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mayo 02, 2010
CAPÍTULO 1
ABRI EL LABERINTO
Vasu se hallaba en lo alto de la muralla, silencioso y pensativo, mientras, a sus pies, las puertas de la ciudad de Abri se cerraban con estruendo. Amanecía, lo cual, en el Laberinto, sólo significaba que la negrura de la noche adquiría un tono grisáceo. Pero aquel amanecer era distinto de los demás. Era más glorioso... y más aterrador. Estaba iluminado por la esperanza y oscurecido por el miedo.
Era un amanecer que descubría la ciudad de Abri, en el mismo centro del Laberinto, aún en pie y victoriosa tras una batalla terrible con sus más implacables enemigos.
Era un amanecer tiznado del humo de las piras funerarias, un amanecer en el cual los vivos podían exhalar un suspiro trémulo y atreverse a esperar que la vida futura fuese mejor.
Era un amanecer iluminado por un pálido fulgor rojizo en el lejano horizonte, un resplandor que resultaba estimulante, tonificante. Los patryn que guardaban las murallas de la ciudad volvían los ojos hacia aquella luminosidad extraña y sobrenatural, sacudían la cabeza y hacían comentarios en tonos graves y ominosos.
—Eso no presagia nada bueno —decían con gesto sombrío.
¿Quién podía recriminarles su actitud sombría? Vasu, no. Él, que sabía lo que se avecinaba, desde luego que no. Pronto tendría que revelárselo y, con ello, hacer añicos la alegría de aquel amanecer.
—Ese resplandor —tendría que decirle a su pueblo— es el fuego de la guerra.
De la feroz batalla por el control de la Última Puerta. Las serpientes dragón que nos atacaron no fueron vencidas, como creísteis. Sí, matamos a cuatro de ellas; pero, por las cuatro que murieron, otras ocho han nacido. Y ahora atacan la Última Puerta con el propósito de cerrarla y de atraparnos a todos en esta espantosa prisión. «Nuestros hermanos, los que viven en el Nexo y los que están cerca de la Ultima Puerta, se enfrentan a ese mal y, por tanto, aún tenemos motivos para la esperanza. Pero los nuestros son pocos en número y el mal es vasto y poderoso.
«Nosotros estamos demasiado lejos como para acudir en su ayuda. Demasiado lejos. Cuando llegáramos, si lográramos hacerlo con vida, sería demasiado tarde.
Sí, tal vez sería demasiado tarde.
»Y, una vez cerrada la Última Puerta, el mal en el Laberinto se hará más fuerte. Nuestro miedo y nuestro odio se volverán más intensos para compensarlo, y el mal se alimentará de ese miedo y de ese odio y se hará aún más poderoso.
Todo era inútil, se dijo Vasu, y así debía decírselo al pueblo. La lógica, la razón, le decía que todo estaba perdido. Entonces, ¿por qué, allí de pie en la muralla, con la vista fija en el resplandor rojizo del cielo, sentía aún una esperanza?
No tenía sentido. Exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
Una mano lo tocó en el brazo.
—Mira, dirigente. Han conseguido alcanzar el río.
Al lado de Vasu, uno de los patryn había malinterpretado el suspiro, sin duda, creyendo que expresaba inquietud por la pareja que había abandonado la ciudad en la última hora de oscuridad previa al alba para emprender la búsqueda —arriesgada e inútil, probablemente— del dragón verde y dorado que había combatido por ellos en los cielos sobre Abri. El dragón verde y dorado que era el Mago de la Serpiente y que también era el sartán de andares torpes con nombre de mensch, Alfred.
Y Vasu, era cierto, temía por ellos, pero también tenía esperanza. Aquella misma esperanza ilógica, irracional.
Vasu no era un hombre de acción. Era un hombre de reflexiones, de imaginación. No tenía más que contemplar su cuerpo sartán, blando y rechoncho, para constatarlo. Debía reflexionar cuál había de ser el paso siguiente de su pueblo. Debía hacer planes y decidir cómo debían prepararse todos para lo inevitable. Debía contarles la verdad, pronunciar su discurso de desesperanza.
Pero no hizo nada de ello. Se quedó en las murallas, siguiendo con la mirada al mensch conocido por Hugh la Mano y a Marit, la patryn.
Se dijo que no volvería a verlos. Los dos se aventuraban en el Laberinto, peligroso en cualquier momento pero doblemente letal ahora que sus derrotados enemigos acechaban llenos de rabia a la espera de vengarse. El mensch y la patryn habían emprendido una misión desesperada y temeraria. No volvería a verlos más, y tampoco a Alfred, el Mago de la Serpiente, el dragón verde y dorado en cuya busca habían partido.
Vasu continuó en la muralla y aguardó —con esperanza— su regreso.
El Río de la Rabia, que fluía bajo los muros de la ciudad de Abri, estaba helado. Sus enemigos habían congelado sus aguas mediante hechizos. Las repulsivas serpientes dragón habían convertido el río en hielo para que sus tropas pudieran cruzar con más facilidad.
Mientras descendía trabajosamente la pendiente sembrada de rocas de la ribera del río, Marit mostró una sonrisa ceñuda. La táctica de sus enemigos le sería de utilidad.
Sólo había un pequeño problema.
— ¿Dices que esto es obra de magia? —Hugh la Mano, que descendía la pendiente detrás de ella, se deslizó hasta detenerse junto a la placa de hielo negro y tanteó éste con la puntera de la bota—. ¿Cuánto tiempo durará el hechizo?
Ése era el problema.
—No lo sé —se vio obligada a reconocer Marit.
—Ya—refunfuñó Hugh—. Me lo esperaba. Podría cesar cuando estuviéramos en el medio.
—Podría —asintió Marit.
La patryn se encogió de hombros. Si sucedía tal cosa, estarían perdidos. Las impetuosas aguas, de un negro intenso, los aspirarían, les helarían la sangre, arrastrarían sus cuerpos contra las rocas cortantes y, teñidas ya con la sangre, llenarían sus pulmones.
— ¿No hay más remedio? —Hugh la Mano se había vuelto hacia ella y miraba fijamente los signos mágicos azules tatuados en su cuerpo. El mensch se refería, naturalmente, a la magia de la patryn.
—Yo quizá podría transportarme a la otra orilla —respondió Marit. En realidad, no estaba segura de ello. La batalla del día anterior la había debilitado; el enfrentamiento con Xar, el Señor del Nexo, había tenido el mismo efecto en su espíritu—. Pero no sería capaz de llevarte conmigo.
La patryn posó el pie sobre el hielo y notó cómo el frío le penetraba hasta el tuétano. Encajó las mandíbulas para evitar que le castañetearan los dientes, contempló la lejana orilla opuesta y añadió: —Sólo será una carrera corta. No nos llevará mucho tiempo.
Hugh la Mano no dijo nada. Tenía la vista fija... no en la orilla, sino en el hielo.
Y, entonces, Marit cayó en la cuenta. Aquel hombre, un asesino profesional que no temía a nada en su mundo, había encontrado en aquél algo que sí le causaba espanto: el agua.
— ¿De qué tienes miedo? —preguntó en tono burlón, con la esperanza de picarlo en el amor propio si lo ridiculizaba—. No puedes morir...
—Sí que puedo —la corrigió él—. Lo que no puedo es permanecer muerto. Y no me importa confesar, señora mía, que esta clase de muerte no me atrae en absoluto.
—A mí, tampoco —replicó ella en tono mordaz, pero Hugh vio que había retirado rápidamente el pie del hielo; Marit no iba a ninguna parte.
Ella hizo una profunda inspiración.
—Sígueme o no; es cosa tuya.
—En cualquier caso, no te soy de mucha utilidad —dijo él con acritud, al tiempo que abría y cerraba los puños—. No puedo protegerte ni defenderte... Ni siquiera puedo protegerme a mí mismo.
Hugh no podía morir ni podía matar. Todas las flechas que disparaba erraban el blanco, todos los golpes que lanzaba quedaban cortos, todas las estocadas de su espada salían desviadas.
—Yo puedo defenderme sola —respondió Marit—. Y puedo defenderte a ti, incluso. Pero te necesito conmigo porque conoces a Alfred mucho mejor que yo...
—No, no es verdad —disintió él—. No creo que nadie conozca a Alfred. Ni siquiera él mismo. Haplo, tal vez, pero eso no nos sirve de mucho, ahora.
Marit se mordió el labio y no dijo nada.
—Pero has hecho bien en recordármelo, señora mía —continuó Hugh la Mano—. Si no encuentro a Alfred, esta maldición no acabará nunca. Vamos, acabemos con esto de una vez.
Puso el pie en el hielo y dio unos pasos. Su movimiento, rápido e impetuoso, tomó por sorpresa a Marit. Antes de que se diera perfecta cuenta de lo que estaba haciendo, la patryn echó a andar apresuradamente tras él. El frío entumecedor se adueñó de ella y le provocó unos temblores incontrolables.
El hielo era resbaladizo y traicionero, y Hugh y Marit se agarraron mutuamente en busca de apoyo; el brazo de él la salvó de más de un resbalón y el de ella lo sostuvo en varias ocasiones.
Cuando estaban a media travesía, una grieta partió el hielo casi bajo sus pies con un sonido que taladraba los tímpanos. Un brazo y una mano peluda terminada en zarpas surgieron de las borboteantes aguas como si quisieran agarrarse a Marit.
La patryn se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero Hugh la detuvo.
—No es más que un cadáver.
Marit se fijó mejor y vio que el mensch tenía razón. El brazo, fláccido, fue aspirado por la corriente casi de inmediato.
—El hechizo está desvaneciéndose —anunció, irritada consigo misma—.
Debemos darnos prisa.
Con un suspiro, continuó la travesía, pero una fina capa de agua se extendía rápidamente sobre el hielo y lo volvía mucho más resbaladizo. Patinó y trató de asirse a Hugh, pero éste también había perdido el equilibrio. Los dos cayeron al hielo. A gatas sobre él, Marit se encontró mirando la horrible sonrisa y los ojos saltones de un lobuno muerto.
El hielo negro se rompió justo entre sus manos. El lobuno salió a la superficie, pareció levantarse directamente hacia la patryn, y ésta retrocedió involuntariamente. Hugh la Mano la retuvo.
—El hielo se está rompiendo —dijo con un chillido.
Y estaban todavía a media docena de pasos de la orilla. Marit se arrastró hacia ella gateando, ya que no podía ponerse en pie. Tenía los brazos y las piernas doloridos de frío. Hugh se deslizó a su lado. Tenía la cara palidísima, la mandíbula apretada con tal fuerza que recordaba el hielo, los ojos desorbitados y la mirada perdida. Para él, nacido y criado en un mundo sin agua, perecer ahogado era la peor muerte imaginable y el terror casi le había hecho perder la razón.
Pero estaban cerca de la orilla, cerca de la salvación.
El Laberinto poseía una inteligencia maliciosa, una astucia malévola. Le permitía a su víctima un atisbo de esperanza, le permitía imaginar que alcanzaría a ponerse a salvo.
La mano entumecida de Marit se agarró a un gran peñasco de los varios que bordeaban la ribera, pugnó por mantenerse asida con sus insensibles dedos y trató de incorporarse.
El hielo cedió bajo sus pies y la sumergió hasta la cintura en el agua negra y espumosa. La mano resbaló de la roca. La corriente empezó a arrastrarla...
Un empujón tremendo de unos brazos poderosos impulsaron a Marit hacia arriba y hacia la orilla. La patryn aterrizó violentamente y el golpe la dejó sin resuello. Se quedó tendida, jadeante, hasta que un barboteo y un grito hicieron que se volviera.
En precario equilibrio sobre un témpano de hielo, Hugh se agarraba con una mano al tronco de un árbol achaparrado que sobresalía de la orilla. La Mano la había puesto a salvo y había conseguido asirse al árbol, pero las aguas embravecidas trataban de llevarse la placa de hielo en la que se sostenía. Intentó cogerse al árbol con las dos manos, pero la corriente era demasiado fuerte. La mano con que se asía empezaba a resbalar...
Marit se arrojó materialmente sobre Hugh en el momento en que él perdía contacto. Los entumecidos dedos de la patryn lo agarraron por la espalda del chaleco de cuero y tiraron de él para sacarlo del río. Marit estaba de rodillas y el agua subía. Si fallaba, los dos se hundirían. Con desesperación, cerró las manos sobre el chaleco y tiró hasta casi arrancárselo. Con las rodillas hundidas en el fango, arrastró el pesado cuerpo del mensch hacia la orilla. Hugh era fuerte y colaboró cuanto pudo. Pataleó, buscó puntos de apoyo con las piernas, sin dejar de sacudirlas, y por fin consiguió arrastrarse hasta tierra firme.
Allí se quedó, jadeando y tiritando de frío y de terror. Marit escuchó un retumbar sordo y miró río arriba. Un muro de agua negra teñida de espuma roja avanzaba, atronador, empujando a su paso enormes bloques de hielo.
— ¡Hugh!
El mensch levantó la cabeza y vio la monumental crecida. Se puso en pie, tambaleándose, y empezó a gatear pendiente arriba. Marit no estaba en condiciones de ayudarlo; apenas podía consigo misma. Al llegar a un terreno más firme y llano, se derrumbó en el suelo; casi ni se dio cuenta de que Hugh la Mano se dejaba caer también, cerca de ella.
El río rugió de rabia al ver que se le escapaba la presa, o quizá sólo era obra de su imaginación. Marit relajó su acelerada respiración y tranquilizó el latir desbocado de su corazón. Después, alejó que la magia rúnica la calentara hasta librarla de aquel frío atroz.
Pero no podía quedarse mucho rato allí tendida. El enemigo —caodín, lobuno u hombre tigre— debía de estar oculto en el bosque, observándolos. Echó un vistazo a los signos mágicos que llevaba tatuados en la piel, cuyo resplandor la advertía de la proximidad de un peligro. Tenía la piel ligeramente azulada, pero ello se debía al frío. Los signos mágicos estaban apagados.
Esto debería haberla tranquilizado, pero no fue así. Resultaba ilógico. Sin duda, algunos de los que habían atacado la ciudad con tanta furia el día anterior debían de acechar todavía en las cercanías de la muralla, a la espera de la oportunidad de tomar por sorpresa a algún grupo de exploración.
Pero las runas no despedían su fulgor mortecino; si acaso, muy, muy débilmente. Si había algún enemigo por los alrededores, andaba muy lejos y no estaba interesado en ella. Marit no acababa de entenderlo y no le gustaba.
La misteriosa ausencia de enemigos la atemorizaba más que la visión de una jauría de lobunos.
Esperanza. Cuando el Laberinto ofrecía esperanza a alguien, significaba que se disponía a arrebatársela.
Se incorporó hasta ponerse en cuclillas, alerta y cauta. Hugh la Mano yacía en el suelo, hecho un ovillo y presa de temblores incontenibles.
(En el Laberinto, las direcciones se basan en las «puertas», los hitos que indican cuánto ha progresado uno a través de dicho Laberinto. La primera puerta es el Vórtice. La ciudad de Abri está entre la primera y la segunda. Como las innumerables puertas del Laberinto están esparcidas por éste al azar, las direcciones dependen de dónde se encuentra uno, en un momento dado, en relación con la puerta siguiente.).
Tenía el cuerpo contraído por los escalofríos y los labios amoratados, y los dientes le castañeteaban con tal violencia que se había mordido la lengua. De la comisura de sus labios manaba un reguero de sangre.
Marit no sabía gran cosa de los mensch. ¿Era posible que el frío lo matara?
Tal vez no, pero podía dejarlo débil o enfermo, y obligarla a hacer más lenta la marcha; moverse, caminar, lo ayudaría a calentarse. Pero antes tenía que ponerlo en pie.
Recordó haber oído a Haplo decir que la magia rúnica podía curar a un mensch. Se arrastró a gatas hasta Hugh, cerró las manos en torno a las muñecas del hombre y dejó que la magia fluyera desde su cuerpo al de él.
Los temblores cesaron. Poco a poco, una sombra de color volvió a sus pálidas facciones. Por último, con un suspiro, Hugh se quedó tumbado en el suelo boca arriba, cerró los ojos y dejó que el bendito calor se difundiera por su cuerpo.
— ¡No te duermas! —lo previno Marit.
Hugh acercó su sensible lengua a los dientes y lanzó un gemido, seguido de un gruñido.
—En mi mundo de Ariano soñaba que, cuando fuera rico, chapotearía en agua. Tendría un gran tonel de agua delante de mi casa y me zambulliría en ella, la arrojaría por encima de mi cabeza. Ahora, en cambio —continuó con una mueca—, ¡que me lleven los antepasados si pruebo un sorbo siquiera del condenado líquido!
Marit se incorporó.
—No podemos quedarnos aquí, en terreno abierto. Tenemos que movernos, si te sientes capaz.
Hugh se puso en pie al instante.
— ¿Por qué? ¿Qué sucede?
Observó los signos mágicos de los brazos y las manos de la patryn; había estado cerca de Haplo lo suficiente como para conocer los signos mágicos. Al verlos apagados, miró a Marit con aire inquisitivo.
—No lo sé —respondió ella, con la mirada vuelta hacia el bosque—. No hay nada cerca, parece, pero... —Sacudió la cabeza, incapaz de explicar su inquietud.
— ¿Por dónde vamos? —preguntó Hugh.
Marit se quedó pensativa. Vasu había señalado el lugar donde había sido visto por última vez el dragón verde y dorado; es decir, Alfred. Quedaba en la dirección de la siguiente puerta, en el lado de la ciudad que daba a dicha puerta. Ella y Vasu habían calculado que la distancia podía cubrirse en medio día de viaje a pie.
La patryn se mordió el labio. Tenía dos opciones. Una era entrar en la espesura, que les daría abrigo pero también los haría más vulnerables a sus enemigos, los cuales —si continuaban allí fuera— utilizarían sin duda los bosques para ocultar sus movimientos. La otra era quedarse junto a la orilla del río, a la vista de la ciudad. Durante un trecho más, cualquier enemigo que la atacara estaría al alcance de las armas mágicas que empuñaban los centinelas de las murallas de la ciudad.
Marit decidió quedarse cerca del río, al menos hasta que la ciudad ya no pudiera brindarles protección. Para entonces, tal vez habrían encontrado un camino que los condujera hasta Alfred.
Prefería no pensar cómo podía ser dicho camino.
Hugh y Marit avanzaron con cautela a lo largo de la ribera. Las aguas del río, negras como la tinta, se agitaban y refunfuñaban en el cauce, rumiando sobre las indignidades que habían sufrido. Los dos expedicionarios tuvieron buen cuidado de no acercarse a la resbaladiza pendiente de la orilla, por un lado, y de evitar las sombras del bosque, por el otro.
La espesura estaba en silencio. En un extraño silencio. Era como si todo ser viviente hubiera desaparecido...
Marit se detuvo, enferma de angustia, al comprender qué sucedía.
—Por eso no hay nadie por aquí —dijo en voz alta.
— ¿Qué? ¿Por qué? ¿De qué estas hablando? —preguntó Hugh, alarmado por su brusca detención.
La patryn señaló hacia el ominoso fulgor rojizo del horizonte.
—Han acudido todos a la Última Puerta. Para participar en la lucha contra mi pueblo.
—Buen viaje, pues —dijo la Mano. Pero Marit movió la cabeza en gesto de negativa—. ¿Por qué no? —Insistió Hugh—. ¿Se han marchado? ¡Estupendo!
Según Vasu, la Ultima Puerta queda muy lejos de aquí. Ni siquiera esos hombres tigre podrán llegar allí a tiempo.
—No lo entiendes —replicó Marit, abrumada de desesperación—. El Laberinto puede transportarlos. Puede llevarlos allí en un abrir y cerrar de ojos, si quiere.
Todos nuestros enemigos, todas las malévolas criaturas del Laberinto... agrupadas para combatir a mi pueblo. ¿Cómo podremos sobrevivir?
Estaba dispuesta a rendirse. Su misión parecía inútil. Aunque encontrara a Alfred con vida, ¿de qué serviría? Al fin y al cabo, Alfred era uno solo. Sí, era un mago muy poderoso, pero estaba solo.
«Busca a Alfred», le había dicho Haplo. Pero éste no podía saber cuan desfavorables eran las circunstancias para ellos. Y, ahora, Haplo había desaparecido, tal vez muerto. Y el Señor Xar, también.
Su señor, al que debía lealtad. Marit se llevó la mano a la frente. El signo mágico que Xar le había tatuado en la piel, el signo que había sido muestra del amor y la confianza ciega que ella le profesaba, escocía a Marit con un dolor sordo y pulsante. Xar la había traicionado. Peor aún: parecía haber traicionado a su pueblo.
Xar era lo bastante poderoso como para resistir la acometida de los seres maléficos. Su presencia habría inspirado a su pueblo; su magia y su astucia habrían proporcionado a los suyos una posibilidad de victoria.
Pero Xar les había vuelto la espalda...
—Nos ha abandonado a nuestra suerte. Xar... ¡Xar no haría una cosa así! No, no puedo creerlo — usitó Marit para sí—. Se marchó..., se llevó con él a Haplo...
¡para curarlo! ¡Sí, eso es! ¡Mi señor curará a Haplo y, luego, los dos volverán para combatir a nuestro lado!
Pensándolo bien, era lógico. Xar había retirado a Haplo a un lugar seguro.
Mientras tanto, a ella le correspondía la tarea de localizar a Alfred. ¡Cuando estuvieran todos juntos allí, ante la Ultima Puerta, nada podría derrotarlos!
Marit se apartó los cabellos mojados de la frente con gesto enérgico. Con la misma resolución, apartó de su mente todo lo que no tuviera relación con su problema más inmediato. Había olvidado una lección importante: no mirar nunca demasiado lejos. Lo que una veía podía ser un espejismo. Era preciso mantener la vista fija en la senda que se pisaba.
Y allí estaba. El rastro.
Marit se maldijo. Había estado tan preocupada que casi había pasado por alto lo que estaba buscando. Hincó la rodilla, recogió un objeto del suelo con cuidado y lo sostuvo en alto para que Hugh lo viera.
Era una escama, una escama lustrosa. Una de las varias, verdes y doradas, esparcidas en el camino.
Junto a ellas había grandes gotas de sangre fresca.
CAPÍTULO 2
EL LABERINTO
— ¿Una escama de dragón? ¿Qué significa? —preguntó Hugh la Mano.
—Según Vasu, la última vez que vio a Alfred..., al dragón Alfred, caía de los cielos herido y ensangrentado. —Marit dio vueltas y mas vueltas a la escama verde en la palma de la mano.
—Había muchos dragones luchando —protestó Hugh.
—Pero los dragones del Laberinto tienen las escamas rojas, no verdes. No; éste tiene que ser Alfred.
—Lo que tú digas, pero yo no le daría crédito. ¡Un hombre que se transforma en dragón! —exclamó Hugh con un bufido.
—El mismo hombre que te trajo de vuelta de entre los muertos —le recordó Marit secamente—. Vamos.
El rastro de sangre, lamentablemente fácil de seguir, se internaba en el bosque. Encontraron gotas brillantes sobre la hierba y salpicando las hojas de los árboles. En ocasiones, una espesura de arbustos espinosos o un tupido seto los obligaba a dar un rodeo, pero siempre podían encontrar de nuevo el sendero fácilmente. Demasiado fácilmente. El dragón, Alfred, había perdido mucha sangre.
—Si ese dragón es Alfred, ¿por qué se aleja de la ciudad? _preguntó Hugh mientras salvaba un tronco caído encaramándose a él—. Si está herido de tal gravedad, lo razonable sería volver a la ciudad en busca de ayuda.
—En el Laberinto, las madres suelen alejarse de su refugio para apartar de sus hijos al enemigo. Creo que eso mismo hace Alfred. Por eso no ha volado hacia la ciudad. Alguien lo perseguía y Alfred ha desviado deliberadamente a su enemigo para que no encuentre a los míos. ¡Cuidado! ¡No te acerques a eso! —Marit asió a Hugh y evitó que se adentrara en una maraña de hojas verdes de aspecto inocuo— . Es una hiedra sofocante. Si se enreda en el tobillo, corta hasta el hueso. Te quedarías sin pie izquierdo.
—En buen lugar nos hemos metido, mi señora —murmuró Hugh al tiempo que retrocedía—. Esta condenada hiedra está por todas partes. No hay manera de rodearla.
—Tendremos que subir.
Marit se encaramó a un árbol y trepó de rama en rama.
Hugh la Mano la siguió, más lento y más torpe. Sus pies casi rozaron la amenazadora planta, cuyas hojas verdes y florecillas blancas se agitaron y crujieron debajo de él.
Marit señaló con aire sombrío los restos de sangre que manchaban el tronco.
Hugh emitió un gruñido y no dijo nada.
La patryn regresó al suelo al otro lado del macizo de enredaderas y se frotó la piel. Los signos mágicos habían empezado a emitir un leve resplandor, advirtiéndola de algún peligro. Al parecer, no todos sus enemigos habían corrido a la Última Puerta para librar batalla. Marit continuó su avance con más urgencia y más cautela.
Al emerger de una zona de tupida vegetación, se encontró de pronto, inesperadamente, en un calvero del bosque.
— ¡Échale un vistazo a esto! —Hugh emitió un silbido grave. Marit miró, asombrada.
En el bosque se había abierto un amplio surco de destrucción. El suelo estaba cubierto de arbolillos rotos cuyas ramas, quebradas y torcidas, pendían de los troncos hechos pedazos. Las hierbas y los arbustos estaban aplastados en el fango. El terreno estaba sembrado de ramitas y de hojas. Por toda la zona había esparcidas escamas verdes y doradas que brillaban como joyas bajo el amanecer grisáceo.
Algún cuerpo escamoso de gran tamaño había caído del cielo y se había estrellado entre los árboles. Alfred, sin duda.
Pero ¿dónde estaba ahora?
—Puede que se lo haya llevado alguna... —empezó a decir Marit.
— ¡Chist!
Hugh acompañó su advertencia con un gesto enérgico; tomó de la muñeca a la patryn y tiró de ella para que se cubriera entre los arbustos.
Marit se agachó, se quedó completamente quieta y aguzó el oído para captar el sonido que había llamado la atención del mensch.
El silencio del bosque era interrumpido de vez en cuando por la caída de una rama, pero no escuchó nada más. Demasiado silencio. Marit miró a Hugh con expresión inquisitiva. Él acercó el rostro y le cuchicheó al oído:
— ¡Voces! Juro que he oído algo que podría ser una voz. Ha callado cuando tú has hablado.
Marit asintió. Ella no había hablado en voz muy alta; fuera lo que fuese, debía de estar cerca. Y tenía un oído muy agudo.
Paciencia. Se aconsejó a sí misma tener calma y esperar a que el desconocido peligro se concretara. Casi sin respirar, ella y Hugh esperaron los acontecimientos.
Entonces oyeron la voz. Hablaba con un sonido chirriante, horrible al oído, como el rechinar de los bordes mellados de unos huesos rotos. Marit se estremeció e incluso Hugh la Mano se acobardó. Su rostro se contrajo de repulsión.
— ¿Qué...?
— ¡Un dragón! —susurró la patryn, helada de espanto.
Ésa era la causa de que Alfred no hubiera vuelto a la ciudad. Lo perseguía y, probablemente, lo había atacado la criatura más temible del Laberinto.
Las runas de su cuerpo resplandecían ahora con intensidad, y Marit reprimió el impulso de dar media vuelta y escapar.
Una de las leyes del Laberinto decía que no se debía plantar batalla a un dragón rojo a menos que se estuviera arrinconado y no se tuviera escapatoria. En este caso, uno sólo se volvía contra el dragón para obligar a éste a darle muerte rápidamente.
— ¿Qué dice? —Preguntó Hugh—. ¿Consigues entenderlo?
Marit asintió, espantada.
El dragón hablaba en el idioma de los patryn. Marit tradujo sus palabras a Hugh.
—No sé qué eres —decía el dragón—. Nunca había visto nada como tú. Pero me propongo descubrirlo. Y necesito un momento de tranquilidad para estudiarte.
Para desmontarte.
— ¡Maldita sea! —Masculló Hugh—. ¡Sólo de oír a esa cosa me dan ganas de mearme en los pantalones! ¿Crees que todo eso se lo dice a Alfred?
Marit asintió. Sus labios se apretaron hasta convertirse en un fino trazo.
Sabía qué debía hacer; sólo deseaba tener el valor necesario para ello. Se frotó el brazo para calmar el escozor de los signos mágicos de protección, que despedían su fulgor azulado y rojo, y, haciendo caso omiso de sus advertencias, empezó a avanzar a hurtadillas hacia la voz utilizando el sonido atronador de ésta para cubrir sus propios movimientos entre la espesura. Hugh la Mano siguió sus pasos.
Estaban a favor de viento con respecto al dragón, de modo que la bestia no podría captar el olor que despedían. Marit sólo deseaba echar un vistazo a la criatura para comprobar si realmente había capturado a Alfred. Si no era así —y tal era la ferviente esperanza de la patryn—, podría por fin obedecer al sentido común y escapar de allí.
No era vergonzoso huir de un enemigo tan poderoso. El único patryn que Marit conocía que hubiera luchado contra un dragón del Laberinto y hubiese sobrevivido era su señor, Xar, y él nunca hablaba del lance; cuando surgía alguna mención al tema, su rostro se ensombrecía.
— ¡Que los antepasados se apiaden...! —musitó Hugh.
Marit le apretó la mano para exigirle silencio. Desde aquel punto, podían observar claramente al dragón. Las esperanzas de Marit desaparecieron.
Apoyado contra el tronco de un árbol roto, de pie, había un hombre alto y delgaducho de cabeza calva —manchada de sangre—, vestido con los restos hechos jirones de lo que un día habían sido unos calzones y una levita de terciopelo. Cuando lo habían visto durante la batalla, estaba en forma de dragón.
Y, a juzgar por la destrucción que habían observado en el bosque, aún seguía en dicha forma cuando se había estrellado de cabeza contra el suelo.
Pero ahora ya no conservaba su forma de dragón. O bien estaba demasiado débil como para mantener su transformación mágica o, tal vez, su enemigo había utilizado su propia magia para poner de manifiesto la verdadera apariencia del sartán.
Alfred estaba consciente, algo insólito si se tenía en cuenta que su primera reacción ante cualquier clase de peligro era caer desmayado. Incluso conseguía plantar cara a su terrible enemigo con cierta dosis de dignidad pese a tener un brazo roto y a la expresión, contraída de dolor, de su ceniciento rostro.
El dragón se cernió sobre su presa. La testuz de la bestia era enorme, chata y redondeada, con hileras de dientes afilados como cuchillas que sobresalían de la mandíbula inferior. Sostenida sobre un cuello que, en comparación, parecía demasiado delgado, la cabeza se mecía adelante y atrás en un movimiento oscilante y constante que a veces dejaba hipnotizada a su desdichada víctima. Dos ojillos vivos, a ambos lados de la cabeza, se movían independientemente. Los ojos podían enfocar en cualquier dirección, incluso hacia adelante o hacia atrás, lo cual permitía al dragón ver todo lo que tenía alrededor.
El par de patas delanteras, fuertes y potentes, poseía unas «manos» como zarpas que podían agarrar objetos y transportarlos por el aire. De los hombros brotaban unas alas enormes y las patas traseras, también muy musculosas, servían al dragón para tomar impulso y despegar del suelo.
Sin embargo, la parte más mortífera de la bestia era la cola. El apéndice del dragón rojo se enroscaba sobre el cuerpo o se agitaba en torno a él. En el extremo tenía un aguijón bulboso que inyectaba veneno en la víctima. Un veneno que podía matarla o, en pequeñas dosis, dejarla paralizada.
La cola se agitó alrededor de Alfred.
—Quizá te escueza un poco —tronó el dragón—, pero esto te mantendrá dócil durante nuestro viaje de regreso a mi cueva.
La punta del aguijón abrió un corte superficial en la mejilla de Alfred. Con un chillido, el cuerpo de éste dio una brusca sacudida. Marit apretó los puños con fuerza, hasta clavarse las uñas en la carne. A su lado, alcanzó a oír la respiración entrecortada de Hugh.
— ¿Qué hacemos? —consiguió articular éste, al tiempo que se pasaba el revés de la mano por los labios. El mensch tenía el rostro bañado en sudor.
Marit volvió la vista al dragón. Un Alfred fláccido y que no ofrecía resistencia colgaba de las zarpas delanteras de la bestia. El dragón transportaba a su presa descuidadamente, como un chiquillo llevaría una muñeca de trapo.
Por desgracia, el infeliz sartán seguía consciente, con los ojos muy abiertos y casi desorbitados de miedo. Esto era lo peor del veneno del dragón: que mantenía a la víctima paralizada pero consciente, de modo que se diera cuenta de todo lo que le hacía.
—Nada —respondió Marit en un susurro.
— ¡Pero tenemos que actuar de alguna manera! —Hugh le dirigió una mirada enfurecida—. ¡No podemos permitir que escape...!
Marit tapó la boca a Hugh con la mano. El mensch había cuchicheado sus palabras apenas en un susurro, pero la enorme cabeza del dragón se volvió hacia ellos rápidamente y sus ojos escrutaron el bosque.
La ominosa mirada recorrió la zona en la que estaban; después, se dirigió hacia otro lado. El dragón continuó la búsqueda un rato más hasta que, quizá perdiendo interés, emprendió la marcha.
Y lo hizo por tierra. Marit recobró la esperanza.
El dragón avanzaba caminando, no volando. Había empezado a desplazar su enorme mole por el bosque transportando a Alfred entre sus zarpas. Y, una vez que la bestia se había vuelto hacia ella, Marit había advertido que la terrible criatura estaba herida. No de mucha gravedad, pero lo suficiente como para impedirle remontar el vuelo. Una de las alas tenía la membrana desgarrada, con un gran agujero en el centro.
Era un punto en favor de Alfred, se dijo Marit en silencio. Después, emitió un suspiro. Aquella herida no haría sino enfurecer aún más al dragón. Seguro que mantendría vivo a Alfred mucho, muchísimo tiempo.
Y seguro que a Alfred no le haría ninguna gracia.
Marit se quedó inmóvil y en silencio hasta que el dragón estuvo a suficiente distancia como para no alcanzar a verlos o a oírlos. Mientras tanto, cada vez que Hugh intentaba decir algo, ella fruncía el entrecejo y movía la cabeza en gesto de negativa. Cuando la patryn ya no pudo captar el estruendo del dragón al abrirse paso a través del bosque, se volvió hacia él.
—Los dragones tienen un oído excelente, recuérdalo. Por poco consigues que nos mate.
— ¿Y por qué no lo hemos atacado? —Quiso saber Hugh—. ¡La condenada bestia está herida! Con tu magia... —hizo un gesto con la mano, demasiado furioso como para terminar la frase.
—Con mi magia no habría conseguido nada de nada —replicó Marit—. Esos dragones tienen su propia magia y es mucho más poderosa que la mía... aunque, probablemente, ni siquiera se habría molestado en utilizarla. Ya viste ese aguijón.
La bestia mueve la cola con una rapidez vertiginosa y pica como un rayo. Un toque de ese apéndice venenoso deja a su víctima paralizada e impotente, como a Alfred.
— ¿Entonces, qué? ¿Nos rendimos? —Hugh le dirigió una mirada torva.
—No, nada de eso —respondió Marit. De inmediato, se volvió de espaldas al mensch para que éste no pudiera ver su expresión, para que no observara lo maravillosa que le sonaba la palabra «rendirse». Con gesto resuelto, empezó a abrirse paso entre los árboles de troncos astillados y los matorrales y hierbas aplastados.
—Lo seguiremos. El dragón ha dicho que se proponía llevar a Alfred a su cueva. Si conseguimos descubrir el cubil de la bestia, tal vez logremos dar con la manera de rescatar al sartán.
— ¿Y si mata a Alfred mientras va de camino?
—No lo hará —afirmó Marit. Si de algo estaba segura, era de esto—. Los dragones no matan a sus presas enseguida. Las mantienen vivas para entretenerse.
El rastro del dragón era fácil de seguir. La criatura aplastaba cuanto se interponía en su camino, sin desviarse un ápice de una ruta recta a través del bosque. Árboles gigantes eran arrancados de raíz con un golpe de su cola poderosísima. Arbustos y matorrales eran aplastados por las grandes patas traseras. La hiedra sofocante, que trataba de enredar sus zarcillos cortantes en torno al dragón, advertía demasiado tarde lo que había atrapado. Las enredaderas quedaban en el suelo, ennegrecidas y humeantes.
Hugh y Marit continuaron avanzando tras la estela de destrucción del dragón.
La marcha resultaba ahora mucho más fácil, pues el dragón les despejaba el camino con toda eficacia. Con todo, Marit insistió en mantener la máxima cautela, aunque Hugh protestó. No era probable, decía, que el dragón alcanzara a oírlos, con el estruendo que producía. Y, cuando la criatura cambió de dirección y empezó a viajar a favor de viento, Marit se detuvo a embadurnarse de fango pestilente en una ciénaga y obligó a Hugh a imitarla.
—Una vez vi a un dragón destruir un asentamiento de pobladores —explicó Marit mientras se aplicaba el fango en los muslos y dejaba que resbalase por las pantorrillas—. La bestia era muy lista. Podría haber atacado el asentamiento, haberlo quemado y haber matado a sus habitantes, pero poca diversión le habría proporcionado eso. Así, en lugar de arrasarlo todo, capturó vivos a dos patryn, jóvenes y fuertes. A continuación, procedió a torturarlos.
«Todos oímos sus gritos, unos alaridos terribles que se prolongaron durante dos días. Entonces, el dirigente decidió atacar al dragón para rescatar a los suyos... o, al menos, para poner fin a sus sufrimientos. Haplo estaba conmigo — continuó, sin abandonar el tono susurrante—. Nosotros conocíamos mejor a los dragones rojos y le dijimos al dirigente que cometía una estupidez, pero no quiso hacernos caso. Provistos de armas potenciadas con la magia, los guerreros emprendieron la marcha hacia la guarida de la fiera.
»E dragón salió de la cueva llevando los cuerpos aún vivos de sus víctimas, uno en cada zarpa. Los guerreros dispararon sus flechas contra el dragón. Unas flechas, dirigidas por las runas, que no podían fallar su blanco. Pero el dragón perturbó las runas con su propia magia; ésta no detuvo las flechas, sino que se limitó a aminorar su velocidad. Luego, atrapó los dardos... utilizando a los dos prisioneros como acericos.
»Una vez muertos, el dragón arrojó los cuerpos a sus compañeros. Para entonces, algunas de las flechas habían alcanzado su objetivo. El dragón herido se incomodó y lanzó un latigazo con la cola, tan veloz que los guerreros no tuvieron ocasión de escapar. Picó a uno aquí, otro allá, otro más acullá, moviéndose aquí y allá entre las filas de los patryn. Cada vez que tocaba a alguien, provocaba alaridos de terrible dolor. El desgraciado empezaba a convulsionarse hasta caer al suelo, agarrotado e incapacitado.
»E dragón cogió a sus nuevas víctimas y las arrojó al interior de su cueva.
Más diversión para él. Todos los escogidos eran jóvenes y fuertes. El dirigente se vio obligado a retirar sus fuerzas; en su intento de salvar a los dos primeros, había perdido más de veinte de sus guerreros. Haplo le recomendó que desmontara el asentamiento y llevara lejos a su gente, pero el dirigente casi había perdido por completo el juicio y prometió rescatar a los que el dragón había capturado en su anterior intento.
Marit interrumpió bruscamente la narración para ordenar:
—Vuélvete. Te embadurnaré la espalda.
Hugh obedeció y permitió a Marit esparcirle el barro pestilente por la espalda y los hombros.
— ¿Qué sucedió entonces? —inquirió la Mano con voz áspera.
La patryn se encogió de hombros.
—Haplo y yo decidimos que era hora de irse. Más tarde, encontramos a uno de los residentes del asentamiento, uno de los escasos supervivientes; nos contó que el dragón había prolongado el juego durante una semana, saliendo de la cueva para luchar, capturar nuevas víctimas y pasarse las noches torturándolos hasta la muerte. Por último, cuando no quedó nadie salvo los demasiado enfermos o demasiado pequeños como para proporcionarle entretenimiento, la bestia había arrasado el lugar.
Supongo que ahora lo comprendes, ¿no? Un ejército entero de guerreros patryn no podría derrotar a uno solo de esos dragones. ¿Te das cuenta de a qué nos enfrentamos?
Hugh no respondió de inmediato. Continuó aplicándose fango a brazos y manos y, cuando hubo terminado, preguntó:
— ¿Qué plan tienes, pues?
—El dragón tiene que comer, lo cual significa que tendrá que salir a cazar...
—A menos que decida zamparse a Alfred.
Marit movió la cabeza enérgicamente.
—Los dragones rojos no se comen a sus víctimas. Sería desperdiciar una buena diversión. Además, éste está tratando de averiguar qué es Alfred. El dragón no ha visto nunca a un sartán. No; me temo que mantendrá a Alfred con vida...
más tiempo, probablemente, del que a éste le gustaría. Cuando la bestia abandone la cueva para alimentarse, nos colaremos en ella y rescataremos a Alfred.
—Si queda algo por rescatar —murmuró Hugh.
Marit no replicó.
Continuaron adelante, siguiendo el rastro del dragón, que los condujo a través del bosque alejándolos de la ciudad en dirección a la siguiente puerta. El terreno empezó a empinarse cuando llegaron alas estribaciones de las montañas.
Llevaban viajando todo el día, sin detenerse más que a comer lo imprescindible para mantener las fuerzas y a beber un poco cuando encontraban un regato de agua clara.
La luz grisácea del día estaba menguando. Las nubes llenaron el cielo y descargaron una lluvia que Hugh consideró una bendición, pues así podría librarse del fango.
La lluvia también fue una bendición en otro sentido. Habían dejado atrás el bosque tupido y en aquel momento ascendían una ladera pelada, salpicada de rocas y peñascos, que no les permitía ocultarse; la cortina de lluvia les proporcionaba, por tanto, la protección que les faltaba.
Mientras hubiera suficiente luz para iluminar el terreno, no tendrían problemas para seguir el rastro del dragón, cuyas patas se clavaban en la pendiente arrancando de ella grandes masas de tierra y roca. Pero estaba cayendo la noche.
¿Qué haría el dragón? ¿Buscar cobijo para pasar la noche, quizás en una cueva de las montañas? ¿O continuar la marcha hasta alcanzar su cubil? Y ellos ¿debían continuar la marcha una vez oscurecido?
Discutieron el asunto.
—Si nos detenemos y el dragón no lo hace —argumentó Hugh—, por la mañana nos llevará una ventaja tremenda.
—Lo sé —asintió Marit, dubitativa, con aire meditabundo.
Hugh la Mano esperó a que añadiera algo. Cuando quedó claro que no iba a hacerlo, se encogió de hombros y continuó hablando.
—Yo renuncio a seguir la pista. Ya he estado en situaciones como ésta otras veces; normalmente, me baso en lo que conozco de la persona a la que sigo, intento ponerme en su lugar e imaginar qué haría. Pero estoy acostumbrado a seguir a personas, no bestias. Ésas te las dejo a ti, señora mía.
—Continuaremos —decidió ella—. Seguiremos el rastro con la luz de mis runas. —El resplandor mortecino de los signos mágicos de su piel iluminó levemente el suelo—. Pero tenemos que avanzar despacio. Debemos andar con cuidado, no vayamos a tropezar sin querer con su guarida, en la oscuridad. Si el dragón nos oye llegar... —sacudió la cabeza—. Recuerdo que, una vez, Haplo y yo...
No continuó. ¿Por qué mencionaba a Haplo continuamente? El dolor que le producía aquel nombre era como una zarpa de dragón en el corazón.
Hugh se sentó a descansar y a mascar unas tiras de carne seca. Marit mordisqueó las suyas sin apetito. Cuando se dio cuenta de que no podría tragar la masa pastosa e insulsa, la escupió. No debía pensar más en Haplo; no debía pronunciar su nombre. Era como las runas: al invocar el nombre, evocaba una imagen que la distraía en un momento en que necesitaba concentrar todas sus facultades en el problema más inmediato.
Cuando Xar se lo había llevado, Haplo agonizaba. Marit cerró los ojos y vio de nuevo la herida letal, la runa del corazón desgarrada, rota. Xar podía salvarlo. ¡Sí, seguro que Xar lo salvaría! Xar no lo dejaría morir...
Marit se llevó la mano a la frente, al signo mágico desbaratado que tenía en ella. La patryn sabía muy bien de qué era capaz el Señor del Nexo. Era inútil engañarse. Recordó la cara de Haplo, su perplejidad y el dolor de su expresión cuando había sabido que ella y Xar estaban aliados. En aquel momento, Haplo se había entregado. Sus heridas eran demasiado profundas como para permitirle sobrevivir. Y la había dejado a ella al cuidado de todo cuanto tenía: su pueblo.
Una mano se cerró sobre las suyas.
—Haplo se pondrá bien, señora mía. —Hugh, poco acostumbrado a ofrecer consuelo, se esforzó torpemente en hacerlo—. Es un tipo duro.
Marit contuvo las lágrimas con un pestañeo. La irritaba que el mensch la hubiera sorprendido en aquel momento de debilidad.
—Tenemos que continuar —respondió fríamente. Se puso en pie y reanudó la marcha, dando por supuesto que él la seguiría.
La lluvia había cesado momentáneamente, pero las nubes bajas que ocultaban a la vista las cimas de las montañas eran anuncio de nuevos chaparrones, y una lluvia fuerte podía borrar por completo las huellas del dragón.
Marit se encaramó a un peñasco y escrutó la ladera con la esperanza de distinguir al dragón antes de que cayera la noche. Sin embargo, el apagado resplandor rojizo que iluminaba el perfil del horizonte captó su atención de nuevo, y la patryn volvió la vista hacia allí con profunda fascinación.
¿Qué era aquel resplandor? ¿Era un gran incendio provocado por las serpientes dragón con la intención de que sirviese de faro para atraer a la batalla a todas las criaturas maléficas? ¿Estaría en llamas la propia ciudad del Nexo? ¿O tal vez se trataba de algún tipo de defensa mágica establecida por los patryn, algún círculo de fuego para protegerse de sus enemigos?
Si la Última Puerta caía, quedarían atrapados. Atrapados en el Laberinto con unas criaturas peores que los dragones rojos, unas criaturas cuyo malévolo poder se haría más y más fuerte.
Haplo agonizaba creyendo que ella no lo amaba.
—Marit.
Sobresaltada, la patryn se volvió demasiado deprisa y estuvo a punto de caer del peñasco.
Hugh la ayudó a sostenerse y señaló hacia arriba:
— ¡Mira! —Ella obedeció, pero no observó nada—. Espera. Deja que pasen las nubes. ¡Ahí está! ¿Lo ves?
Las nubes se levantaron unos instantes y Marit vio al dragón, que avanzaba por la ladera en dirección a una gran abertura oscura en un farallón rocoso de la montaña.
Y al momento cayó de nuevo la niebla y ocultó al dragón. Cuando despejó otra vez, la bestia había desaparecido.
Habían encontrado la guarida del dragón rojo.
CAPÍTULO 3
EL LABERINTO
Pasaron la noche escalando la ladera, sin dejar de oír los alaridos de Alfred.
Los gritos no habían sido constantes. Al parecer, el dragón concedía a su víctima ratos para descansar y recuperarse. Durante estas pausas se dejaba oír la voz del dragón desde la caverna, tronando palabras sólo inteligibles en parte.
Estaba describiendo a su víctima, con todo detalle, el tormento concreto que se proponía infligirle a continuación. Peor aún, la bestia estaba destruyendo la esperanza de Alfred, lo estaba privando de su voluntad de supervivencia.
—Abri... escombros —eran algunas de las palabras del dragón—. Su gente...
muerta... lobunos y nombres tigres al asalto...
—No —musitó Marit—. Lo que dice es falso, Alfred. No creas a esa bestia.
Resiste..., resiste.
En cierto momento, el silencio de Alfred se prolongó más de lo habitual. El dragón parecía irritado, como quien intentara despertar a alguien profundamente dormido.
—Ha muerto... —susurró Hugh.
Marit no dijo nada y continuó la ascensión. Y, cuando el silencio de Alfred ya se había prolongado lo suficiente como para casi convencerla de que la Mano estaba en lo cierto, captó un gemido grave y suplicante —la súplica de piedad de la víctima— que subió de tono hasta convertirse en un agudo chillido de tormento, un grito acompañado de la voz cruel y triunfal del dragón. Al escuchar de nuevo los alaridos de Alfred, los dos continuaron la marcha.
Un estrecho sendero serpenteaba a lo largo de la ladera en dirección a la cueva, la cual, sin duda, había sido utilizada como refugio por buena parte de la población del Laberinto a lo largo de los años... hasta que el dragón se había instalado en ella. El sendero no era difícil, ni siquiera bajo el chaparrón, por lo que el temor de Marit de que la oscuridad le hiciese perder el rastro del dragón había sido infundado. En su impaciencia por llegar a su cubil, el dragón herido había apartado de su camino peñas y árboles ralos. Las gigantescas patas de la bestia abrían profundos surcos en el suelo, que formaban unos toscos escalones.
A Marit no le gustaba demasiado toda aquella «ayuda». Tenía la clara impresión de que el dragón sabía que lo seguían y estaba encantado de hacer lo posible por atraer nuevas víctimas a las que dar tormento.
Pero a la patryn no le quedaba más remedio que continuar. Y, si en algún momento desesperó, si pensó en darse por vencida y volverse por donde había venido, el resplandor rojizo del horizonte, siempre entrevisto por el rabillo del ojo, la impulsó a seguir adelante.
Hacia medianoche, hicieron un alto. Estaban todo lo cerca de la cueva que Marit estimó seguro. Buscó alguna depresión poco profunda del terreno que al menos les ofreciera cierto abrigo de la lluvia, gateó hasta el hueco e indicó por señas a Hugh que la siguiera.
El mensch no lo hizo. Permaneció agachado junto al estrecho saliente que conducía montaña arriba hasta la oscura boca de la guarida del dragón. Al fulgor mortecino de las runas de su piel, Marit observó su rostro contraído por el odio y la ferocidad. Acababa de caer uno de aquellos silencios ominosos y terribles, tras una sesión de tortura especialmente larga.
— ¡Hugh! ¡No podemos seguir! —susurró—. Es demasiado peligroso. ¡Tenemos que esperar a que salga el dragón!
Un buen plan, si no fuera porque los gritos de Alfred se hacían cada vez más débiles.
La Mano no la escuchaba. Alzó la vista al farallón rocoso y entrecerró los ojos y en un cuchicheo apasionado, reverente, masculló:
— ¡Aceptaría llevar esta malhadada existencia para siempre si pudiera, sólo por esta vez, tener la capacidad de matar!
Odio. Marit conocía bien aquel sentimiento y sabía lo peligroso que podía resultar. Alargó el brazo, asió al mensch y lo atrajo con energía al hueco donde estaba agazapada.
— ¡Escúchame, mensch! —susurró, dirigiéndose tanto a ella misma como a él—. ¡Eso es precisamente lo que el dragón quiere que sientas! ¿No recuerdas lo que te he dicho? La bestia hace esto a propósito; pretende torturarnos a nosotros tanto como a Alfred. Quiere que irrumpamos en la cueva y ataquemos de frente.
Por eso no vamos a hacerlo. Vamos a esperar aquí hasta que salga o hasta que se nos ocurra otra cosa.
Hugh le dirigió una mirada furiosa y, por un momento, Marit pensó que iba a desafiarla. Podía detenerlo, por supuesto. Era un hombre fuerte, pero era un mensch, carente de facultades mágicas y, por lo tanto, débil en comparación con ella. Sin embargo, no quería llegar a la fuerza. Una demostración de magia alertaría al dragón de su presencia, si no lo estaba ya. Además, el mensch portaba aquella maldita arma sartán...
Hizo una profunda inspiración y relajó la mano con la que asía a Hugh. Éste se acurrucó en el estrecho espacio a su lado.
— ¿Qué? ¿Has pensado en algo?
—Después de todo, quizá te deje irrumpir abiertamente. Esa Hoja Maldita...
¿Todavía la llevas?
—Sí, tengo ese maldito engendro. Es como esta maldita vida mía... Parece que no puedo librarme de ninguna de las dos... —Hugh calló un momento; la sugerencia había calado en su mente—. ¡El arma podría salvar a Alfred!
—Tal vez. —Marit se mordió el labio—. Es un arma poderosa, pero no estoy segura de que un objeto mágico como ése pueda resistir a un dragón rojo. Al menos, la Hoja Maldita podría proporcionarnos tiempo; podría servirnos de elemento de distracción.
—El arma tiene que creer que Alfred está en peligro. No, un momento... —se corrigió Hugh, pensando apresuradamente—. Sólo tiene que creer que yo estoy en peligro.
—Tú entras ala carga. El dragón te atacará, y la Hoja Maldita atacará al dragón. Mientras, yo busco a Alfred, utilizo mi magia para curarlo, al menos lo suficiente como para que se sostenga en pie, y nos marchamos.
—Sólo hay un problema, señora mía. El arma podría atacarte a ti, también.
Marit se encogió de hombros.
—Ya has oído los gritos de Alfred. Cada vez está más débil. Quizás el dragón ya se está cansando del juego, o quizá no sabe mantenerlo con vida, puesto que Alfred es un sartán. En cualquier caso, Alfred está a punto de morir. Si esperamos más, puede que sea demasiado tarde.
Tal vez era ya demasiado tarde. Las palabras flotaron en el aire tácitamente.
No habían oído a Alfred, ni el menor gemido, en todo el rato que llevaban agachados en la pequeña cavidad. El dragón también guardaba un extraño silencio.
Hugh la Mano llevó la mano al cinto y desenvainó la daga sartán, tosca y fea, que había dado en llamar la Hoja Maldita. La contempló detenidamente y la sostuvo con disgusto.
— ¡Puaj! —Masculló con una mueca de desagrado—. Esta cosa maldita se retuerce en mi puño como una serpiente. Acabemos de una vez. Prefiero enfrentarme al dragón que empuñar esta daga mucho rato más.
Fabricada por los sartán, la Hoja Maldita tenía como propósito ser utilizada por los mensch para defender a sus «superiores», los propios sartán, en la batalla.
Era un arma consciente; por sí sola, adquiría la forma necesaria para derrotar a su enemigo. Sólo necesitaba a Hugh, o a cualquier mensch, como mero medio de transporte. No precisaba de las órdenes del mensch en el combate. La Hoja Maldita lo defendía por ser el brazo que la empuñaba. Y defendía a cualquier sartán en peligro. Por desgracia, como había señalado Hugh, también había sido preparada para combatir al enemigo ancestral de los sartán: los patryn. Era tan posible (incluso más) que atacara a Marit como que lo hiciera al dragón.
—Por lo menos, ahora conozco el modo de controlar el maldito artefacto — apuntó Hugh—. Si se lanza sobre ti, puedo...
—... rescatar a Alfred —lo cortó Marit—. Llévalo a Abri, a los sanadores. No te detengas a ayudarme, Hugh —añadió, cuando él intentó protestar—. Por lo menos, la Hoja me matará deprisa.
Él la miró fijamente, sin intención de discutir, pero estudiándola en profundidad, tratando de decidir si sólo hablaba por hablar o si tenía el valor de mantener tales palabras.
Marit le sostuvo la mirada sin parpadear.
Hugh asintió una sola vez y salió a hurtadillas de la concavidad del terreno.
Marit lo imitó. Por voluntad de la fortuna —o del Laberinto— la lluvia que había ocultado sus movimientos había cesado. Una suave brisa agitaba las ramas y provocaba pequeños chaparrones cuando el agua caía de las hojas. Los dos se detuvieron en el resalte rocoso, casi sin atreverse a respirar.
Ni un gemido, ni un quejido... y la entrada de la caverna quedaba apenas a un centenar de pasos. Los dos alcanzaban a verla claramente: un profundo agujero negro contra la pálida claridad de la roca. En la distancia, el resplandor rojizo del cielo parecía más intenso.
— ¡Quizás el dragón se ha dormido! —le susurró Hugh al oído.
Marit aceptó la posibilidad con un gesto de asentimiento. La idea no le consolaba demasiado, pues el dragón despertaría tan pronto como olfateara la cercanía de una nueva diversión.
Hugh abrió la marcha. Avanzó sin hacer ruido, tanteando cada paso y abriéndose paso con una habilidad y facilidad que a Marit le pareció impresionante. Lo siguió en completo silencio, pero tenía la inquietante sensación de que el dragón podía oírlos llegar, que acechaba su llegada.
Alcanzaron la entrada de la cueva. Hugh se aplastó de espaldas contra la pared de roca y avanzó muy despacio con la esperanza de poder asomarse y observar el interior sin ser visto. Marit aguardó a cierta distancia, oculta tras un arbusto y con la entrada de la cueva a la vista.
Seguía sin oírse el menor ruido. Ni una respiración, ni el sonido del roce de un gran cuerpo contra la piedra, ni el sonido de un ala dañada al moverse sobre un suelo de roca. La lluvia había limpiado de fango su cuerpo, y las runas tatuadas de la patryn irradiaban su brillo. El dragón sólo tenía que mirar al exterior para advertir que tenía compañía. El resplandor la convertiría en un objetivo tentador cuando entrara en la caverna, pero también le proporcionaría la oportunidad de encontrar a Alfred en la oscuridad, de modo que no hizo ningún intento para disimularlo.
Hugh contorsionó el cuerpo, se asomó tras el muro de roca e intentó observar el interior de la caverna. Escrutó las sombras largo rato con la cabeza ladeada, tan pendiente del oído como de la vista. Con la mano, indicó a Marit que se acercara.
Ella cruzó el camino sin perder de vista la boca de la cueva y se aplastó contra la pared junto a él.
Hugh se inclinó para hablarle al oído.
—Ahí dentro está más negro que el corazón de un elfo. No puedo ver nada, pero creo que he oído una respiración jadeante hacia la derecha, mirando a la cueva. Podría ser Alfred.
Lo cual significaba que seguía con vida. Una ligera oleada de alivio reconfortó a Marit; la esperanza dio aliento a su valor.
— ¿Alguna señal del dragón? —susurró ella.
— ¿Además de la pestilencia? —Replicó Hugh, arrugando la nariz con repugnancia—. No, no he visto el menor rastro del dragón.
El hedor a carne descompuesta, putrefacta, resultaba horrible. A Marit no le gustaba pensar en lo que iban a encontrar allí. Si Vasu había perdido a alguno de los suyos últimamente —el pastor raptado mientras guardaba su rebaño, el niño que se había alejado demasiado de su madre, el explorador que no había regresado de su salida—, lo más probable era que sus restos estuviesen en la cueva.
Marit no había visto salir al dragón, pero estaba segura de que habría oído a la bestia, si ésta hubiera seguido dentro de la cueva. Tal vez la caverna penetraba mucho en la montaña. Tal vez el dragón tenía una salida trasera. O no se había percatado de su presencia. O su herida era más grave de lo que Marit había creído.
Tal vez la bestia herida se había retirado al fondo de su guarida a dormir.
Pocas veces en la vida de la patryn los acontecimientos le habían sido favorables. Marit siempre tomaba la decisión equivocada, terminaba en el lugar inconveniente y hacía o decía lo que no debía. Había cometido el error de quedarse con Haplo y, después, el de abandonarlo. Había cometido el error de abandonar a su hija. Y de confiar en Xar. Y, tras encontrar de nuevo a Haplo, había cometido el error de amarlo otra vez... y sólo para volver a perderlo.
Ahora, por una vez en su vida, lo que intentaba tenía que salirle bien. ¡Sí, se lo tenía merecido!
Que el dragón estuviera dormido...
Sólo pedía que el dragón estuviera dormido...
Ella y el mensch se colaron en la cueva, cautos y silenciosos.
Las runas de Marit iluminaron la caverna. La entrada no era muy ancha ni muy alta; el dragón, sin duda, no lo tenía muy cómodo para penetrar por la abertura, como evidenciaba la capa de relucientes escamas rojas que, a modo de corteza, cubría el techo y las paredes de la boca de la caverna.
La angosta entrada daba paso a una sala amplia, de forma aproximadamente circular y techo alto. La luz rojoazulada de las runas de Marit se reflejó en las paredes húmedas e iluminó la mayor parte de la cámara, excepto el techo —que desaparecía en la oscuridad— y una abertura al fondo. La patryn llamó la atención de Hugh hacia dicha abertura, que era lo bastante ancha como para que el dragón pudiera emplearla. Y, al parecer, eso era lo que había hecho, pues la cámara en la que se encontraban estaba vacía.
Vacía, salvo los espantosos trofeos del dragón.
Encadenados a las paredes colgaban cadáveres en diversos grados de descomposición. Hombres, mujeres y niños, todos los cuales habían muerto evidentemente en medio de atroces dolores y tormentos. Hugh la Mano, que había convivido con la muerte y la había visto en todas sus formas durante su vida, sintió náuseas. Doblado por la cintura, vomitó sin freno.
Incluso Marit se sintió abrumada ante la absoluta brutalidad, ante la perversa crueldad de la escena. El horror que le producía ésta y la rabia que le despertaba contra la insensible bestia capaz de cometer actos tan odiosos se combinaron hasta casi privarla de sentido. La caverna empezó a hacerse borrosa ante sus ojos.
Se sentía mareada, aturdida.
Temiendo estar a punto de desmayarse, se lanzó adelante con la esperanza de que el movimiento le avivara la sangre.
— ¡Alfred!
Hugh se pasó el revés de la mano por los labios y señaló un punto de la pared. Marit miró hacia donde indicaba, a través de la oscuridad rota por las runas, y divisó al sartán. Se concentró en él, borró de su mente todo lo demás y se sintió mejor. Estaba vivo, aunque sólo apenas, a juzgar por su aspecto.
—Ve por él —dijo Hugh con voz enronquecida tras las náuseas—. Yo vigilaré.
Empuñó la Hoja Maldita, atento y preparado. El arma había empezado a despedir un fulgor verdusco, repulsivo.
Marit corrió al lado de Alfred.
El sartán, como las otras víctimas incontables, colgaba de unas cadenas.
Tenía la cabeza hundida sobre el pecho y las muñecas esposadas a la pared por encima de la cabeza. Los pies colgaban cerca del suelo; las puntas de los dedos apenas rozaban éste. Habríase dicho que estaba muerto, de no ser por el sonido de una respiración superficial que Hugh había oído desde la entrada de la caverna.
Allí dentro, en cambio, sus jadeos eran mucho más audibles.
Marit lo tocó con toda la suavidad posible, con la esperanza de llamar su atención sin asustarlo. Pero, al notar el roce de sus dedos en la mejilla, Alfred emitió un sonido quejumbroso; su cuerpo se convulsionó y sus talones golpearon repetidamente la pared de roca.
La patryn lo amordazó con una mano, lo obligó a levantar la cabeza y lo forzó a mirarla. No se atrevía a decir nada en voz alta, y pensó que los susurros seguramente tendrían muy poco efecto en él, en tal estado.
Alfred la miró con ojos desorbitados, dementes, en los que no había un asomo de reconocimiento, sino sólo miedo y dolor. En una reacción instintiva, se resistió a la mordaza, pero estaba demasiado débil para librarse de ella. Tenía las ropas empapadas de sangre, que formaba charcos bajo sus pies, pero su carne y su piel seguían enteras e intactas, hasta donde Marit alcanzaba a ver.
El dragón había desgarrado y acuchillado su carne para, a continuación, volver a curarlo. Lo había hecho muchas veces, probablemente. Incluso el brazo roto estaba curado. Pero el verdadero daño lo había sufrido en la mente. Alfred estaba completamente ausente.
— ¡Hugh! —tuvo que arriesgarse a exclamar Marit y, aunque no empleó más que un susurro, el nombre resonó en la caverna con un eco fantasmagórico. La patryn se encogió, sin atreverse a repetirlo.
Hugh se encaminó hacia ella sin apartar los ojos del fondo de la cueva un solo instante.
—Me ha parecido oír que algo se movía ahí dentro. Será mejor que te des prisa.
¡Precisamente lo que no podía hacer!
—Si no lo curo —replicó la patryn en voz muy baja—, no será capaz de salir de la cueva con vida. Ni siquiera me reconoce.
Hugh miró a Alfred y, de nuevo, a Marit. La Mano había visto actuar a los sanadores patryn y sabía qué significaba su intervención. Marit tendría que concentrar todo su poder mágico en Alfred. Tendría que traspasarse a sí misma las heridas del sartán y transmitir a éste su energía vital. Durante unos momentos, ella estaría tan incapacitada como lo estaba Alfred en aquel instante. Cuando el proceso de curación hubiera concluido, los dos estarían bastante débiles.
Hugh asintió para demostrar su comprensión; después, volvió a su puesto.
Marit alargó la mano hasta tocar las esposas que aprisionaban a Alfred y pronunció las runas en un murmullo. De su brazo saltó una doble llamarada azul y los grilletes se abrieron. Alfred cayó derrumbado al suelo de la caverna y allí quedó, en un charco de su propia sangre. Había perdido el conocimiento.
Rápidamente, Marit se arrodilló junto a él, le tomó las manos entre las suyas —la derecha en la zurda, y viceversa— y, uniendo el círculo de sus seres, invocó la magia para que lo curase.
Una serie de imágenes fantásticas, hermosas, maravillosas y temibles inundó la mente de la patryn. Se encontraba sobre Abrí, muy por encima de Abrí; no ya en lo alto de las murallas de la ciudad, sino como si estuviera en lo alto de una montaña, contemplando la ciudad a sus pies. Y entonces saltó de la montaña y cayó... pero no caía. Flotaba en el cielo, deslizándose sobre corrientes invisibles como si lo hiciera en el agua. Estaba volando.
La experiencia era aterradora hasta que se acostumbró a ella. Y entonces resultó emocionante. Tenía unas alas enormes y poderosas, unas zarpas delanteras de afiladas garras, un cuello largo y elegante, unos dientes afilados...
Era enorme e inspiraba temor y asombro; cuando se precipitaba sobre sus enemigos, éstos huían entre alaridos de pánico. Era Alfred, el Mago de la Serpiente.
Convertida en él, sobrevoló Abri en actitud protectora, dispersó a sus enemigos y acabó con aquellos lo bastante osados como para plantar batalla. Se vio a sí misma junto a Xar y a Haplo — riaturas pequeñas e insignificantes— y experimentó el temor de Alfred por sus amigos, su decisión de ayudarlos...
Y entonces una sombra vista por el rabillo del ojo... un viraje desesperado en el aire... demasiado tarde. Algo la golpeó en el flanco y la hizo rodar sin control.
Caía girando en espiral. A punto de estrellarse, batió las alas frenéticamente hasta remontar el vuelo. Por fin, alcanzó a ver a su enemigo, un dragón rojo.
Con los espolones de las patas extendidos, el dragón se abatió desde lo alto en dirección a ella...
Imágenes confusas de una caída vertiginosa hasta estrellarse contra el suelo.
Marit se estremeció de dolor y se mordió el labio para reprimir un grito. Parte de ella era Alfred y otra parte fluía en el interior del sartán, pero quedaba un resto de ella que aún seguía en la caverna del dragón, muy consciente del peligro extremo.
Y vio a Hugh, tenso y alerta, vuelto hacia la oscuridad del fondo de la cueva con las facciones rígidas. El mensch la miró, hizo un gesto y movió los labios silenciosamente. Marit no podía oír lo que decía, pero no lo necesitaba.
El dragón se acercaba.
— ¡Alfred! —Suplicó Marit, sujetando al sartán por las muñecas con más fuerza—. ¡Alfred, despierta!
El sartán se agitó y gruñó. Le temblaron los párpados, y sus manos se agarraron a Marit. Se agarraron a ella con fuerza.
Unas imágenes horribles golpearon a Marit: una cola bulbosa que infligía un dolor entumecedor, paralizante; una oscuridad turbulenta y calurosa; un despertar a la tortura y la agonía. Marit no pudo contener por más tiempo los gritos.
Y el dragón se presentó en la caverna.
CAPÍTULO 4
EL LABERINTO
El dragón había permanecido oculto en las sombras de la salida trasera de la caverna desde el primer momento, observando a los dos presuntos rescatadores a la espera del momento preciso en que estuvieran más débiles y fueran más vulnerables para lanzar su ataque. Cuando los había oído por primera vez, en el bosque, había dado por hecho que venían en busca de su amigo. Debería haberlos atacado allí mismo, pues sabía por experiencia que pocos patryn intentarían un rescate tan desesperado, pero a decir verdad no se había sentido con ánimos de pelea y por eso, con pesar, se contentó con un solo juguete.
Sin embargo, para complacencia del dragón, la pareja había decidido seguirlo.
No era frecuente que los patryn se mostraran tan estúpidos, pero el dragón percibió algo raro en aquellos dos. Uno de ellos tenía un olor extraño, distinto de todo lo que el dragón había encontrado hasta entonces en el Laberinto. Al otro, lo reconoció de inmediato: era una patryn y estaba desesperada. Y los desesperados solían ser descuidados.
Cuando estuvo de vuelta en su cubil, el dragón se dedicó a torturar la Cosa que había capturado, la Cosa que había sido un dragón y luego había vuelto a transformarse en hombre; la Cosa que poseía una magia poderosa. No era un patryn, pero era como un patryn. El dragón se sentía intrigado por su presa, pero no lo suficiente como para perder el tiempo en investigaciones. Aquella Cosa no había resultado tan divertida como el dragón esperaba. Se había dado por vencido demasiado pronto y, en realidad, parecía al borde de la muerte.
Aburrido de torturar a su maltrecha víctima y algo debilitado por sus heridas, el dragón se había retirado al fondo de la caverna para curar sus lesiones y aguardar allí otras presas que le proporcionaran más entretenimiento.
Las dos que se presentaron eran mejores de lo que la bestia esperaba. La hembra patryn había empezado a curar a la Cosa, lo cual le pareció estupendo al dragón. Aquello le ahorraba tiempo y esfuerzo, al tiempo que le proporcionaba una víctima más fuerte, que ahora tal vez sobreviviese hasta la noche siguiente. En cuanto a la patryn, era fuerte y desafiante. Duraría bastante. Respecto al macho, el dragón no estaba muy seguro de cómo tomarlo. Este era el que olía raro y carecía por completo de facultades mágicas. Recordaba más a un animal; un ciervo, por ejemplo. No era gran cosa como diversión, pero tenía buen tamaño y buenas carnes. El dragón no tendría necesidad de salir a buscar comida.
El dragón esperó hasta que vio la magia rúnica de la patryn consumida por el proceso curativo. Entonces, se puso en acción.
La bestia asomó lentamente de entre la oscuridad de la caverna. A Hugh, el túnel del fondo le había parecido muy amplio, pero resultaba angosto para el dragón, que tenía que bajar la cabeza para no darse contra el techo. Hugh le plantó cara, pensando que el dragón aguardaría a tener libre todo el cuerpo, incluida la cola y el aguijón, para atacarlo. La daga sartán se estremecía en el puño de Hugh.
El mensch la blandió en alto con gesto de desafío y la instó a cambiar de forma para combatir al dragón.
Si hubiera podido, Hugh habría jurado que el arma parecía incómoda, dubitativa. Hugh deseó saber más cosas de la Hoja Maldita y, frenéticamente, intentó recordar todo lo que Haplo o Alfred habían comentado en relación con ella.
Lo único que le vino a la cabeza en aquel momento fue que la Hoja Maldita era creación de los sartán y que, por lo que había deducido, el Laberinto y las criaturas que en él existían —incluido aquel dragón— también habían sido creados por el pueblo de Alfred.
Como había intuido la Mano, el arma estaba confusa. Reconocía la misma magia de la que ella estaba dotada, pero también advertía la amenaza. Si el dragón hubiera tenido paciencia, o si se hubiera lanzado sobre Marit, la daga sartán no habría cambiado de forma. Pero la bestia estaba hambrienta. Quería capturar a Hugh y devorarlo; después, con el estómago lleno, podría ir tras la otra presa, más difícil. La mayor parte del cuerpo del dragón seguía en el conducto del fondo de la caverna, lo cual le impedía utilizar la cola en el ataque, de momento. Pero la bestia no creía necesitar tal recurso. Con gesto casi perezoso, lanzó un zarpazo contra Hugh con la intención de ensartarlo y devorarlo mientras la carne estaba aún caliente.
El movimiento cogió por sorpresa a la Mano. Se echó hacia atrás en un intento de esquivar el golpe, pero la garra gigantesca le cruzó el vientre, rasgó la coraza de cuero como si fuera la más fina seda y cortó piel y músculos.
Ante el ataque, el arma sartán respondió con presteza y se soltó del puño de Hugh.
Una cola enorme y serpenteante apartó de un golpe al mensch, que rodó por el suelo de la caverna hasta tropezar contra Marit y Alfred. Los dos tenían un aspecto terrible; en aquel momento, Marit estaba casi tan mal como Alfred. Los dos parecían aturdidos, apenas conscientes. La Mano se reincorporó rápidamente, dispuesto a defenderse y a proteger a sus desamparados acompañantes. Y entonces se detuvo y se quedó inmóvil, con los ojos como platos.
En la caverna había dos dragones.
El segundo —en realidad, la Hoja Maldita— era una criatura espléndida.
Largo y esbelto, este dragón carecía de alas y sus escamas resplandecían como mil y un pequeños soles brillantes en un cielo verdeazulado. Antes de que el dragón del Laberinto tuviera tiempo de asimilar del todo lo que estaba sucediendo, el recién aparecido se lanzó sobre su presa. La cabeza del dragón verdeazulado avanzó como una centella, con las mandíbulas abiertas, y se cerró en torno al cuello de la bestia del Laberinto.
Entre chillidos de dolor y de furia, el dragón rojo se desasió de las fauces de su agresor, a costa de dejar un pedazo de carne sanguinolenta en la boca de éste.
La bestia sacó el resto del cuerpo de su angosto reducto con una fuerza tremenda, que echó atrás al atacante. La cola bulbosa lanzó su ataque y el aguijón pico al dragón verdeazulado una y otra vez.
Hugh había visto suficiente. Los dragones luchaban entre ellos, pero él y sus amigos estaban en peligro de ser aplastados por los cuerpos que luchaban y se revolvían. Tenían que salir de allí.
— ¡Marit!
Sacudió a la patryn, que aún seguía agarrada con fuerza a las muñecas de Alfred. Marit tenía el rostro ceniciento y ojeroso, pero por fin estaba consciente y contemplaba con asombro a los dos dragones. Alfred también había despertado, pero era evidente que no tenía idea de dónde se encontraba, de quién estaba con él o de qué sucedía a su alrededor. Se limitaba a mirar con perplejidad y confusión.
— ¡Marit, tenemos que salir de aquí! —gritó Hugh.
— ¿Y ese otro dragón, de dónde ha...? —empezó a preguntar la patryn.
—Es la Hoja Maldita —respondió Hugh brevemente y, mientras se inclinaba hacia Alfred, indicó a Marit—: ¡Cógelo por el otro brazo!
No era preciso que lo dijera. La patryn ya lo tenía asido. Entre los dos, incorporaron a Alfred y — edio a rastras, medio en volandas— lo condujeron hacia la boca de la caverna.
La marcha era difícil, pues el camino estaba obstruido por los dos cuerpos reptilianos, enzarzados en su lucha. Los afilados espolones abrían surcos en el suelo de tierra. Las enormes cabezas golpeaban el techo de la cueva y provocaban una lluvia de fragmentos de roca y polvo. Los ataques mágicos estallaban y llameaban a su alrededor.
Medio cegados, sofocados, con el riesgo de morir aplastados o de ser alcanzados por una tormenta de fuego mágico, los tres ganaron la entrada de la caverna tambaleándose. Una vez en el exterior, apresuraron el paso por el estrecho sendero y continuaron la marcha hasta que Alfred se derrumbó. Detrás de ellos, los dragones rugían de dolor y de cólera.
Hugh y Marit hicieron una pausa, jadeantes.
— ¡Estás herido! —Marit puso cara de preocupación ante el aspecto de la herida que cruzaba el vientre de Hugh.
—Curará —respondió la Mano con aire sombrío—. ¿Verdad que sí, Alfred? Yo lo llevaré, Marit.
Hugh se dispuso a cargar con Alfred, pero el sartán lo apartó de un empujón.
—Puedo solo —dijo, esforzándose por reincorporarse. Un rugido de furia feroz lo hizo vacilar y volvió la cabeza hacia la caverna.
— ¿Qué...?
—No hay tiempo para explicaciones. ¡Corre! —ordenó Marit. La patryn agarró a Alfred y, a tirones, lo levantó y lo colocó delante de ella. Alfred trastabilló, consiguió recuperar el equilibrio y obedeció las enérgicas indicaciones.
Hugh, colocado en vanguardia, se volvió hacia la patryn.
— ¿Hacia dónde?
— ¡Hacia abajo! —Respondió Marit—. Tú quédate con Alfred. Yo vigilaré la retaguardia.
El suelo se estremeció con la ferocidad de la batalla que se libraba en el interior de la cueva. Hugh y Alfred avanzaron con rapidez por el camino, tratando de no resbalar en la roca mojada por la lluvia. Marit los siguió más despacio, con un ojo pendiente del camino y el otro atento a la caverna. En su descenso por la pendiente, perdió pie en más de una ocasión sobre el suelo poco seguro que pisaba. En otro momento, Alfred cayó rodando, con el riesgo de precipitarse hasta el pie de la montaña, hasta que un peñasco lo detuvo. Cuando terminaron el descenso, los tres estaban llenos de cortes, magulladuras y pequeñas hemorragias.
Marit ordenó una pausa.
—Quietos. ¡Escuchad!
Reinaba el silencio, un profundo silencio. La batalla había terminado.
—Me pregunto quién habrá vencido —murmuró Hugh.
—Estoy impaciente por saberlo —asintió Marit.
—Si tenemos suerte, se habrán dado muerte mutuamente —fue el comentario de Hugh—. No me importaría no ver nunca más esa condenada daga.
El silencio continuó, cargado de presagios. Marit deseó estar más lejos, mucho más lejos.
— ¿Cómo estáis? —preguntó a sus acompañantes.
Hugh emitió un gruñido y señaló la herida. Ésta se había cerrado casi por completo y la única indicación de dónde se había producido era el corte en la coraza. Como explicación de aquella curación milagrosa, se abrió la camisa y dejó a la vista una única runa sartán que emitía un débil resplandor en el centro de su pecho. Al observar el signo mágico, Alfred se sonrojó y desvió la mirada.
De pronto, el suelo se estremeció con una explosión procedente de la dirección de la caverna. Los tres fugitivos se miraron, tensos y alarmados, preguntándose qué sería aquel portento.
Después, una vez más, todo quedó en silencio.
—Será mejor que continuemos —intervino Marit en voz baja.
Alfred asintió con aire aturdido y echó a andar. Sólo había dado un paso cuando tropezó con sus propios pies y fue a estrellarse de cabeza contra un árbol.
Marit suspiró y alargó la mano para asirlo por el brazo. Hugh la Mano, al otro lado de Alfred, se dispuso a hacer lo mismo.
— ¡Hugh! —Marit señaló el cinto de cuero manchado de sangre que portaba el mensch.
Colgada del cinturón, confortablemente guardada en la vaina, estaba de nuevo la Hoja Maldita.
CAPÍTULO 5
EL LABERINTO
—No puedo... continuar.
Alfred se dejó caer hacia adelante y se quedó en el suelo, muy quieto. Marit lo contempló con frustración. Estaban perdiendo mucho tiempo. Sin embargo, aunque no le gustaba reconocerlo, ella tampoco sería capaz de llegar mucho más lejos sin descanso. Ya casi no se acordaba de la última vez que había echado una cabezada.
—Muy bien —se limitó a responder, al tiempo que tomaba asiento en un tocón del bosque—. Pero sólo unos momentos, hasta que recobremos la respiración.
Alfred yacía con los ojos cerrados y el rostro semienterrado en el fango.
Parecía viejo, muy viejo y encogido. A Marit le costó trabajo convencerse de que aquel sartán anciano y frágil era, no hacía mucho, una criatura tan bella y poderosa como aquel dragón verde y dorado que había visto sobre Abri...
— ¿Qué le sucede ahora? —preguntó la Mano al penetrar en el pequeño claro del bosque donde se habían detenido sus compañeros de fuga. Hugh los había estado siguiendo a cierta distancia, atento al camino para cerciorarse de que nadie los seguía.
Marit se encogió de hombros, demasiado fatigada como para contestar. La patryn sabía muy bien qué le sucedía a Alfred: lo mismo que a ella. ¿De qué servía seguir luchando? ¿Por qué molestarse?
—He encontrado agua —anunció Hugh—. No lejos de aquí... —añadió, e indicó la dirección con la mano.
Marit movió la cabeza en un gesto de negativa. Alfred no hizo el menor movimiento.
Hugh se sentó junto a ellos, nervioso e incómodo. Permaneció así unos instantes, recurriendo a toda su paciencia, pero muy pronto se puso en pie otra vez.
—Estaríamos más seguros en Abri...
— ¿Durante cuánto tiempo? —Replicó Marit con acritud—. Mira. Observa ahí arriba.
Hugh alzó la vista entre la maraña de ramas. El cielo, gris hasta entonces, estaba teñido ahora de un leve tono entre rosa y anaranjado.
Desde hacía un rato, Marit apenas notaba el hormigueo de las runas de su piel. No había ningún enemigo en las inmediaciones. No obstante, aquel fuego rojo en el cielo daba la impresión de consumir sus últimas esperanzas.
Rendida por el cansancio, cerró los ojos.
Y, de nuevo, vio el mundo a través de los ojos del dragón. Estaba sobrevolando Abri y vio sus edificios y sus gentes, sus murallas protectoras, las armas plantadas en el terreno que se extendían para rodear a los hijos de la tierra.
Los hijos. Su hija. Suya y de Haplo...
Una niña, de nombre Rué. Ahora debía de tener ocho puertas, más o menos.
Marit alcanzó a verla: delgada y fuerte, alta para su edad, con el cabello castaño de su madre y la serena sonrisa de su padre.
Marit lo vio todo con perfecta nitidez.
—Nosotros le enseñamos a cazar pequeñas piezas, a despellejar un conejo, a capturar peces con las manos... —le aseguraba al dirigente Vasu, el cual había aparecido de la nada inexplicablemente—. Ya tiene edad suficiente para ser de cierta utilidad para nosotros. Me alegro de que decidiéramos quedarnos con ella en lugar de dejarla con los residentes.
Rué sabía correr deprisa si surgía la necesidad. Y era capaz de pelear si se veía acorralada. La pequeña tenía su propia daga cubierta de runas, regalo de su madre.
—Yo la adiestré en su uso —le decía Marit al dirigente—. No hace mucho, Rué hizo frente a un snog con esa arma. Mantuvo a raya a U criatura hasta que su padre y yo pudimos acudir en su rescate. Y aseguró que no había tenido miedo, aunque luego, en mis brazos, no dejaba de temblar. Después, se acercó Haplo y le hizo unas carantoñas hasta que Rué se echó a reír y terminamos los tres a carcajadas...
— ¡Eh!
Marit despertó, sobresaltada, con la mano de Hugh en el hombro. El mensch la había sujetado cuando estaba a punto de caer rodando. Al advertirlo, ella se sonrojó intensamente.
—Lo siento. Debo de haberme quedado dormida.
Se puso en pie y se frotó los ojos, que le escocían. La tentación de volver a entregarse a aquel dulce sueño era demasiado fuerte. Durante un instante se permitió creer, en un acto de superstición, que el sueño tenía algún significado.
Haplo estaba vivo y volvería a ella. Y, juntos, encontrarían a su hija perdida.
La calidez del sueño la embargó; se sintió envuelta en amor y cariño...
Irritada, borró todo aquello de su cabeza.
Un sueño, se dijo con frialdad y firmeza. Nada más que eso. Nada que pudiera aspirar a alcanzar. Ya había desperdiciado su oportunidad.
— ¿Qué? —Alfred se incorporó—. ¿Qué decías? ¿Algo acerca de Haplo?
Marit no creía haber pronunciado aquel nombre, pero estaba tan agotada que ya no sabía lo que se hacía.
—Será mejor que continuemos —dijo, evitando la respuesta.
Alfred se puso en pie, vacilante, y continuó mirando a la patryn con una fijeza extraña y apenada.
— ¿Dónde está Haplo? —preguntó—. Lo vi con Xar. ¿Están en Abrí?
Marit apartó la mirada y contestó:
—Se han marchado a Abarrach.
—Abarrach... La nigromancia... —Con gestos de abatimiento, Alfred se apoyó en el tronco de un árbol caído—. La nigromancia... —repitió con un suspiro—.
Entonces, Haplo está muerto.
— ¡No! —Exclamó Marit, al tiempo que se volvía hacia Alfred, furiosa—. ¡Mi Señor no lo dejaría morir!
— ¿Que no? —Intervino Hugh—. ¡Tú misma intentaste acabar con él... por órdenes de ese señor tuyo!
—Eso era cuando Xar lo creía un traidor —replicó Marit, exasperada—. Pero ahora mi Señor sabe que no era así. Sabe que Haplo le decía la verdad sobre las serpientes dragón. Mi Señor no lo dejaría morir. No lo dejaría, seguro...
La patryn estaba tan cansada que rompió en sollozos como una niña asustada. Avergonzada, apurada, intentó detener las lágrimas pero el dolor que sentía por dentro era demasiado grande. El vacío que había alimentado y cultivado durante tanto tiempo había desaparecido, reemplazado por un dolor terrible, ardiente, que sólo las lágrimas parecían aliviar. Captó que Alfred daba un paso hacia ella; probablemente, para intentar consolarla. A ciegas, se apartó de él y dejó sentado que quería que la dejaran en paz.
Las pisadas del sartán se detuvieron.
Cuando Marit hubo recuperado por fin el dominio de sí misma, se sonó y enjugó las lágrimas. Le dolía el estómago de tanto sollozar y los músculos del cuello aún se contraían espasmódicamente. Tragó saliva y carraspeó.
Hugh la Mano tenía la mirada ceñuda fija en el vacío y daba puntapiés a un matojo de hierbas, con aire sombrío. Alfred estaba sentado, con los hombros hundidos, la espalda encorvada y los brazos huesudos colgando entre las flacas rodillas. Con la mirada abstraída, parecía sumido en profundos pensamientos.
—Lo siento —murmuró Marit, en un esfuerzo por parecer animada—. No tenía intención de quedarme dormida. Estoy cansada, eso es todo. Será mejor que volvamos a Abrí...
—Marit —interrumpió Alfred tímidamente—, ¿cómo entró Xar en el Laberinto?
—No lo sé. No me lo dijo. ¿Qué interés tiene eso?
—Tiene que haber entrado por el Vórtice —reflexionó Alfred—. Sabía que nosotros entramos por allí. Supongo que se lo contaste, ¿no?
A Marit le escocía la piel. Involuntariamente, levantó la mano para tocar el signo mágico del centro de su frente, el signo que Xar había desbaratado de forma tan dolorosa y que una vez la había unido con su Señor. Al advertir que Alfred la observaba, apartó la mano.
—Pero el Vórtice fue destruido...
—No puede destruirse nunca —la corrigió Alfred—. La montaña cayó sobre él.
No debe de ser fácil, pero seguro que puede hacerse. De todos modos... —Hizo una pausa, pensativo.
— ¡No podría salir por ahí! —Exclamó Marit—. La Puerta sólo se abre en un sentido. ¡Tú mismo se lo dijiste a Haplo!
—Eso, si lo que dijo era cierto —refunfuñó Hugh—. Recuerda que él era el que no quería ir.
—Os dije la verdad —aseguró Alfred, ruborizado—. Si os detenéis a pensarlo, tiene sentido. Si la Puerta se abriera en ambos sentidos, todos los patryn enviados al Laberinto habrían podido escapar por donde habían llegado.
Marit ya no estaba cansada. Una energía renovada fluía por su interior.
— ¡Xar tendría que haber salido a través de la Ultima Puerta! Es la única vía accesible. Pero, una vez allí, vería nuestro apuro y oiría a nuestro pueblo pedirle ayuda a gritos. No puede habernos dejado para que luchemos a solas. No; seguro que encontramos a mi Señor allí, en la Ultima Puerta. Y Haplo estará con él.
—Tal vez —respondió Alfred, y esta vez le tocó a él apartar la vista de la patryn.
—Por supuesto que estará —afirmó Marit—. Ahora, debemos llegar allí. Y deprisa. Yo podría utilizar mi magia. Me llevaría a...
Estuvo a punto de decir «a mi Xar», pero entonces recordó la herida de su frente. Se prohibió tocarla, pese a que había empezado a escocerle dolorosamente.
—... a la Ultima Puerta —terminó la frase, sin convicción—. Yo he estado allí.
Puedo verla en mi mente.
—Sí, tú podrías ir —reconoció Alfred—, pero no podrías llevarnos contigo.
— ¿Qué importa eso? —Dijo la patryn, llena de esperanza—. ¿Para qué te necesito ahora, sartán? Mi Señor combatirá a sus enemigos y saldrá triunfante. Y Haplo quedará curado...
Se aprestó a trazar el círculo rúnico, casi a punto de colocarse en su interior.
Alfred se puso en pie entre balbuceos, con la visible intención de tratar de detenerla. Marit no le hizo caso. Si se acercaba demasiado, no dudaría en...
—Señor, señora, ¿puedo ayudaros en algo?
Un caballero —imponente, vestido totalmente de negro: calzones negros, abrigo negro de terciopelo, medias de seda negra, con los cabellos canos atados a la nuca con una cinta negra— salió del bosque. Lo acompañaba un anciano de luengas barbas y largos cabellos, vestido con una túnica de color pardo, rematado todo ello por un sombrero puntiagudo, lastimosamente raído.
El anciano venía cantando una tonadilla. Cuando terminó, esbozó una sonrisa suave y tristona; de inmediato, con un suspiro, volvió a empezar.
—Disculpadme, señor —dijo el caballero de negro en voz baja—, pero no estamos solos.
— ¿Eh? —El viejo dio un violento respingo y el sombrero le cayó de la cabeza.
Contempló con profunda suspicacia a los tres seres que lo observaban con perplejidad—. ¿Qué hacéis aquí? ¡Fuera!
El caballero de negro emitió un suspiro de sufrida paciencia.
—No creo que sea una buena decisión, señor. Ésta es la gente que hemos venido a buscar.
— ¿Estás seguro? —El anciano no parecía convencido.
Marit lo observó fijamente y, por fin, exclamó:
— ¡Yo te conozco! Fue en Abarrach. Tú eres un sartán, prisionero de mi Señor.
Un rápido vistazo a los signos mágicos de su piel le indicó que el anciano no era peligroso; una mirada al propio viejo lo confirmaba. Marit recordó su conversación inconexa y divagante en las celdas de Abarrach. Entonces lo había tomado por un chiflado.
—Me pregunto si ahora lo estaré yo también —murmuró para sí.
¿Existía de veras aquel anciano, o habría cobrado existencia de su propia mente cansada? Cuando alguien pasaba demasiado tiempo sin dormir, empezaba a ver cosas que no estaban. Miró a Hugh y la alivió observar que éste también miraba hacia el anciano, lo mismo que Alfred. O bien todos ellos habían caído bajo un hechizo extraordinario, o el viejo estaba realmente delante de ellos.
Marit desenvainó su espada.
El anciano contemplaba al trío con igual perplejidad.
— ¿Qué me recuerda esto? Tres personajes de aspecto desesperado vagando por el bosque, perdidos. No, no me lo digáis... Ya está: ¡El espíritu de la tía Em! El Espantapájaros. —El anciano se abalanzó sobre Alfred, le estrechó la mano y la sacudió enérgicamente. Después se volvió hacia Hugh—. Y el León. ¿Cómo está, señor León? ¡Y el Hombre de Latón!
Avanzó hacia Marit, quien levantó la punta de la espada hasta el gaznate del individuo.
—No te acerques, viejo chiflado. ¿Cómo has llegado aquí?
— ¡Ah! —El anciano retrocedió un paso y le dirigió una mirada socarrona—.
Veo que todavía no has estado en Oz. Allí, los corazones son libres, querida.
Aunque, naturalmente, uno tiene que abrirse para poner dentro el corazón.
Algunos, es cierto, consideran tal cosa un inconveniente, pero...
Marit hizo un ademán amenazador con la espada.
— ¿Quién eres? ¿Cómo has llegado aquí?
—Respecto a quién soy... —el anciano hizo una pausa, pensativo—. Buena pregunta. Si tú eres el Espantapájaros, tú el León y tú el Hombre de Latón, eso me convierte en... ¡en Dorothy!
El anciano sonrió, hizo una reverencia y tendió la mano.
—Me llamo Dorothy. Soy una muchacha de pueblo de un pueblecito al oeste de Topeka. ¿Te gustan mis zapatos?
—Disculpadme, señor —interrumpió el caballero de negro—, pero no sois...
—Y éste —exclamó el anciano con aire triunfal, rodeando con sus brazos a su acompañante— es mi perrito Toto.
El caballero pareció muy dolido ante tal sugerencia.
—Me temo que no, señor. —Intentó librarse del abrazo del viejo y añadió—:
Perdonadlo, señora, señores. Todo esto es culpa mía. Debería haberlo vigilado más de cerca.
—Por todos los antepasados, ¿qué está sucediendo? —le cuchicheó Hugh a la patryn.
— ¡Zifnab! —exclamó Alfred.
— ¡Salud! —Dijo el anciano con cortesía—. ¿Necesitas un pañuelo?
—Os ha llamado por vuestro nombre, señor —intervino el caballero con voz resignada.
— ¿De veras? —El viejo mostró una considerable perplejidad.
—Sí, señor. Hoy sois Zifnab.
— ¿No Dorothy?
—No, señor. Y debo deciros que ese personaje nunca me ha gustado —añadió el caballero de negro con cierta aspereza.
— ¿Seguro que no ha dicho «el señor Bond»?
—Me temo que no, señor. Hoy, no. Sois Zifnab, señor. Un gran mago, muy poderoso.
— ¡Desde luego que lo soy! No prestéis atención al hombre que está tras la cortina de la ducha. Acaba de despertar de un mal sueño. Es preciso ser un mago poderoso para entrar en el Laberinto, ¿no? ¡Y yo... Vaya, vaya, mi viejo amigo...! Me alegro de verte, caramba.
Zifnab le estrechaba la mano a Alfred con aire solemne.
—Estoy encantado de conocerte, Zifnab —dijo el sartán—. Haplo me contó su encuentro contigo. En Pryan, ¿no es así?
— ¡Sí, eso es! ¡Ya recuerdo! —Zifnab rebosaba de alegría; después, su rostro se ensombreció—. Haplo. Sí, lo recuerdo —exhaló un suspiro, pesaroso—. Lo siento tanto...
—Es suficiente, señor —lo interrumpió el caballero en tono severo.
— ¿A qué se refiere? —Preguntó Marit—. ¿Qué dice de Haplo?
—No se refiere a nada —aseguró el caballero de negro—. ¿Verdad, señor?
— ¿Hum? No. Eso es: nada. Nothing. Punto. —Zifnab empezó a jugar nerviosamente con la barba.
—Os hemos oído hablar de acudir a la Ultima Puerta —continuó el caballero de negro— y creo que yo y mis hermanos podemos ayudaros a ello. Nosotros también nos dirigimos allí.
Con estas palabras, levantó la vista hacia el cielo. Marit lo imitó, siguiendo su mirada con desconfianza. Una sombra se deslizó sobre ella, seguida de otra y de otra más. Asombrada y desconcertada, vio pasar cientos de dragones, verdeazulados como el cielo de Pryan y con las escamas deslumbrantes como los cuatro soles de Pryan.
De pronto, delante de ella se alzó un dragón enorme cuya mole gigantesca ocultó el grisáceo sol del Laberinto y cuyas escamas verdeazuladas refulgían. El caballero de negro había desaparecido.
Marit se echó a temblar de miedo. Pero no temía por su propia seguridad.
Tenía miedo porque, de pronto, su mundo había sido desgarrado y hecho añicos igual que su Señor había desbaratado el signo mágico grabado en su frente. Y a través de las grietas, de las resquebrajaduras de su mundo, captó un fugaz destello de luz radiante, engullido al momento por una oscuridad terrible. Vio el plomizo cielo del Laberinto, el Nexo en llamas y a su pueblo — riaturas pequeñas y frágiles atrapadas entre la oscuridad y la luz— librar una última batalla desesperada. Blandió la espada sin saber qué estaba atacando o por qué; estaba consternada.
— ¡Espera! —Alfred la cogió del brazo—. ¡Guarda el arma! —añadió. Se volvió hacia el dragón y le dijo—: Tú eres de Pryan, ¿no? Los dragones están aquí para ayudarnos, Marit. Para ayudar a tu pueblo. Estas criaturas son los enemigos de las serpientes, ¿verdad?
—La Onda actúa para autocorregirse —declaró el dragón de Pryan—. Así ha sucedido desde el principio de los tiempos. Podemos llevaros hasta la Ultima Puerta, como a los demás.
Marit advirtió que, a lomos de los dragones, viajaban los patryn, hombres y mujeres, empuñando sus armas. Reconoció al dirigente Vasu en la vanguardia y comprendió qué había sucedido. Su pueblo había abandonado la seguridad de su ciudad amurallada para acudir a la Última Puerta a librar combate con el enemigo.
Hugh la Mano ya había montado en el ancho lomo del dragón y ahora ayudaba a Alfred a acomodarse detrás de él.
(Quien tenga presente el mundo de Pryan recordará que, en la descripción de los dragones de dicho mundo, se señalaba que carecían de alas. La única explicación de esta discrepancia es que, probablemente —al igual que sus enemigos, las serpientes dragón—, los dragones de Pryan pueden adquirir la forma que más convenga a sus necesidades).
Marit titubeó, pues habría preferido fiarse de su propia magia, pero se dio cuenta de que no podía. Estaba muy cansada, y necesitaría todas sus fuerzas cuando llegara ante la Última Puerta.
Finalmente, se encaramó al dragón, se instaló en el largo y ancho lomo de la criatura, entre los omóplatos de los que surgían las alas, enormes y poderosas.
Las alas empezaron a batir el aire.
Zifnab, que se había dedicado a dirigir las operaciones —completamente insensible al hecho de que nadie le hacía el menor caso—, emitió de pronto un grito sofocado.
— ¡Espera! ¿Dónde voy a sentarme yo?
—Vos no venís, señor —anunció el dragón—. Correríais peligro.
— ¡Pero ya he llegado hasta aquí! —tronó Zifnab.
—Y habéis causado más perjuicio del que yo habría creído posible en tan corto espacio de tiempo —añadió el dragón con aire pesaroso—. Además, está ese otro asuntillo del que hablamos en Chelestra. Supongo que podréis encargaros de eso sin incidencias...
—James Bond podría —replicó Zifnab, ladino.
— ¡Ni hablar de eso! —El dragón agitó la cola con irritación.
Zifnab se encogió de hombros y empezó a jugar con el sombrero.
—Claro que también podría ser Dorothy... —Juntó los pies, hizo entrechocar los talones y se puso a cantar—: «No hay lugar como el hogar. No hay lugar...» — ¡Oh, está bien...! —Exclamó el dragón—. Ya que no hay modo de convenceros... Pero esta vez intentad no fastidiarlo todo, ¿querréis?
—Te doy mi palabra —declaró Zifnab con una solemne reverencia—, como miembro del Servicio Secreto de Su Majestad.
El dragón emitió un suspiro, agitó una zarpa, y Zifnab desapareció. Cuando batió las alas, levantó nubes de polvo que impidieron la visión a Marit. La patryn se agarró con fuerza a las escamas relucientes, duras como el metal. La criatura se elevó en el aire, las copas de los árboles se alejaron bajo los pies de la patryn y una luz cálida y brillante como un faro le bañó el rostro.
— ¿Qué es esa luz? —exclamó, temerosa.
—El sol —respondió Alfred, asombrado.
Marit miró a su alrededor y preguntó:
— ¿De dónde procede?
—De las ciudadelas —explicó el sartán, en cuyos ojos brillaban unas lágrimas—. Son los rayos de luz de las ciudadelas de Pryan. Aún hay esperanzas, Marit. ¡Aún hay esperanzas!
—Guardadlas en vuestro corazón, entonces —proclamó el dragón con tono severo y tétrico—. Porque, si toda esperanza muere, nosotros desapareceremos.
Apartando sus ojos de la luz, los dragones verdeazulados continuaron volando hacia la oscuridad teñida de rojo.
(Alfred escribe: «Observando la historia reciente de los cuatro mundos, es interesante advertir que los acontecimientos que iban a jugar un papel tan importante en el futuro de los mundos tuvieron lugar casi al mismo tiempo, coincidiendo con la primera vez que Haplo atravesó la Puerta de la Muerte.
En ese momento, las malévolas serpientes dragón —aprisionadas por el hielo en Chelestra durante muchísimo tiempo— empezaban a notar el calor del sol. En Ariano, el rey Stephen contrataba a un asesino para que liquidara a Bane, el pequeño cambiado en la cuna que usurpaba el lugar del verdadero príncipe. En Abarrach, el príncipe Edmund conducía a su pueblo a la ciudad condenada de Necrópolis.
En Pryan, los titanes iniciaban su algarada mortífera. Los dragones buenos, al percibir el despertar de sus parientes malévolas, abandonaban sus hogares subterráneos y se dispusieron a entrar en los mundos.
No creo que tales coincidencias sean cosas del azar. Se trata, como empezamos a descubrir, de la Onda corrigiéndose a sí misma»).
CAPÍTULO 6
EL CÁLIZ
CHELESTRA
El mundo de Chelestra es un globo de amia, suspendido en la fría negrura del espacio. Su corteza exterior es nielo; el interior—calentado por el sol que flota libremente en ella— es agua tibia, respirable como el aire y destructora de la magia de los sartán y de los patryn. Los mensch de Chelestra, llevados allí por los sartán, habitan las lunas marinas, criaturas vivientes que vagan a la deriva en el agua, siguiendo al errático sol. Las lunas marinas fabrican su propia atmósfera y se rodean de una burbuja de aire. En ellas, los mensch construyen ciudades y cultivan tierras y, con sus sumergibles mágicos, se desplazan de una a otra.
En Chelestra, a diferencia de los mundos de Ariano y de Pryan, los mensch conviven pacíficamente. Su mundo y sus vidas han permanecido intactos durante siglos, hasta la llegada de Alfred a través de la Puerta de la Muerte.
De forma accidental, Alfred había despertado de su sueño letárgico a un grupo de sartán —los mismos que habían provocado la Separación de los mundos— que se hallaba en un estado de animación suspendida. Y estos sartán, en un tiempo tomados por semidioses por los mensch, pretendieron gobernar de nuevo a quienes ellos consideraban inferiores.
(Este punto puede llevar a cierta confusión. Si la Puerta de la Muerte no se había abierto anteriormente, ¿cómo habían hecho Haplo y Alfred para atravesarla?
Imaginemos una sala con siete puertas. En su primer viaje, Haplo abre la puerta del Nexo, la cierra tras él, atraviesa la sala hasta la puerta de Ariano y entra en éste, cerrando también la puerta tras cruzarla. Así, el enviado de Xar viaja de un lugar a otro pero todas las demás puertas permanecen cerradas.
En cambio, Samah, al entrar en la sala, hace que todas las puertas se abran de par en par y así se queden. Esto proporciona la libertad de desplazamiento entre los mundos, pero también da acceso a ellos a quienes, de otro modo, lo habrían tenido difícil o imposible. Ahora, el único modo de cerrar las puertas es a través de la Séptima Puerta).
Conducidos por Samah, presidente del Consejo que había ordenado la Separación, los sartán descubrieron con asombro e irritación que los mensch no sólo se negaban a someterse y adorarlos, sino que tenían la osadía de desafiar a los presuntos dioses y sitiarlos en su propia ciudad, manteniéndolos prisioneros al inundarla con el agua marina destructora de la magia.
También vivía en Chelestra la manifestación del mal en los mundos. Estas criaturas, con la forma de enormes serpientes —las pérfidas serpientes dragón, según las llamaban los enanos—, llevaban mucho tiempo buscando el modo de abandonar Chelestra y penetrar en los otros tres mundos. Sin darse cuenta de lo que hacía, Samah se lo proporcionó. Furioso con los mensch, temeroso e incapaz de seguir controlando hombres y hechos, Samah fue víctima inconsciente de las serpientes dragón. Pese a todas las advertencias de que no lo hiciera, el sartán abrió la Puerta de la Muerte. De este modo, las malvadas criaturas pudieron colarse en los otros mundos, donde se esforzaron en fomentar el caos y la discordia que son su alimento y su bebida.
Secretamente abrumado por lo que había hecho, Samah abandonó Chelestra con la intención de viajar a Abarrach. Allí, según había sabido gracias a Alfred, los sartán se dedicaban a la práctica del antiguo y prohibido arte de la nigromancia.
Samah pensó que, si era capaz de devolver la vida a los muertos, podría organizar una fuerza lo bastante poderosa como para derrotar a las serpientes dragón y, así, volver a gobernar los cuatro mundos.
Pero Samah no vivió lo suficiente como para aprender el arte de resucitar a los muertos. Junto con un extraño sartán, un viejo que se hacía llamar Zifnab, fue capturado por sus enemigos ancestrales, los patryn, que habían acompañado a Abarrach a su señor, Xar. El Señor del Nexo, que también había acudido allí para aprender el arte de la nigromancia, ordenó ejecutar al sartán y luego intentó resucitar el cuerpo de Samah por medios mágicos.
Pero las intenciones de Xar se vieron frustradas, pues el alma de Samah fue liberada por un lázaro —un muerto viviente— sartán, llamado Jonathon, de quien dice la profecía: «Traerá vida a los muertos y esperanza a los vivos. Y la Puerta se abrirá para él».
Desde la partida de Samah de Chelestra, los demás sartán que quedaban en el Cáliz —la única extensión de tierra estable en un mundo acuático— habían estado esperando su regreso con impaciencia y con creciente inquietud.
—Ramu, Samah se retrasa mucho más de lo que él mismo estipuló. No podemos seguir sin un líder. Te instamos a que aceptes el cargo de presidente del Consejo de los Siete.
Ramu miró uno tras otro a los restantes seis miembros.
— ¿Es ése vuestro parecer? ¿Compartís todos esta propuesta?
(La presidencia del Consejo no era hereditaria, como tampoco lo era su pertenencia.
Los siete escogidos para formar parte de este Consejo, el órgano de gobierno de los sartán, elegían a uno de ellos para actuar de presidente. No se sabe cómo eran escogidos los miembros en los tiempos antiguos; el método de elección era mantenido en secreto por los sartán, los cuales temían, sin duda, que algún patryn pudiera intentar influir en la decisión).
—Sí. —Los consejeros lo dijeron con palabras y con gestos.
Ramu estaba tallado en granito, la misma piedra que Samah, su padre.
Ninguno de los dos se dejaba emocionar fácilmente. Duro e inflexible, Ramu estaba dispuesto a quebrarse antes que ceder. En su visión de las cosas no existía el crepúsculo: sólo había el día o la noche. O el sol brillaba con fuerza, o la oscuridad total engullía su mundo. E, incluso cuando lucía el sol, producía densas sombras.
Ramu era servidor del Consejo, un cargo que debía desempeñarse antes de acceder a miembro de éste. O bien Ramu había sido ascendido a la calidad de miembro de pleno derecho del Consejo durante el período de emergencia, cuando los mensch habían inundado la ciudad, o bien había ocupado el puesto de su exiliada madre.
Pero en el fondo era un hombre bueno, de honor, un padre abnegado y buen amigo y esposo. Y, aunque la preocupación por la desaparición de su padre no se reflejaba en sus duras facciones, no dejaba de quemarlo por dentro.
—Entonces, acepto —se limitó a decir y, tras una nueva mirada al grupo, añadió—: Hasta el momento en que regrese mi padre.
El Consejo en pleno dio su conformidad. Cualquier otra cosa habría sido menospreciar a Samah.
Ramu se puso en pie y se trasladó desde su asiento al fondo de la mesa hasta el escaño de la presidencia, en la cabecera. Al desplazarse, el borde de su túnica blanca rozó con un susurro las losas del suelo; unas losas que aún resultaban frías y húmedas al tacto, pese a que ya hacía tiempo que las aguas del mar de Chelestra se habían retirado.
Los restantes miembros del Consejo se colocaron debidamente, tres a la izquierda de Ramu y tres a su derecha.
— ¿Qué asunto se presenta al Consejo, en esta ocasión? —preguntó Ramu.
Uno de los consejeros se incorporó.
—Los mensch han vuelto por tercera vez para negociar la paz, consejero. Han solicitado una reunión con el Consejo.
—No tenemos ninguna necesidad de reunimos con ellos. Si quieren un arreglo pacífico, deben acatar nuestros términos tal como los ha planteado mi padre.
Saben cuáles son, ¿verdad?
—Sí, consejero. O los mensch acceden a jurarnos fidelidad y a permitirnos que los gobernemos, o se retiran del Cáliz y abandonan las tierras que nos han usurpado por la fuerza.
— ¿Y cuál es su respuesta a estos términos?
—Que no abandonarán las tierras que ocupan, consejero. Para ser justos con ellos, no tienen adonde ir. Sus antiguos hogares, las lunas marinas, están ahora cubiertos por el hielo.
—Pues que suban a esas embarcaciones suyas, pongan rumbo al sol y busquen nuevas patrias.
—Los mensch no ven ninguna necesidad de un trastorno tan traumático en sus vidas, Ramu. Aquí, en el Cáliz, hay tierra suficiente para todos. No entienden por qué no pueden instalarse en ellas.
El tono del consejero sartán daba a entender que él tampoco terminaba de entenderlo. Ramu torció el gesto pero, en aquel momento, otro miembro del Consejo se puso en pie y pidió permiso para hablar.
—Para ser justos con los mensch, presidente Ramu —dijo una voz femenina, obsequiosa—, están avergonzados de sus acciones pasadas y muy dispuestos a pedir nuestro perdón y nuestra amistad. Han hecho progresos con las tierras, han empezado a construir casas y han establecido comercios. Yo misma lo he visto.
— ¿De veras, hermana? —A Ramu se le ensombreció la expresión—. ¿Has estado entre ellos?
La consejera se movió, incómoda.
—Sí, Ramu. A invitación suya. No vi inconveniente y los demás miembros del Consejo lo aprobaron. Tú no estabas presente...
Ramu puso fin a la discusión con frialdad.
—Lo hecho, hecho está, hermana. ¿Qué han hecho esos mensch en nuestra tierra?
No se le escapó a nadie el énfasis en el posesivo. La sartán carraspeó, nerviosa.
—Los elfos se han instalado junto a la costa. Sus ciudades van a ser de una belleza extraordinaria, con viviendas de coral. Los humanos se han establecido más tierra adentro, en los bosques, como les gusta hacerlo, pero con acceso al mar garantizado por los elfos. Los enanos han ocupado las cuevas de las montañas del interior. Extraen los minerales y crían cabras y ovejas. Han instalado forjas...
— ¡Es suficiente! —Ramu estaba pálido de cólera—. He oído bastante. Han instalado forjas, dices. Forjas para fabricar armas de acero que usarán para atacar a alguien, sea a nosotros o a sus vecinos. La paz de nuestras existencias será hecha añicos, como sucedió hace tanto tiempo. Los mensch son niños violentos y pendencieros que necesitan nuestra dirección y nuestro control.
La consejera quiso protestar.
—Pues parece que viven muy tranquilos...
Ramu movió la mano, rechazando sus palabras.
—Quizá se toleren durante un tiempo, sobre todo si tienen algún juguete nuevo que los mantiene ocupados. Pero su propia historia muestra que no son de fiar. O acceden a vivir según nuestras normas, bajo nuestras leyes, o se marchan.
La sartán miró al resto del Consejo, titubeante. Los demás consejeros le indicaron por gestos que continuara su exposición.
—Después... eh... los mensch me han presentado sus condiciones para la paz, presidente.
— ¡Sus condiciones! —Ramu puso cara de asombro—. ¿Por qué íbamos a molestarnos en escucharlas?
—Ellos consideran que han obtenido una victoria sobre nosotros —dijo la sartán y se ruborizó bajo la ominosa mirada de Ramu—. Y debe reconocerse que podrían hacernos lo mismo otra vez. Los mensch controlan las compuertas.
Pueden abrirlas en cualquier momento, inundarnos y expulsarnos. El agua del mar tiene un efecto devastador sobre nuestra magia. Algunos de nosotros no hemos recuperado por completo el uso de nuestros poderes hasta hace muy poco.
Y sin nuestra magia, estamos mas desvalidos que un mensch...
— ¡Mide tus palabras, hermana! —le advirtió Ramu.
—Sólo digo la verdad, presidente —replicó la sartán sin alterarse—. No puedes hacer oídos sordos.
Ramu no discutió. Sus manos, posadas sobre la mesa, se encogieron; sus dedos se cerraron sobre el vacío. La mesa de piedra estaba fría y olía a húmedo y rancio.
— ¿Qué hay de la sugerencia de mi padre? ¿Hemos hecho algún intento de neutralizar esas compuertas, de sellarlas para que no puedan volver a abrirse?
—Las compuertas están muy por debajo del nivel del agua, Ramu. No podemos alcanzarlas y, aunque pudiéramos, nuestra magia quedaría anulada por las propias aguas. Además —bajó la voz— ¿quién sabe si esas terribles serpientes dragón no siguen ahí abajo, al acecho?
—Tal vez —dijo Ramu, pero no añadió nada más. Sabía, porque su padre se lo había dicho antes de marcharse, que las serpientes dragón habían penetrado en la Puerta de la Muerte, que habían escapado de Chelestra para llevar su maligna presencia a otros mundos...
—Ha sido culpa mía —había dicho Samah—. Una de las razones de mi viaje a Abarrach es la esperanza de reparar el daño causado, de encontrar el medio de destruir a las terribles serpientes. Empiezo a pensar... —Había titubeado, al tiempo que observaba a su hijo con los ojos entrecerrados—. Empiezo a pensar que Alfred tenía razón desde el principio. La verdadera maldad está aquí. —Samah se había llevado la mano al corazón—. Nosotros la creamos.
Ramu no entendía a qué se refería.
— ¿Cómo puedes decir eso, padre? ¡Contempla lo que has creado! ¿Qué maldad hay en ello?
Ramu había movido el brazo en un gesto amplio que abarcaba no sólo los edificios, el terreno, los árboles y los jardines del Cáliz, sino el propio mundo del Agua y, más allá, los del Aire, del Fuego y de la Piedra.
Samah había mirado hacia donde había señalado su hijo.
—Sólo veo lo que destruimos —había murmurado.
Fueron las últimas palabras de Samah antes de adentrarse en la Puerta de la Muerte.
—Adiós, padre mío —le había gritado Ramu cuando se alejaba—. Cuando regreses triunfante, a la cabeza de las legiones, se te levantará el ánimo.
Pero Samah no había regresado. Ni habían tenido noticia de él.
Y ahora, aunque Ramu era reacio a reconocerlo, los mensch habían conquistado, a todos los efectos, a sus dioses. ¡Habían conquistado a los sartán! ¡A sus superiores! Ramu no veía salida a la difícil situación. Como las compuertas de aporte de agua estaban bajo el nivel de ésta, los sartán no podían emplear la magia para destruirlas. Lo único que les quedaba era recurrir a medios mecánicos; en la biblioteca sartán había libros que explicaban los métodos empleados por los hombres de la antigüedad para fabricar potentes artefactos explosivos.
Pero Ramu no podía engañarse a sí mismo. Levantó las manos, volvió las palmas hacia arriba y las contempló. Eran manos blandas y suaves, de dedos largos y ahusados. Manos de hechicero, habituadas a manejar lo inmaterial; no manos de artesano. El enano más torpe era capaz de fabricar en un abrir y cerrar de ojos lo que a Ramu le habría costado horas de trabajo.
Después de ciclos y ciclos, se dijo Ramu, tal vez fueran capaces de producir algún artefacto mecánico capaz de cerrar y obstruir las compuertas. Pero, en ese momento, se habrían convertido en mensch. ¡Era preferible abrir las compuertas y dejar que entrara el agua!
Fue entonces cuando la idea le vino a la cabeza: quizá deberían marcharse y dejar que los mensch se quedaran con aquel mundo. Que se ocuparan de ellos mismos. Que se destruyeran unos a otros como estaban haciendo —según las informaciones proporcionadas por Alfred— en los demás mundos.
Que aquellos hijos rebeldes y desagradecidos volvieran a casa y descubrieran que sus sufridos padres habían desaparecido.
De pronto, advirtió que los demás miembros del Consejo cambiaban miradas con expresión inquieta y preocupada. Demasiado tarde, se dio cuenta de que sus sombríos pensamientos se reflejaban en su rostro. Su expresión se endureció.
Marcharse en aquel momento equivalía a rendirse, a reconocer la derrota. Antes que eso, Ramu estaba dispuesto a ahogarse en aquella agua verdeazulada.
—O aceptan someterse a nuestro control, o abandonan el Cáliz. No tienen más alternativas. Supongo que el resto del Consejo está de acuerdo, ¿no? —Ramu miró a un lado y a otro.
El resto del Consejo asintió. Si había algún desacuerdo nadie lo expresó.
Aquél no era momento para desuniones.
—Si los mensch se niegan a aceptar estas condiciones —continuó Ramu, pronunciando las palabras despacio y con claridad al tiempo que su mirada escrutaba a cada uno de los presentes—, sufrirán las consecuencias. Unas consecuencias terribles. Podéis decírselo así.
Los miembros del Consejo se mostraron mas esperanzados, más aliviados. Su presidente, sin duda, tenía un plan. Delegaron a uno de ellos para parlamentar con los mensch y pasaron a tratar otros asuntos, como la reparación de los daños producidos por la inundación. Cuando no quedaron más temas pendientes, se levantó la sesión. La mayoría de los consejeros se dirigió a sus asuntos, pero un puñado de ellos demoró su marcha para hablar con Ramu, con la esperanza de descubrir algún indicio de qué se proponía hacer.
El nuevo presidente del Consejo de los Siete era experto en guardar las cosas para sí. No reveló absolutamente nada y, al final, el resto de los consejeros abandonó la sala. Ramu permaneció sentado tras la mesa, contento de quedarse a solas con sus pensamientos, cuando de pronto advirtió que tenía compañía.
Un extraño sartán había entrado en la estancia.
El hombre le resultó familiar, pero no consiguió reconocerlo inmediatamente.
Con una mirada penetrante, Ramu trató de situarlo. En el Cáliz vivían varios centenares de sartán y Ramu, buen político, los conocía a todos de vista y, casi siempre, era capaz de poner un nombre a una cara. Por eso lo perturbó no recordar de quién se trataba, pese a estar seguro de haberlo visto antes.
Ramu se puso en pie, cortésmente.
—Buenos días, señor. Si has venido a presentar una petición ante el Consejo, llegas tarde. La sesión ha concluido.
El sartán sonrió y movió la cabeza. Era un hombre de mediana edad, atractivo, con profundas entradas en las sienes, nariz y mandíbula firmes y ojos tristes y pensativos.
—Entonces, llego en el momento oportuno —respondió el sartán—. Porque he venido a hablar contigo, consejero..., si tú eres Ramu, hijo de Samah y de Orla.
Ramu frunció el entrecejo, molesto por la referencia a su madre, desterrada por delitos contra su pueblo y cuyo nombre no debía ser pronunciado. Se disponía a hacer algún comentario al respecto cuando se le ocurrió que el extraño sartán (¿cómo diablos se llamaba?) no sabía nada de la expulsión de Orla al Laberinto, en compañía del hereje, Alfred. Sin duda, debían de haber corrido los rumores, pero Ramu se vio obligado a reconocer que aquel extraño de aire digno no tenía el aspecto de una de esas personas amantes de los chismorreos ociosos.
Contuvo su irritación y no hizo el menor comentario, pero respondió con un ligero énfasis que debería haber dado una pista al recién llegado:
—Soy Ramu, en efecto. Hijo de Samah.
En aquel momento, Ramu se halló en un dilema. Preguntarle el nombre al desconocido no era conveniente, pues revelaría que no lo recordaba. Había maneras diplomáticas de sortear la cuestión pero a Ramu —por lo general, un hombre directo y franco— no se le ocurría ninguna en aquel instante.
Pero el extraño sartán resolvió el asunto.
—No me recuerdas, ¿verdad?
Ramu se sonrojó e intentó articular alguna respuesta cortés, pero el sartán se le adelantó:
—No me sorprende. Nos conocimos hace muchísimo tiempo. Antes de la Separación. Yo era miembro del Consejo, por aquel entonces. Y buen amigo de tu padre.
Ramu entreabrió la boca. Por fin recordaba..., recordaba algo inquietante en relación con aquel hombre. Sin embargo, lo que más le llamó la atención, de entrada, fue el hecho evidente de que aquel sartán no era un ciudadano de Chelestra. Lo cual significaba que procedía de otro mundo.
—De Ariano —dijo el sartán con una sonrisa—. El mundo del aire. Vida suspendida. Muy parecida a la tuya y la de tu pueblo, tengo entendido.
—Me alegro de que nos encontremos de nuevo, señor —dijo Ramu mientras se esforzaba por aclarar su confusión, recordar qué conocía de aquel hombre y, al mismo tiempo, recrearse con la renovada esperanza que el desconocido acababa de proporcionarle: ¡en Ariano quedaban sartán con vida!—. Espero que no te sientas ofendido pero, como dices, ha pasado mucho tiempo y tu nombre...
—Puedes llamarme James —lo interrumpió el recién llegado.
Ramu le dirigió una mirada de desconfianza.
—James no es un nombre sartán.
—Tienes razón, no lo es. Pero, como ya debe de haberte contado cierto compatriota mío, en Ariano no utilizamos nuestros nombres sartán auténticos.
Creo que has conocido a Alfred, ¿verdad?
— ¿Al hereje? Sí, lo he conocido. —Ramu seguía ceñudo. ¿Quién era aquel hombre?—. Me parece oportuno advertirte que ese Alfred ha sido desterrado...
Algo se agitó en el interior de Ramu. Un recuerdo lejano. De Alfred; no, de más atrás. De mucho más atrás en el tiempo.
Casi consiguió atraparlo pero, antes de que pudiera hacerlo, el extraño sartán lo aparto de él.
James asentía con gesto grave.
— ¡Este Alfred, siempre armando líos! No me sorprende oír que ha caído en desgracia. Pero no he venido a hablar de él. Estoy aquí con una misión mucho más penosa. Soy portador de tristes noticias y de informaciones desalentadoras.
—Mi padre... —murmuró Ramu, olvidando todo lo demás—. Vienes con noticias de mi padre.
—Lamento tener que comunicarte esto. —James se acercó a Ramu y posó una mano firme en el brazo del hombre, al cual sacaba unos cuantos años—. Tu padre ha muerto.
Ramu bajó la cabeza, sin poner en duda por un solo instante las palabras del tal James. Hacía algún tiempo que, en lo más profundo de su corazón, ya lo sabía.
— ¿Cómo sucedió?
Con un tono de voz más grave y aire afectado, el sartán explicó:
—Murió en las mazmorras de Abarrach, a manos de uno que se hace llamar Xar, Señor de los patryn.
Ramu se quedó rígido y durante unos instantes fue incapaz de articular palabra; por fin, alcanzó a preguntar en voz baja:
— ¿Cómo lo has sabido?
—Yo estaba con él —dijo el sartán con suavidad. Esta vez, su mirada penetrante no se apartó del joven presidente del Consejo de los Siete—. También había sido capturado por Xar.
— ¿Lograste escapar, y mi padre no? —Ramu lo miró con odio.
—Lo siento, consejero. Un amigo me ayudó a escapar, pero la ayuda llegó demasiado tarde para tu padre. Cuando llegamos hasta él...
James dejó la frase a medias con un suspiro. Ramu se sintió abrumado de pena, pero muy pronto la cólera desplazó a la pesadumbre; la cólera, el odio y el deseo de venganza.
—Un amigo te ayudó, dices. Entonces, ¿hay sartán vivos en Abarrach?
— ¡Oh, sí! —repuso James con una mirada socarrona—. En ese mundo hay muchos sartán. Su líder se llama Balthazar. Sí, ya sé que tampoco es un nombre sartán —se apresuró a añadir—, pero debes recordar que para esos sartán han transcurrido doce generaciones y han perdido u olvidado muchas de sus viejas costumbres.
—Sí, claro —murmuró Ramu, sin prestar más atención al tema—.
¿Y dices que ese Xar y sus patryn también se encuentran en Abarrach? Esto sólo puede significar una cosa.
—Me temo que así es —asintió James con gesto grave—. Algunos patryn deben de haber salido del Laberinto; éstas son las novedades desalentadoras que traía. Y más patryn seguirán a los primeros. Ahora mismo, mientras hablamos, los que aún están encerrados también intentan escapar. Han lanzado un asalto a la Última Puerta.
— ¡Pero deben de ser miles...! —exclamó Ramu, espantado.
—Por lo menos —respondió James—. Será precisa toda tu gente, más los sartán de Abarrach...
— ¡... para detener ese mal! —terminó la frase Ramu, con los puños apretados.
—Para detener ese mal —repitió James y añadió solemnemente—: Es lo que tu padre habría querido, creo.
—Seguro. —A Ramu se le desbocó la imaginación. Se olvidó por completo de seguir preguntándose dónde y en qué circunstancias había conocido a su interlocutor—. Y esta vez no tendremos piedad de nuestro enemigo. Ése fue el error de mi padre.
—Samah ha pagado sus errores —murmuró James sin alzar la voz—y ha sido perdonado.
Ramu no le prestó atención.
—Esta vez no encerraremos a los patryn en una prisión. Esta vez los destruiremos... por completo. —Se volvió en redondo con la intención de abandonar la sala, pero recordó las normas de cortesía y miró al sartán—. Te agradezco que me hayas traído estas noticias. Puedes tener la certeza de que la muerte de mi padre será vengada. Ahora debo irme para tratar todo esto con los demás miembros del Consejo, pero te mandaré a uno de los servidores. Te alojarás en mi casa. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?
—No, muchas gracias —dijo James y, con un gesto de la mano, añadió—: Ve, Ramu. Me las arreglaré por mi cuenta.
El recién nombrado presidente del Consejo notó de nuevo aquella sensación de inquietud e incomodidad. No recelaba de la información que el extraño sartán le había transmitido, pues un sartán no podía mentirle a otro; sin embargo, había algo que no encajaba demasiado. ¿Qué tenía aquel desconocido?
James permaneció inmóvil, con una leve sonrisa, bajo la mirada escrutadora de Ramu.
Éste abandonó por fin su intento de recordar. Probablemente, no sería nada.
Nada importante. Además, al fin y al cabo, lo que fuera había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora tenía otros problemas más urgentes, más inmediatos. Con una inclinación de cabeza, abandonó la cámara del Consejo.
El misterioso sartán se quedó en la estancia observando a Ramu hasta que éste hubo salido. Entonces murmuró para sí:
—Claro que te acuerdas de mí. Estabas entre los guardias que acudieron a detenerme ese día, el día de la Separación. Eras uno de los que vinieron para conducirme por la fuerza a la Séptima Puerta. Yo le había dicho a Samah que impediría sus planes. Tu padre me temía, pero no me sorprende; en esa época, Samah tenía miedo de cualquier cosa.
Exhaló un suspiro, se acercó a la mesa de piedra y pasó la yema del dedo por el polvo. Pese a la reciente inundación, el polvo seguía cayendo del techo e impregnaba todos los objetos del Cáliz con una fina capa blanquecina.
—Pero, cuando llegaste, Ramu —continuó susurrando James—, yo ya no estaba. Preferí ocultarme. No podía impedir la Separación, de modo que intenté proteger a los que dejasteis atrás, pero no pude hacer nada para ayudarlos. Eran demasiados los que morían y yo no era de mucha utilidad para nadie, en esos momentos.
»Pero ahora sí que lo soy.
El aspecto del sartán cambió, se alteró. El hombre atractivo de mediana edad se transformó en un instante en un anciano de barba larga y áspera, vestido con una indumentaria de color pardo y tocado con un sombrero raído y deforme. El viejo se acarició la barba con aire de sentirse sumamente orgulloso de sí mismo.
— ¿Fastidiarlo todo? ¡Espera a saber lo que he hecho, esta vez! He llevado el asunto perfectamente. He hecho exactamente lo que me dijiste, especie de sapo estirado con escamas...
»Es decir... —Zifnab se dio unos tirones de la barba, pensativo—, creo que he hecho lo que me dijiste. "Cueste lo que cueste, lleva a Ramu al Laberinto." Sí, éstas fueron tus palabras exactas...
»A menos, creo que fueron ésas. Aunque, ahora que recuerdo... —El anciano empezó a retorcerse la barba hasta formar nudos—. Quizás fue: "Cueste lo que cueste, lleva a Ramu lejos del Laberinto"...
»De lo de "Cueste lo que cueste", no tengo ninguna duda—a Zifnab, esto parecía consolarlo—. Es lo que viene luego lo que me hace dudar. Quizá..., sería mejor volver atrás y consultar el guión...
Sin dejar de murmurar por lo bajo, el anciano se acercó a una pared y desapareció a través de ella.
Un sartán que entraba entonces en la cámara del Consejo se llevó un sobresalto al oír una voz torva que decía, desalentada:
— ¿Qué habéis hecho esta vez, señor?
CAPÍTULO 7
EL LABERINTO
El dragón verdeazulado de Pryan se elevó sobre las copas de los árboles.
Alfred miró hacia el suelo un momento, se estremeció y decidió mirar a cualquier parte menos abajo. Volar era muy distinto cuando era otro quien tenía las alas, y se agarró con más fuerza a las escamas del dragón. Al tiempo que intentaba borrar de su mente el hecho de que estaba suspendido en equilibrio precario e inestable a lomos del dragón, a buena altura sobre el suelo, Alfred buscó la fuente de aquella luz maravillosa. Volvió la cabeza despacio y con cautela y se atrevió a echar una mirada a su espalda.
—La luz procede del Vórtice —gritó Vasu. El dirigente montaba otro dragón—.
Mira, observa la montaña hundida.
Agarrado al dragón, nervioso, Alfred alargó el cuello cuanto pudo y, cuando miró hacia donde indicaba el patryn, lanzó una exclamación de asombro.
Era como si un sol ardiera en el seno de la montaña. Por todas las grietas, por todos los surcos, surgían rayos de luz cegadora que iluminaban el cielo y se derramaban sobre la tierra. La luz bañaba las grises murallas de Abri y arrancaba de ellas un destello plateado. Parecía como si los árboles que habían vivido tanto tiempo bajo la grisácea luminosidad del Laberinto alzaran sus ramas retorcidas hacia aquel nuevo amanecer, igual que un anciano acerca sus artríticos dedos al calor de la lumbre.
Pero Alfred comprobó con tristeza que la luz apenas penetraba en el Laberinto. Era una tenue vela en la vasta oscuridad, nada más.
Y la oscuridad la engulló muy pronto.
Alfred continuó mirando mientras pudo, hasta que la luz quedó oculta tras las montañas que se alzaban, escarpadas, como manos huesudas colocadas ante su rostro para prohibirle la esperanza. Suspiró, se volvió y advirtió el intenso resplandor rojizo en el horizonte, delante de él.
— ¿Y eso? —preguntó—. ¿Qué es? ¿Lo sabes, dirigente?
Vasu dijo que no con la cabeza y respondió:
—Empezó la noche posterior al ataque contra Abri. En esa dirección queda la Ultima Puerta.
—Una vez, en las islas Volkaran, vi a los elfos quemar una ciudad amurallada —comentó Hugh la Mano, al tiempo que entrecerraba sus oscuros ojos para intentar distinguir algo—. Las llamas saltaban de casa en casa. El calor era tan intenso que algunos edificios estallaban antes incluso de que los alcanzara el fuego. De noche, el resplandor iluminaba el cielo. Y era muy parecido a eso.
—Sin duda, se trata de un fuego mágico creado por mi Señor para mantener a raya a las serpientes dragón —replicó Marit fríamente.
Alfred suspiró. ¿Cómo era posible que Marit continuara teniendo fe en su Señor, Xar? Los cabellos de la patryn estaban pegajosos de su propia sangre, derramada por Xar al destruir el signo mágico que los había unido. Tal vez era ésa la causa. Ella y Xar habían estado en comunicación. Era ella quien los había traicionado, quien había revelado a Xar su situación. Tal vez su Señor, de algún modo, aún seguía ejerciendo su influencia sobre Marit. «Debería haberla detenido desde el principio —se dijo—. Cuando traje a Marit al Vórtice, vi el signo mágico y supe qué significaba. Debería haber advertido a Haplo que su amiga lo traicionaría.» Y, a continuación, Alfred se puso a discutir consigo mismo: «Pero Marit le salvó la vida en Chelestra. Era evidente que Haplo la amaba, y ella a él. Ellos dos trajeron el amor a una cárcel de odio. ¿Cómo iba yo a cerrar la puerta a este sentimiento? Pero, si se lo hubiera dicho, Haplo tal vez habría podido protegerse...
No sé». Con un suspiro de tristeza, continuó diciéndose: «No sé..., hice lo que creí mejor...
Y tal vez la fe de Marit en su Señor está justificada. ¿Quién puede decir lo contrario?».
Los dragones verdeazulados de Pryan volaron a través del Laberinto, rodeando las elevadas cimas y lanzándose a través de los pasos entre montañas. Al acercarse más a la Última Puerta, descendieron hasta casi rozar las copas de los árboles para ocultarse a los posibles ojos vigilantes. La oscuridad se hizo más intensa; una oscuridad extraña, no natural, pues todavía faltaban varias horas para el crepúsculo. Aquella oscuridad no afectaba sólo a los ojos, sino también al corazón y a la mente. Era una oscuridad maléfica, mágica, provocada por las serpientes dragón, que llevaba consigo el ancestral miedo a la noche propio de la infancia. Aquellas tinieblas hablaban de seres horribles y desconocidos que acechaban, justo donde la vista no alcanzaba, dispuestos a saltar sobre uno y llevárselo.
El rostro de Marit, pálido y tenso, estaba bañado por el resplandor mortecino de sus propias runas de advertencia. En contraste con su piel, las venas de la frente parecían negras. Hugh la Mano volvía la cabeza constantemente para observar a su alrededor.
—Nos están vigilando —avisó a los demás.
Alfred se encogió al oír aquellas palabras, que la oscuridad parecía devolver en unos ecos burlones y festivos. Agachado sobre el cuello del dragón, tratando de ocultarse tras él, el sartán notó que iba a desmayarse (su forma de defensa preferida). Conocía los síntomas —sensación de mareo, un nudo en el estómago, la frente perlada de sudor— y luchó contra ellos. Apretó la mejilla contra las frías escamas del dragón y cerró los ojos.
Pero estar a ciegas era peor que ver pues, de pronto, asaltó a Alfred el vivido recuerdo del momento en que, como dragón, caía de las alturas en una espiral vertiginosa, demasiado débil y herido como para detener el descenso. El suelo giraba sin freno y se alzaba a su encuentro...
Una mano lo sacudió.
Alfred soltó una exclamación y se incorporó con un respingo.
—Un poco más y te caes —le dijo Hugh—. No pensarás desmayarte, ¿verdad?
—No, no —murmuró Alfred.
—Muy bien —continuó la Mano—. Echa un vistazo ahí delante.
Alfred se afianzó en su montura y se secó el sudor helado del rostro. La bruma de confusión que le nublaba los ojos tardó un momento en disiparse y, al principio, no tuvo idea de qué era lo que estaba mirando. La oscuridad era intensísima y ahora se mezclaba con un humo sofocante...
Humo. Alfred continuó mirando y todo fue cobrando forma.
Una forma terrible: la ciudad del Nexo, la hermosa ciudad construida por los sartán para sus enemigos, estaba en llamas.
La oscuridad mágica de las serpientes dragón no surtía efecto sobre los dragones de Pryan, que continuaron su vuelo imperturbables, sin desviarse de su destino, fuera cual fuese. Alfred no tenía idea de adonde lo llevaban, ni le importaba demasiado saberlo. Dondequiera que fuese, sería un lugar espantoso.
Acongojado y aterrorizado, el sartán deseó dar media vuelta y escapar hacia la luz brillante que irradiaba de la montaña.
—Menos mal que voy montado a lomos del dragón. —La voz de Vasu surgió de la oscuridad, con tono abatido. Las runas de la piel del dirigente emitían un intenso resplandor rojo y azulado—. De lo contrario, no habría tenido el valor suficiente como para llegar hasta aquí.
—Me avergüenza decirlo, dirigente —terció Marit con voz grave—, pero yo siento lo mismo.
—No hay de qué avergonzarse —intervino el dragón—. El miedo crece de las semillas plantadas dentro de vosotros por las serpientes. Las raíces del miedo buscan cada rincón oscuro de vuestro ser, cada recuerdo, cada pesadilla y, una vez que lo encuentran, penetran en estas zonas oscuras y se nutren de ellas. Y la pérfida planta del miedo florece.
— ¿Cómo puedo arrancarla? —preguntó Alfred con voz trémula.
—No se puede —respondió el dragón—. El miedo es parte de uno. Las serpientes lo saben y por eso lo utilizan. No dejéis que el miedo os atenace. No tengáis miedo del miedo.
— ¡Precisamente lo que me ha sucedido toda la vida! —exclamó Alfred, desolado.
—Toda tu vida, no —replicó el dragón.
Quizá fue cosa de la imaginación de Alfred, pero el sartán creyó ver que la criatura sonreía.
Marit contempló a sus pies los edificios del Nexo, sus muros y pilares de piedra, sus torres y agujas, convertidos en negros esqueletos iluminados por dentro por las llamas voraces. Los edificios eran de piedra, pero las vigas maestras y los suelos y los tabiques interiores eran de madera. La piedra estaba protegida por las runas, trazadas en un principio por los sartán y reforzadas más tarde por los patryn. En un primer momento, Marit se preguntó cómo era posible que la ciudad hubiese caído; después, recordó las murallas de Abri. Estas también estaban protegidas por la magia rúnica, pero las serpientes se habían arrojado ellas mismas contra las defensas, como enormes arietes, hasta provocar pequeñas grietas en las murallas, resquebrajaduras que se ensanchaban y se extendían hasta deshacer las runas y desbaratar la magia.
El Nexo. Marit nunca había considerado hermosa la ciudad. Siempre había pensado en ella en términos prácticos, como la mayoría de los patryn. Sus murallas eran gruesas y firmes, sus calles eran lisas y bien trazadas y sus edificios, recios, sólidos y bien asentados. Esta vez, a la luz del fuego que la estaba destruyendo, Marit apreció su belleza, la esbeltez y delicadeza de sus cúpulas y altas agujas, la armoniosa sencillez de su diseño. Mientras la contemplaba, una de las agujas se inclinó y cayó al suelo, de donde se levantó una rociada de chispas y una nube de humo.
Marit fue presa de la desesperación. Su Señor no podía haber permitido que aquello sucediera. Xar no debía de estar allí. Eso, o estaba muerto. Sí, todo su pueblo debía de haber muerto.
— ¡Mirad! —Vasu exclamó de pronto—. ¡La Ultima Puerta! ¡Todavía está abierta! ¡Aún sigue en nuestro poder!
Marit apartó a duras penas la mirada de la ciudad en llamas y escrutó entre el humo y la oscuridad, tratando de divisar el suelo. Los dragones inclinaron las alas, viraron e iniciaron el descenso desde lo alto en grandes espirales.
Los patryn del suelo levantaron el rostro hacia ellos. Marit estaba demasiado lejos como para ver sus expresiones, pero adivinó por sus gestos los pensamientos que corrían por sus mentes. La llegada de un enorme ejército de dragones alados sólo podía significar una cosa: la derrota. El golpe de gracia.
Vasu también se percató del miedo y empezó a cantar, usando el lenguaje rúnico de los sartán; su voz resonó con claridad entre el humo y bajo la oscuridad iluminada por las llamas.
Marit no entendía las palabras y tuvo la sensación de que no eran pronunciadas para ser dichas. Pero le levantaban el ánimo. El horrible temor que casi la había asfixiado bajo su presión sofocante se encogió y perdió parte de su fuerza.
Los patryn del suelo alzaron la vista con asombro. La canción de Vasu fue respondida por otras voces patryn que proferían gritos de ánimo y cantos de guerra. Los dragones, volando muy bajo, permitieron que sus pasajeros saltaran a tierra. Después, ganaron altura de nuevo. Algunos se quedaron sobrevolando, vigilantes. El resto se alejó; unos, para rastrear la zona en busca de más enemigos y otros, de regreso al interior del Laberinto para traer más patryn al campo de batalla.
Entre el Laberinto y el Nexo se extendía un muro cubierto de runas sartán, lo bastante poderosas como para matar a cualquiera que lo tocara. El muro, inmenso, se extendía de una cadena de montañas a otra en un gigantesco semicírculo irregular. Unas llanuras desiertas se extendían a ambos lados del muro. En uno de ellos, la ciudad del Nexo ofrecía vida; en el otro, los bosques sombríos del Laberinto amenazaban con muerte.
Para los prisioneros del Laberinto que llegaban a la vista de la Última Puerta, alcanzarla constituía su prueba más terrible. Las llanuras eran una tierra de nadie, sin ninguna protección, que proporcionaba al enemigo una visión sin obstáculos de quien intentara cruzarla. Aquella extensión desnuda ofrecía al Laberinto la última oportunidad de acabar con sus víctimas. Allí, en aquella llanura, Marit había estado al borde de la muerte. Y allí la había rescatado su Señor.
Mientras sobrevolaba el territorio arrasado por la magia y la batalla, Marit buscó a Xar entre la multitud de patryn fatigados y ensangrentados. Tenía que estar allí. ¡Era preciso! El muro seguía en pie y la Puerta resistía. Sólo el Señor del Nexo era capaz de invocar una magia tan poderosa.
Pero, si estaba entre los congregados, Marit no consiguió dar con él. El dragón se posó en el suelo y los patryn se mantuvieron apartados de él y lo observaron con expresión sombría, de cauta suspicacia. El dragón que llevaba a Vasu se posó también y ambas criaturas se quedaron en tierra mientras el resto de sus congéneres volvía a ganar altura y se dirigía a sus tareas asignadas.
De los bosques llegaban los aullidos de los lobunos, aderezados con los irritantes chasquidos que emitían los caodines antes de un combate. Numerosos dragones rojos, cuyas escamas reflejaban las llamas de la ciudad incendiada, revoloteaban entre el humo; pero no atacaron. Para su sorpresa, Marit no vio el menor rastro de las serpientes.
Pero sabía que estaban cerca, pues los signos mágicos de su piel brillaban casi tanto como las llamas.
Los patryn de Abri se agruparon y esperaron en silencio las órdenes de su dirigente. Vasu había ido al encuentro de los patryn de la Puerta para darse a conocer. Marit lo acompañó, empeñada todavía en encontrar a Xar. Los dos pasaron junto a Alfred, el cual contemplaba el muro con aire apenado, mientras se retorcía las manos.
—Nosotros construimos esta prisión monstruosa —se lamentaba en un susurro—. ¡Nosotros construimos esto! Tenemos mucho de lo que dar cuenta.
Mucho —repitió, y sacudió la cabeza.
—Seguro, ¡pero ahora, no! —Lo increpó Marit—. No quiero tener que explicarle a mi pueblo qué hace aquí un sartán. Aunque no es probable que mi pueblo me diera ocasión de explicar gran cosa antes de despedazarte. Tú y Hugh manteneos fuera de la vista cuanto sea posible.
—Entendido —asintió Alfred con desconsuelo.
—Hugh, no lo pierdas de vista —ordenó Marit—. ¡Y, por el bien de todos, mantén bajo control esa condenada daga!
La Mano asintió en silencio. Su mirada estaba absorbiendo todo lo que sucedía a su alrededor y no dejaba traslucir un ápice de sus pensamientos. Puso una mano sobre la Hoja Maldita como si se dispusiera a refrenarla.
Vasu deambuló por la llanura chamuscada y arrasada mientras sus hombres aguardaban en silencio a su espalda, demostrándole su respeto y su apoyo. Una mujer se adelantó al grupo de patryn que guardaba la Puerta y avanzó a su encuentro.
A Marit le dio un vuelco el corazón. ¡Aquella mujer le resultaba conocida!
Habían vivido bastante cerca, en el Nexo. Marit estuvo tentada de correr hacia ella y preguntarle dónde estaba Xar y adonde había llevado al malherido Haplo.
Pero contuvo el impulso. Dirigirse a la mujer antes de que lo hiciera Vasu sería una grave descortesía.
(Si el dirigente muere durante la batalla, otro miembro de la tribu puede ocupar el puesto mientras se prolongue la emergencia. Usha es dirigente en la práctica, pero no puede hacer uso del título, que sólo puede conceder el consejo tribal. En esa situación se aceptan los desafíos a la autoridad del nuevo dirigente).
La mujer, con toda la razón, la rechazaría y se negaría a responder a sus preguntas. Dominando con gran esfuerzo su impaciencia, Marit se mantuvo lo más cerca posible de Vasu y volvió la cabeza con expresión preocupada hacia Alfred, temerosa de que el sartán se delatara. Pero éste se mantenía en las últimas filas de la multitud, con Hugh a su lado. Cerca de ellos, a solas, estaba el caballero vestido de negro. El dragón verdeazulado de Pryan había desaparecido.
—Soy el dirigente Vasu, de la población de Abri. —Vasu se llevó la mano a la runa del corazón—. Una ciudad a varias puertas de aquí. Ésta es mi gente.
—Tú y los tuyos sois bienvenidos, dirigente, aunque sólo habéis llegado aquí para morir — espondió la mujer.
—Moriremos en buena compañía —fue la contestación de Vasu.
—Yo soy Usha —se presentó la mujer, con el mismo gesto de la mano—.
Nuestro dirigente ha muerto. Hemos perdido a varios —añadió con voz abatida, mientras su mirada se volvía hacia la Puerta—. Mi gente se ha vuelto a mí para que la conduzca.
Usha tenía muchas puertas, como se decía en el Laberinto. Su cabello estaba veteado de canas y su piel, llena de arrugas. Pero era fuerte y exhibía un estado físico mucho mejor que el de Vasu. De hecho, miraba al dirigente con aire ceñudo y expresión dubitativa.
— ¿Qué son esas bestias que habéis traído con vosotros? —Preguntó, dirigiendo la vista a los dragones que daban vueltas en círculos sobre sus cabezas—. Jamás había visto nada parecido en el Laberinto.
—Evidentemente, no has estado nunca en nuestra parte del Laberinto, Usha —respondió Vasu. — La patryn se tomó la contestación como una evasiva y frunció el entrecejo otra vez. Marit se había preguntado cómo explicaría Vasu la presencia de los dragones.
Un patryn no podía mentir abiertamente a otro patryn, pero ciertas verdades podían mantenerse ocultas. Explicar la presencia de los dragones de Pryan requeriría mucho tiempo; eso, si era posible hacerlo...
— ¿Estas diciendo que esas criaturas proceden de vuestra parte del Laberinto, dirigente?
—Ahora, sí —contestó Vasu con gran seriedad—. No es necesario que te preocupes por los dragones, Usha. Están bajo nuestro control. Son inmensamente poderosos y nos ayudarán en nuestra batalla. De hecho, es muy posible que nos salven la vida.
Usha cruzó los brazos sobre el pecho. No parecía convencida, pero continuar la discusión sería desafiar la autoridad de Vasu; incluso podía entenderse que ponía en duda el derecho de éste a ejercerla. Respaldado como estaba el dirigente por varios cientos de patryn manifiestamente leales a él, habría sido una estupidez por parte de Usha obrar de tal manera en un trance como el que estaban pasando.
Así pues, su expresión adusta se relajó.
—Repito que sois bienvenidos, dirigente Vasu. Tú y tu pueblo y... —Usha titubeó un poco y añadió enseguida, con una sonrisa forzada—: Y esos que llamas vuestros dragones. Respecto a lo de salvarnos... —La sonrisa se desvaneció. Con un suspiro, volvió la vista hacia el voraz incendio del Nexo—. No creo que haya muchas esperanzas de eso.
— ¿Cuál es la situación? —quiso saber Vasu.
Los dos líderes se retiraron a conferenciar. Desde aquel momento, las dos tribus pudieron mezclarse libremente. Los patryn de Abri avanzaron con las armas, comida, agua y otros suministros que habían llevado consigo. También ofrecieron su propia fuerza curativa para restablecer a los que la necesitaban.
Marit dirigió otra mirada preocupada a Alfred. Este, afortunadamente, se mantenía apartado y no se metía en problemas. La patryn observó que Hugh tenía asido con fuerza al sartán por el brazo. No vio al caballero de negro por ninguna parte. Tranquilizada respecto a Alfred, Marit siguió a Usha y a Vasu, impaciente por saber de qué hablaban.
—... serpientes nos atacaron al amanecer —explicaba la mujer—. En un número inmenso. Primero se abatieron sobre la ciudad del Nexo. Su intención era atraparnos en la ciudad y destruirnos allí; luego, una vez eliminados, las serpientes proyectaban sellar la Última Puerta. No mantuvieron ninguna reserva acerca de sus planes; al contrario, nos revelaron entre risas lo que se proponían.
Cómo dejarían atrapado a nuestro pueblo en el Laberinto, cómo crecería el mal...
—Usha se estremeció—. Escuchar sus amenazas era espantoso.
—Esas serpientes querían vuestro miedo —dijo Vasu—. Se alimentan de él, las hace fuertes. ¿Qué sucedió después?
—Luchamos. Fue una batalla desesperada. Nuestras armas son inútiles contra un enemigo tan poderoso. Las serpientes se arrojaron en masa contra las murallas de la ciudad, rompieron las runas y penetraron en el recinto. —Usha miró de nuevo hacia los edificios en llamas—. Habrían podido destruirnos, hasta el último de nosotros. Pero no lo hicieron. A la mayoría nos dejaron vivir. Al principio, no entendimos por qué. ¿Por qué no nos mataban, cuando tenían ocasión?
—Querían atraparos en el Laberinto, supongo —apuntó Vasu.
Usha asintió con gesto sombrío.
—Entonces, huimos de la ciudad. Las serpientes nos empujaron en esta dirección, matando a todo el que intentaba eludirlas. Nos vimos atrapados entre el terror del Laberinto y el espanto de las serpientes. Algunos de los míos se volvieron medio locos de pánico. Las serpientes se reían y nos rodeaban, empujándonos más y más cerca de la Puerta, y escogían víctimas al azar para aumentar el terror y el caos.
«Entramos en la Puerta. No teníamos otra alternativa. La mayoría de los míos encontró el valor necesario para ello. Los que no... —Usha suspiró y, con la cabeza gacha, pestañeó aceleradamente y tragó saliva—. Oímos sus gritos muchísimo rato.
Vasu tardó en responder; la rabia y la pena le estrangulaban la voz. Pero Marit no pudo contenerse un instante más.
—Usha —dijo, desesperada—, ¿qué hay de Xar? Está aquí, ¿verdad?
—Estuvo aquí —la corrigió Usha.
— ¿Adonde ha ido? ¿Había..., había alguien con él? —Marit titubeó y se sonrojó.
Usha la miró con expresión sombría.
—Respecto adonde ha ido, ni lo sé ni me importa. ¡Nos abandonó!
¡Nos dejó morir! —Escupió en el suelo y masculló—: ¡Esto, para el Señor del Nexo!
— ¡No! —Murmuró Marit—. No es posible.
—Y, si había alguien con él, no lo sé. No sabría decirte. —Usha apretó los labios—. Xar iba a bordo de un barco, de una nave que volaba por los aires. Y que iba cubierta de marcas como ésas — irigió una mirada acerba al muro y la Puerta—. ¡Las runas de nuestro enemigo!
— ¿Runas sartán? —Marit comprendió de pronto a qué se refería—.
¡Entonces, no podía ser Xar quien viste a bordo! ¡Debía de ser un truco de esas serpientes! El Señor Xar no subiría nunca a una nave con runas sartán. ¡Eso demuestra que no podía tratarse de él!
—Al contrario —intervino una voz—. Me temo que eso demuestra que se trataba del Señor del Nexo.
Irritada, Marit se volvió para replicar a la nueva acusación y se sintió algo intimidada al descubrir junto a ella al caballero de negro, que la miraba con profunda pena.
—Xar abandonó Pryan en una nave de esas características, de fabricación y diseño sartán; una embarcación realizada a semejanza de un dragón, con velas por alas...
El caballero dirigió una mirada inquisitiva a Usha. La patryn confirmó la descripción con un brusco gesto de asentimiento.
— ¡No puede ser! —exclamó Marit, colérica—. ¡Mi Señor no puede haberse marchado abandonando a su pueblo! ¡Imposible, si vio lo que sucedía! ¡Imposible, si comprobó que las serpientes lo habían traicionado! ¿Dijo algo?
— ¡Dijo que volvería! —Usha escupió las palabras con acritud—. ¡Y que nuestra muerte sería vengada!
En su mirada hubo un destello de desconfianza hacia Marit.
En aquel momento, Vasu intervino. Apartando los cabellos enredados e incrustados de sangre coagulada del rostro de Marit, dejó a la vista la marca rota de la frente.
—Quizás esto te ayude a entenderlo, Usha —murmuró.
Usha observó la runa y su expresión se suavizó.
—Ya veo —murmuró—. Lo siento, Marit.
La dirigente apartó la vista de ella y continuó su conversación con Vasu.
—A sugerencia mía, nuestro pueblo, ahora capturado de nuevo en el Laberinto, ha concentrado su magia en la defensa de la Ultima Puerta. Nos proponemos mantenerla abierta. Si se cierra... — ovió la cabeza con gesto ominoso.
—Sería el final para nosotros... —asintió Vasu.
—Las runas de muerte sartán de las murallas, durante tanto tiempo una maldición, ahora resultan ser una dicha. Después de empujarnos a cruzar la Última Puerta, las serpientes descubrieron que no podían atravesarla o acercarse a ella, siquiera. Atacaron el muro, pero las runas son de una magia que no pueden destruir. Cada vez que las serpientes tocan esos signos mágicos, unos chispazos las envuelven y las obligan a retirarse entre exclamaciones de dolor. El efecto de las chispas no mata a esas bestias pero, al parecer, las debilita.
»Cuando lo advertimos, urdimos una red de este fuego azul que cerrara el hueco de la Última Puerta. Nosotros no podíamos salir, pero las serpientes tampoco podían sellar la Puerta. Frustradas, las serpientes rondaron un rato las inmediaciones del muro. Luego, misteriosamente, se marcharon de improviso.
»Y ahora los exploradores informan que a nuestra espalda, en el bosque, se está congregando otro enemigo: todo el conjunto de criaturas malévolas del Laberinto. Miles de ellas.
—Así pues —apuntó Vasu—, nos atacarán desde ambas direcciones. Y nos acorralarán contra el muro.
—Sí, nos aplastarán contra él...
—Quizá no, Usha. ¿Y si...?
Los dos dirigentes continuaron hablando de estrategia, de defensas... Marit dejó de prestar atención y se alejó. ¿Qué importaba todo aquello, al fin y al cabo?, pensó. Había estado tan segura de Xar, se había fiado tanto de él...
— ¿Qué sucede? —preguntó Alfred, inquieto. El sartán había aguardado hasta aquel momento para acercarse a hablar con ella—. ¿Qué has averiguado?
¿Dónde está Xar?
Marit no respondió. En su lugar, lo hizo el caballero de negro.
—El Señor del Nexo ha viajado a Abarrach, como anunció.
— ¿Y Haplo está con él? —a Alfred le tembló la voz.
—Sí, Haplo está con él.
— ¡Mi Señor, Xar, lo ha llevado consigo a Abarrach para curarlo! —Marit les dirigió una mirada colérica, desafiándolos a rebatir tal afirmación.
Alfred guardó silencio un instante; después, respondió con calma:
—Mi camino está claro. Me dirigiré a Abarrach. Tal vez pueda... —Dirigió una mirada a Marit y acabó la frase sin mucha convicción—: Tal vez pueda ayudaros.
Marit captó perfectamente lo que le rondaba la cabeza al sartán. Ella también volvió a ver los cadáveres vivientes de Abarrach, los cuerpos muertos convertidos en esclavos sin voluntad. Recordó la expresión atormentada de los ojos sin vida, el alma atrapada que se asomaba a través de su prisión de carne putrefacta... Y vio a Haplo...
Una negrura con un toque amarillento la cegó. No podía respirar. Unos brazos suaves la cogieron y la sostuvieron. Marit aceptó la ayuda mientras duró la oscuridad. Cuando ésta empezó a retroceder, la patryn alejó de sí a Alfred.
—Déjame sola. Ya estoy bien —murmuró, avergonzada de su debilidad—. Y, si vas a Abarrach, yo también. —Se volvió hacia el caballero de negro—. Pero ¿cómo podemos hacer para llegar allí? Nosotros no tenemos ninguna nave que...
—Encontraréis una junto a la vivienda de Xar —indicó el caballero—. O, mejor dicho, junto a su antigua vivienda. Las serpientes la han quemado.
— ¿Y han dejado intacta una embarcación? No resulta lógico —apuntó Marit con suspicacia.
—Quizá tenga su lógica... para esas criaturas —replicó el caballero—. Si estáis dispuestos a marcharos, como decís, será mejor que lo hagáis pronto, antes de que regresen las serpientes. Si descubren al Mago de la Serpiente y lo localizan en campo abierto, no dudarán en atacarlo.
— ¿Adonde han ido las serpientes dragón? —preguntó Alfred, inquieto.
—Están dirigiendo a los enemigos de los patryn: lobunos, snogs, caodines y dragones. Los ejércitos del Laberinto se están agrupando para el asalto final.
—Pues no quedan muchos de los nuestros para hacerles frente. —Con un gesto de la mano, Marit abarcó a los patryn mientras pensaba en el enorme número de enemigos.
—Ya vienen de camino refuerzos —dijo el caballero de negro con una sonrisa tranquilizadora—. Y nuestras primas, las serpientes, no esperarán encontrarnos aquí. Cuando nos presentemos, será una sorpresa muy desagradable para ellas.
Nosotros podemos mantenerlas a raya mucho tiempo. Todo el que sea preciso — añadió, dirigiendo una extraña mirada a Alfred.
— ¿Qué significa eso? —inquirió éste.
El caballero apoyó la mano en la muñeca del sartán y le dirigió una mirada penetrante. Sus verdeazulados ojos tenían el color del cielo de Pryan, del agua de Chelestra que anulaba la magia.
—Recuerda, Coren —fue su respuesta—, que la luz de la esperanza brilla ahora en el Laberinto. Y continuará brillando aunque se cierre la Puerta.
—Intentas decirme algo, ¿verdad? ¡Acertijos, profecías...! No soy muy bueno en esas cosas. — lfred sudaba—. ¿Por qué no me lo dices abiertamente? ¡Dime qué se espera que haga!
—Hoy día, muy pocos siguen las órdenes e instrucciones —murmuró el caballero, al tiempo que sacudía la cabeza con aire sombrío—. Ni siquiera las más sencillas. —Dio una palmadita en el revés de la mano de Alfred y continuó—: Con todo, hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Confía en tu intuición.
— ¡Normalmente, mi intuición me lleva a desmayarme! —Protestó Alfred—.
Tal vez esperas de mí que haga algo admirable y heroico, pero no soy el tipo. Yo sólo voy a Abarrach a ayudar a un amigo.
—Desde luego, desde luego —dijo el caballero con voz suave; después, con un suspiro, se volvió.
Marit escuchó el eco del suspiro en su interior. Le recordó el eco de las almas atrapadas de los muertos vivientes de Abarrach.
CAPÍTULO 8
NECRÓPOLIS
ABARRACH
Abarrach, mundo de fuego, mundo de piedra. El mundo de los muertos. Y de los agonizantes.
En las mazmorras de Necrópolis, la ciudad muerta de un mundo muerto, Haplo yacía agonizante.
Yacía en un lecho de piedra, con una piedra por almohada. No resultaba cómoda, pero Haplo ya no tenía necesidad de comodidades. Había sufrido terribles dolores, pero lo peor de ellos ya había pasado. Era insensible a todo, salvo a la quemazón de su respiración entrecortada. Cada inspiración le resultaba más difícil que la anterior y Haplo estaba un poco temeroso de aquel último aliento, aquel espasmódico jadeo final que sería insuficiente para mantenerlo con vida; temía el sofocamiento, el estertor. Lo imaginaba y temía que fuera parecido a la ocasión, en Chelestra, en que había creído que se ahogaba.
Entonces, había llenado de agua sus pulmones y el líquido le había dado la vida. Esta vez, no lograría llenarlos de nada y sólo pugnaría por mantener a raya la oscuridad en una lucha aterradora, pero misericordiosamente breve.
Y su Señor estaba allí, a su lado. Haplo no estaba solo.
—Esto no me resulta fácil, hijo mío —musitó Xar en tono grave.
El Señor del Nexo no lo decía con sarcasmo, ni con ironía. Al contrario, lo sentía de veras. Xar estaba sentado junto al duro lecho de Haplo con los hombros hundidos y la cabeza gacha. Parecía mucho más viejo de lo que era en realidad (y tenía muchísimos años). Sus ojos observaban la agonía de Haplo con un intenso brillo de lágrimas contenidas.
Xar podría haber matado a Haplo, pero no lo hizo.
O podría haberle salvado la vida, pero tampoco hizo nada en tal sentido.
—Es preciso que mueras, hijo mío —murmuró—. No me atrevo a dejarte vivir.
No puedo fiarme de ti. Para mí, eres más valioso muerto que vivo. Por eso debo dejarte morir. Pero no puedo matarte. Yo te di la vida y sí, supongo que eso me da derecho a quitártela. Pero no puedo hacerlo. Tú eras uno de los mejores y yo te quería mucho. Aún te quiero y te salvaría si... si tan sólo...
Xar no terminó.
Haplo guardó silencio, no protestó ni suplicó por su vida. Sabía el dolor que aquello debía causarle a su Señor y sabía que Xar lo habría rescatado de aquella situación, si hubiese modo de hacerlo. Pero Xar tenía razón: el Señor del Nexo ya no podía seguir confiando en su «hijo». Haplo se enfrentaría a él y seguiría haciéndolo hasta que, como en aquel momento, hubiese agotado el último ápice de sus fuerzas.
Xar cometería una estupidez si le devolvía aquella fuerza a Haplo. Una vez muerto, el cadáver de éste —una pobre cáscara sin voluntad y sin alma— se sometería a las órdenes de Xar. Haplo —el Haplo vivo, pensante— no lo haría nunca.
—No hay más remedio —dijo Xar, cuyos pensamientos corrían paralelos a los de Haplo, como sucedía a menudo—. Debo dejarte morir, ¿comprendes, hijo mío?
Estoy seguro de que sí. De este modo, me servirás en la muerte como has hecho en vida, sólo que mejor. Sólo que mejor. —El Señor del Nexo exhaló un suspiro—.
Pero todo esto sigue sin ser fácil para mí. Eso lo entiendes también, ¿verdad, hijo mío?
—Sí —susurró Haplo—. Lo entiendo.
Y así se quedaron los dos, juntos, en la oscuridad de la mazmorra. Reinaba el silencio, un profundísimo silencio. Xar había ordenado a los demás patryn que los dejaran a solas. Los únicos sonidos eran los jadeos entrecortados de Haplo, las esporádicas preguntas de Xar y el susurro de las respuestas de Haplo.
— ¿Te importa si hablamos? —Preguntó Xar—. Si te duele, no insistiré.
—No, mi Señor. No siento el dolor. Ya no.
—Un sorbo de agua, para aliviar la sequedad.
—Sí, mi Señor. Gracias.
El tacto de Xar era frío. Sus manos apartaron de la frente febril de Haplo los mechones de cabello empapado en sudor, levantaron la cabeza del agonizante y llevaron a sus labios un vaso de agua. Después, con suavidad, el Señor del Nexo depositó de nuevo a Haplo sobre el lecho de piedra.
—Esa ciudad en la que te encontré, la ciudad de Abri... Una ciudad en el Laberinto. Nunca había sabido de su existencia. No me sorprende, por supuesto, ya que se levanta en el centro mismo de nuestra prisión. A juzgar por su tamaño, calculo que Abri lleva en pie mucho tiempo.
Haplo asintió. Estaba muy cansado, pero era consolador oír la voz de su Señor. Lo asaltó un vago recuerdo de cuando era niño, montado a espaldas de su padre. Los bracitos menudos rodeaban aquellos hombros musculosos y la cabecita se apoyaba en ellos. Oía la voz de su padre y, al mismo tiempo, la notaba resonar en su pecho. Oía la voz de su Señor y, al mismo tiempo, las palabras de éste le producían una sensación extraña, como si llegaran hasta él a través de la piedra dura y fría.
—Nuestra gente no es constructora de ciudades —continuó Xar.
—Los sartán... —susurró Haplo.
—Sí, lo imaginaba. Los sartán que, hace mucho tiempo, desafiaron a Samah y al Consejo de los Siete. En castigo por su rebelión, fueron enviados al Laberinto con sus enemigos. ¡Y nosotros no nos volvimos contra ellos para matarlos! Qué extraño.
—No tanto —dijo Haplo, pensando en Alfred.
No era tan extraño, en efecto, cuando dos personas tenían que luchar para sobrevivir en una tierra terrible que está dispuesta a destruirlas a ambas. Él y Alfred sólo habían podido sobrevivir porque se habían ayudado mutuamente.
Ahora, Alfred estaba en el Laberinto, en Abri, tal vez ayudando al pueblo de la ciudad a sobrevivir.
—Este Vasu, el líder de Abri, ¿es un sartán, verdad? —Continuó Xar—. Medio sartán, al menos. Sí, eso imaginaba. No llegué a conocerlo, pero percibí su presencia con la periferia de mi mente. El dirigente es muy poderoso y muy capaz.
Un buen líder. Pero ambicioso, desde luego; sobre todo, ahora que sabe que el mundo no se limita a los muros de Abri. Vasu, me temo, querrá su parte. Quizá lo querrá todo. Su naturaleza sartán lo impulsará a ello y me temo que no puedo permitirlo. Es preciso eliminarlo. Y puede haber más como él. Todos aquellos de nuestro pueblo cuya sangre ha sido contaminada por los sartán. Me temo que intentarán desafiar mi mando.
Me temo...
«Te equivocas, mi Señor —respondió Haplo en silencio—. A Vasu sólo le importa su pueblo, no el poder. Pero él no tiene miedo. Vasu es lo que tú fuiste, mi Señor. Pero a él no le sucederá lo que a ti: él no sentirá miedo. Tú te desembarazarás de él porque le tienes miedo. Después, destruirás a todos los patryn que tienen antepasados sartán. Luego, acabarás con los patryn que eran amigos de los anteriores y, por fin, no quedará nadie más que la persona a la que más temes: tú mismo.» —El final es el principio —murmuró Haplo.
— ¿Qué? —Xar se inclinó hacia adelante, atento y vehemente—. ¿Qué has dicho, hijo mío?
Haplo ya no estaba allí. Se hallaba en Chelestra, el mundo del agua, flotando a la deriva en su mar, sumergiéndose lentamente bajo las olas como ya había hecho en otra ocasión... Pero esta vez ya no sentía miedo. Sólo estaba un poco triste, un poco pesaroso porque dejaba asuntos pendientes, sin terminar.
Sin embargo, quedaban otros que recogerían lo que él se había visto obligado a dejar caer. Alfred, torpe y bamboleante... un dragón dorado que surcaba los cielos. Marit, amada, llena de vigor. La hija de ambos, desconocida. No; eso no era del todo cierto. El la conocía, había visto su rostro... el rostro de sus hijos... en el Laberinto. Alfred, Marit, su hija... todos ellos flotando a la deriva sobre las olas.
La ola lo impulsaba hacia arriba, lo acunaba y lo mecía, pero Haplo la vio como había sido una vez: una ola de marea que se alzaba hasta formar un muro espantoso que se abatía sobre el mundo para inundarlo, arrasarlo y despedazarlo.
Samah...
Y luego el reflujo. Desechos y restos flotando en el agua, y los supervivientes agarrados a ellos, hasta que hallaron un puerto seguro en playas extrañas. Por un tiempo florecieron... Pero la onda debía corregirse a sí misma.
Lenta, muy lentamente la ola volvió a crecer en dirección opuesta. Una gigantesca montaña de agua, que amenazaba con volver a abatirse sobre el mundo.
Xar...
Haplo se debatió brevemente. Resultaba duro.... sí, resultaba duro marcharse.
Sobre todo, ahora que por fin empezaba a comprender...
Empezaba... Xar estaba hablándole, engatusándolo. Decía algo de la Séptima Puerta. Era un poema infantil. El final es el principio.
De debajo del lecho de piedra le llegó un gañido apagado que resultó más audible que la voz de Xar. Haplo reunió las fuerzas justas para mover la mano y notó un lametón húmedo en los dedos. Con una sonrisa, acarició las sedosas orejas del perro.
—Nuestro último viaje juntos, muchacho —murmuró—. Pero no hay salchichas.
El dolor había vuelto. Intenso. Muy intenso.
Una mano asió la de él. Una mano nudosa y vieja, fuerte y sostenedora.
—Calma, hijo mío —respondió Xar en el mismo tono de voz—. Descansa tranquilo. Abandona la disputa. Vamos...
El dolor era agónico.
—Vamos...
Haplo cerró los ojos, exhaló su último suspiro y se hundió bajo las olas.
CAPÍTULO 9
NECRÓPOLIS
ABARRACH
Xar cerró la mano en torno a la muñeca de Haplo. El Señor del Nexo mantuvo el contacto incluso cuando dejó de notar el pulso vital bajo las yemas de sus dedos. Permaneció sentado en silencio, con la mirada fija en la oscuridad, sin ver nada al principio. Luego, cuando hubo pasado un rato y la carne que atenazaba entre sus dedos empezó a enfriarse, Xar se vio a sí mismo:
Un viejo, a solas con su muerto.
Un viejo sentado en una mazmorra muy profunda bajo la superficie de un mundo que era su propia tumba. Un viejo de cabeza inclinada y hombros hundidos que lloraba su pérdida. Haplo. Más querido para él que cualquier hijo que hubiera engendrado.
Pero había más. Cerrando los ojos a la amarga oscuridad, Xar vio otra: las terribles tinieblas que se habían abatido sobre la Última Puerta. Vio a su gente volver el rostro hacia él con esperanza y cómo ésta se transformaba en incredulidad y luego en miedo, en algunos, y en cólera, en otros, mientras su nave lo introducía en la Puerta de la Muerte.
Recordó un tiempo en que, en incontables ocasiones, había emergido del Laberinto, agotado y herido, pero triunfante. Su pueblo, severo y taciturno, apenas hacía comentarios, pero su propio silencio resultaba elocuente. Xar veía respeto, amor y admiración en sus ojos...
Contempló los ojos de Haplo —muy abiertos, con la mirada fija—y sólo vio el vacío.
Dejó caer la muñeca de su siervo y recorrió la celda a oscuras con una mirada de embotada desesperación.
— ¿Cómo he llegado a esto? —Se preguntó en voz alta—. ¿Cómo he llegado aquí, desde dónde partí?
Y creyó oír una risa sibilante, siseante, procedente de las sombras. Furioso, se puso en pie de un salto.
— ¿Quién anda ahí? —preguntó.
No hubo respuesta, pero los ruidos cesaron.
Sin embargo, el momento de debilidad había quedado atrás. La risa siseante había provocado que el vacío se llenara de rabia.
—Ahora, mi gente está decepcionada conmigo —murmuró por lo bajo.
Despacio y con determinación, volvió hasta el cadáver—. Pero, cuando me reúna con ellos, victorioso, cuando me presente a ellos a través de la Séptima Puerta y les presente un único mundo que conquistar y gobernar, los patryn me respetarán y venerarán como nunca han hecho.
»La Séptima Puerta —susurró mientras arreglaba con gesto tierno y delicado el cuerpo sin vida, cruzando los brazos sobre el pecho y extendiendo las piernas.
Por último, cerró aquellos ojos, de mirada fija y vacía—. La Séptima Puerta, hijo mío. Cuando estabas vivo, querías llevarme allí. Ahora tendrás la ocasión de hacerlo. Y yo te lo agradeceré, hijo mío. Hazme este favor y yo te garantizaré el descanso.
La piel de Haplo ya estaba fría al tacto. La runa del corazón, con su espantosa herida abierta, quedaba justo bajo la mano de Xar. Bastaba con que cerrara el signo mágico, con que lo remendara, y aplicara a continuación la magia de la nigromancia al cadáver, a todas las demás runas tatuadas en su piel.
El Señor del Nexo posó los dedos en la runa del corazón, y sus labios se dispusieron a pronunciar las palabras de reparación; pero, de pronto, retiró la mano. Las yemas de sus dedos estaban manchadas de sangre. Su mano, que siempre se había mantenido firme en la batalla frente al enemigo, empezó a temblar.
De nuevo, captó un sonido en el exterior de la celda. Era uno de los lázaros, uno de los espantosos muertos vivientes de Abarrach. Xar estudió al cadáver ambulante con suspicacia, pensando que se trataría de Kleitus. El antiguo dinasta de Abarrach, asesinado por su propio pueblo y convertido en lázaro, se habría sentido muy feliz de devolver el favor dando muerte a Xar. En efecto, lo había intentado y había fracasado, pero siempre estaba al acecho de una nueva oportunidad.
Pero no se trataba de Kleitus. Xar exhaló un suspiro involuntario de alivio; Kleitus no le inspiraba temor, pero el Señor del Nexo tenía otros asuntos más importantes de que ocuparse, en aquel momento, y no tenía interés en desperdiciar sus facultades mágicas luchando con un muerto.
— ¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? —inquirió con aire hosco. Creyó reconocer al lázaro, pero no estaba seguro. Al patryn, todos los sartán muertos le parecían iguales.
—Me llamo Jonathon —anunció el lázaro.
«... Jonathon...», repitió como un eco la voz del alma atrapada, en su permanente intento de liberarse del cuerpo.
—No he venido a buscarte a ti, sino a él.
«... a él...» Los extraños ojos del lázaro, que a veces tenía la mirada vacía de un cadáver y a veces la expresión dolorida de quien vive atormentado, se volvieron a Haplo.
—Los muertos nos llaman —continuó el lázaro—. Oímos sus voces...
«... voces...», susurró el eco tristemente.
—Pues es una llamada que no debes molestarte en atender —replicó Xar con voz severa—. Puedes marcharte. Necesito este cuerpo para mí.
—Podría echarte una mano —se ofreció el lázaro Jonathon.
«... una mano...» Xar se dispuso a rechazar al lázaro, a insistirle para que se marchara.
Entonces recordó que, la última vez que había intentado emplear la nigromancia con el cadáver de Samah, el hechizo había salido mal. Devolver la vida a Haplo era demasiado importante como para correr el menor riesgo, y el Señor del Nexo observó con desconfianza al lázaro, dudando de sus motivos.
Pero lo único que vio en él fue a un ser atormentado, como cualquier otro lázaro de Abarrach. Hasta donde Xar sabía, los muertos vivientes sólo tenían una ambición y era convertir a otros seres en horribles copias de ellos mismos.
—Muy bien —dijo Xar, dando la espalda al lázaro—. Puedes quedarte. Pero no te entrometas a no ser que me veas hacer algo mal.
Y tal cosa no sucedería. El Señor del Nexo tenía confianza en ello. En esta ocasión, el hechizo surtiría efecto.
Xar se concentró resueltamente en su tarea. Esta vez obró con rapidez: sin hacer caso de la sangre que le manchaba las manos, cerró la runa del corazón que ocupaba el centro del pecho de Haplo. Después, siguiendo con detalle el hechizo, empezó a trazar los demás signos mágicos al tiempo que pronunciaba las runas en un murmullo.
El lázaro permaneció en silencio, inmóvil, junto a la puerta de la celda. Muy pronto, concentrado únicamente en el encantamiento, Xar se olvidó por completo del muerto viviente. Procedió despacio, con paciencia, tomándose su tiempo.
Transcurrieron horas.
Y, de pronto, un fantasmagórico resplandor azul empezó a extenderse sobre el cuerpo muerto. El fulgor arrancó de la runa del corazón y se extendió lentamente:
cada signo mágico fue prendiendo del anterior. El hechizo de Xar hacía que cada runa tatuada en la piel de Haplo se iluminara con una falsa apariencia de vida.
El Señor del Nexo efectuó una profunda inspiración. Estaba tembloroso de impaciencia y de regocijo. ¡El hechizo funcionaba! ¡Daba resultado! Pronto, el cadáver se pondría en pie; pronto, lo conduciría a la Séptima Puerta.
Todo sentimiento de lástima, de dolor, se borró del corazón de Xar. El hombre al que había querido como un hijo estaba muerto y el cadáver le resultaba completamente ajeno. El cuerpo muerto era un objeto, un medio para conseguir un fin. Un instrumento. Una llave para abrir la puerta de la ambición de Xar.
Cuando el último signo mágico hubo cobrado vida, el Señor del Nexo estaba tan excitado que, durante unos momentos, ni siquiera consiguió recordar el nombre del muerto (un dato fundamental en los pasos finales del encantamiento).
—Haplo —apuntó el lázaro en un susurro.
«... Haplo...», suspiró el eco.
Dio la impresión de que era la oscuridad la que cuchicheaba el nombre. Xar no se percató de quién lo hacía, ni notó el sonido de rascaduras y forcejeos procedente de detrás del lecho de piedra en el que yacía el cadáver.
— ¡Haplo! —Dijo Xar—. Eso es. Debo de estar más cansado de lo que creía.
Cuando acabe esto, descansaré. Necesitaré todas mis fuerzas para obrar la magia de la Séptima Puerta.
El Señor del Nexo hizo una pausa y, por última vez, lo repasó todo mentalmente. Estaba todo perfecto. No había cometido un solo error, como lo demostraba el leve resplandor azulado de las runas del cuerpo yaciente.
Xar levantó las manos.
—Me servirás en tu muerte, Haplo, como me has servido en vida. Levántate y anda. Regresa a la tierra de los vivos.
El cadáver no se movió.
Xar frunció el entrecejo y estudió las runas con atención. No hubo el menor cambio. Los signos mágicos mantuvieron su resplandor mortecino pero el cadáver permaneció inmóvil en el lecho de piedra.
El Señor del Nexo repitió la orden con un asomo de severidad en la voz.
Parecía imposible que Haplo continuara desafiándolo todavía, incluso en tales circunstancias.
— ¡Serás mi siervo! —repitió Xar.
No hubo respuesta, ni cambio alguno. Salvo que quizás el resplandor azulado empezaba a desvanecerse. Xar se apresuró a repetir las estructuras rúnicas más importantes y el fulgor se intensificó.
Pero el cadáver continuó sin moverse.
Frustrado, el Señor del Nexo se volvió hacia el lázaro, que aguardaba con paciencia a la puerta de la celda.
— ¿Bien, qué he hecho mal? —Quiso saber Xar—. No, no te extiendas en explicaciones —añadió con irritación cuando el lázaro se disponía a responder—.
Bien, sea lo que sea... ¡arréglalo! —y señaló al cadáver con un gesto.
—No puedo —respondió el lázaro.
«... no puedo...», repitió el eco.
— ¿Qué? ¿Por qué? —Xar dio muestras de perplejidad; luego, furioso, añadió—: ¿Qué truco es éste?
—No es ningún truco, Señor Xar —dijo Jonathon—. Este cadáver no puede ser resucitado. No tiene alma.
Xar dirigió una mirada furibunda al lázaro y quiso dudar de él pero, en el fondo de su mente, algo lo empujaba dolorosamente a aceptar su palabra.
No tenía alma.
— ¡El perro! —exclamó; la mezcla de cólera y frustración casi lo sofocó.
El sonido que había oído, procedente de detrás del lecho. Al instante, Xar se inclinó hacia el lugar, justo a tiempo de ver desaparecer por el otro lado la punta de una cola plumosa. El perro, raudo, ganó la puerta de la celda, que permanecía abierta de par en par. Al doblar la esquina, el animal resbaló sobre el suelo de losas húmedas y cayó sobre las patas traseras. Xar invocó su magia para detenerlo, pero la sesión de nigromancia había debilitado sus fuerzas. El perro, con un esfuerzo supremo, consiguió incorporarse y salió a escape por los pasadizos de las mazmorras.
Xar llegó a la puerta de la celda con la intención de descargar su cólera sobre el lázaro. Por fin recordaba dónde lo había visto. Aquel tal «Jonathon» había estado presente en la muerte de Samah. En esa ocasión, la magia de Xar tampoco había sido capaz de resucitar al viejo sartán. ¿Acaso el lázaro Jonathon, de algún modo, estaba frustrando deliberadamente sus intentos? ¿Por qué? ¿Y cómo?
Pero las preguntas de Xar quedaron sin respuesta. El lázaro había desaparecido.
Las mazmorras de Necrópolis eran un laberinto de pasadizos que se cruzaban y se dividían, penetrando a mucha profundidad bajo la superficie del mundo de piedra. Xar se detuvo a la puerta de la celda de Haplo y miró hacia un corredor, primero, y luego hacia otro, hasta donde alcanzaba su vista bajo la mortecina y chisporroteante luz de la antorcha.
No había rastro ni sonido de ningún ser vivo... o muerto.
El Señor del Nexo volvió atrás y contempló con odio el cuerpo que reposaba en el lecho de piedra. Las runas aún despedían su leve resplandor. El hechizo conservaría la carne en buen estado; sólo le quedaba atrapar a aquel perro estúpido...
—Ese animal no irá muy lejos —reflexionó en voz baja cuando, por fin, recobró la calma necesaria para hacerlo—. Se quedará en las mazmorras, cerca del cuerpo de su amo. Enviaré un ejército de mis patryn con la tarea de encontrarlo.
»En cuanto al lázaro, dispondré también algunas patrullas para que lo busquen. Kleitus dijo algo acerca de ese Jonathon. Algo respecto a una profecía:
"Vida a los muertos... La puerta se abrirá para él...". ¡Bobadas! Una profecía implica la existencia de un poder superior..., de un poder superior que gobierna, y yo soy quien manda en este mundo y en cualquier otro del cual decida apoderarme.
Xar se dispuso a marcharse para ordenar a sus patryn las diversas tareas que se proponía encomendarles. Antes de salir, dirigió una última mirada al cadáver de Haplo.
Un poder que gobierna...
—Pues claro que sí: ¡el mío! —repitió y abandonó la celda.
CAPÍTULO 10
NECRÓPOLIS
ABARRACH
El perro estaba confuso. Oía claramente la voz de su amo, pero éste no estaba a su lado. Haplo yacía en una celda, lejos del lugar donde el animal se escondía en aquel momento. El perro sabía que a su amo le sucedía algo terrible pero, cada vez que intentaba volver junto a él para ayudarlo, una voz severa y perentoria —la voz de Haplo, que sonaba muy próxima, como si estuviera allí mismo— le ordenaba quedarse quieto, sin levantarse.
Pero Haplo no estaba allí, ¿verdad?
Grupitos de gente —de gente como su amo— pasaban arriba y abajo ante la celda a oscuras en un rincón de la cual se ocultaba el animal. Aquella gente lo buscaba, lo instaba a salir con silbidos, siseos y lisonjas. El perro no tenía muchas ganas de compañía, pero se le ocurrió que los desconocidos tal vez pudieran ayudar a su amo. Al fin y al cabo, eran de la misma especie. Y, antes, algunos de ellos habían sido amigos... Pero ahora, al parecer, no era así.
El desdichado animal emitió un ligero gañido para demostrar que se sentía desgraciado y desamparado. La voz de Haplo, severa, le ordenó silencio. Y sin ninguna palmadita conciliadora en la cabeza que mitigara el rigor de la orden. Una palmadita que indicara: «Sé que no comprendes, pero debes obedecer».
El único (y magro) consuelo del perro fue percibir, por su tono de voz, que Haplo también estaba confuso, asustado y desconsolado. Tampoco él, al parecer, sabía demasiado bien qué había sucedido. Y si su amo estaba asustado...
El perro se estremeció en la oscuridad, con el hocico sobre las patas y el cuerpo aplastado contra el húmedo suelo de piedra de la celda, y se preguntó qué hacer.
Xar se hallaba en su biblioteca, con el libro de nigromancia sartán sobre el escritorio, pero cerrado, intacto. ¿Para qué abrirlo? Lo conocía de memoria y habría sido capaz de recitarlo en sueños.
El Señor del Nexo había tomado entre sus dedos una de las tabas rúnicas rectangulares que tenía sobre la mesa. Con gesto ocioso, absorto en sus pensamientos, daba golpecitos sobre la mesa de hierba kairn con una esquina de la taba, hacía correr ésta entre sus dedos volvía a golpear con el canto siguiente, la hacía correr otra vez, etcétera. Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar. Llevaba así tanto rato que había entrado en una especie de estado de trance. Salvo la mano que sostenía el hueso rúnico, notaba el resto del cuerpo entumecido, pesado, incapaz de moverse, como si estuviera dormido. Sin embargo, Xar era muy consciente de estar despierto.
Y también estaba total y completamente confundido. Nunca se había encontrado frente a un obstáculo tan inabordable. No tenía la menor idea de qué hacer, de cómo actuar o de adonde acudir. Al principio se había sentido furioso; luego, la cólera había dado paso a la frustración. En aquel momento, se sentía...
perplejo.
El perro podía estar en cualquier parte. En aquella ratonera de pasadizos interconectados podía esconderse una legión de titanes sin que nadie tropezara con ella; cuánto más un único animal insignificante. E incluso en el caso de encontrarlo, se preguntó Xar mientras seguía dando golpecitos con la taba y deslizándola entre sus dedos, ¿qué haría con él? ¿Matarlo? ¿Obligaría eso al alma de Haplo a volver a ocupar su cuerpo? ¿O el alma de su siervo moriría con el animal? De este modo, la muerte de Haplo resultaría como la de Samah: no le habría reportado ninguna utilidad.
¿Y cómo encontrar la Séptima Puerta sin él? Sí, debía darse prisa en localizarla. Su pueblo estaba luchando y muriendo en el Laberinto y él había prometido..., había prometido que volvería...
Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar.
Xar cerró los ojos. Hombre de acción que había combatido y vencido a todos los enemigos que había encontrado, en esta ocasión se veía relegado a quedarse sentado sin hacer nada. Porque no podía hacer absolutamente nada. Deslizó el problema a través de su mente como hacía deslizar el hueso rúnico de dedo en dedo. Lo examinó desde todos los ángulos.
Nada. Tap, tap y deslizar. Nada. Tap, tap y deslizar. Nada.
¿Cómo había llegado hasta allí, desde dónde había empezado?
Fracaso... Iba a fracasar...
— ¡Mi Señor!
Xar volvió en sí con un sobresalto. La taba rúnica escapó de sus dedos y rodó por el escritorio.
— ¿Sí? ¿Qué sucede? —masculló con aspereza, mientras se apresuraba a abrir el libro para fingir que lo estaba estudiando.
Un patryn entró en la biblioteca y se detuvo en respetuoso silencio, a la espera de que Xar terminara lo que estaba haciendo.
El Señor del Nexo se concedió un momento más para recuperar por completo sus facultades mentales, algo divagantes hacía apenas un momento; después, levantó la vista.
— ¿Qué hay? ¿Habéis encontrado al perro?
—No, mi Señor. En cumplimiento de tus órdenes, he sido enviado a informarte que la Puerta de la Muerte en Abarrach ha sido abierta.
—Alguien ha entrado —murmuró Xar. El anuncio había despertado su interés y lo asaltó una premonición de lo que se disponía a escuchar. Volvía a estar alerta, preparado para actuar—. ¡Marit!
— ¡En efecto, mi Señor! —El patryn lo miró con admiración.
— ¿Ha venido sola? ¿Quién está con ella?
—Ha llegado en una nave como la tuya, mi Señor. Del Nexo; he reconocido las runas. Y vienen dos hombres. Uno es un mensch.
Xar no estaba interesado por el mensch.
—El otro es un sartán —continuó el mensajero.
— ¡Ah! —Xar imaginó de quién se trataba—. ¿Un sartán alto, calvo y de aspecto torpe?
—Sí, mi Señor.
Xar se frotó las manos. Por fin podía vislumbrar el plan. Lo veía surgir de la oscuridad con claridad, como un objeto iluminado súbita y brillantemente por los relámpagos en plena tormenta.
— ¿Qué habéis hecho? —Xar estudió al patryn con aire ceñudo—. ¿Os habéis acercado a ellos?
—No, mi Señor. Yo he partido de inmediato para informarte. Los demás se han quedado a vigilar los movimientos del trío. Cuando he emprendido la marcha, seguían en la nave, conferenciando. ¿Cuáles son tus órdenes, Señor? ¿Los traemos a tu presencia?
Xar repasó el plan unos instantes más. Cogió de nuevo el hueso rúnico y lo deslizó entre los dedos con rapidez.
Tap. Tap. Tap. Tap. Todos los aspectos cubiertos. Perfecto.
—Lo que haréis es lo siguiente...
CAPÍTULO 11
PUERTO SEGURO
ABARRACH
La nave patryn, diseñada y construida por Xar para sus viajes a través de la Puerta de la Muerte, flotaba sobre el Mar de Fuego, un río de lava fundida que recorría Abarrach. Las runas del casco protegían la nave del calor lacerante, que habría hecho arder espontáneamente cualquier embarcación normal de madera.
Alfred había posado la nave cerca de un embarcadero que sobresalía en el Mar de Fuego, un muelle perteneciente a una ciudad abandonada conocida como Puerto Seguro.
Se detuvo cerca de la portilla, contempló el agitado río de roca fundida y recordó con vivida y aterradora claridad la última vez que había estado en aquel mundo espantoso.
Sí, lo veía todo con absoluta nitidez. Haplo y él habían alcanzado la nave con vida por los pelos, huyendo de los lázaros asesinos conducidos por el antiguo dinasta, Kleitus. Los lázaros sólo tenían un objetivo: destruir a todo ser viviente y a continuación, una vez muerto, proporcionarle una forma de vida eterna atroz, atormentada. Ya a salvo a bordo, Alfred fue perplejo testigo de cómo Jonathon, el joven noble sartán, se entregaba como víctima voluntaria en las manos ensangrentadas de su propia esposa asesinada.
¿Qué había visto Jonathon en la llamada Cámara de los Condenados, para que lo empujara a cometer aquel acto trágico?
¿Realmente había visto algo?, se corrigió Alfred con tristeza. Tal vez el joven había perdido el juicio, simplemente; quizá se había vuelto loco a causa de la pena y del espanto.
Alfred comprendió...
... La nave se mueve bajo mis pies y estoy a punto de perder el equilibrio.
Vuelvo la vista hacia Haplo. El patryn tiene las manos sobre la piedra de gobierno.
Los signos mágicos de la nave despiden un fulgor azul intenso y luminoso. Las velas flamean y los cabos se tensan. La nave dragón extiende sus alas, dispuesta a volar. En el muelle, los muertos se ponen a gritar y a batir sus armas con estrépito. Los lázaros levantan sus horripilantes rostros y avanzan como un solo hombre hacia la nave.
— ¡Espera! ¡Detente! —le grito a Haplo, y aprieto la mejilla contra el cristal de la portilla para ver mejor—. ¿No podemos aguardar un momento más?
—Si quieres, puedes volverte atrás, sartán —responde Haplo con un gesto de indiferencia—. Has cumplido con tu papel y ya no te necesito. ¡Vamos, lárgate!
La nave empieza a moverse. Las energías mágicas de Haplo fluyen a través de ella...
Debo ir. Jonathon ha tenido suficiente fe, me digo. Estaba dispuesto a morir por lo que creía. Yo debo ser capaz de hacer lo mismo.
Me encamino hacia la escalerilla que conduce desde el puente a la cubierta superior. En el exterior de la nave se oyen las gélidas voces de los muertos, sus gritos de rabia, encolerizados de ver que su presa se escapa. Escucho a Kleitus y a los lázaros elevar sus voces en un cántico. Tratan de desmoronar la frágil estructura rúnica de protección de nuestra nave.
La embarcación da un bandazo y se hunde unos palmos.
De improviso, me viene a la cabeza una inspiración. Yo puedo potenciar las debilitadas energías de Haplo.
El lázaro de quien había sido Jonathon se mantiene aparte de los demás lázaros, y la mirada de este espíritu no del todo separado del cuerpo se vuelve hacia la nave y atraviesa las runas, la madera, el cristal... y mi carne y mis huesos hasta alcanzar mi corazón...
— ¡Sartán! ¡Alfred!
El interpelado se volvió con cautela y retrocedió hasta los mamparos.
— ¡Yo, no! ¡No puedo...! ¡Ah, eres tú! —pestañeó.
—Pues claro que soy yo. ¿Por qué nos has traído a este lugar abandonado? — Quiso saber la patryn—. Necrópolis queda por ahí, al otro lado. ¿Cómo vamos a cruzar el Mar de Fuego?
Alfred parecía impotente.
—Dijiste que Xar haría vigilar la Puerta de la Muerte...
—Sí; pero, si hubieras hecho lo que te indiqué y hubieras llevado la nave directamente a Necrópolis, en estos momentos ya estaríamos a salvo, ocultos en los túneles.
—Es sólo que..., bueno, yo... —Alfred levantó la cabeza y miró a su alrededor—. Os parecerá estúpido, lo sé, pero..., pero... esperaba encontrar aquí a cierto conocido...
— ¡Encontrar a alguien! —exclamó Marit con aire sombrío—. ¡Si alguien se presenta por aquí, seguro que es la guardia de mi Señor!
—Sí, supongo que tienes razón. —Alfred dirigió una nueva mirada al embarcadero vacío y suspiró—. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó, sumiso—.
¿Remontamos el vuelo hasta Necrópolis?
—No, es tarde para eso. Ya nos habrán visto. Probablemente, vienen a buscarnos. Tendremos que salir de ésta con alguna historia convincente.
—Si tan segura estás de tu señor, Marit —preguntó Alfred con cierta vacilación—, ¿por qué tienes miedo de encontrarte con él?
—No lo tendría, si estuviera sola. Pero no lo estoy. Viajo con un mensch y con un sartán. Vamos — ñadió, al tiempo que se volvía bruscamente—. Será mejor desembarcar. Tengo que reforzar las runas que protegen la nave.
Ésta, semejante en construcción y diseño a las naves dragón de Ariano, flotaba apenas unos palmos por encima del embarcadero. Marit saltó con facilidad desde la cubierta de proa y aterrizó de pie, con ligereza. Alfred, después de algunos intentos nulos, se lanzó por la borda, se enredó el pie en uno de los cabos y terminó colgado boca abajo sobre la lava fundida. Marit, con gesto ceñudo, consiguió liberarlo y depositarlo en el muelle, en precario equilibrio sobre sus pies.
Hugh la Mano apareció en cubierta. Hasta aquel instante había permanecido dentro, contemplando con incredulidad y asombro el aterrador nuevo mundo en el que habían entrado. Tras sacudir la cabeza, saltó de la nave al muelle. Pero, casi de inmediato, se dejó caer de rodillas y se llevó las manos al cuello. Dio muestras de sofoco, de falta de aire.
—Así murieron los mensch en este mundo, hace tantos años —dijo una voz.
Alfred se volvió, alarmado.
Una figura emergió de la bruma azufrosa que se extendía sobre el Mar de Fuego.
—Uno de los lázaros —dijo Marit con disgusto. Su mano se cerró en torno a la empuñadura de la espada—. ¡Lárgate! —exclamó.
— ¡No, espera! —intervino Alfred con la mirada fija en el cadáver, que se movía arrastrando los pies pesadamente—. Lo..., lo conozco. ¡Jonathon!
—Aquí estoy, Alfred. Aquí he estado todo este tiempo.
«... todo este tiempo...» Hugh levantó la cabeza y contempló con incredulidad aquella aterradora aparición, sus cerúleas facciones, las marcas mortales de su garganta, los ojos que en un momento estaban vacíos y muertos y, al siguiente, radiantes de vida. La Mano intentó hablar, pero cada vez que tomaba aire llevaba a sus pulmones los vapores venenosos, y tosió hasta congestionarse.
— ¡Aquí no puede sobrevivir! —Dijo Alfred, revoloteando en torno a Hugh con gesto inquieto—. ¡Imposible, sin magia que lo proteja!
—Será mejor que lo devolvamos a bordo —respondió Marit con una mirada de desconfianza al lázaro, que los contemplaba en silencio—. Las runas mantendrán una atmósfera que pueda respirar.
Hugh movió la cabeza en gesto de negativa. Alargó la mano y asió la de Alfred.
— ¡Prometiste... que me ayudarías! —consiguió articular—. ¡Voy... contigo!
— ¡No prometí nada! —protestó Alfred, inclinado sobre el mensch jadeante—.
¡Nada de promesas!
—Lo hiciera o no, Hugh, estarás mejor a bordo. Tú... —Marit dejó ahí la frase.
Hugh movió la cabeza otra vez pero, en aquel momento, rodó de cabeza por el embarcadero y se revolcó de agonía, con las manos otra vez en el cuello.
—Yo me encargo —se ofreció Alfred.
—Será mejor que te des prisa—murmuró la patryn—. El mensch está en las últimas.
Alfred empezó a entonar las runas y efectuó una danza solemne y ágil en torno a Hugh. Unos signos mágicos se encendieron como centellas en el aire sulfuroso y parpadearon en torno al mensch al igual que un millar de luciérnagas.
Hugh desapareció.
—Está a bordo otra vez —anunció Alfred, al tiempo que cesaba la danza y volvía una mirada nerviosa hacia la nave—. Pero... ¿y si intenta saltar de nuevo?
—Yo me ocuparé de eso. —Marit trazó un signo mágico en el aire. La runa estalló en llamas, se elevó en el aire y prendió otro signo grabado a fuego en el exterior del casco de la nave. Las llamas aumentaron y se extendieron de runa en runa más rápido de lo que podía seguidas la vista—. Ya está. Ahora, el mensch no puede salir. Y nadie puede entrar, tampoco.
—Pobre tipo. Es como yo, ¿verdad? —intervino Jonathon.
«... ¿verdad?...», repitió el triste eco.
— ¡No! —La réplica de Alfred fue tan brusca que Marit lo contempló con asombro—. ¡No! ¡Ese mensch no es como..., como tú!
—No me refiero a que sea un lázaro. Su muerte fue noble. Murió sacrificándose por la que amaba. Y no fue devuelto a la vida por odio, sino por amor y por compasión. De todos modos —insistió Jonathon con suavidad—, es como yo.
Alfred tenía el rostro encendido, salpicado de manchitas blancas, y la mirad fija en las punteras de los zapatos.
—Yo no... nunca tuve intención de que sucediera una cosa así.
—Nada de esto fue premeditado —replicó Jonathon—. Los sartán no tenían intención de perder el control sobre su nueva creación. Los mensch no murieron premeditadamente. No era nuestra intención practicar la nigromancia. Pero sucedió y ahora debemos aceptar la responsabilidad. Tú también debes aceptarla.
El mensch tiene razón. Tú puedes salvarlo. Dentro de la Séptima Puerta.
«... Séptima Puerta...» —El único lugar al que no me atrevo a ir —murmuró Alfred.
—Cierto. Xar lo busca. Y Kleitus, también.
Alfred contempló la ciudad de Necrópolis, una impresionante construcción de roca negra al otro lado del Mar de Fuego, cuyos muros reflejaban el resplandor rojizo del río de lava.
—No volveré ahí —declaró Alfred—. Y no estoy seguro de saber encontrar el camino.
—El camino te encontrará a ti —dijo Jonathon.
«... te encontrará a ti...» Alfred palideció. Rápidamente, movió la cabeza.
—No. Estoy aquí para encontrar a Haplo, mi amigo. ¿Te acuerdas de él? ¿Lo has visto? ¿Está a salvo? ¿Puedes conducirnos a él?
El lázaro retrocedió, apartándose de la carne cálida que avanzaba hacia él.
Cuando respondió, lo hizo con tono adusto.
—No es cosa mía ayudar a los vivos. A ellos les corresponde ayudarse unos a otros.
—Pero si sólo pudieras decirnos...
Jonathon ya se había vuelto y se alejaba por el embarcadero hacia la ciudad abandonada con el porte vacilante de los no muertos.
—Déjalo que se vaya —dijo Marit—. Tenemos otros problemas.
Alfred se volvió a tiempo de ver unas runas patryn que iluminaban el aire. Un momento después, tres patryn surgían del círculo mágico llameante y se plantaban ante ellos en el embarcadero.
Marit no se sorprendió, pues esperaba algo parecido.
—Sígueme la corriente, no importa lo que haga o lo que diga —susurró al sartán.
Asiéndolo por el brazo, Marit tiró de Alfred con tal fuerza que estuvo a punto de arrancarlo de sus propios pies, y avanzó al encuentro de los patryn arrastrando consigo al trastabillante sartán.
—Debo ver al Señor Xar —exclamó Marit, al tiempo que empujaba a Alfred para ponerlo a la vista—. Traigo un prisionero.
Por fortuna, Alfred conseguía ofrecer un aspecto tan desgraciado como si acabara de caer cautivo de alguien. No era preciso que fingiera para producir la impresión de desamparo e infelicidad. Bastaba con que se quedara allí, en el embarcadero, con la cabeza gacha y la expresión culpable, arrastrando los pies con torpeza.
No sabía si confiar en Marit o si creer que la patryn lo había traicionado.
Tampoco importaba mucho lo que pensara. Era la única alternativa que les quedaba. Marit ya tenía decidido aquel plan de acción antes de que abandonaran el Laberinto. Consciente de que los patryn estarían vigilando la Puerta de la Muerte, había dado por supuesto que ella y Alfred serían interceptados tan pronto como hicieran acto de presencia. Si intentaban huir o luchar, serían capturados y encarcelados; posiblemente, incluso les dieran muerte. Pero si se presentaba con un prisionero sartán, al cual debía conducir ante el Señor del Nexo...
Marit se apartó los cabellos de la frente y dejó ésta al descubierto. Ya había enjuagado la sangre. El signo mágico de unión entre ella y Xar estaba roto por una profunda cicatriz, pero la marca del Señor del Nexo aún resultaba claramente visible en su piel.
—Debo hablar con Xar cuanto antes. Como veis —añadió con orgullo—, ostento la autoridad de nuestro Señor.
—Estás herida —respondió uno de los patryn, estudiando la marca.
—En el Laberinto se libra una batalla terrible —replicó Marit—. Una fuerza malévola intenta sellar la Última Puerta.
— ¿Los sartán? —preguntó el patryn con una mirada ominosa a Alfred.
—No —respondió Marit—. Los sartán no. Por eso debo ver a Xar. La situación es muy apurada. A menos que consigamos ayuda... —Exhaló un profundo suspiro—: Me temo que estamos perdidos.
Los patryn dieron muestras de inquietud. Los vínculos entre los miembros de su pueblo eran muy fuertes y sabían que la recién llegada no mentía. El interlocutor de Marit estaba alarmado y estupefacto ante la noticia.
Tal vez, pensó ella, aquel hombre tenía una esposa y unos hijos a los que había dejado en el Nexo. Tal vez la patryn componente del trío que había salido a su encuentro tenía un marido, unos padres, atrapados todavía en el Laberinto.
—Si la Última Puerta se cierra —continuó Marit—, nuestra gente quedará atrapada para siempre en ese terrible lugar. ¿Xar no os ha contado nada de esto?
—preguntó, casi esperanzada.
—No, no nos ha dicho nada —declaró la patryn.
—Pero estoy seguro de que tiene buenas razones para no haberlo hecho — añadió su compañero con frialdad. Hizo una pausa, pensativo, y añadió—: Os conduciré a presencia de nuestro Señor.
El otro guardia inició una protestas.
— ¡Pero nuestras órdenes...!
— ¡Conozco mis órdenes! —replicó el primero.
—Entonces, sabes que debemos...
El trío de centinelas se retiró a un rincón del muelle y empezó a deliberar en voz baja. Era perceptible un tonillo de tensión en la conversación.
Marit suspiró. Todo estaba saliendo como esperaba. Permaneció donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho con aparente despreocupación. Sin embargo, tenía el corazón en un puño. Xar no había hablado a los suyos sobre la lucha que se desarrollaba en el Laberinto. Tal vez intentaba ahorrarles sufrimientos, se dijo, pero una vocecilla interior le replicó que su Señor tal vez temía que sus patryn fueran a rebelarse contra él.
Como se había rebelado Haplo...
Marit se llevó la mano a la frente y se frotó el signo mágico, que le escocía y le hormigueaba. Estaba perdiendo el tiempo, se dijo. Tenía que hablar con Alfred. Los guardias seguían discutiendo y sólo volvían la mirada de vez en cuando para vigilar a sus prisioneros.
«Saben que no iremos a ninguna parte», dijo Marit para sí, amargamente.
Moviéndose despacio para no atraer la atención, se deslizó más cerca del sartán.
— ¡Alfred! —susurró por la comisura de los labios.
— ¡Oh! ¿Qué...? —dijo el sartán, sobresaltado.
— ¡Calla y atiende! —siseó ella—. Cuando lleguemos a Necrópolis, quiero que lances un hechizo sobre esos tres.
Alfred abrió los ojos como platos. Palideció casi como un lázaro y empezó a sacudir la cabeza enérgicamente.
— ¡No! ¡No podría! ¡No sabría...!
Marit estaba pendiente de sus congéneres; al parecer, los tres patryn ya estaban cerca de alcanzar un consenso.
— ¡En otro tiempo, tu pueblo luchó contra el mío! —Masculló con frialdad—.
Seguro que conoces algún hechizo para incapacitar a esos guardias el tiempo suficiente como para que podamos...
Marit se vio obligada a callar y a apartarse. Los patryn habían terminado de conferencias y se acercaban de nuevo.
—Te conduciremos ante Xar —anunció el guardia.
— ¡Ya era hora! —replicó Marit con irritación.
Por fortuna, tal irritación podía tomarse por impaciencia, por anhelo de ver a su Señor, y no por ganas de sacudir a Alfred.
El sartán, en una súplica silenciosa, seguía rogándole que no lo obligara a aquello. Su aspecto era realmente patético, lastimoso.
Y, de pronto, Marit comprendió por qué. Alfred no había formulado nunca un hechizo contra nadie, patryn o mensch, movido por la cólera. Había llegado a extremos insospechados para evitarlo: desmayarse, quedar indefenso, aceptar la posibilidad de perder la vida antes que utilizar su poder para matar a otros.
Los tres guardias empezaron a trazar de nuevo sus runas en el aire.
Concentrados en su magia, dejaron de prestar atención a sus prisioneros durante unos momentos. Marit agarró con fuerza a Alfred por el brazo, como si de verdad fuera su prisionero.
Al tiempo que le clavaba las uñas en el terciopelo de su levita, la mujer le susurró con tono apremiante:
—Hazlo por Haplo. Es nuestra única oportunidad.
Alfred emitió un gemido lastimero. Marit notó cómo temblaba, pero se limitó a clavarle las uñas un poco más.
El líder de los patryn los señaló con un gesto, y los otros dos guardias se acercaron para escoltarlos. El signo mágico se encendió en el aire como un círculo de llamas deslumbrante.
Alfred dio un paso atrás.
— ¡No, no me obligues! —dijo a Marit.
—Ése sabe lo que le espera —comentó uno de los patryn.
—Sí que lo sabe —respondió Marit y su mirada se clavó en la de Alfred sin ofrecerle el menor descanso, la menor esperanza de posponer la resolución de las cosas.
Asiéndolo con firmeza por el brazo, lo arrastró al interior del círculo mágico flameante.
CAPÍTULO 12
NECRÓPOLIS
ABARRACH
¡No tenía que matarlos! El pensamiento tomó a Alfred por sorpresa.
Incapacitarlos. Por supuesto. Eso era lo que había dicho Marit: incapacitarlos.
¿Qué idea le había rondado por la cabeza? Un escalofrío que surgía del tuétano de sus huesos estremeció al sartán. En lo único que se le había ocurrido pensar era en matar.
¡Incluso había considerado en serio tal posibilidad!
Era aquel mundo, se dijo, horrorizado consigo mismo. Aquel mundo de muerte donde nada tenía permitido morir. Eso y la batalla del Laberinto. Y su inquietud, su angustia torturadora por la suerte de Haplo. Estaba tan cerca de encontrar a su amigo y aquellos patryn —sus enemigos— le obstaculizaban el paso. El miedo, la cólera...
«Busca todas las excusas que quieras —se dijo con severidad—, pero la auténtica verdad es que, aunque sólo fuera por un solo instante, era eso lo que deseabas. Cuando Marit dijo que formulara un hechizo, vi los cuerpos de esos patryn caídos a mis pies y me alegré de verlos muertos.» Exhaló un suspiro y prosiguió para sí:
«"Vosotros nos creasteis", dijeron las serpientes dragón. Y ahora entiendo cómo...» Marit le clavó el codo en las costillas. Alfred volvió en sí con un sobresalto que debió de resultar muy acusado, pues los patryn se volvieron a mirarlo con extrañeza.
—Yo... reconozco este lugar —murmuró para romper el silencio.
Y era cierto, para gran pesar del sartán. Habían atravesado el túnel mágico de los patryn, creado por la posibilidad de que estuvieran y no estuvieran allí. Y en aquel momento se hallaban en Necrópolis.
Necrópolis, una ciudad de túneles y pasadizos que penetraban a gran profundidad bajo la superficie del mundo de piedra, era un lugar desolado y deprimente la última vez que Alfred había recorrido sus sinuosas calles. Pero entonces, al menos, había estado llena de gente, de su gente, restos de una raza de semidioses que había descubierto, demasiado tarde, que no eran tales.
En esta ocasión, las calles estaban vacías; vacías y embadurnadas de sangre.
Pues era allí, en aquellas calles, en aquellas casas, en el propio palacio, donde los sartán muertos habían descargado su furia sobre los vivos. Desde entonces, los aterradores lázaros vagaban por los pasadizos. Y lo observaban desde las sombras con sus miradas siempre cambiantes: miradas de odio, desesperadas y vengativas.
Los patryn condujeron a los prisioneros por las calles desiertas, en las que el más mínimo ruido despertaba ecos, en dirección al palacio. Uno de los lázaros se unió a ellos y los siguió arrastrando los pies pesadamente, mientras su voz fría, seguida de su inseparable eco fantasmal, murmuraba lo que le gustaría nacer con aquel grupo.
Alfred se estremeció de pies a cabeza e incluso los patryn, con sus nervios de acero, se mostraron perturbados. Sus facciones se tensaron, y los tatuajes de sus brazos se encendieron en una respuesta defensiva. Marit mostraba una intensa palidez y tenía las mandíbulas encajadas. No dirigió la mirada hacia el muerto ambulante, sino que continuó adelante con ceñuda determinación.
Marit estaba pensando en Haplo, comprendió Alfred y él también notó un nudo de espanto en el estómago. ¿Y si Haplo..., y si el patryn era ahora uno de aquellos lázaros?
Se encontró bañado en un sudor helado y le entraron náuseas. Se sentía mareado y al borde del desmayo. Sí, a punto de desmayarse de verdad.
Los patryn se detuvieron y se volvieron.
— ¿Qué le sucede?
—Es un sartán —respondió Marit con tono despectivo—. Es débil. ¿Qué esperabais? Yo me encargo de él.
Se volvió hacia Alfred, y éste vio impaciencia y expectación en su mirada.
¡Sartán bendito! ¡Marit creía que aquello era una pantomima, que estaba simulando y que se disponía... a lanzar el encantamiento!
¡No!, quiso gritar. ¡Allí había un malentendido! En aquel momento, no. No era aquello lo que tenía en la cabeza. Y tampoco conseguía discurrir nada que...
Pero Alfred comprendió que debía continuar aquella comedia. De momento, no había despertado las sospechas de los patryn, pero si seguía allí plantado, balbuceando y con los ojos desorbitados, no tardaría en hacerlo.
Frenéticamente, se preguntó qué hacer. Jamás se había enfrentado a un patryn; nunca había combatido contra alguien cuya magia funcionaba igual —sólo que al contrario— que la suya. Para empeorar las cosas, los patryn ya tenían levantadas sus defensas mágicas como protección frente al lázaro. Las posibilidades giraron en la cabeza del sartán como un torbellino, aturdidoras, desordenadas y aterradoras.
«Haré que se hunda el techo de la caverna.» (¡No! ¡Así, moriríamos todos!)
«Haré surgir del suelo un dragón de fuego.» (¡No! ¡El resultado sería el mismo!)
«De repente, aparecerá de la nada un jardín de flores.» (Pero ¿de qué serviría eso?)
«El lázaro atacará.» (Alguien podría salir malparado...)
«El suelo se abrirá y me tragará...» (¡Sí! ¡Eso es!)
— ¡Espera! —Alfred se agarró a Marit e inició una danza, saltando de un pie a otro, cada vez más deprisa.
Marit no se soltó. La danza de Alfred se hizo más frenética. Sus pies golpeaban el suelo de roca con fuerza.
Los patryn, que al principio creían que Alfred se había vuelto loco, no tardaron en recelar y se abalanzaron sobre él.
La magia surtió efecto; la posibilidad se produjo. El suelo se desmoronó bajo los pies de Alfred. En la roca se abrió un agujero y el sartán se arrojó a él, arrastrando consigo a Marit. Los dos cayeron rodando entre rocas y polvo asfixiante, y se sumergieron en la oscuridad.
La caída fue corta. Según sabía de su anterior visita, Necrópolis era una conejera de túneles colocados unos encima de otros. Así, Alfred había calculado (al menos había tenido la desesperada esperanza de ello) que debajo del túnel en el que se encontraban habría otro pasadizo. Sólo después de haber formulado el hechizo se le ocurrió pensar que debajo de la ciudad había también inmensos estanques de lava...
Por fortuna, fueron a caer a un corredor a oscuras. Sobre sus cabezas, un chorro de luz penetraba por un agujero del techo. Los guardias patryn habían rodeado el hueco y los miraban desde lo alto mientras hablaban entre ellos con tono apremiante.
— ¡Ciérralo! —Exclamó Marit al tiempo que sacudía a Alfred—. ¡Van a bajar a buscarnos!
Alfred se había quedado con la mente en blanco durante unos instantes, aterrorizado con la idea de que habrían podido caer en un estanque de lava. Por fin, dándose cuenta del peligro real, invocó con retraso la posibilidad de que el agujero no hubiera existido nunca.
El hueco del techo desapareció. La oscuridad se cerró sobre ellos, densa y pesada. Pronto, el fulgor mortecino de los signos mágicos tatuados en la piel de Marit la iluminó.
— ¿Estás..., estás bien? —tartamudeó Alfred.
En lugar de responder, Marit le propinó un empujón.
— ¡Corre!
— ¿Hacia dónde?
— ¡No importa! ¡Pronto vendrán tras nosotros! —Añadió, indicando el techo—.
Ellos también pueden usar la magia, ¿recuerdas?
El resplandor de las runas de Marit se intensificó lo suficiente como para permitirles ver por dónde pisaban. Corrieron pasadizo adelante sin saber adonde iban y sin preocuparse de averiguarlo. Sólo esperaban eludir a sus perseguidores.
Al cabo de un rato, hicieron un alto y aguzaron el oído.
—Creo que los hemos perdido —aventuró Alfred.
—Y nosotros también lo estamos. De todos modos, no creo que hayan intentado seguirnos. ¿Sabes? —Marit frunció el entrecejo—. Resulta extraño...
—Quizás han ido a informar a Xar.
—Es posible. —La patryn volvió la vista hacia un extremo y otro del túnel en sombras—. Tenemos que determinar dónde estamos. Yo no tengo la menor idea, ¿y tú?
—No —reconoció Alfred y sacudió la cabeza—. Pero conozco el modo de averiguarlo.
Se arrodilló, tocó el ángulo de la pared con el suelo del corredor y entonó un cántico susurrante. Un signo mágico cobró vida bajo sus dedos y se iluminó débilmente. El leve fulgor se difundió a otra runa y a otra más, hasta que una fila de ellas brilló con una luz suave y reconfortante a lo largo de la parte baja de la pared.
Marit dejó escapar una exclamación.
— ¡Las runas sartán! Había olvidado su existencia. ¿Adonde nos llevarán?
—Adonde queramos ir —se limitó a decir Alfred.
—Junto a Haplo —indicó ella.
Alfred captó esperanza en su voz. Él no la tenía. Él sentía pavor ante lo que podían encontrar.
— ¿Adonde llevaría Xar a Haplo? A..., a sus aposentos privados no, ¿verdad?
—No. A las mazmorras —respondió Marit—. Fue allí adonde llevó a Samah y..., y a los otros que... —No terminó la frase; dio media vuelta y prosiguió—: Será mejor que nos demos prisa. No tardarán mucho en imaginar adonde vamos; entonces, vendrán a buscarnos.
— ¿Por qué no lo han hecho esta vez? —preguntó Alfred.
Marit no respondió. No tenía que hacerlo. Alfred lo sabía perfectamente.
¡Porque Xar ya sabía adonde iban!
Se dirigían a una trampa, era evidente. Alfred se dio cuenta, desconsolado, de que así había sido desde el primer momento. Los guardias patryn no sólo habían permitido que escaparan, sino que incluso les habían proporcionado la oportunidad.
Con su magia, los patryn podrían haberlos conducido directamente a Xar.
Podrían haberlos dejado ante su misma puerta, se dijo Alfred. Pero no. Los guardias los habían llevado a Necrópolis, a sus calles vacías. Y allí los habían dejado escapar y ni siquiera se habían molestado en perseguirlos.
Y, precisamente cuando todo parecía más oscuro, Alfred comprobó con sorpresa que en su interior cobraba vida, vacilante, un leve hálito de esperanza.
Si Haplo estaba muerto y Xar había utilizado la nigromancia en él, sin duda el Señor del Nexo ya se encontraría en la Séptima Puerta y no los necesitaría.
Algo había salido mal... o bien.
Los signos mágicos seguían iluminándose en la pared. Prendían uno tras otro con la rapidez de un incendio. En algunos lugares, donde las grietas de la pared interrumpían los signos, las runas permanecían apagadas. Los sartán de Abarrach habían terminado por olvidar la manera de restaurar su magia. Con todo, las interrupciones nunca detenían por completo el flujo. La luz mágica saltaba los signos estropeados, prendía el siguiente y así continuaba. Lo único que Alfred debía hacer era mantener la imagen de las mazmorras en su mente y las runas los conducirían hacia allí.
« ¿Y hacia qué?», se preguntó Alfred con temor.
En aquel instante, tomó una determinación. Si se equivocaba y Xar había convertido a Haplo en uno de los desdichados no muertos, él pondría fin a tan terrible existencia y proporcionaría la paz a su amigo patryn. No importaba lo que cualquiera alegara ni que alguien intentara impedirlo.
Los signos mágicos los condujeron hacia abajo de manera paulatina. Alfred había estado en las mazmorras con anterioridad y comprobó que iban en la dirección correcta. Lo mismo le pareció a Marit, que encabezaba la marcha con paso rápido e impaciente. Los dos se mantuvieron en guardia, pero no vieron nada. Ni siquiera los muertos ambulantes recorrían aquellos pasadizos.
Anduvieron tanto tiempo, sin ver nada salvo las runas sartán de la pared y el leve resplandor de las runas patryn de la piel de Marit, que Alfred cayó en una especie de trance horrífico.
Cuando Marit se detuvo bruscamente, el sartán, que avanzaba como un sonámbulo, tropezó con ella.
La mujer lo empujó contra la pared con un siseo disimulado.
—Veo luz ahí delante —anunció en voz muy baja—. Antorchas. Y ya sé dónde estamos. Delante de nosotros se encuentran las celdas. Probablemente, Haplo está preso en una de ellas.
—Aquí abajo todo parece muy tranquilo —cuchicheó Alfred—. Demasiado tranquilo...
Marit no le hizo caso y continuó avanzando por el pasadizo en dirección a la luz de las antorchas.
Alfred no tardó mucho en encontrar la celda. Los signos mágicos de la pared ya no lo guiaban; en las mazmorras, la mayoría de las runas sartán habían sido rotas o borradas deliberadamente. A pesar de ello, Alfred avanzó hacia el lugar correcto sin la menor vacilación, como si unos signos invisibles, creados por su propio corazón, se encendieran ante sus ojos.
El sartán echó una ojeada al interior de la celda antes de penetrar en ella y agradeció haberlo hecho. Haplo yacía en un lecho de piedra, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. No se movía. No respiraba.
Marit venía detrás, atenta y vigilante. Alfred tuvo un momento para dominar sus emociones antes de que la patryn, al ver que su compañero se detenía, adivinara de inmediato qué había descubierto.
La mujer se le adelantó en un abrir y cerrar de ojos. Alfred intentó retenerla, pero ella se desasió.
A toda prisa, Alfred hizo desaparecer los barrotes con una palabra mágica para evitar que Marit se lastimara tratando de pasar entre ellos. La patryn se detuvo un instante junto al lecho de piedra y a continuación, con un sollozo, se dejó caer de rodillas. Tomó la mano fría y sin vida de Haplo y empezó a frotarla como si pudiera hacerla entrar en calor. Las runas tatuadas en la piel del yaciente emitían un leve resplandor, pero la carne helada carecía de vida.
—Marit... —Alfred rompió el silencio con apuro, en voz baja—. No puedes hacer nada.
Los ojos del sartán se llenaron de lágrimas amargas; lágrimas de pesar y de lacerante dolor, pero también de alivio. Haplo estaba muerto, sí; ¡pero estaba muerto por completo! No ardía dentro de él, como una vela dentro de una calavera, asomo alguno de aquella horrible vida mágica. El cuerpo yacía sereno, con los ojos cerrados y el rostro relajado, libre de dolor.
—Ahora está en paz —murmuró. Penetró en la celda con lentitud y se detuvo junto a su enemigo y amigo.
Marit había vuelto a depositar la fláccida mano de Haplo sobre el pecho de éste, encima de la runa del corazón, y en aquel momento estaba sentada en el suelo, encogida, lamentándose a solas en un silencio dolorido, desgarrado.
Alfred se dio cuenta de que debía decir algo, rendir tributo de homenaje a su compañero de tribulaciones, pero las palabras resultaban inadecuadas. ¿Qué se decía a alguien que se había asomado al interior de uno y había visto, no lo que uno era, sino lo que podía ser? ¿Qué se decía a alguien que había forzado a manifestarse a aquella otra persona mejor que se escondía dentro de uno? ¿Qué se decía a quien le había enseñado a uno a vivir, cuando uno se habría dejado morir?
Todo aquello había hecho Haplo. Y ahora estaba muerto. Había entregado la vida por él, se dijo Alfred, por los mensch y por los patryn. Todos se habían servido de su fuerza y tal vez, sin saberlo, cada uno de ellos había terminado por consumir una parte de su energía vital.
—Mi querido amigo —susurró con voz entrecortada. Se inclinó sobre el yaciente y posó la mano sobre la de Haplo, encima de la runa del corazón—.
Continuaré la lucha, te lo prometo. Retomaré las cosas donde tú las has dejado y haré lo que pueda. Tú descansa. No te preocupes más por el tema. Adiós, amigo mío. Adiós...
En aquel momento, las palabras de Alfred fueron interrumpidas por un gruñido.
CAPÍTULO 13
NECRÓPOLIS
ABARRACH
« ¡No, muchacho! ¡Quieto!» La voz de Haplo era insistente y perentoria. Su orden era terminante, estricta.
Sin embargo...
El perro se encogió y emitió un leve gañido. Éstos eran amigos de confianza, gente que podía enderezar las cosas. Y, por encima de todo, era gente que se sentía desesperadamente infeliz. Gente que necesitaba un perro.
El animal se incorporó a medias.
« ¡No, perro!», la voz de Haplo repitió la advertencia, seca y severa. « ¡No. ¡Es una trampa...!» ¡Ah!, se trataba de eso. ¡Una trampa! Aquellos amigos de confianza se encaminaban directamente hacia una trampa. Y, evidentemente, su amo sólo pensaba en la seguridad de su fiel perro. Lo cual, hasta donde el animal alcanzaba a razonar, dejaba la decisión... en sus patas.
Con un soplido jubiloso y excitado, el perro se levantó de su escondite y avanzó alegremente por el pasadizo.
— ¿Qué ha sido eso? —Alfred dirigió una mirada temerosa a su alrededor—.
He oído algo...
Se asomó al corredor y vio un perro. Brusca e inesperadamente, se encontró sentado en el suelo.
— ¡Oh! ¡Oh, vaya! —Repitió una y otra vez—. ¡Oh!
El animal entró en la celda de un brinco, saltó al regazo de Alfred y le lamió la cara.
Alfred rodeó el cuello del animal con los brazos y se echó a llorar.
El perro rehuyó las sensiblerías de Alfred, se liberó de su abrazo y se encaminó hacia Marit. Con mucho cuidado, el animal alzó una pata y la posó en el brazo de la patryn.
Ella acarició la pata tendida, hundió la cara en el cuello del perro y también rompió a sollozar. Con un gañido compasivo, el perro se volvió hacia Alfred, suplicante.
— ¡No llores, Marit! ¡Está vivo! —Alfred enjugó sus propias lágrimas.
Arrodillado junto a la patryn, puso las manos en sus hombros y la obligó a levantar la cara y a mirarlo—. El perro... Haplo no está muerto. Todavía no. ¿No lo ves?
Marit miró al sartán como si pensara que se había vuelto loco.
—No sé cómo. Ni yo mismo lo entiendo —murmuró Alfred—. El hechizo de la nigromancia, probablemente. O tal vez Jonathon ha tenido algo que ver con ello.
Quizás han sido ambas cosas. O ninguna de ellas. ¡Sea como fuere, si el perro está vivo, Haplo también lo está!
—No comprendo... —Marit estaba desconcertada.
—Déjame ver si logro explicarlo.
Olvidando por completo dónde estaba, Alfred se acomodó en el suelo, dispuesto a lanzarse a una perorata. Pero el perro tenía otros planes. Atrapó en la boca la puntera de uno de los zapatones de Alfred, hundió los dientes y empezó a tirar.
—Cuando Haplo era joven... Buen perro —el sartán se interrumpió e intentó convencer al animal de que soltara el zapato—. Cuando era joven, en el Laberinto... Perro, bonito, suelta de una vez... ¡Oh, vaya...!
El perro había soltado el zapato y, esta vez, tiraba de la manga del sartán.
—El perro quiere que nos vayamos —observó Marit.
Con cierta vacilación, la patryn se incorporó. El perro se olvidó de Alfred y volvió la atención hacia ella. Enseguida, presionó con el flanco las piernas de la mujer, tratando de conducirla hacia la puerta de la celda.
—No voy a ninguna parte —declaró ella, asiendo con energía la piel floja del cuello del animal al tiempo que detenía sus pasos—. No pienso dejar a Haplo hasta que entienda qué ha sucedido.
— ¡Es lo que intento explicarte! —exclamó Alfred en tono lastimero—. Pero no hay más que interrupciones. Todo tiene que ver con los impulsos «buenos» de Haplo: compasión, piedad, amor... Haplo fue educado en la creencia de que tales sentimientos eran muestras de debilidad.
El perro emitió un gruñido sordo y estuvo a punto de derribar a Marit en su nuevo intento de impulsarla hacia la puerta de la celda.
— ¡Basta, perro! —ordenó la patryn. Miró a Alfred y añadió—: Continúa.
Con un suspiro, el sartán asintió.
—A Haplo le resultaba cada vez más difícil conciliar sus auténticos sentimientos con los que él creía que debía tener. ¿Sabías que te buscó, cuando lo dejaste? Se dio cuenta de que te amaba, pero no podía reconocerlo... ni ante sí mismo, ni ante ti.
Marit dirigió la vista al cuerpo que reposaba en el lecho de piedra. Incapaz de articular palabra, movió la cabeza.
—Cuando Haplo creyó que te había perdido, entró en un estado de creciente infelicidad y confusión —continuó Alfred—. Y esa confusión lo encolerizó. Concertó todas sus energías en derrotar al Laberinto y escapar de él. Y por fin avistó su objetivo, la Ultima Puerta. Cuando llegó a ella, comprendió que había ganado, pero la victoria no lo complació como él había esperado. Muy al contrario, lo aterrorizó.
¿Qué reservaba la vida, una vez que hubiera cruzado la Puerta? Nada...
»Cuando fue atacado en la Puerta, Haplo luchó con desesperación. Su instinto de conservación es muy poderoso. Pero cuando el caodín lo hirió de gravedad, vio su oportunidad. Podía encontrar la muerte a manos del enemigo. Tal muerte sería honorable; nadie podría decir lo contrario y eso lo liberaría de los terribles sentimientos de culpa, de las dudas respecto a sí mismo y de los remordimientos.
»Una parte de Haplo estaba decidida a morir, pero otra parte, la mejor de él, se negaba a rendirse. Y en aquel momento, herido y debilitado tanto física como anímicamente, irritado consigo mismo, Haplo encontró la solución a su problema.
Lo hizo inconscientemente. Creó ese perro.
Para entonces, el animal en cuestión había abandonado sus intentos de hacer salir de la celda al par de amigos de su amo. Se dejó caer sobre el vientre, apoyó la testuz en el suelo, entre las patas, y contempló a Alfred con expresión resignada y afligida. Lo que sucediera en adelante no sería culpa suya.
— ¿Que Haplo creó el perro? —Repitió Marit, incrédula—. Entonces... ¿no es real?
— ¡Oh, sí que es real! —Alfred sonrió con una mueca pesarosa—. Real como las almas de los elfos que revolotean en ese jardín. Real como los fantasmas atrapados en los lázaros.
— ¿Y ahora, qué? —Marit observó al animal con aire dubitativo—. ¿Qué sucede ahora?
—No estoy seguro. —Alfred se encogió de hombros en un gesto de impotencia—. Parece que el cuerpo de Haplo se encuentra en un estado de animación suspendida, como el sueño permanente de mi pueblo...
De pronto, el perro se incorporó de un salto. Tenso, con el vello del lomo erizado, miró fijamente hacia el pasadizo en sombras.
—Ahí fuera hay alguien —dijo Alfred al tiempo que se ponía en pie con torpeza.
Marit no se movió. Su mirada fue de Haplo al perro.
—Quizá tengas razón. Las runas de su piel están iluminadas. —La sartán miró a Alfred—. Tiene que haber un modo de devolverlo a la vida. Tal vez la nigromancia...
Alfred palideció y retrocedió un paso.
— ¡No! ¡Por favor, no me lo pidas!
— ¿Qué significa, ese « ¡No!»? ¿Que no se puede hacer? ¿O que no quieres hacerlo? —quiso saber Marit.
—No se puede... —respondió Alfred débilmente.
— ¡Sí se puede! —dijo una voz, procedente del pasadizo.
«... se puede...» repitió un eco lúgubre.
El perro lanzó un seco ladrido de advertencia.
El lázaro que había sido el dinasta, gobernante de Abarrach, entró en la celda arrastrando los pies.
Marit desenvainó la espada.
— ¡Kleitus! —Su tono era gélido, aunque había un ligero temblor en su voz—.
¿Qué buscas aquí?
El lázaro no prestó atención a la patryn, ni al perro, ni al cuerpo yaciente en el lecho de piedra.
— ¡La Séptima Puerta! —respondió con un espantoso destello de vida en sus ojos muertos.
«... Puerta...», suspiró el eco.
—No..., no sé a qué te refieres —fue la débil réplica de Alfred. Éste había adquirido una palidez extrema y el sudor le perlaba la calva.
—Claro que sí —insistió Kleitus—. ¡Eres un sartán! Entra en la Séptima Puerta y encontrarás el modo de liberar a tu amigo. —La mano salpicada de sangre del lázaro señaló a Haplo—: De devolverle la vida.
— ¿Es cierto eso? —preguntó Marit.
En torno a Alfred, los muros de la celda empezaban a encogerse y a arrugarse, a palpitar y a acercarse. La oscuridad empezaba a hacerse enorme, a hincharse y expandirse. Parecía a punto de asaltarlo, de engullirlo...
« ¡No te desmayes, maldita sea!», exclamó una voz.
Una voz familiar. ¡La de Haplo!
Alfred abrió los ojos, muy brillantes. Las sombras retrocedieron. Buscó el origen de la voz y encontró los acuosos ojos del perro fijos en su rostro con una mirada penetrante.
Alfred pestañeó y tragó saliva.
— ¡Sartán bendito!
«No hagas caso al lázaro. Es una trampa», continuó la voz de Haplo; la voz procedía del interior de Alfred, de su cabeza. O tal vez de aquella huidiza porción de sí mismo que era su propia alma.
—Es una trampa —repitió en voz alta, sin ser muy consciente de lo que decía.
«No vayas a la Séptima Puerta. No permitas que el lázaro te convenza. Ni él, ni nadie. No vayas.» —No voy a ir. —Alfred tuvo la confusa impresión de ser el eco de un lázaro—.
Lo siento... —añadió, dirigiéndose a Marit.
« ¡No te disculpes!» ordenó Haplo con irritación. «Y no dejes que Kleitus te engañe. El lázaro sabe muy bien dónde está la Séptima Puerta. Murió en esa sala.» — ¡Pero no puede volver a entrar! — lfred comprendió por fin la situación de Kleitus—. ¡Las runas defensivas se lo impiden!
«Y no tiene ningún interés en mí», añadió Haplo con sequedad. «Sólo piensa en él. ¡Quizás espera que le devuelvas la vida a él!» —No seré yo quien te ayude a entrar —proclamó Alfred.
— ¡Cometes un error, sartán! —masculló el lázaro.
«... un error, sartán...» —Yo estoy de tu parte. Somos hermanos. —Kleitus avanzó varios pasos, arrastrando los pies—. Si me devuelves la vida, seré fuerte y poderoso. ¡Mucho más poderoso que Xar! ¡Él lo sabe y me teme! ¡Ven, deprisa! ¡Es tu única oportunidad de escapar de él!
— ¡No lo haré! —Alfred se estremeció.
El lázaro avanzó hacia él. Alfred retrocedió hasta que topó con la pared y no pudo seguir haciéndolo. Entonces presionó la piedra con las manos como si fuera a filtrarse por ella.
— ¡No lo haré...!
« ¡Tenéis que salir de aquí!», insistió Haplo. « ¡Tú y Marit! ¡Estáis en peligro! Si Xar os encuentra aquí...» — ¿Y tú? —preguntó Alfred en un susurro cargado de añoranza.
Marit se volvió hacia él con una mueca de extrañeza y suspicacia.
— ¿Yo, qué?
— ¡No, no! —Alfred estaba perdiendo el dominio de sí—. Yo se lo decía..., se lo decía a Haplo.
— ¿A Haplo? —La patryn lo miró con ojos como platos.
— ¿No has oído lo que dice? —se extrañó Alfred y, en el momento de hacer la pregunta, se dio cuenta de que Marit no había captado nada. Ella y Haplo habían estado unidos, pero no habían intercambiado sus almas como habían hecho ellos dos en aquella ocasión, mientras cruzaban la Puerta de la Muerte.
Hizo un gesto con la mano, dando por cerrada la cuestión.
« ¡Olvídate de mí! ¡Marchaos de una vez! —Insistió Haplo—. ¡Utiliza tu magia!» Alfred tragó saliva. Se pasó la lengua seca por los labios e intentó en vano humedecer la garganta reseca antes de empezar a entonar las runas con voz quebrada y casi inaudible.
Kleitus entendió el olvidado lenguaje mágico lo suficiente como para comprender lo que se proponía y, alargando su demacrado brazo, atrapó a Marit.
—Canta una runa más y la entrego a los no muertos —amenazó a Alfred.
La patryn pugnó por soltarse e intentó atravesar al lázaro con su espada, pero el muerto ambulante no tenía limitaciones físicas. Con fuerza sobrehumana, arrancó la espada del puño de Marit y cerró su mano manchada de sangre en torno al cuello de su prisionera.
Los signos mágicos de la piel de Marit refulgieron brillantemente. Su magia entró en acción para defenderla. Cualquier ser vivo habría quedado paralizado por la descarga, pero el cadáver del dinasta absorbió el castigo sin efectos perceptibles.
Las largas uñas azuladas de la mano esquelética se hundieron en la carne de Marit. Ella se revolvió de dolor y reprimió un grito. La sangre resbaló por su piel.
Alfred pegó la lengua al paladar y se quedó paralizado. Marit estaría muerta antes de que él pudiera completar el hechizo.
— ¡Llévame a la Séptima Puerta! —exigió Kleitus y clavó las uñas aún más hondo.
Marit lanzó un grito y sus manos se agarraron frenéticamente a las del cadáver.
El perro soltó un aullido quejumbroso.
Marit empezó a jadear, buscando aire con desesperación. Kleitus la estaba estrangulando lentamente.
« ¡Haz algo!», reclamó Haplo, furioso.
— ¿Qué? —gimió Alfred.
— ¡Esto, sartán! ¡Haz esto!
El Señor del Nexo entró en la celda. Levantó la mano, trazó un signo mágico en el aire y lo lanzó hacia Kleitus como una centella.
CAPÍTULO 14
NECRÓPOLIS
ABARRACH
El signo mágico golpeó al lázaro en el pecho y estalló. Kleitus soltó una exclamación de rabia, pues el cadáver era insensible al dolor. Cayó al suelo y sus miembros muertos se agitaron y retorcieron espasmódicamente.
El lázaro luchó contra la magia hasta que, aparentemente, se sobrepuso a ella; con esfuerzo, empezó a incorporarse.
Xar pronunció unas palabras en tono cortante. La runa se expandió y sus brazos se hicieron tentáculos que rodearon al cadáver ambulante hasta reducirlo, pese a sus sacudidas.
Por fin, con un último estremecimiento, el lázaro quedó en el suelo, inmóvil.
El Señor del Nexo lo observó con recelo. Tal vez fingía, pensó. Desde luego, no lo había matado. No se podía matar lo que ya estaba muerto. Pero lo había dejado incapacitado, de momento. El signo mágico, que seguía emitiendo un leve resplandor, parpadeó hasta apagarse. El hechizo cesó. El lázaro continuó inmóvil.
Satisfecho, Xar se volvió a Alfred.
—Bien hallado, Mago de la Serpiente. Por fin.
Al sartán, los ojos casi le saltaron de las órbitas. Movió la mandíbula pero no surgió de su boca sonido alguno. El Señor del Nexo se dijo que no había visto nunca un individuo de aspecto más penoso y miserable, pero no se dejó engañar por la apariencia externa. El sartán era poderoso, extraordinariamente poderoso.
Aquella apariencia de debilidad y estupidez no era más que un disfraz.
—Aunque debo decir que me siento decepcionado contigo, Alfred —continuó Xar. No había nada de malo en dejar que el sartán pensara que había conseguido su propósito. El Señor del Nexo hundió la puntera de la bota en el lázaro inmóvil— . Tú podrías haberle hecho lo mismo, supongo.
Xar se inclinó sobre Marit.
—No estás malherida, ¿verdad, hija?
Débil y conmocionada, Marit rehuyó su contacto, pero no tenía dónde ocultarse. Su espalda tropezó con el pie del lecho de piedra. Su Señor la sostuvo.
Ella se encogió, pero Xar actuó con suavidad. La ayudó a ponerse en pie y la sostuvo cuando ella, desfallecida, se tambaleó.
—Las heridas que te ha hecho escuecen mucho. Sí, lo sé, hija. Yo también he experimentado el repulsivo contacto de los lázaros. Es algún veneno, supongo.
Pero yo puedo aliviarte.
Colocó la mano en la frente de Marit, apartó los cabellos y sus dedos volvieron a trazar con suavidad, delicadamente, el signo mágico que una vez había grabado en ella; la marca que aquella misma mano había roto, había desbaratado, en el Laberinto. Al contacto con sus dedos, la runa se cerró y se restauró por completo.
Marit no lo notó. Ardía de fiebre y estaba mareada y desorientada. Xar alivió su dolor en parte, pero no por completo.
—Pronto te sentirás mejor. Siéntate aquí —dijo su Señor, conduciéndola hasta el borde del lecho en el que yacía Haplo— y descansa. Tengo que tratar ciertos asuntos con el sartán.
— ¡Mi Señor! —Marit tomó la mano de Xar, se aferró a ella—. ¡Mi Señor, el Laberinto...! ¡Nuestro pueblo lucha por su vida!
Xar endureció la expresión.
—Lo sé, hija mía. Y me propongo regresar. Nuestra gente será capaz de resistir hasta que...
— ¡Mi Señor! ¡No lo comprendes! Las serpientes dragón han prendido fuego al Nexo. ¡La ciudad está en llamas! Nuestra gente..., ¡nuestro pueblo... muere...!
Xar se quedó boquiabierto. No podía dar crédito a lo que oía. Era imposible.
— ¿El Nexo, ardiendo?
Al principio creyó que lo engañaba, pero en aquel momento volvían a estar unidos y vio la verdad en la mente de Marit. Vio el Nexo, la hermosa ciudad de torreones con esbeltas agujas blancas, su ciudad. No importaba que la hubieran construido sus enemigos. Él había sido el primero en pisarla. El primero en tomar posesión de ella.
La había conseguido con sangre y con un esfuerzo incesante. Y había llevado a ella a su pueblo. Su gente había convertido la ciudad en su hogar.
Y en aquel momento, a través de los ojos de Marit, veía el Nexo rojo de llamas y negro de humo y de muerte.
—Todo aquello por lo que he trabajado... ha desaparecido... —murmuró. La fuerza con la que sostenía a Marit decreció.
—Mi Señor, si vuelves allí... —Marit retuvo su mano entre las de ella—. Si vuelves con tu gente, harás revivir la esperanza. ¡Ve con los tuyos, mi Señor! ¡Te necesitan!
Xar titubeó. Recordó...
... No cruzó la Última Puerta caminando. Lo hizo a gatas, arrastrándose con el vientre por el suelo entre sus soportes de piedra cubiertos de runas. Había dejado tras de sí un reguero de sangre, un rastro que marcaba su camino a través del propio Laberinto. Parte de la sangre era suya; la mayor parte, de sus enemigos.
Cuando dejó atrás la frontera, se derrumbó sobre la hierba mullida. Rodó sobre la espalda, levantó la vista al cielo crepuscular, un cielo de rojos difuminados y púrpuras vaporosos, orlados de oro y naranja. Tenía que curarse, que dormir. Ya lo haría, más adelante. De momento, quería percibirlo todo; también el dolor. Aquél era su momento de triunfo y, cuando lo recordara, quería recordar también el dolor que lo había acompañado.
El dolor, el sufrimiento. El odio.
Cuando se dio cuenta de que debía darse prisa en curarse o moriría, se incorporó sobre un codo y miró a su alrededor, buscando refugio.
Y entonces vio por primera vez la ciudad que sus enemigos habían denominado el Nexo.
Era hermosa. La piedra blanca reflejaba tenuemente los colores del crepúsculo perpetuo. Xar apreció su belleza, pero también vio algo más.
Vio gente, su gente, trabajando y viviendo allí en paz y tranquilidad. Sin más miedo a los lobunos, los snogs y los dragones.
Había sobrevivido al Laberinto. Lo había derrotado. Había escapado de él. Era el primero. El primero de todos. Pero no seguiría solo mucho tiempo. Volvería allí.
Al día siguiente, cuando estuviera completamente curado y descansado, volvería a atravesar la Puerta y rescataría a alguien más.
Sí, mañana volvería al Laberinto. Y al día siguiente. Volvería a entrar en aquella prisión terrible para conducir a su pueblo a la libertad. Llevaría a los suyos a aquella ciudad, a aquel refugio.
Las lágrimas le nublaron la vista. Unas lágrimas exprimidas de lo más profundo de Xar por el dolor, la fatiga y —por primera vez en su lúgubre existencia— por la esperanza.
Más tarde, mucho después, Xar contemplaría la ciudad con mirada clara y fría y vería ejércitos.
Pero, de momento, no era así. De momento, a través de las lágrimas, veía niños jugando...
En esta ocasión, en cambio, el cielo crepuscular aparecía negro de humo. Los cuerpos de los niños yacían en las calles, quemados y retorcidos.
Xar se llevó la mano a su runa del corazón, tatuada en su pecho hacía tantísimo tiempo. Entonces, su nombre era... ¿Cómo se llamaba en esa época?
¿Cuál era el nombre de aquel patryn que había cruzado a rastras la Ultima Puerta del Laberinto? Ya no lo recordaba. Lo había borrado y lo había rectificado con runas de fuerza y poder.
Igual que había modificado su visión.
¡Ah, ojalá pudiera recordar el nombre...!
—Volveré al Nexo —declaró Xar en el silencio impregnado de temor y respeto que emanaba de él. Un silencio que, por un instante, los había unido a todos en la esperanza. Que había unido a él incluso a su enemigo—. Volveré allí... a través de la Séptima Puerta.
Xar clavó su mirada en el sartán. Alfred, se hacía llamar. Pero aquél tampoco era su nombre real.
—Y tú me llevarás —añadió.
El perro soltó un sonoro ladrido, casi una orden. Pero podría haberse ahorrado la molestia.
—No —respondió Alfred al Señor del Nexo, con voz suave y triste—. No lo haré.
Xar dirigió la mirada al cuerpo tendido sobre el lecho de fría piedra.
—Tienes razón, sartán. Haplo aún está vivo. Pero también puedo hacer que deje de estarlo. ¿Qué te propones hacer al respecto?
Alfred palideció y se humedeció los labios, resecos.
—Nada —dijo y tragó saliva—. No puedo hacer nada.
— ¿De veras? —preguntó Xar en tono afable—. El hechizo de nigromancia al que lo he sometido conserva su cuerpo. Su esencia, lo que tú llamas el alma, está atrapada dentro del perro. Dentro del cuerpo de un animal estúpido.
—Hay quien diría que todos estamos atrapados así —replicó Alfred, pero lo hizo con voz tan baja que nadie, salvo el perro, lo oyó.
—Tú puedes cambiar todo esto —continuó Xar—. Puedes devolverle la vida a Haplo.
El sartán se estremeció.
— ¡No! ¡No puedo!
— ¡Un sartán mentiroso! —Exclamó Xar con una sonrisa—. No habría creído posible tal cosa.
—No miento —aseguró Alfred, al tiempo que se erguía con aire digno—. Para formular el hechizo de nigromancia utilizaste la magia patryn, de modo que no puedo eliminarlo ni modificarlo...
— ¡Ah!, pero podrías... —lo interrumpió el Señor del Nexo—. Dentro de la Séptima Puerta, podrías.
Alfred levantó las manos como para protegerse de un ataque, aunque nadie había hecho el menor movimiento hacia él. Luego, retrocedió hasta un rincón y contempló la celda como si la viese por primera vez como lo que era: una cárcel.
— ¡No puedes pedirme tal cosa!
—Te lo pedimos los dos, ¿verdad, hija? —Xar se volvió hacia Marit. La patryn, tiritando de fiebre, alargó una mano temblorosa hasta tocar la helada piel de Haplo.
—Alfred...
— ¡No! —Alfred se encogió contra la pared—. ¡No me pidas eso! A Xar no le importa Haplo. ¡Tu Señor se propone destruir el mundo, Marit!
— ¡Lo que me propongo es deshacer lo que vosotros urdisteis, sartán! — Exclamó Xar, perdiendo la paciencia—. ¡Volver a unir los cuatro mundos...!
— ¡Y convertirte en su único dueño y gobernarlo todo! Pero no podrías hacerlo, igual que Samah no pudo dominar los mundos que él creó. Lo que hizo estuvo mal, pero ha pagado por sus crímenes. Con el tiempo, el mal se ha corregido. Los mensch han construido nuevas existencias en estos mundos. Si haces lo que te propones, millones de inocentes morirán...
—Los supervivientes quedarán en mejor posición —replicó Xar—. ¿No era eso lo que decía Samah?
— ¿Y qué me dices de tu gente, atrapada en el Laberinto?
— ¡Será liberada! ¡Yo me encargaré de ello!
—Lo que harás será condenarlos. Los patryn tal vez escapen del Laberinto, pero no escaparán nunca de la nueva prisión que construirás para ellos. Una cárcel de miedo. Lo sé muy bien —añadió Alfred en un susurro pesaroso—. He pasado casi toda mi vida en una de ellas.
El Señor del Nexo guardó silencio. Pero no porque reflexionara sobre las palabras de Alfred, pues había dejado de prestar atención al sartán gimoteante.
Xar trataba de encontrar el modo de forzar a aquel tipejo despreciable a cumplir su voluntad. El patryn era consciente del poder de Alfred; probablemente, lo conocía mejor que el propio sartán. Xar no dudaba que podía vencerlo, si se producía un combate entre los dos, pero no saldría ileso del lance, y era posible que Alfred resultara muerto en el enfrentamiento. Y, ante la poca suerte de Xar con la nigromancia, no era aconsejable tal resultado.
Había una posibilidad...
—Creo que será mejor que te retires a lugar seguro, hija. —Xar sujetó con firmeza a Marit y la apartó del lecho de piedra en el que reposaba el cuerpo de Haplo.
El Señor del Nexo trazó una serie de runas en la base del lecho y pronunció una orden.
La piedra estalló en llamas.
— ¿Qué..., qué estás haciendo, mi Señor? —gritó Marit.
—No puedo resucitar a Haplo —explicó Xar con toda tranquilidad—. Y el sartán no utilizará su poder para devolverlo a la vida. Por lo tanto, el cuerpo no me sirve de nada. Ésta será la pira funeraria de mi siervo.
— ¡No! ¡No puedes hacer eso, mi Señor! —Marit se lanzó sobre Xar y se agarró a sus ropas, suplicante—. ¡Por favor! ¡Esto..., esto destruirá a Haplo!
Los signos mágicos se extendieron lentamente alrededor del pie del lecho de piedra hasta formar un círculo de llamas y éstas ascendieron por la piedra devorando la magia, ya que no tenían otro combustible.
Hasta que alcanzaron el cuerpo.
Demasiado débil y enferma como para mantenerse en pie, a causa del veneno del lázaro, Marit se postró de rodillas.
— ¡Mi Señor, te lo ruego!
Xar extendió la mano y acarició los cabellos de su sierva, apartándolos de su frente.
—No me supliques a mí, hija. Es el sartán quien tiene en su mano salvar a Haplo. ¡Ruégale a él!
Las llamas se multiplicaban y se hacían más altas. El calor se incrementaba.
—Yo... —Alfred abrió la boca.
« ¡No!», le instó Haplo.
El perro miró a Alfred con severidad y lanzó un gruñido de advertencia.
—Pero si tu cuerpo se quema... —murmuró Alfred con la vista fija en las llamas.
« ¡Que se queme! Y si Xar abre la Séptima Puerta, ¿qué? Tú mismo has dicho lo que sucedería.» Alfred tragó saliva y buscó aire con un jadeo.
—No puedo quedarme aquí, mirando, sin intervenir...
« ¡Entonces, desmáyate, maldita sea!», respondió la voz de Haplo, con irritación. « ¡Ésta es la única ocasión de tu vida en que tus desvanecimientos serían de utilidad!» —Pues no lo haré —declaró Alfred. Poco a poco, recuperó la firmeza e incluso ensayó una débil sonrisa—. Y me temo que debo encerrarte en mi prisión durante un tiempo, amigo mío.
El sartán inició una danza, moviéndose con aire solemne al son de una música que tarareaba por lo bajo.
Xar lo observó con recelo, preguntándose qué tramaba el Mago de la Serpiente. Un hechizo de ataque no, desde luego. Dadas las reducidas dimensiones de la celda, sería demasiado peligroso.
— ¡Perro, ve con Marit! —Murmuró el sartán al tiempo que hacía un grácil paso de baile para salvar el bulto del animal—. ¡Ahora!
El animal corrió al lado de Marit y se quedó junto a ella, atento, en actitud protectora. En aquel mismo instante, dos ataúdes de cristal se materializaron en la estancia. Uno cubrió el cuerpo de Haplo. El otro envolvió al Señor del Nexo.
Dentro del ataúd de Haplo, las llamas menguaron hasta apagarse.
En el interior del otro ataúd, Xar pugnó por liberarse, rojo de rabia e impotencia.
Alfred ayudó a Marit a levantarse y a escapar de la celda. Juntos, salieron al oscuro pasadizo. El perro los siguió, pisándoles los talones.
— ¡Fuera! —Exclamó Alfred, haciendo uso de su magia—. ¡Queremos salir de aquí!
A lo largo de la parte inferior de la pared, la hilera de signos mágicos azules se iluminó de nuevo. Cargado con Marit, Alfred siguió el camino que indicaban las runas, tambaleándose a ciegas en la oscuridad apenas rota por el fulgor mortecino de los signos mágicos. Sin embargo, pronto le pareció que el pasadizo descendía, que penetraba aún más profundamente bajo la superficie de Abarrach...
Y entonces lo asaltó el pensamiento aterrador de que aquellas runas tal vez lo guiaban directamente hacia la Séptima Puerta. Al fin y al cabo, los signos mágicos lo conducirían donde él quisiera y, en efecto, al invocarlos tenía en su mente la imagen de la Puerta.
« ¡Bien, pues aparta esa idea de tu mente!», le ordenó la voz de Haplo. « ¡Piensa en la Puerta de la Muerte! ¡Concéntrate en eso!» —Sí —dijo Alfred con un jadeo—. La Puerta de la Muerte...
De repente, los signos mágicos emitieron un destello y se apagaron, dejándolos sumidos en una oscuridad espantosa, que entorpecía su mente.
CAPÍTULO 15
NECRÓPOLIS
ABARRACH
Encerrado en el ataúd por la magia sartán, Xar calmó su cólera y se cargó de paciencia para liberarse. Como un cuchillo afilado, su cerebro se deslizó en cada unión de las runas sartán, buscando un punto débil. Lo encontró y se aplicó a él con empeño, para descomponer la runa y mellar su magia. Cuando abrió una grieta, el resto de la estructura rúnica, realizada apresuradamente por Alfred, se desmoronó.
Xar reconoció su mérito al sartán: el Mago de la Serpiente era muy hábil.
Hasta entonces, ninguna magia había paralizado y confundido por completo al Señor del Nexo. De no haber sido la situación tan crítica, tan apurada, Xar habría disfrutado del ejercicio mental.
Estaba en la celda de la prisión, sin otra compañía que la de Kleitus, y aquel montón de huesos y carne putrefacta apenas contaba. El lázaro continuaba bajo las ataduras del hechizo del patryn y no se movió. Xar no le prestó atención y dio unos pasos hasta llegar junto al cuerpo de Haplo, encerrado en el ataúd mágico del sartán.
El fuego funerario se había apagado. Si quería, Xar podía encenderlo de nuevo. Podía romper la magia que protegía a Haplo como había hecho con la que lo encarcelaba a él.
Pero no lo hizo.
Contempló el cuerpo yaciente y sonrió.
—No te abandonarán, hijo mío. Por mucho que intentes convencerlos, no lo harán. ¡Por tu culpa, Alfred me conducirá a la Séptima Puerta!
Xar se llevó la mano a la runa de la frente, la misma que había trazado, destruido y vuelto a dibujar en la frente de Marit. Una vez más, estaban unidos.
Una vez más, compartía los pensamientos y oía las palabras de su hija. Pero en esta ocasión, si era cauto, Marit no sería consciente de su presencia.
El Señor del Nexo abandonó las mazmorras e inició la persecución.
Los signos mágicos habían dejado de iluminar su camino. Alfred consideró que era consecuencia de la confusión que reinaba en su mente, incapaz de decidir adonde ir. Después, se dijo que quizá fuese más seguro viajar sin guía. Si no sabían adonde iban, nadie podría saberlo tampoco. Así se lo dictaba su confusa lógica.
Invocó una runa y la hizo brillar débilmente en el aire, delante de él; el resplandor bastó para permitirles avanzar. Lo hicieron a trompicones, lo más deprisa posible, hasta que Marit no pudo continuar.
Alfred comprendió que la patryn estaba muy enferma. Notaba el calor del veneno en su piel tatuada. Su cuerpo se estremecía; el dolor la atenazaba, la torturaba. Marit se había esforzado con bravura por mantener la marcha, pero, en el último centenar de pasos, Alfred se había visto obligado a llevarla casi en volandas. Finalmente, era un peso muerto. Alfred tenía los brazos temblorosos y entumecidos de fatiga. No pudo seguir sosteniéndola, y Marit se derrumbó en el suelo.
El sartán se arrodilló a su lado. El perro lanzó un gañido y hundió el hocico en la fláccida mano de la patryn.
—Dame tiempo... para recuperarme —dijo ella entre jadeos.
—Puedo ayudarte... —Alfred se inclinó sobre ella y la miró en la penumbra.
—No. Monta guardia —le ordenó ella. Los tatuajes de su piel apenas emitían su débil resplandor—. Tu magia no detendrá a Xar... mucho tiempo.
Se sentó hecha un ovillo, con las rodillas encogidas hasta la barbilla y la cabeza apoyada en ellas. Rodeó las piernas con los brazos, bajó los párpados y cerró el círculo de su ser. Los signos mágicos de sus brazos brillaron con más calor, y los escalofríos cesaron. Encogida en la oscuridad, Marit se envolvió en calor.
Alfred observó con inquietud. Por lo general, se requería un sueño curativo para que un patryn se recuperara por completo. Se preguntó si se habría quedado dormida, y qué hacer si así era. Estuvo muy tentado de dejarla descansar, pues no había observado el menor rastro de que Xar los siguiera.
Tímidamente, alargó la mano para apartar los mechones húmedos de la frente de la mujer. Y entonces vio, con una punzada de dolor, que el signo que Xar había grabado en su frente, el signo mágico que unía a la patryn con su Señor, estaba entero otra vez.
Alfred se apresuró a retirar la mano.
— ¿Qué...? —Sorprendida ante el helado tacto del sartán, Marit alzó la cabeza—. ¿Qué sucede?
—Nada..., nada —balbuceó Alfred—. Yo... pensaba que querrías dormir...
— ¿Dormir? ¿Te has vuelto loco?
Rechazando su ayuda, Marit se puso en pie con esfuerzo.
La fiebre había bajado, pero las marcas del cuello seguían claramente visibles:
unos cortes negros, que interrumpían los luminosos trazos de los tatuajes rúnicos.
Marit se frotó las heridas con una mueca de dolor, como si quemaran.
— ¿Adonde vamos?
« ¡Fuera de aquí!», ordenó Haplo con urgencia. «Fuera de Abarrach. A través de la Puerta de la Muerte.» Alfred miró al perro y no supo muy bien qué responder. Marit vio su mirada y comprendió lo que sucedía. Movió la cabeza y declaró:
—No voy a dejar a Haplo.
—No podemos hacer nada por él, Marit...
La mentira de Alfred se perdió en el silencio. Sí que había algo que él podía hacer. Lo que Kleitus había dicho era cierto. Alfred, a esas alturas, le había dado muchas vueltas en la cabeza al asunto de la Séptima Puerta. Había repasado todo lo que había oído al respecto de boca de Orla, quien le había descrito cómo Samah y el Consejo habían utilizado la magia de la Séptima Puerta para efectuar la Separación de los mundos. Alfred también había hurgado en su propia memoria, evocando pasajes que había leído en los libros de los sartán. De todo ello dedujo que, una vez en ella, podía utilizar la poderosa magia de la Puerta para obrar maravillas inimaginables. Podía devolverle la vida a Haplo. Podía ofrecer el descanso en paz a Hugh la Mano. Podía, tal vez, incluso acudir en ayuda de quienes libraban su lucha desesperada en el Laberinto.
Pero la Séptima Puerta era el único lugar de los cuatro mundos en el que Alfred no se atrevía a entrar. No mientras Xar acechara, esperando a que lo hiciera.
El perro iba y venía por el pasadizo con paso nervioso.
« ¡Desaparece de aquí, sartán!», dijo Haplo, leyéndole los pensamientos como de costumbre. « ¡Es a ti a quien busca Xar!» — ¡Pero no puedo dejarte! —protestó Alfred.
—Claro que no. —Marit le dirigió una mirada de perplejidad—. Nadie ha dicho que fueras a hacerlo.
«Muy bien, pues», respondía Haplo al mismo tiempo. «No me dejes. ¡Lleva contigo al perro! Mientras el maldito animal esté a salvo, Xar no puede hacerme nada.» Alfred oyó las dos voces que le hablaban simultáneamente y empezó a abrir y cerrar la boca con desesperada confusión.
—El perro... —murmuró, tratando de asirse a un punto sólido en la extraña conversación.
«Tú y Marit llevad al perro a un mundo donde esté seguro», repitió Haplo en tono paciente e insistente. «A uno donde Xar no pueda encontrarlo. Pryan, tal vez...» Parecía una sugerencia acertada, cargada de sensatez: ponerse ellos mismos y al perro a salvo de riesgos. Pero había algo en la propuesta que no terminaba de encajar. Alfred sabía que, si se tomaba el tiempo necesario para detenerse a pensar a fondo en el asunto, descubriría dónde estaba la incongruencia; sin embargo, entre el miedo, la confusión y la sorpresa de poder comunicarse con Haplo de aquella manera, Alfred se hallaba completamente perplejo.
Marit estaba apoyada contra la pared con los ojos cerrados. Su magia, evidentemente, estaba demasiado debilitada a causa de la herida y no alcanzaba a sostener a la patryn, la cual, de nuevo, tiritaba con visibles muestras de dolor. El perro se agazapó a sus pies y la contempló con desolación.
«Si no se cura a sí misma... o si no la curas tú, sartán..., Marit morirá», dijo Haplo con tono urgente.
—Sí, tienes razón.
Alfred tomó una decisión y rodeó con el brazo los hombros de Marit; ella se puso tensa al notar el contacto, pero pronto se dejó caer contra él, sin fuerzas.
Era muy mala señal.
— ¿Con quién estás hablando? —murmuró.
—Olvida eso —respondió el sartán sin alterar la voz—. Vamos...
Marit abrió los ojos como platos. Durante un momento, su cuerpo recuperó el vigor y una nueva esperanza alivió sus padecimientos.
— ¡Haplo! —exclamó—. ¡Estás hablando con Haplo! ¿Cómo es posible?
—Una vez, Haplo y yo compartimos nuestras conciencias. Fue en la Puerta de la Muerte. Nuestras mentes cambiaron de cuerpo...
Por lo menos —añadió Alfred con un suspiro—, es la única explicación que se me ocurre.
Marit permaneció callada largo rato; por fin, murmuró en voz baja:
—Podríamos acudir a la Séptima Puerta enseguida, mientras mi Señor sigue aprisionado por tu magia.
Alfred titubeó y, mientras el pensamiento penetraba en su mente, los signos mágicos de la pared cobraron vida de pronto e iluminaron un pasadizo que, hasta aquel momento, había permanecido en sombras. En unas sombras tan densas que su existencia les había pasado totalmente inadvertida.
—Eso es —exclamó Marit, admirada—. Ése es el camino...
Alfred tragó saliva, excitado, tentado... y temeroso.
Pero, bien mirado, ¿cuándo no había tenido miedo, en toda su vida?
« ¡No vayas!», le recomendó Haplo. «Esto no me gusta. A estas alturas, Xar ya debe de haberse liberado de tu hechizo.» Alfred vaciló.
— ¿Sabes dónde está? ¿Puedes verlo?
«Lo que veo, es a través de los ojos del perro. Mientras tengas al chucho contigo, me tendrás también a mí... aunque no sé si esto va a servirnos de algo.
Olvídate de la Séptima Puerta y abandona Abarrach mientras tienes ocasión de hacerlo.» — ¡Alfred, por favor! —suplicó Marit al tiempo que se apartaba del sartán e intentaba sostenerse sola—. Mira, ya estoy bien...
Con un seco ladrido, el perro se incorporó a cuatro patas.
A Alfred le dio un vuelco el corazón.
—Yo no... Haplo tiene razón. Xar está buscándonos. ¡Tenemos que dejar Abarrach! Nos llevaremos al perro —añadió, con la vista fija en Marit, quien lo observaba con mirada iracunda. El fulgor de las runas brillaba en los febriles ojos de la patryn—. Iremos a alguna parte donde podamos descansar y tú puedas restablecerte debidamente. Después, volveremos aquí. Te lo prometo...
Marit lo apartó de un empujón, dispuesta a dejarlo atrás, a pasar por encima de él... o a través de él, si era necesario.
—Si no quieres llevarme a la Séptima Puerta, encontraré el...
La patryn se interrumpió a media frase. Un espasmo le estremeció el cuerpo, y se llevó las manos al cuello mientras, con dificultad, intentaba tragar aire.
Doblada por la cintura, cayó al suelo a cuatro patas.
— ¡Marit! —Alfred la tomó en brazos—. Tienes que salvarte tú, si quieres hacer algo por Haplo.
—Está bien —susurró ella, medio asfixiada—. Pero... volveremos a buscarlo.
—Te lo prometo —asintió Alfred, sin abrigar la menor duda al respecto—.
Ahora, volvamos a la nave.
Los signos mágicos que conducían hacia la Séptima Puerta parpadearon y se apagaron.
Alfred empezó a entonar las runas en tono bajo y sonoro. Unos signos mágicos que brillaban tenuemente envolvieron al sartán, a Marit y al perro. Alfred continuó cantando las runas que abrían la posibilidad de que estuvieran a bordo de la nave...
Y, en un abrir y cerrar de ojos, el sartán y sus dos compañeros se encontraron en cubierta.
Y allí, esperándolos, estaba el Señor del Nexo.
CAPÍTULO 16
PUERTO SEGURO
ABARRACH
Alfred parpadeó, con los ojos muy abiertos. Marit, a punto de caerse, se sujetó a él.
Xar no prestó atención a ninguno de los dos, sino que alargó la mano para coger al perro, que permaneció quieto, con las patas rígidas y los dientes al descubierto, entre gruñidos.
« ¡Dragón!», dijo Haplo.
¡Dragón!
Alfred se aferró a la posibilidad, al encantamiento. Dio un gran brinco en el aire y su cuerpo se contorsionó y danzó al son de la magia hasta que, de pronto, dejó de estar en la nave y se encontró volando a gran altura sobre ella. Xar ya no era un ser amenazador situado a su lado, sino una figurilla insignificante que levantaba la vista hacia él desde muy abajo.
Marit, apenas consciente, seguía agarrada al lomo de Alfred. Estaba cogida de su levita cuando el encantamiento lo había transformado y, por lo que se veía, la magia del sartán la había llevado con él. En cambio, el perro seguía en la cubierta, corriendo de un rincón a otro entre ladridos y con la vista levantada hacia Alfred.
— ¡Ríndete, sartán! —Exclamó Xar—. Estás atrapado. No puedes dejar Abarrach.
« ¡Claro que puedes!», dijo la voz de Haplo. « ¡Eres más fuerte que él! ¡Atácalo!
¡Recupera la nave!» —Pero..., podría hacer daño al perro —protestó Alfred.
En aquel momento, Xar retenía al animal por el cogote.
—Es posible que recuperes tu nave y me obligues a dejarla, sartán. Pero ¿qué harás entonces? ¿Marcharte sin tu amigo? ¡El perro no podrá pasar la Puerta de la Muerte!
El perro no podrá pasar la Puerta de la Muerte.
— ¿Es cierto eso, Haplo? —quiso saber Alfred. Y, comprendiendo que Haplo no lo haría, respondió a su propia pregunta—: Lo es, ¿verdad? Ya sabía que esa sugerencia tuya tenía algún fallo. ¡El perro no puede atravesar la Puerta de la Muerte, si no es contigo!
Haplo no contestó.
El dragón, inquieto e indeciso, sobrevoló la nave en un círculo. Abajo, el perro, sujeto por la mano de Xar, observó la escena y emitió un gañido.
—No dejaras a tu amigo abandonado a su suerte, Alfred —gritó Xar—. No podrás hacerlo. El amor rompe el corazón, ¿verdad, sartán?
El dragón titubeó y entrecerró las alas. Alfred se disponía a entregarse.
« ¡No!», exclamó Haplo.
El perro se revolvió contra Xar y lanzó un ataque feroz. Sus afilados colmillos atravesaron la manga de la túnica negra del Señor del Nexo. Xar soltó al babeante animal y retrocedió un paso.
Al instante, el perro saltó de la cubierta y aterrizó en el embarcadero, de donde escapó lo más deprisa que pudo, en dirección a la ciudad abandonada de Puerto Seguro.
El dragón descendió y, con actitud protectora, voló sobre el perro hasta que éste hubo desaparecido entre las sombras de los edificios en ruina. Resguardado en una casa vacía, el perro se detuvo, jadeante, para comprobar si venía alguien tras él.
Nadie lo perseguía.
El Señor del Nexo podría haber detenido al animal. Podría haberlo matado con pronunciar una sola runa, pero dejó que se fuera. Había cumplido su propósito. Ahora, Alfred ya no se marcharía de Abarrach. Y tarde o temprano, se dijo Xar, terminaría por conducirlo a la Séptima Puerta.
El amor rompe el corazón.
Con una sonrisa, complacido consigo mismo, Xar dejó la nave y volvió a su biblioteca para meditar su siguiente paso. Mientras se marchaba, se frotó el signo mágico de la frente.
Casi inconsciente, agarrada al lomo del dragón, Marit dejó excapar un gemido.
El dragón sobrevoló en círculos la ciudad abandonada de Puerto Seguro, pendiente de ver qué hacía Xar. Alfred estaba preparado para cualquier cosa menos para la brusca partida del Señor del Nexo.
Cuando Xar desapareció, Alfred esperó y observó con atención, pensando que podía ser un truco o que tal vez había ido en busca de refuerzos.
No sucedió nada. Nadie se presentó.
—Alfred... —murmuró Marit con un hilillo de voz—. Será mejor... que me dejes... en el suelo. No..., no creo que pueda seguir sujetándome mucho rato más.
«Llévala a las cavernas de Salfag», sugirió Haplo. «Están por ahí, no muy lejos.
El perro conoce el camino.» El can asomó de su escondite y corrió hasta colocarse en mitad de la calle vacía. Levantó la testuz hacia Alfred, lanzó un único ladrido y avanzó al trote, calle abajo.
Con una brusca maniobra sobre Puerto Seguro, el dragón voló tras el perro y siguió una carretera que recorría la orilla del Mar de Fuego hasta que el propio camino desapareció. El perro empezó a abrirse paso entre las gigantescas peñas que sobresalían de la costa. El dragón reconoció el lugar que sobrevolaba: estaba en las cercanías de la entrada a las cavernas de Salfag y descendió en espiral, buscando un lugar adecuado para posarse.
Al hacerlo, mientras se aproximaba al suelo, Alfred creyó detectar un movimiento, una sombra que se desprendía de un laberinto de rocas y árboles muertos y se alejaba hasta perderse entre otras sombras. El dragón estudió el lugar con atención pero no vio nada. Cuando encontró un lugar adecuado entre una extensión de peñascos, se posó en el suelo.
Marit se deslizó del lomo del dragón, se dejó caer entre las rocas y se quedó inmóvil. Alfred adquirió de nuevo su aspecto normal y se inclinó sobre la patryn con inquietud.
Los poderes curativos de la mujer habían impedido que muriera, pero poco más. El veneno aún corría por sus venas. Ardía de fiebre y cada respiración le costaba un gran esfuerzo. Parecía sufrir fuertes dolores. Alfred la vio llevarse la mano a la frente y apretarla contra ella.
El sartán apartó el flequillo de Marit y vio el signo mágico —el signo de Xar— iluminado con un fulgor fantasmal. Alfred comprendió de qué se trataba y exhaló un profundo suspiro.
—No es extraño que Xar nos dejara marchar —murmuró—. Allá donde vayamos, ella lo conducirá directamente hasta nosotros.
«Tienes que curarla», intervino la voz de Haplo. «Pero aquí no. Dentro de la cueva. Marit necesitará descanso.» —Sí, claro.
Alfred levantó a Marit en brazos suavemente. El perro, conociendo al sartán, siguió la maniobra con mirada inquieta. Claramente, el animal esperaba tener que acudir en cualquier momento, a salvarlos a ambos de precipitarse de cabeza en el Mar de Fuego.
Alfred empezó a murmurar para sí, entonando las runas como si cantara una nana a un chiquillo. Marit se relajó en sus brazos y dejó de gemir. Exhaló un jadeo profundo y apacible y descansó la cabeza en el hombro del sartán. Alfred sonrió para sí y la transportó con facilidad, avanzando sin el menor traspié, hasta la entrada de las cavernas de Salfag.
Se dispuso a entrar, pero el perro se negó a seguirlo. El animal olisqueó el aire; se le erizó el pelo del cuello y se le tensaron las patas. Emitió un gruñido de advertencia.
«Ahí dentro hay algo», apuntó Haplo. «Oculto en las sombras, a tu derecha.» Alfred pestañeó, incapaz de distinguir nada en la oscuridad tras la tenue luz del Mar de Fuego.
—No..., no son los lázaros... —Su voz tenía un temblor de nerviosismo.
«No.» El perro avanzó un poco más, con cautela, y gruñó de nuevo.
«Es una sola persona, y está viva. Me parece...» Haplo hizo una pausa. « ¿Recuerdas a Balthazar? El nigromante sartán que dejamos aquí cuando escapamos de Abarrach...» — ¡Balthazar! —Alfred no podía creerlo—. Pero..., pero debe de estar muerto.
Y todos los sartán que lo acompañaban. Los lázaros se disponían a destruirlos.
«Pues, al parecer, no lo hicieron. Supongo que hemos tropezado con el lugar donde han permanecido escondidos Balthazar y los suyos. Recuerda que fue aquí donde los encontramos por primera vez.» — ¡Balthazar! —Alfred, incrédulo, escrutó las sombras tratando de ver algo—.
Por favor, necesito ayuda —continuó, en el idioma sartán—. Estuve aquí una vez, ¿recuerdas? Me llamo...
—Alfred —dijo una voz seca y ronca desde las sombras. Un sartán vestido con ropas negras deshilachadas y raídas surgió de ellas—. Sí, te recuerdo.
El perro se colocó delante de Alfred en actitud protectora y emitió un ladrido de advertencia que decía: «Mantente a distancia».
—No temas, no voy a hacerte daño. No tengo fuerzas para luchar —añadió Balthazar con un tono de amargura en la voz.
El sartán nunca había sido muy robusto, y los sufrimientos y privaciones lo habían dejado débil y enflaquecido. Su barba y sus cabellos, un día de un color negro lustroso inusual entre los sartán, presentaban ahora unas canas prematuras. Aunque el movimiento le causaba fatiga, conseguía mantener un porte digno. Sin embargo, las ropas negras raídas que lo distinguían como nigromante colgaban de unos hombros huesudos como si cubrieran un esqueleto.
—En efecto, eres tú, Balthazar —murmuró Alfred con manifiesta sorpresa—.
Yo... no estaba seguro.
En su voz también era muy evidente la lástima que le producía. Los negros ojos de Balthazar centellearon de rabia. Se irguió con aire solemne y cruzó los brazos huesudos sobre el pecho hundido.
— ¡Sí! ¡Balthazar! ¡Balthazar, a cuyo pueblo abandonaste a su suerte en los muelles de Puerto Seguro!
El perro, tras reconocer a Balthazar, se encontraba a punto de acercarse a él con amistosas fiestas pero, al oírlo, soltó un gruñido y retrocedió hasta colocarse cerca de sus protegidos.
—Ya sabes por qué os dejamos aquí. No podía permitir que difundierais la nigromancia a los otros mundos —respondió Alfred sin alterarse—. Sobre todo, después de ver el daño causado a éste.
Balthazar suspiró. Su cólera había sido más premeditada que real. Una llamita vacilante: esto era todo lo que quedaba de un incendio que se había apagado hacía mucho tiempo. Sus brazos, cruzados sobre el pecho, se separaron y cayeron pesadamente a los costados, muertos de cansancio.
—Ahora lo entiendo. Entonces, por supuesto, no. Y no puedo evitar la cólera.
No tienes idea de lo que hemos sufrido. —Una sombra cargada de angustia y de dolor nubló sus negros ojos—. Pero lo que dices es cierto: nosotros mismos atrajimos esta desgracia con nuestros actos irreflexivos. A nosotros nos corresponde afrontarla. ¿Qué le sucede a la mujer? —Balthazar observó a Marit detenidamente—. Supongo que pertenece a la misma raza que ese amigo tuyo...
¿cómo se llama? Haplo. Sí, reconozco las marcas rúnicas de su piel.
—Ha sufrido el ataque de uno de los lázaros —explicó Alfred, al tiempo que examinaba a Marit. La patryn, inconsciente, ya no sentía dolor.
Balthazar adoptó una expresión sombría.
—Algunos de los nuestros han tenido el mismo destino. Me temo que no se puede hacer nada por ella.
—Al contrario. Yo puedo curarla. —Alfred se sonrojó—. Pero necesita un rincón tranquilo donde pueda descansar y dormir sin molestias durante muchas horas.
Balthazar miró a Alfred sin pestañear.
—Lo olvidaba... —dijo por fin—. Olvidaba que posees facultades que nosotros hemos perdido... o que ya no tenemos fuerzas para poner en práctica. Tráela adentro. Aquí estará a salvo..., todo lo salvo que puede estarse en este mundo condenado.
El nigromante abrió la marcha hacia el interior de la cueva. Al avanzar, pasaron junto a otra sartán, una mujer joven. Balthazar le hizo un gesto con la cabeza. La mujer dirigió una mirada curiosa a Alfred y a sus compañeros y se alejó, dándoles la espalda.
Al cabo de unos momentos, aparecieron otros dos sartán.
—Si quieres, ellos llevarán a la mujer a nuestra zona de reposo y le darán acomodo —sugirió Balthazar.
Alfred titubeó. No estaba muy seguro de confiar tanto en aquella gente..., en su gente.
—Sólo te retrasaré unos minutos —insistió Balthazar—, pero me gustaría hablar contigo.
Los negros ojos lo taladraron, lo sondearon. Alfred tuvo la incómoda sensación de que aquellos ojos percibían mucho más de lo que él deseaba que vieran. Y era evidente que el nigromante no permitiría a Alfred hacer nada por Marit hasta que la curiosidad —o lo que fuera— de Balthazar quedara satisfecha.
A regañadientes, Alfred dejó a Marit al cuidado de los sartán. Éstos la trataron con delicadeza y la condujeron al seno de la caverna. Con todo, Alfred no dejó de advertir que los sartán que se hacían cargo de Marit estaban casi tan débiles como la enferma patryn.
—Estabais advertidos de nuestra llegada —murmuró Alfred, tras recordar la sombra que había visto moverse entre las rocas.
—Tenemos centinelas por si aparecen los lázaros —asintió Balthazar—.
Sentémonos un momento, por favor. Los paseos me fatigan.
Se dejó caer, casi derrumbándose, sobre una piedra.
—Pero no usáis como vigías... a los muertos —dijo Alfred lentamente, mientras recordaba la última vez que había estado en aquel mundo—. ¿Tampoco para luchar?
Balthazar le dirigió una mirada penetrante y perspicaz.
—No. —Su mirada se perdió en las sombras, que se hacían más densas en torno a ellos conforme penetraban más en la caverna—. Ya no practicamos la nigromancia.
—Me alegro —declaró Alfred sentidamente—. Me alegro mucho.
Habéis tomado la decisión acertada. El poder de la nigromancia ya ha hecho suficiente daño a nuestro pueblo.
—El poder de resucitar a los muertos es una tentación muy fuerte, sobre todo si viene de lo que consideramos amor y compasión —suspiró Balthazar—. Por desgracia, sólo satisface el deseo egoísta de conservar algo de lo que debemos desprendernos. Miopes y arrogantes, imaginábamos que este estado mortal es el culminante, el mejor que podemos alcanzar. Pero hemos aprendido que no es así.
Alfred lo miró con perplejidad.
— ¿Lo habéis aprendido? ¿Cómo?
—Mi príncipe, mi querido Edmund, tuvo el valor de mostrárnoslo. Honramos su memoria. Ahora, dejamos que el alma de los muertos parta libremente y damos descanso a los cuerpos con respeto.
«Desdichadamente —añadió; su voz recuperó el tono de amargura—, enterrar a nuestros muertos es una tarea que se ha hecho demasiado habitual...
Balthazar hundió el rostro entre las manos en un vano intento de esconder las lágrimas. El perro se adelantó con un trotecillo, dispuesto a perdonar el malentendido anterior. Colocó una pata sobre la rodilla del nigromante y lo miró con ojos comprensivos.
Cuando se hubo recuperado lo suficiente y pudo reanudar la conversación, el nigromante expuso a Alfred la situación desesperada en la que se encontraba su pueblo.
—Huimos tierra adentro para escapar de los lázaros, pero nos alcanzaron.
Combatimos contra ellos en una batalla perdida de antemano, como bien sabíamos. Entonces, uno de los adversarios, el lázaro de un joven noble llamado Jonathon, se adelantó hacia nosotros y liberó al príncipe Edmund, dio descanso a su espíritu y nos demostró que no era verdad lo que habíamos temido durante tantos siglos. El alma no se pierde en el vacío, sino que continúa viva. Nos equivocábamos al encadenar el alma a su prisión de carne y huesos. Jonathon mantuvo a raya a Kleitus y a los demás lázaros y nos dio tiempo a escapar y ponernos a salvo.
»Nos ocultamos en los eriales exteriores mientras pudimos, pero nuestros suministros eran escasos y nuestra magia se debilitaba día a día. Acuciados por el hambre, volvimos a esta ciudad abandonada, saqueamos las escasas provisiones que quedaban en ella y nos instalamos en las cavernas. Ahora, la comida se ha acabado casi por completo y no tenemos esperanzas de conseguir más. Lo poco que nos queda está reservado para los recién nacidos, los enfermos...
Balthazar hizo un alto y cerró los ojos como si estuviera a punto de desmayarse. Alfred le pasó los brazos alrededor y lo sostuvo hasta que su interlocutor pudo hacerlo de nuevo por sí solo.
—Gracias —murmuró Balthazar con una vaga sonrisa—. Ya me siento mejor.
De vez en cuando, me cogen estos mareos.
—Unos mareos de debilidad, por falta de sustento. Supongo que te has privado de comer para que tu pueblo pudiera alimentarse, ¿no? Pero tú eres su líder. ¿Qué será de ellos si caes enfermo?
—No importa si yo vivo o muero; su suerte será la misma —respondió Balthazar con tono lúgubre—. No nos queda esperanza. No tenemos modo de escapar. Sólo esperamos la muerte. Y, después de ver la paz que encontró mi príncipe —añadió, con voz mucho más dulce—, debo confesar que la espero con gusto.
—Vamos, vamos —se apresuró a decir Alfred, alarmado ante aquellas palabras—. Estamos perdiendo el tiempo. Si os queda algo de comida, puedo utilizar mi magia para proporcionaros más.
Balthazar ensayó de nuevo su débil sonrisa.
—Eso sería de gran ayuda. Y, sin duda, llevarás grandes provisiones de comida en tu nave.
—Bien, sí, claro... Yo... —Alfred enmudeció.
« ¡Ya la has hecho buena!», murmuró Haplo.
— ¡De modo que esa nave que vimos es tuya! —A Balthazar le brillaron los ojos con un destello febril. Alargó una mano esquelética y asió con ella la solapa de terciopelo descolorido de Alfred—. ¡Por fin podemos escapar! ¡Dejar este mundo de muerte!
—Yo..., yo... —balbuceó Alfred—. Esto... verás...
Alfred alcanzó a comprender exactamente adonde había conducido todo aquello. Se incorporó, tembloroso.
—Hablaremos más tarde. Ahora, necesito volver con mi amiga para curarla.
Después, haré lo que pueda por ayudar a tu pueblo.
Balthazar también se puso en pie y se inclinó hacia Alfred.
— ¡Escaparemos! —afirmó con voz susurrante—. Esta vez, nadie nos detendrá.
En el aire quedó una frase sin pronunciar: Y tú, menos que nadie.
Alfred tragó saliva y retrocedió un paso. No dijo nada. Balthazar, tampoco.
Los dos continuaron caminando, adentrándose en la cavidad. El nigromante avanzaba fatigadamente, pero rechazó cualquier ayuda. Alfred, compungido e incómodo, no conseguía controlar sus pies errantes. De no haber sido por el perro, se habría caído en incontables grietas y habría tropezado con mil y una rocas.
Le vino a la mente un refrán mensch:
«Saltar de la sartén para caer en la olla».
CAPÍTULO 17
CAVERNAS DE SALFAG
ABARRACH
Balthazar guardó silencio durante la caminata, y Alfred se lo agradeció en extremo. Como de costumbre concentrada en salir de un problema, se había visto envuelto en otro. Ahora tenía que encontrar el modo de salir de ambos y, por mucho que se esforzara, no daba con soluciones para ninguno de los dos.
Continuaron caminando, con el perro en retaguardia, vigilante. Por fin, llegaron a la zona de la caverna en la que se habían instalado los sartán.
Alfred escrutó la oscuridad y sus preocupaciones por Haplo y por Marit, sus suspicacias respecto a Balthazar, quedaron sumergidas bajo una oleada de conmoción y de lástima. Unas decenas de sartán, hombres, mujeres y algunos niños —demasiado pocos niños— se refugiaban en aquel deprimente lugar. La visión de aquellos desgraciados, de su penoso estado, encogía el corazón. El hambre se había cobrado su terrible precio, pero peor aún que las privaciones físicas eran el terror, el pánico y la desesperación que habían dejado sus espíritus tan demacrados como sus cuerpos.
Balthazar había hecho cuanto había podido por mantener el ánimo del grupo, pero él mismo estaba al borde del agotamiento. Muchos de los sartán se habían dado por vencidos y yacían sobre el suelo duro y frío de la caverna, sin hacer otra cosa que mirar la oscuridad como si desearan que ésta descendiera y los envolviera. Alfred conocía bien aquella desesperación y sabía adonde podía llevar, pues él mismo había recorrido una vez aquel terrible camino. De no haber sido por la llegada de Haplo —y del perro del patryn—, Alfred quizás habría seguido tal camino hasta su amarga conclusión.
—Éste es ahora nuestro sustento —anunció Balthazar al tiempo que señalaba un gran saco—. Semilla de hierba kairn destinada a la siembra, que rescatamos de Puerto Seguro. Molemos el grano y lo mezclamos con agua para hacer unas gachas. Y éste es el último saco. Cuando se termine... — l nigromante se encogió de hombros.
Los escasos poderes mágicos que aún conservaban aquellos sartán apenas les servían para mantenerse con vida y para respirar el ponzoñoso aire de Abarrach.
—No te preocupes —dijo Alfred—. Os ayudaré. Pero antes debo ocuparme de Marit.
—Desde luego —asintió Balthazar.
La patryn yacía sobre una pila de mantas deshilachadas. Varias mujeres sanan la atendían y hacían lo posible para que se sintiera cómoda. Le habían echado una manta por encima para que no tuviera frío y le habían dado agua.
(Alfred no pudo evitar sorprenderse ante la aparente abundancia de agua potable; la última vez que había estado en Abarrach, el líquido elemento era extraordinariamente escaso. Tendría que acordarse de preguntar qué había sucedido.)
Gracias a estas atenciones, Marit había recobrado la conciencia y no tardó en distinguir a Alfred. Alzó la mano hacia él con gesto débil, y el sartán se dispuso a hincar la rodilla a su lado. Ella se agarró a él y casi lo desequilibró.
— ¿Qué...? ¿Dónde estamos? —preguntó con las mandíbulas encajadas para dominar los escalofríos que la estremecían—. ¿Quién es esa gente?
—Sartán —dijo Alfred con voz tranquilizadora, tratando de forzarla a tenderse de nuevo en el improvisado lecho—. Aquí estás a salvo. Voy a intentar curarte; luego, necesitarás dormir.
Una expresión de desafió endureció las facciones de Marit, y Alfred recordó aquella otra ocasión, en Abarrach, en la que había curado a Haplo contra la voluntad de éste.
—Puedo ocuparme de mí misma... —inició una protesta, pero no pudo continuarla. Le costaba demasiado esfuerzo respirar.
Alfred la tomó de las manos —la diestra en su zurda, la zurda en la diestra— para completar y compartir el círculo de sus seres.
Ella hizo un débil intento de desasirse pero, en esta ocasión, Alfred era más fuerte; la retuvo firmemente y empezó a entonar las runas.
El calor y la energía del sartán fluyeron a Marit. El dolor, el sufrimiento y la soledad de la patryn penetraron en él. El círculo los envolvió, los vinculó y, durante un breve instante, también Haplo participó de él.
Alfred tuvo una visión extraña y fantasmal de los tres, flotando en una onda de luz y de aire y de tiempo mientras hablaban.
—Tenéis que escapar de Abarrach, Alfred —decía Haplo—. Tú y Marit. Id a algún lugar seguro, donde Xar no pueda encontraros.
—Pero no podemos llevarnos al perro —protestó Alfred—. Xar tiene razón: el perro no puede cruzar la Puerta de la Muerte. Sin ti, no puede hacerlo.
—No nos iremos —lo secundó Marit—. No vamos a dejarte.
La patryn parecía rodeada de luz; a los ojos de Alfred, era una mujer hermosa. Marit se inclinó hacia Haplo y extendió la mano hacia él, pero no consiguió tocarlo. Y él tampoco podía tocarla a ella. La onda los transportaba, los sostenía, pero también los separaba.
—Ya te perdí una vez, Haplo. Te dejé porque no tuve el valor necesario para amarte. Pero ahora lo tengo. Te quiero y no volveré a perderte. Si la situación fuese la inversa —continuó, sin darle ocasión de replicar—, si fuera yo quien yaciera en ese lecho de piedra, ¿tú me abandonarías? Entonces, ¿cómo puedes pensar que soy menos fuerte que tú?
Haplo respondió con voz vacilante:
—No te pido que seas menos fuerte que yo. Al contrario; te pido que lo seas más. Debes tener el valor necesario para dejarme, Marit. Recuerda a nuestro pueblo, que lucha por su vida en el Laberinto. Recuerda qué será de ellos y de todos los que viven en los cuatro mundos si nuestro Señor consigue su propósito de cerrar la Séptima Puerta.
—No puedo dejarte —insistió Marit.
El amor rebosó de su corazón. El amor de Haplo fluyó del suyo. Y Alfred fue la gasa de fina seda a través de la cual se filtraban los dos. La tragedia de la separación lo apenó profundamente. Si hubiera podido aliviarla sacrificándose él mismo, lo habría hecho. Pero en aquel asunto sólo podía ser una especie de intermediario.
Y lo peor era que se daba cuenta de que Haplo dirigía aquellas palabras no sólo a Marit, sino también a él. También Alfred debía encontrar la fuerza necesaria para abandonar a alguien a quien había terminado por querer.
—Pero, mientras tanto, ¿qué hago con Balthazar? —preguntó el sartán.
Antes de que Haplo pudiera contestar, la luz empezó a desvanecerse y el calor pasó. La onda se disolvió y dejó a Alfred abandonado y solo en la oscuridad. Se estremeció y exhaló un profundo suspiro; no quería abandonar aquel estado, no quería regresar. Pero, en aquel instante, oyó pronunciar su nombre.
—Alfred. —Marit estaba medio incorporada, apoyada en un codo. La fiebre había desaparecido de su mirada, aunque los párpados le pesaban y empezaba a vencerla el sueño—. Alfred... —repitió con urgencia, luchando por mantenerse despierta.
—Sí, Marit, aquí estoy—respondió, al borde de las lágrimas—. Deberías estar tendida.
La patryn apoyó de nuevo la cabeza en las mantas y dejó que él la arropara, demasiado adormilada para impedírselo. Cuando Alfred ya se disponía a retirarse, ella lo asió por la mano.
—Pregunta al sartán... acerca de la Séptima Puerta —susurró—. Pregúntale qué sabe de ella.
— ¿Crees prudente hacerlo?
Alfred no estaba seguro. Ahora que había visto de nuevo a Balthazar, había recordado el gran poder del nigromante y, aunque debilitado por la inquietud y la falta de comida, Balthazar recuperaría las fuerzas rápidamente si creía haber encontrado una vía de salvación para él y para su pueblo.
—Me gusta tan poco la idea de que Balthazar encuentre la Séptima Puerta como que lo haga Xar. Tal vez sea mejor que no saque el tema a colación.
—Limítate a preguntarle qué sabe de ella —suplicó Marit—. ¿Qué mal puede haber en eso?
Alfred se mantuvo reacio a la propuesta.
—Dudo que Balthazar sepa nada...
Marit se aferró a su mano y la apretó hasta hacerle daño.
— ¡Pregúntale! ¡Por favor!
— ¿Preguntarme, qué?
Balthazar se había mantenido a cierta distancia, observando el proceso de curación con profundo interés. Luego, al oír que pronunciaban su nombre, había avanzado hacia ellos sigilosamente.
— ¿Qué es lo que queréis saber? —insistió.
«Adelante», dijo de pronto la voz de Haplo, para sobresalto de Alfred.
«Pregúntale. A ver qué dice.» Alfred tragó saliva y suspiró.
—Verás, Balthazar..., nos preguntábamos si has oído hablar alguna vez de...
de algo llamado la Séptima Puerta.
—Por supuesto —contestó Balthazar con toda calma, pero con una mirada penetrante de sus negros ojos que atravesó a Alfred como una afilada daga—. En Abarrach, todos han oído hablar de la Séptima Puerta. Todos los niños aprenden la letanía.
— ¿Qué..., a qué letanía te refieres? —preguntó Alfred con voz desmayada.
—«La Tierra fue destruida —empezó a recitar Balthazar, con un hilo de voz aguda— y cuatro mundos fueron creados de sus ruinas. Mundos para nosotros y para los mensch: Aire, Fuego, Piedra y Agua. Cuatro Puertas conectan cada mundo con los otros: Ariano y Pryan y Abarrach y Chelestra. Para nuestros enemigos se construyó un correccional: el Laberinto. Éste está conectado con los otros mundos a través de la Quinta Puerta, el Nexo. La Sexta Puerta está en el centro y permite la entrada: es el Vórtice. Y todo esto se llevó a cabo a través de la Séptima Puerta. El final fue el principio.» — ¡De modo que era así como conocías la existencia de la Puerta de la Muerte y de los otros mundos! —Murmuró Alfred, recordando su primer encuentro con Balthazar y cómo el nigromante había sabido penetrar en las mentiras que había empleado Haplo para ocultar su verdadera identidad—. ¿Y dices que esto se enseña a los niños?
—Se enseñaba —lo corrigió Balthazar con un hincapié desconsolado en el tiempo del verbo—. Cuando nos complacíamos en instruir a los pequeños en otras cosas, además de aleccionarlos sobre cómo morir.
— ¿Cómo ha llegado tu pueblo a esta situación? —preguntó Marit, luchando contra el amodorramiento que se adueñaba de ella—. ¿Qué le sucedió a este mundo?
—Lo que sucedió fue resultado de la codicia. De la codicia y de la desesperación. Cuando la magia que mantenía vivo este mundo comenzó a fallar, nuestra gente empezó a morir. Entonces recurrimos a la nigromancia. Al principio, para conservar cerca a nuestros seres queridos; después, con el tiempo, utilizamos esas artes de magia negra para aumentar nuestro número, para añadir soldados a nuestros ejércitos y criados a nuestras casas. Pero, con ello, las cosas empeoraron en lugar de mejorar.
—Según los planes originales —explicó Alfred a la patryn—, Abarrach fue concebido de modo que la supervivencia en él dependiera de los otros tres mundos. Unos conductos, conocidos en este mundo como colosos, debían canalizar la energía que fluía hasta Abarrach desde las ciudadelas de Pryan. Tal energía proporcionaría luz y calor y permitiría a la gente vivir cerca de la superficie, donde el aire es respirable.
(La magia de los sartán y de los patryn es capaz de reproducir los alimentos ya existentes. Esta multiplicación de suministros puede llevarse a cabo con mucha facilidad, por el simple método de imaginar la posibilidad de que un saco de grano sea veinte sacos. Ciertos magos poderosos son capaces de modificar las posibilidades para producir comida a partir de objetos no comestibles en condiciones normales, como transformar piedras en panes. O de transformar un alimento en otro, como convertir el pescado en carne. Desde luego, Alfred era capaz de efectuar tales prodigios de magia, pero éstos exigían un gasto tremendo de voluntad y de energía).
»Sin embargo, los planes no se cumplieron. Cuando la Tumpa-chumpa dejó de funcionar, la luz de las ciudadelas de Pryan se apagó también y Abarrach quedó sumido en la oscuridad.
Alfred se detuvo. Su didáctica exposición había dado resultado. Marit tenía los ojos cerrados y la respiración relajada y profunda. Con una leve sonrisa, la arropó para mantenerla caliente. Después, se apartó de su lado en silencio. Tras dedicar una mirada a la patryn, Balthazar siguió a Alfred.
— ¿Por qué preguntas por la Séptima Puerta?
De nuevo, la mirada penetrante atravesó a Alfred, quien de inmediato empezó a balbucear unas palabras incoherentes:
—Yo..., yo... curioso... oí en alguna parte... algo...
Balthazar frunció el entrecejo.
— ¿Qué intentas descubrir, hermano sartán? ¿El emplazamiento de esa Puerta? Créeme, si tuviera la menor idea de dónde está, la habría utilizado yo mismo para ayudar a los míos a escapar de este lugar terrible.
—Sí, claro.
— ¿Qué más quieres saber, pues?
—En realidad, nada. Sólo..., sólo era curiosidad. Ahora, veamos qué podemos hacer para alimentar a tu pueblo.
Sinceramente preocupado por el bienestar de los suyos, el nigromante no insistió. De todos modos, Alfred apreció con claridad que su inesperado interés por la Séptima Puerta había despertado también, como temía, el de Balthazar. Y el nigromante se parecía mucho al perro de Haplo. Una vez que tenía algo entre los dientes, no era fácil que lo soltara.
Alfred empezó a reproducir sacos de semilla de hierba kairn, en cantidad suficiente para aprovisionar a los sartán, que molerían el grano en harina y la cocerían en panes, más nutritivos y gustosos que las gachas. Mientras se ocupaba en ello, dirigió una mirada disimulada en torno a él. No había sartán muertos al servicio de los vivos, como la última vez que Alfred había visitado a aquella gente.
No vio cadáveres soldados que protegieran la entrada ni reyes muertos que pretendieran gobernar. Y, allá donde yacían, los muertos descansaban en paz, como había dicho Balthazar.
Cuando observó a los chiquillos que, congregados a su alrededor, le suplicaban un puñado de semillas que, en Ariano, habría arrojado a los pájaros, se le llenaron los ojos de lágrimas. Y esto le recordó cierto asunto.
Se volvió hacia Balthazar, que se mantenía cerca de él y observaba cada hechizo que Alfred formulaba, casi tan hambriento de magia como lo estaba de comida.
Ante la insistencia de Alfred, el nigromante había comido un poco y parecía algo más fuerte aunque, probablemente, el cambio se debía más a la brizna de esperanza renovada que a la poca sustanciosa pasta de hierba kairn que había consumido.
—Parece que tenéis abundancia de agua —apuntó—. La situación era muy distinta, la última vez que estuve aquí...
Balthazar asintió.
— ¿Recuerdas que no lejos de aquí se levanta uno de los colosos? Todos habíamos dado por sentado que estaba muerto, que su poder había desaparecido.
Pero no hace mucho, de repente, su magia ha vuelto a la vida.
A Alfred se le iluminó la expresión.
— ¿De veras? ¿Tienes idea de por qué?
—En este mundo no ha habido ningún otro cambio. Sólo puedo suponer que ha habido cambios en otros.
— ¡Eso es! ¡Tienes razón! —Alfred estaba entusiasmado—. ¡La Tumpachumpa...
y las ciudadelas de Pryan... están funcionando! ¡Pero esto significa...!
—... Para nosotros, no significa nada —intervino Balthazar con frialdad—. El cambio llega demasiado tarde. Supongo que el calor de los conductos ha vuelto y está provocando que se funda el hielo que recubre este mundo. Pero pasarán muchas, muchísimas generaciones hasta que el mundo de los muertos pueda ser habitado por los vivos. Y para entonces los vivos ya no existirán. Sólo los muertos dominarán Abarrach.
—Estás decidido a marcharte de aquí —murmuró Alfred con inquietud.
—O a morir en el intento —respondió Balthazar en tono tétrico—. ¿Acaso ves algún futuro para nosotros, para nuestros hijos, aquí, en Abarrach?
Alfred no supo qué contestar y le ofreció más comida. Balthazar la cogió y se marchó para distribuirla entre su pueblo.
—No puedo culparlos por querer escapar —murmuró Alfred para sí—. En este momento, yo mismo siento terribles deseos de marcharme de aquí. Pero sé perfectamente qué sucederá cuando esos sartán lleguen a los otros mundos. Sólo será cuestión de tiempo para que empiecen a intentar imponerse y a perturbar las vidas de los mensch.
«Forman un grupo penoso, sobrecogedor», dijo la voz de Haplo.
Al oírla, Alfred dio un respingo. No se había dado cuenta de que dejaba escapar sus pensamientos en voz alta. O tal vez no era así. Haplo siempre había sido capaz de leerlos en su mente.
«Tienes razón», continuó el patryn. «Ahora, esos sartán están débiles; pero, cuando estén en condiciones de dejar de recurrir a la magia para sobrevivir, ésta se reforzará. Entonces descubrirán su poder.» Alfred se echó a temblar. Dejó caer las semillas y se llevó las manos a los ojos, que le escocían.
— ¡Ya veo cómo se repite todo! Las rivalidades, las guerras, los enfrentamientos mortíferos. Las víctimas inocentes atrapadas en ellas, muriendo por algo que no alcanzan a entender... ¡Todo..., todo otra vez! ¡De cabeza a un nuevo desastre!
La última frase surgió de Alfred en un grito resonante. Cuando apartó las manos de los ojos, se encontró con la mirada brillante de los ojos del nigromante.
Balthazar había vuelto, y Alfred tuvo la repentina sensación de que el nigromante había seguido todas las vueltas y revueltas de sus pensamientos. Balthazar había visto lo que la mente de Alfred; había compartido la visión que había conducido a aquel grito espantado.
—Sí, escaparé de Abarrach —declaró Balthazar con voz tranquila—. No podrás detenerme.
Alfred, conmocionado y tembloroso, tuvo que renunciar a continuar usando la magia. No se sentía con fuerzas ni para convertir el hielo en agua en un día caluroso de verano.
—Fue un error venir aquí —murmuró.
«Pero, si no lo hubiéramos hecho, todos habrían muerto», apuntó la voz de Haplo.
—Tal vez habría sido lo mejor. —Alfred se miró las manos; eran grandes, con muñecas de huesos grandes y dedos finos y ahusados, unas manos agradables y elegantes... y capaces de causar mucho daño. También las podía usar para el bien pero, de momento, no estaba dispuesto a contemplar tal aspecto—. Para los mensch, sería mejor que todos nosotros muriésemos.
« ¿Que sus dioses los abandonaran, te refieres?» — ¡«Dioses»! —Repitió Alfred con desdén—. Esclavizadores es un término más preciso. ¡Con gusto libraría al universo de nuestra presencia y de nuestro corrupto «poder»!
« ¿Sabes, amigo mío?», Haplo tenía un tono pensativo. «Tal vez haya algo en lo que dices...» — ¿Que tal vez haya algo? —Alfred se quedó perplejo. Había estado parloteando, divagando mentalmente, sin pensar en absoluto en articular nada de interés—. ¿Qué es lo que he dicho, exactamente?
«No te preocupes de eso. Ve a hacer algo útil.» — ¿Se te ocurre qué? —preguntó Alfred con docilidad.
«Podrías investigar qué le cuentan los exploradores a Balthazar», sugirió secamente Haplo. « ¿O no has advertido que han vuelto?» En efecto, Alfred no había reparado en ello. Irguió la cabeza y dio un respingo.
La sartán que había visto apostada a la entrada de la caverna, la que Balthazar había enviado a alguna misión con un gesto, había regresado. Balthazar había ofrecido comida a la joven y ésta la engullía con voracidad pero, entre bocado y bocado, le hablaba en voz baja y con tono vehemente.
Alfred se dispuso a incorporarse, resbaló sobre un puñado de semillas y volvió a caer sentado.
«Quédate ahí», le indicó Haplo. Después, dio una orden silenciosa al perro.
El animal se levantó, avanzó en silencio hacia Balthazar y se dejó caer a sus pies.
«Balthazar envió a la sartán a inspeccionar la nave. Se propone adueñarse de ella», informó Haplo, que seguía la conversación a través del oído del perro.
—Pero eso es imposible, ¿verdad? —Protestó Alfred—. Marit rodeó la embarcación con sus runas patryn...
«En circunstancias normales, bastaría con ello», apuntó Haplo. «Sin embargo, parece que alguien más en Abarrach ha tenido la misma idea. Alguien más trata de robar la nave.» Alfred lo escuchó, perplejo.
—No puede ser Xar...
«No, mi Señor no necesita esa nave. Pero alguien de este mundo sí.» De repente, Alfred supo a quién se refería el patryn.
— ¿Quién? —dijo con un temblor en la voz, esperando haberse equivocado.
No era así.
«Kleitus.» CAPÍTULO 18
CAVERNAS DE SALFAG
ABARRACH
— ¡Ojalá fuéramos más fuertes! —exclamaba Balthazar cuando Alfred se acercó, titubeante, al nigromante y la centinela. El perro meneó la cola y se acercó a recibir a Alfred.
» ¡Ojalá nuestro número fuera mayor! Sin embargo tendrá que bastar... — Balthazar miró a su alrededor—. ¿Cuántos de los nuestros se encuentran en condiciones de...?
— ¿Qué..., qué sucede? —Alfred se acordó, oportunamente, de fingir que lo ignoraba.
—Ese lázaro, Kleitus, pretende apoderarse de tu nave —informó el nigromante con una calma que asombró a Alfred—. Naturalmente, ese malvado debe ser detenido.
«Para que puedas apropiarte de ella tú mismo», añadió Alfred, pero lo añadió en silencio.
—La... esto... la magia rúnica patryn protege la nave. No creo que nadie pueda desbaratarla...
Balthazar le dirigió una sonrisa sombría, con los labios apretados.
—Como recuerdas, una vez vi una demostración de esa magia patryn. Sus estructuras rúnicas resplandecen, despiden luz cuando están activadas, ¿no es cierto?
Alfred asintió, cauto.
—Pues has de saber que la mitad de los signos de tu nave está apagada —le informó el nigromante—. Al parecer Kleitus los está desmontando.
— ¡Eso es imposible! —Protestó Alfred con incredulidad—. ¿Cómo podría el lázaro haber aprendido tal habilidad...?
«De Xar», dijo Haplo. «Kleitus ha estado observando a mi Señor y al resto de mi gente. Y ha descubierto el secreto de la magia rúnica.» —Los lázaros pueden aprender —decía al mismo tiempo Balthazar—, debido a la proximidad del alma al cuerpo. Y llevan mucho tiempo deseando abandonar Abarrach. Aquí ya no les queda carne viva de la que alimentarse. Y no es preciso que te diga qué terrible tragedia se abatiría sobre los demás mundos si esos lázaros consiguieran entrar en la Puerta de la Muerte.
Tenía razón. No era preciso que se lo dijera a Alfred, pues éste podía hacerse una idea muy clara de tal pesadilla. Había que detener a Kleitus pero, una vez que lo consiguieran (si así era), ¿quién iba a detener a Balthazar?
Alfred se sentó pesadamente en un saliente rocoso, con la mirada perdida en la oscuridad.
— ¿Es que no terminará nunca? ¿Es que el llanto y el dolor se prolongarán eternamente?
El perro se echó a sus pies y emitió un leve gañido compasivo. Balthazar se quedó en las proximidades, con aquella mirada penetrante e inquisitiva en sus negros ojos. Alfred se encogió como si la afilada mirada lo hubiera tocado en lo vivo. Y tuvo la clara sensación de saber qué iba a decir Balthazar a continuación.
El nigromante posó su descarnada y ajada mano en el hombro de Alfred e, inclinándose hacia él, le dijo con voz grave:
—Hubo un tiempo en el que habría sido capaz de formular los hechizos como es debido. Pero ya no. Tú, en cambio...
Alfred palideció y rehuyó el contacto con su interlocutor.
— ¡Yo... no podría! ¡No sabría cómo...!
—Yo sí —insistió Balthazar sin estridencias—. Como puedes suponer, he dado muchas vueltas al asunto. Los lázaros son peligrosos porque, a diferencia de los muertos normales, el alma viva permanece atada al muerto. Si esa atadura se rompiera y el alma pudiera desembarazarse del cuerpo, creo que los lázaros, los cadáveres ambulantes, quedarían destruidos.
— ¿Lo «crees»? —Replicó Alfred—. ¿No lo sabes con seguridad?
—Ya te he dicho que no tengo el vigor necesario para llevar a cabo el experimento yo mismo.
—Pues no cuentes conmigo —declaró Alfred abiertamente—. No podría hacerlo de ninguna manera.
«Pero el nigromante tiene razón», intervino Haplo. «Es preciso detener a Kleitus, y Balthazar está demasiado débil para hacerlo.» Alfred emitió un nuevo gemido. « ¿Qué hago con Balthazar?», preguntó en silencio, consciente de la presencia del nigromante a su costado. ¿Cómo lo detengo a él?
«Preocúpate de una sola cosa cada vez», respondió Haplo.
Alfred movió la cabeza en un gesto de desazón.
«Mira a esos sartán», insistió Haplo. «Apenas pueden andar. Y se trata de una nave patryn, cubierta de runas patryn por fuera y por dentro. Aunque Kleitus destruya las runas, habrá que grabar otras para que la nave pueda remontar el vuelo. Balthazar no podrá zarpar en cierto tiempo. Además, no creo que al Señor del Nexo le agrade demasiado la idea de permitir que estos sartán se le escapen.» Nada de cuanto oía le resultaba estimulante a Alfred.
—Pero esto significará más luchas, más muertes... —protestó.
«Los problemas, de uno en uno, sartán», dijo Haplo con una calma inexplicable. «Los problemas, de uno en uno. ¿Puedes llevar a cabo la magia que propone el nigromante?
—Sí —musitó Alfred con un suspiro de resignación—. Creo que sí.
— ¿Puedes obrar la magia? —La voz era la de Balthazar—. ¿Es eso lo que dices?
—Sí —confirmó Alfred, sonrojado.
Balthazar entrecerró los ojos.
— ¿Con quién o con qué estás hablando, hermano?
El perro alzó la testuz y emitió un gruñido. No le gustaba el tono de aquel hombre. Alfred sonrió, alargó la mano y dio unas palmaditas en el lomo al animal.
—Conmigo mismo —musitó en voz muy baja.
Balthazar insistió en llevar consigo a toda su gente.
—Tomaremos el control de la nave y empezaremos a trabajar en ella inmediatamente —le dijo a Alfred—. Los más fuertes de los nuestros montarán guardia, en previsión de cualquier ataque. Si no tenemos interrupciones, deberíamos estar en condiciones de abandonar Abarrach en un tiempo relativamente corto.
«Habrá interrupciones», se dijo Alfred. «Xar no os dejará partir. Y yo no puedo ir con vosotros. No puedo abandonar a Haplo en este mundo. Pero tampoco puedo quedarme. Xar me busca para que lo conduzca a la Séptima Puerta. ¿Qué voy a hacer?» «Haz lo que debes», respondió Haplo con calma y serenidad.
. Y Alfred comprendió en ese instante que Haplo tenía un plan. Su corazón vibró de esperanza.
—Tienes una idea...
— ¿Cómo dices? —Balthazar se volvió hacia él.
« ¡Cierra el pico, Alfred!», le ordenó Haplo. «No digas una palabra. Todavía no está elaborada. Y las circunstancias quizá no sean favorables. Pero, está prevenido. Ahora, ve a despertar a Marit.» Alfred inició una protesta, pero notó cómo lo invadía el calor de la irritación de Haplo. Una experiencia incómoda y misteriosa.
«Marit estará débil, pero vas a necesitar ayuda y ella es la única que puede proporcionártela.» Alfred asintió e hizo lo que le indicaba el patryn. Los sartán estaban reuniendo sus escasas pertenencias y se preparaban para el traslado. La voz había corrido entre ellos con rapidez: una nave, una escapatoria, una esperanza.
Hablaban en tono admirado de huir de aquella tierra ominosa, de encontrar una vida nueva en un nuevo mundo llenó de belleza. Alfred estuvo a punto de echarse a chillar de pura frustración.
Se arrodilló junto a Marit. La patryn dormía tan profunda y apaciblemente que parecía un crimen despertarla. Viéndola dormir sin que la perturbaran sueños o recuerdos, recordó de pronto, con un sobresalto, a otro —Hugh la Mano— que se había liberado de las cargas y dolores de la vida y había encontrado un refugio en la muerte... hasta que había sido arrebatado de ella...
Notó un nudo en la garganta. Sofocado, intentó carraspear y, al oír el extraño sonido, Marit despertó.
— ¿Qué? ¿Qué sucede?
Los patryn estaban acostumbrados a despertar instantáneamente, siempre atentos —incluso cuando dormían— al peligro que los rodeaba en el Laberinto.
Marit se incorporó en su lecho de mantas y su mano buscó el arma casi antes de que Alfred se diera cuenta de que estaba despierta y en acción.
—Nada..., no sucede nada—se apresuró a tranquilizarla.
La patryn pestañeó y retiró el cabello de su frente. Alfred observó de nuevo el signo grabado en ella y el corazón se le encogió. Había olvidado que Xar conocía...
cada movimiento... Quizá debería decírselo a Marit, que parecía ignorarlo.
«No digas una palabra», se apresuró a aconsejarle Haplo. «Sí, Xar conoce lo que sucede, a través de ella. Pero eso podría ser una ventaja para nosotros. No dejes que Xar sepa que tú lo sabes.» — ¿Qué quieres? —Preguntó Marit—. ¿Por qué me miras?
—Estás..., tienes mucho mejor aspecto —improvisó Alfred.
—Gracias a ti. —Marit sonrió y se relajó. AI hacerlo, Alfred observó que todavía estaba débil y enferma. La patryn miró a su alrededor y advirtió al momento la súbita actividad.
— ¿A qué viene todo esto?
—Kleitus intenta apoderarse de la nave —explicó el sartán.
— ¡Mi nave! —Marit se incorporó rápidamente; demasiado. Estuvo a punto de caerse.
—Voy a intentar impedirlo —añadió Alfred; él también se puso en pie con torpeza.
— ¿Y quién va a impedírselo a ellos? —Preguntó Marit con un gesto impaciente que abarcaba a los sartán de la caverna— ¡Están recogiendo sus cosas!
¡Piensan mudarse! ¡En mi nave!
Alfred no supo qué decir... y Haplo no lo ayudó. Miró a Marit, pestañeó como un búho desconcertado y balbuceó algo ininteligible.
Marit se ajustó la espada a la cintura.
—Comprendo —murmuró, tranquila y ceñuda—. Lo olvidaba. Es tu gente.
Naturalmente, los ayudarás a escapar con mucho gusto.
«Silencio...», le advirtió Haplo.
Alfred apretó los labios con fuerza para evitar la tentación. Temía que si abría la boca, aunque sólo fuera para respirar, las palabras surgieran solas. Además, en realidad, no podía decirle a Marit nada positivo. Ignoraba qué estaba tramando Haplo.
El sartán tuvo la extraña impresión de que la mente de Haplo seguía un sendero, como las centellas rodantes de la gran Tumpa-chumpa, los grandes vagones metálicos que se deslizaban por raíles de hierro, impulsados por las descargas de los lectrozumbadores. Alfred tenía que estar prevenido para una descarga temible cuando Ha—, pío llegara al final de la línea. Mientras tanto, no tenía más remedio que continuar adelante a tientas con la esperanza de que, de algún modo y en algún momento, se las arreglara para llevar a cabo su papel adecuadamente.
La gente de Balthazar se había reunido hasta formar un pequeño ejército que parecía más muerto que los muertos a los que se disponía a enfrentarse. Con expresiones endurecidas y decididas en sus demacrados rostros, los sartán avanzaron lentamente, pero con firmeza. Alfred se admiró. Habría llorado por ellos.
Pero, al contemplarlos, vio el principio del mal, no su término.
Los sartán abandonaron las cavernas de Salfag y recorrieron el escarpado camino que conducía a la ciudad de Puerto Seguro. Con su lógica característica, Balthazar había dispuesto que los más jóvenes, los cuales tenían que proteger a los demás, se alimentaran lo necesario para recuperar sus fuerzas.
Este grupo estaba en relativa buena forma, aunque su número era escaso, y abría la marcha en calidad de exploradores y escolta de vanguardia. Aun así, la mayor parte de la columna la componía un grupo de gente desharrapada, macilenta y lastimosamente débil que avanzaba a lo largo de la costa del mar ardiente con la intención de plantar cara a los muertos, a los que no se podía hacer daño, a los que no se podía matar...
Alfred y Marit acompañaron a los sartán. Alfred tenía tal confusión en la cabeza ante la perspectiva de tener que formular aquel hechizo —un hechizo que nunca había pensado que debería emplear—, que no prestaba atención alguna a dónde iba ni a cómo lo hacía y avanzaba tropezando con los peñascos y trastabillando con los pies de sus compañeros de marcha, cuando los tenía cerca, o con sus propios zapatos, cuando no había otra cosa.
El perro estuvo muy ocupado en alejar a Alfred de un posible desastre tras otro y, al cabo de poco tiempo, incluso el fiel animal empezó a dar muestras de irritación ante su torpeza. Si al principio de la marcha se apresuraba a dar un golpecito con el hocico al sartán para desviarlo de un pozo de fango burbujeante, un trecho después se limitaba a advertir a Alfred con un gruñido y un tirón de la pernera de los pantalones, cogida entre los dientes.
Marit caminaba en silencio, con la mano en la empuñadura de la espada. Ella también tramaba algo pero, evidentemente, no tenía intención de compartir su estrategia. Alfred se había convertido de nuevo en un enemigo.
Y, aunque no podía culparla por pensar así, la reflexión llenó de abatimiento al sartán. Él tampoco se atrevía a confiar en ella, mientras llevara en la frente el signo de Xar.
Todo empezaba de nuevo... sin final. Sin final.
A una orden de Balthazar, los sartán abandonaron el camino antes de aproximarse a la ciudad y se pusieron a cubierto entre las sombras oscuras que creaba la tenue luminosidad procedente del Mar de Fuego. Los que estaban en mejores condiciones ayudaron a los niños y a los enfermos a continuar la marcha hacia los edificios abandonados. Los jóvenes más vigorosos acompañaron a su líder a estudiar el muelle y la embarcación patryn desde un punto de observación disimulado y bien situado.
Kleitus estaba solo; no había ningún otro lázaro que lo ayudara, lo cual, al principio, le resultó inexplicable a Alfred. Después, se le ocurrió pensar que aquellos lazaros, probablemente, también se tenían desconfianza entre ellos.
Kleitus se reservaba celosamente los secretos que había aprendido de Xar.
Encogidos en las sombras, los sartán observaron cómo el lázaro, despacio y con paciencia, desmontaba la compleja estructura rúnica patryn.
—Menos mal que hemos venido en este momento —susurró Balthazar antes de retirarse para dar órdenes a su gente.
Alfred estaba tan atormentado y agitado que fue incapaz de responder. Marit tampoco hizo el menor comentario; desconcertada y abatida, se limitó a contemplar su nave. Casi dos terceras partes de las runas que protegían el casco estaban destruidas y su poder mágico, anulado. Si le quedaba alguna duda de lo que le había dicho el sartán, en aquel momento acababa de comprobar que era verdad.
— ¿Crees que Xar le habrá enseñado a Kleitus el modo de desbaratar la magia?
En realidad, Alfred le hacía la pregunta a Haplo pero Marit, era evidente, había pensado que se la dirigía a ella. Con un centelleo en los ojos, respondió:
— ¡Mi Señor no permitiría jamás que el lázaro aprendiera la magia rúnica!
Además, ¿con qué propósito haría una cosa así?
Alfred se sonrojó, escocido por la cólera de la patryn.
—Debes reconocer que es un modo muy conveniente de librarse del lázaro... y de mantenernos atrapados aquí, en Abarrach.
Marit movió la cabeza, negándose a tomar en consideración la sugerencia del sartán. Se llevó la mano a la frente y frotó el signo mágico que Xar había grabado en ella. Cuando advirtió que Alfred la observaba, retiró la mano apresuradamente y cerró los dedos con fuerza en torno a la empuñadura de la espada.
— ¿Qué te propones hacer? —preguntó con voz fría—. ¿Vas a transformarte en dragón?
—No. —Alfred se lo contó a regañadientes; no quería pensar en lo que se disponía a hacer, en lo que se vería obligado a realizar—. Tendré que emplear toda mi energía para llevar a cabo el hechizo que libere a esta alma atormentada. —Su mirada, apesadumbrada, estaba fija en el lázaro—. No podría hacerlo y, al mismo tiempo, ser el dragón.
El sartán se cercioró de que Balthazar no estaba en las inmediaciones; a continuación, se volvió hacia la patryn y le susurró:
—Marit, no voy a permitir que los sartán se apoderen de la nave.
Ella lo observó en silencio, pensativa y desconfiada. Por último, hizo un brusco gesto de asentimiento.
— ¿Cómo vas a impedirlo?
—Marit... —Alfred se humedeció los labios resecos—. ¿Y si destruyo la nave?
Ella permaneció pensativa. No protestó.
—Quedaríamos atrapados en Abarrach —continuó Alfred. Quería asegurarse de que Marit lo había comprendido—. Es nuestra única vía de escape de este mundo.
—Hay otra —replicó Marit—. La Séptima Puerta.
CAPÍTULO 19
PUERTO SEGURO
ABARRACH
— ¡Mi Señor! —Un patryn entró en la biblioteca de Xar—. Un grupo de gente se ha presentado en Puerto Seguro. Sartán, al parecer. Los vigías creen que se disponen a intentar capturar la nave.
Xar, por supuesto, sabía lo que sucedía. Había estado con Marit mentalmente, siguiendo los acontecimientos a través de sus oídos y de sus ojos, aunque ella no tenía idea de que la estuvieran utilizando para aquel propósito. Con todo, Xar no hizo mención del hecho y se limitó a contemplar con interés al patryn que presentaba el informe.
— ¡Vaya! Un grupo de sartán nativos de Abarrach, con vida. Había oído rumores al respecto antes de nuestra llegada, pero los lazaros me convencieron de que todos los sartán estaban muertos.
—Es muy posible que ya lo estén, mi Señor. Es un puñado de desharrapados de aspecto penoso. Medio muertos de hambre.
— ¿Cuántos son?
—Unos cincuenta, tal vez, mi Señor. Incluidos los niños.
— ¿Niños...? —Xar se mostró desconcertado. Marit no había hecho ninguna referencia a niños, por lo que él no los había tenido en cuenta en sus cálculos.
Aun así, eran niños sartán, se recordó a sí mismo con frialdad.
— ¿Qué hace Kleitus?
—Sigue empeñado en destruir la magia rúnica que protege la nave, mi Señor.
Parece ajeno a todo lo demás.
Xar hizo un gesto de impaciencia.
—Lo está, en efecto. Él también está desfallecido de hambre... No; de sed de sangre fresca.
— ¿Cuáles son tus órdenes, mi Señor?
Sí, ¿cuáles? Xar se lo había estado preguntando desde que había conocido, por la conversación cuchicheada entre Marit y Alfred, los planes de éste. Alfred se proponía intentar separar el alma del lázaro de su cuerpo. Xar sentía mucho respeto por el Mago de la Serpiente (más del que Alfred se inspiraba a sí mismo) y lo creía muy capaz de poner fin a la atormentada existencia del lázaro.
Al Señor del Nexo le importaba menos que una taba rúnica lo que le sucediera al cadáver ambulante. Le daba igual si todos ellos se convertían en polvo o si escapaban de Abarrach. Se alegraría de librarse de ellos. Pero, una vez destruido Kleitus, Alfred estaría en situación de apoderarse de la nave. Era cierto que había confiado a Marit que se proponía destruirla, pero Xar no se fiaba del sartán.
El Señor del Nexo tomó una decisión. Se puso en pie.
—Acudiré allí —declaró—. Enviad a todos los nuestros al Yunque. Preparad la nave y aprestadla para zarpar. Debemos estar dispuestos para movernos... y hacerlo deprisa.
Más allá de las Nuevas Provincias, directamente enfrente de Puerto Seguro, se alzaba un promontorio de roca pelada conocido, por su color negro y por su forma característica, como el Yunque. Este Yunque guardaba la entrada de una bahía creada mucho tiempo atrás, cuando un temblor de tierra había desgajado parte de la peña y la había desmoronado. Los restos habían caído al Mar de Fuego y habían originado una abertura en el acantilado que permitía al magma fluir hasta una depresión del terreno.
Así se había creado la bahía, que recibía el nombre de Charco de Fuego. La lava, aportada continuamente por el Mar de Fuego y rodeada por empinados muros de roca, formaba un remolino de movimiento lento y perezoso.
El viscoso magma giraba y giraba, transportando bloques de roca negra en su resplandeciente superficie. Un espectador situado en el Yunque podía escoger una roca en concreto y contemplar cómo era arrastrada inexorablemente a su destino.
Podía verla penetrar en el Charco de Fuego, dar vueltas en la superficie, derivar cada vez más cerca del ojo del remolino y desaparecer al fin, tragada por las fauces del ardiente torbellino.
Xar acudía con frecuencia al Yunque para contemplar desde allí la hipnotizadora espiral de lava ígnea. Cuando estaba de humor fatalista, comparaba el Charco de Fuego con la vida. No importaba lo que uno hiciera, ni cuánto luchara y se empeñara en evitar su destino: el final era siempre el mismo.
En esta ocasión, sin embargo, Xar no se permitió caer en pensamientos tan negros. En esta ocasión se asomó al torbellino y, en vez de rocas, vio una de las embarcaciones de hierro, impulsadas mediante la magia y el vapor, que habían construido los sartán para surcar el Mar de Fuego. La nave metálica flotaba en la bahía, oculta a los ojos de los muertos y de los vivos.
Desde su atalaya en el Yunque, Xar contempló la ciudad abandonada de Puerto Seguro, junto al mar ardiente. Vio el embarcadero, la nave de Marit y al lázaro Kleitus. El Señor del Nexo no temía ser descubierto. Estaba demasiado lejos y su silueta era una sombra negra contra unas rocas negras. El barco de hierro quedaba fuera de la vista tras el promontorio. Además, dudaba que nadie —lázaro o sartán— se molestara en vigilar su presencia. Tenían asuntos más urgentes que atender.
Todos los patryn que quedaban en Abarrach (con la única excepción de Haplo, que yacía en las mazmorras bajo la ciudadela de Necrópolis) se hallaban a bordo del barco de hierro. Esperaban la señal de su Señor para salir de la bahía y lanzarse al Mar de Fuego, dispuestos a interceptar a Alfred si éste intentaba abandonar Abarrach.
Pero los patryn también debían estar dispuestos a salvar a Alfred si algo iba mal. Era una decisión paradójica, que Xar se había visto obligado a adoptar por necesidad.
El Señor del Nexo utilizó la magia rúnica para potenciar su visión hasta obtener una imagen nítida de los muelles de Puerto Seguro y de Kleitus, concentrado en desactivar los signos mágicos creados por Marit. Incluso alcanzó a distinguir a través de una portilla de la nave a alguien —un mensch, por su aspecto; sí, el humano, el asesino al que llamaban Hugh la Mano— que se desplazaba de un rincón a otro de la embarcación y observaba con inquietud el trabajo del lázaro.
El mensch; otro cadáver ambulante, pensó Xar con cierta amargura. Lo irritaba que Alfred hubiera sido capaz de utilizar la nigromancia para devolver la vida al mensch mientras que él no había conseguido otra cosa que proporcionar alma a un perro.
Xar veía todo lo que sucedía, pero no podía escuchar lo que se decía en la escena. Dio gracias por ello, pues no tenía necesidad alguna de oírlo y, además, últimamente el alma de Kleitus atrapada en su cuerpo muerto empezaba a atacarle los nervios. El Señor del Nexo tenía más que suficiente con el espectáculo del cadáver, que iba y venía por el embarcadero arrastrando los pies y acompañado por el fantasma encarcelado, que no cesaba de luchar por liberarse.
El alma encadenada que fluctuaba en torno al cuerpo proporcionaba al lázaro un aspecto borroso, como si Xar lo observara a través de un cristal defectuoso. El patryn se descubrió parpadeando constantemente en su intento de enfocar la difusa imagen.
Y entonces apareció otra figura en los muelles, una figura de perfil nítido y bien recortado, si bien algo cargado de hombros y con aspecto inseguro. Junto a ésta avanzaban otras dos figuras: una de ellas vestía las ropas negras de un nigromante; la otra era una mujer. Una patryn.
El Señor del Nexo entrecerró los ojos y sonrió.
—Todo dispuesto —indicó a los patryn que se hallaban a su lado. Ellos hicieron una señal al barco que esperaba al pie del promontorio.
—Creo que será mucho mejor si continúo adelante yo solo —sugirió Alfred. Al observar la mueca de desaprobación de Balthazar y el escepticismo de Marit, añadió—: Si Kleitus ve acercarse un ejército, se sentirá amenazado y atacará de inmediato. Pero si sólo me ve a mí...
— ¿...se echará a reír? —apuntó Balthazar.
—Tal vez —asintió Alfred, muy serio—. Al menos, es probable que no me haga mucho caso. Eso me dará el tiempo necesario para formular el hechizo.
— ¿Cuánto tardarás en hacerlo? —preguntó Marit, no muy convencida, con la mirada en el lázaro y la mano en la empuñadura de la espada.
Alfred se sonrojó, apurado.
—No lo sabes, ¿verdad?
El sartán bajó la cabeza.
Balthazar contempló a su gente, acurrucada en las sombras de los edificios.
Los débiles que podían andar sostenían a los aún más débiles que no podían. Los niños, de rostros cadavéricos y enormes ojos saltones, se agarraban a sus padres o, si habían perdido a éstos, se aferraban a los que se habían hecho cargo de ellos.
Al fin y al cabo, pensó Balthazar, ¿qué ayuda podía prestar su pobre gente? El nigromante exhaló un suspiro.
—Muy bien —asintió a regañadientes—. Hazlo a tu modo. Acudiremos en tu ayuda si es preciso.
—Deja, por lo menos, que yo te acompañe —propuso Marit.
Alfred movió la cabeza en un nuevo gesto de negativa y dirigió una breve mirada disimulada hacia Balthazar. Marit captó la mirada, comprendió y no añadió nada más. Ella tenía que vigilar al nigromante e impedir que intentara apoderarse de la nave, como era posible que hiciera mientras Alfred estaba ocupado con el lázaro.
—Está bien, te esperaremos aquí —dijo Marit y asintió con un gesto exagerado para indicar que había entendido.
Alfred correspondió al gesto casi con desconsuelo. Una vez logrado su propósito, lamentó profundamente haberlo conseguido. ¿Y si el hechizo no daba resultado? Kleitus intentaría matarlo y convertirlo en uno de los lázaros.
Contempló al cadáver ambulante, con las marcas de su muerte violenta perfectamente visibles. También contempló al desgraciado fantasma, en su perpetua pugna por escapar, y vio las manos cerúleas, ansiosas por poner fin a la vida... a su vida. Alfred recordó el ataque de Kleitus a Marit, el veneno... La patryn no se había recuperado por completo de sus efectos, todavía. Las mejillas seguían teniendo un rubor anormal y sus ojos, un brillo excesivo. Los cortes del cuello estaban inflamados y sensibles.
Alfred se sintió acalorado y, a continuación, aterido de frío. Las palabras del hechizo se escurrieron de su mente, escaparon revoloteando como las almas— mariposa de los elfos de Ariano, y se dispersaron en mil direcciones distintas.
«Piensas demasiado, maldita sea», dijo la voz de Haplo. « ¡Sigue adelante y haz lo que tienes que hacer!» Haz lo que tienes que hacer... Sí, se dijo Alfred. Haría lo que tenía que hacer.
Llenó los pulmones en una profunda inspiración, salió de las sombras y se encaminó al muelle.
El perro, que conocía a Alfred, trotó a su lado con aire vigilante, previendo mil y un obstáculos en el camino.
Más de tres cuartas partes de las runas que envolvían la nave estaban ya apagadas. Desde su puesto de observación en las sombras de un edificio en ruina, Marit distinguió a Hugh la Mano a bordo de la nave, moviéndose inquieto y atento al ser fantasmal que deambulaba en torno a ella. De pronto, la patryn se preguntó cómo reaccionaría la Hoja Maldita a la presencia de Kleitus. Éste era un sartán, o lo había sido. Lo más probable era que la Hoja luchara por el lázaro, por lo cual Marit esperó que Hugh tuviera la sensatez necesaria como para no intervenir y deseó estar a tiempo de advertir a Alfred de aquel nuevo peligro.
Pero era demasiado tarde. Su deber estaba allí. Dirigió una mirada de soslayo a Balthazar. Los ojos de éste taladraron los suyos como el florete de un esgrimista, tanteando y buscando un punto débil en su oponente.
Marit contuvo a tiempo una sonora carcajada. ¡Un punto débil! Tanto el uno como el otro estaban tan exhaustos que ninguno de los dos habría podido cortar mantequilla. ¡Vaya lucha sería aquélla! ¡Vaya combate vergonzoso! Pero lo librarían. Hasta que los dos cayeran muertos.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Irritada, las enjugó con un parpadeo.
Finalmente, empezaba a comprender a Alfred.
Kleitus procedía a desactivar la magia metódicamente. La mano cerúlea y salpicada de sangre hacía gestos enérgicos en el aire, como si desgarrara una cortina. El leve resplandor de la estructura rúnica que rodeaba la nave se desvanecía, parpadeaba, agonizaba. Kleitus —es decir, el fantasma atrapado junto al lázaro— observaba a Alfred. El cadáver ambulante del dinasta prestaba escasa atención al sartán y prefería concentrarse en la destrucción de la magia que protegía la nave.
Alfred se acercó un poco más. El perro, arrimado a su pierna, le ofrecía su apoyo y —la verdad sea dicha— empujaba al reacio sartán a continuar adelante.
Alfred sentía un miedo terrible, espantoso, superior al que había experimentado ante cualquier otra cosa, ni siquiera ante el dragón rojo del Laberinto. Miró a Kleitus y se contempló a sí mismo. Vio con horrible fascinación la sangre de las manos del color de la cera, vio el ansia de sangre en aquellos ojos muertos y, a la vez, vivos. Un ansia que bien podía convertirse en la suya. Y, durante la breve visión del fantasma encarcelado que asomaba del cuerpo putrefacto, alcanzó a advertir el sufrimiento y la tortura de un alma atrapada.
Alfred vio...
Sufrimiento.
Se detuvo tan de improviso que el perro continuó unos pasos hasta darse cuenta de que el sartán no lo acompañaba. El animal se volvió y dirigió una mirada severa a Alfred, con la sospecha de que éste se disponía a dar media vuelta y huir.
Era un ser que sufría. Un ser torturado.
Había enfocado mal todo aquel asunto, se dijo. No iba a matar a aquel individuo. Le iba a conceder el descanso, el alivio.
«Sigue pensando así», se dijo mientras reanudaba el avance, esta vez un poco más decidido. «Sigue pensando eso. No pienses en que, para efectuar el hechizo, tendrás que coger las manos muertas del lázaro...» Kleitus detuvo su labor y se volvió hacia Alfred. El fantasma asomaba y desaparecía de su mirada.
— ¿Vienes a compartir la vida inmortal? —preguntó el lázaro.
«... inmortal...», gimió el fantasma.
—Yo... no deseo la inmortalidad —consiguió emitir Alfred por una garganta ocluida por el miedo.
A bordo de la nave, se dijo, Hugh la Mano debía de observar y de escuchar la escena. Tal vez estaría exultante. ¡Ahora lo entiendes!, debía de pensar. Sí, ahora lo entendía.
Los amoratados labios del lázaro se entreabrieron en una mueca que pretendía ser una sonrisa.
El perro emitió un gruñido desde lo más profundo de su ser.
—Quédate quieto —dijo Alfred en voz baja, con una ligera palmadita en la testuz del animal—. Ahora no puedes hacer nada por mí.
El perro lo observó con aire dubitativo pero, al escuchar una segunda orden, se tumbó dócilmente a observar y esperar.
— ¡Vosotros sois responsables! —dijo Kleitus, acusador. Los ojos muertos estaban fríos y vacíos; los vivos, llenos de odio... y de súplica—. ¡Vosotros nos habéis hecho esto!
«... hecho esto...», susurró el eco.
—Vosotros mismos tenéis la culpa de lo sucedido —replicó Alfred, apenado.
Tenía que cogerse a aquella carne muerta. La contempló, y todo su ser se echó atrás con repugnancia. Vio de nuevo cómo las largas uñas de aquel ser se hundían de forma salvaje en la carne de Marit. Las notó cerrarse en torno a su propio cuello.
Alfred intentó decidirse a hacer lo que debía... y luego no tuvo otro remedio.
Kleitus saltó sobre él. Las manos del lázaro buscaron la garganta de Alfred y trataron de asfixiarlo.
En una reacción instintiva de autoprotección, Alfred agarró al lázaro por las muñecas. Pero, en lugar de intentar apartarlas de su cuello, las sujetó aún más fuerte donde las tenía y cerró los ojos para borrar la espantosa imagen del rostro contorsionado y angustiado del cadáver asesinado, tan cerca del suyo.
Alfred empezó a extender el círculo de su ser. Dejó que su alma fluyera en la de Kleitus y trató de atraer a la suya el atormentado espíritu del fantasma.
— ¡No! —Susurró el lázaro—. ¡Seré yo quien me apodere de la tuya!
Con espanto y desconcierto, Alfred notó de repente unas manos brutales que hurgaban en su interior. Kleitus había apresado su alma y trataba de arrancarla de su cuerpo.
Alfred se echó atrás, presa del pánico, y soltó a Kleitus para defenderse. Con desesperación, comprendió que la batalla era desigual. No podía ganar porque tenía demasiado que perder. Kleitus no tenía nada, ni temía nada.
Oyó unos gritos a su espalda y advirtió vagamente que el perro saltaba y lanzaba dentelladas, vio a Marit tratar de arrancar a Kleitus de su víctima, a Balthazar invocando frenéticamente su débil magia...
Pero ninguno de ellos podía salvar a Alfred. La lucha había tenido lugar en un plano inmortal. Los demás eran meros insectos que zumbaban a lo lejos, muy distantes. Las manos muertas del lázaro desgarraban el ser de Alfred con la misma firmeza con la que abrían su carne.
Alfred se debatió, resistió... y supo que estaba perdiendo.
Y, entonces, una poderosa explosión de magia rúnica lo cegó. El fogonazo, como una estrella, estalló entre él y su enemigo. Kleitus retrocedió con su boca muerta abierta en un grito. Las manos del lázaro soltaron el alma de Alfred, y éste cayó pesadamente al embarcadero entre una lluvia de runas centelleantes.
Tendido de espaldas, levantó la vista con el corazón acelerado y la boca abierta y descubrió junto a él a un sartán vestido con una túnica blanca.
—Samah... —murmuró. Sus ojos, nublados, sólo captaban el perfil difuso de las facciones del individuo.
—No soy Samah. Soy su hijo, Ramu —lo corrigió el sartán con voz fría y brillante como las centellas de su magia—. Y tú eres Alfred Montbank. ¿Qué clase de ser era ese espanto?
Aturdido y agotado, Alfred se agarró con fuerza a su alma e hizo un esfuerzo por incorporarse. Temeroso, miró a su alrededor con la vista aún nublada. Kleitus no estaba por ninguna parte. Había desaparecido.
¿Destruido? No le pareció probable.
Ahuyentado, puesto en fuga. Obligado a esperar. A aguardar su oportunidad.
Habría otras naves. La Puerta de la Muerte estaría abierta siempre...
Lo recorrió un escalofrío. Marit se arrodilló a su lado y le pasó el brazo alrededor. El perro, que guardaba un mal recuerdo de Ramu, se colocó junto a ellos en actitud de protección.
Otros sartán de túnicas blancas avanzaban por el embarcadero. Sobre ellos flotaba una nave enorme cuyas protectoras runas azuladas sartán resplandecían brillantemente en la mortecina penumbra rojiza de Abarrach.
— ¿Quién es este sartán? ¿Qué busca aquí? —preguntó Marit, recelosa.
Ramu no apartaba la mirada de los signos mágicos que refulgían en la piel de la mujer.
—Veo que hemos llegado en buen momento. La advertencia que recibimos estaba bien fundada.
Alfred alzó la vista, perplejo.
— ¿Qué advertencia? ¿Por qué os presentáis aquí? ¿Por qué habéis abandonado Chelestra?
—Recibimos el aviso de que los patryn habían escapado de su prisión, que habían lanzado un asalto contra la Ultima Puerta. —Ramu hablaba con tono frío y severo—. Nos dirigimos al Laberinto. Nos proponemos devolver a los prisioneros a su encierro y mantenerlos allí. Cerraremos la Ultima Puerta. Nos aseguraremos, de una vez por todas, de que nuestro enemigo no vuelva a escapar jamás.
CAPÍTULO 20
PUERTO SEGURO
ABARRACH
Al otro lado del Mar de Fuego, el Señor del Nexo vio cómo sus planes, cuidadosamente trazados, eran absorbidos en el caos como bloques de roca desgajada atrapados en el torbellino.
La nave sartán había aparecido de la nada y se había materializado sobre el Mar de Fuego envuelta en un fulgor trémulo de signos mágicos azules. La enorme embarcación, larga y estilizada, con una forma que recordaba la de un cisne, sobrevolaba el río de magma como si le repugnara el contacto con la roca fundente, y Xar vio cómo sus ocupantes descolgaban por la borda escalas mágicas, a base de runas, que los conducían a la cubierta.
El Señor del Nexo escuchó las palabras de Ramu a través de los oídos de Marit; las oyó con la misma claridad que si hubiera estado sentado al lado de ella:
Cerraremos la Última Puerta. Nos aseguraremos, de una vez por todas, de que nuestro enemigo no vuelve a escapar jamás.
La nave sartán era visible para los patryn que aguardaban a bordo de su propia nave dragón de casco metálico, la cual flotaba en la lava fundida de la bahía. Un grupo de patryn había empezado a escalar las rocas apresuradamente para reunirse con su señor.
Xar permaneció de pie, callado e inmóvil.
Varios patryn, al llegar a lo alto del promontorio dispuestos a entrar en acción, se encontraron con el muro alto y frío del silencio de su Señor. Xar no prestó la menor atención a los recién llegados y éstos se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. Por último, el patryn de más edad se adelantó al resto.
— ¡Los sartán, mi Señor! —apuntó.
Xar no respondió de palabra. Se limitó a asentir sobriamente mientras se decía que los recién llegados superaban en número a sus patryn en una proporción de casi cuatro a uno.
—Lucharemos, mi Señor —continuó el patryn con impaciencia—. Danos la orden y...
¡Luchar! ¡Combatir! Vengarse por fin del enemigo ancestral. La expectación y el deseo atenazaron el estómago de Xar, encendieron el aire de sus pulmones y casi le hicieron estallar el corazón. Era como volver a ser joven y estar esperando el encuentro con una amante.
Pero el fuego fue extinguido rápidamente por las gélidas aguas de la lógica.
Ramu mentía, se dijo Xar. Toda aquella palabrería de acudir al Laberinto era un fraude, una maniobra de diversión. Lo que esperaba el hijo de Samah era que el Señor del Nexo y sus patryn abandonaran Abarrach. Quería este mundo para sí y había acudido a él para encontrar la Séptima Puerta.
— ¡Mi señor! —Exclamó uno de los patryn, con la vista fija en el otro lado del Mar de Fuego—. ¡Han capturado a Marit! ¡La han cogido prisionera!
— ¿Cuáles son tus órdenes, Señor? —prorrumpió su gente, ansiosa de sangre. Los sartán los cuadruplicaban en número, pero su gente era fuerte, se dijo Xar. Tal vez, si él los encabezaba...
—Ninguna —respondió con voz ronca—. Seguid vigilando a los sartán.
Observad qué hacen y adonde van. Dicen que se dirigen al Laberinto.
— ¡Al Laberinto, Señor! —Los patryn debían de haber oído rumores de la lucha que se desarrollaba allí.
—Esta vez, se proponen acabar con nosotros definitivamente —dijo uno.
— ¡Tendrán que pasar sobre mi cadáver! —replicó otra voz.
Sobre muchos, sobre muchísimos cadáveres, pensó Xar.
—No confío en ellos —declaró en voz alta—. No creo que ese plan suyo de acudir al Laberinto sea verdad. De todos modos, merece la pena estar prevenidos.
No os enfrentéis a ellos aquí. Aprestaos para zarpar y, si de veras entran en la Puerta de la Muerte, entonces seguidlos.
— ¿Llevamos a toda nuestra gente, mi Señor?
Tras una breve reflexión, Xar asintió. Si Ramu enviaba efectivamente sus fuerzas al Laberinto, los patryn necesitarían toda la ayuda que pudieran reunir.
—Sí, llevaos a todo el mundo. Nombro a Sadet comandante en mi ausencia.
—Pero, mi Señor... —El patryn inició una protesta, una pregunta. La mirada severa y fulminante de Xar heló las palabras en los labios de su lugarteniente—.
Sí, mi Señor.
Xar aguardó a ver cumplirse sus órdenes. Los patryn abandonaron el Yunque y descendieron la pendiente, deslizándose entre las rocas hasta la nave dragón. En cuanto estuvo a solas, el Señor del Nexo empezó a trazar en el aire un círculo de runas ardientes. Cuando el círculo quedó completo, pasó a través de él y desapareció.
Los patryn del barco vieron los signos mágicos flameantes en la cima del Yunque y no apartaron la vista de ellos hasta que el círculo de runas parpadeó y se apagó. Entonces, despacio y con cautela, pilotaron la nave dragón de casco metálico hasta la boca de la bahía y se situaron en posición de vigilancia del enemigo, dispuestos a seguir a éste a la Puerta de la Muerte.
— ¡Estúpido sartán! ¡No has entendido nada!
Rodeada de una coraza protectora de luz roja y azulada —sus propias runas tatuadas, que se activaban para defenderla—, Marit se plantó ante Ramu, desafiante. En las manos llevaba la espada cubierta de signos mágicos.
— ¡Pregunta a alguno de los tuyos, si no me crees! —continuó—. ¡Pregúntale a Alfred! ¡Él ha estado en el Laberinto y ha visto lo que sucede!
(El idioma sartán es capaz de transmitir imágenes a la mente de quien escucha sus palabras. En este caso, Alfred proyecta lo que ha visto a Ramu, el cual recibe, como resultado, una imagen clara. Sin embargo, la manera en que interprete dicha imagen es cuestión suya).
—Lo que dice la patryn es cierto —intervino Alfred con sinceridad—. Quienes intentan cerrar definitivamente la Última Puerta son las serpientes, esas criaturas a las que conocéis como serpientes dragón. Los patryn se defienden contra esos seres terribles y malévolos. ¡Lo sé muy bien, creedme! ¡He estado allí!
—Sí, has estado allí —dijo Ramu con tono despectivo—. Y por eso no te creo.
Como decía mi padre, tienes más de patryn que de sartán.
—Puedes ver que mis palabras son ciertas...
Ramu se volvió en redondo hacia él.
—Veo a los patryn agrupados en torno a la Ultima Puerta. Veo la ciudad que construimos para ellos envuelta en llamas. Veo hordas de criaturas maléficas que acuden en su ayuda... y, entre ellas, las serpientes dragón. ¿Niegas acaso algo de esto?
—Sí —declaró Alfred en un intento desesperado de tranquilizarlos a todos e impedir que la situación se deteriorara—. ¡Ah, Ramu, captas las imágenes, pero no las ves!
Marit le habría dicho a Alfred que estaba perdiendo el tiempo.
Ramu habría podido decirle lo mismo.
Alfred los abarcó a ambos en una mirada desesperada y suplicante.
Marit no le hizo caso.
Ramu apartó la vista con desagrado. Señaló a la patryn y ordenó a sus hombres:
—Desarmadla. Tomadla presa y llevadla a bordo de su propia nave.
Utilizaremos la embarcación para transportar a nuestros hermanos de Abarrach.
Los sartán rodearon a Marit, pero ella no les prestó atención. Su mirada estaba fija y concentrada en Ramu.
—Algunos de vosotros, seguidme. Terminaremos de desbaratar la estructura rúnica.
La situación de Marit era desesperada. Aún no se había recuperado por completo de los efectos del veneno y seguía débil. Pese a ello, estaba decidida a enfrentarse a Ramu, a vencerlo y a destruirlo. La visión de aquel sartán tan elegante y tan satisfecho de sí mismo, que hablaba con tal frialdad de sentenciar a su pueblo a más tormentos cuando, en aquel mismo instante, los patryn luchaban por la supervivencia, la enfureció hasta el límite de la locura.
Mataría a Ramu aunque hacerlo le costara la vida, pues los demás sartán se lo harían pagar de inmediato.
De todos modos, su vida ya no importaba. Había perdido a Haplo. Jamás encontrarían la Séptima Puerta. Y nunca volvería a ver a Haplo con vida. Por eso, se encargaría de que se cumpliera su último deseo: que su pueblo se salvara. Sí, ella se encargaría de que aquel sartán no llegara al Laberinto.
El hechizo que se disponía a lanzar era poderoso y mortífero. Y tomaría a Ramu completamente desprevenido.
El muy estúpido le había vuelto la espalda.
Ramu no se había enfrentado nunca a un patryn; sólo los conocía de oídas y jamás habría imaginado que Marit estaría dispuesta a sacrificar su vida por acabar con la de su enemigo.
Pero Alfred sí lo imaginó. Lo supo antes incluso de que la voz de Haplo le avisara de lo que se proponía Marit.
«Yo la detendré», le dijo Haplo. «Tú ocúpate de Ramu.» Conmocionado todavía por el terrible encuentro con el lázaro, Alfred se dispuso a obrar su magia. Sondeó confusamente las posibilidades... y las descubrió tan revueltas y confusas que no consiguió separarlas. El pánico se adueñó de él. Marit iba a morir. Ya había empezado a pronunciar las runas; alcanzó a ver el movimiento de sus labios, aunque de su boca no salía sonido alguno. Ramu se alejaba... pero no llegaría muy lejos. El perro se agazapaba para dar un gran salto...
Y el animal inspiró una idea a Alfred. Él también se preparó para un gran salto.
El perro se lanzó sobre Marit.
Alfred, agitando brazos y piernas furiosamente, saltó sobre Ramu.
El perro se arrojó contra la coraza de protección rúnica de Marit. Los signos mágicos crepitaron y se encendieron. El animal emitió un aullido de dolor y cayó, inerte, al piso del embarcadero.
Marit exhaló un grito de consternación. El hechizo estaba roto; la concentración, la voluntad, también. Se dejó caer junto al perro, tomó en sus brazos la fláccida cabeza del animal y hundió la suya sobre el pecho.
Al propio tiempo, Alfred aterrizó sobre la espalda de Ramu y lo derribó al suelo.
Durante un instante, reinó la confusión. El consejero Ramu cayó de bruces con un golpe sordo y un crujido de huesos. Sus pulmones se quedaron sin aire y, durante unos espantosos segundos, fue incapaz de respirar. Vio las estrellas y notó un gran peso que lo aplastaba y le impedía tomar aliento.
Y entonces, de pronto, la opresión desapareció y unas manos lo ayudaron a incorporarse. Ramu se volvió en redondo hacia su agresor, más furioso de lo que se había sentido en su vida.
Alfred balbuceó incoherencias, tratando de explicarse. Fue en vano; Ramu no estaba interesado.
— ¡Traidor! ¡Encarceladlo junto a su amiga patryn!
—No, consejero —exclamaron varios sartán—. El hermano te ha salvado la vida.
Ramu los contempló sin una palabra, incrédulo, negándose a aceptar lo que decían.
Los sartán señalaron a Marit. La patryn seguía sentada en el embarcadero, abrazada al perro. Los signos mágicos de su piel emitían un levísimo resplandor, apenas visible.
—Ella se disponía a atacarte —explicó uno de los sartán—. El hermano se ha arrojado sobre ti y te ha protegido con su propio cuerpo. Si la patryn hubiera formulado su hechizo, lo habría matado a él en lugar de a ti, consejero.
Ramu observó fijamente a Alfred, quien había enmudecido de repente. No parecía culpable ni inocente, sólo sumamente estúpido y considerablemente confundido. Ramu sospechó que su salvador ocultaba algún motivo secreto para su proceder, aunque no se le ocurrió ni por asomo cuál pudiera ser. Pero todo se aclararía, sin duda.
Las runas patryn que rodeaban la nave estaban destruidas casi por completo.
Su gente había trabajado rápido y bien. Ramu dio órdenes de hacer llevar a bordo a Marit y a Alfred. Como era de esperar, la patryn dio muestras de estar decidida a resistir, aunque se encontraba tan débil que apenas podía andar, y se negó en redondo a abandonar al perro.
Fue Alfred quien la convenció, finalmente. Le pasó el brazo en torno a los hombros y le susurró algo al oído (probablemente, otro plan). Tras esto, Marit se dejó conducir a bordo, aunque con continuas miradas atrás, hacia el perro.
Ramu creía que el animal estaba muerto, pero descubrió su error cuando se acercó a él.
El perro lanzó una dentellada que no alcanzó el tobillo del sartán por un par de dedos.
— ¡Perro! ¡Aquí, perro! —Un alarmado Alfred llamó al animal con un silbido.
A Ramu le habría gustado arrojar al can al Mar de Fuego, pero se dio cuenta de que desahogar su irritación contra un animal irracional lo habría puesto en ridículo. Así pues, reaccionó con ademán de fría indiferencia y continuó con lo suyo.
El perro se incorporó a cuatro patas, aturdido; luego, tras una sacudida, avanzó tambaleándose — lgo renqueante de una pata— tras los pasos de Alfred y de Marit.
Ramu abandonó los muelles y avanzó por la calle mayor de la ciudad abandonada. Había concertado allí un encuentro con el líder de los sartán de Abarrach —un nigromante, según sus noticias—, al cual encontró esperándolo. A Ramu lo sobresaltó el aspecto de su interlocutor, pálido, demacrado y débil. Al recordar lo que sabía de los sartán que vivían en Abarrach (datos que le había facilitado Alfred), Ramu lo contempló con curiosidad y con lástima.
—Me llamo Balthazar —dijo el sartán de la túnica negra—. Bienvenido a Abarrada, el mundo de piedra, hermano —añadió con una vaga sonrisa.
A Ramu no le gustó la sonrisa, ni los ojos sombríos y penetrantes del tal Balthazar. La mirada de éste taladraba a Ramu como un afilado punzón.
—Tu bienvenida no parece muy cordial, hermano —apuntó Ramu.
—Perdóname, hermano —Balthazar hizo una tiesa reverencia—. Hemos esperado más de mil años a poder dárosla.
Ramu frunció el entrecejo.
Balthazar lo traspasó con la mirada, como si fuera una daga.
—Estábamos muertos de ganas de veros.
La mueca ceñuda de Ramu se hizo más marcada. Unas palabras irritadas acudieron a sus labios pero, en aquel instante, Balthazar volvió la vista hacia su gente, harapienta, famélica y abatida, y luego contempló a los acompañantes de Ramu, bien alimentados, bien vestidos y en excelente estado de salud. Ramu se tragó la cólera e incluso se sintió lo bastante emocionado como para mostrarse magnánimo.
—Lamento tu desgracia, hermano. Lo lamento de veras. Tuvimos noticia de ello hace algún tiempo, de boca de ese que se hace llamar Alfred. Habríamos acudido en vuestra ayuda, pero las circunstancias...
Ramu no llegó a terminar la frase. Los sartán no podían mentirse unos a otros y lo que se disponía a decir era falso. Samah había acudido a Abarrach, pero no para ayudar a sus desesperados hermanos. Había llegado a Abarrach para aprender el arte de la nigromancia.
Así pues, Ramu tuvo la gentileza de sentir vergüenza y demostrarlo.
—Nosotros también tuvimos problemas, aunque no tan arduos como los vuestros, lo reconozco. Si hubiéramos sabido... pero no dimos crédito a ese falso sartán.
La torva mirada de Ramu buscó a Alfred, el cual procedía a ayudar a la debilitada patryn a subir a su propia nave. Balthazar siguió aquella mirada; después, volvió a concentrar la suya en el consejero.
—Ese del cual hablas con tanto desprecio ha sido el único de los nuestros que nos ha ayudado — eplicó el sartán de Abarrach—. A pesar de su conmoción y de su abatimiento, muy comprensibles, ante lo que habíamos hecho de nosotros mismos y de nuestro mundo, Alfred se ha esforzado cuanto ha podido por ayudarnos.
—Tenía sus razones para hacerlo, puedes estar seguro —dijo Ramu con una mueca irónica.
—Sí, estoy seguro de que las tenía —contestó Balthazar—. La lástima, la pena y la compasión. ¿Y tú? ¿Por qué has venido a nosotros? —preguntó fríamente. La pregunta cogió a Ramu por sorpresa.
El consejero sartán no estaba acostumbrado a que lo trataran con tanta insolencia. Y aquel Balthazar no le caía bien. Las palabras que pronunciaba eran sartán pero, como había descubierto Alfred en su primera visita a Abarrach, conjuraban imágenes de muerte y de sufrimiento; unas imágenes que a Ramu le resultaban sumamente desagradables. No obstante, se vio obligado a reconocer la verdad. No había acudido allí a prestar ayuda, sino a pedirla.
Así pues, explicó en breves palabras lo que estaba sucediendo en el Laberinto, que los patryn intentaban escapar de su prisión y que, sin duda, si lo lograban intentarían apoderarse de los cuatro mundos.
—Pero a los únicos que se debería permitir gobernar es a nosotros, ¿verdad?
—Lo interrumpió Balthazar—. Como lo hemos hecho aquí. Mira a tu alrededor.
Contempla qué magnífico trabajo hemos hecho.
Ramu estaba indignado, pero se guardó de demostrar su irritación, pues percibía en aquel sartán vestido de negro un poder latente..., un poder superior, tal vez, al del propio consejero. Pensando en el futuro —un futuro en el que los sartán gobernarían los cuatro mundos—, Ramu vio en Balthazar un posible rival.
Un rival que conocía el arte de la nigromancia. No era conveniente dar la menor muestra de debilidad ante él.
—Lleva a tu gente a bordo de nuestras naves —le indicó, pues—. Prestaremos ayuda y socorro a los tuyos. Supongo que quieres abandonar este mundo, ¿no? — añadió, también con una dosis de sarcasmo.
Balthazar palideció y entrecerró los ojos.
—Sí, queremos marcharnos —repuso en un murmullo—. Te agradecemos, hermano, que nos ofrezcas esta oportunidad. Y te agradecemos cualquier ayuda que nos proporciones.
—Y yo, a cambio, te agradeceré la que vosotros podáis prestarnos —respondió Ramu. Suponía que se habían entendido, aunque lo que pudiera tener en la cabeza el nigromante fuera tan lóbrego como el ponzoñoso aire de aquella caverna infernal.
Con una inclinación de cabeza, el consejero se alejó. No veía motivo para prolongar la conversación. Se agotaba el tiempo: cada momento que pasaba, los patryn estaban más cerca de escapar de su encierro.
Una vez que estuviera curado, alimentado y descansado, una vez que estuviera en el Nexo y se encontrara frente a frente con los salvajes patryn, Balthazar lo entendería. Y combatiría; Ramu confiaba en ello. Balthazar utilizaría todos los medios a su disposición para ganar la batalla. También la nigromancia. Y se avendría a enseñarla a otros. Ramu se encargaría de ello.
El hijo de Samah regresó a los muelles para ocuparse de los preparativos para el transporte de los sartán de Abarrach a la antigua nave patryn. Una vez a bordo, hizo una rápida inspección y empezó a elaborar su estrategia.
El viaje al Nexo a través de la Puerta de la Muerte era, de ordinario, un trance rápido. No obstante, en esta ocasión, si quería contar con unos refuerzos efectivos en el combate, Ramu debería dar tiempo de curarse y recuperarse a los sartán de Abarrach.
Mientras reflexionaba sobre ello y trataba de calcular cuánto duraría el proceso de curación, Ramu descubrió a Alfred apoyado indolentemente en los pasamanos de la cubierta. El perro estaba tumbado a su lado, tenso y nervioso. La mujer patryn yacía acurrucada en la cubierta, abatida. Un sartán montaba guardia a su lado.
Ramu frunció el entrecejo. La patryn se estaba tomando aquello con demasiada calma. Se había rendido con excesiva facilidad. Lo mismo sucedía con Alfred. Debían de estar tramando algo...
Un brazo fuerte sujetó a Ramu por detrás, rodeándole el cuello. Al mismo tiempo, un objeto punzante le hurgó en las costillas.
—No sé quién eres, maldito, ni qué haces aquí —rugió una voz ronca, la voz de un mensch, junto al oído de Ramu—. No lo sé ni me importa. Pero, si intentas el menor movimiento, te hundiré este acero en el corazón. Deja libres a Alfred y a Marit.
CAPÍTULO 21
PUERTO SEGURO
ABARRACH
Alfred llevaba un rato apoyado en la borda de la nave, con la mirada perdida, preguntándose desesperadamente qué hacer. Por un lado, parecía que tenía una importancia vital acompañar a Ramu en su viaje al Laberinto.
Tenía que continuar sus esfuerzos para lograr que el hijo de Samah comprendiera la auténtica situación. Tenía que hacerle entender que el verdadero enemigo eran las serpientes; que los sartán y los patryn tenían que unir fuerzas frente a aquellas criaturas malévolas o terminarían devorados por ellas. «No sólo acabarán con nosotros», se dijo Alfred. «También con los mensch. Nosotros los trajimos a estos mundos y somos responsables de ellos.» Sí; su deber al respecto era muy claro, aunque en aquel preciso momento no tenía nada claro cómo iba a convencer del peligro a Ramu.
Sin embargo, por otro lado, estaba Haplo.
—No puedo abandonarte —murmuró Alfred y esperó con cierta ansiedad la réplica de Haplo. Pero la voz de su amigo había guardado un extraño silencio últimamente, desde que había ordenado al perro detener a Marit. Aquel silencio era un mal presagio e inquietaba a Alfred. Se preguntaba si sería la manera que tenía Haplo de obligarlos a abandonarlo. Haplo se sacrificaría al instante si creyera que con ello ayudaba a los suyos...
Alfred estaba dándole vueltas en la cabeza a todo esto cuando Marit, de improviso, se puso en pie de un salto con un grito de alarma.
— ¡Alfred! —Se agarró de su brazo con tal fuerza que por poco arroja al sartán por la borda—. ¡Alfred! ¡Mira!
— ¡Sartán bendito! —musitó él, perplejo.
Se había olvidado por completo de Hugh. Se le había borrado de la mente que el asesino mensch seguía a bordo. Y, en aquel momento, Hugh la Mano tenía inmovilizado a Ramu, y la Hoja Maldita amenazaba el gaznate del miembro del Consejo de los Siete.
Alfred comprendió con toda claridad lo que había sucedido.
Oculto en la nave, Hugh había presenciado la llegada de los sartán, había visto cómo hacían prisioneros a Marit y a Alfred. Y, como amigo y compañero y guardaespaldas —por propia voluntad— de ambos, su único pensamiento había sido lograr su liberación. Y se había lanzado a ello con la única arma que tenía: la Hoja Maldita.
Pero la Mano no había caído en la cuenta de que aquellos sartán eran los mismos que habían forjado la daga.
—Que nadie se mueva —avisó Hugh. Su mirada recorrió a todos los presentes a bordo y su brazo sujetó a Ramu con más fuerza. La Mano dejó ver el arma lo suficiente como para convencer a los horrorizados espectadores de que hablaba en serio. De lo contrario, vuestro líder se encontrará con medio palmo de acero en el gaznate. Alfred, Marit, venid y colocaos a mi lado.
Alfred no se movió. No podía.
Su mente se preguntaba, frenética, cuál sería la reacción de la daga mágica.
Ante todo, guardaría lealtad a quien la blandía, el mensch Hugh. Era probable que el arma se hundiera en Ramu (sobre todo, si éste intentaba utilizar la magia contra ella) antes de darse cuenta de que era un error.
Y, si Ramu moría, con él lo haría cualquier esperanza de unir a los patryn y a los sartán.
De momento, los sartán observaban a ambos con asombro, sin entender por completo lo que sucedía. El propio Ramu parecía perplejo. Probablemente, nunca en su vida había sido objeto de un ultraje semejante y aún no sabía cómo reaccionar, pero no tardaría mucho en hacerlo.
— ¡Consejero! —Exclamó Alfred con urgencia—. El arma de ese mensch es mágica. ¡No uses la magia contra ella! ¡No hará sino empeorar las cosas!
— ¡Bien hecho! —Susurró Marit a su lado—. Mantenlo ocupado.
Alfred la miró, horrorizado. La patryn había malinterpretado por completo sus intenciones.
—No, Marit. No es eso lo que... ¡Marit, no...!
Pero ella no lo escuchaba. Su arma estaba en la cubierta, vigilada por los sartán. Unos sartán que no apartaban sus ojos de Ramu, perplejos e incrédulos.
Marit recuperó su arma fácilmente y cruzó la cubierta a la carrera en dirección a Hugh. Alfred intentó detenerla, pero no se fijó en dónde ponía los pies, tropezó con el perro y terminó de bruces sobre la cubierta. El animal, tras unos quejidos de dolor y con el pelo del cuello erizado, lanzó unos ladridos a todos en general.
Los sartán, indecisos, esperaron las órdenes de Ramu.
— ¡Mantened la calma, por favor! ¡Que nadie haga nada! —suplicó Alfred, pero nadie lo oyó a causa de los frenéticos ladridos del perro y, probablemente, tampoco le habrían hecho caso, de todos modos.
En aquel momento, Ramu sometió a una descarga de electricidad paralizante el cuerpo de Hugh.
La Mano se derrumbó, retorciéndose de dolor. Pero la descarga hizo algo más que derribar al asesino. La sacudida también activó la Hoja Maldita. El arma reconoció la magia —magia sartán— y el hecho de que quien la empuñaba, Hugh, estaba en peligro. Y percibió a Marit, que se aproximaba a la carrera, como su enemigo.
Entonces, la Hoja Maldita reaccionó como se esperaba que hiciera e invocó la fuerza más poderosa que había en los alrededores para que se enfrentara a aquel enemigo.
Kleitus se materializó en la cubierta de la nave y, en un abrir y cerrar de ojos, los lázaros de Abarrach se encaramaron por el casco y abordaron la embarcación.
— ¡Ramu, controla la magia! —Gritó Alfred—. ¡Tienes que recuperar el control de la magia!
La Hoja Maldita no atacaría a los sartán, pero había invocado a los lázaros en su ayuda... y no tenía ningún control sobre ellos. El propósito del arma no era controlar nada. Cumplido el objetivo para el que su creador la había fabricado, la daga volvió a recuperar su forma original y cayó a la cubierta al lado de un Hugh que gemía por lo bajo.
El lázaro del dinasta se abalanzó sobre Marit y sus manos muertas se cerraron en torno a la garganta de la patryn. Ella descargó la espada en un golpe que abrió una profunda herida en unos de los huesudos brazos de lázaro. De ella no manó una gota de sangre, y la carne muerta quedó colgando como guiñapos.
Kleitus no dio muestras de enterarse.
La patryn podía golpear cuanto quisiera al lázaro, pero era completamente inútil. Las uñas de Kleitus le desgarraron la piel, y Marit exhaló un alarido de dolor. Perdía fuerzas rápidamente y no podría resistir mucho tiempo más frente al poderoso lázaro.
El perro se lanzó sobre él pero Kleitus, de una patada furiosa, envió rodando al animal lejos de sí. Tras esto, no hubo nadie más que acudiera en defensa de Marit, aunque alguien hubiese tenido intención de hacerlo. Todos los sartán de a bordo estaban luchando por sus propias vidas.
Invocados por la Hoja Maldita, los muertos vivientes olfateaban el olor caliente de los vivos, un olor que ellos anhelaban y odiaban. Ramu observó, impotente y asombrado, el ataque de los lázaros contra su gente.
Alfred se abrió paso en el tumulto, tambaleante, perturbando la magia, tropezando con los cadáveres ambulantes y dejando tras su paso el caos y la confusión. Pero consiguió llegar hasta Ramu.
— ¡Estos muertos... son de los nuestros! —Susurró, con espanto y admiración, el consejero—. ¡Qué horror..., nuestra gente...!
Alfred no hizo caso de sus palabras.
— ¡La daga! ¿Dónde está?
La había visto caer cerca de Hugh. Se arrodilló al lado del asesino y buscó el arma, sin éxito. La daga había desaparecido. Algún pie había tropezado con ella y la había mandado lejos, tal vez.
Marit estaba prácticamente exánime. Los tatuajes de su piel ya no brillaban.
Había dejado caer la inútil espada y sólo resistía a Kleitus con las manos desnudas. El lázaro estaba asfixiándola, acabando con ella poco a poco.
— ¡Aquí! —La Mano rodó sobre sí mismo y empujó algo hacia Alfred. Era la daga. Hugh la había ocultado bajo su cuerpo.
Alfred titubeó, pero sólo un instante. Si aquello era lo que hacía falta para salvar a Marit... Recogió el arma y la notó agitarse bajo sus dedos. Se disponía a lanzar un ataque sobre Kleitus cuando una figura vestida de negro lo detuvo.
—Nosotros los creamos —proclamó Balthazar con voz lúgubre—. Nuestra es la responsabilidad.
El nigromante avanzó hacia Kleitus. Concentrado en la patryn, d lázaro no reparó en la proximidad de Balthazar. Éste alargó la mano, tomó a Kleitus por uno de los brazos y empezó a pronunciar la fórmula de un encantamiento.
Balthazar acababa de asirse al alma de Kleitus.
Al notar su contacto amenazador y darse cuenta de lo sucedido, Kleitus soltó a Marit. Con un alarido espantoso, se lanzó sobre Balthazar con la intención de destruir el alma del nigromante.
Fue un combate extraño y aterrador, pues a quienes lo contemplaban les parecía que los dos permanecían trabados en un abrazo que, de no ser por la expresión terriblemente contraída de sus rostros, podría haber sido amoroso.
Balthazar estaba casi tan pálido como el cadáver, pero se mantuvo firme. Un leve gemido escapó de su boca, y pareció que los ojos muertos de Kleitus iban a escapar de sus órbitas. El fantasma se hizo visible intermitentemente, entrando y saliendo del cuerpo del lázaro como un prisionero que anhelara la libertad pero sintiera temor de aventurarse en lo desconocido.
Balthazar obligó a Kleitus a hincarse de rodillas. Los gritos y maldiciones del lázaro, repetidos por el eco doliente del alma encadenada a él, producían escalofríos.
Y, entonces, la ceñuda expresión de Balthazar se relajó. Sus manos, que habían ejercido hasta aquel instante una fuerza mortífera, aflojaron levemente la presión aunque continuaron sujetando con firmeza al lázaro.
—Déjalo ir —dijo—. La tortura ha terminado.
Kleitus hizo un último intento desesperado, pero el hechizo del nigromante había fortalecido al fantasma y debilitado al cuerpo corrupto. El fantasma se liberó. El cuerpo se desmoronó, se derrumbó en la cubierta. El fantasma flotó sobre él con pesar; después, se alejó como si lo impulsara el aliento de una plegaria susurrada.
La temblorosa mano de Alfred se cerró con fuerza en torno a la empuñadura de la daga. Con voz quebrada, dio la orden mágica a la daga.
— ¡Alto!
La batalla cesó bruscamente. Fuera a causa de la magia de la Hoja Maldita o del temor ante la pérdida de su líder, los lázaros interrumpieron el ataque y, en un instante, desaparecieron.
Balthazar, a punto de caer al suelo de debilidad, se volvió lentamente hacia Ramu.
— ¿Todavía quieres aprender nigromancia? —le preguntó con una sonrisa forzada y amarga.
Ramu contempló los repulsivos restos del sartán que un día había sido dinasta de Abarrach. El miembro del Consejo de los Siete no respondió.
Balthazar se encogió de hombros, hincó la rodilla junto a Marit y se dispuso a hacer lo posible para ayudarla.
Alfred trató de acercarse a la patryn pero topó con Ramu, que le cerraba el paso. Antes de que el Mago de la Serpiente se diera cuenta de qué estaba pasando, Ramu agarró la Hoja Maldita y la arrancó de la mano de Alfred. El consejero examinó el arma, al principio con curiosidad y después con una mueca de reconocimiento.
—Sí —murmuró—. Recuerdo esta clase de armas.
—Unas armas odiosas —dijo Alfred, también en voz baja—. Preparadas para ayudar a los mensch a matar... A matar y a morir. Para ayudarlos a luchar por nosotros, sus protectores y defensores. A luchar por sus dioses.
Al momento, Ramu se encendió de cólera, pero no pudo negar la verdad de sus palabras ni la realidad del artefacto terrible que empuñaba en su mano. La daga se estremeció, viva entre sus dedos. En el rostro del consejero apareció una mueca. Su mano vaciló; parecía reacia a tocar el arma, pero no se atrevía a soltarla.
—Déjame cogerla —pidió Alfred.
—No, hermano. —Ramu la guardó en el cinto—. Como ha dicho Balthazar, nuestra es la responsabilidad. Puedes dejarla a mi cuidado. A buen recaudo — añadió y sostuvo la mirada de Alfred.
—Que se la quede —intervino Hugh la Mano—, Me alegraré mucho de librarme de esa pesadilla.
—Consejero —suplicó Alfred—, ya has visto las fuerzas terribles que puede desencadenar nuestro poder. Has visto el mal que hemos producido a otros y a nosotros mismos. No lo perpetúes...
—No sé de qué estás hablando —replicó Ramu con un bufido—. Lo que ha sucedido aquí lo provocó la propia patryn. Ella y los suyos continuarán causando el caos hasta que los detengamos definitivamente. Ahora, zarparemos hacia el Laberinto como estaba previsto. Será mejor que te prepares para la partida.
Con esto, Ramu se alejó.
Alfred exhaló un suspiro. Bien, por lo menos, cuando llegaran al Laberinto se ocuparía de que...
En todo caso, conseguiría que...
O, al menos, intentaría...
Confundido y abatido, se dispuso otra vez a acercarse a Marit.
En esta ocasión, fue el perro el que le impidió el paso.
Alfred trató de esquivar al animal, pero éste reaccionó, desplazándose a la izquierda cuando el sartán lo intentó por aquel lado, y a la derecha cuando lo hizo por el otro. Cuando se encontró irremediablemente liado con sus propios pies, Alfred hizo un alto y observó al animal con perplejidad.
— ¿Qué pretendes? ¿Por qué me mantienes a distancia de Marit?
El perro soltó un sonoro ladrido.
Alfred intentó ahuyentarlo.
El animal no se dejó intimidar; de hecho, pareció que se ofendía ante la insinuación de que podía acobardarse. Con un gruñido, le enseñó los dientes.
El sartán retrocedió varios pasos, sobresaltado.
El perro, complacido, avanzó al trote.
— ¡Pero...! ¡Marit me necesita! —dijo Alfred e hizo un torpe intento de sortear al can.
Con una rápida reacción, como si condujera un rebaño, el perro cortó su avance y, con ligeros mordiscos en los tobillos del sartán, obligó a éste a seguir su retroceso a lo largo de la cubierta.
Balthazar levantó la cabeza y la mirada de sus negros ojos traspasó a Alfred.
—Estará bien atendida, te lo prometo, hermano. Ve a hacer lo que debes y no temas por ella. Respecto a la gente del Laberinto, he oído lo que has dicho. Haré mis propios juicios, basados en las duras lecciones que he aprendido. Adiós, Alfred... o como quiera que te llames —añadió con una sonrisa.
— ¿Adiós? Pero ¡si no voy a ninguna...! —empezó a decir Alfred.
El perro saltó, golpeó a Alfred en pleno pecho y lo arrojó por la borda al Mar de Fuego.
CAPÍTULO 22
EL MAR DE FUEGO
ABARRACH
Unas fauces abiertas sujetaron a Alfred por el cuello de su raída casaca de terciopelo. Una dragón gigantesca —de escamas rojas y anaranjadas como el mar ardiente en el que vivía— cogió al sartán en el aire y lo transportó, encogido como una araña asustada, hasta su lomo, donde lo depositó con suavidad. Allí, los dientes del perro lo cogieron por las posaderas de los calzones, lo sostuvieron con firmeza y lo asentaron sobre las escamas.
Alfred necesitó varios momentos para recuperarse, para darse cuenta de que no iba a ser inmolado en el Mar de Fuego. En lugar de ello, se encontraba sentado en el lomo de un dragón de fuego junto a Hugh la Mano y el lázaro Jonathon.
— ¿Qué...? —murmuró débilmente y sólo fue capaz de seguir repitiendo la palabra con aire desconcertado—. ¿Qué..., qué...?
No tuvo respuesta. Jonathon le decía algo a la dragón. Hugh la Mano, con un trapo sobre la nariz y la boca, ponía todo su empeño en intentar mantenerse con vida.
«Podrías ayudarlo», le recomendó Haplo.
Alfred emitió un débil « ¿Qué?» final. Después, la compasión lo movió a olvidarse de sí mismo y empezó a entonar una canción con su aguda y aflautada voz, al tiempo que sus manos se agitaban y dibujaban la magia en torno a Hugh la Mano. El mensch tosió, experimentó una profunda náusea, efectuó una profunda inspiración... y miró a su alrededor.
— ¿Quién ha dicho eso? —Hugh miró a Alfred; después, con ojos desorbitados, se volvió hacia el perro—. ¡He oído la voz de Haplo! ¡Este animal ha aprendido a hablar!
Alfred carraspeó.
— ¿Cómo puede oírte? No lo entiendo... Aunque, claro —añadió tras una breve reflexión—, yo mismo no estoy seguro de cómo puedo oírte.
«El mensch está en mi reino en el mismo grado en que yo estoy en el suyo», explicó Haplo. «Por eso me oye. Lo mismo sucede con Jonathon. Yo le pedí a éste que trajera la dragón de fuego a este lugar para rescatarte de la nave, si era necesario.» —Pero... ¿porqué?
« ¿Recuerdas lo que hablamos en las cavernas de Salfag? ¿Que los sartán se extenderían por los cuatro mundos, los patryn no tardarían en ir tras ellos y la lucha entre ambos volvería a empezar?» —Sí —murmuró Alfred en voz baja, apenado.
«Eso me dio una idea. Me hizo entender lo que teníamos que hacer para frenar la amenaza de Xar y para ayudar a nuestros dos pueblos y a los mensch. Trataba de pensar en la mejor manera de hacerlo cuando, de pronto, se ha presentado Ramu y me ha quitado el asunto de las manos. Esto arregla las cosas mucho mejor de lo que yo podría haber hecho. Así, yo...» — ¡Pero... Ramu se dirige al Laberinto! —Protestó Alfred—. ¡A luchar contra tu pueblo!
«Precisamente.» Haplo parecía satisfecho de sí mismo. « ¡Es exactamente donde lo quería!» — ¿Sí? —Alfred había dejado atrás el desconcierto para adentrarse en la absoluta estupefacción.
«Sí. Le he explicado el plan a Jonathon y ha accedido a acompañarnos, siempre que lleváramos con nosotros a Hugh la Mano.» — ¿Con nosotros? —Alfred tragó saliva.
«Lo siento, mi buen amigo.» Haplo suavizó el tono. «Yo no quería involucrarte, pero Jonathon insistió. Y tenía razón: te necesito.» Alfred se disponía a inquirir para qué, pero se preguntó con desconsuelo si realmente quería saberlo.
La dragón de fuego surcó el mar de lava en dirección a la orilla, hacia Necrópolis. La nave de Marit, iluminada esta vez por las runas sartán, se disponía a zarpar, al igual que la embarcación sartán de Chelestra. Alfred alzó la vista cuando la dragón pasó bajo la quilla y distinguió por un instante a Ramu, que los miraba con ojos brillantes. El consejero estaba ceñudo, con una expresión pétrea, y no tardó en volverles la espalda. Probablemente, consideraba una suerte la brusca partida de Alfred. Otro ocupante de la nave, que los contemplaba desde la borda, no apartó la vista. Era Balthazar, que agitaba la mano en señal de despedida.
—Me ocuparé de Marit —gritó—. No temas por ella.
Alfred le devolvió el saludo, desconsolado, y recordó las palabras del nigromante, pronunciadas un instante antes de que el perro lo arrojara por la borda.
Ve a hacer lo que debes...
¿Es decir...?
— ¿Le importaría a alguien contarme qué sucede? —preguntó mansamente—.
¿Adonde me lleváis?
«A la Séptima Puerta,» respondió Haplo.
Alfred soltó la mano con la que se asía a la dragón y estuvo a punto de caerse.
Esta vez fue Hugh la Mano quien lo sostuvo.
—Pero...Xar...
«Es un riesgo que debemos correr», replicó Haplo.
Alfred movió la cabeza en gesto de negativa.
«Escucha, amigo mío», insistió Haplo con vehemencia. «Ésta es la oportunidad que deseabas. Mira, contempla cómo se alejan las naves, camino de la Puerta de la Muerte.» Alfred levantó la vista. Las dos naves, envueltas en runas sartán, surcaban el aire de Abarrach, impregnado de humo. Los signos mágicos emitían su brillante resplandor azulado contra el fondo de negras sombras del inmenso techo de la caverna. Bajo el mando de Ramu, ambas embarcaciones se dirigían a la Puerta de la Muerte. Y, más allá de ésta, al Nexo, al Laberinto y a los cuatro mundos.
— ¡Fijaos! —Jonathon levantó su mano muerta, cerúlea, y señaló algo—. ¡Ahí!
¡Mirad lo que aparece!
«... aparece...», gimió el eco.
Otra embarcación, ésta con la forma de una nave dragón de hierro y cubierta de runas patryn, se elevó de una bahía escondida. Alfred y los demás la vieron tomar el mismo rumbo que las naves de los sartán, envuelta en el fulgor rojizo del mar que tenía debajo y de los signos mágicos que la propulsaban.
— ¡Patryn! —Exclamó Alfred con incredulidad—. ¿Adonde se dirigen?
«Persiguen a Ramu. Él los conducirá al Laberinto, donde se sumarán a la batalla.» —Es posible que Xar esté con ellos —dijo Alfred, con tono esperanzado.
«Es posible...» Haplo no parecía muy convencido. Alfred exhaló un profundo suspiro y añadió:
—Pero esto no conduce a ninguna parte, excepto a nuevos derramamientos de sangre...
« ¿Eso te parece? Piénsalo bien, amigo mío: los sartán y los patryn, reunidos por fin en un mismo lugar. Todos en el Laberinto. Y con ellos... las serpientes.» Alfred levantó la vista y parpadeó.
— ¡Sartán bendito! —murmuró. Empezaba a ver. Empezaba a comprender.
«Los cuatro mundos, Ariano, Pryan, Chelestra, Abarrach... libres de ellos.
Libres de nosotros. Elfos, humanos y enanos, libres de vivir y de morir, de amar y de odiar, a su entero albedrío, sin interferencias de semidioses ni del mal que nosotros creamos.» —Todo eso está muy bien —apuntó Alfred con una nueva dosis de optimismo—, pero los sartán no se quedarán en el Laberinto. Y tu gente, tampoco.
No importa quién gane... ni quién pierda.
«Por eso tenemos que encontrar la Séptima Puerta», dijo Haplo. «Encontrarla...
y destruirla.» Alfred se sintió perplejo. Pasmado, incluso. La enormidad de la tarea lo confundió. Resultaba demasiado irreal incluso para asustarse. Enemigos acérrimos, mortales, con un legado de odio transmitido de generación en generación, encerrados en una cárcel de su propia creación con un enemigo inmortal, producto de su odio. Sartán, patryn y serpientes, batallando por toda la eternidad sin la menor esperanza de escapar.
¿O acaso cabía la esperanza? El sartán volvió la mirada hacia el perro y alargó la mano para darle unas tímidas palmaditas. Haplo y él habían sido, en un tiempo, enemigos acérrimos y mortales. Alfred pensó también en Marit y Balthazar, dos enemigos unidos por un sufrimiento y una pena que compartían.
Un puñado de semillas, caídas en un terreno requemado y agostado, habían echado raíces y habían encontrado sustento en el amor, la lástima y la comprensión. Si aquellas semillas podían brotar y crecer fuertes, ¿por qué no otras?
La ominosa silueta de Necrópolis estaba ya muy cerca y la dragón seguía avanzando hacia ella con rapidez. Alfred no terminaba de creer que aquello le estuviera sucediendo a él y se preguntó con más deseos que esperanzas si, en realidad, no seguiría a bordo de la nave sartán, afectado quizá por algún golpe recibido en la cabeza.
Pero la crin de la dragón de fuego, con sus escamas lustrosas de un rojo refulgente, le causaba una incómoda picazón muy real. Y a su alrededor irradiaba el calor del Mar de Fuego. A su lado, el perro temblaba de pánico (en ningún momento se había acostumbrado a montar a lomos de la dragón) y Hugh la Mano contemplaba aquel extraño nuevo mundo con expresión de asombro y espanto.
Cerca de él se hallaba Jonathon, otro que, como Hugh, estaba muerto y no muerto. Uno había sido resucitado por amor; el otro, en un acto de odio.
Tal vez cabía la esperanza, después de todo. O tal vez...
—Destruir la Séptima Puerta podría provocar la destrucción de todo lo demás... —apuntó en voz baja, tras reflexionar unos instantes.
Haplo guardó silencio. Al cabo de un rato, dijo por fin:
« ¿Y qué sucederá cuando Ramu y los sartán lleguen al Laberinto, junto con mi gente y con Xar? Las guerras que libren serán comida y bebida para la maldad de las serpientes dragón, que engordarán y se pondrán lustrosas y seguirán azuzándolos a la violencia. Puede que mi gente escape a través de la Puerta de la Muerte. Entonces, los tuyos perseguirán a los fugitivos. Los enfrentamientos se extenderán hasta abarcar los cuatro mundos. Los mensch se verán arrastrados a la lucha, como lo fueron la última vez. Nosotros los armaremos, los aprovisionaremos de artefactos como la Hoja Maldita.
»Ya ves la disyuntiva que se nos plantea, amigo mío», añadió Haplo tras una pausa para permitir a Alfred una larga reflexión sobre lo que acababa de oír. « ¿Entiendes el dilema, verdad?» Alfred se estremeció y se llevó las manos al rostro.
— ¿Y qué será de los mundos si cerramos la Puerta de la Muerte? —preguntó con voz temblorosa y las facciones muy pálidas—. Los cuatro mundos se necesitan unos a otros. Las ciudadelas necesitan la energía de la Tumpa-chumpa. Tal energía podría estabilizar el sol de Chelestra. Y, gracias a las ciudadelas, los conductos de Abarrach empiezan a transportar agua...
«Los mensch podrán arreglárselas por su cuenta, si tienen que hacerlo. ¿Qué sería mejor para ellos, amigo mío? ¿Controlar su propio destino o ser peones del nuestro?» Alfred permaneció en un pensativo silencio, con los hombros hundidos y gesto de abatimiento. Volvió la vista atrás, por última vez, hacia las naves. Las embarcaciones de los sartán eran dos trazos luminosos que resplandecían débilmente contra la oscuridad del fondo. La nave patryn las seguía, con sus signos mágicos encendidos.
—Tienes razón, Haplo —murmuró Alfred con un profundo suspiro y, con la mirada puesta todavía en las naves, añadió—: Has dejado que Marit partiera con ellos...
«Era preciso», declaró Haplo calmosamente. «Lleva la marca de Xar y está unida a él por ese signo mágico. El Señor del Nexo conocería nuestros planes a través de ella. Además, existe otra razón.» Alfred llenó los pulmones con una inspiración entrecortada.
«En efecto, al destruir la Séptima Puerta podríamos provocar nuestra propia destrucción», continuó Haplo. «Lamento forzarte a este destino pero, como acabo de decir, te necesito, amigo mío. No podría hacer esto sin ti.» Al sartán le saltaron las lágrimas y se le nubló la vista. Durante largos minutos, un nudo en la garganta le impidió hablar. De haber tenido delante a Haplo, Alfred habría tendido la mano a su amigo patryn para estrechársela. Pero Haplo no estaba. Su cuerpo yacía inmóvil y sin vida en la gélida celda de las mazmorras. Tocar un espíritu era difícil, pero Alfred hizo cuanto pudo y, a pesar de todo, alargó la mano. El perro, con un ladrido jubiloso, se dejó acariciar y consolar.
El animal se sentiría aliviado de poder saltar de la dragón.
Alfred continuó acariciando su sedoso pelaje.
—Es el mayor cumplido que podías hacerme, Haplo. Tienes razón. Debemos correr ese riesgo. — a mano que acariciaba la testuz del animal empezó a ser presa de un ligero temblor y Alfred expresó sus dudas en voz alta—: De todos modos, amigo mío, ¿has tomado en cuenta el destino al que condenaremos a nuestros pueblos? Si cerramos la Puerta de la Muerte, eliminaremos su única vía de escape. Podrían quedar encerrados para siempre en el Laberinto, librando una batalla eterna contra las serpientes y entre ellos.
«Ya he pensado en ello», fue la respuesta de Haplo. «De ellos dependería, ¿no te parece? Seguir luchando... o intentar encontrar la paz. Y recuerda que ahora, en el Laberinto, también están los dragones buenos. La Onda podría corregirse.» —O barrernos a todos —apostilló Alfred.
CAPÍTULO 23
NECRÓPOLIS
ABARRACH
La dragón de fuego los transportó lo más cerca de la ciudad de Necrópolis que le fue posible. Para ello, incluso penetró en la bahía en la que los patryn habían ocultado su nave. La dragón se mantuvo arrimada a la orilla para evitar el inmenso remolino que giraba lentamente en el centro de la ensenada. En un momento dado, Alfred volvió la mirada hacia el torbellino, hacia la roca fundida que desaparecía en una espiral perezosa, hacia el vapor que escapaba ociosamente de las fauces abiertas en su centro. Rápidamente, apartó la vista.
—Siempre he sabido que había algo extraño en ese perro —comentó Hugh k Mano.
Alfred respondió con una sonrisa trémula, que no tardó en desvanecerse.
Había otro problema que debía resolver. Un problema cuya responsabilidad debía aceptar.
—Maese Hugh —empezó a decir, titubeante—, ¿has entendido... algo de lo que has oído?
Hugh le dirigió una mirada perspicaz y se encogió de hombros.
—No creo que importe mucho si lo entiendo o no, ¿me equivoco?
—No —reconoció Alfred con cierta confusión—. Supongo que no —añadió con un carraspeo—. Vamos..., eh..., vamos a un lugar llamado la Séptima Puerta. Allí creo que..., tengo la impresión de que... Podría equivocarme, pero...
— ¿Ahí es donde voy a morir? —preguntó Hugh abiertamente.
Alfred tragó saliva y se humedeció los labios resecos. Le ardían las mejillas y no era a causa del calor del Mar de Fuego.
—Si es eso lo que deseas, realmente...
—Lo es. —La voz de Hugh era firme—. No debería estar aquí. Soy un fantasma. Suceden cosas y ya no puedo sentirlas.
—No lo entiendo —murmuró Alfred, desconcertado—. Al principio no era así.
Cuando... —tragó saliva, pero estaba obligado a aceptar su responsabilidad—, cuando yo te devolví a la vida.
—Tal vez yo pueda explicarlo —se ofreció Jonathon—. Cuando Hugh volvió al reino de los vivos, dejó muy atrás el de los muertos. Se aferró a la vida, a la gente que había formado parte de su existencia. De este modo, se mantuvo muy vinculado a los vivos. Sin embargo, el mensch ha ido cortando uno a uno tales vínculos. Ha terminado por darse cuenta de que no tiene nada más que darles, ni ellos a él. Antes lo tenía todo y ahora sólo puede lamentarse de su pérdida.
«... de su pérdida...», suspiró el eco.
—Pero había una mujer que lo amaba —protestó Alfred con voz grave—. Que todavía lo ama.
—Ese amor es apenas una pequeña fracción del amor que tuvo. El amor mortal es nuestra introducción al inmortal.
Alfred se sentía mortificado, afligido.
—No seas demasiado severo contigo mismo, hermano —le aconsejó Jonathon.
El fantasma penetró en el cuerpo del lázaro, y en los ojos muertos de éste apareció un destello de vida—. Tú empleaste la nigromancia por compasión, no por codicia, por odio o por venganza. Los vivos que se han relacionado con este mensch han aprendido de él. En algunos ha despertado desesperación y temor, pero a otros les ha proporcionado esperanza.
Alfred asintió con un suspiro. Aún no lo entendía, no del todo, pero intuía que quizá podría perdonarse a sí mismo.
—Buena suerte en vuestras empresas —dijo la dragón tras depositarlos en la escarpada costa que rodeaba el Charco de Fuego—. Y, si conseguís librar al mundo de quienes lo han asolado, contad con mi gratitud.
Todos tenían las mejores intenciones, se dijo Alfred. Esto era lo más triste.
Samah tenía buenas intenciones. Todos los sartán las tenían. Ramu, indudablemente, actuaba con la mejor voluntad. Incluso Xar, a su modo, obraba quizá movido por los mejores deseos.
Sencillamente, a todos ellos les faltaba imaginación.
Aunque la dragón los había acercado todo lo posible, quedaba un largo trecho desde la bahía hasta Necrópolis, sobre todo si el camino se hacía a pie. Y, en especial, si los pies eran los de Alfred. Apenas había pisado tierra cuando ya estuvo a punto de caer en un charco burbujeante de fango hirviente. Hugh la Mano lo apartó del borde.
«Usa tu magia o no conseguirás llegar con vida a la Cámara de los Condenados», sugirió Haplo con ironía.
Alfred tomó en consideración la sugerencia y vaciló.
—No puedo llevaros al interior de la Cámara.
« ¿Por qué no? Lo único que tienes que hacer es visualizarla en tu mente. Ya has estado allí.» Haplo parecía irritado.
—Sí, pero las runas de protección nos impedirían entrar. Obstruirían la magia. Además —añadió con un suspiro—, no consigo ver la Cámara con demasiada claridad. Creo que debo haberla borrado de mi memoria. Fue una experiencia aterradora.
«Quizás en ciertos aspectos», lo corrigió Haplo, pensativo. «En otros, no.» —En eso tienes razón.
Aunque ninguno de los dos lo reconocía en aquel momento, la experiencia en la Cámara de los Condenados había acercado a los dos enemigos y les había demostrado que no eran tan diferentes como habían creído.
—Recuerdo un aspecto... —apuntó Alfred en voz baja—. Recuerdo la parte en la que entramos en las mentes y los cuerpos de quienes vivieron (y murieron) en esa Cámara, hace siglos...
... Una sensación de pesar y tristeza embargó a Alfred. Pero, aunque dolorosas, la pena y la desdicha que sentía eran preferibles, con mucho, a la ausencia de sentimientos que había experimentado antes de unirse a aquella hermandad. Antes era un pellejo vacío, una cáscara sin contenido. Los muertos, aquellas espantosas creaciones de quienes empezaban a emplear la nigromancia, tenían más vida que él. Alfred exhaló un profundo suspiro y alzó la cabeza. Una mirada en torno a la mesa fe permitió descubrir sentimientos parecidos en las apacibles expresiones de los hombres y mujeres congregados en aquella cámara sagrada.
La tristeza y el pesar no estaban cargados de amargura. Ésta invade a quienes han provocado su propia tragedia como consecuencia de sus malos actos, y Alfred previo un tiempo en el que una profunda amargura se extendería a todo su pueblo, a menos que pudiera curarse de su locura.
Suspiró otra vez. Apenas momentos antes, se había sentido radiante de alegría y la paz se había extendido como un bálsamo sobre el mar de magma en ebullición de sus dudas y temores. Pero tal sensación embriagadora de exaltación no podía durar en aquel mundo. Tenía que volver a afrontar sus problemas y peligros; y, con ello, la tristeza y la pesadumbre.
Una mano surgió de pronto y asió la suya. Era una mano firme, de piel fina y sin arrugas, que le apretaba los dedos con energía; la de Alfred, en cambio, envejecida y apergaminada, apenas tenía fuerza.
—Esperanza, hermano —dijo el joven en tono apacible—. Debemos tener esperanza.
Alfred se volvió a observar al hombre sentado a su lado. El joven tenía unas facciones atractivas, firmes y resueltas, como un buen acero templado en la forja.
Ni la menor sombra de duda empañaba su brillante superficie; su hoja estaba esmerilada hasta formar un filo cortante como el de una navaja. El joven le resultaba familiar a Alfred. Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no terminaba de salirle.
Esta vez, lo recordaba. Aquel joven había sido Haplo. Alfred sonrió.
—Recuerdo la sensación de júbilo, de descubrimiento de que no estaba solo en el universo, de que había un poder superior que me observaba, que se preocupaba por mí. Recuerdo que, por primera vez en mi vida, no tuve miedo... — Hizo una pausa y movió la cabeza—. Pero eso es todo lo que recuerdo.
«Muy bien», dijo Haplo, resignado. «No puedes conducirnos a la Cámara.
¿Adonde puedes llevarnos, entonces? ¿Cuánto puedes acercarnos?» — ¿A tu celda en las mazmorras? —sugirió Alfred en voz baja y suave. Haplo permaneció en silencio.
«Si es todo lo que puedes hacer, adelante», murmuró por último.
Alfred invocó la posibilidad de que el grupo estuviera en dicha celda, y no donde se hallaba. Y, de pronto, allí se encontraron.
— ¡Que los antepasados me protejan! —murmuró Hugh la Mano.
Estaban en la celda. Un signo mágico, obra de Alfred, brillaba con un suave resplandor blanquecino sobre el cuerpo de Haplo. El patryn, frío y sin indicios de vida, yacía sobre el lecho de piedra.
— ¡Está muerto! —Hugh dirigió una mirada siniestra y suspicaz hacia el perro—. Entonces, ¿de quién es la voz que escucho?
Alfred se disponía a embarcarse en explicaciones, a contarle todo lo referente al perro y el alma de Haplo, cuando el animal hincó los dientes en los calzones de terciopelo de Alfred y empezó a tirar de él hacia la puerta de la celda. Al sartán le vino una idea a la cabeza.
—Haplo... ¿Qué..., qué te sucederá a ti?
«Eso no importa», rué la lacónica respuesta del patryn. «Sigue adelante.
Disponemos de poco tiempo. Si Xar nos descubre...» — ¡Pero tú dijiste que Xar había acudido al Laberinto! —exclamó Alfred.
«Dije que quizá lo había hecho», replicó secamente Haplo. « ¡Ya basta de perder el tiempo!» Alfred titubeó.
—El perro no puede entrar en la Puerta de la Muerte; tal vez tampoco pueda hacerlo en la Séptima Puerta, sin ti. Jonathon, ¿sabes tú qué sucederá si la cruza?
El lázaro se encogió de hombros.
—Haplo no está muerto. Sigue con vida, aunque sólo le queda un hálito de ella. Yo me ocupo de quienes han pasado más allá.
«... más allá...» «No tienes alternativa, Alfred», insistió Haplo con impaciencia. « ¡Ve adelante con ello!» El perro emitió un gruñido.
Alfred dio un suspiro. Había una alternativa. Siempre había una alternativa.
Y, al parecer, él siempre tomaba la decisión errónea. Se asomó al pasadizo que se adentraba en las tinieblas impenetrables. El signo mágico blanquecino que había encendido encima del cuerpo de Haplo perdió intensidad hasta que su resplandor se apagó. El sartán y sus compañeros quedaron sumidos en una completa oscuridad.
Alfred evocó el recuerdo de su primer encuentro con Haplo, en Ariano.
Recordó la noche en que había sumido a Haplo en un sueño mágico, había levantado las vendas que le ocultaban las manos y había descubierto los signos tatuados en su piel. Revivió su desesperación, su profundo pánico, su estupefacción.
¡El enemigo ancestral ha vuelto! ¿Qué voy a hacer?
Y, al final, había hecho muy poco, al parecer. Nada calamitoso o catastrófico.
Habías seguido los dictados de su corazón y había actuado de la manera que había creído mejor. ¿Existía, efectivamente, un poder superior que guiaba su camino?
Alfred bajó la vista hacia el perro, que se apretaba contra su pierna, y en aquel momento creyó comprender.
Empezó a entonar las runas en un murmullo, con un tono nasal que resonó en el túnel con un eco fantasmagórico.
Las runas azuladas cobraron vida en la parte inferior de la pared del pasadizo. La oscuridad retrocedió.
— ¿Qué es eso? —Hugh la Mano estaba junto a la pared cuando los signos mágicos se habían encendido. Al producirse el destello de la magia, se había apartado de un salto.
—Esas runas —explicó Alfred— nos conducirán a lo que en este mundo se conoce como la Cámara de los Condenados.
—Parece un nombre apropiado —fue la seca respuesta del mensch.
La última vez que Alfred había recorrido aquel trayecto, lo había hecho a la carrera, temiendo por su vida. Creía haber olvidado el camino pero, una vez encendidas las runas y rota la oscuridad, empezó a reconocer por dónde andaba.
El pasadizo descendía como si los condujera al propio centro del mundo.
Visiblemente antiguo pero en buen estado, el túnel era liso y ancho, a diferencia de la mayor parte de las catacumbas de aquel mundo inestable. Había sido horadado para acoger a grandes multitudes. En su visita anterior, Alfred había encontrado aquello muy extraño, pero entonces ignoraba adonde conducía.
Esta vez lo sabía y lo entendía. La Séptima Puerta. El lugar desde el cual los sartán habían obrado la magia que había causado la Separación del antiguo mundo.
« ¿Tienes idea de cómo actuaba la magia?», preguntó Haplo. Lo hizo con voz susurrante, contenida, aunque sólo unos oídos interiores podían captarla.
—Orla me lo contó —respondió Alfred y continuó la explicación con breves interrupciones esporádicas para entonar las runas en voz baja—. Después de tomar la decisión de separar el mundo, Samah y los miembros del Consejo reunieron a toda la población sartán y a los mensch que estimaron merecedores de ello. Transportaron a este puñado de afortunados a un lugar similar, probablemente, al pozo del tiempo que utilizamos en Abri: un pozo en el que existe la posibilidad de que no existan posibilidades. Allí, aquella gente estaría a salvo hasta que los sartán pudieran trasladarlos a los nuevos mundos.
»Los sartán más dotados se reunieron con Samah en el interior de una cámara a la que el gran consejero denominó la Séptima Puerta. Consciente de que llevar a cabo una magia tan poderosa, capaz de romper un mundo y forjar otros nuevos, agotaría al hechicero más resistente, Samah y el Consejo dotaron a la propia cámara con gran parte de sus poderes individuales. El recinto actuaría de modo bastante parecido a una de las piezas de la Tumpa-chumpa que Limbeck llamaba genador.
»La Séptima Puerta conservó el poder mágico dejado allí en reserva, y los sartán recurrieron a él cuando su propia magia decreció y perdió fuerza. El peligro, por supuesto, era que una vez transferido el poder a la Séptima Puerta, la magia permanecería en ella para siempre. Samah sólo tenía un modo de destruir la magia: destruyendo la Séptima Puerta. El gran consejero debería haberlo hecho, naturalmente, pero tuvo miedo.
« ¿De qué?», preguntó Haplo.
Alfred titubeó.
—En su primera entrada en la Séptima Puerta, después de dotarla de ese poder, los miembros del Consejo de los Siete descubrieron algo que no esperaban encontrar.
«Un poder superior al de ellos.» —Sí. No estoy seguro de cómo o por qué; Orla no me contó tanto. La experiencia resultó terrible para los sartán. Parecida a lo que pasamos nosotros cuando entramos. Pero, mientras que la nuestra fue reconfortante y estimulante, la suya resultó abrumadora. Samah fue obligado a darse cuenta de la enormidad de sus actos y de las espantosas consecuencias de lo que había proyectado. Se le hizo saber, en esencia, que había sobrepasado los límites. Pero también se le dio a conocer que conservaba su libre albedrío para continuar, si quería.
«Abrumados por lo que habían visto y oído, los miembros del Consejo empezaron a tener dudas, lo cual condujo a violentas discusiones. Sin embargo, el temor a sus enemigos, los patryn, era profundo y el recuerdo de la experiencia en la cámara se difuminó. La amenaza patryn era muy tangible. Bajo la dirección de Samah, el Consejo votó llevar adelante la Separación. Los sartán que se oponían fueron enviados, junto con los patryn, al Laberinto.
»E miedo... la causa de nuestra caída. —Alfred sacudió la cabeza con abatimiento—. Incluso después de haber triunfado en separar un mundo para construir otros cuatro, incluso después de haber encerrado a sus enemigos en una prisión a su medida, Samah continuó sintiendo miedo. Temía lo que había descubierto en la Séptima Puerta, pero también temía tener necesidad de la Puerta más adelante y por ello, en lugar de destruirla, sólo la hizo desaparecer.
—Yo estaba con Samah cuando murió —dijo Jonathon—. Y le dijo a Xar que no sabía dónde estaba.
—Probablemente, así era —concedió Alfred—. Pero Samah podría haberla encontrado con bastante facilidad. Tenía mi descripción del lugar, porque yo le conté todo lo que sabía de la Cámara de los Condenados.
—Mi gente la encontró —apuntó Jonathon—. Reconocimos su poder, pero habíamos olvidado el modo de utilizarlo.
«... de utilizarlo...», repitió el eco.
— ¡Afortunadamente! ¡No me atrevo a imaginar qué habría sucedido si Kleitus hubiera descubierto cómo utilizar el verdadero poder de la Puerta! —Dijo Alfred con un escalofrío—. Lo que me llama la atención es que, a pesar de todo este revuelo, esta agitación de fuerzas mágicas, esos a los que llamamos despectivamente «mensch» han resistido y prosperado. Humanos, elfos y enanos tienen sus problemas pero, en general, han conseguido solventarlos y establecerse.
Lo que llamáis la Onda los ha mantenido a flote.
«Esperemos que sigan así», comentó Haplo. «La próxima Onda, si les cayera encima, podría ser la definitiva.» Continuaron atravesando corredores, viajando siempre hacia abajo. Alfred cantaba las runas en voz baja, para sí mismo, y los signos mágicos de la pared los guiaban con su intenso resplandor.
El pasadizo se estrechó hasta obligarlos a caminar en fila india. Alfred abría la marcha, seguido por Jonathon. El perro y Hugh la Mano ocupaban la retaguardia.
O el aire era más tenue allí —Alfred no recordaba tal sensación en su visita anterior—, o el nerviosismo lo estaba dejando sin aliento. La tonada rúnica daba la impresión de adherirse a su irritada garganta; tenía dificultades para emitirla.
Sentía miedo y, al mismo tiempo, estaba excitado, tembloroso, lleno de nerviosa expectación.
De todos modos, no parecía que los signos mágicos necesitaran ya de su cantinela. Se encendían espontáneas, casi alegremente, avanzando mucho más deprisa que los caminantes. Por último, Alfred dejó de cantar y guardó la voz para lo que se preparaba.
Quizá se estaba preocupando por nada. Todo podía ser tan fácil, tan sencillo... Un toque de magia y la Séptima Puerta quedaría destruida. La Puerta de la Muerte quedaría cerrada para siempre...
De pronto, el perro lanzó un sonoro ladrido.
El sonido inesperado y su eco en el túnel hizo que a Alfred casi se le detuviera el corazón en el pecho. Finalmente, le dio un gran vuelco y acabó en su garganta, obturándole la tráquea durante unos momentos.
— ¿Qué...? —Alfred jadeó y carraspeó.
— ¡Chist! ¡Silencio! Deteneos un momento —ordenó Hugh.
Todos obedecieron. El fulgor azulado de las runas se reflejaba en sus ojos, tanto en los vivos como en los muertos.
—El perro ha oído algo. Y yo también —continuó la Mano tétricamente—.
Alguien nos sigue a distancia.
A Alfred, el corazón le saltó de la garganta directamente fuera del cuerpo.
Xar. El Señor del Nexo.
«Adelante», intervino Haplo. «Hemos llegado demasiado lejos como para dejarlo ahora. Adelante.» —No es preciso —musitó Alfred con un hilillo de voz.
Ante ellos, los signos mágicos abandonaban la parte baja de la pared y ascendían hasta formar un arco de resplandeciente luz azul. Un azul que se convirtió en un rojo amenazador, feroz, cuando el sartán se aproximó.
—Hemos llegado. Ésta es la Séptima Puerta.
CAPÍTULO 24
LA SÉPTIMA PUERTA
Las runas orlaban una entrada, rematada en un arco, que conducía —recordó Alfred— a un pasadizo ancho y espacioso. Y Alfred recordó también, de improviso, la sensación de paz y de tranquilidad que lo había envuelto al penetrar en aquel túnel. Anheló experimentar de nuevo aquella sensación, lo deseó como un hombre adulto anhela a veces un pecho que lo consuele, el tacto de unos brazos cariñosos en torno a él, una voz que arrulle su sueño con dulces canciones y tonadas de la niñez.
Alfred se detuvo ante el arco y observó el parpadeo de los signos mágicos.
Para cualquier otro que estudiara las runas grabadas en la pared, los signos habrían resultado similares a los que corrían por la ase de la pared. Runas inocuas, creadas para servir de guía. Pero él era capaz de apreciar las sutiles diferencias: un punto colocado encima de una raya, en lugar de debajo; una cruz en lugar de una estrella, un cuadrado en torno a un círculo... Estas diferencias convertían las runas de guía en runas de protección. Las más poderosas que era capaz de forjar un sartán. Cualquiera que se aproximara a aquel arco... — ¿A qué estás esperando, Alfred? —exclamó Hugh. Dirigió una mirada dubitativa al sartán y añadió—: No te irás a desmayar, ¿verdad? —No, maese Hugh, pero... ¡Espera!
¡No! Hugh la Mano dejó atrás a Alfred y se dirigió al arco. Las runas azules cambiaron de color y pasaron del azul al rojo con una llamarada. El mensch, algo alterado, se detuvo y estudió las runas con suspicacia.
No sucedió nada más. Alfred guardó silencio. Probablemente, el mensch no le habría creído de todos modos. Era de los que lo han de comprobar todo por sí mismos.
Hugh dio un paso adelante. Los signos mágicos humearon y estallaron en llamas. La boca del túnel quedó rodeada por un arco de fuego. El perro se encogió.
— ¡Maldición! —masculló la Mano, impresionado, al tiempo que retrocedía precipitadamente.
Tan pronto como se apartó del arco, el fuego se apagó. Los signos mágicos adquirieron de nuevo un mortecino resplandor rojizo, pero no pasaron al azul. El calor de las llamas permaneció en el aire del pasadizo.
—No nos permite el paso —murmuró Alfred.
—Eso ya lo he visto —dijo Hugh con un gruñido, al tiempo que se frotaba los brazos, cuyo vello oscuro y espeso había sido chamuscado por las llamas—. Por todos los antepasados, ¿cómo vamos a cruzar?
—Puedo desbaratar las runas —planteó el sartán, pero no hizo el menor ademán de disponerse a ello.
« ¿Estás temblando?», le llegó la voz de Haplo.
—No —replicó, a la defensiva—. Es sólo que... —Alfred volvió la mirada hacia el pasadizo por el que habían llegado hasta allí.
Las runas azules de la base de la pared se habían apagado ya pero, ante su mirada —y obedeciendo a sus pensamientos—, volvieron a encenderse. El zócalo de signos mágicos luminosos marcaría el camino hasta la celda, hasta el cuerpo yaciente de Haplo.
Alfred bajó la vista al perro.
—Tengo que saber qué será de ti.
«Eso no importa.» —Pero...
« ¡Maldita sea, no sé qué sucederá!», insistió Haplo, perdiendo la paciencia.
«Pero sé muy bien qué ocurrirá si fracasamos. Y tú también lo sabes.» Alfred no dijo nada más e inició una danza.
Sus movimientos eran gráciles, pausados y solemnes. Acompañándose de una cantinela, sus manos dibujaban los signos mágicos de la melodía y sus pies marcaban los trazos complejos de las runas sobre el suelo de piedra. La danza y la música penetraron en él, en su sangre, como burbujas embriagadoras. Su cuerpo, que con harta frecuencia resultaba tan torpe y desmañado como si perteneciera a otro y él sólo lo tuviera en préstamo, se despojó de aquella apariencia; mudó de aspecto como una serpiente muda de piel. Sus músculos, sus huesos, su sangre...
eran pura magia. Alfred era luz, aire y agua. Estaba feliz, contento y libre de miedo.
La luz roja de las runas de defensa se encendieron un momento, muy brillantes, y a continuación se difuminaron hasta apagarse por completo.
La oscuridad flotó en el pasadizo. La oscuridad envolvió a Alfred. Las burbujas estallaron y quedaron vacías, gastadas. La magia rezumó de él. Su viejo cuerpo pesado flotó ante él como un grueso gabán colgado de una percha. Tuvo que esforzarse para volver a entrar en él, para notar su peso sobre los hombros, para intentar moverse de nuevo junto con su carne tangible, demasiado engorrosa y en la cual no cabía.
Los pies del sartán se detuvieron. De su boca escapó un suspiro y, a continuación, dijo con voz serena:
—Ya podemos pasar. Las runas se activarán de nuevo cuando hayamos cruzado el arco. Quizá basten para detener a Xar.
Haplo emitió un gruñido, pero ni siquiera se molestó en contestar.
De nuevo, Alfred abrió la marcha. Hugh la Manolo siguió con una cauta mirada de reojo a las runas, como si esperase que en cualquier momento estallaran en llamas.
El perro avanzó al trote, con aire aburrido, tras los talones de Hugh.
Jonathon fue el último en entrar; el lázaro, cuyos pies se arrastraban por el suelo, dejó un surco en el polvo al avanzar. Alfred bajó la vista y se sintió intrigado y algo inquieto al ver las marcas que sus propias pisadas habían dejado impresas en el polvo la vez anterior que había pasado a través del arco. Las reconoció por su distribución errática a lo largo y ancho del lugar.
También reconoció las huellas de Haplo, que avanzaban en línea recta, con propósito firme y decidido. Al abandonar aquella cámara, el andar del patryn era mucho menos seguro. Su paso se había alterado drásticamente y, desde aquel momento, el curso de su vida había cambiado para siempre.
Y Jonathon... La última vez que habían acudido allí, el sartán de Abarrach estaba vivo; en cambio, en esta ocasión, era su cadáver —ni vivo ni muerto— el que hollaba el polvo borrando el rastro que había dejado en vida. En cambio, no se apreciaban por ninguna parte las huellas del perro de aquella visita anterior. Y tampoco esta vez dejaba rastro de su paso. Alfred se fijó en ello y se asombró de no haberse dado cuenta hasta aquel momento.
O quizás había visto huellas, se dijo con una sonrisa melancólica, porque esperaba verlas.
Alargó la mano y dio unas palmaditas en la suave testuz del animal. El perro alzó hacia él sus ojos, brillantes y límpidos. Tenía la boca abierta en una mueca que habría podido pasar por una sonrisa.
«Soy real», parecía decir. «De hecho, tal vez sea lo único real.» Alfred se volvió.
Sus pies habían dejado de trastabillar. Erguido y con paso firme, avanzó hacia la Séptima Puerta, conocida por los habitantes de Abarrach con el nombre de la Cámara de los Condenados.
Como la última vez, el túnel los condujo directamente a una pared lisa, de sólida roca negra, en la que había grabados dos juegos de runas. El primero lo componían meros signos de protección, una cerradura mágica trazada, indudablemente, por el propio Samah. El otro juego de runas era obra de los primeros sartán instalados en Abarrach, los cuales, en sus intentos de establecer contacto con sus hermanos de otros mundos, habían topado accidentalmente con la Séptima Puerta. En su interior habían encontrado paz, autoconocimiento y sentido de la existencia, todo ello concedido por un poder superior, por un poder más allá de su comprensión y de su entendimiento. Ésta había sido la causa de que hubieran grabado allí aquellas marcas, las cuales declaraban la cámara como un lugar santo y sagrado.
En aquella cámara, los sartán habían muerto.
En aquella cámara, Kleitus había expirado.
Recordando aquella experiencia terrible, Alfred se estremeció. Con un pronunciado temblor, dejó caer al costado la mano con la que estaba siguiendo los trazos de las runas en la roca. Con espantosa claridad, volvió a ver los esqueletos yaciendo en el suelo. Asesinato en masa. Suicidio en masa.
Quien traiga la violencia a este lugar, la encontrará vuelta contra él mismo.
Así aparecía escrito en las paredes. En su momento, Alfred se había preguntado cómo y por qué. Esta vez creía entenderlo. Por miedo. Todo se reducía siempre al miedo. Nadie podía saber con seguridad qué temía Samah, ni por qué, pero lo cierto era que, incluso en aquella cámara, a la que el Consejo de los Siete había dotado de su magia más poderosa, el gran consejero sartán había tenido miedo. El lugar había sido concebido para destruir a los enemigos del Consejo, pero había terminado por destruir a sus creadores.
Una mano helada rozó la de Alfred. El sartán dio un respingo, sobresaltado, y descubrió a Jonathon a su lado.
—No tengas miedo de lo que hay dentro.
«... lo que hay dentro...», dijo el triste eco.
Jonathon continuó hablando:
—Ahora, por fin, los muertos descansan. No quedan rastros de su trágico final. Yo mismo me he encargado de ello.
«... encargado de ello...» — ¿Tú has entrado aquí otras veces? —preguntó Alfred, asombrado.
—Sí. Muchas veces. —Y dio la impresión de que el lázaro sonreía; el fantasma encendía con su fuego los sombríos y muertos ojos del cadáver ambulante—. Entro y salgo cuando quiero. Esta cámara ha sido mi hogar..., tanto como puede serlo un lugar. Aquí encuentro alivio para el tormento de mi existencia. Aquí me cargo de paciencia para soportarla, para esperar a que llegue el final — ¿E final? —A Alfred no terminó de gustarle el tono de Jonathon.
El lázaro no respondió; el fantasma abandonó el cuerpo del lázaro y revoloteó a su alrededor, agitado. Alfred tomó aire con un escalofrío; la confianza que había sentido hasta aquel momento se desvanecía rápidamente.
— ¿Y si fracasamos?
Tras repetir las palabras de Haplo, Alfred colocó las manos en la roca y empezó a entonar las runas. La pared desapareció bajo sus dedos. Con un resplandor azulado, los signos mágicos enmarcaron un pórtico que daba paso, no a la oscuridad, como había sucedido la última vez que habían entrado en la cámara, sino a la luz.
La Séptima Puerta era una estancia con siete paredes de mármol, cubierta por un techo en cúpula. Un globo suspendido de éste difundía una suave luz blanca. Como había prometido Jonathon, los muertos cuyos cuerpos yacían en el suelo habían sido retirados. Pero en las paredes seguían grabadas las palabras de advertencia: Quien traiga la violencia a este lugar, la encontrará vuelta contra él mismo.
Alfred cruzó el umbral y percibió el mismo calor envolvente y amoroso que había experimentado la primera vez que había entrado en la cámara. La sensación de bienestar y de sosiego se extendió como un bálsamo sobre su alma torturada.
Se acercó a la mesa ovalada, tallada en una madera de un color blanco puro —una madera procedente del antiguo mundo separado—, y la contempló con veneración y con tristeza.
Jonathon avanzó hasta rozar el borde de la mesa. De haber prestado atención, Alfred habría advertido el cambio que se producía en el lázaro al penetrar en la estancia. El fantasma permanecía fuera del cuerpo y había dejado de debatirse, de pugnar por escapar. Su presencia vaga e informe se concretó en una tenue imagen del duque que era cuando Alfred lo había conocido: joven, vibrante, alegre... El cadáver ambulante era, al parecer, la sombra del alma.
Sin embargo, Alfred no se percató de ello. Tenía la mirada fija en las runas talladas en la mesa, las contemplaba como si estuviera hipnotizado, como si fuera incapaz de apartar la vista. Se acercó a ellas más y más...
Hugh la Mano se detuvo ante el pórtico y estudió la estancia con asombro y temor; una vez llegado el momento de la verdad, quizá se sentía reacio a cruzar el umbral.
El perro azuzó a Hugh, lo instó a avanzar, meneando el rabo en un gesto tranquilizador. El mensch relajó su expresión ceñuda y sonrió.
—En fin, si tú lo dices... —murmuró al animal.
Penetró en la estancia. Tras echar un vistazo que lo abarcó todo, avanzó hasta la mesa blanca y apoyó las manos en ella. Después, con gesto ocioso, empezó a seguir los trazos de las runas con los dedos.
El perro entró al paso en la cámara... y desapareció.
La puerta de la Séptima Puerta se cerró.
Pero Alfred no se dio cuenta de lo que hacía el mensch. Tampoco reparó en la desaparición del perro, ni oyó cerrarse la puerta. Se hallaba de pie ante la mesa.
Alargó la mano hasta posar los dedos sobre la madera blanca suavemente, con veneración...
—Hoy nos hemos reunido aquí, hermanos —dijo Samah desde su asiento, en la cabecera de la mesa—, para proceder a la Separación del mundo.
CAPÍTULO 25
LA SÉPTIMA PUERTA
La cámara conocida como la Séptima Puerta estaba repleta de sartán. El Consejo de los Siete ocupaba los asientos en torno a la mesa; los demás permanecían en pie. Alfred se vio empujado contra una pared cerca del fondo, junto a una de las siete puertas. Éstas y una serie de cuadrados del suelo delante de cada una permanecieron desocupadas.
Los rostros que tenía tan cerca estaban tensos, pálidos y demacrados. Era como verse en un espejo, se dijo Alfred. Él debía de tener el mismo aspecto, pues se sentía exactamente como ellos. Sólo Samah —al cual entreveía esporádicamente cuando se producía algún movimiento entre la masa de gente que lo rodeaba— daba muestras de dominio de sí mismo y de la situación. Severo e implacable, el gran consejero era la fuerza que los mantenía unidos.
Si su voluntad vacilaba, se dijo Alfred, todo lo demás se desmoronaría como queso enmohecido.
Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra en un intento de aliviar la incomodidad de permanecer de pie un rato tan interminable. Normalmente, no sentía claustrofobia, pero la tensión, el miedo y lo concurrido del lugar empezaban a producirle la impresión de que las paredes estaban a punto de cerrarse sobre él.
Le costaba respirar. De pronto, parecía que se había producido el vacío en la cámara.
Apoyó la espalda contra la pared y presionó ésta con la esperanza de que cediera bajo el contacto. Tuvo visiones maravillosas y terribles en las que los bloques de mármol se hundían, el aire fresco inundaba el recinto y una vasta extensión de cielo azul se abría sobre él. Se vio a sí mismo escapando de aquel lugar, huyendo de Samah y de los guardias del Consejo, fugándose al mundo (y no de él).
—Hermanos —Samah se puso en pie. El Consejo en pleno se hallaba en pie en aquel instante—, ha llegado el momento. Preparaos para activar la magia.
En aquel instante, Alfred alcanzó a distinguir a Orla. Vio sus facciones, pálidas pero serenas. Sabía de sus reticencias, conocía la vehemencia con la que Orla se había opuesto a la decisión del gran consejero. Ella podía hacerlo. Era la esposa de Samah y él nunca la enviaría a la prisión junto con sus enemigos, como había hecho con otros sartán.
Los presentes en la estancia permanecieron con la cabeza inclinada, las manos juntas y los ojos cerrados. Habían empezado a sumirse en el estado meditativo y relajado que se requería para invocar un poder mágico tan enorme como el que Samah y el Consejo exigían.
Alfred se dispuso a hacer lo mismo pero sus pensamientos se negaban a concentrarse, se dispersaban desesperadamente, corrían de acá para allá sin escapatoria posible, como ratones atrapados en una caja junto a un gato.
—Pareces incapaz de concentrarte, hermano —murmuró una voz grave y calmosa, muy cerca de su oído.
Sobresaltado, Alfred buscó el origen de la voz y descubrió a un hombre apoyado, como él, en la pared. Era joven pero, aparte de eso, era difícil dar más detalles de él. Sus facciones quedaban ocultas bajo la capucha y llevaba las manos envueltas en vendas.
¡Vendas! Alfred estudió las tiras de lienzo blanco que cubrían las manos, muñecas y antebrazos del individuo. Una vaga sensación de amenaza embargó a Alfred.
El joven se volvió hacia él y le sonrió con una mueca serena.
—Los sartán llegarán a lamentar este día, hermano. —Su voz cambió, se cargó de acritud—. Aunque sus lamentaciones no aliviarán los padecimientos de las víctimas inocentes. Pero al menos, antes del final, los sartán llegarán a comprender la enormidad de lo que han hecho. Si esto te sirve de algún consuelo...
—Nosotros comprenderemos —dijo Alfred, titubeante—, pero ¿servirá de algo?
¿Será mejor el futuro si lo hacemos?
—Eso queda por ver, hermano —dijo la voz de Haplo.
¡Haplo! ¡Sí, era Haplo! Y él era Alfred, y no un sartán anónimo y sin rostro que una vez, hacía muchísimo tiempo, había asistido tembloroso a la histórica sesión.
Y con todo, al mismo tiempo, era también ese desdichado sartán. Sí, Alfred se hallaba a la vez en el presente y en aquella remota asamblea.
—Debería haber sido más valiente —susurró. El sudor que resbalaba de su cabeza casi calva le empapaba el cuello de la blusa—. Debería haberme pronunciado, haber intentado detener esa locura. Pero soy tan cobarde... Vi lo que les sucedió a los demás y... y no fui capaz de afrontarlo. Aunque ahora creo que tal vez habría sido mejor. Por lo menos, habría podido soportarme, aunque no viviera mucho tiempo. Ahora tengo que cargar con ese peso el resto de mis días.
—No es culpa tuya —dijo Haplo—. ¡Por última vez, deja de disculparte!
—Sí que lo es —replicó Alfred—. Sí que lo es. Lo es de cada uno de los que cerramos los ojos a los prejuicios, al odio, a la intolerancia. Es culpa nuestra...
—Extendeos, hermanos —decía Samah en aquel instante—. Extendeos con vuestra mente hasta el punto más extremo de vuestro poder y, entonces, llegad más allá. Evocad la posibilidad de que este mundo no sea uno, sino que haya quedado reducido a sus elementos fundamentales: tierra, aire, fuego y agua.
En el centro de cuatro de las puertas se encendió una runa con un brillo azulado. Alfred reconoció los símbolos, uno por cada uno de los elementos.
Aquéllas, pues, eran las puertas que conducirían a los nuevos mundos. Se puso a temblar.
—Nuestros enemigos, los patryn, han sido confinados en una prisión. En este momento están contenidos, inmovilizados —prosiguió Samah—. Podríamos haberlos destruido sin dificultad, pero no buscamos su destrucción. Aspiramos a su redención, a su rehabilitación. Esa cárcel..., no, mejor llamarlo correccional, donde los hemos concentrado está a punto para ser sellada.
En la quinta puerta, otro signo mágico cobró vida con unas llamaradas rojas, furiosas y amenazadoras. El Laberinto. La redención. Haplo soltó una áspera risotada.
« ¡Debes detener esto, Samah!», quiso gritar Alfred, frenético. « ¡El Laberinto no es una prisión, sino una cámara de torturas! Ese lugar percibe el miedo y el odio que se ocultan bajo tus palabras. Y utilizará ese odio y ese miedo para matar y destruir.» Pero Alfred no llegó a abrir la boca. Estaba demasiado asustado.
—Hemos creado un refugio para los patryn —prosiguió Samah con una sonrisa forzada, tensa y torva—. Cuando hayan aprendido su dura lección, el Laberinto los dejará libres. Construiremos una ciudad para ellos y les enseñaremos a vivir como gente civilizada.
«Sí», se dijo Alfred, «los patryn continuarán estudiando la "lección"... la lección de odio que tú les enseñaste. Saldrán del Laberinto con más rabia y más afán de venganza que nunca. Salvo unos pocos. Salvo algunos que, como Haplo, alcancen a descubrir que la verdadera fuerza reside en el amor.» La sexta puerta empezó a brillar débilmente con los colores del crepúsculo, suaves y tenues. El Nexo.
—Y, por último —Samah acompañó sus palabras con un gesto en dirección a la puerta que quedaba a su espalda; una puerta que, cuando el gran consejero movió la mano, empezó a abrirse lentamente—, creamos el camino que nos conducirá a esos mundos. Creamos la Puerta de la Muerte. Al tiempo que este mundo muere, otros nuevos y mejores nacerán de él. Y ha llegado el momento de que ello suceda.
Samah se volvió pausadamente hasta quedar de cara a la puerta, abierta ya de par en par. Alfred intentó atisbar qué se veía tras ella. De puntillas, miró por encima de las cabezas de la inquieta multitud.
Cielo azul, nubes blancas, árboles verdes, océanos en calma... El antiguo mundo...
—Rompedlo, hermanos míos —ordenó Samah—. Separad el mundo.
Alfred no pudo obrar la magia. Fue incapaz de hacerlo. Veía los rostros de las «lamentables pero inevitables bajas civiles». Veía su incredulidad, el miedo, el pánico. Miles y miles de seres corriendo hacia su irremisible final, pues no había refugio en el que protegerse.
Alfred lloraba y gemía entrecortadamente. No podía evitarlo. Era incapaz de contenerse.
Haplo apoyó una mano vendada en su hombro.
—Domínate. Esto no te conviene. Samah te está observando.
Alfred levantó la cabeza, temeroso. Su mirada se cruzó con la de Samah y vio el miedo y la cólera en los ojos del gran consejero.
Y Samah dejó de ser Samah.
Y fue Xar.
CAPÍTULO 26
LA SÉPTIMA PUERTA
— ¡Alfred!
La voz lo llamaba desde una distancia enorme, a través del tiempo y del espacio. Era débil, pero imperiosa. Lo instaba a salir, a retirarse, a regresar...
— ¡Alfred!
Una mano lo sacudía por el hombro. Bajó la vista a la mano y observó que estaba vendada. Tuvo miedo e intentó apartarse, pero no pudo. La mano lo agarró con fuerza.
— ¡No, por favor! ¡Déjame en paz! —Gimió Alfred—. Estoy en mi tumba. Estoy a salvo. Todo está en calma y en silencio. Aquí, nadie puede hacerme daño.
¡Déjame!
La mano no lo dejó. Continuó cerrada en torno a su hombro, pero su poderosa presión dejó de resultarle atemorizadora y se convirtió en acogedora y reconfortante, en estimulante y tranquilizadora. El contacto lo estaba devolviendo al mundo de los vivos.
Y entonces, antes de que hubiera regresado del todo, la mano se retiró. Las vendas cayeron de ella y Alfred vio que la mano estaba cubierta de sangre. El corazón se le llenó de pena. La mano estaba extendida, tendida hacia él.
—Alfred, te necesito.
Y allí, a sus pies, estaba el perro, contemplándolo con sus ojos claros.
—Te necesito.
Alfred reaccionó, tomó la mano tendida...
La mano apretó la suya dolorosamente y tiró de él hasta arrancarlo del suelo, materialmente. Alfred trastabilló y cayó.
—Y apártate de esa maldita mesa, ¿quieres? —exclamó Haplo con irritación, plantado ante él con una mirada colérica—. La otra vez, estuvimos en un tris de perderte. —Su mirada aún era ceñuda, pero en su leve sonrisa había un toque de preocupación—. ¿Te encuentras bien?
A gatas sobre el mármol polvoriento, Alfred no tenía palabras. Sólo podía seguir mirando, con mudo asombro, a Haplo. ¡Haplo, plantado delante de él!
¡Haplo, completo y con vida!
— ¡Pareces el perro, talmente! —exclamó el patryn con una súbita sonrisa.
—Amigo mío... —Alfred se sentó en cuclillas, con los ojos llenos de lágrimas—.
Amigo mío...
— ¡No empieces a balbucear! —Protestó Haplo—. Y levántate, maldita sea. No tenemos mucho tiempo. El Señor del Nexo...
— ¡Está aquí! —dijo el sartán con espanto. Se puso en pie de un salto y se volvió, trastabillando, a mirar hacia la cabecera de la mesa.
Alfred pestañeó. Aquél no era Samah. Desde luego, tampoco era Xar. Quien ocupaba la cabecera de la mesa era Jonathon. A su lado, hosco y tenso, estaba Hugh la Mano.
—Pero... Yo vi a Xar... —A Alfred se le ocurrió otra idea—. ¡Y tú...! —Se dio la vuelta otra vez, tambaleándose, y miró a Haplo—. Tú. ¿Eres real?
—En carne y hueso —asintió Haplo.
Su mano, firme y cálida y cubierta de tatuajes mágicos, sujetó al sartán, que estaba tremendamente pálido y vacilante, y lo ayudó a sostenerse en pie.
Con gesto tímido, Alfred extendió un dedo largo y huesudo y tocó con cautela a Haplo.
—Al menos, lo parece —murmuró, receloso todavía. Miró a su alrededor y añadió—: ¿Y el perro?
—Ha escurrido el bulto —respondió Haplo con una sonrisa—. Debe de haber olido alguna salchicha.
—No se ha ido a ningún sitio —replicó Alfred con voz trémula—. Ahora forma parte de ti. Por fin. Pero ¿cómo...?
—Es esta cámara —respondió Jonathon—. Maldita... y bendita. En el caso de Haplo, la magia rúnica mantuvo con vida su cuerpo. La magia de esta estancia, del interior de la Séptima Puerta, ha permitido que el alma se reúna con el cuerpo.
—Cuando el príncipe Edmund entró aquí —apuntó Alfred, recordando lo que había oído—, su alma quedó liberada de su cuerpo...
—Edmund estaba muerto —replicó Jonathon—. Y resucitado mediante la nigromancia. Su alma estaba esclavizada. Ahí está la diferencia.
— ¡Ah! Creo que empiezo a entender...
—Me alegro mucho por ti —intervino Haplo—. ¿Cuántos años crees que tardarás en comprenderlo del todo? Ya he dicho que no tenemos mucho tiempo.
Hay que establecer contacto con el poder superior...
— ¡Yo sé cómo! ¡Yo estuve aquí durante la Separación! Estaba Samah y el Consejo de los Siete en pleno, reunido en torno a la mesa. Incluso tú estabas presente... pero eso no importa ahora — oncluyó Alfred con mansedumbre, al captar la mirada de impaciencia de Haplo—. Ya te lo contaré más tarde.
»Esas cuatro puertas —Alfred las señaló—, las que están ligeramente entreabiertas, conducen a cada uno de los cuatro mundos. La de ahí lleva al Laberinto. Esa, la que está cerrada, debe de ir al Vórtice, el cual, como recordaréis, se derrumbó y quedó cegado. Y esa otra puerta... —el dedo que la señalaba tembló ligeramente—, esa puerta, la que está abierta de par en par, conduce a la Puerta de la Muerte.
Haplo soltó un gruñido.
—Te he dicho que te apartes de esa maldita mesa. Esa puerta no conduce a ninguna parte que no sea de nuevo al pasadizo. Por si lo has olvidado, amigo mío, fue la que cruzamos la última vez que estuvimos aquí. Aunque, según recuerdo, la cerraste cuando pasamos. O, mejor dicho, la puerta casi te cierra a ti.
—Pero eso era en Abarrach —protestó Alfred y miró a su alrededor con impotencia. El descubrimiento resultaba, de pronto, aterrador—. Ahora no estamos en la Cámara de los Condenados. No estamos en Abarrach. Nos hallamos dentro de la Séptima Puerta.
Haplo frunció el entrecejo, escéptico.
—Aquí estás tú —insistió Alfred—. ¿Cómo has llegado aquí?
Haplo se encogió de hombros.
—He despertado en una celda, medio helado. Estaba solo y no había nadie en las proximidades. Al salir al pasillo, he visto las runas azules que brillaban en la pared y las he seguido. Entonces he oído tu voz, canturreando. Las runas de protección me han permitido pasar. He bajado hasta aquí y la puerta estaba abierta. He entrado y te he encontrado sentado a esa condenada mesa, sollozando y gimoteando... como de costumbre.
Perplejo, Alfred miró a Jonathon.
—Entonces, ¿estamos todavía en Abarrach? No lo entiendo...
—Estás en la Séptima Puerta.
«... la Séptima Puerta...» —dijo el eco, y en su voz había un matiz gozoso.
—Esa puerta —Jonathon dirigió la mirada hacia la marcada con el signo mágico que la identificaba como la Puerta de la Muerte— ha estado abierta todos estos siglos. Para cerrar la Puerta de la Muerte, es ésta la que debes cerrar.
La enormidad de la tarea abrumó a Alfred. Para crear y abrir aquella puerta había sido preciso el Consejo de los Siete al completo y la colaboración de cientos de poderosos sartán más. Para cerrarla, sólo estaba él.
—Entonces, ¿como he llegado aquí? —inquirió Haplo, con visible incredulidad todavía—. No he utilizado magia alguna...
—Magia, no —replicó Jonathon—. Conocimiento. Conocimiento de uno mismo. Ésta es la clave, la llave de la Séptima Puerta. Si mi pueblo, que descubrió este lugar hace mucho tiempo, se hubiera conocido a sí mismo de verdad, habría podido descubrir su poder. Los míos estuvieron cerca de hacerlo, pero no lo suficiente. No supieron dejarse llevar.
«... dejarse llevar...» —Necesito pruebas. Abre una puerta —indicó Haplo, inflexible—. ¡Ésa, no! — El patryn evitó cuidadosamente acercarse a la puerta que ya estaba abierta—.
Abre otra, una de las que están cerradas. Veamos qué hay al otro lado.
— ¿Cuál de ellas? —Alfred tragó saliva.
Haplo guardó silencio un momento; después, respondió:
—La que, según tú, conduce al Laberinto.
Alfred asintió lentamente. Cerró los ojos y evocó la cámara como la había visto en los instantes previos a la Separación. Vio de nuevo la puerta con el signo rojo flameante.
Abrió los párpados y localizó la puerta. Dio unos pasos en torno a la mesa — con buen cuidado de no tocar las runas talladas en la blanca madera— y avanzó hasta colocarse delante de la puerta.
Alargó la mano y tocó suavemente el signo mágico grabado en el mármol. Se puso a canturrear, en voz muy baja; después, la cantinela se hizo más audible.
Siguió los trazos de la runa con los dedos, y el signo mágico cobró vida con una llamarada de un rojo intenso.
La canción se interrumpió en la garganta de Alfred. El sartán tragó saliva e intentó continuar la tonada, aunque su canto era ahora enronquecido y fuera de tono. Por último, empujó la losa de mármol.
La puerta se abrió en silencio.
Y se encontraron dentro del Laberinto.
CAPÍTULO 27
EL LABERINTO
Las dos naves de los sartán llegaron al Nexo, viajando a través de la Puerta de la Muerte, y se posaron cerca de lo que había sido la casa de Xar, convertida ahora en un amasijo de madera chamuscada. Mientras descendían, los sartán se asomaban por las portillas, mudos de pasmo ante la destrucción que contemplaban.
—Ya veis la magnitud del odio que nos profesan esos patryn —se pudo oír que proclamaba Ramu—. Son capaces de provocar la ruina de la ciudad y de la tierra que creamos para ellos, aunque sean ellos quienes padezcan las consecuencias.
No hay posibilidad de razonar con gente tan salvaje. Nunca estarán en condiciones de vivir entre personas civilizadas.
Marit podría haberle contado la verdad —es decir, que habían sido las serpientes quienes habían destruido el Nexo—, pero sabía que Ramu no creería sus palabras y prefirió no darle ocasión de provocarla a enzarzarse en una discusión sin sentido. Mantuvo un silencio digno y altivo y apartó el rostro para que Ramu no viera sus lágrimas.
Tras ordenar que el grueso de las fuerzas sartán permaneciera en la seguridad de la nave, donde las runas ofrecían protección, envió varias partidas de exploradores.
Mientras las patrullas batían el terreno, los sartán de Chelestra procedieron a ocuparse de las necesidades de sus hermanos de Abarrach. Pacientes, amables y dedicados, les ofrecieron sus servicios con gran generosidad. Algunos, al pasar junto a Marit, incluso se detuvieron a preguntar si podían hacer algo por ella. La patryn rechazó su ayuda, por supuesto, pero, perpleja y emocionada por su ofrecimiento, consiguió expresar su negativa con afabilidad.
El único sartán que le merecía cierta confianza (y no mucha, tampoco) era Balthazar, aunque Marit no conseguía explicarse por qué. Quizá porque él y los suyos también sabían lo que era ver morir a sus hijos. O tal vez porque Balthazar se había tomado la molestia de hablar con ella durante el trayecto a través de la Puerta de la Muerte, de preguntarle qué estaba sucediendo en el Laberinto.
Marit aguardó con impaciencia el regreso de los exploradores, que acudieron de inmediato a informar a Ramu. La patryn habría dado varias puertas por escuchar el informe, pero no pudo hacer otra cosa sino esperar.
Por fin, Ramu salió de su camarote e indicó a Balthazar (a regañadientes, le pareció a Marit) que se acercara. El consejero hizo evidentes demostraciones de que no le gustaba compartir su posición de autoridad, pero no tenía más remedio.
Los sartán de Abarrach habían dejado muy claro, durante el trayecto, que no seguirían las órdenes de otro líder que no fuera el suyo.
—No me gusta lo que oigo —murmuró Ramu en voz baja—. Los informes de los exploradores son contradictorios. Me cuentan que...
Marit no alcanzó a oír qué noticias traían, pero no le costó mucho imaginarlas.
Balthazar prestó atención a lo que decía Ramu; a poco, con un gesto cortés, le pidió que hiciera una pausa. El nigromante se volvió hacia Marit y, con otro gesto, la invitó a acercarse.
Ramu frunció el entrecejo — ¿Crees prudente hacer eso? La patryn es una prisionera y no me gusta revelar nuestros planes al enemigo.
—Como dices, es nuestra prisionera y le resultará muy difícil, si no imposible, escapar. Me gustaría escuchar lo que tenga que decir.
—De acuerdo, hermano, si estás interesado en escuchar mentiras, adelante — concedió Ramu con tono mordaz—. Veamos qué nos cuenta...
Marit se acercó y se detuvo en silencio entre los dos.
—Continúa, consejero, por favor —dijo Balthazar.
Ramu guardó silencio unos instantes, disgustado y enfadado por tener que pensar de nuevo qué y cuánta información era conveniente revelar.
—Me disponía a decir que me propongo dirigirme a la Ultima Puerta. Quiero ver con mis propios ojos lo que sucede allí.
—Excelente idea —asintió Balthazar—. Te acompañaré.
Ramu no se mostró muy complacido con la perspectiva.
—Yo creía que preferirías quedarte a bordo, hermano. Todavía estás muy débil.
Balthazar hizo caso omiso del comentario.
—Soy el representante de mi pueblo. Su gobernante, si lo prefieres. Según la ley sartán, no puedes negarte a mi petición, consejero.
—Sólo pensaba en tu salud —murmuró Ramu.
—Por supuesto —asintió Balthazar con una sonrisa congraciadora—. Y llevaré a Marit como consejera.
La patryn, cogida absolutamente por sorpresa, se quedó mirándolo con perplejidad.
— ¡Eso, de ninguna manera! —Ramu se negó a tratar el tema, siquiera—. Esa mujer es demasiado peligrosa. Se quedará aquí, bajo escolta.
—Sé razonable, consejero —replicó Balthazar con frialdad—. Esta patryn ha vivido en el Nexo y en el propio Laberinto. Está familiarizada con el lugar y con sus habitantes. Ella capta lo que se respira en el ambiente... algo que, a mi entender, tus exploradores son incapaces de conseguir.
Ramu se ruborizó de indignación. No estaba acostumbrado a ver desafiada su autoridad. Los demás miembros del Consejo, al escuchar la discusión, reaccionaron con incomodidad y cruzaron unas miradas de inquietud.
Balthazar se mantuvo cortés y diplomático. Ramu no tenía más remedio que aceptar. Necesitaba de la ayuda de los sartán de Abarrach y aquél no era lugar ni ocasión para poner en cuestión la autoridad de Balthazar.
—Está bien —dijo por fin, a regañadientes—. Marit puede acompañarte, pero deberá permanecer bajo estricta vigilancia. Si sucede algo...
—Acepto toda la responsabilidad —asintió Balthazar con aire humilde. Ramu, tras una sombría mirada a Marit, dio media vuelta sobre sus talones y se alejó.
Se había evitado un enfrentamiento abierto, pero todos los sartán que habían presenciado el choque de aquellas dos fuertes voluntades eran conscientes de que se había declarado una guerra. Como reza el dicho, dos soles no pueden recorrer la misma órbita.
—Debo darte las gracias, Balthazar... —empezó a decir Marit con cierto apuro, pero el sartán la interrumpió a media frase.
—No lo hagas —fue su fría réplica. La enflaquecida mano de Balthazar la tomó por el brazo y la acercó a una de las portillas—. Mira ahí fuera un momento.
Quiero que me expliques una cosa.
Los dedos huesudos se hundieron en el brazo de Marit con tal fuerza que las runas tatuadas que había bajo ellos empezaron a encenderse en un reflejo defensivo de la magia patryn. A la mujer no le gustó el contacto e hizo ademán de apartarse.
El apretón se hizo más firme. Antes de que Marit pudiera añadir nada, Balthazar le susurró en tono urgente:
—Estáte atenta a tu oportunidad. Cuando se presente, aprovéchala. Yo haré lo que pueda por ti.
¡Escapar! Marit captó al instante que el sartán se refería a eso. Pero ¿por qué?
Recelosa, titubeó.
Balthazar miró a un lado y a otro. Había algunos sartán que los observaban, pero todos eran de los suyos y podía confiar en ellos. Los otros sartán se habían retirado con Ramu o estaban ocupados en ayudar a sus hermanos. Se volvió de nuevo hacia Marit y le comentó en voz baja:
—Ramu no lo sabe, pero yo también he enviado mis propios exploradores.
Según éstos, enormes ejércitos de terribles criaturas (dragones rojos, lobos que caminan como hombres, insectos gigantescos) se agolpan en torno a la Ultima Puerta. Tal vez te interese saber que las patrullas de Ramu han capturado a uno de los tuyos, lo han interrogado y lo han obligado a hablar.
— ¿Un patryn? —Marit se quedó perpleja—. Pero ¡si no queda ningún patryn en el Nexo! Ya te lo dije: las serpientes obligaron a toda mi gente a cruzar de nuevo la Ultima Puerta.
—Ese patryn capturado... Había algo extraño en él —continuó Balthazar, mientras estudiaba atentamente a la mujer—. Tenía unos ojos muy raros.
—Déjame adivinar —intervino Marit—. Tenía los ojos rojos, ¿me equivoco?
¡Ése no era uno de los míos! Era una serpiente. Esas criaturas pueden adoptar cualquier forma...
—Sí. De lo poco que me contaste, deduje que debía de tratarse de algo así. El patryn ha reconocido que su gente se ha aliado con las serpientes y que lucha por abrir la Ultima Puerta.
— ¡Esto último es verdad! —Exclamó Marit con desesperación—. ¡Estamos obligados a ello! Si la Ultima Puerta se cierra, mi gente quedará atrapada en el Laberinto para siempre... —El miedo y la desazón la sofocaron y, durante unos momentos, le impidieron continuar. Con un esfuerzo desesperado, intentó mantener el dominio de sí misma y seguir hablando con calma—. ¡Pero no estamos aliados con las serpientes! Sabemos muy bien cómo son esas horribles criaturas.
¡Antes seguiríamos encerrados para siempre en el Laberinto que ponernos de parte de tales monstruos! ¿Cómo puede ese estúpido Ramu dar crédito a una cosa así?
—Da crédito a lo que quiere oír, Marit. A lo que conviene a sus propósitos. O quizás está ciego a la maldad de esas serpientes. Pero nosotros no. —El nigromante le dirigió una sonrisa desconsolada, con los labios apretados—.
Nosotros nos hemos asomado a ese espejo oscuro. Y reconocemos la imagen que refleja.
Balthazar suspiró. Una palidez extrema le cubría las facciones. Como había señalado Ramu, todavía estaba bastante débil. Con todo, rechazó la sugerencia de Marit de que regresara a su camarote y se acostara un rato.
—Tienes que ponerte en contacto con tu gente, Marit. Infórmala de nuestra llegada. Debemos aliarnos para combatir a esas criaturas o todos acabaremos destruidos. ¡Ah!, si fuera posible que alguno de los tuyos pudiera hablar con Ramu, convencerlo...
— ¡Se me ocurre de alguien! —Exclamó Marit, asida al nigromante—. ¡El dirigente Vasu! ¡Incluso tiene una parte de sangre sartán! Intentaré ponerme en contacto con él. Puedo utilizar mi magia para comunicarme con él, pero Ramu verá lo que me propongo e intentará detenerme.
— ¿Cuánto tiempo necesitarás?
—El suficiente para trazar las runas. Lo que tarda el corazón en latir treinta veces, no más.
Balthazar sonrió.
—Espera y observa.
Marit estaba agazapada junto al muro que rodeaba la extensión quemada de lo que habían sido los bellos edificios del Nexo. La ciudad que había brillado como el lucero vespertino, reluciente en el cielo crepuscular, era un amasijo de piedra ennegrecida. Las ventanas eran huecos oscuros y vacíos como los ojos de sus muertos. El humo de las vigas de madera quemadas aún nublaba el cielo y envolvía la tierra en una noche sucia y desagradable, salpicada de charcos de luz anaranjada.
Dos sartán tenían encargada la escolta y vigilancia de Marit, pero sólo dirigían alguna mirada esporádica a la patryn, más interesados en lo que sucedía al otro lado de la Puerta que en una prisionera patryn alicaída y aparentemente inofensiva.
Y lo que vio más allá de la Puerta debilitó a Marit mucho más que cualquier magia sartán.
—Los informes eran correctos —oyó que decía Ramu con tono ominoso—. Los ejércitos de la oscuridad se agrupan para un asalto contra la Última Puerta. Parece que hemos llegado justo a tiempo.
— ¡Estúpido! —Exclamó Marit con acritud—. Esas fuerzas se están agrupando para asaltarnos a nosotros.
— ¡No creas sus palabras, sartán! —Siseó una voz sibilante desde el otro lado del muro—. Es un truco, una mentira. Los ejércitos de los patryn irrumpirán a través de la Ultima Puerta y, desde ahí, penetrarán en los cuatro mundos.
Una enorme cabeza de serpiente asomó en lo alto de la muralla y se cernió sobre el grupo, meciéndose despacio hacia adelante y hacia atrás. Los ojos de la criatura despedían un intenso fulgor rojo y su lengua entraba y salía de las mandíbulas desdentadas. Su vieja y arrugada, piel, que colgaba, fláccida, de su sinuoso cuerpo, hedía a muerte, a descomposición y a ruinas quemadas.
Balthazar se encogió de espanto.
— ¿Qué horrible monstruo es ése?
— ¿No lo sabes? —Los ojos de la serpiente emitieron un destello que quería ser burlón—. Vosotros nos creasteis...
Los dos guardias sartán estaban pálidos y temblorosos. Era la ocasión que Marit estaba esperando para escapar, pero la terrible mirada de la serpiente estaba fija en ella, o lo parecía, y la patryn se sentía incapaz de moverse, de pensar o de hacer otra cosa salvo contemplarla con aterrorizada fascinación.
Sólo Ramu era inmune a su siniestro hechizo.
—Y aquí estáis ahora, aliados con vuestros amigos, los patryn. Uno de ellos me lo ha revelado.
La serpiente bajó la cabeza y ocultó los ojos, cuyo rojo resplandor se difuminó.
—Te confundes con nosotras, consejero. Estamos aquí para ayudarte. No te equivocas, en cambio, respecto a que los patryn intentan fugarse de su prisión.
Han reunido hordas de dragones para que luchen por ellos. En este preciso momento, sus ejércitos se acercan a la Última Puerta.
La cabeza se deslizó por encima del muro, seguida de una parte de su cuerpo, enorme y pestilente. Ramu no pudo evitarlo y retrocedió, aunque sólo un par de pasos. Luego, volvió a plantarse ante el monstruo.
—Tus hermanas están de su parte.
La serpiente hizo oscilar la cabeza.
—Estamos al servicio de nuestros creadores. Da la orden y destruiremos a los patryn. ¡Y sellaremos la Última Puerta para siempre!
La criatura apoyó la cabeza en el suelo delante de Ramu y sus rojos ojos se cerraron en un ademán de sumisión servil.
— ¡Y cuando hayan destruido a los míos, se volverán contra vosotros, Ramu!
—Lo previno Marit—. ¡Os encontraréis encerrados en el Laberinto! ¡O algo peor!
La serpiente no le prestó atención. Ramu tampoco.
— ¿Por qué habría de confiar en vosotras? —Dijo el sartán—. En Chelestra, nos atacasteis...
La gigantesca serpiente levantó la cabeza. Sus encarnados ojos emitieron un fogonazo de dolida indignación.
—Fueron esos maliciosos mensch quienes os atacaron, consejero, y no nosotras. ¿Quieres pruebas? Cuando vuestra ciudad quedó inundada por el agua marina que anulaba la magia, cuando os encontrabais privados de vuestro poder, débiles y desvalidos, ¿os atacamos, acaso? Y habríamos podido hacerlo...
Los ojos rojos brillaron durante un instante más; después, los párpados se entornaron y el fulgor se desvaneció de nuevo.
—Pero no intervinimos. Tu estimado padre, honrada sea su memoria, nos abrió la Puerta de la Muerte y estuvimos muy contentas de poder huir de nuestros perseguidores mensch. Menos mal que lo hicimos; de lo contrario, hoy estaríais solos para hacer frente a esta amenaza de vuestros acérrimos enemigos.
—Tiene razón, Ramu. Te enfrentas a esto tú solo. Al final, todos lo afrontaremos a solas —musitó Marit.
— ¡Que diga esto quien ayudó a dar muerte a tu padre! —Siseó la serpiente—.
¡Ella, que escuchaba sus gritos y se reía!
Ramu se volvió hacia Marit. Su rostro tenía una palidez mortal.
— ¿Es cierto eso?
— ¡No me reía! —declaró ella con un temblor en los labios. Marit evocó los gritos de Samah y unas lágrimas amargas le escocieron los párpados—. ¡No me reía!
Ramu cerró los puños.
—Mátala... —susurró la serpiente dragón—. Mátala aquí mismo... Tómate justa venganza.
Ramu buscó entre sus ropas y extrajo la daga sartán, la Hoja Maldita. La contempló y miró de nuevo a Marit.
La patryn avanzó un paso con aire impaciente, dispuesta a luchar.
Balthazar se interpuso entre ellos.
— ¿Estás loco, Ramu? ¡Mira lo que te ha empujado a hacer esa serpiente repulsiva! ¡No te ríes de ella! Yo la conozco. ¡La reconozco! Ya a he visto antes.
Ramu parecía dispuesto a apartar a Balthazar por la fuerza.
— ¡Apártate de mi camino o, por la memoria de mi padre, que te mataré a ti también!
La serpiente presenció la escena y, mientras lo hacía, engordó, se puso más rolliza.
Los dos guardianes sartán continuaron mirando con espanto, sin saber muy bien qué hacer.
En la mano de Ramu, la Hoja Maldita se agitaba y empezaba a cobrar vida.
Marit trazó un círculo de runas rojas y azules. Los signos mágicos se encendieron con un brillante fogonazo.
Al ver a su prisionera dispuesta a atacar, Ramu se lanzó hacia ella. Balthazar lo detuvo. El nigromante no tenía la fuerza necesaria para retenerlo mucho rato, pero Marit sólo necesitaba unos instantes.
La patryn penetró en el círculo de runas al tiempo que pronunciaba el nombre de Vasuy, de inmediato, desapareció.
Ramu, colérico, arrojó al suelo al nigromante y envainó la daga. Con fría cólera, se volvió hacia Balthazar.
— ¡Tú la has ayudado a escapar! ¡Traición! ¡Cuando hayamos terminado aquí, te llevaré ante el Consejo para que respondas de este acto!
— ¡No seas estúpido, Ramu! —replicó Balthazar mientras se ponía en pie, despacio y casi sin fuerzas—. Marit tiene razón. ¡Fíjate bien en esa serpiente repulsiva! ¿No te das cuenta? ¿No la has visto antes? Echa un buen vistazo...
dentro de ti.
Ramu dirigió una mirada torva al nigromante y se volvió de nuevo hacia la serpiente. La enorme criatura estaba hinchada, saciada. Con un guiño en sus rojos ojos, dedicó una sonrisa al sartán.
—Me aliaré con vosotras. Atacad a los patryn —ordenó Ramu—. Matadlos a todos. Acabad con ellos.
La serpiente hizo una profunda reverencia.
— ¡Sí, amo!
CAPÍTULO 28
LA SÉPTIMA PUERTA
— ¿Ves lo que sucede? —dijo Haplo.
—Es inútil —murmuró Alfred al tiempo que movía la cabeza. —. No aprenderemos nunca. Nuestra gente se destruirá entre sí...
Hundió los hombros con gesto abatido, y Haplo posó una mano en su brazo.
—Tal vez las cosas no lleguen a ese extremo, amigo mío. Si tu gente y la mía pueden encontrar el modo de reunirse en paz, verán la maldad de las serpientes dragón. Esas criaturas no pueden azuzar un bando contra el otro si los dos bandos están unidos. Contamos con gente como Marit, Balthazar, el dirigente Vasu... Ellos son nuestra esperanza. ¡Pero es preciso cerrar la Puerta!
—Sí. —Alfred levantó el rostro con un asomo de color en sus cenicientas mejillas y fijó la mirada en la losa de mármol marcada con la runa de la Puerta de la Muerte—. Sí, tienes razón. La Puerta debe ser cerrada y sellada. Por lo menos, podemos cerrar el paso al mal y evitar que se extienda.
— ¿Puedes hacerlo?
Alfred se sonrojó.
—Sí, creo que sí. El hechizo no es muy difícil. Toma en cuenta la posibilidad de...
—No es preciso que me lo expliques —lo interrumpió Haplo—. No hay tiempo.
— ¡Oh! ¡Sí, claro! —Alfred pestañeó. Se acercó a la puerta y la contempló con tristeza y nostalgia—. Ojalá las cosas no hubieran llegado a este punto. ¿Sabes?, no estoy seguro de qué sucederá cuando la Puerta se cierre. —Movió la mano—. No sé qué será de esta cámara, me refiero. Cabe la posibilidad de que..., de que quede destruida.
—Y nosotros con ella —añadió Haplo sin alterarse.
Alfred asintió.
—Entonces, supongo que es un riesgo que tendremos que correr —dijo el patryn.
Alfred miró de nuevo hacia la puerta que conducía al Laberinto. Las serpientes reptaban entre las ruinas del Nexo, arrastrando sus enormes cuerpos sobre las piedras ennegrecidas y las vigas rotas y requemadas. Sus ojos rojos brillaban como brasas encendidas y Alfred alcanzó a oír sus risas.
—Sí —murmuró Alfred, respirando profundamente después de contener el aliento—. Y ahora...
— ¡Espera un momento! —Intervino Hugh la Mano, plantado junto a la puerta por la que habían penetrado en la cámara—. Tengo una pregunta... Este asunto también me afecta—añadió con sequedad.
—Por supuesto, maese Hugh —se apresuró a disculparse Alfred, ruborizado— . Perdóname, te lo ruego. Lo siento mucho... No había caído en que...
Hugh hizo un gesto de impaciencia y cortó en seco los balbuceos del sartán.
—Cuando hayas cerrado la Puerta, ¿qué será de los cuatro mundos mensch?
—He estado cavilando sobre ello —respondió Alfred con aire pensativo—. A juzgar por mis anteriores estudios, considero muy probable que los conductos que conectan cada mundo con los otros continúen funcionando aunque la Puerta se cierre. Así, la Tumpa-chumpa de Ariano seguirá enviando energía a las ciudadelas de Pryan, que irradiarán nueva energía a los conductos que llevan a Abarrach, el cual, a su vez, enviará...
—Así pues, ¿todos los mundos continuarán funcionando?
—No estoy seguro, por supuesto, pero es altamente probable que...
—Pero nadie podría viajar de uno a otro, ¿verdad?
—No. De eso sí estoy seguro —declaró Alfred solemnemente—. Una vez cerrada la Puerta de la Muerte, el único modo de viajar de un mundo a otro será a través del espacio. Pero ése ya es, dado el estado actual de desarrollo mágico de los mensch, el único modo de viajar entre los mundos de que disponen. Hasta donde sabemos, el pequeño Bane ha sido el único mensch que ha entrado en la Puerta de la Muerte, y sólo lo hizo por...
Un enérgico codazo impactó en las costillas de Alfred.
—Quiero hablar contigo un momento. —Con una seña, Haplo indicó a Alfred que se acercara a la mesa.
—Desde luego —respondió el sartán—. Deja que termine de explicarle a Hugh...
— ¡Ahora! —insistió Haplo. Cuando Alfred obedeció la orden, el patryn se aproximó a él y le cuchicheó:
— ¿No te parece una pregunta extraña?
—No, ¿por qué? —respondió Alfred, como si saliera en defensa de un alumno brillante—. De hecho, me ha parecido excelente. Si recuerdas, tú y yo tuvimos una conversación al respecto en Ariano.
—Exacto —masculló Haplo por lo bajo, mientras estudiaba a Hugh con los ojos entrecerrados—. Tú y yo. Pero ¿qué le importa a un asesino de Ariano si los mensch de Pryan pueden visitar o no a sus primos de Chelestra? ¿Qué interés puede tener para él?
—No comprendo... —Alfred estaba desconcertado.
Haplo permaneció en silencio, observando a Hugh. La Mano había abierto de par en par una de las puertas entreabiertas y estaba asomado a ella. Haplo distinguió a lo lejos el continente flotante de Drevlin. En otro tiempo envuelto en nubes de tormenta, Drevlin estaba ahora bañado por el sol. La luz arrancaba destellos brillantes de las piezas de oro, plata y latón de la fabulosa Tumpachumpa.
—Yo tampoco estoy seguro de entenderlo —murmuró por fin el patryn—, pero creo que será mejor que cortes las disertaciones y te afanes con la magia.
—Muy bien —respondió Alfred, preocupado—. Pero tendré que volver atrás en el tiempo.
— ¿Atrás? ¿Dónde?
—Al momento de la Separación. —Alfred bajó la vista a la mesa blanca con un escalofrío—. No querría, pero es el único modo. Debo saber cómo lanzó Samah ese hechizo.
—Hazlo, pues. Pero no olvides regresar. Y ten cuidado de no terminar separado tú mismo, en un despiste.
—No, no. —Alfred se sonrojó y ensayó una vaga sonrisa—. Tendré cuidado...
Lentamente, de mala gana y con dedos temblorosos, colocó las manos sobre la mesa blanca...
... El caos giraba vertiginosamente alrededor de él. Se encontraba, aterrorizado, en el ojo de una tormenta de magia. Vientos aullantes lo empujaban, lo lanzaban contra el muro con tal fuerza que le rompía los huesos. Olas furiosas lo barrían. Se estaba ahogando, se asfixiaba. Los relámpagos estallaban con un chisporroteo cegador. Los truenos le taladraban la cabeza. Las llamas rugían y consumían su carne. Estaba sollozando de miedo y de dolor. Estaba agonizando.
—Una sola gota, aunque caiga en un océano, provoca una onda en el agua.
¡Os necesito a todos! No desfallezcáis. ¡La magia! —Era la voz de Samah, que gritaba para hacerse oír por encima del tumulto ensordecedor—. ¡Utilizad la magia o ninguno de nosotros sobrevivirá!
La magia flotó hacia Alfred como los restos de un naufragio en un mar tormentoso. Vio manos que se alzaban hacia ella, vio algunas que la llegaban a alcanzar y vio otras que no lo conseguían y desaparecían. El hizo un intento desesperado.
Sus dedos se cerraron en torno a algo sólido. El ruido y el terror remitieron por un instante y vio el mundo: completo, hermoso y brillante, una gota verdeazulada en la negrura del espacio. Tenía que romper el mundo o el poder de la magia caótica lo rompería a él.
— ¡Lo siento! —Exclamó entre sollozos, y repitió las palabras una y otra vez—:
¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento...!
Una sola gota...
El mundo estalló.
Alfred buscó desesperadamente la posibilidad de que pudiera ser reformado y notó que cientos de otras mentes sartán se alzaban con el mismo deseo. Pero, incluso mientras hacía el acto de creación, continuó llorando. Y sus lágrimas fluyeron a un mar de suaves olas...
Levantó la cabeza. Frente a él, sentado al otro lado de la mesa, estaba Jonathon. El lázaro guardó silencio, con sus ojos a veces vivos, a veces muertos.
Pero Alfred supo que aquellos ojos habían visto...
— ¡Tantos muertos! —exclamó con un escalofrío. No podía respirar; unos sollozos espasmódicos lo sofocaban—. ¡Tantos!
— ¡Alfred! —Haplo dio una sacudida al sartán—. ¡Déjalo! ¡Vuelve aquí!
—Sí —dijo Alfred y llenó los pulmones con un pronunciado temblor—. Sí, me encuentro bien. Y... y ya sé cómo. Conozco el modo de cerrar la Puerta de la Muerte.
Se volvió hacia Haplo.
—Será para bien —le aseguró—. Ya no me quedan dudas al respecto. Separar el mundo fue un gran error. Pero intentar reparar un error con otro, intentar fundirlos de nuevo en uno solo, resultaría aún más devastador. Y Xar podría fracasar en su empeño. Existe la posibilidad de que su magia fracasara por completo. Los mundos se disgregarían totalmente y no volverían a formarse jamás.
Xar podría quedarse sin otra cosa que motas de polvo, gotas de agua, volutas de humo y sangre...
Haplo exhibió su tranquila sonrisa.
—Y también sé otra cosa. —Alfred se incorporó, alto y digno, elegante y garboso—. Puedo lanzar el hechizo yo solo. No necesito tu ayuda, amigo mío.
Puedes volver —indicó la puerta que conducía al Laberinto—. Te necesitan ahí. Tu pueblo. Y el mío.
Haplo miró hacia donde señalaba el sartán. Contempló de nuevo una tierra que una vez había despreciado y que ahora contenía todo lo que él amaba. Pero rechazó la oferta con un gesto de cabeza.
Alfred, que esperaba su reacción, insistió en su argumentación:
—Eres necesario allí, no aquí. Haré lo que debo hacer. Es mejor así. No tengo miedo... bueno, no mucho —se corrigió—. La cuestión es que aquí no tienes nada que hacer. No te necesito. Ellos, sí.
Haplo guardó silencio e insistió en su negativa.
— ¡Marit te quiere! —Alfred hurgó en el punto débil de la armadura de Haplo—. Y tú la quieres a ella. Vuelve con ella. Amigo mío —añadió, muy serio—, para mí, saber que los dos estáis juntos... en fin... haría mucho más fácil lo que tengo que hacer...
Haplo continuó moviendo la cabeza. Alfred se mostró dolorido.
—No confías en mí. No te culpo. Sé que en el pasado te he defraudado, pero ahora soy fuerte, te lo aseguro. Soy...
—Sé que lo eres —dijo Haplo—. Confío en ti. Y quiero que tú confíes en mí.
Alfred lo miró y pestañeó.
—Escúchame. Para efectuar el hechizo tendrás que dejar esta cámara y entrar en la Puerta de la Muerte, ¿verdad?
—Sí, pero...
—Entonces, me quedo aquí. —Haplo fue firme y rotundo.
— ¿Por qué? Yo no...
—Para montar guardia.
Las esperanzas de Alfred, luminosas hasta aquel momento, habían quedado deslustradas de repente; una nube oscura cruzaba ante el sol que las había bañado.
—El Señor del Nexo. Lo había olvidado. Pero, sin duda, si se proponía detenernos, ya lo habría intentado, a estas alturas...
—Tú, dedícate al hechizo —lo interrumpió Haplo con voz enérgica.
Alfred lo observó con inquietud y con tristeza.
—Tú sabes algo. Algo que me ocultas. Algo anda mal. Estás en peligro. Quizá no debería marcharme...
—Tú y yo no importamos. Piensa en ellos —apuntó Haplo con calma.
—Déjate llevar —intervino Jonathon—. Y agárrate bien.
«... agárrate bien...» La voz del fantasma era firme; más firme, casi, que la del cuerpo.
—Formula el hechizo —pidió Hugh la Mano—. Libérame.
Una única gota, aunque caiga en un océano, provoca una onda en el agua.
—Lo haré —declaró Alfred de repente, alzando la cabeza—. Puedo hacerlo. — Se volvió hacia Haplo y le tendió la mano—. Adiós, amigo mío. Gracias por devolverme a la vida.
Haplo estrechó la mano tendida; acto seguido, abrazó al sorprendido y azorado sartán.
—Gracias a ti —murmuró con voz ronca— por darme la vida. Adiós, amigo mío.
Alfred estaba tremendamente ruborizado. Dio unas torpes palmaditas en la espalda al patryn y se volvió a toda prisa mientras se enjugaba los ojos y la nariz con la manga de la levita.
— ¿Sabes una cosa? —murmuró Alfred con voz apagada y desviando la mirada—. Yo... echo de menos al perro.
— ¿Sabes? —replicó Haplo, sonriente—. Yo también.
Con una última mirada afectuosa, Alfred se volvió y se acercó a la puerta señalada con la runa que representaba la muerte.
No tropezó una sola vez.
CAPÍTULO 29
LA SÉPTIMA PUERTA
Plantado junto a la Puerta de la Muerte, Haplo montó guardia mientras Alfred procedía a entrar. El patryn percibió una presencia cerca de él. Hugh la Mano se había aproximado para acompañarlo en la vigilancia. Haplo no se volvió; no apartó la vista de la entrada a la estancia.
Alfred colocó la mano en el signo mágico grabado en el mármol y pronunció la runa.
La puerta se abrió. Alfred, sin una mirada atrás, entró y desapareció.
Hugh la Mano dio un paso hacia la puerta.
—Yo, que tú no avanzaría un palmo más —le avisó Haplo con suavidad.
El asesino se detuvo y miró al patryn.
—Sólo quiero ver qué sucede.
—Si das un paso más, mi Señor —insistió Haplo con un tono respetuoso en su voz—, me veré obligado a detenerte.
— ¿Mi Señor? —Hugh la Mano puso cara de perplejidad.
Haplo se colocó entre el mensch y la puerta.
—Absteneos de violencia —recomendó Jonathon sin alzar la voz.
«... de violencia...» Hugh miró fijamente a Haplo; después, se encogió de hombros y pronunció unas palabras... en el idioma de los patryn; palabras que un mensch no podía en modo alguno conocer.
Una lluvia de runas centelleantes se arremolinó en torno al asesino. La luz resultaba cegadora y Haplo tuvo que entrecerrar los párpados para protegerse de ella. Cuando pudo mirar de nuevo, Hugh la Mano había desaparecido y, en su lugar, estaba el Señor del Nexo.
—La pregunta sobre los cuatro mundos —murmuró Xar—. Ha sido eso lo que me ha delatado, ¿verdad?
—Sí, mi Señor. —Haplo sonrió y movió la cabeza—. No era la clase de pregunta que haría un mensch. A Hugh no le importaba gran cosa su propio mundo, y mucho menos los otros tres. ¿Dónde está él, por cierto?
Xar se encogió de hombros; de nuevo, tenía la vista fija en la Puerta de la Muerte —En el Mar de Fuego —respondió—. O en el Laberinto. Quién sabe. La última vez que lo vi, estaba a bordo de la nave sartán. Mientras tú andabas despistado con ese torpe sartán, pude adoptar el aspecto de Hugh y ocupar su lugar en el lomo de la dragón de fuego. Ese ser —Xar dirigió una fugaz mirada hacia Jonathon— conocía lo sucedido.
El lázaro permaneció sentado a la mesa con aparente despreocupación, como si fuera ajeno a lo que allí ocurría.
—Pero ¿qué significan los vivos para estos cadáveres ambulantes? —Continuó diciendo Xar—. Has sido un estúpido al confiar en él. Te ha traicionado.
—Absteneos de violencia —repitió Jonathon sin alzar la voz.
«... de violencia...» Xar emitió un bufido y clavó de nuevo sus centelleantes ojos en Haplo.
—De modo que tú y ese amo sartán al que sirves os proponéis en serio cerrar la Puerta de la Muerte, ¿eh?
—Sí —respondió Haplo.
El Señor del Nexo entrecerró los ojos.
— ¡Si haces eso, condenarás a tu propio pueblo! ¡Condenarás a la mujer que amas! ¡Y a tu hija! Sí, la pequeña está viva. Pero no lo seguirá estando mucho tiempo si permites que el sartán cierre esa Puerta.
Haplo permaneció callado e intentó mantener su apariencia de tranquilidad.
Sin embargo, a Xar no se le escapó la tensión de los músculos de sus mandíbulas, la ligera palidez, la mirada rápida y dubitativa hacia la puerta que conducía al Laberinto...
—Ve con ella, hijo mío —sugirió con suavidad—. Ve con Marit y reuníos con vuestra hija. Yo di con ella. Sé dónde está. No está lejos, nada lejos. Llévala a ella y a la madre al Nexo. Allí estaréis a salvo. Cuando haya terminado mi trabajo aquí — Xar abrió los brazos en un gesto que abarcaba todo lo que había alrededor—, volveré triunfante a buscarte. Juntos, derrotaremos a nuestros enemigos, los encerraremos en la misma prisión que ellos crearon para nosotros... ¡y seremos libres!
Haplo continuó sin decir nada. Y tampoco se movió. No se apartó de la puerta. Se mantuvo donde estaba, impidiendo el acceso a ella.
Xar miró más allá de Haplo, al interior de la Puerta de la Muerte. No alcanzó a ver a Alfred, pero observó el torbellino caótico e imaginó que el sartán estaba en un buen apuro. Mientras prevaleciera el caos, Xar no tenía de qué preocuparse.
Disponía de tiempo. Echó una mirada a las runas que brillaban en las paredes de la cámara y leyó sus advertencias. Después, se volvió de nuevo hacia Haplo, que seguía impidiéndole el paso.
— ¡Alfred te ha engañado, hijo mío! ¡Está utilizándote! Al final, te traicionará.
Haz caso de lo que te digo ¡Al final, te arrojará de nuevo a nuestra prisión!
Haplo no se movió.
El Señor del Nexo empezaba a impacientarse. Avanzó hasta quedar directamente delante de Haplo e insistió:
—Me debes tu lealtad, hijo mío. ¡Yo te di la vida!
Haplo continuó callado. Su única reacción fue llevarse la mano al pecho, a las cicatrices que tenía sobre la runa del corazón.
Xar alargó una mano, atrapó la de Haplo y clavó las uñas en el dorso de ésta.
— ¡Sí, también te dejé morir! Tenía derecho a disponer de tu vida, si era necesario. Tú me la ofreciste ahí —su dedo nudoso señaló otra vez la puerta del Laberinto—, delante de la Ultima Puerta.
—Sí, mi Señor. Tenías derecho a ello.
—Podría haberte matado, hijo mío. Podría haber puesto fin a tu vida. Pero no lo hice. El amor rompe el corazón. —Xar exhaló un suspiro—. En mi interior hay cierta debilidad, lo reconozco...
—No es una debilidad, mi Señor. Es nuestra fuerza —aseguró Haplo—. Por eso hemos sobrevivido.
— ¡El odio! ¡Ésa es la fuerza que nos ha hecho sobrevivir! —Xar estaba disgustado. Su voz era fría—. ¡Y ahora tenemos a nuestro alcance la venganza! ¡No sólo la venganza, sino la posibilidad de corregir la gran injusticia cometida con nosotros! ¡Los cuatro mundos quedarán unificados otra vez... bajo nuestro mando!
—Morirán miles, millones... —protestó Haplo.
— ¡Mensch! —masculló Xar con tono despectivo; después, al observar la expresión de Haplo, se dio cuenta de que había cometido un desliz.
El Señor del Nexo empezaba a inquietarse. Pendiente de la Puerta de la Muerte, acababa de advertir que el enloquecido torbellino caótico había empezado a perder velocidad. No había sobrestima—do el poder de Alfred. Cabía la posibilidad de que el Mago de la Serpiente fuera capaz, realmente, de conseguir su propósito.
No disponía de mucho tiempo.
—Perdona mi actitud insensible, hijo mío. Lo he dicho precipitadamente, sin reflexionar. Ya sabes que haré lo posible por salvar al mayor número posible de mensch. Los necesitaremos para que nos ayuden en la reconstrucción. Dame los nombres de los mensch a los que tienes un especial interés en proteger y me ocuparé de que sean trasladados al Nexo. Tú mismo puedes ocuparte de ellos. Sí, serás el garante de su seguridad.
»Es algo que no podrás hacer —añadió Xar con una mirada de astucia— si la Puerta de la Muerte está cerrada. En ese caso, no podré acudir a rescatarlos.
Entra en esa Puerta de la Muerte. Aprovecha la oportunidad. Te enviaré de nuevo con Marit, con tu hija...
—No, mi Señor. —Haplo no vaciló.
Xar se sintió furioso, lleno de frustración. Observó que, en efecto, el caos del interior de la Puerta de la Muerte estaba desvaneciéndose. Apareció un largo pasadizo y, al otro extremo, una puerta abierta. Y vio a Alfred alargar la mano para cerrarla...
El Señor del Nexo no tuvo elección.
— ¡Es la última vez que frustras mis propósitos, hijo mío! —Xar extendió los brazos y empezó a entonar las runas.
La voz de Jonathon se alzó en la estancia:
— ¡Absteneos de violencia!
El fantasma repitió la advertencia, pero su voz ya no era audible.
CAPÍTULO 30
LA PUERTA DE LA MUERTE
Alfred había olvidado el espanto del viaje a través de la Puerta de la Muerte, que comprimía y combinaba, separaba y dividía todas las posibilidades en el mismo punto del tiempo.
Así, se encontró penetrando en un pasadizo inmenso, cavernoso, que era a la vez una pequeña abertura que se encogía momento a momento. Las paredes, el techo y el suelo se apartaban de él, en una expansión perpetua, al tiempo que el pasadizo se hundía sobre él, aplastándolo con el vacío.
« ¡Tengo que prescindir de todo esto o me volveré loco!», comprendió frenéticamente. Tenía que concentrarse en algo... En la Puerta. En cerrar la Puerta. ¿Dónde..., dónde estaba?
Miró ante sí y, al momento, la posibilidad de que hubiera encontrado la Puerta hizo que ésta apareciera, al mismo tiempo que la posibilidad de que no la encontrara nunca la hacía desaparecer. Alfred se negó a admitir esta segunda posibilidad, se aferró a la primera... y en el otro extremo del pasadizo, delante de él, a su espalda, avanzando rápidamente hacia él, alejándose continuamente, más distante cuanto más cerca llegaba de ella, vio una puerta.
En ella había grabado un signo mágico, el mismo de la puerta por la que había entrado. Entre ambas se extendía el pasadizo conocido como la Puerta de la Muerte. Si cerraba las dos puertas, el pasadizo quedaría sellado para siempre.
Pero, para cerrar la segunda, tenía que recorrer el pasadizo.
A su alrededor, el caos se agitaba y cambiaba; las posibilidades se producían todas simultáneamente, nunca dos a la vez. Tiritaba de frío por el calor que tenía.
Se sentía tan saciado que estaba al borde de la muerte por inanición. No alcanzaba a oír su voz, demasiado potente. Avanzaba con una rapidez tremenda y no se movía del lugar donde se hallaba flotando, caminando, saltando, corriendo, boca arriba, boca abajo, de costado...
«Controlar», se dijo con desesperación. «Controlar el caos.» Se concentró, abordó las posibilidades y, por fin, el pasadizo fue un pasadizo y continuó siendo un pasadizo, y el techo quedó arriba, encima de su cabeza, y el suelo debajo, debajo de sus pies y todo volvió a quedar donde debía. Y al fondo del pasadizo vio la puerta. Estaba abierta. No tenía más que cerrarla.
Avanzó hacia ella.
La puerta retrocedió.
Alfred se detuvo. La puerta siguió alejándose.
La puerta se detuvo. Alfred siguió moviéndose. Alejándose de ella. «Déjate llevar», le llegó el eco de la voz de Jonathon. «Y agárrate bien.» — ¡Claro! —Exclamó Alfred—. ¡Es ahí donde cometo el error! El mismo error que cometió Samah. ¡El mismo que hemos cometido siempre, a lo largo de los siglos! Pretendemos controlar lo incontrolable. Dejarse llevar..., dejarse llevar.
Pero dejarse llevar no era asunto fácil. Significaba entregarse por completo al caos.
Alfred lo intentó. Abrió los brazos. El pasadizo empezó a cambiar; las paredes se cerraron, salieron despedidas hacia afuera. Alfred apretó las manos con fuerza en torno al vacío y se agarró como si en ello le fuera la vida.
—Creo que no lo estoy haciendo bien —se dijo enseguida, abatido—. Tal vez no se trate de dejarse ir por completo. Seguro que no pasa nada si me agarro a un poco de...
En el otro extremo del corredor se escuchó un gozoso resoplido. Alfred se volvió en redondo, se quedó absolutamente quieto y vio un perro que avanzaba por el pasadizo —con la boca abierta en una gran sonrisa y la lengua colgando—, directamente hacia él.
— ¡No! —Exclamó y levantó las manos para detener al animal—. ¡No! Sé un buen chico. No te acerques más. ¡Buen perro! ¡Buen perro! ¡No!
El perro saltó y golpeó a Alfred en pleno pecho. El sartán cayó rodando hacia atrás. Fragmentos de la magia salieron despedidos en todas direcciones. Notó que caía hacia arriba, que se alzaba en un descenso vertiginoso...
Y allí estaba la puerta, justo delante de él.
Alfred se detuvo al instante. Y permaneció quieto.
Agradecido, se secó el sudor de la frente con la manga de la blusa. En realidad, había sido muy sencillo.
Delante de él, tenía una puerta corriente, de madera, con un tirador de plata.
No resultaba nada destacable; al contrario, era casi decepcionante. Alfred se asomó al otro lado del umbral y vio los cuatro mundos, el Nexo, el Laberinto, el Vórtice inutilizado...
El Laberinto. Los patryn y los sartán se hallaban formados en orden de batalla a cada lado de un muro chamuscado y ennegrecido. Los dragones buenos de Pryan sobrevolaban los ejércitos, pero pocos alcanzaban a divisarlos entre el humo y la oscuridad. En cambio, todo el mundo podía ver a las criaturas del Laberinto, monstruos terribles que acechaban en los bosques, esperando el desenlace del enfrentamiento para abatirse sobre el vencedor. Si podía haber un vencedor en aquella batalla desesperada.
Un vencedor que no fuera las serpientes.
Hinchadas, engordadas por el odio y el miedo, las serpientes se deslizaban a ambos lados del muro ayudando a ambos ejércitos, cuchicheando exhortaciones y falsedades, aventando las llamas de la guerra.
Horrorizado y asqueado, Alfred alargó la mano para cerrar la puerta al momento.
Una de las serpientes se percató del brusco movimiento y levantó la cabeza.
La criatura alzó la mirada a través del caos, y Alfred se dio cuenta de que podía verlo.
La Puerta de la Muerte estaba abierta de par en par, visible para cualquiera que supiera dónde buscarla.
Los ojos de la serpiente emitieron un rojo destello de alarma. La criatura veía el peligro de quedar atrapada para siempre en el Laberinto. De que se cerrara el paso a los exuberantes mundos de los mensch.
Con un chillido de advertencia, la serpiente desenroscó su enorme cuerpo y se lanzó directamente hacia el sartán.
Los ojos rojos atraparon a Alfred en su espeluznante mirada. La serpiente lanzó espantosas amenazas con una voz chirriante, conjuró escalofriantes imágenes de torturas insoportables. Con las fauces desdentadas abiertas de par en par, la serpiente dragón se lanzó hacia la puerta con la velocidad y la fuerza de un ciclón.
Los dedos de Alfred se crisparon en torno al tirador de plata. El sartán, negándose a escuchar la sobrecogedora voz de la criatura, puso todo su empeño en cerrar la puerta, pero fue como si intentara arrancarla de las garras de un vendaval ululante.
La maléfica amenaza lo golpeó con un estallido fulminante.
Y en aquel instante, a su espalda, muy lejos, Alfred escuchó una voz distante.
La voz de Xar.
— ¡Es la última vez que frustras mis propósitos, hijo mío!
Y la de Jonathon: —Absteneos de violencia.
Y la voz de Haplo: un grito de dolor y de angustia... y una exclamación de advertencia a Alfred.
Demasiado tarde.
Una runa roja, flameante, surcó el pasadizo y estalló con la fuerza de un relámpago en el pecho de Alfred.
Cegado, consumido por el fuego, el sartán perdió el contacto con el tirador de la puerta.
La puerta se abrió de par en par.
La serpiente penetró en el pasadizo con un rugido.
CAPÍTULO 31
LA SÉPTIMA PUERTA
La serpiente irrumpió en la Puerta de la Muerte en el preciso momento en que el signo mágico arrojado por Xar alcanzaba a Alfred.
El caos se desasió del frágil dominio de Alfred y empezó a alimentarse de la serpiente, la cual, a su vez, se alimentó del caos. La serpiente dirigió una mirada al sartán y lo vio en un estado terrible, probablemente al borde de la muerte.
Satisfecha al comprobar que Alfred no representaba ninguna amenaza, se deslizó por el pasadizo en dirección a la cámara.
Alfred no pudo evitarlo. La magia mortífera de Xar le escaldó la piel como hierro fundido y el sartán cayó de rodillas con las manos en el pecho, atenazado por un dolor agónico. Los sartán de los viejos tiempos habrían sabido defenderse de aquel ataque, pero Alfred no se había enfrentado nunca a un patryn. De hecho, jamás había recibido instrucción como guerrero. El dolor ardiente le atenazaba los sentidos y le impedía pensar. Sólo quería morir y poner fin al tormento.
Pero entonces escuchó el grito áspero de Haplo:
—La serpiente...
El temor por su amigo penetró en el muro ardiente de su agonía. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, actuando por instinto, Alfred empezó a hacer lo que Ramu habría sabido llevar a cabo desde el primer momento. Empezó a desbaratar la magia mortal de Xar.
En el preciso instante en que rompió la primera estructura rúnica, el dolor se alivió. Desbaratar el resto de los signos mágicos era una tarea sencilla, parecida a desgarrar una costura una vez que se ha quitado el primer hilo. Pero, aunque ya había dejado de morirse, Alfred había permitido que el ataque mágico se prolongara demasiado tiempo. Y, al final, el ataque lo había vencido, lo había herido.
Debilitado, Alfred dirigió una mirada desesperada hacia la puerta que conducía de la Puerta de la Muerte al Laberinto. Ahora, ya nunca podría cerrarla.
El caos se colaba por ella como un viento huracanado.
Volvió la cabeza y miró hacia el otro extremo del pasadizo para intentar ver qué sucedía en la cámara, pero la puerta que daba a ésta quedaba lejos, muy lejos del sartán. Y resultaba muy pequeña; era como intentar entrar en una casita de muñecas. El corredor que conducía a la puerta empezó a ondularse y a mecerse, el suelo se convirtió en la pared, la pared pasó a ser el techo y éste, el suelo.
—Violencia —musitó Alfred con desesperación—. La violencia ha entrado en la Cámara Sagrada.
¿Qué sucedía allí dentro? ¿Y Haplo? ¿Estaba vivo o muerto?
Intentó incorporarse, pero el caos abrió el suelo bajo sus pies y lo arrojó al aire. El sartán retrocedió, trastabilló y cayó hacia atrás pesadamente, con la respiración entrecortada. Estaba demasiado débil para peleas, demasiado dolorido e incomodado por su propio miedo. Las ropas colgaban de él en harapos chamuscados. Temía mirar debajo de ellas, por el estado en que encontraría su piel. Tomó un retal de los restos de su levita de terciopelo descolorida, colocó el paño sobre la herida y la ocultó de la vista.
Se miró las manos y las descubrió bañadas en sangre.
Pero tenía que hacer algo. No podía quedarse allí sin más. Si Haplo estaba vivo, estaría enfrentándose a sus enemigos sin ayuda...
Se disponía a hacer otro intento de ponerse en pie cuando le llamó la atención un movimiento. Contempló el Laberinto desde la Puerta de la Muerte. Una multitud de serpientes, centenares de ellas, se colaban por la puerta abierta.
Haplo yacía en el suelo ante el hueco que daba paso a la Puerta de la Muerte.
Estaba inconsciente o muerto; Xar no estaba seguro ni le importaba. El Señor del Nexo también se había encargado del llamado Mago de la Serpiente. Otra rápida mirada le había mostrado a un Alfred ensangrentado y débil, gateando sin rumbo en el pasadizo. Bravo por el poderoso sartán.
Convencido de estar a salvo de interferencias, Xar concentró de inmediato su interés en las puertas que conducían a los cuatro mundos mensch y empezó a entonar el hechizo que fundiría aquellos mundos en uno, sin prestar la menor atención al lázaro, que despotricaba sin parar contra quien había llevado la violencia a la Cámara Sagrada.
Xar conocía el hechizo. El Señor del Nexo, bajo el aspecto de Hugh la Mano, había ocupado un asiento en la mesa blanca y había compartido las visiones de Alfred sobre la Separación. A decir verdad, el sartán había llegado a verlo. Un lapsus por su parte pero, por fortuna, Alfred estaba tan abatido por toda la experiencia que no se había dado cuenta de lo que veían sus ojos. En aquel momento, Alfred habría podido ponerle mucho más difíciles las cosas. Ahora, en cambio, el Señor del Nexo no tenía más que sondear en las probabilidades...
La magia que había efectuado la Separación de los mundos había requerido la colaboración de cientos de sartán. Pese a ello, Xar no se sentía abrumado por la tarea. Fundirlos en uno resultaría mucho más sencillo, sobre todo si podía hacer uso del poder con el que había sido dotada la Séptima Puerta.
El Señor del Nexo tuvo una visión nítida de cada uno de los cuatro mundos.
Rápidamente, empezó a trazar las runas en el aire; runas de destrucción, de inversión y de cataclismo.
Feroces nubes de tormenta se formaron en Ariano.
Los cuatro radiantes soles de Pryan se apagaron.
Las aguas marinas de Chelestra burbujearon e hirvieron.
Los temblores sacudieron el inestable terreno del mundo de Abarrach.
—Tu poder es inmenso, Señor del Nexo —susurró una voz detrás de Xar—.
Todo honor a ti.
Xar se volvió. En el centro de la cámara se hallaba una serpiente en forma humana, cuya apariencia podía confundirse con la de cualquier patryn. Sí, la serpiente recordaba a uno de los suyos en todos los aspectos, salvo en el detalle de que los signos tatuados en su piel eran garabatos sin sentido.
El Señor del Nexo reaccionó con cautela. Sabía lo suficiente sobre las serpientes como para desconfiar de ellas. También conocía que eran poseedoras de una magia poderosa. La criatura allí presente era perfectamente capaz de desbaratar su hechizo, aunque no lo había hecho todavía. Xar tenía que averiguar qué hacía allí.
— ¿Quién eres? —preguntó al recién llegado—. ¿Qué quieres?
—Ya sabes quién soy, mi Señor —respondió la serpiente—. Soy Sang-drax.
—Sang-drax ha muerto —dijo Xar con tono tajante—. Murió en el Laberinto.
—Pues aquí estoy a pesar de todo, perfectamente vivo. Ya le dije a tu secuaz —sus rojos ojos dirigieron una breve mirada al yaciente Haplo—y te repito ahora, Señor del Nexo, que no podemos morir. Hemos existido siempre. Y seguiremos existiendo eternamente.
Xar soltó un bufido despectivo.
— ¿Qué haces aquí, entonces? La última vez que os vi, tú y tus hermanas estabais en el Laberinto, matando a los míos.
La serpiente reaccionó con sorpresa y abatimiento.
—Es una lástima que entonces no nos concedieras un poco de tiempo para explicarnos, Señor del Nexo. Esos a los que atacamos en el Laberinto no era tu gente; no eran auténticos patryn, sino una mezcla perversa de sangre patryn y sartán. Una estirpe tan débil no debería perpetuarse, ¿no te parece? Al fin y al cabo —añadió Sang-drax, y sus ojos siguieron despidiendo su fulgor rojo pese a los párpados entornados—, tú estabas allí. Podrías haber ordenado que parásemos.
Con un gesto, Xar indicó que aquello no tenía importancia.
—Haplo me comentó algo al respecto. No me gusta la idea, pero yo mismo me encargaré de esos mestizos cuando regrese al Laberinto. Ahora, volveré a preguntártelo: ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
—Servirte, mi Señor —respondió la serpiente con una reverencia.
—Entonces, monta guardia ante la Puerta de la Muerte —le ordenó Xar—. No quiero que ese estúpido sartán se entrometa.
—Como tú ordenes, mi Señor.
Xar continuó vigilando a la serpiente por el rabillo del ojo. Sang-drax, obediente, fue a ocupar la posición frente a la Puerta. El Señor del Nexo ya no confiaba en las serpientes y se dijo que algún día tendría que demostrar a aquellas criaturas, de una vez por todas, quién mandaba allí. Sin embargo, Xar llegó a la conclusión de que, de momento, era probable que la serpiente estuviera diciendo la verdad. La criatura estaba allí para servirle; sus intereses coincidían. Volvió a concentrarse en su magia, que ya había empezado a desvanecerse, y prestó toda su atención a lo que estaba haciendo.
Así pues, Xar no se percató de cómo Sang-drax examinaba el cuerpo de Haplo. Este parecía estar muerto. Los signos mágicos de su piel no reaccionaron en presencia de la serpiente, ni siquiera cuando ésta, tras una nueva mirada hacia el Señor del Nexo, lanzó un disimulado puntapié a las costillas al caído patryn con la puntera de la bota.
Haplo no se movió.
Envuelto por su magia, Xar no advirtió nada. Sang-drax rebuscó entre los pliegues de su ropa y extrajo una daga forjada con la forma de una serpiente en pleno ataque.
Hacerse el muerto había salvado la vida a Haplo en más de una ocasión, en el Laberinto. La clave estaba en controlar la magia, la defensa natural de su cuerpo; en evitar que reaccionara. La lástima era que con ello quedaba, de hecho, indefenso. Pero Haplo sabía que Sang-drax no estaba interesado en él. La serpiente jugaba una partida mucho más trascendente. Su apuesta era por el control del universo.
Haplo se obligó a relajarse, a dejar el cuerpo fláccido, a soportar el puntapié sin pestañear. El miedo y la repulsión lo inundaron y los músculos ansiaron responder, defenderse y protegerse contra el mal que ya casi trastornaba sus sentidos. Apretó los dientes y se arriesgó a entreabrir los párpados y observar la escena a través de las pestañas.
Vio a Sang-drax y vio la daga, un arma de aspecto horrible, con una hoja curva sinuosa del mismo color grisáceo que el escamoso cuerpo de la serpiente dragón en su forma habitual. Sang-drax no mostró más interés por Haplo. La serpiente tenía su roja mirada fija en el Señor del Nexo.
Haplo observó con disimulo el resto de la estancia. Jonathon seguía sentado a la mesa de madera blanca. El lázaro no se había movido en absoluto; parecía indiferente, desinteresado, muerto. Haplo dirigió la mirada a la entrada de la Puerta de la Muerte. La desquiciada vorágine del caos le impedía ver a Alfred; no tenía idea de si el sartán estaba vivo o muerto.
Si estaba vivo, reflexionó el patryn, lo más probable era que estuviese librando su propia batalla. Sin duda, Sang-drax habría traído refuerzos.
Como en respuesta a sus pensamientos, oyó la voz de Alfred en un grito ronco de horror y desesperación. Haplo no podría contar con su ayuda. Y no había nada que el patryn pudiera hacer por él.
Haplo tenía sus propios problemas.
Contra un fondo espeluznante de tormentas y fuego, de oscuridad y de mares agitados, el Señor del Nexo estaba trazando la compleja urdimbre de runas que, una vez completa, haría que los elementos de los cuatro mundos se transformaran y cambiaran, se descompusieran y se fundieran. Concentrado en la elaboración del hechizo, Xar no se permitió desviar la atención ni siquiera una ínfima fracción de segundo. Tan difícil, tan inmenso era el encantamiento, que se veía obligado a volcar en él hasta el último gramo de su ser. Incluso sus defensas estaban bajadas; los signos mágicos de su arrugada piel apenas emitían su fulgor mortecino.
La magia era un infierno flameante frente a él. Pero Xar tenía desprotegida la espalda.
Sang-drax levantó la daga. Los ojos de la serpiente concentraron la mirada en la base del cráneo del Señor del Nexo, el punto en el cual terminaban las runas protectoras.
Silenciosa, la serpiente se deslizó hacia su víctima. Pero, para llegar hasta Xar, Sang-drax tendría que rodear a Haplo.
Si su Señor moría, pensó éste, el hechizo que estaba conjurando quedaría inacabado y los mundos estarían a salvo.
Debía dejarlo morir. Igual que Xar lo había dejado morir a él.
No debía hacer nada. Sólo dejar que su Señor muriese...
— ¡Mi Señor! —Gritó, al tiempo que se incorporaba de un salto—. ¡Detrás de ti!
CAPÍTULO 32
LA SÉPTIMA PUERTA
Alfred miró al otro lado de la Puerta de la Muerte, horrorizado. Otras serpientes habían abandonado la batalla del Laberinto y se dirigían a toda prisa hacia la puerta abierta. Una, la que abría la marcha, casi había llegado a ella.
— ¡Haplo...!
El sartán apenas tuvo tiempo de iniciar la llamada de auxilio cuando escuchó el grito de advertencia de Haplo a Xar.
Cuando volvió la mirada hacia el otro extremo del caótico corredor, alcanzó a ver al patryn en el instante en que éste se arrojaba contra la serpiente.
Alfred reprimió su grito e, impotente, se volvió hacia la puerta abierta y hacia la serpiente que se zambullía en la abertura con un intenso brillo en sus ojos. Si aquella perversa criatura conseguía entrar, se uniría a su hermana y Haplo se vería enfrentado a dos de ellas. Las posibilidades del patryn frente a una sola eran muy reducidas; contra las dos, absolutamente nulas, sobre todo si Xar se volvía contra él, lo cual parecía muy probable.
— ¡Tengo que detener a ésta yo mismo! —murmuró y, a tientas, buscó dentro de sí el valor necesario. Buscó al otro Alfred, aquel Alfred cuyo auténtico nombre era Coren. El Elegido.
Y, de pronto, se cumplió la posibilidad de que Alfred estuviera de nuevo en el mausoleo de Ariano.
No podía creerlo. Miró a su alrededor, confundido pero indeciblemente aliviado y agradecido. Como si acabara de despertar en su lecho y descubriera que todo lo anterior no había sido más que una pesadilla terrible.
La tumba estaba tranquila y silenciosa. Allí estaba seguro, a salvo, rodeado por los ataúdes de sus amigos, que descansaban en paz. Y, al pasear su mirada por el lugar con desconcertada gratitud, mientras se preguntaba qué significaba todo aquello, Alfred vio la tapa abierta de su propio ataúd.
Sólo tenía que introducirse en él, yacer allí y cerrar los ojos.
Reconfortado por tal pensamiento, dio un paso hacia él... y tropezó con el perro.
Alfred rodó por el frío suelo de mármol del mausoleo, enredado con un confuso revuelo de patas y cola plumosa. El animal soltó un gañido de dolor.
Alfred había aterrizado justo encima de él.
Tras salir arrastrándose de debajo del sartán caído de bruces, el perro se sacudió con aire indignado y le dedicó una mirada de reproche.
—Lo siento... —balbuceó Alfred.
El eco repitió su disculpa en el interior de la estancia como la voz del fantasma de un lázaro. El perro lanzó un ladrido irritado.
—Tienes razón —Alfred se sonrojó y sonrió débilmente—. Ya estoy pidiendo disculpas otra vez. No dejaré que vuelva a suceder.
La tapa del ataúd se cerró con un ruido atronador.
Se encontró de nuevo en la Puerta de la Muerte, en el pasadizo. Y la serpiente estaba a punto de cruzar el umbral.
Alfred se dejó llevar... y se agarró.
Un dragón de escamas verdes y alas doradas, con su cresta bruñida reluciente como un sol, surgió de la Puerta de la Muerte, hizo pedazos el corredor del caos y atacó a la serpiente.
Las poderosas zarpas traseras del dragón cayeron sobre el cuerpo de la serpiente y traspasaron las escamas grises de la piel de ésta hasta clavarse profundamente en su carne.
La serpiente, empalada en las zarpas del dragón, se agitó y se revolvió en un intento de liberarse, pero el movimiento sólo hizo que las garras se hundieran más en su cuerpo. Entre terribles dolores, la serpiente contraatacó e intentó cerrar sus mandíbulas, poderosas aunque desdentadas, en torno al cuello del dragón para quebrárselo.
El dragón cerró sus colmillos sobre las fauces abiertas de la serpiente, los hundió en el cráneo, entre aquellos rojos ojos cargados de odio, e hizo brotar la sangre de la malévola criatura, que llovió sobre el Laberinto. En sus últimos estertores, la serpiente emitió unos chillidos agónicos que fueron captados por sus hermanas y éstas empezaron a cerrar filas en torno al dragón, dispuestas a lanzarse sobre él y darle muerte.
Alfred soltó el cuerpo de la serpiente muerta, la desprendió de sus zarpas y la dejó caer al suelo. Ardía en deseos de volver a la Cámara, de acudir en ayuda de Haplo, pero no se atrevió a dejar la puerta desprotegida.
Con aire sombrío, el dragón verde y dorado continuó volando ante la Puerta de la Muerte, a la espera del asalto.
El grito de alarma de Haplo hizo reaccionar a Xar. Éste no tuvo necesidad de volverse para saber qué sucedía. La serpiente lo había traicionado. Xar apenas tuvo tiempo de restablecer las defensas mágicas de su cuerpo cuando le llegó el ataque por la espalda. Un destello de dolor le taladró la nuca.
Con un traspié, se volvió para defenderse.
Haplo estaba luchando con Sang-drax por la posesión de una daga empapada de sangre.
— ¡Mi Señor! ¡El traidor ha intentado matarte! —masculló Sang-drax mientras golpeaba con saña a Haplo.
Con la respiración entrecortada, entre jadeos dolientes y agudos, Haplo no logró articular palabra. Los signos mágicos de su piel emitían un intenso resplandor azulado y tenía sangre en las manos.
Xar se llevó la mano atrás para tocar la herida y, al retirarla, comprobó que sus dedos también estaban empapados de sangre.
— ¡Pues sí! —murmuró y presenció con un extraño distanciamiento la batalla entre Haplo y la serpiente. El dolor era un elemento perturbador, pero no tenía tiempo para curarse. La estructura rúnica que había creado resplandecía con una luz brillante delante de las cuatro puertas que conducían a los respectivos mundos. Sin embargo, aquí y allá, la luz empezaba a desvanecerse. Privada de la energía del Señor del Nexo, la magia que éste había utilizado empezaba a disgregarse.
Xar se secó con irritación la sangre que empezaba a correrle por el cuello hasta la ropa. Vista la atención que le prestaba, cualquiera habría pensado que aquella sangre no era suya.
Haplo cayó al suelo, vencido y aturdido. Sang-drax se volvió hacia Xar. El Señor del Nexo se puso tenso. La serpiente se situó entre él y la estructura mágica.
Al tiempo que sacudía la cabeza para vencer el aturdimiento, Haplo trató de incorporarse. Tenía manos y brazos cubiertos de sangre. En el suelo, cerca de él, estaba la daga en forma de serpiente.
Sang-drax también tenía las manos bañadas en sangre.
— ¡Este traidor servidor tuyo ha intentado matarte, Señor del Nexo! — repitió—. Por fortuna, he podido impedirlo. Di una palabra y pondré fin a su vida.
Haplo volvió a caer, esta vez de bruces sobre el suelo empapado de sangre.
—No es preciso que pierdas el tiempo en eso —respondió Xar, aproximándose a Haplo, a la serpiente, a la magia—. Yo me ocuparé de él. Hazte a un lado.
En los ojos de la serpiente apareció un destello de recelo. Rápidamente, Sangdrax bajó los párpados para disimular su reacción.
—Es un gran honor para mí obedeceros, mi Señor. Pero antes —la serpiente se agachó— permíteme coger la daga del traidor. Podría intentarlo de nuevo...
La mano de Sang-drax se cerró en el aire.
Sin advertirlo, Xar había puesto el pie sobre la hoja cubierta de sangre. Hincó la rodilla junto a Haplo, sin dejar de prestar atención a Sang-drax. El Señor del Nexo cogió a Haplo por el mentón sin la menor delicadeza y volvió su rostro hacia la luz. Un corte terrible cruzaba la frente de su servidor, prácticamente hasta el hueso; a juzgar por el aspecto de la herida, ésta podía haber sido causada por el filo de una daga.
Con gestos rápidos y solapados, Xar trazó una runa curativa sobre la herida; la hemorragia se detuvo y el corte se cerró. Después, tras un momento de vacilación, trazó otro signo mágico, reproducción del que presidía su propio corazón. Lo trazó con sangre, pues no estaba destinado a durar. Carecía de poder..., de poder mágico.
Al contacto con su señor, Haplo emitió un gemido y abrió los ojos con un pestañeo. Xar aumentó la presión y hundió los dedos nudosos en la carne de su servidor.
Haplo alzó la vista y parpadeó. Tenía problemas para enfocar la visión y, cuando lo consiguió, puso cara de desconcierto. Después, con un suspiro y una sonrisa, extendió la mano y asió a Xar por la muñeca.
—Mi Señor... —murmuró—. Entonces, he llegado... la he alcanzado. La Última Puerta.
— ¿De qué habla ese traidor, mi Señor? —preguntó Sang-drax —. ¿Qué te está diciendo? ¡Mentiras, mi Señor! ¡Mentiras!
—No dice nada importante —respondió Xar—. Haplo imagina que está otra vez en el Laberinto.
Haplo se estremeció. Su voz se hizo más potente y su tono se endureció.
— ¡Lo he derrotado, mi Señor! ¡Lo he vencido!
—Es cierto, hijo mío, lo has hecho —repuso Xar—. Conseguiste una gran victoria.
Haplo sonrió, se aferró a la mano de Xar unos instantes más y, por fin, la soltó.
—Gracias por la ayuda, mi Señor, pero ya no te necesito. Puedo cruzar la Puerta por mis propios medios.
—Sí que puedes, hijo mío —dijo Xar con un susurro—. Sí que puedes.
Sang-drax pronunció una runa—una runa sartán—, al tiempo que trazaba un signo mágico patryn. Las dos runas se encendieron con un destello y volaron hacia la estructura mágica que Xar había creado.
Pero el Señor del Nexo había permanecido atento, a la espera de que la serpiente intentara algo parecido. Reaccionó con rapidez y lanzó su propia runa.
Los signos mágicos chocaron, estallaron en una lluvia de chispas y se anularon mutuamente.
Xar se puso en pie empuñando la daga sinuosa.
—Ahora ya conozco al verdadero traidor —declaró, vuelto hacia Sang-drax, quien observó al Señor del Nexo con un brillo rojo feroz en sus ojos entornados—.
Ya sé quién ha intentado llevar a mi gente al desastre.
— ¿Quieres conocer a quien de verdad ha traído la destrucción a tu gente? — replicó Sang-drax con una sonrisa burlona—. ¡Mírate en el espejo, Señor del Nexo!
—Sí —murmuró Xar—, me miro en el espejo.
Sang-drax se despojó de su aspecto de patryn y, adoptando la forma de serpiente, creció y se expandió hasta que la enorme masa de tacto viscoso llenó la Cámara de los Condenados.
—Gracias por formar el hechizo que disgregará los mundos —dijo la serpiente con la cabeza erguida—. Reconozco que era un plan que no habíamos tomado en cuenta, pero sin duda nos resultará provechoso. El caos y la confusión que provocará nos alimentarán durante eras. Y tu gente quedará atrapada para siempre en el Laberinto. Lamento que no puedas vivir para verlo, señor Xar, pero eres demasiado peligroso...
La serpiente abrió sus desdentadas mandíbulas. Xar vio lo que se cernía sobre él y le dio la espalda. Concentró la atención en la magia, en la asombrosa estructura rúnica que había formado. Era una magia a cuya creación había dedicado su vida, un sueño forjado del odio.
Xar sabía que la serpiente atacaba con sus letales fauces abiertas de par en par para devorarlo.
Con mano firme, trazó la runa en el aire. El fuego del signo mágico emitió un resplandor azul, luego rojo y, por fin, rojo blanco, ardiente y cegador. A continuación, Xar pronunció la orden con voz firme, clara y sonora.
El signo mágico se precipitó contra la estructura de runas, estalló como una estrella explosiva y arrancó el corazón del hechizo.
Las mandíbulas se cerraron sobre el Señor del Nexo. La serpiente lo aplastó en su desdentada boca y arrojó el cuerpo roto y ensangrentado contra los muros, envueltos en un suave resplandor, de la Cámara de los Condenados.
El cuerpo de Xar golpeó la roca con un audible crujir de huesos y resbaló por la pared, dejando un rastro de sangre sobre el mármol blanco. Finalmente, quedó tendido en el suelo, como un guiñapo. La serpiente lanzó un alarido de triunfo.
— ¡Mi Señor! —Haplo se puso en pie, mareado y débil, pero ya no desorientado.
—No puedes hacer nada —respondió la serpiente—. El Señor del Nexo ha muerto.
Los rojos ojos de la criatura se volvieron hacia Haplo.
CAPÍTULO 33
LA SÉPTIMA PUERTA
Las serpientes volaron hacia la Puerta de la Muerte. Ahora, la abertura era claramente visible como un retazo negro en el cielo gris y cargado de humo sobre el Laberinto. Debajo, la Última Puerta permanecía abierta, pero los sartán agrupaban sus fuerzas frente a ella; otro tanto hacían los patryn en el lado contrario.
Alfred intentó contener su desesperación, pero era impensable que pudiera defender la Puerta frente al enorme poder del enemigo. Los sonidos sobrecogedores de la Cámara, a su espalda, lo hacían flaquear y distraían su atención cuando más necesitaba concentrarse en la magia. En un intento frenético, sondeó las posibilidades tratando de encontrar alguna que acudiera en su ayuda pero, al parecer, lo que aspiraba a conseguir era imposible.
Las serpientes tenían la capacidad de desbaratar todos los hechizos que el sartán les lanzaba. Alfred no se había dado nunca perfecta cuenta del alcance del poder de aquellas criaturas; eso, o las serpientes estaban creciendo en fuerza y poder gracias a la guerra que se desarrollaba allá abajo.
Con el corazón encogido, el dragón verde y dorado montó guardia ante la Puerta de la Muerte y esperó el final.
Una sombra apareció a lo lejos, volando hacia él por un costado.
Alfred se volvió, aprestándose a luchar.
Y encontró ante él a un anciano, vestido con ropas de tonos pardos y cuyos cabellos canos se agitaban furiosamente a su espalda, sentado a lomos de un dragón.
— ¡Jefe Rojo a Rojo Uno! —Aulló el anciano—. ¡Adelante, Rojo Uno!
¡Zifnab! Alfred reconoció al viejo sartán chiflado, pero no tenía remota idea de qué significaba aquella jerigonza. Ni tiempo de averiguarlo. Las serpientes procedían a desplegarse: un puñado de ellas se destacó para enfrentarse al dragón que les cerraba el paso mientras el resto se agrupaba para penetrar en la Puerta de la Muerte.
— ¡Abandona la formación, Rojo Uno! —Gritó el viejo y gesticuló con el brazo—. ¡Ve a ayudar a Haplo! ¡Mi escuadrilla se encargará! ¿Te gusta mi nave? — Preguntó a Alfred al tiempo que daba unas palmaditas en el cuello a su dragón—.
¡Hizo el viaje a Kessel en seis parsecs!
Detrás del viejo, legiones de dragones de Pryan aparecieron entre el humo que se levantaba del quemado Nexo. Para entonces, algunas de las serpientes se habían percatado de su presencia y empezaban a cambiar de rumbo.
Alfred seguía sin tener la menor idea de a qué se refería Zifnab, pero empezaba a ver que ya no tendría que enfrentarse al enemigo a solas. Podía volver a tener esperanzas...
El dragón se precipitó bruscamente desde lo alto, para abatirse sobre una de las serpientes. El anciano dedicó un saludo a Alfred antes de perderse de vista. Los demás dragones de Pryan los siguieron, lanzándose al combate contra sus enemigos.
Alfred penetró volando en la Puerta de la Muerte. Una vez allí, cambió de forma y volvió a ser el sartán larguirucho, medio calvo y vestido de terciopelo. Se detuvo un momento a contemplar la lucha.
Enfrentada a un enemigo valiente y decidido, la mayoría de las serpientes emprendía la huida rápidamente.
—Adiós, Zifnab —murmuró.
Con un suspiro, se volvió hacia el caos que resonaba en la sala a su espalda.
Mientras lo hacía, llegó a sus oídos un débil grito:
— ¡Me llamo Luke...!
Haplo estaba en la Cámara de los Condenados, enfrentado a la serpiente. A través de las cuatro puertas que tenía a su espalda, alcanzaba a divisar los cuatro mundos. En Ariano, las tormentas empezaban a amainar. Los mares de Chelestra volvían a estar en calma. Los soles de Pryan brillaban con luz cegadora. En Abarrach, la corteza se estremeció y quedó inactiva. El cuerpo desplomado de su Señor yacía en un charco de sangre.
Sentado a la mesa blanca, Jonathon repitió su lema:
—Absteneos de violencia.
—Es un poco tarde para eso —respondió Haplo en tono sombrío.
La serpiente se cernió sobre él, meciendo la cabeza adelante y atrás en un movimiento hipnótico mientras la roja mirada de sus ojos se clavaba en el patryn.
La única arma de Haplo era la daga en forma de serpiente. Le sorprendió lo bien que se acomodaba a su mano; era como si la propia empuñadura se adaptara a su tacto. Pero la corta hoja tendría menos efecto que el aguijón de un insecto sobre la gruesa y mágica piel de la serpiente.
Haplo blandió el arma, miró al monstruo y esperó el ataque. Los tatuajes de su piel despedían un intenso brillo.
La serpiente empezó a cambiar de forma y su tamaño menguó en un abrir y cerrar de ojos, hasta que en mitad de la Cámara quedó la figura de un señor de los elfos.
Con una sonrisa congraciadora, Sang-drax empezó a acercarse a Haplo.
—Quieto ahí —dijo el patryn, sin bajar la daga.
Sang-drax se detuvo con las manos levantadas y las palmas a la vista, en un gesto de rendición y de conciliación. Alto y muy delgado, tenía una expresión dolida, decepcionada.
— ¿Es así como me lo agradeces, Haplo? —Sang-drax señaló a Xar con un garboso gesto y añadió—: De no ser por mi intervención, te habría quitado la vida.
Haplo dirigió una breve mirada al cuerpo de Xar pero, rápidamente, volvió a concentrar su atención en Sang-drax, quien había intentado aprovechar la ocasión para acercarse más al patryn.
—Has matado a mi Señor —musitó entre dientes.
— ¡Tu Señor! —Sang-drax soltó una risotada de incredulidad—. He matado al señor que ordenó a Bane hacerte asesinar. El mismo que sedujo a la mujer que amas y la convenció para que te diera muerte. ¡El Señor que iba a encadenarte a una vida de tortura entre los muertos vivientes! Ése es el Señor del que hablas — concluyó con desprecio.
—Mi Señor estaba en su derecho al exigirme la muerte como pago por la vida que me había dado —replicó Haplo, con la daga firme y dispuesta—. No me hagas perder más tiempo. ¡Acabemos de una vez lo que te propones hacer conmigo, sea lo que sea!
Se preguntó dónde estaría Alfred. De momento, sólo podía dar por sentado que el sartán había muerto.
Probablemente, no tardaría en hacerle compañía, se dijo.
Sang-drax puso cara de perplejidad.
—Mi querido Haplo, yo no tengo armas. No soy una amenaza para ti. Al contrario, deseo servirte. Todo mi pueblo desea servirte. Una vez, me incliné ante ti y te llamé «amo»; ahora, vuelvo a hacerlo.
La serpiente disfrazada de elfo hizo una reverencia profunda y servil y bajó la vista, entornando sus rojos ojos. Encogida como un sapo, hizo otro intento de acortar la distancia que la separaba de Haplo pero se detuvo ante el destello de la hoja en forma de serpiente.
—Los sartán han llegado al Nexo —continuó Sang-drax con voz sibilante—.
No sé si sabes que Ramu se propone sellar para siempre la Ultima Puerta. Yo puedo detenerlos. Mi gente y yo podemos destruirlos. Sólo tienes que decir una palabra y la sangre de tu enemigo será un vino dulce en tu paladar. A cambio, sólo pedimos un pequeño favor.
— ¿Y cuál es? —inquirió Haplo.
Sang-drax dirigió la mirada a las cuatro puertas; en sus ojos había un destello de ansia, de voracidad.
—Termina el hechizo. —Ese que estaba construyendo tu Señor. Puedes hacerlo, Haplo. Eres tan poderoso como Xar y yo te prestaré con gusto mi modesta ayuda...
—... y te apoderarás del hechizo cuando lo haya concluido, ¿no? —Replicó Haplo con una mueca sombría—. Entonces me matarás.
— ¿No vas a negarte, verdad? —insistió Sang-drax, dolido y perplejo. En lugar de responder, Haplo retrocedió unos pasos en dirección a la primera puerta, la que conducía a Ariano. Sang-drax lo siguió con la mirada—. ¿Qué estás haciendo, Haplo, amigo mío? —preguntó con los ojos entrecerrados.
—Cerrar la puerta, Sang-drax, amigo mío —respondió Haplo—. Cerrar todas las puertas.
—Es un error, Haplo —siseó la serpiente con suavidad—. Un error terrible.
Haplo contempló Ariano, el mundo de aire. Las nubes de tormenta se estaban dispersando y Solaris brillaba con fuerza. Distinguió el continente de Dravlin y las partes metálicas de la gran Tumpa- humpa, centelleantes bajo la luz intermitente del sol. Casi pudo ver a Limbeck, el enano, con su mirada miope tras sus gafas de gruesas lentes, mientras pronunciaba un discurso al que nadie, salvo Jarre, prestaba atención. E imaginó, algún día, un ejército de pequeños Limbecks que cambiaría un mundo con sus porqués.
El patryn sonrió, dijo adiós y cerró la puerta.
Sang-drax siseó de nuevo con irritación.
Haplo no miró a la serpiente; la pérdida de intensidad de la luz que reinaba en la Cámara le bastaba para saber que la siniestra criatura estaba cambiando de forma una vez más.
La puerta siguiente daba paso a Pryan, el mundo de fuego, cuya cegadora luz contrastaba con las sombras, cada vez más densas, que envolvían a Haplo. Unas delicadas estrellitas plateadas lucían como gemas brillantes engastadas en una jungla como verde terciopelo. Las ciudadelas, devueltas a la vida, irradiaban su luz y su energía al universo. Paithan y Rega, Aleatha y Roland y el enano, Drugar; humanos, elfos y enanos amándose, luchando, viviendo, muriendo... Según Xar, los mensch habían aprendido el secreto de los titanes y éstos hacían funcionar las ciudadelas. Haplo no llegaría a conocer nunca el destino que les aguardaba, pero confió en que los mensch —resistentes y fuertes en sus muchas debilidades, dotados de aquel espíritu indómito y emprendedor— serían capaces de prosperar cuando los dioses que los habían llevado a aquel mundo hubieran desaparecido y hubiesen caído en el olvido.
Haplo se despidió y cerró la puerta.
—Te has condenado a ti mismo, patryn —lo amenazó la voz sibilante—.
Tendrás el mismo final que tu Señor.
Haplo no se volvió. Escuchó el roce del enorme cuerpo de la serpiente contra el suelo de piedra, percibió el hedor pestilente a muerte y descomposición y casi notó el tacto legamoso de su piel.
Dirigió una rápida mirada a Abarrach, un mundo muerto poblado por los muertos. Jonathon había intentado liberarlos y liberarse a sí mismo. Al parecer, tal deseo no se cumpliría.
También les había fallado a ellos, se dijo el patryn.
—Lo siento —murmuró mientras cerraba la puerta. Enseguida, apareció en su rostro una sonrisa avergonzada: estaba disculpándose como lo haría Alfred.
Alcanzó la cuarta puerta, la de Chelestra, el mundo de agua. En éste había llegado, finalmente, a conocerse a sí mismo. Percibió el siseo de la serpiente a su espalda, pero hizo caso omiso y se mantuvo firme. A aquellas alturas, la doncella enana, Grundle, ya debía de haberse casado con su Hartmut. La boda habría sido toda una fiesta: elfos, enanos y humanos, juntos en una celebración. Haplo se preguntó cómo le habría ido a Grundle en el concurso de lanzamiento de hacha.
Musitó una despedida, deseó buena suerte a la pareja y cerró la puerta con suavidad. Por un instante, lo traspasó una punzada de pesar; después, se volvió para enfrentarse a Sang-drax.
La daga con forma de serpiente que empuñaba Haplo se convirtió en una espada de buen acero, reluciente y firme. No había sido la magia del patryn la que había alterado el arma. Tenía que ser cosa de la serpiente.
El gigantesco cuerpo gris se alzó sobre Haplo. Su propia presencia resultaba abrumadora. La serpiente habría podido atacarlo por detrás en cualquier momento, pero no quería que el patryn muriese sin luchar, sin experimentar dolor y miedo...
Haplo levantó la espada y se preparó para responder al ataque.
— ¡Haplo, no! ¡Rinde el arma!
Alfred apareció trastabillando por la Puerta de la Muerte. Estuvo a punto de caer de bruces al suelo, pero se salvó de ello aferrándose a la mesa blanca.
Apoyado en ella, exclamó con urgencia:
— ¡No luches!
—Sí, Haplo —intervino la serpiente en tono burlón—, baja la espada. Así, tu muerte será mucho más rápida.
Haplo tenía la camisa empapada de sangre. La herida del pecho se había abierto y volvía a sangrar. Para su extrañeza, la herida de la daga que había recibido en la frente no le dolía en absoluto.
—No hagas nada. —Alfred tomó aliento con esfuerzo y trató de mantener la calma—. Niégate a luchar. ¡Es lo que esa criatura desea, que te enfrentes a ella! — El sartán indicó el cuerpo de Xar—. «Quien traiga la violencia a este lugar... la encontrará vuelta contra él mismo.» Haplo titubeó. Toda su vida había luchado por la supervivencia. Esta vez, Alfred le pedía que soltara el arma, que se negara a luchar, que aguardara dócilmente la tortura, la muerte... Peor incluso: que aceptara la certeza de que su enemigo seguiría vivo para destruir a otros.
—Me pides demasiado Alfred —respondió con voz ronca—. ¡Supongo que lo siguiente será pedirme que me desmaye!
Alfred extendió las manos.
—Haplo, te lo suplico...
La enorme cola de la serpiente soltó un latigazo que golpeó al sartán en plena espalda y lo hizo doblarse sobre la mesa blanca.
Sang-drax se alzó sobre los dos. La cabeza de la serpiente se cernió sobre Alfred; sus rojos ojos se concentraron en Haplo.
—El próximo golpe le partirá el espinazo. Y el siguiente le aplastará las costillas. ¡Lucha, Haplo, o el sartán muere!
Alfred consiguió levantar la cabeza. Tenía la nariz rota y el labio partido. La sangre le embadurnaba el rostro.
— ¡No lo escuches, Haplo! ¡Si peleas, estás perdido!
La serpiente esperó con complacencia, segura de haber conseguido su propósito.
Consumido de rabia y movido por la profunda necesidad de matar a aquel ser repugnante, Haplo dirigió una mirada de amargura y frustración a Alfred.
— ¿Esperas que me quede quieto y me deje matar?
— ¡Confía en mí, Haplo! —Le rogó Alfred—. ¡Es lo único que te he pedido siempre! ¡Confía en mí!
— ¡Fiarse de un sartán! —Sang-drax soltó una risotada horrible—. ¡Confiar en tu enemigo mortal! ¡Confiar en quienes os enviaron al Laberinto, en los responsables de la muerte de tantos miles de los tuyos! ¡Tus padres, Haplo!
¿Recuerdas cómo murieron? ¿Recuerdas los gritos de tu madre? Gritó muchísimo rato, ¿verdad?, hasta que por fin la dejaron morir. Y tú lo viste. Fuiste testigo de lo que hacían con ella. ¡Este sartán..., este sartán es responsable de ello! ¡Y te suplica que confiesen él...!
Haplo cerró los ojos. Empezaba a dolerle la cabeza y notaba la sangre pegajosa en las manos. Volvía a ser aquel niño, oculto entre los arbustos, aturdido y mareado por el golpe que le había propinado su padre. Un golpe que tenía por objeto dejarlo sin sentido para que permaneciera quieto y callado mientras los padres atraían a sus atacantes lejos del pequeño. Pero sus padres no habían llegado muy lejos. Y Haplo había recuperado el conocimiento.
El propio espanto sofocó su grito de miedo, de horror. Y de odio. Odio a los que habían hecho aquello, a los responsables...
Haplo asió la espada con firmeza, esperó a que el velo rojo sangre desapareciera de sus ojos para poder ver a su presa... y estuvo a punto de soltar la espada cuando notó el rápido lametón de una lengua húmeda.
A ello siguió un gañido tranquilizador y una pata en la rodilla.
Haplo extendió la mano y acarició las orejas sedosas. El perro apoyó la cabeza en su rodilla. La mano palpó el duro hueso y la suavidad de la pelambre. Pero al patryn no le sorprendió descubrir, cuando abrió los ojos, que no había ningún perro junto a él.
Haplo dejó caer la espada.
Sang-drax soltó otra risotada y se irguió. Se disponía a golpear al indefenso Alfred, a aplastarlo. Pero, llevada de su furiosa impaciencia, la serpiente calculó mal. Se hizo demasiado grande, se alzó demasiado, y la gigantesca cabeza atravesó el techo de mármol de la Cámara de los Condenados.
Las runas grabadas en el techo chisporrotearon y se encendieron. Arcos de llamas azules y rojas traspasaron el cuerpo de la serpiente. Sang-drax aulló de dolor, se retorció y se agitó agónicamente, tratando de escapar de las descargas, pero no consiguió desencajar la cabeza del hueco abierto en el techo. Estaba atrapado. Furiosa, salvajemente, insistió en sus esfuerzos. Las grietas del techo se agrandaron y se extendieron a las paredes.
La única puerta que seguía abierta era la Puerta de la Muerte. No tenían otra vía de escape. Haplo cruzó la Cámara a la carrera en dirección a Alfred, que yacía sobre la mesa blanca, aturdido y ensangrentado.
La serpiente agitó la cola. Incluso en la agonía, estaba decidida a matarlo.
Haplo se hizo a un lado, pero no logró evitar el golpe. Lo recibió en el hombro izquierdo, que ya le dolía desde que se le había reabierto la herida de la runa del corazón. Se le escapó un gemido de dolor y se sobrepuso a la oscuridad de la inconsciencia que amenazaba con engullirlo.
Se incorporó trabajosamente. Su mano, de forma inexplicable, se había cerrado en torno a la empuñadura de la espada.
— ¡Lucha! —Lo desafió la serpiente—. ¡Lucha conmigo...!
Haplo levantó la espada y la descargó contra la pared de mármol. La hoja se partió en dos. Después, alzó la empuñadura para mostrarla a la monstruosa criatura y arrojó el acero lejos de sí.
La serpiente hizo un intento desesperado por liberar la cabeza, pero la magia de la Séptima Puerta la mantuvo atrapada. Los arcos de llamas azules danzaban sobre el cuerpo cubierto de baba. Una vez más, la cola soltó su latigazo.
Haplo se lanzó a rescatar a Alfred. La cola golpeó la mesa blanca, que se estremeció. Pero la serpiente estaba en sus últimos estertores; ciega, presa de terribles dolores, era incapaz de ver a su presa. En un último intento desesperado por liberarse, arrojó todo el peso de su cuerpo contra las fuerzas mágicas que la tenían presa. El techo empezó a desmoronarse bajo el impacto. Un gran pedazo de mármol se desplomó apenas a unos palmos de donde se hallaba Alfred. Otro bloque aterrizó sobre la cola de la serpiente, que ya apenas se agitaba débilmente.
La Cámara de los Condenados empezaba a derrumbarse.
Sofocado por el polvo, Haplo consiguió llegar hasta Alfred sorteando la lluvia de cascotes. Agarró al sartán por el primer lugar que le vino a mano —la cola de la ajada levita de terciopelo— y lo ayudó a incorporarse. Un segundo después, una viga de madera cayó sobre la mesa blanca, y la partió en dos limpiamente. Alfred se movió torpemente y avanzó tambaleándose, fláccido como un muñeco maltratado.
El patryn dirigió una mirada entre el polvo y los cascotes.
— ¡Jonathon! —exclamó.
Le pareció distinguir al lázaro, sentado tranquilamente junto a una de las mitades de la mesa partida, indiferente a la destrucción que estaba a punto de alcanzarlo.
_ ¡Jonathon! —vociferó.
No tuvo respuesta. Instantes después, dejó de ver al lázaro. Una enorme losa de mármol había caído entre ambos.
Alfred se derrumbó en el suelo.
Haplo enganchó con fuerza al sartán por el cuello de la levita y lo llevó a rastras a través del tumulto. Las runas tatuadas en la piel del patryn emitían su resplandor rojo y azulado, protegiéndolo de la caída de escombros, y Haplo amplió el halo de su magia para englobar en ella a Alfred. Un brillante escudo de runas, contra el cual chocaban y rebotaban los bloques de mármol, los abarcó a ambos.
Sin embargo, cada vez que un fragmento golpeaba el escudo, uno de los signos mágicos se debilitaba. No tardaría en ceder alguno. Y enseguida empezaría a desmoronarse el hechizo.
Le quedaban quince, veinte pasos para alcanzar la Puerta de la Muerte.
No se dijo para alcanzar la seguridad de la Puerta de la Muerte, pues, por lo que él sabía, en el interior de ésta sus probabilidades eran aún más reducidas. No obstante, la muerte allí era una posibilidad; en la Cámara, era una certeza. Ya alcanzaba a ver cómo se apagaba el primer signo del escudo mágico...
Continuó arrastrando a Alfred en dirección a la abertura cuando, de pronto, el suelo que tenía delante dejó de existir.
Una grieta abismal se abría ante él, insondable. Fragmentos de mármol y astillas de madera blanca cayeron por el hueco hasta desaparecer. Al otro lado del precipicio, iluminada con un tenue resplandor, se hallaba la Puerta de la Muerte.
La grieta no era muy ancha. A solas, Haplo habría podido saltarla sin problemas, pero no podía hacerlo cargado con Alfred. A tirones, puso en pie al sartán.
A Alfred le fallaron las rodillas y se derrumbó de nuevo.
— ¡Maldita sea! —Haplo sacudió al sartán y lo obligó a incorporarse otra vez.
Alfred estaba consciente, pero miraba a su alrededor con la expresión confusa de quien no acaba de saber dónde se encuentra.
—Ya empezamos otra vez —murmuró Haplo—. ¡Alfred!
Le dio unos cachetes en las mejillas. Alfred soltó un jadeo y carraspeó. Sus ojos enfocaron y contemplaron el panorama con espanto.
— ¿Qué...?
Haplo no lo dejó terminar. No se atrevía a dar tiempo a Alfred para que pensara en lo que iba a tener que hacer.
—Cuando diga « ¡salta!», hazlo.
Haplo hizo dar media vuelta a Alfred y colocó al aturdido sartán en el borde mismo de la grieta que se abría en el suelo.
— ¡Salta!
Sin saber muy bien lo que sucedía, entumecido de terror y de asombro, Alfred obedeció. Dio un brinco convulsivo, encogiendo las piernas como una araña electrizada, y se lanzó a través de la grieta.
Los dedos de los pies tropezaron con el borde opuesto del precipicio. Aterrizó de plano sobre el vientre y el golpe lo dejó sin aliento. Haplo echó una rápida ojeada a la oscuridad abisal; después, saltó.
Tras aterrizar sin problemas al otro lado, ayudó a levantarse a Alfred. Juntos, dejaron atrás la Cámara de los Condenados y penetraron por la abertura de la Puerta de la Muerte.
Cuando Haplo volvió la cabeza, vio hundirse definitivamente la Cámara Sagrada. Y, con la sensación vertiginosa de que se deslizaba por un sumidero, se sintió caer hacia la Puerta.
CAPÍTULO 34
LA SÉPTIMA PUERTA
— ¿Qué sucede? —exclamó Haplo, agitando las manos para asirse de alguna parte. Pero sus dedos no encontraron dónde nacerlo en el suelo inclinado y resbaladizo—. ¿Qué es esto?
Alfred también descendía deslizándose por el conducto. El pasadizo de la Puerta de la Muerte se había convertido en el brazo de un ciclón que giraba en una espiral vertiginosa, un vórtice cuyo centro era la Cámara de los Condenados, la Séptima Puerta.
— ¡Sartán bendito! —Exclamó Alfred con asombro—. ¡La Séptima Puerta se derrumba y se lleva con ella el resto de la creación!
Los dos estaban cayendo de nuevo hacia la Cámara de los Condenados; la propia Puerta de la Muerte caía hacia la Cámara y, tras ella, lo haría todo lo demás. En un esfuerzo frenético, el sartán intentó detener su caída, pero tampoco encontró dónde asirse; el suelo era demasiado resbaladizo.
— ¿Qué hacemos? —gritó Haplo.
— ¡Sólo se me ocurre una cosa! Pero tanto puede ser un acierto como un completo error. Verás...
— ¡Limítate a hacerlo! —exclamó Haplo, muy cerca ya de la puerta.
— ¡Tenemos... que cerrar la Puerta de la Muerte!
Caían hacia la cámara en ruinas con una rapidez que producía vértigo. Alfred tuvo la horrible impresión de que se deslizaba hacia las fauces abiertas de la serpiente. Habría jurado que veía dos ojos rojos, ardientes, hambrientos...
— ¡El hechizo, maldita sea! —aulló Haplo mientras insistía en sus vanos intentos de detener la caída.
Había llegado el momento que había temido toda su vida, el que siempre había tratado de evitar, se dijo Alfred. Todo dependía de él.
Cerró los ojos, intentó concentrarse y sondeó las probabilidades. Estaba cerca, muy cerca. Empezó a entonar las runas con voz temblorosa y su mano tocó la puerta. Empujó...
Empujó con más fuerza...
La puerta no cedía.
Temeroso, abrió los ojos. No sabía cómo, pero su esfuerzo había tenido el efecto inesperado de reducir la velocidad de la caída. Pero la Puerta de la Muerte seguía abierta y el universo seguía precipitándose a ella.
— ¡Haplo! ¡Necesito tu ayuda! —exclamó con voz trémula.
— ¿Estás loco? ¡Las magias sartán y patryn son incompatibles!
— ¿Cómo lo sabemos? —Replicó Alfred con desesperación—. No se ha probado nunca, al menos que sepamos, pero eso no significa... ¿Quién sabe si en alguna parte, en algún momento del pasado...?
— ¡Está bien! ¡Está bien! Cerrar la Puerta de la Muerte. Es eso lo que tenemos que hacer, ¿verdad? ¿Verdad?
— ¡Sí! ¡Concéntrate! —exclamó Alfred. La velocidad de la caída empezaba a incrementarse de nuevo.
Haplo pronunció las runas. Alfred las entonó también. Unos signos mágicos cobraron vida con un destello en mitad del vertiginoso conducto. Las estructuras rúnicas eran parecidas, pero las diferencias resultaban claras y visibles, sorprendentemente visibles. Las dos flotaban en el aire por separado, con un resplandor débil y mortecino que pronto parpadearía y moriría. Alfred las contempló con desesperanza.
—En fin, lo hemos intentado...
Haplo masculló un juramento con un tono de frustración:
— ¡Esto no va a quedar así! ¡Vuelve a probar! ¡Canta, sartán! ¡Canta, maldita sea!
Alfred hizo una profunda inspiración y reinició su canturreo.
Para su desconcierto, Haplo se unió a la tonada. La voz de barítono del patryn se coló bajo el agudo tono de tenor de Alfred, lo sostuvo y lo acompañó armoniosamente.
Una sensación de calidez inundó a Alfred. Su voz se hizo más firme y su canto, más sonoro y más aplomado. Haplo, que no estaba muy seguro de conocer la melodía, emitía sus notas por intuición, lo más ajustadas que podía, más atento al volumen de su voz que a la precisión musical.
El brillo de los signos mágicos empezó a intensificarse. Las estructuras rúnicas se aproximaron y Alfred no tardó en constatar que las diferencias entre ambas estaban dispuestas de forma que se complementaban, igual que los dientes de una llave se adaptan a las guardas de la cerradura.
Un destello cegador, más brillante que el núcleo al rojo blanco de los cuatro soles de Pryan, hirió los ojos de Alfred. El sartán cerró los párpados pero la luz continuó quemándolo a través de ellos, deslumbrante y explosiva, hasta estallar dentro de su cabeza.
Escuchó un golpe apagado, como de una puerta lejana que se cerrara de golpe.
Y, en el instante siguiente, todo quedó a oscuras. Alfred se encontró flotando, no en una espiral vertiginosa sino en un descenso suavísimo, como si su cuerpo fuera de vilano de cardo y viajara sobre una mansa ola.
—Creo que ha funcionado —murmuró por lo bajo.
Y lo asaltó el pensamiento de que por fin podía morir, sin más disculpas.
CAPÍTULO 35
EL LABERINTO
Haplo estaba herido y exhausto. Había pasado el día huyendo de sus enemigos, plantándoles cara y luchando con ellos cada vez que lo arrinconaban.
Ahora, por fin, los había eludido, pero estaba débil, desorientado y desesperadamente necesitado de un descanso para curarse y recuperarse. Sin embargo, no se atrevía a detenerse. Estaba en el Laberinto, a solas, y sumirse en un sueño curativo equivalía a una muerte segura.
A solas. Al fin y al cabo, eso era lo que significaba su nombre, Haplo: solitario.
Y, en aquel instante, una voz dijo en un susurro:
—No estás solo.
Haplo levantó la vista, casi borrosa.
— ¿Marit? —murmuró, incrédulo. Aquella voz era una ilusión, el resultado de su dolor, de su terrible añoranza y de su desesperación.
Unos brazos fuertes, cálidos y protectores, le rodearon los hombros y lo sostuvieron en pie, evitando que cayese al suelo, desfallecido. Haplo se apoyó en la mujer, agradecido. Ella lo depositó en el suelo con suavidad y acomodó su dolorido cuerpo sobre un lecho de hojas. Haplo levantó la vista hacia ella y Marit se arrodilló a su lado.
—He estado buscándote... —murmuró él.
—Ya míe has encontrado —contestó la mujer.
Con ana sonrisa, posó la mano sobre la desbaratada runa del corazón de Haplo. El contacto alivió el dolor de éste. Por fin, Haplo alcanzó a ver con claridad a Marit mientras ella murmuraba:
—Me temo que esto nunca curará por completo.
Haplo alargó la mano y apartó el cabello del rostro de la mujer. El signo grabado en su frente, el signo de Xar, empezaba a difuminarse. Pero también aquello dejaría secuelas. Marit no permitió que los dedos de Haplo tocaran el signo mágico, pero mantuvo la sonrisa. Tomó la mano del hombre y se llevó la palma a los labios.
Plenamente consciente de nuevo, la alarma y la sensación de peligro asaltaron a Haplo...
—No podemos quedarnos aquí —murmuró mientras se incorporaba hasta quedar sentado sobre el lecho de hojas.
Ella lo retuvo, sujetándolo por los hombros con ambas manos.
—Estamos a salvo. Al menos, de momento. Déjalo, Haplo. Abandona el miedo y el odio. Ya ha terminado todo.
Marit se equivocaba de medio a medio. Las cosas no habían hecho más que empezar. Se recostó de nuevo en las hojas y atrajo a la mujer junto a él.
—No quiero dejarte más —murmuró.
Ella apoyó la cabeza en su pecho, sobre la runa del corazón, la runa del nombre.
Un único signo mágico, partido en dos.
CAPÍTULO 36
EL LABERINTO
— ¿Qué tiene? —preguntó una voz femenina. Le resultaba familiar, pero Alfred no conseguía ubicarla—. ¿Está herido?
—No —respondió otra voz; ésta, masculina—. Probablemente, sólo se ha desmayado.
« ¡Nada de eso!», quiso replicar Alfred con indignación. « ¡Estoy muerto!
¡Estoy...!» Se oyó a sí mismo hacer un ruido, un graznido.
— ¿Lo ves? ¿Qué te decía? Ya está volviendo en sí.
Alfred abrió los ojos con cautela y contempló unas ramas. Se hallaba tendido sobre una hierba mullida y una mujer estaba arrodillada a su lado.
— ¿Marit? —Preguntó con una expresión de asombro—. ¿Haplo?
Su amigo estaba en las inmediaciones.
Marit sonrió a Alfred y posó la mano en su frente con suavidad.
— ¿Cómo te encuentras?
—No..., no estoy seguro. —Alfred examinó con cuidado las diversas partes de su cuerpo y comprobó, sorprendido, que no experimentaba dolor alguno. Pero, claro, ¿cómo iba a sentirlo?—. ¿Vosotros también estáis muertos?
—No. Y tú tampoco —respondió Haplo en tono sombrío—. Por lo menos, todavía no.
—Todavía no...
—Estás en el Laberinto, amigo mío. Y es probable que sigas aquí mucho tiempo.
— ¡Entonces, dio resultado! —exclamó Alfred. Se incorporó hasta quedar sentado y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Ha surtido efecto! ¡La Puerta de la Muerte está...!
—Cerrada —asintió Haplo con una de sus leves sonrisas—. La Séptima Puerta quedó destruida y la magia, según parece, nos ha arrojado aquí. Y, como acabo de decir, vamos a quedarnos aquí bastante tiempo.
— ¿Se ha desencadenado la batalla?
A Haplo se le ensombreció la expresión.
—Según Vasu, está a punto de iniciarse. El dirigente ha intentado establecer negociaciones con Ramu, pero el consejero se niega a hablar siquiera. Alega que no es más que una trampa.
—Los lobunos y los caodines se agrupan para un asalto —añadió Marit—. Ya ha habido escaramuzas a lo largo de las lindes del bosque. Si los sartán se unieran a nosotros, tal vez... —La patryn se encogió de hombros y movió la cabeza en gesto de negativa—. Hemos pensado que podrías hablar con Ramu...
Alfred se puso en pie tambaleándose. Todavía no terminaba de convencerse de que no estaba muerto. Se pellizcó disimuladamente y reprimió una mueca de dolor. Quizá sí que seguía vivo...
—No creo que sirva de mucho —respondió con desconsuelo—. Ramu me tiene en tan mal concepto como a cualquier patryn. Peor incluso, probablemente. Y si llegara a descubrir que he combinado mi magia con la vuestra...
—...y que han dado resultado —añadió Haplo con una sonrisa.
Alfred asintió y le devolvió la sonrisa. Sabía que aquello debería deprimirlo, pero no podía evitarlo: su corazón parecía burbujear de alegría. Miró a su alrededor y contuvo el aliento.
Sobre un montón de hojarasca apilada, en el centro de un claro del bosque, yacían dos cuerpos. Uno, vestido con ropas negras, tenía sus nudosas manos cruzadas sobre el pecho. El otro pertenecía a un mensch, un humano.
— ¡Hugh la Mano! —Alfred no sabía si alegrarse o echarse a llorar—. ¿Está..., está...?
—Muerto —asintió Marit en voz baja—. Entregó su vida luchando en defensa de los míos. Lo encontramos junto a los cuerpos de varios caodines. Estaba como lo ves ahora, sereno y en paz. Cuando lo he encontrado así, muerto... —la voz se le quebró y Haplo se acercó a ella y le rodeó los hombros con su brazo—, he sabido que había sucedido algo terrible en la Puerta de la Muerte. Y me he dado cuenta de que debería tener miedo, pero no lo he sentido.
Alfred sólo alcanzó a mirar, incapaz de articular palabra. Junto a Hugh yacía Xar, el Señor del Nexo.
Haplo siguió su mirada y le adivinó el pensamiento.
—Lo hemos encontrado aquí, tal como está.
Con el corazón encogido y una mezcla de emociones en conflicto, Alfred se acercó a los muertos.
Las facciones de Xar en la muerte parecían mucho más viejas que en vida.
Surcos y arrugas que el odio y la voluntad inflexible del Señor del Nexo habían convertido en muecas de tensa ferocidad, aparecían ahora relajados y revelaban un dolor y un sufrimiento ocultos, una pena profunda y duradera. Miraba al cielo con ojos apagados, ciegos; miraba al firmamento de la gran prisión de la que había escapado para, finalmente, encontrarse de nuevo en ella.
Alfred hincó la rodilla junto al cuerpo, alargó la mano y, con gesto piadoso, le cerró los párpados.
—Al final, Xar comprendió... —murmuró una voz, muy cerca de los presentes—. No lloréis por él.
Alfred, presa del nerviosismo, se volvió tan deprisa que perdió el equilibrio y tropezó con Haplo. Marit desenvainó su espada pero no tardó en bajarla, con una expresión de asombro.
Detrás de ellos se encontraba Jonathon.
¡Y era Jonathon! No el espantoso lázaro, el cadáver ambulante cubierto de su propia sangre y con las señales de su dolorosa muerte visibles en su cuerpo, sino el auténtico Jonathon, el joven que Alfred había conocido...
— ¡Estás vivo! —exclamó.
Jonathon movió la cabeza en gesto de negativa.
—Ya no soy uno de esos atormentados no muertos. Pero tampoco he vuelto a la vida. Ni querría que así fuera. Como anunciaba la profecía, la Puerta se ha abierto. Pronto volveré a los mundos y conduciré a las almas atrapadas en ellos.
Sólo me he quedado aquí para liberar la de estos dos... —señaló con un gesto a Xar y a Hugh la Mano—. Los dos han abandonado este plano. Y ésta será la última vez que camino entre los vivos. Adiós.
Jonathon empezó a alejarse y, al hacerlo, su cuerpo tangible empezó a difuminarse hasta convertirse en una especie de polvo que se dispersó con un brillo mortecino bajo un rayo de sol cegador.
— ¡Espera! —gritó Alfred con desesperación, corriendo tras el efímero ser y trastabillando con las rocas en su esfuerzo por alcanzarlo—. ¡Espera! Tienes que contarme qué ha sucedido. ¡No lo entiendo!
Jonathon no se detuvo.
— ¡Por favor! —Suplicó Alfred—. Me siento extrañamente en paz. Igual que me sentí la primera vez que estuve en la Cámara de los Condenados. ¿Significa eso..., significa eso que puedo entrar en contacto con el poder superior?
No hubo respuesta. Jonathon había desaparecido.
— ¿Habéis llamado?
El extremo puntiagudo de un sombrero de aspecto raído asomó tras el tronco de un árbol. Tras esto apareció el resto del sombrero, que traía consigo a un viejo hechicero vestido con ropas pardas.
—Zifnab —murmuró Haplo—. No puede ser...
— ¡No me llames así! —exclamó el recién llegado, quien, una vez en el claro del bosque, se detuvo a mirar a su alrededor con aire de vago desconcierto—. Mi nombre es... esto... ¡Bah, al diablo con eso! Llámame Zifnab, si quieres. Es un nombre bastante agradable. Uno se acostumbra a él. Y bien, ¿qué era lo que preguntabas?
Alfred miraba a Zifnab fijamente; de pronto, creía comprender...
— ¡Tú! ¡Tú eres el poder superior! ¡Tú eres Dios!
Zifnab se acarició la barba y trató de aparentar modestia.
—Bueno, ya que lo mencionas...
—No, señor. Rotundamente, no. —Un dragón enorme emergió del bosque.
— ¿Cómo que no? —Zifnab reaccionó con irritación y se irguió en actitud indignada—. Una vez fui un dios, ¿sabes?
— ¿Y cuándo fue eso, señor? —replicó el dragón con un tono de voz sepulcral—. ¿Antes o después de entrar en el Servicio Secreto de Su Graciosa Majestad?
— ¡No me vengas con insolencias! —exclamó Zifnab con desprecio. Se acercó a Alfred y, sin alzar el tono de voz, le dijo—: Te aseguro que era un dios. Se descubre en el último capítulo. Lo que sucede es que ese dragón está celoso, ¿sabes?
— ¿Cómo dices, señor? —Intervino el dragón—. Me parece que no he oído bien eso último.
—Preocupado —se apresuró a corregirse el hechicero—. He dicho que estás preocupado por tu... En fin, no importa.
—No eres ningún dios, señor —insistió el dragón—. Tienes que convencerte de ello.
—Hablas igual que mi psiquiatra —masculló Zifnab, pero no lo hizo en voz muy alta. Con un suspiro, hizo girar el sombrero entre sus dedos distraídamente— . ¡Bah!, como tú prefieras. En este lugar, soy prácticamente igual que el resto de vosotros. Pero no tengo reparos en declarar que estoy sumamente disgustado con ello.
—Pero, entonces, ¿dónde está el poder superior? —Intervino Alfred—. Sé que existe: Samah lo encontró y los sartán de Abarrach que entraron en la Cámara hace siglos también lo descubrieron.
—Igual hicieron los sartán de Chelestra —añadió Haplo.
—Sí, ellos lo descubrieron —dijo Zifnab—. Y tú también.
— ¡Oh! —A Alfred se le encendió el rostro, casi incandescente. A continuación, poco a poco, el fulgor desapareció—. Pero no vi nada...
—Claro que no. Miraste donde no debías. Siempre has buscado donde no debías.
—En un espejo... —murmuró Haplo, recordando las últimas palabras de Xar.
— ¡Aja! —Exclamó Zifnab—. ¡De eso se trata, exactamente! —El viejo hechicero alargó su larga y huesuda mano y dio unas palmaditas en el pecho a Alfred—. ¡De mirarse al espejo!
— ¡Pero..., pero no! —Alfred tartamudeó, azorado—. ¡Yo no...! ¡No puedo...! ¡Yo no soy ese poder superior! ¡De ningún modo!
—Claro que sí. —Zifnab abrió los brazos con una sonrisa—. Y también lo es Haplo. Y yo. Lo son... veamos: en Ariano, sólo entre residentes en el Reino Medio, tenemos cuatro mil seiscientos treinta y siete de ellos. Sus nombres, por orden alfabético, son: Aaltje, Aaltruide, Aaron...
—Está bien, señor, entendemos... —intentó interrumpirlo el dragón con voz severa.
El hechicero continuó repasando la lista:
—Aastami, Abbie...
—Pero... ¡no es posible que todos seamos dioses! —protestó Alfred, desconcertado.
—No sé por qué no. —Zifnab acompañó sus palabras de un bufido—. Sería algo estupendo. Haría que pensáramos las cosas dos veces. Pero, si no te gusta la idea, imagínate como una lágrima caída en un océano.
—La Onda —apuntó Haplo.
—Todos nosotros, gotas en el océano que forman la Onda. Normalmente, mantenemos esta Onda en equilibrio. Las olas lamiendo suavemente la orilla, las muchachas del hula-hula cimbreando las caderas en la arena... —murmuró Zifnab con aire embelesado—. Pero a veces provocamos que la Onda pierda la armonía.
Entonces hay maremotos, perturbaciones en las mareas. Las muchachas del hula—hula son arrastradas al mar... Pero la Onda siempre actúa para corregirse a sí misma. Por desgracia —añadió con un suspiro—, al hacerlo envía una oleada de agua espumeante en la dirección contraria.
—Me temo que sigo sin entender... —dijo Alfred en tono apesadumbrado.
—Ya lo entenderás, camarada. —Zifnab le dio de nuevo unas palmaditas, esta vez en la espalda—. Tú estás destinado a escribir un libro sobre el tema. Nadie lo leerá, por supuesto, pero eso es lo que menos te ha de importar. Lo que cuenta es el proceso creativo. Fíjate en Emily Dickinson. Escribió durante años en un desván. Nadie llegó a leer un solo...
—Discúlpame, señor —lo interrumpió el dragón, afortunadamente—, pero no tenemos tiempo para hablar de la señorita Dickinson. Está el asunto de la batalla que se avecina.
— ¿Qué? ¡Ah, sí! —Zifnab se dio un tirón de la barba—. No alcanzo a ver cómo vamos a salir de ésta. Ramu es un tipejo testarudo, estúpido e insensible...
—Si me permites decirlo, señor —apuntó el dragón—, fuiste tú quien le dio la falsa información de que...
—Conseguí traerlo aquí, ¿no? —exclamó Zifnab, triunfal—. ¿Crees que habría venido, de lo contrario? ¡Puedes apostar a que no! Aún seguiría en Chelestra, causando infinidad de problemas. Ahora, en cambio, está aquí...
—¡... causando infinidad de problemas! —terminó la frase el dragón con abatimiento.
—Bueno, para ser precisos, las cosas ya no son así —intervino una nueva voz.
El dirigente Vasu apareció en el claro del bosque, acompañado de Balthazar.
Alfred los miró con cierto recelo, no muy complacido de ver juntos a los dos personajes.
—Creo que podemos fiarnos de él —susurró Marit, en referencia al sartán de Abarrach—. Su gente ha tenido su propio Laberinto.
Balthazar acogió sus palabras con una reverencia.
—Espero que tu fe en mí quede justificada, hermana. Traemos buenas noticias. De momento, no habrá batalla. Al menos, no entre nosotros. Ramu ha sido obligado a dimitir de su puesto de consejero y yo he sido nombrado jefe del Consejo. Nuestros pueblos —dirigió una mirada al dirigente Vasu, quien esbozó una sonrisa— forman ahora una alianza. Unidos, debemos ser capaces de hacer retroceder a los ejércitos del mal.
—Una noticia excelente, señor. Mi gente la recibirá con gran satisfacción — declaró el dragón y añadió con tono grave—: Sin duda, los dos comprendéis que esta batalla no será el final. La maldad que habita en el Laberinto seguirá aquí para siempre, aunque sus efectos serán limitados por la profundización de la confianza y de la reconciliación entre vuestros dos pueblos. —El dragón miró a Alfred—: La Onda se corrige a sí misma, señor.
—Sí, ya veo —respondió Alfred, pensativo.
—Y quedan también nuestras primas, las serpientes. Me temo que nunca podrán ser derrotadas, pero sí mantenidas a raya y, me satisface decirlo, la mayoría de ellas están ahora atrapadas en el Laberinto. Quedan muy pocas con vida entre los mensch de los cuatro mundos.
— ¿Qué será de los mensch, ahora que la Puerta de la Muerte ha quedado cerrada? —Preguntó Alfred con añoranza—. ¿Todos sus logros habrán sido en vano? ¿Quedarán completamente aislados unos de otros?
—La Puerta está cerrada, pero los conductos permanecen abiertos. La gran Tumpa-chumpa continúa trabajando. Su energía se transmite a través de los conductos hasta las ciudadelas de Pryan. Las ciudadelas amplifican esa energía y la envían a Chelestra y a Abarrach. El sol de Chelestra empieza a estabilizarse, lo cual significa que las lunas marinas volverán a despertar. Y la vida florecerá en ellas.
— ¿Y Abarrach?
— ¡Ah! De ese mundo no estamos muy seguros. Los muertos lo han abandonado, por supuesto. Las ciudadelas calentarán los conductos y esto tendrá el efecto de licuar la capa de hielo que lo recubre. Muchas regiones, hoy dominadas por el frío, volverían a ser habitables.
—Pero ¿quién acudirá a repoblarlas? —Preguntó Alfred con tristeza—. La Puerta de la Muerte está cerrada. Los mensch no podrán viajar a través de ella.
—No —respondió el dragón—, pero un mensch que vive actualmente en Pryan, un elfo llamado Paithan Quindiniar, está trabajando en unos experimentos que inició su padre. Experimentos relacionados con proyectiles y propulsores. Los mensch podrían alcanzar Abarrach antes de lo que crees.
—Por lo que respecta a nosotros, la vida no será fácil para nuestros pueblos —dijo Vasu—. Pero, si trabajamos juntos, podemos mantener a raya el mal y aportar una dosis de paz y de estabilidad... incluso al Laberinto.
—Reconstruiremos el Nexo —afirmó Balthazar—. Derribaremos el muro y la Ultima Puerta. Algún día, quizá nuestros dos pueblos serán capaces de convivir allí en armonía.
—Me siento profundamente satisfecho. Sinceramente complacido. —Alfred se enjugó las lágrimas con la raída puntilla del cuello de la blusa.
—Yo también —dijo Haplo. El patryn rodeó con su brazo los hombros de Marit y la atrajo hacia sí—. Lo único que nos queda por hacer es encontrar a nuestra hija...
—La buscaremos —declaró Marit—. Juntos.
—Pero... —A Alfred lo había asaltado de pronto un pensamiento—. Por el Laberinto, ¿qué fue lo que le sucedió a Ramu para que aceptara la renuncia al cargo?
—Un curioso incidente —explicó Balthazar con seriedad—. Me temo que resultó herido. En un punto muy sensible. Y lo verdaderamente extraño es que parece incapaz de curarse.
— ¿Qué le causó la herida? ¿Una serpiente dragón?
—No. —Balthazar dirigió una mirada perspicaz a Haplo y amagó una sonrisa—. Parece que al pobre Ramu lo mordió un perro.
EPÍLOGO
La extraña tormenta que había barrido Ariano amainó con la misma rapidez con que se había formado. Jamás había habido otra igual, ni siquiera en el continente de Drevlin, que estaba —o había estado— sometida a fuertes tormentas casi de hora en hora. Algunos de los espantados pobladores de los continentes flotantes temían que el mundo estaba llegando a un final, aunque los más pragmáticos —entre ellos, Limbeck Aprietatuercas— sabían que no era así.
—Se trata de un flujo ambiental —le explicó el enano a Jarre; o, mejor dicho, a lo que suponía que era Jarre aunque, en realidad, era una escoba. A Limbeck se le habían roto las gafas durante la tormenta. Jarre, acostumbrada a ello, apartó la escoba y ocupó su lugar sin que el miope enano advirtiera la diferencia—. Un flujo ambiental, causado sin duda por el aumento de actividad de la Tumpa-chumpa, que ha producido un calentamiento de la atmósfera. Voy a llamarlo «efecto Tumpachumpa ».
Así lo hizo, y aquella misma noche pronunció un discurso relativo al hecho, que nadie escuchó debido a que todo el mundo andaba recogiendo el agua del chaparrón que anegaba muchas zonas.
Los feroces vientos de la tormenta amenazaron con causar considerables daños en las ciudades del Reino Medio y, de forma muy especial, en las ciudades elfas, grandes y densamente pobladas. Pero, en el punto álgido de la tempestad, en su momento de máxima furia, se presentaron los misteriarcas humanos —grandes hechiceros de la Séptima Casa— y, con sus facultades mágicas para ejercer control sobre los elementos naturales, hicieron mucho para proteger a los elfos. Los daños fueron mínimos y sólo hubo algunas lesiones leves. Lo más importante de todo fue que aquella ayuda, no pedida e inesperada, contribuyó en gran medida a suavizar las tensiones entre pueblos que, hasta aquel momento, habían sido acérrimos enemigos.
El único edificio que sufrió daños importantes a causa de la tormenta fue la Catedral del Albedo, el receptáculo de las almas de los muertos. Los elfos kenkari habían construido la Catedral con cristal, piedra y magia. Su cúpula de paneles de cristal protegía un exótico jardín de plantas hermosas y poco frecuentes, algunas de las cuales se decía que procedían de tiempos anteriores a la Separación: unas plantas traídas de un mundo cuya propia existencia casi había caído ya en un completo olvido. Dentro de aquel jardín, las almas de los elfos de estirpe real revoloteaban entre las hojas y entre las rosas fragantes.
Antes de morir, todo elfo entregaba el alma a los kenkari, la dejaba al cuidado de los elfos encargados de ello, que recibían el nombre de geir. El geir llevaba el alma, encerrada en una cajita ornamentada, a la Catedral, donde los kenkari la dejaban entre las otras almas encerradas en el jardín. Entre los elfos existía la creencia de que aquellas almas de los muertos proporcionaban a los vivos los beneficios de la fuerza y de la sabiduría que habían adquirido en vida.
La antigua costumbre había sido iniciada por Krenka—Anris, la santa elfa, el alma de cuyos hijos muertos había regresado para salvar a su madre de un dragón.
Los elfos kenkari vivían en la Catedral al cuidado de las almas, encargados de aceptar y liberar en el jardín las que les iban llegando. Por lo menos, eso era lo que habían hecho en el pasado. Pero, cuando habían tenido constancia clara de que Agah'ran, el emperador elfo, ordenaba dar muerte a jóvenes elfos para obligar a sus almas a ayudarlo en su corrupto mandato, los kenkari habían cerrado la Catedral y habían prohibido la aceptación de una sola alma más.
Agah'ran fue destronado por su hijo, el príncipe Reesh—ahn, con la ayuda de los gobernantes humanos, Stephen y Ana. El emperador huyó y desapareció. Elfos y humanos formaron una alianza. Había sido una paz inquieta; sus supervisores habían tenido trabajo para mantenerla, obligados constantemente a apagar fuegos, calmar enfrentamientos y contener a los seguidores más testarudos. Con todo, de momento la situación se sostenía.
Pero los kenkari no tenían idea de qué hacer. Las últimas instrucciones que les había dado el Guardián de las Almas, a quien se las había revelado Krenka— Anris, era que mantuvieran cerrada la Catedral. Y así lo habían hecho. Cada día, los tres guardianes —Alma, Libro y Puerta— se acercaban al altar y solicitaban consejo.
Y recibían la consigna de esperar.
Entonces, se había presentado la tormenta.
El viento empezó a arreciar inesperadamente hacia mediodía. Nubes oscuras de aspecto amenazador se formaron en los cielos por encima y por debajo del Reino Medio hasta oscurecer por completo la luz de Solaris. El día se convirtió en noche en un abrir y cerrar de ojos. La actividad comercial se paralizó en toda la ciudad; la gente salió a las calles y miró al cielo con inquietud. Las naves que surcaban el aire entre isla e isla buscaron refugio lo antes posible, poniendo proa al puerto más cercano, lo cual significó que embarcaciones elfos amarraran en puertos humanos mientras transportes humanos lo hacían en ciudades elfas.
Los vientos continuaron arreciando. Los frágiles árboles hargast se quebraron y quedaron hechos añicos. Los edificios poco sólidos fueron aplastados como si los golpeara un puño de gigante. Las recias fortalezas de los humanos se estremecieron hasta los cimientos. Se dijo que incluso los monjes de la muerte, los kir, que tan poca atención prestaban a lo que sucedía en el mundo de los vivos, terminaron por salir de sus monasterios, levantar los ojos al cielo y mover la cabeza con gesto tenebroso, presagiando el final de los tiempos.
En la Catedral, los tres guardianes —Libro, Puerta y Alma— se reunieron a rezar ante el altar de Krenka—Anris.
Entonces empezó la lluvia, derramándose de las nubes oscuras como espadas arrojadas por un ejército temible. Granizo del tamaño de la cabeza de una maza de combate golpeó con fuerza la cúpula de cristal de la Catedral del Albedo.
—Krenka—Anris —suplicó Alma—, escucha nuestra...
Un crujido sonoro y violento, como el estallido de un artefacto pirotécnico, hendió el aire. Puerta lanzó una exclamación. Libro se encogió. El Guardián de las Almas, aturdido, se detuvo a media plegaria.
—Las almas del jardín están muy agitadas —murmuró.
Aunque las almas no eran visibles, las hojas de las plantas vibraban y se movían. Las sacudidas desprendían pétalos de los capullos.
Sonó otro crujido, seco y amenazador.
— ¿Un trueno? —aventuró el Guardián de la Puerta, a quien el miedo hizo olvidar que no debía hablar a menos que se dirigiesen a él.
El Guardián de las Almas se incorporó y contempló el jardín a través de la ventana de cristal. Con un grito inconexo, retrocedió tambaleándose hasta asirse al altar para sostenerse. Sus dos compañeros se apresuraron a llegar junto a él.
— ¿Qué sucede? —preguntó la Guardiana del Libro con un hilo de voz.
— ¡El techo! —exclamó Alma, señalándolo—. ¡Empieza a romperse!
Todos podían apreciar claramente la grieta, una línea quebrada como un relámpago que recorría toda la cúpula de cristal. Ante su mirada, la grieta se hizo más larga y más amplia. Un fragmento de cristal se desprendió y cayó al jardín con estrépito.
— ¡Krenka-Anris, sálvanos! —musitó Libro.
—No creo que sea a nosotros a quienes salve —reflexionó el Guardián de las Almas. De repente, mostraba una serenidad extraordinaria—. Vamos. Debemos marcharnos y buscar refugio en las estancias subterráneas. Deprisa.
Alma se retiró del altar y se encaminó a la puerta. Libro y Puerta se apresuraron a seguirlo, pisándole los talones prácticamente.
A su espalda escucharon el estallido de nuevos fragmentos de cristal desprendidos y el crujido de los grandes árboles abrigados bajo la cúpula.
El guardián tañó la campana que convocaba a los kenkari a la oración. Pero esta vez los llamaba a unirse en la acción.
—La gran cúpula se está rompiendo —anunció a sus aturdidos seguidores—.
No se puede hacer nada por salvarla. Es la voluntad de Krenka—Anris. Se nos ha ordenado que busquemos refugio. El asunto está fuera de nuestras manos. Hemos hecho lo posible por contribuir. Ahora debemos rezar.
— ¿Qué hemos hecho por contribuir? —le cuchicheó el Guardián de la Puerta a la Guardiana del Libro mientras apretaban el paso tras Alma por la escalera que conducía a las cámaras subterráneas.
El Guardián de las Almas escuchó el comentario y se volvió con una sonrisa.
—Hemos ayudado a un hombre perdido a encontrar un perro.
La tormenta cobró más y más intensidad, hasta llegar a un punto en que todos se convencieron de que Ariano estaba condenado.
Y, entonces, la tormenta cesó con la misma rapidez con la que se había iniciado. Las nubes oscuras desaparecieron como engullidas a través de una enorme puerta abierta. Solaris volvió a brillar, cegando a los deslumbrados elfos con su intenso fulgor.
Cuando los kenkari salieron de las cámaras subterráneas, encontraron la Catedral completamente destruida. La cúpula de cristal estaba hecha trizas. Los árboles y flores del interior habían quedado cortados a tiras por la lluvia de cristales y enterrados bajo el granizo.
— ¿Y las almas? —preguntó el Guardián de la Puerta, abrumado y lleno de temor reverencial.
—Han escapado —respondió la Guardiana del Libro con tristeza.
—Libres —musitó el Guardián de las Almas.
FIN