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    ---------------------

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    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
  • Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

    45 90

    135 180
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    0 X




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Seleccionar Hora y Minutos

    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

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    Avatar 6

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    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
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    10%
    )


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    )


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    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

    20 40

    60 80

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    FILTROS

    ELEMENTO

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    Dos Puntos
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    Slide
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    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
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    Más - Menos
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    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    H= M= R=
    -------
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    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
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    Almacenar

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    Relojes a cambiar

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    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
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    ▪3


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    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    EL CONDE DE MONTECRISTO (Alejandro Dumas) - Parte 2

    Publicado en mayo 09, 2010
    Parte 1

    Capítulo diez
    Los bandoleros romanos
    A1 día siguiente Franz se despertó antes que su compañero, y así que estuvo vestido, tiró del cordón de la campanilla. Aún vibraba el sonido de ésta, cuando maese Pastrini entró en el aposento.
    -¡Y bien! -dijo el fondista con aire de triunfo, sin esperar a que Franz le interrogase-, bien lo sospechaba ayer cuando no quería prometeros nada. Habéis acudido demasiado tarde ya, y no hay en Roma un solo carruaje desalquilado, para los tres últimos días, se entiende.
    -Justamente -exclamó Franz-, para los días que más falta nos hace.
    -¿Qué hay? -preguntó Alberto entrando-. ¿No tenemos carruaje?
    -Así es, querido amigo -respondió Franz-, lo habéis adivinado.
    -¡Vaya una ciudad! ¡Buena está la tal Roma!
    -Es decir -replicó maese Pastrini, que quería mantener dignamente con los extranjeros el pabellón de la capital del mundo cristiano-, es decir, que no hay carruaje desde el domingo por la mañana, hasta el martes por la noche, pero hasta entonces encontraréis cincuenta si queréis.
    Alberto dijo:
    -¡Ah!, eso ya es algo. Hoy es jueves, ¿quién sabe de aquí al domingo lo que puede suceder?
    -Que llegarán diez o doce mil viajeros -respondió Franz-, los cuales harán mayor aún la dificultad.
    -Amigo mío -dijo Morcef-, aprovechemos el presente y olvidémonos por ahora del futuro.
    -Pero a lo menos -preguntó Franz-, ¿tendremos una ventana?
    -¿Dónde?
    -En la calle del Corso.
    -¡Oh! ¡Una ventana! -exclamó maese Pastrini-, completamente imposible. Una solamente quedaba en el quinto piso del palacio Doria, y ha sido alquilada a un príncipe ruso por veinte cequíes al día.
    Los dos jóvenes se miraron atónitos.
    -Pues mira, querido -dijo Franz a Alberto--, lo mejor que podemos hacer es irnos a pasar el carnaval en Venecia; al menos allí, si no encontramos carruaje, encontraremos góndolas.
    -No, no -exclamó Alberto-. Estoy decidido a ver el carnaval en Roma, y lo veré aunque sea en zancos.
    -¡Caramba! -exclamó Franz-. Es una gran idea, sobre todo para apagar los moccoletti; nos disfrazaremos de polichinelas, de vampiros o de habitantes de las Landas, y tendremos un éxito magnífico.
    -¿Desean aún sus excelencias tener un carruaje para el domingo?
    -¡Pues qué! ¿Creéis que vamos a recorrer las calles de Roma a pie, como si fuéramos pasantes de escribano?
    -¡Bien!, voy a apresurarme a ejecutar las órdenes de sus excelencias -dijo maese Pastrini-, pero les prevengo que el carruaje les costará seis piastras al día.
    -Y yo, querido maese Pastrini -dijo Franz-, yo que no soy vuestro vecino el millonario, os advierto que como es la cuarta vez que vengo a Roma, conozco el precio de los carruajes, tanto los domingos y días de fiesta como los que no lo son, os daremos doce piastras por hoy, mañana y pasado, y aún sacaréis muy buen producto.
    -Con todo, excelencia... -dijo maese Pastrini procurando rebelarse.
    -Andad, andad, mi querido huésped --dijo Franz-, o voy yo mismo a ajustar el carruaje con vuestro affettatore, que es también el mío. Es un antiguo amigo que durante su vida me ha robado bastante dinero, y que con la esperanza de robarme más, pasará por un precio menor que el que os ofrezco; de este modo perderéis la diferencia y será vuestra la culpa.
    -¡Oh!, no os toméis esa molestia, excelencia -dijo maese Pastrini con la sonrisa del especulador italiano que se confiesa vencido--, cumpliré vuestro encargo lo mejor que me sea posible y espero que quedaréis contento.
    -Estupendo, eso se llama hablar con juicio.
    -¿Cuándo queréis el carruaje?
    -Dentro de una hora.
    -Pues dentro de una hora estará a la puerta.
    En efecto, una hora después el carruaje esperaba a los dos jóvenes. Era un modesto simón que, atendida la solemnidad de la circunstancia, habían elevado al rango de carruaje. Pero, a pesar de la mediana apariencia que tuviese, los dos jóvenes se hubieran dado por muy dichosos con tener una covacha semejante para los tres últimos días.
    -Excelencia -gritó el cicerone al ver a Franz asomarse a la ventana-, ¿se acerca la carroza al palacio?
    Por muy acostumbrado que estuviese Franz al énfasis italiano, su primer movimiento fue mirar a su alrededor, pero a él era a quien se dirigían en efecto aquellas palabras. Franz era la excelencia, la carroza era el fiacre, y el palacio era la fonda de Londres. Todo el genio encomiástico de la nación estaba encerrado en aquella frase.
    Franz y Alberto bajaron. La carroza se acercó al palacio, sus excelencias subieron, y el cicerone saltó a la trasera.
    -¿Adónde quieren sus excelencias que les conduzca?
    -Primero a San Pedro y en seguida al Coliseo-dijo Alberto.
    Pero éste ignoraba que para ver San Pedro se necesitaba un día, y para estudiarlo, un mes.
    Quise decir que se pasó el día en ver San Pedro.
    Los dos amigos no echaron de ver que se hacía tarde hasta que el día empezó a declinar. Franz sacó su reloj, eran las cuatro y media. Emprendieron inmediatamente el camino de la fonda y al apearse dio Franz al cochero la orden de estar allí a las ocho. Quería hacer contemplar a Alberto el Coliseo a la luz de la luna, tal como le había hecho ver San Pedro a la luz del sol.
    Cuando se hace ver a un amigo una ciudad que uno ya conoce, se usa de la misma coquetería que para enseñarle la mujer a quien se ama; de consiguiente, Franz trazó al cochero su itinerario: debía salir por la puerta del Popolo, costear la muralla exterior y entrar por la puerta de San Juan. Y de esta manera el Coliseo se les aparecería de improviso y sin que el Capitolio, el Foro, el Arco de Septimio Severo, el templo de Antonino Faustino y la Via Sacra, hubiesen servido de escalones situados en medio del camino para acortarlo.
    Se sentaron a la mesa, y aunque maese Pastrini había prometido a sus huéspedes un festín excelente, sin embargo, sólo les dio una comida pasable, de la que a lo menos no tuvieron que quejarse.
    Al fin de la comida entró el fondista. Franz creyó que era para recibir las gracias, y se disponía a dárselas cuando le interrumpió a las primeras palabras.
    -Excelencia -dijo-, mucho me lisonjea vuestra aprobación, pero no he subido para eso a vuestro cuarto.
    -¿Es acaso para decirnos que habéis encontrado carruaje? -preguntó Alberto, encendiendo un cigarro.
    -Nada de eso. Lo mejor que podéis hacer es no pensar más en ello, y tomar un partido. En Roma las cosas se pueden o no se pueden, y cuando se os ha dicho que no se podía, punto concluido.
    -¡Oh! En París es mucho más cómodo; cuando una cosa no se puede se paga el doble, y al instante se tiene lo pedido.
    -Sí, sí; ya he oído decir eso a todos los franceses -dijo maese Pastrini algún tanto picado-, y entonces no comprendo cómo viajan.
    -Es que los que viajan -dijo Alberto arrojando flemáticamente una bocanada de humo hacia el techo, y balanceándose sobre las patas traseras de su silla-, son solamente los necios y los locos como yo, pues las personas sensatas no abandonan su habitación en la calle de Helder, el paseo Gand y el café de París.
    Excusado es decir que Alberto vivía en dicha calle, daba todos los días su paseo fashionable y comía cotidianamente en el único café en que se come cuando se está en relaciones con los jóvenes solteros de París. Maese Pastrini quedóse un instante silencioso. Era evidente que meditaba la respuesta que le había dado Alberto, respuesta que sin duda alguna no le parecía del todo clara.
    -Pero, en fin -dijo Franz a su vez interrumpiendo las reflexiones geográficas de su huésped-, vos habéis venido aquí para algo; servíos, pues, indicarnos el objeto de vuestra visita.
    -¡Oh! Justamente. ¿Habéis mandado venir el carruaje a las ocho?
    -Sí.
    -¿Teníais intención de visitar el Colosseo?
    -Es decir, el Coliseo.
    -Es exactamente lo mismo.
    -Sea.
    -¿Habéis dicho a vuestro cochero que saliera por la puerta del Popolo, que diese la vuelta por el lado exterior de las murallas y que entrase por la puerta de San Juan?
    -Eso fue lo que dije, en efecto.
    -¡Pues bien! Ese itinerario es imposible, o por lo menos muy peligroso.
    -¿Y por qué es peligroso?
    -A causa del famoso Luigi Vampa.
    -Ante todo, mi querido huésped, ¿quién es el famoso Luigi Vampa? -preguntó Alberto-. Puede ser muy famoso en Roma, pero os advierto que en París es completamente desconocido.
    -¡Cómo! ¿No le conocéis?
    -No tengo ese honor.
    -¡Pues bien! Es un bandido junto al cual son niños de teta los Decesaris y los Gasparone.
    -Atención, Franz -exclamó Alberto-. ¡Al fin encontramos un bandido! Os prevengo, querido huésped, que no voy a creer una palabra de lo que digáis. Sabido esto, hablad cuanto queráis, estoy pronto a escucharos. Había una vez... Vaya, ¡y qué! ¿No proseguís?
    Maese Pastrini se volvió hacia Franz, que le parecía mucho más juicioso que su compañero, y le dijo gravemente:
    -Excelencia, si creéis que miento, es inútil que os diga lo que quería deciros; puedo, sin embargo, afirmaros que lo hacía por el interés de vuestras excelencias.
    -Alberto no dice que mintáis, querido señor Pastrini -replicó Franz-. Dice que no os creerá enteramente, pero yo sí os creeré; tranquilizaos, pues, y hablad.
    -Mas, sin embargo, excelencia, bien comprendéis que si ponéis en duda mi veracidad...
    -Amigo mío -interrumpió Franz-, sois más susceptible que Casandra, la cual era una profetisa a quien nadie escuchaba; siendo así que vos, a lo menos, estáis seguro de la mitad de vuestro auditorio. Vamos, sentaos, y decidnos quién es ese señor Vampa.
    -Ya os lo he dicho, excelencia, es un bandido cual no se ha visto otro después del famoso Mastrilla.
    -Pero, ¡vamos a ver! ¿Qué tiene que ver ese bandido con la orden que he dado a mi cochero de salir por la puerta del Popolo, y de entrar por la puerta de San Juan?
    -Tiene -repuso maese Pastrini- que por la una sin duda podréis salir, pero dudo que por la otra podáis entrar.
    -¿Y eso por qué, señor Pastrini? -preguntó Franz.
    -Porque llegada la noche, ya no se está seguro a cincuenta pasos de las puertas.
    -¿Palabra de honor? -exclamó Alberto.
    -Señor conde -dijo maese Pastrini, siempre picado por la duda que tenía Alberto de su veracidad-, no hablo con vos, sino con vuestro compañero, que conoce a Roma, y que sabe que no se gastan chanzas sobre tal punto.
    -Oye, querido -dijo Alberto dirigiéndose a Franz-, puesto que se nos presenta ocasión de emprender una aventura, oye lo que podemos hacer: cargamos nuestro coche de pistolas, trabucos y escopetas de dos cañones. Luigi Vampa viene a prendernos, y en lugar de prendernos él a nosotros, le cogemos nosotros a él. Le llevamos inmediatamente a Su Santidad, que nos pregunta qué puede hacer en reconocimiento a nuestro servicio, y entonces reclamamos lisa y llanamente una carroza y dos caballos de sus caballerizas, sin contar con que probablemente el pueblo romano, reconocido también, nos corone en el Capitolio, y nos proclame, como a Curcio y a Horacio Coclés, salvadores de la patria.
    Entretanto Alberto deducía esta consecuencia, maese Pastrini gesticulaba de una manera difícil de describir.
    -En primer lugar -preguntó Franz a Alberto-, dime dónde encontrarás esas pistolas, esos trabucos, esas escopetas de dos cañones, con que quieres atestar el coche.
    -Lo que es en mi armería no será -dijo Alberto-, pues que en la Terracina me despojaron hasta de mi puñal, ¿y a ti?
    -A mí me sucedió lo mismo en Acuapendente.
    -¡Ah!, querido huésped -dijo Alberto encendiendo su segundo cigarro en la punta del primero-, sabéis que es muy cómoda para los ladrones esa medida, y que me parece que ha sido tomada de acuerdo con ellos.
    Sin duda maese Pastrini encontró aquella pregunta muy embarazosa, pues no respondió sino a medias, dirigiendo aún la palabra a Franz como al único ser razonable con el cual pudiera entenderse.
    -¿Sabe su excelencia que cuando uno es atacado por bandidos, no es costumbre defenderse?
    -¡Cómo! -exclamó Alberto, cuyo valor se rebelaba a la sola idea de dejarse robar sin decir una palabra-. ¡Cómo! ¿Que no es costumbre defenderse?
    -No, porque toda defensa sería inútil. ¿Qué queréis hacer contra una docena de bandidos que salen de un foso, de una choza o de la misma tierra, si así puede decirse, y que os apuntan a boca de jarro todos a un tiempo?
    Alberto exclamó:
    -Pues quiero que me maten.
    El posadero se volvió hacia Franz, con un aire que quería decir: «Decididamente, vuestro camarada está loco.»
    -Querido Alberto -replicó Franz-, vuestra respuesta es sublime, y vale tanto como el qu'il mourut de Corneille, sólo que cuando Horacio respondía esto, se trataba de la salvación de Roma, y la cosa valía por cierto la pena. Pero, en cuanto a nosotros, daos cuenta de que se trata sólo de un capricho que queremos satisfacer y que sería ridículo que por este capricho arriesgásemos nuestra vida.
    -¡Ah! ¡Per Bacco! -exclamó maese Pastrini-, eso se llama saber hablar.
    Alberto se llenó un vaso de Lacryma-Christi, el cual bebió a pe. queños sorbos murmurando palabras ininteligibles.
    -Y bien, maese Pastrini -replicó Franz-, ya que mi compañero está tranquilo, y ya que habéis podido apreciar mis disposiciones pacíficas, decidnos ahora, ¿quién es ese señor Vampa? ¿Es pastor o patricio? ¿Es joven o viejo? ¿Alto o bajo? Describidnos su figura con objeto de que si le encontramos por casualidad en el mundo, como Juan Sbogard o Lara, podamos a lo menos reconocerle.
    -Pues para obtener detalles exactos, a nadie mejor que a mí pudierais dirigiros, porque he conocido desde la niñez a Luigi Vampa, y un día que había caído en sus manos al ir de Florencia a Alatri, se acordó, felizmente para mí, de nuestro antiguo conocimiento. Me dejó ir entonces, no tan sólo sin hacerme pagar nada, sino que quiso dárselas de generoso, me regaló un precioso reloj y me contó su historia.
    -Mostradnos el reloj -dijo Alberto.
    Maese Pastrini sacó de su bolsillo un magnífico Breguet en que se veía grabado el nombre de su autor, el timbre de París y una corona de conde.
    -Aquí está.
    -¡Diantre! -exclamó Alberto-. Os doy la enhorabuena. Tengo uno semejante -añadió sacando a su vez el reloj del bolsillo de su chaleco-, que me ha costado tres mil francos.
    -Ahora contadnos la historia -dijo Franz a su vez, haciendo señas a maese Pastrini para que se sentara.
    -Si permiten sus excelencias...
    -¡Qué diablos! -dijo Alberto-, no sois ningún predicador para estar hablando de pie.
    E1 posadero se sentó, después de haber hecho a cada uno de sus oyentes una respetuosa y profunda cortesía, lo cual indicaba que estaba pronto a dar los informes que le pedían acerca del famoso bandido Luigi Vampa.
    -A propósito -exclamó Franz deteniendo a maese Pastrini en el momento en que iba a empezar a hablar-, decís que habéis conocido a Luigi Vampa desde su niñez; ¿es todavía joven?
    -¡Cómo!, pues no ha de ser joven, excelencia, si apenas tiene veintidós años. ¡Oh!, todavía ha de meter mucho ruido.
    -¿Qué os parece, Alberto? Es muy raro el haberse adquirido ya a los veintidós años una reputación -dijo Franz.
    -Sí, ciertamente, y a su edad Alejandro, César y Napoleón, que después han figurado tanto, no habían adelantado lo que él.
    -Así pues -replicó Franz dirigiéndose a su huésped-, ¿el héroe cuya historia vais a relatar, tiene veintidós años?
    -Tal vez aún no los ha cumplido, como he tenido el honor de deciros.
    -¿Es alto o bajo?
    -De estatura mediana, así como vuestra excelencia -dijo el huésped, señalando a Alberto.
    -Gracias por la comparación -dijo éste, inclinándose.
    -¡Vaya!, proseguid, maese Pastrini -replicó Franz, sonriéndose de la susceptibilidad de su amigo-. ¿Y a qué clase de la sociedad pertenecía?
    -Era un pobre pastor de la quinta de San Felice, situada entre Palestrina y el lago de Cabri; había nacido en Pampinara, y entrado a la edad de cinco años al servicio del conde. Su padre, pastor en Anagui, poseía un pequeño rebaño, y vivía de la lana de sus carneros y de la leche de sus ovejas que venía a vender a Roma. De niño, el pequeño Vampa tenía un carácter muy raro. Un día, a la edad de siete años, fue a buscar al cura de Palestrina y le rogó que le enseñase a leer, lo cual era difícil, pues el joven pastor no podía abandonar un instante su ganado, pero el buen cura iba todos los días a decir misa a una pobre aldea demasiado reducida para pagar un sacerdote, y que no teniendo nombre, era conocida bajo el de Borgo. Le dijo a Luigi que le esperase en el camino por donde él precisamente pasaba a su vuelta, y que de este modo le daría su lección, previniéndole que ésta sería corta y que por consiguiente tendría que aprovecharse de ella. El pobre muchacho aceptó lleno de júbilo.
    »Diariamente, Luigi llevaba a apacentar su ganado hacia el camino de Palestrina a Borgo, y todos los días, a las nueve de la mañana, el cura y el muchacho se sentaban sobre la hierba y el pastorcillo daba su lección en el breviario del sacerdote. A1 cabo de tres meses, sabía leer, pero no era esto suficiente, necesitaba aprender a escribir. Encargó el sacerdote a un profesor de escritura de Roma que le hiciera tres alfabetos: Uno con letra muy gruesa, otro con letra mediana y el tercero con una letra muy pequeña. A1 recibirlós, el cura dijo a Luigi que copiando aquellas letras en una pizarra, podía, con ayuda de una punta de hierro, aprender a escribir. Aquella misma noche, así que hubo metido el ganado en la quinta, Vampa corrió a casa del cerrajero de Palestrina, cogió un grueso clavo, lo forjó, lo machacó, lo redondeó, consiguiendo hacer de él una especie de estilete antiguo. Al día siguiente, había reunido una porción de pizarras y trabajaba en ellas. Al cabo de tres meses ya sabía escribir.
    »El cura quedó asombrado de aquella maravillosa inteligencia, e interesándose vivamente por tan rara disposición, le regaló unos cuantos cuadernos de papel, un mazo de plumas y un cortaplumas. Éste fue un nuevo estudio, estudio que no era nada al lado del primero, así que ocho días después manejaba la pluma lo mismo que el esthete. Contó el cura esta anécdota al conde de San Felíce, que quiso ver al pastorcito, le hizo leer y escribir delante de él, mandó a su mayordomo que le hiciese comer con sus criados, y le dio dos piastras al mes. Con este dinero, Luigi compró libros y lápices.
    »Había aplicado a todos los objetos aquella facultad de imitación que tenía, y, como Giotto, dibujaba sobre las pizarras sus ovejas, los árboles, las casas y con la punta de su cortaplumas empezó a tallar la madera y a darle todas las formas que quería. Así fue como empezó Pinelli, el escultor popular. Una niña de seis o siete años, es decir, un poco más joven que Vampa, guardaba por su parte el rebaño de una quinta próxima a Palestrina; era huérfana, había nacido en Valmontone y se llamaba Teresa. Los dos niños se encontraban, sentábanse uno al lado del otro, dejaban que sus rebaños se mezclasen y paciesen juntos, charlaban, reían y jugaban, y después por la noche, apartaban los carneros del conde de San Felice, de los del barón de Cervetri, y se separaban para volver a sus respectivas quintas, prometiendo reunirse al día siguiente. Cada día volvían a darse y cumplir la cita, y de ese modo fueron creciendo juntos. Vampa llegó a los doce años y Teresa a los once.
    »Iban entretanto desarrollándose también sus caracteres diferentes. A su noble afición a las artes, en que había sobresalido cuanto le era posible en su aislamiento, unía Luigi crueles arrebatos de un carácter imperioso, colérico, burlón. Ninguno de los jóvenes de Pampinara, de Palestrina o de Valmontone había podido, no solamente tener influencia alguna sobre él, sino que ni llegar a ser su compañero. Altanero era su temperamento, siempre dispuesto a exigir, sin querer nunca conceder, apartaba de su lado todo instinto amistoso, toda demostración simpática. Teresa era la única que mandaba con una palabra, con una mirada, con un gesto, aquel carácter fiero que se humillaba bajo la mano de una mujer, y que bajo la de un hombre cualquiera hubiérase rebelado como una serpiente al sentirse pisoteada.
    »El carácter de Teresa era entera y totalmente opuesto; viva, alegre, pero coqueta hasta el extremo, las dos piastras que daba a Luigi el mayordomo del conde de San Felice, y el precio de todos los juguetillos que vendía en Roma, se gastaban en pendientes de perlas, en collares, en alfileres, así es que gracias a la prodigalidad de su joven amigo, Teresa era la aldeana más hermosa y elegante de los alrededores de Roma. Los dos jóvenes seguían creciendo, pasando todo el día juntos, y entregándose sin obstáculos a los instintos de su carácter; así, pues, en sus conversaciones, en sus deseos, en sus sueños, Vampa
    se veía siempre hecho un capitán de navío, general de ejército o gobernador de una provincia, y Teresa se imaginaba rica, envidiada, vestida con un hermoso traje, adornada con hermosos diamantes y seguida de lacayos con librea. Además, cuando habían pasado el día juntos, adornando su porvenir con aquellos locos y brillantes arabescos, se separaban para conducir los rebaños a los establos y descender desde la elevación de su sueño hasta la real humildad de su posición. Un día, el joven pastor dijo al mayordomo del conde que había visto que un lobo salido de las montañas de la Sabina acechaba su ganado. El mayordomo le entregó una escopeta; esto era lo que quería Vampa.
    »El arma aquella tenía por casualidad un excelente cañón de Brescia, que calzaba bala como una carabina inglesa, sólo que un día el conde, persiguiendo a un zorro, rompió la culata, y ya habían arrinconado el arma como inútil. Pero no era esto una dificultad para un escultor como Vampa. Examinó la culata primitiva, calculó la figura que había de tener, y al cabo de unos cuantos días hizo otra culata cargada de adornos tan maravillosos que, si hubiera querido venderla sin el cañón, hubiera seguramente ganado quince o veinte piastras; pero él no pensaba hacer tal use de ella, porque una escopeta había sido durante su vida el pensamiento fijo del joven.
    »En la totalidad de los países en que la independencia ha sustituido a la libertad, la primera necesidad que experimenta todo corazón fuerte, toda organización poderosa, es la de un arma que asegure al propio tiempo el ataque y la defensa, y que haciendo terrible al que la lleva, le haga también temido. Desde este momento Vampa dedicó todo el tiempo que le quedaba libre al ejercicio del arma. Compró pólvora y balas a hizo servir de blanco todos los objetos que se le ponían delante. Tan pronto ensayaba su puntería en el tronco de un olivo, como en el zorro que salía de su cueva al anochecer para dar comienzo a su caza nocturna. Tan pronto era su blanco la mata más insignificante del borde de un camino, como el águila que orgullosamente se cernía en el aire. Pronto llegó a ser tan diestro que Teresa dominó el temor que en un principio experimentara al oír la detonación, y se divertía en ver a su joven compañero poner la bala en el punto que de antemano advertía, con tanta exactitud y limpieza como si la colocara allí con su propia mano.
    »Salió, en efecto, una noche un lobo de un bosque cerca del cual tenían por costumbre reunirse los dos jóvenes, pero apenas hubo dado el animal diez pasos por el llano, cayó atravesado por una bala. Envanecido Luigi de tan buen tiro, cargóse el lobo a cuestas y lo llevó a la quinta.
    »Estos y parecidos detalles daban a Vampa cierta reputación en todos aquellos alrededores, porque es verdad que el hombre superior, doquiera que se halle y por ignorado que sea, se forma un círculo más o menos mayor de admiradores. Por todos los alrededores se hablaba de aquel joven pastor como del más fuerte y del más valiente contadino que había en el circuito de diez leguas, y aunque Teresa por su parte pasase por una de las jóvenes más hermosas de la Sabina, nadie osaba decirle una palabra, porque sabían que Vampa la amaba.
    »Y, sin embargo, no se habían confesado nunca tal amor. Habían ido creciendo el uno y el otro como dos árboles que mezclan sus raíces bajo la tierra, sus ramas en el aire, su perfume en el cielo, pero su deseo de vivir juntos era el mismo. Unicamente que este deseo había llegado a ser una necesidad y mejor hubieran preferido la muerte que la separación de un solo día, por más que esta idea no les hubiese venido jamás a la imaginación. Teresa tenía dieciséis años y Vampa diecisiete.
    »Fue por entonces cuando se empezó a hablar mucho de una cuadrilla de bandidos que se iba organizando en los montes Lepini.
    »Los salteadores no han sido nunca enteramente extinguidos en los alrededores de Roma, y aunque algunas veces les faltan jefes, cuando se presenta uno jamás le falta una partida. El famoso Cucumetto, perseguido en los Abruzzos, arrojado del reino de Nápoles, donde había sostenido una verdadera guerra, atravesó el Garigliano, como Manfredo, y fue a refugiarse entre Sonnino y Juperno, a orillas del Almasina. Este era quien se ocupaba en reorganizar alguna tropa y quien seguía las huellas de Decesaris y de Gasparone, a quienes pronto esperaba sobrepujar. Muchos jóvenes de Palestrina, de Frascati y de Pampinara desaparecieron, y aunque al principio sus amigos y allegados ignoraron su paradero, pronto supieron que se habían ido a unirse a la banda de Cucumetto. Al cabo de algún tiempo, Cucumetto llegó a ser el objeto de la atención general, citándose a propósito de este jefe rasgos llenos de una audacia y de una brutalidad extraordinarias y casi sin ejemplo.
    »Un día raptó a una joven, era la hija del agrimensor de Frosinone. Las leyes de los bandidos son en cuanto a esto terminantes: una joven pertenece al que la ha raptado, después a cada uno por suerte, y la desgraciada sirve para los placeres de toda la compañía hasta que la abandonan o muere. Cuando los parientes son bastante ricos para rescatarla, envían un mensajero que trata del rescate, y la cabeza del prisionero responde de la seguridad del emisario. Pero si son rehusadas las condiciones del rescate, el prisionero es condenado irrevocablemente.
    »La joven de que hemos hablado tenía a su amante en la partida de Cucumetto; se llamaba Carlini. Ál reconocer al joven, se creyó salvada y le tendió los brazos, pero el pobre Carlini al verla sintió que se le partía el corazón, porque aún ignoraba la suerte que estaría destinada a su amada.
    »Sin embargo, como era el favorito de Cucumetto, como había compartido con él sus peligros hacía más de tres años, como le había salvado la vida matando de un pistoletazo a un carabinero que tenía ya el sable levantado sobre su cabeza, esperó que Cucumetto se apiadaría de él. Llamó aparte, pues, a su capitán, mientras que la joven se apoyaba contra el tronco de un gran pino que se elevaba en medio de una plazuela del bosque; había hecho un velo con su adorno, traje pintoresco de las paisanas romanas, y escondía su rostro a las lujuriosas miradas de los bandidos. Allí se lo contó todo: sus amores con la prisionera, sus juramentos de fidelidad, y cómo cada noche, desde que estaban en aquellos alrededores, se daban cita en unas ruinas. Precisamente aquella noche Cucumetto envió a Carlini a un pueblo vecino, y no pudo acudir a la cita. Pero el capitán se había hallado allí por casualidad, según decía, y entonces raptó a la joven.
    »Carlini suplicó a su jefe que se le hiciese una excepción en su favor y que respetase a Rita, diciéndole que su padre era rico y que pagaría un buen rescate. Cucumetto pareció rendirse a las súplicas de su amigo y le encargó que buscase un pastor a quien pudiese enviar a casa del padre de Rita, a Frosinone. Carlini se acercó entonces muy gozoso a la joven, le dijo que estaba salvada, y la invitó a que escribiese a su padre una carta en la cual le contase todo lo que había pasado, y le anunciase que su rescate estaba fijado en trescientas piastras. Concedían al padre por todo término doce horas, es decir, hasta el día siguiente, a las nueve de la mañana.
    »Una vez escrita la carta, Carlini cogióla al punto, corrió a la llanura para buscar un mensajero, y encontró a un joven pastor que guardaba un rebaño. Los mensajeros naturales de los bandidos son los pastores que viven entre la ciudad y la montaña, entre la vida salvaje y la vida civilizada. El joven pastor partió en seguida, prometiendo estar en Frosinone antes de una hora, y Carlini volvió lleno de gozo a reunirse con su querida para anunciarle aquella buena noticia.
    »Toda la banda se encontraba en la plazuela, donde cenaba alegremente las provisiones que los bandidos exigían de los paisanos como un tributo; tan sólo en medio de aquellos alegres compañeros buscó en vano a Cucumetto y a Rita. Preguntó por ellos y los bandidos le respondieron con una carcajada.
    »Carlini sintió que un sudor frío empezaba a inundar su frente y que una mortal zozobra empezaba a helar su corazón. Renovó su pregunta; uno de los bandidos llenó un vaso de vino de Orvieto y se lo mostró, diciendo:
    »-¡A la salud del valiente Cucumetto y de la hermosa Rita!
    »En aquel instante Carlini creyó oír un grito de mujer; todo lo adivinó. Tomó el vaso y lo rompió contra el rostro del que se lo presentaba y se lanzó en dirección de donde oyera el grito. A los cien pasos, a la vuelta de un matorral, vio a Rita desmayada en los brazos de Cucumetto. Al ver a Carlini, Cucumetto se levantó pistola en mano y ambos bandidos se miraron durante un momento, el uno con la sonrisa de la injuria en los labios, el otro con la palidez de la muerte en la frente. Hubiérase creído que iba a suceder alguna escena terrible entre aquellos dos hombres, pero poco a poco las facciones de Carlini se apaciguaron volviendo a su estado normal. Su mano, que había llegado a una de las pistolas de su cinturón, permaneció inmóvil; Rita estaba tendida entre los dos y la luna iluminaba esta escena.
    »-¡Y bien! -le dijo Cucumetto-. ¿Has hecho la comisión que lo había encargado?
    »--Sí, capitán -respondió Carlini-, y el padre de Rita estará aquí mañana a las nueve, con el dinero.
    »-Perfectamente. Mientras tanto vamos a pasar una noche deliciosa. Esta joven es encantadora. Te aseguro que tienes buen gusto, Carlini; así, pues, como no soy egoísta, vamos a volver al lado de los camaradas y sortear a quién tocará ahora.
    »-Entonces, ¿estáis decidido a abandonarla a la ley común? -preguntó Carlini.
    » ¿Y por qué había de hacer una excepción en su favor?
    »-Creí que mis súplicas. ..
    »--¿Y por qué has de ser tú más que los demás?
    »-Es justo.
    »-Vamos, tranquilízate -prosiguió Cucumetto riendo-, un poco antes, un poco después, ya llegará lo turno.
    »Los dientes de Carlini rechinaban de rabia.
    »-Vamos -dijo Cucumetto, dando un paso hacia los bandidos-, ¿vienes?
    »-Os sigo al momento.
    »Cucumetto se alejó sin perder de vista a Carlini, porque temía que le hiriese por detrás, pero nada anunciaba en el bandido una intención hostil. En pie, con los brazos cruzados, estaba al lado de Rita, que continuaba sin haber recobrado el conocimiento. Cucumetto creyó por un instante que el joven iba a tomarla en sus brazos y huir con ella, pero poco le importaba, había conseguido lo que deseaba,
    y en cuanto al dinero, trescientas piastras repartidas entre los compañeros hacían una suma tan pobre que le era indiferente el que se las diesen o no. Continuó, pues, su camino hacia la plazuela, pero con gran asombro suyo, Carlini llegó casi al propio tiempo que él.
    »-¡El sorteo! ¡El sorteo! -gritaron todos los bandidos al divisar a su jefe.
    »Y brillaron de alegría los ojos de aquellos hombres, mientras que la llama de la hoguera esparcía sobre sus rostros un resplandor rojizo que los hacía asemejarse a los demonios.
    »Nada más justo que lo que pedían, y por lo tanto hizo el capitán un signo con la cabeza indicando que accedía a su demanda. Pusiéronse todos los nombres en un sombrero, así el de Carlini como los de los demás, y el más joven de la compañía sacó una papeleta de aquella improvisada urna y leyó en alta voz el nombre que en ella estaba escrito. Era el de Diavolaccio, el mismo que había propuesto a Carlini un brindis a la salud del jefe y a quien Carlini contestó haciendo pedazos el vaso contra su rostro. Una extensa herida le cogía de la sien hasta la boca, de la que manaba sangre en abundancia. Diavolaccio, al verse así favorecido por la fortuna, soltó una carcajada.
    »-Capitán -dijo-, hace poco que Carlini no quiso beber a vuestra salud; proponedle que beba a la mía. Tal vez tenga para con vos más condescendencia que para conmigo.
    »Todos esperaban una explosión de parte de Carlini, pero, con gran asombro de los bandidos, tomó con la mano un vaso, con la otra una botella y llenando el vaso dijo con perfecta mente tranquila:
    »¡A lo salud, Diavolaccio! -y bebió el contenido del vaso sin que el más mínimo temblor agitase su mano.
    »Hecho esto, fue a sentarse junto a la hoguera.
    »-Dadme la parte de cena que me toca -dijo-, pues el camino que acabo de hacer me ha abierto el apetito.
    »-¡Viva Carlini! -exclamaron los bandidos.
    »-Enhorabuena, eso se llama tomar las cosas como buenos compañeros.
    »Y todos formaron un círculo en torno a la hoguera, mientras que Diavolaccio se alejaba.
    »Carlini comía y bebía como si nada hubiese sucedido.
    »Los bandidos le observaban asombrados, sin comprender aquella impasibilidad, cuando oyeron resonar de pronto, junto a ellos, unos pasos lentos y pausados.
    »Se volvieron y divisaron a Diavolaccio que conducía a la joven en sus brazos; tenía la cabeza inclinada hacia atrás, de modo que sus largos cabellos rozaban la tierra. A medida que iban entrando en el círculo de la luz proyectada por la hoguera, notaban la palidez de la joven y del bandido. Esta aparición tenía un aspecto tan extraño y tan solemne, que todos se levantaron, menos Carlini, que se quedó sentado y continuó comiendo y bebiendo, como si nada pasase a su alrededor. Diavolaccio siguió avanzando en medio del más profundo silencio y depositó a Rita a los pies del capitán.
    »Entonces todos conocieron la causa de la gran palidez de la joven y del bandido, porque Rita tenía un cuchillo clavado hasta la empuñadura en el corazón.
    »Todas las miradas se fijaron en Carlini; la vaina que colgaba de su faja estaba vacía.
    »-¡Ya! -dijo el capitán-, ¡ya!, ahora comprendo por qué se quedó atrás Carlini.
    »Por salvaje que sea todo carácter, se inclina ante una acción sublime, y aunque es probable que ninguno de los bandidos hubiese hecho lo que Carlini, todos apreciaron el valor de aquella acción.
    »-¿Y ahora -dijo Carlini levantándose a su vez con la mano apoyada en el gatillo de una de sus pistolas-, y ahora, se atreverá alguien a disputarme esta mujer?
    »-No-dijo el jefe- Es tuya.
    »Entonces Carlini la tomó en sus brazos y la condujo fuera del círculo de luz que proyectaba la llama de la hoguera.
    »Distribuyó Cucumetto los centinelas como de costumbre, y los bandidos se tendieron en sus capas alrededor de la hoguera.
    »A medianoche el centinela dio la señal de alarma y en seguida el capitán y sus compañeros estuvieron en pie. Era el padre de Rita que venía en persona a traer el rescate de su hija.
    »-Toma -dijo a Cucumetto, presentándole un saco lleno de dinero-, aquí tienes trescientos doblones; devuélveme a mi hija.
    »El jefe, sin pronunciar siquiera una palabra y sin tomar el dinero, le hizo señas de que le siguiese.
    »El anciano obedeció. Los dos se alejaron y perdieron entre los árboles, a través de cuyas ramas penetraban los débiles rayos de la luna. Cucumetto se detuvo finalmente, tendió la mano, y mostrando al anciano dos personas agrupadas al pie de un árbol, le dijo:
    »-Mira, pide lo hija a Carlini, que él más que nadie puede darte cuenta.
    »Y sin decir una sola palabra más, volvió la espalda, encaminándose al sitio donde se hallaban sus compañeros.
    »El anciano permaneció inmóvil y con los ojos fijos. Sentía que pesaba sobre su cabeza alguna desgracia desconocida, inmensa, pero tomando de pronto una resolución, dio algunos pasos hacia el grupo.
    Con el ruido que hizo, Carlini levantó la cabeza, y las formas de dos personas comenzaron a aparecer más distintas a los ojos del anciano. Vio a una mujer tendida en tierra, con la cabeza apoyada sobre las rodillas de un hombre sentado a inclinado hacia ella. Al levantarse este hombre, fue cuando pudo descubrir el rostro de la mujer que apretaba contra su corazón. El anciano reconoció a su hija y Carlini reconoció al anciano.
    »-Te esperaba -dijo el bandido al padre de Rita.
    »-¡Miserable! -contestó éste-. ¿Qué has hecho?
    »Y miraba con terror a Rita, inmóvil, pálida, ensangrentada, con un cuchillo hundido en el pecho. Un rayo de luna la iluminaba con su blanquecina luz.
    »-Cucumetto había violado a lo hija -dijo el bandido-, y como yo la amaba más que a mí mismo, la he matado, porque después de él iba a servir de juguete a toda la compañía.
    »Los labios del anciano no se entreabrieron para murmurar la más mínima palabra, pero su rostro volvióse tan pálido como el de un cadáver.
    »-Ahora -prosiguió Carlini-, si he hecho mal, véngala.
    »Y arrancó el cuchillo del seno de la joven, que presentó con una mano al anciano, mientras que con la otra apartaba su camisa y le presentaba su pecho desnudo.
    »-Has hecho bien -le dijo el anciano con voz sorda-. ¡Abrázame, hijo mío!
    »Carlini se arrojó llorando en los brazos del padre de su amada. Eran aquellas las primeras lágrimas que vertían los ojos de aquel hombre.
    »Y ya que todo acabó -dijo con tristeza el anciano a Carlini-, ayúdame a enterrar a mi hija.
    »Carlini fue a buscar dos azadones y el padre y el amante se pusieron a cavar al pie de una encina cuyas espesas ramas debían cubrir la tumba de la joven. Así-que hubieron abierto una fosa suficiente, el padre fue el primero en abrazar el cadáver, el amante después, y en seguida levantándolo el uno por los pies y el otro por los brazos, lo colocaron en el hoyo. Luego se arrodillaron a ambos lados y rezaron las oraciones de difuntos. Cuando concluyeron, cubrieron el cadáver con la tierra que habían sacado hasta tanto que la fosa estuvo llena. Entonces, presentándole la mano, dijo el anciano a Carlini:
    »-Ahora déjame solo. Gracias, hijo mío.
    »-Pero... -replicó éste.
    »-Déjame solo..., lo lo mando.
    »Carlini obedeció. Fue a reunirse con sus compañeros, se envolvió en su capa, y pronto pareció tan profundamente dormido como los demás. Como el día anterior se había decidido que iban a cambiar de campamento, cosa de una hora antes de amanecer, Cucumetto despertó a sus camaradas y se dio la orden de partir, pero Carlini no quiso abandonar el bosque sin saber lo que había sido del padre de Rita. Dirigióse hacia el lugar donde le había dejado y encontró al anciano ahorcado de una de las ramas de la encina que daba sombra a la tumba de su hija. Hizo entonces sobre el cadáver del uno y la tumba de la otra, el juramento de vengarlos, mas este juramento no pudo realizarse, porque dos días después, en un encuentro con los carabineros romanos, Carlini fue muerto. Aunque lo que a todos llenó de asombro fue que haciendo frente al enemigo hubiese recibido la bala por la espalda. Cesó, sin embargo, este asombro cuando uno de los bandidos hizo notar a sus compañeros que Cucumetto estaba colocado diez pasos detrás de Carlini cuando éste cayó.
    » En la madrugada del día en que partieron del bosque de Frosinone, había seguido a Carlini en la oscuridad y escuchado el juramento que hiciera, por lo que a fuer de hombre cauto y previsor había tratado de evitar el resultado, que para él podía ser muy desagradable.
    »Aún se contaban sobre este terrible jefe de bandidos otras muchas historias no menos curiosas que ésta, de manera que desde Fondi a Perusa todo el mundo temblaba al solo nombre de Cucumetto.
    » Estas historias habían sido con frecuencia el objeto de las conversaciones de Luigi Vampa y de Teresa. Esta temblaba al oír tales aventuras, pero Vampa la tranquilizaba con una sonrisa dirigiendo una mirada a su soberbia escopeta que tan certero tiro tenía, y si esto no bastaba a tranquilizarla, le mostraba a cien pasos un cuervo sobre alguna rama, le apuntaba, la bala salía y el animal herido caía al pie del árbol. Sin embargo, el tiempo corría, los dos jóvenes habían proyectado casarse cuando Vampa tuviese veinte años y Teresa diecinueve y como los dos eran huérfanos y no tenían que pedir permiso a nadie más que a sus amos, a éstos se lo habían pedido ya y les había sido concedido.
    » Hablando de sus futuros proyectos, un día oyeron dos o tres tiros y de repente un hombre salió del bosque, cerca del cual acostumbraban los dos jóvenes llevar a apacentar sus ganados, y corrió hacia ellos.
    » Así que estuvo a distancia de poder ser oído, exclamó:
    »-Me persiguen, ¿podéis ocultarme?
    » Los jóvenes diéronse cuenta inmediatamente de que aquel fugitivo debía ser algún bandido, pero hay entre el aldeano y el bandido romano una simpatía desconocida que hace que el primero esté siempre pronto a hacer un servicio al segundo. Vampa, sin pronunciar una palabra, corrió a la piedra que encubría la entrada de la gruta, descubrió dicha entrada apartándola, hizo una señal al fugitivo para que se refugiase en aquel sitio desconocido de todos, luego volvió a colocar en su lugar la piedra y se sentó tranquilamente junto a su novia.
    »Pocos instantes tardaron en salir de la espesura del bosque cuatro carabineros a caballo; tres de ellos parecían buscar al fugitivo, el cuarto conducía por el cuello a un bandido prisionero. Los tres primeros exploraron el terreno con una ojeada, percibieron a los dos jóvenes, corrieron a galope hacia ellos y les hicieron varias preguntas; nada sabían ni nada habían visto.
    »-Lo lamento -dijo el cabo-, porque el bandido a quien buscamos es el capitán.
    »-¡Cucumetto! -exclamaron a la vez Luigi Vampa y Teresa.
    >-Sí -contestó el cabo-, y como su cabeza está valorada en mil escudos romanos, os darían quinientos a vosotros si nos hubieseis ayudado a descubrirle.
    »Los dos jóvenes se miraron y el cabo tuvo alguna esperanza.
    »Quinientos escudos romanos son tres mil francos, y tres mil francos son una inmensa fortuna para dos pobres huérfanos que van a casarse.
    »-Sí, también lo siento yo, pero no le hemos visto -dijo Vampa.
    »Entonces los carabineros recorrieron el terreno en diferentes direcciones, pero fueron inútiles todas las pesquisas. Al fin se retiraron.
    »Vampa apartó entonces la piedra y Cucumetto salió del escondrijo.
    »Había visto, al través de las rendijas de la trampa de granito, a los dos jóvenes hablar con los carabineros, dudó al pronto del resultado de la conversación, pero leyó en el rostro de Luigi Vampa y de Teresa la firme resolución de no entregarle. Sacó entonces de su bolsillo una bolsa llena de oro y se la ofreció, mas Vampa levantó la cabeza con orgullo, y en cuanto a Teresa, sus ojos brillaron al pensar en las ricas joyas y hermosos vestidos que podría comprar con aquella gran cantidad de oro.
    »Cucumetto era un demonio muy astuto, pero había tomado la forma de un bandido en vez de tomar la de una serpiente. Sorprendió aquella mirada, reconoció en Teresa una digna hija de Eva, y entró en el bosque volviendo muchas veces la cabeza bajo el pretexto de saludar a sus libertadores. Transcurrieron muchos días sin que se volviese a ver a Cucumetto, sin que se oyese hablar de él.

    Capítulo once
    Vampa
    »El tiempo del carnaval se acercaba y el conde de San Felice anunció que iba a dar un baile de máscaras, al cual sería convidada toda la elegancia de Roma, y como abrigaba Teresa vivos deseos de ver este baile, Luigi Vampa pidió a su protector el mayordomo, permiso para asistir él y Teresa a la función mezclados entre los sirvientes de la casa, permiso que le fue concedido.
    » Si el conde daba este baile, era sólo para complacer a su hija Carmela, a quien adoraba. Carmela tenía la misma edad y la misma estatura de Teresa, y Teresa era por lo menos tan hermosa como Carmela.
    » La noche del baile, Teresa se puso su traje más bello, se adornó con sus más brillantes alhajas. Llevaba el traje de las mujeres de Frascati. Luigi Vampa vestía el de campesino romano en los días de fiesta y ambos se mezclaron, como se les había permitido, entre los sirvientes y paisanos.
    »La fiesta era magnífica. No solamente la quinta estaba profusamente iluminada, sino que millares de linternas de varios colores estaban suspendidas de los árboles del jardín.
    »En cada salón había una orquesta y refrescos, las máscaras se detenían, formábanse cuadrillas, y se bailaba donde mejor les parecía. Carmela iba vestida de aldeana de Sonnino, llevaba su gorro bordado de perlas, las agujas de sus cabellos eran de oro y de diamantes, su cinturón era de seda turca con grandes flores, su sobretodo y su jubón de cachemir, su delantal de muselina de las Indias, y por fin los botones de su jubón eran otras tantas piedras preciosas. Otras dos de sus compañeras iban vestidas, la una de mujer de Nettuno, la otra de mujer de la Riccia.
    »Cuatro jóvenes de las más ricas familias y más notables de Roma las acompañaban con esa libertad italiana que no tiene igual en ningún otro país del mundo. Iban vestidos de aldeanos de Albano, de Velletri, de Civita-Castellane y de Sora. Además, tanto en los trajes de los aldeanos como en los de las aldeanas, el oro y las piedras preciosas deslumbraban.
    »Deseó formar Carmela una cuadrilla uniforme, pero faltaba una mujer, y aunque la hija del conde no cesaba de mirar a su alrededor, ninguna de las convidadas llevaba un traje análogo al suyo y a los de sus compañeros. El conde de San Felice le señaló, en medio de las aldeanas, a Teresa, que se apoyaba en el brazo de Luigi Vampa.
    »-¿Permitís acaso, padre mío?
    »-Sin duda -respondió el conde-, ¿no estamos en carnaval?
    »Se inclinó Carmela hacia un joven que la acompañaba y le dijo algunas palabras en voz baja, mostrándole con el dedo a la joven. El caballero siguió con los ojos la dirección de la linda mano que le servía de conductor, hizo un ademán de obediencia y fue a invitar a Teresa para figurar en la cuadrilla dirigida por la híja del conde.
    »Teresa sintió que su frente ardía. Interrogó con la mirada a Luigi Vampa, que no podía rehusar. Vampa dejó deslizar lentamente el brazo de Teresa que se apoyaba en el suyo, y Teresa, alejándose conducida por su elegante caballero, fue a ocupar, temblando, su puesto en la aristocrática cuadrilla.
    »A los ojos de un artista seguramente el exacto y severo traje de Teresa hubiera tenido un carácter muy distinto del de Carmela y sus compañeras, pero Teresa era una joven frívola y coqueta, y los bordados de muselina, las perlas de los brazaletes y pendientes, el brillo de la cachemira, el reflejo de los zafiros y de los diamantes la enloquecían.
    »Por su parte, Luigi sentía nacer en su corazón un sentimiento desconocido, una especie de dolor sordo desgarraba su alma y después circulaba por sus venas y se apoderaba de todo su cuerpo. Seguía con la vista los menores movimientos de Teresa y de su pareja, cuando sus manos se tocaban, sus arterias latían con violencia, y hubiérase dicho que vibraba en sus oídos el sonido de una campana. Cuando se hablaban, aunque Teresa escuchase tímida y con los ojos bajos los discursos de su caballero, como Luigi Vampa leía en los ojos ardientes del bello joven que aquellos discursos eran lisonjas, le parecía que la tierra se abría bajo sus pies y que todas las voces del infierno murmuraban sordamente a su oído palabras de muerte y de asesinato. Luego, temiendo dejarse arrastrar por su locura, se cogía con una mano al sillón en el cual se apoyaba, y con la otra oprimía con un movimiento convulsivo el puñal de mango cincelado que pendía de su cinturón, y que, sin darse cuenta, sacaba algunas veces casi enteramente de la vaina.
    »Estaba celoso. Sentía que llevada de su naturaleza ligera y orgullosa, Teresa podía olvidarle. Y sin embargo la bella aldeana, tímida y casi espantada al principio, pronto se había repuesto. Ya hemos dicho que Teresa era hermosa, pero aún no es esto todo: Teresa era coqueta con esa coquetería salvaje mucho más poderosa y atractiva que nuestra coquetería afectada. Unido esto a su gracia, a su candor, a su belleza, porque era bella y muy bella, le atrajo todos los obsequios de los caballeros de la cuadrilla, y si bien podemos asegurar que Teresa tenía envidia a la hija del conde, sin embargo, no nos atrevemos a decir que Carmela no estuviese celosa de ella.
    »Una vez estuvo terminada la danza, su elegante compañero, no sin cesar los cumplidos y obsequios, la volvió a conducir al punto del que la había sacado a bailar y donde la esperaba Luigi.
    » Dos o tres veces durante la contradanza, la joven le había dirigido una mirada, y cada vez le había visto pálido y con las facciones alteradas.
    » Una vez la hoja de su puñal, medio sacada de su vaina, había brillado a sus ojos con un resplandor siniestro, y he aquí por qué temblaba como el azogue cuando volvió a apoyar su brazo en el de su amante.
    »Había obtenido tan grande éxito la cuadrilla, que se trató de re. petir la danza, y aunque Carmela se oponía, el conde de San Felice rogó con tanta ternura a su hija, que al fin consintió.
    »Al punto uno de los caballeros se dirigió a Teresa, sin la cual era imposible que la contradanza se verificase, pero la joven había desaparecido.
    »En efecto, Luigi no se sintió con ánimos para sufrir una segunda prueba, y sea por persuasión o por fuerza, arrastró a Teresa hacia otro punto del jardín. Teresa cedió bien a pesar suyo, pero había visto la alterada fisonomía del joven, y comprendía por su silencio entrecortado, por sus estremecimientos nerviosos que pasaba en él algo raro.
    Ella sentía también una agitación interior, y sin haber hecho, sin embargo, nada malo, comprendía que Luigi tenía derecho para quejarse. ¿De qué...?, lo ignoraba, pero no por eso dejaba de conocer que sus quejas serían merecidas. No obstante, con gran asombro de Teresa, Luigi permaneció mudo y ni siquiera entreabrió sus labios para pronunciar una palabra durante el resto de la noche. Mas cuando el frío hizo salir de los jardines a los convidados, y cuando las puertas se hubieron cerrado para ellos, pues iba a comenzar una fiesta íntima, se llevó a Teresa, y al entrar en su casa le dijo:
    »-Teresa, ¿en qué pensabas cuando estabas bailando frente a la joven condesa de San Felice?
    >r-Pensaba -respondió la joven con toda la franqueza de su alma-, que daría la mitad de mi vida por tener un traje como el de ella.
    »-¿Y qué lo decía lo pareja?
    »-Que sólo me bastaba pronunciar una palabra para tenerlo.
    »-Y no le faltaba razón -contestó Luigi con voz sorda-. ¿Deseas, pues, ese traje tan ardientemente como dices?
    »-Sí.
    »-¡Pues bien!, lo tendrás.
    »Levantó asombrada la joven la cabeza para preguntarle, pero su rostro estaba tan sombrío y tan terrible que la voz se le heló en sus labios. Por otra parte, al pronunciar estas palabras Luigi se había alejado. Teresa le siguió con la mirada en la oscuridad mientras pudo, y así que hubo desaparecido entró en su cuarto suspirando.
    »Aquella misma noche tuvo lugar un desagradable acontecimiento: tal vez por la poca precaución de algún criado al apagar las luces, el fuego se había apoderado de la quinta de San Felice, justamente en los alrededores de la habitación de la hermosa Carmela.
    »En medio de la noche despertóse ésta por el resplandor de las llamas, había saltado de su cama, se había envuelto en su bata, y había intentado huir por la puerta, pero el corredor por el cual debía pasar estaba ya invadido por las llamas. Luego entró en su cuarto pidiendo socorro, cuando de repente se abrió el balcón, situado a veinte pies de altura, un joven aldeano se arrojó en el aposento, cogió a la casi exánime joven entre sus brazos, y con una fuerza y agilidad extraordinarias y sobrehumanas, la transportó fuera de la quinta depositándola sobre la hierba del prado, donde quedó desvanecida. Al recobrar el sentido, su padre se hallaba delante de ella, todos los criados la rodeaban prodigándole socorros. Había sido devorada por el incendio un ala entera del palacio, pero ¡qué importaba si Carmela se había salvado! Buscaron por todas partes a su libertador, pero éste no apareció. Preguntaron a todos, pero nadie le había visto. Carmela estaba tan turbada que no le había reconocido. Además, como el conde era inmensamente rico, excepto el peligro que había corrido su hija, y que le pareció por la milagrosa manera con que se había salvado, más bien un nuevo favor de la Providencia que una desgracia real, la pérdida ocasionada por las llamas fue insignificante para él.
    »Al día siguiente, a la hora de costumbre, encontráronse los dos jóvenes pastores en su sitio, cerca del bosque. Luigi era quien había llegado primero a la cita, y salió al encuentro de la joven con alborozo. Parecía haber olvidado por completo la escena de la víspera. Teresa estaba visiblemente pensativa, pero al ver a Luigi tan alegre, afectó por su parte un gozo que no sentía, a pesar de ser propio de su carácter cuando alguna otra pasión no venía a turbarla. Luigi tomó del brazo a Teresa y la condujo hasta la entrada de la gruta. Allí se detuvo. Comprendió la joven que había algo de extraordinario en la conducta del joven y en su consecuencia le miró fijamente como queriendo interrogarle con los ojos.
    »-Teresa -dijo Luigi-, ayer por la noche me dijiste que darías la mitad de lo vida por tener un traje semejante al de la hija del conde.
    »-En efecto -dijo Teresa-, pero estaba loca al desear tal cosa. »-Y yo lo respondí: "Está bien, lo tendrás."
    »-Sí -respondió la joven, cuyo asombro crecía a cada palabra de Luigi-, pero sin duda respondiste aquello para no disgustarme.
    »-Nunca lo he prometido nada que no lo haya dado. Teresa -dijo Luigi con orgullo-, entra en la gruta y vístete.
    »Y diciendo estas palabras retiró la piedra y mostró a Teresa la gruta iluminada por dos bujías que ardían a cada lado de un soberbio espejo. Sobre la mesa rústica, hecha por Luigi, estaban colocados el collar de perlas y las agujas de diamantes; sobre una silla estaba depositado el resto del adorno.
    » Teresa lanzó un grito de júbilo, y sin informarse siquiera de dónde había salido aquel brillante traje, y sin dar tampoco las gracias a Luigi colocó la piedra detrás de ella, porque acababa de apercibir sobre la cumbre de una pequeña colina que impedía ver a Palestrina, un viajero a caballo, que se detuvo un momento como incierto y vacilante, sin saber qué camino era el que debía seguir.
    »Viendo a Luigi, el viajero espoleó su caballo y se acercó a él. Luigi no se había engañado; el viajero que se dirigía de Palestrina a Tívoli no sabía a ciencia cierta cuál era el camino que debía tomar. El joven se lo indicó, pero como a un cuarto de milla de allí el camino se dividía en tres senderos, y llegado a ellos el viajero podía extraviarse de nuevo, rogó a Luigi que le sirviera de guía.
    »Luigi se quitó la capa y la colocó en tierra, se echó la escopeta al hombro y marchó delante del viajero con ese paso rápido del montañés, que a duras penas puede seguir el trote de un caballo.
    »En diez minutos Luigi y el viajero llegaron al sitio designado por el joven pastor y éste entonces, con el soberbio y majestuoso ademán de un emperador, extendió el brazo señalando con el dedo la senda que debía seguir el viajero.
    »-Este es vuestro camino -dijo-, ya no es fácil ahora que su excelencia se equivoque.
    »-He ahí lo recompensa -dijo el viajero ofreciendo al joven pastor algunas monedas.
    »-Gracias -dijo Luigi retirando la mano-, os doy un servicio, pero no os lo vendo.
    »-Sin embargo, -dijo el viajero, que parecía acostumbrado a
    aquella notable diferencia entre la servidumbre del hombre de las ciudades y el orgullo del campesino-, si rehúsas un salario no desdeñarás un regalo.
    »-¡Ah!, eso ya es otra cosa.
    »-¡Pues bien! Toma estos dos zequíes venecianos y dáselos a lo novia para unos zarcillos.
    »-Y vos tomad este puñal -dijo el joven pastor-. No encontraréis otro cuyo mango esté mejor tallado desde Albano a Civita de Castelane.
    »-Lo acepto -dijo el viajero-, pero entonces yo soy el que lo quedo agradecido, porque este puñal vale mucho más que los zequíes.
    »-En la ciudad tal vez, pero como lo he tallado yo mismo, apenas vale una piastra.
    »-¿Cuál es lo nombre? -preguntó el viajero.
    »-Luigi Vampa -respondió el pastor con el mismo tono que si hubiera contestado: Alejandro, rey de Macedonia-. ¿Y vos?
    »-Yo... -dijo el viajero-, me llamo Simbad el Marino.
    Franz de Epinay lanzó un grito de sorpresa.
    -¡Simbad el Marino! -exclamó.
    -Sí -respondió el narrador-, ése es el nombre que el viajero dijo a Vampa.
    -¡Y bien! ¿Qué es lo que os admira en ese nombre? -interrumpió Alberto-, es un nombre muy bello, y las aventuras del patrón de este caballero, debo confesarlo, me han divertido mucho en mi juventud.
    Franz no quiso insistir más. Aquel nombre de Simbad el Marino, como se comprenderá, despertó en él una multitud de recuerdos.
    -Continuad -dijo al posadero.
    -Vampa guardó desdeñosamente los dos zequíes en su bolsillo y emprendió de nuevo el camino que trajera al venir. Así que hubo llegado a unos doscientos pasos de la gruta parecióle oír un grito. Se detuvo, procurando descubrir el lado de donde saliera aquél, y al cabo de un segundo oyó su nombre pronunciado distintamente, viniendo el sonido de la voz del lado donde estaba la gruta.
    »Saltando como un gamo montó el gatillo de su escopeta a medida que corría, y en menos de un minuto estuvo en lo alto de la colina opuesta a aquella en que vio al viajero. Allí los gritos de socorro llegaron más distintos a sus oídos. Dirigió una mirada por el espacio que dominaba. Un hombre robaba a Teresa como el centauro Neso a Dejanira. Este hombre, que se dirigía hacia el bosque, había ya andado las tres cuartas partes del camino que mediaba entre aquél y la gruta. Vampa calculó la distancia; aquel hombre le llevaba más de doscientos pasos de delantera; era, pues, imposible alcanzarle antes de que hubiese llegado al bosque, y en el bosque lo perdería. El joven pastor se detuvo como si le hubiesen clavado en aquel lugar. Apoyó en su hombro derecho la culata de su escopeta, apuntó lentamente al raptor, le siguió un segundo en su carrera y al fin hizo fuego.
    »El raptor se detuvo, sus rodillas flaquearon y se desplomó arrastrando a Teresa en su caída. Pero ésta se levantó al punto. En cuanto al fugitivo permaneció tendido, luchando con las convulsiones de la agonía. Vampa se lanzó hacia Teresa, porque a diez pasos del moribundo había caído de rodillas y el joven temía que la bala que acababa de matar a su enemigo hubiese herido a Teresa. Felizmente no sucedió así; era el terror únicamente que había paralizado sus fuerzas. Cuando Luigi se hubo asegurado de que estaba sana y salva, se volvió hacia el herido. Este acababa de expirar con los puños crispados, la boca contraída por el dolor y los cabellos erizados por el sudor de la agonía; sus ojos se habían quedado abiertos y amenazadores.
    »Vampa se acercó al cadáver y reconoció a Cucumetto.
    »El día en que el bandido había sido salvado por los dos jóvenes se había enamorado de Teresa y había jurado que la joven le pertenecería. La había espiado desde entonces, y aprovechándose del único momento en que su amante la dejara sola para indicar el camino al viajero, la había robado y ya la creía suya, cuando la bala de Vampa, guiada por la infalible puntería del joven pastor, le había atravesado el corazón. Vampa le miró un momento sin que la menor emoción se pintase en su semblante, mientras que Teresa, temblorosa aún, no osaba acercarse al bandido muerto sino con lentos pasos, arrojando sólo alguna que otra ojeada sobre el cadaver por encima del hombro de su amante. Al cabo de un instante, Vampa se volvió hacia su amada.
    »-Bueno -dijo-, tú lo has vestido ya; ahora me toca a mí.
    »Teresa estaba, en efecto, vestida de pies a cabeza con el rico y lujoso traje de la hija del conde de San Felice. Vampa tomó entre sus brazos el cuerpo de Cucumetto y lo llevó a la gruta, mientras que, a su vez, Teresa permanecía fuera.
    »Si un segundo viajero hubiese pasado entonces, hubiera visto una escena extraña: una pastora guardando sus ovejas con falda de cachemir, un collar de perlas, collares y alfileres de diamantes y botones de zafiro, de esmeraldas y rubíes. El viajero que hubiera visto tal cosa, no hay duda que se habría creído transportado al tiempo de Florián, y hubiera asegurado a su vuelta a París que había encontrado la pastora de los Alpes sentada al pie de los montes Sabinos.
    »Transcurrido un cuarto de hora, volvió a salir Vampa de la gruta. Su traje no era en su género menos elegante que el de Teresa.
    »Vestía una almilla de terciopelo grana, con botones de oro cincelados; un chaleco de seda cuajado de bordados, una banda romana
    atada al cuello, un portapliegos bordado de oro y de seda encarnada y verde, calzones de terciopelo de color azul celeste atados por encima de sus rodillas con dos hebillas de diamantes, unos botines de piel de gamo bordados de mil arabescos, y un sombrero en que flotaban cintas de colores; de su cinturón colgaban dos relojes y asimismo un magnífico puñal.
    »Teresa lanzó un grito de admiración. Vampa con este traje se asemejaba a una pintura de Leopoldo Robert o de Schenetz. Se había vestido el traje completo de Cucumetto. El joven reparó en el efecto que producía en su amada y una sonrisa de orgullo satisfecho asomó a sus labios.
    »-Ahora ---dijo a Teresa-,dime, ¿estás dispuesta a compartir mi suerte, cualquiera que sea?
    »-¡Oh, sí! -exclamó la joven con entusiasmo-. Sí.
    »-¿Te hallas pronta a seguirme donde yo vaya?
    » -¡Aunque sea al fin del mundo!
    >-Entonces, cógete de mi brazo y partamos, porque no tenemos tiempo que perder.
    »La joven cogió el brazo de su amado sin preguntarle siquiera dónde la conducía, porque en aquel momento le parecía hermoso, fiero y potente como un dios. Entonces avanzaron los dos hacia el bosque atravesando la llanura en menos de un minuto.
    »Preciso es decir que ni un sendero había en la montaña que fuese desconocido a Vampa. Avanzó, pues, en el bosque sin vacilar, aunque no hubiese ningún camino, reconociendo solamente el que debía seguir por la posición de los árboles y por la maleza. Un torrente seco que conducía a una profunda garganta apareció ante sus ojos y Vampa siguió este extraño camino, que, enterrado, por decirlo así, y oscurecido por la espesa sombra de los elevados pinos, se asemejaba a aquel sendero del Averno de que nos habla Virgilio.
    »Temerosa del aspecto de aquel lugar salvaje y desierto, Teresa se estrechaba contra su guía sin pronunciar una palabra, pero como le veía caminar siempre con un paso igual y como la más profunda tranquilidad brillaba en su semblante, encontró fuerzas bastantes en sí misma para disimular su emoción.
    »De pronto, a diez pasos de donde ellos estaban, un hombre pareció destacarse de un árbol detrás del cual estaba oculto, y apuntando con un trabuco a Vampa exclamó:
    »---¡Si das un paso más, eres hombre muerto!
    »-¡Vaya! -dijo Vampa levantando la mano con despreciativo ademán-, ¿acaso se devoran los lobos a sí mismos?
    »-¿Quién eres? -preguntó el centinela.
    »-Soy Luigi Vampa, el pastor de la quinta de San Felice.
    »-¿Y qué es lo que quieres?
    »-Hablar a tus compañeros que están en el bosque de RoccaBianca.
    >-Entonces, sígueme -dijo el centinela-, o mejor, puesto que sabes el camino, marcha delante.
    » Vampa se sonrió con aire de desprecio de aquella precaución del bandido, pasó delante con Teresa, y continuó su camino con el mismo paso tranquilo y firme que le había conducido hasta allí.
    » Transcurridos cinco minutos, el bandido les hizo señas para que se detuviesen, y ambos jóvenes obedecieron. El centinela entonces imitó por tres veces el graznido del cuervo y un murmullo de voces respondió a esta triple llamada.
    »-Bueno, ahora puedes continuar lo camino -dijo el bandido.
    »Ambos jóvenes adelantáronse entonces, pero a medida que avanzaban, Teresa, cada vez más trémula y sobrecogida, se iba arrimando a Luigi, porque a través de los árboles veíanse aparecer hombres y relucir los cañones de sus escopetas.
    »El bosque de Rocca-Bianca hallábase situado en la cumbre de un montecillo que antiguamente había sido un volcán, volcán extinguido antes que Rómulo y Remo hubiesen abandonado Alba para ir a fundar Roma.
    »La pareja llegó a la cima y se encontraron cara a cara con veinte bandidos.
    »-Aquí tenéis un joven que os busca -dijo el centinela.
    »-¿Y qué quieres de nosotros? -preguntó el que hacía las veces de capitán en ausencia de éste.
    »-Quiero deciros que estoy fastidiado de ser pastor -replicó Vampa.
    » ¡Ah! ¡Ya! -dijo el teniente-. ¿Y vienes a pedirnos que te alistemos en nuestra partida?
    »-Bien venido seas -gritaron muchos bandidos de Ferrusino, de Pampinara y de Anagui que habían reconocido a Luigi Vampa.
    »-Sí, pero vengo a pediros otra cosa más que ser vuestro compañero.
    »-¿Y qué es? -dijeron los bandidos con asombro.
    »-Vengo a pediros ser... vuestro capitán -dijo el joven con aire resuelto.
    »Una estrepitosa carcajada contestó a este rasgo de audacia.
    »-¿Y qué has hecho para aspirar a tal honor? -preguntó el teniente.
    »-He matado a vuestro jefe Cucumetto, cuyos despojos tenéis a
    vuestra vista -dijo Luigi-, y he incendiado la quinta de San Felice para dar un traje de boda a mi novia.
    »Una hora después Luigi Vampa era elegido capitán en reemplazo de Cucumetto.
    -¡Y bien!, mi querido Alberto -dijo Franz, volviéndose hacia su amigo-. ¿Qué pensáis ahora del ciudadano Luigi Vampa?
    -Digo que eso es mitológico y que jamás ha existido.
    -¿Qué significa mitológico? -preguntó maese Pastrini.
    -Sería largo de explicároslo, querido huésped -respondió Franz-. ¿Decís, pues, que el tal Vampa ejerce en este momento su profesión en los alrededores de Roma?
    -Y con tanta habilidad, que jamás ha demostrado otro bandido antes que él.
    -¿Y la policía no ha intentado apresarlo?
    -Ya se ve que sí, pero está de acuerdo a un tiempo con los pastores de la llanura, los pescadores del Tíber y los contrabandistas de la costa. Quiere decir que lo buscan por la montaña y se está en el río; le persiguen por el río y le tenéis en alta mar. De pronto, cuando se le cree refugiado en la isla de El-Giglio, de El-Guanocetti o de Montecristo, se le ve aparecer en Albano, en Tívoli o en la Riccia.
    -¿Y cuál es su proceder con respecto a los viajeros?
    -¡Oh!, muy sencillo. Según la distancia en que esté de la ciudad, da de término ocho horas, doce, o un día para pagar su rescate. Transcurrido este tiempo concede todavía una hora; pasada ésta, si no tiene el dinero, hace saltar de un pistoletazo la tapa de los sesos del prisionero o le hunde un puñal en el corazón, y asunto terminado.
    -¡Y bien, Alberto! -preguntó Franz a su compañero-, ¿estáis aún dispuesto a ir al Coliseo por los paseos exteriores?
    -Sin duda -dijo Alberto-. ¿No habéis dicho que es el camino más pintoresco?
    En aquel mismo instante dieron las nueve, la puerta se abrió y el cochero apareció en ella.
    -Excelencia -dijo-, el coche os espera.
    -Bien -dijo Franz-, en este caso, al Coliseo.
    -¿Por la puerta del Popolo, o por las calles, excelencia?
    -Por las calles, ¡qué diantre!, por las calles -exclamó Franz.
    -¡Ah, amigo mío -dijo Alberto, levantándose a su vez y encendiendo el tercer cigarro-, a decir verdad os creía más valiente...
    Dicho esto, los dos jóvenes bajaron la escalera y subieron al coche.

    Capítulo doce
    Apariciones
    Franz encontró un término medio para que Alberto llegase al Coliseo sin pasar por delante de ninguna ruina antigua, y por consiguiente sin que las preparaciones graduales quitasen al Coliseo un solo ápice de sus gigantescas proporciones. Este término medio consistía en seguir la Vía Sixtina, cortar el ángulo derecho delante de Santa María la Mayor, y llegar por la Vía Urbana y San Pietro-in-Vincoli hasta la Vía del Coliseo.
    Ofrecía otra ventaja este itinerario: la de no distraer en nada a Franz de la impresión producida en él por la historia que había contado Pastrini, en la cual se hallaba mezclado su misterioso anfitrión de Montecristo. Así, pues, había vuelto a aquellos mil interrogatorios interminables que se había hecho a sí mismo, y de los cuales ni uno siquiera le había dado una respuesta satisfactoria.
    Por otra parte, había otra cosa aún que le había recordado a su amigo Simbad el Marino: eran aquellas misteriosas relaciones entre los bandidos y los marineros. Lo que dijera Pastrini del refugio que encontraba Vampa en las barcas de los pescadores contrabandistas, recordaba a Franz aquellos dos bandidos corsos que había hallado cenando con la tripulación del pequeño yate que había virado de rumbo y había abordado en Porto-Vecchio, con el único fin de desembarcarlos. El nombre con que se hacía llamar su anfitrión de MonteCristo, pronunciado por su huésped de la fonda de Londres, le probaba que representaba el mismo papel filantrópico en las costas de Piombino, de Civita-Vecchia, de Ostia y de Gaeta, que en las de Córcega, Toscana, España y aun en las de Túnez y Palermo, lo cual era una prueba de que abrazaba un círculo bastante extenso de relaciones.
    Sin embargo, por muy fijas que estuviesen en la imaginación del joven todas aquellas reflexiones, por más preocupado que le tuviesen, desvaneciéronse repentinamente cuando vio elevarse ante sí el sombrío y gigantesco espectro del Coliseo, a través de cuyas puntas y aberturas la luna proyectaba aquellos pálidos y prolongados rayos que arrojan los ojos de los fantasmas.
    Detúvose el carruaje a algunos pasos de la Meta Sudans. El cochero fue a abrir la portezuela, los dos jóvenes bajaron del carruaje y se encontraron enfrente de un cicerone que parecía haber salido de la tierra. Como también les había seguido el de la fonda, resultó que tenían dos.
    Es totalmente imposible evitar en Roma este lujo de guías; además del cicerone general que se apodera de uno en el mismo instante en que se ponen los pies en el dintel de la puerta de la fonda, y que no os abandona hasta el día en que se ponen los pies fuera de la ciudad, hay aún un cicerone especial en cada monumento. júzguese si no se debe ir acompañado de un cicerone en el Coliseo, o sea, en el monumento por excelencia, que obligó a decir a Marcial: «Cese Menfis de ponderarnos los estrepitosos milagros de sus pirámides, que no se canten más las maravillas de Babilonia, todo debe ceder ante el inmenso trabajo del anfiteatro de los Césares, y todas las voces de la fama deben reunirse para ponderar este monumento.» Franz y Alberto no trataron de sustraerse a la tiranía cicerónica, y a más esto sería tanto más difícil cuanto que sólo los guías tienen derecho a recorrer el monumento con antorchas. No hicieron, pues, ninguna resistencia, y se entregaron a los guías para que los condujesen.
    Franz conocía este paseo por haberlo hecho diez veces; pero como su compañero, más novicio, ponía el pie por primera vez en el monumento de Flavio Vespasiano, debo confesarlo en alabanza suya, a pesar de la ignara charlatanería de sus guías, estaba fuertemente impresionado. En efecto, no se puede formar una idea, cuando no se ha visto, de la majestad de semejante ruina, cuyas proporciones están aumentadas más y más por la misteriosa claridad de la luna meridional cuyos rayos se asemejan a un crepúsculo de Occidente.
    Así pues, apenas, pensativo y cabizbajo, Franz hubo andado cien pasos bajo los pórticos interiores, que abandonando a Alberto y a sus guías, que no querían renunciar al imprescriptible derecho de hacerle ver detalladamente la Fosa de los Leones, la mansión de los Gladiadores, el Podium de los Césares, se dirigió hacia una escalera medio en ruinas, y haciéndoles continuar en simétrico camino, fue a sentarse a la sombra de una columna enfrente de una abertura que le permitía abrazar al gigante de granito en toda su majestuosa extensión.
    Estaba Franz allí hacía un cuarto de hora, perdido, como se ha dicho, en la sombra de una columna, ocupado en mirar a Alberto que en compañía de sus dos guías, con antorchas, acababa de salir de un vomitorium colocado al extremo del Coliseo, y los cuales, semejantes a dos sombras que siguen un fuego vago, descendían de grada en grada hasta los sitios reservados a las vestales, cuando le pareció percibir el ruido de una piedra en las profundidades del monumento, desgajada de la escalera situada enfrente de la que él acababa de subir para colocarse en el lugar en que estaba sentado. Nada hay de extraño en una piedra que se desprende bajo el pie del tiempo y cae rodando a un abismo, pero a Franz le pareció que aquella piedra había cedido bajo el pie de un hombre, y que un ruido de pasos llegaba hasta él, aunque el que lo ocasionaba hiciese cuanto pudiese para apagarlo.
    Efectivamente, a los pocos momentos apareció un hombre, saliendo gradualmente de la sombra a medida que subía la escalera, conforme iban bajando se confundían en las tinieblas.
    Nada impedía suponer que fuese un viajero como él que se hubiese retirado, prefiriendo una meditación solitaria a la insignificante charla de sus guías, y por lo tanto su aparición no tenía nada que pudiese sorprenderle. Pero en la indecisión con que subía los últimos escalones, en la manera con que, llegado que hubo a la plataforma, se detuvo y pareció escuchar, era probable que había venido con un fin particular y que esperaba a alguien. Por un movimiento instintivo y maquinal, escondióse Franz todo lo que pudo detrás de la columna. A diez pasos del pavimento donde ambos se encontraban, la bóveda estaba algún tanto derribada, y una abertura redonda, semejante a la de un pozo, permitía percibir el cielo sembrado enteramente de estrellas. Alrededor de esta abertura que casi más de cien años hacía daba paso a los débiles y pálidos rayos de la luna, habían nacido una multitud de hierbas silvestres, cuyas ramas se destacaban erguidas sobre el azul mate del firmamento, mientras que las enredaderas y la hiedra pendían de aquel terrado superior y se balanceaban bajo la bóveda, parecidas a cuerdas flotantes.
    El personaje cuya misteriosa llegada había llamado la atención de Franz se hallaba situado en la penumbra, que aunque impedía examinar sus facciones, no era sin embargo lo suficiente oscura para impedir que se distinguiese su traje. Iba envuelto en una gran capa parda, cuyo embozo caído sobre el hombro izquierdo, le ocultaba la parte inferior del rostro, mientras que su sombrero de anchas alas cubría la parte superior. Solamente el extremo de su vestimenta, que se hallaba iluminada por la luz oblicua que atravesaba la abertura, permitía distinguir un pantalón negro, cuyo botín cuadraba coquetamente una hota charolada. Este hombre pertenecía evidentemente, si no a la aristocracia, a los menos a la alta sociedad.
    Hacía algunos minutos que estaba allí y ya comenzaba a impacientarse, cuando un ligero ruido se dejó oír en la parte superior. Al punto una sombra interceptó la luz. Un hombre apareció en la abertura, arrojó una ojeada penetrante por las tinieblas, y al fin distinguió al hombre de la capa. Después, cogiéndose a un puñado de aquellas enredaderas y de aquellas hiedras flotantes, se dejó deslizar, y cuando llegó a tres o cuatro pies del pavimento, dejóse caer ligeramente. Es de advertir que el nuevo personaje vestía un traje de transtevere.
    -Disculpadme, excelencia -dijo en dialecto romano-, si os he hecho esperar; sin embargo, no me he retardado más que algunos minutos, porque las diez acaban de dar en San Juan de Letrán.
    -Más bien soy yo quien se ha adelantado -respondió el extranjero en el más puro toscano-; así, pues, nada de cumplidos y luego, a,mque hubieseis tardado más, ya me habría figurado que sería por una causa ajena a vuestra voluntad.
    -Y os lo hubierais figurado con razón, excelencia. Vengo del castillo de San Angelo, y me ha costado gran trabajo el hablar a Beppo.
    -¿Quién es Beppo?
    -Beppo es un empleado de la cárcel al que le tengo destinada una rentita para saber todo cuanto ocurre en el interior del Castillo de Su Santidad.
    -¡Ah! , ¡ah! , veo que sois un hombre cauto, querido.
    -¡Qué queréis, excelencia! Nadie sabe lo que cualquier día puede acontecer. Tal vez a mí mismo me echarán un día el guante, como ha sucedido con el pobre Pepino, y necesitaré entonces un ratón que me roa las puertas de la cárcel.
    -En fin, ¿qué habéis averiguado?
    -El martes habrá dos ejecuciones, a las dos, como es costumbre en Roma; un condenado será mazzolato; éste es un miserable que ha asesinado a un sacerdote que le educó, y que no merece ningún interés; el otro será decapitado, y éste es el pobre Pepino.
    -¡Ya veis, querido! Inspiráis tanto terror no solamente al gobierno pontifical, sino a los reinos vecinos, que quieren hacer un ejemplar castigo.
    -Pero Pepino no forma parte de nuestra banda, es un pobre pastor que no ha cometido más crimen que el de proporcionamos víveres.
    -Pues eso basta y sobra para que se le considere como vuestro cómplice; así pues, ya veis que le guardan algunas consideraciones. En vez de martirizarlo como harían con vos, si os llegaran a echar la mano, se contentan con guillotinarlo. Esto variará los planes del pueblo y habrá espectáculo para toda clase de gustos.
    -Sin el que yo preparo y con el cual no cuentan -prosiguió el transtevere.
    -Amigo mío, permitidme deciros -prosiguió el hombre de la capa-, que me parecéis dispuesto a hacer alguna simpleza.
    -Estoy dispuesto a todo para impedir la ejecución del pobre diablo que morirá por causa mía; ¡por la madonna!, me consideraría muy cobarde si no hiciese algo por ese valiente muchacho.
    -¿Y qué es lo que pensáis hacer?, veamos...
    -Apostaré unos veinte hombres alrededor del cadalso, y en el momento en que le conduzcan, a una señal mía, nos lanzaremos, daga en mano, sobre la escolta, y le libertaremos.
    -Eso me parece muy peligroso, y decididamente creo que mi proyecto vale mucho más que el vuestro.
    -¿Y cuál es vuestro proyecto, excelencia?
    -Daré dos mil piastras a una persona que yo sé y que obtendrá que la ejecución de Pepino se dilate hasta dentro de un año; luego daré otras mil piastras a otra persona que también conozco y le haré evadir de la prisión.
    -¿Estáis seguro de obtener buen éxito?
    -¡Diantre! -dijo en francés el hombre de la capa.
    -¿Qué decís? -preguntó el transtevere.
    -Digo, querido, que más he de hacer yo con mi oro que vos y toda vuestra gente con sus puñales, sus pistolas, sus carabinas y sus trabucos. Dejadme y veréis.
    -Perfectamente; pero, por si acaso, estaremos prestos.
    -Bueno, estad prestos si así lo deseáis, pero estad también seguros de que he de obtener la dilación indicada.
    -No olvidéis que el martes es pasado mañana y que por consiguiente no os queda más día que mañana.
    -¡Y bien! ¿Qué? Un día está compuesto de veinticuatro horas, cada hora se compone de sesenta minutos, cada minuto de sesenta segundos, y en ochenta y seis mil cuatrocientos segundos se pueden hacer muchas cosas.
    -¿Y cómo sabremos si habéis obtenido buen éxito?
    -De un modo sencillísimo: He alquilado los tres últimos balcones del café Rospoli; si he obtenido la prórroga, los dos balcones de los lados estarán colgados de damasco amarillo, y el del centro de damasco blanco, con una cruz roja.
    -Magnífico. ¿Y por quién haréis entregar el perdón?
    -Enviadme uno de vuestros hombres disfrazado de penitente, y se lo daré. Gracias a su traje llegará hasta el pie del cadalso, y entregará la orden al jefe de la hermandad, que la pasará al verdugo. Mientras tanto, haced saber esta noticia a Pepino, para que no se vaya a morir de miedo o a volverse loco de desesperación, lo cual sería causa de que hubiésemos hecho un gasto inútil.
    -Escuchad, excelencia -dijo el aldeano-, os profeso un gran afecto, bien lo sabéis, ¿no es así?
    Así lo creo al menos.
    -¡Pues bien! Si salváis a Pepino, no será afecto lo que os profesaré, será obediencia.
    -Mide lo que dices, amigo mío, porque acaso algún día lo recuerde, y ese día será el que lo necesite.
    -Entonces, excelencia, me encontraréis en la hora de la necesidad, como yo os he encontrado en esta misma hora y aun cuando os fueseis al fin del mundo, no tendréis más que escribirme: “Haz esto” , y lo haré, a fe de.. .
    -¡Callad! -dijo el desconocido-, oigo ruido.
    -Son viajeros que visitan el Coliseo.
    -Es peligroso que nos encuentren juntos. Estos demonios de guías podrían reconocernos, y por honrosa que sea vuestra amistad, amigo mío, si llegaran a enterarse de que estábamos tan unidos como lo estamos, esta unión me haría perder un poco de mi crédito.
    -¿Conque si conseguís la prórroga...?
    -El balcón del centro colgado de damasco blanco con una cruz roja.
    -¿Y si no?
    -Tres colgaduras amarillas.
    -¿Y entonces...?
    -Entonces, querido amigo, manejad el puñal como gustéis, os lo permito, y yo estaré allí para veros maniobrar.
    -Adiós, excelencia, cuento con vos; contad vos conmigo.
    Y dichas estas palabras, el transtiberino desapareció por la escalera, mientras que el desconocido, embozándose bien en su capa y ocultándose enteramente el rostro, pasó a dos pasos de Franz, y descendió al circo por las gradas exteriores. Un segundo después, Franz oyó resonar su nombre en aquellas bóvedas. Era Alberto que le llamaba. Antes de responder, esperó a que los dos hombres se hubiesen alejado, procurando no revelarles que habían tenido un testigo que, si no había visto su rostro, no había al menos perdido una sola palabra de su conversación. No habían transcurrido aún diez minutos cuando Franz estaba ya en camino de la fonda de Londres, escuchando con una distracción impertinente el erudito discurso que Alberto hacía, según Plinio y Calparini, sobre las rejas guarnecidas de puntas de hierro que impedían a los animales feroces lanzarse sobre los espectadores. Franz le dejaba hablar sin contradecirle, pues deseaba hallarse solo para pensar sin distracción alguna en lo que acababa de presenciar.
    De los dos hombres, el uno seguramente era extranjero, y aquélla era la primera vez que le veía y oía, pero no ocurría lo mismo con el otro, y aunque Franz no hubiese distinguido su rostro constantemente envuelto en la sombra a oculto en su capa, el acento de aquella voz le había llamado demasiado la atención desde la primera vez que la oyera para que pudiese resonar alguna vez en su presencia sin que~la reconociese. Sobre todo, en las entonaciones irónicas, había algo de agudo y metálico que le había hecho estremecer en las ruinas del Coliseo, lo mismo que en la gruta de Montecristo. Así, pues, estaba perfectamente convencido de que aquel hombre no podía ser otro que Simbad el Marino.
    En cualquier otra circunstancia, la curiosidad que le había inspirado aquel hombre le hubiera arrastrado a darse a conocer, pero en aquel caso la conversación que acababa de oír era sobrado íntima para que no se detuviese por el temor demasiado fundado de que su aparición les causaría una sorpresa bien poco agradable. Le dejó, pues, que se alejara, como hemos visto, pero prometiendo si le encontraba otra vez no dejar escapar la segunda ocasión como lo había hecho con la primera. Impidióle la preocupación entregarse al sueño, de modo que toda aquella noche la empleó en renovar en su imaginación todas las circunstancias que parecían hacer de aquellos dos personajes el mismo individuo; además, mientras más pensaba Franz, más se afirmaba en esta opinión. Se durmió, cerca del amanecer, lo que hizo que no despertara sino muy tarde. Alberto, a fuer de verdadero parisiense, había tomado ya sus precauciones para la noche: había enviado por un palco al teatro Argentino y como Franz tenía que escribir muchas cartas para Francia, cedió el carruaje a Alberto por todo el día.
    Entró Alberto a las cinco. Había entregado las cartas de recomendación, tenía billetes para todas las tertulias y había visto Roma. Le había bastado un día a Alberto para todo esto. Y todavía había tenido tiempo para informarse de la pieza que se representaba y de los actores que la ejecutaban. El título de la pieza era «Parisina» y los actores se llamaban Coselli, Moriani y la Spech.
    Nuestros dos jóvenes no eran tan desgraciados como se ve, pues que iban a asistir a la representación de una de las mejores óperas del autor de Lucia di Lammermoor, ejecutada por tres artistas de los de más nombradía en Italia. No había podido jamás acostumbrarse Alberto a los teatros ultramontanos, cuya orquesta no se puede oír, y que no tienen ni balcones ni palcos descubiertos; esto era bastante duro para un hombre que tenía su luneta en los Bouffes y su parte de palco en la ópera. No impedía, sin embargo, que Alberto se vistiese de gran etiqueta siempre que iba a la ópera con Franz. Tiempo perdido, pues, preciso es confesarlo, para vergüenza de uno de los representantes de nuestra elegancia: después de cuatro meses que paseaba por Italia en todos sentidos, Alberto no había tenido ni lo que se llama una sola aventura.
    Y no era que no hiciese lo posible para que ésta se le presentara, no, porque Alberto de Morcef era uno de los jóvenes que más fastidiados debían estar por hallarse en tal descubierto. La cosa era tanto más penosa, cuanto que según la modesta costumbre de nuestros queridos compatriotas, Alberto había salido de París con la convicción de que iba a tener los mejores lances, y que volvería a entretener a sus amigos del boulevard de Gand contándoles sus aventuras; pero, desgraciadamente, nada de esto había sucedido. Las encantadoras condesas genovesas, florentinas y napolitanas, habían temido, no a sus maridos, sino a sus amantes, y Alberto había adquirido la cruel convicción de que las italianas tienen a lo menos sobre las francesas la ventaja de ser fieles a su infidelidad. Con todo, ello no quiere decir que en Italia, como en todas partes, no haya regla sin excepción.
    Y con todo, Alberto era no solamente un joven muy elegante, sino un hombre de mucho talento. Era además vizconde, vizconde de moderna nobleza, es muy cierto, pero en el día que no se hacen pruebas, ¿qué importa que sea uno noble desde 1399 o desde 1815? Sobre todo esto, tenía cincuenta mil libras de renta, y siendo más de lo necesario para vivir en París a la moda, era pues, algo humillante el no haberse hecho notable en ninguna de las ciudades por donde había pasado.
    Sin embargo, confiaba que no sería lo mismo en Roma, mucho más siendo el carnaval, una de las épocas de más libertad y en que las más severas se dejan arrastrar a algún acto de locura. Como el carnaval empezaba al siguiente día, era muy importante que Alberto echara a volar su prospecto antes de aquella apertura.
    Había alquilado, pues, con esa intención, uno de los palcos más visibles del teatro, y se había vestido con mucha elegancia. Estaba en la primera fila, que reemplaza la galería en nuestros teatros. Por otra parte, los tres primeros pisos son tan aristocráticos los unos como los otros, y por esta razón son llamados los palcos nobles. Aquí diremos, como de paso, que aquel palco, donde podrían estar doce personas sin estrechez, había costado a los dos amigos un poco más barato que un palco de cuatro personas en el ambigú cómico.
    Es preciso decir que Alberto tenía aún otra esperanza y era que si llegaba a encontrar cabida en el corazón de una bella romana, esto le conduciría naturalmente a conquistar un puesto en un carruaje, y por consiguiente, a ver el carnaval en algún balcón de príncipe.
    Todas estas circunstancias unidas hacían que Alberto fuese más emprendedor de lo que nunca lo había sido. Volvía la espalda a los actores, inclinándose fuera del palco, y mirando a todas las personas con unos prismáticos de seis pulgadas de largo, lo cual no hacía que ninguna mujer recompensase, con una sola mirada, ni aun de curiosidad, todos sus estudiados ademanes y movimientos. Cada cual hablaba, en efecto, de sus asuntos, de sus amores, de sus placeres, del carnaval que comenzaba al día siguiente, de la próxima Semana Santa, sin fijar la atención ni un solo instante ni en los actores, ni en la ópera, excepto en los momentos muy destacados en que todos se volvían, sea para oír un trozo del recitado de Coselli, sea para aplaudir algún rasgo brillante de Moriani, sea en fin para gritar ¡bravo! a la Spech. Pasados estos instantes tan fugaces y momentáneos, las conversaciones particulares recobraban su objeto primordial.
    Hacia el fin del primer acto, la puerta de un palco que hasta entonces había permanecido vacío se abrió y Franz vio entrar a una mujer a la cual había tenido el honor de ser presentado en París, y que creía aún en Francia. Alberto advirtió el movimiento que hizo su amigo al aparecer aquella dama, y volviéndose hacia él dijo:
    -¿Conocéis acaso a esa dama?
    -Sí, ¿qué os parece?
    -Es una rubia encantadora, querido. ¡Oh!, qué cabellos tan adorables. ¿Es francesa?
    No, veneciana.
    -¿Y se llama?
    -La condesa G...
    -¡Oh!, la conozco de nombre -exclamó Alberto-. Aseguran que además de ser hermosa tiene mucho talento. ¡Diantre! ¡Cuando pienso que hubiera podido ser presentado a ella en el último baile dado por la señora de Villefort, en el cual estaba, y que entonces no quise! ¿No es verdad que soy un imbécil?
    -¿Queréis que repare esa falta? -preguntó Franz.
    -¡Cómo! ¿La conocéis tan íntimamente para conducirme a su palco?
    -He tenido el honor de hablar con ella tres o cuatro veces en mi vida, pero, bien lo sabéis, es lo bastante para no cometer una indiscreción.
    En aquel instante, la condesa reparó en Franz y le hizo con la mano un ademán gracioso, al cual respondió él con una respetuosa inclinación de cabeza.
    -¡Vaya! ¡Me parece que estáis en buena armonía! -dijo Alberto.
    -Pues os engañáis, y he aquí lo que nos hará cometer mil tonterías a nosotros los franceses en el extranjero, por someterlo todo a nuestro punto de vista parisiense. En España y en Italia, sobre todo, no juzguéis jamás de la intimidad de las personas por lo expresivo
    de los cumplimientos. Hemos simpatizado la condesa y yo, pero eso es todo.
    -¿Simpatía de alma? -preguntó con una sonrisa Alberto.
    -No, de carácter -respondió gravemente Franz.
    -¿Y en dónde empezó, en dónde tuvo lugar la tat simpatía?
    -En un paseo que dimos por el Coliseo, parecido al que juntos hemos dado.
    -¿A la luz de la tuna?
    -Sí.
    -¿Solos?
    -Casi.
    -Y hablasteis...
    -De los muertos.
    -¡Ah! -exclamó Alberto-, pues entonces la conversación no dejaría de ser agradable, y por lo mismo os prometo que si tengo la dicha de servir de acompañante a la bella condesa en un paseo semejante al vuestro, no le hablaré sino de los vivos.
    -Y tal vez haréis más.
    -Mientras tanto, vais a presentarme a ella como me lo habéis prometido.
    -Tan pronto como se baje el telón.
    -¡Cuán largo es este diablo de primer acto!
    -Escuchad el final, querido, porque a más de ser muy bello, Coselli lo canta admirablemente.
    -Sí, ¡pero qué talle... !
    -La Spech está sumamente dramática.
    -Sí, no lo discuto, pero ya conocéis que cuando se ha oído a la Lontag y la Malibrán...
    -¿No os parece excelente el método de Moriani?
    -No me gustan los morenos que cantan rubio.
    -Amigo mío -dijo Franz volviéndose, mientras que Alberto continuaba mirando con los anteojos-, a decir verdad estáis hoy muy insulso y distraído.
    Al fin bajó el telón, con gran satisfacción del vizconde de Morcef, que tomó su sombrero, se arregló sus cabellos, compuso su corbata y sus puños, a hizo observar a Franz que le esperaba. Como por su parte la condesa, a quien Franz interrogaba con la mirada, le dio a entender que sería bien recibido, no tardó éste en satisfacer la impaciencia de Alberto y dirigiéndose al palco seguido de su compañero, que se aprovechaba del paseo para componer los falsos pliegues que los movimientos habían podido imprimir en el cuello de la camisa y en las solapas de su frac, llamó al palco número 4, que era el que ocupaba
    la condesa. Esta se levantó al punto, cediendo su lugar al recién llegado, según es costumbre en Italia y según se cede siempre cuando llega una visita.
    Presentó Franz a la condesa a Alberto como uno de los jóvenes franceses más distinguidos por su posición social, por sus nada escasos conocimientos y por las muchas otras cualidades que le adornaban, todo lo cual no dejaba de ser cierto, porque tanto en París como en cualquier parte que estuviese, se tenía a Alberto por un perfecto caballero.
    Franz procuró añadir que, pesaroso su amigo de no haber sabido aprovechar la estancia de la condesa en París para hacer que le presentasen a ella, le había encargado que reparase su falta, misión que cumplía, rogando a la condesa, a cuyo lado también él hubiera necesitado un introductor, que excusase su indiscreción. La condesa respondió con un saludo encantador a Alberto, y presentando lá mano a Franz. Invitado por ella, Alberto se sentó en el lugar desocupado de la delantera, y Franz lo verificó en segunda fila, detrás de la condesa.
    Alberto había hallado un excelente tema de conversación, París, y por consiguiente hablaba a la condesa de sus conocimientos comunes. Franz comprendió que se hallaba en su terreno. Dejóle, pues, y pidiéndole sus gigantescos anteojos, se puso a su vez a explorar el salón. Sentada en un sillón delantero de un palco de tercera fila enfrente de ellos, estaba una mujer de una hermosura admirable, vestida con un traje griego que llevaba con tanta gracia y soltura que era evidentemente su traje habitual. Detrás de ella, entre la sombra, se dibujaba la silueta de un hombre cuyo rostro era imposible distinguir. Franz interrumpió la conversación de Alberto y de la condesa paa preguntar a esta última si conocía a la hermosa albanesa, digna de atraer no solamente la atención de los hombres, sino también de las mujeres.
    -No -dijo-, todo cuanto sé es que está en Roma desde el principio de la estación, porque desde que está abierto el teatro la he visto cotidianamente en el mismo palco que hoy se encuentra, unas veces acompañada del hombre que en este momento se encuentra con ella, y otras seguida tan sólo de un criado negro.
    -¿Qué os parece, condesa?
    -Muy bonita; Medora debió asemejarse a esa mujer.
    Franz y la condesa cambiaron una sonrisa, volviendo de nuevo esta última a entablar su interrumpida conversación con Alberto y Franz a mirar a su albanesa. Se levantó entonces el telón. Era uno de esos bailes italianos puestos en escena por el famoso Henry, que se ha formado como coreógrafo una reputación tan colosal en Italia, y que el desgraciado ha venido por fin a perder en el teatro Náutico; uno de esos bailes que todo el mundo, desde el primer bailarín al último comparsa, toman una parte tan activa en la acción, que ciento cincuenta personas hacen a la vez el mismo ademán y levantan a un tiempo el mismo brazo o la misma pierna. Es llamado este baile Dorliska.
    A Franz le tenía demasiado preocupado su hermosa albanesa para ocuparse del baile por muy interesante que fuese. En cuanto a la desconocida, parecía experimentar un placer visible en aquel espectáculo, placer que formaba un notable contraste con el profundo desdén del que la acompañaba, y que mientras duró la escena coreográfica, no hizo un movimiento, pareciendo, a pesar del ruido infernal producido por las trompetas, los timbales y los chinescos de la orquesta, gustar de las celestiales dulzuras de un sueño pacífico y embelesador.
    Al fin terminó el baile, y el telón volvió a caer en medio de los frenéticos aplausos de un público embriagado de entusiasmo. Gracias a esa costumbre de interpolar un bailecito en las óperas, los entreactos son muy cortos en Italia, teniendo tiempo para descansar y cambia de traje mientras que los bailarines ejecutan sus piruetas y ensayan sus cabriolas. Unos instantes después empezó el acto segundo.
    A los primeros sonidos de la orquesta, Franz vio al soñoliento desconocido, levantarse lentamente y acercarse a la griega, que se volvió para dirigirle algunas palabras, y se apoyó de nuevo sobre el antepecho del palco. La fisonomía de su interlocutor seguía oculta en la sombra, y Franz no podía distinguir ninguna de sus facciones.
    Empezado ya el acto, la atención de Franz fue atraída por los actores, y sus ojos abandonaron un instante el palco de la hermosa griega para fijarlos en el escenario.
    El acto comienza, como es sabido, por el dúo del sueño. Parisina, acostada, deja escapar delante de Azzo el secreto de su amor por Hugo. El esposo engañado sufre todos los furores de los celos, hasta que, convencido de que su esposa le es infiel, la despierta para darle a conocer su próxima venganza. Este dúo es uno de los más hermosos, de los más expresivos y de los más terribles que han salido de la fecunda pluma de Donizetti. Franz lo oía por tercera vez, y sin embargo, produjo en él un efecto profundo. Iba, pues, a unir sus aplausos a los del salón, cuando sus manos, prontas a chocar, permanecieron separadas, y el ¡bravo! que iba a escapar de su boca expiró en sus labios.
    Se había levantado el hombre del palco y acercando su cabeza hasta el punto en que le diera de lleno la luz, había permitido a Franz reconocer en él al mismo habitante de Montecristo, a aquel cuya voz y talle había creído descubrir en las ruinas del Coliseo. Ya no le cabía duda, el extraño viajero vivía en Roma.
    La expresión del rostro de Franz estaba sin duda en armonía con la turbación que en él produjera semejante encuentro, porque la condesa le miró, empezó a reír y le preguntó qué era lo que tenía.
    -Señora -respondió Franz-, hace poco os he preguntado si conocíais a esa mujer albanesa; ahora os pregunto si conocéis a su marido.
    -Menos todavía -respondió la condesa.
    -¿Nunca os ha llamado la atención?
    -¡He aquí una pregunta enteramente francesa! ¡Bien sabéis que para nosotras, las italianas, no hay otro hombre en el mundo más que aquel a quien amamos!
    -Es verdad -respondió Franz.
    -Sin embargo, os diré -dijo ella acercando los gemelos de Alberto a sus ojos y dirigiéndolos hacia el palco- que debe ser algún recién desenterrado, algún muerto salido de su tumba, con el correspondiente permiso del sepulturero, se entiende, porque me parece horriblemente pálido.
    -Pues siempre está lo mismo -respondió Franz.
    -¿Entonces le conocéis? -preguntó la condesa-. Así, yo soy la que os preguntará quién es.
    -Estoy seguro de haberle visto antes de ahora, pero no atino ni dónde ni cuándo.
    -En efecto -dijo ella haciendo un movimiento con sus hermosos hombros como si un estremecimiento circulase por sus venas-, comprendo que cuando se ha visto una vez a un hombre semejante, jamás se le puede olvidar.
    El efecto que Franz había experimentado no era, pues, una impresión particular, puesto que otra persona lo sentía también.
    -Y decidme -preguntó Franz a la condesa después que le hubo observado por segunda vez-, ¿qué pensáis de ese hombre?
    -Que creo ver a Lord Ruthwen en persona.
    Este nuevo recuerdo de Lord Byron admiró a Franz, porque, en efecto, si alguien podía hacerle creer en los vampiros, no era otro que el hombre que tenía ante sus ojos.
    -Es preciso que sepa quién es -dijo Franz levantándose.
    -¡Oh, no! -exclamó la condesa-, no, no me dejéis sola. Cuento con vos para que me acompañéis, y os quiero tener a mi lado.
    -¡Cómo! -le dijo Franz al oído-, ¿tendríais miedo?
    -Escuchad -le dijo ella-. Byron me ha jurado que creía en los
    vampiros a incluso que los había visto. Me ha descrito su rostro, que es absolutamente semejante al de ese hombre; esos cabellos negros, esos ojos tan grandes, en que brilla una llama extraña, esa palidez mortal; además, observad que no está con una mujer como las demás, está con una extranjera..., una griega..., una cismática..., sin duda una hechicera como él... Os ruego que no os vayáis. Mañana podréis dedicaros a buscarlos, si así os parece, pero hoy os suplico que me acompañéis.
    Franz insistió.
    -Pues bien -dijo la condesa levantándose-, me voy. No puedo quedarme hasta el fin de la función, porque tengo tertulia esta noche en mi casa..., ¿seréis tan poco galante que me rehuséis vuestra compañía?
    Franz no tenía otra alternativa que la de tomar el sombrero, abrir la puerta y ofrecer su brazo a la condesa, y esto fue lo que hizo.
    La condesa estaba efectivamente muy conmovida, y el mismo Franz no dejaba tampoco de experimentar cierto terror supersticioso, tanto más natural, cuanto que lo que era en la condesa el producto de una sensación instintiva, era en él el resultado de un recuerdo. Al subir al carruaje sintió que temblaba. La condujo hasta su casa; no había nadie, y no era esperada por nadie. Franz la reconvino.
    -En verdad ---dijo ella-, no me siento bien, y tengo necesidad de estar sola. La vista de ese hombre me ha conmovido.
    Franz procuró reírse.
    -No os riáis -le dijo ella-. Prometedme además una cosa.
    -¿Cuál?
    -Prometédmela.
    -Todo cuanto queráis, excepto renunciar a descubrir a ese hombre. Tengo motivos, que me es imposible comunicaros, para desear saber quién es, de dónde viene y adónde va.
    -Ignoro de dónde viene, pero dónde va puedo decíroslo; va al infierno, no lo dudéis.
    -Volvamos a la promesa que queríais exigir de mí, condesa -dijo Franz.
    -¡Ah!, es la siguiente: entrar directamente en vuestra casa y no buscar esta noche a ese hombre. Hay cierta afinidad entre las personas que se separan y las que se reúnen. No sirváis de intermediario entre ese hombre y yo. Mañana corred tras él cuanto queráis, pero jamás me lo presentéis, si no queréis hacerme morir de miedo. Así, pues, buenas noches, procurad dormir, yo sé bien que no podré cerrar los ojos en toda la noche.
    Con estas palabras la condesa se separó de Franz, dejándole fluctuando en la indecisión de si se había divertido a su costa, o si verdaderamente sintió el temor que había manifestado.
    A1 entrar en la fonda, Franz encontró a Alberto con batín y pantalón sin trabillas, voluptuosamente arrellanado en un sillón y fumando un buen tabaco.
    -Ah, ¡sois vos! -le dijo-. Verdaderamente no os esperaba hasta mañana.
    -Querido Alberto -respondió Franz-, me felicito por tener una ocasión de deciros una vez por todas que tenéis la idea más equivocada de las mujeres italianas, y no obstante, me parece que vuestras desdichas amorosas ya debían habérosla hecho perder.
    -¿Qué queréis? ¡Esas mujeres, el diablo que las comprenda! Os dan la mano, os la estrechan, os hablan al oído, hacen que las acompañéis a su casa; con la cuarta parte de ese modo de tratar a un hombre, una parisiense perdería pronto su reputación.
    -Pues precisamente porque nada tienen que ocultar, porque viven con tanta libertad, es por lo que las mujeres se cuidan tan poco del público en el bello país donde resuena el sí, como decía Dante. Además, bien habéis visto que la condesa tenía miedo.
    -Miedo ¿de qué?, ¿de aquel honrado caballero que estaba enfrente de nosotros con aquella hermosa griega? Pues yo al salir me los encontré por el pasillo y, ¡a fe que no sé de dónde diablos os han venido esas ideas del otro mundo! Es un hombre buen mozo y muy elegante, no parece sino que se viste en Francia en casa de Blin o de Humanes. Un poco pálido, es cierto, pero bien sabéis que la palidez es un signo de distinción.
    Franz se sonrió; Alberto tenía también pretensiones de estar pálido.
    -Sí, sí -le dijo Franz-, estoy convencido de que las ideas de la condesa acerca de ese hombre no tienen sentido común; pero, decidme, ¿ha hablado a vuestro lado y habéis podido oír algo de lo que decía?
    -Ha hablado, pero en griego. He reconocido el idioma en algunas voces griegas desfiguradas. ¡Oh! ¡Me acuerdo que en el colegio el griego me hacía pasar muy malos ratos!
    -¿Conque hablaba griego?
    -Es probable.
    -No hay duda -murmuró Franz-, es él.
    -¡Cómo! ¿Qué decís...?
    -Nada. ¿Qué estabais haciendo?
    -Os estaba preparando una sorpresa.
    -¿Qué sorpresa?
    -Bien sabéis que es imposible encontrar un coche.
    -¡Diantre!, por lo menos se ha hecho cuanto humanamente se podía hacer.
    -¡Pues bien! Se me ha ocurrido una idea maravillosa.
    Franz miró a Alberto como dudando del estado de su imaginación.
    -Querido -dijo Alberto-, me honráis con una mirada que merecería os pidiese reparación.
    -Dispuesto estoy a dárosla, querido amigo, si la idea es tan maravillosa como decís.
    -Escuchad.
    -Escucho.
    -¿No hay posibilidad de encontrar carruaje?
    -No.
    -¿Ni caballos?
    -Tampoco.
    -¿Pero una carreta bien se podrá encontrar?
    -Quizás.
    -¿Y un par de bueyes?
    -También.
    -Pues bien; ésa es la nuestra. Mando adornar la carreta, nos vestimos de segadores napolitanos, y representamos al natural el magnífico cuadro de Leopoldo Robert. Y si la condesa quiere vestirse de campesina de Puzzole o de Sorrento, esto completará la mascarada, y seguramente la condesa es demasiado hermosa para que la tomen por el original de la mujer del niño.
    -¡Diantre! -exclamó Franz-, tenéis razón por esta vez, Alberto, y ésa es una idea feliz.
    -Y nacional. ¡Ah, señores romanos! ¿creéis que se correrá a pie por vuestras calles como unos lazzaroni, porque no tenéis calesas ni caballos? ¡Pues bien!, ya se inventarán.
    -¿Y habéis comunicado a alguien esa estupenda idea?
    -Sólo a nuestro huésped. Al entrar le hice subir y le manifesté mis deseos. Me ha asegurado que nada era más fácil. Yo quería dorar los cuernos de los bueyes, pero él ha dicho que para eso se necesitarían tres días, por lo que será preciso pasar sin ese detalle superfluo.
    -¿Y dónde está?
    -¿Quién?
    -Nuestro huésped.
    -Ha ido a buscar la carreta, porque mañana sería ya tarde.
    -¿De modo que esta misma noche tendremos la contestación?
    -Así lo espero.
    En este momento la puerta se abrió y maese Pastrini asomó la cabeza.
    -¿Se puede entrar? -dijo.
    -¡Pues claro! -exclamó Franz.
    -¡Y bien! -dijo Alberto-. ¿Habéis encontrado la carreta y los bueyes?
    -He encontrado algo mejor que eso -respondió con aire ufano.
    -¡Ah!, mi querido huésped, andad con tiento en lo que decís.
    -Confíe vuestra excelencia en mí -dijo maese Pastrini.
    -Pero, en fin, ¿qué hay? -exclamó Franz a su vez.
    -¿Ya sabéis -dijo el posadero- que el conde de Montecristo vive en este mismo piso...?
    -Ya lo creo -dijo Alberto-, puesto que gracias a él no hemos podido alojarnos sino como dos estudiantes en la calle de Saint Nicolas-du-Charnedot.
    -Y bien, está enterado del apuro en que os encontráis y os ofrece dos asientos en su carruaje y dos sitios en sus ventanas del palacio Rospoli.
    Alberto y Franz se miraron.
    -Pero -preguntó Alberto-, ¿debemos aceptar la oferta de ese extranjero? ¿De un hombre a quien no conocemos?
    -¿Y qué clase de hombre es ese conde de Montecristo? -preguntó Franz a su huésped.
    -Un gran señor siciliano o maltés, no lo sé a ciencia cierta, pero noble como un borgliese y rico como una mina de oro.
    -Me parece -dijo Franz a Alberto -que si ese hombre fuese de tan buenas prendas como dice nuestro huésped, hubiera debido hacernos su invitación de otra manera, ya fuese escribiéndonos, ya...
    En este momento llamaron a la puerta.
    -Adelante -dijo Franz.
    Un criado con una elegante librea apareció en el marco de la puerta.
    -De parte del conde de Montecristo, para el señor Franz d'Epinay y para el señor vizconde Alberto de Morcef -dijo.
    Y presentó al huésped dos tarjetas que éste entregó a los jóvenes.
    -El señor conde de Montecristo -continuó el criado- me manda pedir permiso a estos señores para presentarse mañana por la mañana en su cuarto como vecino. Tendré el honor de informarme de estos señores a qué hora estarán visibles.
    -A fe mía -dijo Alberto a Franz-, que no podemos quejarnos.
    -Decid al conde -respondió Franz- que nosotros tendremos el honor de anticiparnos a su visita.
    El criado se retiró.
    -Eso es lo que se llama un asalto de elegancia -dijo Alberto-, vamos, decididamente vos teníais razón, maese Pastrini, y el conde de Montecristo es un hombre perfecto.
    -¿Luego aceptáis su oferta? -dijo el huésped.
    -Con mucho gusto -respondió Alberto-, sin embargo, os lo confieso, siento que no se realice nuestro plan de la carreta y los segadores; y si no hubiese lo del balcón del palacio Rospoli, para compensar lo que perdemos, creo que volvería a mi primera idea, ¿qué os parece, Franz?
    ._-Creo que también son los balcones los que me deciden -respondió Franz a Alberto.
    En efecto, esta oferta de dos sitios en un balcón del palacio Rospoli, recordóle a Franz la conversación que había oído en las ruinas del Coliseo entre su desconocido y el transtiberino, conversación en la cual el hombre de la capa había prometido obtener la gracia del condenado. Ahora, pues, si el hombre de la capa era, según todo se lo probaba a Franz, el mismo cuya aparición en la sala de Argentina le había preocupado tanto, sin duda alguna le reconocería y-entonces nada le impediría satisfacer su curiosidad sobre este punto.
    Franz pasó una parte de la noche pensando en sus dos apariciones y deseando que llegase el día siguiente. En efecto, el siguiente día debía aclararlo todo, y esta vez, a menos que su huésped de MonteCristo poseyese el anillo de Gyges y merced a este anillo su facultad de hacerse invisible, era evidente que no se le escaparía. Así, pues, se despertó a las ocho, hora en que Alberto, como no tenía los mismos motivos que Franz para madrugar tanto, dormía aún apaciblemente. Franz mandó llamar a su huésped, que se presentó con sus habituales saludos.
    -Maese Pastrini -le dijo-, ¿no debe haber hoy una ejecución?
    -Sí, excelencia, pero si preguntáis eso para tener un balcón, os acordáis de ello muy tarde.
    -No -prosiguió Franz-; por otra parte, si lo hiciese únicamente para ver ese espectáculo, encontraría sitio en el monte Pincio.
    -¡Oh!, yo creía que vuestra excelencia no querría mezclarse con la canalla, cuyo anfiteatro es ése.
    -Probablemente no iré -dijo Franz-, pero desearía obtener algunos detalles.
    -¿Cuáles?
    -Quisiera saber el número de condenados, sus nombres y el género de sus suplicios.
    -¡Oh!, no los podía pedir más oportunamente, excelencia. Ahora justamente me acaban de traer las tavolette.
    -¿Qué es eso de las tavolette?
    -Las tavolette son unas tabletas de madera que se cuelgan en lo. das las esquinas de las calles la víspera de las ejecuciones, y en las cuales están escritos los nombres de los condenados, la causa de su condenación y la clase de suplicio. Tienen por objeto invitar a los fieles a que rueguen a Dios para que dé a los culpables un sincero arrepentimiento.
    -¿Y os traen esas tabletas para que unáis vuestras súplicas a las de los fieles? -preguntó Franz irónicamente.
    -No, excelencia. Yo me entiendo con el repartidor y me trae esos anuncios, como también me trae los anuncios de espectáculos de otros géneros, a fin de que si alguno de los viajeros que tengo la honra de albergar en mi casa desea asistir a la ejecución, lo sepa por anticipado.
    -¡Ah!, ya comprendo, maese Pastrini -exclamó Franz-, ¡sois hombre en extremo solícito y delicado, que se desvive por complacer a sus huéspedes!
    -¡Oh! --dijo maese Pastrini sonriendo-, puedo vanagloriarme de hacer cuanto está en mi mano para satisfacer los deseos de los nobles extranjeros que me honran con su confianza.
    -Eso es lo que veo, querido huésped, y lo repetiré a quien quiera oírlo, no lo dudéis. Mientras tanto, desearía leer una de esas tavolette.
    -Nada más fácil -dijo el huésped abriendo la puerta-, he dado órdenes de poner una en el corredor.
    Salió, descolgó la tavoletta, y la presentó a Franz. He aquí la traducción literal del cartel patibulario:

    «Se hace saber a todos los que la presente vieren y entendieren, que el martes, 22 de f ebrero, primer día de Carnaval, y en virtud de sentencia dada por el tribunal de la Rota, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Róndolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de D. César Torloni, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable Luigi Vampa y los demás de su banda. EL primero será mazzolato, y el segundo decapitado. Se ruega a las almas caritativas que pidan al Ser Supremo un sincero arrepentimiento para estos dos infelices reos.»

    Esto mismo era lo que Franz había oído la antevíspera en las ruinas del Coliseo, y nada habían cambiado en el programa; los nombres de los condenados, la causa de su suplicio y el género de su ejecución eran exactamente los mismos. Por consiguiente, según toda probabilidad, el transtiberino no era otro que el bandido Luigi Vampa, y el hombre de la caps, Simbad el Marino, que en Roma como en PortoVecchio y en Túnez continuaba con sus filantrópicas expediciones.
    Entretanto, el tiempo corría; eran las nueve y Franz iba a despertar a Alberto, cuando con gran asombro de su padre, le vio salir de su cuarto vestido ya de pies a cabeza. El carnaval le había hecho despertar más de mañana de lo que su amigo esperaba.
    -¡Vamos! -dijo Franz a su huésped-, ahora que ya estamos listos, ¿creéis, señor Pastrini, que podremos presentarnos en la habitación del señor conde de Montecristo?
    -¡Oh!, seguramente -respondió- El conde de Montecristo acostumbra a madrugar, y estoy convencido de que hace dos horas que se ha levantado.
    -¿Y creéis que no será indiscreción el irle a ver ahora mismo?
    -En modo alguno.
    -En tal caso, Alberto, si estáis dispuesto...
    --Sí, amigo mío, sí; estoy dispuesto a todo --dijo Alberto.
    -Vamos a dar gracias a nuestro vecino por su atención.
    -Vamos enhorabuena.
    Franz y Alberto no tenían que atravesar más que el pasillo. El posadero se adelantó y llamó; un criado salió a abrir.
    -I signori francesi ---dijo Pastrini.
    El criado se inclinó y les hizo señas de que entrasen.
    Atravesaron dos piezas amuebladas con un lujo que no creían encontrar en la fonda de maese Pastrini y finalmente llegaron a un salón sumamente elegante. Cubría el pavimento una alfombra de Turquía, y magníficas sillas de blandos almohadones y de anchos espaldares enervados hacia atrás, brindaban con un descanso tan cómodo como agradable; riquísimos cuadros pintados al óleo, retratos de diferentes personajes, trofeos de magníficas arenas, colgaban de las paredes y anchas cortinas de hermosa tapicería flotaban delante de cada puerta.
    -Si sus excelencias gustan sentarse -dijo el criado-, pueden hacerlo mientras entro aviso al señor conde.
    Y salió por una de las puertas.
    Al abrirse esta puerta, el sonido de una guzla llegó a los oídos de los dos amigos, pero al punto se apagó. La puerta, cerrada casi al mismo tiempo que abierta, no había podido, por decirlo así, dejar penetrar en el salón más que un soplo de armonía. Franz y Alberto cambiaron una mirada y volvieron los ojos hacia los muebles, los cuadros y las arenas. Todo esto les pareció ahora más magnífico que al primer golpe de vista.
    -¿Qué os parece? -preguntó Franz a su amigo.
    -A fe mía, querido -dijo-, que es preciso que nuestro vecino sea algún agente de cambio que ha jugado a la baja sobre los fondos españoles, o algún príncipe que viaja de incógnito.
    -¡Silencio! -le dijo Franz-, eso es lo que vamos a saber, puesto que ahí viene.
    En efecto, el ruido de una puerta que giraba sobre sus goznes acababa de llegar a los oídos de los amigos, y casi al mismo tiempo, levantándose el cortinaje, dio paso al dueño de todas aquellas riquezas. Alberto se levantó y le salió al encuentro, pero Franz, al verle, se quedó clavado en su sitio.
    E1 que acababa de entrar no era otro que el hombre de la capa del Coliseo, el desconocido del palco, el misterioso huésped de la isla de Montecristo.

    Capítulo trece
    La mazzolata
    -Señores -dijo al entrar el conde de Montecristo-, recibid mis excusas por haber dado lugar a que os adelantaseis, pero al presentarme antes en vuestro gabinete hubiera temido ser indiscreto. Por. otra parte, me habéis dicho que vendríais y os he estado esperando.
    -Venimos a daros un millón de gracias, Franz y yo, señor conde -dijo Alberto-, puesto que verdaderamente nos sacáis de un gran apuro, tanto, que ya estábamos a punto de inventar la estratagema más fantástica en el momento en que nos participaron vuestra atenta invitación.
    -¡Eh! ¡Dios mío!, señores -dijo el conde haciendo seña a los jóvenes de que se comodasen en un diván-. Ese imbécil de Pastrini tiene la culpa de que os haya dejado tanto tiempo en esa angustia. No me había dicho una palabra de vuestro apuro, a mí que, solo y aislado como estoy aquí, no buscaba más que una ocasión de conocer a mis vecinos. Así, pues, desde el momento en que supe que podía seros útil en algo, ya habéis visto con qué prisa he aprovechado la ocasión de ofreceros mis servicios. Pero tomad asiento, señores, perdonad mi distracción.
    Y el conde señaló a los dos jóvenes un precioso confidente que había junto a ellos. Ambos amigos se inclinaron. Franz no había encontrado una sola palabra que decir, aún no había tomado ninguna resolución, y como nada indicaba en el conde su voluntad de reconocerle o su deseo de ser conocido por él, no sabía si hacer, por una palabra cualquiera, alusión a lo pasado, o dejar que el porvenir les diese nuevas pruebas. Por otra parte, aun cuando estaba seguro de que la víspera era él quien estaba en el palco, no podía, sin embargo, responder tan positivamente de que fuese él quien estaba la antevíspera en el Coliseo. Resolvió, pues, dejar que las cosas siguieran su curso sin hacer ninguna pregunta directa. Además, estaba en condiciones de superioridad sobre él, era dueño de su secreto, mientras que el conde no podía tener ninguna acción sobre Franz, que nada tenía que ocultar. Esto no obstante, resolvió hacer girar la conversación sobre un punto que podía aclarar un poco sus dudas.
    -Señor conde -le dijo-, ya que nos habéis ofrecido dos asientos en vuestro carruaje y dos sitios en vuestras ventanas del palacio Rospoli, ¿podríais indicarnos ahora de qué medios nos valdríamos para procurarnos un posto cualquiera, como se dice en Italia, en la Plaza del Popolo?
    -¡Ah!, sí, es verdad -dijo el conde con aire distraído y mirando fijamente a Morcef-. ¿No hay en la Plaza del Popolo una... una ejecución?
    -Sí -respondió Franz, viendo que por sí mismo iba donde él quería conducirle.
    -Esperad, esperad; creo haber dicho ayer a mi mayordomo que se ocupase de eso. Quizá pueda prestaros aún otro pequeño servicio.
    Y tendió la mano hacia un cordón de campanilla.
    Al punto vio entrar Franz a un individuo de cuarenta y cinco a cincuenta años, que se parecía, como una gota de agua se parece a otra, al contrabandista que le había introducido en la gruta, pero que no pareció reconocerle. Sin duda estaba prevenido.
    -Señor Bertuccio -dijo el conde-, ¿os habéis ocupado, como os dije ayer, de procurarme una ventana en la plaza del Popolo?
    -Sí, excelencia -dijo el mayordomo-, pero ya era tarde.
    -¡Cómo! -dijo el conde frunciendo el entrecejo-, ¿no os dije resueltamente que quería tener una a mi disposición?
    -Y vuestra excelencia tiene una, la que estaba alquilada al príncipe Labanieff, pero me he visto obligado a pagarle en ciento. ..
    -Basta, basta; dejémonos de cuentas, señor Bertuccio; tenemos una ventana, esto es lo principal. Dad las señas de la casa al cochero, y estad en la escalera para conducirnos. Esto basta, podéis retiraros.
    El mayordomo saludó a hizo ademán de retirarse.
    -¡Ah! -prosiguió el conde-. Tened la bondad de preguntar a Pastrini si ha recibido la tavoletta y si quiere enviarme el programa de la ejecución.
    -Es inútil -dijo Franz sacando su cartera del bolsillo-. He tenido en la mano ese programa y lo he copiado. Aquí lo tenéis.
    -Muy bien. Entonces, señor Bertuccio, podéis retiraros, ya no os necesito. Decid que nos avisen cuando esté preparado el almuerzo. Estos señores -continuó, volviéndose hacia los dos amigos- me harán el honor de almorzar conmigo, ¿no es cierto?
    -Señor conde -dijo Alberto-, eso sería abusar.
    -Al contrario, me daréis en ello una particular satisfacción, a más de que todo esto, uno a otro de vosotros, o tal vez los dos me lo pagaréis en igual moneda cuando yo vaya a París. Señor Bertuccio, haréis poner tres cubiertos.
    El conde de Montecristo tomó la cartera de las manos de Franz y el señor Bertuccio salió.
    -De modo que decíamos -continuó con el mismo tono que si hubiera leído un anuncio de teatro-, que... « hoy, 22 de febrero, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Rondolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de don César Torlini, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable bandido Luigi Vampa y los demás de su banda.» ¡Hum! «El primero será mazzolatto, el segundo decapitato.» En efecto -prosiguió el conde-, así era como debía suceder al principio, pero tengo entendido que de ayer acá han surgido algunos cambios en el orden y marcha de la ceremonia.
    -¡Bah! -dijo Franz.
    -Sí, ayer en casa del cardenal Rospigliosi, donde estuve de tertulia, se hablaba de una prórroga concedida a uno de los condenados.
    -¿Andrés Rondolo? -preguntó Franz.
    -No -replicó sencillamente el conde-, al otro... -y volviendo los ojos hacia la cartera como para acordarse del nombre añadió-, a Pepino, llamado Rocca Priori. Esto os priva de asistir a ver gillotinar, pero os queda la mazzolatta, que es un suplicio muy curioso cuando se ve por primera vez, y aun por segunda, mientras que el otro, que debéis ya conocer, es muy sencillo y no ofrece nada de particular. El Mandaia no se engaña, no tiembla, no da golpe en vano, no vuelve a herir treinta veces como el soldado que cortaba la cabeza al conde de Chalais y al cual acaso Richelieu recomendara al paciente. ¡Ah, callad! -continuó el conde con tono despectivo-. No me habléis de los europeos para los suplicios; no entienden nada de eso y puede decirse que están en la infancia sobre este punto.
    -En verdad, señor conde -respondió Franz-, se creería al oíros que habéis hecho un gran estudio comparando los diferentes suplicios de todas las partes del mundo.
    -Pocos habrá que no haya visto -respondió fríamente el conde.
    -¿Y hallasteis algún placer asistiendo a tan horribles espectáculos?
    -El primer sentimiento que experimenté fue el de la repugnancia, el segundo la indiferencia y el tercero la curiosidad.
    -¡La curiosidad! ¿Habéis medido esta palabra? ¿Sabéis que es terrible?
    -¿Por qué? En la vida sólo hay una preocupación: la de la muerte. Y qué, ¿no os parece curioso estudiar de cuántas maneras puede el alma salir del cuerpo, y cómo, según los caracteres, los temperamentos y aun las costumbres del país, sufren los individuos ese supremo traspaso del ser a la nada? En cuanto a mí, os respondo una cosa: que mientras más he visto morir, más fácil me parece. La muerte será tal vez un suplicio, pero no una expiación.
    -No os comprendo bien -dijo Franz-; explicaos, pues no sabéis hasta qué punto me interesa lo que decís.
    -Oíd -dijo el conde, y su rostro adquirió una expresión de odio- Si un hombre hubiese hecho perecer por medio de un tormento atroz, un tormento terrible, un tormento sin fin, a vuestro padre, a vuestra madre, a vuestra amada, a uno de esos seres, en fin que, cuando se les separa del corazón dejan en él un vacío eterno y una llaga incurable, ¿creeríais suficiente la reparación que os concede la sociedad porque el hierro de la guillotina ha pasado entre la base del occipital y los músculos trapecios del cuello, y porque aquel que os ha hecho sentir años de sufrimientos morales ha experimentado algunos segundos de dolores físicos...?
    -Sí, ya lo sé -replicó Franz-, la justicia humana es tan insuficiente como consoladora. Puede derramar la sangre a cambio de la sangre. Preciso es preguntarle lo que puede y nada más.
    -Y aún os expongo un caso material -replicó el conde-, aquel en que la sociedad, atacada por la muerte de un individuo en la base sobre la cual se asienta, venga la muerte con la muerte. Decidme, sin embargo, ¿no hay millares de dolores con los que pueden ser desgarradas las entrañas de un hombre, sin que la sociedad se ocupe de ello, sin que le ofrezca el medio insuficiente de venganza de que hablamos hace poco? ¿No hay crímenes para los cuales el palo de los turcos, las gamellas de los persas, los nervios retorcidos de los iroqueses, serían suplicios demasiado dulces, y que, con todo, la sociedad indiferente deja sin castigo...? Responded, ¿no hay tales crímenes?
    -Sí -respondió Franz-, y para castigarlos está tolerado el duelo. -¡El duelo! ¡El duelo! -exclamó el conde-. ¡Buen modo, a fe mía de conseguir la venganza! Un hombre os ha robado a la mujer que amabais; un hombre ha deshonrado a vuestra hija; de una existencia entera, que teníais derecho a esperar de Dios la parte de felicidad que ha prometido a todo ser humano al crearlo, ha hecho una vida de dolor, de miseria o de infamia, y os creéis vengado, porque a ese hombre, que ha hecho nacer el delirio en vuestra mente y la desesperación en vuestra alma, os creéis vengado, digo, porque le habéis dado una estocada en el pecho o porque de un pistoletazo le habéis hecho saltar la tapa de los sesos. ¡Oh!, y eso sin contar que es él quien con frecuencia sale victorioso de la mancha a los ojos del mundo, y en cierto modo absuelto por Dios. No, no -continuó el conde-, si alguna vez tuviera que vengarme, no me vengaría así.
    -¿Conque desaprobáis el duelo? ¿Conque no os batiríais en duelo? -preguntó a su vez Alberto, sorprendido ante tan extraña teoría.
    -Desde luego -dijo el conde-. Entendámonos. Me batiría por una fruslería, por un insulto, por una palabra, por una bofetada, y eso con tanto más desprecio cuanto que, gracias a la habilidad que he adquirido en todos los ejercicios de armas y en la costumbre que tengo del peligro, estaría casi seguro de matar a mi contrario. ¡Oh!, sí, por todo esto me batiría en duelo; pero por un dolor lento, profundo, infinito, eterno, devolvería, si era posible, un dolor semejante al que me habrían hecho: ojo por ojo, diente por diente, como dicen los orientales, nuestros maestros en todo, esos elegidos de la creación que han sabido formarse una vida de sueños y un paraíso de realidades.
    -Pero -dijo Franz. al conde-, con esa teoría que os constituye juez y verdugo en vuestra propia causa, es difícil que vos mismo escapéis del poder de la ley. El odio y la cólera ofuscan la mente, y el que toma la venganza por su mano se expone a beber un amargo brebaje.
    -Sí, si se es pobre y torpe; no, si es millonario y hábil. Por otra parte, lo peor sería ese último suplicio de que hablábamos hace poco, el que la filantrópica revolución francesa ha sustituido al descuartizamiento y a la rueda. ¡Y bien! ¿Qué es el suplicio si se está vengado? En realidad casi lamento que ese miserable Pepino no sea decapitado, como ellos dicen; veríais el tiempo que dura y si merece la pena de hablarse de ello. Pero, en verdad, señores, que tenemos una conversación un poco singular para un día de carnaval. ¿Cómo hemos venido a parar a este tema? ¡Ah!, ya recuerdo. Me habíais pedido un sitio
    en mi balcón. Pues bien, lo tendréis. Pero primero sentémonos a la mesa, pues justamente nos vienen a anunciar que ya está servido el almuerzo.
    En efecto, un criado abrió una de las cuatro puertas del salón y pronunció las palabras sacramentales de:
    -Al suo commodo!
    Los dos jóvenes se levantaron y pasaron al comedor. Durante el almuerzo, que era excelente, y servido con un esmero delicado, Franz buscó con los ojos las miradas de Alberto, a fin de leer en ellas la impresión que no dudaba habrían producido en él las palabras de su huésped, pero ya sea que en medio de su desdén habitual no les hubiese prestado grande atención, ya sea que lo que el conde de MonteCristo le había dicho con relación al duelo le hubiese agradado, sea, en fin, que los antecedentes que hemos referido, conocidos sólo de Franz, hubiesen aumentado para él el efecto de la teorías del conde, no se dio cuenta de que su compañero estuviese tan preocupado. Hacía los honores a la comida como hombre condenado desde cuatro a cinco años a la cocina italiana, es decir, a una de las peores del mundo. Respecto al conde, poseído de una viva preocupación que parecía inspirarle la persona de Alberto, apenas probó un bocado de cada plato; hubiérase dicho que al sentarse a la mesa con sus convidados cumplía un sencillo deber de política, y que esperaba su partida para hacerse servir algún plato extraño o particular. Esto le recordaba a Franz el terror que el conde había inspirado a la condesa G..., y la convicción en que le había dejado de que el conde, el hombre que él le mostrara en el palco de enfrente, era un vampiro.
    Terminado el almuerzo, Franz sacó su reloj.
    -¡Y bien! -le dijo el conde-, ¿qué hacéis?
    -Dispensadnos, señor conde -respondió Franz-, pero tenemos mil cosas que hacer.
    -¿De qué se trata?
    -Nos hallamos sin disfraces, y hoy éstos son de rigor.
    -No os preocupéis. Tenemos, según creo, en la plaza del Popolo, un cuarto particular; haré llevar a él los trajes que me indiquéis, y nos disfrazaremos en seguida.
    -¿Después de la ejecución? -exclamó Franz.
    -Sin duda; después, durante o antes, como gustéis.
    -¿Enfrente del patíbulo?
    -¿Y por qué no? El patíbulo forma parte de la fiesta.
    -Pues bien, señor conde; he reflexionado -dijo Franz--, mucho os agradezco vuestros ofrecimientos, pero me contentaré con aceptar un asiento en vuestro carruaje y un sitio en el palacio Rospoli, dejándoos en libertad de disponer del lugar del balcón de la piazza del Popolo.
    -Pues os advierto que perdéis un espectáculo curioso -respondió el conde.
    -Ya me lo contaréis -replicó Franz-, y en vuestra boca me impresionará tanto como si lo viese. Por otra parte, más de una vez quise asistir a una ejecución, y nunca me he podido decidir. ¿Y vos, Alberto?
    -Yo -respondió el vizconde-, he visto ejecutar a Casteins, pero creo que estaba un poquitín alegre aquel día, pues era el de mi salida del colegio.
    -Sin embargo -repuso el conde-, el que no hayáis hecho una cosa en París no es razón para que dejéis de hacerla en el extranjero; cuando se viaja es por instruirse, cuando se cambia de lugares es para ver. Pensad qué papel haríais cuando os preguntasen cómo ejecutan en Roma y que respondieseis: No lo sé. Dicen además que el condenado es un tunante, un pícaro que ha matado a fuerza de golpes con un caballete de chimenea a un buen canónigo que le había educado como si fuese su hijo. Si viajarais por España, iríais a ver las corridas de toros, ¿verdad? ¡Pues bien!, suponed que vamos a ver un combate, acordaos de los antiguos romanos en el circo, de las cazas en que se mataban trescientos leones y un centenar de hombres. Recordad aquellos ochenta mil espectadores que aplaudían, aquellas matronas que conducían allí a sus hijas, y aquellas vestales de blancas manos que hacían con el dedo una encantadora señal que quería decir: «¡Vamos, no haya pereza, acabad con ese hombre que ya está moribundo! »
    -¿Iréis, Alberto? -preguntó Franz.
    -Desde luego que sí, querido. Vacilaba como vos, pero la elocuencia del conde me decide.
    -Vamos, puesto que así lo queréis -dijo Franz-, pero al dirigirme a la plaza del Popolo, deseo pasar por la calle del Corso. ¿Es posible, señor conde?
    -A pie, sí; en carruaje, no.
    -Entonces iré a pie.
    -¿Es indispensable que paséis por la calle del Corso?
    -Sí, tengo que ver cierta cosa.
    -¡Pues bien!, pasemos por esa calle; enviaremos el coche a que nos espere en la plaza del Popolo por la entrada del Babuino; y además, ahora que recuerdo, tampoco me vendrá mal pasar por la calle del Corso para ver si han cumplido algunas órdenes que he dado.
    -Excelencia -dijo el criado abriendo la puerta-, un hombre vestido de penitente pregunta si puede hablar con vos unos instantes.
    -¡Ah!, sí -dijo el conde-, ya sé lo que es. Señores, si queréis pasar al salón, allí encontraréis excelentes cigarros de la Habana, y os suplico os sirváis disculparme por los breves instantes que tardaré en reunirme con vosotros.
    Los dos jóvenes se levantaron y salieron por una puerta, mientras que el conde, después de haberles renovado sus excusas, salió por otra.
    Alberto, que desde que estaba en Italia, se veía privado de los cigarros del Café de París, gran sacrificio para él, se aproximó a la mesa y lanzó un grito de alegría al encontrar en ella verdaderos cigarros puros.
    -Querido -le preguntó Franz-, ¿qué pensáis del conde de Montecristo?
    -¿Qué pienso? -dijo Alberto visiblemente sorprendido de que su compañero le hiciese tal pregunta-. Pienso que es un hombre encantador, que hace los honores de su casa a las mil maravillas, que ha visto mucho, que ha estudiado mucho, reflexionado mucho, que es como Bruto de la escuela estoica, y sobre todo -añadió lanzando una bocanada de humo que subió en forma de espiral hacia el techo-, que posee excelentes cigarros.
    Esta era la opinión que Alberto tenía con respecto al conde, y de consiguiente, como Franz sabía que Alberto pretendía no formar opinión de los hombres y de las cosas sino después de muchas reflexiones, no intentó cambiar en nada la suya.
    -Pero -dijo-, ¿habéis notado una cosa singular?
    -¿Cuál?
    -La atención con que ponía en vos los ojos.
    -¿En mí?
    -Sí, en vos.
    Alberto reflexionó un instante.
    -¡Ah! -dijo lanzando un suspiro-, nada tiene eso de extraño. Estoy ausente de París hace un año, y el conde, al reparar en mi traje, que no está cortado según la última moda, me habrá supuesto un provinciano; sacadle, pues, de tal error, amigo mío, y decidle, os ruego, en la primera ocasión que se os presente, que no hay nada de esto.
    Franz se sonrió. Poco después entró el conde.
    -Aquí estoy, señores, a vuestra disposición. Las órdenes están dadas para que el carruaje vaya por su lado a la plaza del Popolo; mientras, iremos nosotros, si queréis, por la calle del Corso. Tomad algunos cigarros de éstos, señor Morcef -añadió apoyando su acento de una manera extraña sobre este nombre que pronunciaba por vez primera.
    -Acepto encantado -dijo Alberto-, porque los cigarros italianos son peores aún que los de la tercena. Cuando vayáis a París os devolveré todo esto.
    -No lo rehúso, pues tengo intención de ir allí algún día, y puesto que lo permitís, iré a llamar a vuestra puerta. Vamos, señores, vamos, no tenemos tiempo que perder, son las doce y media, partamos.
    Los tres bajaron la escalera. E1 cochero recibió entonces las órdenes de su amo y siguió la vía del Babuino mientras que los que iban a pie subían por la plaza de España y por la vía Frattina, que les conducía en derechura entre el palacio Tiano y el palacio Rospoli. Todas las miradas de Franz se dirigieron a los balcones de este último palacio. No había olvidado la señal convenida en el Coliseo entre el hombre de la capa y el transtiberino.
    -¿Cuáles son vuestros balcones? -preguntó al conde, dando a la pregunta el tono más natural que pudo.
    -Los últimos -respondió éste sencillamente, pues no podía adivinar en qué sentido se le hacía aquella pregunta.
    La mirada de Franz se dirigió rápidamente hacia los tres balcones. Los dos laterales estaban colgados de un damasco amarillo, y el de en medio de damasco blanco con una cruz roja. El hombre de la capa había cumplido su palabra al transtiberino, y ya no le cabía la menor duda de que el embozado del Coliseo y el conde eran una misma persona. Los tres balcones se hallaban aún vacíos. Además, por todas partes se hacían preparativos, se colocaban sillas, se levantaban tablados, se cubrían de colgaduras los balcones y las ventanas. Las máscaras no podían presentarse, y los carruajes no podían circular hasta que sonara la campana, pero sentíase la presencia de las máscaras detrás de todas las ventanas y la de los carruajes detrás de todas las puertas.
    Franz, Alberto y el conde continuaron bajando por la calle del Corso. A medida que se acercaban a la plaza del Popolo, la turba era cada vez más espesa, y por encima de las cabezas de aquella multitud veíanse elevarse dos cosas: el obelisco rematado por una cruz que indica el centro de la plaza, y delante del obelisco, justamente en el punto de correspondencia visual de las tres calles del Babuino, del Corso y de Ripetta, los dos terribles potros del patíbulo, entre los cuales brillaba el hierro de la Mandaia. Junto a la esquina, encontraron al mayordomo del conde que esperaba a su señor. El balcón, alquilado a un precio exorbitante sin duda, pertenecía al segundo piso del gran palacio situado entre la calle del Babuino y el monte Pincio. Era una especie de gabinete de tocador que comunicaba con una al-
    coba, de manera que los que estuviesen en el gabinete quedaban perfectamente independientes. Sobre las sillas se habían colocado trajes de payaso, de seda blanca y azul, de los más elegantes.
    -Como me dijisteis que eligiera los trajes -dijo el conde a los dos amigos-, os he hecho preparar éstos. En primer lugar, será lo que más se lleve este año; en segundo, son los más adecuados y cómodos para recibir las descargas de confetti...
    Franz no oyó bien las palabras del conde, y no apreció tal vez como debía aquel nuevo servicio, pues toda su atención se concentraba en el espectáculo que presentaba la plaza del Popolo y en el instrumento terrible que entonces resultaba su principal adorno.
    Aquélla era la primera vez que Franz veía una guillotina, porque la Mandaia romana tiene casi la misma forma que nuestro instrumento de muerte. La cuchilla es un semicírculo que corta por la parte convexa, pero cae de menos altura.
    Mientras tanto, dos hombres sentados sobre la plancha donde tienden al condenado, se hallaban almorzando y comían, según podía alcanzar la vista de Franz, pan y salchicha; uno de ellos levantó la plancha, sacó un frasco de vino, bebió un trago y pasó el frasco a su compañero. Estos dos hombres eran los ayudantes del verdugo. Esta sola escena bastó para que Franz se sintiera horrorizado.
    Los condenados, que habían sido transportados el día antes por la noche, desde las cárceles nuevas a la reducida iglesia de Santa María del Popolo, habían pasado la noche asistidos cada uno de ellos por un sacerdote, en una capilla cerrada por una reja, delante de la cual se paseaban los centinelas, que de hora en hora se relevaban. Dos filas de carabineros colocados a cada lado de la puerta, se extendían hasta el patíbulo, a cuyo alrededor iban formando un círculo, dejando libre un camino de dos pies de ancho, y en torno a la guillotina, un espacio de cien pasos de circunferencia.
    El resto de la plaza estaba abarrotado de hombres y de mujeres. Muchas de éstas sostenían a sus hijos sobre sus hombros, y estos niños que dominaban la turba, estaban admirablemente colocados.
    El monte Pincio parecía un vasto anfiteatro, cuyas gradas estuviesen llenas de espectadores. Los balcones de las dos iglesias que formaban la esquina de las calles de Babuino y de Ripetta, estaban ya llenos de curiosos privilegiados. Los escalones de los peristilos semejaban una ola movible y de varios colores, que empujaba hacia el pórtico una incesante marea. Cada ángulo saliente de la pared capaz de sostener a un hombre tenía su estatua viviente. Era verdad lo que decía el conde. Lo más curioso que hay en la vida es el espectáculo de la muerte. Y sin embargo, en lugar del silencio que parecía exigir la solemnidad del espectáculo, un gran ruido reinaba en aquella turba, informe mezcolanza de risas, silbidos y gritos de gozo. Era evidente, como había dicho el conde, que aquella ejecución no significaba para todo el pueblo más que el principio del Carnaval.
    De pronto este ruido cesó como por encanto, la puerta de la iglesia acababa de abrirse. Apareció una cofradía de penitentes, cada miembro de la cual vestía un saco gris con dos agujeros para los ojos únicamente y con un cirio encendido en la mano. El jefe de la cofradía iba al frente de la misma. Detrás de los penitentes iba un hombre de elevada estatura. Este hombre estaba desnudo, excepto un calzón de lienzo que le cubría de medio cuerpo abajo, y unas sandalias atadas a sus piernas por unas toscas cuerdas. De su cintura colgaba un enorme cuchillo oculto en su correspondiente vaina, y su hombro derecho sostenía una pesada maza de hierro; era el verdugo.
    Detrás de éste, marchaban, en el orden que debían ser ejecutados, primero Pepino, en seguida Andrés, acompañado cada uno de un sacerdote. Ni uno ni otro iban con los ojos vendados. Pepino caminaba con paso firme, porque sin duda había sido prevenido de lo que debía acontecer. Andrés iba sostenido por un sacerdote, y ambos besaban de vez en cuando el crucifijo que les presentaba su confesor.
    Al ver esto, Franz sintió que le flaqueaban las piernas; miró a Alberto. Estaba pálido como su camisa y con un movimiento maquinal arrojó lejos de sí su cigarro, a pesar de no haberlo fumado más que hasta là mitad. El conde era el único que parecía impasible, antes bien, un ligero tinte sonrosado había cubierto sus mejillas de intensa palidez.
    Su nariz se dilataba como la de un animal feroz que huele la sangre, y sus labios, ligeramente abiertos, dejaban ver sus dientes blancos, pequeños y agudos como los de un chacal. Y no obstante, a pesar de todo esto, su fisonomía brillaba con una expresión de dulzura que Franz no había aún advertido. Sus ojos negros tenían sobre todo una expresión de bondad indescriptible.
    Los dos condenados, entretanto, continuaban andando hacia el patíbulo, y a medida que avanzaban, podíanse distinguir sus facciones. Pepino era un buen mozo, de veinticuatro a veintiséis años, de tez tostada por el sol, de mirada franca y orgullosa al mismo tiempo. Andaba con la cabeza erguida, y la agitaba en diferentes direcciones, como para ver de qué lado vendría su libertador. Andrés era grueso y rechoncho, su cara, de una vileza cruel, no indicaba la edad. Sin embargo, podría tener unos treinta años. En la prisión había dejado crecer su barba. Su cabeza caía sobre uno de sus hombros, y sus piernas
    se doblegaban bajo su peso; todo su ser parecía obedecer a un movimiento maquinal en el cual no entraba ya para nada su voluntad.
    -Si no recuerdo mal -dijo Franz al conde-, creo que me anunciasteis que no habría más que una ejecución.
    -Os he dicho la verdad -respondió el conde fríamente.
    -Sin embargo, dos son los condenados.
    -Sí, pero esos dos condenados, el uno pronto va a morir, y al otro le quedan todavía largos años de vida y de perdón.
    -Pues me parece que si ha de venir, no tiene tiempo que perder.
    -Mirad, pues justamente ahí viene. Mirad -dijo el conde.
    En efecto, en el momento en que Pepino llegaba al pie de la Mandaia, un penitente que parecía haberse retardado, atravesó por entre las dos filas sin que los soldados le opusiesen ningún obstáculo, y adelantándose hacia el jefe de la cofradía, le entregó un papel plegado en cuatro dobleces. La ardiente mirada de Pepino no había perdido ninguno de estos detalles. El jefe de la cofradía desdobló el papel, lo leyó y levantó la mano.
    -El Señor sea bendecido y Su Santidad sea loada -dijo en alta e inteligible voz-;hay perdón de la vida para uno de los reos.
    -¡Perdón! -exclamó el pueblo a un solo grito-. ¿Hay perdón?
    Al oír la palabra de perdón, Andrés pareció saltar y levantar la cabeza.
    -Perdón, ¿para quién? -gritó.
    Pepino permaneció inmóvil, mudo y jadeante.
    -Hay perdón de pena de muerte para Pepino, llamado Rocca-Priori -dijo el jefe de la cofradía, y pasó el papel al capitán que mandaba los carabineros, el cual, después de haberlo leído, se lo devolvió.
    -¡Perdón para Pepino! -exclamó Andrés, saliendo del sopor en que parecía estar sumido-. ¿Por qué perdón para él y no para mí? Debíamos morir juntos, me habían prometido que moriría antes que yo, no tienen derecho a hacerme morir solo, ¡no quiero morir solo, no quiero!
    Y diciendo esto se agarró a los brazos de los dos sacerdotes, retorciéndose, dando alaridos, rugiendo y haciendo esfuerzos insensatos para romper las cuerdas que le ligaban las manos. El verdugo hizo señal a sus dos ayudantes, que bajaron del cadalso y se apoderaron del reo.
    -¿Qué ha ocurrido? -preguntó Franz, pues como todo esto se decía en lengua italiana, no había comprendido muy bien.
    -¿No lo adivináis? -dijo el conde-. Ha ocurrido que esa criatura humana que va a morir está furiosa porque su semejante no muere con ella, y que si a dejasen le desgarraría con sus uñas y con sus dientes más bien que dejarle gozar de la vida de que ella misma se va a ver privada. ¡Oh, los hombres!, raza de cocodrilos, como dice Karl Moor -exclamó el conde extendiendo los puños hacia toda la turba-, ¡qué bien se os conoce en eso, y qué dignos sois en todo tiempo de vosotros mismos!
    Entretanto Andrés y los dos ayudantes del verdugo se revolcaban por el suelo, mientras que el condenado seguía gritando: «Debe morir, quiero que muera, no tienen derecho para matarme a mí solo. »
    -Observad -continuó el conde cogiendo a cada uno de los jóvenes por la mano- Mirad, porque a fe mía es cosa curiosa. Allí tenéis un hombre que estaba resignado a su suerte, que marchaba al patíbulo, que iba a morir como un cobarde, es verdad, pero, después de todo, iba a morir sin blasfemar y sin resistirse, ¿y sabéis lo que le daba alguna fuerza? ¿Sabéis lo que le consolaba? ¿Sabéis lo que le hacía sufrir el suplicio con resignación...?, el que otro participaba de su angustia, que otro iba a morir como él, que otro iba a morir antes que él. Llevad dos carneros o dos bueyes al matadero, y haced comprender a uno de ellos que su compañero no morirá. El carnero balará de gozo y el buey mugirá de placer. Pero el hombre, el hombre que Dios ha creado a su imagen, el hombre a quien Dios impuso por primera, por única, por suprema ley, el amor al prójimo, el hombre a quien ha dado una voz para expresar su pensamiento, ¿cuál será su primer grito al saber que su compañero se ha salvado? Una blasfemia. ¡Oh!, ¡honor al hombre, a esa obra maestra de la naturaleza, a ese rey de la creación!
    Dicho esto, el conde empezó a reír, pero con una risa terrible, feroz, que indicaba haber sufrido horriblemente para conseguir reír de aquella manera.
    Sin embargo, la lucha continuaba, y era algo espantoso. Los dos ayudantes llevaban a Andrés al patíbulo; todo el pueblo había tomado partido contra él y veinte mil voces gritaban a un tiempo: « ¡Muera!, ¡muera! » Franz se retiró, pero el conde le cogió por el brazo y le retuvo delante de la ventana.
    -¿Qué hacéis? -le dijo- ¿Os compadecéis de él? Si oyeseis ladrar a un perro rabioso, tomaríais vuestra escopeta, saldríais a la calle, mataríais sin misericordia a boca de jarro al pobre animal, que al fin y al cabo no sería culpable más que de haber sido mordido por otro perro, y devolver lo que le habían hecho, y ahora tenéis piedad de un hombre a quien ningún otro hombre ha mordido y que, no obstante, después de haber asesinado vilmente a su bienhechor, no pudiendo ya ahora matar a nadie porque tiene las manos atadas, quiere a toda fuerza ver morir a su compañero de cautiverio, ¡a su camarada de infortunio! ¡No, no, mirad, mirad!
    Aquella recomendación era ya inútil. Franz estaba como fascinado por el horrible espectáculo. Los dos ayudantes habían llevado el condenado al patíbulo, y allí, a pesar de sus esfuerzos, de sus mordiscos, de sus gritos, le habían obligado a ponerse de rodillas. Durante este tiempo, el verdugo se había colocado a su lado con la maza levantada. Entonces, a una señal, los dos ayudantes se separaron. El condenado quiso volverse a levantar, pero antes que hubiese tenido tiempo para ello, desplomóse la maza sobre su sien izquierda, oyóse un ruido sordo y seco, y el paciente cayó como un buey, con el rostro contra el suelo, después se volvió de espaldas por el choque. Entonces el verdugo dejó caer su maza, sacó el cuchillo de su cinturón, le abrió la garganta de un solo tajo y subiendo en seguida sobre su vientre, se puso a patearlo con sus pies.
    A cada golpe, un chorro de sangre se escapaba del cuello del condenado. Franz no pudo tenerse en pie, se retiró vacilando y fue a caer casi desmayado sobre un sillón. Alberto, con los ojos cerrados, permaneció de pie, pero asido a las cortinas del balcón, sin cuyo apoyo seguramente se habría desplomado. El conde estaba en pie y triunfante como un ángel malo.
    Capítulo catorce
    El carnaval en Roma
    Al recobrar Franz el conocimiento encontró a Alberto bebiendo un vaso de agua, juzgando por su palidez lo conveniente de aquella acción, y al conde vistiéndose ya de payaso. Arrojó maquinalmente una mirada a la plaza. Todo había desaparecido, patíbulo, verdugos, víctimas, no quedaba más que el pueblo azorado, alegre, bullicioso. La Campana de Montecitorio, que no se tocaba más que para la muerte del Papa y la apertura de la mascarada, repicaba velozmente.
    -Y bien -preguntó al conde-, ¿qué ha pasado?
    -Nada, absolutamente nada -dijo-, como veis, pero el Carnaval ha comenzado, vistámonos pronto.
    -Es cierto -respondió Franz al conde-; sólo restan de tan horrible escena las huellas de un sueño.
    -Pues no es otra cosa que un sueño, lo que habéis tenido.
    -Sí, pero, ¿y el condenado?
    -También. Pero él ha quedado dormido, al paso que vos habéis despertado, y ¿quién puede decir cuál de los dos será el privilegiado?
    -Pero, ¿qué ha sido de Pepino?
    -Pepino es un muchacho juicioso que no tiene ningún amor propio, y que, contra la costumbre de los hombres, que se enfurecen cuando no se ocupan de ellos, se ha alegrado de que la atención general se fijase en su compañero. Por consiguiente, se ha aprovechado de esta distracción para deslizarse por entre la turba y desaparecer sin dar siquiera las gracias a los dignos sacerdotes que le habían acompañado. Verdaderamente el hombre es un animal muy ingrato y egoísta... Pero vestíos, mirad cómo os da el ejemplo M... de Morcef.
    En efecto, Alberto se ponía maquinalmente su pantalón de tafetán encima de su pantalón negro y de sus botas charoladas.
    -Y bien, Alberto -preguntó Franz-, ¿estáis dispuesto a cometer algunas locuras? Veamos, responded francamente.
    -No -dijo-, pero os aseguro que ahora me alegro de haber visto este espectáculo, y comprendo lo que decía el señor conde, que cuando uno ha podido acostumbrarse a él, es el único que aún puede causar algunas emociones.
    -Además de que en ese momento se pueden hacer estudios de los caracteres -dijo el conde-; en el primer escalón del patíbulo, la muerte arranca la máscara que se ha llevado toda la vida y aparece el verdadero rostro. Preciso es convenir que el de Andrés no estaba muy bonito... ¡Pícaro, infame...! ¡Vistámonos, señores, vistámonos! Tengo necesidad de ver máscaras de cartón para consolarme de las máscaras de carne.
    Ridículo hubiera sido para Franz el aparentar aún conmoción y no seguir el ejemplo que le daban sus dos compañeros. Púsose, pues, su traje y su careta, que no era seguramente más pálida que su rostro. Después de disfrazarse, bajaron la escalera. El carruaje esperaba a la puerta, lleno de dulces y de ramilletes.
    Difícil es formarse una idea de un cambio más completo que el que acababa de operarse.
    En vez de aquel espectáculo de muerte, sombrío y silencioso, la plaza del Popolo presentaba el aspecto de una orgía loca y bulliciosa. Un sinnúmero de máscaras salía por todas partes, escapándose de las puertas y descendiendo por los balcones. Los carruajes desembocaban por todas las calles cargados de pierrots, de figuras grotescas, de dominós, de marqueses, de transtiberinos, de arlequines, de caballeros, de aldeanos; todos gritando, gesticulando, lanzando huevos llenos de harina, confites, ramilletes, atacando con palabras y proyectiles a los amigos y a los extraños, a los conocidos y desconocidos, sin que nadie tuviese derecho para enfadarse, sin que nadie hiciese otra cosa más que reír.
    Franz y Alberto parecían esos hombres que, para distraerse de un violento pesar, van a una orgía, y que a medida que beben y se embriagan, sienten interponerse un denso velo entre el presente y lo pasado. Siempre veían o más bien conservaban el reflejo de lo que habían visto. Pero poco a poco los iba dominando la embriaguez general, parecióles que su razón vacilante iba a abandonarlos, sentían una extraña necesidad de tomar parte en aquel ruido, en aquel movimiento, en aquel vértigo.
    Un puñado de confites dirigido a Morcef desde un carruaje próximo y que cubrióle de polvo, así como a sus compañeros, el cuello y la parte de rostro que no estaba cubierto por la máscara, como si le hubiesen lanzado cien alfileres, acabó por impelerle a la lucha general, en la que entraban todas las máscaras que encontraban. Púsose de pie a su vez en el carruaje, agarró puñados de proyectiles de los sacos y con todo el vigor y la habilidad de que era capaz, envió a su vez huevos y yemas de dulce a sus vecinos. Desde entonces se trabó el combate.
    Lo que habían visto media hora antes se borró enteramente de la imaginación de los dos jóvenes; tanto había influido en ellos aquel espectáculo movible, alegre y bullicioso que tenían a la vista. Por lo que al conde de Montecristo se refiere, nunca había parecido impresionado un solo instante. En efecto; figúrese el lector aquella grande y hermosa calle, limitada a un lado y a otro de palacios de cuatro o cinco pisos, con todos sus balcones guarnecidos de colgaduras. En estos balcones, trescientos mil espectadores romanos, italianos, extranjeros venidos de las cuatro partes del mundo; reunidas todas las aristocracias de nacimiento, de dinero, de talento; mujeres encantadoras, que sufriendo la influencia de aquel espectáculo se inclinan sobre los balcones y fuera de las ventanas, hacen llover sobre los carruajes que pasan una granizada de confites, que se les devuelve con ramilletes; el aire se vuelve enrarecido por los dulces que descienden y las flores que suben; y sobre el pavimento de las calles una turba gozosa, incesante, loca, con trajes variados, gigantescas coliflores que se pasean, cabezas de búfalo que mugen sobre cuerpos de hombres, perros que parecen andar con las patas delanteras, en medio de todo esto una máscara que se levanta; y en esa tentación de San Antonio soñada por Cattot, algún Asfarteo que ve un rostro encantador a quien quiere seguir, y del cual se ve separado por especies de demonios semejantes a los que se ven en sueños, y tendrá una débil idea de lo que es el Carnaval en Roma.
    A la segunda vuelta el conde hizo detener el carruaje, y pidió a sus compañeros permiso para separarse de ellos, dejándolo a su disposición. Franz levantó los ojos; hallábase frente al palacio Rospoli, y en el balcón de en medio, el que estaba colgado de damasco blanco con una cruz roja, había un dominó azul, bajo el cual la imaginación de Franz se representó sin trabajo la bella griega del teatro Argentino.
    -Señores -dijo apeándose el conde-, cuando os canséis de ser actores y queráis ser espectadores, ya sabéis que tenéis un sitio en mi balcón. Entretanto, disponed de mi carruaje y de mis criados.
    Olvidamos decir que el cochero del conde iba vestido gravemente con una piel de oso, negra del todo, y semejante a la del Odry, en El oso y el pachá, y que los dos lacayos iban en pie detrás del carruaje con dos vestidos de mono verde, perfectamente ceñidos a sus cuerpos, y con caretas de resorte con las que hacían gestos a los paseantes.
    Franz dio gracias al conde por su delicada oferta. Alberto, por su parte, estaba coqueteando con un carruaje lleno de aldeanas romanas detenido, como el del conde, por uno de esos descansos tan comunes en las filas y tirando ramilletes por todas partes. Desgraciadamente para él, la fila prosiguió su movimiento, y mientras él descendía hacia la plaza del Popolo, el carruaje que había llamado su atención subía hacia el palacio de Venecia.
    -¡Ah! -dijo Franz-, ¿no habéis visto ese carruaje que va cargado de aldeanas romanas?
    -No.
    -Pues estoy seguro de que son mujeres encantadoras.
    -¡Qué desgracia que vayáis disfrazado, querido Alberto! -dijo Franz-. Este era el momento de desquitaros de vuestras desdichas amorosas.
    -¡Oh! -respondió Alberto, medio risueño y medio convencido-. Espero que no pasará el Carnaval sin que me acontezca alguna aventura.
    Sin embargo, todo el día pasó sin otra aventura que el encuentro renovado dos o tres veces del carruaje de las aldeanas romanas. En uno de estos encuentros, sea por casualidad, sea por cálculo de Alberto, se le cayó la careta.
    Entonces tomó el resto de ramilletes y lo arrojó al carruaje de las mujeres que él juzgara encantadoras. Conmovidas por esta galantería, cuando volvió a pasar el carruaje de los dos amigos, arrojaron un ramillete de violetas. Alberto se precipitó sobre el ramillete. Como Franz no tenía ningún motivo para creer que iba dirigido a su persona, dejó que Alberto recogiese el ramillete. Este lo puso victoriosamente en sus ojales, y el carruaje continuó su marcha triunfante.
    -¡Y bien! -le dijo Franz-, éste es un principio de aventura.
    -Reíos cuanto queráis -respondió-, pero creo que sí; así pues, no me separo de este ramillete.
    -¡Diantre!, bien lo creo -respondió Franz riendo--, es una señal de reconocimiento.
    La broma, por otra parte, tomó un carácter de realidad, porque cuando, siempre conducidos por la fila, Franz y Alberto se cruzaron de nuevo con el carruaje de las aldeanas, la que había lanzado el ramillete comenzó a aplaudir al verlo en su ojal.
    -¡Bravo!, querido, ¡bravo! -le dijo Franz-. El asunto marcha. ¿Queréis que os deje, si preferís estar solo?
    -No -dijo-, no nos arriesguemos demasiado. No quiero dejarme engañar como un tonto a la primera demostración; a una cita bajo el reloj, como decimos en el baile de la Opera. Si la bella aldeana quiere ir más allá, ya la encontraremos mañana, o ella nos encontrará; entonces me dará señales de existencia, y yo veré lo que tengo que hacer.
    -Es verdad, mi querido Alberto -dijo Franz-, sois sabio como Néstor y prudente como Ulises, y si vuestra Circe llega a cambiarse en una bestia cualquiera, preciso será que sea muy diestra o muy poderosa.
    Alberto tenía razón; la bella desconocida había resuelto sin duda no llevar la intriga más lejos aquel día, pues aunque los jóvenes dieron aún muchas vueltas, no volvieron a ver el carruaje que buscaban con los ojos; había desaparecido por una de las calles adyacentes.
    Subieron entonces al palacio Rospoli, pero el conde también había desaparecido con el dominó azul. Los dos balcones colgados de damasco amarillo seguían, por otra parte, ocupados por personas a las que él sin duda había convidado.
    En este momento, la campana que había sonado para la apertura de la mascarada, sonó para la retirada, la fila del Corso se rompió al punto, y, en el instante, todos los carruajes desaparecieron por las calles transversales.
    Franz y Alberto se hallaban en aquel momento enfrente de la vía delle Maratte. El cochero arreó los caballos, y llegando a la plaza de España, se detuvo delante de la fonda.
    Maese Pastrini salió a recibir a sus huéspedes al umbral de la puerta.
    El primer cuidado de Franz fue informarse acerca del conde y expresar su pesar por no haberle ido a buscar a tiempo; pero Pastrini le tranquilizó, diciéndole que el conde de Montecristo había mandado un segundo carruaje para él y que este carruaje había ido a buscarle a las cuatro al palacio Rospoli.
    Por otra parte, tenía encargo de ofrecer a los dos amigos la nave de su palco en el teatro Argentino.
    Franz interrogó a Alberto acerca de sus intenciones, pero éste tenía que poner en ejecución grandes proyectos antes de pensar en ir al teatro.
    Por lo tanto, en lugar de responder, se informó de si maese Pastrini podía procurarle un sastre.
    -¿Un sastre? -preguntó el huésped-, ¿y para qué?
    -Para hacerme de hoy a mañana dos vestidos de aldeano romano, lo más elegante que sea posible -dijo Alberto.
    Maese Pastrini movió la cabeza.
    -¡Haceros de aquí a mañana dos trajes! -exclamó-. ¡Dos trajes, cuando de aquí a ocho días no encontraréis seguramente ni un sastre que consintiese coser seis botones a un chaleco, aunque le pagaseis a escudo el botón!
    -¿Queréis decir que es preciso renunciar a procurarnos los trajes que deseo?
    -No, porque tendremos esos dos trajes hechos. Dejad que me ocupe de eso, y mañana encontraréis al despertaros una colección de sombreros, de chaquetas y de calzones, de los cuales quedaréis satisfechos.
    -¡Ah!, querido -dijo Franz a Alberto--, confiemos en nuestro huésped; ya nos ha probado que era hombre de recursos. Comamos, pues, tranquilamente, y después de la comida vamos a ver La italiana en Argel.
    -Sea por La italiana en Argel -dijo Alberto-, pero pensad, maese Pastrini, que este caballero y yo -continuó señalando a Franz-, tenemos mucho interés en tener esos trajes mañana mismo.
    El posadero repitió a sus huéspedes que no se inquietasen por nada, y que serían servidos, con lo cual Franz y Alberto subieron para quitarse sus trajes de payaso.
    Alberto, al despojarse del suyo, guardó con el mayor cuidado su ramillete de violetas. Era su señal de reconocimiento para el día siguiente.
    Los dos amigos se sentaron a la mesa, pero al comer, Alberto no pudo menos de advertir la diferencia notable que existía entre el cocinero de maese Pastrini y el del conde de Montecristo.
    Franz tuvo que confesar, a pesar de las prevenciones que debía tener contra el conde, que la ventaja no estaba de parte de maese Pastrini.
    A los postres, el criado del conde, preguntó la hora a que deseaban los jóvenes el carruaje. Alberto y Franz se miraron, temiendo ser indiscretos. El criado les comprendió.
    -Su excelencia, el conde de Montecristo -les dijo-, ha dado órdenes terminantes para que el carruaje permaneciese todo el día a la disposición de sus señorías. Sus señorías pueden, pues, disponer de él con toda libertad.
    Los dos jóvenes resolvieron aprovecharse de la amabilidad del conde, y mandaron enganchar, mientras que ellos sustituían por trajes de etiqueta sus trajes de calle, un tanto descompuestos por los numerosos combates, a los cuales se habían entregado.
    Luego se dirigieron al teatro Argentino y se instalaron en el palco del conde.
    Durante el primer acto entró en el suyo la condesa G...; su primera mirada se dirigió hacia el lado en donde la víspera había visto al singular desconocido, de suerte que vio a Franz y Alberto en el palco de aquél, acerca del cual había formado una opinión tan extraña.
    Sus anteojos estaban dirigidos a él con tanta insistencia que Franz creyó que sería una crueldad tardar más tiempo en satisfacer su curiosidad.
    Así, pues, usando del privilegio concedido a los espectadores de los teatros italianos, que consiste en hacer de las salas de espectáculos un salón de recibo, los dos amigos salieron de su palco para ir a presentar sus respetos a la condesa. Así que hubieron entrado en su palco, hizo una seña a Franz para que se sentase en el sitio de preferencia. Alberto se colocó detrás de ella.
    -¡Y bien! -dijo a Franz, sin darle siquiera tiempo para sentarse-. No parece sino que no habéis tenido nada que os urgiera tanto como hacer conocimiento con el nuevo lord Rutwen, y, según veo, ya sois los mejores amigos del mundo.
    -Sin que hayamos progresado tanto como decís, en una intimidad recíproca, no puedo negar, señora condesa -respondió Franz-, que hayamos abusado todo el día de su amabilidad.
    -¿Cómo, todo el día?
    -A fe mía, sí, señora. Esta mañana hemos aceptado su almuerzo, durante toda la mascarada hemos recorrido el Corso en su carruaje, en fin, esta noche venimos al teatro a su palco.
    -¿Le conocíais?
    -Sí... y no.
    -¿Cómo?
    -Es una larga historia.
    -Razón de más.
    -Esperad, al menos, a que esa historia tenga un desenlace.
    -Bien. Me gustan las historias completas. Mientras tanto, decidme: ¿cómo os habéis puesto en contacto con él? ¿Quién os ha presentado?
    -Nadie; él es quien se ha hecho presentar a nosotros ayer noche, después de haberme separado de vos.
    -¿Por qué intermediario?
    -¡Oh! ¡Dios mío! Por el muy prosaico intermediario de nuestro huésped.
    -¿Vive, pues, ese señor en la fonda de Londres, como vos?
    -No solamente vive en la misma fonda, sino en el mismo piso.
    -¿Cuál es su nombre? Porque sin duda lo conocéis.
    -Perfectamente; el conde de Montecristo.
    -¿Qué nombre es ése? No será un nombre de familia.
    -No; es el nombre de una isla que ha comprado.
    -¿Y el conde?
    -Conde toscano.
    -Sufriremos al fin a ése como a los demás -respondió la condesa, que era de una de las más antiguas familias de los alrededores de Venecia-. ¿Qué clase de hombre es?
    -Preguntad al vizconde de Morcef.
    -Ya le oís, caballero, me remiten a vos -dijo la condesa.
    -Haríamos muy mal si no le juzgásemos encantador, señora -respondió Alberto-. Un amigo de diez años no hubiera hecho por nosotros lo que él, y esto con una gracia, con una delicadeza, una amabilidad, que revela verdaderamente a un hombre de mundo.
    -Vamos -dijo la condesa riendo-, veréis cómo mi vampiro será sencillamente un millonario que quiere gastar sus millones. Y a ella, ¿la habéis visto?
    -¿A quién? -preguntó Franz sonriendo.
    -A la graciosa griega de ayer.
    -No. Nos pareció, sí, haber oído el sonido de su guzla, mas ella permaneció invisible.
    -Así, pues, cuando decís invisible, mi querido Franz -dijo Alberto-, es con el fin de hacerla más misteriosa. ¿Quién creéis que era aquel dominó azul que estaba en el balcón colgado de damasco blanco, en el palacio de Rospoli?
    -¡Pues qué! ¿El conde tenía tres balcones en el palacio Rospoli?
    -¡Sí! ¿Habéis pasado por la calle del Corso?
    -Desde luego. ¿Quién es el que hoy no ha pasado por la calle del Corso?
    -¿No visteis entonces tres balcones, y uno de ellos colgado de damasco blanco, con una cruz roja? Pues ésos eran los tres balcones del conde.
    -¿Es que ese hombre es algún nabab? ¿Sabéis lo que cuestan tres balcones como ésos durante ocho días de Carnaval, y en el palacio Rospoli, es decir, en el mejor sitio del Corso?
    -Doscientos o trescientos escudos romanos.
    -Decid más bien dos o tres mil.
    -¡Diantre!
    -¿Es acaso su isla la que produce tanto?
    -Su isla no produce ni un solo bejuco.
    -¿Por qué la ha comprado entonces?
    -Por capricho.
    -Es un hombre original.
    -Lo cierto es -dijo Alberto-, que me ha parecido bastante excéntrico. Si habitase en París, si frecuentase nuestros teatros, os diría que es un pobre diablo a quien la literatura moderna ha trastornado la cabeza. En verdad, me ha dado syer dos o tres golpes dignos de Didier o de Antoni.
    En este momento entró una visita, y, según la costumbre, Alberto cedió su lugar al recién llegado. Esta circunstancia, además de mudar de lugar, hizo también que la conversación tomase otro giro. Una hora después, los dos amigos volvieron a entrar en la fonda.
    Maese Pastrini estaba ya ocupado en sus disfraces para el día siguiente, y les prometió que quedarían satisfechos de su inteligente actividad.
    En efecto, al día siguiente, a las nueve, entró en el cuarto de Franz, acompañado de un sastre cargado con ocho o diez clases de vestidos de aldeanos romanos.
    Los dos amigos escogieron dos trajes parecidos que casi se ajustaban a su cuerpo, encargaron a su huésped que les pusiese unas veinte cintas en cada uno de sus sombreros y que les procurase dos de esas fajas de seda, de listas transversales y colores vivos, con la cuales los hombres del pueblo, en los días de fiesta, tienen la costumbre de ceñir su cintura.
    Alberto se hallaba impaciente por ver cómo le estaría su improvisado vestido, el cual se componía de una chaqueta y unos calzones de terciopelo azul, medias con cuchillas bordadas, zapatos con hebillas y un chaleco de seda.
    El joven, pues, no podía menos de ganar con ese traje tan pintoresco, y cuando su cinturón hubo oprimido su elegante talle, cuando su sombrero, ligeramente ladeado, dejó caer sobre su hombro una infinidad de cintas, Franz se vio obligado a confesar que el traje influye mucho para la superioridad física en ciertas poblaciones. Los turcos, tan pintorescos antes con sus largos trajes de vivos colores, ¿no están ahora horribles con sus levitas azules abotonadas y los gorros griegos, que parecen botellas de vino con tapón encarnado? Franz felicitó a Alberto, que, en pie delante del espejo, se sonreía con aire de satisfacción, que nada tenía de equívoco. En este momento entró el conde de Montecristo.
    -Señores -les dijo-, como por agradable que sea la compañía en las diversiones, la libertad lo es más aún, vengo a comunicaros que por hoy y los días siguientes dejo a vuestra disposición el carruaje de que os habéis servido ayer. Nuestro huésped ha debido deciros que tenía tres o cuatro en sus cuadras. No os privéis, pues, de ir en carruaje; usad de él libremente para ir a divertiros o a vuestros asuntos. Nuestra cita, si algo tenemos que decirnos, será en el palacio Rospoli.
    Los dos jóvenes quisieron hacer algunas observaciones, pero verdaderamente no tenían motivos para rehusar una oferta que, por otra parte, les era agradable. Concluyeron por aceptar.
    El conde de Montecristo permaneció un cuarto de hora con ellos, hablando de todo con una facilidad extremada. Estaba, como ya se habrá podido notar, muy al corriente de la literatura de todos los países. Una ojeada que arrojó sobre las paredes de su cuarto había probado a Franz y a Alberto que era aficionado a los cuadros. Algunas palabras que pronunció al pasar, les probó que no le eran extrañas las ciencias; sobre todo, parecía haberse ocupado particularmente de la química.
    Los dos amigos no tenían la pretensión de devolver al conde el almuerzo que él les había ofrecido. Hubiera sido una necedad ofrecerle, en cambio de su excelente mesa, la comida muy mediana de maese Pastrini. Se lo dijeron francamente y él recibió sus excusas como hombre que apreciaba su delicadeza.
    Alberto estaba encantado de los modales del conde, al que, sin su ciencia, hubiera tenido por un caballero. La libertad de disponer enteramente del carruaje le llenaba, sobre todo, de alegría. Tenía ya sus
    miras acerca de aquellas graciosas aldeanas y como se habían presentado la víspera en un carruaje muy elegante, no le desagradaba aparecer en este punto con igualdad.
    A la una y media los dos jóvenes bajaron, el cochero y los lacayos habían imaginado poner sus libreas sobre pieles de animales, lo cual les formaba un cuerpo aún más, grotesco que el día anterior, y esto también les valió el que Alberto y Franz les alabasen por aquella invención.
    Alberto había colocado sentimentalmente su ramillete de violetas ajadas en su ojal.
    Al primer toque de la campana partieron y se precipitaron a la calle del Corso por la vía Vittoria. A la segunda vuelta, un ramillete de violetas que salió de un grupo de colombinas y que vino a caer sobre el carruaje del conde, indicó a Alberto, que como él y su amigo, las aldeanas de la víspera habían cambiado de traje y que, sea por casualidad, sea por un sentimiento semejante al que le había hecho obrar, mientras que él había vestido elegantemente su traje, ellas, por su parte, habían vestido el suyo.
    Alberto se puso el ramillete fresco en el lugar del otro, pero guardó el ajado en su mano, y cuando cruzó de nuevo el carruaje lo llevó amorosamente a sus labios, acción que pareció divertir mucho, no solamente a la que se lo había arrojado, sino a sus locas compañeras. El día fue no menos animado que el anterior; es probable que un profundo observador hubiese reconocido cierto aumento de bullicio y alegría.
    Un instante vieron al conde en su balcón, pero cuando el carruaje volvió a pasar, había ya desaparecido.
    Inútil es decir que el flirteo entre Alberto y la colombina de los ramilletes de violetas, duró todo el día.
    Por la noche, al entrar Franz, encontró una carta de la embajada; le anunciaba que tendría el honor de ser recibido al día siguiente por Su Santidad.
    En todos los viajes que antes había hecho a Roma había solicitado y obtenido el mismo favor, y tanto por religión como por reconocimiento, no había querido salir de la capital del mundo cristiano sin rendir su respetuoso homenaje a los pies de uno de los sucesores de San Pedro, que ha dado el raro ejemplo de todas las virtudes. Por consiguiente, este día no había que pensar en el Carnaval, pues a pesar de la bondad con que rodea su grandeza, siempre es con un respeto lleno de profunda emoción como se dispone uno a inclinarse ante ese noble y santo anciano a quien llaman Gregorio XVI.
    Al salir del Vaticano, Franz volvió directamente a la fonda, evitando el pasar por la calle del Corso. Llevaba un tesoro de piadosos sentimientos, para los cuales el contacto de los locos goces de la mascarada hubiese sido una profanación.
    A las cinco y diez minutos Alberto entró. Estaba radiante de alegría; la colombina había vuelto a ponerse su traje de aldeana, y al cruzar con el carruaje de Alberto había levantado su máscara; era encantadora.
    Franz dio a Alberto la más sincera enhorabuena, y éste la recibió como hombre que la merecía.
    Había conocido -decía-, por ciertos detalles inimitables de elegancia, que su bella desconocida debía pertenecer a la más alta aristocracia.
    Estaba decidido a escribirle al día siguiente. Al recibir estas muestras de confianza, Franz notó que Alberto parecía tener que pedirle alguna cosa, y que, sin embargo, vacilaba en dirigirle esta demanda.
    Insistió, declarando de antemano que estaba pronto a hacer por su dicha todos los sacrificios que estuviesen en su poder. Alberto se hizo rogar todo el tiempo que exigía una política amistosa, pero, al fin, confesó a Franz que le haría un gran servicio si le dejase para el día siguiente el carruaje a él solo.
    Alberto atribuía a la ausencia de su amigo la extremada bondad que había tenido la bella aldeana de levantar su máscara. Fácil es de comprender que Franz no era tan egoísta que detuviese a Alberto en medio de una aventura que prometía a la vez ser tan agradable para su curiosidad y tan lisonjera para su amor propio. Conocía bastante la perfecta indiscreción de su amigo, para estar seguro de que le tendría al corriente de los menores detalles de su aventura, y como después de dos largos años que corría Italia en todos sentidos, jamás había tenido ocasión de meterse en una intriga semejante, por su cuenta, Franz no estaba disgustado de saber cómo pasarían las cosas en semejante caso.
    Prometió, pues, a Alberto que se contentaría al día siguiente con mirar el espectáculo desde los balcones del palacio Rospoli. Efectivamente, al día siguiente vio pasar y volver a pasar a Alberto. Llevaba un enorme ramillete al que sin duda había encargado fuese portador de su epístola amorosa. Esta probabilidad se cambió en certidumbre, cuando Franz vio el mismo ramillete, notable por un círculo de camelias blancas, entre las manos de una encantadora colombina, vestida de satén color de rosa. Así, pues, aquella noche no era alegría, era delirio.
    Alberto no dudaba de que su bella desconocida le correspondiese del mismo modo. Franz le ayudó en sus deseos, diciéndole que todo aquel ruido le fatigaba, y que estaba decidido a emplear el día siguiente en revisar su álbum y en tomar algunas notas. Por otra parte, Alberto no se había engañado en sus previsiones; al día siguiente, por la noche, Franz le vio entrar dando saltos en su cuarto y ostentando triunfalmente en una mano un pedazo de papel que sostenía por una de sus esquinas.
    -¡Y bien! -dijo- ¿Me había engañado?
    -¡Ha respondido! -exclamó Franz.
    -Leed.
    Esta palabra fue pronunciada con una entonación imposible de describir.
    Franz tomó el billete y leyó:

    El martes por la noche, a las siete, bajad de vuestro carruaje, enfrente de la vía Pontefici, y seguid a la aldeana romana que os arranque vuestro moccoletto.
    Cuando lleguéis al primer escalón de la iglesia de San Giacomo, procurad, para que pueda reconoceros, atar una cinta de color de rosa en el hombro de vuestro traje de payaso. Hasta entonces no me volveréis a ver.
    Constancia y discreción.

    -¡Y bien! -dijo a Franz cuando éste hubo terminado la lectura-, ¿qué pensáis de esto, mi querido amigo?
    -Pienso -respondió Franz- que la cosa toma el aspecto de una aventura muy agradable.
    -Esa es también mi opinión -dijo Alberto-, y tengo miedo de que vayáis solo al baile del duque de Bracciano.
    Franz y Alberto habían recibido por la mañana, cada uno, una invitación del célebre banquero romano.
    -Cuidado, mi querido Alberto -dijo Franz-, toda la aristocracia irá a casa del duque, y si vuestra bella desconocida es verdaderamente aristocrática, no podrá dejar de ir.
    -Que vaya o no, sostengo mi opinión acerca de ella -continuó Alberto-. Habéis leído el billete, ya sabéis la poca educación que reciben en Italia las mujeres del Mexxo sito (así llaman a la clase media), pues bien, volved a leer este billete, examinad la letra y buscadme una falta de idioma o de ortografía.
    En efecto, la letra era preciosa y la ortografía purísima.
    -Estáis predestinado -dijo Franz a Alberto, devolviéndole por segunda vez el billete.
    -Reíd cuanto queráis, burlaos -respondió Alberto-, estoy enamorado.
    -¡Oh! ¡Dios mío! Me espantáis -exclamó Franz-, y veo que no solamente iré solo al baile del duque de Bracciano, sino que podré volver solo a Florencia.
    -El caso es que si mi desconocida es tan amable como bella, os declaro que me quedo en Roma por seis semanas como mínimo. Adoro a Roma, y por otra parte, siempre he tenido afición a la arqueología.
    -Vamos, un encuentro o dos como ése, y no desespero de veros miembro de la Academia dè las Inscripciones y de las Bellas Letras.
    Sin duda Alberto iba a discutir seriamente sus derechos al sillón académico, pero vinieron a anunciar a los dos amigos que estaban servidos.
    Ahora bien, el amor en Alberto no era contrario al apetito.
    Se apresuró, pues, así como su amigo, a sentarse a la mesa, prometiendo proseguir la discusión después de comer.
    Pero luego anunciaron al conde de Montecristo.
    Hacía dos días que los jóvenes no le habían visto. Un asunto, había dicho Pastrini, le llamó a Civitavecchia.
    Había partido la víspera por la noche y había regresado sólo hacía una hora.
    El conde estuvo amabilísimo, sea que se abstuviese, sea que la ocasi6n no despertase en él las fibras acrimoniosas que ciertas circunstancias habían hecho resonar dos o tres veces en sus amargas palabras, estuvo casi como todo el mundo. Este hombre era para Franz un verdadero enigma.
    El conde no podía ya dudar de que el joven viajero le hubiese reconocido y, sin embargo, ni una sola palabra desde su nuevo encuentro parecía indicar que se acordase de haberle visto en otro punto. Por su parte, por mucho que Franz deseara hacer alusión a su primera entrevista, el temor de ser desagradable a un hombre que le había colmado, tanto a él como a su amigo, de bondades, le detenía.
    El conde sabía que los dos amigos habían querido tomar un palco en el teatro Argentino, y que les habían respondido que todo estaba ocupado; de consiguiente, les llevaba la llave del suyo; a lo menos éste era el motivo aparente de su visita. Franz y Alberto opusieron algunas dificultades, alegando el temor de que él se privase de asistir. Pero el conde les respondió que como iba aquella noche al teatro Vallé, su palco del teatro Argentino quedaría desocupado si ellos no lo aprovechaban. Esta razón determinó a los dos amigos a aceptar. Franz se había acostumbrado poco a poco a aquella palidez del conde, que tanto le admirara la primera vez que le vio. No podía menos de hacer justicia a la belleza de aquella cabeza severa, de la cual aquella palidez era el único defecto o tal vez la principal cualidad.
    Verdadero héroe de Byron, Franz no podía, no diremos verle, ni aun pensar en él, sin que se'presentase aquel rostro sobre los hombros de Manfredo, o bajo la toga de Lara. Tenía esa arruga en la frente que indica la incesante presencia de algún amargo pensamiento; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo de las almas; tenía ese labio altanero y burlón que da a las palabras que salen por él un carácter singular que hacen se graben profundamente en la memoria de los que las escuchan.
    El conde no era joven. Tendría por lo menos cuarenta años y parecía haber sido formado para ejercer siempre cierto dominio sobre los jóvenes con quienes se reuniese.
    La verdad es que, por semejanza con los héroes fantásticos del poeta inglés, el conde parecía tener el don de la fascinación. Alberto no cesaba de hablar de lo afortunados que habían sido él y Franz en encontrar a semejante hombre. Franz era menos entusiasta; no obstante, sufría la influencia que ejerce todo hombre superior sobre el espíritu de los que le rodean. Pensaba en aquel proyecto, que había manifestado varias veces el conde, de ir a París, y no dudaba que con su carácter excéntrico, su rostro caracterizado y su fortuna colosal, el conde produjese gran efecto. Sin embargo, no tenía deseos de hallarse en París cuando él fuese.
    La noche pasó como pasan las noches, por lo regular, en el teatro de Italia, no en escuchar a los cantantes, sino en hacer visitas o hablar. La condesa G... quería hacer girar la conversación acerca del conde, pero Franz le anunció que tenía que revelarle un acontecimiento muy notable, y a pesar de las demostraciones de falsa modestia a que se entregó Alberto, contó a la condesa el gran acontecimiento que hacía tres días formaba el objeto de la preocupación de los dos amigos.
    Dado que estas intrigas no son raras en Italia, a lo menos, si se ha de creer a los viajeros, la condesa lo creyó y felicitó a Alberto por el principio de una aventura que prometía terminar de modo tan satisfactorio.
    Se separaron prometiéndose encontrarse en el baile del duque de Bracciano, al cual Roma entera estaba invitada. Pero llegó el martes, el último y el más ruidoso de los días de Carnaval.
    El martes los teatros se abren a las diez de la mañana, porque pasadas las ocho de la noche entra la Cuaresma. El martes todos los que por falta de tiempo, de dinero o de entusiasmo no han tomado aún parte en las fiestas precedentes, se mezclan en la bacanal, se dejan arrastrar por la orgía y unen su parte de ruido y de movimiento al movimiento y al ruido general.
    Desde las dos hasta las cinco, Franz y Alberto siguieron la fila, cambiando puñados de dulces con los carruajes de la fila opuesta y los que iban a pie, que circulaban entre los caballos y las carrozas, sin que sucediese en medio de esta espantosa mezcla un solo accidente, una sola disputa, un solo reto. Los italianos son el pueblo por excelencia, y en este aspecto las fiestas son para ellos verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia, por espacio de cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad turbada por uno solo de esos acontecimientos que sirven siempre de corolario a los nuestros.
    Alberto triunfaba con su traje de payaso. Tenía sobre el hombro un lazo, de cinta de color de rosa, cuyas puntas le colgaban bastante, para que no le confundieran con Franz. Este había conservado su traje de aldeano romano.
    Mientras más avanzaba el día, mayor se hacía el tumulto. No había en todas las calles, en todos los carruajes, en todos los balcones, una sola boca que estuviese muda, un brazo que estuviera quieto, era verdaderamente una tempestad humana compuesta de un trueno de gritos, y de una granizada de grageas, de ramilletes, de huevos, de naranjas y de flores.
    A las tres, el ruido de las cajas sonando a la vez en la plaza del Popolo, y en el palacio de Venecia, atravesando aquel horrible tumulto, anunció que iban a comenzar las carreras. Las carreras, cómo los moccoli, son unos episodios particulares de los últimos días de Carnaval. Al ruido de aquellas cajas, los carruajes rompieron al instante las filas y se refugiaron en la calle transversal más cercana. Todas estas evoluciones se hacen, por otra parte, con una habilidad inconcebible y una rapidez maravillosa, y esto sin que la policía se ocupe de señalar a cada uno su puesto, o de trazar a cada uno su camino.
    Las gentes que iban a pie se refugiaron en los portales o se arrimaron a las paredes, y al punto se oyó un gran ruido de caballos y de sables.
    Un escuadrón de carabineros a quince de frente, recorría al galope y en todo su ancho la calle del Corso, la cual barría para dejar sitio a los barberi. Cuando el escuadrón llegó al palacio de Venecia, el estrépito de nuevos disparos de cohetes anunció que la calle había quedado expedita.
    Casi al mismo tiempo, en medio de un clamor inmenso, universal, inexplicable, pasaron como sombras siete a ocho caballos excitados por los gritos de trescientas mil personas y por las bolas de hierro que les saltan sobre la espalda. Unos instantes más tarde, el cañón del castillo de San Angelo disparó tres cañonazos, para anunciar que el número tres había sido el vencedor.
    Inmediatamente, sin otra señal que ésta, los carruajes se volvieron a poner en movimiento, llenando de nuevo el Corso, desembocando por todas las bocacalles como torrentes contenidos do instante, y que se lanzan juntos hacia el río que alimentan, y la ola inmensa de cabezas volvió a proseguir más rápida que antes su carrera entre los dos ríos de granito. Pero un nuevo elemento de ruido y de animación se había mezclado aún a esta multitud, porque acababan de entrar en la escena los vendedores de moccoli.
    Los moccoli o moccoletti son bujías que varían de grueso, desde el cirio pascual hasta el cabo de la vela, y que recuerdan a los actores de esta gran escena que pone fin al Carnaval romano, suscitando dos preocupaciones opuestas, cuales son, primero la de conservar encendido su moccoletto, y después la de apagar el moccoletto de los demás.
    Con el moccoletto sucede lo que con la vida. Es verdad que el hombre no ha encontrado hasta ahora más que un medio de transmitirla y este medio se lo ha dado Dios, pero, en cambio ha descubierto mil medios para quitarla, aunque también es verdad que para tal operación el diablo le ha ayudado un poco.
    El moccoletto se enciende acercándolo a una luz cualquiera. Pero
    ¿quién será capaz de describir los mil medios que para apagarlo se han inventado? ¿Quién podría describir los fuelles monstruos, los estornudos de prueba, los apagadores gigantescos, los abanicos sobrehumanos que se ponen en práctica? Cada cual se apresuró a comprar y encender moccoletto y lo propio hicieron Franz y Alberto.
    La noche se acercaba rápidamente, y ya al grito de ¡Moccoli! repetido por las estridentes voces de un millar de industriales, dos o tres estrellas empezaron a brillar encima de la turba. Esto fue lo suficiente para que antes de que transcurrieran diez minutos, cincuenta mil luces brillasen descendiendo del palacio de Venecia a la plaza del Popolo y volviendo a subir de la plaza del Popolo al palacio de Venecia. Hubiérase dicho que aquella era una fiesta de fuegos fatuos, y tan sólo viéndolo es como uno se puede formar una idea de aquel maravilloso espectáculo.
    Imaginemos que todas las estrellas se destacan del cielo y vienen a mezclarse en la tierra a un baile insensato. Todo acompañado de gritos, cual nunca oídos humanos han percibido sobre el resto de la superficie del globo.
    En este momento sobre todo, es cuando desaparecen las diferencias sociales. El facchino se une al príncipe, el príncipe al transteverino, el transteverino al hombre de la clase media, cada cual soplando, apagando, encendiendo. Si el viejo Eolo apareciese en este momento sería proclamado rey de los moccoli, y Aquilón, heredero presunto de la corona.
    Esta escena loca y bulliciosa suele durar unas dos horas; la calle del Corso estaba iluminada como si fuese de día; distinguíanse las facciones de los espectadores hasta el tercero o cuarto piso. De cinco en cinco minutos Alberto sacaba su reloj; al fin éste señaló las siete. Los dos amigos se hallaban justamente a la altura de la Vía Pontifici; Alberto saltó del carruaje con su moccoletto en la mano.
    Dos o tres máscaras quisieron acercarse a él para arrancárselo o apagárselo, pero, a fuer de hábil luchador, Alberto las envió a rodar una tras otra a diez pasos de distancia y prosiguió su camino hacia la iglesia de San Giacomo. Las gradas estaban atestadas de curiosos y de máscaras que luchaban sobre quién se arrancaría de las manos la luz. Franz seguía con los ojos a Alberto, y le vio poner el pie sobre el primer escalón. Casi al mismo tiempo, una máscara con el traje bien conocido de la aldeana del ramillete, extendiendo el brazo, y sin que esta vez hiciese él ninguna resistencia, le arrancó el moccoletto.
    Franz se encontraba muy lejos para escuchar las palabras que cambiaron, pero sin duda nada tuvieron de hostil, porque vio alejarse a Alberto y a la aldeana cogidos amigablemente del brazo. Por espacio de algún tiempo los siguió con la vista en medio de la multitud, pero en la Vía Macello los perdió de vista.
    De pronto, el sonido de la campana que da la señal de la conclusión del Carnaval sonó, y al mismo instante todos los moccoli se apagaron como por encanto.
    Habríase dicho que un solo a inmenso soplo de viento los había aníquilado. Franz se encontró en la oscuridad más profunda.
    Con el mismo toque de campana cesaron los gritos, como si el poderoso soplo que había apagado las luces hubiese apagado también el bullicio, y ya nada más se oyó que el ruido de las carrozas que conducían a las máscaras a su casa, ya nada más se vio que las escasas luces que brillaban detrás de los balcones. El Carnaval había terminado.

    Capítulo quince
    Las catacumbas de San Sebastián
    Ningún otro momento de su vida había sido para Franz tan impresionable, tan vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tristeza sintió en aquel instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el soplo mágico de algún demonio nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban sumergidas en la mayor oscuridad, pero como el trayecto era corto, al cabo de diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delante de la fonda de Londres.
    La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.
    La súbita extinción de los moccoletti, aquella oscuridad que había reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud. Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud- de su posadero, que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.
    Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pidió, pues, el carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante mismo en que volviese Alberto, pero transcurrieron las horas una tras otra, y al dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.
    La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa, una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad europea.
    Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomendación para él; así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.
    -¿Entonces no habrá vuelto? -preguntó el duque.
    -Hasta ahora le he estado aguardando -respondió Franz.
    -¿Y sabéis dónde iba?
    -No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.
    -¡Diablo! -dijo el duque-. Mal día es éste o mala noche para tardar de ese modo, ¿verdad, señora condesa?
    Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G..., que acababa de llegar y que se paseaba apoyada en el brazo del señor de Torlonia, hermano del duque.
    -Creo, por el contrario, que es una noche encantadora -respondió la condesa-, y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que pasará demasiado pronto.
    -Pero -replicó el duque, sonriendo-, yo no hablo de las personas que están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.
    -¡Oh! -preguntó la condesa-. ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta hora, como no sea para venir a este baile?
    -Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche -dijo Franz--, y a quien no he visto después.
    -¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?
    -Ni lo sospecho.
    -¿Y tiene armas?
    -¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?
    -No deberíais haberle dejado ir --dijo el duque a Franz-, vos que conocéis mejor a Roma.
    -Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado detener al número tres de los barberi que ha ganado hoy el premio de la carrera -respondió Franz-; además, ¿qué queréis que le ocurra?
    -¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via Marcello.
    Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en sus inquietudes personales.
    -También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pa-
    sar la noche en vuestra casa, señor duque -dijo Franz-, y deben venir a anunciarme su vuelta.
    -Mirad -dijo el duque-, creo que alli viene buscándoos uno de mis criados.
    El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.
    -Excelencia -dijo-, el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.
    -¡Con una carta del vizconde! -exclamó Franz.
    -Sí.
    -¿Y quién es ese hombre?
    -No lo sé.
    -¿Por qué no ha venido a traerla aquí?
    -El mensajero no ha dado ninguna explicación.
    -¿Y dónde está el mensajero?
    -En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.
    -¡Oh, Dios mío! -dijo la condesa a Franz--. Id pronto, ¡pobre joven! Tal vez le habrá sucedido alguna desgracia.
    -Voy volando -dijo Franz.
    -¿Os volveremos a ver para saber de él? -preguntó la condesa.
    -Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.
    -En todo caso, prudencia -dijo la condesa.
    -Descuidad.
    Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto. Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien primero le dirigió la palabra.
    -¿Qué me queréis, excelencia? -dijo, dando un paso atrás como un hombre que desea estar siempre en guardia.
    -¿No sois vos -preguntó Franz-- quien me trae una carta del vizconde de Morcef?
    -¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?
    -Sí.
    -¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?
    -Sí.
    -¿Cómo se llama vuestra excelencia?
    -El barón Franz d'Epinay.
    -Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.
    -¿Exige respuesta? -preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.
    -Sí; al menos, vuestro amigo la espera.
    -Subid a mi habitación; a11í os la daré.
    -Prefiero esperar aquí -dijo riéndose el mensajero.
    -¿Por qué?
    -Vuestra excelencia lo comprenderá cuando haya leído la carta.
    -¿Entonces os encontraré aquí mismo?
    -Sin duda alguna.
    Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.
    -¡Y bien! -le preguntó.
    -Y bien, ¿qué? -le respondió Franz.
    -¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro amigo? -le preguntó a Franz.
    -Sí; le vi -respondió éste-, y me entregó esta carta. Haced que traigan una luz a mi cuarto.
    El posadero transmitió esta orden a un criado.
    El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva estaba escrita de mano de Alberto, firmada por él mismo, y Franz la leyó dos o tres veces una tras otra, tan lejos estaba de esperar su contenido.
    He aquí lo que decía:

    Querido amigo: En el mismo instante que recibáis la presente, tened la bondad de tomar mi cartera, que hallaréis en el cajón cuadrado del escritorio; la letra de crédito, unidla a la vuestra. Si ello no basta, corred a casa de Torlonia, tomad inmediatamente cuatro mil piastras y entregadlas al portador. Es urgente que esta suma me sea dirigida sin tardanxa. No quiero encareceros más la puntualidad, porque cuento con vuestra eficacia, como en caso igual podríais contar con la mía.

    . P. D. I believe now lo be Italian banditti.
    Vuestro amigo,
    Alberto de Morcef

    Debajo de estos renglones había escritas, con una letra extraña, estas palabras italianas:

    Se alle sei della mattina, le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
    Luigi Vampa

    Esta segunda firma fue para Franz sumamente elocuente, y entonces comprendió la repugnancia del mensajero en subir a su cuarto. La calle le parecía más segura. Alberto había caído en manos del famoso jefe de bandidos cuya existencia tan fabulosa le había parecido.
    No había tiempo que perder. Corrió al escritorio, lo abrió, halló en el cajón indicado la consabida cartera, y en ella la carta de crédito que era de valor de seis mil piastras, pero a cuenta de la cual Alberto había ya tornado y gastado la mitad, es decir, tres mil. Por lo que a Franz se refiere, no tenía ninguna letra de crédito. Como vivía en Florencia y había venido a Roma para pasar en ella siete a ocho días solamente, había tornado unos cien luises, y de esos cien luises le quedaban cincuenta a lo sumo. Necesitaba, de consiguiente, siete a ochocientas piastras para que entre los dos pudiesen reunir la soma pedida. Es verdad que Franz podía montar en un caso semejante con la bondad del señor Torlonia. Así, pues, se disponía a volver al palacio Bracciano sin perder un instante, cuando de súbito una idea cruzó por su imaginación.
    Pensó en el conde de Montecristo.
    Franz iba a dar la orden de que avisasen a maese Pastrini, cuando éste en persona se presentó a la puerta.
    -Querido señor Pastrini -le dijo ansiosamente-, ¿creéis que el conde esté en su cuarto?
    -Sí, excelencia, acaba de entrar.
    -¿Habrá tenido tiempo de acostarse?
    -Lo dudo.
    -Llamad entonces a su puerta, y pedidle en mi nombre permiso para presentarme en su habitación.
    Maese Pastrini se apresuró a seguir las instrucciones que le daban. Cinco minutos después estaba de vuelta.
    -El conde está esperando a vuestra excelencia -dijo.
    Franz atravesó el corredor, y un criado le introdujo en la habitación del conde. Hallábase en un pequeño gabinete que Franz no había visto aún, y que estaba rodeado de divanes. El mismo conde le salió al encuentro.
    -¡Oh! ¿A qué debo el honor de esta visita? -le preguntó-. ¿Vendríais a cenar conmigo? Si así fuera, me complacería en extremo vuestra franqueza.
    -No; vengo a hablaros de un grave asunto.
    -¡De un asunto! -dijo el conde mirando a Franz con la fijeza y atención que le eran habituales-. ¿Y de qué asunto?
    -¿Estamos solos?
    El conde se dirigió a la puerta y volvió.
    -Completamente -dijo.
    Franz le mostró la carta de Alberto.
    -Leed -le dijo.
    El conde leyó la carta.
    -¡Ya, ya! -exclamó cuando hubo terminado la lectura.
    -¿Habéis leído la posdata?
    -Sí, la he leído también.

    Se alle sei della mattina le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
    Luigi Vampa
    -¿Qué decís a esto? -preguntó Franz.
    -¿Tenéis la suma que os pide?
    -Sí; menos ochocientas piastras.
    El conde se dirigió a su gaveta, la abrió, y tiró de un cajón lleno de oro que se abrió por medio de un resorte.
    -Espero -dijo a Franz-, que no me haréis la injuria de dirigiros a otro que a mí.
    -Bien veis -dijo éste- que a vos me he dirigido primero que a otro.
    -Lo que os agradezco mucho. Tomad.
    E hizo señas a Franz de que tomase del cajón cuanto necesitase.
    -¿Es necesario enviar esta suma a Luigi Vampa? -preguntó el joven, mirando a su vez fijamente al conde.
    -¿Que si es preciso? Juzgadlo vos mismo por la postdata, que ni puede ser más concisa ni más terminante.
    -Creo que vos podríais hallar algún medio que simplificase mucho el negocio -dijo Franz.
    -¿Y cuál? -preguntó el conde, asombrado.
    -Por ejemplo, si fuésemos a ver a Luigi Vampa juntos, estoy persuadido de que no os rehusaría la libertad de Alberto.
    -¿A mí? ¿Y qué influencia queréis que tenga yo sobre ese bandido?
    -¿No acabáis de hacerle uno de esos servicios que jamás pueden olvidarse?
    -¿Cuál?
    -¿No acabáis de salvar la vida a Pepino?
    -¡Ah, ah! -dijo el conde-. ¿Quién os ha dicho eso?
    -¿Qué importa, si lo sé?
    El conde permaneció un instante silencioso y con las cejas fruncidas.
    -Y si yo fuese a ver a Vampa, ¿me acompañaríais?
    -Si no os fuese desagradable mi compañía, ¿por qué no?
    -Pues bien; vámonos al instante. El tiempo es hermoso, y un paseo por el campo de Roma no puede menos de aprovecharnos.
    -¿Llevaremos armas?
    -¿Para qué?
    -¿Dinero?
    -Es en vano. ¿Dónde está el hombre que os ha traído este billete?
    -En la calle.
    -¿En la calle?
    -Sí.
    -Voy a llamarle, porque preciso será que averigüemos hacia dónde hemos de dirigirnos.
    -Podéis ahorraros este trabajo, pues por más que se lo dije, no ha querido subir.
    -Si yo le llamo, veréis como no opone dificultad.
    El conde se asomó a la ventana del gabinete que caía a la calle, y emitió cierto silbido peculiar. El hombre de la capa se separó de la pared y se plantó en medio de la calle.
    -¡Salite! -dijo el conde con el mismo tono que si hubiera dado una orden a su criado.
    El mensajero obedeció sin vacilar, más bien con prisa, y subiendo la escalera, entró en la fonda; cinco minutos después estaba a la puerta del gabinete.
    -¡Ah! ¿Eres tú, Pepino? -dijo el conde.
    Pero Pepino, en lugar de responder, se postró de hinojos, cogió una mano del conde y la aplicó a sus labios repetidas veces.
    -¡Ah, ah! -dijo el conde-, ¡aún no has olvidado que lo he salvado la vida! Eso es extraño, porque hace ya ocho días.
    -No, excelencia, y no lo olvidaré en toda mi vida -respondió Pepino, con el acento de un profundo reconocimiento.
    -¡Nunca! Eso es mucho decir, pero en fin, bueno es que así lo creas. Levántate y responde.
    Pepino dirigió a Franz una mirada inquieta.
    -¡Oh! , puedes hablar delante de su excelencia -dijo-, es uno de mis amigos. ¿Permitís que os dé este título? -dijo en francés el conde, volviéndose hacia Franz-, es necesario, para excitar la confianza de este hombre.
    -Podéis hablar delante de mí -exclamó Franz, dirigiéndose al mensajero-,soy un amigo del conde.
    -Enhorabuena -dijo Pepino volviéndose a su vez hacia el conde-; interrógueme su excelencia, que yo responderé.
    -¿Cómo fue a parar el conde Alberto a manos de Luigi?
    -Excelencia, el carruaje del francés se ha encontrado muchas veces con aquel en que iba Teresa.
    -¿La querida del jefe?
    -Sí, excelencia. El francés la empezó a mirar y a hacer señas; Teresa se divertía en dar a entender que no le disgustaban, el francés le arrojó unos ramilletes y ella hizo otro tanto, pero todo con el consentimiento del jefe, que iba en el coche.
    -¡Cómo! -exclamó Franz-. ¿Luigi Vampa iba en el mismo carruaje de las aldeanas romanas?
    -Era el que le conducía disfrazado de cochero -respondió Pepino.
    -¿Y después? -preguntó el conde.
    -Luego el francés se quitó la máscara. Teresa, siempre con consentimiento del jefe, hizo otro tanto, el francés pidió una cita, Teresa concedió la cita pedida, pero en lugar de Teresa, fue Beppo quien estuvo en las gradas de San Giacomo.
    -¡Cómo! -interrumpió Franz-, ¿aquella aldeana que le arrancó el moccoletto...?
    -Era un muchacho de quince años -respondió Pepino-, pero no debe de ningún modo avergonzarse el amigo de su excelencia de haber caído en el lazo, porque no es el primero a quien Beppo ha echado el guante de esté modo.
    -¿Y qué hizo Beppo? ¿Le condujo fuera de la ciudad? -preguntó el conde.
    -Exactamente. Un carruaje esperaba al extremo de la Vía Macello. Beppo subió invitando al francés a que subiera también, el cual no aguardó a que se lo repitiera. Beppo le anunció que iba a conducirle a una población que estaba a una legua de Roma, y el francés dijo que estaba a punto de seguirle al fin del mundo. El cochero dirigióse en seguida a la calle de Ripetta, llegó a la puerta de San Pablo, y a unos doscientos pasos de la misma, estando ya en el campo, como el francés redoblase sus instancias amorosas, siempre persuadido de que iba junto a una mujer, Beppo se levantó y le puso en el pecho los cañones de dos pistolas. Al punto el cochero detuvo los caballos, se volvió sobre su asiento a hizo otro tanto. Al propio tiempo, cuatro de los nuestros que estaban ocultos en las orillas del Almo se lanzaron a las portezuelas. El francés tenía, por lo que se vio, bastantes deseos de defenderse, y aun estranguló un poquillo a Beppo, según he oído decir, pero nada podía contra cinco hombres completamente armados, y no tuvo por consiguiente más remedio que rendirse. Le hicieron bajar del carruaje, siguieron la orilla del río y le condujeron ante Teresa y Luigi, que le esperaban en las catacumbas de San Sebastián.
    -¿Qué tal -dijo el conde dirigiéndose a Franz-. ¿Qué os parece de esta historia?
    -Que la encontraría muy chistosa -contestó-, si no fuese el pobre Alberto su protagonista.
    -El caso es -dijo el conde- que si no llegáis a encontrarme en casa, hubiera sido una aventura que hubiese costado bastante cara a vuestro amigo, pero tranquilizaos, tan sólo le costará el susto.
    -¿Conque vamos en su busca en seguida? -preguntó Franz.
    -Sí por cierto, y tanto más cuanto que se halla en un lugar no muy pintoresco. ¿Habéis visitado alguna vez las catacumbas de San Sebastián?
    -No; jamás he descendido a ellas, pero me había propuesto hacerlo algún día.
    -Pues he aquí que se os presenta una buena ocasión, ocasión la más oportuna que desearse pueda.
    -¿Tenéis a punto vuestro coche?
    -No; pero poco importa, porque es mi costumbre el tener siempre uno prevenido y enganchado noche y día.
    -¿Enganchado?
    -Sí; soy muy caprichoso, preciso es confesarlo; muchas veces al levantarme, al acabar de comer, a medianoche, me ocurre marchar a un punto cualquiera, y parto en seguida.
    El conde tiró de la campanilla y se presentó su ayuda de cámara.
    -Que saquen el coche y sacad las pistolas de las bolsas. En cuanto al cochero, es inútil que se le despierte, porque Alí lo conducirá.
    Al cabo de un instante oyóse el ruido del carruaje, que se detuvo delante de la puerta. El conde sacó su reloj.
    -Las doce y media -dijo-; hubiéramos tenido tiempo hasta las cinco de la mañana para marchar, aún habríamos llegado a tiempo, pero tal vez esta demora hubiese hecho pasar una mala noche a vuestro compañero. Vale más que vayamos en seguida a arrancarle del poder de los infieles. ¿Estáis aún decidido a acompañarme?
    -Más que nunca.
    -Venid, pues.
    Franz y el conde salieron, seguidos de Pepino. A la puerta encontraron el carruaje. A1í estaba ya en el pescante y Franz reconoció en él al esclavo mudo de la gruta de Montecristo. Franz y el conde montaron en el carruaje, Pepino fue a sentarse al lado de Alí, y los caballos arrancaron a escape. Seguramente había recibido instrucciones de antemano, puesto que se dirigió a la calle del Corso, atravesó el campo Vacciano, subió por la Vía de San Gregorio y llegó a la Puerta de San Sebastián. Al llegar a ella el conserje quiso oponer dificultades, mas el conde de Montecristo le presentó un permiso del gobernador de Roma para entrar y salir de la ciudad a cualquier hora, así de día como de noche. Abrióse, pues, el rastrillo, recibió el conserje un luis por este trabajo, y pasaron.
    El camino que siguió el coche fue la antigua Vía Appia, que ostenta una pared de tumbas a uno y otro lado. De trecho en trecho, a la luz de la luna que comenzaba a salir, parecíale a Franz ver un centinela destacarse de las ruinas, mas al punto, a una señal de Pepino, volvía a ocultarse en la sombra y desaparecía. Un poco antes de llegar al circo de Caracalla, el carruaje se paró. Pepino fue a abrir la portezuela, y el conde y Franz se apearon.
    -Dentro de diez minutos -dijo el conde a su compañero- habremos llegado al término de nuestro viaje.
    Llamó a Pepino aparte, le dio una orden en voz baja, y Pepino se marchó después de haberse provisto de una antorcha que sacó del cajón del coche. Transcurrieron cinco minutos, durante los cuales Franz vio al pastor entrar por un estrecho y tortuoso sendero practicado en el movedizo terreno que forma el piso de la llanura de Roma, desapareciendo tras los gigantescos arbustos rojizos, que parecen las erizadas melenas de algún enorme león.
    -Ahora -dijo el conde-, sigámosle.
    Franz y el conde avanzaron a su vez por el mismo sendero, el que, a unos cien pasos, declinando notablemente el terreno, les condujo al fondo de un pequeño valle, en el que divisaron dos hombres platicando a la sombra de los arbustos.
    -¿Hemos de seguir avanzando -preguntó Franz al conde- o será preciso esperar?
    -Avancemos, porque Pepino debe haber comunicado al centinela nuestra llegada.
    En efecto, uno de aquellos dos hombres era Pepino, el otro un bandido que estaba de centinela. Franz y el conde se le acercaron, y el bandido les saludó.
    -Excelencia -dijo Pepino dirigiéndose al conde-, si queréis seguirme, la entrada que conduce a las catacumbas está a dos pasos de aquí.
    -No tengo inconveniente -contestó el conde-, marcha delante.
    En efecto, detrás de un espeso matorral y en medio de unas rocas veíase una abertura por la que apenas podía pasar un hombre.
    Pepino se deslizó el primero por aquella hendidura, mas apenas se internó algunos pasos, el subterráneo fue ensanchándose. Entonces se detuvo, encendió su antorcha y volvió el rostro para ver si le seguían.
    El conde fue el primero que se introdujo por aquella especie de lumbrera y Franz siguió tras él. El terreno se inclinaba en una pendiente suave, y a medida que se iba uno internando, mayores dimensiones presentaba aquel conducto subterráneo, mas Franz y el conde se veían aún precisados a caminar agachados y en manera alguna podían avanzar dos personas a la vez. Anduvieron así trabajosamente como unos cincuenta pasos, cuando se vieron detenidos por un ¡quién vive!, viendo al mismo instante brillar en medio de la oscuridad sobre el cañón de una carabina el reflejo de su propia antorcha.
    -¡Amigos! -dijo Pepino.
    Y adelantándose solo, dijo en voz baja algunas palabras a este segundo centinela, quien, como el primero, saludó a los nocturnos visitantes, dando a entender con un gesto que podían continuar su camino. El centinela guardaba la entrada de una escalera, que contendría unas veinte gradas, por las que bajaron el conde y Franz, hallándose en una especie de encrucijada de edificios mortuorios. Cinco caminos diferentes salían divergentes de aquel punto como los rayos de una estrella, y las paredes que los limitaban, llenas de nichos sobrepuestos y que guardaban la forma del ataúd, indicaban que habían por fin entrado en las catacumbas. En una de aquellas cavidades cuya extensión era imposible apreciar, divísábase una luz, o por lo menos sus reflejos. El conde golpeó amigablemente con una mano el hombro de Franz.
    -¿Queréis ver un campamento de bandidos? -le dijo.
    -Con muchísimo gusto -contestó Franz.
    -Pues bien, venid conmigo... ¡Pepino, apaga la antorcha!
    Pepino obedeció y Franz y el conde se hallaron sumidos en la más profunda oscuridad; tan sólo a unos cincuenta pasos de distancia continuaban reflejándose en las paredes algunos destellos rojizos, que se habían hecho más visibles cuando Pepino hubo apagado la antorcha. Avanzaron, pues, silenciosamente, guiando el conde a Franz como si hubiese tenido la singular facultad de distinguir los objetos a través de las tinieblas. Al fin, Franz empezaba a distinguir con mayor claridad los lugares por los que pasaba, a medida que se aproximaban a los reflejos que les servían de orientación.
    Tres arcos, de los cuales el del centro servía de puerta de entrada, les daban paso. Estos arcos daban por un lado al corredor en que estaba Franz y el conde, y por el otro a un grande espacio cuadrado, enteramente cuajadas sus paredes de nichos semejantes a los de que ya hemos hablado. En medio de este aposento se elevaban cuatro piedras que probablemente en otro tiempo sirvieron de altar, como lo indicaba la cruz en que terminaban. Una sola lámpara colocada sobre el pedestal de una columna iluminaba con su pálida y vacilante luz la extraña escena que se ofreció a la vista de los dos visitantes ocultos en la sombra.
    Un hombre estaba sentado, apoyando el codo en dicha columna, leyendo, vuelto de espaldas a los arcos, por cuya abertura le observaban los recién llegados. Este era el jefe de la banda, Luigi Vampa. A su alrededor, agrupados a su capricho, envueltos en sus capas o tendidos sobre una especie de banco de piedra que circuía todo aquel Columbarium, se distinguían una veintena de bandidos, todos con las armas junto a sí. En el fondo, silencioso, apenas visible, y semejante a una sombra, paseábase un centinela por delante de una especie de agujero que apenas se distinguía, porque parecían ser en aquel punto las tinieblas mucho más densas.
    Cuando el conde creyó que Franz había contemplado bastante este pintoresco cuadro, aplicó el dedo sobre sus labios para recomendarle silencio, y subiendo los tres escalones que mediaban entre el corredor y el Columbarium, entró en la sala por el arco del centro, dirigiéndose a Vampa, el cual estaba tan embebido en su lectura que ni tan siquiera oyó el ruido de sus pasos.
    -¿Quién vive? -gritó el centinela, menos preocupado, y que distinguió a la luz de la lámpara una especie de sombra que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba por detrás a su jefe.
    A este grito, Vampa se levantó con prontitud, sacando al propio tiempo una pistola que llevaba en su cinturón. En un abrir y cerrar de ojos todos los bandidos estuvieron en pie, y veinte bocas de carabinas apuntaron al conde.
    -¿Qué es eso? -dijo tranquilamente éste, con voz enteramente segura y sin que se contrajese un solo músculo de su rostro-. ¿Qué es eso, mi querido Vampa? ¡Creo que movéis mucho estrépito para recibir a un amigo!
    -¡Abajo las armas! -gritó el jefe, haciendo con la mano un ademán imperativo, mientras que con la otra se quitaba respetuosamente el sombrero, y luego, dirigiéndose al singular personaje que dominaba
    en esta escena-: Perdonad, señor conde -le dijo-, pero estaba tan lejos de esperar el honor de vuestra visita que no os había reconocido.
    -Creo, Vampa, que sois falto de memoria en muchas cosas -dijo el conde-, y que no tan sólo olvidáis las facciones de ciertos sujetos, sino también los pactos que median entre vos y ellos.
    -¿Y qué pactos he olvidado, señor conde? -preguntó el bandido con un tono que demostraba estar dispuesto a reparar el error, caso de haberlo cometido.
    -¿No habíamos convenido -dijo el conde-, en que no tan sólo mi persona, sino también las de mis amigos, os serían sagradas?
    -¿Y en qué he faltado a tales pactos, excelencia?
    -Habéis hecho prisionero esta noche y transportado aquí al vizconde Alberto de Morcef -añadió el conde con un timbre tal de voz que hizo estremecer a Franz-, que es uno de mis amigos, vive en la misma fonda que yo, ha paseado el Corso los ocho días de Carnaval en mi propio coche y, sin embargo, os lo repito, le habéis hecho prisionero, le habéis transportado aquí y -añadió el conde sacando una carta de su bolsillo- le habéis puesto el precio como si fuese una persona cualquiera.
    -¿Por qué no me informasteis de todas estas circunstancias, vosotros? -dijo el jefe dirigiéndose hacia aquellos hombres, que retrocedían ante su mirada-. ¿Por qué me habéis expuesto de este modo a faltar a mi palabra con un sujeto como el señor conde, que tiene nuestra vida en sus manos? ¡Por la sangre de Cristo! Si llegase a sospechar que alguno de vosotros sabía que el joven era amigo de su excelencia, yo mismo le levantaría la tapa de los sesos.
    -¿Lo veis? -dijo el conde dirigiéndose a Franz-. ¿No os había dicho yo que en esto había alguna equivocación?
    -¿Qué, no venís solo? -preguntó Vampa con inquietud.
    -He venido con la persona a quien iba dirigida esta carta, y a quien he querido probar que Luigi Vampa es un hombre que sabe guardar su palabra. Aproximaos, excelencia -dijo a Franz-, aquí tenéis a Luigi Vampa, que va a deciros lo contrariado que le tiene el error que ha cometido.
    Franz se acercó, el jefe se adelantó unos pasos.
    -Sed bien venido entre nosotros, excelencia -le dijo-; ya habéis oído lo que acaba de decir el señor conde y lo que yo he respondido. Ahora os añadiré que desearía, aunque me costara las cuatro mil piastras en que había fijado el rescate de vuestro amigo, que no hubiese acontecido semejante suceso.
    -Pero -dijo Franz, mirando con inquietud a su alrededor-, no veo al prisionero... ¿Dónde está?
    -Supongo que no le habrá sobrevenido alguna desgracia -preguntó el conde frunciendo las cejas casi imperceptiblemente.
    -El prisionero está allí -dijo Vampa señalando con la mano el agujero ante cuya entrada se paseaba el bandido de centinela-, y voy yo mismo a anunciarle que está en libertad.
    El jefe se adelantó seguido del conde y de Franz hacia el sitio que había destinado como cárcel de Alberto.
    -¿Qué hace el prisionero? -preguntó Vampa al centinela.
    -Os juro, capitán, que no lo sé -contestó éste-. Hace más de una hora que ni siquiera le he oído moverse.
    -Venid, excelencias -dijo Vampa.
    El conde y Franz subieron siete a ocho escalones, precedidos por el jefe, que descorrió un cerrojo y empujó una puerta. Entonces, a la luz de una lámpara, semejante a la que iluminaba el Columbarium, vieron a Alberto que, envuelto en una capa que le prestara uno de los bandidos, estaba tendido en un rincón gozando las dulzuras del sueño más profundo y pacífico.
    -Vaya -dijo el conde sonriendo del modo que le era peculiar-, no me parece mal para un hombre que había de ser fusilado a las siete de la mañana.
    Vampa miraba al dormido joven con cierta admiración, pudiéndose deducir muy bien de su mirada que no era en verdad insensible a una prueba, si no de valor, cuando menos de serenidad.
    -Tenéis razón, señor conde -dijo-, este hombre debe ser uno de vuestros amigos.
    Luego acercóse a Alberto y le tocó en un hombro.
    -Excelencia -dijo-, haced el favor de despertaros, si os place.
    Alberto extendió los brazos, se frotó los párpados y abrió los ojos.
    -¡Ah! --dijo- ¿Sois vos, capitán? Pardiez, que hubierais hecho muy bien en dejarme dormir. Tenía un sueño muy agradable y creía que bailaba un galop en casa de Torlonia con la condesa G...
    Dicho esto, sacó el reloj y lo miró para saber el tiempo que había transcurrido.
    -La una y media de la madrugada, ¿por qué diablos me despertáis a esta hora?
    -Para deciros que estáis en libertad, excelencia.
    -Amigo mío -dijo Alberto con perfecta serenidad-, en lo sucesivo guardad bien en la memoria esta máxima del gran Napoleón: «No me despertéis sino para las malas nuevas.» Si me hubieseis dejado dormir, hubiera acabado mi galop y os hubiera estado reconocido toda mi vida... Pero, puesto que decís que estoy libre, quiere decir que habrán pagado mi rescate, ¿no es esto?
    -No, excelencia.
    -¿Pues cómo me ponéis en libertad?
    -Un individuo al que nada puede negarse ha venido a reclamaros.
    -¿Hasta aquí?
    -Hasta aquí.
    -¡Oh! ¡Por Cristo, que es una tremenda galantería!
    Alberto miró a su alrededor y descubrió a Franz.
    -¡Cómo! -le dijo-, ¿sois vos, mi querido Franz? ¿Es posible que vuestra amistad para conmigo haya llegado a tal extremo?
    -No -contestó éste-; a quien se lo debéis es a nuestro vecino, el conde de Montecristo.
    -Pardiez, señor conde -dijo con jovialidad Alberto, ajustándose el corbatín y arreglándose el traje-, que sois un hombre magnífico en todos conceptos. Espero que me consideraréis ligado a vos con los vínculos de una eterna gratitud, primero por la cesión de vuestro carruaje, luego, por este suceso -y tendió al conde su mano, que éste vaciló un momento en estrechar, pero se la estrechó al fin del modo más cordial.
    El bandido contemplaba esta escena con aire estupefacto. Hallábase acostumbrado a ver temblar en su presencia a los prisioneros, pero ahora había encontrado a uno cuyo humor festivo no sufriera la menor alteración. Por lo que hace a Franz, estaba altamente satisfecho y halagado al considerar que Alberto había sabido sostener el honor nacional ante toda una reunión de bandidos.
    -Mi querido Alberto -le dijo-, si queréis daros prisa, todavía llegaremos a tiempo de poder acabar la noche en casa de Torlonia. Continuaréis vuestro galop en el punto mismo en que lo suspendisteis, y de este modo no guardaréis rencor alguno al señor Luigi, que realmente se ha portado en este asunto con una extremada galantería.
    -Tenéis razón, en efecto, puesto que si nos apresuramos podemos llegar casi antes de las dos. Señor Luigi -continuó Alberto-, ¿hay que cumplir alguna otra formalidad antes de marcharse?
    -Ninguna, caballero -contestó el bandido-, sois tan libre como el aire.
    -En este caso, que lo paséis bien. Vamos, señores, vamos.
    Y Alberto, seguido de Franz y del conde, bajó la escalera y atravesó la gran sala cuadrada. Todos los bandidos estaban de pie, sombrero en mano.
    -Pepino -dijo el jefe-, dadme la antorcha.
    -¿Qué vais a hacer? -inquirió Montecristo.
    -Conduciros hasta fuera -dijo el capitán-, es la más pequeña prueba que puedo dar de mi adhesión a vuestra excelencia.
    Dichas estas palabras, tomando la antorcha encendida de las manos del pastor, marchó delante de sus huéspedes, no como un criado que ejecuta un acto de servidumbre, sino como un rey que precede a los embajadores. Al llegar a la puerta se inclinó.
    -Ahora, señor conde -dijo-, os renuevo mis protestas y espero que no me guardéis ningún resentimiento por lo que acaba de suceder.
    -No, mi querido Vampa. Por otra parte, enmendáis vuestros errores con tanta galantería, que casi uno se ve tentado a agradecer el que los hayáis cometido.
    -Señores -repuso el jefe, dirigiéndose a los dos jóvenes-, tal vez la oferta os presentará poco atractivo, mas si algún día llegaseis a tener deseos de hacerme una nueva visita, estad seguros de que seréis bien recibidos dondequiera que me encuentre.
    Franz y Alberto saludaron. El conde salió el primero, Alberto en seguida, Franz quedó el último.
    -¿Vuestra excelencia tiene algo que mandarme? -dijo Vampa sonriendo.
    -Sí -contestó Franz-, deseo, quiero decir, tengo curiosidad por saber qué obra era la que leíais con tanta atención cuando hemos llegado.
    -Los Comentarios de César -dijo el bandido-, es mi libro predilecto.
    -¡Qué hacéis! -preguntó Alberto-. ¿Nos seguís a os quedáis?
    -Al momento, heme aquí -contestó Franz.
    Y salió a su vez del pasadizo. Habrían andado ya algunos pasos, cuando Alberto les detuvo para volver atrás.
    -¿Me permitís, capitán?
    Y encendió tranquilamente un cigarro en la antorcha de Luigi Vampa.
    -Ahora, señor conde -dijo, así que hubo concluido-, apresurémonos cuanto sea posible, porque deseo con viva impaciencia terminar la noche en casa del duque Bracciano.
    Hallaron el coche en el punto en que lo dejaron. El conde dijo una sola palabra en árabe a Alí y los caballos partieron a escape. Marcaba las dos en punto el reloj de Alberto cuando los dos amigos entraban en el salón de baile. Su regreso llamó altamente la atención, mas como entraron juntos, todas las inquietudes que la ausencia de Alberto motivara, cesaron en seguida.
    -Señora -dijo Morcef dirigiéndose a la condesa-, ayer tuvisteis la bondad de prometerme un galop; cierto es que vengo algo tarde a reclamaros tan satisfactoria promesa, pero aquí está mi amigo,
    cuya veracidad conocéis, que os dirá que la tardanza no ha sido por culpa mía.
    Y como en este instante la música preludiaba un galop, Alberto ciñó con su brazo el talle de la condesa y desapareció con ella entre el torbellino de danzantes.
    En todo el resto de la noche, Franz no pudo apartar de su imaginación el singular estremecimiento que recorrió todo el cuerpo del conde de Montecristo en el instante en que se vio precisado a estrechar la mano que Alberto le tendiera.

    Capítulo dieciséis
    La cita
    Al día siguiente, las primeras palabras que pronunció Alberto fueron para proponer a Franz el ir a visitar al conde. Ya le había dado las gracias la víspera, pero creía que por un servicio como aquél valía la pena repetírselas. Franz, a quien una atracción mezclada de terror le atraía hacia el conde de Montecristo, no quiso dejarle ir solo a casa de aquel hombre y decidió acompañarle. Ambos fueron introducidos y cinco minutos después se presentó el conde.
    -Señor conde -le dijo Alberto-, permitidme que os repita hoy lo que ayer os expresé mal, y es que no olvidaré jamás en qué circunstancia me habéis socorrido, y que siempre recordaré que os debo casi mi vida.
    -Querido vecino -respondió el conde riendo-, exageráis vuestro agradecimiento. Me debéis una pequeña economía de unos veinte mil francos en vuestra cartera de viaje, y nada más. Bien veis que no merece la pena volver a hablar de ello, y por mi parte os felicito cordialmente, pues habéis estado admirable en valor y en sangre fría.
    -¡Qué queréis, conde! -dijo Alberto-, me he figurado que había tenido una disputa, que a ella había seguido un duelo, y he querido hacer comprender una cosa a esos bandidos, que aunque en todos los países del mundo se baten, sólo los franceses se baten riendo. Sin embargo, como mi agradecimiento para con vos no es menos grande, vengo a preguntaros si yo, mis amigos o mis conocidos os podrían ser útiles en algo. Mi padre, el conde de Morcef, que es de origen español, ocupa una elevada posición en Francia y en España; vengo, pues, a ponerme yo y las personas que me aprecian, a vuestra disposición.
    -Para que os deis cuenta de hasta qué punto llega mi franqueza -dijo el conde-, os confieso, señor de Morcef, que esperaba vuestra oferta y la acepto de todo corazón. Ya había yo contado con vos para pediros un servicio.
    -¿Cuál?
    -Jamás he estado en París.
    -¡Cómo! -exclamó Alberto-, ¿habéis podido vivir sin ver París? Pareceincreíble.
    -Y, sin embargo, ya veis que no lo es. Pero reconozco como vos que continuar por más tiempo en la ignorancia de la capital del mundo inteligente es cosa imposible. Aún hay más; tal vez hubiera hecho ese indispensable viaje hace tiempo, si hubiese conocido a alguno que pudiera introducirme en ese mundo, en el que no tengo relación ninguna.
    -¡Oh! ¡Un hombre como vos! -exclamó Alberto.
    -Me halagáis demasiado, pero como yo no conozco en mí mismo otro mérito que el de poder competir, en cuanto a millones, con vuestros más ricos banqueros, y puesto que mi viaje a París no es para jugar a la bolsa, quiere decir que esto es lo único que me ha detenido. Ahora me decide vuestra oferta. Veamos: ¿os comprometéis, mi querido señor de Morcef -y el conde acompañó estas palabras con una sonrisa singular-, os comprometéis cuando vaya a Francia, a abrirme las puertas de ese mundo, al que seré tan extraño como un hurón o conchinchino?
    -¡Oh!, por lo que a eso se refiere, señor conde, con sumo gusto me tendréis a vuestras órdenes -respondió Alberto-, y tanto más, cuanto que por una carta que esta misma mañana he recibido, se me llama a París, donde se trata de una alianza con una de las familias de más prestigio y de mejores relaciones en el mundo parisiense.
    -¿Alianza por casamiento? -dijo Franz, riendo.
    -¿Y por qué no? Así, pues, cuando vayáis a París, me hallaréis convertido en un hombre de juicio, un padre de familia. ¿No se hallará esta nueva posición social en armonía con mi natural gravedad? En todo caso, conde, os lo repito, yo y los míos estamos a vuestra disposición.
    -Acepto -dijo Montecristo-, porque os juro que sólo me faltaba esta ocasión para realizar ciertos planes que proyecto hace mucho tiempo.
    Franz no dudó que estos proyectos serían los mismos acerca de los cuales el conde había dejado escapar una palabra en la gruta de Monte-
    Cristo, y miró al conde mientras decía estas palabras, tratando de leer en sus facciones alguna revelación de aquellos planes que le conducían a París, pero era muy difícil penetrar en el alma de aquel hombre, sobre todo cuando encubría con una sonrisa sus sensaciones.
    -Pero seamos francos, conde -dijo Alberto, cuyo amor propio no dejaba de sentirse halagado con la misión de introducir a MonteCristo en los salones de París-, seamos francos. ¿Es acaso lo que decís sólo uno de esos proyectos que, edificados sobre arena, son destruidos por el primer soplo de viento?
    -No, os lo aseguro -dijo el conde-; deseo ir a París, y no sólo lo deseo, sino que hasta es indispensable que vaya.
    -¿Y cuándo?
    -¿Cuándo estaréis allí vos?
    -¡Yo! Dentro de quince días o tres semanas a más tardar, sólo el tiempo para llegar allá.
    -¡Pues bien! -dijo el conde-. Os doy de término tres meses. Bien veis que no ando indeciso en señalaros el plazo que debe mediar hasta nuestra próxima entrevista.
    -Y dentro de tres meses -exclamó Alberto lleno de gozo-, ¿iréis a llamar a mi puerta?
    -¿Queréis mejor una cita de día y hora? -dijo el conde-. Os prevengo que soy muy exacto.
    -Perfectamente -respondió Alberto.
    -¡Pues bien, sea!
    Y tendió la mano hacia un calendario colgado junto a un espejo.
    -Hoy estamos a 21 de febrero; son las diez y media de la mañana -dijo sacando el reloj-. ¿Queréis esperarme el 21 de mayo próximo a las diez y media de la mañana?
    -Sí, sí -exclamó Alberto-; el almuerzo estará preparado.
    -¿Dónde vivís?
    -Calle de Helder, número 27.
    -¿Vivís en vuestra casa... solo? ¿Tendré que incomodar a alguien?
    -Vivo en el palacio de mi padre, pero en un pabellón en el fondo del patio, enteramente separado del resto de la casa.
    -Bien.
    Montecristo sacó su cartera y escribió: «Calle Helder, número 27 - 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.»
    -Y ahora -dijo el conde, guardando su cartera en el bolsillo-, perded cuidado, porque os advierto que la aguja de vuestro reloj no será más exacta que la del mío.
    -¿Os volveré a ver antes de mi partida? -preguntó Alberto.
    -Depende, ¿cuándo partís?
    -Mañana, a las cinco de la tarde.
    -En ese caso me despido de vos. Porque tengo que irme a Nápoles y no estaré aquí de vuelta hasta el sábado por la noche o el domingo por la mañana. Y vos -preguntó el conde a Franz-, ¿partís también, señor barón?
    -Sí.
    -¿Para Francia?
    -No, por Venecia. Me quedo todavía un año o dos en Italia.
    -¿Entonces, no nos veremos en París?
    -Temo que no podré tener ese honor.
    -Vamos, señores, buen viaje -dijo el conde a los dos amigos, presentándoles una mano a cada uno.
    Era la primera vez que Franz tocaba la mano de aquel hombre, y al hacerlo se estremeció, porque aquella mano estaba helada como la de un muerto.
    -Por última vez -dijo Alberto-, queda dicho bajo palabra de honor, ¿no es verdad? Calle de Helder, número 27, el día 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.
    -El 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, calle de Helder, número 27 -respondió Montecristo.
    Después de esto, los dos jóvenes saludaron al conde y salieron.
    -¿Qué os ocurre? -dijo Alberto a Franz al entrar en su cuarto-, parecéis disgustado.
    -Sí -dijo Franz-, os lo confieso, el conde es un hombre singular y me causa inquietud esa cita que os ha dado en París.
    -Esa cita... ¡con inquietud!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, estáis loco, mi querido Franz -exclamó Alberto.
    -¡Qué queréis! -dijo Franz-,loco o no, tal es mi idea.
    -Escuchad -dijo Alberto-, y me alegro que se presente ocasión de decíroslo, siempre os he encontrado muy frío, con relación al conde, quien por su parte no puede haber estado más fino y expresivo para con nosotros. ¿Tenéis algún motivo particular de resentimiento contra él?
    -Quizás.
    -¿Le habéis visto ya en alguna parte antes de encontrarle aquí?
    -Sí.
    -¿Dónde?
    -¿Me prometéis no decir una palabra a nadie de lo que voy a contaros?
    -Prometido.
    -Está bien. Escuchad, pues.
    Y entonces Franz contó a Alberto su excursión a la isla de Montecristo, cómo había encontrado allí una tripulación de contrabandistas, y entre ellos dos bandidos corsos. Contó la hospitalidad mágica que el conde le dio en su gruta de las mil y una noches; habló de la cena, no pasó por alto el hachís, las estatuas, la realidad y el sueño. Le dijo que al despertar, por única prueba de tan extraños acontecimientos, ya no quedaba más que aquel pequeño yate, en alta mar, muy lejos, envuelto entre la niebla que se desprende del horizonte y encaminándose a toda vela a Porto-Vecchio. Habló luego de Roma, de la nothe del Coliseo, de la conversación que había oído entre él y Vampa, conversación relativa a Pepino, y en la cual el conde había prometido obtener el perdón del bandido, promesa que tan bien había cumplido, como habrán podido juzgar nuestros lectores.
    Al fin llegó a la aventura de la noche precedente, al apuro en que se había encontrado al ver que le faltaban para completar la suma seis a ochocientas piastras, en fin, a la idea que le ocurriera de dirigirse al conde, idea que había tenido a la vez un resultado tan novelesco y tan satisfactorio.
    Alberto escuchó a Franz con la más profunda atención.
    -¡Y bien! -le dijo cuando hubo concluido-. ¿Qué encontráis en todo eso de particular? El conde es viajero, el conde tiene un buque suyo, porque es rico. Id a Portsmouth y a Southampton, veréis los puertos atestados de yates pertenecientes a ricos ingleses que tienen el mismo capricho. Para saber dónde hospedarse en sus excursiones, para no probar nada de esa espantosa cocina, a que estoy sujeto yo hace cuatro meses y vos cuatro años, para no dormir en esas detestables camas donde no puede uno cerrar los ojos, hace amueblar una habitación en Montecristo; cuando su habitación está amueblada teme que el gobierno toscano le despida y sus gastos sean perdidos; entonces compra la isla y toma el nombre de ella. Amigo mío, buscad en vuestra memoria, y decidme, ¿cuántas personas conocidas de nosotros toman el nombre de una propiedad que jamás fue suya?
    -¿Pero -dijo Franz a Alberto-, esos bandidos corsos que se hallan entre su tripulación...?
    -Vuelvo a preguntaros, ¿qué veis en todo eso de particular? Sabéis mejor que nadie que los bandidos corsos no son ladrones, sino pura y sencillamente fugitivos a quienes alguna vendetta ha proscrito de su ciudad o de su aldea; bien puede uno verlos sin comprometerse. En cuanto a mí, os aseguro que si alguna vez voy a Córcega, antes de hacerme presentar al gobernador y al prefecto, me hago presentar a los bandidos de Colomba, por lo que pueda suceder; simpatizo mucho con ellos.
    -Pero Vampa y su banda -dijo Franz- son bandidos que detienen para robar, no lo negaréis, ya que tenemos muchas pruebas de ello; ¿qué diréis, pues, de la influencia que ejerce el conde sobre semejantes hombres?
    -Diré, querido, que, como según toda probabilidad, debe la vida a esa influencia no debo juzgarla con rigidez. Así, pues, en lugar de acusarle como vos, de un crimen capital, deberé excusarle, si no por haberme salvado la vida, lo cual es exagerar mucho las cosas, por haberme al menos ahorrado cuatro mil piastras, que son veinticuatro mil de nuestra moneda, suma en la que seguramente no me hubieran estimado en Francia, lo cual demuestra -añadió Alberto- que nadie es profeta en su tierra.
    -A propósito, decidme, ¿de qué país es el conde? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿De dónde le ha venido esa inmensa fortuna? ¿Cuál ha sido esa primera parte de su vida misteriosa y desconocida? ¿Quién ha esparcido en la segunda esa tinta sombría y misantrópica? Eso es lo que quisiera saber.
    -Querido Franz -dijo Alberto-, al recibir mi carta y ver que teníamos necesidad de la influencia del conde, habéis ido a decirle: «Alberto de Morcef, mi amigo, corre un gran peligro, ayudadme a sacarle de él», ¿no es verdad?
    -Sí.
    -Entonces os preguntó: ¿Quién es ese Alberto de Morcef? ¿De dónde le viene ese nombre, su fortuna? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿Cuál es su país? ¿Dónde ha nacido? ¿Os ha preguntado todo eso? Decid.
    -No; es cierto.
    -Fue y me libró de las manos de Vampa, donde a pesar de mi apariencia desenvuelta, como decís, hacía una triste figura, lo confieso. Pues bien, querido, cuando a cambio de semejante servicio, me pide que hags por él lo que se hace todos los días por el príncipe ruso o italiano que pass por París, es decir, presentarlo en sociedad, ¿queréis que se lo rehúse? ¡Vamos, Franz, estáis loco!
    Preciso es decir que, contra su costumbre, la razón estaba entonces de parte de Alberto.
    -En fin -repuso Franz dando un suspiro-, haced lo que os plazca, querido vizconde; todo cuanto me estáis diciendo es muy convincente, pero no por eso dejo de creer que el conde de Montecristo es un hombre extraño.
    -El conde de Montecristo es un filántropo, ¿no os ha dicho qué objeto le guiaba a París?, pues estoy convencido de que va para concurrir al premio Montyon, y si sólo necesita mi voto para obtenerlo, se lo daré. De modo que, mi querido Franz, no hablemos de esto,
    sentémonos a la mesa, y vamos en seguida a hacer la última visita a San Pedro.
    Así lo hicieron, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, los dos jóvenes se separaban. Alberto de Morcef para volver a París, y Franz d'Epinay para ir a pasar unos quince días en Venecia.
    Sin embargo, pocos momentos antes de subir al carruaje, Alberto entregó al mozo de la fonda -tanto temía que su convidado faltase a la cita- una tarjeta para el conde de Montecristo, en la cual, bajo estas palabras: «Vizconde Alberto de Morcef », había escrito con lápiz: «21 de mayo, a las diez y media de la mañana, número 27, calle de Helder. »

    Capítulo diecisiete
    Los invitados
    En la casa de la calle de Helder, donde Alberto de Morcef había citado en Roma al conde de Montecristo, todo se preparaba para hacer honor a la palabra del joven.
    Alberto de Morcef ocupaba un pabellón situado en el ángulo de un gran patio y frente a otro edificio, dos ventanas daban a la calle, las otras tres al patio y otras dos al jardín.
    Entre el patio y el jardín se elevaba, construida con el mal gusto de la arquitectura imperial, la habitación vasta y cómoda del conde y la condesa de Morcef.
    Toda la propiedad estaba rodeada por una gran pared con pilastras, y en ellas jarrones de flores, interrumpida en su centro por una gran reja dorada que servía para las entradas que requerían aparato; una puerta pequeña, casi pegada al cuarto del portero, daba paso a los que entraban y salían a pie.
    En esta elección del pabellón destinado a la habitación de Alberto adivinábase la delicada prevención de una madre que, sin querer separarse de su hijo, había comprendido al mismo tiempo que un joven de la edad del vizconde necesitaba de toda su libertad. Conocíase también por otro lado, preciso es decirlo, el inteligente egoísmo del joven, amante de la vida libre y ociosa, de los hijos de familia.
    Por las ventanas que daban a la calle podía hacer sus reconocimientos. Las vistas al exterior son tan necesarias a los jóvenes, que quieren siempre ver al mundo atravesar por su horizonte, aunque este horizonte no sea más que la calle. Hecho un reconocimiento, si merecía examen más profundo para entregarse 'a sus pesquisas, podía salir por una puertecita situada frente a la que hemos mencionado, junto al cuarto del portero, y que merece una descripción particular.
    Era una puertecita, al parecer olvidada de todo el mundo desde que se hizo la casa y que cualquiera supondría condenada para siempre, ¡tan sucia y cubierta de polvo estaba!, pero cuya cerradura y goznes, cuidadosamente untados en aceite, anunciaban una práctica misteriosa y continua. Esta puertecita, como hemos dicho, hacía juego con otras dos y se burlaba del portero, abriéndose como la famosa puerta de la caverna de las Mil y una noches, como el Sésamo encantado de Alí-Babá, por medio de algunas palabras cabalísticas o de algunos golpecitos convenidos, pronunciadas por una dulce voz o dados por los dedos más lindos del mundo.
    A1 extremo de un corredor largo y pacífico, con el cual comunicaba esta puerta, y que hacía las veces de antesala, estaban a la derecha el comedor, que daba al patio, y a la izquierda el saloncito que daba al jardín. Plantas de enredaderas que crecían delante de la ventana, ocultaban al patio y al jardín el interior de estas dos piezas, únicas en el piso bajo donde pudiesen penetrar las miradas indiscretas.
    En el principal, en vez de dos, las piezas eran tres: un salón, una alcoba y un gabinete.
    El gabinete del principal estaba al lado de la alcoba, y por una puerta invisible comunicaba con la escalera. Como vemos, estaban bien tomadas todas las medidas de precaución.
    Encima de este piso principal había un vasto taller que ampliaron echando abajo los tabiques, pandemonio en que el artista disputaba al dandy. Allí se refugiaban y confundían todos los caprichos sucesivos de Alberto; los cuernos de caza, las flautas, los violines, una orquesta completa, pues Alberto había tenido por un instante, no la afición, sino el capricho de la música; los caballetes, los pasteles, ya que al capricho de la música había seguido el de la pintura; en fin, los floretes, los guantes del pugilato, las espadas y los bastones de todas clases, porque siguiendo las tradiciones de los jóvenes a la moda de la época a que hemos llegado, Alberto de Morcef cultivaba con una perseverancia infinitamente superior a la que había tenido con la pintura y la música, las tres artes que completan la educación leonina: la esgrima, el pugilato y el palo, y recibía sucesivamente en esta pieza destinada a todos los ejercicios corporales, a Grisier, Coolas y Carlos Lecour.
    Los otros muebles de esta pieza privilegiada eran antiguos cofres y mesas del tiempo de Francisco I, chineros llenos de porcelana, de
    vasos del Japón, jarrones de Lucca de la Robbia y platos de Bernard y de Palissy, antiguos sillones donde quizá se habrían sentado Enrique IV, Luis XIII o Richelieu, porque dos de ellos con un escudo esculpido, donde brillaban sobre el azul las tres flores de lis de Francia, encima de las cuales había una corona real, forzosamente habían salido de los guardamuebles del Louvre, o de algún palacio real. Sobre estos sillones, de fondos sombríos y severos, estaban esparcidas en profusión ricas telas de vivos colores, teñidas al sol de Persia, o hechas por las mujeres de Calcuta y de Chandernagor. Se ignora lo que hacían allí estas telas; esperaban sin duda, recreando la vista, un destino desconocido a su propietario, y mientras
    la estancia con sus sedosos y dorados reflejos.
    En lugar preferente se elevaba un piano, construido por Roller y Blanchet, de madera de rosa, que contenía una orquesta en su estrecha y sonora cavidad, y que gemía bajo las obras de Beethoven, de Weber, de Mozart, Haydn, Gretry y Porpora.
    Además, en la pared, en el techo, en las puertas, había suspendidos puñales, espadas, lanzas, corazas, hachas, armaduras completas damasquinadas, pájaros disecados abriendo para un vuelo inmóvil sus alas color de fuego y su pico que jamás se cerraba.
    Faltaba decir que esta pieza era la predilecta de Alberto de Morcef.
    Sin embargo, el día de la cita, el joven, vestido de media toilette, había establecido su cuartel en el saloncito del piso bajo. Allí, sobre una mesa, había todos los excelentes tabacos conocidos, desde el de Petersburgo hasta el negro de Sinaí. Al lado de éstos, en cajas de maderas odoríferas, estaban dispuestos por orden de tamaños y de calidad los puros, los de regalía, los habanos, y los manileños. En fin, en un armario abierto, una colección de pipas alemanas, con boquillas de ámbar, adornadas de coral, a incrustadas de oro, con largos tubos de tafilete arrollados como serpientes, aguardaban el capricho o la simpatía de los fumadores. Alberto había presidido el arreglo o más bien el desorden simétrico que gustan tanto de contemplar después del café los convidados de un almuerzo moderno, al través del vapor que se escapa de su boca, y que sube hasta el techo en largas y caprichosas volutas.
    A las diez menos cuarto entró un criado.
    Venía con un pequeño groom de quince años, que no hablaba más que inglés, y que respondía al nombre de Juan.
    El criado, que se llamaba Germán, y que gozaba de la entera confianza de su joven amo, llevaba en la mano unos periódicos, que depositó sobre la mesa, y un paquete de cartas que entregó a Alberto.
    Alberto echó una mirada distraída sobre estos diferentes objetos, tomó dos cartas de papel satinado y perfumado, las abrió y leyó con cierta atención.
    -¿Como han venido estas cartas? -inquirió.
    -La una por el correo, la otra la ha traído el criado de madame Danglars.
    -Decid a madame Danglars que acepto el lugar que me ofrece en su palco... Esperad..., a eso de mediodía pasaréis a casa de Rosa, le diréis que iré, como me ha invitado, a cenar con ella al salir de la ópera, y le llevaréis seis botellas de vinos de Chipre, de Jerez, de Málaga, y un barril de ostras de Ostende... compradlas en casa de Borrel, y sobre todo, decid que son para mí.
    -¿A qué hora queréis ser servido?
    -¿Qué hora es?
    -Las diez menos cuarto.
    -Entonces, servidnos para las diez y media en punto. Debray tendrá que ir a su ministerio... Y por otra parte... -Alberto miró a su cartera-. Sí, ésa es la hora que indiqué al conde; el 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, y aunque no cuente con su promesa, quiero ser puntual. A propósito, ¿sabéis si se ha levantado la señora condesa?
    -Si quiere el señor vizconde, puedo informarme.
    -Sí, sí; le pediréis una de sus cajas de licores, la mía está incompleta, y le diréis que tendré el honor de pasar a su cuarto a eso de las tres, y que le pido permiso para presentarle una persona.
    El criado salió. Alberto se echó en un diván, rasgó la faja de dos o tres periódicos, miró los teatros, hizo un gesto al ver que representaban una ópera y no un ballet, buscó en vano en los anuncios de perfumería cierta agua para los dientes de que le habían hablado, y tiró uno tras otro, los periódicos, murmurando en medio de un prolongado bostezo:
    -Realmente estos periódicos están cada vez más insípidos.
    En este momento un carruaje ligero se detuvo delante de la puerta, y un instante después el criado entró para anunciar al señor Luciano Debray.
    Un joven alto, rubio, de ojos grises y mirada penetrante, de labios delgados y pálidos, con un frac azul con botones de oro, corbata blanca, lente de concha, suspendido al cuello por una cinta de seda negra, y que por un esfuerzo del músculo superciliar lanzaba miradas profundas y fijas, entró sin sonreír, sin hablar, y con un aire medio oficial.
    -Buenos días, Luciano -dijo Alberto-. ¡Ah!, me asombra vuestra puntualidad! ¿Qué digo? ¡Puntualidad! ¡Yo que os esperaba el
    último, y llegáis a las diez menos cinco minutos, cuando la cita era a las diez y media! ¡Esto es milagroso! ¿Ha caído el ministerio?
    -No, querido -repuso el joven incrustándose en el diván-, tranquilizaos. Vacilamos siempre, pero nunca caemos, y empiezo a creer que pasamos buenamente a la inamovilidad, sin contar con que los asuntos de la Península nos van a consolidar completamente.
    -¡Ah!, sí, es verdad; arrojáis de España a don Carlos.
    -No, querido, no nos confundamos, le traemos del otro lado de la frontera de Francia, y le ofrecemos una hospitalidad real en Bourges.
    -¿En Bourges?
    -Sí; no tendrá motivos de queja, ¡qué demonio! Bourges es la capital de Carlos VII. ¿Cómo es que no sabíais esto? Todo el mundo lo sabe desde ayer en París, y anteayer la cosa marchaba bien en la bolsa, porque el señor Danglars, no sé cómo se entera ese hombre de las noticias al mismo tiempo que nosotros, jugó a la alza y ha ganado un millón.
    -Y vos una nueva cinta, según parece.
    -¡Psch!, me han enviado la placa de Carlos III -respondió sencillamente Debray.
    -Vamos, no os hagáis el indiferente y confesad que la noticia os habrá complacido.
    -Sí; a fe mía, una placa siempre cae bien sobre un frac negro abotonado, es elegante.
    -Y -dijo Morcef, sonriendo -se tiene el aire de un príncipe de Gales o de un duque de Reichstadt.
    -Por eso me veis tan de mañana, querido.
    -¿Porque tenéis la placa de Carlos III y queríais anunciarme esta buena noticia?
    -No; porque he pasado la noche redactando veinticinco despachos diplomáticos. De vuelta a mi casa quise dormir, pero me dio un fuerte dolor de cabeza y me levanté para montar una hora a caballo. En Boulogne me avisaron de tal modo el hambre y el aburrimiento, que me acordé que hoy dabais un almuerzo, y aquí me tenéis; tengo hambre, dadme de comer; me fastidio, distraedme.
    -Ese es mi deber de anfitrión, querido amigo -dijo Alberto llamando al criado, mientras Luciano hacía saltar los periódicos con el extremo de su bastón de puño de oro incrustado de turquesas-. Germán, jerez y bizcochos. Entretanto, querido Luciano, aquí tenéis cigarros de contrabando, os invito a que los probéis, y también podréis decir a vuestro ministro que nos venda como éstos en lugar de esa especie de hojas de nogal que condena a fumar a los buenos ciudadanos.
    -¡Diablo! Yo me guardaría muy bien de hacerlo. Desde el momento en que os viniesen del gobierno os parecerían detestables. Por lo demás, eso no corresponde al Interior, sino a Hacienda; dirigíos a míster Human, corredor A., número 26.
    -En verdad -dijo Alberto-, me asombráis con la profusión de vuestros conocimientos. ¡Pero tomad un cigarro!
    -¡Ah, querido vizconde! -dijo Luciano encendiendo un habano en una bujía de color de rosa que ardía en un candelero sobredorado y recostándose en el diván-. ¡Ah!, querido vizconde! ¡Qué feliz sois en no tener nada que hacer! En verdad, no conocéis vuestra felicidad.
    -¿Y qué es lo que haríais, mi querido pacificador de reinos -repuso Morcef con ligera ironía-, si no hicieseis nada? ¡Cómo! Secretario particular de un ministro, lanzado a la vez en el mundo europeo y en las intrigas de París, teniendo reyes, y mucho mejor aún, reinas que proteger, partidos que reunir, elecciones que dirigir, haciendo con vuestra pluma y vuestro telégrafo, desde vuestro gabinete, más que Napoleón en sus campos de batalla con su espada y sus victorias, poseyendo veinticinco mil libras de renta, un caballo por el que ChateauRenaud os ha ofrecido cuatrocientos luises, un sastre que no os falta en un pantalón, teniendo asiento en la Opera, Jockey Club y el teatro de Variedades, ¿no halláis con todo eso con qué distraeros? Pues bien, yo os distraeré.
    -¿Cómo?
    -Haciendo que conozcáis a una persona.
    -¿Hombre o mujer?
    -Hombre.
    -¡Ya conozco demasiados!
    -¡Pero no conocéis al hombre de que os hablo!
    -¿De dónde viene? ¿Del otro extremo del mundo?
    -De más lejos tal vez.
    -¡Diablo! Espero que no se lleve nuestro almuerzo.
    -No, nuestro almuerzo está seguro. ¿Pero tenéis hambre?
    -Sí; lo confieso, por humillante que sea el decirlo. Pero ayer he comido en casa del señor de Villefort, y ¿lo habéis notado?, se come bastante mal en casa de todos esos magistrados; cualquiera diría que tienen remordimientos.
    -¡Ah, diantre!, despreciad las comidas de los demás; en cambio se come bien en casa de vuestros ministros.
    -Sí; pero no convidamos a ciertas personas al menos, y si no nos viésemos precisados a hacer los honores de nuestra mesa a algunos infelices que piensan, y sobre todo que votan bien, nos guardaríamos como de la peste de comer en nuestra casa, debéis creerlo.
    -Entonces, querido, tomad otro vaso de Jerez y otro bizcocho.
    -Con muchísimo gusto, pues vuestro vino de España es excelente, bien veis que hemos hecho bien eñ pacificar ese país.
    -Sí, pero ¿y don Carlos?
    -Don Carlos beberá vino de Burdeos, y dentro de diez años casaremos a su hijo con la reinecita.
    -Lo cual os valdrá el Toisón de Oro, si aún estáis en el ministerio.
    -Creo, Alberto, que esta mañana habéis adoptado por sistema alimentarme con humo.
    -Y eso es lo que divierte el estómago, convenid en ello; pero justamente oigo la voz de Beauchamp en la antesala; discutiréis con él y esto calmará vuestra impaciencia.
    -¿Sobre qué?
    -Sobre los periódicos.
    -¡Qué! ¿Acaso leo yo los periódicos? -dijo Luciano con un desprecio soberano.
    -Razón de más. Discutiréis mejor.
    -¡Señor Beauchamp! -anunció el criado.
    -¡Entrad!, entrad, ¡pluma terrible! -dijo Alberto saliendo al encuentro del joven-, mirad, aquí tenéis a Debray, que os detesta sin leeros; al menos, según él dice.
    -Es cierto -dijo Beauchamp-, lo mismo que yo le critico sin saber lo que hace. Buenos días, comendador.
    -¡Ah!, lo sabéis ya -dijo el secretario particular cambiando con el periodista un apretón de mano y una sonrisa.
    -¡Diantre! -replicó Beauchamp.
    -¿Y qué se dice en el mundo?
    -¿A qué mundo os referís? Tenemos muchos mundos en el año de gracia de 1838.
    -En el mundo crítico-político de que formáis parte.
    -¡Oh!, se dice que es una cosa muy justa, y que sembráis bastante rojo para que nazca un pozo de azul.
    -Vamos, vamos, no va mal -dijo Luciano-. ¿Por qué no sois de los nuestros, querido Beauchamp? Con el talento que tenéis, en tres o cuatro años haríais fortuna.
    -Sólo espero una cosa para seguir vuestros consejos. Un ministerio que esté asegurado por seis meses. Ahora, una sola palabra, mi querido Alberto, porque es preciso que deje respirar a ese pobre Luciano. ¿Almorzamos o comemos? Tengo mucho trabajo. No es todo rosas, como decís, en nuestro oficio.
    -Se almorzará, ya no esperamos más que a dos personas, y nos sentaremos a la mesa en cuanto hayan llegado -dijo Alberto.
















    TERCERA PARTE

    EXTRAÑAS COINCIDENCIAS

    Capítulo primero
    El almuerzo
    -¿Qué clase de personas esperáis? -repuso Beauchamp.
    -Un hidalgo y un diplomático -repuso Alberto.
    -Pues entonces esperaremos dos horas cortas al hidalgo y dos horas largas al diplomático. Volveré a los postres. Guardadme fresas, café y cigarros, comeré una tortilla en la Cámara.
    -No hagáis eso, Beauchamp, pues aunque el hidalgo fuese un Montmorency y el diplomático un Metternich, almorzaremos a las once en punto. Mientras tanto, haced lo que Debray: probad mi Jerez y mis bizcochos.
    -Está bien, me quedo. En algo hemos de pasar la mañana.
    -Bien, lo mismo que Debray. Sin embargo, yo creo que cuando el ministerio está triste, la oposición debe estar alegre.
    -¡Ah! No sabéis lo que me espera. Esta mañana oiré un discurso del señor Danglars en la Cámara de los Diputados y esta noche, en casa de su mujer, una tragedia de un par de Francia. Llévese el diablo al gobierno constitucional y puesto que podíamos elegir, no sé cómo hemos elegido éste.
    -Me hago cargo, tenéis necesidad de hacer acopio de alegría.
    -No habléis mal de los discursos del señor Danglars -dijo Debray-, vota por vos y hace la oposición.
    -Ahí está el mal. Así, pues, espero que le enviéis a discurrir al Luxemburgo para reírme de mejor gana.
    -Amigo mío -dijo Alberto a Beauchamp-, bien se conoce que los asuntos de España se han arreglado. Estáis hoy con un humor insufrible. Acordaos de que la Crónica parisiense habla de un casamiento entre la señorita Eugenia Danglars y yo. No puedo, pues, en conciencia, dejaros hablar mal de la elocuencia de un hombre que deberá decirme un día: < Señor vizconde, ¿sabéis que doy dos millones a mi hija? »
    -Creo ---dijo Beauchamp- que ese casamiento no se efectuará. El rey ha podido hacerle barón, podrá hacerle par, pero no lo hará caballero, el conde de Morcef es un valiente demasiado aristocrático para consentir, mediante dos pobres millones, en una baja alianza. El vizconde de Morcef no debe casarse sino con una marquesa.
    -Dos millones... no dejan de ser una bonita suma -repuso Morcef.
    -Es el capital social de un teatro de boulevard o del ferrocarril del Jardín Botánico en la Rapée.
    -Dejadle hablar, Morcef -repuso Debray- y casaos. Es lo mejor que podéis hacer.
    -Sí, sí, creo que tenéis razón, Luciano -respondió tristemente Alberto.
    -Y además, todo millonario es noble como un bastardo, es decir, puede llegar a serlo.
    -¡Callad! No digáis eso, Debray -replicó Beauchamp riendo-, porque ahí tenéis a Chateau Renaud, que, para curaros de vuestra manía, os introducirá por el cuerpo la espada de Renaud de Montauban,su antepasado.
    -Haría mal -respondió Luciano-, porque yo soy villano, y muy villano.
    -¡Bueno! -exclamó Beauchamp-, aquí tenemos al ministerio cantando el Beranger; ¿dónde vamos a parar, Dios mío?
    -¡El señor de Chateau Renaud! ¡El señor Maximiliano Morrel! -dijo el criado, anunciando a dos nuevos invitados.
    -Ya estamos todos, mas si no me equivoco, ¿no esperaban más que dos personas?
    -¡Morrel! -exclamó Alberto sorprendido-, ¡Morrel! ¿Quién será ese señor?
    Pero antes de que hubiese terminado de hablar, el señor de Chateau Renaud estrechaba la mano a Alberto.
    -Permitidme, amigo mío -le dijo-, presentaros al señor capitán de spahis, Maximiliano Morrel, mi amigo, y además mi salvador. Por otra parte, él se presenta bien por sí mismo; saludad a mi héroe, vizconde.
    Y se retiró a un lado para descubrir a aquel joven alto y de noble continente, de frente ancha, mirada penetrante, negros bigotes, a quien nuestros lectores recordarán haber visto en Marsella, en una circunstancia demasiado dramática para haberla olvidado. En su rico uniforme medio francés, medio oriental, hacía resaltar la cruz de la Legión de Honor.
    El joven oficial se inclinó con elegancia; Morrel era elegante en todos sus movimientos, porque era fuerte.
    -Caballero -dijo Alberto con una política afectuosa-, el señor barón de Chateau Renaud sabía de antemano el placer que me causaría al presentaros..Sois uno de sus amigos, caballero, sedlo, pues, también nuestro.
    -Muy bien -dijo el barón de Chateau Renaud-, y desead, mi querido vizconde, que si llega el caso, haga por vos lo que ha hecho por mí.
    -¿Y qué ha hecho? -inquirió Alberto.
    __¡Oh! --dijo Morrel-, no vale la pena hablar de ello, y el señor exagera las cosas.
    -¡Cómo! ¡Que no vale la pena! ¡Conque la vida no vale nada... ! Bueno, que digáis eso por vos, que exponéis vuestra vida todos los días, pero por mí, que la expongo por casualidad...
    -Lo más claro que veo en esto es que el señor capitán Morrel os ha salvado la vida...
    -Sí, señor; eso es -dijo Chateau Renaud.
    -¿Y en qué ocasión? -preguntó Beauchamp.
    -¡Beauchamp, amigo mío, habéis de saber que me muero de hambre! --dijo Debray-, no empecéis con vuestras historias.
    -¡Pues bien!, yo no impido que vayamos a almorzar, yo... Chateau Renaud nos lo contará en la mesa.
    -Señores -dijo Morcef-, todavía no son más que las diez y cuarto, aún tenemos que esperar a otro convidado.
    -¡Ah! , es verdad, un diplomático -replicó Debray.
    -Un diplomático, o yo no sé lo que es. Lo que sé es que por mi cuenta le encargué de una embajada que ha terminado tan bien y tan a mi satisfacción, que si fuese rey, le hubiese hecho al instante caballero de todas mis órdenes, incluyendo las del Toisón de Oro y de la Jarretera.
    -Entonces, puesto que no nos sentamos a la mesa -dijo Debray-, servios una botella de Jerez como hemos hecho nosotros, y contadnos eso, barón.
    -Ya sabéis todos que tuve el capricho de ir a Africa.
    -Ese es un camino que os han trazado vuestros antecesores, mi querido Chateau Renaud -respondió con galantería Morcef.
    -Sí; pero dudo que fuese, como ellos, para libertar el sepulcro de Jesucristo.
    -Tenéis razón, Beauchamp -repuso el joven aristócrata-; era sólo para dar un golpe, como aficionado. El duelo me repugna, como sabéis, desde que dos testigos, a quienes yo había elegido para arreglar cierto asunto, me obligaron a romper un brazo a uno de mis mejores amigos... ¡Diantre...!, a ese pobre Franz d'Epinay, a quien todos conocéis.
    -¡Ah!, sí, es verdad -dijo Debray-, os habéis batido en tiempo de... ¿de qué?
    -¡Que el diablo me lleve si me acuerdo! -dijo Chateau Renaud-. De lo que me acuerdo bien es de que no queriendo dejar dormir mi talento, quise probar en los árabes unas pistolas nuevas que me acababan de regalar. De consiguiente, me embarqué para Orán, desde Orán fui a Constantina y llegué justamente para ver levantar el sitio.
    Me puse en retirada como los demás. Por espacio de cuarenta y ocho horas sufrí con bastante valor la lluvia del día y la nieve de la noche, en fin, a la tercera mañana mi caballo se murió de frío. ¡Pobre animal! ¡Acostumbrado a las mantas y a las estufas de la cuadra!, un caballo árabe que murió sólo al encontrar diez grados de frío en Arabia.
    -Por eso me queríais comprar mi caballo inglés --dijo Debray-, suponéis que sufrirá mejor el frío que vuestro árabe.
    -Estáis en un error, porque he hecho voto de no volver más al Africa.
    -¿Conque tanto miedo pasasteis? -preguntó Beauchamp.
    -¡Oh!, sí, lo confieso -respondió Chateau Renaud-, y había de qué tenerlo. Mi caballo había muerto, yo me retiraba a pie, seis árabes vinieron a galope a cortarme la cabeza, maté a dos con los tiros de mi escopeta, y otros dos con mis dos pitolas, pero aún quedaban dos y estaba desarmado. El uno me agarró por los cabellos; por eso ahora los llevo cortos; nadie sabe lo que puede suceder; el otro me rodeó el cuello con su yatagán. Y ya sentía el frío agudo del hierro, cuando el señor que veis aquí cargó sobre ellos, mató al que me cogía de los cabellos de un pistoletazo y partió la cabeza al que se disponía a cortar la mía, de un sablazo. Este caballero se había propuesto salvar a un hombre aquel día, y la casualidad quiso que fuese yo. Cuando sea rico, mandaré hacer a Klayman o a Morocheti una estatua a la Casualidad.
    -Sí -dijo sonriendo Morrel-,era el 5 de septiembre, es decir, el aniversario de un día en que mi padre fue milagrosamente salvado; así, pues, siempre que esté en mi mano, celebro todos los años ese día con una acción...
    -Heroica, ¿no es verdad? -interrumpió Chateau Renaud-. En fin, yo fui el elegido, pero aún no es eso todo. Después de salvarme del hierro me salvó del frío, dándome, no la mitad de su capa, como hizo San Martín, sino dándomela entera, y después aplacó mi hambre partiendo conmigo, ¿no adivináis el qué...?
    -¿Un pastel de casa de Félix? -preguntó Beauchamp.
    -No; su caballo, del que cada cual comimos un pedazo con gran apetito, aunque era un poco duro...
    -¿El caballo? -inquirió Morcef.
    -No; el sacrificio -respondió Chateau Renaud-. Preguntad a Debray si sacrificaría el suyo inglés por un extranjero.
    -Por un extranjero, seguro que no -dijo Debray-; por un amigo, tal vez.
    -Supuse que juzgaríais como yo -dijo Morrel-, por otra parte, ya he tenido el honor de decíroslo, heroísmo o no, sacrificio o no, yo
    debía una ofrenda a la mala fortuna, en premio a los favores que nos había dispensado otras veces la buena.
    -Esa historia a que se refiere el señor Morrel -continuó Chateau Renaud- es una curiosa historia que algún día os relatará cuando hayáis trabado más íntimo conocimiento. Por hoy pensemos en alimentar el estómago y. no la memoria. ¿A qué hora almorzáis, Alberto?
    -Alas diez y media.
    -¿En punto? -preguntó Debray sacando su reloj.
    -¡Oh!, me concederéis los cinco minutos de gracia -dijo Morcef-, puesto que también yo estoy esperando a un salvador.
    -¿De quién?
    -De mí, ¡qué diantre! -respondió Morcef-. ¿Creéis que a mí no me puedan salvar como a cualquier otro y que sólo los árabes cortan la cabeza? Nuestro almuerzo es un almuerzo filantrópico, y tendremos en nuestra mesa a dos bienhechores de la humanidad.
    -¿Cómo lo haremos? -dijo Debray-; solamente tenemos un premio Montyon.
    -¡Pues bien!, se le dará al que nada haya hecho -dijo Beauchamp-. De este modo, en la Academia podrán salir del apuro.
    -¿Y de dónde viene? -preguntó Debray-. Dispensad que insista, ya habéis respondido a esta pregunta, pero muy vagamente.
    -En realidad -dijo Alberto-, no lo sé. Cuando le invité hace tres meses, estaba en Roma; pero después, ¿quién puede saber dónde ha ido a parar?
    -¿Y le creéis capaz de ser puntual? -preguntó Debray.
    -Le creo capaz de todo -respondió Morcef.
    -Cuidado, que ya no faltan más que diez minutos, contando los cinco de gracia.
    -Pues bien, los aprovecharé para deciros unas palabras acerca de mi invitado.
    -Perdonad --dijo Beauchamp-, ¿hay materia para un folletín en lo que vais a contar?
    -Sí, seguramente -dijo Morcef-, y de los más curiosos.
    -Entonces, ya podéis hablar.
    -Estaba yo en Roma en el último Carnaval...
    -Esto ya lo sabemos -dijo Beauchamp.
    -Sí, pero lo que no sabéis es que fui raptado por unos bandidos.
    -¡Pero si no hay bandidos! -dijo Debray.
    -Sí que los hay, y capaces de asustar a cualquiera.
    -Veamos, mi querido Alberto -dijo Debray-, confesad que vuestro cocinero se tarda mucho, que las ostras aún no han llegado de Marennes o de Ostende, y que siguiendo el ejemplo de Maintenon, queréis sustituir el plato por un cuento. Decidlo, querido, franqueza tenemos para perdonaros y paciencia para escuchar vuestra historia, por fabulosa que parezca a primera vista.
    -Y yo os digo que, por fabulosa que sea, os la cuento por verdadera desde el principio hasta el fin. Habiéndome raptado los bandidos, me condujeron a un lugar muy triste, que se llama las Catacumbas de San Sebastián.
    -Ya conozco el sitio -dijo Chateau Renaud-; me faltó poco para coger allí la fiebre.
    -Y yo -dijo Morcef- la tuve realmente. Me anunciaron que estaba prisionero y me pedían por mi rescate una miseria, cuatro mil escudos romanos, veintiséis mil libras francesas. desgraciadamente no tenía más que mil quinientas; me hallaba al fin de mi viaje y mi crédito se había concluido. Escribí a Franz. ¡Y por Dios!, aguardad, al mismo Franz podéis preguntarle si miento. Escribí a Franz que si no llegaba a las seis de la mañana con los cuatro mil escudos, a las seis y diez minutos me habría ido a reunir con los bienaventurados santos y los gloriosos mártires, en compañía de los cuales tendría el honor de encontrarme, y Luigi Vampa, éste era el nombre del jefe de los bandidos, hubiera cumplido escrupulosamente su palabra.
    -¿Pero llegó Franz con los cuatro mil escudos? -dijo Chateau Renaud-. ¡Qué diantre!, ni Franz d'Espinay ni Alberto de Morcef pueden verse apurados por cuatro mil escudos.
    -No; llegó simplemente acompañado del convidado que os anuncio y que espero presentaros.
    -¡Ah!, ya. ¿Pero era ese hombre un Hércules matando a Caco, o un Perseo salvando a Andrómeda?
    -No; es un poco más o menos de mi estatura.
    -¿Armado hasta los dientes?
    -No llevaba arma alguna.
    -¿Pero trató de vuestro rescate?
    -Dijo dos palabras al oído del jefe y fui puesto en libertad.
    -Le daría excusas por haberos preso -dijo Beauchamp.
    -Exacto -respondió Morcef.
    -¡Pero era Ariosto ese hombre!
    -No; era el conde de Montecristo.
    -¿Se llama el conde de Montecristo? -inquirió Debray.
    -No creo -añadió Chateau Renaud, con la sangre fría de un hombre que tiene en la punta de los dedos la nobleza europea-, que haya en parte alguna un conde de Montecristo.
    -Puede ser que venga de la Tierra Santa -dijo Beauchamp-,
    alguno de sus ascendientes habrá poseído el Calvario, como los Montemar el Mar Muerto.
    -Perdonad -dijo Maximiliano-, pero creo que voy a arrojar luz sobre el asunto. Señores, Montecristo es una pequeña isla, de que he oído hablar muchas veces a los marinos que empleaba mi padre, un grano de arena en medio del Mediterráneo, en fin, un átomo en el infinito.
    -Exactamente -dijo Alberto-. ¡Pues bien! De ese grano de arena, de ese átomo, es señor y rey ése de quien os hablo; habrá comprado su título de conde en alguna parte de Toscana.
    -¿Será muy rico vuestro conde?
    -¡Muchísimo!
    -Se notará en el aspecto, supongo.
    -Os engañáis, Debray.
    -No os comprendo.
    -¿Habéis leído las Mil y una noches?
    -¡Vaya pregunta!
    -Pues bien, ¿sabéis si las personas que allí se ven son ricas o pobres? ¿Si sus granos de trigo no son de rubíes o de diamantes? Tienen el aire de miserables pescadores, ¿no es esto? Los tratáis como a tales, y de pronto, os abren alguna caverna misteriosa, en donde os encontráis un tesoro que basta para comprar la India.
    -¿Y qué?
    -¿Y habéis visto esa caverna, Morcef? -preguntó Beauchamp.
    -Yo no, Franz... Pero silencio, es preciso no decir una palabra de esto delante de él. Franz ha bajado allí con los ojos vendados, y ha sido servido por mudos y por mujeres, al lado de las cuales, a lo que parece, no hubiese sido nada Cleopatra. Por lo que se refiere a las mujeres, no está muy seguro, puesto que no entraron hasta después que hubo tomado el hachís, de suerte que podrá suceder que lo que ha creído mujeres fuesen estatuas.
    Los jóvenes miraron a Morcef, como queriendo decir:
    -Querido, ¿os habéis vuelto loco, o queréis burlaros de nosotros?
    -En efecto -dijo Morrel pensativo-, yo he oído contar a un viejo llamado Fenelón, alguna cosa parecida a lo que ha dicho el señor de Morcef.
    -¡Áh! -dijo Alberto-, me alegro de que el señor de Morrel venga en mi ayuda. Esto os contraría, ¿verdad?, tanto mejor...
    -Dispensadme, mi querido amigo -dijo Debray-, pero nos contáis unas cosas tan inverosímiles...
    -¡Ah, es porque vuestros embajadores, vuestros cónsules no os hablan! No tienen tiempo, es preciso que incomoden a sus compatriotas que viajan.
    -¡Ah! He aquí por lo que nos incomodáis culpando a nuestras pobres gentes. ¿Y con qué queréis que os protejan? La Cámara les rebaja todos los días sus sueldos hasta que los deje sin nada. ¿Queréis ser embajador, Alberto? Yo os haré nombrar en Constantinopla.
    -No, porque el Sultán, a la primera demostración que hiciera en favor de Mohamed-Alí, me envía el cordón, y mis secretarios me ahorcarían.
    -¿Lo veis? -dijo Debray.
    -Sí; pero todo ello no es obstáculo para que exista mi conde de Montecristo.
    -¡Por Dios! Todo el mundo existe: ¿Qué tiene eso de particular?
    -Todo el mundo existe, sin duda, pero no en condiciones semejantes. ¡No todo el mundo tiene esclavos negros, armas a la Casauba, caballos de seis mil francos, damas griegas!
    -¿Habéis tenido ocasión de ver a la dama griega?
    -Sí, la he visto y oído. La he visto en el teatro del Valle y la he oído un día que almorzaba en casa del conde.
    -¿Come acaso ese hombre extraordinario?
    -Si come, es tan poco, que no vale la pena de hablar de ello.
    -Ya veréis como es un vampiro.
    -Podéis burlaros si queréis. Esta era la opinión de la condesa de G..., que como sabéis ha conocido a lord Ruthwen.
    -¡Ah, muy bien! --dijo Beauchamp-. Aquí tenemos para un hombre que no es periodista, la cuestión de la famosa serpiente de mar del Constitutionnel; ¡un vampiro, eso es estupendo!
    -Ojo de color leonado, cuya pupila disminuye y se dilata según su voluntad ---dijo Debray-, aire sombrío, frente magnífica, tez lívida, barba negra, dientes largos y agudos y modales desenvueltos.
    -Y bien, eso es justamente -dijo Alberto-, y las señas están trazadas perfectamente. Sí, política aguda a incisiva. Este hombre me ha dado miedo muchas veces, y un día entre otros que presenciábamos juntos una ejecución, creí que iba a ponerme malo, más bien de verle y oírle hablar fríamente sobre todos los suplicios de la tierra, que de ver al verdugo cumplir su oficio y oír los gritos del condenado.
    -¿No os condujo a las ruinas del Coliseo para ver correr la sangre, Morcef? -preguntó Beauchamp.
    -Y después de haber deliberado, ¿no os ha hecho firmar algún pergamino de color de fuego, por el cual le cedáis vuestra alma como Esaú su derecho de primogenitura? -dijo Debray.
    -¡Burlaos, burlaos lo que queráis, señores!
    -dijo Morcef un poco amoscado-. Cuando os miro a vosotros, bellos parisienses, habitantes del Boulevard de Gante, paseantes del bosque de Boulogne, y me acuerdo de ese hombre, me parece que no somos de la misma especie.
    -¡Yo me lisonjeo de ello! -dijo Beauchamp.
    -Siempre será -añadió Chateau Renaud- vuestro conde de Montecristo un hombre galante en sus ratos de ocio, prescindiendo de esos pequeños arreglos con los bandidos italianos.
    -¡Ya no hay bandidos italianos! -dijo Debray.
    -¡Ni vampiros! -añadió Beauchamp.
    -Ni conde de Montecristo -respondió Debray-. Aguardad, querido Alberto, que son las diez y media.
    -Confesad que habéis tenido una pesadilla, y vamos a almorzar -dijo Beauchamp.
    Pero aún no se había extinguido la vibración del reloj, cuando se abrió la puerta y Germán anunció:
    -¡Su excelencia, el conde de Montecristo!
    Todos los presentes, a pesar suyo, hicieron un gesto que denotaba la preocupación que la relación de Morcef había dejado en sus almas. Alberto mismo no pudo contener una emoción súbita. No se había oído ni carruaje en la calle, ni pasos en la antesala. La puerta misma se había abierto sin hacer ruido.
    El conde apareció en el dintel, vestido con la mayor sencillez, pero el elegante más exquisito no hubiese encontrado nada que reprender en su traje. Todo era de un gusto delicado, todo salía de las manos de los más elegantes proveedores; vestidos, sombrero y ropa blanca.
    Apenas aparentaba treinta y cinco años de edad, y lo que admiró a todos fue su extrema semejanza con el retrato que de él había trazado Debray.
    El conde se adelantó sonriendo y se dirigió en derechura a Alberto, quien saliéndole al encuentro, le ofreció la mano con prontitud.
    -La puntualidad -dijo el conde de Montecristo- es la política de los reyes, según ha dicho, creo, uno de vuestros soberanos. Pero cualquiera que sea su buena voluntad, no es siempre la de los viajeros. Sin embargo, espero, mi querido vizconde, que me disculparéis en favor de mis buenos deseos, los dos o tres segundos que he tardado a la cita. Quinientas leguas no se recorren sin algún contratiempo, particularmente en Francia, donde está prohibido, según parece, dar prisa a los postillones.
    -Señor conde -respondió Alberto-, estaba anunciando vuestra visita a algunos amigos míos, que he reunido hoy contando con la promesa que tuvisteis a bien hacerme, y que tengo el honor de presentaros. Son los señores, Conde de Chateau Renaud, cuya nobleza proviene de los Doce Pares, y cuyos antepasados ocuparon un puesto en la Mesa Redonda; el señor Luciano Debray, secretario particular del Ministro del Interior; Beauchamp, enérgico periodista, terror del gobierno francés. No habréis jamás oído hablar de él en Italia, donde no permiten la entrada de su periódico; en fin, el señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis.
    Al oír este nombre, el conde, que hasta entonces había saludado cortésmente, pero con una frialdad y una impasibilidad inglesa, dio, a pesar suyo, un paso hacia adelante, y un leve tabor tiñó por breves instantes sus pálidas mejillas.
    -¿El señor lleva el uniforme de los nuevos vencedores franceses? -dijo él-; es un bonito uniforme.
    No habría podido decirse cuál era el sentimiento que daba a la voz del conde una vibración tan profunda, y que hacía brillar, a pesar suyo, su mirada tan expresiva cuando no había motivo para ello.
    -¿No habéis visto jamás a nuestros africanos, caballero? -dijo Alberto.
    -Nunca -replicó el conde, repuesto ya por completo de su sorpresa.
    -Pues bien, bajo ese uniforme late un corazón de los más valientes y nobles del ejército.
    -¡Oh! , señor conde -interrumpió Morrel.
    -Dejadme hablar, capitán... Además -continuó Alberto-, acabamos de enterarnos de una acción tan heroica que, aunque lo haya visto hoy por la primera vez, reclamo de él el favor de presentárosle como amigo mío.
    Aún se hubiera podido notar en estas palabras en el conde de Montecristo, esa mirada fija, ese tabor fugitivo, y el ligero temblor del párpado que denotaba la emoción que sentía.
    -¡Ah!, el señor tiene un corazón noble -dijo el conde-, ¡tanto mejor!
    Esta especie de exclamación, que respondía al pensamiento del conde, más bien que a lo que acababa de decir Alberto, sorprendió a todo el mundo, y sobre todo a Morrel, que miró a Montecristo con admiración. Pero al mismo tiempo, el acento era tan suave, que por extraña que fuese esta exclamación, no había medio de incomodarse por ella.
    -¿Por qué había de dudar? -dijo Beauchamp a Chateau Renaud.
    -En verdad -respondió éste, quien con su trato de mundo y su mirada aristocrática había penetrado en Montecristo todo lo que se podía penetrar en él-, en verdad, que Alberto no nos ha engañado, y que es un personaje singular el conde, ¿qué decís vos, Morrel?
    -Por mi vida -dijo éste-, tiene la mirada franca y la voz simpática, de manera que me agrada a pesar de la extraña reflexión que acaba de hacerme.
    -Señores -dijo Alberto-, Germán me anuncia que estamos servidos. Mi querido conde, permitidme indicaros el camino.
    Pasaron silenciosamente al comedor. Cada uno ocupó su sitio.
    -Señores -dijo el conde sentándose-, permitidme que os haga una confesión, que será mi disculpa por todas las faltas que pueda cometer: soy extranjero, pero hasta tal extremo, que es la vez prímera que vengo a París. Las costumbres francesas me son particularmente desconocidas, y no he practicado bastante hasta ahora, sino las costumbres orientales, las más contrarias a las buenas tradiciones parisienses. Os suplico, pues, que me excuséis si encontráis en mí algo de turco, de napolitano o de árabe. Dicho esto, señores, almorcemos.
    -Por lo que ha dicho -murmuró Beauchamp-; es, desde luego, un gran señor.
    -Un gran señor extranjero -añadió Debray.
    -Un gran señor de todos los países, señor Debray -dijo Chateau Renaud.
    Como hemos dicho, el conde era un convidado bastante sobrio. Alberto se lo hizo observar, atestiguando el temor que desde el principio tuvo de que la vida parisiense no agradase al viajero en su parte más material, pero al mismo tiempo más necesaria.
    -Querido conde -dijo-, temo que la cocina de la calle de Helder no os agrade tanto como la de la plaza de España. Hubiera debido preguntaros vuestro gusto, y haceros preparar algunos platos que os agradasen.
    -Si me conocieseis mejor -respondió sonriéndose el conde-, no os preocuparíais por un cuidado casi humillante para un viajero como yo, que ha pasado sucesivamente con los macarrones en Nápoles, la polenta en Milán, la olla podrida en Valencia, el arroz cocido en Constantinopla, el karri en la India y los nidos de golondrinas en China. No hay cocina para un cosmopolita como yo. Como de todo y en todas partes, únicamente que como poco, y hoy que os quejáis de mi sobriedad, estoy en uno de mis días de apetito, porque desde ayer por la mañana no había comido.
    -¡Cómo! ¿Desde ayer por la mañana? -exclamaron los convidados-, ¿no habéis comido desde hace veinticuatro horas?
    -No -respondió Montecristo-, tuve que desviarme de mi ruta y tomar algunos informes en las cercanías de Nimes, de manera que me retrasé un poco y no he querido detenerme.
    -¿Y habéis comido en vuestro carruaje? -preguntó Morcef.
    -No, he dormido, como me ocurre cuando me aburro, sin valor para distraerme, o cuando siento hambre sin tener ganas de comer.
    -¿Pero mandáis en vuestro sueño, señor? -preguntó Morrel.
    -Casi.
    -¿Tenéis receta para ello?
    -Una receta infalible.
    -He aquí lo que sería bueno para nosotros, los africanos, que no siempre tenemos qué comer y rara vez qué beber -dijo Morrel.
    -Sí -dijo Montecristo-, desgraciadamente mi receta, excelente para un hombre como yo, que lleva una vida excepcional, sería muy peligrosa aplicada a un ejército que no se despertaría cuando se tuviese necesidad de él.
    -¿Y se puede saber cuál es la receta? -preguntó Debray.
    -¡Oh! Dios mío, sí ---dijo Montecristo-, no hago secreto de ello, es una mezcla de un excelente opio que he ido a buscar yo mismo a Cantón, para estar seguro de obtenerlo puro, y del mejor hachís que se cosecha en Oriente, es decir, entre el Tigris y el Eufrates. Se reúnen estos dos ingredientes en proporciones iguales y se hace una especie de píldoras, que se tragan cuando hay necesidad. Diez minutos más tarde producen el efecto. Preguntad al barón Franz d'Epinay, pues creo que él lo ha probado un día.
    -Sí -respondió Morcef-, me ha dicho algunas palabras sobre ello, y ha guardado al mismo tiempo un recuerdo muy agradable.
    -Pero -dijo Beauchamp, quien en su calidad de periodista era muy incrédulo-, ¿lleváis esas drogas con vos?
    -Constantemente -respondió Montecristo.
    -¿Sería indiscreción el pediros ver esas preciosas píldoras? -exclamó Beauchamp, creyendo poner al conde en un aprieto.
    -No, señor -respondió el conde, y sacó de su bolsillo una maravillosa cajita incrustada en una sola esmeralda, y cerrada por una rosca de oro, que desatornillándose, daba paso a una bolita de color verdoso y del tamaño de un guisante. Esta bola tenía un color ocre y olor penetrante. Había cuatro o cinco iguales en la esmeralda, y podía contener hasta una docena.
    La cajita fue pasando de mano en mano por todos los invitados, más para examinar esta admirable esmeralda que para ver o analizar las píldoras.
    -¿Es vuestro cocinero quien os prepara este manjar? -inquirió Beauchamp.
    -No, no, señor -dijo Montecristo-, yo no entrego mis goces reales como éste a merced de manos indignas. Soy bastante buen químico, y preparo las píldoras yo mismo.
    -Es una esmeralda admirable, y la más gruesa que he visto jamás, aunque mi madre tiene algunas joyas de familia bastante notables -dijo Chateau Renaud.
    -Tenía tres iguales -respondió Montecristo-, he dado una al Gran Señor, que la ha hecho engarzar en su espada; otra a nuestro Santo Padre el Papa, que la hizo incrustar en su mitra, frente a otra esmeralda casi parecida, pero menos hermosa, sin embargo, que había sido regalada a su predecesor por el emperador Napoleón. He guardado la tercera para mí, y la he hecho ahuecar, lo que le ha quitado la mitad de su valor, pero es más cómoda para el use a que he querido destinarla.
    Todos contemplaban a Montecristo con admiración. Hablaba con tanta sencillez, que era evidente que decía la verdad o que estaba loco; sin embargo, la esmeralda que había quedado entre sus manos hacía que se inclinasen hacia la primera suposición.
    -¿Y qué os dieron esos dos hombres a cambio de tan magnífico regalo? -preguntó Debray.
    -El Gran Señor, la libertad de una mujer -respondió el conde-; nuestro Santo Padre el Papa, la vida de un hombre. De suerte que, una vez en mi vida, he sido tan poderoso como si Dios me hubiese hecho nacer en las gradas de un trono.
    -Y es a Pepino a quien habéis libertado, ¿no es verdad? -exclamó Morcef-. ¿Es en él en quien habéis hecho aplicación de vuestro derecho de gracia?
    -Tal vez -dijo Montecristo sonriendo.
    -Señor conde, no podéis formaros una idea del placer que experimento al oíros hablar así -dijo Morcef-. Os había anunciado a mis amigos como un hombre fabuloso, como un mago de las Mil y una noches, como un nigromántico de la Edad Media; pero los parisienses son tan sutiles y materiales, que toman por capricho de la imaginación las verdades más indiscutibles, cuando estas verdades no entran en todas las condiciones de su existencia cotidiana. Por ejemplo, aquí tenéis a Debray y Beauchamp, que leen, todos los días, que han sorprendido y han robado en el boulevard a un miembro del Jockey Club que se retiraba tarde, que han asesinado a cuatro personas en la calle de Saint-Denis, o en el arrabal de Saint-Germain; que han apresado diez, quince o veinte ladrones, sea en un café del boulevard del Temple, o en San Julián; que disputan la existencia de los bandidos de Marennes del campo de Roma, o de las lagunas Pontinas. Decidles, pues, vos mismo, os lo suplico, señor conde, que he sido raptado por esos bandidos, y que sin vuestra generosa intercesión esperaría hoy probablemente la resurrección eterna en las catacumbas de San Sebastián, en lugar de darles una comida en mi casita de la calle de Helder.
    -¡Bah! -dijo Montecristo-, me habíais prometido no hablarme nunca de ese asunto.
    -No soy yo, señor conde -exclamó Morcef-, es algún otro a quien habéis hecho el mismo servicio que a mí y al que confundiréis conmigo.
    -Os ruego que hablemos de otra cosa -dijo el conde de MonteCristo-, porque si continuáis hablando de esta circunstancia, puede ser que me digáis, no solamente un poco de lo que sé, sino algo de lo que ignoro. Pero me parece -añadió sonriendo-, que habéis representado en todo este asunto un papel bastante importante para saber tan bien como yo lo que ha pasado.
    -¿Queréis prometerme, si digo todo lo que sé -dijo Morcef-, decirme luego lo que vos sepáis?
    El conde respondió:
    -De acuerdo.
    -Pues bien -replicó Morcef-, aunque padezca mi amor propio, he de decir que me creí durante tres días objeto de las atenciones de una máscara, a quien yo juzgué alguna descendiente de las Julias o de las Popeas, entretanto que era pura y sencillamente objeto de las coqueterías de una contadina, y observad que digo contadina por no decir aldeana. Lo que sé es que, como un inocente, más inocente aún que de quien yo hablaba ahora, tomé por esta aldeana a un joven bandido de quince a dieciséis años, imberbe, de talle delicado, quien en el momento en que quería propasarme hasta depositar un beso en sus castos hombros, me puso una pistola en el pecho, y con la ayuda de siete a ocho de sus compañeros, me condujeron, o mejor dicho, me arrastraron, al fondo de las catacumbas de San Sebastián, donde encontré al jefe de los bandidos, por cierto, tan instruido que leía los Comentarios del César, y que se dignó interrumpir su lectura para decirme, que si al día siguiente a las seis de la mañana no entregaba cuatro mil escudos, al día siguiente a las seis y cuarto habría dejado de existir. La carta obra en poder de Franz, firmada por mí, con una postdata de Luigi Vampa. Si dudáis de ello, escribo a Franz, el cual hará legalizar las firmas. Hasta aquí, todo lo que sé. Lo que yo no sé ahora es cómo fuisteis, señor conde, a infundir tanto respeto a los
    bandidos de Roma, que respetan tan pocas cosas. Os confieso que Franz y yo nos quedamos sorprendidos.
    -Es muy sencillo -respondió el conde-, yo conocía al famoso Vampa hacía más de diez años. Muy joven, cuando era pastor, un día que le di una moneda de oro por haberme enseñado ml camino, me dio, para no deberme nada, un puñal tallado por él y que habréis visto en mi colección de armas. Más tarde, sea que hubiese olvidado este cambio de regalos o que no me hubiese reconocido, intentó robarme, pero fui yo, al contrario, quien le apresé a él y a una docena de los suyos. Podía entregarle a la justicia romana, que es ejecutiva, y que lo hubiera sido aún más con ellos, pero no hice nada. Lo solté con sus compañeros.
    -Pero con la condición de que no robarían ya más -dijo el periodista riendo-. Veo con placer que han cumplido escrupulosamente su palabra.
    -No, señor -respondió Montecristo-, con la simple condición de que me respetaría a mí y a los míos. Lo que voy a deciros se os antojará extraño a vosotros, señores socialistas, progresistas, humanitaristas, y es que yo no me ocupo nunca de mi prójimo, no procuro nunca proteger a la sociedad que no me protege, y diré aún más, que no se ocupa generalmente de mí, sino para perjudicarme, y retirándoles mi estimación y guardando la neutralidad frente a ellos, es aún la sociedad y mi prójimo quienes me deben agradecimiento.
    -¡Sea en buena hora! -exclamó Chateau Renaud-. He aquí el primer hombre intrépido a quien he oído predicar leal y francamente el egoísmo, es hermoso esto: ¡Bravo, señor conde!
    -Por lo menos es franco -dijo Morrel-, pero estoy seguro que el señor conde no se habrá arrepentido de haber faltado alguna vez a los principios que, sin embargo, acaba de exponernos de una manera tan absoluta.
    -¿Cómo que he faltado a esos principios? -inquirió Montecristo, que de vez en cuando no podía dejar de mirar a Maximiliano con tanta atención que ya dos o tres veces el atrevido joven había bajado los ojos delante de la mirada fija y penetrante del conde.
    -Me parece -respondió Morrel-, que libertando al señor de Morcef, a quien no conocíais, servíais a vuestro prójimo y a la sociedad.
    -De la cual constituye su ornato más preciado -dijo gravemente Beauchamp, vaciando de un solo sorbo un vaso de champán.
    -Señor conde -exclamó Morcef-, estáis cogido, a pesar de ser uno de los más sólidos argumentadores que conozco, y se os va a demostrar que, lejos de ser un egoísta, sois, al contrario, un filántropo.
    ¡Ah, señor conde! Vos os llamáis oriental, levantino, malayo, indio, chino, salvaje, os llamáis Montecristo por vuestro nombre de familia, Simbad el Marino por vuestro nombre de pila y al poner el pie en París, poseéis por instinto el mayor mérito o el mayor defecto de nuestros excéntricos parisienses, es decir, que usurpáis los vicios que no tenéis, y que ocultáis las virtudes que os adornan.
    -Mi querido vizconde -repuso Montecristo-, no veo en todo lo que he dicho o hecho, una sola palabra que me valga por vuestra parte y la de estos señores el pretendido elogio que acabo de recibir. Vos no sois un extraño para mí, porque os conocía, os había cedido dos habitaciones, dado de almorzar, prestado uno de mis carruajes, porque habíamos visto pasar las máscaras juntos en la calle del Corso, y porque habíamos presenciado desde una ventana de la plaza del Popolo aquella ejecución que os causó tan fuerte impresión. Ahora bien, pregunto a estos señores, ¿podía yo dejar a mi huésped en manos de esos infames bandidos, como vos los llamáis? Además, vos lo sabéis, el salvador tenía una segunda intención, que era servirme de vos para introducirme en los salones de París cuando viniese a visitar Francia. Algún tiempo habéis podido considerar esta resolución como un proyecto vago y fugitivo, pero hoy, bien lo veis, es una realidad, a la cual es menester someteros, so pena de faltar a vuestra palabra.
    -Y he de cumplirla -dijo Morcef-, pero temo que quedéis descontento, mi querido conde. Vos que estáis acostumbrado a los grandes parajes, a los acontecimientos pintorescos, a los horizontes fantásticos. Nosotros no conocemos el menor episodio del género de aquellos a que os ha acostumbrado vuestra vida aventurera. Nuestro Chimborazo es Montmartre, nuestro Himalaya es el Mont-Valerien, nuestro gran desierto es la llanura de Grenelle, en que hay algún que otro pozo para que las caravanas encuentren agua. Entre nosotros hay ladrones, pero de esos ladrones que temen más a un muchacho del pueblo que a un gran señor; en fin, Francia es un país tan prosaico, y París una ciudad tan civilizada, que no encontraréis en nuestros ochenta y cinco departamentos, digo ochenta y cinco, porque exceptúo Córcega, no hallaréis en nuestros ochenta y cinco departamentos la menor montaña en que no haya un telégrafo y la menor gruta, por lóbrega que sea, en que un comisario de policía no haya hecho poner el gas. Sólo un servicio puedo prestaros, mi querido conde, y es presentaros por todas partes, o haceros presentar por mis amigos, pero vos no tenéis necesidad de nadie para eso, con vuestro nombre, vuestra fortuna y vuestro talento (Montecristo se inclinó con una sonrisa ligeramente irónica), os podéis presentar sin necesidad de nadie, y seréis bien recibido de todo el mundo. En realidad, únicamente puedo serviros en una cosa: si alguna de las costumbres de la vida Parisiense, alguna experiencia, algún conocimiento de nuestros bazares pueden recomendarme a vos, me pongo a vuestra disposición para buscaros una casa de las mejores. No me atrevo a proponeros que compartáis conmigo mi habitación, tal como hice yo en Roma con la vuestra, yo que no profeso el egoísmo, pero que soy egoísta por excelencia, no podría tolerar en mí cuarto ni una sombra, a no ser la de una mujer.
    -¡Ah!, ésa es una reserva conyugal. En efecto, en Roma me dijisteis algo acerca de un casamiento..., debo felicitaros por vuestra próxima felicidad.
    -La cosa sigue en proyecto, señor conde.
    -Y quien dice proyecto -dijo Debray-, quiere decir inseguridad.
    -¡No! ¡No! -dijo Morcef-, mi padre está empeñado, y yo espero antes de poco presentaros, si no a mi mujer, por lo menos a mi futura esposa, la señorita Eugenia Danglars.
    -¡Eugenia Danglars! -respondió el conde de Montecristo--, aguardad, ¿no es su padre el barón Danglars?
    -Sí -respondió Alberto-, pero barón de nuevo cuño.
    -¡Oh, qué importa! -respondió Montecristo-, si ha prestado al Estado servicios que le hayan merecido esa distinción.
    -¡Oh! , enormes -dijo Beauchamps-. Aunque liberal en el alma, completó en 1829 un empréstito de seis millones para el rey Carlos X, que le ha hecho barón y caballero de la Legión de Honor, de modo que lleva su cinta, no en el bolsillo del chaleco, como pudiera creerse, sino en el ojal del frac.
    -¡Ah! -dijo Alberto riendo-, Beauchamp, Beauchamp, guardad eso para el Corsario y el Charivari, pero delante de mí, no habléis así de mifuturo suegro.
    Luego dijo, volviéndose hacia Montecristo.
    -¡Pero hace poco habéis pronunciado su nombre como si conocierais al barón!
    No le conocía -respondió el conde de Montecristo-, pero no tardaré en conocerle, puesto que tengo un crédito abierto sobre él por la casa de Richard y Blount de Londres, Arstein y Estelus, de Viena,
    y Thompson y French, de Roma.
    Y al pronunciar estas palabras, Montecristo miró de reojo a Maximiliano.
    Si el extranjero había esperado que sus palabras produjeran algún efecto en Maximiliano Morrel, no se había engañado. Maximiliano se estremeció como si hubiese recibido una conmoción eléctrica.
    -Thompson y French -dijo-, ¿conocéis esa casa, caballero?
    -Son mis banqueros en la capital del mundo cristiano -respondió el conde-, ¿puedo serviros de algo respecto a esos señores?
    -¡Oh!, señor conde, podríais ayudarnos en unas pesquisas que hasta ahora han sido infructuosas. Esa casa prestó hace tiempo un gran servicio a la nuestra, y no sé por qué siempre negó que lo hubiera hecho.
    -Estoy a vuestras órdenes, caballero -respondió Montecristo inclinándose.
    -Pero -dijo Alberto-, nos hemos apartado de la conversación que teníamos respecto a Danglars. Se trataba de buscar una buena habitación al conde de Montecristo. Veamos, señores, pensemos, ¿dónde alojaremos a este nuevo habitante de París?
    -En el barrio de Saint-Germain -dijo Chateau Renaud-, este caballero encontrará allí una casa encantadora entre patio y jardín.
    -¡Bah! -dijo Debray-, no conocéis más que vuestro triste barrio de Saint-Germain; no le escuchéis, señor conde; buscad casa en la Chaussée d'Antin, éste es el verdadero centro de París.
    -En el Boulevard de la Opera -dijo Beauchamp-, en el piso principal, una casa con dos balcones. El señor conde hará llevar a ella almohadones de terciopelo bordados de plata, y fumando en pipa o tragando sus píldoras, verá desfilar ante sus ojos a toda la capital.
    -Y vos, Morrel, ¿no tenéis idea? ¿No proponéis nada? -dijo Chateau Renaud.
    -Claro que sí -dijo sonriendo el joven-, al contrario, tengo una, pero esperaba que el señor conde siguiese algunas de las brillantes proposiciones que acaban de hacerle. Ahora, como no ha respondido, creo poder ofrecerle una habitación en una casa encantadora, a la Pompadour, que mi hermana alquiló hace un año en la calle de Meslay. -¿Tenéis una hermana? -preguntó Montecristo.
    -Sí, señor; una excelente hermana, por cierto. -¿Casada? -Pronto hará nueve años. -¿Dichosa? -preguntó de nuevo el conde.
    -Tan dichosa como puede serlo una criatura humana -respondió Maximiliano-. Se ha casado con el hombre que amaba, el cual nos ha sido fiel en nuestra mala fortuna: Manuel Merbant.
    Montecristo se sonrió de un modo imperceptible.
    -Vivo allí mientras estoy aquí -continuó Maximiliano-, y estoy con mi cuñado Manuel a la disposición del señor conde, para todo lo que precise.
    -Un momento -exclamó Alberto antes que Montecristo hubiese podido responder-, cuidado con lo que hacéis, señor Morrel, vais a hacer entrar a un viajero, a Simbad el Marino, en la vida de familia. Vais a convertir en patriarca a un hombre que ha venido para ver París.
    -¡Oh!, no -respondió Morrel sonriendo-, mi hermana tiene veinticinco años, mi cuñado treinta, son jóvenes, alegres y dichosos; por otra parte, el señor conde estará en su casa y no encontrará a sus huéspedes síno cuando quiera bajar a verlos.
    -Gracias, señor, muchas gracias -dijo Montecristo-. Me encantaría que me presentaseis a vuestra hermana y cuñado, si gustáis hacerme este honor; pero no he aceptado la oferta de ninguno de estos señores porque tengo ya mi habitación preparada.
    -¡Cómo! -exclamó Morcef-, vais a ir a una fonda, eso no sería propio de vuestra categoría.
    -¿Tan mal estaba en Roma? -preguntó Montecristo.
    -Qué diantre, en Roma -dijo Morcef- gastasteis cincuenta mil piastras para haceros amueblar una habitación, pero presumo que no estáis dispuesto a repetir todos los días un gasto semejante.
    -No es eso lo que me ha detenido -respondió Montecristo-, pero estaba resuelto a tener una casa en París, una casa mía, se entiende. Envié de antemano a mi criado, y ya ha debido habérmela mmprado y amueblado.
    -Pero ese criado no conoce París -exclamó Beauchamp.
    -Es la primera vez, como yo, que viene a Francia, caballero; es negro y no habla ---dijo Montecristo.
    -¿Entonces es A1í? -preguntó Alberto en medio de la sorpresa general.
    -Sí, señor, es A1í, mi nubio, mi mudo, el que habéis visto en Roma, según creo.
    -Sí, me acuerdo perfectamente -,dijo Morcef.
    -¿Pero cómo habéis encargado a un nubio que os comprara una casa en París, y a un mudo hacerla amueblar? Harán las cosas al revés.
    -Desengañaos, estoy seguro de que todas las cosas las ha hecho a gusto mío, porque bien sabéis que mi gusto no es el de todos los demás. Ha llegado hace ocho días, habrá recorrido toda la ciudad con ese instinto que podría tener un buen perro cazador. Conoce mis caprichos, mis necesidades, todo lo habrá organizado a mi placer. Sabía que yo había de llegar hoy a las diez, me esperaba desde las nueve en la barrera de Fontainebleau, me entregó este papel. En él están escritas las señas de mi casa, mirad, Teed -y Montecristo entregó un papel a Alberto.
    -Campos Elíseos, número 30 -leyó Morcef.
    -¡Ah! ¡Eso sí que es original! -no pudo menos de exclamar Beauchamp.
    -¡Cómo! ¿Aún no sabéis dónde está vuestra casa? -preguntó Debray.
    -No -dijo Montecristo-, ya os he dicho que quería llegar puntual a la cita. Me he vestido en mi carruaje y me he apeado a la puerta del vizconde.
    Los jóvenes se miraron. No sabían si era una comedia representada por el conde de Montecristo, pero todo cuanto salía de su boca tenía un carácter tan original, tan sencillo, que no se podía suponer que estuviera mintiendo. ¿Y por qué había de mentir?
    -Preciso será contentarnos -dijo Beauchamp- con prestar a1 señor conde todos los servicios que estén en nuestra mano; yo, como periodista, le ofrezco la entrada en todos los teatros de París.
    -Muy agradecido, caballero -dijo sonriéndose Montecristo-, pero es el caso que mi mayordomo ha recibido ya la orden de abonarme a todos ellos.
    -¿Y vuestro mayordomo es también algún mudo? -preguntó Debray.
    -No, señor, es un compatriota vuestro, si es que un corso puede ser compatriota de alguien, pero vos le conocéis, señor de Morcef.
    -¿Sería tal vez aquel valeroso Bertuccio, tan hábil para alquilar balcones?
    -El mismo. Y le visteis el día en que tuve el honor de almorzar en vuestra compañía. Es todo un hombre, tiene un poco de soldado, de contrabandista, en fin, de todo cuanto se puede ser. Y no juraría que no haya tenido algún altercado con la policía..., una fruslería, por no sé qué cuchilladas de nada.
    -¿Y habéis escogido a ese honrado ciudadano para ser vuestro mayordomo? ¿Cuánto os roba cada año?
    -Menos que cualquier otro, estoy seguro -contestó el conde-; pero hace mi negocio, para él no hay nada imposible, y por eso le tengo a mi servicio.
    -Entonces -dijo Chateau Renaud-, ya tenéis la casa puesta, poseéis un palacio en los Campos Elíseos, criados, mayordomo, no os falta sino una esposa.
    Alberto se sonrió, pensaba en la hermosa griega que había visto en el palco del conde en el teatro Valle y en el teatro Argentino.
    -Tengo algo mejor ---dijo Montecristo-, tengo una esclava. Vosotros alabáis a vuestras señoras del teatro de la Opera, del Vaudeville, del de Varietés, mas yo he comprado la mía en Constantinopla, me ha
    costado bastante cara, pero ya no tengo necesidad de preocuparme de nada.
    -Sin embargo, ¿olvidáis -dijo riendo Debray-, que somos, como dijo el rey Carlos, francos de nombre, francos de naturaleza, y que en poniendo el pie en tierra de Francia, el esclavo es ya libre?
    -¿Y quién se lo ha de decir? -preguntó el conde.
    -El primero que llegue.
    -Sólo habla romaico.
    -¡Ah!, eso es otra cosa.
    -¿Pero la veremos al menos? -preguntó Beauchamp-; teniendo un mudo, tendréis también eunucos.
    -¡No, a fe mía! -dijo Montecristo-, no llevo el orientalismo hasta tal punto. Todos los que me rodean pueden dejarme, y no tienen necesidad de mí ni de nadie. He ahí la razón, quizá, de por qué no me abandonan.
    Al cabo de mucho rato, pasado en los postres y en fumar, Debray dijo levantándose:
    -Son las dos y media, vuestro convite ha sido delicioso, mas no hay compañía, por buena que sea, que no sea preciso dejar, y aún algunas veces, por otra peor; es necesario que vuelva a mi ministerio. Hablaré del conde al ministro, será menester que sepamos quién es.
    -Andad con cuidado -dijo Morcef-, los más atrevidos han renunciado a hacerlo.
    -¡Bah!, tenemos tres millones para nuestra policía. Es verdad que casi siempre se gastan antes, pero no importa. Siempre quedan unos cincuenta mil francos.
    -¿Y cuando sepáis quién es, me lo comunicaréis?
    -Os lo prometo. Adiós, Alberto. Señores, servidor vuestro.
    Y al salir Debray exclamó muy alto en la antesala:
    -Daos prisa.
    -¡Bien! -dijo Beauchamp a Alberto-, no iré a la Cámara, pero tengo que ofrecer a mis lectores algo mejor que un discurso de Danglars.
    -Hacedme un favor, Beauchamp; ni una palabra, os lo suplico, no me quitéis el mérito de presentarle y de explicarle. ¿No es cierto que es curioso?
    -Es mucho mejor que eso -respondió Chateau Renaud-, es realmente uno de los hombres más extraordinarios que he visto en mi vida. ¿Venís, Morrel?
    -Aguardad, voy a dar una tarjeta al conde, que me ha prometido hacerme una visita, calle Meslay, número 14.
    -Estad seguro de que no faltaré -dijo el conde inclinándose.
    Y Maximiliano Morrel salió con el barón de Chateau Renaud, dejando solos a Montecristo y Morcef.

    Capítulo segundo

    La presentación

    Cuando Alberto se encontró a solas y frente a frente con MonteCristo, le dijo:
    -Señor conde, permitidme que empiece mi nuevo oficio de cicerone haciéndoos una descripción de una habitación del joven acostumbrado a los palacios de Italia; esto os servirá para saber en cuántos pies cuadrados puede vivir un joven que no pasa de ser de los más mal alojados. A medida que vayamos pasando de una pieza a otra, iremos abriendo las ventanas para que podáis respirar.
    Montecristo conocía ya el comedor y el salón del piso bajo. Alberto le condujo a su estudio, éste era su cuarto predilecto.
    Montecristo era digno apreciador de todas las cosas que Alberto había acumulado en esta estancia; antiguos cofres, porcelanas del Japón, alfombras de Oriente, juguetes de Venecia, armas de todos los países del mundo, todo le era familiar, y a la primera ojeada conocía el siglo, el país y el origen. Morcef había creído ser el que explicase, y él era el que estudiaba bajo la dirección del conde un curso completo de arqueología, de mineralogía y de historia natural. Alberto hizo entrar a su huésped en el salón. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de pintores modernos, paisajes de Drupé con sus bellos arroyos, sus árboles desgajados, sus vacas paciendo y sus encantadores cielos. Tenía también jinetes árabes de Delacroix con largos albornoces blancos, cinturones brillantes y con armas damasquinas, y cuyos caballos muerden el bocado con rabia, mientras que los hombres se desgarran con mazas de hierro; las aguadas de Boulanger representando toda Nuestra Señora de París, con aquel vigor que hace del pintor el émulo del poeta. Telas de Díaz que hace a las flores más hermosas de lo que son en la realidad, el sol más brillante de lo que es. Dibujos de Decamo con un colorido como el de Salvatore Rosa, pero más poético; pasteles de Giraud y de Muller representando niños con cabezas de ángeles, mujeres de facciones virginales, bocetos arrancados del álbum del viaje a Oriente de Dacorats, que fueron trazados
    en algunos segundos sobre la silla de algún camello o sobre la cúpula de una mezquita, en fin, todo lo que el arte moderno puede dar en cambio y en indemnización del arte perdido con los siglos precedentes.
    Alberto esperó mostrar por lo menos esta vez alguna cosa nueva al extraño viajero, pero con gran admiración, éste, sin tener necesidad de buscar las firmas, en que algunas, por otra parte, no estaban representadas sino por iniciales, aplicó en seguida el nombre de cada autor a su obra, de manera que era fácil ver que no solamente cada uno de estos nombres le era conocido, sino que cada uno de estos talentos habían sido apreciados y estudiados por él.
    Del salón pasaron al dormitorio, que era a la vez un modelo de elegancia y de gusto severo; un solo retrato, pero firmado por Leopoldo Rober, resplandecía en su marco de oro mate.
    Este retrato atrajo al principio las miradas del conde de Montecristo, porque dio tres pasos rápidos en la habitación, y se paró de repente delante de él.
    Era el de una joven de veinticinco o veintiséis años, de tez morena, de mirada de fuego, velada bajo unos hermosos párpados. Llevaba el traje pintoresco de las pescadoras catalanas con su corpiño encarnado y negro, y sus agujas de oro enlazadas en los cabellos. Miraba al mar, y su elegante contorno se destacaba sobre el doble azul de las olas y del cielo.
    La habitación estaba sumida en la penumbra, sin lo cual Alberto hubiese podido ver la lívida palidez, que se extendía sobre las mejillas del conde y sorprender el temblor nervioso que sacudió sus hombros y su pecho. Hubo un instante de silencio, durante el cual Montecristo permaneció con la mirada obstinadamente clavada en esta pintura.
    -Tenéis ahí una hermosa querida, vizconde -dijo Montecristo con una voz perfectamente segura-. Y ese traje de baile sin duda le sienta a las mil maravillas.
    -¡Ah!, señor -dijo Alberto-, he aquí un error que no me perdonaría si al lado de este retrato hubieseis visto algún otro. Vos no conocéis a mi madre, caballero. Es a ella a quien veis en ese lienzo; se hizo retratar así hace seis a ocho años. Ese traje es de capricho, a lo que parece. La condesa mandó hacer este retrato durante una ausencia del conde. Sin duda quería prepararle para su vuelta una agradable sorpresa. Pero, cosa rara, ese retrato desagradó a mi padre, y el valor de la pintura, que es como ya veis una de las mejores de Leopoldo Rober, no pudo vencer su antipatía por el cuadro. La verdad, aquí para nosotros, mi querido conde, es que el señor Morcef es uno de los pares más asiduos del Luxemburgo, pero un amante del arte de los más medianos; en cambio, mi madre pinta de un modo bastante notable, y estimando demasiado una obra semejante para separarse de ella, me la ha dado, para que en mi cuarto esté menos expuesta a desagradar al señor de Morcef que en el suyo, donde veréis el retrato pintado por Gros. Perdonadme si os hablo de una manera tan familiar, pero como voy a tener el honor de conduciros a la habitación del conde, os digo esto para que no se os escape elogiar este retrato delante de él. Fuera de esto, posee una funesta influencia, porque es muy raro que mi madre venga a mi cuarto sin mirarle, y más raro aún que le mire sin llorar. La nube que levantó la aparición de esta pintura en el palacio, es la única que ha habido entre el conde y la condesa, quienes aunque casados hace más de veinte años, están aún unidos como el primer día.
    El conde lanzó una rápida mirada sobre Alberto, como para buscar una intención oculta en estas palabras, pero era evidente que el joven lo había dicho con toda la sencillez de su alma.
    -Ahora -dijo Alberto-, que habéis visto todas mis riquezas, señor conde, permitidme ofrecéroslas, por indignas que sean; consideraos aquí como en vuestra casa, y para mayor franqueza aún, dignaos acompañarme al cuarto del señor Morcef, a quien escribí desde Roma el servicio que me prestasteis y a quien anuncié la visita que me habíais prometido, y puedo decirlo, el conde y la condesa esperaban con impaciencia que les fuese permitido daros las gracias. Estáis un poco cansado de estas cosas, lo sé, señor conde, y las escenas de familia no tienen mucho atractivo para Simbad el Marino, ¡habréis visto muchas escenas! Sin embargo, aceptad la que os propongo, como iniciativa de la vida parisiense, vida de política, de visitas y de presentaciones.
    Montecristo se inclinó sin responder, aceptaba la proposición sin entusiasmo y sin pesar, como una de esas conveniencias de sociedad de que todo hombre de educación se hace un deber. Alberto llamó a su criado y le mandó que avisara a los señores de Morcef de la próxima llegada del conde de Montecristo.
    Alberto le siguió con el conde.
    A1 llegar a la antesala, veíase encima de la puerta que daba acceso al salón un escudo que por sus ricos adornos y su armonía indicaba la importancia que el propietario daba a aquel aposento.
    Montecristo se detuvo delante del blasón, que examinó detenidamente.
    -Campo azul y siete merletas de oro puestas en fila. ¿Sin duda será éste el escudo de vuestra familia, caballero? -inquirió-. Excepto el conocimiento de las piezas que me permite descifrarlo, soy un ignorante en cuanto a heráldica. Yo, conde de casualidad, fabricado por la Toscana, ayudado por una encomienda de San Esteban, y que hubiera pasado siendo gran señor, si no me hubiesen repetido que cuando se viaja mucho es totalmente imprescindible. Porque, al fin, siempre es preciso, aunque no sea más que para cuando los aduaneros os registran, tener algo en la portezuela de vuestro carruaje. Excusadme, pues, si os hago tal pregunta.
    -De ningún modo es indiscreta -dijo Morcef con la sencillez de la convicción-, y lo habéis adivinado, son nuestras armas, es decir, las de la familia de mi padre, pero como veis, están unidas a otro escudo con una torre de oro, que es de la familia de mi madre. Por parte de las mujeres soy español, pero la casa de Morcef es francesa, y según he oído decir, una de las más antiguas del Mediodía de Francia.
    -Sí -repuso el conde de Montecristo-, lo indican las aves. Casi todos los peregrinos armados que intentaron o que hicieron la conquista de Tierra Santa tomaron por armas cruces, señal de la misión que iban a cumplir; o aves de paso, símbolo del largo viaje que iban a emprender, y que esperaban acabar con las alas de la fe. Uno de vuestros abuelos paternos debió de tomar parte en una de las cruzadas, y suponiendo que no sea más que la de San Luis, ya esto os remonta al siglo XI, lo cual no deja de ser interesante.
    -Es muy posible --dijo Morcef-, mi padre tiene en el gabinete un árbol genealógico que nos explicará todo esto. Pero ahora no pensemos en ello y sin embargo os diré, señor conde, y esto entra en mis obligaciones de cicerone, que empiezan a ocuparse mucho de estas cosas en estos tiempos de gobierno popular.
    -¡Pues bien!, vuestro gobierno debió elegir algo mejor que esos dos carteles que he visto en vuestros monumentos, y que no tienen ningún sentido heráldico. En cuanto a vos, vizconde, sois más feliz que vuestro gobierno, porque vuestras armas son verdaderamente hermosas y hablan a la fantasía. Sí, eso es, sois a un tiempo de Provenza y de España, lo cual está explicado, si el retrato que me habéis mostrado es semejante por su hermoso color moreno que tanto admiraba yo en el rostro de la noble catalana.
    Preciso hubiera sido ser otro Edipo o la misma Esfinge para adivinar la ironía que dio el conde a estas palabras, llenas en apariencia de la mayor cortesía. Morcef le dio las gracias con una sonrisa y pasando delante del conde para mostrarle el camino, abrió la puerta que estaba debajo de sus armas, y que, como hemos dicho, comunicaba con el salón. En el lugar principal de este salón veíase asimismo un retrato, era el de un hombre de treinta y ocho años, vestido con uniforme de oficial general, con sus dos charreteras, señal de los grados superiores, la cinta de la Legión de Honor alrededor del cuello, lo cual indicaba que era comendador, y en el pecho, al lado derecho, la placa de gran oficial de la Orden del Salvador, y a la izquierda la de la gran cruz de Carlos III, lo cual indicaba que la persona representada por este retrato hizo la guerra a Grecia y a España, o lo que viene a ser lo mismo, había cumplido alguna misión diplomática en ambos países.
    Montecristo se hallaba ocupado en examinar este retrato con no menos atención que había examinado el otro, cuando se abrió una puerta lateral y vio al conde de Morcef en persona.
    Era un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, pero que aparentaba cincuenta por lo menos, cuyo bigote y cejas negras contrastaban con unos cabellos casi blancos, enteramente cortados según la moda militar. Iba vestido de paisano, y llevaba en su ojal una cinta, cuyos diferentes colores recordaban las diversas órdenes de que estaba condecorado. Este hombre entró con paso digno y presuroso. Montecristo le vio venir sin dar un paso, hubiérase dicho que sus pies estaban clavados en el suelo, como sus ojos lo estaban en el rostro del conde de Morcef.
    -Padre -dijo el joven-, tengo el honor de presentaros al señor conde de Montecristo, el generoso amigo que he tenido el honor de encontrar en las difíciles circunstancias que ya conocéis.
    -Tengo un gran placer en ver a este caballero -dijo el conde de Morcef sonriéndose-. Salvando usted la vida al único heredero, ha prestado a nuestra casa un servicio que avivará eternamente nuestro reconocimiento.
    Y al pronunciar estas palabras el conde de Morcef señalaba un sillón al de Montecristo, mientras él se sentaba frente a la ventana. En cuanto a Montecristo, mientras tomaba el sillón señalado por el conde de Morcef, se colocó de modo que permaneciese oculto en las sombras de las grandes colgaduras de terciopelo y pudiera leer en las facciones del conde una historia de secretos dolorosos, escritos en cada una de sus arrugas, esculpidas antes de tiempo.
    -La señora condesa -dijo Morcef- se hallaba en el tocador cuando el vizconde la mandó avisar la visita que iba a tener el honor de recibir, va a bajar y dentro de diez minutos estará en el salón.
    -Mucho honor es para mí -dijo Montecristo- el entrar, recién llegado a París, en relaciones con un hombre, cuyo nombre iguala a la reputación, y con quien la fortuna nunca se ha mostrado adversa, pero ¿no tienen todavía en las llanuras del Misisipí o en las montañas del Atlas, algún bastón de mariscal que ofreceros?
    -¡Oh! -repuso sonrojándose Morcef-, abandoné el servicio, caballero. Nombrado par en tiempo de la Restauración, estaba en la primera campaña y servía a las órdenes del mariscal Bourmont; podía, pues, aspirar a un mando superior, y quién sabe lo que habría ocurrido si la rama mayor hubiese permanecido en el trono. Pero la revolución de julio era, al parecer, demasiado gloriosa para ser ingrata, y lo fue, sin embargo, para todo servicio que no databa del periodo imperial, porque cuando como yo, se han ganado las charreteras en los campos de batalla, no se sabe maniobrar sobre el resbaladizo terreno de los salones. He abandonado la espada para entrar en la política, me dedico a la industria, estudio las artes útiles. Durante los veinte años que yo había permanecido en el servicio, lo había deseado mucho, pero me faltó tiempo.
    -Tales ideas son las que conservan la superioridad de vuestra nación sobre los otros países, caballero -respondió Montecristo-; un noble perteneciente a una gran casa, con una brillante fortuna, habéis consentido en ganar los primeros grados como oscuro soldado, esto es algo rarísimo. Después general, par de Francia, comendador de la Legión de Honor, consentís en volver a empezar una segunda carrera, sin otra esperanza que la de ser algún día útil a vuestros semejantes... ¡Ah caballero, es hermoso, diré más, sublime!
    Alberto miraba y escuchaba a Montecristo con asombro. No estaba acostumbrado a verle elevarse a tales grados de entusiasmo.
    -¡Ay! -continuó el extranjero, sin duda para desvanecer la imperceptible nube que estas palabras acababan de producir en la frente de Morcef-, nosotros no hacemos lo mismo en Italia, obramos según nuestra cuna y clase, y siempre que podamos obraremos así durante toda nuestra vida.
    -Pero, caballero -repuso el conde Morcef-, para un hombre de vuestro mérito, Italia no es una patria, y Francia os abre sus brazos, venid a ella. Francia no será 'quizás ingrata para todo el mundo, trata mal a sus hijos, pero generalmente recibe bien a los extranjeros.
    -¡Ah!, padre mío -dijo Alberto sonriéndose-, bien se ve que no conocéis al señor conde de Montecristo. No aspira a los hombres, y sólo se preocupa de lo que le puede facilitar un pasaporte.
    -Esa es, en mi opinión, la expresión más exacta que jamás he oído -respondió el extranjero.
    -Vos habéis sido dueño de vuestro porvenir -respondió el conde de Morcef con un suspiro-, y habéis elegido el camino de las flores.
    -Así es, caballero -respondió Montecristo con una de esas sonrisas que jamás podrá copiar un pintor, y en vano tratará de analizar un fisiólogo.
    -Si no hubiese temido fatigar al señor conde -repuso el general, encantado de los modales de Montecristo-, le habría conducido a la Cámara; hoy hay una sesión curiosa para el que no conozca a nuestros senadores modernos.
    -Os quedaré muy agradecido, caballero, si queréis renovarme esa oferta en otra ocasión, pero hoy me han lisonjeado con la esperanza de ser presentado a la señora condesa, y esperaré.
    -¡Ah!, ahí está mi madre --exclamó el vizconde.
    En efecto, Montecristo, volviéndose vivamente vio a la señora de Morcef en la puerta del salón opuesta a la otra por donde había entrado su marido. Pálida a inmóvil, dejó caer, cuando Montecristo se volvió hacia ella, su brazo, que, no se sabe por qué, se había apoyado sobre el dorado quicio de la puerta; estaba allí hacía algunos segundos, y había oído las últimas palabras pronunciadas por el extranjero.
    Este se levantó y saludó cortésmente a la condesa, que se inclinó a su vez, muda y ceremoniosa.
    -¡Ah! ¡Dios mío!, señora -preguntó el conde-. ¿Qué os sucede? ¿Os hace mal el calor de este salón?
    -¿Sufrís, madre mía? -exclamó el vizconde, lanzándose al encuentro de Mercedes.
    Ambos fueron recompensados con una sonrisa.
    -No -dijo-, pero he experimentado alguna emoción al ver por vez primera a la persona sin cuya intervención en este momento estaríamos sumergidos en lágrimas y desesperación. Caballero -prosiguió la condesa adelantándose con la majestad de una reina-, os debo la vida de mi hijo, y por este beneficio os bendigo. Ahora os agradezco el placer que me causáis procurándome una ocasión de daros las gracias como os he bendecido, es decir, con todo mi corazón.
    El conde se inclinó de nuevo, pero más profundamente que la primera vez; estaba aún más pálido que Mercedes.
    -Señora -dijo el conde-, y vos me recompensáis con demasiada generosidad por una acción muy sencilla, salvar a un hombre, ahorrar tormentos a un padre y a una madre, esto no es siquiera una buena obra, es sólo un acto de humanidad.
    A tales palabras pronunciadas con una cortesía y una dulzura delicadas, la señora de Morcef respondió con un acento profundo:
    -Mucha felicidad es para mi hijo, caballero, el teneros por amigo, y doy gracias a Dios que lo ha dispuesto todo así.
    Y Mercedes levantó al cielo sus bellos ojos con una gratitud tan infinita que el conde creyó ver temblar en ellos algunas lágrimas.
    El señor Morcef se acercó a su esposa.
    -Señora -dijo-, ya he dado mis excusas al señor conde por verme obligado a dejarle, y os suplico que vos se las renovéis. La sesión se abre a las dos, son las tres, y debo hablar en ella.
    -Descuidad, yo procuraré hacer olvidar vuestra ausencia a nuestro huésped -repuso la condesa-; señor conde --continuó ella, volviéndose hacia Montecristo-, ¿nos haréis el honor de pasar el día con nosotros?
    -Gracias, señora, y agradezco infinito vuestro ofrecimiento, pero me he apeado esta mañana a vuestra puerta desde el camino. Ignoro cómo estoy instalado en París. Esta es una inquietud ligera, lo sé, pero sin embargo, natural.
    -¿Al menos, tendremos otra vez este placer, nos lo prometéis? -preguntó la condesa.
    Montecristo se inclinó sin responder, aunque esta inclinación podía pasar por un asentimiento.
    -Entonces no os detengo, caballero -dijo la condesa-, porque no quiero que mi reconocimiento sea indiscreción.
    -Querido conde -dijo Alberto-, si queréis, voy a pagaros en París vuestro amable favor de Roma, y poner mi coupé a vuestra disposición hasta que tengáis tiempo de arreglar vuestros carruajes.
    -Un millón de gracias por vuestra bondad, vizconde -dijo Montecristo-, pero presumo que el señor Bertuccio habrá empleado las cuatro horas y media que acabo de dejarle y que hallaré en la puerta un carruaje preparado.
    Alberto estaba acostumbrado a los modales del conde; sabía que iba como Nerón en busca de lo imposible y no se asombraba de nada, pero quería juzgar por sí mismo de qué modo habían sido ejecutadas las órdenes, y le acompañó hasta la puerta de su casa.
    Montecristo no se había equivocado. Apenas se presentó en la antesala, un lacayo, el mismo que en Roma fue a llevar la carta de los dos jóvenes, y a anunciarles su visita, se había lanzado fuera del peristilo, de suerte que al llegar al pie de la escalera, el ilustre viajero halló efectivamente su carruaje esperándole.
    Era un coupé, acabado de salir de los talleres de Keller, y un tiro por el que Drake había rehusado la víspera dieciocho mil reales.
    -Caballero -dijo el conde a Alberto-, no os propongo que me acompañéis a mi casa, pues no podría mostraros más que una casa improvisada. Concededme un solo día, y entonces os invitaré a ella. Estaré más seguro de no faltar a las leyes de la hospitalidad.
    -Si pedís un día, estoy tranquilo, no será entonces una casa la que me mostréis, será un palacio. Desde luego, tenéis algún genio a vuestra disposición.
    -Creedlo así -dijo Montecristo poniendo el pie en el estribo, forrado de terciopelo, de su espléndido carruaje-, esto me pondrá bien con las damas.
    Y entró en su carruaje, que partió rápidamente, pero no tanto que no viera el movimiento imperceptible que hizo temblar la colgadura del salón donde había dejado a Mercedes. Cuando Alberto entró en el aposento de su madre, vio a la condesa hundida en un gran sillón de terciopelo, sumido en la penumbra todo el cuarto, apenas pudo distinguir Alberto las facciones de su madre, pero parecióle que su voz estaba alterada. También distinguió entre los perfumes de las rosas y de los heliotropos del florero, el olor acre de las sales de vinagre sobre una de las copas cinceladas de la chimenea. Efectivamente, el pomo de la condesa atrajo la inquieta atención del joven.
    -¿Sufrís, madre mía? –exclamó entrando-. ¿Os habéis puesto mala durante mi ausencia?
    -¿Yo?, no, Alberto. Pero ya comprenderéis que estas rosas y estas flores exhalan durante estos primeros calores, a los cuales no estoy acostumbrada, tan intenso perfume...
    -Entonces, madre mía -dijo Morcef, tirando del cordón de la campanilla-, es preciso llevarlas a vuestra antesala. Estáis indispuesta; cuando entrasteis estabais ya muy pálida.
    -¿Que estaba pálida decís, Alberto?
    -Con una palidez que os sienta a las mil maravillas, madre mfa, pero que no por eso nos ha asustado menos a tni padre y a mí.
    -¿Os ha hablado de ello vuestro padre? -preguntó vivamente Mercedes.
    -No, señora; pero a vos, recordadlo, os hizo esta observación.
    -No lo recuerdo -dijo la condesa.
    Un criado entró; acudía al ruido de la campanilla.
    -Llevad esas ílores a la antesala o al gabinete de tocador -dijo el vizconde-, hacen mal a la señora condesa.
    El criado obedeció.
    Hubo un momento de silencio, que duró todo el tiempo necesario para dar cumplimiento a esta orden.
    -¿Qué nombre es ese de Montecristo? -preguntó la condesa, así que el criado hubo llevado el último vaso de flores-. ¿Es algún nombre de familia, de tierra, un simple título?
    -Me parece, madre mía, que es un título y nada más. El conde ha
    comprado una isla en el archipiélago toscano, y ha fundado un pequeño reino, según él decía esta mañana. Ya sabéis que eso se suele hacer por San Esteban de Florencia, por San Jorge Constantino de parma y aun por la Orden de Malta. Aparte de ello, no tiene ninguna pretensión de nobleza, y se llama conde de casualidad, aunque la opinión general en Roma es que el conde es un gran señor.
    -Sus maneras son excelentes -repuso la condesa-, por lo menos según lo que he podido juzgar en los breves instantes que ha permanecido aquí.
    -¡Oh!, perfectas, madre mía. Tan perfectas, que sobrepujan en mucho a todo lo más aristocrático que yo he conocido en las tres noblezas principales, es decir, en la nobleza inglesa, la española y la alemana.
    La condesa reflexionó un momento, después replicó:
    -¿Habéis visto, mi querido Alberto..., es una pregunta de madre lo que os dirijo..., habéis visto al señor de Montecristo en su interior? Tenéis perspicacia, tenéis mundo, más de lo que ordinariamente se tiene a vuestra edad, ¿creéis que el conde sea lo que aparenta en realidad?
    -¿Y qué os parece?
    -Vos lo habéis dicho hace un instante, un gran señor.
    -Os he dicho, madre mía, que le tenía por tal.
    -Pero vos, ¿qué opináis, Alberto?
    -Yo no tengo opinión fija acerca de él, lo creo maltés.
    -No os pregunto sobre su origen, os pregunto sobre su persona.
    -¡Ah!, sobre su persona, eso es otra cosa. He visto tantas cosas extrañas en él, que si queréis que os diga lo que pienso, os responderé que le miraría como a uno de los personajes de Byron, a quienes la desgracia ha marcado con un sello fatal. Algún Manfredo, algún Lara, algún Werner, como uno de esos restos, en fin, de alguna familia antigua que, desheredados de su fortuna paterna, han encontrado una por la fuerza de su genio aventurero, que les ha hecho superiores a las leyes de la sociedad.
    -¿Qué estáis diciendo. .. ?
    -Digo que Montecristo es una isla en medio del Mediterráneo, sin habitantes, sin guarnición, guarida de contrabandistas de todas las naciones, de piratas de todos los países. ¿Quién sabe si estos dignos industriales pagarán a su señor un derecho de asilo?
    -Es posible -dijo la condesa pensativa.
    -Pero no importa -replicó el joven-, contrabandista o no, convendréis, madre mía, puesto que le habéis visto, en que el señor conde de Montecristo es un hombre notable, en que causará sensación en los salones de París y, escuchad, esta mañana en mi cuarto inició su entrada en el mundo dejando estupefactos a todos los que allí estaban, incluso a Chateau Renaud.
    -¿Y qué edad podrá tener el conde? -inquirió Mercedes, dando visiblemente gran importancia a esta pregunta.
    -Tiene de treinta y cinco a treinta y seis años, madre mía.
    -Tan joven es imposible -dijo Mercedes, respondiendo al mismo tiempo a lo que le decía Alberto, y a lo que le decía su pensamiento.
    -No obstante, es verdad, tres o cuatro veces me ha dicho, y seguramente sin premeditación, en tal época yo tenía cinco años, en otra tenía diez, en aquella doce. Yo, que por mi curiosidad estaba alerta siempre que hablaba de estos detalles, reunía las fechas, y jamás le cogí en falta. La edad de este hombre singular, que no tiene edad, es treinta y cinco años todo lo más. Recordad, madre mía, cuán viva es su mirada, cuán negros sus cabellos, y su frente, aunque pálida, no tiene una arruga. Es una naturaleza no solamente vigorosa, sino joven.
    La condesa bajó la cabeza, como agobiada por amargos pensamientos.
    -¿Y ese hombre es un amigo verdadero? mecimiento nervioso.
    -Yo así lo creo.
    -¿Y vos... le apreciáis también?
    -Me resulta simpático, diga lo que quiera Franz d'Epinay, que quería hacerle pasar a mis ojos por un hombre venido del otro mundo.
    La condesa hizo un movimiento de terror.
    -Alberto -dijo con voz alterada-, siempre os he encargado que tengáis mucho cuidado con las personas recién conocidas. Ahora sois hombre y me podríais dar consejos; sin embargo, sed prudente, Alberto.
    -Pero sería necesario, querida madre, para poder aprovechar el consejo, saber de qué tengo que desconfiar. El conde no juega nunca, no bebe más que agua, dorada con una gota de vino de España; el conde se ha anunciado rico y en efecto lo es, ¿qué queréis, pues, que tema del conde?
    -Tenéis razón -dijo la condesa-, y mis temores son infundados tratándose de un hombre que os ha salvado la vida. A propósito, ¿le ha recibido bien vuestro padre? Es importante que estemos más que amables con el conde. El señor de Morcef está ocupado a veces, sus negocios le disgustan y podría ser que sin querer...
    -Mi padre ha estado perfecto, señora -interrumpió Alberto- diré más: ha parecido infinitamente lisonjeado por dos o tres cumplidos que le ha dirigido tan a propósito el conde, como si le hubiera conocido hace treinta años. Cada una de estas flechas lisonjeras han debido agradar a mi padre -añadió Morcef riendo-, de suerte que se han separado siendo los mejores amigos del mundo y el señor de Morcef quería llevarle a la Cámara para hacer que oyese su discurso.
    La condesa no respondió. Se hallaba absorta en una meditación tan profunda que sus ojos se habían cerrado poco a poco. El joven, en pie delante de ella, la miraba con ese amor filial más tierno y afectuoso en los hijos cuyas madres son aún hermosas, y después de haber visto cerrarse sus ojos, la escuchó respirar un instante en su dulce inmovilidad, y creyéndola dormida se alejó de puntillas, abriendo sigilosamente la puerta del aposento.
    -Este diablo de hombre -murmuró moviendo la cabeza-, yo ya había predicho que haría sensación en el mundo; mido su efecto por un termómetro infalible. Mi madre ha puesto mucho la atención en él, de consiguiente debe ser notable.
    Y descendió a las caballerizas, no sin cierto despecho secreto, de que sin malicia alguna, el conde de Montecristo había logrado tener un tiro de caballos mejor que el suyo, el cual desmerecería mucho en la opinión de los entendidos.
    -Decididamente -dijo-, los hombres no son iguales, es preciso suplicar a mi padre que aclare este teorema en la Cámara Alta.
    Capítulo tercero
    El señor Bertuccio
    Entretanto, el conde había llegado a su casa. Seis minutos había tardado en ello, suficientes para que fuese visto de más de veinte jóvenes que, conociendo el precio del tiro de caballos que ellos no habían podido comprar, habían puesto sus cabalgaduras al galope para poder ver al opulento señor que usaba caballos de diez mil francos cada uno.
    La casa elegida por Alí, y que debía servir de residencia a MonteCristo, estaba situada a la derecha subiendo por los Campos Elíseos, colocada entre un patio y jardín; una plazoleta de árboles muy espesos que se elevaban en medio del patio, cubrían una parte de la fachada, alrededor de esta plazoleta se extendían como dos brazos, dos alamedas que conducían desde la reja a los carruajes a una doble escalera, sosteniendo en cada escalón un jarrón de porcelana lleno de flores. Esta casa aislada en mitad de un ancho espacio tenía además de la entrada principal otra entrada que caía a las calles de Pont-Ruén.
    Antes de que el cochero hubiese llamado al portero, la reja maciza giró sobre sus goznes. Habían visto venir al conde, y en París como en Roma, como en todas partes, se le servía con la rapidez del relámpago. El cochero entró, pues, describió el semicírculo, y la reja estaba ya cerrada cuando las ruedas rechinaban aún sobre la arena de la calle de árboles.
    El carruaje se paró a la izquierda de la escalera. Dos hombres se presentaron en la portezuela, uno era Alí, que se sonrió con alegría al ver a su señor, y que fue pagado con una agradecida mirada de Montecristo.
    El otro saludó humildemente y presentó su brazo al conde para ayudarle a bajar del carruaje.
    -Gracias, señor Bertuccio -dijo el conde saltando ágilmente del carruaje-. ¿Y el notario?
    -Está en el saloncito, excelencia -respondió Bertuccio.
    -¿Y las tarjetas que os he mandado grabar en cuanto supieseis el número de la casa?
    -Ya está hecho, señor conde; he estado en casa del mejor grabador del Palacio Real, que grabó la plancha delante de mí. La primera que tiraron fue llevada en seguida a casa del señor barón Danglars, diputado, calle de la Chaussée-d'Antin, número 7; las otras están sobre la chimenea de la alcoba de su excelencia.
    -Bien, ¿qué hora es?
    -Las cuatro.
    Montecristo entregó sus guantes, su sombrero y su bastón al mismo lacayo francés que se había lanzado fuera de la antesala del conde de Morcef para llamar al carruaje. Luego pasó al saloncito conducido por Bertuccio, que le mostró el camino.
    -Vaya una pobreza de mármoles en esta antesala; espero que los cambien inmediatamente.
    Bertuccio se inclinó.
    El notario esperaba en el salón, tal como había dicho el mayordomo.
    Era un hombre de fisonomía honrada y pacífica.
    -¿Sois el notario encargado de vender la casa de campo que yo quiero comprar? -preguntó Montecristo.
    -Sí, señor conde -respondió el notario.
    -¿Está preparada el acta de venta?
    -Sí, señor conde.
    -¿La habéis traído?
    -Aquí la tenéis.
    -Muy bien. ¿Dónde está la casa que compro? -dijo el conde dirigiéndose a Bertuccio y al notario.
    El mayordomo hizo un gesto que significaba: No sé.
    El notario miró a Montecristo sorprendido.
    -¡Cómo! -dijo-. ¿No sabe el señor conde dónde está la casa que compra?
    -No.
    -¿No tiene el señor conde la menor idea de su situación?
    -¿Y cómo había de saberlo? Acabo de llegar de Cádiz esta mañana, jamás he estado en París, ésta es la primera vez que pongo el pie en Francia.
    -Entonces, la cosa cambia -respondió el notario-. La casa que el señor conde compra está situada en Auteuil.
    A estas palabras, Bertuccio palideció visiblemente.
    -¿Y dónde está Auteuil? -preguntó Montecristo.
    -A dos pasos de aquí, señor conde -respondió el notario-, un poco después de Passy, en una situación magnífica en medio del bosque de Bolonia.
    -¡Tan cerca! -dijo Montecristo-. Pero eso no es cameo. ¿Como diablos me habéis ido a escoger una casa a las puertas de París, señor Bertuccio?
    -¡Yo! -exclamó el mayordomo turbado-, no, seguramente no es a mí a quien el señor conde encargó que le eligiese una casa. Procure recordar el señor conde, busque en su memoria, reúna sus ideas.
    -¡Ah!, es verdad -dijo Montecristo-, ahora recuerdo que he leído este anuncio en un periódico, y me he dejado seducir por este título: Casa de campo.
    -Aún es tiempo -dijo vivamente Bertuccio-, y si vuestra excelencia quiere que busque otra, la encontraré mucho mejor, en Enghien, en Fontenay-aux-Roces, o en Belle-Vue.
    -No, no -dijo Montecristo con tono despectivo-, puesto que ya tengo ésta, la conservaré.
    -Y hacéis bien -dijo vivamente el notario, temiendo perder sus ganancias-, es una propiedad muy hermosa: aguas cristalinas y abundantes, bosques espesos, habitaciones cómodas, aunque descuidadas hace tiempo, sin contar con los muebles que, aunque un poco antiguos, tienen valor, sobre todo hoy día en que sólo se buscan las cosas antiguas. Perdonad, pero creo que el señor conde tendrá el gusto de la época.
    -Hablad, hablad -dijo Montecristo-, ¿es cosa conveniente?
    -¡Ah!, señor, mucho mejor: es magnífica.
    -Entonces no hay que desperdiciar esta ocasión -dijo MonteCristo-; el contrato, señor notario.
    Y firmó rápidamente, después de haber echado una ojeada hacia el sitio donde estaban indicados los nombres de los propietarios y la situación de la casa.
    -Bertuccio -dijo-, entregad cincuenta y seis mil francos a este caballero.
    El mayordomo salió con paso no muy seguro, y volvió con un fajo de billetes de banco que el notario contó como un hombre poco acostumbrado a recibir el dinero con tanta puntualidad.
    -Y ahora -preguntó el conde-, ¿están cumplidas todas las formalidades?
    -Todas, señor conde.
    -¿Tenéis las llaves?
    -Las tiene el portero que guarda la casa, pero aquí tenéis la orden que le he dado de instalaros en vuestra nueva propiedad.
    -Muy bien.
    Y Montecristo hizo al notario un movimiento que quería decir: «Ya no tengo necesidad de vos. Podéis retiraros.»
    -Pero -exclamó el honrado notario-, el señor conde se ha engañado, me parece. Comprendido todo, no son más que cincuenta y cinco mil francos.
    -¿Y vuestros honorarios?
    -Están incluidos en esta suma, señor conde.
    -¿Pero no habéis venido de Auteuil aquí?
    -¡Oh!, ¡claro está!
    -Pues bien, preciso es pagaros vuestra molestia -dijo el conde. Y le despidió con una mirada.
    El notario salió lentamente, haciendo una reverencia hasta el suelo, a cada paso que daba. Era la primera vez, desde el día que empezó la carrera, que encontraba semejante cliente.
    -Acompañad a este caballero -dijo el conde a Bertuccio.
    Y el mayordomo salió detrás del notario.
    Tan pronto como el conde estuvo solo, sacó de su bolsillo una cartera con cerradura, que abrió con una llavecita que llevaba al cuello, y de la que no se separaba nunca.
    Tras de haber examinado un momento los papeles que contenía, su vista se detuvo en una hoja en la que había varias notas. Comparó éstas con el acta de venta que había puesto sobre la mesa y quedóse reflexionando un momento.
    -Auteuil, calle de La Fontaine, número 30, esto es -dijo- Ahora, ¿deberé arrancar esa confesión por el terror religioso o por el terror físico? Dentro de una hora lo sabré todo.
    -¡Bertuccio! -exclamó dando un golpe con una especie de martillo sobre un timbre, que produjo un sonido agudo y sonoro-. ¡Bertuccio!
    El mayordomo acudió en seguida.
    -Señor Bertuccio -dijo el conde-, ¿no me habíais dicho otras veces que habíais viajado por Francia?
    -Por ciertas partes de Francia, sí, excelencia.
    -¿Sin duda conoceréis los alrededores de París?
    -No, excelencia, no -respondió el mayordomo con cierto temblor nervioso, que Montecristo, experto en cuanto a emociones, atribuyó con razón a viva inquietud.
    -Siento que no hayáis visitado los alrededores de París -le dijo-, porque quiero visitar esta tarde mi nueva propiedad, y viniendo conmigo hubierais podido darme útiles informes.
    -¡A Auteuil! -exclamó Bertuccio, cuya tez tostada se volvió casi lívida-. ¡Yo ir a Auteuil!
    -¿Y qué tiene eso de particular? Cuando yo viva allí será preciso que vengáis conmigo, puesto que formáis parte de la casa.
    Bertuccio bajó la cabeza ante la imperiosa mirada de su señor, y permaneció inmóvil sin responder.
    -¡Ah! ¿Qué os sucede? ¿Vais a hacerme llamar por segunda vez para el carruaje? -dijo Montecristo con el tono en que Luis XIV pronunció aquella frase: « ¡He tenido que esperar! »
    Bertuccio se lanzó a la antesala, y gritó con voz ronca:
    -Los caballos de su excelencia.
    Montecristo escribió dos o tres esquelas; cuando hubo cerrado la última, volvió a presentarse el mayordomo.
    -El carruaje de su excelencia está a la puerta -dijo.
    -Pues bien, tomad vuestros guantes y vuestro sombrero -dijo Montecristo.
    -¿Pues qué? ¿Debo ir con el señor conde? -exclamó Bertuccio exasperado.
    -Sin duda, es preciso que deis vuestras órdenes, puesto que quiero habitar aquella casa.
    No era posible replicar; así, pues, el mayordomo, sin pronunciar una palabra, siguió a su señor, que subió al carruaje haciéndole seña de que le siguiese.
    El mayordomo se sentó respetuosamente sobre la banqueta delantera.

    Capítulo cuarto
    La casa de Auteuil
    Al bajar la escalera, Montecristo había observado que Bertuccio se había persignado a la manera de los corsos, es decir, cortando el aire en forma de cruz con el pulgar, y que al tomar asiento en el carruaje había murmurado una breve oración. Cualquier otro que fuera un hombre curioso hubiese tenido compasión de la singular repugnancia manifestada por el digno intendente para el paseo premeditado extramuros por el conde, pero según parece, éste era demasiado curioso para poder dispensar a Bertuccio de tal viaje.
    En veinte minutos estuvieron en Auteuil. La emoción del mayordomo iba en aumento. Al entrar en el pueblo, Bertuccio, arrimado a un rincón del coche, comenzó a examinar con una emoción febril todas las casas por delante de las cuales pasaban.
    -Pararéis en la calle de La Fontaine, número 28 -dijo el conde, fijando despiadadamente su mirada sobre el mayordomo, al cual daba esta orden.
    La frente de Bertuccio estaba bañada en sudor, y sin embargo obedeció a inclinándose fuera del carruaje, gritó al cochero:
    -Calle de La Fontaine, número 28.
    Este número 28 estaba situado en un extremo del pueblo. Durante el viaje había ido oscureciendo, como si se hiciera de noche, o más bien una nube negra, cargada de electricidad, daba a estas tinieblas la apariencia y solemnidad de un episodio dramático. El carruaje se detuvo, y el lacayo se precipitó a la portezuela para abrirla.
    -Y bien -dijo el conde-, ¿no os apeáis, señor Bertuccio? ¿Os quedáis dentro? ¿En qué diablos pensáis hoy?
    Bertuccio se precipitó por la portezuela, y presentó su hombro al conde, quien se apoyó esta vez y bajó uno a uno los tres escalones del estribo.
    -Id a llamar -dijo el conde-, y anunciadme.
    Bertuccio llamó, la puerta se abrió y apareció el portero.
    -¿Quién es? -preguntó.
    -Es vuestro nuevo amo -y presentó al portero el billete de reconocimiento, entregado por el notario.
    -¿Luego se ha vendido la casa? -preguntó el portero-, ¿y es este caballero quien viene a habitarla?
    -Sí, amigo mío -dijo el conde-, y procuraré hacer todo lo posible por que quedéis contento de vuestro nuevo amo.
    -¡Oh!, caballero -dijo el portero-; al otro propietario le veía-
    mos rara vez. Hace más de cinco años que no ha venido, y bien ha hecho en vender una casa que no le servía de nada.
    -¿Y cómo se llamaba vuestro antiguo amo? -preguntó MonteCristo.
    -¡El señor marqués de Saint-Meran! -respondió el portero.
    -¡El marqués de Saint-Meran! -repitió Montecristo-. Me parece que este nombre no me es desconocido -dijo el conde-. El marqués de Saint-Meran...
    Y pareció reunir sus ideas.
    -Un miembro de la antigua nobleza -continuó el conserje-. Un fiel servidor de los Borbones; tenía una hija única que casó con el señor de Villefort, que ha sido procurador del rey en Nimes y después en Versalles.
    Montecristo dirigió una mirada a Bertuccio, al que encontró más lívido que la pared contra la cual se apoyaba para no caer.
    -¿Y ese señor no ha muerto? -preguntó Montecristo-, me parece haberlo oído decir.
    -Sí, señor, hace veintiún años, y desde este tiempo no hemos vuelto a ver ni tres veces al pobre marqués.
    -Gracias, muchas gracias --dijo Montecristo, juzgando por la postración del mayordomo que ya no podía tirar de aquella cuerda sin temor de romperla-. Dadme una luz.
    -¿Os he de acompañar?
    -No, es inútil. Bertuccio me alumbrará.
    Y el conde acompañó estas palabras con el sonido de dos piezas de oro que hicieron deshacerse al conserje en bendiciones y suspiros.
    -¡Ah, caballero! -dijo el conserje después de haber buscado inútilmente sobre la chimenea-, es que aquí no tengo bujías.
    -Tomad una de las linternas del carruaje, Bertuccio, y mostradme las habitaciones -dijo el conde.
    El mayordomo obedeció sin hacer ninguna observación, pero era fácil ver en el temblor de la mano que sostenía la linterna cuánto le costaba obedecer.
    Recorrieron un piso bajo bastante grande, un piso principal compuesto de un salón, un cuarto de baño y dos alcobas. Por una de estas alcobas se iba a una escalera de caracol que conducía al jardín.
    -¡Aquí hay una escalera! -dijo el conde-. Esto es bastante cómodo. Alumbradme, señor Bertuccio, pasad adelante y veamos adónde nos lleva esta escalera.
    -Señor -dijo Bertuccio-,conduce al jardín.
    -¿Y cómo lo sabéis?
    -Es decir, esto es lo que yo creo...
    -Bien, vamos a cerciorarnos de ello.
    Bertuccio lanzó un suspiro y pasó delante.
    La escalera desembocaba efectivamente en el jardín.
    En la puerta exterior se paró el mayordomo.
    -Vamos, señor Bertuccio -dijo el conde.
    Pero éste estaba anonadado, casi sin conocimiento. Sus ojos buscaban a su alrededor como las huellas de algo terrible, y con las manos crispadas parecía apartar de su memoria recuerdos espantosos.
    -¿Qué es eso? -insistió el conde.
    -No, no -exclamó Bertuccio colocando la linterna en el ángulo de la pared interior-. No, señor, no iré más lejos, es imposible.
    -¿Qué decís? -articuló la irresistible voz de Montecristo.
    -¿Pero no véis, señor -exclamó el mayordomo-, que no es cosa normal que teniendo una casa que comprar en París, la compréis justamente en Auteuil, y haya de ser el número 28 de la calle de La Fontaine? ¡Ah! ¿Por qué no os lo he contado todo, señor? Tal vez no hubierais exigido que viniese. Yo esperaba que sería otra la casa del señor conde. ¡Como si no hubiese otra casa en Auteuil que la del asesinato!
    -¡Oh! ¡Oh! -~xclamó Montecristo parándose de repente-. ¡Qué palabra acabáis de pronunciar! ¡Diablo de hombre! ¡Corso maldecido! ¡Siempre misterios o supersticiones! Vamos, tomad esa linterna y visitemos el jardín, conmigo espero que no tengáis miedo.
    Bertuccio recogió la linterna y obedeció. La puerta, al abrirse, descubrió un cielo opaco, en el que la luna pugnaba en vano contra un mar de nubes que la cubrían con sus olas sombrías que iluminaban un instante, y que iban a perderse en seguida, más sombrías aún, en las profundidades del firmamento.
    El mayordomo Bertuccio quiso tomar un sendero de la izquierda.
    -No, no, por allí no -dijo Montecristo-, ¿a qué seguir por las calles de árboles? Aquí se distingue una plazoleta, sigamos de frente.
    Bertuccio se enjugó el sudor que corría por su frente, pero obedeció. Sin embargo, continuaba inclinándose a la izquierda. MonteCristo seguía la derecha, y así que hubo llegado junto a unos cuantos árboles corpulentos y añosos, se detuvo.
    El mayordomo no pudo ya contenerse por más tiempo.
    -Alejaos, señor -exclamó-, alejaos, os lo suplico. Estáis justamente en el lugar.. .
    -¿En qué lugar?
    -En el lugar donde cayó.
    -Querido señor Bertuccio -dijo Montecristo riendo-, volved en vos, os lo ruego, aquí no estamos en Sarténe o en Corte. Esto no
    es un bosque, sino un jardín inglés, y no sé por qué tenéis tanta repugnancia en seguirlo.
    -¡Señor! ¡No os quedéis ahí... !
    -Creo que os volvéis loco, maese Bertuccio -dijo fríamente el conde-; si es así, avisadme, porque os haré encerrar en una jaula antes de que suceda una desgracia.
    -¡Ay!, excelencia -dijo Bertuccio moviendo la cabeza y cruzando las manos con una actitud que hiciera reír al conde si reflexiones de mayor importancia no le ocupasen en este momento y no le hubiesen hecho prestar atención a las menores palabras de su mayordomo-. ¡Ay, excelencia, la desgracia ha ocurrido...!
    -Señor Bertuccio -dijo el conde-, me agrada el ver retorceros los brazos y abrir unos ojos de condenado, y siempre he notado que sólo hacen tantas contorsiones los que tienen algún secreto. Yo sabía que erais corso, sabía que erais taciturno, y algunas veces hablabais entre dientes de alguna historia de venganxa, y esto ocurre solamente en Italia, porque estas cosas están de moda en aquel país, pero en Francia el asesinato es de muy mal gusto, hay gendarmes que se ocupan de él, jueces que lo condenan y cadalsos que se ocupan de vengarlo.
    Bertuccio cruzó las manos, y como al ejecutar estas diferentes evoluciones no había dejado su linterna, la luz iluminó su rostro desencajado.
    Montecristo le examinó con la misma mirada con que había examinado en Roma el suplicio de Andrés; luego, con un tono que hizo estremecer al pobre mayordomo, dijo:
    -Luego mintió el abate Busoni, cuando después de su viaje a Francia en 1829 os envió a mí con una carta en la que me recomendaba vuestras buenas prendas. ¡Y bien!, voy a escribir al abate, le haré responsable de su protegido y sin duda sabré toda la historia de su asesinato. Solamente os advierto, señor Bertuccio, que cuando habito en un país estoy acostumbrado a conformarme con sus leyes, y que no tengo ganas de andar con problemas y enredos con la justicia de Francia.
    -¡Oh!, no hagáis eso, excelencia; os he servido fielmente, ¿no es verdad? -exclamó Bertuccio desesperado-, siempre he sido hombre honrado, y he hecho todo el bien que he podido.
    -No digo lo contrario -replicó el conde-, pero ¿por qué diablos estáis tan agitado? Esa es mala señal; una conciencia pura no gone las mejillas tan pálidas...
    -Pero, señor conde -dijo vacilando Bertuccio-, ¿no me habéis dicho vos mismo que el abate Busoni, que oyó mi confesión en las prisiones de Nimes, os había advertido al enviarme a vuestra casa, que tenía una acción sola que reprenderme?
    -Sí, pero como os dirigía a mí diciéndome que seríais un mayordomo excelente, creí que vuestro único delito había sido el robo.
    -¡Oh!, señor conde --exclamó Bertuccio, con desprecio.
    -Porque como erais corso no pudisteis resistir a la tentación de hacer una piel, como suele decirse en nuestro país, cuando al contrario, se le deshace una.
    -¡Pues bien!, sí, excelencia; sí, mi buen señor, es cierto -exclamó Bertuccio, arrojándose a los pies del conde-; sí, es una venganza, lo juro, sólo una venganza.
    -Comprendo, pero lo que no comprendo es que esta casa sea justamente la que os galvanice hasta tal punto.
    -Pero, señor, es muy natural -replicó Bertuccio-, puesto que la venganza fue ejecutada en esta misma casa.
    -¡Cómo! ¿Esta casa?
    -¡Oh!, excelencia, aún no era vuestra...
    -¿Pero de quién era? El portero nos ha dicho que del marqués de Saint-Meran. ¿Pero por qué diablos teníais que vengaros del marqués de Saint-Meran?
    -¡Oh!, no era de él, señor, era de otro.
    -Vaya un encuentro extraño --dijo Montecristo, pareciendo ceder a sus reflexiones-, que os halléis por casualidad, sin preparación alguna, en una casa donde ha pasado lo que os causa tan espantosos remordimientos.
    -Señor -dijo el mayordomo-, todo esto es debido a la fatalidad, estoy seguro. Primeró compráis una casa justamente en Auteuil, esta casa es la misma donde yo cometí el asesinato. Bajáis al jardín, justamente por una escalera por donde él bajó. Os detenéis justamente en el lugar donde él recibió el golpe. A dos pasos, debajo de ese plátano, estaba la fosa donde acababa de enterrar al niño. Todo eso no es casualidad, esto es la Providencia.
    -Pues bien. Veamos, señor corso, supongamos que sea la Providencia, yo supongo siempre lo que quiero, además, a los espíritus débiles es preciso concederles todo lo que deseen. Vamos, reunid vuestras ideas y contadme eso.
    -Solamente lo he contado una vez, señor, y fue al abate Busoni. Tales cosas -añadió Bertuccio moviendo la cabeza-, no se dicen más que bajo el sello de la confesión.
    -Entonces, mi querido Bertuccio -dijo el conde-, os agradará que os envíe a vuestro confesor. Con él os haréis cartujo o bernardo, y hablaréis de vuestros secretos. Pero yo tengo miedo de un hombre
    que se asusta de semejantes fantasmas, no me gusta que mis servidores tengan miedo de pasearse por la noche en mi jardín; después, lo confieso, me haría muy poca gracia la visita de algún comisario de policía, porque, sabedlo, maese Bertuccio, en Italia no se paga la justicia si no se calla, pero en Francia no se la paga, al contrario, sino cuando habla. ¡Diantre!, os creía un poco más corso, un gran contrabandista, un hábil mayordomo, pero veo que tenéis otras cuerdas en vuestro arco. ¡Señor Bertuccio, quedáis despedido!
    -¡Oh! ¡Señor, señor! -exclamó el mayordomo aterrado ante esta amenaza-. ¡Oh!, si no se necesita más que eso para quedar a vuestro servicio, hablaré, lo diré todo, y si me separo de vos, será para ir al cadalso!
    -Eso es diferente -dijo Montecristo-, pero si queréis mentir, reflexionadlo, más vale que no me digáis nada.
    -¡No, señor!, os lo juro por la salvación de mi alma, os lo diré todo, porque el abate Busoni no ha sabido más que una parte de mi secreto, pero primero, os lo suplico, apartaos de ese plátano; mirad,1a luna va a salir, y ahí colocado como estáis, envuelto en esa capa que me oculta vuestro cuerpo que se asemeja al del señor Villefort...
    -¡Cómo! -exclamó Montecristo-, es al señor de Villefort...
    -¿Le conocía acaso vuestra excelencia?
    -¿El antiguo procurador de Nimes?
    -Sí.
    -¿Que se casó con la hija del marqués de Saint-Meran?
    -Eso es.
    -¡Y que tenía la reputación del magistrado más honrado, más severo, más rígido...!
    -Pues bien, señor -exclamó Bertuccio-, ese hombre de una reputación tan sólida a intachable. ..
    -¡Continuad!
    -¡Era un infame!
    -¡Bah! -dijo Montecristo-, eso es imposible.
    -Es la pura verdad.
    -¿Sí...? -dijo Montecristo-, ¿y tenéis pruebas de ello?
    -Tenía una, por lo menos.
    -¿Y la habéis perdido? ¡Sois bien torpe!
    -Sí, pero buscándola bien, podremos encontrarla.
    -¡Bien! ¡Bien!, ahora contadme eso, señor Bertuccio, porque os digo que realmente me va interesando todo este asunto.
    Y el conde, tarareando un aria de Lucia, se fue a sentar en un banco, mientras que Bertuccio le seguía, reuniendo sus ideas.
    Bertuccio permaneció en pie delante del conde.

    Capítulo quinto
    La vendetta
    -¿Por dónde quiere el señor conde que empiece a contar los sucesos? -preguntó Bertuccio.
    -Por donde queráis -dijo Montecristo-, pues no sé absolutamente nada de todo ello.
    -Sin embargo, yo creía que el abate Busoni había contado a vuestra excelencia
    -Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado siete a ocho añosy lo he olvidado todo.
    -Entonces puedo, sin temor de fastidiar a vuestra excelencia
    -Hablad, señor Bertuccio, hablad; de algún modo he de pasar la noche.
    -Los sucesos se remontan a 1815.
    -¡Ah! ¡Ah! -dijo Montecristo-, no es ayer mismo, que digamos.
    -No, señor, y sin embargo, los menores detalles los tengo tan presentes como si hubiesen sucedido ayer. Yo tenía una hermana y un hermano mayor, que estaba al servicio del emperador. Era teniente de un regimiento compuesto enteramente de corsos. Este hermano era mi único amigo. Habíamos quedado huérfanos, yo a los cinco años y él a los dieciocho. Me había criado como a un hijo. En 1814, en tiempo de los borbones, se había casado. El emperador salió de la islade Elba, y mi hermano continuó a su servicio y, herido ligeramente en Waterloo, se retiró con el ejército detrás del Loira.
    -Pero esa historia de los Cien Días que me contáis, señor Bertuccio, la he oído ya, si no me equivoco.
    -Perdonad, excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y me habéis prometido tener paciencia.
    -¡Proseguid!, ¡proseguid!, cumpliré mi palabra.
    -Un día recibimos una carta. Debo deciros que habitábamos en la pequeña aldea de Rogliano, en la extremidad del cabo Corso. Esta carta era de mi hermano. Nos decía que el ejército estaba licenciado, y que volvía por Chateau-Roux, Clermond-Ferrand, Le Puy y Nimes. Si tenía algún dinero me suplicaba que lo mandase a Nimes en casa de un fondista conocido nuestro, con el cual tenía yo algunas relaciones.
    -De contrabando -respondió Montecristo.
    -¡Pero, por Dios, señor conde! ¡Uno ha de ganarse la vida!
    -Ciertamente; continuad, pues.
    -Yo amaba tiernamente a mi hermano, ya os lo he dicho, excelencia; así, decidí no enviarle el dinero, sino llevárselo yo mismo. Poseía mil francos, dejé quinientos a Assunta, que era mi cuñada, tomé los quinientos restantes y me puse en camino para Nimes. Era cosa fácil, tenía mi barca un cargamento que hacer en el mar, todo secundaba mi proyecto. Pero hecho el cargamento, sopló viento contrario, de modo que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el Ródano. Por fin lo conseguimos, llegamos hasta Arlés, dejé el barco entre Bellegarde y Beaucaire y me dirigí a Nimes.
    -Y llegasteis, ¿no es así?
    -Sí, señor, dispensadme, pero como ve vuestra excelencia, no digo más que las cosas absolutamente necesarias. Fuera de esto, era el momemo en que tenían lugar los famosos asesinatos del Mediodía. Había allí dos o tres bandidos llamados Trestaillón, Truphemy y Graffan, que degollaban por las calles a todos los presuntos bonapartistas. Sin duda, el señor conde habrá oído hablar de estos asesinatos.
    -Vagamente, estaba muy lejos de Francia en esa época. Continuad.
    -Al entrar en Nimes, se caminaba pisando sangre. A cada Paso se encontraban cadáveres, los asesinos organizados por bandas. Ante esta carnicería me entró miedo, no por mí; yo, simple pescador corso, no tenía gran cosa que temer, al contrario, aquel tiempo era bueno para nosotros, los contrabandistas, pero por mi hermano, por mi hermano, que era soldado del Imperio, que volvía del ejército del Loira con su uniforme y sus charreteras, y que por consiguiente tenía que temerlo todo. Corrí a la casa de nuestro fondista; mis presentimientos no me habían engañado. Mi hermano había llegado a Nimes y a la puerta misma del que iba a pedir hospitalidad, había sido asesinado. Pregunté a todo el mundo acerca de los asesinos, pero nadie se atrevía a decirme sus nombres, tan temidos eran. Pensé entonces en la justicia francesa, de que me habían hablado tanto, que no teme nada, y me presenté en casa del procurador del rey.
    -Y ese procurador del rey ¿se llamaba Villefort? -preguntó el conde de Montecristo.
    -Sí, excelencia. Venía de Marsella, en donde había sido sustituto. Su celo le había valido el ascenso. Decían que fue uno de los primeros que anunció al Gobierno el desembarco en la isla de Elba.
    -Pero -interrogó Montecristo-, ¿vos os presentasteis en su casa?
    -Señor -le dije yo-, mi hermano fue asesinado ayer en las calles de Nimes, yo no sé por quién, pero es vuestra obligación saberlo.
    Vos sois aquí el jefe de la justicia, y a la justicia toca vengar a los que no ha sabido defender.
    »-¿Y qué era vuestro hermano? -preguntó el procurador del rey.
    »-Teniente del batallón corso.
    »-Entonces, un soldado del usurpador, ¿no es eso?
    »-Un soldado de los ejércitos franceses.
    »-¡Y bien! -replicó-, se ha servido de la espada y ha perecido por la espada.
    »--Os equivocáis; ha perecido por el puñal.
    » ¿Qué queréis que haga? -respondió el magistrado.
    »-Ya os lo he dicho, quiero que le venguéis.
    »-¿Y de quién?
    »-De sus asesinos.
    »-¿Acaso los conozco yo?
    »-Mandad que los busquen.
    »-¿Para qué? Vuestro hermano habrá tenido alguna querella, y se habrá batido en duelo. Todos esos antiguos soldados cometen excesos; nuestras gentes del Mediodía no quieren ni a los soldados ni a los excesos.
    »-Señor -respondí yo-, no os suplico por mí. Yo lloraría o me vengaría, eso sería todo, pero mi pobre hermano tenía una mujer, si me sucediese la misma desgracia a mí también, esta pobre criatura moriría de hambre, porque se mantenía sólo con el trabajo de mi hermano. Obtened para ella una pequeña pensión del gobierno.
    »-Todas las revoluciones tienen sus catástrofes -respondió el señor de Villefort-, vuestro hermano ha sido víctima de ésta. Es una desgracia, pero el gobierno no debe nada a vuestra familia por esto. Si tuviésemos que juzgar todas las venganzas que los partidarios del usurpador han ejercido contra los partidarios del rey, cuando a su vez disponían del poder, puede ser que vuestro hermano hubiese sido hoy condenado a muerte. Lo que ha ocurrido es cosa muy natural, porque es la ley de las represalias.
    » ¡Cómo, señor! -exclamé yo-, ¡es posible que me habléis así vos, un magistrado...!
    »-Todos estos corsos son unos locos -respondió el señor de Villefort-, y creen aún que su compatriota es emperador. Os engañáis, amigo mío, debisteis decirme esto hace dos meses. Hoy es demasiado tarde. Idos, pues, y si no queréis, yo os haré marchar.
    »Yo le miré un instante para ver si una nueva súplica podría alcanzar algo de aquel hombre, pero aquel hombre era de piedra. Me aproximé a él.
    »-Y bien -le dije a media voz-, puesto que vos conocéis tan
    bien a los corsos, debéis saber cómo cumplen su palabra. Vos creéis que han hecho bien en matar a mi hermano, que era bonapartista, porque vos sois realista, ¡pues bien!, yo que también soy bonapartista, os declaro una cosa, y es que os he de matar. A contar desde este momento, os declaro la vendetta; así, pues, sabedlo, y guardaos mejor, porque la primera vez que nos encontremos cara a cara habrá llegado vuestra última hora.
    »Y antes de que hubiese vuelto de su sorpresa, abrí la puerta y me marché.
    -¡Ah, ah! -dijo Montecristo-,con vuestra humilde figura decir esas cosas, señor Bertuccio, ¡y a un procurador del rey! ¿Y sabía él al menos lo que quiere decir esa declaración?
    -Tan bien lo sabía, que desde aquel momento no salió ya solo y se encerró en su casa, haciéndome buscar por todas partes. Por fortuna, estaba tan oculto que no pudo encontrarme. Entonces se apoderó de él el temor, y tuvo miedo de permanecer en Nimes. Solicitó un cambio de residencia y como era, en efecto, un hombre influyente, fue nombrado para Versalles, pero vos lo sabéis, no existen las distancias para un corso que ha jurado vengarse de su enemigo, y su carruaje, por bien conducido que fuese, no me ha llevado nunca más de media jornada de ventaja, a pesar de que le seguía a pie.
    »Lo importante no era matarle, cien veces había encontrado ya ocasión, pero era menester matarle, sin ser descubierto, y sobre todo sin ser detenido. Por otra parte, yo no me pertenecía a mí mismo, tenía que proteger y mantener a mi cuñada. Durante tres meses espié al señor de Villefort, durante tres meses no dio un paso, un movimiento, un paseo, que mi mirada no le siguiese donde iba. Al fin, descubrí que venía misteriosamente a Auteuil; le seguí aún, y le vi penetrar en esta casa en que estamos ahora. Solamente que en lugar de entrar como todo el mundo, por la puerta de la calle, venía, unas veces a caballo, y otras en carruaje, dejaba el carruaje o el caballo en la posada, y entraba por esta puertecilla que veis allí.
    Montecristo hizo con la cabeza un gesto que probaba que en medio de la oscuridad distinguía en efecto la entrada indicada por Bertuccio.
    -Yo, que no tenía nada que hacer en Versalles, fijé mi residencia en Auteuil a hice mis indagaciones. Si quería, aquí es donde infaliblemente debía encontrarle. La casa pertenecía, como ha dicho el portero a vuestra excelencia, al señor de Saint-Meran, suegro de Villefort. El señor de Meran vivía en Marsella, por consiguiente esta casa no le servía de nada; así, pues, decían que acababa de alquilarla a una joven viuda a quien conocían bajo el nombre de la baronesa.
    »En efecto, una noche, mientras yo estaba mirando por encima de la tapia, vi una mujer joven y hermosa que se paseaba sola por el jardín y miraba con frecuencia a la puertecita, y comprendí que esa noche esperaba a Villefort. Cuando estuvo bastante cerca de mí para que, a pesar de la oscuridad, pudiese distinguir sus facciones, vi a una mujer de dieciocho a diecinueve años, alta y rubia. Como sólo llevaba un peinador y nada ceñía su cintura, noté que estaba encinta y que su embarazo parecía muy avanzado.
    Momentos después abrieron la puertecita. Un hombre entró, la joven corrió precipitadamente a su encuentro, ambos se arrojaron en brazos uno de otro, besáronse tiernamente y entraron juntos en la casa. Este hombre era el señor de Villefort. Yo juzgué que al salir, sobre todo si salía de noche, habría de atravesar el jardín.
    -Y -preguntó el conde- ¿habéis sabido después el nombre de esa mujer?
    -No, excelencia.
    -Continuad.
    -Aquella noche -replicó Bertuccio- podía muy bien matarle si hubiera conocido mejor el jardín. Temí no herirle bien, y no poder huir si alguien acudía a sus gritos. Lo dejé para la próxima cita, y para que no se me escapase alquilé un cuartito frente a la tapia del jardín.
    »Tres días después, hacia las siete de la noche, vi salir de la casa un criado a caballo que tomó a galope el camino que conducía al de Sevres y presumí que iba a Versalles. No me engañaba. Tres horas después el hombre volvió cubierto de polvo, su misión estaba terminada. Diez minutos después, otro hombre a pie, envuelto en una capa, abría la puertecita del jardín, que se volvió a cerrar detrás de él.
    »Bajé apresuradamente. Aunque no hubiese visto el rostro de Villefort, le reconocí por los latidos de mi corazón. Atravesé la calle, me arrimé a un poste colocado junto a la tapia, y con ayuda del cual había mirado otra vez al jardín.
    »Ahora no me contenté con mirar. Saqué mi cuchillo del bolsillo, me aseguré que la punta estaba bien afilada, y salté por encima de la tapia.
    »Mi primer cuidado fue correr a la puerta, había dejado la llave dentro, tomando la precaución de dar dos vueltas a la cerradura.
    »Nada impediría la fuga por este lado. Me puse a estudiar el lugar. El jardín formaba un cuadrilátero, un prado de fino musgo se extendía en medio. En los ángulos de este prado había algunos árboles de follaje espeso y cubierto de flores de otoño.
    Para dirigirse de la casa a la puertecita, el señor de Villefort tenía que pasar junto a uno de estos árboles.
    »Era a fines de septiembre. El viento soplaba con fuerza, el resplandor de la pálida Tuna, velada a cada instante por densas pubes, iluminaba la arena de las calles de árboles que conducían a la casa, pero no podía atravesar la oscuridad de esos árboles espesos, en los que un hombre podia permanecer oculto sin terror de ser visto.
    »Me oculté en uno de ellos, junto al cual debía pasar Villefort. Apenas estaba allí, cuando en medio de las ráfagas de viento que encorvaban los árboles sobre mi frente, creí percibir unos gemidos. Pero ya sabéis, o más bien no sabéis, señor conde, que el que espera el momento de cometer un asesinato cree siempre oír gritos en el aire. Dos horas pasaron, durante las cuales, repetidas veces creí oír los mismos gemidos.
    »Al fin dieron las dote de la noche.
    »Al dar la última campanada, lúgubre y retumbante, percibí un débil resplandor que iluminaba las ventanas de la escalera secreta, por la que hemos descendido hace poco.
    »La puerta se abrió y el hombre de la capa volvió a aparecer.
    »Era el momento terrible, pero hacía demasiado tiempo que estaba preparado, para que pudiese vacilar; así pues, saqué mi cuchillo y esperé.
    »E1 hombre de la capa se dirigió hacia donde yo me hallaba, pero a medida que avanzaba, creí notar que llevaba un arena en la mano derecha. Tuve miedo, no de una lucha, sino de fracasar en mi intento. Así que estuvo a solo unos pasos de mí, conocí que lo que yo había tornado por arena no era otra cosa que un azadón.
    No había tenido tiempo aún de adivinar qué objeto tenía en la mano el señor de Villefort un azadón, cuando se detuvo al lado del árbol arrojó en derredor una mirada y se puso a cavar un hoyo. Entonces noté que debajo de la capa llevaba algo que colocó sobre el césped para tener mayor libertad de movimientos.
    »La curiosidad me detuvo y quise ver lo que iba a hacer Villefort, y permanecí inmóvil, sin aliento, esperando el resultado.
    »Luego se me ocurrió una idea, que se confirmó al ver al procurador del rey sacar de debajo de su capa un cofrecito de dos pies de largo y seis a ocho pulgadas de ancho.
    »Le dejé colocar el cofre en el hoyo, sobre el cual echó tierra, después apoyó sus pies sobre esta tierra fresca para hacer desaparecer las huellas de la obra nocturna. Me lancé sobre él y le hundí mi cuchillo en el pecho, diciéndole:
    »-¡Soy Juan Bertuccio!. Ya ves que mi venganza es más completa de lo que yo esperaba.
    »Ignoro si oyó estas palabras, no lo creo, pues cayó sin dar un grito. Yo sentí su sangre saltar humeante y ardiente sobre mis manos y sobre mi rostro, pero estaba ebrio, deliraba. En lugar de quemarme la sangre me refrescaba. En un segundo desenterré el cofre con ayuda del azadón, y para que no viesen que lo había desenterrado, volví a llenar el agujero, arrojé el azadón por encima de la tapia y me lancé por la puerta, que cerré por fuera, llevándome la llave.
    -Bueno -repuso el conde-, fue un asesinato y un robo.
    -No, excelencia -respondió Bertuccio-, fue una venganza seguida de una restitución.
    -¿Y la suma estaría al menos en buena moneda?
    -No era dinero.
    -¡Ah, sí!, recuerdo que me hablasteis de un niño.
    -Exacto, excelencia. Corrí hacia el río, me senté en la ribera, y ansiando saber lo que contenía el cofre, hice saltar la cerradura con un cuchillo.
    » Entre unos paños de finísima batista estaba envuelto un niño recién nacido. Su rostro de color de púrpura y sus manos de color de violeta, anunciaban que debió sucumbir por una asfixia producida por ligamentos naturales arrollados alrededor del cuello. No obstante, como aún no estaba frío, procuré bañarle en el agua que corría a mis pies. En efecto, poco después creí sentir un ligero latido hacia la región del corazón. Desembaracé su cuello del cordón que le rodeaba y como había sido enfermero en el hospital de Bastia, hice lo que hubiera hecho un médico en mi lugar, es decir, le introduje aire en los pulmones, y después de un cuarto de hora de inauditos esfuerzos, le vi suspirar y oí escaparse un grito de su pecho.
    »Yo también lancé un grito, pero fue un grito de alegría. Dios no me maldice -dije-, puesto que permite que devuelva la vida a una criatura humana en cambio de la vida que he quitado a otra.
    -¿Y qué hicisteis del niño? -preguntó Montecristo-, era una carga demasiado embarazosa para un hombre que tenía que huir.
    -No tuve la menor idea de conservarle conmigo. Pero yo sabía que había en París un hospicio donde se recibía a estas pobres criaturas. Al pasar por la barrera declaré haber hallado aquel niño en el camino, y me informé. El cofre estaba allí y podía dar testimonio; los pañales de batista indicaban que el niño pertenecía a padres ricos, la sangre de que yo estaba cubierto podía pertenecer lo mismo a la criatura que a cualquiera otra persona. No pusieron ninguna dificultad, entonces me dieron las señas del hospicio, que estaba situado en la calle del Infierno. Y después de haber tomado la precaución de cortar el pañal en dos pedazos, de manera que una de las dos letras que lo marcaban envolviese el cuerpo del niño, mientras yo conservaba la otra, deposité mi carga en el torno, llamé, y empecé a correr sin descansar. Quince días después estaba de vuelta en Rogliano y decía a Assunta:
    .-Consuélate, hermana mía, Israel ha muerto, pero le he vengado.
    »Entonces me pidió la explicación de estas palabras, y le conté todo lo que había pasado.
    »-Juan -me dijo Assunta-, debiste traerte ese niño, le hubiésemos hecho de padres, le hubiésemos llamado Benedetto, y en favor de esa buena acción Dios nos bendeciría seguramente.
    »Por toda respuesta, le di la mitad del pañal que había conservado a fin de hacer reclamar el niño si algún día llegábamos a ser ricos.
    -¿Y con qué letras estaba marcado ese pañal? -preguntó MonteCristo?
    -Con una H y una N debajo de una diadema de barón.
    -Me parece, Dios me perdone, que os servís de términos de blasón. ¡Señor Bertuccio! ¿Dónde diablos habéis hecho vuestros estudios heráldicos?
    -A vuestro servicio, señor conde, donde todo se aprende.
    -Proseguid. Deseo saber dos cosas.
    -¿Cuáles, señor?
    -¿Qué fue del niño? ¿No me habéis dicho que era un niño, señor Bertuccio?
    -No, excelencia, no recuerdo haberos dicho nada de eso.
    -¡Ah!, creí haber oído...; bien, tal vez esté equivocado.
    -No, no estáis equivocado, porque efectivamente era un niño, pero vuestra excelencia desearía, según me dijo, saber dos cosas, ¿cuál es la segunda?
    -La segunda es el crimen de que fuisteis acusado cuando pedisteis el confesor, y el abate Busoni fue a veros a la prisión de Nimes.
    -Quizá durará mucho esta relación, excelencia.
    -¿Qué importa? Apenas son las diez, bien sabéis que yo no duermo, y supongo que tampoco vos tenéis muchas ganas de hacerlo.
    Bertuccio se inclinó y prosiguió su narración.
    -Tanto para desterrar de mi mente los recuerdos que me asaltaban cuanto para ayudar a las necesidades de la pobre viuda, me dediqué con ardor al oficio de contrabandista.
    »Las costas del Mediodía estaban muy mal guardadas, debido a los continuos movimientos que tenían lugar allí, ora en Avignon, ora en Nimes o en Uzés. Nos aprovechamos de esta especie de tregua que nos era concedida por el gobierno. Después del asesinato de mi hermano en las calles de Nimes, yo no había querido entrar en esta ciudad. De aquí resultó que el posadero, con el cual efectuábamos nuestros negocios, viendo que no queríamos buscarle, nos buscó él a nosotros, y fundó una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire, con el nombre de la Posada del Puente Gard. Así teníamos, ya sea en Aigues Mortes, ya en Martignes, o en Bonc, una docena de casas donde depositábamos nuestras mercancías, y donde, en caso de necesidad, hallábamos un refugio contra los aduaneros y los gendarmes. Este oficio de contrabandista es muy lucrativo, cuando se aplica a él cierta inteligencia secundada de algún vigor; en cuanto a mí, yo vivía en las montañas, teniendo ahora que temer con doble razón de los gendarmes y aduaneros, teniendo en cuenta que toda presentación delante de jueces podía producir una pesquisa, y esta pesquisa es siempre volver a lo pasado, y en mi pasado podía mostrar algo más grave que algunos cigarros entrados de contrabando, o barriles de aguardiente circulando sin pagar derechos. Así, pues, prefiriendo mil veces la muerte a un arresto, realizaba hazañas asombrosas, y que más de una vez me demostraron que el tener tanto cuidado con el cuerpo es el único obstáculo que se opone al buen éxito de aquellos proyectos nuestros que necesitan decisión rápida y ejecución vigorosa y determinada. En efecto, una vez hecho el sacrificio de la vida, ya no es uno igual a los otros hombres, o mejor dicho, los otros hombres no son nuestros iguales, y una vez tomada esta resolución, siente uno aumentarse sus fuerzas y agrandarse su horizonte.
    -¡Filosofía también, señor Bertuccio! -interrumpió el conde-, pero vos de todo sabéis un poco.
    -¡Oh, excelencia... !
    -No, no; únicamente que la filosofía a las diez y media de la noche, es un poco tarde. Pero no tengo otra observación que haceros, ya que la encuentro exacta, lo que no se puede decir de todas las filosofías.
    -Cuanto más largas eran mis correrías, mayor era el rendimiento. Assunta era el ama de casa, y nuestra pequeña fortuna se iba aumentando. Un día que yo partía para una expedición, díjome ella: Anda, que a lo vuelta lo preparo una sorpresa.
    » La interrogué inútilmente. Nada quiso decirme y partí.
    »La correría duró más de seis semanas. Habíamos estado en Luca cargando aceite, y en Liorna tomando algodones ingleses; nuestro desembarque se hizo sin ningún acontecimiento adverso; hicimos nuestro negocio y volvimos más contentos que nunca.
    » Al entrar en la casa, la primera cosa que vi en el sitio más visible
    del cuarto de Assunta, en una cuna suntuosa, en comparación con el resto de la habitación, fue un niño de siete a ocho meses. Lancé un grito de alegría.
    »Los únicos momentos de tristeza que había experimentado después del asesinato del procurador del rey, habían sido causados por el abandono de este niño, porque lo que es remordimiento por el asesinato no tuve ninguno.
    »La pobre Assunta todo lo había adivinado, se había aprovechado de mi ausencia, y con la mitad del pañal, habiendo escrito, para no olvidarlo, el día y la hora en que fue depositado el niño en el hospicio, partió a París, y fue a reclamarle. No le pusieron ninguna dificultad, y el niño le fue entregado. ¡Ah!, confieso, señor conde, que al ver aquella criatura durmiendo en su cuna, se me partió el corazón, y algunas lágrimas brotaron de mis ojos.
    »-En verdad, Assunta -exclamé-, eres una buena mujer y la Providencia lo bendecirá.
    -¡Ay, excelencia! -dijo Bertuccio-, no sospechaba yo que este niño había de ser el encargado por Dios de mi castigo. Jamás se declaró tan pronto una naturaleza más perversa, y no obstante, no se podía decir que estuviese mal educado, porque mi hermana le trataba lo mismo que a un príncipe. Era un muchacho de rostro encantador, con unos ojos de azul claro, únicamente sus cabellos, de un rojo muy vivo, dando a este rostro un carácter extraño, aumentaban la vivacidad de su mirada y la malicia de su sonrisa. También es cierto que la dulzura de su madre animó sus primeras inclinaciones; el niño por quien mi pobre hermana iba al mercado a cuatro o cinco leguas de allí, para comprarle las primeras y mejores frutas y los bizcochos más delicados, y prefería las naranjas de Palma a las conservas de Génova, las castañas robadas a un extraño, mientras que a su disposición tenía las castañas y manzanas de nuestro jardín.
    »Un día, cuando Benedetto apenas contaba cinco o seis años de edad, el vecino Basilio, que según las costumbres de nuestro país no encerraba ni su dinero ni sus joyas, porque el señor conde lo sabe tan bien como nadie, en Córcega no hay ladrones, el vecino Basilio vino a vernos y se quejó de que le había desaparecido un luis de su bolsillo. Todos creyeron que había contado mal, pero él dijo estar seguro de que le faltaba. Este día Benedetto había faltado de casa desde la mañana y estábamos muy inquietos, cuando a la noche le vimos venir con un mono que se había encontrado, según decía, encadenado al pie de un árbol.
    »Hacía un mes que ya no sabía qué pensar, no cesaba de pensar en un mono. Un batelero que había pasado por Rogliano, y que tenía muchos de esos animales, le inspiró sin duda este desgraciado capricho.
    »-En nuestro bosque no hay monos -le dije yo-, y sobre todo encadenados. Confiésame de dónde lo ha venido eso.
    Benedetto confesó su mentira y la acompañó de detalles que hacían más honor a su imaginación que a su veracidad. Me irrité, y se echó a reír. Le amenacé y se retiró dos pasos.
    -Tú no puedes pegarme, no tienes derecho a ello, no eres mi padre.
    Siempre ignoramos quién le reveló ese fatal secreto, que con tanto cuidado le habíamos ocultado. En fin, de todos modos, esta repuesta en la cual el muchacho se rebelaba abiertamente, me espantó. Mi brazo casi levantado, volvió a caer sin tocar al culpable. El muchacho salió victorioso y esta victoria le dio tal audacia, que desde aquel momento todo el dinero de Assunta, cuyo amor hacia él parecía aumentarse a medida que era menos digno de él, se gastó en caprichos. Cuando yo estaba en Rogliano, las cosas iban bastante bien, pero apenas hube partido, Benedetto quedó dueño de la casa, y todo empezó a ir de mal en peor. De edad de once años escasos, todos sus camaradas los había elegido entre jóvenes de dieciocho a veinte años, lo más calaveras de Bastia; por algunos incidentes, la justicia nos había avisado repetidas veces.
    Yo estaba asustado. Cualquier informe podía tener fatales consecuencias. Precisamente pronto me iba a ver obligado a salir de Córcega para una expedición importante. Reflexioné largo tiempo, y con el pensamiento de evitar grandes desgracias, me decidí a llevar conmigo a Benedetto. Esperaba que la vida activa y laboriosa del contrabandista, la disciplina severa del Norte, cambiarían este carácter pronto a corromperse, si es que ya no lo estaba del todo.
    »Llamé, pues, aparte a Benedetto y le hice la proposición de seguirme, rodeando esta proposición de todas las promesas que pueden seducir a un niño de doce años.
    Me dejó hablar hasta el fin, y cuando hube acabado, soltó una carcajada diciendo:
    »-¿Estáis loco, tío? -pues así me llamaba cuando estaba de buen humor-. ¿Yo cambiar la vida que llevo con la que vos lleváis, mi excelente holgazanería por el horrible trabajo que os tenéis impuesto? ¿Pasar la noche al frío, el día al calor, ocultarse sin cesar, recibir tiros sin cesar y todo esto por ganar un poco de dinero? Dinero tengo yo cuanto quiero; madre Assunta me da todo lo que le pido, bien veis que sería un imbécil si aceptase lo que me proponéis.
    »Me quedé estupefacto ante esta audacia y este razonamiento; Benedetto siguió jugando con sus camaradas, y lo vi a lo lejos señalándome a ellos como si yo fuera un idiota.
    -¡Oh! ¡Niño encantador! -murmuró Montecristo.
    .-¡Ah!, si hubiese sido mío -respondió Bertuccio-, si hubiese sido mi hijo, o por lo menos nú sobrino, yo le hubiese corregido sus vicios, pero la idea de que había matado al padre me hacía imposible toda corrección. Di buenos consejos a mi hermana, que siempre salía en defensa del desgraciado, y como me confesó que muchas veces le habían faltado sumas considerables, le indiqué un lugar donde podría ocultar nuestro pequeño tesoro.
    »En cuanto a mí, mi resolución estaba tomada. Benedetto sabía leer, escribir y contar perfectamente, porque cuando por casualidad quería dedicarse al trabajo, aprendía en un día lo que otros en una semana. Mi resolución, como digo, estaba tomada. Yo pensaba emplearle de secretario en algún buque, y sin avisarle, hacerle venir conmigo una mañana y llevarlo a bordo; de este modo, recomendándole al capitán, todo su porvenir dependía de él.
    »Una vez dispuesto este plan, partí para Francia.
    »Aquella vez debían efectuarse todas estas operaciones en el golfo de Lyón, y eran cada vez más difíciles, porque estábamos en 1829. La tranquilidad reinaba por doquier, y por consiguiente el servicio de las costas era entonces más regular y más severo que nunca. Esta vigilancia estaba aún aumentada momentáneamente por la feria de Beaucaire que acababa de empezar.
    »Nuestra primera expedición se efectuó sin ningún tropiezo. Amarramos nuestra barca, que tenía un doble fondo, en el que ocultábamos nuestras mercancías de contrabando, en medio de una cantidad de bateles que bordeaban ambas orillas del Ródano desde Beaucaire hasta Arlés. Llegados allí, empezamos a descargar nuestras mercancías prohibidas, y a hacerlas pasar por medio de las personas que estaban en relaciones con nosotros, o de posaderos, en casa de los cuales las íbamos depositando. Ya fuese que el buen éxito nos hubiese hecho imprudentes, ya que fuimos delatados, una tarde, a las cinco y media, cuando volvíamos a reanudar nuestro trabajo, uno de nuestros espías llegó azorado, diciendo que había visto un grupo de aduaneros dirigirse hacia este lado. No era precisamente el grupo lo que nos daba miedo. A cada instante, sobre todo a la sazón, compañías enteras rondaban por las orillas del Ródano, pero eran las precauciones que según decía el muchacho tomaban para no ser vistos. En seguida estuvimos alerta, pero era ya muy tarde. Nuestra barca era evidentemente el objeto de las pesquisas; estaba rodeada. Entre los aduaneros vi algunos gendarmes, y tan tímido a la vista de éstos, como valiente era de ordinario a la vista de cualquier otro cuerpo militar, deslizándome por una tonelera, me dejé caer en el río, después nadé entre dos aguas, no respirando sino a largos intervalos, de suerte que sin ser visto llegué al canal que va de Beaucaire a Aigues Mortes. Una vez aquí, me había salvado, porque podía seguir este canal sin ser visto. No era por casualidad y sin premeditación por lo que seguí este camino. Ya he hablado a vuestra excelencia de un posadero de Nimes que había establecido una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.
    -Sí -dijo Montecristo-, lo recuerdo; ese hombre era también, si no me engaño, vuestro asociado.
    -Eso es -respondió Bertuccio-, pero después de siete a ocho años había cedido su establecimiento a un antiguo sastre de Marsella, que, luego de arruinarse en su oficio, quiso probar fortuna en otro. Además, las relaciones que teníamos con el primero siguieron con el segundo. A este hombre fue a quien yo iba pedir asilo.
    -¿Y cómo se llamaba? -inquirió el conde, que parecía volver a tomar algún interés en la relación de Bertuccio.
    -Llamábase Gaspar Caderousse, casado con una de Carconte, y que nosotros no conocemos bajo otro nombre que el de su pueblo. Era una pobre mujer atacada de una penosa enfermedad que la iba llevando al sepulcro. En cuanto al hombre, era un sujeto robusto, de cuarenta a cuarenta y cinco años de edad, que más de una vez nos había dado pruebas, en circunstancias apuradas, de su presencia de espíritu y de su valor.
    -¿Y decís -preguntó Montecristo-, que esas cosas sucedían en el año...?
    -Mil ochocientos veintinueve, señor conde.
    -¿En qué mes?
    -En el mes de junio.
    -¿Al principio o al fin?
    -El día tres, por la noche.
    -¡Ah! -dijo Montecristo-, el tres de junio de 1829... Bien, proseguid.
    -A Caderousse, pues, era a quien tenía que pedir asilo, pero como por lo regular no entrábamos en su casa por la puerta que daba al camino, decidí no alterar las costumbres, salté el vallado del jardín, me escurrí por entre los olivos y las higueras, y entré temiendo que Caderousse tuviese algún viajero en su posada, en una especie de caramanchón, en el que más de una vez había pasado la noche tan bien como en la mejor cama. Este caramanchón no estaba separado de la sala común del piso bajo más que por un tabique de tablas un
    poco entreabiertas a propósito, a fin de poder avisar que estábamos allí.
    Mi intención era, si Caderousse se hallaba solo, avisarle de mi llegada, cenar con él y aprovecharme de la tempestad que se avecina . Iba, para llegar a las orillas del Ródano y cerciorarme de lo que había sido de la barca y de los que iban en ella. Me deslicé, pues, en el caramanchón y me alegré de no haber dado la señal, pues en el mismo momento vi a Caderousse que entraba en su casa con un desconocido.
    Me agazapé allí y esperé, no con la intención de sorprender los secretos de mi huésped, sino porque no podía hacer otra cosa; además, diez veces había ya sucedido un caso semejante.
    El hombre que iba con Caderousse era evidentemente extranjero en el Mediodía de Francia; era uno de esos negociantes que vienen a vender joyas a la feria de Beaucaire, y que, en un mes que dura la feria, donde se reúnen mercaderes de todas partes de Europa, hacen algunas veces negocios de ciento cincuenta mil francos.
    Caderousse entró el primero.
    Al ver la sala vacía como de costumbre, guardada sólo por el perro, llamó a su mujer.
    -¡Eh... ! Carconte -dijo-, el buen sacerdote no nos había engañado, el diamante era bueno.
    Una exclamación de alegría se oyó, y casi al mismo tiempo la escalera crujió bajo un paso vacilante y pesado.
    -¿Qué dices? -preguntó más pálida que una muerta.
    -Digo que el diamañte era bueno. Aquí tienes al señor, uno de los primeros joyeros de París, que está pronto a darnos cincuenta mil francos por él. Solamente que para estar más seguro de que el diamante es nuestro, me ha pedido que le cuentes, como ya lo he hecho yo, de qué manera vino a nuestras manos. Mientras tanto, caballero, sentaos, si gustáis, y como el tiempo está algo caluroso, os voy a traer algo con qué refrescar.
    El joyero examinó detenidamente el interior de la posada y la visible pobreza de los que iban a venderle un diamante digno de un príncipe.
    -Contad, señora -dijo, queriendo sin duda aprovecharse de la ausencia de su marido para que ninguna señal de parte de éste influyese en la mujer, y para ver si entre ambas relaciones encajaban la una con la otra.
    -¡Oh! ¡Dios mío! -dijo la mujer-, es una bendición del cielo que estábamos muy lejos de esperar. Imaginaos, caballero, que mi marido tuvo relaciones en 1814 ó 1815 con un marino llamado Edmundo Dantés. Este pobre muchacho, a quien Caderousse había olvidado completamente, no lo ha olvidado a él, y al fallecer le ha dejado el diamante que acabáis de ver.
    -¿Pero cómo llegó a ser poseedor de ese diamante? -preguntó el joyero-. ¿Le tenía cuando entró en la prisión?
    -No, señor; pero en la prisión trabó conocimiento con un inglés muy rico -respondió la mujer-, y como cayó enfermo su compañero de prisión y Dantés le cuidó como si hubiese sido su hermano, el inglés, al salir de la cautividad, dejó al pobre Dantés (que menos feliz que él murió en la prisión), este diamante que nos legó a su vez al morir, y que se encargó de entregarnos el digno abate que vino esta mañana a cumplir con su encargo.
    -Bien. Las dos historias concuerdan -murmuró el joyero-, y después de todo, bien puede ser verdad, aunque parezca inverosímil a primera vista. Sólo resta que nos pongamos de acuerdo sobre el precio.
    -¡Cómo! -dijo Caderousse-, yo creía que habríais consentido en el precio que yo pedía.
    -Es decir -replicó el joyero-, que yo he ofrecido cuarenta mil francos.
    -¡Cuarenta mil! -exclamó Carconte-, por ese precio no se lo damos. El abate nos ha dicho que valía cincuenta mil francos el diamante solo.
    -¿Y cómo se llamaba ese abate? -preguntó el infatigable joyero.
    -El abate Busoni.
    -¿Era un extranjero?
    -Creo que era un italiano de los alrededores de Mantua.
    -Mostradme ese diamante -repuso el joyero-, que a veces juzgo mal las piedras a primera vista.
    Caderousse sacó de su bolsillo un estuchito negro, lo abrió y lo pasó al joyero. Al ver el diamante, casi tan grueso como una nuez pequeñita, recuerdo que los ojos de la Carconte brillaron de codicia.
    -Y vos, señor Bertuccio, ¿qué pensabais de todo eso? -preguntó Montecristo-, ¿creíais esa fábula?
    -Sí, excelencia; yo no creía que Caderousse fuese un mal hombre, y le juzgaba incapaz de haber cometido un crimen o un robo.
    -Eso honra más a vuestro corazón que a vuestra experiencia, señor Bertuccio. ¿Habíais conocido a ese Edmundo Dantés de quien habláis?
    -No, excelencia, nunca había oído hablar de él hasta entonces y luego otra vez, al abate Busoni, cuando le vi en la cárcel de Nimes.
    -Bien, continuad.
    -El joyero tomó la sortija de manos de Caderousse, y sacó de su bolsillo unas pinzas de acero y unas balanzas de cobre. Después, separando el cerco de oro que sujetaba la piedra en la sortija, hizo salir el diamante de su engaste y lo pesó minuciosamente en las balanzas.
    -Daré hasta cuarenta y cinco mil francos -dijo-, pero nada más. Por otra parte, como esto es lo que valía el diamante, no he tomado más que esta suma.
    -¡Oh!, no importa -dijo Caderousse-, volveré con vos a Beaucaire por los otros cinco mil.
    -No -dijo el platero devolviendo el anillo y el diamante a Caderousse-. No, eso no vale más a incluso me arrepiento de haber ofrecido esa suma, pues la piedra tiene un defecto que yo no había visto, pero no importa, no tengo más que una palabra, he dicho cuarenta y cinco mil francos y no me desdigo.
    -Al menos volved a colocar el diamante en la sortija -dijo la Carconte con acritud.
    -Justo es -dijo el platero. Y volvió a engastar la piedra.
    -Bueno, bueno, bueno -dijo Caderousse, metiendo el estuche en el bolsillo-, a otro se lo venderemos.
    -Sí -repuso el platero-, pero no hará lo que yo. Otro no se contentará con los informes que me habéis dado. No es natural que un hombre como vos tenga diamantes de cuarenta y cinco mil francos. Avisará a los magistrados, tendrán que buscar al abate Busoni y los abates que dan diamantes de dos mil luises son raros. Lo primero que hará la justicia será mandaros a la cárcel, y si sois reconocido inocente, si os sacan de la cárcel al cabo de tres o cuatro meses, la sortija se habrá perdido, o bien os darán una piedra falsa que sólo valdrá tres francos en lugar de un diamante que valía cincuenta mil.
    Caderousse y su mujer se interrogaron con una mirada.
    No -dijo Caderousse-, no somos tan ricos que podamos perder cinco mil francos.
    -Como gustéis, amigo mío -dijo el platero-; sin embargo, como véis, había traído buena moneda.
    Y sacó de uno de sus bolsillos un puñado de oro que hizo brillar a los deslumbrados ojos del posadero, y del otro un paquete de billetes de banco. En el alma de Caderousse se estaba librando un rudo combate. Era evidente que para él aquel estuchito que daba vueltas en su mano no correspondía a la enorme suma que fascinaba sus ojos. Volvióse hacia su mujer, y le dijo en voz baja:
    -¿Tú qué dices?
    -Dáselo, dáselo -dijo ella-, si vuelve a Beaucaire sin el diamante nos denunciará, y según él dice, quién sabe si podremos encontrar al abate Busoni.
    -¡Pues bien!, sea -dijo Caderousse-. Tomad el diamante por cuarenta y cinco mil francos. Pero mi mujer quiere una cadena de oro y yo un par de hebillas de plata.
    El platero sacó de su bolsillo una cajita de plata larga y chata que contenía muchos objetos de los que habían pedido.
    -Tomad -dijo-, acabemos de una vez, elegid.
    La mujer escogió una cadena de oro que podía valer cinco luises, y el marido un par de hebillas de plata que valdrían quince francos.
    -Espero que no os quejaréis -dijo el platero.
    -Pero es que el abate había dicho que valía cincuenta mil francos -murmuró sordamente Caderousse.
    -¡Vamos, vamos! ¡Qué hombre éste! -replicó el joyero cogiéndole el diamante de las manos-, le doy cuarenta y cinco mil francos, dos mil quinientas libras de renta, es decir, una fortuna que yo quisiera tener para mí, ¡y aún no está contento!
    -¿Y dónde están los cuarenta y cinco mil francos?
    -Aquí -dijo el platero.
    Y contó sobre la mesa quince mil francos en oro y treinta mil en billetes de banco.
    -Aguardad a que encienda la lámpara -dijo la Carconte-, ya no se ve muy bien y nos podríamos equivocar.
    En efecto, durante esta discusión había ido oscureciendo y con la noche se acercaba rápidamente la tempestad. Oíase rugir sordamente el trueno a lo lejos, pero ni el platero, ni Caderousse, ni la Carconte, parecían ocuparse de ello, poseídos como estaban los tres de una avaricia diabólica.
    Yo mismo experimentaba una extraña fascinación a la vista de todo aquel oro y los billetes. Me parecía soñar, y como sucede en un sueño, me sentía clavado en el sitio donde estaba.
    Caderousse contó y volvió a contar el oro y los billetes, después los entregó a su mujer, la cual los contó y volvió a contar otra vez.
    Durante este tiempo el platero hacía brillar la joya a la luz de la lámpara, y el diamante arrojaba resplandores que le hacían olvidar los que, precursores de la tempestad, comenzaban a inflamar las ventanas.
    -¿Está bien la cuenta? -preguntó el joyero.
    -Sí -dijo Caderousse-, dame la cartera y busca un talego, Carconte.
    Esta se dirigió a un armario y volvió con una cartera vieja de cuero
    de la cual sacaron algunas cartas grasientas, en lugar de las cuales pusieron los billetes, y un talego que contenía dos o tres escudos de seis libras que, probablemente, componían toda la fortuna del miserable matrimonio.
    -¡Ea! -dijo Caderousse-, aunque nos hayáis dejado sin una docena de miles de francos tal vez, ¿queréis cenar con nosotros? Lo digo con buena voluntad.
    -Gracias -dijo el platero-, debe ser tarde y es preciso que vuelva a Beaucaire, pues mi mujer estaría inquieta -sacó su reloj y exclamó-: ¡Diantre!, las nueve y tardaré tres horas en ir a Beaucaire. Adiós, amigos míos, si vienen por ahí más abates Busoni, pensad en mí.
    -Dentro de ocho días ya no estaréis en Beaucaire -dijo Caderousse-, puesto que la feria concluye la semana que viene.
    -No, pero eso no importa. Escribidme a París al señor Joannés, Palms-Royal, galería de piedra, número 45. Haré expresamente un viaje si vale la pena.
    De repente brilló un relámpago tan intenso, que casi eclipsó la claridad de la lámpara, seguido de un formidable trueno.
    -¡Oh! -dijo Caderousse-. ¿Vais a partir con ese tiempo?
    -Yo no temo a los truenos -dijo el platero.
    -¿Y a los ladrones? -preguntó la Carconte-. Ahora durante la feria no está el camino muy seguro.
    -En cuanto a los ladrones -dijo Joannés-, estoy preparado contra ellos.
    Y sacó de su bolsillo un par de pistolas cargadas.
    -Veo que tenéis -dijo- un par de cachorros que ladran y muerden al mismo tiempo. ¿Los destináis a los dos primeros que tengan ganas de poseer vuestro diamante?
    Caderousse y su mujer cambiaron una mirada sombría. Parecía como si al mismo tiempo hubieran tenido algún terrible pensamiento.
    -Entonces, ¡buen viaje! -dijo Caderousse.
    -Gracias --dijo el platero.
    Cogió su bastón y salió.
    En el instante en que abrió la puerta, una bocanada de viento entró por ella violentamente, y poco faltó para que apagase la lámpara.
    -Quedaos -dijo Caderousse-, aquí dormiréis.
    -¡Oh! -dijo-, vaya un tiempo que va a hacer, y no será nada agradable caminar ahora dos leguas en despoblado.
    -Sí, quedaos -dijo la Carconte con voz trémula-, os cuidaremos mucho.
    -No, es preciso que vaya a dormir a Beaucaire. Adiós.
    Caderousse acercóse lentamente a la puerta.
    -No se ve el cielo ni la tierra -dijo el platero, ya fuera de la casa-, ¿sigo a la derecha o a la izquierda?
    -A la derecha --dijo Caderousse-, no os podéis perder. El camino está bordeado de árboles por ambos lados.
    -Bueno, ya lo he encontrado -dijo la voz cuyo eco se había perdido casi a lo lejos.
    -¡Cierra la puerta! -dijo la Carconte-, no me gusta la puerta abierta cuando truena.
    -Y cuando hay dinero en la casa, ¿no es verdad? -respondió Caderousse, dando dos vueltas a la llave.
    Entró, se dirigió al armario, sacó el talego y la cartera, y ambos volvieron a contar por tercera vez sus monedas de oro y sus billetes.
    Nunca he visto expresión semejante a la de aquellos dos rostros iluminados por la codicia. La mujer, sobre todo, estaba odiosa. El temblor febril que generalmente la animaba, había aumentado, su rostro se había vuelto lívido, sus ojos hundidos brillaban en el fondo de sus órbitas.
    -¿Por qué -preguntó ella con voz sorda- le ofreciste que se quedase a dormir?
    -¡Eh! -respondió Caderousse estremeciéndose-, para... que no tuviese la molestia de volver a Beaucaire.
    -¡Ah! -dijo la mujer con expresión imposible de describir-, yo creía que era para otra cosa.
    -¡Mujer! ¡Mujer! -exclamó Caderousse-, ¿por qué has de tener tales ideas, y por qué al tenerlas no las callas?
    -Es igual -dijo la Carconte después de un momento de silencio- tú no eres hombre.
    -¡Cómo! -exclamó Caderousse.
    -Si tú fueras hombre, ése no habría salido de aquí.
    -¡Mujer!
    -O bien, no hubiese llegado a Beaucaire.
    -¿Qué estás diciendo?
    -El camino hace un recodo, tiene que serguirlo, mientras que junto al canal hay otra senda mucho más corta.
    -Mujer, tú ofendes a Dios. Mira, escucha...
    En efecto, un relámpago azulado iluminó toda la sala, y un rayo descendió rápidamente y pareció alejarse con sentimiento de la casa maldita. En seguida se oyó un espantoso trueno.
    -¡ Jesús! -dijo la Carconte, santiguándose.
    En el mismo instante, y en medio del silencio de terror que sigue a la tormenta, se oyó llamar precipitadamente a la puerta.
    Caderousse y su mujer se estremecieron y se miraron espantados.
    -¡Quién es! -exclamó Caderousse levantándose y reuniendo en un montón el oro y los billetes esparcidos sobre la mesa, cubriéndolos con ambas manos.
    -¡Yo! -dijo una voz.
    -¿Quién sois vos?
    --¡Eh! ¡Qué diantre! ¡Joannés, el platero!
    -¿Qué lo parece? ¿No decías -replicó la Carconte con diabólica sonrisa- que yo ofendía a Dios...? ¡Pues mira, Dios nos lo envía!
    Caderousse cayó pálido y desfallecido sobre la silla. La Carconte, al contrario, se levantó, dirigióse a la puerta con paso firme y la abrió.
    -Entrad, querido señor Joannés -dijo.
    -¡A fe mía! -dijo el platero empapado de agua y sacudiéndose-, parece que el diablo no quiere que vuelva a Beaucaire esta noche. Nada, me habéis ofrecido hospitalidad, la acepto y he vuelto para pasar la noche en vuestra posada.
    Caderousse murmuró algunas palabras enjugándose el sudor que inundaba su frente. La Carconte cerró cuidadosamente y con llave la puerta detrás del platero.

    Capítulo sexto
    La lluvia de sangre
    Cuando el platero entró en la casa, echó una mirada interrogadora a su alrededor, pero nada parecía inspirarle sospechas.
    Caderousse tenía el oro y los billetes entre sus manos. La Carconte se mostraba risueña con su huésped, lo más amable que podía.
    -¡Ah!, ¡ah! -dijo el platero-, parece que temíais no haber contado bien, ¿estabais repasando vuestro tesoro después de mi partida?
    -No -dijo Caderousse-, pero el acontecimiento que nos ha hecho poseedores de él es tan inesperado, que cuando no tenemos a la vista la prueba material, creemos estar soñando.
    El platero se sonrió.
    -¿Tenéis viajeros en vuestra posada? -preguntó.
    -No -respondió Caderousse-, no duerme aquí nadie; estamos muy cerca de la ciudad y nadie se detiene en la posada.
    -Entonces, voy a causaros una gran molestia.
    -¿Vos? ¡Oh!, no, de ningún modo.
    -Veamos, ¿dónde me pondréis?
    -En el cuarto de arriba.
    -¿Pero no es el vuestro?
    -¡Oh!, no importa. Tenemos otra cama en la pieza que está al lado de ésa - y apagó la lámpara.
    Caderousse miró asombrado a su mujer. El platero se acercó a un poco de lumbre que había encendido la Carconte en la chimenea. Durante este tiempo, colocaba sobre una esquina de la mesa donde había extendido una servilleta, los restos de una cena, lo cual acompañó de dos o tres huevos frescos. Caderousse guardó de nuevo los billetes en su cartera, el oro en un talego y todo ello en el armario. Paseábase por la sala sombrío y pensativo, y levantando de vez en cuando la mirada sobre el platero, que estaba fumando delante del hogar, y que a medida que se secaba de un lado se volvía del otro.
    -¡Aquí! -dijo la Carconte, colocando una botella de vino sobre la mesa-, cuando queráis cenar, todo está a punto.
    -¿Y vos? -preguntó Joannés.
    -Yo no cenaré -respondió Caderousse.
    -Es que hemos comido tarde -apresuróse a decir la Carconte.
    -Luego, ¿voy a cenar solo? -dijo el platero.
    -Nosotros os serviremos -dijo la Carconte con una amabilidad que no le era habitual ni aun con los huéspedes que pagaban. De vez en cuando, Caderousse lanzaba a su mujer una mirada rápida como un relámpago. La tempestad continuaba.
    -¿Oís, oís? --dijo la Carconte-. Bien habéis hecho, a fe mía, en volver.
    -Lo cual no impide -dijo el joyero- que si durante mi cena se aplaca este temporal, me vuelva a poner en camino.
    -Este es el mistral -dijo Caderousse, dando un suspiro-, y me parece que lo tenemos hasta mañana.
    -¡Oh!, tanto peor para los que estén fuera --dijo el platero sentándose a la mesa.
    -Sí -replicó la Carconte-, mala noche les espera.
    El platero empezó a cenar y la Carconte siguió prodigándole los cuidados más atentos. Si el platero la hubiese conocido de antemano, tal cambio le hubiera asombrado, inspirándole algunas sospechas.
    En cuanto a Caderousse, no pronunciaba una palabra, seguía paseando y parecía no atreverse a mirar a su huésped. Cuando hobo terminado la cena, foe él mismo a abrir la puerta.
    -Creo que se calma la tempestad -dijo.
    Pero en este momento, como para desmentirle, un trueno terrible estremeció la casa y una bocanada de viento mezclada de lluvia entró y apagó la lámpara. Volvió a cerrar. La Carconte encendió un cabo de vela en la lumbre, que estaba extinguiéndose.
    -Mirad -dijo al platero-, debéis estar fatigado. Ya he puesto sábanas limpias en la cama, subid a acostaros y dormid bien.
    Joannés se quedó aún un instante para asegurarse de que el huracán no se calmaba, y cuando se cercioró de que los truenos y la lluvia iban en aumento, dio a sus huéspedes las buenas noches y subió la escalera. Pasaba por encima de mi cabeza, y yo sentía crujir cada escalón bajo sus pasos. La Carconte le siguió con una mirada ávida, mientras que, al contrario, Caderousse le volvió la espalda sin mirarle. Todos estos detalles que recordé después de algún tiempo, no me sorprendieron en el momento en que los presenciaba, nada era para mí más natural que lo que estaba pasando y excepto la historia del diamante, que me parecía un porn inverosímil, todo lo encontraba fundado.
    Así, pues, como me sentía extenuado de fatiga, resolví dormir algunas horas y alejarme a la mitad de la noche.
    En la pieta de encima, yo veía al platero tomar todas las disposiciones para pasar la mejor noche posible. Pronto la cama crujió bajo su cuerpo. Acababa de acostarse.
    Sentía que mis ojos se cerraban a pesar mío. Como no había concebido ninguna sospecha, no intenté luchar contra el sueño y eché una última ojeada a la cocina. Caderousse se hallaba sentado al lado de una larga mesa, sobre uno de esos bancos de madera que en las posadas de aldea reemplazan a la sillas. Me volvía la espalda, de suerte que no podia ver su fisonomía. Además, aun cuando hubiese estado en la posición contraria, me hubiera sido también imposible, porque tenía su cabeza sepultada entre sus manos.
    Su mujer le miró algún tiempo, se encogió de hombros y foe a sentarse frente a él. En este momento la moribunda llama encendió un leño seco que antes olvidara. Un resplandor más vivo iluminó aquel sombrío interior. La Carconte tenía los ojos fijos en su marido, y como éste permanecía en la misma posición, le vi extender un brazo hacia él y tocarle la frente con su descarnada mano.
    Caderousse se estremeció. Me pareció que la mujer movió los labios, pero sea que hablase bajo, o que mis sentidos estuviesen embotados por el sueño, sus palabras, si las pronunció, no llegaron a mis oídos. Todo lo veía al través de una densa niebla, y con esa duda precursora del sueño, durante la cual se cree comenzar a soñar. En fin, mis ojos se cerraron, y quedé completamente dormido.
    Hallábame en lo más profundo de mi sueño, cuando fui despertado por un pistoletazo seguido de un terrible grito. Algunos pasos vacilantes resonaron sobre el pavimento del cuarto, y una masa inerte fue a rodar a la escalera, justamente encima de mi cabeza. Aún no era yo dueño de mí mismo. Oía gemidos, muchos gritos ahogados como los que acompañan a una lucha. Un último grito, más prolongado que los demás, y que se trocó en gemido, me sacó completamente de mi letargo. Me incorporé, abrí los ojos, que no distinguieron nada en las tinieblas, y me llevé las manos a la frente, por la cual me parecía que caía de la escalera una lluvia tiba y abundante. A este espantoso ruido había sucedido un profundo silencio. Oí los pasos de un hombre que andaba sobre la pieza que estaba sobre mi cabeza. Sus pies hicieron crujir la escalera, el hombre descendió a la sala inferior, se acercó a la chimenea y encendió una luz.
    Era Caderousse.
    Tenía el rostro pálido y la camisa ensangrentada. Tan pronto como hubo encendido el cabo de vela, subió Caderousse rápidamente la escalera, y volví a oír sus pasos rápidos a inquietos. Al instante volvió a bajar. Llevaba en la mano el estuche, se aseguró de que el diamante estaba dentro, dudó en cuál de sus bolsillos lo guarría, y luego, no considerando el bolsillo bastante seguro, lo 1ió en su pañuelo encarnado y se lo ató al cuello. Luego corrió al armario, sacó de él sus billetes y su oro, metió los unos en el bolsillo de su pantalón y el otro en los del chaquetón, tomó dos o tres camisas, y lanzándose hacia la puerta, desapareció en la oscuridad. Entonces me di cuenta de todo claramente. Me eché en cara lo que había pasado como si yo hubiese sido el verdadero culpable. Me parecía oír gemidos, el desgraciado joyero no podía haber muerto. Tal vez socorriéndole estaba en mi poder reparar una parte del mal, no que había hecho, sino que había dejado hacer. Apoyé mi espalda contra una de aquellas tablas tan mal unidas que me separaban de la sala superior. Cedieron las tablas y me encontré ya en la casa.
    Corrí a tomar la lámpara y me lancé a la escalera. Un cuerpo la atravesaba a impedía el paso. Era el cadáver de la Carconte. El pistolezato que yo oyera había sido disparado sobre ella; tenía la garganta atravesada de parte a parte, y además de su doble herida que sangraba a borbotones, vomitaba sangre por la boca. Estaba muerta.
    Salté por encima de su cuerpo y entré en el cuarto. Este ofrecía el más espantoso desorden. Dos o tres muebles tirados por el suelo. Las sábanas a que se había agarrado el infeliz platero estaban fuera de la cama, éste estaba tendido con la cabeza apoyada en la pared, nadando en un mar de sangre que salía de tres anchas heridas recibidas en el pecho. En la cuarta había quedado un largo cuchillo de cocina, del que no se veía más que el mango. Tomé la segunda pistola, que no se había disparado, sin duda porque la pólvora estaba mojada. Me acerqué al platero; efectivamente, no estaba muerto. Al ruido que hice abrió los ojos, los fijó un momento en mí, movió los labios como si quisiese hablar y expiró.
    Este espantoso espectáculo me dejó aturdido. Al ver que no podía socorrer a nadie, no experimenté más necesidad que la de huir, y me precipité a la escalera, lanzando un grito de terror. En la sala interior había cinco o seis aduaneros y dos o tres gendarmes. Apoderáronse de mí; yo no opuse ninguna resistencia, no era dueño de mis sentidos. Procuré hablar y sólo pude lanzar algunos quejidos inarticulados.
    Vi que los aduaneros y los gendarmes me señalaban con el dedo. Me miré también, y me vi cubierto de sangre. Aquella lluvia tibia y abundante que había sentido caer sobre mí al través de los escalones era la sangre de la Carconte. Yo entonces mostré con el dedo el lugar donde estaba oculto.
    -¿Qué quiere decir? -preguntó un gendarme.
    Un aduanero fue a ver lo que era.
    -Quiere decir que ha pasado por aquí -respondió.
    Y diciendo esto, señaló el agujero por donde efectivamente había yo pasado. Entonces comprendí que me tomaban por el asesino. Recobré mí voz, mis fuerzas. Me desembaracé de las manos de los dos hombres que me sujetaban, exclamando:
    -¡No he sido yo! ¡No he sido yo!
    Dos gendarmes me apuntaron con sus carabinas.
    -¡Si haces un movimiento -dijeron-, eres muerto!
    -¡Os repito que yo no he sido! -exclamé.
    -Eso lo dirás a los jueces de Nimes -respondieron-. Entretanto síguenos, y si quieres hacer caso de nuestro consejo, no hagas resistencia alguna.
    No era ésta mi intención, estaba anonadado por la sorpresa y por el terror. Me pusieron esposas, me ataron a la cola de un caballo y me condujeron a Nimes.
    Me había seguido un aduanero que me perdió de vista en los alrededores de la casa. Sospechó que pasaría allí la noche, fue a avisar a sus compañeros, y llegaron justamente en el momento en que sonó el pistoletazo para pillarme en medio de tales pruebas de culpabilidad, de modo que al punto comprendí el trabajo que me costaría hacer brillar mi inocencia.
    Por lo tanto, lo primero que pedí al juez de instrucción fue que buscase por todas partes a cierto abate Busoni, que la mañana de aquel triste día se habría detenido en la posada del puente de Gard. Si Caderousse había inventado una historia, si el abate no existía, yo estaría seguramente perdido, a menos que Caderousse no fuese preso a su vez y todo lo confesase.
    Transcurrieron dos meses, durante los cuales, debo decirlo en alabanza de mi juez, se hicieron todas las pesquisas para hallar al abate que yo deseaba ver. Ya había perdido toda esperanza. Caderousse no había sido preso. Iba a ser juzgado en la primera sesión, cuando el ocho de septiembre, es decir, tres meses y cinco días después del acontecimiento, el abate Busoni, a quien yo ya no esperaba, se presentó en la cárcel diciendo que había sabido que un preso deseaba hablarle. Se había enterado de ello en Marsella y se apresuraba a complacerme.
    Ya comprenderéis con qué ansiedad le recibí. Le conté todo lo que había presenciado. Le conté también la historia del diamante. Contra lo que yo esperaba, era verdadera. Contra lo que yo esperaba también, creyó todo lo que le dije. Fue entonces cuando, seducido por su dulce caridad, habiendo yo conocido que estaba muy enterado de las costumbres de mi país, pensando que el perdón del único crimen que había cometido podía venir tal vez de sus labios tan caritativos, le referí, bajo el secreto de la confesión, la aventura de Auteuil con todos sus detalles. Lo que yo había hecho por un arrebato, obtuvo el mismo resultado que si hubiese sido hecho por cálculo. La confesión de este primer asesinato que yo no estaba obligado a confesarle, le demostró que no había cometido el segundo, y se separó de mí encargándome que esperase, y prometiéndome hacer todo lo que estuviera en su
    poder para convencer a los jueces de mi inocencia. Comprendí que efectivamente se había ocupado de mí cuando vi dulcificarse gradualmente mi prisión y supe que se iba a reunir el tribunal para juzgarme.
    Durante este intervalo, la Providencia permitió que Caderousse fuese preso en el extranjero y conducido a Francia. Todo lo confesó, culpando a su mujer de haber concebido el crimen, y de haberle instigado a él.
    Fue condenado a cadena perpetua, y yo puesto en libertad.
    -Y entonces -dijo Montecristo-, os presentasteis en mi casa con una carta del abate Busoni.
    -Sí, excelencia. Tomó por mí un visible interés. «Vuestro oficio de contrabandista os va a perder -me dijo-; si salís de aquí, dejadlo.»
    -Pero, padre mío, ¿cómo queréis que viva y mantenga a mi pobre hermana?
    -Uno de mis penitentes -me respondió- me estima sobremanera, y me ha encargado que le busque un hombre de confianza. ¿Queréis ser ese hombre? Os enviaré a él.
    -¡Oh!, padre mío -exclamé-, ¡cuánta bondad!
    -Pero, ¿me juráis que no tendré nunca que arrepentirme?
    Entonces extendí la mano, dispuesto a jurar.
    -Es inútil -dijo-, conozco y aprecio a los corsos, tomad mi recomendación.
    Y escribió algunos renglones que yo entregué, y por los cuales vuestra excelencia tuvo la bondad de tomarme a su servicio. Ahora pregunto con orgullo a vuestra excelencia: ¿ha tenido jamás alguna queja de mí...?
    -No -respondió el conde-, y lo confieso con placer, sois un buen servidor, Bertuccio, aunque sois poco amigo de confidencias.
    -¿Yo, señor conde?
    -Sí, vos. ¿Cómo es que tenéis una hermana y un hijo adoptivo, y nunca me habéis hablado del uno ni del otro?
    -¡Ay!, excelencia, es que aún tengo que contaros la parte más triste de mi vida. Marché a Córcega. Tenía muchos deseos de ver y consolar a mi pobre hermana, pero cuando llegué a Rogliano hallé la casa vacía. Había ocurrido una escena horrible, de la cual conservan aún memoria los vecinos. Mi pobre hermana, según mis consejos, resistía las exigencias de Benedetto, que quería que le diese a cada instante el dinero que había en la casa. Una mañana la amenazó y desapareció todo el día. La pobre Assunta lloró, porque tenía para el miserable un corazón de madre. Llegó la noche, y le esperó sin acostarse. Cuando a las once entró el muchacho con dos de sus amigotes, compañeros de todas sus locuras, entonces Assunta le tendió los brazos, pero se apoderaron de ella, y uno de los tres, creo que fue ese infernal Benedetto, dijo:
    -Señores, atormentémosla para ver si nos dice dónde tiene el dinero.
    Precisamente el vecino Basilio estaba en Bastia, y su mujer sola en la casa. Ninguno, excepto ella, podía ver ni oír lo que le ocurría a mi hermana. Dos de los muchachos detuvieron a la pobre Assunta, que no pudiendo creer en la posibilidad de tal crimen, se sonreía. El tercero fue a atrancar puertas y ventanas, después volvió, y reunidos los tres, ahogando los gritos que el terror le arrancaba ante estos preparativos más graves, acercaron los pies de Assunta al brasero para ver si de este modo lograban saber dónde tenía oculto nuestro pequeño tesoro. Pero en medio de la lucha prendió el brasero fuego a sus vestidos. Entonces soltaron a la infeliz para no quemarse ellos. Con sus vestidos inflamados corrió a la puerta, pero estaba cerrada. Lanzóse hacia la ventana, y también estaba cerrada. Entonces la vecina oyó gritos espantosos, era Assunta que pedía socorro. Pronto se ahogó su voz, los gritos se trocaron en gemidos y al día siguiente, después de una noche de terror y de angustias, cuando la mujer de Basilio se atrevió a salir de su casa, y el juez mandó abrir la puerta de la nuestra, encontraron a Assunta medio quemada, pero respirando aún. Los armarios abiertos y el dinero había desaparecido.
    En cuanto a Benedetto, salió de Rogliano para no volver jamás. Desde este día no le he vuelto a ver y tampoco he oído hablar de él.
    Tras haberme enterado de estas noticias -prosiguió Bertucciofue cuando me dirigí a vuestra excelencia. No tenía que hablaros de Benedetto puesto que había desaparecido, ni de mi hermana, puesto que había muerto.
    -¿Y qué habéis pensado de ese suceso? -preguntó Montecristo.
    -Que era castigo del crimen que había cometido -respondió Bertuccio-. ¡Ah, esos Villefort son una raza maldita!
    -Eso mismo creo -murmuró el conde con acento lúgubre.
    -Y ahora vuestra excelencia comprenderá que esta casa que no he visto hace tanto tiempo, que este jardín donde me he encontrado de repente, que este sitio donde maté a un hombre, han podido causarme estas sombrías emociones, cuyo origen habéis querido saber, porque al fin, yo no estoy seguro de que aquí, delante de mí, no esté enterrado el señor de Villefort en la fosa que él mismo cavó para su hijo.
    -Desde luego, todo es posible -dijo Montecristo levantándose del banco donde estaba sentado-, aun cuando -añadió más bajo-,
    el procurador del rey no haya muerto. El abate Busoni ha hecho bien en enviaros a mí y vos en contarme vuestra historia, porque ya no tendré malos pensamientos respecto a este asunto. En cuanto a ese tan mal llamado Benedetto, ¿no habéis procurado saber su paradero, ni lo que ha sido de él?
    -Jamás. Si yo hubiese sabido dónde estaba, en lugar de ir en su busca, hubiera huido de él como de un monstruo. No; felizmente, jamás he oído hablar de él, supongo que habrá muerto.
    -No lo creáis, Bertuccio -dijo el conde-, los malos no mueren así, porque Dios parece protegerlos para hacerlos instrumentos de sus venganzas.
    -Es posible --dijo Bertuccio--. Pero todo lo que pido al cielo, es no volverle a ver jamás. Ahora --continuó el mayordomo bajando la cabeza-, ya lo sabéis todo, señor conde. Sois mi juez en la tierra como Dios lo será en el cielo. ¿No me diréis alguna palabra de consuelo?
    -Tenéis razón, en efecto, y puedo deciros lo que .os diría el abate Busoni. Ese a quien habéis dado muerte, ese Villefort, merecía un castigo por lo que a vos os había hecho y tal vez por ,otra cosa. Benedetto, si vive, servirá, como os he dicho, para alguna -venganza divina; después será castigado a su vez.
    En realidad, en cuanto a vos no tenéis que echaros .en cara más que una cosa: Acusaos de que habiendo salvado la vida a ese niño, no le devolvisteis a su madre. Ahí está .el crimen, Bertuccio.
    -Sí, señor; ahí está el crimen y el verdadero crimen, porque he obrado muy mal en eso. Una vez devuelta la vida al niño, no tenía más que una cosa que hacer, y era mandarlo a su madre.
    Mas para eso tenía que hacer pesquisas, llamar la atención, entregarme tal vez, y yo no quería morir. Deseaba la vida por mí hermana, por mi amor propio de salir victorioso de una venganza. Y .después, tal vez deseaba la vida por el mismo amor de la vida. ¡Oh! ¡Yo no soy tan valiente como mi hermano!
    Bertuccio ocultó el rostro entre sus manos, y Montecristo fijó sobre él una larga a indefinible mirada, después de .un instante .de silencio, que la hora y el lugar hacían todavía más solemnes.
    -Para terminar debidamente esta conversación, que será la última sobre tales aventuras, señor Bertuccio --dijo el conde son ua -acento de melancolía que no le era habitual-, recordad bien mis palabras, varias veces las lse üído pronunáiat al abate Busvni. Todo mal tiene dos remedios, e1 tiempo y el silencio. Ahora, señor Bertntceio., dejadme pasear un instante .por este jardín. Lo que tanto os afecta a vos, actor de esa terrible escena será para mí una sensación casi dulce, y que doblará el precio a esta propiedad. Los árboles, señor Bertuccio, no gustan sino porque hacen sombra, y la sombra no gusta sino porque está llena de fantasmas y visiones. Por lo tanto, he comprado un jardín creyendo comprar un simple huertecillo rodeado de cuatro tapias y nada más. De repente este huertecillo se trueca en un jardín lleno de fantasmas que no estaban en el contrato... Ahora bien, a mí me agradan los fantasmas, nunca he oído decir que los muertos hayan hecho en seis mil años tanto daño como los vivos en un solo día. Volved a la casa, señor Bertuccio, y dormid tranquilo. Si vuestro confesor en la última hora es menos indulgente que lo fue el abate Busoni, mandadme llamar, si aún existo en el mundo, y os diré palabras que mecerán dulcemente vuestra alma en el momento en que esté pronta a ponerse en camino para emprender ese penoso viaje que llaman de eternidad.
    Bertuccio se inclinó respetuosamente ante el conde, y se alejó dando un suspiro.
    Montecristo se quedó solo, y dando cuatro pasos hacia adelante, murmuró:
    -Aquí, junto a ese plátano, la fosa donde fue depositado el niño; allí abajo, la puertecita por la cual se entraba al jardín; en aquel ángulo la escalera secreta que conduce a la alcoba. No creo tener necesidad de escribir esto en mi cartera, porque aquí tengo a mi vista, a mi alrededor, a mis pies, todo el plano en relieve.
    Cuando el conde hubo dado la última vuelta por el jardín, fue a buscar su carruaje. Bertuccio, que le veía pensativo, subió al pescante, al lado del cochero, sin decir una sola palabra. Tomó el camino de París.
    Aquella misma noche, cuando llegó a la casa de los Campos Elíseos, el conde de Montecristo examinó toda la morada como hubiera podido hacerlo un hombre familiarizado con ella ya muchos años. Ni una sola vez abrió una puerta por otra, y no siguió una escalera o un corredor que no le condujese donde quería ir.
    Alí le acompañaba en esta revista nocturna. El conde dio a Bertuccio muchas órdenes concernientes al adorno o la nueva distribución de las habitaciones, y sacando su reloj dijo al negro:
    -Son las once y media. Haydée no puede tardar en llegar. ¿Habéis mandado avisar a las doncellas francesas?
    Alí extendió la mano hacia la habitación destinada a la bella griega, y que estaba de tal modo aislada, que ocultando la puerta detrás de una colgadura, se podía visitar la casa sin sospechar que hubiese allí un salón y dos cuartos habitados. Alí, repetimos, extendió la mano hacia la habitación, señalando el número tres con los dedos de su
    mano izquierda, y sobre la palma de esta misma mano, apoyando su cabeza, cerró los puños.
    -¡Ah! -dijo Montecristo, habituado a este lenguaje-,son tres y esperan en la alcoba, ¿no es verdad?
    -Sí -expresó Alí bajando la escalera.
    -La señora estará fatigada esta noche -continuó Montecristo-, y sin duda querrá dormir. Que no la hagan hablar; las camareras francesas no harán más que saludar a su nueva señora y retirarse. Velaréis por que la doncella griega no se comunique con las camareras francesas.
    Alí se inclinó.
    Pocos minutos después oyéronse voces como de anuncio a la reja y ésta se abrió. Un carruaje rodó por la calle de árboles y se paró delante de la escalera. El conde bajó de su cuarto para recibir a la persona que salía del carruaje, y dio la mano a una joven envuelta en una especie de capuchón de seda verde, bordado de oro, que le cubría la cabeza. La joven tomó la mano que le presentaban, la besó con cierto amor, mezclado de respeto, y algunas palabras fueron cambiadas con ternura de parte de la joven y con dulce gravedad de parte del conde de Montecristo.
    Entonces, precedida de Alí, que llevaba una antorcha de cera color de rosa, la joven, que no era otra que la bella griega, compañera habitual de Montecristo en Italia, fue conducida a su habitación, y poco después el conde se retiró al pabellón que le estaba reservado.
    A las doce y media de la noche todas las luces estaban apagadas en la casa, y hubiérase podido creer que todo el mundo dormía.
    Al día siguiente, a las dos de la tarde, una carretela tirada por dos magníficos caballos ingleses, se paró delante de la puerta de Montecristo. Un hombre vestido de frac azul, con botones de seda del mismo color, chaleco blanco adornado por una enorme cadena de oro y pantalón color de nuez, con cabellos tan negros y que descendían tanto sobre las cejas que se hubiera podido dudar fuesen naturales, por lo poco en consonancia que estaban con las arrugas inferiores que no podían ocultar, un hombre, en fin, de cincuenta a cincuenta y cinco años, y que quería aparentar cuarenta, asomó su cabeza por la ventanilla de su carretela, sobre la portezuela de la cual veíase pintada una corona de barón, y mandó a su groom que preguntase al portero si estaba en casa el señor conde de Montecristo.
    Mientras tanto, este hombre examinaba con una atención tan minuciosa que casi era impertinente, el exterior de la casa, lo que se podía distinguir del jardín y la librea de algunos criados que iban y venían de un lado a otro. La mirada de este hombre era viva, pero astuta.
    Sus labios, tan delgados que más bien parecían entrar en su boca que salir de ella, lo prominente de los pómulos, señal infalible de astucia, su frente achatada, todo contribuía a dar un aire casi repugnante a la fisonomía de este personaje, muy recomendable a los ojos del vulgo por sus magníficos caballos, el enorme diamante que llevaba en su camisa, y la cinta encarnada que se extendía de un ojal a otro de su frac.
    El groom llamó a los cristales del cuarto del portero y preguntó:
    -¿Es aquí donde vive el señor conde de Montecristo?
    -Aquí vive su excelencia -respondió el portero-, pero... -y consultó a Alí con una mirada.
    Ali hizo una seña negativa.
    -¿Pero qué...? -preguntó el groom
    -Su excelencia no está visible -respondió el portero.
    -Entonces, tomad la tarjeta de mi amo, el señor barón Danglars. La entregaréis al conde de Montecristo, y le diréis que al ir a la Cámara, mi amo se ha vuelto para tener el honor de verle.
    -Yo no hablo a su excelencia -dijo el portero-; su ayuda de cámara le pasará el recado.
    El groom se volvió al carruaje.
    -¿Qué hay? -preguntó Danglars.
    El groom, bastante avergonzado de la lección que había recibido, llevó a su amo la respuesta que le había dado el portero.
    -¡Oh!-dijo Danglars-. ¿Acaso ese caballero es algún príncipe para que le llamen excelencia y para que sólo su ayuda de cámara pueda hablarle? No importa, puesto que tiene un crédito contra mí, será menester que yo lo vea cuando quiera dinero.
    Y el banquero se recostó en el fondo de su carruaje gritando al cochero de modo que pudieran oírle del otro lado del camino:
    -A la Cámara de los Diputados.
    A través de una celosía de su pabellón, el conde de Montecristo, avisado a tiempo, había visto al barón con la ayuda de unos excelentes anteojos, con una atención no menor que la que el señor Danglars había puesto en examinar la casa, el jardín y las libreas.
    -Decididamente -dijo con un gesto de disgusto, haciendo entrar los tubos de sus anteojos en sus fundas de marfil-, decididamente es una criatura fea ese hombre, ¡cómo se reconoce en él a primera vista a la serpiente de frente achatada y al buitre de cráneo redondo y prominente!
    -¡Alí! -gritó, y dio un golpe sobre el timbre.
    Alí acudió inmediatamente.
    -Llamad a Bertuccio.
    En este momento entró Bertuccio.
    -¿Preguntaba por mí vuestra excelencia? -dijo el mayordomo.
    -Sí -dijo el conde-. ¿Habéis visto los caballos que acaban de pasar por delante de mi puerta?
    -Sí, excelencia, son hermosos.
    -Entonces -dijo Montecristo frunciendo las cejas-, ¿cómo se explica que habiéndoos pedido los dos caballos más hermosos de París, resulta que hay en el mismo París otros dos tan hermosos como los míos y no están en mi cuadra?
    Al fruncimiento de cejas y a la severa entonación de esta voz, Alí bajó la cabeza y palideció.
    -No es culpa tuya, buen Ali -dijo en árabe el conde con una dulzura que no se hubiera creído poder encontrar ni en su voz ni en su rostro--. Tú no entiendes mucho de caballos ingleses.
    Las facciones de Alí recobraron la serenidad.
    -Señor conde -dijo Bertuccio-, los caballos de que me habláis no estaban en venta.
    Montecristo se encogió de hombros.
    -Sabed, señor mayordomo -dijo-, que todo está siempre en venta para quien lo paga bien.
    -El señor Danglars pagó dieciséis mil francos por ellos, señor conde.
    -Pues bien, se le ofrecen treinta y dos mil, es banquero, y un banquero no desperdicia nunca una ocasión de duplicar su capital.
    -¿Habla en serio el señor conde? -preguntó Bertuccio.
    Montecristo miró a su mayordomo como asombrado de que se atreviese a hacerle esta pregunta.
    -Esta tarde -dijo-, tengo que hacer una visita, quiero que esos dos caballos tiren de mi carruaje con arneses nuevos.
    Bertuccio se retiró saludando, y al llegar a la puerta, se detuvo:
    -¿A qué hors -dijo- piensa hacer esa visita su excelencia?
    -Alas cinco -dijo Montecristo.
    -Deseo indicar a vuestra excelencia -dijo tímidamente el mayordomo- que son las dos.
    -Lo sé -limitóse a responder Montecristo, y volviéndose luego hacia Alí, le dijo: '
    -Haced pasar todos los caballos por delante de la señora -añadió--, que ells escoja el tiro que más le convenga, y que mande decir si quiere comer conmigo. En tal caso se servirá la comida en su habitación; andad, cuando bajéis me enviaréis el ayuda de cámara.
    Apenas había desaparecido Alí, entró el ayuda de cámara.
    -Señor Bautista -dijo el conde-, hace un año que estáis a mi servicio, es el tiempo de prueba que yo pongo a mis criados: Me convenís.
    Bautista se inclinó.
    -Ahora hace falta saber si yo os convengo a vos.
    -¡Oh, señor conde! -se apresuró a decir Bautista.
    -Escuchadme bien -repuso el conde-. Vos ganáis quinientos francos al año. Es decir, el sueldo de un oficial que todos los días arriesga su vida. Tenéis una mesa como desearían muchos jefes de oficina, infinitamente mucho más atareados que vos. Criados que cuiden de vuestra ropa y de vuestros efectos. Además de vuestros quinientos francos de sueldo, me robáis con las compras de mi tocador y otras cosas..., casi otros quinientos francos al año.
    -¡Oh, excelencia!
    -No me quejo de ello, señor Bautista, es muy lógico; sin embargo, deseo que eso se quede así; en ninguna parte encontraríais una colocación semejante a la que os ha deparado la suerte. Nunca maltrato a mis criados, no juro, no me encolerizo jamás. Perdono siempre un error, pero nunca un descuido o un olvido. Mis órdenes son generalmente cortas, pero claras y terminantes. Mejor quiero repetirlas dos veces y aun tres, que verlas mal interpretadas. Soy lo suficientemente rico para saber todo lo que quiero saber, y soy muy curioso, os lo prevengo. Si supiese que habéis hablado bien o mal de mí, comentado mis acciones, procurado saber mi conducta, saldríais de mi casa al instante. Jamás advierto las cosas más que una vez; ya estáis advertido, adiós.
    -A propósito -añadió el conde-, olvidaba deciros que cada año aparto cierta suma para mis criados. Los que despido pierden este dinero, que redunda en provecho de los que se quedan, que tendrán derecho a ella después de mi muerte. Ya hace un año que estáis en mi casa, vuestra fortuna ha empezado, continuadla.
    Estas últimas palabras, pronunciadas delante de Alí, que permaneció impasible, puesto que no comprendía una palabra de francés, produjeron en Bautista un efecto fácil de comprender para todos los que han estudiado un poco la sicología del criado francés.
    -Procuraré conformarme en todo con los deseos de vuestra excelencia -dijo-; por otra parte, tomaré por modelo al señor Alí.
    -¡Oh, no, no -dijo el conde con frialdad marmórea-. Alí tiene muchos defectos mezclados con sus cualidades. No le toméis por modelo, porque Alí es una excepción; no tiene sueldo; no es un criado, es mi esclavo, es... mi perro. Si faltase a su deber, no le echaría de casa, le mataría.
    Bautista abrió desmesuradamente los ojos.
    -¿Lo dudáis? -dijo Montecristo.
    Y repitió en árabe a Alí las mismas palabras que acababa de decir en francés a Bautista.
    Alí las escuchó y se sonrió. Luego se acercó a su amo, hincó una rodilla en tierra y le besó respetuosamente la mano. Esta pantomima, que sirvió de lección a Bautista, le dejó sumamente estupefacto.
    El conde hizo seña de que saliera y a Alí que le siguiese. Ambos pasaron a su gabinete y allí hablaron durante un buen rato. A las cinco el conde hizo sonar tres veces el timbre. Un golpe llamaba a Alí, dos a Bautista y tres a Bertuccio. El mayordomo entró.
    -Mis caballos-dijo Montecristo.
    -Ya están enganchados, excelencia -respondió Bertuccio-. ¿Acompaño al señor conde?
    -No El cochero, Bautista y Alí, nada más.
    El conde descendió y vio enganchados a su carruaje los caballos que había admirado por la mañana en el de Danglars.
    Al pasar junto a ellos, les dirigió una ojeada.
    -Son hermosos realmente -dijo-, y habéis hecho bien en comprarlos, pero ha sido un poco tarde.
    -Excelencia -dijo Bertuccio-, mucho trabajo me ha costado poseerlos, y me han costado muy caros.
    -¿Son por eso menos bellos? -preguntó el conde, encogiéndose de hombros.
    -Si vuestra excelencia está satisfecho -dijo Bertuccio-, no hay más que decir. ¿Dónde va vuestra excelencia?
    -A la calle de la Chaussée d'Antin, a casa del barón de Danglars.
    Esta conversación tenía lugar en medio de la escalera. Bertuccio dio un paso para bajar el primero.
    -Esperad -dijo Montecristo deteniéndole-. Necesito un terreno en la orilla del mar, en Normandía, por ejemplo, entre El Havre y Bolonia. Os doy tiempo, como veis. Es preciso que esta propiedad tenga un pequeño puerto, una bahía, donde pueda abrigarse mi corbeta. El buque estará siempre pronto a hacerse a la mar a cualquier hora del día o de la noche que a mí me plazca dar la señal. Os informaréis en casa de todos los notarios acerca de una propiedad con las condiciones que os he dicho. Cuando sepáis algo iréis a visitarla, y si os agrada la compraréis a vuestro nombre. La corbeta debe estar en dirección a Fecamp, ¿no es así?
    -La misma noche que salimos de Marsella la vi darse a la vela.
    -¿Y el yate?
    -Tiene orden de permanecer en las Martigues.
    -¡Bien!, os corresponderéis de vez en cuando con los dos patrones que la mandan, a fin de que no se duerman.
    -Yen cuanto al barco de vapor...
    -¿Que está en Chalons?
    -Sí.
    -Las mismas órdenes que para los otros dos buques.
    -¡Bien!
    -Tan pronto como hayáis comprado esa propiedad, tendré entonces postas de diez en diez leguas, en el camino del norte y en el camino del mediodía.
    -Vuestra excelencia puede contar conmigo.
    El conde hizo un movimiento de satisfacción, descendió los escalones, subió a su carruaje, que arrastrado al trote del magnífico tiro, no se detuvo hasta la casa del banquero.
    Danglars presidía una comisión nombrada para un ferrocarril, cuando le anunciaron la visita del conde de Montecristo. Por otra parte, la sesión estaba terminando.
    Al oír el nombre del conde, se levantó.
    -Señores -dijo, dirigiéndose a sus colegas, de los cuales muchos eran respetables miembros de una a otra Cámara-, perdonadme si os dejo así, pero imaginaos que la casa de Thomson y French de Roma me dirige un cierto conde de Montecristo, abriéndole un crédito ilimitado en mi casa. Es la broma más chistosa que han hecho conmigo mis corresponsales del extranjero. Ya comprenderéis, esto me picó la curiosidad, me pasé esta mañana por la casa del pretendido conde, pues si lo era en efecto, ya os figuraréis que no sería tan rico. El señor conde no está visible, respondieron a mis criados. ¿Qué os parece? ¿No son maneras de un príncipe o de una linda señorita las del conde de Montecristo? Por otra parte, la casa situada en los Campos Elíseos me ha causado muy buena impresión. Pero, ¡vaya!, un crédito ilimitado -añadió Danglars riendo con su astuta sonrisa- hace exigente al banquero en cuya casa está abierto el crédito. Tengo deseos de ver a nuestro hombre. No saben aún con quién van a toparse.
    Dichas estas palabras, con un énfasis que hinchó las narices del barón, se separó de sus colegas y pasó a un salón forrado de raso y oro, y del cual se hablaba mucho en la Chaussée d'Antin.
    Aquí mandó introducir al conde a fin de deslumbrarlo al primer golpe.
    El conde estaba en pie, contemplando algunas copias de Albano y del Fattore, que habían hecho pasar al banquero por originales, y que hacían muy poco juego con los adornos dorados y diferentes colores del techo y de los ángulos del salón.
    Al oír los pasos de Danglars, el conde se volvió. Danglars saludó ligeramente con la cabeza, a hizo señal al conde de que se sentase en un sillón de madera dorado con forro de raso blanco bordado de oro.
    El conde se acomodó en el sillón.
    -¿Es al señor de Montecristo a quien tengo el honor de hablar?
    -¿Y yo -replicó el conde-, al señor barón Danglars, caballero de la Legión de Honor, miembro de la Cámara de los Diputados?
    Montecristo hacía la nomenclatura de todos los títulos que había leído en la tarjeta del barón.
    Danglars sonrió la pulla y se mordió los labios.
    -Disculpadme, caballero -dijo-, si no os he dado el título con que me habéis sido anunciado, pero, bien lo sabéis, vivo en tiempo de un gobierno popular y soy un representante de los intereses del pueblo.
    -Es decir -respondió Montecristo-, que conservando la costumbre de haceros llamar barón, habéis perdido la de llamar conde a los otros.
    -¡Ah! , tampoco lo hago conmigo -respondió cándidamente Danglars-, me han nombrado barón y hecho caballero de la Legión de Honor por algunos servicios, pero...
    -¿Pero habéis renunciado a vuestros títulos, como hicieron otras veces los señores de Montmorency y de Lafayette? ¡Ah!, ése es un buen ejemplo, caballero.
    -No tanto -replicó Danglars desconcertado-, pero ya comprenderéis, por los criados...
    -Sí, sí, os llamáis Monseñor para los criados, para los periodistas caballero, y para los del pueblo, ciudadano. Son matices muy aplicables al gobierno constitucional. Lo comprendo perfectamente.
    Danglars se mordió los labios, vio que no podía luchar con Montecristo en este terreno, y procuró hacer volver la cuestión al que le era más familiar.
    -Señor conde -dijo el banquero inclinándose-, he recibido una carta de aviso de la casa de Thomson y French.
    -¡Oh!, señor barón, permitidme que os llame como lo hacen vuestros criados, es una mala costumbre que he adquirido en países donde hay todavía barones, precisamente porque ya no se conceden esos títulos. Me alegro mucho, así no tendré necesidad de presentarme yo mismo, lo cual siempre es embarazoso. ¿Decíais que habíais recibido una carta de aviso?
    -Sí -respondió Danglars-, pero os confieso que no he comprendido bien el significado del mismo.
    -¡Bah!
    -Y aun había tenido el honor do algunas explicaciones.
    -Decid, señor barón, os escucho, y estoy pronto a contestaros.
    -Esta carta -repuso Danglars-, la tengo aquí según creo -y registró su bolsillo-; sí, aquí está. Esta carta abre al señor conde de Montecristo un crédito ilimitado contra mi casa.
    -¡Y bien!, señor barón, ¿qué es lo que no entendéis?
    -Nada, caballero, pero la palabra ilimitado...
    -¿Qué tiene? ¿No es francesa...?, ya comprendéis que son anglosajones los que la escriben.
    -¡Oh!, desde luego, caballero, y en cuanto a la sintaxis no hay nada que decir, pero no sucede lo mismo en cuanto a contabilidad.
    -¿Acaso la casa de Thomson y French -preguntó Montecristo con el aire más sencillo que pudo afectar- no es completamente sólida, en vuestro concepto, señor barón? ¡Diablo! Esto me contraría sobremanera, porque tengo algunos fondos colocados en ella.
    -¡Ah. .. ! Completamente sólida -respondió Danglars con una sonrisa burlona-, pero el sentido de la palabra ilimitado, en negocios mercantiles, es tan vago...
    -Como ilimitado, ¿no es verdad? -dijo Montecristo.
    -Justamente, caballero, eso quería decir. Ahora bien, lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la duda, abstente.
    -Lo cual quiere decir -replicó Montecristo- que si la casa Thomson y French está dispuesta a hacer locuras, la casa Danglars no lo está a seguir su ejemplo.
    -¿Cómo, señor conde?
    -Sí, sin duda alguna. Los señores Thomson y French efectúan los negocios sin cifras, pero el señor Danglars tiene un límite para los suyos, es un hombre prudente, como decía hace poco.
    -Nadie ha contado aún mi caja, caballero -dijo orgullosamente el banquero.
    -Entonces -dijo Montecristo con frialdad-, parece que seré yo el primero.
    -¿Quién os lo ha dicho?
    -Las explicaciones que me pedís, caballero, y que se parecen mucho a indecisiones.
    Danglars se mordió los labios; era la segunda vez que le vencía aquel hombre y en un terreno que era el suyo. Su política irónica era afectada y casi rayaba en impertinencia.
    pasar a vuestra casa para pediros
    Montecristo, al contrario, se sonreía con gracia, y observaba silenciosamente el despecho del banquero.
    -En fin -dijo Danglars después de una pausa-, voy a ver si me hago comprender suplicándoos que vos mismo fijéis la suma que queréis que se os entregue.
    -Pero, caballero -replicó Montecristo, decidido a no perder una pulgada de terreno en la discusión-, si he pedido un crédito ilimitado contra vos es porque no sabía exactamente qué sumas necesitaba.
    El banquero creyó que había llegado el momento de dar el golpe final. Recostóse en su sillón y con una sonrisa orgullosa dijo:
    -¡Oh!, no temáis excederos en vuestros deseos. Pronto os convenceréis de que el caudal de la casa de Danglars, por limitado que sea, puede satisfacer las mayores exigencias, y aunque pidieseis un millón...
    -¿Cómo? -preguntó Montecristo.
    -Digo un millón -repitió Danglars con el aplomo que da la insensatez.
    -¡Bah! ¡Bah! ¿Y qué haría yo con un millón? -dijo el conde-. ¡Diablo!, caballero, si no hubiese necesitado más, no me hubiera hecho abrir en vuestra casa un crédito por semejante miseria. ¡Un millón! Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje.
    Y Montecristo extrajo de un tarjetero dos billetes de quinientos mil francos cada uno al portador sobre el Tesoro.
    Preciso era atacar de este modo a un hombre como Danglars. El golpe hizo su efecto, el banquero se levantó estupefacto. Abrió suS ojos, cuyas pupilas se dilataron.
    -Vamos, confesadme -dijo Montecristo- que desconfiáis de la casa Thomson y French. ¡Oh!, ¡nada más sencillo! He previsto el caso, y aunque poco entendedor en esta clase de asuntos, tomé mis precauciones. Aquí tenéis otras dos cartas parecidas a la que os está dirigida. La una es de la casa de Arestein y Eskcles, de Viena, contra el señor barón de Rothschild; la otra es de la casa de Baring, de Londres, contra el señor Lafitte. Decid una palabra, caballero, y os sacaré del cuidado presentándome en una o en otra de esas dos casas.
    Ya no cabía la menor duda. Danglars estaba vencido. Abrió con un temblor visible las cartas de Alemania y Londres, que le presentaba el conde con el extremo de los dedos, y comparó las firmas con una minuciosidad impertinente.
    -¡Oh!, caballero, aquí tenéis tres firmas que valen bastantes millones -dijo Danglars-. ¡Tres créditos ilimitados contra nuestras tres casas! Perdonadme, señor conde, pero aunque soy desconfiado, no puedo menos de quedarme atónito.
    -¡Oh!, una casa como la vuestra no se asombra tan fácilmente -dijo Montecristo con mucha diplomacia-; así pues pido permiso para enseñaros mi galería. Todos son antiguos, de los mejores maestros, no soy aficionado a la escuela moderna.
    viarme algún dinero, ¿no es verdad? -Es verdad, caballero, porque todos adolecen de un gran defecto:
    -Hablad, señor conde, estoy a vuestras órdenes. les falta tiempo para ser antiguos.
    -¡Pues bien! -replicó Montecristo-, ahora que nos entendemos, porque nos entendemos, ¿no es así?
    Danglars hizo un movimiento de cabeza afirmativo.
    -¿Y ya no desconfiáis en absoluto? -insistió Montecristo.
    -¡Oh!, señor conde -exclamó el banquero-, jamás he desconfiado.
    -Deseabais una prueba, nada más. ¡Pues bien! -repitió el conde-,ahora que nos entendemos, ahora que no abrigáis desconfianza, fijemos, si queréis, una suma general para el primer año, por ejemplo, seis millones.
    -¡Seis millones! -exclamó Danglars sofocado.
    -Si necesito más -repuso Montecristo despectivamente-, os pediré más, pero no pienso permanecer más de un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho... ; en fin, allá veremos... Para empezar, hacedme el favor de mandarme quinientos mil francos mañana; estaré en casa hasta mediodía, y por otra parte, si no estuviese, dejaré un recibo a mi mayordomo.
    -El dinero estará en vuestra casa mañana a las diez de la mañana, señor conde -respondió Danglars-; ¿queréis oro, billetes de banco, o plata?
    -Oro y billetes por mitad.
    Dicho esto, el conde se levantó.
    -Debo confesaros una cosa, señor conde -dijo Danglars-; creía tener noticias de todas las mejores fortunas de Europa, y, sin embargo, la vuestra, que me parece considerable, lo confieso, me era enteramente desconocida, ¿es reciente?
    -Al contrario -respondió Montecristo-, es muy antigua, era una especie de tesoro de familia, al cual estaba prohibido tocar, y cuyos intereses acumulados triplicaron el capital. La época fijada por el testador concluyó hace algunos años solamente, y después de algunos años use de ella. Respecto a este punto, es muy natural vuestra ignorancia. Por otra parte, dentro de algún tiempo la conoceréis mejor.
    Y el conde acompañó estas palabras de una de aquellas sonrisas que tanto terror causaban a Franz d'Epinay.
    -Con vuestros gustos y vuestras intenciones, caballero -continuó Danglars-, vais a desplegar en la capital un lujo que nos va a eclipsar a nosotros, pobres millonarios. No obstante, como me parecéis bastante inteligente, porque cuando entré mirabais mis cuadros.
    -Podré mostraros algunas estatuas de Thorwaldsen, de Bartolini, de Canova, todos artistas extranjeros. Como veis, yo no aprecio a los artistas franceses.
    -Tenéis derecho para ser injusto con ellos, caballero, porque son vuestros compatriotas.
    -Sin embargo, lo dejaremos todo eso para más tarde. Por hoy me contentaré, si lo permitís, con presentaros a la señora baronesa de Danglars. Dispensadme que me dé tanta prisa, señor conde, pero tal diente debe considerarse mmo de la familia.
    Montecristo se inclinó, dando a entender que aceptaba el honor que le hacía el banquero.
    Danglars tiró del cordón de la campanilla, y se presentó un lacayo vestido con una bordada librea.
    -¿Está en su cuarto la señora baronesa? -preguntó Danglars.
    -Sí, señor barón -respondió el lacayo.
    -¿Sola?
    -No; está con una visita.
    -¿No será indiscreción presentaros delante de alguien, señor conde? ¿No guardáis incógnito?
    -No, señor barón -dijo sonriendo Montecristo-, de ningún modo.
    -¿Y quién está con la señora...? El señor Debray, ¿eh? -preguntó Danglars con un acento bondadoso que hizo sonreír al conde de Montecristo, informado ya de los secretos de familia del banquero.
    -Sí, señor barón, el señor Debray -respondió el lacayo.
    Danglars ordenó que saliera.
    Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:
    -El señor Luciano Debray es un antiguo amigo nuestro, secretario íntimo del Ministro del Interior. En cuanto a mi mujer, es una señorita de Servières, viuda del coronel marqués de Nargonne.
    -No tengo el honor de conocer a la señora baronesa de Danglars, pero no me ocurre lo mismo con el señor Luciano Debray.
    -¡Bah! -dijo Danglars-. ¿Dónde...?
    -En casa del señor de Morcef.
    -¡Ah! ¿Conocéis al vizcondesito? -dijo Danglars.
    -Estuvimos juntos en Roma durante el Carnaval.
    -¡Ah, sí! -dijo Danglars-. He oído hablar de una aventura singular con bandidos en unas ruinas. Salió de ellas milagrosamente. Creo que lo contó a mi mujer y a mi hija cuando regresó de Italia.
    -La señora baronesa espera a estos señores -exclamó el lacayo asomándose a la puerta.
    -Paso delante de vos para enseñároslo.
    -Y yo os sigo -dijo Montecristo.
    El barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, notables por su pesada suntuosidad y por su fastuoso mal gusto; negó hasta una perteneciente a la señora Danglars. Esta sala octógona, forrada de raso color de rosa, con colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y forrados también de telas antiguas, en fin, dos lindos pasteles en forma de medallón, en armonía con el resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no estaba incluida en el plano general trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más eminentes celebridades del Imperio, y cuya decoración habían dispuesto la baronesa y Luciano Debray.
    Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo comprendía el Directorio, despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra parte, no era admitido, a no excusar su presencia introduciendo algún amigo.
    La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y siete años, se hallaba tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante de un velador, hojeaba un álbum.
    Luciano había tenido ya tiempo de contar a la baronesa cosas relativas al conde. Ya sabe el lector cuán admirados quedaron todos durante el almuerzo en casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo de los convidados el conde de Montecristo, pues esta impresión aún no se había borrado de la imaginación de Debray, y los informes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo muy notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los antiguos detalles dados por Alberto de Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum no era más que una de esas escenas de mundo, con las cuales se cubren las más fuertes preocupaciones. La baronesa recibió al señor Danglars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En cuanto al conde, recibió en respuesta a su saludo una ceremoniosa, pero al mismo tiempo graciosa reverencia.
    Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias, y con Danglars un ademán de intimidad.
    -Señora baronesa -dijo Danglars-, permitid que os presente al señor conde de Montecristo -dijo Danglars- dirigido a mí por uno de mis corresponsales de Roma con las mayores recomendaciones. Sólo una palabra tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permanecer aquí un año, y de gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas, en las cuales espero que el señor conde no nos olvidará, como tampoco nosotros le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.
    Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un hombre venga a gastarse a París en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba de expresar cierto interés.
    -¿Y habéis llegado, caballero ...? -preguntó la baronesa.
    -Ayer por la mañana, señora.
    -Y venís, según costumbre, del fin del mundo.
    -Solamente de Cádiz, señora.
    -¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No hay baffles, ni reuniones, ni fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto al teatro francés, en ninguna. No nos queda para distraemos más que algunas desgraciadas carreras en el campo de Marte y en Satory. ¿Haréis comer, señor conde?
    -Yo, señora --dijo el conde-, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la dicha de encontrar a alguien que me enseñe las costumbres francesas.
    -¿Os gustan los caballos, señor conde?
    -He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, bien lo sabéis, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la hermosura de las mujeres.
    -¡Ah!, señor conde -dijo la baronesa sonriéndose-, hubierais debido anteponer las mujeres a los caballos.
    -Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento que deseaba un preceptor, un amigo, que me pudiese instruir en las costumbres francesas.
    En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Danglars, y acercándose a su señora, le dijo algunas palabras al oído.
    La señora Danglars palideció.
    -¡Imposible! -dijo.
    -Es la pura verdad, señora -respondió la camarera-, podéis creerme con toda seguridad.
    La señora Danglars se volvió hacia su marido.
    -¿Es cierto, caballero? -le preguntó.
    -¿Qué, señora? -preguntó Danglars, visiblemente agitado.
    -Lo que me dice mi camarera...
    -¿Y qué os dice?
    -¿No lo sabéis?
    -Lo ignoro completamente.
    -¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis caballos no los encontró en la cuadra. ¿Qué significa esto?
    -Señora -dijo Danglars-, escuchadme.
    -¡Oh!, ya os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por saber lo que vais a decir. Estos señores serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que son míos, dos caballos preciosos, los más hermosos de París, ya los conocéis, señor Debray. Mis caballos tordos. Pues bien, en el momento en que la señora de Villefort me pide un carruaje, y yo se lo prometo para ir al bosque, no aparecen los caballos. El señor Danglars habrá encontrado quien le haya dado algunos miles de francos más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.
    -Los caballos eran demasiado vivos, señora -respondió Danglars-, apenas tenían cuatro años, siempre estaba temiendo por vos.
    -¡Eh!, caballero -dijo la baronesa-, bien sabéis que hace un mes que tengo a mi servicio el mejor cochero de París, a no ser que también lo hayáis vendido con los caballos.
    -Amiga mía, ya encontraré yo otros iguales, más hermosos aún, si los hay, pero caballos que sean mansos, tranquilos, que no me inspiren ninguna clase de temor.
    La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no pareció percibir este gesto más que conyugal, y volviéndose hacia Montecristo, dijo:
    -En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Estáis montando vuestra casa?
    -Sí -dijo el conde.
    -Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os he dicho, quería deshacerme de ellos, son caballos para un joven.
    -Os lo agradezco mucho -dijo el conde-, pero esta mañana he comprado unos bastante hermosos. Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.
    Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.
    -Figuraos, señora -le dijo en voz baja-, que vinieron a ofrecerme por los caballos un precio exorbitante. No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me ha enviado esta mañana un mayordomo. Pero el caso es que he ganado dieciséis mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a Eugenia.
    La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.
    -¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Debray.
    -¿Qué? -preguntó la baronesa.
    -Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caballos en el carruaje del conde.
    -¡Mis caballos tordos! -exclamó la señora Danglars.
    Y se lanzó hacia la ventana.
    -Es verdad -dijo.
    Danglars estaba estupefacto.
    -¿Es posible? -dijo Montecristo, fingiendo asombro.
    -¡Es increíble! -murmuró el banquero.
    La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a Montecristo.
    -La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de caballos.
    -No sé -dijo el conde-, es una sorpresa que me ha dado mi mayordomo y... y que me ha costado treinta mil francos, según creo.
    Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.
    Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió tener piedad de él.
    -Ya veis -le dijo- cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte vuestra no ha conmovido a la baronesa. Ingrata, no es la palabra; loca debiera decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia, así, pues, lo mejor que podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es mi parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.
    Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena desastrosa. Ya se habían arrugado las cejas de la señora baronesa, y cual otro Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la oía ya empezar a rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.
    Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al enojado matrimonio, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su mujer.
    -Bueno -dijo Montecristo retirándose-, he conseguido lo que quería. Tengo en mis manos la paz del matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas aún no he sido presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer. Pero -añadió con aquella sonrisa que le era peculiar-, estoy en París y me queda mucho tiempo..., otro día será...
    Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.
    Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Danglars, en la que le decía que, no queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba aceptase sus caballos. Tenían los mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro de cada roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.
    Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer a la baronesa este pequeño capricho de millonario, rogándole que excusase las maneras orientales con que iba acompañado el regalo de los caballos.
    Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.
    Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete del conde.
    -Alí -le dijo éste-, varias veces me has hablado de lo habilidad para lanzar el lazo.
    Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.
    -Bien... Así, pues, ¿podrías detener un toro?
    Alí hizo otra señal afirmativa.
    -¿Un tigre?
    La misma respuesta por parte de Alí.
    -¿Un león?
    Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, a imitó un rugido.
    -¡Bien!, comprendo -dijo Montecristo-, ¿has cazado leones?
    Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.
    -¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?
    Alí se sonrió.
    -¡Pues bien!, escucha -dijo el conde-, dentro de poco pasará por aquí un carruaje tirado por dos caballos tordos, los mismos que yo tenía ayer. Es preciso que a todo trance le detengas delante de mi puerta.
    Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una raya sobre la arena. Después volvió y mostró la raya al conde, que le había seguido con la vista.
    Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí. Luego el negro fue a fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras que Montecristo volvía a su gabinete.
    A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carruaje, su rostro presentaba señales casi imperceptibles de una ligera impaciencia. Paseábase en una sala que daba a la calle, aplicando el oído por intervalos, y acercándose de cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando bocanadas de humo con una regularidad que demostraba que el negro estaba dedicado enteramente a esta importante ocupación.
    De pronto se oyó un ruido lejano, pero que se acercaba con la rapidez del rayo. Después apareció una carretela, cuyo cochero quería en vano detener los caballos que avanzaban furiosos con las crines erizadas, más bien saltando con impulsos insensatos que galopando.
    En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados. Tan aterrados estaban que habían perdido hasta las fuerzas para gritar. Hubiera bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en medio del camino para romper el carruaje que crujía.
    Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le veían acercarse.
    De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en una triple vuelta las manos del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo cae sobre la lanza, que rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para continuar su carrera. El cochero aprovecha este momento para saltar de su pescante, pero ya Alí había agarrado las narices del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente junto a su compañero.
    Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en describirla. Sin embargo, bastó para que de la casa de enfrente saliese un hombre seguido de muchos criados. En el momento en que el cochero abría la portezuela, arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los almohadones, mientras que con la otra estrechaba contra su pecho a su hijo desmayado. Montecristo los llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.
    -No temáis nada, señora-dijo-, estáis a salvo.
    La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más elocuente que todas las súplicas. En efecto, el niño estaba desmayado.
    -Sí, señora, comprendo -dijo el conde examinando al niño-, pero tranquilizaos, nada le ha sucedido, y sólo el miedo ha embargado sus sentidos.
    -¡Oh, caballero! -exclamó la madre-, ¿no decís eso para tranquilizarme? ¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo mío, Eduardo! ¿No contestas a lo madre? ¡Ah, caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a quien me devuelva a mi hijo!
    Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada madre, y abriendo un cofre sacó de él un frasco de cristal de bohemia que contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer una sola gota sobre los labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos. Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.
    -¿Dónde estoy -exclamó-, y a quién debo tanta felicidad después de una prueba tan cruel?
    -Estáis, señora -respondió Montecristo-, en casa del hombre más dichoso por haber podido evitaros un pesar.
    -¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos magníficos caballos de la señora de Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.
    -¡Cómo! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-. ¿Son esos caballos los de la baronesa?
    -Sí, señor. ¿La conocéis?
    -Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos salvado del peligro que os han hecho correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis atribuir. Había comprado ayer estos caballos al barón, pero la baronesa pareció sentirlo tanto, que se los envié ayer suplicándole que los aceptase de mi mano.
    -¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado Herminia?
    El mismo -dijo el conde.
    -Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.
    El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente desconocido.
    -¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! -repuso Eloísa-, porque en realidad, él os debe nuestras dos vidas; seguramente sin vuestro generoso criado nuestro hijo y yo habríamos muerto.
    -¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que habéis corrido.
    -¡Oh!, yo espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción de ese hombre.
    -Señora -dijo Montecristo-, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni con alabanzas ni con recompensas. Son vicios que no quiero yo que adquiera. Alí es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y su' deber es servirme.
    -¡Pero ha arriesgado su vida! -exclamó la señora de Villefort, a quien este tono de superioridad impresionó profundamente.
    -Yo he salvado la suya, señora -respondió Montecristo-; por consiguiente, me pertenece.
    La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre que, a primera vista, causaba una impresión tan profunda en todas las personas.
    El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco, blanco como los niños de pelo rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría su frente, y cayendo sobre sus hombros adornaban su rostro y aumentaban la vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas sonrosada, era ancha y de delgados labios; sus facciones anunciaban doce años de edad, por lo menos. Su primer movimiento fue desembarazarse de los brazos de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco de elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acostumbrado a hacer todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.
    -No toques ahí, amiguito -dijo vivamente el conde de Montecristo-, algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al beberlos, sino al respirar su olor.
    La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo hacia sí. Pero, calmado su temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva mirada, que al conde no pasó inadvertida.
    En este momento entró Alí.
    La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le dijo:
    -Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha expuesto su vida por detener los caballos que nos arrastraban y el carruaje que iba a romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por él, los dos habríamos perdido la vida.
    El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.
    -Es muy feo --dijo.
    El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas. En cuanto a la señora de Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no hubiera sido seguramente del gusto de Juan Santiago Rousseau si el pequeño Eduardo se hubiese llamado Emilio.
    -Mira -dijo en árabe el conde a Alí-, esta señora dice a su hijo que lo dé las gracias por la vida que has salvado a los dos, y el niño responde que eres muy feo.
    Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin expresión aparente. Pero un ligero estremecimiento de su mano demostró a Montecristo que el árabe acababa de ser herido en el corazón.
    -Caballero -preguntó la señora de Villefort levantándose-, ¿es ésta vuestra morada habitual?
    -No, señora -respondió el conde-. Es una especie de parador que he comprado. Vivo en los Campos Elíseos, número 30. Pero veo que estáis perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar que enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese muchacho tan feo -dijo al niño, sonriendo-, va a tener el honor de conduciros a vuestra casa, mientras que vuestro cochero quedará aquí cuidando de la reparación del carruaje, y una vez terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir directamente a casa de la señora Danglars.
    -Pero -dijo la señora de Villefort-, no me atreveré a ir con esos mismos caballos.
    -¡Oh!, vais a ver, señora -dijo Montecristo-, en manos de Alí se volverán tan mansos como dos corderos.
    Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie con mucho trabajo. Tenía en la mano una esponja empapada en vinagre aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los caballos, cubiertos de espuma y de sudor, y casi al punto empezaron a relinchar estrepitosamente y estremecerse durante algunos segundos.
    Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje y el rumor que se había esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en su mano las riendas, subió al pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para hacerlos partir, y aun así no pudo obtener de los famosos tordos, ahora petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro y tan lánguido que tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de Saint-Honoré, donde tenía su domicilio.
    Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el siguiente billete a la señora Danglars:

    Querida Herminia:
    Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de Montecristo de quien tanto hemos hablado ayer tarde, y que tan lejos estaba yo de sospechar que había de ver hoy. Ayer me hablasteis de él con un entusiasmo que no pude menos de burlarme, creyendo que exagerabais, pero hoy me he convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y seguramente íbamos a ser despedaxados mi Eduardo y yo, cuando un árabe, un nubio, un hombre negro, en fin, al servicio del conde, detuvo a una señal suya el impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y fue un milagro que no hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su casa, a hixo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el vuestro os lo enviarán mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos después de este incidente. Están como atontados, diríase que no podían perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El conde me encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento cebada, los repondrán del todo.
    ¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo reflexiono, es una ingratitud el guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque a uno de esos caprichos debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece un hombre muy curioso y tan interesante que quiero estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros mismos caballos.
    Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se desmayó, pero sin lanxar un grito, y tampoco derramó después una lágrima. Aún me diréis que me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo tan débil y delicado hay un alma de hierro.
    Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y yo os abraxo de todo corazón.

    Eloísa de Villefort.

    P. D.: Procurad que yo pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea• a ese conde de Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte, acabo de obtener del señor de Villefort que le haga una visita; espero que se la devolverá.

    Aquella noche, el suceso de Auteuil era el tema de todas las conversaciones. Alberto se lo contada a su madre. Chateau-Renaud, en el Jockey Club, Debray en el salón del ministro, Beauchamp también hizo al conde la galantería de poner en su periódico un párrafo que ensalzó al conde poniéndole a la altura de un héroe. En fin, esta acción le valió a Montecristo la admiración y el interés de todas las mujeres de la aristocracia.
    Muchas personas fueron a inscribirse en casa de la señora de Villefort, a fin de tener derecho a renovar su visita en tiempo útil y oír entonces de su boca todos los detalles de esta pintoresca aventura.
    En cambio al señor de Villefort, como había dicho Eloísa a su amiga la señora Danglars, se puso un pantalón negro, frac de igual color, chaleco y corbata blancos, guantes amarillos y subió a su carretela, que le condujo aquella misma tarde a la puerta de la casa número 30 de los Campos Elíseos.
    Capítulo séptimo
    Ideología
    Si el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mundo parisiense habría apreciado la visita que le hacía el señor de Villefort.
    Considerado por todos como un hombre hábil, como suele considerarse a las personas que no han sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos, pero protegido con ardor por algunos, sin ser por eso mejor querido de nadie, el señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura y la mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus salones, por una mujer joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad apenas de dieciocho años, no dejaban de observarse en ellos el culto de las tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el odio a los ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública del señor de Villefort.
    No era únicamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones con la antigua corte, de la que siempre hablaba con dignidad y respeto, hacían que la moderna le respetara, y sabía tantas cosas, que no solamente le admiraban todos sus conocidos, sino que a veces le hacían consultas. Quizá no hubiera sucedido esto si hubiesen podido desembarazarse de él, pero al igual que los señores feudales rebeldes a su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable. Esta fortaleza era su cargo de procurador del rey, cuyas ventajas explotaba maravillosamente y que no hubiera abandonado sino para hacerse diputado y reemplazar así la neutralidad por la oposición.
    En general, hacía o devolvía muy pocas visitas. La mujer visitaba por él, era cosa admitida en esa sociedad que siempre achacaba a sus graves y numerosas ocupaciones, lo que no eran en realidad más que un cálculo de orgullo, una quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma: Estímate a ti mismo, y serás estimado de los demás. Axioma más útil cien veces en nuestra sociedad que el de los griegos: Conócete a ti mismo, sustituido en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de conocer a los demás.
    El señor de Villefort era un poderoso protector para sus amigos; para sus enemigos era un adversario sordo, pero encarnizado. Para los indiferentes, la estatua de la ley convertida en hombre. Fisonomía impasible, porte altanero, mirada apagada y brusca, o insolentemente penetrante y escudriñadora, tal era el hombre a quien cuatro revoluciones seguidas habían formado y después afirmado sobre su pedestal.
    Se le tenía por el hombre menos curioso de Francia. Daba un baile todos los años y no se presentaba en él más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y cinco minutos menos que el rey en los suyos. Jamás se le veía en los teatros, en los conciertos, ni en ningún lugar público. Algunas veces jugaba una partida de whist y entonces procuraban elegirle jugadores dignos de él: algún embajador, algún arzobispo, algún príncipe, algún presidente o, en fin, alguna duquesa viuda.
    Tal era el hombre cuyo carruaje acababa de parar delante de la puerta del conde de Montecristo.
    El ayuda de cámara anunció al señor de Villefort en el instante en que el conde, inclinado sobre una gran mesa, seguía el itinerario de San Petersburgo a China.
    El procurador del rey entró con el mismo paso grave y acompasado que en el tribunal; era el mismo hombre, o más bien la continuación del mismo hombre a quien hemos conocido de sustituto en Marsella. La naturaleza no había alterado en nada el curso que debía seguir: de delgado que era, se había vuelto flaco; de pálido, tornóse en amarillo; sus ojos hundidos se habían profundizado más aún, y su lente de oro, al colocarla sobre la órbita, parecía formar parte del rostro. Excepto su corbata blanca, el resto del traje era completamente negro, y este fúnebre color no era interrumpido más que por su cinta encarnada, que pasaba imperceptiblemente por un ojal y que parecía una línea de sangre trazada con un pincel.
    Por muy dueño de sí mismo que fuese Montecristo, examinó con visible curiosidad, devolviéndole su saludo, al magistrado, que, desconfiado de por sí y poco crédulo, particularmente en cuanto a las maravillas sociales, estaba más dispuesto a ver en el noble extranjero (así era como llamaban ya al conde de Montecristo), un caballero de industria que venía a explorar un nuevo teatro de sus acciones, que un príncipe de la Santa Sede, o un sultán de las Mil y una noches.
    -Caballero -dijo Villefort con ese tono afectado usado por los magistrados en sus períodos oratorios, y del cual no quieren deshacerse en la conversación-, el señalado servicio que hicisteis ayer a mi mujer y a mi hijo me creó el deber de datos las gracias. Vengo, pues, a cumplir con él y a expresaros todo mi agradecimiento.
    Y al decir estas palabras, la mirada severa del magistrado no había perdido nada de su arrogancia habitual, las había articulado de pie y erguido de cuello y hombros, lo cual le hacía parecerse, como ya hemos dicho, a la estatua de la Ley.
    -Caballero -replicó el conde, a su vez con frialdad glacial-,soy muy feliz por haber podido conservar un hijo a su madre, porque suele decirse que el sentimiento de la maternidad es el más poderoso y el más santo de todos, y esta felicidad que tengo os dispensa de cumplir un deber, cuya ejecución me honra, sin duda alguna, porque sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me hace, pero por lisonjero que me sea, no equivale para mí a la satisfacción interior de haber efectuado una buena obra.
    Admirado Villefort de esta salida inesperada de su interlocutor, se estremeció como un soldado que siente el golpe que le dan, a pesar de la armadura de que está cubierto, y un gesto de su labio desdeñoso indicó que desde el principio no tenía al conde de Montecristo por hombre de muy finos modales.
    Dirigió una mirada a su alrededor para hacer variar la conversación.
    Vio el mapa que examinaba Montecristo cuando él entró, y replicó:
    -¿Os interesa la geografía, caballero? Es un estudio muy bueno, para vos sobre todo, que, según aseguran, habéis visto tantos países como hay en este mapa.
    -Sí, señor -repuso el conde-; he querido hacer sobre la especie humana lo que vos hacéis sobre excepciones, es decir, un estudio fisiológico. He pensado que me sería más fácil descender de una vez del todo a la parte, que subir de la parte al todo. Es axioma algebraico que se proceda de lo conocido a lo desconocido... Mas, sentaos, caballero, os lo suplico.
    Y Montecristo indicó con la mano al procurador del rey un sillón que éste tuvo que tomarse la molestia de arrimar, mientras que el conde no tuvo más que dejarse caer sobre el mismo en que estaba arrodillado cuando entró Villefort. De este modo el conde se encontró enfrente de su interlocutor, con la espalda vuelta a la ventana, y el codo apoyado sobre el mapa, que era por entonces el objeto de la conversación, conversación que tomaba, cuando habló a Morcef y a Danglars, un giro análogo, si no a la situación, al menos a los personajes.
    -¡Ah, caballero! -replicó Villefort después de una pausa, durante la cual, como un atleta que encuentra un rudo adversario, había
    hecho acopio de fuerzas-. De veras os digo que si como vos, yo no tuviese nada que hacer, buscaría una ocupación menos aburrida.
    -Es verdad, caballero -replicó Montecristo-, hay en el hombre caprichos particulares, pero acabáis de decir que yo no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para hablar más claramente, ¿creéis vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?
    El asombro de Villefort fue en aumento al recibir este segundo golpe tan bruscamente asestado por su extraño adversario. Mucho tiempo hacía que el magistrado no se veía así contradecido, o mejor dicho, ésta era la primera vez que ello sucedía. El procurador del rey se preparó para responder.
    -Caballero -dijo-, sois extranjero, y vos mismo decís que habéis pasado gran parte de vuestra vida en países orientales. No sabéis, pues, cuántos pasos prudentes y acompasados da entre nosotros la justicia humana tan expedita en esos países bárbaros.
    -¡Oh, ya lo creo! Es el pede claudo antiguo, lo sé, porque de la justicia de todos los países ha sido sobre todo de lo que me he ocupado. He comparado el procedimiento criminal de todas las naciones con la justicia natural, y debo deciros, caballero, la ley de los pueblos primitivos, la del Talión, ha sido la que he hallado más conforme a las miras de Dios.
    -Si se adoptara esa ley -dijo el procurador del rey-, simplificaría mucho nuestros códigos, y entonces sí que, como decíais poco ha, no tendrían que cansarse mucho los magistrados.
    -Probablemente con el tiempo se adoptará -dijo Montecristo-. Bien sabéis que las invenciones humanas marchan de lo compuesto a lo simple, que es siempre la perfección.
    -Entretanto, caballero --dijo el magistrado-, nuestros códigos existen en sus artículos contradictorios, sacados de costumbres galas, de leyes romanas, de usos francos; ahora, pues, convendréis en que el conocimiento de todas esas leyes no se adquiere sin largos trabajos, sin largo estudio y una gran memoria para no olvidarlo una vez adquirido.
    -Así lo creo, caballero. Pero todo lo que vos sabéis respecto al código francés, lo sé yo, no solamente de ése, sino del de todas las naciones. Las leyes inglesas, turcas, japonesas, indias, me son tan familiares como las francesas, y hacía bien en decir que para lo que yo he hecho tenéis vos poco que hacer, y para lo que yo he aprendido tenéis vos que aprender aún muchas cosas.
    -¿Pero con qué objeto habéis aprendido todo eso? -replicó Villefort asombrado.
    Montecristo se sonrió.
    -Bien, caballero -dijo-. Veo que a pesar de la reputación que tenéis de hombre superior, miráis todas las cosas desde el punto de vista mezquino y vulgar de la sociedad, empezando y acabando por el hombre, es decír, desde el punto de vista más estrecho que le está permitido abrazar a la inteligencia humana.
    -Explicaos, caballero --dijo Villefort cada vez más asombrado-. No os comprendo bien.
    -Digo, que con la mirada fija en la organización social de las naciones, no veis más que los resortes de la máquina, y no el sublime obrero que la hace andar; digo que no conocéis delante de vos ni a vuestro alrededor más misiones que las anejas a nombramientos firmados por un ministro o por un rey, y que se escapan a vuestra corta vista los hombres que Dios ha creado superiores a los empleados de los ministros y de los monarcas, encargándoles que cumplan una misión, en vez de desempeñar un empleo. Tobías tomaba al ángel que debía devolverle la vista por un joven cualquiera. Las naciones tenían a Atila, que debía aniquilarlas, por un conquistador como todos, y fue necesario que ambos revelasen sus misiones celestiales para que se les reconociera; fue preciso que el uno dijese: «Soy el ángel del Señor> , y el otro: «Soy el azote de Dios», para que fuese revelada la esencia divina de entrambos.
    -Entonces -dijo Villefort cada vez más absorto y creyendo hablar a un loco-, ¿os consideráis como uno de esos seres extraordinarios que acabáis de citar?
    -¿Por qué no? -dijo Montecristo.
    -Perdonad, caballero -replicó Villefort estupefacto-, si al presentarme en vuestra casa ignoraba fueseis un hombre cuyos conocimientos y talento sobrepujan tanto a los conocimientos ordinarios y al talento habitual de los hombres. No es costumbre en nosotros, desdichados corrompidos de la civilización, que los nobles, poseedores como vos de una fortuna inmensa, al menos según se asegura, no es costumbre, digo, que esos privilegiados de las riquezas pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños filosóficos, buenos a lo sumo para consolar a aquellos a quienes la suerte ha desheredado de los bienes de la tierra.
    -¡Y qué, caballero! ¿Habéis llegado vos a la situación que ocupáis sin ser admitido, y aun sin haber encontrado excepciones? ¿Y no se ejercita nunca vuestra mirada, que tanta necesidad tendría, sin embargo, de penetración y de seguridad, en adivinar a primera vista qué clase de hombre se halla bajo la influencia de ella? ¿No debería ser un magistrado, no digo el mejor aplicador de la ley, ni el intérprete más astuto, sino una sonda de acero para llegar a los corazones, una piedra de toque para probar el oro de que está hecha cada alma con mayor o menor aleación?
    -Caballero, me desconcertáis. Jamás había oído hablar a nadie como vos.
    -Es porque habéis estado constantemente encerrado en el círculo de las condiciones generales, sin remontaros a las esferas superiores que Dios ha poblado de seres invisibles y excepcionales.
    -¿Y creéis que existen esas esferas, y que se encuentren entre nosotros seres excepcionales a invisibles?
    -¿Por qué no? ¿Acaso el aire que respiráis, y sin el cual no podríais vivir?
    -¿Conque no vemos a esos seres de que habláis?
    -Claro que sí los veis, cuando Dios permite que se materialicen. Los tocáis, les habláis y os responden.
    -¡Ah! -dijo Villefort sonriéndose-, confieso que querría que me avisasen cuando uno de ellos se encuentre en contacto conmigo.
    -Pues vuestro deseo ha sido satisfecho, caballero, porque habéis sido avisado hace poco, y ahora mismo os lo vuelvo a advertir.
    -De modo que vos...
    -Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí señor, y creo que hasta ahora ningún hombre se ha encontrado en una posición semejante a la mía. Los reinos de los reyes están limitados, por montañas, por ríos, por cambios de costumbres, o por diversidad de lenguaje. Mi reino es grande como el mundo, porque no soy italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me ha visto nacer. Dios sólo sabe qué tierra me verá morir. Asimilo todas las costumbres, hablo todas las lenguas. ¿Me creéis francés porque hablo con la misma facilidad y la misma pureza que vos? ¡Pues bien! Alí, mi negro, me cree árabe; Bertuccio, mi mayordomo, me cree italiano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así, pues, comprendéis que no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún gobierno, no reconociendo a ningún hombre por hermano mío, no me paralizan ni me detienen los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles. Sólo tengo dos adversarios, y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es el único que puede detenerme en mi camino, y antes de que haya conseguido el objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he previsto yo, y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos que muera, continuaré siendo lo que soy. He aquí por qué os digo cosas que nunca habéis oído, ni de boca de los reyes, porque los reyes os necesitan y los hombres os temen. Quién es el que no dice para sí en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: « ¡Tal vez un día tendré que acudir al procurador del rey! »
    -¿Y podéis decir vos lo contrario? Desde el momento en que vivís en Francia, naturalmente tenéis que someteros a las leyes francesas.
    -Ya lo sé, caballero -respondió Montecristo-, pero cuando quiero ir a un país, empiezo a estudiar, por medios que me son propios, a todos los hombres de quienes puedo tener algo que esperar o que temer, y llego a conocerles tanto o mejor tal vez, que ellos se conocen a sí mismos. De donde resulta que cualquier procurador del rey que se las hubiera conmigo, seguramente se vería más apurado que yo.
    -Lo cual quiere decir -replicó vacilando Villefort- que siendo débil la naturaleza humana..., todo hombre, según vuestro parecer, ha cometido. .. faltas.
    -Faltas..., o crímenes -respondió sencillamente el conde de Montecristo.
    -¿Y que sólo vos, entre los hombres a quienes no reconocéis por hermanos -repuso Villefort con voz alterada-, y que vos sólo sois perfecto?
    -No, perfecto no -respondió el conde-. Pero no hablemos más de ello, caballero, si la conversación os desagrada. Que ni a mí me amenaza vuestra justicia, ni a vos mi doble vista.
    -¡No!, ¡no!, caballero -dijo vivamente Villefort, que temía sin duda parecer vencido-. ¡No! Con vuestra brillante y casi sublime conversación, me habéis elevado sobre el nivel ordinario; ya no hablamos familiarmente, estamos disertando. Ya sabéis cuán crueles verdades se dicen a veces los teólogos de la Sorbona, o los filósofos en sus disputas. Supongamos que hablamos de teología social y de filosofía teológica, y os diré una de esas rudas verdades, y es, que sacrificáis al orgullo, sois superior a los demás, pero Dios es superior a vos.
    -Superior a todos, caballero -respondió Montecristo con un acento tan profundo, que Villefort se estremeció involuntariamente-. Yo tengo mi orgullo para los hombres, serpientes siempre prontas a erguirse contra el que las mira y no les aplasta la cabeza. Sin embargo, abandono este orgullo delante de Dios, que me ha sacado de la nada para hacerme lo que soy.
    -Entonces, señor conde, os admiro -repuso Villefort, que por primera vez en este extraño diálogo, acababa de emplear esta fórmula aristocrática para con el extranjero, a quien hasta entonces no había llamado más que caballero-. Sí, os repito, si sois realmente fuerte, realmente superior, realmente santo a impenetrable, lo cual viene a ser lo mismo, según decís, sed soberbio, caballero; ésa es la ley de las dominaciones. Pero, sin embargo, ¿tenéis alguna ambición?
    -Tuve una.
    -¿Cuál?
    -También yo, como le ocurre a todo hombre en la vida, fui conducido por Satanás una vez a la montaña más alta de la Tierra. Llegado allí, me mostró el mundo entero, y como había dicho otra vez a Cristo, me dijo a mí: Veamos, hijo de los hombres, ¿qué quieres para adorarme? Entonces reflexioné, porque desde hacía mucho tiempo, terrible ambición devoraba mi corazón, después le respondí: «Escucha, siempre he oído hablar de la Providencia, y, sin embargo, nunca la he visto, ni nada que se le parezca, lo cual me hace creer que no existe. Quiero ser la Providencia, porque lo más bello y grande que puede hacer un hombre es recompensar y castigar.» Pero Satanás bajó la cabeza y lanzó un suspiro. «Te engañas -dijo-, la Providencia existe, pero tú no la ves, porque, hija de Dios, es invisible como su padre. No has visto nada que se le parezca, porque procede por resortes ocultos, y marcha por caminos oscuros; todo lo que yo puedo es hacerte uno de los agentes de esa Providencia.» Se realizó el trato, tal vez en él perderé mi alma, pero no importa -repuso Montecristo -, ahora mismo lo ratificaría.
    Villefort le miraba con asombro.
    -Señor conde -dijo-, ¿tenéis parientes?
    -No, caballero, estoy solo en el mundo.
    -¡Tanto peor!
    -¿Por qué? -preguntó Montecristo.
    -Porque hubierais podido ver un espectáculo que destruyese vuestro orgullo. Decís que no teméis más que la muerte.
    -No es que la tema, sino que sólo ella puede detenerme.
    -¿Y la vejez?
    -Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo. -¿Y la locura?
    -Poco me ha faltado para dar en ella, pero ya conocéis el axioma non bis in idem, es principio de jurisprudencia criminal, y por lo tanto está en vuestra cuerda.
    -Caballero -repuso Villefort-, otra cosa hay que temer más que la muerte, la vejez o la locura. La apoplejía, por ejemplo, ese rayo que os hiere sin destruiros, y después del cual, no obstante, todo se acabó. Vivís, pero no sois el mismo. Vos que como Ariel rayabais en ángel, ya no sois más que una masa inerte que como Calibán, raya en bestia. Esto se llama una apoplejía. Venid, si queréis, a proseguir esta conversación a mi casa, conde, un día que deseéis encontrar adversario capaz de comprenderos y ansioso de contestaros, y hallaréis a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos jacobinos de la revolución francesa, es decir, la audacia más brillante puesta al servicio de la organización más poderosa, un hombre que no había visto como vos todos los reinos de la tierra, pero ayudó a derribar uno de los más poderosos. En fin, un hombre que, como vos, se creía enviado no de Dios, sino del Ser Supremo; no de la Providencia, sino de la Fatalidad. Pues bien, caballero, todo esto fue destruido no en un día, ni en una hora, sino en un segundo. El día anterior el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo senador, antiguo carbonario, que se reía de la guillotina, del cañón y del puñal; el señor Noirtier, jugando con las revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto juego de ajedrez del cual peones, torres, caballos y reinas debían desaparecer con tal que al rey se le diera mate; el señor Noirtier, tan temido y tan terrible, era al día siguiente, ese pobre Noirtier, anciano paralítico, a merced del ser más débil de la casa, es decir, de su nieta Valentina; un cadáver mudo y helado, que no vive sin alegría ni sufrimiento, sino para dar tiempo a la materia de llegar sin tropiezo a su entera descomposición.
    -¡Ay!, caballero -dijo Montecristo-, tal espectáculo no es extraño a mis ojos ni a mi pensamiento. Entiendo un poco de medicina, y he buscado más de una vez el alma en la materia viva o en la materia muerta, y, como la Providencia, ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi corazón. Cien autores, desde Sócrates hasta Séneca, hasta san Agustín, hasta Gall, hicieron, en prosa o en verso, la misma descripción que vos, pero sin embargo, comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar grandes cambios en el espíritu de su hijo. Iré, caballero, puesto que así lo queréis, a contemplar ese terrible espectáculo que debe entristecer vuestra casa.
    -Sin duda sucedería esto si Dios no me hubiera dado una compensación a esta desgracia. Al lado del anciano que desciende hacia esa tumba, tengo dos hijos que entran en la vida: Valentina, hija de mi primer casamiento, y Eduardo, ése a quien habéis salvado la vida.
    -¿Y de esa compensación qué resulta? -preguntó Montecristo.
    -Resulta que mi padre, extraviado por las pasiones, ha cometido una de esas faltas que se libertan de la justicia humana, pero no de la justicia de Dios, y que Dios, no queriendo castigar más que a una persona, le ha castigado solamente a él.
    Montecristo, con la sonrisa en los labios, arrojó en el fondo de su corazón un rugido que habría hecho huir a Villefort si hubiese podido oírlo.
    -Adiós, caballero -repuso el magistrado, que hacía algún tiempo estaba levantado y hablaba en pie-, os dejo, llevando de vos un recuerdo de estimación que espero os será agradable cuando me conozcáis mejor. Por otra parte, habéis hecho de la señora de Villefort una amiga eterna.
    Montecristo saludó y se contentó con acompañar hasta la puerta de su gabinete a Villefort, el cual subió a su carruaje precedido de dos lacayos que, a una señal de su amo, se apresuraron a abrir la portezuela.
    Luego, así que el procurador del rey hubo desaparecido, dijo Montecristo , dando un profundo suspiro:
    -¡Vamos, basta de veneno, y ahora que mi corazón está lleno de él, vamos a buscar el remedio!
    Y haciendo sonar el timbre, dijo a Alí:
    -Subo a ver a la señora; que esté preparado el carruaje dentro de media hora.

    Capítulo octavo
    Haydée
    El lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.
    La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuente, se había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de su amo.
    Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como las otras almas ne. cesitan prepararse para las emociones violentas.
    La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación completamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con almohadones movibles de ricas telas de Persia.
    Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.
    La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría resultado de una coquetería algún tanto afectada.
    En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y de perlas, una chaqueta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto ambicionan nuestras elegantes parisienses.
    Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este conjunto encantador, la flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su perfume.
    Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.
    Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a Haydée para entrar a verla.
    Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que había delante de la puerta.
    El conde entró en la estancia.
    Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas:
    -¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy lo esclava?
    Montecristo se sonrió.
    -Haydée-dijo-, bien sabéis...
    -¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? -le interrumpió la joven griega-. ¿He cometido alguna falta? Si es así castígame, pero no me hables de esa manera.
    -Haydée -replicó el conde-, bien sabes que estamos en Francia, y por consiguiente, que eres libre.
    -Libre ¿de qué? -preguntó la joven.
    -Libre de abandonarme.
    -¿Abandonarte...?, ¿y por qué habría de hacerlo?
    -¿Qué sé yo? Vamos a ver el mundo.
    -Yo no quiero ver a nadie.
    -Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que lo gustase, no sería yo tan injusto...
    -Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a nadie más que a mi padre y a ti.
    -Pobre Haydée -dijo Montecristo-, es que nunca has hablado más que con lo padre y conmigo.
    -¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo yo de hablar con otros? Mi padre me llamaba su alegría, tú me llamas tu amor, y ambos me llamáis vuestra hija.
    -¿Te acuerdas de lo padre, Haydée?
    La joven se sonrió.
    -Está aquí y aquí -dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su corazón.
    -Y yo, ¿dónde estoy? -preguntó sonriéndose Montecristo.
    -Tú--dijo ella-, tú estás en todas partes.
    El conde tomó la mano de Haydée para besarla, pero la joven la retiró y le presentó la frente.
    -Ahora, Haydée -le dijo-, ya sabes que eres libre, que eres aquí la dueña, que eres reina. Puedes conservar lo traje o dejarlo, según lo capricho. Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siempre estará mi carruaje preparado para ti. Alí y Myrtho lo acompañarán a todas partes y estarán a tus órdenes, pero lo suplico una cosa.
    -Dime.
    -Guarda secreto acerca de lo nacimiento, no digas una palabra de lo pasado. No pronuncies en ninguna ocasión el nombre de lo ilustre padre ni el de lo pobre madre.
    -Ya lo lo he dicho, señor, no veré a nadie.
    -Escucha, Haydée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París. Sigue aprendiendo la vida de nuestros países del norte, como has hecho en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto lo servirá siempre, ya sigas vivendo aquí o ya lo vuelvas a Oriente.
    La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:
    -O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?
    -Sí, hija mía -dijo Montecristo-. Bien sabes que nunca seré yo quien lo deje. No es el árbol el que abandona a la flor, sino la flor la que abandona al árbol.
    -Nunca lo abandonaré yo, señor -dijo Haydée-, porque estoy segura de que no podría vivir sin ti.
    -¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años tú serás joven aún.
    -Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que yo le amase. Mi padre tenía sesenta años y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.
    -Pero dime: ¿crees tú que lo podrás acostumbrar a esta vida?
    -¿Te veré?
    -Todos los días.
    -Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?
    -Temo que lo aburras.
    -No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche me acordaré de que has venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, grandes horizontes con el Pindo y el Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los cuales no se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.
    -Eres digna hija del Epiro, Haydée, graciosa y poética, y se conoce que desciendes de esa familia de diosas que ha nacido en lo país. Tranquilízate, hija mía, yo haré de manera que lo juventud no se pierda, porque si me amas como a un padre, yo lo amo como a una hija.
    -Te equivocas, señor; yo no amaba a mi padre como lo amo a ti. Mi amor hacia ti es otro amor. Mi padre ha muerto y yo no he muerto, y si tú murieras yo moriría contigo.
    El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura. Haydée imprimió en ella sus labios como de costumbre.
    Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su familia, partió murmurando estos versos de Píndaro:
    «Es la joven una flor, cuyo fruto es el amor...»
    Dichoso el que la obtenga después de haberla visto madurar lentamente.
    Conforme a sus órdenes, el carruaje estaba pronto. Montó en él y, como de costumbre, partió a galope.
    En pocos minutos llegó a la calle Meslay, número 7.
    La casa era blanca, risueña, y precedida de una patio, con dos enormes macetas que contenían hermosísimas flores.
    El conde reconoció a Coclés en el portero que le abrió la puerta. Pero como éste, ya recordará el lector, no tenía más que un ojo, y después de nueve años se había debilitado considerablemente, no reconoció al conde.
    Para detenerse delante de la entrada, los carruajes debían dar una vuelta, a fin de evitar un surtidor de agua cristalina que salía del centro de una gran taza en forma de concha de mármol, la cual había excitado bastantes envidias en el barrio, y era causa de que llamasen a esta casa el pequeño Versalles.
    En esa taza nadaban una multitud de peces encarnados y de diversos colores.
    La casa, elevada sobre un piso de cocinas y de cuevas, tenía además del bajo otros dos. Los jóvenes la habían comprado con sus dependencias, que consistían en un inmenso taller, un jardín y dos pabellones en éste. Manuel había visto, desde la primera ojeada, en esta disposición, una pequeña especulación. Se había reservado la casa, la mitad del jardín, y había trazado una línea, es decir, había construido una tapia entre él y los talleres, que alquiló con los pabellones y la otra mitad del jardín, de suerte que vivía en una casa sumamente agradable por un precio bastante módico.
    El comedor era de encina, el salón de caoba y de terciopelo azul, la alcoba de nogal y de damasco verde. Además, había un gabinete de trabajo para Manuel, que no trabajaba, y un salón de música para Julia, que no estudiaba este bello arte.
    El segundo piso estaba destinado a Maximiliano. Era una repetición exacta de la habitación de su hermana, pero el comedor había sido convertido en una sala de billar donde llevaba a sus amigos.
    El mismo se hallaba limpiando su caballo, y fumando a la entrada del jardín, cuando se detuvo a la puerta el carruaje del conde de Montecristo.
    Coclés abrió la puerta, como hemos dicho, y bajándose Bautista del pescante, preguntó si el señor y la señora Herbault y el señor Maxiniiliano Morrel estaban visibles para el conde de Montecristo.
    -¡Para el conde de Montecristo! -exclamó Morrel arrojando su cigarro y saliendo al encuentro del conde-, ya lo creo, ya lo creo que estamos visibles para él. ¡Ah!, gracias, mil gracias, señor conde, por no haber olvidado vuestra promesa.
    Y el joven oficial estrechó con tanta cordialidad y efusión la mano del conde, que éste no pudo menos de conocer por la franqueza del hijo de Morrel, que era esperado con impaciencia.
    -Venid, venid, quiero serviros de introductor -dijo Maximiliano-; un hombre como vos no debe ser anunciado por un criado. Mi hermana está en su jardín, cortando las flores marchitas. Mi hermano lee sus dos periódicos, La Presse y Les Débats a seis pasos de ella, porque dondequiera que se ve a la señora Herbault, no hay más que mirar a cuatro varas de distancia y veréis al señor Manuel, y recíprocamente, como decimos en la escuela politécnica.
    El rumor de los pasos hizo levantar la cabeza a una joven de veinte a veinticuatro años, vestida con una bata de seda, y que estaba cortando cuidadosamente las rosas marchitas de un soberbio rosal.
    Esta mujer era nuestra antigua conocida Julia, que al poco tiempo, según se lo había predicho el mandatario de la casa de Thomson y French, convirtióse en señora de Herbault.
    Dejó escapar un pequeño grito al ver al extranjero.
    Maximiliano soltó una carcajada.
    -No lo incomodes, hermana -dijo-, el señor conde no hace más que dos o tres días que está en París. Pero sabe lo que es una apasionada a las flores, y si no lo sabe, tú se lo enseñarás.
    -¡Ah, caballero -dijo Julia-, traeros así es una traición de mi hermano, que no usa de ninguna etiqueta... ¡Penelón...! ¡Penelón...!
    Un anciano que regaba un plantío de rosales de Bengala, dejó su regadera en el suelo y se acercó con su gorra en la mano. Algunos mechones canos blanqueaban su cabellera aún espesa, mientras que su tez bronceada y su mirar osado y vivo recordaban al viejo marino tostado al sol del Ecuador y curtido con los vientos de las tempestades.
    -Creo que me habéis llamado, señorita Julia -dijo-, aquí me tenéis.
    Penelón había conservado la costumbre de llamar señorita Julia a la hija de su patrón, y jamás había podido acostumbrarse a lo de señora Herbault.
    -Penelón -dijo Julia-, id a avisar al señor Manuel la visita que tenemos, mientras que Maximiliano conduce a este caballero al salón.
    Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:
    -¡Me permitiréis que me retire un instante!
    Y sin esperar el consentimiento del conde, desapareció por una calle de árboles que conducía a la casa.
    -¡Ah!, mi querido Morrel -dijo Montecristo-, observo con dolor que mi visita causa un trastorno en toda la casa.
    -Mirad, mirad -dijo Maximiliano riendo-. ¿Veis allí al marido que también va a mudarse el chaquetón y a ponerse una levita? ¡Oh!, es que os conocen en la calle de Meslay, estabais anunciado.
    -Creo que es una familia dichosa, caballero -dijo el conde, respondiendo a su propio pensamiento.
    -¡Oh!, sí, os lo aseguro, señor conde. ¡Qué queréis! ¡No les falta nada para ser felices! Son jóvenes, alegres, se aman, y con sus veinticinco mil libras de renta, a pesar de haber manejado tan inmensas fortunas, se imaginan poseer las riquezas del Perú.
    -Sin embargo, veinticinco mil libras de renta es poco -dijo Montecristo con una dulzura que conmovió a Maximiliano, como hubiera podido hacerlo la voz de su padre-, pero no pararán ahí nuestros jóvenes, ya llegarán a su vez a ser millonarios. Vuestro cuñado es abogado..., o médico..., o...
    -Era comerciante, señor conde, y tomó a su cargo la casa de nuestro pobre padre. El señor Morrel ha muerto dejando quinientos mil francos de caudal. Yo tenía una mitad y mi hermana otra, porque no éramos más que dos. Su esposo, que se había casado con ella sin tener otro patrimonio que su noble probidad, su inteligencia de primer orden y su reputación intachable, quiso poseer tanto como su mujer, trabajó hasta que hubo reunido doscientos cincuenta mil francos. Seis años le bastaron. Era un tierno espectáculo el de estos dos jóvenes tan laboriosos, tan unidos, destinados por su capacidad a la fortuna más alta, y que, no queriendo cambiar nada de las costumbres de la casa paterna, emplearon seis años en hacer lo que otros comerciantes hubieran hecho en dos o tres. Así, pues, Marsella entera colmó de alabanzas tan laboriosa abnegación. Finalmente, un día Manuel fue a buscar a su mujer, que acababa de pagar las cuentas vencidas.
    »-Julia -le dijo-, aquí está el último cartucho de cien francos que Coclés acaba de entregarme y que completa los doscientos cincuenta mil francos que hemos fijado como límite de nuestras ganancias. ¿Quedarás satisfecha con este poco, con el cual será preciso contentarnos de aquí en adelante? Escucha, la casa efectúa negocios por un millón al año, y puede producir cuarenta mil francos de beneficios. Traspasaremos la clientela, si lo parece, en trescientos mil francos en una hora, porque aquí tengo una carta del señor Delaunay que nos los ofrece en cambio de nuestros fondos, que quiere reunir al suyo. Conque, a ver, ¿qué lo parece que hagamos?
    H-Amigo mío -dijo mi hermana-, la casa de Morrel no puede sostenerse sino por un Morrel. Salvar para siempre de los vaivenes de la suerte el nombre de nuestro padre, ¿no vale trescientos mil francos?
    »-Esta misma era mi opinión -respondió Manuel-,sin embargo, quería saber la tuya.
    »-Pues bien, querido, ahí la tienes. Todas nuestras entradas están hechas. Nuestras letras pagadas, podemos trazar una raya al pie de la cuenta de esta quincena y cerrar la casa. Tracémosla y cerremos el escritorio.
    »Lo cual hicimos inmediatamente. Eran las tres, a las tres y cuarto se presentó un cliente para hacer asegurar el pasaje de los dos buques; era una ganancia líquida de quince mil francos al contado.
    »-Caballero -dijo Manuel-, tened la bondad de dirigiros a nuestro compañero el señor Delaunay. En cuanto a nosotros, ya hemos dejado el negocio.
    »-¿Y desde cuándo? -preguntó el cliente asombrado.
    »-Desde hace un cuarto de hora.
    -Y aquí veis, caballero -continuó diciendo, sonriendo, Maximiliano-,cómo mi hermana y mi cuñado no tienen más que veinticinco mil francos de renta.
    Apenas Maximiliano daba fin a su narración, durante la cual el corazón del conde se había dilatado cada vez más, cuando apareció Manuel con una levita abrochada. Saludó como un hombre que conoce la importancia del personaje a quien hablaba, y después condujo al conde a la casa.
    El salón estaba ya embalsamado por las perfumadas flores contenidas con gran trabajo en un inmenso vaso japonés. Julia, bien vestida y peinada con coquetería, se presentó para recibir al conde.
    Oíase cantar a los pájaros del jardín, y de una pajarera próxima al salón. Las ramas de jazmines y de acacias color de rosa bordaban con sus hojas las colgaduras de terciopelo azul.
    Todo en esta encantadora morada respiraba la mayor tranquilidad y el más completo sosiego, desde los gorjeos de los pájaros hasta la sonrisa de los dueños de la casa.
    Desde que entró el conde se había impregnado ya de esta felicidad. Así, pues, se quedó mudo y pensativo, olvidando que le miraban y que le oían, para proseguir la conversación interrumpida después de los primeros cumplidos.
    Dándose cuenta de este silencio, que ya resultaba poco cortés y saliendo con gran esfuerzo de su ensimismamiento, dijo:
    -Señores, perdonadme una emoción que debe asombraros, habituados a la paz y a la felicidad que aquí encuentro, pero es para mí una cosa tan nueva la satisfacción sobre un rostro humano, que no me canso de miraros a vos y a vuestro marido.
    -Somos muy felices, en efecto, caballero -repuso Julia-, pero hemos sufrido mucho y pocas personas habrán comprado su felicidad tan cara como nosotros.
    La curiosidad se reflejó en las facciones del conde.
    -¡Oh!, es una historia de familia, como os decía el otro día Chateau-Renaud -replicó Maximiliano-; para vos, señor conde, avezado a ver grandes desgracias y grandes alegrías, tendría poco interés este cuadro de familia. Muchos, muchísimos dolores hemos sufrido, como os decía Julia, aunque estén encerrados en este pequeño cuadro.
    -¿Y Dios os ha dado consuelos para vuestros sufrimientos? -inquirió Montecristo.
    Julia respondió:
    -Sí, señor conde, podemos decirlo, porque hizo por nosotros lo que no hace más que para los elegidos. Nos envió uno de sus ángeles.
    Un intenso rubor cubrió las mejillas del conde, que tosió para disimular y se llevó el pañuelo a la boca.
    -Los que han nacido en cuna de púrpura y nunca han deseado nada -dijo Manuel-, no saben lo que es la felicidad de vivir. Lo mismo que no pueden conocer el precio de un cielo puro los que no han entregado nunca su vida a merced de cuatro tablas arrojadas a un mar enfurecido.
    Montecristo se levantó, y sin responder una sola palabra, porque sólo en el temblor se hubiera conocido la emoción de que estaba agitado, se puso a recorrer el salón a largos pasos.
    -Nuestra magnificencia os hace sonreír, señor conde -dijo Maximiliano, que le observaba atentamente.
    -No, no -respondió Montecristo, muy pálido, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, en tanto con la otra mostraba al joven un fanal, bajo el que reposaba un bolsillo de seda sobre una almohadilla de terciopelo negro-. Estaba pensando qué significa este bolsillo, que en un lado contiene un papel, me parece, y en el otro un hermoso diamante.
    Maximiliano adoptó un aire grave y respondió:
    -Este bolsillo, señor conde, es el tesoro más preciado de nuestra familia.
    -En efecto, este diamante es bastante hermoso -repuso el conde de Montecristo.
    -¡Oh!, mi hermano no os habla del valor de la piedra, aunque está valorada en cien mil francos, señor conde. Quiere solamente deciros que los objetos que encierra ese bolsillo son las reliquias del ángel de quien hablábamos hace poco.
    -No entiendo lo que decís, y sin embargo no debo preguntároslo, señora -replicó el conde de Montecristo inclinándose-; perdonadme, no he querido ser indiscreto.
    -¿Indiscreto, decís? ¡Oh!, al contrario, nos hacéis felices con ofrecernos una ocasión de hablar de este asunto. Si ocultásemos como un secreto la acción más hermosa que recuerda ese bolsillo, no lo expondríamos de tal modo a la vista de todos.
    -¡Oh!, quisiéramos poderla publicar en todo el universo para que un estremecimiento de nuestro bienhechor desconocido nos revelase su presencia.
    -¡Ah! Ahora voy comprendiendo -dijo Montecristo con voz ahogada.
    -Caballero -dijo Maximiliano levantando el fanal y besando religiosamente el bolsillo de seda-, esto ha tocado la mano de un hombre por el cual fue salvado mi padre de la muerte, nosotros de la ruina y nuestro nombre de la ignominia, de un hombre, gracias al cual, nosotros, pobres muchachos entregados a la miseria o a las lágrimas, podemos oír hoy a la gente extasiarse en nuestra felicidad. Esta carta -y sacando Maximiliano un billete del bolsillo lo presentó al conde-, esta carta fue escrita por él un día en que mi padre había tomado una resolución desesperada, y este diamante fue regalado para su dote a mi hermana por el generoso desconocido.
    Montecristo abrió la carta y la leyó con una inefable expresión de felicidad. Era el billete que nuestros lectores conocen, dirigido a Julia y firmado «Simbad el Marino> .
    -¿Desconocido, decís? ¿Conque el hombre que os ha hecho ese servicio ha permanecido ignorado?
    -Sí, señor. Nunca hemos tenido la dicha de estrechar su mano. No será por no haber pedido a Dios este favor -añadió Maximiliano-, pero ha habido en toda esta aventura un misterio que aún no hemos podido penetrar, todo ha sido conducido por una mano invisible, poderosa como la de un mago prodigioso.
    -¡Oh! -dijo Julia-, aún no he perdido toda esperanza de besar un día aquélla, como beso el bolsillo que ha tocado. Hace cuatro años Penelón estaba en Trieste. Penelón, señor conde, es ese valiente marino a quién habéis visto con una regadera en la mano y que de contramaestre se ha hecho jardinero. Estando, pues, Penelón en Trieste, vio en el muelle un inglés que iba a embarcarse en un yate y reconoció al que fue a casa de mi padre el 5 de julio de 1829 y que me escribió el billete el 5 de septiembre. Era el mismo, según él aseguró, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.
    -¡Un inglés! -exclamó Montecristo, cuya inquietud aumentaba a cada mirada de Julia-, ¿un inglés, decís?
    -Sí -replicó Maximiliano-, un inglés que se presentó en nuestra casa como comisionado de la casa Thomson y French, de Roma. He aquí por qué cuando dijisteis el otro día en casa de Morcef que los señores Thomson y French eran vuestros banqueros, me estremecí involuntariamente. Caballero, esto sucedió como os hemos dicho, en 1829. ¿Habéis conocido a ese inglés?
    -Pero ¿no habéis dicho también que la casa Thomson y French había negado siempre que os hubiese prestado ese servicio?
    -Sí.
    -Entonces, ese inglés, ¿no sería un hombre que, reconocido a vuestro padre por alguna buena acción que él mismo habría olvidado, pudiera haber tomado ese pretexto para recompensársela?
    -Todo es posible, caballero, en semejante circunstancia, hasta un milagro.
    Montecristo preguntó:
    -¿Cuál era su nombre?
    -Nunca ha dejado otro -respondió Julia, mirando al conde con profunda atención- que el del billete: Simbad el Marino.
    -Que no sería su nombre verdadero.
    -Es probable -dijo Julia, sin dejar de mirarle.
    El conde iba a proseguir, pero al ver que Julia le examinaba con tanta atención, como queriendo reconocer el sonido de su voz, se detuvo para reponerse algún tanto de su emoción, y continuó alterado.
    -Veamos, ¿no es un hombre de mi estatura casi, tal vez un poco más delgado, enterrado en una inmensa corbata, con una levita abrochada hasta el cuello y siempre con el lápiz en la mano?
    -¡Oh!, ¿pero le conocéis? -exclamó Julia con los ojos brillantes de alegría.
    -No -dijo Montecristo-, lo supongo solamente. He conocido sólo a un tal... lord Wilmore, de una generosidad admirable.
    -¿Sin darse a conocer?
    -Era un hombre extraño, y no creía en el agradecimiento.
    -¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Julia con un acento sublime y cruzando las manos-, pues ¿en qué creía ese desgraciado?
    -Por lo menos, así le sucedía en la época en que yo le conocí -dijo Montecristo, a quien esta voz que partía del fondo del alma le había estremecido hasta la última fibra-, pero después de este tiempo, tal vez habrá tenido alguna prueba de que la gratitud existe.
    -¿Y vos conocéis a ese hombre, caballero? -preguntó Manuel.
    -¡Oh!, si le conocéis, caballero -exclamó Julia-, decid, decid, ¿podéis llevarnos a su lado, mostrárnoslo, enseñarnos dónde está? ¡Oh!, Maximiliano, ¡oh!, Manuel, si le encontrásemos le haríamos creer en el agradecimiento.
    Montecristo sintió asomarse dos lágrimas a sus ojos, y de nuevo empezó a pasear por el salón.
    -¡En nombre del cielo, caballero -áijo Maximíliano-, si sabéis alguna cosa de ese hombre, decídnoslo!
    -¡Ay! -dijo el conde conteniendo la emoción de su voz-, si vuestro bienhechor es lord Wilmore, temo que no le encontremos nunca. Me separé de él en Palermo, y partía para los países más fabulosos, conque mucho dudo que vuelva.
    -¡Ah!, caballero, ¡sois cruel! -exclamó Julia con espanto.
    Y a la joven se le saltaron las lágrimas.
    -Señora -dijo gravemente Montecristo devorando con los ojos las dos perlas líquidas que rodaban por las mejillas de Julia-, si lord Wilmore hubiese visto lo que yo acabo de ver aquí, amaría aún la vida, porque las lágrimas que derramáis le reconciliarían con la humanidad.
    Y presentó la mano a Julia, que le dio la suya, dejándose arrastrar de la mirada y del acento del conde.
    -Pero ese lord Wilmore -dijo- tenía país, familia, parientes, en fin, era conocido, ¿no podríamos...?
    -¡Oh!, no insistáis -dijo el conde-, no procuréis interpretar esas palabras que se me han escapado. No, lord Wilmore no es probablemente el hombre que buscáis, era mi amigo, yo sabía todos sus secretos, y me hubiera contado ése.
    -¿Y no os ha dicho nada? -preguntó Julia.
    -Nada, en absoluto.
    -¿Ni una palabra que os hiciera suponer...?
    -Ni una sola palabra.
    -Sin embargo, hace poco le nombrasteis.
    -¡Ah!, no era más que una suposición.
    -Hermana, hermana -dijo Maximiliano, saliendo en ayuda del conde-, el señor tiene razón. Acuérdate de lo que tantas veces nos ha dicho nuestro padre, no es un inglés el que nos ha hecho tan felices.
    -Vuestro padre os decía..., ¿qué os decía, señor Morrel? -repuso vivamente.
    -Mi padre, caballero, veía en esa acción un milagro. Mi padre creía en un bienhechor que había salido de su tumba para favorecernos. ¡Oh! ¡Qué tierna superstición!, caballero, y aunque yo no la creía, estaba muy lejos de querer destruir esta creencia en su noble corazón. Así pues, ¡cuantas veces pensaba en ello, pronunciaba en voz baja un nombre que le era muy querido, un nombre de un amigo perdido! Y cuando se vio próximo a morir, cuando la inminencia de la eternidad hubo dado a su imaginación una cosa parecida a la iluminación de la tumba, este pensamiento, que hasta entonces había sido una duda, se trocó en convicción, y las últimas palabras que pronunció al morir fueron éstas:
    «-¡Maximiliano: era Edmundo Dantés...! »
    La palidez del conde, que hacía algunos segundos iba aumentando, fue espantosa cuando oyó estas palabras. Toda su sangre se agolpó a su corazón, no podía hablar, sacó su reloj como si hubiera olvidado la hora, tomó su sombrero, hizo a la señora Herbault una cortesía brusca y embarazada, y estrechando las manos de Manuel y Maximiliano, dijo:
    -Señora, concededme el honor y el placer de que venga algunas veces a visitaros. Aprecio mucho vuestra casa, y os estoy sumamente reconocido por vuestro recibimiento, porque es la primera vez que en muchos años me he olvidado de mí mismo.
    Y salió apresuradamente.
    -Este conde de Montecristo es un hombre singular -dijo Manuel.
    -Sí -respondió Maximiliano-, pero yo creo que tiene un corazón excelente, y estoy seguro de que nos ama.
    -Y a mí -dijo Julia- me ha llegado su voz al corazón, y dos o tres veces se me ha figurado que no era la primera vez que le veía.

    Capítulo noveno
    Píramo y Tisbe
    Cerca del barrio de Saint-Honoré, detrás de una hermosa casa notable entre las de este suntuoso barrio, se extiende un vasto jardín, cuyos espesos castaños rebasan con mucho las grandes tapias, y dejan caer cuando llega la primavera sus flores sobre dos enormes jarrones de mármol colocados paralelamente sobre dos pilastras cuadrangulares, en que encaja una reja de hierro de la época de Luis XIII.
    Esta grandiosa entrada está condenada, a pesar de los magníficos geranios que brotan en los dos jarrones, y que mecen al viento sus hojas marmóreas y sus flores de púrpura, desde que los propietarios se contrajeron a la posesión del palacio, del patio plantado de árboles que cae a la calle principal, y del jardín que cierra esta valla que caía antes a una magnífica huerta de una fanega de tierra, perteneciente a la propiedad. Pero habiendo tirado una línea el demonio de la especulación, es decir, una calle en el extremo de esta huerta, con nombre antes de existir, merced a una placa de vidrio, pensaron poder vender esta huerta para edificar casas en la calle, y facilitar el tránsito en ese magnífico barrio de Saint-Honoré.
    Pero en punto a especulación, el hombre propone y el dinero dispone. La calle bautizada murió en la cuna. El que adquirió la huerta, después de haberla pagado cabalmente, no pudo encontrar, al venderla, la suma que quería, y esperando una subida de precio, que no podía dejar de indemnizarle un día a otro, se contentó con alquilar la huerta a unos hortelanos por quinientos francos anuales.
    No obstante, ya hemos dicho que la reja del jardín que daba a la huerta estaba condenada, y el orín roía sus goznes. Aún hay más: para que los hortelanos no curioseen con sus miradas vulgares el interior del aristocrático jardín, un tabique de tablas está unido a las barras hasta la altura de seis pies. Es verdad que las tablas no están tan bien unidas que no se pueda dirigir una mirada furtiva por entre las junturas, pero esta casa no es tan severa que tema las indiscreciones.
    En esta huerta, en lugar de coliflores, lechugas, escarolas, rábanos, patatas y melones, crecen sólo grandes alfalfas, único cultivo que denota que aún hay alguien que se acuerda de este lugar abandonado. Una puertecita baja, abriéndose a la calle proyectada, da acceso a este terreno cercado de tapias, que sus habitantes acaban de abandonar a causa de su esterilidad, y que después de ocho días, en lugar de producir un cincuenta por ciento, como antes, no produce absolutamente nada.
    Por el lado de la casa, los castaños de que hemos hablado coronan la tapia, lo cual no impide que otros árboles verdes y en flor deslicen en los espacios que median entre unos y otros sus ramas ávidas de aire. En un ángulo en que el follaje es tan espeso que apenas deja penetrar la luz, un ancho banco de piedra y sillas de jardín indican un lugar de reunión o un retiro favorito de algún gabinete de la casa, situada a cien pasos, y que apenas se distingue a través del espeso ramaje que la envuelve. En fin, la elección de este asilo misterioso, está justificada a la vez por la ausencia del sol, por la perpetua frescura, aun durante los días más ardientes del estío, por el gorjeo de los pájaros y por el alejamiento de la casa y de la calle, es decir, de los negocios y del bullicio.
    En una tarde del día más caluroso de primavera, había sobre este banco de piedra un libro, una sombrilla, un canastillo de labor y un pañuelo de batista empezado a bordar, y no lejos de este banco, junto a la reja, en pie, delante de las tablas, con los ojos aplicados a una de las aberturas, hallábase una joven, cuyas miradas penetraban en 4 terreno desierto que ya conocemos.
    Casi al mismo tiempo, la puertecilla de este terreno se cerraba sin ruido, y un joven alto, vigoroso, vestido con una blusa azul, una gorrilla de terciopelo, pero cuyos bigotes, barba y cabellos negros cuidadosamente peinados desentonaban de este traje popular, después de una rápida ojeada a su alrededor, para asegurarse de que nadie le espiaba, pasando por esta puerta que cerró tras sí, se dirigió con pasos precipitados hacia la reja.
    Al ver al que esperaba, pero no probablemente con aquel traje, la joven tuvo miedo y dio dos pasos hacia atrás. Y, sin embargo, ya al través de las hendiduras de la puerta, el joven, con esa mirada que sólo pertenece a los amantes, había visto flotar el vestido blanco y el largo cinturón azul. Corrió hacia el tabique, y aplicando su boca a una abertura, dijo:
    -No temáis, Valentina, soy yo.
    La joven se acercó.
    -¡Oh, caballero! -dijo-. ¿Por qué habéis venido hoy tan tarde? ¿Sabéis que pronto vamos a comer y que me he tenido que valer de mil medios para desembarazarme de mi madrastra, que me espía, de mi camarera que me persigue, y de mi hermano que me atormenta, para venir a trabajar aquí en este bordado que temo no se acabe en mucho tiempo...? Así que os excuséis de vuestra tardanza, me diréis qué significa ese nuevo traje que habéis adoptado, y que casi ha sido la causa de que no os reconociera de momento.
    -Querida Valentina -dijo el joven-, demasiado conocéis mi amor para que os hable de él, y sin embargo, siempre que os veo tengo necesidad de deciros que os adoro, a fin de que el eco de mis propias palabras me acaricie dulcemente el corazón cuando dejo de veros. Ahora os doy mil gracias por vuestra dulce reconvención, la cual me prueba que pensabais en mí. ¿Queríais saber la causa de mi tardanza y el motivo de mi disfraz? Pues bien, voy a decírosla, y espero que me excusaréis. Me he establecido.
    -¿Establecido...? ¿Qué queréis decir, Maximiliano? ¿Y somos bastante dichosos para que habléis de lo que nos concierne con ese tono de broma?
    -¡Oh! Dios me libre --dijo el joven- de bromear con lo que decidirá de mi suerte. Pero, fatigado de ser un corredor de campos, y un escalador de paredes, espantado de la idea que me hicisteis abrigar la otra tarde de que vuestro progenitor me haría juzgar un día como ladrón, lo cual comprometería el honor del ejército francés, no menos espantado de la posibilidad de que se asombren de ver eternamente rondar alrededor de este terreno, donde no hay la menor ciudadela que sitiar o el más pequeño bloqueo que defender, a un capitán de spahis, me he hecho hortelano, y adoptado el traje de mi profesión.
    -Bueno, ¡qué locura!
    -Al contrario, es la idea más feliz que he tenido en toda mi vida, porque al menos nos deja en toda seguridad.
    -Veamos, explicaos.
    -Pues bien. Fui a buscar al propietario de esta huerta, el alquiler con los antiguos inquilinos había concluido, y yo se la alquilé de nuevo. Toda esta alfalfa me pertenece, Valentina. Nada me prohíbe que yo haga construir una cabaña aquí cerca, y viva de aquí en adelante a veinte pasos de vos. ¡Oh!, no puedo contener mi alegría y mi felicidad. ¿Comprendéis, Valentina, que se puedan pagar estas cosas? Es imposible, ¿no es verdad? ¡Pues bien!, toda esta felicidad, toda esta dicha, toda esta alegría, por las que yo hubiera dado diez años de mi vida, me cuestan, ¿no adivináis cuánto...? Así, pues, ya lo veis. De aquí en adelante no hay que temer. Estoy aquí en mi casa, puedo poner una escala apoyada contra mí tapia, y mirar por encima, y sin temor de que venga una patrulla a incomodarme, tengo derecho a deciros que os amo, mientras no se resienta vuestro orgullo de oír salir esa palabra de la boca de un pobre jornalero con una gorra y una blusa.
    Valentina dejó escapar un ligero grito de sorpresa, y luego, de repente, dijo con tristeza, y como si una nube hubiese velado el rayo de sol que iluminaba su corazón:
    -¡Ay!, Maximiliano, ahora seremos demasiado libres. Nuestra felicidad nos hará tentar a Dios. Abusaremos de nuestra seguridad, y nuestra seguridad nos perderá.
    -¿Podéis decirme eso, amiga mía, a mí, que desde que os conozco os doy pruebas de que he subordinado mis pensamientos y mi vida a vuestra vida y vuestros pensamientos? ¿Quién os ha dado confianza en mí? Mi honor, ¿no es así? Cuando me dijisteis que un vago instinto os aseguraba que corríais algún peligro, todo mi anhelo fue serviros, sin pedir otro galardón más que la felicidad de serviros. ¿Desde este tiempo os he dado ocasión con una palabra, con una seña, de arrepentiros por haberme preferido a los que hubieran sido felices en morir por vos? Me dijisteis, pobre niña, que estabais prometida al señor Franz d'Epinay, que vuestro padre había decidido esta alianza, es decir, que era segura, porque todo lo que quiere el señor de Villefort se realiza de un modo infalible. Pues bien, he permanecido en la sombra, esperando, no de mi voluntad ni de la vuestra, sino de los sucesos de la providencia de Dios, y sin embargo, me amabais. Tuvisteis piedad de mí, Valentina, y vos misma me lo habéis dicho. Gracias por esa dulce palabra, que no os pido sino que me la repitáis de vez en cuando, y que hará que me olvide de todo lo demás.
    -Y eso es lo que os ha animado, Maximiliano, y eso mismo me proporciona una vida dulce y desgraciada hasta tal punto que me pregunto a veces qué es lo que vale más para mí, sí el pesar que me causaba antes el rigor de mi madrastra y su ciega preferencia a su hijo, o la felicidad llena de peligros que experimento al veros.
    -¡De peligros! -exclamó Maximiliano-, ¿sois capaz de decir una palabra tan dura y tan injusta? ¿Habéis visto nunca un esclavo más sumiso que yo? Me habéis permitido algunas veces la palabra, Valentina, pero me habéis prohibido seguiros. He obedecido. Desde que encontré un medio para penetrar en esta huerta, para hablaros a través de esta puerta, de estar, en fin, tan cerca de vos sin veros, ¿os he pedido alguna vez que me deis vuestra mano a través de esta valla? ¿He intentado siquiera saltar esta tapia, ridículo obstáculo para mi juventud y mi fuerza? Nunca me he quejado de vuestro rigor, nunca os he manifestado en voz alta un deseo. He sido fiel a mi palabra, como un caballero de los tiempos pasados. Confesad eso al menos para que no os crea injusta.
    -Tenéis razón -dijo Valentina pasando por entre dos tablas el extremo de los lindos dedos, sobre los cuales aplicó los labios Maximiliano-. Es verdad que sois un amigo honrado. Pero, en fin, vos no habéis obrado sino por vuestro propio interés, mi querido Maximiliano. Bien sabíais que el día en que el esclavo fuese exigente lo perdería todo. Me prometisteis la amistad de un hermano, a mí, a quien mi padre olvida, a quien mi madrastra persigue, y que no tengo por consuelo más que un anciano, inmóvil, mudo, helado, cuya mano no puede estrechar la mía, cuya mirada sola puede hablarme, y cuyo corazón late sin duda por mí con un resto de calor. Amarga ironía de la suerte que me hace enemiga o víctima de todos los que son más fuertes que yo, y que me da un cadáver por único sostén y amigo. ¡Oh! ¡Maximiliano, Maximiliano, soy muy desgraciada, y hacéis bien en amarme por mí y no por vos!
    -Valentina -dijo el joven profundamente conmovido-, no diré que sois el único objeto de mi cariño en el mundo, porque también amo a mi hermana y a mi cuñado, pero es con un amor dulce y tranquilo, que nada se parece al sentimiento que me inspiráis. Cuando pienso en vos, hierve mi sangre, mi pecho se levanta y no puedo reprimir los latidos de mi corazón. Pero esta fuerza, este ardor, este poder sobrehumano los emplearé únicamente en amaros hasta el día en que me digáis que los emplee en servicio vuestro. Dicen que el señor Franz d'Epinay estará ausente un año todavía, y en un año, ¡cuántas vicisitudes podrán secundar nuestros proyectos! ¡Sigamos, pues, esperando, nada más grato ni más dulce que la esperanza! Pero, entretanto, vos, Valentina, vos que me echáis en cara mi egoísmo, ¿qué habéis sido para mí? La bella y fría estatua de la Venus púdica. En pago de mi cariño, de mi obediencia, de mi moderación, ¿qué me habéis concedido?, casi nada. Me habláis del señor d'Epinay, vuestro futuro esposo, y suspiráis con la idea de ser suya algún día. Veamos, Valentina, ¿es eso todo lo que siente vuestra alma? ¿Es posible que cuando yo os dedico mi vida entera, mi alma, el latido más imperceptible de mi corazón, cuando soy todo vuestro, cuando siento que me moriría si os perdiera, vos permanezcáis tranquila y no os asuste la sola idea de pertenecer a otro? ¡Oh! Valentina, Valentina, si yo estuviera en vuestro lugar, si yo supiera que era amado con la seguridad que vos tenéis de que os amo, ya hubiera pasado cien veces mi mano por entre esas rendijas y hubiera estrechado la mano del pobre Maximiliano, diciéndole: «Sí, vuestra, sólo vuestra, Maximiliano, en este mundo y en el otro.»
    Valentina no respondió, pero el joven la oyó suspirar y llorar.
    La reacción de Maximiliano fue instantánea.
    -¡Valentina! -exclamó-. ¡Valentina!, olvidad mis palabras si en ellas ha habido algo que pueda ofenderos.
    -No -contestó ella-, tenéis razón, pero ¿no os dais cuenta de que soy una infeliz criatura, abandonada en una casa extraña, porque mi padre es casi un extraño para mí, criatura cuya voluntad ha ido quebrantando día por día, hora por hora, minuto por minuto, en el espacio de diez años, la voluntad de hierro de otros superiores a quienes estoy sujeta? Nadie ve lo que yo sufro, y a nadie, sino a vos lo he confiado. En apariencia y a los ojos de todo el mundo, nada se opone a mis deseos, todos son afectuosos para mí. En realidad, todo me es hostil. El mundo dice: «El señor de Villefort es demasiado grave y severo para ser muy cariñoso con su hija. Pero ésta a lo menos ha tenido la felicidad de volver a encontrar en la señora Villefort una segunda madre.» ¡Pues bien!, el mundo se equivoca, mi padre me abandona con indiferencia, y mi madrastra me odia con un encarnizamiento tanto más terrible cuanto más lo disimula con su eterna sonrisa.
    -¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pudiera odiaros?
    -Por desgracia, amigo mío -dijo Valentina-, me veo obligada a confesar que ese odio contra mí proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su hijo, a mi hermano Eduardo.
    -¿Y qué?
    -Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo, pero, amigo mío, creo que éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes por su parte, y yo soy ya rica por los bienes de mi madre, los cuales se acrecentarán con los de los señores de Saint-Merán, que heredaré algún día, creo, ¡Dios me perdone por pensar así, que está envidiosa. Y Dios sabe si yo le daría con gusto la mitad de esta fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría ni un instante.
    -¡Pobre Valentina!
    -Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me parece que estos lazos me sostienen y tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no es un hombre cuyas órdenes pueda yo desobedecer impunemente. Es muy poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os lo juro, no me decido a luchar porque temo que, tanto vos como yo, sucumbiríamos en la lucha.
    -Pero, Valentina -repuso Maximiliano-, ¿por qué desesperar así y ver siempre el porvenir sombrío?
    -Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.
    -Sin embargo, veamos. Si yo no soy para vos un buen partido, desde el punto de vista aristocrático, no obstante tengo una posición honrosa en la sociedad. El tiempo en que había dos Francias ya no existe. Las familias más altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia de la lanza se ha unido con la del cañón. Ahora bien, yo pertenezco a esta última. Yo tengo un hermoso porvenir en el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero independiente; la memoria de mi padre es venerada en nuestro país como la de uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nuestro país, Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.
    -No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me recuerda a mi buena madre, aquel ángel llorado por todo el mundo, y que después de haber velado sobre su hija, mientras su corta permanencia en la tierra, vela todavía, así lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre madre, Maximiliano, no tendría yo nada que temer, le diría que os amo, y ella nos protegería.
    -No obstante, Valentina -repuso Maximiliano-, si viviese, yo no os habría conocido, porque, como habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz me hubiera contemplado con desdén desde lo alto de su grandeza.
    -¡Ah!, amigo mío --exclamó Valentina-, ¡ahora sois vos el injusto! Pero decidme...
    -¿Qué queréis que os diga? -repuso Maximiliano, viendo que Valentina vacilaba.
    -Decidme -continuó la joven-, ¿ha habido en otros tiempos algún motivo de disgusto entre vuestro padre y el mío en Marsella?
    -Que yo sepa, ninguno -respondió Maximiliano-, a no ser que vuestro padre era el más celoso partidario de los Borbones y el mío un hombre adicto al emperador. Esto, según presumo, es la única diferencia que había entre ambos. Pero ¿por qué me hacéis esa pregunta, Valentina?
    -Voy a decíroslo -repuso ésta-, porque debéis saberlo todo. El día que publicaron los periódicos vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor, estábamos todos en la casa de mi abuelo, señor Noirtier, donde también se encontraba el señor Danglars, ya sabéis, ese banquero cuyos caballos estuvieron anteayer a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico en voz alta a mi abuelo mientras los demás hablaban del casamiento probable del señor de Morcef con la señorita Danglars. Al llegar al párrafo que trataba de vos, y que ya había yo leído, porque desde la mañana anterior me habíais anunciado esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz..., pero temerosa al mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro nombre, y es seguro que lo hubiera omitido a no ser por el temor de que diesen una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas mis fuerzas y 1eí el párrafo.
    -¡Querida Valentina!
    -Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la cabeza. Estaba yo tan convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de hacer el efecto de un rayo, que creí notar un estremecimiento en mi padre, y aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que fue una ilusión de mi parte. «Morrel -dijo mi padre-, ¡espera un poco! » Frunció las cejas y continuó: « ¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos furiosos bonapartistas que tantos males nos causaron en 1815?
    -Sí -respondió Danglars-, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.
    -Así es, en efecto -dijo Maximiliano-. ¿Y qué respondió vuestro padre?, decid, Valentina.
    -¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.
    -No importa -dijo Maximiliano sonriendo-, decidlo todo.
    -Su emperador -continuó, frunciendo las cejas-, sabía darles el lugar que merecían a todos esos fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único nombre que merecían. Veo con placer que el nuevo gobierno vuelve a poner en vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la conquista de Argel, le felicitaría doblemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.
    -En efecto, es una política un tanto brutal -dijo Maximiliano-, pero no sintáis, querida mía, lo que ha dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin cesar: « ¿Por qué el emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y abogados y los lleva a primera línea de fuego?» Ya veis, amiga mía, ambas opiniones se equilibran por lo pintoresco de la expresión y la dulzura del pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la salida del procurador del rey?
    -¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a mí me parece feroz. Pocos momentos después, se levantaron ambos y se marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo estaba muy conmovido. Preciso es deciros, Maximiliano, que yo sola soy la que adivina las agitaciones de ese pobre paralítico, y creí entonces que la conversación promovida delante de él, porque nadie hace caso del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente, en atención a que se había hablado mal de su emperador, ya que, según parece, ha sido un fanático de su causa.
    -En efecto -dijo Maximiliano-, es uno de los nombres conocidos del Imperio, ha sido senador, y como sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo complicado en todas las conspiraciones bonapartistas que se hicieron en tiempo de la Restauración.
    -Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan muy extrañas. El abuelo bonapartista, el hijo realista..., en fin, ¿qué queréis...? Entonces me volví hacia él, y me indicó el periódico con la mirada.
    -¿Qué os ocurre, querido papá? -le dije, ¿estáis contento?
    Hízome una señal afirmativa con la cabeza.
    -¿De lo que acaba de decir mi papá? -le pregunté.
    Díjome por señas que no.
    -¿De lo que ha dicho el señor Danglars?
    Otra seña negativa.
    -¿Será tal vez porque al señor Morrel -no me atreví a decir Maximiliano- lo han nombrado oficial de la Legión de Honor?
    Entonces me hizo seña de que así era, en efecto.
    -¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado oficial de la Legión de Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su parte, puesto que dicen que vuelve algunas veces a la infancia, y es por una de las cosas que le quiero mucho.
    -Es muy particular -dijo Maximiliano, reflexionando--, odiarme vuestro padre, al contrario que vuestro abuelo... ¡Qué cosas tan raras producen esos afectos y esos odios de partidos!
    -¡Silencio! -exclamó de repente Valentina-. ¡Escondeos, huid, viene gente!
    Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.
    -Señorita, señorita -gritó una voz detrás de los árboles-, la señora os busca por todas partes. ¡Hay una visita en la sala!
    -¡Una visita! -exclamó Valentina agitada-, ¿y quién ha venido a visitarnos?
    -Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo .
    -Ya voy -dijo en voz alta Valentina.
    Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de Valentina servía de despedida al fin de cada entrevista.
    -¡Qué es esto! -dijo Maximiliano apoyándose en actitud de meditación sobre la azada-, ¿cómo conoce el conde de Montecristo al señor de Villefort?
    En efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del señor de Villefort, con el objeto de devolver al procurador del rey la visita que éste le había hecho, y como es de suponer, toda la casa se puso en movimiento al escuchar su nombre.
    La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anunciaron al conde, hizo venir al instante a su hijo, para que el niño reiterase sus gracias al conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar
    del gran personaje durante dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la cual pudiera acompañar uno de los gestos que hacía decir a su madre: « ¡Oh! ¡Qué muchacho tan malo; pero bien merece que le perdonen, porque tiene tanto talento... ! »
    Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el señor de Villefort.
    -Mi esposo come hoy en casa del señor canciller -respondió la joven-, acaba de salir en este momento y estoy segura de que sentirá infinito no haber tenido el honor de veros.
    Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo devoraban con los ojos, se retiraron después del tiempo razonable exigido a la vez por la cortesía y la curiosidad.
    -A propósito, ¿qué hace lo hermana Valentina? -dijo la señora de Villefort a Eduardo-; que la avisen de que quiero tener el honor de presentarla al señor conde.
    -¿Tenéis una hija, señora? -inquirió el conde-, será todavía una niña.
    -Es la hija del señor de Villefort -replicó la señora-, hija del primer matrimonio, esbelta y hermosa figura.
    -Pero melancólica -interrumpió el joven Eduardo arrancando, para adornar su sombrero, las plumas de la cola de un precioso guacamayo, que gritó de dolor en el travesaño dorado de su jaula.
    La señora de Villefort se contentó con decir:
    -Silencio, Eduardo.
    Luego añadió:
    -Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir muchas veces con amargura, porque la señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos por distraerla, tiene un carácter triste y un humor taciturno que perjudica muchas veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la causa de ello.
    -Es que la buscan donde no está.
    -¿Dónde la buscan?
    -En el cuarto del abuelo Noirtier.
    -¿Y tú opinas que no está allí?
    -No, no, no, no, no está allí -respondió Eduardo tarareando.
    -¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.
    -Está debajo del castaño grande --continuó el travieso niño presentando, a pesar de los gritos de su madre, una porción de moscas vivas al guacamayo, que parecía muy ansioso de esta clase de caza.
    La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la campanilla para indicar a su doncella el sitio donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se presentó.
    La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera podido descubrir en sus ojos las huellas de sus lágrimas.
    Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado a nuestros lectores sin darla a conocer, era una alta y esbelta joven de diecinueve años, con pelo castaño claro, ojos de un azul inteso, continente lánguido, y en el cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su madre. Sus manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color imperceptible, le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a quienes se ha comparado bastante poéticamente, en sus movimientos, con los cisnes.
    Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había oído hablar, saludó sin ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con una gracia tal, que redobló la atención del conde.
    Este se levantó.
    -La señorita de Villefort, mi hijastra -dijo la señora de Villefort a Montecristo, que se inclinó hacia adelante, presentando la mano a Valentina.
    -Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la Cochinchina ---dijo el pilluelo, dirigiendo a su hermana una mirada socarrona.
    Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse contra aquella plaga doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el conde se sonrió y miró al muchacho con complacencia, lo cual elevó a su madre al colmo del entusiasmo.
    -Pero, señora --dijo el conde reanudando la conversación y mirando alternativamente a la madre y a la hija-, yo he tenido el honor de veros en alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello, y cuando se presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un porvenir confuso, dispensadme por la expresión.
    -No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficionada a la sociedad, y nosotros salimos muy rara vez -dijo la joven esposa.
    -Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos, señora, y también a este gracioso picaruelo. La sociedad parisiense, por otra parte, me es absolutamente desconocida, porque creo haber tenido el honor de deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que recuerde..., esperad... -Y el conde llevó su mano a la frente como para coordinar las ideas.
    -No, es en otra parte..., es en... yo no sé..--- pero me parece que este recuerdo es inseparable de un sol brillante y de una especie de solemnidad religiosa... La señorita tenía flores en la mano, el niño corría detrás de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, estabais debajo de un emparrado... Ayudadme, señora, ¿no os recuerda nada todo lo que os digo?
    -De veras que no -respondió la señora de Villefort-, y sin embargo, me parece que si os hubiese visto en alguna parte, vuestro recuerdo estaría presente en mi memoria.
    -El señor conde nos habrá visto quizás en Italia -dijo tímidamente Valentina.
    -En efecto, en Italia..., es muy posible -dijo Montecristo-. ¿Habéis viajado por Italia, señorita?
    -La señora y yo estuvimos allí hace dos meses. Los médicos temían que enfermase del pecho, y me recomendaron los aires de Nápoles. Pasamos por Bolonia, Perusa y Roma.
    -¡Ah!, es verdad, señorita -exclamó Montecristo, como si aquella simple indicación hubiese bastado para fijar todos sus recuerdos---. Fue en Perusa, el día del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo donde la casualidad nos reunió a vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el honor de veros.
    -Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fiesta de que habláis -dijo la señora de Villefort-, pero por más que me esfuerzo, me avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber tenido el honor de veros.
    -Es muy extraño, ni yo tampoco -dijo Valentina levantando sus hermosos ojos y mirando a Montecristo.
    Eduardo dijo:
    -Yo sí me acuerdo.
    -Voy a ayudaros -dijo el conde-. El día había sido muy caluroso, os hallabais esperando y los caballos no venían a causa de la solemnidad. La señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño desapareció corriendo detrás del pájaro.
    -Y le cogí, mamá, ¿no lo acuerdas? -dijo Eduardo-, ¡vaya!, como que le arranqué tres plumas de la cola.
    -Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras estabais sentada en un banco de piedra y mientras que, como os digo, la señorita de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber hablado mucho tiempo con alguien?
    -Desde luego -dijo la señora de Villefort poniéndose colorada-,
    con un hombre envuelto en una gran capa..., con un médico, según creo.
    -Justamente, señora, aquel hombre era yo. En los quince días que hacía que me alojaba en la fonda, curé a mi ayuda de cámara de calentura y al fondista de ictericia, de suerte que me tenían en el concepto de un médico famoso. Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de costumbres, de modas, de aquella famosa agua tofana, cuyo secreto, según creo, os habían dicho varias personas que se conservaba todavía en Perusa.
    -¡Ah, es verdad! -dijo vivamente la señora de Villefort con cierta inquietud-, ahora recuerdo.
    -Yo no sé ya lo que vos me dijisteis detalladamente, señora -replicó el conde con una tranquilidad perfecta-, pero participando del error general, me consultasteis sobre la salud de la señorita de Villefort.
    -Como vos erais médico -dijo la señora de Villefort- puesto que habíais curado varios enfermos...
    -Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que justamente porque no lo era, no he curado a mis enfermos, sino que mis enfermos se han curado. Yo me contentaré con deciros que he estudiado bastante a fondo la química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado..., ya comprenderéis.
    En este momento dieron las seis.
    -Son las seis -dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación-, ¿no vais a ver si come ya vuestro abuelo, Valentina?
    La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar una palabra.
    -¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita de Villefort? -dijo el conde, así que Valentina hubo salido.
    -No lo creáis -repuso vivamente la joven-, pero ésta es la hora en que hacemos que den al señor Noirtier la comida que sostiene su triste existencia. Ya sabéis, caballero, en qué lamentable estado se encuentra mi suegro.
    -Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una parálisis, según creo.
    -¡Ay!, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa máquina humana, pálida y temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse. Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios domésticos, os he interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.
    -No he dicho yo eso, señora -respondió Montecristo sonriéndose-. He estudiado la química, porque, decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el ejemplo del rey Mitrídates.
    -Mithridates, rex Ponticus -dijo el niño, cortando de un magnífico álbum unos dibujos de paisaje que iba doblando y guardando en el bolsillo.
    -¡Eduardo, no seas malo! -exclamó la señora de Villefort arrebatando el mutilado libro de las manos de su hijo-. Eres insoportable, nos aturdes, déjanos, ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.
    -¡El álbum...! -dijo Eduardo.
    -¿Qué quieres decir, el álbum?
    -Sí, sí, quiero el álbum...
    -¿Por qué has cortado los dibujos?
    -Porque me da la gana.
    -Vete, ¡vete!
    -No, no, no me iré hasta que me des el álbum --dijo el niño acomodándose en un sillón, fiel siempre a su costumbre de no ceder nunca.
    -Toma, y déjanos en paz -dijo la señora de Villefort; y dio el álbum a Eduardo, que salió acompañado de su madre.
    El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.
    -Veamos si cierra la puerta -murmuró.
    Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a entrar. El conde no pareció darse cuenta de ello.
    Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.
    -Permitidme que os haga observar, señora -dijo el conde con aquella bondad que ya nos es conocida-, que sois muy severa con ese niño encantador.
    -Es necesario, caballero -replicó la señora de Villefort, con un verdadero aplomo de madre.
    -Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que prueba que su preceptor no ha perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está muy adelantado para su edad.
    -¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más defectos que ser muy voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos, por ejemplo, señor conde, que Mitrídates emplease aquellas precauciones y que pudieran ser eficaces?
    -Con tanta más razón, señora, cuanto que yo las he empleado para no ser envenenado en Palermo, Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a no ser por esa precaución, hubiera perecido.
    -¿Y os salió bien?
    -Completamente.
    -Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa parecida.
    -¡De veras! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-, pues yo no lo recuerdo.
    -Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre los hombres del Norte que sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los temperamentos fríos y linfáticos de los septentrionales no presentan la misma disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.
    -Es cierto -dijo Montecristo-, yo he visto a rusos devorar sustancias vegetales que hubiesen matado infaliblemente a un napolitano o a un árabe.
    -¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nosotros que en los orientales y en medio de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se acostumbraría más fácilmente que bajo un clima caliente a esa absorción progresiva del veneno?
    -Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a que se haya acostumbrado.
    -Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien, cómo os habéis acostumbrado?
    -Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué veneno deben usar contra vos..., suponed que este veneno sea..., la brucina, por ejemplo...
    -Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo -dijo la señora de Villefort.
    -Exacto, señora -respondió Montecristo-, pero veo que me queda muy poco que enseñaros; recibid mi enhorabuena, semejantes conocimientos son muy raros en las mujeres.
    -¡Oh!, lo confieso -dijo la señora de Villefort-, soy muy aficionada a las ciencias ocultas, que hablan a la imaginación como una poesía y se resuelven en cifras como una ecuación algebraica; pero continuad, os suplico, lo que me decís me interesa sobremanera.
    -¡Pues bien! -repuso Montecristo-, suponed que este veneno sea la brucina, por ejemplo, y que tomáis un miligramo el primer día. Dos miligramos el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un centigramo. Al cabo de veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es decir, una dosis que toleraréis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para otra persona que no hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al cabo de un mes, bebiendo agua en la misma jarra, mataréis a la persona que haya bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un poco de malestar, producido por una sustancia venenosa mezclada en aquella agua.
    -¿No conocéis otro contraveneno?
    -No conozco ningún otro.
    -Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates -dijo la señora de Villefort pensativa-, y la había tomado por una fábula.
    -No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me decís, señora, lo que me preguntáis, no es el resultado de una pregunta caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho preguntas idénticas y me habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.
    -Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la botánica y la mineralogía, y cuando he sabido más tarde que el use de los simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de las gentes de Oriente, como las flores explican todo su pensamiento amoroso, sentí no ser hombre para llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.
    -Tanto más, señora -respondió Montecristo- cuanto que los orientales no se limitan como Mitrídates, a hacer de los venenos una coraza. Hacen también de él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una arma defensiva, sino a veces ofensiva. La una les sirve contra sus sufrimientos, la otra contra sus enemigos. Con el opio, la belladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les ha negado en realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el laurel, adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres, egipcia, turca o griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asuntos de química con que dejar estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un confesor.
    -¿De veras? -exclamó la señora de Villefort, cuyos ojos brillaban durante este coloquio con el conde.
    -¡Oh!, sí, señora -continuó Montecristo-. Los dramas secretos de Oriente se desenvuelven de este modo, desde la planta que hace morir, desde el brebaje que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el infierno. Tienen tantas rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y moral, y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el remedio y el mal a sus necesidades de amor o a sus deseos de venganza.
    -Pero, caballero -repuso la joven-, esas sociedades orientales, en medio de las cuales habéis pasado una parte de vuestra vida, son fantásticas como los cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede suprimir a un hombre impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland? Los sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituyen lo que se llama en Francia el gobierno, son otros Harum-al-Ratschild y Giaffar, que no sólo perdonan al envenenador, sino que lo hacen primer ministro, si el crimen ha sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de oro para divertirse en sus horas de tedio.
    -No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay también personas disfrazadas bajo otro nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía, jueces de instrucción y procuradores del rey. Allí se ahorca, se decapita, y se empala a los criminales. Aquí un necio poseído del demonio del odio, que tiene un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y bajo otro nombre que el suyo propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le impiden dormirse, cinco o seis dracmas de arsénico. Si es hombre diestro, va a cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan pronto como tiene en sus manos el específico, administra a su enemigo, o a su pariente, una dosis que haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a la víctima, y todo el barrio se alarma. Entonces viene una nube de agentes de policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y extrae del estómago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan el hecho con el nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los drogueros prestan su declaración y afirman: «Yo fui quien vendí a este caballero el arsénico», y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que reconocer a veinte por habérselo vendido. Entonces el criminal es preso, interrogado, confundido, condenado y guillotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es como vuestros septentrionales entienden la química, señora. No obstante, Desrues sabía más que todo esto, debo confesarlo.
    -¿Qué queréis, caballero? -dijo riendo la joven-, cada cual hace lo que puede. No todos poseen el secreto de los Médicis o de los Borgias.
    -Ahora bien -dijo el conde encogiéndose de hombros-, ¿queréis que os diga la causa de todas esas torpezas...? Que en vuestros teatros, según he podido juzgar yo mismo leyendo las obras que en ellos se representan, se ve siempre beber un pomo de veneno o chupar el guardapelo de una sortija, y caer al punto muertos. Cinco minutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan. Siempre se ignoran las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de policía con su banda, ni a un cabo con cuatro soldados, y esto autoriza a muchas pobres personas .a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero salid de Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y veréis pasar por las calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese por allí algún genio fantástico, podría deciros al oído: «Ese caballero está envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto completamente.»
    -Entonces -dijo la señora de Villefort-, ¿habrán encontrado la famosa agua-tofana, que suponían perdida en Perusa?
    -¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se siguen unas a otras, y dan la vuelta al mundo, las cosas mudan de nombre, y el vulgo es engañado, pero siempre el mismo resultado, es decir, el veneno. Cada veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos, esta tos una fluxión de pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia, lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo fuese, lo sería gracias a los remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene que ver la justicia, como decía un horrible químico amigo mío, el excelente abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, ei cual había estudiado toda clase de fenómenos.
    -Eso es espantoso, pero admirable -repuso la joven-. Yo creía, lo confieso, que todas estas historias eran invenciones medievales.
    -Sí, sin duda alguna, pero que se han perfeccionado en nuestros días. ¿Para qué queréis que sirva el tiempo, las medallas, las cruces, los premios de Monthyon, si no es para hacer llegar a la sociedad a su más alto grado de perfección? Ahora, pues, el hombre no será perfecto hasta que sepa crear y destruir como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino.
    -De suerte que -replicó la señora de Villefort haciendo que la conversación recayera al objeto que ella deseaba-, los venenos de los Borgias, de los Médicis, de los René, de los Ruggieri, y probablemente más tarde del barón Trenck, de que tanto han abusado el drama moderno y las novelas...
    -Eran objetos de arte, señora, nada más que eso -repuso el conde-. ¿Creéis que el verdadero sabio se dirige únicamente al mismo individuo? No. La ciencia gusta de aventuras, de caprichos, si así puede decirse. Ese excelente abate Adelmonte, de quien os hablaba hace poco, había hecho sobre este punto asombrosos experimentos.
    -¿De veras?
    -Sí, os citaré uno solo... Poseía un hermoso huerto lleno de legumbres, de flores y de frutos; entre ellos elegía uno cualquiera, por ejemplo, una lechuga. Por espacio de tres días la regaba con una solución de arsénico, al tercero la lechuga se ponía ya amarillenta, es decir, había llegado el momento de cortarla. Para todos parecía madura y conservaba una apariencia apetitosa. Solamente para el abate Adelmonte estaba emponzoñada. Entonces la llevaba a su casa, cogía un conejo, habéis de saber que el abate tenía una colección de conejos, liebres y gatos, que no desmerecía de su colección de legumbres, flores y frutas. Cogía, pues, un conejo y le hacía comer una hoja de aquella lechuga. El conejo, por supuesto, se moría. ¿Qué jueces de Instrucción, ni qué procurador del rey va ahora a averiguar la causa de la muerte de un conejo? Nadie. Conque ya tenemos al conejo muerto. Después de esto, lo hace desollar por su cocinera, y arroja los intestinos sobre un montón de estiércol. Sobre este estiércol hay una gallina, come estos intestinos, cae enferma a su vez y muere al día siguiente. En el momento en que lucha con las convulsiones de la agonía pasa por allí un buitre, que en el país de Adelmonte hay muchos, se arroja sobre el cadáver, lo conduce entre sus garras a una roca y se lo come. Al cabo de tres días, el pobre buitre, que después de esta comida se encontró algo indispuesto, siente una especie de aturdimiento, justamente cuando se hallaba entre una nube, muere allí mismo y cae' en vuestro estanque. Los sollos, las anguilas y las lampreas le comen ávidamente, ya sabéis que todos estos pescados son muy aficionados a las carnes. Ahora bien, suponed que al día siguiente os sirven en la mesa uña de esas anguilas, uno de esos sollos o de esas lampreas, envenenados hasta la cuarta generación; entonces vuestro convidado será envenenado a la quinta, y morirá al cabo de ocho días de dolores de entrañas, de males de corazón. Muere en uno de sus accesos. Le hacen la autopsia al cadáver, y los médicos dirán:
    -El pobre señor ha fallecido a causa de un tumor en el hígado, o de una fiebre tifoidea.
    -Pero -dijo la señora de Villefort- todas esas circunstancias, encadenadas unas a otras, pueden ser destruidas por el menor accidente. Puede muy bien ocurrir que el buitre no pase a tiempo o caiga a cien pasos del estanque.
    -¡Ah!, justamente, en eso es en lo que consiste el arte. Para ser un gran químico en Oriente es preciso saber dirigir la casualidad, así es como se obtienen los más difíciles resultados.
    La señora de Villefort permanecía pensativa y escuchaba con gran atención.
    -Pero -dijo- el arsénico es indeleble. De cualquier manera que se le tome, siempre se encuentra en el cuerpo del hombre, si es que se toma una cantidad suficiente para que pueda causar la muerte.
    -¡Bien! -exclamó Montecristo-, eso fue lo que yo dije al abate Adelmonte. Reflexionó un instante y me respondió con un proverbio siciliano que, según creo, es también proverbio francés: «Hijo mío, el
    mundo no se hizo en un día, sino en siete. Volved, pues, el domingo.»
    » Volví al domingo siguiente. En lugar de regar su lechuga con arsénico, la regó con una solución de sales, cuya base era de estricnina, Strichnina colubrina, como dicen los eruditos. Esta vez la lechuga estaba perfectamente sana a la vista. Así, pues, el conejo no sospechó nada, y a los cinco minutos estaba muerto. La gallina comió el conejo, y al día siguiente dejó de existir. Entonces nosotros hicimos las veces de buitres, cogimos la gallina y la abrimos. Ya habían desaparecido todos los síntomas particulares y no quedaban más que los síntomas generales. Ninguna indicación particular en ningún órgano, irritación del sistema nervioso y nada más. La gallina no había sido envenenada, había muerto de apoplejía. Es un caso raro en las gallinas, lo sé, pero muy común en los hombres.
    La señora de Villefort parecía cada vez más pensativa.
    -Es una dicha -dijo-, que tales sustancias no puedan ser preparadas más que por químicos, si no la mitad del mundo envenenaría a la otra mitad.
    -Por químicos o personas que se ocupan de la química -repuso cándidamente Montecristo.
    -Y después de todo -dijo la señora de Villefort-, por bien preparado que esté, el crimen siempre es crimen. Y si se libra de la investigación humana, no le sucede otro tanto con la mirada de Dios. Los orientales son más sabios que nosotros en punto a conciencia, y han suprimido prudentemente el infierno.
    -¡Oh!, señora, ese es un escrúpulo que debe brotar naturalmente en un alma honrada como la vuestra, pero que desaparecería pronto con el raciocinio. El lado peor del pensamiento humano estará siempre resumido en esta paradoja de Juan Jacobo Rousseau, el mandarín a quien se mata a cinco mil leguas levantando el extremo del dedo. La vida del hombre transcurre haciendo estas cosas, y su inteligencia se agota en pensarlas.
    Pocas personas conoceréis que vayan a clavar brutalmente un cuchillo en el corazón de su semejante, o que le administren para hacerle desaparecer de la superficie del globo, la cantidad de arsénico que decíamos hace poco. Para llegar a este punto es menester que la sangre se caliente a treinta y seis grados, que el pulso descienda a noventa pulsaciones, y que el alma salga de sus límites ordinarios. Pero si pasando de palabra al sinónimo, hacéis una sencilla eliminación, en lugar de cometer asesinato innoble, si apartáis pura y sencillamente de vuestro camino al que os incomode, y esto sin choque, sin violencia, sin el aparato de esos padecimientos que hacen de la víctima un mártir y del que obra un carnicero, en toda la extensión de la palabra, si no hay sangre, ni aullidos, ni contorsiones, ni sobre todo esa horrible instantaneidad del asesinato, entonces os libertáis de la ley humana que os dice: « ¡No turbes la sociedad. .. ! » Este es el modo como proceden los orientales, personajes graves y flemáticos, que se inquietan muy poco de las cuestiones de tiempo en los casos de cierta importancia.
    -Pero queda la conciencia -dijo la señora de Villefort con voz conmovida y un suspiro ahogado.
    -Sí --dijo Montecristo-, sí, por fortuna queda la conciencia, sin la cual sería uno muy desgraciado. Después de toda acción un poco vigorosa, la conciencia es la que nos salva, porque nos provee de mil disculpas de que sólo nosotros somos jueces, disculpas que, por excelentes que sean para conservar el sueño, serían mediocres ante un tribunal para conservaros la vida. Así, pues, Ricardo III, por ejemplo, tuvo que agradecer mucho a su conciencia después de la muerte de los dos hijos de Eduardo IV. En efecto, podía decir para sí: Estos dos hijos de un rey cruel, perseguidos y que habían heredado los vicios de su padre, que yo sólo he sabido reconocer en sus inclinaciones juveniles, estos dos niños me molestaban para hacer la felicidad del pueblo inglés, cuya desgracia habrían causado infaliblemente.
    Igualmente debía estar agradecida a su conciencia lady Macbeth, que quería dar un trono, no a su marido, sino a su hijo. ¡Ah!, el amor maternal es una virtud tan grande, un móvil tan poderoso que hace perdonar muchas cosas. Así, pues, muerto Duncan, lady Macbeth hubiera sido desgraciada a no ser por su conciencia.
    La señora de Villefort absorbía con avidez estas espantosas palabras pronunciadas por el conde con aquella ironía sencilla que le era peculiar.
    Después de una pausa, dijo:
    -¿Sabéis, señor conde, que sois un terrible argumentista y que veis el mundo bajo un aspecto algún tanto lívido? Teníais razón, sois un gran químico, y aquel elixir que hicisteis tomar a mi hijo, y que tan rápidamente le devolvió la vida.. .
    -¡Oh!, no os fiéis de eso, señora -dijo Montecristo-; una gota de aquel elixir bastó para devolver la vida a aquel niño que se moría, pero tres gotas habrían hecho que la sangre se agolpara a sus pulmones y le hubieran causado un desmayo muchísimo más grave que aquel en que se hallaba; diez, en fin, le hubieran muerto en el acto. Bien visteis, señora, cuán rápidamente le aparté de aquellos frascos que tuvo la imprudencia de tocar.
    -¿Acaso es algún terrible veneno?
    -¡Oh, no! En primer lugar es menester que sepáis que la palabra
    veneno no existe, puesto que en medicina se sirven de los venenos más violentos, que llegan a ser remedios saludables por la manera con que son administrados.
    -¿Y entonces de qué se trataba?
    -Una magnífica preparación de mi amigo, el abate Adelmonte, de la cual me enseñó a usar.
    -¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, debe ser un excelente antiespasmódico.
    -Magnífico, señora, ya lo visteis -respondió el conde-, y yo hago de él un use bastante frecuente, con toda la prudencia posible, se entiende -añadió riendo.
    -Lo creo -replicó la señora de Villefort en el mismo tono- En cuanto a mí, tan nerviosa y tan propensa a desmayarme, necesitaría de un doctor Adelmonte para que me inventase los medios de respirar libremente y me tranquilizase sobre el temor que experimento de morir un día ahogada. Entretanto, como la cosa es difícil de encontrar en Francia, y vuestro abate no estará dispuesto a hacer por mí un viaje a París, me atengo a los antiespasmódicos del señor Blanche, y las gotas de Hoffman desempeñan un gran papel en mi organismo. Mirad, aquí tenéis unas pastillas que preparan para mí expresamente, tienen doble dosis.
    Montecristo abrió la caja de concha que le presentaba la joven, y aspiró el olor de las pastillas como experto digno de apreciar aquella preparación.
    -Son exquisitas -dijo-, pero es preciso tragarlas, cosa imposible en las personas desmayadas. Prefiero mi específico.
    -¡Oh!, yo también lo preferiría, después de los efectos que he visto. Pero sin duda será un secreto, y yo no soy tan indiscreta que os lo vaya a pedir.
    -Pero yo, señora -dijo Montecristo levantándose de su asiento-, soy lo suficientemente galante para ofrecéroslo.
    -¡Oh!, caballero.
    -Acordaos de una cosa, y es que, en pequeñas dosis, es un remedio; en grandes dosis, un veneno. Una gota devuelve la vida, como habéis visto; cinco o seis matarían infaliblemente de una manera tanto más terrible que derramadas en un vaso de vino no cambiarían nada el gusto. Pero me detengo, señora, diríase que os quiero aconsejar.
    Acababan de dar las diez y media y anunciaron una amiga de la señora de Villefort que venía a comer con ella.
    -Si yo tuviera el honor de veros por tercera o cuarta vez, señor conde, en vez de ser la segunda -dijo la señora de Villefort-, si tuviese el honor de ser vuestra amiga, en lugar de ser sólo vuestra deudora, insistiría en que os quedaseis a comer, y no me dejaría abatir por la primera negativa.
    -Mil gracias, señora -respondió Montecristo--, tengo un compromiso al cual no puedo faltar. Prometí llevar al teatro a una princesa griega que aún no ha visto la ópera, y que cuenta conmigo para ir esta noche.
    -Os dejo ir, caballero, pero no olvidéis mi receta.
    -¿Cómo es posible, señora? Para ello tendría que olvidar la hora de conversación que acabo de tener a vuestro lado, lo cual es enteramente imposible.
    Montecristo saludó y salió.
    La señora de Villefort se quedó reflexionando.
    -¡Qué hombre tan extraño! -dijo-, debiera llamarse también Adelmonte.
    Para Montecristo, el resultado fue mejor de lo que él esperaba.
    -Veamos --dijo, al tiempo de marcharse-, éste es buen terreno. Estoy convencidísimo de que cualquier clase de grano que en él se siembre, produce inmediatamente su fruto.
    Y al otro día, fiel a su promesa, envió a la señora de Villefort la receta que le había prometido.

    Capítulo diez
    Roberto el diablo
    El pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche había gran función en la Academia Real de Música. Levasseur, después de una larga indisposición, se presentó en el papel de Beltrán, y como de costumbre la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de París. Morcef, como la mayor parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta; además el de diez personas conocidas, sin contar con aquel a que tenía derecho, es decir, al de los calaveras de buen tono.
    Chateau-Renaud ocupaba el palco próximo al suyo.
    Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.
    Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y lo había ofrecido al conde de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes, lo había enviado a Danglars, mandándole decir que tal vez él iría a hacer aquella noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.
    Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado de la oposición no le permitían ir al palco del ministro. La baronesa escribió a Luciano suplicándole que fuese a buscarla, puesto que no podía ir a la ópera sola con Eugenia.
    En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal tono, al paso que yendo la señorita Danglars con su madre y el amante de su madre, nada había ya que objetar.
    Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.
    También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro cuando la función ha empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de parte de los espectadores que van llegando, no en mirar o escuchar la pieza, sino en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido de las puertas y el de las conversaciones.
    -¡Cómo! -dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal-. ¡Cómo! ¡La condesa G...!
    -¿Quién es esa condesa G...? -preguntó Chateau-Renaud.
    -¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G...?
    -¡Ah!, es verdad -dijo Chateau-Renaud-, ¿no es esa encantadora veneciana?
    -Justamente.
    En aquel momento la condesa G... reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una sonrisa.
    -¿La conocéis? -dijo Chateau-Renaud.
    -Sí -exclamó Alberto-, le fui presentado en Roma por Franz.
    -¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?
    -Con muchísimo gusto.
    -¡Silencio! -gritó el público.
    Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la música.
    -Estaba en las carreras del Campo de Marte -dijo Chateau-Renaud.
    -¿Hoy?
    -Sí.
    -En efecto, había carreras. ¿Estabais comprometido en ellas?
    -¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.
    -¿Y quién ganó?
    -Nautilus, yo apostaba por él.
    -¿Pero había tres carreras?
    -Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.
    -¿Qué?
    -¡Chist... ! -gritó el público, impacientándose.
    -¿Qué. .. ? -replicó Alberto.
    -Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.
    -¿Cómo?
    -¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el nombre de Vampa, y un jockey con el nombre de Job, cuando de repente vieron avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño. Viéronse obligados a introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.
    -¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey?
    -No.
    -Decís que el caballo llevaba el nombre de...
    -Vampa.
    -Entonces -dijo Alberto- yo estoy más adelantado que vos, y sé a quién pertenece.
    -¡Silencio...! -gritó por tercera vez el público.
    Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes notaron que el público se dirigía a ellos. Volviéronse un momento buscando en aquella multitud un hombre que tomase a su cargo la responsabilidad de lo que miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se volvieron hacia el escenario.
    En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su hija y Luciano Debray tomaron sus asientos.
    -¡Ahí!, ¡ahí! -dijo Chateau-Renaud-, ahí tenéis a varias personas conocidas vuestras, vizconde. ¿Qué diablos miráis a la derecha? Os están buscando.
    Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa Danglars, que le hizo un saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia, apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta sus grándes y hermosos ojos negros.
    -En verdad, amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, no comprendo qué es lo que podéis tener contra la señorita Danglars, es una joven lindísima.
    -No lo niego -dijo Alberto-, pero os confieso que en cuanto a belleza preferiría una cosa más dulce, más suave, en fin, más femenina.
    -¡Qué jóvenes estos! -dijo Chateau-Renaud, que como hombre de treinta años tomaba con Morcef cierto aire paternal-, nunca están satisfechos. ¡Cómo! ¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora y no estáis contento!
    -Pues bien, entonces mejor hubiera yo querido otra Venus de Milo o de Capua. Esta Diana cazadora siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco. Temo que me trate como a otro Acteón.
    En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar casi el sentimiento que acababa de confesar el joven Morcef.
    Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una belleza un poco varonil. Sus cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros como sus cabellos, adornados de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se maravillaban de encontrar en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa Juno. Sin embargo, su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que hacían resaltar unos labios cuyo carmín demasiado vivo se distinguía sobre la palidez de su tez; en fin, dos hoyitos más pronunciados que de costumbre en los extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía ese carácter decidido que tanto espantaba a Morcef.
    Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la cabeza.que acabamos de describir. Como había dicho ChateauRenaud, era Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más muscular en su belleza.
    Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era que, lo mismo que en su fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba fácilmente, hacía versos y componía música. De este último arte era sobre todo muy apasionada. Estudiábalo con una de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran compositor profesaba a ésta un interés casi paternal y la hacía trabajar con la esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.
    La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre) entrase un día en el teatro, hacía que la señorita Danglars, aunque la recibiese en su casa, no se mostrara en público con ella.
    Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, disfrutaba de mucha franqueza y confianza. Unos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco, había bajado el telón, y gracias a la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.
    Morcef y Chateau-Renaud habían sido de los primeros en salir; la señora Danglars creyó por un momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó al oído de su hija para anunciarle esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al mismo tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto a este punto, apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la condesa G...
    -¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero -dijo ésta presentándole la mano con toda la cordialidad de una antigua amiga-, sois muy amable, primero por haberme reconocido, y después por haberme dado la preferencia de vuestra primera visita.
    -Creed, señora -dijo Alberto-, que si yo hubiese sabido vuestra llegada a París y las señas de vuestra casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid os presente al barón Chateau-Renaud, amigo mío, uno de los pocos hidalgos que aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las carreras del Campo de Marte.
    Chateau-Renaud se inclinó.
    -¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? -dijo vivamente la condesa.
    -Sí, señora.
    -¡Y bien! -repuso la señora G...-. ¿Podéis decirme de quién era el caballo que ganó el premio del jockey Club?
    -No, señora -dijo Chateau-Renaud-, y ahora mismo hacía la propia pregunta a Alberto.
    -¿Deseáis saberlo..., señora condesa? -preguntó Alberto.
    -Con toda mi alma. Figuraos que... ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?
    -Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos...
    -¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey de casaca color de rosa me inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que yo en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que si hubiese apostado por ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear como una loca. ¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en mi. escalera al jockey de casaca color de rosa! Creí que el vencedor de la carrera vivía casualmente en la misma casa que yo, cuando lo primero que vi al abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el caballo y el jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía:
    «A la condesa G..., lord Ruthwen.»
    -Eso es, justamente -dijo Morcef.
    -¡Cómo! ¿Qué queréis decir?
    -Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.
    -¿Quién es lord Ruthwen?
    -El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.
    -¿De veras? -exclamó la condesa-. ¿Está aquí?
    -Sí, señora.
    -¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?
    -Es mi íntimo amigo, y el señor Chateau-Renaud también tiene el honor de conocerle.
    -¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?
    -Por su caballo, que lleva el nombre de Vampa.
    -¿Y qué?
    -¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que me hizo su prisionero?
    -¡Ah, es cierto!
    -¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?
    -Sí, sí.
    -Llamábase Vampa. Bien veis que era él.
    -¿Pero por qué me ha enviado esa copa?
    -Primeramente, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de vos. Después, porque se habrá alegrado de encontrar una compatriota y de ver el interés que se tomaba por él.
    -¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?
    -¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa bajo el nombre de lord Ruthwen...
    -¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!
    -¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?
    No; lo confieso.
    -Entonces...
    -¿Conque está en París?
    -Sí.
    -¿Y qué sensación ha producido?
    -¡Oh! -dijo Alberto-, se habló de él ocho días, pero después acaeció la coronación de la reina de Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y no se ha hablado más que de eso.
    -Amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, bien se ve que el conde es vuestro amigo y que le tratáis como tal. No creáis lo que dice Alberto, señora condesa. Al contrario, no se habla más que del conde de Montecristo en París. Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la carrera del jockey Club, según parece. Pues yo sostengo, diga Morcef lo que quiera, que no se ocupa la gente en este momento más que del conde de Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa con sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual de vivir.
    -Es posible -dijo Morcef-, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador de Rusia?
    -¿Cuál? -preguntó la condesa.
    -El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.
    -En efecto -dijo Chateau-Renaud-, ¿había en él alguien durante el primer acto?
    -¿Dónde?
    -En ese palco.
    -No -repuso la condesa-, no he visto a nadie. De modo que -continuó, volviendo a la primera conversación-, ¿creéis que es vuestro conde de Montecristo quien ha ganado el premio?
    -Estoy seguro.
    -¿Y quien me ha enviado la copa?
    -Sin duda alguna.
    -Pero yo no le conozco -dijo la condesa-, y tengo ganas de devolvérsela.
    -¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o en algún rubí. Son sus maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con sus manías.
    En aquel instante se oyó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba a empezar, y Alberto se levantó para volver a su asiento.
    -¿Os volveré a ver? -preguntó la condesa.
    -En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil en algo aquí en París.
    -Señores ---dijo la condesa-, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli, 22, estoy en mi casa para los amigos.
    Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.
    Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la
    platea en pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección general, y se detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a cuarenta años, acababa de entrar en él con una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era admirablemente hermosa y el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto hacia ella.
    -¡Cómo! -dijo Alberto-. Montecristo y su griega.
    En efecto, eran el conde y Haydée.
    Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del público de la platea, sino de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los palcos para ver brillar bajo los luminosos rayos de la lucerna, aquella cascada de diamantes.
    El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las grandes reuniones de personas un suceso notable. Nadie pensó en gritar que callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante, era el espectáculo más curioso que se hubiera podido ver.
    Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la baronesa deseaba que la visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado amable para hacerse esperar cuando le indicaban claramente que le estaban esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa y Eugenia con su frialdad habitual.
    -A fe mía, querido -dijo Debray-, aquí tenéis a un hombre sumamente apurado, y que os llama para que le saquéis del compromiso. La señora baronesa me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y quiere que yo sepa de dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, yo no soy Cagliostro, y para librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce a Montecristo bastante a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.
    -¿No es increíble? -dijo la baronesa- que teniendo medio millón de fondos secretos a su disposición, no esté mucho mejor instruido?
    -Señora -dijo Luciano-, creed que si yo tuviese medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra cosa que no en tomar informes sobre el señor de Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el ser dos veces más rico que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.
    -Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil francos v cuatro diamantes de cinco mil francos cada uno.
    -¡Oh!, los diamantes -dijo Morcef riendo-, ésa es su manía. Yo creo que, cual otro Potemkin, lleva siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el camino.
    -Debe haber encontrado alguna mina -dijo la señora Danglars-. ¿Sabéis que tiene un crédito ilimitado sobre la casa del barón?
    -No, no lo sabía -respondió Alberto-, pero se comprende muy bien.
    -¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en París y gastar seis millones?
    -Es el sha de Persia que viaja de incógnito.
    -Y esa mujer, señor Luciano -dijo Eugenia-, ¿habéis reparado qué hermosa es?
    -En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como vos.
    Luciano acercó su lente a su ojo derecho.
    -Encantadora -dijo.
    -¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?
    -Señorita -dijo Alberto-, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que concierne al misterioso personaje de que nos ocupamos. Esa mujer es una griega.
    -Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que todo el salón sabe tan bien como nosotros.
    -Siento -dijo Morcef- ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que ahí acaban todos mis conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día que almorcé en casa del conde, oí los sonidos de una guzla que sin duda estaba tocando ella.
    -¿Recibe vuestro conde? -preguntó la señora Danglars.
    -Y de una manera espléndida, os lo aseguro.
    -Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca alguna comida, algún baile, a fin de que nos lo devuelva.
    -¡Cómo! ¿Iríais a su casa? -dijo Debray riendo.
    -¿Por qué no? ¡Con mi marido!
    -Pero si es soltero el misterioso conde.
    -Ya veis que no lo es -dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.
    -Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.
    -Convenid, mi querido Luciano -dijo la baronesa-, que más bien tiene aire de una princesa.
    -De las Mil y una noches.
    -De las Mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una princesa? Los diamantes, y en ésa no se ve otra cosa.
    -Lleva demasiados -dijo Eugenia-; estaría más hermosa sin ellos, porque quedarían al descubierto su cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.
    -¡Oh!, la artista -dijo la señora Danglars-, ¡cómo se entusiasma!
    -¡Me apasiona todo lo hermoso! -dijo Eugenia.
    -Pero ¿qué decís entonces del conde? -dijo Debray-. Me parece también muy buen mozo.
    -¿El conde? -dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado-, el conde está demasiado pálido.
    -Precisamente en esa palidez -dijo Morcef- está el secreto que buscamos. La condesa G... dice que es un vampiro.
    -¿Está de vuelta la condesa G... ? -preguntó la baronesa.
    -En ese palco de al lado -dijo Eugenia-, casi enfrente de nosotros, madre mía. Esa mujer de unos cabellos rubios admirables, ella es.
    -¡Ah! , sí -repuso la señora Danglars-, ¿no sabéis lo que debierais hacer, Morcef?
    -Mandad, señora.
    -Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.
    -¿Para qué? -dijo Eugenia.
    -¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?
    -Absolutamente ninguna.
    -¡Qué rara eres! -murmuró la baronesa.
    -¡Oh! -dijo Morcef-, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto, señora, y os saluda.
    La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora sonrisa.
    -Vamos -dijo Morcef-, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio de hablarle.
    -Id a su palco, es lo más sencillo.
    -Pero aún no he sido presentado...
    -¿A quién?
    -A la bella griega.
    -Es una esclava, según decís.
    -Sí, pero vos decís que es una princesa... No. Espero que me vea salir, y él también saldrá.
    -Es posible, id.
    -Ahora mismo.
    Morcef saludó y se fue.
    Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se abrió la puerta, el conde dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el corredor, y se cogió del brazo de Morcef.
    Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor un círculo de gente que rodeaba al nubio.
    -En verdad -dijo Montecristo-, vuestro París es una ciudad extraña, y vuestros parisienses un pueblo singular. Diríase que es la primera vez que ven a un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre Alí, que no sabe qué significa eso.. Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.
    -Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale la pena de mirar, pero, creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de moda.
    -¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?
    -¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida a la mujer del procurador del rey. Hacéis correr bajo el nombre del mayor Black caballos de raza y jockeys como un puño. En fin, ganáis copas de oro y las enviáis a una mujer bellísima por cierto.
    -¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?
    -Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su palco, o más bien porque os vean en él. Después, el periódico de Beauchamp, y últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro caballo, Vampa, si queréis guardar el incógnito?
    -¡Ah! ¡Es verdad! -dijo el conde-, es una imprudencia. Pero, decidme, ¿el conde de Morcef viene algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas partes y no lo he visto.
    -Vendrá esta noche.
    -¿Dónde?
    -Creo que al palco de la baronesa.
    -¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?
    -Sí.
    -Os doy mis parabienes.
    Morcef se sonrió.
    -Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente -dijo¿Qué decís de la música?
    -¿De qué música?
    -¿De qué ha de ser...?, de la que acabamos de oír.
    -Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y cantada por pájaros sin plumas, como decía Diógenes.
    -¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso!
    -Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha oído, duermo.
    -Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra cosa.
    -No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir yo con el sueño de que os hablo, necesito tranquilidad y silencio, y además cierta preparación...
    -¡Ah! ¿El famoso hachís?
    -Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.
    -Pero ya la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa -dijo Morcef.
    -¿En Roma?
    -Sí.
    -¡Ah! , era la guzla de Haydée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces en tocar algunos aires de su país.
    Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.
    En este momento oyóse la campanilla.
    -Disculpadme -dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.
    -¡Cómo!
    -Mil recuerdos de parte mía a la condesa G..., de parte de su vampiro.
    -¿Y a la baronesa?
    -Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que termine el acto.
    El tercer acto empezó.
    Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora Danglars, según lo había prometido.
    El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su presencia. Así, pues, nadie reparó en su llegada más que las personas en cuyo palco entraba.
    Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.
    En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como todas las naturalezas primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.
    El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y Leroux, cantaron sus respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado por Roberto-Mario. En fin, este majestuoso rey dio su vuelta por el tablado para lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después el telón y toda la concurrencia se dispersó.
    El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa Danglars.
    Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.
    -¡Ah!, venid, señor conde -exclamó-, porque, a la verdad, deseaba añadir mis gracias verbales a las que ya os he dado por escrito.
    -¡Oh!, señora-dijo el conde-, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo ya la había olvidado.
    -Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la señora de Villefort, del peligro que le hicieron correr los mismos caballos.
    -Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar a la señora de Villefort este eminente servicio.
    -¿Y fue también Alí -dijo el conde de Morcef- quien sacó a mi hijo de las manos de los bandidos romanos?
    -No, señor conde ---dijo Montecristo, estrechando la mano que le presentaba el general-. No; ahora a quien toca dar las gracias es a mí. Vos ya me las habéis dado, yo las he recibido, y me avergüenzo de que me deis tanto las gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a vuestra encantadora hija.
    -¡Oh!, por lo menos de nombre ya estáis presentado, porque hace dos o tres días que no hablamos más que de vos. Eugenia -continuó la baronesa, volviéndose hacia su hija-, el señor conde de Montecristo .
    El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.
    -Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde -dijo Eugenia-, ¿es vuestra hija?
    -No, señorita -dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad extremada o de aquel asombroso aplomo-, es una pobre griega de la que soy tutor.
    -¿Y se llama... ?
    -Haydée -respondió Montecristo.
    -¡Una griega! -murmuró el conde de Morcef.
    -Sí, conde -dijo la señora Danglars-, y decidme si habéis visto nunca, en la corte de Alí-Tebelin, donde habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan precioso como el que tenemos delante.
    -¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿habéis servido en Janina, señor conde?
    -He sido general instructor de las tropas del bajá -respondió Morcef-, y mi poca fortuna proviene de las liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo reparo en decirlo.
    -¡Pues vedla ahí! -insistió la señora Danglars.
    -¡Dónde! -balbució Morcef.
    -Allí -dijo Montecristo.
    Y apoyando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del palco.
    En este momento, Haydée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su cabeza pálida al lado de la de Morcef, a quien tenía abrazado.
    Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un movimiento hacia adelante, como para devorar a los dos con sus miradas, y al mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un débil grito, que fue oído, sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto abrió la puerta.
    -¿Cómo? -dijo Eugenia-. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor conde?, parece que se ha sentido indispuesta.
    -Así es -dijo el conde-, pero no os asustéis, señorita. Haydée es muy nerviosa, y por consiguiente muy sensible a los olores. Un perfume que le sea antipático, basta para causarle un desmayo. Pero -añadió el conde, sacando un pomo del bolsillo-, tengo aquí el remedio.
    Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars.
    Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le cogió una mano. Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas.
    -¿Con quién hablabais, señor? -preguntó la griega.
    -Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de lo ilustre padre, y que confiesa deberle su fortuna -respondió el conde.
    -¡Ah, miserable! -exclamó Haydée-, él fue quien lo vendió a los turcos y esa fortuna es el pago de su traición. ¿No sabíais eso?
    -Había oído algo de esa historia en Epiro -dijo Montecristo-, pero ignoraba los detalles. Ven, hija mía, ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.
    -¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más tiempo viendo a ese hombre.
    Y levantándose vivamente, Haydée se envolvió en su albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas y de coral, y salió en el momento en que se levantaba el telón.
    -¡En nada se parece ese hombre a los demás! -dijo la condesa G... a Alberto, que había vuelto a su lado-. Escucha religiosamente el tercer acto de Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.







    CUARTA PARTE

    EL MAYOR CAVALCANTI

    Capítulo primero
    El alza y la baja
    Transcurridos unos días, después del encuentro referido en el capítulo anterior, Alberto de Morcef fue a hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales. Iba a reiterarle las gracias de la señora de Danglars.
    Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las palabras de su amigo algunas frases corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde.
    Parecióle que Luciano venía a verle impulsado por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d'Antin. En efecto, era de suponer, sin temor de engañarse, que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un millón en diamantes, había suplicado a la persona más íntima que le diese algunos informes acerca de tal interior. Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la curiosidad de la baronesa.
    -¿Mantenéis las relaciones casi continuas con el barón Danglars? -preguntó a Alberto de Morcef.
    -¡Oh!, sí, señor conde; bien sabéis lo que os he dicho.
    -¿Todavía continúa eso?
    -Más que nunca-dijo Luciano-, es un negocio corriente.
    Y juzgando sin duda Luciano que esta palabra mezclada en la conversación le daba derecho a permanecer extraño a ella, colocó su lente en su ojo, y mordiendo el puño de oro de su bastón, comenzó a pasear lentamente alrededor de la sala, examinando las armas y los cuadros.
    -¡Ah! -dijo Montecristo-. Al oíros hablar de eso no creía, en verdad, que se hubiese tomado ya una resolución.
    -¿Qué queréis? Las cosas marchan sin que nadie lo sospeche; mientras que vos no pensáis en ellas, ellas piensan en vos, y cuando volvéis os quedáis asombrado del gran trecho que han recorrido. Mi padre y el señor Danglars han servido juntos en España, mi padre en el ejército, el señor Danglars en las provisiones. Allí fue donde mi padre, arruinado por la revolución, y el señor Danglars, que no tenía patrimonio, empezaron a hacerse ricos.
    -Sí, efectivamente -dijo Montecristo-, creo que durante la visita que le he hecho, el señor Danglars me ha hablado de eso -y dirigió una mirada a Luciano, que en aquel momento estaba hojeando un álbum-. La señorita Eugenia es una joven bellísima, creo que se llama Eugenia, ¿verdad?
    -Bellísima -respondió Alberto-, pero de una belleza que yo no aprecio; soy indigno de ella.
    -¡Habláis de vuestra novia como si ya fueseis su marido!
    -¡Oh! -exclamó Alberto, mirando lo que hacía Luciano.
    -¿Sabéis? -dijo Montecristo, bajando la voz-, que no me parecéis muy entusiasmado con esa boda?
    -La señorita Danglars es demasiado rica para mí -dijo Morcef-, eso me asusta.
    -¡Bah! -dijo Montecristo-, razón de más, ¿no sois vos también rico?
    -Mi padre tiene algo..., como unas cincuenta mil libras de renta, y me dará diez o doce mil cuando me case.
    -Algo modesto es eso, sobre todo en París; pero no todo consiste en el dinero, algo valen un nombre esclarecido y una elevada posición social. Vuestro nombre es célebre, vuestra posición magnífica; y además, el conde de Morcef es un soldado, y gusta ver que se enlazan la integridad de Bayardo con la pobreza de Duguesclin; el desinterés es el rayo de sol más hermoso a que puede relucir una noble espada. Yo encuentro esta unión muy conveniente; ¡la señorita Danglars os enriquecerá y vos la ennobleceréis!
    Alberto movió la cabeza y quedóse pensativo.
    -Aún hay más -dijo.
    -Confieso -repuso Montecristo- que me cuesta trabajo el comprender esa repugnancia hacia una joven hermosa y rica.
    -¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Morcef-, esa repugnancia no es tan sólo de mi parte.
    -¿De quién más?, porque vos mismo me habéis dicho que vuestro padre deseaba ese enlace.
    -De parte de mi madre; y la ojeada de mi madre es prudente y segura. ¡Pues bien!, no se sonríe al hablarle yo de esta unión, tiene yo no sé qué prevención contra los Danglars.
    -¡Oh! -dijo el conde con un tono algo afectado-, eso se concibe fácilmente. La condesa de Morcef, que es la distinción, la aristocracia, la delicadeza personificada, vacila en tocar una mano basta, grosera y brutal; nada más sencillo.
    -Yo no sé si es eso -dijo Alberto-; pero lo que sé es que este casamiento la hará desgraciada. Ya debían haberse reunido para hablar del asunto hace seis semanas; pero tuve tales dolores de cabeza...
    -¿Verdaderos...? -dijo el conde sonriendo.
    -¡Oh!, sí, sin duda el miedo..., en fin, aplazaron la cita hasta pasados dos meses. No corría prisa, como comprenderéis; yo no tengo todavía más que veintiún años, y Eugenia diecisiete; pero los dos meses expiran la semana que viene. Se consumará el sacrificio; no podéis comprender, conde, qué apurado me encuentro... ¡Ah!, ¡qué dichoso sois al ser libre!
    -¡Pues bien!, sed libre también, ¿quién os lo impide?, decid.
    -¡Oh!, sería un desengaño muy grande para mi padre si no me casara con la señorita Danglars.
    -Pues casaos, entonces -dijo el conde, encogiéndose de hombros.
    -Sí -dijo Morcef-; mas para mi madre no sería eso desengaño, sino una pesadumbre mortal.
    -Entonces no os caséis -exclamó el conde.
    -Yo veré, lo reflexionaré, vos me daréis consejos, ¿no es verdad?; y si es posible, me libraréis del compromiso. ¡Oh!, por no dar un disgusto a mi pobre madre, sería yo capaz de quedar reñido hasta con el conde, mi padre.
    Montecristo se volvió; parecía sumamente conmovido.
    -¡Vaya! -dijo a Debray, que estaba sentado en un sillón, en un extremo del salón, con un lápiz en la mano derecha y en la izquierda una cartera-, ¿hacéis álgún croquis de uno de estos cuadros?
    -¿Yo? -dijo tranquilamente-. ¡Oh!, sí, un croquis; amo demasiado la pintura para eso. No; estoy haciendo números.
    -¿Números?
    -Sí, calculo; esto os atañe indirectamente, vizconde; calculo lo que la casa Danglars ha debido ganar en la última alza de Haití; de 206 subieron los fondos en tres días a 409, y el prudente banquero había comprado mucho a 206. Ha debido ganar, por lo menos, 300 000 libras.
    -No es ésa su mejor jugada -dijo Morcef-, no ha ganado este año un millón. ..
    -Escuchad, querido -dijo Luciano-, escuchad a Montecristo, que os dirá, como los italianos:

    Denaro a santità
    Metá della metá.

    Y es mucho todavía. Así, pues, cuando me hablan de eso me encojo de hombros.
    -¿Pero no hablabais de Haití? -dijo Montecristo. -¡Oh!, Haití; eso es otra cosa; ese écarté del agiotaje francés. Se puede amar el whist, el boston, y sin embargo, cansarse de todo esto; el señor Danglars vendió ayer a 409 y se embolsó 300 000 francos; si hubiese esperado a hoy, los fondos bajaban a 205, y en vez de ganar 300 000, perdía 20 ó 25 000.
    -¿Y por qué han bajado los fondos de 409 a 205? -preguntó Montecristo-. Perdonad, soy muy ignorante en todas estas intrigas de bolsa.
    -Porque -respondió Alberto- las noticias se siguen unas a otras y no se asemejan.
    -¡Ah, diablo! -dijo el conde-. ¿El señor Danglars juega a ganar o perder 300 000 francos en un día? ¡Será inmensamente rico!
    -¡No es él quien juega! -exclamó vivamente Luciano-, es la señora Danglars; es una mujer verdaderamente intrépida.
    -Pero vos que sois razonable, Luciano, y que conocéis la poca seguridad de las noticas, pues que estáis en la fuente, debierais impedirlo-, dijo Morcef sonriendo.
    -¿Cómo es eso posible, si a su marido no le hace ningún caso? -respondió Luciano-. Vos conocéis el carácter de la baronesa; nadie tiene influencia sobre ella, y no hace absolutamente sino lo que quiere.
    -¡Oh, si yo estuviera en vuestro lugar... ! -dijo Alberto.
    -¿Y bien?
    -Yo la curaría; le haría un favor a su futuro yerno.
    -¿Pues cómo?
    -Nada más sencillo. Le daría una lección.
    -¡Una lección!
    -Sí; vuestra posición de secretario del ministro hace que dé mucha fe a vuestras noticias; apenas abrís la boca y al momento son taquigrafiadas vuestras palabras. Hacedle perder unos cuantos miles de francos, y esto la volverá más prudente.
    -No os entiendo -murmuró Luciano.
    -Pues bien claro me explico -respondió el joven, con una sencillez que nada tenía de afectada-; anunciadle el mejor día una noticia telegráfica que sólo vos hayáis podido saber; por ejemplo, que a Enrique IV le vieron ayer en casa de Gabriela; esto hará subir los fondos; ella obrará inmediatamente, según la noticia que le hayáis dado, y seguramente perderá cuando Beauchamp escriba al día siguiente en su periódico:
    «Personas mal informadas han dicho que el rey Enrique IV fue visto anteayer en casa de Gabriela; esta noticia es completamente falsa; el rey Enrique IV no ha salido de Pont-Neuf.»
    Luciano se sonrió.
    El conde, aunque indiferente en la apariencia, no había perdido
    una palabra de esta conversación, y su penetrante mirada creyó leer un secreto en la turbación del secretario del ministro.
    De esta turbación de Luciano, que no fue advertida por Alberto, resultó que Debray abreviase su visita; se sentía evidentemente disgustado. El conde, al acompañarle hacia la puerta, le dijo algunas palabras en voz baja, a las cuales respondió:
    -Con mucho gusto, señor conde, acepto.
    Montecristo se volvió hacia Morcef.
    -¿No pensáis -le dijo- que habéis hecho mal en hablar de vuestra suegra delante de Debray?
    -Escuchad, conde -dijo Morcef-, no digáis en adelante una palabra acerca de esto.
    -Decid la verdad, ¿la condesa se opone a ese matrimonio?
    -Rara vez viene a casa la baronesa, y mi madre creo que no ha estado dos veces en su vida en la de la señora Danglars.
    -Entonces -dijo el conde- eso me alienta a hablaros con franqueza: el señor Danglars es mi banquero; el señor de Villefort me ha colmado de atenciones en agradecimiento al servicio que una dichosa casualidad me proporcionó hacerle. Bajo todo esto yo descubro una infinidad de comidas y diversiones, y además, para tener siquiera el mérito de adelantarme, si queréis, he proyectado reunir en mi casa de campo de Auteuil al señor y señora Danglars, y al señor y señora Villefort. Yo os invito a esa comida, así como al señor conde y a la señora condesa de Morcef; esto, sin que nadie sospeche que ha de ser una entrevista matrimonial; por lo menos, la señora condesa de Morcef no considerará la cosa así, sobre todo si el barón Danglars me hace el honor de no traer a su hija. De lo contrario, vuestra madre me cobraría antipatía; de ningún modo quiero yo que suceda esto, y haré todo lo posible por que nó llegue a odiarme.
    -A fe mía, conde --dijo Morcef-, os doy mil gracias por esa franqueza que usáis conmigo, y acepto la proposición que me hacéis. Decís que no queréis que mi madre os cobre antipatía, y sucede todo lo contrario.
    -¿Lo creéis así? -exclamó el conde con interés.
    -¡Oh!, estoy seguro. Cuando os separasteis el otro día dè nosotros estuvimos hablando una hora de vos; pero vuelvo a lo que decíamos antes. ¡Pues bien!, si mi madre pudiese saber esa atención de vuestra parte, estoy seguro de que os quedaría sumamente reconocida; es verdad que mi padre se pondría furioso.
    Montecristo soltó una carcajada.
    -¡Y bien! -dijo a Morcef-, ya estáis prevenido. Pero ahora que me acuerdo, no sólo vuestro padre se pondrá furioso; el señor y la señora Danglars me considerarán como a un hombre de malas maneras. Saben que nos tratamos con cierta intimidad, que sois mi amigo parisiense más antiguo, y si no os encuentran en mi casa, me preguntarán por qué no os he invitado. Al menos, buscad un compromiso anterior que tenga alguna apariencia de probabilidad, y del cual me daréis parte por medio de cuatro letras. Ya sabéis, con los banqueros, sólo los escritos son válidos.
    -Yo haré otra cosa mejor, señor conde -dijo Alberto-; mi padre quiere ir a respirar el sire del mar. ¿Qué día tenéis señalado para vuestra comida?
    -El sábado.
    -Hoy es martes, bien; mañana por la tarde partimos, y pasado estaremos en Tréport. ¿Sabéis, señor conde, que sois un hombre muy complaciente en proporcionar así a todas las personas su comodidad?
    -¡Yo!, en verdad que me tenéis en más de lo que valgo, deseo seros útil y nada más.
    -¿Qué día empezaréis a hacer las invitaciones?
    -Hoy mismo.
    -¡Pues bien!, corro a casa del señor Danglars, y le anuncio que mañana mi madre y yo saldremos de París. Yo no os he visto; por consiguiente, no sé nada de vuestra comida.
    -¡Qué loco sois! ¡Y el señor Debray, que acababa de veros en mi casa!
    -¡Ah!, es cierto.
    -Al contrario, os he visto y os he convidado aquí sin ceremonia, y me habéis respondido ingenuamente que no podíais aceptar porque partíais para Tréport.
    -¡Pues bien!, ya está todo arreglado; pero vos vendréis a ver a mi madre entre hoy y mañana.
    -Entre hoy y mañana es difícil; porque estaréis ocupados en vuestros preparativos de viaje.
    -¡Pues bien!, haced otra cosa; antes no erais más que un hombre encantador; seréis un hombre adorable.
    -¿Qué he de hacer para llegar a esa sublimidad?
    -¿Qué habéis de hacer?
    -Sí, eso es lo que os pregunto.
    -Sois libre como el sire; venid a comer conmigo; seremos pocos: vos, mi madre y yo solamente. Aún no habéis casi conocido a mi madre, pero la veréis de cerca. Es una mujer muy notable, y no siento más que una cosa, y es no encontrar una mujer como ella con
    veinte años menos; pronto habría, os lo juro, una condesa y una vizcondesa de Morcef. En cuanto a mi padre, no le encontraréis en casa; está de comisión, y come en la del gran canciller. Venid, hablaremos de viajes; vos que habéis visto el mundo entero, nos hablaréis de vuestras aventuras; nos contaréis la historia de aquella bella griega que estaba la otra noche con vos en la ópera, a la que llamáis vuestra esclava, y a quien tratáis como a una princesa. Hablaremos italiano y español, ¿aceptáis?, mi madre os dará las gracias.
    -También yo os las doy -dijo el conde-; el convite es de los más halagüeños, y siento vivamente no poder aceptarlo. Yo no soy libre, como pensáis; y tengo, por el contrario, una cita de las más importantes.
    -¡Ah!, acordaos, conde, que me acabáis de enseñar cómo se zafa uno de las cosas desagradables. Necesito una prueba. Afortunadamente, yo no soy banquero como el señor Danglars, pero os prevengo que soy tan incrédulo como él.
    -Por lo mismo, voy a dárosla -dijo el conde.
    Y llamó.
    -¡Hum! -dijo Morcef-; ya son dos veces seguidas que rehusáis comer con mi madre. ¿Habéis tomado ese partido, conde?
    Montecristo se estremeció.
    -¡Oh!, no lo creáis -dijo-; además, pronto os demostraré lo contrario.
    Bautista entró y se quedó a la puerta en pie y esperando.
    -Yo no estaba prevenido de vuestra visita, ¿no es verdad?
    -Sois tan extraordinario, que no aseguraría que no lo estuvieseis.
    -Por lo menos, ¿no podía adivinar que me invitaríais a comer?
    -¡Oh!, en cuanto a eso, es probable.
    -Escuchad, Bautista: ¿qué os dije yo esta mañana, cuando os llamé a mi gabinete de estudio?
    -Que no dejase entrar a nadie a ver al señor conde después de las cinco -respondió el criado.
    -¿Y qué más?
    -¡Oh!, señor conde... -dijo Alberto.
    -No, no, quiero absolutamente librarme de esa reputación misteriosa que me habéis adjudicado, mi querido vizconde: es muy difícil representar eternamente el Manfredo. ¿Qué más.. . ?, continuad, Bautista.
    -En seguida no recibir más que al señor mayor Bartolomé Cavalcanti y a su hijo.
    -Ya lo oís, al señor mayor Bartolomé Cavalcanti, de la más antigua nobleza de Italia; además, su hijo, un apuesto joven de vuestra edad, o poco más, vizconde, que lleva el mismo título que vos, y que hace su entrada en el mundo con los millones de su padre. El mayor me trae esta tarde a su hijo Andrés, el contessino, como decimos en Italia. Me lo confía y yo lo protegeré si tiene algún mérito. Me ayudaréis, ¿no es así?
    -¡Desde luego! ¿Es algún antiguo amigo vuestro ese mayor Cavalcanti? -preguntó Alberto.
    -No, por cierto, es un digno señor, muy modesto, discreto, como muchos de los que hay en Italia, descendiente de una de las más antiguas familias. Lo he encontrado muchas veces en Florencia, en Bolonia, en Luca, y me ha avisado de su llegada. Los conocimientos de viaje son exigentes, reclaman de vos en todas partes la amistad que se les ha manifestado una vez por casualidad. Este mayor Cavalcanti va a volver a París, que no ha visto más que de paso en tiempos del Imperio, y va a helarse a Moscú. Yo le daré una buena comida y me dejará su hijo; le prometeré vigilarle, le dejaré hacer todas las locuras que quiera y estamos en paz.
    -¡Estupendo! -dijo Alberto-; veo que sois un excelente mentor. Adiós, pues, estaremos de vuelta el domingo. A propósito, he recibido noticias de Franz.
    -¡Ah!, ¿de veras? -dijo Montecristo-; ¿sigue divirtiéndose en Italia?
    -Creo que sí; no obstante, os echa mucho de menos. Dice que sois el sol de Roma, y que sin vos está eclipsado. Yo no sé si aun llega a decir que llueve. Aún persiste en errores fantásticos, y he aquí por lo que os echa de menos.
    -Es un muchacho muy simpático -dijo Montecristo--, y por el cual he sentido una viva simpatía la primera tarde que le vi buscando una cena cualquiera, y que tuvo a bien aceptar la mía. Creo que es hijo del general d'Epinay.
    -Justamente.
    -El mismo que fue tan vilmente asesinado en 1815.
    -¿Por los bonapartistas?
    -¡Cierto! ¿No tiene él proyectos de matrimonio?
    -Sí, debe casarse con la señorita de Villefort.
    -¿Es eso cierto?
    -Tan cierto como que yo debo casarme con la señorita Danglars -respondió Alberto riendo.
    -¿Os reís?
    -Sí.
    -¿Y por qué?
    -Porque creo que Franz tiene tanta simpatía por su matrimonio
    como la hay entre la señorita Danglars y yo. Pero, en verdad, conde, que hablamos de las mujeres como las mujeres hablan de los hombres; esto es imperdonable.
    Alberto se levantó.
    -¿Os vais?
    -Me gusta la pregunta: hace dos horas que os estoy molestando y tenéis la bondad de preguntarme si me voy.
    -¡Oh!, de ningún modo.
    -¡En verdad, conde, sois el hombre más diplomático de la tierra! Y vuestros criados, ¡qué bien educados están! ¡Especialmente, el señor Bautista! Jamás he podido tener uno como ése. Los míos parece que toman el ejemplo de los del teatro francés, que, precisamente porque no tienen que decir más que una palabra, siempre la dicen mal. Conque si despedís alguna vez a Bautista, os lo pido para mí antes que nadie.
    -Convenido -respondió Montecristo.
    -No es esto todo; saludad de mi parte a vuestro discreto mayor, al señor de Cavalcanti, y si por casualidad desease establecer a su hijo, buscadle una mujer muy rica, noble, baronesa cuando menos, yo os ayudaré por mi parte.
    -¡Vaya! ¿Hasta eso llegaríais?
    -Sí, sí.
    -¡Oh!, no se puede decir de esta agua no beberé.
    -¡Ah, conde! -exclamó Morcef-, qué gran favor me haríais y cómo os apreciaría cien veces más si lograseis dejarme soltero siquiera por diez años.
    -Todo es posible -respondió gravemente Montecristo, y despidiéndose de Alberto entró en su habitación y llamó tres veces con el timbre.
    Bertuccio compareció.
    -Señor Bertuccio -le dijo-, ya sabéis que el sábado recibo en mi casa de Auteuil.
    Bertuccio se estremeció levemente.
    -Bien, señor-dijo.
    -Os necesito -continuó el conde-, para que todo se prepare como sabéis. Aquella casa es muy hermosa, o al menos puede llegar a serlo.
    -Para eso sería preciso cambiarlo todo, señor conde; las paredes han envejecido.
    -Cambiadlo todo, excepto una sola habitación; la de la alcoba de damasco encarnado; la dejaréis tal como está actualmente.
    Bertuccio se inclinó.
    -Tampoco tocaréis el jardín; pero del patio haréis lo que mejor os parezca; me alegraría de que nadie pudiese reconocerlo.
    -Haré todo lo que pueda para que el señor conde quede satisfecho; sin embargo, quedaría más tranquilo si quisiera vuestra excelencia darme sus instrucciones para la comida.
    -En verdad, mi querido señor Bertuccio -dijo el conde-, desde que estáis en París, os encuentro desconocido; ¿no os acordáis ya de mis gustos, de mis ideas?
    -Pero, en fin, ¿podría decirme vuestra excelencia quién asistirá? -Aún no lo sé, y tampoco vos tenéis necesidad de saberlo.
    Bertuccio se inclinó y salió.
    Acababan de dar las siete, y el mayordomo partió acto seguido para Auteuil, según la orden que acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareció huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años, vestido con una de esas largas levitas verdes, cuyo color es indefinible, un ancho pantalón azul, unas botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado; guantes de ante, un sombrero con la forma del de un gendarme, y una corbata negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje que llamó a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas hubo oído la respuesta afirmativa del portero, se dirigió hacia la escalera.
    La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote espeso y gris, fueron reconocidos por Bautista, que ya tenía conocimiento del aspecto del personaje que le esperaba en el vestíbulo. Así, pues, apenas pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.
    El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño. -¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os esperaba.
    -¡De veras! -dijo el mayor Cavalcanti-, ¿me esperaba vuestra excelencia?
    -Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.
    -¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?
    -Completamente.
    -¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; yo creía que habrían olvidado esta precaución.
    -¿Cuál?
    -La de avisaros.
    -¡Oh!, ¡no!
    -¿Pero estáis seguro de no equivocaros?
    -Segurísimo.
    -¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?
    -A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.
    -¡Oh!, si me esperabais -dijo el mayor-, ¡no merece la penal
    -¡Al contrario! --dijo Montecristo.
    El mayor pareció ligeramente inquieto.
    -Veamos -dijo Montecristo-, sois el marqués Bartolomé Cavalcantí, ¿verdad?
    -Bartolomé Cavalcanti -repitió el mayor-, eso es.
    -¿Ex mayor al servicio de Austria?
    -¡Ah!, ¿era mayor...? -preguntó tímidamente el veterano.
    -Sí -dijo Montecristo-, mayor. Este nombre se da en Francia al grado que teníais en Italia.
    -Bueno -dijo el mayor-, no pregunto más, ya comprendéis...
    -Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? -repuso Montecristo.
    -¡Oh!, seguramente.
    -¿Venís dirigido a mí por alguna persona?
    -Sí.
    -¿Por el excelente abate Busoni?
    -Eso es -exclamó el mayor con alegría.
    -¿Y tenéis una carta?
    -Aquí está.
    -Dádmela, entonces.
    Y Montecristo tomó la carta que abrió y leyó.
    El mayor miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a cada objeto del salón, pero que se volvían inmediatamente hacia el dueño de la casa.
    -Esto es... ¡Oh!, ¡querido abate!, < el mayor Cavalcanti; un digno patricio de Luca», descendiente de los Cavalcanti de Florencia -continuó Montecristo leyendo-, que tiene medio millón de renta...
    Èl conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.
    -Medio millón -dijo-; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.
    -¿Dice medio millón? -preguntó el mayor.
    -Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hombre que mejor conoce todos los caudales de Europa.
    -¡De acuerdo con que sea medio millón! -dijo el mayor-; pero es doy mi palabra de honor de que no sabía que ascendiese a tanto.
    -Porque tendréis un mayordomo que os robará; ¿qué queréis, señor Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por todo!
    -Acabáis de darme una idea -dijo gravemente el mayor-; pondré al muy bribón en la calle.
    Montecristo continuó:
    -«Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso.»
    -¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola --dijo el mayor suspirando.
    -Encontrar un hijo adorado.»
    -¿Un hijo adorado?
    -Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas gitanas.
    -¡A la edad de cinco años, caballero! -dijo el mayor con un profundo suspiro y levantando los ojos al cielo.
    -¡Pobre padre! -dijo Montecristo.
    El conde prosiguió:
    -«Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le podéis hacer encontrar este hijo, a quien busca en vano hace quince años.»
    El mayor miró a Montecristo con una inefable expresión de inquietud.
    -Yo puedo hacerlo -respondió Montecristo.
    El mayor se incorporó.
    -¡Ah, ah! -dijo- ¿La carta era verdadera?
    -¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?
    -¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter religioso como el abate Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído todo, excelencia!
    -¡Ah!, es verdad-dijo Montecristo-,hay una posdata.
    -Sí -replicó el mayor-, sí..., hay... una... posdata.
    -«Para no causar al mayor Cavalcanti la molestia de sacar fondos de casa de su banquero, le envío una letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil francos.»
    El mayor seguía con la mirada esta posdata con visible ansiedad.
    -¡Bueno! -dijo Montecristo.
    -Ha dicho bueno -murmuró el mayor-, conque... -repuso el mismo.
    -¿Conque?... -inquirió el conde.
    -Conque, la posdata...
    -¡Y bien!, la posdata...
    -¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?
    -Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y yo. Vos, según veo, ¿dabais mucha importancia a esa posdata, señor Cavalcantí?
    -Os confesaré -respondió el mayor-, que confiado en la carta del abate Busoni, no me había provisto de fondos; de modo que
    si me hubiese fallado este recurso, me habría encontrado muy mal en París.
    -¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte? -dijo Montecristo.
    -¡Diablo!, no conociendo a nadie... -¡Oh!, pero a vos os conocen... -Sí, me conocen; conque...
    -Acabad, querido señor Cavalcanti.
    -¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?
    -Al momento.
    El mayor no podía disimular su estupor.
    -Pero sentaos -dijo Montecristo-, en verdad, no sé en qué estoy pensando..., hace un cuarto de hora que os tengo ahí de pie...
    -No importa, señor conde. ..
    El mayor tomó un sillón y se sentó.
    -Ahora -dijo el conde-, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?
    -De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.
    -Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?
    -Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.
    Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.
    -¿Qué traéis? -preguntó en voz baja.
    -EL joven está ahí -respondió en el mismo tono el criado.
    -Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?
    -En el salón azul, como había mandado su excelencia.
    -Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos.
    Bautista salió de la estancia.
    -En verdad -dijo el mayor-, os molesto de una manera...
    -¡Bah!, ¡no lo creáis! -dijo Montecristo.
    Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.
    El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido que contenía la botella cubierta de telas de araña y de todas las señales que indican lo añejo del vino. El mayor tomó el vaso lleno y un bizcocho.
    El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su huésped, que comenzó por gustar el Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de aprobación, a introdujo delicadamente el bizcocho en el vaso.
    -De modo, caballero -dijo Montecristo-, ¿vos vivíais en Luca, erais rico, noble, gozabais de la consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz a un hombre?
    -Todo, excelencia -dijo el mayor, comiendo el bizcocho-, absolutamente todo.
    -¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?
    -¡Ay!, una sola-repuso el mayor.
    -¿Encontrar a vuestro hijo?
    -¡Ah! --exclamó el mayor tomando un segundo bizcocho- eso únicamente me faltaba.
    El digno mayor levantó los ojos al cielo a hizo un esfuerzo para suspirar.
    -Veamos ahora, señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, ¿de dónde os vino ese' hijo tan adorado? Porque a mí me habían dicho que vos habíais permanecido en el celibato.
    -Así creía, caballero -dijo el mayor-, y yo mismo...
    -Sí -repuso Montecristo-, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un pecado de juventud que vos queríais ocultar a los ojos de todos.
    El mayor asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras bajaba modestamente los ojos, para asegurar su aplomo, o ayudar a su imaginación, mirando de reojo al conde, cuya sonrisa anunciaba siempre la más benévola curiosidad.
    -Sí, señor -dijo-; falta que yo quería ocultar a los ojos de todos.
    -No por vos -dijo Montecristo-, porque un hombre no se inquieta por esas cosas.
    -¡Oh!, no por mí, ciertamente -dijo el mayor sonriendo maliciosamente.
    -Sino por su madre --dijo el conde.
    -¡Eso es! -exclamó el mayor tomando un tercer bizcocho-, ¡por su pobre madre!
    -Bebed, querido Cavalcanti -dijo Montecristo llenando un tercer vaso-; la emoción os embarga.
    -¡Por su pobre madre! -murmuró el mayor haciendo los mayores esfuerzos por humedecer sus párpados con una falsa lágrima.
    -¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?, según creo.
    -¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!
    -¿Y se llamaba. .. ?
    -¿Deseáis saber su nombre?
    -Es inútil que me lo digáis -dijo el conde-; lo sé yo.
    -El señor conde lo sabe todo -dijo el mayor inclinándose.
    -Olivia Corsinari, ¿no es verdad?
    -¡Olivia Corsinari!
    -¿Marquesa...?
    -¡Marquesa!
    -Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia...
    -Señor conde, al fin y al cabo me casé. –
    ¿Y traéis en regla los papeles? -repuso Montecristo.
    -¿Qué papeles? -preguntó el mayor.
    -Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bautismo del niño. ¿No se llamaba Andrés?
    -Creo que sí -dijo el mayor.
    -¡Cómo!, ¿no estáis seguro?
    -¡Diantre! , hace mucho tiempo que le he perdido.
    -Es justo -dijo Montecristo-. En fin, ¿traéis todos esos papeles?
    -Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo lo necesarios que eran, se me olvidó traerlos.
    -¡Diablo! -exclamó el conde.
    -¿Tanto urgían?
    -Como que son indispensables.
    El mayor se rascó la frente.
    -¡Ah! , per Baccho -dijo-, ¡indispensables!
    -Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vuestro casamiento, de la legitimidad de vuestro hijo?
    -Es verdad -dijo el mayor-; podría muy bien suceder.
    -Eso sería muy triste para ese joven.
    -Sería fatal.
    -Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.
    -O peccato!
    -En Francia, ya comprenderéis, hay en este asunto mucha severidad; no basta, como en Italia, ir a buscar un sacerdote y decide: nos amamos, echadnos la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse civilmente se necesitan papeles que hagan Constar la identidad de las personas.
    -Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.
    -Por fortuna los tengo yo -dijo Montecristo.
    -¿Vos?
    -Sí.
    -¿Que vos los tenéis?
    -Sí.
    -¡Ah! -dijo el mayor-, he aquí una felicidad que yo no esperaba.
    -¡Diantre!, ya lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.
    -Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en lugar
    -¡Oh! , el abate, ¡qué hombre tan amable!
    -¡Es un hombre precavido!
    -Es un hombre admirable -dijo el mayor-; ¿y os los ha enviado?
    -Aquí están.
    El mayor juntó las manos en señal de admiración.
    -Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte Cattini; aquí tenéis el certificado del sacerdote.
    -Sí, a fe mía, éste es -dijo el mayor, mirándolo estupefacto.
    -Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de Saravezza.
    -Todo está en regla -dijo el mayor.
    -Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los entregaréis a vuestro hijo, que los guardará cuidadosamente.
    -¡Ya lo creo... ! ¡Si los perdiese!
    -Si los perdiese, ¿qué? -preguntó Montecristo.
    -Sería muy difícil procurarse otros -repuso el mayor.
    -Muy difícil, en efecto-dijo Montecristo.
    -Casi imposible -respondió el mayor.
    -Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.
    -Los miro como impagables.
    -Ahora -dijo Montecristo-, en cuanto a la madre del joven...
    -En cuanto a la madre del joven... -repitió el mayor lleno de inquietud.
    -En cuanto a la marquesa Corsinari...
    -¡Dios mío! -dijo el mayor, quien a cada palabra se enredaba en una nueva dificultad-; ¿tendrían acaso necesidad de ella?
    -No, señor-repuso Montecristo-, por otra parte ha...
    -¡Ah, sí! -dijo el mayor-, ha... -Pagado su tributo a la naturaleza.. .
    -¡Ah, sí! -dijo vivamente el mayor.
    -Ya lo sé -repuso Montecristo-, murió hace diez años.
    -Y todavía lloro yo su muerte, señor -dijo el mayor, sacando de su bolsillo un pañuelo a cuadros y enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo, después el derecho.
    -¿Qué queréis? -dijo Montecristo-, todos somos mortales. Ahora, ya comprenderéis, señor Cavalcanti, que es inútil que en Francia se sepa que estáis separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas estas historias de gitanos que roban niños no están en
    toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse a un colegio de provincia, y queréis que acabe su educación en el mundo parisiense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la muerte de vuestra mujer. Esto bastará.
    -¿Lo creéis así?
    .-Así lo creo.
    -Pues entonces, muy bien.
    -Si supiesen algo de esta separación...
    -¡Ah!, sí, ¿qué decía?
    -Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra familia...
    -¿A los Corsinari?
    -En efecto..., había robado a ere niño para que se extinguiese vuestro nombre.
    -Exacto, puesto que es hijo único...
    -¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivinado que os preparaba una sorpresa?
    -¿Agradable? -preguntó el mayor.
    -¡Ah! -dijo Montecristo-, observo que nada se escapa a los ojos ni al mrazón de un padre.
    -¡Hum! --exclamó el mayor.
    -¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba aquí?
    -¿Quién?
    -Vuestro hijo, vuestro Andrés.
    -Lo he adivinado -respondió el mayor con la mayor flema del mundo--, ¿de modo que está aquí?
    -Aquí mismo -dijo Montecristo-; al entrar hace poco el criado, me anunció su llegada.
    -¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! -dijo el mayor cruzando las manos y arrimándoselas al pecho a cada exclamación.
    -Señor mío, comprendo vuestra emoción -dijo Montecristo-; es preciso daos tiempo para que os repongáis; quiero también preparar al joven para esta entrevista tan deseada. Porque yo presumo que no estará menos impaciente que vos.
    Cavalcanti dijo:
    -¡Ya lo creo!
    -¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.
    -¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el extremo de presentármelo?
    -No; yo no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor mayor; pero tranquilizaos, en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de modales desenvueltos, esto os bastará.
    -A propósito -dijo el mayor-; sabéis que no traje conmigo más que los dos mil francos que tuvo la bondad de darme el bueno del abate Busoni... Con esto he hecho el viaje y...
    -Y necesitáis dinero..., es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad, aquí tenéis ocho billetes de mil francos para empezar.
    Los ojos del mayor brillaron de codicia.
    -Os quedo a deber cuarenta mil francos -dijo el conde.
    -¿Quiere vuestra excelencia un recibo? -dijo el mayor introduciendo los billetes en uno de los bolsillos de su chaleco, de una hechura antiquísima.
    -¿Para qué?
    -Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.
    -Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta mil francos que aún no os he dado. Entre hombres honrados, siempre están de más semejantes precauciones.
    -¡Ah, sí, es verdad -dijo el mayor-, entre hombres honrados!
    -Escuchad ahora una palabrita, marqués.
    -Decid.
    -¿Me permitís una ligera observación?
    -¡Oh, señor conde, os la suplico!
    -Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.
    -¿De veras? -dijo el mayor sonriéndose.
    -Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha pasado esa moda, por elegante que sea.
    -¡Caramba! -dijo el mayor-. Lo haré así.
    -Si queréis, ahora os podéis mudar.
    -¿Pero qué queréis que me ponga?
    -Lo que encontréis en vuestras maletas.
    -¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.
    -Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de incomodar? Por otra parte, un antiguo soldado gusta siempre de llevar poco equipaje.
    -Esa es la verdad...
    -Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vuestras maletas. Ayer llegaron a la fonda de los Príncipes, calle de Richelieu. Allí creo que es donde habéis fijado vuestra morada.
    -Luego, entonces, en esas maletas...
    -Supongo que vuestro mayordomo habrá tenido la precaución de hacer encerrar en ellas todo lo que necesitéis: trajes de calle,
    uniformes. En ciertas circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que las tienen las llevan.
    -¡Bravo, bravo, bravísimo! -exclamó el mayor cada vez más sorprendido.
    -Y ahora -dijo Montecristo-, ahora que vuestro corazón está preparado para recibir una fuerte emoción, disponeos, señor Cavalcanti, a volver a ver a vuestro hijo Andrés.
    Y haciendo una gentil inclinación al mayor, desapareció Montecristo por una puertecita oculta hasta entonces por un tapiz.
    Entró en el salón próximo, que Bautista había designado con el nombre de salón azul, y donde acababa de precederle un joven de maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler había dejado media hora antes a la puerta del palacio.
    Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de cabellos cortos y rubios, de barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima que su amo le había descrito.
    Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente reclinado en un sofá, dando golpecitos por distración sobre su bota con un junquito con puño de oro.
    Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.
    -¿Sois el conde de Montecristo? -dijo.
    -El mismo -respondió éste-; ¿y yo tengo el honor de hablar, según creo, al señor conde de Cavalcanti?
    -El conde Andrés de Cavalcanti -repitió el joven acompañando estas palabras de un saludo lleno de petulancia.
    -Debéis traer una carta de recomendación, supongo -dijo Montecristo.
    -No os he hablado ya de ella a causa de la firma, que me ha parecido bastante extraña.
    -Simbad el Marino, ¿no es verdad?
    -Exacto, pero como yo no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el de Las mil y una noches...
    -¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis amigos, muy rico, un inglés más que original, cuyo nombre verdadero es lord Wilmore.
    -¡Ah!, eso ya va aclarando mis dudas ---dijo Andrés-. Entonces ése es el mismo inglés que yo he conocido... en... sí, ¡muy bien... !
    -Si es verdad lo que me estáis diciendo -repuso sonriendo el conde-, espero que tengáis la bondad de darme algunos detalles acerca de vuestra familia..., y de vos.
    -Con mucho gusto, señor conde -repuso el joven con una volubilidad que probaba la solidez de su memoria-. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés Cavalcanti, hijo del mayor Bartolomé Cavalcanti, descendiente de los Cavalcanti, inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy rica, puesto que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y yo fui raptado a la edad de cinco a seis años, por un ayo infiel, de suerte que hace quince que no veo al autor de mis días. Desde que entré en la edad de la razón, desde que soy libre y dueño de mi voluntad, le busco, pero inútilmente. En fin..., esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y me autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suyas.
    -Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy interesante -dijo el conde, que miraba con sombría satisfacción aquel rostro atrevido, de una belleza semejante a la del ángel malo-, y habéis hecho muy bien en conformaros en todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí en efecto y os busca.
    Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven, habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre está aquí en efecto y os busca, el joven Andrés se estremeció y exclamó:
    -¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?
    -Sin duda -respondió Montecristo-, vuestro padre, el mayor Bartolomé Cavalcanti.
    La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró inmediatamente.
    -¡Ah!, sí, es verdad -dijo-, el mayor Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís, señor conde, que está aquí mi querido padre?
    -Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia que me ha contado de su hijo perdido me ha conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondrían un poema sumamente tierno. En fin, un día recibió ciertas noticias que le anunciaban que los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante crecida. Pero nada detuvo a este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera del Piamonte, con 'un pasaporte para Italia. ¿Vos estabais en el Mediodía de Francia, según creo?
    -Sí, señor -respondió Andrés con aire confuso-: sí, yo estaba en el mediodía de Francia.
    -¿Os esperaba en Niza un carruaje?
    -Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a
    Turín, de Turín a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a París.
    -Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía; por lo mismo fue trazado vuestro itinerario de esta manera.
    -Pero -dijo Andrés-, en el caso de que me hubiese encontrado m¡ querido padre, dudo que me hubiera reconocido: desde que le vi por última vez he cambiado bastante.
    -¡Oh!, la voz de la sangre --dijo Montecristo.
    -¡Oh!, sí, es verdad -repuso el joven-, no me acordaba de la voz de la sangre.
    -Ahora -dijo Montecristo-, una sola cosa inquieta al marqués de Cavalcanti, y es que vos os habéis alejado de él: cómo habéis sido tratado por vuestros perseguidores; si han guardado todas las consideraciones debidas a vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de las facultades de que os ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder sostener en el mundo el rango que os corresponde.
    -Caballero -balbuceó el joven con turbación-, espero que ninguna calumnia...
    -¡Yo...! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el filantrópico. Supe que os había conocido en una situación bastante triste, ignoro cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso. Vuestras desgracias le han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha buscado, le ha encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin, ayer me previno vuestra llegada, dándome algunas noticias relativas a vuestra fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wilmore, pero al mismo tiempo como es una mina de oro, y por consiguiente, puede permitirse tales originalidades sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora, caballero, no os ofendáis de una pregunta que voy a haceros; como habré de patrocinaros, desearía saber si las desgracias que os han acaecido independientes de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuyen la consideración que yo os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y vuestro nombre os llaman a figurar tanto.
    -Tranquilizaos, caballero -respondió el joven, recobrando su aplomo a medida que el conde hablaba-; los raptores que me alejaron de mi padre, y que sin duda se proponían venderme más tarde, como en efecto hicieron, calcularon que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor personal y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido tratado por los ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales sus amos les hacían seguir las carreras de médicos, filósofos, etc., para venderlos después a un precio exorbitante.
    Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés Cavalcanti.
    -Por otra parte -repuso el joven-, si hallasen en mí algún defecto de educación o poco trato social, yo creo que tendrían un poco de indulgencia, en consideración a las desgracias que han acompañado a mi nacimiento y a mi juventud.
    -Mirad, conde -dijo Montecristo con sencillez---, vos haréis lo que queráis, porque sois muy dueño de hacerlo, pero yo no diría una palabra de todas esas aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo, que adora las novelas entre dos cubiertas de papel amarillo, se escama de las encuadernadas en vitela viva, aunque estén doradas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que yo me adelanto a deciros, señor conde; apenas hayáis contado a alguien vuestra tierna historia, correrá por el mundo completamente desnaturalizada. Entonces pasaréis por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese de los Antony ha pasado ya. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos gustan de ser blanco de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os fatigará.
    -Me parece que tenéis razón, señor conde -dijo el joven, palideciendo a su pesar, bajo las miradas inflexibles de Montecristo-, ése es un grave inconveniente.
    -¡Oh!, tampoco hay que exagerar -dijo Montecristo-, porque para evitar una falta puede que rayarais en la locura. No, es un simple plan de conducta que se debe tener; para un hombre inteligente como vos, este plan es tanto más fácil de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir con honrosas amistades todo lo oscuro que haya podido haber en vuestro pasado.
    Andrés perdió visiblemente su sangre fría.
    -Yo puedo responder de vos -dijo Montecristo-;sin embargo, debo advertiros que soy un poco desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos, y me expondría a ser silbado, lo cual no es conveniente.
    -Sin embargo, señor conde -dijo Andrés-, en consideración a lord Wilmore, que me ha recomendado a vos...
    -Sí, seguramente -repuso Montecristo-; pero lord Wilmore no me ha ocultado que habíais tenido una juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! -dijo el conde al ver el movimiento que hizo Andrés-, yo no os pido una confesión; además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al señor marqués de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más bien brusco; pero tan pronto como se sepa que desde la edad de dieciocho años está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un buen padre, os lo aseguro.
    -¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que ningún recuerdo tengo de él.
    -Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.
    -¿Mi padre es realmente rico, caballero?
    -Millonario...; quinientas mil libras de renta.
    -Entonces -preguntó el joven con ansiedad-, ¿me encontraré en una posición... agradable?
    -De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al año todo el tiempo que permanezcáis en París.
    Entonces, permaneceré en París toda mi vida.
    -¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre propone y Dios dispone.
    Andrés lanzó un suspiro.
    -Pero, en fin -dijo-, todo el tiempo que yo permanezca en París..., ¿tendré ese dinero sin falta?
    -¡Oh!, no tengáis el menor recelo...
    -¿Y será mi padre quien me lo proporcione? -preguntó Andrés con inquietud.
    -Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien mil francos al mes en casa del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes de París.
    -¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? -volvió a preguntar Andrés con inquietud.
    -Solamente algunos días -respondió Montecristo-. Su servicio no le permite ausentarse más que por dos o tres semanas.
    -¡Oh! ¡Querido padre! -dijo Andrés, visiblemente encantado de esta pronta partida.
    -Conque -dijo Montecristo, aparentando dejarse engañar en cuanto al significado de estas palabras-; conque no quiero retardar el momento de vuestro encuentro. ¿Estáis preparado a abrazar a ese digno señor Cavalcanti?
    -Supongo que no tendréis la menor duda...
    -¡Pues bien!, entrad en ese salón, mi querido amigo; en él encontraréis a vuestro padre, que está impaciente por veros.
    Andrés hizo un profundo saludo al conde y entró en el salón. El conde le siguió con la vista, y así que le vio desaparecer, empujó un resorte que había detrás de un cuadro, el cual, separándose, descubría un agujero perfectamente dispuesto en la pared, por el cual se veía cuanto ocurría en el salón.
    Andrés cerró la puerta y se adelantó hacia el mayor, que se levantó apenas oyó el ruido de los pasos del joven conde.
    -¡Padre mío! -dijo Andrés en voz bastante alta de modo que lo pudiese oír el conde a través de la puerta cerrada-; ¿sois vos?
    -Buenos días, mi querido hijo -dijo el mayor con voz grave.
    -Después de tantos años de separación -dijo Andrés mirando hacia la puerta-, ¡qué dicha la de volvernos a ver... !
    -En efecto, la separación ha sido larga.
    -¿No nos abrazamos, señor?-repuso Andrés.
    -Como queráis, hijo mío-dijo el mayor.
    Y los dos se abrazaron como suele hacerse en el teatro, es decir, reposando la cabeza sobre el hombro y enlazando los brazos.
    -¡Al fin, reunidos! -dijo Andrés.
    -Así parece -dijo el mayor.
    -¿Para no separarnos jamás...?
    -Desde luego; yo creo, mi querido hijo, que vos miráis ahora a Francia como una segunda patria.
    -Seguramente sentiría mucho tener que abandonar París.
    -Y yo, bien lo comprenderéis, no podría vivir fuera de Luca. Volveré a Italia en cuanto pueda.
    -Pero, antes de partir, querido padre, me daréis los papeles, con ayuda de los cuales pueda yo fácilmente hacer constar mi nacimiento.
    -Naturalmente, hijo mío; porque vengo expresamente para eso, y me ha costado demasiado trabajo el encontraros, a fin de entregároslos. Si tuviera que buscaros de nuevo, esto bastaría para apresurar el fin de mi existencia.
    -¿Y esos papeles?
    -Aquí están.
    Andrés se apoderó rápidamente del acta de casamiento de su padre, su certificado de bautismo, y después de haberlo abierto todo con una avidez muy natural en un buen hijo, recorrió los documentos con una ansiedad que denotaba el más vivo interés.
    No bien hubo concluido, una inefable expresión de alegría brilló en sus ojos, y mirando al mayor y acompañando sus palabras de una extraña sonrisa:
    -¡Ah! -dijo en excelente toscano-, ¡se conoce que no hay presidios en Italia!
    El mayor le miró a su vez con estupor.
    -¿Y por qué? -dijo.
    -Pues permiten allí fabricar impunemente tales documentos. Sólo por la mitad de lo que hacéis, querido padre, os enviarían en Francia al presidio de Tolón.
    -¿Cómo? -dijo el mayor, procurando adoptar un aire majestuoso.
    -Querido señor Cavalcanti -dijo Andrés agarrando al mayor por un brazo-, ¿cuánto os dan porque seáis mi padre?
    El mayor quiso hablar, pero Andrés le dijo, bajando la voz:
    -¡Silencio!, voy a daros ejemplo de confianza; a mí me dan cincuenta mil francos al año por ser vuestro hijo; por consiguiente, ya comprenderéis que no seré yo quien niegue que sois mi padre.
    El mayor miró con inquietud a su alrededor.
    -¡Oh!, tranquilizaos, estamos solos -dijo Andrés-; además hablamos el italiano.
    -¡Pues bien !, a mí me dan cincuenta mil francos, perfectamente pagados.
    -Señor Cavalcanti -dijo Andrés-, ¿vos creéis en los cuentos de hadas?
    -Antes, no; pero ahora fuerza es que crea en ellos.
    -¿Habéis tenido pruebas?
    El mayor sacó de su bolsillo un puñado de monedas.
    -Palpables, como veis.
    -¿Os parece que pueda yo contar con las promesas que me han hecho?
    -Así lo creo.
    -¿Y que las cumplirá ese buen conde?
    -Al pie de la letra; pero ya comprenderéis que para lograr ese objeto era preciso continuar representando nuestro papel actual.
    -¡Cómo. . . !
    -Yo, de tierno padre...
    -Y yo, de hijo respetuoso.
    -Ya que quieren haceros descender de mí.
    -¿Quién lo quiere. .. ?
    -Diantre, yo no sé nada: los que os han escrito; ¿no habéis recibido una carta?
    -Sí.
    -¿De quién?
    -De un tal abate Busoni.
    -¿A quien no conocéis?
    -A quien no he visto en toda mi vida.
    -¿Qué os decía esa carta?
    -¿No me engañáis?
    -Dios me libre de hacerlo; vuestros intereses son los míos.
    -Entonces, leed.
    Y el mayor entregó una carta al joven.
    »Sois pobre, os espera una vejez desdichada. ¿Queréis haceros, si no rico, al menos independiente?
    »Marchad a París inmediatamente: id a reclamar al señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el hijo que habéis tenido de la marquesa Corsinari, y que os fue robado a la edad de cinco años.
    »Este hijo se llama Andrés Cavalcanti.
    »Para que no dudéis de la intención que tiene el abajo firmante de haceros un favor, encontraréis en esta carta:
    » 1.° Un billete de 2.400 libras toscanas, pagaderas en casa del señor Gozzi, en Florencia.
    2.° Una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo , en la cual le pido para vos la cantidad de 48.000 francos.
    »El 26 de mayo, a las siete de la noche, estaréis sin falta en casa del conde.
    »Firmado,
    «Abate Busoni.»

    -Eso es.
    -¿Cómo eso es? ¿Qué queréis decir? -preguntó el mayor.
    -Quiero decir que yo he recibido una carta parecida.
    -¡Vos!
    -Sí, yo.
    -¿Del abate Busoni?
    -No.
    -¿De quién, entonces?
    -De un tal lord Wilmore, que ha tornado el apodo de Simbad el Marino.
    -¿Y a quien tampoco conocéis?
    -Sí, estoy en este punto más adelantado que vos.
    -¿Le habéis visto?
    -Sí, una vez.
    -¿Dónde?
    -Eso es lo que no podré deciros, porque no lo sé.
    -¿Y qué os decía esa carta?
    -Leed.
    «Sois pobre y no debéis esperar más que un porvenir miserable; ¿queréis tener un nombre, ser libre, ser rico?
    »Tomad la silla de posta que encontraréis preparada y saldréis de Niza por la puerta de Génova. Pasad por Turín, Chambery y Pont de Beauvoisin. Presentaos en casa del señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el 23 de mayo, a las siete en punto de la tarde, y preguntadle por vuestro padre.
    » Sois hijo del marqués Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari, como lo declaran los papeles que os serán entregados por el marqués, y que os permitirán presentaros bajo este nombre en el mundo parisiense.
    »En cuanto a vuestro rango, una renta de 50.000 francos al año hará que lo sostengáis con decoro.
    »Adjunto un billete de 5.000 libras, pagadero en casa del señor Ferrer, banquero de Niza, y una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo, encargado por mí de proveer a vuestras necesidades.»
    «Simbad el Marino».

    ¡Hum! -exclamó el mayor-; no puede estar mejor arreglado el asunto.
    -¿Verdad que sí?
    -¿Habéis visto al conde?
    -Acabo de separarme de él.
    -¿Y lo ha aprobado...?
    -Todo.
    -¿Entendéis algo de esto?
    -Os juro que no.
    -Aquí hay alguien al que quieren jugar una mala pasada.
    -Caso que así fuera, yo no soy, y vos creo que tampoco.
    -Creo que no.
    -¡Y bien!, ¿entonces...?
    -Poco nos importa lo demás.
    -Exacto, eso mismo iba a decir; dejemos rodar la rueda de la fortuna.
    -Encontraréis en mí un hijo digno de su padre.
    -No esperaba yo menos de vos.
    -Es un gran honor para mí.
    Montecristo eligió este momento para entrar en el salón.
    Al oír el ruido de sus pasos, padre a hijo se arrojaron en los brazos uno de otro;.así el conde les encontró tiernamente abrazados.
    -¡Vaya!, señor marqués -dijo Montecristo-, parece que habéis encontrado un hijo a la medida de vuestros deseos.
    -¡Ah!, ¡señor conde!, la alegría me sofoca.
    -¿Y vos, joven?
    -¡Ah!, ¡señor conde!, ¡es demasiada felicidad!
    -¡Feliz padre!, ¡feliz hijo! -dijo el conde.
    -Una sola cosa me entristece --dijo el mayor-; y es tener que marcharme tan pronto de París.
    -¡Oh!, querido señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, no partiréis sin haberos presentado antes a algunos amigos.
    -Estoy a las órdenes del señor conde -dijo el mayor.
    -Ahora, veamos, joven, confesaos...
    -¿A quién?
    -A vuestro padre; decidle algo acerca del estado de vuestro bolsillo.
    -¡Ah!, ¡diablo!, tocáis la cuerda sensible.
    -¿Oís, mayor? -dijo Montecristo.
    -Desde luego, señor.
    -Sí; ¿pero comprendéis?
    -A las mil maravillas.
    -Vuestro querido hijo dice que necesita dinero.
    -¿Qué queréis que yo le haga?
    -Pues, sencillamente, que se lo deis.
    -¿Yo?
    -Vos.
    Montecristo se colocó entre sus dos interlocutores. -Tomad -dijo a Andrés deslizándole en la mano un paquete de billetes de Banco.
    -¿Qué es esto?
    -La respuesta de vuestro padre.
    -¿De mi padre?
    -Sí. ¿No decíais que necesitabais dinero?
    -Sí. ¿Y bien?
    -¡Y bien!, me encarga os entregue esto.
    -¿A cuenta de mi renta?
    -No; para vuestros gastos de instalación.
    -¡Oh, querido padre!
    -Silencio -dijo Montecristo-, ya lo veis, no quiere que diga que esto viene de su mano.
    -Estimo infinitamente esa delicadeza -dijo Andrés, metiendo sus billetes de Banco en el bolsillo del pantalón.
    -Está bien -dijo Montecristo-, ahora podéis retiraros.
    --¿Y cuándo tendremos el honor de volver a ver al señor conde? -preguntó Cavalcanti.
    -¡Ah, sí! -inquirió Andrés-, ¿cuándo tendremos ese honor?
    -Si queréis..., el sábado, sí..., eso es..., el sábado. Doy una comida en mi casa de Auteuil, calle de la Fontaine, número 25, a muchas personas, y entre otras al señor Danglars, vuestro banquero; os presentaré a él, es necesario que os conozca a los dos para entregaros después el dinero...
    -¿De gran etiqueta... ? -preguntó a media voz el mayor.
    -¡Psch... ! Sí. Uniforme, cruces, calzón corto.
    -¿Y yo? -preguntó Andrés.
    -¡Oh!, vos, vestido con sencillez, pantalón negro, botas de charol, chaleco blanco, frac negro o azul, corbata larga; dirigios a Blin o a Veronique para vestiros. Si no sabéis las señas de su casa, Bautista os las dará. Cuantas menos pretensiones afectéis en vuestro traje, siendo rico como sois, mejor efecto causará. Si compráis caballos, tomadlos en casa de Dereux; si compráis tílburi, id a casa de Bautista.
    -¿A qué hora podremos presentarnos? -preguntó el joven.
    -A eso de las seis y media.
    -Está bien, no dejaremos de ir -dijo el mayor tomando su sombrero.
    Los dos Cavalcanti saludaron al conde y salieron.
    El conde se acercó a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.
    -En verdad -dijo-, los dos Cavalcanti... son de los mayores miserables que he conocido... ¡Lástima que no sean padre a hijo...!
    Y tras un instante de sombría reflexión, exclamó:
    -Vamos a casa de Morrel. ¡Oh!, la repugnancia y el asco me afectan doblemente que el odio.

    Capítulo segundo
    La Pradera cercada
    Permítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.
    Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un borceguí sobre la arena.
    Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fueron dos las que se acercaron. La tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había prolongado más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza no había sido culpa suya.
    El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetración particular a los amantes, y su corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:
    -Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.
    Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mirada altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta comparación entre dos naturalezas tan opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.
    Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.
    En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna mirada indiscreta, andaba lentamente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco, después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.
    Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.
    -Buenos días, Valentina -dijo una voz.
    -Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?
    -Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvierais tan relacionada con esa joven.
    -¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?
    -Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le dabais el brazo y con que hablabais; parecíais dos compañeras de colegio confesándose mutuamente sus secretos.
    -Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos -dijo Valentina-; ella me decía su repugnancia por su casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz d'Epinay.
    -¡Querida Valentina!
    -Por esto, amigo mío -continuó la joven-, habéis visto esa especie de intimidad entre Eugenia y yo; porque al hablarle yo del hombre que no puedo amar, pensaba en el que amo.
    -Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.
    -El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.
    -No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera enamorarse de ella.
    -Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi presencia os hacía ser injusto.
    -No; pero, decidme..., respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto a la señora Danglars.
    -¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juzgáis a nosotras, pobres mujeres, no debemos esperar ninguna indulgencia.
    -¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!
    -Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volvamos a vuestra pregunta.
    -¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?
    -Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.
    -¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, convenid en que le habéis hecho algunas preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.
    -Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación...
    -Veamos, ¿qué os ha dicho?
    -Me ha dicho que no amaba a nadie -dijo Valentina-; que tenía horror al matrimonio; que su mayor alegría hubiera sido llevar una vida libre a independiente, y que casi deseaba que su padre perdiese su fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.
    -¡Ah... !, ya comprendo.
    -¡Y bien... !, ¿qué prueba esto? -inquirió Valentina.
    -Nada -dijo Maximiliano sonriendo.
    -Entonces -preguntó Valentina-, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?
    -¡Ah! -dijo Maximiliano-, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.
    -¿Queréis que me aleje?
    -¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.
    -¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.
    -¡Dios mío! -exclamó Maximiliano consternado.
    ---Sí, Maximiliano, tenéis razón ---dijo con melancolía Valentina-; y en mí tenéis una pobre amiga. ¡Qué vida os hago llevar, pobre Maximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara, creedme.
    -Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profunda, eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.
    -Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.
    -¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?
    -No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?
    -Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobreza, si mi Valentina no se ha de apartar de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?
    -No lo creo.
    -Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra mujer.
    -¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?
    -Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.
    -¿Y qué?
    -El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.
    -Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?
    -Pues..., que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.
    Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.
    -¡Ah! ¡Dios mío! -dijo-, ¡si así fuese!, pero no, porque entonces no sería la señorita de Villefort la que me habría avisado.
    -¿Por qué?
    -Porque... no sé..., pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le agrada este casamiento.
    -¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.
    -¡Oh!, esperad, Maximiliano -dijo Valentina con triste sonrisa.
    -En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez alguna otra proposición.
    -No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.
    -¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?
    -No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de retirarme a un convento, a pesar de las observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detuvo. No podéis figuraros, Maximiliano, qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maximiliano, entonces experimenté una especie de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran, pero no me separaré de vos. Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.
    -¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?
    -¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50 000 libras de renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de Saint-Merán, deben dejarme otro tanto. El señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que, comparado conmigo, mi hermano Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre. Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi fortuna recaía en su hijo.
    -¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa! -Habéis de daros cuenta que no es por ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado bajo el punto de vista del amor maternal.
    -Pero, veamos -dijo Morrel-, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?
    -¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la palabra desinterés?
    -Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el velo de mi respeto, lo he encerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he confiado a nadie en el mundo?
    Valentina se estremeció.
    -¿A un amigo? -dijo- Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me estremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un amigo! ¿Y quién es ese amigo?
    -¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acordaros del lugar ni del tiempo, lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo que se despierta?
    -Sí, ¡oh!, sí.
    -¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.
    -¿Un hombre extraordinario?
    -Sí.
    -¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?
    -Apenas hará unos ocho días.
    -¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de ese hermoso nombre de amigo.
    -Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo. Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su mirada profunda y su poderosa mano dirigir.
    -¿Es adivino, por ventura? -dijo sonriendo Valentina.
    -A fe mía -dijo Maximiliano-, casi estoy tentado por creer que adivina... sobre el bien.
    -¡Oh! -dijo Valentina sonriendo tristemente-, mostradme a ese
    hombre, Maximiliano, sepa yo de él si seré bastante amada para cuanto he sufrido.
    -¡Pobre amiga!, vos sabéis quién es...
    -¿Yo?
    -Sí.
    -¿Cómo se llama?
    -Es el mismo que ha salvado la vida a vuestra madrastra y a su hijo.
    -¡El conde de Montecristo!
    -El mismo.
    -¡Oh! -exclamó Valentina-, nunca será mi amigo, lo es demasiado de mi madrastra.
    -¡El conde, amigo de vuestra madrastra, Valentina! Mi instinto no puede fallar hasta este punto: estoy seguro de que os engañáis.
    -¡Oh!, si supieseis, Maximilíano..., pero no es Eduardo quien reina en la casa, es el conde, estimado por la señora Villefort, que le considera como el compendio de los conocimientos humanos; admirado de mi padre, que, según dice, no ha oído nunca formular con más elocuencia ideas más elevadas; idolatrado de Eduardo, que, a pesar de su miedo a los grandes ojos negros del conde, corre a su encuentro apenas le ve venir, y le abre la mano, donde siempre halla algún admirable juguete: El señor de Montecristo no está aquí en casa de mi padre; el señor de Montecristo no está aquí en casa de la señora de Villefort; el señor de Montecristo está en su casa.
    -Pues bien, querida Valentina, si las cosas son como decís, ya debéis sentir o sentiréis los efectos de su presencia. Si encuentra a Alberto de Morcef en Italia, es para librarle de las manos de los bandidos; ve a la señora Danglars, y es para hacerle un regio regalo; vuestra madrastra y vuestro hermano pasan por delante de la puerta de su casa, y es para que su esclavo nubio les salve la vida. Este hombre ha recibido evidentemente el poder de influir sobre los acontecimientos, sobre los hombres y sobre las cosas; jamás he visto gustos más sencillos unidos a una magnificencia tan soberana. Su sonrisa es tan dulce cuando me sonríe a mí, que olvido cuán amarga la encuentran otros. ¡Oh!, decidme, Valentina, ¿os ha sonreído a vos? ¡Oh!, si lo ha hecho así, seréis feliz.
    -Yo -dijo la joven-, ¡oh, Dios mío!, ni siquiera me mira, Maximiliano, o más bien, si paso por casualidad por su lado, vuelve los ojos a otra parte. ¡Oh!, no es generoso, o no posee esa mirada profunda que lee en los corazones y que vos le suponéis; porque si la tuviese, habría visto que yo soy muy desdichada; porque si hubiera sido generoso, al verme sola y triste en medio de esta casa, me habría protegido con esa influencia que ejerce; y puesto que él representa, según vos decís, el papel del sol, habría calentado mi corazón con uno de sus rayos. Decís que os ama, Maximiliano, ¡oh, Dios mío!, ¿qué sabéis vos? Los hombres siempre ponen rostro risueño a un oficial de cinco pies y ocho pulgadas como vos, que tiene un buen bigote y un gran sable, pero no hacen caso de una pobre mujer que no sabe más que llorar.
    -¡Oh, Valentina!, os engañáis, os lo juro.
    -De no ser así, Maximiliano; si me tratase diplomáticamente, es decir, como un hombre que de un modo a otro quiere aclimatarse en la casa, una vez, aunque no fuese más, me hubiera honrado con esa sonrisa que tanto me ponderáis, pero no; me ha visto desdichada, comprende que no puedo serle útil en nada, y no fija la atención en mí. ¿Quién sabe si para hacer la corte a mi padre, a la señora de Villefort o a mi hermano, no me perseguirá siempre que pueda? Veamos, francamente, Maximiliano, yo no soy una mujer que se deba despreciar así, sin razón, vos me lo habéis dicho. ¡Ah, perdón! -continuó la joven al ver la impresión que causaban en Maximiliano estas palabras-. Hago mal, muy mal en deciros acerca de ese hombre cosas que ni siquiera sospechaba tener en el corazón. Mirad, no niego que exista esa influencia de que me habláis, y que hasta la ejerce sobre mí; pero, si la ejerce, es de un modo pernicioso y que corrompe, como veis, los buenos pensamientos.
    -Está bien, Valentina -dijo Morrel dando un suspiro-; no hablemos más de esto; no le diré nada.
    -¡Ay!, amigo mío -dijo Valentina-; os aflijo mucho, ya lo veo. ¡Oh!, ¡y no poder estrechar vuestra mano para pediros perdón!, pero convencedme al menos, sólo os pido eso; decidme: ¿qué ha hecho por vos ese conde de Montecristo?
    -Confieso que me ponéis en un aprieto preguntándome qué es lo que el conde ha hecho por mí; nada, bien lo sé, como que mi afecto hacia él es instintivo y nada tiene de fundado. ¿Ha hecho acaso algo por mí el sol que me alumbra? No; me calienta y os estoy viendo a su luz.
    -¿Ha hecho algo por mí este o el otro perfume? No; su olor recrea agradablemente uno de mis sentidos; nada más tengo que decir cuando me preguntan por qué pondero este perfume; mi amistad hacía él es extraña, como la suya hacia mí. Una voz secreta me advierte que hay más que casualidad en esta amistad recíproca a imprevista. Casi encuentro una relación en sus pequeñas acciones, en sus más secretos pensamientos, con mis acciones y mis pensamientos. Os vais a reír de mí, Valentina; pero desde que conozco a ese hombre, se me ha ocurrido la idea absurda de que todo el bien que me suceda no puede proceder de nadie más que de él. Sin embargo, he vivido treinta años sin este protector, ¿no es verdad?, no importa; mirad un ejemplo: él me ha convidado a comer para el sábado, ¿no es verdad?, nada más natural en el punto de amistad en que nos hallamos. Pues bien; ¿qué he sabido después? Vuestro padre está invitado a esta comida, vuestra madre también irá. Yo me encontraré con ellos, ¿y quién sabe lo que resultará de esta entrevista? Estas son circunstancias muy sencillas en apariencia; sin embargo, yo veo en esto una cosa que me asombra; tengo en ello una confianza extremada. Yo pienso que el conde, ese hombre singular que todo lo adivina, ha querido buscar una ocasión para presentarme a los señores de Villefort; y algunas veces, os lo juro, procuro leer en sus ojos si ha adivinado nuestro amor.
    -Amigo mío -dijo Valentina-, os tomaría por visionario, y temería realmente por vuestra razón, si no escuchase tan buenos razonamientos. ¡Cómo! , ¿creéis que no es casualidad ese encuentro? En verdad, reflexionadlo bien. Mi padre, que no sale nunca, ha estado a punto de rehusar esa invitación más de diez veces; pero la señora de Villefoi t, que está ansiosa por ver en su casa a ese hombre extraordinario, obtuvo con mucho trabajo que la acompañase. No, no, creedme, excepto a vos, Maximiliano, no tengo a nadie a quien pedir que me socorra en este mundo, más que a mi abuelo, un cadáver.
    -Veo que tenéis razón, Valentina, y que la lógica está en favor vuestro -dijo Maximiliano-; pero vuestra dulce voz tan poderosa siempre para mí, hoy no me convence.
    -Ni la vuestra a mí tampoco -repuso Valentina-, y confieso que como no tengáis más ejemplos que citarme...
    -Uno tengo -dijo Maximiliano vacilando un poco-; pero, en verdad, Valentina, me veo obligado a confesarlo, es más absurdo que el primero.
    -Tanto peor-dijo Valentina sonriendo.
    -Y con todo -prosiguió Morrel-, no es menos concluyente para mí, hombre de inspiración y sentimiento que en diez años que hace que sirvo en el ejército, he debido la vida varias veces a uno de esos instintos que os dicen que hagáis un movimiento hacia atrás o hacia adelante para que la bala que debía mataros pase más alta o más ladeada.
    -Querido Maximiliano, ¿por qué no atribuir a mis oraciones ese alejamiento de las balas? Cuando estáis fuera, no es por mí por quien ruego a Dios y a mi madre, sino por vos.
    -Sí, desde que os conozco -dijo Morrel sonriendo-; pero ¿para quién rezabais antes de que os conociese, Valentina?
    -Veamos, puesto que nada queréis deberme, ingrato, volvamos a ese ejemplo que vos mismo confesáis que es absurdo.
    -¡Pues bien!, mirad por las rendijas de las tablas aquel caballo nuevo en que he venido hoy.
    -¡Oh, qué hermoso animal! -exclamó Valentina-. ¿Por qué no lo habéis traído junto a la valla para contemplarlo mejor?
    -En efecto, como veis, es un animal de gran valor -dijo Maximiliano-. ¡Bueno! Vos sabéis que mi fortuna es limitada. ¡Pues bien!, yo había visto en casa de un tratante de caballos ese magnífico Medeah. Pregunté cuánto valía, me respondieron que cuatro mil quinientos francos; como comprenderéis, yo me abstuve de comprarlo por algún tiempo, y me fui, lo confieso, bastante entristecido, porque el caballo me miró con ternura, y me había acariciado con su cabeza. Aquella misma tarde se reunieron en mi casa algunos amigos, el señor de Chateau-Renaud, el señor Debray, y otros cinco o seis malas cabezas, que vos tenéis la dicha de no conocer ni aun de nombre. Propusieron que se jugase un poco, yo no juego nunca, porque no soy rico para poder perder. Pero, en fin, estaba en mi casa, y no tuve más remedio que ceder. Cuando íbamos a empezar, llegó el conde de Montecristo , ocupó su lugar, jugaron y yo gané; apenas me atrevo a confesarlo. Valentiná, gané cinco mil francos. Nos separamos a medianoche. No pude contenerme, tomé un cabriolé, a hice que me condujeran a casa de mi tratante en caballos. Palpitábame el corazón de alegría. Llamé, me abrieron; apenas vi la puerta abierta, me lancé a la cuadra, miré al pesebre. ¡Oh, qué suerte! Medeah estaba allí, salté sobre una silla que yo mismo le puse, le pasé la brida, prestándose a todo Medeah con la mejor voluntad del mundo. Entregando después los 4500 francos al dueño del caballo, salgo y paso la noche dando vueltas por los Campos Elíseos. He visto luz en una ventana de la casa del conde, más aún, me pareció ver su sombra detrás de las cortinas... Ahora, Valentina, juraría que el conde ha sabido que yo deseaba poseer aquel caballo y que ha perdido expresamente para que yo pudiese comprarlo.
    -Querido Maximiliano -dijo Valentina-, sois demasiado fantástico... ¡Oh!, no me amaréis mucho tiempo..., un hombre así se cansaría pronto de una pasión monótona como la nuestra... ¡Pero, gran Dios!, ¿no oís que me llaman?
    -¡Oh! ¡Valentina! -dijo Maximiliano-, no, la rendija de las tablas..., dadme un dedo vuestro siquiera para que lo bese.
    -Maximiliano, hemos dicho que seríamos el uno para el otro; dos voces, dos sombras.
    -¡Ah...!, como gustéis, querida Valentina.
    -¿Quedaréis contento si hago lo que me pedís?
    -¡Oh!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí...!
    Valentina subió sobre un banco, y pasó, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas.
    El joven lanzó un grito de alegría, y subiéndose a su vez sobre las tablas, se apoderó de aquella mano adorada, y estampó en ella sus labios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabulló de entre las suyas, y el joven oyó correr a Valentina, asustada tal vez de la sensación que acababa de experimentar.
    Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.
    El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en cuanto a Valentina ya sabemos dónde estaba.
    Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.
    El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron por la mañana y de donde le sacaban por la noche delante de un espejo que reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin hacer un movimiento imposible en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil como un cadáver, contemplaba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuya ceremoniosa reverencia le anunciaba que iban a dar algún paso oficial inesperado.
    La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la rumba; mas de estos dos sentidos uno solo podía revelar la- vida interior que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad.
    Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuyas cejas negras contrastaban con la blancura de su larga cabellera, se habían concentrado toda la actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la inteligencia, que antes poseía aquel cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos, daba gracias con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más espantoso a veces que aquel rostro de mármol, cuyos ojos expresaban unas veces la cólera, otras la alegría; tres personas únicamente sabían comprender el lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de que hemos hablado.
    Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así, cuando no tenía otro remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle comprendiéndole, toda la felicidad del anciano reposaba en su nieta, y Valentina había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la mirada todos los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría podido entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de suerte que se entablaban diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver, que era, sin embargo, un hombre de inmenso talento, de una penetración inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada en una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.
    Valentina había resuelto el extraño problema .de comprender el pensamiento del anciáno y hacerle que entendiera el suyo; y gracias a este estudio, ni siquiera una palabra dejaban de comprender tanto el uno como el otro.
    Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, según hemos dicho, servía a su amo, por lo cual conocía tan bien todas sus costumbres, que rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.
    De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro para entablar con su padre la extraña conversación que venía a provocar. También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se servía de él con más frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina bajara al jardín, alejó a Barrois, y después de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la señora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:
    -Señor, no os admiréis de que Valentina no haya subido con nosotros, y que yo haya mandado alejar a Barrois, porque la conversación que vamos a tener juntos es de esas que no pueden tenerse delante de una joven o de un criado; la señora de Villefort y yo tenemos que comunicaros algo importante.
    El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbulo; en vano procuró Villefort penetrar los pensamientos profundos del anciano en aquel momento.
    -Y estamos seguros -continuó el procurador del rey, con aquel tono que parecía no sufrir ninguna contradicción- de que os agradará.
    El anciano sejuía impasible, si bien no perdía una sola palabra.
    -Caballero -repuso Villefort-, casamos a Valentina.
    Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del anciano al oír esta noticia.
    -La boda se efectuará dentro de tres semanas -repuso Villefort.
    Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.
    La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:
    -Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra parte, Valentina ha parecido merecer siempre vuestro afecto; solamente nos resta deciros el nombre del joven que le ha sido destinado. Es uno de los mejores partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuyo nombre no puede seros desconocido. Se trata del señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.
    Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el anciano una mirada más atenta que nunca. Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y dilatándose los párpados como hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron salir una chispa.
    El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que habían existido entre su padre y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a tomar la palabra donde la había dejado su mujer:
    -Señor -dijo-, es muy importante que, próxima como se encuentra Valentina a cumplir los diecinueve años, se piense en establecerla. No obstante, no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos hemos asegurado de antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado, porque tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a quien tanto cariño profesa Valentina, cariño al que parecéis corresponder: es decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis ninguna de vuestras costumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que os cuiden.
    Los ojos de Noirtier se inyectaron en sangre.
    Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, seguramente el grito del dolor y la cólera subía a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba, porque su rostro enrojecía y sus labios se amorataron.
    Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:
    -Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.
    Después volvió, pero ya no se sentó.
    -Este casamiento -añadió la señora de Villefort- es del agrado del señor d'Epinay y de su familia, que se compone solamente de un tío y de una tía. Su madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue asesinado en 1815, es decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda depende de su voluntad.
    -Asesinato misterioso -dijo Villefort-, y cuyos autores han permanecido desconocidos, aunque las sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.
    Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar una sonrisa.
    -Ahora, pues -continuó Villefort-, los verdaderos culpables, los que saben que han cometido el crimen, aquellos sobre los cuales puede recaer durante su vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios después de su muerte, serían felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor Franz d'Epinay para apagar hasta la apariencia de la sospecha.
    Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella organización tan febril.
    -Sí, comprendo -respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada expresaba el desdén profundo y la cólera inteligente.
    Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose ligeramente de hombros.
    Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.
    -Ahora, caballero -dijo la señora de Villefort-, recibid todos mis respetos. ¿Queréis que venga a presentaros los suyos Eduardo?
    Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos, su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expresar.
    Cuando quería llamar a Valentina cerraba solamente el ojo derecho.
    Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.
    A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces.
    La señora de Villefort se mordió los labios.
    -¿Queréis que os envíe a Valentina? ---dijo.
    -Sí -expresó el anciano al cerrar los ojos.
    Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de que llamasen a Valentina.
    Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún coloradas por la emoción. No necesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo, cuántas cosas tenía que decirle.
    -¡Oh!, buen papá -exclamó-, ¿qué lo ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?, estás enojado, ¿verdad?
    -Sí -dijo cerrando los ojos.
    -¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Villefort?, ¿contra mí?
    -¡Contra mí! -exclamó Valentina asombrada.
    El anciano hizo señas de que sí.
    -¿Y qué lo he hecho yo, querido y buen papá? -exdamó Valentina.
    El anciano renovó las señas.
    Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.
    -Yo no lo he visto hoy aún..., ¿te han contado algo de mí?
    -Sí -dijo la mirada del anciano con viveza.
    -Veamos. ¡Dios mío!, lo juro..., abuelito... ¡Ah!, los señores de Villefort acaban de salir, ¿no es verdad?
    -Sí.
    -¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enojado...? ¿Qué es...? ¿Quieres que se lo vaya a preguntar?
    -No, no -dijo la mirada.
    -¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! -y comenzó a reflexionar.
    -¡Ah!, ya caigo -dijo bajando la voz y acercándose al anciano-. ¿Han hablado tal vez de mi casamiento?
    -Sí -replicó la mirada enojada.
    -Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían recomendado que no lo dijese nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y en cierto modo yo he sorprendido este secreto por indiscreción: he aquí por qué he sido tan reservada contigo. ¡Perdóname, mi buen papá Noirtier!
    No obstante, la mirada parecía decir:
    -No es tan sólo lo casamiento lo que me aflige.
    -¿Pues qué es? -preguntó la joven-, ¿tú crees tal vez que yo lo abandonaría, buen papá, y que mi casamiento me haría olvidadiza?
    -No -dijo el anciano.
    -¿Te han dicho entonces que el señor d'Epinay consentía en que permaneciésemos juntos?
    -Sí.
    -¿Por qué estás enojado, entonces?
    Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.
    -Sí, comprendo -dijo Valentina-, porque me amas.
    El anciano hizo señas de que sí.
    -¡Y temes que sea desgraciada!
    -Sí.
    -¿Tú no quieres al señor Franz?
    Los ojos repitieron tres o cuatro veces:
    -No, no, no.
    -¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!
    -Sí.
    -¡Pues bien!, escucha -dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y pasándole sus brazos alrededor de su cuello-, yo también tengo un gran pesar, porque tampoco amo al señor Franz d'Epinay.
    Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.
    -Cuando quise retirarme al convento, recuerda que lo enfadaste mucho conmigo, ¿verdad?
    Los ojos del anciano se humedecieron.
    -¡Pues bien! -continuó Valentina-, sólo era para librarme de este casamiento, que causa mi desesperación.
    Noirtier estaba cada vez más conmovido.
    -¿También a ti lo disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses ayudarme, abuelito, si los dos pudiésemos romper ere proyecto. Pero no puedes hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu tan vivo y una voluntad tan fume!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que yo. ¡Ay!, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de lo fuerza y de lo salud; pero hoy no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que Dios se ha olvidado de arrebatarme junto con las otras.
    Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de Noirtier, que la joven creyó leer en ellos estas otras:
    -Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.
    -¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? -dijo Valentina.
    -Sí.
    Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y Valentina cuando deseaba algo.
    -¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!
    Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos a medida que iban acudiendo a su imaginación, y viendo que a todo respondía su abuelo ¡no!
    -Pues, señor -dijo-, recurramos al gran medio, soy una torpe.
    Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la N, mientras que sus ojos interrogaban la expresión de los del paralítico: al pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.
    -¡Ah! -dijo Valentina-, lo que deseáis empieza por la letra N, bien. Veamos qué letra ha de seguir a la N: na, ne, ni, no...
    -Sí, sí, sí -expresó el anciano.
    -¡Ah!, ¿conque es no?
    -Sí.
    La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante de Noirtier; abriólo, y cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano, su dedo recorrió rápidamente las columnas de arriba abajo. Después de seis años que Noirtier había caído en el lastimoso estado en que se hallaba, la práctica continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el pensamiento del anciano como si él mismo hubiese podido buscar en el diccionario.
    A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.
    -Notario -dijo-, ¿quieres un notario, abuelito?
    -Sí -exclamó el paralítico.
    -¿Debe saberlo mi padre?
    -Sí.
    -¿Tienes prisa porque vayan en busca del notario?
    -Sí.
    -Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que quieres?
    -Sí.
    La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que hiciese venir inmediatamente a los señores de Villefort al cuarto de su padre.
    -¿Estás contento? -dijo Valentina-. Sí..., lo creo, bien..., ¡no era muy fácil de adivinar eso!
    Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.
    El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.
    -¿Qué queréis, caballero? -preguntó al paralítico.
    -Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.
    Ante este deseo extraño a inesperado, el señor de Villefort cambió una mirada con el paralítico.
    -Sí -dijo este último con una firmeza que indicaba que con ayuda de Valentina y de su antiguo servidor, que sabía lo que deseaba, estaba pronto a sostener la lucha.
    -¿Pedís un notario? -repitió Villefort-. ¿Para qué?
    Noirtier no respondió.
    -¿Y para qué necesitáis un notario? -preguntó de nuevo Villefort.
    La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo cual quería decir: Persísto en mi voluntad.
    -¿Para jugarnos alguna mala pasada? -dijo Villefort-; no podía saber...
    -Pero, en fin -dijo Barroís, pronto a insistir con la perseverancia propia de los criados antiguos-, sí el señor desea que venga un notario, será porque tiene necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.
    Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su voluntad fuese contrariada.
    -Sí, quiero un notario --dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie de desconfianza, y como si hubiese dicho:
    -Veamos si se me niega lo que pido.
    -Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero yo me disculparé con él, y también tendré que disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.
    -No importa -dijo Barrois-, yo voy a buscarle; -y el antiguo criado salió triunfante.
    En el instante en que salió Barrois, Noirtier miró a Valentina con aquel interés malicioso que anunciaba tantas cosas. La joven comprendió esta mirada y Villefort también, porque su frente se oscureció y sus cejas se fruncieron.
    Tomó una silla y se instaló en .el cuarto del paralítico. El anciano lo miraba con una perfecta indiferencia, pero había mandado a Valentina de reojo que no se inquietase y que se quedara también.
    Tres cuartos de hora después entró el criado con el notario.
    -Caballero -dijo Villefort, después de los primeros saludos-, os ha llamado el señor Noirtier de Villefort, a quien tenéis presente; una parálisis completa le ha quitado el use de todos los miembros y de la voz, y nosotros solos, con gran trabajo, logramos entender algunas palabras de lo que dice.
    Noirtier dirigió a su nieta una mirada tan grave a imperativa, que la joven respondió al momento:
    -Caballero, yo comprendo todo cuanto dice mi abuelo.
    -Es cierto -añadió Barrois-, todo, absolutamente todo, como os decía cuando veníamos.
    -Permitid, caballero, y vos también, señorita -dijo el notario dirigiéndose a Villefort y Valentina-; es éste uno de esos casos en que el oficial público no puede proceder sin contraer una responsabilidad peligrosa. Lo primero que hace falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente la voluntad del que le dicta. Ahora, pues, yo no puedo estar seguro de la aprobación de un cliente que no habla; y como no puede serme probado claramente el objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi ministerio es inútil y sería ejercido con ilegalidad.
    El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del procurador del rey.
    Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la joven detuvo al notario.
    -Caballero -dijo-, la lengua que yo hablo con mi abuelo se pue-
    de aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo enseñárosla en pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?
    --Lo que el instrumento público requiere para ser válido -respondió el notario-; es decir, la certeza del consentimiento. Se puede estar enfermo de cuerpo, pero sano de espíritu.
    -Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no ha gozado nunca mejor que ahora de su completa inteligencia. El señor Noirtier, privado de la voz, del movimiento, cierra los ojos cuando quiere decir que sí, y los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora ya lo sabéis lo suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.
    La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y expresaba tal reconocimiento, que fue comprendida aun por el notario.
    -¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? -preguntó aquél.
    Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un momento.
    -¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indicadas por ella son las que os sirven para expresar vuestro pensamiento?
    -Sí -dijo de nuevo el paralítico.
    -¿Sois vos quien me ha mandado llamar?
    -Sí.
    -¿Para hacer vuestro testamento?
    -Sí.
    -¿Y no queréis que yo me retire sin haberlo hecho?
    El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.
    -¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? -preguntó la joven-, ¿y descansará vuestra conciencia?
    Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.
    -Caballero -dijo--, ¿creéis que un hombre haya podido experimentar impunemente un choque físico tan terrible como el que experimentó el señor Noirtier de Villefort, sin que la parte moral haya recibido también una grave lesión?
    -No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero -respondió el notario-; pero ¿cómo conseguiremos adivinar sus pensamientos, a fin de provocar las respuestas?
    -Ya veis que ello es imposible -dijo Villefort.
    Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan firme sobre Valentina, que esta mirada exigía evidentemente una respuesta.
    -Caballero -dijo la joven-, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o que os parezca descubrir el pensamiento de mi abuelo, yo os lo revelaré de modo que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis años que estoy con el señor Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.
    -No -respondió el anciano.
    -Probemos, pues -dijo el notario--, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?
    El paralítico respondió que sí.
    -Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué clase de acto queréis hacer?
    Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.
    En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.
    -La letra t es la que pide el señor -dijo el notario-, está claro...
    -Esperad -dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo-, también ta, te...
    El anciano la detuvo en seguida de estas sílabas.
    Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del notario, que atento lo observaba todo.
    -Testamento -señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noirtier.
    -Testamento -exclamó el notario-, es evidente que el señor quiere testar.
    Sí -respondió el anciano.
    -Esto es maravilloso, caballero -dijo el notario a Villefort.
    -En efecto -replicó-, y lo sería asimismo ese testamento, porque yo no creo que los artículos se puedan redactar palabra por palabra, a no ser por mi hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez interesada en este testamento, para ser intérprete de las oscuras voluntades del señor Noirtier de Villefort.
    -¡No, no, no! -protestó con los ojos el señor Noirtier.
    -¡Cómo! -repuso el señor de Villefort-. ¿No está Valentina interesada en vuestro testamento?
    -No.
    -Caballero -dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía contar a las gentes los detalles de este episodio pintoresco--; caballero, nada me parece más fácil ahora que lo que hace un momento consideraba imposible, y ese testamento será un testamen-
    lo místico; es decir, previsto y autorizado por la ley, con tal que sea leído delante de siete testigos, aprobado por el testador delante de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al tiempo se refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las fórmulas, que siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la mayor parte serán adivinados por el estado de los asuntos del testador y por vos, que habiéndolos administrado, los conoceréis. Sin embargo, por otra parte, para que esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más completa; uno de mis colegas me ayudará, y, contra toda costumbre, asistirá al acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? -continuó el notario dirigiéndose al anciano.
    -Sí -respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.
    «¿Qué va a hacer? » pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía mucha reserva, y que no podía adivinar las intenciones de su padre.
    Volvíóse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el primero; pero Barrois, que todo lo había oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido ya en su busca.
    El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.
    Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del paralítico, y el segundo notario había llegado.
    Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Leyeron a Noirtier una fórmula de testamento; y para empezar, por decirlo así, el examen de su inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le dijo:
    -Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de alguna persona.
    -Sí -respondió Noirtier.
    -¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro caudal?
    -Sí.
    -Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me detendréis cuando creáis que es la vuestra?
    -Sí.
    Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás fue tan visible la lucha de la inteligencia contra la materia; era un espectáculo curioso.
    Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo notario estaba sentado a una mesa, dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba al anciano.
    -Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? -preguntó.
    Noirtier permaneció inmóvil.
    -¿Quinientos mil?
    La misma inmovilidad.
    -¿Seiscientos mil...?, ¿setecientos mil...?, ochocientos mil...?, ¿novecientos mil...?
    Noirtier hizo señas afirmativas.
    -¿Posee novecientos mil francos?
    -Sí.
    -¿Inmuebles?
    -No.
    -¿En escrituras de renta?
    Noirtier hizo señas afirmativas.
    -¿Están en vuestro poder estas inscripciones?
    Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que volvió un instante después con una cajita.
    -¿Permitís que se abra esta caja? -preguntó el notario.
    Noirtier dijo que sí.
    Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escrituras.
    El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta estaba cabalmente como había dicho Noirtier.
    -Esto es -dijo-; no se puede tener la cabeza más firme y despejada. -Y volviéndose luego hacia el paralítico:- ¿Conque -le dijo- poseéis novecientos mil francos de capital, que, del modo que están invertidos, deberán produciros cuarenta mil francos de renta?
    -Sí.
    -¿A quién deseáis dejar esa fortuna?
    -¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, no cabe la menor duda; el señor Noirtier aura únicamente a su nieta, la señorita Valentina de Villefort; ella es quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus cuidados asiduos el afecto de su abuelo, y casi diré su reconocimiento; justo es, pues, que recoja el precio de su cariño.
    Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de ViIlefort por las intenciones que le suponía.
    -¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecientos mil francos? -inquirió el notario persuadido de que ya no faltaba más que el asentimiento del paralítico para cerrar el acto.
    Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un instante con la expresión de la mayor ternura; volviéndose des-
    pués hacia el notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.
    -¡Ah!, ¿no? -dijo el notario-; ¿conque no es a la señorita de Villefort a quien hacéis heredera universal?
    Noirtier hizo seña negativa.
    -¿No os engañáis? -exclamó el notario asombrado-; ¿decís que no?
    -No-repitió Noirtier-, no...
    Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido desheredada, sino por haber provocado el sentimiento que dicta ordinariamente semejantes actos.
    Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:
    -¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortune, pero reserváis pare mí vuestro corazón.
    -¡Oh!, sí, seguramente -dijeron los ojos del paralítico cerrándose con una expresión ante la cual Valentina no podia engañarse.
    -¡Gracias!, ¡gracias! -murmuró la joven.
    Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de Villefort una esperanza inesperada, y se acercó al anciano.
    -¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra fortuna, querido señor Noirtier? -inquirió la madre.
    El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.
    -No -exclamó el notario-; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?
    -¡No! -repuso el anciano.
    Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron, el uno de vergüenza, la otra de despecho.
    -Pero ¿qué os hemos hecho, padre? -dijo Valentina-, ¿no nos amáis ya?
    La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó en Valentina con una expresión de ternura.
    -¡Entonces! -dijo ésta-; si me auras, veamos, padre mío, procure unir este amor a lo que haces en este momento. Tú me conoces, sabes que nunca he pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rico por parte de mi madre, demasiado rice tal vez; explícate, pues.
    Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.
    -¿Mi mano? -dijo ella.
    -Sí -dijo.
    -¿Su mano? -repitieron todos los concurrentes, asombrados.
    -¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pobre padre está loco -dijo Villefort.
    -¡Oh! -exclamó de repente Valentina-, ¡ya comprendo!, mi casamiento, ¿no es verdad, buen padre mío?
    -Sí, sí, sí -repitió tres veces el anciano.
    -¿No lo agrada mi casamiento?, ¿es verdad?
    -Sí.
    -¡Pero eso es un absurdo! -dijo Villefort.
    -Disculpadme, caballero -dijo el notario-, todo esto que está ocurriendo es muy natural, y todos quedaremos perfectamente convencidos de la verdad.
    -¿No queréis que me case con el señor Franz d'Epinay?
    -No, no quiero -expresaron los ojos del anciano.
    -¿Y desheredaríais a vuestra nieta -exclamó el notario-, por efectuar una boda contra vuestro gusto?
    -Sí -respondió Noirtier.
    -¿De suerte que, a no ser por este casamiento sería vuestra heredera?
    -Sí.
    Hubo entonces un silencio profundo alrededor del anciano.
    Los dos notarios se consultaban; Valentina, con las manos juntas, miraba a su abuelo con singular dulzura; Villefort se mordía los labios; su mujer no podía reprimir un sentimiento de alegría que, a pesar suyo, se retrataba en su semblante.
    -Pero -dijo al fin Villefort rompiendo el silencio- creo que yo sólo soy dueño de la mano de mi hija, y quiero que se case con el señor Franz d'Epinay, y se casará.
    Valentina cayó llorando sobre un sillón.
    -Caballero -dijo el notario dirigiéndose al anciano-, ¿qué pensáis hacer de vuestro caudal, en caso de que la señorita Valentina contraiga matrimonio con el señor Franz?
    El anciano permaneció inmóvil.
    -No obstante, ¿dispondréis de él?
    -Sí -respondió Noirtier.
    -¿En favor de alguno de vuestra familia?
    -No.
    -¿En favor de los necesitados?
    -Sí.
    -Pero bien sabéis -dijo el notario- que la ley se opone a que despojéis enteramente a vuestros hijos.
    -Sí.
    -¿No dispondréis de la parte que os autoriza la ley?
    Noirtier permaneció inmóvil.
    -¿Continuáis con la idea de querer disponer de todo?
    -Sí.
    -Pero después de vuestra muerte impugnarán vuestro testamento.
    -No.
    --Mi padre me conoce, caballero -dijo el señor de Villefort-, sabe que su voluntad será sagrada para mí; por otra parte, se da cuenta de que en mi posición no puedo pleitear con los pobres.
    Los ojos de Noirtier expresaron triunfo.
    -¿Qué decís, caballero? -preguntó el notario a Villefort.
    -Nada, caballero; mi padre ha tomado esta resolución, y yo sé que no cambia nunca. Por consiguiente, debo resignarme. Estos novecientos mil francos saldrán de la familia para enriquecer los hospitales; pero jamás cederé ante un capricho de anciano, y obraré según mi voluntad.
    Aquel mismo día quedó cerrado el testamento; buscáronse testigos, fue aprobado por el anciano, firmado después en su presencia y archivado más tarde en casa del señor Deschamps, notario de la familia.

    Parte 3 - Parte 4

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