vehículo envuelta apenas en una manta verde.
Al escuchar ese ruido y llanto, el guardia habría golpeado la puerta durante largo rato sin obtener respuesta; hasta que al fin alguien se asomó, y con voz enojada, aunque llorosa, dijo:
-¿Qué quiere para llamar de esa manera?
-¡Soy el guardia! -respondió el otro-. ¿Cómo le va? ¿Qué pasa?
-¿Qué le importa eso a usted? -dijo el hombre-. ¡Haga parar el carro de los muertos!
Al parecer esto sucedió alrededor de la una. Poco después el guardia detuvo el carro y volvió a golpear la puerta, pero esta vez nadie respondió. Siguió golpeando, y el pregonero se le unió gritando varias veces:
-¡Traigan su muerto!
Pero nadie respondía, hasta que por último el conductor del carruaje, que era solicitado desde otras casas, no pudo esperar más y se fue.
El guardián no supo qué hacer, de manera que los dejó tranquilos hasta que llegó su relevo, al que le dio cuenta de lo sucedido. Esta vez golpearon los dos sin que nadie diera respuesta alguna. Observaron que la ventana a la que se había asomado antes el hombre continuaba abierta.
Movidos por la curiosidad, consiguieron una larga escalera y uno de ellos trepó hasta la ventana y miró dentro de la habitación. Vio el cadáver de una mujer que yacía en el piso de una manera lúgubre, sin otra ropa que un camisón. El guardia llamó fuerte y golpeó vigorosamente el suelo con su vara, pero nadie apareció ni respondió, ni se escuchó ruido alguno.
Ante esto bajó e informó a su compañero, quien también subió y comprobó la situación; entonces decidieron hacérsela conocer al Lord Mayor o a algún otro magistrado, porque no quisieron entrar por la ventana. Parece que el magistrado, al conocer la información de estos hombres, ordenó allanar la casa, designando como testigos a un alguacil y otras personas, para que no fuera saqueada. Así se hizo, y sólo se encontró en el lugar a esa mujer joven que, apestada y desahuciada, había sido abandonada a su suerte por los otros ocupantes, que encontraron el modo de burlar al guardián, huyendo por alguna puerta trasera o por los altos de la casa, sin que él lo notara. En cuanto a los llantos y exclamaciones que se oyeron, se supuso que fueron los apasionados gritos de la familia antes de la amarga separación. Todos, el hombre de la casa, su mujer, varios niños y sirvientes, habían escapado. Si estaban enfermos o sanos, nunca lo pude saber; en realidad, no me ocupé demasiado en averiguarlo.
Hubo muchas fugas como ésa en las casas infectadas, en especial mientras el guardia era enviado con algún mandado, ya que era su ocupación cumplir esta tarea; es decir, buscar comida y medicinas, médicos, cirujanos y enfermeras, llamar al carro de los muertos y cosas parecidas. Claro que con una condición: que cuando él partiera cerrara la puerta de calle y llevara la llave consigo. Para eludir este obstáculo y burlar al guardia, la gente conseguía otros juegos de llaves o encontraba maneras de forzar la cerradura. Así, mientras enviaban al celador al mercado o por alguna otra tontería, podían abrir la puerta y salir tantas veces como quisieran. Sin embargo, descubierto el asunto, los guardias tenían orden de echar candado a la puerta por el lado de afuera y de instalar pasadores si lo consideraban adecuado.
Según se me informó, en otra casa ubicada en una calle cercana a Aldgate, una familia entera fue confinada bajo llave porque la sirvienta había caído enferma. El dueño se quejó por medio de amigos a un regidor y al Lord Mayor, diciendo que aceptaba que se llevara a la criada al lazareto. Pero no se hizo lugar al pedido; la puerta fue señalada con una cruz roja, se le puso un candado en el lado exterior, y un guardia se instaló frente a ella, de acuerdo con la ordenanza.
Al descubrir que no le quedaba otro remedio que aceptar su encierro, el de su mujer y sus hijos con esta pobre sirvienta enferma, el dueño de casa llamó al guardián y le dijo que fuera en busca de una enfermera para atender a la muchacha, porque sería una muerte segura el verse obligado a hacerlo ellos mismos; llanamente le explicó al guardián que si no cumplía lo exigido, la joven moriría de peste o de hambre, porque él había resuelto que ninguno de la familia se le acercase; y la tenían en el desván del cuarto piso, desde donde no podía hacer oír sus reclamos de auxilio.
El guardián consintió. Fue en busca de una enfermera, la consiguió, y la trajo esa misma tarde. Mientras tanto, el dueño de casa tuvo oportunidad de abrir un gran agujero a través de su tienda hacia una estancia donde antes estaba establecido un remendón. Como puede suponerse, el inquilino había muerto o huido, de manera que aquel hombre tenía la llave en su poder. Habiéndose abierto camino -cosa que no hubiera logrado estando presente el guardia, a causa del mucho ruido que tuvo que hacer- se sentó tranquilamente hasta que éste regresó con la enfermera, y así se mantuvo todo el día siguiente. Pero la otra noche, enviando al guardia con un recado intranscendente (creo que en busca de un emplasto para la criada, que había que esperar mientras se lo preparaba), escapó del lugar con toda su familia y dejó a la enfermera y al vigilante la tarea de cuidar la casa y enterrar a la muchacha, esto es, tirarla en el carro.
Podría ofrecer gran cantidad de historias tan curiosas como ésta, de las que me enteré durante el lento curso de ese año funesto; historias que en general se acercaban a la verdad; digo en lo general, porque en aquella época nadie pudo enterarse de todos los detalles. Por otra parte, según me dijeron, se empleó la violencia contra los guardianes; y creo que desde el comienzo de la Visitación hasta su fin no hubo menos de dieciocho o veinte guardianes asesinados por los habitantes de las casas infectadas y clausuradas, que intentaban salir y encontraban oposición.
Pero no se podía esperar menos, porque en la ciudad había tantas prisiones como casas cerradas, y como la gente encerrada no era culpable de otro crimen que el infortunio, el asunto se volvía más intolerable.
Existía otra diferencia: cada prisión -como podemos llamarla- sólo contaba con un carcelero, y muchas casas tenían varias salidas, y algunas hacia varias calles, de modo que resultaba imposible para un hombre guardar todos los pasajes y evitar la fuga de la gente, desesperada por el miedo, por el resentimiento o por el furor de la enfermedad misma.
Por ejemplo, en la calle Coleman -como todavía se ve abundan los pasajes. Una casa fue clausurada en lo que se llamaba entonces White's Alley. Esa casa tenía, no una puerta trasera, sino una ventana que daba a un patio por el que se salía a Bell Alley. El alguacil apostó un guardia frente a la puerta de aquella casa, y allí estuvieron, él o su compañero, noche y día; pero la familia se había ido esa misma tarde por la ventana que daba al patio, dejando a los pobres guardar y vigilar la casa durante casi una quincena.
No lejos de allí se hizo saltar con pólvora a un guardián que quedó horriblemente quemado; mientras lanzaba gritos espantosos y nadie osaba aproximarse a socorrerlo, todos los miembros de la familia capaces de moverse huyeron por la ventana del primer piso, dejando tras ellos dos enfermos que pedían auxilio. Se enviaron enfermeras para cuidarlos, pero a los fugitivos no se los pudo encontrar hasta que regresaron, pasada la epidemia; como no había pruebas de sus actos, no se procedió contra ellos.
Además, estas prisiones no tenían barrotes ni cerrojos como las prisiones ordinarias, y la gente se dejaba deslizar muy bien por sus ventanas, en la misma cara del guardián, blandiendo espadas o pistolas y amenazando herir al pobre diablo si se movía o pedía ayuda.
Otras casas tenían jardines, muros medianeros o patios; y sus habitantes obtenían, por gracia de la amistad o de la insistencia, permiso para escalar las paredes con el fin de salir por la puerta de al lado, o compraban a los sirvientes con dinero y desaparecían durante la noche. En resumen, de ninguna manera podía uno fiarse de la clausura de las casas, que no respondía del todo al fin perseguido y contribuía a exasperar a la gente e impulsarla a huir a cualquier precio.
Lo terrible era que escapando así, con sus desesperadas idas y venidas, los desdichados diseminaban mucho más la infección. Cualquiera que considere las circunstancias del caso debe reconocer que la severidad de la reclusión tenía que exasperar a la gente, incitándola a huir al azar, aun cuando se supieran portadores de la peste, ya que no sabían adónde ir o qué hacer, y ni siquiera lo que estaban haciendo. Muchos murieron en las calles o en el campo, derribados por la fiebre. Otros recorrían la campiña sin importarles su destino, guiados solamente por su desesperación. No sabían adónde iban, ni adónde querían ir; desfallecientes, exhaustos, no hallaban socorro alguno. Estuvieran enfermos o no, en las casas y en las villas se les negaba alojamiento; y así seguían hasta morir al borde de la ruta o en los pajares donde se refugiaban. Nadie se atrevía a ayudarlos aunque pudieran no estar infectados, porque nadie les creía.
Pero vuelvo a las familias infectadas y confinadas por los magistrados. Su miseria era inexpresable; era de esas casas de donde surgían los peores clamores y gritos de angustia, lanzados por gente aterrorizada ante la vista de sus parientes más queridos reducidos a una condición tan espantosa y ante el horror de verse aprisionados con ellos.
Recuerdo -y mientras relato su historia, escucho todavía sus gritos- a una dama que tenía una hija única de alrededor de diecinueve años. Era dueña de una gran fortuna, y vivían solas en la casa que ocupaban. En cierta ocasión madre e hija, y la criada, salieron por una razón cualquiera que ahora no recuerdo; apenas dos horas después del regreso, la niña se sintió enferma. Un cuarto de hora más tarde, tuvo vómitos y un violento dolor de cabeza. «Dios quiera -pedía angustiada la pobre madre que mi niña no tenga la enfermedad.» El dolor de cabeza aumentaba, y la madre decidió acostarla, y preparó lo necesario para hacerla transpirar, que era el remedio ordinario que se adoptaba ante los primeros temores del mal.
Mientras se preparaba el lecho, la madre desvistió a la niña, y antes de llevarla a la cama, examinó su cuerpo y descubrió los síntomas fatales en los muslos. Incapaz de contenerse, la madre arrojó la vela al piso y lanzó gritos tan desesperados, que hubieran sumido en el horror al corazón más vigoroso. El miedo le hizo perder la razón; sólo fue capaz de sollozar y gritar; se desvaneció, después recuperó el conocimiento y se puso a correr de arriba a abajo como una loca (y verdaderamente lo estaba); continuó aullando o gritando sin cesar durante muchas horas, sin poder reencontrar el gobierno de su espíritu; me dijeron que nunca lo encontró del todo. En cuanto a la niña, prácticamente fue un cadáver a partir de aquel momento, porque la corrupción que había determinado las primeras manchas se expandía por todo el organismo y murió en menos de dos horas. Sin embargo, la madre continuaba gritando, sin ocuparse de su hija, muchas horas después de su muerte. Es un recuerdo muy lejano, de modo que no lo puedo asegurar: pero creo que la madre no se repuso jamás y murió dos o tres semanas después.
Este fue un caso extraordinario. Si me obstino en detallarlo es porque lo conocí muy particularmente; pero hubo muchos semejantes y era raro que el informe semanal no mencionara dos o tres muertes causadas por el miedo. Y cuando el miedo no producía una muerte súbita, traía otras consecuencias: unos perdían el sentido, otros la memoria, otros el entendimiento. Pero vuelvo a la clausura de las casas.
Mientras mucha gente se escapaba con astucia de las casas cerradas, otros corrompían al guardián dándole dinero para que les permitiera salir secretamente de noche. Debo confesar que esta me parecía, en aquella época, la corrupción más inocente con que un hombre pudiera volverse culpable; por eso cuando tres de esos guardianes fueron azotados públicamente por permitir fugas de casas clausuradas, no pude sino compadecer a los desgraciados y encontrar el castigo demasiado duro.
Pero a pesar de esta severidad el dinero prevalecía, y fueron muchas las familias que encontraron en él el medio de escapar de las casas clausuradas. Pero por lo general los que huían eran quienes tenían un lugar donde refugiarse; y aunque a partir del primero de agosto no resultó nada fácil andar por los caminos en ninguna dirección, siempre se encontraba manera de huir. Algunos conseguían tiendas de campaña que ubicaban en los campos; llevaban camas o paja para dormir, provisiones, y vivían como ermitaños porque nadie se atrevía a acercarse a ellos. Circulaban muchas historias (unas cómicas, otras trágicas) sobre gente que vivía como nómadas en el desierto y escapaban de la muerte imponiéndose un destierro casi increíble, pero que, al mismo tiempo, gozaban de una libertad que no hubieran podido esperar en semejante condición.
Voy a contar aquí la historia de dos hermanos y de uno de sus parientes, gente simple que habían permanecido demasiado tiempo en la ciudad como para poder viajar normalmente y que no sabían dónde refugiarse. Tampoco tenían dinero como para ir muy lejos, de modo que adoptaron una resolución a primera vista desesperada, pero en realidad tan razonable que asombra que no hayan sido más los que siguieron su ejemplo en aquella época. No eran ricos, pero tampoco eran tan pobres que no pudieran hacerse de las pequeñas provisiones necesarias para salvar a la vez su vida y su alma. Viendo de qué modo terrible se desarrollaba la epidemia, resolvieron huir de cualquier manera.
Uno de ellos había sido soldado en las últimas guerras, y antes en los Países Bajos. Como no conocía otro oficio que el de las armas, y además una herida lo había vuelto incapaz de trabajar duro, se había empleado algún tiempo con un panadero de Wapping que hacía galleta marinera.
El hermano de este hombre también era marino. Había sido herido en una pierna -no sé de qué manera-, lo que le impedía hacerse a la mar, pero ganaba su vida con una fabricante de velámenes en Wapping o sus alrededores. Muy ahorrativo, había conservado algún dinero y era el más rico de los tres.
El tercero, carpintero de profesión, era un hombre hábil que no tenía otra fortuna que su caja de herramientas con la que podía ganarse la vida en cualquier lugar, salvo en una época como aquélla. Vivía cerca de Shadwell.
Los tres estaban radicados en el barrio de Stepney que, ya lo he dicho, fue el último atacado por la peste, al menos con violencia. Se quedaron allí hasta que la epidemia, que disminuía visiblemente en la parte oeste de la ciudad, se dirigió hacia el este, donde ellos vivían.
Si el lector me lo permite contaré a su debido tiempo la historia de estos hombres tan claramente como pueda, sin dar fe de todos los detalle ni responder de los errores Creo que esta historia puede resultar un buen ejemplo para todo hombre pobre, en el caso de que una calamidad pública como aquella reaparezca. Y si Dios, en su infinita misericordia, nos evita una prueba parecida, este relato podrá igualmente resultar útil de algún modo; sea como fuere, espero que nunca se diga que su relación no fue provechosa.
El preámbulo ya está hecho, pero antes de seguir con la narración tengo mucho que decir por mi propia parte.
Durante el primer período de la epidemia yo andaba libremente por las calles, cuidándome siempre de no correr grandes riesgos, salvo cuando se cavó la gran fosa en el cementerio de nuestra parroquia de Aldgate. Se trataba de una fosa terrible y no podía dominar mi curiosidad. La primera vez que la vi tenía unos cien pies de largo, quince o dieciséis de ancho y una profundidad de más o menos nueve pies. Pero más tarde se dijo que una de sus partes se había cavado hasta casi veinte pies de profundidad, y que el agua impedía llegar más lejos. Al parecer ya habían sido cavadas otras grandes fosas, pues aunque la peste tardó en llegar a nuestro barrio, una vez que llegó no hubo en Londres o sus alrededores parroquias tratadas con más violencia que las de Aldgate y Whitechapel.
Decía que ya habían sido cavadas muchas fosas en otros lugares cuando la peste se extendió entre nosotros, y sobre todo cuando empezó a circular la carreta de los muertos, lo que no ocurrió en nuestra parroquia hasta el principio de agosto. En cada una de estas fosas habían sido arrojados cincuenta o sesenta cadáveres. Después cavaron fosas más grandes en las que se enterraba todo lo que el carro transportaba cada semana, que, desde mediados a fines de agosto, consistió de doscientos a cuatrocientos cadáveres por semana. Si no pudieron hacerlas más grandes fue debido a las ordenanzas de los magistrados, que exigían que los cadáveres yacieran por lo menos a una profundidad de seis pies y como a los dieciocho pies se encontraba el agua era imposible ubicar más gente en las fosas. Pero al comenzar septiembre la peste reinó con tal furor que el número de muertos en nuestra parroquia superó al de cualquier otra de Londres de su misma extensión. Fue entonces cuando se ordenó cavar ese espantoso abismo, porque era un abismo más que una fosa.
Se suponía que aquella fosa bastaría durante un mes o más. Entonces se la cavó, y hubo quienes censuraron a los mayordomos de la iglesia por permitir una cosa tan terrible: les decían que se preparaban a enterrar a la parroquia entera y otras cosas por el estilo. Pero el tiempo demostró que los mayordomos conocían muy bien la situación de la parroquia, porque en la fosa terminada el 4 de septiembre, creo, se empezó a enterrar el día 6, y hacia el 20, es decir, justo a las dos semanas, habían arrojado en ella 1114 cuerpos y fue necesario cerrarla; ya los cadáveres llegaban a seis pies de la superficie. Sin duda quedarán todavía en la parroquia algunos ancianos sobrevivientes, capaces de dar testimonio del hecho y de señalar la ubicación de la fosa aún mejor que yo. Años después de esa época terrible se veían todavía sus señales sobre la superficie, paralelamente al pasaje que bordea el muro oeste del cementerio hacia Houndsditch y que vuelve a dirigirse al este hacia Whitechapel, desembocando cerca de la Posada de las Tres Monjas.
Fue hacia el 10 de septiembre cuando mi curiosidad me condujo, o más bien me empujó, a ir a ver otra vez esa fosa, en la que ya habían sido enterradas cerca de 400 personas. Y no me contenté con verla de día como la vez anterior, porque entonces no encontraría otra cosa para ver que tierra removida; pues todos los cuerpos que allí se arrojaban eran inmediatamente cubiertos con tierra por aquellos a quienes ahora se llamaba enterradores y en otros tiempos habían sido llamados sepultureros. Decidí ir de noche y ver cómo arrojaban algunos cadáveres.
Había orden estricta de impedir que la gente se acercara a esas fosas, orden que tenía el único fin de evitar el contagio. Pero después de algún tiempo esa orden se hizo más necesaria, porque algunos enfermos delirantes que veían cerca su fin corrían hacia las fosas, envueltos en mantas o frazadas, para arrojarse en ellas y -como decían- enterrarse por sí mismos. No quiero decir que los oficiales lo permitieran, pero escuché que en una gran fosa de Finsbury, en la parroquia de Cripplegate, que era campo libre porque todavía no estaba tapiada, algunos entraron, se arrojaron adentro y allá expiraron, sin que se los cubriera con tierra. Y cuando los enterradores llegaron para sepultar a otros y los encontraron allí, ya estaban muertos, aunque no fríos.
Esto puede ayudar algo a describir el horror de esos días, aunque es imposible decir nada capaz de dar una idea verdadera de la cosa a quienes no la vieron. Sólo esto: que era verdaderamente tan, pero tan terrible, que ninguna lengua lo puede expresar.
Conseguí ser admitido en el cementerio porque conocía al sepulturero de turno, quien, aunque no me rechazó, intentó ansiosamente convencerme de que no fuera, diciéndome con toda seriedad -porque era un hombre bueno, religioso y sensato- que sin duda era su negocio y deber aventurarse y correr todos los riesgos, y que por eso esperaba ser reservado, pero que a mí sólo me llamaba la curiosidad y yo no podía pretender -creía él- que eso fuera suficiente para justificar el peligro al que me exponía. Le respondí que mis pensamientos me obligaban a ir y que tal vez esa sería una observación instructiva, y no del todo inútil.
-Vaya -dijo el buen hombre-, si usted quiere aventurarse por esas razones, entre, en nombre de Dios; esto será para usted un sermón, tal vez el mejor que haya escuchado en su vida. Es un espectáculo que habla -agregó-, que tiene una voz, y muy poderosa, para llamamos al arrepentimiento.
Y con esto abrió la puerta y me dijo:
-Entre, si quiere.
Sus palabras conmovieron un poco mi resolución y me detuve un buen rato dudando, pero en ese intervalo observé dos luces que venían del lado de las Minoris, y escuché al campanero; entonces apareció el carro de los muertos, como lo llamaban, avanzando por las calles; de modo que no pude resistir más mi deseo de ver y entré. A primera vista no había nadie en el cementerio o entrando a él, con excepción de los enterradores y del conductor del carro; pero cuando se acercaron a la fosa vieron un hombre que iba y venía cubierto por una capa marrón y movía los brazos bajo esa capa, como si estuviera en terrible agonía. Los enterradores se lanzaron inmediatamente sobre él, suponiendo que se trataba de una de aquellas pobres criaturas delirantes o desesperadas que a veces pretendían -como ya dije- enterrarse a sí mismas. Se movía sin pronunciar palabra alguna, pero dos o tres veces gimió fuerte y profundamente y suspiró como si tuviera quebrado el corazón.
Una vez que lo alcanzaron, los enterradores no tardaron en descubrir que no se trataba de una persona infectada y desesperada como las que mencioné antes, ni de alguien con la mente trastornada, sino de un hombre oprimido por el peso de una pena sin duda terrible, ya que tenía a su mujer y a varios de sus hijos en el carro que acababa de entrar, y que él seguía en una agonía y paroxismo de aflicción. Como era fácil ver, se lamentaba de todo corazón, pero con esa especie de dolor masculino que no se concede el desahogo de las lágrimas. Pidió serenamente a los enterradores que lo dejaran solo, diciendo que sólo quería ver arrojar los cuerpos e irse; de modo que dejaron de importunarlo. Pero apenas el carro giró y los cadáveres fueron tirados promiscuamente en la fosa, lo que le asombró, porque esperaba que por lo menos se los depositara en ella decentemente, aunque por cierto se convenció de que tal cosa era impracticable; apenas vio ese espectáculo, digo, se lanzó a llorar a lágrima viva, incapaz de contenerse. No pude oír lo que dijo, pero dio dos o tres pasos hacia atrás y perdió el sentido. Los enterradores corrieron a levantarlo, y en poco tiempo volvió en sí; lo llevaron afuera, a la Taberna Pie, que está al extremo de Houndsditch, donde el hombre era conocido y cuidaron de él. Mientras se iba volvió a mirar la fosa, pero los enterradores habían cubierto los cuerpos tan rápidamente con tierra, que aunque había luz (porque había linternas y candelas encendidas toda la noche alrededor de la fosa, sobre montículos de tierra, siete u ocho, o quizá más) nada pudo ver.
Esta fue, por cierto, una escena lamentable que me afecta tanto como la otra, aunque la otra era horrenda y colmaba de terror. El carro transportaba dieciséis o diecisiete cuerpos; algunos envueltos en sábanas de lino, algunos en harapos, y unos pocos que estaban desnudos o se habían sacudido tanto que lo que los cubría cayó del carro durante la descarga y llegaron tan desnudos como el resto. Pero la indecencia del asunto no les importaba demasiado a ellos ni a cualquier otro, puesto que estaban muertos e iban a confundirse en la tumba común de la humanidad, como podemos llamarla, porque aquí no se hacían diferencias: pobres y ricos iban juntos. No había otra clase de entierros ni era posible que la hubiera, porque se carecía de ataúdes para el prodigioso número que sucumbió ante tal calamidad.
Se comentó como un hecho escandaloso acerca de los enterradores que si algún cadáver era entregado a ellos decentemente envuelto en una mortaja atada sobre la cabeza y los pies, y que por lo general era de buena tela, se comentó, digo, que los enterradores eran tan viles como para desnudarlos en el carro y llevarlos completamente desnudos a la tierra. Pero como no puedo creer fácilmente que algo tan vil pasara entre cristianos, y más en una época tan llena de terrores como ésa, sólo puedo contarlo sin darlo por cierto.
También circularon innumerables historias acerca de las crueles costumbres y prácticas de las enfermeras que cuidaban a los enfermos, y de cómo apuraban el destino de aquellos a quienes atendían en su enfermedad. Pero diré más de esto en su lugar.
Fui verdaderamente sacudido por aquel espectáculo; casi me abatió. Salí con el corazón muy afligido y lleno de dolorosos pensamientos que soy incapaz de describir. Cuando salía de la iglesia y volvía por la calle que lleva a mi propia casa, vi acercarse otro carro con antorchas precedido de un campanero, que venía de Harrow Alley y desembocaba en Butcher Row, por el otro lado del camino, y que estaba, según noté, completamente lleno de cuerpos muertos. También cogió la calle que se dirigía a la iglesia, pero no tuve estómago para volver atrás y contemplar la misma fúnebre escena otra vez; de modo que fui directamente a casa, donde no pude sino considerar con agradecimiento el riesgo que había corrido, en la creencia de haberlo sorteado sin daño, como por cierto sucedió.
Aquí volvió a mi cabeza el dolor del pobre y desdichado caballero y al pensar en él no pude contener las lágrimas; tal vez lloré más que él mismo. Pero su caso impresionó tanto mi mente que no pude conmigo y tuve que salir a la calle e ir a la Taberna Pie, resuelto a averiguar qué había sido de él.
Era la una de la mañana y el pobre caballero todavía estaba allí. La verdad es que la gente de la casa, conociéndolo, lo había entretenido y cuidado toda la noche sin tener en cuenta el peligro de contagio, aunque el hombre parecía completamente sano.
Recuerdo a esta taberna con pesadumbre. Su gente era amable, bien educada y bastante servicial; hasta aquella época habían mantenido la casa abierta y el negocio andando, aunque no tan públicamente como en tiempos pasados. Pero frecuentaba la casa un espantoso grupo de parroquianos que se encontraban todas las noches en medio de todo ese horror, para comportarse con la disoluta y gritona extravagancia que es común en esa gente en tiempos normales. Y la llevaban, por cierto, hasta un grado tan ofensivo que los mismos patrones de la casa se avergonzaron, primero, y se aterrorizaron, después, ante ellos.
Se sentaban generalmente en una sala que daba a la calle. Y como permanecían allí hasta muy tarde, cuando la carreta de los muertos cruzaba el extremo de la calle para dirigirse a Houndsditch, lo que podía verse desde la taberna, solían abrir las ventanas apenas oían el tañido de la campana, y la miraban pasar. Era frecuente que su paso fuera acompañado por las tristes quejas de quienes se hallaban en la calle o asomados a las ventanas, y ellos respondían con burlas desvergonzadas y con bromas, sobre todo cuando algunos pobres imploraban la misericordia divina, lo que por entonces era cosa corriente.
Aquellos señores, aunque un tanto perturbados por el alboroto que había causado en la casa la llegada del pobre hombre, se mostraron descontentos y le echaron en cara al patrón que soportara en su casa a semejante individuo, recién salido de la tumba. Cuando se les contestó que el hombre era un vecino absolutamente sano, pero agobiado por las calamidades que se habían desencadenado sobre su familia, su cólera se trocó en mofa; lo ridiculizaron al hombre y se rieron de la pena que sentía por la pérdida de su mujer y de sus hijos, reprochándole vivamente no haber tenido el coraje de saltar a la fosa para irse al cielo con ellos, como decían entre risas, y añadiendo otras expresiones profanas y hasta blasfemas.
En esa vil tarea se hallaban cuando regresé a la taberna; por lo que pude advertir, el hombre, aunque siempre quieto, mudo y desconsolado, y aunque las afrentas no lograban distraerle de su dolor, se sentía afligido y ofendido por tales discursos. Entonces les reprendí suavemente, conociendo como conocía su carácter, pues yo no era un extraño para ellos.
Inmediatamente cayeron sobre mí con palabras gruesas e insultos; me preguntaron por qué había salido de mi tumba, cuando tanta gente decente había sido llevada al cementerio, y por qué no me quedaba en mi casa rezando mis oraciones para que la carreta no viniese por mí, y otras cosas por el estilo.
Me sentí verdaderamente asombrado por su desvergüenza, sin que por nada del mundo me afectara ese modo de tratarme. En todo caso, conservé la calma.
Les dije, desafiándolos, que por mucho que ellos -o quienquiera en este mundo- me tratasen de indecente, reconocía por cierto que a raíz de ese terrible juicio de Dios muchos mejores que yo habían sido segados y llevados a la tumba; pero que, para responder directamente a sus preguntas, el hecho era que ese Dios contra el cual blasfemaban y cuyo nombre tomaban en vano al jurar e insultar de tan terrible manera me había protegido misericordiosamente, y que esto bien podía ser, puesto que me había protegido de un modo tan particular, uno de los fines de su bondad, para que yo pudiera sentir la audacia y la temeridad de la conducta de ellos, tal cual la experimentaba, en una época tan terrible como la nuestra. Y sobre todo les reproché sus bromas y su mofa para con un hombre decente y vecino suyo (porque muchos de ellos lo conocían) que se sentía visiblemente agobiado por el dolor debido al vacío que Dios había querido hacer en su familia.
No puedo recordar con exactitud la abominable y diabólica befa con que respondieron a mi discurso; parecían ofendidos porque yo no temía hablarles libremente. De acordarme de aquellas burlas, no querría embellecer mi relato con ninguna de las palabras, de los horribles insultos, de las maldiciones, de las expresiones viles que emplearon, expresiones que por aquel entonces ni la peor y más ordinaria gente de la calle se atrevía a pronunciar, porque en aquella época, con excepción de unas pocas criaturas endurecidas como aquéllas, hasta los pillos más infames sentían en el alma cierto temor de la mano de ese Poder que podía destruirlos en un momento.
Pero lo peor de su diabólico lenguaje consistía en que no temían para nada blasfemar contra Dios. Hablaban como ateos y se burlaban que yo llamara a la peste «la mano de Dios». Se chanceaban y hasta se reían de la palabra «juicio», como si la Divina Providencia no tuviera nada que ver con aquella desolación que nos había sido infligida y como si los que invocaban a Dios, viendo la carreta que se llevaba a los muertos, no pudieran ser otra cosa que iluminados, locos o desvergonzados.
Respondí lo que me pareció prudente, pero ellos, lejos de ponerle un freno a su horrorosa manera de hablar, se entregaron con mayor violencia a sus injurias, hasta tal punto que, lo confieso, me sentí espantado y asaltado por una especie de furor. Salí, señalándoles mi temor de que aquel Juicio, que se había desencadenado sobre toda la ciudad, no se glorificara vengándose en ellos y en todos los de ellos. Recibieron mis reproches con el mayor desdén y se mofaron de mí cuanto pudieron. Me dirigieron las más infamantes e insolentes burlas que pudieron encontrar, porque yo, dijeron, les había echado un sermón. Y en verdad yo sentía por ellos más pena que cólera. Salí, bendiciendo mentalmente a Dios por el hecho de que no me había avenido a lisonjearlos a pesar de todos sus insultos.
Durante tres o cuatro días continuaron aquella lastimosa vida, mofándose permanentemente y ridiculizando a todos los que se mostraban serios o piadosos, afectados de alguna manera por el sentido de aquel terrible juicio divino. También se me dijo que insultaban del mismo modo a las personas valerosas que, a pesar del contagio, se reunían en la iglesia para ayunar y suplicarle a Dios que apartara su Mano.
Durante tres o cuatro días, repito, continuaron aquella lastimosa vida; no creo que fueran más. Luego uno de ellos, el mismo que le preguntara al pobre hombre por qué había salido de su tumba, fue castigado por el cielo con la peste y murió del modo más deplorable. En una palabra, todos fueron conducidos a la gran fosa a que ya me referí antes de que ésta se viese completamente llena, es decir, en el término de unos quince días.
Aquellos hombres se habían hecho culpables de extravagancias tales, que la naturaleza humana debería temblar ante su sola idea en una época de terror general como aquella en la que nos encontrábamos, sobre todo cuando tomaban en broma y blasfemaban contra todo lo que tuviese para el pueblo un sentido religioso, particularmente la piadosa prisa que impulsaba a éste a los lugares de culto público a fin de implorar la misericordia divina en aquellos tiempos de aflicción. La taberna donde se reunían daba frente a la puerta de la iglesia, y en más de una ocasión habían dado libre curso a su profano regocijo de ateos.
Pero las oportunidades de hacerlo habían disminuido un poco antes del incidente que acabo de relatar, pues por entonces la infección se apoderaba con tanta violencia de aquella parte de la ciudad, que el pueblo empezaba a tener miedo de ir a la iglesia; por lo menos ya no se veía un número tan grande de fieles. Muchos clérigos habían muerto, y otros se habían ido al campo; realmente se necesitaba mucho valor y una fe muy grande no sólo para arriesgarse a permanecer en la ciudad, sino además para ir a la iglesia y oficiar como ministro de una congregación, respecto de la cual había sobradas razones para pensar que muchos de sus miembros habían sido alcanzados por la peste, y hacer esto todos los días, e incluso dos veces por día, como ocurría entonces en ciertos sitios.
Es cierto que la población mostraba un celo extraordinario por cumplir con los ejercicios religiosos. Y como las puertas de las iglesias estaban siempre abiertas, la gente entraba en éstas a cualquier momento del día, estuviera o no oficiando el ministro; cada uno se ubicaba en su sitio y rezaba con gran fervor y devoción.
Otros se reunían en casas, guiados por su opinión sobre las cosas. Pero todos, indistintamente, eran objeto de las burlas de aquellos hombres, sobre todo en los comienzos de la epidemia.
Al parecer, varias personas serias, de diversas creencias, los reprendieron al oírlos insultar tan abiertamente a la religión, y supongo que esto, sumado a la violencia de la epidemia, fue lo que terminó por derrotar su insolencia poco tiempo antes. Habían sido incitados por el espíritu de diversión y de ateísmo ante la algazara ocasionada por la llegada del pobre hombre; acaso el demonio mismo los agitó cuando tomé a mi cargo la tarea de reconvenirlos. Y sin embargo empleé toda la calma, la moderación y la urbanidad a mi alcance; por eso me insultaron más, pensando que su enojo me causaba miedo. Después pudieron convencerse de lo contrario.
Regresé a casa dolorosamente consternado por la abominable maldad de aquellos hombres y muy seguro, sin embargo, de que serían terribles ejemplos de la justicia divina, pues consideraba aquellos días siniestros como una época particularmente reservada a la venganza celestial y durante la cual Dios elegiría los motivos de su disgusto de una manera más especial y notable que en otros tiempos. Reconocía que mucha gente decente caería, tocada por la común desgracia, y que no se podía juzgar respecto de la suerte eterna de hombre alguno por el hecho de que en tales tiempos de destrucción general hubiese sido herido o perdonado. No obstante, me parecía razonable creer que Dios no consideraría cosa buena perdonar, en su Misericordia, a enemigos tan abiertamente declarados, que insultaban su Nombre y su Ser, que desafiaban su venganza y que justamente en esa hora hacían befa de su culto y de sus adoradores. No, no era posible, aun cuando su Misericordia hubiese aprobado en otros tiempos soportarlos y perdonarlos. Pero aquellos eran días de Visitación, días de cólera de Dios, y a mi mente regresaban estas palabras: ¿No he de castigar yo estas cosas, dice el Señor, y no se vengará mi alma de una tal gente? (Jeremías, V, 9).
Estas cosas, digo, ocupaban mi mente, y volví a mi casa muy afligido y agobiado por el horror que me causaban las perversidades de aquellos hombres y la idea de que fuera posible ser tan vil, tan duro, tan rematadamente criminal para insultar de semejante manera a Dios, a sus siervos y a su obra precisamente cuando Él había empuñado su espada para vengarse no sólo de ellos, sino de toda la nación.
Cierto es que yo había mostrado algo mi cólera, causada, no por las afrentas personales que me habían infligido, sino por el horror con que me hartaban sus blasfemias. Pero, en mi fuero íntimo, temía en realidad que su enojo me hubiera alcanzado, debido al gran número de groserías que me habían propinado. Sin embargo, de regreso, al cabo de unos momentos me retiré a mi habitación, con el corazón grávido de pena. Aquella noche no dormí, agradeciéndole muy humildemente a Dios por haberme preservado del enorme peligro que había corrido, y tomé la firme resolución de rogarle por aquellos miserables, para que los perdonara, para que les abriera los ojos y los humillara.
Al rogar por quienes me despreciaban no sólo cumplía con mi deber, sino que además me cercioraba de que mi corazón no había sido colmado por ningún resentimiento para con aquellos que tanto me habían ofendido, y esto me produjo una gran satisfacción. Con toda humildad recomiendo este método a quienes deseen distinguir con certeza su celo real por la gloria de Dios de los efectos de sus pasiones personales o de sus resentimientos.
Pero debo volver a los particulares incidentes que se fijaron en mi memoria durante aquella prueba, y en particular al cierre de las casas al comienzo de la epidemia, porque la gente, antes de que el mal alcanzara su mayor intensidad, se observaba entre ella mucho mejor que lo que pudo hacerlo luego, y ya no volvería a comunicarse como antes, cuando la epidemia se desencadenó.
Ya he dicho que durante el cierre de las casas hubo algunos actos de violencia contra los guardianes. En cuanto a los soldados, no se los hallaba. El reducido número de guardias que el rey tenía por entonces no se parecía en nada al número que mantuvo después, y aquéllos estaban dispersos: unos en Oxford con la corte, y otros en cuarteles en los sitios más apartados de la campaña, excepción hecha de pequeños destacamentos que se hallaban de servicio en la Torre o en Whitehall, que eran pocos. No puedo decir a ciencia cierta si en la Torre existían otros guardianes aparte de los ordinarios, que se encontraban de facción en las puertas, exceptuando veinticuatro fusileros, así como los oficiales designados para vigilar los almacenes. Con respecto a las tropas adiestradas, era imposible reclutarlas. Si los tenientes de Londres o de Middlesex hubieran ordenado redoblar convocando a filas, no creo que una sola de las compañías se hubiera reunido, pese a todas las penas en que hubiesen incurrido.
Esto hacía que se respetase poco a los guardianes, y tal vez ocasionó los mayores actos de violencia que se ejercieron contra ellos. Menciono estos hechos con el propósito de mostrar que la disposición de los guardianes para mantener en su casa a la gente carecía de todo efecto, en primer lugar porque la gente se escapaba, o por la fuerza o gracias a la astucia, frecuentemente a poco que lo deseara, y en segundo lugar porque los que se escapaban eran, por lo general, personas infectadas que, en su desesperación, corrían de un sitio a otro, sin preocuparse por aquellos a quienes contaminaban, lo que pudo dar razón a los informes que pretendían que las personas infectadas deseaban contaminar a las demás, informes que, en realidad, eran falsos.
Tan bien conozco estas cosas, que podría relatar muchas historias de gente de bien, piadosa y temerosa de Dios, que una vez alcanzada por el mal, lejos de salir a contaminar a los demás, le impedían a su propia familia acercarse a ellos, con la esperanza de preservarlos. Muchos de ellos murieron, sin haber visto siquiera a sus parientes más cercanos por miedo de ser instrumentos de su contaminación, de infectarlos, de ponerlos en peligro. Y si hubo casos en que los enfermos no se preocuparon por el mal que hacían a su alrededor, a menudo -cuando no casi siempre- fue porque se sintieron impulsados a liberarse de casas severamente cerradas, exacerbados por la necesidad de provisiones y de distracción, para lo cual ocultaron su desgraciado estado. Y estos pestilentes se convirtieron en involuntarios agentes de contagio para los ignorantes y los imprudentes. Es una de las razones que me hicieron pensar entonces -y aún mantengo esta opinión- que el cierre obligado de las casas, por compulsión, o mejor dicho, que semejante prisión de las personas en su propia morada era, en conjunto, muy poco útil. Más aun: me parece que fue más dañino que beneficioso, porque obligó a aquellas criaturas desesperadas a deambular llevando la peste, cuando de otro modo habrían muerto tranquilamente en su cama.
Recuerdo un ciudadano que habiéndose escapado de su casa situada en Aldersgate Street, o en las inmediaciones, tomó el camino de Islington e intentó entrar en la hostería del Ángel y luego en la del Caballo Blanco, dos posadas que aún hoy llevan el mismo nombre. Fue rechazado. Llegó entonces al 7öro Pío, que también conserva el nombre. Pidió alojamiento por una sola noche, con la excusa de que iba a Lincoinshire y asegurando que estaba en perfecta salud y a salvo de la peste, la que en aquella época, por lo demás, no había aún afectado mayormente a aquella región. Se le dijo que no había habitación disponible, pero que se le acomodaría una cama en una buhardilla, sólo por esa noche, pues para el día siguiente aguardaban a unos pastores que traerían ganado; si quería conformarse con ese alojamiento, ahí lo tenía. Y aceptó. Le enviaron una criada provista de una bujía para que le mostrara la pequeña habitación. El viajero iba muy bien vestido y no parecía alguien acostumbrado a dormir en una buhardilla. Apenas entraron en la habitación, lanzó un profundo suspiro y dijo a la doméstica:
-Muy rara vez he dormido en un alojamiento como éste.
Ella le aseguró nuevamente que no había nada mejor.
-Está bien -dijo él-, debo conformarme. Estos son tiempos muy duros, pero sólo será por una noche.
Entonces se sentó en el borde del lecho y le rogó a la sirvienta (creo que era bonita) que le fuera a buscar un poco de cerveza caliente. Partió ella a buscarla, pero en aquella casa eran muchos y sin duda le dieron otra tarea que la hizo olvidarse de la cerveza; no regresó, pues, al cuarto del hombre.
A la mañana siguiente, como no lo vieran aparecer, alguien de la casa le preguntó a la criada que lo había conducido hasta su cuarto qué había sido de él. La moza dio un salto.
-¡Ay! -dijo-, no pensé más en él. Me pidió que le llevara cerveza caliente, y me olvidé.
Tras lo cual enviaron, no a la sirvienta, sino a otra persona para que fuera a ver que había ocurrido, y esta otra, no bien entró en el cuarto, lo encontró rígido, muerto, casi tibio aún, atravesado en la cama. Tenía la ropa desgarrada, le colgaba la mandíbula, y sus ojos abiertos le daban una expresión horripilante. Una de sus manos, aún crispada, sostenía el cubrecama, y todo mostraba con claridad que su deceso se había producido poco tiempo después que la sirvienta lo dejó a solas; tal vez si ella le hubiera subido la cerveza lo habría encontrado muerto apenas unos instantes después de sentarse en la cama. Todo el mundo se alarmó mucho en la casa, como es dable suponer, pues todos habían estado a salvo hasta el momento en que se produjo el desastre que llevó la epidemia a aquella casa, de donde rápidamente so extendió a las casas vecinas. Ya no recuerdo cuántas personas murieron en aquélla, pero creo que la sirvienta que subió a la buhardilla cayó enferma de miedo en el sitio en que se hallaba, y otras personas siguieron su ejemplo. Mientras que en la semana anterior sólo se habían contado dos decesos causados por la peste en Islington, en la siguiente hubo diecisiete muertos, de los cuales catorce se debieron a la peste. Era la semana del 11 al 18 de julio.
Cuando las casas se hallaban infectadas, el procedimiento en uso entre ciertas familias, incluso en un número bastante grande de éstas, era el siguiente: las familias, que a la primera aparición de la epidemia huían al campo y se alojaban en casas de amigos, solían confiar a algunos vecinos conocidos o, à algunos amigos, la vigilancia de sus casas, por la seguridad del mobiliario. Ciertas casas quedaban completamente cerradas, con las puertas con cadenas y aseguradas, como las ventanas, sobre las que clavaban planchas de abeto; se encomendaba su vigilancia a los guardianes ordinarios y a los oficiales de la parroquia. Pero esto era una excepción.
Podían calcularse en diez mil las casas que habían sido abandonadas por sus moradores en la ciudad y sus aledaños inclusive las parroquias externas y de Surrey, o del lado de la ribera llamado Southwark. Este número no incluye a los locatarios ni a las personas que individualmente habían huido a casa de otras familias, si bien el éxodo podía estimarse en doscientas mil almas. Pero hablaré de ello más adelante. Ahora sólo lo menciono para explicar un uso corriente entre quienes tenían dos casas bajo su custodia. Si en una familia alguien caía enfermo, el jefe de ella, antes de llevarlo a conocimiento de los inspectores o de los otros oficiales, enviaba inmediatamente al resto de su familia -sus hijos, o sus criados, según el caso- a la otra casa a su cargo; en seguida denunciaba al enfermo ante el inspector, quien le asignaba una o varias enfermeras. Además, tomaba a otra persona, la que también aceptaba ser encerrada en la casa lo que muchos hacían gracias a la mediación de dinero- para que se ocupara del inmueble en caso de muerte del enfermo.
Este expediente salvó a familias enteras, que inevitablemente habrían perecido si hubieran sido encerradas con la persona enferma. Pero por otra parte era uno de los inconvenientes del cierre de las casas, ya que la aprensión y el terror de ser aislado eran causa de que muchos huyeran con aquellos de su familia que, sin estar completamente enfermos, y aunque no estuviesen públicamente reconocidos como tales, se encontraban, no obstante, contagiados. Estos últimos, en total libertad de ir y venir, y obligados a seguir ocultando su estado -que tal vez ellos mismos ignoraban- contaminaban a los demás y propagaban la infección de un modo terrible, como he de explicar más adelante.
Voy a permitirme hacer un par de observaciones personales que luego podrán serles útiles a aquellos en cuyas manos caigan estas líneas, si es que alguna vez les toca ver una epidemia por el estilo. 1) La infección era generalmente introducida en las casas por las domésticas, a las que forzosamente se debía enviar a la calle en procura de los artículos de primera necesidad, como alimentos y remedios, a la panadería, a la cervecería, a las tiendas, etc... Y como por fuerza andaban por las calles, por los negocios, por los mercados, era imposible que no se encontrasen de una u otra manera con personas infectadas, las que les soplaban su aliento fatal, que ellas llevaban luego al seno de las familias a que pertenecían. 2) Era un grave error que una ciudad como Londres no tuviese más que una casa de apestados, situada más allá de Bunhill Fields y que podía acoger, quizá cuando mucho, doscientas o trescientas personas. Si hubiera habido varios hospitales capaces de recibir a miles de enfermos, sin la obligación de poner a éstos de a dos por cama ni de disponer dos camas por habitación; si todos los jefes de familia, tan pronto como un doméstico -particularmente un doméstico- hubiera caído enfermo, se hubiesen visto obligados a enviarlo al hospital más próximo, con el consentimiento del enfermo; y si los inspectores hubiesen actuado del mismo modo con la pobre gente contaminada, estoy convencido -siempre lo he estado- de que al proceder así, en todas partes donde los desdichados se hubieran resignado a ello (y no de otra manera), y sin poner las casas bajo consigna, no habría que haber lamentado tantos miles de muertos. En efecto, fue posible observar -y yo podría citar varios ejemplos de mi conocimiento- casos en los que una familia, al caer enfermo un doméstico, tuvo tiempo de alejarlo, o bien de abandonar la casa, dejando en ella al afectado, como ya he explicado más arriba, lo cual preservó a todo el mundo; mientras que al clausurar la casa con uno o dos enfermos adentro, toda la familia perecía, y los enterradores se veían obligados a entrar en la casa para buscar los cuerpos que nadie podía llevar hasta la puerta, ya que, al fin y al cabo, no quedaba nadie para hacerlo. 3) Me parece fuera de duda que la calamidad se extendió debido al contagio, es decir, por ciertos vapores o hálitos que los médicos llaman efluvios, por la respiración o la transpiración, por las exhalaciones de las llagas de los enfermos, o por otras vías, todas ellas tal vez fuera del alcance de los médicos, efluvios que afectaban a los hombres sanos que se acercaban a cierta distancia de los enfermos y que penetraban inmediatamente en sus partes vitales, poniendo súbitamente su sangre en fermentación y agitando su espíritu hasta el grado en que pudo comprobarse. Luego estas-personas, a su vez infectadas, trasmitían del mismo modo el mal a otras más. Yo podría proporcionar algunos ejemplos que no dejarían de convencer a quienes los examinaran con seriedad. Ahora, cuando la epidemia ya ha pasado, no puedo oír sin sorprenderme que la gente hable de ella como de un castigo del cielo que cayó sin la intervención de medio alguno, con la misión de herir a tal o cual persona y no a otra. Esto me parece una prueba patente de ignorancia y de exaltación, y la observo con cierta piedad. En cuanto a la opinión de otras personas que dicen que la infección fue traída únicamente por el aire, por el gran número de insectos y de criaturas invisibles que éste arrastra -que penetran en el cuerpo por la respiración y hasta por los poros de la piel, exhalando o engendrando violentísimos venenos u óvulos o huevos envenenados que al mezclarse con la sangre infectaban el cuerpo-, la considero llena de una sencilla sabiduría, y considero que su evidencia ha sido probada por la experiencia universal. Pero cuando llegue el momento oportuno he de decir más a este respecto.
Aquí debo señalar que nada resultó más fatal para los habitantes de esta ciudad que su propia negligencia; durante el extenso período de alarma o de advertencia que precedió a la Visitación, no hicieron la menor provisión de alimentos ni de otras cosas de primera necesidad, lo cual les habría permitido subsistir en sus propias casas conforme al ejemplo de ciertas personas que fueron preservadas en gran medida gracias a esa precaución. De igual modo, después de haberse endurecido, se volvieron menos temerosos que al principio de hablar con los que se hallaban contaminados, aun cuando lo supieran.
Reconozco que yo me contaba entre los aturdidos; tan pocas provisiones había hecho, que mis criados se vieron obligados a salir para comprar hasta las bagatelas de un penique, como antes de la epidemia, hasta el día en que la experiencia me mostró mi locura y empecé a hacerme más sabio, pero tan tarde que apenas tuve tiempo de aprovisionarme lo suficiente como para un mes de subsistencia.
Sólo tenía conmigo una anciana que dirigía la casa, una sirvienta, dos aprendices y yo. La peste comenzaba a hacer estragos a nuestro alrededor, y yo me preguntaba con tristeza qué línea de conducta seguiría y cómo debía actuar. Las cosas aterradoras que veía al salir a la calle habían llenado de espanto mi espíritu, por miedo a contraer la enfermedad, que era, por cierto, horrible en sí misma y más horrible en algunos que en otros. Los bubones que generalmente se localizaban en el cuello o en la ingle se hacían, al endurecerse y cuando no se abrían, tan dolorosos como la tortura más refinada. Algunos desventurados, incapaces de soportar el tormento, se arrojaban desde lo alto de los balcones, o se pegaban un tiro, o se destruían por cualquier otro medio; casos como éstos vi muchos. Otros, sin poder ya contenerse, lanzaban gritos incesantes de dolor, y sus gemidos, tan fuertes, tan lastimosos, atravesaban el corazón de quienes los oían al pasar por la calle, más si se consideraba que el mismo terrible azote podía en cualquier instante descargarse sobre uno.
Debo confesar que mis resoluciones comenzaban a flaquear. Me fallaba el corazón, y me arrepentía de mi temeridad. Cuando al salir me veía frente a aquellas cosas espantosas, me arrepentía, digo, de la prontitud con que me había aventurado a permanecer en la ciudad. Y a menudo deseé no haber tomado esa decisión, sino haber partido con mi hermano y su familia.
Aterrorizado por aquellos horrores, quise retirarme en mi casa, y tomé la resolución de no volver a salir, que mantuve durante tres o cuatro días, tiempo que dediqué a agradecerle a Dios mi preservación y la de mi familia, confesando mis pecados y ofreciéndome a Él cada día; me elevaba por el ayuno, la humillación y la meditación. Los intervalos los empleaba en leer y en poner por escrito las cosas de mi vida diaria; de aquellas notas extraje después la mayor parte de este trabajo, que sólo es un conjunto de observaciones efectuadas fuera de mi casa. Lo que escribí acerca de mis meditaciones lo he reservado para mi uso personal; deseo que nunca se haga público, con ningún pretexto.
También escribí otras meditaciones respecto de los asuntos religiosos que se presentaban a mi espíritu y que podían resultarme benéficos; pero como no pueden convenir a ningún otro fin, no hablaré de ellas.
Tenía un excelente amigo, un médico llamado Heath, al que visitaba con frecuencia en aquellos tristes tiempos y a cuyo consejo estoy muy reconocido. Él fue quien me recomendó tomar ciertas drogas para prevenir la infección al salir de mi casa, pues estimaba que yo salía con demasiada frecuencia, y me dijo que las mantuviera en la boca mientras me hallara en la calle. También venía a verme a menudo, y como era tan buen cristiano como médico, su conversación fue para mí, además de un recreo, un gran sostén en lo peor de aquella época terrible.
Estábamos a principios de agosto, y la plaga se desencadenó con una violencia inaudita en el barrio donde yo vivía. El doctor Heath acudió a verme, comprobó que yo me aventuraba demasiado en salir a la calle y me aconsejó que me encerrara inmediatamente, junto con mi familia, que no autorizara la salida de ninguno de los míos y que mantuviera cerrados los postigos, las ventanas y las cortinas, sin abrirlos jamás. Pero ante todo nos dijo que quemásemos en la habitación resina y pez, azufre o pólvora de fusil y otras materias semejantes, cuidando de tener cerrada la puerta o la ventana. Cosa que hicimos durante algún tiempo. Pero yo carecía de provisiones para tan largo retiro, y nos fue imposible permanecer en la casa sin movernos. Con todo, intenté, pese a lo tardío de la época, hacer algo con ese propósito. En primer lugar, como tengo facilidad para amasar y batir, salí y traje dos talegas de harina, y durante varias semanas cocimos nuestro propio pan; también compré malta, e hicimos tanta cerveza como podían contener las vasijas de la casa. Todo lo cual pareció suficiente para cinco o seis semanas. Me procuré igualmente una cantidad de mantequilla salada y queso de Cheshire. Pero carecíamos de carne, y la peste hacía tales y tan violentos estragos en los mataderos y entre los carniceros que en gran número vivían del otro lado de nuestra calle, que no habría sido siquiera imaginable cruzar la calzada para ir a buscarla.
Nuevamente debo observar que la necesidad de salir de las casas para comprar provisiones fue, en gran medida, la ruina de nuestra ciudad, pues en tales ocasiones las personas se contaminaban unas a otras, y hasta las provisiones quedaban a menudo infectadas. Tengo la certeza de que los carniceros de Whitechapel, donde se faenaba la mayor parte de la carne, fueron lamentablemente afectados, al menos hasta el punto de que muy pocos de sus comercios quedaron abiertos. Los que no contrajeron la peste, mataban su ganado en Mile End, o de este lado, y en caballos llevaban la carne al mercado.
No obstante, la pobre gente no podía aprovisionarse y tenía necesidad de ir al mercado o de enviar a sus sirvientes o a sus hijos; y como esta necesidad se renovaba día tras día, había en el mercado un gran número de personas enfermas: muchos acudían sanos y regresaban trayendo con ellos la muerte.
Es verdad que se tomaban todas las precauciones posibles. Cuando alguien compraba un trozo de carne, no tomaba éste de manos del carnicero, sino que directamente lo sacaba del gancho. Y por otra parte el carnicero no tocaba el dinero: lo hacía depositar en un pote lleno de vinagre, destinado a este uso. El comprador siempre llevaba monedas, a f n de poder pagar exactamente la suma que fuera, sin necesidad de vuelta. También llevaban frascos de esencias y perfumes; se empleaban todos los medios de que fuera posible valerse. Pero los pobres no disponían de ninguno de tales medios y corrían todos los riesgos.
Día tras día oíamos un número infinito de historias a este respecto. A veces un hombre, o una mujer, caía en el mercado mismo, porque muchos de los que llevaban la peste lo ignoraban, hasta que la gangrena interior afectaba sus centros vitales; entonces morían en unos pocos momentos. Por eso muchos perecieron súbitamente en la calle sin la menor advertencia. Otros tuvieron el tiempo justo de ir hasta el puesto más próximo, o bajo un soportal, para sentarse y morir, como ya dije antes.
Esto era cosa tan frecuente en las calles cuando la peste arreciaba, que casi no se podía salir sin ver cadáveres por todas partes, extendidos sobre el suelo. Por otra parte, hay que señalar que en un comienzo las personas se detenían y llamaban a los vecinos para que vieran aquel cuadro, pero después no se le prestó a éste la menor atención. Cuando dábamos con un cuerpo, cruzábamos la calle y no nos acercábamos a él; si lo encontrábamos en un pasaje estrecho, volvíamos sobre nuestros pasos y buscábamos otro camino para dirigirnos a nuestros asuntos. En tal caso el cuerpo quedaba allí, hasta que los oficiales recibieran la correspondiente información y ordenaran recogerlo, o hasta que, llegada la noche, los enterradores que guiaban la carreta de los muertos lo alzaran y se lo llevaran. Las intrépidas criaturas que cumplían este oficio no dejaban de registrar los bolsillos ni de despojar de sus trajes a los muertos bien vestidos: se llevaban lo que podían.
Pero volvamos a los mercados. Los carniceros tomaban tantas precauciones, que en caso de muerte repentina siempre tenían a mano un par de mozos para poner el cadáver en una angarilla y llevarlo al cementerio más próximo. Estos casos eran tan frecuentes, que el registro de defunciones los mencionaba bajo el rótulo de «Hallado muerto en la calle o en el campo», tal como se hace ahora, pero claro que mucho más en los «casos generales» de la gran epidemia.
Pero la epidemia alcanzó tal furia que hasta los mercados se vieron magramente provistos y muy poco frecuentados por los compradores, en comparación con lo que ocurría antes. El Lord Mayor recomendó a la gente de la campaña que trajera provisiones, que se detuviera al borde de los caminos que llevan a la ciudad, que se sentara allí junto a sus productos y que vendiera lo que había traído, y que regresara inmediatamente. Muchos fueron los que se animaron a proceder de esa manera, como que vendían sus provisiones a la entrada de la ciudad, e incluso hasta en el campo, principalmente más allá de Whitechapel, en Spitalfield, así como en St. Georges, Southwark, Bunhill y en un gran campo llamado Wood's Close, cerca de Islington. Allá enviaban el Lord Mayor, los concejales y los magistrados a sus agentes y criados a hacer las compras para sus familias, pues también ellos permanecían el mayor tiempo posible en su hogar, como la mayoría de la población. Una vez adoptado este método, los campesinos acudieron alegremente a llevar sus provisiones de todo tipo y muy pocos de ellos contrajeron el mal, lo que, supongo, confirmó el rumor de su milagrosa preservación.
En cuanto a mi pequeña familia, habiéndome aprovisionado, como ya dije, de pan, mantequilla, queso y cerveza, seguí el consejo de mi amigo médico y me encerré con ella, resuelto a sufrir la privación de vivir algunos meses sin carne antes que poner en peligro nuestra vida.
Pero si confiné a mi familia, en cambio no pude imponerle a mi curiosidad, imperfectamente satisfecha, que se quedara absolutamente quieta conmigo en la casa, y no pude impedirme salir, por mucho que generalmente hube de regresar angustiado y espantado. Sólo que no lo hice con tanta frecuencia como al principio.
Me sentía un tanto obligado a visitar la casa de mi hermano, situada en la parroquia de Coleman Street y a cuyo cuidado me encontraba. En un primer momento fui allí todos los días, pero más tarde sólo lo hice dos veces por semana.
Aquellos paseos ponían muchas lúgubres escenas ante mis ojos, particularmente el de la gente muerta en las calles. Oía los gritos terribles, agudos, penetrantes, de las mujeres que, en su agonía, abrían las ventanas de sus cuartos y lanzaban unos clamores tan sorprendentes como fúnebres. Es imposible describir la variedad de posturas mediante la cual la pobre gente expresaba sus pasiones.
Un día, al atravesar Tokenhouse Yard, en Lothbury, una ventana se abrió de pronto, violentamente, justo sobre mi cabeza, y tina mujer lanzó tres alaridos aterradores, para en seguida gritar: « ¡Oh, muerte, muerte, muerte!» en un tono inimitable que me llenó de horror y que me heló la sangre en las venas. En aquella calle no se distinguía un alma y ninguna ventana se abría, pues por entonces la gente ya no sentía la menor curiosidad, y por lo demás nadie podía socorrer a su prójimo. Seguí, pues, mi camino hacia Bell Alley.
Justamente en Bell Alley, del lado derecho del callejón, oí un grito más terrible aún, pero que no provenía de una ventana. Una familia íntegra se hallaba presa del espanto, y pude oír cómo mujeres y niños corrían por las habitaciones dando agudos gritos, como si hubieran perdido la cabeza, cuando el ventanuco de un granero se abrió, alguien llamó desde una ventana del otro lado y preguntó: « ¿Qué ocurre?». A lo que respondieron de la primera ventana: « ¡Oh, Señor, mi viejo amo acaba de colgarse!»; la otra voz inquirió: « ¿Está completamente muerto?». Y la primera contestó: « ¡Ay, ay, completamente muerto, completamente muerto y frío!». Aquella persona era un comerciante muy rico y concejal adjunto. No necesito decir su nombre, aunque lo conozco, pues resultaría muy penoso para su familia, que hoy disfruta de una gran prosperidad. Pero es sólo un caso. Y todo lo que ocurría en esos días, particularmente en las familias, era de un horror apenas creíble. La gente, en la violencia de su enfermedad, o torturada por sus bubones -que eran en verdad intolerables-, perdía todo control de sí misma, y delirante, enloquecida, a menudo volvía contra ella sus propias, violentas manos. Se disparaban un pistoletazo, se arrojaban por las ventanas, etc... En su demencia, algunas madres daban muerte a sus propios hijos; otras simplemente morían de dolor, en un gesto de rebeldía, o de pánico otras, o de asombro, sin hallarse en modo alguno infectadas. Y otras, espantadas, caían en la imbecilidad, en la confusión propia de los idiotas. Hubo quienes, desesperados, se volvieron locos, y otros cayeron en una melancólica demencia.
Para algunos, el dolor de los abscesos resultaba particularmente violento e intolerable. Puede decirse que los doctores y los cirujanos torturaron a muchas de aquellas pobres criaturas, aun hasta la muerte. Como a veces los tumores se endurecían, los médicos aplicaban fuertes emplastos astringentes, o cataplasmas, para hacerlos estallar; y si no lo lograban, entonces recurrían al bisturí y practicaban unas terribles incisiones. En algunos casos, los abscesos se habían endurecido, en parte por la violencia de la enfermedad y en parte porque habían sido brutalmente punzados, y se habían vuelto tan duros, que ya no les entraba ningún instrumento ni era posible cauterizarlos: muchas personas murieron locas furiosas de dolor, y otras durante la operación. Faltaba ayuda para retener a los enfermos en su lecho, o para velar por ellos, y ellos, según acabo de decir, se suicidaban. Algunos escapaban a la calle, tal vez desnudos, corrían directamente al río -si no los detenía un vigilante o algún otro funcionario- y se arrojaban al agua, en el sitio que fuera.
A menudo me partía el alma oír los gemidos y los gritos de aquellos infelices torturados. Sin embargo, esa forma de la enfermedad era de buen augurio. Si los tumores llegaban a madurar, a romperse, a supurar, o, como decía el cirujano, a reabsorberse, el enfermo generalmente sanaba; mientras que quienes, como la hija de aquella dama, eran mortalmente afectados desde un primer momento, a menudo seguían viviendo indiferentes y tranquilos hasta muy poco antes de morir, y a veces hasta el instante en que caían desplomados, como ocurre con frecuencia en los casos de apoplejía y epilepsia. Algunos se sentían súbitamente muy enfermos y corrían en busca de un banco, de un abrigo, de cualquier sitio cómodo que fuese, o, de ser posible, a sus propias casas. Y como ya he mencionado, se sentaban, se desvanecían y morían. Esta muerte era muy parecida a la muerte que sobreviene durante el síncope: los enfermos morían en un sueño. Muchos de los que sucumbían de esta manera casi no tenían conciencia de hallarse infectados, hasta que la gangrena se les extendía por todo el cuerpo. Ni los doctores podían saber con exactitud de qué se trataba, antes de descubrir el pecho u otras partes del cuerpo y comprobar las manchas.
Por aquella época tuvimos muchas historias espeluznantes de enfermeras y de cuidadores de moribundos; esto es, de enfermeras asalariadas que, en vez de atender a los apestados, los trataban de un modo bárbaro, hambreándolos, asfixiándolos o apresurando su fin por otros medios criminales: es decir, asesinándolos. También se decía que algunos cuidadores, destinados a vigilar las casas puestas bajo consigna, penetraban en éstas, mediante fractura, cuando ya no quedaba más que una persona, quizás acostada y enferma, la mataban y la arrojaban de inmediato a la carreta de los muertos, con lo cual la enviaban aún tibia a la tumba.
No puedo negar que tales homicidios se hayan cometido; creo que dos culpables fueron a parar a la prisión, pero murieron antes de haber sido juzgados, y he oído decir que otros tres fueron absueltos, en distintas oportunidades, del cargo de asesinato de ese tipo. Pero no creo que hayan sido crímenes tan comunes como a muchos les agrada decir.
Tampoco puedo negar que en aquel triste tiempo se cometieron muchos robos y malas acciones. El poder de la avaricia era tan fuerte que algunos habrían corrido cualquier riesgo con tal de robar o saquear. Y así fue como se aventuraron, sobre todo en las casas cuyas familias y demás moradores habían muerto y, sin entrar a considerar los peligros de la infección, despojaron de su ropa a los cadáveres, llevándose las sábanas entre las que yacían otros cuerpos.
Tal fue sin duda el caso de una familia de Houndsditch: un hombre y su hija fueron hallados en el suelo, completamente desnudos, el hombre en una habitación y la hija en otra contigua. Supongo que al resto de la familia ya se lo había llevado el carro de la muerte. Se pensó que los ladrones los habían hecho caer de sus camas, pues las sábanas de éstas habían desaparecido.
Preciso es destacar que en aquella calamidad las mujeres eran las más temerarias, las más descaradas, las más insensatas. Muchas se emplearon como nurses para cuidar enfermos y cometieron gran cantidad de pequeños hurtos en las casas que las contrataron. Debido a esas fechorías, algunas fueron públicamente azotadas; más bien deberían haber sido colgadas-para que sirvieran de escarmiento- en razón de los incontables hogares que en semejante ocasión fueron desvalijados. Por fin los oficiales de la parroquia fueron encargados de designar las cuidadoras de los enfermos. Y siempre tomaban buena nota de las mujeres que enviaban, a fin de poder ajustarles las cuentas si llegaban a abusar de las casas a las que eran asignadas.
Pero los robos continuaban y recaían, sobre todo, en los vestidos, en la ropa blanca, en lo primero que se encontraba, como anillos o dinero, no bien la persona puesta bajo su cuidado exhalaba el último suspiro. Con todo, no se trataba de un saqueo general. Yo sólo podría citar el caso de una nurse que varios años después, ya en su lecho de muerte, confesó con el más profundo horror los hurtos que había cometido mientras era cuidadora de enfermos y gracias a los cuales se había enriquecido considerablemente. En cuanto a los homicidios, no cuento con ninguna prueba de este tipo, a no ser la que ya he adelantado.
Se me ha contado, en verdad, el caso de una nurse que habría arrojado un lienzo empapado al rostro del moribundo puesto bajo su cuidado, para poner término a aquella vida que no terminaba de exhalar el último suspiro. Y el de otra nurse que pretendió asfixiar a una joven mientras ésta se hallaba desvanecida y que en ese momento habría vuelto en sí. Y el de otras más que dieron muerte a sus enfermos de tal o cual manera. Y, por último, el de otras que provocaron la muerte por no haberles dado nada de nada. Pero tales historias presentaban dos aspectos sospechosos, que siempre me inducían a desdeñarlas o a considerarlas como meros chismes con los que las personas se aterrorizaban de continuo unas a otras. Ante todo, estuviera uno donde estuviere, la escena siempre ocurría en el otro extremo de la ciudad, justamente en el opuesto, o bien en el sitio más alejado de aquel en el que se la narraba. Si a uno se la contaban en Whitechapel, la cosa había tenido lugar en St. Giles, o en Westminster, o en Holborn, o de este lado de la ciudad; pero si uno se hallaba de este lado, el asunto había sucedido en Whitechapel o en Minories, o bien en la parroquia de Cripplegate. Si a usted le hablaban en la City, ¡oh!, entonces la cosa había ocurrido en Southwark. ¿Le hablaban en Southwark? Entonces se trataba de la City, y siempre así.
Por otra parte, cualquiera fuese el lugar donde uno oía la historia, los detalles eran siempre los mismos: era el trapo doble y mojado arrojado al rostro de un moribundo, y la asfixia de una niña, si bien resultaba evidente, al menos en mi opinión, que en aquellas cosas había más invención que verdad.
Es cierto, sin embargo, que todo aquello impresionó a la gente, por lo cual se volvió más prudente, según ya he dicho, sobre todo respecto de quienes introducían en sus casas y a los que confiaban su vida, y todos prefirieron, en la medida de lo posible, personas recomendadas. Y cuando no podían contar con éstas (porque en verdad no abundaban), se dirigían a los oficiales de la parroquia.
Pero también en ese aspecto la miseria de aquellos tiempos gravitó pesadamente sobre los pobres, que, una vez afectados, no tenían alimentos, ni remedios, ni médicos, ni farmacéuticos, ni nadie que los socorriera, ni nadie que los cuidara. Muchos murieron mientras pedían auxilio, con frecuencia incluso, gritando su hambre a través de las ventanas. Pero cabe añadir, eso sí, que cada vez que llegaba a oídos del Lord Mayor el caso de una persona o de una familia reducida a tal extremo, siempre se acudía en su ayuda.
Cierto es que en algunas casas cuyos moradores, sin ser especialmente pobres, habían alejado a las mujeres y los niños, así como a los domésticos, si los había, cierto es, digo, que tales moradores, para disminuir sus gastos, se habían encerrado y, no contando con socorro alguno, morían a solas.
Un vecino de mi conocimiento, con el propósito de que un tendero de Whitecross Street o de las inmediaciones, le facilitara algún dinero, envió a su aprendiz, un muchacho de unos dieciocho años, para que tratara de conseguirle crédito. El muchacho llegó hasta la puerta, la encontró cerrada y golpeó con fuerza. Le pareció que alguien le respondía desde el interior, pero no estaba, muy seguro. Esperó unos momentos y golpeó por segunda vez, y luego por tercera. Alguien bajó entonces por la escalera. Por fin el dueño de casa llegó a la puerta; estaba en calzoncillos y llevaba una chaquetilla de franela amarilla, un par de pantuflas sin medias, un bonete blanco en la cabeza y, como dijo el muchacho, « ¡la muerte en el rostro!».
Abriendo la puerta, dijo:
-¿Por qué viene a incomodarme?
El muchacho, aunque un poco sorprendido, respondió:
-Vengo de parte del señor...; mi amo me envía en busca de dinero. Me dijo que usted estaba al tanto de todo.
-Muy bien, hijo -contestó el fantasma viviente-. Al pasar por la iglesia de Cripplegate, detente y pide que repiquen las campanas.
Tras estas palabras volvió a cerrar la puerta, subió y murió ese mismo día, tal vez en ese mismo instante. Esta historia me la contó el propio muchacho en persona, y tengo mis buenas razones para darle fe. El caso debe de haber ocurrido cuando la peste no había llegado al máximo -en junio, se me ocurre, a fines de mes-, antes de que anduviera por la ciudad el carro de la muerte, cuando todavía se cumplía con la ceremonia de tocar las campanas por los difuntos. Efectivamente, esta ceremonia ya no se efectuaba en esa parroquia desde julio, como que hacia el 25 de este mes había quinientos cincuenta decesos y más por semana: no se podía andar con formalismos para enterrar a nadie, rico o pobre.
Ya he mencionado que, pese al horror que suscitaba tamaña calamidad, el número de los ladrones era grande en cualquier sitio donde hubiese algo que hurtar; se trataba, por lo general, de mujeres. Una mañana, a eso de las once, fui hasta la casa de mi hermano, situada en la parroquia de Coleman Street, para ver si todo se hallaba en orden.
En la parte delantera de la casa había un pequeño patio con un muro de ladrillos y una verja; dentro, unos cuantos depósitos con mercancías de todo tipo. Ahora bien, uno de los almacenes guardaba varias cajas de sombreros para mujeres, traídos de la campaña y destinados, supongo, a ser exportados vaya uno a saber a qué país.
Al acercarme a la puerta de mi hermano, que daba a un lugar llamado Swan Alley, me sorprendió ver a tres o cuatro mujeres tocadas con aquel tipo de sombrero. Poco después reparé en que una de ellas, si no varias, también llevaba unos cuantos sombreros en las manos. Como no las había visto salir por la puerta, y como además ignoraba los modelos que había en el almacén de mi hermano, no se me ocurrió hablarles y atravesé la calle para evitar encontrarme con ellas -de acuerdo con la costumbre de aquel tiempo- por temor a la peste. Pero al aproximarme a la verja me crucé con otra mujer que también salía cargada de sombreros.
-¿Qué tiene que hacer aquí, señora? -le dije.
-Hay más gente en el lugar -respondió-, y no tienen que hacer más que yo.
Me apresuré a entrar, sin agregar una palabra, y la mujer aprovechó para escapar. Pero ya en la entrada vi que otras dos mujeres atravesaban el patio para salir, llevando, igualmente, sombreros en la cabeza y en las manos. Golpeé la puerta tras de ` mí; ésta tenía pestillo y se cerró. Luego, volviéndome hacia las mujeres:
-¡Pero qué hacen ustedes aquí! -dije. Y les arranqué los sombreros.
Una de ellas, que no tenía, lo confieso, apariencia de ladrona, exclamó:
-Es cierto. Estábamos equivocadas. Pero se nos había dicho que estos bienes ya no pertenecían a nadie. Tómelos, si quiere, y vaya a ver allí dentro, porque todavía quedan otras clientas.
Lloraba. Tenía un aspecto tan lastimoso, que le devolví los sombreros. Abrí la verja y dije a aquellas mujeres que se fueran: no podía defenderme del sentimiento de compasión que me inspiraban. Pero apenas volví los ojos hacia el almacén, en la dirección que se me había señalado, vi a seis o siete mujeres más que se surtían de sombreros, con tanta tranquilidad, con tanta inconsciencia, como si estuviesen en lo de un sombrerero, comprando con dinero constante y sonante. Lo que me asombraba era, más que la vista de todas aquellas ladronas, las circunstancias en que me hallaba. Yo, que desde hacía varias semanas tenía miedo hasta de mi sombra y que llegaba al extremo de cruzar de vereda cuando me encontraba con alguien, estaba allí, metido en una multitud.
También ellas se mostraban sorprendidas, pero por otras razones. Dijeron ser vecinas y que se les había contado que aquellas prendas podían tomarse, porque ya no pertenecían a nadie, etc... Primero les hablé indignado, y luego, volviendo a la verja, retiré la llave: eran mis prisioneras; las encerraría en el almacén y saldría en busca de los oficiales del Lord Mayor. Me suplicaron de todo corazón, alegando que habían encontrado la verja abierta, tal como la puerta del almacén, indudablemente fracturada por algún individuo que esperaba encontrar allí objetos de sumo valor. Esto parecía verosímil, pues la cerradura había sido saltada, y el candado, forzado, colgaba hacia el exterior. Y además los sombreros que faltaban no eran tantos.
Me dije, por fin, que no era ese el momento de mostrarse riguroso y cruel. Lo cual, por lo demás, me habría obligado, necesariamente, a permitir que se me acercara mucha gente y a ponerme en relación con muchas personas cuyo estado de salud yo desconocía. Por entonces la peste había alcanzado tal violencia, que hacía cuatro mil víctimas por semana. Al poner de manifiesto mi enojo, o bien al procurar justicia para las mercancías de mi hermano, iba a arriesgar mi propia vida. De manera que me limité a tomar el nombre y la dirección de aquellas mujeres. Vivían realmente en la vecindad, y les aclaré que mi hermano les ajustaría las cuentas cuando regresara a su casa. Pero ya empleaba un tono algo diferente, y les pregunté cómo era posible que hicieran semejantes cosas, en medio de la calamidad general y frente a los más terribles juicios de Dios, justamente cuando la peste estaba allí, a sus puertas, quizá hasta en sus propias casas. ¿Sabían acaso si dentro de algunas horas el carro de la muerte no vendría en su busca para llevarlas a la tumba?
Comprobé que mis palabras no causaban, mayor impresión, hasta el momento en que dos hombres, atraídos por el alboroto, se nos acercaron. Ambos conocían a mi hermano, pues habían sido empleados de la familia, y acudían en mi ayuda. Como eran vecinos, conocían a tres de las mujeres y me dijeron que efectivamente éstas vivían allí, con lo que pareció que los datos que me habían dado antes eran exactos.
Esto trae a mi memoria algunos recuerdos de aquellos hombres. Uno de ellos se llamaba John Hayward y era por entonces subsacristán en la parroquia de St. Stephen, en Coleman Street. Por subsacristán se entendía entonces el que cavaba las fosas y enterraba a los muertos. El hombre cargaba, o ayudaba a cargar, los cuerpos amortajados, con el ceremonial de costumbre. Cuando las pompas fúnebres quedaron suprimidas, él fue quien salió con la carreta y la campana a buscar los cadáveres, casa por casa. Debía recogerlos en las habitaciones mismas, pues la parroquia presentaba, y aún presenta, la notable particularidad de poseer, más que cualquiera otra de Londres, un gran número de caminos y pasajes muy estrechos, por los que los coches no pueden internarse; razón por la cual era necesario internarse en ellas y transportar los cadáveres a través de una larga distancia. De aquellos pasajes todavía subsisten algunos, como Whit's Alley, Cross Key Court, Swan Alley, Bell Alley, White Horse Alley y muchos otros. Por allí iban con una especie de parihuela en la que depositaban los cuerpos para conducirlos a la carreta. Y el hombre que efectuaba aquel oficio nunca contrajo la enfermedad, sino que vivió unos veinte años más y era al morir sacristán de la parroquia. Su mujer cuidaba enfermos y atendió a muchos de los que murieron en la parroquia; los oficiales la recomendaban por su honradez: también ella permaneció indemne.
Él no usaba preservativo alguno contra la infección, a no ser la ruda y el ajo que siempre iba chupando y el tabaco que fumaba. El mismo me lo contó. En cuanto a los remedios de su mujer, éstos consistían en lavarse con vinagre la cabeza y en rociar también con vinagre el pañuelo que se ponía sobre el cabello, de manera que éste siempre estuviese húmedo; y si los olores de su enfermo eran más fuertes que de ordinario, aspiraba vinagre y volvía a rociar su velo, y se tapaba la boca con un pañuelo empapado igualmente en vinagre.
Debo decir que la peste, por mucho que arreciara con mayor violencia sobre los pobres, no impedía que éstos fuesen los más fueron a depositar el cuerpo de un apestado, justo al lado del flautista, creyendo que el desventurado era un cadáver dejado allí por algún vecino.
Así cuando John Hayward, su campana y su carreta pasaron, encontraron en aquel umbral dos cadáveres, los recogieron con el instrumento de que se valían para ello, los arrojaron sobre la carreta y continuaron su fúnebre recolección. Durante todo ese tiempo, el cantor dormía profundamente. Por fin la carreta llegó al sitio en donde los cuerpos eran arrojados a tierra; era, lo recuerdo, en Mount Mill. Como de costumbre, se detuvieron un rato antes de volcar la triste carga. De pronto el hombre se despertó y trató de sacar la cabeza por entre los cadáveres; luego, irguiéndose, exclamó:
-¡Eh! ¿Dónde estoy?
Los hombres de servicio se sobrecogieron de miedo. Pero John Hayward, en seguida de una breve pausa, les volvió el alma al cuerpo:
-¡Dios nos bendiga! -dijo-. En la carreta hay alguien que no está del todo muerto.
Entonces otro gritó: -¿Quién eres?
Y el mísero respondió:
-Soy el pobre flautista. ¿Dónde estoy?
-¿Dónde estás? -dijo Hayward-. ¡Vaya! Estás en la carreta de los muertos, y nosotros estamos a punto de enterrarte. -Pero no estoy muerto, ¿verdad?
Esta pregunta provocó 'una carcajada, aunque, como decía John, los asistentes se hallaban realmente espantados. Entonces ayudaron al pobre hombre a bajar de la carreta, y así regresó a sus asuntos.
Sé que la historia añade que el cantor tocó su flauta en el carruaje y que tanto horrorizó a aquella gente, que todos huye ron. Pero John Hayward no contó la aventura así, ni dijo palabra de aquella música. Pero de que el pobre flautista fue transportado como conté, estoy completamente seguro.
En este punto hay que destacar que las carretas mortuorias de la ciudad no estaban reservadas a parroquias particulares, sino que cada una de ellas servía a varias de éstas, según el número de muertos. Tampoco se hallaban obligadas a transportar los cadáveres dentro de sus respectivas parroquias, y muchos cuerpos, recogidos en la ciudad, fueron enterrados en las afueras, por falta de lugar.
Todos sabíamos que muchas criaturas, golpeadas por la enfermedad y reducidas a la desesperación, se volvieron idiotas o melancólicas a la vista de su miseria y huyeron a los bosques o a los campos, a sitios secretos y extraños, para arrastrarse bajo un zarzal o un seto y morir allí.
Los habitantes de las aldeas vecinas solían llevarles por piedad, algún alimento que depositaban a cierta distancia, a fin de que pudiesen ir a buscarlo si se sentían capaces de hacerlo. A veces los infelices carecían de fuerza para ello, y los campesinos hallaban a los pobres diablos rígidos, muertos, e intacto el alimento. El número de aquellos miserables fue grande; sé de muchos que perecieron así, y con tal exactitud lo sé, que aún ahora creo poder dar con el sitio de su sepultura y desenterrar su osamenta. Porque la gente del campo iba y cavaba una fosa a cierta distancia, y luego, con unas largas estacas rematadas con un gancho, empujaban los cuerpos al hoyo y los tapaban con tierra, desde tan lejos como podían, observando la dirección del viento y colocándose, como dicen los marineros, con «viento en proa» para que no les llegara el hedor. De ese modo muchos se fueron de este mundo sin que nadie lo supiera, y sin que los registros de mortalidad los tomaran en cuenta
Estas cosas las supe por los relatos de los demás, porque yo iba muy rara vez al campo, si no era hacia Bethnel Green y Hackney. Pero cuando salía de paseo siempre veía a lo lejos un gran número de infelices vagabundos. No podía saber mayor cosa de ellos, ya que cuando uno veía que alguien se le acercaba, tanto en la calle como en el campo, la táctica general consistía en huir de él. Sin embargo, creo que este relato es verídico.
Ya que he venido a parar en mis paseos por las calles y los campos, no puedo dejar de decir de qué modo en aquellos momentos la ciudad se hallaba desolada. La gran calle en que yo vivía y que es conocida como una de las más anchas de Londres, tanto de los aledaños como de las zonas francas, se parecía más bien a un verde campo antes que a una calle pavimentada, sobre todo en el barrio de los carniceros, especialmente de los que carecían de local, y la gente andaba generalmente por el medio de la calzada, entre los coches y los caballos. La parte más alejada, hacia la iglesia de Whitechapel, no estaba pavimentada, pero hasta en la parte pavimentada crecían hierbas. Sin embargo, esto no parecía extraño, pues las grandes arterias de la ciudad, como la calle Leadenhall, la de Bishopsgate, Connhill y hasta la propia calle de la Bolsa tenían pasto en varios sitios. Ni a la mañana ni a la noche se veían coches ni carretas en las calles, excepción hecha de unos pocos carretoncitos de campesinos que traían zanahorias, alubias, guisantes, heno y paja al mercado, pero eran muy pocos comparados con la circulación ordinaria. En cuanto a los coches, apenas se los empleaba, a no ser para transportar enfermos a los lazaretos u hospitales y a veces para llevar a los médicos a algunos sitios en los que parecía posible arriesgarse. En verdad, los coches representaban una cosa peligrosa, y la gente no intentaba aventurarse: nunca se sabía a quién habían llevado en último término, y era cosa corriente que hubieran transportado hasta algún lazareto a enfermos y contaminados que solían expirar mientras iban de camino.
Cuando la infección llegó al extremo de que he hablado, muy pocos médicos se preocuparon por salir a visitar a los enfermos, y además muchos de los más eminentes murieron, así como gran número de cirujanos. Habíamos llegado a una época verdaderamente terrible, y durante un mes, o poco más o menos, murieron, término medio, de 1500 a 1700 infelices por día, sin tener en cuenta las anotaciones de los obituarios.
Creo que la peor jornada que tuvimos en aquel período fue a principios de septiembre, cuando comenzaba a pensarse que Dios había resuelto terminar con el pueblo de aquella miserable ciudad. Era en los momentos en que la peste arreciaba en las parroquias del este. En mi opinión, en la de Aldgate hubo más de mil entierros por semana durante quince días, aunque los registros no hablasen de ese número. Lo cierto es que me encontraba rodeado a tal punto de apestados, que de cada veinte casas no quedaba una sola indemne en las Minories, Houndsditch y los barrios de la parroquia de Aldgate, cerca de Butcher Row y los callejones situados un poco más allá, justo enfrente de mi casa. En todos aquellos lugares, la muerte reinaba en cada esquina. Whitechapel se encontraba en las mismas condiciones, aun cuando la estadística fuera muy inferior a la de mi parroquia; los registros declaraban allí seiscientos entierros por semana, pero el número verdadero era, en mi opinión, el doble. Familias y hasta calles enteras habían sido barridas de una sola vez, hasta tal punto, que a menudo ocurría que los vecinos llamaban al campanero para que fuera a tal o cual casa a recoger los cadáveres, ya que todos los moradores de ésta habían sucumbido. El trabajo de transportar los cuerpos en las carretas se volvió tan odioso y peligroso que había quejas acerca de los recogedores de cadáveres, en el sentido de que no se preocupaban demasiado por limpiar las casas; hubo veces en que todos los moradores de alguna de éstas permanecieron varios días sin sepultura, hasta que las familias vecinas, emponzoñadas por la fetidez, fueron a su vez contaminadas. Esta negligencia alcanzó tales proporciones, que los mayordomos y los condestables se vieron obligados a vigilar para desterrarla, y hasta los jueces debieron socorrer y animar a los saca cadáveres, con peligro de su vida, como que muchos de ellos murieron debido a la enfermedad que contrajeron por haberse aproximado al cuerpo de los muertos. De no haber habido un número tan grande de desventurados en busca de trabajo y pan (como ya lo he dicho), apremiados por la necesidad de emplearse en lo que fuera y resueltos a correr cualquier riesgo, nunca se habría podido contar con nadie. Y entonces los cadáveres habrían permanecido en el suelo, pudriéndose y deshaciéndose de una manera espantosa. Nunca se felicitará demasiado a los magistrados por haber hecho enterrar con tanto orden a los muertos. En efecto, tan pronto como uno de los empleados asignados a esta tarea caía enfermo o moría -cosa que ocurrió con harta frecuencia-, su lugar era ocupado por otro, que, gracias a la multitud de desocupados, no era difícil de encontrar. A causa de ello, y pese al número infinito de enfermos y muertos, siempre los cadáveres fueron recogidos y transportados cada noche, de modo que nunca pudo decirse que en Londres los vivos no fueran capaces de enterrar a los muertos.
La desolación crecía por momentos en aquellas terribles horas, y con ella crecía también el espanto de la gente: en la violencia de la angustia, mil cosas increíbles se cometieron, y otras mil, de igual modo, en la agonía de la enfermedad. Y todo ello fue muy amargo. Unos iban por las calles dando gritos y alaridos y retorciéndose las manos; otros rezaban, alzando los brazos al cielo para implorar la misericordia divina. No puedo decir que esto no haya sido un efecto del delirio; pero, aun admitiéndolo, era un índice de una tendencia más seria, y valía, en fin de cuentas, mucho más que los gritos terribles y los alaridos que día tras día se escuchaban en algunas calles, sobre todo al caer la noche. Supongo que se ha oído hablar del famoso So-lomón Eagle, el extático. Sin hallarse enfermo, a no ser de la cabeza, iba por la ciudad denunciando el juicio de Dios, y lo hacía de un modo espeluznante; a veces andaba completamente desnudo y llevaba sobre su cabeza una olla con carbones encendidos. Yo no podría en verdad repetir lo que él decía.
Tampoco podría afirmar si aquel predicador se hallaba o no en sus cabales, o si actuaba por puro celo para con la pobre gente cuando, noche tras noche, recorría las calles de Whitechapel, con las manos hacia el cielo, repitiendo sin cesar estas palabras de la liturgia de la iglesia: «Dios santo, protégenos, salva a tu pueblo, Tú que lo redimiste con tu preciosísima sangre». Digo que nada preciso puedo conjeturar acerca de aquellas cosas que se me aparecían como objetos de horror al contemplarlas desde la ventana de mis habitaciones (que muy rara vez abría durante la violencia de la peste, pues me había confinado en mi propia casa). Era el momento en que muchos comenzaban a pensar y hasta a decir que nadie se salvaría. En verdad, también yo estaba muy cerca de creerlo y por eso me quedé en mi casa durante más o menos una quincena, sin salir para nada. Pero no podía soportarlo. Además, había personas que a pesar del peligro no desatendían el servicio público de Dios, ni siquiera en los momentos más peligrosos. Y aunque es cierto que muchos pastores cerraron su templo y huyeron, como cualquier hijo de vecino, para salvar su vida, no todos procedieron del mismo modo. Algunos corrieron el riesgo de oficiar. De cuando en cuando pronunciaban sermones o breves exhortaciones al arrepentimiento y a la reforma de la vida, lo cual duró mientras hubo gente dispuesta a escucharlos. Otro tanto hicieron los sectarios disidentes en las parroquias cuyos ministros habían muerto o huido. En semejantes momentos no había ánimo para hacer distinciones.
Cosa deprimente era, en verdad, oír los lamentos de los moribundos: llamaban a los pastores para que los reconfortaran y rezaran con ellos, para que los aconsejaran y dirigieran, implorando a Dios perdón y misericordia y confesando en voz alta sus pecados. Se habría podido enternecer el corazón más impenitente con las advertencias que los moribundos daban a los demás, como cuando decían, por ejemplo, que no hay que aplazar la hora del arrepentimiento hasta la llegada de los días de aflicción, porque el tiempo de la calamidad no es el del remordimiento y porque el momento de la catástrofe no es el de la invocaciones de Dios y nunca lo será. Yo quería poder reproducir el tono mismo de aquellos lamentos, de las exclamaciones que lanzaban aquellos pobres moribundos en lo peor de la agonía y la aflicción, y lograr que el lector oyese aquellas voces que todavía suenan en mis oídos.
Si tan sólo me fuera posible poner aquí algunos acentos lo bastante conmovedores para suscitar la alarma en el alma misma del lector, entonces me alegraría de haber escrito estas cosas, por peregrino e imperfecto que sea mi relato.
Gracias a Dios, yo seguía a salvo; estaba fuerte y gozaba de plena salud, pero me sentía harto de estar encerrado, así, sin aire, desde hacía unos quince días. No pude impedirme salir para ir hasta el correo a despacharle una carta a mi hermano. Fue entonces cuando observé el profundo silencio de las calles. Llegué al correo y me disponía a despachar mi carta, cuando vi que un hombre, de pie en un rincón del patio, hablaba con otro que se hallaba asomado a la ventana; un tercero había abierto una de las puertas de la oficina. En mitad del patio había una bolsita de cuero con dinero y dos llaves que colgaban de ella, pero nadie se atrevía a tocarla. Pregunté cuánto tiempo hacía que estaba allí. El hombre de la ventana me dijo que hacía por lo menos una hora, pero que no deseaba ocuparse de ella sin saber si la persona que la había perdido volvería a buscarla. Como yo no tenía mayor necesidad de dinero, y como la importancia de la suma no me incitaba a apoderarme de la bolsita, con el riesgo, además, de tener que devolverla, me dispuse a salir. El hombre que había abierto la puerta me dijo que iba a poner aquello a buen recaudo, para que su propietario, si regresaba, pudiese dar con ella. Entró en busca de un balde de agua y lo depositó muy cerca del portamonedas, y volvió a partir para regresar con pólvora de fusil, una buena porción de la cual arrojó sobre la bolsita; luego hizo un reguero con la pólvora que le había sobrado. Este reguero tenía dos yardas. Después de lo cual entró por tercera vez en busca de un par de pinzas calentadas al rojo, supongo que a propósito, y le prendió fuego al reguero de pólvora; la bolsita se puso al rojo y echó bastante humo. El hombre, no satisfecho aún, tomó entonces la bolsita con las pinzas, la alzó y la mantuvo así hasta que las pinzas la atravesaron; entonces echó el dinero en el balde de agua y se lo llevó. Recuerdo que había unos trece chelines, unos cuantos peniques y otros tantos cobres. Tal vez los pobres habrían llevado su miseria hasta el extremo de arriesgarse por aquel dinero, pero fácilmente puede verse, por lo que acabo de narrar, de qué modo la poca gente que se hallaba a salvo cuidaba por entonces de sí misma, cuando la peste arreciaba. Más o menos por la misma época me paseaba por los campos del lado de Bow, pues sentía un gran deseo de ver qué ocurría en el río y en los buques. Como poseo algún conocimiento de las cosas marítimas, pensaba que los buques debían ser excelentes refugios. Y tratando de satisfacer mi curiosidad, regresé de Bow a Bromley y descendí hasta las escaleras de Blackwall, que sirven para subir a bordo. Vi a un pobre hombre que caminaba solo por la ribera, o mejor dicho por el malecón. Por un instante continué mi camino, mientras observaba todas las casas clausuradas. Al cabo, desde lejos, trabé conversación con aquel desdichado. Primero le pregunté cómo iban las cosas por allí.- ¡Ay, señor! -dijo-. Es casi la desolación. Todos muertos o enfermos. Muy pocas familias quedan aquí o en esa villa -señalaba hacia Popular- en las que no hayan muerto ya la mitad de sus miembros y la otra mitad no esté contaminada. -Luego, mostrándome una casa-: Allí han muerto todos; la casa ha quedado abierta y nadie se atreve a entrar. Un pobre ladrón se aventuró a hacerlo para robar alguna cosa, pero lo ha pagado muy caro: anoche se lo llevaron al cementerio. -En seguida me mostró varias otras casas-: En aquélla han muerto todos: el hombre, la mujer y los cinco hijos. Aquella otra ha sido cerrada; observe el guardián que está en la puerta... -y así continuó con otras casas.
-Pero entonces -le dije-, ¿qué hace usted aquí, solo?
-¡Ah! -respondió-, yo soy un pobre hombre desolado. Dios no ha querido golpearme aún, pero mi familia sí está enferma, y uno de mis hijos ha muerto.
-¿Qué entiende usted por no ser golpeado? -insistí.
-Fíjese usted, señor -contestó-; esa es mi casa -y señalaba una casita baja-. Allí viven mi mujer y mis dos hijos, si a eso se le puede llamar vivir, porque ella está enferma, y también uno de los niños, pero yo no me acerco a ellos.
Al decir estas palabras, las lágrimas le bañaron el rostro. Tampoco yo, lo aseguro, pude retener las mías.
-¿Y por qué no se acerca a ellos? -dije-. ¿Cómo puede usted abandonar a la sangre de su sangre?
-¡Oh, señor! -exclamó-. ¡Dios no lo quiera! No es que los haya abandonado. Trabajo para ellos cuanto puedo. ¡Y el Señor sea loado: no permito que les falte nada!
Diciendo lo cual, levantó los ojos al cielo en una actitud que me dio a comprender que no se trataba de un hipócrita, sino de un hombre serio, religioso y bueno. Y su exclamación era la expresión de su gratitud. Aun en la situación en que se hallaba podía decir que su familia no carecía de nada.
-¡Oh, excelente hombre! -dije-. ¡Es una gracia para los pobres! ¿Pero cómo viven entonces? ¿Y cómo ha podido usted salvarse de la calamidad que ahora pesa sobre nosotros?
-Vea usted, señor, soy barquero y esa es mi barca, que me sirve de casa. En ella trabajo durante el día y en ella duermo por la noche. Lo que gano lo deposito bajo esta piedra -me señalaba una piedra ancha bastante apartada de su casa, del otro lado del camino-. Los llamo, grito hasta que me oyen. Y vienen a buscar el dinero.
-Pero, amigo mío -consulté-, ¿cómo puede ganarse la vida como barquero? ¿Acaso hay en estos momentos personas que deseen navegar?
-Sí -respondió-, por lo menos de cierta manera. ¿Ve usted aquellos cinco barcos, anclados? -señalaba con el dedo la parte baja de la ribera, bastante lejos, hacia lo bajo de la ciudad. ¿Y aquellos otros ocho o diez, sujetos con cadena, y más allá otros ocho también anclados? -ahora señalaba hacia las afueras de la ciudad-. Todos ellos tienen familias a bordo, familias de comerciantes, propietarios o cosa por el estilo, que se han encerrado en ellos y viven confinadas por temor a infectarse. Yo me ocupo de hacerles los mandados, de llevar sus cartas, de efectuar lo que les sea absolutamente indispensable, para evitarles la obligación de bajar a tierra. Por la noche atraco mi barca a uno de esos navíos y allí duermo, solo. Gracias a Dios, hasta ahora estoy a salvo.
-Pero, amigo mío -continué-, ¿lo dejan subir a bordo después que ha estado usted en tierra, en un lugar tan terrible e infectado como éste?
-¡Oh! En cuanto a eso -replicó-, muy rara vez subo. Lo que traigo lo deposito en sus barcos, o bien me aproximo y ellos izan las provisiones a bordo. Y aunque subiera, no correrían el menor peligro, porque jamás entro en las casas de la ribera y no tengo contacto con nadie, no, ni siquiera con mi propia familia. Yo sólo hago sus mandados.
-Lo cual -argüí- puede ser peor, ya que a alguien tiene usted que comprarle las provisiones. Y toda la región está tan infectada, que hasta conversar con alguien resulta peligroso. Por lo demás, esta villa es el comienzo de Londres, aunque esté a cierta distancia.
-Es verdad -añadió-, pero usted no me comprende exactamente. No es aquí donde les busco las provisiones. Remo hasta Greenwich, y allí compro la carne; a veces bajo por el río hasta Woolwich y compro allá. También voy hasta las granjas aisladas que quedan por el lado de Kentish, donde soy conocido, y allí compro carne blanca, huevos y mantequilla, que llevo a tal o cual barco, según los encargos. Rara vez bajo a tierra en este lugar; ahora he venido a ver a mi mujer y a saber cómo anda mi familia; le traigo algo de dinero que recibí anoche.
-¡Pobre hombre! -dije-. ¿Y-cuánto tienes para ellos?
-Cuatro chelines, lo que ya es algo si tenemos en cuenta la situación actual de los pobres. Pero además me han regalado una bolsa de pan, un pescado salado y un poco de carne, y todo esto es una ayuda.
-¿Y ya se lo has llevado? -pregunté.
-No, pero he llamado y mi mujer ha respondido que ahora no podía salir, pero que esperaba hacerlo dentro de una media hora, y la estoy esperando. Pobre mujer mía, en qué estado tan triste está. Tenía un absceso y se le ha reventado; espero que se reponga. Pero tengo miedo de que se nos muera un hijo. Será la voluntad de Dios.
Y se detuvo para echarse a llorar.
-Hombre honesto -le dije-, cuentas con un seguro consuelo si así te resignas a la voluntad de Dios. Él, en su sabiduría, nos conduce.
-¡Oh, señor! -respondió-. Será una misericordia infinita si por lo menos uno de nosotros se salva. ¿Por qué tendría que quejarme?
-¡Hablas muy bien! -le dije—. ¡Oh, mi fe es mucho menor que la tuya!
Y mi corazón latía con fuerza al sentir hasta qué punto la virtud de aquel hombre descansaba en una base más sólida que la mía. Él, carente de refugio, permanecía ligado a su familia, a la que debía asistir. Yo no tenía familia; no sólo era pura presunción, en tanto que él vivía en una verdadera dependencia, € confiándose valientemente a Dios, lo que no le impedía emplear todos los medios posibles para resguardar su seguridad.
Me alejé un poco, asediado por aquellos pensamientos y sin poder, tampoco yo, contener las lágrimas. Por último, después de haber charlado unos momentos más, la pobre mujer abrió la puerta y llamó:
-¡Robert, Robert!
Él le rogó esperar un instante. Corrió entonces hasta la escala que llevaba a su barca; iba en busca del saco en que guardaba las provisiones que le habían dado en los barcos. Regresó y volvió a gritar; fue hasta la piedra que me había señalado, vació el contenido del saco y se retiró. Su mujer bajó acompañada por un muchachito; él le gritó que tal o cual capitán le enviaba tal o cual cosa, y añadió:
-Dios nos da todo: démosle gracias.
Pero la pobre mujer se hallaba demasiado débil para transportar aquellas cosas de una sola vez, aunque el conjunto no fuera muy pesado; dejó los bizcochos en una bolsita y le encar-gó al chiquillo que los cuidara hasta que ella volviera.
-¡Pero cómo! -le dije-. ¿También le da los cuatro chelines, es decir, su salario de toda la semana?
-¡Oh, claro! -me contestó-. Por ella misma va a saberlo. -Y llamó-: ¡Rachel, Rachel!, ¿recogiste el dinero?
-Sí -dijo ella.
-¿Cuánto había?
-Cuatro chelines y un penique.
-Está bien. Que Dios te proteja.
Y se volvió para partir.
Pero yo no podía dejar de verter lágrimas por aquel hombre, y tampoco pude reprimir mi caridad para con él. Y lo llamé:
-Escuche, amigo mío, acérquese; considero que usted se halla perfectamente sano y puedo arriesgarme a su lado. -Entonces saqué la mano que mantenía en un bolsillo-: Tenga. Llame a Rachel nuevamente y añada un poco de bienestar de mi parte. Dios nunca abandona a una familia que pone su confianza en Él, como lo hacen ustedes.
Le ofrecía otros cuatro chelines, rogándole que los depositara sobre la piedra y que llamara a su mujer.
No hay palabras para expresar el agradecimiento del pobre hombre y la manera en que me lo testimonió; sólo supo dar libre curso a sus lágrimas. Llamó a su mujer y le dijo que Dios había tocado el corazón de un extraño con el relato de su historia, y que éste le había dado todo ese dinero. También la mujer manifestaba su gratitud tanto para con el cielo como para conmigo, y alegremente recogió los cuatro chelines. No recuerdo que ese año haya empleado mi dinero en nada mejor.
Luego le pregunté al pobre hombre si la epidemia había llegado a Greenwich. Me dijo que no, al menos hasta la semana anterior, aunque temía que ya estuviese por llegar allí e incluso que ya reinase en la parte sur de la ciudad (hacia el lado del puente de Deptford). Él, por su parte, nunca iba más que a lo del carnicero y a lo del tendero, para comprar lo que se le encargaba. Era muy prudente.
Me asombré de que toda aquella gente, así encerrada en sus barcos, no hubiese llevado consigo en suficiente cantidad todo cuanto podía necesitar. El hombre me dijo que algunos lo habían hecho, pero que otros habían llegado a bordo urgidos por el miedo, cuando ya se hacía muy peligroso ir a lo de los comerciantes para aprovisionarse. Me señaló dos barcos en los que sólo había galleta de marinero y cerveza. Él había llevado las provisiones necesarias para casi todo el mundo. Averigüé si había otros barcos igualmente aislados. Me dijo que sí y que remontando el río hacia el lado de Greenwich, hasta las riberas de Limehouse y Redriff, se podía ver a todos los que allí habían encontrado lugar, acomodados de a dos en medio dei río, y que incluso a bordo de algunos se hallaban varias familias. Tuve la inquietud de saber si - la epidemia había llegado hasta ellos, pero el hombre no lo creía, a no ser en dos o tres barcos cuyos moradores habían permitido, por negligencia, que los marineros bajasen a tierra, lo que en los otros estaba prohibido, y añadió que era un bonito espectáculo ver los barcos fondeados en el Pool.
Como me dijera que en cuanto subiese la marea iba a regresar a Greenwich, le pedí que me permitiera acompañarlo, porque sentía sumo deseo de ver los barcos alineados en la for-ma en que él me había contado. Aceptó, con la condición de que le diese mi palabra de cristiano y de hombre decente de que yo estaba completamente sano. Le aseguré que Dios había querido protegerme, que vivía en Whitechapel y que, impaciente por estar tanto tiempo encerrado, me había aventurado hasta allí para tomar un poco de aire, y que en mi casa nadie se hallaba afectado.
-Está bien, señor -respondió-; puesto que su caridad se ha apiadado de nosotros, de mí y de mi pobre familia, está claro que no podría usted tenerla crueldad de subir a mi barco si no estuviese completamente sano, porque lo contrario equivaldría a matarme y a arruinar a todos los míos.
El pobre hombre me conmovía al hablar de su familia con tanta inteligente solicitud, con tal afecto, y vacilé en seguirlo. Me sentía dispuesto a abandonar mi curiosidad con tal de no incomodarlo, por mucho que yo estuviera seguro, absolutamente seguro, de hallarme tan enfermo como el hombre más sano del mundo. Pero él, por su parte, no quiso que yo renun-ciara y, para mostrarme la confianza que depositaba en mí, insistió en que partiera con él; de manera que cuando la marea comenzó a subir, bajé a su barca y me llevó a Greenwich. En tanto el hombre hacía las compras que le habían encargado, ascendí hasta lo alto de la colina que domina la ciudad, hacia el este, para tener una vista de conjunto del río. Era un espectáculo verdaderamente sorprendente el número de barcos fondeados en fila, de dos en dos; en algunos sitios había hasta dos o tres filas, a todo lo ancho del río, y la visión continuaba no sólo hasta los aledaños de la ciudad, entre los barrios de Ratcliffy Redriff, en lo que se llama el Pool, sino también descendiendo el río hasta Long Reach, que limitaba el horizonte de la colina.
No puedo asentar el número de embarcaciones, pero lo calculo en varias centenas, y alabo sin reservas este recurso, pues más de diez mil personas retenidas por su preocupación en los barcos se hallaban protegidas de la violencia del mal y viviendo de modo fácil y seguro.
Regresé a mi casa muy feliz de aquella jornada y sobre todo contento de haber conocido al pobre hombre. También me alegraba el hecho de que se hubieran proporcionado aquellos pequeños santuarios para tantas familias, en aquellos días de desolación. Pude observar, a medida que la peste aumentaba en violencia, que los barcos que tenían familias a bordo se desplazaban, alejándose, y que algunos de ellos, a juzgar por lo que se me dijo, se hicieron a la mar y buscaron abrigo en los puertos o en los pasos seguros que pudieron alcanzar con más facilidad, sobre la costa norte.
Pero también es cierto que no todas las personas que huyeron de tierra firme para ir a vivir a bordo de los barcos se salvaron; varias murieron, alcanzadas por la infección, y sus cuerpos fueron arrojados al río, por la borda, unos en féretros y otros, se me dijo, sin ataúd. Y a veces los cadáveres flotaban en el agua, llevados por la marea.
Pero creo poder asegurar que algunas de aquellas personas fueron infectadas porque recurrieron demasiado tarde a los
barcos igualmente aislados. Me dijo que sí y que remontando el río hacia el lado de Greenwich, hasta las riberas de Limehouse y Redriff, se podía ver a todos los que allí habían encontrado lugar, acomodados de a dos en medio del río, y que incluso a bordo de algunos se hallaban varias familias. Tuve la inquietud de saber si la epidemia había llegado hasta ellos, pero el hombre no lo creía, a no ser en dos o tres barcos cuyos moradores habían permitido, por negligencia, que los marineros bajasen a tierra, lo que en los, otros estaba prohibido, y añadió que era un bonito espectáculo ver los barcos fondeados en el Pool.
Como me dijera que en cuanto subiese la marea iba a regresar a Greenwich, le pedí que me permitiera acompañarlo, porque sentía sumo deseo de ver los barcos alineados en la forma en que él me había contado. Aceptó, con la condición de que le diese mi palabra de cristiano y de hombre decente de que yo estaba completamente sano. Le aseguré que Díos había querido protegerme, que vivía en Whitechapel y que, impaciente por estar tanto tiempo encerrado, me había aventurado hasta allí para tomar un poco de aire, y que en mi casa nadie se hallaba afectado.
-Está bien, señor -respondió-; puesto que su caridad se ha apiadado de nosotros, de mí y de mi pobre familia, está claro que no podría usted tenerla crueldad de subir a mi barco si no estuviese completamente sano, porque lo contrario equivaldría a matarme y a arruinar a todos los míos.
El pobre hombre me conmovía al hablar de su familia con tanta inteligente solicitud, con tal afecto, y vacilé en seguirlo. Me sentía dispuesto a abandonar mi curiosidad con tal de no incomodarlo, por mucho que yo estuviera seguro, absolutamente seguro, de hallarme tan enfermo como el hombre más sano del mundo. Pero él, por su parte, no quiso que yo renun-ciara y, para mostrarme la confianza que depositaba en mí, insistió en que partiera con él; de manera que cuando la marea a ' comenzó a subir, bajé a su barca y me llevó a Greenwich. En y tanto el hombre hacía las compras que le habían encargado, ascendí hasta lo alto de la colina que domina la ciudad, hacia el este, para tener una vista de conjunto del río. Era un espectáculo verdaderamente sorprendente el número de barcos fondeados en fila, de dos en dos; en algunos sitios había hasta dos o tres filas, a todo lo ancho del río, y la visión continuaba no sólo hasta los aledaños de la ciudad, entre los barrios de Ratcliff y Redriff, en lo que se llama el Pool, sino también descendiendo el río hasta Long Reach, que limitaba el horizonte de la colina.
No puedo asentar el número de embarcaciones, pero lo calculo en varias centenas, y alabo sin reservas este recurso, pues más de diez mil personas retenidas por su preocupación en los barcos se hallaban protegidas de la violencia del mal y viviendo de modo fácil y seguro.
Regresé a mi casa muy feliz de aquella jornada y, sobre todo, contento de haber conocido al pobre hombre. También me alegraba el hecho de que se hubieran proporcionado aquellos pequeños santuarios para tantas familias, en aquellos días de desolación. Pude observar, a medida que la peste aumentaba en violencia, que los barcos que tenían familias a bordo se desplazaban, alejándose, y que algunos de ellos, a juzgar por lo que se me dijo, se hicieron a la mar y buscaron abrigo en los puertos o en los pasos seguros que pudieron alcanzar con más facilidad, sobre la costa norte.
Pero también es cierto que no todas las personas que huyeron de tierra firme para ir a vivir a bordo de los barcos se salvaron; varias murieron, alcanzadas por la infección, y sus cuerpos fueron arrojados al río, por la borda, unos en féretros y otros, se me dijo, sin ataúd. Y a veces los cadáveres flotaban en el agua, llevados por la marea.
Pero creo poder asegurar que algunas de aquellas personas fueron infectadas porque recurrieron demasiado tarde a los barcos; huyeron cuando ya habían permanecido demasiado tiempo en tierra. Quizá sin suponerlo, ya llevaban el mal consigo: la enfermedad no fue a asaltarlas a los barcos; al contrario, ellas la trasportaron. O bien, además, se trataba de embarcaciones cuyos pobres marineros no habían tenido tiempo de aprovisionarse y se habían visto obligados a comprar en tierra lo que necesitaban, o a autorizar a las barcas de la ribera que se acercaran a ellos. Así les había sido trasmitida la enfermedad.
Mientras los ricos se embarcaban en navíos, la clase pobre se refugiaba en embarcaciones costeras: chalanas, gabarras, pesqueros. Muchos tomaron sus propios barcos, sobre todo los pescadores, pero fue un mal negocio, porque al ir por aquí y por allá en busca de provisiones, a menudo incluso para ganarse la vida, la infección los azotó e hizo terribles estragos entre ellos. Gran número de marinos murieron a solas en sus barcas, por haber proseguido su ruta, tanto río abajo como río arriba del puerto de Londres; no pocos de ellos fueron hallados sólo mucho tiempo después, en un estado tal, que nadie pudo tocarlos ni aun acercarse a ellos.
En verdad, la miseria era deplorable en los barrios de los marinos y digna de la mayor conmiseración. Pero, ¡ay!, en aquella época cada uno miraba demasiado por su propia segu-ridad para dar cabida a la piedad; todos veían llegar la muerte a su puerta, y muchos la veían llegar hasta su propia familia, sin saber qué hacer ni adónde ir.
Todo sentimiento de compasión se desvanecía. El instinto de conservación parecía, en verdad, la ley primera. Algunos niños abandonaban a sus padres, que languidecían en la mayor aflicción. En otros sitios, aunque con menos frecuencia, los padres se comportaban de igual modo con sus hijos. Ejemplos terribles pudieron verse, particularmente dos en una misma semana: madres insensatas y delirantes que mataron a sus hijos. Una de ellas habitaba no lejos de mi casa; la pobre mujer no vivió lo suficientemente para darse cuenta del crimen que había cometido ni, con mayor razón, para recibir el condigno castigo.
No hay que asombrarse. El peligro inminente de morir le arrancaba hasta sus entrañas al amor. Hablo en general, pues hubo muchos ejemplos de invariable afecto, de piedad, de deber, de algunos de los cuales logré enterarme. Pero sólo fueron rumores y no puedo asumir la responsabilidad de dar detalles.
A manera de introducción, permítaseme mencionar ante todo que una de las situaciones más lamentables en aquella calamidad fue la de las mujeres encintas en el momento de las angustias y los sufrimientos, sin poder hallar ayuda ni, por otra parte, comadrona ni vecina que las socorrieran. La mayoría de las comadronas habían muerto, sobre todo las que cuidaban a los pobres, y si no todas por lo menos muchas de las que disfrutaban de cierta reputación habían huido al campo. Por cierto que a las desventuradas se les hacía poco menos que imposible pagar un precio exorbitante por una comadrona; y si llegaban a contar con una de éstas, generalmente era una criatura ignorante e incapaz. De modo, pues, que un número extraordinario, increíble, de mujeres se veían reducidas a la más profunda miseria. Muchas de ellas fueron aliviadas y mutiladas por la brutalidad y la ignorancia de las que pretendían entender de partos. Puedo decir que éstas ultimaron a una gran cantidad de niños, justificando su ignorancia con la excusa de que era preciso salvar a la madre aun a costa de la vida del hijo. Y en muchos casos murieron hijo y madre, sobre todo cuando ésta era alcanzada por la epidemia; nadie, entonces, quería acercarse.
Se tendrá una idea al respecto gracias a las cifras inusitadas que podían verse en el registro semanal (aunque los datos no sean del todo exactos) bajo los rótulos:
Muertos en el parto. Abortos y nacidos muertos.
Recién nacidos bautizados.
Tomemos la semana en que la peste fue mas violenta, y comparémosla con las semanas anteriores a la epidemia ese mismo año, por ejemplo
Para comprender la disparidad de estas cifras hay que considerar que, conforme a la opinión común a todos cuantos nos hallábamos allí, durante los meses de agosto y septiembre no había en la ciudad ni la tercera parte de la población que se registraba durante enero y febrero. En una palabra, el año anterior la estadística de decesos para los tres casos recién mencionados había `sido:
1664
Muertos en el parto 189
Abortos y nacidos muertos 458
647
1665
Muertos en el parto 625
Abortos y nacidos muertos 617
1242
Esta diferencia aumenta de manera sensible, lo repito, si se considera el número de habitantes. No pretendo evaluar con exactitud la población de aquella época, pero formularé poco menos que una hipótesis. Cuanto he dicho hasta ahora ha sido para explicar la miseria de aquellas pobres criaturas, de las que en verdad podría haberse dicho, como en las Escrituras: « ¡Ay de las que fueren grávidas y amamantaren en aquellos tiempos!»; para éstas, la calamidad era aún peor.
Yo no mantenía mayores relaciones por entonces, pero los gritos de las desdichadas se oían desde lejos. Tuvimos algunas estadísticas respecto de las mujeres encintas: en 9 semanas, 91 murieron durante el parto, en tanto que de ordinario sólo se contaban por aquella época 84 decesos debidos a la misma causa, pero para una población el triple de grande. Dejo por cuenta del lector la tarea de calcular la proporción.
No hay razón alguna para dudar que la miseria de las madres que parían por entonces era realmente grande. Nuestros registros de mortalidad casi no echan luz sobre este asunto, pero lo aclaran un poco. Había más niños muertos de hambre, pero esto no era nada; la verdadera miseria empezaba cuando, muerta la madre y postrado todo el resto de la familia, los pe-queños, faltos de nodriza, simplemente iban muriendo de inanición junto a los mayores. Si se me permite dar mi opinión, creo que varios centenares de pequeñuelos indefensos perecieron de esa manera. En otros casos no morían de hambre, sino que eran contaminados por la nodriza. Incluso cuando los criaban sus madres, éstas, si habían contraído la enfermedad, envenenaban, es decir, infectaban a los niños con su leche aun antes de saberse enfermas, y en tales casos los niños eran los primeros en morir. No puedo recordar esto sin que me asalte el deseo de aconsejar a toda mujer encinta y a toda nodriza que huyan, que se alejen, por el medio qué sea, si alguna vez una prueba tan terrible vuelve a abatirse sobre esta ciudad, porque su miseria, en caso de infección, superaría en mucho a cualquier otra,
Podría narrar varias historias terribles de niños que eran encontrados vivos, todavía chupando el pecho de su madre o su nodriza, segada por la peste. Como ocurrió con una madre que vivía en mi parroquia, cuyo hijo parecía enfermo. Envió a buscar al boticario para que revisara al niño. Cuando el boticario llegó, ella estaba amamantando al pequeño; por las apariencias, la madre parecía en perfecto estado de salud. El boticario se aproximó y observó las marcas del mal en el pecho que ella daba al niño. Se sintió muy sorprendido, pero no quiso asustar a la pobre mujer y le rogó que le diera el bebé. Tomándolo, lo puso en una cunita que había en la habitación, lo desvistió y encontró los signos fatales en su cuerpecito. Madre e hijo murieron antes de que el padre, a quien se había puesto al corriente de la situación, hubiera tenido tiempo de regresar con los remedios. ¿El lactante infectó a la madre? Nunca se supo; lo más probable es que ella haya infectado al niño. También se presentó el caso, bastante parecido, de un niño que fue enviado de vuelta a casa de sus padres porque su nodriza había muerto apestada. La tierna madre no pudo evitar acunarlo en sus brazos y darle el pecho: fue contaminada y murió. La encontraron abrazada a su hijo, igualmente muerto.
El corazón más duro se conmovería con los ejemplos tan frecuentes de madres que atendían y velaban a sus adorados retoños y que a veces morían antes que ellos, o bien con el de aque-llas que eran contagiadas por sus hijos y sucumbían, mientras que los niños, a los que ellas se habían sacrificado, se reponían y salvaban.
También está la historia del comerciante de East Smithfield, cuya mujer había quedado encinta por primera vez y comenzó con los síntomas del parto cuando ya había sido alcanzada por la peste. El pobre marido no pudo contar con una comadrona ni con una enfermera; además, dos sirvientas que tenía huyeron. Corrió de casa en casa como un loco, sin encontrar ayuda. Todo lo que pudo obtener fue la promesa del vigilante de una casa infectada y clausurada de enviarle a la mañana siguiente una cuidadora de enfermos. El pobre hombre, con el corazón partido, regresó para asistir a su mujer como pudiera y ofició de comadrona. Trajo al mundo un niño muerto: Y apenas una hora más tarde, también su mujer moría en sus brazos. Mantuvo al cadáver apretado contra su pecho, hasta la mañana siguiente, en que llegó el vigilante conduciendo a la cuidadora. Al subir la escalera, y como la puerta sólo tenía pestillo, sin estar cerrada, vieron al hombre sentado, abrazando a su mujer muerta; tanto lo había agobiado el dolor, que también él murió unas horas después, sin presentar signo alguno de infección: la pena excesiva se lo llevó.
He oído hablar de ciertos desventurados a quienes la muerte de los miembros de su familia los idiotizó, tan grande fue su pena. Entre ellos, hubo uno que quedó de tal modo abatido por la impresión, que la cabeza comenzó a hundírsele gradualmente en el cuerpo, entre los hombros, hasta que el cráneo apenas le sobresalía de los hombros. Y poco a poco fue perdiendo la voz y la razón, y la cara, siempre inclinada hacia adelante, le tocó las clavículas. Era imposible enderezarle la cabeza sin tenérsela con las dos manos. El pobre hombre nunca volvió a sus cabales. Más o menos un año languideció en ese estado, hasta que murió. No podía levantar los ojos ni mirar rectamente cosa alguna.
Aquí sólo puedo dar un resumen de semejantes episodios, ya que resultaba imposible obtener detalles: toda la familia en que habían sucedido esos hechos desaparecía, segada por el mal. Los innumerables casos de este tipo eran conocidos simplemente cuando ocurrían en la calle, según ya lo he destacado. Es difícil trazar la historia de tal o cual familia, pues nunca hubo dos que fueran iguales.
Pero yo estaba hablando de la época en que la peste arreció en el extremo este de la ciudad, y de las personas que durante mucho tiempo se habían vanagloriado de haberse salvado y que tanto se asombraron cuando aquélla cayó sobre ellos. En verdad, los abatió como un guerrero. Esto me lleva, pues, a los tres pobres hombres, de los que hablaba hace un rato, que salieron de Wapping sin saber a dónde ir ni qué hacer. Uno fabricaba bizcochos, otros velámenes y el tercero era carpintero; todos eran de Wapping, o de los alrededores.
La indolencia y la seguridad de aquella parte de la ciudad eran tales, que sus habitantes no sólo no evacuaban el lugar, como lo hacían los demás, sino que además llegaban a vanagloriarse de estar sanos y salvos y a pregonar la seguridad de vivir con ellos. Mucha gente de la parte céntrica o de los arrabales fue a refugiarse en Wapping, Ratcliff, Limehouse, Poplar, etc., como si fueran cabales abrigos. Y es probable que hayan contribuido a llevar la peste con más rapidez que la que ésta habría empleado por otros medios. Aun cuando yo sea partidario del éxodo y la evacuación de la ciudad a los primeros síntomas de un azote como aquél, y aunque estime necesario que todos los que puedan hallar asilo en otra parte se refugien a tiempo allí, pienso que, ya ocurrido el gran éxodo, los que se quedaron o debieron quedarse en la ciudad tienen la obligación de permanecer en donde están y no andar de un sitio a otro para volver, al cabo, al punto de partida, porque lo que esa gente trasporta en su ropa es la peste, el azote, la calamidad.
De ahí que se nos ordenara matar perros y gatos y cuanto animal doméstico pudiera andar de casa en casa, de calle en calle, llevando en su piel o en su pelambre los efluvios de la enfermedad. Apenas comenzó la epidemia, el Lord Mayor y los Magistrados decretaron que, por opinión de los médicos, todos los perros y los gatos debían ser inmediatamente sacrificados; un oficial vigilaría el cumplimiento de la orden.
Si hay que dar fe a los informes, el número de animales destruidos fue increíble. Llegó a hablarse de 40.000 perros y de 200.000 gatos, pues pocas eran las casas que no tuviesen un par de ellos, y a veces cinco o seis. También se hicieron todas las tentativas posibles para desembarazarse de ratas y ratones, sobre todo de estos últimos, y con tramperas y venenos se destruyó un número prodigioso.
A menudo he pensado de qué modo, en los comienzos del azote, todo el mundo se hallaba desprevenido y cómo el desorden que siguió, y que habría de cobrarse tantas víctimas, provino, en parte, del hecho de no haber tomado a tiempo las medidas necesarias, tanto en el caso de la administración pública como en el de los particulares. Que las nuevas generaciones reflexionen; les servirá de advertencia y garantía, porque de haberse adoptado las medidas necesarias, y contando con la ayuda de la Providencia, muchas de las víctimas de aquel desastre habrían podido salvarse. He de insistir en este punto.
Volvamos ahora a nuestros tres hombres. Su historia es una lección de moral, del principio al fin, y su conducta, así como la de quienes se les unieron, sería un modelo que debería seguir toda la pobre gente si semejantes tiempos volvieran a presentarse. Y aun cuando al contar esa historia no tenga yo otra finalidad, creo que mi relato podría encontrar en ella su justificación, aunque los hechos no hayan sido rigurosamente exactos. '
Se decía que dos de ellos eran hermanos: uno, antiguo soldado, se había convertido en panadero; el otro, marino lisiado, era ahora fabricante de velámenes. Y el tercer hombre era carpintero. Un día, John, el panadero, dijo a su hermano Thomas, el fabricante de velas:
-Hermano Tom, ¿qué será de nosotros? La peste se agrava en la ciudad y está a punto de llegar aquí. ¿Qué vamos a hacer? -La verdad -dijo Thomas- es que estoy bien reventado.
Si llega a Wapping, me veré obligado a dejar mi alojamiento. Y así fue cómo comenzaron a hablar.
JOHN: ¡Tom, dejar tu alojamiento! ¿Y quién va a alquilarte nada entonces? La gente está tan asustada, tanto se asustan unos a otros, que en estos momentos no hay dónde meterse.
THOMAS: ¡Oh!, mis patrones son buenos y decentes, y bastante amables conmigo; pero dicen que yo salgo todos los días para ir a mi trabajo y que esto puede ser peligroso. Hablan de encerrarse y de no permitir que se les acerque nadie.
JOHN: ¡Y están en lo cierto! Siempre que deseen permanecer en la ciudad.
THOMAS: Yo podría decidirme a encerrarme con ellos, porque aparte de unas velas que mi jefe tiene entre manos, y que ya estoy terminando, es probable que durante mucho tiempo no haya más trabajo. En estos momentos no hay nada que hacer. Los obreros y los domésticos han sido despedidos, y yo me consideraría muy dichoso de estar encerrado con ellos, pero no creo que lo consientan.
JOHN: ¿Y qué piensas hacer entonces, hermano? ¿Y yo? ¿Qué voy a hacer yo? Porque estoy casi tan mal como tú. Toda la gente de la casa en que vivo se ha ido al campo, excepto una criada que se irá la semana entrante y que tiene orden de cerrar completamente la casa. Antes que tú me veré abandonado en este vasto mundo, y querría salir de la ciudad si supiera a dónde ir.
THOMAS: Hemos sido unos locos en no habernos ido cuando esto empezaba. Habríamos podido irnos a cualquier parte, no importa a dónde. Ahora ya no hay en qué viajar. Moriremos de hambre si se nos ocurre abandonar la ciudad. Ni aun contra dinero se nos dará de comer, y no podremos entrar en ninguna otra ciudad, mucho menos en las casas.
JOHN: Y para colmo de males, no tengo dinero para salir de apuros.
THOMAS: En cuanto a eso, podríamos arreglarnos. Yo tengo un poco, aunque no mucho, pero ya te digo: no pasa un solo vehículo por los caminos. Conozco un par de personas decentes de nuestra calle que trataron de viajar. En Barnet o en Whetstone, o en los alrededores, los pobladores los amenazaron con fusilarlos por la espalda si daban un paso más, y debieron regresar, completamente desanimados.
JOHN: Yo habría corrido el riesgo de un balazo. Si se hubieran negado a venderme alimentos, pese a mi dinero, se los habría sacado de sus propias narices, sin que pudieran hacerme perseguir por la ley, puesto que les habría ofrecido dinero.
THOMAS: Hablas en tu lenguaje de viejo soldado, como si en este momento estuvieras en los Países Bajos. Pero el asunto es mucho más serio. La gente tiene muy buenas razones para mantener a distancia a todos aquellos de los que no está segura, sobre todo en un tiempo como éste, y no podemos recurrir al saqueo.
Joxn: No, hermano, te equivocas en eso, y además te equivocas con respecto a mí. A nadie querría robarle. Pero aceptar que toda una ciudad me niegue, a todo lo largo del camino, atravesarla por el camino real, y además que me niegue víveres que quiero pagar con mi dinero, es convenir en que esa ciudad tiene el derecho de hacerme morir de hambre, lo que no es cierto.
THOMAS: Te deja la libertad de regresar al sitio de donde vienes. Y por consiguiente no te hace morir de hambre.
Joxn: Pero de acuerdo con esa ley la primera ciudad que haya dejado atrás me negará el permiso de regresar a ella, y entre ésa y la otra me matarán de hambre. Además, no hay nin-guna ley que me prohíba viajar por los caminos a donde se me dé la gana.
THOMAS: Pero serán tantas las dificultades, tantas las discusiones que hallaremos en cada ciudad a lo largo del camino, que no son unos pobres diablos como nosotros los que podrán emprender semejante viaje, sobre todo en estos momentos.
JOHN: En tal caso, hermano, nuestra situación es peor que la de cualquiera, porque no podemos irnos ni quedarnos. Me siento como un leproso. Si nos quedamos aquí, tenemos la certeza de morir, considerando las circunstancias en que nos hallamos, sin alojamiento e imposibilitados de encontrar otro en ninguna casa. Y en un tiempo como éste ni qué pensar en dormir al aire libre: sería como subir ya mismo a la carreta de los muertos. Por eso te digo: si nos quedamos aquí, moriremos a punto fijo; y si partimos, corremos el riesgo de la muerte. Prefiero partir.
THOMAS: ¿Quieres irte? ¿Y a dónde? Gustoso me iría contigo si supiera a dónde. Pero no tenemos amigos ni relaciones. Aquí hemos nacido y aquí debemos morir.
JOHN: Tom, todo el imperio es mi país natal, tanto como esta ciudad. Es como si me dijeras que no debo abandonar mi casa ,cuando se está quemando. ¿Acaso no me dices que no debo abandonar la ciudad donde he nacido cuando ella ha sido infectada por la peste? En Inglaterra he nacido y en Inglaterra tengo el derecho de vivir, si puedo.
THOMAS: Pero tú sabes bien que de acuerdo con la ley inglesa todo vagabundo puede ser detenido y llevado a su último domicilio legal.
JOHN: ¿Y por qué habrían de tomarme por un vagabundo? Sólo pido viajar en las condiciones admitidas por la ley.
THoMAS: ¿En qué condiciones admitidas por la ley pretendes viajar, o mejor dicho errar? Los condestables no se dejarán envolver con palabras.
JOHN: ¿Acaso no es una excusa legal huir para salvar la vida? ¿Y acaso no están todos al tanto de la verdad? ¿Quién podría acusarnos de emplear subterfugios?
THOMAS: Supongamos que nos dejen pasar: ¿a dónde iremos?
JOHN: No importa a dónde con tal de salvar nuestra vida. Ya habrá tiempo de pensarlo una vez que hayamos salido de la ciudad. Si logro escapar de este sitio terrible, poco me preocupa saber a dónde iré.
THOMAS: Nos veríamos obligados a cometer barbaridades. ¡No sé qué pensar!
JOHN: Bueno Tom, piénsalo un poco.
Esto ocurría a comienzos de julio, cuando la peste se propagaba hacia el oeste y el norte de la ciudad, y sin embargo Wapping, como ya he dicho, y Redriff, y Radcliff, y Limehouse, y Poplar -en resumen, Deptford, Greenwich, las dos márgenes del río desde Hermitage, y del otro lado hasta Blackwallpermanecían completamente a salvo. Ni uno solo de sus habitantes había sucumbido de peste en toda la parroquia de Stepney, ni en la parte sur de la ruta de Whitechapel, ni en otra parroquia alguna, y no obstante el boletín semanal hacía llegar el número de muertos a 1006.
Una quincena transcurrió antes de que los dos hermanos volvieran a encontrarse. La situación había cambiado un poco. Como la peste había progresado sobremanera, el número de defunciones había aumentado considerablemente. El boletín declaraba 2785, aumento prodigioso, aunque las dos riberas continuasen manteniéndose bastante bien, como antes. Había habido algunos decesos en Redriff, y más o menos cinco o seis sobre el camino de Radcliff, cuando el fabricante de velas, asaltado por el temor, salió formalmente en busca de su hermano. Se le advirtió que no debía contar con más de una semana de alojamiento. John se hallaba, pues, muy malparado: puesto de patitas en la calle, hubo de rogar a su patrón que lo autorizara a alojarse en una dependencia de la fábrica, donde dormía sobre un poco de paja apenas cubierta con unas bolsas para bizcochos (o sacos para pan, como se las llamaba), tapándose con otras pocas bolsas.
Entonces, viendo que todos los trabajos se daban por concluidos, y puesto que ya no podían contar con ocupación alguna ni, por supuesto, con un salario, resolvieron huir de la terrible epidemia y convertirse en buenos ecónomos, a fin de vivir con lo que poseían el mayor tiempo posible; además, resolvieron trabajar en lo que pudieran hallar.
Buscaron los medios mejores de llevar a la práctica su resolución, y el tercer personaje, muy vinculado al fabricante de velas y sabedor ya de los proyectos de los hermanos, logró unirse a éstos.
Dieron comienzo a los preparativos de su partida. Sus aportes pecuniarios no eran iguales; pero el fabricante de velas, que fue quien aportó la suma mayor, era, su lesión aparte, el menos apto para conseguir trabajo en el campo, y aceptó el fondo común, con la condición de que las ganancias, si alguno de ellos llegaba a ganar más que los otros, irían a parar sin vacilación a la bolsa de los tres.
Resolvieron cargar con el menor bagaje posible a fin de recorrer a pie, si podían, un trayecto lo suficientemente grande para sentirse realmente a resguardo. Tuvieron no pocos conciliábulos acerca de la dirección que debían tomar, y tantos fueron sus desacuerdos, que en la mañana misma de su partida aún no habían adoptado una decisión.
Por fin, el marino hizo una sugerencia que los decidió:
-En primer lugar -dijo-, hace mucho calor, de manera que soy de opinión de caminar hacia el norte, para evitar que el sol nos castigue el, rostro y el pecho, lo cual nos sofocaría y podría insolarnos. He oído decir -añadió- que no es bueno andar con la sangre caliente en momentos en que, por lo que sabemos, la epidemia está en el aire. Por otra parte, me parece discreto tomar una dirección opuesta a la del viento que podría soplar cuando nos pusiéramos en camino, para que no tengamos a nuestras espaldas el aire de la ciudad.
. Ambos consejos fueron aprobados, con la condición de que pudieran ponerse de acuerdo y de que el viento no soplara del sur cuando se pusieran en camino hacia el norte.
John, el panadero, el ex soldado, emitió entonces su opinión:
-Ante todo -dijo-, ninguno de nosotros espera hallar un albergue en el camino, y sería un poco duro acostarse bajo las estrellas. Por más que el tiempo sea caluroso, puede volverse húmedo y lluvioso. En este momento tenemos una razón de más para cuidar de nuestra salud. Por lo tanto, el hermano Tom, que sabe fabricar velas, fácilmente podrá hacernos una tienda de campaña, que yo me encargo de armar todas las noches y de desarmar por la mañana, ¡y al diablo con todas las posadas en Inglaterra! Con una buena tienda, ya podemos irnos.
El carpintero intervino y les dijo que dejaran eso por su cuenta, que cada noche les construiría una casa con su hacha y su martillo, sin necesidad de otras herramientas, y que ésta los satisfaría por completo, tanto o más que una tienda de campaña.
El soldado y el carpintero discutieron este punto durante un rato, y al final el soldado salió con la suya: sería una tienda. La única objeción estribaba en su transporte, que aumentaría considerablemente el equipaje, con el agravante de que hacía mucho calor. Pero al marino le ocurrió una cosa muy afortunada, que hizo fácil el problema: su patrón, que además de la fábrica de velas tenía una cordelería, era dueño de un caballito al que por entonces no ocupaba en nada, y deseoso de ayudar a los tres hombres, porque eran decentes, les regaló el caballo para que transportaran el equipaje. Luego, en pago de un pequeño trabajo de tres días que su obrero había realizado para él antes de decidirse a partir, les obsequió una vieja vela de gavia que, aunque gastada, era más que suficiente para hacer una bonísima tienda de campaña. El soldado les enseñó a cortarla, lo que hicieron bajo su dirección, y la fijaron a estacas. Ya se hallaban listos para emprender el viaje: tres hombres, una tienda de campaña, un caballo y un fusil, porque el soldado no quería partir sin armas, diciendo que había dejado de ser panadero para volver a convertirse en militar. .
El carpintero llevaba unas cuantas herramientas que podían resultarle útiles, si llegaban a encontrar trabajo en alguna parte, para su subsistencia y la de sus compañeros. Pusieron su dinero en una bolsa común y echaron a andar. En la mañana de su partida el viento soplaba del noroeste, al decir del marino, que había consultado su brújula de bolsillo. De manera que se dirigieron, mejor dicho, decidieron dirigirse hacia el noroeste. Pero ahí se toparon con una dificultad. Se dirigían hacia la parte cercana a Wapping, cerca del Hermitage, y allí la peste arreciaba con violencia, sobre todo en el norte de la ciudad, como en las parroquias de Shoreditch y Cripplegate. No juzgando prudente aproximarse a aquellos barrios, tomaron hacia el este, por Ratcliff Highway, hasta la cruz de Ratcliff, dejando a la izquierda la iglesia de Stepney para evitar ir de la cruz de Ratcliff a MileEnd, ya que esto los habría llevado a pasar frente al cementerio, y también a causa del viento, que parecía soplar más hacia el oeste, pero que venía directamente del costado de la ciudad donde la peste adquiría mayor violencia.
Por tanto, dejando Stepney, dieron un largo rodeo por Poplar y Bromley, y fueron a parar al camino real, justamente en Bow.
Debido a que la guardia apostada en el puente de Bow podía presentarles problemas, dejaron el camino y tomaron una senda que llevaba de Bow a Old Ford, en donde más se acercan ambas ciudades; de este modo soslayaron las averiguaciones y se pusieron en camino hacia Old Ford. Los oficiales de policía abundaban por doquier, no tanto, al parecer, para detener a la gente que pasaba, sino para impedir que nadie fuera a radicarse en su ciudad y esto debido a un informe que circulaba desde hacía cierto tiempo (lo que en verdad no parece improbable) sobre la gente pobre de Londres, la cual, hambrienta y reducida a la mayor miseria por el desempleo y la escasez, se había vuelto revoltosa y parecía dispuesta a irrumpir en todas las ciudades vecinas, para saquearlas. Un simple rumor, al fin y al cabo, y demos gracias de que no haya sido más que eso. Pero aquel rumor no estaba tan lejos de la realidad como podría pensarse, ya que algunas semanas más tarde fue preciso impedir, claro que al precio de las mayores dificultades, que la gente, desesperada por la calamidad que soportaba, invadiese los campos y las ciudades para arrasar con cuanto encontrara. Pero fue la violencia de la peste lo que en rigor la contuvo. La peste se desencadenó sobre aquellos hombres y mujeres con tal violencia, con tal encarnizamiento, que fueron a parar por millares a la tumba antes que -sublevados- a los campos. En los barrios vecinos a las parroquias de St. Sepulcre, Clerckenwell, Cripplegate, Bishopsgate y Shoreditch, esto es, en aquellos cuyo populacho comenzaba a hacerse peligroso, la epidemia azotó con tanta furia, que en esas pocas parroquias, aun antes de que la peste hubiera alcanzado su apogeo, murieron no menos de 5361 personas durante las tres primeras semanas de agosto, mientras que por esa misma fecha los alrededores de Wapping, Ratcliff y Rotherhite apenas fueron, según ya dije, ligeramente afectados. En resumen, si es verdad que la buena administración del Lord Mayor y sus oficiales hizo mucho por impedir que el furor y la desesperación del pueblo desencadenasen la confusión, el desquiciamiento y, en una palabra, el saqueo de los ricos por los pobres, no menos cierto es que la carreta de la muerte hizo mucho más. Ya he dicho, en efecto, que sólo en aquellas cinco parroquias se contaron más de 5000 muertos en veinte días, lo que probablemente representa el triple de contagiados, sólo que algunos de éstos sanaron y muchos otros fueron cayendo enfermos poco a poco y murieron bastante después. Debo añadir que si el registro obituario denunciaba 5000, en realidad debía de haber dos o tres veces. No era posible creer en la exactitud de las cifras, porque aquella situación no era la más indicada para llevar un registro estricto en medio de la confusión reinante.
Regresemos a mis viajeros. Fueron simplemente examinados, y como parecían provenir más bien del campo que de la ciudad, tanto mejor dispuestos para con ellos encontraron a los habitantes. Estos charlaron con ellos y los hicieron pasar a un albergue en donde se encontraban el condestable y sus guardias, quienes les dieron de beber y de comer, lo cual les devolvió fuerza y ánimo. Entonces se les pasó por la mente la idea de que, si más adelante volvían a ser interrogados, dirían que venían de Essex y no de Londres. Para consumar este pequeño fraude, se conquistaron la simpatía del condestable de Old Ford, hasta el punto de que éste les extendió un certificado que atestiguaba que los viajeros habían pasado por su aldea provenientes de Essex, sin haber estado en Londres, lo que, aunque falso en la acepción común de la palabra Londres, era literalmente exacto, ya que Wapping y Ratcliff no formaban parte de la ciudad misma ni de la zona franca.
El certificado, presentado ante el condestable de Homerton -uno de los jueces de la parroquia de Hackney-, les rindió tan buenos frutos, que obtuvieron de esa autoridad no sólo el derecho de tránsito, sino además un certificado de salud en debida forma del juez de paz, quien, bajo la palabra del condestable, se los extendió sin la menor dificultad. Atravesaron, pues, la muy dividida ciudad de Hackney (porque en aquella época la formaban varias villas separadas) y continuaron su viaje hasta alcanzar el camino real del norte, en la cumbre de la colina de Stampfold.
Entonces comenzaron a sentirse fatigados y resolvieron armar su tienda de campaña y acampar esa noche en el camino que da la espalda a Hackney, poco antes del sitio en donde desemboca en el camino real. Pusieron manos a la obra, procurando armar la tienda frente a un granero o cosa parecida que habían encontrado allí y después de haberse cerciorado, tanto como les fue posible, que adentro no había nadie. Procedieron de ese modo, igualmente, a causa del viento, que soplaba con mucha fuerza, y porque eran novicios en esa forma de alojarse: apenas sabían armar su tienda.
Se acostaron. Pero el carpintero, hombre grave y sensato, no se sentía tranquilo con acostarse así, tan despreocupadamente, esa primera noche. No podía dormir; después de haberlo intentado en vano, resolvió salir y hacer de centinela, con el fusil al hombro, montando guardia por sus compañeros. Comenzó a pasearse por delante del granero que se alzaba en aquel campo, junto al camino, del que estaba separado por un seto. Hacía apenas un rato que montaba guardia, cuando oyó ruido de gente que se acercaba. Parecían muchos y se dirigían, creyó él, hacia el granero. No despertó aún a sus compañeros, pero minutos después, y debido a que el ruido aumentaba, el panadero lo llamó, preguntándole qué ocurría y levantándose con rapidez; el tercero, el velero lisiado, que era el más fatigado, permaneció acostado en la tienda.
Tal como pensaban, la gente fue directamente hacia el granero. Uno de nuestros viajeros interpeló a los intrusos como todo un soldado de guardia:
-¿Quién va?
Los intrusos no respondieron en seguida; luego uno de ellos, dirigiéndose a otro que venía detrás, dijo:
-¡Ay, ay, ay! ¡Qué desilusión! ¡Se nos han adelantado! ¡El granero ya ha sido tomado!
Y se detuvieron sorprendidos. Eran más o menos trece, contando algunas mujeres. Se consultaron sin saber qué hacer; por sus palabras, pronto nuestros viajeros se dieron cuenta de que era gente tan pobre como ellos que buscaba un refugio seguro. Además, no tenían que temer que se les acercaran, pues al oír el « ¿Quién va?» las mujeres, despavoridas, habían exclamado: « ¡No se les acerquen! ¡No sabemos si tienen la peste!» Y cuando uno de los hombres dijo: «Al menos déjennos que les hablemos», las mujeres contestaron: « ¡No, bajo ningún pretexto! Hasta ahora hemos escapado gracias a la bondad de Dios. No nos hagan correr otros peligros, se lo suplicamos.»
Nuestros viajeros comprendieron entonces que se hallaban ante gente seria, ante gente que huía para tratar de salvar su vida, como ellos mismos. Y recuperado el ánimo, John dijo a su camarada carpintero:
-Tranquilicémoslos como mejor podamos. Y el carpintero les habló:
-Atiendan, buena gente. Por su conversación hemos comprendido que huyen del mismo terrible enemigo que nosotros. No teman; sólo somos tres hombres pobres. Si la epidemia no los ha afectado, ningún mal les haremos. Hemos acampado en este granero, pero en nuestra tienda de campaña, que ahora mismo vamos a quitar por ustedes; podemos volver a armarla en cualquier otro sitio.
Tras estas palabras comenzaron los tratos entre el carpintero, que se llamaba Richard, y uno de aquellos hombres, que dijo llamarse Ford.
FORD: ¿Nos aseguran estar en perfecto estado de salud?
RICHARD: Claro que sí, no se inquieten. No corren el menor peligro. Ya les digo, no hemos hecho uso de este granero, y ahora mismo vamos a mudarnos para que todos nos sintamos tranquilos.
FORD: Es muy amable y muy caritativo. Pero desde el momento en que nos basta con saber que están ustedes sanos y a salvo de la enfermedad, ¿por qué iríamos a incomodarlos, ahora que ya están instalados y probablemente a punto de entregarse al reposo? Si les parece bien, vamos a entrar en el granero para descansar un poco, sin necesidad de incomodarlos.
RICHARD: Bien, pero ustedes son muchos. Desearíamos tener la plena seguridad de que todos están sanos, ya que tanto peligro hay de ustedes a nosotros como de nosotros a ustedes.
FORD: ¡Dios sea loado si unos pocos se salvan, aunque sólo sea una minoría! Qué será de nosotros, lo ignoramos; pero hasta ahora hemos sido protegidos.
RICHARD: ¿De qué parte de la ciudad vienen? ¿Ya la peste había llegado al sitio en donde vivían?
FORD: ¡Oh, oh, y de qué manera, terrible, espantosa! De no ser así, no habríamos huido. Pensamos que de los que han quedado atrás muy pocos escaparán.
RICHARD: ¿De qué barrio vienen?
FORD: La mayoría de nosotros, de la parroquia de Cripplegate, y solamente dos o tres de Cleckenwell, pero de la parte exterior.
RICHARD: ¿Y cómo se explica entonces que no se hayan marchado antes?
FORD: Hace ya algún tiempo que salimos, y vivíamos lo mejor que podíamos, todos juntos, de este lado de Islington. Se nos había permitido ocupar una vieja casa deshabitada; allí teníamos camas y algunos objetos de primera necesidad, que nosotros mismos habíamos llevado. Pero también en Islington se declaró la peste; y cuando vimos que la casa contigua a la nuestra era clausurada, tuvimos miedo y huimos.
RICHARD: ¿En qué dirección van?
FORD. ¡A donde la suerte nos lleve! No lo sabemos. Dios guiará los pasos de los que se miran en Él.
Y no hablaron más. Pero todos entraron en el granero y se acomodaron en él, aunque con algunas dificultades. Allí no había más que heno, pero en gran cantidad. Se acomodaron lo mejor que pudieron y se echaron a descansar. Pero nuestros viajeros observaron que, antes de acostarse, un anciano, que parecía ser el padre de una de las mujeres, oró con toda la compañía y se encomendó a la Providencia, para que Ella los bendijera y guiara.
Por entonces amanecía muy temprano. Como Richard, el carpintero, había montado guardia durante la primera parte de la noche, John, el soldado, lo relevó y ocupó su lugar por la mañana. Así comenzaron a trabar conocimiento unos con otros. Parecía que al abandonar Islington habían tenido la intención de ir más al norte de Highgate, pero fueron detenidos en Holloway y no los dejaron pasar. Entonces se dirigieron a campo traviesa hacia el este y llegaron a Boarded River, soslayando los poblados y dejando a Homey a la izquierda y a Newington a la derecha, para desembocar en el camino real hacia la colina de Stampford, por el lado opuesto a aquel de donde venían nuestros tres peregrinos. Y ahora tenían la idea de cruzar el río y dirigirse a Epping Forest, donde esperaban que les permitiesen descansar. No parecían pobres, o por lo menos no tanto que pasasen necesidades. Tenían de sobra con qué subsistir durante unos dos o tres meses y esperaban que para entonces el tiempo frío pondría coto a la epidemia, o al menos que la violencia de ésta menguaría, acaso por falta de nuevas víctimas a las cuales infectar.
Era casi la misma suerte de nuestros tres viajeros, salvo que parecían mejor equipados para el viaje y tenían la intención de ir más lejos. Con todo, su primer propósito consistía en no alejarse más de veinticuatro horas del camino, a fin de tener cada dos o tres días noticias de lo que ocurría en Londres.
Pero he aquí que nuestros tres viajeros encontraron una dificultad imprevista en su caballo, ya que éste, que cargaba sus equipajes, los obligaba a mantener su ruta, en tanto que la gente del otro bando atravesaba campos y collados hubiera o no caminos, hubiera o no senderos, como mejor les venía en gana, sin pasar por los sitios poblados, o acercándose a éstos no más que para comprar aquello que necesitaban para su subsistencia. Nuestros viajeros no podían abandonar el camino, por miedo a causar daños en aquella región al echar abajo empalizadas o vallas para atravesar los campos cercados, lo que no deseaban hacer siempre que pudieran evitarlo.
Sin embargo, sentían verdaderas ganas de unirse a aquel grupo y hacer suerte común con sus componentes. Después de algunas discusiones, renunciaron a su primer proyecto, que los llevaba hacia el norte, y se resolvieron a seguir a los otros hacia Essex. Esa mañana desarmaron su tienda, acomodaron las cargas en el caballo y se pusieron en camino todos juntos.
No pocas molestias tuvieron para tomar la barca a fin de cruzar el río: el barquero se asustó, y debieron parlamentar con él guardando cierta distancia. Aquel lobo de río se resignó al fin a llevar su embarcación a un lugar apartado del derrotero habitual y dejarla allí para que los peregrinos pudieran valerse de ella. Les ordenó que se la dejaran atracada en la otra orilla, con la explicación de que él contaba con otra para ir en su busca. Pero parece que no lo hizo antes de ocho días.
Una vez recibido el dinero, el barquero trajo y depositó para ellos en la embarcación una reserva de víveres y bebidas, no sin haberse hecho pagar por adelantado. Pero los viajeros se vieron en serios apuros para embarcar el caballo, pues la barca era muy pequeña y absolutamente inadecuada para semejante carga. Por fin decidieron hacerlo cruzar el rio a nado.
Al abandonar la ribera se dirigieron hacia el bosque, pero al llegar a Walthamstow los habitantes de la ciudad se negaron a recibirlos, tal cual ocurría en todas partes. Los condestables y guardias los mantuvieron a distancia mientras hablaban con ellos. Narraron su historia de la misma manera que antes, pero ocurría que ya habían pasado por allí dos o tres grupos de peregrinos con el mismo discurso, lo que no había impedido la contaminación de varias personas en las ciudades por donde habían pasado. Y estos grupos habían sido más tarde muy mal tratados, tanto en la campiña (lo que era justicia) como en los alrededores de Brentwood, o por lo menos en la región: varias personas habían sucumbido en el campo, sin que pudiera decirse si debido a la peste, a la miseria o simplemente a la privación.
De modo que los habitantes de Walthamstow tenían buenas razones para ser prudentes y no recibir a nadie que no les ofreciera una cabal seguridad. Por eso, como dijo el carpintero Richard y uno de los otros hombres que parlamentaron con aquéllos, no era motivo para bloquear los caminos y negar el derecho de tránsito a personas que sólo pedían atravesar la ciudad. Si la población les temía, con entrar en sus casas y cerrar las puertas; asunto arreglado: ellos no andarían ni con cumplidos ni con impertinencias, sino que se limitarían a continuar su viaje. El condestable y sus asistentes, sin dejarse persuadir por ningún razonamiento, se obstinaban en su idea y no atendían nada de nada, hasta que los dos hombres destacados para parlamentar regresaron hacia sus compañeros a fin de discutir lo que había que hacer. El panorama era, en conjunto, decepcionante, y aquella gente vaciló durante un largo rato. Pero por fin John, el soldado panadero, después de reflexionar unos instantes dijo:
-¡Vaya! Déjenme que yo termine este asunto.
Era su primera aparición. Hizo cortar unas cuantas ramas largas y les dio, lo más que pudo, forma de fusil. De allí a un rato se encontró ante cinco o seis mosquetes, que a cierta distancia no se podían reconocer. Envolvió con unos trapos la parte que representaba el gatillo, como hacen los soldados para resguardar del moho sus armas cuando hay mucha humedad. El resto fue disimulado con el barro o la arcilla que pudieron encontrar. Entretanto los otros, siguiendo sus instrucciones, se sentaron bajo los árboles en grupos de dos o tres y encendieron fogatas a cierta distancia uno de otros.
Dos o tres de ellos se adelantaron y armaron la tienda de campaña en el camino, a la vista de la barrera levantada por los habitantes de la ciudad. Apostaron delante de ella a un centinela con el fusil verdadero, el único que poseían. El centinela iba y venía, con el fusil al hombro, para que la gente de la ciudad lo viera bien. También ataron el caballo a un seto cercano, recogieron trozos de madera seca y encendieron una fogata del otro lado de la tienda, de manera que los pobladores vieran el fuego y el humo sin poder distinguir lo que ocurría alrededor. La gente del lugar los observaba con suma atención; por lo que veían, no podían dejar de suponer que se trataba de muchos. Y comenzaron a sentirse molestos al ver que los viajeros no se movían de allí. Comprendieron, sobre todo que éstos contaban con caballos y armas, pues habían visto un fusil y un caballo junto a la tienda y que algunos hombres cruzaban el campo del otro lado del seto, a lo largo del camino, con su mosquete al hombro (al menos, eso era lo que creían). Ante semejante visión, se alarmaron y el pánico se apoderó de ellos. Es indudable que partieron en busca del juez de paz, para saber qué debían hacer. Ignoro lo que aquel juez les aconsejó, pero al caer la noche llamaron desde la barrera al centinela apostado frente a la tienda de campaña.
-¿Qué quieren? -dijo John
-¡Vamos a ver! -preguntó el condestable-. ¿Qué piensan hacer?
-¿Qué pensamos hacer? ¿Y qué quieren que hagamos?
CONDESTABLE: ¿Por qué no se han marchado? ¿Por qué se quedan aquí?
JOHN: ¿Por qué nos cortan el paso por el camino real y pretenden negarnos el derecho de seguir nuestro camino?
CONDESTABLE: No tenemos que rendirles cuenta, y además ya les hemos dicho que es debido a la peste.
JOHN: Y nosotros ya les hemos respondido que estamos sanos y a salvo de la peste. Lo que no teníamos la obligación de decirles, y encima pretenden detenernos.
CONDESTABLE: Tenemos el derecho de hacerlo; nuestra propia seguridad nos obliga a ello. Además, este no es el camino real; es un camino vecinal. ¿Ven esa puerta? Cuando permitimos que la gente la atraviese, le cobramos un derecho de peaje.
JOHN: Tenemos tanto derecho a buscar nuestra seguridad como ustedes a buscar la suya, y ya están viendo que huimos para salvar nuestra vida. No es cristiano ni justo detenernos aquí.
CONDESTABLE: Pueden regresar al lugar de donde vienen, no se lo impedimos.
JOHN: No. Un enemigo mucho más fuerte que ustedes nos lo impide, sin lo cual no habríamos venido a parar aquí.
CONDESTABLE: Entonces pueden tomar cualquier otro camino.
JOHN: ¡No y no! Pienso que ya se habrán dado cuenta de que podríamos mandarlos a pasear, a usted y a toda la gente de esta parroquia, y atravesar la ciudad cuando se nos diera la gana; pero ya que nos detienen en este sitio, conformes, estamos satisfechos. Ya lo ve: hemos armado nuestro vivac y deseamos quedarnos aquí. Esperamos que ustedes nos abastezcan.
CONDESTABLE: ¿Abastecerlos? ¿Pero cómo se le ocurre?
JOHN: ¡Vaya!, no querrán dejarnos morir de hambre, ¿no? Puesto que nos detienen acá, deben alimentarnos.
CONDESTABLE: Les aseguro que si su subsistencia corre por cuenta nuestra, se verán muy mal atendidos.
JOHN: Si nos ponen a ración, sabremos qué partido tomar.
CONDESTABLE: ¡Cómo! ¿Acaso pretenden acuartelarse aquí por la fuerza?
JOHN: Nadie ha mencionado aún la fuerza. ¿Por qué quiere obligarnos a hacerlo? Yo soy un viejo soldado y no he de morir de hambre. Si cree que nos forzará a volver sobre nuestros pasos por falta de víveres, se equivoca.
CONDESTABLE: Puesto que nos amenaza, procuraremos tomar las medidas más severas posibles. Tengo orden de sublevar a todos los habitantes de esta región contra ustedes.
JOHN: Usted es quien amenaza, no nosotros. Y ya que le gusta discutir, permítame decirle que no le daremos tiempo de arrestarnos. Vamos a ponernos en marcha dentro de unos minutos.
CONDESTABLE: ¿Qué quieren de nosotros?
JOHN: Antes que nada, autorización para atravesar la ciudad. No haremos daño a ningún habitante. Nadie tendrá de qué quejarse, nadie sufrirá la menor pérdida por el hecho de nuestro paso. No somos ladrones; sólo somos una pobre gente afligida que huye de la terrible peste de Londres, la que cada semana devora millares y millares de víctimas. Nos preguntamos cómo pueden ser ustedes tan despiadados.
CONDESTABLE: El instinto de conservación nos obliga a serlo. JOHN: ¡Cómo! ¿Los obliga a cerrar el corazón ante semejante miseria?
CONDESTABLE: Veamos. Si aceptan pasar a campo traviesa por la izquierda de donde se encuentran ahora, detrás de esta parte de la ciudad, trataré de que les abran las puertas.
JOHN: Nuestra caballerías no puede pasar por ahí con todo su bastimento. Y además nos aparta de la ruta que llevamos. ¿Por qué quiere forzarnos a tomar otro camino? Por otra parte, hemos permanecido aquí toda la jornada sin más provisiones que las que traíamos. Considero que deberían enviarnos víveres para reanimarnos.
CONDESTABLE: Si toman otro camino, les enviaremos víveres.
JOHN: Es el mejor medio que tienen todas las ciudades del condado para cerrarnos los caminos.
CONDESTABLE: Pero si todas los abastecen, no será tan malo.
Estoy viendo que cuentan con tiendas de campaña, de manera que no necesitan alojamiento.
JOHN: Bien. ¿Y qué cantidad de víveres están dispuestos a enviarnos?
CONDESTABLE: ¿Cuántos son?
JOHN: No pedimos víveres para todos. Somos tres compañías. Si aceptan enviarnos pan para veinte hombres y unas seis o siete mujeres, para tres días, y mostrarnos el camino a campo traviesa que me ha mencionado, no tenemos la intención de seguir asustando a toda esa gente. Y para demostrarles nuestro reconocimiento, nos apartaremos de nuestra ruta, aunque estemos tan sanos como ustedes.
CONDESTABLE: ¿Me da la seguridad de que ninguno de sus compañeros volverá a provocarnos molestia alguna?
JOHN: Por supuesto. Puede creerme.
Condestable: Debe además vigilar para que no traspasen ni un solo paso el sitio en donde dejaremos las provisiones que les daremos.
JOHN: Respondo de ello.
El condestable y su gente enviaron, pues, al campamento, veinte hogazas de pan y tres o cuatro cuartos de buey y abrieron las puertas para que pasaran los viajeros. Pero ninguno de los pobladores tuvo el coraje de mirarlos desfilar; y como era de noche, por mucho que los hubieran mirado habría sido imposible, pese a todo, advertir qué pocos eran.
Así salió John de aquel aprieto. Pero tanto cundió la alarma en el condado, que aunque el número de aquella gente hubiera en verdad llegado a doscientos o trescientos, toda la pobla-ción, sublevada contra ellos, los hubiera aprisionado. Habría sido un fracaso total.
De lo que se dieron cuenta dos o tres días más tarde, pues de camino dieron con varios grupos de a pie y de a caballo que perseguían a tres compañías de hombres armados de mosquetes que, alcanzados por la peste, habían escapado de Londres y no sólo propagaban la epidemia en el pueblo, sino que además saqueaban la región.
Viendo las consecuencias de su aventura, se dieron rápida cuenta del peligro que corrían y resolvieron, siempre por consejo del viejo soldado, volver a separarse. John y sus dos compañeros hicieron como que se dirigían a Waltham con el caballo, y los demás, separados en dos grupos, tomaron el camino de Epping.
Todos acamparon la primera noche en el bosque, a poca distancia unos de otros, pero sin armar la tienda de campaña, por miedo de que los descubrieran. Richard echó mano a su martillo y su hacha y se entregó activamente al trabajo. Cortó varias ramas para construir tres pequeñas chozas, en las que se instalaron con tanta comodidad como era dable esperar. Las provisiones de Walthamstow fueron ampliamente suficientes para aquella noche. En cuanto al día siguiente, Dios proveería. Tan bien había transcurrido el viaje bajo la conducción del viejo soldado, que éste fue designado jefe, y su dirección pareció tener un excelente augurio. Les dijo que ahora se encontraban a una conveniente distancia de Londres y que, no teniendo ne-cesidad inmediata de buscar ayuda, debían adoptar todas las precauciones del caso para no ser contaminados ni contaminar; que, visto el poco dinero con que contaban, tendrían que ob-servar la mayor sobriedad posible, puesto que, no admitiendo siquiera la idea de recurrir a la violencia, debían esforzarse por ir lo más lejos que pudiesen. Se alinearon, pues, bajo su dirección, dejaron en pie las tres chozas y a la mañana siguiente se dirigieron hacia Epping. El capitán -desde entonces se lo llamó así- y sus dos compañeros abandonaron el proyecto de ir a Waltham, y todos partieron juntos.
Llegados cerca de Epping, hicieron alto y eligieron un sitio conveniente en pleno bosque, no demasiado cerca del camino, pero tampoco demasiado lejos, hacia el norte, en un bosquecillo de árboles desmochados. Allí establecieron su campamento, consistente en tres anchas cabañas sostenidas con estacas, que el carpintero y sus ayudantes cortaron y fijaron en círculo. Los extremos fueron atados en su parte superior, y los costados fueron apuntalados con otras ramas; con haces de leña terminaron de cerrarlas y protegerlas. Tenían, además, una choza en la que vivían las mujeres, y una barraca para albergar el caballo. Ocurrió que al día siguiente, o subsiguiente, era día de feria en Epping. Allá fue el capitán John con un hombre y compró provisiones: pan, cordero y buey. Por su parte, dos de las mujeres fueron también, como si no pertenecieran al mismo grupo, y compraron otras cosas. John fue con el caballo para transportar sus compras y puso éstas en la bolsa de las herramientas del carpintero. El carpintero, a su vez, trabajó: hizo bancos y taburetes para sentarse, para lo cual empleó la madera que le ofrecía el bosque, y una especie de mesa para sentarse a comer.
Durante dos o tres días nadie reparó en ellos; pero de allí a poco un gran número de gente de la ciudad acudió a verlos, y toda la región se alarmó con su presencia. El pueblo temía acercárseles, y ellos a su vez querían mantener al pueblo a distancia, porque corría el rumor de que en Waltham y Epping había peste desde hacía unos dos o tres días. De modo que John les gritó que no pasaran adelante, diciéndoles:
-Aquí estamos sanos y salvos, y no queremos que vengan a contagiarnos la peste ni que salgan después a decir que nosotros se la hemos contagiado.
Llegados cerca de Eppulg, hicieron alto y eligieron un sitio conveniente en pleno bosque, no demasiado cerca del camino, pero tampoco demasiado lejos, hacia el norte, en un bosquecillo de árboles desmochados. Allí establecieron su campamento, consistente en tres anchas cabañas sostenidas con estacas, que el carpintero y sus ayudantes cortaron y fijaron en círculo. Los extremos fueron atados en su parte superior, y los costados fueron apuntalados con otras ramas; con haces de leña terminaron de cerrarlas y protegerlas. Tenían, además, una choza en la que vivían las mujeres, y una barraca para albergar el caballo. Ocurrió que al día siguiente, o subsiguiente, era día de feria en Epping. Allá fue el capitán John con un hombre y compró provisiones: pan, cordero y buey. Por su parte, dos de las mujeres fueron también, como si no pertenecieran al mismo grupo, y compraron otras cosas. John fue con el caballo para transportar sus compras y puso éstas en la bolsa de las herramientas del carpintero. El carpintero, a su vez, trabajó: hizo bancos y taburetes para sentarse, para lo cual empleó la madera que le ofrecía el bosque, y una especie de mesa para sentarse a comer.
Durante dos o tres días nadie reparó en ellos; pero de allí a poco un gran número de gente de la ciudad acudió a verlos, y toda la región se alarmó con su presencia. El pueblo temía acercárseles, y ellos a su vez querían mantener al pueblo a distancia, porque corría el rumor de que en Waltham y Epping había peste desde hacía unos dos o tres días. De modo que John les gritó que no pasaran adelante, diciéndoles:
-Aquí estamos sanos y salvos, y no queremos que vengan a contagiarnos la peste ni que salgan después a decir que nosotros se la hemos contagiado.
Llegados cerca de Epping, hicieron alto y eligieron un sitio conveniente en pleno bosque, no demasiado cerca del camino, pero tampoco demasiado lejos, hacia el norte, en un bosquecillo de árboles desmochados. Allí establecieron su campamento, consistente en tres anchas cabañas sostenidas con estacas, que el carpintero y sus ayudantes cortaron y fijaron en círculo. Los extremos fueron atados en su parte superior, y los costados fueron apuntalados con otras ramas; con haces de leña terminaron de cerrarlas y protegerlas. Tenían, además, una choza en la que vivían las mujeres, y una barraca para albergar el caballo. Ocurrió que al día siguiente, o subsiguiente, era día de feria en Epping. Allá fue el capitán John con un hombre y compró provisiones: pan, cordero y buey. Por su parte, dos de las mujeres fueron también, como si no pertenecieran al mismo grupo, y compraron otras cosas. John fue con el caballo para transportar sus compras y puso éstas en la bolsa de las herramientas del carpintero. El carpintero, a su vez, trabajó: hizo bancos y taburetes para sentarse, para lo cual empleó la madera que le ofrecía el bosque, y una especie de mesa para sentarse a comer.
Durante dos o tres días nadie reparó en ellos; pero de allí a poco un gran número de gente de la ciudad acudió a verlos, y toda la región se alarmó con su presencia. El pueblo temía acercárseles, y ellos a su vez querían mantener al pueblo a distancia, porque corría el rumor de que en Waltham y Epping había peste desde hacía unos dos o tres días. De modo que John les gritó que no pasaran adelante, diciéndoles:
-Aquí estamos sanos y salvos, y no queremos que vengan a contagiarnos la peste ni que salgan después a decir que nosotros se la hemos contagiado.
Tras lo cual aparecieron los oficiales y, a distancia, los interrogaron. Deseaban saber quiénes eran y. con qué derecho pretendían radicarse allí.
John respondió con toda franqueza que eran gente pobre de Londres impulsada por la aflicción y que, previendo la miseria a que quedarían reducidos si la peste se extendía por toda la ciudad, habían huido a tiempo para salvar sus vidas; que no contaban con relaciones ni influencias que pudieran proporcionarles un refugio, y que primeramente se habían detenido en Islington, pero que, como también esa ciudad había caído bajo la peste, habían huido más lejos aún. Temerosos de que los habitantes de Epping les negaran la entrada a la ciudad, habían alzado sus tiendas al aire libre, en el bosque, decididos a soportar los rigores de tan triste alojamiento antes que atemorizar a nadie con la idea de que ellos podían traer el mal. En un primer momento, los habitantes de Epping les hablaron con rudeza y les ordenaron marcharse de aquel lugar porque, dijeron, no era para ellos, y que si se consideraban sanos y salvos podían, pese a todo, hallarse enfermos sin saberlo y contaminar a toda la región y, por último, que allí no los tolerarían. John discutió con calma durante un buen rato, diciendo que ellos, los pobladores de Epping y de toda la comarca circundante, sólo subsistían gracias a Londres, ciudad a la que vendían el producto de sus tierras y de la que obtenían sus rentas. Grandes eran su dureza y su crueldad para con los londinenses, para con aquellos que tanto les habían hecho ganar. Seguramente no querrían que más tarde les fueran echadas en cara su barbarie, su inhospitalidad y su maldad para con la pobre gente de Londres que huía del terrible enemigo. La crueldad haría odioso el nombre de los habitantes de Epping en toda la capital y sería causa de que los lapidaran en medio de la calle cuando se aventuraran a ir al mercado. ¿Estaban seguros de que la epidemia no los alcanzaría también a ellos, tal como se decía que había alcanzado a los de Waltham? Y entonces, si algunos de ellos lograban huir antes de ser afectados, les parecería muy duro ver que se les negaba hasta la libertad de tenderse a descansar en pleno campo.
La gente de Epping les repitió que en verdad, si se decían sanos y salvos, ellos no tenían la misma certeza, y que por Walthamstow acababa de pasar, según se decía, una muche-dumbre de personas que habían declarado estar sanas, como ellos, pero con la amenaza de saquear la ciudad y de proseguir su camino por la fuerza, con o sin autorización de los oficiales de la parroquia; que eran más de doscientos, armados y provistos j de tiendas de campaña, como los soldados de los Países Bajos; que habían extorsionado a la población de aquella ciudad, arrancándole provisiones con la amenaza de quedarse a vivir allí a sus expensas, y que mostraban sus armas y hablaban en un lenguaje de soldados. Varios de ellos habían partido en dirección de Romford y Brentwood, para contaminar toda la región y llevar la peste a las dos grandes ciudades, aun cuando ya nadie se atrevía a ir al mercado como de costumbre. En cuanto a ellos, no cabía duda de que formaban parte de aquel grupo; de ser así, merecerían ser arrojados al calabozo en reparación de los daños causados y por el temor y el terror en que habían hundido a la región.
John respondió que las acciones ajenas no eran de su incumbencia. Les aseguró que todos cuantos se encontraban allí formaban un mismo grupo y nunca habían sido más de los que eran en ese momento (lo cual, entre paréntesis, era la pura verdad), y que si al principio habían constituido dos grupos separados, el camino los había juntado por la similitud de sus casos. Estaban dispuestos a proporcionar acerca de ellos todos los informes que quienquiera deseara conocer, inclusive sus nombres y apellidos y sus lugares de residencia, para que se los responsabilizara de todos los desórdenes que pudieran cometer. Los ciudadanos podían ver que se contentaban con una vida ruda y que sólo deseaban respirar un poco de aire puro en aquel bosque, porque ya no podían estar en donde el aire no lo fuera y levantarían campamento si advertían que el de allí no lo era.
-Pero -respondieron los ciudadanos- ya cargamos con demasiados pobres y debemos velar por que su número no crezca. Está claro que ustedes no pueden asegurarnos que no re-presentarán una carga para nuestra parroquia, tanto como no pueden afirmar que son inofensivos respecto de la infección.
-¡Oh, perdón! -exclamó John-. ¡En cuanto a ser una carga, espero que no lo seamos! Si nos procuran los víveres necesarios, sabremos recompensarlos. Como ninguno de nosotros vivía de limosnas cuando nos hallábamos en nuestro hogar, nos comprometemos a pagarles íntegramente, si Dios quiere devolverle a Londres su salud y restituirnos sanos y salvos a nuestras familias y a nuestros hogares. Si alguno de nosotros muriera aquí, los sobrevivientes lo enterrarán, y de este modo no les causaremos el menor gasto, a no ser que muramos todos, porque en tal caso, en verdad, el último no podría enterrarse a sí mismo; este sería el único gasto que les causaríamos y que también sería cubierto, estoy convencido de ello -añadió
John-, con lo que habría de dejar tras de él. Y, por otra parte, si prefieren cerrar sus corazones a toda comprensión y no ayudarnos, no tomaremos nada por la violencia y a ninguno de ustedes robaremos nada; pero si ya gastado lo poco que tenemos morimos de hambre, entonces, ¡hágase la voluntad de Dios!
Tan bien predispuso John el ánimo de los ciudadanos al hablarles pausada y racionalmente, que éstos se marcharon y, aunque no llegaron a darles el beneplácito, no los molestaron ya más. Durante tres o cuatro días, aquella pobre gente continuó viviendo en paz. Entonces descubrieron una casa de provisiones bastante apartada, en las afueras de la ciudad. Y ordenaban de lejos lo que necesitaban; les dejaban las cosas a cierta distancia, y ellos siempre, con toda decencia, les pagaban.
Ya la gente joven de la ciudad solía acercárseles; los observaban y a veces, a distancia, les hablaban. Pudo sobre todo advertirse, el primer sábado, que aquella pobre gente tuvo un verdadero acto de recogimiento: adoraron, juntos, a Dios, y se les oyó cantar algunos salmos.
Su conducta pacífica e inofensiva comenzó a granjearles la simpatía de los habitantes de la región, quienes dieron en compadecerlos y en hablar de ellos en términos muy favorables. Consecuencia de lo cual fue que una noche, más que húmeda, lluviosa, cierto señor que vivía en las inmediaciones les envió un pequeño cartón con doce haces de paja, para que tuvieran en qué acostarse y con qué recubrir sus barracas, de modo que no sufrieran la humedad. El pastor de la parroquia, ignorante de aquel gesto de altruismo, envió dos sacos de centeno y medio saco de guisantes.
Ellos se sintieron muy agradecidos; la paja, sobre todo, les proporcionó un precioso auxilio, ya que, aun cuando el ingenioso carpintero les había hecho, para que se acostaran, unos catres que más bien parecían artesas y había llenado éstos con hojas y cuanto había podido encontrar, y por mucho que la tela de la tienda de campaña había sido cortada a guisa de cobertores, todos seguían durmiendo sobre superficies muy duras y en la humedad, hasta que llegó aquella paja, que causó el efecto de lechos de pluma y que, decía John, fue mejor recibida que lo que en verdad lo habrían sido verdaderas camas mullidas en una época común.
Así fue como el caritativo señor y el pastor del lugar dieron el ejemplo; otros los siguieron rápidamente, y todos los días les llevaban un nuevo regalo. Pero el más generoso siguió siendo su vecino. Algunos les enviaron sillas, taburetes, mesas y tal o cual objeto casero de que carecían. Otros les regalaron cobertores, tapices, cubrecamas, o bien loza, o utensilios de cocina para que prepararan sus comidas.
Animado, el carpintero construyó en un par de días un amplio albergue, una especie de cobertizo o casa con vigas, techado y con un piso en el que podían alojarse bien reparados, pues con la llegada de septiembre comenzaba el tiempo húmedo y frío. Aquella casa, bien resguardada con paja y con su techo y sus paredes bien firmes y cerradas, los protegía bastante bien.
En uno de los extremos de la habitación, el carpintero hizo asimismo un muro de tierra con un hogar, y otro del grupo, después de muchos contratiempos y mucho esfuerzo, armó una chimenea para el escape del humo. Y allí vivieron, cómoda aunque frugalmente, hasta comienzos de septiembre. Entonces recibieron una mala noticia: la peste, que arreciaba en Waltham Abbey por un lado y en Romford y Brentwood por el otro, ya había llegado a Epping y Woodford y a la mayoría de las poblaciones del bosque, llevada principalmente por los buhoneros, por la gente que iba y venía, entre Londres y aquellos pueblos, con sus víveres.
Aquello estaba por cierto en evidente contradicción con el informe que más tarde hubo de recorrer toda Inglaterra y que, como ya dije, no confirma mis opiniones personales, a saber, que la gente de las ferias, la que llevaba las provisiones a la ciudad, nunca contrajo la peste y nunca la llevó a la campiña, dos cosas realmente falsas. Estoy seguro.
Acaso todas esas personas hayan sido preservadas más allá de cualquier expectativa, pero no hasta el milagro. Muchas de ellas fueron y vinieron, en gran número, sin ser afectadas, para bien de los pobres londinenses, que se habrían visto en la más absoluta miseria si aquella gente, que surtía los mercados, no hubiese sido tantas veces protegida, o por lo menos más de lo que razonablemente podían esperar.
Entonces nuestros refugiados comenzaron a inquietarse, porque las poblaciones que los rodeaban se hallaban realmente contaminadas, y ya no se atrevían a confiar en otros para que les adquirieran las cosas que necesitaban. Y ello fue tanto más lamentable cuanto que ya nada les quedaba, o casi nada, al margen de lo que les procuraba aquel caritativo señor. Pero para tranquilidad suya ocurrió que otras personas del campo, que todavía no les habían regalado nada, oyeron hablar de ellos y les enviaron, uno, un puerco, el otro dos cameros y un tercero una ternera. En resumen, que tenían suficiente carne y hasta leche y queso y cosas de ese tipo. Pero estaban muy cortos de pan, pues sus benefactores les habían regalado trigo, pero no tenían con qué molerlo ni nada en qué cocerlo. Se vieron obligados a comer en grano los cuatro cuartillos de centeno, como antaño los israelitas, sin molerlo ni transformarlo en pan.
Por fin dieron con el medio de trasportar el trigo a un molino de viento, situado cerca de Woodford, de donde el grano regresó molido. En seguida de lo cual, el panadero construyó un hoyo bastante profundo y seco para cocer la galleta de un modo aceptable. Así se hallaron en condiciones de vivir sin el socorro ni el aprovisionamiento de las ciudades. Por suerte, porque poco tiempo después toda la región se vio completamente infectada y, a juzgar por lo que se dijo, cerca de ciento veinte personas murieron de la epidemia en las aldeas de los alrededores, lo que para ellos representó algo terrible.
Entonces sostuvieron un nuevo consejo; ahora las ciudades no necesitaban temer su cercanía. Al contrario, cierto número de familias pobres abandonaron sus casas y construyeron chozas en el bosque, como ellos. Pero varios de aquellos infelices fugitivos contrajeron la enfermedad en su propia choza, o en su tienda de campaña. La causa fue clara. No se debió al hecho de haberse instalado al aire libre, sino: 1°) porque no lo hicieron a tiempo, es decir, antes de haber contraído la enfermedad por haber hablado desaprensivamente con sus vecinos, o, casi podríamos decir, antes de que la enfermedad los cercara, y llevaron ésta por doquier fueron; 2°) porque no tuvieron la prudencia, después de haberse alejado sanos y salvos de la ciudad, de no regresar a ésta y de no mezclarse con los enfermos.
Pero fuese cual hubiere sido la causa, cuando nuestros viajeros advirtieron que la peste campaba no sólo en las ciudades, sino también en las tiendas de campaña y en las chozas del bosque, cerca de ellos, comenzaron a sentir pánico y pensaron en levantar campamento, en alejarse, porque de permanecer allí habrían corrido un indudable peligro.
Nada asombroso tiene el hecho de que se sintieran muy afligidos ante la obligación de abandonar aquel sitio, en donde habían sido tan bien recibidos y tratados con tanta humanidad y tanta calidad. Pero la necesidad, el riesgo que corría su vida, en procura de cuya salvación habían llegado hasta allí, prevaleció, y no vieron ningún otro remedio. Sin embargo, John pensó en recurrir, en su nuevo infortunio, a su principal bienhechor, para darle a saber su aflicción y solicitarle consejo y asistencia.
Aquel hombre, bueno, caritativo, los instó a abandonar el lugar, por temor de que la violencia de la epidemia les cortara toda retirada. Ahora, en cuanto a la dirección que debían tomar, halló muy difícil indicarla. Por fin John le pidió -ya que el caballero era juez de paz- que les diera un certificado de buena salud para presentarlo ante los otros jueces con que pudieran tropezar, a fin de que, cualquiera fuera su suerte, no se los rechazara, después de tanto tiempo de haber salido de Londres. Su protector se los concedió inmediatamente: todos recibieron verdaderos certificados de salud, legalizados, y de allí en adelante se vieron en libertad de ir a donde se les antojara.
Poseían, pues, un certificado de salud extendido en debida forma, en el que se aclaraba que habían residido en una aldea del condado de Essex el tiempo suficiente para que, después de un examen concienzudo y una cuarentena respecto de todo comercio con el mundo, y visto que no revelaban el menor síntoma de peste, se los consideraba como personas sanas y se los acogiera sin temor en cualquier parte. Efectivamente, su última partida había sido motivada por la aparición de la peste en aquella ciudad, y no por síntoma alguno de infección entre ellos.
Provistos de su certificado, se fueron, con mucha pena; y como John opinó en el sentido de no alejarse demasiado, se dirigieron hacia los pantanos del lado de Waltham. Pero allí encontraron a un hombre que cuidaba, al parecer, una presa o especie de esclusa para aumentar el agua al paso de las chalanas que suben y bajan el río. Y este hombre los aterrorizó con unas historias espeluznantes acerca de la enfermedad, que se había extendido por todas las ciudades ribereñas, por los aledaños de Middlesex y Hartfordshire, es decir, por Waltham, Waltham Cross, Enfield y Ware, y por todas las ciudades de la ruta que ellos llevaban. No se atrevieron, luego, a seguir su dirección, aunque el hombre había en realidad exagerado, pues aquellas cosas no eran ciertas.
De cualquier modo, se sintieron espantados y resolvieron marchar por el bosque en dirección de Romford y Brentwood. Pero se enteraron de que gran número de personas de Londres habían huido hacia ese lado y acampaban por aquí y por allá, en los bosques llamados de Hainault, justamente cerca de Romford; y que como no tenían refugio ni medios de subsis-tencia, vivían de un modo extraño y se veían reducidos a los últimos extremos en los bosques y los campos, por falta de socorro. Se decía que tan desesperados estaban por la miseria, que cometían muchos actos de violencia en la región, robando, saqueando, matando ganado, etc. Y que otros habían construido chozas y cabañas a la vera del camino y mendigaban con insis-tencia tal, que casi equivalía a exigir ayuda por la fuerza, pese a que aquella región se hallaba muy mal y pese, también, a que los pobladores se habían visto obligados a detener a algunos de aquellos hombres.
Esto les dio a entender a nuestros viajeros que en aquella comarca no encontrarían la caridad ni la benevolencia que habían hallado en el distrito de donde venían, sino corazones endurecidos y prevenidos en contra de ellos. Además, se les averiguaría acerca del lugar que habían abandonado, y se verían expuestos a actos de violencia por parte de quienes se hallasen en su caso. Ante tales consideraciones, John, el capitán, regresó en nombre de todos a casa de su amigo y benefactor, el que antes los había protegido, expuso su caso con toda franqueza y humildemente pidió consejo. Siempre con su misma bondad, el hombre les pidió que regresaran a su antigua morada, o, si no, que no se alejaran del camino, y les señaló un sitio que podría convenirles. Como realmente necesitaban una casa en la cual refugiarse en aquella época del año (se acercaba el invierno, dieron con un viejo, decrépito edificio -antigua casa de recreo o pequeña residencia- que se hallaba en tan mal estado, que parecía casi inhabitable; y gracias al beneplácito del granjero al que pertenecía, obtuvieron permiso para usarla como quisieran. Todos se pusieron a trabajar, bajo la dirección del ingenioso carpintero, y en pocos días contaron con un buen refugio. Había además una vieja estufa en ruinas, que, reparada, sirvió para calentarlos. Con toques y retoques por aquí y por allá, la casa quedó transformada y fue capaz de acoger a todos.
Les faltaba madera para arreglar los marcos de las ventanas, el suelo, las puertas; pero como se habían granjeado la simpatía de todos los pobladores de la región debido al favor que les dispensaba el caballero que ya he mencionado, y como se los sabía en cabal estado de salud, todos los ayudaron con lo que pudieron. En una palabra, se instalaron allí decididos a no moverse más, y vieron que en todas partes la campiña se alarmaba ante la presencia de quienquiera que viniese de Londres, y que en ninguna parte se dejaba entrar a los viajeros, a no ser con las mayores objeciones, en lugar de la amistosa acogida y del socorro que ellos habían encontrado.
Pese, no obstante, a la asistencia material y moral que recibían de su benefactor y de la gente de las inmediaciones, debieron sufrir grandes pruebas. En octubre y noviembre el tiempo se hizo frío y húmedo; y como ellos no estaban acostumbrados a semejantes rigores, comenzaron a dolerles los miembros y contrajeron diversos males, pero nunca la peste. A mediados de diciembre, regresaron a la ciudad y a sus respectivos hogares.
He contado esta historia, de cabo a rabo, sobre todo para dar una idea de lo que les ocurrió a muchas personas que volvieron a Londres tan pronto como la peste se calmó. Según ya he dicho, no pocos de los que tenían una casa de recreo en el campo corrieron a refugiarse en ella. Pero cuando la enfermedad alcanzó su violencia extrema, la gente de la clase media que carecía de relaciones huyó al campo, a cualquier sitio en donde pudiera hallar un refugio, tanto los que tenían dinero como los que carecían de él. Los que tenían dinero huyeron lo más lejos posible, ya que podían subvenir a sus necesidades. Pero aquellos cuya bolsa estaba vacía tuvieron que sufrir (acabo de mostrarlo) grandes privaciones, y a menudo la necesidad los empujó a satisfacer sus necesidades a expensas de los aldeanos, lo cual predispuso muy mal a todo el campo para con ellos. A veces se les detuvo, pero sin saber qué hacer con ellos, pues se vacilaba en castigarlos. Y a menudo, también, se les acosó de ciudad en ciudad, hasta que se vieron obligados a regresar a Londres.
Después de haberme enterado de la historia de John y su hermano, supe de un elevado número de pobre gente afligida, miserable, que había huido al campo. Algunos lograron vivir en pequeños albergues, en graneros, en buhardillas, y recibieron una acogida benevolente, sobre todo cuando podían dar de sí mismos alguna información satisfactoria, siquiera mínima, y principalmente cuando a firmaban no haber salido demasiado tarde de Londres. Pero otros, muchos otros, se construyeron pequeñas chozas en el bosque o en pleno campo y vivieron como ermitaños, en agujeros, en grutas, en cualquier lugar donde podían sentirse seguros, pero en los que la única seguridad fue la de quedar reducidos a la última miseria. A tal punto, que muchos de ellos se vieron obligados a regresar, pese al peligro. Y con frecuencia aquellos refugios fueron hallados vacíos; los campesinos suponían que sus moradores habían muerto allí, tocados por la peste, y que allí descansaban: durante mucho tiempo el temor les impidió acercarse. Y no es improbable que algunos de aquellos desventurados peregrinos hayan muerto de ese modo, solos, completamente solos, por falta de socorro. Por ejemplo, no recuerdo si en una tienda de campaña o en una choza se halló a un hombre muerto, y en el cerco de un campo vecino, en letras irregulares y grabadas con un cuchillo, estas palabras, que dejaban suponer que otro hombre había escapado a la muerte, a no ser que uno de ellos hubiera enterrado al otro lo mejor que pudo:
¡OH mIsErla!
AmBOS MoRiReMOS DoLoR, DoLoR
Durante esa época debí sufrir una prueba que en un primer momento me perturbó sobremanera, aun cuando no me expusiese a desastre alguno, como después hube de saberlo. El regidor de Portsoken Ward me designó inspector de las casas del distrito en que yo vivía. La parroquia era grande y tenía no menos de dieciocho inspectores, como nos llamaba la ordenanza. El pueblo, por su parte, nos decía visitadores. Traté de rehuir semejante empleo y usé muchísimos argumentos para excusarme ante el delegado del regidor. Expuse, en particular, mi oposición a la clausura de las casas y lo duro que era para mí convertirme en el i instrumento de una medida que coisideraba contraria a los fines para los cuales había sido adoptada. Todo lo que conseguí fue que se me hiciera ejercer el cargo solamente por dos semanas en vez de dos meses, como a los demás oficiales designados por el ' Lord Mayor, con la condición, no obstante, de encontrar un i buen remplazante por el resto del tiempo. Era, al fin y al cabo, un ínfimo favor, pues había grandes dificultades para dar con un hombre de confianza que quisiera aceptar el empleo.
Es verdad que la clausura tuvo, en su momento, un efecto cuya utilidad reconozco. Confinaba a los enfermos que habrían resultado peligrosos, de haber andado por las calles con su mal a cuestas; delirantes, lo habrían hecho del modo más espantoso. Y en un principio, por lo demás, habían comenzado a deambular -hasta que aquella medida los contuvo- tan abiertamente, que los pobres mendigaban de puerta en puerta diciendo que se hallaban apestados y pidiendo trapos para sus llagas o cualquier otra cosa: el delirio los impulsaba a hacerlo.
Una pobre, desventurada dama, esposa de un conocido ciudadano -si se da crédito a la historia-, fue asesinada en la calle Aldersgate, o en las inmediaciones, por uno de aquellos enfermos. Pasaba éste por la calle, delirando y cantando; la gente creía que había bebido, pero él, por su parte, decía que tenía la peste. Todo lo cual parece cierto. Al encontrar a la dama, quiso darle un beso. Ella se sintió horriblemente asustada y huyó de él, pero había muy poca gente en la calle, y nadie lo bastante próximo para socorrerla. Al comprender que el hombre quería sorprenderla, se volvió y le asestó un golpe tan fuerte, que dio en tierra con él, de débil que éste estaba. Pero por desgracia no alcanzó a huir. El hombre se apoderó de ella, la arrojó al suelo y la besó. Y lo peor de todo, después de haberla abrazado y besado, fue que le dijo hallarse apestado y que no veía ninguna razón para que ella no lo estuviera como él. La dama se encontraba encinta desde hacía un par de meses; grande había sido su espanto. Y al oírle decir que estaba apestado, lanzó un grito y sufrió un síncope, o una crisis, que la llevó a la muerte al cabo de pocos días, por mucho que durante el intervalo alcanzó a sentirse mejor. No sé si contrajo o no la peste. -
Otro enfermo acudió a golpear a la puerta de un ciudadano que lo conocía. El doméstico le permitió entrar y le dijo que el dueño de casa estaba en el piso alto. El enfermo subió a la carrera y entró en el comedor, donde toda la familia se hallaba almorzando. Comenzaron por levantarse de un salto, sorprendidos, sin saber qué ocurría. El hombre les rogó tomar asiento: sólo venía a despedirse. «Pero, señor -le preguntaron-, ¿a dónde se va?» « ¿A dónde me voy? -respondió-. He contraído el mal y mañana a la noche ya estaré muerto.» Es fácil imaginar, mucho más que describir, la consternación en que todos se sintieron sumidos. La señora y las niñas fueron sobrecogidas por un mortal espanto; presas del pánico, corrieron desatentadas, sin saber a dónde, hasta que atinaron a encerrarse en sus habitaciones y comenzaron a pedir socorro por la ventana, como si el miedo les hubiese hecho perder la razón. El dueño de casa, más calmo aunque también asustado y enojado, estuvo a punto de tomar al hombre por los fondillos y arrojarlo escaleras abajo; pero considerando un tanto la triste condición de éste y el peligro que se corría en tocarlo, permaneció impasible, como aterrorizado, presa también del horror. El pobre enfermo -y enfermo tanto del cuerpo como de la mente- se quedó todo aquel tiempo de pie, sin chistar, como quien ha perdido la razón. Por fin, volviéndose: « ¡Oh! -exclamó con toda la calma que sea dable imaginar-, ¿con que ésas tenemos? ¿Por qué mi visita los perturba tanto? Entonces voy a volver a mi casa a morir.» Dicho lo cual bajó. El doméstico le siguió, con un candelabro en la mano; pero, temeroso de pasar adelante para abrirle la puerta, permaneció de pie en la escalera, aguardando a ver qué hacía el hombre. Éste abrió la puerta y salió, cerrando con fuerza tras de sí. La familia tardó un buen rato en reponerse de su espanto. Pero como la historia no tuvo consecuencias funestas, pueden ustedes creerme que más tarde solían hablar de ella con bastante frecuencia y con satisfacción. Sin embargo, después que el hombre se hubo marchado, necesitaron varios días para librarse de la angustia en que se hallaban. No se atrevieron a ir y venir en paz j por la casa hasta que la sahumaron con una buena variedad de perfumes, pez, pólvora de fusil y azufre, habitación por habitación, y hasta que hubieron lavado toda su ropa, etc. En cuanto, al pobre hombre, no sé si murió.
Es cierto que si la clausura de las casas no hubiera aislado a los enfermos, se habrían visto multitudes de éstos correr de continuo por las calles, inmersos en el delirio y la locura por la violencia de la fiebre. E incluso un alto número lo hizo, no obstante las precauciones adoptadas, y cometían actos de violencia con quienes se cruzaban, tal cual el perro rabioso se precipita y muerde al primero que ve. Estoy convencido de que cualquiera de aquellos seres contaminados, llevados por el frenesí que provocaba la enfermedad, habría podido morder a un transeúnte e infectarlo a tal punto, que también éste habría enfermado como cualquier otro apestado incurable.
Se me ha contado la historia de un enfermo que, en la angustia y la agonía de sus bubones -tenía tres enormes-, saltó de su cama, en camisa de dormir, y se puso los zapatos; ya se aprestaba a vestirse, cuando la enfermera, que en ese momento llegaba, se lo impidió. Él la echó al suelo, pasó sobre ella, descendió la escalera a grandes saltos y corrió en camisa por la calle, directamente hacia el Támesis. La enfermera lo seguía y llamaba a gritos al guardián, para que lo detuviese. Pero éste, aterrorizado a la vista del hombre y temeroso de tocarlo, le dejó pasar. El enfermo corrió hasta las gradas de Still Yard, se sacó la camisa y se arrojó al Támesis; buen nadador, atravesó el río. La marea llegaba, como suele decirse, esto es, era la hora en que el agua es rechazada hacia el oeste. No tocó tierra sino en las gradas de Falcon. Y no viendo a nadie, pues era de noche, corrió por las calles, desnudo, durante un buen rato; luego, con la marea en su punto máximo, volvió a arrojarse al río, nadó hasta Still Yard, echó pie a tierra y atravesó las calles, corriendo, hasta llegar a su casa. Golpeó a la puerta, subió la escalera y se metió nuevamente en cama. Ahora bien: esta terrible experiencia le sanó de la peste. El violento ejercicio a que había sometido sus brazos y sus piernas había hecho madurar y estallar los bubones de sus axilas y sus ingles. Por otra parte, el agua fría le hizo bajar la Fiebre. Sólo me resta añadir que esta historia, al igual que las otras, no la he conocido por mí mismo; no puedo, pues, proponerme como garante de su veracidad, sobre todo respecto de la cura de aquel hombre debida a su extraordinaria aventura, que, lo confieso, me parece apenas verídica. Pero acaso sirva para confirmar varias de las locuras que cometieron aquellas personas delirantes o alucinadas, como solemos llamarlas, y para mostrar cuántas más habrían podido cometerse si los enfermos no hubiesen sido confinados en sus casas mediante la clausura de éstas. Considero que este fue el mejor resultado, si no el único apreciable, obtenido gracias a ese cruel método.
Por otra parte, quejas y amargas murmuraciones se alzaban contra él. Los infelices a quienes la violencia del mal y el calor de su sangre ponían fuera de sí, y que se hallaban encerrados, o, incluso, atados a sus camas o a sus asientos para evitar que hicieran daño, lanzaban unos gritos lastimeros y unos terribles alaridos, que partían el corazón de quienes los oían, ante la idea de que habían sido encerrados y no tenían siquiera el derecho de morir en libertad, decían, como habrían pedido hacerlo antes.
El espectáculo de aquellos enfermos que corrían por las calles se había vuelto horroroso, y los magistrados hicieron cuanto fue posible por evitarlo. Pero generalmente ocurría por la noche, súbitamente, y no siempre los oficiales estaban allí para impedirlo. Y hasta cuando algunos enfermos se escapaban en pleno día, los oficiales no tenían por qué interponerse: era por cierto necesario que los desventurados se hallasen muy graves para llegar a tal extremo. De modo que eran más contagiosos que nunca, y tocarlos se convertía en algo sumamente peligroso. Además, solían continuar su carrera sin saber lo que hacían, hasta que caían rígidos, muertos, o hasta que su sobrexcitación los hacía expirar al cabo de una media hora o, quizá, de una hora. Lo más terrible consistía en que siempre recuperaban el conocimiento durante esa hora o esa media hora, y lanzaban unos lamentos y unos gritos desgarradores a la vista de la profunda aflicción en que se hallaban sumidos.
Hubo muchas de tales escenas antes de que la ordenanza acerca del cierre de las casas fuera estrictamente cumplida, pues en un primer momento los guardianes no empleaban mayor rigor ni severidad para contener a los enfermos. Quiero decir, antes de que algunos de ellos hubiesen sido severamente castigados por su negligencia o por no haber cumplido con su deber y permitido que personas puestas bajo su cuidado se evadieran, o por haber estado en connivencia con éstas con el propósito de facilitar su evasión. Pero cuando vieron que los oficiales encargados de examinar su conducta estaban resueltos a castigarlos si no cumplían con su deber, entonces se volvieron disciplinados, y la gente enferma fue mejor vigilada, cosa que tomaron muy a mal y toleraron con harta impaciencia. Apenas es posible dar una idea de su disconformidad. Pero aquello era de una necesidad absoluta, preciso es confesarlo, a menos que otras decisiones hubiesen sido tomadas a tiempo. Pero ya era demasiado tarde.
De no haberse puesto en vigor la medida del confinamiento de los enfermos, Londres se habría convertido en el sitio más terrible del mundo. Por lo que yo sé, habría habido en las calles tantos moribundos como en las casas, pues la enfermedad, cuando llegaba al paroxismo, hacía divagar y delirar a sus víctimas, y en tal estado nada mejor que la fuerza para persuadir a los apestados de que permanecieran en su casa. Hasta se dio el caso de que muchos de ellos, que no habían sido atados, se arrojaban por la ventana al no ver medio alguno de pasar por la puerta.
Durante aquella calamidad, las personas habían dejado de hablarse. A un simple particular le resultaba imposible estar al corriente de todos los casos extraordinarios sucedidos en las distintas familias. Y creo, especialmente, que hasta el día de hoy nunca se ha sabido cuántas personas delirantes se ahogaron en el Támesis, o en el río que corre entre los pantanos hacia Hacklley y que generalmente llamamos Ware o río de Hackney. Por lo que compete a aquellos que figuraban en el obituario, su número era reducido, y además no podía saberse si se habían ahogado accidentalmente o no. Pero a la luz de mis observaciones, y por lo que he llegado a saber, creo que ese año pueden contarse muchos más ahogados que los que indican todas las nóminas juntas. Muchos cuerpos perdidos no fueron hallados, y otro tanto ocurrió respecto de las demás formas de suicidio. Hubo en la calle Whitecross, o en las inmediaciones, un hombre que se quemó vivo en su cama. Unos dicen que lo hizo solo, pero otros imputan la perfidia a una enfermera que le atendía; todos, sin embargo, concuerdan en decir que tenía la peste.
Gracias a un favor de la Providencia -tantas veces pensé en ello-, ese año no hubo en la ciudad un solo incendio, al menos que fuera considerable; de haberlo habido, hubiera resultado horroroso. Habría sido necesario que se lo dejara sin extinguir lo, o bien acudir a él en multitud, sin cuidarse del peligro de contagio, ni reparar en las casas en las que había que entrar, ni en los objetos que había que tocar, ni en las personas con las que uno debía mezclarse. Pero gracias a Dios, excepción hecha de un fuego en la parroquia de Cripplegate y de dos o tres pequeños incendios que fueron inmediatamente extinguidos, aquel año no hubo desastres de este tipo. Se nos ha contado la historia de una casa situada en un lugar llamado Swan Alley, que va desde la calle Goswell, cerca de donde termina Old Street, hasta la calle St. John, en la que una familia fue tan terriblemente azotada, que todos sus miembros sucumbieron. La última persona fue j hallada muerta tirada sobre el suelo; se supone que quiso tenderse allí para morir justo frente al fuego. Era un fuego de leña. Los trozos de madera caídos habían, al parecer, inflamado y quemado el suelo y las viguetas que lo sostenían, hasta el cadáver, pero sin consumirlo, aunque éste sólo llevaba puesta una camisa. El fuego se había extinguido solo, sin tocar el resto de la casa, que era simplemente una pequeña construcción de madera. No puedo afirmar la veracidad de esta historia. Al año siguiente, la ciudad fue cruelmente castigada por el fuego; pero el año de la peste sufrió muy poco esta calamidad.
En honor a la verdad, si se consideran los casos tan frecuentes de personas que caían en el delirio en el momento de su agonía, así como los actos de desesperación a que se entregaban en su locura o en su soledad, me asombro de que no haya habido más desastres de este tipo.
Pero todavía debo hablar de la peste en su apogeo, cuando esparcía la desolación y hundía al pueblo en el más terrible abatimiento y hasta, como ya dije, en la desesperación. En aquel período de la epidemia, los hombres fueron inducidos por sus pasiones a excesos apenas creíbles. Pienso que estas cosas son tan conmovedoras como todo lo demás. ¿Qué podría afectar más a un ser en plena posesión de sus facultades y qué podría causar mayor impresión en un alma que la vista de un hombre casi desnudo que sale de su casa, o acaso de su lecho, y desemboca en Harrow Alley, en la populosa encrucijada donde se entrecruzan cantidades de avenidas, callejones y, pasajes, en Butcher Row, en Whitechapel? ¿Qué podría ser más impresionante, digo, que ver a ese pobre hombre en plena calle, bailando y cantando, haciendo extraños gestos, mientras cinco o seis mujeres y otros tantos niños corren tras él, suplicándole por amor de Dios que regrese, e imploran auxilio a los espectadores, pero en vano, porque nadie se atreve a ponerle la mano encima ni siquiera a acercársele? Para mí, que lo veía desde mi ventana, era algo doloroso y lastimoso, pues entretanto el infeliz sufría atrozmente: tenía dos abscesos que no lograban reventar ni supurar. Al parecer, los médicos habían tenido la esperanza de atravesarlos con cáusticos muy violentos, y éstos todavía estaban en su lugar, quemándole la carne como un hierro al rojo. No sé qué fue de aquel hombre, pero pienso que continuó deambulando así hasta que cayó y murió.
Nada asombroso hay en decir que el aspecto mismo de la ciudad se había vuelto horroroso. La multitud de todos los días por las calles, proveniente de nuestro barrio, ya no existía. La banca no había cerrado, es cierto; pero nadie concurría a ella. Las fogatas habían cesado de arder. Pocos días antes una lluvia violentísima las había extinguido. Y algunos médicos resolvieron que eran, además de inútiles, nocivas para la salud de la población, e hicieron un gran escándalo a este propósito y se quejaron ante el Lord Mayor. Otros médicos, igualmente eminentes, se opusieron a esa opinión y sostuvieron con razones que las fogatas eran y debían ser útiles para calmar la violencia de la epidemia. No me es posible dar una relación completa de los argumentos de ambos bandos; solo recuerdo que porfiaron a brazo partido. Unos estaban por las fogatas, con la condición de que se hicieran con madera y no con carbón, y hasta con madera especial, como el abeto o el cedro, debido a las fuertes emanaciones de trementina; otros estaban por el carbón y no por la madera, a causa del azufre y el betún, y otros eran contrarios a ambas cosas.
Al fin, el Lord Mayor ordenó apagar las fogatas, sobre todo por la razón de que la peste era tan violenta, que resultaba evidente que desafiaba todos los remedios y más bien parecía aumentar que menguar, a pesar de todos los procedimientos empleados para sofocarla o calmarla. La decisión de los magistrados provino, pues, de su incapacidad para encontrar algún método útil antes que de su mala voluntad para exponerse ellos mismos y hacerse cargo de los cuidados y gastos del asunto. Para hacerles justicia, sea dicho que nunca escatimaron ni su esfuerzo ni su persona. Pero tampoco esto surtió efecto. La epidemia arreciaba, y la gente había llegado al último grado del terror y el espanto, y hasta podía decirse que había abandonado la partida y se dejaba llevar por la desesperación, como ya he dicho.
Pero en este punto debo observar que, al hablar de desesperación, no quiero decir falta de esperanza en la religión o en la vida eterna. Sólo quiero decir que desesperaban de poder escapar a la epidemia y de sobrevivir a la peste, la cual azotaba con una fuerza tan irresistible que muy pocos escaparon cuando alcanzó su apogeo, entre agosto y septiembre. Y se produjo un hecho muy singular: en junio y julio y a comienzos de agosto, muchos de los afectados siguieron viviendo durante largos días, y se fueron sólo después de haber tenido durante largo tiempo el veneno en la sangre; en cambio, la mayoría de los que fueron alcanzados durante las dos últimas semanas de agosto y las tres primeras de septiembre murieron, por lo general, al cabo de dos o tres días cuando mucho, y no pocos, incluso, el día mismo en que enfermaron. ¿Fueron los días estivales o, como pretendían nuestros astrólogos, la influencia de Sirio lo que produjo ese efecto maligno? ¿O bien los transmisores de gérmenes habían llegado juntos al mismo grado de madurez? No lo sé. Pero aquel fue el momento en que se anunciaron más de 3000 muertos en una noche, y algunos, que desearon pasar por observadores exactísimos, dijeron que todos murieron en dos horas, esto es, entre la una y las tres de la mañana.
Innumerables ejemplos muestran, en efecto, que en aquella época hubo súbitamente un número enorme de defunciones, y yo podría citar varios de los que sobrevinieron en mi vecindario. Una familia de diez personas que vivía no lejos de mi casa estaba completamente bien el lunes. Esa noche, una doméstica y un mozo cayeron enfermos y murieron a la mañana siguiente. Entonces se sintieron alcanzados un segundo mozo y dos niños. Uno de ellos murió esa misma noche y los otros dos murieron el miércoles. Por fin, el sábado a mediodía el dueño de casa, cuatro niños y cuatro domésticos habían sucumbido. La casa habría quedado del todo vacía si no hubiera llegado una anciana, la criada del hermano del dueño de casa, para hacerse cargo de los bienes; no vivió mucho tiempo, pero tampoco cayó enferma.
Muchas casas quedaron íntegramente vacías, ya que todos sus moradores murieron, y principalmente en una avenida algo alejada, por el mismo lado, más allá de Bars, yendo hacia las insignias de Moisés y Aarón, había un grupo de casas, decían, en las que ya no quedaba una sola persona viva, y en algunas de ellas los últimos en morir fueron dejados demasiado tiempo antes de que se acudiera en su busca para enterrarlos. La razón de ello no era, como impropiamente han escrito algunos, que no alcanzaban los vivos para enterrar a los muertos, sino que la mortalidad era tan grande en aquel barrio o avenida, que ya no quedaba nadie para avisar a los sepultureros o sacristanes que fueran a recoger los cuerpos. Se ha contado -pero no sé hasta qué punto esto es cierto- que algunos de aquellos cuerpos se hallaban tan descompuestos, en tal estado de putrefacción, que fue un verdadero sacrificio recogerlos, tanto más cuanto que las carretas no podían ir más allá de Alley Gabe, en High Street. Desconozco el número de cuerpos que fueron dejados en esa situación, pero puedo asegurar que, por lo común, las cosas no ocurrían así.
Como ya he dicho, la población había llegado a desesperar se y a abandonarse. Este estado de ánimo produjo un extraño efecto en nosotros durante dos o tres semanas. Nos sentíamos audaces, aventureros, no asustados unos de otros ni confinados en nuestras respectivas casas; andábamos por todas partes y recomenzábamos a hablar. Se encaraba a la gente con estas palabras: «No le pregunto cómo está usted. Tampoco le digo cómo me va. Porque es seguro que todos partiremos. Poco importa, pues, estar enfermo o sano». Y así andaba la gente, desesperada, hacia cualquier lugar y en cualquier compañía.
La gente buscaba estar en compañía, y era sorprendente verla ir en multitud a las iglesias. Ya nadie se preocupaba por quién se sentaba al lado, ni por alguna emanación desagradable ni por el estado de su vecino. Todos se consideraban cadáveres y acudían a los templos sin la menor inquietud y se sentaban juntos, como si su vida no tuviera valor alguno en comparación con el deber con que debían cumplir allí. En verdad, el celo de que daban prueba y la seriedad y la emoción que mostraban al escuchar lo que se les decía patentizaban el valor que todo el pueblo ponía en la adoración de Dios: cada uno pensaba que iba a la iglesia por última vez. Y esto no dejó de producir algunos efectos extraños, como que se dejó a un lado todo escrúpulo respecto de quién subía al púlpito. Es muy cierto que muchos ministros fueron alcanzados por aquella calamidad que de un modo tan terrible azotaba por doquier; otros no tuvieron el coraje de soportarla y se retiraron al campo no bien hallaron el medio de escapar. De lo cual se siguió que varias iglesias quedaron completamente abandonadas, y la gente no tuvo el menor escrúpulo en llamar a los pastores disidentes, que algunos años antes habían sido privados de sus medios de subsistencia por un acta del Parlamento, llamada Acta de Uniformidad, que les prohibía predicar en los templos. Y los ministros mismos de las iglesias no ofrecieron ninguna dificultad para aceptar su asistencia, aunque algunos, llamados ministros silenciados, en esa ocasión abrieron la boca y pecaron públicamente. Y aquí voy a observar, y espero que no sea inútil detenerse en ello un instante, que los hombres, si supiesen que su muerte está cerca, rápidamente se reconciliarían. Es nuestra seguridad en la vida lo que nos induce a rechazar lejos de nosotros tales cosas, y a ella hay que atribuir las disensiones, los rencores obstinados, los prejuicios, la falta de caridad y la falta de unión cristiana. Otro año más de peste pondría fin a todos los desacuerdos. La visión de una muerte próxima, o de un mal que lleva en sí la amenaza de muerte, libraría a nuestro humor de los malos gérmenes, borraría las animosidades que existen entre nosotros y nos llevaría a ver las cosas con otros ojos. Y así fue como los que formaban parte de la Iglesia se reconciliaron con los disidentes y los animaron a predicar, y los disidentes, por su parte, que habían roto con la comunión de la Iglesia de Inglaterra, causándole un enorme perjuicio, se sintieron dichosos de volver a entrar en sus parroquias y de hacerse al culto que antes habían desaprobado. Pero cuando el terror de la epidemia disminuyó, las cosas volvieron a su curso ordinario, tan poco deseable.
Estas cosas las menciono desde el punto de vista histórico. De ningún modo tengo la idea de exagerar los hechos para impulsar a uno y otro partido a una actitud más caritativa. No creo probable que semejante discurso pueda convenir a ello y ser coronado por el éxito. Las disensiones parecen desarrollarse y tienden más bien a acrecer que a disminuir, ¿y quién soy yo para presumirme de capaz de influir en uno u otro partido? Pero puedo repetir esto: es evidente que la muerte nos reconcilia 'a todos. Del otro lado de la tumba seremos nuevamente hermanos. En el cielo, donde espero que lleguemos a algún partido y a alguna doctrina que nos pertenezcan, ya no sentiremos los errores ni los escrúpulos. Allí todos seremos de un solo principio y de una misma opinión. ¿Por qué no podríamos ir de la mano hacia el sitio donde nos uniremos de todo corazón, sin vacilación alguna, en la armonía y el afecto más cabales? Y en verdad, ¿por qué no lo hacemos aquí? No encuentro qué decir y no añadiré nada más, salvo que es lamentable que las cosas ocurran como ocurren.
Podría detenerme largamente en las calamidades de aquellos días terribles y continuar describiendo lo que veíamos a diario: las horrorosas extravagancias a las que los enfermos eran arrastrados por el delirio, las calles ahítas de cosas pavorosas, las familias que se convertían para ellas mismas en un objeto de terror. Pero después de haber contado que un hombre atado a su cama, al no hallar medio alguno de librarse, le puso fuego a ésta con una bujía que había por desgracia al alcance de su mano y se quemó vivo, y que otro hombre bailó y cantó desnudo por las calles, como en éxtasis, de insoportables que eran sus tormentos, ¿qué puedo agregar? ¿Qué puede decirse para representarle al lector, de una manera viva, las miserias de aquellas horas, o para darle una idea más cabal de un infortunio que llegó al paroxismo?
Debo confesar que aquellos días fueron terribles y que a veces estuve a punto de abandonar todas mis resoluciones, porque ya no tenía el mismo coraje que al principio. Mientras el peligro impulsaba a los demás lejos, a mí me retenía en mi casa. Excepción hecha del viaje que hice a Blackwell y Greenwich, de que ya he hablado, y que fue una simple excursión, prácticamente estaba siempre en mi casa, tal como antes lo había hecho durante una quincena. Ya he dicho que a menudo me arrepentí de haberme aventurado a permanecer en la ciudad en lugar de partir con mi hermano y su familia. Pero para entonces era demasiado tarde. En seguida, después de haberme confinado en mi hogar y de haberme encerrado durante cierto tiempo, y antes de que mi impaciencia me hiciera salir, se me encargó, como también he dicho, un horroroso y peligroso servicio que nuevamente me obligó a deambular. Mis funciones expiraron cuando la epidemia se hallaba aún en su apogeo; me retiré, por tanto, una vez más y permanecí encerrado diez o doce días, durante los cuales se ofrecieron a mi vista, por mis propias ventanas, en mi propia calle, unos espectáculos pavorosos; entre otros, el de Harrow Alley; una pobre criatura afligida que bailaba y cantaba en su agonía. Casi no había día ni noche en que no sucediera algún horror al final de Harrow Alley, que es un sitio muy populoso, poblado sobre todo por carniceros o por otras personas que trabajan en oficios dependientes de la carne.
A veces, grandes grupos de personas desembocaban por la alameda, mujeres en su mayoría, haciendo un ruido terrible, una mezcla de chillidos, llantos y alaridos, interpelándose mutuamente, a tal punto que no sabíamos qué hacer. Durante casi toda la noche la carreta mortuoria se detenía al cabo de aquella alameda; no entraba, porque no habría podido girar ni aun avanzar más de unos pocos metros. Allí se quedaba, pues, aguardando los cuerpos. Y como el cementerio quedaba cerca, partía colmada y regresaba vacía. Es imposible describir los gritos horrorosos y el estrépito que hacía la pobre gente al traer los despojos de sus hijos o de sus amigos a la carreta; se habría pensado, a juzgar por el número, que a sus espaldas no quedaba nadie y que allí había suficiente gente para poblar todo el barrio. A veces se oía: «¡Fuego!»; otras, « ¡Al asesino!», pero uno se daba rápida cuenta de que se trataba de gente extraviada, que sólo eran lamentaciones de desdichados sumidos en el abatimiento, ya ausente el sentido.
Creo que en todas partes ocurría lo mismo por entonces, pues durante seis o siete semanas la peste arreció con una violencia superior a la que ya he mencionado y alcanzó un punto tal, que, reducido a semejante extremo, todo el mundo comenzó a infringir la ordenanza a que ya me he referido, esto es, que ningún cuerpo sería transportado por las calles o enterrado durante el día. Durante cierto tiempo se hizo necesario proceder de otra manera.
Hay algo que no puedo omitir aquí, y que en verdad fue extraordinario, o por lo menos pareció una manifestación del brazo de la Justicia Divina: todos cuantos predecían el porvenir -los astrólogos, los dicientes de la buena ventura, los inspirados, los conjuradores, etc., los eruditos del horóscopo, los tiradores de cartas, los quirománticos, los visionarios y otros habían desaparecido, se habían desvanecido. Era imposible encontrar uno solo de ellos.
En verdad, estoy convencido de que un elevado porcentaje de ellos cayeron víctimas de la violencia de la calamidad por haberse arriesgado a permanecer en la ciudad en pos de un buen provecho. Sus ganancias, alimentadas por la locura del pueblo, fueron inmensas en determinado momento. Pero luego se volvieron silenciosos. Muchos partieron a su última morada sin haber sido capaces de predecir su propia suerte o de leer su propio horóscopo. Otros llegaron a asegurar que todos morirían. No me atrevo a afirmarlo, pero hasta ahora no he oído decir que uno solo de ellos haya reaparecido después de la calamidad.
Regresemos a mis observaciones durante aquel horroroso período de la epidemia. Llegamos, pues, al mes de septiembre, que fue, creo, el momento más terrible que haya conocido Londres. En todas las estadísticas que he examinado acerca de las epidemias que hayan azotado a Londres, no se encuentra nada parecido. El número de muertos declarado por el boletín llegaba a casi 40.000, del 22 de agosto al 26 de septiembre, es decir, en sólo cinco semanas. He aquí el detalle:
Del 22 de agosto al 29 de agosto …………….7.496
Del 29 de agosto al 5 de septiembre …………….8.252
Del 5 de septiembre al 12 de septiembre 7.690
Del 12 de septiembre al 19 de septiembre 8.297
Del 19 de septiembre al 26 de septiembre 6.460
38.195
Este número es, en sí mismo, prodigioso; pero si añado las buenas razones que tengo para creerlo por abajo de la verdad (¡y cuánto!) todos ustedes llegarán, como he llegado yo, a no objetar en nada la idea de que hubo más de 10.000 muertos por semana durante aquellas semanas, término medio, y proporcionalmente durante varias semanas antes y después. El enloquecimiento del pueblo, sobre todo en la ciudad, fue inexpresable durante ese período. Tal fue el terror, que hasta a los encargados de enterrar a los muertos comenzó a flaquearles el ánimo. Muchos de ellos murieron, aun algunos de los que, habiendo contraído la enfermedad, se habían restablecido. Hubo otros que cayeron cuando ya habían llegado conduciendo los cuerpos al borde mismo de la fosa y se aprestaban a arrojarlos dentro. Y la confusión fue mayor aun en la ciudad, pues sus habitantes ya se felicitaban ante la esperanza de haber escapado al azote y creían superado el mortal peligro. Me contaron que un coche que iba a Shoreditch fue abandonado por sus conductores y quedó con uno solo. Éste murió en la calle, y los caballos, que continuaron la ruta, volcaron el carruaje y dejaron los cuerpos tirados por aquí y por allá, de una manera pavorosa. También he oído decir que otra carreta fue hallada en la fosa de Finsbury Fields; el conductor había muerto o la había abandonado, y los caballos se acercaron demasiado al borde de aquélla, por cuyo motivo se precipitaron y quedaron enterrados con el vehículo. Ha solido decirse, asimismo, que el conductor cayó con la carreta sobre él, pues encontraron su látigo en la fosa, en medio de los cuerpos; pero nada cierto hay en ello.
En nuestra parroquia de Aidgate pudo verse en repetidas oportunidades la carreta mortuoria colmada de cuerpos, a la puerta del cementerio, pero ni el sacristán, ni el conductor ni nadie la acompañaba. Los sepultureros jamás sabían a qué muertos transportaban en sus carretas. Éstos solían ser bajados por medio de cuerdas desde los balcones o las ventanas, y los transportadores y otras personas los ponían en las carretas. Pero, tal cual decían los hombres, no se tomaban el trabajo de contarlos.
Los médicos y, sobre todo los farmacéuticos y los cirujanos, se vieron a menudo en aprietos para distinguir a los enfermos de las personas sanas. Todos coincidían en decir que realmente mucha gente llevaba la peste en su sangre, que la peste se apoderaba de su espíritu y que sólo eran, en suma, caparazones putrefactos que aún caminaban -con un aliento infeccioso y un sudor emponzoñado-, conservando, sin embargo, cierta apariencia de salud e ignorantes de su propio estado. Todos estaban de acuerdo respecto de los hechos, pero no sabían cómo explicarlos.
Mi amigo el doctor Heath opinaba que a los enfermos podía reconocérseles por el aliento. Pero añadía: ¿quien se atreverá a tomarle el aliento a nadie para informarse? Ya que, para saber, habría que aspirar la hediondez de la peste con suficiente fuerza para que ella penetrara en nuestro propio cerebro, a fin de distinguir su olor. He oído hablar de otra opinión, según la cual al sujeto presuntamente enfermo podía hacérselo respirar en un vaso; la condensación del aliento permitiría distinguir al microscopio las criaturas vivas de las formas extrañas, monstruosas, horribles, tales como dragones, serpientes o demonios espeluznantes. Pero tengo mis dudas sobre la veracidad de este medio, pues por aquella época carecíamos de microscopio para llevar a cabo la experiencia, al menos por lo que recuerdo.
Otro sabio opinaba que el aliento de la gente enferma podía envenenar y matar, de un solo golpe, a un ave, y no solamente a un pajarillo, sino a un gallo, a una gallina; y si éstos no caían muertos inmediatamente, tendrían la pepita, como suele decirse, y los huevos que pondrían entonces las gallinas saldrían podridos. Pero son opiniones que nunca he visto demostradas, ni por mis demostraciones ni, que yo sepa, por las de ningún otro. De manera que las doy como me las dieron, subrayando, simplemente, que quizá tengan grandes posibilidades.
Otros propusieron que las personas afectadas respiraran con fuerza sobre agua caliente, en la que entonces se formaría una espuma anormal, o sobre varios otros objetos, especialmente sustancias gelatinosas, susceptibles de recibir y tolerar la espuma.
Pero encontré, en suma, que la naturaleza del contagio era tal, que resultaba imposible descubrir éste y evitar su propagación por medios humanos.
Aquí se presenta una dificultad que nunca he podido terminar de esclarecer y para la que no veo más que una manera de proceder. Fue el 20 de diciembre de 1664, poco más o menos, cuando murió de peste en Long Acre, o en las inmediaciones, la primera persona. Cosa corriente es limitarse a decir que esa persona contrajo la enfermedad de un fardo de sedas importado de Holanda, que fue abierto en su casa. Hasta el 9 de febrero, época en que fue enterrada otra víctima de la misma casa, no volvió a hablarse de caso mortal alguno, no se dijo que la epidemia hubiera comenzado a reinar. Lo que supone unas siete semanas, más o menos. Luego se hizo silencio, y el público se tranquilizó por completo durante un período bastante largo, ya que no encontró en el registro semanal la noticia de ninguna muerte debida a la peste, hasta el 22 de abril, día en que se enterró a otras dos víctimas, no de la misma casa, pero sí de la misma calle y sobre todo, me acuerdo, de la casa más próxima a la primera en ser contaminada. Había habido un intervalo de nueve semanas; después, durante una quincena, no tuvimos más novedades. Luego la peste se declaró en varias calles y se propagó por doquier. De modo que el problema parece reducirse a esto: ¿dónde estuvieron los gérmenes de la infección durante todo ese tiempo? ¿Por qué hubo una interrupción tan prolongada? ¿Y por qué no se prolongó más? O bien la enfermedad no tenía por causa el contagio directo de un hombre a otro, o bien, si no, un cuerpo podía permanecer infectado, sin que la enfermedad se declarara, durante muchos días, aun durante semanas; ya no una cuarentena, sino una sesentena. Y más.
Es verdad -yo mismo lo he observado, y el hecho es conocido por muchos sobrevivientes- que el invierno fue muy frío y que una feroz helada se prolongó por tres meses; los doctores dijeron que había logrado detener el contagio. Pero en tal caso los sabios me permitirán señalar que si la enfermedad, de acuerdo con sus observaciones, estaba tan sólo, digamos, helada, entonces habría debido, lo mismo que un río, recuperar su fuerza y retomar su curso habitual en el momento del deshielo, cuando en realidad el primer apaciguamiento del mal tuvo lugar de febrero a abril, en momentos en que se rompía el hielo y el tiempo era dulce y tibio.
Pero hay otro medio de resolver la dificultad; mis recuerdos personales habrán de ayudarme a hacerlo... Nada prueba que nadie haya muerto en los largos intervalos del 20 de diciembre al 9 de febrero y luego al 22 de abril. El único testimonio estriba en la hoja semanal, y no es posible tener confianza en este tipo de boletines (yo, por lo menos, no la tengo) hasta el punto de construir con ellos una hipótesis y decidir respecto de un problema de semejante importancia. La opinión admitida en aquella época, y basada, creo, en hechos serios, era que los oficiales de las parroquias, los investigadores y las personas designadas para rendir cuenta del número de muertos y de las enfermedades causantes de la muerte se valían de fraudes. Debido a que a la gente le repugnaba el hecho de que la casa de sus vecinos pudiese estar infectada, pagaban, o mejor dicho, sobornaban a los empleados públicos para que señalasen las muertes bajo rótulos inofensivos. Y sé que más tarde esto se practicó en muchos lugares. Hasta puedo decir: allí -en donde la peste se puso de manifiesto- según puede verse por el enorme aumento registrado en el obituario- se la atribuyó a otras enfermedades mientras duró la epidemia. Por ejemplo, durante los meses de julio y agosto, cuando la peste había alcanzado su punto culminante, era cosa corriente ver de 1000 a 1200 y hasta 1500 muertos por semana atribuidos a otras enfermedades. No quiere decir que el número de éstas no haya realmente aumentado, sino que un elevado número de familias y casas, realmente infectadas, obtuvieron el favor de hacer inscribir sus muertos bajo el nombre de otras enfermedades, para evitar la clausura de sus casas. Por ejemplo:
Muertos de otras enfermedades además de la peste:
Del 18 de julio al 25 de julio 942
Del 25 de julio al 1 de agosto 1004
Del 1 de agosto al 8 de agosto 1213
Del 8 de agosto al 15 de agosto 1439
Del 15 de agosto al 22 de agosto 1331
Del 22 de agosto al 29 de agoto 1394
Del 29 de agosto al 5 dé septiembre 1264
Del 5 de septiembre al 12 de septiembre 1056
Del 12 de septiembre al 19 de septiembre 1132
Del 19 de septiembre al 26 de septiembre 927
Es indudable que el mayor número, o por lo menos un número elevado, había muerto de peste, pero se había logrado convencer a los oficiales para que declararan los decesos con-forme acabamos de señalarlo. Veamos ahora las cifras de ciertos tipos de enfermedades, así descubiertas:
Había varias otras enfermedades colaterales que aumentaron por las mismas razones, como fácilmente puede verse: senilidad, consunción, vómitos, abscesos, cólicos, etc., muchas de las cuales afectaron a personas a las que no se consideraba infectadas. Pero como para las familias resultaba de suma importancia ocultar, tanto como fuera posible, su contaminación, cada cual tomaba todas las medidas imaginables para que no se fuera a pensar en la peste y para que, si alguien moría en la casa, el deceso fuera declarado a los investigadores e inspectores como debido a otra enfermedad. Lo cual se aplica a los largos intervalos que, como ya dije, se extendieron entre el deceso de las primeras personas oficialmente declaradas muertas por la peste y el momento en que la enfermedad se extendió a la lista y paciencia de todos, sin poder ya ocultársela.
En ese momento, además, los registros semanales expusieron con evidencia la verdad; en realidad, si no mencionaron la peste ni señalaron aumento alguno de decesos, hubo, no obstante, un agravamiento de las enfermedades. Por ejemplo, había ocho, doce, diecisiete muertos de fiebre eruptiva en una semana, cuando casi no había uno solo de peste; pero en tiempos comunes ese tipo de muertes era de tres o cuatro. Asimismo, como ya he observado, el número de entierros semanales aumentó en la mencionada parroquia, así como en las parroquias vecinas, más que en cualquier otra parte, aun cuando ninguna muerte se la atribuyó a la peste. Todo lo cual nos muestra con nitidez que la infección se mantenía y que la enfermedad continuaba propagándose, por mucho que en ese momento nos haya parecido haber cesado para regresar más tarde de una manera sorprendente. También es posible que los gérmenes hayan permanecido en otros recovecos del fardo causante, que tal vez no fueron hurgados en un primer momento, al menos por completo, o en la ropa de la primera persona infectada. Me cuesta creer que alguien haya podido ser azotado en un grado fatal y mortal y durante nueve semanas haya conservado tal apariencia saludable, que ni él mismo se dio cuenta de su contaminación. De ser ello así, sin embargo, el argumento no haría más que reforzar lo que digo: la infección se conservó en seres aparentemente sanos y fue transmitida a otros con los que los primeros mantuvieron relaciones, sin que ni unos ni otros lo advirtieran.
Grande fue el enloquecimiento que causó esta revelación. Y la gente, cuando se convenció de que la infección se propagaba de tan sorprendente manera por personas que parecían sanas, comenzó a volverse miedosa y a asustarse de todos cuantos se le acercaban. Un día, en una ceremonia pública -ya no recuerdo si era o no domingo- en la iglesia de Aldgate, el coro se hallaba colmado de fieles y una asistente creyó de pronto sentir el olor de la enfermedad. De inmediato se figuró que la peste estaba en su banco; le susurró su idea o su sospecha a su vecina, se levantó y se fue. La sugestión se posesionó de la segunda persona, y en seguida de la tercera, y muy luego de todo el mundo. Y todos se levantaron y salieron del templo. Los bancos iban quedando vacíos. Nadie sabía qué había podido ocurrir ni por qué.
E inmediatamente las bocas se llenaron de diversas preparaciones, de remedios fabricados por curanderas, o quizá de preparados farmacéuticos, para evitar el contagio por el aliento de los demás. Cuando uno entraba en una iglesia, por poco público que hubiera en ella, sentía una mezcla tal de olores, que la impresión era mucho más fuerte, aunque tal vez menos salutífera, que al entrar en la botica de un farmacéutica o en una droguería. En una palabra, la iglesia íntegra parecía un frasco de olores. En un rincón había todo tipo de perfumes, en otro una serie de hierbas aromáticas o balsámicas, y por doquiera una variedad de drogas. Aquí y allá había sales y esencias de las que todos se proveían para su preservación personal. Sin embargo, observé que, una vez que la gente estuvo firmemente convencida o, más bien, segura de que la infección también se propagaba por personas aparentemente sanas, las iglesias y demás lugares de reunión ya no fueron tan frecuentados como en la época en que no existía esa convicción, porque hay que decir que nunca las iglesias y demás sitios de reunión de Londres fueron del todo cerrados, y que la gente nunca se negó al culto público de Dios, excepción hecha de algunas parroquias, cuando la enfermedad desencadenó en ellas su violencia, durante cierto tiempo, que tampoco fue largo.
En verdad, nada tan sorprendente como ver con qué valentía la gente se entregaba al culto divino, justamente en esos momentos, cuando sentían horror de salir de sus casas por cualquier motivo. Hablo, por supuesto, del período anterior al de la desesperación. Y esta es una prueba más del exceso de población de la ciudad a la llegada de la epidemia, pese al gran número de los que habían huido al campo a la primera alarma y que habían logrado ponerse a salvo en los bosques. Realmente nos sentíamos sorprendidos de ver cómo la multitud se hacía presente en las iglesias los sábados, sobre todo en las partes de la ciudad donde la peste decrecía o en las que no había alcanzado aún su punto máximo. Pronto hablaré de ello.
Vuelvo, entretanto, al capítulo de la contaminación mutua, antes de que la gente supiera que se hallaba contagiada y podía infectar a los demás. Verdadero espanto causaban quienes llevaban un cubrecabeza o un pañuelo al cuello, según es de uso entre los que sufren de abscesos en tales sitios. Pero un señor bien vestido, con su corbata, sus guantes, su sombrero bien puesto y sus cabellos esmeradamente peinados, no provocaba aprensión alguna; la gente le hablaba con entera libertad, sobre todo si era un vecino o alguien de su conocimiento. Pero cuando los médicos aseguraron que las personas sanas, es decir, aquellas que parecían estarlo, eran tan peligrosas como las enfermas, y que quienes se creían indemnes eran a menudo los más temibles; cuando, de una manera general, se hubieron comprendido estas cosas y la gente terminó por tomarlas en cuenta, así como sus causas, entonces, digo, todo el mundo suscitó pavor. Muchos se encerraron para no mezclarse con ningún grupo ni permitir que quienes habían estado en peligrosas promiscuidades entraran en su casa y se les aproximaran, al menos que se les aproximaran lo bastante como para ser alcanzados por su aliento o por algún pestilente olor. Y cada vez que se veían obligados a hablar con algún extraño, aun cuando a la distancia, siempre se ponían en la boca y sobre el traje algo que les sirviera de protección y que rechazara y mantuviera lejos el contagio.
Hay que reconocer que la gente comenzó a emplear tales precauciones cuando ya estaba menos expuesta al peligro; la infección no se declaró en sus casas con tanta violencia como lo había hecho en otras. Millares de familias fueron preservadas (teniendo en cuenta a la Divina Providencia) por esos medios.
Imposible hacer entrar nada en la cabeza de los pobres. Continuaron dando libre curso a la habitual impetuosidad de su temperamento, lanzando gritos y lamentos si ya habían sido afectados, pero alocadamente despreocupados, temerarios y obstinados mientras se sentían bien. Cuando encontraban algún trabajo, se arrojaban de cabeza en la tarea que fuese, la más peligrosa, la más susceptible de infectarlos. Si se les advertía, contestaban: «Debo tener confianza en Dios. Si me enfermo, Dios proveerá, y será el fin de mi miseria.» Y así por el estilo. O bien: « ¡Y qué! ¿Qué debo hacer? No puedo morirme de hambre. Tanto da morir de peste como de privaciones. No tengo trabajo. ¿Qué puedo hacer? Tomar esto o mendigar.» Y se trataba de enterrar muertos, de atender enfermos o de vigilar casas infectadas, ¡ocupaciones terriblemente arriesgadas! Su historia era siempre idéntica. La necesidad alegaba ampliamente en su favor, es cierto, y ninguna otra excusa podía ser mejor. Pero hablaban igual cuando las necesidades cambiaban.
A causa de esa aventurada conducta, la peste azotó a los pobres de una manera terriblemente violenta, y esto, sumado a la miseria de su situación, fue la razón por la que murieron en masa. No puedo decir, en verdad, que haya observado entre los obreros pobres un solo átomo de mejor organización de sus hogares cuando se hallaban sanos y ganaban dinero; eran, como antes, igualmente pródigos, extravagantes y despreocupados del mañana. Hasta que, una vez enfermos, llegaron inmediatamente a la peor miseria, por la necesidad y por la enfermedad, porque carecían tanto de alimento como de salud.
Muchísimas veces he sido testigo de la miseria de los pobres y algunas veces, también, de la caritativa asistencia que ciertas personas piadosas les prestaban día tras día, enviándoles auxilios y proporcionándoles, además de alimentos y medicamentos, una serie de cositas que podían faltarles. En verdad, es un acto de justicia para con el carácter de la gente de aquella época señalar aquí que no sólo grandes, grandísimas sumas de dinero fueron caritativamente enviadas al Lord Mayor y a sus regidores para la asistencia y alivio de los enfermos pobres, sino que, además, un elevado número de particulares distribuyeron largamente dinero día tras día para socorrer a los infelices y enviaron a algunas personas para que se informaran de las condiciones de vida de determinadas familias y, caso necesario, para que las auxiliaran. Piadosas damas, incluso, llegaron a sentir un celo tal por esa buena obra que, muy confiadas en la protección de la Providencia al cumplir con ese gran deber de caridad, iban personalmente a distribuir limosnas entre los pobres y hasta visitaban familias enfermas, infectadas, en su propia casa, designando cuidadores para la atención de los que la necesitaban y mandando farmacéuticos y cirujanos, los primeros para proveer a esas familias de las drogas, emplastos y otras cosas que su estado pudiera reclamar, y los segundos para abrir y punzar los abscesos y tumores, de ser ello necesario. Y daban a los pobres su bendición en forma de ayuda material tanto como en forma de fervientes plegarias, que rezaban por ellos.
No he de afirmar, como han hecho otros, que Dios no permitió que ninguna de aquellas caritativas personas fuese azotada por la calamidad. Pero sí puedo decir que no he sabido que ninguna de ellas haya sucumbido, cosa que destaco para dar ánimos en caso de que una desgracia similar volviera a aquejarnos. Y si quien da a los pobres le presta a Dios, no hay duda de que quienes arriesgaron su vida por dar a los pobres, así como quienes los asistieron y consolaron en semejante aflicción, pueden esperar ser protegidos en su obra.
Aquella altísima caridad no fue el hecho de un número reducido de personas, y (no puedo tratar este punto a la ligera, rápidamente) la caridad de los ricos, tanto en la ciudad y sus aledaños como en el campo, fue tan grande, que subvino a las necesidades de un número prodigioso de personas que, de otro modo, habrían irremediablemente muerto de privaciones tanto como por culpa de la enfermedad. Aunque ni yo ni nadie hayamos podido tener jamás un conocimiento exacto de lo que se distribuyó, creo, no obstante -como le oí decir a un observador más bien pesimista-, que no fueron varios miles de libras, sino varias centenas de miles de libras las que se entregaron para alivio de los pobres de aquella ciudad tan lastimosamente consternada. Hasta se me afirmó que podían estimarse en más de cien mil libras por semana las sumas distribuidas por los mayordomos en las roperías parroquiales, por el Lord Mayor y sus regidores en diversos barrios y distritos y por la dirección particular de la corte y los jueces de paz en sus respectivas jurisdicciones, aparte lo que la caridad privada distribuía por manos piadosas en la forma que ya he mencionado. Y esto continuó durante varias semanas consecutivas.
Confieso que es una suma muy grande. Pero sí es cierto que sólo en la parroquia de Cripplegate se distribuyeron en una semana, como oí decir, 17.800 libras para alivio de los pobres, cosa que creo exacta, entonces la otra cifra no es inverosímil.
De entre los muchos concursos caritativos que corrieron a auxiliar a la ciudad no se sabe cuál considerar, porque todos merecen ser señalados. Pero cosa notabilísima es que Dios haya querido predisponer los corazones, en todas las partes del reino, a la jubilosa asistencia y socorro de los pobres de Londres, lo cual tuvo tan felices como variadas consecuencias y ayudó, sobre todo, a preservar o devolver la salud a millares de seres y a resguardar de la muerte y el hambre a tantísimas familias.
Y ya que estoy hablando de las misericordiosas disposiciones de la Providencia durante aquella calamidad, no puedo dejar de mencionar nuevamente, aunque ya haya hablado de ello varias veces con otros motivos, la marcha de la enfermedad. Apareció en un extremo de la ciudad y fue ocupándola lentamente, por grados, de una punta a la otra, tal como una nube sombría que va pasando sobre nuestra cabeza y deja ver un rincón del cielo, mientras oscurece por el otro lado toda la atmósfera. Así la peste, al avanzar con toda su violencia hacia el levante, decrecía en el poniente, gracias a lo cual los barrios de la ciudad que aún no habían caído bajo su azote, o aquellos otros a los que abandonaba después de haber descargado sobre ellos su furor, podían ayudar y socorrer a los otros. Si la enfermedad se hubiera propagado a un mismo tiempo por toda la ciudad y sus aledaños, azotando por doquier con la misma violencia, tan cual se produjo en ciertas ciudades del extranjero, la población habría sucum-bido, veinte mil personas habrían muerto cada día -como dicen que ocurrió en Nápoles- y la gente no habría podido ayudarse y socorrerse.
Porque cabe advertir que allí en donde la peste desplegaba toda su fuerza, la situación del pueblo era miserable y la consternación era indecible. Pero un poco antes de haber conquis-tado esa plaza, o tan pronto como la había abandonado, los habitantes eran completamente distintos. Debo reconocer que en aquella época hallábamos con harta frecuencia entre nosotros ese carácter común a toda la humanidad, que consiste en olvidar la liberación tan pronto como el peligro ha pasado. Pero volveré a hablar de estas cosas.
Ahora me queda algo por decir del aspecto misericordioso de aquel terrible juicio. La última semana de septiembre ya la peste había alcanzado su paroxismo y comenzó a perder violencia. Recuerdo que mi amigo el doctor Heath, que había venido a verme la semana anterior, me aseguró que el mal terminaría por apaciguarse dentro de unos días; pero al ver que la mortandad de aquella semana era la más alta de todo el año, con 8297 decesos atribuidos a todas las enfermedades, le reproché su afirmación y le pregunté en qué había basado su juicio. Su respuesta fue, sin embargo, menos atacable que lo que yo creía.
Observe -me dijo-. A juzgar por el número de los que en este momento están enfermos, la última semana debería haber habido veinte mil muertes en lugar de ocho mil si la mortalidad hubiera sido la misma que los quince días anteriores, ya que entonces se moría al cabo de dos o tres días. Ahora se necesitan lo menos ocho o diez. Y si entonces de cada cinco enfermos no sanaba uno solo, he observado que ahora de cada cinco sólo mueren dos. Créame, el registro de la próxima semana mostrará una disminución, y ya verá que muchos sanarán. Aunque en estos momentos haya una verdadera multitud de personas afectadas, y aunque todos los días muchos caigan enfermos, el número de muertos disminuirá, porque la malignidad de la enfermedad va debilitándose. ,
Y añadió que empezaba a tener esperanzas, e incluso más que esperanzas: la crisis de la infección había pasado y ésta, señaló, se iba. Y las cosas ocurrieron así. El registro de la semana siguiente, la última de septiembre, indicó una disminución de dos mil, por lo menos.
Es cierto que todavía la peste azotaba de un modo terrible, y que el siguiente registro acusó 6460 muertos, y el subsiguiente 5720. Pero la observación de mi amigo había sido, pese a todo, justa, y reconocimos que los enfermos sanaban más rápidamente y, en mayor número que antes. De no haber sido así, ¿en qué se habría convertido la ciudad de Londres? Según mi amigo, no menos de 60.000 personas se hallaban infectadas en esos momentos, de las cuales, como he dicho, murieron 20.477 y sanaron unas 40.000; en tanto que, si las cosas hubieran seguido como antes, probablemente 50.000 de ellos habrían muerto, si no más, y otros 50.000 habrían caído enfermos. En una palabra, toda la población comenzaba a ser tocada y parecía que no se salvaría nadie.
Pero la observación de mi amigo fue más evidente algunas semanas más tarde: la disminución continuó, y a la siguiente semana de octubre hubo 1843 decesos menos. Y aunque la peste sólo se había cobrado 1413 víctimas, era visible que había un elevado número de enfermos, un número mayor que de costumbre, y que todos los días sé producían nuevos casos. Con todo, la malignidad de la enfermedad menguaba.
El apresuramiento es una disposición natural de nuestro pueblo (no sé si es privativo de nosotros o si se ha difundido por todo el mundo, ni tengo por qué averiguarlo, pero por fin lo vi con toda claridad). En un primer momento, al primer temor de contagio, la gente se evitaba, todo el mundo huía de una casa a otra, escapaba de la ciudad con un miedo indecible; ahora, en cambio, se difundía la idea de que la enfermedad había dejado de ser contagiosa y que los infectados no morirían. Cada día se vio sanar a un gran número de personas que habían estado realmente enfermas. Entonces se hizo presente una temeraria valentía; la gente se despreocupó de sí misma y de la infección, hasta el extremo de no prestar a ésta más atención que la que se concede a una fiebre cualquiera. No sólo se mezclaban audazmente con quienes tenían bubones y carbuncos purulentos y que eran, por tanto, contagiosos, sino que además comían y bebían con ellos, en sus propias casas, a donde los iban a visitar, y hasta en sus propias habitaciones, donde se hallaban acostados, según se me ha dicho.
A mí esto no me parecía racional. Mi amigo el doctor Heath decía -y la experiencia lo probaba- que la enfermedad seguía siendo tan contagiosa como antes y que el número de casos era el mismo; lo único que afirmaba es que causaba menos muertos. Pero creo que durante ese tiempo' murió mucha gente y que la enfermedad todavía era terrible, como que se hallaba en su paroxismo. Las llagas y los abscesos hacían sufrir de un modo cruel, y el peligro de muerte no podía ser separado de las circunstancias del mal, aun cuando no fuera tan frecuente como antes. Todo lo cual, sumado a la excesiva fatiga del trato, a la índole repugnante de la enfermedad y a muchas otras cosas, bastaba para apartar a un hombre de vivir en la peligrosa promiscuidad de los enfermos y para hacerlo tan ansioso como antes de evitar el contagio.
Había además otra razón para considerar horroroso atrapar el mal, y era la terrible quemadura producida por los cáusticos que los cirujano ponían sobre los abscesos para hacerlos reventar y supurar, sin lo cual el peligro de muerte era muy grande, inminente incluso.
Y estaban los intolerables sufrimientos causados por los bubones, que, si ya no hacían que el enfermo perdiera la cabeza y entrara a divagar -de lo que he dado varios ejemplos-, le producían al paciente unos tormentos inexpresables. Los desventurados que contrajeron la peste se quejaron amargamente, aun después de haber salido vivos, de los que les habían dicho que el peligro ya no existía y se arrepintieron sobremanera de su apresuramiento y de su locura, que les indujo a exponerse al mal.
La imprudencia del pueblo no se detuvo allí. Muchos de los que habían dejado a un lado todas las precauciones sufrieron de un modo más horrible aún. Y si muchos escaparon, también muchos murieron. Y por último la temeridad fue causa de un estrago público, porque impidió que los decesos disminuyeran con la rapidez con que deberían haberlo hecho. El hecho es que la idea atravesó la ciudad como un relámpago, y las mentes fueron poseídas por ella, y tan pronto como los restablecidos hubieron señalado la primera gran disminución, advertimos que los dos registros posteriores no señalaban una disminución proporcional. Responsabilicé a la desconsideración con que el pueblo corría hacia el peligro, abandonando precauciones y cuidados y el temor de que antes había dado muestra, confiado en que la enfermedad no lo alcanzaría, o por lo menos no sería ya mortal.
Los médicos se oponían con toda su fuerza a aquel rapto de despreocupación y publicaban instrucciones, que distribuían por la ciudad y los alrededores, aconsejando a los habitantes mantenerse prudentes y echar mano a cuanta precaución fuera posible, pese a la disminución de la enfermedad. Pretendían aterrorizar con el peligro de una recaída de toda la ciudad y mostraban que ella podía ser fatal y más peligrosa que toda la epidemia que acabábamos de sufrir. Y lo hacían con muchísimos argumentos y razonamientos -demasiado extensos para repetirlos aquí-, para explicar y convencer.
Pero en vano. Aquellas audaces criaturas se hallaban tan poseídas por el júbilo, tan contentas de ver la corroboración en los registros semanales de una amplia disminución de la mortalidad, que los nuevos terrores no les hacían mella. Nada podía sacarles de la mente la idea de que la amargura de la muerte ya había pasado. Era como hablar en el desierto. Se reabrían las tiendas, y la gente iba y venía por las calles, se ocupaba de sus cosas y conversaba con el primero que encontraba en su camino, tratárase o no de negocios, sin averiguar siquiera por su salud, sin la menor aprensión, sin temor alguno por el peligro, aunque supiese' que se trataba de alguien enfermo.
Esta conducta imprudente e irreflexiva costó la vida de muchos de los que, habiéndose antes encerrado con todo tipo de precauciones, retirados de la sociedad, habían permanecido indemnes, por tales medios y por la gracia de Dios, durante todo el rigor de la epidemia.
Y digo que la imprudencia llegó tan lejos, que los ministros terminaron por inquietarse y demostraron el peligro y la locura de aquélla. Lo cual calmó un tanto los espíritus, que ahora parecieron más prudentes. Pero hubo otro resultado, imposible de impedir. El primer rumor halagüeño se difundió no sólo en Londres, sino también en todo el campo, y produjo el mismo efecto. La gente, cansada de hallarse durante tanto tiempo apartada de la ciudad e impaciente por regresar a ella, se dirigió en masa a Londres, sin temor alguno, sin ninguna precaución, y podido advertir el número de los que faltaban. También las casas recobraron vida y movimiento; casi no había una sola de ellas deshabitada.
Me agradaría poder decir que, así como la ciudad tenía un nuevo rostro, las maneras de los habitantes se mostraban distintas. Dudo que haya habido muchos que se acordaran since-ramente de su liberación y agradecieran de todo corazón a la voluntad soberana que los protegió de semejantes peligros. Sería una falta de caridad ponerse a juzgar a una ciudad tan populosa y cuyos habitantes se mostraron tan devotos durante la epidemia; pero, excepción hecha de unas pocas familias y de ciertos casos particulares, cabe reconocer que las costumbres generales fueron lo que habían sido antes: muy poca diferencia pudo comprobarse.
Hubo quienes llegaron a decir que las cosas eran peores, que a partir de ese momento la moralidad del pueblo había declinado, que las personas, curtidas por los peligros que habían corrido, como los marineros después de la tempestad, se habían vuelto más malas y tontas, más desvergonzadas y endurecidas en sus vicios y en su inmoralidad que antes del azote. Pero no llevaré tan lejos las cosas. Se necesitaría un volumen, y uno bien grande por cierto, para proporcionar los detalles de las etapas que recorrió la ciudad antes de que las cosas recuperasen su curso habitual y todo retomara la vía común.
Algunas partes de Inglaterra se hallaban por entonces infectadas con tanta violencia como lo había estado Londres. Las ciudades de Norwich, Peterborough, Lincoln, Colchester y otras estaban contaminadas. Los magistrados de Londres comenzaron a dictar disposiciones relativas a nuestra conducta en nuestras relaciones con esas ciudades. A decir verdad, no po-díamos impedirles que entraran en Londres, pues resultaba imposible reconocerlos. De modo que tras innumerables consultas el Lord Mayor y la corte de concejales se vieron obligados se dejó ver en las calles como si todo el peligro hubiese ya pasado. Por mucho que aún había entre 1000 y 1800 muertos por semana, la gente afluyó a la ciudad como si tal cosa. Era asom-broso. Y consecuencia de ello fue que en la primera semana de noviembre la nómina registró un nuevo aumento de 400 de creer a los médicos, más de 3000 personas cayeron enfermas, la mayoría de las cuales eran recién llegados.
Un tal John Cook barbero en St. Martin, fue ejemplo probatorio del apresuramiento en regresar no bien la peste comenzó a decrecer. Cook se había marchado de la ciudad con toda su familia y había cerrado su casa, para irse, como tantos otros, al campo. Llegó noviembre, y al ver que la peste decrecía hasta el punto de que no había más que 905 muertos por semana, cuya causa podía ser cualquiera de las enfermedades, se arriesgó a regresar. Diez personas componían su familia: él mismo, su mujer, cinco hijos, dos aprendices y una doméstica. No haría más de una semana que había regresado, reabierto su negocio y retomado sus ocupaciones, cuando la enfermedad estalló en su familia. En cinco días murieron todos, excepto uno; vale decir que murieron John, su mujer, sus cinco hijos y los dos aprendices: sólo la sirvienta sobrevivió.
Pero la misericordia divina superó cuanto habríamos podido esperar, pues la malignidad de la enfermedad había cesado, el contagio llegaba a su fin y el tiempo, con el invierno que se acercaba a la carrera, era claro y frío, con unas heladas rigurosas. Día a día aumentaban los signos de una mejora. La mayoría de los enfermos se restablecieron, y la ciudad comenzó a recuperar su salud. Es cierto que hasta mediados de diciembre hubo algunos arrestos de la enfermedad, y los registros denunciaron hasta un centenar de muertos. Pero la mortalidad había vuelto a decrecer, y al cabo de poco tiempo las cosas retomaron su curso habitual. La ciudad volvió a poblarse casi de golpe y de una manera maravillosa, al punto de que un forastero no habría de abandonar su proyecto. Todo lo que pudieron hacer fue advertir y prevenir a los ciudadanos que no recibieran en su casa a las personas provenientes de las regiones infectadas y que no hablaran con ellas.
Era hablar a tontas y a locas, porque los londinenses se creían tan resguardados de la peste, que no atendían ninguna advertencia. Parecían creer que hasta el aire se hallaba restablecido y que éste, tal cual un niño que hubiese tenido la viruela boba, no podía volver a infectarse. Lo cual hizo renacer la idea de que la infección se hallaba únicamente en el aire y que el contagio de un enfermo a una persona sana no existía. Esta fantasía cuajó tan bien en el pueblo, que enfermos y sanos vivían en una cabal promiscuidad. Ni los mahometanos, que, llevados por su principio de predestinación, niegan todo valor al contagio y le permiten desencadenarse, pueden ser tan obstinados como los londinenses. Individuos perfectamente sanos, llegados del aire puro de los campos a la ciudad, no tenían el menor reparo en entrar en las casas y las habitaciones y a veces hasta en los dormitorios mismos de aquellos que se encontraban afectados y no habían sanado aún.
Cierto es que algunos pagaron con su vida su descarada audacia. dacia. Cayeron enfermos, en gran número, y los médicos tuvieron más quehacer que nunca, con la diferencia de que el número de los restablecidos era mayor. Puede decirse que, en general, sanaban, pero el caso es que hubo más personas infectadas y enfermas cuando no morían más de 1000 a 1200 por semana que cuando había de 5 a 6000 decesos semanales, que tanta era la desidia de la gente en medio del peligro de contaminación y del pésimo estado sanitario, y tan poco inclinado se hallaba el pueblo a aceptar el parecer de quienes los ponían en guardia por su bien.
Ya de vuelta la mayoría de los habitantes, pudo advertirse con asombro, después de serias averiguaciones, que familias enteras habían desaparecido totalmente y que no quedaba rastro alguno de ellas, así como que no podía darse con nadie que tuviera algún derecho a poseer lo poco que habían dejado, pues en aquellos tiempos lo que habría debido reencontrarse había sido generalmente aventado a los cuatro vientos.
Se dijo que los objetos abandonados pasaron al rey, como heredero universal. A raíz de lo cual oí decir, y creo que en parte era cierto, que el rey los donó a título de bienes confiscados al Lord Mayor y a la Corte de Regidores de Londres, para ser empleados en bien de los pobres, que por entonces abundaban. Cabe considerar, en efecto (aunque las ocasiones de ayuda y los motivos de aflicción fuesen más frecuentes cuando la peste se hallaba en toda su violencia que cuando hubo pasado), que la miseria de los pobres fue, no obstante, innegablemente mayor, porque la general corriente de caridad se había entonces agotado. Se pensaba que ya no había razones para dar, y las manos se cerraban. Por eso hubo algunos casos sumamente conmovedores y una gran aflicción entre los pobres.
Aunque el estado sanitario de la ciudad había sido restablecido, el comercio exterior permanecía impasible, y los extranjeros no quisieron volver a admitir, durante mucho tiempo, a nuestros barcos en sus puertos. Por lo que atañe a los holandeses, los desacuerdos entre ellos y nuestra Corte habían desencadenado una guerra el año anterior; dígase que por nuestra parte el comercio había sido completamente interrumpido. Pero España y Portugal, e Italia y Berbería, así como Hamburgo y todos los puertos del Báltico, mantuvieron su reserva para con nosotros durante mucho tiempo y no quisieron reanudar el comercio antes de que pasaran varios meses.
La epidemia había segado tantísimas vidas, que muchas parroquias exteriores, si no todas, se vieron obligadas a acondicionar nuevos cementerios, además del de Bunhill Fields, al que ya me he referido. Algunos de ellos están en uso aún hoy. Otros fueron abandonados, debo confesar que esto sólo me merece reproches, o destinados a otros usos. Los cadáveres, maltratados, desenterrados, incluso antes de que la carne se hubiese separado de los huesos, fueron arrojados en cualquier parte, como estiércol o basura. He aquí algunos de los casos que pude observar por mí mismo:
1. Un terreno, situado detrás de Groswell Street, cerca de Mount Hill, vestigio de las viejas líneas de fortificación, donde un gran número de vecinos de las parroquias de Aldersgate, Clerckenwell y hasta de allende la ciudad habían sido enterrados todos juntos, fue convertido en jardín de convalecencia y más tarde destinado a construcciones.
2. Un terreno, situado justamente más allá del lugar llamado Black Ditch, al término de Holloway Lane, en la parroquia de Shoreditch, fue transformado en chiquero y empleado en otras cosas por el estilo, pero de ningún modo como cementerio.
3. El extremo superior de Hand Alley, en Bishopsgate Street, era un prado y había servido principalmente para la parroquia de Bishopsgate, aunque muchas carretas de la ciudad llevaban allí sus muertos, sobre todo las de la parroquia de St. Allhallows. No puedo hablar sin pena de este sitio. Más o menos dos o tres años después de la peste, si recuerdo bien, sir Robert Clayton se convirtió en propietario de todo el terreno. Se dijo, y no sé si es cierto, que éste había caído en manos del rey debido a la falta de herederos, pues todos los derechohabientes habían muerto bajo el látigo de la peste, y que sir Robert lo obtuvo como un regalo del rey Carlos II. Pero sea cual hubiere sido la manera en que lo obtuvo, lo cierto es que el terreno fue destinado a construcciones. Ante todo se levantó en él una casa muy grande y hermosa, que todavía está en pie, daba a la calle que hoy se llama Hand Alley y que, a pesar de su nombre de callejuela, es tan ancha como una verdadera calle. Las casas ubicadas al norte fueron construidas en el sitio mismo donde se enterraba a los muertos. Cuando se cayó para echar los cimientos, los cadáveres quedaron al descubierto; algunos todavía podían reco-nocerse. Se distinguían los cráneos de mujeres por las largas cabelleras, y la carne no se hallaba aún del todo destruida, a tal punto que tales hechos originaron no pocas protestas, como que hubo quienes sugirieron que ello podía determinar un recrudecimiento del contagio. Por cuyo motivo las osamentas y los cadáveres fueron trasportados, tan pronto como se los desente-rraba, a otra parte del mismo terreno y arrojados todos juntos a una gran fosa cavada ex profeso. Actualmente se la puede reconocer porque sobre ella no se ha construido nada y forma un pasaje que conduce a otra casa, en la parte superior de la callejuela Rose, justamente contra la puerta de una sala de reuniones que fue construida mucho tiempo después. Este terreno fue cercado y forma una placita, separada, así, del resto del pasaje. Allí reposan las osamentas y los restos de cerca de dos mil personas que las carretas arrojaron en ese solo año.
4. Además existe un terreno en Moorfields, en la calle que hoy se llama Old Bethlem y que ha sido ensanchada, aun cuando no en toda su extensión.
[N. B.-El autor del presente diario descansa en ese mismo terreno, por su propio deseo; allí había sido enterrada, algunos años antes, su hermana.]
5. La parroquia de Stepney, que se extiende del este al norte de Londres, hasta la vera del cementerio de Shoreditch, había ocupado un terreno cerca del susodicho cementerio que ha permanecido abierto y aún forma parte, supongo, del cementerio. Además había otros dos lugares de sepultura en Spitalfields: uno donde más tarde se levantó una capilla o un altar para rogar por las almas de esta parroquia, y otro en Petticoat Lane.
Hubo, por lo demás, no menos de cinco terrenos que sirvieron para la parroquia de Stepney por aquella época: uno
DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE 205
- ciudad y de sus reales envíos de caridad para alivio de los pobres. Dos cosas de las que ya he hablado.
En cuanto a los médicos que habían abandonado a sus enfermos durante la epidemia y que después regresaron a la ciudad, muy severos fueron los reproches que se les dirigieron, y no hubo quien los empleara. Se les llamó desertores, y a menudo se colgaron sobre sus puertas unos cartelitos que decían: «Médico se ofrece». Muchos se vieron obligados a quedarse quietos durante cierto tiempo y a observar lo que sucedía a su alrededor. O bien, por último, abandonaron su residencia y se instalaron en otra parte, en donde trabaron nuevas relaciones. Lo mismo ocurrió con el clero, con el que el pueblo se mostró muy agresivo, escribiendo versos sobre él, o reflexiones escandalosas, y poniendo sobre la puerta de la iglesia: «Se alquila púlpito», o a veces: «Se vende», lo que era más grave aún.
El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y, no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el go-bierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos donde hoy se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shadwell; otro en el actual-emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.
También habría debido acumular en este relato muchas otras cosas notables que ocurrieron durante la epidemia, principalmente lo que sucedió entre el Lord Mayor y la Corte, que en-tonces se hallaba en Oxford, así como las instrucciones que de tanto en tanto recibíamos del gobierno respecto de la conducta que debíamos observar en aquel crítico caso. Pero la verdad es que la Corte se inquietó tan poco, y lo que hizo tuvo tan escasa importancia, que no veo la ventaja de mencionar aquí su papel, excepción hecha del día de ayuno mensual que fijó en la donde hoy se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shadwell; otro en el actual emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.
También habría debido acumular en este relato muchas otras cosas notables que ocurrieron durante la epidemia, principalmente lo que sucedió entre el Lord Mayor y la Corte, que entonces se hallaba en Oxford, así como las instrucciones que de tanto en tanto recibíamos del gobierno respecto de la conducta que debíamos observar en aquel crítico caso. Pero la verdad es que la Corte se inquietó tan poco, y lo que hizo tuvo tan escasa importancia, que no veo la ventaja de mencionar aquí su papel, excepción hecha del día de ayuno mensual que fijó en la ciudad y de sus reales envíos de caridad para alivio de los pobres. Dos cosas de las que ya he hablado.
En cuanto a los médicos que habían abandonado a sus enfermos durante la epidemia y que después regresaron a la ciudad, muy severos fueron los reproches que se les dirigieron, y no hubo quien los empleara. Se les llamó desertores, y a menudo se colgaron sobre sus puertas unos cartelitos que decían: «Médico se ofrece». Muchos se vieron obligados a quedarse quietos durante cierto tiempo y a observar lo que sucedía a su alrededor. O bien, por último, abandonaron su residencia y se instalaron en otra parte, en donde trabaron nuevas relaciones. Lo mismo ocurrió con el clero, con el que el pueblo se mostró muy agresivo, escribiendo versos sobre él, o reflexiones escandalosas, y poniendo sobre la puerta de la iglesia: «Se alquila púlpito», o a veces: «Se vende», lo que era más grave aún.
El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el go-bierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos y aplastarlos bajo sus leyes penales; mientras estuvieron enfermos, aceptaron sus prédicas, pero ahora, ya sanos, volvían a perseguirlos. Nosotros mismos, que pertenecíamos a la Iglesia, hallábamos duro ese trato y no lo aprobábamos bajo ningún pretexto.
Pero era el gobierno, y lo único que podíamos hacer era deslindar nuestra responsabilidad y callarnos.
Por otra parte, tampoco aprobábamos a los disidentes cuando les reprochaban a los ministros de la Iglesia el haber partido y desertado de sus cargos, abandonando a sus rebaños en peligro, cuando más necesidad de consuelo tenían, etc. Porque no todos los hombres tienen la misma fe ni la misma valentía, y las Escrituras nos ordenan juzgar con la mayor benevolencia posible y de acuerdo con la caridad. La peste es un enemigo formidable armado de terrores, contra los cuales no todos los hombres son lo bastante fuertes como para resistir, ni están su-ficientemente preparados para aguantar el choque. Es cierto que muchos miembros del clero, que se hallaban en circunstancias favorables, se retiraron, huyeron para proteger sus vidas, pero i también es cierto que muchos permanecieron en su lugar y fueron víctimas de la calamidad mientras ejercían sus funciones.
Y también es verdad que algunos pocos ministros, que se convirtieron en disidentes, se mantuvieron firmes, su valentía mereció elogios y la más alta estima. No puede decirse que todos se quedaron, que ninguno huyó al campo, como tampoco puede afirmarse que todo el clero de la Iglesia se escapó. E igualmente no todos se alejaron sin dejar en su lugar a un vicario u otro representante para que cumpliera con los oficios necesarios y visitara a los enfermos, cuando esto era posible; pero, en conjunto, por uno y otro lado hay que hacer caritativas concesiones y considerar que el año 1665 no puede parangonarse con ningún otro de la historia, y que no siempre el coraje, ni aun el más intrépido, alcanza para sostener a un hombre en semejantes circunstancias. No he hablado antes de estas cosas porque he preferido relatar la energía y el religioso celo de los que, por una y otra parte, arriesgaron su vida al servicio de los pobres en la aflicción, sin recordar a los otros, a los que, pertenecientes a uno y otro partido, faltaron a su deber. Pero la ausencia de moderación entre nosotros ha hecho necesario este testimonio, pues los que se quedaron no sólo se vanagloriaron sobremanera, sino que además despreciaron a los que huyeron, acusándolos de cobardes, de haber desertado de su rebaño, de haberse comportado como mercenarios, etc. A la caridad de los buenos recomiendo mirar atrás y reflexionar seriamente en los terrores de aquel tiempo. Quienquiera proceda así verá que una fuerza ordinaria no podía soportar tamañas cosas. No se trataba de ponerse al frente de un ejército o de dirigir a caballo una carga en un campo de batalla, sino de la muerte misma, amazona en su pálido corcel. Quedarse era morir, y como tal debía ser considerado. Según se presentaban las cosas a fines de agosto y comienzos de septiembre, todo inducía a creerlo; nadie aguardaba ni -con mayor razón- creía que la epidemia daría un giro tan rápido, ni que el número de muertos disminuiría de golpe por abajo de los mil en una semana, cuando se sabía que en aquellos momentos había una cantidad tan prodigiosa de enfermos. Muchos que hasta entonces se habían quedado, se alejaron entonces. Y por otra parte, si Dios ha dado a unos más fuerza que a otros, ¿era esto una razón para que se vanagloriasen de su aptitud para soportar el choque y para endilgarles reproches a los que no recibieron el mismo don y la misma resistencia? ¿No habrían debido ser humildes y sentirse agradecidos de poder resultar útiles a sus hermanos?
Me parece que debería escribirse, para su gloria, el nombre de los pastores, médicos, cirujanos, apoticarios, magistrados y oficiales de todo tipo, y el de los que, siendo útiles, arriesgaron su vida en el cumplimiento de su deber, cosa que hicieron, ciertamente, todos los que se quedaron. Muchos no sólo la arriesgaron, sino que la perdieron en aquellas tristes circunstancias.
Un día hice una lista de aquellos nombres, esto es, de todas las profesiones, de todos los oficios que causaron la muerte de quienes cumplían con su deber; pero a un simple particular le resultaba imposible llegar a la certidumbre en los casos especiales. Solamente recuerdo que en la ciudad y en la zona franca murieron, antes de comenzar septiembre, 16 pastores, 2 regidores, 5 médicos y 13 cirujanos. Pero como fue el momento de la gran crisis, el punto culminante de la infección, la nómina no podía completarse. Respecto de los funcionarios subalternos, creo que murieron 46 condestables y agentes de policía en las dos parroquias de Stepney y Whitechapel, pero no pude seguir adelante con mi lista, pues cuando la enfermedad arreció, a principios de septiembre, nos azotó sin tasa ni medida. Podía mencionarse cualquier número de muertos. El registro obituario hablaba de siete u ocho mil. Y es cierto que la gente moría en masa, que es lo que puedo afirmar sin haberme puesto a contar. Y si hay que creerles a algunos que vivían en las afueras y que estaban mejor informados que yo, pese a que me mezclaba bastante en los acontecimientos sin tener nada que hacer en ellos, si hay que creerles, digo, durante las tres primeras semanas de septiembre se enterraron no menos de veinte mil cadáveres por semana. Pero aunque venga suscrito a título de verdad, prefiero atenerme a la cifra oficial de siete a ocho mil por semana, que basta para confirmar todo cuanto he dicho acerca del horror de aquella época. Y tanto para mí, que escribo, como para el lector será una satisfacción personal poder decir que este relato es moderado y se encuentra más bien por abajo antes que por encima de la verdad,
Por todo lo cual habría deseado que nuestra conducta se distinguiera por una mayor bondad y una caridad mayor en recuerdo de la calamidad pasada, y que no nos alabáramos tanto por nuestra valentía en habernos quedado, como si todos los que huyeron ante la mano de Dios hubieran sido cobardes y como si los demás no hubiesen tomado a veces su coraje en la fuente de la ignorancia o del desprecio para con das órdenes del Creador, cosa que es una especie de criminal desesperación y no una prueba de real valor.
No puedo dejar de reconocer que los oficiales civiles, condestables, burgomaestres, Lord Mayor y alguaciles, así como los oficiales parroquiales, cuya función consistía en cuidar a los pobres, satisficieron en general sus deberes con tanta valentía como el que más, porque sus oficios los arrastraban a muchísimos riesgos y debían actuar junto a los pobres, que se hallaban particularmente expuestos a la infección y que, cuando enfermaban, caían en una situación lamentable. Pero hay que añadir que muchos de ellos murieron, y en verdad habría sido difícil que ocurriera de otro modo.
Nada he dicho aún a propósito de los medicamentos y preparados a que ordinariamente echaban mano, en aquellas terribles circunstancias, los que, como yo, salían con frecuencia de sus casas. En los libros y las notas de esos charlatanes a que ya me he referido se ha escrito mucho al respecto. Sin embargo, puede agregarse que el Colegio de Médicos daba a publicidad todos los días varios preparados que, en su opinión, parecían dar buenos resultados prácticos. Pero me excuso de reproducirlos en esta ocasión, puesto que es posible conseguirlos impresos.
Con todo, no puedo dejar de señalar lo que le ocurrió a uno de los charlatanes después de haber publicado que contaba con una excelente prevención contra la peste y que todo aquel que se valiera de ella nunca sería infectado, ni aun sería susceptible de serlo. El hombre -es razonable suponerlo- jamás salía de su casa sin llevar en su bolsillo su excelente remedio. Pero cayó enfermo, y la muerte se lo llevó en dos o tres días.
No me cuento entre los que odian o desprecian a los médicos. Al contrario, a menudo he mencionado la consideración que dispensaba a las prescripciones del doctor Heath, amigo mío personal; pero debo reconocer que poco o nada me valía de ellas, salvo, como también he dicho, el fuerte preparado odorífico que siempre tenía listo para los casos en que me sintiera fastidiado por algún mal olor o me aproximara demasiado al cementerio o a algún cadáver.
Al revés de otros, tampoco he estimulado ni excitado constantemente mi ánimo con vino, cordiales ni otros productos, como lo hizo un médico muy capaz, quien se habituó tanto, que no pudo prescindir de ellos después de la epidemia y siguió siendo un borrachín por el resto de su vida.
Recuerdo que mi amigo el doctor tenía la costumbre de decir que había ciertos preparados seguramente buenos en caso de epidemia que los médicos podían preparar en una variedad infinita de drogas, como el campanero puede lograr varias centenas de melodías con sólo cambiar el orden y el sonido de sus seis campanas, y que todos esos preparados eran excelentes. «De modo -decía- que no me asombra el hecho de que se nos ofrezca semejante número de medicamentos en la presente calamidad, ni que casi no haya médico que no prescriba o prepare una cosa distinta, de acuerdo con su experiencia o con la orientación de su juicio. Pero -añadía mi amigo- examínense todas las prescripciones de todos los médicos de Londres, y se hallará que todas están compuestas de las mismas cosas, con las ínfimas variaciones que puede introducir la idea del médico. De manera que determinado sujeto, basándose en su propia constitución y en su manera de vivir, así como en las circunstancias en que ha podido ser infectado, se prescribirá sus medicamentos escogiendo entre las drogas y las preparaciones corrientes. Sin embargo, cada cual recomienda una cosa u otra como si fuera soberana. Esa pill.ruff., llamada píldora antipestilencia, es la mejor preparación que pueda hacerse. Otros creen que la triaca de Venecia basta por sí sola para preservar del contagio, y yo -concluía- pienso bien de ambas, es decir, que la última es buena como preventivo, y la otra, si uno se halla afectado, como curativo.» De acuerdo con esa creencia, tomé varias veces triaca de Venecia, y consiguientemente sudé en abundancia, y me creía fortificado contra la infección tanto como uno puede estarlo por el poder de la medicina.
En cuanto a los farsantes y a los charlatanes, de los que la ciudad estaba llena, ya no oía a uno solo de ellos, y con algún asombro advertí que dos años después de la peste apenas se los veía en la ciudad. Hubo quienes pensaban que la infección había arrasado con todos ellos, en lo cual veían un signo particular de la venganza divina contra los que conducen a la pobre gente al borde del abismo de perdición no más que para sacarle el poco dinero que ésta pueda tener. Pero yo no voy tan lejos. Es cierto que muchos de ellos murieron. Supe de una infinidad de casos. Pero que todos fueran barridos, esa es otra cuestión. Se me ocurre que huyeron al campo y que pusieron en práctica sus artificios con los campesinos que temían la epidemia antes de que ésta llegara hasta ellos.
Lo cierto es que ni un solo charlatán apareció en Londres durante mucho tiempo, ni en los aledaños. Hubo doctores que publicaron ordenanzas recomendando diferentes preparados medicinales para asear el cuerpo después de la peste y que resultaban útiles para los que, habiendo sido contaminados, habían sanado. Creo y debo reconocer que, de acuerdo con la opinión de los médicos más eminentes de entonces, la peste misma era un purgante suficiente. Los que escaparon a la infección no necesitaban medicamento alguno para purgar su cuerpo: las supuraciones, los tumores, etc., reventados y mantenidos abiertos conforme a la opinión de los médicos, los habían ampliamente aseados, y todas las demás enfermedades y causas de enfermedades habían sido efectivamente borradas de tal manera. Y los médicos, al dar este parecer como opinión suya en todas las partes por donde iban, terminaron con el negocio de los charlatanes.
Con posterioridad a la disminución de la peste hubo varias pequeñas señales de alerta en la ciudad. No sé si habían sido maquinadas para espantar e introducir el desorden en el pueblo, como imaginaron algunos, pero a veces se nos dijo que la peste iba a regresar, y el famoso Salomon Eagle, el cuáquero desnudo de que he hablado, todos los días profetizaba nuevas desgracias. Muchos nos decían que Londres no había sido suficientemente flagelada y que aún faltaba descargarse los golpes más duros y severos. Si no se hubieran quedado en eso, si hubieran condescendido en darnos detalles y nos hubieran dicho que al año siguiente un incendio destruiría la ciudad, entonces, en verdad, cuando hubiéramos visto ocurrir tales cosas, no se nos habría podido censurar por el hecho de distinguir con respeto sus proféticas voces. Por lo menos los habríamos admirado y nos habríamos informado con mayor seriedad de lo que querían decir y de dónde provenía su presciencia. Pero como generalmente nos hablaban de un recrudecimiento de la peste, apenas nos ocupábamos de ellos. Los frecuentes rumores nos tenían de continuo en una especie de aprensión, y si alguien moría súbitamente, o si un momento dado había más casos de viruela, nos sentíamos enloquecidos, y más aún si los casos de peste aumentaban, pues hasta fin de año hubo entre 200 y 300.
Todas estas cosas volvían a alarmarnos. Quienes conocieron a Londres antes del incendio deben de recordar que el mercado de Newgate no existía, pero que en mitad de la calle que hoy se llama Blowbladder, así designada a causa de los carniceros que allí ofrecían sus carneros, los matarifes tenían, al parecer, la costumbre de soplar con cánulas la carne para que pareciera más grande y grasa, por cuyo motivo fueron castigados por el Lord Mayor. Y digo que desde el extremo de la calle hasta Newgate se veían dos filas de puestos de carniceros para vender carne. Frente a los puestos, dos personas cayeron muertas mientras compraban carne, lo que hizo correr el rumor de que toda la carne se hallaba infectada. La gente fue presa del pánico y el mercado fue abandonado durante dos o tres días. Luego quedó claramente demostrado que la sugestión no tenía nada de cierto. Pero nadie puede ser responsabilizado por un pavor que se apodera de los espíritus.
Sin embargo, Dios, al prolongar la temperatura invernal, quiso restituirle a la ciudad su salud; hacia febrero considerábamos completamente terminada la enfermedad, y ya no nos dejamos asustar tan fácilmente.
Existía un problema que conmovía a los sabios y que, en sus comienzos, también había atormentado al pueblo, esto es, de qué manera se podían desinfectar los objetos contaminados y cómo volver a hacer habitables las casas que habían sido desocupadas durante la epidemia. Los médicos prescribieron cantidades de perfumes y preparados, unos de una especie, otros de otra. La gente prestó oídos y se lanzó a hacer grandes gastos, inútiles a mi parecer. Los pobres, que se conformaron con abrir sus ventanas noche y día y con quemar azufre, alquitrán, pólvora, etc., en sus cuartos, salieron igualmente bien parados. Y ni aun los impacientes, que, como dije, regresaron demasiado pronto a sus casas, contra viento y marea, se sintieron en modo alguno fastidiados por éstas ni por los diferentes objetos que en ellas se encontraban, y no hicieron nada, o casi nada.
Sin embargo, en general, la gente prudente y prevenida adoptó algunas medidas para airear y depurar sus casas. Quemaron perfumes, incienso, benjuí, resinas y azufre en las habi-taciones herméticamente cerradas, y luego expulsaron el aire infectado con una carga de pólvora. Otros encendían grandes fogatas, día y noche, durante varios días seguidos. Para mayor seguridad, dos o tres llegaron a incendiar sus casas y las desinfectaron completamente reduciéndolas a cenizas; en particular, una en Ratcliff, otra en Holborn y otra más en Westminster. También se les prendió fuego a otras, pero felizmente se logró extinguirlo a tiempo. El sirviente de un ciudadano -creo que fue en Thames Street- llevó a la casa de su amo tal cantidad de pólvora para combatir la infección, y tan locamente se valió de ella, que hizo saltar una parte del techo.
Pero todavía no se había cumplido el tiempo en que la ciudad debía ser purgada por el fuego, aunque tampoco estaba lejos: nueve meses después, vi a Londres reducida a cenizas. Algunos de nuestros charlatanes filósofos pretendieron que sólo entonces los gérmenes de la peste quedaron completamente destruidos, y no antes, idea demasiado ridícula para tomarnos el trabajo de hablar de ella en esta oportunidad: si los gérmenes de la peste sólo por el fuego habían sido destruidos, ¿cómo se explica que todas las casas de la zona franca y de los aledaños de la ciudad, todas las grandes parroquias de Stepney, Whitechapel, Aldgate, Bishopsgate, Shoreditch, Cripplegate y St. Giles, donde la peste había azotado con mayor violencia y que no supieron de incendio alguno, hayan podido permanecer en las mismas condiciones que antes de la peste?
Pero para ajustar bien las cosas hay que decir que es cierto que los que tomaban cuidados mayores que los comunes para preservar su salud siguieron instrucciones especiales. A fin de «impregnar» sus casas, como decían, quemaron gran número de productos caros, que no sólo «impregnaron» las casas que deseaban purificar, sino que además llenaron el aire de aromas sanos y agradables, con que se beneficiaron tanto los demás como los que hacían el gasto.
Mientras el pueblo regresaba con precipitación a la ciudad, los ricos no se apresuraban tanto. Los que tenían negocios volvieron, es cierto, pero muchos de ellos no trajeron consigo a sus familias antes de la primavera, cuando ya contaron con buenas razones para creer que la peste no reaparecía
La Corte regresó después de Navidad, pero la nobleza y la alta burguesía, salvo aquellos cuya presencia era necesaria y estaban ocupados de la administración, no volvieron con tanta rapidez.
Yo debería haber señalado que, por grande que fuera la violencia de la peste en Londres y en otros sitios, se observó que nunca castigó a la flota; durante cierto tiempo hubo en la ribera y hasta en las calles muchos enrolamientos para servir en la flota. Pero era a comienzos de año, cuando la peste apenas comenzaba y no había aún alcanzado esa parte de la ciudad donde generalmente se enrola a los marinos. Y aunque la guerra contra los holandeses no hubiera sido recibida con muy buenos ojos por el pueblo, y aunque los marineros hubieran partido para el servicio con una especie de repulsión, muchos de ellos quejándose de que los llevaran por la fuerza, los acontecimientos probaron que aquella fue una feliz violencia para muchos, que de otro modo probablemente habrían perecido en la calamidad general. Una vez terminado el servicio, regresaron. Y tuvieron muy buenas razones para llorar por la desolación de sus familias, muchos de cuyos miembros descansaban en la tumba, también tuvieron motivos de reconocimiento por haber sido arrastrados fuera del alcance del mal, a menudo contra su voluntad. Aquel año tuvimos una guerra cruel contra los holandeses, y hubo una gran batalla en el mar en la que los Países Bajos fueron derrotados; nosotros perdimos muchos hombres y varios buques. Pero, como ya he destacado, la peste no estaba en la flota y su violencia, cuando los marinos regresaron para desarmar sus navíos en la ribera, comenzaba a decrecer.
Me sentiría feliz si pudiera terminar el relato de aquel doloroso afio con algunos ejemplos atinentes a nuestro reconocimiento para con Dios, nuestro protector, nuestro libertador de aquella espeluznante calamidad. Por cierto, las circunstancias de la liberación, tanto como la magnitud del enemigo del que acabábamos de ser salvados, ordenaron la gratitud de toda la nación. Las circunstancias de la liberación fueron, en efecto, notables, como ya he dicho, sobre todo en el terrible extremo a que habíamos sido reducidos, cuando, para sorpresa de la ciudad íntegra, nos zambullimos en la alegría y la esperanza del fin de la epidemia.
Nada más que la intervención inmediata de la Mano Divina, nada más que su Omnipotencia, pudo operar semejante cambio. El contagio desafiaba a todo remedio; la muerte hacía estragos por doquier; si las cosas hubieran continuado durante algunas semanas más, la ciudad habría quedado desnuda de todo cuanto poseía alma. Por todas partes los hombres caían en la desesperación; los corazones desfallecían de miedo. En la angustia de su alma, la gente perdía hasta el último resto de coraje, y en los rostros y en la actitud del pueblo se leía el pánico a la muerte.
En ese mismo momento, cuando en verdad podíamos decir: «Vano es el socorro del hombre», quiso Dios, para nuestra grande y dulcísima sorpresa, abatir la furia del mal, y al declinar la malignidad de éste, y aunque aún había un número infinito de enfermos, cada vez fueron muriendo menos, y el inmediato registro semanal indicó una disminución de 1843 muertos. Una sensible caída, en verdad.
Es imposible expresar el cambio que se manifestó en el aspecto mismo de la gente aquel jueves por la mañana, cuando apareció el boletín semanal. Habría podido advertirse en su ac-titud que una secreta sorpresa y una sonrisa de júbilo reinaban en el rostro de cada cual. Quienes un día antes apenas habrían querido andar por una misma acera se apretaban la mano en plena calle. En donde las calles no eran demasiado anchas las ventanas se abrían de par en par y la gente se llamaba de una casa a otra, preguntándose cómo estaban y si se habían enterado de la declinación de la peste.
Algunos se informaban cuando uno les hablaba de buenas noticias. « ¿Qué noticias?» Y cuando uno les respondía que la peste se calmaba y que los periódicos señalaban una disminución de por lo menos dos mil muertos, exclamaban: « ¡Dios sea loado!» y lloraban a lágrima viva de alegría, diciendo que no habían sabido nada. Tal fue la dicha del pueblo, que la vida parecía salir de la tumba. En el exceso de su júbilo la gente hizo tantas cosas extravagantes como las que había hecho en la angustia de su dolor. Pero así, narrado, aquello se empequeñece, pierde su valor.
Debo confesar que también yo me había sentido muy abatido antes, pues el número de los que habían caído enfermos durante la semana o las dos semanas anteriores, para no hablar de los que habían muerto, había sido tan elevado, y tantas eran por doquier las lamentaciones, que un hombre habría parecido actuar contra la razón si tan sólo hubiera aguardado escapar al azote. Y como en mi vecindad la única casa no infectada era la mía, corría el rumor de que no pasaría mucho antes de que no quedara nadie sin contaminar. A decir verdad, apenas puede creerse en la terrible mortandad que habían hecho las tres últimas semanas; de atenerme a los cálculos de la persona cuyos informes siempre me parecieron muy bien fundados, hubo no menos de 30.000 muertos y 100.000 personas alcanzadas por la peste. El número de los afectados era sorprendente; a veces, incluso, aplastante. Aquellos a los que el valor había sostenido hasta entonces se sintieron desmayar.
En medio de aquella terrible aflicción, en momentos en que la situación de Londres era verdaderamente desastrosa, Dios quiso desarmar a su enemigo mediante la inmediata interven-ción de su Mano. El veneno fue extraído de la mordedura. ¡Oh, maravilla! ¡Hasta los médicos se sintieron sorprendidos! Fueran adonde fueren, encontraban mejorados a sus enfermos, o porque habían transpirado, o porque los tumores habían reventado, o porque los abscesos habían desaparecido, o porque la inflamación periférica había cambiado de color; la fiebre había disminuido, o el violento dolor de cabeza se había calmado, o había cualquier otro buen síntoma. Al cabo de unos pocos días, todo el mundo volvía a ponerse en pie. Familias enteras que habían estado infectadas y, en lo peor del mal, rodeadas de sacerdotes que rezaban por ellas, esperando a cada minuto la muerte, se veían de pronto ganas, otra vez restablecidas, sin que ninguno de sus miembros muriera.
No era el efecto de una medicina recientemente hallada, ni el descubrimiento de una nueva cura, ni el resultado de una experiencia operatoria obtenida por los médicos Era, evidentemente, un efecto de la Mano invisible de Aquel que trabaja en secreto y que primeramente habían desencadenado la enfermedad sobre nosotros como un juicio. Que los ateos consideren mis asertos como mejor les parezca, no soy un iluminado, y en ese momento todo el mundo lo reconoció. El mal había perdido su fuerza; su malignidad se había agotado. Que esto provenga de donde quiera, que los filósofos procuren explicarlo con razones naturales y trabajasen cuanto deseen por disminuir la deuda que han contraído con el Creador, el hecho es que los médicos, que no tienen el menor rasgo de espíritu religioso, se vieron obligados a admitir que era algo sobrenatural y extraordinario que no se podía explicar.
Si tratara estos hechos como una visible incitación al reconocimiento, cuando vivíamos en el terror de ver que el mal empeorara, algunos pensarían quizás, ahora que ya las cosas no se sienten del mismo modo, que sólo por religiosa y oficiosa hipocresía predico un sermón en lugar de escribir la historia, y me graduarían de instructor en vez de observador. Esto me im-pide continuar por este camino, como de otra manera lo habría hecho. Pero si diez leprosos fueran sanados y uno solo regresara para dar gracias, yo querría ser ese leproso y testimoniar mi personal reconocimiento.
No discuto que hubo muchas personas que, según todas las apariencias, se sintieron en aquel momento muy agradecidas, y digo que según las apariencias porque las lenguas se habían quedado quietas; todos callaban, aun aquellos cuyo corazón no había sido afectado por un tiempo demasiado largo. Pero la impresión era tan fuerte, que nadie podía resistírsele, ni siquiera los más malo. Cosa común era encontrar en las calles a extraños de los que nada sabíamos que expresaban su sorpresa. Un día, en Aldgate, mucha gente iba y venía. Un hombre desembocó por el extremo de las Minories y mirando la calle de un extremo al otro extendió sus manos hacia adelante y exclamó: « ¡Señor, qué diferencia! La semana pasada vine y había apenas un gato en esta calle.» Y oí que otro agregaba estas palabras: « ¡Es maravilloso! ¡Es un sueño!» «Dios sea loado!», decía un tercero. «Démosle gracias, pues esto es su obra; ya la habilidad y las fuerzas humanas nada podían.» Todas aquellas personas eran extrañas unas respecto de otras. Pero semejantes exclamaciones se hacían frecuentes en la calle, día tras día; y el pueblo, pese a su conducta relajada, iba por las calles dando gracias a Dios por su liberación.
Fue entonces, como ya dije, cuando la gente abandonó todo temor, e incluso con demasiada rapidez. En verdad, ya no sentíamos miedo de pasar al lado de un hombre que llevara un bonete blanco, o un trapo alrededor del cuello, o cojeando (lo que indicaba llagas en la ingle), todas cosas terribles al último grado hasta la semana anterior. La calle estaba llena de ellos, y aquellas pobres criaturas en el camino de la curación (al César lo que es del César) se mostraban sensibles a la liberación inesperada. Yo cometería una injusticia si negara que a muchos de ellos los creía realmente agradecidos.
Pero debo confesar que, en general, puede decirse de ellos, con absoluta justicia, lo que se ha dicho de los hijos de Israel, después de su liberación del ejército del Faraón, cuando pasaron el Mar Rojo y vieron, al darse vuelta, que los egipcios se hundían en las aguas; quiero decir, cuando cantaron loas al Eterno y olvidaron en seguida sus obras.
No puedo ir más lejos. Se me trataría de censor y acaso se me acusaría de injusto si me entregara al enojoso trabajo que consiste en reflexionar, sean cuales fueren las razones, acerca de la ingratitud humana y del regreso a las perversidades de toda especie, cuyo testigo ocular fui. Concluiré, pues, la relación de aquel año desastroso con una estrofa tosca pero sincera, que escribí y puse al final de mis notas el mismo año en que fueron escritas:
Una terrible peste hubo en Londres
En el año sesenta y cinco
Que arrasó con cien mil almas
¡Y sin embargo estoy vivo!
H. F
FIN